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Fotos y cuentos

Cortázar
"...la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándolo determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento"


la silla vacía


Entrevista a Gregory Crewdson en Babelia.
P. En su obra hay elementos iconográficos que se repiten: círculos, haces de luz, flores, moquetas, ventanas, coches, espejos, maletas. ¿Qué papel juega esa iconografía?
R. Los detalles en mi trabajo efectivamente impulsan el contenido narrativo. Son estos detalles, una maleta, un libro, una cama, lo que es realmente importante. Todo artista crea su propio vocabulario, un microcosmos donde los motivos aparecen y reaparecen, revelando sus obsesiones y luchas internas.
P. Al hablar de su trabajo es inevitable referirse a las condiciones de producción de sus fotografías, con un equipo idéntico al del cine.
R. Una de las cosas que amo de la fotografía, a diferencia del cine u otra forma de narración, es que el espectador siempre incorpora su propia historia, ya que al final la imagen siempre está sin resolver. Aunque mi trabajo está influido por el cine, la imagen fija me gusta. Me interesan las limitaciones de la fotografía por su capacidad de presentar una imagen completamente congelada, donde no hay antes ni después. Intento utilizar esa limitación como fuerza. Mis fotografías capturan momentos aislados sin pasado ni futuro; una posibilidad imaginaria planea sobre ellas como si fuera una pausa elocuente que juega con la fuerza narrativa de la fotografía.


encuentro


Henri Cartier-Bresson
"Fui a Marsella. Una pequeña renta me permitía costearme los gastos, y trabajé con entusiasmo. Acababa de descubrir la Leica. Se transformó en la extensión de mis ojos y nunca me he separado de ella desde que la hallé. Merodeaba por las calles todo el día, tenso y preparado para brincar, resuelto a "atrapar" la vida, a preservar la vida en el acto de vivir. ante todo, ansiaba apresar en los confines de una sola fotografía toda la esencia de alguna situación que estuviera desarrollándose delante de mis ojos" (en Susan Sontag: Sobre la fotografía)


...


Hetherington
Hetherington no se propone detener el tiempo y capturar un instante. Él pretende cazar la transición del momento. Por eso se dedica a lidiar con los límites de la imagen en la pantalla del ordenador (las herramientas digitales son sus cómplices). No se plantea cuál es el futuro de la fotografía. Lo que le inquieta es cómo contar las historias y evitar la nada. “Entre las muchas formas de combatir la nada, una de las mejores es hacer fotografías”, escribió Cortázar, otro contador de historias excepcional. (en Público, 16/11/2008)
despedida


(de Sintaxis para una escala de grises)
El “Cabo Malgrit” no existe. Es un lugar nacido accidentalmente al medir el grosor de una foto. Como las fotos son tan delgaditas, su canto no mide casi nada, y es por eso por lo que depositamos allí su tiempo, su historia: lo hacemos para llenarlo, para saber de algún modo que algo puede ocurrir.
Ahí, justo en la leve estrechez del canto, con habilidad, podemos depositar unas gotitas de tiempo: el tiempo del que una fotografía nunca dispone por la extrema rapidez con que se capturó.
Por eso algunos fotógrafos necesitan tanto tiempo para decir que han hecho una foto; por eso se empeñan luego en “revelarlas”.
Cabo Malgrit es un lugar por y para la magia, donde las fotografías narran historias sin personajes ni finales…ni principios que nadie recuerde.
Cabo Malgrit NO existe. Cabo Malgrit ahora ya existe.
Cabo Malgrit es un lugar donde cualquier historia se escribe solamente en futuro anterior. Es la Ensenada de un Tuerto que hacía fotos con su único ojo y que, aterrado por la ceguera que le producía su propio espejo durante la toma, inventó una historia para llenar la rápida oscuridad de ese singular momento.

cromos


John Berger
¿Qué hacía las veces de la fotografía antes de la invención de la cámara fotográfica? La respuesta que uno espera es: el grabado, el dibujo, la pintura. Pero la respuesta más reveladora sería: la memoria. Lo que hacen las fotografías allí fuera en el espacio exterior a nosotros, se realizaba anteriormente en el marco del pensamiento.
(Berger. "Mirar")
Hace cerca de veinte años se me ocurrió la idea de hacer una serie de fotografías que acompañaran y fueran intercambiables con una serie de poemas de amor. Del mismo modo que no quedaba claro si los poemas hablaban con voz de mujer o de hombre, también debía permanecer incierto si la imagen inspiraba el texto o viceversa. Mi primer interés por la fotografía fue apasionado.
(Berger. "Otra manera de contar"

cariño

Cartier-Bresson. El momento decisivo

El momento decisivo online

world press photo of the year 2007

francesca woodman



Un espejo roto

Sensibles, intensas, femeninas. Las imágenes de Francesca Woodman, homenajeada por la revista ‘C. International Photo Magazine’, tejen vidas tan libres como la suya, que acabó en suicidio a los 22 años. Sus autorretratos, expuestos en el MOMA y en el Metropolitan Museum, se han convertido ya en objeto de culto.

Y un día más desperté sola en estas sillas blancas”. Fin de la historia. En 10 palabras comienza y termina todo. O no. Porque sólo se trata de una transición hacia otra historia. Un instante entre muchos. Esta especie de microrrelato acompaña una imagen en blanco y negro captada por Francesca Woodman en 1979: una mujer encorvada sobre la mesa, un plato, una cuchara, una taza vacía y, sentado enfrente, un hombre inmerso en la lectura de un periódico. ¿Quién es esa mujer que aparece en la foto en camisón y con el pelo recogido en una trenza? Y el hombre, cuya cabeza se encuentra fuera de campo, ¿está realmente leyendo el periódico, como parece, o de soslayo mira a su compañera de desayuno? Lo único que sabemos es que alguien se despierta solo en una silla blanca. Un día más. Nos lo promete Francesca con una frase. Todo lo demás es un universo sugerido. Un cuento misterioso y evocador. Los conservadores del MOMA, del Metropolitan Museum de Nueva York o de la Fondation Cartier pour l’Art Contemporain de París lo definen con una palabra clave, la más importante para un creador: arte.

De la misma manera, una de las pocas cosas que sabemos a ciencia cierta de esta fotógrafa estadounidense es que nació el 3 de abril de 1958 en Denver (Colorado) y que en enero de 1981 decidió poner fin a su vida lanzándose desde una ventana en el Lower East Side de Manhattan. En medio quedan menos de 23 años, centenares de instantáneas y una producción artística tan intensa que la sitúan ya entre los mitos de la fotografía del siglo XX y al mismo tiempo dan fe de su sensibilidad particular. Porque su visión no tiene nada que ver con la fotografía de guerra de Robert Capa, el espíritu documental de Cartier-Bresson o las inquietudes de Diane Arbus. Lo suyo, como apunta el crítico francés David Levi-Strauss, es un “deseo revolucionario de romper los códigos de las apariencias y mirarlas a través de un espejo”.

Pero ¿quién fue realmente Francesca Wood¬man? Para intentar recorrer su vida y repasar ese trabajo, los historiadores se han servido de la viva memoria de sus padres, los artistas plásticos George y Betty Woodman (que ahora gestionan un archivo de más de 800 imágenes, 120 de las cuales han sido expuestas o publicadas), algunos testimonios directos de la autora –cartas, postales, reflexiones escritas en un pequeño diario rosa– y, por supuesto, fotografías que rezuman una especie de vida propia. Ese camino empezó con un autorretrato en 1972, cuando, a los 13 años, Francesca decidió inmortalizarse con una cámara Rolleiflex de medio formato. Después vendrían los primeros desnudos: mujeres perdidas en los bosques de Massachusetts o en una habitación anodina, una especie de ninfa contemporánea en la orilla de un río, personajes misteriosos tapados tan sólo con una máscara de conejo, instantáneas realizadas con exposiciones largas y ejercicios de estilo. Experimentación. Porque la trayectoria de esta joven fotógrafa resultó muy marcada por los estudios y la influencia de sus padres. Empezando por los viajes.

La infancia de Francesca transcurrió entre Boulder, un pueblo de Colorado, y Antella, una aldea de la campiña toscana frecuentada por artistas y exponentes de la alta sociedad de Florencia. Más tarde, sus padres la inscribieron en un instituto privado de Massachusetts, donde empezó a desarrollar su particular visión de la fotografía, y después en la Escuela de Diseño de Rhode Island, en Providence, donde aprovechó la oportunidad de un intercambio de un año con la Academia de Bellas Artes de Roma. La joven Woodman nunca llegó a ganarse la vida como fotógrafa. Su universo estaba hecho de estudios y crecimiento, artístico o personal. Y en muchos casos, dudas y tribulaciones. Para intentar comprender qué le pasaba por la cabeza durante la adolescencia, sirvan estos pasajes de su diario, escritos en el otoño de 1975, en los que habla de sí misma tanto en primera como en tercera persona: “[…] Una parte de este libro contiene ideas que quiero organizar en series. Intento seguir la huella del cambio de la moral de Francesca y contar lo que he hecho. La lista de alimentos que he comido, por ejemplo […]. Los pasteles son mi forma de arte favorita; yo preparo magníficos panecillos de jengibre, trufas de chocolate, pasteles de melocotón y flanes de zarzamora. No hay nada más relajante que quedarse a solas con un buen libro de cocina y las palabras!”. Meses más tarde, Francesca tenía una actitud más negativa: “Esta noche no estoy contenta. Pienso y hablo a menudo de mi detestable tendencia al romanticismo. Creo que el esfuerzo de deshacerme de esta actitud en mi trabajo ha tenido un extraño efecto en mi vida… La fotografía es también una manera de conectar con la vida. Hago fotos de la realidad filtradas a través de mi mente”, cuenta unas páginas antes de explicar con toda naturalidad las “seis formas de comer naranjas”.

Esa realidad filtrada de forma tan personal ha dado pie a un trabajo fascinante, cautivador, en el que sus series de instantáneas, que muchos han calificado de ensayo fotográfico, en realidad van más allá del género. Según el crítico británico Chris Towsend, que hace la introducción de un volumen antológico editado por Phaidon en 2006, en el instinto y las intenciones de Woodman yace el fuego del arte surrealista. “Muchas fotografías de Woodman le deben algo al trabajo de otro, desde las más antiguas tradiciones del arte moderno, como el surrealismo, hasta sus contemporáneos o maestros… Lo que no significa que sus fotografías sean necesariamente derivaciones o copias”, apunta. La misma Francesca, tal vez consciente de ese proceso, se pregunta en sus notas: “Alguien me dice algo acerca una fotografía que no he hecho nunca y, de repente, yo decido fotografiar ese algo. ¿Es un plagio?”. La respuesta se la dio, más de 30 años después, el análisis de Towsen: “La historia del arte es algo que los artistas descubren y ante la cual intentan reaccionar. Woodman no fue un genio inculto que brotó de repente… Su gran capacidad fue transformar su compromiso con la historia del arte y sus influencias en imágenes que eran algo más, algo más que simples imágenes”, explica antes de definir a la artista como una autorretratista consciente de una larga tradición que va de Durero a Rembrandt, pasando por Caravaggio.

Femeninas, sensuales, intensas, a veces dramáticas, pero nunca desesperadas. Así, la mayoría de las imágenes de Francesca parecen tejer un mundo deliberadamente enigmático que le ha valido, junto con una turbulenta estancia en Roma y el epílogo del suicidio, también una fama de fotógrafa con aura maldita. El escritor Philippe Sollers la sitúa, a ese respecto, “en un extraño mundo de antifotografía”. “Sólo hace falta ver cómo se presenta a sí misma: desnuda, sentada sobre sus rodillas, en Roma, en el rincón de una pared, vuelta hacia un lirio blanco en primer plano. […] No me gusta Francesca Woodman, pero la admiro… ¿Qué ocurre hoy? El sida, el desempleo, Hillary Clinton, los Oscar, Cannes, las madres solteras… El mercado impone la fotografía y prohíbe la antifotografía, que, en cambio, es la voz de la libertad”, escribía en 1998. Y la libertad tenía, para Francesca, un sentido primordial: hacer, fotografiar y escribir sólo lo que le apetecía. Rechazar lo esperado. Como en su diario, que, a pesar de los viajes y las estancias en lugares fascinantes, nunca menciona las muy fotogénicas fuentes de Roma ni el ritmo frenético de la Gran Manzana. “Francesca escribía cosas sobre su mundo personal, que viajaba con ella”, apunta el padre, George.

Ese espiritual mundo es exactamente el que evoca Sloan Rankin, un viejo amigo de Francesca: “Durante nuestro primer año en el college me apunté a un curso de poesía. Entonces, Francesca escribió en su cuaderno: ‘Soy el fantasma poético de Sloan… Eso me permite masticar unos pensamientos”. Por ejemplo, las ideas reflejadas en los versos de un poema que termina así: “Y se me había olvidado de cómo se lee música”. Otra vez, fin de la historia. Sin embargo, también estas 10 palabras se convirtieron en el título de una fotografía: un pentagrama en el palmo abierto de la mano derecha, unas cortinas colgando junto a una ventana que sólo se intuye, un collar y un vestido primaveral. Y fuera de campo, unos ojos que quizá intentan huir. Hacia otra imagen, su enésimo cuento soñado.



André Kertész