Libro Policial
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El misterio de Coopèr
Beeches
Presentacion
El misterio de Copper Beeches (a veces
traducida como Las hayas cobrizas) es una
de las historias cortas del personaje
Sherlock Holmes. Fue escrita por Sir Arthur
Conan Doyle y publicada dentro de la
colección Las aventuras de Sherlock
Holmes.
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Tabla de contenido
Chapter 1………………….....................................07
Chapter 2………………….....................................18
Chapter 3…………………………………………….22
Chapter 4………………………………………….....24
Introducción
A un misógino como Sherlock Holmes puede parecerle que, resolver determinados
casos, como el de Violet Hunter, tendría que resultarle aburrido cuando no molesto.
Pero Holmes es un gran profesional, y cuando se hace cargo de un caso pone todo
su interés y capacidad en su resolución. Aunque, como dice el doctor Watson en el
caso de la pobre Violet: "Mi amigo Holmes, con gran desencanto mío, no volvió a
mostrar ningún interés por Violet Hunter, una vez que la joven dejó de ser el punto
central de uno de sus problemas". Lo cual no es completamente cierto, ya que,
años más tarde, Sherlock Holmes la menciona en The Adventure of the Creeping
Man (El hombre que trepaba), perteneciente a The Case-Book of Sherlock Holmes.
Chapter
1
En aproximadamente quince días, Holmes recibe un mensaje de este tipo, suplicándole
que venga a verla a Winchester. Una vez que Holmes y el doctor Watson llegan, la
señorita Hunter les cuenta una de las historias más singulares que jamás hayan
escuchado. El señor Rucastle a veces pide a la señorita Hunter que use un vestido azul
eléctrico y se siente en la sala de lectura de espaldas a la ventana delantera. Comenzó
a sospechar que no debía ver algo de la calle, y un pequeño espejo escondido en su
pañuelo demostró que tenía razón: había un hombre parado en la carretera mirando
hacia la casa.
En otra sesión similar, el señor Rucastle contó una serie de historias divertidas que
hicieron reír a la señorita Hunter hasta que estuvo bastante cansada. Lo único
sorprendente de esto es que la señora Rucastle no solo no se rió, sino que tampoco
sonrió.
Había otras cosas desagradables sobre la casa. El niño de seis años que se suponía
debía cuidar era sorprendentemente cruel con los animales pequeños. Los sirvientes, el
señor y la señora Toller, eran una pareja bastante amarga. Un gran mastín vivía en la
propiedad, en un estado perpetuo de hambre. Se dejaba que saliera a la calle por la
noche y se le advirtió a la señorita Hunter que no cruzara el umbral al anochecer.
Además, Toller, que estaba bastante borracho, era el único que tenía alguna influencia
sobre este bruto.
Chapter 1
—El hombre que ama el arte por el arte —comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja de
anuncios del Daily Telegraph— suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones
más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado
usted esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la
bondad de redactar, debo decir que, embelleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia
a las numerosas causes célebres y procesos sensacionales en los que he intervenido, sino más
bien a incidentes que pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las
facultades de deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad.
—Tal vez haya cometido un error —apuntó él, tomando una brasa con las pinzas y encendiendo
con ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía más dado a la
polémica que a la reflexión—. Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus
descripciones, en lugar de limitarse a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que
son en realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto.
—Me parece que en ese aspecto le he hecho a usted justicia —comenté, algo fríamente, porque
me repugnaba la egolatría que, como había observado más de una vez, constituía un importante
factor en el singular carácter de mi amigo.
—No, no es cuestión de vanidad o egoísmo —dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, a
mis pensamientos más que a mis palabras—. Si reclamo plena justicia para mi arte, es porque se
trata de algo impersonal... algo que está más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La
lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha
degradado lo que debía haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos.
Era una mañana fría de principios de primavera, y después del desayuno nos habíamos sentado
a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una espesa
niebla se extendía entre las hileras de casas parduscas, y las ventanas de la acera de enfrente
parecían borrones oscuros entre las densas volutas amarillentas. Teníamos encendida la luz de
gas, que caía sobre el mantel arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún no habían
recogido la mesa. Sherlock Holmes se había pasado callado toda la mañana, zambulléndose
continuamente en las columnas de anuncios de una larga serie de periódicos, hasta que por fin,
renunciando aparentemente a su búsqueda, había emergido, no de muy buen humor, para darme
una charla sobre mis defectos literarios.
—Por otra parte —comentó tras una pausa, durante
la cual estuvo dándole chupadas a su larga pipa y
contemplando el fuego—, difícilmente se le puede
“
acusar a usted de sensacionalismo, cuando entre
los casos por los que ha tenido la bondad de
interesarse hay una elevada proporción que no
tratan de ningún delito, en el sentido legal de la
palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al rey
de Bohemia, la curiosa experiencia de la señorita
Mary Sutherland, el problema del hombre del labio
retorcido y el incidente de la boda del noble, fueron
todos ellos casos que escapaban al alcance de la
ley. Pero, al evitar lo sensacional, me temo que
puede usted haber bordeado lo trivial.
—Puede que el desenlace lo fuera —respondí—, pero sostengo que los métodos fueron
originales e interesantes.
—Pues, querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz
de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los
matices más delicados del análisis y la deducción? Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por
culpa suya, porque ya pasaron los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo menos el
criminal, ha perdido toda la iniciativa y la originalidad. Y mi humilde consultorio parece estar
degenerando en una agencia para recuperar lápices extraviados y ofrecer consejo a señoritas de
internado. Creo que por fin hemos tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a
mi entender, mi punto cero. Léala —me tiró una carta arrugada.
Querido señor Holmes: Tengo mucho interés en consultarle acerca de si debería o no aceptar
un empleo de institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a visitarle mañana a las
diez y media. Suya afectísima,
Violet Hunter
—De nada.
—Quizá resulte ser más interesante de lo que usted cree. Acuérdese del asunto del carbunclo
azul, que al principio parecía una fruslería y se acabó convirtiendo en una investigación seria.
Puede que ocurra lo mismo en este caso.
—¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí la
tenemos. Mientras él hablaba se abrió la puerta y una joven entró en la habitación. Iba vestida de
un modo sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un
huevo de chorlito, y actuaba con los modales desenvueltos de una mujer que ha tenido que
abrirse camino en la vida.
Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan
considerado. Como ya tenía algunas deudas con los proveedores, aquel
adelanto me venía muy bien; sin embargo, toda la transacción tenía un
algo de innatural que me hizo desear saber algo más antes de
comprometerme.
—Un niño. Un pillastre delicioso, de sólo seis años. ¡Tendría usted que
verlo matando cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tres
muertas en un abrir y cerrar de ojos! —se echó hacia atrás en su
asiento y volvió a reírse hasta que los ojos se le hundieron en la cara de
nuevo.
—Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabe usted?
Maniáticos pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que nosotros le
proporcionáramos, no se opondría usted a nuestro capricho, ¿verdad? —No —dije yo, bastante
sorprendida por sus palabras.
—Oh, no.
Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi pelo es algo
exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como artístico. Ni en
sueños pensaría en sacrificarlo de buenas a primeras.
A las once de la mañana del día siguiente nos
acercábamos ya a la antigua capital inglesa.
Holmes había permanecido todo el viaje
sepultado en los periódicos de la mañana, pero
en cuanto pasamos los límites de Hampshire los
dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje.
Era un hermoso día de primavera, con un cielo
azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas
que se desplazaban de oeste a este. Lucía un
sol muy brillante, a pesar de lo cual el aire tenía
un frescor estimulante, que aguzaba la energía
humana. Por toda la campiña, hasta las
ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los
tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban
entre el verde claro del follaje primaveral.
—¿Dónde está su hija, canalla? —dijo. —¡Dios mío! —exclamó—. ¡Alguien ha soltado al
perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa,
El gordo miró en torno suyo y después hacia la deprisa, o será demasiado tarde!
claraboya abierta.
Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos
—¡Soy yo quien hace las preguntas! —chilló—. la esquina de la casa, con Toller siguiéndonos
¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta
cogido! ¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! fiera, con el hocico hundido en la garganta de
—dio media vuelta y corrió escaleras abajo, tan Rucastle, que se retorcía en el suelo dando
deprisa como pudo. alaridos. Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se
desplomó con sus blancos y afilados dientes aún
—¡Ha ido por el perro! —gritó la señorita Hunter. clavados en la papada del hombre. Nos costó
mucho trabajo separarlos. Llevamos a Rucastle,
—Tengo mi revólver —dije yo. vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo
tendimos sobre el sofá del cuarto de estar. Tras
—Más vale que cerremos la puerta principal — enviar a Toller, que se había despejado de golpe,
gritó Holmes, y todos bajamos corriendo las a que informara a su esposa de lo sucedido, hice
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Era una puerta vieja y destartalada que cedió a nuestro primer
intento. Nos precipitamos juntos en la habitación y la encontramos
desierta. No había más muebles que un camastro, una mesita y un
cesto de ropa blanca. La claraboya del techo estaba abierta, y la
prisionera había desaparecido.
—Pero el señor Fowler, perseverante como todo especial al día siguiente de su fuga, y en la
buen marino, puso sitio a la casa, habló con actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla
monetarios o de otro tipo, consiguió convencerla mi amigo Holmes, con gran desilusión por mi
de que sus intereses coincidían con los de parte, no manifestó más interés por ella en