1- Camino de Huesos - Demi Winters

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PARA LOS QUE HAN TENIDO QUE SEGUIR ADELANTE,

INCLUSO A PESAR DE LAS DIFICULTADES


nota de la autora

Camino de Huesos transcurre en un mundo brutal de fantasía oscura y de


inspiración vikinga y está dirigido a un público adulto (mayores de 18
años), por lo que algunas escenas con contenidos como los siguientes
pudieran incomodar a ciertos lectores:

Violencia doméstica y abuso emocional


Adicciones y síndrome de abstinencia
Persecución religiosa
Ejecuciones
Sangrías y escenas violentas
Sexo explícito y agresiones sexuales
Agorafobia y ansiedad social
Secuestro y cautiverio
Problemas de salud mental
Consumo de drogas
PRIMERA PARTE

LLAMAS

No temas a la muerte, porque la hora


de tu perdición está fijada y nadie
puede escapar de ella.

SAGA VÖLSUNGA
UNO

Skarstad

Silla Nordvig creía en las pequeñas señales que los antiguos dioses
dejaban a los mortales: el cielo rojo que presagiaba sorpresas, la flíta que
anunciaba cambios y el halcón negro que auguraba la muerte. Sobre todo,
sabía que la mala suerte venía de tres en tres, así que no debería haberla
sorprendido que aquellas desdichadas campanas empezaran a sonar. Aun
así, se sobresaltó.
Se lavó la masa de pan de las manos y se las secó en la áspera tela de su
falda casera. «Cenizas», pensó. La semana le estaba pasando factura.
Todo había empezado a torcerse cuando Olaf el Rojo había pedido el
pago del alquiler una semana antes de lo previsto, lo que había tensado al
máximo su escaso presupuesto. Después, Silla se había quemado el pulgar
mientras sacaba tortas de cebada de las brasas, y se le cayó toda la hornada
al fuego. Los cereales eran cada vez más caros; después de tres largos
inviernos seguidos, las plantaciones eran escasas y la cosecha iba a ser
nefasta. Silla se había ganado una severa reprimenda por su error.
Y ahora, el tercer infortunio de la semana: esas horribles campanas.
Silla se alisó el bordado floral del cinturón de su delantal azul, el mismo
que llevaban todas las empleadas domésticas del jarl Gunnell, y salió. El
tintineo de las llaves de hierro anunció la llegada de Bera, la esposa del jarl
Gunnell y ama de las llaves. Silla se colocó rápidamente en la fila y apretó
los dedos mientras Bera las contaba.
—Doce. En marcha, muchachas —les indicó con voz suave—.
Esperemos que esto sea rápido. Para todos los afectados.
Una ligera brisa le acarició el rostro a Silla y le sacó varios bucles
castaños de la apretada trenza mientras avanzaba por el sendero. Para ser un
día gris, hacía un calorcillo agradable; el sol estaba oculto por las nubes.
Una avispa se le acercó a la cara zumbando y se la apartó de un manotazo.
Los pájaros trinaban en los jardines de la granja. Por un instante, se
respiraba paz. Hasta el siguiente tañido de la campana, tan largo y tan fuerte
que a Silla le temblaron hasta los dientes.
Acompasó sus pasos a los de las demás, sin perder de vista las faldas
azules de la chica que iba delante de ella. Caminaban en fila india por la
senda llena de surcos. A Silla no le hizo falta mirar para saber que el jarl
Gunnell y sus hombres —guerreros, mozos de cuadra y trabajadores del
campo por igual— iban detrás. El conde era uno de los pocos miembros de
la nobleza que no utilizaba esclavos traídos de Norvaland, pero si lo hubiera
hecho, ellos también lo seguirían. Las campanas eran un gran elemento de
igualdad que exigía la presencia de todos los habitantes de Íseldur mayores
de diez inviernos, fueran de la clase que fueran.
Silla miró hacia los establos, pero no vio a su padre. Estaría entre los
trabajadores del campo, con la túnica gris manchada de tierra.
Estaría limpiándose la suciedad de la cara, preocupado por ella, por ellos,
tal vez pensando que llevaban demasiado tiempo en Skarstad. Sería hora de
empezar de nuevo. Otra vez.
Caminaron por la senda de tierra y cruzaron un portón en los muros de la
aldea, entre casas de madera con tejados de paja. Ante las casas se apilaban
ordenadamente pilas de leña y los huertos rebosaban de hierbas y verduras.
Skarstad en sí era pequeño y anodino, como la mayoría de los pueblos de
las tierras de Sudur. Silla lo sabía bien; había vivido en muchos de ellos.
Con una distribución esmerada y rodeado de altas murallas de defensa, el
pueblo tenía dos calles principales que se cruzaban en un patio central
arbolado. El salón de celebraciones estaba bien cuidado, habían barrido los
escalones a conciencia y la plaza estaba teñida de sangre.
Las campanas se oían con más fuerza a medida que se acercaban a la
plaza; cada tañido era más amenazador que el anterior. Los sonidos hacían
vibrar los huesos de Silla, constriñendo sus entrañas cada vez más con cada
paso. Hombres y mujeres, mercaderes y campesinos se les unieron hasta
que el camino se llenó de gente. Por fin, doblaron la esquina que daba al
patio central. Silla se acercó arrastrando los pies al imponente guerrero
klaernar, que estaba plantado junto a una carreta colmada de rocas negras y
afiladas, e iba dando una a cada persona que accedía al patio. Silla mantuvo
la mirada gacha mientras esperaba, sabedora de lo que vería si levantaba la
vista. En la plaza flotaban unas voces apagadas que rogaban. Suplicaban.
«Es en vano», pensó con desazón.
La opresiva presencia del guerrero klaernar que se cernía ante ella
sofocaba el ambiente. También llamados Garras del Rey, los klaernar eran
físicamente imponentes, y Silla clavó la mirada en las botas del guerrero.
Estaban desgastadas y manchadas de tierra, algo que le pareció
extrañamente reconfortante; no dejaba de ser una prueba de que era
humano. Si alzaba los ojos, Silla vería que llevaba una camisa de cota de
malla negra, con unas placas en los hombros de plata brillante y grabadas
con un oso de fauces abiertas. Sabía que vería tres marcas de garras
tatuadas en la mejilla derecha del hombre.
Había oído rumores de que los segundos hijos de Íseldur no solo
cambiaban físicamente al recibir la garra, también lo hacían mentalmente.
Algo sucedía cuando sometían su cuerpo al Ritual y se consagraban al rey
Ivar y a su dios Oso, Ursir. Por diminuta que fuera su estatura antes del
Ritual, regresaban transformados: altos y robustos como montañas, con el
ceño fruncido en su rostro recién entintado. Se decía que llevaban la
bendición de Ursir en las venas, lo que no hacía sino aumentar el
desasosiego de Silla.
Cuando el Garra del Rey le colocó en la palma un trozo de obsidiana en
bruto, Silla notó que se le hundía la mano por el peso. Se quedó mirando la
superficie plana y brillante. ¿Cómo podía ser algo tan hermoso y tan
horrendo a la vez?
Las campanadas clamorosas la sacaron de sus pensamientos; en la plaza
eran tan potentes que resultaban casi ensordecedoras. Silla avanzó dando
tumbos, con los ojos desorbitados, en busca del azul de las empleadas
domésticas del jarl Gunnell. No sabía cómo, pero las había perdido de vista.
Silla levantó el rostro, solo un instante, para recobrar la compostura.
Fue un error; lo sabía, pero no pudo evitarlo. Tres grupos de columnas en
forma de V se alzaban desde el estrado circular del centro de la plaza, en
cuyo corazón había una piedra rúnica a modo de altar. Cada persona
condenada estaba inmovilizada en un pilar de madera, con los brazos
extendidos y los pies juntos en la base. Unas máscaras de hierro les cubrían
la cara y ahogaban sus voces. Lástima que esos artilugios no les ocultaran
los ojos; aquellas desafortunadas almas lo veían todo: la multitud, las
piedras, la inminencia de la muerte. La espera era parte del castigo, supuso
Silla.
Temblorosa, se quedó mirando a la mujer del centro. Tenía la mirada
desorbitada por el miedo y le brillaba el blanco de los ojos. A Silla se le
cayó el alma a los pies cuando se dio cuenta de que no era una mujer, sino
una adolescente. El rostro de la niña se desdibujó, sus ojos marrones se
convirtieron en el verde intenso de madre, lo que la obligó a apartar la
mirada…
No.
Con una exhalación trémula, se obligó a mirar al suelo. No era el
momento de que afloraran esos recuerdos.
—¡Siguiente! —rugió el klaernar, y eso la despertó del trance.
Silla buscó con la mirada a las faldas azules y marrones que había a su
derecha y se dirigió rápidamente hacia el grupo.
La niñita rubia estaba con ellas, tan pequeña y fuera de lugar entre las
sirvientas del jarl Gunnell. Llevaba el pelo despeinado, pegado al cuello, y
tenía la cara sucia. La pequeña la miraba con unos intrigantes ojos azules,
que se curvaban por el rabillo exterior, mientras jugueteaba con el
dobladillo de su camisón raído y arrugado.
—Deberías prestar más atención —le dijo la chiquilla.
Silla había intentado adivinar la edad de la niña, supuso que tenía entre
cinco y seis inviernos.
—Y tú deberías cuidar tus modales —contestó ella como quien no quiere
la cosa.
—¿Qué has dicho, Katrin? —preguntó Bera, con voz seria.
Silla miró entonces hacia el rostro severo de la mujer.
—No me refería a ti —murmuró para sí.
—¿A quién te referías si no? ¿Con quién hablabas?
Volvió a mirar hacia donde estaba la niña hacía escasos segundos, pero
ahora no había nada más que un espacio vacío. «Ya has dicho bastante»,
pensó Silla, apretando los labios. «Espabila, Silla Margrét».
—Qué difícil es encontrar buenas sirvientas —murmuró Bera—. O son
vagas o están mal de la cabeza.
Silla inhaló profundamente mientras apartaba la mirada. Alcanzó a ver
una cabeza rubia entrecana que le resultaba familiar y clavó la mirada en la
de su padre. Cuando este la vio, pareció flaquear un instante, como si
hubiera estado conteniendo la respiración. A su lado estaba el amable mozo
de cuadra que les había proporcionado pieles y algunas provisiones de
cocina cuando Silla y su padre llegaron por primera vez a Skarstad; si no le
fallaba la memoria, se llamaba Tolvik. Con una sonrisa sombría, Tolvik
inclinó la cabeza plateada y ella le devolvió el gesto.
Las nubes se dispersaron y los rayos de sol bajaron del cielo, captando
destellos minerales en las losas de la calle y calentándole la espalda a Silla.
Por fortuna, las campanas dejaron de sonar. Pasaron varios minutos y la
multitud aumentó hasta llenar la plaza y desbordarse por las calles
adyacentes. Las conversaciones en voz baja y una energía agitada
invadieron el patio; la tensión era tan densa que se podía cortar con un
hacha.
Al fin, el portavoz del dios apareció en el patio. El gothi de Ursir era un
hombre alto, cuyo pálido cráneo lampiño resplandecía en aquella plaza
soleada. Vestía una vaporosa túnica marrón atada a los hombros, con el
dobladillo bordado de brillantes runas doradas. Dos guerreros klaernar de
altura considerable flanqueaban al gothi, con sendas pieles de oso alrededor
de los hombros que indicaban su rango de capitán. Como todos los Garras
del Rey, llevaban la barba larga peinada en dos trenzas idénticas; en las
caderas portaban hachas de mano, espadas y dagas.
Uno de los capitanes se hizo con un pergamino y comenzó a leer; su voz
resonaba fuerte y clara en el patio.
—Por orden del rey Ivar Corazón de Hierro, del gran linaje de los reyes
del mar de Urkan, hijo del rey Harald de Norvaland y gran soberano del
reino de Íseldur, hemos traído a Agnes Svrak, Lisbet Kir y Ragna Skuli ante
nosotros en nuestro sagrado deber de dictar sentencia. Se las acusa de hacer
uso intencionado de la magia. —El capitán miró a la multitud—. ¿Qué
decís vosotros, ciudadanos de Skarstad, de estas mujeres que tan
flagrantemente desprecian las reglas de nuestro reino? ¿De estas mujeres
que no creen en nuestras leyes?
—¡Culpables! —coreó la multitud. Estos juicios eran un ritual de lo más
vacío. Nadie pedía jamás la liberación de los condenados.
Una vez emitido el veredicto, el gothi se dirigió a la primera de las
condenadas y se sacó una daga sagrada y un cuenco dorado de entre los
pliegues de su túnica. La mujer forcejeó contra sus ataduras sin éxito, y sus
súplicas ahogadas se tornaron más desesperadas cuando el hombre le cortó
la vena de la parte interior del codo y recogió el chorro de sangre en el
cuenco dorado.
—Como todos los galdra, están condenadas a pena de muerte por
lapidación —bramó el capitán—. Pero antes, con el sacrificio pagarán
penitencia al Rey de los Dioses.
Los cuervos graznaron ominosamente desde lo alto del campanario
mientras la multitud aguardaba en silencio, y la piedra se hizo
insoportablemente pesada en la mano de Silla. Al cabo de un minuto
larguísimo, el cuenco se había llenado y el gothi mojó los dedos en la
sangre antes de arrastrarlos en una serie de líneas y círculos por la frente de
la mujer: el símbolo rúnico que le impedía la entrada al Bosque Sagrado de
Ursir en la otra vida. El hombre calvo se acercó a la piedra del altar y
entonó un cántico en urkano mientras vertía el resto de la sangre sobre las
inscripciones rúnicas.
Cuando el gothi se dirigió a la siguiente condenada, Silla se fijó en el
charco carmesí del estrado, la sangre que caía lentamente del codo de la
primera mujer. ¿Cuántas veces ocurriría esto? ¿Cuántos hombres y mujeres
tendrían que morir para que se saciara el apetito de sangre del dios Oso;
para que se aplacara el odio que sentía Ivar Corazón de Hierro hacia los
galdra?
Las súplicas ahogadas de las condenadas se volvieron más desesperadas,
más urgentes, y Silla se dio cuenta de que el gothi había cumplido su
cometido y se había girado hacia la multitud.
—¡Ahora demostraréis vuestra lealtad a Ursir, al rey Ivar Corazón de
Hierro, con su sangre!
La multitud vitoreó, aunque algunos simplemente parecían resignados a
la sangrienta tarea que tenían entre manos.
Se arrojó la primera piedra, que retumbó en el silencio de la plaza.
Durante un breve instante, a Silla se le nubló la vista y los gritos de su
madre resonaron en su cabeza. Apretando los dientes, trató de contener los
recuerdos. No podía derrumbarse; no aquí, no ahora.
Se arrojaron más piedras. Un ruido sordo precedió a un grito ahogado.
Silla siguió cabizbaja y agarró la piedra con fuerza mientras los gritos de los
aldeanos y los alaridos de las mujeres se entrelazaban en una melodía
espeluznante que le puso la piel de gallina. Cuando se acercó al estrado con
el resto de las sirvientas del jarl Gunnell, vio de reojo cómo Bera lanzaba su
piedra. Pero ella se quedó inmóvil, con la mirada fija.
La ira brotó en su interior como si la hubiera encendido con un pedernal.
Mal. Todo esto estaba mal.
—Tírala —dijo la niña rubia—. Tienes la piel demasiado suave para el
poste de los azotes.
Silla inspiró hondo, echó el brazo hacia atrás y lanzó la piedra hacia la
tarima. No miró si había dado en el blanco.
Y así siguió, en un torrente interminable de sangre y furia. Los cuervos
graznaban en lo alto; la sangre se acumulaba en el estrado mucho después
de que los gritos de las mujeres se hubieran desvanecido; mucho después de
que sus maltrechas cabezas colgaran inertes. Los klaernar vagaban entre la
multitud en busca de piedras sin lanzar, mientras el regusto de la violencia
flotaba pesado en el aire.
Se oyó entonces la voz potente del capitán.
—Que esto sirva de advertencia a aquellos que se sienten tentados por la
magia. Ursir os impondrá un destino del que no podréis escapar. Pagaréis
con sangre.
Y, tras eso, el espectáculo terminó, y la multitud se dio la vuelta para
marcharse. Silla estaba hecha un manojo de nervios y los pies le pesaban
como el hierro.
«Busca en tu mente pensamientos amables», imaginó que le decía su
madre. «El tipo de pensamientos que te abrigan como la luz de la lumbre».
«Focas bebé. Estornudos. El aroma de los libros».
Un grito interrumpió sus pensamientos. Silla miró con el resto de la
multitud hacia el cielo, donde una forma se arrastraba lentamente por
delante del sol. Se tragó la luz y los dejó en un crepúsculo fantasmal.
—¡Han robado el sol! —gritó una mujer, y Silla comprendió al final que
se trataba de un eclipse.
—¡Sunnvald está furioso! —exclamó un hombre con voz desgarrada…,
una voz que le era familiar—. ¡No aprueba la matanza!
Con el corazón palpitante, Silla miró a los capitanes klaernar y observó
una rápida sucesión de gestos con las manos. Tres klaernar localizaron al
culpable entre la multitud, cerca de donde había visto a su padre por última
vez. El pánico aumentó en su interior cuando los capitanes arrastraron al
hombre hasta el estrado, y ella se fijó en su rostro.
Era Tolvik.
Silla exhaló aliviada y luego se reprendió a sí misma. No era su padre,
no, pero Tolvik era un hombre bueno y amable. La bilis le subió a la
garganta y no pudo apartar la mirada cuando el más alto de los klaernar
cortó las ataduras de una de las condenadas. Su cadáver cayó con un ruido
sordo; las extremidades sobresalían en ángulos antinaturales. Con una
eficacia despiadada, el capitán empezó a sujetar las muñecas de Tolvik a los
pilares.
Sin embargo, parecía que eso no hacía más que darle alas al anciano.
—¡Los antiguos dioses no tolerarán esto! Ya nos castigan con los largos
inviernos.
—¡Silencio! —bramó el capitán, y abofeteó a Tolvik con la mano abierta.
Tolvik parpadeó y le brillaron los ojos con determinación.
—¡Limpiarán las tierras con fuego! ¡Ya ha ocurrido antes y volverá a
ocurrir!
A Silla se le hizo un nudo en el estómago cuando el segundo capitán se
acercó a Tolvik y le abrió la boca de un tirón. Una espada centelleó en el
aire, y los gritos de Tolvik se convirtieron en un crescendo estridente antes
de apagarse en sollozos ahogados. El capitán se volvió hacia la multitud y
algo cayó al suelo con un ruido sordo y húmedo. Entonces el rostro
agonizante de Tolvik quedó a la vista —le salía sangre de la boca— y Silla
sintió náuseas. La lengua. Le habían cortado la lengua.
—¿Alguien más tiene pensamientos paganos que quiera compartir? —
bramó el capitán. La multitud enmudeció, y la sombra se apartó del sol,
tiñendo la plaza de un tono dorado luminiscente… mal, todo estaba mal,
pues el ambiente sombrío se cernía ahora sobre el patio.
—Hay un único dios verdadero —gritó el gothi, mientras le rebanaba la
vena a Tolvik. La sangre cayó del codo al cuenco dorado—. El Rey de los
Dioses. El dios Guerrero.
Un silencio sepulcral inundó la plaza mientras el gothi dibujaba el
símbolo rúnico en la frente de Tolvik y vertía la sangre sobre la piedra del
altar. Un capitán le pasó un guantelete y el gothi se lo enfundó; las garras de
acero le brillaban en los nudillos.
—Él es el dios del Colmillo y la Garra. Y se llama Ursir.
Silla se obligó a apartar la mirada, pero no pudo. Ni siquiera cuando le
levantaron la túnica a Tolvik y con las garras le rasgaron la suave piel del
vientre. Ni siquiera cuando las entrañas del anciano se derramaron como
anguilas rosadas y retorcidas. Tolvik gritó con una angustia que Silla sintió
en sus propios huesos, en su propia alma.
Seguía vivo cuando la multitud salió de la plaza.
Seguía vivo cuando los cuervos se precipitaron desde lo alto.
Seguía vivo cuando empezaron a devorarlo.
Silla trató de quitarse todo aquello de la cabeza, concentrándose con
todas sus fuerzas en las faldas azules de la muchacha que tenía delante,
recorriendo la urdimbre, contando los agujeritos ocasionales donde habían
aterrizado las chispas de la hoguera. Aturdida, siguió las faldas por el
sendero de tierra, a través de los muros de la empalizada y hacia la granja
del jarl Gunnell. Era un milagro que se le movieran los pies, ya que el
entumecimiento se había apoderado de ella y tenía la mente embotada.
No estaba segura de cuánto había caminado cuando un zumbido sordo le
retumbó en los oídos y una criaturita amarilla y negra apareció en su campo
de visión. ¿Otra avispa? Parpadeó varias veces cuando le zumbó en la cara
y se le posó en la nariz.
—Pero ¿qué…? —empezó a decir, apartándola de un manotazo.
—Viejo tonto —murmuró Bera, lo que la distrajo del insecto.
Sus pensamientos volvieron a la plaza. ¿Qué le había pasado a Tolvik?
Había sido inteligente y amable. Hablar de los dioses antiguos, invocar el
nombre de Sunnvald en presencia de los klaernar… era pedir la muerte. El
padre de Silla le había dejado bien claro que, aunque era su deber honrar a
los dioses ancestrales, debía hacerse a puerta cerrada. Y mientras el rey Ivar
estuviera sentado en el trono, así debía ser.
¿Se había olvidado Tolvik de aquello?
Volvió a pensar en el eclipse. Ahora no había duda; no había indicación
más clara de que había llegado el momento de partir. Si la historia le había
enseñado algo, era que el eclipse presagiaba oscuridad y que,
inevitablemente, sucederían cosas malas.
Pasaron junto a las dependencias externas y llegaron a la puerta de la
casa comunal, donde se detuvieron hasta que Bera introdujo una llave en el
candado de hierro. A Silla le parecía que aquella hora había durado una
semana entera. Con los músculos doloridos como si se hubiera pasado el día
caminando, se sentía como una cáscara vacía.
—Bueno —dijo Bera cuando entraron en la casa—. ¿Quién quiere una
taza de róa caliente?
DOS

Silla se apoyó en las gruesas paredes de madera de fresno de los establos,


mirando hacia los campos de cebada y centeno mustios en busca de la alta
silueta de su padre. Aunque ya había sonado la séptima campanada, con el
atardecer de finales de verano la granja seguía bien iluminada.
Tras la agitada mañana, se había instalado la paz, y reinaba el silencio,
salvo por el suave relincho de los caballos y las conversaciones en voz baja
que provenían de los establos. A pesar de eso, Silla seguía descompuesta
por lo que le había ocurrido a Tolvik aquel mismo día. Tal vez fuera una
cobarde, pero no se atrevía a entrar en los establos y ver las caras de los que
lo conocían bien. Solo quería ver a su padre, oír su voz tranquilizadora y
asegurarse de que estaba bien.
Silla se quitó el coletero de piel y se deshizo la trenza que le recorría la
columna vertebral. Se le soltaron los rizos por los hombros y se masajeó el
cuero cabelludo con los dedos.
Las pesadas puertas de los establos se cerraron con un ruido sordo y dio
un respingo.
—No quería asustarte. —Una figura oscura había aparecido de repente;
una figura que cambiaba de dirección y se acercaba a ella. Silla entrecerró
los ojos en un intento de distinguir su rostro. Cuando la figura salió de las
sombras con paso lento y pausado, vio que era el herrador. Rascándose la
barba, el hombre le sonrió—. Eres la hija de Hafnar, ¿verdad? ¿Katrin?
Silla se quedó muda un instante, hasta que recordó que Hafnar era el
nombre por el que se conocía a Matthias entonces.
—Por las cenizas de los dioses —soltó Silla—. Hoy estoy asustadiza
como una ardilla. Sí a las dos preguntas. —Clavó la mirada en sus ojos
oscuros y amables, surcados de arrugas de tanto sonreír—. Y tú eres Kiljan,
¿verdad?
Él asintió extendiendo una mano.
—Encantado.
Silla le tendió la mano mientras bajaba la mirada. El hombre tenía unas
manos bronceadas, grandes y fuertes; suponía que tenían que ser así por el
trabajo que desempeñaba. Kiljan se apoyó en la pared, a su lado, y el leve
aroma de los caballos y el polvo del carbón le llegó a la nariz.
—¿Trabajas en los fogones?
—Sí. Me han asignado los panes, algo que no me desagrada nada.
¿Sabías que hay nueve tipos distintos de pan? Entre hogazas, panes planos y
panes de molde, ¿quién puede aburrirse? —Al reparar en el rostro
inexpresivo de Kiljan, hizo una pausa. «Estás farfullando otra vez», se
reprendió a sí misma. «Pregúntale sobre él»—. ¿Y tú trabajas con los
caballos?
Él asintió.
Silla sonrió.
—Debe de ser muy bonito. Me encantan los caballos. Espero tener el mío
algún día.
—Son muy buena compañía.
Ella se le acercó un poco.
—Esto que quede entre tú y yo: prefiero los caballos a algunas personas.
A varias, en realidad.
—Totalmente de acuerdo, Katrin. —Kiljan rio por lo bajo—. ¿Y qué te
parece Skarstad?
—Ah, es muy bonito —respondió, y luego frunció el ceño—. Aunque
esta semana no lo ha sido tanto. ¿Cómo están los mozos de cuadra después
de lo que le ha pasado a Tolvik?
Kiljan miró al suelo.
—Los ánimos están algo lúgubres.
Se abrazó a sí misma.
—Ya me imagino. ¿Lo conocías bien?
—Trabajé con él cinco… no, seis inviernos. Todavía no me lo creo.
Frunció el ceño.
—Es horrible…
—Ha llegado la hora de partir.
Silla levantó la cabeza al oír aquella voz tan conocida y posó su mirada
en unos ojos de un azul glacial. Aunque se desenvolvía como un hombre
joven, su padre empezaba a manifestar su edad por las canas que poblaban
su pelo rubio y su barba, y por las arrugas que se dibujaban en su pálida
frente. Se fijó en el resto de su aspecto: llevaba una túnica gris llena de
tierra y un jubón de cuero, una hevrít, un hacha de mano y varias dagas
enfundadas en el cinturón.
«Este padre mío nunca va desarmado», pensó con sorna. De niña, se
preguntaba si dormía con la hevrít y un día tiró de la manta para
averiguarlo, pero él le agarró la muñeca y se la retorció con brusquedad.
Cuando se despertó del todo, se disculpó profusamente y le aconsejó que no
sobresaltara nunca a un hombre dormido. Luego le enseñó la larga espada
que guardaba bajo la almohada: su hevrít favorita, la de la empuñadura de
hueso.
La tensión que Silla acumulaba en su interior se desvaneció y la
muchacha se lanzó a abrazar a su padre. Este la rodeó con sus fuertes brazos
y, por un momento, disipó todo lo desagradable de aquella semana. Ella se
echó hacia atrás y su padre la tomó del codo para llevarla por el camino
hacia su casa, en las afueras de la ciudad. Silla miró a Kiljan, que abrió la
boca y luego la cerró.
—Hasta mañana, Kiljan —dijo su padre, con una voz más ronca de lo
habitual.
Silla frunció el ceño. Había sido una despedida brusca y algo grosera.
—¡Encantada, Kiljan! —añadió ella débilmente por encima del hombro y
con un pequeño ademán.
Silla se apartó un mechón rebelde de la cara. Habían pasado veinte
inviernos y nunca había besado a nadie. Hacía mucho tiempo que no tenía
un amigo de verdad. Quería a su padre. Estaba bien y a salvo, y se sentía
querida. Las cosas podrían ser peores. Pero también podrían ser mejores.
Ella ansiaba algo. Anhelaba más. Amistad. Enamorarse. Vivir. ¿Cómo
podía hacerlo si siempre estaba en alerta, si su padre y ella vagaban por la
vida como espectros en la oscuridad? Vivían una vida de supervivencia,
haciendo lo que fuera necesario para ganar suficientes sólas para sobrevivir,
y nunca permanecían más de tres meses en un mismo lugar. Silla siempre
había encontrado trabajo entre fogones, y su padre solía ganarse la vida en
granjas. Admiraba la forma en que se integraba a la perfección en cada
nuevo trabajo y en cada nuevo pueblo: le recordaba a los zorros árticos,
cuyo pelaje cambiaba de color para mimetizarse con el entorno.
Sin embargo, en los últimos tiempos se le notaba un cansancio
preocupante, y su propio malestar había ido en aumento. Las largas
jornadas de trabajo en el campo le pasaban factura, al igual que los viajes
constantes. No podían seguir así eternamente. Lo que necesitaban era
seguridad. Algún lugar donde pudieran descansar los pies agotados y
quedarse más de tres meses.
—Silla, ¿me has oído?
Ella frunció el ceño.
—Creo que estaba soñando despierta otra vez.
—Guarda los sueños para dormir esta noche, Flor de Luna —dijo burlón
—. Te decía que ya es hora de marcharnos de Skarstad.
Silla suspiró mientras giraban para tomar la ruta de Vindur, de regreso a
las dependencias de la granja de Olaf, que ahora era su hogar.
Ella ya se había imaginado que partirían pronto, pero ahora que su padre
había pronunciado esas palabras, la expectación y el nerviosismo se
entremezclaban. Por supuesto, pensaba en un nuevo comienzo, en la
promesa de algo nuevo. Aunque también pensaba en los peligros del
camino, el estómago vacío, las ampollas en los pies y el agotamiento.
Se quedó mirando el camino de tierra a medida que avanzaban por él.
—Y ahora, ¿adónde nos llevarán nuestras andanzas?
—A Kopa.
Ella giró la cabeza de repente y su padre se rio.
—Muy gracioso, padre.
—No es ninguna broma. He recibido por halcón un mensaje muy
esperado invitándonos a Kopa.
Ella analizó su rostro serio; se le había revuelto el estómago.
—¿Kopa? Pero, padre, eso es… un mes de viaje como mínimo, ¿no?
Se mordió el labio. Seguramente no lo decía en serio. Quizá el sol le
había nublado el juicio. Pero cuando lo miró a los ojos, los vio brillantes y
cristalinos.
—¿Y por qué no Reykfjord? Creo que está a cuatro días a pie. Bera ha
dicho que hacen el mejor hidromiel especiado del reino. Podríamos
encontrar trabajo con los fabricantes de hidromiel y darnos a la buena vida.
Pero su padre era terco como una mula.
—Kopa sería una aventura.
Silla resopló. Una aventura. Había tenido suficientes aventuras en los
últimos diez años.
—En serio, padre… Si quieres aventuras, podríamos pasear por el Pinar
Serpentino. Eso colmaría tus ansias de peligro. Podríamos cazar criaturas
del bosque sedientas de sangre, como el ciervo vampiro o el lobo gigante.
—Guardó silencio un momento—. De entre todos los lugares de Íseldur,
¿por qué Kopa?
Silla ni siquiera sabía dónde ubicarlo en un mapa. Lo único que sabía era
que estaba al norte. Muy al norte, aunque no tanto como las tierras de
Nordur, que, según recordaba, quedaban tan al norte que solo tenían una
hora de luz en los fríos meses de invierno. No había fuerza en este mundo
que pudiera arrastrarla hasta allí.
Él se giró hacia ella, con la mirada severa.
—Me han avisado, Silla. Hay casas de acogida para los necesitados. Un
refugio seguro donde recobrar el aliento.
Silla se estremeció. Una casa de acogida. ¿Podría ser real?
Abordó el tema con cautela.
—En el supuesto de que decidiéramos ir a Kopa, y, padre, fíjate en que
he utilizado la palabra «supuesto», tendríamos que hacerlo por etapas. Se
nos acabarían los sólas mucho antes de llegar. Esos caminos… son
complicados de recorrer, ¿verdad?
—Mucho —respondió él, con una mirada melancólica—. Yo mismo viajé
allí de joven. Recorrimos todo el camino desde Kopa hasta Sunnavík.
Tardamos un mes y medio…, pero, Silla, era más bonito de lo que puedas
imaginar. Hace tiempo que siento la llamada del norte, y este mensaje me lo
confirma. La fortuna nos lleva a Kopa. A la seguridad. —Había un deje de
vitalidad en su voz que resultaba contagioso.
Sin pensar, Silla se llevó la mano al frasco que colgaba de un cordón de
cuero que llevaba al cuello y acarició el suave metal. Esos mensajes del
norte no venían de la nada. ¿Qué hacía enviando halcones y a quién se los
enviaba?
—Bueno —dijo ella despacio, respirando el aroma a pino y enebro a
medida que el bosque se volvía más denso a ambos lados del camino—. Si
crees que ir a Kopa es lo mejor, dirijámonos primero a Reykfjord. Lo
hablaremos mientras caminamos.
—Ya te convenceré, ya, Flor de Luna —dijo su padre cariñosamente,
rodeándole la cintura con un brazo musculoso y apretándola con fuerza. Le
sacaba media cabeza y apoyó la mejilla en su pelo—. Tenemos que partir al
amanecer. ¿Has cobrado el sueldo?
Ella asintió y le dio unas palmaditas al monedero de cuero que llevaba al
cinto, donde tintineaban los sólas y algunos kressens.
—Bien.
Mientras recorrían el camino, Silla se preguntaba quién sería esta vez. Ya
había sido Thordis, Ingunn, Gudrunn y ahora Katrin. Tal vez sería Atta en
este nuevo lugar. Sí. Atta sonaba bien.
Las nubes se dispersaron y la luz del sol se posó sobre las húmedas
agujas de los pinos y los helechos que cubrían el suelo del bosque. Un
pájaro pio desde algún lugar en lo alto de las copas, y Silla estiró el cuello
para verlo. Entrecerró los ojos y alcanzó a vislumbrarlo: alas largas y
negras, pico curvado y amarillo, y una raya blanca en el plumaje de la cola.
Horrorizada, se dio cuenta de que era un halcón negro. Cuando apoyó
una mano en el antebrazo de su padre, se le agudizaron los sentidos hasta un
punto alarmante. Entonces captó el crujido discordante de unas ramas y se
le puso el vello de punta. El ulular de un búho cercano la sobresaltó y dio
un brinco.
—¿Silla? —preguntó su padre, pero ya era demasiado tarde.
De entre las sombras aparecieron unas figuras lobunas, vestidas de negro,
ágiles y con afiladas espadas de acero. Se vieron rodeados antes de que
Silla y su padre pudieran reaccionar.
A Silla le dio un vuelco el corazón cuando analizó la situación: seis
hombres protegidos por camisas de malla negra, armados con hachas y
espadas. Llevaban las barbas recogidas en dos trenzas iguales, siguiendo el
estilo del rey Ivar y sus compatriotas urkanos.
Su primer pensamiento fue que eran klaernar. ¿Se le había acabado el
tiempo? ¿Habrían llegado a sus oídos los susurros de la niña encantada?
¿Las historias de la chica que veía lo invisible? Había sido muy cuidadosa
en Skarstad, pero hablar con la niña rubia en la plaza del pueblo había sido
un descuido muy estúpido.
Sin embargo, estos hombres no llevaban al oso en las hombreras, ni las
marcas de los tatuajes en la cara.
—¿Qué queréis? —preguntó su padre—. Solo tenemos unas pocas
monedas, pero vuestras son.
El más alto de los hombres dio un paso al frente, con el pelo castaño y los
ojos negros como la noche.
—No queremos vuestras monedas. —Entrecerró los ojos y esbozó una
sonrisa maliciosa—. Sabes bien por qué estamos aquí, Tómas.
Silla arrugó el entrecejo al oír aquel nombre que le era desconocido.
Luego se le hizo un nudo en el estómago: los habían confundido a su padre
y a ella con otras personas. Aun así, cuando miró a su padre, se le heló la
sangre.
Tenía la cara blanca como un cadáver y se balanceaba con inquietud.
—Os equivocáis; soy Hafnar, no Tómas. Y esta es mi hija, Katrin.
El hombre se echó a reír, pero era una risa fría y carente de alegría. Se
paseó entre ellos, acariciándose la barba.
—¿Me tomas por tonto? Llevamos muchos años buscándote, Tómas, y
hoy se ha acabado tu fortuna. No tienes escapatoria.
A Silla le latía el pulso en los oídos. Era un error. Tenía que serlo. Pero
¿por qué su padre tenía el aspecto de haber visto un fantasma?
Al recordar la daga que llevaba al tobillo, Silla se armó de valor.
—No es Tómas. Os equivocáis de hombre.
—Tómas, Tómas, Tómas —murmuró el líder—. Me decepcionas. ¿No le
has contado nada? —Se rio y clavó su negra mirada en Silla—. Olvida tu
lealtad a este hombre. Ni siquiera es pariente tuyo, no compartís sangre.
Silla pasó de mirar al desconocido a mirar a su padre. Cuando cruzaron
las miradas, lo vio: confirmación, arrepentimiento y, lo más escalofriante,
miedo.
El hombre hizo un gesto con la cabeza y dos guerreros se abalanzaron
sobre ella y la agarraron sin contemplaciones. Su padre rugió y se lanzó
hacia ellos, pero entonces se adelantaron más hombres. Un crujido resonó
en la calzada cuando un hombre lo abofeteó con el dorso de la mano y otros
guerreros le inmovilizaron los brazos a la espalda.
—¡No! —Silla se revolvió contra los guerreros que la sujetaban, tratando
de tocar a su padre, pero la agarraban con mano de hierro.
El líder acercó su rostro al de ella; estaba tan cerca que le olió el aliento
acre. Ella cerró los ojos e intentó retroceder, pero alguien detrás de ella la
empujó hacia delante.
—Tiene la cicatriz —murmuró. Con el dedo enguantado le tocó la
marquita en forma de medialuna al lado del ojo izquierdo—. Es ella.
El hombre la soltó y Silla parpadeó varias veces, inspirando y aspirando
con desesperación para calmar su acelerado corazón. ¿Qué rayos estaba
pasando?
El líder miraba fijamente a Silla y esbozó una sonrisa cruel.
—La reina Signe te ha estado buscando, muchacha.
Ella pestañeó.
—Te la tendrás que llevar por encima de mi cadáver —soltó su padre.
—No hay problema, Tómas. Hace mucho tiempo que deberías haber
muerto —replicó el hombre de ojos negros, volviéndose hacia él.
Sin embargo, su padre ya se había zafado de sus captores, había
desenvainado su hevrít y rodaba por el suelo. Con un movimiento suave y
fluido, como si ya lo hubiera hecho miles de veces, levantó la espada. El
líder escapó de la hoja siseante por un pelo y, con un gesto rápido y ágil, su
padre se puso en pie, dirigiendo la hevrít hacia el cuello de otro adversario.
El guerrero se contorsionó y esquivó la hoja por muy poco.
Con absoluta incredulidad, Silla observó al hombre que la había criado.
Sus movimientos eran dinámicos, enérgicos y experimentados. Mientras
blandía la hevrít en acometidas agresivas y esquivaba a sus oponentes sin
despeinarse, no lograba distinguir a ese hombre que tenía delante del que
tanto conocía, el gentil gigante que labraba los campos y le traía piedras en
forma de corazón.
El bosque estalló en gritos y movimientos frenéticos. Uno de los captores
le soltó el brazo cuando fue a por su padre. Sin perder un momento, Silla le
dio un pisotón al captor que tenía más cerca y se zafó también de él. Se
agachó, agarró la daga que llevaba al tobillo y tiró de ella…, pero fue en
vano. Con un gruñido de frustración, volvió a tirar de la obstinada
empuñadura, pero no cedía.
Con el rabillo del ojo, vio que su padre, con el pelo al viento, luchaba
contra cuatro hombres. La hevrít surcaba el aire a mayor velocidad de la
que Silla era capaz de seguir. Un ruido nauseabundo atrajo su atención: un
hombre caía al suelo. Rápido como un rayo, su padre agarró el hacha de
aquel hombre y la lanzó contra un nuevo oponente con tal fuerza que
atravesó, sin resistencia, la cota de malla del guerrero. El hombre se
desplomó con un gemido desgarrador, y su padre empezó a arrancar la
espada de los remaches rotos y a patear a un tercer hombre que arremetía
contra él.
A pesar del pánico, la conmoción y el martilleo en los oídos, Silla oyó el
eco de las palabras de su padre.
«Prométemelo, Flor de Luna. Si nos atacan, huirás. No intentes luchar.
No dejes que te atrapen».
Silla miró hacia las sombras de los pinares, luego se incorporó y echó a
correr hacia los árboles.
Dio dos pasos.
Un brazo que apareció de la nada le rodeó la garganta y apretó con
fuerza. Gracias al impulso, pudo levantar los pies del suelo mientras el
hombre la estrechaba con el brazo contra su pecho duro.
—¿Adónde crees que vas? —rugió una voz, la del líder. A Silla se le heló
la sangre en las venas—. No te preocupes. La reina no te matará. Al menos,
no de inmediato.
A Silla se le desorbitaron los ojos y boqueó para respirar mejor, arañando
sin tregua el brazo que tenía alrededor del cuello y también la cara de
detrás. Hincó bien las uñas y arrastró los dedos. El hombre maldijo, pero le
apretó la garganta con más fuerza, y un segundo brazo le rodeó la cintura y
le inmovilizó las manos. Ella pataleó, se agitó, como un animal desesperado
por escapar, pero no conseguía que la soltara.
Los ruidos de la batalla se desvanecieron. El tiempo dejó de tener
sentido. Todo su mundo se concentró en el dolor del cuello, en la frenética
necesidad de respirar. Las estrellas fugaces danzaban ante ella y menguaba
su visión; la oscuridad cada vez más cerca.
Estaba cayendo.
Todo se tornó rojo.
Y la envolvió la oscuridad.

EL OLOR A TIERRA. Un gusto a metal en la boca. Un peso enorme


encima. Sonidos entrecortados y jadeantes.
Recuperó la conciencia de repente, como una tormenta de verano. Esos
sonidos los hacía ella. Aspiró desesperada, casi sin aliento, mientras las
luces aparecían en su campo de visión. Tenía el cuello y la cara enrojecidos
y palpitantes.
Silla evaluó la situación. Estaba dentro de una zanja, atrapada bajo algo
pesado. Al girar la cabeza, sintió un nudo en el estómago: ojos negros,
abiertos y sin vida. Se retorció y vio el hacha de su padre… clavada en el
cráneo del hombre. Se quedó muy quieta. ¿No la habían visto los demás?
¿La daban por muerta? Sin embargo, el entrechocar de las espadas, los
gruñidos y los gritos se habían disipado. Ahora solo había un silencio
sobrenatural.
Un silencio tan fuerte que le dolían los oídos.
—Padre —balbuceó. Un frenético estallido de energía la obligó a
moverse. Se contorsionó hasta que se quitó de encima a aquel hombre.
Ya en pie, Silla contempló la escena de la ruta de Vindur.
Muerte. Muerte por todas partes.
Era una pesadilla, una horrible pesadilla de la que no podía despertar.
Había cadáveres desperdigados por el camino, los cuervos los devoraban
enteros y el zumbido de las moscas carroñeras hacía vibrar el aire. Pisó una
mano cortada de tal forma que provocó la furiosa estampida de los
pájaros… y pasó junto a un hombre con una hevrít enterrada hasta la mitad
del cuello. Un ruido como de asfixia le llamó la atención, y echó a correr
hacia el centro de aquella matanza, donde una figura conocida yacía
inmóvil.
Un rojo herrumbroso supuraba de, al menos, cuatro heridas en el torso de
su padre. Lo rodeaban varios cadáveres, uno de ellos tendido sobre sus
piernas, empalado en una espada que le sobresalía de la espalda.
La embargó el alivio cuando se percató de la cadencia en el pecho de su
padre; la sangre brotaba de sus heridas con cada respiración.
–¡Padre! —exclamó, intentando apartar al hombre de él, pero aquel
cuerpo no se movía.
Se arrodilló junto a su padre y le puso una mano en la mejilla. Aquel
hombre no se parecía en nada a su padre. Tenía la cara manchada de sangre
y el pelo enmarañado y rojo. Su padre era un gigante pacífico y amable.
¿Cómo había ocurrido todo aquello? Las lágrimas empezaron a brotar y le
dejaron regueros húmedos en las mejillas.
—¡Padre! —susurró apremiante.
Su padre abrió los párpados.
—Silla —balbuceó. Su voz no era su voz…, estaba mal, todo estaba mal.
—Padre —sollozó ella—. Padre. ¡Estás vivo! Te pondrás bien.
Encontraré una curandera y te la traeré.
—Flor de Luna —dijo su padre—. No. Mi sino está decidido.
Un sollozo se agolpó en la garganta de Silla.
—No, padre, no digas…
Su padre le llevó un dedo manchado de carmesí a los labios y ella se
obligó a callar.
—Mi hevrít —murmuró él, y ella paseó la mirada de cadáver en cadáver
hasta que la encontró; la empuñadura de hueso pulido con la que le había
rebanado el cuello a aquel hombre. Le hicieron falta varios intentos hasta
que pudo desprenderla y, al soltarse, hizo un ruido húmedo y repugnante.
Sin embargo, contuvo las arcadas y corrió hacia su padre. La sal de las
lágrimas le escocía en la lengua mientras apretaba las manos de su padre en
torno a la empuñadura de marfil, un arma que lo protegería cuando viajara
al más allá y se acomodara entre las estrellas.
—Quiero que lo sepas —susurró—. Te he querido como si fueras de mi
sangre.
Silla se estremeció al oír su confesión. Su padre tosió y la sangre caliente
le salpicó la mejilla.
—Colchón… —El hombre pestañeaba débilmente y respiraba con
dificultad—. La cama… ve a Kopa. —Le costaba tomar aire—. No dejes
que se te lleve la reina. Eres… una superviviente.
Se le escapó un estertor húmedo que la hizo estremecer y le desgarró las
entrañas. Silla observó horrorizada cómo se le apagaba la vida en los ojos.
—¡No! —Se acercó la cabeza a su regazo y le apartó el pelo de la cara.
Un sollozo silencioso brotó de su pecho mientras abrazaba a la única
persona que tenía en el mundo. Las lágrimas cayeron sobre su rostro
ensangrentado y fueron dejándole surcos en las mejillas.
El crujido de una rama hizo que Silla mirara hacia los árboles. Debía de
ser un animal o un espíritu travieso del bosque, pero no podía arriesgarse. Y
aunque deseaba abrazar y llorar a su padre, darle un entierro apropiado…,
había una urgencia.
«Tienes que huir».
Una parte primitiva de su mente tomó el control. Sacó las monedas de los
bolsillos de su padre y se incorporó.
Y, después, echó a correr.
TRES

Cuando la puerta de las dependencias se estampó contra la pared, a Silla


le fallaron las piernas y cayó al suelo de tierra compacta. La energía que
fluía por su sangre se había apagado, y ahora tenía los sentidos
amortiguados y embotados, como si estuviera bajo el agua.
La cabaña, situada en la linde de la propiedad de Olaf el Rojo, era
pequeña y antiguamente se había utilizado para alojar a los siervos del
campo hasta que se construyeron dependencias nuevas para ellos. Era de
una sola habitación, con un hogar rectangular central sobre el que colgaba
una cacerola de hierro. El resto de la habitación era bastante exiguo: a un
lado, un baúl y colchones de paja amontonados con pieles y algunas mantas
de lana; al otro, una mesa de caballete flanqueada por bancos y estantes con
provisiones por encima. El estante superior era su altar improvisado. Había
velas encendidas delante de cuscurros de pan y dos tazas de hidromiel: una
para los dioses y otra para los espíritus. Silla observó la habitación con
desesperanza. Había corrientes de aire y era muy simple, pero era suya…,
había sido suya durante unos pocos meses.
Se palpó la cara y el cuello con los dedos. Un dolor intenso bajo el ojo y
a lo largo de la piel hinchada de la garganta le indicaba que le iba a salir un
buen moratón. Se permitió unos minutos para ordenar los pensamientos y
dejar que lo sucedido calara en sus huesos. Sabía que su padre había
muerto: había visto cómo su pecho subía y bajaba una última vez, había
visto cómo la vida se apagaba en su mirada. A pesar de eso, escuchó con
atención. En cualquier momento oiría el ruido sordo de sus botas en el
rellano. Él la estrecharía entre sus brazos y todo se arreglaría.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, que luego se derramaron por sus
mejillas, y se las enjugó frenéticamente. «Tienes que irte de aquí», se
recordó a sí misma, pero sus pensamientos eran tan confusos que apenas
podía pensar.
—No has podido desenvainar tu daga —dijo la niña desde un rincón de la
habitación, lo que sacó a Silla de sus pensamientos. Lanzó una mirada
irritada a la chiquilla y luego se miró las manos temblorosas a la tenue luz
de la cabaña. Consternada, vio que estaban manchadas con la sangre de su
padre.
«La reina no te matará. No de inmediato». Las palabras del guerrero
retumbaron en su cabeza y cerró los ojos con fuerza.
—¿Por qué desea la reina tu muerte, Silla? —preguntó la niña rubia.
La sola idea hizo que a Silla se le encogiera el corazón.
—Basta —gruñó—. Tengo que concentrarme. Tengo que actuar con
rapidez.
Se acercó a un cubo de agua que había cerca de la chimenea y se limpió
la sangre de las manos y la cara. Se secó las mejillas con un trozo de lino
que encontró por ahí y luego se lo quedó mirando, aturdida. Había secado
los cuencos de la comida con ese trapo esa misma mañana, y allí seguía.
En aquella rústica cabaña todo estaba igual, tal como lo habían dejado
por la mañana. La túnica azul de su padre estaba extendida sobre su cama,
sus guantes de piel de lobo estaban colgados en la mesa para que se secaran
y la piedra con forma de corazón que le había traído del campo estaba junto
a la cama de Silla. ¿Cómo podían permanecer intactos esos detalles cuando
todo lo demás en su vida se había desmoronado?
Recogió los trapos y los tiró a un lado…, pero no había tiempo para la
rabia.
—El colchón —dijo la niña, señalando las camas.
Silla se mordió el labio.
—¿Hay algo… escondido bajo el colchón?
—Ay, ¡me encantan las adivinanzas! —exclamó la niña.
Silla se acercó a las camas, ahora con curiosidad. Retiró las pieles del
camastro de su padre y las dejó a un lado. Palpó bajo el colchón de paja, en
busca de algo extraño en el jergón, pero no encontró nada. Después de
buscar en vano debajo del suyo, empezó a preguntarse si las palabras no
serían meras divagaciones de un hombre moribundo.
—¿Y dentro del colchón? —preguntó la niña rubia.
Silla tiró de la daga que llevaba en la bota y le entraron todos los males
cuando la hoja se soltó con facilidad.
—¡Maldita seas! —murmuró ella, mirándola con desprecio.
Pasó la hoja por el borde del colchón de su padre y luego introdujo la
mano en el lecho de paja. Casi de inmediato, tocó algo y sacó una bolsita de
tela áspera.
Cruzó la estancia y la vació sobre la mesa. Sólas y kressens salieron
despedidos y, al volver a enderezar la bolsita, vio algo en el fondo: un
pergamino doblado en un pequeño cuadrado. Lo desplegó con cuidado y
leyó las palabras en voz alta:

Tómas:
El puesto de comunicaciones de
Mossarokk lleva tiempo abandonado,
y los jinetes de las patrullas se
toparon con tus cartas…; por suerte,
eran aliados. En las tierras de Eystri
hay muchos refugios para los
necesitados. Ven a Kopa antes de que
llegue el invierno, y os alojaremos a
ti y a tu hija en una casa de acogida.
Pregunta por Skeggagrim en la casa
con los postigos azules, junto a la
posada de la Guarida del Dragón, en
Kopa, Eystri.
Mucha suerte en vuestro viaje.
Tu amigo
—¿Skeggagrim? —preguntó la niña rubia, agarrándose al borde de la
mesa junto al codo de Silla—. Suena a personaje de un cuento escáldico. A
trol, tal vez.
Silla dio la vuelta al pergamino por si había algo más por detrás, pero
estaba en blanco. Por más que le desagradara la idea de recorrer una
distancia tan larga, la idea de estar a salvo la atraía. Bueno, más que
atraerla… era lo que más anhelaba en la vida, escrito con tinta.
—Supongo que toca ir a Kopa.
—¿Nos vamos a Kopa? —exclamó la chiquilla—. Una aventura, ¡qué
divertido!
«Kopa sería una aventura», le había dicho antes su padre. Las lágrimas
comenzaron a brotar una vez más, y Silla se obligó a moverse.
Volvió a doblar el pergamino y lo metió en la bolsita con las monedas de
la mesa y las que llevaba en el monedero. Se metió la bolsita por debajo de
la ropa interior de lino, buscando con los dedos el bolsillo que había cosido
en el interior, junto a la cadera. Había recorrido muchas veces los caminos
de Sudur y sabía que era necesario guardar los objetos de valor y llevarlos
bien escondidos.
Se acercó de nuevo a la cama de su padre, acarició la lana áspera de su
túnica y no pudo resistirse. Se la llevó a la nariz y aspiró su aroma antes de
estrecharla contra su pecho. Esta túnica contenía lo último que quedaba de
él. Era una necedad y tenía poco espacio, pero, aun así, metió la túnica en
su zurrón de cáñamo.
Cogió la piedra con forma de corazón que guardaba junto a la cama y
acarició su superficie lisa. Y también acabó en el zurrón. Del baúl que había
junto a su cama sacó una túnica interior y un delantal de lana gruesa, un
peine tallado en asta y su capa roja. Con los dedos alisó la capucha
ribeteada de piel. El rojo no era un color que pasara desapercibido
precisamente, pero la tela era gruesa e iba forrada, y adonde iba, necesitaría
calor.
Se dirigió a los estantes de la cocina, cogió un odre para el agua y
envolvió el pan ennegrecido en un trozo de paño. Luego, introdujo en el
zurrón manzanas y zanahorias, queso duro y alce ahumado. Al contemplar
las ofrendas de su altar improvisado, se quedó pensativa. «Pues no han
servido de mucho», pensó, y luego frunció el ceño.
«Los dioses no obran como esperamos, Flor de Luna», le decía su padre.
Con la respiración agitada, tiró los cuscurros de pan al suelo y llevó las
velas al estante de las provisiones, para borrar cualquier indicio de que
veneraban a los viejos dioses.
Cogió la pequeña caja de madera que había junto a una pila de cuencos
desgastados. La bajó, levantó la tapa y miró en su interior. Se fijó en las
hojas verdes, retorcidas y amontonadas unas sobre otras. Levantó el frasco
de donde reposaba contra sus clavículas, quitó el tapón y metió dentro
tantas hojas como pudo, luego se guardó la caja en el zurrón.
—Podrías tomar una ahora mismo —sugirió la chiquilla, y Silla notó el
fluir del ansia en las venas.
—Pronto —susurró ella, observando la habitación. La estancia estaba
tranquila y en silencio, y la tenue luz del atardecer se filtraba por la puerta
abierta.
Se oyó un fuerte crujido en el exterior. Silla dejó caer el zurrón, se metió
debajo de un banco y se tapó con una piel de oveja. Una manzana cayó al
suelo y el corazón empezó a latirle como un tambor de guerra.
Contó las respiraciones mientras aguardaba.
«Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco».
Nada. El edificio estaba en silencio. No había sido nada. Se obligó a
respirar y salió de debajo del banco.
Pensó en los animales de la ruta de Vindur, los lobos gigantes, cuyos
aullidos había oído durante las últimas lunas llenas, y los osos, que dejaban
la corteza de los árboles arañada por todo el camino. Peor aún, en aquellas
criaturas que, según decían, rondaban los bosques y eran propias de las
pesadillas. Los ciervos vampiro, que cazaban en manadas y chupaban la
sangre de sus víctimas. Las arañas lobo y otras cuyos nombres no quería
aprender siquiera.
—Necesitas un arma —dijo la niña con el ceño fruncido y los brazos
cruzados sobre su sucio camisón.
Silla se miró el tobillo, donde volvía a llevar la daga.
—Es un trasto inútil y asqueroso —murmuró Silla con amargura. No
tenía sentido llevar una daga si no podía desenvainarla en caso de
necesidad. Era una mera ilusión de protección, una falsa sensación de
seguridad. Se echó el zurrón al hombro y dio un último vistazo al edificio.
La desesperación y la congoja empezaban a treparle por la garganta, pero
las contuvo.
Al cruzar la puerta abierta, miró de derecha a izquierda, y luego echó un
vistazo al sendero de tierra que desembocaba en la ruta de Vindur.
El cielo se había oscurecido, pero las nubes se habían despejado y el sol
poniente derramaba su luz dorada sobre el sendero. Silla giró a la izquierda,
rodeando la parte trasera de la cabaña, donde su padre guardaba las
herramientas que le había facilitado Olaf. Pasó los dedos por las tenazas de
hierro, el hacha y la sierra. Después por el martillo, notando la suave curva
de la madera, calibrando su peso. No era demasiado pesado, pero sí lo
suficiente para hacer daño.
—Perfecto —la animó la chica—. Y más vale ponerse en marcha.
Dando la vuelta hacia la parte delantera de la estructura, Silla respiró por
última vez en los escalones de la cabaña, en este umbral entre la comodidad
y la familiaridad de su antigua vida y lo peligroso y desconocido de la
nueva. Luego, se alejó de ella. Bajó por el sendero luminoso y llegó a la
ruta de Vindur, huyendo de Skarstad, de su padre y de su vida ahora hecha
añicos.
CUATRO

El Pinar Serpentino

Silla caminaba con rapidez y determinación por el bosque. El miedo


arrinconó su pena y se concentró con todas sus fuerzas en distanciarse lo
máximo posible de aquellos guerreros muertos. Durante largas horas,
caminó con paso firme, con el martillo en una mano y agarrando la correa
del zurrón en la otra.
El bosque ya era de por sí espeluznante durante el día, pero por la noche
era un mundo muy distinto, una tierra de sombras y formas que cambiaban
constantemente por el rabillo del ojo. No perdía de vista el camino, decidida
a no permitir que los traviesos espíritus del bosque se salieran con la suya.
Su madre le había contado historias de espíritus malévolos que cambiaban
los senderos y reorganizaban el bosque hasta que la gente se perdía sin
remedio. Pero también le había contado que había espíritus bondadosos
que, si se los trataba con respeto, concedían favores y bendiciones a los
humanos que transitaban por sus tierras.
En la oscuridad de la noche, reinaba un silencio inusitado, casi como si el
bosque contuviera la respiración. Aun así, Silla siguió adelante entre los
troncos nudosos del Pinar Serpentino. Esta parte del bosque se había
ganado el nombre por la distorsión en los troncos de los pinos, que estaban
torcidos y adoptaban formas amenazadoras. ¿Era obra de espíritus
malignos? No lo sabía, pero, fuera como fuere, le provocaba una sensación
tan escalofriante que la hacía caminar deprisa.
En su fuero interno, sabía que no era seguro que una chica viajara sola
por ese camino. No solo era peligroso, sino que las enseñanzas de Ursir
dictaban que las mujeres debían ir acompañadas por su marido, hermano o
padre al caer la noche.
—Pues tú no tienes nada de eso —dijo la chiquilla, golpeando una mata
de helechos con un palo.
Silla resopló.
—Debemos darnos prisa —repuso. El camino tenía sus propias leyes y
estaba plagado de ladrones, bandas de guerreros que controlaban el paso
por varios tramos y otros hombres peligrosos y desesperados. Su única
esperanza era su sigilo y pasar desapercibida—. Lo mejor es no salir del
pinar; viajaremos de noche y dormiremos de día —murmuró.
—¿Cuánto queda? ¿Queda mucho? —gimoteó la muchacha.
Silla resopló.
—Más o menos cuatro noches.
Cuatro largas noches y llegaría a Reykfjord. Entonces podría respirar,
barajar sus opciones y decidir qué hacer. Parecía una tarea enorme e
imposible si se la planteaba en su conjunto. La tristeza empezó a
introducirse en las grietas cada vez más profundas de su alma, y tuvo que
esforzarse por concentrarse en los pasos y seguir adelante. No podía hacer
nada más.
A Silla nunca le había hecho mucha gracia la oscuridad, por lo que se
alegró cuando las lunas hermanas se alzaron poco después de la puesta de
sol: Malla, grande, intrépida y brillante, y Marra, pequeña pero tranquila e
imperturbable. Bajo el resplandor blanquecino, se desplegaban abanicos de
liquen blanco, que exhibían sus bordes ondulados a la luz de las lunas, y los
grupos de setas liberaban esporas luminiscentes, como diminutas estrellas
que brillaban en el bosque. Silla ya lo había visto antes —no era la primera
vez que recorría el bosque al anochecer—, pero su belleza la hizo sentir un
poco menos sola.
Ahí mismo, en pleno viaje, se veía incapaz de detener el flujo de
revelaciones que se filtraban en su mente.
«Te he querido como si fueras de mi sangre».
Las palabras de su padre resonaban en sus oídos una y otra vez; se le hizo
un nudo en el pecho y el dolor apareció con mayor intensidad. Sentía pena,
sí, pero también rabia: ¿cómo había podido ocultarle algo así?
«Si Matthias no es mi padre biológico, ¿quién lo es?», se preguntó.
«¿Cómo acabó con mi custodia? ¿Me robó? ¿Estarán vivos mis padres de
verdad y me habrán buscado?».
—Parece muy poco probable —dijo Silla en voz alta. No podía ni
imaginárselo: su bondadoso padre robando una criatura. Siempre habían
sido ellos dos contra el mundo, pero ahora ella buscaba sin cesar un nuevo
sentido a la vida que habían vivido juntos estando a la fuga.
«La reina Signe te ha estado buscando, muchacha».
Otras palabras que no se podía quitar de encima. La reina la quería, la
había estado buscando. Pero seguro que se equivocaba de persona. Tenía
que ser un malentendido.
«Tiene la cicatriz. Es ella».
Con los dedos se tocó la diminuta cicatriz en forma de medialuna que
tenía en el rabillo del ojo izquierdo. Siempre le habían dicho que se había
dado un golpe con la esquina de una mesa. ¿Era otra mentira, igual que el
nombre de Matthias? ¿Igual que el hecho de no ser de la misma sangre?
—He oído que la reina Signe es como la reina de un cuento escáldico —
musitó la niña.
Silla repasó lo que sabía de la reina Signe. Sabía que la reina había sido
princesa de Norvaland, que tenía el cabello blanco y dorado, tan codiciado
en aquel reino. Sabía que, de sus siete hermanos, los urkanos solo la
salvaron a ella tras la invasión. Apreciada por su belleza, se la llevaron para
ser la esposa de Ivar.
Tal vez la reina pudiera influir en su marido, pero, que Silla supiera,
Signe no participaba en la gobernanza del reino. Los klaernar, la
administración de la tierra, las leyes y el gobierno correspondían al rey Ivar
y a los jarls que le servían. Sin embargo, los guerreros del camino habían
dejado muy claro que era la reina quien la buscaba, no el rey.
¿Para qué la querría?
—Para matarte —respondió la chiquilla—. Aunque no de inmediato.
—No me estás tranquilizando mucho —susurró Silla.
Un batir de alas rompió la quietud del bosque. De forma instintiva, Silla
se adentró en el bosque, se escabulló entre los tallos retorcidos y se ocultó
tras un enebro tupido. Se mantuvo tensa, con el martillo preparado,
mientras examinaba la ruta de Vindur.
«Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco».
Nada.
Nunca era nada. Pero una de estas veces podría ser algo. Un lobo gigante,
un oso, un ciervo vampiro o, peor aún, un hombre. Tras varios minutos de
tensión, salió de detrás de los matorrales y siguió por el camino sin
apartarse de aquel bosque sombrío. Las lunas estaban ya bajas en el cielo
cuando por fin se resignó a dormir.
Se adentró en el bosque unos ochocientos metros, marcando los árboles
con un rasguño superficial del cuchillo para que los espíritus traicioneros no
pudieran atraparla en las profundidades. Encontró el ancho tronco de un
serbal, con el suelo alfombrado de musgo, y dejó el zurrón. Arrancó una
rama muerta y quebradiza de la base del árbol y la arrastró por el suelo para
formar un círculo alrededor del árbol y del lugar donde dormiría.
—Sunnvald, protégeme —murmuró—. Malla, concédeme valor. Marra,
bendíceme con sabiduría. Stjarna, ilumina mi camino. —Su fe flaqueaba y
las palabras se le antojaban vacías. Si los dioses eran reales, ¿cómo habían
permitido que ocurriera algo así?
Silla entró en el círculo y gimió aliviada al sentarse sobre el musgo
mullido. Apoyó la espalda en el tronco, sacó la piedra en forma de corazón
y la acarició con los dedos. Tenerla entre las manos, sujetar ese regalo de su
padre, era extrañamente tranquilizador. Se sentía confundida y desorientada.
¿Cómo era posible que su padre ya no estuviera, si unas horas antes se
habían despertado los dos como cada mañana? ¿Cómo podía haberse ido si
su túnica todavía conservaba su olor?
Un crujido por encima de ella hizo que se pusiera en pie de un salto,
aferrando el martillo como si le fuera la vida en ello. Clavó la mirada en
una oscuridad tenebrosa. Hubo un atisbo de movimiento; luego, un batir de
alas y apareció una lechuza. Blandiendo el martillo y preparada para atacar,
vio unos ojos negros en un rostro blanco y fantasmal. Entonces soltó una
carcajada, una carcajada aguda y nerviosa, al darse cuenta de lo cómico de
la situación.
—Recobra la cordura, Silla Margrét —se dijo a sí misma.
—Estás loca de atar —le espetó la chiquilla.
Silla sacudió la cabeza y volvió a sentarse.
—¿Qué predice una lechuza? —caviló mientras mordisqueaba un poco
de pan y una manzana.
—Sueño —dijo la niña rubia con un bostezo, acurrucándose a su lado—.
Una lechuza predice el sueño.
Silla dejó el corazón de la manzana y la parte más dura del pan como
ofrenda a los espíritus. Hasta entonces no le habían impedido avanzar, y
esperaba seguir contando con su benevolencia. Sin embargo, mientras
cerraba el zurrón, notó un vacío en el estómago. Tenía que administrarse las
raciones con prudencia si quería sobrevivir al viaje a Reykfjord. Además, si
quería llegar a Kopa, tendría que ser astuta. No le hacía falta contar las
monedas que llevaba en el bolsillo para saber que no eran suficientes para
llegar al norte.
Guardó la comida en el zurrón, sacó la capa roja y la extendió como una
manta. Se quedó mirando el dosel oscuro del bosque. El olor a tierra y
musgo y el robusto árbol que había detrás de ella le evocaron un recuerdo.
Otra noche fría que había pasado en el suelo del bosque; otra noche
apoyada contra un árbol.
—Sé que tienes frío, Flor de Luna. Coge mis calcetines y póntelos en las
manos. Están limpios, no te preocupes. Mañana estaremos en Holt, y nos
calentaremos los dedos de los pies junto al fuego, bebiendo una tacita
caliente de róa.
Silla se secó las lágrimas de las mejillas y se puso los calcetines de lana
en las manos y por encima de las mangas del vestido. Eso ayudó un
poquitín. Se arrebujó bajo la capa. La tristeza la había rondado durante
todo el día. Le dolían los pies. Y estaba tan cansada que le palpitaban
hasta los párpados.
—Recuerda que somos supervivientes, Silla. Podemos hacer cosas
difíciles. Hacemos lo que debemos para seguir con vida. En Holt estaremos
a salvo.
—Pero ¿por qué nos hemos tenido que ir de Geirborg, padre? Me
gustaba.
Su padre se pasó una mano por el pelo rubio. Lo llevaba cada vez más
largo y descuidado desde que su madre no estaba para cortárselo. Silla se
dio cuenta de que habían empezado a salirle vetas grises y de que tenía el
rostro más curtido que meses atrás.
—Porque sí, Flor de Luna. Si la gente se da cuenta de que ves cosas que
no existen, los klaernar vendrán a por ti.
Su aliento hacía nubecillas de vapor en el aire. El frío era tan intenso,
tan penetrante en aquel bosque, que era imposible librarse de él cuando se
te metía dentro.
—Pero no sé hacer magia. No soy galdra. Solo es una amiga espiritual.
—Lo sé, Silla, lo sé, y no es justo. Pero a ellos les da igual.
—Echo de menos a mamá. —Dioses, cuánto la echaba de menos. Silla
tenía doce años, había perdido a su madre dos años antes. La estabilidad
que había conocido toda su vida se había desvanecido en un instante. Atrás
quedaban su hogar en Hildar, su columpio en el árbol, sus gallinas.
Su padre soltó un largo suspiro.
—Yo también la echo de menos, Flor de Luna. Yo también.
Se tumbó en el suelo junto a ella, la atrajo hacia sí y extendió una manta
de lana sobre los dos. Al cabo de un momento, su calor se posó sobre ella.
Silla cerró los ojos. Estaba con su padre. Estaba a salvo. Lo superarían
juntos. Los dos contra el mundo.
Respiró hondo y su preocupación se disolvió al exhalar.
Silla notó el escozor de las lágrimas al recordarlo. La cabeza le latía con
la fuerza de un martillazo. Le dolía todo el cuerpo.
Y, entonces, bajó la guardia.
El miedo había arrinconado su dolor durante todo el día, pero ahora
quería dejarlo entrar. Fluyó hacia ella como una marea de desesperación y
la inundó de tal manera que pensó que iba a ahogarse. Las lágrimas corrían
desbocadas por su rostro y toda ella temblaba con cada sollozo. Pensó en su
padre, en lo que le había confesado, en cómo la había abandonado.
Porque la había abandonado.
Era un tanto egoísta, pero lo maldecía. Lo maldecía por dejarla sola en
este mundo, con un sinfín de preguntas sin respuesta y una tarea
monumental. Kopa. En Kopa estaría a salvo, pero ¿cómo iba a llegar?
—Yo no te dejaré —susurró la niña, colocándose el pelo revuelto detrás
de las orejas—. Me quedaré contigo, a tu lado.
Silla la miró, agradecida por su presencia, fuera real o no.
Una punzada de dolor le atravesó el cráneo. Con un respingo, Silla cerró
los ojos y la capeó como una tormenta. Se había pasado la vida temiendo
esos dolores de cabeza; se había pasado la vida evitándolos a toda costa.
Pero en aquel momento el dolor era tan exquisito, tan absorbente y
apremiante, que consiguió apartar la pena. Aquel dolor era reconfortante:
era un dolor que podía controlar, que podía borrar con una sola hoja nudosa
de skjöld.
Debería haberse tomado la dosis de skjöld antes de salir de casa, pero
tenía la cabeza embotada y los pensamientos lentos, sumidos en la bruma
del dolor. Su cuerpo se lo recordó, como siempre. Se le oscureció la vista y
sintió como si le clavaran cuchillos en el cráneo.
—Tómate el skjöld, Silla —le instó la chiquilla—. Te sentirás mejor.
Cuando recuperó la vista, Silla inspiró una bocanada de aire. Agarró el
frasquito que llevaba al cuello. Le quitó el tapón y arrancó una hojita verde
retorcida con dedos temblorosos. Era evidente que no se podría preparar un
té en las entrañas del Pinar Serpentino, así que se metió la hoja por dentro
de la mejilla. Era terrosa y amarga, y la masticó cuanto pudo antes de
tragársela con una mueca.
Se quedó mirando el frasco. Durante los últimos diez años, su ración
había sido una hoja al día. Pero esta noche era distinta. Todo había
cambiado. Dudó, sacó una segunda hojita y se la llevó a la boca. Ya no
quería pensar, no quería sentir. Quería matar sus sentimientos, como los
guerreros del camino habían matado a su padre.
Con dos hojas bastaría.
Silla volvió a tapar el frasquito y se lo metió bajo la ropa. Miró fijamente
hacia la oscuridad. El calor brotó en su estómago, le subió en espiral por la
columna y volvió a bajar, extendiéndose brillante hasta la punta de los
dedos de las manos y los pies. Captó unas ráfagas de luz, unas espirales
luminosas de color rosa, azul y amarillo, y entonces se le relajó el pecho y
su respiración se volvió más profunda.
Se había desprendido de su piel, había dejado atrás la carga que llevaba
sobre los hombros y, por el momento, Silla se limitó a ser.
CINCO

Algo estaba siguiendo a Silla.


Dos horas antes, se había torcido el pie al pisar una raíz y el dolor le
estalló en el tobillo. Se agachó, se apoyó en el tronco retorcido de un pino y
se aflojó la bota. Para su alivio, tras liberar el pie del calzado que lo
encerraba, lo encontró dolorido, pero no muy herido.
«Puede que a los espíritus les haya parecido escasa tu ofrenda», había
comentado la niña rubia.
Con un suspiro, Silla había seguido adelante, pero la marcha había sido
lenta por el borde del bosque.
La niebla se enroscaba alrededor de los troncos nudosos y oscurecía
aquel terreno irregular. El cielo estaba cubierto por nubes densas, y tanto los
líquenes blancos como las setas dormitaban en ausencia de la luz de las
lunas. Ahora el bosque era una sucesión de sombras.
Tropezar había sido inevitable.
—Me duelen los pies —se quejaba la chiquilla una y otra vez, y Silla le
dio la razón: a ella le dolía todo.
—El dolor significa que estamos vivas —dijo Silla en voz baja, aunque
no sirvió de mucho para animarla.
Mientras se masajeaba el tobillo, Silla notó un temblor en las venas; era
la sensación certera de que la estaban observando. Sin embargo, cuando
miró alrededor, no distinguió nada entre aquellas sombras grises y negras.
—Algo nos sigue —dijo la niña rubia, lanzando una mirada por encima
del hombro.
—Ya, yo también lo noto —murmuró Silla.
En cuanto empezó a caminar por la noche, Silla intentó no detenerse.
Cada vez que se detenía, la embargaba la pena. Y en su cabeza volvió a
reproducirse aquel momento que le cambió la vida en el camino: el choque
de metales al cruzarse las espadas y las dagas, el pánico abrumador cuando
le oprimieron el cuello, el olor a tierra y hierro cuando volvió en sí, el
cuerpo de un guerrero muerto que la inmovilizaba.
...Y aquellas palabras que le habían destrozado la vida. «Ni siquiera es de
tu sangre».
Era más fácil seguir caminando, seguir avanzando. Y así lo hizo.
La sensación de que la estaban observando se aferró a ella durante horas.
El bosque bullía de energía y se le erizó el vello de los brazos. Con unos
músculos incapaces de relajarse, había acelerado el paso, y se movía sobre
el suelo irregular con una urgencia implacable. Pero no podía seguir así, no
con los días que aún quedaban para llegar a Reykfjord.
La negrura de la noche se había difuminado hasta convertirse en el más
oscuro de los grises, y el sotobosque era cada vez más fácil de ver. Y,
entonces, lo oyó: el estruendo de cascos y voces de hombres, un ruido
estremecedor en la quietud del bosque.
Con el corazón en un puño, Silla se tiró al suelo y maldijo por lo bajo.
¿Por qué había escogido el rojo de entre todas las capas disponibles? Un
bonito color neutro, como el gris o el verde oscuro, le habría ido mejor en
esa situación. Pero el rojo era tan alegre y festivo y la había hecho sonreír…
Estaba al menos a veinte pasos de los jinetes y, con la oscuridad agarrada
a los árboles, rezó para que no la vieran.
Unos hombres de oscuro cabalgaban junto a un carro que traqueteaba tras
ellas. A sus oídos llegaron retazos de la conversación.
—A medio día a caballo de Reykfjord —dijo una voz.
—Será una visita breve —comentó otra— si los Hachas Sanguinarias nos
esperan. Tengo una oferta a la que no se podrán resistir.
El ruido de los cascos eclipsó el resto de la conversación y pronto el
bosque volvió a sumirse en el silencio.
—Deberíamos descansar —dijo la chiquilla con un bostezo—. Y tengo
que hacer mis necesidades…
Silla estaba agotada. Había caminado al menos diez horas y su cuerpo le
pedía a gritos un descanso. Aun así, se levantó y se adentró en el bosque,
marcando los árboles a su paso. Cuando encontró un bosque aislado de
abedules para acampar, el cielo se había aclarado unos tonos más de gris.
Como era una persona de costumbres, Silla trazó un círculo, dirigió unas
palabras a los antiguos dioses y se acomodó en el mullido suelo del bosque.
Luego, acarició con la mano la piedra en forma de corazón, en busca de
consuelo. Sentía como si a los árboles les hubieran salido ojos. El
desasosiego la invadió y se le agolpó en el estómago. La parte racional de
su mente le decía que necesitaba descansar, que tenía que comer y beber,
que no podía continuar a ese ritmo. La irracional le decía que alguna
criatura estaba esperando a que se durmiera para atacarla con sus colmillos
y garras.
«Sola», pensó. Estaba completamente sola.
Era plenamente consciente de eso. Y no sola en el bosque, no, sino en el
mundo. Si le ocurría algo, ¿quién la ayudaría? Si moría, ¿quién la lloraría?
¿Quién sabría que había transitado por este mundo?
—Yo estoy aquí —dijo la niña, acomodándose a su lado.
—Pero no eres real —susurró Silla. Echaba de menos a su padre con
todos y cada uno de los latidos de su corazón, con cada aliento que llenaba
sus pulmones.
Le resbaló una lágrima caliente por la mejilla.
Se estremeció al oír el batir de unas alas y levantó la cabeza. Vio
entonces unos ojos oscuros y espeluznantes en un rostro blanco como el
hueso, y la tensión que habitaba su cuerpo se atenuó.
—¡Plumas! —susurró a la lechuza—. Me has asustado. ¿No tienes
ningún ratoncito al que perseguir? —La lechuza parpadeó, y luego se
acomodó más en la rama, contemplándolas desde arriba.
—Ese bicho me mira de un modo muy raro —se quejó la chiquilla—.
Dile que pare.
—¿Eras tú quien nos ha seguido esta noche? —susurró Silla—. ¿Te han
enviado los espíritus para guiarnos? Si es así, ¿puedo pedirte que mañana
vueles por delante y no por detrás? Así no parecerá que nos está acechando
una bestia.
—También podrías ulular —sugirió la niña—. En este bosque hay
demasiado silencio.
Silla revisó las provisiones mientras mordisqueaba el pan. Con desgana,
partió su mejor manzana y colocó la mitad fuera del círculo protector con
un poco de su preciado queso, con la esperanza de que los espíritus
apreciaran la ofrenda. Mientras se comía la otra mitad de la manzana, se
quedó mirando el par de hojitas de skjöld que tenía en la palma de la mano.
Tras un buen rato de cavilación, se metió ambas hojas en la boca y miró a la
lechuza.
Tal vez se lo estuviera imaginando, pero percibió cierta desaprobación en
la dura mirada de la criatura. La lechuza parpadeó y cerró los ojos.
—Buenas noches, Plumas —susurró. Arrellanándose de costado, Silla se
quedó mirando la piedra en forma de corazón, pensando en los ojos azules y
la presencia tranquilizadora de su padre. Se imaginó que, al igual que la
lechuza, velaba por ella. Sin su padre a su lado, se sentía vacía…,
incompleta. ¿Quién era ella sin él? Las lágrimas le escocían en los ojos
mientras esperaba que la dicha y la calidez la invadieran, y ahuyentaran la
tristeza. No quería sentir. No podía soportarlo más.
Agarró el martillo mientras las hojitas empezaban a surtir efecto; el
placer fluía por fin por sus venas, las luces brillaban ante sus ojos como las
esporas luminiscentes de las setas a la luz de la luna.
La piedra en forma de corazón fue lo último que vio antes de sumirse en
un sueño agitado.

SILLA SE DESPERTÓ CON UN CRUJIDO SECO.


Tenía la lengua pegada al paladar y le tembló un músculo del brazo como
si la instara a moverse. Abrió los ojos a la luz del día; en su sangre todavía
quedaban restos de aquella segunda hojita de skjöld, aunque la felicidad que
le corría por las venas era ahora una sensación amortiguada, un eco.
—Es demasiado pronto —murmuró, tapándose los ojos con un brazo—.
Y hay demasiada luz. —Intentó, en vano, volver a sumirse en el olvido del
sueño.
—Vaya, vaya… Pero ¿qué tenemos aquí?
Se sobresaltó y su memoria se activó de repente. Había voces. No debería
haber voces.
Se enderezó, se le nubló la vista un instante y luego se recuperó. Agarró
el martillo y vio frente a ella unos fríos ojos marrones. Con la mente
aletargada, parpadeó para despejar el sueño y el skjöld, reuniendo toda la
información que pudo. Era de día. Cielo gris. Varios hombres…, cuatro. La
estaban mirando.
Silla se maldijo por haber consumido la segunda hojita. Había sido una
imprudencia por su parte porque tenía que estar alerta. Le palpitaba el
cráneo con reminiscencias del skjöld; necesitaba agua. Necesitaba dormir
mucho más. Y necesitaba otra hoja.
Uno de los hombres se acercó y Silla no pudo sino devolverle la mirada.
La dura vida del hombre se reflejaba en los profundos surcos y cicatrices
esculpidos en su rostro rubicundo, y en el aire salvaje de su barba enjuta y
su larga cabellera. Detrás de él había tres hombres más, cada uno con una
lanza y un escudo de madera en la mano.
—Quizá sean hombres buenos —dijo la niña, entornando los ojos para
mirarlos—. Puede que los espíritus los hayan enviado para ayudarte.
Silla echó un vistazo al lugar donde había dejado la ofrenda: no quedaba
ni rastro de ella. Pero cuando volvió a mirar a los hombres que tenía delante
y advirtió la dureza de sus ojos, se esfumó su esperanza de que aquellos
hombres fueran a ayudarla. El escudo que llevaban en la mano estaba
pintado con un sello descolorido: una corona de zarzas espinosas con
espadas cruzadas detrás. Un escalofrío se instaló en sus huesos. Aquellos
hombres pertenecían al Batallón de las Espinas, una banda que merodeaba
por aquellos parajes.
El hombre se pasó una mano por la barba negra y desaliñada.
—Parece que tenemos un problema. No has pagado por cruzar estos
bosques. —Tenía una mirada impasible, pero sus ojos albergaban una
frialdad aterradora—. ¿Y bien? ¿Qué vas a hacer al respecto, mujer?
Silla no conseguía encontrar las palabras.
—Voy a darte un consejo. La próxima vez que invadas la tierra del
Batallón de las Espinas, intenta ocultar tu rastro. —Los hombres que
estaban detrás del líder rieron entre dientes—. A algunos nos gusta la
emoción de una buena persecución.
La mirada del líder bajó por su cuello, y luego más abajo. Se pasó la
lengua por los dientes superiores.
—¿Y cómo es que andas sola? ¿Dónde está tu carabina? —Volvió a
clavar la vista en la de ella, y le dirigió una mirada que no entendía del
todo. Pero la sensación de hormigueo bajo la piel le indicó que más valía no
saberlo.
—Ahí está su morral, jefe. —Un guerrero calvo y muy musculoso señaló
su zurrón. Tenía los brazos, gruesos como troncos de árbol, cruzados sobre
el pecho.
Silla agarró su zurrón; era su vida entera. Sin él, estaría muerta.
Los ojos oscuros del jefe se desviaron hacia su mano y luego volvieron a
su rostro.
—No me hagas enfadar, mujer, te lo advierto. Dámelo.
Pero ella lo apretó más fuerte todavía.
El guerrero fue a por el zurrón y Silla no se lo pensó…, solo actuó. Todo
ocurrió a cámara lenta. El martillo se arqueó hacia abajo y aterrizó justo en
medio de la mano del líder. Silla oyó el inconfundible crujido de los huesos
al romperse. El hombre, de rostro antes estoico, se retorció del dolor y soltó
un aullido animal al tiempo que apartaba la mano.
El dolor estalló en su mejilla y se le llenó la vista de ráfagas de luz. De
repente, todo parecía borroso y ralentizado. Le costó un momento darse
cuenta de que le habían dado un manotazo, le habían quitado el martillo y la
habían puesto en pie de un tirón.
—Acabas de sentenciar tu destino, mujer —gruñó el jefe, apretándose la
mano. Su expresión aburrida estaba ahora desdibujada por la rabia, y Silla
parpadeó rápidamente, tratando de despejarse.
El guerrero calvo le retorció los brazos por detrás y la estrechó contra su
pecho.
—No deberías haber hecho eso. —Una combinación repugnante de
queso podrido y whisky ardiente rancio se le metió por las fosas nasales.
A Silla se le aceleró el corazón y se le nubló la vista cuando la banda se
amontonó alrededor de su bolsa. Tragó saliva frenéticamente; necesitaba
recuperar algo de control. Le tiraron la ropa al suelo y empezaron a
repartirse la comida. Cuando por fin llegaron al final, arrojaron el zurrón al
suelo, y se giraron hacia ella. Notaba el peso de la bolsita de monedas en la
cadera, y deseó con todas sus fuerzas que no la descubrieran.
El líder se acercó poco a poco a ella.
—¿No tienes monedas? Sabemos que no andarías por el camino sin sólas
encima.
Sus ojos eran negros, como los de un depredador que acecha a su presa.
—Veamos…, ¿dónde podrías esconderlos? —Bajó la mirada hasta los
pies de ella y la volvió a subir—. Creo que nos encantará buscarlos.
—Déjame en paz —dijo Silla con voz ronca, mientras se le ocurría una
idea—. Mi padre está por allí, más allá del bosquecillo. Como grite, vendrá
corriendo y te clavará el hacha en el cráneo.
Los hombres escudriñaron el bosque, pero no quedaron muy
convencidos, y entonces cayó en la cuenta: había esperado demasiado para
utilizar esa treta. Malditas fueran las hojas, su escaso juicio y su espantosa
suerte.
—Adelante, pues —dijo el jefe, sosteniéndole la mirada en señal de
desafío.
—Tiene gran fama en la batalla —mintió ella—. Pero lo hará despacio y
te dejará para el final. Solo te doy una oportunidad. Vete ahora o serás carne
para los cuervos.
—Eres muy deslenguada —dijo el jefe riendo por lo bajo. Ahora estaba
cerca de ella y, con la mano que no estaba herida, le apartó un mechón de
pelo de la cara—. Eso me gusta. Encontraremos tus sólas y luego nos
cobraremos un tributo adicional.
Con los dedos manchados de mugre, le acarició la cara, la curva del
cuello y la sensible piel de la clavícula. Luego bajó la mano y trató de
desabrocharle el vestido. Silla sintió pánico y cerró los ojos. ¿Había
escapado del ataque en la ruta de Vindur, dejando atrás todo lo que
conocía… por esto? En su garganta se formó un grito, a pesar de que no
había padre alguno que fuera a rescatarla, a pesar de que estaba a un
kilómetro de la carretera, en las profundidades del bosque.
Nadie podía oírla.
Pero Silla no pudo emitir el grito porque cayó de lado y la cabeza le
rebotó en un lecho de musgo blando. Parpadeó un par de veces. El tufo del
pelaje mojado se mezcló con el olor ferroso de la sangre. El corazón le
palpitó con fuerza una vez, luego otra. En el bosque estalló un gruñido tan
estremecedor que los pájaros en los árboles se echaron a volar, asustados.
Silla giró lentamente la cabeza hacia la izquierda, temerosa de lo que
pudiera ver. Un lobo gigante. El más grande que había visto nunca.
—¿Esto es real? —se preguntó. Unas luces se encendieron en su visión y
una oleada de energía fluyó por sus venas. Aun así, tenía la cabeza
sorprendentemente despejada.
El lobo gigante tenía el tamaño de un caballo pequeño y unas patas
grandes como platos.
Plantado sobre el guerrero calvo, que ahora yacía en el suelo, le hincó las
garras de cinco centímetros y le atravesó el pecho. Un aullido agudo resonó
en el claro, y comprendió horrorizada que procedía del hombre. Este se
retorció de desesperación, pero ella sabía que era en vano. Lo sentía en el
corazón. Lo podía saborear en el aire.
El lobo gigante bajó la cabeza y le arrancó la garganta con un
movimiento certero y brutal.
Los guerreros que estaban detrás de ella gritaron y, azotando con los
brazos las ramas que los rodeaban, se replegaron frenéticamente hacia el
bosque, y la dejaron ahí, en el claro, junto a la bestia.
El lobo gigante levantó la cabeza y de sus fauces brotaron vísceras
enmarañadas. Al retraer los labios, ese amasijo de carne ensangrentada cayó
al suelo, y le vio unos colmillos puntiagudos y relucientes. La bestia dio un
paso hacia Silla, que se esforzó por controlar la respiración. Aquella criatura
era pura fuerza, era el amo y señor de los bosques. Podía acabar con ella
con solo pensarlo; podía romperle los huesos y desgarrarle la garganta tan
rápido como había hecho con el hombre que estaba en el suelo.
Silla se quedó inmóvil, ya fuera por miedo o por instinto. El animal la
examinaba con sus brillantes ojos amarillos como si tratara de decidir qué
desgarrarle primero: ¿el vientre? ¿La garganta? ¿Las partes blandas de los
muslos? Levantó el morro, resoplando, y Silla se quedó tan quieta que no se
atrevió a respirar siquiera. Los ojos de la bestia se fijaron en algo que había
detrás de ella.
El lobo se agachó y luego saltó hacia delante. Lo único que vio fue un
destello de pelaje plateado cuando este pasó por encima de ella con un
movimiento enérgico y fluido. La bestia aterrizó silenciosamente en el
musgo más allá y soltó un gruñido mientras se adentraba en el bosque.
Silla se encontraba de nuevo a solas con la muerte. ¿Los espíritu habían
enviado al lobo… o había actuado por voluntad propia? No podía permitirse
pensar en eso ahora.
—Nunca había visto nada igual —dijo la niña rubia, agachándose para
inspeccionar la garganta destrozada del hombre.
El terror en los ojos vacíos del hombre era evidente; la sangre brotaba a
borbotones alrededor de los músculos y tendones desgarrados de su cuello
masacrado. La chiquilla cogió un palo y hurgó en un trozo de carne
colgante; Silla se llevó el dorso de la mano a la boca para contener las
náuseas. Obligándose a darse la vuelta, agarró el zurrón y empezó a guardar
en él la piedra, la túnica de Matthias y la ropa que habían dejado
desperdigada. Apretó con fuerza la empuñadura del martillo en un gesto
tranquilizador.
Se giró y echó a correr tan rápido como le permitían los pies. El bosque
era un revoltijo de follaje verde y fantasmales troncos retorcidos. No paró ni
siquiera cuando una rama le azotó la cara. Saltó por encima de rocas, raíces
y plantas nudosas, pisando árboles caídos y lechos secos de los arroyos.
Huyó de los gritos y gruñidos ahogados que oía a sus espaldas. Corrió hacia
la nada, hacia más del mismo cielo gris ceniciento, los mismos árboles y el
mismo musgo. Movida por un miedo ciego, corrió hasta que le fallaron las
piernas y se dobló sobre un tronco caído cubierto de líquenes.
Y, entonces, se echó a reír.
No era su risa habitual, melódica y despreocupada. Esta risa era áspera y
salvaje, y atravesaba el silencio del bosque como una hevrít recién afilada.
Se dio la vuelta y se apoyó en el tronco.
—Te estás volviendo loca —dijo la niña con sorna, con los brazos
cruzados sobre el camisón raído mientras se apoyaba en un abedul.
¿Estaba Silla lo bastante lejos del lobo gigante? ¿Se daría por satisfecho
con los cuatro hombres que seguramente ya habría matado y la dejaría en
paz? Se evaluó a sí misma. Su carrera por el bosque parecía haber
eliminado el skjöld de su sangre. Le escocía un poco la mejilla, pero estaba
ilesa. Tenía el zurrón y las monedas.
—Se han llevado tu comida, tus reservas de hojas de skjöld y tu odre —
dijo la chiquilla, echando un vistazo a la bolsa.
Silla se llevó una mano al puente de la nariz y se lo apretó.
—Será difícil —dijo sin aliento—. Casi imposible. —Las lágrimas le
ardían en los ojos—. Pensamientos que abrigan como la luz de la lumbre…
—se dijo a sí misma, parpadeando rápidamente—. Relámpagos. Panecillos
dulces. Calcetas limpias.
Inspiró hondo.
Retuvo la respiración.
Y la soltó lentamente.
Difícil, pero no imposible. Le quedaban las hojitas de skjöld en el frasco
que llevaba al cuello. Había arroyos de los que beber y tal vez pudiera
encontrar algo de comer en el bosque. Su madre le había enseñado sobre
hierbas y plantas. Aún era posible.
Cuando se giró, observando el bosque y el cielo cubierto de nubes, se le
cayó el alma a los pies. Todos los árboles parecían iguales…, y había estado
corriendo sin marcar el camino.
—Los espíritus te han engañado —dijo la niña, mirándola con aquellos
inquietantes ojos azules—. Y ahora estás perdida.
«Piensa», se dijo Silla, dándose la vuelta en el bosque. «Piensa, piensa,
piensa».
Todo parecía igual. Las mismas rocas cubiertas de musgo y zarzas con
pinchos y tallos de abedul blanquecinos. El cielo estaba cargado de nubes;
era primera hora de la tarde. Imposible distinguir la posición del sol.
Había corrido una gran distancia desde la aparición del lobo gigante; al
menos veinte minutos. Si elegía la dirección equivocada, si seguía el
camino equivocado, corría el riesgo de desviarse por completo, de acabar
engullida por la inmensidad agreste del Pinar Serpentino.
Al norte estaban los Dragones Durmientes, la desolada y peligrosa
cordillera de volcanes inactivos. Al este estaba Reykfjord, pero también las
Lágrimas del Gigante, un profundo desfiladero con un río salvaje e
impracticable, y varias cascadas. El oeste la llevaría de vuelta a Skarstad.
Hacia el sur; necesitaba volver a la ruta de Vindur para poder cruzar el
puente sobre el desfiladero y colarse entre los muros de empalizada de
Reykfjord.
Una vez en Reykfjord, podría fundirse en la oscuridad de la ciudad,
mezclarse con los demás rostros anónimos y organizarse. Pero, por el
momento, el plan se le antojaba inalcanzable. Estaba sola en el Pinar
Serpentino, sin comida ni bebida, y se había desorientado por completo. No
pensaba decir la palabra que había pronunciado la muchacha. No quiso dar
voz al pánico que ahora la invadía.
—¿Qué haría papá? —se preguntó.
—Para empezar, nunca se habría metido en este lío —dijo la niña, con las
manos en las caderas.
—Ay, dioses. —Las lágrimas amenazaron con salir, pero Silla las
contuvo—. Silla Margrét, puedes hacerlo. Eres una superviviente. Eres
inteligente cuando es necesario, ¿no? Puedes resolverlo. Piensa. Piensa.
Silla miró al cielo, deseando que estuviera oscuro y despejado. Las viejas
historias decían que las estrellas eran los antepasados inmortalizados en
forma de luz, guiados por la más brillante de todas —la Estrella Madre—,
que se encontraba al norte. Si pudiera encontrar la Estrella Madre, podría
volver a ubicarse…
—Lástima de nubes —suspiró la chiquilla.
Un movimiento en el cielo llamó la atención de Silla: una bandada de
pájaros que volaban en formación de uve. Mientras parpadeaba observando
las formas oscuras que aleteaban tan alto sobre ella, el nombre de ganso gris
surgió de algún lugar entre los ecos de la voz de su madre.
«Viven en el norte y regresan al sur en pleno verano».
El corazón le dio un vuelco. Los gansos volaban a su derecha.
Colgándose el zurrón al hombro, emprendió la marcha hacia donde
habían volado los pájaros. Era la mejor oportunidad que tenía.
Llegó a la ruta de Vindur casi una hora después; sus huesos cansados
mascullaron aliviados. No se había atrevido a apartar la vista de la dirección
en la que volaban las aves, temerosa de volver a desorientarse. Cuando por
fin los árboles se abrieron al árido corte de la ruta de Vindur, permitió que
se le cerraran los ojos.
Silla cayó derrotada al borde del camino, doblada sobre sus propias
rodillas. No estaba acostumbrada a aquello: la energía surcando su sangre,
el miedo, la inquietud. El ciclo del terror y el alivio agotándose sin fin.
Había olvidado cómo era sentirse a salvo, se preguntaba cómo se había
tomado tan a la ligera la seguridad, cómo había dado a su padre por
sentado. Cómo se había lamentado cuando en el mercado no encontraba el
tomillo ártico que buscaba o cuando la patrona de la casa había sido brusca
con ella. Ahora todo parecía tan insignificante, tan trivial… Lo que daría
por volver a todo eso, por cambiar su nueva realidad por aquellas
nimiedades.
—No puedo recorrer así todo el camino hasta Kopa —susurró—. Tengo
que encontrar otro modo.
La chiquilla se abrazó las rodillas junto a Silla en señal de apoyo.
Levantándose sobre sus cansados pies, Silla se adentró veinte pasos en el
bosque.
—Otra noche en el bosque podría ser nuestro fin. No dejaremos de
caminar hasta que lleguemos a Reykfjord.
SEIS

Reykfjord

Skraeda Holf llevaba casi una hora observando a su presa. Sentada al otro
extremo de la larga mesa, mantenía la mirada fija en el fuego que crepitaba
en un hogar cercano, observando al guerrero de reojo. El salón comunal de
Reykfjord se había llenado de gente a medida que transcurría la hora, los
huecos en los bancos se iban llenando conforme los parroquianos tomaban
asiento y bebían un cuerno de cerveza tras otro.
—¿Dónde están tus compañeros, guerrero? —se preguntó Skraeda,
sorbiendo de su copa de barro. El sabor meloso del hidromiel se extendió
por su lengua y ayudó a aplacar su creciente impaciencia. Llevaba un mes
vigilando al guerrero y a sus amigos, un mes que había planeado para hoy.
Las esposas de hindrio le pesaban un quintal en el bolsillo y, con un
movimiento de la mano, los hombres situados en todas las esquinas del
salón se abalanzarían sobre el guerrero y sus amigos.
Girando ligeramente la cabeza, Skraeda contempló al hombre entre las
trenzas cobrizas que le caían por el hombro. Era un tipo corpulento, y la
capa de piel de foca que le envolvía no hacía sino realzar su corpulencia.
Con el pelo negro recogido en la coronilla, el hombre se apoyaba en la larga
mesa y miraba con desprecio su copa de cerveza. Por fuera, era un guerrero
temible. Pero ella percibía un halo de angustia que brotaba constantemente
del aura del hombre.
—¿Por qué estás nervioso, guerrero? —preguntó Skraeda con voz queda.
Tanteó sus emociones como si fueran las cuerdas de un arpa, tirando
suavemente, muy suavemente, del hilo de su angustia. Incluso desde la
distancia, alcanzaba a verle el sudor en la frente. El guerrero echó una
mirada por encima del hombro sin dejar de darse tironcitos a la barba negra.
«Alguien está preocupado», pensó Skraeda, y una lenta sonrisa se dibujó en
sus labios.
Ella ya le habría atrapado si no fuera por esos mismos tres hombres con
los que se reunía semanalmente, cada uno de los cuales arrastraba hilos
similares de angustia trémula. Incluso sin su intuición de Solaz, Skraeda
habría sabido que aquellos hombres ocultaban algo. Los demás en el salón
comunal tenían el tipo de camaradería que surge de compartir muchas
noches de borrachera, pero aquellos cuatro guerreros eran las ovejas negras
de la familia y solo se relacionaban entre sí.
«Porque ocultas tu verdadera naturaleza», pensó. Los galdra tenían una
firma emocional: angustia mezclada con miedo y un toque de entusiasmo.
Pero la prueba de fuego era cuando pasaba un guerrero klaernar: entonces,
el miedo se volvía más brillante y se entretejía con el asco. «¿Dónde están
tus amigos? ¿Cuándo se reunirán con nosotros?».
Mirando hacia la puerta del salón, la crispación de Skraeda fue en
aumento y se le fue apagando el don. Metió la mano en el bolsillo,
acariciando con el pulgar los suaves mechones de la trenza de Ilka. El nudo
que sentía en el pecho se le aflojó un poquito.
«Paciencia, hermana», imaginó que le susurraba Ilka al oído. «El conejo
va fácilmente al lobo astuto que sabe esperar». Ilka había sido la gemela
paciente. Skraeda, en cambio, era la ambiciosa, la atrevida. La que tomaba
sin miedo lo que quería.
Y cuando vio a los cuatro guerreros aquella primera vez, Skraeda decidió
que su hermana tenía razón. Si preparaba bien la trampa y era paciente,
cuatro conejos bien hermosos vendrían directamente a ella. Y, entonces, tal
vez podría marcharse de Reykfjord y volver a la comodidad de Sunnavík.
La sola idea era como un rayo de sol que le templaba las entrañas.
Llevaba tres meses en Reykfjord, con su hedor a pescado y sus
vendavales salados. Aquí había pescado, pescado y más pescado. Y cuando
no era pescado fresco, eran filetes de ballena o arenques ahumados o
bacalao seco. Había comido tanto pescado que hasta se lo olía en la piel.
Tenía ganas de comer cordero, conejo y jabalí asado con salsa de enebro…,
cualquier cosa que no fuera ese dichoso pescado.
Las bisagras de hierro crujieron cuando la puerta del salón comunal se
abrió de un empujón, y cuatro klaernar entraron dando zancadas.
Skraeda maldijo en voz baja al percibir un intenso estallido de miedo en
el guerrero galdra al que observaba, un miedo que se mezclaba con
repulsión. Sus sospechas se confirmaron: el hombre era galdra, sí, pero esos
miserables klaernar se asegurarían de que sus amigos no se le unieran. Y si
Skraeda no podía atraer a los cuatro, tendría que hacer que los hombres que
había contratado regresaran otro día. Eso, por supuesto, si los klaernar no
espantaban definitivamente al grupo de guerreros.
Las botas de los Garras del Rey repiquetearon contra el suelo de madera
cuando rodearon la larga mesa y fueron directos al hombre.
—Por las cenizas sagradas de los dioses —soltó Skraeda en voz baja. Los
klaernar le iban a fastidiar todo el trabajo.
El miedo del guerrero era ahora una cuerda brillante que se agitaba
salvajemente. Skraeda lo atrajo hacia su mente, lo extrajo del corazón de su
galdur y le añadió su toque calmante. El guerrero dejó de apretar la copa y
soltó una larga exhalación.
Skraeda frunció el ceño cuando los Garras del Rey pasaron junto al
hombre, sin siquiera mirar en su dirección. La mirada del líder klaernar se
posó en ella, y de repente Skraeda se sintió la presa.
Oponiéndose al antiguo impulso de huir, se obligó a mirar los ojos fríos y
oscuros del hombre. Se le erizó la piel ante la oscuridad de sus emociones.
Todos los klaernar eran así: fríos e insensibles en comparación con la
población normal. Sospechaba que no era por accidente, sino a propósito: el
polvo de berskio, que tomaban durante el Rito y en dosis mensuales
después, no solo aumentaba su fuerza física, sino que alteraba una parte de
su mente. Sus emociones parecían atenuadas durante el día a día, pero
Skraeda había observado que esto cambiaba durante los momentos de
batalla y violencia: su rabia y entusiasmo aumentaban; el miedo y la
empatía se apagaban.
—Skraeda Lengua Astuta —dijo el Garra del Rey líder, acercándose.
Todas las miradas se clavaron en ella y se fastidió su tapadera.
Skraeda se pasó una mano por la cara con una fuerte exhalación, y luego
fulminó al klaernar con la mirada.
—Acabas de echar a perder el trabajo de un mes.
Detrás del klaernar, el guerrero de pelo negro se levantó y se dirigió hacia
la puerta. Skraeda dejó caer de golpe su copa sobre la mesa y derramó el
hidromiel por todas partes. No solo había asustado a su objetivo, sino que
había pronunciado el nombre que ella se había ganado entre los klaernar en
voz lo bastante alta como para que la oyeran todos en aquel lugar. Ya no
podría volver.
Sin inmutarse, el klaernar líder se sacó de la capa un pergamino enrollado
y se lo entregó a Skraeda.
—Tienes una nueva misión. Ha llegado correspondencia de Su Alteza.
Skraeda le arrebató el pergamino al hombre, rasgó el sello estampado con
una marca de avispa y leyó ávidamente las palabras que contenía.

Skraeda:
Se nos ha escapado un objetivo.
Buscamos a una mujer de veinte
inviernos, de pelo castaño rizado y
una pequeña cicatriz en el rabillo del
ojo. Quizá esté viajando por
Reykfjord. Reúnete con los hombres
del comandante Thord en el puente.
Hay que detenerla a toda costa. Sé
que no me defraudarás.
Tuya,
Signe
La frustración burbujeaba en sus entrañas. Un cambio… Después de
tantas semanas de planificación, todo su esfuerzo se había ido al traste, sin
más.
Sin embargo, aquella misiva de caligrafía pulcra la hizo reflexionar.
«Hay que detenerla a toda costa».
«Más información en breve».
Aquello era nuevo. Había algo especial ahí, algo fuera de lo común. Y Su
Alteza recurría a ella, a Skraeda. Era una oportunidad que no podía
desaprovechar. Además, no pensaba defraudar a la soberana: las
consecuencias de un fracaso eran demasiado nefastas.
Tras beberse lo que le quedaba de hidromiel, Skraeda se puso en pie.
—Llévame ante Thord.
SIETE

El Pinar Serpentino

Silla caminaba sin cesar; cada hora era como una cuchilla. Las ampollas le
escocían, le palpitaba el tobillo y le daba la sensación de que le dolía hasta
el pelo, por el amor de los dioses. Aun así, siguió caminando, pisando el
suelo blando y desigual. Un pie delante del otro, una y otra vez, con el
único objetivo de llegar a Reykfjord.
Pasaron las horas, las fuerzas le flaqueaban y su estado de ánimo se
volvió sombrío. Tenía la boca tan seca que le parecía arenosa. Necesitaba
beber agua con urgencia.
—Que no decaiga el ánimo, Silla —se dijo en voz baja—. Lo bueno es
que no te ha comido un lobo gigante. —Al pensar en el lobo, echó un
vistazo por encima del hombro: no había ninguna señal del pelaje plateado
ni del brillo de sus ojos amarillos. Ningún movimiento. El bosque seguía en
silencio—. Lo conseguirás. Llegarás a Reykfjord y te darás un buen baño;
luego, te envolverás en una mantita y comerás panecillos dulces ante la
lumbre.
—Tengo hambre —se quejó la chiquilla a su lado.
A Silla le rugió también el estómago, pero no le hizo ni caso.
—Intenta no pensar en comida —le sugirió.
—¡Ahora solo pensaré en eso!
Silla guardó silencio.
—Imagínate que tuviéramos panecillos dulces, recién salidos del horno
de barro del jarl Gunnell y untados con mantequilla —dijo la muchacha,
juntando las manos mientras caminaba junto a Silla.
—Ay, por favor, no —se quejó Silla.
—O un poco de quesito duro.
Silla se pasó una mano por la cara.
—¿Qué pretendes? ¿Quieres atormentarme o qué?
—Solo digo en alto lo que pensamos las dos.
—¿Y pollo asado al horno? —dijo Silla—. Untado con mantequilla y
relleno de puerros y hierbas.
—Ay —gimió la niña—. La verdad es que daría lo que fuera por eso.
Jugaron a este tortuoso juego durante más tiempo del que Silla estaba
dispuesta a reconocer. Cuando por fin vio el destello de un arroyo, echó a
correr, se arrodilló y recogió agua fresca entre las palmas de las manos. Al
principio bebió con desespero y siguió bebiendo hasta que se le pasó un
poco el hambre. Tras mojarse la cara, Silla se quitó las calcetas y sumergió
los pies en el agua. Suspiró cuando menguó el dolor de las ampollas de sus
pies. Pero poco a poco volvió la urgencia… y la sensación de que se había
demorado demasiado tiempo.
Aún llevaba el vestido azul tipo delantal con el sello floral del jarl
Gunnell, así que Silla se lo quitó rápidamente y se puso ropa limpia: un
camisón de lino fresco y un vestido delantal de lana más grueso encima.
—Quizá deberías recogerte el pelo, Silla —sugirió la niña rubia,
metiendo los dedos de los pies en el arroyo.
—Buena idea —respondió ella, usando los dedos para desenredárselo.
Tenía que pasar lo más desapercibida posible.
Después de hacerse unas trenzas con cintas de cuero, se puso unas
medias nuevas e hizo una mueca de dolor al meter los pies en las botas. Se
puso la capa, se echó el zurrón al hombro, agarró el martillo y siguió su
camino.
Había pasado la hora más oscura de la noche y el cielo se estaba
volviendo gris.
No tardaron en aparecer jinetes en el camino: viajeros a caballo y
campesinos tirando de sus carros. Silla miró los carromatos con envidia.
Seguramente, con tanto tráfico, debía de estar cerca de Reykfjord. Decidió
arriesgarse y seguir esa misma ruta, rezando por poder camuflarse entre los
demás viajantes.
La mañana estaba despejada, y el sol no tardó en calentarle la cara
mientras avanzaba por el camino casi a rastras, con una mueca de dolor a
cada paso. Estaba agotada; era un cansancio que no había sentido hasta
entonces. Tropezaba hasta con las piedras más pequeñas. Se moría del
hambre. Cada paso era un esfuerzo tremendo. Pero estaba cerca; lo notaba.
El ruido de los cascos de los caballos y el chirrido de las ruedas le
erizaban el vello de la nuca, pero Silla mantuvo la vista en el camino y
anduvo sin parar; un pie delante del otro.
—¡Hola! —exclamó una mujer y, al oírla, se le calmaron un poco los
nervios. Se giró y vio a una mujer sentada a horcajadas sobre una yegua
parda, con un carromato desgastado tras ellas.
—Buenas —respondió Silla, protegiéndose los ojos del sol mientras
miraba a la mujer. Llevaba un vestido de lino rústico y, sobre los hombros,
una capa desgastada forrada de piel—. ¿Sabe cuánto falta para Reykfjord?
La mujer frenó el caballo y entrecerró los ojos.
—Aún faltan varias horas de camino. —Tenía una voz suave, pero sus
palabras le calaron en el alma: «varias horas». Trató de no desfallecer ante
la noticia.
—Tendremos que parar a descansar —dijo la niña—. No aguantaremos
tantas horas.
La mujer observó a Silla en silencio, y esta se preguntó cuán harapienta
parecía con tanto bosque a sus espaldas, por no hablar de los moratones en
el cuello y el ojo.
—Puedes subirte al carro si quieres —dijo por fin la mujer.
Silla se quedó callada un momento, estudiando su rostro: unos
penetrantes ojos marrones, un lunarcito en la frente, el pelo recogido bajo
una tela de lino blanco.
La mujer parecía honesta, pero seguía teniendo dudas.
—No deberías recorrer sola este camino. —La mujer miró por encima
del hombro—. Hay bandas de guerreros y criaturas de todo pelaje. Y un
asesino ha estado rondando por estos lares.
Silla parpadeó rápidamente para asimilar la noticia.
—¡Cenizas! ¿Un asesino? ¿De verdad?
—Sí. Le llaman el Slátrari. Se han encontrado cadáveres atados a postes,
pilares o árboles en la zona de Reykfjord, quemados de dentro a fuera.
Dicen que quema vivas a sus víctimas. Esto es peligroso. Soy Vigdis. Mi
sobrino Dalli va en la parte de atrás como acompañante. Nos dirigimos al
muelle para entregar unas mercancías. Puedes venir con nosotros.
Oír la noticia sobre el asesino la ayudó a tomar la decisión y asintió con
la cabeza a la propuesta de Vigdis.
—Gracias —dijo, y luego rodeó la parte trasera del carromato, lleno de
cajas de huevos y gallinas graznando.
—¡Gallinas! —exclamó la chiquilla con emoción, y Silla sonrió. Por fin
un buen augurio de los dioses.
Silla dejó que Dalli la ayudara a subir; resultó ser un muchacho
desaliñado de unos dieciséis años, con un gorro de punto calado hasta la
frente. Sonrió a Silla y luego se fijó en el martillo que llevaba en la mano.
Ella se lo metió rápidamente bajo la pierna y le devolvió una leve sonrisa.
Silla se protegió los ojos del sol, los entrecerró para poder ver bien a
Dalli y luego examinó las cajas que la rodeaban. Se fijó en unos pequeños
huevos moteados que había en una caja de madera a su lado.
—¿Qué son? —le preguntó a Dalli.
—Huevos de ala invernal —respondió él. Esos huevos eran un manjar
tan excepcional que Silla no los había cocinado nunca.
—Deben de ser muy valiosos —dijo ella distraídamente.
Dalli la miró con desconfianza y ella decidió que era mejor tener la boca
cerrada. Utilizando el zurrón como almohada, se recostó contra las cajas.
El carro traqueteaba por el camino, rebotando sobre surcos y baches, con
las ruedas gruñendo y chirriando. La luz del sol la cubría como una manta
cálida, y los párpados se le volvieron pesados…, muy pesados. Dejándose
llevar por el primer amago de seguridad en casi veinticuatro horas, los ojos
se le cerraron y el sueño se apoderó de ella.

—¿A QUÉ VIENE?


Aquel tono de voz agudo y enérgico sacó a Silla del sueño. El carromato
se había detenido, y el sol se movía ahora más alto en el cielo. Silla miró a
Dalli, que sonrió tímidamente. Al mirar por la parte trasera de la carreta, se
dio cuenta de que estaban sobre un puente de madera, con lo que el ruido
atronador que oía debían de ser las Lágrimas del Gigante por debajo.
¿Estaban ya en la entrada de Reykfjord?
—Nos dirigimos al embarcadero —respondió Vigdis desde lo alto de su
caballo.
—Klaernar —susurró Dalli, con la comisura del labio curvada—. Han
levantado barricadas en el puente y están buscando algo.
A Silla se le heló la sangre.
—¿El qué? —susurró ella. Estiró el cuello, pero no alcanzaba a ver nada
por encima de las cajas.
—No lo sé.
—¿A quién lleva? —dijo aquella voz ronca.
—A mis sobrinos —respondió Vigdis, y a Silla le entraron ganas de darle
un beso.
—No se habrá cruzado con una mujer, ¿verdad? —Ahora era la voz de
una mujer y Silla se quedó de piedra—. Viaja sola. Habrá visto unos veinte
inviernos. Con el pelo rizado y una pequeña cicatriz en el rabillo del ojo.
A Silla se le oprimió el pecho. Puso una expresión neutra, pero, por
dentro, intentaba mantener a raya sus tumultuosos pensamientos.
—Estamos en un puente —dijo la niña, encaramada a la pila más alta de
cajas, protegiéndose los ojos del sol con una mano—. No puedes huir. No
hay escapatoria.
Silla sabía que tenía razón. Había llegado el momento. O la capturaban o
le concederían la libertad. Todo dependía de ese momento.
Llevaba el pelo rizado recogido en trenzas, pero se le veían los moretones
y la cicatriz. Al levantarse la capucha de la capa para taparse, se vio las
botas cubiertas de barro, e impulsivamente se agachó y se lo untó en la cara,
para que tanto la cicatriz del ojo como el moratón de la mejilla quedaran
bien ocultos.
—No, no hemos visto a ninguna mujer —dijo Vigdis, impaciente—. No
he visto a nadie. Tenemos que llegar al muelle antes de que parta el barco
mercante. ¿Tenemos permiso para entrar en la ciudad?
—Revisaremos el carromato, y luego tendrá su permiso —dijo la mujer
desconocida. Unas pisadas resonaron suavemente sobre los paneles de
madera del puente. Un paso. Dos. Tres.
—Tranquilízate u oirán los latidos de tu corazón —la apremió la niña.
Inspirando larga y profundamente, Silla apretó con fuerza el frasquito
que llevaba colgado al cuello. «Sunnvald, protégeme», pensó. «Malla,
concédeme valor».
Una guerrera de pelo rojo intenso apareció por la parte trasera del carro:
sus ojos ardían como el corazón azul de una llama, tenía la piel pálida y
pecosa y el pelo trenzado en hileras ordenadas a los lados del cráneo. La
cota de malla captaba la luz del sol, lo que obligó a Silla a entrecerrar los
ojos.
Un klaernar se unió a la mujer, y Silla vio el tatuaje de las garras que se
extendían por la mejilla del hombre. Justo entonces se dio cuenta de que la
reina había implicado a los Garras del Rey en su búsqueda.
—Esta mujer no me gusta un pelo —murmuró la chiquilla desde lo alto
de las cajas.
Los severos ojos de la guerrera recorrieron el carromato, se fijaron en
Dalli y luego se posaron en Silla.
—¿Ha dicho que es su sobrina? —le preguntó a Vigdis, y escrutó a Silla
con una intensidad que hizo que se le pusiera la carne de gallina. Ella
mantuvo la mirada impasible, con las manos cruzadas con firmeza sobre el
regazo.
—Te está mirando demasiado —dijo la niña.
«Necia», pensó Silla. «Te han pillado, boba. No deberías haber aceptado
que te llevaran». Después de todos sus esfuerzos y penurias, la iban a
capturar. Y todo lo que había vivido sería en vano.
—Sí —oyó que decía Vigdis desde delante—. Es mi sobrina, Una. Y mi
sobrino, Dalli.
La guerrera pelirroja miró a Silla un instante e hizo una mueca.
—Asquerosa —murmuró en voz baja.
Cuando la guerrera y su compañero klaernar se volvieron hacia la parte
delantera del carro, Silla cerró los ojos y exhaló temblorosa. Al cabo de un
momento, el carromato se puso en movimiento. Pasaron frente a cuatro
klaernar apoyados en la barandilla de un puente, y la mujer guerrera se puso
a un lado. Silla observó cómo las imponentes formas iban menguando y
luego desaparecían en la distancia.
Y, entonces, sonrió.
La voz de Dalli hizo que le fallara la sonrisa.
—¿Eres galdra?
—No —dijo Silla, pero no vio censura en sus ojos. Su tía había mentido
a los klaernar y él tampoco la había delatado. La amabilidad de aquellos
desconocidos era tan conmovedora que las lágrimas brotaron de sus ojos.
—Si no eres galdra, ¿por qué te buscan? —La observó con cierta
aprensión y, tal vez, una pizca de admiración.
«Ojalá lo supiera, Dalli», pensó ella, soltando un largo suspiro.
En lugar de eso, dijo:
—Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Creen que
soy alguien que no soy. Tu tía y tú me acabáis de salvar la vida.
Pasaron entre altos muros de madera revestidos de musgo y líquenes.
Silla contuvo el aliento al ver lo enormes que eran.
Reykfjord. Cerró los ojos, medio ilusionada, medio incrédula. Había sido
una fantasía, un sueño. Lo había conseguido.
—Ya sabía yo que lo conseguirías, Silla —dijo la niña con una sonrisa; le
faltaba un dientecillo inferior.
Recorrieron una amplia avenida atestada de gente, carros y ganado.
Después de la sobrecogedora tranquilidad del bosque, el caos de la ciudad
era una bella melodía para los oídos de Silla. El rumor de las
conversaciones, el trinar de los vendedores, el llanto de los niños, un
hombre regateando con un tendero…; todos competían por su atención.
Eran los sonidos de una ciudad, los sonidos del anonimato. De libertad
temporal. Silla estaba despierta y muy viva.
Se le dibujó una sonrisa en el rostro y absorbió las vistas de la ciudad con
avidez.
El carro pasó junto a hileras de casas de madera con tejados verdes, pero,
a medida que se adentraban en la ciudad, empezaron a aparecer estructuras
de piedra. Inhaló el intenso aroma del róa especiado y de los panecillos
dulces recién hechos cuando pasaron junto a una panadería; del hidromiel y
la cerveza cuando pasaron junto a un salón comunal; del hierro y el cuero
cuando pasaron junto a una forja.
A Silla le sorprendió el tamaño de Reykfjord; sabía que era una ciudad,
pero hacía años que no visitaba un lugar tan grande. Así como Skarstad
había sido una localidad ordenada y monótona, Reykfjord era todo lo
contrario. Los antiguos muros de piedra se yuxtaponían a las nuevas
estructuras de madera, a veces, directamente adyacentes entre sí. Las
estrechas callejuelas emergían de la carretera principal en una discordante
sucesión de caminos llenos de surcos. Mirara donde mirara, había señales
de que esta ciudad era un ser vivo en constante cambio.
El carro pasó retumbando frente a una estructura de piedra tapiada, y algo
le llamó la atención: una Cruz del Sol ornamentada que asomaba tras unos
paneles de madera cuarteada. Protegiéndose los ojos, Silla miró hacia
arriba, hacia lo alto, y contempló la aguja imposiblemente alta que antaño
habría estado coronada por la estrella de Sunnvald.
Al cabo de un buen rato, bajaron por una calzada serpenteante hacia el
muelle. El aire salado y el penetrante olor a pescado le hicieron cosquillas
en las fosas nasales, y una nueva vista se desplegó ante sus ojos. Decenas
de elegantes barcos de madera estaban anclados en un laberinto de muelles,
con dragones y lobos de fauces abiertas y alguna sirena tallados en las
proas. A medida que se acercaban al bullicioso muelle, un bosque de
mástiles brotó ante ella, enmarcado por unos acantilados de piedra negra. Al
ver el tono carbón de los fiordos, Silla no tuvo duda de cómo había recibido
la ciudad su nombre, Reykfjord: el fiordo humeante.
La zona era un hervidero de mercaderes y vendedores, cajas y sacos y
ganado que se cargaban y descargaban de los barcos en un vertiginoso
torbellino de movimiento.
—¿Y qué tal un barco? —preguntó la niña, mirando hacia los muelles.
«¿Y qué tal un barco?», barruntó Silla. ¿Podría un barco llevarla al norte,
a Kopa? Sería más rápido que viajar por carretera, desde luego.
—O puede que no —dijo la chiquilla al cabo de un instante, cuando Silla
vio a la gente agrupada en torno a unas figuras vestidas de negro en las
entradas del muelle: eran klaernar que registraban cajas y baúles e
inspeccionaban a las personas.
Empezó a invadirle el pánico. Había un buen montón de klaernar
pululando ahí abajo. Tenía que alejarse del muelle. El carromato se detuvo y
Silla se bajó de un salto. Se detuvo al ver que Vigdis desmontaba.
—Gracias —dijo Silla, mirando a los sinceros ojos marrones de la mujer
—. Gracias por tu protección, por lo que has hecho en el puente. Sé que la
pena por albergar a un fugitivo es la muerte. Soy consciente del riesgo que
has corrido y lo valoro.
La mujer tomó las manos de Silla y las sujetó con suavidad entre las
suyas. Guardó silencio un momento antes de hablar.
—Ojalá alguien hubiera ayudado a mi hermana, la madre de Dalli,
cuando vinieron a por ella.
A Silla se le rompió el corazón.
—¿Una?
La mujer asintió.
—Pensaré en ella esta noche —dijo Silla—. Atesoraré su nombre en mi
corazón. Y también pensaré en ti, en Dalli. Sois buenas personas. Estaría
muerta de no ser por vuestros actos. Gracias.
Vigdis asintió.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, mirando por encima del hombro hacia
donde estaba el klaernar—. Reykfjord no es seguro para ti. Hay muchos
klaernar en las calles.
Silla se mordió el labio. Durante muchos días, su objetivo había sido
llegar a Reykfjord, pero ahora que había llegado, vio que era cierto:
Reykfjord no sería seguro para ella, no podía quedarse mucho tiempo.
—Iré al norte —dijo distraídamente—. Debo ir al norte.
«Tengo que llegar hasta Kopa», pensó. «Encontrar a Skeggagrim.
Desaparecer de este mundo».
—Entonces debes recorrer el Camino de Huesos —dijo Vigdis, con un
destello en la mirada que no supo descifrar—. Es un camino peligroso. Te
convendría encontrar compañía.
Silla asintió con la cabeza.
—Que la fortuna te acompañe —dijo Vigdis, volviéndose hacia su carro.
—Aléjate de aquí —terció la niña, abrazándose a sí misma—. No me
gustan nada estos aires.
Silla se bajó más la capucha y metió el martillo en la bolsa. Luego se
dirigió hacia la carretera que serpenteaba hasta Reykfjord.
Una vez arriba, se escabulló por las estrechas calles laterales,
zigzagueando entre la multitud. Animada por sus avances, sintió algo que
hacía días que no sentía: esperanza.
Había sobrevivido a cuatro noches sola en el bosque y se había zafado de
los klaernar. Quizá pudiera conseguirlo. Aun así, la emoción en Reykfjord
no aplacaba su hambre voraz ni calmaba sus manos temblorosas. Tenía que
encontrar comida y un lugar donde descansar. Cuando el estrecho callejón
llegó a una curva, Silla levantó la vista… y le dio un vuelco el corazón.
Ante ella se alzaba un edificio de carbón con las contraventanas amarillas
abiertas de par en par; sobre una puerta colgaba un letrero de madera
blanca, meciéndose suavemente en su varilla metálica. Las palabras
«Posada de la Cueva de la Lechuza» estaban pintadas con una caligrafía
curvilínea y, bajo esas palabras, una lechuza pintada a mano con unos ojos
inquietantemente familiares parecía hacerle señas para que se acercara.
—Buenas noches, Plumas.
Silla sonrió y cruzó la calle.
OCHO

Reykfjord

Entre una nube de humo de pipa, Jonas Svik se inclinó y agarró el


antebrazo del otro hombre justo por debajo del codo. Como segundo al
mando de los Hachas Sanguinarias, enseguida había aprendido la
importancia de un apretón de manos firme y seguro en esa profesión.
Cualquier señal de debilidad, un paso atrás, un escalofrío…, y ese contrato
se esfumaría en la noche como una hóra con la mano llena de monedas.
Los ojos marrones del hombre estaban rodeados de finas arrugas, pero no
habían perdido la perspicacia. El contacto visual era tan esencial como la
firmeza del apretón de manos, sobre todo, con un hombre como Magnus
Hansson, que se tomaba las tradiciones urkanas tan a pecho. Como líder de
los huscarles del rey Ivar, la gloria y la reputación de Magnus en la batalla
le precedían allá donde fuese. No solo se debía a su mente ingeniosa y
estratégica, sino a su otra faceta, la faceta que le había otorgado el apodo de
«Devoracorazones». Se decía que era tan hábil con el cuchillo que podía
abrirle el pecho a un hombre mientras su corazón aún seguía latiendo.
Algunas personas creían que Magnus obtenía su fuerza y su poder al ingerir
el corazón de su enemigo cuando todavía estaba caliente y tembloroso.
A Jonas no le convencían del todo los rituales urkanos, como la creencia
de que se podía comprar la bendición de Ursir con sangre, pero sabía con
certeza que Magnus era un hombre al que mejor no enfrentarse.
Magnus le soltó el brazo a Jonas y los dos hombres tomaron asiento en la
mesa uno frente al otro. Jonas se sentó al lado del líder de los Hachas
Sanguinarias, Reynir Bjarg, cuya imponente figura estaba arrellanada en la
silla, con un tobillo apoyado sobre la otra rodilla. La luz parpadeante de las
antorchas se reflejaba en los pómulos morenos de Rey y este observaba a
Magnus con la característica mirada imperturbable de sus ojos oscuros.
A algunas personas les podía parecer inesperado que Rey fuese el
cabecilla de la infame Hermandad del Hacha Sanguinaria; con la barba
negra recortada de forma inmaculada y la armadura lébrynja siempre
perfectamente engrasada, tenía con diferencia un aspecto más cuidado que
la mayoría de los guerreros. Jonas era consciente de que no debía
subestimarlo, era letal en el campo de batalla y aterrador cuando se
enfadaba, Rey era capaz de lanzar una mirada tan cortante que se había
ganado el apodo «Ojos de Hacha».
—Bjarg, Svik. Os doy las gracias por acceder a una reunión en unas
circunstancias tan inusuales —dijo Magnus mientras se llevaba a los labios
una pipa tallada. Inspiró e hizo una pausa antes de expulsar el humo a través
de la robusta mesa llena de marcas.
El humo pareció brillar bajo la luz tenue de la estancia. Jonas percibió el
olor dulce y terroso y se le encogió el estómago. No era completamente
desagradable, pero la imagen no deseada de su padre fumando pipa le vino
a la memoria.
—La distancia entre Sunnavík y Reykfjord no es precisamente corta,
Magnus —dijo Rey. La silla crujió bajo su peso cuando se inclinó hacia
delante y juntó los dedos—. Lo admito, ha suscitado intriga en la
Hermandad.
Cuando habían recibido la noticia de que Magnus Hansson se dirigía
hacia Reykfjord y que había solicitado una reunión con ellos, a los Hachas
Sanguinarias les entró la curiosidad y apostaron a qué se debería esta vez.
¿Qué llevaría al Devoracorazones a dejar las comodidades de la capital de
Íseldur? Mientras no fuese como el último trabajo que habían hecho para el
rey, a Jonas le parecía bien.
Habían pasado tres meses desde ese trabajo en el que habían tenido que
buscar a la hija fugitiva del jarl Hati. La Hermandad había tardado varias
semanas en encontrarla, ya que estaba escondida con un campesino en una
posada cerca de Svaldrin. Se habían ocupado rápidamente del chico y
habían arrastrado a la condenada mujer de vuelta a Sunnavík. El viaje había
sido una pesadilla; la mujer no dejaba de lloriquear por lo mucho que
amaba al campesino y decía que no quería volver con su padre. A Jonas le
habían palpitado las sienes durante toda la semana que había durado el
viaje. Todavía recordaba el alivio al entregársela a su padre. Bendito
silencio.
—Sí. Bueno, tengo muchos fuegos que apagar en este viaje —murmuró
Magnus, y sacó a Jonas de sus pensamientos—. Me imagino que os habréis
enterado del penoso suceso en las minas de berskio.
Rey juntó de nuevo los dedos.
—He oído rumores. ¿El asunto es serio?
—Dos capataces han muerto y el pozo principal está destruido. Las
provisiones de berskio del año se han ido al garete. Tendremos que
organizar la importación desde Norvaland o alguna otra colonia urkana. —
Magnus inspiró profundamente de su pipa y expulsó el humo despacio—.
Al rey no le van a gustar las noticias. Y no me hagas hablar de ese…
Slátrari.
—¿Slátrari? —preguntó Jonas—. ¿El carnicero?
Magnus echó la cabeza hacia atrás y fijó su mirada en el techo durante un
momento.
—Un asesino que deambula por esta región. —A Magnus le palpitó una
vena en la pálida sien—. Quema a sus víctimas desde dentro. Es algo contra
natura. Entre nosotros, creemos que tiene que ser un galdra.
»Pero volvamos a nuestros asuntos. Ivar Corazón de Hierro tiene un
trabajo que requiere de vuestras habilidades. —Magnus hizo una pausa y
miró el techo de nuevo—. Ha habido asuntos inquietantes en el norte. En
Istré, un montón de mierda cerca de la frontera de Vestur y las tierras de
Nordur. Se ve que empezó con la desaparición del ganado. Una oveja por
aquí, una vaca por allá. Nada preocupante, salvo por las manchas de sangre
que dejaban los animales. Por desgracia, los granjeros no tardaron mucho
en empezar a desaparecer también. Hay pruebas de violencia y forcejeos.
Salpicones de sangre en las paredes, habitaciones destrozadas. Marcas de
garras en el suelo, como si se los hubiesen llevado a rastras.
Rey y Jonas intercambiaron una mirada. Parecía que esto iba a ser mucho
más interesante que la hija casquivana del jarl.
—Nos han llegado mensajes por halcón desde Istré, pero seguimos sin
entender estos acontecimientos. Los lugareños afirman que se trata de una
neblina blanca y espesa. —Se pellizcó el puente de la nariz con los dedos.
—¿Neblina? —repitió Rey.
Magnus suspiró.
—Sí, pero hay más. Dicen que la neblina tiene el sonido de un corazón
latiendo.
Jonas frunció el ceño.
Magnus prosiguió:
—Los granjeros aseguran que esa neblina palpita a un ritmo extraño,
como el latido de un corazón. Dicen que al principio suena bajo y que cada
vez aumenta más de volumen. Y, después, se detiene sin más y deja sangre
y gente desaparecida a su paso.
—Seguramente se trate de una criatura —dijo Jonas.
—Ninguna persona viva ha visto a una criatura —dijo Magnus—. Pero
estoy de acuerdo, debe de ser eso. ¿Habíais oído hablar de algo parecido?
—No. —Rey frunció los labios y el silencio se extendió por la sala.
—¿Podrían ser lobos gigantes? —interrumpió Jonas—. Las marcas de las
garras…
—Los skógungar tienen unas garras impresionantes —reflexionó Rey—.
Los caminantes del bosque —añadió a modo de traducción para Magnus—.
Sin embargo, son tipos pacíficos a menos que se les provoque. ¿Crees que
los lugareños podrían haberlos hecho enfadar? ¿Quizá se aventuraron en sus
bosques o cortaron un árbol hjarta sagrado?
Magnus se encogió de hombros.
—No sabría decirte.
Rey se recolocó en la silla.
—Esa neblina es muy desconcertante, sí. El latido de un corazón… Se
me antoja algo antiguo.
Magnus dio otra calada a la pipa, expulsó el humo y continuó.
—Hace algunas semanas enviamos a un batallón de klaernar desde Kopa
para prestar ayuda. —Se le entrecortó la voz e hizo un ligero mohín—. Pero
hubo un incidente y encontraron los cadáveres de los klaernar en la plaza
mayor de Istré. Estaban… sujetos a las columnas de Ursir con unas
enredaderas extrañas. Los habían apuñalado en el corazón, pero con algo
más grande y más redondo que una espada o una daga. Y alrededor de los
cuerpos había un símbolo escrito en sangre una y otra vez. Una cruz solar.
—Magnus apretó la mandíbula—. El rey Ivar se ha puesto furioso y ha
declarado este trabajo como prioritario.
—¿No serán los rebeldes? —preguntó Rey mientras se rascaba la barba
negra—. Parece propio de ellos burlarse del rey Ivar con el sigilo Volsik.
Magnus negó con la cabeza.
—Es imposible saberlo con certeza, pero nuestros observadores dicen
que los rebeldes no estaban cerca en ese momento.
Rey permaneció en silencio un momento, con la mirada clavada en el
techo.
—Es como si hubiese dos partes involucradas —murmuró.
—Y las víctimas son completamente distintas —añadió Jonas—.
¿Estamos seguros de que son los mismos atacantes?
Magnus aspiró de la pipa y expulsó lentamente una bocanada de humo.
—No. No podemos saberlo a ciencia cierta. Es una posibilidad. La
información que tenemos es poco fiable. Ya conocéis a los norteños…,
borrachos de sol en verano y huraños en invierno. Sus supersticiones hacen
que sea difícil separar la realidad de la ficción.
Jonas entendía por qué Magnus había acudido a ellos. Rey y los Hachas
Sanguinarias se habían ganado una reputación por eliminar a criaturas
particularmente difíciles.
Hacía medio año, Magnus les había enviado a ocuparse de una manada
de ilmarrs sedientos de sangre, los vampiros escamosos del mar que habían
estado aterrorizando a los pescadores del sur de la capital. A los Hachas
Sanguinarias les había llevado semanas de búsqueda y planificación hasta
que descubrieron que las flechas hechas con madera de serbal eran efectivas
para atravesarles las escamas y que podían atraer a esos seres de las aguas
con cubos de sangre de anguila. Después de eso, solo habían tenido que
cargárselos de uno en uno.
Pero una misteriosa neblina palpitante, el ganado y los granjeros
desaparecidos, los klaernar asesinados…, eso sí que parecía un reto. Algo
diferente.
—Quieres que descubramos qué se ha llevado a los granjeros y matado a
los klaernar —meditó Rey mientras tamborileaba con los dedos sobre los
brazos curvos de la silla— y lo eliminemos.
—Sí. Y queremos que este problema se resuelva rápido para que no se
extienda la semilla de la discordia. No le contéis la naturaleza de este
trabajo a nadie, sean lugareños o no, sobre todo, lo de los klaernar y la cruz
solar. El gothi de Istré ha limpiado el desastre y ha ordenado un sacrificio
para recuperar el favor de Ursir. Y debéis mantener los detalles de esta
misión en secreto, a golpe de espada si es menester.
Rey juntó los dedos. Si Jonas sabía algo sobre el jefe de los Hachas
Sanguinarias era que estaba dando vueltas a las cifras que iba a pedirle. Que
Magnus hubiese viajado hasta tan lejos para reunirse con ellos significaba
que los había buscado expresamente para ese trabajo. Que hubiese tantas
incógnitas sobre su objetivo, la discreción, los riesgos y el largo viaje…, la
recompensa sería grande.
—Podemos hacerlo —dijo Rey con la mirada inquebrantable—, pero es
un viaje largo y el trabajo implica un gran riesgo. Istré está a un mes de
viaje de aquí; nos harán falta provisiones…
—Si aceptas este trabajo, Bjarg, debéis partir mañana —dijo Magnus
mientras se inclinaba sobre la mesa. El aire de la estancia pareció crujir con
la intensidad del momento, pero ni Rey ni Jonas apartaron la mirada—.
Hemos traído con nosotros espadas de rodio del erario de Sunnavík. Dime
dónde se encuentra vuestra carreta de suministros y pediré que las
descarguen.
—Las espadas de rodio podrían irnos bien —murmuró Rey.
El rodio, ese escaso metal que era casi irrompible y particularmente letal
para la clase de criaturas que se ocultaban en el Bosque Occidental. Magnus
no dejaba nada al azar.
—Si necesitas más guerreros, Bjarg, puedes contactar con la guarnición
de klaernar de Kopa. El comandante Valf tiene orden de proporcionarte
hombres y cualquier ayuda que puedas necesitar.
Jonas enarcó las cejas y su entusiasmo no hizo más que aumentar. Sabía
que Rey ya estaba deseando darles órdenes a esos kuntas. Dio gracias a los
dioses porque Rey hubiese obtenido un permiso especial de Magnus para
excluir a su hermano pequeño Ilías del reclutamiento a sus tropas. Como
segundo hijo, por ley, deberían haberlo llamado a filas a los dieciocho años.
Rey hizo una pausa.
—Mañana al amanecer. Tenemos una ardua misión por delante.
Podríamos hacerlo por…
—El pago son diez mil sólas, dos mil al aceptar el trabajo. —Magnus
levantó la bolsa que tenía debajo de la silla; cogió un saquito de lino y lo
dejó caer sobre la superficie de la mesa con un golpe seco. Las monedas
chocaron entre sí y el ruido resonó con fuerza en la habitación.
A Jonas se le paró el corazón y se agarró a los brazos de la silla. Eran
más monedas de las que les habían pagado jamás a los Hachas
Sanguinarias. Semejante cantidad de dinero… te podía cambiar la vida. La
cabeza le dio vueltas, pero la voz grave de Rey le devolvió a la tierra.
—¿Jonas? ¿Hay algo que te preocupe?
Jonas negó con la cabeza. Lo único en lo que podía pensar era en los
sólas de esa bolsa. Cualquier otra preocupación había desaparecido en el
momento en que las monedas aterrizaron en la mesa.
—En ese caso, Magnus —dijo Rey mientras le tendía la mano—, trato
hecho.
Magnus le agarró el brazo por debajo de codo y asintió con la cabeza.
—Trato hecho.

—¿Y BIEN, OJOS DE HACHA? —preguntó Ilías cuando Rey y Jonas se


acercaron al final de la larga mesa que ocupaba la Hermandad del Hacha
Sanguinaria. Ilías hizo hueco en el banco a su lado y Jonas asintió con la
cabeza a su hermano mientras se sentaba. El salón comunal era como una
bestia, viva y bulliciosa.
Los últimos rayos de sol se colaban por las ventanas abiertas e
iluminaban las hileras de mesas de caballete desgastadas con sus bancos de
madera; el humo de las chimeneas y el olor a carne chamuscada llenaba el
aire. Jonas supuso que pronto sonarían las ocho campanadas, ya que parecía
que los residentes de Reykfjord habían acudido en masa a beber hasta la
extenuación como cada noche; se repartían cuernos de cerveza y copas de
hidromiel y brennsa; guerreros, comerciantes y artesanos se sentaban
hombro con hombro, compartían historias y jugaban a los dados.
Jonas apoyó las manos en la mesa y miró a Ilías, Sigrún, Hekla y Gunnar.
—Será un trabajo repugnante. Lo vais a detestar.
—¿De verdad? —preguntó Gunnar, con los ojos oscuros entrecerrados y
la boca ancha formando una mueca. La luz dorada lo bañaba y se reflejaba
en el puente marrón oscuro de su nariz y en los gruesos mechones negros
del pelo.
Jonas empezó a contar con los dedos.
—Desapariciones misteriosas, permiso para dar órdenes a los klaernar,
pago de diez mil sólas… Horrible, ya os lo digo…
Sigrún inhaló bruscamente desde el otro lado de la mesa, con sus
penetrantes ojos marrones rebosantes de pura sorpresa. Llevaba el pelo
recogido en unas largas trenzas rubias hacia el lado izquierdo de la cabeza,
lo que dejaba al descubierto las brillantes cicatrices de quemaduras que le
trepaban por el cuello y a lo largo del lado derecho del cráneo. Cuando la
sorpresa se convirtió en entusiasmo, curvó los labios en una sonrisa y Jonas
se la devolvió con la suya propia.
—No —dijo Ilías, y le dio unos golpes a Jonas en el hombro—. Como
estés mintiendo…
Rey le hizo una señal con dos dedos al camarero.
—Brindemos por ello.
«¿Cuál es el trabajo?», signó Sigrún en una rápida secuencia de gestos
con las manos. Tras cinco años viajando con ella, interpretarla se había
convertido en algo automático para Jonas y el resto de los Hachas
Sanguinarias.
Rey apoyó un codo en la mesa.
—Hay un problema en Istré. Vamos a solucionarlo.
—¿En qué zona de Íseldur está Istré, además de en el culo del mundo? —
preguntó Ilías, un poco demasiado alto. Jonas se dio cuenta de que su
hermano pequeño se había tomado varios cuernos de cerveza mientras
esperaba su regreso.
Rey le lanzó una mirada a Ilías que hizo que cualquier otra cosa que
hubiese estado a punto de decir se le secase en la boca.
—Controla esa lengua, Ilías, o te ataré con una cuerda a tu caballo y te
llevaré a rastras hasta Istré.
Ilías hizo una mueca.
—¡Por favor! Si soy impenetrable como una barrera de escudos.
Rey frunció el ceño.
—Ya. Por eso le contaste a todo el salón comunal de Svaldrin que a
Gunnar le dan miedo las arañas.
—Se creen con todo el derecho a meterse entre tus pieles y hacerse un
nido —murmuró Gunnar.
—O cuando pusiste arenques en las sábanas de Hekla, pero no fuiste
capaz de permanecer en silencio el tiempo suficiente para que ella los
encontrase.
—Aún me las tienes que pagar… —refunfuñó Hekla mientras daba
golpecitos con los dedos de metal en la mesa.
—O cuando le contaste a Kraki todos los comentarios difamatorios que
habíamos hecho en confianza…
—De acuerdo, Ojos de Hacha, eres tan sutil como un martillo de guerra.
Ya has demostrado que tienes razón. —Ilías le echó un vistazo al techo y se
puso una mano sobre el corazón—. Juro por el todopoderoso Dios de los
Osos, por las tetas de Malla y por los peludos dedos de los pies de Hábrók
que no diré ni una palabra de esto.
Rey puso los ojos en blanco, después se inclinó hacia delante y le hizo
señas a la banda para que se acercasen.
—Magnus nos lo ha advertido: debemos mantener este trabajo en secreto,
cueste lo que cueste.
Los informó de los detalles del trabajo en voz baja.
—Nos cargarán las espadas de rodio en la carreta de suministros esta
noche y partiremos mañana al amanecer. Nuestras provisiones de alimentos
deberían bastar, pero las repondremos en Svarti.
—¿Puedo ofrecer mi ayuda para organizar la carreta, Ojos de Hacha? —
preguntó Ilías. Jonas reprimió una sonrisa. A su hermano le encantaba
provocar.
—Nadie tocará esa carreta excepto yo —espetó Rey, como era de esperar.
—Al amanecer —sopesó Hekla, y dirigió sus ojos ambarinos hacia Jonas
—. ¿Estás seguro de que podrás conseguirlo, Lobo?
Jonas se puso recto y se alisó con la palma de la mano la parte delantera
de su túnica favorita, una prenda fina de color azul que le resaltaba los ojos.
—¿Qué quieres decir, Hekla?
Hekla sonrió con suficiencia.
—Ya sabes. Rósanna. Rósalind. Ya ni me molesto en aprenderme los
nombres de tus devaneos.
—Yo tampoco. —La sonrisa de Jonas se hizo más grande—.
Simplemente la llamo Roja. He aprendido que elegir un rasgo distintivo es
mucho más fácil que intentar recordar un nombre.
Hekla negó con la cabeza y sonrió.
—Cómo no, Lobo. No te quedes levantado hasta tarde. —Le brillaron los
ojos con picardía—. O sí. Voy a apostar a qué hora llegarás mañana. Mis
sólas a que llegas tarde.
—Me aseguraré de retirarme temprano —dijo Jonas con indiferencia—.
Gracias, madre.
El equivalente verbal de un codazo en las costillas tuvo el efecto deseado.
Hekla torció la boca en un gruñido.
—No me llames así. —En dos segundos, le hizo una llave de cabeza y lo
apartó del banco entre las filas de mesas. Al apretar un botón, unas garras
plateadas salieron de la prótesis de brazo que llevaba y le arañó
peligrosamente la garganta con ellas—. ¿Tengo que darte otra lección,
Jonas?
—¿Te has dado un golpe en la cabeza, Hekla? Te recuerdo que fui yo
quien te dio una lección la última vez —dijo este con los dientes apretados.
Después le dio una patada y le hizo perder el equilibrio. Al caer hacia atrás,
Hekla se agarró a la túnica de Jonas con el puño y lo hizo caer con ella.
Juntos chocaron con la mesa que tenían detrás.
El ruido de un vaso de arcilla haciéndose añicos y el olor suave del
hidromiel les dijo que una bebida había sido víctima de sus juegos. Jonas se
retorció hasta liberarse del agarre de Hekla y justo entonces vio una figura
pequeña envuelta en una capa roja pasar entre las mesas y dirigirse hacia la
puerta del salón comunal.
—¡Eh! —gritó el camarero mientras dejaba varios vasos de arcilla llenos
de brennsa sobre su mesa—. ¡Me asustaréis a los clientes con vuestras
payasadas! Dejadlo ya o salid de aquí. —Señaló con el pulgar hacia la
puerta.
Hekla se atusó el pelo negro y volvió a sentarse en el banco.
—Nuestras más sinceras disculpas, Leif. Pronto te librarás de nosotros.
—Se giró hacia la banda y levantó el vaso—. Por la gloria en la batalla y la
fortuna.
Los demás bebieron y dejaron los vasos sobre la mesa con un golpe.
—¿Te marchas? —dijo una voz suave detrás de Jonas. Una mano fina y
familiar le acarició el hombro. Jonas se giró y vio los ojos azules de densas
pestañas y la brillante melena pelirroja de Roja, que estaba haciendo un
puchero con el labio inferior.
La sangre se le calentó al verla y Jonas le cubrió la mano con la suya.
—Eso me temo, Roja.
No hizo caso a la expresión burlona de Hekla.
—Todavía nos queda esta noche. —Jonas vio cómo se le oscurecían los
ojos a Roja y esta le puso la otra mano en la nuca y le arañó el cuello con
las uñas. De inmediato, él empezó a hacer planes para esas uñas y esos
labios. Le enredó los dedos en el pelo y la acercó hasta que su oreja quedó a
la altura de sus labios.
—Espérame en la habitación —susurró—. Ponte la combinación roja. —
La soltó y sonrió para sí mismo.
Mientras Roja se escabullía hacia los alojamientos de la parte posterior
del salón comunal, Jonas apuró un vaso de whisky.
«Acepto la apuesta», signó Sigrún, y le arrancó una carcajada ronca a
Hekla.
NUEVE

Camino de Huesos

«Diez mil sólas».


Mientras recorría a caballo el Camino de Huesos, Jonas no podía dejar de
pensar en ello. Era mucho más de lo que les habían pagado jamás por un
trabajo. Casi dos mil sólas para cada miembro de la Hermandad del Hacha
Sanguinaria. ¿Qué significaba eso para él, para Ilías? Significaba que
pronto podrían recuperar lo que era suyo por derecho. Durante cinco años
había sido lo único en lo que se había centrado Jonas, lo que le hacía seguir
adelante cuando se despertaba con la barba congelada o cuando un illmarr
conseguía destrozarle la armadura. Después de este trabajo, su hermano y él
estarían muy cerca de conseguirlo; un año más, quizá dos, y tendrían los
fondos suficientes.
Jonas se sacó el amuleto de plata martillada del bolsillo. Acarició con el
dedo pulgar la superficie rugosa y se permitió imaginarlo: Ilías y él en el
caserón que compartían, pero restaurado hasta alcanzar su antiguo
esplendor. Empezarían por cambiar las vigas. Iban a tener que cambiar la
paja que cubría el tejado por una más nueva y también las piedras que
formaban la chimenea, además de demoler el cobertizo y construir uno
desde cero.
Al intentar recordar qué aspecto tenía el caserón cuando él era niño,
Jonas no pudo evitar que su mente rememorase tiempos lejanos, y no tuvo
escapatoria cuando los recuerdos ocuparon el centro de sus pensamientos.
Sentado en el banco de una gran mesa, Jonas arañaba el borde de la
madera con el cuchillo, fascinado por las virutas rizadas que iban saliendo
al darle forma a la punta de la espada. No tardaría mucho en terminar ese
proyecto y podría enseñarle a Ilías los movimientos que había estudiado de
los guerreros que luchaban en la asamblea de primavera.
Cerca de él, una cacerola colgaba sobre el crepitante fuego de la
chimenea y llenaba todo el caserón del olor del estofado de carne. Sentada
frente a él, su madre estaba hilando lana en la rueca. Tarareaba mientras
trabajaba, y el sonido envolvía a Jonas como un cálido abrazo.
—Es preciosa, cachorrito mío —dijo su madre mientras señalaba la
espada con la cabeza. A Jonas se le hinchó el pecho de orgullo mientras le
devolvía la sonrisa—. Algún día serás un gran espadachín.
—¿Lo crees de verdad? —preguntó Jonas mientras alisaba un borde
afilado del pomo.
—Pues claro —murmuró ella—. Igual que tu abuelo.
Jonas se llevó la mano al amuleto que llevaba colgado del cuello.
«Familia, respeto, deber», le había dicho a Jonas su abuelo cuando le había
entregado el disco de plata martillada. «Tu padre es un caso perdido y ese
será el camino que deberás recorrer, Jonas. Júramelo, cachorro. Jura por el
amuleto que representarás estos valores en todo lo que hagas».
«Lo juro por el amuleto, abuelo», había dicho Jonas con solemnidad.
Apenas unas horas después, el cadáver de su abuelo yacía frío sobre la
cama, víctima de la enfermedad con la que llevaba tanto tiempo luchando.
—Cuéntame historias de su gloria en la batalla, mamá —le rogó Jonas,
aunque se las sabía de memoria.
—Muy bien —dijo ella con una sonrisa en los labios—. Se marchó para
hacerse un nombre, mucho antes de que yo naciese. Sin embargo, es
importante recordar…
—Sí, sí —dijo Jonas, impaciente por llegar a las partes violentas—. Su
corazón se quedó aquí, en estas tierras. Nuestros ancestros y su deber con
la familia siempre lo llamaron.
—Muy listo eres tú —se burló su madre.
Un estruendo procedente del exterior le puso a Jonas los pelos de punta.
«No», pensó. Era demasiado pronto para que su padre hubiese vuelto a la
granja. Sin embargo, la desagradable maldición que se oyó desde el otro
lado de las puertas de la casa le dijo lo contrario.
—Vete —susurró su madre—. Busca a tu hermano y marchaos al olmo.
No volváis hasta que el sol haya pasado el horizonte.
La ira estalló en el pecho de Jonas y blandió la espada de madera.
—Yo te protegeré.
Su madre se puso pálida y le empezaron a temblar las manos.
—No, cachorrito mío. No debes hacerlo. La última vez… No puedo
soportar que vuelva a ponerte las manos encima. Vete, te lo ruego. Tu
hermano te necesita.
La culpa ardió en su interior al recordar la vergüenza. La última vez que
Jonas había intentado intervenir, su padre le había golpeado hasta dejarlo
inconsciente. Cuando despertó, su madre llevaba dos días postrada en la
cama. ¿Qué clase de hombre era, si no podía proteger a su propia madre?
Sin embargo, el miedo en sus ojos obligó a Jonas a dirigirse hacia la
puerta trasera. Se detuvo en el marco de la puerta y apretó la empuñadura
de su espada tallada. Cuando oyó a su padre irrumpir por la puerta
principal, echó a correr.
Con los dientes apretados, intentó despejarse la mente. Era difícil, como
siempre, pensar en el futuro sin que el pasado se colase en sus
pensamientos. «Familia, respeto, deber», pronunció Jonas sin emitir sonido
y obligó a sus pensamientos a centrarse en el futuro. Ilías se casaría y
conservaría el nombre Svik. Habría niños, risas y paz. Con la forja
restaurada, las tierras recuperarían la prosperidad. Y Jonas… Jonas sería
libre. ¿Cómo se sentiría? Eso era aún más difícil de imaginar.
Jonas permaneció en silencio mientras la banda dirigía a los caballos por
el Camino de Huesos, con la carreta chirriando detrás de la yegua blanca de
Rey.
La voz de Hekla le sacó de sus pensamientos.
—Me sorprende que hoy hayas llegado a la hora, Jonas. ¿Roja no te ha
tenido despierto toda la noche, al final?
—Un caballero no revela esas cosas —respondió Jonas. En realidad, le
había tenido despierto hasta tarde, aunque también había sido porque Jonas
había hecho una excursión a su escondrijo para enterrar la parte que les
correspondía a su hermano y a él del pago por adelantado. Los hermanos
tenían sólas guardados por todos los rincones de Íseldur y pronto… pronto
los desenterrarían y comprarían sus tierras. Por lo tanto, fue después de
volver a enterrar el cofre bajo el tocón de un árbol a las afueras de
Reykfjord cuando Jonas fue al alojamiento de Roja y la encontró
esperándole con la ropa que él le había pedido.
—¿Caballero? —bufó Hekla—. Entonces no podemos estar hablando de
ti, Lobo.
Jonas apretó la mandíbula.
—¿Y tú has dormido bien, Hekla? ¿Ningún guerrero joven y fornido te
ha cargado sobre su hombro? —«O tal vez al revés», decidió no añadir,
haciendo un alarde de sensatez.
Hekla echó los hombros hacia atrás.
—Por las tetas de Malla, sabes bien que no voy a volver a recorrer ese
camino… —Las líneas negras de su prótesis de brazo brillaron bajo la luz
del sol como si estuviesen de acuerdo.
Con el rabillo del ojo, vio que Gunnar se removía sobre el caballo y
sonrió. Esos dos se creían muy listos.
—Tuve una aventura con el suministro de brennsa de Leif —continuó
Hekla—. Aunque Rey me echó una mano.
Rey emitió un leve murmullo de confirmación, pero mantuvo la mirada
al frente. Jonas le miró con atención y observó que su jefe tenía la piel
cenicienta y manchas moradas debajo de los ojos. ¿De verdad se había
excedido Rey con la brennsa? Era muy impropio de él hacer cualquier cosa
que pudiese comprometer el perfecto control que ejercía sobre todo. Tal vez
le hubiesen entrado a él también ganas de celebración por los sólas.
—¿Rey? —se rio entre dientes Jonas—. Tienes buen aspecto.
Rey se limitó a gruñir.
—¿Entonces no te has pasado la noche organizando la carreta?
—Debería haberlo hecho —murmuró Rey—. ¿Por qué cantan los pájaros
tan alto hoy?
—Ojos de Hacha acaba de descubrir que ya no tiene dieciocho
primaveras —canturreó Ilías, demasiado animado para esas horas de la
mañana. En realidad, Rey solo había visto cinco inviernos más que los
veintiuno que había vivido Ilías. Sin embargo, en cuestión de madurez,
parecían décadas.
—¿Andas buscando otro recordatorio de que soy tu jefe, Ilías el
Imberbe? —gruñó Rey.
—Creo que lo habíamos dejado en «Ilías el Ingenioso» —respondió Ilías,
y se acarició la escasa barba rubia que le crecía en la mandíbula. Estaba
empezando a coger consistencia, pero era tan clarita que apenas se veía.
—¿No era «Ilías Aliento de caballo»? —preguntó Hekla con una
risotada.
«Ilías el que se cree invencible», signó Sigrún, y Gunnar la tradujo.
—«Ilías el que nunca vigila sus flancos» —añadió Jonas con una sonrisa
de superioridad.
Sabía que su hermano se haría el ofendido, pero en secreto estaría
encantado con la conversación. El carácter relajado de Ilías era algo que
Jonas admiraba profundamente y deseaba tener. Como hermano mayor, el
que había cargado con la responsabilidad desde que podía recordar, nunca
había tenido la oportunidad de desarrollar un carácter así.
—Muy bien —exclamó Ilías—. Ya basta. Tengamos otra reunión de la
banda y discutámoslo a la hora de la cena.
—Deduzco que no le has echado un vistazo al metal —le dijo Hekla a
Rey mientras señalaba la carreta con un gesto de cabeza.
—No. Estaba oscuro. Magnus habló de cuatro sables, ocho dagas y tres
espadas cortas. —Rey hizo una mueca—. El mozo de cuadras estaba
borracho. Más vale que esté todo.
—¿Cuál es el plan para este trabajo? —preguntó Gunnar, que avanzaba
entre las monturas de Hekla y Jonas.
Rey permaneció en silencio un momento.
—Este trabajo requiere una exploración adicional. Estudiaremos las
ubicaciones en las que se dieron los secuestros y hablaremos con los
lugareños. Tenemos que observar esa… neblina. Determinar si, en efecto,
está ocultando alguna criatura. Determinaremos números, fuerza,
formaciones y estrategia, y después trazaremos un plan de ataque.
«Una neblina que tiene pulso», signó Sigrún, e Ilías lo repitió en voz alta
para que todos los miembros de la banda lo escuchasen. «Marcas de garras.
Sangre. Son pocos detalles».
—Y la cruz solar —añadió Jonas—. Los cadáveres de los klaernar.
Cuanto más pensaba en ello, menos le encajaban la cruz solar y los
klaernar muertos con los otros asesinatos. La cruz solar era el sigilo de
Volsik y sugería el apoyo a su dinastía.
Los urkanos eran los reyes del mar para algunos y una plaga para otros.
Asaltaban, conquistaban y arrasaban sin piedad todo lo que se interponía en
su camino. Habían pasado diecisiete años desde que el rey Ivar se hizo con
el trono de Íseldur y la mayoría del reino había seguido adelante con su
vida. Sin embargo, Jonas sabía que algunas personas le guardaban cierto
resentimiento al rey Ivar.
Era imposible olvidar el brutal enfrentamiento que había tenido con la
familia Volsik diecisiete años atrás. Después de usurpar el trono, el rey Ivar
había ordenado la asistencia del público a los fosos del castillo de
Askaborg, donde habían atado a unas columnas al rey Kjartan, la reina
Svalla y su joven hija, la princesa Eisa. Svalla y Eisa habían recibido una
muerte rápida a manos de la espada de Ivar, pero Kjartan… había sufrido
una muerte lenta y dolorosa. Por los salones comunales se murmuraba que
le había abierto la espalda, le había separado las costillas y, con una
floritura repugnante, le había dejado los pulmones colgando del cuerpo,
como las alas ensangrentadas de un pájaro. Un águila de sangre, lo habían
llamado los urkanos. Sin embargo, también se murmuraba que, para
disgusto del rey Ivar, el rey Kjartan se había enfrentado a la muerte con
dignidad y ni un solo grito había salido de sus labios.
Solo un miembro de la gran dinastía de los Volsik había sobrevivido al
saqueo de Sunnavík: la princesa Saga, que en ese momento tenía cinco años
y que luego fue criada bajo la tutela de Ivar como futura esposa de su hijo
Bjorn.
Sin duda, había seguidores de la familia Volsik dispersos por todo el
reino y, con la cruz solar dibujada con sangre, no era de extrañar que el rey
Ivar quisiera despachar el asunto con la mayor rapidez posible.
La voz de Rey sacó a Jonas de sus pensamientos.
—Kraki tiene el manual de las criaturas de Íseldur. Por mucho que odie
sugerirlo, ese libro podría ser la clave para entender la niebla.
Un coro de quejidos llenó el aire.
—¿Cómo propones exactamente que le convenzamos para que nos lo
entregue, Ojos de Hacha? —preguntó Hekla.
Rey soltó un largo suspiro.
—Esperaba que bastara con un «por favor».
—Imposible —dijo Gunnar—. No después de haberle expulsado de la
banda. Kraki guarda sus rencores con más empeño que sus provisiones de
brennsa. Vamos a tener que ser más ingeniosos para conseguir la
información.
—¿Tus contactos de Svarti tienen una copia del libro, Rey? —preguntó
Jonas. Cualquier cosa para evitar una excursión de varios días por el
Camino de Huesos para ver al cascarrabias del antiguo cabecilla de los
Hachas Sanguinarias.
Rey permaneció en silencio durante un momento.
—No lo creo. Para empezar, el libro ya era raro y, por si fuera poco, los
klaernar han destruido la mayoría de los ejemplares a lo largo de los años.
Les preguntaré, pero, que yo sepa, Kraki tiene la única copia que se
conserva.
—Quizá si lo distraemos… —reflexionó Hekla—. Uno capta su atención
mientras otro se lleva el libro.
—Kraki es demasiado listo para eso —dijo Jonas—. En cuanto nos vea,
nos cerrará la puerta en las narices. Tiene que haber otra manera. Una forma
de conseguir que baje la guardia.
—Bueno —refunfuñó Rey—, tenemos un largo camino hasta la Cresta de
Skalla para encontrar esa manera.

LOS HACHAS SANGUINARIAS continuaron por el camino durante


varias horas más. Cuando el sol comenzó a ocultarse y las sombras
empezaron a extenderse por el Camino de Huesos, Sigrún silbó dos veces
desde la parte delantera del grupo. La Hermandad se apartó del camino y
siguió un sendero de cabras a través de los árboles, colina abajo, hasta
llegar a un claro cubierto de hierba y salpicado de pequeñas flores blancas.
Después de desmontar, Sigrún deshizo el camino para ocultar los rastros de
la carreta y los caballos con una rama.
El resto de la banda se instaló en la comodidad de su rutina nocturna.
Jonas rastreó el bosque en busca de palos y ramas. El verano significaba
que el sol no desaparecería hasta bien entrada la tarde, de modo que
distinguía fácilmente a Ilías quitándoles las sillas a los caballos, a Hekla y
Gunnar cepillándolos y a Sigrún ya de vuelta y sacando provisiones de las
alforjas. Jonas trajo un montón de leña del bosque, la cortó con unos
rápidos golpes de hacha y después se puso a cavar un agujero para la
hoguera.
—Rey, ¿dónde está el yesquero? —preguntó Jonas mientras rebuscaba en
la bolsa de los suministros.
—Cogí un pedernal nuevo en Reykfjord. Está en la carreta, donde las
provisiones.
Jonas se puso de pie y rodeó la carreta. Desató las correas de cuero que
sujetaban la manta que la cubría y, en un rápido movimiento, la apartó de
un tirón.
Y se quedó mirando dos ojos marrones abiertos de par en par.
DIEZ

Después de una noche y todo un día en total oscuridad, la luz era


cegadora. Silla se quedó petrificada, con el martillo aferrado al pecho. No
veía nada, pero sí podía oírlo. Era un hombre.
El hombre soltó una maldición, después la agarró del cuello del vestido,
la sacó de la carreta y la dejó en el suelo sin contemplaciones. Notó la
inconfundible presión del frío acero clavado justo debajo de la mandíbula y
una mano que la agarraba por el cuello y la acorralaba contra la carreta.
Soltó un grito cuando sintió una punzada de dolor en la garganta llena de
moratones y, por suerte, el hombre aflojó la mano.
Silla pestañeó varias veces y, cuando se le adaptó la vista, logró enfocar
el rostro del hombre, que le resultó familiar. Parecía el príncipe de un
cuento escáldico, de aspecto atractivo y casi aniñado, con el pelo dorado y
unos ojos tan azules que no parecían reales. Sin embargo, la cicatriz en la
mejilla y la barba le daban un toque masculino y contaban historias de una
vida difícil, siempre con una espada en la mano. Mientras observaba a ese
hombre, alto, fuerte y con el cuerpo de un guerrero, el calor le subió por el
cuello. Silla abrió la boca para decir algo, pero no encontró las palabras.
El hombre fijó los ojos en su mejilla magullada y después bajó la mirada
por su cuello. Apartó la mano de los moratones y deslizó los dedos callosos
por su garganta hasta llegar a la base. Cuando presionó con el pulgar el
punto donde el pulso le latía con fuerza, Silla se estremeció.
—Haces bien en estar asustada. —El hombre siguió bajando la mirada—.
Suelta el… ¿martillo? —Se le dibujó una sonrisa en los labios, pero le
sujetó el cuello con más fuerza—. Suéltalo.
Temblando de los nervios, Silla soltó el martillo, que cayó al suelo con
un golpe seco. Al mirar al hombre de piel y melena doradas, se le cortó la
respiración. Llevaba todo el día practicando lo que iba a decir cuando la
descubriesen, pero ahora que había llegado el momento, se había quedado
completamente en blanco.
«¡Idiota!», pensó. «Di algo».
El hombre emitió un sonido de desagrado.
—¡Rey! —gritó—. Tenemos un problema.
Hubo movimiento detrás del hombre rubio; pasos ligeros, el crujido de la
ropa y el tan conocido ruido del metal de las espadas al ser desenvainadas.
En cuestión de segundos, el grupo la rodeó y Silla se retorció bajo su
escrutinio, como una mariposa a la que le han inmovilizado las alas.
—Esa capa roja…, estabas en el salón comunal —dijo el hombre dorado.
Silla abrió y cerró la boca y después, por fin, encontró las palabras. Lo
malo fue que le salieron a borbotones.
—Os… os oí en el salón. Kopa… Tengo que llegar a Kopa y el mapa
dice que Istré está bastante cerca. Es perfecto… ¡Podéis dejarme de
camino! Puedo cocinar, lavaros las calcetas o dar de comer a los caballos.
No se me da bien encender fuegos, pero aprendo rápido. Soy…
Su mirada se encontró con la del hombre gigante al que había seguido a
los establos y las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Los
tatuajes le asomaban por debajo del cuello de la camisa, tan negros que
contrastaban con su piel morena cobriza. Tenía el pelo rapado a los lados y
más largo en la coronilla, con gruesos y apretados rizos que reflejaban la luz
del final del día, mientras que la barba la llevaba tan cuidada que parecía
que se la hubiera recortado aquella misma mañana. Sin embargo, lo más
llamativo eran sus ojos, de color caoba y con una mirada tan intensa por el
enfado que Silla podía sentir cómo le arañaba la piel.
«Cenizas», pensó. ¿Es que todos en esa banda eran apuestos? La belleza
de ese hombre, sin embargo, quedaba mancillada por la expresión de total
repugnancia que le retorcía las facciones.
Detrás de él, un hombre rubio y desgarbado con barba escasa se mordió
el puño y cerró los ojos en lo que parecía ser un ataque de risa silencioso. A
su lado había una mujer que llevaba el pelo rapado por los lados y la parte
de arriba recogida en una trenza. Su piel era de un color dorado cálido un
par de tonos más oscuro que la de Silla y tenía los gruesos labios apretados,
como si también estuviese intentando reprimir una sonrisa.
—Registradla —ordenó el hombre tatuado. Su voz era tan grave que se le
erizó el vello de los brazos.
El hombre rubio y desgarbado levantó una mano con entusiasmo.
—¡Me presento voluntario!
—Cierra la boca, Ilías, o te la cerraré yo mismo —gruñó el hombre.
Vaya, sí que era alto, media cabeza más alto que los demás, y Silla
supuso que era el cabecilla. El hombre se giró hacia una mujer bajita de
rasgos delicados y el pelo rubio rapado por un lado.
—Sigrún.
El hombre dorado la sujetó contra la carreta mientras Sigrún se
adelantaba. Cuando se acercó, Silla pudo verla mejor. Recorrió con la
mirada las marcas brillantes y estriadas que le cubrían el cuello y la base del
cráneo; parecían cicatrices de quemaduras. Llevaba el pelo rubio cenizo
recogido en una trenza perfecta alrededor de la zona rapada, con una
segunda trenza más grande en la zona de la coronilla. Cuando Sigrún alargó
la mano hacia Silla, vio que las cicatrices de quemaduras le llegaban a la
mano izquierda. Sigrún le levantó la manga del vestido y le revisó la parte
interior de la muñeca.
—Soy una mujer libre —murmuró Silla al darse cuenta de lo que
buscaba: la marca de esclavitud que todos los esclavos llevaban tatuada en
la muñeca. La mujer rubia le bajó la manga y empezó a cachearla—. Llevo
una daga en el tobillo.
Se instaló un silencio incómodo mientras Sigrún le recorría el torso a
Silla con las manos, por encima del pecho y del estómago. Se detuvo al
llegar a las caderas, cuando encontró el monedero que llevaba en el bolsillo
secreto. Bajó las manos hasta el tobillo de Silla, desenfundó la daga y se la
pasó al jefe. El hombre la giró entre sus manos y frunció el ceño. Sigrún
siguió subiendo y Silla se sonrojó cuando la mujer movió las manos bajo
sus faldas.
Finalmente, Sigrún dio un paso atrás y le dirigió al cabecilla una rápida
sucesión de curiosos movimientos con las manos.
—La bolsa —gruñó el enorme hombre tatuado.
El hombre dorado se inclinó sobre el hombro de Silla para echar un
vistazo a la carreta. Cuando captó su olor a hierro, cuero y… bueno, a
hombre, Silla sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. Él sacó su bolsa
y se la entregó al cabecilla.
Una protesta amenazó con escaparse de lo más profundo de su garganta,
pero Silla la reprimió y observó en silencio cómo el cabecilla sacaba su
ropa y la túnica de su padre. Se detuvo para mirar la piedra con forma de
corazón y le lanzó una mirada incrédula antes de tirarla al suelo con el resto
de sus cosas.
El hombre se giró hacia ella y sus ojos le abrasaron la piel.
—No llevas comida ni agua. Tampoco ropa para protegerte de los
elementos. ¿Sabes al menos en qué camino estás?
Silla respiró con dificultad.
—El Ca-camino de Huesos.
—¿Y sabes por qué lo llaman el Camino de Huesos?
Ella negó con la cabeza.
—Porque está pavimentado con los huesos de los viajeros que no
consiguieron llegar a su destino. Es peligroso. Inhóspito. Y no es para
débiles.
—No soy débil —consiguió decir ella, aunque le tembló la voz.
Permanecieron en silencio un momento, mirándose el uno al otro.
Después, con un movimiento tan repentino que no tuvo la oportunidad de
reaccionar a tiempo, el hombre de tamaño descomunal dio un paso adelante
y le agarró de la barbilla. Se inclinó hasta ponerse a su altura y la miró a los
ojos con tanta intensidad que deseó apartar la mirada. Pero no lo hizo. El
instinto le dijo que tenía que mantenerle la mirada, que necesitaba
demostrarle que no era débil.
—Dime por qué estás donde no deberías estar—gruñó.
Ella le sostuvo la mirada con determinación.
—Necesito ir a Kopa.
—Dime por qué no debería dejarte en la cuneta.
Silla tragó con fuerza.
—Porque es más que probable que muera si lo haces.
Él se rio, pero fue una risa vacía y sin humor.
—¿Crees que a los Hachas Sanguinarias nos importa la muerte? Estamos
de sangre hasta el cuello, chica.
«¿Los Hachas Sanguinarias?», pensó Silla con un escalofrío. El nombre
le trajo un vago recuerdo, algo que se decía en las cocinas. Una banda
pequeña pero violenta que podía enfrentarse a cualquier cosa, desde
forajidos a criaturas oscuras, y no dejar ningún superviviente. «Ay, porras»,
pensó. De todas las carretas en las que podía haberse escondido, tenía que
subirse a la suya… Y, en aquel momento, Silla lo supo: si quería sobrevivir,
tenía que ser astuta.
El cabecilla observó con atención la mejilla de Silla y luego bajó la
mirada hasta su garganta. Al ver los moratones que tenía en el cuello, la
expresión de su rostro se endureció.
—Puedo ayudaros —dijo ella cuando una idea desesperada le vino a la
mente—. Puedo ayudaros con ese hombre. Kraki.
El hombre le dirigió una mirada tan oscura que pareció cortarle la piel.
—¿Qué has dicho?
—Puedo ayudaros a conseguir el libro que necesitáis.
El corazón le latió más fuerte que un tambor de guerra cuando algo
cambió en la mirada del hombre.
—¿Nos has oído?
—S-sí —consiguió responder ella.
Él miró al cielo y después cogió la daga del hombre dorado y la presionó
con fuerza contra su garganta.
—Entonces no tengo otra opción que matarte.
—¡Espera! —suplicó Silla. Su oferta no había tenido la acogida que
esperaba y ahora estaba intentando pensar en algo… Lo que fuese—.
Espera. ¡Puedo ayudaros!
—Tenemos órdenes de mantener este trabajo en secreto, a golpe de
espada si es necesario, aunque tal vez no seas lo bastante lista para entender
qué significa eso.
Desesperada, le salieron las palabras a borbotones.
—Si hay algo en lo que tengo talento es la palabra. Mi padre siempre
decía que tengo más labia que un escaldo urkano. —Era mentira, por
supuesto. En todo caso, el talento de Silla consistía en hablar antes de
formar un pensamiento sólido, como claramente acababa de ocurrir. Pero ya
había empezado a hablar y no había forma de parar—. Si me matas, tendréis
que encontrar otra forma de convencer a Kraki. Puedo ayudaros. Déjame
distraerle o intentar sonsacarle la información. Un plan en caso de que no
tenga el libro que necesitáis.
El hombre gigantesco la miró fijamente mientras reflexionaba sobre lo
que había dicho. Silla procuró mantener los labios cerrados para que no se
le escapasen más palabras.
—No —dijo, y presionó la espada con más fuerza.
—¿Qué peligro hay? —preguntó Silla, con la voz más aguda—. ¿A quién
se lo voy a contar en este camino? Llévame con Kraki y te lo demostraré.
Te conseguiré ese libro.
El cabecilla le recorrió el rostro con los ojos y se fijó en la cicatriz que
tenía al lado del ojo izquierdo. La necesidad de empequeñecer bajo el peso
de su mirada era casi insoportable, pero Silla se obligó a permanecer quieta
mientras contaba sus respiraciones. Una respiración. Dos. Tres.
—Rey —dijo el hombre dorado—. ¿No te lo estarás pensando…?
El líder miró a su compañero.
—Parece el tipo de mujer que le llama la atención. —Desvió la mirada
hacia el pelo de Silla y después a su rostro una vez más. Le soltó la barbilla
y dio un paso atrás mientras se masajeaba la nuca—. Tendré en cuenta tu
oferta. Vivirás por esta noche. —Se dio media vuelta y se alejó dando
grandes zancadas—. ¡Atadla! —gritó por encima del hombro.
Silla soltó un suspiro y extendió las manos para que el hombre dorado se
las atara con un trozo de cuerda que había sacado de la carreta.
—No te pongas muy cómoda, Ricitos —dijo con el ceño fruncido. El
hombre le ató las manos, con mucha fuerza, y dejó un extremo largo
colgando al final.
—No creo que la cuerda me lo permita —refunfuñó como respuesta, y le
siguió tambaleándose mientras él tiraba del extremo.
—No me puedo creer que se lo esté planteando —murmuró el hombre.
Llegaron al borde del claro e hizo que se sentase con la espalda apoyada
contra el tronco retorcido de un árbol. Después de atar el extremo libre de la
cuerda al árbol, el hombre se puso en cuclillas hasta dejar su rostro a menos
de treinta centímetros del suyo. Se llevó la mano al bolsillo, sacó un disco
de plata y lo acarició con el pulgar mientras la observaba.
Silla no podía apartar la vista, ya que el guerrero tenía todo el peso de su
mirada clavado en su cara. Su respiración empañó el aire que los rodeaba.
—¿Crees que puedes subirte a nuestra carreta y que te daremos un
paseíto gratis?
—Puedo ayudar…
El hombre apretó el amuleto en el puño.
—Este mundo no funciona así. Debes ganarte tu lugar.
—Trabajo con ahínco…
Sus cejas formaron una línea y negó lentamente con la cabeza.
—Ojos de Hacha entrará en razón. No accederá a mantenerte con vida.
El guerrero se levantó del todo y después se alejó, dejando a Silla atada al
árbol.
Ella soltó un gran suspiro, con el corazón latiéndole con fuerza en el
pecho.
—Que no decaiga el ánimo, Silla —susurró para sí misma—. Sigues
respirando. —No podía pensar en nada más. Sin embargo, en ese momento,
era lo único que importaba.

CON LAS MANOS ATADAS al árbol, Silla se colocó en una posición en la


que podía ver con claridad a los Hachas Sanguinarias mientras preparaban
el campamento para la noche. El guerrero dorado había encendido el fuego,
las pieles de dormir estaban colocadas sobre la larga hierba del claro y
habían sacado las cajas de la carreta y las habían colocado cerca de las
llamas.
Había sido mucho más fácil de lo que se habría imaginado. Después de
pensarlo mucho, se había gastado dos de sus preciosos sólas en un mapa de
Íseldur y había pasado la tarde analizándolo. El Camino de Huesos discurría
hacia el norte desde Reykfjord prácticamente en línea recta, atravesaba los
espesos bosques de las tierras de Sudur, luego la árida zona de Hálendi de
Eystri y terminaba en una ciudad llamada Skutur. Después se desviaba
hacia el oeste por un camino corto llamado el Camino Negro antes de
cruzar el río Hvíta hasta Kopa. Para su sorpresa, había muchos volcanes
señalados a lo largo del Camino Negro. Silla había fruncido el ceño
mientras trazaba con el dedo el símbolo triangular de un volcán junto a
Kopa. Seguramente era un error de impresión.
Después de estudiar el mapa en la quietud de su alojamiento en la Cueva
de la Lechuza, Silla se había escabullido en el salón comunal que había
justo al lado. Se había zampado un cuenco de guiso de pescado apenas
comestible y se había bebido un vaso de hidromiel. Había dado golpecitos
con los dedos en el vaso de arcilla mientras meditaba sobre su próximo
paso. Y, entonces, la respuesta le había caído del cielo… o, mejor dicho, se
le había echado encima.
No cabía en sí de la alegría: una carreta que se dirigía directamente a
Kopa y los hombres la habían llevado directamente hasta ella en los
establos de detrás de la posada. Tendría que haberse olido que era
demasiado bueno para ser verdad.
No había previsto que se subiría a la carreta de las provisiones de los
infames Hachas Sanguinarias, ni que el rey Ivar les habría encargado un
trabajo. Al oírlos hablar sobre la misión que tenían que llevar a cabo en Istré
desde debajo de la manta que cubría la carreta, se le había hecho un nudo en
el estómago por la inquietud. Silla se mordió el labio inferior mientras
sopesaba esa complicación. Trabajaban para el rey…, nunca podría confiar
en ellos. Sin embargo, esa parecía la menor de sus preocupaciones en aquel
momento.
Confesar que había escuchado los detalles del trabajo había sido una
jugada inesperada, y ahora temía que eso hubiese sellado un destino funesto
para ella.
Por centésima vez en lo que iba de día, Silla se reprendió a sí misma por
haber seguido tan precipitadamente al cabecilla del grupo y a ese hombre
bajo y tan bien vestido hasta el establo. Tendría que haber investigado más
y haber esperado a una opción mejor. Debería haberse quedado hasta
averiguar qué clase de guerreros eran.
Ahora era demasiado tarde.
Se le estaban durmiendo las manos y se le estaba nublando la vista.
Llevaba todo un día sin comer ni beber nada. La mujer de la trenza negra se
acercó a ella, con una expresión seria pero amable. Se agachó y miró a
Silla.
—¿Cómo te llamas, dúlla? —«Dúlla». Era un apelativo cariñoso que la
madre de Silla solía usar y que la tranquilizó de inmediato.
—Katrin. —La mentira salió fácilmente de sus labios. Silla había tenido
tantos nombres diferentes hasta ese momento de su vida que se había vuelto
algo natural.
—Yo soy Hekla. Ya conoces a Ilías. —Señaló al hombre rubio, que
estaba hablando animadamente junto al fuego—. Y a Sigrún. Esos son
Gunnar, Rey y Jonas. —Silla asintió con la cabeza cuando Hekla mencionó
los nombres y señaló a cada uno de los individuos.
—¿De dónde sois?
—De Skarstad…
—Ya basta, Hekla —le ordenó el hombre gigante, Rey—. Ni una palabra
más hasta que haya decidido su destino.
—Solo le estaba dando agua, Ojos de Hacha —dijo la mujer por encima
de su hombro—. Si tienes pensado matarla, hazlo con honor. La muerte por
deshidratación es deshonrosa. —Hekla murmuró algo en voz baja mientras
le ponía un odre de agua en las manos a Silla. Como no podía agarrarlo, el
odre cayó al suelo—. Maldito Lobo y sus nudos —murmuró la mujer
mientras intentaba aflojar la cuerda.
—Ah —gimió cuando la sangre le llegó a los dedos. Hekla le volvió a
poner el odre entre las manos y Silla se lo llevó a los labios—. Gracias —
susurró, después de beberse casi todo su contenido. Con un asentimiento de
cabeza y sin decir una palabra, Hekla cogió el odre y volvió con el grupo.
Mientras volvía a apoyar la espalda contra el árbol, Silla vio que Sigrún
instalaba un trípode de hierro encima del fuego. Colocó un gancho y colgó
sobre las llamas una olla en la que metió varias salchichas… de ciervo, al
parecer. No tardó en captar el característico olor a quemado, aunque el
estómago le rugió de todos modos.
Jonas y Rey estaban enfrascados en una conversación intensa…, sobre la
oferta de Silla, supuso ella. Miró a Ilías y a Gunnar, que estaban jugando a
los dados. Estallaron en carcajadas y después se quedaron callados al mirar
en su dirección. Hekla estaba sentada sola, con la mirada clavada en el
fuego. Cuando Silla se fijó en la mano de la mujer, se dio cuenta de que era
de metal.
Observó a Sigrún mientras servía la cena en cuencos de madera:
salchichas quemadas y pan plano. Gunnar le dio un mordisco a la salchicha
y masticó. Y masticó. Y masticó. Tragó con tanta fuerza que Silla alcanzó a
oír el sonido húmedo de la comida bajando por su garganta. Cerca de él,
Rey puso una mueca de dolor mientras se le movía la garganta. Parecía que
se había cansado de masticar y había decido tragárselo entero. Silla sintió el
burbujeo de la esperanza. Si le daban una oportunidad, podrían comer como
reyes.
El sol del verano no había desaparecido, pero estaba bajo en el cielo y
había empezado a hacer frío. Su capa seguía en el suelo, donde Rey la había
tirado al registrarle el zurrón. Necesitaba algo con lo que cubrirse durante la
noche o se congelaría.
Sintió un dolor sordo palpitándole en las sienes. La respuesta de su
cuerpo fue instintiva: su interior se preparó para el dolor inminente y su
mente se centró en el vial que llevaba al cuello.
«Las hojitas».
Aunque había pensado en ellas a lo largo del día, ahora que la noche
había caído, ahora que la habían descubierto, podía dejarse llevar por la
tranquilidad que le infundían. No sin dificultad, consiguió rodear con las
manos atadas el frasquito que le colgaba del cuello. El metal suave le
proporcionó un vínculo reconfortante con lo viejo y lo familiar en medio de
todo lo nuevo y aterrador que la rodeaba. Levantó el tapón, agarró con los
dientes una de las hojitas y la sacó antes de volver a colocar la tapa.
Y masticó la amarga hoja.
«Una más».
Cerró los ojos y reprimió el impulso de coger otra hoja. No era el
momento de nublarse completamente el juicio. Se recostó contra el tronco y
esperó a que la skjöld hiciese efecto.
Zas.
Zas.
Zas.
Abrió los ojos de golpe y su mirada se encontró con unos ojos oscuros al
otro lado del fuego: los ojos de Rey. La observaba fijamente mientras
afilaba la hoja de una hevrít con una piedra, lo que le produjo un escalofrío
que le recorrió la espalda.
Zas.
—Sería un regalo para los ojos si no fuese tan mezquino —dijo la niña
rubia vestida con el camisón blanco rasgado, diminuta al lado del cuerpo
gigante de Rey. La chiquilla acarició el hombro de Rey con el dedo—. Y es
enorme.
Silla intentó controlar la respiración.
Zas.
—Este es divertido —continuó la niña, mirando por encima del hombro
de Ilías—. Me cae bien. Aunque está haciendo trampas a los dados.
Zas.
La niña se dirigió hacia Jonas, que estaba deslizando la daga a lo largo de
un pequeño trozo de madera para darle la forma de algo que Silla no veía
bien.
—Este parece el héroe de las historias que cuentan los escaldos. —
Suspiró y le dio unos golpecitos en la cabeza al guerrero. Luego se inclinó
hacia delante e inspiró—. Tienes razón, Silla. Huele de maravilla.
Zas.
Silla se sonrojó y cerró los ojos. Cuando los abrió, la chiquilla se había
sentado en el suelo junto a ella y se rodeaba las escuálidas piernas con los
brazos.
—¿Qué pretendes? —le preguntó Silla una vez más. Habló en voz baja
para que no la oyesen—. ¿Empeorar mis problemas? ¿Volverme loca?
—¿Cómo los vas a convencer? —preguntó la chica, ignorando su
pregunta.
—He hecho todo lo que podía. Mi destino está en sus manos. En las de
él.
Zas.
Dirigió la mirada al hombre que estaba junto al fuego. Cada vez que
deslizaba la hoja por la piedra parecía una amenaza silenciosa hacia ella.
—¿Y si decide matarte? —preguntó la niña, y se apartó el pelo
apelmazado del rostro.
—Pues entonces he metido la pata hasta el fondo.
Una sombra le cubrió el cuerpo y Silla se encogió de miedo.
—¿Con quién hablas?
—Con nadie —susurró sonrojándose—. Solo… conmigo misma. —Se
obligó a sonreír—. Una costumbre tonta.
Hekla se puso de cuclillas, le devolvió el zurrón y le dio unas pieles que
olían a humedad.
—Para que no mueras congelada —dijo Hekla en voz baja y con una
sonrisa burlona en los labios.
—Gracias —consiguió responder. Cuando se tapó con la capa y se puso
las pieles por encima, dos trozos de ciervo chamuscado cayeron al suelo.
Silla abrió la boca y miró rápidamente a Hekla… que ya estaba a medio
camino del fuego.
Silla cogió la carne chamuscada y, por primera vez desde que la habían
descubierto en la carreta, sonrió.
ONCE

Reykfjord

Skraeda entró dando zancadas en la casa comunal y dos docenas de rostros


tatuados se giraron al mismo tiempo para mirarla. Como todas las casas
cuartel de los klaernar, la base de Reykfjord apenas estaba amueblada: una
gran mesa en la sala principal donde comían, una chimenea donde se
reunían a beber cerveza después de las patrullas y salas más pequeñas en la
parte delantera de la casa comunal que se usaban para sesiones formativas
o, en el caso de ese día, interrogatorios.
Con los labios apretados, Skraeda ignoró las miradas; durante los años
que llevaba trabajando para la reina, se había acostumbrado a ellas. A
excepción del comandante Thord, el resto de esos klaernar no la
identificaban como galdra, aunque era probable que se preguntasen por qué
era tan hábil a la hora de sonsacar confesiones. Skraeda tenía un acuerdo
con los klaernar de Reykfjord: ella les arrancaba una confesión a aquellos
que llevaban allí y, a cambio, ella reclamaba a los más interesantes para la
reina.
Por supuesto, una cantidad suficiente de sólas y la amenaza de una
garganta rajada habían garantizado que el interés de la reina Signe en los
galdra nunca llegase a oídos de su marido. Lo que el rey Ivar haría si se
enterase de que su propia esposa había quebrantado sus leyes y se había
hecho con cientos de galdra para sus propios intereses era algo que Skraeda
no podía si quiera imaginar.
Uno de los klaernar, que llevaba los hombros cubiertos con la piel de un
oso, se levantó: el comandante Thord. Se acercó a ella con pasos largos y
los labios apretados en una fina línea.
—Skraeda Lengua Astuta —la saludó, y le hizo un gesto con la mano
para que se dirigiese hacia una de las habitaciones de la parte delantera de
la casa.
Pequeña y con pocos muebles, era una estancia que Skraeda había usado
a menudo. Las antorchas colgadas de las paredes iluminaban a la mujer que
estaba sentada en una silla en medio de la sala. Tenía los brazos atados a la
espalda y suplicaba a través de la mordaza de hierro que tanto les gustaba
usar a los klaernar.
—Sí —dijo Skraeda, con los ojos puestos en el pequeño lunar que la
mujer tenía en la frente—. Es ella. Ahora la recuerdo.
—Me alegra oír eso —dijo el comandante, por fin con el tono de respeto
que Skraeda sabía que merecía—. Gracias a tu información, no ha sido
difícil encontrarla.
Tras días sin ninguna señal de la chica del pelo rizado, Skraeda había
empezado a enfurecer. ¿Cómo podía habérsele escapado de entre los dedos?
El problema había sido el miedo; los klaernar infundían tanto miedo en la
población que le había costado dar con alguien que destacara.
Cuando se lo comentó al comandante Thord, este se limitó a decir:
—Es nuestro trabajo. La dosis justa de miedo contiene las rebeliones.
En el pasado, Skraeda también había formado parte de aquellos que
temían a los klaernar. Ahora, los veía como lo que eran: unas bestias
estúpidas bajo el control del rey y de Magnus Hansson.
Después de tres días en el puente, cancelaron la búsqueda. Sin embargo,
eso carcomía a Skraeda. No podía desprenderse de la sensación de que
había pasado algo por alto. Con la mirada fija en las vigas que había encima
de su cama, repasó los últimos días en su mente.
—Pelo rizado —había murmurado—. Pelo rizado. —Era algo que se
podía ocultar fácilmente recogiéndolo en una trenza o con una capucha.
Y, entonces, le vino una imagen a la cabeza: una chica en la parte trasera
de una carreta, con la cara sucia y la cabeza cubierta con la capucha de una
capa roja. ¿Podría ser ella? ¿Había sentido el miedo en la chica?
—Percibí su miedo —había dicho Skraeda—, aunque el chico que estaba
a su lado… La rabia que sentía él era mucho más notable. —Ninguno de los
dos había sido nada fuera de lo habitual. Pero la cicatriz… ¿Qué pasaba con
ella?—. No vi ninguna cicatriz, pero estaba tan sucia que parecía que se
había bañado con los cerdos…
Skraeda se había obligado a visualizar la imagen de la chica en su
cabeza. Capucha roja. Un extraño vial colgado del cuello. Gallinas, cestos
de gallinas amontonados a su alrededor y… unos pequeños huevos con
manchas. Huevos de ala invernal.
—Iba en una carreta de reparto de gallinas y huevos de ala invernal que
se dirigía al muelle —le había dicho Skraeda al comandante después de
irrumpir en la casa cuartel. Le habían brillado los ojos al oír eso: esos
huevos eran una exquisitez muy poco frecuente, y con ese detalle seguro
que identificarían a la mujer.
Pero a Skraeda se le había puesto un nudo en el estómago mientras
esperaba. La chica se había escabullido justo delante de sus narices, y a su
majestad no le iba a gustar. Tenía que ser capturada a toda costa, y Skraeda
la había fallado.
—La encontraré —se prometió a sí misma—. Lo solucionaré.
Y allí estaban ahora, con la mujer detenida. Los klaernar la habían
rastreado hasta una granja cercana y la habían llevado de vuelta a Reykfjord
para que ella pudiese interrogarla.
—¿Dónde está el chico? —preguntó Skraeda.
La mujer la fulminó con la mirada.
—¿Chico? —preguntó el comandante—. No había rastro de ningún
chico.
Skraeda observó a la mujer: llevaba un vestido de lana hecho a mano
lleno de pequeños agujeros y unas botas que deberían haber pasado a mejor
vida hacía años. A pesar de sus carencias, la mujer mantenía la espalda bien
recta.
—Quítale la mordaza —dijo Skraeda, y recorrió la habitación para poder
observar a la mujer desde todos los ángulos. De ella surgían unas espirales
salvajes de furia que se entrelazaban con hilos más pequeños de miedo. Lo
curioso era que la mujer estaba más enfadada que asustada. Muy curioso, de
hecho.
El comandante abrió el pestillo de la parte trasera de la mordaza y le
quitó a la mujer el aparato de hierro de la cabeza. Skraeda la rodeó hasta
quedar frente a ella y se dejó caer en la silla que tenía delante. Vio que tenía
marcas rojas en la barbilla y debajo de la nariz, en las zonas donde se le
había clavado la mordaza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Skraeda.
Siempre era mejor empezar con preguntas sencillas, para hacerse una
idea de las emociones del prisionero. Como ya esperaba, la mujer mantuvo
la boca cerrada y los hilos de enfado que la envolvían brillaron con más
fuerza. Sin embargo, por debajo de ellos, Skraeda encontró el hilo del
miedo, y tiró de él con brusquedad.
Le invadió la satisfacción al ver que la mujer abría los ojos de par en par
y luego le empezaban a temblar. No tardó en dejar caer la cabeza hacia
atrás, con la respiración acelerada y el recuerdo que Skraeda había invocado
apoderándose de su conciencia. Era un truco que había aprendido durante
los años que había dedicado a perfeccionar sus habilidades como Solaz. Sí,
era capaz de intensificar o suavizar las emociones, pero también había
descubierto que, al tirar de un hilo con la fuerza suficiente, podía atraer
recuerdos asociados a esa emoción.
La mujer pestañeó y, al ver que tenía las pupilas dilatadas, Skraeda supo
que había vuelto a la tierra con ellos.
—Podemos hacerlo por la vía fácil o por la difícil —dijo lentamente
Skraeda.
—T-tú… —murmuró la mujer. El pulso le latía en la base de la garganta,
y Skraeda supo que todavía no se había deshecho del eco de su recuerdo
más horrible—. ¡Eres galdra! —Dirigió la mirada al Comandante Thord—.
¿Por qué no la habéis atado a una columna?
Skraeda mantuvo la mirada fija. Disfrutaba esa parte del interrogatorio,
cuando el acusado se daba cuenta de que no era una aliada. Cuando
buscaban la salvación en el klaernar.
Como esperaba, el comandante no se movió.
—Ha demostrado ser de bastante utilidad —murmuró él desde detrás de
Skraeda.
La mujer le dirigió una mirada a Skraeda que podría haber fulminado a
una piedra.
—Eres una traidora para los tuyos —le espetó.
«Traidora». Las palabras de Ilka resonaron en su cabeza. «Traidora.
Traidora. Traidora».
En su mente, el hilo del miedo se le resbaló de entre los dedos cuando el
enfado apareció en las venas de Skraeda. Negó con la cabeza y se obligó a
respirar con tranquilidad.
—Soy una oportunista —reflexionó Skraeda mientras controlaba sus
propias emociones—. Hago lo que sea para sobrevivir. —Se inclinó hacia
delante y apoyó los codos en las rodillas—. ¿Cómo te llamas?
La mujer mantuvo los labios cerrados y sacudió la cabeza con fuerza.
Skraeda sonrió y volvió a tirar del hilo del miedo. La mujer dio un grito
ahogado y gimió suavemente mientras volvía a dejar caer la cabeza hacia
atrás. Siempre hacían eso…, la obligaban a enseñarles lo que pasaría si no
le daban las respuestas que necesitaba. Y Skraeda tenía que reconocer que
lo disfrutaba.
—No —gimió la mujer, y empezó a temblar toda ella.
Skraeda se preguntó qué estaría viendo. ¿El último aliento de un ser
querido? ¿El acto violento de un marido? ¿Un horrible accidente?
Tras unos largos segundos, la mujer dio otro grito ahogado y levantó la
cabeza con los ojos temblando.
—Vigdis —susurró la mujer con el pulso más acelerado todavía.
Skraeda se decepcionó en cierto modo. La mujer había hablado con
mucha facilidad. «No hemos venido a jugar», se recordó a sí misma.
«Hemos venido para encontrar a la chica».
—Vigdis —repitió Skraeda—. ¿Dónde está el chico? Tu sobrino, si no
recuerdo mal.
El hilo del miedo se rizó y se enrolló hasta superar al de la rabia en
anchura y brillo. Skraeda dejó que sus sentidos se expandieran para
acariciarlo suavemente. Un recordatorio.
—No le encontraréis —dijo Vigdis, cada vez más enfadada.
Skraeda sonrió. Esa mujer era esclava de sus sentimientos.
—¿Y qué me dices de tu «sobrina», Vidgis?
En un primer momento, la confusión se reflejó en el rostro de la mujer,
seguida rápidamente por la comprensión.
—Sí —dijo Skraeda—. Sabías que buscábamos a esa mujer y, aun así, la
protegiste. —La ira le subió por la garganta a Skraeda… Esta mujer era la
razón por la que había sido engañada. La razón por la que había quedado en
evidencia ante los ojos de la reina—. ¿Dónde está, Vigdis? —preguntó
mientras rozaba el hilo del miedo de la mujer—. La chica que iba subida en
la parte trasera de tu carro. Llevaba una capa roja.
Vigdis tenía la respiración agitada y se le había vuelto a acelerar el pulso.
—No lo sé —dijo con la voz ronca—. La dejé en el muelle y no he vuelto
a verla desde entonces.
A Skraeda se le disparó la furia y se le escurrió el miedo de Vigdis entre
los dedos.
«Contrólate», se instó. «No dejes que te superen tus emociones».
Después de contar hasta diez, buscó el miedo de Vigdis de nuevo.
—¿Qué te contó? —preguntó con los dientes apretados. Se estaba
empezando a cansar de ese juego. Tenía que encontrar a la chica y subirla a
un barco con rumbo a Sunnavík antes de que la reina descubriese el error de
Skraeda.
Vigdis se mordió el labio y miró al techo.
Skraeda tiró del hilo del miedo, no lo suficiente para atraer un nuevo
recuerdo, pero sí como para recordarle a Vigdis a lo que se arriesgaba.
—Soy una persona razonable, Vigdis —dijo Skraeda con suavidad—.
Dejaré a tu sobrino fuera de esto, pero solo si me cuentas todo lo que sepas
sobre esa chica. —Rozó el miedo de la mujer y vio cómo se le dilataban las
pupilas y se le tensaban los músculos del cuello—. Si no lo haces, Vigdis, te
haré cosas muy desagradables. Y después encontraré a tu sobrino y le haré
cosas desagradables a él. Como todos los comandantes de los klaernar,
Thord ha sido instruido en el arte del águila de sangre. ¿Crees que a tu
sobrino el corazón le fallará antes de que le saquen los pulmones del pecho
o sobrevivirá al proceso?
—Al norte —murmuró Vigdis—. La chica se dirige al norte por el
Camino de Huesos.
—¿Hacia dónde? —preguntó.
Vigdis negó con la cabeza.
—No lo dijo. Te lo juro por mi vida…
Skraeda observó con satisfacción cómo la mujer fruncía el ceño y cómo
el hilo de la culpa se hacía más largo.
—Oh, Vigdis —murmuró Skraeda—. Has hecho lo que tenías que hacer.
Y ahora te concedo la misericordia de una muerte rápida. —Desenvainó su
hevrít, le rebanó la garganta y miró fijamente cómo la mujer abría los ojos
y, después, cómo se le apagaban despacio.
El comandante resopló detrás de ella.
—Podríamos haberla usado para cumplir la cuota. La podríamos haber
atado a una columna.
Skraeda percibió la irritación del hombre en el aire y sintió un cosquilleo
en la piel. «Vivimos en un mundo de hombres, Skraeda», le había dicho la
reina con su típico tono de voz calmado. «Deja que nos consideren
corderitos cuando, en realidad, somos lobos».
Skraeda no era un corderito, y no pensó ni por un segundo que el
comandante la considerase uno.
Limpió la espada en las faldas de la mujer y se giró hacia él para
observarlo de cerca. Sin que los atronadores sentimientos de Vigdis
ahogasen todo lo demás, a Skraeda le costaba menos percibir los del
comandante. Irritación, sí, pero también miedo y… ah… un atisbo de deseo.
Qué interesante. Sin embargo, debajo de los filamentos serpenteantes de las
emociones del comandante Thord, estaba el hilo dorado, delgado y
delicado, y el que más le interesaba a Skraeda.
Sintió la fuerte necesidad de tirar de ese hilo y jugar con él. Había
reflexionado durante mucho tiempo sobre el propósito de ese filamento
dorado, exclusivo de los klaernar. Pero el deber la llamaba y necesitaba a
los klaernar de su lado…, necesitaba las patéticas emociones masculinas del
comandante, y por eso le sonrió.
—Debemos mantener esto en secreto —dijo Skraeda—. La reina te
enviará una recompensa por tu tiempo y tu discreción, comandante.
Skraeda se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó el comandante Thord.
Ella se detuvo en la entrada.
—Al norte. Recorreré el Camino de Huesos.
DOCE

Camino de Huesos

La niña rubia estaba allí.


El pelo despeinado le caía sobre la frente sudada y tenía los ojos azules
abiertos de par en par. Silla cogió la mano fría y pegajosa de la chica.
Se oyeron unos pasos a lo lejos, que rebotaron en las paredes y cada vez
se oían más…, se estaban acercando.
La chiquilla le acarició la mejilla a Silla con la mano libre.
—Mírame —susurró—. Respira. No estamos solas. Malla y Marra
cuidan de nosotras. —En efecto, la luz de las lunas hermanas brillaba a
través de la ventana y una columna de luz blanquecina se reflejaba en el
suelo de piedra. Bajo la mesa, las dos chicas se encogieron de miedo y se
abrazaron la una a la otra.
Silla hizo lo que le había dicho. La miró a los ojos y luego cogió aire
lentamente por la nariz y lo soltó por la boca.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.
Durante un segundo pareció que iba a funcionar.
Entonces, los pasos retumbaron con dureza contra las paredes. Llegarían
pronto. Eran muchos. Silla cerró los ojos con fuerza.
«Saben dónde estamos».
Sujetó con más fuerza la mano de la niña. La puerta se abrió y Silla
abrió un ojo, un poquitín nada más. Lo suficiente como para ver unos
pies… muchos pies. Estaban rodeadas por el sonido de las botas
arrastradas por el suelo y el roce de la madera contra la piedra que se
producía al mover los muebles.
Y, entonces, ocurrió… como había ocurrido siempre en las ocasiones
anteriores.
Alguien tiró de la niña hacia atrás y su mano se soltó de la de Silla. Un
grito agudo le salió de la garganta.
Un sonido que perseguiría a Silla mucho después de despertar.
—¡No me dejes! —gritó la chiquilla.
Unas manos rodearon a Silla por la cintura y la alejaron de la niña. Ella
abrió la boca.
Y gritó.

—RICITOS —dijo Jonas mientras sacudía el hombro de la mujer y se


arrodillaba a su lado.
Con el ceño fruncido y la boca abierta, la mujer gritó una vez más. Jonas
maldijo en voz baja, le tapó la boca con la mano y la sacudió con no
demasiado cuidado. Aun así, no se despertó.
Él apretó la mandíbula y la observó. Esa molesta mujer llevaba apenas
unas horas con ellos y ya estaba causando problemas. Si volvía a gritar,
podría atraer a las bestias del bosque. Jonas acercó la boca a su oreja, pero
se distrajo con el olor de su pelo: dulce mezclado con el aroma del bosque.
«Ciervos vampiro», se recordó a sí mismo Jonas. «Lobos gigantes». Si
tenía que sacar la espada a esas horas de la noche, la mataría él mismo.
Maldito Rey y su indecisión. ¿En qué puñeteros fuegos eternos estaba
pensando? Los Hachas Sanguinarias tenían una reputación que mantener.
No podían permitirse dar viajes gratis… y menos cuando había miles de
sólas en riesgo.
—¡Katrin! —susurró, orgulloso de sí mismo por recordar su nombre.
Por fin, la mujer abrió los ojos, que brillaron salvajemente bajo la luz de
las lunas. Enarcó las cejas y abrió la boca incluso más.
—Maldita mujer, no puedes… —Una punzada de dolor interrumpió a
Jonas cuando la mujer le clavó las uñas en la mano y le arañó la piel con
ellas—. ¡Joder! —exclamó. Cayó hacia atrás y la soltó.
Katrin se sacudió y pataleó. Intentó ponerse de pie, pero la cuerda que la
ataba al árbol se tensó e hizo que se cayese bocabajo. Habría sido divertido
si el miedo que sentía no hubiese sido tan evidente y si a Jonas no le
palpitase la mano por el dolor. La mujer retrocedió y presionó la espalda
contra el tronco del árbol.
Jonas la miró con el ceño fruncido. Si volvía a gritar, si atraía a las
criaturas del bosque… No, no sería durante su turno de vigilancia.
—Mírame, Katrin —dijo con tono autoritario—. Estás bien. —Ella lo
miró y después apartó la mirada rápidamente. Jonas empezó a irritarse—.
Imagínate tu lugar favorito de todo Íseldur. Cierra los ojos si lo necesitas.
—Ella cerró los ojos y respiró profundamente por la nariz—. Imagina que
estás en tu lugar favorito. Estás a salvo. Nadie puede encontrarte allí.
La mujer inspiró y a Jonas le alegró ver que se le calmaba el pulso en la
garganta.
«¿Adónde va?».
Frunció el ceño y alejó ese pensamiento indiscreto. Inconscientemente, se
llevó la mano al bolsillo, cogió el amuleto de plata martillada y acarició la
superficie rugosa con el pulgar. En silencio, la observó respirar. Al final, la
mujer abrió los ojos e inclinó la cabeza hacia el cielo estrellado.
—No puedes gritar aquí —le dijo Jonas mientras la fulminaba con la
mirada—. Hay lobos gigantes por la zona. Y otras cosas.
—Lo siento —dijo Katrin en voz baja—. Pen-pensé que eras… —Negó
con la cabeza—. Nada. Lo siento. —Le miró las manos y abrió mucho los
ojos—. No quería arañarte. ¿Estás…?
—Vuelve a dormirte —murmuró él, y se puso de pie. Se giró sobre los
talones y volvió junto al fuego para continuar con la solitaria vigilancia
nocturna.

HABÍA SALIDO EL SOL, pero estaba oculto tras unas nubes grises cuando
Rey observó a la mujer acurrucada bajo el árbol. Estaba usando su zurrón
como almohada y se había puesto la capa carmesí alrededor de los hombros
y, encima, una de las pieles que llevaban en la carreta. Las pestañas oscuras
formaban un abanico sobre su pálida piel y un líquido brillante le caía por la
boca.
Estaba babeando.
Rey frunció el ceño. ¿Qué diantres estaba haciendo esa inconsciente allí,
en su carreta, en medio de la misión más importante que habían tenido
nunca? Era un corderito perdido entre los lobos gigantes, las bandas de
guerreros y los asesinos que merodeaban por la zona. Debería hacerle un
favor y concederle una muerte rápida con la hoja de su hacha.
Ese había sido el plan la noche anterior, pero cuando Rey le había puesto
la daga de Jonas en la garganta, algo le había detenido. No sabía qué había
sido, si el susurro de los dioses o una sensación en la sangre. Sea como
fuere, cuando le vio la cicatriz con forma de medialuna que tenía en el
rabillo del ojo, dudó.
En esa profesión, Rey había aprendido a tomar rápidamente decisiones
difíciles. Sin embargo, esa pausa… lo había cambiado todo. Bastó para que
las palabras de la mujer calasen en él, para que las semillas que ella había
plantado echasen raíces y creciesen. Había sufrido por esa pausa durante
toda la noche y la indecisión le había carcomido: ¿debía llevarla con ellos o
matarla? No tendría que haber sido una elección difícil, y, sin embargo, ahí
estaba, todavía indeciso.
«Cuando te ablandas, la gente muere».
Las palabras del antiguo mentor de Rey le resonaron en los oídos. Kraki
podía ser un hombre horrible, pero había sobrevivido durante tanto tiempo
por una razón. En ese país, era matar o que te matasen. Y si no podías
confiar en aquellos que luchaban, viajaban y dormían a tu lado, ya te podías
dar por muerto. Jonas le había dicho lo mismo la noche anterior. «No
podemos permitirnos ninguna complicación con este trabajo», había dicho,
con un entusiasmo en la voz que no le había oído desde hacía muchos
meses. Años, tal vez, si era sincero.
Las palabras de Jonas eran ciertas, y las de Kraki también. Rey sabía lo
que debía hacer. «Acabar con su vida es un acto compasivo», se instó a sí
mismo mientras se llevaba la mano a la espada, pero sintió que algo se le
tensaba en el pecho y volvió a suceder.
Se detuvo.
Apretó los dientes y la rabia le revolvió las tripas. ¿Por qué estaba
dudando? Esa mujer se había subido a su carreta, había trastocado sus
planes y había oído cosas que no debía oír. Se había ganado el corte de su
espada.
«¿Y si puede hacer que Kraki le dé la información?». El pensamiento que
le había atormentado durante toda la noche se materializó como la niebla en
un mar de invierno. ¿Podía ser la clave para conseguir la información que
necesitaban? Sabían los dioses que Kraki no se la iba a entregar
voluntariamente a Rey, no después de cómo habían acabado las cosas entre
ellos. Y ella tenía ese aspecto…, un aspecto que había visto a Kraki desear
una y otra vez.
«A Kraki le gustan jóvenes y… dulces», pensó Rey con una sonrisa. No
era algo que él tuviese en común con ese hombre, en absoluto.
Mientras observaba a la mujer con el ceño fruncido, una guerra se libraba
en su interior. Era algo que se había repetido cientos de veces en su mente:
matarla y permanecer fiel a las reglas de Magnus o utilizarla para conseguir
la información y resolver el resto después.
Permitir que se quedase con ellos ponía en riesgo su vida. Si el
Devoracorazones descubría que habían divulgado los detalles de ese
trabajo, exigiría un pago en sangre.
Sin embargo, ir a Istré sin la información que necesitaban también
suponía un riesgo considerable. La preparación apropiada para un trabajo
era de máxima importancia. Necesitaban ese libro. Y Rey sabía que
necesitaba algo, lo que fuera, con lo que persuadir a Kraki. Puede que esa
chica de ojos de cachorrillo y esa supuesta labia fuese lo que necesitaban.
Una vez tomada la decisión, Rey le dio un empujón en la cadera con la
punta de la bota y observó cómo se despertaba. La mujer pestañeó y se
sentó. Miró a su alrededor y después fijó los ojos en él. Rey vio el momento
en el que le reconoció y todo le vino a la mente. Se le endureció la mirada y,
con una rápida inhalación, retrocedió. Rey la miró con el ceño fruncido.
—Cuéntame tu plan —gruñó.
—¿Plan? —repitió ella con la voz ronca por el sueño.
Él respiró bruscamente por la nariz y después dijo:
—Nos consigues la información que necesitamos, nosotros te llevamos
hasta Kraki. Hver es la ciudad más cercana a la Cresta de Skalla. El viaje
nos llevará una semana.
Ella dio un grito ahogado y le brillaron los ojos por las lágrimas. Rey
frunció el ceño al verlo. Lo último que necesitaban era una mujer llorosa
viajando con los Hachas Sanguinarias. Esto era un error. Debería rajarle la
garganta y olvidarse de todo ese lío.
—¡Gracias! —exclamó ella mientras se ponía de pie de un salto y
avanzaba unos pasos a trompicones. La cuerda que la ataba al árbol se
enredó y la obligó a retroceder tambaleándose.
Rey la fulminó con la mirada.
—Hasta ahora no me has impresionado con tu inteligencia —murmuró.
Ella estaba intentando no sonreír, pero perdió la batalla. Y cuanto más
sonreía ella, más se le desencajaba el rostro a Rey—. Esta es una idea
horrible —dijo él en voz alta—. El plan, mujer. ¿Cómo vas a conseguir que
te dé la información?
A ella le vaciló la sonrisa.
—Esto… Bueno, debo saber todo lo que pueda sobre Kraki y… estudiar
sus debilidades, sus vicios… y… eh, usarlos en su contra.
Rey la miró sin ninguna expresión en el rostro. ¿Dónde estaba esa
supuesta labia que decía que tenía?
—Sus debilidades son las mujeres bellas y la brennsa. ¿Te vale con eso
para trabajar?
El sonrojo le cubrió las mejillas y Rey resopló y apartó la mirada. Una
mujer ruborizada y llorosa armada con nada más que un martillo, y ni
siquiera un martillo de guerra, sino un martillo de madera de artesano
olvidado de los dioses. Eso no iba a funcionar en la vida. Abrió la boca para
decirlo, pero ella se le adelantó.
—No voy a seducirle. —Pronunció esas palabras con una convicción
sorprendente, y Rey volvió a mirar sus ojos marrones. Se fijó en que tenía
un círculo dorado alrededor de la pupila.
—¿Tu virtud es más importante que tu vida? —preguntó él, e intentó no
mostrar lo mucho que se estaba divirtiendo. No iba a dejar que Kraki le
pusiese la mano encima, pero por alguna razón, no tenía prisa por hacérselo
saber. Iba a dejar que pasase un poco de vergüenza. Un castigo por su
transgresión.
—¿Quién ha dicho que mi virtud esté intacta? —espetó ella, y a él se le
escapó una risa. Rey no era tan seductor como Jonas, pero calaba bastante
bien a las mujeres.
La mujer entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Rey pestañeó. No
estaba acostumbrado a que los extraños le mantuviesen la mirada durante
tanto tiempo. Se enorgullecía de su habilidad para perturbar a los demás con
solo una mirada; al fin y al cabo, se había ganado el apodo de Ojos de
Hacha por una razón. Tras un momento, el color rosa de sus mejillas pasó a
ser rojo y la mujer apartó la mirada. A Rey le recorrió una oleada de
satisfacción. Sabía que la había calado bien: era virgen de los pies a la
cabeza.
—Conseguiré la información sin necesidad de… eso —murmuró la
mujer.
—Como quieras —dijo Rey.
Se la quedó mirando. Su pelo era una masa salvaje de rizos, hojas de pino
y trozos de musgo. Aun así, parecía ser miembro de la Casa de Ursir o
sirvienta de la esposa recatada de algún jarl, no un Hacha Sanguinaria más
recorriendo el Camino de Huesos.
«Esto es un error», pensó. «Va a ser una distracción cuando lo que hay
que hacer es concentrarse en el plan para este trabajo». La furia le ardió en
el estómago; estaba enfadado con esa dichosa mujer por ponerle el peso de
esa decisión sobre los hombros.
Pero ya estaba hecho. Había tomado una decisión y solo podía seguir
hacia delante.
—Si vas a viajar con los Hachas Sanguinarias, tienes que seguir las
normas, mujer.
—Katrin —dijo ella, y un fuego ardió inesperadamente detrás de sus ojos
—. Puedes llamarme Katrin.
Rey entrecerró los ojos.
—Estas son las reglas. Uno: haz lo que te diga. Si te digo que te quedes
quieta, te quedas quieta. Si te digo que corras, corres. ¿Entendido?
Ella asintió con la cabeza.
Rey levantó un segundo dedo.
—Dos: serás sincera con nosotros. En nuestra profesión, si no puedes
confiar en los hombres y las mujeres que te rodean, eres comida para los
buitres. Nada de mentiras. ¿Lo entiendes, Katrin?
Algo se reflejó en los ojos de la mujer cuando asintió con la cabeza.
—Puedo cocinar para vosotros…
Lo invadió la irritación. Sabía lo que estaba haciendo, intentaba ganarse
un sitio en la banda y conseguir que la llevasen hasta Kopa. Eso no iba a
pasar. No con él al mando.
Levantó un tercer dedo.
—Tres: no le hablarás de esto a nadie. Si alguien descubre que sabes en
qué estamos metidos, me veré obligado a matarte. Si el hombre que nos
contrató descubre que lo sabes, todas nuestras vidas estarán en peligro.
Ella tragó con tanta fuerza que se le movió la garganta, y asintió con la
cabeza una vez más.
—Pararemos a por provisiones en Svarti. Si tocas cualquier cosa de la
carreta, hablas demasiado, me das cualquier razón para sospechar que vas a
poner en riesgo a mi banda…
—A ver si lo adivino… —dijo ella con brusquedad—. Me matarás.
Rey la miró con el ceño fruncido y la valentía de la mujer pareció
evaporarse. Él dio un paso al frente para soltarla, pero ella retrocedió tanto
como pudo y presionó la espalda contra la pared.
A él le dio un vuelco el estómago. Con un gran suspiro, intentó relajar
sus «ojos de hacha».
—¿Prefieres almorzar con las manos atadas? —gruñó.
La mujer abrió la boca y vaciló un momento antes de ofrecerle las
manos. Después de desatar la cuerda, la mujer abrió la mano y Rey
descubrió que estaba sujetando la piedra con forma de corazón. Qué mujer
más rara. No llevaba provisiones y la ropa que tenía no era nada práctica
para el camino, pero… ¿llevaba una piedra?
Rey observó su rostro una vez más y se fijó en los moratones que tenía en
el ojo y en el cuello. Apretó un puño.
—Nos vamos dentro de veinte minutos. Hay un riachuelo por ahí si
quieres lavarte. Come algo. O no comas. —Se dio la vuelta sobre los
talones y se dirigió al fuego dando grandes zancadas.
En su cabeza oyó las palabras de Kraki una vez más.
«Cuando te ablandas, la gente muere».
Rey suspiró con fuerza. Se iba a arrepentir de esto. Lo sabía.
TRECE

Silla pestañeó mientras aquella mole de hombre caminaba hacia el fuego.


¡Cenizas!, su presencia era la mar de intimidante. Aun así, ahora que la
había dejado sola, una sonrisa se le dibujó lentamente en el rostro. No la
había matado, y no solo eso, sino que como mínimo había conseguido que
la llevasen hasta la ciudad de Hver. Se había abierto una nueva puerta, una
oportunidad. Silla se haría indispensable. Esas personas iban a comer como
reyes y no le permitirían marcharse en Hver. Hizo un bailecito de felicidad.
«Nada de mentiras. ¿Lo entiendes, Katrin?». Las palabras de Rey se
repitieron en su mente y le vaciló la sonrisa.
«Bueno, no», pensó. Eso no le iba a funcionar. Los secretos eran su
mantita de seguridad; siempre lo habían sido, y eso no iba a cambiar solo
porque un guerrero grandullón con unos ojos intensos y aterradores lo
hubiera decidido. Tal y como la suerte lo había querido, Silla se había
convertido en toda una experta a la hora de mentir durante los últimos diez
años. Confiaba en que eso no supusiera ningún problema.
Con las manos libres por fin, Silla cogió su capa y la piedra con forma de
corazón y se las guardó en el zurrón junto con el resto de sus pertenencias.
El bosque se le había pegado a la piel, así que, tras un momento de
indecisión, se fue al arroyo.
La luz de la mañana se reflejaba en el rocío de la hierba, que brillaba
como perlas glaciales suspendidas sobre cada brizna. Tal vez fuese un buen
presagio de los dioses, una señal de que le esperaba un futuro brillante. El
sonido de la corriente de agua llegó a sus oídos proveniente de un pequeño
arroyo que cruzaba el bosque y desaparecía en una arboleda. Se dejó caer
de rodillas, tomó agua con las manos y se lavó la cara con ella. Estaba tan
fría que les devolvió la vida a sus entumecidas extremidades y lo consideró
un comienzo para ese nuevo capítulo de su viaje.
Con un suspiro de placer, se puso de pie y se giró para volver junto al
fuego. Dio un grito ahogado al ver a Jonas de pie a unos pasos de ella. El
brillo dorado de su pelo le llamó la atención, con los lados rapados y la
parte de arriba recogida en la coronilla. Aunque no era tan alto como Rey,
era media cabeza más alto que ella. Eso sumado a los enormes brazos
cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido, le pareció un presagio mucho
menos optimista que el rocío.
«Vaya», pensó. «¿Por qué me despreciará tanto este hombre?».
Silla se sonrojó al recordar cuando se había despertado y le había visto
inclinado sobre ella mientras le tapaba la boca con la mano. El tiempo se
había detenido y había pensado que volvía a estar en el camino cerca de
Skarstad, con el guerrero asfixiándola mientras su padre peleaba cerca. Le
había arañado con mucha fuerza y le avergonzaba que la hubiese visto en
un momento tan vulnerable.
Abrió la boca para preguntarle por la mano, pero él se le adelantó.
—No sé cómo has convencido a Ojos de Hacha —dijo en voz baja—,
pero te voy a decir una cosa: estamos en medio de la misión más grande que
hemos tenido nunca, y no voy a permitir que un ratón se interponga entre
mis sólas y yo.
—¿Un ratón? —preguntó ella. La rabia prendió en su estómago y se
obligó a respirar con calma. Tenía que ganarse a esa gente y conseguir que
confiasen en ella.
Jonas la observó de los pies a la cabeza, y fue una mirada tan intensa que
pudo sentirla en la piel.
—Callada. Obediente. Se cuela en rincones oscuros en los que no es
bienvenida.
Silla quiso echarse a reír. Nadie la había considerado callada en toda su
vida. Sin embargo, estaba claro que ese hombre había dado por sentadas
varias cosas sobre ella.
—Bueno, pues no tienes de qué preocuparte, guerrero —dijo ella
mientras le miraba a los ojos—. Los ratones son expertos en apartarse del
medio. No supongo un riesgo para tus queridos sólas. —No pudo evitar el
tono de desprecio en su voz. Era evidente que a ese hombre no le importaba
nada más que el dinero. Él apretó la mandíbula mientras la observaba. Silla
sintió que se sonrojaba, así que se obligó a sí misma a mover los pies y le
empujó al pasar junto a él para dirigirse hacia el fuego.
Sigrún había avivado las brasas y la olla ennegrecida colgaba sobre las
llamas. Los ojos de la mujer eran de un color marrón oscuro y en sus labios
apareció el comienzo de una sonrisa cuando se le acercó. Sigrún hizo unos
gestos con las manos que Silla no entendió, por lo que Ilías se unió a ellas
para interpretar.
—Pregunta si quieres un cuenco de gachas.
—Ah —dijo Silla, y le rugió el estómago—. Me encantaría.
Sigrún sirvió las gachas en un cuenco de madera con un sonoro plaf. Silla
apretó los labios cuando se percató de que las gachas temblaban. Incluso
desde donde estaba, vio que estaban quemadas y, al mismo tiempo, medio
crudas.
Silla le aceptó el cuenco a Sigrún con una sonrisa amable.
—Gracias.
Los Hachas Sanguinarias se sentaron a comer en silencio alrededor del
fuego. Se pasaron entre ellos una tetera de acero destartalada y cada
miembro del grupo se sirvió una taza humeante de róa especiado. Silla se
sentó sobre una caja libre, centró su atención en las gachas y se las comió
sin quejarse, incluso la parte quemada y dura del fondo. Antes de que
pudiese recoger los platos u ofrecerse a ayudar a limpiar, Sigrún le arrancó
el cuenco de las manos y lo hizo ella misma.
Silla se acercó deambulando hasta la yegua de Rey, que estaba atada a la
carreta. Unos grandes ojos marrones la observaron desde debajo de unas
espesas pestañas negras.
—Eres preciosa, ¿a que sí? —murmuró. Silla le acarició la suave nariz a
la yegua y el caballo resopló y la empujó con el hocico. Silla sonrió aún
más—. No eres tan arisca como tu jinete. Dime cómo puedo ganarme su
favor, chica. Te prometo que te conseguiré unas buenas zanahorias.
Unos pasos crujieron sobre la tierra detrás de ella y no le hizo falta
girarse para saber que era Rey.
—¿Cómo se llama? —preguntó Silla.
—Caballo.
A ella le vaciló la mano y se giró sobre los talones para mirarlo.
—¿Has llamado a tu caballo… Caballo?
La luz de la mañana se reflejaba en los rizos negros como la noche de
Rey. Él frunció el ceño.
—Ya me estoy arrepintiendo de esto. —Se pasó una mano por los ojos—.
Sube a la carreta antes de que cambie de opinión.
Silla evitó su mirada fulminante y se dirigió hacia la parte trasera de la
carreta. Por suerte, habían dejado la mitad de los suministros al descubierto
y ella se colocó sobre un montón de pieles en una esquina, una notable
mejoría respecto a viajar hecha un ovillo en la oscuridad. Sin embargo, Rey
subió a la carreta después de ella y, con cada paso que daba, hacía que la
plataforma se balancease, lo que aumentó cada vez más la tensión de su
cuerpo.
Se inclinó sobre ella como una nube tormentosa cubriendo el sol. La piel
de lobo que le rodeaba los hombros le ensanchaba el torso y le hacía
parecer más grande e imponente. La inquietud se apoderó de ella cuando
Rey se desenganchó un trozo de cuerda del cinturón, empezó a rodearle las
manos con ella y la ató a un círculo de hierro incrustado en el revestimiento
de madera de la carreta.
Silla posó la mirada en su armadura —la misma que llevaban todos los
Hachas Sanguinarias, se fijó— mientras Rey se ocupaba de la cuerda. De
cerca, vio miles de pequeñas escamas de cuero negro por toda la chaqueta
acorazada, muy distinta a las pesadas camisas de cota de malla de los
Garras del rey y otros guerreros iseldurianos.
«Qué curioso», pensó Silla mientras él se incorporaba.
—No puedo permitir que intentes apuñalarme por la espalda —dijo Rey.
Se retiró y bajó de un salto de la carreta—. Ni que toques mis cosas —
murmuró en voz baja.
Silla pestañeó a sus espaldas. «Este hombre necesita abrazar a un bebé o
acariciar a un perro», pensó.
Mirando por la parte trasera de la carreta con los ojos desenfocados,
observó el campamento abandonado mientras el vehículo avanzaba
rebotando por el camino. El claro de hierba se hacía cada vez más pequeño
y una estrecha columna de humo ascendía desde el fuego apagado.
Cuando finalmente llegaron al Camino de Huesos, algo más llano, Silla
se permitió sonreír un poco. La estaban llevando a Hver. Todo había
terminado mucho mejor de lo que podría haber sido. Era un avance, unos
pasos en la dirección correcta. Los enebros y los pinos volvieron a cerrar el
camino, oscureciendo el cielo sombrío con sus ramas y agujas verdes. Tras
días de desesperación, se obligó a relajarse, pero parecía algo imposible de
conseguir.
También le resultaba imposible mantener alejados de su mente los
recuerdos de su padre. Su vida había cambiado tan rápido que daba vértigo
y estaba hecha un lío en cuanto a qué pensar sobre su padre. Había muerto
para mantenerla a salvo, pero también le había mentido durante toda su
vida. Ahora tenía preguntas que la atormentaban y la perturbaban, y nadie
que le diese respuestas.
La mañana se desarrolló con una monotonía espantosa. Los ojos se le
enfocaban y desenfocaban mientras pensaba en Kopa, desesperaba por
distraerse y dejar de pensar en su padre. Sus oídos captaban fragmentos de
conversaciones, pero los jinetes mantenían la distancia. Las horas pasaron
sin cesar, y se recordó a sí misma que, aunque ella no se movía, estaba más
cerca de Kopa. Más cerca de Skeggagrim. De la casa de acogida. De estar a
salvo.
Cuando el sol cubierto de nubes estaba cerca del horizonte, notó un dolor
sordo en las sienes. Todo su cuerpo se tensó, lo que pareció acentuar la
migraña. Anticiparse al dolor había sido parte de su vida desde que tenía
memoria, y se imaginaba que lo seguiría siendo en el futuro. Gracias a los
dioses por las hojas de skjöld. Saber que tenía el remedio guardado en el
pecho era un alivio inmenso. En esos momentos, tal vez fuese lo único que
la mantenía entera.
Necesitaba una hojita. Dos. «No», se dijo a sí misma. «Tienes que seguir
alerta». Sin embargo, su resistencia no hizo mucho para contener la
incesante urgencia. Las hojas podían ayudarla a olvidar lo que había pasado
en Skarstad y a calmar los nervios…
Sin embargo, el inminente dolor de cabeza le recordó otro problema. Los
del Batallón de las Espinas le habían robado las reservas de hojas y lo único
que tenía era lo que le quedaba en el frasquito. Silla se estremeció ante la
idea de quedarse sin ellas. Después de forcejear un poco con las cuerdas,
consiguió llevarse una hojita de skjöld a la boca y cerró los ojos al sentir el
sabor terroso en la lengua.
Un silbido agudo de la parte delantera de la banda señaló el final del día;
los Hachas Sanguinarias se apartaron del Camino de Huesos y serpentearon
entre los árboles hasta llegar a un claro. Silla suspiró cuando la carreta se
detuvo y la interrupción del incesante murmullo de las ruedas fue una
alegría para sus oídos. Rey la liberó de las ataduras sin decir una palabra y
Silla se bajó de la carreta y observó a la banda empezar con su rutina
nocturna. Sigrún, arrodillada junto al trípode de hierro, estaba sacando una
olla y otros suministros de cocina de una caja. Silla respiró hondo y se
acercó a ella.
—Sigrún, tengo que daros las gracias a la banda por vuestra…
hospitalidad. Llevas todo el día montando a caballo y yo me he echado la
siesta más maravillosa de mi vida. Por favor, descansa y deja que cocine yo.
Tras un momento de silencio, Sigrún le hizo una sutil inclinación de
cabeza y se alejó detrás de la carreta. Silla sonrió. Al menos las mujeres de
la banda parecían amables. Silla sacó los suministros de cocina y los
observó. Una olla ennegrecida, un cuchillo, cebollas, zanahorias, una lata de
corteza de róa deshidratada y una de sal.
—¿Vas a preparar tú la cena? —dijo una voz masculina. Silla se encontró
con la mirada de Ilías, que llevaba un par de conejos muertos colgando del
puño.
Ella sonrió al joven guerrero.
—Sí —dijo mientras lanzaba una mirada cautelosa por encima del
hombro. No se veía a Rey por ningún lado.
—Gracias a los dioses —dijo él con una gran sonrisa—. La intención de
Siggie es impecable, pero su cocina… —Hizo una mueca y después lanzó
los conejos al suelo al lado de Silla y sacó una daga.
Ella levantó la mirada hacia él y entonces lo vio. Era innegable que tenía
un perfil parecido al de Jonas, pero cuando este se giró hacia ella, sus ojos
de color avellana y su pelo rubio le diferenciaron, al igual que su apariencia
juvenil.
—¿Sois hermanos? —preguntó.
Ilías frunció el ceño.
—Jonas es mi hermano. Aunque aquí todos somos familia, compartamos
sangre o no.
La sonrisa de Silla se profundizó.
—Eso me gusta —dijo—. Vete, anda. Deja que los despiece yo.
Con un asentimiento de cabeza, Ilías envainó la daga y se giró para
ayudar a Gunnar a clavar unas lanzas en el suelo a poca distancia del fuego;
para construir un cortavientos, supuso Silla. El viento parecía algo más
gélido esa noche.
Los años viajando con su padre y los incontables turnos durante el
invierno en la cocina le habían proporcionado una gran habilidad para
cocinar durante un viaje. Picó las cebollas y las zanahorias y después
empezó a quitarles la piel y a despiezar a los conejos.
Con el rabillo del ojo, vio a Jonas cavar un hoyo para el fuego. «Idiota»,
le insultó en silencio, e intentó no mirar en su dirección. «Puedes coger tus
malditos sólas y metértelos allí donde no brilla el sol». Sin embargo, sus
estúpidos ojos quisieron detenerse en el movimiento de sus hombros al
apilar la leña cubierta de liquen y en cómo se le ceñían los pantalones a los
muslos al inclinarse para soplar las llamas. Maldito fuera él y su atractivo;
era un desperdicio en un hombre con un carácter como el suyo.
Por suerte, Ilías y Gunnar terminaron de colocar una manta de lana entre
las lanzas y se unieron a Jonas para jugar a los dados, lo que lo dejó fuera
de su vista. El murmullo de las voces y el tintineo de los dados se
mezclaron con el suave crepitar del fuego y los miembros de la banda se
fueron pasando una petaca.
Rey se unió a ellos y señaló a Silla con un gesto.
—¿Qué es esto?
—Ha ofrecido su ayuda, Rey —dijo Gunnar—. Podría estar bien probar
algo… diferente.
—¿Y a todos os parece bien dejar vuestras vidas en sus manos? ¿En las
manos de una desconocida?
Silla observó en silencio cuando los demás se rieron entre dientes de lo
que había dicho Rey. Sin embargo, eso no hizo que el hombretón se
calmara.
—No podemos confiar en ella. Podría envenenar la comida.
—¿Por qué iba a envenenaros? —preguntó Silla—. Os necesito para
llegar a Kopa.
—Hver —gruñó Rey—. No vamos a llevarte a Kopa.
«Eso ya lo veremos», pensó Silla, pero mantuvo la expresión seria y
asintió con la cabeza hacia Rey.
—Tiene razón, Ojos de Hacha —dijo Ilías, y le dio un trago a la petaca
—. Necesita nuestra ayuda. ¿Por qué iba a envenenarnos?
Rey gruñó, pero no dijo nada más. Tal vez también estuviese interesado
en algo más que en la cocina de Sigrún.
Para la cena, Silla preparó estofado de conejo. Era una tarea mecánica, un
plato que había preparado cientos de veces a lo largo de su vida. Añadió los
escasos ingredientes a la olla con un chorrito de brennsa y unas cuantas
ramitas de tomillo ártico que había encontrado por los alrededores del
campamento. No pasó mucho tiempo hasta que el olor llenó el aire y los
Hachas Sanguinarias empezaron a lanzarle miradas curiosas.
Después de servir la comida y repartir los cuencos, el grupo se sentó
alrededor del fuego en silencio, salvo por el ruido que hacían al sorber y el
roce de las cucharas. Silla los observó con expectación, encantada con el
entusiasmo con el que comían los guerreros. El jarl Gunnell y su séquito
eran mucho más reservados que los Hachas Sanguinarias. Indudablemente
ansiosos, repitieron un segundo plato, y Rey un tercero.
—Es lo mejor que he comido en semanas —dijo Hekla alegremente—.
No te ofendas, Siggie. —El resto de los Hachas Sanguinarias asintieron con
la cabeza y murmuraron en señal de acuerdo.
—Esta chica ha obrado un milagro —añadió Gunnar con una sonrisa—.
Ilías se ha comido las verduras.
—Cállate, Puños de Fuego —murmuró Ilías.
Al otro lado del fuego, Sigrún hizo unos gestos con las manos.
—Dice que puedes ocuparte de la cocina si quieres —tradujo Hekla con
una sonrisa divertida en los labios—. Y que preferiría pasar el tiempo
cazando.
Silla sintió que se le llenaba el pecho de esperanza. Tal vez su cocina los
convenciese. Seguro que los guerreros le daban prioridad al disfrute de la
comida, ¿verdad?
—¿Cómo le digo con las manos que me encantaría? —preguntó, e ignoró
la mirada de ese hombre al que llamaban Ojos de Hacha.
Sigrún hizo lentamente una secuencia de movimientos con las manos y
Silla intentó repetirlos lo mejor que pudo.
Incapaz de borrarse la sonrisa de los labios, Silla recogió los cuencos y
Gunnar apareció con un cubo de agua que ella utilizó para lavarlos. Cuando
estaba metiendo el último cuenco de madera de nuevo en la caja, Hekla
apareció a su lado.
—¿Necesitas lavarte? Voy al arroyo. —Hekla señaló con la cabeza hacia
el borde del claro. Deseosa de aprovechar la oportunidad, Silla se puso de
pie. Cogió el zurrón y siguió a Hekla a través del claro y después por una
colina hasta un pequeño arroyo.
Con la mano izquierda, Hekla se deshizo de la extraña armadura de
escamas sin necesidad de tocar ningún cierre o hebilla; Silla se preguntó
cómo se le había mantenido tan firme durante el día. Hekla se la quitó
encogiéndose de hombros, se la sacó por la cabeza con una mano y después
se bajó los pantalones.
Vestida solo con la ropa interior, se desenroscó la prótesis. Con un suave
chasquido, se la soltó justo por encima del codo del brazo derecho y la dejó
en la hierba. Hekla se acercó al arroyo y se salpicó a sí misma con agua.
Con un suspiro de satisfacción, se frotó la piel que quedaba debajo de la
prótesis, donde tenía una especie de pequeña articulación de metal brillante
en el muñón.
Silla se quitó el vestido y se acercó al arroyo para unirse a Hekla. Había
esperado que el agua estuviese fría, pero no que estuviese tan helada como
para dejarla sin respiración. Cuando se metió en el arroyo poco profundo, se
le escapó un sonido de sufrimiento.
Hekla soltó una risita.
—Con el tiempo te acostumbras.
—Supongo que es bastante estimulante —dijo Silla, y se apresuró a
lavarse. Las zonas de su piel que habían entrado en contacto con el agua
adquirieron un tono rosado.
Tras un momento, Hekla metió la prótesis en el arroyo y le quitó la
suciedad y la mugre antes de volver a enroscarla en la pieza de metal que
tenía anclada en el muñón. Silla nunca había visto nada parecido. Era
delgada y tenía unas relucientes líneas metálicas de color negro que
recorrían el brazo y la articulación del codo hasta llegar a los dedos.
Aunque no se movía como el brazo sano, imitaba bastante bien su forma.
—¿No se estropea con el agua? —dijo Silla mientras señalaba el brazo
con un gesto de cabeza.
—Es inoxidable —dijo Hekla con orgullo. Estiró la prótesis, pulsó un
botón de la parte interior de la muñeca y unas garras plateadas se
extendieron desde los nudillos con un suave chasquido. Presionó otro botón
y las garras desaparecieron.
—Es increíble —murmuró Silla. Se arrodilló en la orilla del arroyo y se
frotó el pelo en el agua. Después se enderezó, sacó un peine del zurrón y
empezó a desenredarse el pelo.
Hekla se había vestido y estaba lavando otras prendas de ropa en el
arroyo. Como no quería ponerse el vestido mugriento que se acababa de
quitar, Silla sacó el otro vestido que tenía, el de la granja del jarl Gunnell.
Había tenido la oportunidad de lavarlo en Reykfjord y le sentó bien ponerse
algo limpio.
Se unió a Hekla junto al arroyo y lavó su ropa sucia en las aguas heladas.
Después, las dos mujeres se pusieron en pie. Hekla posó sus grandes ojos
avellana en el cuello magullado de Silla y frunció los labios.
—¿Estás huyendo de alguien, dúlla? —preguntó Hekla en voz baja—.
¿Un hombre? ¿Tu marido?
Silla se mordió el labio y pensó en lo que podía contarle o no, pero Hekla
se tomó su silencio como una confirmación.
—¿Fue él quien te hizo eso? —preguntó mientras señalaba el cuello de
Silla.
Ella asintió con la cabeza. Con los años, había aprendido que la gente
veía lo que quería ver, y que aceptar sus suposiciones era mucho más
sencillo que inventarse sus propias mentiras. Aun así, algo en esa situación
hizo que se le pusiese un nudo en el estómago.
—Bueno, ¡maldito sea ese kunta malvado, Katrin! —susurró Hekla—.
Espero que le devolvieses el golpe a ese canalla. Has hecho lo correcto al
dejar a un hombre repugnante como ese. —Hekla levantó la prótesis de
brazo en el aire—. Cortesía del mierda de mi marido. Exmarido —corrigió,
y los ojos le brillaron con regocijo.
La bilis le subió a Silla por la garganta.
—¿E-eso te lo hizo él?
—Sí. Era un hombre miserable con muchos defectos y pagó sus
frustraciones conmigo. Esto pasó mucho antes de mis días de guerrera. Era
joven. Pensé que… cambiaría. Pensé que podría ayudarle. Pero todo eran
mentiras; nunca cambió. Cuando finalmente reuní el valor para marcharme,
me encontró. Agarró el hacha. Intenté defenderme, intenté impedírselo,
pero…
Silla se quedó con la boca abierta.
—Oh, no te preocupes, dúlla —dijo Hekla con una carcajada que era un
sonido ligeramente desquiciado—. Saldé mis deudas con él completamente.
—¿Tú le…? ¿Está muerto?
—Ah, sí. Muy muerto.
Silla se vistió en silencio mientras procesaba esa nueva información.
La voz de Hekla interrumpió sus pensamientos.
—Aunque reconozco que preferiría poder usar los dos brazos, no haber
tenido que aprender a hacerlo todo con el brazo izquierdo y no haber tenido
que pasar por varias prótesis antes de encontrar la que a mí me funcionaba,
sé que, en cierto modo, todo eso fue una bendición, aunque no lo parezca.
—¿Qué?
—Ah, sí. Cuando pasó, me di cuenta de una cosa: todos vamos a morir
algún día. Malgasté demasiados años con ese hombre… con esa rata
asquerosa. Decidí que iba a hacer lo que yo quería: aprender a luchar y
viajar, ver el reino. Quiero vivir libre, vivir a lo grande mientras mi corazón
siga latiendo. —Hekla hizo una pausa—. Y tú también eres libre, dúlla.
—Sí —murmuró Silla, y el estómago le dio un vuelco. No estaba bien
mentir así. Ojalá hubiese escogido otra mentira. Hekla parecía una persona
maravillosa, una posible aliada, pero ahora sentía que lo había estropeado
todo.
Volvieron junto al fuego y colgaron la ropa mojada en una cuerda atada a
la carreta y a la rama de un enebro. Se sentaron junto a las llamas y
agradecieron el alivio ante el fuerte viento que les proporcionó el
cortavientos. Silla se colocó el pelo sobre un hombro para que el calor del
fuego ayudase a secarlo. Con ropa limpia, recién bañada, con el estómago
lleno y sin huir de nada. Se le estaban curando las ampollas y los
moratones, y estaba rodeada de fuertes guerreros. Por primera vez en días,
se sentía feliz.
Sin embargo, con unas pocas palabras, Rey consiguió echar por tierra
toda la paz que había conseguido alcanzar.
—Katrin, ¿has oído lo de los cadáveres que encontraron en el camino
cerca de Skarstad hace unos días?
Silla miró rápidamente a Rey y lo que vio le hizo tragar saliva. En sus
ojos había desinterés, pero también algo más… Algo peligroso.
—¿Cadáveres? —dijo Gunnar—. ¿Cuántos?
—Siete.
Sigrún hizo unos gestos e Ilías la interpretó.
—Eres de Skarstad, ¿verdad, Katrin?
Un silencio incómodo se instaló alrededor del fuego.
—No he oído nada —mintió, y rezó para que sus palabras sonasen
sinceras—. Son noticias preocupantes.
Rey permaneció impasible.
—Seis cadáveres vestidos con cotas de malla negras… Se cree que eran
asesinos a sueldo. Y otro cuerpo con el uniforme gris de la granja del jarl
Gunnell. Un campesino, según me han dicho. Es extraño —comentó. Sus
palabras eran cortantes y su puntería impecable—. Tu vestido. ¿No tiene
una flor alpina bordada? Es el sello del jarl Gunnell.
A Silla se le entrecortó la respiración. Bajó la mirada hacia el vestido
azul que llevaba puesto en ese momento. A la flor blanca que decoraba el
cinturón. ¿Cómo lo sabía? Abrió la boca un milímetro y después la cerró
con fuerza.
La mirada de Rey era inquebrantable.
—¿Nos vas a contar qué querían de un campesino seis guerreros a
sueldo, Katrin? ¿Se te ocurre algo?
Ella negó lentamente con la cabeza.
—Mentirosa —dijo Rey. Una tormenta se desató en sus ojos.
Silla tragó con fuerza y notó los ojos de todos los Hachas Sanguinarias
sobre ella.
—Katrin —dijo Rey—. Si quieres salir de este claro por tu propio pie,
será mejor que empieces a hablar. Y puedes empezar por tu verdadero
nombre.
CATORCE

Silla buscó en el cielo la Estrella Madre para pedirle consejo, o incluso la


constelación del ciervo de la suerte para pedirle buena fortuna. Sin
embargo, maldijo los atardeceres del final del verano: no estaba oscuro, así
que no tenía forma de escapar del entuerto. Habían descubierto que había
roto las normas de los Hachas Sanguinarias, y ni siquiera había pasado un
día entero. Estaba claro que la montaña andante era más inteligente de lo
que Silla había pensado.
Sus ojos se encontraron con los de Hekla y se obligó a apartar la mirada.
Si quería salir de ese agujero, tendría que crear un nuevo cúmulo de
preguntas, aunque fuese a costa de la confianza de esa mujer. No le gustaba
la idea, pero no vio otra opción: no podía contarles la verdad a los
guerreros; trabajaban para el rey y estaba segura de que la entregarían.
Respiró hondo.
—Me llamo Silla Nordvig. Creí que era mejor no usar mi verdadero
nombre. Te-tenía miedo.
Con la mirada clavada en las llamas, Silla se preparó para inventarse una
historia.
—El campesino del camino cerca de Skarstad… era mi padre. Matthias.
—Con los años, había descubierto que era mejor mezclar las mentiras con
alguna verdad. Aunque, ahora que lo pensaba, Matthias ni siquiera era su
verdadero nombre. Apartó ese pensamiento y continuó.
»Hubo una disputa por una herencia con el primo de mi padre, un
hombre problemático y cruel que fue repudiado por su propia familia.
Cuando su padre murió y sus tierras pasaron a ser nuestras, ese hombre
enfureció y nos echó a mi padre y a mí de allí. Eran nuestras tierras, nos
pertenecían legalmente, pero nos vimos obligados a… buscar trabajo en la
granja del jarl para no morir de hambre. Sin embargo, mi padre tenía los
documentos legales y a unos hombres buenos que responderían por él en la
Asamblea de verano. Solo faltaban unas semanas para que mi padre
defendiese nuestro caso y nos devolviesen las tierras.
»Íbamos de camino a casa, unos alojamientos alquilados temporalmente
a las afueras de Skarstad. Esos hombres salieron del bosque y nos atacaron,
seis guerreros contra un hombre mayor y una mujer que ni siquiera puede
desenvainar una daga. Eran unos cobardes. Mataron a mi padre. —Enterró
el rostro en las manos—. Un hombre me agarró del cuello y me llevó al
bosque. Me sujetó con tanta fuerza que no podía respirar. Intenté luchar,
pero… —Silla cometió el error de mirar a Hekla y vio la traición en su
rostro. Con una mueca, se obligó a continuar—. Si mi padre no hubiese
lanzado su daga a la espalda de ese hombre, yo habría muerto a su lado. Me
quedé inconsciente. Cuando desperté, era demasiado tarde. Estaban
muertos… todos ellos. Y yo hui.
Y después esperó… y rezó a los dioses para que su historia les pareciese
sincera.
«La reina no te matará. Al menos, no de inmediato». El recuerdo la hizo
estremecer. No podría contarles nunca la verdad a esas personas, a esos
guerreros que le eran leales al rey.
—¿Me estás diciendo que un campesino luchó y mató a seis guerreros
experimentados? —El tono sarcástico de Rey sofocó sus esperanzas.
Ese hombre… debía tener cuidado con él. Además, Rey se había fijado
en otro detalle confuso. ¿Dónde había aprendido Matthias —Tómas— a
luchar así? Era como si llevase toda la vida haciéndolo.
—En su día fue guerrero —dijo ella en voz baja, la única respuesta que
podía tener algo de sentido.
—¿A quién había jurado lealtad? —preguntó Rey.
La ira le recorrió las venas a Silla. Rey era implacable y sus preguntas no
tenían fin. Y ella temía que con cada mentira que contaba estuviese cavando
cada vez más hondo su tumba.
—Al jarl Braksson —murmuró, pensando en la granja en la que había
trabajado hacía unos años.
—¿Mossfell? —preguntó Rey con la mirada clavada en ella. Silla sabía
que debía mantenerle la mirada a toda costa y que no podía estremecerse ni
dar ninguna señal de engaño: su vida dependía de ello.
—Sí. Y cuando adquirió Midjord, prefirió pasar los veranos allí. —Le
observó asimilar la información y buscar algún otro agujero. Si no
recordaba mal, no iba a encontrar ninguno. Y por primera vez, Silla se
alegró de haber trabajado en tantas granjas y de contar con tanta
información.
El silencio que siguió a sus palabras fue tan atronador que le dolieron los
oídos. Jonas e Ilías se miraron a través del fuego. Alguien tenía que decir
algo. Lo que fuera. La verdad le arañó la garganta como si tratara de
liberarse.
Rey se levantó y apretó la mandíbula al mismo tiempo que desenvainaba
su hevrít de la funda que llevaba en la cadera. Se dirigió hacia ella y a Silla
se le aceleró el pulso.
—¿Por qué debería dejarte vivir? Has roto mis reglas. No puedo confiar
en ti. Y no podemos permitir que alguien en quien no confiamos viaje con
la banda. —El aire cambió de dirección con la dureza de sus palabras.
Silla se puso de pie y retrocedió. La luz de la hoguera se reflejó en sus
ojos, en sus mejillas bronceadas y en la capa de piel de lobo que le rodeaba
los hombros.
—Por favor —suplicó—. Por favor, te dije mi nombre antes de conocer
tus reglas. —Su espalda chocó con la lanza que sujetaba el cortavientos.
Rey avanzó y la larga hoja de su hevrít relució con malicia.
—¿Por qué debería darte otra oportunidad? Has demostrado que eres una
mentirosa.
—Porque hay que ser muy poco hombre para dejarse dominar por el
miedo y muy grande para mostrar misericordia. Y cualquiera con dos dedos
de frente ve que tú no eres un hombre pequeño.
Rey frunció el ceño y algo se asomó a sus ojos oscuros.
—¿Qué has dicho?
El corazón le latía con tanta fuerza que Silla casi no podía oírlo.
—He dicho que…
—¿Dónde has oído eso? —preguntó él—. ¿Dónde has aprendido esas
palabras?
Silla apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las
palmas de las manos.
—De… De mi padre.
Rey pareció fijar la mirada en su ojo izquierdo, en la cicatriz, y la espada
cayó a su lado sin fuerza. Aunque sintió un atisbo de alivio en su interior,
Silla no se atrevió a moverse por si rompía el hechizo.
Cuando Rey habló, lo hizo con la voz ronca.
—¿Le han puesto precio a tu cabeza?
Ella respiró para tranquilizarse.
—No.
—¿No te persigue nadie?
—Ya tienen lo que querían. Nuestras tierras. Y nadie para rebatirlo.
—Entonces, ¿nadie va a venir a buscarte?
Silla negó lentamente con la cabeza y las mentiras le crearon un nudo en
el estómago.
—¿Por qué Kopa? ¿Por qué no Reykfjord?
—E-el hermano de mi madre vive en Kopa. Allí estaré a salvo. Reykfjord
está demasiado cerca de Skarstad. Me temo que… me pasaría la vida
mirando por encima del hombro. —Le escocían los ojos. Estaba agotada y
esa conversación estaba acabando con la poca energía que le quedaba.
—Dime las normas —espetó Rey.
—Hacer todo lo que me digas —consiguió decir en voz baja—. Nada de
mentiras.
—¿Me estás mintiendo?
Observó con su fría y oscura mirada cada respiración y cada pestañeo de
Silla. Ella se deshizo del escalofrío que amenazaba con recorrerle la
espalda.
—No.
—Si vuelves a mentirme, mujer, te encontrarás con un hacha en el
cráneo. No habrá otra oportunidad.
A Silla le fallaron las fuerzas. No iba a matarla…, por lo menos, no esa
noche.
—No te mentiré —mintió Silla. Por las cenizas sagradas de los dioses,
estaba mintiendo sobre mentir. ¿Cómo había terminado así? Miró fijamente
a Rey y no supo muy bien de dónde sacó la valentía con la que dijo las
siguientes palabras—: Llegaré a Kopa.
Rey se rio.
—¿El optimismo te llevará volando hasta allí? El delirio y la ingenuidad
son una manera segura de conseguir que te maten en este camino.
Silla no dijo nada, pero le sostuvo la mirada.
Rey sacudió la cabeza, la hizo a un lado y se adentró en la oscuridad del
bosque. Silla lo miró hasta que su silueta se fundió con las sombras, como
si fuesen uno.
«Me habría matado», pensó. «Me habría matado de verdad». La
intención de asesinarla había estado ahí, en sus ojos. ¿Qué le había
detenido? ¿Por qué había cambiado de opinión? ¿Habían sido las palabras
de su padre, que ella había repetido en su desesperación? «Da igual. Este
hombre es peligroso», pensó, y se hizo a sí misma una promesa: la próxima
vez que temiese por su vida, no dudaría en marcharse. Tal vez las criaturas
del bosque fuesen menos peligrosas que el cabecilla de los Hachas
Sanguinarias.
La suave voz de Hekla la sacó de su aturdimiento.
—Así que no había marido alguno…
Por todas las estrellas del firmamento. El interrogatorio de Rey había
sido tan intenso que se había olvidado del resto de los Hachas Sanguinarias.
Se había olvidado de Hekla y de cómo su nueva historia podría hacer daño
a esa valiente mujer que solo había sido amable con ella. Sintió un nudo en
el pecho.
—No —dijo Silla, y se volvió a sentar en la caja junto al fuego. Le
suplicó con los ojos a Hekla—. No debería haber dado alas a tus
suposiciones. Ha sido un deshonor por mi parte.
—Mmm —dijo, y se puso de pie—. Algo así no debería usarse para
inventarse historias y estrategias. —Silla se estremeció y Hekla se dio la
vuelta para seguir la retirada de Rey hacia el bosque.
Silla estaba aturdida cuando se sentó junto al fuego. Había ofendido a
una amiga en potencia, su mayor aliada hasta el momento, y la montaña
andante la perseguía igual que un perro lobo iba tras el olor de un animal
herido. «Pero estás respirando», pensó para sí misma. Seguía respirando. Y
haría lo que fuese necesario para que continuase siendo así.
El silencio se apoderó de los alrededores del fuego durante varios
minutos.
—Tienes más huevos que un trol, chica —se rio entre dientes Gunnar.
Silla arrugó la nariz.
—¿Qué?
Sigrún hizo gestos con las manos desde el otro lado del fuego.
—Sigrún dice que le has mantenido la mirada a Ojos de Hacha como no
había visto hacer a nadie —dijo Jonas con tono relajado. Recostado frente
al fuego, movía la daga contra un trozo de madera con tanta destreza que ni
siquiera necesitaba mirar mientras lo hacía. Silla fijó la mirada en sus
manos, firmes y controladas, y en la forma en la que movían la daga por el
trozo de madera…
—Creía que Rey iba a estallar en llamas —dijo Ilías, por suerte,
desviando su atención.
Silla soltó un gemido.
—Me desprecia.
Ilías se dejó caer a su lado y le quitó el tapón a una petaca.
—¿Rey? No dejes que te asuste. Es pura bravuconería. —Frunció el ceño
—. Aunque una vez le vi matar a un hombre con una cuchara.
Gunnar soltó una risita.
—Me había olvidado de eso.
Silla tragó saliva con fuerza.
—¿Una cuchara?
Pero Ilías no contó cómo fue.
—Mira, más vale ser sincero con Ojos de Hacha. Ya has visto cómo le
saca la verdad a una persona. Lo hace en menos tiempo de lo que se tarda
en conseguir que la madre de Puños de Fuego se desnude y se meta entre
las pieles de tu cama.
La respuesta de Gunnar fue tan cortante como la mirada que le lanzó a
Ilías.
—¿Quieres que te rompa los dientes, Imberbe?
—No te preocupes por ellos —dijo Ilías, ignorando a Gunnar—. Por Rey
y Hekla… Se les pasará el enfado. Lo sé bien; soy el blanco habitual de su
furia.
—Ella es más valiente de lo que parece —dijo Jonas mientras la
observaba—. Y menos ratón de lo que aparenta. —Introdujo la daga más
profundamente y unos trozos de madera se curvaron como consecuencia—.
Pero este no es tu sitio, ricitos.
Sus palabras le provocaron una punzada de dolor en el pecho. Estar en un
sitio que no sentía como suyo no era algo nuevo, pero dolía igualmente.
—Bebe algo de brennsa, anda —dijo Ilías, y le pasó la petaca. Silla la
olisqueó y arrugó la nariz—: Solo arde durante un segundo o dos —dijo con
una sonrisa torcida.
Silla se llevó la petaca a los labios e hizo una mueca cuando el áspero
sabor del whisky ardiente le llenó la boca. Tuvo que hacer un gran esfuerzo
para no escupirlo al momento. Tosió al sentir el rastro abrasador en la
lengua y la garganta.
—¡Cenizas! —consiguió decir, y se secó los labios con el dorso de la
mano.
—¿Cenizas? —repitió Ilías con una sonrisa, y volvió a coger la petaca—.
Nunca habías probado la brennsa, ¿eh, Silla?
—No —admitió, y volvió a mirar las llamas.
—¿Por qué no?
—Mi padre y yo no socializábamos mucho. No íbamos a los banquetes ni
frecuentábamos los salones comunales. —Sintió el juicio de la mirada de
Ilías en la piel y frunció el ceño. Sigrún le quitó la petaca a Ilías y se la
colocó bajo el brazo para poder signar con las manos.
—Sigrún dice que el whisky ardiente es una forma de vida en el camino
—dijo Gunnar mientras Sigrún bebía de la petaca—. Es cierto. Te mantiene
caliente y ayuda a pasar el rato. Además, un poco de fuego te ayuda a
dormir como un tronco.
Ilías gimió y Sigrún negó lentamente con la cabeza.
—Gunnar, no contagies a la chica con tus horribles chistes —se quejó
Ilías.
Silla sonrió. Ya sentía la brennsa aflojándole el nudo del estómago,
calentándola, ralentizándole el pulso y relajándola.
—Además —continuó Ilías—, si vas a viajar con los Hachas
Sanguinarias, tendremos que trabajar en tus palabrotas.
—¿Qué?
—Tienes que decir palabrotas, Silla Mano de Martillo. Es un requisito
básico para viajar con la banda.
Silla soltó una carcajada.
—¿Mano de Martillo?
—Todos hemos visto el martillo que llevas contigo. Un martillo de
madera de artesano como arma es una elección atrevida. Solo la más
valiente de las guerreras elegiría algo así. Una guerrera que se merece el
nombre de Mano de Martillo.
Ella soltó una risotada y se tapó la boca con la mano.
—Soy bastante aguerrida, ¿verdad? —consiguió decir—. Aunque no diga
palabrotas.
—Tienes que hacerlo —dijo Ilías—. Es bueno para la salud. Libera las
tensiones de tu cuerpo. Si no lo haces, los malos sentimientos se acumulan
y no tienen sitio para escapar.
A Silla se le dibujó una sonrisa en los labios.
—Muy bien. —Le volvió a llegar la petaca y dio otro trago. Consiguió no
toser esta vez, aunque la cara que puso no fue propia de una señorita—.
¡Caracoles! —soltó.
—No, no, no, Mano de Martillo. Palabrotas. Palabrotas de verdad. —Ilías
sacó pecho—. ¡Por las tetas de Malla! ¡Maldito cacho de mierda seca!
¡Búscate una oveja en celo, hijo de escarabajo pelotero!
Jonas soltó una carcajada y Sigrún se rio suavemente a su lado.
Silla miró a Ilías con el ceño fruncido y negó con la cabeza.
—Si es hijo de un escarabajo pelotero, ¿cómo va a poder… hacer eso con
una oveja? La diferencia de altura… No tiene sentido, Ilías.
—Tiene razón, Imberbe —dijo Gunnar entre risas.
Ilías agitó una mano en el aire.
—Los detalles no importan. Solo lo que significa, es decir, que come
mie…
—No puedo decir eso —interrumpió Silla antes de que pudiese terminar.
—¿Por qué no?
Ella se limitó a sacudir la cabeza. Sintió un calorcillo en el estómago y
felicidad entre las orejas. Envalentonada, miró una vez más a Jonas y le
recorrió con la mirada las piernas y el amplio pecho de guerrero. Cuando
llegó a su rostro, se dio cuenta de que él tenía los ojos azules clavados en
ella y una sonrisa en los labios.
«Pillada», pensó ella. Con las mejillas sonrojadas por la vergüenza, Silla
volvió a mirar el fuego.
—Joder —susurró. Lo último que quería era que ese hombre creyese que
le admiraba de ninguna forma.
—Más alto, Mano de Martillo —la animó Ilías—. Que los dioses te
oigan.
—¡Joder! —dijo un poco más alto.
Sonrió ligeramente al ver la expresión de orgullo en el rostro de Ilías. Por
lo menos algunas de estas personas sí le caían bien. Lo cómodos que
estaban entre ellos y la camaradería que compartían le hicieron pensar que
tal vez no estuviese tan mal viajar con ellos, siempre y cuando mantuviese
las distancias con Ojos de Hacha y el Lobo.
—Seguro que pronto la oiremos decir más palabrotas que a la madre de
Puños de Fuego entre las pieles de mi cama —dijo Ilías.
Gunnar gruñó y se lanzó contra él. Silla apenas pudo apartarse a tiempo
antes de que los guerreros se estrellaran contra el suelo.
—¿No los vais a detener? —preguntó mientras se recogía la falda y se
alejaba hasta llegar al otro lado del fuego. Jonas se rio suavemente,
mientras que Sigrún se limitaba a encogerse de hombros. Silla vio por qué
Gunnar se había ganado el nombre de Puños de Fuego; sus manos eran un
borrón mientras atizaba a Ilías.
Silla frunció el ceño.
—Esto es… normal. —Había una caja vacía al lado de Jonas. Silla tragó
saliva y se sentó sobre ella. Cuando miró a Jonas, se quedó boquiabierta.
Tenía una figurita pequeña en las manos y con la punta de la daga estaba
profundizando los surcos de la barba curva y la armadura angulosa del
guerrero.
—¿Te gusta lo que ves, Silla? —murmuró él, y ella apretó los labios con
fuerza. Su verdadero nombre sonaba extraño en sus labios… y agradable.
—La figurita es muy bonita —consiguió decir, y después se obligó a ser
amable con él—. Se te da bien.
—Y a ti se te da bien serpentear hasta hacerte un hueco en la banda —
murmuró él.
Silla respiró por la nariz.
—¿Ahora soy una serpiente? —preguntó—. Creía que solo era un ratón.
—Un problema, eso es lo que eres —dijo él, y levantó sus deslumbrantes
ojos azules hacia los suyos—. No soy idiota.
A Silla le ardió el vientre y sintió un hormigueo en la piel. Estaba
empezando a quedar claro que viajar con ese grupo iba a ser una prueba de
fuego para su paciencia y su fuerza de voluntad.
—No te pongas muy cómoda —dijo Jonas, y volvió a concentrarse en la
figurita tallada.
A ella se le escapó una carcajada.
—Claro, porque estar atada a un árbol y que me amenacen de muerte es
la mar de cómodo.
—A algunas mujeres les gusta que las aten con una cuerda.
Silla se quedó boquiabierta.
¿Acababa de…? ¿De verdad había…? Reprimió el deseo de coger la
daga del hombre y clavársela en la mano.
Jonas se giró y la recorrió con la mirada.
—No lo habría esperado de ti, pero ya he hecho suposiciones erróneas en
el pasado.
Silla se puso de pie de un salto. Apretó los puños y luego sacudió las
manos.
—Creo que me retiro a dormir por esta noche.
Silla se alejó con incomodidad del fuego y la risa ronca de Jonas la
persiguió en toda la oscuridad. Cogió una piel de la carreta y eligió un lugar
en la hierba para poder pasar la noche. Se acurrucó de un lado, se tapó con
su capa y las pieles, y se quedó mirando al frente con la mirada perdida.
¿Volvería Rey y la sacaría a rastras de la cama para atarla al tronco de un
árbol?
La niña rubia se tumbó bocabajo a su lado y apoyó las mejillas en los
puños.
—Tienes que ganártelos, Silla.
Silla soltó un largo suspiro.
—No me lo están poniendo nada fácil. —Había evitado de milagro el
hacha de Rey por esa noche, pero ¿qué la aguardaba al día siguiente? Solo
pensar en ello la consumía.
La chiquilla se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Puedes hacerlo. Eres una superviviente.
Superviviente. Esa palabra hizo que se le llenasen los ojos de lágrimas.
Silla sacó la túnica de su padre del zurrón y se la llevó a la nariz. El olor
que todavía la impregnaba la reconfortó; era lo único de él que todavía
viajaba con ella.
—Mantente alerta —continuó la niña—. Gánatelos, pero no te encariñes
demasiado.
Silla asintió con la cabeza. Tenía que ganárselos sin revelar la verdad. Si
los Hachas Sanguinarias descubrían que la reina la estaba persiguiendo,
seguramente, la entregarían a la corona.
Pasase lo que pasase, no podía bajar la guardia.
QUINCE

—Solo hay una solución —afirmó Jonas. Extrajo el ungüento de


hierbas del cuenco, suspiró y lo aplicó sobre la mandíbula hinchada de su
madre.
Ella contemplaba con ojos vidriosos las vigas de la casa comunal y él se
preguntó si sería capaz de hablar en su estado. Sumergió nuevamente los
dedos en la mezcla acre, sacó un poco más y se la extendió con suavidad en
el pómulo. Se le había ido la mano esta vez; era la peor que Jonas había
visto en meses.
—Tienes que divorciarte de él —susurró, echando una ojeada rápida al
salón. Su padre seguía inconsciente, desplomado sobre la mesa. Desde
donde estaba le llegaba el hedor a cerveza y a orín.
Su madre abrió la boca, pero la cerró. Jonas entornó los ojos. Por lo
visto, ella elegía no hablar.
—Si los vecinos corroboran la naturaleza de tus lesiones, la Asamblea te
concederá el divorcio con facilidad. —Se le llenó el pecho de esperanza
ante la idea. Un nuevo comienzo, para los tres. No más violencia.
Liberados del yugo del temperamento de su padre, de ir siempre con pies de
plomo para no ofenderlo, sin saber qué detalle insignificante lo indignaría
esa vez.
Podía ser reírse de algo que su padre no pretendía que fuera gracioso. O
que su madre le hubiera pasado la fuente de estofado con menos trozos de
carne. O que estuviera lloviendo o que hubiera perdido otros diez sólas
apostando en el gran salón.
A los diez años, Jonas había desarrollado el oído para identificar el tono
de voz de su padre. Sabía exactamente cuándo hacerse pequeño, cuándo
escabullirse entre las sombras con Ilías y fundirse con el olmo. Había
aprendido a soportar los quejidos de su madre cuando la maltrataba.
Pero este plan… tenía que salir bien. El vecino encontró a Jonas y a Ilías
en el árbol. Echó un vistazo a la casa comunal y les dijo a los hermanos la
palabra que los llenó de esperanza: «divorcio».
Jonas se aferró a ese término durante semanas y recopiló información en
secreto. Supo que si una mujer mostraba heridas visibles en el cuerpo, y
personas honorables respondían por ella en la Asamblea, el Portavoz de la
Ley se lo otorgaría de buena gana.
Su madre abrió los labios, agrietados, y su respuesta fue un mero
susurro.
—No.
La esperanza se le desvaneció en el pecho y le dejó sin fuerzas las
extremidades.
—Pero…
Ella lo miró a los ojos; el brillo que siempre habían desprendido llevaba
tiempo apagado. Se humedeció los labios con la lengua y dijo con voz
oxidada:
—Es mi marido. No puedo.
Jonas comprendió lo que su madre no llegó a decir.
Lo amo.
Lo amo y no lo abandonaré.
Lo amo y os condeno a ti y a tu hermano a esta vida miserable.
Así era el amor. Volvía a las personas egoístas. Las hacía cautivas. Las
empujaba hacia su propia perdición. Miró a su madre, con el alma
ardiendo de odio.
El amor no era más que un arma que podía usarse en tu contra. Era más
seguro estar solo.
A Jonas se le endureció el corazón y se juró a sí mismo en silencio:
«Nunca dejarás que te pase».

JONAS SE DESPERTÓ SOBRESALTADO, con el estómago revuelto por


las náuseas. Jadeó varias veces y se incorporó. «Era un sueño», se dijo.
«Solo estaba soñando». Cerró los ojos. Visualizó el robusto tronco del
olmo, con su llamativo salpicado de ramas. Observó el trigo dorado
ondeando en los campos; el cielo coloreado con las pinceladas de los dioses
—rosas, amarillos y azules— y el sol que se escondía en el horizonte.
El pulso le volvió a la normalidad y el pecho se le relajó. Los sueños eran
una bendición y una maldición; un eco de su pasado, pero un recordatorio
de su futuro.
Una risa desconocida le llegó a los oídos y se le encogió otra vez el
estómago. Había olvidado por un momento que ahora había alguien más
con ellos. Sentado, se frotó los ojos somnolientos.
El día era sombrío, las nubes colgaban bajas del cielo y un cuervo
graznaba entre los pinos del bosque. La hierba a su alrededor estaba
húmeda por el rocío y Jonas pensó que pronto las hojas se cubrirían de
escarcha y que la Hermandad tendría que sacar las tiendas del remolque.
A su derecha, Gunnar estaba boca abajo; los mechones de su cabellera
negra asomaban bajo una montaña de pieles. El resto de las mantas ya
estaban recogidas para el día de viaje. Jonas buscó a su hermano —siempre
era el último en levantarse—, pero entonces se acordó de que a Ilías le
había tocado hacer la guardia nocturna.
El olor a comida cocinada flotó hasta su nariz y, de repente, Jonas se
despertó por completo.
Enrolló sus pieles de dormir, se echó agua fría del arroyo en la cara y se
colocó la armadura lébrynja de diario. Alisó las escamas del pecho y
hombros y dirigió la mirada a la fogata. La espalda de Silla se agitaba
disimulando carcajadas silenciosas mientras Ilías hablaba animado, con los
ojos brillantes, pese a haber pasado la noche de imaginaria.
Jonas sentía un gran afecto por su hermano y una pizca de celos por su
habilidad para conseguir que la gente se sintiera cómoda a su lado. Sí, las
mujeres se le echaban encima a Jonas, pero el interés era solo superficial.
«Que es justo lo que quieres», se recordó.
Ilías, por otro lado, era experto en hacer amigos, en mostrar su
fascinación por las historias que le contaban los demás. A pesar de todo, no
había perdido la chispa. Y Jonas deseaba que nunca lo hiciera.
El choque de metales le llamó la atención. Rey y Hekla practicaban el
arte de la espada en el límite del claro del bosque. Observó a Hekla
agacharse para esquivar el movimiento en arco de su oponente y
contraatacar con su inusual y poderoso manejo de la zurda. Ella tropezó,
lanzó su brazo protésico para estabilizarse, maldiciendo la curvatura
inesperada de sus dedos y cayó al suelo. Él no se ablandó y Hekla rodó para
escapar del siguiente ataque.
Jonas bostezó y se acercó a la hoguera.
—Buenos días —dijo, con la voz pastosa por el sueño.
—Buenos días, Jonas. —Silla le puso entre las manos una taza humeante
de róa especiado. Él la miró durante un largo segundo. Se había encargado
de cocinar la noche anterior con gran entusiasmo y esa mañana ya estaba en
pie y sonriente.
«Dos comidas no compensan su engaño», pensó con amargura.
Cruzaron la mirada y ambos forzaron la sonrisa por igual.
—¿Te gusta el róa endulzado con miel? —preguntó ella.
—Por supuesto —respondió él apretando los dientes.
Silla sonrió y se le hincharon las mejillas, revelando un hoyuelo en la
derecha.
—A mí también —dijo ella, antes de dirigirse a su hermano—. ¿Ves,
Ilías? Tienes que probarlo.
Mientras Silla removía una cucharada de miel en su taza, un aroma captó
su atención. Olía como a gachas de avena, pero como… con frutos secos.
—¿A qué huele? —Se acercó al fuego y se asomó a la olla. Aquello tenía
pinta de gachas auténticas, no como la monstruosidad que Sigrún les servía
cada mañana. Y olía… de maravilla.
—Ha tostado la avena—dijo Ilías tras él—. Tos-ta-di-ta.
Jonas hizo un esfuerzo para no mostrar su sorpresa y se volvió para mirar
a la chica de pelo rizado. El rubor le trepó por el cuello cuando ella le
ofreció un plato.
—En realidad es muy sencillo. Te impresionas con demasiada facilidad,
Ilías.
Jonas se acomodó frente a la hoguera y se centró en su desayuno. Los
ojos se le abrieron como platos con la primera cucharada —no sabía que las
gachas pudieran saber así de bien—. Sería, como dijo Ilías, porque las había
tostado. Por un momento consideró la idea de comer así cada día del
trayecto. Lo haría más llevadero. Pero eso significaría complacer a aquella
mujer, cuando la Hermandad del Hacha Sanguinaria tenía asuntos más
apremiantes de los que ocuparse.
Rey se acercó y recibió con resentimiento la taza de róa humeante que le
tendió Silla.
—¡Buenos días, Rey! —exclamó ella con alegría—. ¿Has acabado de
entrenar? ¿Practicas a diario?
Rey arrugó la frente.
—¿Y tú siempre hablas tanto?
—Sí —respondió la irritante muchacha sin dejar de sonreír.
Sorprendentemente, no tenía miedo de Ojos de Hacha y era mucho menos
callada de lo que Jonas había supuesto en un principio. Recorrió con la
mirada su vestido desaliñado —abotonado hasta el cuello— y se preguntó
qué otros secretos ocultaba. «Por las pelotas de Hábrók», pensó, a la vez
que fruncía el ceño. Aquel sueño le había perturbado la mente.
Silla le puso un plato en las manos a Rey, y era difícil no percatarse de
que estaba hasta arriba de gachas, con mucha más cantidad que el resto de
las raciones. La muchacha ya había notado que nunca dejaba de comer;
aquel hombre estaba siempre hambriento.
Rey arrugó aún más la frente:
—No es normal estar tan… alegre a esta hora del día.
En la garganta de Silla burbujeó una risita, pero cuando se dio cuenta de
que Rey estaba serio, hizo un extraño sonido de atragantamiento y se afanó
en remover el contenido de la olla. Jonas pasó el resto del almuerzo
intentando centrar el pensamiento en los sólas escondidos, en la misión en
Istré y en sus tierras. Ambos hermanos llevaban esforzándose cinco largos
años para recuperarlas. Habían dormido en el suelo, frío y duro, y habían
derramado sangre y dolor propio y ajeno. Cuando recuperaran lo que era
suyo, sería porque se lo habían ganado a pulso, no porque nadie se hubiera
apiadado de ellos.

ESA NOCHE acamparon en un claro en medio de los pinos, cuyas agujas


verdes y dentadas enmarcaban un cielo cubierto de nubes. Sigrún había
cazado dos conejos más aquel día y Silla los cocinó en un espeto y los
sirvió con los trozos de pan restantes. Era consciente de que no había
obtenido el mejor resultado, pero los ingredientes con los que contaba
limitaban las opciones. Aun así, toda la banda rebañó los platos y no hubo
quejas. Con unas setas o unas hierbas adicionales, Silla podría haber hecho
un plato mil veces más sabroso; tan delicioso que la Hermandad querría
tenerla a su lado todo el camino hasta el norte.
Después de fregar los cacharros, Silla miró al grupo. El fuego era bajo y
de color naranja brillante; Ilías, Sigrún y Jonas hacían corro inmersos en
plena partida de dados; no había rastro ni de Rey ni de Hekla ni de Gunnar.
Se había pasado la tarde intentando alejar los recuerdos ni de su padre.
Pero ahora que llegaba la calma de la noche, los pensamientos se colaban
por los barrotes de la jaula de su mente y la llenaban de dolor y tristeza.
«Te he querido como si fueras de mi sangre».
«¿Y entonces por qué no confiaste en mí?», quería gritar. «¿Por qué no
me contaste la verdad?». Silla acarició el vial que llevaba colgado al cuello
y sus pensamientos cambiaron de rumbo al instante.
«Hojas para olvidarlo. Hojas para sentirme mejor».
Cerró los ojos con fuerza con la intención de acallar su voz interior. Silla
ya se había tomado la hojita de skjöld que le correspondía para la noche,
pero su cuerpo tenía sed de más. Siempre «una más». Siempre «no haces
daño a nadie». Siempre «te mereces un poco de felicidad». Las sacó del
frasco, las esparció y las contó una vez. Dos veces. Tres veces.
Había diez.
Diez hojas, diez noches, diez dosis era lo único que le quedaba antes de
encontrarse indefensa cuando la ola de dolor la engullera. Desdobló el mapa
y recorrió con el dedo el camino hasta el punto que indicaba la ubicación de
Svarti. Si seguían al mismo ritmo, llegarían antes de que el contenido del
frasco se vaciara. Intentó tranquilizarse una y otra vez, pero igualmente la
angustia le ardía en el estómago.
«Tómate una».
—Necesito moverme —dijo entre dientes, incapaz de seguir sentada con
sus pensamientos y preocupaciones ni un minuto más. Miró hacia el
bosque. Había silencio. Calma. Cuando los Hachas no miraban, se guardó
unas cortezas de pan en el bolsillo para ofrecérselas a los espíritus. Si
encontrara plantas comestibles, las añadiría a la ofrenda y tal vez así
compensaría la ausencia de la noche anterior.
Cogió una cesta vacía, de las que usaban para almacenar provisiones, y
reafirmó su decisión. Se quedaría cerca y sería rápida. Acto seguido, se
escabulló entre las sombras de los árboles.
El bosque desprendía un aroma dulce y terroso, y el silencio solo se
rompía con el crujido de las hojas de pino bajo sus pies, a medida que
avanzaba entre los árboles. Al cabo de unos minutos, reconoció la curvatura
de un tallo de acedera silvestre que contrastaba con el tronco blanquecino
de un abedul. Se agachó para examinarla, pero se enderezó a toda prisa
cuando una frágil ramita crujió. Se giró con lentitud y se le escapó un
suspiro tembloroso al reconocer la silueta apoyada contra un árbol.
Era Jonas.
La última luz del día se reflejaba en las hebillas de bronce que le
cerraban la chaqueta acorazada y en el mechón de pelo dorado que tensaba
y aseguraba el moño de la coronilla. Él no dijo nada, pero la miraba con sus
ojos azules de un modo tan profundo e intenso que sentía como si tiraran de
ella para acercarla. Silla abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Hola, Jonas —logró decir—. Tenemos que dejar de encontrarnos así.
Él la miraba perplejo y ella no podía más que apretar los labios con
fuerza.
La mirada de Jonas se endureció y se puso serio.
—No deberías estar aquí sola. Hay lobos en estos bosques.
La atracción de su mirada se intensificó y a ella se le erizó la piel.
—Entonces agradezco tu compañía, guerrero.
Bajó aún más las cejas.
—No.
—No, ¿qué?
—Que no. He venido a llevarte de vuelta al campamento. Tengo mejores
cosas que hacer que cuidar de una niña imprudente que quiere recoger
flores en un bosque lleno de monstruos.
Silla levantó las manos sin dejar de mirarlo.
—No soy una niña. He visto veinte inviernos. —«¿Cuántos años tendría
él?» Escrutó su rostro. Veinticinco, tal vez—. Y aprecio tu preocupación,
pero no necesito que cuiden de mí.
Una sonrisa de superioridad apareció en los labios de Jonas mientras se
cruzaba de brazos.
—Hay cosas entre estos árboles que te darían pesadillas.
—Seguro que no son rival para lo que ya sueño. —Las palabras le
salieron sin freno. La muchacha miró al suelo, consumida por el recuerdo
de su pesadilla. Detestaba que la hubiera visto en ese momento de
vulnerabilidad. Negó con la cabeza y suspiró—. ¿Por qué me has seguido?
Creía que te encantaría la ida de que alguna criatura del bosque acabara
conmigo.
Jonas desvió la mirada al árbol detrás de ella y apretó los labios.
—¿No es lo que deseas?
—No.
Invadida por la sorpresa, Silla se quedó de repente sin palabras.
—No pienses que significa algo, Ricitos. Solo es mi absurda conciencia.
Nada más.
Ella juntó las cejas; la mente le daba vueltas. El guerrero controlador y
hambriento de riqueza preocupado por su seguridad. Sí que tenía
conciencia, al parecer.
—¿Y tu conciencia ha visto setas en estos bosques?
Él miró al cielo.
—No. Mi conciencia insiste en que vuelvas a la seguridad del
campamento.
—Cinco minutos. —Se volvió hacia la acedera y se agachó para coger un
puñado de hojas.
Jonas se burló.
—No tengo claro si eres valiente o solo estúpida.
—Sin duda alguna, valiente —bromeó mientras guardaba las hojas en la
cesta. Se puso de pie y empezó a caminar entre los árboles, examinando el
suelo en busca de sombreros de setas.
—Debería cargarte al hombro —refunfuñó Jonas, avanzando con
desazón detrás de ella—. ¿Qué harías entonces?
Muy a su pesar, la idea hizo que le ardieran las entrañas. Decidió que lo
mejor que podía hacer era ignorarlo.
Una rama se partió con brusquedad detrás ella.
—No pongas a prueba mi paciencia, Ricitos.
—Déjame en paz, Jonas.
—No puedo —gruñó él.
—¿Por qué no? —preguntó, dándose la vuelta para mirarlo. ¿Por qué se
preocupaba por ella? ¿Qué clase de extraño código moral tenía este
hombre? Repasó con los ojos la cicatriz de su pómulo—. Yo… No puedo
quedarme ahí sentada —murmuró, desviando la mirada—. No puedo
quedarme ahí con mis pensamientos. Necesito hacer algo. Necesito
moverme.
Jonas se pasó una mano por el pelo y tiró del moño de la coronilla.
Respiró profundamente y aceptó.
—Cinco minutos.
Silla sonrió e intentó no saltar de alegría.
—Tu estómago te lo agradecerá mañana en la cena, cuando haya
conseguido setas y hierbas para el estofado. —Sin añadir: «Y cuando los
espíritus del bosque no nos cubran de niebla ni abran zanjas en los claros
para que los caballos tropiecen».
Él refunfuñó algo que ella no alcanzó a oír. Caminaron en silencio. Silla
buscaba en la penumbra indicios de hierbas o setas, pero cuanto más tiempo
pasaba sin rastro de plantas comestibles, más se le encogía el estómago.
Tendría que conformarse con la escasa acedera que había encontrado. Era
mejor que nada.
—¿De verdad perdisteis vuestras tierras? —preguntó Jonas, sacándola a
rastras de sus pensamientos.
Silla se dio la vuelta y parpadeó. Había algo en su expresión que no
acababa de identificar. Lentamente, asintió.
—Lo siento. —Jonas abrió la boca y la cerró a continuación. Se le
endureció la mirada—. De todos modos, eso no justifica que te subieras a
nuestra carreta.
—Créeme, si hubiera sabido que esa carreta era vuestra, me habría
quedado bien lejos de ella —afirmó Silla con aspereza—. Seguro que
entiendes que estaba desesperada. Sin dinero, asustada… Los hombres de
mi primo querían apresarme y cortarme el cuello. ¿Qué querías que hiciera?
—Que te ganaras el viaje, no que lo robaras.
—Eres bastante testarudo —respondió, con un suspiro de exasperación.
La mente de aquel hombre era igual de inconmovible que la de un trol
viendo una puesta de sol.
—Soy tenaz porque entiendo lo que significa el trabajo —replicó él en
voz baja. Se acercó a ella, y Silla tuvo que hacer un esfuerzo para no perder
el equilibrio—. A mí no me han regalado nada en este mundo.
La muchacha no pudo reprimir la risa que burbujeó en su interior.
—¿Y tú te crees que a mí sí que me lo han regalado…?
Ahora él estaba más cerca, y era mucho más alto que ella. Las palabras se
le desvanecieron en la lengua y el corazón le bombeaba energía por las
venas.
—Esta misión es importante. La mejor pagada que hemos tenido nunca.
Si me la echas a perder…
El temperamento de Silla estalló con brusquedad y le fortaleció las
extremidades. Dejó caer la cesta, agarró a Jonas por las hebillas de la
armadura y lo empujó con fuerza contra un árbol. Sentía su corazón
latiendo en los oídos y la sangre hirviendo.
—Escúchame, Lobo —gruñó—. He visto morir a mi padre. He
sobrevivido a lobos gigantes y a los asaltantes del Pinar Serpentino. No
necesito que un guerrero grandullón y codicioso me mangonee.
Jonas la miró fijamente y los ojos se le oscurecieron.
—No eres un ratoncito, en absoluto. Y tampoco eres obediente que
digamos.
A Silla se le aflojó el estómago y se puso nerviosa al escuchar sus
palabras, pero apenas tuvo tiempo de considerarlas. Jonas levantó las manos
y, con un movimiento rápido que no vio venir, él hizo un giro y, de repente,
ella se encontró con la espalda contra el árbol y las muñecas inmovilizadas
a los lados. Respiró profundamente. Miró con detenimiento aquellos
exasperantes ojos azules. Estaba tan cerca que podía olerlo: metal, cuero y
ese aroma tan propio de él.
Jonas se inclinó sobre ella y la calidez de su aliento le acarició la mejilla
como una pluma.
—Me da igual lo que pienses.
Durante un momento, se quedó sin habla. Pero ella ya había tenido
bastante y deseaba hacérselo saber.
—En realidad no te da igual —susurró, mirándolo con dureza—. Te
preocupa lo que piensa todo el mundo, ¿a que sí? Porque eso es lo único
que tienes: una cara bonita. Aparte de eso, estoy segura de que no hay nada
digno de mención.
Tal vez había perdido la cabeza y el sentido de preservación. Silla no
entendía por qué disfrutaba tanto burlándose de aquel guerrero; aquel
hombre que era capaz de partirle el cuello sin pensárselo dos veces. Pero la
había seguido hasta el bosque. Había dicho que no quería que le pasara
nada. Y cada demostración de fuerza de su mandíbula, cada aliento
entrecortado contra su piel hacía que se le estremeciera todo el cuerpo.
Más. Silla quería más.
Jonas se quedó contemplando su boca un instante antes de encontrarse
con la mirada abrasadora de ella.
—Deberías llevar cuidado con lo que dices de mí.
—¿O qué? —Se humedeció los labios; el corazón le daba golpes sordos
en el pecho. Sentía la rabia, pura y cruda, que llenaba el aire entre ellos.
Debería asustarla, pero, en realidad, la animaba, la excitaba.
Jonas le clavó sus ojos azules.
—Tú significas problemas, Silla. Y está claro que necesitas aprender
algo. —Se acercó más y ella cerró los ojos; cuando habló, la voz le salió
grave y áspera—: No juegues a juegos que no puedas ganar.
Ella abrió los ojos.
La presión en las muñecas se aflojó y Jonas dio un paso atrás.
—Vuelve al campamento. Este bosque no es seguro para ti.
El cuerpo insensato de Silla palpitaba anhelando aquella calidez, pero
Jonas ya se había alejado, como el lobo que era.
En un momento de confusión, consideró ir tras él, pero después de
inhalar profundamente varias veces el aire del bosque, Silla recobró los
sentidos. Recogió la cesta del suelo, sacó parte de las hojas de acedera y
montó un pequeño altar para los espíritus en la base del árbol. Colocó las
cortezas de pan con manos temblorosas y susurró:
—No tengo hidromiel, pero espero que esto sea suficiente.
A continuación, se dirigió de vuelta al campamento, con la piel
consumida por la frustración y la rabia. Y cuando divisó las llamas de la
hoguera, le vino un pensamiento.
Ni una vez, en los últimos veinte minutos, se había acordado de las
hojitas de sjköld… ni de su padre.
DIECISÉIS

A Silla siempre le había gustado madrugar y solía despertase


irremediablemente contenta, pero aquella mañana le costó salir de debajo de
las pieles. Hasta el momento, había liado un poco las cosas, y ahora tenía
que hacer frente a Rey, que olfateaba obstinado sus mentiras; a Hekla, a
quien había ofendido profundamente, y a Jonas…, aunque no estaba segura
de qué pensar sobre su encuentro con él de la noche anterior.
—Que no decaiga el ánimo, Silla —murmuró para sus adentros mientras
se trenzaba el cabello—. Es un día nuevo. Una nueva oportunidad para
hacer las cosas bien.
El cielo estaba gris, con las nubes cargadas de lluvia y un aire frío que
convertía su aliento en vaho. De camino a la fogata, Silla pasó al lado de
Rey, que practicaba poses con la espada. Agarraba la empuñadura con
ambas manos y la hacía oscilar a un lado y a otro en poderosas curvas para
terminar con una rodilla en el suelo levantando la espada en posición
defensiva. Todo eso había ocurrido en un par de latidos o menos; eran
movimientos que, lógicamente, ya tenía memorizados. La concentración de
Rey era inquebrantable, y por la rigidez de su rostro diría que se lo tomaba
igual de en serio que todo lo demás en su vida.
Sigrún removía las brasas después de una larguísima noche de vigilancia.
A medida que se acercaba, le hizo un gesto con las manos que Silla
reconoció como un saludo y ella lo repitió de vuelta. Sigrún asintió antes de
dirigirse al arroyo y ella se puso manos a la obra con la preparación del
desayuno.
Avivó el fuego, puso el agua a hervir y doró los granos para las gachas en
la cazuela. Era un alivio perderse en aquella tarea mecánica, aunque fuera
unas pocas horas al día. Un poquito de normalidad entre las ruinas de su
vida.
«A mi padre le habría encantado esto», pensó. Las lágrimas le escocían
en los ojos mientras removía el contenido de la olla.
—Te echo de menos —susurró, y se le encogió el pecho. Sin embargo, la
ternura de aquellos pensamientos pronto se vio reemplazada por la rabia
ante su traición.
Por suerte, no tuvo mucho tiempo para pensar en aquello, pues la
Hermandad ya estaba en marcha y la mantenía ocupada. Repartió los
cuencos de gachas y las tazas con el róa especiado, y un «buenos días»
conforme iban llegando. Incluso a Hekla, que aceptó el saludo con un
asentimiento silencioso. Incluso a Rey, que simplemente resopló. También a
Jonas, cuya mirada desde el otro lado de la hoguera era un anzuelo
enganchado a su estómago que tiraba de ella.
Maldijo a aquel hombre y a su naturaleza pendenciera. Pero la noche
anterior… ¿eran imaginaciones suyas o algo había cambiado? El recuerdo
de su cuerpo empujándola contra el árbol hacía que corriera un sentimiento
por sus venas que le elevaba la temperatura corporal. De todos modos, daba
igual. Aunque Jonas no la rechazara, Silla no le permitiría acercarse.
Tras enjuagar los utensilios y apagar el fuego con el agua de fregar, cada
uno se montó en su caballo. Silla se acercó a la yegua blanca de pelo
brillante. Miró de refilón, se sacó una zanahoria que llevaba escondida en el
bolsillo y se la acercó a Caballo para que la alcanzara con los dientes.
—Lo sé, es poca cosa. Te prometo que cuidaré de ti si me dejan
quedarme —le susurró al animal mientras le acariciaba la frente—. ¿Me
ayudas con tu jinete? ¿Me contarás cómo ganarme su confianza?
Caballo le dio un empujoncito suave pidiendo más zanahorias.
—Mañana más. Prometido.
Silla le acarició la nariz, luego se subió al remolque y se sentó sobre el
nido de pieles. Aunque la noche anterior le había desatado las manos, Rey
volvió a atárselas al lateral de la carreta. Y bajo un cielo sombrío, se
incorporaron al Camino de Huesos.
La mañana transcurría tranquila e increíblemente aburrida. Silla cambió
de posición para acomodarse y se quedó mirando absorta hacia la parte
posterior del remolque. Se encontraba en ese punto de abstracción entre la
vigilia y el sueño cuando vio moverse algo en el bosque. Enderezó la
espalda y entrecerró los ojos para enfocar mejor entre los árboles.
Nada. Solo quietud.
«Seguramente será un venado», pensó, y se recostó de nuevo sobre las
pieles.
Un pájaro trinó, durante más tiempo y con más intensidad que los demás.
Aquel sonido le puso de punta el vello de los brazos. Se incorporó otra vez.
—¿Rey? —llamó, pero él no se giró. Seguro que eran imaginaciones
suyas. Sería un simple pájaro, o puede que un espíritu juguetón del bosque.
Y, entonces, ocurrió —tan rápido que apenas tuvo tiempo de procesarlo
—: una avalancha de guerreros salió de entre los árboles y los rodeó.
Habría una veintena, armados con hachas enormes y escudos, y sus
melenas ondeaban indómitas bajo los yelmos. Los hombres los miraban con
dureza. Portaban petos de cuero con marcas y rasguños, y en cada broquel
el emblema de un cuervo negro con una espada en el pico. De forma
sincronizada, los hombres se dividieron en silencio en grupos de tres o
cuatro. Estaba claro que el ataque había sido planificado a conciencia.
—¡Rey! —gritó Silla, pero él ya estaba a su lado. Cortó con la hévrit las
ataduras, la agarró por debajo de los brazos con sus fuertes manos y la
levantó de su asiento de pieles para dejarla caer bruscamente en el suelo y
empujarla bajo el carromato.
—¡Quédate ahí! —ordenó.
El pulso le latía con la fuerza de un martillo. Las piedras del Camino de
Huesos se le clavaban entre las costillas mientras se afanaba en
desenrollarse la soga de las muñecas y, en ese momento, vio tres pares de
pies aproximándose a Rey.
—Los Cuervos de Hierro controlamos este tramo del camino —gruñó
uno de ellos—. Tenemos que inspeccionar el remolque. Y pagaréis
quinientos sólas por el peaje.
—No pagaremos ningún peaje —replicó Rey con brusquedad, con sus
botas de punta afilada separadas unos centímetros—. Y no tocaréis el
remolque. Tenemos órdenes de que el contenido sea confidencial.
—Todo el mundo paga el peaje —replicó otra voz—. Hay veinte
hombres más entre los árboles dispuestos a enseñaros sus hachas.
—¿Sabéis quiénes somos? —preguntó Rey.
—No nos importa. Pagad el tributo o nos veremos obligados a retirar
nuestra buena voluntad —dijo otro par de botas avanzando.
—No. Pagaremos. Ningún. Peaje —replicó Rey—. Y voy a repetirlo, ya
que parece que tenéis la inteligencia embotada: defenderemos esta carreta
con la espada. ¿Lo entendéis o lo digo más despacio?
Las botas dieron otro paso adelante.
—Si apreciáis vuestra vida, será mejor que no habléis así, guerrero. ¿Qué
hay en esa carreta que tiene tanto valor?
—No me hagáis malgastar aliento —refunfuñó Rey—. Ya lo sabéis.
—Parece que tenéis los oídos taponados —dijo el primer hombre—.
Mostradme qué escondéis ahí o vuestros huesos acabarán junto a los del
camino.
—¿Por qué tengo que enseñaros nada si ya sabéis lo que hay? Nos
estabais esperando, ¿no es cierto? —preguntó Rey.
—Debe ser algo de valor —respondió el primer hombre, arrimándose al
remolque.
—Yo de ti no me acercaría —advirtió Rey—, a menos que quieras ver
cómo te separo la cabeza del cuello.
Silla oyó el suave chirrido de una espada que se desenvainaba y el
crujido de la grava bajo varios hombres aproximándose. El pulso se le
disparó al galope una vez más. Uno de los pares de botas arremetió contra
la parte trasera de la carreta. Rey refunfuñó y cambió el peso de pierna.
Silla oyó entonces un sonido húmedo y de succión. Y, acto seguido, el
guerrero gruñó y se derrumbó.
Unos ojos negros la miraban fijamente, y la boca del hombre se abría y se
cerraba como la de un pez. Se llevó las manos al cuello, pero la sangre se le
filtraba por los dedos formando un charco en el suelo. Una serie de jadeos
desesperados y horribles le provocaron un escalofrío y Silla cerró los ojos
con fuerza hasta que los quejidos cesaron.
—Te arrepentirás de esto, kunta comemierda —gritó enfadado uno de los
asaltantes, y Silla abrió los ojos alarmada; varios pares de botas crujieron
esta vez mientras avanzaban hacia ellos.
—Me han llamado cosas peores —murmuró Rey.
Un silbido agudo atravesó el aire y el caos se desató por doquier.
Gritos airados y choques de metales discordantes ondeaban al viento.
Rey se lanzó tras los otros dos hombres, lejos de la carreta, por lo que Silla
pudo verlo enfrentarse a ambos oponentes con la misma fijación inclemente
con la que lo había visto practicar. Uno de ellos recibió un corte en la
garganta y en el aire se desparramó un arco de sangre que salpicó la cara de
Rey y embarró el Camino de Huesos.
—Dioses misericordiosos —rezó Silla, invadida por la repulsión y el
terror. Quería apartar la mirada, pero no pudo. Había una especie de arte
macabro en lo que hacía; en sus movimientos sinuosos repartiendo muerte
de un modo eficiente, casi histriónico.
Esquivando el golpe de otro hombre, Rey hundió la espada en las corvas
de su adversario. Con un alarido brutal, aquel se derrumbó en el suelo y
perdió el yelmo en la caída. Rey se enderezó, la encarnación de la muerte, y
le clavó el arma en el cráneo con tanta intensidad que el crujido de los
huesos hizo eco en los árboles.
Las náuseas revolvieron las entrañas de Silla y desvió su atención al resto
de los Hachas Sanguinarias, que se enfrentaban a un número de hombres
aparentemente imposible.
Jonas, Ilías, Hekla y Gunnar luchaban espalda con espalda, con los
escudos en alto y dando estocadas entre los huecos mientras los Cuervos de
Hierro revoloteaban a su alrededor. Con un movimiento serpenteante y
veloz, Jonas rajó el pecho y el cuello de otro enemigo —con más
profundidad de la que Silla creía posible—. El hombre cayó de rodillas, y
de sus labios brotó una pompa carmesí. Jonas resopló y aflojó la mano,
volteó la espada por encima del escudo y fue directo a la garganta de otro
asaltante que acababa de entrar en escena.
Silla buscó con la mirada a Sigrún y, entonces, una flecha de pluma
blanca atravesó el cuello de un Cuervo de Hierro; dedujo que se había
escondido entre las sombras del bosque. La flecha de Sigrún derribó a otro
guerrero que cargaba contra Ilías; aquel cayó al suelo y sus camaradas
acabaron pisoteándolo para apiñarse contra los Hachas Sanguinarias.
—¡Arqueros! —gritó Rey, y los suyos se colocaron en cuclillas con los
escudos sobre la cabeza para protegerse de la descarga de flechas que llovió
sobre ellos. Maldiciendo, Rey atacó a los arqueros, con el escudo en alto en
una mano y la espada en la otra. Los arqueros se dispersaron cuando vieron
la fuerza bruta con la que Rey se abría paso para llegar a ellos, pero no
lograron ir muy lejos. Estrellando un golpe castigador tras otro, Rey acabó
con todos, liquidándolos como si fueran granjeros sin adiestramiento en la
batalla.
El muro de escudos se disolvió y la Hermandad se liberó para perseguir a
los Cuervos de Hierro con acero y furia.
Hekla bajó el escudo y se convirtió en una ráfaga de garras y dagas,
luchando con series de cortes rápidos. Su trenza negra volaba tras ella y
tenía los ojos encendidos. Parecía viva, como si estuviera haciendo aquello
para lo que había nacido. Se agachó y derribó a su oponente con una
cuchillada rápida de su zurda en la corva. Silla vislumbró el brillo de sus
garras plateadas goteando sangre antes de arrastrarlas por el gaznate del
hombre.
Cuatro pares de pies hicieron crujir las piedras levemente a su paso
mientras rodeaban el remolque. No los había oído acercarse, y al parecer los
Hachas Sanguinarias, que se habían ido alejando de ella para enfrentarse a
nueva oleada de Cuervos de Hierro, tampoco.
—Están distraídos. Desengancha la carreta.
«No». El pánico la invadió. Estaba desarmada y esta vez había pies a
ambos lados del remolque. Caballo relinchó, pateando el suelo con las
pezuñas, pero los hombres no se dejaron intimidar. Se amontonaron
alrededor de las correas para soltar los enganches de la yegua blanca de
Rey.
Los ojos de Silla se dirigieron al hombre que yacía muerto en la parte
trasera del remolque y a la espada aferrada a su mano sin vida. Se arrastró
sobre el estómago hacia él.
Cuando llegó a la parte trasera del remolque, miró a su alrededor. No
había botas a la vista. Tomó aire y se lanzó sobre el cuerpo. La capa se le
enganchó en una piedra y tiró de ella hasta que se soltó. Luego extendió el
brazo más y más hasta que logró cerrar los dedos alrededor de la fría
empuñadura de cuero y la liberó del agarre del hombre muerto.
Justo cuando empezaba a sentir alivio en el pecho, una pesada bota le
pisó la muñeca. Soltó un grito por el dolor que le cortaba el brazo. Intentó
liberarse, pero tenía la muñeca firmemente apretada contra el suelo.
—Bueno, bueno, bueno —una voz fría carraspeó—. ¿Qué tenemos aquí?
Una mano áspera y callosa la enganchó por el hombro y tiró de ella. Las
piedras se le iban clavando en la carne blanda del vientre conforme la iba
arrastrando de debajo del remolque. La puso de pie y Silla se quedó
mirando fijamente los ojos de color azul claro de uno de los Cuervos de
Hierro.
La cara y la armadura del hombre estaban manchadas de barro cuarteado.
Igual que ocurría con los del Batallón de las Espinas, sus ojos desvelaban
que había tenido una vida dura. Transmitían un destello de desesperación
que le heló la sangre.
—Hola, preciosa.
Le soltó una patada lo más fuerte que pudo, justo entre las piernas. Con
un grito de dolor, él la agarró del pelo, pero ella ya estaba girando. Tiró para
liberarse y el dolor se recrudeció en el cuero cabelludo cuando le arrancó un
mechón. El instinto de supervivencia tomó el control de la situación y la
hizo correr lo más rápido que pudo hacia el bosque.
—¡Hóra! —oyó detrás de ella, pero no se detuvo. Huyó a toda velocidad,
corriendo entre arbustos, saltando troncos caídos, con los árboles
flagelándola a su paso en un frenesí marrón y verde. Las ramas le azotaban
los brazos, y tuvo que levantarse las faldas, maldiciéndolas porque
entorpecían su avance. Al poco se detuvo y apoyó la espalda en el tronco
resquebrajado de un pino, jadeando.
—Vuelve, chiquilla —gruñó una voz tras ella—. No mordemos. Mucho.
La mente le daba vueltas. Sabía que cuanto más se alejara de la
Hermandad más peligro correría, pero su escondite quedaba demasiado
expuesto; el guerrero la encontraría enseguida. Sus pies decidieron por ella;
se separó del árbol y salió disparada hacia el bosque. Otro trino resonó, y
Silla se atrevió a mirar atrás. El hombre estaba ganando terreno, con el
hacha en alto. El pánico aumentó.
Entonces, Silla chocó con algo duro. Su visión se tiñó de rojo. Algo la
rodeó y le inmovilizó los brazos. El halo rojo se disipó y vio la cara del
hombre, de barba espesa y negra y ojos de color azul claro, muy parecido al
que acababa de patear. Él la apretó con más fuerza hasta que tuvo la cara
presionada contra el pecho y ella se atragantó con el olor corporal de aquel
cuerpo sin bañar.
—¡Suéltame! —gritó Silla, dándole patadas. Él le hizo dar media vuelta
hasta que la espalda de ella quedó contra su cuerpo. Le tapó la boca
firmemente con una mano y con la otra le inmovilizó los brazos.
—Vigila sus pies. —El guerrero al que había golpeado en la entrepierna
llegó hasta ellos resollando—. Kunta —añadió con una mirada llena de
odio.
—¿Y las espadas? —preguntó el hombre que sujetaba a Silla.
—No he podido —replicó el otro—. La chica estaba escondida debajo de
la carreta.
—Céntrate, Vilmar. El rodio. ¿Qué pasa con el rodio? —repitió el
primero, con tono exasperado.
—Luchan mejor de lo que nos pensábamos. No teníamos muchas
posibilidades de vencerlos. —Vilmar se quedó callado, mirando a Silla
como si estuviera examinando ganado.
Cuando habló, las palabras la dejaron helada.
—Pero la suerte nos sonríe, hermano. Tenemos a la chica. Ella nos traerá
las espadas.
DIECISIETE

—¡Andando! —ordenó el guerrero que la apresaba, y Silla caminó,


tropezándose entre los árboles, de vuelta al Camino de Huesos. Sus
pensamientos iban y venían desatados. Intentó liberarse de su agarre, pero
cuanto más luchaba ella, más fuerte la sujetaba él. Conforme avanzaban, el
silencio del bosque hizo que el estómago se le encogiera. La Hermandad del
Hacha Sanguinaria no entregaría las armas por ella.
Cuando por fin llegaron a la carretera, el sonido de la batalla se había
amortiguado por completo. Los árboles se abrían para dejar pasar la luz del
mediodía del cielo nublado. El olor a muerte contaminaba el aire. Había
cuerpos esparcidos por todas partes, y a Silla se le cortó la respiración. Su
mirada se detuvo en el cadáver de un Cuervo de Hierro, en el pájaro que le
picoteaba un ojo, luego el otro, con los huesos rotos y los tendones
mutilados colgando de la pierna cercenada.
La Hermandad estaba reunida junto a la carreta, donde Jonas y Rey
sujetaban a un miembro de los Cuervos de Hierro que suplicaba por su vida.
—¡Eh! —gritó Vilmar—. Tenemos a la chica. Negociaremos un
intercambio.
Silla iba alternando su visión de la mirada asesina de Rey a la furiosa de
Jonas a medida que aquellos levantaban la cabeza.
—Quédatela. Nos haces un favor —refunfuñó Rey.
El pulso de la chica se disparó y una oleada de pánico la dejó alterada y
temblorosa.
Sus captores intercambiaron miradas de confusión. Empezó a gritar
desesperada y uno de los guerreros le tapó la boca. Peleó una vez más por
liberarse del agarre, pero se detuvo cuando oyó un gorgoteo a su lado.
Vilmar cayó de rodillas, con la sangre manando de la garganta, donde
ahora tenía clavada un hacha.
Todo sucedió tan rápido que no tuvo oportunidad de pensar ni de
reaccionar. El pelo se le alborotó levemente. Luego un silbido suave. Un
líquido caliente le salpicó la cara. El hombre que la sujetaba se atragantó y
aflojó la presión. Se desplomó sobre ella. Silla cayó de rodillas, clavándose
los guijarros del suelo, con tanta violencia que le dejó la barbilla temblando.
Y, a continuación, el peso insoportable del guerrero la aplastó.
Se quedó con la cara contra el suelo, atrapada entre la carretera y el
enorme cuerpo. El olor de la tierra se mezclaba con el hedor corporal de
aquel, y estaba demasiado aturdida para moverse.
—Ayúdame a quitarle este culo de encima, Gunnar. —Hekla. Era la voz
de Hekla.
Le quitaron el peso que la asfixiaba y unas manos amables se deslizaron
por sus hombros para darle la vuelta y ponerla boca arriba. Silla parpadeó
ante Gunnar, Hekla y Sigrún, con los rostros distorsionados al inclinarse
sobre ella.
—¿Estás bien, dúlla? —preguntó Hekla.
Silla se sentó despacio, respirando con dificultad por la presión en la
muñeca.
—Ellos… me encontraron debajo de la carreta. Yo no tenía armas. No me
quedó otra opción más que huir.
—Ya estás a salvo. Los Cuervos de Hierro… son peores que la escoria
que arrastra la marea —añadió Hekla, escupiendo detrás de ella.
—Muchas gracias —murmuró Silla, aunque por dentro gritaba. Se
dispuso a secarse la cara y se restregó la sangre del guerrero sin vida.
Apestaba a él, lo sentía encima… y el hacha. Había impactado a pocos
centímetros de su cara. ¿Y si le hubiera fallado la puntería? ¡Podría haber
muerto! Apenas estaba a un palmo de distancia.
—Gracias, Jonas —dijo Hekla, mientras extraía el hacha del cuello de
Vilmar y la limpiaba de sangre y vísceras en los pantalones del cadáver.
Levantó el arma y señaló el patrón triangular tallado en la empuñadura—.
Es su hacha de mano.
Silla apenas separó los labios. Había sido Jonas.
Gunnar se agachó a su lado.
—¿Te han herido, Mano de Martillo?
Silla levantó su brazo tembloroso para examinar la articulación. Apretó
los dientes por el dolor cortante que la atravesaba.
—Me duele, pero estoy bien.
Sigrún le tomó la muñeca, la palpó con delicadeza y la giró a ambos
lados. Hizo una rápida sucesión de gestos a Hekla.
—Sigrún tiene un ungüento que obra milagros —afirmó Hekla,
ofreciéndole la mano izquierda. Silla la aceptó con su mano sana y se puso
de pie, pero se quedó atónita.
Un gemido bajo y agonizante sacudió el aire y le erizó el vello de la
nuca.
—¿Qué…?
—Rey y Jonas están interrogando al único que ha quedado —aclaró
Hekla.
Silla miró de nuevo hacia la carreta y vio que tenían inmovilizado a un
hombre entre los dos. Era una imagen aterradora, los dos con los rostros
salpicados de suciedad y sangre, Jonas con el cabello rubio manchado de
rojo, Rey con los nudillos destrozados. Y, entre ambos, el superviviente de
los Cuervos de Hierro, acobardado, con la hevrít de Rey aplastándole los
dedos.
—Anders —dijo Rey con voz áspera—, si quieres que te conceda una
muerte rápida, será mejor que empieces a hablar. Te quedan pocos dedos en
las manos y voy a tener que empezar con los de los pies. —El hombre dejó
escapar un gemido, pero Rey lo interrumpió—. ¿Quién nos ha traicionado,
Anders? ¿Quién os ha contado lo que había en el remolque?
—¡Nadie! —se quejó el hombre—. Os registramos como habríamos
hecho con cualquier otra carreta que cruzara el camino.
Rey hizo un suave chasquido con la lengua y cortó huesos y tendones con
la misma facilidad que Silla cortaba cebollas. El dedo cayó de la carreta
haciendo un ligero ruido sordo y Silla sintió que iba a desmayarse.
Al hombre solo le quedaban dos dedos.
Anders gritó, y a Silla le produjo un escalofrío tan violento que le
recorrió la columna vertebral de arriba abajo. Cerró los ojos de golpe.
—No creo que consigas arrancarle las respuestas, Ojos de Hacha —dijo
Ilías irónico por detrás.
—Ya veremos, Imberbe —gruñó Rey, volviéndose hacia Anders—.
Hablará o seguiré torturándolo hasta que me suplique que lo mate. Anders,
tus mentiras no hacen más que retrasar tu final. —Rey prosiguió, ahora
dirigiéndose a su amigo—: Oye, Jonas, ¿los Cuervos de Hierro saludan a
los transeúntes con más de veinte hombres armados hasta los dientes?
—Pues no he visto algo así en mi vida, y mira que he pasado veces por
este lugar.
Rey volvió a dirigirse a Anders.
—Anders, Jonas nunca ha visto que eso pase. Lo que significa que eres
un mentiroso.
Jonas arrugó la frente y preguntó:
—¿Quién te dijo lo de las armas, Anders?
—¡Na-na-nadie! No hubo chivatazo.
Un crujido repugnante precedió a otro grito estridente. Rey tiró del brazo
del hombre y se lo colocó detrás de la espalda, retorciéndolo en un ángulo
antinatural, y lo dobló hasta que sonó otro crujido nauseabundo. Colocó el
brazo destrozado del hombre sobre el remolque.
—¡Para! —suplicó Anders—. ¡Para!
Silla habló y su voz resonó clara desde el otro margen del camino.
—Sabían lo del rodio. Uno de los hombres del bosque preguntó por él.
Aunque Rey se negaba a escucharla, Jonas la miró a los ojos y luego
posó su mirada azul en la muñeca que ella seguía sosteniendo junto al
pecho. Aquella mirada hizo que le quemara la piel y Silla suspiró
temblorosa cuando él volvió su atención a Anders.
—Anders —dijo Jonas con decepción fingida—. Eres un idiota. Vas a
morir. El modo lo eliges tú, aunque solo puedes elegir la cantidad de dolor.
—Tensó aún más el brazo del hombre.
Rey rebanó otro dedo con un movimiento brusco que traicionaba su
aparente calma. Anders se resistía, pero los Hachas seguían sujetándolo con
firmeza.
—Última oportunidad, Anders —avisó Jonas—. Te estás quedando sin
dedos en las manos. Y no querrás que Ojos de Hacha siga con los pies.
Porque empezará con un martillo.
—¡F-f-fue Leif! —exclamó Anders—. Leif de la Cueva de la Lechuza. Él
nos lo sopló.
Rey hizo una mueca con los labios y soltó un gruñido. Luego se acercó a
la oreja del hombre y le habló tan bajo que Silla apenas logró escucharlo.
—Te ha costado nueve dedos decir la verdad. Nueve veces me has
mentido, Anders. No eres un hombre sincero, y no debería concederte una
muerte rápida. Pero ya no me sirves de nada y nosotros tenemos que seguir.
Levantó la cabeza y miró a Silla con una mirada tan fría que las venas se
le congelaron.
Era un mensaje. Una advertencia.
Los ojos de Rey mostraban indiferencia, apagados en la superficie, pero
ella se percató de lo que escondían. Un destello de excitación. De diversión.
Eso no estaba bien. No estaba nada bien.
Sabía lo que venía ahora. Sabía que debía mirar en otra dirección. Y
quería hacerlo, pero su cuerpo no cooperaba. Rey le clavó la mirada a Silla
mientras deslizaba el cuchillo por la garganta del hombre, cortándola sin
esfuerzo. Al final, sus testarudos párpados se cerraron de golpe, pero no
evitaron que oyera los borboteos que invadieron el aire. Y todo se quedó en
silencio.
En ese momento, ella fue consciente de su error.
Nunca debió subirse a ese remolque en Reykfjord.
Rey no solo era un guerrero antipático y controlador: era más peligroso
que los monstruos del bosque. Estaría más segura durmiendo entre los
árboles que cerca de él.
Ojos de Hacha dejó caer el cuerpo en medio del camino y se acercó a
ella, abrumándola con su gigantesca complexión. Llevaba impregnadas
muestras de muerte y violencia, que provocaban que el corazón de Silla casi
chocara con las costillas.
—¿Tienes miedo de mí, Rayo de Sol?
Silla parpadeó ante el apelativo. Lo empuñó como un arma, con tono
hiriente y burlón. Se tragó el nudo de la garganta y, sin contestar, le rehuyó
la mirada.
Al parecer, su comportamiento le había dicho todo lo que necesitaba
saber.
—Bien. La próxima vez, haz lo que te digan.
Se estremeció cuando él le agarró la muñeca maltrecha con su mano
enorme. Inexplicablemente, su piel era cálida, en comparación con la
frialdad de su alma. Rey dio media vuelta a la mano y torció el gesto.
—Súbete a la carreta.

AQUELLA NOCHE acamparon antes de lo habitual. Una vez que Silla se


limpió la sangre de la cara y vomitó, la Hermandad reanudó el viaje. Solo
pararon un momento para comer, descansar y abrevar a los caballos.
Silla tenía la muñeca hinchada y roja, y seguía palpitando cuando se
detuvieron en un claro junto al Camino de Huesos. Afortunadamente, Rey
no le había atado las manos a la carreta. Tal vez, después de presenciar lo
inútil que resultaba en situaciones violentas, consideró que era inofensiva.
Aunque el temblor había disminuido, la chica estaba en vilo, y se
sobresaltaba cada vez que un pájaro trinaba o con el resoplido de los
caballos. Sigrún hurgó en las alforjas hasta que dio con el ungüento y ayudó
a Silla a aplicárselo generosamente en la muñeca; luego se la envolvió con
una venda de lino. Aquello logró reducir el dolor y la hinchazón; no
obstante, en cuanto se sentó, notó que tenía la mente turbada y atrapada en
los acontecimientos del día. Se retiró temprano para dormir, abrazada a la
túnica de su padre y a la piedra con forma de corazón.
Sin embargo, no obtuvo consuelo.
La escena se repetía una y otra vez en su cabeza. El hacha pasando a
escasos centímetros de su cara. La sangre caliente salpicada resbalando por
sus mejillas. Los gritos agudos del guerrero. La mirada de Rey mientras le
rebanaba la garganta al hombre. Sus ojos, tan fríos. Tan… inmutables.
La perseguían.
Seguía pensando que había cometido un error al unirse a la Hermandad
del Hacha Sanguinaria. No se dio cuenta hasta mucho después de que
trabajaban para el rey, y de que algo le pasaba a Ojos de Hacha. Lo vio en
su semblante mientras le cortaba los dedos a aquel hombre.
—Disfrutaba mientras lo hacía —dijo la niña rubia, tumbada junto a Silla
—. Ese hombre es peligroso.
—Gracias —susurró—. Ahora estoy más tranquila.
Bien entrada la noche, Silla se dio la vuelta por enésima vez. Tenía un
nudo en el estómago y la boca seca.
—Acuérdate —dijo la niña—. Acuérdate de tu promesa.
Silla se incorporó. La niña estaba en lo cierto. Había prometido que si
sentía que estaba en peligro se marcharía. Decidida a cumplirlo, Silla
recogió sus cosas y las metió en el zurrón. El pelaje alrededor de la capucha
le hizo cosquillas en el rostro cuando se la ajustó.
Y luego se marchó, con la niña rubia siguiendo sus pasos.
El fuego le iluminaba la espalda. No sabía cómo, pero estaba segura de
que él estaba allí sentado viéndola adentrarse en el bosque.
—No mires atrás —le advirtió la niña—. Solo harás que se vuelva más
engreído.
Caminó entre los árboles para incorporarse al Camino de Huesos.
Conforme se alejaba de Rey, se le iba aflojando el nudo del estómago y la
tensión de sus hombros se aliviaba.
—Sobrevivimos a la caminata desde Skarstad —dijo la niña con tono
irritantemente alegre—. Podemos llegar al siguiente pueblo andando y
buscar refugio. Habrá otros grupos con los que viajar.
Entonces Silla cayó en la cuenta, y le flaquearon las piernas.
—Ojos de Hacha tiene nuestra daga y nuestro martillo. —Se pasó la
mano por el rostro—. Estamos indefensas.
La asaltó una sensación extraña y molesta, parecida a la de salir de casa
sin la seguridad de haber apagado las brasas.
—¿Te has dejado algo? —preguntó la niña.
Disipó la duda rebuscando en el zurrón.
Sola en el bosque, en la más absoluta oscuridad, las lágrimas hicieron
arder la garganta de Silla. Recordó el Pinar Serpentino con repentina
claridad y viveza. El silencio sofocante, la soledad desesperada, saber que
nadie la reclamaría si muriera. Era igual de insignificante que un grano de
arena en una playa larga.
¿Qué estaba haciendo? ¿Huir de la incertidumbre hacia una muerte
segura?
Tuvo un momento de lucidez. Si Rey hubiera querido matarla, ya lo
habría hecho sin dudarlo.
—Rey piensa que eres débil —dijo la niña—. A lo mejor es una prueba.
¿Y si pretendía asustarnos?
Silla apretó los dientes. Él era igual que los demás, de los que creen que
la fuerza se mide por lo fuerte que se agarra la espada. Subestimaba la
resiliencia. Equiparaba su amabilidad con debilidad.
—Le demostraremos que se equivoca —refunfuño Silla dando media
vuelta.

SENTADO FRENTE AL FUEGO, Rey deslizaba la piedra de afilar por la


hoja del hacha.
Ya está. La chica se había marchado.
Debería sentirse aliviado y, sin embargo, no era así. En lugar de eso,
sentía un extraño deseo de ir detrás de ella. De evitar que caminara hacia
una muerte segura.
«Es inevitable», pensaba. «Su muerte es inevitable. Será mejor que se la
encuentre de frente».
Cuando pensaba en la emboscada, la ira le corría por las venas,
amenazándolo con dominarlo una vez más. ¿Ira por qué? ¿Por la traición de
Leif? En realidad, no. Leif no era más que un conocido; uno que se
arrodillaría ante su hacha la próxima vez que fuera a Reykfjord.
¿Ira porque los Cuervos de Hierro habían intentado cambiar a la chica
por las espadas de rodio? En parte, sí, aunque antes de eliminarlos él
mismo, el hacha de Jonas había reclamado su parte. Eso debería calmarlo.
Pero no lo calmaba. Estaba enfadado… con ella. No había obedecido sus
órdenes y por eso había acabado herida. Porque los Hachas no habían sido
eficientes. Porque él no lo había sido.
Ese era el quid de la cuestión. ¿Cómo iban a hacer su trabajo y a la vez
cuidar de la chica? Ella no entraba en el plan del viaje. Los estaba
distrayendo. Los ponía en peligro. Y no había sido sincera, cosa que él vio
venir desde el principio. Sabía que le ocultaba algo; tenía esa corazonada. Y
la cicatriz que tenía en el rabillo del ojo, que fue lo que le hizo dudar la
primera vez que intentó matarla. Y aquellas palabras…
«Hay que ser muy poco hombre para dejarse dominar por el miedo y muy
grande para mostrar misericordia».
Rey conocía esas palabras. Se las había dicho su propio padre, a él y a su
hermano Kristjan. Oírlas fue como escuchar a un fantasma. Se pasó toda la
noche y el día siguiente dándole vueltas, y el pensamiento le llevó a lugares
a los que no quería ir.
«Tiene que marcharse», decidió. Una mente clara era vital, más que su
ayuda para conseguir el libro de Kraki. Y si había pagado su frustración con
Anders había sido por el bien de ella.
La chica debía saber con quién viajaba.
Al parecer, la demostración de Rey surtió el efecto deseado. Ella se había
ido por su propia voluntad.
«Ya no está», pensó. «Ahora puedes centrarte en el trabajo que tienes
entre manos».
Un instante después, percibió un movimiento en el claro del bosque: una
capa roja apareció entre los árboles. Una silueta pequeña avanzaba hacia él,
dando zancadas fieras y decididas. Dejó de afilar el hacha. La sorpresa de
oír aquellos pasos acercándose le produjo un hormigueo por todo el cuerpo.
Fue casi imperceptible, pero lo vio: la expresión de satisfacción en la cara
de la muchacha que lo miraba fijamente desde arriba.
Ella se agachó, se retiró la capucha y se acercó hasta colocar su cara a
pocos centímetros de la de Rey. La chica se le acercó tanto que pudo contar
las pecas esparcidas por su nariz y oler su fragancia, a primavera, cuando
las flores de la montaña florecen.
—Sé lo que intentas hacer, Rey —afirmó con audacia—. Y no va a salirte
bien. Ya he vivido mi peor pesadilla. No te tengo miedo.
Rey se quedó sin palabras, solo se le escapó un suspiro entrecortado. El
triunfo se reflejaba en el rostro de Silla; curvó sus labios en una tenue
sonrisa. Luego, se giró sobre los talones y volvió a acomodarse bajo las
pieles abandonadas entre el resto de los cuerpos que dormían bajo las
demás.
«Joder», pensó Rey, pasándose la mano por el pelo.
Y por fin lo comprendió: puede que la chica no fuera capaz de empuñar
una espada, pero tenía alma de guerrera.
DIECIOCHO

Skraeda miró aturdida las interminables hileras de pinos que flanqueaban


el Camino de Huesos. Sus trenzas de color cobre ondeaban en la ligera brisa
que traía consigo la sorprendente calidez del verano. Aquello duraba poco
en Íseldur; pronto llegaría el frío que se clavaba como astillas bajo la piel.
La cabeza le estallaba, le dolía la espalda y no dejaba de soñar con camas
de plumas suaves. Necesitaba descansar. Pronto.
Estaba claro que la muchacha de la capa roja se había esfumado. Después
de varios días cabalgando por el Camino de Huesos, de parar en todas las
aldeas y granjas que encontraba a su paso, no halló pistas de su paradero. Y
ahora Skraeda había llegado más lejos de lo que la chica habría avanzado a
pie.
«Te diste demasiada prisa en salir de Reykfjord», se reprendió. La chica
probablemente seguía allí, escondida hasta que su búsqueda cesara. Qué
tonta había sido, vagando por el campo en busca de algo imposible de
encontrar. «Otro fracaso», pensó. «La reina se enfadará». El pensamiento
hizo que Skraeda se retorciera sobre la montura.
Otra cosa echada a perder por su naturaleza impulsiva. En el delirio de la
fatiga, se sintió impotente ante el recuerdo que la invadió.
El agua se filtraba cerca; el goteo rítmico llenaba el silencio. El aroma a
campos de heno y a rocas húmedas flotaba en el aire, y cuando Skraeda se
recostó sobre el frío muro de la celda, el miedo se apoderó de ella.
Había sido demasiado descarada, ahora se daba cuenta. Demasiado
buena para ser creíble —debería haber dejado que los hombres del gran
salón ganaran unos juegos más, y no tendría que haber vuelto al mismo
lugar por tercera noche consecutiva—. Ahora lo veía claro. Debió haberle
hecho caso a Ilka.
—Ven conmigo; busquemos un trabajo honrado —suplicó su gemela.
—¿Un trabajo honrado? —Skraeda se burló—. ¿Y por qué iba a
matarme a trabajar cuando puedo ganarme el salario de una semana en
una noche jugando a los dados?
—Es demasiado peligroso —le advirtió Ilka, con voz un tanto temblorosa
—. Si sigues leyendo sus emociones, te pillarán pronto. Harás que se fijen
en ti.
Era fundamental tener a una persona así, que se preocupara tanto por su
bienestar. Cuando Skraeda se dejaba llevar por sus impulsos, siempre
podía contar con Ilka para calmarla, para forzarla a pensar con lógica.
—Al menos ten vista, Skraeda —le aconsejó su gemela, mientras lanzaba
su trenza larga y pelirroja por encima de su hombro—. Ten paciencia.
Debería haberla escuchado.
Pero la lógica y la paciencia volaron de su mente cuando vio a aquel
hombre corpulento sentado en el salón comunal. Sabía que no rechazaría
una apuesta. Le escocían los dedos, como si una parte de ella le rogara que
no conectara con él. Aun así, fue a por él. La codicia fue su perdición.
Skraeda estaba tan centrada ante la expectativa de sangrarle sus sólas por
tercera vez que no advirtió que había Garras del Rey camuflados
esperándola. La abordaron en cuanto se sentó en la mesa.
Y ahora estaba en una celda.
Y pronto estaría atada al poste.
«No estoy preparada para morir», pensó Skraeda, con el pánico
extendiéndose por el cuerpo. No quería morir como una galdra, atada a un
poste para escarnio público. Desangrada por su dios Oso y luego lapidada
hasta la muerte.
Suspiró con desesperación.
Una tos resonó en el pasillo y a Skraeda se le crisparon las orejas. Luego
oyó voces, suaves y amortiguadas. Eran un hombre y una mujer. Poco a
poco el tono fue subiendo hasta que, por fin, logró entender lo que decían.
—Una Sabueso Oscuro —dijo la voz masculina, anciana y con tono
irritado—. Y una Solaz.
El suspiro de la mujer llamó la atención de Skraeda.
—¿Dónde se esconden los Cinéreos? ¿De qué nos sirve otra empática?
Una Sabueso Oscuro… Supongo que Ástvald puede sacarle partido en
Svaldrin.
La indignación se apoderó de sus entrañas. ¿Acaso no sabían qué podía
hacer un Solaz? ¿Desconocían el poder que era capaz de ejercer más allá
de la simple regulación emocional?
Los pasos se oían cada vez más cerca. Aunque su celda estaba revestida
de hindrio, era evidente que se había debilitado con el paso del tiempo,
pues su don traspasaba los muros. Sentía los halos más débiles de sus
emociones: curiosidad y decepción. Antes de poder dar respuesta a aquella
inusual combinación, se encontró cara a cara con la reina de Íseldur.
Soltó un grito ahogado y se puso de pie. Aunque era inútil, se sacudió las
faldas, manchadas de barro, y se pasó las manos por el pelo apelmazado y
enmarañado. Skraeda sintió que estaba completamente impresentable para
estar frente a la realeza… y, sin embargo, allí estaba.
La reina Signe era tan hermosa como la describían en los salones
comunales. Ataviada con un vestido color marfil y una piel de zorro ártico
que le envolvía los hombros, brillaba incluso en la penumbra de la prisión.
Su famoso cabello blanco y dorado, codiciado tanto por los norvalandeses
como por los urkanos, estaba tejido en un intrincado peinado de trenzas
que dejaban ver unos aretes de oro en las orejas. Los ojos de la reina eran
de color azul hielo y, mientras repasaban a Skraeda, los labios se le
fruncieron y en su aura apareció un halo de pura repulsión.
A Skraeda se le hizo un nudo en la garganta. «Eres menos que nada para
ella», pensó. Era una alimaña. Antinatural. Detestable y desechable.
—Esta es la Solaz, Su Alteza —dijo el hombre.
La mirada de Skraeda voló hasta él, posándose directamente en la
cicatriz roja que le cortaba el lado izquierdo de la cara. El ojo del hombre
no se había salvado, lo que dejaba una tajada blanca como la leche
rodeada por una masa grumosa de carne donde debería haber un párpado.
Era menudo, medio calvo y llevaba una túnica marrón de mangas anchas.
—Sí —musitó la reina, disponiéndose a marcharse.
—Espere —la frenó Skraeda, para su propia sorpresa. ¿Qué estaba
haciendo?
La reina se detuvo y se volvió para mirarla.
—Yo… puedo serle útil —se oyó decir—. Puedo ayudaros.
La reina Signe frunció los labios.
—Eres valiente para dirigirte a mí con esa osadía —respondió. Su voz
era intensa y melosa y Skraeda tragó saliva al escucharla—. No
necesitamos Solaces.
—No soy una Solaz cualquiera, Su Alteza —aseveró Skraeda—. Parece
que busca guerreros galdra. Y con mis poderes puedo encontrarlos.
La mirada de la reina se volvió tan afilada que Skraeda sintió que le
arañaba la piel.
—¿Cómo?
Skraeda respiró para calmarse.
—Los galdra tienen una… particularidad emocional. La angustia y el
miedo pueden hacerlos destacar entre la multitud.
La reina miró a su acompañante.
—Su Alteza, en este momento no necesitamos más Solaces —dijo el viejo
—. Abundan. Son de lo más común. —La aversión que sentía aquel hombre
por ella saltaba a la vista, sin necesidad de emplear su habilidad para
sentir sus emociones. Pero la reina seguía con la vista clavada en Skraeda,
y su halo de curiosidad se volvía más brillante.
«Muéstraselo», se dijo. «Enséñale lo útil que puedes ser. Quizá sea tu
única oportunidad de sobrevivir».
—Le garantizo que soy la mejor Solaz que haya pasado jamás por estas
celdas —afirmó, y su voz ganó confianza—. Mi Señora, estoy a su
disposición. Déjeme ser su arma secreta. —Con solo emplear el toque más
gentil logró activar la curiosidad de la reina.
—¿Cómo te llamas, Solaz? —preguntó la reina Signe.
—Skraeda.
—¿Y debo creer que te pondrías en contra de los de tu propia especie,
Skraeda? —musitó la reina, forzando una sonrisa en la comisura de los
labios.
—¿Y qué han hecho los galdra por mí? —La mentira le supo amarga,
pero su deseo de seguir viva la hacía más digerible.
La sonrisa de la reina se ensanchó.
—Ya veo. ¿Y cómo puedo comprobarlo?
—Tengo acceso a algo que los klaernar no tienen. Los galdra me ven
como a una de ellos. Permítame traérselos. ¿Hay alguna habilidad que
necesite?
—Necesito Cinéreos —respondió la reina Signe, cruzando los brazos
sobre el corpiño de su vestido—. Necesitamos a todos los del fuego mágico.
—¡Conozco a una Cinérea! —exclamó Skraeda, elevando el tono de voz.
«No puedes hacer eso», pensó, con el corazón acelerado. Pero quería vivir,
necesitaba vivir, y en ese momento era lo más importante—. Si me deja
libre, se la traeré.
La reina observó largamente y en silencio a Skraeda.
—Es arriesgado —musitó el hombre del hábito marrón—. Pero
últimamente se ha complicado seguir la pista de la Guerrera Galdra. Puede
que esto funcione.
—Sí —resolvió la reina, sin apartar sus ojos azul oscuro de ella.
—Déjeme probar mi lealtad, Su Alteza —dijo Skraeda—. No se
arrepentirá. Se lo juro.
La reina Signe se dio unos toquecitos en la barbilla con una uña
perfectamente cuidada.
—Veo fuego en ti, muchacha. Veo ambición. Me recuerdas a mí, la
verdad. —Hubo un instante de silencio—. Te daré una oportunidad. Te doy
un día para traerme a la Cinérea. Si no lo haces, enviaré a todo el ejército
klaernar a buscarte. Y no irás al pilar, Skraeda. Te aseguro que tu final será
peor que la lapidación.
Skraeda tragó saliva, pero mantuvo la espalda recta.
—Le traeré a la Cinérea, Su Alteza. No la defraudaré.
Un cuervo se abalanzó en picado sobre su cabeza y su fuerte graznido
sobresaltó a Skraeda y la sacó de sus recuerdos. Los árboles volvieron a
crecer a su alrededor, y el Camino de Huesos se extendió ante ella. Una
bandada de pájaros armaba escándalo a lo lejos.
«Tienes que encontrar a la chica», se dijo. «No puedes fallarle a la
reina».
Pero su mente estaba confundida y le dolían los huesos. Necesitaba
encontrar una posada y descansar toda la noche. Con la cabeza despejada,
decidiría qué hacer.
Al doblar una curva de la carretera, se encontró con una escena
espantosa. Cadáveres —al menos dos docenas— rezumando sangre sobre la
tierra compacta. Una multitud de cuervos revoloteaba sobre los cuerpos,
peleándose por picotear caras y manos. ¿Qué había pasado allí? Skraeda
hizo avanzar a su caballo y los pájaros graznaron con fuerza, molestos al
verse apartados de su alimento. Desmontó y se agachó para inspeccionar
uno de los cuerpos; observó la insignia del escudo que tenía al lado: un
cuervo negro con una espada en el pico.
«Los Cuervos de Hierro», murmuró mirando alrededor. Había oído
hablar de aquella banda; se jactaba de robar las armas a sus víctimas. Qué
poético resultaba que ahora yacieran abatidos en la carretera y que fueran
los transeúntes quienes se repartieran las suyas.
Fijó la vista en un espacio en el que no había cuerpos, como si la batalla
hubiera evitado esa zona. Una carreta, tal vez. Skraeda se agachó y examinó
uno de los cadáveres; un guerrero teñido de sangre al que le faltaban todos
los dedos menos uno. Aquello se ponía interesante. Se había producido un
interrogatorio. Aunque no era su método favorito, respetaba a un guerrero
que hacía lo necesario para obtener respuestas.
Estudió el par de surcos a ambos lados del espacio limpio. Sí. Allí había
una carreta. Y, cuando divisó un jirón de color rojo en medio del cuadrado,
se le aceleró el pulso.
Era un trozo de tela de lana roja, seguramente arrancado de alguien que
lo llevaba puesto y que se escondió debajo de la carreta. Dio un paso
adelante y algo brilló en la luz tenue de la mañana. Skraeda lo recogió y lo
examinó más de cerca. Un mechón de pelo castaño, largo y rizado.
Skraeda sonrió. La fatiga abandonó su cuerpo y, en su lugar, creció la
esperanza.
—No estás tan lejos de mí, ¿verdad, niña? —dijo en voz alta—. Ahora lo
sé. Viajas en una carreta. Y has encontrado compañía.
DIECINUEVE

Silla descubrió que tomar decisiones importantes confería cierto poder. El


día después de que los Cuervos de Hierro atacaran a la Hermandad del
Hacha Sanguinaria, se despertó llena de confianza, revitalizada e impulsada
por una nueva determinación. Encontraría la forma de que la Hermandad la
acompañara hasta Kopa. Y la sensación de seguridad que tenía en el
estómago le decía que había superado una especie de prueba.
Silla se dirigió al arroyo a pocos pasos del campamento, se arrodilló
sobre la alfombra acolchada de musgo y hojas y se echó agua en la cara. Se
subió la manga para inspeccionar la muñeca. Aunque seguía roja e
hinchada; el dolor punzante había disminuido hasta quedarse en una ligera
molestia. Probó a cerrar el puño y luego a relajar los músculos.
En la orilla de enfrente, una pequeña criatura con púas y aspecto de rata
le llamó la atención; el animal huyó entre el musgo y los helechos y
desapareció entre los árboles. Mientras lo miraba, pensó que nunca había
llegado tan al norte, que estaba descubriendo cosas nuevas y extrañas, y las
que estaban por venir. Tal vez aquel ratón con púas era un recordatorio de
los dioses de que incluso las criaturas más pequeñas se adaptan y son
resilientes.
—Es un skarpling —era la voz de Hekla a su derecha—. Son animalillos
que viven en esta zona, y habrá más entre los brezos de las Tierras Altas.
Era la primera vez que estaban a solas desde que se descubrieron las
mentiras de Silla. Tragó saliva, y habló con sinceridad.
—Hekla, sé que ya te lo he dicho, pero te lo diré otra vez. Siento haberte
contado que mi marido me pegó. Confirmé tus sospechas y me avergüenzo.
Ojalá pudiera retirarlo.
Hekla la miró con sus ojos de color ámbar. Se arrodilló y empezó a
quitarse la prótesis.
Silla hizo un nuevo intento.
—Me parece que tengo la maldición de la lengua desobediente. Habla
antes de que consiga formar un pensamiento adecuado y se cierra cuando
no debe.
Hekla se rio entre dientes.
—Puede que Ilías tenga la misma enfermedad. —Luego se calló un
momento—. Reconoces tu error, y por eso te perdono. Pero te recomiendo
que no lo vuelvas a hacer. —Frotó con el agua la piel de su extremidad
expuesta y su rostro pareció aliviarse cuando el agua hizo contacto con la
piel inflamada e irregular que rodeaba la junta metálica—. Y tienes que
aprender a defenderte. Me preocupa que no sepas hacerlo.
Silla se tumbó sobre la hierba junto a Hekla, recostándose sobre los
codos.
—Mi padre lo intentó, pero era una alumna pésima. Es solo que detesto
la violencia. El hecho de pensar en hacer daño a otra persona me pone
enferma.
—No hace falta que seas una guerrera —dijo Hekla, mientras se echaba
agua en la cara con una sola mano—, pero si no sabes defenderte le cedes el
poder a tus enemigos. Y, con ese poder, decidirán por ti. Pones tu destino en
manos de otros.
Silla guardó silencio unos instantes.
—Tienes razón. He sido una insolente, obligando a que los demás tengan
que protegerme. Si he de sobrevivir sin mi padre, debo aprender a hacerlo
yo misma.
Hekla se puso en cuclillas y sonrió.
—Te enseñaré alguna técnica con el cuchillo y así estarás mejor
preparada en caso de que te vuelvas a quedar sola. —Su sonrisa se
desvaneció.
—Te vi luchar desde mi escondite bajo la carreta —dijo Silla—. Eres
increíble. Verdaderamente impresionante.
—Gracias, dúlla. Me ha costado mucho llegar hasta aquí. Tuve que
aprender de nuevo a hacerlo casi todo, desde vestirme hasta montar a
caballo. Lo admito, ha sido muy duro. Pero estaba motivada. La sed de
venganza es maravillosa para lograr metas.
—Venganza contra… ¿tu exmarido?
Hekla giró su prótesis sobre el anclaje metálico hasta que se oyó un clic.
—Sí. Cada vez que desenvainaba la espada, me imagina la cara de miedo
que pondría cuando volviera a por él. Cuando viera que la esposa a la que le
había cortado el brazo y había dado por muerta fuera la que acabara con él.
Quería que supiera que… que no pudo conmigo, que eso no era decisión
suya. Quería presenciar el momento en que él se diera cuenta de que todo lo
que me había hecho, cada golpe, cada puñetazo, cada patada, añadía más
leña a mi hoguera. Me convirtió en un fuego incontrolado, y ahora le tocaba
a él arder.
—Cenizas, eres realmente increíble —dijo Silla cuando logró cerrar la
boca.
—Solo yo elijo mi destino. Y tú tendrás la misma libertad, Silla —dijo
Hekla con una sonrisa—. Me guío por lo que siento. Por lo que me dicta el
estómago. Y ahora me dice que tú y yo vamos a ser amigas y aliadas. Así
que está decidido; te enseñaré a defenderte. Y haré lo que pueda para que
Ojos de Hacha te lleve a Kopa. Aunque, como bien sabes, es más terco que
una mula.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Silla. Aquella mujer había
estado en las profundidades, era poderosa, valiente, y no le preocupaba lo
que pensaran de ella. A pesar de su aparente fortaleza, era cariñosa, amable
y generosa. Quería ser como Hekla. Y, por las cenizas sagradas de los
dioses, quería a Hekla a su lado.
—Muchas gracias —respondió, pero se quedaba corta. No estaba segura
de que hubiera palabras suficientes para expresar su gratitud.
—Sacaremos a la guerrera que llevas dentro, Mano de Martillo —afirmó
Hekla con una sonrisa.
Silla hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Espero no tener que sentirme nunca así: indefensa y aterrada,
esperando que otros me salven.
—Recuerda ese sentimiento, dúlla. Sácalo cuando entrenemos. Convierte
el dolor en tu fuerza. —Hekla hizo una pausa—. Todos los miembros de la
Hermandad hemos vivido alguna desgracia. Y eso nos ha convertido en lo
que somos. ¿Cómo es el dicho? ¿Sin lluvia no hay flores?
—Últimamente me ha llovido mucho —murmuró Silla.
—Eso significa que el sol está en el horizonte.
El sol en el horizonte. A Silla le gustó la idea. La esperanza floreció en su
pecho, y la dejó crecer. Dejó que se instalara allí y la sintió.

SILLA EMPRENDIÓ la rutina habitual de la mañana como si nada hubiera


ocurrido la tarde anterior, y si Rey tenía el ceño más fruncido que de
costumbre, no dejó que eso la desanimara. Es más, forzó su mejor sonrisa
cuando le pasó el cuenco de gachas, aun cuando le oyó regruñir un no sé
qué de «demasiado».
Jonas se acercó a ella, y Silla se mostró ocupada al servirle un plato.
«No juegues a juegos que no puedas ganar».
Silla se aclaró la garganta para apartar el recuerdo. Había matado al
guerrero de los Cuervos de Hierro que la había atacado, y no tenía claro
cómo tomárselo. Una vez más, la había protegido, aunque durante el día
rara vez la miraba a los ojos y solo le hablaba con monosílabos. Cuando le
ofreció el plato, Silla buscó las palabras adecuadas, pero él se retiró
rápidamente junto al fuego antes de que ella pudiera encontrarlas.
Aquella mañana, al montarse en el remolque, se quedó paralizada. Su
daga estaba junto al montón de pieles, metida en la funda, y cuando la sacó
vio que estaba recién afilada. Se quedó mirando la ancha espalda de Rey
mientras se sentaba con estoicidad sobre Caballo.
—¿No vas a atarme? —preguntó.
Él respondió sin darse la vuelta.
—Después de ver cómo reaccionaste durante la batalla de ayer, creo que
corres más riesgo tú contigo misma que yo con tu cuchillo. Lleva cuidado,
Rayo de Sol. La parte afilada muerde.
Una sonrisa se dibujó en su rostro, y deseó que él se girara y la viera.
Quizá Rey pensaba que acababa de asestarle un golpe bajo, pero Silla sabía
quién era el verdadero vencedor. Algo había cambiado desde la noche
anterior. No había sentido escalofríos ni se le había encogido el estómago
teniéndolo cerca.
Deseaba que lo supiera. Deseaba que eso lo carcomiera.

PARA LA CENA, Silla volvió a preparar estofado de conejo. Desde su


punto de vista, no era nada especial, pero conforme iba pasando los platos,
el entusiasmo de las caras de la Hermandad le decía que el resultado era
mucho más que aceptable.
—Es una pena que no tengáis avena molida —dijo ella entre bocado y
bocado. Sabía que era capaz de obrar milagros en la cocina con solo unos
ingredientes extra. Iría esparciendo esas ideas como semillas. Pronto
pararían en la ciudad de Svarti y se preguntaba si se harían con más
provisiones. La Cresta de Skalla —donde abandonarían el Camino de
Huesos para llegar a la casa de Kraki— estaba cada vez más cerca.
Necesitaba algo para convencerlos de que la llevaran más al norte.
—Podría preparar una salsa o unos panes. He oído que se puede capturar
levadura silvestre al aire para hacer masa madre… —De repente, el dolor
atravesó su cráneo como un cuchillo, y fue tan intenso que tuvo que
detenerse en mitad de la frase. «Skjöld», pensó, y su cuerpo se regocijó ante
la idea de las hojas. De algún modo, se le había pasado por alto tomar su
dosis diaria. Silla tiró del fino cordón de cuero que llevaba alrededor del
cuello para desprender el vial. Entonces abrió los labios y se le escapó un
grito ahogado.
«No, no, no, no, no».
El tapón estaba entreabierto.
Los pensamientos se le arremolinaban, quedándose a medio formar:
¿cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo? ¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo iba a lograr
llegar a Svarti? ¿Cómo iba a sobrevivir a la intensidad rabiosa de sus
dolores de cabeza?
Silla volcó la única hojita que le quedaba en la palma de la mano y la
partió en dos. Contuvo las lágrimas; el cuerpo le gritaba, la cabeza le daba
vueltas. Guardó la otra mitad en el frasco.
Aún faltaba una noche para llegar a Svarti. Y le quedaba media hoja.
Podría hacerlo. Lo lograría. La mitad era menos que nada. Pero su mente
navegaba en aguas peligrosas que la arrastraban hacia la desesperación más
profunda. «Necesito más. No tengo suficiente. ¡Idiota! ¿Cómo has dejado
que ocurra?».
El dolor del cráneo empezó a disiparse, pero los pensamientos no habían
hecho más que empezar a atormentarla. Las hojitas eran un manto de
comodidad, de seguridad. Sin tener garantizado el suministro, se sentía
desnuda y vulnerable. Quería llorar, quería gritar, quería arrancarse el
cabello.
No lo lograría sin su padre. Ni siquiera había sido capaz de guardarlas
debidamente. ¿Cómo había podido…?
Silla sintió una mirada fría desde el otro lado de la hoguera.
—¿Eso qué es? —preguntó Rey, señalando el frasco.
Lo miró a los ojos, agradecida porque la hubiera rescatado de la corriente
que la arrastraba.
—Skjöld.
La mirada que Rey le devolvió podría haber hecho añicos una piedra.
—¿Y por qué tomas esa hierba? ¿No sabes lo peligrosa que es?
Silla forzó una carcajada, pero se le fue el tono.
—¿Peligrosa? Es un remedio para el dolor de cabeza.
Rey atizó el fuego con un palo con una agresividad innecesaria.
—A los fanáticos de Sunnavík les encanta. Les ayuda a «acercarse a los
dioses».
Silla se quedó mirándolo mientras saboreaba sus palabras sin lograr
digerir el significado.
—¿Cómo iba a hacer algo así?
Rey se encogió de hombros.
Bajó la mirada al vial, con una nueva variedad de emociones
persiguiéndose en su interior. ¿Fanáticos? ¿Peligrosa? No. Su padre no le
daría nada peligroso.
«Pero te abandonó».
«Te mintió».
«Ni siquiera te dijo su verdadero nombre».
—Debes de haberte confundido —resolvió Silla, poniendo fin a la
conversación. Se puso de pie y empezó a recoger los platos. Agradeció
cuando Rey se adentró en el bosque; así no tuvo que evitarlo aquella noche.
¡EMPUÑA HACIA ADELANTE! —ordenó Hekla—. Mantén la hoja hacia
arriba, en dirección opuesta al meñique.
El sol cubierto de nubes aún estaba alto, pero el aire se había vuelto más
frío, sin duda, y hacía que su respiración saliera en vaharadas. La mente de
Silla volvía una y otra vez al frasquito colgado de su cuello, a lo hueco y
vacío que estaba. Aunque el dolor punzante de cabeza había remitido,
seguía sintiendo malestar alrededor del cráneo, y no lograba acallar su voz
interior.
«Más. Tómate la última mitad. Tómatela».
Silla se entregó a la práctica defensiva para distraerse. Con la mano
izquierda envolviendo la derecha de Silla, Hekla le indicó la posición
correcta de los dedos para empuñar la daga.
—Sujétala fuerte, dúlla, así.
Silla absorbía cada palabra mientras recordaba la sensación de
indefensión. No quería volver a sentirse así jamás.
—Este agarre va bien para cortar y apuñalar. Te resultará más natural si te
digo que es parecido a picar cebollas. —Hekla ajustó la prensión y luego
dio un paso atrás, satisfecha—. Y, lo más importante, cuando apuñales a
alguien, asegúrate de hacerlo con convicción.
—¡Apuñalarlos con convicción! ¡Cuánta sabiduría, Costillas! —exclamó
Ilías, dando un codazo a Gunnar en el estómago.
—¿Esto es parte del entrenamiento? ¿Lo de tener que aguantarlos? —
preguntó Silla mientras se masajeaba las sienes intentando disipar el dolor.
Silla miró a los hombres sentados junto al fuego que compartían una botella
de brennsa.
Habían bebido bastante y, al parecer, ella era su entretenimiento.
Afortunadamente, Sigrún estaba merodeando entre los matorrales, y Rey
aún no había vuelto.
Hekla les hizo un gesto con la mano.
—Es bueno acostumbrarse a las distracciones. No les hagas caso, dúlla.
Solo quieren ver qué ocurre cuando una gatita saca las uñas.
—¿Gatita? —Silla no pudo evitar una nota de indignación en su voz.
Inspiró profundamente por la nariz ante el dolor de cabeza palpitante.
—Sí, sé que llevas dentro una gata montesa y yo voy a conseguir que
salga. Pero este par de tontos juzgan muy deprisa. —Hekla le dirigió una
mirada penetrante y bajó la voz—. Vamos a demostrarles que se equivocan.
Silla colocó los brazos en jarras.
—Lo haré. —Silla miró a Ilías, molesta—. ¿Por qué te ha llamado
Costillas?
—Porque me hace reír tanto que me duelen las costillas —vociferó Ilías,
y Gunnar se rio entre dientes.
—Porque él me tocó una teta y yo le partí las costillas —respondió Hekla
tan tranquila, dedicándole a Ilías una mirada de advertencia—. ¡Más te vale
recordar que puedo hacerlo otra vez, kunta!
Silla los miró a los dos y se echó a reír.
—Ilías, deja de distraer a mi alumna —gritó Hekla—. Y ahora seguimos
con la lección. Cuando apuñalas a alguien, no puedes hacerlo con dudas.
Los Hachas podemos controlar el combate, pero tú necesitas recurrir a la
sorpresa, y solo tienes una oportunidad. Y… ¡al ataque!
Silla hizo los movimientos de apuñalamiento que Hekla le había
enseñado una, dos, tres veces…
Un golpe sordo la distrajo. Era Jonas. Cortando leña. Blandía el hacha
con un movimiento poderoso, y partía la madera sin esfuerzo.
«Dioses misericordiosos».
Silla observó con el rabillo del ojo a Jonas cuando hizo una pausa para
subirse las mangas de la túnica de lino. Cada vuelta dejaba entrever unos
pocos centímetros más de antebrazo musculoso. Parecía que el aire se había
calentado varios grados y se olvidó del dolor de las sienes.
—¡Vamos! —gritó Hekla. Silla repitió los movimientos con timidez.
Jonas extrajo el hacha. Los músculos debajo de su piel expuesta se
contraían y se expandían para absorber el peso. Los hombros tiraron de la
túnica cuando los llevó atrás. Mientras agarraba el mango de madera por el
extremo, la luz de la hoguera se reflejó en su melena rubia y en las mejillas
bronceadas.
—¡Vamos! —Silla cortó el aire.
Levantó el hacha por encima de la cabeza, apretó los labios para
concentrarse y clavó la mirada en su objetivo. Silla contempló los músculos
fuertes y fibrosos del cuello y la forma de sus abdominales bajo la camisa.
Y entonces el hacha cortó el aire en su descenso con tanta hostilidad que
durante un momento se olvidó de respirar. El hacha impactó, la madera se
astilló y el tronco se partió en dos.
Silla se aflojó el cuello del vestido.
—¡Vamos!
A Jonas se le soltó la trenza y le cayeron por la frente varios mechones de
pelo, y luego se los apartó.
La voz de Hekla interrumpió sus pensamientos.
—¿Silla? ¿Has parado? Oh, fuegos eternos… —Hekla sonrió burlona—.
Venga, vamos otra vez.
—No me he distraído —dijo Silla deprisa, demasiado deprisa,
volviéndose hacia Hekla con las mejillas coloradas.
—Ya veo…
—¿Vamos otra vez? —preguntó Silla, desesperada por cambiar de tema.
Hekla tamborileó los dedos metálicos en la daga mientras estudiaba a
Silla divertida.
—Es mejor que no vayas por ahí, dúlla.
—Ir… ¿adónde? No voy a ninguna parte. —La voz le sonó como si le
hubiera subido una octava y la cara le ardía.
—Él es… a ver cómo te lo digo… popular con las mujeres. A Jonas le
confío mi vida. Pero en cuestión de mujeres… —Se mordió la lengua—.
Por algo le llaman Lobo. No las trata bien.
—Yo no estoy… Yo no quería… —Silla no sabía cómo acabar la frase.
—Desde luego que no —Hekla le guiñó el ojo—, pero tenlo en cuenta
por si se te pasara por la cabeza. Y ahora, sigue practicando.
VEINTE

Jonas era el culpable de su insomnio. Silla se pasó la noche dando vueltas


bajo la manta de pieles, con la frente empapada en sudor, aunque estaba
muerta de frío. El dolor de cabeza seguía y, aunque estaba acostumbrada,
era como un ruido de fondo. Daba igual que cambiara de posición; no
lograba acomodarse.
Cada vez que cerraba los ojos, lo veía enarbolando el hacha y
susurrándole al oído:
«No juegues a juegos que no puedas ganar».
Aquellas palabras le resonaban en la mente, una y otra vez, como un
orfeón de barítonos girando en círculo a su alrededor y reverberando por su
espina dorsal. Maldijo a aquel hombre y a sus ridículos antebrazos, y a su
forma de distraerla blandiendo aquella estúpida herramienta. ¿Quién partía
un tronco de un solo golpe? ¡Qué absurdo!
Silla se esforzó por recordar el resto de las barbaridades que le había
dicho.
«No voy a permitir que un ratón se interponga entre mis sólas y yo».
«Eso es», pensó saboreando la victoria. A aquel hombre solo le
preocupaba el dinero. Sin duda alguna, era un egoísta. «Excepto porque te
salvó de los Cuervos de Hierro», dijo una entrometida voz en su interior. «Y
porque te ayudó a superar el ataque de pánico cuando tuviste aquella
pesadilla. Y porque te siguió en el bosque para protegerte…».
Irritada, Silla se dio la vuelta por tercera vez en un minuto.
Al fin, el sueño la venció, y con él llegaron los sueños vívidos. Soñó con
ojos como estanques que reflejaban los rayos de sol del verano, zafiros
brillantes y tornadizos ante su mirada fija. Dedos que acariciaban la zona
sensible de sus pantorrillas y subían por la parte interna de los muslos.
Labios suaves como la seda rozando los suyos.
La imagen se hizo añicos, y luego cambió, y vio la figura maltrecha de su
padre, con un rojo oxidado que le rezumaba del pecho y la respiración
entrecortada. Leyó las emociones que reflejaban aquellos ojos azules como
el hielo: arrepentimiento, necesidad de más tiempo, temor, pero no a la
muerte, persiguiéndolo como una avalancha montaña abajo. Temía por ella.
—¿Quiénes eran mis padres? —preguntó Silla.
Él movió los labios. Ella se acercó y los ojos se le abrieron de par en par
al oír los nombres…
Silla se incorporó de golpe jadeando. Evaluó rápidamente el entorno: la
luz dorada y cremosa del sol fluía a raudales entre las ramas de los pinos y
por el claro desnivelado cubierto de musgo. Un sudor frío le empapaba la
frente. Las siluetas dormidas roncaban suavemente a su lado. Silla se tocó
el cuello. No le dolía.
No estaba en la carretera cerca de Skarstad. Estaba a salvo.
Se llevó la mano al vientre para calmar los nervios. Los nombres.
¿Cuáles eran los nombres? Estaban ahí, resplandecientes, lejos de su
alcance, un recuerdo que aún podía alcanzar si se estiraba lo suficiente…
Los ecos del sueño no se separaron de ella, ni mientras preparaba la
comida, ni cuando se acomodó sobre las pieles para el viaje. Su padre murió
mil veces, tantas que había memorizado la expresión de sus ojos y el
estertor de su último aliento. Sin embargo, ninguna de esas veces logró
escuchar los nombres que dijo. Había muerto por ella, para protegerla, y se
le hizo un nudo en la garganta. Los espasmos nauseabundos del estómago
se fueron expandiendo durante todo el día hasta contagiar cada rincón de su
cuerpo.
«Murió por tu culpa».
—No seas tonta —dijo la niña rubia, sentada a su lado en el remolque—.
No sabías lo que iba a pasar.
Pero el recuerdo golpeaba a Silla en lo más profundo de su ser, un dolor
crudo que la rompía en pedazos. Estaba muerto. Se había ido. Tal vez se
negaba a aceptarlo. Forzaba los oídos para escuchar su voz, y la nariz
buscaba su olor familiar. Sacó la túnica del zurrón. La apretó contra su
rostro. Inspiró su aroma.
«Por tu culpa, por tu culpa, por tu culpa».
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y los cerró con fuerza. Si hubiera
mostrado más interés cuando quiso enseñarla a defenderse, podría haber
desenfundado su daga y haberle ayudado a luchar.
—Y también podría haberte dicho la verdad —dijo la niña, enfadada.
Si hubiera sido mejor hija. Si hubiera confiado en ella para contarle esos
secretos.
—Deberías pensar en cosas que te gustan—sugirió la niña.
Pero Silla se quedaba sin fuerzas conforme el dolor se irradiaba por su
cuerpo, con esas preguntas tortuosas circulando por la mente.
«¿Por qué no confió en ti?».
«¿Quiénes son tus verdaderos padres?».
«¿Por qué te busca la reina Signe?».
—Piensa en cosas que te gustan; busca pensamientos amables —dijo la
niña—. «Gatitos. Nadar. Hundir los dedos en la masa del pan…».
Con un resoplido exasperado, Silla se irguió y recolocó los mechones
rebeldes en la trenza. Ignorando el latido de las sienes, se quitó la cinta de
cuero de la muñeca y la empleó para sujetarse los bucles. Miró hacia la
carretera, más allá del remolque. Jonas cabalgaba sobre su yegua marrón,
con el rostro tranquilo, pero sus ojos mantenían esa mirada intensa e
indescifrable.
Un escalofrío de conciencia le bajó por la espalda, y Silla se quedó
paralizada. El crudo dolor de la pena se atenuó momentáneamente; era la
primera vez en horas que sentía algo distinto. Y le volvió a ocurrir por la
noche. La tentación de las hojas, la pena y la pérdida… Todo había pasado a
segundo plano.
Silla se recostó de nuevo sobre las pieles y cerró los ojos, y se permitió
recordar la primera parte del sueño. El roce de los dedos por sus pantorrillas
y las caricias de aquellos labios en los suyos. La sangre le latía acalorada y
el ansia se le instaló entre las piernas. Dejó escapar un suspiro. ¿Qué clase
de tortura era esta? ¿Qué tenía este hombre irritante? ¿Y por qué no podía
dejar de pensar en sus estúpidas y bellas facciones? Silla no sabía qué
significaba.
—Nada bueno —murmuró la niña rubia. Y, sin más, se metió bajo las
pieles y desapareció por completo.

—NOS HEMOS QUEDADO sin leña, Lobo.


Jonas miró los dados tallados en hueso que acababa de lanzar. En las
caras había esculpidos un cuervo y dos osos polares; una tirada lamentable,
como todas las de la noche. Había perdido ya tantos sólas contra Gunnar
que el estómago le ardía de culpa. Esos sólas debían ir a parar a sus reservas
y ahora Gunnar los malgastaría en algún salón comunal. Con un suspiro de
irritación, Jonas se puso de pie.
—Me voy —gruñó, agarró su hacha y se fue dando un paseo hasta el
bosque. Las ramas muertas de los árboles estaban húmedas y cubiertas de
musgo en esa zona, así que se adentró en busca de liquen seco y fibroso.
Apenas llevaba dos minutos en el bosque cuando oyó a Silla tropezar
detrás de él. ¿Qué hacía allí? El corazón se le aceleró. Ahora que parecía
haber conseguido sacársela de la cabeza. No sabía por qué, pero aquella
mujer se le había clavado bajo la piel; llevaba todo el día esforzándose en
ignorarla.
Jonas había ido escoltando del remolque con los ojos pendientes de ella,
le gustara o no la idea. Observó que algo llevaba incomodándola toda la
mañana, pero no era asunto suyo.
Y ahora lo seguía hasta el bosque.
«Parece que quiere seguir jugando», pensó, y acto seguido lo invadió una
satisfacción pura y varonil. Rememoró el suave calor que desprendía
cuando la empujó con su cuerpo contra el árbol, y cómo le brillaban los ojos
mientras lo provocaba. Verlo furioso la había excitado.
Y el tono burlón de sus palabras, que le caldearon la sangre más de lo que
ella podía imaginar. Había tenido que emplear toda su voluntad para
alejarse de ella, para no acariciar todas sus curvas, para descubrir si sabía
igual de bien que olía.
Jonas se sorprendió cuando esa misma necesidad estalló en su cuerpo.
Entonces recordó que era una mentirosa, una polizona, una carga para la
Hermandad. Jonas se obligó a pensar en las palizas a Ilías. En lobos
gigantes. En su padre.
Bien. Ese truco siempre funcionaba.
Una ramita se quebró y él suspiró, se dio la vuelta y la fulminó con la
mirada.
—¿Qué quieres, Ricitos? ¿Por qué me has seguido?
Silla se puso roja y se mordió el labio inferior.
—Me han dicho que es peligroso pasear a solas por este bosque. Alguien
tiene que protegerte, Lobo.
Jonas ladeó la cabeza. Le gustó su atrevimiento más de lo que estaba
dispuesto a admitir.
—¿Y quién te protegerá a ti, ratoncito? —A ella se le iluminaron los ojos;
a él le hirvió la sangre. «Joder», pensó Jonas. Quería verlo otra vez.
—Yo me protegeré sola —dijo, valiente—. He estado practicando con
Hekla.
—Eso he visto —respondió poniendo sonrisa de suficiencia—. Casi has
conseguido el nivel de un niño de ocho años.
Ella resopló y cruzó los brazos sobre el pecho, lo que desvió la atención
de Jonas a aquella zona. Una vez más se preguntó qué había debajo de
aquellos vestidos horrorosos.
—Al menos intento mejorar —dijo, esta vez con dureza—. Es preferible
a malgastar las noches.
—¿Qué insinúas?
—No insinúo nada. Digo que me dijiste que tenías cosas más importantes
que hacer que ir detrás de mí mientras yo buscaba comida. Y resulta que eso
tan importante es perder sólas en juegos de apuestas. Y yo pensaba que eras
un codicioso, tan ávido de tus preciadas monedas.
Aquello lo crispó. Detestaba que ella se hubiera fijado en algo que él
también odiaba. Bajó el hacha y fue directo a por ella. Silla respiró hondo,
pero se mantuvo firme. Dioses, aquella mujer. Quería castigarla por su
insolencia. Probar su piel. Arañar con los dientes su vena excitada.
Jonas bajó la cabeza y se colocó a escasos centímetros de ella. Observó
que se le dilataban las pupilas.
—¿Me estás provocando, Ricitos?
Ella inhaló profundamente.
—Quizá.
Él bajó la mirada hasta sus labios y volvió a los ojos. Eran oscuros,
sinceros, el tipo de ojos en los que querría perderse.
—¿No te advertí que no jugaras a estos juegos conmigo?
—A lo mejor no quiero ganar —susurró ella—. Tal vez solo quiera jugar.
El calor subió por la espalda de Jonas mientras la miraba. Colocó la
mano en su garganta y la deslizó con suavidad hacia la mandíbula. Su
excitación creció cuando notó que a ella se le erizaba la piel.
—¿Estás segura de esto, Silla? —Los párpados de ella aletearon y Jonas
no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción—. Podría ser un peligro para
ti.
—Tal vez yo… quiera que lo sea—. Se ruborizó, pero continuó.
Una risita sofocada le salió del fondo de la garganta ante la respuesta.
—No tienes instinto de autoprotección, ¿verdad, mujer? ¿Cómo has
sobrevivido veinte inviernos en este reino?
—No lo sé. —Silla tomó aire y cerró los ojos. Juntó las cejas, relajó los
hombros y pareció quebrarse ante la mirada de él.
De repente, la temperatura de la sangre de Jonas se desplomó. Dio un
cauteloso paso atrás y le apartó la mano de la mejilla.
—Dime la verdad. ¿Por qué me has seguido?
Silla endureció los labios y se aferró al vial que le colgaba del cuello.
—Porque no puedo estar ahí sentada —dijo—. No puedo… pensar.
Necesito dar una vuelta. Necesito distraerme.
—¿Distraerte?
Silla miró a lo lejos, y se abrazó.
—No te molestaré más. Necesito dar un paseo.
Si Jonas fuera una buena persona, le preguntaría qué le pasaba. Por qué
se había extinguido el fuego de sus ojos tan de repente. Pero nadie pensaba
que lo fuera, así que simplemente dijo: «Muy bien», y siguieron
adentrándose en el bosque.
Caminaron en silencio durante varios minutos. Jonas se detuvo cuando
encontró el liquen fibroso. No tardó en recoger la madera que necesitaba,
pero sentía que ella precisaba más tiempo y, en un momento tonto de
debilidad interior, decidió acompañarla en su necesidad de pasear.
—Debería darte las gracias —dijo ella por fin, mientras arrancaba el
liquen de una rama que recogió. Levantó la cara y lo miró a los ojos. Ahora
parecían vacíos y perdidos. ¿Dónde se había ido la pasión? ¿Qué la había
apagado?—. Por liberarme de los Cuervos de Hierro. Te lo agradezco.
Jonas revivió la imagen de ella atrapada en las garras de aquella escoria
humana, y sintió que la rabia le ardía en las venas de nuevo. Sacó las hachas
y se las enterró en los cráneos sin pensárselo.
—Son unos canallas —dijo, por fin, y apretó los labios—. Carroñeros.
¿Sabes de dónde les viene el nombre? Trapichean con las armas que roban a
los cadáveres de sus víctimas.
Silla se llevó la mano al vial y lo apretó hasta que los nudillos se le
pusieron blancos. Se aferró a aquello como si fuera una tabla de salvación.
—Gracias a los dioses del cielo que me subí a vuestra carreta.
Él arrugó la frente, pero su mirada mordiente se suavizó en seguida. Poco
a poco se iba dando cuenta de que se había equivocado con la impresión
inicial que tuvo de ella: se levantaba antes que los demás para preparar el
desayuno, lavaba los cacharros sin preguntar ni quejarse, practicaba con
Hekla durante horas por las tardes. Estaba claro que sabía lo que significaba
trabajar duro.
A Jonas no le gustaba que se hubiera colado en su carreta, pero
comprendía la desesperación que debía sentir. Hace años, él también
confiaba en la amabilidad de los demás. Buscó las palabras para explicarle
que, tal vez, se había equivocado, pero no las encontró.
—¿Cómo está tu muñeca? —preguntó en su lugar. Dejó caer la leña y
avanzó hacia ella mientras se sacudía las hebras de liquen de las manos. Un
tanto indeciso, le tomó el antebrazo y le subió despacio la manga de lana.
La respiración entrecortada de ella hizo que a él se le acelerara el corazón.
Jonas puso mala cara. Aunque la hinchazón había desaparecido
considerablemente, su piel pálida estaba llena de cardenales morados y
negros. Ver aquello lo enfureció.
—Ha mejorado mucho. El ungüento de Sigrún funciona de verdad.
Observó el pulso palpitando debajo de la delicada piel de la muñeca. Y
percibió una chispa en sus ojos. Incapaz de detenerse, Jonas le apartó los
rizos rebeldes.
—¿Y tu cuello? —preguntó con suavidad, y deslizó un dedo por la curva
entre el cuello y el hombro—. Parece que se ha curado también.
Un escalofrío la recorrió.
El calor se le acumulaba en el estómago. Miró a Jonas a los ojos.
—¿Tienes frío, Silla?
—No —logró decir con un susurro.
Se miraron fijamente mientras el aire crepitaba entre ellos; era un
sentimiento de anticipación, cargado de tensión, como el que precede a una
tormenta eléctrica.
—Jonas —gritó una voz de hombre, cortando la tensión como una daga
recién afilada. Era Ilías—, ¡se ha apagado el puñetero fuego, idiota!
Maldiciendo en voz baja, Jonas dio un paso atrás. Suspiró y volvió a
recoger la leña que había soltado.
—Deberíamos volver.
Silla se abrazó y asintió.
Volvieron al campamento andando en silencio.
VEINTIUNO

El día siguiente fue igual de emocionante que ver crecer la hierba.


Atravesaron densos bosques la mayor parte de la jornada y se detuvieron en
un claro donde Silla preparó la cena. Después de guardar los cacharros en el
cesto destinado a los utensilios de cocina, esperó a Hekla para su clase
nocturna. Hacía frío, y estaba más oscuro de lo habitual —las nubes habían
amenazado lluvia toda la mañana y el peligro aún no había desaparecido—.
«Bien», pensó mientras transportaba el canasto hasta el remolque. Pese a
entregarse a las clases de técnicas de cuchillo, no le apetecía practicar hecha
una sopa.
Silla miró a la fogata donde estaba Jonas, sentado junto a Rey, tallando
con su daga una figurita en madera. Cada noche esculpía una estatuilla
nueva y la arrojaba a la hoguera una vez terminada; al día siguiente,
empezaba una nueva.
La luz le iluminaba la barba dorada; levantó la cabeza y se quedó
mirándola con sus ojos azules. A Silla le subió la temperatura corporal,
atrapada en un punto entre el deseo y la pura turbación. ¿Qué había pasado
la noche anterior?
La noche anterior, ella estaba sentada junto al fuego, con el dolor de
cabeza apretándole el cráneo como el abrazo de una serpiente, y luchando
contra el impulso de tomarse la última media hojita. Y, entonces, cuando vio
a Jonas dirigirse hacia el bosque con el hacha al hombro, se aseguró de que
el resto de la Hermandad estaba inmersa en el juego de dados y se escabulló
tras él.
«A lo mejor no quiero ganar. Tal vez solo quiera jugar».
Se ruborizó al recordar las palabras. Le había dicho eso... A Lobo. Y lo
deseaba… desesperadamente. Le había visto el hambre en los ojos. Por un
momento pensó que, si él la besara, se le olvidarían el resto de las
preocupaciones.
Fuegos eternos. Seguía deseándolo. Y eso que ni siquiera le caía bien.
Era una locura. Desconcertante.
Jonas sonrió, como si pudiera leerle el pensamiento, y a ella se le derritió
el estómago. Con una exhalación temblorosa, apartó la mirada.
Silla se había pasado el día entero recordando el momento en que Jonas
le acarició el cuello con la mano. En su forma de mirarla, como si estuviera
hambriento de ella, como si quisiera devorarla. Aunque el dolor sordo tras
su media dosis de skjöld perduraba, aquel día no lo pasó compadeciéndose
por sus molestias, ni huyendo del peligro, ni pensando en el misterio de sus
padres de sangre.
—Tu fijación por él me da ganas de vomitar —soltó la niña rubia,
apoyada en un lateral de la carreta.
Silla le lanzó una mirada asesina.
—Es un chico. —La niñita arrugó la nariz—. Y, además, sabes que no
debes dejar que se acerque tanto a ti.
—Tienes razón —suspiró Silla—. No volverá a suceder.
Se fijó en el hombre de pelo negro a la izquierda de Jonas y dejó escapar
un largo suspiro. Desde que la descubrieron, no había logrado acercarse a
Ojos de Hacha. Él apenas le había dirigido la palabra, solo algunos
monosílabos, y la mayoría de las noches se alejaba del campamento. Silla
no tenía ni idea de cómo ganarse su confianza. Sabía que cocinar no era
suficiente para convencerlo de que la llevara a Kopa.
En pocos días llegarían a la Cresta de Skalla y, cuanto más se acercaban,
más nerviosa se ponía. ¿Qué podía hacer para convencerlo?
«Tengo que encontrar la manera», se dijo.
Hekla salió del bosque, con la ropa mojada colgando del brazo bueno.
—¿Lista para practicar? —preguntó, mientras tendía las prendas en la
cuerda con la zurda.
Silla asintió.
Las dos mujeres se alejaron de la hoguera y empezaron a ensayar los
movimientos. Hekla le enseñó a bloquear un ataque directo y cortar al rival
a la vez. Mientras levantaba el brazo derecho, Silla impedía con el
izquierdo el desenvainado de la hoja al tiempo que se precipitaba sobre el
cuello.
—Bien —aprobó Hekla—. Otra vez.
Silla ajustó el agarre de la daga en lo que ahora sabía que era un agarre
invertido. Repitió el movimiento, un poco más rápido y con más fuerza. A
Hekla se le tensó el rostro y se quitó la prótesis; se rascó la zona a la vez
que sonreía satisfecha.
Silla observó el brazo metálico.
—¿Pesa?
Hekla sonrió.
—El que tenía antes pesaba como una piedra. Mira este.
Le entregó el brazo metálico y Silla lo sopesó con ambas manos.
—¡Es muy ligero! ¿Dónde lo has conseguido?
Hekla arqueó una ceja.
—La abuela de Rey me dio el nombre de un artesano del metal de gran
talento. Me lo hizo él; tuve que pagar un extra por las partes afiladas. La
mujer del orfebre también me puso cierres magnéticos que me facilitaban la
colocación. La única pega es que escuece como un demonio.
Hekla le ajustó de nuevo el agarre de la daga y volvieron a la práctica.
—Esta vez atacaré por tu izquierda. Apunta a mi axila, un punto débil de
la armadura y, si giras bien la hoja, tu oponente se desangrará.
Repitieron los movimientos varias veces, y la precisión de Silla mejoraba
con cada intento. «Solo hace falta práctica», pensó. Y eso podía hacerlo. No
le asustaba trabajar duro. Media hora después, tenía la frente empapada en
sudor y le dolían los músculos del brazo.
—Hekla —dijo Silla, mientras se secaba la frente con la manga del
vestido—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Hekla se apoyó la mano izquierda en la cadera.
—Adelante.
—Es sobre tu experiencia. Tú no dependes de un hombre. ¿A veces te
sientes sola?
—¿Sola? —repitió Hekla, haciendo girar la daga a modo de pirueta—.
No. —Se acercó a ella y bajó la voz—. Para eso está Gunnar.
A Silla le brillaron los ojos y miró hacia el fuego, donde estaba Gunnar
sentado con Sigrún e Ilías, enfrascados en una escandalosa partida de dados.
Agradeció a los dioses misericordiosos que no hubieran visto la lección de
aquella noche.
—¿Gunnar? ¿Ese Gunnar?
Hekla se encogió de hombros.
Silla se quedó boquiabierta. No tenía la menor idea de que hubiera algo
entre ellos. Las preguntas se le amontonaban. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo
hacía para guardar el secreto? Pero de su boca solo salió:
—Tú y Gunnar estáis… ¿juntos?
Hekla sonrió.
—Si por juntos entiendes venerar nuestros cuerpos mutuamente, entonces
sí. A veces estamos… juntos.
—Es decir, que estáis juntos, pero no… juntos.
Hekla suspiró.
—No le pongo nombre a las cosas. Hago lo que me apetece, cuando me
apetece y con quien me apetece. Y, a veces, es con Gunnar.
Silla apretó los labios.
—No tenía la menor idea de que te gustaba.
—¿Gustarme? —Hekla resopló y miró al cielo—. Oh, dioses, ¿hablas en
serio? Por los malditos fuegos eternos, Silla. Muchas veces ni siquiera me
cae bien. En todo caso… me gustan ciertas partes de él. —Soltó una
carcajada.
Silla asintió. Antes de conocer a Jonas, nunca había pensado que fuera
posible desear y odiar a alguien al mismo tiempo.
—Creo que te entiendo.
—¿Esto de qué va, dúlla? ¿Te sientes sola?
Era una forma de decirlo. Sola. Cargada de culpa. Triste. Con necesidad
urgente de distracción.
—Tal vez.
—Bueno, Svarti está a un día de camino. Si quieres, podemos buscarte
algo para distraerte allí.
—Tal vez —repitió Silla, aunque no era del todo cierto. Pero quizá sí que
necesitaba portarse un poco mal.

JONAS MIRABA CON INDIFERENCIA la figurita que tenía en la mano,


mientras tallaba otra capa curva de madera para darle forma al casco del
soldado. A su izquierda, Ilías, Sigrún y Gunnar en corro echaban una partida
a los dados. A la derecha estaba Rey, en silencio y absorto en sus
pensamientos.
Unas risas en el borde del claro le llamaron la atención; eran Silla y
Hekla, ejecutando un movimiento de ataque que Jonas aprendió de niño.
Una vez más se preguntó cómo había sobrevivido aquella mujer sin tener
siquiera los conocimientos básicos de cómo empuñar una espada. Se lo
preguntó directamente la noche anterior, y la chica se marchitó ante sus ojos
como una flor. Se devanó los sesos intentando entender su respuesta. Tal
vez se acordó de su padre o le entró la preocupación de pensar cómo saldría
adelante sin él.
«No es problema tuyo», se recordó. La chica se habría metido en asuntos
que no debería. Sus desgracias no eran de su incumbencia.
Jonas se obligó a dejar de mirarla. No habían vuelto a hablar desde la
noche anterior, pero cuando ella le pasó el plato de comida, él apreció el
rubor que le subió por el cuello. A la luz del día, el atrevimiento que había
visto en dos ocasiones en el bosque se evaporaba por completo. Aunque lo
intentara, no lograba olvidarlo; anhelaba ver esa cara de ella una vez más.
Para su desgracia, Jonas no conseguía quitarle los ojos de encima. Ver
cómo se reflejaban los sentimientos en su rostro era como un juego. Los
adorables ceños fruncidos que dedicaba a Rey cuando él no miraba. La
firme determinación cuando trabajaba con Hekla. Las emociones que la
habían inundado sentada en la carreta: ira y frustración, que a veces
derivaban en tristeza.
Tenía el extraño deseo de querer quitarle esa amargura. De hacerla reír
hasta que le apareciera el hoyuelo de la mejilla. De asegurarse de que la
chispa no dejara de brillar en sus ojos. Tal vez por eso disfrutaba tanto
haciéndola enfadar. Sintió que un calor extraño le invadía el pecho, y se
sintió incómodo.
Jonas le dio un buen trago a su odre mientras observaba a Silla quitar la
maleza de su daga. «Los sentimientos del amor no traen más que
debilidad», se recordó, y revistió su muro interior de hierro y acero. No
seguiría ese camino. «Tienes que evitarla antes de que esto vaya más lejos».
Un suspiro profundo a su lado le recordó la presencia de Rey.
—Necesito que la lleves al mercado de Svarti —dijo Rey, sacando
también su petaca y dándole un trago largo.
Jonas se giró con brusquedad para mirarlo.
—¿Qué?
—Cuando lleguemos a Svarti, llévala al mercado y acompáñala a
comprar bastantes provisiones para el siguiente tramo del viaje.
—¿Por qué yo? —se quejó.
Rey miró fijamente las llamas.
—Eres el único en quien puedo confiar para vigilarla. Mírala. Ya tiene a
Imberbe, a Puños de Fuego y a Rompecostillas comiendo de la palma de su
mano.
Jonas exhaló con tosquedad.
—Me gusta comer —respondió Rey con calma—. Si tengo que soportar
su presencia durante los próximos días, al menos lo haré disfrutando de su
cocina. Y tendrá vista para cosas que Sigrún no tiene. —Volvió a mirarlo
con esa frialdad e indiferencia que le caracterizaban—. Confío en ti,
¿verdad?
Jonas arrugó la frente.
—Pues claro. ¿Por qué lo preguntas?
—No la añadas a tu lista de conquistas, Jonas. —Rey volvió la mirada a
las llamas—. Prometí llevarla sana y salva a Hver. Pero… no es sincera.
Oculta algo.
Jonas forzó un resoplido.
—Por el culo de Hábrók, Rey. ¿Crees que ahora me gustan las tías de la
Casa de Ursir?
Rey endureció la mirada, pero siguió con los ojos fijos en el fuego.
—Supongo que no es tu tipo. Pero en caso de que se te ocurra: Te ordeno
que no te acuestes con ella.
Estalló de indignación. ¿Ordenar? A Jonas no le gustó cómo sonó aquella
palabra de los labios de su hermano Hacha. Le creó la necesidad de hacer lo
contrario.
Las risas desde donde entrenaban Hekla y Silla atrajeron su interés. Rey
emitió un sonido burlón al ver que Silla intentó bloquear a Hekla y en su
lugar se enredó los pies con los faldones. Cayó a cuatro patas con una
carcajada.
—No debí haberla dejado vivir —murmuró Rey—. Este trabajo en Istré
es demasiado peligroso como para tenerla entre nosotros. Deberíamos estar
planeándolo y, en vez de eso, tengo la mente enredada con ella. Nos oculta
algo, Jonas.
—Tal vez. —Jonas observó a Silla sacudiéndose el musgo de la falda. Se
agachó para recoger la daga del suelo. Él trazó con la mirada la línea de su
espalda baja, su formidable trasero, y se le escapó un suspiro—. O quizá
solo es que le das miedo y por eso se comporta de una manera extraña
cuando estás cerca.
—Ella no me tiene miedo —respondió Rey mirándolo, poco convencido;
su acusación sí que fue contundente—: Esconde algo y voy a averiguar de
qué se trata.
Jonas miró a su hermano Hacha con el rabillo del ojo. Así que Rey no
estaba tan contento de su decisión.
—No se quedará con nosotros mucho tiempo, Rey. Y podría ser peor.
—¿Qué quieres decir?
—Ella no intenta darte conversación, ¿verdad?
—Tararea. Creo que ni siquiera es consciente de que lo hace. Me molesta
bastante. —Rey le dio un trago al odre y se limpió con la manga—. No me
disgusta la comida. Déjala que compre lo que quiera.
—Vale —respondió Jonas, resoplando.
Levantó la cabeza. Hekla y Silla caminaban hacia ellos, con la sonrisa
dibujada en sus rostros. Silla se colocó un rizo rebelde detrás de la oreja y
se tropezó con una roca. Se giró hacia la piedra con cariño.
Jonas se atragantó al escuchar la palabra «perdón» salir de su boca.
—Por las tetas de Malla —murmuró Rey, pasándose la mano por la cara
—. Dime que no acaba de pedirle perdón a una piedra.
VEINTIDÓS

Sur de Svarti

Skraeda espantó las moscas mientras examinaba el par de caras derretidas.


Acurrucada en la hierba adornada por el rocío, admiró el contraste: perlas
de líquido brillantes adyacentes a las cuencas ennegrecidas de los ojos que
rezumaban restos de globo ocular. Le dijeron que habían desatado los
cadáveres de la empalizada y los habían depositado en el suelo.
Se volvió hacia el capitán de los klaernar y frunció los labios. Se había
agolpado una multitud de curiosos y varios Garras del Rey los empujaban
hacia atrás para que guardaran la distancia. Detestaba que tantos ojos
estuvieran pendientes de ella; prefería vivir en las sombras. La oleada de
emociones de la muchedumbre hacía crecer su irritación.
—Está bastante muerto —afirmó Skraeda, mordaz.
—Bastante —dijo el hombre, el capitán… ¿Bolsund? ¿Boskuld? Bueno,
lo único que recordaba era que lo enviaban del sur.
Skraeda no sabía cómo habían dado con ella los klaernar. Aporrearon la
puerta con las primeras luces del día, y se arrepintió de haber decidido pasar
la noche en una pensión en lugar de en la naturaleza, donde nadie la habría
molestado. Pero había querido interrogar a los residentes de aquella
pequeña aldea para ver si alguien había visto a la chica y a sus
acompañantes, y ya era tarde para hacerlo cuando llegó la noche anterior.
Qué suerte que el Slátrari hubiera atacado y le hubiera ahorrado la
molestia de tocar puertas.
Skraeda dejó escapar un largo suspiro.
—Capitán, tengo prisa por continuar la marcha así que, por favor, al
grano.
El hombre parecía igual de contento que ella de estar en aquella
porquería de aldea. La estudiaba con el ceño fruncido.
—Me informaron de que estabas por la zona —dijo con tono de duda—.
He oído rumores sobre ti.
Skraeda gruñó para sus adentros. Los rumores eran peligrosos. Cuando
lograra atrapar a la chica, volvería a Reykfjord, encontraría al klaernar que
había estado «rumoreando» sobre ella y le cortaría la lengua.
—Los cuerpos han ido apareciendo —prosiguió—. Estoy seguro de que
has oído hablar del asesino, el «carnicero», ese Slátrari.
Skraeda miró al hombre, expectante.
—Los… quema, como puedes ver. Hasta ahora, parecía actuar en el área
de Reykfjord, pero ahora parece que el asesino se ha salido de la zona.
—¿Y qué? —preguntó, ya con exasperación.
—Magnus Hansson quiere que se solucione el problema.
«Magnus Hansson», pensó Skraeda, y el vello de los brazos se le erizó.
El Devoracorazones, uno de los pocos hombres de Íseldur que de verdad le
daba miedo.
—No es problema mío —resolvió con sequedad—. Me dirigiré a la
multitud y seguiré mi camino.
El klaernar extendió la mano y la puso en el brazo de Skraeda. Ella miró
aquella mano y tuvo que contenerse para no cortársela y metérsela por el
gaznate.
—Sé que has colaborado con los klaernar en Reykfjord, Lengua Astuta
—siseó—. Esperaba que hicieras lo mismo aquí.
Skraeda entendió la amenaza implícita: «Sé lo que eres». Un calor
abrasador le subió por el pecho y la ira le escoció en la garganta.
El capitán siguió hablando.
—Lo que quiero saber es si puedes detectar algún rastro de culpa entre
los reunidos. Estoy seguro de que querrás ver al asesino entre rejas. Por la
seguridad de nuestro reino.
Skraeda respiró para tranquilizarse. «Cordero, Skraeda», se recordó.
«Deja que te considere un cordero».
—Muy bien —se esforzó—. No quisiera pensar que hay un asesino
suelto. —Se acercó a la muchedumbre mientras se apartaba las trenzas.
Sentiría a la multitud y, de paso, obtendría respuestas en su propio beneficio
—. Buenos días —gritó—. Busco a una mujer.
El capitán gruñó detrás de ella, pero Skraeda lo ignoró.
—Prometo una gran recompensa a cualquiera que me proporcione
información. —Dejó que sus sentidos se abrieran. El miedo y la
desconfianza se acumulaban en el aura de todos ellos, y requería precisión
apartar ambos y buscar hilos más finos. Entre tanta confusión, y con tantos
presentes, la verdad, solo un Solaz con la experiencia de Skraeda podría
conseguir algo.
—¿Y qué pasa con el Slátrari? —gimoteó una mujer.
—¡Ha matado a nuestro gothi! —gritó un hombre.
La ira se contagió y se extendió entre los presentes, y Skraeda utilizó su
toque para adormecerla, para suavizar bordes afilados y aliviar la tensión.
—Los klaernar están aquí ahora —continuó— y en breve seguirán con su
tarea. Pero no hasta que sepa si habéis visto a una muchacha con una capa
roja, el pelo castaño y rizado, y que lleva un vial con un cordón atado al
cuello.
—¿Qué haces? —le susurró el klaernar al oído.
—Detectar a cualquiera que… parezca enfadado —mintió por una
comisura de la boca—. El asesino querrá protagonismo, ¿no? Querrá que se
le reconozca la matanza. Se enfadará si pregunto por la chica, porque creerá
que no está teniendo la atención que cree que se merece. Déjeme atrapar a
su culpable, capitán.
Con un gruñido, el guerrero retrocedió.
Skraeda sonrió, y siguió provocando a la multitud; ya no buscaba rabia,
sino sorpresa. Había halos densos de preocupación y estremecimiento, y los
fue repasando para encontrar lo que buscaba. Afinó entre todos ellos y se
centró en un hombre de avanzada edad.
—Tú —se dirigió a él mirándolo directamente—. Tú sabes algo, estoy
segura. Da un paso adelante, buen hombre, y dime lo que sabes. —Skraeda
se desenganchó una bolsa de cuero del cinturón y se la tendió—. Tu
recompensa te espera.
La gente se apartó cuando el hombre avanzó. Era menudo y estaba
arrugado por la edad; llevaba un abrigo de lana con remiendos en varias
zonas; se quitó un gorro harapiento y lo aferró contra su pecho.
—Creo que… que la he visto —dijo con tono calmado y entornando los
ojos para mirarla—. Adelanté a un grupo de guerreros en la carretera ayer
por la tarde. Había una mujer sentada en el remolque con un abrigo rojo.
Era raro, pensé, una mujer así viajando con guerreros.
Skraeda arrugó el entrecejo. Tenía sentido que la mujer viajara con
guerreros, teniendo en cuenta los cadáveres con los que se había cruzado en
el camino.
—¿Y cómo tenía el pelo? —siguió pinchando.
El hombre miró la bolsa de monedas y luego otra vez a Skraeda. Suspiro,
sacó tres sólas de oro y se los entregó.
—Llevaba el pelo recogido en una trenza, y tenía mechones sueltos. Me
parece que lo tenía rizado.
Skraeda inspiró y espiró profundamente.
—Gracias, señor —dijo, y le entregó un sóla más.
Dio media vuelta, miró al capitán y, a continuación, repasó con la mirada
a la muchedumbre. Le puso una mano sobre el hombro y le susurró:
—Su asesino no está aquí. Le deseo más suerte con el próximo cadáver,
capitán.
Intentó no reírse ante el sonoro gruñido del hombre, pero aquel lamento
solo aumentó su regocijo: la mujer estaba a menos de un día de viaje.
Y, entonces, le cambió la cara.
La ciudad de Svarti estaba cerca. Si no la atrapaba pronto, la chica podría
desaparecer entre el gentío.
VEINTITRÉS

Camino de Huesos

El exuberante verdor de los bosques se convirtió en pastos dorados de


trigo y centeno que se curvaban y azotaban el aire cuando la brisa arremetía
contra ellos. Silla divisó la primera valla de madera de una granja entre el
paisaje de color oro, luego una segunda y una tercera. A medida que se iban
haciendo más frecuentes, la esperanza iba en aumento.
«Hojas», su mente coreaba, suplicaba. «Hojas». Se convirtió en un
estribillo desesperado que reverberaba en su interior y que no hacía más que
llenar el vacío: solo había una cosa que podía saciarla. Exceptuando Svarti.
Estaban cerca de la ciudad. Pronto repondría los suministros y volvería a
estar completa. Volvería a ser ella misma.
No obstante, a medida que se aproximaban a Svarti, apareció otro tipo de
impaciencia. ¿Estarían los mercenarios de la reina esperándola a las
puertas? ¿Recorriendo las calles en su busca? Cuando la carreta llegó a la
altura de los muros de empalizada de la ciudad, Silla estaba hecha un
manojo de nervios.
Al cruzar las puertas, exhaló la tensión con una bocanada larga; no había
puesto de control de viajeros a la entrada, pero estar de nuevo en una
ciudad, entre la gente, hizo que el nerviosismo se desatara. El peligro
parecía acechar en cada esquina. Puede que estuvieran allí, escondidos entre
las sombras, esperando el momento de abalanzarse sobre ella.
Silla intentó evadirse de las preocupaciones. El hipnótico sonido de los
cascos se reducía a medida que la cantidad de construcciones aumentaba a
ambos lados de la carretera. Acurrucándose aún más en el remolque, Silla
iba inspeccionando la ciudad. Svarti era una versión un tanto reducida de
Reykfjord, una paleta de marrones y grises piedra salpicados de verde
musgo. Después de tantas horas de aburrimiento en el trayecto, la ciudad
palpitaba vida. El aporreo de los martillos, las risas escandalosas de un
salón comunal, el crujido de las ruedas y el chapoteo de los charcos, todo se
entrecruzaba en discordante armonía. Pasaron por forjas y tiendas, por casas
con tejados de turba y calles con puestos de comida chapucera.
Silla se enderezó al pasar por delante del cartel azul de un boticario. Las
sienes le palpitaron con más insistencia al verlo.
«Necesito hojas. Necesito hojas».
—Pronto —susurró Silla, mientras localizaba el contorno del monedero
oculto en un bolsillo de la cadera. Era arriesgado gastar parte de sus
preciados sólas y, sin embargo, no lo dudaba.
«A los fanáticos de Sunnavík les encanta».
No sabía de dónde salían las palabras de Rey, pero despertaron de nuevo
su indignación. O Rey estaba equivocado o había mentido. Porque Silla
conocía a su padre, que haría cualquier cosa por mantenerla a salvo —que
había muerto para mantenerla a salvo—, y nunca le daría algo tan peligroso
como lo que había descrito Rey.
Por fin, hicieron un alto en el camino y ante sus ojos apareció un cartel
blanco adornado con plumas negras como la tinta que decía: «Posada
Cabeza de Jabalí».
—Abajo —ordenó Rey, golpeando el costado de la carreta. Silla se
apresuró a bajar, colgándose el zurrón en el hombro.
Rey estiró la lona sobre el carro y la aseguró a ambos lados. Un chico
salió de los establos y tomó las riendas de Caballo, y Silla le acarició con
cariño la frente antes de seguir a Rey.
—¿Cuántos hombres vigilan las caballerizas? —le preguntó Rey al
muchacho de camino de la puerta de la taberna—. ¿Tienen la mente clara?
¿O son borrachuzos?
A Silla se le puso una sonrisa en el rostro.
Se dejó caer sobre un banco tapizado con piel de oveja a la entrada
mientras Rey se encargaba de reservar las habitaciones. Vio a Jonas. Estaba
apoyado en la pared de enfrente, con los brazos cruzados sobre la brigantina
abrochada. Él levantó la cabeza y se miraron durante un segundo abrasador.
Silla notó que el cuerpo le respondía como si se hubieran rozado; su tonto
corazón le daba volteretas en el pecho.
«Guarda la distancia», se recordó, pero su cuerpo parecía no entender el
mensaje.
Silla apartó la mirada y respiró profundamente. Al cabo de un rato, Rey
volvió con las llaves en la mano. Un par de huéspedes que acababan de
entrar se apartaron a su paso y Silla se percató de la cara de alivio del
posadero. Ellos también lo veían como una pesadilla que había cobrado
vida.
Se acercó, con ojos glaciales.
—Paga Magnus. Elige compañero de habitación o duerme en el granero.
Se le cerró la boca, pero el frío del metal que le dio un apretón cariñoso
en el hombro la distrajo.
—Duerme conmigo, dúlla —propuso Hekla, sonriendo. Silla también
sonrió, aliviada por tener una aliada en el grupo.
De camino a la puerta, una mano enorme le rodeó la muñeca y la frenó.
Era Jonas, con cara de fastidio. La calidez de su tacto hizo que le vibrara la
piel. Silla se miró la mano.
—Me han ordenado que te lleve al mercado —dijo con tono de
resignación, y la soltó.
—¿Ordenado? —preguntó reflejando la sorpresa en el rostro.
—Quiero bañarme antes de ir. Tienes que estar preparada en media hora.
Y, sin más, Jonas se dirigió tranquilamente a la puerta. Silla suspiró. Salir
en público con Jonas. No iba a ser una tarde tranquila. Lo veía venir.

AL PARECER, la Hermandad del Hacha Sanguinaria contaba con muchos


más sólas de presupuesto de lo que ella y su padre habían tenido jamás; en
lugar de un pajar encima del establo, podían permitirse un alojamiento
decente. Aunque eran pequeñas, las dependencias tenían camas de madera
cubiertas de pieles de oveja y ciervo, una chimenea con troncos apilados al
lado y un banco con una palangana y agua limpia para el aseo.
—Te dejo que te laves la primera, dúlla —ofreció Hekla mientras se
quitaba el brazo protésico con un suspiro y se tumbaba sobre el lecho. Hizo
unos giros con los hombros y estiró el cuello a ambos lados—. Cenizas,
necesitaba darme un respiro de esta cosa tan complicada. Tengo que ir a
hacer guardia en la carreta, pero esta noche beberemos hasta reventar en el
salón comunal. —Le brillaron los ojos ante la idea de divertirse. Sonriendo,
Hekla salió de la habitación con la manga derecha colgando vacía.
Silla se quitó las botas y las medias, y luego se desnudó. Se echó agua en
la cara y usó el trozo de jabón de cenizas para quitarse la mugre de la piel
hasta llegar a los pies. Luego se lavó el pelo —lo mejor que pudo en aquel
pequeño recipiente—, se lo enjuagó y se peinó los rizos.
Se puso su vestido más limpio, se hizo una trenza y se sentó en el banco.
Se quedó mirando la chimenea apagada. Por primera vez en once días no
tenía que huir de nada ni de nadie, ni estaba elaborando mentiras para
esquivar las incesantes preguntas de Ojos de Hacha.
Sacó la túnica de su padre de la bolsa. Se la acercó a la nariz. Inspiró.
—Lo echo de menos —dijo la niña rubia, que apareció sentada a su lado.
—Yo también —respondió Silla con un murmuro. Habían estado solos
frente al mundo, y ahora… ¿qué? Todo había cambiado, no solo la ausencia
de su padre sino toda su percepción del pasado y del futuro.
—Pero él te mintió —dijo la niña, balanceando los pies—. Ni siquiera
era tu padre.
—No —la cortó Silla con voz seria—. Él sí que era mi padre. El
parentesco va mucho más allá de la sangre.
—Ni siquiera se llamaba Matthias —siguió la niña. Para Silla, esa era la
mayor traición. Era Tómas. Un extraño.
¿Cómo se había hecho con ella? ¿La había secuestrado? ¿La estarían
buscando sus padres de sangre? ¿Silla era su verdadero nombre? ¿Alguna
vez encontraría las respuestas a estas preguntas? ¿O la atormentarían para
siempre?
«No puedo hacerlo». Le dolía demasiado pensar en él. Así que Silla
metió de un empujón el dolor entre rejas, cerró la puerta y se tragó la llave.
Y salió en busca de Jonas.
VEINTICUATRO

Svarti

Silla y Jonas caminaban por la calle principal de tierra de Svarti en un


incómodo silencio. Tenía la piel de los brazos erizada, y no sabía si era
porque tenía al lado a Lobo o porque no llevaba abrigo. Había decidido no
usar la capa roja en la ciudad por si los que la buscaban sabían que vestía de
ese color.
Hizo caso omiso del martilleo de la cabeza y miró con el rabillo del ojo
en busca de cualquier cosa que pareciera extraña. Alguna señal de que
alguien los estuviera siguiendo o alguna mirada sospechosa; en ese caso,
Silla desaparecería por un callejón y se esfumaría. Pero, dioses venerados,
los hombres de la reina no pensarían que hubiera encontrado un medio de
transporte tan rápido y que habría logrado llegar a Svarti.
Silla miró a su izquierda y se estremeció. El silencio que había entre
ambos era desagradable, así que buscó algo que decir —aunque en lo único
que podía pensar era en la mano de Jonas deslizándose embriagadoramente
por su cuello—. Sintió que Jonas se volvía para mirarla y ella se abrazó más
fuerte.
—¿Tienes frío, Ricitos?
Se le escapó un suspiro; unas noches atrás le había hecho esa misma
pregunta.
—Me… Me he dejado el abrigo.
Jonas suspiró, se quitó la capa negra y se la ofreció.
—Gracias —respondió, se la colocó sobre los hombros y se abrochó el
cierre de color bronce. Se subió la capucha para ocultar su rostro, y se
sumergió en el olor a él y en el calor corporal que aún retenía.
Pasaron al lado de un acólito de la orden del dios Oso. En una mano
sujetaba el colmillo curvo de un oso, colgado de una fina cinta de cuero
enrollada en la muñeca. En la otra sostenía un libro encuadernado en cuero
del que iba leyendo fragmentos. Silla se puso tensa cuando algunos le
llegaron a los oídos como volutas de humo.
—«… el Oso es la personificación del Padre, del Esposo, del Hijo, y será
venerado y obedecido…».
Los miembros de la Casa de Ursir siempre le habían infundido inquietud.
Por suerte, la voz del hombre pronto se desvaneció y, con ella, la rigidez de
los hombros.
«Las hojas. Necesito hojas».
Silla se llevó la mano al cordón del cuello con ansia y acarició la suave
superficie del frasquito. Los latidos de las sienes eran cada vez más
intensos. Tenía que ir a la botica. Y pronto.
El aire era fresco y Silla metió las manos en los bolsillos de la capa de
Jonas. Rozó con los dedos el disco de plata martillada, su talismán. Lo sacó
y observó los tres triángulos entrelazados grabados en la superficie.
—¿Qué haces?
Jonas se apresuró a quitárselo y ella dio media vuelta, pero él la cazó por
los hombros con sus enormes manos, la sujetó con fuerza y la atrajo hacia
él. Los ojos de Jonas eran puro fuego azul y Silla titubeó. Tenía el cuerpo
tenso, como si se dispusiera a la batalla, y le latía una vena en la sien. Ella
se divertía retándolo en el bosque, pero aquello… aquello era más que
juego.
—No es un juguete, Silla. Dámelo.
Ella tragó saliva y se lo devolvió.
—La correa está rota.
Él no respondió.
—¿Es importante para ti? —preguntó con tono suave.
—Sí —Jonas cerró el puño y lo apretó tanto que los nudillos se le
volvieron blancos—. Es lo único que conservo de mi vida anterior. Esto y a
Ilías.
—¿Los símbolos significan algo?
Jonas dudó; luego abrió despacio la mano y dejó ver el disco.
—Los triángulos representan los pilares de mi linaje: familia, respeto y
deber. Las tres cualidades que todos los miembros de la estirpe debemos
defender.
Se guardó el talismán en el bolsillo.
—Es importante para ti, entonces. Preservar esos valores de familia.
Jonas inspiró profundamente por la nariz.
Silla se mordió el labio mientras observaba al guerrero rubio. Toda la
dulzura que acababa de demostrar fue reemplazada por su habitual mirada
de piedra.
—Vale, Lobo, no hablaremos de eso. Solo quería entenderte.
—¿Y para qué molestarte en ello? Vas a marcharte en unos días.
Aquel reproche hizo que Silla mirara al suelo.
«Así es. ¿Por qué perder el tiempo entonces intentando comprender a
este hombre insufrible?». Aun así, sus contradicciones la confundían. La
intrigaban.
Protector, pero combativo.
Egoísta —codicioso—, aunque los pilares de su linaje decían que la
familia era importante para él.
Y su forma de mirarla en el bosque…
—Muy bien —dijo Silla al fin—. ¿De qué hablamos?
—Quizá de esos juegos peligrosos a los que te gusta jugar.
Silla notó que las mejillas le ardían.
—Fue un momento de debilidad. —Sabía que él quería provocarla, y se
odió a sí misma por morder el anzuelo.
—Si tú lo dices. —Jonas se rio.
—¿Y eso qué significa? —dijo ella con tono irregular.
—Pues que parece que necesitas distraerte a menudo.
—Dos veces —suspiró—. No dejes que se te suba a la cabeza, Lobo.
Gracias a los dioses misericordiosos que Ilías te reclamó. No estaba en mi
sano juicio.
—Mentirosa.
—¿Qué? —Lo fusiló con la mirada.
—He visto cómo me miras, Silla. —Ella se estremeció al oír su nombre
saliendo de aquella boca—. Cuando estoy sentado junto al fuego. Cuando te
subes al remolque. ¿Sabes que cada uno de tus pensamientos se refleja en tu
rostro? Y has tenido algunos muy perversos.
—Cenizas. —Silla resopló y aceleró el paso, pero con un par de zancadas
Jonas la alcanzó.
—Te tienes en buena estima, Lobo.
Jonas se encogió de hombros.
—Tu arrogancia es asombrosa. —Se le escapó un sonido de
exasperación. ¿Cómo podía haber deseado a ese hombre imposible? Se
había vuelto momentáneamente loca; no había otra explicación—. Yo me
sentía… sola. Echaba de menos a mi padre.
—Si tú lo dices, Ricitos.
—Bueno… Sí, lo digo. —Se ocultó aún más bajo la capucha y deseó
poder alejarse del hombre que tenía al lado.
—¿No era eso lo que querías? ¿Que discutiéramos? ¿No te excita? ¿No te
emociona?
—¿Te emociona a ti enfadarme? —replicó Silla.
—Sí. —Su sinceridad la sorprendió—. Hace que te brillen los ojos.
«Busca pensamientos amables», se dijo, masajeándose las sienes. «Ropa
de cama limpia. El aroma del pan recién horneado. El cacareo de las
gallinas…».
El pulso le fue bajando poco a poco, y la opresión del pecho se aflojó.
Un carro tirado por caballos pasó junto a ellos y se apartaron para dejarlo
pasar. El trasiego de la carretera la distrajo de la proximidad de Jonas. Un
perrito apareció corriendo a toda velocidad, sacudiendo sus suaves orejas, y
fue directo a cruzar por delante del carro.
—¡No! —Impulsivamente, Silla se abalanzó sobre el cachorro, lo tomó
entre los brazos y siguió corriendo para acabar de cruzar la calzada. Notó el
leve roce de la pezuña del caballo, pero el impulso logró que pasara sin un
rasguño.
El conductor le lanzó alguna que otra maldición, pero no las oyó porque
la sangre le hervía en los oídos. Se apoyó en la pared, abrazando al perrito,
y todos los ojos de los presentes se fijaron en ella.
«Estúpida», pensó. «No deberías haber llamado tanto la atención».
Pero el cachorrito se retorcía alegre en su regazo, y los lametones de su
lengua aterciopelada la sacaron de su consternación. Sonrió ampliamente
mientras le rascaba detrás de las orejas.
—Cosita traviesa —murmuró—. Debes tener más cuidado.
Un niño de ocho o nueve años salió corriendo con rostro de preocupación
mirando a ambos lados de la calle. Al ver a su perrito, respiró aliviado.
—¡Klofi!
—Casi lo atropellan —le advirtió, intentando sin éxito sonar seria
mientras le devolvía al animal. El cachorro cubrió al niño de besos,
encantado de reencontrarse con su humano. A Silla se le hinchó el corazón
y atesoró aquel momento para futuros pensamientos amables.
El niño le dio las gracias y se marchó correteando por una callejón
lateral.
Jonas apareció junto a ella, haciendo un gesto negativo con la cabeza.
—Tu supervivencia hasta el día de hoy es todo un milagro.
Le lanzó una mirada de incredulidad.
—¿Acaso no acabas de ver a un cachorro a punto de ser atropellado?
—Algunas bestias no están hechas para sobrevivir.
—Dioses misericordiosos, Jonas —murmuró—. Justo cuando pienso que
no puedes hacerlo peor, vas y abres la boca.
—Creía que te gustaba mirarme la boca.
Se masajeó las sienes con los dedos, en un intento de aliviar la tensión.
—Eres tan idiota. Si no me equivoco, parecía que a ti también te gustaba
mirarme la mía.
—Me gustaba. Y me gusta. —Se quedó callado, con su mirada azul
brillante y una sonrisa permanente—. No he dejado de pensar en esos labios
ni un solo día. —Durante unos instantes, pareció enfadarse consigo mismo,
pero luego la expresión le cambió y volvió el semblante engreído—. Me
pregunto si son tan suaves como parecen. —Bajó la voz—. Me pregunto
cómo saben.
—Fuegos eternos —murmuró Silla, con la temperatura corporal y la
sensación de hormigueo en aumento.
—Y me pregunto si los vestidos desaliñados y el comportamiento
inocente son un truco, porque las chicas buenas no tienen una lengua tan
afilada y maliciosa como la tuya. Y, dioses misericordiosos, Silla. No soy
buena persona. Porque solo pienso en meterte en mi lecho y averiguar de
qué más es capaz esa lengua.
Aquellas palabras se quedaron vibrando en el cuerpo de Silla un buen
rato después de que dejara de hablar. Parpadeó varias veces, intentando que
la consciencia regresara a su mente confundida.
—¿Vestidos desaliñados? Tienen bolsillos. ¡Son prácticos! Estamos
atravesando el Camino de Huesos.
Una carcajada hizo que le temblara el cuerpo; un sonido hermoso y
auténtico. Con una mirada furtiva, Silla comprobó que se le había suavizado
el semblante; el contorno de los ojos ligeramente arrugado. Cenizas. ¿Por
qué tenía que ser así?
—¿Esa es la conclusión que sacas de mis palabras? —Él se llevó la mano
al moño y se dio un tirón de la trenza—. Eres… impredecible.
Jonas siguió andando y Silla respiró hondo y lo siguió. Percibió el
destello de unas cotas de malla en negro y plata brillante y se bajó la
capucha de la capa prestada: dos Garras del Rey se acercaban por la
derecha. Eran increíblemente altos, y las hebillas de las botas tintineaban
con cada pisada; la opresión del pecho la iba asfixiando a cada paso que
daban. Sintió que le clavaban la mirada, perforándole las mejillas como una
daga recién afilada.
«¿Ellos lo sabrán? ¿Les habrá llegado alguna noticia de Reykfjord?».
Los klaernar aflojaron el paso, y el que tenía más cerca colocó la mano
en la hévrit envainada. El tiempo pareció detenerse. Silla contuvo el aliento
y siguió caminando con la mirada puesta en los surcos de la calle de Svarti.
Y, entonces, los dos klaernar pasaron de largo y el sonido de las hebillas
metálicas se fue alejando. La mente le daba vueltas y unas manchas
entorpecían su visión. Silla hizo unas cuantas respiraciones profundas para
intentar relajar los músculos.
«Recuerda que no debes jugártela», se dijo.
Jonas la miró.
—¿Estás bien?
Silla forzó una sonrisa y asintió despacio. Necesitaba distraerse, algo que
evitara que sus preocupaciones la hicieran perder la cabeza.
—Vamos a empezar otra vez, Jonas. Por favor. Seguro que podemos
hablar de otra cosa. —Se quedó pensando un momento—. Cuéntame algo
tuyo de verdad. Algo que solo sabría un amigo. Nada obsceno —añadió.
Él la miró sorprendido.
—¿Algo mío de verdad?
—Sí. Algo auténtico. —Ella cruzó los brazos, luego los descruzó y miró
por encima de su hombro.
Jonas guardó silencio un rato; mientras ella deseaba que dijera algo, lo
que fuera, para calmar el nerviosismo que aún sentía.
—Por ejemplo, ¿qué harías si no estuvieras en la Hermandad?
Recorrió los bordes ásperos de la barba con el pulgar mientras
consideraba la pregunta.
—Lo ideal sería tener suficientes sólas para no tener que trabajar más.
Viviría en un castillo rodeado de mujeres hermosas que me trajeran carne y
cerveza.
Silla puso los ojos en blanco.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que eres un sinvergüenza, Jonas?
—Muchas veces —suspiró—. ¿Por qué iba a desear dejar esto?
Congelarme las pelotas y comer la mierda que cocina Sigrún durante meses
interminables. ¿Qué más podría pedir?
—Suena a que no te encanta.
Silla se arriesgó a mirarlo. Con su armadura de escamas de cuero, las
armas sujetas en el cinturón y el cabello rapado a los lados del cráneo, Jonas
tenía el mismo aspecto que el temible guerrero de los Cuervos de Hierro al
que se había enfrentado. La idea que aquel hombre acababa de confesar, la
de que quería llevarla a la cama… no paraba de rondarle la cabeza.
Jonas se quedó callado un buen rato.
—Supongo que ya no tiene emoción.
—¿Y por qué sigues haciéndolo?
—Necesito los sólas.
—Como ya me has hecho saber. —Silla arqueó las cejas. ¿Por qué tenía
esa necesidad de sólas?—. ¿Y no puedes ganártelos de otra forma? ¿Acaso
la felicidad no es importante?
—Es… complicado.
–¿Por qué?
Jonas dudó.
—Tengo que cuidar de Ilías.
—Eres un buen hermano.
Jonas resopló, pero no dio más detalles. Así que tenía un fuerte sentido de
la familia. Había notado que los hermanos solían sentarse juntos y
compartían conversación y juegos de dados. Era fácil deducir que se
complementaban: Jonas moderaba la actitud casi siempre temeraria de Ilías,
e Ilías aportaba la sutileza que le faltaba a Jonas. Silla estudió al hombre
frío y egoísta que caminaba junto a ella, y se preguntó si había más de lo
que dejaba ver.
—Si no tuvieras que cuidar de Ilías y además no tuvieras necesidad de
dinero, ¿qué harías entonces? ¿Si pudieras hacer lo que quisieras?
Él dejó escapar un suspiro exasperado.
—No lo sé.
—Yo tendría mi propia granja —dijo ella, en parte para llenar el silencio,
en parte porque la hacía sentir como si su interior fuera tan suave y
esponjoso como un panecillo recién horneado—. Con unos cuantos
animales y un jardín bien grande. Me pasaría el día en la cocina con las
manos metidas en masa y una olla de skause hirviendo y, por la noche, me
sentaría en un nido de pieles de oveja con una taza caliente de róa junto a la
chimenea. —Hizo una pausa—. Y tendría gallinas.
Él enarcó las cejas.
—Lo tienes bien pensado.
—Pasar días enteros trabajando en las cocinas me ha dado mucho tiempo
para soñar despierta. ¿Y tú?
—El único talento que he tenido siempre es matar. ¿Qué sentido tiene
soñar con lo que nunca seré? Esta es mi vida. No tengo otro destino.
—Pero… puedes cambiarlo. ¿Cuántos inviernos ha visto Ilías?
—Veintiuno —respondió Jonas. Había un tono frío en su voz; una
advertencia que ella ignoró.
—¿Y crees que necesita que lo protejas? Parece bastante capaz.
—Sí, lo necesita.
Ella suspiró. La determinación de aquellas palabras la hizo comprender
que la conversación había terminado, y siguieron andando en silencio un
buen rato.
Silla olió el mercado mucho antes de llegar; olía a ganado y a leña, y al
acero incandescente de una forja. La emoción y la inquietud se le
mezclaban en las entrañas; el mercado estaría abarrotado y tendría que estar
alerta. Al doblar la esquina, apareció ante sus ojos. Era una mezcolanza de
tenderetes y mesas sombreadas con toldos. Las cabras y las ovejas balaban
nerviosas; los golpes del martillo del herrero sonaban enérgicamente y las
cajas de madera se descargaban de las carretas con fuerte golpes; todo unido
creaba una atmósfera de caos.
Silla se apretó la mano contra el vientre y recorrió la plaza con la mirada
para identificar a los klaernar que pudiera haber: un par a lo lejos, paseando
por el puesto del panadero; otro par descansando en la pared de un
comercio que vendía telas de colores brillantes al corte.
«Hay cuatro, entonces», pensó para sus adentros.
Un extraño escalofrío que le recorrió las venas la puso en alerta; se giró
para buscar a Jonas y se encontró con que él la estaba observando. Estaba
de brazos cruzados y la luz se reflejaba en sus pómulos dorados y en los
mechones de la barba. Silla se quedó absorta mirándolo.
—¡Oye! —gritó una voz profunda y masculina.
Un empujón por detrás hizo que Silla aterrizara con manos y rodillas
contra el suelo terroso.
«Me han encontrado», pensó, presa del pánico. «Se acabó».
VEINTICINCO

El sonido clamoroso del mercado se hacía más lejano a medida que el


campo de visión de Jonas se reducía en los extremos. El pecho le hervía de
rabia, y clavó la mirada en el hombre que acababa de derribar a Silla —
complexión de guerrero, armadura de cuero rígida y la boca con expresión
de arrogancia mientras los arrollaba—. Jonas lo agarró del cuello y le lanzó
un puñetazo en la mandíbula.
Silla dejó escapar un grito de súplica a la vez que intentaba ponerse de
pie. Pero fue inútil, ya que Jonas ya tenía a su objetivo inmovilizado y no se
detendría. El hombre con barba no dudó en devolverle el puñetazo en
respuesta. Pero aquel hombre no sabía con quién había topado; no sabía que
Jonas llevaba años esquivando golpes y perfeccionando su propio brazo de
la ley. Se agachó, esquivó el golpe con facilidad y le lanzó un segundo
puñetazo al estómago. Sintió un dolor que le quemaba, sabía que los
nudillos le dolerían al día siguiente, pero en ese momento solo tenía sed de
sangre.
—Jonas —rogó Silla, cubriéndose el rostro con la capucha de su capa y
recorriendo con la mirada el mercado. No le había dicho lo mucho que le
gustaba verla con ella puesta, pero lo haría en cuanto le enseñara la lección
a aquel guerrero.
—Discúlpate —exigió Jonas, mientras le hundía el puño en la barbilla.
—¡Jonas! —volvió a suplicar Silla, con mayor desesperación. Él la
ignoró. Era cosa suya y estaba dispuesto a acabar la tarea.
El hombre estaba rabioso y Jonas dedujo que aún no había entendido el
mensaje. El hombre refunfuñó y le golpeó el pie por detrás e hizo que Jonas
cayera de espaldas. En el suelo, un puño carnoso le golpeó en la mejilla y le
dejó viendo puntos brillantes durante un breve instante.
Un sabor metálico le provocó un cosquilleo en la lengua y Jonas sonrió.
El siguiente puñetazo lo atrapó en el aire; acto seguido, le endiñó un
cabezazo y huesos y cartílagos crujieron tras el impacto. El hombre
parpadeó; tenía los ojos vidriosos y la nariz rota chorreando sangre. En un
movimiento que había practicado cientos de veces, Jonas se lanzó sobre
aquel y ambos rodaron con agilidad hasta que Jonas se quedó sujetando los
brazos de su oponente con las rodillas sentado a horcajadas sobre él. Desde
arriba, abrió la palma de la mano y le soltó una bofetada. Ese movimiento
era más bien para hacerle pasar vergüenza; cuando vio que las mejillas se le
ponían aún más coloradas, Jonas supo que le había vencido.
—Pide disculpas a mi acompañante.
El hombre escupió rojo, luchando debajo de él. Jonas le abofeteó tan
fuerte que el golpe hizo eco en un edificio cercano.
—Podría pasarme el día haciendo esto —gruñó.
El hombre parpadeó, con la mano marcada de Jonas en el rostro. Sonrió
al saber que aquel guerrero luciría esa señal bochornosa y todos la verían.
—Lo… Lo siento —logró decir con voz áspera.
Jonas lo levantó agarrándolo por el cuello y los hombros se le despegaron
del suelo.
—Quiero que recuerdes la sensación de mi puño en tu mejilla la próxima
vez que pongas tus sucias manos sobre una mujer, kunta —le susurró Jonas,
asestándole un último golpe de castigo en el moflete.
Se puso de pie y miró alrededor. Una multitud se había arremolinado en
torno a ellos y empezó a dispersarse. Pero Silla… no había rastro de la
chica de pelo rizado.
Jonas arrugó la frente mientras se frotaba los nudillos. ¿Dónde se había
metido? La buscó entre toda aquella gente y, por fin, la localizó. Estaba a la
sombra entre dos edificios, sacudiéndose la tierra de la falda y mirándolo
nerviosa.
Con la lujuria de la batalla gritando en sus venas, Jonas sintió la
necesidad de empujarla contra la pared y besarla hasta perder el sentido.
Quería probar su piel, quería escuchar cómo se le entrecortaba el aliento,
quería ver lo que escondía debajo del vestido.
Llevaba todo el día con los dos lados de la mente en pie de guerra: la voz
calmada y sensata que le aconsejaba mantener las distancias y le recordaba
que no bajara la guardia y se centrara en el encargo de Istré, y la voz
impulsiva, más ruidosa e incesante, que lo animaba a provocarla,
recordándole su olor dulce y cómo lo miraba con ojos oscuros e
insondables. «No pasa nada», le decía. Ella los dejaría pronto. Rey nunca lo
averiguaría. ¿Por qué no podían divertirse mientras estuviera con ellos?
Jonas caminó hacia ella con una sonrisa en los labios. Se la llevó a una
esquina y se apoyó contra la pared. Estaba muy nerviosa y lanzaba miradas
furtivas, y él colocó su cuerpo a modo de escudo para apartarla de la
panorámica del mercado.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó, adorablemente disgustada.
Jonas se extrañó.
—Él te ha empujado. Te ha faltado al respeto y por tanto a mí también.
Ella se cruzó de brazos.
—No era necesario.
—No estoy de acuerdo, Ricitos. No tolero que me falten al respeto. Y no
voy a quedarme quieto si lo hacen contigo. —Había peleado mucho por
conseguir un lugar de honor entre los guerreros y haría lo necesario para
conservar esa posición. Jamás toleraría la irreverencia.
—Pero le has herido. Ha sido tan violento y tan… —Se mordió el labio.
—¿Te he asustado, Silla? —Sintió la urgencia de acariciar su mejilla,
aunque supo que no le gustaría—. ¿O tenías miedo por mí? —Verla tan
enfadada lo hizo sonreír.
—No tenía miedo por ti —replicó, se apoyó en la pared y miró al cielo
—. Ha sido brutal. No me ha gustado.
—Así somos los guerreros. No ha sido más que un entrenamiento.
—Un entrenamiento… —repitió ella. Deslizó la mirada por encima de su
hombro una vez más y volvió a centrarse en él—. Has llamado mucho la
atención.
—Sí —respondió, y su sonrisa se hizo más amplia—. Y ahora nadie de
este mercado volverá a ponerte la mano encima.
—No es así como hacíamos las cosas mi padre y yo —murmuró.
—Entonces tu padre no te hizo ningún favor al ocultarte cómo funciona
el mundo.
Su mirada se volvió distante y él se preguntó dónde había ido.
—Sí —murmuró—. Sí que lo hizo. —Suspiró y se ajustó la capucha—.
Bueno, supongo que debemos seguir con la tarea. —Pero no se movió. Puso
una cara rara al mirar detrás de él e intentó reprimir una risa.
Jonas se extrañó y se dio la vuelta, confundido, al ver que nada parecía
fuera de lugar.
—¿Qué pasa?
Silla sonrió ampliamente y apareció su hoyuelo.
—Creo que empiezo a entenderte. —La diversión le bailaba en los ojos.
Jonas cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Y qué «entiendes»?
—Parece que tienes muchas admiradoras, Jonas.
Jonas se volvió hacia el gentío. Una madre con un bebé encaramado a la
cadera miró en dirección a la pareja, y volvió a mirar para una segunda
comprobación; un anciano panadero los observaba con descaro desde el
otro lado de la calle; un trío de adolescentes se asomaba con timidez al
pasar por su lado.
Jonas estaba tan acostumbrado a que lo observaran que apenas se daba
cuenta. La miró encogiéndose de hombros, despreocupado.
—¿Y qué?
Ella parecía fuera de sí de alegría.
—Entiendo por qué tienes tanta seguridad en ti mismo. Consigues a todas
las chicas que quieres, ¿verdad?
—Tarde o temprano, sí. —La miró fijamente, esperando que ella lo
entendiera.
Ella le sostuvo la mirada un momento y luego despegó la espalda de la
pared, caminó hacia la plaza y le dijo por encima del hombro:
—¡Vamos, Lobo! Sé lo que necesitamos.
Jonas la siguió mientras ella cargaba las cestas con cebollas, zanahorias,
repollos y manzanas. Compraron pan, mantequilla, miel, queso curado,
frutos secos y una variedad de salazones y ciervo ahumado. Jonas observó a
Silla recorrer un puesto de herboristería, eligiendo cuidadosamente manojos
de hierbas cuyos nombres él desconocía. Jonas pagó al vendedor y pasaron
al siguiente tenderete. Los siguientes minutos los dedicaron a comprar sacos
de harina, cebada y avena que luego recogería Ilías con el remolque. Jonas
vio un carrete de hilo de cuero y lo compró para sustituir la correa de su
talismán.
Incluso medio escondida tras la capucha, Jonas la veía sonreír, aturdida,
mientras bajaban la calle hasta la posada Cabeza de Jabalí. La tercera vez
que la vio recolocarse la cesta en el brazo, Jonas suspiró y se la quitó.
Silla le sonrió agradecida, aunque desvió su atención al cartel azul de la
calle de enfrente.
—Espera un momento. Tengo que hacer un recado rápido. —Sin darle la
oportunidad de responder, cruzó la calzada y entró a la botica.
Después de unos irritantes minutos, Silla salió de allí muy sonriente con
su collar en la mano. Vio que se echaba a la boca media hojita pequeña.
—¿Por qué tomas esas hojas? —preguntó, haciendo un gesto hacia el
vial.
Ella se apoyó en la pared, inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Su cuerpo parecía relajado, más tranquilo.
—Para mis dolores de cabeza —murmuró.
Jonas entornó la mirada.
—¿Y qué hay de lo que te dijo Rey? ¿Eso no te preocupa?
—Bueno, no conozco a Rey, pero sí que conozco a mi padre, y él nunca
me daría nada que fuera tan peligroso.
—Bueno, yo sí que conozco a Rey, y él no diría algo así a la ligera.
Ella no lo miró, y Jonas comprendió que la conversación había
terminado.
Volvieron a la posada en silencio.
VEINTISÉIS

Sentada a la mesa en el salón comunal, Silla se esforzaba por parecer


integrada. Desearía haberse dejado puesta la capa de Jonas; en su lugar, se
puso la suya, pero sentarse entre la gente con la capucha roja puesta era
como decir «Estoy aquí», así que se la quitó y la dejó a un lado en el banco.
Sin el cobijo de la caperuza se sentía expuesta, y examinó a los presentes
por enésima vez en pocos minutos. Comparado con la prístina quietud del
camino, el ruido y el olor a cerveza eran una sobrecarga para sus sentidos.
Ella y Hekla habían encontrado un sitio libre junto a la chimenea; un
perro lobo dormitaba cerca. Después de cenar trucha y nabos asados, no
lograron que la atareada tabernera acudiera a la mesa, así que Hekla fue a
pedir la cerveza directamente a la barra. Silla acarició el vial que llevaba al
cuello. Estaba lleno. Reabastecido. El dolor de cabeza se había aliviado con
una hoja entera. Se sentía ligera, rebosaba calidez. Fuerte —de una pieza,
irrompible—. Sentía que podía llegar a Kopa.
«Más. Tómate otra».
Inhaló. Retuvo el aliento. Exhaló despacio.
Un portazo la perturbó. Un grupo de cuatro klaernar entró en el salón, y
tuvo la sensación de que la temperatura había descendido varios grados.
Observó al más alto, atemorizada, al ver que buscaba algo con la mirada
hasta que la vio. Empezó a avanzar hacia ella, y los otros lo siguieron. Se le
heló la sangre. Silla se miró las manos. Las manos… ¿Qué hacía
normalmente con ellas?
Tragó saliva. Con el rabillo del ojo seguía el avance de los klaernar
acercándose. Sin detenerse. Sintió escalofríos. ¿Venían a apresarla?
¿Debería levantarse y echar a correr? ¿Cuál era la puerta más cercana?
Su corazón latió con fuerza cuando el más alto se detuvo detrás de ella.
«Has esperado demasiado para huir, infeliz».
Una mano le tocó el hombro y ella se sobresaltó.
—Señorita —dijo el klaernar.
Le hablaba a ella. Se acabó. La habían encontrado.
—Señorita —repitió, insistiendo con la mano—. ¿Esto es suyo? Estaba
en el suelo.
Con un suspiro tembloroso, se giró y lo miró a la cara. Se alzaba sobre
ella, mirándola con ojos severos bajo un ceño arrugado. Reparó en sus
pómulos tatuados y bronceados y en la barba entretejida con dos trenzas.
—¿Pe-perdón? —tartamudeó.
—¿Esto es suyo? Estaba en el suelo.
Le miró la mano; sujetaba su capa roja.
—¡Oh! —logró decir—. S-Sí. Muchas gracias.
El hombre asintió, pero, para su horror, se sentó en el banco junto a ella.
Otro klaernar se sentó al lado y los otros dos rodearon la larga mesa y se
sentaron enfrente de sus compañeros. Silla dejó la mirada fija en la espiral
de una veta de la mesa. Esta situación no era… la ideal. ¿Y si se levantaba y
se marchaba?
«No. Eso llamaría mucho la atención», pensó. «Quédate un rato y luego
te vas».
La tabernera atendió enseguida a los Garras del Rey y les tomó la
comanda. Los hombres se apoyaron en la mesa y empezaron a hablar en
voz baja. Silla intentó escuchar la conversación.
—¿Cuántos cuernos de cerveza tenemos que proporcionarte, Brak, para
que nos cuentes qué te trae por Svarti? —preguntó el que estaba al lado de
Silla.
Un hombre enorme al otro lado de la mesa —un par de trenzas rubias de
la barba le llegaban por debajo de los hombros— rio entre dientes.
—No puedo contar mucho, la verdad. Lo único que sé es que me han
llamado para que venga a Sunnavík. Los detalles son escasos.
—¿Y te hacen cruzar el Camino de Huesos para llegar a Sunnavík?
Seguro que en barco llegarías antes.
El hombre frente a él miró por encima del hombro, antes de inclinarse
para acercarse más al grupo.
—Recibí instrucciones de no tomar el barco. Ciertamente, es extraño.
El grupo se quedó callado cuando la muchacha volvió para pasarles sus
cuernos de cerveza.
Cuando ella se fue, el hombre de la barba rubia habló.
—Y tú, Runolf, ¿tienes noticias de Svarti?
El de barba negra a la derecha de Silla se rio.
—Tampoco tengo mucho que contar. —El hombre se inclinó sobre la
mesa, bajó la voz y siguió hablando con tono áspero—. Aunque acabamos
de enterarnos de que el Slátrari ha atacado en el sur. Dos cuerpos más: el
gothi del pueblo y un terrateniente muy importante.
Silla parpadeó ante esta revelación. ¿Y si el asesino hubiera sido uno de
los viajeros que se habían cruzado durante el viaje? El pensamiento hizo
que un escalofrío le recorriera la columna.
—Una monstruosidad —se quejó otro klaernar—. Esa escoria deshonrosa
de galdras. Me gustaría enseñarle la espada.
Silla arrugó la frente.
—Podría tratarse de una mujer —intervino el otro—. Esas mujeres galdra
no saben cuál es su lugar en el mundo.
El grupo se mostró de acuerdo.
El klaernar a la derecha se acercó aún más al resto y ella puso la oreja.
—¿Habéis oído los problemas que hay en Reykfjord?
El fino vello de los brazos se le erizó. ¿Sabrían que Signe la buscaba?
Aunque no la habían reconocido…
—La mina de berskio reventada —continuó el hombre, casi en un
susurro—. El comandante Thord está intentando gestionar la importación
del extranjero.
—¿La mina ya no se puede utilizar? —murmuró el de barba rubia,
sorprendido.
—Desconozco los detalles —respondió aquel—. Solo sé que hubo una
explosión y que pronto podría haber escasez de berskio.
Silla desvió la atención y la tensión disminuyó al ver a Hekla acercarse
con cuernos de cerveza bajo el brazo izquierdo. Respiró hondo e intentó
bloquear el sonido de las voces de los klaernar.
«No te han reconocido», se tranquilizó. «No te buscan. Quédate un rato
más y luego inventa alguna excusa para irte».
—¿Cómo te ha ido por el mercado, dúlla? —preguntó Hekla mientras le
entregaba un cuerno de cerveza y tomaba asiento a su lado.
Silla pasó un dedo por el borde y luego tomó un sorbo. Arrugó la nariz
ante el sabor amargo.
—El mercado, genial.
—Deduzco que Jonas ha hecho el idiota.
Silla frunció los labios.
—Hace lo imposible para complicar las cosas.
—¿No le pediste que sacara su hacha y te cortara unos troncos?
Silla miró a Hekla.
—Ahora que sé cómo es, creo que se ha esfumado… toda la atracción
que alguna vez haya podido sentir. —Dioses, qué mentirosa se había vuelto.
Los ojos color ámbar de Hekla brillaron.
—Me alegro de oír eso.
La risa estalló entre el grupo de klaernar y Silla apretó con más fuerza el
vaso. Volvió a centrar la atención en la voz de Hekla.
—¿Qué hizo? ¿Tengo que arreglarle su cara bonita?
Silla le dio unas palmaditas en la mano a Hekla, divertida.
—Mi heroína. Me temo que fue él el encargado de arreglar caras. Le dio
un puñetazo a un hombre… varias veces.
—¿Por qué?
—Porque él me empujó y yo me caí. Yo… estaba en medio, bloqueando
el paso.
—Eso es motivo suficiente. —Hekla dio un sorbo a la cerveza y luego
estudió a Silla—. Jonas siente un rechazo particular por el trato brusco a las
mujeres. Yo solía llamarlo nuestro «Caballero Blanco», como los de las
leyendas del Continente Sur. Hasta que me di cuenta de que su forma de
tratar a las mujeres no tiene nada de noble.
Silla torció el gesto. Esa extraña actitud protectora de Jonas.
«Es mi absurda conciencia; nada más».
—Aparte de eso —siguió Hekla—, existe una especie de… código entre
nosotros, los guerreros. Si te faltan al respeto, respondes con la fuerza.
—Supongo que…
—Yo habría hecho lo mismo, dúlla —explicó Hekla con una sonrisa—.
Aunque habría sacado mis garras para jugar. Me encanta ver cuando incluso
el hombre más fuerte se mea de miedo.
—Cenizas, ¿en qué carreta me he metido? —murmuró Silla, y dio un
trago.
—¿Y qué más hizo Jonas? ¿Se portó mal contigo?
—No te preocupes. —Silla sonrió—. Al principio fue un poco
pendenciero, pero luego se le pasó.
—¿Seguro? —se burló Hekla—. Estos chicos, mitad niños mitad
hombres. Llevan demasiado tiempo en la carretera. Te lo juro, Silla. Se
olvidan de usar esa cosa que llevan pegada en la cara. Piensan que solo
sirve para beber brennsa.
Silla rodeó el cuerno de cerveza con ambas manos.
—Ha estado bien. Al final le hice hablar.
—¿Y de qué hablaste con Lobo?
—Pues… de las convicciones de la mente y de la utilidad de los vestidos
con bolsillos. Lo normal, en realidad.
Hekla resopló por la nariz.
—¿Qué?
La mesonera llegó y dejó platos con espetos de pescado, muslos de pollo
asado, panes de masa fina y tarrinas de mantequilla y queso de untar en la
mesa de los klaernar.
Silla se olvidó de qué estaban hablando.
—¿Dónde está Gunnar esta noche? —preguntó a Hekla.
Hekla soltó un bufido exasperado.
—Rey lo tiene vigilando el remolque. Tienen a dos guardias apostados en
la puerta de los establos, pero no es suficiente. No confía en nadie más que
en los suyos. ¡Les ha olido el aliento! Les ha preguntado que cuándo se han
tomado la última bebida. El más menudo parecía estar meándose encima.
Así que Rey ha decidido que vigilemos nosotros nuestra propia carreta.
Una risa le burbujeó desde el interior.
—¡Oh, por el amor del cielo! Ese hombre es la persona más desconfiada
que he conocido nunca.
—No lo sabes tú bien.
—Bueno, lo siento. Supongo que es culpa mía que Gunnar esté
vigilando.
Hekla hizo un gesto de rechazo.
—Tuya y de los Cuervos de Hierro. Esas espadas de rodio son valiosas, y
es mejor que no nos las roben. Supongo que no es mala idea. —Una mirada
traviesa le cambió la cara—. Así que, dúlla, ¿aún necesitas distraerte?
—Tengo que mear —dijo una voz masculina a su lado. El klaernar de
barba negra de su derecha le dio un codazo al salir del banco antes de irse
andando por el pasillo.
Silla sintió que el pulso le latía en los oídos e hizo un esfuerzo por volver
a concentrarse.
—Creo que la cerveza será suficiente distracción esta noche. —Tomó
otro trago e hizo una mueca—. Puaj. ¿De verdad a la gente le gusta esto?
—Sí. Te hace crecer.
—¿A ti qué te hace crecer, Rompecostillas? —Ilías se sentó en el banco
enfrente de Hekla—. En mi caso, mi encantadora personalidad —dijo
moviendo las cejas.
—Sí, te crece como… un sarpullido. O como una seta.
Silla echó hacia atrás la cabeza entre risas, que se desvanecieron en
cuanto Jonas se dejó caer en el banco junto a su hermano, justo enfrente de
ella. Al sentarse, estiró tanto aquellas largas piernas que el lateral de la bota
se quedó rozando el de ella.
—Buenas noches, señoritas —dijo, alargando las palabras—. Espero que
estén bien.
Era solo el roce de la bota, pero era extrañamente íntimo. Silla apartó el
pie.
—¿Dónde está tu séquito, Lobo? —bromeó Hekla—. ¿No deberías tener
ya a una mujer colgando en cada brazo?
—La noche es joven —replicó él. Se movió. Atrajo con su pie el de Silla
y ahora se rozaban las pantorrillas. Ella era consciente del hormigueo en
cada punto de contacto, de cada mínima pizca de calor que se colaba a
través de la ropa.
—¿Cerveza, Jonas? —preguntó Ilías, tendiéndole la mano. Jonas hurgó
en sus bolsillos, localizó varios sólas y se los entregó.
Mientras Ilías se acercaba a la camarera, Hekla se burló.
—Ilías ya es un adulto capaz de administrar sus propios sólas, ¿no te
parece, Jonas?
Jonas la miró con dureza.
—Yo no me meto con tus parientes, así que espero la misma cortesía por
tu parte, Rompecostillas. —Apoyó los codos en la mesa y desvió la mirada
a Silla con una sonrisa cómplice. «Me pregunto cómo sabes», parecía decir.
Con la respiración entrecortada, Silla miró su cerveza.
—¿Te ha contado Silla la Altruista lo que ha pasado hoy? ¿Su valiente
acto de heroicidad?
«Esta gente y sus malditos apodos», pensó, con gesto de disgusto.
—No. —La miró expectante.
—Ah, sí. Evitó que atropellaran a un cachorro. Y casi acaba ella debajo
del carro. Afortunadamente, la suerte te sonrió. «Silla la Mártir» se queda
corto.
Silla volvió a alejar la pierna.
—Sí, bueno, Jonas se habría quedado quieto viendo morir al animalito.
—Así se van eliminando los menos inteligentes, Ricitos. Por eso el
mundo no está lleno de tontos.
La mirada de Jonas era intensa y oscura. Una especie de desafío al que
Silla respondió con su propia mirada rabiosa.
—Ese animal estaba en el lugar incorrecto en el momento incorrecto.
Creo que es un triste motivo para morir.
Jonas se lamió el labio inferior.
—Puede que sí estuviera en el lugar correcto, ya que estaba Silla la
Altruista para salvarlo.
El klaernar de barba negra volvió y le rozó el hombro al sentarse a su
lado.
Con un suspiro tembloroso, Silla tomó un sorbo de cerveza.
—¿Dónde está Rey? —preguntó cambiando de tema.
—Saludando a un amigo.
—¿Un amigo? —Ella se rio—. ¿Cómo? ¿Acaso hay una puerta a los
fuegos eternos por aquí cerca?
—Justo a la vuelta de la esquina —resopló Hekla.
Sonriendo con la broma, Silla logró distraerse un rato. Jonas le presionó
la rodilla con la suya y sintió el calor que desprendía. La respuesta corporal
de Silla fue inmediata: una sacudida le subió por la pierna.
Ilías volvió y le entregó a Jonas un cuerno de cerveza. Levantando el
suyo, brindó: «Por las camas cómodas y la cerveza fría».
Silla levantó el vaso y reflejó su sonrisa de medio lado. Se la llevó a los
labios, dio un trago al líquido frío y lo devolvió al recipiente, susurrando
mientras lo escupía.
—Sabe a savia de árbol —se lamentó, lo que motivó la risita de Ilías.
—¿Has estado antes en el norte, Silla? —preguntó Hekla.
Movió la cabeza, intentando calmarse. Enseguida se marcharía.
Enseguida.
Hekla continuó:
—Hace un frío que pela, pero es bonito. Creo que te gustará Kopa. No es
tan frío porque lo han construido bajo un volcán inactivo…
Pero Silla no la estaba escuchando. Jonas se había movido y ahora
deslizaba su pierna por la de ella, subiendo y bajando con la bota hasta que
apoyó el peso sobre sus pies. Dioses, aquel hombre intolerable e insufrible.
Al dar un tirón para quitar los pies de debajo golpeó con la rodilla al
klaernar de su derecha.
El hombre tatuado se giró y se quedó mirándola; ella sintió los ojos del
resto del colectivo clavados en ella.
—Lo siento —murmuró, con las mejillas coloradas.
Tras unos cuantos latidos marcados, el hombre volvió a centrarse en sus
compañeros y aquellos siguieron la conversación.
«Tienes que irte pronto», se dijo Silla. «Pero has de hacerlo sin levantar
las sospechas de los Hachas».
Jonas volvió a descansar el pie sobre el de Silla. Resopló entre dientes.
Ella tenía ganas de estrangularlo y le lanzó una mirada diciéndole cuántas
son cinco. Y, entonces, se le ocurrió una idea: los dos podían jugar a este
juego.
Silla quitó el pie de debajo y lo deslizó por el interior de la pantorrilla de
Jonas, lo más lento que pudo. Mientras apretaba la mano contra el vaso, los
labios se le retorcían de placer.
—… la gente del norte es un poco diferente de la del sur. Es más
supersticiosa; creen en lo mítico —seguía diciendo Hekla, ajena a lo que
ocurría debajo de la mesa.
El pie de Silla seguía su lento recorrido subiendo por la rodilla de Jonas
hasta llegar a la parte alta de su muslo. Él se reacomodó en el banco, y Silla
se deslizó hasta el extremo del asiento para arrimar el pie más, y más, y
más. Cuando estaba a pocos centímetros de su destino, lo bajó al suelo.
Jonas suspiró y Silla sonrió acercándose la cerveza a los labios y le dio un
trago como si nada.
—… pronto se celebrará el Día Más Largo —seguía Hekla—. Si la suerte
está de nuestro lado, volveremos de la casa de Kraki a la ciudad de Hver a
tiempo de unirnos a las celebraciones.
—Estaría bien —murmuró Silla, ausente. Jonas contoneó los hombros.
—¿A alguien le apetece otra? —preguntó Silla, deslizándose para salir
del banco.
Hekla hizo un gesto negativo, aún tenía el cuerno medio lleno.
—Pero si no te has terminado la tuya.
—Tengo ganas de beber agua. Tardaré solo un momento.
Silla deambuló entre la multitud hasta llegar a la barra. Apoyó un codo y
la cabeza le dio un zumbido cuando se giró para mirar a la mesa. El
klaernar se puso cómodo ocupando el hueco que ella acababa de dejar libre,
y se quedó justo enfrente de Jonas. Aquello era un nido de serpientes donde
no tenía prisa por volver.
Dos mujeres se acercaron contoneando el cuerpo y se apoyaron en la
barra; por su forma de balbucear, Silla supo que estaban alegremente
borrachas.
—¿Lo has visto? —dijo una—. Al guerrero de ahí de ojos azules y barba
rubia. Dioses misericordiosos. —Suspiró.
—¿Dónde? Dímelo —pidió la otra, con un ataque de hipo. La primera
señaló en dirección a Jonas—. Oh, dejaría que me diera un revolcón entre
las pieles.
—Es amigo mío —dijo Silla, mientras su cabeza elaboraba un plan
travieso. La mujer se sonrojó, pero se acercó con complicidad—. Está
soltero.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? —preguntó, acercándose más. Era bastante
guapa, de pelo rubio, labios carnosos y pestañas largas negras.
—Sí —prosiguió Silla—. No hay nada que le guste más a Jonas que una
mujer segura de sí misma.
—¡Oh! —exclamó la primera mujer mientras levantaba las cejas.
Silla sonrió.
—¡Ajá! Sobre todo si es lo suficientemente descarada para acercarse a él
y que le diga… las cosas íntimas que le gustan.
—¿De verdad? —La primera mujer se mordió el labio y se volvió
mirando a Jonas.
—Vaya que sí —dijo Silla. Puede que fuera una broma de mal gusto para
las mujeres, pero su deseo de venganza era mayor que la culpa que pudiera
sentir—. Si me gustara, caminaría despacio hasta él, me sentaría a su lado,
me acercaría y le susurraría al oído… —Le dijo las palabras secretas.
Enderezándose, las mujeres intercambiaron miradas de curiosidad y se
rieron, nerviosas.
—¿Lo hago? —preguntó la primera, levantando una ceja.
—Venga, Dagny —la animó la amiga.
—Claro, venga, Dagny —repitió Silla con entusiasmo.
Dagny respiró hondo y se dirigió a la mesa.
Silla observó con un mareo divertido cómo Dagny se hacía hueco y se
sentaba entre los dos hermanos. Jonas puso cara de sorpresa cuando Dagny
le deslizó el brazo por los hombros, se acercó y le susurró algo al oído.
Jonas giró la cabeza con brusquedad hacia la barra, y miró a Silla una vez
más con ojos oscuros y peligrosos. El mareo fue sustituido por una
repentina necesidad de salir del salón comunal y ponerse a salvo tras la
puerta cerrada de su habitación. Dio media vuelta y se dirigió a la salida
abriéndose paso entre la multitud.
La sangre le palpitaba en los oídos mientras recorría el tramo hasta la
parte trasera del salón, donde se encontraban las dependencias. Al doblar la
esquina de la plaza que había detrás del edificio, chocó con algo duro y
retumbó. Unas manos grandes la sujetaron para estabilizarla, miró hacia
arriba sorprendida y su mirada se chocó con la de Rey.
Era una montaña, parecía literalmente un muro de piedra; iban a salirle
moratones que lo demostrarían.
—¿Por qué tienes tanta prisa? —preguntó de mal humor, soltándole los
hombros como si tuviera la peste.
Silla volvió a hacer eso de regurgitar pedazos de información sin sentido
y era incapaz de detenerse.
—Estoy… contenta… cama blanda y he tomado cerveza… y tengo que ir
al baño. Y…
—Mueves la boca más rápido de lo que piensas, ¿no? —la interrumpió,
mientras se pasaba una mano por la barba negra—. Supongo que era
demasiado esperar que estuvieras buscando otra carreta.
—Pero, si me buscara otro medio de transporte, echaría de menos tu
ingenio y tu chispa, Ojos de Hacha.
—Y yo echaría de menos tu tarareo incesante que me revienta la cabeza.
—Yo no tarareo —dijo parpadeando, ¿o sí lo hacía?
Él la miró durante un segundo muy largo.
Cuando Rey abrió la boca para hablar, Jonas apareció por la esquina. Una
mirada a sus ojos turbulentos hizo que Silla dudara de sus opciones de
seguir viva. Bajó la cabeza y le miró las manos, que sujetaban su capa roja.
—Por los malditos fuegos eternos —murmuró Rey—. Todo el mundo va
con prisa esta noche.
Jonas miró a Rey y la tensión le desapareció del rostro.
—¿Sabían algo?
Rey se pasó una mano por el pelo.
—No… —Abrió la boca para decir algo más, pero miró a Silla y arrugó
la frente. —Te invito a un cuerno de cerveza y te lo cuento.
Jonas miró a Rey y luego a Silla.
—Te dejaste el abrigo en el salón, Silla la Altruista. Deberías ser más
cuidadosa.
—¿Silla la Altruista? —murmuró Rey—. No sé si quiero saber… No,
mejor no quiero.
Sintió un hormigueó cuando cogió el abrigo de las manos de Jonas.
Sonrió.
—Gracias. Has sido muy amable al traérmelo. Seguro que te ha costado
tener que dejar a tus amigos y amigas en el salón.
A Silla no se le escapó cómo retorció las manos, ni la mirada de odio, que
exigía la promesa de una compensación. No estaba segura de lo que
significaba que el estómago se le revolviera ante la idea.
—¿Le puedes decir a Hekla que lo siento? De repente, me siento muy
cansada.
Rey asintió y volvió dentro con Jonas.
Silla exhaló. No dejaba de sentir que había evitado una bola de nieve,
aunque la avalancha seguía su camino, imparable.
VEINTISIETE

Camino de Huesos

Silla tenía emociones encontradas sobre marcharse de la ciudad de Svarti.


Por un lado, alejarse de los Garras del Rey y de la necesidad constante de
mirar por encima del hombro era maravilloso. Por el otro, estaban a solo un
día y medio de la Cresta de Skalla, desde donde tomarían un desvío de tres
días hasta el pueblo alpino de Kiv para visitar a Kraki. Las probabilidades
de convencer a Rey de que la llevara a Kopa eran prácticamente nulas. Y
todavía tenía que sonsacarle información al misterioso Kraki; una misión en
la que apenas había pensado.
«Sus debilidades son las chicas guapas y la brennsa», había dicho Rey.
Hasta ahora, lo único que se le había ocurrido a Silla era intentar engatusar
a Kraki con una copa de brennsa. Solo necesitaría asegurarse de no tener
ningún desliz y estar alerta mientras bebía.
«Es una idea pésima», pensó. Pero, por muchas vueltas que le diera, era
su único plan. Tenía que hablar con los Hachas Sanguinarias y averiguar
más detalles sobre Kraki.
Esa noche, después de cenar, Silla preparó un apósito con las hierbas que
había comprado en el mercado para la piel irritada de Hekla; una fórmula
que le enseñó su madre y que desde entonces había preparado durante años
para su padre.
—Déjatelo puesto una hora y luego enjuágatelo en el arroyo. Debería
aliviar el picor —le murmuró a Hekla después de extendérselo en el muñón
y de cubrirlo con una venda de lino.
Hekla miró a Silla con ojos brillantes y, luego, le dio un achuchón con un
solo brazo que la dejó sin aliento.
—No lo entiendes; esto me ha estado volviendo loca, Silla —dijo Hekla
cuando la soltó—. Ya siento algo de alivio. ¡Gracias!
Silla se sentó junto al fuego y sonrió. Se sentía bien cuando ayudaba a
alguien. Y ahora Hekla se había escabullido entre los árboles del bosque y
Gunnar no había tardado ni cinco minutos en seguirla. Sola, frente a las
llamas, sus pensamientos alternaban entre la misión de Kraki y su padre.
Nunca volvería a ver los ojos azul hielo de su padre. Nunca volvería a
sentir el apretón de su abrazo de oso. Nunca escucharía de nuevo su risa
estruendosa ni su voz tranquilizadora. Habían estado los dos solos tanto
tiempo. ¿Quién era ella ahora sin él?
Ahora estaba sola. Completamente sola en el mundo.
Silla intentó volver a encerrar su dolor en su jaula, pero se filtraba entre
los barrotes, y la llenaba de dolor.
«Las hojitas lo arreglarán. Una más para adormecer tu dolor. Para
olvidarte de tu padre».
—Podrías dar un paseo —dijo la niña rubia sentada al otro lado de la
fogata—. Para distraer tu mente de los pensamientos oscuros.
Secándose una lágrima, Silla metió la mano en el bolsillo del delantal.
Dos manzanas y un par de panes de masa fina envueltos en un trapo de lino
limpio que dejaría a las afueras del campamento.
—Uno para los dioses, otro para los espíritus —susurró, poniéndose en
marcha.
—Pensaba que ya no creías en los dioses —dijo la niña.
«Ya no sé qué creer», pensó Silla. Aunque ciertamente no entendía por
qué los dioses permitían que sufriera los horrores por los que había pasado,
la consolaba pensar que tenían un plan para ella. Y si cabía una mínima
posibilidad de que una ofrenda la ayudara a mejorar su suerte, Silla la haría.
Cogió una capa de sobra de los Hachas —había «olvidado» su capa roja en
Svarti— y se adentró en el bosque.
Tal vez era un poco imprudente, y puede que fuera inútil, pero el dolor
que había sentido junto al fuego lo volvía a reemplazar un mínimo destello
de optimismo. Silla deambuló durante varios minutos por el bosque,
observando el mosaico de líquenes que cubría las raíces de los árboles, en
busca de un lugar adecuado para disponer un altar. Algunos skarplings se
cruzaron en su camino y setas abiertas con bordes festoneados brotaban de
los troncos de los árboles.
Silla se detuvo cuando divisó un enorme árbol de tilo con ramas
tentaculares cubiertas de musgo, tan enormes que tapaban el cielo. En la
base del tronco se abría una hendidura de la que asomaba un matojo de
flores blancas. Se acercó, y el corazón se le encogió al reconocer la
delicadeza de aquellos tallos curvados y sus flores acampanadas, que se
arqueaban para mirar a las lunas en las noches rasas.
—Flores de luna —susurró la niña rubia.
Y, en ese momento, la fe vacilante de Silla se hizo un poco más sólida.
Seguramente era una señal de los dioses y el sitio perfecto para que Silla
hiciera su ofrenda. Se arrodilló delante del árbol ancestral, sacó las
manzanas y los panes y los colocó alrededor de las flores de luna. Luego,
juntó las manos y rezó en silencio.
«Por favor. Ayudadme a convencerlos para que me lleven a Kopa.
Ayudadme a encontrar seguridad».
El rumor de un movimiento a su espalda hizo que Silla se sobresaltara y
que sacara la daga. Presionó con la hoja el cuello del hombre, pero se
detuvo antes de atravesar la piel.
—Bien hecho —dijo Jonas, juntando las manos para simular un aplauso
—. Estás mejorando. Quizá ya tengas la habilidad de un niño de nueve
años.
Jonas se había despojado de su armadura de cuero y su constitución de
guerrero era evidente bajo una sencilla túnica azul. En el cinturón llevaba la
hévrit, el hacha de mano y la espada, y ella lo miró, recorriendo la curvatura
de aquellos labios sonrientes hasta detenerse en sus ojos azules. El corazón
le latía con fuerza mientras luchaba contra el impulso de atraer sus labios y
acariciarle la barba.
En su lugar, presionó la daga con más fuerza hasta que el filo le marcó un
hoyuelo en la piel sin que llegara a sangrar.
—¿Qué quieres, Jonas?
—¿Vas a dejarme la daga en la garganta? —Su sonrisa se hizo más
profunda.
—Puede —musitó, aún con el rostro serio—. ¿Cómo sé que no eres una
amenaza para mí?
Se le oscurecieron los ojos.
—Ya te lo he dicho, Ricitos. Sí que soy una amenaza para ti.
—¿Qué?
En un movimiento rápido, él le agarró la muñeca con su enorme mano y
ella soltó el puñal. Antes de ser consciente de lo que había sucedido, Silla
tenía el brazo retorcido entre su espalda y la dura calidez del pecho de
Jonas.
—Me encanta que creyeras que tenías el control —le susurró, y el aliento
le hizo cosquillas en la oreja.
—¿Por qué me has seguido?
—Me gustaría saber por qué escondes parte de las provisiones de la
Hermandad en los huecos de los árboles.
El pulso le latía rabioso mientras pensaba la respuesta.
—Veneras a los dioses antiguos —adivinó Jonas asomándose al agujero
—. Ah, dos de cada. ¿A los espíritus también?
Silla seguía con los labios apretados, firmemente cerrados.
—No me preocupan las ofrendas, Silla —susurró Jonas—. Pero sabes
que no debes vagar sola por estos bosques. —Puso la mano libre en la
cadera de Silla y la deslizó despacio por su vientre—. Y desde que te tengo
aquí, debo decirte que… he estado considerando todas las formas de
devolverte lo que me hiciste en el salón comunal.
Silla cerró los ojos, preguntándose qué se le habría ocurrido exactamente,
y si la opción incluía besarla. El pensamiento liberó un torrente de
mariposas en su estómago.
—Creí que serías más agradecido, Jonas. Después de todo, la mandé
directa a tus brazos.
—Mmm. ¿No me estabas provocando? Y por eso la mujer me dijo al oído
—se agachó para acercarse a ella, sus palabras eran meros susurros—:
«¿Quieres ver lo altruista que soy?».
A Silla se le escapó media sonrisa, él tiró de su brazo para acercarla, y
ella jadeó.
—¿Vas a hacerme daño?
—Hacerte daño no es lo que tengo en mente.
Se le entrecortó el aliento, y supo que él había leído su respuesta. Jonas
dejó escapar una risa ahogada, un gemido desde lo más profundo del pecho.
—Silla la Altruista. Creo que has perdido la cabeza.
Le apartó el pelo del cuello y se inclinó sobre ella, rozándola justo debajo
de la oreja con la nariz. La calidez de su aliento contrajo su piel sensible y
se le escapó un sonido a medio camino entre un suspiro y un gemido.
—¿Aún quieres jugar a esto? —Hundió la nariz en la sien de Silla e
inhaló despacio.
Ella solo alcanzaba a oír el bombeo de los latidos de su propio corazón y
sus exhalaciones temblorosas. Deseaba odiar su tacto, su olor. Pero no era
así. Ni siquiera un poco.
«No te acerques a él», se recordó.
Con la última pizca de fuerza de voluntad, Silla le clavó el codo en las
costillas, tal y como acababa de practicar un rato antes con Hekla. Jonas
gruño, aflojó el agarre del brazo y ella se retorció para liberarse.
Silla le lanzó una mirada fulminante mientras él se frotaba el estómago.
—No. Si quieres acompañarme, puedes pasear conmigo. Si no, vete.
No pretendía quedarse más tiempo en el bosque, pero la idea de volver a
sentarse frente a la hoguera, de regresar a los pensamientos infinitos,
hicieron que recuperara su daga y, sin mirar a Jonas, se adentrara aún más
entre los árboles.
Con un gruñido, él la siguió.
—No puedes estar aquí sola, Silla. No es ninguna broma.
Ella era consciente de ello, y por eso se alegraba de que la hubiera
seguido. Pero moriría antes de admitirlo.
—Sobreviví en el Pinar Serpentino.
—Me alegro de que te subieras a nuestra carreta.
Ella resopló, pero siguió caminando, inspeccionando las extrañas setas y
preguntándose si algunas serían comestibles. Pero no tenía valor para
dirigirse a Jonas, aunque se alegraba de que la siguiera. Sentía su
nerviosismo con cada suspiro dramático y con los violentos e innecesarios
chasquidos de ramas rotas.
Dioses, lo que daría por volver atrás en el tiempo y colarse en otro
remolque. Si hubiera sabido que la iba a llevar a este… a este guerrero
extragrande y enfurruñado que la seguía, que jugaba con ella, que ponía a
prueba los límites de su determinación, desde luego que no lo habría hecho.
—Quiero tener mi propia granja.
Silla se detuvo en seco y se dio la vuelta para mirarlo.
—¿Perdona?
—En algún momento dejaré la Hermandad. Tendré casa propia. Un
terreno. Y paz.
—¿De verdad? —preguntó Silla, levantando las cejas.
Jonas desvió la mirada al árbol que había al lado de Silla mientras
envolvía con los dedos el talismán que llevaba colgado del cuello. Había
arreglado el cordón.
—Mi familia la tenía. Una granja propia. Y como a ti, nos engañaron —
dijo, apretando la mandíbula.
—¿Os engañaron?
Se quedó callado un momento.
—Hubo una disputa por la herencia. Nos arrebataron los terrenos que nos
correspondían a Ilías y a mí. No fue cosa de la familia, sino del Portavoz de
la Ley, que no falló a nuestro favor. Nos despojaron injustamente de
nuestras tierras y posesiones.
Silla le puso la mano en el brazo. Como Jonas le sacaba media cabeza,
tuvo que estirar el cuello para mirarlo a los ojos.
—Lo siento, Jonas.
Se le dilataron las fosas nasales mientras miraba la mano de Silla
apoyada en su hombro.
—No me gusta pensar en ello, pero creo que… tú mejor que nadie
entiendes lo que eso significa. Que te roben tus bienes.
A Silla se le encogió el estómago. Odiaba las mentiras; deseaba que
hubiera sido de otra forma. Aunque su conflicto sobre las tierras era ficticio,
compartía sus sentimientos. Notó que era una herida abierta. Y quizá ahora
lo entendía mejor.
Retiró la mano del brazo de Jonas y la estiró para sacudirse la sensación
permanente de él.
—Pensaba que eras un egoísta y un avaro. Pero ahora entiendo por qué te
preocupa tanto este trabajo.
Él asintió.
—Nos falta poco para conseguir la cantidad para recomprarla. Entonces,
dejaremos la Hermandad. Reclamaremos nuestros derechos territoriales. Y
eliminaremos la mancha negra del nombre de nuestra familia.
Silla se fijó en el talismán y observó cómo lo acariciaba. Familia, respeto
y deber. El talismán que llevaba colgado al cuello era un recordatorio
constante de lo que había perdido. De lo que quería recuperar.
Pestañeó mirando a Jonas. Había mucho más en él de lo que pensó en un
principio.
Silla decidió animar el ambiente.
—¿Tenías gallinas en la granja?
—¿A qué se debe tu fijación con las gallinas? —preguntó Jonas, con un
resoplido.
—Mis recuerdos más felices incluyen gallinas. Cuando todo estaba bien,
mi madre y mi padre y yo vivíamos en una casa en Hildar con un jardín
grande y un columpio colgado de un árbol. Y gallinas. Fue la época más
feliz de mi vida. Las gallinas me recuerdan la sensación de estabilidad.
Se puso tensa. «Has contado demasiado», pensó. «Jonas no tiene que
saber de tu pasado inestable. Él cree que vivías en una granja, eres tonta».
Para ocultar el pánico que crecía en su interior, Silla dio media vuelta y
siguió caminando.
—¿Tu madre te enseñó a cocinar? —preguntó Jonas tranquilamente tras
ella.
—Sí. —Se mordió el labio para desviar la atención de la nostalgia que le
estaba calando los huesos. Su madre no era tanto un recuerdo, sino más bien
un aroma… un sonido. El olor a panecillos dulces cocinándose en el horno,
el chisporroteo de una cebolla al contacto con la mantequilla caliente, el
suave borboteo cuando removía la olla de skause humeante.
Logró encontrar, por fin, el valor para hablar.
—Cuando cocino, parece que ella está conmigo. Me guía las manos. Me
dice al oído que le añada más sal o más tomillo. Y me llama bjáni y me da
un manotazo cuando me paso con la sal.
Necesitaba redireccionar la conversación.
—Pero no has contestado a mi pregunta. ¿Tenías gallinas o no?
Jonas sonrió.
—Teníamos gallinas. Y ovejas. Y cabras y caballos. Extensos campos de
trigo y centeno. Una casa comunal que había tenido tiempos mejores. Una
herrería, aunque ya llevaba tiempo abandonada cuando nos fuimos…
Silla escuchó el tono sincero de su voz, como si hubiera vuelto a ser niño.
Sin cargas. Libre. Pero había más en esa historia; estaba segura. Y, aunque
sentía curiosidad, no quería entrometerse. En su lugar, volvió a cambiar el
tema de conversación.
—¿Cómo te uniste a la Hermandad del Hacha Sanguinaria?
Jonas resopló.
—Fue por Rey. Lo conocimos en Sunnavík. Ilías y yo… nos marchamos
de casa y no logramos encontrar ninguna banda dispuesta a darle la
oportunidad a dos muchachos granjeros sin experiencia. Estuvimos por ahí
durante semanas, de salón en salón, buscando trabajo. Siempre se reían de
nosotros; Ilías tenía solo dieciséis inviernos y aún tenía que dar el último
estirón. Nos estábamos quedando sin sólas y teníamos que encontrar algo…
no había un hogar al que regresar.
A Silla se le encogió el corazón.
—Un día, fuimos a un nuevo salón comunal y, al instante, uno de los
guerreros empezó a burlarse de mi hermano. Yo ya estaba harto de faltas de
respeto y simplemente… arremetí contra él. Al parecer, lo golpeé hasta casi
matarlo. Yo apenas lo recuerdo. Rey me separó de él y me sacó a rastras a la
calle. Estuvo hablándome hasta que mi ataque de ira disminuyó. Me dijo
que se había criado en el norte y me contó historias de su abuela lunática y
de cómo había llegado a Sunnavík buscando trabajo hasta que alguien le dio
una oportunidad.
Jonas hizo un gesto con la cabeza.
—Me dijo que había visto algo de él en mí, que le gustaba la lealtad que
sentía por mi hermano. Que buscaba guerreros honorables para su
Hermandad. Me hizo esperar con Ilías mientras hablaba con el líder de los
Hachas Sanguinarias. Y convenció a Kraki para que nos permitiera unirnos.
El resto es historia.
—¿Kraki era el líder antes que Rey?
Jonas soltó una carcajada.
—Sí. Y es difícil de contentar.
—¿Me puedes dar algún consejo? —preguntó Silla—. ¿Cómo puedo
sonsacarle información a Kraki?
Jonas hizo una pausa y la miró un instante. Parecía haber algo en sus
ojos… ¿rabia? ¿Irritación? No estaba segura.
—El ego de Kraki siempre ha sido su perdición. Complácelo y obtendrás
lo que quieras. Pero…
El bosque se quedó en silencio, y Silla se impacientó.
—¿Pero qué?
Jonas flexionó una mano.
—No le des la espalda. No te quedes a solas con él.
Silla tragó saliva y sopesó sus palabras.
—¿Crees que…? —Suspiró, desesperanzada—. ¿Crees que Rey me
llevará a Kopa?
—No.
Respondió sin dudar y, en parte, su rotundidad la hizo sentir mejor. Los
Hachas no la llevarían a Kopa. En cierto modo, se sintió liberada.
Finalmente, dieron la vuelta y empezaron a caminar de regreso al
campamento. Para su sorpresa, Silla descubrió que no le molestaba tanto la
presencia de Jonas. Cuando no se comportaba como un idiota, era muy
agradable estar a su lado.
No estaba del todo segura de por qué pronunció las siguientes palabras,
pero salieron directas de su boca:
—Con todo lo que ha ocurrido, me he dado cuenta de que la vida es corta
y que uno nunca sabe el tiempo que le queda. No deberías desperdiciarlo
haciendo cosas que no te gustan. Si quieres tu propia granja, la tendrás, con
la Hermandad o sin ella, Jonas; sé que lo conseguirás.
Jonas seguía en silencio a su lado, y ella no percibió que le hubiera
molestado, así que continuó:
—Mi madre diría que no hay que esperar a que la suerte venga a ti.
Cuando quieres algo, debes luchar por ello.
Jonas se detuvo, y ella también lo hizo. Lo miró. La expresión de sus ojos
había cambiado, y ella se animó. Parecía que estaba prestando atención.
Quizá solo necesitaba escuchar palabras de aliento.
Continuó hablando.
—Debes trazar un plan, esforzarte y trabajar para conseguirlo. Ella
hablaba de su jardín, pero yo… Espera, ¿qué…?
Jonas la acorraló, y ella dio un paso atrás con inquietud, y luego otro,
hasta que su espalda chocó con el tronco duro de un árbol.
—¿Qué haces? Jonas, yo… —Las palabras se le disolvieron en la lengua
cuando le plantó una mano a cada lado de la cara, aprisionándola.
Jonas se inclinó, con el aliento entrecortado.
—Estoy luchando por lo que quiero.
VEINTIOCHO

—¡No me refería a esto! —balbuceó Silla, mirando fijamente a Jonas.


Él desvió la mirada a sus rizos revoltosos y luego a su vestido desaliñado.
No debería desearla; no era su tipo, era imprudente y exasperante hasta el
extremo. Pero el deseo le ardía por las venas como no recordaba haber
sentido antes.
—¿Cuál es la diferencia? ¿Vas a perder tiempo fingiendo? ¿O vas a ser
valiente y vas a luchar por lo que quieres? —Eligió con cuidado las
palabras; la mecha para provocar su ira. «Ahí está», pensó satisfecho
cuando vio el fuego en sus ojos.
Atrás quedaba el ratón, dando paso a la fiera.
—Déjame distraerte, Silla.
El calor subió lamiéndole la espalda mientras mantenía su mirada
inquebrantable puesta en ella. Le apartó el pelo y deslizó un dedo por la
elegante curvatura del cuello. Dioses, era tan suave. Y cuando ella dejó
escapar un suspiro tembloroso, él supo que ya era suya.
Se movieron al compás; Jonas agachó la cabeza y Silla se puso de
puntillas. Sus labios se encontraron. Al instante, él se dio cuenta de que era
su primera vez. Sus movimientos eran rígidos e inseguros y, en cierto modo,
su inexperiencia le resultaba entrañable. Y, para ser sincero, fascinante.
Se contuvo como pudo para hacerle el beso más fácil, dando toquecitos
juguetones con sus propios labios en los de ella hasta que se relajó. Era
suave como la seda, y se iba venciendo ante él como si se fuera despojando
de todas sus capas defensivas. Entre los brazos de Jonas era vulnerable, le
revelaba partes de sí misma que jamás había compartido con otro. Dioses,
cómo la deseaba. Quería empujarla contra el árbol y tomarla con más
brusquedad de la que merecía.
Silla retrocedió, su aliento palpitaba cálido ante él.
—Solo para distraerme —susurró contra sus labios, en un último intento
de autoprotegerse. Él asintió con un gesto, sin apenas dar importancia a sus
palabras. «Quiero más», era su único pensamiento mientras deslizaba sus
labios de nuevo sobre los de ella.
Pero, para su irritación, Silla retrocedió una vez más.
—Que quede claro —dijo ella con voz ronca—; esto no volverá a pasar.
El hambre inundaba sus venas y su comedimiento se debilitaba.
—Vale.
—Vale. —Silla bajó la mirada a los labios de Jonas—. Y si se lo cuentas
a alguien, te envenenaré la comida.
Jonas no pudo evitar sonreír.
—Pequeña viciosa…
Ella lo interrumpió, plantándole un beso en la boca con firmeza. Al
principio, su asertividad lo dejó sorprendido, pero luego venció claramente
a su autocontrol.
La agarró de la cintura y la acercó para sentir la hinchazón de sus pechos
y la presión de sus caderas contra las de él. Jonas deslizó una mano áspera
entre sus rizos y le colocó la cabeza en el ángulo correcto. Y entonces,
profundizó en el beso. «Así», le dijo con la boca, separándole los labios y
explorándola con caricias suaves. La lengua de Silla empezó a moverse
curiosa y una extraña urgencia posesiva le oprimió el pecho.
Al principio, Silla se mostró recelosa, pero se volvió más atrevida e
introdujo la lengua en la boca de Jonas, ganándose un profundo gemido
gutural de agradecimiento. A ella le gustó aquel sonido; le acercó la mano al
pecho y la enroscó en su túnica. El acercamiento de Silla, tentativo y
curioso, hizo que Jonas se olvidara de todo. Solo estaba ella. Solo quería…
—no, necesitaba— tenerla debajo y enseñarle lo bien que podía hacerlo.
Jonas movía las manos inconscientemente por la curva de sus caderas,
por la pendiente de su cintura, por los bultos de su caja torácica, y todo lo
que tocaba le gustaba.
Le gustaba mucho.
Delirante, desechó el pensamiento. Mordisqueó con sus dientes el labio
inferior de Silla y sonrió cuando ella gimió contra su boca. Jonas vivía para
aquel sonido, y empezó a idear otras formas de conseguirlo. Cuando ella le
correspondió, él suspiró, se soltó el cinturón portaarmas y lo dejó caer en el
suelo. Jonas levantó a Silla, remangándole las faldas.
—Envuélveme con tus piernas —le pidió con rudeza, sin apenas
reconocer su propia voz.
Silla abrió las piernas de buen grado y le rodeó las caderas; él la sujetó
contra el árbol y tuvo la vaga sensación de no haber estado así de excitado
en toda su vida. Rozándose contra ella, se perdió en la embriagadora
fricción de su cuerpo y en los gemidos de placer que ella dejaba escapar.
Con una mano entre su cabello, le apartó la cabeza a un lado.
La boca de Jonas bajó al cuello de Silla y se detuvo un instante para
respirar su olor.
—¿Esto era lo que querías? —susurró contra su piel—. ¿Te distraes,
Silla?
El suspiro tembloroso de la muchacha le envió un calor abrasador por la
columna. Jonas le besó el cuello y fue trazando una línea ardiente por toda
su extensión. Buscó con la mirada los puntos donde el pulso le latía con
más fuerza y los mordió con suavidad viendo cómo se le erizaba la piel.
Se suponía que Jonas lo hacía solo para distraerla, pero era él quien se
estaba perdiendo. La represión lo hacía temblar, y estaba al borde de perder
el control por completo.
«¿Por qué te sientes así?», se oyó a sí mismo preguntar contra el cuello
de Silla mientras movía sus caderas contra las de ella. Le costaba reconocer
su propia voz, parecía incapaz de controlarla.
Pero la pregunta se desvaneció en la neblina de su mente, volvió a
acercarse a sus labios y la besó con pasión desenfrenada. Era fuego
primigenio; excesivo… demasiado bueno. Estaba duro y dolorido cuando la
empujó con la cima de sus muslos.
Fue entonces cuando lo oyó. Una vibración en el aire. Si Jonas no fuera
un guerrero experimentado, habría pensado que no era nada. Pero su
instinto le dijo lo contrario.
Veloz como un rayo, interrumpió el beso y bajó a Silla al suelo.
—¿Lo has oído?
Ella se quedó inmóvil mirándolo con ojos muy abiertos. Si Jonas tuviera
un momento, se enorgullecería de ver los labios hinchados de Silla y el
rubor de sus mejillas. En lugar de eso, cogió su cinturón portaarmas y
desenvainó la espada, alejándose de ella. Un débil crujido confirmó sus
temores. Había algo ahí fuera. Jonas oyó detrás de él el suave chasquido de
la daga de Silla saliendo de la funda. Un gruñido silbante les erizó el vello
de la nuca.
—Joder —susurró Jonas, colocándose entre ella y el lugar de donde
procedía el sonido—. Quédate detrás de mí.

SILLA PARPADEÓ y recobró de golpe sus sentidos.


Jonas había adoptado una postura defensiva, con las piernas separadas y
la espada en la mano. Pero no llevaba armadura, ni escudo, y estaba lejos de
sus hermanos y hermanas Hachas, por su culpa.
—Si te digo que corras —dijo Jonas en voz baja—, hazlo directa de
vuelta al campamento. Sin detenerte. ¿Lo has entendido?
—Sí. —El corazón de Silla latía con fuerza, ahora por un motivo
completamente diferente al de unos momentos antes.
—Es un skógungar —susurró Jonas, relajando un poco la postura—. Un
caminante del bosque. No debería hacernos daño.
Silla buscó entre las diferentes capas de sombras y percibió movimiento.
Cuando vio a la criatura se le heló la sangre. Imposiblemente alta, con la
piel de la cara tirante, los ojos de aquella cosa se ubicaban en los nudos
retorcidos de un árbol y brillaban rojos como brasas; la boca estirada con
una sonrisa inusualmente amplia. La criatura caminaba con el cuello
encorvado y tenía dos brazos larguiruchos que terminaban en tres garras
puntiagudas. El skógungar los vio y abrió aún más la boca, dejando entrever
varias filas de dientes afilados como cuchillas.
—Algo no va bien —murmuró Jonas—. ¿Qué le pasa en los ojos?
«Por eso necesitas a la Hermandad del Hacha Sanguinaria para sobrevivir
en el Camino de Huesos», pensó Silla para sus adentros. Por aquellos
bosques vagaban criaturas que nunca había visto, que nunca habría
imaginado. No había oído hablar de los skógungar… ¿Qué eran? ¿Eran
peligrosos? ¿O podrían volver al campamento sin más?
Jonas se creció cuando el caminante del bosque se le acercó. Con las
extremidades largas y un sigilo antinatural, era como una extensión del
bosque; un árbol andante. Pero con aquellos malévolos ojos rojos y el olor a
descomposición que impregnaba el claro, Silla sintió que era algo
totalmente distinto. Algo siniestro.
El gruñido silbante volvió a sonar y le provocó escalofríos en la espalda.
Era sobrenatural, inquietante. Una advertencia. El instinto le decía que
corriera, pero se quedó quieta, como le había indicado Jonas.
De repente, aumentó la velocidad y el skógungar cargó contra Jonas,
atacando con sus garras letales. Jonas se agachó con un movimiento rápido
y fluido, y blandió la espada con una brazada ascendente. Con un silencio
perturbador, la clavó en la axila del monstruo y la bestia tropezó y se
tambaleó hacia atrás.
Se estabilizó con rapidez y se lanzó hacia Jonas, arremetiendo
potentemente con su brazo ileso. Jonas detuvo la embestida, pero cayó
derribado. La criatura se lanzó hacia él y lo atacó con un aluvión de golpes
rápidos. Silla ahogó un pequeño grito al ver que Jonas apenas lograba
enderezarse para esquivarlos. ¿Y si lo hería o lo mataba? Se había distraído
por su culpa y no había tenido tiempo de buscar a los demás.
Aquella cosa se movía con ráfagas tan veloces y antinaturales que
resultaba imposible predecir dónde golpearía. Gruñó de nuevo, esta vez con
un repiqueteo extraño sacado directamente de sus pesadillas.
—Vamos, kunta. —Jonas ajustó el agarre de la espada observando al
skógungar de cerca.
La criatura avanzó y atacó de súbito, rozando con las garras la cara de
Jonas. Él logró esquivar la agresión, agachándose a la vez que le propinaba
un corte en las costillas. El skógungar se tambaleó y chilló, y Jonas le
asestó golpe tras golpe hasta que le clavó la espada en el pecho y el
monstruo cayó de espaldas. Jonas no se ablandó y Silla tuvo que mirar en
otra dirección mientras él le golpeaba repetidamente el cuello con la espada,
hasta que los gritos desesperados se desvanecieron.
Cometió el error de abrir los ojos y vio la cabeza del skógungar separada
del cuerpo, la sangre negra que le brotaba del cuello y la horrible boca
estirada en una sonrisa que la perseguiría. Silla enterró la cara entre las
manos y el estómago se le revolvió.
—Por el culo de Hábrók. ¿Qué era eso? —murmuró Jonas, agarrando a
Silla por el hombro y arrastrándola para salir del bosque.
Olía fatal. A descomposición y a putrefacción. Silla sintió náuseas. A
punto de llegar al campamento, se detuvo.
—Mierda. Tenemos que inventarnos algo. Tú habías ido al arroyo y yo
estaba recogiendo leña; entonces oí al skógungar y fui a ver si estabas bien.
¿Entendido?
Ella asintió mirándolo.
—Gracias —logró decir.
Jonas tomó su rostro entre las manos y le dio un beso en los labios.
—Es una pena que nos interrumpieran, Ricitos. Joder. Huelo mal. Voy a
tener que quemar la ropa y frotarme hasta que me salte la piel.
Silla lo siguió con las piernas temblando hasta la fogata, hasta las
miradas curiosas de la Hermandad, y se hizo una pregunta.
¿Qué pasaría cuando los Hachas Sanguinarias la dejaran atrás y tuviera
que continuar atravesando sola el Camino de Huesos?
VEINTINUEVE

Svarti

Cuando la puerta del salón se cerró detrás de ella, Skraeda inhaló


intensamente y el fuerte olor a orina estancada y a cerveza le invadió los
sentidos. Reprimió un grito de rabia y anduvo por el camino de tierra; los
comerciantes y los guerreros por igual se apartaban a su paso. No había
pillado a la chica y a sus acompañantes en el Camino de Huesos y ahora los
buscaba en la ciudad de Svarti. Era una misión imposible; buscar una aguja
en un pajar.
Un día desperdiciado, recorriendo los mercados, los salones comunales y
las posadas sin rastro de ella. Svarti era la última de las ciudades más
grandes del Camino de Huesos, por lo que era costumbre que los grupos de
viajeros pasaran varios días allí haciendo acopio de provisiones y
disfrutando de las comodidad de la ciudad antes del largo trayecto hacia el
norte. Tal vez la mujer se había saltado ese paso.
Supuso que dependía de sus compañeros de viaje, lo que la trajo de
vuelta al presente: su cometido de averiguar quién era aquella gente.
¿Quiénes eran esos guerreros que habían aceptado llevar a la chica al norte?
¿Había pagado para tener protección? ¿Y ellos sabían a quién protegían?
La última carta de la reina Signe quedó reducida a cenizas en la pensión
donde se alojaba Skraeda, pero podía recordar cada palabra garabateada en
el pergamino.
Ella sabía quién era la chica. Lo que era la chica. La reina Signe había
acogido a Skraeda, la había aceptado en su círculo de confianza más
reducido, y ahora la urgencia era solo mayor. Skraeda sabía que, si cumplía
con éxito la misión, su valor se incrementaría ante los ojos de la reina. Pero
si fracasaba… Bueno, no podía permitir que su mente se dispersara en esos
pensamientos.
«No desperdicies esta oportunidad», se dijo. No podía fallarle a la reina.
La chica era fundamental para los planes de la reina Signe, y Skraeda envió
un halcón al sur con una carta en la que le prometía a la soberana que no
descansaría hasta apresarla.
Ahora que tenía claro lo de la chica, debía saber más sobre sus
compañeros. ¿Quiénes eran aquellos guerreros? ¿Adónde se dirigían? ¿Cuál
era su punto débil? Y, así, siguió andando con dificultad por la carretera de
surcos hasta que llegó a la siguiente pensión: Posada Cabeza de Jabalí.
Skraeda empujó la pesada puerta y entró. A medida que avanzaba el día,
los salones iban estando más y más concurridos y, a media tarde, el salón
comunal de Cabeza de Jabalí estaba repleto. Había dos filas de mesas largas
y las velas de los candelabros de hierro proyectaban una luz temblorosa
sobre los clientes. Se fijó en un klaernar solitario, sentado en el extremo de
una mesa, pero se apresuró a hacerle el alto a la tabernera que estaba
sirviendo varios cuernos de cerveza a un grupo de escandalosos mercaderes.
La mujer volvía con prisa a la cocina, pero Skraeda la agarró del codo y
la obligó a detenerse.
—Busco a una mujer que podría haber pasado por aquí hace un día o dos.
La mujer resopló impaciente.
—Pasan muchas mujeres por aquí.
—Iba acompañada de guerreros. Puede que mostrara actitud nerviosa.
Pelo rizado, aunque tal vez lo llevaba recogido. Una capa roja…
—¿Una capa roja? —preguntó el klaernar desde el extremo de la mesa.
Skraeda le clavó la mirada: barba negra y áspera recogida en dos trenzas,
piel morena clara, ojos negros, y con apariencia de llevar muchos años de
servicio.
—Sí —respondió, llena de curiosidad. Había pensado que la chica se
mantendría alejada de los Garras del Rey, pero puede que no estuviera en lo
cierto.
—Sí que la vi —explicó mirándola con atención—. Compartí la mesa
con ella y otra mujer guerrera. —Se acarició la barba—. ¿Por qué la
buscas?
—Es un asunto privado —replicó Skraeda.
—¿Puedo irme ya? Tengo muchos clientes esperando —murmuró la
camarera.
—Sí, sí —respondió Skraeda, sin apartar la mirada del klaernar de barba
negra. Agudizó sus sentidos; las auras de aquel mesón bullicioso eran ricas
en hilos brillantes de diversión, con suaves y palpitantes toques de deseo
sexual y… ¡Ajá! Ahí estaba. Un hilo fino de curiosidad, retorciéndose y
contoneándose.
—¿Cuánto vale para ti esta información? —preguntó el klaernar,
juntando sus pobladas cejas.
Skraeda suspiró, removió los dedos dentro del bolsillo acariciando la
trenza de Ilka mientras examinaba el halo de curiosidad de aquel hombre.
—Tres sólas.
El soldado refunfuñó.
—No. Imagino que para ti vale mucho más.
—¿Por qué?
—Porque el rubor que te sube por el cuello me indica que estás enfadada.
Y lo mismo me dice el puño que estás apretando dentro del bolsillo. Y
cuando he dicho «no» te has estremecido. Solo ha sido un segundo, pero lo
he visto.
Skraeda forzó una respiración profunda. Este hombre era lo bastante
perspicaz para rivalizar con la mayoría de los Solaces —menos con ella,
claro—. Quizá la información que podía sacarle le resultara útil.
Siguió repasando el hilo. Skraeda se saltó la diversión y se detuvo en la
delgada hebra dorada que había debajo. Había deseado jugar con ella desde
que la descubrió por primera vez. Era exclusiva de los Garras del Rey, fina
y delicada. Aunque era mejor hacer estos experimentos en privado, Skraeda
tenía una necesidad urgente: esta información era esencial si quería seguir
el rastro de la chica.
Así que estaba decidido.
Con sumo cuidado para no romperlo, Skraeda tiró del filamento dorado y
lo atrajo a su mente. Las pupilas del hombre se contrajeron hasta quedarse
del tamaño de un pelo. El corazón de Skraeda empezó a palpitar con fuerza;
el resto de las emociones que ya había silenciado estaban completamente
apagadas.
—Ráscate la nariz —ordenó con suavidad.
El klaernar levantó el dedo y se frotó la punta de la nariz. Skraeda sonrió.
Sí, era ni más ni menos lo que sospechaba: tenía el libre albedrío del
hombre en sus manos. ¿Era un efecto secundario no deseado del polvo de
berskio? ¿O el filamento dorado del libre albedrío respondía a un diseño
deliberado, para que los urkanos pudieran reunir a sus soldados cuando los
llamaban a filas?
En realidad, no importaba. Así era como Skraeda iba a obtener las
respuestas que buscaba.
—Háblame de la mujer de la capa roja —le insistió—. Cuéntame todo lo
que recuerdes de ella y de sus compañeros.
La voz del hombre era monótona y calmada, y Skraeda tuvo que
acercarse más para escuchar sus palabras.
—La mujer guerrera con la que estaba sentada tenía el pelo negro
recogido en una trenza, la risa fuerte y un brazo protésico. Se les unieron
dos hombres —de piel bronceada, pelo rubio, uno con barba—, pero la
mujer que buscas se marchó enseguida. El guerrero rubio más alto salió
detrás de ella con su capa roja y volvió con otro hombre. Grande. De pelo
negro, piel morena y mirada imponente.
Skraeda escuchaba atenta. No le sonaban aquellos guerreros… Podrían
ser casi cualquiera. Pero parecía que el hombre no había terminado.
—Estuvieron bebiendo a nuestro lado durante varias horas. El más joven
era muy escandaloso y le oí decir algo de Kiv. Dijo: «Prefiero tirarme por el
acantilado de Skalla que ir a Kiv y enfrentarnos a Kraki. ¿No puede
recuperar el libro ella sola?».
Skraeda juntó las cejas.
—¿Se refería a la mujer de la capa roja?
—No lo sé —dijo el klaernar de barba negra—. El más alto golpeó en el
hombro al chico. Le dijo que, si no cerraba la boca, él mismo lo tiraría por
el acantilado de Skalla.
—¿Y esto cuándo fue? —exigió Skraeda levantando la voz.
El hombre arqueó sus pobladas cejas.
—Hace… ¿un par de noches?
Skraeda devolvió el control de la voluntad a su dueño y observó cómo las
pupilas se le expandían como la tinta en el agua. El soldado parpadeó varias
veces y luego lo miró con mala cara.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Cuánto vale para ti esa información?
Skraeda sonrió.
—Nada. Disfruta de tu cerveza, guerrero.
Y con las mismas salió del salón. El sol de verano aún estaba alto, pero la
temperatura empezaba a bajar por la hora. Tiró de las pieles para ajustarlas
a los hombros y regresó a su alojamiento, pensativa.
Dos días. Si el grupo se había marchado ayer por la mañana, iban dos
días por delante de Skraeda. Pero si iban a desviarse a Kiv, dejarían el
Camino de Huesos durante varios días, y se reincorporarían en ese mismo
punto.
—Los esperaré en el cruce —pensó Skraeda, y sonrió.
TREINTA

Camino de Huesos

—Intenta ganarse mi favor a través de Caballo —murmuró Rey mientras


se rasuraba el cuello con la navaja recién afilada y recortaba los bordes de
la barba—. No le va a servir de nada.
Jonas se quedó mirando la taza que Silla le había ofrecido unos minutos
antes, intentando aclararse la mente. El vapor subía enroscándose en el aire
fresco de la mañana, infusionado con el rico aroma de la corteza de róa. El
fuego crepitaba débil y las voces cercanas de Sigrún, Ilías, Gunnar y Hekla
se alternaban, mientras preparaban los caballos para el día de viaje. Jonas
dio un sorbo a su taza de róa y no pudo evitar desviar la mirada a la silueta
cerca del remolque.
Esa mañana Silla se había recogido el pelo; un rizo suelto le colgaba por
la cara. La vio soplar para quitárselo, pero volvió a caer justo en el mismo
sitio. Acariciaba la frente de Caballo con una mano y con la otra le acercaba
una zanahoria a la boca. Centró la mirada en la parte baja de su espalda,
donde el vestido se le ajustaba para luego redondearse a la altura de su
trasero perfecto.
Estaba aturdido; el deseo que sentía por aquella mujer atravesaba los
muros debilitados de su autoprotección. «¿Por qué estás así?», se
preguntaba. El roce de aquella chica le había derretido la armadura. ¿Cómo
se había descarriado de esa manera? ¿Cómo había perdido el control? Ella
era inexperta; nunca lo había hecho.
Ser consciente de ello le cayó como un puñetazo en el estómago.
Era su sinceridad. No fingía ni había palabras falsas de motivación. Era
real, auténtica, y había respondido con afán desenfrenado.
Necesitaba besarla otra vez.
Necesitaba hacerla enteramente suya.
Jonas intentó sacudirse esos pensamientos de la cabeza. Era absurdo.
Nunca se había sentido de esta manera. No estaba hecho para estas cosas.
Pero cuando recordó cómo lo miraba —con optimismo, con fe— un
sentimiento cálido le invadió el pecho. Sentía que podía compartir cosas
con ella, lo que quisiera, y que no lo juzgaría. Y quería hacerlo. Cosa que le
inquietaba sobremanera. No entendía nada, salvo que era un problema, y se
recordó a sí mismo que el afecto era peligroso; solo traía desolación y ruina.
Con un suspiro profundo y esclarecedor, Jonas intentó retomar la
conversación con Rey.
—Es bastante lista, la verdad —dijo Jonas—. Ha descubierto tu
debilidad.
Rey refunfuñó. En verdad, Caballo era su único punto débil. Jonas sonrió
al recordar la vez que Caballo padeció putrefacción de ranilla por la lluvia y
Rey interrumpió el viaje para comprarle un jabón especial. La Hermandad
estuvo inactiva durante una semana entera en la que Rey se dedicó a
enjabonarlo a diario hasta que por fin volvieron a la carretera.
—Sigo sin creerla, Jonas. Su historia es una mierda.
—¿Hace falta que te lo recuerde? Las disputas por tierras son de lo más
común, Ojos de Hacha.
Rey observó a Jonas mientras tiraba de los mechones de barba más
largos; tensó el mentón y los recortó con la navaja.
—Lo siento, Jonas. No era mi intención ofender.
—Lo sé —respondió—. Entonces… ¿por qué no le das una oportunidad?
Rey exhaló y se pellizcó el puente de la nariz.
—No dejo de darle vueltas a este trabajo. Es demasiado importante y
sumamente peligroso como para añadir más complicaciones. ¿Y ahora los
skógungar atacan a los humanos? ¡Deberían ser neutrales! Por los fuegos
eternos, ¿por qué iban a embestir contra un hombre, y mucho menos
alejarse tanto del Bosque Occidental?
Jonas hizo un gesto de duda. No tenía respuestas; solo más preguntas. El
único skógungar que había visto antes era dócil y pacífico; pasó cerca del
arroyo sin prestarle atención mientras él llenaba su odre de agua. Aunque
Jonas había oído historias de caminantes del bosque que habían atacado,
siempre había un elemento de provocación: un leñador cortando árboles en
una zona sagrada del bosque o un guerrero ignorante que iniciaba la lucha.
Pero al recordar el salvajismo con el que se había lanzado contra él, y los
ojos enrojecidos y el hedor a putrefacción, Jonas supo que había algo
maligno detrás.
La noche anterior, después de regresar al campamento oliendo a culo de
trol, la Hermandad lo cosió a preguntas. Silla apenas habló, aunque no se lo
reprochaba. Ver la cabeza del skógungar amputada no era agradable, y ella
no estaba acostumbrada a tanta violencia.
De inmediato, Rey quiso ver el cuerpo, aunque en realidad no había
mucho que ver: la muerte había apagado el brillo de los ojos y, por lo
demás, tenía el mismo aspecto que el resto. Pero el olor a descomposición
—tan inusual en un caminante del bosque— seguía apreciándose, lo que
dejó a su jefe pensativo. La Hermandad rastreó la zona por si había otros y,
por fortuna, volvieron de vacío. Por si acaso, Rey ordenó a Gunnar que
acompañara a Sigrún en la guardia aquella noche.
Jonas apuró el último sorbo de su róa.
—No tengo ni idea de por qué hay caminantes del bosque tan al este.
—Istré limita con el Bosque Occidental. ¿Podría estar relacionado con
nuestra misión?
—Tal vez. Es imposible saberlo.
—Hum… —Rey se pasó la mano por la barba para comprobar la
longitud antes de cambiar de tema—. He decidido que voy a ir a ver a Kraki
solo. Con ella. —Señaló a Silla con la cabeza.
Jonas levantó la suya de golpe.
—¿Vas a ir solo con ella? ¿Por qué no vamos todos?
Rey inclinó el cuello para raparse con la navaja los laterales de la cabeza,
con movimientos rápidos ascendentes que se iban reduciendo al llegar a la
parte superior.
—Es mucho más fácil que nos deje entrar en su casa si vamos solos. Si
aparece la Hermandad al completo, apuesto a que Kraki se atrincherará sin
molestarse siquiera en escucharnos.
A Jonas se le contrajo el pecho. La idea de que Kraki le pusiera encima a
Silla sus manos arrugadas hizo que el instinto primitivo se le despertara y
rugiera. Alguien tenía que cuidarla. Mantenerla a salvo de aquel vejestorio.
—No dejes que le haga daño —dijo casi inconscientemente.
Rey arqueó sus espesas cejas negras.
—Me sorprende oír que no te importa una mierda.
Jonas frunció el entrecejo.
—Estuvimos hablando en el mercado y es… simpática.
Se quedó mirando fijamente las llamas; sabía que Rey lo estaba
observando. Por los fuegos eternos, ¿qué le pasaba? Jonas había
sobrevivido cuidando de sí mismo y de los suyos, los hermanos del Hacha,
y no había más. ¿Por qué se arriesgaba a hacer enfadar a Rey por esa chica?
—La vigilaré —dijo por fin Rey; dejó la navaja a un lado y se rascó la
nuca—. Sabes que mi honor no permitirá que le pase nada. Te harás cargo
de la carreta, nosotros iremos a ver a Kraki y nos reuniremos en Hver a
tiempo de la celebración del Día Más Largo.
—Haz lo que debas, Rey —murmuró Jonas.
Silla se acercó a ambos, secándose las manos con la falda.
—¿Quieres más gachas, Rey? ¿Y tú, Jonas? Quedan más en la olla.
Jonas negó con un gesto, pero Rey resopló y le pasó el cuenco. Jonas
miró al cielo —estaba claro que su jefe era un canalla—. Pero Silla pareció
tomárselo con filosofía y le llenó el plato hasta arriba. Cuando se lo entregó,
puso una de esas sonrisas que le redondeaban las mejillas y hacía que le
brillaran los ojos.
Con la sangre hirviendo, Jonas miró al suelo, serio.
Era mejor que cada uno siguiera su camino. Porque este era el tipo de
problema que llevaba evitando toda su vida.

LA CRESTA DE SKALLA ERA UN LUGAR HERMOSO, pero a Silla le


costaba admirarlo. El paisaje era puro e imponente, con los fiordos
escarpados cortando en vertical la espuma del negro mar. Parecía un
recordatorio de que la naturaleza era atroz e implacable: un mínimo traspiés
y acabarías en una tumba acuática.
El Camino de Huesos zigzagueaba al llegar a la cumbre, y el viento
enérgico y salado despertó a Silla del aturdimiento. Las gaviotas
revoloteaban sobre su cabeza, y los agudos graznidos se le clavaban como
puñales en el cráneo, recordándole que el tiempo con la Hermandad llegaba
a su fin; pronto estaría sola, avanzando hacia el norte entre asesinos,
asaltantes y criaturas monstruosas.
Sentía una extraña sensación de alivio con la Hermandad. Ojos de Hacha
era combativo, pero habían llegado a un acuerdo tácito: ella no lo molestaba
y él guardaba las distancias. Parecía que funcionaba; ella le veía poco más
que la nuca desde el remolque cuando viajaban.
Cuando por fin llegaron a la Cresta de Skalla, todo fue de mal en peor.
Para empezar, Ojos de Hacha le dijo que ellos dos se separarían de la
Hermandad y que seguirían solos hasta la casa de Kraki. Y, luego, Rey trajo
la yegua marrón de Gunnar y se quedó mirándola expectante.
—No sé montar a caballo —dijo, apretando el frasquito del cuello y
preparándose mentalmente para su respuesta—. ¿No podemos ir con el
remolque?
Rey parpadeó como si no entendiera lo que acababa de decir.
—El remolque nos hace ir más lentos. Habría que añadir un día de viaje a
lo planificado. —Las fosas nasales se le dilataron—. ¿De verdad que no
sabes montar?
Silla asintió con la cabeza.
Rey apretó la mandíbula y se vio obligado a proponer una solución.
—Caballo nos puede llevar a los dos.
El corazón de Silla dejó de latir.
Compartir.
Un caballo.
¿Con Ojos de Hacha?
—Créeme si te digo que no me emociona la idea, Rayo de Sol —dijo
aquel hombre fulminándola con la mirada—. Solo serán un par de días.
«Un par de días». Casi se le doblan las rodillas. Un par de días a caballo
compartido con el caminante de piedra.
Con el hombre que había intentado matarla.
Dos veces.
Silla se agarró al zurrón, malhumorada, se volvió hacia el animal y le
sopló un pelo de los ojos. Se sacó un puñado de avena del bolsillo y estiró
la palma de la mano bajo su nariz.
—Supongo que vamos a pasar más tiempo juntas, chica —murmuró.
Caballo acarició con el hocico la parte delantera de su vestido en busca de
más cereales—. ¡Oye! —se rio con suavidad—. Debemos guardar un poco
para luego.
Silla se chupó el pulgar y frotó una mancha de ceniza de la frente de la
yegua hasta que le dejó el pelaje impecable una vez más.
—Mucho mejor, preciosa —dijo sonriente. Dioses del cielo, si tuviera su
propio caballo, lo cepillaría y le trenzaría la crin con flores, y lo haría la
criatura más feliz de todo Íseldur…
Se giró en busca de Jonas y un dolor leve empezó a quemarle en el
estómago. ¿Dónde se había ido?
No estaba del todo segura de qué pensar sobre la noche anterior. Era
desconcertante pasar con tanta rapidez de un extremo a otro. Aún olía
aquella… cosa. Aún oía el silbido ronco. Aún sentía el trazado de los dedos
de Jonas acariciándole con las uñas la clavícula. Silla se estremeció.
Y ahora no lo veía por ninguna parte.
—Sigue entrenándola por mí, ¿vale, Ojos de Hacha? —pidió Hekla
montada en su propio caballo. Hekla, Gunnar e Ilías habían protestado con
vehemencia ante los planes de Rey, lo que intensificó la quemazón en su
estómago—. Lo está pillando muy rápido.
Su única respuesta fue un suspiro exagerado.
Hekla se volvió hacia Silla y musitó:
—No le des la espalda a Kraki, ¿de acuerdo, dúlla? Quédate junto a Rey.
Y ten tu daga a mano.
Silla forzó una sonrisa.
—Estaré bien —dijo, con excesiva alegría.
Rey desenganchó la carreta de Caballo.
—¿Dónde demonios está Jonas? Gunnar, tendrás que encargarte tú del
remolque.
¿Dónde se había metido Jonas? ¿La estaba evitando? Se dijo a sí misma
que no importaba. El beso había sido una mera distracción y no volvería a
ocurrir. Además, en unos días, volvería a estar sola.
Una vez que Rey y Gunnar engancharon el remolque al caballo de
Gunnar, Rey metió el zurrón de Silla en las alforjas junto con la comida que
había empaquetado de la caja de provisiones. Silla se subió a Caballo y Rey
se acomodó detrás. Sintió cómo se cernía sobre ella, tan alto que le tapaba
la luz del sol. Cuando alcanzó las riendas, se quedó atrapada entre sus
brazos, y fue demasiado. Podía olerlo; trazas de hoguera y pinos del bosque.
Parecía que era omnipresente.
«Es un error», gritaba su mente. «Esto es un error». ¿Acaso se había
olvidado de Anders? ¿De la expresión de sus ojos cuando él le cortó el
cuello? Tragó saliva. Se fijó en sus manos enguantadas. Eran enormes.
¿Cuántas vidas habían quitado? La espalda se le estremeció de miedo.
—Bueno, será divertido —murmuró, desesperada por llenar el incómodo
silencio.
Caballo dio una sacudida hacia delante y las manos de Silla se toparon
con el cuerno de la montura. Se agarró con torpeza; no estaba acostumbrada
a esta nueva perspectiva, mucho más alta, ni al balanceo del lomo del
animal.
Un suspiro exasperado salió de Rey y le revolvió el cabello.
—¿De verdad no has montado nunca?
—No.
Rey hizo un ruido de incredulidad.
—Me alegro de que te parezca tan divertido. —Se aferró con tanta fuerza
al cuerno de la silla que los nudillos se le pusieron blancos. ¿Cómo iba a
aguantar siquiera una hora así? ¿Y mucho menos, días?
Tras varios minutos increíblemente incómodos, Rey se pasó las riendas a
una sola mano. Colocó su otra mano enorme sobre el hombro de Silla y tiró
hacia atrás.
—Siéntate erguida pero relajada. Sigue su ritmo. No te resistas.
Ella intentó relajarse, pero cada vez que su espalda rozaba el pecho de
Rey se le tensaba todo el cuerpo. Tampoco ayudaban las ramitas que se iban
quebrando en el camino, que la hacían girarse buscando árboles andantes
hambrientos de su carne. A cada paso del trayecto, crecía la tensión entre
ambos, hasta que se volvió tan asfixiante que la caló hasta la médula de los
huesos.
Al final, no pudo soportarlo más.
—Y, exactamente, ¿qué información necesitas que le saque a Kraki?
Él exhaló haciendo ruido.
—Has estado cinco minutos enteros sin hablar. Debe de ser un nuevo
récord.
Silla arrugó la frente y lo intentó otra vez.
—¿Qué tipo de libro es?
—¿Quieres decir que no prestaste atención a esos detalles mientras
escuchabas una conversación que no tenías por qué presenciar?
—No.
—No te preocupes por eso —respondió de forma automática.
Ella se rio.
—Verdaderamente, no confías en mí. Aunque haya aceptado ir contigo,
sola, debo añadir, para conseguir ese libro.
—La confianza hay que ganársela.
Ella puso los ojos en blanco.
—Y, si el libro no está allí, ¿cómo voy a ayudarte a obtener la
información?
—Con tu piquito de oro, por supuesto. —No le cupo la menor duda del
sarcasmo en su voz.
Claro. Eso.
Silla frunció los labios.
—Quizá podrías darme más detalles que pueda usar. Jonas me dijo que
Kraki tiene mucho ego. Y tú me dijiste que le gustaba la brennsa.
—Y las chicas guapas.
Silla se quedó extrañada. ¿Ojos de Hacha la estaba llamando guapa?
Abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Voy a usarte como cebo, por si no te ha quedado claro —explicó.
—¿Como cebo?
—Para tentarlo y que nos abra la puerta.
—Puedo ser más que un cebo, ¿sabes? —replicó, indignada—. De
acuerdo. Piquito de oro. Por lo visto, el tuyo está averiado.
Silla sintió su mirada fría clavada en la nuca.
Así que Silla estaba atrapada sin más compañía que la de Ojos de Hacha,
entre bosques repletos de árboles carnívoros y, además, iba a ser el cebo de
un viejo espeluznante.
—Si pretendes usarme como cebo, al menos deberías contarme algo de
ese hombre, Kraki. Sé que antes lideraba a los Hachas Sanguinarias. ¿Es
cierto?
—Fue el jefe mucho tiempo hasta que fue expulsado. —Las palabras le
salieron con el mismo entusiasmo que pondría para sacarse una muela
infectada.
—¿Por ti?
—Fue decisión del grupo.
—Pero tú lo reemplazaste como líder. —Ella empezaba a encajar piezas
—. Seguro que está enfadado contigo, Rey. Quizá deberías haber enviado a
Hekla o a Ilías.
Rey la ignoró.
—Kraki es viejo, peleón y rencoroso. La Hermandad lo toleraba porque
era muy bueno trabajando. Pero empezó a meter la pata y a ponernos en
peligro, y le llegó la hora de irse.
Silla estaba segura de que era la vez que más palabras seguidas le había
dirigido y sintió como si mereciera un premio. Quiso hacer que siguiera
hablando.
—¿Hirieron a alguien? ¿A Sigrún?
—¿A Sigrún? No. —Hizo una pausa—. Sus quemaduras… Ella nunca
nos lo ha contado, y nosotros no la presionamos. Pero sí, alguien salió
herido durante el mandato de Kraki. Hubo más de un incidente.
Se quedó en silencio un rato y Silla se agarró al cuerno de la montura,
esperando a que le contara más detalles.
—¿Quién salió herido? —preguntó con suavidad, pero él no respondió—.
Si algo tenemos es tiempo, Rey. Puedes contármelo o puedo contarte yo el
sueño tan extraño que tuve anoche.
Hizo un sonido extraño; mitad quejido, mitad gruñido.
—Ilías casi muere. Kraki se confundió con el horario de un turno de la
guardia. A Ilías lo apuñalaron. —Hizo una pausa—. Encima el bjáni atacó
sin cubrirse el costado. —Murmuró algo en voz baja que sonó mucho a «se
cree invencible».
—En otra ocasión no ordenó la retirada en un enfrentamiento en el que
éramos muy inferiores en número. A él le debo la flecha que me clavaron en
el muslo. —Maldijo en voz baja—. Si no hubiera llevado la armadura
lébrynja, no estaría aquí para contarlo.
—Así que Kraki está resentido contigo por eso. —Silla se quedó en
silencio, pensativa—. ¿Y cómo voy a sacarle esa información si no sé lo
que necesitas?
—Seré yo quien guíe la conversación. Tú solo… sé tú misma. —Su voz
estaba cargada de desprecio—. Si no funciona, entretenlo un rato mientras
busco por la casa.
Consideró el plan un momento y luego sonrió.
—Muy bien.
—¿Muy bien, el qué?
—Simplemente… Muy bien. Puede que hasta resulte divertido.
—Divertido. —La palabra le salió como si tuviera sabor amargo.
—Más divertido que sentarse en una carreta sin nadie con quien hablar,
nada que leer y nada que hacer. Y me acercará un poco más a Kopa, así que,
por eso, gracias.
Rey hizo un sonido de disgusto. Y fue como arrojar una antorcha sobre
hierba seca. La rabia ardió en su interior y le quemó la garganta.
Las palabras le salieron sin poder detenerlas.
—¿Por qué eres tan desagradable?
—Este reino me ha hecho así.
—Debe ser agotador estar todo el tiempo tan enfadado.
Buscar pelea a la vez que estaba atrapada sobre un caballo con ese
hombre durante los siguientes dos días no era su idea más brillante, pero no
podía parar.
—Parece que me lo provocas tú. Uno de tus muchos talentos. Junto con
pedirle perdón a las piedras e inventarte nombres propios. —Aunque su voz
era calmada, agarraba las riendas con los puños con una fuerza innecesaria.
«Pensamientos amables, Silla», se dijo cerrando los ojos.
—¿Qué… qué has dicho?
Ella parpadeó. Espera. ¿Lo había dicho en voz alta?
—Shhh. Estoy pensando en pensamientos amables. Es un truco que mi
madre me enseño para alegrarme el ánimo.
—Por los dioses del cielo. No me los cuentes. Te aseguro que no quiero
saberlos.
—¿Te divierte ser así de imbécil o te sale natural?
Rey dejó escapar una exhalación entrecortada que provocó un escalofrío
de inquietud en la columna vertebral de Silla.
—Un poco de cada, la verdad.
Silla resopló.
—¿Qué tienes contra mí? Ni siquiera me conoces. —«No dejes que te
afecte», se dijo. Aunque le dolía, como siempre le pasaba. Silla quería caer
bien, pero con este hombre era imposible acertar.
—Sé lo suficiente.
Silla rechinó los dientes.
—¿Te gusta juzgar sin conocer? De acuerdo. ¿Por qué no pruebo yo?
—Muy bien.
Silla lo analizó durante unos momentos.
—Déjame pensar. Eres… un hombre ambicioso, pero bastante
controlador. Debe ser importante para tu tipo de trabajo, ya que un error
puede significar vivir o morir, pero creo que es más que eso. Creo que
intentas mantener el orden a tu alrededor porque has tenido un pasado
descontrolado. —Iba cogiendo confianza con cada palabra—. Eres
mezquino, porque no quieres que nadie se acerque a ti. Has construido una
fortaleza a tu alrededor y no dejas entrar a nadie porque escondes algo. O
quizá es que tienes miedo de algo.
Se quedó pensando.
—Te han hecho daño.
—Lamento decepcionarte, Rayo de Sol, pero no podrías estar más
equivocada.
—¡Ajá! Creo que voy por buen camino. Pareces el tipo de hombre
atormentado por su pasado. Una tragedia. Alguien cercano a ti murió. He
acertado, ¿a que sí?
Rey no contestó, pero notó que se puso tenso detrás de ella, y sintió su
rabia como dedos fríos sobre su piel.
Un sonido de victoria se le escapó entre los labios.
—Sí, te he leído, ¿a que sí, Rey? Te aseguro que todos tenemos nuestras
propias heridas. Yo perdí a mi madre. Vi cómo la vida abandonaba los ojos
de mi padre. Casi me agreden en el Pinar Serpentino. Y, a pesar de todo eso,
procuro ser educada y amable y encontrar cosas buenas por las que estar
agradecida de estar en este mundo. No debes dejar que lo malo te defina.
Rey se inclinó hacia delante y apretó su pecho contra la espalda de Silla,
reavivando la quemazón en su estómago. Cuando él habló, lo hizo
directamente a su oído.
—¿Te crees mejor que yo porque sonríes y finges que el mundo está
lleno de buenas personas? ¿Porque crees que todo te va a salir bien? Tu
optimismo es superficial y falso, y un día, Rayo de Sol, hará que te maten.
Silla se tragó la respuesta. Acababa de oír todo lo que necesitaba de este
hombre imposible, arrogante y grosero.
TREINTA Y UNO

Al oeste de la Cresta de Skalla

Cabalgaron toda la tarde, y solo pararon un par de veces para abrevar a


Caballo. A medida que se alejaban del clima oceánico y subían la ladera de
los Dragones Durmientes, el bosque frondoso empezó a clarear.
Atravesaron campos de flores silvestres y dehesas mágicas de hierba lanuda
que se asemejaban a cientos de ovejitas meciéndose en el viento.
A pesar de su enfrentamiento, Silla no podía evitar señalar elementos del
camino —la extensión de tomillo ártico, una formación rocosa que parecía
un trono y las cumbres nevadas de los Dragones Durmientes, que se alzaban
más grandes y prominentes conforme avanzaban hacia el oeste. No podía
evitarlo; era maravilloso tener a alguien con quien hablar, aunque él la
despreciara. Aunque sus respuestas consistieran en gruñidos y monosílabos.
Aunque murmurara para sus adentros que «debería habérmelo pensado dos
veces».
Dioses misericordiosos, se sentía tan desesperada y tan sola que incluso
Rey le parecía una compañía idónea.
Cabalgaron hasta bien entrada la noche, mucho más tiempo de lo
habitual. Cuando se detuvieron, el bosque alpino los rodeaba por completo
—pinos raquíticos cubiertos de costras de liquen, matorrales de brezo,
desguarnecidos lechos de roca con vetas azul oscuro—. El viento era frío, y
había poco donde guarecerse.
A Silla le dolía terriblemente el cuerpo de la montura. Cuando se bajó de
Caballo, las piernas se le doblaron.
—¡Cenizas de los dioses! —se quejó—. ¿Cuánto se tarda en
acostumbrarse a esto?
—Unas cuantas semanas.
Exhaló con frustración, masajeándose los muslos con vigor.
«Hojas», le susurraba la mente, alternándose con el latido de las sienes.
Pero aparcó esa necesidad por las ganas de asearse antes de relajarse con el
abrazo reconfortante del skjöld de la noche.
—¿Eso de allí es un arroyo? —preguntó Silla, señalando el borde del
claro cerca de un bosquecillo de álamos de tronco blanco—. Quiero
lavarme un poco la cara.
Con mucha cautela, se dirigió al límite del bosque, y encontró un
riachuelo que atravesaba un terreno cubierto de musgo. Silla se arrodilló y
el musgo se hundió como un cojín. Había sido un día largo y dudaba si el
sueño llegaría esa noche. Sumergió las manos en el agua, las ahuecó y se
lavó la cara. Estaba tan helada que la impresión le cortó el aliento y perdió
el sentido durante un momento.
Algo se revolvió en su interior; una sensación familiar pero desubicada.
La corriente se hizo fuerte y estridente, el viento le sacudió el rostro y las
señales empezaron a sonarle. Eran señales de alarma. Levantó la vista del
arroyo y se encontró con dos ojos rojos como llamaradas mirándola.
Parpadearon.
El tiempo se ralentizó mientras observaba a la criatura que tenía enfrente.
Metro ochenta de alto. El pelaje blanco manchado de sangre, con partes
desgarradas colgando. La cornamenta de un blanco fantasmal y afilada
como puñales.
Vampírudyr.
Un ciervo vampiro. Lo supo, aunque nunca había visto ninguno. No
entendía por qué la mente le proporcionaba esta información y, en cambio,
se olvidaba de hacerla moverse.
Silla abrió la boca para gritar, pero se atragantó con el olor a carne
podrida.
La criatura se agachó y luego dio un salto.
Y ya está. Así iba a morir.
Se preparó para el impacto; fue violento y potente. El animal la aplastaba
contra el musgo. El aliento comprimido en los pulmones bajo el peso del
venado; la presión era intensa, abrumadora. Estaba a punto de morir. Eran
sus últimos momentos; estaba segura. Silla cerró los ojos con fuerza,
esperando que le clavara los colmillos, desgarrara su carne y acabara con su
vida.
Pero no ocurría nada.
Algo cálido y pegajoso le goteó en la cara. Abrió un ojo y vio un ojo rojo
sin vida. Abrió el otro y vio un hacha de mano clavada en su cráneo.
Sangre, cayó en la cuenta. Lo que le goteaba en la cara era sangre.
Alguien le quitó al ciervo de encima; unas manos fuertes la agarraron por
debajo de los hombros y la pusieron de pie.
—Por el culo peludo de Hábrók. ¿Qué demonios era eso? —preguntó
Rey.
Ella lo miró perpleja. Se palpó con las manos la garganta, la cara y los
brazos en busca de una herida punzante o una lesión. Estaba muerta. Estaba
segura.
—Qué… ¿Qué? —logró decir al fin.
—¿Dónde está tu daga, Rayo de Sol? Ni siquiera te has molestado en
sacarla. —Se cruzó de brazos y puso mirada de decepción en lugar de su
expresión aburrida de siempre.
—¿Qué?
—Te has quedado paralizada. Ni siquiera has intentado sacar tu arma.
Tanto practicar con Hekla, pensé que lo tendrías controlado.
Tardó un momento en entender sus palabras.
—¿Lo viste? —Dio un paso adelante, la ira le iba dando lengüetazos que
reemplazaban el entumecimiento por un calor abrasador—. ¿Lo estabas
viendo y no mataste a ese… a ese bicho?
—Estuve apuntándolo con el hacha todo el rato.
Estaba furiosa.
—¡Pensaba que iba a morir! ¡Me había dado por muerta!
—Esa bestia lleva siguiéndonos tres horas. Quería esperar a ver qué eras
capaz de hacer tu sola. —Negó con la cabeza—. Decepcionante.
—¿Has dejado que me ataque? ¿A propósito? —El párpado le temblaba.
—Venga, cálmate. En realidad, no te atacó. Yo lo maté antes.
La comisura del labio se le torció como si su actitud le estuviera haciendo
gracia. Gracia.
—Por cierto, de nada.
La rabia se volvió, desenfrenada y abrasadora como la pólvora. Silla dio
un paso hacia Rey y le plantó las manos en el pecho.
—Tú, kunta. No vuelvas a probar algo así conmigo otra vez.
La ira se desató en su interior con tal fiereza que la vista se le nubló y el
aire parecía crepitar. La energía se le acumuló en las manos con una
sensación extraña y vibrante. Silla lo empujó. Y Rey voló literalmente por
los aires.
Aterrizó con un golpe seco a más tres metros de distancia. Silla pestañeó,
intentando entender lo que acababa de ocurrir. Se miró las manos y volvió a
mirar a Rey, que se incorporaba sobre el musgo y se frotaba la cabeza.
—¿Rey? Cenizas. ¿Estás bien? —dio un brinco y se arrodilló a su lado.
Todo rastro de diversión había desaparecido de los ojos de Rey, que la
miraba extrañado.
La observaba con una mirada oscura, inescrutable.
—¿Cómo has hecho eso?
—Yo… te he empujado —respondió, dudando de sí misma—. Fuerte,
supongo. ¿Estás herido? ¿Te has golpeado la cabeza? No pretendía hacerte
daño.
Él seguía mirándola, y Silla inspiró para calmarse. Se preparó para recibir
la ira fuertemente contenida de Rey, para el infierno a punto de estallar que
había en sus ojos.
Pero la frente arrugada se alisó. Rey echó la cabeza atrás y se rio.
Rey se reía.
Con los ojos arrugados.
Dientes blancos.
Hoyuelos.
«Hoyuelos».
La combinación fue como un puñetazo en el estómago. La sangre le
hervía en la cabeza, lo miraba con los labios entreabiertos. Intentaba
entender lo que estaba viendo. No tenía sentido. Pero cuando Rey no la
miraba —cuando aquel hombre se reía—, ella no podía quitarle los ojos de
encima.
Y mientras él seguía riéndose, ella intentó que el pensamiento racional
volviera a su mente. ¿Qué debía pensar de aquella risa? ¿Cómo de fuerte se
había golpeado la cabeza? ¿Se habría dado en la parte del conocimiento?
Agitó tres dedos en el aire.
—Rey, ¿cuántos dedos ves? ¿Cuál es la capital de Íseldur? ¿Cuál es el
segundo nombre de Hekla? Cenizas, yo no sabía que…
Por fin, Rey dejó de reírse, la sujetó por los hombros y atrajo su mirada a
sus profundos ojos marrones. El corazón le latía con fuerza. Se le olvidó
respirar.
—La próxima vez se lo haces al ciervo, tonta. —Se levantó y caminó
hacia Caballo.
Silla suspiró.
UN RATO DESPUÉS, Silla se sentó sobre la manta de pieles de Rey,
evitando su mirada. Se la había entregado sin mediar palabra junto con su
zurrón cuando llegaron donde estaba Caballo, después de lavarse la sangre
del ciervo vampiro de la cara.
—Úsalo tú. Yo estaré cómodo sobre la hierba —había dicho en voz baja.
¿Acaso se sentía culpable por lo que acababa de ocurrir? «No», pensó
Silla. Eso implicaría tener conciencia. Consideró la idea de negarse, y así no
le debería nada a aquel hombre. Pero se contuvo, teniendo en cuenta lo
mucho que deseaba descansar sobre algo blando, aunque fuera solo una
noche.
Luego, Rey le ofreció varias tiras de alce ahumado. Estiró sus largas
piernas en el suelo musgoso. La última luz del día reflejó los zarcillos
tatuados que se le enroscaban en el cuello.
—Esta noche no haremos fuego; podría llamar la atención de visitantes
inesperados —dijo, en voz baja—. ¿Tienes suficiente abrigo?
«Como si te importara», pensó, pero se contuvo.
—Tengo esta capa. Bastará.
Se quedó extrañado mirando la prenda prestada.
—¿Dónde está tu capa roja?
—Me… Me la dejé olvidada en Svarti. Hekla dijo que podía usar esta de
repuesto.
Él se burló.
—¿La dejaste olvidada? Por todos los dioses, mujer.
Sentados en un silencio incómodo, Silla miraba a todas partes menos a
Rey. Pero mientras masticaba el alce curado, notó que la estudiaba como si
intentara desarmarla hueso a hueso.
Bueno, era todo lo incómodo que esperaba.
«¡Hojas!». El pensamiento se apoderó de su mente, contagiándola de
necesidad. El latido débil de sus sienes se intensificó hasta apoderarse
implacable de la parte superior del cráneo. Quitó el tapón del frasco y volcó
unas cuantas en la palma de la mano.
Cogió una. Luego dudó.
«Dos para olvidar. Dos para borrar la imagen de ese venado de tu
cabeza».
Silla pellizcó una segunda hojita con los dedos. Sí. Esa noche se la había
ganado.
Rey enderezó la espalda.
—Esas hojas son veneno. Por tu bien, deberías dejar de tomarlas.
Miró de pasada aquellos ojos de acero. En silencio, Silla se metió ambas
hojitas en la boca, cerró los ojos y esperó a que los nudos y las marañas de
la cabeza se desenredaran. El día había sido muy largo y necesitaba sentirse
ella misma otra vez.
Pero Rey no se rindió.
—Van a arruinarte la vida.
—Déjalo —murmuró, con los ojos cerrados—. Deja de fingir.
La tensión de su cabeza se licuó y goteó hasta formar un estanque de
agradable calidez en el estómago. Silla se reclinó con las manos
entrelazadas.
—¿Fingir? No te estoy mintiendo. Esas hojas son dañinas. Destruyen a la
gente.
—No finjas que te importa. —La lengua se le adormeció; las palabras le
salían lentas y dilatadas.
La voz de Rey era áspera, en comparación con la quietud de la noche.
—No finjo que me importa. Sigue ese camino traicionero, si quieres.
Pero pienso que quizá quieras saber lo que te espera al final.
Ella abrió los ojos y se quedó absorta con los primeros destellos de las
estrellas en el cielo. ¿Estaría su padre ahí, entre sus antepasados y junto a su
madre? ¿Estarían también sus padres de sangre?
A Silla se le llenaron los ojos de lágrimas y, aunque esa noche no había
hecho ninguna ofrenda, rezó en silencio igualmente moviendo los labios.
«Sunnvald, protege a mi padre. Malla, dale coraje. Stjarna, ilumina su
camino».
Los pensamientos flotaban como las nubes en el cielo. Silla no se
molestó por los comentarios de Rey. Se concentró en la calidez que
palpitaba por su cuerpo. Era el calor del abrazo de oso de su padre, el olor
que le daba la bienvenida a casa al cruzar el umbral, el crepitar del fuego
calentándole los pies. Era su casa…, el lugar al que siempre podría volver,
sin importar dónde acabara. Sin importar lo mal que fuera todo.
Era la culminación del día, el pico más alto. No iba a dejar que Rey se lo
arruinara.
Miró al cielo con los ojos entornados e intentó identificar las
constelaciones de sus ancestros. Reconoció el martillo de Hábrók, el caballo
alado de Marra, el ejército de serpientes de Myrkur y la Estrella Madre. El
tiempo se volvía escurridizo; solo era consciente de que avanzaba porque el
cielo se oscurecía y las estrellas brillaban más vívidas.
—¿Quién intentó agredirte?
Parpadeó ante la intrusión de la voz grave de Rey.
—¿Qué?
—En el Pinar Serpentino. ¿Quién intentó hacerte daño?
Le pareció notar una ligera tensión en la voz; como si le doliera
preguntárselo.
—Ah, uno de los asaltantes. Del Batallón de las Espinas. —Sintió un
escalofrío—. No te preocupes. Están todos muertos.
Su mirada le quemó la piel y notó que se le amontonaban las preguntas.
Con el rabillo del ojo vio que tenía la boca abierta, pero la volvió a cerrar.
—No fui yo, por el amor de las estrellas. Fue un lobo gigante. Quizá
enviado por los espíritus del bosque. O quizá formaba parte de sus trucos y
escapé por pura suerte. Persiguió a los guerreros y yo también corrí, tan
lejos y tan rápido que acabé perdiéndome, y los pájaros me ayudaron a
encontrar otra vez el camino.
Rey murmuró algo en voz baja que sonó como «no está muy bien de la
cabeza», pero ella lo ignoró. Siguió observando las estrellas, preguntándose
cómo era posible que permanecieran constantes mientras todo lo demás
cambiaba. Tenía una pregunta en la punta de la lengua y, aunque se esforzó
por contenerla, no lo consiguió.
—Rey, ¿tú a quién conoces? —preguntó con voz quebradiza.
—¿Qué?
—¿A quién conoces que tome las hojas?
Rey estuvo callado tanto rato que pensó que tal vez no había llegado a
formular la pregunta en voz alta. Pero, al final, respondió.
—Las tomaba mi hermano.
Y, a continuación, añadió las palabras que lo cambiaron todo.
—Ahora está muerto. Las hojas lo envenenaron.
Silla escuchó su declaración y notó que se le quebraba la voz. Debería
decir algo, lo sabía, pero estaba demasiado cansada para hablar. Cansada de
sentir esa atracción insaciable, de estar atrapada en ese ciclo. La
incertidumbre le brotó en una esquina del pensamiento y no supo muy bien
qué hacer con ella. Se giró a un lado, dando la espalda a Rey.
Cerró los ojos, inspiró profundamente por la nariz e intentó expulsar el
temor creciente que la invadió.
«Uno. Dos. Tres. Cuatro».
—Puedes dejarlo cuando quieras —dijo la niña. Estaba sentada enfrente
de Silla con las piernas cruzadas sobre la hierba, arrancando los pétalos
blancos de una dríada alpina—. Lo que pasa es que no quieres.
—Ya lo sé —susurró Silla, con los ojos húmedos.
Y, luego, se durmió.
TREINTA Y DOS

Si el primer día de viaje se le había antojado difícil, no fue nada


comparado con la mañana después de que el ciervo vampiro la atacara.
Tenía la boca tan seca que por mucha agua que bebiera nunca era
suficiente…, lo que supuso paradas frecuentes en el camino para hacer sus
necesidades entre los arbustos, lo que irritó más a Rey. Pero, más allá de las
interrupciones, el descontento de Rey por las hojas era evidente, y se
acumulaba en el aire como un vendaval de crispación. Silla no quería hablar
del tema con él, no quería oír la historia de su hermano. El estómago se le
hacía un nudo solo de pensarlo.
¿Por qué se lo habría contado? Llevaba toda la mañana dándole vueltas y
decidió que Rey no habría sacado el tema así sin más. Pero no tenía sentido
—las hojas eran un remedio para el dolor de cabeza; llevaba tomándolas
diez inviernos—. «Padre nunca te habría dado algo tan peligroso», pensó.
Sin embargo, cada vez que se repetía esa frase, perdía parte de efectividad.
Le había ocultado muchas verdades. ¿Qué importaba una más?
Esa mañana, la senda empezó antes a hacerse más empinada, y los
árboles menguaban cuanto más ascendían antes de desaparecer por
completo. Por fin, llegaron a un campo ondulado e interminable de
adelfillas, y una montaña cubierta de nieve se elevó a lo lejos. El paisaje era
tan inesperadamente hermoso que Silla se olvidó por completo de sus
temores.
—¿Es uno de los Dragones Durmientes? —preguntó señalando con la
cabeza hacia la montaña cuando pararon para que Caballo pastara. Silla
corrió entre las flores silvestres acariciándolas con las manos y respirando
el enérgico olor a hierba.
—Es Fáfnir —respondió Rey, cortando una ringlera de tallos de flores
rosas con un movimiento en arco de la espada.
—No sabía que el paisaje sería tan bonito aquí arriba. Y el aire es muy
fresco.
Rey respondió con otro golpe agravado de espada.
Cogió una de las flores y se la acercó a la nariz. «Adelfillas para los
nuevos comienzos», oyó que decía la voz de su madre.
—Ya entiendo por qué Kraki se vino a vivir aquí. Me siento como si
estuviera en el cuento de un escaldo.
—Kraki vive en lo alto de la montaña porque no quiere que nadie lo
moleste —dijo Rey con la voz entrecortada.
Silla balbuceó.
—Desafortunadamente para él, nosotros tenemos muchas ganas de
hacerle una visita.
Rey no respondió.
Silla se protegió los ojos del sol y miró hacia Fáfnir.
—¿Es ahí donde vamos?
—A una hora o más.
Silla lo miró. Tenía los hombros tensos y apretaba la mandíbula.
—¿Qué te preocupa, Rey?
Pese a que tenía los ojos entornados, el sol reflejaba en ellos motas
doradas.
—Nada. Yo no me preocupo. No puedo cambiar mi destino, así que,
¿para qué inquietarse?
Ella frunció el ceño y abrió la boca para llamarlo mentiroso, pero Rey la
cortó.
—Kraki tiene las manos largas. —Apretó la mandíbula.
—Lo suponía —dijo Silla, preguntándose por qué, de repente, eso le
importaba.
Rey se cruzó de brazos y bajó la vista al tramo de escamas de cuero que
le bajaba por el bíceps.
—No dejaré que haga nada impropio. ¿Me entiendes?
Ella luchó contra el impulso de poner los ojos en blanco; el hombre era
autoritario hasta para intentar tranquilizarla.
—Consigue que entremos en la casa. Tal vez deberías fingir que no me
odias.
—No te odio.
—Eres una mentirosa pésima, Rayo de Sol —dijo—. Tendrás que hacerlo
mejor si quieres convencer a Kraki.
«Lo cierto es, Ojos de Hacha, que soy bastante experta en mentir», se
quedó con ganas de responderle. En vez de eso, fue prudente y mantuvo la
boca cerrada.
—Y no dejes que sus palabras te pongan nerviosa, ¿de acuerdo? —
Aunque la voz profunda de Rey contenía rabia, Silla parpadeó por la ternura
inesperada del mensaje.
Sonrió recordando cómo la miró cuando volvieron al campamento la
tarde que mató a Anders.
—Creo que ambos sabemos que soy más resiliente de lo que parezco,
Rey.
Él la miró durante un segundo muy largo que le erizó la piel y le calentó
el estómago. Se propuso aguantarle la mirada hasta que no pudo más. Y
solo cuando Rey se alejó con paso airado para buscar a Caballo, ella se
permitió soltar una exhalación temblorosa.
UNA HORA MÁS TARDE, Caballo avanzaba con paso lento por el pueblo
alpino de Kiv, serpenteando por las colinas de Fáfnir, donde se enclavaba
una casa solitaria. Con cada pisada, a Rey se le contraía el pecho, al igual
que el agarre de las riendas.
Le echaba a la culpa al ruido continuo de Silla —a su tarareo, que
alternaba con parloteo sin sentido—. Preguntaba cosas absurdas. ¿Esperaba
que él contestara? ¿Qué tenía de malo estar en silencio? La chica parecía
sentir la necesidad de llenar el silencio con sonido incesante.
Y así fue como empezó. Su pelo, salvaje e indomable, siempre rozándole
el rostro, despedía toques de su fragancia que llegaban a él. Y su forma de
moverse sobre la silla de montar, con las piernas deslizándose contra las
suyas. Lo distraía; resultaba imposible concentrarse en la misión que tenían
por delante. Compartir a Caballo había sido una idea espantosa; debió tener
enajenación mental transitoria cuando lo propuso.
Al doblar una curva, apareció ante sus ojos una silueta abrigada con
pieles apoyada en un muro de piedra. Era Kraki.
Estaba igual que siempre, alto y fuerte; conservaba la constitución de un
guerrero, aunque los años habían desgastado su rostro pálido y arrugado, y
el pelo rubio ahora estaba salpicado de canas. A medida que se acercaban,
Rey sintió que le clavaba los ojos azules y brillantes, astutos y malvados,
como siempre.
—Nunca pensé que tendrías pelotas para aparecer por aquí, Reynir —dijo
Kraki con sorna.
El antiguo mentor de Rey no había desenvainado la espada que llevaba
en la cadera ni les había pedido que dieran media vuelta y bajaran la colina.
Era un comienzo prometedor.
Tomó una respiración profunda, se apeó del caballo y caminó hacia el
viejo con una mano extendida. Los ojos de Kraki miraron la mano de Rey,
pero no la aceptó —como era de esperar—. En cambio, sí que se fijó en
ella, aún sentada sobre Caballo.
—¿Y a quién tenemos aquí? ¿Sales del lupanar de Hver?
Rey soltó una carcajada y a Silla se le abrió la boca. Adivinó que a ella se
le estaban amontonando palabras de indignación en la lengua, así que la
cortó.
—No es una hóra, Kraki. Esta es…
—Buenas tardes, Kraki. Soy Silla, la cocinera de los Hachas
Sanguinarias —explicó alegremente.
Rey tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su bochorno.
—¿La cocinera? —preguntó Kraki, y se rio tan fuerte que tuvo que
apoyar las manos en las rodillas. Cuando recuperó el aliento, lanzó una
mirada glacial a Rey.
—¿Tan rápido te has cargado a la Hermandad, Reynir? Parece que te has
vuelto un blando.
Kraki se acercó para ayudarla a desmontar, pero, cuando llegó, ella ya se
había bajado de Caballo.
Bien, pensó Rey. Le haría saber a Kraki que se mira, pero no se toca.
—Oh, lo siento… —Cuando puso los pies en el suelo, le fallaron las
rodillas y tuvo que agarrarse al brazo de Kraki para estabilizarse.
—¿Qué te pasa, querida? —preguntó Kraki, con sonrisa afilada—. ¿No
estás acostumbrada a pasar tanto tiempo montando? Deberías tenerla más
acostumbrada, Rey.
A Silla se le abrieron las fosas nasales cuando miró a Rey.
«No dejes que te saque de quicio», pensó él, pero le hervía la sangre.
Silla se volvió hacia Kraki y sonrió con dulzura.
—Mil gracias, Kraki. Creo que todavía me estoy haciendo a la silla.
—Claro, querida. —Arrugó la frente y miró a Caballo—. ¿Aún montas a
ese animal? Ya es hora de que te deshagas de él, en mi opinión. Parece viejo
y lento.
Caballo bufó y giró las orejas hacia atrás. A Rey se le hizo un nudo en el
estómago. Kraki lo estaba provocando, lo sabía, y tenía que aguantar,
pero…
—Viejo y lento… —dijo en voz alta—. Me suena. —Internamente, se
reprendió; le estaba dando a Kraki ni más ni menos que lo que andaba
buscando.
—Estas son mis tierras y me tratarás con el respeto que me debes, Reynir
—vociferó tan fuerte que Silla dio un brinco.
Rey exhaló, y luego rebuscó entre las alforjas de Caballo hasta dar con
un pequeño barril.
—Mis disculpas, Kraki. Déjame que te obsequie con esta barrica de lo
más exquisito de Reykfjord —dijo Rey, entregándosela.
Kraki la examinó.
—Preferiría que me obsequiaras yéndote a la mierda.
Un leve gruñido se le escapó de la garganta sin que pudiera evitarlo.
Después de tantos años, su mentor era capaz de sacarlo de sus casillas con
unas pocas palabras bien escogidas. La noche iba a ser una prueba de fuego
para su paciencia.
—¡Qué hermosas vistas tienes desde aquí, Kraki! —ella intervino con su
tono más alegre—. Puedes ver todo el camino hasta la costa.
—Gracias, querida. —Él la miró y sonrió, y hubo algo en esa sonrisa que
hizo que Rey deseara arrancarle los dientes. Pero cuando Kraki le devolvió
la mirada, su rostro se endureció—. ¿A qué has venido, Reynir?
Abrió la boca para responder, pero ella se adelantó.
—Me temo que es cosa mía —sonrió, con la boca pequeña—. Le dije a
Rey que me moría por ver de cerca a los Dragones Durmientes y me contó
que su mentor vivía aquí y, bueno… Si me lo propongo puedo ser muy
convincente.
Rey frunció el ceño, pero suavizó el gesto cuando Kraki empezó a
mirarlos de forma alterna.
—¿Es así, cariño? —preguntó Kraki, bajando la voz una octava—. ¿Y
cómo lo convenciste exactamente?
—¿Y dónde estaría la gracia entonces? Una chica no debe revelar todos
sus trucos.
Se sonrojó y puso sonrisa coqueta. Rey estaba perplejo. ¿Dónde estaba la
torpeza bobalicona que tantas veces había presenciado?
—En el trayecto hasta aquí Rey me dijo que eres un hombre de honor —
siguió—. Un guerrero glorioso, con grandes hazañas en el campo de batalla.
La mirada de Kraki revoloteó hasta Rey y volvió a posarse en Silla.
—¿Ah, sí? ¿Eso te dijo?
—Así es. Y desde entonces estaba deseando conocerte, y escuchar las
batallas directamente del maestro.
Parecía que a Kraki se le estaba inflando el pecho y Rey se preguntó si…
quizá no había mentido del todo con lo del piquito de oro.
Puso la mano sobre el antebrazo de Kraki y continuó.
—Y doy por supuesto que un hombre de tales honores será también un
cortés anfitrión para un par de viajeros cansados, ¿estoy en lo cierto?
—Por supuesto, querida —murmuró Kraki ofreciéndole el brazo—.
¿Quieres ver la casa?
La opresión en el pecho de Rey se aflojó. Se había preparado para lo
peor, pero ella había cumplido su promesa.
—Sería maravilloso. —Dudó un segundo, luego enlazó su brazo al de
Kraki sin dejar de mirar a Rey.
«Oh, esto es solo el principio, Rayo de Sol», quería decir Rey. Pero se
mordió la lengua y los siguió al interior.
Hacía años que Rey no visitaba la casa de Kraki, y saltaba a la vista que
su antiguo mentor le había puesto un gran empeño. Al igual que la mayoría
de las casas de Íseldur, tenía la estructura de madera y el tejado recubierto
de paja, la fachada decorada con cornamentas y una impresionante pila de
leña. Rey los siguió al interior, y tardó varios segundos en adaptar la vista a
la oscuridad. Era más luminosa que la mayoría de las viviendas, con una
chimenea encendida en una estructura rectangular en el centro del salón, y
la luz se filtraba a través de un par de ventanales con paneles de vidrio en la
parte trasera.
—¿Ventanas de vidrio? —preguntó, y se acercó corriendo a verlas.
—Sí, querida. Y ahora, ¿qué te parece esta vista? —Dejó la barrica en el
suelo y le plantó los ojos en el trasero, mientras ella, ignorante, miraba por
la ventana.
—Una preciosidad —exclamó.
—Sí que lo es—susurró Kraki.
Rey se puso tenso y cerró los puños. «Por esto exactamente la trajiste»,
se recordó.
Volvió a centrarse y siguió examinando el resto de la casa. En una
esquina había una mesa rodeada de bancos de madera y con numerosas
velas de llama débil sobre ella. En el lado opuesto, había alacenas y estantes
y unas escaleras que llevaban al piso superior, donde, supuso Rey, estarían
los aposentos de Kraki.
«El libro», se recordó. «¿Dónde lo guardará?».
Cerca de los armarios y estantes había víveres y cajas desordenadas. Rey
se fijó en un rincón lleno de objetos —un escudo desgastado arrojado con
desgana sobre pieles amontonadas, y lo que parecían ser un par de esquís
asomando por debajo—. Kraki no tenía el mismo sentido del orden que él, y
el estado de la sala le provocó una contracción nerviosa en el ojo.
Rey observó que una de las tablas del suelo, junto a los esquís, sobresalía
un dedo por encima de las demás. «Ahí está», pensó con satisfacción, «el
escondite perfecto para guardar el libro». Pero para poder buscarlo, Kraki
debía estar fuera del salón o bien estar inconsciente. Miró la barrica.
—¿Una copa de brennsa, Kraki?
Su antiguo mentor se volvió hacia él con sus ojos azules escudriñando,
como siempre.
«Déjala dirigir la conversación», pensó Rey, maldiciéndose por no
confiar en ella. Lo estaba haciendo mucho mejor de lo que esperaba, y el
viejo no tenía interés en hablar con él. Kraki se estiró para llegar a una de
las alacenas de la pared, sacó tres copas de arcilla y las colocó sobre la
mesa. Destapó el whisky, lo vertió en las copas y tomó una con cada mano.
Cuando Kraki le tendió la copa a Silla, Rey la vio poner mala cara.
—Ah, no, gracias, pero no me gusta mucho el sabor de la brennsa.
—No, no, niña —canturreó Kraki—. Si yo soy un anfitrión educado, tú
tienes que ser una invitada agradecida y aceptar la bebida que te ofrezco. —
Volvió a tenderle la copa.
Apretó los dientes cuando Kraki rodeó con los dedos el brazo de Silla y
la guio hasta un banco frente a la chimenea. Como era de esperar, Kraki se
sentó a su lado. Ella se separó unos centímetros, se llevó la copa a los labios
con una sonrisa, a la que siguió un gesto de dolor en cuanto tragó el brebaje
ardiente.
Rey agarró la copa sobrante de la mesa y le dio un trago largo.
Necesitaba coraje líquido para sobrellevar la noche.
—¿Gunnar sigue ganando los sólas de todo el mundo? —preguntó Kraki
con un tono distendido, mientras Rey se sentaba en una silla frente a ellos.
—Sí —respondió dando un sorbo.
—Sabes que hace trampas. —Kraki soltó una risita—. ¿Y Hekla sigue
ladrando por su boca?
Rey apretó la lengua contra la mejilla un instante, pero logró controlarse.
—Sí.
—No echo de menos su ruido constante —murmuró—. Siempre
dándome la lata. Al menos aquí arriba puedo oír mis pensamientos. Hay
mucho silencio.
Rey observó que Silla apretaba con fuerza la copa y pensó que, por
primera vez, estaba de acuerdo con ella.
—Así que la Hermandad no ha cambiado. Excepto por esta encantadora
incorporación. —Se volvió hacia la chica y deslizó un brazo por el respaldo
del banco.
Se crispó cuando Kraki tomó un mechón del cabello de Silla y se lo
enrolló en el dedo. Rey se obligó a engullir otro largo trago de brennsa.
—Ella no pertenece a la Hermandad —dijo Rey, intentando no sonar
demasiado a la defensiva—. Es una compañera de viaje para unos días.
—¿Una compañera de viaje? —se mofó Kraki—. Deberías elegir mejor
tus compañías, chiquilla. Este hombre solo tiene enemigos.
—Kraki —gruñó Rey.
El viejo se giró.
—Y tú, Reynir. Esto parece un acto de caridad. ¿Es que no te enseñé
bien? Cuando te ablandas, la gente muere.
—Me lo enseñaste muy bien —confirmó—. Solo va a estar con nosotros
una temporada.
Kraki volvió a mirar a Silla, y bajó la vista a sus labios.
—¿Como lo convenciste, chiquilla?
—No como estás pensando, viejo baboso —murmuró Rey.
Kraki levantó una ceja.
—¿De verdad? ¿Cómo los convenciste, querida mía? Me muero por
escucharlo.
Ella tragó saliva y Rey notó que le costaba responder.
—Yo… cociné para ellos.
—Cocinaste para ellos. —Kraki repitió sus palabras con lentitud, y miró
a Rey.
—Ella es… una cocinera… prodigiosa —añadió Rey, con el gesto
torcido.
—De acuerdo, Reynir —suspiró Kraki—. No soy tonto. Los dos sabemos
que no te arrastrarías hasta estos parajes sin motivo. Has sido hábil al traer a
esta chiquilla encantadora contigo, y es la única razón por la que no te he
echado a patadas. Pero estoy harto de estos juegos. ¿A qué has venido?
Rey miró su copa mientras la movía en círculos. Temía que este
momento llegara, y ahora debía escoger las palabras con cuidado.
—Tenemos un trabajo en el norte —dijo con calma—. Un problema
complicado en Istré que debemos solucionar. No quiero ir desprevenido.
Necesitamos el libro; ya sabes cuál. Criaturas de Íseldur, de Frans Gilmar.
—Así que no lo sabes todo —dijo Kraki—. Es una pena, Reynir. Ese
libro se destruyó; estar en posesión de libros que hagan mención a los
galdur es una sentencia de muerte. Pero no temas. Memoricé cada palabra
del libro. Si la persona adecuada me pregunta, le daré la información sin
restricciones.
Rey le sostuvo la mirada.
—Seguro que no envidias a un antiguo compañero de la banda buscando
información. Está muriendo gente y queremos acabar con el derramamiento
de sangre.
—Tienes muy buena opinión de ti mismo, Rey, para creer que puedo
perdonarte y ya está. Es el defecto que siempre has tenido.
En el aire flotaba un silencio asfixiante, y Rey supo que haría falta un
milagro para convencer a Kraki de que compartiera la información
voluntariamente, llegados a este punto. No le importaba que estuviera
muriendo gente. A Kraki solo le preocupaba su orgullo herido, el rencor tan
profundo que guardaba.
—Puedo preparar la cena —intervino Silla, poniéndose de pie de un
salto.
La gratitud creció en el pecho de Rey. Gracias a los dioses
misericordiosos que no había intentado esto solo. No estaba todo perdido.
Silla podía ayudar en esta tarea imposible.
—Permitidme hacer la cena esta noche —prosiguió—. Todos nos
sentiremos mejor con el estómago lleno. Puedo preparar un estofado con las
provisiones que tengas, las que sean. ¿Te gustaría, Kraki?
Kraki la miró con sus ojos de hielo.
—Me encantaría probar tu estofado, querida.
La insinuación fue tan descarada que a Rey le entraron ganas de cogerlo
del cuello con las dos manos y apretar hasta que le explotaran los ojos.
Pero no le quedó otra que respirar hondo y calmarse. «Pasa esta noche
como puedas», se dijo a sí mismo. «Y luego podrás librarte de él. De los
dos. Y todo volverá a ser como tiene que ser».
TREINTA Y TRES

Kiv

A Silla le temblaba la pierna bajo la mesa y Kraki raspaba con la cuchara


el cuenco de madera. La luz del fuego bailaba en las paredes y el olor del
guiso llenaba el aire. Kraki había encendido la chimenea, que crepitaba
suave en el centro del salón, confiriendo a la casa un ambiente cálido y una
sensación reconfortante que contrastaba con la tensión que le estrujaba las
entrañas.
Kraki se recostó en el respaldo del banco, entrelazó las manos sobre el
estómago y examinó a Silla de una forma que a ella le puso la piel de
gallina.
—Mmm —dijo al fin—. Tus métodos de persuasión son diferentes pero
efectivos.
Mientras cocinaba, Silla estuvo valorando cómo podía conseguir que
Kraki compartiera la información con ellos. Consideró proponerle un
recorrido por la finca, pero se estremeció ante la idea de quedarse a solas
con él. Consideró también machacar algunas hojas de skjöld en el guiso con
el fin de aturdirlo y distraerlo con mayor facilidad, pero no podía quedarse
bajo mínimos.
Se le ocurrió un tercer plan y, aunque era más complicado, era su única
opción.
Silla recogió los platos de la mesa y volvió con la barrica de whisky.
Sirvió otra copa para Kraki, para ella y, a regañadientes, para Rey. Los tres
alzaron sus bebidas.
—Skál —brindó ella, con los ojos fijos en Kraki mientras se llevaba la
copa a los labios. Silla apoyó la barbilla en la palma de la mano e inclinó la
cabeza.
—Me gustaría escuchar una de tus historias, Kraki. ¿Cómo era Reynir
cuando se unió a los Hachas Sanguinarias?
No hizo caso de la mirada asesina de Rey, pero sintió cómo le quemaba
la piel.
Kraki dejó escapar una risa oscura.
—Sí, tengo historias. Yo le enseñé a este hombre todo lo que sabe.
Cuando se unió a nosotros, era débil como una chica. Ni siquiera podía
sostener una espada. Tuve que empezar con la espada corta. —Kraki dio un
golpe resonante en la mesa con la copa vacía y Silla se la rellenó al instante.
Ella sonrió con complicidad.
—Imagino que cometía muchos errores.
Kraki sonrió a Rey.
—Mmm. No puedo contar las veces que le salvé el cuello. Siempre
dejaba la guardia abierta. Era como cuidar de un niño pequeño.
Silla resopló, y se volvió hacia Rey con una ceja arqueada. Él le devolvió
la mirada con los ojos que hacían honor a su apodo. Vio en ellos sangre y
muerte, la docena de formas en las que podía desmembrarle el cuerpo. Esa
mirada que antes le infundía miedo, ahora solo la hacía sonreír aún más.
—Oh, deja de mirarme con «ojos de hacha», Reynir —dijo ella,
apartando la mirada.
Kraki soltó una carcajada.
—Eres traviesa, querida, ¿no es cierto?
—Es un grano en el culo, más bien —murmuró Rey, y le dio otro trago al
whisky.
Entonces Rey lo entendió; ella estaba dispuesta a obtener la preciada
información, aunque eso implicaría lanzarlo a él a los lobos.
Silla miró a Kraki.
—Él no me cuenta nada. Me encantaría saber más cosas de él.
—Imagino que no te lo ha contado —dijo Kraki, acercándose a ella—.
Con dieciocho años, Ojos de Hacha tenía tal resaca que ensilló, se montó y
se marchó en un caballo que no era el suyo.
Silla miró a Rey.
—¿Hiciste eso?
—Y así es como me hice con Caballo —respondió mientras hacía girar la
copa.
Silla resopló y le dio un sorbito al whisky. La copa de Kraki estaba otra
vez vacía, y ella se apresuró a rellenarla.
—¿Y qué pasó con el dueño? ¿Qué dijo?
—No lo sé. De todos modos, estoy seguro de que Caballo me prefiere a
mí —dijo Rey.
—Tú eres un bandido —bromeó Silla—. Solo un forajido más, Ojos de
Hacha. —Verlo así le hizo mucha gracia. Una grieta en la armadura de
aquel enorme y perfecto guerrero.
Silla apoyó la barbilla en el puño una vez más. A diferencia del resto de
los Hachas, Rey era tan reservado… tan hermético. Era su oportunidad para
saber más de él, y le entró la curiosidad. El whisky le calentaba las venas y
le afilaba la lengua.
—¿Y qué me dices de sus amantes? —Se sonrojó, pero siguió hablando
—. ¿Hombres? ¿Mujeres? Supongo que a alguien deben gustarle los
hombres rudos que disfrutan afilando espadas.
Un cosquilleo le subió por la columna hasta el cuello. Sabía que Rey la
observaba, pero no lo miró.
Kraki se rio entre dientes y dirigió una mirada fugaz al techo.
—Mmm, nada que fuera memorable. Ah, sí, hubo una… Kaera…No.
Kaeja.
Silla sonrió.
—Rey, ¿quién es Kaeja? —Llenó hasta arriba la copa de Kraki y añadió
un chorrito a la suya con la única intención de disimular su estrategia.
—Un engendro de Myrkur —dijo Rey en voz baja.
A Silla se le ocurrieron mil preguntas, pero Kraki empezó a hablar otra
vez.
—Rey pasaba con ellas un tiempo. Pero nunca demasiado. Siempre se las
apañaba para espantarlas, tarde o temprano.
«Probablemente cuando descubrían su pasión por matar», pensó Silla.
«Eso te pasa por utilizarme de cebo», le dijo a Rey con la mirada.
A él no le estaba haciendo gracia.
Kraki se recostó y estudió a Silla.
—Sé lo que estás haciendo, querida, y como soy un hombre de honor,
considero que debería poner fin a este juego.
Silla se sonrojó.
—No puedes emborracharme. Te llevo décadas de ventaja con la bebida.
—Kraki se llevó la copa a los labios y apuró el contenido, hasta la última
gota—. De hecho, mi habilidad para aguantar el alcohol es legendaria en las
tabernas. Es incluso mejor que la de este imbécil—. Señaló a Rey con un
gesto.
—Yo no… No es… —Silla balbuceó; se sintió ridícula. ¿En qué
momento pensó que su engaño iba a funcionar? Ahora a ella le daba vueltas
la cabeza y. sin embargo. Kraki estaba sólido como una roca.
—Tú quieres información, y yo soy una persona razonable. —Llenó la
copa de Silla hasta el borde y se la acercó—. Vamos a jugar a un juego.
¿Por los viejos tiempos, Rey?
Silla se arriesgó a mirar a Rey, pero él tenía sus «ojos de hacha» clavados
en Kraki.
Kraki sonrió con aire calmado y lobuno.
—Verdad o trago. Tú me haces una pregunta y yo elijo si respondo con la
verdad o bebo. —Repasó el contorno del rostro de Silla con la mirada—. Y
nos turnaremos. No vale repetir preguntas.
Silla tragó saliva.
Rey golpeó su copa vacía en la mesa y ella se encogió de miedo.
—Ella no bebe, Kraki. Jugaré yo.
—No —dijo Kraki con voz fría y afilada—. Ya he oído tus verdades,
Reynir Galtung. —Escupió el nombre como si fuera veneno.
A Rey se le puso el cuerpo tenso, y apretó la copa con tanta fuerza que
Silla temió que fuera a desintegrarla.
—Quiero saber más de esta criatura. O juego con Silla o nada.
Ella juntó las palmas; su mirada saltaba de uno a otro. Por dentro se
sentía cálida y esponjosa como el pan recién horneado. La felicidad y la
audacia burbujeaban en su interior. Se sentía capaz. Podía conseguirle a Rey
la información que necesitaba.
Y, entonces, un pensamiento le inundó la mente. Si ella cumplía, quizá
Rey en agradecimiento la llevara hasta Kopa. Después de todo, esto no
estaba siendo ni la mitad de fácil de lo que él le había hecho creer.
—De acuerdo —dijo Silla—. Pero Rey hará las preguntas.
Rey la agarró del brazo, y su aliento le hizo cosquillas en la oreja cuando
le susurró: «No tienes por qué hacerlo».
Ella se estremeció y luego se apartó de él.
—Te di mi palabra de que iba a conseguirte la información, Ojos de
Hacha, y voy a cumplirla.
Kraki sonrió con amplitud dejando ver unos dientes de un blanco
perfecto.
—Como soy un anfitrión bastante amable, te dejo que hagas la primera
pregunta. —Se reclinó en el asiento y colocó un tobillo sobre la otra rodilla.
Rey se frotó la nunca y se acomodó en su asiento.
—Bruma espesa… o neblina con el sonido de un corazón latiente. ¿Hay
alguna criatura detrás de tal cosa? —preguntó Rey con tono enérgico y
práctico.
Silla lo miró e intentó mantener el rostro neutral. Algunos detalles habían
quedado amortiguados bajo la cubierta de la carreta y esta información era
nueva.
Kraki arrugó la frente mientras deslizaba un dedo por el borde de su
copa.
—Puede ser. —Y no dio más detalles.
Silla miró a Rey. «Sé más concreto», le dijo gesticulando con la boca. Él
parpadeó más marcado y lento de lo que nunca había visto.
Kraki sonrió con superioridad. Preguntó sin dudar.
—¿Cómo llegaste a viajar con los Hachas Sanguinarias, Silla?
Ella soltó un breve suspiró. Esta era fácil.
—Me escondí en su remolque en Reykfjord y los convencí para que me
llevaran al norte.
Kraki la miró con una ceja arqueada, y algo en sus ojos le dijo que su
respuesta le había generado miles de preguntas nuevas. El temor le oprimió
el pecho.
La voz ronca de Rey la apartó de sus pensamientos.
—¿Qué criatura podría envolverse en una niebla latiente?
Kraki dio unas vueltas a su bebida durante un minuto antes de responder.
—Nunca he oído hablar de esa… niebla latiente. Pero se dice que los
draugur son capaces de sacar niebla del suelo. Aunque… no la suficiente
como para ocultarse.
Rey se pasó una mano por sus rizos.
—Los draugur —repitió, como si significara algo. Silla nunca había oído
hablar de esas criaturas y pensó que sería más feliz si nunca volviera a oír
su nombre.
Kraki apretó los labios y recorrió con los dedos el borde de la copa.
—¿Por qué vas al norte sola, Silla?
La rigidez del pecho llegó hasta los hombros. «Sé breve», se dijo.
—Era el deseo de mi padre.
Kraki canturreó mientras estudiaba su rostro. Parecía que pudiera leer
entre líneas lo que había dejado sin decir.
—¿Un draugur entraría a una casa a matar? —preguntó Rey rápido, y a
Silla se le hizo un nudo en la garganta. Por los fuegos eternos, ¿en qué
andaba metida la Hermandad?
Algo brilló en los ojos de Kraki.
—Nunca he oído que hagan tal cosa.
Rey maldijo en voz baja, inclinó la cabeza hacia atrás y se quedó
mirando al techo. Silla sintió una oleada de preocupación por los Hachas
Sanguinarias, pero no. No era problema suyo.
Silla sintió que se desmayaba cuando Kraki la miró. ¿Por qué tardaba tan
poco en responder y en cambio el tiempo se detenía cuando le tocaba a ella?
—¿Por qué no viaja tu padre contigo, Silla?
Cerró los ojos al sentir una punzada de dolor en el pecho. ¿Por qué no
supo predecir que el juego iría en esta dirección? Miró a Rey y, luego, a
Kraki.
—Murió —respondió calmada y tajante.
Rey ya estaba preparado para atacar con la siguiente pregunta.
—¿Sabes de alguna criatura que sí entraría a una casa? ¿Y que mate de
forma que cause una gran pérdida de sangre y que luego se lleve el cuerpo?
Esta andanada de preguntas hizo que a Silla le resultara costoso seguir el
hilo.
Kraki sonrió burlón.
—No, no. —Chasqueó la lengua en señal de desaprobación—. Una
pregunta cada vez. —Le devolvió la bebida vacía con un golpe en la mesa.
Silla miró a Rey. «Pregunta mejor», le dijo con los labios. Él hizo amago
de sonreír, pero no pudo comprobarlo porque Kraki ya se había vuelto hacia
ella.
—¿Cómo asesinaron a tu padre?
Se quedó blanca. El recuerdo de aquel día se abrió paso entre los demás;
intentó empujarlo de vuelta al fondo y respondió con una voz distante que
apenas reconoció como suya.
—Lo apuñalaron.
Mientras Rey hacía su pregunta, ella se quedó mirando fijamente su copa,
con el sonido enmudecido a su alrededor. Esto era un error. Nunca debió
aceptar. Sabía cuál iba a ser la siguiente pregunta de Kraki, y sabía que Rey
estaría atento a cada respuesta.
La voz de Kraki atravesó como un cuchillo sus pensamientos y eliminó
sus opciones de evitar una respuesta.
—¿Por qué mataron a tu padre, Silla?
«Cíñete a tu historia, Silla», pensó. «Miente como lo has hecho cientos
de veces antes». Pero ellos la miraban como halcones, y ella había tomado
demasiada brennsa, y las palabras de aquel guerrero resonaban en su cráneo
dilatando la respuesta.
«La reina no te matará. No de inmediato».
Silla miró directamente a Kraki e intentó proyectar confianza.
—Por una disputa de tierras.
Kraki entrecerró los ojos.
—Mientes.
—No.
—No soy tonto, niña. Sé cuándo me mienten.
Había sido una decisión absurda e impulsiva, fruto de la brennsa que
había ingerido antes. Silla cogió su copa y la vació. El líquido le abrasó la
lengua y la garganta y supo que había cometido un grave error.
Prácticamente, acababa de admitir que había mentido. «Otra vez».
—Bébetelo todo, Silla. —Kraki hizo un movimiento ascendente con dos
dedos. Ella lo miró con rabia mientras apuraba el contenido. Al instante,
tenía la copa llena.
Silla miró a Rey; él la estaba mirando. Los ojos le ardían con tanta
intensidad que sintió que le chamuscaba la piel. Sin duda, habría
consecuencias. Y, sin embargo, entre las espirales de calor agradable y el
hormigueo que le recorría el cuerpo era difícil preocuparse ahora por eso.
Eran problemas de la futura Silla. Apartó la mirada con dificultad y la fijó
en la copa de líquido ámbar arremolinado.
Silla estaba tan absorta en sus pensamientos que casi se pierde las
palabras de Rey.
—Había Garras del Rey apuñalados y colgados de enredaderas. Y una
Cruz del Sol pintada cerca. ¿Quién crees que puede haber sido?
Kraki se apoyó en el respaldo y se quedó pensativo y en silencio.
—¿Los uppreisna?
—No —respondió Rey—. Los rebeldes no han sido esta vez. —La
mirada de Silla volaba de uno a otro—. Y… lo de las enredaderas no
encaja.
Las miradas volvieron a ella.
—¿Qué?
Kraki tenía una sonrisa torcida en la cara.
—Estoy considerando qué voy a preguntarte.
—¿Es mi turno ya? —gimió Silla, llevándose las manos a sus mejillas
acaloradas—. Creo que deberías beber, Kraki, para ponerte a mi nivel.
El viejo echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—De acuerdo, querida. Te complaceré. —Empinó la copa y la vació en
un momento. Ni se inmutó.
La mirada de Silla se quedó atrapada en la espiral de una veta de la mesa.
Se tambaleó ligeramente y se agarró al borde para sujetarse.
Una carcajada a su lado hizo que mirara a Rey. Él parpadeó. Ella
también. Su expresión era suave, como cuando se rio de ella en el campo;
tenía la piel suave, estropeada por una única pestaña negra adherida a la
mejilla.
Ella estiró la mano para quitársela, pero él levantó la suya con la
velocidad de una serpiente y le agarró la muñeca. A Silla se le cortó la
respiración.
—La pestaña… —susurró, mirándolo. El corazón le retumbaba en el
pecho.
—Estás borracha, Rayo de Sol —murmuró Rey, soltándole la mano
despacio.
—¡Uf! ¡Bah! —Silla rozó con el dedo su rostro y atrapó la pestaña. La
sostuvo frente a sus labios.
—Voy a pedir un deseo.
«Deseo ir a Kopa», pensó, y luego sopló.
Cuando levantó la mirada, Rey la estaba observando.
—Desear es de tontos —murmuró, negando despacio con la cabeza.
—O quizá para los que tienen esperanza —se le escapó a ella.
—Tu optimismo se equivoca. —Él apartó la mirada y le dio un trago
largo a la copa. Silla supuso que debería estar molesta, pero solo sentía
curiosidad. ¿Qué le había ocurrido que lo volvió tan frío y duro?
Aturdida, Silla se centró en Kraki. El viejo los miraba sin dejar de
sonreír. Pensó que parecía un sapo. Un sapo malvado.
—¿Qué opinas sinceramente de Reynir, Silla?
Su boca empezó a moverse con voluntad propia.
—Pues que la mayor parte del tiempo es controlador y tiene el
temperamento de un trol. Ahora que lo pienso, también los modales. —Bajó
la voz a un susurro—. Y no me gusta que haya intentado matarme. Dos
veces.
Kraki soltó una carcajada, y Silla esperó a que el ruido terminara.
—Pero, por encima de todo eso, creo que en el fondo es sensible. Es
amable y leal a su Hermandad. —Se apartó el pelo de la cara—. Yo no lo
entiendo. Tal vez no quiere que nadie note su bondad y la confundan con
debilidad.
Kraki aplaudió y el sonido hizo eco en las paredes.
—Oh, esto es demasiado bueno. Es la mejor diversión que he tenido en
meses.
La valentía que le proporcionó el ardor del whisky no era suficiente para
mirar a Rey, pero con el rabillo del ojo lo veía abrir y cerrar los puños.
«Está intentando no matarme por tercera vez», pensó.
La voz de Rey interrumpió por fin el interminable silencio para preguntar
por las marcas de garras… La mente de Silla estaba vagando otra vez.
Miraba a Rey y a Kraki, sentía la camaradería enterrada, un eco de lo que
habían sido en el pasado. El aprendiz y el mentor intercambiando opiniones.
Solo duró un segundo, pero Silla vio la mirada de Kraki desplazarse de
su copa para mirarla a ella. Sonreía burlón. Y ella se estremeció ante el
presagio de algo desagradable.
—Silla, querida. ¿Has estado alguna vez con un hombre?
—Kraki —refunfuñó Rey.
Ella miró su whisky y pensó si esta sería la última copa que podría
tolerar. Con una exhalación brusca, se la llevó a los labios y se la bebió de
un trago. El ardor fue menor por las ingestas previas, pero siseó igualmente
cuando dejó la copa en la mesa.
Kraki levantó una ceja.
—Impresionante, querida. —Tenía la cara ardiendo, no sabía si por la
brennsa o por la pregunta.
Rey le puso la mano en el hombro y la sacudió con suavidad.
—Hasta aquí. Se acabó el juego.
—Puedo hacerlo, Reyniiir —respondió. La lengua no iba a la velocidad
del pensamiento—. Crees que soy una inútil, pero sé hacer cosas.
Kraki sofocó una risa al otro lado de la mesa.
Rey se pellizcó el puente de la nariz y murmuró en voz baja.
—Está muy claro que sabes hacer cosas, Rayo de Sol. Pero esto no es
necesario que lo hagas.
La cara de Rey se movía. Silla se aferró una vez más a la mesa.
Kraki hablaba. ¿Le hablaba a ella?
—¿Con quién tienes fantasías, Silla?
—Kraki —gritó Rey. Parecía que estaba lejos, como en otra habitación
—. No tienes por qué responder. El juego se ha acabado. —La levantó del
asiento y la llevó hacia la puerta. Las paredes de la casa se movían y daban
vueltas.
Silla miró la mano que le envolvía el brazo.
—Tienes unas manos… ¡enormes! —soltó.
Salieron enseguida. Las estrellas se acercaban y se alejaban sobre ella. El
gélido viento alpino le cortaba la piel, pero la brennsa que corría por sus
venas le ofrecía una capa extra de protección.
El estómago le dio un vuelco.
—No me encuentro bien, Rey —dijo, con la voz quebradiza como el
hielo. Le vino una arcada. Apoyó las manos en los muslos. Él le apartó el
pelo de la cara y empezó a vomitar. La brennsa ardía con la misma
intensidad al salir.
Vomitó una y otra vez; el estómago se le retorció hasta que vació todo el
contenido. Algo se movía contra su espalda, un movimiento suave y
relajante. Por fin, cuando ya no quedaba nada más que expulsar, se
incorporó y se volvió para mirar a Rey.
La noche era oscura y despejada, y las lunas hermanas le iluminaban el
rostro. Los ojos de Rey eran más dulces que nunca, sus cejas fruncidas. Si
no estuviera tan borracha, diría que parecía preocupado.
—¿Lo he hecho bien, Rey? —Se tambaleó—. ¿Tienes las respuestas que
querías? ¿Necesitas más información?
—Sí, Rayo de Sol. Lo has hecho bien.
Y eso es lo último que recordaría.
TREINTA Y CUATRO

Hver

Jonas estaba sentado en un rincón oscuro del salón comunal, entre el


bullicio excesivo y el olor a cerveza recalentada. Un grupo ruidoso acababa
de sentarse en la misma mesa larga y hablaban con tanto entusiasmo que la
envidia se le clavó bajo la piel como astillas, y se aferró con más fuerza a su
jarra de cerveza.
Era la víspera del Día Más Largo y la ilusión vibraba en el aire. Mañana
sacarían las mesas al exterior y las adornarían con musgo, guirnaldas de
hojas trepadoras y ramos de flores silvestres. La ciudad enloquecía para
celebrar el día más largo del año con comida, juegos, bailes y mujeres; en
circunstancias normales, Jonas estaría entusiasmado.
Pero la melancolía lo había atrapado como una telaraña desde que Rey y
Silla se marcharon al oeste. Sentía la sangre espesa, rezumando por sus
venas y mermando su estado de ánimo.
Una mujer con el cabello negro como un cuervo se le acercó, sonriendo
con timidez. Cruzaron las miradas durante un breve segundo, pero Jonas
bajó la vista de nuevo a su cerveza. Esperaba que ella captara la indirecta y
lo dejara en paz; hablar le suponía un esfuerzo enorme en aquel momento.
Suspiró profundamente. ¿Qué le ocurría? Podía tener a cualquier mujer del
salón. Solo tenía que sonreír y llamarla con un dedo y tendría un cuerpo
suave entre sus brazos.
Pero no le apetecía.
Solo pensaba en ella. Ella. Cerró los ojos y se frotó los párpados con las
palmas de las manos. Dioses eternos, ¿cuál era el problema? Pronto seguiría
su camino lejos de la Hermandad del Hacha Sanguinaria sin que él pudiera
evitarlo.
Pero cada vez que Jonas entornaba la vista, veía sus ojos marrones
devolviéndole la mirada. Ella no solo lo miraba; ella lo veía. Ella era capaz
de ver más allá de las barreras que él había erigido con tanto cuidado, veía
su esencia. Y en lugar de salir corriendo, lo miraba con optimismo; con fe.
Y cuando se tumbó sobre la manta de pieles, revivió el recuerdo de sus
manos acariciándole el cabello, deslizándose por los hombros y bajando
hasta el pecho. Recordó cómo se movía, al principio con cuidado, luego con
desenfreno. Su entusiasmo era contagioso, y Jonas no tardó en dejarse
atrapar por su tacto, su sonido, su olor. El propio recuerdo lo llenó de
pensamientos imprudentes —atraerla a su lecho y descubrir todas las
formas de hacerla enloquecer; convencer a Ojos de Hacha para escoltarla
hasta Kopa; llevarla a su granja para que pudiera verla con sus propios ojos.
Ese último pensamiento lo sacó de su estupor. Era una absoluta locura.
La chica había contaminado su mente. No había otra explicación.
«Céntrate», se dijo. «Ella deja la Hermandad y tú te concentras en el
trabajo para recuperar lo que se te debe. Tu propio hogar. Tierras para ti y
para Ilías».
«Familia. Respeto. Deber». Jonas cerró los ojos y visualizó la imagen. El
salón comunal. Ilías. Una esposa para su hermano. Risas de niños llenando
la casa…, el hogar que ni él ni su hermano tuvieron. Sin violencia. Sin
miedo. Una oportunidad para reconstruir el futuro de su linaje.
—¡Oye! —dijo la voz de un hombre a su espalda.
Algo le chocó en el hombro. El líquido le salpicó el cuello. Cada gota
que se derramaba por su espalda era una burla.
Otra falta de respeto.
Otra falta de respeto.
Otra falta de respeto.
«Ni una más», pensó Jonas. Se levantó del banco y se volvió hacia el
culpable; iba derramando cerveza con cada paso brusco que daba por el
salón. La sangre de Jonas echaba chispas, los ángulos laterales de su visión
se oscurecieron, hasta que lo devoró la necesidad de venganza.
Ni una más.
Salió detrás del hombre, le agarró de la trenza negra y tiró de ella hacia
atrás. Aquel se dio la vuelta, con los ojos brillantes —al principio
sorprendido, luego furioso—. «Bien», pensó Jonas; le quitó la jarra de la
mano y se la tiró despacito por la cabeza.
El salón entero enmudeció, todos los ojos puestos en ellos. Esperó el
puñetazo, la anticipación del beso que acabaría con el dolor, la necesidad de
que el vigor volviera a correr por sus venas. Ya se sentía más vivo, pero su
mente estaba hambrienta, ansiaba más.
El puño del hombre retrocedió y luego se estrelló contra la mandíbula de
Jonas, volcándolo a un lado. Su visión se tornó roja y el sabor metálico de
la sangre le impregnó, poco a poco, la boca. El Jonas guerrero había vuelto.
Sonrió.
Estampó los nudillos en los dientes de aquel hombre.
Notó cómo se hacían pedazos.
Echó atrás el puño. Y otra vez. Y otra vez. Perdió la cuenta. El salón se
hizo borroso. El hombre cayó al suelo y Jonas se puso encima de él. Le
enseñaría lo que significaba ofender al Lobo. «Nunca más», pensó. Le
habían quitado su casa. Le habían arrebatado sus bienes. Le habían faltado
al respeto. «Nunca más tolerarás una falta de respeto. Nunca más permitirás
que otros se burlen de ti».
Unas manos le agarraron por las axilas y tiraron de él para apartarlo del
ensangrentado guerrero; Jonas se resistió. Aún no había acabado. Aún no.
—Detente, Jonas —le dijo Ilías al oído, empujándolo hasta el banco—.
Un poco más y lo matas.
Jonas parpadeó, mirando la cara del hombre —enrojecida y empezando a
hincharse—. El hombre gruñó y sus amigos lo rodearon, lanzándole
miradas amenazantes.
—Siéntate, Lobo —murmuró Gunnar, colocándole una jarra de cerveza
en la mano—. Bebe.
Jonas empinó la cerveza y se la bebió en varios tragos largos. No quería
sentarse. El ansia de la batalla corría por sus venas. Necesitaba una mujer.
El pensamiento se concretó en su mente y el mundo volvió a tener
sentido. Silla había perturbado algo en su interior, y necesitaba equilibrarlo.
Necesitaba acostarse con una mujer, y con eso se le pasaría. Ya hacía casi
una semana desde Roja.
Echó un vistazo al salón y se detuvo en la mujer de pelo negro que le
había sonreído antes. Estaba apoyada en la mesa larga hablando con alguien
a quien no alcanzaba a ver. La mujer lo miró por encima del hombro y le
dedicó otra sonrisa insinuante.
Jonas le devolvió la sonrisa y esta vez le sostuvo la mirada.
Y, luego, la llamó moviendo un dedo.
TREINTA Y CINCO

Al oeste de la Cresta de Skalla

Era otro día gris, con el aire alpino lo bastante frío como para que Rey se
subiera la capucha de la capa. A medida que el camino serpenteaba entre
pinos ralos y maleza, se descubrió mirando zonas de roca madre expuesta,
veteada con unas reveladoras venas azules de depósitos de halita mineral.
Delante de él, ella se agarró el estómago con un leve gemido. Como ya
había experimentado muchas veces en sus propias carnes la desagradable
combinación de la resaca con el movimiento del caballo, Rey sintió una
pizca de empatía por ella. El balanceo del lomo de Caballo le estaba
causando tales estragos en el estómago que ya se habían tenido que detener
varias veces para que vomitara en unos arbustos.
«Si solo se tomó un poco de brennsa», pensó con un resoplido. ¿Cómo
podía haberse emborrachado así con solo tres vasos de brennsa? Le divertía.
Sin embargo, se le borró la sonrisa mientras recordaba el dedo de ella
deslizándose por su mejilla. Por no mencionar su expresión: aquellos ojos,
grandes y negros, enmarcados por largas pestañas. Aquellos labios,
curvados en las comisuras, la sombra de un hoyuelo en la mejilla derecha.
Lo había mirado como si le gustara lo que veía.
«Iba borracha», se dijo a sí mismo.
Aun así, borracha o no, la muchacha había cumplido sus promesas. Sin
ella, él no habría conseguido entrar en casa de Kraki ni le habría sonsacado
respuestas a aquel hombre.
Aunque en el camino lo había irritado, Rey tenía que reconocer que había
sido divertido ver cómo intentaba emborrachar a Kraki. Indagar en el
pasado de Rey, intentando fingir que le desagradaba para ganarse el favor
de Kraki… Era ingeniosa; eso tenía que reconocérselo. Poco después que
Silla se hubiera desmayado sobre el banco, Kraki se había quedado dormido
con la cabeza encima de la mesa.
—Aguantas la bebida mejor que yo —se había burlado Rey mientras
levantaba los tablones del suelo de madera.
Esta mañana, la muchacha se había subido a Caballo sin quejarse. Sin
duda tenía un espíritu admirable.
Pero Rey frunció el ceño. Escondía algo. No solo le había sonsacado las
respuestas a Kraki, sino que también había desvelado algo preocupante de
sí misma.
«¿Por qué mataron a tu padre, Silla?».
«Una disputa por unas tierras».
«Mientes».
Pero luego se había bebido la brennsa. Lo que significaba que le había
estado mintiendo durante todo este tiempo.
Rey no toleraba las mentiras en los Hachas Sanguinarias. La confianza
era fundamental cuando combatías hombro con hombro con el otro. Pero la
sinceridad trascendía el campo de batalla. Por su propia seguridad, Rey
tenía que saberlo todo de los hombres y de las mujeres con los que viajaba.
Y ella le había estado mintiendo todo este tiempo.
«Al final del día te librarás de ella», se recordó a sí mismo. Pero si ella
no había sido sincera con él hasta ahora, ¿cómo podía confiarle los
pormenores del trabajo en Istré cuando se separaran? ¿Qué le impediría
divulgarlo?
El problema le producía quemazón en el estómago.
Casi estaban de vuelta en la Cresta de Skalla. En cuanto llegaran, no
deberían de quedar más que unas horas hasta llegar a Hver. Y, después, se
libraría de ella. Podría olvidarse de ese tarareo que tanto le distraía en el
carro…, ya no tendría que volver a presenciar sus patéticos intentos de
aprender a manejar el cuchillo con Hekla. Todo volvería a estar en orden.
Se acabarían las distracciones.
Cabalgaron en silencio durante varias horas más, los árboles se hacían
más altos y el bosque más frondoso a medida que se acercaban a la costa.
—Quiero hablar, Ojos de Hacha —dijo Silla.
Durante la última hora, había estado bebiendo a sorbos de su odre de
agua, mordisqueando el pan y, por lo que parecía, empezaba a sentirse
mejor. Rey estuvo a punto de emitir un gruñido. Estaba claro que el silencio
no iba a durar.
Se aproximaron al cruce del Camino de Huesos y un cosquilleo le
recorrió la nuca; los pájaros habían detenido su algarabía y la quietud del
aire era insólita. Rey se llevó la mano a la daga a la vez que miraba hacia
atrás.
—Me necesitas más de lo que dejas traslucir —dijo Silla, haciendo que
dirigiera su atención hacia ella—. Kraki no tenía el libro y te he conseguido
la información de todos modos. Te he demostrado que puedes confiar en mí.
Rey casi se atragantó.
—¿Confiar en ti?
—He cumplido mi palabra. Te he demostrado que puedes confiar en mí,
Ojos de Hacha. Y te pido que me lleves a Kopa.
Se le revolvió el estómago.
—No.
—Pero…
—Has cumplido tu palabra, sí, y te lo agradezco. Pero no hay lugar para
ti entre los Hachas Sanguinarias.
—¿Cómo hubieras conseguido la información sin mí? —le preguntó
levantando la voz.
—Lo habría hecho de un modo o de otro —contestó Rey apretando los
dientes.
—¿Cómo? —insistió ella.
—Kraki mintió. Tenía el libro. Sabía que jamás lo destruiría. Y cuando se
quedó dormido con lo que le diste de beber, se lo robé de debajo de los
tablones del suelo.
Rey se giró hacia la alforja, sacó el libro y lo agitó ante sus ojos.
—Me gusta ir preparado —continuó. Se sentía hablador. Tal vez lo que le
gustaba era restregarle la victoria por la cara—. Y has cumplido tu palabra,
pero eso no te convierte en una mujer sincera.
—Una mujer sincera, ¿de qué habl…?
—Bebiste, Rayo de Sol. Me has estado mintiendo sobre Skarstad. ¿De
verdad hubo siquiera una disputa por unas tierras?
Ella soltó un resoplido y se cruzó de brazos.
Rey no pudo evitarlo.
—¿Qué pasó? —le preguntó—. Cuéntamelo.
Se puso más tensa, pero siguió callada. Cuando la Cresta de Skalla se
desplegó ante sus ojos, Rey dirigió a Caballo hacia el Camino de Huesos. A
la izquierda de la carretera, los pinares se alzaban hacia el cielo plomizo. A
su derecha, los fiordos se precipitaban con sus cantos dentados. Las
gaviotas graznaban en lo alto, las olas rompían en la ensenada mucho más
abajo. Ese inquietante cosquilleo no se había mitigado; tenía la extraña
sensación de que lo observaban. Pero cuando echó una mirada alrededor, no
vio a nadie.
Rey apretó los dientes ante el constante silencio de la muchacha.
—Te lo he dicho antes… No permito la presencia de mentirosos con los
Hachas Sang…
La daga apareció de la nada con un movimiento tan rápido que Rey
apenas tuvo tiempo de lanzarse a sí mismo y a la muchacha de la silla.
Aterrizaron en el suelo con tal fuerza que le chasquearon los dientes.
Pero su instinto de guerrero hizo que se incorporara sobre una rodilla
antes siquiera de recuperar el aliento. Sacó el escudo del gancho de la silla y
desenvainó su espadón.
—¿Qué…? —dijo la muchacha, pero por suerte volvió en sí y sacó su
daga.
—Coge mi hacha de mano —murmuró Rey, escudriñando la carretera
desde detrás de Caballo—. Vete al bosque y escóndete.
Notó que la muchacha la sacaba de la trabilla de su cinturón de combate
y la oyó escabullirse en los pinares que había detrás de él.
«Gracias a los dioses, joder», pensó. «Al menos sabe escuchar».
—¿Qué quieres? —bramó, alzando el escudo y golpeando a Caballo en la
grupa para que se alejara trotando del peligro—. Si tienes algo de honor,
déjate ver.
La única respuesta que obtuvo fue un revoltijo pelirrojo y unas pieles
marrones, el brillo del acero cuando una figura saltó y le golpeó el escudo.
Rey retrocedió con un gruñido, levantó la espada y la metió bajo el escudo.
Pero el misterioso guerrero se zafó de su embestida como si la hubiera
previsto.
Era una mujer, se percató, no demasiado robusta, pero tampoco pequeña.
Tenía el cabello rojo fuego trenzado a los lados del cuero cabelludo, y vestía
una camisa de brillante cota de malla plateada que parecía valer una
pequeña fortuna y una fina piel de lobo le cubría los hombros. Cuando miró
aquellos ojos azules, ardientes de ira asesina, intentó ubicarla.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—He venido a alimentar a los cuervos —contestó arrogante, y luego
lanzó el hacha contra su escudo, que partió por la mitad.
Rey soltó una maldición y le lanzó un golpe con el borde del escudo,
pero la mujer rodó por el suelo con un movimiento sinuoso.
—Les daré de comer tu sangre, guerrero —le espetó ella, de nuevo en
pie.
El escudo era engorroso contra una oponente tan ligera, y Rey decidió en
milésimas de segundo tirarlo a un lado y sacar la hevrít.
—Se darán un festín con tus entrañas. Beberán de tu cráneo.
Él se abalanzó con un frenesí de estocadas alternativas con la espada y la
hevrít, sonriendo al notar que el acero traspasaba la carne y ella gemía de
dolor. La sangre brotó de un corte en el antebrazo derecho, justo por debajo
del talle de su camisa de cota, pero no parecía haberle causado un gran daño
a la guerrera. La mujer se pasó la mano por la herida y se restregó la sangre
por la cara.
—No sabes a quién te enfrentas, mujer —le gruñó él.
—No —masculló ella, esquivando el arco que trazó su espadón—. Eres
tú quien no sabe a quién se enfrenta, guerrero.
Como si una niebla lo engullera, perdió de vista los árboles y los fiordos
dentados de la Cresta de Skalla y ante él apareció alguien a quien conocía.
Su hermano, de tan solo dieciocho años, yacía sobre un montón de pieles
sucias. Gotas de sudor perlaban la frente de Kristjan y sus ojos negros
vidriosos miraban a la nada. A Rey se le retorció el estómago de dolor
cuando esta herida invisible se le volvió a abrir.
«Kristjan», se oyó decir Rey. «Te consumes. No puedo perderte a ti
también».
El dolor le ardió en la pierna, y Rey parpadeó hasta que el rostro
manchado de sangre de la mujer volvió a estar a la vista. Blandió la espada
con furia salvaje, pero ella hizo una finta hacia atrás con un movimiento de
pies seguro. Al mirarse el muslo, Rey advirtió que le había desgarrado los
calzones y que la sangre manaba de una herida profunda.
—Tienes mucho dolor, guerrero —dijo la mujer, con una sonrisa cruel en
los labios—. Y mucha rabia con la que recrearme.
Con un grito de rabia, Rey arremetió con la espada y la mujer lo esquivó
con facilidad. Era vagamente consciente de que ella se retiraba hacia el
borde de la cresta, pero no podía pensar más en ello, pues se le apareció
otro recuerdo.
Un túmulo funerario, dos montones de rocas ante él, las montañas de
Nordur repletas de nieve alzándose imposiblemente altas a su alrededor.
«No las recuerdo, Rey», dijo un joven Kristjan, apretándole la mano.
«Pero de todos modos las echo de menos».
A Rey se le llenó el pecho de tal tormento ante ese recuerdo que apenas
podía respirar.
A otro latigazo de dolor —en la otra pierna— le siguió un golpe, y Rey
fue ligeramente consciente de que las rodillas le cedían y de que su cuerpo
se estrellaba contra el suelo. Cogió aire a duras penas, mientras los cielos
grises volvían a aparecer dando vueltas. Las gaviotas volaban en círculo y
graznaban estridentes. La cabeza se le había caído demasiado hacia atrás y
Rey se dio cuenta de que… estaba al borde mismo de la Cresta de Skalla,
con la guerrera pelirroja cerniéndose sobre él.
—Me lo has puesto demasiado fácil, guerrero —dijo la mujer,
acercándose con un hacha agarrada con las dos manos.
—Serás… —dijo Rey con voz ronca, al darse cuenta de lo que le
esperaba—. ¡Cobarde! ¡Deshonrosa!
—¿Y de qué sirve el honor? —preguntó, pisándole la muñeca de la mano
de la espada.
Alguien estaba chillando…, él estaba chillando. Aulló de dolor por el
brazo, y la mano se le abrió por voluntad propia.
—¿Una muerte rápida? —La guerrera se rio y alejó su espada de una
patada—. No. No es mi estilo. Me haré con el poder. Y tú, guerrero, morirás
con gran honor. Aunque es una lástima haber acabado contigo tan rápido.
Tienes tanto dolor que me darías mucho juego.
La visión de Rey volvió a inundarse… de escenas que cambiaban a toda
velocidad ante sus ojos. Kristjan, hablando con los muros de madera de su
hogar. «¡Están aquí, Rey! ¡Madre y padre!». Rey, observando a Harpa tejer
en su telar, mientras una sensación gélida y hueca se le expandía por el
pecho. Kaeja, con una manta que le cubría el cuerpo desnudo, soltando
excusas por la boca. No podía respirar, no podía moverse, no podía hacer
otra cosa que sumirse en la neblina de sus peores recuerdos.
Apenas fue consciente de que la mujer pelirroja levantaba el hacha por
encima de la cabeza. Una tranquila aceptación se apoderó de él, y Rey
esperó… a encontrarse con su hermano, con sus padres, a caminar entre las
estrellas.
La mujer soltó un grito y las visiones se detuvieron bruscamente.
Rey se agarró el pecho, intentando respirar. El corazón le latía como si
intentara salírsele de las costillas. El tormento se aferraba a él como una
sombra. A medida que recuperaba la vista, se hizo visible una maraña de
rizos oscuros. Ella agarró el hacha de mano con el extremo hacia fuera,
luego ahogó un grito y dejó caer el arma como si le quemara en las manos.
Rey se sentó y empezó a masajearse la cabeza. La muerte le había
parecido tan cierta, y ahora… se quedó mirando a la mujer del pelo rizado.
Le había salvado la vida. Esta mujer, la de los pensamientos agradables a la
luz de la lumbre que se disculpaba con las rocas y que se había
emborrachado con tres copas de brennsa, le había salvado la vida.
—¿Está…? —comenzó a decir ella.
Rey miró a la guerrera pelirroja. No la conocía de nada. Ante la ausencia
de sangre, alzó la vista.
—Tienes que usar la parte afilada del hacha, Rayo de Sol —gruñó Rey,
mirándola con desagrado.
—Es que no podía matarla —susurró ella, abrazándose.
Rey se puso en pie y la fulminó con la mirada.
—Tienes que aprender a reaccionar rápido y sin piedad, o será tu
perdición. —No sabía por qué se molestaba; estaba claro que era un caso
perdido.
El pecho de la guerrera subía y bajaba. No se podía hacer otra cosa que
acabar con ella. Con un movimiento rápido, hizo rodar el cuerpo de la
mujer hasta el borde de la Cresta de Skalla.
—Espera —dijo la mujer de pelo rizado—. ¿Estás seguro…?
Con un último empujón de la bota, la guerrera cayó por la cresta. Rey se
volvió con el ceño fruncido.
Ella arrugó la nariz.
—Eso ha sido…
Él puso los ojos en blanco.
—Fácil.
—Frío —dijo ella, mirándolo—. Hay algo frío en ti.
—¿Por qué te atacó esa asesina? —preguntó Rey—. ¿Tiene algo que ver
con lo que sucedió en Skarstad? ¿Hay alguien que te desea la muerte?
Se quedó boquiabierta, con los ojos como platos.
—¿A mí? —preguntó levantando la voz—. Pensaba que estaba bastante
claro que te había atacado a ti, Ojos de Hacha.
—Quería deshacerse de mí para poder matarte a ti.
Sin embargo, había una sombra de duda al fondo de su mente. Tenía
muchos enemigos, y no era la primera vez que un asesino intentaba
cargárselo. La mujer se apartó los rizos del rostro y se asomó a la cresta.
Cuando volvió a mirar a Rey, había endurecido la mirada, y él supo que
tramaba algo.
—¿Por qué me atacaría a mí un asesino, Reynir Galtung, cuando eres tú
el que tiene tantos enemigos?
Reynir Galtung.
El nombre cortó el aire como la espada de un guerrero, que deja sangre y
destrucción a su paso.
Rey sintió una presión en el cráneo y sus rodillas amenazaron con volver
a desfallecer. Se había convencido a sí mismo de que ella no había oído el
lapsus de Kraki. Pero oír su verdadero nombre en sus labios lo había
desconcertado, y se maldijo; no podía permitírselo.
Ella se cruzó de brazos y lo observó con cuidado.
—¿Ese nombre es un secreto, Ojos de Hacha? ¿Algo que has mantenido
oculto?
Rey intentó suavizar las emociones de su rostro, pero notó que fracasaba.
Había sobrevivido todo este tiempo manteniendo eso oculto y ahora mismo
se sentía abierto en canal y expuesto.
—Un nombre puede ser algo muy poderoso —murmuró ella. Su voz
sonó suave, nada amenazadora, pero en ese momento Rey vio a una
serpiente preparada y lista para atacar.
Se hizo el silencio entre los dos mientras ella se debatía con algo, pero él
supo qué iba a decir antes de que profiriera las palabras en voz alta.
—Llévame a Kopa, y no se lo contaré a nadie.
Rey cerró los ojos y apretó los dientes. Se maldijo a sí mismo por no
haber matado a esta desgraciada en cuanto la descubrieron. Por haberla
llevado ante Kraki. Por tener que confiar en un hombre tan amargado como
Kraki para que le guardara sus secretos. No le hubiera sorprendido que al
viejo no se le hubiera escapado, sino que lo hubiera hecho a propósito.
La frustración le salía hasta por las venas. Cuando abrió los ojos, le lanzó
su mirada más fulminante.
—¿Y si te mato y acabo antes?
Un relámpago de miedo cruzó su mirada, pero enseguida lo dominó y la
confianza ocupó su lugar.
—Eres demasiado honrado —dijo—. Te he salvado la vida. Sé que no me
devolverías ese favor con la muerte.
Rey apretó la mandíbula y dirigió una mirada a los cielos. La muchacha
lo tenía bien agarrado. Matarla ahora no habría sido propio de él, pero
dejarla con vida significaba que otra persona —una en la que no podía
confiar— sabía su verdadero nombre.
Traer consigo a la mujer también suponía un riesgo para los Hachas
Sanguinarias. Magnus se hubiera vengado de ellos si supiera que la mujer
viajaba con ellos, si supiera que ella estaba al tanto del trabajo en Istré. Y la
asesina… ¿había ido tras él, o era esta mujer su verdadero objetivo? Rey
volvió a jurar. Debería haber atado a la guerrera y haberla interrogado como
había hecho con Anders.
Con la respiración agitada, desvió la mirada hacia la mujer y la escudriñó
durante un instante. Balanceándose sobre la punta de los pies, parecía estar
conteniendo la respiración. Era pequeña. Débil. No era capaz ni de matar a
una guerrera cuando había que hacerlo. No tenía por qué seguir viajando
con los Hachas Sanguinarias. Y, aun así, no le quedaba otra opción.
—Está bien —dijo hosco—. A Kopa.
A ella le brotó una sonrisa de los labios y el alivio le relajó el rostro. Rey
se obligó a desviar la mirada. No podía salir nada bueno de esto. Se lo decía
su instinto.
—¿Cómo sé que no incumplirás tu palabra, Rayo de Sol?—le preguntó.
—¿Cómo sé que no incumplirás tú la tuya? —contestó ella.
Se miraron con desagradado mutuo durante un buen rato.
—No se lo contaré a nadie, Rey —dijo ella, con voz suave—. Puedes
confiar en mí.
Él soltó una carcajada seca.
—Ya. Voy a confiar en una muchacha que miente más que habla.
Pero ella le mantuvo esa mirada suya tan inquietante. Ahora era a Rey a
quien le costaba mantenérsela.
—Los dos sabemos que los secretos dan seguridad, Rey —le dijo
tranquila—. Se me da bien guardar los que importan.
Se siguieron mirando y celebraron un acuerdo mudo, tácito. Tal vez se
parecían más de lo que él pensaba, pero eso no significaba que confiara en
ella.
—Júramelo —gruñó—. Hazme un juramento.
—Te lo juro, Rey. Juro que no le diré a nadie tu nombre. Y ahora tú —
dijo—. Júrame que me llevarás sana y salva a Kopa.
La fulminó con la mirada. Era lo último que necesitaba, no con este
trabajo, no con…
—Lo juro —gruñó—. Juro que te llevaré sana y salva a Kopa.
Ella juntó las manos y esa sonrisa infernal volvió a iluminarle el rostro
una vez más. Rey no la soportaba; su felicidad solo agudizaba su propia
desgracia.
Silbó con fuerza y esperó a que Caballo volviera trotando con él.
—Estás sangrando —dijo ella, acercándose—. Si quieres, puedo
limpiártelo.
—No te molestes —gruñó, y se dio la vuelta.
Tras verter agua en las heridas, Rey las cubrió con unas tiras de tela de su
botiquín. Fue a coger el escudo, pero frunció el ceño al ver la grieta en el
centro. Tenía escudos de repuesto en el carro, así que decidió desecharlo.
Montó en Caballo y se acomodó detrás de la muchacha. Y, luego,
tomaron el Camino de Huesos.
TREINTA Y SEIS

Camino de Huesos

Silla trató de evitar que se le notara la emoción, pero era casi imposible
mientras Rey y ella se dirigían hacia Hver. Aunque los cielos estaban grises,
sintió como si la luz del sol reluciera en su interior, y no podía hacer otra
cosa más que dejar que brillara. Ojos de Hacha la iba a llevar a Kopa. No
solo eso: le había jurado que la dejaría allí sana y salva. Y, si había algo que
sabía de este hombre, era que se tomaba los juramentos y el honor muy en
serio.
Al recordar el ataque de la guerrera, esa luz se apagó un poco. Era la
pelirroja, la había reconocido de inmediato. Era la mujer del puente de
Reykfjord, y caer en la cuenta le heló la sangre. ¿Los había encontrado la
mujer por casualidad? ¿O la había estado persiguiendo?
«Da igual», se dijo para tranquilizarse. «Ahora ya está muerta».
El ataque en la Cresta de Skalla había sido inesperado y aterrador, aunque
al final había jugado a su favor.
Le había salvado la vida a Rey, y solo pensar en ello le provocaba
escalofríos de placer.
«Ah, cómo debes de detestar eso, Rey», pensó, aunque la escena entera
había sido desconcertante.
Rey tenía ventaja sobre la mujer, pero, de repente…, ya no. Tenía aspecto
de sufrir y, sin embargo, la mujer no hizo nada, se quedó ahí plantada a su
lado. Y Silla no se había atrevido a formular sus preguntas a Rey, ni había
querido restregarle su victoria por la cara con demasiado ahínco. Al fin y al
cabo, tenía por delante semanas de viaje con este hombre.
Llegaron a Hver a primera hora de la tarde. A medida que se iban
encontrando cada vez más casas, Silla se había puesto su capa prestada y se
había bajado la capucha sobre el rostro, a pesar del calor que hacía.
«Mantente alerta», se recordaba a sí misma. Puede que la asesina estuviera
muerta, pero eso no era motivo suficiente para bajar la guardia. Podía haber
otros buscándola por este camino…, barricadas en el pueblo en busca de
viajeros.
Preparándose para lo peor, dejó escapar un largo suspiro al atravesar los
muros de empalizadas de Hver sin problemas. Hver, una ciudad
sorprendentemente vasta, bullía de actividad con la emoción y los
preparativos para el Día Más Largo. Tras varios días sin oír más que el
viento y algún resoplido ocasional de Caballo, los sonidos de los carros
desvencijados y los gritos de los comerciantes eran un alivio agradable que
la hicieron revivir.
Caballo se detuvo delante de un antiguo edificio de madera.
—Baja —le dijo con su tono desabrido—. Llevaré a Caballo a los
establos.
Sin mediar palabra, Silla desmontó y cogió sus cosas de la alforja.
—¿Qué les digo? —preguntó levantando la vista hacia Rey—. A los
Hachas Sanguinarias.
Él se frotó la nuca con un hondo suspiro.
—Diles que me complacieron tus servicios y accedí a traerte a Kopa.
Ella sintió una punzada de culpa al levantar la vista hacia Rey, sabedora
de cuánto valoraba él la sinceridad por encima de todo, porque seguramente
detestara tener que mentirle a su Hermandad. Pero, por lo visto, por ese
secreto suyo con el que ella se había topado sí que valía la pena mentir.
El viento le meció un rizo por delante del rostro y ella se lo apartó.
—Debo darte las gracias, Rey, porque si yo te he salvado la vida hoy, tú
también me la has salvado a mí. Imagino que esa guerrera no se habría
detenido con tu sangre. No diré ni una palabra más allá de esto, pero tengo
que… quiero darte las gracias.
Él la miró durante un instante y luego, sin decir nada, encaminó a
Caballo hacia el edificio.
Con un leve movimiento de cabeza, pasó bajo una arcada sobre la que
colgaba un cartel que rezaba «La guarida del lobo». Se preguntaba cómo
encontraría a Hekla. Se moría de ganas de contarle a su amiga que viajaría
durante todo el camino a Kopa con los Hachas Sanguinarias… y, justo
después de a Hekla, tal vez se lo contaría a Jonas.
«Esto no volverá a suceder», le había dicho, pero ahora… estaba con
ánimo festivo. Tal vez hubiera cambiado de parecer. La idea le hizo sentir
calor por dentro.
Tras una rápida investigación en el salón comunal que resultó
infructuosa, deambuló por un patio en la parte trasera del edificio. Las
mesas estaban alineadas de extremo a extremo, una mujer colocaba ramas
curvas de plantas y grupos de velas a lo largo de ellas. El personal
transportaba barriles de cerveza e hidromiel y clavaban braseros de hierro
en bruto en el suelo. En el aire flotaba un olor a jabalí asado y a pan recién
horneado, y se le quejó el estómago.
—¿Silla?
Todo su cuerpo exhaló; la tensión de los últimos días la abandonó
derritiéndose como si fuera la cera de una vela encendida. Las palabras
brotaron libres de los labios de Silla mientras se volvía hacia su amiga.
—¡Me voy con vosotros! Rey lo ha permitido. Os acompañaré a Kopa.
Hekla se sorprendió y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
—¿De verdad?
—De verdad.
Hekla le dio un abrazo de costado.
—¡Entonces esta noche hay que celebrarlo! Venga, ve a asearte antes de
las celebraciones.
Silla siguió a Hekla por un oscuro pasillo y subió un tramo de escaleras
hacia su habitación. Parecida al alojamiento de Svarti, la habitación tenía
camas con armazón de madera sobre las que había mantas y pieles suaves,
un sencillo hogar con una mesita y dos sillas delante, y una sección privada
de la habitación, oculta por un biombo de mimbre.
Silla se aseó con un cubo de agua que descubrió detrás del biombo,
recuperó su humanidad a medida que se deshacía de la mugre. Cuando
asomó la cabeza por el biombo, vio que Hekla sostenía una prenda de un
suave color púrpura.
—He llevado tu ropa a la lavandera… chist, no digas nada, y he cogido
tu monedero del bolsillo, está ahí encima de la mesa.
Silla exhaló un suspiro cuando vio la bolsita de tela.
—La lavandera tenía un vestido que se había olvidado otra huésped —
continuó Hekla— y tienes que ponerte algo para las celebraciones de esta
noche, a menos que quieras andar por ahí desnuda.
Silla se mordió el carrillo.
—¿Cuánto te ha…?
—Unos cuantos sólas, pero no me digas nada.
A Silla le picaban los ojos por las lágrimas.
—No tenías por qué…
Hekla sonrió.
—Sabes que he estado en tu lugar. Llegado el momento, te recuperarás,
pero ahora mismo te mereces algo de felicidad.
A Silla le dio un vuelco el corazón.
—Te lo devolveré, Hekla. Un día te lo devolveré todo y más.
Silla se puso el vestido lavanda y se ató los lazos delanteros. Era una
prenda sencilla hecha de lana buena con un tejido de espiguilla; de manga
larga y ceñido a la cintura, caía hasta los pies y la falda era completa, pero
no voluminosa. Eran los detalles lo que llamaba la atención; un hermoso
bordado en blanco roto alrededor de los puños y por todo el cuello, que le
caía por debajo de las clavículas.
Cuando se ató los lazos, tragó saliva. El vestido era precioso… y sin duda
llamaría la atención. Justo lo que no quería hacer en aquel momento.
—Tal vez debería quedarme aquí esta noche. Ha sido un viaje muy largo
y estoy bastante cansada.
—¡No! —exclamó Hekla con un fervor desconcertante, a la vez que se le
ruborizaban las mejillas. ¿Estaba Hekla… avergonzada? Soltó un suspiro—.
Mira. A lo mejor tenía un motivo egoísta para conseguirte ese vestido. —
Alzó los ojos ámbar al techo y después miró a Silla—. No te rías.
Sila la miró; le había despertado la curiosidad.
—Te juro que no.
Hekla apretó los labios.
—A veces me aburro de estar rodeada de hombres todo el rato. Se sientan
a beber y a lanzar hachas y a contar historias exageradas de batallas y de las
mujeres con las que se han acostado. Siempre lo mismo, una y otra vez.
Tengo ganas de trenzarme flores en el pelo y echar a volar flítas y bailar
alrededor de la hoguera y, por fin, tengo con quién hacerlo. —Hekla miró a
Silla con un brillo en los ojos—. ¿Vendrás conmigo?
Silla esbozó una sonrisa.
—Bueno, supongo que sería inadecuado no salir cuando hay una
celebración en honor de nuestro glorioso rey. Hay que hacer sacrificios para
comportarse como una buena ciudadana.
Hekla le dio un golpe con el hombro a Silla.
—Exacto. Sería inadecuado no salir.
Silla se mordió el labio.
—¿Y qué hay de Sigrún? ¿Vendrá con nosotras?
Hekla negó con la cabeza.
—No le gustan para nada las multitudes. Se bebería unas cuantas jarras
de cerveza, pero enseguida desaparecería en la noche. —Hizo una pausa—.
Ahora háblame del viaje. ¿Rey ha seguido con tu entrenamiento?
Mientras se peinaba, Silla le contó a Hekla los pormenores de la
excursión, comenzando por el entrenamiento —por llamarlo así— de Rey y
siguiendo con los detalles de lo acontecido en casa de Kraki. Evitó hablarle
de la asesina, la revelación de Rey y su propio lapsus en casa de Kraki.
Recogiéndose un par de mechones por detrás en unas trenzas impecables,
Silla dejó el resto libre en una maraña de rizos que le caían hasta mitad de
la columna.
Hekla negó con la cabeza.
—Los tienes bien puestos, chica. No me puedo creer que intentaras
ganarle bebiendo a Kraki. Tiene el hígado forjado en acero.
Hekla desapareció por detrás del biombo durante varios minutos y salió
con una túnica azul combinada con un reluciente chaleco de cuero
superpuesto y con detalles trenzados que atraían la tenue luz de la
habitación. Hekla se había dejado el pelo suelto, brillante y le caía
completamente liso por su espalda.
—¡Qué guapa estás, Hekla! —exclamó Silla.
—Igual que tú, dúlla. —Hekla sonrió, pero las carcajadas que llegaban
desde el pasillo desviaron su atención—. Parece que empieza a llegar la
gente —dijo—. ¿Bajamos?
Cuando las dos mujeres bajaron, el patio estaba repleto de gente ataviada
con sus mejores vestidos y túnicas. Sin la sombra de su capucha, Silla se
sentía expuesta, y sus ojos recorrían la plaza para apaciguar sus nervios a
flor de piel.
La gente estaba sentada en los bancos alineados junto a las mesas de
caballetes: iban pasando cuernos de cerveza e hidromiel; en los braseros las
llamas crepitantes calentaban el espacio. En una esquina de la plaza, se
había colgado un viejo escudo en la pared y un grupo de guerreros barbudos
le lanzaban hachas por turnos al umbo de madera; en otra, los niños más
pequeños jugaban a tirar de una cuerda larga y otros se perseguían en un
juego de pelota.
Nadie prestaba atención a Silla; ningún guerrero vestido de oscuro se
abalanzó sobre ella, y se le alivió ligeramente la tensión en el pecho. «La
asesina está muerta», decía para sus adentros para tranquilizarse. «No te han
ido a buscar a la puerta de la ciudad. Permítete disfrutar de esta noche.
Tienes mucho que celebrar».
—Gunnar está aquí. —Hekla tiró de Silla hacia el final de la larga mesa.
Gunnar, Ilías, Jonas y Rey estaban encorvados sobre la mesa inmersos en
una partida de dados, vestidos con túnicas finas y con la barba y el cabello
arreglados. Sigrún se había unido a ellos, ataviada con un blusón de color
cereza. Se había trenzado hacia atrás una parte del pelo sobre el borde que
tenía afeitado, y la oreja que había dejado a la vista la llevaba adornada de
arriba abajo con brillantes aros plateados.
Silla miró a Jonas y se le aceleró el pulso al verlo después de tantos días.
El brillo de los faroles se reflejaba en los mechones dorados de su pelo —
esta noche recogidos hacia atrás en una trenza impecable— y resaltaba su
abundante barba. Se detuvo un instante en el moratón que le estaba saliendo
en la mejilla izquierda y le picó la curiosidad.
—Ah, mirad, si es nuestra vivaz amiguita experta con los cuchillos —
dijo Ilías arrastrando las palabras, y luego le dio un buen trago a su copa de
brennsa.
—Me alegro de verte, Ilías —dijo Silla sonriendo.
—Me refería a Hekla.
—¿Vivaz amiguita? —respondió Hekla—. Parece que te estés buscando
otro puñetazo en las costillas.
Silla esbozó una sonrisa cómplice.
—Qué alegría ver que te has hecho con un peine al final, Ilías.
—Por si no ha quedado claro, me paso horas perfeccionando mi aspecto
en el camino. A este peinado lo llamo «desorden perfectamente elaborado».
Silla soltó una carcajada.
—Tal vez deberías cambiarle el nombre por el de «oso de las cavernas
recién despierto».
Dirigió la mirada a Jonas. Aunque estaba enfrente, tenía la mirada fija en
algo al otro lado de la plaza y la mandíbula flexionada con tal rigidez que
quedaba claro que estaba evitándola a propósito. Sintió que se le asentaba
un peso en el estómago.
Sigrún movía las manos con gestos rápidos.
—Sigrún se alegra de verte, Mano de Martillo —interpretó Ilías—. Nos
ha sorprendido a todos que Ojos de Hacha no te matara y te abandonara a
un lado del camino.
Torció la boca.
—Por un instante las cosas se pusieron bastante feas. ¿Os ha contado Rey
la noticia?
Silla miró a Rey, que tenía las manos aferradas con tal fuerza a su cuerno
de cerveza que parecía que lo iba a destrozar. Intentó no sentir demasiada
satisfacción por su situación, pero le resultó difícil.
—Quedó tan sumamente agradecido por mi ayuda con Kraki que
cabalgaré con los Hachas Sanguinarias hasta Kopa. ¿Qué dijiste antes, Ojos
de Hacha? ¿Que fui la única responsable de obtener esa información? —No
pudo evitarlo.
Rey gruñó y le lanzó esa mirada «afilada» por la que era tan conocido.
Por suerte, a ella ahora no le importaba lo más mínimo.
Gunnar e Ilías le hicieron sitio entre ellos, y Silla se sentó en el banco,
Hekla se situó entre Jonas y Rey, enfrente de su amiga.
—Esta noche pareces preparada para destrozar corazones, Martillo —dijo
Gunnar con un guiño.
Silla masculló algo y se pellizcó el puente de la nariz.
—Lleva días pensando en juegos de palabras con martillos —dijo Hekla
poniendo los ojos en blanco.
—Cuéntanos cómo venciste a Kraki —continuó Gunnar, imperturbable.
Rey le echó un buen trago a su cuerno de cerveza.
—Pues gracias a mi ingenio y mi encanto, claro está —dijo, enarcando
las cejas con su mejor mirada de misterio, que desmontó ante el bufido de
Rey. El líder de los Hachas echó la cabeza hacia atrás y miró a los cielos,
con la vena palpitándole en la sien.
—Jugamos a verdad o trago —reconoció Silla.
Gunnar se ahogó.
—¿Tú jugaste a verdad o trago? —Miró hacia su cabecilla y luego de
nuevo a Silla—. ¿Cuántas rondas hubo?
—Tres —murmuró Rey—. Consiguió beber tres copas antes de acabar
vomitando en los arbustos.
Jonas se movió para ponerse al lado de Rey, con la mirada fija en el líder
de la banda.
La atronadora risa de Gunnar resonó en el patio.
—¡Sí, pero por lo que parece, a Martillo se le fue la Mano con la
brennsa!
Ilías echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.
—¿Tres? Oooh, Martillo, eso es completamente inaceptable. Tendremos
que ponerle remedio a eso mientras viajamos hacia el norte.
De sus labios se escapó una risa.
—¡Cenizas, no, Ilías! Para mí se acabó la brennsa hasta el fin de los
tiempos.
Ilías se rio.
—Sí, claro. Todos hemos dicho eso mismo en algún momento —dijo, y
levantó su jarra de brennsa a modo de saludo alegre.
—Háblales del ciervo vampiro —intervino Hekla con una sonrisa.
Silla le dirigió una dura mirada a Rey.
—Dejó que me atacara un ciervo vampiro.
Los Hachas Sanguinarias estallaron en carcajadas, lo que hizo que Silla
frunciera el ceño.
—¿Eso hiciste, Ojos de Hacha? —preguntó Ilías secándose las lágrimas.
Silla advirtió que la mirada penetrante de Jonas seguía fija en Rey.
—No fue capaz ni de sacar la espada —dijo este con voz monótona.
Escudriñó el rostro de Silla, bajó la vista a su vestido. A Rey se le
abrieron las fosas nasales, como si le asqueara lo que veía. Silla torció el
gesto.
—Tal vez no debería haber intervenido —dijo mirándola con aire retador.
—Ah —dijo Silla, aguantándole la mirada. Se presionó el estómago con
una mano para tranquilizarse—. Pero entonces habrías faltado a tu palabra.
Y sabemos que jamás harías algo tan deshonroso.
Rey se puso en pie y Silla sintió una punzada de arrepentimiento. Aunque
era tentador, aunque le daba la vida, no debería tomarle el pelo. Pero ya era
demasiado tarde. Sin mediar palabra, Rey se salió del banco y se marchó.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Hekla, repiqueteando con sus dedos
metálicos sobre la mesa.
—Lo mismo le aprietan las botas —dijo Silla. Parpadeó siguiendo su
enorme figura con la mirada; la multitud se apartaba a su paso mientras
cruzaba el patio. ¿De verdad se había molestado tanto por esas palabras de
broma? Ese hombre tenía el espectro emocional de una tormenta eléctrica
—. Eso explicaría tantas cosas de Ojos de Hacha…
Hekla soltó una risita y aceptó la cerveza de una mujer que pasaba.
—Dioses, ojalá fuera tan sencillo. Hace muchos pares de botas que lo
conozco, dúlla. Su carácter es así y ya está.
Silla frunció el ceño.
—¿Por qué es tan divertido que dejara que me atacara un ciervo?
Los labios carnosos de Hekla dibujaron una sonrisita.
—Porque nos lo ha hecho a todos. Y tuvo la hevrít en la mano en todo
momento, ¿verdad?
—Sí, pero pensé que iba a morir, Hekla. Lo juro por los dioses, vi pasar
por delante de los ojos como un relámpago cada mala decisión que había
tomado.
Mientras decía eso a Silla se le fueron los ojos a Jonas. Cuando vio que
seguía con la mirada fija, impávido, en algo al otro lado de la plaza, se le
encogió el estómago.
Pensaba que iba guapa, que tal vez lo arrastraría a un rincón oscuro y este
le susurraría promesas picaronas, después de reírse porque llevaba, por fin,
un vestido elegante. Pero no. Algo había cambiado en los días que habían
estado separados. Tal vez Jonas estaba molesto porque no se alejara de los
Hachas Sanguinarias. O tal vez solo se hubiera divertido con ella y ya fuera
agua pasada.
«Hekla te lo advirtió», se reprendió. «Te dijo que él era así». Pues muy
bien. Era un imbécil integral. Y no dejaría que ese imbécil le impidiera
divertirse aquella noche.
Llegó el personal de cocina y dejaron la comida en la mesa: bandejas de
jabalí asado a la brasa, trucha a la parrilla, nabos y zanahorias asados con
mantequilla, pollos enteros asados rellenos de hierbas silvestres, rodajas de
pan servidas con mantequilla, quesos suaves, skyr y miel, y, para su
absoluto deleite, bollitos recién horneados.
A medida que se repartía la comida por la mesa, Silla se preguntaba
cuánto duraría aquello para poder inspeccionar las ofrendas. Siguió el
ejemplo de la multitud y cogió un plato de madera de una pila que había al
final y empezó a llenarlo con un poco de todo. No cogió pollo para poderse
zamparse un bollito más.
Mientras se volvía a sentar en el extremo de la larga mesa, los vikingos
se levantaron para llenarse los platos. Silla agradeció la soledad y se centró
por completo en la comida. Cerró los ojos y saboreó cada bocado,
deleitándose con el esfuerzo de los talentosos cocineros y disfrutando de la
idea de no tener que fregar los platos.
—Ya veo que te gustan los bollitos —le llegó una voz desde detrás que la
sacó de su ensimismamiento.
Abrió los ojos de golpe y vio a aquel hombre alto y de espaldas anchas.
Él le dedicó una sonrisa reluciente y Silla observó su piel bronceada, sus
cálidos ojos castaños y su cabello y barba negros. La verdad es que era muy
atractivo.
Sonrió traviesa.
—La vida no es vida sin unos buenos bollitos, ¿no te parece?
El hombre sonrió todavía más.
—¿Y por qué una muchacha tan guapa como tú está aquí sentada sola?
Silla se sonrojó.
—Mis amigos están ahí, se están llenando los platos.
—Entonces te haré compañía un rato —dijo torciendo la boca a la vez
que le tendía la mano—. Me llamo Asger.
—Silla.
Deslizó la mano en la de él, enorme y cálida, y se la estrechó. Pero al
intentar retirarla, Asger la sorprendió dándole la vuelta y besándole la suave
piel del interior de la muñeca. Las mejillas se le sonrojaron aún más.
—¿Y qué asunto te trae a Hver, Silla? —preguntó Asger acomodándose
en el banco a su lado y estirando sus largas piernas—. Si fueras de aquí,
estoy seguro de que te recordaría.
—Estoy de paso, camino de Kopa —contestó bajo el calor de su mirada.
Se zarandeó mentalmente. «Refrena esa lengua, no seas tonta», pensó,
mientras estudiaba a aquel hombre. Parecía simpático, pero eso no quería
decir que no pudiera tener otras intenciones. ¿Trabajaría para la reina?
—Qué lástima, aunque soy afortunado porque estés aquí esta noche.
Advirtió que los oscuros ojos de Asger la miraban directamente, que no
se distraían por el patio. No observó nada malicioso, ningún subtexto en sus
palabras. Parecía, simple y llanamente estar interesado en ella. Y sería una
idiota si no reconociera que eso le sentaba de maravilla. ¿Un hombre con
las intenciones claras y que no se andaba con jueguecitos? Pues era bastante
estimulante.
Silla apartó el plato y se giró hacia su nuevo acompañante. Se llevó su
cuerno de cerveza a los labios y le dio otro trago.
—¿Vives en Hver, Asger?
—Sí. Nací aquí y no me he alejado mucho. Aunque mi trabajo me lleva
lejos, siempre acabo volviendo.
—¿Y a qué te dedicas? —preguntó Silla, apoyando la barbilla en la mano
mientras lo miraba.
—Recaudo el tributo para el jarl Hakon —respondió.
—¿Jarl Hakon? —repitió Silla. El nombre le sonaba extrañamente
familiar, aunque no era capaz de ubicarlo.
—Sí. Tiene las tierras más extensas al norte del territorio de Eystri,
aunque solo recaudo los pagos del tributo de las tierras que rodean Hver.
Gunnar y Jonas se acercaron. Varias cabezas femeninas se giraron para
seguir los pasos de Jonas, y Silla tuvo que aminorar el estallido de celos.
«Culo de trol. Es un culo de trol».
Asger advirtió que se aproximaban sus compañeros y se levantó, y una
mirada sorprendida cruzó rápida por su rostro.
—¿Son los Hachas Sanguinarias? —murmuró negando con la cabeza.
Tomó la muñeca de Silla, y volvió a besarla una vez más. Su tacto era
liviano y su piel se calentó con el contacto—. Encantado, Silla. Espero verte
de nuevo esta noche.
Ella sonrió mientras él se marchaba.
Gunnar movió las cejas mirándola.
—¿Quién era ese, Mano de Martillo?
Silla resopló.
—Asger.
Miró a Jonas y después desvió la mirada.
—Ah, ¿sí? —dijo—. Parecía que estabais en mitad de una conversación
interesante.
—Sí —dijo Silla distraídamente. La irritación le ardía en el estómago, y
tal vez por eso añadió—: Me ha pedido que nos veamos más tarde.
Gunnar soltó una risita.
—Bueno, ya sabes lo que dicen… lo que pasa en el Día Más Largo, se
queda en el Día Más Largo.
A Silla se le escapó una carcajada.
—¿Eso dicen, Gunnar?
Los labios de Gunnar dibujaron una sonrisa.
—Sí.
Hekla llegó con su cena y los Hachas Sanguinarias le regalaron a Silla
sus propias historias de los insólitos métodos de prueba de Rey. Silla se
acabó los bollitos y escudriñó el patio, aún alerta ante cualquier amenaza.
Solo había juerguistas joviales y guerreros borrachos —y uno o dos niños
mayores— disfrutando de la cena. Se obligó a relajarse.
Al fin, Hekla se puso en pie.
—Nos estamos desviando hacia cosas que no os conciernen. Disfrutad de
la cerveza y de los juegos —dijo guiñándole un ojo a Gunnar.
Y luego, Silla y Hekla se marcharon cogidas del brazo.
TREINTA Y SIETE

Hver

Hekla comenzó la diversión arrastrándola a una mesa de mujeres mayores


y de chicas jóvenes que se afanaban en enhebrarse flores en el pelo unas a
otras. Silla se puso a volver a trenzarle el pelo a Hekla, luego le colocó
tallos de flores silvestres entre los mechones.
—Y bien, dúlla, ¿buscas algo de distracción esta noche? —preguntó
Hekla.
Silla destrozó la flor que tenía en la mano pensando en Jonas.
—Sí, creo que sí.
—¿Y qué prefieres? Cuéntame. Puedo ayudarte. Ya conozco tu
predilección por los hombres de ojos azules con buena mano para el hacha.
Silla le metió un dedo en las costillas a Hekla.
—Calla, anda. Te dije que ya se me han pasado esos pensamientos
irracionales. —Hizo una pausa—. Me gustan… amables. Un hombre
amable que diga lo que piense. Uno que no sea un… ¿Cómo dijiste? ¿Un
niño grande?
Hekla resopló.
—Pues mucha suerte. Que yo sepa, son todos unos niños grandes.
—Solo quiero a alguien cariñoso y robusto… una distracción. Llevo ya
muchos problemas a mis espaldas y esta noche quiero divertirme. Quiero
sentirme viva.
Tal vez fuera la cerveza, o el hecho de estar ahí con Hekla, pero cuanto
más hablaba, más sentía esa necesidad.
—Te encontraré un guerrero fuerte, ni demasiado viejo ni demasiado
borracho. —Una sonrisa maliciosa se asomó al rostro de Hekla mientras
Silla le trenzaba la última flor en el pelo—. Si ves a alguno que te guste,
dímelo.
Silla abrió la boca para contarle lo de Asger, pero, en ese momento,
apareció una mujer con unos cuernos en la mano.
—¿Cerveza?
Hekla cogió un cuerno y se lo pasó a Silla, luego cogió uno para ella y
murmuró un agradecimiento.
—Skál —dijo, y chocaron los cuernos.
Hekla cogió a Silla de la mano y la llevó hacia la salida con arcada que
daba a las calles de Hver. El temor se apoderó de ella. Se sentía segura en la
plaza, pero afuera, en la calle, con los desconocidos…
—Vamos, Silla —dijo Hekla tirándole, de la mano—. Hay una hoguera y
música en la plaza, he oído que cuando oscurezca soltarán flítas.
A regañadientes, siguió a Hekla mientras se dirigían al lugar de donde
procedían las notas musicales por las calles de Hver y hacia la plaza del
pueblo.
Efectivamente, había una hoguera encendida y una muchedumbre
animada a su alrededor. Silla observó a los vecinos del pueblo besarse los
nudillos y lanzar con cuidado las ofrendas al fuego: hatillos de hierbas,
jarras de hidromiel, espadas labradas y cabezas de hacha, jarretes de ternera
y piernas de cordero. Al ver aquello sintió mucha empatía y una fuerte
punzada de nostalgia.
«Cuando le hacemos una ofrenda al Sunnvald y a su poderoso corcel de
fuego», le había dicho su padre, «le entregamos el mejor hidromiel, la
mejor carne o las mejores armas, y lo hacemos de corazón». Su padre y ella
habían hecho sus propias hogueras, siempre en secreto. Siempre a solas.
Hekla se sacó un sóla del bolsillo y lo lanzó a las llamas.
—Mal no hará —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Y qué pasa con los klaernar? —preguntó Silla mirando alrededor—.
¿No ponen mala cara ante tales demostraciones públicas?
—Jamás le hacen ascos a una buena hoguera —murmuró Hekla—. Y,
bueno, la gente no va brincando por ahí con una Cruz del Sol en el pecho y
cantando a los antiguos dioses. Además, seguramente, la mayoría de los
klaernar están por ahí borrachos con todos los demás.
—Deberías haber reservado algo de tu cena para hacer una ofrenda —
dijo la niña rubia que, de repente, estaba a su lado. Silla no le hizo ni caso y
se mordió el carrillo en callada contemplación—. Tal vez algunas de las
flores… —sugirió la niña.
Con un suspiro, Silla sacó algunos pétalos de las flores que se había
puesto entre las trenzas y se acercó al fuego. Cuando el calor le lamió el
rostro, Silla abrió la mano y sopló los pétalos con fuerza. Aletearon hacia
las llamas y luego las consumió el fuego.
Se besó los nudillos e hizo una reverencia con la cabeza.
«Gracias por tu protección», pensó. «Gracias por tu cobijo. Gracias,
Sunnvald, te ruego que me lleves a Kopa. Es lo único que te pido».
—Hemos llegado más lejos de lo que imaginaba —dijo la niña rubia.
Se alzó un grito de entre la multitud que desvió la atención de Silla. Los
cuernos y las jarras se levantaron al unísono y luego se vaciaron
rápidamente. Los tambores iniciaron un ritmo rápido, la niña rubia movía
las faldas de su camisón al ritmo de la música. Al poco, la multitud empezó
a bailar y, tras beberse su cerveza, Silla y Hekla se unieron a los demás.
Durante la siguiente hora, Silla se olvidó de dónde estaba, se olvidó de
quién era, se olvidó de qué había sucedido cerca de Skarstad, y de la asesina
de primera hora del día. Se lanzó a empaparse del momento, completamente
liberada.
Era tarde cuando el sol se acercó al horizonte y el cielo empezó a
oscurecerse. Hekla arrastró a Silla de vuelta a la calle principal de Hver, con
la niñita siguiéndolas. Se había reunido una muchedumbre en la esquina de
una calle cerca de una posada y, al pasar por allí, una luz parpadeó en mitad
del grupo.
—¡Flíta! —exclamó la pequeña, encantada—. ¡Ayyy, qué bonitas son!
Hekla cogió a Silla del brazo y la arrastró entre la multitud.
—Siempre he querido hacer esto.
Una anciana iba pasando cestas tapadas, Silla y Hekla aceptaron una cada
una. Al abrirse camino entre el gentío, Silla echó un ojo a través del
mimbre. Aunque no había visto flítas desde su niñez, las reconoció al
instante. Parecidas a las mariposas, sus alas membranosas eran
transparentes y finas como la seda. Y, con cada aleteo, sus venas ralas
emitían una luz naranja.
—Cenizas, pero si esto es mucho más divertido que nuestro solsticio
habitual, Silla —dijo la niña rubia, metiendo un dedo en la cesta.
La pequeña tenía razón; sus pasados rituales de solsticio se habían
limitado a ofrendas en el jardín a Sunnvald en Su día. La fiesta, la hoguera,
la música y ahora esta práctica…, nunca había visto nada igual. ¿Así
celebraban todos los demás el Día Más Largo?
Silla frunció el ceño.
—¿De qué va todo esto? —le preguntó a Hekla.
—Espera y verás. —Hekla le hizo un gesto hacia el sol que se estaba
poniendo, la brillante luz anaranjada se derramaba por todo el cielo.
El día más largo del año estaba llegando rápidamente a su fin. Cayó el
silencio en las calles, las flíta parpadeaban con tranquilidad mientras el
índigo perseguía la última luz del cielo. Finalmente, la anciana que había
pasado las cestas dio la señal.
La muchedumbre abrió las cestas y Silla se apresuró a hacer lo propio.
Las flíta centellearon en la noche, sus alas transparentes chisporroteando luz
anaranjada con cada aleteo ascendente. Alzó la vista en un silencio
extasiado mientras miles de flíta volaban hacia la noche, iluminando el
cielo como estrellas vivas. Con los labios entreabiertos de asombro, Silla
decidió que era lo más bonito que había visto jamás.
Le picaban los ojos y, en ese momento, se sintió muy pequeña y
resguardada. La ira le hervía a fuego lento en las venas. Su padre la había
protegido de muchas cosas. ¿Qué había estado haciendo todos estos años?
No era vivir. Había estado sobreviviendo. Las últimas semanas habían sido
aterradoras y, a la vez, apasionantes, con subidones y bajonazos. Pero era
como si hubiera despertado, como si por primera vez estuviera viviendo de
verdad.
—Esperanza y renacimiento —murmuró la niña rubia, mirando al cielo
extasiada.
El eco de la voz de su madre resonó en los oídos de Silla. «Las flítas son
el símbolo de la esperanza y el renacimiento, Flor de Luna. Cuando llegan a
la vejez, se elevan en un resplandor de luz y gloria. Y cuando las cenizas
desaparecen, surge una oruga y el ciclo comienza de nuevo».
Silla sonrió a los hermosos insectos alados. Qué oportuno que se los
recordaran precisamente esta noche. Tal vez ella se parecía mucho a las
flítas. Resurgiendo de las cenizas, vulnerable y hambrienta.
Hekla ciñó un brazo a la cintura de Silla y descansó la cabeza sobre su
hombro.
—Gracias por venir conmigo, dúlla. Es agradable tener una amiga a la
que le interese algo más que beber y follar.
Silla parpadeó ante sus vulgares palabras y después se rio.
—Y gracias a ti por traerme, Hekla. Ha sido maravilloso, de verdad.
Deshicieron el camino bajo el arco y volvieron al patio de La Guarida del
Lobo. Con la oscuridad, una atmósfera seductora había descendido hasta la
plaza. Se habían llevado a los niños a la cama, y el patio parecía más
tranquilo, más íntimo. Miró hacia atrás y se alegró de comprobar que la
niña rubia se había esfumado. Pasaron al lado de una pareja abrazada en un
rincón sombrío y captó el destello de una despeinada cabellera rubia; Ilías y
una morena que no reconoció.
Hekla resopló y continuó hacia la esquina en la que estaban sentados
Gunnar y Jonas, iluminados por el brillo parpadeante de las velas de la larga
mesa. Jonas tenía sentada en su regazo a una mujer de pelo negro, que tenía
el brazo alrededor de su cuello y jugueteaba con los dedos en su pelo
trenzado. Los ojos de Silla chocaron con aquel azul brillante, y se quedó
atrapada… como una mosca en la miel, hundiéndose aún más en su propia
desgracia.
«Mira que Hekla te lo advirtió…», pensó, luchando contra el impulso de
darse la vuelta y huir de la humillación que la abrasaba por dentro. Jonas se
inclinó hacia delante y le susurró algo al oído a la mujer. Ella se echó el
pelo negro azabache hacia atrás y se rio a carcajadas.
Silla notó que Hekla la miraba.
—Creo que voy a por algo de beber, Hekla —dijo a toda prisa—. ¿Te
traigo algo?
—No —dijo Hekla, mirando a Gunnar—. Mierda, no te hemos buscado
un hombre. ¿Hay alguno que…?
Silla la silenció con un dedo en los labios. Le dio un pellizquito a Hekla
en la cintura y se soltó de su brazo.
—No te preocupes por mí. Ve a divertirte, Hek.
—¿Estás segura?
Silla asintió.
—Tienes el cuarto para ti sola. Esta noche no volveré, dúlla.
Con una sonrisa forzada, Silla deambuló hasta el extremo del patio.
Había una mesa preparada con jarras de cerveza; las llamas crepitaban en
los braseros montados a cada lado de la entrada de la posada. Cogió una
jarra de cerveza y se apoyó contra el muro del edificio. No le apetecía
especialmente beber, pero necesitaba tener algo en las manos mientras
apaciguaba su desaforado corazón.
«Insufrible», pensó. «Qué arrogante es».
Era una tonta y toda la culpa era suya. Cuando se besaron, había sido ella
la que le había dicho que no volvería a suceder. Y, sin embargo, en lo más
profundo de su ser, había pensado que él quería más. Pensó que ella quería
más. ¿Por qué estaba decepcionada? Debería estar contenta de haberse
librado de un hombre tan irritante.
—Aquí estás —le llegó una voz familiar. Silla se volvió y vio la
reluciente sonrisa de Asger mientras se apoyaba a su lado en el muro. Le
pasó un dedo por las trenzas—. Bonitas flores.
—Gracias.
Le sonrió. Puede que Jonas no la quisiera, pero Asger sí. Y ella
necesitaba vivir esta noche desesperadamente, quería conservar el subidón
que le habían provocado las flítas y la hoguera. Recorrió con la vista el
apuesto rostro del hombre con más descaro del que se hubiera atrevido
cualquier otra noche.
—Pensaba que solo los niños jugaban con flores durante el Día Más
Largo —dijo guiñándole el ojo.
—Nunca tuve la oportunidad de hacerlo —reconoció con una leve
sonrisa—. Nunca había celebrado un Día Más Largo así. Creo que estoy
compensando el tiempo perdido.
—Ah, ¿sí? —preguntó, bajando la vista a su boca—. ¿Y por qué te has
perdido estas celebraciones?
—Un padre sobreprotector —murmuró volviéndose hacia él—. No te
preocupes, esta noche estoy sola.
Silla sintió una punzada de dolor al decir eso. A su padre le habría
encantado esta noche, de eso estaba segura. Una vez más, se hizo presente
el confuso tumulto de emociones: la culpa, la rabia y una profunda tristeza.
En un intento de ocultar sus pensamientos, se llevó la jarra a los labios.
—Qué suerte la mía.
Asger había bajado el tono de voz. Le tomó la mano, le dio la vuelta y le
besó el dorso de la muñeca.
A Silla se le encendieron las entrañas. Aquel hombre tan atractivo la
deseaba, y a ella le gustaba saber qué era exactamente lo que estaba
pensando. Era directo y seguro de sí mismo, y no se andaba con tonterías.
Mañana volvería a la carretera con los Hachas Sanguinarias, sentada en
aquel odioso carromato durante horas, atrapada con su propio enfado y sus
interminables incógnitas. Pensar en eso hizo saltar una chispa: quería
aprovechar desesperadamente el tiempo que le quedaba.
Envalentonada, cogió a Asger de la mano y lo arrastró entre los braseros
hasta el interior del oscuro pasillo de la posada. A medida que se acercaban
las sombras, Asger llevó las manos a su cintura y ella se echó hacia atrás
contra la calidez de todo su cuerpo. Olía a cerveza y algo de sudor.
—¿Me has traído aquí por algún motivo, Silla?
Ella suspiró temblorosa. Asger le dio la vuelta y ella lo miró en las
sombras del pasillo. Él le hundió una mano en el pelo mientras deslizaba la
otra por su espalda, recorriendo las curvas de su columna.
—He sido incapaz de quitarte ojo en toda la noche —dijo Asger
bruscamente.
¿Podía hacer aquello? Él bajó su rostro hacia el suyo, cada vez más y más
cerca.
La asaltó la duda. No sentía que se le fuera a salir el corazón del pecho.
No sentía ningún hormigueo en la piel bajo su atenta mirada, el cuerpo no le
vibraba con la embriaguez que ansiaba. Solo se le encogía el estómago.
¿Qué estaba haciendo?
Antes de que tuviera tiempo para valorar todo eso más a fondo, antes de
que sus labios la besaran, el cuerpo de Asger se separó del suyo, la frialdad
relevó a la calidez que la había precedido.
Y, entonces…, alivio.
Asger gruñó mientras se daba la vuelta. Silla entornó los ojos para mirar
la silueta enmarcada por la luz del patio.
—Vete —dijo una fría voz masculina.
Silla parpadeó.
El corazón le empezó a palpitar con fuerza.
Un cálido hormigueo le recorrió la espalda.
Era Jonas.
TREINTA Y OCHO

«Jonas está aquí». Silla tenía la mente nublada por la cerveza, y se había
echado hacia atrás hasta que la fría madera de la pared le había rozado la
espalda. Le parecía que la escena anterior había sido más un sueño
enfebrecido que no algo real.
Asger, tambaleándose hacia atrás con un gruñido. Jonas, con los brazos
cruzados, la mirada feroz y penetrante.
«Él te ha faltado al respeto y, por consiguiente, a mí».
A Silla le empezaron a sudar las manos cuando recordó, de pronto, las
palabras de Jonas. Los dos hombres se miraron el uno al otro; Jonas era
unos cuantos centímetros más alto que Asger, y sus bíceps daban una pista
de quién acabaría ganando una pelea a puñetazos. «No le hará daño»,
intentó tranquilizarse Silla. Pero su mente le mostraba al guerrero en el
mercado, con la cara hinchada y ensangrentada.
—¿Qué quieres? —le espetó Asger.
—Vete. Ya.
Asger miró a Silla y luego de nuevo a Jonas.
—¿Conoces a este hombre, Silla?
Su sorpresa inicial se había desvanecido y en su lugar había irritación.
—Por desgracia —soltó.
¿Qué creía Jonas que estaba haciendo? ¿Estaba empeñado en arruinarle
la diversión?, ¿o solo quería lo que no podía tener?
—Vete ya —repitió Jonas, empujando a Asger por el hombro hacia el
patio.
—No la dejaré a solas contigo —gruñó Asger, llevándose la mano al
cinturón… para coger la empuñadura de su daga.
Jonas exhaló con fuerza.
—Te aconsejaría que no hicieras eso.
Pero Asger seguía imperturbable, con la mano sobre el mango.
—¡No! —Silla saltó hacia delante y se colocó entre ellos con una mano
en el pecho de cada uno—. Parad.
Se volvió hacia Asger, mientras sentía el calor del cuerpo de Jonas
envolviéndole la espalda. La inundó una desorientadora ráfaga de calor,
pero se obligó a mirar a los ojos a Asger y a abrir la boca para hablar.
Asger se le adelantó.
—No me iré a menos que lo desees. ¿Qué quieres, Silla?
Bajó la vista para mirarla con una callada súplica en los ojos, y a ella las
palabras se le secaron en la lengua. No deseaba humillarlo delante de Jonas.
Asger le puso una mano en el hombro, pero Jonas se la apartó de un
manotazo.
—No la toques.
Silla abrió la boca, pero enseguida la cerró de nuevo. Se giró hacia Jonas
y lo retó con una mirada furiosa.
—¿Qué es esto, Jonas? ¿Tu estúpida conciencia ha vuelto a cargar de
nuevo con el peso de mi seguridad?
Se miraron de hito en hito, y sintió como si la sangre le bombeara más
lenta, más tórrida. Pero cuando Jonas le pasó una mano por el pelo,
parpadeó. Parecía aturullado, un poco inseguro.
—Tengo que hablar contigo. A solas.
—¿Ahora, Jonas? ¿Ahora, cuando has tenido toda la noche?
Asger carraspeó, y Silla se estremeció… Se había olvidado por un
instante de que estaba allí. Pero una ligera sonrisa apareció en el rostro de
Jonas, y ella supo que podía leer su reacción. «¿Quieres que me ocupe de
él?», parecía decir su mirada. Silla dudó.
Jonas ya estaba mirando fijamente a Asger por encima de sus hombros.
—Silla quiere que te vayas, canalla.
Ella dejó escapar un sonido de desesperación.
—La única razón por la que no te he mostrado aún mi puño es porque a
Silla no le gusta la violencia —continuó Jonas—. Lárgate ya y podrás
conservar todos los dientes. O podemos hacerlo a mi manera —dijo
estirando el cuello.
Silla sintió un hormigueo de irritación por toda la columna.
—Para, Jonas. Dame un poco de espacio. No puedo respirar. —Jonas
retrocedió unos pasos a regañadientes.
Silla se volvió hacia Asger.
—Este hombre parece violento. ¿Estás segura con él? ¿Qué quieres que
haga, Silla?
La culpa le ardía en el estómago. ¿Por qué tenía que ser tan honorable?
—Estoy segura con él. —Se obligó a mirarlo a los ojos—. Perdóname,
Asger. Vete, por favor. —Él dio un paso atrás y luego se volvió y se alejó,
maldiciendo entre dientes.
Silla y Jonas se quedaron a solas en el pasillo.
Y, entonces, ella se abalanzó sobre él y le dio un fuerte empujón en el
pecho. Descolocado, esta vez, Jonas se tambaleó.
—¿Por qué has hecho eso, culo gordo?
Este frunció el ceño.
—Solo hago lo que tú querías.
—¿Que yo qué…? —estalló—. ¡Yo no te he pedido que hicieras eso! —
Jamás le diría que se alegraba. Jamás—. ¿De qué va todo esto, Jonas? ¿Qué
motivo tenías para fastidiarme la noche?
Jonas hizo caso omiso, paseando de acá para allá con los puños
apretados.
—Has dejado que te besara.
—Qué va. Y, además, ¿a ti qué más te da? Dejaste bien claro que yo no te
interesaba.
Él se detuvo y la fulminó con una mirada asesina.
—Debes tener más cuidado. Ese hombre podría haber sido peligroso.
—¿Y a ti qué te importa, Jonas?
Jonas se acercó a ella, acorralándola contra la pared del pasillo. Puso los
manos a ambos lados de su cabeza y se inclinó hacia delante,
desquiciantemente cerca, pero sin tocarla.
—¿Quién dice que me importe? —susurró echándole el cálido aliento en
la cara.
Ella parpadeó, sin saber si quería abofetearlo o acercarlo más y besarlo
en la boca. Jonas se movió tan rápido que no le hizo falta decidirse… la
besó, y ella se entregó a él, aliviada de que él hubiera tomado la decisión
por ella. Deslizó las manos alrededor de su cuello, unieron los labios y los
separaron, su sabor y los ardientes jadeos le vaciaron la mente de cualquier
pensamiento racional.
Los dos se liberaban por fin de la frustración y el deseo reprimido de los
últimos días. Jonas deslizó las manos por su cintura y les juntó las caderas.
Con un dolor creciente en su interior, Silla se arqueó hacia él, no lo bastante
cerca. Ella le introdujo las manos por el dobladillo de la túnica y sintió la
piel cálida y suave que había debajo. Fue otro golpe que la dejó medio
desconcertada.
«Más».
Jonas se inclinó hacia ella, le inmovilizó las manos, y ella sintió aquella
cosa dura que le había restregado aquella noche en el bosque. Le estalló un
fuego entre las piernas, y Silla se vio apretándose contra él, lo que provocó
un gemido ronco de Jonas.
—Chis —oyeron detrás de ellos; era una mujer que pasaba a toda prisa
por el pasillo.
Se separaron y volvieron a ser conscientes de su entorno. Finalmente, ella
recordó… que estaba en un pasillo público. El pecho de Jonas subía y
bajaba mientras intentaba recuperar el aliento, y Silla volvió a centrarse.
—¿Por qué? ¿Por qué me trataste así, Jonas?
Le palpitaba el pulso en el hueco del cuello mientras la miraba fijamente,
pero no respondió. En vez de eso, se inclinó para besarla una vez más, pero
ella le puso ambas manos en el pecho y lo apartó.
—No.
Jonas retrocedió y se dio un cabezazo contra la pared.
—Cometí un error.
—¿Un error?
—Llevo días luchando contra esto, Silla. Toda la noche. No puedo parar.
Silla observó la oscilación de su garganta, sin saber qué decir.
—¿Luchar contra qué? —consiguió decir por fin.
—Me has destrozado… hechizado… Lo único que sé es que soy infeliz.
No pienso más que en tus labios, en el olor de tu pelo. En lo que sentí al
tenerte en mis brazos; en cómo me hiciste sentir tan vivo.
«Vivo», canturreaba también su cuerpo. «Vivo. Vivo».
«Silla Margrét, no lo mires», pensó. Se obligó a mirar a la pared que
había al lado de su cabeza. «Que no vea que te hizo daño».
—Una distracción, Jonas —dijo ella—. Eso es lo que fue. No tenía que
volver a pasar.
Sintió que le recorría la piel con la mirada, dejando un calor punzante a
su paso.
—¿Y ahora qué, Silla? Ahora viajarás con nosotros durante un tiempo.
Tenemos tiempo…, un montón de tiempo para distracciones.
Se le aceleró el corazón y cerró los ojos un instante.
—Quieres… eso.
—No puedo pensar en otra cosa. Deja que te distraiga, Silla.
Había una sensación de urgencia en su voz. La quería y, aun así…
—¡Esta noche has fingido que no existía! —le soltó.
Él abrió la boca y luego la cerró, y tragó saliva.
—No —continuó ella—. Ha sido peor que ignorarme. Te has burlado de
mí. Con esa mujer —acabó, y se cruzó de brazos.
Él se dio una palmada en la nuca.
—No significa nada para mí. Estaba… confundido.
Ella arrugó la nariz asqueada.
Jonas echó la cabeza hacia atrás y miró al techo del pasillo.
—Pensé que, si me la llevaba a la cama, te alejaría de mi mente. Pero no
llegué a hacerlo. No pude… —Jonas se pasó una mano por la barba y fijó
su mirada inquebrantable en ella—. Mira. Tengo a Ilías. A los Hachas
Sanguinarias. Y no me vinculo a nadie más. Así es más seguro. Pero me…
me gustas. Más de lo que deberías gustarme.
A Silla le latía el corazón con tanta fuerza que casi no podía oír lo que
decía.
—Creo que… me aterraba. Tal vez pensé que, si te dejaba sola sin más,
todo volvería a ser como antes. Pero cuando te vi llevarte a ese guerrero
hacia el pasillo, supe que me había equivocado. —Soltó un largo suspiro—.
Me equivoqué al tratarte así. Y estoy harto de luchar contra ello, Silla. No
deberías estar con otros hombres. Tienes que estar conmigo.
Cada vez se deshacía más por dentro con cada palabra que decía y, al
final, Silla dejó que sus ojos se encontraran.
«Azul, azul, azul».
—¿A qué te refieres con «estar»? —preguntó en voz baja.
—A lo que tú quieras que se refiera.
A Silla le latió el pulso en el pecho, en las orejas, en la punta de los
dedos.
—Una distracción —susurró. ¿Qué estaba haciendo? Pero lo quería…
Ansiaba la corriente de energía que parecía correr entre ellos; la manera en
que su tacto le avivaba la sangre y le calentaba la piel—. Quiero que me
lleves a tu cuarto y me distraigas.
Jonas inspiró hondo. Se miraron lo que duran unos latidos y él se acercó
hacia ella. Le deslizó las manos bajo la barbilla, le levantó el rostro y
presionó su frente contra la de ella. Silla cerró los ojos y respiró. Cuero.
Hierro. Una pizca de sudor. Le recorrió la cabeza y la invadió una sensación
de nadar… como si flotara en el aire.
—Te distraeré tan bien que te olvidarás hasta de cómo te llamas.
A ella se le escapó la risa.
—¡Qué arrogante eres, Lobo!
—No, seguro de mí mismo —dijo él con voz profunda.
La condujo fuera del pasillo, trasteó con unas llaves de hierro y abrió la
puerta. Tras entrar después de Jonas, Silla vio que la habitación era casi
idéntica a la de Hekla: una cama con estructura de madera con pieles y
mantas encima, una mesa y sillas al lado de una pequeña chimenea.
Se apoyó en la pared y observó a Jonas encender el fuego. Después de
unos minutos, las llamas crepitaban suavemente en el hogar, iluminando la
habitación y desprendiendo calor hacia Silla. Jonas cerró la puerta, dándoles
intimidad, y se volvió hacia ella.
El corazón de Silla redoblaba con fuerza en sus oídos. La estancia solo
estaba iluminada por la parpadeante luz del fuego que danzaba sobre la
barba dorada de Jonas, la curva de sus labios y sus ojos azules que relucían
pese a la penumbra.
Había pensado que era guapo, pero no era la palabra correcta para
definirlo; era más que el aspecto, era la manera de desenvolverse; poderoso
y seguro de sí mismo, el tipo de hombre que tomaba lo que quería. Y sentir
sobre ella el peso de su atención era tan apabullante que sintió que se
mareaba. Silla avanzó, acortando la distancia entre ellos, y extendió las
manos temblorosas para coger las de Jonas. Sus manos grandes y rudas se
deslizaron contra las suyas y le provocaron un hormigueo que le ascendió
por los brazos. Silla levantó la vista, lo miró y murmuró:
—Yo también pensaba en ti, ¿sabes?
—¿Y en qué pensabas, Silla?
Con los pulgares le trazaba tiernos círculos en el dorso de las manos.
—En lo mediocres que son tus labios.
Ella se puso de puntillas y lo besó.
—Estas cosillas —dijo mientras le tomaba las manos y se las ponía en la
cintura—. Este cuerpo absolutamente corriente. —Subió los brazos hasta su
pecho y luego le envolvió los hombros con ellos, y levantó la vista hacia sus
ojos.
Jonas ahogó una risa, la abrazó con fuerza y le acarició la sien con la
nariz.
—Anda, ahora me pregunto si de verdad eres la mujer obediente que
pensaba que eras.
Silla dejó escapar un suspiro trémulo, pero entonces se besaron. Él la
condujo hacia la cama y la tendió sobre las pieles suaves. Ella se deslizó
hacia atrás y Jonas gateó hasta tener los codos a cada lado de su cabeza. Y
luego la volvió a besar, más a fondo, con más rudeza, con una nueva
urgencia. Su boca era ardiente y húmeda, la barba le rozaba las mejillas y
esa combinación la volvía loca.
Silla se dejó ir tan completamente que el tiempo parecía no existir. Los
segundos se convirtieron en minutos, pero no importaba. Solo estaban ellos
dos y el deseo chisporroteaba en su interior, con tal intensidad que parecía
que no podía estar lo bastante cerca de él.
Jonas se apartó, pero ella lo volvió a atraer.
—No pares —dijo mascullando las palabras—. Si paras, me muero.
Y lo decía en serio; solo le importaba obtener más de aquello, de aquel
desamparo, esa imperiosa necesidad de él que la consumía por completo.
Su risita era grave y le envió vibraciones por todo el cuerpo y la hizo
jadear.
—No podría permitirlo —les murmuró a sus labios—. Esta noche tengo
planes para ti.
Jonas le apartó el pelo a un lado y le besó el punto sensible justo debajo
de la oreja. Silla se apretó contra él jadeando, ansiando más de aquello.
—Quería decirte… —jadeó ella— que no tengo bolsillos en el vestido.
Es muy poco práctico. Pensé que te gustaría.
—He cambiado de idea en cuanto a lo de tus vestidos —dijo, levantando
la cabeza.
—¿Cómo?
Señaló el bordado de su cuello.
—Quédate esos vestidos desaliñados, Silla. Esta noche me han entrado
ganas de darle un puñetazo a cualquier hombre que te miraba. —Le
tanteaba los cordones con los dedos—. Ahora quítatelo y échalo al fuego.
Ella abrió los ojos como platos.
—¡No puedes quemarlo! Me lo ha comprado Hekla.
Jonas seguía manipulando con torpeza los cordones, pero al final lo
consiguió, le desató el vestido y se lo bajó cada vez más y más, hasta que se
lo quitó del todo. Le quitó la ropa interior, y entonces ella se tumbó desnuda
con aquel glorioso guerrero de cabellera dorada cerniéndose sobre ella.
—Qué hermosa eres—murmuró él, con unas notas de reverencia y
asombro en la voz. La miraba posesivo mientras inspeccionaba hasta la
última curva de su cuerpo. Mientras él le pasaba los nudillos levemente por
el pecho, la invadió una espiral de deseo.
—Eres perfecta, Silla —dijo, mirándola a los ojos.
La emoción le cerraba la garganta. Nadie la había llamado hermosa antes,
y mucho menos perfecta. Pero luego recordó que lo más probable era que
esto fuera lo que el Lobo les decía a todas las mujeres.
Este bajó la cabeza para besarla, pero ella le puso los dedos en los labios.
—Tú también —susurró.
Quería verlo, necesitaba desesperadamente sentir su cuerpo desnudo
deslizándose contra el suyo.
Jonas arqueó una ceja, pero no necesitó que insistiera. Sin dejar de
mirarla, se quitó la túnica en un único movimiento rápido. Silla tenía la
certeza de que había dejado de respirar durante un minuto mientras
asimilaba todo aquello. Era asombroso; toda la piel ligeramente bronceada
y los músculos cincelados por todo el amplio pecho y el vientre ondulado.
Y mientras se descalzaba las botas y se bajaba los calzones, ella contempló
otro excitante espectáculo. Una sonrisa arrogante se instaló en la mirada de
Jonas cuando la pilló mirándolo fascinada.
—Qué arrogante eres… —murmuró ella, con una ligera sonrisa.
—Seguro de mí mismo —repitió él, caminando despreocupado hacia
ella.
Luego Jonas volvió a acomodarse sobre ella, y el ardor de su piel contra
la suya fue tan embriagador como se lo había imaginado. Sus bocas se
unieron en un beso hambriento y ardiente, y a medida que su mano se
deslizaba por su estómago y su pecho, se arqueó contra él. Sus manos le
rozaron el estómago, y más abajo, hasta llegar entre las piernas, donde
presionó con cuidado y frotó en pequeños círculos. Con un jadeo, Silla se
levantó sobre los codos, con el entrecejo fruncido.
Jonas levantó la cabeza con los ojos fijos en los de ella.
—¿Nunca has sentido el contacto de un hombre, verdad, Ricitos?
Silla sintió una descarga que le subió hasta el cuello. Jonas frunció los
labios en una sonrisa de satisfacción mientras le apartaba un mechón de
pelo por detrás de la oreja.
—No tienes ni idea de lo mucho que me gusta esto. Mis labios, los
únicos que tocan los tuyos. Mis dedos, los únicos que te acarician. —Sus
ojos tenían un brillo posesivo que hizo que el calor de sus mejillas se
expandiera hasta lo más profundo de su ser—. Confía en mí, y haré que te
sientas tan bien que se te retorcerán los dedos de los pies y no verás más
que las estrellas.
—S-sí —consiguió decir—. Por favor.
Reclinándose, Silla se estremeció cuando volvió a tocarla, con los dedos
acariciándole suavemente la carne más íntima. Un dedo largo se introdujo
en su interior, y ella apretó cuando se retiraba. Enseguida se le unió un
segundo dedo, y no tardó en sentirse mareada, efectivamente, se le
retorcieron los dedos de los pies, y de sus labios salieron unos sonidos…
susurros y suspiros y unos inconexos «sí» y «por favor» y otras cosas más
incoherentes. Su interior se apretó más y más fuerte, levantando las caderas
de las pieles, pero él la bajó con una mano mientras le introducía los dedos
con la otra. A medida que los curvaba y se los introducía a fondo, Silla dio
un gritito.
Jonas emitió un sonido de satisfacción.
—¿Eso es por mí, Ricitos? Sí, dámelo todo.
Sus palabras carnales la llevaron al límite. La presión se volvió
insoportable durante un segundo, dos. Y después, con la respiración agitada,
se rompió en un torbellino de mil pedazos. La inundó una marea de placer
mientras los músculos de alrededor de los dedos de las manos se le
estremecían. El éxtasis parecía no tener fin, Jonas exprimía hasta la última
gota de su ser, y solo se detuvo cuando el cuerpo de Silla se quedó inerte.
Permaneció allí tumbada durante una pequeña eternidad, con la
respiración entrecortada y unas luces que estallaban por detrás de sus
párpados.
«Y ya está», pensó Silla. Esto era lo que la había hecho sentirse más viva
en toda su vida.
Mientras su visión volvía a centrarse y se apaciguaba el retronar de su
corazón, se dio cuenta de que Jonas la miraba fijamente. Mechones de su
cabello dorado se le habían soltado de la trenza y le caían sobre la frente:
sus suaves labios dibujaban una sonrisa. Dioses. En ese momento era tan
primitivamente macho que le dio un vuelco el estómago.
—Tócame —jadeó él.
«Sí», pensó. Quería mostrarle lo feliz que la había hecho. Quería que se
sintiera tan vivo como él la había hecho sentirse a ella.
—Enséñame cómo—susurró Silla.
Jonas esbozó una sonrisa mientras rodaba sobre la espalda y la levantaba
para que se sentara a horcajadas sobre sus muslos, mirándolo desde arriba.
La luz del fuego captaba cada uno de los pliegues de su piel dorada, cada
cicatriz y el pequeño sendero de vello rubio ceniza que descendía por su
estómago.
Cogiéndole la mano, Jonas se la colocó alrededor de su miembro.
Cuando dejó de apretarle la mano, ella puso las suyas en su lugar.
—¿Es esto lo que quieres? —murmuró Silla, moviéndolas lentamente
arriba ya abajo.
—Sí —dijo él en voz baja.
Envalentonada, Silla continuó explorando, descubriendo los puntos que
lo hacían estremecerse y gemir y que se le agitaran las caderas. La otra
mano la deslizó por los músculos ondulantes de su estómago… Era terso,
cálido y liso allá donde lo tocara. Apenas podía creerse que él la deseara.
Solo pensar en ello le provocó una avalancha, un dulce subidón que le
recorrió todo el cuerpo.
Silla se echó hacia atrás y lo miró.
—Jonas…, quiero…
—¿Qué quieres, Silla?
Mirando a Jonas con los ojos muy abiertos, inspiró hondo. Había llegado
hasta aquí; metida hasta el fondo. Toda su vida había consistido en
decisiones inteligentes y seguras, y esta noche se había dado cuenta de lo
mucho que se había perdido. Esta noche, no quería pensar. Solo quería
sentir.
—Que me hagas sentir viva, Jonas. Tómame. Tómame entera —dijo en
voz alta y queda a la vez.
Jonas la miró con una intensidad salvaje que ella sintió en la médula de
los huesos. Con un gruñido grave, la tumbó de espaldas y la sujetó a las
pieles con un beso de ávido y puro deseo.
—¿Estás segura? —dijo con voz ronca, exhalando en cuanto ella asintió.
Frotó aquella piel ardiente contra su sexo, arriba y abajo, arriba y abajo, y
ella se aferró al vacío. Silla tuvo un segundo de inquietud; Jonas era grande,
mucho más grande que ella, y Silla sabía que le dolería por el tiempo que
había pasado con mujeres maduras alrededor de los fogones. Pero ansiaba
aquello más que otra cosa en el mundo. Quería vivir al máximo mientras le
latiera el corazón.
Las palabras de Jonas le llegaron lejanas, amortiguadas.
—Sigrún tiene unas hierbas que puedes tomar para prevenir un
embarazo. Se las pediré. No se lo dirá a nadie.
Silla asintió. El cuerpo le hormigueaba expectante, ávido. Jonas cerró los
ojos y musitó maldiciones entre dientes mientras se instalaba en su entrada.
Y entonces empezó a presionar hacia dentro firme y lentamente,
estirándola. El sudor le empañaba la frente mientras se introducía en ella
centímetro a centímetro. Se sintió llena, insoportablemente llena y, cuando
creyó que era imposible, el dolor la embargó. Silla gritó y le hincó los dedos
en los hombros.
Trémulo, Jonas volvió a maldecir, y se quedó quieto mientras le besaba la
barbilla y el cuello hasta llegar a la oreja.
—Dioses, mujer. Parece que estuvieras hecha para mí.
Hizo rodar las caderas con un gemido, el calor se intensificaba cuando se
retiró y luego la volvió a llenar una vez más.
«¿Esto es lo que se suponía que debía ser incómodo?», quiso decir Silla,
pero se mordió los labios e intentó relajarse.
—Así eres aún más hermosa —murmuró Jonas, mirando donde sus
cuerpos se entrelazaban—. Llena de mí. —La observó fascinado mientras
volvía a penetrarla.
Sus palabras obscenas encendieron una llama en el interior de Silla.
—Llena —fue lo único que pudo decir, haciendo una mueca de dolor
cuando volvía a entrar en ella. Muy llena. Muy adentro.
—Intento ir despacio, pero es que la sensación es… —Con los ojos
brillantes, volvió a introducirse en ella. Una y otra vez.
Silla sintió un cosquilleo por toda la piel y respiró hondo. Era una
invasión más brutal de lo que esperaba y, aun así, era exactamente lo que
quería, lo que necesitaba. Ella escogía eso. Elegía vivir. Elegía… a Jonas.
No existía nada más que ellos, solo el dolor y el más débil destello de
placer.
—Me regalas todo esto —murmuró Jonas. Su voz sonó grave, rasgada.
Su mirada le recorrió el rostro con avidez y bajó hasta sus pechos, se movió
con más rapidez, tensándola, llenándola—. Es mío.
Sus palabras le provocaron un sonido… Un gemido de puro anhelo.
«Más», cantaba su cuerpo, mientras le arañaba la espalda con las uñas,
mientras se perdía más a fondo que nunca. Con cada embestida, aquel
agudo dolor se atenuó cada vez más hasta que no fue más que una leve
molestia.
Jonas cambió de postura, y ella ahogó un grito cuando le llegó más
adentro, a un lugar que ni siquiera sabía que se pudiera tocar. Estalló de
gozo y, como un fuego que prende, algo nuevo empezó a aparecer. Era un
placer que limitaba con el dolor y se retorcían juntos hasta hacerse
indistinguibles. Abrió la boca y frunció el ceño mientras exploraba aquella
nueva sensación, más profunda, que la consumía más que antes.
—Sí. Dame uno más, Ricitos.
Apoyado en un codo, Jonas movió una mano entre los dos y la acarició
en su punto más sensible, y ella se estremeció con el contacto.
El mundo le daba vueltas.
—No pares.
Él incrementó el ritmo y le levantó la rodilla para, de algún modo,
penetrarla aún más adentro. Fue como echar leña al fuego. El calor
abrasador se hizo aún más intenso, con cada embate de sus caderas, y la
llevó al límite de algo nuevo, de algo más grande…
Le deslizó la mano hasta el cuello y le dio un suave apretón.
—Cuando sientas placer, di mi nombre.
Pero su mirada era demasiado intensa, demasiado… algo, y Silla cerró
los ojos con fuerza a medida que la tensión se volvía insoportable.
—Ah. Ah…
Se desmoronó con su nombre en la lengua, un infierno abrasador de luz,
fuego y placer le arrasó todo el cuerpo y la dejó convertida en cenizas
humeantes. Era nada y lo era todo, volaba más y más alto y se sumía en la
más dulce de las sensaciones.
Fue vagamente consciente de que Jonas estaba encima de ella. Un
gemido desgarrador; unos temblores le recorrieron los brazos; sus
embestidas se volvieron erráticas y, entonces, disminuyendo por completo
el ritmo se derramó en su interior. Cayendo y apoyándose en un brazo,
Jonas jadeó con cada aliento.
La mente de Silla estaba completamente en calma.
Tomo aire. Lo expulsó. Abrió los ojos para mirarlo. Se deleitó viéndole el
sudor que le perlaba la frente, el ancho pecho que subía y bajaba mientras
trataba de recuperar el aliento, las motitas verdes de sus ojos azules. Él la
miraba con una expresión extraña…, como si acabara de descubrir algo.
Cuando recuperó el habla, ella se apresuró a decir lo primero que le vino
a la cabeza.
—¿Podemos hacerlo otra vez?
Él se rio, y a Silla le dio un vuelco el corazón.
—Si aún puedes articular palabra es que me queda trabajo por hacer.
TREINTA Y NUEVE

El fuego se había reducido a unas brasas, un aroma a ceniza impregnaba el


ambiente. Jonas sabía que debería levantarse para echar otro tronco, pero
era incapaz de salir de entre las pieles.
Estaba absorto mirando cómo los finos dedos de Silla se deslizaban por
el dorso de su mano y le recorrían la piel moteada.
—¿Y esta cicatriz? —preguntó Silla.
Debería acabar con aquello. Tenía que recordar dónde debía centrar la
atención: en la misión de Istré; en reclamar sus tierras. Pero no lamentaba
para nada lo que habían hecho.
Un rato antes, Jonas había traído el cubo para lavarle los muslos y se le
despertó el cuerpo al verla tumbada sobre sus pieles. Él había sido su
primera vez. Después de todo lo que había pasado, se había entregado a él.
La calidez le inundó el pecho, pero trató de no ahondar en eso.
En algún momento, ya no pudo aguantarse más, la besó y volvió a
empezar todo otra vez. Habían rodado entre las pieles, con las extremidades
entrelazadas y los labios juntos. Jonas se preocupó por si le dolía, pero Silla
parecía deseosa, así que volvió a sumergirse en su interior. El calor
sofocante de su cuerpo le proporcionaba una felicidad que no había
conocido jamás.
Su curiosidad, su entusiasmo, su rostro hermoso y expresivo… Todo
despertaba en su interior algo primitivo… como un guerrero que necesita
conquistar. Necesitado de reivindicar sus derechos. Jamás se había sentido
así, como si nada le bastara, como si nada fuera suficiente.
«Es solo algo físico», se dijo a sí mismo. «Puedes acostarte con ella sin
entregar partes de tu ser». Pero en algún lugar recóndito de su interior, lo
dudaba. Para empezar, ya le había contado cosas de las que no solía hablar,
y el calor de su pecho no había hecho más que crecer durante la noche.
Silla reprimió un bostezo mientras un tronco se desplomaba en el fuego
con un estallido de las brasas. Jonas sabía que debían levantarse en cuestión
de horas para iniciar el siguiente tramo de camino, pero, en aquel momento,
abandonaría a la Hermandad del Hacha Sanguinaria sin pensárselo dos
veces. Para encerrarse en esta habitación y no dejarla salir.
—¿Jonas? —preguntó ella, devolviéndolo al presente—. ¿Y esta
quemadura?
—Una serpiente de fuego —dijo tragando saliva—. Uno de los peores
trabajos que hemos llevado a cabo ha sido librar a Holt de una infestación.
—Llevó un dedo al rabillo del ojo de ella y recorrió la minúscula cicatriz en
forma de medialuna—. ¿Y esto?
Ella se encogió de hombros.
—Me han dicho que me di un golpe en el ojo con la esquina de una mesa
cuando tenía dos años. No es tan divertido como tus historias. —Pero por
un instante pareció replegarse en sí misma.
—¿Dónde te has ido? —murmuró Jonas, acariciándole las mejillas con
los nudillos.
Ella le sonrió y sacudió la cabeza.
—A ningún sitio. ¿Y qué hay… de esta? —Le rozó la marca que tenía en
la mandíbula.
Jonas frunció el ceño.
—Mi padre.
Ella lo miró directamente a los ojos.
—Me interpuse entre su puño y mi madre. Llevaba puesto su puñetero
anillo.
Silla le escudriñó el rostro.
—¿Tu padre tiene algo que ver con que a Ilías y a ti no os concedieran
esas tierras?
Se le tensó un músculo de la mandíbula, y desvió la vista a las pieles que
tenía al lado de la cabeza.
—Sí.
Él notó que Silla quería hacerle más preguntas y le agradeció que no lo
hiciera. No deseaba estropear ese tiempo juntos con pensamientos de
aquellos días. Y, aun así…, si había alguien a quien podía contárselo, tal vez
fuera ella.
«Para», se exhortó a sí mismo. «Tienes que protegerte. Tienes que estar
centrado». Pero sus argumentos eran cada vez más débiles. Silla era una
buena persona. Con ella no había peligro. Era digna de confianza.
—Silla —dijo, perdiéndose en sus enormes ojos negros—. Tenemos que
mantener esto en secreto.
—¿Por qué?
—Rey me ordenó que no me acercara a ti —respondió Jonas,
colocándole un mechón de pelo por detrás de la oreja.
La muchacha tenía el pelo alborotado, las mejillas encendidas y los
labios hinchados. Eso la hacía aún más hermosa. Tenía un aire desatado que
solo él podía ver. Sintió una punzada de posesión. «Es mía».
—¿Y a Rey qué le importa?
—Cree que serás una distracción para la misión que tenemos entre
manos.
Jonas dejó escapar un largo suspiro. Sabía que Rey tenía razón, pero en
ese momento no podía importarle menos.
La irritación estalló en la mirada de Silla.
—Lo que Rey no sepa no podrá hacerle daño.
Ella se tapó la boca cuando dejó escapar, por fin, un largo bostezo.
—¿Te he dejado agotada? —dijo Jonas acariciándole el cuello.
—Y de qué manera… —contestó ella con una sonrisa traviesa—.
¿Podrías volver a distraerme mañana? —Le pasó los dedos por la barba, y a
Jonas lo recorrió un escalofrío de placer.
Le puso las manos en la cadera y recorrió la suave piel de sus muslos.
—Sí. Quiero tomarte bajo las estrellas.
Ella le dio una palmada de broma en el brazo.
—¡Qué descaro! ¿Y qué dice de mí que me guste?
—Pues confirma mis sospechas. No eres una mujer cabal. —Le dio un
apretoncito en el muslo.
—Necesitamos una señal —siguió ella—. Podría enroscarme el pelo con
los dedos. O rascarme la nariz con la mano izquierda. Y entonces ponemos
cada uno una excusa y desaparecemos en el bosque.
—Me gusta —murmuró Jonas, acariciándole el vientre con los dedos—.
Nuestro secreto. —Se incorporó y la besó en los labios.
Mientras él se echaba hacia atrás, lo miró y algo le cruzó la mirada.
—Pero si nos vamos a divertir juntos, no pienso tolerar que me trates
como has hecho esta noche —le advirtió—. No seas cruel conmigo. ¿No
podemos ser amigos delante de los otros?
Suspirando, Jonas clavó la mirada en las vigas de madera del techo.
—Podemos ser amigos. No te volveré a ignorar, Silla, lo juro. Pero me
costará horrores estar a tu lado y no poder tocarte.
Silla se incorporó.
—Bueno, pues tendrás que contenerte. Al fin y al cabo, soy una mujer de
principios. —Se le dibujó una sonrisa—. Y a ninguno de los dos nos
apetece enfrentarnos a la ira de Rey.
Silla se levantó de la cama y se metió la combinación por la cabeza.
—¿Os pasó algo durante el viaje? —preguntó Jonas. Una extraña
sensación le revolvió el estómago de repente. Sobresaltado, se dio cuenta de
que eran celos.
Una mirada de desconcierto le cruzó como un destello el rostro, pero
enseguida la transformó en una mirada neutra.
—Dejó que me atacara un ciervo vampiro. Y fue… Bueno…, fue muy
Ojos de Hacha.
—No intentaría nada inapropiado contigo, ¿no?
Silla se volvió rápidamente hacia él.
—No. ¿Qué? Claro que no.
—Bien, Silla, porque no quiero que beses a otro que no sea yo.
Joder, por los dioses misericordiosos. ¿Quién era esa persona y por qué
decía esas cosas?
Ella estalló en una carcajada mientras observaba la cara que ponía.
—¿Por qué te ríes?
—Es… emocionante ser objeto de tus celos.
Jonas frunció el ceño.
—Y ahora que no te vengan ideas raras, mujer.
—¿Cómo cuál?
Se puso el vestido.
—Como la de intentar ponerme celoso.
A Silla le brillaron los ojos.
—Hum. Supón que colocara mis pieles para dormir al lado de Ilías, ¿eso
te pondría celoso?
Este soltó un gruñido.
—Ni se te ocurra.
—¿Y… si me sentara cerca de Gunnar a la hora de la cena para que
nuestras piernas se rozaran un pelín?
Jonas suspiró.
—Me vería forzado a enseñarle el hacha. No me obligues a hacerlo, Silla.
Ella se apoyó contra la puerta y emitió un largo suspiro.
—Ojalá pudiera quedarme.
En cuestión de segundos, Jonas había cruzado la estancia, la había
abrazado por la cintura y la estaba besando. Fue un beso dulce y suave para
acabar la noche, pero su lengua juguetona prometió lo que estaba por venir.
Silla suspiró mientras se apoyaba en él.
—Buenas noches, Jonas.
Abrió la puerta y se fue por el pasillo.
—Buenas noches, Silla —murmuró a su vez.

SILLA LLEGÓ a las escaleras y subió a la habitación que compartía con


Hekla. Estaba tan cansada y temblorosa que, manejando torpemente la
llave, falló los dos primeros intentos de meterla en la cerradura. Justo
cuando lo consiguió, la puerta se abrió y una Hekla adormilada se la quedó
mirando.
Silla le devolvió la mirada, completamente consciente del estado de su
pelo y de su vestido.
Hekla esbozó una sonrisa picarona.
—Ay, dúlla. Tienes que explicarme muchas cosas.
SEGUNDA PARTE

CENIZAS

Los grandes actos y los malos actos,


a menudo, se ensombrecen
los unos a los otros.

SAGA DE GISLI SURSSON


CUARENTA

La Cresta de Skalla

Su pelo rojo fuego estaba fuera de lugar en aquella celda húmeda. Era
demasiado reluciente, demasiado exuberante para ese sitio de desdicha y
muerte. A Skraeda le ardía el pecho mientras miraba a través de los
barrotes a su imagen exacta. Las manos esposadas con hindrio para
neutralizar su magia cinérea; Ilka temblaba de miedo y confusión.
—Skraeda, has cometido un error —susurró Ilka—. Puedes deshacerlo.
Puedes hacer las cosas bien. Diles que te equivocaste.
El interior de Skraeda era una vorágine de emociones: culpa y
autodesprecio, pero también, la más fuerte, irritación. La irritación porque,
tras todos estos años, Ilka ni siquiera hubiera intentado adaptarse a este
mundo. Era demasiado blanda. Demasiado amable. El galdur que corría
por sus venas podía darle un gran poder y, aun así, ella pensaba que era
una carga. E Ilka no parecía entender lo más mínimo a Skraeda.
—Hago lo que hace falta para sobrevivir, Ilka —dijo con serena
determinación.
Y entonces la vio…, vio esa mirada en los ojos de su gemela que la
perseguiría para siempre. El momento en el que Ilka, por fin, cayó en la
cuenta.
—No eres mejor que ellos —le espetó Ilka, sacando por fin el veneno en
sus palabras.
«Ya es demasiado tarde para ti», pensó Skraeda. La entristecía tener que
haber llegado a eso. Pero en su reino, si eras galdra, era matar o morir. Y
Skraeda no estaba preparada para morir.
—Deberías estar orgullosa, hermana —dijo—. Tu don ya no se
desperdiciará en ti. Se utilizará para moldear este reino acorde con la
visión de la reina. Será tu legado, Ilka.
A su hermana se le inundaron los ojos de lágrimas.
—Eres una traidora a los tuyos, Skraeda.
—Soy una oportunista…
—¡Solo piensas en ti misma! —gritó Ilka.
Su voz resonó en las paredes de piedra de la celda. Skraeda no
recordaba ni una sola vez en que su gemela hubiera alzado la voz, y se
quedó perpleja y en silencio durante un instante.
Ilka frunció los labios en una fea mueca de desagrado.
—Te crees que eres valiente…, piensas que eres una oportunista, pero no
eres más que una cobarde egoísta, Skraeda. Morirás infeliz y sola, como te
mereces.
Las palabras reverberaron en su mente, hasta que, al fin, despertó de su
sueño febril. Skraeda se vio tumbada en un saliente a medio camino del
fiordo. El sol relucía tanto que, durante un buen rato, pensó que estaba
inmortalizada en luz entre las estrellas.
Fue el picoteo de un cuervo lo que la devolvió a esta vida, tirándole de
las trenzas y provocándole un dolor agudo en el cuero cabelludo. Le arreó
varios manotazos. Con un graznido de protesta, el ave alzó el vuelo y se
unió a la bandada que volaba en círculos más arriba; buitres carroñeros
esperando a que exhalara el último aliento.
Y, entonces, lo recordó todo súbitamente: aquel enorme guerrero que
yacía en el borde de la cresta, esperando el golpe de gracia. El dolor en el
cráneo, envolviéndola de negrura.
La muchacha.
Se había centrado tanto en el sufrimiento del guerrero que se había
olvidado de aquella chica.
«¿Cómo puedes ser tan tonta?», se reprochó. No había sido capaz de
controlarse. Tras días de espera al acecho, ahí estaba, delante de ella: la
muchacha sin su capa roja, pero a la que reconoció al instante. Después de
cientos de kilómetros y de las incontables noches pasadas imaginando ese
momento, allí estaba.
Había surgido el pequeño detalle del guerrero. Era grande y habilidoso, y
en el momento en que se dio cuenta de que contaba con más espadas que
ella, había tirado del hilo de su aflicción con su control mental. Lo había
desprendido de su aura y, con unos rápidos tirones, lo tuvo tumbado de
espaldas y con la cabeza colgando del saliente de la Cresta de Skalla.
Pero qué tonta había sido por olvidarse de la muchacha.
El cráneo le palpitó como si quisiera confirmarlo, y se frotó el chichón
abultado. Se encendió la ira en su interior, y sintió la necesidad de
quemar… de destruir.
«Primero tienes que subir al precipicio, imbécil», se dijo.
Y, entonces, comenzó la ascensión. Con las costillas magulladas y un
hombro dolorido, escalar el fiordo resultaba una tarea lenta, y un
movimiento en falso certificaría su muerte.
Pero la impulsaba la necesidad de sobrevivir…, las ganas de corregir su
error y conservar el favor de la reina. Ahora la chica se le había escapado de
las garras, no una, sino dos veces.
En un insólito día sin nubes, el sol era cegador. Skraeda se notaba la
lengua hinchada en la boca reseca, los músculos se quejaron cuando se
aferró a la superficie del fiordo. Agarró con una mano una raíz que
sobresalía de la cara escarpada del acantilado y tiró de ella, poniendo a
prueba su resistencia. La raíz se salió por completo y llovieron sobre ella
trozos de roca. Cerrando los ojos, capeó la tormenta cuanto pudo.
Tras muchas y largas horas de escalada, examinó el último trecho de
roca escarpada que la separaba de lo alto del acantilado: casi dos metros
de piedra lisa e impecable. No había dónde apoyarse. Pero tuvo una idea.
Inspirando hondo, desenvainó el hacha de mano y la balanceó hacia
arriba dibujando un gran arco. Se desprendieron pedacitos de roca, pero
enseguida sus ojos se fijaron en la hoja clavada a fondo en la superficie de
piedra.
El éxito le hinchó el pecho. Con la otra mano, desenvainó la hevrít y
clavó la hoja en la superficie de la roca varios palmos por encima del hacha.
Impulsándose hacia arriba, a golpe de acero, Skraeda no se atrevió a mirar
hacia abajo; el incesante estruendo de las olas era recordatorio suficiente del
destino que la aguardaba si perdía el agarre.
Los cuervos se quejaron ruidosamente en lo alto, y ella esbozó una
sonrisa.
—Hoy no os daréis un festín conmigo —murmuró entre dientes.
Y, a continuación, se impulsó sobre la cima de la Cresta de Skalla y se
tumbó jadeante en la superficie. Le ardían los músculos y la garganta le
reclamaba agua. Durante una milésima de segundo el mundo le dio vueltas,
pero Skraeda se obligó a espabilar. «Has sobrevivido», se dijo a sí misma,
con la mano tocando el contorno tranquilizador de la trenza de Ilka que
llevaba en el bolsillo. «Y ahora vas a acabar lo que has empezado».
Poniéndose de rodillas, escudriñó los alrededores: el Camino de Huesos
que conducía al norte a través de la cresta; el pinar, que sobresalía como
puntas de lanzas verdes en el cielo azul que lo bordeaba; la caída en picado
por el acantilado hacia el océano por debajo, al otro lado.
Se fijó en un objeto rojo alojado en la hierba, al borde del camino.
Obligándose a ponerse de pie, inspiró hondo para coger fuerzas antes de
acercarse a investigar.
El escudo del guerrero —partido en dos piezas irregulares que solo se
mantenían unidas por el umbo de hierro— estaba abandonado sobre la
hierba alta. Skraeda se acercó más. Sus ojos encontraron el hacha pintada
en el escudo, el carmesí que cubría la hoja y goteaba formando un charco
debajo.
—No conozco este sigilo —dijo, levantando el escudo roto—. Pero
descubriré a quién pertenece.
El sonido de unos cascos hizo que agarrara el hacha de mano con más
fuerza, pero era solo su montura, que galopaba hacia el sonido de su voz.
Sintió una oleada de alivio. Por fin le sonreía la fortuna. Tenía a su caballo,
sus provisiones en las alforjas y el sello de aquellos con quienes viajaba la
muchacha.
Tras darle un largo trago al odre de agua, Skraeda montó en su caballo y
se dirigió hacia el norte por el Camino de Huesos.
—Sé quién eres —dijo en voz alta— y pronto sabré con quién viajas.
Las olas rompieron mucho más abajo de la cresta y los cuervos graznaron
en lo alto.
—La próxima vez que nos encontremos será la última, muchacha.
CUARENTA Y UNO

Hver

Era temprano, demasiado temprano, cuando Silla salió de debajo de las


pieles y se subió al carro. La ciudad de Hver aún seguía durmiendo tras las
celebraciones del Día Más Largo, y la Hermandad del Hacha Sanguinaria
avanzaba con lentitud. Ilías se tambaleaba de un modo que sugería que
seguía borracho y llevaba el pelo de cabello de oso de las cavernas recién
despierto hecho unos zorros.
Los ojos de Silla se cruzaron con los azules de Jonas. Recorrió sus rasgos
con la mirada, las oscuras ojeras y un largo y completo bostezo eran las
únicas pistas de sus actividades de la noche anterior. Sintió un calor en el
vientre cuando bajó la vista a su barba y le volvieron los recuerdos: la
sensación entre sus dedos, el roce en el cuello. Como si le estuviera leyendo
la mente, una sonrisita asomó a los labios de Jonas…, una sonrisa que
prometía más distracciones.
Mientras se acomodaba sobre el montón de pieles en una esquina del
carro, algo duro la golpeó en la espalda: un libro. Tres libros, para ser
exactos. Los sacó y examinó las cubiertas. El primero lo reconoció, era el
libro que Rey le había arrebatado a Kraki: Criaturas de Íseldur. Pasó los
dedos por la cubierta lisa de cuero del siguiente, recorriendo cada letra de
las palabras Hierbas de Íseldur. Una guía completa. El tercer libro,
curiosamente, era Breve historia de Íseldur.
Silla desvió la mirada de los libros a Rey. Alto y estoico, iba sentado
sobre Caballo, y el sol se reflejaba en sus voluminosos rizos.
—¿Los has robado para mí, Ojos de Hacha?
Él ladeó la cabeza.
—Esos libros pertenecen a la banda. Solo cogí los que nos pertenecían.
—Estás hecho un bandido, ¿eh, Reynir?
Su ronco gruñido la hizo sonreír. Era evidente que no le gustaba que lo
llamaran por su nombre completo.
—¿Y me los confías a mí?
La piel de lobo que llevaba colgada de los hombros se levantó y
descendió al encogerse de hombros.
—Los libros me parecían una buena manera de evitar que hablaras. —
Suspiró—. Aunque ya empiezo a arrepentirme.
Ella frunció el ceño mientras estudiaba la ancha espalda del líder de los
Hachas Sanguinarias. Ese hombre era desconcertante. Rey había
amenazado con matarla más de una vez, y ahora tenía un gesto de
amabilidad hacia ella: un alivio a su aburrimiento, en realidad.
Escogió Hierbas de Íseldur y fue pasando las páginas con los dedos.
Estaba muy contenta, pese a que no contenía aventuras ni historias de amor.
Buscó el apéndice, pasó el dedo índice sobre la palabra saúco y se detuvo
en skjöld. Se le paró el corazón.
Fue a la página 233 y leyó:
Nombre botánico: skjöldablóm
Nombre(s) común(es): skjöld

Silla pasó de largo la parte del hábitat y la descripción hasta llegar a la


sección que quería.
Usos: El skjöld tiene potentes propiedades calmantes. Históricamente, se suministra en
pequeñas dosis para tratar la tensión del cuerpo y los terrores del espíritu.
Efectos secundarios: el bloqueo del kjarna evita que los usuarios se activen. Se recomienda el
skjöld solo para uso a corto plazo, debido a las visiones fantasmagóricas y los peligrosos efectos
secundarios de los que informan los usuarios a largo plazo.
Advertencia: El skjöld debe utilizarse con extrema precaución, ya que una dosis elevada
puede producir dolores en el pecho, dificultad respiratoria, pérdida del control del cuerpo y la
muerte. El skjöld es sumamente adictivo. Acabar el tratamiento puede provocar algunos
síntomas como dolores de cabeza, temblores, fiebre, náuseas, taquicardia y pérdida de la
consciencia.

Aquellas palabras fueron como una bofetada en toda la cara.


Como un golpe en el estómago.
Como una flecha clavada en el corazón.
—¿Qué significa? —preguntó la niña rubia, sentada junto a ella en el
carromato.
—No lo sé —dijo Silla con la respiración entrecortada. Releyó los
párrafos. Una vez. Dos. Una y otra vez hasta que entendió las palabras.
Había algunas que no comprendía del todo. Pero las que sí, la hundieron en
la miseria.
Acabar el tratamiento puede provocar algunos síntomas como dolores de cabeza.

Silla era incapaz de respirar. No podía pensar. Solo podía tragarse las
palabras e intentar digerir su significado. El skjöld no se utilizaba para
tratar dolores de cabeza.
—Los dolores de cabeza son el síntoma de que se ha pasado el efecto de
las hojas —susurró la niña.
Silla quería vomitar. Quería gritar. Se le aturullaba la mente al intentar
comprenderlo. Todos aquellos años de miedo, de expectación, de estar presa
de los dolores de cabeza lacerantes. ¿Había sido todo mentira? Esos dolores
de cabeza crónicos eran parte integrante de ella, la habían moldeado como
persona. Fue como descubrir una pieza de su ser que jamás había estado
allí.
Ya no se conocía a sí misma.
¿Quién era?
Por las cenizas de los dioses sagrados, ¿quién era?
Silla se aferró a un lado del carro en mitad de una ira furiosa y convulsa e
intentó mantener la calma antes de saltar en mil pedazos. Maldijo a su
padre, y su fe y su confianza en él se volvieron a hacer añicos una vez más.
—Te mintió —dijo la chiquilla rubia con solemnidad—. Sin parar.
Pero la mente de Silla no se detendría en aquello, porque había más.
Los usuarios a largo plazo han informado de visiones fantasmagóricas…

La niña.
La niña.
—¿Soy un producto de las hojas? —preguntó la chiquilla, examinándose
la mano.
—Debes serlo —murmuró Silla—. ¿Cuándo nos conocimos?
Su mente retrocedió, intentando recordar cuándo había empezado a
tomarlas. Todo lo que había sucedido durante aquel caótico verano cuando
tenía diez años. Hacía ya tanto tiempo… Tenía escasos recuerdos, eran
como fogonazos entremezclados. Los ojos verdes de su madre. El eneldo.
El eclipse. Un destello de luz blanca. Pena y miseria, e incesantes huidas.
Se le escapó un sonido ahogado, y se sintió al borde de la implosión.
Tantos años de mudanzas para huir de las habladurías, para huir de la
sospecha de los klaernar. Tantos años de soledad siendo una forastera.
Tantos años escondiéndose y siempre a la fuga… y sin apenas vivir el
presente. ¿Y para qué?
—Las hojas —contestó la niña—. Todo se reduce a las hojas.
El skjöld es sumamente adictivo… una dosis alta puede producir dolores en el pecho,
dificultad respiratoria, pérdida del control del cuerpo y la muerte.

Las hojas eran veneno, como ya le había dicho Rey. Silla se volvió y fijó
la vista en su espalda, que se balanceaba con el movimiento de Caballo.
Todo lo que le había contado de las hojas, según el libro, era cierto. «Su
hermano…». Cerró los ojos con fuerza.
El vial le colgaba pesado del cuello y, ahora, más que un consuelo era un
ancla que tiraba de ella hacia abajo y la hundía poquito a poco. Le entraron
ganas de arrancárselo del cuello y tirarlo lo más lejos posible. Y, aun así, no
podía hacerlo. Las ansiaba… las necesitaba.
La punzada de esta reciente traición le inundó los ojos de lágrimas. Su
vida era una mentira, y la única persona con respuestas estaba muerta. ¿Por
qué? ¿Por qué le mentiría sobre la naturaleza de las hojas? ¿Qué posible
motivo tendría para suministrarle unas hojas adictivas y sumamente
peligrosas? Hojas que la hacían ver niñas fantasmagóricas. Hojas que la
obligaban a moverse, a vivir una existencia desgraciada.
—¿Sería para controlarte? —preguntó la niñita—. ¿Para que dependieras
de él?
Silla se hundió en las pieles, anestesiada y estupefacta por la sorpresa,
mientras la niña se sentaba a su lado y le acariciaba el pelo.
—Tranquila —murmuró la pequeña—. Real o no, Silla, estoy aquí
contigo.
Silla tenía la mente estancada en un bucle sin fin, estancada en lo que
había leído en ese libro. Se rindió a las caricias de la niñita e intentó
recomponer los pedazos de su vida. Pero solo había más preguntas.
Podían haber pasado minutos, puede que incluso horas. Pero, al final, la
niña se desvaneció en la oscuridad y la mirada distraída de Silla se posó en
Jonas. Flanqueado por Ilías y Sigrún, cabalgaba detrás del carromato.
Al mirar a Jonas, los nudos de la tensión se fueron aflojando lentamente.
Este la repasó con la mirada de una forma íntima y cómplice. Como si la
estuviera cartografiando, haciendo planes para ella. Y aunque le dolía el
cuerpo de la noche anterior, Silla se estremeció de deseo.
—Hoy estás cansado, Jonas —dijo Ilías, mirando hacia Jonas.
Jonas no dijo nada, y arqueó una ceja mirando a su hermano.
—La próxima vez me pediré una habitación alejada de la tuya —
continuó Ilías, gruñón—. No podía dormir con el jaleo que provenía del
otro lado de la pared. —Hizo una pausa—. No era el bellezón de cabello
negro; la vi abrazada a otro guerrero cuando te fuiste. ¿A quién te llevaste a
la cama, hermano?
—Me sorprende que te dieras cuenta de nada viendo que estabas a punto
de llevarte a la cama a la morena aquella en el patio.
—Sí —sonrió con suficiencia Ilías, luego frunció el ceño—. La cosa
prometía. Hasta que llegó su hermana, se la llevó a rastras y me aguó la
fiesta.
Jonas soltó una risita.
—Tal vez deberías elegir a las menos ebrias, hermanito.
—Pero es que no puedo evitarlo. Las destructivas solo desean a alguien
que las quiera, y a mí me hace feliz complacerlas.
—Eres un villano en ciernes, ¿eh? —dijo Jonas, aunque con un punto de
cariño—. ¿En qué me he equivocado contigo?
Ilías sonrió como si estuviera satisfecho.
—Pero a ti… a ti no te fastidiaron la diversión, Jonas. ¿Quién era la
chica?
Jonas dejó escapar un largo suspiro.
—¿Desde cuándo te callas los pormenores? —insistió Ilías.
Jonas dirigió la vista a los cielos.
—No quiero hablar del tema, Ilías.
—Me decepcionas, hermano. ¿Qué gracia tiene, entonces?
—Me agota esta discusión, Ilías. Ve a preguntarle a Puños de Fuego
cómo le fue a él la noche.
—Mejor no —dijo Ilías—. Prefiero conservar mis pelotas… y no que me
las hagan papilla.
Mientras Jonas se reía, Silla tomó nota para informar a Hekla de que sus
encuentros amorosos con Gunnar no eran tan secretos como se pensaba.
Ilías no desfallecía.
—Cuanto más callas, más despiertas mi curiosidad. Me has planteado un
reto… y no descansaré hasta descubrir quién es esa mujer.
—Tú sigue así y tendré que hacerte una cara nueva —dijo Jonas, por fin,
incapaz de retener un bostezo—. No hay misterio alguno. No era nadie en
especial…, solo una muchacha.
Silla frunció el ceño, pero la calidez del sol y la suavidad de sus pieles
eran una combinación muy potente. Le pesaban los párpados, y se quedó
sin fuerzas mientras las voces se desvanecían y el sueño se apoderaba de
ella.

—VAYA, NO TE VEO MUY DESCANSADA —sonrió Hekla, burlona,


mientras le ajustaba la postura a Silla.
Había treinta pasos desde el fuego, en un extremo del claro en el que
había acampado la banda. La brisa era cada vez más fría y transportaba el
aroma familiar de los bosques. Hoy, a medida que viajaban por el Camino
de Huesos, los prados al norte de Hver habían menguado rápidamente y el
bosque costero volvía a alzarse a su alrededor. Según el mapa de Silla,
continuarían a lo largo de la costa de Íseldur durante un tiempo hasta llegar
a las Tierras Altas y a la localidad de Skutur.
Girando los hombros, Silla se preparó para intentar otra vez escapar de
un estrangulamiento trasero. Las sienes le palpitaban levemente, pero Silla
aún no se había tomado su dosis de skjöld. Había decidido que esta noche
se la saltaría.
—Pues sí. He dormido todo el día —reconoció Silla con un ramalazo de
remordimiento.
—Ya lo sé, ya. Te odio un poquito.
Silla reprimió una sonrisa.
—Si te hace sentir mejor, esta noche preferiría tener insomnio.
—Hum. Eso ayuda, pero creo que estaríamos en paz si me contaras lo
que pasó anoche.
Durante todo el día, Hekla había estado intentando sonsacarle detalles
sobre los acontecimientos de la noche anterior.
Silla apretó los labios.
—No puedo.
Hekla le dirigió una exagerada mirada de enfado y luego se colocó detrás
de ella. Rodeó el cuello de Silla con su brazo de metal y lo dobló por la
articulación del codo.
—Podría apretar con ahínco y sacarte las respuestas a la fuerza.
—No se ahoga a una amiga por unos detalles sórdidos.
—Vale —suspiró Hekla—. Ahora, recuerda, tienes que cogerlos
desprevenidos. Que tus movimientos sean rápidos y potentes.
Hekla le apretó el cuello a Silla con el brazo protésico y le inmovilizó la
mano izquierda. Silla dobló el cuerpo hacia atrás con el impulso e inspiró
para coger fuerzas. Como habían practicado, esta se giró de lado,
retrocedió, rodeó a Hekla por la cintura y la hizo caer al suelo.
—Ha sido pasable —dijo Hekla—. Repítelo como una guerrera, como si
te fuera la vida en ello. Y no tengas miedo a hacerme daño. Lo puedo
aguantar.
Lo repitió varias veces, y con cada pase, Silla ejecutaba la acción con
más rapidez e intensidad.
Hekla soltó a Silla, retrocedió y chasqueó sus garras hacia dentro y hacia
fuera con un aire de impaciencia.
—No me puedo creer que me lo estés ocultando. Pensaba que éramos
amigas.
—¡Mira que eres insistente!
Hekla sonrió burlona.
—Prefiero «decidida».
Silla suspiró.
—A primera hora de la noche conocí a un hombre y digamos que…
intimamos.
Hekla enarcó una ceja negra y apoyó la mano metálica en su cadera
curvilínea.
—Los detalles, Silla.
—Gunnar me dijo que no se harían preguntas sobre lo que pasa durante
el Día Más Largo —se quejó Silla.
—¡Dame un nombre por lo menos!
—Asger.
Silla hizo una mueca al recordar la horrible mirada que le lanzó cuando le
pidió que se fuera.
—Has fruncido el ceño. ¿Qué quiere decir? ¿Que no te complació?
—Ah, no. Me complació… muchas veces. —Silla se tapó la boca con la
mano, arrepentida.
Pero Hekla se partió de risa y fue contagioso. La propia carcajada de
Silla salió a borbotones y, al poco, estaban las dos desternilladas de la risa.
Al dirigir la mirada hacia el fuego, Silla descubrió que las miraban cinco
pares de ojos.
—¿Y tú, Hekla? ¿No me dijiste anoche que tenía la habitación para mí?
¿Por qué volviste?
Hekla resopló.
—Gunnar ronca tan fuerte que tiemblan las paredes. Me vi obligada a
dejarlo para poder dormir algo. Imagina mi sorpresa al encontrar nuestro
cuarto vacío. —Frunció los labios—. Me alegro por ti, dúlla.
Silla abrió la boca para contestar, pero la interrumpieron.
—No puedo soportar más ver esto —gruñó Rey, dirigiéndose furioso
hacia ellas. La palpitación en las sienes de Silla se intensificó—. Tus torpes
intentos de defenderte hacen que me duela el cráneo. Por eso casi te dejó
seca un ciervo vampiro, Rayo de Sol.
Silla frunció los labios mientras las largas piernas de Rey acortaban la
distancia entre ellos. Esperaba que no hubiera oído la conversación.
—Ay, déjalo, Rey —soltó Hekla, enfadada—. No nos escatimes un poco
de diversión inofensiva, anda. Silla está mejorando, si tenemos en cuenta
que hace unas semanas ni siquiera sabía desenvainar la daga.
Iluminado por detrás por la luz del fuego, el tamaño y la apariencia de
Rey hicieron que se enrareciera el ambiente.
—Tampoco pudo desenvainarla hace dos días, si no recuerdo mal —dijo
con su voz ronca y grave—. Me he cansado de presenciar tus lamentables
intentos, Rayo de Sol, y he decidido que necesitas ayuda.
Silla entornó los ojos.
—¿Qué tienes que decir tú de mi destreza defensiva?
—Aquí fuera somos tan fuertes como el más débil de nosotros —dijo
Rey—. Y, Rayo de Sol, tú sola hundes a los Hachas Sanguinarias.
Silla notó que se había ruborizado y se maldijo en silencio por reaccionar
ante sus palabras.
—Tal vez deberías recordar quién te prepara la comida, Rey.
Hekla soltó una carcajada y aplaudió.
—Yo me tomaría sus palabras en serio, Rey. Que no te engañe su dulce
sonrisa. Creo que, en secreto, es una fiera.
—Y no tan en secreto —murmuró Rey. Se le tensó un músculo de la
mandíbula y Silla sintió una punzada de culpa.
—Bueno —reflexionó Hekla—. No te irá mal que él te corrija la postura.
Me cuesta ver bien estas cosas cuando estoy detrás de ti.
El rostro de Rey siguió inmutable.
—Entonces, decidido. Repasad el movimiento de antes y yo corregiré
vuestros muchos errores.
Silla tragó saliva. Hekla se colocó detrás de ella, le rodeó el cuello con un
brazo y Silla ejecutó todos los movimientos bajo la atenta mirada de Rey.
Todo lo que había practicado se le fue de la cabeza. Torpe y descoordinada,
cayó al suelo. Soplándose de la cara un mechón rebelde de pelo, volvió a
ponerse en pie.
Rey parpadeó poco a poco. Silla apretó los puños y contuvo las ganas de
estrujarle el cuello. No tenía ni idea de cómo podía enfurecerla aquel
hombre con el simple movimiento de las pestañas.
Se humedeció los labios y se apartó una brizna de hierba de la manga.
—Me pones nerviosa. Puedo hacerlo mejor.
Lo repitieron con una mejora mínima.
—Esperas demasiado.
Se tensó cuando Rey se acercó a ella. La luz del fuego le acentuaba la
curva del pómulo, sus negros rizos. Le cogió el codo con la mano,
abarcándolo sin problema por completo, y con un suave tirón le recolocó el
brazo un centímetro hacia la izquierda.
—Clávale esto en las costillas y aprovecha el movimiento de su cuerpo
para tirar de ella.
La soltó y ella separó más los pies para equilibrarse. Repitieron el
movimiento y, siguiendo el consejo de Rey, el éxito fue casi instantáneo.
Una sonrisa de victoria empezó a asomar en los labios de Silla, pero
enseguida se le borró de la cara.
—Peor que una criatura —se burló Rey, aunque le centelleaban los ojos
—. Otra vez.
Rey les hizo ejecutar el movimiento defensivo por lo menos diez veces
más, ajustando la postura de Silla, el ángulo del codo, gritando trucos y
consejos. Al décimo intento, a Silla los músculos se le quejaron de dolor.
Sin embargo, había sido el mejor intento de hacer caer a Hekla.
Rey se quitó la piel de lobo de los hombros y la dobló con cuidado en el
suelo. Debajo llevaba una túnica azul de lana y tatuajes negros que
ascendían enroscándose en su cuello.
—Ahora probarás suerte conmigo. Intenta tumbarme, Rayo de Sol. Otra
vez. —Curvó las comisuras de los labios. Para él, eso equivalía a una
sonrisa.
Hekla miró a Silla y a Rey alternativamente.
—¿Me he perdido algo?
Rey empezó a remangarse la túnica y a Silla se le fueron los ojos a sus
antebrazos musculosos cubiertos con más tatuajes sinuosos. En el antebrazo
derecho, los tatuajes se arremolinaban como en su cuello, pero el del
izquierdo era una cola sinuosa y retorcida. Se descubrió preguntándose
hasta dónde llegaba la tinta y qué llevaba grabado en el pecho…
—Me hizo caer de culo —decía Rey—. Lo más competente que ha hecho
desde que se unió a nosotros.
A Silla le temblaron los dedos.
—Ojalá pudiera volver a hacerlo.
—Inténtalo.
Ese hombre había descubierto su punto débil: la incapacidad de Silla para
rechazar un reto. Pero seguía sin estar segura de cómo había conseguido
hacerlo caer de aquella manera. Tras repasarlo mentalmente, la única
explicación que encontraba era que lo había pillado desprevenido.
—Muy bien, Reynir —dijo Silla, sonriendo ampliamente ante su burla—.
Probaré suerte.
—No me llames Reynir —le dijo lentamente.
—Pues no me llames Rayo de Sol.
Se miraron a los ojos, y era imposible apartar la mirada; castaños oscuros
con fieros destellos dorados.
Hekla carraspeó.
—Venga, vosotros dos. Al lío.
Rey se colocó detrás de ella y Silla tragó saliva. El hombre le sacaba por
lo menos una cabeza, y cuando apretó contra su espalda los músculos del
pecho y del estómago, no hubo duda de que tenía detrás a un guerrero
poderoso. Y dioses, era como un brasero… Puro fuego, incluso a través de
las capas de ropa.
Rey deslizó el brazo por el cuello de Silla y apretó. La medida de su
brazo y la presión en el cuello despertaron algo en su interior. Retrocedió en
el tiempo y se vio de nuevo en la carretera cerca de Skarstad, con el brazo
de un hombre alrededor del cuello mientras jadeaba, tratando de respirar.
«La reina no te matará. No de inmediato».
El pánico se le aferró a la garganta y el corazón se le desbocaba, salvaje.
Le salió de las entrañas un sonido animal, le clavó las uñas en la piel y tiró
con fuerza.
Con una maldición rabiosa, Rey la soltó y ella cayó de rodillas.
«Él no».
«Aquí no».
«Estás a salvo».
Silla se repitió esos pensamientos una y otra vez, con la respiración
entrecortada.
—¿Estás bien, dúlla? —le llegó la suave voz de Hekla.
Silla asintió y se puso en pie. El latido en su cráneo era un redoble alto y
ensordecedor.
Rey se frotó los tajos rojos que le recorrían el antebrazo derecho. La
chispa de sus ojos se había convertido en un fuego infernal.
—Solo una cobarde lucha así.
—No puedo hacerlo —dijo Silla con la voz ahogada. Y luego, se adentró
corriendo en el bosque.
CUARENTA Y DOS

Camino de Huesos

Con la espalda apoyada en el tronco de un serbal, Silla contempló al


pajarillo. Sus relucientes alas negras estaban moteadas de verdes y morados
iridiscentes, y surcaba entre el musgo con una determinación admirable.
Con un suspiro, levantó la cabeza hacia las altas copas de los árboles,
apretando la daga con fuerza. Había llevado cuidado de no alejarse mucho
del campamento —los árboles arrastraban todavía las risas de la hoguera—,
aun así, la amenaza del peligro se cernía sobre aquel bosque.
Un intenso dolor la recorrió entera. Odiaba a su padre. Amaba a su padre.
Le echaba tanto de menos que le dolía físicamente.
Silla ya no sabía quién era. Una mentirosa. Una soñadora. Una confiada
de remate. Una ingenua sin remedio.
El crujido de las hojas hizo que el pájaro negro alzara el vuelo y la alertó
de que se acercaba Hekla. Mientras su amiga se abría paso entre los árboles,
una extraña mezcla de vergüenza y gratitud se agitó en su estómago. Sin
decir nada, Hekla se sentó a su lado y le ofreció una petaca. Ella la aceptó,
inclinó la cabeza hacia atrás y la brennsa se deslizó ardiente por su
garganta.
—Íbamos a hacer esto juntos —dijo Silla en voz baja—. Viajar a Kopa.
—¿Tu padre y tú? —preguntó Hekla.
Silla asintió mientras le pasaba la petaca. «No mancilles tu historia», se
dijo, con una oleada de odio hacia sí misma que iba en aumento. Estaba
harta de ser esclava de aquellas mentiras, de engañar a los demás, sobre
todo a Hekla. Pero se veía atrapada; no tenía más remedio que continuar
con aquella pantomima.
—Quería recorrer el Camino de Huesos conmigo —explicó Silla,
cansada—. Lo había hecho de joven y quería contemplar su belleza una vez
más.
Hekla se llevó la petaca a los labios.
Silla suspiró.
—Es desolador descubrir lo rápido que puede truncarse una vida.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? —replicó Hekla, levantando el brazo
metálico.
Silla hizo una mueca de dolor.
—Mis disculpas, Hekla. No quiero parecerte insensible.
—Puedes ser muchas cosas, dúlla, pero no insensible. Es normal que a
veces te sientas desbordada. Eres humana.
Silla guardó silencio un momento, pensando en las palabras de su amiga.
—Cuando los hombres nos atacaron, me estrujaron tanto el cuello que no
podía respirar. Y al hacerlo Rey, ha sido como si hubiera vuelto a aquella
carretera. Creía que era agua pasada. Mis magulladuras se han desvanecido,
pero parece que algunas heridas no se ven.
—No permitas que Rey te perturbe —repuso Hekla con suavidad—. Se
le pasará, aunque ten por seguro que estará de mal humor durante un
tiempo.
Silla apretó los labios.
—Las heridas interiores tardarán en curarse, dúlla. Pero te prometo que,
con el tiempo, el dolor será menos intenso. Y los recuerdos, menos
hirientes. Eres fuerte y valiente, y lo superarás. Estoy convencida.
—¿Valiente? ¿Yo? —Silla se secó una lágrima de la mejilla.
—Sí, porque no evitas lo que te ha ocurrido. Lo encaras de frente. Mira:
estás viviendo el sueño de tu padre. Estaría orgulloso de ti.
Dioses, ojalá pudiera ver a su padre una vez más, a pesar de las mentiras,
de la rabia y de las preguntas sin respuesta. ¿Qué diría si pudiera verla
viajando a Kopa sin él, aprendiendo a desenvolverse con el cuchillo,
montando a caballo, bebiendo brennsa y enfrentándose a guerreros que la
doblaban en tamaño?
Estuvieron un rato sentadas en silencio, y luego Hekla se incorporó.
—¿Volverás al campamento?
Silla negó con la cabeza.
—Me gustaría estar tranquila. ¿Crees que es seguro?
Hekla inspeccionó el bosque.
—Hace días que no vemos señales de criaturas. Escucha atentamente por
si oyes algún ruido raro y ten la daga desenvainada. Si gritas, te oiremos.
Hekla se marchó y dejó a solas a Silla. Aunque solía acoger con agrado
cierto silencio, ahora le dolía poder oír sus pensamientos con tanta claridad.
«Hojas. Siéntete mejor. Olvídate de todo».
Su mano se movió distraídamente hacia el frasquito, y luego se apartó
rápidamente. Desde que había leído el pasaje de Hierbas de Íseldur, se le
habían desbordado las emociones. Su sangre pedía a gritos las hojitas:
sentirse animada, relajada, descargada. Sentir que no estaba sujeta por una
cuerda.
Sin embargo, la resistencia creció en su interior. Rey le había mostrado la
verdad: las hojas eran peligrosas y ella estaba atascada en un camino
sombrío que llevaba a la más absoluta oscuridad.
Quería apartarse de ese camino.
Como si tuviera vida propia, la mano volvió a ir hacia el frasco. Sentía
presión en las sienes y un fuerte zumbido en los oídos, y todo su cuerpo le
pedía a gritos que se las tomara.
«Puedes dejarlo cuando quieras».
«Una hojita. Con una hojita basta».
«No le haces daño a nadie tomándolas».
Era increíble lo fácil que le salían las excusas y lo poco que le costaba
justificarlas. Tras toda una noche conteniendo sus embates y de resistirse
con firmeza, estaba agotada. Y sus fuerzas se convirtieron en cenizas ante
sus ojos.
Destapó el frasco y se colocó una hojita en la mejilla.
Suspirando, levantó la cabeza hacia el dosel del bosque. Toda la tensión
se alivió en cuanto tomó la decisión, pero el ardor de la culpa ocupó su
lugar.
Estaba bloqueada.
Era tonta.
Débil.
Cuando la hoja se le disolvió en la boca, dejó de notar aquella palpitación
intensa en el cráneo.
—Puedes volver a intentarlo mañana —dijo suavemente la niña. Silla se
quedó mirando a la chiquilla de ojos entornados y pelo rubio alborotado.
Había arrancado una hoja de serbal y empezaba a hacerla pedacitos.
—Eres un consuelo y una pesadilla —murmuró Silla. Intentó no pensar
en la niña. En las mentiras. Ni en su dependencia—. Y tú no eres real.
—Soy tan real como tú quieres que sea —repuso ella.
—¿Por qué tú? —susurró Silla—. ¿Por qué, de entre todas las visiones
que puedo tener, veo a una niña pequeña?
—Puede que intentes recordar algo —dijo la chiquilla, estrujando la hoja
que tenía en la mano.
—¿El qué? —preguntó Silla—. ¿Tiene esto que ver con el sueño? —El
sueño de la niña rubia, que le arrancaban de los brazos, una y otra vez.
—Me abandonaste —dijo la niña, con el rostro cada vez más triste. Pero
la tristeza pronto se convirtió en miedo—. Debes estar alerta, Silla. No
dejes que se acerque demasiado. Eres demasiado confiada.
Silla frunció el ceño ante la velada advertencia. Abrió la boca para
preguntar de quién estaba hablando, pero en ese momento las hojas
volvieron a crujir. Agarró con fuerza la daga y exhaló de alivio al ver a
Jonas saliendo de entre los árboles. Llevaba una capa de piel sobre los
hombros y el pelo húmedo y recién trenzado. Al aproximarse, Silla se fijó
en la manta que llevaba bajo el brazo.
—Hola —dijo, con una sonrisa socarrona. La escasa luz del claro no
podía ocultar la intensidad de su mirada mientras se acercaba a ella.
Silla miró hacia donde había estado la niña momentos antes y exhaló al
no encontrar rastro de ella.
—Hola —dijo con una sonrisa queda.
Toda ella vibró de expectación cuando él se acomodó en el suelo a su
lado, con el muslo rozando el suyo. Jonas le pasó un brazo por el hombro y
se la acercó. Con un suspiro, ella se inclinó hacia él, y el control que había
mantenido durante todo el día se esfumó ahora que por fin estaban solos.
—¿Era esa la señal?
Ella levantó la cabeza y lo miró inquisitivamente.
—¿Qué?
Jonas aflojó con la mano los cierres de su vestido, que le cayó hasta las
caderas.
—No nos decidimos por una señal, ¿no? Pensé que tal vez arañarle el
brazo a Rey como una gata salvaje podría ser la señal para encontrarnos en
el bosque.
Se le escapó una risa aguda.
—Podríamos hacer que fuera la señal, sí. Aunque no creo que a Rey le
haga mucha gracia.
Le bajó la combinación por los hombros y la instó a que levantara las
caderas para poder quitarle el camisón y el vestido exterior, a la vez y de un
tirón.
—En ese caso, araña a quien sea —murmuró Jonas, y con los labios
encontró la curva donde su cuello se unía al hombro—. Como le vea
arañazos a alguien en los brazos, me echaré inmediatamente al bosque.
Ella inclinó la cabeza hacia atrás y soltó un suspiro de placer.
—Hekla me pilló anoche entrando a hurtadillas en la habitación. Ha
intentado sonsacarme detalles todo el día.
—Ilías también. —Jonas le quitó la ropa interior y le pasó las ásperas
manos sobre los pechos antes de bajar la cabeza y recorrerlos con la lengua.
Silla jadeó al notar el roce de sus dientes.
—Eso he oído.
Jonas se apartó, y el cuerpo de Silla protestó por la ausencia. Pero solo
fue para recolocar la manta en el suelo. Se tendió de espaldas, y Silla
admiró su hermosa figura: pecho y hombros anchos, muslos marcados,
manos capaces de provocar placer… o violencia. Se estremeció. Era el
cuerpo de un guerrero y tenía carta blanca para jugar con él.
Jonas se quitó la túnica y se reclinó sobre la manta. Un delicioso retazo
de calor floreció en su vientre mientras se arrastraba sobre él. Esto era lo
que necesitaba: una distracción, olvidar, perderse durante unos breves
instantes.
—No aúlles, Lobo —murmuró. Le plantó la boca contra la suya y le
acarició el pecho desnudo con una mano, que luego bajó para introducirla
en sus calzones y agarrarle el duro miembro. Se separó un poco para
observarle el rostro mientras se lo acariciaba poco a poco, de arriba abajo,
fascinada al ver cómo se le dilataban las pupilas de deseo. La sangre le fluía
con suavidad y sintió que empezaba a alejarse flotando de todo aquello.
Jonas le tomó la mandíbula y la acarició con ternura. Cuando sus ojos se
encontraron, ella fue incapaz de apartar la mirada.
—Eres imprevisible —susurró Jonas con una delicadeza sorprendente.
Frunció el ceño y enmudeció un instante—. ¿Quieres hablar del tema? ¿De
lo que sea que te preocupe?
—No —dijo ella, contrariada por el recordatorio—. Estoy cansada de
pensar en el tema. Hazme olvidar.
—Descuida. —Una sonrisa curvó sus labios y la hizo rodar sobre la
espalda—. Verás las estrellas en el cielo sobre ti, Ricitos. Y luego, muchas
más. —Cuando este posó los labios en ese punto sensible justo debajo de la
oreja, a ella se le escapó un suspiro tembloroso.
A Silla la embargó una oleada repentina de lucidez: la boca de Jonas
sobre su piel era como las hojitas, le aliviaban el dolor y aplacaban su rabia.
No sabía qué pensar de semejante descubrimiento.
Y poco después… ya no pudo pensar en nada.
CUARENTA Y TRES

Recostada en las suaves pieles de su rincón del carro, Silla respiró hondo,
saboreando la sal en la lengua. Después de Hver, el Camino de Huesos
bajaba en picado y discurría junto a una enorme playa de arena negra.
Agradecía disfrutar de unas vistas que no fueran solo bosque: gaviotas
rompiendo conchas en montones de rocas negras, barcos con dragones en la
proa navegando hacia el norte en la distancia, el hipnótico rumor del
océano.
Con una leve sonrisa, volvió al libro. Silla había terminado con Hierbas
de Íseldur —aunque volvía mentalmente a él con frecuencia— y ahora
había empezado a leer Breve historia de Íseldur. Enseguida se dio cuenta de
que no era el tipo de libro de historia que le habían enseñado en la escuela.
—Qué libro más raro —convino la niña rubia, mirando por encima del
hombro.
No se hablaba de los poderosos reyes del mar urkano; no se mencionaba
la liberación de Sunnavík a manos de Ivar Corazón de Hierro y sus
guerreros berserker; no se hablaba de su brutal asesinato del opresor rey
Kjartan Volsik con la técnica del águila de sangre, ni de cómo acabó con la
vida de la reina Svalla y la princesa Eisa. Tampoco se decía nada de Saga
Volsik, criada en el castillo de Askaborg con el objetivo de desposarla con
el príncipe Bjorn. Eran unas omisiones muy extrañas, pues eran hechos y
datos que aprendían todos los niños de Íseldur.
En vez de eso, este libro se centraba por completo en la historia de
Íseldur anterior a la llegada del rey Ivar, y Silla leía los detalles con
voracidad. Los Volsik habían gobernado Íseldur durante cientos de años, y
la corona se transmitía por linaje, con independencia de que la sangre la
llevara un hijo o una hija. El caso era que la reina Svalla procedía de la
estirpe de los Volsik, y el rey Kjartan había accedido a esta.
—Eso me gusta mucho más que la monarquía urkana, la verdad —
murmuró la niña.
Silla tuvo que darle la razón. La corona urkana pasaba únicamente a
través de los hijos varones: un hijo incursionaba en el extranjero y
conquistaba nuevas tierras para el linaje de los urkanos y el otro hijo
heredaba el trono de su padre.
Hojeando las páginas, examinó las ilustraciones de las familias reales de
Íseldur de los últimos cientos de años. Aunque no eran de un detalle
exquisito, era un placer observar aquellas imágenes.
—Estarías espectacular con eso… —se burló la niña rubia, señalando la
ilustración de una mujer que llevaba la desafortunada combinación de unas
mangas voluminosas y unos puños ajustados.
—Supongo que era lo que se llevaba hace cien años —susurró Silla.
Suspiró y cerró el libro. Sentía la cabeza comprimida, como si no pudiera
absorber más información. Seguramente porque seguía atascada en la
página 233 de Hierbas de Íseldur. Se había leído aquel libro de cabo a rabo
y luego había vuelto a empezar. Pero la página 233 era la que acaparaba
toda su atención: había memorizado hasta la última palabra, tratando de
extraer un nuevo significado. Dedicaba la mayor parte del tiempo al pasaje
que le erizaba el vello de los brazos:
La interrupción del tratamiento puede provocar síntomas como dolores de cabeza, temblores,
fiebre, náuseas, taquicardia y pérdida de conocimiento.

Expulsó un largo suspiro. Aquello no sonaba nada grato.


La noche anterior había comprobado que no sería tan sencillo dejar de
tomar las hojas. Con la abundancia de excusas y las hojitas a su disposición,
claudicaría y se desintegraría más rápido que una torta de cebada rancia.
Necesitaba a alguien que la ayudara. Alguien que la obligase a cumplir.
Alguien que no la dejara ceder.
Sin embargo, la idea de revelar esa parte de sí misma era demasiado.
Demasiado descarnada. Demasiado vergonzosa.
Juntó las palmas de las manos y se quedó mirando el mar espumoso.
Aunque estaba rodeada por los Hachas Sanguinarias, se sentía
completamente sola.
—Puedes hacerlo tú sola —le dijo la chiquilla—. Esfuérzate más y lo
conseguirás.
Silla asintió con la cabeza.
Y así aquella noche intentó dejar de consumir las hojas. Lo intentó la
noche siguiente y la siguiente. Pero los impulsos eran mucho más fuertes y
apremiantes que la voz de su interior.
Y una y otra vez sucumbió a su atracción.

REY CERRÓ el libro con una exhalación entrecortada. Le palpitaban las


sienes y sentía una gran tensión por todo el cuerpo. Antes había ayudado a
Hekla a entrenar. Eso le había ayudado a descargar parte de la energía, pero
seguía sintiendo la necesidad de moverse. Con la mirada fija en las llamas
crepitantes, se sumió en sus pensamientos. Había hurgado y rebuscado en
los detalles de los libros como un lobo en los huesos de un cadáver. La
niebla latente no se mencionaba en ninguna parte y tampoco se decía que
algo así ocultara a ciertas criaturas. Aunque de vez en cuando acompañaba a
los draugur, como había dicho Kraki, no los ocultaba del todo.
¿Tan poco fiables eran los testigos de Istré, como había sospechado
Magnus? ¿O era un enemigo totalmente distinto?
Rey había asumido el control de la Hermandad del Hacha Sanguinaria a
los veintitrés años —tres inviernos atrás— y nunca había tenido un pálpito
como este sobre ninguna misión. La niebla palpitante, las marcas de garras
y la sangre: esos detalles le atraían y lo llamaban como un recuerdo que no
podía alcanzar. Era desquiciante. Tenían que comprender a este enemigo…
o irían directos a la perdición. Apretando los dientes, Rey se frotó la frente,
tratando de despejarse para poder pensar mejor.
Una carcajada procedente del otro lado del fuego llamó su atención, y se
vio recorriendo con la mirada los rizos que le caían por la mitad de la
columna.
—¡Qué tramposo eres, Ilías! —exclamó. No había malicia en su voz,
sino diversión.
La mujer le había extorsionado. Pensar en eso le hizo apretar el puño y
encendió las brasas de su rabia. Le había obligado a llevarla a Kopa, y solo
por eso debería despreciarla, ignorarla, amargarle tanto la existencia que
huyera para siempre. Sin embargo, no podía.
No podía dejar que la mujer se autodestruyera.
Rey apretó aún más la mandíbula. Aunque ella no le había dicho nada del
libro que le había robado, estaba convencido de que había leído la parte
sobre las hojas de skjöld. Veía cómo acercaba la mano con más frecuencia
hacia el frasquito que llevaba al cuello, como si no pudiera sacarse de la
cabeza esas hojas. Debería haberse ocupado de sus propios asuntos, pero se
había visto obligado a mostrarle la verdad. Aunque no era un gran
admirador de la mujer, nadie debía correr la misma suerte que Kristjan. Y la
muchacha no parecía comprender el peligro de lo que tomaba. Como
mínimo, tenía que saber la verdad.
Ella volvió a reír, y el sonido despertó algo en la sangre de Rey. Frunció
las cejas y se obligó a mirar hacia el fuego.
«Istré», dijo para sus adentros en un intento de volver a centrarse. Tenía
que pensar en Istré. En buscar otra opinión sobre la niebla antes de lanzarse
de lleno. «Quizá Harpa sepa algo». La idea le hizo arder el pecho. «No más
desvíos», se juró.
—¡Para, Ilías! —estalló ella una vez más—. Sigrún y yo no volveremos a
jugar contigo a menos que nos demuestres tu compromiso con la sinceridad.
¿Qué te parece, Sigrún? ¿Qué nos demostraría que Ilías el Ingenioso va en
serio? —Hizo unos gestos lentos y básicos con las manos mientras hablaba,
y Sigrún le corrigió la forma.
Ilías se puso una mano en el pecho.
—Juro por el culo de Hábrók que no haré trampas.
—Necesitaremos más que eso de ti —dijo ella—. Un mechón de tu barba
demostraría sin duda alguna tu compromiso.
A Ilías se le contrajo el rostro de auténtico horror.
—¡Ni hablar, Martillo! Pides demasiado… —Hizo una pausa pensativa
—. Mira, ya sé. Correré desnudo por el campamento para demostrar mi
compromiso.
«Para ver una espada corta, ya llevo una en mi vaina», signó Sigrún.
Ilías se atragantó.
—Uy, eso no lo he entendido, ¿me lo puedes traducir, Ingenioso? —
preguntó la mujer.
—¡No! —exclamó Ilías—. Y para que lo sepas: es una espada bien larga.
Al oír esto, ella se echó a reír.
Rey trató de ordenar sus pensamientos dispersos. Niebla. Marcas de
garras. Draugur…, posiblemente. Y aquel extraño incidente con el
skógungar. Aquel olor, los ojos brillantes. Y se había alejado mucho de los
Bosques Occidentales. Algo estaba…
Una risa resonó en el aire. La de ella. Había echado la cabeza hacia atrás
y los rizos rebotaban con aquella risa tan sonora. Reía como si fuera libre y
eso le hizo sentir calor en el pecho.
Rey frunció el ceño e intentó ahuyentar ese calorcillo. Con un arrebato de
furia, se puso en pie.
—¿Adónde vas, Ojos de Hacha? —preguntó Ilías. Ella se volvió y lo
observó también.
Rey se mordió el interior de la mejilla. Tenía más cosas que hacer en ese
viaje que jugar a partidas de dados y, además, necesitaba expulsar toda
aquella energía nerviosa.
—A caminar. Necesito pensar. No puedo oír mis pensamientos con todo
este jaleo.
La miró con dureza, pero ella ni se inmutó. Claro que no.
Y con un gruñido de fastidio, se adentró en el bosque.
CUARENTA Y CUATRO

Silla canturreaba y hacía oscilar el cubo vacío en la mano con fuerza


mientras pasaba junto a Hekla e Ilías, que estaban clavando lanzas en el
suelo para preparar el cortavientos para la noche. Sentada junto a Gunnar,
Sigrún sonrió a Silla; estaba desplumando a los urogallos. Al devolverle la
sonrisa a la mujer, le subió calor por el cuello. Sigrún era la única que sabía
lo de Silla y Jonas, y le había dado una bolsita de hojas machacadas después
del Día Más Largo, con unos gestos lentos con la mano que repitió varias
veces.
—¿Una cuchara? —había susurrado Silla. Poco a poco empezaba a
captar algo de la lengua que Sigrún hablaba con las manos, sobre todo,
palabras básicas. Ilías, por supuesto, se había asegurado de que Silla
aprendiera todos los insultos y maldiciones.
Sigrún había asentido, con una sonrisa pícara.
—Gracias —había susurrado Silla, haciendo el gesto con la mano
mientras hablaba.
Ahora que Sigrún no tenía que preocuparse de la cocina, podía rondar por
el bosque a su antojo con el arco y las flechas, y Silla la había visto sonreír
mucho más a menudo. Parecía que a Sigrún le gustaba la soledad de sus
excursiones por el bosque; no era raro que desapareciera durante largas
horas y reapareciera bien entrada la noche con la cena de la noche siguiente.
Y la noche anterior, Sigrún había vuelto con cuatro urogallos.
Cuatro. Silla sonrió. Comerían como reyes.
Su mirada se posó en el guerrero de hombros anchos que cavaba un hoyo
para hacer fuego; se le movía la trenza rubia a la espalda mientras trabajaba.
Jonas hizo una pausa para secarse el sudor de la frente y le dirigió una
mirada sombría.
La noche anterior, mientras Jonas estaba de guardia, esperaron a que la
Hermandad se durmiera y se adentraron en el bosque. Dos veces había visto
estrellas, otras dos veces le había salido su nombre de los labios en susurros
desesperados, y cada vez se volvía más insaciable. Jonas era la distracción
perfecta. Silla empezó a desearlo durante el día, y el ardor de su cuerpo le
recordaba lo que habían hecho la noche anterior. Los pensamientos sobre su
padre, sobre las hojitas, sobre la culpa, el miedo y la tristeza que sentía,
quedaban relegados a un segundo plano gracias a los sórdidos recuerdos de
él: el roce de su piel desnuda contra la suya, las cosas perversas que él le
murmuraba al oído.
«Silla Margrét», se reprendió mientras se adentraba en los pinares al
borde del claro. «La cena. Concéntrate, bjáni». Se abrió paso entre los
troncos de los árboles, y el sonido del agua se intensificó al llegar a lo alto
de una colina. Una orilla descendía en picado hacia el arroyo, y se agarró a
ramas y raíces para bajar.
Le patinaron los pies y el cubo rodó colina abajo. Se aferró a lo que podía
con las manos y los pies para no resbalar por la pendiente, y notó un dolor
intenso en la palma de la mano. Por suerte, consiguió detenerse a medio
metro del agua.
Exhaló con fuerza, aliviada por no haber acabado empapada, pero irritada
por haberse despellejado la mano. Se acercó al agua, sumergió la mano y se
enjuagó la mugre. Al sacarla del agua, frunció el ceño al verse la piel roja y
en carne viva.
«Menos mal que es la izquierda», pensó. Aún podría matar el urogallo,
cortar las verduras y todo lo demás.
Y, entonces, lo sintió.
Se le erizó la piel de la nuca, y el torrente de agua se volvió más ruidoso.
Con el paso del tiempo había acabado por reconocer ese tironcillo, ese
nudo, en el estómago: se avecinaba peligro.
Silla desenvainó la daga y al apartar la mirada del agua vio unos ojos
conocidos que le helaron la sangre.
Un ciervo vampiro.
Unos ojos como ascuas le devolvieron la mirada, y la criatura enseñó
unos dientes afilados como dagas. El animal medía más de dos metros y en
las puntas dentadas de los cuernos advirtió manchas de un rojo intenso.
Más rápido que un rayo y fantasmagóricamente silencioso, el ciervo dio
un brinco. Por puro instinto, Silla levantó el brazo izquierdo para bloquear
el embate y levantó el derecho con un grito ahogado. En el fondo de su
mente surgió la idea de apuntar al cuello, y su cuerpo respondió, inclinando
la daga hacia la derecha. Acertó en pleno cuello.
Vio un destello de luz que se disolvió rápidamente al oír un chasquido de
dientes a pocos centímetros de su cara. Silla gruñó bajo el peso aplastante
del ciervo. No podía respirar, pero no importaba. Lo único que importaba
era mantener aquellos dientes bien lejos. Le agarró la mandíbula con la
mano izquierda y se empleó a fondo para quitársela de encima.
El ciervo emitió un ruido gutural, corcoveando y sacudiéndose. Silla trató
de soltar la daga, pero se había quedado atascada, pues con el impulso del
salto, el ciervo se la había clavado profundamente en el cuello. Silla tensó
los músculos, que amenazaban con ceder de un momento a otro, pero apretó
los dientes y se la clavó más hondo, buscando ese último ápice de fuerza.
Sumida en la descarnada emoción de la batalla, notó que un calor
pegajoso le rezumaba por la mano derecha y le goteaba en la cara. Aun así,
la invadió una serena confianza a medida que los movimientos del ciervo se
iban debilitando.
No, hoy no iba a morir.
Tenía que aguantar un poco más.
No iba a morir.
Tras una pequeña eternidad, los movimientos del ciervo se redujeron a
sacudidas y espasmos. Silla se retorció para salir de debajo de él, y sus
músculos exhaustos se destensaron por fin. Se desplomó en la orilla y se
llenó los pulmones de aquel bendito aire dulce.
Estaba entumecida, le hormigueaban las extremidades y no podía mirar la
enorme forma que tenía al lado.
A pesar del agotamiento, una oleada de triunfo se expandió en su pecho.
¡Lo había conseguido! Había matado a un ciervo vampiro.
Pero entonces lo oyó. Un chasquido al otro lado del arroyo. Se dio la
vuelta poco a poco.
La miraban otros dos ojos rojos y encendidos.
«Se desplazan en manada», pensó, con un ataque de pánico. La daga…
Su daga estaba hundida en el cadáver que tenía al lado. Haciéndose un
ovillo con un gemido, se preparó para el impacto. Un impacto que nunca
llegó.
Un suave ruido sordo precedió a un silbido que la hizo incorporarse. El
ciervo yacía al otro lado del arroyo; la empuñadura de una hevrít le
sobresalía de un ojo. Oyó unas pisadas en la grava justo detrás.
—Reconozco que me has sorprendido, Rayo de Sol. Puede que todavía
haya esperanza para ti.
No pudo reprimir la sonrisa que se le dibujó en la cara mientras se giraba
hacia Rey. Este, que la observaba con severidad, se frotó la nuca. Tocó al
ciervo con la puntera de la bota y la cabeza del animal se echó hacia atrás.
—Has abatido a una pieza grande.
Aunque no tenía frío, Silla empezó a temblar. Rey desapareció río abajo,
volvió con el cubo y se hundió en el lecho seco del río junto a ella. Le
pareció que había pasado una vida entera desde que había bajado a la orilla.
—Es la emoción de la batalla —dijo Rey. Su voz profunda era
inesperadamente suave—. Te da una fuerza extrema, pero cuando
desaparece, el cuerpo queda vacío y tembloroso.
Silla dejó que le tomara la mano temblorosa, la sumergiera en el cubo y
le limpiara la sangre. Cuando la palma de él se deslizó por la suya,
enmudecieron las vibraciones de su cuerpo.
Y, de repente, se sintió segura.
No tenía sentido, por supuesto. Ese hombre había intentado matarla dos
veces y no la quería cerca de la Hermandad; aun así, Silla se quedó
observando los precisos movimientos de Rey mientras le limpiaba las
manos de sangre.
Al cabo de un rato, Rey se levantó, cambió el agua y se puso de rodillas.
Oyó un suave sonido como de desgarro y vio cómo se colocaba a su altura.
Ella le miró a los ojos, intentando contar las ascuas doradas mientras él
empezaba a limpiarle la cara.
«Te odia», se recordó a sí misma.
Pero con cada suave roce de la tela fría y húmeda por las mejillas,
aumentaba su confianza en él. Por fin, su corpulento cuerpo bajó al suelo
junto a ella. Aturdida, Silla apretó los dientes y se quedó mirando las aguas
inquietas del arroyo.
—Abre la boca —dijo Rey, y ella obedeció. Le puso un objeto duro y
redondo en la lengua y, cuando esta lo hizo crujir entre los dientes, abrió los
ojos de par en par.
—¿Avellanas?
—Sí, te ayudarán a reponer fuerzas —le explicó—. Y creo que
necesitarás ropa limpia. ¿Voy a buscar a Hekla?
—¡No! —exclamó, sobresaltada por el volumen de su voz. Carraspeó—.
Por favor. Sentémonos, un momento solo.
Se sentaron en silencio y, para sorpresa de Silla, no fue ni raro ni pesado.
Al contrario, era un silencio tranquilo, pacífico y reparador. Poco a poco,
los temblores disminuyeron y ella recobró el sentido. De golpe, comprendió
la enormidad de lo que acababa de ocurrir. Había matado a un ciervo
vampiro y otro estuvo a punto de matarla. Casi. Lo que significaba…
—Eres un imbécil, ¿lo sabías?
Aunque su rostro estaba ensombrecido, notó que el comentario le había
parecido divertido.
—Sabía que tenías los arrestos para apañártelas sola.
Le hacía gracia la confianza infundada que tenía en ella.
—Pero estabas observando.
—He visto al ciervo cerca cuando he bajado a llenar el odre de agua hace
unos minutos, y he decidido ver cómo te las apañabas.
—¿Cuánto tiempo llevaba esa… cosa ahí?
—Unas cinco respiraciones, más o menos —respondió—. No has dudado
y me ha alegrado verlo. Has blandido la daga con confianza. Pero siempre
hay una lección que aprender. ¿Qué has aprendido hoy?
Silla se mordió el labio, mirando fijamente el arroyo.
—¿Que hay que vigilar por si hay más ciervos?
—Sí, pero, además: debes recuperar siempre el arma. Y a propósito de
eso… —Agarró la cornamenta del ciervo, tiró de él y extrajo la daga. Tras
pasar la hoja por el arroyo, se la secó en los pantalones y se la devolvió a
Silla.
Cuando este se sentó, ella abrió ligeramente la boca: Rey tenía la manga
rasgada. ¿Se había roto la túnica para limpiarle la sangre de la cara?
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
Silla se lo pensó.
—Fuerte. Como un guerrero. —La confianza afloró en su estómago. Se
sentía capaz. Era el estímulo que necesitaba: podía hacer cosas difíciles.
Él soltó una carcajada.
—Me refería al temblor, pero me complace saber que tu confianza ha
aumentado. Es lo más competente que has hecho hasta ahora. Darme una
paliza es lo segundo.
Silla sonrió, y un pensamiento le cruzó la mente.
—Rey…
—¿Sí?
—No, nada. —Negó con la cabeza. Acercó la mano distraídamente al
vial, pero se obligó a soltarlo.
—Vamos, Rayo de Sol. Dime qué te preocupa.
Volvió a sacudir la cabeza.
—No puedo.
—Sí puedes. Y no nos iremos hasta que me lo digas, así que desembucha.
Ella apretó los labios; se le desbocó el pulso ante la mera idea de lo que
se estaba planteando. ¿Podría? No.
—Va, adelante. Me está entrando hambre y tenemos que preparar los
urogallos que nos esperan en el campamento. Y con «tenemos» me refiero a
«tienes».
—Vamos. —Ella le dio un manotazo, pero este la agarró por el codo y la
giró hacia él.
Su mirada era intensa, pero carecía de la mordacidad habitual.
—Pregúntame, Rayo de Sol. Te juro que no seré un imbécil.
Ella oyó alto y claro las palabras que no había pronunciado: «Puedes
confiar en mí».
Apartó la mirada y se centró en el riachuelo. Intentó recordar la forma
despiadada en que aquel hombre había acabado con Anders y la asesina de
la Cresta de Skalla. Y que trabajaba para el rey y no podía confiar en él.
Pero la sensación de complicidad que notó en el estómago le decía algo
más. Le decía que, con esto, tal vez podría ser su aliado. Rey, que le había
contado la verdad sobre las hojas desde el principio. Rey, que había perdido
a un hermano por ellas. No hacía falta que se lo contara, pero se había
sincerado. En sus palabras había auténtico dolor. Rey lo comprendía mejor
que nadie.
Silla estaba cansada de ese tira y afloja constante, del peso muerto que
llevaba enroscado al cuello y la arrastraba cada día más y más abajo. Estaba
cansada de sentirse cansada, de verse atrapada en ese bucle sin fin. Y sabía
que Rey era terco como una mula y no lo dejaría pasar.
Respirando hondo, se quitó el collar del cuello y le puso el frasquito en
las manos.
Él enarcó las gruesas cejas negras cuando fue consciente de lo que
acababa de darle.
—Tómalo —le pidió en voz baja.
Rey asintió y se le suavizó la expresión.
—Claro.
Lo dijo tan a la ligera que no parecía que acabara de despojarse de una
capa de su propio ser. Ni que acabara de confesar su secreto más
vergonzoso.
—No… —dijo carraspeando y enderezando la espalda—. No quiero que
me lo devuelvas.
—Entendido.
Silla se arrepintió en cuanto Rey se lo guardó en el bolsillo. Le entraron
ganas de quitárselo y decirle que solo había sido una broma. Pero era
demasiado tarde. Sabía que él ya no se lo devolvería, dijera lo que dijera.
Era como si se hubiera lanzado de un acantilado, el mundo pasara
zumbando alrededor y, aunque buscase una rama a la que agarrarse, no
encontrara ninguna. No había vuelta atrás. Había llegado el momento de
volar.
O de caer de bruces.
Se notó un nudo en la garganta y el miedo se le agolpaba en las entrañas.
¿A qué se enfrentaría esa noche, al día siguiente y durante quién sabía
cuántos días?
Un pie delante del otro.
Así se tomaría las cosas. Así lo había hecho siempre.
SILLA ESTABA segura de que el urogallo había sido un manjar de dioses,
pero no recordaba el sabor. Los Hachas Sanguinarias lo habían disfrutado
de lo lindo. Se habían deshecho en halagos y casi habían lamido el plato,
pero ella se había limitado a asentir distraídamente. Llevaba toda la velada
haciendo lo mismo, con la cabeza en otra parte: el frasquito que Rey
guardaba en el bolsillo. Su cuerpo pedía a gritos las hojas; cada
pensamiento volvía a ellas, una y otra vez.
¿En qué había estado pensando? Había sido un arrebato de locura.
La acababan de atacar y había estado a punto de morir. Seguro que había
sido la impresión. Rey lo entendería y le devolvería el vial cuando se lo
pidiera.
«No», pensó. «Se lo diste por ese motivo. Es testarudo como él solo. No
hay fuerza humana que le obligue a devolvértelo». Se llevó la mano al
pecho, donde antes descansaba el frasquito. Pero allí ya no encontraba
consuelo, solo vacío. Una pérdida que en aquel momento sentía tan
profunda como la de su propio padre.
Diez años sin saltarse ninguna dosis. Diez años de miedo diario a los
dolores de cabeza. Diez años de mentiras, mentiras y más mentiras.
Lo primero fue el latido en la cabeza. Empezó como un pálpito sordo,
pero fue aumentando de intensidad hasta convertirse en un tamborileo
incesante que la obligaba a apoyar la cabeza entre las manos. Aquella
noche, cuando se metió bajo las pieles, tenía la frente salpicada de gotitas
de sudor y sentía tanto calor y tanto frío a la vez que no podía dejar de
tiritar.
No pudo pegar ojo en toda la noche. Por la mañana, el cielo se agitaba en
lo alto, pero ella caía… caía a un abismo aterradoramente profundo y
oscuro, donde no había nada… nada a lo que agarrarse para frenar la caída
en picado, para aliviar el desplome. Todo estaba oscuro y vacío y hueco,
como ella, porque Silla no era más que una vasija, un recipiente para
aquellas dichosas hojas…, una caja vacía llena de mentiras.
Los sonidos se entremezclaban y trató de concentrarse en las palabras
que se murmuraban a su alrededor, pero no había manera; eran huidizas y
escapaban de su control.
«Tal vez mueras».
El pensamiento no la llenó del pavor que esperaba. Se parecía mucho a la
paz, como poner los pies en alto y descansar.
«O tal vez te liberes».
¿Qué sentiría al liberarse de los dolores de cabeza que la atormentaban?
No lo sabía, no se imaginaba una vida sin ellos. Sin las hojas…
«Hojas. Las necesitas».
Intentó apartar esos pensamientos, pero cada vez eran más los que se
abalanzaban sobre ella y la sepultaban con su peso.
«Todo esto podía acabar en un santiamén».
«Una hoja pondría fin a este sufrimiento».
«Una hojita nada más».
Por fin llegó el sueño y, con él, unas pesadillas febriles de las que no
podía despertar.
CUARENTA Y CINCO

Hver

Desprendiéndose de la fatiga que notaba por todo el cuerpo, Skraeda


caminó entre las mesas del salón comunal adyacente a La Guarida del
Lobo. Tenía una mano metida en el bolsillo y acariciaba los suaves
contornos de la trenza de Ilka, mientras que con la otra agarraba con fuerza
el escudo roto con ese misterioso sello rojo pintado.
«Doy gracias a los dioses que Hver no es tan grande como Svarti»,
pensó. Las ciudades que se extendían a lo largo de este tramo del Camino
de Huesos eran todas iguales: pequeñas, cercadas por muros circulares de
empalizada y reducidas a uno o dos salones comunales. «No podrás
esconderte de mí, muchacha». Una oscura sonrisa se dibujó en su rostro.
El intento fallido del enorme guerrero de acabar con ella le había dado a
Skraeda cierto obsequio: el elemento sorpresa volvería a estar de su lado.
Pero el final del Camino de Huesos se acercaba, y allí el Cruce del Norte se
bifurcaba hacia Kunafjord, en el este, y hacia Kopa, en el oeste. Si tomaba
el camino equivocado, la joven podría escabullirse una vez más y
evaporarse en cualquiera de esas ciudades.
Aunque era última hora de la tarde, había poca gente en el salón, y eso la
hizo reflexionar. «El Día Más Largo…», pensó. «¿Habrá pasado ya?». El
tiempo se había desdibujado en aquel saliente mientras intentaba zafarse de
las garras de la muerte.
Clavó la mirada en el tabernero, un hombre mayor que secaba una copa
con un trozo de lino. Skraeda se fue derecha a él y la mano de este se quedó
inmóvil en el aire. Le notó unos hilillos de miedo revolviéndose en el aura y
tuvo que esforzarse por suavizar la expresión.
—Buen hombre —dijo, añadiendo su toque calmante para atenuar el
miedo de aquel individuo—. Necesito una persona conocedora que pueda
ayudarme a identificar el sigilo de este escudo. —Levantó el objeto.
—A-Asger —murmuró, señalando con la cabeza la larga mesa—. Habla
con Asger. Sabe mucho de estas cosas. Viaja mucho y conoce a mucha
gente.
Skraeda se giró y le dio un repaso al hombre de túnica verde encorvado
sobre una taza de cerveza. Percibió la rabia, la aversión y la tristeza que se
agitaban a su alrededor. El hombre se estaba lamentando por algo.
—Gracias —murmuró ella, acercándose a Asger.
El tipo miraba su cerveza con desprecio sin soltar la copa, que agarraba
con firmeza. Cuando Skraeda se le acercó, este la miró igual de
enfurruñado.
—¿Tú eres Asger?
Enarcó las cejas y los filamentos de sorpresa empujaron los hilos de
rabia. El tipo asintió con la cabeza.
—Me han dicho que eres el hombre que puede ayudarme a identificar al
propietario de este escudo. —Levantó el objeto una vez más, deseosa de
deshacerse de él para siempre.
—La Hermandad del Hacha Sanguinaria —dijo el tipo, mirando
fijamente el escudo roto—. Es el sigilo de la Hermandad del Hacha
Sanguinaria.
«¿La Hermandad del Hacha Sanguinaria?», pensó Skraeda con sorpresa.
Enseguida reconoció el nombre: había oído hablar de sus hazañas en los
salones comunales. Eran mercenarios cazadores de monstruos. ¿Qué estaba
haciendo la chica con los dichosos Hachas Sanguinarias? ¿Y por qué la
llevaban al norte? ¿Cómo había logrado convencerlos?
«Es astuta», pensó. «Más astuta de lo que imaginabas, ¿eh?».
—Estaban aquí —prosiguió el hombre. Skraeda dirigió la mirada hacia
sus cálidos ojos marrones. Debajo de ellos había manchas oscuras: al
parecer, Asger tenía resaca.
—Cuéntamelo todo —le exigió, sentándose en el banco frente a él. Trató
de reprimir sus propias emociones, pero la necesidad de venganza bullía en
su interior. El tabernero le puso una copa de cerveza delante, y ella le dio
una moneda con un rápido gesto con la cabeza.
Asger miró a Skraeda con recelo; la angustia y la sorpresa se retorcían en
zarcillos cálidos y trémulos.
—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó.
Extendió su tacto mental y calmó la angustia del hombre, pero descubrió
un filamento de ira serpenteando cerca. Con un movimiento de los labios,
tiró suavemente de él.
—Venganza —dijo sin más, observando cómo aumentaba el enfado del
individuo.
—Pues parece que tenemos algo en común —dijo Asger.
A Skraeda se le erizó la piel de curiosidad, pero la voz de Ilka suplicaba
paciencia.
«Espera a tu conejo, Skraeda».
Asger se pasó una mano por el pelo y se lo alborotó.
—Estaban aquí para las celebraciones del Día Más Largo. Se alojaban en
La Guarida del Lobo. Los reconocí enseguida. —Le tembló la mano—. Una
mujer iba con ellos.
Skraeda trató de disimular el ansia de su voz.
—¿Una mujer?
El hombre apartó la mirada; los celos se deshacían en bucles salvajes.
—Me dijo que se llamaba Silla. Que viajaba a Kopa.
«Kopa», pensó Skraeda, mientras la euforia la invadía. Era una
información inesperada que ansiaba desde hacía tiempo. La muchacha se
dirigía a Kopa, y ahora su búsqueda se había reducido un poco más.
—¿Y esta mujer formaba parte de la Hermandad del Hacha Sanguinaria?
—preguntó.
—Sí —respondió a regañadientes—. Era de la Hermandad del Hacha
Sanguinaria. El rubio con la cicatriz en la mejilla era violento. Creo que son
amantes. —Se le notaba la amargura en la voz.
«Ha estado ocupada», pensó Skraeda. ¿Así era como había conseguido
que la llevaran con ellos? Aun así, no sería ella quien juzgara a una mujer
sin acompañante por hacer lo que debía para sobrevivir en este reino
perdido de la mano de los dioses.
—¿Y estás seguro de que se dirigen a Kopa? —preguntó, provocando
aún más celos en el hombre.
Él la miró.
—Ella iba hacia Kopa. Los Hachas Sanguinarias, ya no lo sé. —Clavó
los ojos en su taza—. La chica… parecía buena persona. No quiero que le
ocurra nada malo. Pero ese guerrero rubio… A ese sí que no me importaría
que alguien le destrozara esa cara bonita.
Skraeda sonrió.
—Eso tiene arreglo —repuso ella, poniéndose en pie y arrojando unos
sólas sobre la mesa—. Gracias por tu tiempo.
De vuelta a las calles de Hver, Skraeda respiró hondo. Le dolían los
músculos y la cabeza le palpitaba de puro cansancio, pero estaba exultante.
Ahora sabía adónde se dirigía la chica y con quién viajaba. Y juró que no
descansaría hasta tenerla bajo su custodia.
—Skraeda Lengua Astuta —dijo una voz masculina detrás de ella.
Su alegría se convirtió irritación al ver al capitán klaernar.
Suavizó la emoción de su rostro y asintió.
—¿Capitán?
El hombre sonrió y se le curvaron los tatuajes de la mejilla.
—Nos ha llegado un halcón de Sunnavík diciéndonos que podrías estar
en la zona. —El hombre metió la mano en la capa de piel de oso, sacó un
pergamino y se lo entregó. Desconcertada, esta lo desenrolló, y su enfado
fue en aumento con cada palabra que leía.

Skraeda:
Ve a Skutur y busca al comandante
Laxa para recibir más instrucciones.
Él dirige ahora la búsqueda de
nuestro objetivo.
Saludos,
Reina Signe
Skraeda notaba el descontento de la reina con cada letra garabateada en
el papel. Era exasperantemente breve. Brusca. Como si no tuviera tiempo
para dedicarle más palabras.
Sentía una opresión en el pecho y las sienes le latían con fuerza.
Se obligó a concentrarse. Skutur estaba en la dirección a la que se dirigía,
pero ese comandante Laxa… ¿quién narices era ese hombre?
«¿Ponéis a un klaernar por encima de mí, mi reina?», pensó, furiosa. Así
no funcionaban las cosas. No, así no. Nunca. La ira se agitó en su interior y
el calor se le extendió hasta las palmas de las manos. Dioses, quería
prenderle fuego al pergamino…, quería lanzarse y quemar algo, lo que
fuera.
«Aquí no, Skraeda», se instó a sí misma. «No cerca de este condenado
klaernar». Ya controlaría la rabia a su manera cuando estuviese sola.
Inspirando con fuerza, Skraeda miró al capitán klaernar.
—Muy bien —dijo con firmeza—. Muchas gracias.
Dando media vuelta, Skraeda fue en busca de su caballo.
CUARENTA Y SEIS

Camino de Huesos

Jonas maldijo en voz baja cuando Silla soltó un gemido desde la parte
trasera del carro. Otro día gris, más sombrío todavía sin su luz
iluminándolo. Llevaba todo el día y toda la noche con fiebre, y cada hora
que pasaba sin que se despertara, aumentaba su preocupación.
—¿La ha mordido el ciervo, Rey? —había preguntado Hekla esa
mañana, mientras acercaba un paño frío a la frente febril de la muchacha.
—No —había respondido él mientras deslizaba la hoja de la hevrít por
una piedra de afilar. La mayoría pensaría que Rey era indiferente a todo,
pero Jonas conocía bien a su jefe, había luchado a su lado durante años, y
vio un atisbo de preocupación en las arrugas del entrecejo.
Rey no había dado detalles de lo ocurrido con el ciervo, se había limitado
a decir que «se las había apañado sola». No obstante, a su regreso, Silla
había guardado un silencio muy poco habitual. Algo había ocurrido; Jonas
estaba seguro. ¿Qué probabilidades había de que la atacara un ciervo
vampiro y enfermara poco después? Era sospechoso y, cuantas más vueltas
le daba al asunto, más seguro estaba de que Rey sabía lo que había pasado.
«Te oculta cosas».
A Jonas se le retorció el estómago de pensarlo, y se le agrió aún más el
humor.
«Te la quitará».
Al pensar en aquello, puso un semblante indiferente y se recordó que ella
no era nada para él. Lo suyo era mera diversión. Una distracción. No le
importaba un comino.
«Mentiroso».
—Descríbemelo otra vez —dijo Ilías, lo que sacó a Jonas de sus
pensamientos. Sintió calor en el pecho, lo que alivió su tensión. Ilías
siempre sabía qué decir para levantarle el ánimo.
—Unos campos ondulados de trigo y cebada que brillan dorados al
ponerse el sol. Una casa comunal de madera robusta de roble. Una hermosa
chimenea con mucho espacio para que se reúna la familia alrededor.
Ampliaremos la casa para que cada uno pueda tener su propia habitación
privada. —Jonas ya se sentía más ligero—. Tus aposentos estarán en el
extremo opuesto de la casa, hermano, así no tendré que sufrir tus quejas por
los ruidosos invitados a los que acoja. —La sonrisa vaciló al emerger un
nuevo pensamiento.
Y, por primera vez en su vida, Jonas se permitió imaginar una vida con
una compañera: una mujer de pelo rizado sentada a su lado en la larga
mesa. Silla, canturreando mientras removía una olla sobre el fuego, y los
olores de su cocina impregnando la casa entera. Silla, echando puñados de
cebada a una bandada de gallinas.
Sí, podría darle gallinas.
Sus ojos se posaron en la maraña de rizos que asomaban bajo un montón
de pieles, y le invadió una oleada de pánico. ¿Y si no se despertaba? Se le
retorció todavía más el estómago y sintió hasta un nudo mientras agarraba
las riendas con fuerza.
—¿Alguna vez…? —Ilías dejó la pregunta a medias y la desesperación
que sentía su hermano se desvaneció.
—¿Alguna vez qué? —preguntó Jonas, volviendo a clavar la mirada en el
carromato.
—¿Alguna vez has pensado que, tal vez, nuestro pasado no sea nuestro
futuro?
Jonas frunció el ceño mientras pensaba en lo que había dicho su
hermano.
—No —dijo, con absoluta certeza. Con la mano buscó el talismán que
llevaba al cuello—. Familia, respeto, deber. Nada es más importante que
devolver el honor a nuestro linaje, Ilías. Nada importa más.
Ilías asintió sin decir nada y se mordió el labio con la mirada perdida.
—¿A qué viene esto, Ilías? —preguntó Jonas con cierta dureza.
—Me gusta viajar con la Hermandad del Hacha Sanguinaria. Después de
todo lo que hemos visto, me cuesta imaginar que la vida en una granja sea
igual de gratificante.
Los nudos de su estómago se transformaron en unas anguilas que se le
enroscaban en las entrañas.
—Bueno, eso no pasará hasta dentro de unos años, hermano —dijo
Jonas. Su voz parecía tensa, incluso para sí mismo—. Pronto te cansarás de
viajar. Y, cuando veas la granja, lo recordarás todo. Te encantará la paz. La
quietud.
—Puede que tengas razón —dijo Ilías con un suspiro—. Lo primero que
haré será prepararme la mejor cama. Cubrirla con un colchón relleno de
lana y plumas. Beber hasta emborracharme y luego dormir una semana
seguida.
Jonas se rio.
—¿Qué crees que le pasa a Martillo? —preguntó Ilías—. Dudo mucho
que fuera la comida, ya que todos comimos lo mismo. ¿La picadura de una
araña lobo, quizá? —Se quedó callado un momento—. Más vale que se
despierte pronto. La comida de Siggie sabe a clavos oxidados.
Jonas lanzó a su hermano una mirada asesina.
—No seas imbécil, Ilías. La chica tiene una fiebre de mil demonios, ¿y tú
solo piensas en la dichosa comida?
Ilías lo fulminó con una mirada mordaz de las suyas.
—Solo era una broma, Jonas. Aprende a encajarlas, anda.
—Sé encajar una broma, pero tú aprende a gastarlas.
—Por las tetas de Malla, Jonas. ¿Qué se te ha metido hoy por el culo?
Su hermano dio la callada por respuesta y se limitó a fruncir el ceño.
Ilías exhaló dramáticamente.
—Claro que quiero que Mano de Martillo se recupere pronto. Me cae
bien. Es divertida. Empieza a caerle bien hasta a Ojos de Hacha. —Soltó
una risilla—. ¿Te fijaste anoche en la cena? Juro por los dioses que estuvo a
punto de sonreír. Estaba orgulloso de ella por haberse cargado a aquella
bestia.
Jonas se puso tieso como un palo.
Por suerte, el ruido de unos cascos sofocó las afiladas palabras que se le
agolpaban en la lengua. Jonas miró por encima del hombro y vio a dos
jinetes que cabalgaban con ímpetu por el camino.
La curiosidad le puso la piel de gallina cuando los jinetes se acercaron a
los Hachas Sanguinarias. «¿Por qué tendrán tanta prisa?», se preguntó.
Los jinetes aminoraron la marcha cuando se acercaron a la Hermandad, y
Jonas los miró con atención: un hombre mayor, tal vez en su cuarta década,
y uno más joven de barba escasa.
—Sooo —dijo el hombre mayor. Se le veía tenso y fatigado—. Será
mejor que os deis prisa.
Rey redujo la velocidad de Caballo y el carro se detuvo.
—¿Qué ocurre?
—El Slátrari se ha cobrado dos víctimas más en el camino.
—¿Cuándo? —preguntó Rey bruscamente.
Un escalofrío recorrió al hombre.
—Los han descubierto esta mañana al sur de donde estamos. Estaban tan
quemadas que ni sus propios familiares podían reconocerlos.
—Joder —murmuró Ilías, frunciendo el ceño—. Desde luego, no es la
forma que elegiría para terminar mis días.
—Exacto —dijo el hombre, dándole un toque a su caballo con el talón—.
Con vuestro permiso, ahora nos vamos. Llevad cuidado.
—Lo mismo digo —gritó Ilías.
Los hombres desaparecieron rápidamente de la vista. Jonas vio a Sigrún
cabalgando delante de ellos; con una mano se acariciaba las cicatrices de
quemaduras que tenía en el cuello y en el cráneo. Nunca había explicado el
origen de sus cicatrices y, por primera vez en muchos años, Jonas se
sorprendió pensando en lo doloroso que tuvo que haber sido, y no solo
durante el incidente, sino mucho después. Quizá, de alguna manera, el
Slátrari hacía un favor a sus víctimas al acabar con ellas.
Pero cuando su mirada se posó en la mujer de pelo rizado que reposaba
en el vagón, el miedo se agitó de nuevo en su interior y disipó todo
pensamiento sobre el asesino.
CUARENTA Y SIETE

Los sueños no tenían principio ni fin, y se mezclaban en un tormento


interminable del que Silla no podía despertar.
Su padre yacía en la carretera, cerca de Skarstad, y sangraba
profusamente por las puñaladas. Con la respiración entrecortada, le hacía
señas para que se acercara.
«Te he querido como si fueras de mi sangre».
«¿Quiénes eran mis padres de sangre?», preguntó ella, acercando la oreja
a sus labios. Moviendo la boca, los susurros llegaron a sus oídos, pero no
alcanzó a entender los nombres, no llegó a conocer la verdad que Matthias
le había ocultado durante todos estos años.
Una espesa bruma se cernió sobre ella y, cuando se disolvió, el sueño
había cambiado.
El humo le escocía en las fosas nasales y la ceniza le obstruía la garganta.
Al sentir un calor excepcional, bajó la mirada y vio que de las palmas de las
manos le brotaban unos zarcillos negros, unas ascuas que chisporroteaban y
crepitaban con fuerza en la oscuridad. Silla extendió los brazos hacia
delante y notó un hormigueo de placer cuando el humo se desprendió de sus
manos y se elevó en una columna de sombras turbulentas.
Un ruido distrajo su atención: un hombre, atado a una columna, cuyas
súplicas brotaban de sus labios sin parar. La invadió un intenso sentimiento
de rectitud. De justicia. El humo bajó por la garganta del hombre y el olor a
pelo quemado y carne asada le llegó a la nariz.
El hombre gritó.
Y Silla sonrió.
El sueño cambió y la niña rubia se materializó ante sus ojos. Era lo de
siempre: pisadas que resonaban en las paredes, cada vez más fuertes a
medida que los hombres se acercaban a su escondrijo.
—Escúchame, hermana —dijo la niña.
«¿Hermana?», pensó Silla, con el corazón acelerado.
La niña le pasó una mano por la mejilla y atrajo de nuevo la atención de
Silla hacia sus ojos azules con aquellos rasgos elegantes que tan bien
conocía.
—¿Qué pasará cuando deje de tomar las hojas? —preguntó Silla, llena de
inquietud.
—Puede que esta sea la última vez que me veas —susurró la chiquilla.
Silla sintió una oleada de tristeza. La niña se había convertido en la única
constante en su vida.
—Te echaré de menos —dijo ella en voz baja—. Por extraño que
parezca.
—No me olvides, ¿vale? —le pidió la niña.
—¿Cómo podría olvidarme? —preguntó ella cuando la puerta se abrió de
golpe y los hombres entraron de sopetón al cuarto.
Como siempre, le arrebataron a la niña, se la arrancaron de la mano. Un
grito de angustia desgarrador impregnó el aire y a Silla se le puso la piel de
gallina.
Miró fijamente los ojos azules de la chiquilla e intentó memorizarlos.
Unas manos la rodearon por la cintura y tiraron de ella hacia atrás. El rostro
de la niña estaba sereno mientras se la llevaban.
—Ven a buscarme, hermana. Te necesito.
La estupefacción se apoderó de ella: durante toda la vida, la chiquilla
había dicho lo mismo: «no me dejes».
«Ven a buscarme».
Era un reto.
Era un mensaje.
—Lo haré —susurró Silla.

CUANDO DESPERTÓ, Silla estaba segura de dos cosas.


Uno: la chica era su hermana. Y dos: su hermana estaba viva, en algún
lugar del reino de Íseldur.
Se incorporó, pero la cabeza le palpitaba. Estaba oscuro, pero un tenue
destello de luz bailaba en las paredes a su lado. ¿Paredes? Tanteando a su
alrededor, palpó el suave musgo de las pieles debajo de ella y el tacto de
una pared de lana.
Una tienda. Estaba en una tienda.
En aquel momento, se abrieron las solapas de la tienda y entró una forma
envuelta en sombras.
—¡Te has despertado! —chilló Hekla de tal modo que Silla dio un
respingo. Hekla sacó la cabeza por fuera de la tienda y gritó—: ¡Martillo se
ha despertado!
—¿Cuánto tiempo he estado dormida? —preguntó Silla, con voz ronca.
De repente, se acordó… ¡las hojas! Lo había conseguido. Había superado
la enfermedad que conllevaba el fin del tratamiento. Una sonrisa de
incredulidad se dibujó en su rostro.
—Dos días.
Silla se quedó boquiabierta.
—¿Dos días?
—Sí, dúlla. Por los fuegos eternos, has estado muy enferma. Ilías cree
que ha sido la picadura de una araña lobo, pero no hemos encontrado
ninguna marca. Gunnar cree que fue una reacción a algo que comiste. Y,
cómo no, han hecho apuestas al respecto. Kuntas.
Silla parpadeó. Rey no les había contado a los Hachas Sanguinarias lo de
su dependencia de las hojas de skjöld. No sabía qué pensar.
—¿Tienes agua? —graznó.
Hekla rebuscó por ahí y le puso un odre de agua en la mano. Silla bebió
con avidez y el agua le goteó por la barbilla y el vestido. Le daba igual;
tenía el cuerpo tan reseco que se sentía marchita.
Hekla no le quitó ojo de encima.
—¿Cómo te encuentras? ¿Quieres caldo? Tenemos sopa junto al fuego.
La ha preparado Siggie. —En aquellas palabras de Hekla, alcanzó a oír la
advertencia.
Se sentía débil pero extrañamente viva.
—Sí, por favor, caldo, pero… —Se le cortó la voz—. ¿Y esta tienda?
¿Por qué estoy en una tienda?
—Ha refrescado mucho últimamente. Ha habido heladas y un viento
gélido del norte los últimos días. Ahora estamos cerca de las Tierras Altas y
Rey ordenó montar las tiendas. Más trabajo, sí, pero merece la pena si
podemos entrar en calor.
Silla encontró su capa junto a la cama. ¿Su cama? Estaba tumbada en la
cama de alguien.
—¿De quién es esta cama…? —Pero entonces captó un olor que le
resultaba familiar.
—Jonas. Supongo que Lobo tiene corazón a pesar de todo. —Hekla soltó
una carcajada, y Silla agradeció que la oscuridad ocultara su sonrojo.
Silla buscó a tientas hasta que encontró sus botas. Se las calzó, se puso la
capa sobre los hombros y salió detrás de Hekla. Aunque se había puesto el
sol, la hoguera iluminaba el claro en el que habían acampado. Los enjutos
árboles y los robustos matorrales ofrecían poca protección contra el viento
helado, que llevaba consigo un aroma a hierba. Cuando se puso en pie, se le
nubló la vista y Hekla le rodeó la cintura con un brazo y la ayudó a hacer
sus necesidades detrás de un matorral.
Mientras se dirigían hacia el fuego, notó que se le henchía el corazón.
Estaban todos allí; toda la Hermandad alrededor de un fuego crepitante. Sus
ojos se fijaron primero en Jonas, con los hombros envueltos en una capa de
piel negra y el pelo recién rapado por los lados. Sentado con Ilías y Gunnar
en plena partida de dados, Jonas giró la cabeza y clavó la mirada en la de
Silla. Le vio un temblor en la mandíbula y su postura tensa se relajó un
poco.
—¡Martillo! —exclamó Gunnar, aplaudiendo con fuerza mientras Hekla
colocaba a Silla sobre un tocón cerca del fuego—. Mírala, como un gato
con siete vidas. ¿Cuántas llevas ya; tres solo en este viaje? Más vale que las
empieces a racionar…
Silla le dedicó una sonrisa burlona, pero su mirada no tardó en encontrar
a Rey. Sentado cerca del fuego, tenía el brazo protésico de Hekla sujeto
entre las rodillas mientras pasaba una piedra de afilar por las garras. Y
cuando sus miradas se encontraron, se le movieron las comisuras de los
labios. No era una sonrisa, pero sí lo más parecido a una. Normalmente,
sentía crispación por parte de Rey, pero ahora percibía algo distinto:
orgullo, tal vez, y la misma extraña e infundada confianza que él había
mostrado en ella cuando mató al ciervo vampiro. Aquello la colmó de una
calidez inesperada.
Sigrún le pasó un cuenco de caldo, una cuchara y un trozo de pan, y Silla
empezó a comer; de repente, se moría de hambre. Mientras masticaba,
Hekla le habló de los dos últimos días, incluso de aquellos dos hombres que
los habían adelantado por el camino, huyendo del Slátrari. Sintió un
escalofrío. Pensar que aquel asesino compartía el camino con ellos…
Pensar que podrían haberse cruzado con él, que podrían haber contemplado
el rostro del monstruo sin darse cuenta siquiera.
Sin embargo, al mirar alrededor del fuego, no pudo evitar sentirse
reconfortada. Si tenía que compartir el camino con un asesino, no le cabía
duda de que no había lugar más seguro para ella que entre los Hachas
Sanguinarias.

—¿ESTÁS SEGURA de que quieres practicar esta noche, dúlla?


Silla asintió con vehemencia. Había pasado un día entero desde que
despertara de esas fiebres y, aunque no había recuperado las fuerzas del
todo, la embargaba una energía nerviosa. Esa mañana, al despertar, tenía la
cabeza mucho más despejada que nunca, el ánimo tan alegre y los pasos tan
briosos que parecía una versión más viva de sí misma.
Cuando le tendió a Rey su tazón lleno de gachas con una sonrisa
radiante, él refunfuñó diciendo que era «demasiado pronto para estar tan
insultantemente feliz». Ella se había reído. Esos días, había mucha menos
ponzoña en sus palabras.
Los árboles que rodeaban el campamento estaban agrupados en
bosquecillos, y las espinosas zarzas llenaban los huecos. Mañana llegarían a
las Tierras Altas, que marcaban el último tramo del Camino de Huesos antes
de alcanzar el Cruce del Norte. Era la primera vez que sentía Kopa tan
cerca, tan al alcance.
Ahora que había lavado y guardado los platos y la noche se extendía ante
ella, arreciaban las ansias. «Concéntrate, Silla Margrét», se dijo a sí misma.
«Solo hay un modo de avanzar… y no incluye esas hojas».
Sin embargo, las palabras por sí solas no bastaban. Necesitaba una
distracción. Quería llevar a Jonas detrás de las zarzas que rodeaban el
campamento para que la distrajera de sus anhelos, pero no lo encontraba por
ninguna parte. Así que, en lugar de eso, se dedicó a entrenar con Hekla. Y
Rey, al parecer, que se acercaba a ellas. Silla no pudo reprimir un gemido.
—No te hagas ilusiones, ahora que has abatido a un pequeño ciervo
vampiro —dijo.
Silla se puso una mano en la cadera.
—Ni tú, Rey. No olvides que también te abatí a ti…
Rey se rascó la barba negra.
—Y ya veo que no dejarás que lo olvide.
—Alguien tiene que encargarse de que no se te suban los humos, Rey. —
Ella sonrió, complacida por la forma en que se le bajaron las cejas negras.
Decidió entonces que disfrutaría recordándoselo a menudo—. Por tu
seguridad, por supuesto. Dicen que un hombre con exceso de orgullo se
ciega cuando la muerte llama a su puerta.
Rey la fulminó con los ojos y ella se obligó a sostenerle la mirada.
—Supongo que tu padre también te lo decía, ¿verdad? —preguntó.
Ella frunció el ceño.
—Sí. Como te he dicho ya…
—Era un hombre sabio. —Rey la observó con atención—. Empiezo a
preguntarme si nuestros padres se conocían…
Silla entreabrió los labios.
—¿Te imaginas?
Rey la miró fijamente durante un segundo más de lo normal.
—No importa. Los dos están muertos.
Hekla carraspeó.
—¿Empezamos con el estrangulamiento por detrás? —Miró a Rey y
luego a Silla—. Empieza conmigo y, si te ves preparada, inténtalo con Rey.
Silla se movió sobre las almohadillas de los pies, recordando lo que había
ocurrido durante el último entrenamiento. Aun así, desde entonces, había
acabado con un ciervo vampiro y había superado dos terribles días de
enfermedad por las hojitas de skjöld. Enfrentarse a las cosas que le daban
miedo era muy estimulante.
—Sí —se sorprendió diciendo.
Repasaron los movimientos; Hekla hizo la llave y Rey empezó a dar su
opinión.
—Parece que te has vuelto más lenta, Rayo de Sol.
Y:
—¿Esperas que el enemigo aguarde a que elijas con qué pie le haces la
zancadilla?
Y su comentario favorito:
—Me haces llorar, mujer, y no es de felicidad.
Al final, dijo:
—Muy bien, Mano de Martillo, ¿quieres probar suerte conmigo?
Silla tomó aire con fuerza y asintió.
Él se arremangó la túnica y ella se fijó en las marcas que le había dejado;
estaban cicatrizando bien.
—Sé fuerte —dijo Rey—. Tienes que estar preparada. Sabes lo que haré.
Adelántate siempre a los acontecimientos, imagínatelos antes de que
ocurran.
Silla asintió, ampliando la distancia mientras Rey se colocaba detrás. Le
empezó a latir más deprisa el corazón al notar su gran envergadura. Era
imposible no pensar en lo fácil que un guerrero como él podría acabar con
ella.
Exhaló temblorosa, agradecida de que Rey la sujetara por el cuello
aplicando menos fuerza.
—Se me ha ocurrido algo… —dijo Hekla—. Rey es demasiado grande y
no lo podrás derribar como harías conmigo. Pero puedes luchar contra él a
lo Hekla Rompecostillas.
—Hekla… —le advirtió este.
—Calla, Rey. No puede tumbarte como lo haría un hombre. Seamos
creativos. —Hekla miró a Silla, con un brillo perverso en los ojos—. Tira
del brazo que te rodea el cuello y luego clávale el puño en la ingle. Cuando
le hayas distraído aprovechando su penosa debilidad masculina, híncale el
codo en las costillas.
—¿¡Qué!? —exclamó Silla—. ¡No pienso darle un puñetazo en la ingle!
—No si valoras tu vida —refunfuñó Rey, moviéndose detrás de ella.
Hekla sonrió con satisfacción.
—Ojos de Hacha se pone nervioso, Silla. Utiliza su miedo para potenciar
tu poder. Recuerda: cuanto más grande sea el guerrero, más duro caerá.
¿Preparada, dúlla?
—No.
Hekla suspiró.
—Bueno, pues finge que le das un puñetazo en la ingle. Aunque si por
alguna casualidad le alcanzas con el puño, seguro que no pasará nada.
Porque hay accidentes todos los días, ¿verdad, Rey?
—Si tienes un «accidente», Rayo de Sol, me aseguraré de que otro ciervo
vampiro te encuentre sin la protección de mi atenta mirada.
—Puedes estar segura de que mi puño no se acercará a… eso, Rey —le
soltó ella.
Hekla sonrió, mirando entre Rey y Silla.
—¿A la de tres?
Después de la cuenta atrás de Hekla, Silla hizo los movimientos a
trompicones. Fue una sesión de entrenamiento desastrosa, aunque el hecho
de que Rey se estremeciera con cada pase le hizo bastante gracia. Y a Hekla
también, por lo visto.
—Esto te divierte demasiado, Hekla —refunfuñó Rey.
Al decimoquinto —¿o era ya vigésimo?— intento, no le había cogido el
tranquillo todavía, a pesar del sudor que le empapaba la frente.
—Dejémoslo por hoy e intentémoslo cuando Martillo recupere las
fuerzas —dijo Hekla.
Se encaminaron a la hoguera, donde Sigrún, Ilías y Gunnar se apiñaban
jugando a los dados detrás del cortavientos. Cada vez se refugiaban más
detrás de las pieles colgadas para resguardarse del viento del norte, y Silla
se estremeció cuando una ráfaga gélida le azotó el rostro. Había tres tiendas
agrupadas más allá de la hoguera, con telas de lana tendidas sobre
travesaños y sujetas con cuñas. Dentro de las tiendas, las pieles para dormir
se amontonaban encima de las mantas. Sigrún y Hekla habían acogido a
Silla en su tienda, y los hombres se habían emparejado para compartir las
suyas.
Sigrún dio una palmada, saltando de alegría. Ilías y Gunnar gimieron
mientras rebuscaban monedas en los bolsillos.
—Contad conmigo para la próxima partida —dijo Hekla, arrastrando una
caja de madera hacia ellos—. ¿Silla? ¿Te apuntas?
—Quizá más tarde —respondió ella.
Se dirigió hacia las tiendas para recoger su capa, caminando con cautela
entre la hierba alta e intentando no torcerse un tobillo. Detrás de las tiendas,
la luz del fuego quedaba algo velada, y parpadeó varias veces mientras se le
adaptaba la vista a la tenue luz del sol casi oculto.
Sin previo aviso, una mano le tapó la boca y se vio empujada contra el
duro pecho de alguien. Un segundo brazo la rodeó por el estómago y le
inmovilizó los suyos a los costados como una cincha de acero. Silla abrió
mucho los ojos; el corazón le martilleaba en el pecho.
—No grites —le dijo una voz ronca al oído.
CUARENTA Y OCHO

Jonas notó el pulso de Silla en las yemas de los dedos; respiró hondo y se
permitió relajarse, por fin. Había despertado; se había recuperado de su
extraña dolencia. Y al sentir su cálido cuerpo, notó que aumentaba su propia
aflicción.
Extendió la mano por el estómago de ella y la subió hasta sus pechos
turgentes. Percibió el momento en que ella se dio cuenta de que era él. Silla
echó el codo atrás con una fuerza sorprendente y él permitió que se zafara.
Un calor brotó en su interior al ver el fuego en sus ojos; se acumuló en su
pecho y bajó hasta el vientre.
—Me has asustado —dijo Silla, golpeándole el brazo.
Jonas la atrajo hacia sí y se inclinó para abrazarla. No hubo pausa ni
lentitud en el beso: fue algo urgente y hambriento, deliciosamente ardiente.
La deseaba… y mucho. Jonas la aprisionó hasta que su espalda rozó la
tienda.
Ella se separó de él, sin aliento.
—Jonas… —objetó, pero este se inclinó sobre ella, entró en la tienda y la
echó sobre la suave cama que había dentro.
Estaba oscuro dentro de la tienda, la luz del fuego titilaba en las paredes
mientras Jonas se acomodaba sobre ella.
—He esperado muchos días para hacer esto —murmuró. Apretó la boca
contra la suya, consumido por un deseo voraz, mientras tanteaba los cierres
del vestido.
Había pasado dos días sin ella; dos largos días de preocupación y
angustia. Necesitaba la paz y la serenidad de su contacto. Cuando él tiró de
su vestido, Silla giró la cabeza para romper el beso.
—Espera —susurró—. No podemos.
—¿Por qué no? —preguntó Jonas en voz baja, esbozando una sonrisa
pícara.
—Porque la Hermandad… —Se quedó callada un instante—. Están todos
ahí, a unos diez pasos.
Aquella perspectiva le excitó más de lo que le gustaría admitir.
—Puedo estarme calladito —murmuró él, dejándole un reguero de besos
cálidos por el cuello—. ¿Y tú?
Jonas centró los besos y mordisquitos en la zona justo debajo de la oreja,
y cada suspiro que le arrancaba aumentaba su anhelo enloquecedor. Con
una exhalación entrecortada, ella se arqueó hacia él, y este supo que ya la
había convencido.
—¿Eso es un sí? —susurró.
—Sí —jadeó ella.
El calor se disparó en su vientre y le tiró del vestido con tanta fuerza que
ella soltó un grito ahogado. Y ya solo quedaba el frenesí de poseerla.
—Llevas demasiadas capas de ropa —murmuró, quitándole la
combinación y el refajo sin contemplaciones. Algo se desgarró, pero él no
le prestó la más mínima atención porque, por fin, pudo contemplar sus
formas desnudas.
Silla metió las manos bajo el dobladillo de su túnica y tiró de ella por
encima de su cabeza mientras este forcejeaba con la hebilla del pantalón. Al
fin, Jonas se tumbó sobre ella; su piel deslizándose con languidez contra la
calidez de la suya. Le arrastró los dientes por el cuello, inhalando largas
bocanadas de su aroma. La tienda quedó en silencio, salvo por el susurro de
la ropa de cama y sus suspiros jadeantes. Gunnar se rio desde el fuego,
Hekla respondió algo en voz baja, y Jonas dejó escapar un ruidito suave:
saber que estaban allí mismo le producía escalofríos en la espalda.
Arrastró los dedos por su sexo y apenas pudo contener un gemido.
—Dioses. Me has echado de menos, mujer, reconócelo. Ya estás lista
para mí.
Silla le agarró el miembro, que acarició con una pasada lenta y deliciosa.
—Parece que tú también me has echado de menos.
—Por mucho que me guste la sensación de tu mano —murmuró él,
preparando las caderas— solo esto me satisfará ahora mismo. —Le
introdujo los dedos y sonrió al notar como ella se los apretaba por dentro.
—Más —jadeó ella—. Quiero más. —Ese leve deje de palabras
arrastradas le dijo a Jonas que su deseo se correspondía con el suyo.
—Claro que te he echado de menos —admitió este en un susurro bajo,
colocándose bien frente a su sexo—. Y tu boca perversa y tu calor
abrasador… —Vaciló—. Estaba preocupado por ti. —«Todo cambió», no
podía decirlo, pero lo pensaba. «Todo cambió cuando pensé que no
despertarías. Hizo que deseara cosas que no debía». Pero la mera idea le
hacía sentirse destrozado y vulnerable, y no podía pronunciar esas palabras
en voz alta. En lugar de eso, se lo demostró con su cuerpo.

DESPUÉS, Jonas estaba tendido sobre la cama, sin aliento, con Silla
pegada a su costado, lánguida y sin fuerzas. Sabía que, si pudiera verle la
cara, tendría una expresión aturdida y sorprendida, la misma que tenía
siempre después de hacerlo. Como si no supiera cómo habían llegado hasta
ahí.
Ni él mismo lo sabía.
Silla empezó a temblar, y Jonas le tapó la boca con la mano antes de que
se le escapara la risa. Esta se estremeció incontrolablemente contra él, y
este no pudo evitar la sonrisa que le arrancó. Silla tenía esa virtud.
Conseguía hacerle sonreír. Le hacía… feliz. Ella era luz y calor y todo lo
bueno que había en el mundo. Todo lo que un hombre como él no merecía.
Pero él lo aceptaba igualmente.
Cuando Silla recobró el control de sí misma, se giró y le sonrió.
—Estoy convencida de que nos han oído —susurró. La tienda estaba a
oscuras, pero la luz que se filtraba del fuego resaltaba el rabillo de su ojo, el
pómulo marcado, la curva de su mandíbula.
—Perfecta —murmuró Jonas, entrelazando sus dedos con los de ella. Por
un momento habría jurado que frunció el ceño, pero desapareció tan deprisa
que no podía estar seguro—. Eres perfecta —repitió observándola con
atención.
Por muchas inseguridades que pudiera tener Silla, para Jonas era
perfecta, algo que no sabía que necesitaba, una complicación que no había
visto venir.
Silla rozó con los nudillos la cicatriz de su mejilla, esta vez, sí, con el
ceño fruncido. Y Jonas oyó las palabras que no se atrevía a pronunciar:
«¿Qué te ha pasado?». Exhalando, sintió aquel extraño impulso de
contárselo todo; al fin y al cabo, si alguien podía entenderlo, sería ella.
Respiró hondo y se preparó para decir en voz alta su mayor vergüenza.
—Sabes lo que se siente cuando te niegan unas tierras que te pertenecen
por derecho, Ricitos. Quiero contarte lo que me ocurrió…, lo que nos
ocurrió.
Silla le dio un suave apretón en la mano. Cómo no. Esta mujer era
perfecta. Era su Silla.
—Maté a mi padre. —Sentía calor y frío a la vez, pero se obligó a
continuar—. Era un hombre cruel que pegaba a mi madre. Cuando era más
joven, era demasiado pequeño, demasiado débil para ayudarla. Ella me
decía que llevara a Ilías al olmo que había en la linde de nuestra parcela.
Nos subíamos a él y nos escondíamos de nuestro padre, observando las
nubes e imaginando las aventuras que viviríamos cuando fuéramos
mayores. Era nuestro lugar seguro. El lugar donde soñábamos con una vida
mejor.
Jonas soltó un largo suspiro.
—Cuando me hice mayor, defendí a mi madre, pero al parecer eso solo
empeoraba las cosas. Me dejaba sin sentido y luego se ensañaba con mi
madre. Vivíamos con un miedo constante a su cólera. Arrebatos oscuros,
como los llamaba él. Decía que no era culpa suya. Nunca era culpa suya. El
día que sucedió, se le había ido la mano. La mató. —Jonas hizo una pausa,
con los puños apretados. Silla le acarició el brazo en un gesto tranquilizador
—. Envié a Ilías al olmo y volví a entrar en casa. Mi padre estaba llorando
sobre su cadáver. Me volví loco. Lo aparté de mi madre y le hice pagar por
cada puñetazo que le había dado.
El silencio se dilató entre ellos. Jonas cerró los ojos con fuerza. ¿Había
sido un error contárselo? Nunca se lo había contado a nadie, ni siquiera a
Rey. ¿Y si ella ya no volvía a mirarlo igual?
Pero su boca insensata tenía voluntad propia.
—Fuimos a la Asamblea y me encomendé a su merced. Teníamos
testigos, buenos amigos y vecinos que daban fe de la naturaleza violenta de
mi padre. El asesinato de mi padre se consideró justo. Pero el… el asesinato
de mi madre fue juzgado como asesinato.
Silla tragó saliva.
—Al hacerlo, el Portavoz de la Ley le quitó a mi padre las tierras y
confiscó todo su dinero en nombre de la Corona. Ilías y yo nos quedamos
sin herencia. Como no teníamos más que una mancha negra en nuestro
apellido, decidimos que lo mejor era abandonar la comunidad. Gracias a la
bondad de unos pocos amigos y vecinos pudimos conseguir suficientes
monedas para llegar a Sunnavík. Fue entonces cuando encontramos a Rey y
a la Hermandad del Hacha Sanguinaria y empezamos a hacernos un nombre
en este reino.
Por los fuegos eternos. Se tragó un nudo en la garganta del tamaño de
una piedra. Se sentía vacío y, sin embargo…, más ligero. Era un alivio
contárselo a alguien. Y, si alguien podía entenderlo, era aquella mujer, a la
que también habían despojado injustamente de lo que le pertenecía.
La vio elegir sus palabras. Abrió la boca y él se preparó para lo peor.
Pero, como siempre, Silla le sorprendió.
—Bueno, en cierto modo, yo maté a mi madre.
Jonas enarcó las cejas y parpadeó rápidamente. Al cabo de un momento,
le frotó el dorso de la mano con el pulgar, en lo que esperaba que fuera un
gesto alentador. Se le daba fatal, pero lo intentaría por ella.
—Sucedió cuando tenía diez años. Han pasado diez años y aún estoy
confundida.
Jonas sintió que ella tampoco estaba segura de contárselo, así que se
quedó callado.
—Si no hubiera olvidado el maldito eneldo, las cosas podrían haber
acabado de otra manera. —Se lamió los labios—. Volví al mercado a por él.
Se había producido un eclipse y, de la emoción, se me olvidó colocarlo en
la cesta. Así que volví a por él mientras mamá preparaba la masa del pan.
Cuando llegué a casa, ya no estaba. Se la habían llevado los klaernar.
Jonas se puso tenso.
—Un vecino les avisó de que en nuestra casa había una galdra. Era
mentira, por supuesto; no tenemos magia. Tuve un incidente con la vecina.
Una discusión. Decía que… mis palmas desprendían luz. Pero no fue así.
Fue una onda en el estanque, un destello de luz errante en la superficie del
agua. Era una niña caprichosa, la vecina. Muy fantasiosa. Y se lo contó a
sus padres, que a su vez se lo contaron a los klaernar. Lo peor de todo es
que afirmaban que mi madre había confesado que había sido ella quien
había emitido ese destello. Les dijo que era… —buscó la palabra—
Cinérea. Ni siquiera sé qué es eso, pero sé que mi madre no lo era. Y no era
galdra.
Frunció el ceño.
—¿Qué esperaba ganar contándoles esto? No lo entiendo. ¿Protegerme
de su mirada? Me lo he planteado muchas veces. Si hubiera estado en casa,
podría haberles explicado lo del estanque, lo del destello de luz. Podría
haberla defendido. —Se le había apagado la voz y tenía una mirada
atormentada—. La siguiente vez que la vi, estaba colgada de una columna,
con grilletes y bridas. No puedo olvidar sus ojos. Sus hermosos y luminosos
ojos verdes. Sé que quería que apartara la mirada, pero me negué. Quería
que viera a alguien en aquella multitud que la amaba. Yo… lo vi todo. La vi
morir. Me vi obligada a lanzar una piedra. Ayudé a acabar con su vida,
Jonas.
Ella tembló y él tiró de ella para acercarla, con el estómago
retorciéndose. No sabía qué decir, así que la abrazó con fuerza mientras
transcurrían varios minutos silenciosos.
Silla se apartó y miró a Jonas con unos ojos muy abiertos y sinceros.
—Eres una buena persona, Jonas.
Él se atragantó.
Silla estaba seria.
—Lo eres. Lo veo en la forma en que cuidas de tu hermano. —Frunció el
ceño—. Sé que no todo el mundo haría lo que tú has hecho por él.
La miró sin decir nada.
—Eres un buen hombre, Jonas.
—No soy un buen hombre, Ricitos. —Le apartó un mechón de pelo de la
cara y se lo echó hacia atrás—. Pero me haces sentir que podría llegar a
serlo.
Silla parpadeó, y este notó que el corazón no le cabía en el pecho.
—¿Qué?¿Por qué me miras así? —preguntó Silla.
Acercó sus labios a los de ella en un beso lento y profundo. Luego se
apartó y apoyó la frente en la suya.
—Quiero verte después de Istré. ¿Y si voy a Kopa y te hago una visita?
—Le pasó una mano por la suave curva de la mejilla—. ¿Te gustaría?
Ella hizo que sí con la cabeza, y Jonas se sintió como un águila, surcando
el aire, libre y sin preocupaciones. Se incorporó y rebuscó entre los
pantalones que se había quitado hasta que lo encontró.
—Te he hecho una cosa —susurró y le puso un disco en la palma de la
mano.
Notó un nudo en el estómago al verla sostenerlo ante la luz titilante. Los
símbolos triangulares en capas resaltaban sobre el oscuro veteado de la
madera, y una correa de cuero colgaba de un pequeño agujero practicado en
la parte superior.
—Es como tu talismán —susurró ella mientras lo miraba a los ojos.
—Quiero que lo tengas. —Jonas la estudió detenidamente—. Que sea
algo a lo que aferrarte mientras estemos separados. ¿Te gusta? —Contuvo la
respiración.
—Me encanta, Jonas —dijo ella, pasando el pulgar por la superficie
estriada. Pero sus palabras ocultaban algo, algo que él no lograba identificar
—. Es precioso. Tienes mucho talento para la carpintería.
Cogió el talismán y le pasó suavemente la correa de cuero por la cabeza,
situando el disco sobre su corazón. El calor le inundó el pecho al verla con
aquel talismán.
Se inclinó para besarla, pero lo interrumpió el fuerte grito de Gunnar.
—¡Ataque! ¡Preparaos para atacar! ¡Algo se acerca!
CUARENTA Y NUEVE

Silla hincó los dedos en el antebrazo de Jonas mientras asimilaba las


palabras que acababa de oír.
Un ataque. Los estaban atacando.
Mil preguntas asaltaron su mente. ¿Quiénes eran? ¿Cuántos había? Y lo
más importante, ¿por qué? ¿Eran los hombres de la reina? ¿La habían
encontrado?
—¿Qué puedo…? —preguntó Silla, parpadeando rápidamente al ver
cómo Jonas se vestía a toda prisa.
—Quédate aquí —gruñó él, poniéndose la túnica—. No salgas de la
tienda.
Se le hizo un nudo en el estómago al verlo cómo se vestía. La intimidad
que acababan de compartir la hacía sentirse unida a él, y el temor la invadía
al pensar que pudiera sucederle algo malo.
—Cuídate —susurró ella.
Jonas la miró con una expresión seria, severa, pero también intrépida. Se
inclinó hacia ella, le tomó la mandíbula con la mano y apretó los labios
contra los suyos.
—Y tú —dijo en voz baja.
A ella se le encogió el corazón, pero el ruido de la madera al astillarse la
distrajo.
—Vete —le instó—. Tienes que irte ya.
La luz del fuego en la pared de la tienda se oscureció un momento
cuando unas figuras pasaron corriendo por delante de la tienda; los gritos de
los Hachas Sanguinarias inundaban el aire.
—Manteneos firmes —gruñó Rey desde el otro lado de la pared de la
tienda—. ¡Escudos en alto y lanzas preparadas!
El ruido inconfundible de las espadas al chocar con los escudos de
madera lo invadió todo, y Jonas maldijo mientras manipulaba las hebillas
de su armadura.
—¡Jonas! —bramó Ilías—. ¿Dónde demonios estás? Tengo tu lanza,
kunta idiota.
—¡Aquí! —respondió Jonas, abrochándose el cinturón de batalla, y
saliendo raudo de la tienda—. ¡Ya voy!
Una ráfaga de viento fresco despertó a Silla del embotamiento y se puso
la combinación. Un horrible chasquido hizo que se le congelaran las manos
en mitad del movimiento.
—¿Qué es eso? —susurró.
—¡Apuntad a las tripas! —gritó Rey—. Evitad los colmillos. No os
separéis.
¿Colmillos?
¿Colmillos?
Se oyó un sonido estridente que le hizo erizar hasta el último vello de la
nuca, como el pelaje de un gato asustado. Sacudiendo la cabeza, encontró el
vestido y se lo puso de un tirón, luego buscó la daga a tientas,
desenvainándola con una mano temblorosa.
—¿Dónde está Silla? —preguntó Hekla, y a ella se le revolvió el
estómago.
—Estoy aquí —gritó—. En la tienda.
—¡Pues no salgas! —ladró Rey—. No harás más que estorbar.
Otro chillido, ahora más fuerte, como si lo que fuera acabara de irrumpir
en el claro. Ilías bramó y Hekla gritó; los sonidos de la batalla impregnaron
el aire: gruñidos, arañazos y alaridos desgarradores de lo que fuera que
hubiera atacado a la Hermandad del Hacha Sanguinaria.
La tensión que sentía en las entrañas se volvió más fuerte y el corazón le
retumbaba en los oídos.
Y, en ese momento, lo vio: un destello de luz blanca. Al principio, pensó
que procedía del exterior de la tienda, de las criaturas. Pero, con un horror
cada vez mayor, se dio cuenta de que no venía del exterior de la tienda.
Venía de ella misma.
Silla sentía como si toda ella estuviera fuera de su cuerpo y contemplara
desde lo alto a una muchacha desaliñada con una luz blanquecina y pura
que se movía y se arremolinaba desde la parte inferior de sus antebrazos.
—¡Por los fuegos eternos! —murmuró, y se le cayó la daga de las manos.
Los ruidos de la batalla más allá de la tienda quedaron silenciados y su
mundo se centró en aquella cosa, aquella luz blanca, maravillosa y terrible a
la vez.
Era imposible y, aun así, allí estaba.
Se tocó la piel con un dedo y dio un grito ahogado al sentir su frescor.
¿Qué clase de magia era esa? ¿Era galdur lo que le corría por las venas? Le
vinieron a la memoria recuerdos de una conversación que había mantenido
poco antes.
«Decía que… mis palmas desprendían luz».
—No —susurró. Se quedó helada al caer en la cuenta.
Las hojas. Se le había pasado el efecto de las hojas.
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No había entendido esa frase a pesar de haberle dado muchas vueltas.


Pero ahora, al mirarse los brazos, lo comprendió.
Significasen lo que significasen, estaban relacionadas con la magia. Las
hojas suprimían su magia.
Silla era galdra.
Y las cosas empezaron a encajar: la confesión de su madre, el destello de
luz, la forma en que su padre y ella habían huido de los klaernar. Las hojas.
Su mente era como una taza llena hasta el borde que empezaba a rebosar.
Mientras contemplaba la luz que palpitaba en sus venas, supo que aquello
significaba problemas.
Más problemas.
—¡Arremeted! —bramó Rey, y la luz del fuego se apagó.
Tambaleándose, Silla volvió al momento presente. Aquello era un
auténtico caos. Chirridos como de insectos, un chillido, el grito rabioso de
Hekla, el golpeteo de los escudos y las continuas órdenes de Rey.
Inspiró profundamente y cogió su daga.
—¡La tienda! —Fue su única advertencia. Silla tensó los músculos y
apretó la daga más fuerte.
Y, entonces, el techo de la tienda se vino abajo, y una enorme figura la
derribó de espaldas. Las barras de hierro del soporte se doblaron como
ramitas, la tela se hizo jirones como si fuera pergamino y el aire frío de la
noche se precipitó sobre ella. La luz de sus antebrazos expuestos se derramó
hacia arriba e iluminó unas relucientes hileras de colmillos afilados como
dagas, tan largos como su pie. La criatura profirió un chillido; tenía un
aliento rancio que olía a cosas muertas y podridas, y aquellos dientes se
lanzaron contra ella, cerrándose a escasos centímetros de su cara.
«¡Muévete!», pensó, rodando sobre la tripa y arrastrándose por el suelo
de la tienda. Las paredes habían cedido, y el tejido de lana era grueso e
incómodo de franquear. Sintió un pinchazo en el cuello ante el peligro, y
rodó sobre la espalda, mientras la criatura se estrellaba contra el lugar
donde ella había estado instantes antes.
La bestia retrocedió, mirándola desde arriba. Desde ese ángulo, Silla vio
ocho ojos que brillaban como las ascuas de un fuego, un pelaje gris hirsuto
que cubría un cuerpo enorme: una araña lobo, comprendió, pero ya era
demasiado tarde para que aquella información la ayudara, pues se abalanzó
sobre ella a una velocidad antinatural. Blandió la daga, pero chocó contra la
nada cuando la criatura retrocedió con un chillido que le destrozó los oídos.
El sonido era tan horrendo, tan espantoso, que quiso taparse las orejas, pero
gracias al entrenamiento con Hekla sabía que no era buena idea.
Cuando se puso en pie, vio una lanza que sobresalía del vientre de la
criatura, de cuya herida rezumaba un icor negro. La criatura se agitó y
revolvió, y su cara le pasó a escasos centímetros. Impertérrita, Silla
aprovechó la oportunidad y esperó, llevando la cuenta.
Uno. Dos. Tres.
Entonces alargó el brazo y con la daga le atravesó la hilera de ojos.
La araña retrocedió con un chillido, y apareció Rey, que le arrancó la
lanza y se la clavó acto seguido en el vientre. Un líquido negro brotó de la
araña y, con un último alarido, las patas de la criatura se doblaron y cayó al
suelo. Rey se liberó rodando y se agachó bajo su escudo sin perder ni un
instante de tiempo, volviendo de nuevo a la carga.
Le costaba respirar y el pútrido olor de la descomposición no ayudaba
nada. Se tapó la nariz y observó lo que la rodeaba: dos cadáveres de arañas
gigantes llenaban el claro, una tienda se había derrumbado, el carro estaba
volcado y los Hachas Sanguinarias estaban agazapados tras un muro de
escudos, cerca de una tercera araña gigante en el extremo del claro. El muro
de escudos se abrió cuando Rey se lanzó al interior.
La araña levantó la cabeza y miró directamente a Silla con sus ojos rojos.
Tragando saliva, ella se miró los antebrazos: ¡la luz, esa dichosa luz atraía a
las arañas hacia ella! Se bajó las mangas del vestido, pero la luz salía
tenuemente de debajo de la tela. ¿Cómo se apagaba, cómo…?
La araña avanzó hacia ella, justo por encima del muro de escudos. Con
un bramido colectivo, cinco lanzas alcanzaron la parte inferior de la
criatura.
Silla sintió un gran alivio cuando la bestia se estrelló contra el suelo con
un estruendo estremecedor, pero la emoción duró poco. Le brillaban los
brazos y la Hermandad no estaría distraída mucho rato más. Girando, corrió
hacia su tienda —por suerte intacta— y se metió dentro. La luz iluminó su
entorno y encontró rápidamente la capa y el par de guantes de piel de lobo
que Hekla le había prestado. Le temblaban las manos cuando se puso los
guantes y deslizó los brazos entre los pliegues de la capa.
Salió de la tienda y se encontró cara a cara con el muro humano también
conocido como Ojos de Hacha.
—¿Has encendido una maldita antorcha en la tienda? —le espetó—.
¡Insensata, a la araña lobo le atrae la luz! Podría haberte matado.
—Esto… —Silla tragó saliva—. ¿Sí? —Rezó en silencio para que la
capa y los guantes le impidieran ver la luz.
Él se pasó una mano por la cara.
—Parece que quieras morir.
—No he dudado —le recordó ella—. No me he acobardado… mucho. Le
he rajado los ojos.
A pesar de la noche sin luna, Silla se percató de la sutil tensión de su
mandíbula.
—Eso es cierto —dijo lentamente—. Buen trabajo. Gracias a la
distracción he podido asestarle un golpe mortal. —Ella se quedó con la
boca abierta; Rey se giró y se dirigió hacia los Hachas Sanguinarias.
A regañadientes, Silla se acercó a la Hermandad. Habían puesto el carro
en posición vertical, pero se tambaleaba hacia un lado; parte del bastidor
estaba dañado. Se pasaron la hora siguiente colocando el contenido del
carro en su sitio y recogiendo lo que pudieron de la tienda dañada. Tras una
acalorada discusión sobre si eso podría atraer a más arañas lobo, decidieron
quemar los cadáveres de las criaturas para que el claro dejara de oler a
muerto.
Los Hachas se lavaron las vísceras de araña por turnos; por suerte, Silla
había conseguido librarse del hediondo líquido negro y no tuvo que
arriesgarse a dejar los brazos al aire. En vez de eso, se dedicó a recalentar
los restos de la cena sobre el fuego y a preparar tazas calientes de róa para
los guerreros fatigados por la batalla. Uno a uno, los Hachas Sanguinarias
tomaron asiento alrededor del fuego. Ya era tarde, pero el remanente de
energía seguía en su sangre mientras relataban los momentos más gloriosos
de la contienda. Silla escuchaba aturdida mientras la banda hablaba del
extraño olor y los ojos rojos de las arañas lobo, y de si eso podría estar
relacionado con el insólito skógungar de ojos rojos que habían visto
aquellos días. Una vez servida la comida y fregados los platos, Silla se
acomodó en un tronco y se ciñó la capucha mientras contemplaba las llamas
danzantes.
Había sido una noche larga y estaba cansada antes del ataque. Ahora
estaba más exhausta, sin fuerzas. Justo cuando se disponía a excusarse, Rey
habló.
—¿Por qué estabas en la tienda de Jonas? —preguntó con aquella voz
profunda y atronadora. La conversación en torno a la hoguera se entrecortó
y luego se extinguió.
Silla se quedó tiesa; el corazón empezó a retumbarle en los oídos cuando
todas las miradas se posaron en ella.
—P-pues… —balbuceó. Encontró la mirada de Jonas al otro lado del
fuego, entrecerrada y tensa. Tras el revuelo con la araña y lo de la luz de los
brazos, se había olvidado por completo de aquello.
«Qué boba eres», pensó. «Tendrías que haber sabido que Ojos de Hacha
no pasaría por alto ese detalle».
—Preguntemos a Jonas, entonces —dijo Rey con voz fría—. ¿Por qué
estabas en la tienda con Silla, Jonas? ¿Por qué has tardado tanto en
incorporarte a la batalla?
Jonas carraspeó, pero no respondió.
Rey sacó una petaca del bolsillo y le echó un buen trago, tras lo cual se
secó la boca con la manga.
—Sé que no puede ser lo que todos pensamos, Jonas, pues recuerdo
haberte ordenado tajantemente que no lo hicieras.
Silla se mordisqueó la mejilla, mirando las llamas y soñando con que la
redujeran a cenizas.
—Más vale que alguien empiece a hablar —soltó Rey.
Jonas suspiró con fuerza.
—Silla y yo estamos… —Se encogió de hombros.
Tras esa no confesión reinó una quietud antinatural. Rey frunció el ceño.
—¿Qué? —preguntó Hekla—. ¿Estáis… qué?
—¡Follando! —exclamó Jonas—. Estamos follando, ¿vale? Por los
dioses misericordiosos. Somos adultos. No convirtáis esto en un escándalo.
—¡Jonas! —gimió Silla, tapándose los ojos con una mano. Las miradas
incrédulas de la banda le abrasaban la piel como atizadores ardientes—.
¿No podías decirlo de otra manera… de cualquier otra manera?
—Dúlla —gimió Hekla, con una mano en la frente—. Mira que te lo
advertí…
—Ya lo sé —dijo Silla, apretando los labios mientras Jonas le lanzaba
una mirada asesina a Hekla—. Y créeme que lo tuve en cuenta.
Hekla miró fijamente a Jonas.
—Como le hagas daño, Lobo, te las verás conmigo.
—Ah, por el amor de las estrellas —murmuró Silla, cerrando los ojos.
—¿Cuánto tiempo hace de esto? —preguntó Rey, con voz fría y dura
como el hierro.
A Jonas se le tensó un músculo de la mandíbula.
—Desde antes de llegar a la Cresta de Skalla.
—Me has mentido —murmuró este, mirando fijamente a Jonas—. ¿Por
qué, Jonas? ¿Por qué me deshonras así? ¿Por qué deshonras a la
Hermandad?
—No pretendía deshonrar…
—Me has mentido —gruñó Rey. Le palpitó la vena de la sien y Silla
tragó saliva—. Has desobedecido mis órdenes.
—Tus órdenes eran insensatas —replicó Jonas, alzando la voz.
Rey se levantó, se alejó del fuego y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Cada vez caes más bajo, Jonas. Eres un necio. Un necio que no es
capaz de dominar sus propios deseos. Esta vez has ido demasiado lejos.
Acordamos protegerla y, en cambio, te has aprovechado al verla sola y
llorando a su padre.
Con una inhalación aguda, Silla miró fijamente a Rey.
Jonas apretó el puño.
—No fue así. Solo me ofrecí como distracción y ella aceptó…
Rey sacudió lentamente la cabeza, arremangándose la túnica.
—Reconoce tu error, Jonas, y recupera tu honor.
Al guerrero se le transformó el rostro y se le dilataron tanto las pupilas
que sus ojos parecían negros. Se levantó y caminó hacia Rey: sus caras
quedaron a escasos centímetros de distancia.
—¿Quieres que lo diga? —bramó Jonas—. Pues sí. Te desobedecí y te
mentí a la cara. Pero no la obligué, y ella me quiere como yo la quiero a
ella. Y yo… la aprecio y quiero cuidarla. Castígame si debes hacerlo, Ojos
de Hacha —añadió con el ceño fruncido—, pero lo volvería a hacer. No
cambiaría nada.
Jonas y Rey se miraron fijamente, dos guerreros frente a frente. Rey
flexionó la mandíbula, mientras sopesaba sus opciones.
—Sabes que no soporto las mentiras en la Hermandad. Lo resolveremos
a la vieja usanza. Con los puños. —Rey dejó caer el cinturón de combate al
suelo, y las espadas aterrizaron con un fuerte tintineo.
Jonas miró a Silla y luego a Rey.
—Pues muy bien —repuso Jonas, dejando caer las armas al suelo
también.
—Esperad —empezó a decir Silla, poniéndose en pie, pero ya era
demasiado tarde: Rey se abalanzó sobre Jonas y lo tiró al suelo. Los
guerreros rodaron en un torbellino de puños y codos—. ¡No quería que
pasara nada de esto! —gritó ella, con el estómago revuelto cuando vio
cómo el puño de Rey se estrellaba en la mejilla de Jonas—. ¡Basta ya,
insensatos! —Se volvió hacia la banda en busca de apoyo, pero se encontró
con unos impacientes ojos ambarinos.
—Dúlla. Dime que Jonas no es Asger. Ay, Dioses. «Me complació…
muchas veces». —Hekla se pasó una mano por la cara—. Ahora cobra
sentido.
—En mi defensa, sí hubo un hombre llamado Asger —murmuró Silla,
con una punzada de culpa—. Jonas amenazó con partirle la cara.
—¡Silla! —exclamó Hekla, entornando los ojos hacia ella—. ¿Cómo has
podido ocultarme todo esto en este aburrido viaje en el que nunca ocurre
nada emocionante? Pensaba que éramos amigas.
—Créeme, Hekla, quería contarte… —Se le entrecortó la voz cuando
Jonas le propinó un puñetazo a Rey en el estómago—. ¿Esto es necesario?
—preguntó señalando impotente a aquellos dos hombres enzarzados en la
pelea.
Hekla se encogió de hombros.
—Es su manera de hacer las cosas.
Silla miró a Sigrún, que estaba al otro lado del fuego, y la mujer rubia se
tapó la sonrisa con la mano. Le lanzó una mirada cómplice mientras negaba
suavemente con la cabeza. Era como si le dijera que hacía tiempo que
esperaba algo así.
—Ah, entonces eras tú la mujer que me desveló el Día Más Largo —la
acusó Ilías, distrayendo su atención del rifirrafe.
A Silla se le encendieron las mejillas.
—Esto…
—No, no puedo escucharlo —dijo él con dramatismo, levantando una
mano—. Esto es como descubrir que tu hermana pequeña y tu hermano
mayor se han estado revolcando en el pajar.
Silla se cruzó los brazos.
—Ilías, no somos familia.
—Así que Jonas ha estado dándole al Martillo —soltó Gunnar.
Sigrún hizo una rápida sucesión de gestos con las manos.
Ilías la interpretó.
—Sigrún pregunta cuántos clavos le ha clavado.
—Atacada por el Lobo… y sigues vivita y coleando —añadió Gunnar—.
¿Te ha hecho aullar?
La Hermandad estalló en carcajadas.
Silla refunfuñó frotándose la frente.
—¡Sois unos críos!
Ilías sacudió la cabeza, con una sonrisa en los labios.
—Yo no lo escogería —musitó—, pero, oye, tal vez seas buena para él.
Puede que le distraigas del dinero y la venganza. —Adoptó una expresión
distante.
El agotamiento se apoderó de Silla; los acontecimientos de la noche la
habían afectado demasiado.
—Ya he visto suficiente —dijo poniéndose en pie algo tambaleante—.
Buenas noches. —Lanzó una mirada de desagrado a los hombres que
rodaban por el suelo—. Par de niñatos —murmuró y se fue hacia su tienda.

CUANDO SILLA DESPERTÓ a la mañana siguiente, tenía un calor


sofocante, y no tardó en darse cuenta de los motivos. Primero, la abrazaba
un gran guerrero y, segundo, aún llevaba puestos los guantes y la capa.
Al mirar a Jonas por encima del hombro, se le revolvieron las tripas.
Tenía un moratón morado en el pómulo y los nudillos en carne viva. Les
había dicho a los Hachas Sanguinarias que se preocupaba por ella… y se
había enzarzado con Rey. Silla se mordió el labio. Lo último que quería era
sembrar el caos en la banda y se odiaba por haberlo hecho.
El espacio de la tienda ya era escaso con tres mujeres, pero si encima le
añadías un guerrero, casi se amontonaban unos encima de otros. Al echar un
vistazo, vio que todos roncaban suavemente y se sintió a salvo. Se subió un
poco la manga y suspiró aliviada. La piel era pálida y mate, no había brillo
ni luz blanca.
Se quitó el brazo de Jonas de encima, se escurrió del armazón de su
cuerpo y salió gateando de la tienda.
El aire fresco de la mañana le rozó la piel, y suspiró aliviada.
Mordiéndose el labio, se miró los brazos. ¿Qué había provocado la luz? ¿Y
por qué se le había apagado después?
«No te quites los guantes hasta que llegues a Kopa», se dijo. Skeggagrim
daba cobijo a los que huían de los klaernar. Tal vez él supiera cómo
ayudarla con esa… magia. Frunció el ceño y sacudió lentamente la cabeza.
Eso solo le traería problemas. No tendría que haber dejado de tomar las
hojas. No debería haberle hecho caso a Rey.
Mirando al cielo, suspiró: otro día apagado, con el sol cubierto por nubes
grises. A la luz de la mañana, las repercusiones del ataque de las arañas
parecían aún más terribles: las nuevas ramas de los árboles estaban partidas
por la mitad; en la tienda aplastada, la lana estaba hecha jirones y las barras
de hierro se habían roto, y el carro se inclinaba de forma anormal hacia un
lado.
Ante el fuego había una figura solitaria, con una piel de lobo que le
envolvía los hombros y unos rizos ásperos que captaban la poca luz que
llegaba a través de las nubes. Con un suspiro, Silla se acercó. Se sentó
frente a Rey y al verle un moratón en el pómulo hinchado, frunció el ceño.
—Lo siento. No pretendía interponerme entre vosotros. No quería
deshonrarte. —Silla dudó un instante—. Me sentía sola —añadió con
suavidad—. Y él me hizo olvidar.
Sentía que le debía esta explicación. No sabía por qué.
Rey la fulminó con la mirada un momento y luego removió el fuego con
un palo. Las llamas se avivaron y saltaron chispas.
—Y, nada…, gracias por preocuparte por mí —añadió con voz queda.
—No es preocupación por ti, Rayo de Sol —le espetó él—. Eso es asunto
tuyo, nada más, y pronto te habrás ido. Debo velar por la honestidad de mis
guerreros. Una tarea difícil cuando una persona tan deshonesta viaja con
nosotros.
«No soy la única que tiene secretos», pensó con un enfado que empezó a
burbujearle por dentro; sin embargo, no lo dijo en voz alta.
El silencio se alargó un buen rato, antes de que Rey volviera a hablar.
—Debemos ir a la siguiente ciudad, un lugar llamado Skutur, y procurar
que nos reparen el carro. La rueda se mueve, pero se engancha en la
carrocería con cada giro.
—Perfecto —dijo ella—. ¿Qué puedo hacer para ayudar?
—Puedes preparar la comida del día —dijo Rey con un tono de voz
uniforme.
Silla asintió y se retiró a buscar agua para las gachas.
CINCUENTA

Cuando la Hermandad del Hacha Sanguinaria se adentró en las Tierras


Altas, desapareció la protección que ofrecían los árboles y los zarzales, y se
enfrentaron a un viento gélido. El aire le escarchó los cabellos a Silla y la
llenó de inquietud: ¿cuánto frío haría en Kopa? ¿Podría soportar los largos y
crudos inviernos del norte? Por fortuna, sus preocupaciones quedaron
atenuadas por las hermosas vistas: unas colinas ondulantes de hierba verde
salpicadas de brezo de un púrpura vibrante.
Solo faltaba una hora para que llegaran a Skutur. Era una ciudad de
tamaño medio y bullía de gente que se disponía a cumplir con sus tareas
matutinas. El aroma del pan recién hecho se mezclaba con el del heno, el
caballo y el hierro, los olores de una ciudad lo bastante ajetreada como para
ponerle los nervios de punta a Silla. Subiéndose la capucha de la capa
prestada, se agachó sobre el caballo que compartía con Jonas; como los
bajos del carro estaban estropeados, había cabalgado con él para aligerar el
peso que tuviera que arrastrar Caballo. El prístino pelaje blanco del pobre
animal estaba ya empapado de sudor.
«Esta noche te daré manzanas y zanahorias», pensó Silla.
Cabalgaron por la calle principal de Skutur y pasaron por delante de
tiendas y posadas, casas con paredes de madera y un salón comunal que
había visto tiempos mejores. Tres pilares en forma de V se extendían hacia
el cielo cuando cruzaron la plaza central de la ciudad, donde había un buen
puñado de klaernar.
La invadió un escalofrío y mantuvo la mirada fija en las crines del
caballo. Esa ciudad tenía un aire extraño que no le gustaba nada. Salieron
de la plaza en silencio y se detuvieron ante una carpintería. Los Hachas
Sanguinarias desmontaron y empezaron a charlar mientras Rey regateaba
con el artesano dentro del taller.
Silla, mientras tanto, escudriñaba los alrededores bajo la sombra de la
capucha. La calle central estaba muy concurrida, y los tenderos barrían las
entradas y reorganizaban los escaparates. El ganado y la gente deambulaban
por ahí; todo era energía y movimiento a su alrededor. Nadie le prestaba
atención, pero, aun así, no pudo evitar sentir que la observaban.
Una gran mano la rodeó por la cadera y se sintió atraída de nuevo por el
calor de Jonas.
—Ricitos —le susurró al oído—. ¿Qué te preocupa?
—Nada —mintió ella, mientras seguía observándolo todo en busca de
algo que pareciera fuera de lugar.
Jonas acarició el talismán de madera que llevaba colgado al cuello.
—Me gusta vértelo puesto.
—A mí me sigue pareciendo un poco rara esta pareja, la verdad —dijo
Ilías, que los miraba con recelo.
—Pues vete acostumbrando, hermano —dijo Jonas, con una seguridad
inusitada en la voz. Tragando saliva, Silla apartó la mirada.
Fue entonces cuando lo sintió: eran como unas punzadas afiladas como
agujas que le bajaban por el cuello. Se apartó de Jonas y miró hacia la plaza
central de Skutur.
La guerrera llevaba pieles sobre la cota de malla, y su cabellera cobriza
brillaba con la luz.
Silla parpadeó varias veces para aclarar su vista.
«No puede ser», pensó. «Está muerta. Vi cómo Rey la empujaba desde el
risco».
—¿Silla? —La voz de Jonas quedó amortiguada por los latidos de su
corazón.
Los ojos de la guerrera estaban fijos en la Hermandad del Hacha
Sanguinaria, pero luego se pasearon por el camino… y se posaron en Silla.
Sus miradas se cruzaron. Silla respiró entrecortadamente. Y, a continuación,
la mujer se dirigió hacia ella, y algo encajó en su cabeza. No se trataba de
una visión, no. Por imposible que fuera, la mujer era de carne y hueso. Y
venía a por ella.
El pánico le subió por la garganta. La asesina la descubriría, revelaría sus
secretos a la Hermandad del Hacha Sanguinaria y echaría por tierra sus
esperanzas de ponerse a salvo. Tenía que alejarla de la banda… y luego
darle esquinazo.
—Necesito un poco de aire…, un poco de tranquilidad —se oyó decirle a
Jonas. La voz le sonaba entrecortada, antinatural—. Volveré dentro de un
momento.
—¿Quieres compañía? —preguntó él, con preocupación en la voz.
—No. Solo un ratito a solas con mis pensamientos.
Silla dio un paso atrás y giró sobre sus talones. Recorrió el camino a toda
prisa y entró en un callejón tan estrecho que podía extender los brazos y
rozar con las manos los edificios de cada lado. Un destello de luz la distrajo
y bajó la mirada. La luz… había vuelto y le salía de las muñecas.
Rápidamente, se las metió entre los pliegues de la capa. ¿Por qué,
precisamente, esa luz aparecía cuando había peligro? ¡Así solo conseguiría
guiar a la asesina hasta ella!
Agachándose bajo la ropa tendida, Silla zigzagueó entre casas
construidas muy cerca unas de otras; el estrecho espacio se abrió a unos
patios cercados por vallas de zarzo. Echó a correr y saltó una de las vallas,
pero se le enganchó la capa en la punta afilada de una rama de sauce.
—Ay, gachas —susurró girándose para desenganchar la capa. Un
movimiento entre las casas le llamó la atención y frenó en seco.
En esas apareció una cabellera naranja como las llamas; la mujer había
accedido a los jardines. Se detuvo y una sonrisa se asomó a sus labios.
—Puedes huir, pequeña galdra, pero no podrás esconderte de mí —dijo la
asesina.
Silla se dio cuenta de que estaba esperando. Esperando a que echara a
correr, esperando a que continuara ese enfermizo juego del gato y el ratón.
El pánico se apoderó de ella y sus pies se negaron a moverse. Durante un
instante, las dos mujeres se miraron fijamente.
Y, entonces, Silla se lanzó a la carrera.
Se quitó la engorrosa capa, que dejó abandonada en el jardín y, con todas
sus energías, se precipitó por encima de una segunda valla de zarzo. Pasó
entre dos casas muy juntas y se metió en un estrecho callejón. Desorientada,
dejó que su instinto eligiera por ella y la llevó de nuevo a la calle principal.
Se apretó los antebrazos luminosos contra el pecho, y agradeció ver que
la luz que emanaba se había amortiguado. Unas pisadas surcaban con fuerza
el camino de tierra que tenía detrás, y supo que la asesina estaba cerca, la
estaba alcanzando. A pesar de los entrenamientos, Silla no era una guerrera,
solo era una muchacha de las cocinas. Era inevitable que aquella mujer la
atrapara, y sabía que su única oportunidad era esconderse.
Lanzando una mirada por encima del hombro, vio un destello de plata: la
asesina acababa de desenvainar la espada. Chocó con un hombre, que la
maldijo mientras retrocedía a trompicones.
—¡P-perdón! —consiguió decir sin dejar de correr calle abajo.
Veinte pasos por delante, un pastor guiaba a un rebaño de ovejas
destinadas al mercado; dos decenas o más de vellones peludos inundaban la
calle. Silla vio su oportunidad. Una nueva oleada de energía dio alas a sus
extremidades y, pisando con brío, las esquivó justo cuando el rebaño se
extendía por la calle.
Le costaba respirar mientras corría por la calzada como una flecha: era su
oportunidad de encontrar un lugar donde esconderse.
Delante de ella se alzaba un edificio más alto que todos los demás de la
ciudad. La aguja se alzaba hacia el cielo; donde antes estaba el rayo de sol
de Sunnvald, ahora había un gran cuervo.
—Un templo —dijo Silla entre jadeos. Aminoró el paso y miró hacia
atrás: la asesina se las veía y se las deseaba para seguir con el rebaño de
ovejas, y el pastor le gritaba blandiendo el cayado de madera. La gente se
había congregado alrededor y observaba a la guerrera pelirroja con
curiosidad.
Volviéndose hacia el templo de Sunnvald, tiró de la puerta tapiada en
vano. No se permitió dudar y corrió por el lateral del templo hasta llegar a
un gran patio trasero lleno de hierba y con varias dependencias. Unas
escaleras llevaban a una segunda puerta tapiada en la parte trasera del
templo, con tablones de madera abiertos en la base.
Subió las escaleras y tiró de la tabla hasta que esta se soltó de golpe, y
ella acabó cayendo de espaldas. Se lanzó hacia la puerta sin perder un
segundo, la abrió de un tirón y la cerró lo más silenciosamente que pudo
tras de sí.
Estaba en el templo de Sunnvald.
Silla era muy consciente de que nunca había pisado un lugar así. Dentro
estaba oscuro, pero la luz se filtraba entre las rendijas de las ventanas
tapiadas y por debajo de las puertas, y la luz ondulante de sus antebrazos
iluminaba todavía más ese espacio abandonado. El templo estaba
polvoriento y muy deteriorado; había escombros y cascotes esparcidos por
todas partes, y varias manchas claras en el suelo de madera sugerían el
lugar donde antes había bancos y altares. Las hornacinas, que antaño
habrían albergado las estatuas de los dioses, estaban llenas de montones de
piedra desmenuzada. Las paredes estaban surcadas por las marcas de
hachazos, como si hombres furiosos hubieran intentado —y fracasado—
derribar el hogar de Sunnvald.
—Sunnvald, protégeme —susurró Silla, inspeccionando la sala en busca
de un escondite—. Malla, dame valor.
Se arrastró hacia un rincón en penumbra donde se amontonaban
fragmentos de madera rota.
—Marra, bendíceme con sabiduría.
Levantó el codo y, con su luz, iluminó aquel montón. Varios tablones con
clavos oxidados que sobresalían se apilaban junto a los brazos astillados de
las sillas. Pero bajo los escombros, una forma angulosa en el suelo le llamó
la atención.
—Stjarna, ilumina mi camino.
Con toda la rapidez y sigilo de que fue capaz, apartó los escombros, y vio
una tenue silueta que le aceleró el corazón: una trampilla. Arrodillándose,
introdujo los dedos entre las tablas del suelo hasta que pudo aferrarse al
cuadrado. De un tirón, lo levantó y lo echó hacia un lado. La sangre le
retumbaba en los oídos mientras miraba el agujero negro que había debajo.
—Sal, pequeña galdra —dijo la guerrera desde el otro lado de la puerta
—. Sé que estás en la casa de los viejos dioses.
Respirando hondo, Silla se lanzó por el agujero. Chocó con el suelo
irregular y, por fortuna, al apoyarse en las puntas de los pies, pudo estirarse
y volver a poner la trampilla en su sitio. La oscuridad la envolvió, tan solo
iluminada por la luz que emanaban sus antebrazos. Hacía frío y olía a
trastos viejos. A cosas muertas y mohosas.
Silla estaba en la cripta.
Con los antebrazos en alto, Silla observó su entorno: una sala pequeña y
cuadrada, con una columna de piedra en el centro y las imágenes de los
dioses talladas en ella: Sunnvald en su corcel de fuego, Malla con su espada
de fuego helado, Marra montada en su caballo alado, Stjarna vertiendo una
jarra de estrellas desde arriba, Hábrók en forma de halcón, sobrevolando
una batalla con su martillo en el pico, y Myrkur asomándose desde su
oscura caverna, con los fuegos eternos ardiendo en los braseros que tenía a
ambos lados.
«¡Muévete, idiota!», se reprendió Silla, obligándose a avanzar. No tenía
tiempo para admirar obras de arte que se creían muertas. Si quería vivir,
tenía que espabilar y moverse. Cuatro puertas labradas en piedra se abrían
en cada una de las paredes de la cámara, y ella se lanzó por la central. Notó
un nudo en el estómago al oír el chirrido característico de la madera: la
trampilla se estaba abriendo.
—Huelo tu miedo —gritó la guerrera—. Ya te lo he dicho: no puedes
esconderte de mí. Te encontraré cueste lo que cueste. Es mi don, pequeña
galdra.
Al llegar a una bifurcación, Silla se metió por el túnel de la izquierda,
levantando los antebrazos para alumbrar el lugar. La grava crujía bajo sus
pies mientras recorría el pasadizo. ¿Hasta dónde llegaban aquellos pasillos?
¿La llevarían a una salida? ¿Podría escapar antes de que la atrapara aquella
mujer?
La luz de Silla se dilató y se agrandó, y volvió a maldecirse. ¿Cómo
podía esconderse en la oscuridad con aquella luz… y sin una capa que
impidiera que la vieran?
Era una necia y se le había acabado la fortuna. La atraparían, la
matarían…
Sin embargo, en ese momento dio con un espacio abierto, una sala
circular de techos altos sin salida. Las paredes de esta estancia tenían un
extraño aspecto de mampostería; había rocas de formas extrañas encajadas
entre sí de forma precaria, como si no estuvieran fijadas con argamasa.
Mientras observaba la sala, el pánico se apoderó de sus extremidades. Era
un callejón sin salida. No había escapatoria…, pero entonces se fijó en un
orificio de ventilación en la base de la pared. ¿Podría meterse por él? Corrió
hacia allí, apoyó una mano en la pared, metió la cabeza en el orificio y
levantó el cuello: la luz del día se asomaba a lo lejos y corría un poco de
aire fresco. Le dio un vuelco el corazón.
La piedra sobre la que se había apoyado cayó al suelo. Al enderezarse,
miró hacia abajo… y le entraron arcadas. Giró en círculo, con el corazón
retumbando en los oídos. Las paredes de la habitación no eran de piedra.
Eran huesos los que se apilaban ordenadamente desde el suelo hasta el
techo, encajados como un intrincado rompecabezas. Toda la estructura era
amenazadora, precaria, como si pudiera derrumbarse en cualquier
momento. Los huesos de las piernas ocupaban la mayor parte del espacio y
había cráneos intercalados. ¡Cráneos!
¿Qué era ese horrible lugar?
—Veo que has encontrado el osario —dijo la guerrera pelirroja, entrando
en la sala.
Silla se giró desenvainando la daga al tiempo que chocaba de espaldas
con la pared de huesos, cerca de la pequeña abertura.
La mujer era más alta y ancha que Silla, y se movía con los típicos
andares de una guerrera segura de sí misma. Volvía a llevar el pelo rojo
trenzado en hileras a lo largo del cráneo y en sus ojos azules había un brillo
depredador. Exudaba arrogancia mientras se apoyaba en la pared; no se
inmutaba por los huesos ni por la evidente angustia de Silla.
Entonces, un plan empezó a cobrar forma en su cabeza; era una locura
fruto de la desesperación, pero era la única forma de escapar.
Cuando los ojos de la guerrera se posaron en sus antebrazos, enarcó las
cejas.
—Veo que por fin revelas tu verdadera naturaleza.
—¡Atrás! —gruñó Silla, blandiendo la daga. «Tranquila, Silla. Deja que
te crea una gatita acorralada».
La guerrera levantó las manos.
—Cálmate, chica. Tú y yo nos parecemos más de lo que imaginas.
—Lo dudo mucho —le espetó Silla.
La guerrera rio entre dientes, cruzando los brazos sobre el pecho.
—No nos han presentado como es debido. Soy Skraeda. Y también tengo
un don.
—Esto no es ningún don —dijo Silla, señalándose los brazos—. Es una
maldición. Es una sentencia de muerte.
—Quizá lo sea, sí —reflexionó Skraeda—. Nos empuja a luchar para
sobrevivir.
«Nos». La palabra se le quedó clavada y la desconcentró. Silla alzó las
cejas.
—¿Tú… eres galdra?
—Sí —dijo Skraeda, observándola con atención.
«Te está llevando a alguna parte. Deja que crea que la sigues. Deja que
crea que te estás ablandando».
—¿Y por qué hace eso? —preguntó Silla, extendiendo el brazo hacia
delante—. ¿Cómo puedo hacer que pare?
La mujer se echó a reír, y el eco rebotó en las paredes de hueso de la
cripta.
—No podrás controlarlo hasta que se aúnen mente y corazón. Debes
pasar por el Rito de Cohesión.
—Hablas con acertijos —dijo Silla, decepcionada—. Solo hay más
preguntas, pero no respuestas.
—Pobrecita —dijo la guerrera chasqueando la lengua—. Estás sola. No
has tenido a nadie que te guíe con tu galdur. —Hizo una pausa—. Yo puedo
contarte cosas.
—¿Y por qué iba a confiar en ti? —preguntó Silla.
—Porque en esto nos parecemos —dijo Skraeda—. Como tú, soy galdra,
aunque mi don funciona de un modo distinto. Me llaman Solaz. —Skraeda
esbozó una sonrisa oscura y cómplice—. Y, como Solaz, percibo las
emociones, puedo potenciarlas o atenuarlas a mi antojo; así es como te he
rastreado con tanta facilidad. Pero mi poder va más allá. Durante años de
práctica he perfeccionado mi habilidad y la he convertido en un arma.
Puedo utilizarla para debilitar a mis enemigos tirando de los recuerdos
ligados a esas emociones. —Skraeda cruzó los brazos sobre el pecho—. Un
tironcillo de la ira, y se revive una gran injusticia. Un tirón del pavor, y
surge su mayor miedo. Y el deseo…, cuando tiras de ese hilo, la persona se
distrae con pensamientos amorosos. —Se rio suavemente—. A los guerreros
los desmontas más fácilmente de lo que crees.
—¿Así es como venciste a Rey? —preguntó Silla. Rey, el guerrero más
poderoso que había visto jamás, boca arriba, a merced de aquella mujer.
Hasta que ella la golpeó con la culata de un hacha.
—Te doy las gracias por los dolores de cabeza que ahora sufro cada
noche —dijo Skraeda, frunciendo los labios—. Pero sí. Tu amigo… Tenía
mucha ira y dolor dentro.
Silla dejó que la daga le colgara de la mano. «Que crea que no tienes
esperanza. Que piense que has perdido las ganas de luchar».
Skraeda esbozó una sonrisa victoriosa.
—Pongamos fin a esta persecución innecesaria. Tu destino está decidido.
Ven conmigo y verás a tu hermana una vez más.
Los planes de Silla se desmoronaron en un instante.
—¿Qué sabes tú de mi hermana? —preguntó a toda prisa. Demasiado
deprisa. «No parezcas demasiado desesperada, Silla»
Skraeda la estudió detenidamente.
—Está en Sunnavík. ¿No lo…? —Con las cejas fruncidas, los labios de
la guerrera dibujaron una sonrisa ladina—. Ah, que de verdad no lo sabes…
Menudo necio era tu padre.
Silla apretó la daga con fuerza. Puede que no estuviera de acuerdo en
muchas cosas con aquella mujer, pero en esto, sí. Matthias había sido un
auténtico necio al dejarla en la ignorancia.
—Te ofrezco esto como un acuerdo —le propuso Skraeda—. Ven
conmigo a Sunnavík y verás a tu hermana. Se acabó todo esto. —Hizo girar
un dedo en el aire—. Se acabó lo de ir correteando por el reino. Podrás
dejar de huir y tener un poco de paz.
Silla miró fijamente a la mujer; un torrente de furia le corría por las
venas. No encontraría la paz en Sunnavík; de eso estaba segura. Pero su
hermana… La tentación la llamaba y quería estar segura.
—Pero la reina… me quiere muerta —dijo Silla, observando atentamente
el rostro de Skraeda.
Y ahí estaba: un sutil movimiento de cejas bastó para que Silla tuviera su
respuesta.
—La reina es una mujer justa —dijo Skraeda—. Es buena con sus
aliados. Si demuestras ser útil, ella será amable a su manera. Entrégame tu
arma y salgamos de aquí.
—De acuerdo —respondió Silla, resignada.
Skraeda se apartó de la pared y Silla se puso en movimiento, lanzando la
daga con toda la fuerza de que era capaz en dirección a la guerrera. Tenía
una puntería horrible, pero, por suerte para ella, no importaba. El cuchillo
golpeó la pared con un ruido sordo y cayó al suelo en vano.
—Puede que seas valiente, pero tus habilidades son lamentables —le
soltó Skraeda riendo. Antes de que pudiera arremeter contra Silla, un cráneo
se partió al caer en el suelo entre una nube de polvo. Un segundo hueso
cayó al suelo un instante después, y un tercero acabó alcanzándole la cabeza
a Skraeda, donde se quebró. Antes de que la guerrera pudiera darse la
vuelta, toda la pared de huesos dispuestos de forma tan precaria se le cayó
encima.
Silla no perdió ni un segundo: se metió en el conducto de ventilación y se
arrastró entre las piedras. Menos mal que el estrecho túnel no estaba
recubierto de huesos, aunque el polvo y el vetusto olor a muerte
impregnaban el aire mientras gateaba hacia la luz. Mientras avanzaba por
aquel pasadizo, se le partió una uña y se le desgarró el vestido, pero lo que
más le preocupaba era que no hubiera piedras sueltas.
El espacio era estrecho y parecía que las paredes se cerraban por todos
lados. Le empezó a dar vueltas la cabeza, pero mantuvo la mirada en el
círculo de luz que tenía encima.
—Te arrepentirás de esto, chica —gruñó Skraeda.
«En el túnel». Silla se dio cuenta de que ya estaba en el túnel. Al perder
la esperanza de que Skraeda no cupiera en el hueco, intensificó sus
esfuerzos. Le ardían los músculos y le sangraban los dedos, pero era eso o
la muerte. Al impulsarse hacia arriba, vio que una de las piedras del techo
se movía un poco. «Esta», pensó, y volvió a brotar la esperanza. Se arrastró
hacia arriba, centímetro a centímetro, aunque iba más lenta a medida que el
túnel se volvía más empinado. Con la espalda apoyada en un lateral y los
pies clavados en el otro, se impulsó hacia arriba.
Una extraña sensación como de tanteo en el cráneo la hizo detenerse.
El círculo de luz que brillaba desde arriba centelleó, luego desapareció y
se extendió una niebla negra como la pez. Cambió la visión y allí estaba
ella.
Con los ojos azules muy abiertos por el terror, la niña rubia le acarició
la mejilla a Silla.
—Mírame —susurró su hermana—. Respira. No estamos solas. Malla y
Marra cuidan de nosotras.
La puerta se abrió de golpe e irrumpieron unas botas en la habitación.
La niña salió despedida desde atrás. Su mano se soltó de la de Silla. Y un
grito agudo invadió el ambiente.
—¡No me dejes! —gritó la niña.
La luz del día brillaba distante sobre ella y el olor polvoriento de la cripta
le llenaba las fosas nasales. El túnel. Había vuelto al conducto de
ventilación.
«Está utilizando su galdur contigo», se dijo. «Mantén la mente clara y
despejada».
No tenía tiempo para pensar en aquello, los gruñidos que se oían justo
debajo le decían todo lo que necesitaba saber: Skraeda se estaba
acercando… a toda prisa.
—Te sacaré de este pasadizo a rastras, kunta insolente —gruñó desde
detrás.
Silla se incorporó y notó una punzada de dolor en los músculos, en señal
de protesta.
—Te ataré al lomo de mi caballo y te haré caminar hasta Sunnavík.
Aquella extraña sensación había vuelto, palpaba y husmeaba en su
mente, y Silla supo que era Skraeda. Se esforzó por sacársela de la cabeza,
pero era en vano: la luz del día se onduló sobre ella, mezclada con una
oscuridad que acabó engulléndola, y se vio de vuelta en aquella habitación.
Unas manos rodearon la cintura de Silla y la apartaron de su hermana.
Abrió la boca.
Y gritó.
Una mano se la tapó y acalló el sonido. Se cerró una puerta y la
oscuridad se la tragó. Empezaron a brotarle las lágrimas.
Su hermana. Se habían llevado a su hermana.
—Perdonadme, mi rey —murmuró el hombre que la sujetaba. Silla
levantó la vista, estupefacta. La voz era inconfundible, la que había oído
toda su vida. Matthias, Tómas, se besó los nudillos e inclinó la cabeza.
—Saga —le dijo ella—. Debemos ir a por Saga.
Este miró a Silla y sonrió con tristeza.
—Calla, Eisa —dijo con una voz familiar y tranquilizadora—, no
podemos ir a por ella.
Se sintió vacía, como si le faltara una parte de sí misma.
Matthias le secó las lágrimas de las mejillas y la levantó.
—Va, no llores, todo irá bien. Viviremos una pequeña aventura, Eisa,
solos tú y yo.
El sonido de la voz de su padre se desvaneció.
Estaba de vuelta en el túnel, y la sangre le corría frenéticamente por las
venas mientras yacía atónita ante lo que acababa de ver. No podía ser. No
podía ser ella.
Eisa.
Notó una opresión en el pecho. Muy intensa. No podía respirar. No podía
pensar. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que probó su sabor
salado. Y entonces, empezó a ahogarse: con las lágrimas, con el recuerdo,
con el peso de lo que significaba aquello. Eisa.
«Saga».
«Ay, dioses».
Una piedra se le clavó con dureza en la espalda, y bastó para recordarle
que tenía que seguir subiendo. No tenía tiempo, ni espacio, ni podía
permitirse el lujo de pensar en lo que significaba eso. Solo podía ir hacia
arriba. Ahora era cuestión de pura supervivencia. «La piedra suelta», se
recordó a sí misma, mientras subía centímetro a centímetro con un gran
esfuerzo.
—¿Te gustaría caminar detrás de mi caballo, princesita? —preguntó
Skraeda.
Silla detuvo la mano.
—Ah… ahora ya lo sabes. Esta vez tiré con bastante fuerza. ¿Era ese tu
peor temor, Eisa Volsik?
De los labios de Silla salió un suspiro.
Skraeda continuó.
—Has vivido entre algodones, princesa. —La guerrera se rio; era un
sonido oscuro que la hizo estremecer—. Querías volver a ver a tu hermana,
¿no? Pues haré que la veas mientras caminas, Eisa. Haré que la veas hasta
que tengas la mente embotada y no puedas formar un pensamiento
coherente. Para mí, jugar con los hilos de tus emociones es coser y cantar.
Quizá pueda encontrar algo de tu querida madre y de tu querido padre.
«¡Sigue adelante!», se apremió Silla, obligándose a subir. Un pie… dos
pies, y fue suficiente.
El estrecho túnel estaba muy inclinado, pero consiguió colocarse boca
arriba con los brazos apoyados en las paredes.
—¡Para! —chilló Skraeda, al percatarse de lo que estaba planeando Silla.
Encontró la piedra suelta y le dio una patada. Le dio otra patada más. El
olor a polvo aumentó de intensidad. Silla volvió a darle un golpe. Otra vez.
Y otra más.
La piedra se desprendió, y Silla se permitió sonreír. Levantando las
rodillas todo lo que pudo, pateó con ambos pies y desencadenó una lluvia
de piedras, grandes y pequeñas, y con eso bastó. Bastó para cerrarle el paso
a Skraeda.
—¡Espera! —gritó Skraeda, con la voz amortiguada desde el otro lado de
la barricada.
Silla se contoneó y se levantó como pudo. Estaba a tres metros de la
libertad. A tres metros del aire fresco. A tres metros de dejar atrás ese
horrible sitio y volver con la Hermandad del Hacha Sanguinaria y al
Camino de Huesos.
Un último empujón y empezó a salir por un agujero en el patio detrás del
templo de Sunnvald. Un edificio de piedra se alzaba frente a ella y el cielo
era tan luminoso que quedó momentáneamente cegada.
Unas manos fuertes la agarraron por los hombros para sacarla de ahí. Un
gran cuerpo tapó parte de la luz.
Parpadeó una vez… y otra más.
—¿Qué haces, Ricitos? —preguntó Jonas.
CINCUENTA Y UNO

Skutur

Jonas miraba a Silla de arriba abajo, con el estómago encogido. Tenía la


cara manchada de tierra, los rizos sueltos y despeinados, y los brazos…
Dio un paso atrás y se quedó con los ojos clavados en sus brazos, en la
luz de un blanco puro que emanaba intermitente de sus venas.
—¿Qué es eso? —murmuró, le tomó la mano y le examinó la muñeca. La
luz aumentaba y variaba en intensidad y, cuando presionó con un dedo su
piel, notó que estaba fría como el hielo—. ¿Silla? —preguntó esperando
una explicación.
Pero Silla tenía la mirada fija en un punto detrás de su hombro. Tiró de él
para acercarlo, deslizó las manos alrededor de su espalda por debajo de la
capa y atrajo sus labios a los de ella. Con los ojos cerrados, Jonas le
devolvió el beso, con la esperanza de que el contacto le aclarara la mente,
que le aportara respuestas, porque en ese momento nada tenía sentido.
Cuando ella lo estrechó con más fuerza y le apoyó la espalda en el edificio
de piedra, el frío que irradiaban sus antebrazos le penetró la chaqueta
acorazada.
Al separar sus labios, el olor que despedía era extraño, muy extraño: a
polvo y a tierra, y a algo más que no lograba identificar.
Un ruido detrás de él lo sobresaltó, se detuvo y levantó la mirada
buscando el origen. Silla tenía las manos entrelazadas en su espalda y el frío
le recorría la columna vertebral. O tal vez fueron las tres caras tatuadas las
que le pusieron la piel de gallina: tres klaernar doblaban la esquina para
entrar en el patio. Avanzaban con paso amenazante, haciendo tintinear las
hévrits contra sus cotas de malla.
Jonas acercó despacio la mano a su espada, pero la alejó cuando vio que
los tres hombres se dispersaban por las dependencias externas.
—¿Puedo… ayudaros? —le preguntó al que tenía más cerca, con el ceño
fruncido. Estrechó la cara de Silla contra su pecho; la respiración agitada
hacía que sus hombros subieran y bajaran.
—Espero que no te importe que interrumpamos la diversión —dijo el
hombre con una risita—. A menos que hayas visto a una chica de pelo
rizado pasar corriendo por aquí.
—No —respondió Jonas, con un tono de voz más bajo de lo que
pretendía—. Me temo que no. Mi mujer y yo llevamos aquí un rato y no
hemos visto pasar a nadie.
El guerrero asintió y giró por uno de los pabellones.
Jonas volvió a centrarse en Silla, que lo miraba desde abajo con las
pupilas completamente dilatadas. Le temblaba todo el cuerpo y Jonas se
puso tenso por la necesidad de protegerla.
—Por favor, Jonas —le pidió, con voz suave—. Llévame lejos de aquí.
Por favor, te lo ruego.
Echó una mirada cautelosa por encima del hombro, se desabrochó la
gruesa capa de lana y se la colocó sobre los hombros a Silla, contemplando
una vez más la luz blanca brillante.
Nunca lo habría imaginado.
—Voy a necesitar respuestas —dijo con voz áspera.
—Sí —susurró ella, hundiéndose en él.
Deslizó el brazo por sus hombros y la acercó a él; tuvo que luchar contra
el impulso de zarandearla y exigirle una explicación inmediata.
Caminaron deprisa por la callejuela detrás del templo; Silla se iba
encogiendo con cada paso. Por fin llegaron a la parte trasera del taller de
carpintería, donde habían atado a los caballos. Ilías estaba recostado en un
banco con un manzana en la mano. Silla no dejaba de sorber y se ocultó aún
más bajo la capucha de la capa prestada. Jonas saludó con un gesto a su
hermano.
—¿Todo bien con Martillo? —preguntó Ilías con sus cejas rubias juntas.
Silla temblaba con más fuerza y se apoyó en Jonas como si fuera a
derrumbarse sin él.
—No se encuentra muy bien —justificó—. Seguiremos cabalgando hasta
Roca Negra. Ese era el plan para acampar esta noche, ¿no?
Ilías le dio un mordisco a la manzana y asintió.
—Creo que sí. Avisaré a los demás. En marcha.
Jonas ayudó a Silla a montarse en su yegua y cuidó de que la capa negra
siguiera en su lugar cuando se montó detrás. Ella se volvió y él rodeó con
los brazos su cuerpo trémulo. No estaba seguro de qué había sucedido
exactamente desde que Silla se separó de la Hermandad, pero estaba claro
que algo no iba bien: la tensión de sus hombros, sus pasos inusualmente
rápidos. Esperó unos minutos, y la siguió calle abajo. Y en el momento en
que ella se precipitó por un callejón sin la capa, el vello de los brazos se le
erizó.
Cuando vio que la guerrera pelirroja la seguía, y que desenvainaba la
espada, Jonas echó a correr, pero un rebaño de ovejas se cruzó en su camino
y las perdió de vista. Llegó a ver, no obstante, que torcieron por la parte
trasera del templo abandonado. Le sobrevino una sensación de pánico, pero
la intuición le dijo que se quedara quieto.
Se quedó caminando de un lado a otro frenéticamente por los anexos de
la parte trasera del templo cuando vio su cabeza rizada emerger de un
agujero en el suelo, despeinada y asustada, con una luz blanca que salía a
raudales de sus brazos.
Cuanto más lo pensaba, más le ardía el estómago. Silla era galdra.
«Un vecino les avisó de que en nuestra casa había una galdra. Era
mentira, por supuesto; no tenemos magia».
Eso le había dicho el día anterior, mirándolo a los ojos.
Jonas sentía náuseas. Le había contado… cosas que ni siquiera había
compartido con los Hachas Sanguinarias. No le entraba en la cabeza que le
hubiera mentido de forma tan descarada. No su Silla.
Jonas apretó con más fuerza las riendas; guiaba a su caballo por una calle
lateral para evitar cruzar la plaza del pueblo. Pasaron junto a un par de
klaernar que aporreaban la puerta de un comercio. Un mechón de cabello
castaño asomó bajo la capucha y Jonas lo remetió, justo cuando pasaban por
al lado de otro par de Garras del Rey que escudriñaban con sus ojos oscuros
a todos los que se cruzaban en su camino.
La ciudad era un enjambre de klaernar, todos buscando a una persona.
Jonas apretó la mandíbula.
Azuzó con los pies a su yegua para que acelerara el paso. Pronto habría
hombres en el muro de empalizada, si no los había ya, controlando a todo
aquel que entrara y saliera de Skutur. Tal vez pensaran que la chica iba a
pie; eso les daría una oportunidad.
«Estás poniendo en riesgo tu futuro por una chica que te ha mentido». El
pensamiento se materializó de la nada y dejó a Jonas destemplado.
Pero lo sopesó igualmente; las consecuencias de dar refugio a una galdra
eran la cárcel o el pilar. El fin del sueño de recuperar sus tierras. Cinco
duros años de trabajo para hacerse un nombre en el mundo tirados por
tierra, así, sin más. Con el aullido sostenido de un perro, Silla se estremeció
entre sus brazos. Jonas la estrechó más fuerte contra su pecho y le ajustó la
capa. Ella lo necesitaba. Y a él se le encogía el corazón ante la idea de que
sufriera algún daño.
«Tus actos heroicos no te traerán más que problemas, hijo».
Jonas gruñó y sacudió la cabeza para apartar el pensamiento. Eran las
palabras de su padre. Las palabras de un hombre que les pegaba a sus hijos.
Las sombras aumentaban de tamaño a medida que se acercaban al
imponente muro de empalizada. Había cesado el bullicio del centro de
Skutur y reinaba el silencio, salvo por el golpeteo de los cascos y el
graznido quejumbroso de un cuervo desde un poste del muro. Jonas frenó a
la yegua con un suave tirón de riendas. Sus ojos se encontraron con los del
guardia que vigilaba desde lo alto y respondió al breve asentimiento de
cabeza repitiendo el gesto de vuelta.
Al cruzar la puerta, Jonas dejó escapar un largo suspiro.
Habían salido de la ciudad.
—Aguanta —le susurró a Silla, y espoleó al animal para que iniciara el
galope.

CUANDO SE DECIDIÓ a detenerse, Jonas aún temblaba por la tensión.


Tras cabalgar arduamente durante una hora con el azote de los vientos
inclementes de las Tierras Altas, le indicó a su agotada yegua que saliera del
Camino de Huesos, y se deslizaron bajo un saliente rocoso para refugiarse
del vendaval. Un río serpenteaba a través de las colinas onduladas de hierba
y brezo que se alimentaba del deshielo de los Dragones Durmientes.
Jonas amarró al animal, desmontó y ayudó a Silla a bajar. Se volvió hacia
ella expectante, y se le tensaron los músculos cuando la vio salir disparada
hacia el arroyo, arrancándose la capa de los hombros y soltándose con
brusquedad los botones del vestido. Mientras luchaba por quitarse la ropa
interior, se le enredó en el cabello enmarañado y gimió de frustración.
—Deja que te ayude —murmuró acercándose a ella.
Silla se calmó. Habría sido divertido si no fuera por la desesperación que
irradiaba. Jonas le desenredó la ropa del pelo con suavidad y la ayudó a
quitársela. Se quedó desnuda, salvo por el talismán de madera que llevaba
colgado al cuello; se lanzó a toda prisa al agua gélida y empezó a
restregarse la piel.
Jonas la miraba con el estómago hecho un nudo. Le había pasado algo
horrible. A su Silla la Altruista. «No es tu Silla», decían sus pensamientos
oscuros. «Ni siquiera la conoces. ¡Es galdra!». El pecho se le contrajo de
pensarlo, pero era imposible contener la rabia viendo su locura. El río
estaba extremadamente frío y su piel cada vez más rosa.
—No deberías estar en el agua mucho más, Silla —le advirtió—. Vas a
pillar un resfriado. —Ella no dio señales de haberlo oído. Después de
frotarse enérgicamente la cara y el cuerpo, se puso de rodillas y empezó con
los rizos. La chica debía estar ya al borde de la congelación.
Por fin salió del agua escurriéndose el pelo. Jonas recogió la capa del
suelo y la sostuvo abierta. Silla no le miró a la cara mientras se cubría con
ella; tenía la piel roja y erizada. La envolvió con la capa y oyó que le
castañeteaban los dientes.
—¿Mejor ahora? —preguntó con dulzura, y la abrazó.
Ella asintió.
—No podía aguantarlo más. Esa porquería. Sentía la muerte en la piel.
—¿Te ha tocado alguien? —preguntó en voz baja—. ¿Alguien te ha
puesto la mano…?
—No —respondió rápido—. No.
Jonas intentó ser paciente, pero nunca había sido una persona ecuánime.
—¿Enciendo fuego? El yesquero está en el remolque, pero…
—No —respondió—. El humo. No podemos dar pistas de nuestro
paradero.
Volvió a sus brazos, se reapretó la capa sobre el cuerpo desnudo y lo
miró. Las gotas de agua se le adherían a las pestañas y los rizos húmedos le
caían por los hombros. Su aspecto era deslumbrante, y lamentable, y
vulnerable, todo a la vez, y Jonas sintió la necesidad de clavarle la espada a
quien fuera que le había hecho tanto daño.
—Gracias por sacarme de allí, Jonas —susurró.
En su cabeza se agolpaban mil preguntas y quería gritarlas todas al
mismo tiempo. Los dientes le rechinaban esperando a que ella se lo contara.
Silla respiró con intensidad, subiendo y bajando los hombros; se quedó
mirándole la barbilla.
—Creo que soy galdra —dijo.
Esa explicación era completamente insuficiente.
—¿Cómo que lo crees? ¿Cómo que crees que eres galdra? Diría que es
más que evidente cuando acaban de brillarte las manos como auroras, Silla.
Ella dio un respingo y sacó la mano de entre los pliegues de la capa.
Jonas tomó aquella mano con la suya y le dio la vuelta para examinar el
antebrazo, que había vuelto a ser pálido y opaco.
—¿Dónde ha ido?
—Parece que funciona así —dijo bajito mientras estudiaba a Jonas con
una suspicacia que a él le oprimía el pecho. Jonas no quería que lo mirara
así. La había sacado de la ciudad, ¿no? ¿Por qué lo miraba como si dudara
de si podía confiar en él?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jonas, intentando suavizar las notas
ásperas de su voz.
—La luz aparece en los momentos más inoportunos y luego se desvanece
sin avisar —dijo Silla—. No lo entiendo.
—Me miraste a los ojos y me dijiste que no tenías magia, Silla. —Apretó
los puños. «Te ha ocultado la verdad. Es una falta de respeto». Pero desterró
el pensamiento con un movimiento de cabeza.
—¡Yo no lo sabía! Las… las hojas, Jonas. Dejé de tomarlas y los brazos
me empezaron a… brillar.
—¿Las hojas? —repitió él. Bajó la mirada a la clavícula, donde ahora
llevaba su talismán. Pero el otro collar… ¿Cómo es que no se había fijado
antes?— ¿Dónde está el collar con el vial?
Ella se mordió el labio.
—Se lo di a Rey.
—¿Qué? —preguntó Jonas.
Silla soltó un profundo suspiro.
—Se… Se lo di a Rey para que me lo guardara.
Sus palabras le cayeron como una bofetada tan fuerte que lo dejaron
aturdido. Rey. Le había dado el vial a Rey. Había confiado en Rey. Los
secretos se estaban amontonando tan rápido que a Jonas le costaba seguir el
ritmo. «Te ha tomado por tonto».
—¿Por qué? —exigió—. ¿Por qué le diste el collar a Rey?
Silla apretó los labios, como si no quisiera hablar del tema. ¿Por qué no
quería contárselo? Él le había hablado de su pasado bochornoso. Le debía la
verdad.
—Yo… necesitaba un descanso de las hojas. Estaba tomando
demasiadas, Jonas, y me dejaban la mente confundida. No me sentaban
bien. —Hizo una pausa como si estuviera midiendo las palabras—. Rey
sabía cosas del skjöld, así que pensé… pensé que podría ayudarme.
La comprensión tomaba forma en su cabeza.
—Cuando enfermaste —dijo Jonas— fue por las hojas, ¿no?
Ella asintió, temerosa.
—¿Y por qué no me pediste ayuda a mí?
«Porque está jugando contigo», pensó. «Te toma por tonto».
Silla tragó.
—Rey tenía un conocimiento sobre las hojas que…
—Deberías haber acudido a mí, Ricitos —se esforzó por calmar el pulso
que se le aceleraba por momentos.
«Silla sigue siendo buena persona», intentaba tranquilizarse Jonas.
«Sigue siendo buena gente. Solo que no es sincera».
—Pero… Yo creía que tú solo querías divertirte, Jonas —dijo en voz baja
—. Tú no querías saber nada de los problemas que me dejó mi padre. Y…
para mí era algo de lo que avergonzarme. —Hizo una pausa—. Tal vez no
quería que cambiaran las cosas entre nosotros. No quería que me miraras de
un modo distinto.
—Pero confiaste en él.
—Lo siento, Jonas, no fue premeditado…
Rey la había ayudado a dejar de tomar el skjöld. Era galdra. Hordas de
klaernar la buscaban. La guerrera de pelo rojo la había perseguido por la
ciudad a plena luz del día. Empezó a poner en duda todo lo que sabía de
ella. ¿Siquiera se llamaba Silla? ¿Siquiera era de Skarstad?
Un dolor de cabeza le atravesó el cráneo, y se presionó fuertemente las
sienes con los pulgares. La comprensión se cristalizó. Ella huía de los
klaernar, lo que significaba…
—Nunca existió una disputa de tierras, ¿verdad?
Ella inclinó la cabeza y suspiró levemente.
—No.
Fue una daga clavada en las costillas. La experiencia compartida fue lo
que le había llevado a confiar en ella, a abrirse a una mujer por primera vez
en su vida; todo había sido un engaño.
—Son demasiadas mentiras, Silla. Ni siquiera puedo contarlas. Todo este
tiempo no has sido más que una embustera. —«No deberías haberle
contado tu historia», pensó. «Esto es lo que has conseguido por dejarla
acercarse a tu corazón»—. ¿Algo de lo que me contaste es cierto? —Subió
el tono de voz; una bandada de pájaros se espantó y alzó el vuelo sobre la
hierba más allá del río.
—Sí, te lo juro, Jonas —se defendió Silla—. Sé que parece horrible, pero
te ruego que me creas: mi madre, mis anécdotas, son todo verdad. No
quería decepcionarte. Odiaba cada vez que mentía.
Tenía la piel pálida, le castañeteaban los dientes, y esa sensación familiar
que le encogía el pecho a Jonas. A pesar de sus mentiras, a pesar del hecho
de que ni siquiera conocía a esta mujer, no deseaba verla sufrir.
—Ven —dijo despacio—. Vamos a vestirte.
Le ayudó a ponerse el vestido y luego le ofreció su petaca… Un trago de
brennsa siempre te calentaba de dentro afuera. Jonas sacó un rollo de
mantas de lana de la alforja y extendió una en el suelo y con la otra le
envolvió los hombros, y ella se acurrucó a su lado. Reticente, Jonas la
acercó a él. No podía evitarlo; quería estar cerca de ella.
Sin embargo, lo había decepcionado. Él le había contado cosas que nunca
le había contado a nadie, todo por su historia de mentira.
Se sentía idiota.
Sus pensamientos eran un campo de batalla, guerreando por tomar el
control, hasta que no sintió más que una turbia confusión.
«Nunca más dejarás que te falten al respeto».
«Solo estaba asustada».
«Se ha reído de ti».
«No sabía que podía confiar en ti, pero le has demostrado que sí puede
hacerlo».
—No quería mentirte —susurró mirándolo con inquietud—. Yo… tuve
que inventarme una historia sobre la marcha para convencer a Ojos de
Hacha y que no me matara. Si hubiera sabido que tú tenías un caso
parecido, yo habría…
—Te habrías inventado una mentira distinta —respondió Jonas con
amargura.
Ella se retorcía las manos.
—Era vivir o morir. Él me habría matado, y a ti eso no te habría quitado
el sueño…
—Eso fue hace semanas, Silla —la interrumpió—. Has tenido mucho
tiempo desde entonces para decir la verdad.
—Lo siento —dijo con voz queda, poniéndole la mano en el brazo. Su
tacto era cálido. Suave. De conexión. Un recordatorio de que seguía siendo
su Silla. Miró con indiferencia el torrente de agua.
Jonas tenía mal cuerpo. Todo lo que había hecho que se acercara a ella:
su carácter sincero y genuino, su experiencia compartida del conflicto por
las tierras, su corazón noble y bondadoso; fue todo falso desde el primer
momento.
Le dio un suave apretón con la mano, y la bilis que le subía por la
garganta retrocedió. Jonas tomó aire e intentó imaginarse qué habría hecho
él en su lugar. Ella estaba completamente sola. Estuvo a punto de morir en
el Pinar Serpentino. Había perdido a su padre e intentaba mantenerse con
vida. Ojos de Hacha la habría entregado si hubiera admitido que la
buscaban los klaernar; en eso tenía razón.
—No puedo echarte la culpa por tratar de seguir con vida —dijo, por fin,
a la vez que se pasaba la mano por la barba—. Pero, joder. ¿Los klaernar te
han estado buscando todo este tiempo? —Se perdía en sus pensamientos—.
Por eso estabas tan nerviosa en el mercado de Svarti. ¿Por eso me pediste
mi capa? —La miró a los ojos—. ¿Por eso te marchaste del salón aquella
noche con tanta prisa?
Silla asintió dudosa. A Jonas se le encogió el pecho. La muchacha había
llevado toda esa carga sola mucho tiempo. Había cometido tantos errores,
se había metido en tal lío.
—¿Qué debo hacer, Jonas? —preguntó Silla en voz baja, como si
intentara leerle el pensamiento—. Estamos cerca de Kopa, pero estoy
preocupada. No quiero poner a la Hermandad en peligro.
A Jonas se le escapó una risa incrédula.
—¿Peligro? Mira a tu alrededor, Silla. Estamos atravesando el Camino de
Huesos. Anoche nos atacaron arañas lobo en el campamento. Ya estamos
rodeados de peligro.
Ella se mordió el labio.
—¿Y si los klaernar vienen a por mí otra vez? ¿Y si me encuentran
contigo? No quiero implicarte; las penas por esconder a fugitivos son duras.
Él se rio, con una gravedad poco natural.
—Me temo que ya es tarde para eso, mujer.
—Lo siento —susurró—. No era mi intención meterte en problemas. —
Se puso la mano en la frente—. Tengo que contárselo a los Hachas
Sanguinarias… —Movía los brazos—. Tengo que advertirles sobre los
klaernar. No quiero que nadie acabe herido por mi culpa.
Jonas arrugó la frente mientras lo consideraba.
—Sí —dijo en voz baja—. Debemos estar preparados por si los klaernar
deciden atacar. —Se quedó callado un momento—. Aunque Ojos de Hacha
podría echarte. —Una bandada de cuervos voló sobre ellos, y Jonas se
quedó mirándolos mientras hablaba—. No soportaría que eso pasara. Esto
es lo que vas a hacer: no digas nada de momento; no se lo cuentes aún a los
Hachas Sanguinarias. Hablaremos juntos con Rey cuando haya tenido
tiempo de pensar. Nos quedan cinco días de viaje hasta Kopa. Lleva
siempre los guantes hasta que lleguemos. —Frunció el ceño—. ¿Y qué hay
en Kopa, exactamente?
Silla sintió vergüenza.
—Odio haberte mentido, Jonas —susurró—. Odio cada vez que lo he
hecho. —Se dio unas palmaditas en la cadera—. Tengo la dirección de un
hombre que ayuda a encontrar casas de acogida a quienes lo necesitan.
Jonas tenía el corazón anestesiado, y este nuevo aguijón ya no se le
clavó. Aun así, apretó los labios.
Silla frunció el ceño.
—¡Mi bolsillo! —Hurgó entre las faldas, palpando. Una expresión de
consternación le cruzó el rostro—. Está rasgado. Ay… ¡La carta no está! —
Se llevó la mano a los labios sin dejar de parpadear—. Pe-pero… memoricé
la dirección.
Jonas la observaba en silencio, sopesando qué hacer. La difícil situación
en la que estaba metida. Era evidente que necesitaba su ayuda. Una mano
firme. Consejo. Una decisión le cambió la cara y curvó sus labios en una
sonrisa.
—Tranquila, Silla. Ahora estás conmigo —afirmó—. Me aseguraré de
que estés a salvo, pero tienes que hacer lo que te diga. ¿De acuerdo? —Le
puso la mano en la barbilla para girarle el rostro y se quedó mirando sus
enormes ojos marrones.
Ella tenía la frente arrugada y él le pasó un dedo por el entrecejo. Al cabo
de unos segundos, asintió.
En el rostro de Jonas se dibujó una sonrisa.
—Bien. No tienes por qué preocuparte, mi Silla la Altruista. Te llevaré a
Kopa y resolveremos el resto juntos.
CINCUENTA Y DOS

Skutur

Skraeda daba golpecitos con los dedos en la mesa de madera de fresno


llena de marcas mientras aguardaba a que entrara el comandante Laxa. La
pequeña sala frente al salón comunal del cuartel de Skutur estaba
prácticamente vacía: dos sillas, una mesa y antorchas en las paredes que
iluminaban la estancia. Un delgado muro separaba a Skraeda del resto de
los klaernar que cenaban en el gran salón más allá algo que olía a estofado y
a pan recién sacado del horno. Esa noche no tocaba festín: la chica se les
había escapado. Otra vez.
El estómago le rugía de todos modos. Llevaba esperando a Laxa una
hora, si no más, y no le habían ofrecido comida ni la posibilidad de quitarse
la suciedad de debajo de las uñas. Llevaba adheridos resquicios de muerte.
Una mujer más débil habría dejado que eso la afectara, pero Skraeda no; no
permitiría a esos kuntas arrogantes el privilegio de ver debilidad en ella.
Así que siguió esperando.
Se quedó mirando fijamente las llamas parpadeantes de una antorcha de
caña, incapaz de evitar que sus pensamientos derivaran a los
acontecimientos de hacía unas horas. Había llegado cabalgando a la ciudad
la noche anterior, montada en la rígida silla todo el camino desde Hver.
Después de una noche de sueño apacible, se dirigió a la casa cuartel de los
klaernar… solo para ver el sigilo de la Hermandad del Hacha Sanguinaria
recorriendo la ciudad. Los guerreros —seis de ellos— y un remolque que
había visto mejores días.
Y, entonces, apareció. Eisa, justo allí, en medio de Skutur.
Por fin la suerte sonreía a Skraeda. Después de días… semanas de
persecución, la chica estaba ahí, ante sus ojos, rodeada de los guerreros del
Hacha Sanguinaria. Y para deleite de Skraeda, escapó de su protección y
huyó entre las callejuelas. Parecía tan perfecto.
Demasiado perfecto.
Se le llenó el pecho de vergüenza. Eisa se le había escapado de las
manos, otra vez. Skraeda había cometido un grave error, había dejado que el
orgullo se apoderara de ella. Tal vez había sido demasiado confiada. Tal vez
había alargado demasiado el rato de diversión. No pudo evitarlo. ¿Cuántas
veces se encuentra uno con la realeza caída? Y la chica ni siquiera era
consciente de ello. Skraeda solo cayó en la cuenta cuando nombró a la
hermana de Eisa… La muchacha no tenía ni idea de que era Saga Volsik.
Cuando tiró del hilo del miedo de Eisa, Skraeda debería haber previsto que
saldría a la luz el recuerdo de Saga. Después de eso, sintió confusión,
incredulidad y desconcierto. Hasta ese momento, la chica realmente no
tenía ni idea de que ella era Eisa Volsik.
Qué tonto había sido su padre adoptivo.
Y qué tonta había sido Skraeda al pensar que Eisa era débil. Al fin y al
cabo, en Skarstad había logrado huir de los guerreros leales a la reina. A ella
la había burlado en dos ocasiones. Y ahora esto. La chica era escurridiza y
francamente ingeniosa. Y tenía que admitir que admiraba su espíritu y cómo
defendía su libertad. Le recordaba a ella misma.
Eso no quería decir que cuando la encontrara no la haría pagar por la
humillación a la que la había sometido. Con esta eran tres las veces que se
le había escapado de las manos. El comandante Laxa le daría una buena
azotaina verbal.
Y lo que era peor, Su Alteza estaría disgustada.
La inquietud le culebreaba por el estómago y se metió la mano en el
bolsillo para buscar consuelo en el pergamino doblado en un cuadrado.
«No hay lugar para el error», se dijo reafirmando su promesa.
Encontraría a Eisa y la llevaría ante la reina.
Su supervivencia dependía de ello.
Las puertas se abrieron y entró en la sala un klaernar de gran estatura.
Skraeda se puso de pie, jugando a los juegos de honor que tanto les
gustaban a los Garras del Rey.
—Comandante Laxa —dijo inclinando la cabeza en deferencia.
Al igual que todos los klaernar, el hombre era alto y fornido, con las tres
incisiones tatuadas que le atravesaban la mejilla. Llevaba un gorro de piel
de oso sobre el cabello grisáceo, la barba larga —por la mitad del pecho—
y enroscada en dos trenzas idénticas.
—Skraeda Lengua Astuta —saludó, a la vez que la evaluaba con la
mirada. Le seguían dos klaernar más jóvenes, que se apostaron en la puerta
detrás de él.
Skraeda relajó la mente y sintió sus auras. Impaciencia e irritación, pero
lo más preocupante era la sensación de que le ocultaban algo.
El comandante se acomodó en una silla frente a ella al otro lado de la
mesa.
Una mujer con el pelo rubio hielo propio de una norvalandesa entró en la
sala moviéndose afanosamente. Al colocar una palangana con agua sobre la
mesa, el tatuaje de los esclavos le asomó en la parte interna de la muñeca.
El comandante hizo un gesto de asentimiento.
—Así podrás lavarte antes de cenar.
«Por fin», pensó Skraeda. Por fin le mostraban el respeto que se merecía.
Sin decir una palabra, sumergió las manos en el agua tibia y se las frotó
para quitarse el polvo de los muertos.
—La chica se ha ido —dijo el comandante, mirándola detenidamente—.
Se han registrado todas las casas. Todos los edificios, los rediles de ovejas y
los leñeros de toda el área.
Skraeda dejó escapar un largo suspiro; frotaba con insistencia una
mancha resistente de las manos. Dejaría que el hombre dijera lo que
quisiera. Le dejaría pensar lo que necesitara.
—Estuviste a solas con ella —dijo con rudeza—. ¿Te dijo algo?
Skraeda levantó las manos de la palangana y se sacudió el agua.
¿Pensaría el muy idiota que le daría con esa facilidad los detalles ganados
con tanto esfuerzo? ¿Pensaría que la idiota era ella? Puso sonrisa de
cortesía.
—Sí, comandante —dijo—. Hablamos, aunque fue muy breve.
La esclava regresó y puso delante de Skraeda una ración de pan y un
plato de estofado. Retiró la palangana de la mesa y salió de la sala.
—La suerte ha vuelto a sonreír a la muchacha —afirmó, mientras miraba
al comandante y mojaba el pan en el estofado—. Estaba bastante asustada.
—Y aun así escapó —sentenció el comandante sin disimular el veneno
en sus palabras. Hizo una inspiración profunda por la nariz y se recostó en
la silla de madera tallada.
Sintiendo la ira del guerrero, Skraeda dejó que su don suavizara las
asperezas de sus emociones. No llegarían a ninguna parte a menos que el
hombre estuviera calmado.
Después de unos momentos, el comandante Laxa se inclinó sobre la mesa
y juntó los dedos de las manos.
—¿La chica dio alguna pista de hacia dónde se dirigía?
Skraeda se llevó la cuchara a los labios y sorbió el caldo.
—Supongo que al norte, comandante. Lleva semanas viajando en esa
dirección.
El hombre estiró la mandíbula sin dejar de mirarla.
—Naturalmente —respondió con frialdad—. Pero una vez en el Cruce
del Norte, ¿al este o al oeste?
—Podré determinarlo cuando esté allí —afirmó Skraeda eligiendo sus
palabras con cuidado—. Debería partir de inmediato. He perdido varias
horas en esta sala esperando órdenes.
El comandante la ignoró.
—Se supone que en este momento tiene acompañantes que la protegen,
los que la ayudaron a escapar de Skutur hoy —dijo—. ¿Quiénes son,
Skraeda?
Por el tono de voz, supo que el juego estaba a punto de acabar, aunque
apenas había comido estofado. Con un suspiro, Skraeda apartó la cuchara y
miró fijamente a los ojos oscuros de Laxa. Un hilo de su irritación
combinaba repulsión y desconfianza. Ahora empezaban a llegar a algún
sitio.
Skraeda le revelaría algunos detalles y así descubriría su juego.
—No debe salir de esta sala —dijo Skraeda prudente, mirando a los
secuaces que flanqueaban la puerta. Tenían la mirada fija en la pared de
enfrente y sus emociones eran anormalmente suaves. Skraeda volvió a
posar los ojos en el comandante Laxa—. Viaja con la Hermandad del Hacha
Sanguinaria.
El comandante la miró con sus ojos oscuros.
—La reina está cansada de tus fracasos, Skraeda.
Se le puso un nudo en la garganta. No podía defraudar a la reina. Le
mostraría, le haría saber…
—Te han relevado del puesto —dijo el comandante con un gesto de
asentimiento a los guardas de la puerta.
«Y aquí acaba el juego», pensó Skraeda, y se llevó las manos a su vaina
vacía. Con las armas depuestas a la entrada de la casa comunal, solo le
quedaba confiar en su galdur. Pero, angustiada por la confianza debilitada
de la reina en ella, su don estaba velado. «Céntrate, idiota», se reprendió,
inspiró profundamente y retuvo el aire.
Para cuando los guerreros se acercaron a ella con intenciones violentas,
sus emociones ya brotaban libres. Pero vio las esposas de plata brillantes
que llevaban colgando de las manos y se le aceleró el pulso.
«Esposas de hindrio», se percató, y la urgencia se agravó. Si la
esposaban, su galdra acabaría neutralizado…
Apretó los dientes y se obligó a concentrarse; solo necesitaba el lapso de
tres latidos para conseguir lo que se proponía.
El más joven de los dos era el más fácil; su sed de su sangre era fuerte y
sus emociones eran vívidas. La mente de Skraeda lo alcanzó y examinó los
hilos hasta que llegó al filamento más fino de color dorado enterrado al
fondo. De un tirón lo atrajo hacia ella, manejándolo como con las riendas de
un caballo.
La mandíbula del muchacho se aflojó y se le dilataron las pupilas.
Skraeda curvó sus labios en una pequeña sonrisa.
«Córtale el cuello».
El joven klaernar desenvainó su daga y le rajó la garganta a su
compañero. El comandante Laxa se puso de pie de un salto y gritó
sorprendido cuando la sangre voló por el aire y salpicó la mesa y las
paredes. El hombre se llevó la mano al cuello, jadeando sobresaltado, pero
de poco sirvió para contener el flujo mientras la vida se le derramaba y él se
retorcía en el suelo.
«Mátate».
El guerrero más joven se cortó el cuello con la hoja manchada de rojo y
se le dilataron las pupilas en cuanto Skraeda soltó el hilo de su libre
albedrío.
Miró hacia abajo y los ojos se le abrieron como platos cuando vio la
sangre que le brotaba del cuello. Acto seguido, se desplomó encima de su
compañero de armas; riachuelos carmesíes recorrían sus cuerpos formando
un charco en el suelo. El comandante estaba cerca de la puerta dispuesto a
abrirla…
—Siéntese, comandante —ordenó Skraeda— o usted será el siguiente. —
El comandante dejó de disimular sus emociones, y el desprecio y la
repulsión emanaron de él, coincidiendo con el odio de su mirada—. Bien —
siguió diciendo, y el enorme hombre obedeció y tomó asiento—. Dejemos
ya el juego de las pretensiones y hablémonos con sinceridad, Laxa. —
Skraeda bloqueó la puerta con su propia silla.
No había pasado un segundo cuando alguien llamó con los nudillos.
—¿Todo bien, comandante? —preguntó una voz masculina al otro lado.
Skraeda fulminó con la mirada al comandante e hizo un gesto de
asentimiento hacia la puerta.
—¡Sí! —respondió—. Estamos bien. Déjenos.
Los pasos se alejaron y a Skraeda se le calmó el pulso.
Laxa la miraba furioso.
—¿Cómo crees que va a acabar esto, galdra? —escupió—. No saldrás
impune de este edificio. Irás al pilar como el resto de los de tu especie
antinatural.
—Soy demasiado valiosa para eso —La voz se le trabó en la última
palabra y se aclaró la garganta.
—La reina lo ha ordenado, idiota —refunfuñó Laxa—. Le has fallado
demasiadas veces. Te considera indigna de su protección.
—Mientes —escupió.
—Digo la verdad —replicó el comandante—. Tengo la misiva que lo
prueba. ¿Quieres verla?
—¡Enséñamela! —El estómago le ardía en llamaradas furiosas. La reina.
Su redentora. No podía ser verdad…
El comandante se puso de pie, se sacó un rollo de la túnica y se lo
entregó a Skraeda. Ella se lo arrebató de las manos y se fijó en el sigilo de
la avispa dorada; estaba rasgado. Skraeda desenrolló el pergamino y se
empapó de las palabras de aquel papel. Se le paralizó el cuerpo cuando leyó
la frase: «Si vuelve a fallar, utilízala para tu cuota de condenados al pilar».
Arrugó el pergamino con el puño y miró a los ojos a Laxa.
Él retrocedió hasta que su columna vertebral chocó contra la pared.
«Ya no somos tan arrogantes, ¿verdad, Laxa?», pensó Skraeda, aunque
no podía regocijarse con su sufrimiento. La reina había pedido su ejecución.
La reina consideraba que ya no era útil. El temor se propagó por sus
entrañas, pero lo ahuyentó rápidamente. «Tienes que arreglarlo», se dijo.
«Tendrás que demostrarle lo útil que eres, Skraeda».
—¿Cuál es el plan, Laxa? —preguntó. Ahora apenas reconocía su propia
voz—. ¿Cuál es el plan de la reina sin mi intervención?
—M-más guerreros leales —tartamudeó Laxa—. Más guerreros y el
Adepto del maestre Alfson con las avispas. Los han mandado al Camino de
Huesos para que detengan a todos los viajeros. Sus números son
magníficos. La encontrarán. Solo es cuestión de tiempo.
—Seré yo quien la encuentre —juró Skraeda—. Seré yo quien lleve a
Eisa Volsik ante la reina Signe, y nadie más que yo.
—Estás loca —murmuró el comandante Laxa.
—Sí —afirmó, sonriendo. En su mente se forjó un plan: hacer borrón y
cuenta nueva—. Y ahora, date por muerto, comandante. Es una pena que ni
siquiera los cuervos querrán tu cuerpo cuando acabe contigo.
Ella tiró de su miedo para mantenerlo bajo control, luego cerró los ojos y
buscó la reserva de galdur brillante ubicada bajo las costillas. Ser Cinérea
no era su intuición principal, pero la rabia que sentía hacía que le resultara
fácil extraerla y aprovecharla.
El comandante Laxa abrió los ojos de par en par cuando se posaron sobre
la luz naranja que se le acumulaba en las venas.
—Pe-pero… ¡si eres una Solaz!
—Sí —ronroneó Skraeda, disfrutando del calor en sus antebrazos. Con
una exhalación se relajó y la magia tomó cuerpo en las palmas de las manos
con un estallido de lenguas de fuego.
—¿Sabías, comandante, que tenía una hermana gemela?
Ahora su miedo era descontrolado; se le escapó un gemido.
—¿Has oído hablar de las gemelas galdra, comandante? Todo ese tiempo
en el vientre… se comparte más que sangre. Mi hermana era una Cinérea,
aunque siempre tuvo miedo de hacer uso de su don. Era una de sus
debilidades. Un defecto de su carácter.
«¡No eres más que una cobarde egoísta, Skraeda!», gritaba Ilka en su
memoria. «Una traidora a los tuyos».
Las llamas de Skraeda se apagaron y ella parpadeó para regresar al
presente.
—Pero yo no soy cobarde. No le tengo miedo a alimañas como tú, Laxa.
Es una pena —dijo, tirando del miedo de Laxa mientras caminaba hacia él.
Se lo había hecho encima, paralizado mientras sus peores miedos aparecían
ante sus ojos—. No tengo tiempo para jugar contigo, comandante.
Disfrutaría mucho. Pero debo seguir mi camino.
Empujó las llamas hasta su ridículo sombrero de oso y se tomó un
momento para absorber los dulces sonidos de sus gritos y el hermoso
chisporroteo de su carne. La piel le burbujeaba y estallaba. Cogió el trozo
de pan de la mesa y le dio un mordisco mientras apartaba de un puntapié la
silla que atrancaba la puerta para salir.
Un klaernar espigado se abalanzó sobre ella con la espada en alto. Podía
palpar su rabia, un bucle tan brillante y palpitante que Skraeda apenas tuvo
que esforzarse para tirar de él, haciéndolo caer de rodillas con gritos de
angustia. Le quitó la espada y la blandió contra el cuello de otro guerrero
que se acercaba. Recogió las armas que había dejado en la puerta, se dio la
vuelta y vio que más klaernar venían a por ella. El fuego se había extendido
por las paredes de madera, devorando la casa comunal con un hambre
insaciable. Sonriendo, cerró las puertas y deslizó la espada del guerrero
muerto por los tiradores.
Con las armas a su espalda, se quedó plantada observando cómo se
elevaba el humo hacia el cielo, cómo las llamas iban prendiendo el techo de
turba y extendiéndose; cómo los gritos de los hombres atrapados se
entretejían en una hermosa melodía.
Se quedó viendo cómo ardían.
Skraeda deslizó una mano en el bolsillo y acarició con los dedos el
pergamino doblado. Y luego sonrió.
CINCUENTA Y TRES

Camino de Huesos

Silla contemplaba al guerrero rubio que dormía a su lado; observaba el


ritmo del pecho que ascendía y descendía. Cuando dormía, Jonas parecía
pacífico —más joven, sin cargas—. Pero, recostada en su tienda de
campaña —que compró para ellos la Hermandad de los Hachas
Sanguinarias en Skutur—, Silla sentía un peso insoportable sobre los
hombros.
Se notó retraída y temblorosa cuando se reunieron con la Hermandad en
Roca Negra —se saltó la práctica con Hekla y se retiró a la tienda temprano
—. Jonas se le unió enseguida y la despertó con suaves besos; ella estaba
ansiosa por evadirse, aunque fuera unos breves instantes. Y, a pesar de que
esa noche él la tomó con más ternura que nunca, Silla lo veía en sus ojos, lo
sentía en el aire. Las mentiras habían marcado una nueva distancia entre los
dos. Y había más, las que guardaba cerca del corazón.
Silla suspiró mientras lo observaba.
«Cuéntaselo», pensaba. «Solo tienes que decirle: “es la reina Signe la que
me busca, no solo los klaernar”».
No eran más que palabras.
¿Por qué le resultaba tan difícil decirlas?
«Has dejado que se acerque demasiado», se imaginaba a la niña rubia —a
Saga, corrigió— advirtiéndola.
Se suponía que Jonas no sería más que una distracción, pero en algún
momento por el camino las líneas se habían desdibujado. Se habían
encariñado. Él le había contado cosas, y ella se sintió obligada a hablarle de
su propio pasado. Puede que la hubiera embrujado, que le hubiera
hechizado la mente con sus abrumadoras atenciones. Cuando estaba con él,
no pensaba en su vida anterior y no le preocupaba el futuro. Simplemente
estaba ahí, en el momento, perdida en sí misma y en el mundo.
Ahora, Jonas quería verla más, quería visitarla en Kopa. Embriagada por
sus caricias, le había dicho que sí. Pero la preocupación se colaba por todos
los rincones. No parecía una decisión acertada. Kopa era un lugar
desconocido. ¿Sería seguro recibir visitas en la casa de acogida? ¿O sería
mejor cortar por lo sano, empezar de cero? Una nueva vida, sin vínculos
con la anterior. Cuantas más pistas dejara, más fácil le resultaría a la reina
Signe rastrearla.
Esto avivó los rescoldos de un pensamiento inquietante. Su presencia
suponía un peligro para la Hermandad del Hacha Sanguinaria. Sus
miembros merecían saberlo; y cuanto antes, mejor. «Hablaremos juntos con
Rey cuando haya tenido tiempo de pensar», había dicho Jonas. Pero el
problema era de ella, y sentía que debía afrontarlo sola.
En su mente lo tenía decidido: Silla les advertiría y dejaría que pasara lo
que tuviera que pasar. Si Ojos de Hacha decidía dejarla en la cuneta, lo
aceptaría. Sus amigos estarían a salvo y ella encontraría la forma de seguir
adelante. Como había hecho hasta ahora. Llegaría a Kopa de una forma u
otra.
Kopa. Solo tenía que llegar a Kopa. Y una vez allí, una vez en la casa de
acogida, podría descansar. Respirar. Asimilar la verdad.
Ella era Eisa Volsik.
Se le descontroló el pulso y las palmas le empezaron a sudar. Silla forzó
una respiración profunda cuando el pánico subió arañándole la garganta,
como ocurría cada vez que pensaba en ese nombre. Quería saber quién
era… lo que era. Pero ahora que lo sabía, quería volver atrás. Volver a la
ignorancia en la que había vivido durante tanto tiempo.
Eisa Volsik era un nombre que implicaba realidades que Silla no estaba
preparada para aceptar. Heredera del enemigo más despreciado del rey Ivar,
nunca conocería la paz, y pasaría el resto de su vida vigilando por encima
del hombro. ¿Alguna vez sabría en quién podía confiar? ¿Quién la
traicionaría? ¿Quién se aprovecharía de ella en beneficio propio?
Y la pregunta que más la asustaba: ¿alguna casa de acogida sería
suficientemente segura para Eisa?
Los latidos del corazón se le aceleraron, su respiración se volvió más
superficial, y cerró los ojos con fuerza.
«Hojas», suplicaba su mente. «Una hojita. Solo una».
Una hojita le aliviaría la tensión en el estómago, la ayudaría a olvidar que
era Eisa. Y otra más la recompondría y se sentiría completa otra vez. Se
sentiría Silla.
Ella solo quería gallinas. ¿Cómo se había torcido todo tanto? ¿Cómo se
había complicado así?
«Ten pensamientos amables», se dijo. «Campos de adelfillas con
montañas nevadas al fondo. Bailar alrededor de una hoguera con Hekla.
Hoyuelos». Poco a poco, el pulso le volvió a la normalidad y la tensión del
pecho disminuyó. Silla no podía permitirse pensar en aquel nombre, no
podía sopesar lo que implicaba, o acabaría desmoronándose por completo.
«Eres Silla; tienes que ir a Kopa, y ya está».
Era lo único que podía hacer para seguir adelante, poner un pie delante
del otro.
Llegar a Kopa. Cuatro días más.
REY NO PODÍA DORMIR. Una sensación de inquietud le tiraba debajo de
la piel, como si se hubiera olvidado de algo y no lograra recordarlo.
Después de una hora dando vueltas entre las mantas, acabó saliendo a
gatas de la tienda que compartía con Ilías.
Saludó a Sigrún con la cabeza, que estaba sentada frente al fuego tras la
noche de vigilancia, y empezó a deambular por el campamento, intentando
concretar si había olvidado hacer algo. Comprobó el bastidor recién
instalado del remolque, las cajas y los cestos cuidadosamente ordenados
sobre la plataforma. Comprobó la caja con las armas de rodio, las contó.
Recorrió a pie el perímetro del campamento. Después de revisar los
caballos, apoyó la espalda en el tronco nudoso de un pino y frunció el ceño
mientras miraba alrededor. Caballo se acercó, le olfateó el pecho, y él la
acarició distraído.
No había nada fuera de lugar; todo estaba en su sitio.
Observó movimiento en la tienda más alejada —era ella, saliendo a gatas
de la tienda que ahora compartía con Jonas—. Un mechón de rizos castaños
le iba rebotando; llevaba guantes y la capa de Jonas ajustada sobre los
hombros. Echaba en falta la que Hekla le había prestado de la carreta, una
más de las rarezas que se iban acumulando.
El día anterior se encontraba indispuesta, y ella y Jonas se marcharon de
Skutur de golpe.
Tal vez para retozar como animales en celo.
Rey arrugó el entrecejo cuando sintió el intenso deseo de darle un
puñetazo a Jonas en su cara bonita.
Hacían una pareja horrible, y no entendía cómo la chica no se daba
cuenta. Puede que ella le hiciera bien a él, pero él era nefasto en todos los
aspectos para ella. Rey quería a Jonas como a un hermano, pero el tío podía
ser egoísta y manipulador hasta el extremo. Él la frenaba, cuando lo que
Silla necesitaba era a alguien que sacara lo mejor de ella. Que la
empoderara.
Y Jonas se había aprovechado de ella, cosa que no sentaba bien a Rey,
por mucho que él presumiera de que la cuidaba. Estaba sola y había perdido
a su padre. A Rey le producía desconfianza.
—Debí haber estado más atento —le susurró a Caballo—. ¿Cómo no me
di cuenta?
Caballo le acarició el pecho con la nariz, y resopló con suavidad.
«Porque has estado evitándola a toda costa», pensó. «Y porque no es
asunto tuyo, joder». ¿Acaso no había estado contando los días que faltaban
para cumplir con la promesa que le había hecho? ¿Para perder de vista a la
chica?
Cuatro días para llegar a Kopa.
Cuatro días para que todo volviera a ser como antes.
Cuatro días para dejar de mirarla de reojo mientras hacía la cena o
aprendía una nueva tanda de signos con Sigrún. Para dejar de preocuparse
por su seguridad cuando el peligro acechaba. Para dejar de oír su risa y
verla sonreír.
Rey no sabía cómo había llegado a pasar. Necesitaba deshacerse de
aquella distracción.
Mientras Silla caminaba hacia Sigrún, él se fijó en que tenía los hombros
tensos y se mordía el labio. Algo la preocupaba, y el hecho de percatarse le
hizo apretar la mandíbula. Prefería a los caballos. Ellos no le daban
conversación, ni tarareaban de esa forma irritante en voz baja. Rey prefería
la compañía de los animales a la humana la mayoría de los días.
Pero la chica lo vio y desvió el rumbo para dirigirse hacia él.
Sofocando un gruñido de irritación, Rey se cruzó de brazos y observó
cómo se acercaba. De repente, giró sobre sus talones y se alejó, y luego, al
parecer, cambió de opinión y volvió a aproximarse. Ella lo miró
directamente con sus ojos marrones, y él bajó la mirada al collar que lucía
—un talismán tallado en madera similar al escudo de la familia de Jonas—.
Rey frunció aún más el ceño.
—¿Tienes algo que contarme? —preguntó, y su voz sonó más brusca de
lo que pretendía.
La chica irradiaba una energía nerviosa; abría y cerraba los puños.
—S-sí —dijo ella sin aliento.
—Adelante —gruñó.
Ella se balanceaba sobre las puntas de los pies y evitaba mirarlo a la cara.
—Puede que haya guerreros buscándome en el camino.
Rey arrugó la frente mientras la estudiaba en silencio.
—No quiero que sufráis ningún daño… los Hachas Sanguinarias. Os
habéis portado bien conmigo, me habéis ayudado. Si crees que es mejor que
me marche, lo haré.
Su mente iba a toda velocidad, uniendo piezas.
—Los klaernar iban buscando a una chica en Skutur ayer —murmuró—.
Por casualidad no sabrás nada de eso, ¿o sí?
Ella tragó saliva, y eso respondió a la pregunta de Rey.
Rey no sabía cómo no lo había enlazado antes, pero las piezas iban
encajando y todo cobraba sentido —la mentira que Kraki le había pillado, y
cómo lo empujó aquel día en el campo—. Y, por supuesto, las hojas. Ahora
que lo entendía, se sentía estúpido.
«Así que es galdra», pensó. Rey la estudió en silencio, debatiéndose en
su interior. Le había mentido y, sin embargo, sentía lástima por ella. Quería
ayudarla, aunque su presencia pusiera en peligro a la Hermandad.
Se pellizcó el puente de la nariz.
—¿Cuántos?
—No lo sé —respondió la chica en voz baja—. Pero la guerrera que
mataste… la mujer pelirroja de la Cresta de Skalla, ¿recuerdas? No murió.
Así que aquella guerrera sí que buscaba a Silla en la Cresta de Skalla.
¿Una cazarrecompensas, tal vez? Los klaernar no solían delegar, aunque en
el pasado sí lo hacían. Rey la fulminó con la mirada.
—¿Cómo lo sabes?
—No es que lo sepa. Es que me persiguió en Skutur y escapé de milagro.
El pecho se le infló de un orgullo inesperado, pero empezó a latirle la
sien.
—¿En qué nos has metido? —regruñó.
—Yo…
—No me lo digas —la cortó, y ella abrió los ojos sorprendida—. No
quiero saber más. —Cuando se trataba de los klaernar era mejor no conocer
los detalles; en la posibilidad improbable de que arrestaran a los Hachas
Sanguinarias, podrían defender su inocencia con sinceridad.
—No tienes que mantener la promesa, Rey —dijo en voz baja—. Te
libero de eso. Y jamás revelaré tu secreto, lo juro por mi vida. No quiero
que estés en peligro.
Ahora el sorprendido era Rey. La chica tenía honor; eso decía mucho de
ella. Si Rey hubiera estado en su situación, habría hecho exactamente lo
mismo. Pero él era un guerrero entrenado… y ella no.
Rey no necesitaba considerar sus opciones para saber lo que tenía que
hacer. Había prometido que la llevaría a salvo a Kopa y lo cumpliría,
aunque ella sugiriera lo contrario. No era solo por la promesa, no obstante.
Había llegado a… respetar a aquella mujer. La había visto trabajar duro con
Hekla, y el fuego que había en su espíritu. Eran afines, más de lo que ella
podía entender. Rey sabía lo que significaba mantener secretos enterrados
por razones de seguridad.
Y, además, le había salvado la vida.
Eso le hizo tomar la decisión.
Rey la miró con el ceño fruncido.
—Te hice una promesa, y aunque se haya convertido en la peor elección,
estoy dispuesto a cumplirla. Pero tengo que hablarlo con mis compañeros
antes. Decidiremos como Hermandad qué hacer.
Silla se rascó el codo y asintió.
—Gracias —dijo Rey, intentando suavizar las palabras—. Hay honor en
lo que has hecho. En tu preocupación por las vidas de los miembros de mi
banda.
Ella parpadeó, con sus largas pestañas negras que le enmarcaban la
mirada. Rey se obligó a apartar la suya. Aquellos ojos tenían corriente
propia, y él sabía que no debía dejarse arrastrar.
—Prepara el almuerzo —le ordenó, dándose media vuelta y dirigiéndose
a la carreta—. Convocaré a los Hachas Sanguinarias a una reunión.

JONAS SE LLEVÓ UNA CUCHARADA de gachas a la boca mientras


miraba a Silla con el entrecejo medio fruncido. Estaba de espaldas a él,
sirviendo un cuenco para Ilías; llevaba toda la mañana sin parar.
Y ahora Rey convocaba una reunión de Hermandad.
—¿Sabes de qué va el asunto? —preguntó Ilías, sentándose en un tronco
cerca de Jonas—. Te juro que no sé nada de las hojas de pino en la cama de
Rey.
Jonas levantó una ceja y miró a su hermano.
—Y si es por la brennsa que falta, apuesto todos mis sólas a que ha sido
Puños de Fuego.
Jonas comió otra cucharada de gachas.
—Y entre tú y yo, he visto a tu chica cogiendo a hurtadillas una manzana
de las buenas para Caballo. Así que, si Ojos de Hacha pregunta dónde han
ido a parar, ya sabes dónde.
«Su chica». Jonas sonrió y el calor se le extendió por el pecho. Le gustó
como sonaba. Rey dio tres palmadas y se le cayó la sonrisa.
—Reunión de Hermandad —llamó Ojos de Hacha con voz ronca.
A Jonas se le revolvieron las gachas en el estómago.
—Rayo de Sol me ha informado de que podría haber guerreros en la
carretera buscándola —empezó Rey—. Klaernar, para ser más concretos. —
Lo que no dijo era evidente para todos los presentes. «Silla es galdra». Y
ahora todos los miembros de la Hermandad estaban al tanto.
Jonas apretó los dientes y posó los ojos en Silla. Ella se alisó el vestido y
luego juntó las manos. Se lo había dicho a Rey, pese a que Jonas le había
dicho que esperara. Ella le había contado sus secretos; lo había hecho por
iniciativa propia.
Jonas apretó la cuchara con tanta fuerza que los nudillos que se le
volvieron blancos.
«¿Eres galdra?», preguntó Sigrún con gestos, y Gunnar interpretó para
una Silla confundida.
Antes de que pudiera responder, Rey interrumpió.
—No vamos a presionarla para que responda —dijo con brusquedad.
Un extraño cosquilleo le subió por la nuca a Jonas.
«¿Por qué la protege Rey?», se preguntó.
Hubo murmullos de confusión entre los Hachas, pero Rey siguió
hablando.
—Sabéis cuál es mi postura ante las mentiras —dijo Rey despacio,
mirando a los ojos a cada guerrero—. Pero esto es diferente. Ha venido
voluntariamente a advertirnos del peligro. Se ha ofrecido a abandonarnos si
así lo decidimos, para que no nos afecte. Y si decidimos ayudarla a esquivar
a los klaernar, en ese caso, es mejor que sepamos lo menos posible.
—Si la Hermandad decide no ayudarla, lo haré yo solo —saltó Jonas.
A Silla se le abrieron los labios cuando por fin se encontraron sus
miradas y él le lanzó una mirada asesina. Tenía que decirle unas cuantas
cosas en privado.
—Yo le juré que la llevaría a Kopa —dijo Rey, sacando a Jonas de sus
pensamientos—, y voy a mantenerlo. Como grupo que somos, quiero que
todos estemos de acuerdo. Así que vamos a votar. ¿Todos a favor de que
siga con nosotros? —Rey levantó la mano.
Hubo un momento de silencio, de reconsideración, y acto seguido Hekla
levantó la mano. Sigrún, Ilías y Gunnar la imitaron un momento después.
Se quedaron mirando a Jonas.
Él se rio entre dientes y levantó la mano.
—Por supuesto que quiero —murmuró.
A Silla se le llenaron los ojos de lágrimas y se abrazó a sí misma con
fuerza.
—¿Estáis seguros? ¿De verdad arriesgaréis vuestras vidas por mí?
Hekla se acercó a ella y le pasó el brazo por el hombro.
—Por supuesto, dúlla. Cuidamos de los nuestros. —Se inclinó y Jonas la
oyó decir: «Luego me cuentas»; Silla dudó, pero luego asintió.
—¿Tú sabías que tu chica es galdra? —preguntó Ilías tras él.
Jonas simplemente gruñó.
—Muy bien —zanjó Rey, y los murmullos cesaron—. Está decidido. —
Rey se volvió hacia Silla y le habló con una dulzura que Jonas no apreció
—. ¿Cuántos hay?
Silla juntó las manos.
—Había seis en Skarstad. Y uno en Skutur, y además… diez que parecían
buscar…
—¿En Skutur? —preguntó Gunnar—. ¿Por qué nos lo cuentas ahora?
Los ojos de todos los Hachas Sanguinarias se posaron sobre ella.
—No me lo esperaba —dijo evitando cruzar la mirada con Jonas—.
Tardé un tiempo en decidir qué hacer.
—Entre seis y diez —dijo Rey, volviendo a centrar la conversación.
«¿Por qué evita las preguntas?», dudó Jonas. «¿Por qué la protege?»
El hormigueo volvió a reptar por la piel de Jonas cuando lo comprendió.
Rey quería a Silla para él. Jonas no tenía otra explicación de por qué el
cabecilla de la Hermandad obviaba las mentiras de la chica tan a la ligera,
por no mencionar que estaba escondiendo a una fugitiva.
—Ahora que sabemos a qué nos enfrentamos —continuó Rey—, no
debería suponer un problema para nosotros seis. Tened los escudos
preparados. Las espadas afiladas. Estad atentos a mis órdenes. Sigrún,
adelántate y haznos una señal si encuentras hombres en el camino.
—Sigrún, ¿tienes alguna armadura lébrynja para Silla? —preguntó Hekla
—. Parece que tenéis la misma estatura.
La mujer rubia asintió.
Rey se volvió a Silla.
—Ten tu espada preparada. Recuerda los mecanismos de defensa. Ten
previsión y anticipa sus movimientos. Y, Rayo de Sol, no dudes. —Curvó
sus labios en una sonrisa, como si las palabras tuvieran algún significado
secreto para él. Cuando Silla le devolvió la sonrisa, a Jonas empezó a
hervirle la sangre.
No lo soportaba más —esa falta de respeto tan evidente—. Jonas se
levantó de un salto, cogió a Silla del brazo y la empujó detrás de la carreta.
Se estaba poniendo furioso e iba a explicárselo.
—Jonas —Silla protestó, tropezando con los pies para poder seguirlo—.
¿Qué pasa…?
La agarró por los hombros y la zarandeó levemente.
—Se lo has contado sin mí.
Ella se quedó totalmente inmóvil, mirándolo con cautela con sus ojos
marrones.
—Sí —respondió—. Era algo que tenía que hacer sola y cuanto antes.
Debí haberlo hecho anoche mismo, Jonas.
—Confías en él —Jonas se retorcía por dentro. Odiaba esto; era Rey, su
hermano de armas, pero no podía permitir que actuara así. ¿Acaso no veía
que le había hecho quedar como un tonto?
—Yo…
—Le has contado tus secretos —dijo Jonas, apretando el agarre.
—No iba a permitir que corrieran peligro. ¿Y qué, Jonas? —Sus ojos
brillaron desafiantes.
Estaba claro que la chica no lo entendía. «Oh, tu Silla», pensaba. «Tan
joven e ingenua. Necesita que se lo expliques. Que la ayudes a entenderlo».
Jonas le puso una mano en la mejilla con suavidad.
—No quiero que hables con Rey nunca más —le susurró.
—¿Qué?
Ella estaba adorablemente contrariada. Le pasó el pulgar por el labio
inferior.
—No entrenarás más con él y, si tienes que decirle algo, lo harás a través
de mí.
Ella juntó las cejas y le apartó la mano de la cara.
—Jonas, no puedes pedirme eso.
—Ahora estás conmigo, Silla. Llevas el sigilo de mi familia —acarició
sus labios con los suyos delicadamente.
—Jonas —replicó mirándolo a un ojo y luego al otro una y otra vez—.
¿Qué se te ha metido en la cabeza? No sé qué te preocupa, pero deja que te
aclare algo: eres la persona que mejor me conoce en este mundo.
Jonas se rio con un sonido de crispación que no reconoció como propio.
¿El que mejor la conocía del mundo? Qué pena, si eso era cierto. Pero con
el tiempo acabaría sabiendo todas sus verdades.
—Ven aquí —ordenó, la agarró fuerte de la muñeca y tiró de ella para
acercarla. Jonas miró por encima de su hombro y su mirada se chocó de
frente con la de Rey. Su jefe estaba plantado junto al remolque, con los
brazos cruzados sobre el pecho, mirando a Jonas con un gesto de auténtico
disgusto en la cara.
«Bien», pensó Jonas, que se apoderó de la boca de Silla con un beso que
los dejó a ambos sin aliento. Cuando se separó, miró a los ojos marrones
confundidos de ella.
—Has aceptado hacer lo que te he dicho, Silla. Piénsatelo dos veces antes
de actuar a mis espaldas otra vez.
Jonas se marchó dando zancadas y se montó en su yegua, y la chica de
pelo rizado se quedó apoyada contra el árbol.
CINCUENTA Y CUATRO

A medida que la carreta iba avanzando por la carretera aquella mañana,


Silla iba atenta a cada mínimo movimiento en el bosque. Afortunadamente,
ya habían atravesado las abiertas Tierras Altas y se habían adentrado de
nuevo en el bosque, que los protegía del viento. Si no le fallaba la memoria,
eso significaba que casi habían llegado al Cruce del Norte, donde
abandonarían el Camino de Huesos para dirigirse hacia el oeste por el tramo
final.
Kopa. Ya casi había llegado. Estaba tan cerca que podía saborearlo.
Y, sin embargo, la inquietud se había apoderado de ella. Se sentía
aliviada por habérselo contado a Rey, y se alegraba de haber advertido a la
Hermandad de que podrían correr peligro. Pero la reacción de Jonas la
había dejado desconcertada.
«Ahora estás conmigo, Silla. Llevas el sigilo de mi familia».
Sus palabras posesivas que, en su momento, habían hecho que su sangre
latiera con fuerza, adquirían ahora un significado nuevo y perturbador.
—Solo me debo a mí misma —susurró. Cuando acabara el día, hablarían
y se lo dejaría claro. Cuando la acorraló detrás del remolque, se encontraba
demasiado aturdida para hablar. Una vez más, no sabía cómo habían llegado
a esa situación. Se suponía que él era una distracción. ¿Cómo se habían
desviado tanto del rumbo?
Justo por eso se suponía que debía mantenerse alejada de los demás,
especialmente de los hombres. Los sentimientos complicaban las cosas. El
orgullo, la posesión y el ego no eran nimiedades. Jonas había sido un
consuelo para ella, un bálsamo para su maltrecho corazón. Pero la situación
había dado un giro inesperado y a Silla no le quedaba sitio para más
problemas en su vida. Rozó con la mano el talismán que llevaba colgado
del cuello.
En Kopa empezaría de cero. Una nueva vida. Una hoja en blanco.
«Tendrás que terminar con él», pensó. «Dejarlo con tacto». Se quitó el
colgante por la cabeza y lo dejó en el remolque.
Un silbido estridente perforó el aire. Rodó por la carreta y encontró a Rey
con el brazo levantado y la mano en un puño. Los caballos se detuvieron.
La carretera se quedó en silencio durante varios segundos, y luego escuchó
el sonido distante de unos cascos sobre el camino de tierra.
Antes de que pudiera parpadear, Rey estaba a su lado, la bajó del
remolque y la empujó hacia el bosque.
—¿Llevas tu espada? —le preguntó con una calma pasmosa.
El corazón le latía con la fuerza de un tambor de guerra. Silla asintió
palpándose la cadera, donde en lugar de su daga perdida ahora llevaba una
de las de repuesto de la Hermandad.
—Ve a los bosques y no salgas de allí —ordenó dándole un empujoncito
—. Y recuerda, Rayo de Sol…
—Esta vez usaré la parte afilada, Rey —lo interrumpió Silla con una
sonrisa—. Protegeos —dijo a la Hermandad, con los ojos llenos de
lágrimas. Ellos asintieron solemnemente. Sus ojos se cruzaron con la
mirada de acero azul de Jonas durante un largo momento.
Silla huyó al bosque sin mirar atrás. Revestida con la armadura de cuero
y escamas de Sigrún, se maravilló de lo rápido que podía moverse sin sus
faldas voluminosas. Saltó sobre un pino caído, divisó un tronco ahuecado
cubierto de musgo y se coló dentro. Y allí esperó. Un cuervo gritó desde
algún lugar en lo alto; una avispa le zumbó en la oreja y ella la espantó.
Agazapada dentro del tocón, el pulso ahora le retumbaba en los oídos.
¿Estaría allí Skraeda? ¿Podría vencerla Rey? ¿Habría mercenarios como
cerca de Skarstad? ¿O klaernar como en Skutur?
El golpeteo de los cascos se detuvo de repente y Silla se asomó por la
abertura y contó cinco guerreros. La tensión del pecho se alivió. «Cinco».
No deberían suponer un problema para los Hachas Sanguinarias. Quizá ni
siquiera llegaran a sudar.
El profundo timbre de la voz de Rey resonó entre los árboles.
—¿Necesitáis algo?
—Buscamos a una mujer joven. De pelo castaño y rizado, más o menos
de esta estatura. Tiene una marca junto al ojo izquierdo. Podría hacerse
llamar Katrin.
Rey se quedó en silencio un instante.
—Nadie aquí responde a ese nombre.
—Muy bien. Echaremos un vistazo al remolque y después podréis seguir
vuestro camino. —El pergamino crujió—. Órdenes de la reina. Le urge
bastante que llevemos a la chica a Sunnavík.
Una punzada de dolor atravesó el estómago de Silla. «La reina». Qué
tonta había sido al pensar que los mercenarios no revelarían este dato a los
Hachas Sanguinarias. Rey no había querido saber más, pero ella debería
haber sido más previsora y habérselo dicho igualmente. Debería haberles
contado toda la verdad… y que ella era Eisa…
Sintió presión en las sienes y el corazón latiendo con fuerza. El pánico le
subía arañándole la garganta. «No», pensó. «Ahora, no». Silla inspiró para
coger fuerza. «Piensa en pensamientos amables», se obligó mentalmente.
«El aroma a pinos y a hoguera. Panes, frescos y esponjosos, recién sacados
de las brasas del fuego. Un niño jugando con su perrito».
—¿Por qué la busca la reina? —Incluso desde el interior del tocón, la voz
de Rey sonó tensa.
—Eso es entre la chica y Su Alteza.
—Tenemos asuntos privados con el rey, y nos ha prohibido revelar el
contenido del remolque —dijo Rey.
—Es una pena —dijo el extraño—. Porque la reina ha prometido una
recompensa generosa a quien entregue a la chica. Y no os dejaremos
marchar hasta que hayamos inspeccionado el contenido.
—Entonces entenderéis que lo defenderemos con la espada —replicó
Rey con frialdad.
—Que así sea —dijo el hombre.
Silla había llegado a albergar la débil esperanza de que resolverían el
asunto con palabras, pero ahora esa esperanza se había convertido en
miedo.
Sonó un cuerno, y luego un choque de metales. Dioses misericordiosos.
Estaban luchando.
Sí, habían empezado.
«Son solo cinco guerreros», quiso tranquilizarse Silla. El crujido de una
rama detrás de ella hizo que un escalofrío le recorriera el cuerpo. Silla
forcejeó para alcanzar la daga y desenvainarla. Cerró los ojos e inspiró
profundamente.
«No es nada», se dijo, pero lo oyó otra vez; otro crujido.
Desde el camino le llegaba el sonido metálico distante y los gritos
amortiguados. Un curioso zumbido captó su atención y afinó el oído para
determinar el origen. Una avispa amarilla se coló volando en su escondite e
hizo que la respiración se le agitara. Otra avispa. ¿Es que había un avispero
cerca? Silla intentó quedarse quieta. Se quedó tan quieta que el zumbido
parecía hacer eco en el tocón, un sonido enloquecedor que le encogió el
estómago.
Sucedió muy rápido; el dolor le quemó el cuero cabelludo; unas manos la
engancharon por las axilas y la sacaron de la oquedad cubierta de musgo;
las rodillas se le doblaron cuando la dejaron caer bruscamente en el suelo
cubierto de hierba y agujas de pino.
El tiempo pareció detenerse mientras Silla parpadeaba mirando a su
alrededor: un guerrero de barba castaña plantado delante de ella con una
cota de malla negra impoluta que no logró identificar; incontables
mercenarios ataviados de forma similar merodeaban en la profunda
oscuridad del bosque. A un lado había un hombre más menudo, con una
capucha marrón que lo ocultaba totalmente salvo la larga barba con dos
trenzas que le llegaba al pecho. Tenía la mano levantada con la palma hacia
el cielo y, cuando sus ojos la miraron, Silla descubrió el origen del
zumbido.
«Por las malditas llamas eternas». Al mirar el brazo del hombre, Silla
sintió que se desmayaba. Estaba recubierto de un amasijo de avispas que se
retorcían y trepaban.
—No soy un hombre fácil de sorprender, Adepto —dijo el guerrero que
sujetaba a Silla por el hombro con voz arisca. Le sacaba media cabeza e iba
armado hasta los dientes.
Las palabras de Rey resonaron en su cabeza.
«Adelántate siempre a los acontecimientos, imagínatelos antes de que
ocurran». Se tragó el miedo y se centró en lo que podía controlar. El iluso
habría pensado que no sabría defenderse y no había reparado en la daga que
llevaba escondida en la manga.
«Agarre invertido. Bloqueo a la izquierda. Apunta al cuello. Balanceo
alto».
—Las criaturas han hecho bien su trabajo —estaba diciendo el guerrero.
En la garganta se le formó un grito, y lo dejó salir mientras se lanzaba
sobre el mercenario, balanceando el brazo a la altura del cuello. Como era
de esperar, el guerrero no había previsto su rapidez ni su entrenamiento, y le
hundió la hoja en el cuello.
Conocía los movimientos; los músculos los tenían memorizados. Pero la
sangre caliente y pegajosa que le cubría la mano, el olor metálico en el
aire… Eso era nuevo. Y nada podía haberla preparado para la mirada del
guerrero —de sorpresa mezclada con rabia— mientras caía de rodillas y se
desplomaba en el suelo.
Cenizas. Acababa de quitar una vida. Ella solo…
Se quedó boquiabierta, pero pronto recuperó los sentidos. Recogió la
daga y salió corriendo en dirección a la carretera, con la horda de
mercenarios detrás de ella.
A todo correr hacia el Camino de Huesos, Silla abrió la boca y gritó:
«¡Hombres en el bosque!».
Irrumpió entre los árboles justo cuando Gunnar le propinaba un corte al
último guerrero. Como era de esperar, habían acabado con los cinco
hombres con facilidad. Pero ahora… ahora Silla había atraído a más
guerreros de los que podía contar, directos a ellos, y la Hermandad
reaccionó con rapidez, formando un pequeño muro de escudos con las
espaldas protegidas por el remolque.
Conforme corría por el camino, los escudos se abrieron y ella se coló
dentro del muro.
—¿Te han herido? —preguntó Jonas, girándose hacia ella.
—La carretera, Jonas —gritó Rey—. Manteneos firmes. Lanzas
preparadas.
La oscuridad era desconcertante; Silla se quedó detrás de ellos, empujada
por los golpes de las culatas de las lanzas. Pegó la espalda a la carreta y el
miedo la azotó.
—Cotas de malla —jadeaba—. Espadas. Escudos. Hévrits. No llevan
casco.
«Ni a la mujer pelirroja», pensó. ¿Dónde estaba Skraeda?
—Bien —dijo Rey—. Las cotas de malla los hacen más lentos. Apuntad
al cuello. A los muslos. A las axilas.
Los hombres llegaron hasta ellos, chocando el cuerpo contra los escudos
y golpeándolos con la espada. El brusco crujido de la madera y el chasquido
reverberante del acero llenaban el aire. Silla recibía empujones, golpes de
mangos de lanzas y codazos.
Los Hachas Sanguinarias esperaron pacientemente la oportunidad
perfecta para introducir las lanzas por los huecos entre los escudos y
trabajaron por parejas para lanzar su ataque mortal. Silla vio a Ilías atizar un
golpe con su lanza en el muslo de un oponente que lo derribó y luego Rey
lo remató con una estocada en el cuello.
Delante de Silla, Sigrún colocó una flecha en el arco.
—¡Abrid! —gritó Hekla. Jonas e Ilías inclinaron sus escudos hacia atrás
durante un instante, lo suficiente. Sigrún soltó la flecha que aterrizó en el
ojo de un guerrero de barba rubia. Los hermanos cerraron el muro antes de
que los guerreros aprovecharan la ocasión.
Era fascinante y estimulante y aterrador, todo a la vez.
«Sunnvald, protégelos», rezó. ¿Atenderían los dioses a sus plegarias
cuando tantas veces antes la habían abandonado? Silla apartó el
pensamiento y persistió. «Malla, concédeles coraje. Hábrók, guía sus
espadas».
—Bajo el remolque, Rayo de Sol —gruñó Rey; Silla no dudó y se
arrastró sobre el vientre hasta colocarse debajo del carro, en el mismo
centro.
El muro de escudos se abrió y se produjo el caos. Los seis guerreros de la
Hermandad del Hacha Sanguinaria frente a innumerables guerreros
sedientos de su sangre.
Silla los veía escondida bajo el remolque. Con un grito furioso, Rey
hundió su hacha en la cara de un hombre gigantesco y, mientras la extraía,
logró esquivar el golpe de otro oponente que lo atacaba por la espalda. Con
los escudos en alto, Jonas e Ilías hicieron retroceder a los guerreros
utilizando el peso de las cotas de malla en su contra. Los hombres
tropezaron y cayeron víctimas del aplastamiento de botas y pisotones. Los
hermanos se colocaron espalda con espalda y sus hévrits se difuminaban
conforme golpeaban los puntos débiles que había indicado Rey: axilas,
muslos y cuellos.
Era un baño de sangre.
Los hombres caían; los gritos, chapoteos nauseabundos y el choque
implacable de las armas llenaban el aire. El grito de Hekla sonó por encima
de todo aquello, y atrajo la atención de Silla. Un frenesí de cortes alternos
de espada y garras, la cara de Hekla cubierta de sangre. Silla rezó para que
no fuera la de ella. La espada de Gunnar se desdibujaba mientras cortaba a
derecha y a izquierda, incansable, defendiendo el flanco de Hekla. La
carreta dio una sacudida cuando Gunnar se subió, disparando flecha tras
flecha a los oponentes.
—Está debajo del remolque —retumbó una voz, y a Silla se le puso todo
el cuerpo en tensión. ¿No había vivido esto ya?
Caballo emitió un relincho agudo y las ruedas del remolque dieron una
sacudida hacia adelante. Silla se arrastró sobre el estómago para moverse a
la vez, pero fue en vano: en el arrebato del movimiento, el animal salió
disparado y arrastró el carro tras él. Y Silla se quedó al descubierto como un
insecto debajo de una piedra volcada. Rodó sobre sí misma, pero era
demasiado tarde: unas manos la frenaron sujetándola por los brazos y la
pusieron de pie, y el golpe de costado de una espada hizo que soltara la
daga.
La batalla se desarrollaba a su alrededor con un frenesí vertiginoso: la
trenza rubia de Jonas se cubría de carmesí durante el intercambio de
espadazos con un guerrero de barba larga, el rostro manchado de sangre de
Rey se contraía de rabia mientras se batía con dos oponentes a la vez, las
garras de Hekla desgarraban la garganta de un hombre de pelo negro.
A Silla la cogieron de la muñeca y se la doblaron bruscamente detrás de
su espalda. Un ruido incontenible salió de ella, aunque no lo reconoció
como propio. Sonó gutural, como el de un animal herido. El hombre siguió
retorciéndole la mano con tanta fuerza que sintió que se le deformaba el
hueso.
—¡Para! —aulló.
—¡Cállate! —gritó, la cogió del pelo y se la llevó a rastras hacia el
bosque. Tres guerreros se plantaron delante dándole la espalda para hacer
de barrera entre ella y los Hachas Sanguinarias. El guerrero dio media
vuelta y la hizo avanzar a empujones. Silla patinaba con los pies y chillaba
de dolor por el brazo con tanta intensidad que perdió el conocimiento.
Pasaron segundos, o minutos, o puede que horas. Aparecieron en el bosque,
rodeados de árboles.
—Por favor —suplicó—. Por favor, el brazo.
La mano que le sujetaba el brazo aflojó un poco, lo suficiente para que
Silla pudiera volver a enfocar, para ver que se habían detenido delante del
hombre de la capa marrón. Silla abrió los ojos como platos y cerró la boca
de golpe, las avispas volaron del amasijo de la mano del hombre y se
posaron sobre su rostro. Le subían por las mejillas y por el puente de la
nariz, y las náuseas y la repulsión la revolvieron por dentro.
—Es ella—confirmó el hombre de capa marrón—. Eisa Volsik.
El sonido desapareció cuando la comprensión tomó forma. «La avispa»,
pensó aturdida. Una avispa se le posó en la nariz aquel día en Skarstad,
antes de que asesinaran a su padre. Claro que en aquel momento no prestó
atención al detalle. Pero ahora se preguntaba… ¿la reina le había seguido la
pista utilizando avispas?
El acero se estrelló detrás de ella, seguido del grito airado de un guerrero.
El hombre que la apresaba se tambaleó. Le soltó el brazo. Silla quedó libre
y se giró hacia su captor, justo cuando el guerrero tosió y le escupió la
sangre en la cara.
Otro agresor quiso capturarla, y Silla se lanzó a por el hacha aferrada a la
mano del guerrero agonizante. Con un balanceo feroz, sintió el golpe del
hacha atravesando huesos y cartílagos conforme se hundía en la cara del
hombre que se aproximaba.
Su primera víctima la dejó angustiada. La segunda solo avivó su
determinación.
«Recupera siempre tu arma», oyó decir a Rey, y ella recuperó su hacha y
la levantó sobre el hombro, preparándose para la silueta que se aproximaba
por un lateral. Pero el destello de una barba rubia hizo que el alivio la
inundara: Jonas. Jonas. Jonas. Jonas.
Su espada aterrizó en el cuello del hombre de las avispas, y un enjambre
rabioso en amarillo y negro voló hacia ellos. El dolor le escocía en el brazo
y en el cuello, pero Jonas la agarró y tiró de ella hasta el bosque, y una vez
allí echó la capa por encima de ambos. Bajo esa protección, le tomó la cara
entre las manos.
—¿Estás herida? —preguntó, palpando el resto de su cuerpo con las
manos.
—La sangre no es mía. Jonas, ¿qué…?
Se asomó por debajo de la capa y, tras comprobar que las avispas habían
perdido el interés en ellos, la retiró por completo.
—¡Quédate aquí! —gruñó—. No te muevas. —Y luego se marchó.
Ella se sentó en el suelo y se apoyó en el árbol. Las avispas se posaban en
los cadáveres cercanos y se quedó mirándolas embobada. El hombre había
hablado como si las avispas hubieran confirmado su identidad, pero no lo
entendía.
Le palpitaba el brazo. Le escocían los ojos. El pánico le arañaba la
garganta mientras recordaba las imágenes de la carretera. Había demasiados
hombres con cotas de malla negra. ¿Podrían acabar los Hachas Sanguinarias
con todos ellos?
Parpadeó rápidamente observando el dosel del bosque. Los rayos de sol y
el polvo dorado suspendidos en el aire. Olía a hierba húmeda y al sabor
cobrizo de la sangre. A vida y a muerte. Sentía como si hubieran pasado
horas cuando las hojas secas crujieron cerca de ella y se le cortó el aliento.
Silla se quedó quieta y se rindió a lo que estuviera por venir.
—Levántate. —Era Rey.
Silla se levantó, pero se tambaleó hacia atrás. Tenía el rostro cubierto de
tanta sangre que apenas lo reconocía. Llevaba la armadura desgarrada en el
hombro y en el muslo. Y, con la tensión que desprendía, tenía un aspecto
aterrador.
Silla tenía las piernas débiles, como si alguien sacudiera la tierra y no la
dejara mantenerse en pie.
—¿Estás herido? —preguntó con voz quebradiza.
—No. —La llevó de vuelta a la carretera, y notó que cojeaba de una
pierna.
—Ya veo que en la pierna sí. ¿Y la banda está a salvo? ¿Algún herido?
—Sí —respondió apretando los dientes.
El corazón de Silla se hundió como una piedra en el río. Llegaron al
Camino de Huesos y se llevó una mano a la boca. Había un silencio
absoluto; como si ni los cuervos se atrevieran a graznar. Recorrió el lugar
con la mirada, repasando los cuerpos esparcidos como la madera que flota a
la deriva en una playa.
Un sueño que ya había vivido; esos mismos pasos ahora se repetían en su
memoria. Había pasado tiempo, pero la escena era idéntica: muerte y
aniquilación. La sangre. En sus manos.
Silla contó a los que veía en pie. Jonas. Hekla, Sigrún. Rey. Gunnar.
¿Dónde estaba Ilías? Giró sobre sí misma, buscándolo con la mirada.
¿Dónde estaba?
Volvió a mirar a Jonas, con los hombros inclinados y arrodillado en la
carretera. A Silla se le nubló la mente, pero el cuerpo respondió por ella, y
se acercó.
Ilías yacía tendido ante él; un líquido oscuro se filtraba por su armadura
formando un charco en el camino de tierra.
Jonas le puso a Ilías la espada en la mano, y le cerró los dedos a su
hermano para que la sujetara. Los párpados le palpitaban, un hilo de sangre
se le escapaba por los labios entreabiertos y respiraba con dificultad.
—Maldita sea, Ilías —maldijo Jonas, con la voz rota.
Silla no podía respirar. Ilías no. No.
—Ilías, mírame, hermano. Necesito que me prestes atención.
Ilías abrió los ojos de golpe, y el blanco relució en la rigidez de su rostro.
—Has luchado bien, hermano —dijo Jonas en voz baja—. Has peleado
con honor y valentía. Y ahora te vas a casa. ¿Te acuerdas del campo en el
extremo norte de la granja? ¿Te acuerdas, Il?
El reconocimiento le brilló en los ojos.
—Bien. Ve y busca el olmo al que solíamos trepar. El que tenía las ramas
muertas por detrás. ¿Te acuerdas de ese?
Ilías dejó escapar un sonido confuso.
—Ve al árbol. Recuerda que no debes acercarte a las ramas traseras. Ahí
fue donde te caíste y te hiciste un corte en el brazo. ¿Te acuerdas cuando
tuve que sacarte la ramita del brazo? —Se rio, aunque cargado de
sentimiento—. No lo vuelvas a hacer. Trepa por la parte delantera, ¿vale,
hermano?
Silla respiraba con jadeos.
—¿Recuerdas lo tranquilo que se estaba en aquel árbol? Había tanta paz
y quietud. Nada ni nadie podía hacernos daño cuando estábamos ahí arriba.
¿Te acuerdas, Il?
Ilías apenas logró parpadear para decir que sí.
—Observa las puestas de sol y las tormentas que se acercan e imagina
nuestras aventuras juntos. Me reuniré contigo allí cuando llegue el
momento. —Las últimas palabras salieron congestionadas por la emoción.
Ilías miraba fijamente a Jonas, centrado por completo en su hermano
mayor. Los ángulos agudos del dolor y del miedo se erosionaron y su
expresión se suavizó. Silla imaginó que se parecía mucho al amor y, tal vez,
a la aceptación.
—Bien —dijo Jonas—. Veo que has localizado el árbol. Espérame ahí,
hermano. Viajaremos juntos por las estrellas. —La voz le flaqueó.
Ilías apretó más fuerte la mano de Jonas. Era un momento íntimo, en el
que ella no entraba. Silla dio un paso atrás, se apoyó las manos en los
muslos y la respiración se le agitó. Con el estómago revuelto, cerró los ojos
con fuerza. Era una pesadilla de la que no podía despertar.
Esto no tenía que pasar.
Querido, dulce Ilías.
Debería haber sido ella.
Un sollozo ahogado salió de Jonas, tan angustiado que le desgarró el
alma. Silla intentó no desmoronarse: necesitaba ser fuerte; por él.
Se dio la vuelta despacio y lo miró, encorvado sobre el cuerpo inmóvil de
su hermano menor. Deseaba dar un paso adelante y acercarse, para
abrazarlo, pero sintió que necesitaba espacio. Miró al resto de los hermanos
Hacha. Hekla, Gunnar, Sigrún y Rey tenían los ojos puestos en ella. Inspiró
profundamente, intentando coger fuerzas para el torrente verbal que vendría
después. Merecía todos los dardos que le lanzaran, y los aceptaría.
Merecía un castigo.
Sigrún tenía la cara blanca como la leche, con los ojos completamente
abiertos y vacíos. Se frotó la muñeca llena de cicatrices, dio un paso atrás,
dos, se giró sobre los talones y corrió hasta su caballo. Unos segundos
después, estaba galopando por el Camino de Huesos.
—La reina —gruñó Gunnar, capturando la atención de Silla—. ¿Te
perseguía la reina?
—¿Y la disputa de tierras? —añadió Hekla con la voz tensa—. Los
hombres de Skarstad. Te perseguían a ti en Skarstad. No a tu padre. A ti.
—Yo… Así es —susurró Silla—. Lo siento. —No era suficiente. Luchó
por encontrar las palabras adecuadas, pero no encontró ninguna. Nada
podría transmitir la profundidad de su pena.
Su hermano Hacha estaba muerto. Nada podría cambiarlo.
Las lágrimas se agolpaban en los ojos de Silla.
—No quería mentiros. Estaba asustada y desesperada, huyendo para
salvar mi vida.
Hekla le dio la espalda a Silla y negó con la cabeza. Gunnar no podía
mirarla a la cara. Pero Rey… Sus «ojos de hacha» le perforaban la piel con
el calor de mil soles.
—No pensé que alguien pudiera salir herido —se justificó Silla—. Yo…
Yo solo buscaba un medio de transporte…
—Ha sido una muerte honorable —dijo Rey con voz tosca, apartando la
mirada de ella por fin—. Ilías murió empuñando la espada, después de
luchar con gloria. No fue una muerte fácil para nuestro hermano.
Gunnar y Hekla murmuraron palabras de asentimiento. Se pasaron una
petaca, y cada uno dio un buen trago.
Silla miró la espalda de Jonas. Suspiró y se acercó a él. Se arrodilló a su
lado y tomó sus manos ensangrentadas entre las suyas. Él se inclinó y ella
lo abrazó y le apoyó la cabeza en su pecho.
—Llora conmigo, Jonas —susurró.
Acarició con las manos el pelo rubio del guerrero, los hombros y la
espalda; Silla siguió abrazándolo mientras él cedía el control y rompía a
llorar.
CINCUENTA Y CINCO

Cuando Jonas desmontó, seguía notando el balanceo del caballo en el


cuerpo. El dolor se irradiaba desde el hombro, donde había recibido un
fuerte golpe, y le alivió descubrir que seguía siendo capaz de sentir.
Había pasado la tarde entera entumecido. Incrédulo. Su mente era una
cueva vacía y su cuerpo había tomado el control.
Notó movimiento en la periferia: un halo de rizos rebotaba a medida que
se acercaba. Lo abrazó y su olor lo envolvió. Jonas inspiró su aroma.
Le susurraba al oído.
—Lo siento.
»Nunca pensé que algo así llegaría a ocurrir.
»¿Quieres comer algo?
»¿Quieres que monte la tienda y te ayude a asearte?
Se apartó de ella y se alejó tambaleándose, levantó la petaca y vertió el
líquido por la garganta. Quemaba, y lo saboreaba: el dolor, el recordatorio
de que estaba vivo. El calor refulgía en su estómago, pero no era más que
brennsa.
Rey tenía la mano fuertemente apoyada en su hombro. Hablaba.
Jonas oía palabras como «tumba» y «cuerpo». Le preguntaba qué quería
hacer. ¿Quería enterrar a Ilías o prefería quemarlo?
A Jonas no le salían las palabras, así que solo asentía. Tambaleándose, se
adentró entre las sombras del bosque. Necesitaba estar solo. Sintió que las
sombras de ébano lo envolvían.
Necesitaba oscuridad.

SILLA CONTEMPLABA el bulto de la carreta; su vida a costa de salvarla.


La culpa se aferraba a ella como telarañas pegajosas de las que no podía
escapar. Tenía las entrañas desgarradas, destrozadas, y cuando miraba a
Ilías no podía apartar el pensamiento de su mente.
«Debiste ser tú».
Debería marcharse. Escabullirse en el bosque en plena noche y dejarlos.
Liberarlos. La muerte y la desgracia la seguían. Sería mejor así.
¿Saldrían en su busca? ¿Seguirían arriesgándose por ella?
Le dolía el brazo. Le dolía el corazón. Tenía el cuerpo cargado de pura
tristeza y de cansancio. Silla se llevó la mano inconscientemente al pecho,
al espacio vacío donde solía llevar colgado el vial. El ansia rodaba por su
cuerpo, y susurraba.
«Una hoja para sentirte mejor».
«Una más para olvidarlo todo».
Silla cerró los ojos. Apretó los puños. Contó los latidos del corazón hasta
que el pensamiento se calmó. Cuando abrió los ojos, algo parpadeó en su
interior. Esta no era como la última vez. Ella no era la chica de Skarstad.
Tenía que ser fuerte por la Hermandad del Hacha Sanguinaria, como sus
miembros lo habían sido por ella.
Silla dirigió la mirada a Hekla, que acababa de llegar al campamento.
Había estado apartada todo el día, y no le había dirigido la palabra.
«No mereces que te hable», pensó Silla. «No mereces su amistad».
Hekla se dispuso a bajarse del caballo, pero se le enganchó el brazo
metálico entre las riendas. Su caballo protestó y dio un brinco a un lado,
tirando de Hekla.
—Por los malditos fuegos eternos —maldijo, desenroscándose el brazo y
dejándolo enredado entre las bridas. Caminó hacia el arroyo con la manga
vacía.
Silla se acercó al caballo, se sacó avena del bolsillo y abrió la palma de la
mano. La yegua de Hekla suspiró con las orejas agachadas.
—Vamos, sé que te gusta —dijo Silla con suavidad.
El animal movió las orejas hacia delante. Luego avanzó un paso. Después
otro. Finalmente, arrimó el hocico a la mano de Silla.
Las lágrimas le nublaron la vista mientras le acariciaba la nariz. «Todo
irá bien», susurró. «Todo irá bien». Pero, por mucho que repitiera las
palabras, no terminaba de creérselas. Ilías había muerto. Por su culpa. Y el
pensamiento le daba ganas de vomitar.
Aun así, Silla se recompuso, se mantuvo erguida, y rodeó al animal para
llegar hasta las riendas donde se había enganchado el brazo protésico de
Hekla. Encontró el botón bajo la muñeca y lo liberó. Cuando lo tuvo entre
las manos, Silla se quedó sin aliento: había sangre seca desde las yemas de
los dedos hasta el antebrazo.
Las náuseas amenazaron de nuevo, y se llevó una mano al estómago.
Demasiada violencia. Demasiada muerte. Demasiada sangre entre sus
manos.
«No te rindas», se animó. «Tienes que ser fuerte por ellos».
Contuvo las lágrimas y se dispuso a preparar el campamento para la
noche. Descargó el remolque, apiló la leña en forma de pirámide sobre unas
ramas de liquen, golpeó la piedra e insufló vida al fuego. Colocó el trípode
y el travesaño encima, fue a por agua y la puso a hervir.
Hekla estaba allí, acunando su brazo sano contra el pecho.
—Te he dejado el brazo ahí —dijo Silla suavemente. Hekla no quería
mirarla. Silla se tragó el nudo de la garganta del tamaño de una roca y lo
intentó de nuevo—. ¿Te han herido?
—Solo una pequeña marca —respondió con frialdad. Giró el brazo y
dejó ver un corte inflamado que le reptaba por el antebrazo.
—Estoy hirviendo agua para curar heridas. No soy experta, pero con las
indicaciones pertinentes puedo apañármelas.
Hekla seguía con la vista en las llamas.
—Usa la bolsa de medicinas de Sigrún. Hay vendas de lino para cubrir
las heridas.
Sigrún había vuelto al campamento solo para adentrarse caminando en el
bosque con el arco colgado al hombro. Cuando llegó al punto del camino
donde Ilías había caído, Sigrún se quedó mirándolo como si hubiera visto
un fantasma. Silla pidió disculpas en silencio antes de buscar en su alforja
la bolsa de medicinas. Encontró la bolsita de cuero y volvió a la hoguera.
Cuando el agua hirvió, la apartó para que se enfriara mientras buscaba entre
los suministros.
Un estruendo y una maldición resonaron colina abajo. Silla se giró y vio
a Rey lanzar una vara de hierro de la tienda a través del claro. Una pierna le
falló y se tambaleó hasta caer al suelo; la misma pierna de la que cojeaba un
rato antes.
—¿Rey? —Corrió hacia él—. Cenizas. —Sus pasos vacilaron cuando le
clavó sus «ojos de hacha» en la piel. Silla tomó aire y siguió avanzando
hacia él.
Rey gruñó. Las finas arrugas de su rostro estaban desfiguradas por el
dolor. Llevaba los pantalones desgarrados por la mitad del muslo y la
sangre le salió a borbotones cuando intentó recomponerse.
—Caballo está bien, pero ahora…
—Hay que coserte esa herida —afirmó Hekla, que apareció junto a Silla
—. Ven, te llevaremos junto al fuego.
Entre las dos llevaron a Rey hasta la hoguera, lo acomodaron en el suelo
cubierto de hierba con la espalda apoyada en una caja.
Hekla le pasó la petaca y se agachó para inspeccionar la herida.
—Tendrás que coserla tú —le dijo, sin mirarla a la cara—. Yo no puedo
hacerlo con mi mano.
—De acuerdo —aceptó Silla con el pulso acelerado—. Lo haré. —Se
sacó los guantes de piel de lobo, dando gracias porque su tono de piel era el
habitual, apagado y pálido. Hekla le entregó los utensilios de coser y Silla
sacó una aguja gruesa, un poco de hilo y un par de tijeras pequeñas.
—Tal vez sea mejor esperar a Sigrún —dijo Rey, bajando el tono más de
lo habitual.
—No —respondió Hekla—. Puede que no vuelva en toda la noche y hay
que coserte ya. —Se volvió hacia Silla y empezó a darle instrucciones.
Silla se arrodilló frente a Rey y tiró de la tela para examinarle la herida.
Era un único corte recto, un palmo por encima de la rodilla y,
afortunadamente, no tan profundo como para que le impidiera caminar.
Pero los extremos se abrían y supuraban sangre y, aunque Silla no era
experta, estaba de acuerdo con Hekla en que había que coser. Rey se
estremeció cuando Silla le rozó con los nudillos la carne alrededor de la
herida. Ella se detuvo y lo miró detenidamente. Tenía el cuerpo rígido y los
«ojos de hacha» clavados en su rostro.
—Si quieres que te apuñale más de lo que ya estás, sigue mirándome así.
—Deberíamos esperar a Sigrún —insistió Rey, que hizo ademán de
levantarse, pero Silla lo frenó poniéndole la mano sobre el pecho.
—Además de que se ha ido al bosque, Sigrún no parecía estar en
condiciones de coserte. —Silla le clavó la mirada—. Me temo que soy tu
única opción, Ojos de Hacha.
Él protestó algo en voz baja pero no se movió. Siguiendo las órdenes de
Hekla, Silla utilizó las tijeras para agrandar el roto de los pantalones. A
continuación, quemó la aguja con una llama hasta que se puso de color rojo
brillante y luego la enhebró.
—Ahora, échale brennsa a la herida.
Silla cogió la botella y la levantó sobre la pierna, pero se detuvo cuando
él inhaló con brusquedad. ¿Dónde estaba el guerrero del perfecto
autocontrol que ella creía conocer? O su control emocional se había
esfumado o estaba… asustado.
No podía empezar estando él tan nervioso, pero Silla sabía exactamente
cómo distraerlo.
—¿Me estás diciendo que el temible Ojos de Hacha tiene miedo de una
aguja diminuta, Reynir? —Silla resopló—. ¿Qué diría tu mamá?
Le vertió el líquido en la pierna y él apretó los puños refunfuñando.
—¿Por qué no te gusta que te llamen Reynir? —preguntó cuando la
tensión del cuerpo se le aligeró.
—Porque Kraki y mi abuela son los únicos que me llaman así. ¡Uf!
Sin previo aviso, hundió la aguja en la carne y la giró para sacarla por el
otro extremo de la herida. Silla intentó no ruborizarse ante el chorreo de
groserías que salieron de la boca de Rey.
—¿Ah, sí? ¿Tienes recuerdos bonitos de tu abuela, Reynir?
—Tengo recuerdos bonitos de dolor y sufrimiento. ¡Joder!
Se oyó un resoplido detrás de ella y Rey lanzó una mirada de enfado por
encima de su hombro.
—¿Te divierte verme sufrir, Hekla? —preguntó con los dientes apretados.
—Más de lo que debería en este momento. —La pena se apoderó del
rostro de Hekla, que apartó la mirada.
—Céntrate —dijo Silla. La culpa le ardía en el estómago cuando miró a
Rey—. Háblame de tu abuela, Reynir.
—Es la persona más fría que he conocido en mi vida. Ella… ¡Maldita
sea! —Soltó una ristra de perrerías que Silla no había oído en su vida
mientras volvía a colocar la aguja para dar un tercer punto; el que más
derecho le había salido.
—¿Cuántos puntos faltan, Hekla?
Ella echó un vistazo por encima del hombro de Silla.
—Por lo menos uno más.
Rey regruñó e intentó sentarse. Silla le plantó una mano en el pecho y lo
empujó otra vez abajo.
—Túmbate, niño grande. Eres un paciente horroroso.
Él apretó la mandíbula y miró al cielo con el ceño fruncido.
—Vamos, Reynir —dijo Silla con voz de arrullo mientras se preparaba
para dar la siguiente puntada—. Cuéntanos algo más de tu abuela. ¿Le gusta
hacer pan? ¿O bordar?
—¿Pan? —se mofó—. No, mi ab… ¡Ay!
Silla volvió a introducir la aguja, repitiendo el movimiento de girar y
tirar. Tensó los puntos, hizo un nudo y cortó el hilo con las tijeras.
—Creía que eras un guerrero valiente y, sin embargo, te has encogido de
miedo al ver la aguja.
Silla se reclinó y admiró su obra. Estuvo a punto de sonreír, pero
entonces recordó cómo se había hecho Rey la herida y el sentimiento de
culpa volvió y le trituró las entrañas. Con un suspiro, Silla siguió las
indicaciones de Hekla para vendar la herida. Después de cubrirla con una
mezcla de miel y musgo, la tapó con una venda de lino.
—Me debes un par de pantalones —gruñó Rey mientras ella le reforzaba
el vendaje—. Los mejores que tenía, hechos trizas.
Ella se sentó en cuclillas y lo miró. Hekla se había ido a ayudar a Gunnar
a montar la tienda de Rey, que había dejado a medias, y se quedaron los
dos, solos frente al fuego. Habían cabalgado un buen trecho para poner
distancia entre ellos y los cadáveres del camino, y el sol estaba cerca del
horizonte. La última luz del día se reflejaba en el pómulo de Rey, dejando
ver el cansancio en su rostro.
Las palabras se le amontonaban en la cabeza, pero era incapaz de hablar.
«Debería haber sido yo».
«Debería habértelo contado todo».
«Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo y ocupar el lugar de Ilías».
—Lo siento, Rey —dijo al fin, maldiciéndose por la falta de palabras.
Ilías había muerto por su culpa—. Lo siento tanto.
Su rostro era totalmente impasible. Ella frunció el ceño. El silencio era
mucho peor que la rabia. Necesitaba que arremetiera contra ella; que la
castigara.
—¿Por qué tomabas esas hojas? —preguntó.
Ella enarcó las cejas; no se esperaba la pregunta y se encontró buscando
las palabras adecuadas.
—Pensaba que simplemente eras galdra —dijo Rey en voz baja.
A Silla se le congeló la espina dorsal, y se humedeció los labios
intentando averiguar qué decir.
Él miraba fijamente las llamas.
—Las hojas, los secretos, tu forma de atacarme en el campo después del
ataque del ciervo vampiro… Todo en conjunto tenía sentido. No siento
animadversión por los galdra. Estaba dispuesto a llevarte a un lugar más
seguro. —A Rey se le tensó un músculo de la mandíbula, las llamas de la
hoguera se reflejaban en sus ojos oscuros—. Pensé que los klaernar querían
cazarte. Por eso no quise saber los detalles. Cuanto menos supiéramos de ti,
mejor. Pero me equivoqué.
Silla estaba exhausta. Las mentiras, esta vida falsa que arrastraba tanto
tiempo, eran un peso insoportable sobre los hombros. Quería sincerarse.
Desenmascararse. Abrió la boca para dejar salir la verdad, pero él no se lo
permitió.
—Me arrepentiré hasta mi último aliento de no haberte matado en cuanto
te encontramos en la carreta.
A Silla se le quedó el aliento atascado en la garganta.
—La única razón por la que te dejo vivir es por ese maldito juramento.
Porque por tu culpa, Ilías está muerto. Él era bueno. Un hermano para todos
nosotros. Su muerte me pesa en la conciencia y Jonas nunca volverá a ser el
mismo.
Rey apretó un puño, y cuando levantó el rostro para mirarla, sus «ojos de
hacha» la cortaron con tanta profundidad que sintió la marca en su alma.
—Has traído violencia y malestar a mi banda, y me alegraré el día que
nos dejes.
Los ojos de Silla se nublaron, pero parpadeó para contener las lágrimas.
Era lo que se merecía, al fin y al cabo.
«Por tu culpa. Por tu culpa. Por tu culpa».
La capacidad de hablar estaba fuera de su alcance. Silla se puso de pie
con las piernas temblorosas y se retiró para ayudar a Hekla y a Gunnar con
las tiendas.
CINCUENTA Y SEIS

Había caído la noche y, con ella, el frío penetrante que le bajaba por los
huesos. Jonas se sentó, con la espalda apoyada en el robusto tronco de un
árbol, contemplando la oscuridad negra como la tinta. Acariciaba con el
pulgar la superficie texturizada de su talismán, pero no encontraba
consuelo. Ilías se había ido. Su hermano pequeño. Su pasado y su futuro; la
única persona que compartía su historia, con sus mismos objetivos y que lo
apoyaba pasara lo que pasara.
Los dioses le habían jugado una mala pasada. Simplemente, no podía ser
cierto. Cuando saliera del bosque, descubriría que había perdido la cabeza.
Ilías estaría sentado con los Hachas Sanguinarias y todo volvería a la
normalidad.
Pero sabía que no era verdad. Lo sabía porque su mente no dejaba de
mostrarle el momento en que Ilías recibía el golpe mortal; una y otra vez.
La confusión de la batalla, la sed de sangre corriendo por sus venas. Pero
entonces ella gritó, y todo lo demás dejó de importar; solo la obstinada
necesidad de llegar hasta ella y salvarla.
Jonas había abandonado a su hermano.
Abandonó el lugar del conflicto para cruzar el bosque a la carrera justo a
tiempo de escuchar aquellas palabras.
«Es ella. Eisa Volsik».
Eisa Volsik.
Era imposible. Porque hacía diecisiete años que empalaron en un pilar a
Eisa Volsik junto al rey y la reina de Íseldur. Pero Jonas se sacudió la
incredulidad para enterrar el hacha en el cráneo del guerrero que la tenía
sujeta.
Una vez que estuvo a salvo, una vez que comprobó que estaba ilesa,
Jonas volvió corriendo a la carretera, pero era demasiado tarde.
Llegó justo a tiempo de presenciarlo.
Apretó los dientes y el corazón se le rompió de nuevo. Lo vio como si
acabara de ocurrir: el momento en que Ilías se lanzó al ataque cuando debió
detenerse y aguardar a que Jonas o Rey o Hekla cubrieran su flanco. Vio a
Ilías hundir la espada en el cuello de un guerrero, sin percatarse de que
otros dos le acechaban entre las sombras. Vio a su hermano darse la vuelta,
y a su futuro estrellándose contra él.
Jonas presenció el momento exacto en que Ilías fue consciente de ello.
Vio los ojos de su hermano abrirse como platos antes de blandir la espada
por última vez, por inútil que fuera. Vio las dos espadas atravesarlo. Una
vez. Dos veces. Tres veces. La armadura lébrynja era sorprendentemente
resistente, pero no inexpugnable, e Ilías recibió no uno, sino dos golpes
mortales propinados por los atacantes. Jonas oyó el grito colérico de Hekla
y el rugido agonizante de Rey. Vio a Sigrún apuntar a los hombres con el
arco y eliminarlos con rabia silenciosa.
Sintió de nuevo la sed de sangre correr por sus venas. Había atacado
como un salvaje, con un desenfreno que jamás había experimentado,
aturdido por la sangre y el choque de metales y las ejecuciones
inmisericordes hasta que la espada se le resbaló entre las manos y todos los
hombres hubieron caído.
Jonas intentó salir de aquel pozo de desesperación. Se imaginó la granja:
los campos de hierba ondulantes, las vigas talladas de la casa comunal, el
parloteo de los suyos. Pero, sin Ilías, en la casa no había más que sombras y
un silencio sombrío; había perdido todo el sentido.
El dolor de su corazón se le expandió por el cuerpo y lo dejó en carne
viva. Estaba exhausto y muy enfadado. Enfadado con Ilías por creerse
invencible. Enfadado consigo mismo por no haberlo protegido. Enfadado
con ella por atraer a los guerreros hasta la Hermandad.
¿Por qué Ilías? La pregunta lo machacaba, una y otra vez. La muerte de
Ilías debía tener algún propósito; seguro que lo tenía. La muerte de su
madre llevó a Jonas a matar a su padre. Su padre murió para purgar el mal
del mundo. ¿Pero Ilías? ¿Por qué había muerto Ilías? No tenía respuesta
para esa pregunta, y cuanto más tiempo pasaba allí sentado, más lo
reconcomía. ¿Por qué?
Era absurdo. No tenía sentido.
Era innecesario.
«Lo siento, Jonas», había dicho ella. «Nunca pensé que esto pudiera
ocurrir».
Pero Ilías estaba muerto.
Y ella era el motivo.
La reina la buscaba. No solo los klaernar. No solo la desconocida
guerrera pelirroja que había avistado en Skutur. Maldita sea, la reina había
enviado un ejército de mercenarios para apresarla. Le había hecho quedar
como un idiota. Y había propiciado que mataran a su hermano.
Silla la Altruista. Aquel apodo era una burla. Le había ocultado la verdad,
incluso después de salvarla en Skutur. Era una embustera.
Era Silla «la Egoísta».
A Jonas le hervía la sangre. Se había reído de él. Había destrozado sus
sueños, los había hecho añicos.
Ella era Eisa Volsik.
Y Eisa Volsik no era suya.
ERA INCREÍBLEMENTE TARDE, o increíblemente temprano, cuando
Jonas salió del bosque. Necesitaba volver al campamento, calentarse junto
al fuego y beber un poco de agua. Se levantó, se sacudió las hojas del pelo y
empezó a caminar en la oscuridad. La luz de las llamas parpadeaba entre los
árboles, guiando su camino. Cuando salió de la arboleda, el cielo se
extendió sobre su cabeza, salpicado de estrellas.
Jonas se detuvo en seco. Un resplandor, un escalofrío, un destello que
duró un latido, puede que un poco más. Una estrella, desprendida de las
demás, viajaba cruzando el cielo, y ardió rauda y brillante antes de
desvanecerse en el vacío.
Se le encogió el corazón y parpadeó enérgicamente.
Había una silueta solitaria sentada junto a la fogata y, cuando se acercó,
Rey se puso de pie. Jonas le saludó con la cabeza y se sentó al calor de las
llamas, intentando que su cuerpo volviera a cobrar vida. Rey le ofreció un
odre de agua y un cuenco de estofado frío. Se sentaron sin mediar palabra.
A Rey se le daba bien el silencio.
Cuando Jonas terminó de cenar y de darle un buen trago al agua, se le
relajó el pecho y la neblina de dolor empezó a disiparse. Se sentía casi
humano otra vez.
Jonas fue quien rompió el silencio.
—Lo enterraremos mañana por la mañana.
Rey asintió, juntando los dedos.
—Era un buen hombre. Y tuvo una buena muerte. Una muerte honorable.
Pero Jonas no respondió, miraba el fuego sin energía.
—Si quieres darte un tiempo, Jonas, no hay de qué avergonzarse. Te
concederé todo el que necesites. Tendremos que reclutar a un nuevo
guerrero de todos modos. —Rey suspiró y cerró los ojos.
—No necesito tiempo —contestó Jonas apretando la mandíbula—.
Resarciré mi dolor con nuestros enemigos en Istré. Acabaré el trabajo. Por
él.
—Muy bien. —Rey le dio una palmada en la nuca y soltó un largo
suspiro.
—Creo que voy a dormir, si lo consigo —dijo Jonas levantándose.
—Que descanses bien, hermano —respondió Rey.
La noche era fría y Jonas se detuvo ante el remolque. Tiró para sacar una
manta extra y algo cayó en la plataforma haciendo un ruido sordo. Metió la
mano y atrapó con los dedos un pequeño disco de madera que colgaba de
un cordón de cuero.
Se agarró al lateral de la carreta y apoyó la frente contra la helada tabla
de madera. Sabía lo que era con solo tocarlo; él mismo había tallado las
ranuras sobre la suave superficie de la madera. Era el talismán que le había
regalado a Silla. La correa estaba intacta. Se lo había quitado.
El crudo dolor que sentía creció y cambió, y ahora ardía con fría rabia.
Todo este tiempo, Jonas había creído que sus sentimientos estaban al mismo
nivel, pero ahora se daba cuenta de la verdad. Ella nunca había sentido lo
mismo por él. «Necesito una distracción»; esas habían sido sus palabras. Lo
había utilizado. Y él…, el muy tonto…, había creído que había algo más.
¿Acaso no se lo había repetido una y otra vez? Los sentimientos del amor
solo traen dolor, y aquí estaba la prueba. Jonas le había permitido acercarse
a su corazón, y ahora él era débil. Patético.
Se había convertido en su madre.
Nunca más. Cerró el puño con tanta fuerza que partió el talismán por la
mitad.
No podía tolerarlo.
No lo toleraría.
Jonas no permitiría que se rieran de él. Que le faltaran al respeto. Se
quedó impotente cuando los expulsaron de sus tierras a él y a su hermano.
Era demasiado joven entonces para entenderlo; el respeto no había que
ganárselo. Había que imponerlo.
Recuperaría su honor.
Se obligó a respirar profundamente y entró a gatas en la tienda. Su
perfume lo envolvió, hizo una pausa y lo aspiró. Silla parpadeó con ojos
somnolientos bajo las pieles.
«Silla no», pensó mirándola —a aquella extraña—. El pecho le quemaba.
Ella se incorporó, se apoyó en un codo y frunció el ceño.
—¿Has comido algo? —preguntó en voz baja.
Jonas asintió haciendo un esfuerzo y empezó a quitarse la armadura
ensangrentada.
—Deja que te lave, Jonas —dijo con suavidad, y le ayudó a quitarse la
sobrevesta y la túnica. Jonas se quedó quieto mientras ella salía de la tienda
agazapada para traer un barreño con agua. Humedeció un trozo de lino y le
limpió la sangre de la cara con movimientos lentos y suaves.
—Date la vuelta —dijo Silla—; te lavaré la espalda. —La frialdad del
lino le provocó un escalofrío en la espina dorsal cuando empezó por el
hombro—. Lo siento —susurró—, tan bajito que apenas la oyó—. No
quería que nadie saliera herido.
—Lo sé. —Jonas tuvo que esforzarse para pronunciar las palabras entre
dientes.
—Tú me ayudaste a superar la pena tras perder a mi padre —dijo, y le
dio un beso en el hombro—. Déjame que ahora te ayude yo a ti.
Dejó la tela a un lado y atrajo a Jonas hasta las pieles, arqueando su
cuerpo contra el de él. Le susurró palabras suaves al oído, le acarició el
pecho con pasadas suaves y relajantes. Poco a poco, el movimiento cesó y
su respiración se volvió lenta y rítmica.
Jonas se quedó observándola un buen rato en la oscuridad.
«Ella duerme tan tranquila, mientras que el cuerpo de Ilías se pudre».
Quería rodearle el cuello con las manos y dejarla sin aire en los
pulmones. Quería ver el pánico en sus ojos cuando entendiera su destino.
Cuando se ahogara en sus mentiras y engaños. Pero sería una suerte
demasiado fácil para ella. Y Jonas lo perdería todo. En vez de eso, esta vez
aguardaría el momento. Seguiría el plan que había trazado en la oscuridad
del bosque.
Jonas se aseguraría de que la muerte de Ilías no quedara sin propósito; de
que nadie se riera de él.
De que aquella mujer obtuviera lo que se merecía.

REY SE AJUSTÓ la piel de lobo alrededor de los hombros; su aliento


formaba nubes de vaho en el fresco aire matutino. Las densas arboledas de
pino flanqueaban el camino secundario por el que ahora viajaban y parecían
paredes que se cernían sobre ellos. Ya no podían ir por el Camino de
Huesos, ahora que sabían quién buscaba a la muchacha.
La maldita reina de Íseldur.
Rey no podía pensar en eso; le enfurecía demasiado.
«Cuando te ablandas, la gente muere». Kraki tenía razón. Maldita sea,
estaba en lo cierto, y eso le dolía aún más. Todos estos años de tomar
precauciones, de no desviarse nunca de sus planes. Y la recompensa a su
acto de bondad fue la sangre de su hermano.
¿En qué pensaba, cuando no la presionó para obtener respuestas? Estaba
claro que no estaba pensando. Se quedó bloqueado al descubrir que ella era
galdra, que huía de los klaernar. Pero ahora que sí lo meditaba, ella nunca
había confirmado que fueran los klaernar los que la buscaban. En realidad,
tampoco había confirmado que fuera galdra. «Idiota», se reprendió, y la
culpa le ardió desde el pecho a la garganta. Porque sabía que la
responsabilidad recaía directamente sobre sus hombros.
Él había hecho suposiciones de quién la perseguía.
Él le había negado la oportunidad de explicarse.
Él había llevado a la Hermandad a una batalla sin estudiar a sus
enemigos.
¿Qué fue lo primero que le enseñó Kraki? «Conoce a tu adversario. Si no
lo conoces, estúdialo». Y ahora Ilías estaba bajo tierra porque Rey había
olvidado cuál era la forma correcta. No había hecho lo que debía, y un alma
digna había abandonado este mundo por su negligencia.
Dejó escapar un sonido grave e hizo unos giros con los hombros.
Estaba inquieto.
«Será por lo de Ilías», se dijo, aunque eso no era un consuelo.
Cavaron una tumba para su hermano Hacha; apilaron piedras sobre el
cuerpo y pronunciaron palabras de respeto. Hacía cinco años que conocía a
Ilías. Cinco años en los que habían luchado hombro con hombro, en los que
le enseñó a manejar armas y a sobrevivir en las tierras salvajes de Íseldur.
Lo había visto crecer desde que era un niño enclenque de dieciséis años y
convertirse en el hombre que era cuando cayó en el Camino de Huesos. Lo
consideraba de su propia sangre.
Rey suspiró profundamente. Hoy eran tres miembros de la Hermandad
los que cabalgaban a su lado, y le parecían pocos. Había silencio, en parte
porque la banda lloraba interiormente la pérdida de un hermano, pero
también porque no se escuchaba ningún tarareo absurdo desde el carro.
Silla y Jonas se habían quedado atrás; Jonas había pedido discreción para
llorar.
—Os alcanzaremos enseguida sin la carga del remolque —había
propuesto Jonas mientras Rey y los demás se preparaban para el día.
Rey luchó contra el impulso de hacer que Caballo diera la vuelta para
volver al campamento. Sintió que algo no iba bien, pero no sabía qué.
«Será por lo de Ilías», se repitió. Pero no tenía claro que fuera eso.
Jonas estaba raro. «Pues claro que está raro», se dijo. «Su hermano acaba
de morir. Cada uno afronta el dolor de una forma diferente».
Una punzada de remordimiento le serpenteaba por el pecho. Se había
dejado vencer por la ira y le había echado a ella la culpa injustamente.
Podía haber sido más amable, más suave. Podía haberle dicho que la muerte
era el riesgo que corre un guerrero. Que Ilías muriera con honor era la
mejor muerte que un guerrero podía desear. Podía haberle dicho que la
culpa era de él más que de ella.
Rey podía haber hecho las cosas de otro modo. Pero no cambiaría nada.
Ilías seguiría igual de muerto.
Y así, siguió adelante, con el sentimiento persistente de malestar, y
preguntándose cómo una mujer podía haber echado a perder sus planes
preparados con tanto esmero.
CINCUENTA Y SIETE

Hacía una mañana gris, como si el clima llorara con ellos, y la niebla se
elevaba desde el suelo y se quedaba retenida entre los pinares. Silla miró a
Jonas, arrodillado ante el túmulo de su hermano con la cabeza inclinada.
Llevaba horas en esa misma posición, y cuanto más tiempo pasaba, más le
crecía la pena en el pecho. Jonas estaba destrozado por la muerte de su
hermano, y Silla no podía hacer más que respetar su petición de que se
quedara con él. Miró el montón de piedras cuidadosamente apiladas y el
dolor se intensificó.
¿Cómo había llegado a esto? Ella solo quería que la llevaran, solo quería
llegar a Kopa. Pero ahora todo era un despropósito, un despropósito
horrible y trágico, y el peso de la culpa y el dolor pesaban como una losa
sobre ella. Ilías había muerto por su culpa, y su conciencia la ponía
enferma. Debería haberle contado a Jonas lo que había descubierto por
Skraeda, que ella era Eisa Vols…
Las náuseas le agitaban el estómago y sus entrañas aullaban con
ferocidad. Cerró los ojos de golpe.
«Ella no era. Ella no era».
No podía afrontarlo —el nombre, lo que implicaba—. Todavía no; no con
todo lo que había sucedido. Cada vez que pensaba en ese nombre, la
respuesta de su cuerpo empeoraba.
«No eres ella», pensaba. «Eres Silla. Y solo tienes que ir a Kopa. Para
ponerte a salvo». La negación no era la forma más sana de afrontarlo, pero
en ese momento era lo único que la mantenía de una pieza. Cada vez que
repetía las palabras en su cabeza, la angustia disminuía gradualmente.
Suspiró y posó la mirada en el túmulo. Todo en el campamento esa
mañana había sido un recuerdo de Ilías: su caballo, sus mantas, el cuenco
que tuvo que retirar cuando sirvió el almuerzo. Poco después de comer, la
Hermandad del Hacha Sanguinaria se dispuso a cavar una tumba.
Enterraron a Ilías, con la espada en la mano, su petaca, su capa de lana y las
mejores pieles: efectos que harían su vida en el otro mundo más cómoda.
Pusieron flores, apilaron piedras sobre su cadáver y dijeron unas palabras
para honrar su valentía y su gloria.
No le cupo la menor duda de la frialdad con la que la trató la banda; no le
dirigieron la palabra, ni siquiera una mirada… ni Hekla, ni por supuesto
Rey.
«Has traído violencia y malestar a mi banda, y me alegraré el día que nos
dejes».
El recuerdo de las palabras de Rey agrandó la herida de su corazón.
Durante una breve etapa, había tenido una familia, gente que se había
preocupado por ella. Gente que había luchado por ella. Pero, como todo en
la vida, fue algo pasajero.
«Tarde o temprano, todo lo que te importa te es arrebatado», pensó Silla,
y luego se reprendió. «No tienes a quién culpar más que a ti misma. Nunca
deberías haber permitido que se acercaran tanto a ti».
Volvió a mirar a Jonas. Aunque el día anterior había pensado en dejar la
relación, no lo abandonaría en su dolor. Lo ayudaría, como había hecho él
con ella.
Y aunque no quería meterle prisa con el duelo, llevaban horas allí y tenía
la garganta reseca. Su zurrón estaba cerca, y Silla se movió tan silenciosa
como pudo y rebuscó el odre de agua. Quitó el tapón y se lo llevó a los
labios. Estaba casi vacío, el agua tibia y con un extraño sabor a tierra. Sacó
el segundo odre vacío del zurrón. Se levantó y se dirigió al arroyo.
Tardó menos de un minuto en llegar al riachuelo, de un azul vívido en
contraste con las piedras del fondo. Se arrodilló junto a un matojo de
violetas y sintió una extraña sensación de felicidad. Arrugó la frente. ¿Y por
qué exactamente tenía que sentirse feliz?
La Hermandad del Hacha Sanguinaria la odiaba.
Ilías estaba muerto.
Jonas estaba destrozado.
Todo era un desastre. Y, sin embargo, se sentía feliz.
Eufórica, a decir verdad.
Un soplo de viento fresco le acarició el rostro. Mientras Silla introducía
el odre en el torrente de agua, un escalofrío efervescente le recorrió la
espalda.
Tapó ambos recipientes y tomó aire. El día parecía menos plomizo y el
cielo menos lúgubre. Incapaz de esconder la sonrisa, se puso de pie y se
topó con una planta de brezo. ¿De dónde había salido? Suspiró, se dispuso a
subir la pendiente y tropezó con una piedra.
Se miró los pies. El suelo se levantaba bajo sus extremidades como un
océano.
Jonas estaba a su lado y le pasó un brazo por la cintura.
—Estás aquí —dijo ella, sonriendo. Las nubes grises del fondo estallaban
en pequeñas ráfagas brillantes.
Parecía que se miraba a sí misma desde arriba y que su boca hablaba
libre sin su permiso.
—Me pesa el corazón, Jonas. Ojalá hubiera muerto yo en lugar de Ilías.
¿Podrás perdonarme? ¿Puedes encontrar la manera de que tu corazón algún
día me perdone?
El Lobo la miraba, con los ojos casi negros.
—Por favor, Jonas. ¿Puedes perform… arme? —La última palabra le
salió mutilada. Lo intentó de nuevo—. ¿Me perf… onas?
Silla agitó la cabeza. Sintió la necesidad urgente de tumbarse, y Jonas la
ayudó a acomodarse sobre el suelo blando cubierto de musgo. Su hermoso
rostro la miraba desde arriba, del revés. Se retorcía y se mezclaba ante sus
ojos, se hacía añicos y se volvía a recomponer.
La respuesta de Jonas, no obstante, fue clara como la luz del sol.
—No, no te perdono.
Ella lo miró y parpadeó; la comprensión y una sensación conocida de
entusiasmo chocaron contra ella y recorrieron su cuerpo. Las hojas. La
había drogado con las malditas hojas.
—Eres una mujer deshonesta. Mi hermano está muerto por tu culpa. Pero
no está todo perdido. —Sus palabras eran frías y mordaces. Los ojos más
oscuros que la medianoche y su cara flotaba sobre ella—. Voy a entregarte,
Eisa Volsik.
Se quedó boquiabierta, pues estaba casi segura de que Jonas no lo sabía y
que no tenía de qué preocuparse. Pero solo sentía felicidad y alegría cada
vez que la luz se curvaba y se estiraba ante ella.
Las palabras de Jonas salían rápidas, luego lentas, saltaban y brincaban a
su alrededor.
—Te lo advertí, Ricitos. No soy un hombre bueno. Debiste haber
escuchado.
Jonas se alejó un rato y Silla se quedó mirando las nubes agitándose y
corriendo por el cielo. ¿Cuántas hojas le había dado? Nunca había perdido
tanto el control; nunca se había sentido tan incapacitada.
Pero entonces perdió la concentración, presionando con los dedos el
suave musgo bajo su cuerpo. Se encogía y se volvía a estirar. Tan suave.
Tan flexible.
Notó una mano detrás de su espalda y vio a Jonas inclinarse sobre ella.
Silla deseaba decirle que sus ojos eran más hermosos que un estanque de
montaña a la luz del sol, pero la boca no se le abría. La tierra se movía por
debajo —no, la había levantado— y luego se encontró subida a caballo,
reclinada sobre el cálido pecho de Jonas.
—Esto no va a ser agradable, pero tenemos que darnos prisa —dijo la
voz de Jonas detrás de ella. El caballo arrancó con tanta fuerza que ella se
desplomó hacia adelante. Entonces, él la rodeó con sus brazos y eso la hizo
sonreír.
Los árboles pasaban volando en un borrón vertiginoso de marrones y
verdes y tallos blancos fantasmales.
«¿Qué vas a hacer?», preguntó una voz que le resultaba familiar. La
sangre de Silla tañía alegremente: ¡la pequeña había vuelto! No la veía, pero
oía su voz aniñada. «Has dejado que se acerque demasiado», dijo con
tristeza.
«Saga», suspiró. «Mi hermana». Una alegría indescriptible invadió a
Silla cuando dijo su nombre. Después de tantos años, por fin, la niña
cobraba sentido. Sonrió pese al balanceo de la cabeza al ritmo del galope
por la carretera.
El tiempo dejó de tener significado: solo había un remolino de árboles y
cielo azul y el constante movimiento arriba y abajo del caballo, la luz que
brillaba y giraba frente a ella y la dicha que le fluía por las venas y le
llevaba el placer desde los dedos de los pies a los de las manos y hasta el
pelo.
En algún momento, el movimiento rítmico se detuvo, y Silla se encontró
tirada en el suelo en la oscuridad. Una forma oscura se alzaba imponente a
su lado —la reconoció, era Jonas— estudiándola. Sus ojos se encontraron
con su barba rubia y la mirada se le fue a aquella preciosa y suave boca que
anhelaba besar.
—Silla, Silla, Silla —dijo, inclinándose sobre ella.
Entonces, le llegó un destello a la memoria. Algo iba mal. Tenía una
pregunta al fondo de la garganta que avanzó hasta la punta de la lengua
cuando él retrocedió. Había frialdad en sus ojos. Maldad.
—¿Cómo has podido? —preguntó, sus palabras eran apenas un susurro.
Las estrellas se arremolinaban en el cielo, pero con menos violencia que las
nubes de hacía un rato.
—Silla. O, mejor dicho, Eisa —escupió el nombre—. Oí a esos hombres
hablando en el bosque. Lo oí todo. Escuché tu nombre. —Arrugó la frente
—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—No podía —susurró Silla. «No soy ella». «No soy ella».
Jonas arrugó aún más la frente.
—¿Por qué no confiaste en mí, Silla? ¿Por qué me mentiste una y otra
vez? ¿Por qué ni siquiera me dijiste tu nombre? —Le clavó los dedos en los
hombros y los ojos se le oscurecieron—. Yo te lo conté todo. Te desnudé mi
alma. Tú eras mía y me debías la verdad; debiste contármelo todo. Pero no
hiciste más que mentir.
—Yo no mentí. Yo no puedo ser ella. No quiero.
—Tú sí que eres ella, idiota —susurró Jonas, con el rostro contorsionado
que le hacía parecer de todo, menos guapo—. La maldita reina te busca. —
Se obligó a respirar hondo, y cuando habló su voz sonó arrebatadoramente
calmada—. Lo he descubierto, Silla. He descubierto por qué ha muerto
Ilías.
Silla sintió cómo se le juntaban las cejas.
—Ilías ha muerto para que yo recupere mis tierras —siguió diciendo—.
Su muerte no será en vano, Silla, ¿lo ves? Tú me proporcionarás una buena
recompensa, y la muerte de Ilías tendrá sentido. —Había una locura en su
tono de voz que le erizó el vello de los brazos.
—Yo me preocupaba por ti —susurró. Movió los dedos de los pies. Giró
las muñecas. Empezaba a recuperar los sentidos.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Yo también me preocupaba por ti —dijo asintiendo con la cabeza—.
Cuidé de ti más que de cualquier mujer que haya conocido, Eisa. Pensé que
podíamos ser algo, tú y yo. Pensé que me convertirías en un hombre bueno.
—La suavidad de sus ojos se avivó hasta convertirse en furia—. En cambio,
me has arrancado el corazón. Me has mentido. Has hecho que maten a mi
hermano. ¿Como has creído que podíamos tener un futuro juntos después
de eso?
Ella retrocedió, respirando profundamente y con desesperación.
Él la fulminó con la mirada. Era Jonas, pero no el Jonas que creía
conocer. Esta nueva versión era tan fría, tan airada.
No estés triste, Ricitos. Llegaste a mi vida para que yo me hiciera rico.
Recuperaré mis tierras gracias a ti. —Curvó los labios en una sonrisa—. Y
tú llegarás a Kopa, cuando yo te entregue a los klaernar.
El efecto de las hojas iba desapareciendo. Estaba aterrizando,
estrellándose, cayendo del cielo como una estrella fugaz, condenada a
hacerse añicos y arder. La tristeza aumentó en su interior y solo deseaba
hacerse un ovillo y llorar.
Jonas deslizó una mano detrás de su espalda y la sentó. Le puso una
petaca en los labios, un líquido frío en la boca. Podría estar alterado con las
hojas. Pero tenía tanta sed que lo ingirió. Le puso trocitos de pan en la boca
y ella los absorbió y se los tragó. Jonas lo repitió varias veces, y luego le
dio algo diferente. Algo amargo, que se desmenuzaba, terroso…, otra hoja,
tal vez dos. Intentó escupir, pero le sujetó la mandíbula con la mano y sus
músculos no cooperaron.
Le brotaron lágrimas de los ojos. La obligó a beber agua otra vez y le
echó la cabeza hacia atrás. Silla intentó toser, pero fue inútil. El instinto
entró en acción y el cuerpo la traicionó y tragó.
—Lo has hecho bien —le susurró Jonas al oído, pasándole un dedo por el
cuello. Su tacto hizo que le ardieran las venas con rabia furiosa.
Pero la rabia se disolvió en más felicidad, más euforia. Se quedó
embelesada mirando las estrellas y las lunas, que bailaban y titilaban. Era lo
más bonito que había visto nunca.
Descansaron unos minutos, tal vez horas. Silla se sumió en un sueño
inquieto; era incapaz de abrazarlo, de retener las imágenes, las caras. Todo
estaba distorsionado, envuelto en caos. Se despertaba a menudo y, poco
después, se vio de nuevo sobre el caballo, con el consabido balanceo y el
viento en los oídos mientras galopaban hacia la oscuridad.
Entraba y salía de la lucidez. Cada vez que parecía recuperar los sentidos,
el resentimiento y la rabia que la mantenían despierta, el hormigueo en las
extremidades que la devolvía a la vida, la obligaba a tragar más hojas. Al
cabo de un tiempo, ya no había euforia, sino un sueño interminable y
ondulado, con el golpeteo de los cascos, el olor a cuero y un borrón en
verde y negro.
Silla estaba atrapada en una pesadilla viviente de la que no podía
despertar.

EL HUMOR DE JONAS alternaba entre la tristeza y la ira.


Cuando pensaba en qué diría la Hermandad cuando se enterara de lo que
había hecho, cuando pensaba en el túmulo funerario que había dejado atrás,
se le hundía el ánimo y lo envolvía la consternación.
Así fue cuando se forzó a mirarla. A Eisa. Verla le provocó que la ira
ardiera por sus venas y reforzó su propósito. Familia, respeto, deber.
Aquellas tres palabras eran el ancla de su misión, y guio a su caballo por la
carretera con energía renovada. Iban muy bien de tiempo; habían pasado el
Cruce del Norte y seguían por el Camino Negro. Ya estaban en la carretera
de Kopa.
La noche que Ilías murió, Jonas no logró dormir. Su mente le mostró la
muerte de su hermano una infinidad de veces. Fue ella quien guio a los
guerreros hasta ellos. Mintió sobre sus perseguidores. Y por su culpa, Jonas
no estaba al lado de su hermano cuando más lo necesitaba. Por su culpa, él
fracasó totalmente en el único propósito que importaba.
Y eso solo para empezar. Porque luego estaban las mentiras… tantas que
no podía seguir el hilo. Silla se había reído de él. Había confiado en ella,
pensó que se preocupaba por él. Jonas había llegado a pensar que era lo
mejor que le había pasado, pero nunca había estado más equivocado.
La chica era una pesadilla encubierta.
Pasó toda la noche con los pensamientos en bucle, mitigando el
sentimiento de culpa, pero añadiendo leña a las llamas de su ira.
«Se ha reído de ti».
«No pensaba decirte nunca su verdadero nombre».
«Nunca se ha preocupado por ti».
Y lo que de verdad, finalmente, le sacó de la desesperación.
«Dale sentido a la muerte de tu hermano».
Entonces lo vio claro. La muerte de su hermano sí que tenía un
significado, aunque no le vendría dado; tenía que tomar la iniciativa.
Mientras que los Hachas cavaban la tumba de Ilías, Jonas se escabulló y
buscó en la alforja de Rey. Encontró el vial con las hojas al fondo; la
amargura le recubrió de nuevo la garganta cuando recordó otra traición de
Silla. Liberarse de la Hermandad fue fácil, aunque a medida que avanzaban
por el Camino de Huesos, una breve oleada de tristeza lo invadió. Sería el
fin de una era. El final de su etapa con la Hermandad del Hacha
Sanguinaria, y ni siquiera se había despedido de ellos.
«Es la única forma», pensó. «No deben sospechar».
Drogar a Silla resultó más sencillo de lo que esperaba. Y después de
dejarla retorciéndose como una tonta en el suelo, Jonas volvió para
arrodillarse ante la tumba de Ilías.
—Perdóname, hermano, por no haber estado a tu lado cuando más me
necesitaste. Perdóname por retozar con una mujer vil, por sellar tu destino
con sangre. Te lo juro, Ilías, vengaré tu muerte. Ella lo pagará. Sufrirá por
lo que ha hecho. —Jonas se besó los nudillos e inclinó la cabeza—. Luego
se montó en el caballo con ella y cabalgaron por el Camino de Huesos,
evitando el camino secundario por el que iban los Hachas Sanguinarias.
Curvó sus labios en una sonrisa. Le había prometido a Silla que la
llevaría a Kopa, y parecía que iba a cumplir su palabra. A caballo podrían
llegar mucho antes que con la carreta. Jonas calculó que pronto llegarían al
cuartel de los klaernar de Kopa.
Familia, respeto, deber.
Dentro de pocas horas, habría vengado la muerte de su hermano. Estaría
un paso más cerca de restaurar el honor de su familia. Y aquella mujer, que
le había destrozado completamente la vida, pagaría caras las faltas de
respeto que le había demostrado.
CINCUENTA Y OCHO

Kopa

Plonc.
Le palpitaban las sienes.
Plonc.
La boca le sabía a ceniza.
Plonc.
Olía a heno húmedo por todas partes.
Plonc.
Silla hizo una mueca. Por las cenizas sagradas de los dioses, ¿qué era ese
maldito goteo? Casi sonaba como si estuviera dentro. Cosa que era
imposible porque…
«Al final llegarás a Kopa, cuando te entregue a los klaernar».
Abrió los ojos de golpe y la inundaron los recuerdos hasta que la
desbordó la incredulidad.
Jonas. Las hojas.
Plonc.
Parpadeó y observó su entorno en la tenue luz —el suelo de piedra fría
cubierto de heno, muros de piedra negra, rejas de hierro—. Silla tragó con
dificultad, la bilis se le subió a la garganta. Estaba en una celda de la
prisión. Lo había hecho. Había seguido adelante con su plan. Jonas la había
entregado.
—No —gimió—. No. No, no, no, no.
Se acercó a los barrotes, pegó la cara entre ellos e intentó ver el pasillo.
Era largo y oscuro, salvo por las antorchas colgadas en las paredes. La
desesperación se instaló en sus huesos y allí se acomodó, entre las náuseas
y un dolor de cabeza que le palpitaba en el cráneo.
Plonc.
—¿Jonas? —lo llamó, en un intento angustiado por comprobar que todo
era un sueño—. ¿Jonas?
—Lo siento —dijo una voz femenina desde el fondo del pasillo—.
Estamos solas aquí.
Silla dejó caer la espalda en el frío muro de piedra y cerró los ojos. No
necesitaba escarbar en su interior para saberlo —lo sentía en el ritmo del
pulso, en cada bocanada de aire que respiraba—. Pero necesitaba oírlo.
—¿Dónde estamos?
La mujer vaciló, luego respondió con voz suave.
—En el puesto fronterizo de los klaernar. A las afueras de Kopa.
Le flojearon las piernas, cayó de rodillas y dejó que la verdad la
hundiera.
Kopa. Jonas la había llevado a Kopa
La había engañado.
La había drogado con las hojas.
La había llevado contra su voluntad y la había entregado.
«Te lo advertí, Ricitos. No soy un hombre bueno. Deberías haber
escuchado».
Hekla la advirtió. La niña la advirtió. El propio Jonas la advirtió. ¿Por
qué no hizo caso?
«Porque eres una ingenua y una tonta», se dijo. Enterró la cara entre las
manos, asimilando la situación. Todo había sido en vano. La muerte de su
padre, su viaje de mil millas. Había conseguido llegar a Kopa, pero había
acabado a merced de la reina Signe igualmente.
Plonc.
Un sollozo entrecortado le sacudió el cuerpo y sintió que se rompía en un
millón de pedazos.
—¿Cómo has podido hacerlo, Jonas? —susurró. Entre todas las personas,
¿cómo había sido Jonas capaz de traicionarla?
«Yo te lo conté todo», le había dicho. «Te desnudé mi alma. Tú eras mía
y me debías la verdad; debiste contármelo todo. Pero no hiciste más que
mentir».
Pero no era una comparación justa: las verdades de Jonas no eran más
que su historia, mientras que las de Silla… Lo suyo era una cuestión de
seguridad. De vivir o morir. ¿Debería habérselo dicho? Por no mencionar
que ella ni siquiera lo había asimilado y que había estado a punto de poner
fin a su relación. Ella iba a seguir adelante. A empezar de cero.
Plonc.
Tal vez había obtenido lo que se merecía. Había mentido para protegerse,
pero Jonas había salido herido. E Ilías había muerto.
Y ella estaba en una celda.
Silla se acurrucó sobre sus rodillas y se entregó a la desesperación.
Estaba abrumada; los fuertes sollozos le sacudían el cuerpo.
—Está bien, chica —dijo la mujer al fondo del pasillo—. Déjalo salir.
Silla lloró hasta que se le secaron los ojos. La última vez que lloró así fue
en el Pinar Serpentino, cerca de Skarstad, cuando se quedó sola en el
bosque.
Plonc.
«Ahora eres distinta», dijo una voz familiar. «No eres la misma».
Silla levantó la cabeza de golpe, el pecho se le llenó de calor cuando vio
a la niñita rubia… con su camisón raído, la cara sucia de tierra y los ojos
azules almendrados.
No había vuelto a ver a la niña desde que había dejado de tomar las
hojitas de skjöld, y verla de nuevo la llenó de recuerdos, de anhelo por
volver a una época más sencilla, cuando sus únicas preocupaciones eran si
su padre trabajaba demasiado o qué iba a preparar para cenar.
Y, sin embargo, la niña era una cuerda que sacaba a Silla de su angustia,
porque con su cabello rubio desordenado y sus ojos azules era un
recordatorio de lo que Silla había olvidado, o enterrado, hasta el momento.
«Saga», se dijo. Su hermana. Tenía una hermana.
Plonc.
En lugar de llenarla de temor, de náuseas, pensar en Saga desencadenó
una ola de preguntas… ¿cómo era Saga? ¿Le gustaban las tormentas, los
panecillos dulces y el olor a cebolla cocida? ¿Tarareaba cuando estaba
nerviosa? ¿Pensaba Saga en su hermana? ¿Soñaba con ella? Saga vivía con
la reina Signe. Vivía entre lobos enemigos. ¿Qué le haría eso a una persona?
¿Qué le haría a tu sentido común, a tu mente?
Silla se llenó de ansia por conocer a la niña cuyo fantasma llevaba viendo
una década, con la que llevaba soñando toda la vida. Como si una parte de
ella nunca hubiera sido capaz de dejar ir a Saga.
«Ven a buscarme», le dijo Saga en su último sueño. «Ven aquí, te
necesito».
—Te encontraré, Saga —le susurró a la niña, y la pequeña sonrió.
—Sí —respondió Saga, se sentó a su lado y se abrazó a sus rodillas—.
Pero antes tendrás que salir de este lío.
Era una mezcla de lo antiguo y lo nuevo —la niña estaba con ella desde
siempre, pero saber que era Saga lo cambiaba todo—. Y en ese momento,
un propósito renovado la devolvió a la vida. No se trataba solo de su propio
bienestar. Necesitaba ser fuerte, encontrar la manera de salir de aquella
situación.
Porque Saga la necesitaba.
Silla se secó las lágrimas, hizo varias respiraciones profundas para
intentar aliviar el martilleo de la cabeza.
Se puso de pie, con las piernas temblorosas, y recorrió la celda
intentando orientarse. Las paredes eran de piedra oscura; volcánica, al
parecer. La celda tenía tres muros sólidos y una ventana, muy alta y
demasiado pequeña para caber por ella. ¿Qué haría Hekla en su situación?
El corazón se le encogió al pensar en Hekla. Otra relación echada a perder
por sus mentiras.
Plonc.
Silla se quedó helada. Un sonido débil se oyó desde el pasillo. Eran
pasos. Alguien se acercaba.
«Piensa», se dijo. «¿Cuál es el plan?».
Las pisadas se hicieron más fuertes y luego se detuvieron. La sombra de
dos siluetas se alzaba al otro lado de los barrotes; la luz de las antorchas
brillaba en los remaches de sus cotas de malla y en los osos plateados
rugiendo en las hombreras de la armadura. No pudo detener la profunda
inspiración cuando levantó la vista y vio a los klaernar.
—La cena —gruñó el más bajo, que dejó algo en el suelo y lo empujó
por debajo de los barrotes—. Come.
El olor a comida cocinada le llegó a la nariz y Silla cerró los ojos,
ignorando el impulso de arrodillarse y engullirla de un bocado.
—¿Por qué estoy detenida? —preguntó, procurando poner voz
autoritaria. Desafortunadamente, le salió ronca y oxidada por la falta de
uso. Se aclaró la garganta y probó otra vez—. He preguntado que por qué
estoy detenida.
El más alto se cruzó de brazos.
—Ahora que estás despierta, el comandante quiere hablar contigo.
—Vas a decirme por qué estoy detenida, y vas a hacerlo ahora mismo —
replicó, envalentonada, tal vez por los barrotes que los separaban.
—Ni puedo hacerlo ni lo haré —respondió el más bajo.
—¿Dónde está Jonas? —preguntó, retorciéndose cuando un dolor le
atravesó el cráneo—. El hombre que me trajo hasta aquí. Tengo que hablar
con él. Esto es un grave error y debe ser aclarado.
—Eres una deslenguada —dijo el más alto, y curvó los labios en una
sonrisa maliciosa—. Va a ser divertido. Pero deja que te advierta, galdra;
será mejor que te limites a decir «sí» a menos que quieras que te pongamos
una máscara de hierro.
Silla tragó saliva.
—Aprenderá pronto —dijo el más bajo.
Silla puso mala cara e intentó no dejarse intimidar.
—No pienso comer ni beber hasta que me traigáis a Jonas.
El alto soltó una risita.
—Ese es tu problema. ¿A nosotros qué más nos da que comas o que no?
—Tu comandante no querrá que enferme.
Era arriesgado revelar lo que sabía, pero tenía que arreglárselas con lo
poco que tenía.
—Llevo un día… o dos sin comer apenas. —Buscó a tientas las palabras,
intentando calcular cuánto tiempo había pasado abotargada—. Casi no he
probado el agua. Me han obligado a tragar hojas de skjöld y pronto
empezaré a marearme cuando empiece a pasarse el efecto.
Levantó una mano temblorosa como muestra de su salud deteriorada.
—Si no bebo pronto, empeoraré. Y el comandante se enfadará.
Los klaernar se miraron y su rostro cambió
—Traedme a Jonas —dijo en voz baja—. Ahora.
Los dos klaernar se burlaron y desparecieron por el pasillo.
Silla se apoyó en la pared y luego cayó de rodillas. Se quedó mirando la
bandeja de comida y el odre de agua. El cuerpo le gritaba que comiera, que
bebiera.
—Será mejor que hagas caso —dijo la voz de mujer desde el otro lado—.
Si intentas jugar con ellos, jugarán a su manera vil.
Asqueada, Silla se arrastró hasta la bandeja y la empujó por debajo de los
barrotes lo más fuerte que pudo. La bandeja se estrelló contra la pared con
un sonido metálico reverberante.
Se apoyó en la pared durante lo que parecieron horas, con el martilleo en
la cabeza cada vez más fuerte y la frente empapada en sudor. Estaba
ardiendo y tenía calor y frío a la vez. Silla se acordaba de la última vez;
pronto empezaría a soñar. Solo que esta vez nadie le acercaría agua a los
labios, nadie le pondría un paño frío en la frente. Esta vez estaba sola.
«Estoy aquí, contigo», susurró Saga, y las lágrimas le escocieron en los
ojos.
Saga estaba allí. Saga estaba con ella.
Silla se tumbó sobre el suelo frío de piedra, con el cuerpo temblando y la
lucidez emborronándose.

¿QUÉ LE PASA A LA CHICA?


Soñó con un dragón hecho de cenizas y una nube de humo, con brasas
que chasqueaban desde el interior de su figura imponente. Se cernía sobre
ella, su cuerpo emanaba calor cuanto más se acercaba. Silla sabía que debía
correr, pero estaba tan cansada que apenas podía moverse. Ni siquiera tenía
energía para reunir el miedo que sentía.
—Está enferma.
Zarcillos de humo la envolvieron hasta rodearla por completo. Sentía la
fuerza del dragón oprimiéndola, el vapor siseaba donde le espoleaba la piel
y le provocaba leves pinchazos de dolor. Había algo familiar en el dragón;
era terrorífico y a la vez protector, y se relajó cuando lo acarició para
explorarlo.
—Al comandante no le va a gustar.
El tacto del dragón le calentó el cuerpo, y expulsó el frío de sus huesos.
Recobró la conciencia. Los párpados le temblaban, luego los abrió. Estaba
oscuro alrededor; la piedra fría contra su costado; el sudor frío le resbalaba
por el cuerpo.
Silla observó a las dos siluetas plantadas delante de su celda. El más bajo
sujetaba con fuerza una bandeja.
—Está despierta —dijo el más alto, con voz de alivio.
—La cena —anunció el más bajo, deslizando la bandeja por debajo de
los barrotes—. Come.
Silla se puso a cuatro patas mientras el dolor se le clavaba como garras
en el cráneo. Gateó hasta la bandeja y empleó la última energía reservada
para empujarla.
Se desplomó en el suelo, y lo único que podía hacer era respirar. Dentro.
Fuera.
—Jonas —susurró.
—Niña tonta —murmuró uno de ellos—. Tienes que comer. Será mejor
que no hagas enfadar al comandante.
Silla no respondió. Al rato, el eco de los pasos se desvaneció.

SKRAEDA CONTEMPLABA las puertas cerradas de Kopa. Por décima


vez en esa hora, maldijo al comandante Laxa por retrasar su partida. Eisa se
había escabullido como un lobo en la oscuridad, y Skraeda tuvo que pasar
tres frustrantes días peinando el Camino de Huesos, para no encontrar más
que cuervos dándose un festín a base de montones de guerreros muertos.
—Así que la ayudan voluntariamente —musitó Skraeda, observando el
derramamiento de sangre con una sonrisa. La chica no podía haber hecho
aquello; tenía que haber sido la Hermandad del Hacha Sanguinaria.
Arriesgaban sus vidas y su reputación por Eisa. «¿Saben quién eres,
pequeña galdra?», iba pensando durante el recorrido con vigor renovado.
Pero poco después perdió el rastro. Los Hachas Sanguinarias no eran
tontos; seguro que acampaban lejos de la carretera y sabían que tenían que
borrar sus huellas.
Y ahora que había llegado a Kopa, las puertas selladas de la ciudad le
prohibían la entrada. Skraeda estaba segura de saber el motivo.
Tenían a Eisa y no iban a correr riesgos.
—¿Cómo? —gruñó en voz baja. ¿Cómo había llegado Eisa a las manos
de los Garras del Rey cuando ella llevaba semanas tras la chica?
«Tengo que ser yo quien la entregue», pensó, con el pecho encogido. La
reina la había considerado prescindible, y esta era la única oportunidad de
redimirse. Una vez que entregara a Eisa a la reina, todo se arreglaría. La
reina Signe volvería a aceptarla, apreciaría su valía de nuevo.
Se abrió paso a codazos entre los mercaderes reunidos bajo la puerta de
la torre, relajó la mente y buscó lo que necesitaba. La rabia y la impaciencia
se mezclaban en el aire, pero eso no era lo que andaba buscando. Suspiró
suavemente, ignoró las emociones fuertes y buscó las menos intensas…,
aburrimiento con un toque de desdén. Klaernar.
Atrajo los hilos hasta ella y los fue revisando hasta que encontró lo que
quería. Bajo el grueso de las emociones del hombre, encontró la fina brizna
dorada, suave y palpitante. No le costó hacerse con el hilo de su voluntad.
Con un pequeño tironcito, Skraeda vio parpadear al klaernar.
—Quiero entrar —le exigió.
—Pues que tengas suerte —murmuró un comerciante detrás de él—. No
dejan a nadie acceder a la ciudad ni salir de ella.
—Baja y déjame entrar por la puerta —gritó Skraeda, ignorando las
miradas que le abrasaban la espalda.
Recuperó la alforja de la montura, abandonó a su caballo y se dirigió a la
pesada puerta de madera, junto a la principal. Tras unos instantes, las
bisagras de hierro chirriaron y el portón se abrió.
—¡Eh! —protestaron los mercaderes acumulando ira en sus voces.
El klaernar empujó la puerta para cerrarla y echó la llave..
—Muchas gracias, hombre útil —dijo Skraeda, sujetando el hilo de su
libre albedrío para mantenerlo tenso y bajo su control. Pobre idiota, lo tenía
a su merced. Sus pupilas eran meros alfileres en los iris marrones y tenía las
manos relajadas a ambos lados.
—Ahora, dime dónde tienen a la chica que está provocando tanta
fanfarria.
—En el cuartel del este —balbuceó.
Skraeda cerró un puño.
—Llévame hasta allí —exigió apretando los dientes.
El klaernar la guio por las calles de piedra negra de Kopa durante unos
minutos hasta que se detuvo delante de un edificio amplio y de poca altura.
Al igual que el resto de las construcciones extrañas de Kopa, estaba
esculpido en piedra volcánica oscura y tenía contraventanas espaciadas
uniformemente en toda la base, y una única ventana en el segundo piso
colocada bajo un tejado puntiagudo. Más allá del cuartel, el bosque se
extendía hasta las murallas defensivas.
Inspeccionó el edificio y contó los pares de klaernar que patrullaban el
perímetro. Dos. Cuatro. Seis. Eso sin contar con los del interior.
Skraeda suspiró con frustración. El lugar estaba plagado de guardias. Un
buen guerrero confiaba en sus habilidades, pero también conocía sus
limitaciones. Y este cuartel francamente tenía demasiados klaernar para
deshacerse de todos a la vez.
—¿Cómo voy a llegar a ti, pequeña galdra? —murmuró.
La idea le vino como una semilla en el viento y arraigó en el centro de su
mente.
Dio media vuelta, sonrió y volvió por donde había venido.
CINCUENTA Y NUEVE

—¡Ricitos!
Sus ojos abiertos aletearon hasta posarse en un par de botas llenas de
arañazos. En el fondo de su mente, Silla pensó que le sonaban vagamente,
pero no lograba reunir la fuerzas para pensar más allá. Vacía. Se sentía
vacía.
—Tú ganas, Ricitos. Aquí estoy.
Recuperó la conciencia a toda prisa —encontró una pequeña reserva de
energía enterrada muy adentro en su interior—. Se levantó y trepó con la
mirada por la silueta hasta que se topó con un par de ojos de un azul
brillante. Jonas estaba sentado en un taburete en el pasillo, y la luz
parpadeante de las antorchas hacía que su sombra se agitara en la pared.
Durante unos instantes, Silla no pudo más que mirarlo fijamente. ¿Era real?
¿Era un fantasma?
—Vale. Estoy aquí —dijo con suavidad y, por fin, Silla creyó a sus ojos
—. Come algo. Necesitas estar fuerte.
Miró la bandeja que tenía enfrente y Silla acabó cediendo. Era verdad
que Jonas estaba allí y tenía razón; necesitaba toda la fuerza que pudiera
conseguir.
Sin decir palabra, se acercó la bandeja y devoró el pan, y luego se afanó
con el cuenco de sopa fría. Al igual que una planta marchita que se
recupera, la vida volvió a fluir en su interior con el alimento, y después
bebió toda el agua que fue capaz de tolerar.
Apartó el odre y se apoyó en la pared de piedra.
—¿Mejor?
Ella inclinó la cabeza.
—Nos separan barrotes, Jonas.
—Es lo mejor, Silla. A fin de cuentas, eres galdra. Representas un peligro
para ti misma y para los demás.
Ella torció el gesto.
—Me drogaste, Jonas. Sabías lo mucho que sufrí la última vez que dejé
de tomar esas hojas y me obligaste a tomarlas igualmente.
Su rostro no mostraba arrepentimiento.
—Las decisiones difíciles se toman de camino a la gloria.
—¿Gloria? —escupió— ¿De qué gloria hablas, Jonas? Me has
decepcionado. Me has drogado, en contra de mi voluntad… Es tan
deshonroso.
—Habló la mentirosa. No tienes forma de probarlo, Silla, y además tú
eres la persona más deshonrosa que conozco.
Sintió un sofoco por todo el cuerpo.
—Confundes la deshonestidad con el deshonor. Fui deshonesta por mi
propia seguridad. Porque mira lo que ha traído la verdad.
—No puedes culpar a nadie más que a ti misma, Ricitos.
—Jonas. Soy yo. Sé que para ti soy algo más que dinero. —Detestaba
que le temblara la voz cuando necesitaba mostrarse fuerte.
Jonas guardaba silencio, con el rostro impasible, y ella lo entendió: lo
haría otra vez sin dudarlo; para él, ella era mercancía, algo que usar en su
propio beneficio.
Probó desde otra perspectiva.
—Jonas, ¿qué pensaría Ilías…?
—¡No te atrevas a pronunciar su nombre! —Se levantó de un salto, y su
sombra trepó rápidamente por la pared.
Silla tragó, y lo volvió a intentar.
—Has cometido un error; el dolor te ha trastornado, Jonas. Está claro que
no estás en tu sano juicio. Hablemos. Vamos a resolver esto.
—De eso nada —dijo, y su voz resultaba tan fría que podría congelar los
barrotes de la celda—. Tengo la mente despejada. Por primera vez en toda
mi vida, estoy pensando con claridad. Y tengo que darte las gracias.
—¿Qué?
Se acercó a los barrotes.
—Oh, sí, Ricitos. Tengo que agradecerte que me hayas enseñado los
peligros de cuidar de los demás. No me ha traído más que sufrimiento. Me
ha costado a mi hermano.
—Jonas, yo…
—Me da igual lo que digas —la interrumpió—. No puedes cambiar tu
destino. —Jonas se cruzó de brazos—. Lo nuestro no fue en vano. Me
ayudarás a recuperar mis tierras y por eso, supongo, debería darte las
gracias.
Silla lo miró fijamente, buscando al hombre que creía conocer. Pero sus
ojos eran duros y oscuros. No había brillo ni ternura en ellos. Se había ido
el hombre que la siguió hasta el bosque para protegerla. Se había ido el
hombre que le dio el talismán de su familia y que le susurraba cosas bonitas
al oído.
Silla se estremeció cuando se dio cuenta. Cuando supo que no había
forma de llegar a él.
Miró a Jonas, memorizando su rostro para retenerlo en el recuerdo: el
azul cielo de sus ojos, la sutil curvatura ascendente de sus labios, que le
daba un aire de alegría perenne, la cicatriz pálida de la mejilla que tantas
veces había acariciado con dedos y labios.
—Durante un tiempo —dijo en voz baja— fuiste un gran consuelo para
mí, Jonas. Lo único bueno que he tenido en este mundo. —Suspiró—.
Quiero darte las gracias por eso. Por ayudarme a olvidar. —Como no dijo
nada, dejó que las palabras siguieran fluyendo desde la parte del
conocimiento—: Un día, Jonas, te despertarás y te darás cuenta del error
que has cometido. Pero entonces será demasiado tarde. La culpa te
perseguirá hasta tu último aliento.
Jonas se quedó mirándola con violencia silenciosa.
—Esperaré hasta que vengan los hombres de la reina con mi recompensa
—dijo en voz baja—. Pero no esperes que vuelva a tu celda. Puedes morirte
de hambre si quieres, pero no volveré.
Dio media vuelta y se marchó. Y Silla supo que esta vez era para
siempre.
Se apoyó en la pared, escuchando el goteo constante. Tenía el estómago
hecho un nudo. La oscuridad de sus ojos, la frialdad… No podía dejar de
pensarlo. ¿Cómo se había torcido todo tanto?
—¡Vaya un kunta remuevemierda!
Silla pestañeó, saliendo de sus pensamientos pesimistas. Era la mujer del
pasillo. Se le puso una sonrisa en los labios.
—Sí.
—¿Era tu amante?
—Algo así. —Silla frunció el ceño—. ¿Cómo te llamas?
—Metta. ¿Y tú?
—Silla. —Se mordió el labio—. ¿Cúanto tiempo llevas aquí, Metta?
Hubo unos instantes de silencio.
—Cuatro semanas, creo.
¿Cuatro semanas? Silla se quedó de piedra.
—¿Cómo es que…? ¿Por qué no te han…?
—Haz lo que te digan. —La mujer sonó estoica. Resignada—. Si haces
lo que dicen, te mantendrán con vida. Los que protestan duran poco.
La sangre le retumbaba en los oídos.
—¿Ha habido más?
La risa estridente de Metta hizo eco en el pasillo.
—Sí. Puede que unas doce mujeres. Y dos hombres.
Catorce almas habían pasado por aquellas celdas. A Silla se le dobló el
estómago por la mitad.
—¿Los llevaron al pilar?
—Supongo. Se los llevaron y no volvieron.
—Y las mujeres… ¿se enfrentaron a los klaernar?
—Protestaron cuando vinieron a por ellas. Algunas patalearon, gritaron y
pelearon con ellos. Otras lloraron y suplicaron. —Después de un momento
de silenció, prosiguió—. Si el comandante quiere verte, debes aceptarlo. Él
es el peor de todos. No discutas ni llores. Intenta… simplemente tolerarlo.
Un escalofrío le recorrió los huesos.
—¿Tolerar qué, Metta?
Como la chica no respondió, Silla se estremeció.
«Está mal», gritaba su mente. Está mal en todos los sentidos. Siempre lo
había visto así. Los pilares. Los sacrificios. Los klaernar y sus piedras y la
violencia.
—¿Qué cargos tienen contra ti, Metta?
La chica resopló.
—Los cargos. Brujería. Y tengo la misma magia que una piedra.
Silla se mordió el labio y esperó a que la chica continuara.
—Un grupo de klaernar vino al puesto de comida que tenían mis padres
en el mercado. Yo les serví la cena. Tuvieron el descaro de sugerir que
deberían comer gratis. Yo les sugerí lo contrario.
La muchacha se quedó callada.
—Mi madre siempre decía que ser tan deslenguada me traería problemas,
y supongo que tenía razón. Vinieron a nuestra casa esa noche. Leyeron los
cargos. Me pusieron un saco en la cabeza y me subieron a la carreta con
otro puñado de chicas. Las oía gritar y suplicar. Por primera vez en mi vida,
me quedé callada. Viajamos toda la noche, sin mantas, sin poder refugiarnos
de la nieve. Cuando nos detuvimos, me quitaron el saco. No me sentía las
manos. El frío se llevó a una de las chicas mientras dormía. Al resto nos
metieron en celdas. Las chicas han ido yendo y viniendo. Los dos hombres
también. Y ahora estamos nosotras.
—Pero tú no tienes galdur —dijo Silla, intentando comprender.
—Es por su cuota, dicen —explicó Metta—. Tienen que llegar a un
número. Da igual si los cargos son merecidos. Solo tienen que completar su
cupo.
A Silla le subió la bilis por la garganta cuando asimiló sus palabras. Su
madre adoptiva no era galdra, y en parte Silla siempre había sospechado
que los klaernar no eran tan quisquillosos en cuanto a quién acababa
castigado. Pero oír aquella confirmación tan clamorosa de que los klaernar
llevaban al pilar a gente común… la dejó conmocionada.
Cuando habló, la voz de Silla fue dura y decidida.
—Pagarán por eso, Metta. Saldré de aquí y los haré pagar por cada vida
que han quitado.
Metta no dijo nada. Puede que no la creyera. Puede que hubiera oído lo
mismo antes de las otras chicas. O puede simplemente que Metta hubiera
pasado cuatro semanas en la celda haciendo lo necesario para evitar el pilar.
Las dos se quedaron en silencio, pero, de algún modo, saber que Metta
estaba al final del pasillo, era un pequeño consuelo para Silla.
SESENTA

Las aguas del río Hvíta corrían bajo el Puente de Basalto y el viento
gélido arañaba las mejillas de Rey. Se levantó la capucha de la capa y guio a
Caballo hacia el puente.
Kopa se extendía ante ellos, una ciudad negra en expansión situada en el
abrazo pétreo de un volcán llamado Brími, que por suerte llevaba mucho
tiempo dormido. Aunque ya era adulto, Rey sentía la misma fascinación que
cuando era niño y admiraba las construcciones de piedra de Kopa, que se
asomaban más allá de las murallas defensivas; agujas y arcos negros
tallados, calles adoquinadas y edificios esculpidos en roca volcánica,
hazañas maravillosas de la construcción lograda por un tipo de galdra a los
que llamaban los Forjadores.
La joya de la corona de Kopa era Ashfall, una fortaleza de pináculos que
rozaban el cielo como espinas negras enredadas. Tallada en la base de
Brími, era el corazón palpitante del norte, la vivienda del jarl Hakon, que
gobernaba las tierras de Eystri en nombre del rey Ivar Corazón de Hierro.
La opresión en el pecho de Rey se hacía más fuerte, y lo arrastraba hasta
Kopa.
Habían pasado tres días desde que enterraron a Ilías —tres días desde que
vio por última vez a Jonas y a la chica—. El estómago se le había ido
encogiendo cada hora que pasaba sin saber de ellos, y aunque había enviado
a Gunnar y a Sigrún a explorar tanto el camino secundario como el Camino
de Huesos, ambos habían vuelto sin novedades.
Se habían desvanecido, y Rey supo al instante que algo iba muy mal.
Recordó a Jonas agarrándola de la muñeca y tirando de ella —no oyó lo
que dijo, pero con su mirada tuvo bastante—. Debería haber intervenido.
Debería haber… hecho algo. Pero el resto del día había sido caos y
violencia y muerte y tristeza; todo lo demás se desvaneció de su mente.
Rey rezó a todos los dioses que conocía para que su corazonada no fuera
cierta, para que su hermano Hacha no hiciera daño a la muchacha. El mero
hecho de pensarlo le provocaba la intensa necesidad de clavarle el hacha a
alguien en el cráneo. Pero el dolor podía hacer cosas terribles a las
personas, y Jonas no era él mismo.
La corazonada no le permitía a Rey un momento de paz. Por eso, después
de enviar a los Hachas Sanguinarias a Istré, se encontró delante de la puerta
de Kopa jurando que no descansaría hasta que ella estuviera a salvo y Jonas
recuperara el sentido común.
Por centésima vez desde que habló con ella por última vez, Rey deseó
que sus palabras de despedida hubieran sido más amables, más suaves.
Deseó haber admitido su parte de culpa en la muerte de Ilías. Él era el líder
de la Hermandad. Él era quien los había llevado a la batalla, aunque no
acabara de saber a qué se enfrentaban.
Y la banda había aceptado, todos sus miembros, pelear con aquellos
guerreros por ella. Por no hablar de que siempre hay riesgos en una batalla;
era parte de su vida. Elegir este camino acarreaba peligro, al igual que cada
trabajo que aceptaban. Ilías no era tonto, sabía que existía la posibilidad de
morir, y aun así aceptó.
Al cruzar el Puente de Basalto, apareció un aglomerado de carros y
carretas cerca de las murallas de piedra fortificadas de Kopa, y gente
pululando alrededor. Con un tirón de riendas, Rey ordenó a Caballo que se
detuviera y desmontó.
Se acercó a un mercader que llevaba una capa roja.
—¿Sabes por qué están cerradas las puertas? —preguntó señalando los
muros con movimiento de cabeza.
El hombre negó y exhaló un suspiro de frustración.
—Llevo aquí esperando todo el día y lo único que dicen es que nadie
entra ni sale de Kopa. —Hizo un gesto señalando su carreta cubierta—. Los
alimentos que traigo desde Kunafjord se echarán a perder si no nos dejan
entrar. Por si no hubiéramos tenido poco con lo corta que ha sido la
temporada de cultivo. Y ahora esto. —El hombre hizo una pausa—. La
única persona que ha entrado hace un rato era una mujer extraña.
A Rey se le erizó el vello de la nuca.
—¿Una mujer?
—Pelirroja. Maleducada. Dejó el caballo y los klaernar la dejaron entrar
por la puerta lateral.
«La guerrera», pensó Rey. La mujer de pelo rojo a la que se enfrentó en
la Cresta de Skalla. Tenía que ser ella. Eso hizo que su prisa aumentara.
Rey observó los muros y se fijó en los dos klaernar que supervisaban a la
multitud desde lo alto de la puerta. Guio a Caballo con las riendas y se
acercó.
—¡Eh! —gritó, llamando la atención de los klaernar—. Tengo un
mensaje importante para el jarl Hakon.
Sus rostros permanecieron imperturbables.
—Nadie entra ni sale por estas puertas —respondió uno.
Rey respiró irritado.
—Es importante, y somos viejos amigos. Si le preguntas al jarl Hakon o a
su hijo Eyvind ellos te lo confirmarán.
—Esto viene de más arriba del jarl —explicó el klaernar con frialdad—.
Nadie entra ni sale de la ciudad.
«¿Por encima del jarl Hakon?», pensó Rey. Eso son solo unas pocas
personas en todo Íseldur: el rey Ivar, Magnus el Devoracorazones, o uno de
los huscarles, el grupo de guardaespaldas que nunca se separa del rey. «O
puede que de la reina Signe», pensó, con un hormigueo en la columna.
Rey se volvió; la mente le daba vueltas. Tenía que entrar en Kopa; sintió
que ya era demasiado tarde.
«¿Qué has hecho, Jonas?». Rey pensaba que, si pudiera encontrar a
Jonas, si pudiera hacerlo entrar en razón… si alguien sabía lo que
significaba perder a un hermano pequeño, ese era Rey. Pero el
presentimiento del estómago ahora se le retorcía alarmado.
Montó a Caballo, trotó por el Puente de Basalto y cabalgó varias millas
por el Camino Negro. Haber pasado los veranos de su infancia correteando
con Eyvind por la ciudad podría resultarle útil hoy.
Todas las ciudades tenían salidas ocultas, y Rey sabía, exactamente,
dónde estaba la de Kopa.
Salió con Caballo de la carretera, y ambos deambularon un buen rato
entre los árboles hasta que Rey se apeó del animal y lo ató a un árbol. Aquí
el río Hvíta era poco profundo, y con la escorrentía primaveral de las
montañas terminada semanas atrás, resultaba bastante fácil cruzarlo a pie.
Atajó por el bosque y pronto vislumbró la esquina oeste de los muros
defensivos de Kopa. Los pinares se intercalaban con alisos enanos y
salicores por estos parajes, que ocultaban la puerta tallada en el negro muro
de basalto, a menos que uno supiera exactamente lo que estaba buscando.
Rey raspó con los dedos la piedra áspera, buscando la que sobresalía
apenas un pelo… Ahí estaba. La empujó y una puerta se abrió, y sintió el
chirrido de las bisagras de hierro como uñas arañando su columna vertebral.
Aunque Rey se esperaba el ruido, no contaba con el klaernar que
apareció al instante y que arremetió contra él con una espada reluciente.
Apenas le sobró un segundo para hacer un amago a su izquierda y
desenvainar la suya, justo a tiempo de detener el siguiente golpe.
—¿Quién eres? —preguntó el klaernar—. ¿Y cómo es que conoces esta
entrada?
Rey le propinó un corte justo debajo de las costillas, pero su espada
rebotó en la camisa de cota de malla del guerrero.
—Han matado a mi hermano de armas —gruñó Rey, deteniendo el
ataque del hombre—. Uno de mis hombres ha escapado con mi… encargo.
—Blandió su espada en un arco fuerte, apuntando a la armadura debilitada
—. Y no estoy de humor para responder a tus malditas preguntas. —Sonrió
con hostilidad cuando los remaches de la camisa saltaron disparados contra
el muro de piedra y la espada se hundió en la tripa del klaernar.
Extrajo la espada de un puntapié, pasó por encima de él y se adentró en la
oscuridad del túnel.
Cuando llegó al final del pasadizo, que salía al área boscosa, se le escapó
un gemido. Había un contingente de klaernar allí plantados, armados, y se
apresuró a contarlos. Diez. Quince. Mierda. Veintitrés.
—Tira el arma —gritó uno; la capa de piel de oso que llevaba sobre los
hombros indicaba que tenía como mínimo el rango de capitán.
—Muy bien —murmuró Rey, arrojando su espada al suelo.
—¿Como es que conocías esta entrada? —preguntó el capitán.
Rey desenvainó su daga y la lanzó sobre la espada; el suelo forestal
absorbió el sonido metálico.
—¿Por qué está confinada la ciudad? ¿Es por la chica? —preguntó.
Nunca, en todos sus años en Kopa, había visto Garras del Rey apostados
aquí, pero tampoco había visto antes las puertas cerradas.
«Esto complica las cosas», pensó Rey, haciendo una mueca.
El capitán entrecerró los ojos.
—¿De quién hablas?
Un leve titubeo en la voz del capitán lo traicionó. «Por lo visto sí que
tiene relación con ella», pensó Rey. Decidió arriesgarse; no vivirían para
contarlo, en cualquier caso.
—¿Qué quiere la reina de ella? —preguntó, mientras desenvainaba su
hévrit para arrojarla junto a sus otras armas.
El capitán pestañeó con rapidez e ignoró la pregunta.
—Todas —gruñó, señalando con la cabeza las botas de Rey.
Estudió al hombre mirándolo de reojo mientras se sacaba la daga y la
entregaba también.
«Veintitrés klaernar, contando al capitán», pensó. «Con lo que me gustan
los retos». Hacía días y tenía ganas.
—¿Qué interés tiene la reina en la chica galdra? —preguntó Rey, con
pocas esperanzas de obtener respuesta; al menos todavía.
Debería haberle hecho estas preguntas a ella, debería haber insistido en
que le contara la verdad, pero tenía la mente nublada de pena y de rabia.
¿En qué lío andaba metida aquella mujer de pelo rizado cuya sonrisa era
como la luz del sol? ¿Cómo había llegado a meterse en semejante
problema?
Tal vez, si se hubiera sentido segura para confiar en Rey, él habría
evitado que esto ocurriera, podría haberla mantenido lejos de las garras de
los klaernar. El estómago le ardía. Sabía lo que les hacían a los prisioneros,
y también sabía que el comandante Valf era, especialmente, una bestia vil.
Si la chica estaba bajo su vigilancia, si le ponía un dedo encima… Rey no
pudo acabar el pensamiento.
—¡Las manos arriba! —ordenó el capitán. Dos klaernar se adelantaron,
con grilletes de hierro en la mano.
Rey curvó los labios en una sonrisa mientras levantaba las manos; extrajo
su galdur, que lo colmó al instante. Inclinó el cuello y vio las venas negras
en el dorso de su mano. Hacía días, y su galdur luchaba tanto por liberarse
que apenas tuvo que concentrarse para sacarlo.
—¿Qué le pasa? —preguntó un Garra del Rey, con los ojos como platos
mirándole las palmas de las manos.
De ellas brotaron zarcillos oscuros y ahumados que ondeaban hacia el
cielo para apiñarse en una gran nube de cenizas arremolinadas. Rey exhaló
aliviado, rebosante de poder primario que lo hacía sentir más vivo que
ninguna otra cosa. El nudo del estómago se le aflojó, y el dolor y la
consternación se vieron desplazados por la necesidad de destruir.
De quemar.
—¿Lo dices por esto? —preguntó Rey, girando la muñeca. En un abrir y
cerrar de ojos, el humo se dividió en veintidós volutas enmarañadas que
palpitaban y se espesaban con brasas chasqueando en su interior.
—Es la muerte que viene a por vosotros.
Con una orden silenciosa de Rey, el humo se curvó a su voluntad y los
zarcillos se extendieron hacia el klaernar que ahora cargaba contra él con
las espadas en la mano. Excluyó al capitán, por el momento; alguien debía
darle las respuestas que buscaba. La negrura pululó por sus caras tatuadas y,
cuando el miedo los obligó a abrir la boca para gritar, la oscuridad
descendió por sus gargantas.
La siguiente parte transcurrió como siempre: los hombres se asfixiaban
con sus propios gritos, se llevaban las manos a la garganta y se retorcían
mientras se quemaban desde dentro.
—No sirve de nada —murmuró Rey, centrando la atención en un
objetivo concreto. Veintiuno era en verdad una exageración para él, pero le
gustaban los desafíos. De repente, frunció el ceño. Veintiuno. Había contado
veintidós klaernar, excluyendo al capitán.
Localizó al capitán con el rabillo del ojo; se alejaba con la mano puesta
en la empuñadura de la espada, y entonces…
—Joder —murmuró Rey. Un guerrero se tropezó entre la maleza,
huyendo presa del pánico; uno que se había escapado.
«Eso me traerá problemas», se dijo.
Pero no podía soltar a los otros klaernar; al menos hasta que estuvieran
muertos, y ahora el capitán había desenvainado su espada. Rey apretó los
dientes y extrajo más galdur, sacándolo de las reservas externas de halita
que llevaba tatuadas en el pecho con un motivo de una cinta de cenizas.
Este se lo mandó al capitán, formando un círculo alrededor de su cuello,
una caricia humeante advirtiéndole contra ideas tontas.
Los rostros de los klaernar ahora estaban colorados. Los ojos se les salían
de las cuencas y rezumaban líquido, hasta que acababan cayendo
estrepitosamente al suelo, clavando las uñas y arrastrándose en vano. Luego
venían las ampollas, burbujeando y estallando antes de que la piel se
derritiera y se desprendiera en láminas. El bosque se llenó de un aroma acre
a pelo chamuscado y cuerpos quemados, del chisporroteo de la carne y de
llantos de hombres moribundos.
Un hombre mejor se sentiría asqueado al verlo —caras derretidas, humo
y vapor emanando de cuerpos contorsionados—. Pero Rey se sentía
simplemente exultante. Aunque no estaban en su lista, se deleitó con sus
muertes.
Cuando dejaron de moverse, inspeccionó el bosque en busca del klaernar
fugado, sin encontrar ni rastro de él. Pero entre la chamusquina le llegó el
olor del orín.
—Te has meado encima —dijo Rey disgustado, dirigiéndose al capitán.
—T-tú —tartamudeó el capitán. Estaba temblando—. ¡Tú eres el Slátrari!
¡El asesino!
Rey sonrió, y avanzó para acercarse a él. El nombre era ridículo, pero
tenía que admitir que le encantaba la notoriedad. Las historias se habían
propagado y, cuando atacaba a sus objetivos, estos se horrorizaban cuando
se daban cuenta de cuál era su final.
Con un movimiento de su dedo, el humo se tensó alrededor del cuello del
capitán, y el hombre empezó a resoplar, y su piel se volvió de la tonalidad
de rojo más hermosa. Con un segundo movimiento, Rey podía hacerlo
arder. Pero no. Todavía no.
—Habla —le ordenó, clavándole una mirada oscura.
—está detenida —respondió el capitán, que se estremeció cuando el
humo le quemó la punta de la oreja—. Tenemos que vigilar las puertas.
Todas. Nadie entra ni sale hasta que un convoy la lleve a Kunafjord.
—Y luego… —lo apremió Rey, endureciendo su mirada.
—Y luego zarpará hacia Sunnavík. —El hombre prácticamente resollaba.
«Ojalá la gente de Íseldur pudiera ver lo temibles que son en realidad
estos klaernar cuando la muerte viene a por ellos» —pensó Rey con
amargura.
—¿Por qué? —exigió Rey.
—Yo… Yo no sé más de lo que te he contado —contestó. Su voz había
alcanzado ese tono estridente que ponían cuando sabían que iban a morir—.
Yo so-solo seguía instrucciones.
—¿De quién? —preguntó con tono amenazante.
Afortunadamente, el hombre no tendría que seguir más instrucciones.
—De Valf. Está bajo la custodia del comandante Valf. En el cuartel del
este.
Rey apretó el puño e hizo una mueca con los labios. Le dio la espalda al
capitán, recogió sus armas del suelo y se dirigió andando al cuartel del este
de Kopa.
Los gritos del capitán resonaron en sus oídos y luego el bosque se sumió
en un silencio sepulcral.
SESENTA Y UNO

Silla repasaba con los ojos los nudos y las espirales de la puerta del
comandante Valf mientras el klaernar más alto llamaba con los nudillos. Los
fríos grilletes de hierro le lastimaban las muñecas y no dejaba de moverse,
inquieta. Se miró el vestido, de un rojo llamativo y escotado, tan ceñido que
apenas podía respirar.
Los dos klaernar habían acudido a su celda con jabón, un cubo de agua,
unas sandalias y aquella prenda roja. Le ordenaron que se lavara y se
vistiera. Cuando regresaron, la acompañaron hasta el cuartel escaleras
arriba y subieron un tramo de escaleras hasta el despacho del comandante.
Sintió que estaba a punto de hundirse, y se acordó de las palabras de
Hekla.
«Todo lo que me había hecho, cada golpe, cada puñetazo, cada patada,
añadía más leña a mi hoguera. Me convirtió en un fuego incontrolado, y
ahora le tocaba a él arder».
«Esto es leña para mi hoguera», pensó Silla. «Pase lo que pase, no me
verán romperme. Y un día, arderán».
Silla enderezó la columna cuando la puerta se abrió; el comandante
llenaba el marco con su enorme complexión. Era alto y ancho y tenía una
barba negra y larga recogida en dos trenzas urkanas. Sus labios se curvaron
en una sonrisa que no le llegó a los ojos, y la hizo entrar de un tirón de las
esposas.
—No quiero interrupciones —gritó el comandante. La puerta se cerró
detrás de ella con un clic, seguido de un siniestro deslizamiento del pestillo
con el que el comandante bloqueó el acceso a la sala.
Frente a ella, demasiado cerca, Valf se sacó una llave del bolsillo y
empezó a quitarle las esposas. Cuando cayeron al suelo, Silla se frotó las
muñecas y sintió de todo menos alivio.
Estudió la estancia. Valf caminó hasta una gruesa mesa de madera situada
en el centro de la habitación. Del techo colgaba una lámpara de araña de
hierro y las velas arrojaban una luz temblorosa sobre dos pesadas jarras de
cerámica y un plato recargado de comida. Las tripas traidoras de Silla
rugieron y ella se abrazó con fuerza; ese día no le habían llevado comida a
la celda.
Recorrió con los ojos la habitación y se fijó en el resto de los detalles. En
un extremo había una chimenea esculpida en la misma piedra negra pulida
que el resto del edificio; un fuego bajo crepitaba con suavidad. Sobre la
chimenea colgaban varios tapices más pequeños, con hilos brillantes de oro
y marrones y rojos que se entrelazaban formando figuras geométricas que
reflejaban la luz de una forma extraña. Flanqueando la chimenea había
estantes repletos de libros y manojos de pergaminos y, para disgusto de
Silla, varios bustos del rey Ivar de distintos tamaños. En el otro extremo, las
contraventanas estaban abiertas y, a través de ellas, se filtraba una luz tenue.
El comandante Valf señaló con un gesto dos sillas forradas de piel junto
al fuego.
—Siéntate.
No era una propuesta, ni tampoco una sugerencia. Tragó saliva, cruzó la
habitación y se sentó en una de las sillas. Su mirada se detuvo en un busto
de basalto del rey Ivar dispuesto en la estantería al lado de la silla de Valf.
El rey la miraba mal, incluso desde el interior de una piedra volcánica
tallada.
«Qué horror», pensó procurando que su rostro mostrara neutralidad.
El comandante apareció a su lado con el plato de comida en la mano.
—Tu comida del día —dijo. De nuevo, no era una pregunta. Aceptó el
plato, aunque tenía los nervios de punta. Valf se sentó en la silla al lado del
busto, dando sorbos a una copa mientras la miraba—. Come —ordenó.
Las tripas le volvieron a rugir. Llevaba varios días a base de sopas
aguadas para comer y cenar, siempre insuficientes para calmar el hambre. Y
el plato que tenía delante contenía la peor de las tentaciones: panecillos
dulces.
Después de pensarlo un rato, Silla cogió uno de los panes y le dio un
mordisco para probarlo. Se encontró con capas de calidez mantecosa, casi
gimió, y volvió a darle un segundo mordisco mucho más grande. Cuando se
lo acabó, siguió con la carne y los quesos y se comió en silencio hasta el
último bocado.
—Veo que has disfrutado la comida —dijo el comandante, con las
comisuras de los labios apuntando hacia arriba.
A Silla le trepó el rubor por el cuello y juntó las manos, y luego las
separó, sin saber qué tenía que hacer.
—Estás nerviosa —murmuró Valf.
Silla lo miró a los ojos.
—¿Tengo motivos para estarlo?
El comandante la miró, escudriñando su rostro.
—No te pasará nada si cooperas, querida.
Ella intentó no inmutarse.
El comandante continuó.
—Por lo que he oído, tienes un carácter desafiante. Y la lengua afilada.
Silla se obligó a mirarlo a la cara mientras respondía.
—Llevo días confinada en una celda sin que me hayan explicado los
cargos. Espero que sea tan amable de informarme, comandante.
Aquella fea sonrisa volvió a cruzar su rostro.
—Ambos somos sobradamente inteligentes para estos juegos, querida.
¿No vas a admitir quién eres? —Hizo una pausa—. ¿Debo llamarte Eisa, o
prefieres que te llame Silla?
Se quedó blanca y con el estómago encogido.
Eisa.
El nombre la perseguía, por mucho que quisiera escapar. Le temblaban
las manos, y se obligó a respirar profundamente.
«Pensamientos amables», se dijo. Pero la habían llevado ante el
comandante Valf ataviada con un vestido corto de lo más obsceno. Su
amante la había traicionado. No tenía nada ni a nadie en este mundo.
«Saga», pensó. «Tenía a Saga».
Su ánimo fue creciendo poco a poco y se esforzó para responder al
comandante.
—Silla —se oyó decir.
—Silla —repitió él—. Hemos enviado un halcón a la reina Signe para
informarla de que te hemos capturado y ya nos ha llegado que está
deseando recuperarte. Está haciendo los preparativos para que un barco te
lleve al sur hasta Sunnavík desde el puerto de Kunafjord.
Silla se tiró de la manga del vestido.
—Tu amigo Jonas nos ha informado de que, además de conocer tus lazos
de sangre, ha descubierto que tienes… habilidades inusuales —continuó el
comandante, frotándose la mandíbula. Le miró las manos.
Ella apretó los dientes. ¿Que Jonas había descubierto qué?
—Por supuesto, conoces nuestra postura oficial al respecto de esa…
abominación. —Arrugó la nariz—. Pero aquí estás. Tu destino está
decidido. No hay razón para que me ocultes nada. Dime, querida, ¿cuáles
son exactamente tus habilidades?
Silla quería echarse a reír. «Pues mire, comandante, brillo como las
auroras. Una habilidad de los más útil cuando huyes para salvar la vida. No
llama la atención lo más mínimo».
—No entiendo mis habilidades.
—Eso es muy desafortunado. —El comandante se llevó la copa a los
labios y dio un sorbo—. Aunque sí que hay formas de esclarecer esas
verdades. Y dado que pasarán días hasta que llegue el barco de la reina, tú y
yo nos divertiremos mientras descubriéndolas. Tengo un truco para eso.
Silla juntó las manos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron
blancos. Aunque no sabía a qué métodos se refería, tenía claro que no
quería averiguarlos.
—No creo que la reina apruebe tus juegos con su nuevo juguete —dijo,
mirando fijamente al comandante Valf.
—Al contrario, querida. Su Alteza me ha pedido que compruebe tu
galdur. Soy un buen amigo de su consejero, el maestre Alfson. ¿Lo
conoces?
Silla negó con la cabeza y se movió inquieta.
—El maestre, bueno, tiene una mente curiosa y le encanta saber cómo
funcionan las cosas. Está muy entregado a su oficio y tiene un interés
particular en saber cómo funciona la magia. Nada le complace más que
desarmar una cosa y volverla a armar.
Un escalofrío le recorrió la espalda ante esa primera pista de lo que le
esperaba de verdad en Sunnavík. Cenizas, ¿qué tipo de monstruos vivían en
aquel castillo con Saga?
—No temas, Silla. No soy tan profesional, aunque tengo mis métodos —
dijo el comandante—. ¿Te lleno la copa?
Silla negó con la cabeza. Esas novedades inquietantes le helaron la
sangre, y se volvió a retorcer en su asiento.
—Sí, querida. Descubriremos cómo funciona tu magia. Y, por si no lo
sabías, ya hemos empezado nuestra primera sesión.
Se agarró a los brazos de la silla y pestañeó mirando a los ojos fríos y
oscuros de aquel hombre. Parecía que el escalofrío se le había expandido
por el cuerpo, acompañado de una sensación extraña; la tensión se le
acumulaba en las venas.
A medida que el comandante iba hablando, la excitación aumentaba en su
voz.
—Alfson me dice que se trata de energía y equilibrio. Las hojas de skjöld
crean una barrera tan fuerte que impide que los poderes se manifiesten,
sofocándolos. Pero hay otra hoja que produce el efecto contrario. Cuando se
ingiere, esa barrera se debilita y los poderes salen a la luz. Un catalizador, lo
llama él.
La piel empezó a vibrarle y miró el plato vacío. La comprensión se
deslizó por su columna como el agua fría, y cerró los ojos. Tonta. Qué
rematadamente tonta había sido.
—Sí, querida. El catalizador iba mezclado en la masa de los panecillos.
Y, mira, tu magia se está agitando. Así que veo que es cierto: tienes un don
único.
Silla se puso de pie de un salto, levantó las palmas de las manos y se
quedó mirando con horror la luz blanca que resplandecía en sus venas. Las
dos primeras veces había visto una luz iridiscente, más suave, más cálida,
como un susurro en su interior. Pero esta vez la atravesaba con rabia, como
un río glacial sobre rápidos, con el frío empujando contra su piel como si
quisiera liberarse. La presión parecía incrementarse con cada respiración,
pero no sabía cómo hacerla salir.
El comandante Valf apareció a su lado de repente. Le cogió una muñeca
con el puño y la apretó con tanta fuerza que ella hizo una mueca de dolor.
Le pasó un dedo arriba y abajo por el brazo mientras intentaba liberarse.
—Parece que eres una Cinérea, aunque tu piel es fría al tacto —murmuró
—. ¿Qué es esto? No lo había visto nunca. ¡Brillas! —Había algo alarmante
en su voz, una excitación codiciosa—. Alfson estará encantado contigo.
Querrá abrirte para ver si brillas también por dentro.
Silla respiró hondo, la habitación se inclinaba sobre su eje. Tenía que
salir de allí.
—Pero ¿por qué dejarle a él toda la diversión? Yo también estoy ansioso
por comprobarlo.
Él se puso detrás de ella y la atrajo firmemente a su pecho. Silla intentó
liberarse, agobiada por la conmoción y el pánico. El comandante sacó una
daga y, antes de que pudiera reaccionar, le rajó la palma de la mano.
Silla gritó cuando el calor del dolor se mezcló desconcertantemente con
el frío de su galdur.
—Bien —dijo el comandante.
La sala volvió a enfocarse y Silla evaluó la situación. Sangre carmesí le
brotaba de la palma. Él la tenía firmemente agarrada por la muñeca con su
mano, mucho más grande, y sujetaba la daga con la otra. El comandante le
apretó la espalda contra su pecho y se quedó atrapada.
Cuando se inclinó para mirar la herida, su aliento a cerveza agria le
produjo arcadas.
—Nada más que rojo. Lo admito, estoy consternado. Pero ¿y tus
huesos…?
Antes de que el pánico volviera a apoderarse de ella, Silla tuvo un
momento de claridad. Llevaba semanas entrenando con Hekla y Rey para
situaciones como esta. Cada práctica de codazos, de estocadas, de golpes la
había llevado a este preciso momento.
Si quería liberarse, tenía que recordar lo que le habían enseñado.
Cuando el comandante le cogió el dedo medio mientras bajaba la daga,
Silla le hundió el codo en las costillas. El hombre se quedó resollando sin
aliento, y ella le dio un manotazo torpe en el puño y la daga retumbó en el
suelo.
—¡Tú, kunta! —Le colocó el brazo alrededor del cuello y apretó hasta
que Silla no pudo respirar—. Acabas de sellar tu destino. Si tú me causas
dolor, yo te lo devolveré decuplicado.
Pero sus palabras se fueron apagando hasta que lo único que oía Silla era
la voz de Hekla en su cabeza.
«Tira de su brazo hacia adelante».
«Dale un puñetazo en la ingle».
«Métele un codazo en las costillas».
«Suéltate de su agarre».
Silla realizó los movimientos como los había ensayado mil veces y, por
fin, logró liberarse de la sujeción de su brazo.
Se alejó del comandante —doblado de dolor intentando recuperar los
sentidos—, pero él se abalanzó sobre ella con una repentina velocidad
agresiva y logró alcanzar el dobladillo del vestido. El desgarro sonó tan
fuerte que llenó el aire mientras se desprendía de la falda. La tela se rasgó y
Silla cayó hacia delante con el impulso, aferrándose con las manos al borde
de la mesa. Las jarras de cerámica chocaron entre sí.
El comandante Valf se irguió, con el rostro tenso y sonrojado.
—Me has decepcionado, querida. Creí que podíamos ser amigos. Pero
ahora vas a sufrir.
Ignorando la tensión que sentía bajo la piel y el resplandor de sus brazos
que la distraía, Silla cogió las jarras de cerámica, tan pesadas que se le
hundieron en las manos. Se giró y se las arrojó al comandante cuando se
lanzaba a por ella. Con un movimiento fluido y ensayado, una finta a la
izquierda, otra a la derecha, esquivó ambas con facilidad. La cerveza y el
hidromiel se desparramaron en el suelo y las jarras cayeron
estrepitosamente. El comandante se lanzó contra ella más rápido de lo que
esperaba. Silla se dio la vuelta e intentó liberarse, pero era demasiado tarde.
El comandante le cogió un mechón de pelo y tiró hacia atrás con
brusquedad. El dolor le ardió en el cuero cabelludo y un aullido le salió de
la garganta. Forcejeó con las manos a ciegas, buscando algo, lo que fuera,
pero no encontraba nada.
—Entiende una cosa: te habría mostrado amabilidad.
Le tiró de la cabeza hacia atrás, ella luchó por mantenerse en pie. Lanzó
un codazo a las costillas del comandante, intentando recordar los
movimientos defensivos, pero todo se estaba yendo al traste; los
movimientos eran desatinados e inefectivos.
Valf aflojó la mano que le sujetaba el cabello y la empujó bruscamente al
suelo. Cayó a cuatro patas contra la tarima, con tanta fuerza que pensó que
se había partido los dientes.
—Por suerte, la reina no te necesita en perfectas condiciones.
Le dio con la bota una patada en las costillas tan fuerte que la dejó sin
aire en los pulmones y el dolor se irradió disparado desde el pecho.
Silla intentó por todos los medios respirar, pero tenía el cuerpo
paralizado. Con los ojos muy abiertos, lo intentó otra vez. Y otra. Nada.
Cero aire. El pánico la invadió y se olvidó de la bota, que se preparaba para
patearla de nuevo.
Rojo.
No había más que un dolor rojo y caliente que la cegaba y la aprisionaba.
Se acurrucó sobre sí misma con un gemido y esperó el siguiente golpe. Por
fin, consiguió que le entrara el aire, aunque el alivio le duró poco. Unas
manos fuertes le dieron la vuelta, la sujetaron por los hombros contra el
suelo y el peso le aplastó el pecho. Se le aclaró la vista, que aterrizó en los
tapices que colgaban sobre la chimenea. Desde este ángulo lo vio con
claridad.
Pelo.
Estaban tejidos con pelo humano.
Rojos, dorados, marrones, negros. Una multitud de muestras entrelazadas
colgando como trofeos.
«¿A cuántas mujeres?», se preguntó Silla, y el pánico le subió por la
garganta. ¿A cuántas mujeres había violado aquel monstruo antes de
condenarlas al pilar?
El comandante se sentó a horcajadas sobre ella y puso una sonrisa cruel.
—Grita, querida —dijo con voz áspera mientras llevaba la mano atrás—.
Me encanta.
Le dio una bofetada con la mano abierta. El dolor se le expandió por la
cara, intenso y caliente. Ella parpadeó varias veces hasta que logró enfocar
la figura que se cernía sobre ella. La sangre se le heló al verlo. Con ojos
perversos, el comandante sonrió sintiéndose victorioso.
Se sacó una daga del cinturón y Silla se preparó para el ataque. Pero en
su lugar, le cogió un mechón de pelo, se lo cortó y se lo llevó a la nariz.
—Un recuerdo para evocar el rato que pasamos juntos.
Silla se agitaba debajo de él, le arañaba los brazos con las manos, pero lo
único que parecía conseguir era aumentar la ira del comandante. Lanzó a un
lado la daga y el mechón de pelo, la abofeteó de nuevo, y ella perdió el
sentido. El comandante le puso una mano en la garganta y apretó, y con la
otra alcanzó la hebilla del cinturón. La habitación daba vueltas. Silla no
podía respirar. Veía lucecitas. Tanteaba inútilmente con las manos a ambos
lados. La invadió el pánico.
—Vamos a divertirnos juntos, querida. Aunque me temo que yo voy a
disfrutar más que tú.
Todo parecía distante. Los oídos le zumbaban. La oscuridad iba cerrando
su visión por los costados.
Y, de repente, la mano del comandante retrocedió. Aflojó el agarre. Silla
aspiró una bocanada de aire. El tiempo se detuvo. La cara de Valf apareció
ante sus ojos, con una expresión extrañamente vacía.
Ella agitó una mano, rozó con los dedos algo redondeado. Algo frío.
Cerró los dedos alrededor del asa de la jarra. La agarró con fuerza y trazó
un poderoso arco hasta la sien del comandante con toda la fuerza que fue
capaz de reunir.
El impacto provocó un ruido sordo que le resonó en el brazo. Silla dejó
de respirar mientras miraba al comandante. Él parpadeó y luego cayó inerte
sobre su costado.
Ella jadeó con respiraciones desesperadas, salió de debajo de él y se puso
de pie. ¿Qué había pasado? ¿Por qué había dejado de asfixiarla? Pero no
tenía tiempo de pararse a pensar. Él carraspeó con fuerza detrás de ella, un
gruñido le crecía en la garganta. Cerró la mano alrededor del tobillo de
Silla, y le clavó con fuerza los dedos en la carne.
La mirada de Silla se cruzó con la piedra negra pulida. Los ojos pequeños
y brillantes del rey Ivar de basalto la miraban amenazantes. Silla alcanzó la
robusta piedra y la bajó del estante de un tirón; resopló cuando sintió la
presión sobre la palma cortada. Aprovechó el impulso del peso del busto, lo
balanceó apuntando al comandante que yacía boca abajo y lo dejó caer.
Silla juraría que oyó la risa de aprobación de Hekla cuando el busto
aterrizó con un ruido húmedo y repugnante en plena cabeza del
comandante. Se rompió como una cáscara de huevo, con la sangre y la masa
cerebral brotando alrededor de la piedra negra.
Una sacudida de piernas. Un suspiro entrecortado. Y luego, dejó de
moverse.
Silla se quedó mirando el cuerpo destrozado del comandante Valf;
pestañeó una vez, dos veces. Lo había hecho ella. Lo había matado ella.
Ella…
Alguien llamó a la puerta, interrumpiendo sus pensamientos. La pelea.
Habían hecho ruido. Los klaernar que estaban fuera llamaban a la puerta,
haciendo sonar el picaporte.
—¿Comandante?
Recorrió con la mirada la habitación y vio la ventana. Silla cogió la capa
de lana del comandante de la pared y se la colocó sobre los hombros para
intentar ocultar la luz que le salía de los brazos. Corrió hacia ella, abrió las
contraventanas tanto como pudo y se asomó con cuidado.
Un grupo de klaernar caminaba deprisa por el sendero, seguramente,
hacia el entrada del cuartel. La vista más allá le cortó la respiración. La
ciudad de Kopa se extendía ante sus ojos: capas y capas de edificios negros,
tejados y pináculos se desplegaban hasta las montañas dentadas donde se
levantaba una vasta fortaleza.
Silla había conseguido llegar a Kopa y anhelaba contárselo a su padre,
gritarlo sobre los tejados.
—Céntrate, Silla —susurró meneando la cabeza. No era el momento de
ponerse sentimental. Estaba en Kopa, pero estaba lejos de estar a salvo—.
Skeggagrim —recordó—. La casa con los postigos azules, al lado de la
posada La Guarida del Dragón. —Se subió al alféizar de la ventana y sacó
una pierna. En algún sitio en esta ciudad había libertad. Estaba cerca. Podía
sentirlo.
Debajo de la ventana había una maraña de arbustos cubiertos de maleza,
pero como estaba en el segundo piso del cuartel, había demasiada altura
para saltar con seguridad. Se agarró al alféizar de la ventana y se dio la
vuelta para ponerse de frente al muro exterior. Había perdido las sandalias
durante el forcejeo, por lo que tuvo que tantear la pared de piedra en busca
de un punto de apoyo con los pies desnudos. Apretando los dientes, se
aferró desesperadamente a la pared. Una ráfaga de viento le agitó el vestido,
y miró abajo. Un paso más, tal vez dos, y saltaría.
El sonido de la madera astillándose le llegó a los oídos. Una voz
masculina gritó cuando se abrió la puerta de la habitación del comandante
Valf. Silla bajó un pie, buscando desesperadamente un segundo punto de
apoyo. Cuando dejó el peso encima, la piedra se desmoronó y cayó al vacío,
con la boca abierta y un grito que no se atrevió a dejar salir.
Aterrizó con fuerza de lado, sobre los arbustos, con los pulmones sin
aliento y el olor a madera de enebro en la nariz. Silla estaba aturdida,
incapaz de respirar.
Un rostro serio y tatuado se asomó por la ventana del piso de arriba y
Silla volvió rápidamente a la vida.
—¡La chica ha saltado! —gritó el klaernar, asomado al alféizar.
Silla apenas era consciente de las ramas que le arañaban brazos y piernas,
pero pronto se liberó y echó a correr por la calle adoquinada.
—Postigos azules —repetía con los dientes apretados—. La posada de la
Guarida del Dragón. —Tenía que encontrarla. Era lo único que tenía.
Pero mientras Silla corría calle abajo, no vio al halcón negro que
planeaba sobre su cabeza.
SESENTA Y DOS

Corriendo a toda velocidad por la calle, Silla escondió los brazos entre los
pliegues de la capa robada. Logró sofocar parte de la luz entre la lana negra
y los brazos cruzados sobre el pecho, pero la sensación bajo la piel la estaba
volviendo loca —una tensión helada que gritaba por liberarse—. «¡Qué
poder tan poco práctico!», pensó. ¿Una antorcha humana que no podía
apagarse?
Los sonidos de Kopa le llegaron a los oídos —el martilleo de los
herreros, los cascos de los caballos y el rumor de las conversaciones—.
Estaba perdida en aquella ciudad; necesitaba indicaciones. Luchó contra el
impulso de seguir ocultándose y corrió hacia el sonido. La calle se curvó y
luego se ensanchó hasta convertirse en una concurrida vía pública. La gente
se arremolinaba, afanada en sus tareas diarias, ajena a la chica que huía para
salvar la vida. Un hombre se cruzó en su camino, con un gorro de piel de
oso bien remetido por la cabeza y una capa de lana subida más arriba de los
hombros.
«¿Hace frío?», se preguntó Silla. Estaba descalza sobre las ásperas losas,
pero el helor no la penetraba. Solo sentía la necesidad de estar a salvo y la
presión implacable de su galdur pidiendo algo que no podía darle.
—Por favor —rogó Silla, mirando al hombre—. Necesito encontrar la
posada La Guarida del Dragón. ¿Está cerca?
El hombre aflojó el paso y torció el gesto mirando su atuendo. Su aliento
salió como una vaharada en el aire y Silla miró por encima de su hombro.
Se oyeron gritos detrás de ella; tenía a los klaernar casi encima.
—Por favor —repitió nerviosa—. ¿Está cerca?
El hombre se fijó en su mirada.
—Sigue por esta calle, cruza el camino al lado de la herrería y la verás
justo ahí.
Estaba solo a unas pocas calles de la seguridad. De su nueva vida.
Silla se animó y siguió caminando.
—¡Muchas gracias! —le dijo por encima del hombro.
Y, entonces, echó a correr. Las piedras se le clavaban en los pies con cada
pisada sobre la calzada de adoquines de roca volcánica; el viento del norte
le azotaba el cabello y se lo cubrió con frenesí. Se ajustó la capa sobre el
brillo rabioso de sus brazos, pero traspasaba la tela. Las cabezas se volvían
a su paso y Silla sabía que todo el mundo la miraba.
Pero los klaernar estaban al acecho; había matado a su comandante y su
futuro estaba en esta calle.
«La casa con los postigos azules al lado de la posada La Guarida del
Dragón», se repetía, una y otra vez. Era un cántico, una plegaria, una
súplica, y, con cada repetición, su propósito se arraigaba con más
profundidad.
La calle se congestionaba cuanto más corría. Silla se abrió paso entre los
carros, golpeó a una mujer en el hombro mientras avanzaba calle abajo. El
sonido metálico del martillo de la herrería resonó en sus oídos, giró a la
derecha y tomó el camino al lado de la fragua. Al poco se encontró
avanzando por una calle más estrecha. Se detuvo cuando vio una gran
construcción de piedra un poco a su izquierda. Había dos escudos idénticos
a cada lado de una enorme puerta de madera, con dragones pintados de
verde sobre ellos. Encima de la puerta había un letrero garabateado con las
palabras que hicieron cantar al corazón de Silla: «Posada de la Guarida del
Dragón».
Desvió la mirada hasta los postigos desgastados de color azul de una casa
pequeña y anodina a la izquierda de la posada. Las lágrimas le nublaron la
vista. Lo había logrado. Allí estaba: la casa al lado de la posada de la
Guarida del Dragón.
Había recorrido mil millas para llegar hasta aquí. Había sobrevivido a
monstruos malvados y a bandas de atacantes, había peleado frente a frente
contra guerreros y asesinos enormes y aterradores. Había ganado y perdido
amigos, había tenido un amante y había sentido el dolor de la traición.
Había descubierto la verdad de su linaje y que era una galdra.
Silla se dirigió a la casa de Skeggagrim como una mujer diferente a la de
un mes antes. Era más fuerte. Más sabia. Estaba más viva. Y más
hambrienta.
Era una casa pequeña y de apariencia corriente esculpida en piedra negra.
Silla estaba tan cerca que se percató de que las piedras no eran de un negro
sólido, sino que se entrelazaban con vetas de un azul profundo que
atrapaban la luz. La puerta de madera de fresno colgaba de unas bisagras de
hierro, y las ventanas estaban selladas con contraventanas azules. Respiró
hondo y empujó la puerta de la valla de cañizo.
Se puso delante de la puerta principal y llamó con los nudillos.
El corazón le latía con fuerza y le temblaba el cuerpo. Silla tomó aire,
luego lo soltó. Una vez. Dos veces. Tres veces.
La puerta se abrió.
—Hola, pequeña galdra —dijo Skraeda.

LOS JADEOS DE REY sacudían su cuerpo cuando salió del pinar y se


encontró con el cuartel del este que se erigía imponente ante sus ojos. Se
dobló sobre sí mismo para recobrar el aliento, con los músculos doloridos.
Deshacerse de tantos klaernar lo había dejado casi seco, pero su mente
seguía centrada en el que había escapado. Tenía que conseguir atraparlo —y
hacer que guardara silencio para siempre—. Pero ya llevaba un tiempo
huyendo, y decidió que encontrar a la chica era lo más urgente en ese
momento.
El cuerpo le dolía. Sabía que había vaciado el nivel de galdur por debajo
de lo que había estado en años. Metió la mano en una bolsa de cuero que
llevaba atada al cinturón y sacó un pellizco de hojas de pino secas de color
verde y el intenso olor amaderado le abrió las fosas nasales. Se lo puso en la
lengua y lo masticó brevemente antes de darse por vencido y se lo tragó
haciendo una mueca. El sabor amargo de las hojas de vakandi perduraba,
pero sintió que el efecto estimulante actuó de inmediato, aflojando sus
músculos tensos y enviando energía a la sangre. Ya dormiría más tarde;
ahora tenía un asunto urgente que atender.
Inspeccionó la casa cuartel. Docenas de ventanas flanqueaban la gruesa
puerta de la entrada, pero sus ojos repararon en la única ventana de la planta
superior, bajo el techo a dos aguas. Esa debía ser la ventana de Valf. Rezó
por que la chica no estuviera allí.
Salió trotando de entre los árboles y desenvainó la espada.
El fuego le ardía por las venas cuando pensaba que estaba en manos de
los klaernar, hacía ya días. ¿Qué habría tenido que soportar? Un deseo feroz
lo invadió: de convertir la puerta en leña con su hacha y luego teñir su
espada de rojo con su sangre. De quemar y destruir a los Garras del Rey y
su cuartel como debería haber hecho hacía tiempo.
Pero el sentido común lo mantuvo con los pies en la tierra. Aquello era
una locura. Él era más inteligente. No se dejaba llevar por sus impulsos
básicos. Irrumpir en un cuartel atestado de klaernar no era una idea sensata.
Se detuvo cerca del edificio. Las voces se filtraban por la ventana abierta
del piso de arriba.
—¿Cómo que muerto? —preguntaba alguien—. ¿Y la chica?
—Saltó por la ventana. Hay un contingente tras ella…
—¡Envía otro! —gritó la voz.
Rey volvió al bosque. «Ha escapado», pensó, con el corazón henchido.
En cierto modo, no le sorprendía. Era lista, su chica. Una superviviente.
«No es tu chica», se reprendió. El enfrentamiento; las hojas de vakandi
debían estar subiéndosele a la cabeza.
Se sacudió el cuerpo, enfundó la espada y se giró en dirección al cuartel.
Cerró los ojos y oyó los gritos distantes de los klaernar.
Rey se adentró en el bosque y echó a correr.

SILLA SE TAMBALEÓ HACIA ATRÁS, pero Skraeda la agarró de la capa


y algo de metal le mordió la garganta mientras la arrastraba al interior de la
casa. La mente le daba vueltas, intentando entender qué hacía la asesina de
pelo rojo en la casa de Skeggagrim.
Al caer en la cuenta, el corazón le dio un vuelco.
—Sí, pequeña galdra —dijo Skraeda, mientras la arrinconaba contra la
puerta atravesándole un brazo en la clavícula—. Muchas gracias por
dejarme la carta.
El estómago de Silla se revolvió cuando deslizó la mirada por encima del
hombro de Skraeda y examinó el interior de la casa buscando indicios de
Skeggagrim. Había oscuridad y silencio, y la luz de las antorchas se
reflejaba en el curioso mineral azul en la mampostería de piedra negra. Una
única estancia, alargada y rectangular, con escaleras que llevaban al piso de
arriba, un biombo de tela que dividía la sala al fondo, que probablemente
separaba la zona de dormir. Olía a humo de leña y a moho de la humedad de
la piedra; y a algo metálico.
La luz de los antebrazos de Silla iluminaba la cara de Skraeda desde
abajo, y las sombras se acumulaban bajo sus ojos y nariz.
—¿Te gustó mi regalo? —preguntó la guerrera, arañándole la piel
sensible del cuello con un cuchillo.
—¿Q-qué?
«A Skraeda le gusta hablar», pensó. «Déjala que se explique. Ganarás
tiempo».
—Mi regalo, Eisa.
Skraeda sonrió, con demasiada amplitud, con demasiados dientes, y Silla
se estremeció al oír el nombre.
—No me llames así —protestó, con los dientes apretados.
Skraeda la ignoró.
—Espero que te resultara fácil escapar de la casa cuartel. Un hombre
desagradable, el comandante Valf. Esperé en el bosque. Encontré el hilo de
sus emociones y aguardé el momento oportuno. Sabía que él quería
conocerte. Sabía que despertarías su interés. —Tenía la cara de Skraeda tan
cerca que Silla sentía el calor de sus bocanadas en las mejillas—. Cuando
encontré su rabia, y luego su lujuria, supe que era el momento de tirar del
hilo de su libre albedrío.
—¿Li-libre albedrío? —repitió Silla.
Silla repasó de nuevo la estancia. «Dónde está Skeggagrim? ¿Le habrá
hecho daño?».
—Un pequeño descubrimiento que he hecho con los klaernar que ha
demostrado ser de lo más útil. —Skraeda bajó la voz y puso una sonrisa
conspiratoria—. Hay partes de su mente que se alteran y hacen que el hilo
de su libre albedrío sea de fácil acceso. Creo que es un efecto secundario
del polvo de berskio que toman.
Silla no sabía de qué hablaba, pero siguió prudentemente con la boca
cerrada.
«Busca un arma», pensó. «Necesitas una ventaja».
—Un simple tirón de su libre albedrío y el comandante perdería el
control de sí mismo —siguió Skraeda.
Sus palabras la distraían, y de repente tuvo sentido: el titubeo de Valf, el
momento de pausa que le permitió tomar aire y hacerse con la jarra.
—Fuiste tú. ¡Tú le dejaste congelado!
—Así es —murmuró la guerrera, estudiando a Silla—. Solté el hilo poco
después y volví aquí rápidamente. ¿Qué le hiciste?
Silla se estremeció al recordarlo.
—Le aplasté el cráneo.
—Bien —respondió arrastrando cada letra. Curvó los labios hacia abajo
ante la cara descontenta de Silla—. Nos obligan a ser así, pequeña galdra.
Nos obligan a luchar. Nos convierten en asesinos. Así funciona este mundo.
«Deja que siga hablando», se animó. «Encuentra sus debilidades y
aprovéchalas. Como hiciste con Kraki».
—¿Eso es lo que te pasó a ti? —preguntó Silla, incapaz de mantener el
tono de desprecio en la voz.
La emoción brilló en el fondo de los ojos azules de Skraeda.
—Si consigues vivir en este reino como galdra el tiempo suficiente,
tendrás que hacer crecer tus propias garras para sobrevivir. He visto lo
suficiente para saber que nadie que sea bueno de verdad dura en este
mundo.
—¿A quién perdiste? —preguntó Silla.
«Encuentra sus debilidades», se animó. «Skraeda es humana. Tiene
carencias, como todos nosotros».
—Tenía una hermana —Skraeda parecía perdida en sus pensamientos—.
Una hermana gemela. Era demasiado buena para este mundo. Demasiado
débil. Tenía mucho miedo de emplear el don con el que la bendijeron los
dioses.
—¿Qué le pasó? —preguntó Silla.
Skraeda suspiró.
—No estaba destinada a vivir. Su Alteza me garantizó la libertad, y el
precio que tenía que pagar era Ilka. ¿Sabes que la reina Signe fue la primera
persona que no me miró con asco? Ni siquiera mis propios padres querían
una hija galdra. Me enviaron… Nos enviaron lejos. Pero la reina… nunca
ha visto mi galdur como una maldición, ni como algo antinatural que hay
que exterminar de este mundo. Ella no es como su marido, que tiene miedo
de los galdra. Ella ve el potencial, el poder que se puede obtener de
nosotros.
—Suena a que es una mujer con visión de futuro —murmuró Silla.
—Ella es una visionaria. Y no tiene miedo al sacrificio por las
necesidades del reino. Si eso significa que algunos deben morir para hacer
realidad la visión de la reina Signe, que así sea.
Un escalofrío recorrió el cuello de Silla.
—¿Quién debe morir?
—Algunos galdra.
—Yo —dijo Silla.
Skraeda asintió, con ojos tristes.
—Ilka también estaba destinada a morir para hacer realidad la visión de
la reina. Ella no quería irse, pero era necesario. Y ahora… ahora el don de
Ilka sigue vivo. Su legado remodelará este reino.
Silla entrecerró los ojos. Skraeda estuvo dispuesta a sacrificar a su propia
gemela.
—Estás loca.
—Estoy entregada a la causa. Y tú me ayudarás a recuperar el favor de la
reina.
—¿Dónde está Skeggagrim? —preguntó Silla, incapaz de seguir jugando
a este juego. Tenía el estómago hecho un nudo con la necesidad de saber.
El cuchillo en la garganta le mordió la piel, pero la presión del brazo
sobre la clavícula se aflojó.
—Os presentaré. Ahora somos viejos amigos, Grimmy y yo.
Silla tragó mientras Skraeda la alejaba de la puerta. La guerrera se
posicionó detrás de ella y le retorció un brazo en la espalda mientras
mantenía el cuchillo en su cuello. Con los brazos al descubierto, la luz
blanca inundó la estancia, y era tan intensa que Skraeda se estremeció.
—Pobre niña —dijo la guerrera, le desabrochó la capa robada y la tiró al
suelo. Skraeda entrecerró los ojos y examinó los antebrazos de Silla.
—¿Te dio el catalizador? Debes de sentirte desdichada. Tu galdur desea
liberarse. Y pronto lo hará.
Silla se mordió el labio, perpleja. Sí que se sentía desdichada; la tensión
no liberada era como una picazón que no podía rascarse.
Skraeda la empujó hasta el biombo que separaba el fondo de la sala, y
Silla avanzó recelosa con los pies descalzos. Cuanto más se acercaban a la
mampara, más segura estaba de que no debía mirar más allá de la barrera.
Pero tenía que confirmarlo.
Cuando sobrepasó el biombo, sus ojos se posaron en la silueta tumbada
sobre un colchón en el suelo. Todo alrededor estaba inmóvil como la
muerte, y el aroma metálico se olía más intenso aquí.
—Ahora duerme el sueño eterno. —Un tajo oscuro en la garganta
barbuda del hombre cubierto de sangre coagulada le dio a entender que
llevaba tiempo muerto.
Muerto. Skeggagrim estaba muerto, y cuando lo asimiló, la esperanza se
le desangró. El peso de otra persona muerta sobre sus hombros. La culpa le
subió por la garganta hasta que sintió que se ahogaba.
—Le has matado tú —susurró Silla. Su sueño de una casa de acogida se
destruyó en mil pedazos.
Se suponía que Kopa era seguro; se suponía que significaba libertad.
Pero era otra mentira. Como lo había sido cada nuevo comienzo con su
padre, Kopa no era más que otra falsa esperanza.
Jamás estaría a salvo.
Nada cambiaría.
La desesperación se deslizaba por su cuerpo. Había luchado con uñas y
dientes y se había arrastrado hasta Kopa, había escapado de los klaernar, de
Skraeda, de los hombres de la reina Signe, de los monstruos, todo con la
esperanza de que el sufrimiento tendría un final. Sin embargo, allí estaba
una vez más. Y la situación no era mejor que la del camino cerca de
Skarstad.
«¿Qué queréis de mí?», les gritó en silencio a los dioses. «¿Mi eterno
tormento?».
Estaba cansada, tan cansada que tuvo que bloquear las rodillas para no
caer redonda al suelo.
—Tú ganas —dijo Silla con voz floja. No tenía fuerzas para seguir con el
juego.
—Pequeña galdra —dijo Skraeda con un toque de simpatía en la voz—.
Es difícil aceptar el sentimiento de impotencia. Yo también pasé por ahí. Es
un mundo cruel para los galdra, pero no temas, no tendrás que soportarlo
mucho más tiempo.
Silla abrió los ojos como platos.
—¿Qué?
Skraeda se rio, con un sonido agudo que se le clavó como alfileres.
—Lo he perdido todo por tu culpa —escupió la guerrera—. ¿Sabes que la
reina Signe quería ejecutarme? A mí. Que escaparas de Skutur me costó el
aprecio de la reina. Yo era una de sus protegidas. Y ahora me considera una
inútil.
Silla resopló con fuerza.
—Tu miedo me sabe delicioso, pequeña galdra. Admito que llevaba
muchos días deseándolo. Me has causado muchos problemas, y estaba
deseando verte sufrir.
—Pe-pero la reina me quiere viva —tartamudeó Silla. ¿No habían dicho
eso los hombres cuando intentaron apresarla? Silla sintió que se le
distorsionaba la mente, que se le deformaba. El galdur la hacía
estremecerse, la presión la desconcentraba, y era incapaz de pensar cuando
más lo necesitaba.
—Sí —respondió Skraeda con lentitud mientras se alejaba del cuerpo de
Skeggagrim.
Le soltó el brazo y la empujó hacia el muro de piedra negra, colocándole
de nuevo el cuchillo en la garganta en cuanto se dio la vuelta.
—La reina te quiere por tu galdur. —Skraeda le cruzó el brazo sobre la
clavícula y la presionó contra la pared—. A la reina le han dicho que lo que
sea que tienes en la sangre es de gran valor. Así que, en lugar de llevarte
hasta ella, como pensé en un principio, voy a extraer tu galdur y a hacerlo
mío. Y así seré yo quien tenga un gran valor para la reina. Volveré a ser su
protegida.
A Silla se le aflojaron las rodillas, pero Skraeda la mantuvo firme.
—¿Ext-extraer? —logró decir.
Skraeda bajó el brazo que sujetaba a Silla para buscar algo en el bolsillo.
Sosteniéndolo entre el pulgar y el dedo corazón, lo levantó a la altura de los
ojos de Silla: un vial de cristal curvo con una tapa metálica que contenía un
líquido de un azul glacial.
—Es Míkrób —dijo Skraeda con una risita—. Me han dicho que hay
pequeños seres vivos en este líquido. Te los tragarás y vivirán en tu cuerpo
mientras se alimentan de tu galdur y lo absorben en su organismo. Cuando
se hayan atiborrado y se reproduzcan, te los extraeré y los introduciré en mi
propio cuerpo, y tu magia será mía. Y, entonces, pequeña galdra, te
concederé el regalo del sueño eterno.
Silla tenía la mente agitada, intentando entender sus palabras. No lograba
captar los detalles, solo entendió que alguien intentaba usarla en beneficio
propio.
Eso la indignó, y la luz de los antebrazos le brilló con más fuerza por la
rabia.
Todo este tiempo, Silla había pensado que la seguridad era un lugar. Y
que, si trabajaba duro y viajaba lejos, acabaría encontrando el refugio que
buscaba. Pero ese lugar no existía, no en este reino. No con su linaje. No
con galdur corriendo por sus venas.
Si quería libertad, tendría que luchar por ella.
Y tenía que empezar con Skraeda.
Entrecerró los ojos y miró a la mujer pelirroja.
—No —dijo Silla.
El aire latía como si tuviera corazón. El galdur de sus venas fluía por su
cuerpo como un río salvaje y su furia solo hacía que la velocidad
aumentara.
La diversión suavizó el resto de Skraeda.
—¿No, pequeña galdra?
La piel de Silla zumbaba, burbujeaba, como si miles de pompitas le
estallaran en las manos; las plantó en el pecho de Skraeda y la empujó con
todas sus fuerzas.
A la guerrera se le desfiguró la cara, sorprendida, mientras volaba por los
aires hacia atrás, en un enredo de extremidades agitándose y trenzas de
color cobre. Un fuerte crujido rasgó el aire de la casa cuando Skraeda se
estrelló contra el biombo, quebrando las ramas de sauce.
Silla no esperó a que Skraeda se recuperara; la guerrera era más rápida,
más fuerte y más diestra con las armas. Y Silla solo contaba con su mente y
con el factor sorpresa.
Sabía que, si huía, la alcanzaría. Solo había una forma de acabar con esto.
Saltó sobre la guerrera aturdida, le arrancó del puño el vial cristalino y lo
lanzó contra la pared. Se hizo añicos, y dejó una mancha húmeda goteando
por las piedras negras y un fuerte olor a azufre en el ambiente.
—¡No! —gritó Skraeda, intentando estrangular a Silla con una mano—.
Tú, niña tonta. ¿Sabes lo que has hecho?
Silla la apartó con los antebrazos, que despedían una luz blanca más
brillante que el sol, casi cegadora. La guerrera aflojó el agarre y se tambaleó
hacia atrás, cerrando los ojos.
Sosteniendo el brazo en alto sobre la cabeza de Skraeda, alcanzó el borde
afilado de una rama de sauce del biombo y se lo clavó en el pecho.
La guerrera gritó, arqueando la espalda. Abrió los ojos de golpe y le
lanzó una mirada asesina.
Silla arrancó otra rama afilada y la levantó.
Algo raspó la mente de Silla y apenas tuvo una fracción de segundo para
prepararse para el recuerdo. La habitación giró a su alrededor y luego
desapareció de su vista.
«No estamos solas. Malla y Marra cuidan de nosotras». Las dos niñas
debajo de la mesa, con sus pequeños cuerpos abrazados fuertemente.
Silla sacudió la cabeza, intentando sacar a Skraeda de su mente. El miedo
la encogió como un puño cerrado alrededor de las costillas, apretando más y
más fuerte…
Skraeda la cogió del pelo, la tiró al suelo y rodó hasta ponerse sobre ella.
Las ramitas quebradas del biombo se le clavaron en la espalda. Silla
luchaba como un animal: clavándole las uñas, dándole patadas y soltando
gruñidos y sacudidas, todo lo que podía para quitarse a la guerrera de
encima, pero el miedo… el miedo era abrumador y le drenaba la energía y
la capacidad de luchar.
Skraeda le inmovilizó las manos a los lados y las sujetó con las rodillas,
subiéndose a horcajadas sobre ella.
—No me dijiste que eres una Destructora de Espadas. —Skraeda frunció
el ceño—. ¿Tienes una gemela? ¿Cómo es que eres Cinérea y además tienes
la intuición de una Destructora de Espadas?
Silla se limitó a regruñir, intentando liberarse del peso de Skraeda.
—Qué desperdicio —siguió—. Yo habría disfrutado con tus habilidades.
Les habría dado uso, no las rechazaría como quiere este reino que hagas. Y,
ahora, vas a morir.
—Eres una cobarde —escupió Silla. El toque de Skraeda le invadió la
mente, se le clavó en el cráneo como uñas. Sabía lo que venía a
continuación.
Alguien tiró de la niña hacia atrás y su mano se soltó de la de Silla. Un
grito agudo le salió de la garganta.
«¡No me dejes!», gritó la chiquilla.
Silla contuvo una respiración desorientada mientras la habitación volvía a
parpadear hasta verse con nitidez. El pelo rojo intenso, los ojos de un azul
brillante, una daga resplandeciente en el puño…
—¡Traidora! —le gritó Silla. El toque de Skraeda penetró en su mente,
escardando y desfibrando sin precisión.
Silla lo esperaba conforme la oscuridad iba cerrando los márgenes de su
visión.
Matthias levantó la vista para mirar a Silla, con la respiración pulmonar
entrecortada y la sangre rezumando de una docena de puñaladas. «Te he
querido como si fueras de mi sangre».
Muros de piedra negra, un peso insoportable en su pecho. La sonrisa
malvada de Skraeda mirando a su víctima desde arriba.
—Traicionas a los tuyos —jadeó Silla—. Eres una traidora para los que
son como tú.
Skraeda se estremeció, luego se repuso, su rabia crecía por momentos.
Pero Silla lo sintió —cómo aflojaba el control sobre su mente—.
Aprovechó el momento de duda y atacó el punto débil de la perfecta
armadura de la guerrera.
—Traicionaste a tu propia gemela —escupió Silla, con la esperanza
floreciendo a medida que el dominio de Skraeda seguía debilitándose.
—Hice lo que tenía que hacer…
—Solo piensas en ti —la interrumpió Silla, posando sus ojos en el
cinturón de Skraeda, en la empuñadura de marfil de su espada—. Te crees
valiente, pero eres egoísta y cobarde. Los tuyos han muerto por tu culpa.
Una expresión de angustia cubrió el rostro de Skraeda, y Silla recuperó el
control de su mente.
Logró liberar su mano.
Agarró la empuñadura de marfil.
Levantó el brazo izquierdo para bloquear la daga de Skraeda que se le
venía encima.
Le clavó la espada a la guerrera hasta el fondo, justo debajo de la
clavícula.
Skraeda se quedó con los labios entreabiertos, se atragantó con el líquido
de la garganta. Le manaba sangre caliente de la herida, que se acumulaba
alrededor de la empuñadura de marfil y se derramaba por las manos de
Silla. Las dos mujeres se quedaron mirándose unos instantes. Silla veía las
emociones persiguiéndose en la cara de Skraeda: incredulidad, ira,
resignación, alivio.
Alivio.
Esa última emoción fue la que hizo que a Silla se le encogiera el corazón,
porque la entendió totalmente. Significaba la liberación de intentar
sobrevivir en un mundo sediento de su sangre, de tener que hacer cosas
horribles solo para seguir con vida. Alivio porque, por fin, descansaría. En
este preciso momento, comprendió a Skraeda. La compadeció. Miró la
espada y lo pensó un instante. Ella también estaba muy cansada.
«Saga», pensó. «Saga». Silla empujó a la guerrera pelirroja para
quitársela de encima y se puso de pie.
La sangre le brotaba por las comisuras y parpadeó mirando a Silla. La
mano levantada de la guerrera pelirroja cayó sin fuerzas. Con un suspiro
tembloroso, Silla dio media vuelta para marcharse.
—No… —resolló Skraeda—. No me dejes morir sola.
Le flaquearon los pies. Podría salir por la puerta, era lo que Skraeda
merecía. Pero, a pesar de lo que había visto, a pesar de todo lo que había
vivido, ella no era así.
Volvió y se arrodilló a su lado. Desenvainó la hévrit de la guerrera
moribunda y le cerró la empuñadura en la mano.
—Podrás protegerte en tu camino por las estrellas —murmuró.
—¿Has visto… —dijo Skraeda con voz suave— lo que nos hacen? ¿Has
visto cómo nos obligan a vivir?
Mientras Silla veía cómo la guerrera pelirroja expulsaba su último
aliento, cómo sus ojos pasaban de estar vivos a estar vacíos, una sensación
de aturdimiento se apoderó de ella. Debería sentir alivio. Euforia, quizá.
Pero solo sentía cansancio.
Silla salió de la casa, intentando abrirse paso entre la lana que le envolvía
la mente. Skeggagrim estaba muerto y, con él, toda perspectiva de una casa
de acogida. Jonas la había traicionado. Los Hachas Sanguinarias no le
darían otra oportunidad. Su padre estaba muerto.
«Sola», se dijo con desesperación. «Estás completamente sola».
Todo era ruina. Necesitaba tiempo para ordenar sus pensamientos, para
reflexionar sobre lo que le esperaba en el futuro. El cráneo le zumbaba. No
sabía qué hacer ni dónde ir.
¿Podría quedarse en la casa? Detuvo la mirada en el cadáver de Skraeda
y luego más allá del biombo destrozado. Le escocía la piel por la necesidad
de irse, de alejarse de aquel lugar.
Sin pensar, Silla se dirigió a la puerta principal, la abrió y puso un pie en
las calles de Kopa.
—¡Está ahí! —exclamó una voz masculina.
Silla se dio la vuelta y se encontró con una horda de klaernar.
SESENTA Y TRES

Los klaernar se lanzaron contra ella antes de que tuviera tiempo para
pensar. Se giró sobre los talones y huyó por la calle pasando por la posada
de la Cueva del Dragón.
Estaba huyendo para salvar la vida. Otra vez.
«¿Acabará algún día?», se preguntó Silla, con las lágrimas en los ojos.
Como perros de caza acechando a su presa, los gritos de los klaernar le
mordían los tobillos, y el pánico aumentaba. Pero ellos eran más rápidos y
más fuertes; y no iban descalzos. Fue consciente de la imposibilidad de la
situación y ahogó un sollozo.
Un destello de vegetación al final del camino le llamó la atención: el
bosque. Tal vez podría despistarlos en el bosque entre Kopa y las murallas
defensivas, y encontrar algún lugar para esconderse hasta que su galdur se
calmara y consiguiera escapar de la ciudad. Era imposible y, sin embargo,
su única oportunidad.
Estaba cerca, así que irrumpió en el bosque, clavándose dolorosamente
ramas y agujas de pino. Se remangó las faldas rojas y avanzó deprisa entre
los árboles, consternada por el brillo de su piel. ¿Cómo iba a escapar de
ellos si estaba encendida como el fuego de un faro?
Cuando Silla miró por encima del hombro, no pudo ver los brazos que la
alcanzaron, la cogieron por la cintura y la empujaron entre los arbustos.
Sintió que se asfixiaba entre el tronco duro de un árbol y el cuerpo
corpulento que la inmovilizaba. Se la tragó la oscuridad, y apenas podía
respirar por la presión agobiante, pero Silla luchó, dando patadas y
puñetazos, clavando las uñas y arañando, como un animal salvaje
desesperado por liberarse.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, con las muñecas contra el pecho y
una mano que le tapaba la boca.
—Shhh. Soy yo, Rayo de Sol. Cálmate.
La mente de Silla intentaba comprender, pero su cuerpo seguía empeñado
en la necesidad primaria de huir; las extremidades tenían vida propia, se
agitaban y pateaban.
—Soy Rey. Tranquila.
—¿Rey? —El resoplido de Silla fue amortiguado por la mano que le
cubrió la boca. Era Rey. Su cuerpo volvió a la calma con cada latido, y la
desesperación se fue diluyendo con la incredulidad.
¿Rey había ido a buscarla? Silla estaba confundida y abrumada, incapaz
de pensar.
Aflojó el agarre, Rey se separó y, por fin, pudo llenar de aire los
pulmones.
—Shhh —susurró otra vez, con su aliento cálido acariciándole la oreja.
Con su persistente aroma a pinos y a hoguera.
—Quédate quieta, tápate con mi capa. Vienen, pero los arbustos nos
ocultan.
Los gritos se intensificaron, las ramitas crujían cada vez más cerca; las
cotas de malla tintineaban a medida que se acercaban los klaernar.
El pánico se apoderó del pecho de Silla. No podían descubrirla, no
después de todo lo que había pasado. No le quedaban fuerzas para luchar. Si
intentaran llevársela, cogería una espada y se la clavaría… Pasara lo que
pasara, no volvería a aquellas celdas.
—¡Por allí! —gritó uno de los Garras del Rey, y Ojos de Hacha la aplastó
con más fuerza contra el árbol. Silla se agarró con fuerza a las hebillas de su
armadura, aferrándose a él.
Sus sentidos se atenuaron hasta que solo hubo sonidos: el corazón que le
latía en los oídos, el crujido de las hojas de pino bajo las botas, la
respiración que entraba y salía.
Las voces se apagaron, el ruido metálico de las armaduras y el roce del
follaje se desvanecieron, sumergiéndose en la oscuridad. Silla no tenía
esperanzas y, sin embargo…, los klaernar habían pasado de largo. No los
descubrieron.
El escaso minuto pareció durar horas. Rey se apartó de ella y el fragor en
sus oídos se apaciguó. La quietud del bosque era en cierto modo más
inquietante que reconfortante.
Dejó que la ayudara a salir de los arbustos y se puso de pie, mareada y
desorientada, buscando entre los árboles algún rastro de klaernar.
—¿De verdad que no han visto…?
Se quedó con la pregunta a medio hacer cuando Rey le puso las manos en
los hombros y empezó a palparle insistentemente el cuello y las mejillas
con los dedos.
—¿Dónde está? ¿Dónde te han herido?
El pánico en su voz la hizo dudar.
—No es mía, Rey. La sangre no es mía.
Él suspiró, le puso los dedos en el mentón y le giró la cara con
delicadeza, primero a un lado, luego al otro. Acarició sus mejillas
encendidas con la suavidad de una pluma.
Ella se fijó en su mirada; nunca la había visto tan oscura. La rabia en su
forma de apretar el puño. La firmeza de su mandíbula.
—Los mataré.
Silla tragó. No sabía muy bien cómo tomarse esa afirmación.
Dio un paso atrás. Sus familiares ojos caoba se dirigieron entonces a la
piel desnuda de sus brazos. Se le abrieron de par en par cuando vieron la luz
que le brillaba en las venas.
El silencio se alargó entre los dos.
Rey hizo un gesto con la cabeza, como de estar deslumbrado, y luego
miró al bosque.
—Tenemos que irnos. Volverán cuando vean que no te encuentran.
Miró de nuevo a Silla y se le dibujó una arruga entre las cejas. Bajó los
ojos al vestido rojo, los subió de nuevo, hizo un ruido con la garganta y
miró al horizonte. Silla se abrazó.
—¿Y tus zapatos? —Rey se desabrochó la capa negra y se la colocó a
Silla sobre los hombros—. No te han tocado… en ningún otro sitio,
¿verdad?
Ella cerró los ojos y se llevó los dedos a la zona donde el comandante le
había cortado un mechón de pelo. Lentamente, dijo que no con la cabeza.
La sensación abrumadora crecía y amenazaba con inundarla. Por fortuna,
Rey lo notó. La tomó de la mano, hizo una pausa y miró al suelo.
—Hace frío —murmuró, con el ceño fruncido. Negando con la cabeza,
tomó las manos de Silla entre las suyas y se adentraron en el bosque.
—Hay una salida oculta —dijo—. Es por aquí.
El bosque se hizo más espeso, la maleza se clavaba en la capa prestada de
Rey y arañaba las piernas desnudas de Silla. Rey se volvió hacia ella.
—Súbete a mi espalda —dijo en voz baja.
Ella abrió la boca para protestar, pero Rey se adelantó.
—No se puede andar por aquí descalza.
Rey se puso en cuclillas y Silla se montó a su espalda, envolviendo con
los brazos aquellos anchos hombros y las piernas alrededor de la cintura. El
vestido se le subió de una forma muy obscena y Silla se puso colorada
cuando Rey le pasó los brazos alrededor de los muslos desnudos.
«No es momento de preocuparse por el recato», pensó abrazando a Rey,
que avanzaba veloz entre los árboles.
Tuvieron que detenerse un par de veces para esconderse detrás de un
árbol; los klaernar seguían pasando en su constante persecución en busca de
Silla. Los gritos de los Garras del Rey se oían cerca, más veces de las que
pudo contar. Pero, milagrosamente, llegaron a la esquina de las murallas
defensivas de Kopa sin ser descubiertos.
Se bajó de la espalda de Rey y respiró hondo.
Cadáveres —más de los que pudo contar— esparcidos por el suelo. Las
caras derretidas como la cera de una vela, el humo salía de los cuerpos y
llenaba el aire con una combinación nauseabunda de olor a carne asada y
pelo chamuscado y algo repugnante, pero dulce. Silla se tapó la mano con la
boca ante la imagen, cuerpos sin ojos congelados en sus últimas poses
desesperadas: bocas abiertas en gritos silenciosos, con un brazo levantado
hacia el cielo, otros extendidos como si hubieran intentado en vano
arrastrase para alejarse de la muerte.
Se apoyó las manos en las rodillas y vomitó entre los arbustos.
Aún no tenía el estómago del todo estable cuando Rey le puso la mano en
el hombro y la llevó por un túnel estrecho hasta una puerta, luego más
árboles. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Rey se volvió a ella y la
miró.
—El Slátrari —logró decir débilmente—. Esos cadáveres… ¿Lo hizo el
asesino? ¿Ha estado aquí? ¿Tan cerca de nosotros?
—Debe ser él —murmuró Rey, con extraña despreocupación.
Él se fijó en sus antebrazos. Le tomó la muñeca con suavidad y la giró
para examinar la luz. Ella se abrazó y levantó la mirada, sosteniendo la suya
durante varios segundos angustiados.
—En realidad sí que estás llena de rayos de sol, ¿no te parece? —dijo por
fin, torciendo sus labios en lo que era casi una sonrisa.
Silla lo observó mientras él examinaba su luz, desconcertada por su
fascinación. Rey le puso dos dedos en la palma de la mano y los tonos
cobre de su piel morena se realzaron con el brillo de su luz blanca.
—Está tan frío —murmuró deslizando los dedos por el interior de la
muñeca y luego por el antebrazo. Se le ponía la piel de la gallina allá donde
la rozaba y la luz se arremolinaba a su alrededor.
La garganta de Rey se movió, y sus miradas se encontraron; las brasas
doradas de sus ojos ardían con fuerza. Silla intentó prepararse para las duras
palabras de Rey, pero sabía que, si se las decía, ella acabaría
desmoronándose por completo.
Silla retiró la mano.
—Llegué a Kopa —dijo—. Tu promesa está cumplida.
Las brasas en los ojos de Rey ardieron con más fuerza y hacían saltar
chispas sobre ella.
—¿A qué esperas? —le soltó Silla—. Ya puedes librarte de mí. —Las
lágrimas le rodaron por las mejillas y se odió por eso.
—Mírame, Silla.
«Silla».
¿La había llamado alguna vez por su nombre? Sonaba distinto en su voz;
profundo y en capas, como si tuviera textura.
La suave presión de sus dedos deslizándose bajo su mandíbula, su calor
indomable penetrando su piel. Rey miró hacia arriba y Silla fue plenamente
consciente de la diferencia de altura entre ellos. Podía haberla matado mil
veces y, sin embargo, allí seguía, protegiéndola de los klaernar, secándole
las lágrimas de las mejillas.
—Vine a sacarte de Kopa —dijo Rey con calma—. Voy a llevarte a un
lugar seguro.
Le cayeron más lágrimas.
—No existe ningún lugar seguro para mí. Pensé que Kopa lo sería…,
pero esto no acabará nunca. Es una sentencia de muerte. —Levantó los
brazos brillantes.
—No tiene por qué serlo, Silla. Conozco gente. —Volvió a secarle las
lágrimas—. Iremos al norte. A Kalasgarde. Es una ciudad en las tierras de
Nordur. Allí hay gente que puede proporcionarte refugio.
—¿Por qué? —preguntó con desconfianza. No sabía si alguna vez podría
volver a fiarse de alguien—. ¿Por qué ibas a ayudarme? Tu promesa ya está
cumplida.
Rey tragó, y ella observó el nudo de su garganta, luego repasó los
tatuajes enmarañados que le asomaban por debajo del cuello. Silla nunca
los había visto tan de cerca. Creía que eran negros, pero ahora que los veía a
esta distancia se fijó en que eran del azul más profundo y, en parte,
transparentes como volutas de humo.
—Esto no tiene nada que ver con la promesa —dijo.
—¿A qué se debe, entonces? —Silla lo estudiaba preguntándose cuál era
el motivo de que estuviera aquí, arriesgándose para ayudarla.
—Ahora eres uno de los miembros de la Hermandad —respondió Rey—.
Y nosotros no abandonamos a los nuestros. Así que vámonos de aquí y
busquemos a Caballo. Te llevaré a un lugar seguro.
Ella luchó por contener una nueva oleada de lágrimas, confundida y
apesadumbrada.
—No te entregaré, Silla —afirmó—. No tendrás por qué preocuparte por
eso conmigo jamás. —Había algo enterrado en esas palabras, un mensaje
que no acabó de entender.
Pero Silla acabó por desmoronarse. Se le escapó un sollozo ahogado y se
quedó sin fuerza en los huesos. Él la abrazó, y la atrajo hacia su cuerpo para
sostenerla. Ella no era capaz de comprenderlo; cómo, a pesar de todo,
quería confiar ciegamente en él; cómo lo sentía como un manto de
seguridad.
—Él me engañó —susurró—. Hizo que me tragara las hojas, y me llevó
hasta ellos, y me entregó como si no fuera nada.
—Lo sé —respondió, con los hombros tensos—. Es deshonroso. No es el
hombre que creía conocer.
Silla dejó correr las lágrimas, lágrimas por la traición de Jonas, por la
muerte de Ilías, por lo que el comandante había querido hacerle, por lo que
Skraeda había querido hacerle. Estaba destrozada, una parte de ella estaba
rota para siempre.
—Ya no estás sola —dijo Rey, acariciándole el cabello.
«Ya no estás sola». No se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba
oír esas palabras. Cuando ya creía que no tenía nada, ni a nadie, Rey había
venido a por ella, y aunque desconocía el motivo, estaba dispuesto a
ayudarla.
Finalmente, se apartó y se secó los ojos.
La mirada de Rey se posó en su escote pronunciado y se le tensó un
músculo de la mejilla.
—¿Te forzaron? Cuéntame qué pasó.
Ella lo miró a los ojos.
—El comandante me hizo un corte en la palma de la mano. Me golpeó e
intentó estrangularme. Él iba a… Él quería… Pero yo… —Se mordió el
labio mientras visualizaba la imagen del cráneo aplastado del comandante
—. Yo lo maté, al comandante. Yo… le dejé caer una estatua en la cabeza.
Y luego salté por la ventana.
Rey enarcó las cejas.
—¿Tú mataste al comandante Valf?
Silla asintió. Pero tenía más que contar, y necesitaba contárselo a alguien.
—Corrí a la casa. A la casa de Skeggagrim; se suponía que él me
refugiaría en una casa de acogida. Pero cuando llegué, Skraeda, la guerrera
pelirroja, lo había matado. Y ella intentó… intentó darme de beber algo
extraño, pero me enfrenté a ella. Y luego la maté. —Silla se estremeció. Era
una asesina.
Había quitado unas cuantas vidas. Su alma estaba manchada para
siempre.
—Tuve que matarla. Tenía que acabar con esto.
Rey hizo un gesto con la cabeza y apretó los labios.
—Dioses, cómo me equivoqué contigo.
—¿Qué?
—Eres una luchadora. Tienes el espíritu de una guerrera. —Había una
nota de respeto, una reverencia en su voz—. No has dudado cuando has
tenido que actuar. Intentaron hacerte daño y respondiste con sangre. No te
acobardaste. Te has enfrentado a ellos cara a cara y has vencido a guerreros
experimentados.
A Silla se le quedó la boca abierta unos milímetros, pero seguía en
silencio. Rey revisaba el corte que le había hecho el comandante en la mano
con el cuchillo.
—Tendremos que curarte luego. No llevo la bolsa de medicinas encima.
—¡Tenemos que volver! —exclamó Silla con un grito ahogado—. Hay
una chica que necesita nuestra ayuda, Rey. Se llama Metta. Lleva cuatro
semanas encerrada en una celda.
—No podemos volver. —Rey le soltó la mano y miró la muralla
defensiva—. Hay demasiados klaernar. Es una misión imposible. Y tenemos
que irnos, o nos encontrarán. Tenemos que irnos ya.
—Pero… —Su voz vaciló. Pensar en abandonar a Metta en una celda le
revolvía las tripas. Pero en ese momento, la voz de un klaernar se oyó más
allá del muro. Silla se pegó a Rey.
—Conozco a alguien —dijo—. Veré si mi contacto puede ayudar a
Metta. Hablaremos con él más tarde. Pero tenemos que irnos. Ya.
Rey le ofreció de nuevo su espalda y Silla, con sus piernas exhaustas,
estuvo encantada de aceptar.
—Rey —dijo con cuidado, encaramándose a su espalda mientras él
empezaba a trotar hacia el bosque.
—¿Sí?
—¿Cómo supiste dónde estaba?
Él se quedó callado unos instantes.
—Cuando vi que Jonas no regresaba, tuve la sensación de que había
pasado algo. Y teniendo en cuenta que sabíamos que te buscaba la reina, y
la pena tan grande que sentía por la muerte de su hermano, no era
descabellado imaginar que te entregaría a cambio de una recompensa.
—Pero ¿cómo supiste que estaba en el bosque?
—Seguí las voces de los klaernar y recordé lo mucho que te gusta correr
por el bosque. Tuve suerte de adivinarlo. —Se quedó en silencio—. ¿Por
qué te busca la reina?
A Silla se le encogió el estómago y el pulso le latió en las sienes.
«Díselo», se decía. «Ha venido a por ti. Confía en él. Soy Eisa Volsik.
Dilo. No es tan difícil».
Pero se le puso el cuerpo tenso, le clavó los dedos en los hombros y las
náuseas le revolvieron el estómago otra vez.
—Quizá otro día —dijo él, con voz inesperadamente suave—. Has
pasado mucho. Ya me lo contarás cuando estés preparada.
Ella dejó escapar un suspiro y el cuerpo se le relajó encima del de él.
—¿Y los demás? —preguntó—. Hekla y Gunnar. Y Sigrún. —¿Cómo se
había quedado la Hermandad del Hacha Sanguinaria con tan pocos
miembros?
—Han ido a Istré con el remolque y tienen orden de esperarme. Hekla
está reclutando a nuevos guerreros… —Rey suspiró, y Silla percibió el
dolor de ese aliento.
—Lo siento, Rey —murmuró—. No quería…
—Lo sé —dijo—. Y yo estoy… —exhaló—. Siento haberte hablado con
tanta dureza en nuestra última conversación. Ojalá pudiera borrar lo que
dije.
Silla se sorprendió —algo le decía que Ojos de Hacha no pedía disculpas
a menudo—. Tenías todo el derecho a estar enfadado conmigo.
—Todos acordamos como Hermandad hacernos cargo de tu seguridad.
Sí, saber que te buscaba la reina habría sido de ayuda. Pero asumimos
correr el riesgo, Ilías incluido. No cargues con la culpa de su muerte. Si
tiene que hacerlo alguien, seré yo. Soy el líder de la Hermandad del Hacha
Sanguinaria, y fui yo quien nos llevó a la batalla sin la preparación
adecuada.
—No es culpa tuya, Rey. Eres un buen líder. —Silla enterró la cara en su
hombro.
—Tú y yo somos muy parecidos, Silla —dijo.
La sensación de sorpresa le recorrió el cuerpo. «Reynir Galtung», se
recordó. «Él también tiene sus secretos».
—Te entiendo más de lo que crees. Y sé que tu corazón… es demasiado
grande para este mundo. Entiendo que solo busques seguridad.
Una vez más, sintió que Rey escondía algo. Pero al igual que ella no se
sentía cómoda compartiendo su verdadera identidad con él, no lo presionó
para que le descubriera sus propios misterios.
Después de vadear un riachuelo, llegaron hasta Caballo, y Silla se bajó de
la espalda de Rey y aterrizó en el suelo del bosque.
Él le lavó la herida con agua de su odre, la envolvió en una venda de lino,
la ayudó a subir a Caballo y él se montó detrás.
—Mantén tus brazos ocultos bajo la capa y la capucha puesta —le indicó,
dando la orden a Caballo para que arrancara—. Conozco un cañón que nos
ocultará de la vista. Pasaremos tres días recorriéndolo y luego iremos por un
camino de cabras hasta Istré.
El silencio se prolongó hasta el camino que tenían delante y entonces
Caballo salió al galope. El agotamiento acabó afectando a Silla; su galdur
por fin parecía haberse calmado, pero sentía que le pesaban las
extremidades. Se reclinó en el pecho de Rey, y su firmeza supuso una
presencia reconfortante tras ella.
—Supongo que podría soportar si quisieras tararear —dijo Rey, una vez
que empezaron a atravesar el cañón. A ambos lados se elevaban paredes de
capas negras ribeteadas con musgo verde y un riachuelo ondeaba en la
llanura del cañón.
—Yo no tarareo —respondió distraída mientras observaba la piedra
volcánica.
Él soltó una carcajada.
—Odio tener que decírtelo, pero sí, Rayo de Sol, tarareas.
—Creo que lo sabría si lo hiciera.
—Al parecer no es así —murmuró.
Un pequeño rayo de calidez parpadeó en su interior más profundo.
—Sé que quieres animarme, Rey —dijo ella con gratitud silenciosa—.
Pero si te tomas en serio esa tarea, deberías dejarme dirigir.
—¿Dirigir?
—Dame las riendas. Déjame guiar a Caballo.
—Ni de broma. —Él la fulminó con la mirada y apretó el agarre—. Si tu
sentido de la orientación se parece a tu sentido común, en una hora
estaremos perdidos.
—¡Estamos en un cañón! —dijo, ofendida—. Solo se puede ir en una
dirección.
—No —fue su seca respuesta.
—¿Tienes miedo de que te robe a tu único amigo? —replicó.
Rey frunció el ceño.
—Con la cantidad de premios que le has dado a Caballo, estoy seguro de
que ya te has ganado su lealtad.
—Eres un corcel muy inteligente, ¿a que sí, chica? —dijo, dándole unas
palmaditas en el lomo a Caballo—. Lista y valiente. Voy a mimarte todo el
camino hasta Istré.
—¡Vas a echarla a perder! —protestó Rey a su espalda.
Silla sonrió para sus adentros. Cuando llegó la tarde, Silla sujetaba las
riendas de Caballo, guiándola entre las altas paredes del cañón. Le daba
miedo confiar en Rey después de lo que había hecho Jonas. Pero él había
ido a buscarla sin ayuda cuando ella estaba sola. Seguro que eso quería
decir algo.
Y, en ese momento, Silla lo pensó: todo este tiempo había estado
buscando un lugar seguro, pero ¿y si no había buscado bien? ¿Y si la
seguridad no era un lugar, sino una persona? ¿Otras personas? Sin su padre,
necesitaba encontrar a otros como ella, personas afines que pudieran
enseñarla a ponerse a salvo.
Silla suspiró. Había tantas cosas que no entendía. ¿De verdad podía
confiar en Rey? ¿Qué le esperaba en Nordur? ¿Llegaría a controlar las
rebeldes luces brillantes bajo su piel? Y ahora que sabía su verdadero
nombre, ¿encontraría aliados, o estaría condenada a pasar toda la vida
ocultándose?
Y Saga. Silla apenas se había permitido pensar en su hermana, que vivía
entre sus enemigos. «Ven a buscarme», le había dicho la niña, y Silla le
había jurado que lo haría.
Su futuro era una nube de incertidumbre. Estaba ligado al peligro. Y, sin
embargo, sin darse cuenta, Silla empezó a tararear.
EPÍLOGO

Castillo de Askaborg, Sunnavík

Saga Volsik creía muchas cosas: que una taza diaria de té de milenrama
era buena para la complexión; que el negro era un color perfectamente
apropiado para vestir a una dama de alto rango, a pesar de lo que dijera su
madre, y que los habitantes del Continente Sur eran, indiscutiblemente, los
que tenían las maldiciones más soberbias.
Pero, además de todo eso, creía en la suerte. Hay quien opinaba que la
vida era un mero juego de azar —la probabilidad de tener mala suerte era
exactamente la misma que la de tener buena suerte—. Pero Saga prefería
pensar que había algo más. Creía que, de algún modo, el destino era
marcado al nacer, y que la voluntad y la elección solo guiaban a las
personas hasta el momento actual.
Era difícil no ver que algunas personas eran simplemente afortunadas.
Parecía que el sol brillaba allá donde iban, que las flores florecían bajo sus
irritantes pies. Todo resultaba fácil para esa gente y, lo más exasperante,
daba la sensación de que esas personas creían que ellas tenían algo que ver.
«No», Saga iba a degüello. «No es que te lo merezcas. Es solo que
ganaste la mano cuando la Fortuna repartió las cartas».
Hay quien pensaría que era una amargada. Pero Saga sabía lo que era
atraer la más inmunda, la más apestada de las suertes. Tal vez se aferraba a
esta creencia por la pequeña dosis de consuelo que le proporcionaba —
pensar que no había hecho nada para ganarse la horrible serie de
acontecimientos que la habían llevado a aquel lugar—; que, en las infinitas
variaciones de cómo se podrían haber desarrollado los acontecimientos
aquel día, la mala suerte de Saga habría hecho añicos su vida igualmente.
Había nacido Volsik, la dinastía más poderosa de todo Íseldur. Lo que
debería haberla puesto en el lado de los afortunados. Pero parecía que,
cuanto más tenías, más podías perder. Y Saga lo había perdido todo.
Su familia.
Su libertad.
El control de su cordura.
Esto último, para ser justos, representaría un desafío incluso para los más
afortunados que hubieran pasado cuatro semanas sin salir de sus aposentos.
Empezó como un juego. ¿Cuántos días aguantaría Saga sin salir de su
dormitorio? Para gran regocijo de Saga, las semanas habían pasado sin
convocatorias. Durante un tiempo, llegó a preguntarse si se habían olvidado
por completo de ella. Se permitió imaginar cómo sería si nunca tuviera que
volver a poner un pie en aquel fastuoso salón, rodeada de gente que, o se
compadecía de ella, o le deseaba la muerte.
Pero entonces, su dama de compañía, Árlaug, llegó con la noticia de que
la reina requería la presencia de Saga. Ese fue el motivo por el que salió de
sus aposentos por primera vez en un mes, y no vestida de negro, sino con un
vestido de color lila para satisfacer los gustos de su madre adoptiva.
Ya era bastante malo que retazos del sueño de Saga siguieran viniéndole
a la mente. Su hermana, otra vez. Todo el mes con lo mismo. Como si
necesitara otro recordatorio de la noche que los vientos de su suerte
cambiaron. Aquel brazo serpenteando por su cintura que la arrancó de los
brazos de la pequeña Eisa. Y, dioses, los gritos —tan angustiados— que
todavía resonaban en el cráneo de Saga.
Intentó empujar el sonido al fondo de su mente mientras seguía a Árlaug
por los pasillos. Más allá de la seguridad de sus aposentos, el pulso le
palpitaba con un ruido sordo y la tensión se le acumulaba en el pecho con
cada paso que la alejaba de allí.
—No me encuentro muy bien —probó a decir Saga conforme se
acercaban a la imponente escalera. Abierta, tan abierta que se agarró al
pasamanos para mantener el equilibrio.
Pero Árlaug no se dejó convencer.
—Su Alteza dice que tenéis que reuniros con ella, aunque hubieseis
recibido una herida mortal.
—No es una herida mortal —alegó Saga—. Es peor. Es una enfermedad.
Y estoy segura de que es contagiosa.
Árlaug la miró con dureza.
—¿Piojos? —intentó esta vez; la desesperación aumentaba—. ¿Lepra?
Árlaug bajó las escaleras sin piedad.
—Está bien, señorita, seguro que no es tan malo como dice. Vaya,
reúnase con Su Alteza y ya está. No es tan difícil sonreír durante una hora,
más o menos.
La palabra «sonreír» solo consiguió que sus labios languidecieran.
«Esta niña mimada no valora todo lo que tiene», flotó entre los
pensamientos de Árlaug, con una punzada de irritación.
A Saga le temblaban las piernas.
«¿Acaso no se da cuenta de que la gente de Sunnavík está pasando
hambre? Desde luego que no, está demasiado ocupada compadeciéndose de
sí misma. Con mucho gusto me pondría yo sus vestidos y bebería su róa
y…».
Rápidamente, Saga volvió a tejer sus barreras mentales asegurándose de
que su juicio quedara tras ellas. Tenía los nervios tan al límite que no había
notado que los muros separadores se habían deshilachado. Dioses, tenía que
recomponerse antes de verse con Signe.
Cuando se percató de que Saga se había detenido en la escalera, Árlaug
se dio la vuelta.
—La reina ha dicho claramente que, si no acude por su propio pie,
enviará a Thorir para que la cargue.
A Saga se le agrió aún más la cara.
—Voy —dijo reanudando el descenso.
Cuando llegaron ante las puertas de la salita de Signe, a Saga le palpitaba
el pulso y se encontró jugueteando con sus guantes. Árlaug hizo una pausa,
alisó con la mano el cabello rubio de Saga y le pellizcó las mejillas para
darles color.
Con un suspiro, Árlaug esbozó una sonrisa tensa.
—Es un vestido precioso —dijo—. Aunque no sé por qué se empeña en
ponerse esos pendientes de ala invernal cuando tiene tantas joyas
maravillosas para elegir.
Espontáneamente, se llevó las manos enguantadas a las orejas para tocar
los pendientes. Al instante la invadió una mezcla confusa de nostalgia y
dolor y el aroma del aceite de baño de lavanda de su madre.
Árlaug frunció el ceño antes de alejarse rápidamente. Y Saga se quedó
sola.
«Podrías echar a correr», pensó. Dioses, ojalá pudiera echar a correr.
Ojalá pudiera sentir la hierba bajo los pies, la lluvia en la palma de las
manos. Pero Saga no era tan tonta como para permitirse tener esperanza.
Era un sentimiento inútil para los desventurados. Y, sin más, entró en la
habitación.
La salita de la reina era mucho más grande que sus aposentos —era tan
grande que parecía que iba a tragarse entera a Saga—. El corazón le latía
desenfrenado, el suelo se ondulaba como la superficie del océano. Saga
apoyó una mano en la pared para estabilizarse y buscó instintivamente con
la mirada una vía de escape. Pero la puerta del servicio estaba sellada, al
igual que las ventanas. La única forma de salir era dar media vuelta y huir.
—Qué amable por tu parte, Saga, honrarme con tu presencia —dijo la
voz de la reina desde la mayor de las chimeneas, anulando cualquier
pensamiento de escabullirse sin ser detectada.
Se obligó a acercarse a Signe. Un paso. Dos. Más. Se hundió en la silla
frente a ella. Suspiró.
«Enhorabuena, has completado la tarea más básica», pensó con
amargura.
Miró a la reina Signe. Se sentaron en sillas de respaldo alto colocadas
frente a la chimenea bañada en oro, junto a una mesa con dos tazas vacías y
los utensilios para el róa. Una lujosa lámpara de araña dorada colgaba
encima, iluminada con cientos de velas que, en combinación con la
chimenea de oro, proyectaban un resplandor amarillo sobre toda la estancia.
La reina vestía de blanco, como era habitual en ella. Llevaba un elegante
vestido color marfil de seda zagadkiana y su codiciado cabello norvalandés
blanco y dorado recogido en una trenza, dejando ver su pálida tez, suave y
lisa como el pétalo de una flor de nieve. Los ojos de Signe eran de un azul
tan gélido que Saga sentía su frialdad en la piel.
En realidad, Signe tenía apenas diez años más que los veintidós de Saga,
una diferencia de edad que debería hacerlas sentir más hermanas que madre
e hija. Aunque decir que Signe era maternal con Saga sería exagerar. A
cambio, había tolerancia. Inclusión. Pero no amor, y tampoco afecto. Hubo
un tiempo en que Saga se esforzó por obtener la aprobación de Signe. Por…
algún motivo.
Cuando ahora lo recordaba, lo hacía con pesar. Signe crio a sus hijos y a
su hija con el amor feroz de una madre osa. Durante años, Saga se preguntó
si había hecho algo mal para ganarse la neutralidad desesperante de Signe.
En cierto modo, le habría resultado más fácil entender el odio ciego.
—Saga —dijo la reina, con voz cortante—, mírame, cariño.
Su sonrisa era tan forzada que Saga pensó que se rompería si le sostenía
la mirada. Los ojos azules de la reina Signe repasaron la cara de Saga, luego
bajaron al vestido. La reina dejó escapar un largo suspiro y Saga se preparó.
—¿Has dormido mal? Pareces cansada.
«Puedes dejar de mirarme cuando quieras», pensó.
—Sí, Su Alteza —respondió en su lugar.
Signe hizo un gesto con la mano y un copero se acercó corriendo y llenó
las tazas con róa humeante. Signe añadió una cucharada de miel al suyo,
levantó la taza y sopló, mirando a Saga por encima del borde. La reina tenía
la habilidad de decir mil cosas sin pronunciar una palabra. Y ahora mismo,
estaba claro que Saga no estaba a la altura de sus expectativas.
¿Qué sería? Se dio unas pasaditas por el pelo, buscando un mechón fuera
de sitio. Luego se contuvo. Sabía que no debía suponer que sus defectos
serían tan fáciles de arreglar.
Por fin, Signe habló.
—Saga, te he dado tiempo, pero mi paciencia ha llegado a su límite.
Tus… problemas —agitó una mano con desdén— no se resolverán
escondiéndote en tus aposentos.
Saga movía la rodilla con tanto ímpetu que el talón empezó a golpear
contra el suelo.
—Está claro que necesitas mano dura. —La reina le clavó los ojos—. En
adelante, harás con nosotros todas las comidas.
Tap. Tap. Tap.
—A estas alturas, supongo que ya conoces a los zagadkianos.
Tap. Tap. Tap.
—Pronto llegarán con un barco lleno de cereal y negociaremos un
acuerdo comercial con el rey para garantizar la entrega de más.
Tap. Tap. Tap.
—Espero que luzcas lo mejor posible con la fina seda zagadkiana —
prosiguió Signe—. Debemos causarles una buena impresión. Es imperativo
que consigamos ese grano, Saga, y espero que nos ayudes a fomentar la
relación con ellos.
Tap. Tap. Tap.
—¡Habla, niña! —espetó Signe, con ojos brillantes.
«Busca. Trae. Buena chica».
Sentía la lengua espesa y torpeza en el arte de la conversación.
—Sí, Su Alteza.
—Representas a esta familia, Saga, y he sido indulgente contigo
demasiado tiempo. Espero tu mejor comportamiento durante las próximas
semanas. Acudirás a las fiestas y a las oraciones y cumplirás con las
tradiciones de esta familia, como se espera de una hija mía. Tu conducta
estas últimas semanas ha sido bochornosa para Ivar y para mí. Hace que
parezca que no te tratamos bien. ¿Es que no te he tratado como si fueras mi
propia hija, Saga?
—Sí, Su Alteza —respondió, con el abismo abriéndose en su pecho—.
Ha sido una buena madre para mí.
—Entonces, ¿qué pasa, Saga? —preguntó Signe, dolida—. ¿Por qué te
escondes en tus aposentos?
Saga buscó las palabras adecuadas mientras intentaba frenar el rebote de
la pierna. ¿Cómo se podía explicar algo irracional para hacer que otros lo
entendieran? Era imposible.
—Mi mente prefiere la tranquilidad y la soledad.
«La seguridad», no logró decir. «En mis aposentos me siento a salvo».
Signe soltó una carcajada.
—Estaría bien que todos pudiéramos disfrutar de esos lujos. Pero, por
desgracia, las mujeres como tú y como yo no podemos atender a nuestros
caprichos. Tenemos un deber y un honor que defender y no toleraré más
faltas de respeto por tu parte.
Saga guardó silencio.
—Y eso me lleva al siguiente punto. Saga, cariño, llevas demasiado
tiempo sin hacer una ofrenda a Ursir. —Signe sorbió su róa sin dejar de
mirarla—. Un sacrificio es totalmente necesario para que el dios Oso
mejore tu salud.
—Su Majestad… —empezó Saga. Un dolor fantasmal le atravesó el
codo. Su tierna piel marcada con un cruzado de líneas rojas. No pararían
hasta dejarla seca, hasta que hubieran extinguido la última gota de su
voluntad.
—Rogarás por el perdón de Ursir. —La reina Signe entrecerró los ojos—.
Y luego ocuparás tu lugar como la prometida de Bjorn. Cumplirá catorce
años la próxima estación, una edad bastante adecuada para casarse.
Empezaremos con los preparativos para la boda después de la fiesta de
cumpleaños de Yrsa.
Saga asintió aturdida. Sin opinión. Solo a la deriva. Solo como le
ordenaban.
—Sí, Su Alteza —se oyó a sí misma decir.
—Eso es todo, Saga —dijo, despachándola—. Te veré mañana a la hora
de comer. Y no lo olvides: una buena relación con Zagadkia es imperiosa
para asegurar el cereal para nuestro reino.
—Sí, Su Alteza —repitió, como el animal adiestrado que era.
Y, sin siquiera probar un sorbo de su róa, Saga fue despedida. No
alcanzaba a salir lo suficientemente rápido de la sala. Su mente daba vueltas
en espiral con tanta fuerza que todo le parecía un sueño.
«Preparativos de boda».
El matrimonio siempre había sido algo lejano, una preocupación de la
Saga del futuro. Pero ahora aparecía en el horizonte. Saga se casaría con
Bjorn y luego sería una de ellos. Una urkana.
Le picaba la piel, le tiraba. «Márchate», pensó. «Huye».
Era un concepto simple y, sin embargo, ridículamente imposible. Saga
había hecho las paces hacía años, en cierto modo, con su situación. Respetar
su necesidad de seguridad era su forma de protegerse, fuera racional o no.
No parecía tanto una barrera sino… una parte de ella. En cierto modo, se
conformaba con que fuera así.
De repente, un ruido de grilletes.
Sintió la tensión aproximándose, como si una mano le envolviera las
costillas y apretara cada vez más fuerte. Atrapada, se sentía atrapada, las
paredes se cernían sobre ella…
El sonido de los pasos que se aproximaban era ensordecedor en sus
oídos. Alguien venía. Alguien presenciaría su destrucción en pedazos. Solo
sería más pasto para sus rumores, por los dioses del cielo, Saga no podía…
Sus ojos se posaron en el oso disecado, con la boca congelada en un
gruñido permanente, y fue consciente del pasillo en el que se encontraba.
Con una última carrera desesperada, empujó una piedra tres pasos por
debajo del oso, y corrió a través de la puerta que se abrió hacia dentro. Se la
tragó la oscuridad en cuanto la cerró, y la envolvió el olor a humedad de las
salas antiguas y silenciosas. Al instante, el pulso le volvió a la normalidad,
su respiración cada vez más constante. Estaba a salvo. Estaba a salvo donde
nadie pudiera encontrarla.
Y en un mundo en el que Saga no tenía a nadie, recordó que tenía un
único aliado: el castillo de Askaborg, con sus pasadizos ocultos que solo
ella conocía. La invisibilidad era su manto de seguridad, y el castillo le daba
la posibilidad de desaparecer cuando quería. En realidad, los urkanos
habían descubierto muchos de los pasajes, pero no todos. Pensó si habría
más conductos en el castillo que ni siquiera ella conocía.
Saga recorrió el pasadizo, con sus pies recordando cada paso a través de
la oscuridad más absoluta, usando solo la memoria. Pronto llegaría a la
salida secreta en la chimenea de la biblioteca que, afortunadamente, ya no
se usaba.
Un fuerte golpe, seguido de un grito, hizo que Saga se detuviera en seco
en el pasillo. La voz de un hombre murmuraba a través de la pared de
piedra envejecida, pero la voz de la mujer era, sin duda alguna, la de la
reina Signe.
—¿Cómo se les ha podido escapar de las manos? ¡La tenían bajo
custodia! ¡En una celda!
Saga avanzó, y pegó la oreja a la piedra húmeda.
—En verdad, es muy desafortunado, Su Alteza. —Era el maestre Alfson,
adivinó con un escalofrío.
—¿Qué clase de idiota incompetente es tu amigo, maestre? El
comandante del destacamento de los klaernar de Eystri. ¿Cómo ha podido
vencerlo una chica sin entrenamiento?
A Saga se le erizó el vello de los brazos al percibir el tono de rabia de la
voz de Signe. A menudo, quedaba confinado a las pausas silenciosas entre
palabras, nunca tan hostil y en público como ahora.
—Tuvo ayuda, Su Alteza. Hubo víctimas. Y lo más extraño, mi Reina, es
que parece que los quemaron vivos desde el interior.
—¿Desde el interior? —Su voz se suavizó, teñida de curiosidad.
—Sí, Su Alteza. Le llaman Slátrari, y ha actuado en el Camino de
Huesos. Pero ahora los klaernar creen que ayuda a la chica.
—Pero maestre, ese Slátrari… parece que tiene habilidades
considerables, ¿no es cierto?
—Me inclino a pensar como vos, Su Alteza.
El silencio se prolongó durante varios minutos. Cuando finalmente habló
la reina Signe, lo hizo en voz baja.
—Eso podría resultar muy ventajoso.
—Tenemos un testigo que lo ha descrito. La información se está
distribuyendo por todo el norte de Íseldur.
—Bien, Alfson —dijo la reina—. ¿Y la banda de guerreros?
—Estoy esperando respuesta.
—Bien, maestre. Muy bien. No podemos dejar que Eisa Volsik se nos
escape otra vez.
El mundo desapareció bajo los pies de Saga, y ella se precipitó en una
caída infinita.
Se aferró a la pared. Aspiró una bocanada de aire.
Eisa.
Eisa Volsik.
Su hermana. Pero su hermana estaba muerta. Había un cadáver. Fue
empalada en el foso junto a los padres de Saga. Los cuerpos estuvieron
expuestos un año entero.
¿Sería eso cierto? ¿Podría estar Eisa viva de verdad?
Su mundo hecho añicos se recompuso. Las palabras de Signe resonaban
en su cabeza. En algún momento, se dejó caer al suelo y se abrazó las
rodillas. Estaba entumecida, desorientada y, sin embargo, sabía que su vida
había cambiado para siempre.
Cuando Saga encontró la fuerza para levantarse y sacudirse el polvo de
las faldas, dos hechos se habían cristalizado en su mente.
Eisa estaba viva.
Y Saga iba a encontrarla.
GUÍA DE PRONUNCIACIÓN

Muchas palabras y nombres de este libro derivan del nórdico antiguo y del
islandés. En el texto, los caracteres ð y þ se han convertido a «d» y æ a «ae»
para facilitar la lectura.

Bjáni: bai-yá-ni
Dúlla: dú-la
Eystri: ais-tri
Flíta: fli-í-ta
Hevrít: je-brít
Hjarta: ji-yar-ta
Hver: k-ver
Hvíta: kví-ta
Íseldur: í-sel-dur
Klaernar: klait-nar
Kunta: kun-ta
Lébrynja: lié-brin-ya
Myrkur: mir-kur
Nordur: nor-dur
Reykfjord: reik-fiord
Róa: ró-a
Signe: sig-nu
Skjöld: sh-kuld
Skógungar: sh-kún-gar
Slátrari: slóu-tra-ri
Stjarna: stiar-na
Sudur: su-dur
Urka: ur-ka
Vestir: ves-tir
GLOSARIO

Araña lobo: araña de gran tamaño cubierta de pelo gris.


Berskio: sustancia en polvo que se extrae de una mina cerca de Reykfjord;
la toman los klaernar para conservar su enorme estatura y su fuerza.
Bjáni: idiota; un insulto.
Brennsa: whisky de alta graduación.
Dúlla: apelativo cariñoso entre las mujeres.
Eisa Volsik: antigua princesa de Íseldur, asesinada por el rey Ivar; la
empalaron en el foso del castillo de Askaborg.
Eystri: territorio más oriental de Íseldur.
Flíta: mariposas fénix cuyas alas se iluminan cuando vuelan. Cuando se
hacen adultas, estallan envueltas en llamas y de las cenizas sale una
oruga.
Galdra: persona que ejerce la magia, también llamada «Cinérea»,
perseguida por el rey Ivar.
Hábrók: dios de la batalla, del honor, de la suerte y del clima; uno de los
antiguos dioses de Íseldur.
Hevrít: espada iselduriana de hoja larga.
Hindrio: metal especial que inhibe la magia de los galdra.
Hóra: prostituta.
Illmarr: vampiro escamoso del mar; se alimenta de sangre de anguila y
muere abatido por flechas de serbal.
Íseldur: reino de Hielo y Fuego; país insular donde se desarrolla esta
historia.
Ivar Corazón de Hierro: el nuevo rey de Íseldur; le arrebató la corona al
rey Kjartan Volsik hace diecisiete años.
Kjartan Volsik: antiguo rey de Íseldur; asesinado por el rey Ivar mediante
el ritual del águila de sangre en el foso del castillo de Askaborg.
Klaernar: guardia personal del rey Ivar. También se los llama «Garras del
Rey».
Kopa: gran ciudad de piedra de la parte septentrional del territorio de
Eystri.
Kunta: canalla; insulto.
Lébrynja: armadura ligera especial hecha de pequeñas escamas de cuero
que porta la Hermandad del Hacha Sanguinaria.
Malla: diosa del amor, de la guerra y de la muerte; nombre de una de las
lunas; una de las antiguas diosas de Íseldur.
Marra: diosa de la sabiduría, de la sanación y de la paz; nombre de una de
las lunas; una de las antiguas diosas de Íseldur.
Myrkur: dios del caos y de la oscuridad; uno de los antiguos dioses de
Íseldur.
Nordur: territorio más septentrional de Íseldur.
Norvaland: isla al noreste de Íseldur, cuyo regente fue derrocado por
Harald, padre de Ivar, quien ocupa el trono en la actualidad.
Róa: bebida caliente que se sirve en Íseldur, elaborada con la corteza del
árbol róa.
Saga Volsik: antigua princesa de Íseldur; raptada por el rey Ivar y criada
bajo su tutela; está prometida con su hijo, el príncipe Bjorn.
Skarpling: animal del tamaño de un ratón con púas en el lomo.
Skjöld: hoja seca que se ingiere para curar dolores de cabeza.
Skógungar: caminante del bosque; criatura pacífica con forma de árbol que
habita en el Bosque Occidental.
Slátrari: «el carnicero»; asesino que quema a sus víctimas de dentro hacia
fuera.
Stjarna: «madre de las estrellas»; esposa de Sunnvald; diosa del tejido, de
la fertilidad y de la orientación; una de las antiguas diosas de Íseldur.
Sudur: territorio más meridional de Íseldur; alberga la capital.
Sunnavík: capital de Íseldur; es donde se encuentra el castillo de Askaborg.
Sunnvald: dios del Sol; rey de los antiguos dioses de Íseldur; dios del
fuego y del poder.
Svalla Volsik: antigua reina de Íseldur; asesinada por el rey Ivar; la
empalaron en el foso del castillo de Askaborg.
Thrall: persona esclavizada, generalmente traída al reino de Íseldur desde
Norvaland. Recibe una marca en la cara interior de la muñeca.
Urka: país de gran tamaño al este de Íseldur; origen de la dinastía urkana y
del rey Ivar Corazón de Hierro.
Ursir: el dios Oso venerado por el rey Ivar y sus simpatizantes urkanos;
creencia impuesta a todos los iseldurianos.
Venado vampiro: ciervo vampiro que caza mamíferos y les chupa la
sangre.
Vestir: territorio más al oeste de Íseldur; alberga el Bosque Occidental.
Zagadka: nación insular misteriosa al sur de Íseldur.
AGRADECIMIENTOS

Este libro empezó siendo una salida creativa, pero muy pronto se convirtió
en mucho más. Llegó a ser algo terapéutico, una forma de evadirme de un
mundo que me resultaba ruidoso, mordaz y a veces muy «demasiado».
Quería presentar a un personaje femenino tierno en un mundo de fantasía
dura para mostrar las muchas definiciones que tiene la palabra «fuerza».
Fuerza es poner un pie delante del otro, a pesar de la fatiga. Es superar tus
miedos, librar batallas internas contra el dolor y la adicción y aferrarte a la
esperanza de que volverás a encontrar el camino cuando pierdas el rumbo.
Fuerza es aplicar la autocompasión y el perdón frente al autodesprecio y la
tristeza.
A veces, la fuerza es un viaje de más de mil kilómetros en un mundo de
bandas guerreras y de monstruos y, a veces, la fuerza está en las pequeñas
cosas que hacemos a diario.
Quisiera agradecer las increíbles ilustraciones de Rony Bermudez que
embellecen las cubiertas de Camino de huesos y Reino de garras. Rony
abandonó este mundo demasiado pronto, pero su legado pervivirá a través
de su hermoso arte.
Cuando decidí autopublicar este libro, jamás habría podido imaginar
dónde me llevaría. Muchas, muchísimas gracias a mi agente, Jessica
Watterson, por insistir en que Camino de huesos tenía que estar en las
librerías. No hay palabras que expresen lo agradecida que estoy por tu
asesoramiento y por tu fe inquebrantable en los libros. Gracias al resto del
sensacional equipo de SDLA por hacer que los libros lleguen a todos los
rincones del mundo.
Muchas gracias también a Shauna Summers por adentrarse conmigo en el
reino de Íseldur. Me entusiasma recorrer este camino a tu lado y ver hasta
dónde nos lleva. Gracias, Mae Martinez, por tu apoyo durante el proceso de
publicación, así como al equipo de Penguin Random House: Brianna
Kusilek, Taylor Noel, Megan Whalen, Mark Maguire, Christa Guild, Fritz
Metsch y Saige Francis.
Varios libros han sido sumamente útiles para conseguir el marco escénico
adecuado, entre otros: Vikingos: la historia definitiva de los pueblos del
norte, de Neil Price; The Sagas of Icelanders, editado por Jane Smiley;
Valkirias: la mujer en el mundo vikingo, de Jóhanna Katrín Friðriksdóttir; y
The Vikings, de Kenneth W. Hart (Great Courses).
Gracias a mis amigos autores: Jess, Abby y MT Sear; y a mis lectores
beta: Ashlyn, Kelli, Georgia, Ashton, Diana, Renee, Jen, Maggie, Nicole,
Lisette, Millee, Kamea, Priscilla, Jenn, Sasha, Macy, Rachel, Hayley y
Pallavi.
Gracias a mi editora de contenido, Chersti Nieveen, por ver el potencial
de este libro y ayudarme a modelarlo para hacerlo muchísimo mejor.
Gracias a Ruthie Bowles por tu lectura sensible y por asegurarte de que el
tema racial en este universo se tratara de forma respetuosa. Gracias a
Gianna Marie por tus sorprendentes y esclarecedoras observaciones acerca
de los personajes de Hekla y Sigrún. Para mí era muy importante
representar distintos colores de piel, la discapacidad y la salud mental en
este libro, y no podría haber hecho justicia a los personajes sin el apoyo de
mis lectores de sensibilidad.
Y, por último, gracias a mi familia. A mis padres, que probablemente se
preguntaban qué hacía el restante ochenta por ciento de mi vida, pero me
apoyaban igualmente. A mi «marido» y mayor animador, Ben, a quien no le
tiembla el pulso cuando aparezco con una nueva idea descabellada, por tu
calma y tu firme convicción. A Kai y Zeph, os quiero hasta Makemake y
vuelta, y no, no podéis leer las novelas de mamá hasta que cumpláis los
dieciocho.
Una chica que huye. Una banda de mercenarios
vikingos. Un romance prohibido. Y un secreto que
les amenaza a todos.

Silla Nordvig huye para sobrevivir.

La reina de Íseldur ha puesto un precio sobre la cabeza de Silla. Tras la


muerte de su padre empieza una travesía muy peligrosa: deberá atravesar el
Camino de los Huesos, mil millas de terreno llenas de prófugos, bandidos, y
un misterioso asesino, para llegar al refugio que la espera en Kopa.

Desesperada por sobrevivir, Silla se cuela en uno de los carros de la


conocidamente peligrosa banda de las Hachas Sangrientas. Conseguir llegar
a Kopa no será cosa fácil, y deberá convencer al misterioso líder de la
banda de que la deje acompañarles, todo ello sin dejarse distraer por el
apuesto segundo comandante.
Con los asesinos de la reina acechando por todas partes, ¿conseguirá Silla
llegar a su salvación, o será el Camino de los Huesos su perdición?
Demi Winters es autora de libros de fantasía romántica, con personajes
femeninos dulces, héroes malhumorados y mundos inmersivos. Amante de
los cuentos de hadas, Demi vive en British Columbia, Canada, con su
marido y dos hijos. Cuando no está planeando mundos fantásticos o
personajes moralmente grises, cocina y lee.
Título original: The Road of Bones

Primera edición: noviembre de 2024

Autopublicado originalmente por la autora

Publicado por primera vez en Estados Unidos por Dell Books, un sello de Random House, una
división de Penguin Random House, LLC.

Derechos de traducción gestionados por Sandra Dijkstra Literary Agency


y Sandra Bruna Agencia Literaria, S. L.

© 2023, Demi Winters


Todos los derechos reservados
© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2024, Pilar López Riquelme y Scheherezade Surià López, por la traducción

Diseño e ilustración de portada: adaptación a partir del diseño original de Rony Beremudez para
Penguin Random House Grupo Editorial

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección de la propiedad intelectual. La


propiedad intelectual estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el
conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una
edición autorizada de este libro y por respetar las leyes de propiedad intelectual al no reproducir ni
distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los
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conformidad con lo dispuesto en el art. 67.3 del Real Decreto Ley 24/2021, de 2 de noviembre, nos
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medios de lectura mecánica y otros medios adecuados a tal fin. Diríjase a CEDRO (Centro Español
de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-272-4944-8

Compuesto en: leerendigital.com

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Índice

Camino de huesos

Nota de la autora

Mapa

PRIMERA PARTE: Llamas

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce
Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Treinta y seis

Treinta y siete

Treinta y ocho

Treinta y nueve

SEGUNDA PARTE: Cenizas

Cuarenta
Cuarenta y uno

Cuarenta y dos

Cuarenta y tres

Cuarenta y cuatro

Cuarenta y cinco

Cuarenta y seis

Cuarenta y siete

Cuarenta y ocho

Cuarenta y nueve

Cincuenta

Cincuenta y uno

Cincuenta y dos

Cincuenta y tres

Cincuenta y cuatro

Cincuenta y cinco

Cincuenta y seis

Cincuenta y siete

Cincuenta y ocho

Cincuenta y nueve

Sesenta

Sesenta y uno

Sesenta y dos

Sesenta y tres

Epílogo

Guía de pronunciación

Glosario

Agradecimientos
Sobre este libro

Sobre Demi Winters

Créditos

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