1- Camino de Huesos - Demi Winters
1- Camino de Huesos - Demi Winters
1- Camino de Huesos - Demi Winters
LLAMAS
SAGA VÖLSUNGA
UNO
Skarstad
Silla Nordvig creía en las pequeñas señales que los antiguos dioses
dejaban a los mortales: el cielo rojo que presagiaba sorpresas, la flíta que
anunciaba cambios y el halcón negro que auguraba la muerte. Sobre todo,
sabía que la mala suerte venía de tres en tres, así que no debería haberla
sorprendido que aquellas desdichadas campanas empezaran a sonar. Aun
así, se sobresaltó.
Se lavó la masa de pan de las manos y se las secó en la áspera tela de su
falda casera. «Cenizas», pensó. La semana le estaba pasando factura.
Todo había empezado a torcerse cuando Olaf el Rojo había pedido el
pago del alquiler una semana antes de lo previsto, lo que había tensado al
máximo su escaso presupuesto. Después, Silla se había quemado el pulgar
mientras sacaba tortas de cebada de las brasas, y se le cayó toda la hornada
al fuego. Los cereales eran cada vez más caros; después de tres largos
inviernos seguidos, las plantaciones eran escasas y la cosecha iba a ser
nefasta. Silla se había ganado una severa reprimenda por su error.
Y ahora, el tercer infortunio de la semana: esas horribles campanas.
Silla se alisó el bordado floral del cinturón de su delantal azul, el mismo
que llevaban todas las empleadas domésticas del jarl Gunnell, y salió. El
tintineo de las llaves de hierro anunció la llegada de Bera, la esposa del jarl
Gunnell y ama de las llaves. Silla se colocó rápidamente en la fila y apretó
los dedos mientras Bera las contaba.
—Doce. En marcha, muchachas —les indicó con voz suave—.
Esperemos que esto sea rápido. Para todos los afectados.
Una ligera brisa le acarició el rostro a Silla y le sacó varios bucles
castaños de la apretada trenza mientras avanzaba por el sendero. Para ser un
día gris, hacía un calorcillo agradable; el sol estaba oculto por las nubes.
Una avispa se le acercó a la cara zumbando y se la apartó de un manotazo.
Los pájaros trinaban en los jardines de la granja. Por un instante, se
respiraba paz. Hasta el siguiente tañido de la campana, tan largo y tan fuerte
que a Silla le temblaron hasta los dientes.
Acompasó sus pasos a los de las demás, sin perder de vista las faldas
azules de la chica que iba delante de ella. Caminaban en fila india por la
senda llena de surcos. A Silla no le hizo falta mirar para saber que el jarl
Gunnell y sus hombres —guerreros, mozos de cuadra y trabajadores del
campo por igual— iban detrás. El conde era uno de los pocos miembros de
la nobleza que no utilizaba esclavos traídos de Norvaland, pero si lo hubiera
hecho, ellos también lo seguirían. Las campanas eran un gran elemento de
igualdad que exigía la presencia de todos los habitantes de Íseldur mayores
de diez inviernos, fueran de la clase que fueran.
Silla miró hacia los establos, pero no vio a su padre. Estaría entre los
trabajadores del campo, con la túnica gris manchada de tierra.
Estaría limpiándose la suciedad de la cara, preocupado por ella, por ellos,
tal vez pensando que llevaban demasiado tiempo en Skarstad. Sería hora de
empezar de nuevo. Otra vez.
Caminaron por la senda de tierra y cruzaron un portón en los muros de la
aldea, entre casas de madera con tejados de paja. Ante las casas se apilaban
ordenadamente pilas de leña y los huertos rebosaban de hierbas y verduras.
Skarstad en sí era pequeño y anodino, como la mayoría de los pueblos de
las tierras de Sudur. Silla lo sabía bien; había vivido en muchos de ellos.
Con una distribución esmerada y rodeado de altas murallas de defensa, el
pueblo tenía dos calles principales que se cruzaban en un patio central
arbolado. El salón de celebraciones estaba bien cuidado, habían barrido los
escalones a conciencia y la plaza estaba teñida de sangre.
Las campanas se oían con más fuerza a medida que se acercaban a la
plaza; cada tañido era más amenazador que el anterior. Los sonidos hacían
vibrar los huesos de Silla, constriñendo sus entrañas cada vez más con cada
paso. Hombres y mujeres, mercaderes y campesinos se les unieron hasta
que el camino se llenó de gente. Por fin, doblaron la esquina que daba al
patio central. Silla se acercó arrastrando los pies al imponente guerrero
klaernar, que estaba plantado junto a una carreta colmada de rocas negras y
afiladas, e iba dando una a cada persona que accedía al patio. Silla mantuvo
la mirada gacha mientras esperaba, sabedora de lo que vería si levantaba la
vista. En la plaza flotaban unas voces apagadas que rogaban. Suplicaban.
«Es en vano», pensó con desazón.
La opresiva presencia del guerrero klaernar que se cernía ante ella
sofocaba el ambiente. También llamados Garras del Rey, los klaernar eran
físicamente imponentes, y Silla clavó la mirada en las botas del guerrero.
Estaban desgastadas y manchadas de tierra, algo que le pareció
extrañamente reconfortante; no dejaba de ser una prueba de que era
humano. Si alzaba los ojos, Silla vería que llevaba una camisa de cota de
malla negra, con unas placas en los hombros de plata brillante y grabadas
con un oso de fauces abiertas. Sabía que vería tres marcas de garras
tatuadas en la mejilla derecha del hombre.
Había oído rumores de que los segundos hijos de Íseldur no solo
cambiaban físicamente al recibir la garra, también lo hacían mentalmente.
Algo sucedía cuando sometían su cuerpo al Ritual y se consagraban al rey
Ivar y a su dios Oso, Ursir. Por diminuta que fuera su estatura antes del
Ritual, regresaban transformados: altos y robustos como montañas, con el
ceño fruncido en su rostro recién entintado. Se decía que llevaban la
bendición de Ursir en las venas, lo que no hacía sino aumentar el
desasosiego de Silla.
Cuando el Garra del Rey le colocó en la palma un trozo de obsidiana en
bruto, Silla notó que se le hundía la mano por el peso. Se quedó mirando la
superficie plana y brillante. ¿Cómo podía ser algo tan hermoso y tan
horrendo a la vez?
Las campanadas clamorosas la sacaron de sus pensamientos; en la plaza
eran tan potentes que resultaban casi ensordecedoras. Silla avanzó dando
tumbos, con los ojos desorbitados, en busca del azul de las empleadas
domésticas del jarl Gunnell. No sabía cómo, pero las había perdido de vista.
Silla levantó el rostro, solo un instante, para recobrar la compostura.
Fue un error; lo sabía, pero no pudo evitarlo. Tres grupos de columnas en
forma de V se alzaban desde el estrado circular del centro de la plaza, en
cuyo corazón había una piedra rúnica a modo de altar. Cada persona
condenada estaba inmovilizada en un pilar de madera, con los brazos
extendidos y los pies juntos en la base. Unas máscaras de hierro les cubrían
la cara y ahogaban sus voces. Lástima que esos artilugios no les ocultaran
los ojos; aquellas desafortunadas almas lo veían todo: la multitud, las
piedras, la inminencia de la muerte. La espera era parte del castigo, supuso
Silla.
Temblorosa, se quedó mirando a la mujer del centro. Tenía la mirada
desorbitada por el miedo y le brillaba el blanco de los ojos. A Silla se le
cayó el alma a los pies cuando se dio cuenta de que no era una mujer, sino
una adolescente. El rostro de la niña se desdibujó, sus ojos marrones se
convirtieron en el verde intenso de madre, lo que la obligó a apartar la
mirada…
No.
Con una exhalación trémula, se obligó a mirar al suelo. No era el
momento de que afloraran esos recuerdos.
—¡Siguiente! —rugió el klaernar, y eso la despertó del trance.
Silla buscó con la mirada a las faldas azules y marrones que había a su
derecha y se dirigió rápidamente hacia el grupo.
La niñita rubia estaba con ellas, tan pequeña y fuera de lugar entre las
sirvientas del jarl Gunnell. Llevaba el pelo despeinado, pegado al cuello, y
tenía la cara sucia. La pequeña la miraba con unos intrigantes ojos azules,
que se curvaban por el rabillo exterior, mientras jugueteaba con el
dobladillo de su camisón raído y arrugado.
—Deberías prestar más atención —le dijo la chiquilla.
Silla había intentado adivinar la edad de la niña, supuso que tenía entre
cinco y seis inviernos.
—Y tú deberías cuidar tus modales —contestó ella como quien no quiere
la cosa.
—¿Qué has dicho, Katrin? —preguntó Bera, con voz seria.
Silla miró entonces hacia el rostro severo de la mujer.
—No me refería a ti —murmuró para sí.
—¿A quién te referías si no? ¿Con quién hablabas?
Volvió a mirar hacia donde estaba la niña hacía escasos segundos, pero
ahora no había nada más que un espacio vacío. «Ya has dicho bastante»,
pensó Silla, apretando los labios. «Espabila, Silla Margrét».
—Qué difícil es encontrar buenas sirvientas —murmuró Bera—. O son
vagas o están mal de la cabeza.
Silla inhaló profundamente mientras apartaba la mirada. Alcanzó a ver
una cabeza rubia entrecana que le resultaba familiar y clavó la mirada en la
de su padre. Cuando este la vio, pareció flaquear un instante, como si
hubiera estado conteniendo la respiración. A su lado estaba el amable mozo
de cuadra que les había proporcionado pieles y algunas provisiones de
cocina cuando Silla y su padre llegaron por primera vez a Skarstad; si no le
fallaba la memoria, se llamaba Tolvik. Con una sonrisa sombría, Tolvik
inclinó la cabeza plateada y ella le devolvió el gesto.
Las nubes se dispersaron y los rayos de sol bajaron del cielo, captando
destellos minerales en las losas de la calle y calentándole la espalda a Silla.
Por fortuna, las campanas dejaron de sonar. Pasaron varios minutos y la
multitud aumentó hasta llenar la plaza y desbordarse por las calles
adyacentes. Las conversaciones en voz baja y una energía agitada
invadieron el patio; la tensión era tan densa que se podía cortar con un
hacha.
Al fin, el portavoz del dios apareció en el patio. El gothi de Ursir era un
hombre alto, cuyo pálido cráneo lampiño resplandecía en aquella plaza
soleada. Vestía una vaporosa túnica marrón atada a los hombros, con el
dobladillo bordado de brillantes runas doradas. Dos guerreros klaernar de
altura considerable flanqueaban al gothi, con sendas pieles de oso alrededor
de los hombros que indicaban su rango de capitán. Como todos los Garras
del Rey, llevaban la barba larga peinada en dos trenzas idénticas; en las
caderas portaban hachas de mano, espadas y dagas.
Uno de los capitanes se hizo con un pergamino y comenzó a leer; su voz
resonaba fuerte y clara en el patio.
—Por orden del rey Ivar Corazón de Hierro, del gran linaje de los reyes
del mar de Urkan, hijo del rey Harald de Norvaland y gran soberano del
reino de Íseldur, hemos traído a Agnes Svrak, Lisbet Kir y Ragna Skuli ante
nosotros en nuestro sagrado deber de dictar sentencia. Se las acusa de hacer
uso intencionado de la magia. —El capitán miró a la multitud—. ¿Qué
decís vosotros, ciudadanos de Skarstad, de estas mujeres que tan
flagrantemente desprecian las reglas de nuestro reino? ¿De estas mujeres
que no creen en nuestras leyes?
—¡Culpables! —coreó la multitud. Estos juicios eran un ritual de lo más
vacío. Nadie pedía jamás la liberación de los condenados.
Una vez emitido el veredicto, el gothi se dirigió a la primera de las
condenadas y se sacó una daga sagrada y un cuenco dorado de entre los
pliegues de su túnica. La mujer forcejeó contra sus ataduras sin éxito, y sus
súplicas ahogadas se tornaron más desesperadas cuando el hombre le cortó
la vena de la parte interior del codo y recogió el chorro de sangre en el
cuenco dorado.
—Como todos los galdra, están condenadas a pena de muerte por
lapidación —bramó el capitán—. Pero antes, con el sacrificio pagarán
penitencia al Rey de los Dioses.
Los cuervos graznaron ominosamente desde lo alto del campanario
mientras la multitud aguardaba en silencio, y la piedra se hizo
insoportablemente pesada en la mano de Silla. Al cabo de un minuto
larguísimo, el cuenco se había llenado y el gothi mojó los dedos en la
sangre antes de arrastrarlos en una serie de líneas y círculos por la frente de
la mujer: el símbolo rúnico que le impedía la entrada al Bosque Sagrado de
Ursir en la otra vida. El hombre calvo se acercó a la piedra del altar y
entonó un cántico en urkano mientras vertía el resto de la sangre sobre las
inscripciones rúnicas.
Cuando el gothi se dirigió a la siguiente condenada, Silla se fijó en el
charco carmesí del estrado, la sangre que caía lentamente del codo de la
primera mujer. ¿Cuántas veces ocurriría esto? ¿Cuántos hombres y mujeres
tendrían que morir para que se saciara el apetito de sangre del dios Oso;
para que se aplacara el odio que sentía Ivar Corazón de Hierro hacia los
galdra?
Las súplicas ahogadas de las condenadas se volvieron más desesperadas,
más urgentes, y Silla se dio cuenta de que el gothi había cumplido su
cometido y se había girado hacia la multitud.
—¡Ahora demostraréis vuestra lealtad a Ursir, al rey Ivar Corazón de
Hierro, con su sangre!
La multitud vitoreó, aunque algunos simplemente parecían resignados a
la sangrienta tarea que tenían entre manos.
Se arrojó la primera piedra, que retumbó en el silencio de la plaza.
Durante un breve instante, a Silla se le nubló la vista y los gritos de su
madre resonaron en su cabeza. Apretando los dientes, trató de contener los
recuerdos. No podía derrumbarse; no aquí, no ahora.
Se arrojaron más piedras. Un ruido sordo precedió a un grito ahogado.
Silla siguió cabizbaja y agarró la piedra con fuerza mientras los gritos de los
aldeanos y los alaridos de las mujeres se entrelazaban en una melodía
espeluznante que le puso la piel de gallina. Cuando se acercó al estrado con
el resto de las sirvientas del jarl Gunnell, vio de reojo cómo Bera lanzaba su
piedra. Pero ella se quedó inmóvil, con la mirada fija.
La ira brotó en su interior como si la hubiera encendido con un pedernal.
Mal. Todo esto estaba mal.
—Tírala —dijo la niña rubia—. Tienes la piel demasiado suave para el
poste de los azotes.
Silla inspiró hondo, echó el brazo hacia atrás y lanzó la piedra hacia la
tarima. No miró si había dado en el blanco.
Y así siguió, en un torrente interminable de sangre y furia. Los cuervos
graznaban en lo alto; la sangre se acumulaba en el estrado mucho después
de que los gritos de las mujeres se hubieran desvanecido; mucho después de
que sus maltrechas cabezas colgaran inertes. Los klaernar vagaban entre la
multitud en busca de piedras sin lanzar, mientras el regusto de la violencia
flotaba pesado en el aire.
Se oyó entonces la voz potente del capitán.
—Que esto sirva de advertencia a aquellos que se sienten tentados por la
magia. Ursir os impondrá un destino del que no podréis escapar. Pagaréis
con sangre.
Y, tras eso, el espectáculo terminó, y la multitud se dio la vuelta para
marcharse. Silla estaba hecha un manojo de nervios y los pies le pesaban
como el hierro.
«Busca en tu mente pensamientos amables», imaginó que le decía su
madre. «El tipo de pensamientos que te abrigan como la luz de la lumbre».
«Focas bebé. Estornudos. El aroma de los libros».
Un grito interrumpió sus pensamientos. Silla miró con el resto de la
multitud hacia el cielo, donde una forma se arrastraba lentamente por
delante del sol. Se tragó la luz y los dejó en un crepúsculo fantasmal.
—¡Han robado el sol! —gritó una mujer, y Silla comprendió al final que
se trataba de un eclipse.
—¡Sunnvald está furioso! —exclamó un hombre con voz desgarrada…,
una voz que le era familiar—. ¡No aprueba la matanza!
Con el corazón palpitante, Silla miró a los capitanes klaernar y observó
una rápida sucesión de gestos con las manos. Tres klaernar localizaron al
culpable entre la multitud, cerca de donde había visto a su padre por última
vez. El pánico aumentó en su interior cuando los capitanes arrastraron al
hombre hasta el estrado, y ella se fijó en su rostro.
Era Tolvik.
Silla exhaló aliviada y luego se reprendió a sí misma. No era su padre,
no, pero Tolvik era un hombre bueno y amable. La bilis le subió a la
garganta y no pudo apartar la mirada cuando el más alto de los klaernar
cortó las ataduras de una de las condenadas. Su cadáver cayó con un ruido
sordo; las extremidades sobresalían en ángulos antinaturales. Con una
eficacia despiadada, el capitán empezó a sujetar las muñecas de Tolvik a los
pilares.
Sin embargo, parecía que eso no hacía más que darle alas al anciano.
—¡Los antiguos dioses no tolerarán esto! Ya nos castigan con los largos
inviernos.
—¡Silencio! —bramó el capitán, y abofeteó a Tolvik con la mano abierta.
Tolvik parpadeó y le brillaron los ojos con determinación.
—¡Limpiarán las tierras con fuego! ¡Ya ha ocurrido antes y volverá a
ocurrir!
A Silla se le hizo un nudo en el estómago cuando el segundo capitán se
acercó a Tolvik y le abrió la boca de un tirón. Una espada centelleó en el
aire, y los gritos de Tolvik se convirtieron en un crescendo estridente antes
de apagarse en sollozos ahogados. El capitán se volvió hacia la multitud y
algo cayó al suelo con un ruido sordo y húmedo. Entonces el rostro
agonizante de Tolvik quedó a la vista —le salía sangre de la boca— y Silla
sintió náuseas. La lengua. Le habían cortado la lengua.
—¿Alguien más tiene pensamientos paganos que quiera compartir? —
bramó el capitán. La multitud enmudeció, y la sombra se apartó del sol,
tiñendo la plaza de un tono dorado luminiscente… mal, todo estaba mal,
pues el ambiente sombrío se cernía ahora sobre el patio.
—Hay un único dios verdadero —gritó el gothi, mientras le rebanaba la
vena a Tolvik. La sangre cayó del codo al cuenco dorado—. El Rey de los
Dioses. El dios Guerrero.
Un silencio sepulcral inundó la plaza mientras el gothi dibujaba el
símbolo rúnico en la frente de Tolvik y vertía la sangre sobre la piedra del
altar. Un capitán le pasó un guantelete y el gothi se lo enfundó; las garras de
acero le brillaban en los nudillos.
—Él es el dios del Colmillo y la Garra. Y se llama Ursir.
Silla se obligó a apartar la mirada, pero no pudo. Ni siquiera cuando le
levantaron la túnica a Tolvik y con las garras le rasgaron la suave piel del
vientre. Ni siquiera cuando las entrañas del anciano se derramaron como
anguilas rosadas y retorcidas. Tolvik gritó con una angustia que Silla sintió
en sus propios huesos, en su propia alma.
Seguía vivo cuando la multitud salió de la plaza.
Seguía vivo cuando los cuervos se precipitaron desde lo alto.
Seguía vivo cuando empezaron a devorarlo.
Silla trató de quitarse todo aquello de la cabeza, concentrándose con
todas sus fuerzas en las faldas azules de la muchacha que tenía delante,
recorriendo la urdimbre, contando los agujeritos ocasionales donde habían
aterrizado las chispas de la hoguera. Aturdida, siguió las faldas por el
sendero de tierra, a través de los muros de la empalizada y hacia la granja
del jarl Gunnell. Era un milagro que se le movieran los pies, ya que el
entumecimiento se había apoderado de ella y tenía la mente embotada.
No estaba segura de cuánto había caminado cuando un zumbido sordo le
retumbó en los oídos y una criaturita amarilla y negra apareció en su campo
de visión. ¿Otra avispa? Parpadeó varias veces cuando le zumbó en la cara
y se le posó en la nariz.
—Pero ¿qué…? —empezó a decir, apartándola de un manotazo.
—Viejo tonto —murmuró Bera, lo que la distrajo del insecto.
Sus pensamientos volvieron a la plaza. ¿Qué le había pasado a Tolvik?
Había sido inteligente y amable. Hablar de los dioses antiguos, invocar el
nombre de Sunnvald en presencia de los klaernar… era pedir la muerte. El
padre de Silla le había dejado bien claro que, aunque era su deber honrar a
los dioses ancestrales, debía hacerse a puerta cerrada. Y mientras el rey Ivar
estuviera sentado en el trono, así debía ser.
¿Se había olvidado Tolvik de aquello?
Volvió a pensar en el eclipse. Ahora no había duda; no había indicación
más clara de que había llegado el momento de partir. Si la historia le había
enseñado algo, era que el eclipse presagiaba oscuridad y que,
inevitablemente, sucederían cosas malas.
Pasaron junto a las dependencias externas y llegaron a la puerta de la
casa comunal, donde se detuvieron hasta que Bera introdujo una llave en el
candado de hierro. A Silla le parecía que aquella hora había durado una
semana entera. Con los músculos doloridos como si se hubiera pasado el día
caminando, se sentía como una cáscara vacía.
—Bueno —dijo Bera cuando entraron en la casa—. ¿Quién quiere una
taza de róa caliente?
DOS
Tómas:
El puesto de comunicaciones de
Mossarokk lleva tiempo abandonado,
y los jinetes de las patrullas se
toparon con tus cartas…; por suerte,
eran aliados. En las tierras de Eystri
hay muchos refugios para los
necesitados. Ven a Kopa antes de que
llegue el invierno, y os alojaremos a
ti y a tu hija en una casa de acogida.
Pregunta por Skeggagrim en la casa
con los postigos azules, junto a la
posada de la Guarida del Dragón, en
Kopa, Eystri.
Mucha suerte en vuestro viaje.
Tu amigo
—¿Skeggagrim? —preguntó la niña rubia, agarrándose al borde de la
mesa junto al codo de Silla—. Suena a personaje de un cuento escáldico. A
trol, tal vez.
Silla dio la vuelta al pergamino por si había algo más por detrás, pero
estaba en blanco. Por más que le desagradara la idea de recorrer una
distancia tan larga, la idea de estar a salvo la atraía. Bueno, más que
atraerla… era lo que más anhelaba en la vida, escrito con tinta.
—Supongo que toca ir a Kopa.
—¿Nos vamos a Kopa? —exclamó la chiquilla—. Una aventura, ¡qué
divertido!
«Kopa sería una aventura», le había dicho antes su padre. Las lágrimas
comenzaron a brotar una vez más, y Silla se obligó a moverse.
Volvió a doblar el pergamino y lo metió en la bolsita con las monedas de
la mesa y las que llevaba en el monedero. Se metió la bolsita por debajo de
la ropa interior de lino, buscando con los dedos el bolsillo que había cosido
en el interior, junto a la cadera. Había recorrido muchas veces los caminos
de Sudur y sabía que era necesario guardar los objetos de valor y llevarlos
bien escondidos.
Se acercó de nuevo a la cama de su padre, acarició la lana áspera de su
túnica y no pudo resistirse. Se la llevó a la nariz y aspiró su aroma antes de
estrecharla contra su pecho. Esta túnica contenía lo último que quedaba de
él. Era una necedad y tenía poco espacio, pero, aun así, metió la túnica en
su zurrón de cáñamo.
Cogió la piedra con forma de corazón que guardaba junto a la cama y
acarició su superficie lisa. Y también acabó en el zurrón. Del baúl que había
junto a su cama sacó una túnica interior y un delantal de lana gruesa, un
peine tallado en asta y su capa roja. Con los dedos alisó la capucha
ribeteada de piel. El rojo no era un color que pasara desapercibido
precisamente, pero la tela era gruesa e iba forrada, y adonde iba, necesitaría
calor.
Se dirigió a los estantes de la cocina, cogió un odre para el agua y
envolvió el pan ennegrecido en un trozo de paño. Luego, introdujo en el
zurrón manzanas y zanahorias, queso duro y alce ahumado. Al contemplar
las ofrendas de su altar improvisado, se quedó pensativa. «Pues no han
servido de mucho», pensó, y luego frunció el ceño.
«Los dioses no obran como esperamos, Flor de Luna», le decía su padre.
Con la respiración agitada, tiró los cuscurros de pan al suelo y llevó las
velas al estante de las provisiones, para borrar cualquier indicio de que
veneraban a los viejos dioses.
Cogió la pequeña caja de madera que había junto a una pila de cuencos
desgastados. La bajó, levantó la tapa y miró en su interior. Se fijó en las
hojas verdes, retorcidas y amontonadas unas sobre otras. Levantó el frasco
de donde reposaba contra sus clavículas, quitó el tapón y metió dentro
tantas hojas como pudo, luego se guardó la caja en el zurrón.
—Podrías tomar una ahora mismo —sugirió la chiquilla, y Silla notó el
fluir del ansia en las venas.
—Pronto —susurró ella, observando la habitación. La estancia estaba
tranquila y en silencio, y la tenue luz del atardecer se filtraba por la puerta
abierta.
Se oyó un fuerte crujido en el exterior. Silla dejó caer el zurrón, se metió
debajo de un banco y se tapó con una piel de oveja. Una manzana cayó al
suelo y el corazón empezó a latirle como un tambor de guerra.
Contó las respiraciones mientras aguardaba.
«Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco».
Nada. El edificio estaba en silencio. No había sido nada. Se obligó a
respirar y salió de debajo del banco.
Pensó en los animales de la ruta de Vindur, los lobos gigantes, cuyos
aullidos había oído durante las últimas lunas llenas, y los osos, que dejaban
la corteza de los árboles arañada por todo el camino. Peor aún, en aquellas
criaturas que, según decían, rondaban los bosques y eran propias de las
pesadillas. Los ciervos vampiro, que cazaban en manadas y chupaban la
sangre de sus víctimas. Las arañas lobo y otras cuyos nombres no quería
aprender siquiera.
—Necesitas un arma —dijo la niña con el ceño fruncido y los brazos
cruzados sobre su sucio camisón.
Silla se miró el tobillo, donde volvía a llevar la daga.
—Es un trasto inútil y asqueroso —murmuró Silla con amargura. No
tenía sentido llevar una daga si no podía desenvainarla en caso de
necesidad. Era una mera ilusión de protección, una falsa sensación de
seguridad. Se echó el zurrón al hombro y dio un último vistazo al edificio.
La desesperación y la congoja empezaban a treparle por la garganta, pero
las contuvo.
Al cruzar la puerta abierta, miró de derecha a izquierda, y luego echó un
vistazo al sendero de tierra que desembocaba en la ruta de Vindur.
El cielo se había oscurecido, pero las nubes se habían despejado y el sol
poniente derramaba su luz dorada sobre el sendero. Silla giró a la izquierda,
rodeando la parte trasera de la cabaña, donde su padre guardaba las
herramientas que le había facilitado Olaf. Pasó los dedos por las tenazas de
hierro, el hacha y la sierra. Después por el martillo, notando la suave curva
de la madera, calibrando su peso. No era demasiado pesado, pero sí lo
suficiente para hacer daño.
—Perfecto —la animó la chica—. Y más vale ponerse en marcha.
Dando la vuelta hacia la parte delantera de la estructura, Silla respiró por
última vez en los escalones de la cabaña, en este umbral entre la comodidad
y la familiaridad de su antigua vida y lo peligroso y desconocido de la
nueva. Luego, se alejó de ella. Bajó por el sendero luminoso y llegó a la
ruta de Vindur, huyendo de Skarstad, de su padre y de su vida ahora hecha
añicos.
CUATRO
El Pinar Serpentino
Reykfjord
Skraeda Holf llevaba casi una hora observando a su presa. Sentada al otro
extremo de la larga mesa, mantenía la mirada fija en el fuego que crepitaba
en un hogar cercano, observando al guerrero de reojo. El salón comunal de
Reykfjord se había llenado de gente a medida que transcurría la hora, los
huecos en los bancos se iban llenando conforme los parroquianos tomaban
asiento y bebían un cuerno de cerveza tras otro.
—¿Dónde están tus compañeros, guerrero? —se preguntó Skraeda,
sorbiendo de su copa de barro. El sabor meloso del hidromiel se extendió
por su lengua y ayudó a aplacar su creciente impaciencia. Llevaba un mes
vigilando al guerrero y a sus amigos, un mes que había planeado para hoy.
Las esposas de hindrio le pesaban un quintal en el bolsillo y, con un
movimiento de la mano, los hombres situados en todas las esquinas del
salón se abalanzarían sobre el guerrero y sus amigos.
Girando ligeramente la cabeza, Skraeda contempló al hombre entre las
trenzas cobrizas que le caían por el hombro. Era un tipo corpulento, y la
capa de piel de foca que le envolvía no hacía sino realzar su corpulencia.
Con el pelo negro recogido en la coronilla, el hombre se apoyaba en la larga
mesa y miraba con desprecio su copa de cerveza. Por fuera, era un guerrero
temible. Pero ella percibía un halo de angustia que brotaba constantemente
del aura del hombre.
—¿Por qué estás nervioso, guerrero? —preguntó Skraeda con voz queda.
Tanteó sus emociones como si fueran las cuerdas de un arpa, tirando
suavemente, muy suavemente, del hilo de su angustia. Incluso desde la
distancia, alcanzaba a verle el sudor en la frente. El guerrero echó una
mirada por encima del hombro sin dejar de darse tironcitos a la barba negra.
«Alguien está preocupado», pensó Skraeda, y una lenta sonrisa se dibujó en
sus labios.
Ella ya le habría atrapado si no fuera por esos mismos tres hombres con
los que se reunía semanalmente, cada uno de los cuales arrastraba hilos
similares de angustia trémula. Incluso sin su intuición de Solaz, Skraeda
habría sabido que aquellos hombres ocultaban algo. Los demás en el salón
comunal tenían el tipo de camaradería que surge de compartir muchas
noches de borrachera, pero aquellos cuatro guerreros eran las ovejas negras
de la familia y solo se relacionaban entre sí.
«Porque ocultas tu verdadera naturaleza», pensó. Los galdra tenían una
firma emocional: angustia mezclada con miedo y un toque de entusiasmo.
Pero la prueba de fuego era cuando pasaba un guerrero klaernar: entonces,
el miedo se volvía más brillante y se entretejía con el asco. «¿Dónde están
tus amigos? ¿Cuándo se reunirán con nosotros?».
Mirando hacia la puerta del salón, la crispación de Skraeda fue en
aumento y se le fue apagando el don. Metió la mano en el bolsillo,
acariciando con el pulgar los suaves mechones de la trenza de Ilka. El nudo
que sentía en el pecho se le aflojó un poquito.
«Paciencia, hermana», imaginó que le susurraba Ilka al oído. «El conejo
va fácilmente al lobo astuto que sabe esperar». Ilka había sido la gemela
paciente. Skraeda, en cambio, era la ambiciosa, la atrevida. La que tomaba
sin miedo lo que quería.
Y cuando vio a los cuatro guerreros aquella primera vez, Skraeda decidió
que su hermana tenía razón. Si preparaba bien la trampa y era paciente,
cuatro conejos bien hermosos vendrían directamente a ella. Y, entonces, tal
vez podría marcharse de Reykfjord y volver a la comodidad de Sunnavík.
La sola idea era como un rayo de sol que le templaba las entrañas.
Llevaba tres meses en Reykfjord, con su hedor a pescado y sus
vendavales salados. Aquí había pescado, pescado y más pescado. Y cuando
no era pescado fresco, eran filetes de ballena o arenques ahumados o
bacalao seco. Había comido tanto pescado que hasta se lo olía en la piel.
Tenía ganas de comer cordero, conejo y jabalí asado con salsa de enebro…,
cualquier cosa que no fuera ese dichoso pescado.
Las bisagras de hierro crujieron cuando la puerta del salón comunal se
abrió de un empujón, y cuatro klaernar entraron dando zancadas.
Skraeda maldijo en voz baja al percibir un intenso estallido de miedo en
el guerrero galdra al que observaba, un miedo que se mezclaba con
repulsión. Sus sospechas se confirmaron: el hombre era galdra, sí, pero esos
miserables klaernar se asegurarían de que sus amigos no se le unieran. Y si
Skraeda no podía atraer a los cuatro, tendría que hacer que los hombres que
había contratado regresaran otro día. Eso, por supuesto, si los klaernar no
espantaban definitivamente al grupo de guerreros.
Las botas de los Garras del Rey repiquetearon contra el suelo de madera
cuando rodearon la larga mesa y fueron directos al hombre.
—Por las cenizas sagradas de los dioses —soltó Skraeda en voz baja. Los
klaernar le iban a fastidiar todo el trabajo.
El miedo del guerrero era ahora una cuerda brillante que se agitaba
salvajemente. Skraeda lo atrajo hacia su mente, lo extrajo del corazón de su
galdur y le añadió su toque calmante. El guerrero dejó de apretar la copa y
soltó una larga exhalación.
Skraeda frunció el ceño cuando los Garras del Rey pasaron junto al
hombre, sin siquiera mirar en su dirección. La mirada del líder klaernar se
posó en ella, y de repente Skraeda se sintió la presa.
Oponiéndose al antiguo impulso de huir, se obligó a mirar los ojos fríos y
oscuros del hombre. Se le erizó la piel ante la oscuridad de sus emociones.
Todos los klaernar eran así: fríos e insensibles en comparación con la
población normal. Sospechaba que no era por accidente, sino a propósito: el
polvo de berskio, que tomaban durante el Rito y en dosis mensuales
después, no solo aumentaba su fuerza física, sino que alteraba una parte de
su mente. Sus emociones parecían atenuadas durante el día a día, pero
Skraeda había observado que esto cambiaba durante los momentos de
batalla y violencia: su rabia y entusiasmo aumentaban; el miedo y la
empatía se apagaban.
—Skraeda Lengua Astuta —dijo el Garra del Rey líder, acercándose.
Todas las miradas se clavaron en ella y se fastidió su tapadera.
Skraeda se pasó una mano por la cara con una fuerte exhalación, y luego
fulminó al klaernar con la mirada.
—Acabas de echar a perder el trabajo de un mes.
Detrás del klaernar, el guerrero de pelo negro se levantó y se dirigió hacia
la puerta. Skraeda dejó caer de golpe su copa sobre la mesa y derramó el
hidromiel por todas partes. No solo había asustado a su objetivo, sino que
había pronunciado el nombre que ella se había ganado entre los klaernar en
voz lo bastante alta como para que la oyeran todos en aquel lugar. Ya no
podría volver.
Sin inmutarse, el klaernar líder se sacó de la capa un pergamino enrollado
y se lo entregó a Skraeda.
—Tienes una nueva misión. Ha llegado correspondencia de Su Alteza.
Skraeda le arrebató el pergamino al hombre, rasgó el sello estampado con
una marca de avispa y leyó ávidamente las palabras que contenía.
Skraeda:
Se nos ha escapado un objetivo.
Buscamos a una mujer de veinte
inviernos, de pelo castaño rizado y
una pequeña cicatriz en el rabillo del
ojo. Quizá esté viajando por
Reykfjord. Reúnete con los hombres
del comandante Thord en el puente.
Hay que detenerla a toda costa. Sé
que no me defraudarás.
Tuya,
Signe
La frustración burbujeaba en sus entrañas. Un cambio… Después de
tantas semanas de planificación, todo su esfuerzo se había ido al traste, sin
más.
Sin embargo, aquella misiva de caligrafía pulcra la hizo reflexionar.
«Hay que detenerla a toda costa».
«Más información en breve».
Aquello era nuevo. Había algo especial ahí, algo fuera de lo común. Y Su
Alteza recurría a ella, a Skraeda. Era una oportunidad que no podía
desaprovechar. Además, no pensaba defraudar a la soberana: las
consecuencias de un fracaso eran demasiado nefastas.
Tras beberse lo que le quedaba de hidromiel, Skraeda se puso en pie.
—Llévame ante Thord.
SIETE
El Pinar Serpentino
Silla caminaba sin cesar; cada hora era como una cuchilla. Las ampollas le
escocían, le palpitaba el tobillo y le daba la sensación de que le dolía hasta
el pelo, por el amor de los dioses. Aun así, siguió caminando, pisando el
suelo blando y desigual. Un pie delante del otro, una y otra vez, con el
único objetivo de llegar a Reykfjord.
Pasaron las horas, las fuerzas le flaqueaban y su estado de ánimo se
volvió sombrío. Tenía la boca tan seca que le parecía arenosa. Necesitaba
beber agua con urgencia.
—Que no decaiga el ánimo, Silla —se dijo en voz baja—. Lo bueno es
que no te ha comido un lobo gigante. —Al pensar en el lobo, echó un
vistazo por encima del hombro: no había ninguna señal del pelaje plateado
ni del brillo de sus ojos amarillos. Ningún movimiento. El bosque seguía en
silencio—. Lo conseguirás. Llegarás a Reykfjord y te darás un buen baño;
luego, te envolverás en una mantita y comerás panecillos dulces ante la
lumbre.
—Tengo hambre —se quejó la chiquilla a su lado.
A Silla le rugió también el estómago, pero no le hizo ni caso.
—Intenta no pensar en comida —le sugirió.
—¡Ahora solo pensaré en eso!
Silla guardó silencio.
—Imagínate que tuviéramos panecillos dulces, recién salidos del horno
de barro del jarl Gunnell y untados con mantequilla —dijo la muchacha,
juntando las manos mientras caminaba junto a Silla.
—Ay, por favor, no —se quejó Silla.
—O un poco de quesito duro.
Silla se pasó una mano por la cara.
—¿Qué pretendes? ¿Quieres atormentarme o qué?
—Solo digo en alto lo que pensamos las dos.
—¿Y pollo asado al horno? —dijo Silla—. Untado con mantequilla y
relleno de puerros y hierbas.
—Ay —gimió la niña—. La verdad es que daría lo que fuera por eso.
Jugaron a este tortuoso juego durante más tiempo del que Silla estaba
dispuesta a reconocer. Cuando por fin vio el destello de un arroyo, echó a
correr, se arrodilló y recogió agua fresca entre las palmas de las manos. Al
principio bebió con desespero y siguió bebiendo hasta que se le pasó un
poco el hambre. Tras mojarse la cara, Silla se quitó las calcetas y sumergió
los pies en el agua. Suspiró cuando menguó el dolor de las ampollas de sus
pies. Pero poco a poco volvió la urgencia… y la sensación de que se había
demorado demasiado tiempo.
Aún llevaba el vestido azul tipo delantal con el sello floral del jarl
Gunnell, así que Silla se lo quitó rápidamente y se puso ropa limpia: un
camisón de lino fresco y un vestido delantal de lana más grueso encima.
—Quizá deberías recogerte el pelo, Silla —sugirió la niña rubia,
metiendo los dedos de los pies en el arroyo.
—Buena idea —respondió ella, usando los dedos para desenredárselo.
Tenía que pasar lo más desapercibida posible.
Después de hacerse unas trenzas con cintas de cuero, se puso unas
medias nuevas e hizo una mueca de dolor al meter los pies en las botas. Se
puso la capa, se echó el zurrón al hombro, agarró el martillo y siguió su
camino.
Había pasado la hora más oscura de la noche y el cielo se estaba
volviendo gris.
No tardaron en aparecer jinetes en el camino: viajeros a caballo y
campesinos tirando de sus carros. Silla miró los carromatos con envidia.
Seguramente, con tanto tráfico, debía de estar cerca de Reykfjord. Decidió
arriesgarse y seguir esa misma ruta, rezando por poder camuflarse entre los
demás viajantes.
La mañana estaba despejada, y el sol no tardó en calentarle la cara
mientras avanzaba por el camino casi a rastras, con una mueca de dolor a
cada paso. Estaba agotada; era un cansancio que no había sentido hasta
entonces. Tropezaba hasta con las piedras más pequeñas. Se moría del
hambre. Cada paso era un esfuerzo tremendo. Pero estaba cerca; lo notaba.
El ruido de los cascos de los caballos y el chirrido de las ruedas le
erizaban el vello de la nuca, pero Silla mantuvo la vista en el camino y
anduvo sin parar; un pie delante del otro.
—¡Hola! —exclamó una mujer y, al oírla, se le calmaron un poco los
nervios. Se giró y vio a una mujer sentada a horcajadas sobre una yegua
parda, con un carromato desgastado tras ellas.
—Buenas —respondió Silla, protegiéndose los ojos del sol mientras
miraba a la mujer. Llevaba un vestido de lino rústico y, sobre los hombros,
una capa desgastada forrada de piel—. ¿Sabe cuánto falta para Reykfjord?
La mujer frenó el caballo y entrecerró los ojos.
—Aún faltan varias horas de camino. —Tenía una voz suave, pero sus
palabras le calaron en el alma: «varias horas». Trató de no desfallecer ante
la noticia.
—Tendremos que parar a descansar —dijo la niña—. No aguantaremos
tantas horas.
La mujer observó a Silla en silencio, y esta se preguntó cuán harapienta
parecía con tanto bosque a sus espaldas, por no hablar de los moratones en
el cuello y el ojo.
—Puedes subirte al carro si quieres —dijo por fin la mujer.
Silla se quedó callada un momento, estudiando su rostro: unos
penetrantes ojos marrones, un lunarcito en la frente, el pelo recogido bajo
una tela de lino blanco.
La mujer parecía honesta, pero seguía teniendo dudas.
—No deberías recorrer sola este camino. —La mujer miró por encima
del hombro—. Hay bandas de guerreros y criaturas de todo pelaje. Y un
asesino ha estado rondando por estos lares.
Silla parpadeó rápidamente para asimilar la noticia.
—¡Cenizas! ¿Un asesino? ¿De verdad?
—Sí. Le llaman el Slátrari. Se han encontrado cadáveres atados a postes,
pilares o árboles en la zona de Reykfjord, quemados de dentro a fuera.
Dicen que quema vivas a sus víctimas. Esto es peligroso. Soy Vigdis. Mi
sobrino Dalli va en la parte de atrás como acompañante. Nos dirigimos al
muelle para entregar unas mercancías. Puedes venir con nosotros.
Oír la noticia sobre el asesino la ayudó a tomar la decisión y asintió con
la cabeza a la propuesta de Vigdis.
—Gracias —dijo, y luego rodeó la parte trasera del carromato, lleno de
cajas de huevos y gallinas graznando.
—¡Gallinas! —exclamó la chiquilla con emoción, y Silla sonrió. Por fin
un buen augurio de los dioses.
Silla dejó que Dalli la ayudara a subir; resultó ser un muchacho
desaliñado de unos dieciséis años, con un gorro de punto calado hasta la
frente. Sonrió a Silla y luego se fijó en el martillo que llevaba en la mano.
Ella se lo metió rápidamente bajo la pierna y le devolvió una leve sonrisa.
Silla se protegió los ojos del sol, los entrecerró para poder ver bien a
Dalli y luego examinó las cajas que la rodeaban. Se fijó en unos pequeños
huevos moteados que había en una caja de madera a su lado.
—¿Qué son? —le preguntó a Dalli.
—Huevos de ala invernal —respondió él. Esos huevos eran un manjar
tan excepcional que Silla no los había cocinado nunca.
—Deben de ser muy valiosos —dijo ella distraídamente.
Dalli la miró con desconfianza y ella decidió que era mejor tener la boca
cerrada. Utilizando el zurrón como almohada, se recostó contra las cajas.
El carro traqueteaba por el camino, rebotando sobre surcos y baches, con
las ruedas gruñendo y chirriando. La luz del sol la cubría como una manta
cálida, y los párpados se le volvieron pesados…, muy pesados. Dejándose
llevar por el primer amago de seguridad en casi veinticuatro horas, los ojos
se le cerraron y el sueño se apoderó de ella.
Reykfjord
Camino de Huesos
Reykfjord
Camino de Huesos
HABÍA SALIDO EL SOL, pero estaba oculto tras unas nubes grises cuando
Rey observó a la mujer acurrucada bajo el árbol. Estaba usando su zurrón
como almohada y se había puesto la capa carmesí alrededor de los hombros
y, encima, una de las pieles que llevaban en la carreta. Las pestañas oscuras
formaban un abanico sobre su pálida piel y un líquido brillante le caía por la
boca.
Estaba babeando.
Rey frunció el ceño. ¿Qué diantres estaba haciendo esa inconsciente allí,
en su carreta, en medio de la misión más importante que habían tenido
nunca? Era un corderito perdido entre los lobos gigantes, las bandas de
guerreros y los asesinos que merodeaban por la zona. Debería hacerle un
favor y concederle una muerte rápida con la hoja de su hacha.
Ese había sido el plan la noche anterior, pero cuando Rey le había puesto
la daga de Jonas en la garganta, algo le había detenido. No sabía qué había
sido, si el susurro de los dioses o una sensación en la sangre. Sea como
fuere, cuando le vio la cicatriz con forma de medialuna que tenía en el
rabillo del ojo, dudó.
En esa profesión, Rey había aprendido a tomar rápidamente decisiones
difíciles. Sin embargo, esa pausa… lo había cambiado todo. Bastó para que
las palabras de la mujer calasen en él, para que las semillas que ella había
plantado echasen raíces y creciesen. Había sufrido por esa pausa durante
toda la noche y la indecisión le había carcomido: ¿debía llevarla con ellos o
matarla? No tendría que haber sido una elección difícil, y, sin embargo, ahí
estaba, todavía indeciso.
«Cuando te ablandas, la gente muere».
Las palabras del antiguo mentor de Rey le resonaron en los oídos. Kraki
podía ser un hombre horrible, pero había sobrevivido durante tanto tiempo
por una razón. En ese país, era matar o que te matasen. Y si no podías
confiar en aquellos que luchaban, viajaban y dormían a tu lado, ya te podías
dar por muerto. Jonas le había dicho lo mismo la noche anterior. «No
podemos permitirnos ninguna complicación con este trabajo», había dicho,
con un entusiasmo en la voz que no le había oído desde hacía muchos
meses. Años, tal vez, si era sincero.
Las palabras de Jonas eran ciertas, y las de Kraki también. Rey sabía lo
que debía hacer. «Acabar con su vida es un acto compasivo», se instó a sí
mismo mientras se llevaba la mano a la espada, pero sintió que algo se le
tensaba en el pecho y volvió a suceder.
Se detuvo.
Apretó los dientes y la rabia le revolvió las tripas. ¿Por qué estaba
dudando? Esa mujer se había subido a su carreta, había trastocado sus
planes y había oído cosas que no debía oír. Se había ganado el corte de su
espada.
«¿Y si puede hacer que Kraki le dé la información?». El pensamiento que
le había atormentado durante toda la noche se materializó como la niebla en
un mar de invierno. ¿Podía ser la clave para conseguir la información que
necesitaban? Sabían los dioses que Kraki no se la iba a entregar
voluntariamente a Rey, no después de cómo habían acabado las cosas entre
ellos. Y ella tenía ese aspecto…, un aspecto que había visto a Kraki desear
una y otra vez.
«A Kraki le gustan jóvenes y… dulces», pensó Rey con una sonrisa. No
era algo que él tuviese en común con ese hombre, en absoluto.
Mientras observaba a la mujer con el ceño fruncido, una guerra se libraba
en su interior. Era algo que se había repetido cientos de veces en su mente:
matarla y permanecer fiel a las reglas de Magnus o utilizarla para conseguir
la información y resolver el resto después.
Permitir que se quedase con ellos ponía en riesgo su vida. Si el
Devoracorazones descubría que habían divulgado los detalles de ese
trabajo, exigiría un pago en sangre.
Sin embargo, ir a Istré sin la información que necesitaban también
suponía un riesgo considerable. La preparación apropiada para un trabajo
era de máxima importancia. Necesitaban ese libro. Y Rey sabía que
necesitaba algo, lo que fuera, con lo que persuadir a Kraki. Puede que esa
chica de ojos de cachorrillo y esa supuesta labia fuese lo que necesitaban.
Una vez tomada la decisión, Rey le dio un empujón en la cadera con la
punta de la bota y observó cómo se despertaba. La mujer pestañeó y se
sentó. Miró a su alrededor y después fijó los ojos en él. Rey vio el momento
en el que le reconoció y todo le vino a la mente. Se le endureció la mirada y,
con una rápida inhalación, retrocedió. Rey la miró con el ceño fruncido.
—Cuéntame tu plan —gruñó.
—¿Plan? —repitió ella con la voz ronca por el sueño.
Él respiró bruscamente por la nariz y después dijo:
—Nos consigues la información que necesitamos, nosotros te llevamos
hasta Kraki. Hver es la ciudad más cercana a la Cresta de Skalla. El viaje
nos llevará una semana.
Ella dio un grito ahogado y le brillaron los ojos por las lágrimas. Rey
frunció el ceño al verlo. Lo último que necesitaban era una mujer llorosa
viajando con los Hachas Sanguinarias. Esto era un error. Debería rajarle la
garganta y olvidarse de todo ese lío.
—¡Gracias! —exclamó ella mientras se ponía de pie de un salto y
avanzaba unos pasos a trompicones. La cuerda que la ataba al árbol se
enredó y la obligó a retroceder tambaleándose.
Rey la fulminó con la mirada.
—Hasta ahora no me has impresionado con tu inteligencia —murmuró.
Ella estaba intentando no sonreír, pero perdió la batalla. Y cuanto más
sonreía ella, más se le desencajaba el rostro a Rey—. Esta es una idea
horrible —dijo él en voz alta—. El plan, mujer. ¿Cómo vas a conseguir que
te dé la información?
A ella le vaciló la sonrisa.
—Esto… Bueno, debo saber todo lo que pueda sobre Kraki y… estudiar
sus debilidades, sus vicios… y… eh, usarlos en su contra.
Rey la miró sin ninguna expresión en el rostro. ¿Dónde estaba esa
supuesta labia que decía que tenía?
—Sus debilidades son las mujeres bellas y la brennsa. ¿Te vale con eso
para trabajar?
El sonrojo le cubrió las mejillas y Rey resopló y apartó la mirada. Una
mujer ruborizada y llorosa armada con nada más que un martillo, y ni
siquiera un martillo de guerra, sino un martillo de madera de artesano
olvidado de los dioses. Eso no iba a funcionar en la vida. Abrió la boca para
decirlo, pero ella se le adelantó.
—No voy a seducirle. —Pronunció esas palabras con una convicción
sorprendente, y Rey volvió a mirar sus ojos marrones. Se fijó en que tenía
un círculo dorado alrededor de la pupila.
—¿Tu virtud es más importante que tu vida? —preguntó él, e intentó no
mostrar lo mucho que se estaba divirtiendo. No iba a dejar que Kraki le
pusiese la mano encima, pero por alguna razón, no tenía prisa por hacérselo
saber. Iba a dejar que pasase un poco de vergüenza. Un castigo por su
transgresión.
—¿Quién ha dicho que mi virtud esté intacta? —espetó ella, y a él se le
escapó una risa. Rey no era tan seductor como Jonas, pero calaba bastante
bien a las mujeres.
La mujer entrecerró los ojos y lo miró fijamente. Rey pestañeó. No
estaba acostumbrado a que los extraños le mantuviesen la mirada durante
tanto tiempo. Se enorgullecía de su habilidad para perturbar a los demás con
solo una mirada; al fin y al cabo, se había ganado el apodo de Ojos de
Hacha por una razón. Tras un momento, el color rosa de sus mejillas pasó a
ser rojo y la mujer apartó la mirada. A Rey le recorrió una oleada de
satisfacción. Sabía que la había calado bien: era virgen de los pies a la
cabeza.
—Conseguiré la información sin necesidad de… eso —murmuró la
mujer.
—Como quieras —dijo Rey.
Se la quedó mirando. Su pelo era una masa salvaje de rizos, hojas de pino
y trozos de musgo. Aun así, parecía ser miembro de la Casa de Ursir o
sirvienta de la esposa recatada de algún jarl, no un Hacha Sanguinaria más
recorriendo el Camino de Huesos.
«Esto es un error», pensó. «Va a ser una distracción cuando lo que hay
que hacer es concentrarse en el plan para este trabajo». La furia le ardió en
el estómago; estaba enfadado con esa dichosa mujer por ponerle el peso de
esa decisión sobre los hombros.
Pero ya estaba hecho. Había tomado una decisión y solo podía seguir
hacia delante.
—Si vas a viajar con los Hachas Sanguinarias, tienes que seguir las
normas, mujer.
—Katrin —dijo ella, y un fuego ardió inesperadamente detrás de sus ojos
—. Puedes llamarme Katrin.
Rey entrecerró los ojos.
—Estas son las reglas. Uno: haz lo que te diga. Si te digo que te quedes
quieta, te quedas quieta. Si te digo que corras, corres. ¿Entendido?
Ella asintió con la cabeza.
Rey levantó un segundo dedo.
—Dos: serás sincera con nosotros. En nuestra profesión, si no puedes
confiar en los hombres y las mujeres que te rodean, eres comida para los
buitres. Nada de mentiras. ¿Lo entiendes, Katrin?
Algo se reflejó en los ojos de la mujer cuando asintió con la cabeza.
—Puedo cocinar para vosotros…
Lo invadió la irritación. Sabía lo que estaba haciendo, intentaba ganarse
un sitio en la banda y conseguir que la llevasen hasta Kopa. Eso no iba a
pasar. No con él al mando.
Levantó un tercer dedo.
—Tres: no le hablarás de esto a nadie. Si alguien descubre que sabes en
qué estamos metidos, me veré obligado a matarte. Si el hombre que nos
contrató descubre que lo sabes, todas nuestras vidas estarán en peligro.
Ella tragó con tanta fuerza que se le movió la garganta, y asintió con la
cabeza una vez más.
—Pararemos a por provisiones en Svarti. Si tocas cualquier cosa de la
carreta, hablas demasiado, me das cualquier razón para sospechar que vas a
poner en riesgo a mi banda…
—A ver si lo adivino… —dijo ella con brusquedad—. Me matarás.
Rey la miró con el ceño fruncido y la valentía de la mujer pareció
evaporarse. Él dio un paso al frente para soltarla, pero ella retrocedió tanto
como pudo y presionó la espalda contra la pared.
A él le dio un vuelco el estómago. Con un gran suspiro, intentó relajar
sus «ojos de hacha».
—¿Prefieres almorzar con las manos atadas? —gruñó.
La mujer abrió la boca y vaciló un momento antes de ofrecerle las
manos. Después de desatar la cuerda, la mujer abrió la mano y Rey
descubrió que estaba sujetando la piedra con forma de corazón. Qué mujer
más rara. No llevaba provisiones y la ropa que tenía no era nada práctica
para el camino, pero… ¿llevaba una piedra?
Rey observó su rostro una vez más y se fijó en los moratones que tenía en
el ojo y en el cuello. Apretó un puño.
—Nos vamos dentro de veinte minutos. Hay un riachuelo por ahí si
quieres lavarte. Come algo. O no comas. —Se dio la vuelta sobre los
talones y se dirigió al fuego dando grandes zancadas.
En su cabeza oyó las palabras de Kraki una vez más.
«Cuando te ablandas, la gente muere».
Rey suspiró con fuerza. Se iba a arrepentir de esto. Lo sabía.
TRECE
Sur de Svarti
Camino de Huesos
Svarti
Camino de Huesos
Svarti
Camino de Huesos
Kiv
Hver
Era otro día gris, con el aire alpino lo bastante frío como para que Rey se
subiera la capucha de la capa. A medida que el camino serpenteaba entre
pinos ralos y maleza, se descubrió mirando zonas de roca madre expuesta,
veteada con unas reveladoras venas azules de depósitos de halita mineral.
Delante de él, ella se agarró el estómago con un leve gemido. Como ya
había experimentado muchas veces en sus propias carnes la desagradable
combinación de la resaca con el movimiento del caballo, Rey sintió una
pizca de empatía por ella. El balanceo del lomo de Caballo le estaba
causando tales estragos en el estómago que ya se habían tenido que detener
varias veces para que vomitara en unos arbustos.
«Si solo se tomó un poco de brennsa», pensó con un resoplido. ¿Cómo
podía haberse emborrachado así con solo tres vasos de brennsa? Le divertía.
Sin embargo, se le borró la sonrisa mientras recordaba el dedo de ella
deslizándose por su mejilla. Por no mencionar su expresión: aquellos ojos,
grandes y negros, enmarcados por largas pestañas. Aquellos labios,
curvados en las comisuras, la sombra de un hoyuelo en la mejilla derecha.
Lo había mirado como si le gustara lo que veía.
«Iba borracha», se dijo a sí mismo.
Aun así, borracha o no, la muchacha había cumplido sus promesas. Sin
ella, él no habría conseguido entrar en casa de Kraki ni le habría sonsacado
respuestas a aquel hombre.
Aunque en el camino lo había irritado, Rey tenía que reconocer que había
sido divertido ver cómo intentaba emborrachar a Kraki. Indagar en el
pasado de Rey, intentando fingir que le desagradaba para ganarse el favor
de Kraki… Era ingeniosa; eso tenía que reconocérselo. Poco después que
Silla se hubiera desmayado sobre el banco, Kraki se había quedado dormido
con la cabeza encima de la mesa.
—Aguantas la bebida mejor que yo —se había burlado Rey mientras
levantaba los tablones del suelo de madera.
Esta mañana, la muchacha se había subido a Caballo sin quejarse. Sin
duda tenía un espíritu admirable.
Pero Rey frunció el ceño. Escondía algo. No solo le había sonsacado las
respuestas a Kraki, sino que también había desvelado algo preocupante de
sí misma.
«¿Por qué mataron a tu padre, Silla?».
«Una disputa por unas tierras».
«Mientes».
Pero luego se había bebido la brennsa. Lo que significaba que le había
estado mintiendo durante todo este tiempo.
Rey no toleraba las mentiras en los Hachas Sanguinarias. La confianza
era fundamental cuando combatías hombro con hombro con el otro. Pero la
sinceridad trascendía el campo de batalla. Por su propia seguridad, Rey
tenía que saberlo todo de los hombres y de las mujeres con los que viajaba.
Y ella le había estado mintiendo todo este tiempo.
«Al final del día te librarás de ella», se recordó a sí mismo. Pero si ella
no había sido sincera con él hasta ahora, ¿cómo podía confiarle los
pormenores del trabajo en Istré cuando se separaran? ¿Qué le impediría
divulgarlo?
El problema le producía quemazón en el estómago.
Casi estaban de vuelta en la Cresta de Skalla. En cuanto llegaran, no
deberían de quedar más que unas horas hasta llegar a Hver. Y, después, se
libraría de ella. Podría olvidarse de ese tarareo que tanto le distraía en el
carro…, ya no tendría que volver a presenciar sus patéticos intentos de
aprender a manejar el cuchillo con Hekla. Todo volvería a estar en orden.
Se acabarían las distracciones.
Cabalgaron en silencio durante varias horas más, los árboles se hacían
más altos y el bosque más frondoso a medida que se acercaban a la costa.
—Quiero hablar, Ojos de Hacha —dijo Silla.
Durante la última hora, había estado bebiendo a sorbos de su odre de
agua, mordisqueando el pan y, por lo que parecía, empezaba a sentirse
mejor. Rey estuvo a punto de emitir un gruñido. Estaba claro que el silencio
no iba a durar.
Se aproximaron al cruce del Camino de Huesos y un cosquilleo le
recorrió la nuca; los pájaros habían detenido su algarabía y la quietud del
aire era insólita. Rey se llevó la mano a la daga a la vez que miraba hacia
atrás.
—Me necesitas más de lo que dejas traslucir —dijo Silla, haciendo que
dirigiera su atención hacia ella—. Kraki no tenía el libro y te he conseguido
la información de todos modos. Te he demostrado que puedes confiar en mí.
Rey casi se atragantó.
—¿Confiar en ti?
—He cumplido mi palabra. Te he demostrado que puedes confiar en mí,
Ojos de Hacha. Y te pido que me lleves a Kopa.
Se le revolvió el estómago.
—No.
—Pero…
—Has cumplido tu palabra, sí, y te lo agradezco. Pero no hay lugar para
ti entre los Hachas Sanguinarias.
—¿Cómo hubieras conseguido la información sin mí? —le preguntó
levantando la voz.
—Lo habría hecho de un modo o de otro —contestó Rey apretando los
dientes.
—¿Cómo? —insistió ella.
—Kraki mintió. Tenía el libro. Sabía que jamás lo destruiría. Y cuando se
quedó dormido con lo que le diste de beber, se lo robé de debajo de los
tablones del suelo.
Rey se giró hacia la alforja, sacó el libro y lo agitó ante sus ojos.
—Me gusta ir preparado —continuó. Se sentía hablador. Tal vez lo que le
gustaba era restregarle la victoria por la cara—. Y has cumplido tu palabra,
pero eso no te convierte en una mujer sincera.
—Una mujer sincera, ¿de qué habl…?
—Bebiste, Rayo de Sol. Me has estado mintiendo sobre Skarstad. ¿De
verdad hubo siquiera una disputa por unas tierras?
Ella soltó un resoplido y se cruzó de brazos.
Rey no pudo evitarlo.
—¿Qué pasó? —le preguntó—. Cuéntamelo.
Se puso más tensa, pero siguió callada. Cuando la Cresta de Skalla se
desplegó ante sus ojos, Rey dirigió a Caballo hacia el Camino de Huesos. A
la izquierda de la carretera, los pinares se alzaban hacia el cielo plomizo. A
su derecha, los fiordos se precipitaban con sus cantos dentados. Las
gaviotas graznaban en lo alto, las olas rompían en la ensenada mucho más
abajo. Ese inquietante cosquilleo no se había mitigado; tenía la extraña
sensación de que lo observaban. Pero cuando echó una mirada alrededor, no
vio a nadie.
Rey apretó los dientes ante el constante silencio de la muchacha.
—Te lo he dicho antes… No permito la presencia de mentirosos con los
Hachas Sang…
La daga apareció de la nada con un movimiento tan rápido que Rey
apenas tuvo tiempo de lanzarse a sí mismo y a la muchacha de la silla.
Aterrizaron en el suelo con tal fuerza que le chasquearon los dientes.
Pero su instinto de guerrero hizo que se incorporara sobre una rodilla
antes siquiera de recuperar el aliento. Sacó el escudo del gancho de la silla y
desenvainó su espadón.
—¿Qué…? —dijo la muchacha, pero por suerte volvió en sí y sacó su
daga.
—Coge mi hacha de mano —murmuró Rey, escudriñando la carretera
desde detrás de Caballo—. Vete al bosque y escóndete.
Notó que la muchacha la sacaba de la trabilla de su cinturón de combate
y la oyó escabullirse en los pinares que había detrás de él.
«Gracias a los dioses, joder», pensó. «Al menos sabe escuchar».
—¿Qué quieres? —bramó, alzando el escudo y golpeando a Caballo en la
grupa para que se alejara trotando del peligro—. Si tienes algo de honor,
déjate ver.
La única respuesta que obtuvo fue un revoltijo pelirrojo y unas pieles
marrones, el brillo del acero cuando una figura saltó y le golpeó el escudo.
Rey retrocedió con un gruñido, levantó la espada y la metió bajo el escudo.
Pero el misterioso guerrero se zafó de su embestida como si la hubiera
previsto.
Era una mujer, se percató, no demasiado robusta, pero tampoco pequeña.
Tenía el cabello rojo fuego trenzado a los lados del cuero cabelludo, y vestía
una camisa de brillante cota de malla plateada que parecía valer una
pequeña fortuna y una fina piel de lobo le cubría los hombros. Cuando miró
aquellos ojos azules, ardientes de ira asesina, intentó ubicarla.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—He venido a alimentar a los cuervos —contestó arrogante, y luego
lanzó el hacha contra su escudo, que partió por la mitad.
Rey soltó una maldición y le lanzó un golpe con el borde del escudo,
pero la mujer rodó por el suelo con un movimiento sinuoso.
—Les daré de comer tu sangre, guerrero —le espetó ella, de nuevo en
pie.
El escudo era engorroso contra una oponente tan ligera, y Rey decidió en
milésimas de segundo tirarlo a un lado y sacar la hevrít.
—Se darán un festín con tus entrañas. Beberán de tu cráneo.
Él se abalanzó con un frenesí de estocadas alternativas con la espada y la
hevrít, sonriendo al notar que el acero traspasaba la carne y ella gemía de
dolor. La sangre brotó de un corte en el antebrazo derecho, justo por debajo
del talle de su camisa de cota, pero no parecía haberle causado un gran daño
a la guerrera. La mujer se pasó la mano por la herida y se restregó la sangre
por la cara.
—No sabes a quién te enfrentas, mujer —le gruñó él.
—No —masculló ella, esquivando el arco que trazó su espadón—. Eres
tú quien no sabe a quién se enfrenta, guerrero.
Como si una niebla lo engullera, perdió de vista los árboles y los fiordos
dentados de la Cresta de Skalla y ante él apareció alguien a quien conocía.
Su hermano, de tan solo dieciocho años, yacía sobre un montón de pieles
sucias. Gotas de sudor perlaban la frente de Kristjan y sus ojos negros
vidriosos miraban a la nada. A Rey se le retorció el estómago de dolor
cuando esta herida invisible se le volvió a abrir.
«Kristjan», se oyó decir Rey. «Te consumes. No puedo perderte a ti
también».
El dolor le ardió en la pierna, y Rey parpadeó hasta que el rostro
manchado de sangre de la mujer volvió a estar a la vista. Blandió la espada
con furia salvaje, pero ella hizo una finta hacia atrás con un movimiento de
pies seguro. Al mirarse el muslo, Rey advirtió que le había desgarrado los
calzones y que la sangre manaba de una herida profunda.
—Tienes mucho dolor, guerrero —dijo la mujer, con una sonrisa cruel en
los labios—. Y mucha rabia con la que recrearme.
Con un grito de rabia, Rey arremetió con la espada y la mujer lo esquivó
con facilidad. Era vagamente consciente de que ella se retiraba hacia el
borde de la cresta, pero no podía pensar más en ello, pues se le apareció
otro recuerdo.
Un túmulo funerario, dos montones de rocas ante él, las montañas de
Nordur repletas de nieve alzándose imposiblemente altas a su alrededor.
«No las recuerdo, Rey», dijo un joven Kristjan, apretándole la mano.
«Pero de todos modos las echo de menos».
A Rey se le llenó el pecho de tal tormento ante ese recuerdo que apenas
podía respirar.
A otro latigazo de dolor —en la otra pierna— le siguió un golpe, y Rey
fue ligeramente consciente de que las rodillas le cedían y de que su cuerpo
se estrellaba contra el suelo. Cogió aire a duras penas, mientras los cielos
grises volvían a aparecer dando vueltas. Las gaviotas volaban en círculo y
graznaban estridentes. La cabeza se le había caído demasiado hacia atrás y
Rey se dio cuenta de que… estaba al borde mismo de la Cresta de Skalla,
con la guerrera pelirroja cerniéndose sobre él.
—Me lo has puesto demasiado fácil, guerrero —dijo la mujer,
acercándose con un hacha agarrada con las dos manos.
—Serás… —dijo Rey con voz ronca, al darse cuenta de lo que le
esperaba—. ¡Cobarde! ¡Deshonrosa!
—¿Y de qué sirve el honor? —preguntó, pisándole la muñeca de la mano
de la espada.
Alguien estaba chillando…, él estaba chillando. Aulló de dolor por el
brazo, y la mano se le abrió por voluntad propia.
—¿Una muerte rápida? —La guerrera se rio y alejó su espada de una
patada—. No. No es mi estilo. Me haré con el poder. Y tú, guerrero, morirás
con gran honor. Aunque es una lástima haber acabado contigo tan rápido.
Tienes tanto dolor que me darías mucho juego.
La visión de Rey volvió a inundarse… de escenas que cambiaban a toda
velocidad ante sus ojos. Kristjan, hablando con los muros de madera de su
hogar. «¡Están aquí, Rey! ¡Madre y padre!». Rey, observando a Harpa tejer
en su telar, mientras una sensación gélida y hueca se le expandía por el
pecho. Kaeja, con una manta que le cubría el cuerpo desnudo, soltando
excusas por la boca. No podía respirar, no podía moverse, no podía hacer
otra cosa que sumirse en la neblina de sus peores recuerdos.
Apenas fue consciente de que la mujer pelirroja levantaba el hacha por
encima de la cabeza. Una tranquila aceptación se apoderó de él, y Rey
esperó… a encontrarse con su hermano, con sus padres, a caminar entre las
estrellas.
La mujer soltó un grito y las visiones se detuvieron bruscamente.
Rey se agarró el pecho, intentando respirar. El corazón le latía como si
intentara salírsele de las costillas. El tormento se aferraba a él como una
sombra. A medida que recuperaba la vista, se hizo visible una maraña de
rizos oscuros. Ella agarró el hacha de mano con el extremo hacia fuera,
luego ahogó un grito y dejó caer el arma como si le quemara en las manos.
Rey se sentó y empezó a masajearse la cabeza. La muerte le había
parecido tan cierta, y ahora… se quedó mirando a la mujer del pelo rizado.
Le había salvado la vida. Esta mujer, la de los pensamientos agradables a la
luz de la lumbre que se disculpaba con las rocas y que se había
emborrachado con tres copas de brennsa, le había salvado la vida.
—¿Está…? —comenzó a decir ella.
Rey miró a la guerrera pelirroja. No la conocía de nada. Ante la ausencia
de sangre, alzó la vista.
—Tienes que usar la parte afilada del hacha, Rayo de Sol —gruñó Rey,
mirándola con desagrado.
—Es que no podía matarla —susurró ella, abrazándose.
Rey se puso en pie y la fulminó con la mirada.
—Tienes que aprender a reaccionar rápido y sin piedad, o será tu
perdición. —No sabía por qué se molestaba; estaba claro que era un caso
perdido.
El pecho de la guerrera subía y bajaba. No se podía hacer otra cosa que
acabar con ella. Con un movimiento rápido, hizo rodar el cuerpo de la
mujer hasta el borde de la Cresta de Skalla.
—Espera —dijo la mujer de pelo rizado—. ¿Estás seguro…?
Con un último empujón de la bota, la guerrera cayó por la cresta. Rey se
volvió con el ceño fruncido.
Ella arrugó la nariz.
—Eso ha sido…
Él puso los ojos en blanco.
—Fácil.
—Frío —dijo ella, mirándolo—. Hay algo frío en ti.
—¿Por qué te atacó esa asesina? —preguntó Rey—. ¿Tiene algo que ver
con lo que sucedió en Skarstad? ¿Hay alguien que te desea la muerte?
Se quedó boquiabierta, con los ojos como platos.
—¿A mí? —preguntó levantando la voz—. Pensaba que estaba bastante
claro que te había atacado a ti, Ojos de Hacha.
—Quería deshacerse de mí para poder matarte a ti.
Sin embargo, había una sombra de duda al fondo de su mente. Tenía
muchos enemigos, y no era la primera vez que un asesino intentaba
cargárselo. La mujer se apartó los rizos del rostro y se asomó a la cresta.
Cuando volvió a mirar a Rey, había endurecido la mirada, y él supo que
tramaba algo.
—¿Por qué me atacaría a mí un asesino, Reynir Galtung, cuando eres tú
el que tiene tantos enemigos?
Reynir Galtung.
El nombre cortó el aire como la espada de un guerrero, que deja sangre y
destrucción a su paso.
Rey sintió una presión en el cráneo y sus rodillas amenazaron con volver
a desfallecer. Se había convencido a sí mismo de que ella no había oído el
lapsus de Kraki. Pero oír su verdadero nombre en sus labios lo había
desconcertado, y se maldijo; no podía permitírselo.
Ella se cruzó de brazos y lo observó con cuidado.
—¿Ese nombre es un secreto, Ojos de Hacha? ¿Algo que has mantenido
oculto?
Rey intentó suavizar las emociones de su rostro, pero notó que fracasaba.
Había sobrevivido todo este tiempo manteniendo eso oculto y ahora mismo
se sentía abierto en canal y expuesto.
—Un nombre puede ser algo muy poderoso —murmuró ella. Su voz
sonó suave, nada amenazadora, pero en ese momento Rey vio a una
serpiente preparada y lista para atacar.
Se hizo el silencio entre los dos mientras ella se debatía con algo, pero él
supo qué iba a decir antes de que profiriera las palabras en voz alta.
—Llévame a Kopa, y no se lo contaré a nadie.
Rey cerró los ojos y apretó los dientes. Se maldijo a sí mismo por no
haber matado a esta desgraciada en cuanto la descubrieron. Por haberla
llevado ante Kraki. Por tener que confiar en un hombre tan amargado como
Kraki para que le guardara sus secretos. No le hubiera sorprendido que al
viejo no se le hubiera escapado, sino que lo hubiera hecho a propósito.
La frustración le salía hasta por las venas. Cuando abrió los ojos, le lanzó
su mirada más fulminante.
—¿Y si te mato y acabo antes?
Un relámpago de miedo cruzó su mirada, pero enseguida lo dominó y la
confianza ocupó su lugar.
—Eres demasiado honrado —dijo—. Te he salvado la vida. Sé que no me
devolverías ese favor con la muerte.
Rey apretó la mandíbula y dirigió una mirada a los cielos. La muchacha
lo tenía bien agarrado. Matarla ahora no habría sido propio de él, pero
dejarla con vida significaba que otra persona —una en la que no podía
confiar— sabía su verdadero nombre.
Traer consigo a la mujer también suponía un riesgo para los Hachas
Sanguinarias. Magnus se hubiera vengado de ellos si supiera que la mujer
viajaba con ellos, si supiera que ella estaba al tanto del trabajo en Istré. Y la
asesina… ¿había ido tras él, o era esta mujer su verdadero objetivo? Rey
volvió a jurar. Debería haber atado a la guerrera y haberla interrogado como
había hecho con Anders.
Con la respiración agitada, desvió la mirada hacia la mujer y la escudriñó
durante un instante. Balanceándose sobre la punta de los pies, parecía estar
conteniendo la respiración. Era pequeña. Débil. No era capaz ni de matar a
una guerrera cuando había que hacerlo. No tenía por qué seguir viajando
con los Hachas Sanguinarias. Y, aun así, no le quedaba otra opción.
—Está bien —dijo hosco—. A Kopa.
A ella le brotó una sonrisa de los labios y el alivio le relajó el rostro. Rey
se obligó a desviar la mirada. No podía salir nada bueno de esto. Se lo decía
su instinto.
—¿Cómo sé que no incumplirás tu palabra, Rayo de Sol?—le preguntó.
—¿Cómo sé que no incumplirás tú la tuya? —contestó ella.
Se miraron con desagradado mutuo durante un buen rato.
—No se lo contaré a nadie, Rey —dijo ella, con voz suave—. Puedes
confiar en mí.
Él soltó una carcajada seca.
—Ya. Voy a confiar en una muchacha que miente más que habla.
Pero ella le mantuvo esa mirada suya tan inquietante. Ahora era a Rey a
quien le costaba mantenérsela.
—Los dos sabemos que los secretos dan seguridad, Rey —le dijo
tranquila—. Se me da bien guardar los que importan.
Se siguieron mirando y celebraron un acuerdo mudo, tácito. Tal vez se
parecían más de lo que él pensaba, pero eso no significaba que confiara en
ella.
—Júramelo —gruñó—. Hazme un juramento.
—Te lo juro, Rey. Juro que no le diré a nadie tu nombre. Y ahora tú —
dijo—. Júrame que me llevarás sana y salva a Kopa.
La fulminó con la mirada. Era lo último que necesitaba, no con este
trabajo, no con…
—Lo juro —gruñó—. Juro que te llevaré sana y salva a Kopa.
Ella juntó las manos y esa sonrisa infernal volvió a iluminarle el rostro
una vez más. Rey no la soportaba; su felicidad solo agudizaba su propia
desgracia.
Silbó con fuerza y esperó a que Caballo volviera trotando con él.
—Estás sangrando —dijo ella, acercándose—. Si quieres, puedo
limpiártelo.
—No te molestes —gruñó, y se dio la vuelta.
Tras verter agua en las heridas, Rey las cubrió con unas tiras de tela de su
botiquín. Fue a coger el escudo, pero frunció el ceño al ver la grieta en el
centro. Tenía escudos de repuesto en el carro, así que decidió desecharlo.
Montó en Caballo y se acomodó detrás de la muchacha. Y, luego,
tomaron el Camino de Huesos.
TREINTA Y SEIS
Camino de Huesos
Silla trató de evitar que se le notara la emoción, pero era casi imposible
mientras Rey y ella se dirigían hacia Hver. Aunque los cielos estaban grises,
sintió como si la luz del sol reluciera en su interior, y no podía hacer otra
cosa más que dejar que brillara. Ojos de Hacha la iba a llevar a Kopa. No
solo eso: le había jurado que la dejaría allí sana y salva. Y, si había algo que
sabía de este hombre, era que se tomaba los juramentos y el honor muy en
serio.
Al recordar el ataque de la guerrera, esa luz se apagó un poco. Era la
pelirroja, la había reconocido de inmediato. Era la mujer del puente de
Reykfjord, y caer en la cuenta le heló la sangre. ¿Los había encontrado la
mujer por casualidad? ¿O la había estado persiguiendo?
«Da igual», se dijo para tranquilizarse. «Ahora ya está muerta».
El ataque en la Cresta de Skalla había sido inesperado y aterrador, aunque
al final había jugado a su favor.
Le había salvado la vida a Rey, y solo pensar en ello le provocaba
escalofríos de placer.
«Ah, cómo debes de detestar eso, Rey», pensó, aunque la escena entera
había sido desconcertante.
Rey tenía ventaja sobre la mujer, pero, de repente…, ya no. Tenía aspecto
de sufrir y, sin embargo, la mujer no hizo nada, se quedó ahí plantada a su
lado. Y Silla no se había atrevido a formular sus preguntas a Rey, ni había
querido restregarle su victoria por la cara con demasiado ahínco. Al fin y al
cabo, tenía por delante semanas de viaje con este hombre.
Llegaron a Hver a primera hora de la tarde. A medida que se iban
encontrando cada vez más casas, Silla se había puesto su capa prestada y se
había bajado la capucha sobre el rostro, a pesar del calor que hacía.
«Mantente alerta», se recordaba a sí misma. Puede que la asesina estuviera
muerta, pero eso no era motivo suficiente para bajar la guardia. Podía haber
otros buscándola por este camino…, barricadas en el pueblo en busca de
viajeros.
Preparándose para lo peor, dejó escapar un largo suspiro al atravesar los
muros de empalizadas de Hver sin problemas. Hver, una ciudad
sorprendentemente vasta, bullía de actividad con la emoción y los
preparativos para el Día Más Largo. Tras varios días sin oír más que el
viento y algún resoplido ocasional de Caballo, los sonidos de los carros
desvencijados y los gritos de los comerciantes eran un alivio agradable que
la hicieron revivir.
Caballo se detuvo delante de un antiguo edificio de madera.
—Baja —le dijo con su tono desabrido—. Llevaré a Caballo a los
establos.
Sin mediar palabra, Silla desmontó y cogió sus cosas de la alforja.
—¿Qué les digo? —preguntó levantando la vista hacia Rey—. A los
Hachas Sanguinarias.
Él se frotó la nuca con un hondo suspiro.
—Diles que me complacieron tus servicios y accedí a traerte a Kopa.
Ella sintió una punzada de culpa al levantar la vista hacia Rey, sabedora
de cuánto valoraba él la sinceridad por encima de todo, porque seguramente
detestara tener que mentirle a su Hermandad. Pero, por lo visto, por ese
secreto suyo con el que ella se había topado sí que valía la pena mentir.
El viento le meció un rizo por delante del rostro y ella se lo apartó.
—Debo darte las gracias, Rey, porque si yo te he salvado la vida hoy, tú
también me la has salvado a mí. Imagino que esa guerrera no se habría
detenido con tu sangre. No diré ni una palabra más allá de esto, pero tengo
que… quiero darte las gracias.
Él la miró durante un instante y luego, sin decir nada, encaminó a
Caballo hacia el edificio.
Con un leve movimiento de cabeza, pasó bajo una arcada sobre la que
colgaba un cartel que rezaba «La guarida del lobo». Se preguntaba cómo
encontraría a Hekla. Se moría de ganas de contarle a su amiga que viajaría
durante todo el camino a Kopa con los Hachas Sanguinarias… y, justo
después de a Hekla, tal vez se lo contaría a Jonas.
«Esto no volverá a suceder», le había dicho, pero ahora… estaba con
ánimo festivo. Tal vez hubiera cambiado de parecer. La idea le hizo sentir
calor por dentro.
Tras una rápida investigación en el salón comunal que resultó
infructuosa, deambuló por un patio en la parte trasera del edificio. Las
mesas estaban alineadas de extremo a extremo, una mujer colocaba ramas
curvas de plantas y grupos de velas a lo largo de ellas. El personal
transportaba barriles de cerveza e hidromiel y clavaban braseros de hierro
en bruto en el suelo. En el aire flotaba un olor a jabalí asado y a pan recién
horneado, y se le quejó el estómago.
—¿Silla?
Todo su cuerpo exhaló; la tensión de los últimos días la abandonó
derritiéndose como si fuera la cera de una vela encendida. Las palabras
brotaron libres de los labios de Silla mientras se volvía hacia su amiga.
—¡Me voy con vosotros! Rey lo ha permitido. Os acompañaré a Kopa.
Hekla se sorprendió y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
—¿De verdad?
—De verdad.
Hekla le dio un abrazo de costado.
—¡Entonces esta noche hay que celebrarlo! Venga, ve a asearte antes de
las celebraciones.
Silla siguió a Hekla por un oscuro pasillo y subió un tramo de escaleras
hacia su habitación. Parecida al alojamiento de Svarti, la habitación tenía
camas con armazón de madera sobre las que había mantas y pieles suaves,
un sencillo hogar con una mesita y dos sillas delante, y una sección privada
de la habitación, oculta por un biombo de mimbre.
Silla se aseó con un cubo de agua que descubrió detrás del biombo,
recuperó su humanidad a medida que se deshacía de la mugre. Cuando
asomó la cabeza por el biombo, vio que Hekla sostenía una prenda de un
suave color púrpura.
—He llevado tu ropa a la lavandera… chist, no digas nada, y he cogido
tu monedero del bolsillo, está ahí encima de la mesa.
Silla exhaló un suspiro cuando vio la bolsita de tela.
—La lavandera tenía un vestido que se había olvidado otra huésped —
continuó Hekla— y tienes que ponerte algo para las celebraciones de esta
noche, a menos que quieras andar por ahí desnuda.
Silla se mordió el carrillo.
—¿Cuánto te ha…?
—Unos cuantos sólas, pero no me digas nada.
A Silla le picaban los ojos por las lágrimas.
—No tenías por qué…
Hekla sonrió.
—Sabes que he estado en tu lugar. Llegado el momento, te recuperarás,
pero ahora mismo te mereces algo de felicidad.
A Silla le dio un vuelco el corazón.
—Te lo devolveré, Hekla. Un día te lo devolveré todo y más.
Silla se puso el vestido lavanda y se ató los lazos delanteros. Era una
prenda sencilla hecha de lana buena con un tejido de espiguilla; de manga
larga y ceñido a la cintura, caía hasta los pies y la falda era completa, pero
no voluminosa. Eran los detalles lo que llamaba la atención; un hermoso
bordado en blanco roto alrededor de los puños y por todo el cuello, que le
caía por debajo de las clavículas.
Cuando se ató los lazos, tragó saliva. El vestido era precioso… y sin duda
llamaría la atención. Justo lo que no quería hacer en aquel momento.
—Tal vez debería quedarme aquí esta noche. Ha sido un viaje muy largo
y estoy bastante cansada.
—¡No! —exclamó Hekla con un fervor desconcertante, a la vez que se le
ruborizaban las mejillas. ¿Estaba Hekla… avergonzada? Soltó un suspiro—.
Mira. A lo mejor tenía un motivo egoísta para conseguirte ese vestido. —
Alzó los ojos ámbar al techo y después miró a Silla—. No te rías.
Sila la miró; le había despertado la curiosidad.
—Te juro que no.
Hekla apretó los labios.
—A veces me aburro de estar rodeada de hombres todo el rato. Se sientan
a beber y a lanzar hachas y a contar historias exageradas de batallas y de las
mujeres con las que se han acostado. Siempre lo mismo, una y otra vez.
Tengo ganas de trenzarme flores en el pelo y echar a volar flítas y bailar
alrededor de la hoguera y, por fin, tengo con quién hacerlo. —Hekla miró a
Silla con un brillo en los ojos—. ¿Vendrás conmigo?
Silla esbozó una sonrisa.
—Bueno, supongo que sería inadecuado no salir cuando hay una
celebración en honor de nuestro glorioso rey. Hay que hacer sacrificios para
comportarse como una buena ciudadana.
Hekla le dio un golpe con el hombro a Silla.
—Exacto. Sería inadecuado no salir.
Silla se mordió el labio.
—¿Y qué hay de Sigrún? ¿Vendrá con nosotras?
Hekla negó con la cabeza.
—No le gustan para nada las multitudes. Se bebería unas cuantas jarras
de cerveza, pero enseguida desaparecería en la noche. —Hizo una pausa—.
Ahora háblame del viaje. ¿Rey ha seguido con tu entrenamiento?
Mientras se peinaba, Silla le contó a Hekla los pormenores de la
excursión, comenzando por el entrenamiento —por llamarlo así— de Rey y
siguiendo con los detalles de lo acontecido en casa de Kraki. Evitó hablarle
de la asesina, la revelación de Rey y su propio lapsus en casa de Kraki.
Recogiéndose un par de mechones por detrás en unas trenzas impecables,
Silla dejó el resto libre en una maraña de rizos que le caían hasta mitad de
la columna.
Hekla negó con la cabeza.
—Los tienes bien puestos, chica. No me puedo creer que intentaras
ganarle bebiendo a Kraki. Tiene el hígado forjado en acero.
Hekla desapareció por detrás del biombo durante varios minutos y salió
con una túnica azul combinada con un reluciente chaleco de cuero
superpuesto y con detalles trenzados que atraían la tenue luz de la
habitación. Hekla se había dejado el pelo suelto, brillante y le caía
completamente liso por su espalda.
—¡Qué guapa estás, Hekla! —exclamó Silla.
—Igual que tú, dúlla. —Hekla sonrió, pero las carcajadas que llegaban
desde el pasillo desviaron su atención—. Parece que empieza a llegar la
gente —dijo—. ¿Bajamos?
Cuando las dos mujeres bajaron, el patio estaba repleto de gente ataviada
con sus mejores vestidos y túnicas. Sin la sombra de su capucha, Silla se
sentía expuesta, y sus ojos recorrían la plaza para apaciguar sus nervios a
flor de piel.
La gente estaba sentada en los bancos alineados junto a las mesas de
caballetes: iban pasando cuernos de cerveza e hidromiel; en los braseros las
llamas crepitantes calentaban el espacio. En una esquina de la plaza, se
había colgado un viejo escudo en la pared y un grupo de guerreros barbudos
le lanzaban hachas por turnos al umbo de madera; en otra, los niños más
pequeños jugaban a tirar de una cuerda larga y otros se perseguían en un
juego de pelota.
Nadie prestaba atención a Silla; ningún guerrero vestido de oscuro se
abalanzó sobre ella, y se le alivió ligeramente la tensión en el pecho. «La
asesina está muerta», decía para sus adentros para tranquilizarse. «No te han
ido a buscar a la puerta de la ciudad. Permítete disfrutar de esta noche.
Tienes mucho que celebrar».
—Gunnar está aquí. —Hekla tiró de Silla hacia el final de la larga mesa.
Gunnar, Ilías, Jonas y Rey estaban encorvados sobre la mesa inmersos en
una partida de dados, vestidos con túnicas finas y con la barba y el cabello
arreglados. Sigrún se había unido a ellos, ataviada con un blusón de color
cereza. Se había trenzado hacia atrás una parte del pelo sobre el borde que
tenía afeitado, y la oreja que había dejado a la vista la llevaba adornada de
arriba abajo con brillantes aros plateados.
Silla miró a Jonas y se le aceleró el pulso al verlo después de tantos días.
El brillo de los faroles se reflejaba en los mechones dorados de su pelo —
esta noche recogidos hacia atrás en una trenza impecable— y resaltaba su
abundante barba. Se detuvo un instante en el moratón que le estaba saliendo
en la mejilla izquierda y le picó la curiosidad.
—Ah, mirad, si es nuestra vivaz amiguita experta con los cuchillos —
dijo Ilías arrastrando las palabras, y luego le dio un buen trago a su copa de
brennsa.
—Me alegro de verte, Ilías —dijo Silla sonriendo.
—Me refería a Hekla.
—¿Vivaz amiguita? —respondió Hekla—. Parece que te estés buscando
otro puñetazo en las costillas.
Silla esbozó una sonrisa cómplice.
—Qué alegría ver que te has hecho con un peine al final, Ilías.
—Por si no ha quedado claro, me paso horas perfeccionando mi aspecto
en el camino. A este peinado lo llamo «desorden perfectamente elaborado».
Silla soltó una carcajada.
—Tal vez deberías cambiarle el nombre por el de «oso de las cavernas
recién despierto».
Dirigió la mirada a Jonas. Aunque estaba enfrente, tenía la mirada fija en
algo al otro lado de la plaza y la mandíbula flexionada con tal rigidez que
quedaba claro que estaba evitándola a propósito. Sintió que se le asentaba
un peso en el estómago.
Sigrún movía las manos con gestos rápidos.
—Sigrún se alegra de verte, Mano de Martillo —interpretó Ilías—. Nos
ha sorprendido a todos que Ojos de Hacha no te matara y te abandonara a
un lado del camino.
Torció la boca.
—Por un instante las cosas se pusieron bastante feas. ¿Os ha contado Rey
la noticia?
Silla miró a Rey, que tenía las manos aferradas con tal fuerza a su cuerno
de cerveza que parecía que lo iba a destrozar. Intentó no sentir demasiada
satisfacción por su situación, pero le resultó difícil.
—Quedó tan sumamente agradecido por mi ayuda con Kraki que
cabalgaré con los Hachas Sanguinarias hasta Kopa. ¿Qué dijiste antes, Ojos
de Hacha? ¿Que fui la única responsable de obtener esa información? —No
pudo evitarlo.
Rey gruñó y le lanzó esa mirada «afilada» por la que era tan conocido.
Por suerte, a ella ahora no le importaba lo más mínimo.
Gunnar e Ilías le hicieron sitio entre ellos, y Silla se sentó en el banco,
Hekla se situó entre Jonas y Rey, enfrente de su amiga.
—Esta noche pareces preparada para destrozar corazones, Martillo —dijo
Gunnar con un guiño.
Silla masculló algo y se pellizcó el puente de la nariz.
—Lleva días pensando en juegos de palabras con martillos —dijo Hekla
poniendo los ojos en blanco.
—Cuéntanos cómo venciste a Kraki —continuó Gunnar, imperturbable.
Rey le echó un buen trago a su cuerno de cerveza.
—Pues gracias a mi ingenio y mi encanto, claro está —dijo, enarcando
las cejas con su mejor mirada de misterio, que desmontó ante el bufido de
Rey. El líder de los Hachas echó la cabeza hacia atrás y miró a los cielos,
con la vena palpitándole en la sien.
—Jugamos a verdad o trago —reconoció Silla.
Gunnar se ahogó.
—¿Tú jugaste a verdad o trago? —Miró hacia su cabecilla y luego de
nuevo a Silla—. ¿Cuántas rondas hubo?
—Tres —murmuró Rey—. Consiguió beber tres copas antes de acabar
vomitando en los arbustos.
Jonas se movió para ponerse al lado de Rey, con la mirada fija en el líder
de la banda.
La atronadora risa de Gunnar resonó en el patio.
—¡Sí, pero por lo que parece, a Martillo se le fue la Mano con la
brennsa!
Ilías echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.
—¿Tres? Oooh, Martillo, eso es completamente inaceptable. Tendremos
que ponerle remedio a eso mientras viajamos hacia el norte.
De sus labios se escapó una risa.
—¡Cenizas, no, Ilías! Para mí se acabó la brennsa hasta el fin de los
tiempos.
Ilías se rio.
—Sí, claro. Todos hemos dicho eso mismo en algún momento —dijo, y
levantó su jarra de brennsa a modo de saludo alegre.
—Háblales del ciervo vampiro —intervino Hekla con una sonrisa.
Silla le dirigió una dura mirada a Rey.
—Dejó que me atacara un ciervo vampiro.
Los Hachas Sanguinarias estallaron en carcajadas, lo que hizo que Silla
frunciera el ceño.
—¿Eso hiciste, Ojos de Hacha? —preguntó Ilías secándose las lágrimas.
Silla advirtió que la mirada penetrante de Jonas seguía fija en Rey.
—No fue capaz ni de sacar la espada —dijo este con voz monótona.
Escudriñó el rostro de Silla, bajó la vista a su vestido. A Rey se le
abrieron las fosas nasales, como si le asqueara lo que veía. Silla torció el
gesto.
—Tal vez no debería haber intervenido —dijo mirándola con aire retador.
—Ah —dijo Silla, aguantándole la mirada. Se presionó el estómago con
una mano para tranquilizarse—. Pero entonces habrías faltado a tu palabra.
Y sabemos que jamás harías algo tan deshonroso.
Rey se puso en pie y Silla sintió una punzada de arrepentimiento. Aunque
era tentador, aunque le daba la vida, no debería tomarle el pelo. Pero ya era
demasiado tarde. Sin mediar palabra, Rey se salió del banco y se marchó.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Hekla, repiqueteando con sus dedos
metálicos sobre la mesa.
—Lo mismo le aprietan las botas —dijo Silla. Parpadeó siguiendo su
enorme figura con la mirada; la multitud se apartaba a su paso mientras
cruzaba el patio. ¿De verdad se había molestado tanto por esas palabras de
broma? Ese hombre tenía el espectro emocional de una tormenta eléctrica
—. Eso explicaría tantas cosas de Ojos de Hacha…
Hekla soltó una risita y aceptó la cerveza de una mujer que pasaba.
—Dioses, ojalá fuera tan sencillo. Hace muchos pares de botas que lo
conozco, dúlla. Su carácter es así y ya está.
Silla frunció el ceño.
—¿Por qué es tan divertido que dejara que me atacara un ciervo?
Los labios carnosos de Hekla dibujaron una sonrisita.
—Porque nos lo ha hecho a todos. Y tuvo la hevrít en la mano en todo
momento, ¿verdad?
—Sí, pero pensé que iba a morir, Hekla. Lo juro por los dioses, vi pasar
por delante de los ojos como un relámpago cada mala decisión que había
tomado.
Mientras decía eso a Silla se le fueron los ojos a Jonas. Cuando vio que
seguía con la mirada fija, impávido, en algo al otro lado de la plaza, se le
encogió el estómago.
Pensaba que iba guapa, que tal vez lo arrastraría a un rincón oscuro y este
le susurraría promesas picaronas, después de reírse porque llevaba, por fin,
un vestido elegante. Pero no. Algo había cambiado en los días que habían
estado separados. Tal vez Jonas estaba molesto porque no se alejara de los
Hachas Sanguinarias. O tal vez solo se hubiera divertido con ella y ya fuera
agua pasada.
«Hekla te lo advirtió», se reprendió. «Te dijo que él era así». Pues muy
bien. Era un imbécil integral. Y no dejaría que ese imbécil le impidiera
divertirse aquella noche.
Llegó el personal de cocina y dejaron la comida en la mesa: bandejas de
jabalí asado a la brasa, trucha a la parrilla, nabos y zanahorias asados con
mantequilla, pollos enteros asados rellenos de hierbas silvestres, rodajas de
pan servidas con mantequilla, quesos suaves, skyr y miel, y, para su
absoluto deleite, bollitos recién horneados.
A medida que se repartía la comida por la mesa, Silla se preguntaba
cuánto duraría aquello para poder inspeccionar las ofrendas. Siguió el
ejemplo de la multitud y cogió un plato de madera de una pila que había al
final y empezó a llenarlo con un poco de todo. No cogió pollo para poderse
zamparse un bollito más.
Mientras se volvía a sentar en el extremo de la larga mesa, los vikingos
se levantaron para llenarse los platos. Silla agradeció la soledad y se centró
por completo en la comida. Cerró los ojos y saboreó cada bocado,
deleitándose con el esfuerzo de los talentosos cocineros y disfrutando de la
idea de no tener que fregar los platos.
—Ya veo que te gustan los bollitos —le llegó una voz desde detrás que la
sacó de su ensimismamiento.
Abrió los ojos de golpe y vio a aquel hombre alto y de espaldas anchas.
Él le dedicó una sonrisa reluciente y Silla observó su piel bronceada, sus
cálidos ojos castaños y su cabello y barba negros. La verdad es que era muy
atractivo.
Sonrió traviesa.
—La vida no es vida sin unos buenos bollitos, ¿no te parece?
El hombre sonrió todavía más.
—¿Y por qué una muchacha tan guapa como tú está aquí sentada sola?
Silla se sonrojó.
—Mis amigos están ahí, se están llenando los platos.
—Entonces te haré compañía un rato —dijo torciendo la boca a la vez
que le tendía la mano—. Me llamo Asger.
—Silla.
Deslizó la mano en la de él, enorme y cálida, y se la estrechó. Pero al
intentar retirarla, Asger la sorprendió dándole la vuelta y besándole la suave
piel del interior de la muñeca. Las mejillas se le sonrojaron aún más.
—¿Y qué asunto te trae a Hver, Silla? —preguntó Asger acomodándose
en el banco a su lado y estirando sus largas piernas—. Si fueras de aquí,
estoy seguro de que te recordaría.
—Estoy de paso, camino de Kopa —contestó bajo el calor de su mirada.
Se zarandeó mentalmente. «Refrena esa lengua, no seas tonta», pensó,
mientras estudiaba a aquel hombre. Parecía simpático, pero eso no quería
decir que no pudiera tener otras intenciones. ¿Trabajaría para la reina?
—Qué lástima, aunque soy afortunado porque estés aquí esta noche.
Advirtió que los oscuros ojos de Asger la miraban directamente, que no
se distraían por el patio. No observó nada malicioso, ningún subtexto en sus
palabras. Parecía, simple y llanamente estar interesado en ella. Y sería una
idiota si no reconociera que eso le sentaba de maravilla. ¿Un hombre con
las intenciones claras y que no se andaba con jueguecitos? Pues era bastante
estimulante.
Silla apartó el plato y se giró hacia su nuevo acompañante. Se llevó su
cuerno de cerveza a los labios y le dio otro trago.
—¿Vives en Hver, Asger?
—Sí. Nací aquí y no me he alejado mucho. Aunque mi trabajo me lleva
lejos, siempre acabo volviendo.
—¿Y a qué te dedicas? —preguntó Silla, apoyando la barbilla en la mano
mientras lo miraba.
—Recaudo el tributo para el jarl Hakon —respondió.
—¿Jarl Hakon? —repitió Silla. El nombre le sonaba extrañamente
familiar, aunque no era capaz de ubicarlo.
—Sí. Tiene las tierras más extensas al norte del territorio de Eystri,
aunque solo recaudo los pagos del tributo de las tierras que rodean Hver.
Gunnar y Jonas se acercaron. Varias cabezas femeninas se giraron para
seguir los pasos de Jonas, y Silla tuvo que aminorar el estallido de celos.
«Culo de trol. Es un culo de trol».
Asger advirtió que se aproximaban sus compañeros y se levantó, y una
mirada sorprendida cruzó rápida por su rostro.
—¿Son los Hachas Sanguinarias? —murmuró negando con la cabeza.
Tomó la muñeca de Silla, y volvió a besarla una vez más. Su tacto era
liviano y su piel se calentó con el contacto—. Encantado, Silla. Espero verte
de nuevo esta noche.
Ella sonrió mientras él se marchaba.
Gunnar movió las cejas mirándola.
—¿Quién era ese, Mano de Martillo?
Silla resopló.
—Asger.
Miró a Jonas y después desvió la mirada.
—Ah, ¿sí? —dijo—. Parecía que estabais en mitad de una conversación
interesante.
—Sí —dijo Silla distraídamente. La irritación le ardía en el estómago, y
tal vez por eso añadió—: Me ha pedido que nos veamos más tarde.
Gunnar soltó una risita.
—Bueno, ya sabes lo que dicen… lo que pasa en el Día Más Largo, se
queda en el Día Más Largo.
A Silla se le escapó una carcajada.
—¿Eso dicen, Gunnar?
Los labios de Gunnar dibujaron una sonrisa.
—Sí.
Hekla llegó con su cena y los Hachas Sanguinarias le regalaron a Silla
sus propias historias de los insólitos métodos de prueba de Rey. Silla se
acabó los bollitos y escudriñó el patio, aún alerta ante cualquier amenaza.
Solo había juerguistas joviales y guerreros borrachos —y uno o dos niños
mayores— disfrutando de la cena. Se obligó a relajarse.
Al fin, Hekla se puso en pie.
—Nos estamos desviando hacia cosas que no os conciernen. Disfrutad de
la cerveza y de los juegos —dijo guiñándole un ojo a Gunnar.
Y luego, Silla y Hekla se marcharon cogidas del brazo.
TREINTA Y SIETE
Hver
«Jonas está aquí». Silla tenía la mente nublada por la cerveza, y se había
echado hacia atrás hasta que la fría madera de la pared le había rozado la
espalda. Le parecía que la escena anterior había sido más un sueño
enfebrecido que no algo real.
Asger, tambaleándose hacia atrás con un gruñido. Jonas, con los brazos
cruzados, la mirada feroz y penetrante.
«Él te ha faltado al respeto y, por consiguiente, a mí».
A Silla le empezaron a sudar las manos cuando recordó, de pronto, las
palabras de Jonas. Los dos hombres se miraron el uno al otro; Jonas era
unos cuantos centímetros más alto que Asger, y sus bíceps daban una pista
de quién acabaría ganando una pelea a puñetazos. «No le hará daño»,
intentó tranquilizarse Silla. Pero su mente le mostraba al guerrero en el
mercado, con la cara hinchada y ensangrentada.
—¿Qué quieres? —le espetó Asger.
—Vete. Ya.
Asger miró a Silla y luego de nuevo a Jonas.
—¿Conoces a este hombre, Silla?
Su sorpresa inicial se había desvanecido y en su lugar había irritación.
—Por desgracia —soltó.
¿Qué creía Jonas que estaba haciendo? ¿Estaba empeñado en arruinarle
la diversión?, ¿o solo quería lo que no podía tener?
—Vete ya —repitió Jonas, empujando a Asger por el hombro hacia el
patio.
—No la dejaré a solas contigo —gruñó Asger, llevándose la mano al
cinturón… para coger la empuñadura de su daga.
Jonas exhaló con fuerza.
—Te aconsejaría que no hicieras eso.
Pero Asger seguía imperturbable, con la mano sobre el mango.
—¡No! —Silla saltó hacia delante y se colocó entre ellos con una mano
en el pecho de cada uno—. Parad.
Se volvió hacia Asger, mientras sentía el calor del cuerpo de Jonas
envolviéndole la espalda. La inundó una desorientadora ráfaga de calor,
pero se obligó a mirar a los ojos a Asger y a abrir la boca para hablar.
Asger se le adelantó.
—No me iré a menos que lo desees. ¿Qué quieres, Silla?
Bajó la vista para mirarla con una callada súplica en los ojos, y a ella las
palabras se le secaron en la lengua. No deseaba humillarlo delante de Jonas.
Asger le puso una mano en el hombro, pero Jonas se la apartó de un
manotazo.
—No la toques.
Silla abrió la boca, pero enseguida la cerró de nuevo. Se giró hacia Jonas
y lo retó con una mirada furiosa.
—¿Qué es esto, Jonas? ¿Tu estúpida conciencia ha vuelto a cargar de
nuevo con el peso de mi seguridad?
Se miraron de hito en hito, y sintió como si la sangre le bombeara más
lenta, más tórrida. Pero cuando Jonas le pasó una mano por el pelo,
parpadeó. Parecía aturullado, un poco inseguro.
—Tengo que hablar contigo. A solas.
—¿Ahora, Jonas? ¿Ahora, cuando has tenido toda la noche?
Asger carraspeó, y Silla se estremeció… Se había olvidado por un
instante de que estaba allí. Pero una ligera sonrisa apareció en el rostro de
Jonas, y ella supo que podía leer su reacción. «¿Quieres que me ocupe de
él?», parecía decir su mirada. Silla dudó.
Jonas ya estaba mirando fijamente a Asger por encima de sus hombros.
—Silla quiere que te vayas, canalla.
Ella dejó escapar un sonido de desesperación.
—La única razón por la que no te he mostrado aún mi puño es porque a
Silla no le gusta la violencia —continuó Jonas—. Lárgate ya y podrás
conservar todos los dientes. O podemos hacerlo a mi manera —dijo
estirando el cuello.
Silla sintió un hormigueo de irritación por toda la columna.
—Para, Jonas. Dame un poco de espacio. No puedo respirar. —Jonas
retrocedió unos pasos a regañadientes.
Silla se volvió hacia Asger.
—Este hombre parece violento. ¿Estás segura con él? ¿Qué quieres que
haga, Silla?
La culpa le ardía en el estómago. ¿Por qué tenía que ser tan honorable?
—Estoy segura con él. —Se obligó a mirarlo a los ojos—. Perdóname,
Asger. Vete, por favor. —Él dio un paso atrás y luego se volvió y se alejó,
maldiciendo entre dientes.
Silla y Jonas se quedaron a solas en el pasillo.
Y, entonces, ella se abalanzó sobre él y le dio un fuerte empujón en el
pecho. Descolocado, esta vez, Jonas se tambaleó.
—¿Por qué has hecho eso, culo gordo?
Este frunció el ceño.
—Solo hago lo que tú querías.
—¿Que yo qué…? —estalló—. ¡Yo no te he pedido que hicieras eso! —
Jamás le diría que se alegraba. Jamás—. ¿De qué va todo esto, Jonas? ¿Qué
motivo tenías para fastidiarme la noche?
Jonas hizo caso omiso, paseando de acá para allá con los puños
apretados.
—Has dejado que te besara.
—Qué va. Y, además, ¿a ti qué más te da? Dejaste bien claro que yo no te
interesaba.
Él se detuvo y la fulminó con una mirada asesina.
—Debes tener más cuidado. Ese hombre podría haber sido peligroso.
—¿Y a ti qué te importa, Jonas?
Jonas se acercó a ella, acorralándola contra la pared del pasillo. Puso los
manos a ambos lados de su cabeza y se inclinó hacia delante,
desquiciantemente cerca, pero sin tocarla.
—¿Quién dice que me importe? —susurró echándole el cálido aliento en
la cara.
Ella parpadeó, sin saber si quería abofetearlo o acercarlo más y besarlo
en la boca. Jonas se movió tan rápido que no le hizo falta decidirse… la
besó, y ella se entregó a él, aliviada de que él hubiera tomado la decisión
por ella. Deslizó las manos alrededor de su cuello, unieron los labios y los
separaron, su sabor y los ardientes jadeos le vaciaron la mente de cualquier
pensamiento racional.
Los dos se liberaban por fin de la frustración y el deseo reprimido de los
últimos días. Jonas deslizó las manos por su cintura y les juntó las caderas.
Con un dolor creciente en su interior, Silla se arqueó hacia él, no lo bastante
cerca. Ella le introdujo las manos por el dobladillo de la túnica y sintió la
piel cálida y suave que había debajo. Fue otro golpe que la dejó medio
desconcertada.
«Más».
Jonas se inclinó hacia ella, le inmovilizó las manos, y ella sintió aquella
cosa dura que le había restregado aquella noche en el bosque. Le estalló un
fuego entre las piernas, y Silla se vio apretándose contra él, lo que provocó
un gemido ronco de Jonas.
—Chis —oyeron detrás de ellos; era una mujer que pasaba a toda prisa
por el pasillo.
Se separaron y volvieron a ser conscientes de su entorno. Finalmente, ella
recordó… que estaba en un pasillo público. El pecho de Jonas subía y
bajaba mientras intentaba recuperar el aliento, y Silla volvió a centrarse.
—¿Por qué? ¿Por qué me trataste así, Jonas?
Le palpitaba el pulso en el hueco del cuello mientras la miraba fijamente,
pero no respondió. En vez de eso, se inclinó para besarla una vez más, pero
ella le puso ambas manos en el pecho y lo apartó.
—No.
Jonas retrocedió y se dio un cabezazo contra la pared.
—Cometí un error.
—¿Un error?
—Llevo días luchando contra esto, Silla. Toda la noche. No puedo parar.
Silla observó la oscilación de su garganta, sin saber qué decir.
—¿Luchar contra qué? —consiguió decir por fin.
—Me has destrozado… hechizado… Lo único que sé es que soy infeliz.
No pienso más que en tus labios, en el olor de tu pelo. En lo que sentí al
tenerte en mis brazos; en cómo me hiciste sentir tan vivo.
«Vivo», canturreaba también su cuerpo. «Vivo. Vivo».
«Silla Margrét, no lo mires», pensó. Se obligó a mirar a la pared que
había al lado de su cabeza. «Que no vea que te hizo daño».
—Una distracción, Jonas —dijo ella—. Eso es lo que fue. No tenía que
volver a pasar.
Sintió que le recorría la piel con la mirada, dejando un calor punzante a
su paso.
—¿Y ahora qué, Silla? Ahora viajarás con nosotros durante un tiempo.
Tenemos tiempo…, un montón de tiempo para distracciones.
Se le aceleró el corazón y cerró los ojos un instante.
—Quieres… eso.
—No puedo pensar en otra cosa. Deja que te distraiga, Silla.
Había una sensación de urgencia en su voz. La quería y, aun así…
—¡Esta noche has fingido que no existía! —le soltó.
Él abrió la boca y luego la cerró, y tragó saliva.
—No —continuó ella—. Ha sido peor que ignorarme. Te has burlado de
mí. Con esa mujer —acabó, y se cruzó de brazos.
Él se dio una palmada en la nuca.
—No significa nada para mí. Estaba… confundido.
Ella arrugó la nariz asqueada.
Jonas echó la cabeza hacia atrás y miró al techo del pasillo.
—Pensé que, si me la llevaba a la cama, te alejaría de mi mente. Pero no
llegué a hacerlo. No pude… —Jonas se pasó una mano por la barba y fijó
su mirada inquebrantable en ella—. Mira. Tengo a Ilías. A los Hachas
Sanguinarias. Y no me vinculo a nadie más. Así es más seguro. Pero me…
me gustas. Más de lo que deberías gustarme.
A Silla le latía el corazón con tanta fuerza que casi no podía oír lo que
decía.
—Creo que… me aterraba. Tal vez pensé que, si te dejaba sola sin más,
todo volvería a ser como antes. Pero cuando te vi llevarte a ese guerrero
hacia el pasillo, supe que me había equivocado. —Soltó un largo suspiro—.
Me equivoqué al tratarte así. Y estoy harto de luchar contra ello, Silla. No
deberías estar con otros hombres. Tienes que estar conmigo.
Cada vez se deshacía más por dentro con cada palabra que decía y, al
final, Silla dejó que sus ojos se encontraran.
«Azul, azul, azul».
—¿A qué te refieres con «estar»? —preguntó en voz baja.
—A lo que tú quieras que se refiera.
A Silla le latió el pulso en el pecho, en las orejas, en la punta de los
dedos.
—Una distracción —susurró. ¿Qué estaba haciendo? Pero lo quería…
Ansiaba la corriente de energía que parecía correr entre ellos; la manera en
que su tacto le avivaba la sangre y le calentaba la piel—. Quiero que me
lleves a tu cuarto y me distraigas.
Jonas inspiró hondo. Se miraron lo que duran unos latidos y él se acercó
hacia ella. Le deslizó las manos bajo la barbilla, le levantó el rostro y
presionó su frente contra la de ella. Silla cerró los ojos y respiró. Cuero.
Hierro. Una pizca de sudor. Le recorrió la cabeza y la invadió una sensación
de nadar… como si flotara en el aire.
—Te distraeré tan bien que te olvidarás hasta de cómo te llamas.
A ella se le escapó la risa.
—¡Qué arrogante eres, Lobo!
—No, seguro de mí mismo —dijo él con voz profunda.
La condujo fuera del pasillo, trasteó con unas llaves de hierro y abrió la
puerta. Tras entrar después de Jonas, Silla vio que la habitación era casi
idéntica a la de Hekla: una cama con estructura de madera con pieles y
mantas encima, una mesa y sillas al lado de una pequeña chimenea.
Se apoyó en la pared y observó a Jonas encender el fuego. Después de
unos minutos, las llamas crepitaban suavemente en el hogar, iluminando la
habitación y desprendiendo calor hacia Silla. Jonas cerró la puerta, dándoles
intimidad, y se volvió hacia ella.
El corazón de Silla redoblaba con fuerza en sus oídos. La estancia solo
estaba iluminada por la parpadeante luz del fuego que danzaba sobre la
barba dorada de Jonas, la curva de sus labios y sus ojos azules que relucían
pese a la penumbra.
Había pensado que era guapo, pero no era la palabra correcta para
definirlo; era más que el aspecto, era la manera de desenvolverse; poderoso
y seguro de sí mismo, el tipo de hombre que tomaba lo que quería. Y sentir
sobre ella el peso de su atención era tan apabullante que sintió que se
mareaba. Silla avanzó, acortando la distancia entre ellos, y extendió las
manos temblorosas para coger las de Jonas. Sus manos grandes y rudas se
deslizaron contra las suyas y le provocaron un hormigueo que le ascendió
por los brazos. Silla levantó la vista, lo miró y murmuró:
—Yo también pensaba en ti, ¿sabes?
—¿Y en qué pensabas, Silla?
Con los pulgares le trazaba tiernos círculos en el dorso de las manos.
—En lo mediocres que son tus labios.
Ella se puso de puntillas y lo besó.
—Estas cosillas —dijo mientras le tomaba las manos y se las ponía en la
cintura—. Este cuerpo absolutamente corriente. —Subió los brazos hasta su
pecho y luego le envolvió los hombros con ellos, y levantó la vista hacia sus
ojos.
Jonas ahogó una risa, la abrazó con fuerza y le acarició la sien con la
nariz.
—Anda, ahora me pregunto si de verdad eres la mujer obediente que
pensaba que eras.
Silla dejó escapar un suspiro trémulo, pero entonces se besaron. Él la
condujo hacia la cama y la tendió sobre las pieles suaves. Ella se deslizó
hacia atrás y Jonas gateó hasta tener los codos a cada lado de su cabeza. Y
luego la volvió a besar, más a fondo, con más rudeza, con una nueva
urgencia. Su boca era ardiente y húmeda, la barba le rozaba las mejillas y
esa combinación la volvía loca.
Silla se dejó ir tan completamente que el tiempo parecía no existir. Los
segundos se convirtieron en minutos, pero no importaba. Solo estaban ellos
dos y el deseo chisporroteaba en su interior, con tal intensidad que parecía
que no podía estar lo bastante cerca de él.
Jonas se apartó, pero ella lo volvió a atraer.
—No pares —dijo mascullando las palabras—. Si paras, me muero.
Y lo decía en serio; solo le importaba obtener más de aquello, de aquel
desamparo, esa imperiosa necesidad de él que la consumía por completo.
Su risita era grave y le envió vibraciones por todo el cuerpo y la hizo
jadear.
—No podría permitirlo —les murmuró a sus labios—. Esta noche tengo
planes para ti.
Jonas le apartó el pelo a un lado y le besó el punto sensible justo debajo
de la oreja. Silla se apretó contra él jadeando, ansiando más de aquello.
—Quería decirte… —jadeó ella— que no tengo bolsillos en el vestido.
Es muy poco práctico. Pensé que te gustaría.
—He cambiado de idea en cuanto a lo de tus vestidos —dijo, levantando
la cabeza.
—¿Cómo?
Señaló el bordado de su cuello.
—Quédate esos vestidos desaliñados, Silla. Esta noche me han entrado
ganas de darle un puñetazo a cualquier hombre que te miraba. —Le
tanteaba los cordones con los dedos—. Ahora quítatelo y échalo al fuego.
Ella abrió los ojos como platos.
—¡No puedes quemarlo! Me lo ha comprado Hekla.
Jonas seguía manipulando con torpeza los cordones, pero al final lo
consiguió, le desató el vestido y se lo bajó cada vez más y más, hasta que se
lo quitó del todo. Le quitó la ropa interior, y entonces ella se tumbó desnuda
con aquel glorioso guerrero de cabellera dorada cerniéndose sobre ella.
—Qué hermosa eres—murmuró él, con unas notas de reverencia y
asombro en la voz. La miraba posesivo mientras inspeccionaba hasta la
última curva de su cuerpo. Mientras él le pasaba los nudillos levemente por
el pecho, la invadió una espiral de deseo.
—Eres perfecta, Silla —dijo, mirándola a los ojos.
La emoción le cerraba la garganta. Nadie la había llamado hermosa antes,
y mucho menos perfecta. Pero luego recordó que lo más probable era que
esto fuera lo que el Lobo les decía a todas las mujeres.
Este bajó la cabeza para besarla, pero ella le puso los dedos en los labios.
—Tú también —susurró.
Quería verlo, necesitaba desesperadamente sentir su cuerpo desnudo
deslizándose contra el suyo.
Jonas arqueó una ceja, pero no necesitó que insistiera. Sin dejar de
mirarla, se quitó la túnica en un único movimiento rápido. Silla tenía la
certeza de que había dejado de respirar durante un minuto mientras
asimilaba todo aquello. Era asombroso; toda la piel ligeramente bronceada
y los músculos cincelados por todo el amplio pecho y el vientre ondulado.
Y mientras se descalzaba las botas y se bajaba los calzones, ella contempló
otro excitante espectáculo. Una sonrisa arrogante se instaló en la mirada de
Jonas cuando la pilló mirándolo fascinada.
—Qué arrogante eres… —murmuró ella, con una ligera sonrisa.
—Seguro de mí mismo —repitió él, caminando despreocupado hacia
ella.
Luego Jonas volvió a acomodarse sobre ella, y el ardor de su piel contra
la suya fue tan embriagador como se lo había imaginado. Sus bocas se
unieron en un beso hambriento y ardiente, y a medida que su mano se
deslizaba por su estómago y su pecho, se arqueó contra él. Sus manos le
rozaron el estómago, y más abajo, hasta llegar entre las piernas, donde
presionó con cuidado y frotó en pequeños círculos. Con un jadeo, Silla se
levantó sobre los codos, con el entrecejo fruncido.
Jonas levantó la cabeza con los ojos fijos en los de ella.
—¿Nunca has sentido el contacto de un hombre, verdad, Ricitos?
Silla sintió una descarga que le subió hasta el cuello. Jonas frunció los
labios en una sonrisa de satisfacción mientras le apartaba un mechón de
pelo por detrás de la oreja.
—No tienes ni idea de lo mucho que me gusta esto. Mis labios, los
únicos que tocan los tuyos. Mis dedos, los únicos que te acarician. —Sus
ojos tenían un brillo posesivo que hizo que el calor de sus mejillas se
expandiera hasta lo más profundo de su ser—. Confía en mí, y haré que te
sientas tan bien que se te retorcerán los dedos de los pies y no verás más
que las estrellas.
—S-sí —consiguió decir—. Por favor.
Reclinándose, Silla se estremeció cuando volvió a tocarla, con los dedos
acariciándole suavemente la carne más íntima. Un dedo largo se introdujo
en su interior, y ella apretó cuando se retiraba. Enseguida se le unió un
segundo dedo, y no tardó en sentirse mareada, efectivamente, se le
retorcieron los dedos de los pies, y de sus labios salieron unos sonidos…
susurros y suspiros y unos inconexos «sí» y «por favor» y otras cosas más
incoherentes. Su interior se apretó más y más fuerte, levantando las caderas
de las pieles, pero él la bajó con una mano mientras le introducía los dedos
con la otra. A medida que los curvaba y se los introducía a fondo, Silla dio
un gritito.
Jonas emitió un sonido de satisfacción.
—¿Eso es por mí, Ricitos? Sí, dámelo todo.
Sus palabras carnales la llevaron al límite. La presión se volvió
insoportable durante un segundo, dos. Y después, con la respiración agitada,
se rompió en un torbellino de mil pedazos. La inundó una marea de placer
mientras los músculos de alrededor de los dedos de las manos se le
estremecían. El éxtasis parecía no tener fin, Jonas exprimía hasta la última
gota de su ser, y solo se detuvo cuando el cuerpo de Silla se quedó inerte.
Permaneció allí tumbada durante una pequeña eternidad, con la
respiración entrecortada y unas luces que estallaban por detrás de sus
párpados.
«Y ya está», pensó Silla. Esto era lo que la había hecho sentirse más viva
en toda su vida.
Mientras su visión volvía a centrarse y se apaciguaba el retronar de su
corazón, se dio cuenta de que Jonas la miraba fijamente. Mechones de su
cabello dorado se le habían soltado de la trenza y le caían sobre la frente:
sus suaves labios dibujaban una sonrisa. Dioses. En ese momento era tan
primitivamente macho que le dio un vuelco el estómago.
—Tócame —jadeó él.
«Sí», pensó. Quería mostrarle lo feliz que la había hecho. Quería que se
sintiera tan vivo como él la había hecho sentirse a ella.
—Enséñame cómo—susurró Silla.
Jonas esbozó una sonrisa mientras rodaba sobre la espalda y la levantaba
para que se sentara a horcajadas sobre sus muslos, mirándolo desde arriba.
La luz del fuego captaba cada uno de los pliegues de su piel dorada, cada
cicatriz y el pequeño sendero de vello rubio ceniza que descendía por su
estómago.
Cogiéndole la mano, Jonas se la colocó alrededor de su miembro.
Cuando dejó de apretarle la mano, ella puso las suyas en su lugar.
—¿Es esto lo que quieres? —murmuró Silla, moviéndolas lentamente
arriba ya abajo.
—Sí —dijo él en voz baja.
Envalentonada, Silla continuó explorando, descubriendo los puntos que
lo hacían estremecerse y gemir y que se le agitaran las caderas. La otra
mano la deslizó por los músculos ondulantes de su estómago… Era terso,
cálido y liso allá donde lo tocara. Apenas podía creerse que él la deseara.
Solo pensar en ello le provocó una avalancha, un dulce subidón que le
recorrió todo el cuerpo.
Silla se echó hacia atrás y lo miró.
—Jonas…, quiero…
—¿Qué quieres, Silla?
Mirando a Jonas con los ojos muy abiertos, inspiró hondo. Había llegado
hasta aquí; metida hasta el fondo. Toda su vida había consistido en
decisiones inteligentes y seguras, y esta noche se había dado cuenta de lo
mucho que se había perdido. Esta noche, no quería pensar. Solo quería
sentir.
—Que me hagas sentir viva, Jonas. Tómame. Tómame entera —dijo en
voz alta y queda a la vez.
Jonas la miró con una intensidad salvaje que ella sintió en la médula de
los huesos. Con un gruñido grave, la tumbó de espaldas y la sujetó a las
pieles con un beso de ávido y puro deseo.
—¿Estás segura? —dijo con voz ronca, exhalando en cuanto ella asintió.
Frotó aquella piel ardiente contra su sexo, arriba y abajo, arriba y abajo, y
ella se aferró al vacío. Silla tuvo un segundo de inquietud; Jonas era grande,
mucho más grande que ella, y Silla sabía que le dolería por el tiempo que
había pasado con mujeres maduras alrededor de los fogones. Pero ansiaba
aquello más que otra cosa en el mundo. Quería vivir al máximo mientras le
latiera el corazón.
Las palabras de Jonas le llegaron lejanas, amortiguadas.
—Sigrún tiene unas hierbas que puedes tomar para prevenir un
embarazo. Se las pediré. No se lo dirá a nadie.
Silla asintió. El cuerpo le hormigueaba expectante, ávido. Jonas cerró los
ojos y musitó maldiciones entre dientes mientras se instalaba en su entrada.
Y entonces empezó a presionar hacia dentro firme y lentamente,
estirándola. El sudor le empañaba la frente mientras se introducía en ella
centímetro a centímetro. Se sintió llena, insoportablemente llena y, cuando
creyó que era imposible, el dolor la embargó. Silla gritó y le hincó los dedos
en los hombros.
Trémulo, Jonas volvió a maldecir, y se quedó quieto mientras le besaba la
barbilla y el cuello hasta llegar a la oreja.
—Dioses, mujer. Parece que estuvieras hecha para mí.
Hizo rodar las caderas con un gemido, el calor se intensificaba cuando se
retiró y luego la volvió a llenar una vez más.
«¿Esto es lo que se suponía que debía ser incómodo?», quiso decir Silla,
pero se mordió los labios e intentó relajarse.
—Así eres aún más hermosa —murmuró Jonas, mirando donde sus
cuerpos se entrelazaban—. Llena de mí. —La observó fascinado mientras
volvía a penetrarla.
Sus palabras obscenas encendieron una llama en el interior de Silla.
—Llena —fue lo único que pudo decir, haciendo una mueca de dolor
cuando volvía a entrar en ella. Muy llena. Muy adentro.
—Intento ir despacio, pero es que la sensación es… —Con los ojos
brillantes, volvió a introducirse en ella. Una y otra vez.
Silla sintió un cosquilleo por toda la piel y respiró hondo. Era una
invasión más brutal de lo que esperaba y, aun así, era exactamente lo que
quería, lo que necesitaba. Ella escogía eso. Elegía vivir. Elegía… a Jonas.
No existía nada más que ellos, solo el dolor y el más débil destello de
placer.
—Me regalas todo esto —murmuró Jonas. Su voz sonó grave, rasgada.
Su mirada le recorrió el rostro con avidez y bajó hasta sus pechos, se movió
con más rapidez, tensándola, llenándola—. Es mío.
Sus palabras le provocaron un sonido… Un gemido de puro anhelo.
«Más», cantaba su cuerpo, mientras le arañaba la espalda con las uñas,
mientras se perdía más a fondo que nunca. Con cada embestida, aquel
agudo dolor se atenuó cada vez más hasta que no fue más que una leve
molestia.
Jonas cambió de postura, y ella ahogó un grito cuando le llegó más
adentro, a un lugar que ni siquiera sabía que se pudiera tocar. Estalló de
gozo y, como un fuego que prende, algo nuevo empezó a aparecer. Era un
placer que limitaba con el dolor y se retorcían juntos hasta hacerse
indistinguibles. Abrió la boca y frunció el ceño mientras exploraba aquella
nueva sensación, más profunda, que la consumía más que antes.
—Sí. Dame uno más, Ricitos.
Apoyado en un codo, Jonas movió una mano entre los dos y la acarició
en su punto más sensible, y ella se estremeció con el contacto.
El mundo le daba vueltas.
—No pares.
Él incrementó el ritmo y le levantó la rodilla para, de algún modo,
penetrarla aún más adentro. Fue como echar leña al fuego. El calor
abrasador se hizo aún más intenso, con cada embate de sus caderas, y la
llevó al límite de algo nuevo, de algo más grande…
Le deslizó la mano hasta el cuello y le dio un suave apretón.
—Cuando sientas placer, di mi nombre.
Pero su mirada era demasiado intensa, demasiado… algo, y Silla cerró
los ojos con fuerza a medida que la tensión se volvía insoportable.
—Ah. Ah…
Se desmoronó con su nombre en la lengua, un infierno abrasador de luz,
fuego y placer le arrasó todo el cuerpo y la dejó convertida en cenizas
humeantes. Era nada y lo era todo, volaba más y más alto y se sumía en la
más dulce de las sensaciones.
Fue vagamente consciente de que Jonas estaba encima de ella. Un
gemido desgarrador; unos temblores le recorrieron los brazos; sus
embestidas se volvieron erráticas y, entonces, disminuyendo por completo
el ritmo se derramó en su interior. Cayendo y apoyándose en un brazo,
Jonas jadeó con cada aliento.
La mente de Silla estaba completamente en calma.
Tomo aire. Lo expulsó. Abrió los ojos para mirarlo. Se deleitó viéndole el
sudor que le perlaba la frente, el ancho pecho que subía y bajaba mientras
trataba de recuperar el aliento, las motitas verdes de sus ojos azules. Él la
miraba con una expresión extraña…, como si acabara de descubrir algo.
Cuando recuperó el habla, ella se apresuró a decir lo primero que le vino
a la cabeza.
—¿Podemos hacerlo otra vez?
Él se rio, y a Silla le dio un vuelco el corazón.
—Si aún puedes articular palabra es que me queda trabajo por hacer.
TREINTA Y NUEVE
CENIZAS
La Cresta de Skalla
Su pelo rojo fuego estaba fuera de lugar en aquella celda húmeda. Era
demasiado reluciente, demasiado exuberante para ese sitio de desdicha y
muerte. A Skraeda le ardía el pecho mientras miraba a través de los
barrotes a su imagen exacta. Las manos esposadas con hindrio para
neutralizar su magia cinérea; Ilka temblaba de miedo y confusión.
—Skraeda, has cometido un error —susurró Ilka—. Puedes deshacerlo.
Puedes hacer las cosas bien. Diles que te equivocaste.
El interior de Skraeda era una vorágine de emociones: culpa y
autodesprecio, pero también, la más fuerte, irritación. La irritación porque,
tras todos estos años, Ilka ni siquiera hubiera intentado adaptarse a este
mundo. Era demasiado blanda. Demasiado amable. El galdur que corría
por sus venas podía darle un gran poder y, aun así, ella pensaba que era
una carga. E Ilka no parecía entender lo más mínimo a Skraeda.
—Hago lo que hace falta para sobrevivir, Ilka —dijo con serena
determinación.
Y entonces la vio…, vio esa mirada en los ojos de su gemela que la
perseguiría para siempre. El momento en el que Ilka, por fin, cayó en la
cuenta.
—No eres mejor que ellos —le espetó Ilka, sacando por fin el veneno en
sus palabras.
«Ya es demasiado tarde para ti», pensó Skraeda. La entristecía tener que
haber llegado a eso. Pero en su reino, si eras galdra, era matar o morir. Y
Skraeda no estaba preparada para morir.
—Deberías estar orgullosa, hermana —dijo—. Tu don ya no se
desperdiciará en ti. Se utilizará para moldear este reino acorde con la
visión de la reina. Será tu legado, Ilka.
A su hermana se le inundaron los ojos de lágrimas.
—Eres una traidora a los tuyos, Skraeda.
—Soy una oportunista…
—¡Solo piensas en ti misma! —gritó Ilka.
Su voz resonó en las paredes de piedra de la celda. Skraeda no
recordaba ni una sola vez en que su gemela hubiera alzado la voz, y se
quedó perpleja y en silencio durante un instante.
Ilka frunció los labios en una fea mueca de desagrado.
—Te crees que eres valiente…, piensas que eres una oportunista, pero no
eres más que una cobarde egoísta, Skraeda. Morirás infeliz y sola, como te
mereces.
Las palabras reverberaron en su mente, hasta que, al fin, despertó de su
sueño febril. Skraeda se vio tumbada en un saliente a medio camino del
fiordo. El sol relucía tanto que, durante un buen rato, pensó que estaba
inmortalizada en luz entre las estrellas.
Fue el picoteo de un cuervo lo que la devolvió a esta vida, tirándole de
las trenzas y provocándole un dolor agudo en el cuero cabelludo. Le arreó
varios manotazos. Con un graznido de protesta, el ave alzó el vuelo y se
unió a la bandada que volaba en círculos más arriba; buitres carroñeros
esperando a que exhalara el último aliento.
Y, entonces, lo recordó todo súbitamente: aquel enorme guerrero que
yacía en el borde de la cresta, esperando el golpe de gracia. El dolor en el
cráneo, envolviéndola de negrura.
La muchacha.
Se había centrado tanto en el sufrimiento del guerrero que se había
olvidado de aquella chica.
«¿Cómo puedes ser tan tonta?», se reprochó. No había sido capaz de
controlarse. Tras días de espera al acecho, ahí estaba, delante de ella: la
muchacha sin su capa roja, pero a la que reconoció al instante. Después de
cientos de kilómetros y de las incontables noches pasadas imaginando ese
momento, allí estaba.
Había surgido el pequeño detalle del guerrero. Era grande y habilidoso, y
en el momento en que se dio cuenta de que contaba con más espadas que
ella, había tirado del hilo de su aflicción con su control mental. Lo había
desprendido de su aura y, con unos rápidos tirones, lo tuvo tumbado de
espaldas y con la cabeza colgando del saliente de la Cresta de Skalla.
Pero qué tonta había sido por olvidarse de la muchacha.
El cráneo le palpitó como si quisiera confirmarlo, y se frotó el chichón
abultado. Se encendió la ira en su interior, y sintió la necesidad de
quemar… de destruir.
«Primero tienes que subir al precipicio, imbécil», se dijo.
Y, entonces, comenzó la ascensión. Con las costillas magulladas y un
hombro dolorido, escalar el fiordo resultaba una tarea lenta, y un
movimiento en falso certificaría su muerte.
Pero la impulsaba la necesidad de sobrevivir…, las ganas de corregir su
error y conservar el favor de la reina. Ahora la chica se le había escapado de
las garras, no una, sino dos veces.
En un insólito día sin nubes, el sol era cegador. Skraeda se notaba la
lengua hinchada en la boca reseca, los músculos se quejaron cuando se
aferró a la superficie del fiordo. Agarró con una mano una raíz que
sobresalía de la cara escarpada del acantilado y tiró de ella, poniendo a
prueba su resistencia. La raíz se salió por completo y llovieron sobre ella
trozos de roca. Cerrando los ojos, capeó la tormenta cuanto pudo.
Tras muchas y largas horas de escalada, examinó el último trecho de
roca escarpada que la separaba de lo alto del acantilado: casi dos metros
de piedra lisa e impecable. No había dónde apoyarse. Pero tuvo una idea.
Inspirando hondo, desenvainó el hacha de mano y la balanceó hacia
arriba dibujando un gran arco. Se desprendieron pedacitos de roca, pero
enseguida sus ojos se fijaron en la hoja clavada a fondo en la superficie de
piedra.
El éxito le hinchó el pecho. Con la otra mano, desenvainó la hevrít y
clavó la hoja en la superficie de la roca varios palmos por encima del hacha.
Impulsándose hacia arriba, a golpe de acero, Skraeda no se atrevió a mirar
hacia abajo; el incesante estruendo de las olas era recordatorio suficiente del
destino que la aguardaba si perdía el agarre.
Los cuervos se quejaron ruidosamente en lo alto, y ella esbozó una
sonrisa.
—Hoy no os daréis un festín conmigo —murmuró entre dientes.
Y, a continuación, se impulsó sobre la cima de la Cresta de Skalla y se
tumbó jadeante en la superficie. Le ardían los músculos y la garganta le
reclamaba agua. Durante una milésima de segundo el mundo le dio vueltas,
pero Skraeda se obligó a espabilar. «Has sobrevivido», se dijo a sí misma,
con la mano tocando el contorno tranquilizador de la trenza de Ilka que
llevaba en el bolsillo. «Y ahora vas a acabar lo que has empezado».
Poniéndose de rodillas, escudriñó los alrededores: el Camino de Huesos
que conducía al norte a través de la cresta; el pinar, que sobresalía como
puntas de lanzas verdes en el cielo azul que lo bordeaba; la caída en picado
por el acantilado hacia el océano por debajo, al otro lado.
Se fijó en un objeto rojo alojado en la hierba, al borde del camino.
Obligándose a ponerse de pie, inspiró hondo para coger fuerzas antes de
acercarse a investigar.
El escudo del guerrero —partido en dos piezas irregulares que solo se
mantenían unidas por el umbo de hierro— estaba abandonado sobre la
hierba alta. Skraeda se acercó más. Sus ojos encontraron el hacha pintada
en el escudo, el carmesí que cubría la hoja y goteaba formando un charco
debajo.
—No conozco este sigilo —dijo, levantando el escudo roto—. Pero
descubriré a quién pertenece.
El sonido de unos cascos hizo que agarrara el hacha de mano con más
fuerza, pero era solo su montura, que galopaba hacia el sonido de su voz.
Sintió una oleada de alivio. Por fin le sonreía la fortuna. Tenía a su caballo,
sus provisiones en las alforjas y el sello de aquellos con quienes viajaba la
muchacha.
Tras darle un largo trago al odre de agua, Skraeda montó en su caballo y
se dirigió hacia el norte por el Camino de Huesos.
—Sé quién eres —dijo en voz alta— y pronto sabré con quién viajas.
Las olas rompieron mucho más abajo de la cresta y los cuervos graznaron
en lo alto.
—La próxima vez que nos encontremos será la última, muchacha.
CUARENTA Y UNO
Hver
Silla era incapaz de respirar. No podía pensar. Solo podía tragarse las
palabras e intentar digerir su significado. El skjöld no se utilizaba para
tratar dolores de cabeza.
—Los dolores de cabeza son el síntoma de que se ha pasado el efecto de
las hojas —susurró la niña.
Silla quería vomitar. Quería gritar. Se le aturullaba la mente al intentar
comprenderlo. Todos aquellos años de miedo, de expectación, de estar presa
de los dolores de cabeza lacerantes. ¿Había sido todo mentira? Esos dolores
de cabeza crónicos eran parte integrante de ella, la habían moldeado como
persona. Fue como descubrir una pieza de su ser que jamás había estado
allí.
Ya no se conocía a sí misma.
¿Quién era?
Por las cenizas de los dioses sagrados, ¿quién era?
Silla se aferró a un lado del carro en mitad de una ira furiosa y convulsa e
intentó mantener la calma antes de saltar en mil pedazos. Maldijo a su
padre, y su fe y su confianza en él se volvieron a hacer añicos una vez más.
—Te mintió —dijo la chiquilla rubia con solemnidad—. Sin parar.
Pero la mente de Silla no se detendría en aquello, porque había más.
Los usuarios a largo plazo han informado de visiones fantasmagóricas…
La niña.
La niña.
—¿Soy un producto de las hojas? —preguntó la chiquilla, examinándose
la mano.
—Debes serlo —murmuró Silla—. ¿Cuándo nos conocimos?
Su mente retrocedió, intentando recordar cuándo había empezado a
tomarlas. Todo lo que había sucedido durante aquel caótico verano cuando
tenía diez años. Hacía ya tanto tiempo… Tenía escasos recuerdos, eran
como fogonazos entremezclados. Los ojos verdes de su madre. El eneldo.
El eclipse. Un destello de luz blanca. Pena y miseria, e incesantes huidas.
Se le escapó un sonido ahogado, y se sintió al borde de la implosión.
Tantos años de mudanzas para huir de las habladurías, para huir de la
sospecha de los klaernar. Tantos años de soledad siendo una forastera.
Tantos años escondiéndose y siempre a la fuga… y sin apenas vivir el
presente. ¿Y para qué?
—Las hojas —contestó la niña—. Todo se reduce a las hojas.
El skjöld es sumamente adictivo… una dosis alta puede producir dolores en el pecho,
dificultad respiratoria, pérdida del control del cuerpo y la muerte.
Las hojas eran veneno, como ya le había dicho Rey. Silla se volvió y fijó
la vista en su espalda, que se balanceaba con el movimiento de Caballo.
Todo lo que le había contado de las hojas, según el libro, era cierto. «Su
hermano…». Cerró los ojos con fuerza.
El vial le colgaba pesado del cuello y, ahora, más que un consuelo era un
ancla que tiraba de ella hacia abajo y la hundía poquito a poco. Le entraron
ganas de arrancárselo del cuello y tirarlo lo más lejos posible. Y, aun así, no
podía hacerlo. Las ansiaba… las necesitaba.
La punzada de esta reciente traición le inundó los ojos de lágrimas. Su
vida era una mentira, y la única persona con respuestas estaba muerta. ¿Por
qué? ¿Por qué le mentiría sobre la naturaleza de las hojas? ¿Qué posible
motivo tendría para suministrarle unas hojas adictivas y sumamente
peligrosas? Hojas que la hacían ver niñas fantasmagóricas. Hojas que la
obligaban a moverse, a vivir una existencia desgraciada.
—¿Sería para controlarte? —preguntó la niñita—. ¿Para que dependieras
de él?
Silla se hundió en las pieles, anestesiada y estupefacta por la sorpresa,
mientras la niña se sentaba a su lado y le acariciaba el pelo.
—Tranquila —murmuró la pequeña—. Real o no, Silla, estoy aquí
contigo.
Silla tenía la mente estancada en un bucle sin fin, estancada en lo que
había leído en ese libro. Se rindió a las caricias de la niñita e intentó
recomponer los pedazos de su vida. Pero solo había más preguntas.
Podían haber pasado minutos, puede que incluso horas. Pero, al final, la
niña se desvaneció en la oscuridad y la mirada distraída de Silla se posó en
Jonas. Flanqueado por Ilías y Sigrún, cabalgaba detrás del carromato.
Al mirar a Jonas, los nudos de la tensión se fueron aflojando lentamente.
Este la repasó con la mirada de una forma íntima y cómplice. Como si la
estuviera cartografiando, haciendo planes para ella. Y aunque le dolía el
cuerpo de la noche anterior, Silla se estremeció de deseo.
—Hoy estás cansado, Jonas —dijo Ilías, mirando hacia Jonas.
Jonas no dijo nada, y arqueó una ceja mirando a su hermano.
—La próxima vez me pediré una habitación alejada de la tuya —
continuó Ilías, gruñón—. No podía dormir con el jaleo que provenía del
otro lado de la pared. —Hizo una pausa—. No era el bellezón de cabello
negro; la vi abrazada a otro guerrero cuando te fuiste. ¿A quién te llevaste a
la cama, hermano?
—Me sorprende que te dieras cuenta de nada viendo que estabas a punto
de llevarte a la cama a la morena aquella en el patio.
—Sí —sonrió con suficiencia Ilías, luego frunció el ceño—. La cosa
prometía. Hasta que llegó su hermana, se la llevó a rastras y me aguó la
fiesta.
Jonas soltó una risita.
—Tal vez deberías elegir a las menos ebrias, hermanito.
—Pero es que no puedo evitarlo. Las destructivas solo desean a alguien
que las quiera, y a mí me hace feliz complacerlas.
—Eres un villano en ciernes, ¿eh? —dijo Jonas, aunque con un punto de
cariño—. ¿En qué me he equivocado contigo?
Ilías sonrió como si estuviera satisfecho.
—Pero a ti… a ti no te fastidiaron la diversión, Jonas. ¿Quién era la
chica?
Jonas dejó escapar un largo suspiro.
—¿Desde cuándo te callas los pormenores? —insistió Ilías.
Jonas dirigió la vista a los cielos.
—No quiero hablar del tema, Ilías.
—Me decepcionas, hermano. ¿Qué gracia tiene, entonces?
—Me agota esta discusión, Ilías. Ve a preguntarle a Puños de Fuego
cómo le fue a él la noche.
—Mejor no —dijo Ilías—. Prefiero conservar mis pelotas… y no que me
las hagan papilla.
Mientras Jonas se reía, Silla tomó nota para informar a Hekla de que sus
encuentros amorosos con Gunnar no eran tan secretos como se pensaba.
Ilías no desfallecía.
—Cuanto más callas, más despiertas mi curiosidad. Me has planteado un
reto… y no descansaré hasta descubrir quién es esa mujer.
—Tú sigue así y tendré que hacerte una cara nueva —dijo Jonas, por fin,
incapaz de retener un bostezo—. No hay misterio alguno. No era nadie en
especial…, solo una muchacha.
Silla frunció el ceño, pero la calidez del sol y la suavidad de sus pieles
eran una combinación muy potente. Le pesaban los párpados, y se quedó
sin fuerzas mientras las voces se desvanecían y el sueño se apoderaba de
ella.
Camino de Huesos
Recostada en las suaves pieles de su rincón del carro, Silla respiró hondo,
saboreando la sal en la lengua. Después de Hver, el Camino de Huesos
bajaba en picado y discurría junto a una enorme playa de arena negra.
Agradecía disfrutar de unas vistas que no fueran solo bosque: gaviotas
rompiendo conchas en montones de rocas negras, barcos con dragones en la
proa navegando hacia el norte en la distancia, el hipnótico rumor del
océano.
Con una leve sonrisa, volvió al libro. Silla había terminado con Hierbas
de Íseldur —aunque volvía mentalmente a él con frecuencia— y ahora
había empezado a leer Breve historia de Íseldur. Enseguida se dio cuenta de
que no era el tipo de libro de historia que le habían enseñado en la escuela.
—Qué libro más raro —convino la niña rubia, mirando por encima del
hombro.
No se hablaba de los poderosos reyes del mar urkano; no se mencionaba
la liberación de Sunnavík a manos de Ivar Corazón de Hierro y sus
guerreros berserker; no se hablaba de su brutal asesinato del opresor rey
Kjartan Volsik con la técnica del águila de sangre, ni de cómo acabó con la
vida de la reina Svalla y la princesa Eisa. Tampoco se decía nada de Saga
Volsik, criada en el castillo de Askaborg con el objetivo de desposarla con
el príncipe Bjorn. Eran unas omisiones muy extrañas, pues eran hechos y
datos que aprendían todos los niños de Íseldur.
En vez de eso, este libro se centraba por completo en la historia de
Íseldur anterior a la llegada del rey Ivar, y Silla leía los detalles con
voracidad. Los Volsik habían gobernado Íseldur durante cientos de años, y
la corona se transmitía por linaje, con independencia de que la sangre la
llevara un hijo o una hija. El caso era que la reina Svalla procedía de la
estirpe de los Volsik, y el rey Kjartan había accedido a esta.
—Eso me gusta mucho más que la monarquía urkana, la verdad —
murmuró la niña.
Silla tuvo que darle la razón. La corona urkana pasaba únicamente a
través de los hijos varones: un hijo incursionaba en el extranjero y
conquistaba nuevas tierras para el linaje de los urkanos y el otro hijo
heredaba el trono de su padre.
Hojeando las páginas, examinó las ilustraciones de las familias reales de
Íseldur de los últimos cientos de años. Aunque no eran de un detalle
exquisito, era un placer observar aquellas imágenes.
—Estarías espectacular con eso… —se burló la niña rubia, señalando la
ilustración de una mujer que llevaba la desafortunada combinación de unas
mangas voluminosas y unos puños ajustados.
—Supongo que era lo que se llevaba hace cien años —susurró Silla.
Suspiró y cerró el libro. Sentía la cabeza comprimida, como si no pudiera
absorber más información. Seguramente porque seguía atascada en la
página 233 de Hierbas de Íseldur. Se había leído aquel libro de cabo a rabo
y luego había vuelto a empezar. Pero la página 233 era la que acaparaba
toda su atención: había memorizado hasta la última palabra, tratando de
extraer un nuevo significado. Dedicaba la mayor parte del tiempo al pasaje
que le erizaba el vello de los brazos:
La interrupción del tratamiento puede provocar síntomas como dolores de cabeza, temblores,
fiebre, náuseas, taquicardia y pérdida de conocimiento.
Hver
Skraeda:
Ve a Skutur y busca al comandante
Laxa para recibir más instrucciones.
Él dirige ahora la búsqueda de
nuestro objetivo.
Saludos,
Reina Signe
Skraeda notaba el descontento de la reina con cada letra garabateada en
el papel. Era exasperantemente breve. Brusca. Como si no tuviera tiempo
para dedicarle más palabras.
Sentía una opresión en el pecho y las sienes le latían con fuerza.
Se obligó a concentrarse. Skutur estaba en la dirección a la que se dirigía,
pero ese comandante Laxa… ¿quién narices era ese hombre?
«¿Ponéis a un klaernar por encima de mí, mi reina?», pensó, furiosa. Así
no funcionaban las cosas. No, así no. Nunca. La ira se agitó en su interior y
el calor se le extendió hasta las palmas de las manos. Dioses, quería
prenderle fuego al pergamino…, quería lanzarse y quemar algo, lo que
fuera.
«Aquí no, Skraeda», se instó a sí misma. «No cerca de este condenado
klaernar». Ya controlaría la rabia a su manera cuando estuviese sola.
Inspirando con fuerza, Skraeda miró al capitán klaernar.
—Muy bien —dijo con firmeza—. Muchas gracias.
Dando media vuelta, Skraeda fue en busca de su caballo.
CUARENTA Y SEIS
Camino de Huesos
Jonas maldijo en voz baja cuando Silla soltó un gemido desde la parte
trasera del carro. Otro día gris, más sombrío todavía sin su luz
iluminándolo. Llevaba todo el día y toda la noche con fiebre, y cada hora
que pasaba sin que se despertara, aumentaba su preocupación.
—¿La ha mordido el ciervo, Rey? —había preguntado Hekla esa
mañana, mientras acercaba un paño frío a la frente febril de la muchacha.
—No —había respondido él mientras deslizaba la hoja de la hevrít por
una piedra de afilar. La mayoría pensaría que Rey era indiferente a todo,
pero Jonas conocía bien a su jefe, había luchado a su lado durante años, y
vio un atisbo de preocupación en las arrugas del entrecejo.
Rey no había dado detalles de lo ocurrido con el ciervo, se había limitado
a decir que «se las había apañado sola». No obstante, a su regreso, Silla
había guardado un silencio muy poco habitual. Algo había ocurrido; Jonas
estaba seguro. ¿Qué probabilidades había de que la atacara un ciervo
vampiro y enfermara poco después? Era sospechoso y, cuantas más vueltas
le daba al asunto, más seguro estaba de que Rey sabía lo que había pasado.
«Te oculta cosas».
A Jonas se le retorció el estómago de pensarlo, y se le agrió aún más el
humor.
«Te la quitará».
Al pensar en aquello, puso un semblante indiferente y se recordó que ella
no era nada para él. Lo suyo era mera diversión. Una distracción. No le
importaba un comino.
«Mentiroso».
—Descríbemelo otra vez —dijo Ilías, lo que sacó a Jonas de sus
pensamientos. Sintió calor en el pecho, lo que alivió su tensión. Ilías
siempre sabía qué decir para levantarle el ánimo.
—Unos campos ondulados de trigo y cebada que brillan dorados al
ponerse el sol. Una casa comunal de madera robusta de roble. Una hermosa
chimenea con mucho espacio para que se reúna la familia alrededor.
Ampliaremos la casa para que cada uno pueda tener su propia habitación
privada. —Jonas ya se sentía más ligero—. Tus aposentos estarán en el
extremo opuesto de la casa, hermano, así no tendré que sufrir tus quejas por
los ruidosos invitados a los que acoja. —La sonrisa vaciló al emerger un
nuevo pensamiento.
Y, por primera vez en su vida, Jonas se permitió imaginar una vida con
una compañera: una mujer de pelo rizado sentada a su lado en la larga
mesa. Silla, canturreando mientras removía una olla sobre el fuego, y los
olores de su cocina impregnando la casa entera. Silla, echando puñados de
cebada a una bandada de gallinas.
Sí, podría darle gallinas.
Sus ojos se posaron en la maraña de rizos que asomaban bajo un montón
de pieles, y le invadió una oleada de pánico. ¿Y si no se despertaba? Se le
retorció todavía más el estómago y sintió hasta un nudo mientras agarraba
las riendas con fuerza.
—¿Alguna vez…? —Ilías dejó la pregunta a medias y la desesperación
que sentía su hermano se desvaneció.
—¿Alguna vez qué? —preguntó Jonas, volviendo a clavar la mirada en el
carromato.
—¿Alguna vez has pensado que, tal vez, nuestro pasado no sea nuestro
futuro?
Jonas frunció el ceño mientras pensaba en lo que había dicho su
hermano.
—No —dijo, con absoluta certeza. Con la mano buscó el talismán que
llevaba al cuello—. Familia, respeto, deber. Nada es más importante que
devolver el honor a nuestro linaje, Ilías. Nada importa más.
Ilías asintió sin decir nada y se mordió el labio con la mirada perdida.
—¿A qué viene esto, Ilías? —preguntó Jonas con cierta dureza.
—Me gusta viajar con la Hermandad del Hacha Sanguinaria. Después de
todo lo que hemos visto, me cuesta imaginar que la vida en una granja sea
igual de gratificante.
Los nudos de su estómago se transformaron en unas anguilas que se le
enroscaban en las entrañas.
—Bueno, eso no pasará hasta dentro de unos años, hermano —dijo
Jonas. Su voz parecía tensa, incluso para sí mismo—. Pronto te cansarás de
viajar. Y, cuando veas la granja, lo recordarás todo. Te encantará la paz. La
quietud.
—Puede que tengas razón —dijo Ilías con un suspiro—. Lo primero que
haré será prepararme la mejor cama. Cubrirla con un colchón relleno de
lana y plumas. Beber hasta emborracharme y luego dormir una semana
seguida.
Jonas se rio.
—¿Qué crees que le pasa a Martillo? —preguntó Ilías—. Dudo mucho
que fuera la comida, ya que todos comimos lo mismo. ¿La picadura de una
araña lobo, quizá? —Se quedó callado un momento—. Más vale que se
despierte pronto. La comida de Siggie sabe a clavos oxidados.
Jonas lanzó a su hermano una mirada asesina.
—No seas imbécil, Ilías. La chica tiene una fiebre de mil demonios, ¿y tú
solo piensas en la dichosa comida?
Ilías lo fulminó con una mirada mordaz de las suyas.
—Solo era una broma, Jonas. Aprende a encajarlas, anda.
—Sé encajar una broma, pero tú aprende a gastarlas.
—Por las tetas de Malla, Jonas. ¿Qué se te ha metido hoy por el culo?
Su hermano dio la callada por respuesta y se limitó a fruncir el ceño.
Ilías exhaló dramáticamente.
—Claro que quiero que Mano de Martillo se recupere pronto. Me cae
bien. Es divertida. Empieza a caerle bien hasta a Ojos de Hacha. —Soltó
una risilla—. ¿Te fijaste anoche en la cena? Juro por los dioses que estuvo a
punto de sonreír. Estaba orgulloso de ella por haberse cargado a aquella
bestia.
Jonas se puso tieso como un palo.
Por suerte, el ruido de unos cascos sofocó las afiladas palabras que se le
agolpaban en la lengua. Jonas miró por encima del hombro y vio a dos
jinetes que cabalgaban con ímpetu por el camino.
La curiosidad le puso la piel de gallina cuando los jinetes se acercaron a
los Hachas Sanguinarias. «¿Por qué tendrán tanta prisa?», se preguntó.
Los jinetes aminoraron la marcha cuando se acercaron a la Hermandad, y
Jonas los miró con atención: un hombre mayor, tal vez en su cuarta década,
y uno más joven de barba escasa.
—Sooo —dijo el hombre mayor. Se le veía tenso y fatigado—. Será
mejor que os deis prisa.
Rey redujo la velocidad de Caballo y el carro se detuvo.
—¿Qué ocurre?
—El Slátrari se ha cobrado dos víctimas más en el camino.
—¿Cuándo? —preguntó Rey bruscamente.
Un escalofrío recorrió al hombre.
—Los han descubierto esta mañana al sur de donde estamos. Estaban tan
quemadas que ni sus propios familiares podían reconocerlos.
—Joder —murmuró Ilías, frunciendo el ceño—. Desde luego, no es la
forma que elegiría para terminar mis días.
—Exacto —dijo el hombre, dándole un toque a su caballo con el talón—.
Con vuestro permiso, ahora nos vamos. Llevad cuidado.
—Lo mismo digo —gritó Ilías.
Los hombres desaparecieron rápidamente de la vista. Jonas vio a Sigrún
cabalgando delante de ellos; con una mano se acariciaba las cicatrices de
quemaduras que tenía en el cuello y en el cráneo. Nunca había explicado el
origen de sus cicatrices y, por primera vez en muchos años, Jonas se
sorprendió pensando en lo doloroso que tuvo que haber sido, y no solo
durante el incidente, sino mucho después. Quizá, de alguna manera, el
Slátrari hacía un favor a sus víctimas al acabar con ellas.
Pero cuando su mirada se posó en la mujer de pelo rizado que reposaba
en el vagón, el miedo se agitó de nuevo en su interior y disipó todo
pensamiento sobre el asesino.
CUARENTA Y SIETE
Jonas notó el pulso de Silla en las yemas de los dedos; respiró hondo y se
permitió relajarse, por fin. Había despertado; se había recuperado de su
extraña dolencia. Y al sentir su cálido cuerpo, notó que aumentaba su propia
aflicción.
Extendió la mano por el estómago de ella y la subió hasta sus pechos
turgentes. Percibió el momento en que ella se dio cuenta de que era él. Silla
echó el codo atrás con una fuerza sorprendente y él permitió que se zafara.
Un calor brotó en su interior al ver el fuego en sus ojos; se acumuló en su
pecho y bajó hasta el vientre.
—Me has asustado —dijo Silla, golpeándole el brazo.
Jonas la atrajo hacia sí y se inclinó para abrazarla. No hubo pausa ni
lentitud en el beso: fue algo urgente y hambriento, deliciosamente ardiente.
La deseaba… y mucho. Jonas la aprisionó hasta que su espalda rozó la
tienda.
Ella se separó de él, sin aliento.
—Jonas… —objetó, pero este se inclinó sobre ella, entró en la tienda y la
echó sobre la suave cama que había dentro.
Estaba oscuro dentro de la tienda, la luz del fuego titilaba en las paredes
mientras Jonas se acomodaba sobre ella.
—He esperado muchos días para hacer esto —murmuró. Apretó la boca
contra la suya, consumido por un deseo voraz, mientras tanteaba los cierres
del vestido.
Había pasado dos días sin ella; dos largos días de preocupación y
angustia. Necesitaba la paz y la serenidad de su contacto. Cuando él tiró de
su vestido, Silla giró la cabeza para romper el beso.
—Espera —susurró—. No podemos.
—¿Por qué no? —preguntó Jonas en voz baja, esbozando una sonrisa
pícara.
—Porque la Hermandad… —Se quedó callada un instante—. Están todos
ahí, a unos diez pasos.
Aquella perspectiva le excitó más de lo que le gustaría admitir.
—Puedo estarme calladito —murmuró él, dejándole un reguero de besos
cálidos por el cuello—. ¿Y tú?
Jonas centró los besos y mordisquitos en la zona justo debajo de la oreja,
y cada suspiro que le arrancaba aumentaba su anhelo enloquecedor. Con
una exhalación entrecortada, ella se arqueó hacia él, y este supo que ya la
había convencido.
—¿Eso es un sí? —susurró.
—Sí —jadeó ella.
El calor se disparó en su vientre y le tiró del vestido con tanta fuerza que
ella soltó un grito ahogado. Y ya solo quedaba el frenesí de poseerla.
—Llevas demasiadas capas de ropa —murmuró, quitándole la
combinación y el refajo sin contemplaciones. Algo se desgarró, pero él no
le prestó la más mínima atención porque, por fin, pudo contemplar sus
formas desnudas.
Silla metió las manos bajo el dobladillo de su túnica y tiró de ella por
encima de su cabeza mientras este forcejeaba con la hebilla del pantalón. Al
fin, Jonas se tumbó sobre ella; su piel deslizándose con languidez contra la
calidez de la suya. Le arrastró los dientes por el cuello, inhalando largas
bocanadas de su aroma. La tienda quedó en silencio, salvo por el susurro de
la ropa de cama y sus suspiros jadeantes. Gunnar se rio desde el fuego,
Hekla respondió algo en voz baja, y Jonas dejó escapar un ruidito suave:
saber que estaban allí mismo le producía escalofríos en la espalda.
Arrastró los dedos por su sexo y apenas pudo contener un gemido.
—Dioses. Me has echado de menos, mujer, reconócelo. Ya estás lista
para mí.
Silla le agarró el miembro, que acarició con una pasada lenta y deliciosa.
—Parece que tú también me has echado de menos.
—Por mucho que me guste la sensación de tu mano —murmuró él,
preparando las caderas— solo esto me satisfará ahora mismo. —Le
introdujo los dedos y sonrió al notar como ella se los apretaba por dentro.
—Más —jadeó ella—. Quiero más. —Ese leve deje de palabras
arrastradas le dijo a Jonas que su deseo se correspondía con el suyo.
—Claro que te he echado de menos —admitió este en un susurro bajo,
colocándose bien frente a su sexo—. Y tu boca perversa y tu calor
abrasador… —Vaciló—. Estaba preocupado por ti. —«Todo cambió», no
podía decirlo, pero lo pensaba. «Todo cambió cuando pensé que no
despertarías. Hizo que deseara cosas que no debía». Pero la mera idea le
hacía sentirse destrozado y vulnerable, y no podía pronunciar esas palabras
en voz alta. En lugar de eso, se lo demostró con su cuerpo.
DESPUÉS, Jonas estaba tendido sobre la cama, sin aliento, con Silla
pegada a su costado, lánguida y sin fuerzas. Sabía que, si pudiera verle la
cara, tendría una expresión aturdida y sorprendida, la misma que tenía
siempre después de hacerlo. Como si no supiera cómo habían llegado hasta
ahí.
Ni él mismo lo sabía.
Silla empezó a temblar, y Jonas le tapó la boca con la mano antes de que
se le escapara la risa. Esta se estremeció incontrolablemente contra él, y
este no pudo evitar la sonrisa que le arrancó. Silla tenía esa virtud.
Conseguía hacerle sonreír. Le hacía… feliz. Ella era luz y calor y todo lo
bueno que había en el mundo. Todo lo que un hombre como él no merecía.
Pero él lo aceptaba igualmente.
Cuando Silla recobró el control de sí misma, se giró y le sonrió.
—Estoy convencida de que nos han oído —susurró. La tienda estaba a
oscuras, pero la luz que se filtraba del fuego resaltaba el rabillo de su ojo, el
pómulo marcado, la curva de su mandíbula.
—Perfecta —murmuró Jonas, entrelazando sus dedos con los de ella. Por
un momento habría jurado que frunció el ceño, pero desapareció tan deprisa
que no podía estar seguro—. Eres perfecta —repitió observándola con
atención.
Por muchas inseguridades que pudiera tener Silla, para Jonas era
perfecta, algo que no sabía que necesitaba, una complicación que no había
visto venir.
Silla rozó con los nudillos la cicatriz de su mejilla, esta vez, sí, con el
ceño fruncido. Y Jonas oyó las palabras que no se atrevía a pronunciar:
«¿Qué te ha pasado?». Exhalando, sintió aquel extraño impulso de
contárselo todo; al fin y al cabo, si alguien podía entenderlo, sería ella.
Respiró hondo y se preparó para decir en voz alta su mayor vergüenza.
—Sabes lo que se siente cuando te niegan unas tierras que te pertenecen
por derecho, Ricitos. Quiero contarte lo que me ocurrió…, lo que nos
ocurrió.
Silla le dio un suave apretón en la mano. Cómo no. Esta mujer era
perfecta. Era su Silla.
—Maté a mi padre. —Sentía calor y frío a la vez, pero se obligó a
continuar—. Era un hombre cruel que pegaba a mi madre. Cuando era más
joven, era demasiado pequeño, demasiado débil para ayudarla. Ella me
decía que llevara a Ilías al olmo que había en la linde de nuestra parcela.
Nos subíamos a él y nos escondíamos de nuestro padre, observando las
nubes e imaginando las aventuras que viviríamos cuando fuéramos
mayores. Era nuestro lugar seguro. El lugar donde soñábamos con una vida
mejor.
Jonas soltó un largo suspiro.
—Cuando me hice mayor, defendí a mi madre, pero al parecer eso solo
empeoraba las cosas. Me dejaba sin sentido y luego se ensañaba con mi
madre. Vivíamos con un miedo constante a su cólera. Arrebatos oscuros,
como los llamaba él. Decía que no era culpa suya. Nunca era culpa suya. El
día que sucedió, se le había ido la mano. La mató. —Jonas hizo una pausa,
con los puños apretados. Silla le acarició el brazo en un gesto tranquilizador
—. Envié a Ilías al olmo y volví a entrar en casa. Mi padre estaba llorando
sobre su cadáver. Me volví loco. Lo aparté de mi madre y le hice pagar por
cada puñetazo que le había dado.
El silencio se dilató entre ellos. Jonas cerró los ojos con fuerza. ¿Había
sido un error contárselo? Nunca se lo había contado a nadie, ni siquiera a
Rey. ¿Y si ella ya no volvía a mirarlo igual?
Pero su boca insensata tenía voluntad propia.
—Fuimos a la Asamblea y me encomendé a su merced. Teníamos
testigos, buenos amigos y vecinos que daban fe de la naturaleza violenta de
mi padre. El asesinato de mi padre se consideró justo. Pero el… el asesinato
de mi madre fue juzgado como asesinato.
Silla tragó saliva.
—Al hacerlo, el Portavoz de la Ley le quitó a mi padre las tierras y
confiscó todo su dinero en nombre de la Corona. Ilías y yo nos quedamos
sin herencia. Como no teníamos más que una mancha negra en nuestro
apellido, decidimos que lo mejor era abandonar la comunidad. Gracias a la
bondad de unos pocos amigos y vecinos pudimos conseguir suficientes
monedas para llegar a Sunnavík. Fue entonces cuando encontramos a Rey y
a la Hermandad del Hacha Sanguinaria y empezamos a hacernos un nombre
en este reino.
Por los fuegos eternos. Se tragó un nudo en la garganta del tamaño de
una piedra. Se sentía vacío y, sin embargo…, más ligero. Era un alivio
contárselo a alguien. Y, si alguien podía entenderlo, era aquella mujer, a la
que también habían despojado injustamente de lo que le pertenecía.
La vio elegir sus palabras. Abrió la boca y él se preparó para lo peor.
Pero, como siempre, Silla le sorprendió.
—Bueno, en cierto modo, yo maté a mi madre.
Jonas enarcó las cejas y parpadeó rápidamente. Al cabo de un momento,
le frotó el dorso de la mano con el pulgar, en lo que esperaba que fuera un
gesto alentador. Se le daba fatal, pero lo intentaría por ella.
—Sucedió cuando tenía diez años. Han pasado diez años y aún estoy
confundida.
Jonas sintió que ella tampoco estaba segura de contárselo, así que se
quedó callado.
—Si no hubiera olvidado el maldito eneldo, las cosas podrían haber
acabado de otra manera. —Se lamió los labios—. Volví al mercado a por él.
Se había producido un eclipse y, de la emoción, se me olvidó colocarlo en
la cesta. Así que volví a por él mientras mamá preparaba la masa del pan.
Cuando llegué a casa, ya no estaba. Se la habían llevado los klaernar.
Jonas se puso tenso.
—Un vecino les avisó de que en nuestra casa había una galdra. Era
mentira, por supuesto; no tenemos magia. Tuve un incidente con la vecina.
Una discusión. Decía que… mis palmas desprendían luz. Pero no fue así.
Fue una onda en el estanque, un destello de luz errante en la superficie del
agua. Era una niña caprichosa, la vecina. Muy fantasiosa. Y se lo contó a
sus padres, que a su vez se lo contaron a los klaernar. Lo peor de todo es
que afirmaban que mi madre había confesado que había sido ella quien
había emitido ese destello. Les dijo que era… —buscó la palabra—
Cinérea. Ni siquiera sé qué es eso, pero sé que mi madre no lo era. Y no era
galdra.
Frunció el ceño.
—¿Qué esperaba ganar contándoles esto? No lo entiendo. ¿Protegerme
de su mirada? Me lo he planteado muchas veces. Si hubiera estado en casa,
podría haberles explicado lo del estanque, lo del destello de luz. Podría
haberla defendido. —Se le había apagado la voz y tenía una mirada
atormentada—. La siguiente vez que la vi, estaba colgada de una columna,
con grilletes y bridas. No puedo olvidar sus ojos. Sus hermosos y luminosos
ojos verdes. Sé que quería que apartara la mirada, pero me negué. Quería
que viera a alguien en aquella multitud que la amaba. Yo… lo vi todo. La vi
morir. Me vi obligada a lanzar una piedra. Ayudé a acabar con su vida,
Jonas.
Ella tembló y él tiró de ella para acercarla, con el estómago
retorciéndose. No sabía qué decir, así que la abrazó con fuerza mientras
transcurrían varios minutos silenciosos.
Silla se apartó y miró a Jonas con unos ojos muy abiertos y sinceros.
—Eres una buena persona, Jonas.
Él se atragantó.
Silla estaba seria.
—Lo eres. Lo veo en la forma en que cuidas de tu hermano. —Frunció el
ceño—. Sé que no todo el mundo haría lo que tú has hecho por él.
La miró sin decir nada.
—Eres un buen hombre, Jonas.
—No soy un buen hombre, Ricitos. —Le apartó un mechón de pelo de la
cara y se lo echó hacia atrás—. Pero me haces sentir que podría llegar a
serlo.
Silla parpadeó, y este notó que el corazón no le cabía en el pecho.
—¿Qué?¿Por qué me miras así? —preguntó Silla.
Acercó sus labios a los de ella en un beso lento y profundo. Luego se
apartó y apoyó la frente en la suya.
—Quiero verte después de Istré. ¿Y si voy a Kopa y te hago una visita?
—Le pasó una mano por la suave curva de la mejilla—. ¿Te gustaría?
Ella hizo que sí con la cabeza, y Jonas se sintió como un águila, surcando
el aire, libre y sin preocupaciones. Se incorporó y rebuscó entre los
pantalones que se había quitado hasta que lo encontró.
—Te he hecho una cosa —susurró y le puso un disco en la palma de la
mano.
Notó un nudo en el estómago al verla sostenerlo ante la luz titilante. Los
símbolos triangulares en capas resaltaban sobre el oscuro veteado de la
madera, y una correa de cuero colgaba de un pequeño agujero practicado en
la parte superior.
—Es como tu talismán —susurró ella mientras lo miraba a los ojos.
—Quiero que lo tengas. —Jonas la estudió detenidamente—. Que sea
algo a lo que aferrarte mientras estemos separados. ¿Te gusta? —Contuvo la
respiración.
—Me encanta, Jonas —dijo ella, pasando el pulgar por la superficie
estriada. Pero sus palabras ocultaban algo, algo que él no lograba identificar
—. Es precioso. Tienes mucho talento para la carpintería.
Cogió el talismán y le pasó suavemente la correa de cuero por la cabeza,
situando el disco sobre su corazón. El calor le inundó el pecho al verla con
aquel talismán.
Se inclinó para besarla, pero lo interrumpió el fuerte grito de Gunnar.
—¡Ataque! ¡Preparaos para atacar! ¡Algo se acerca!
CUARENTA Y NUEVE
Skutur
Skutur
Camino de Huesos
Había caído la noche y, con ella, el frío penetrante que le bajaba por los
huesos. Jonas se sentó, con la espalda apoyada en el robusto tronco de un
árbol, contemplando la oscuridad negra como la tinta. Acariciaba con el
pulgar la superficie texturizada de su talismán, pero no encontraba
consuelo. Ilías se había ido. Su hermano pequeño. Su pasado y su futuro; la
única persona que compartía su historia, con sus mismos objetivos y que lo
apoyaba pasara lo que pasara.
Los dioses le habían jugado una mala pasada. Simplemente, no podía ser
cierto. Cuando saliera del bosque, descubriría que había perdido la cabeza.
Ilías estaría sentado con los Hachas Sanguinarias y todo volvería a la
normalidad.
Pero sabía que no era verdad. Lo sabía porque su mente no dejaba de
mostrarle el momento en que Ilías recibía el golpe mortal; una y otra vez.
La confusión de la batalla, la sed de sangre corriendo por sus venas. Pero
entonces ella gritó, y todo lo demás dejó de importar; solo la obstinada
necesidad de llegar hasta ella y salvarla.
Jonas había abandonado a su hermano.
Abandonó el lugar del conflicto para cruzar el bosque a la carrera justo a
tiempo de escuchar aquellas palabras.
«Es ella. Eisa Volsik».
Eisa Volsik.
Era imposible. Porque hacía diecisiete años que empalaron en un pilar a
Eisa Volsik junto al rey y la reina de Íseldur. Pero Jonas se sacudió la
incredulidad para enterrar el hacha en el cráneo del guerrero que la tenía
sujeta.
Una vez que estuvo a salvo, una vez que comprobó que estaba ilesa,
Jonas volvió corriendo a la carretera, pero era demasiado tarde.
Llegó justo a tiempo de presenciarlo.
Apretó los dientes y el corazón se le rompió de nuevo. Lo vio como si
acabara de ocurrir: el momento en que Ilías se lanzó al ataque cuando debió
detenerse y aguardar a que Jonas o Rey o Hekla cubrieran su flanco. Vio a
Ilías hundir la espada en el cuello de un guerrero, sin percatarse de que
otros dos le acechaban entre las sombras. Vio a su hermano darse la vuelta,
y a su futuro estrellándose contra él.
Jonas presenció el momento exacto en que Ilías fue consciente de ello.
Vio los ojos de su hermano abrirse como platos antes de blandir la espada
por última vez, por inútil que fuera. Vio las dos espadas atravesarlo. Una
vez. Dos veces. Tres veces. La armadura lébrynja era sorprendentemente
resistente, pero no inexpugnable, e Ilías recibió no uno, sino dos golpes
mortales propinados por los atacantes. Jonas oyó el grito colérico de Hekla
y el rugido agonizante de Rey. Vio a Sigrún apuntar a los hombres con el
arco y eliminarlos con rabia silenciosa.
Sintió de nuevo la sed de sangre correr por sus venas. Había atacado
como un salvaje, con un desenfreno que jamás había experimentado,
aturdido por la sangre y el choque de metales y las ejecuciones
inmisericordes hasta que la espada se le resbaló entre las manos y todos los
hombres hubieron caído.
Jonas intentó salir de aquel pozo de desesperación. Se imaginó la granja:
los campos de hierba ondulantes, las vigas talladas de la casa comunal, el
parloteo de los suyos. Pero, sin Ilías, en la casa no había más que sombras y
un silencio sombrío; había perdido todo el sentido.
El dolor de su corazón se le expandió por el cuerpo y lo dejó en carne
viva. Estaba exhausto y muy enfadado. Enfadado con Ilías por creerse
invencible. Enfadado consigo mismo por no haberlo protegido. Enfadado
con ella por atraer a los guerreros hasta la Hermandad.
¿Por qué Ilías? La pregunta lo machacaba, una y otra vez. La muerte de
Ilías debía tener algún propósito; seguro que lo tenía. La muerte de su
madre llevó a Jonas a matar a su padre. Su padre murió para purgar el mal
del mundo. ¿Pero Ilías? ¿Por qué había muerto Ilías? No tenía respuesta
para esa pregunta, y cuanto más tiempo pasaba allí sentado, más lo
reconcomía. ¿Por qué?
Era absurdo. No tenía sentido.
Era innecesario.
«Lo siento, Jonas», había dicho ella. «Nunca pensé que esto pudiera
ocurrir».
Pero Ilías estaba muerto.
Y ella era el motivo.
La reina la buscaba. No solo los klaernar. No solo la desconocida
guerrera pelirroja que había avistado en Skutur. Maldita sea, la reina había
enviado un ejército de mercenarios para apresarla. Le había hecho quedar
como un idiota. Y había propiciado que mataran a su hermano.
Silla la Altruista. Aquel apodo era una burla. Le había ocultado la verdad,
incluso después de salvarla en Skutur. Era una embustera.
Era Silla «la Egoísta».
A Jonas le hervía la sangre. Se había reído de él. Había destrozado sus
sueños, los había hecho añicos.
Ella era Eisa Volsik.
Y Eisa Volsik no era suya.
ERA INCREÍBLEMENTE TARDE, o increíblemente temprano, cuando
Jonas salió del bosque. Necesitaba volver al campamento, calentarse junto
al fuego y beber un poco de agua. Se levantó, se sacudió las hojas del pelo y
empezó a caminar en la oscuridad. La luz de las llamas parpadeaba entre los
árboles, guiando su camino. Cuando salió de la arboleda, el cielo se
extendió sobre su cabeza, salpicado de estrellas.
Jonas se detuvo en seco. Un resplandor, un escalofrío, un destello que
duró un latido, puede que un poco más. Una estrella, desprendida de las
demás, viajaba cruzando el cielo, y ardió rauda y brillante antes de
desvanecerse en el vacío.
Se le encogió el corazón y parpadeó enérgicamente.
Había una silueta solitaria sentada junto a la fogata y, cuando se acercó,
Rey se puso de pie. Jonas le saludó con la cabeza y se sentó al calor de las
llamas, intentando que su cuerpo volviera a cobrar vida. Rey le ofreció un
odre de agua y un cuenco de estofado frío. Se sentaron sin mediar palabra.
A Rey se le daba bien el silencio.
Cuando Jonas terminó de cenar y de darle un buen trago al agua, se le
relajó el pecho y la neblina de dolor empezó a disiparse. Se sentía casi
humano otra vez.
Jonas fue quien rompió el silencio.
—Lo enterraremos mañana por la mañana.
Rey asintió, juntando los dedos.
—Era un buen hombre. Y tuvo una buena muerte. Una muerte honorable.
Pero Jonas no respondió, miraba el fuego sin energía.
—Si quieres darte un tiempo, Jonas, no hay de qué avergonzarse. Te
concederé todo el que necesites. Tendremos que reclutar a un nuevo
guerrero de todos modos. —Rey suspiró y cerró los ojos.
—No necesito tiempo —contestó Jonas apretando la mandíbula—.
Resarciré mi dolor con nuestros enemigos en Istré. Acabaré el trabajo. Por
él.
—Muy bien. —Rey le dio una palmada en la nuca y soltó un largo
suspiro.
—Creo que voy a dormir, si lo consigo —dijo Jonas levantándose.
—Que descanses bien, hermano —respondió Rey.
La noche era fría y Jonas se detuvo ante el remolque. Tiró para sacar una
manta extra y algo cayó en la plataforma haciendo un ruido sordo. Metió la
mano y atrapó con los dedos un pequeño disco de madera que colgaba de
un cordón de cuero.
Se agarró al lateral de la carreta y apoyó la frente contra la helada tabla
de madera. Sabía lo que era con solo tocarlo; él mismo había tallado las
ranuras sobre la suave superficie de la madera. Era el talismán que le había
regalado a Silla. La correa estaba intacta. Se lo había quitado.
El crudo dolor que sentía creció y cambió, y ahora ardía con fría rabia.
Todo este tiempo, Jonas había creído que sus sentimientos estaban al mismo
nivel, pero ahora se daba cuenta de la verdad. Ella nunca había sentido lo
mismo por él. «Necesito una distracción»; esas habían sido sus palabras. Lo
había utilizado. Y él…, el muy tonto…, había creído que había algo más.
¿Acaso no se lo había repetido una y otra vez? Los sentimientos del amor
solo traen dolor, y aquí estaba la prueba. Jonas le había permitido acercarse
a su corazón, y ahora él era débil. Patético.
Se había convertido en su madre.
Nunca más. Cerró el puño con tanta fuerza que partió el talismán por la
mitad.
No podía tolerarlo.
No lo toleraría.
Jonas no permitiría que se rieran de él. Que le faltaran al respeto. Se
quedó impotente cuando los expulsaron de sus tierras a él y a su hermano.
Era demasiado joven entonces para entenderlo; el respeto no había que
ganárselo. Había que imponerlo.
Recuperaría su honor.
Se obligó a respirar profundamente y entró a gatas en la tienda. Su
perfume lo envolvió, hizo una pausa y lo aspiró. Silla parpadeó con ojos
somnolientos bajo las pieles.
«Silla no», pensó mirándola —a aquella extraña—. El pecho le quemaba.
Ella se incorporó, se apoyó en un codo y frunció el ceño.
—¿Has comido algo? —preguntó en voz baja.
Jonas asintió haciendo un esfuerzo y empezó a quitarse la armadura
ensangrentada.
—Deja que te lave, Jonas —dijo con suavidad, y le ayudó a quitarse la
sobrevesta y la túnica. Jonas se quedó quieto mientras ella salía de la tienda
agazapada para traer un barreño con agua. Humedeció un trozo de lino y le
limpió la sangre de la cara con movimientos lentos y suaves.
—Date la vuelta —dijo Silla—; te lavaré la espalda. —La frialdad del
lino le provocó un escalofrío en la espina dorsal cuando empezó por el
hombro—. Lo siento —susurró—, tan bajito que apenas la oyó—. No
quería que nadie saliera herido.
—Lo sé. —Jonas tuvo que esforzarse para pronunciar las palabras entre
dientes.
—Tú me ayudaste a superar la pena tras perder a mi padre —dijo, y le
dio un beso en el hombro—. Déjame que ahora te ayude yo a ti.
Dejó la tela a un lado y atrajo a Jonas hasta las pieles, arqueando su
cuerpo contra el de él. Le susurró palabras suaves al oído, le acarició el
pecho con pasadas suaves y relajantes. Poco a poco, el movimiento cesó y
su respiración se volvió lenta y rítmica.
Jonas se quedó observándola un buen rato en la oscuridad.
«Ella duerme tan tranquila, mientras que el cuerpo de Ilías se pudre».
Quería rodearle el cuello con las manos y dejarla sin aire en los
pulmones. Quería ver el pánico en sus ojos cuando entendiera su destino.
Cuando se ahogara en sus mentiras y engaños. Pero sería una suerte
demasiado fácil para ella. Y Jonas lo perdería todo. En vez de eso, esta vez
aguardaría el momento. Seguiría el plan que había trazado en la oscuridad
del bosque.
Jonas se aseguraría de que la muerte de Ilías no quedara sin propósito; de
que nadie se riera de él.
De que aquella mujer obtuviera lo que se merecía.
Hacía una mañana gris, como si el clima llorara con ellos, y la niebla se
elevaba desde el suelo y se quedaba retenida entre los pinares. Silla miró a
Jonas, arrodillado ante el túmulo de su hermano con la cabeza inclinada.
Llevaba horas en esa misma posición, y cuanto más tiempo pasaba, más le
crecía la pena en el pecho. Jonas estaba destrozado por la muerte de su
hermano, y Silla no podía hacer más que respetar su petición de que se
quedara con él. Miró el montón de piedras cuidadosamente apiladas y el
dolor se intensificó.
¿Cómo había llegado a esto? Ella solo quería que la llevaran, solo quería
llegar a Kopa. Pero ahora todo era un despropósito, un despropósito
horrible y trágico, y el peso de la culpa y el dolor pesaban como una losa
sobre ella. Ilías había muerto por su culpa, y su conciencia la ponía
enferma. Debería haberle contado a Jonas lo que había descubierto por
Skraeda, que ella era Eisa Vols…
Las náuseas le agitaban el estómago y sus entrañas aullaban con
ferocidad. Cerró los ojos de golpe.
«Ella no era. Ella no era».
No podía afrontarlo —el nombre, lo que implicaba—. Todavía no; no con
todo lo que había sucedido. Cada vez que pensaba en ese nombre, la
respuesta de su cuerpo empeoraba.
«No eres ella», pensaba. «Eres Silla. Y solo tienes que ir a Kopa. Para
ponerte a salvo». La negación no era la forma más sana de afrontarlo, pero
en ese momento era lo único que la mantenía de una pieza. Cada vez que
repetía las palabras en su cabeza, la angustia disminuía gradualmente.
Suspiró y posó la mirada en el túmulo. Todo en el campamento esa
mañana había sido un recuerdo de Ilías: su caballo, sus mantas, el cuenco
que tuvo que retirar cuando sirvió el almuerzo. Poco después de comer, la
Hermandad del Hacha Sanguinaria se dispuso a cavar una tumba.
Enterraron a Ilías, con la espada en la mano, su petaca, su capa de lana y las
mejores pieles: efectos que harían su vida en el otro mundo más cómoda.
Pusieron flores, apilaron piedras sobre su cadáver y dijeron unas palabras
para honrar su valentía y su gloria.
No le cupo la menor duda de la frialdad con la que la trató la banda; no le
dirigieron la palabra, ni siquiera una mirada… ni Hekla, ni por supuesto
Rey.
«Has traído violencia y malestar a mi banda, y me alegraré el día que nos
dejes».
El recuerdo de las palabras de Rey agrandó la herida de su corazón.
Durante una breve etapa, había tenido una familia, gente que se había
preocupado por ella. Gente que había luchado por ella. Pero, como todo en
la vida, fue algo pasajero.
«Tarde o temprano, todo lo que te importa te es arrebatado», pensó Silla,
y luego se reprendió. «No tienes a quién culpar más que a ti misma. Nunca
deberías haber permitido que se acercaran tanto a ti».
Volvió a mirar a Jonas. Aunque el día anterior había pensado en dejar la
relación, no lo abandonaría en su dolor. Lo ayudaría, como había hecho él
con ella.
Y aunque no quería meterle prisa con el duelo, llevaban horas allí y tenía
la garganta reseca. Su zurrón estaba cerca, y Silla se movió tan silenciosa
como pudo y rebuscó el odre de agua. Quitó el tapón y se lo llevó a los
labios. Estaba casi vacío, el agua tibia y con un extraño sabor a tierra. Sacó
el segundo odre vacío del zurrón. Se levantó y se dirigió al arroyo.
Tardó menos de un minuto en llegar al riachuelo, de un azul vívido en
contraste con las piedras del fondo. Se arrodilló junto a un matojo de
violetas y sintió una extraña sensación de felicidad. Arrugó la frente. ¿Y por
qué exactamente tenía que sentirse feliz?
La Hermandad del Hacha Sanguinaria la odiaba.
Ilías estaba muerto.
Jonas estaba destrozado.
Todo era un desastre. Y, sin embargo, se sentía feliz.
Eufórica, a decir verdad.
Un soplo de viento fresco le acarició el rostro. Mientras Silla introducía
el odre en el torrente de agua, un escalofrío efervescente le recorrió la
espalda.
Tapó ambos recipientes y tomó aire. El día parecía menos plomizo y el
cielo menos lúgubre. Incapaz de esconder la sonrisa, se puso de pie y se
topó con una planta de brezo. ¿De dónde había salido? Suspiró, se dispuso a
subir la pendiente y tropezó con una piedra.
Se miró los pies. El suelo se levantaba bajo sus extremidades como un
océano.
Jonas estaba a su lado y le pasó un brazo por la cintura.
—Estás aquí —dijo ella, sonriendo. Las nubes grises del fondo estallaban
en pequeñas ráfagas brillantes.
Parecía que se miraba a sí misma desde arriba y que su boca hablaba
libre sin su permiso.
—Me pesa el corazón, Jonas. Ojalá hubiera muerto yo en lugar de Ilías.
¿Podrás perdonarme? ¿Puedes encontrar la manera de que tu corazón algún
día me perdone?
El Lobo la miraba, con los ojos casi negros.
—Por favor, Jonas. ¿Puedes perform… arme? —La última palabra le
salió mutilada. Lo intentó de nuevo—. ¿Me perf… onas?
Silla agitó la cabeza. Sintió la necesidad urgente de tumbarse, y Jonas la
ayudó a acomodarse sobre el suelo blando cubierto de musgo. Su hermoso
rostro la miraba desde arriba, del revés. Se retorcía y se mezclaba ante sus
ojos, se hacía añicos y se volvía a recomponer.
La respuesta de Jonas, no obstante, fue clara como la luz del sol.
—No, no te perdono.
Ella lo miró y parpadeó; la comprensión y una sensación conocida de
entusiasmo chocaron contra ella y recorrieron su cuerpo. Las hojas. La
había drogado con las malditas hojas.
—Eres una mujer deshonesta. Mi hermano está muerto por tu culpa. Pero
no está todo perdido. —Sus palabras eran frías y mordaces. Los ojos más
oscuros que la medianoche y su cara flotaba sobre ella—. Voy a entregarte,
Eisa Volsik.
Se quedó boquiabierta, pues estaba casi segura de que Jonas no lo sabía y
que no tenía de qué preocuparse. Pero solo sentía felicidad y alegría cada
vez que la luz se curvaba y se estiraba ante ella.
Las palabras de Jonas salían rápidas, luego lentas, saltaban y brincaban a
su alrededor.
—Te lo advertí, Ricitos. No soy un hombre bueno. Debiste haber
escuchado.
Jonas se alejó un rato y Silla se quedó mirando las nubes agitándose y
corriendo por el cielo. ¿Cuántas hojas le había dado? Nunca había perdido
tanto el control; nunca se había sentido tan incapacitada.
Pero entonces perdió la concentración, presionando con los dedos el
suave musgo bajo su cuerpo. Se encogía y se volvía a estirar. Tan suave.
Tan flexible.
Notó una mano detrás de su espalda y vio a Jonas inclinarse sobre ella.
Silla deseaba decirle que sus ojos eran más hermosos que un estanque de
montaña a la luz del sol, pero la boca no se le abría. La tierra se movía por
debajo —no, la había levantado— y luego se encontró subida a caballo,
reclinada sobre el cálido pecho de Jonas.
—Esto no va a ser agradable, pero tenemos que darnos prisa —dijo la
voz de Jonas detrás de ella. El caballo arrancó con tanta fuerza que ella se
desplomó hacia adelante. Entonces, él la rodeó con sus brazos y eso la hizo
sonreír.
Los árboles pasaban volando en un borrón vertiginoso de marrones y
verdes y tallos blancos fantasmales.
«¿Qué vas a hacer?», preguntó una voz que le resultaba familiar. La
sangre de Silla tañía alegremente: ¡la pequeña había vuelto! No la veía, pero
oía su voz aniñada. «Has dejado que se acerque demasiado», dijo con
tristeza.
«Saga», suspiró. «Mi hermana». Una alegría indescriptible invadió a
Silla cuando dijo su nombre. Después de tantos años, por fin, la niña
cobraba sentido. Sonrió pese al balanceo de la cabeza al ritmo del galope
por la carretera.
El tiempo dejó de tener significado: solo había un remolino de árboles y
cielo azul y el constante movimiento arriba y abajo del caballo, la luz que
brillaba y giraba frente a ella y la dicha que le fluía por las venas y le
llevaba el placer desde los dedos de los pies a los de las manos y hasta el
pelo.
En algún momento, el movimiento rítmico se detuvo, y Silla se encontró
tirada en el suelo en la oscuridad. Una forma oscura se alzaba imponente a
su lado —la reconoció, era Jonas— estudiándola. Sus ojos se encontraron
con su barba rubia y la mirada se le fue a aquella preciosa y suave boca que
anhelaba besar.
—Silla, Silla, Silla —dijo, inclinándose sobre ella.
Entonces, le llegó un destello a la memoria. Algo iba mal. Tenía una
pregunta al fondo de la garganta que avanzó hasta la punta de la lengua
cuando él retrocedió. Había frialdad en sus ojos. Maldad.
—¿Cómo has podido? —preguntó, sus palabras eran apenas un susurro.
Las estrellas se arremolinaban en el cielo, pero con menos violencia que las
nubes de hacía un rato.
—Silla. O, mejor dicho, Eisa —escupió el nombre—. Oí a esos hombres
hablando en el bosque. Lo oí todo. Escuché tu nombre. —Arrugó la frente
—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—No podía —susurró Silla. «No soy ella». «No soy ella».
Jonas arrugó aún más la frente.
—¿Por qué no confiaste en mí, Silla? ¿Por qué me mentiste una y otra
vez? ¿Por qué ni siquiera me dijiste tu nombre? —Le clavó los dedos en los
hombros y los ojos se le oscurecieron—. Yo te lo conté todo. Te desnudé mi
alma. Tú eras mía y me debías la verdad; debiste contármelo todo. Pero no
hiciste más que mentir.
—Yo no mentí. Yo no puedo ser ella. No quiero.
—Tú sí que eres ella, idiota —susurró Jonas, con el rostro contorsionado
que le hacía parecer de todo, menos guapo—. La maldita reina te busca. —
Se obligó a respirar hondo, y cuando habló su voz sonó arrebatadoramente
calmada—. Lo he descubierto, Silla. He descubierto por qué ha muerto
Ilías.
Silla sintió cómo se le juntaban las cejas.
—Ilías ha muerto para que yo recupere mis tierras —siguió diciendo—.
Su muerte no será en vano, Silla, ¿lo ves? Tú me proporcionarás una buena
recompensa, y la muerte de Ilías tendrá sentido. —Había una locura en su
tono de voz que le erizó el vello de los brazos.
—Yo me preocupaba por ti —susurró. Movió los dedos de los pies. Giró
las muñecas. Empezaba a recuperar los sentidos.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Yo también me preocupaba por ti —dijo asintiendo con la cabeza—.
Cuidé de ti más que de cualquier mujer que haya conocido, Eisa. Pensé que
podíamos ser algo, tú y yo. Pensé que me convertirías en un hombre bueno.
—La suavidad de sus ojos se avivó hasta convertirse en furia—. En cambio,
me has arrancado el corazón. Me has mentido. Has hecho que maten a mi
hermano. ¿Como has creído que podíamos tener un futuro juntos después
de eso?
Ella retrocedió, respirando profundamente y con desesperación.
Él la fulminó con la mirada. Era Jonas, pero no el Jonas que creía
conocer. Esta nueva versión era tan fría, tan airada.
No estés triste, Ricitos. Llegaste a mi vida para que yo me hiciera rico.
Recuperaré mis tierras gracias a ti. —Curvó los labios en una sonrisa—. Y
tú llegarás a Kopa, cuando yo te entregue a los klaernar.
El efecto de las hojas iba desapareciendo. Estaba aterrizando,
estrellándose, cayendo del cielo como una estrella fugaz, condenada a
hacerse añicos y arder. La tristeza aumentó en su interior y solo deseaba
hacerse un ovillo y llorar.
Jonas deslizó una mano detrás de su espalda y la sentó. Le puso una
petaca en los labios, un líquido frío en la boca. Podría estar alterado con las
hojas. Pero tenía tanta sed que lo ingirió. Le puso trocitos de pan en la boca
y ella los absorbió y se los tragó. Jonas lo repitió varias veces, y luego le
dio algo diferente. Algo amargo, que se desmenuzaba, terroso…, otra hoja,
tal vez dos. Intentó escupir, pero le sujetó la mandíbula con la mano y sus
músculos no cooperaron.
Le brotaron lágrimas de los ojos. La obligó a beber agua otra vez y le
echó la cabeza hacia atrás. Silla intentó toser, pero fue inútil. El instinto
entró en acción y el cuerpo la traicionó y tragó.
—Lo has hecho bien —le susurró Jonas al oído, pasándole un dedo por el
cuello. Su tacto hizo que le ardieran las venas con rabia furiosa.
Pero la rabia se disolvió en más felicidad, más euforia. Se quedó
embelesada mirando las estrellas y las lunas, que bailaban y titilaban. Era lo
más bonito que había visto nunca.
Descansaron unos minutos, tal vez horas. Silla se sumió en un sueño
inquieto; era incapaz de abrazarlo, de retener las imágenes, las caras. Todo
estaba distorsionado, envuelto en caos. Se despertaba a menudo y, poco
después, se vio de nuevo sobre el caballo, con el consabido balanceo y el
viento en los oídos mientras galopaban hacia la oscuridad.
Entraba y salía de la lucidez. Cada vez que parecía recuperar los sentidos,
el resentimiento y la rabia que la mantenían despierta, el hormigueo en las
extremidades que la devolvía a la vida, la obligaba a tragar más hojas. Al
cabo de un tiempo, ya no había euforia, sino un sueño interminable y
ondulado, con el golpeteo de los cascos, el olor a cuero y un borrón en
verde y negro.
Silla estaba atrapada en una pesadilla viviente de la que no podía
despertar.
Kopa
Plonc.
Le palpitaban las sienes.
Plonc.
La boca le sabía a ceniza.
Plonc.
Olía a heno húmedo por todas partes.
Plonc.
Silla hizo una mueca. Por las cenizas sagradas de los dioses, ¿qué era ese
maldito goteo? Casi sonaba como si estuviera dentro. Cosa que era
imposible porque…
«Al final llegarás a Kopa, cuando te entregue a los klaernar».
Abrió los ojos de golpe y la inundaron los recuerdos hasta que la
desbordó la incredulidad.
Jonas. Las hojas.
Plonc.
Parpadeó y observó su entorno en la tenue luz —el suelo de piedra fría
cubierto de heno, muros de piedra negra, rejas de hierro—. Silla tragó con
dificultad, la bilis se le subió a la garganta. Estaba en una celda de la
prisión. Lo había hecho. Había seguido adelante con su plan. Jonas la había
entregado.
—No —gimió—. No. No, no, no, no.
Se acercó a los barrotes, pegó la cara entre ellos e intentó ver el pasillo.
Era largo y oscuro, salvo por las antorchas colgadas en las paredes. La
desesperación se instaló en sus huesos y allí se acomodó, entre las náuseas
y un dolor de cabeza que le palpitaba en el cráneo.
Plonc.
—¿Jonas? —lo llamó, en un intento angustiado por comprobar que todo
era un sueño—. ¿Jonas?
—Lo siento —dijo una voz femenina desde el fondo del pasillo—.
Estamos solas aquí.
Silla dejó caer la espalda en el frío muro de piedra y cerró los ojos. No
necesitaba escarbar en su interior para saberlo —lo sentía en el ritmo del
pulso, en cada bocanada de aire que respiraba—. Pero necesitaba oírlo.
—¿Dónde estamos?
La mujer vaciló, luego respondió con voz suave.
—En el puesto fronterizo de los klaernar. A las afueras de Kopa.
Le flojearon las piernas, cayó de rodillas y dejó que la verdad la
hundiera.
Kopa. Jonas la había llevado a Kopa
La había engañado.
La había drogado con las hojas.
La había llevado contra su voluntad y la había entregado.
«Te lo advertí, Ricitos. No soy un hombre bueno. Deberías haber
escuchado».
Hekla la advirtió. La niña la advirtió. El propio Jonas la advirtió. ¿Por
qué no hizo caso?
«Porque eres una ingenua y una tonta», se dijo. Enterró la cara entre las
manos, asimilando la situación. Todo había sido en vano. La muerte de su
padre, su viaje de mil millas. Había conseguido llegar a Kopa, pero había
acabado a merced de la reina Signe igualmente.
Plonc.
Un sollozo entrecortado le sacudió el cuerpo y sintió que se rompía en un
millón de pedazos.
—¿Cómo has podido hacerlo, Jonas? —susurró. Entre todas las personas,
¿cómo había sido Jonas capaz de traicionarla?
«Yo te lo conté todo», le había dicho. «Te desnudé mi alma. Tú eras mía
y me debías la verdad; debiste contármelo todo. Pero no hiciste más que
mentir».
Pero no era una comparación justa: las verdades de Jonas no eran más
que su historia, mientras que las de Silla… Lo suyo era una cuestión de
seguridad. De vivir o morir. ¿Debería habérselo dicho? Por no mencionar
que ella ni siquiera lo había asimilado y que había estado a punto de poner
fin a su relación. Ella iba a seguir adelante. A empezar de cero.
Plonc.
Tal vez había obtenido lo que se merecía. Había mentido para protegerse,
pero Jonas había salido herido. E Ilías había muerto.
Y ella estaba en una celda.
Silla se acurrucó sobre sus rodillas y se entregó a la desesperación.
Estaba abrumada; los fuertes sollozos le sacudían el cuerpo.
—Está bien, chica —dijo la mujer al fondo del pasillo—. Déjalo salir.
Silla lloró hasta que se le secaron los ojos. La última vez que lloró así fue
en el Pinar Serpentino, cerca de Skarstad, cuando se quedó sola en el
bosque.
Plonc.
«Ahora eres distinta», dijo una voz familiar. «No eres la misma».
Silla levantó la cabeza de golpe, el pecho se le llenó de calor cuando vio
a la niñita rubia… con su camisón raído, la cara sucia de tierra y los ojos
azules almendrados.
No había vuelto a ver a la niña desde que había dejado de tomar las
hojitas de skjöld, y verla de nuevo la llenó de recuerdos, de anhelo por
volver a una época más sencilla, cuando sus únicas preocupaciones eran si
su padre trabajaba demasiado o qué iba a preparar para cenar.
Y, sin embargo, la niña era una cuerda que sacaba a Silla de su angustia,
porque con su cabello rubio desordenado y sus ojos azules era un
recordatorio de lo que Silla había olvidado, o enterrado, hasta el momento.
«Saga», se dijo. Su hermana. Tenía una hermana.
Plonc.
En lugar de llenarla de temor, de náuseas, pensar en Saga desencadenó
una ola de preguntas… ¿cómo era Saga? ¿Le gustaban las tormentas, los
panecillos dulces y el olor a cebolla cocida? ¿Tarareaba cuando estaba
nerviosa? ¿Pensaba Saga en su hermana? ¿Soñaba con ella? Saga vivía con
la reina Signe. Vivía entre lobos enemigos. ¿Qué le haría eso a una persona?
¿Qué le haría a tu sentido común, a tu mente?
Silla se llenó de ansia por conocer a la niña cuyo fantasma llevaba viendo
una década, con la que llevaba soñando toda la vida. Como si una parte de
ella nunca hubiera sido capaz de dejar ir a Saga.
«Ven a buscarme», le dijo Saga en su último sueño. «Ven aquí, te
necesito».
—Te encontraré, Saga —le susurró a la niña, y la pequeña sonrió.
—Sí —respondió Saga, se sentó a su lado y se abrazó a sus rodillas—.
Pero antes tendrás que salir de este lío.
Era una mezcla de lo antiguo y lo nuevo —la niña estaba con ella desde
siempre, pero saber que era Saga lo cambiaba todo—. Y en ese momento,
un propósito renovado la devolvió a la vida. No se trataba solo de su propio
bienestar. Necesitaba ser fuerte, encontrar la manera de salir de aquella
situación.
Porque Saga la necesitaba.
Silla se secó las lágrimas, hizo varias respiraciones profundas para
intentar aliviar el martilleo de la cabeza.
Se puso de pie, con las piernas temblorosas, y recorrió la celda
intentando orientarse. Las paredes eran de piedra oscura; volcánica, al
parecer. La celda tenía tres muros sólidos y una ventana, muy alta y
demasiado pequeña para caber por ella. ¿Qué haría Hekla en su situación?
El corazón se le encogió al pensar en Hekla. Otra relación echada a perder
por sus mentiras.
Plonc.
Silla se quedó helada. Un sonido débil se oyó desde el pasillo. Eran
pasos. Alguien se acercaba.
«Piensa», se dijo. «¿Cuál es el plan?».
Las pisadas se hicieron más fuertes y luego se detuvieron. La sombra de
dos siluetas se alzaba al otro lado de los barrotes; la luz de las antorchas
brillaba en los remaches de sus cotas de malla y en los osos plateados
rugiendo en las hombreras de la armadura. No pudo detener la profunda
inspiración cuando levantó la vista y vio a los klaernar.
—La cena —gruñó el más bajo, que dejó algo en el suelo y lo empujó
por debajo de los barrotes—. Come.
El olor a comida cocinada le llegó a la nariz y Silla cerró los ojos,
ignorando el impulso de arrodillarse y engullirla de un bocado.
—¿Por qué estoy detenida? —preguntó, procurando poner voz
autoritaria. Desafortunadamente, le salió ronca y oxidada por la falta de
uso. Se aclaró la garganta y probó otra vez—. He preguntado que por qué
estoy detenida.
El más alto se cruzó de brazos.
—Ahora que estás despierta, el comandante quiere hablar contigo.
—Vas a decirme por qué estoy detenida, y vas a hacerlo ahora mismo —
replicó, envalentonada, tal vez por los barrotes que los separaban.
—Ni puedo hacerlo ni lo haré —respondió el más bajo.
—¿Dónde está Jonas? —preguntó, retorciéndose cuando un dolor le
atravesó el cráneo—. El hombre que me trajo hasta aquí. Tengo que hablar
con él. Esto es un grave error y debe ser aclarado.
—Eres una deslenguada —dijo el más alto, y curvó los labios en una
sonrisa maliciosa—. Va a ser divertido. Pero deja que te advierta, galdra;
será mejor que te limites a decir «sí» a menos que quieras que te pongamos
una máscara de hierro.
Silla tragó saliva.
—Aprenderá pronto —dijo el más bajo.
Silla puso mala cara e intentó no dejarse intimidar.
—No pienso comer ni beber hasta que me traigáis a Jonas.
El alto soltó una risita.
—Ese es tu problema. ¿A nosotros qué más nos da que comas o que no?
—Tu comandante no querrá que enferme.
Era arriesgado revelar lo que sabía, pero tenía que arreglárselas con lo
poco que tenía.
—Llevo un día… o dos sin comer apenas. —Buscó a tientas las palabras,
intentando calcular cuánto tiempo había pasado abotargada—. Casi no he
probado el agua. Me han obligado a tragar hojas de skjöld y pronto
empezaré a marearme cuando empiece a pasarse el efecto.
Levantó una mano temblorosa como muestra de su salud deteriorada.
—Si no bebo pronto, empeoraré. Y el comandante se enfadará.
Los klaernar se miraron y su rostro cambió
—Traedme a Jonas —dijo en voz baja—. Ahora.
Los dos klaernar se burlaron y desparecieron por el pasillo.
Silla se apoyó en la pared y luego cayó de rodillas. Se quedó mirando la
bandeja de comida y el odre de agua. El cuerpo le gritaba que comiera, que
bebiera.
—Será mejor que hagas caso —dijo la voz de mujer desde el otro lado—.
Si intentas jugar con ellos, jugarán a su manera vil.
Asqueada, Silla se arrastró hasta la bandeja y la empujó por debajo de los
barrotes lo más fuerte que pudo. La bandeja se estrelló contra la pared con
un sonido metálico reverberante.
Se apoyó en la pared durante lo que parecieron horas, con el martilleo en
la cabeza cada vez más fuerte y la frente empapada en sudor. Estaba
ardiendo y tenía calor y frío a la vez. Silla se acordaba de la última vez;
pronto empezaría a soñar. Solo que esta vez nadie le acercaría agua a los
labios, nadie le pondría un paño frío en la frente. Esta vez estaba sola.
«Estoy aquí, contigo», susurró Saga, y las lágrimas le escocieron en los
ojos.
Saga estaba allí. Saga estaba con ella.
Silla se tumbó sobre el suelo frío de piedra, con el cuerpo temblando y la
lucidez emborronándose.
—¡Ricitos!
Sus ojos abiertos aletearon hasta posarse en un par de botas llenas de
arañazos. En el fondo de su mente, Silla pensó que le sonaban vagamente,
pero no lograba reunir la fuerzas para pensar más allá. Vacía. Se sentía
vacía.
—Tú ganas, Ricitos. Aquí estoy.
Recuperó la conciencia a toda prisa —encontró una pequeña reserva de
energía enterrada muy adentro en su interior—. Se levantó y trepó con la
mirada por la silueta hasta que se topó con un par de ojos de un azul
brillante. Jonas estaba sentado en un taburete en el pasillo, y la luz
parpadeante de las antorchas hacía que su sombra se agitara en la pared.
Durante unos instantes, Silla no pudo más que mirarlo fijamente. ¿Era real?
¿Era un fantasma?
—Vale. Estoy aquí —dijo con suavidad y, por fin, Silla creyó a sus ojos
—. Come algo. Necesitas estar fuerte.
Miró la bandeja que tenía enfrente y Silla acabó cediendo. Era verdad
que Jonas estaba allí y tenía razón; necesitaba toda la fuerza que pudiera
conseguir.
Sin decir palabra, se acercó la bandeja y devoró el pan, y luego se afanó
con el cuenco de sopa fría. Al igual que una planta marchita que se
recupera, la vida volvió a fluir en su interior con el alimento, y después
bebió toda el agua que fue capaz de tolerar.
Apartó el odre y se apoyó en la pared de piedra.
—¿Mejor?
Ella inclinó la cabeza.
—Nos separan barrotes, Jonas.
—Es lo mejor, Silla. A fin de cuentas, eres galdra. Representas un peligro
para ti misma y para los demás.
Ella torció el gesto.
—Me drogaste, Jonas. Sabías lo mucho que sufrí la última vez que dejé
de tomar esas hojas y me obligaste a tomarlas igualmente.
Su rostro no mostraba arrepentimiento.
—Las decisiones difíciles se toman de camino a la gloria.
—¿Gloria? —escupió— ¿De qué gloria hablas, Jonas? Me has
decepcionado. Me has drogado, en contra de mi voluntad… Es tan
deshonroso.
—Habló la mentirosa. No tienes forma de probarlo, Silla, y además tú
eres la persona más deshonrosa que conozco.
Sintió un sofoco por todo el cuerpo.
—Confundes la deshonestidad con el deshonor. Fui deshonesta por mi
propia seguridad. Porque mira lo que ha traído la verdad.
—No puedes culpar a nadie más que a ti misma, Ricitos.
—Jonas. Soy yo. Sé que para ti soy algo más que dinero. —Detestaba
que le temblara la voz cuando necesitaba mostrarse fuerte.
Jonas guardaba silencio, con el rostro impasible, y ella lo entendió: lo
haría otra vez sin dudarlo; para él, ella era mercancía, algo que usar en su
propio beneficio.
Probó desde otra perspectiva.
—Jonas, ¿qué pensaría Ilías…?
—¡No te atrevas a pronunciar su nombre! —Se levantó de un salto, y su
sombra trepó rápidamente por la pared.
Silla tragó, y lo volvió a intentar.
—Has cometido un error; el dolor te ha trastornado, Jonas. Está claro que
no estás en tu sano juicio. Hablemos. Vamos a resolver esto.
—De eso nada —dijo, y su voz resultaba tan fría que podría congelar los
barrotes de la celda—. Tengo la mente despejada. Por primera vez en toda
mi vida, estoy pensando con claridad. Y tengo que darte las gracias.
—¿Qué?
Se acercó a los barrotes.
—Oh, sí, Ricitos. Tengo que agradecerte que me hayas enseñado los
peligros de cuidar de los demás. No me ha traído más que sufrimiento. Me
ha costado a mi hermano.
—Jonas, yo…
—Me da igual lo que digas —la interrumpió—. No puedes cambiar tu
destino. —Jonas se cruzó de brazos—. Lo nuestro no fue en vano. Me
ayudarás a recuperar mis tierras y por eso, supongo, debería darte las
gracias.
Silla lo miró fijamente, buscando al hombre que creía conocer. Pero sus
ojos eran duros y oscuros. No había brillo ni ternura en ellos. Se había ido
el hombre que la siguió hasta el bosque para protegerla. Se había ido el
hombre que le dio el talismán de su familia y que le susurraba cosas bonitas
al oído.
Silla se estremeció cuando se dio cuenta. Cuando supo que no había
forma de llegar a él.
Miró a Jonas, memorizando su rostro para retenerlo en el recuerdo: el
azul cielo de sus ojos, la sutil curvatura ascendente de sus labios, que le
daba un aire de alegría perenne, la cicatriz pálida de la mejilla que tantas
veces había acariciado con dedos y labios.
—Durante un tiempo —dijo en voz baja— fuiste un gran consuelo para
mí, Jonas. Lo único bueno que he tenido en este mundo. —Suspiró—.
Quiero darte las gracias por eso. Por ayudarme a olvidar. —Como no dijo
nada, dejó que las palabras siguieran fluyendo desde la parte del
conocimiento—: Un día, Jonas, te despertarás y te darás cuenta del error
que has cometido. Pero entonces será demasiado tarde. La culpa te
perseguirá hasta tu último aliento.
Jonas se quedó mirándola con violencia silenciosa.
—Esperaré hasta que vengan los hombres de la reina con mi recompensa
—dijo en voz baja—. Pero no esperes que vuelva a tu celda. Puedes morirte
de hambre si quieres, pero no volveré.
Dio media vuelta y se marchó. Y Silla supo que esta vez era para
siempre.
Se apoyó en la pared, escuchando el goteo constante. Tenía el estómago
hecho un nudo. La oscuridad de sus ojos, la frialdad… No podía dejar de
pensarlo. ¿Cómo se había torcido todo tanto?
—¡Vaya un kunta remuevemierda!
Silla pestañeó, saliendo de sus pensamientos pesimistas. Era la mujer del
pasillo. Se le puso una sonrisa en los labios.
—Sí.
—¿Era tu amante?
—Algo así. —Silla frunció el ceño—. ¿Cómo te llamas?
—Metta. ¿Y tú?
—Silla. —Se mordió el labio—. ¿Cúanto tiempo llevas aquí, Metta?
Hubo unos instantes de silencio.
—Cuatro semanas, creo.
¿Cuatro semanas? Silla se quedó de piedra.
—¿Cómo es que…? ¿Por qué no te han…?
—Haz lo que te digan. —La mujer sonó estoica. Resignada—. Si haces
lo que dicen, te mantendrán con vida. Los que protestan duran poco.
La sangre le retumbaba en los oídos.
—¿Ha habido más?
La risa estridente de Metta hizo eco en el pasillo.
—Sí. Puede que unas doce mujeres. Y dos hombres.
Catorce almas habían pasado por aquellas celdas. A Silla se le dobló el
estómago por la mitad.
—¿Los llevaron al pilar?
—Supongo. Se los llevaron y no volvieron.
—Y las mujeres… ¿se enfrentaron a los klaernar?
—Protestaron cuando vinieron a por ellas. Algunas patalearon, gritaron y
pelearon con ellos. Otras lloraron y suplicaron. —Después de un momento
de silenció, prosiguió—. Si el comandante quiere verte, debes aceptarlo. Él
es el peor de todos. No discutas ni llores. Intenta… simplemente tolerarlo.
Un escalofrío le recorrió los huesos.
—¿Tolerar qué, Metta?
Como la chica no respondió, Silla se estremeció.
«Está mal», gritaba su mente. Está mal en todos los sentidos. Siempre lo
había visto así. Los pilares. Los sacrificios. Los klaernar y sus piedras y la
violencia.
—¿Qué cargos tienen contra ti, Metta?
La chica resopló.
—Los cargos. Brujería. Y tengo la misma magia que una piedra.
Silla se mordió el labio y esperó a que la chica continuara.
—Un grupo de klaernar vino al puesto de comida que tenían mis padres
en el mercado. Yo les serví la cena. Tuvieron el descaro de sugerir que
deberían comer gratis. Yo les sugerí lo contrario.
La muchacha se quedó callada.
—Mi madre siempre decía que ser tan deslenguada me traería problemas,
y supongo que tenía razón. Vinieron a nuestra casa esa noche. Leyeron los
cargos. Me pusieron un saco en la cabeza y me subieron a la carreta con
otro puñado de chicas. Las oía gritar y suplicar. Por primera vez en mi vida,
me quedé callada. Viajamos toda la noche, sin mantas, sin poder refugiarnos
de la nieve. Cuando nos detuvimos, me quitaron el saco. No me sentía las
manos. El frío se llevó a una de las chicas mientras dormía. Al resto nos
metieron en celdas. Las chicas han ido yendo y viniendo. Los dos hombres
también. Y ahora estamos nosotras.
—Pero tú no tienes galdur —dijo Silla, intentando comprender.
—Es por su cuota, dicen —explicó Metta—. Tienen que llegar a un
número. Da igual si los cargos son merecidos. Solo tienen que completar su
cupo.
A Silla le subió la bilis por la garganta cuando asimiló sus palabras. Su
madre adoptiva no era galdra, y en parte Silla siempre había sospechado
que los klaernar no eran tan quisquillosos en cuanto a quién acababa
castigado. Pero oír aquella confirmación tan clamorosa de que los klaernar
llevaban al pilar a gente común… la dejó conmocionada.
Cuando habló, la voz de Silla fue dura y decidida.
—Pagarán por eso, Metta. Saldré de aquí y los haré pagar por cada vida
que han quitado.
Metta no dijo nada. Puede que no la creyera. Puede que hubiera oído lo
mismo antes de las otras chicas. O puede simplemente que Metta hubiera
pasado cuatro semanas en la celda haciendo lo necesario para evitar el pilar.
Las dos se quedaron en silencio, pero, de algún modo, saber que Metta
estaba al final del pasillo, era un pequeño consuelo para Silla.
SESENTA
Las aguas del río Hvíta corrían bajo el Puente de Basalto y el viento
gélido arañaba las mejillas de Rey. Se levantó la capucha de la capa y guio a
Caballo hacia el puente.
Kopa se extendía ante ellos, una ciudad negra en expansión situada en el
abrazo pétreo de un volcán llamado Brími, que por suerte llevaba mucho
tiempo dormido. Aunque ya era adulto, Rey sentía la misma fascinación que
cuando era niño y admiraba las construcciones de piedra de Kopa, que se
asomaban más allá de las murallas defensivas; agujas y arcos negros
tallados, calles adoquinadas y edificios esculpidos en roca volcánica,
hazañas maravillosas de la construcción lograda por un tipo de galdra a los
que llamaban los Forjadores.
La joya de la corona de Kopa era Ashfall, una fortaleza de pináculos que
rozaban el cielo como espinas negras enredadas. Tallada en la base de
Brími, era el corazón palpitante del norte, la vivienda del jarl Hakon, que
gobernaba las tierras de Eystri en nombre del rey Ivar Corazón de Hierro.
La opresión en el pecho de Rey se hacía más fuerte, y lo arrastraba hasta
Kopa.
Habían pasado tres días desde que enterraron a Ilías —tres días desde que
vio por última vez a Jonas y a la chica—. El estómago se le había ido
encogiendo cada hora que pasaba sin saber de ellos, y aunque había enviado
a Gunnar y a Sigrún a explorar tanto el camino secundario como el Camino
de Huesos, ambos habían vuelto sin novedades.
Se habían desvanecido, y Rey supo al instante que algo iba muy mal.
Recordó a Jonas agarrándola de la muñeca y tirando de ella —no oyó lo
que dijo, pero con su mirada tuvo bastante—. Debería haber intervenido.
Debería haber… hecho algo. Pero el resto del día había sido caos y
violencia y muerte y tristeza; todo lo demás se desvaneció de su mente.
Rey rezó a todos los dioses que conocía para que su corazonada no fuera
cierta, para que su hermano Hacha no hiciera daño a la muchacha. El mero
hecho de pensarlo le provocaba la intensa necesidad de clavarle el hacha a
alguien en el cráneo. Pero el dolor podía hacer cosas terribles a las
personas, y Jonas no era él mismo.
La corazonada no le permitía a Rey un momento de paz. Por eso, después
de enviar a los Hachas Sanguinarias a Istré, se encontró delante de la puerta
de Kopa jurando que no descansaría hasta que ella estuviera a salvo y Jonas
recuperara el sentido común.
Por centésima vez desde que habló con ella por última vez, Rey deseó
que sus palabras de despedida hubieran sido más amables, más suaves.
Deseó haber admitido su parte de culpa en la muerte de Ilías. Él era el líder
de la Hermandad. Él era quien los había llevado a la batalla, aunque no
acabara de saber a qué se enfrentaban.
Y la banda había aceptado, todos sus miembros, pelear con aquellos
guerreros por ella. Por no hablar de que siempre hay riesgos en una batalla;
era parte de su vida. Elegir este camino acarreaba peligro, al igual que cada
trabajo que aceptaban. Ilías no era tonto, sabía que existía la posibilidad de
morir, y aun así aceptó.
Al cruzar el Puente de Basalto, apareció un aglomerado de carros y
carretas cerca de las murallas de piedra fortificadas de Kopa, y gente
pululando alrededor. Con un tirón de riendas, Rey ordenó a Caballo que se
detuviera y desmontó.
Se acercó a un mercader que llevaba una capa roja.
—¿Sabes por qué están cerradas las puertas? —preguntó señalando los
muros con movimiento de cabeza.
El hombre negó y exhaló un suspiro de frustración.
—Llevo aquí esperando todo el día y lo único que dicen es que nadie
entra ni sale de Kopa. —Hizo un gesto señalando su carreta cubierta—. Los
alimentos que traigo desde Kunafjord se echarán a perder si no nos dejan
entrar. Por si no hubiéramos tenido poco con lo corta que ha sido la
temporada de cultivo. Y ahora esto. —El hombre hizo una pausa—. La
única persona que ha entrado hace un rato era una mujer extraña.
A Rey se le erizó el vello de la nuca.
—¿Una mujer?
—Pelirroja. Maleducada. Dejó el caballo y los klaernar la dejaron entrar
por la puerta lateral.
«La guerrera», pensó Rey. La mujer de pelo rojo a la que se enfrentó en
la Cresta de Skalla. Tenía que ser ella. Eso hizo que su prisa aumentara.
Rey observó los muros y se fijó en los dos klaernar que supervisaban a la
multitud desde lo alto de la puerta. Guio a Caballo con las riendas y se
acercó.
—¡Eh! —gritó, llamando la atención de los klaernar—. Tengo un
mensaje importante para el jarl Hakon.
Sus rostros permanecieron imperturbables.
—Nadie entra ni sale por estas puertas —respondió uno.
Rey respiró irritado.
—Es importante, y somos viejos amigos. Si le preguntas al jarl Hakon o a
su hijo Eyvind ellos te lo confirmarán.
—Esto viene de más arriba del jarl —explicó el klaernar con frialdad—.
Nadie entra ni sale de la ciudad.
«¿Por encima del jarl Hakon?», pensó Rey. Eso son solo unas pocas
personas en todo Íseldur: el rey Ivar, Magnus el Devoracorazones, o uno de
los huscarles, el grupo de guardaespaldas que nunca se separa del rey. «O
puede que de la reina Signe», pensó, con un hormigueo en la columna.
Rey se volvió; la mente le daba vueltas. Tenía que entrar en Kopa; sintió
que ya era demasiado tarde.
«¿Qué has hecho, Jonas?». Rey pensaba que, si pudiera encontrar a
Jonas, si pudiera hacerlo entrar en razón… si alguien sabía lo que
significaba perder a un hermano pequeño, ese era Rey. Pero el
presentimiento del estómago ahora se le retorcía alarmado.
Montó a Caballo, trotó por el Puente de Basalto y cabalgó varias millas
por el Camino Negro. Haber pasado los veranos de su infancia correteando
con Eyvind por la ciudad podría resultarle útil hoy.
Todas las ciudades tenían salidas ocultas, y Rey sabía, exactamente,
dónde estaba la de Kopa.
Salió con Caballo de la carretera, y ambos deambularon un buen rato
entre los árboles hasta que Rey se apeó del animal y lo ató a un árbol. Aquí
el río Hvíta era poco profundo, y con la escorrentía primaveral de las
montañas terminada semanas atrás, resultaba bastante fácil cruzarlo a pie.
Atajó por el bosque y pronto vislumbró la esquina oeste de los muros
defensivos de Kopa. Los pinares se intercalaban con alisos enanos y
salicores por estos parajes, que ocultaban la puerta tallada en el negro muro
de basalto, a menos que uno supiera exactamente lo que estaba buscando.
Rey raspó con los dedos la piedra áspera, buscando la que sobresalía
apenas un pelo… Ahí estaba. La empujó y una puerta se abrió, y sintió el
chirrido de las bisagras de hierro como uñas arañando su columna vertebral.
Aunque Rey se esperaba el ruido, no contaba con el klaernar que
apareció al instante y que arremetió contra él con una espada reluciente.
Apenas le sobró un segundo para hacer un amago a su izquierda y
desenvainar la suya, justo a tiempo de detener el siguiente golpe.
—¿Quién eres? —preguntó el klaernar—. ¿Y cómo es que conoces esta
entrada?
Rey le propinó un corte justo debajo de las costillas, pero su espada
rebotó en la camisa de cota de malla del guerrero.
—Han matado a mi hermano de armas —gruñó Rey, deteniendo el
ataque del hombre—. Uno de mis hombres ha escapado con mi… encargo.
—Blandió su espada en un arco fuerte, apuntando a la armadura debilitada
—. Y no estoy de humor para responder a tus malditas preguntas. —Sonrió
con hostilidad cuando los remaches de la camisa saltaron disparados contra
el muro de piedra y la espada se hundió en la tripa del klaernar.
Extrajo la espada de un puntapié, pasó por encima de él y se adentró en la
oscuridad del túnel.
Cuando llegó al final del pasadizo, que salía al área boscosa, se le escapó
un gemido. Había un contingente de klaernar allí plantados, armados, y se
apresuró a contarlos. Diez. Quince. Mierda. Veintitrés.
—Tira el arma —gritó uno; la capa de piel de oso que llevaba sobre los
hombros indicaba que tenía como mínimo el rango de capitán.
—Muy bien —murmuró Rey, arrojando su espada al suelo.
—¿Como es que conocías esta entrada? —preguntó el capitán.
Rey desenvainó su daga y la lanzó sobre la espada; el suelo forestal
absorbió el sonido metálico.
—¿Por qué está confinada la ciudad? ¿Es por la chica? —preguntó.
Nunca, en todos sus años en Kopa, había visto Garras del Rey apostados
aquí, pero tampoco había visto antes las puertas cerradas.
«Esto complica las cosas», pensó Rey, haciendo una mueca.
El capitán entrecerró los ojos.
—¿De quién hablas?
Un leve titubeo en la voz del capitán lo traicionó. «Por lo visto sí que
tiene relación con ella», pensó Rey. Decidió arriesgarse; no vivirían para
contarlo, en cualquier caso.
—¿Qué quiere la reina de ella? —preguntó, mientras desenvainaba su
hévrit para arrojarla junto a sus otras armas.
El capitán pestañeó con rapidez e ignoró la pregunta.
—Todas —gruñó, señalando con la cabeza las botas de Rey.
Estudió al hombre mirándolo de reojo mientras se sacaba la daga y la
entregaba también.
«Veintitrés klaernar, contando al capitán», pensó. «Con lo que me gustan
los retos». Hacía días y tenía ganas.
—¿Qué interés tiene la reina en la chica galdra? —preguntó Rey, con
pocas esperanzas de obtener respuesta; al menos todavía.
Debería haberle hecho estas preguntas a ella, debería haber insistido en
que le contara la verdad, pero tenía la mente nublada de pena y de rabia.
¿En qué lío andaba metida aquella mujer de pelo rizado cuya sonrisa era
como la luz del sol? ¿Cómo había llegado a meterse en semejante
problema?
Tal vez, si se hubiera sentido segura para confiar en Rey, él habría
evitado que esto ocurriera, podría haberla mantenido lejos de las garras de
los klaernar. El estómago le ardía. Sabía lo que les hacían a los prisioneros,
y también sabía que el comandante Valf era, especialmente, una bestia vil.
Si la chica estaba bajo su vigilancia, si le ponía un dedo encima… Rey no
pudo acabar el pensamiento.
—¡Las manos arriba! —ordenó el capitán. Dos klaernar se adelantaron,
con grilletes de hierro en la mano.
Rey curvó los labios en una sonrisa mientras levantaba las manos; extrajo
su galdur, que lo colmó al instante. Inclinó el cuello y vio las venas negras
en el dorso de su mano. Hacía días, y su galdur luchaba tanto por liberarse
que apenas tuvo que concentrarse para sacarlo.
—¿Qué le pasa? —preguntó un Garra del Rey, con los ojos como platos
mirándole las palmas de las manos.
De ellas brotaron zarcillos oscuros y ahumados que ondeaban hacia el
cielo para apiñarse en una gran nube de cenizas arremolinadas. Rey exhaló
aliviado, rebosante de poder primario que lo hacía sentir más vivo que
ninguna otra cosa. El nudo del estómago se le aflojó, y el dolor y la
consternación se vieron desplazados por la necesidad de destruir.
De quemar.
—¿Lo dices por esto? —preguntó Rey, girando la muñeca. En un abrir y
cerrar de ojos, el humo se dividió en veintidós volutas enmarañadas que
palpitaban y se espesaban con brasas chasqueando en su interior.
—Es la muerte que viene a por vosotros.
Con una orden silenciosa de Rey, el humo se curvó a su voluntad y los
zarcillos se extendieron hacia el klaernar que ahora cargaba contra él con
las espadas en la mano. Excluyó al capitán, por el momento; alguien debía
darle las respuestas que buscaba. La negrura pululó por sus caras tatuadas y,
cuando el miedo los obligó a abrir la boca para gritar, la oscuridad
descendió por sus gargantas.
La siguiente parte transcurrió como siempre: los hombres se asfixiaban
con sus propios gritos, se llevaban las manos a la garganta y se retorcían
mientras se quemaban desde dentro.
—No sirve de nada —murmuró Rey, centrando la atención en un
objetivo concreto. Veintiuno era en verdad una exageración para él, pero le
gustaban los desafíos. De repente, frunció el ceño. Veintiuno. Había contado
veintidós klaernar, excluyendo al capitán.
Localizó al capitán con el rabillo del ojo; se alejaba con la mano puesta
en la empuñadura de la espada, y entonces…
—Joder —murmuró Rey. Un guerrero se tropezó entre la maleza,
huyendo presa del pánico; uno que se había escapado.
«Eso me traerá problemas», se dijo.
Pero no podía soltar a los otros klaernar; al menos hasta que estuvieran
muertos, y ahora el capitán había desenvainado su espada. Rey apretó los
dientes y extrajo más galdur, sacándolo de las reservas externas de halita
que llevaba tatuadas en el pecho con un motivo de una cinta de cenizas.
Este se lo mandó al capitán, formando un círculo alrededor de su cuello,
una caricia humeante advirtiéndole contra ideas tontas.
Los rostros de los klaernar ahora estaban colorados. Los ojos se les salían
de las cuencas y rezumaban líquido, hasta que acababan cayendo
estrepitosamente al suelo, clavando las uñas y arrastrándose en vano. Luego
venían las ampollas, burbujeando y estallando antes de que la piel se
derritiera y se desprendiera en láminas. El bosque se llenó de un aroma acre
a pelo chamuscado y cuerpos quemados, del chisporroteo de la carne y de
llantos de hombres moribundos.
Un hombre mejor se sentiría asqueado al verlo —caras derretidas, humo
y vapor emanando de cuerpos contorsionados—. Pero Rey se sentía
simplemente exultante. Aunque no estaban en su lista, se deleitó con sus
muertes.
Cuando dejaron de moverse, inspeccionó el bosque en busca del klaernar
fugado, sin encontrar ni rastro de él. Pero entre la chamusquina le llegó el
olor del orín.
—Te has meado encima —dijo Rey disgustado, dirigiéndose al capitán.
—T-tú —tartamudeó el capitán. Estaba temblando—. ¡Tú eres el Slátrari!
¡El asesino!
Rey sonrió, y avanzó para acercarse a él. El nombre era ridículo, pero
tenía que admitir que le encantaba la notoriedad. Las historias se habían
propagado y, cuando atacaba a sus objetivos, estos se horrorizaban cuando
se daban cuenta de cuál era su final.
Con un movimiento de su dedo, el humo se tensó alrededor del cuello del
capitán, y el hombre empezó a resoplar, y su piel se volvió de la tonalidad
de rojo más hermosa. Con un segundo movimiento, Rey podía hacerlo
arder. Pero no. Todavía no.
—Habla —le ordenó, clavándole una mirada oscura.
—está detenida —respondió el capitán, que se estremeció cuando el
humo le quemó la punta de la oreja—. Tenemos que vigilar las puertas.
Todas. Nadie entra ni sale hasta que un convoy la lleve a Kunafjord.
—Y luego… —lo apremió Rey, endureciendo su mirada.
—Y luego zarpará hacia Sunnavík. —El hombre prácticamente resollaba.
«Ojalá la gente de Íseldur pudiera ver lo temibles que son en realidad
estos klaernar cuando la muerte viene a por ellos» —pensó Rey con
amargura.
—¿Por qué? —exigió Rey.
—Yo… Yo no sé más de lo que te he contado —contestó. Su voz había
alcanzado ese tono estridente que ponían cuando sabían que iban a morir—.
Yo so-solo seguía instrucciones.
—¿De quién? —preguntó con tono amenazante.
Afortunadamente, el hombre no tendría que seguir más instrucciones.
—De Valf. Está bajo la custodia del comandante Valf. En el cuartel del
este.
Rey apretó el puño e hizo una mueca con los labios. Le dio la espalda al
capitán, recogió sus armas del suelo y se dirigió andando al cuartel del este
de Kopa.
Los gritos del capitán resonaron en sus oídos y luego el bosque se sumió
en un silencio sepulcral.
SESENTA Y UNO
Silla repasaba con los ojos los nudos y las espirales de la puerta del
comandante Valf mientras el klaernar más alto llamaba con los nudillos. Los
fríos grilletes de hierro le lastimaban las muñecas y no dejaba de moverse,
inquieta. Se miró el vestido, de un rojo llamativo y escotado, tan ceñido que
apenas podía respirar.
Los dos klaernar habían acudido a su celda con jabón, un cubo de agua,
unas sandalias y aquella prenda roja. Le ordenaron que se lavara y se
vistiera. Cuando regresaron, la acompañaron hasta el cuartel escaleras
arriba y subieron un tramo de escaleras hasta el despacho del comandante.
Sintió que estaba a punto de hundirse, y se acordó de las palabras de
Hekla.
«Todo lo que me había hecho, cada golpe, cada puñetazo, cada patada,
añadía más leña a mi hoguera. Me convirtió en un fuego incontrolado, y
ahora le tocaba a él arder».
«Esto es leña para mi hoguera», pensó Silla. «Pase lo que pase, no me
verán romperme. Y un día, arderán».
Silla enderezó la columna cuando la puerta se abrió; el comandante
llenaba el marco con su enorme complexión. Era alto y ancho y tenía una
barba negra y larga recogida en dos trenzas urkanas. Sus labios se curvaron
en una sonrisa que no le llegó a los ojos, y la hizo entrar de un tirón de las
esposas.
—No quiero interrupciones —gritó el comandante. La puerta se cerró
detrás de ella con un clic, seguido de un siniestro deslizamiento del pestillo
con el que el comandante bloqueó el acceso a la sala.
Frente a ella, demasiado cerca, Valf se sacó una llave del bolsillo y
empezó a quitarle las esposas. Cuando cayeron al suelo, Silla se frotó las
muñecas y sintió de todo menos alivio.
Estudió la estancia. Valf caminó hasta una gruesa mesa de madera situada
en el centro de la habitación. Del techo colgaba una lámpara de araña de
hierro y las velas arrojaban una luz temblorosa sobre dos pesadas jarras de
cerámica y un plato recargado de comida. Las tripas traidoras de Silla
rugieron y ella se abrazó con fuerza; ese día no le habían llevado comida a
la celda.
Recorrió con los ojos la habitación y se fijó en el resto de los detalles. En
un extremo había una chimenea esculpida en la misma piedra negra pulida
que el resto del edificio; un fuego bajo crepitaba con suavidad. Sobre la
chimenea colgaban varios tapices más pequeños, con hilos brillantes de oro
y marrones y rojos que se entrelazaban formando figuras geométricas que
reflejaban la luz de una forma extraña. Flanqueando la chimenea había
estantes repletos de libros y manojos de pergaminos y, para disgusto de
Silla, varios bustos del rey Ivar de distintos tamaños. En el otro extremo, las
contraventanas estaban abiertas y, a través de ellas, se filtraba una luz tenue.
El comandante Valf señaló con un gesto dos sillas forradas de piel junto
al fuego.
—Siéntate.
No era una propuesta, ni tampoco una sugerencia. Tragó saliva, cruzó la
habitación y se sentó en una de las sillas. Su mirada se detuvo en un busto
de basalto del rey Ivar dispuesto en la estantería al lado de la silla de Valf.
El rey la miraba mal, incluso desde el interior de una piedra volcánica
tallada.
«Qué horror», pensó procurando que su rostro mostrara neutralidad.
El comandante apareció a su lado con el plato de comida en la mano.
—Tu comida del día —dijo. De nuevo, no era una pregunta. Aceptó el
plato, aunque tenía los nervios de punta. Valf se sentó en la silla al lado del
busto, dando sorbos a una copa mientras la miraba—. Come —ordenó.
Las tripas le volvieron a rugir. Llevaba varios días a base de sopas
aguadas para comer y cenar, siempre insuficientes para calmar el hambre. Y
el plato que tenía delante contenía la peor de las tentaciones: panecillos
dulces.
Después de pensarlo un rato, Silla cogió uno de los panes y le dio un
mordisco para probarlo. Se encontró con capas de calidez mantecosa, casi
gimió, y volvió a darle un segundo mordisco mucho más grande. Cuando se
lo acabó, siguió con la carne y los quesos y se comió en silencio hasta el
último bocado.
—Veo que has disfrutado la comida —dijo el comandante, con las
comisuras de los labios apuntando hacia arriba.
A Silla le trepó el rubor por el cuello y juntó las manos, y luego las
separó, sin saber qué tenía que hacer.
—Estás nerviosa —murmuró Valf.
Silla lo miró a los ojos.
—¿Tengo motivos para estarlo?
El comandante la miró, escudriñando su rostro.
—No te pasará nada si cooperas, querida.
Ella intentó no inmutarse.
El comandante continuó.
—Por lo que he oído, tienes un carácter desafiante. Y la lengua afilada.
Silla se obligó a mirarlo a la cara mientras respondía.
—Llevo días confinada en una celda sin que me hayan explicado los
cargos. Espero que sea tan amable de informarme, comandante.
Aquella fea sonrisa volvió a cruzar su rostro.
—Ambos somos sobradamente inteligentes para estos juegos, querida.
¿No vas a admitir quién eres? —Hizo una pausa—. ¿Debo llamarte Eisa, o
prefieres que te llame Silla?
Se quedó blanca y con el estómago encogido.
Eisa.
El nombre la perseguía, por mucho que quisiera escapar. Le temblaban
las manos, y se obligó a respirar profundamente.
«Pensamientos amables», se dijo. Pero la habían llevado ante el
comandante Valf ataviada con un vestido corto de lo más obsceno. Su
amante la había traicionado. No tenía nada ni a nadie en este mundo.
«Saga», pensó. «Tenía a Saga».
Su ánimo fue creciendo poco a poco y se esforzó para responder al
comandante.
—Silla —se oyó decir.
—Silla —repitió él—. Hemos enviado un halcón a la reina Signe para
informarla de que te hemos capturado y ya nos ha llegado que está
deseando recuperarte. Está haciendo los preparativos para que un barco te
lleve al sur hasta Sunnavík desde el puerto de Kunafjord.
Silla se tiró de la manga del vestido.
—Tu amigo Jonas nos ha informado de que, además de conocer tus lazos
de sangre, ha descubierto que tienes… habilidades inusuales —continuó el
comandante, frotándose la mandíbula. Le miró las manos.
Ella apretó los dientes. ¿Que Jonas había descubierto qué?
—Por supuesto, conoces nuestra postura oficial al respecto de esa…
abominación. —Arrugó la nariz—. Pero aquí estás. Tu destino está
decidido. No hay razón para que me ocultes nada. Dime, querida, ¿cuáles
son exactamente tus habilidades?
Silla quería echarse a reír. «Pues mire, comandante, brillo como las
auroras. Una habilidad de los más útil cuando huyes para salvar la vida. No
llama la atención lo más mínimo».
—No entiendo mis habilidades.
—Eso es muy desafortunado. —El comandante se llevó la copa a los
labios y dio un sorbo—. Aunque sí que hay formas de esclarecer esas
verdades. Y dado que pasarán días hasta que llegue el barco de la reina, tú y
yo nos divertiremos mientras descubriéndolas. Tengo un truco para eso.
Silla juntó las manos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron
blancos. Aunque no sabía a qué métodos se refería, tenía claro que no
quería averiguarlos.
—No creo que la reina apruebe tus juegos con su nuevo juguete —dijo,
mirando fijamente al comandante Valf.
—Al contrario, querida. Su Alteza me ha pedido que compruebe tu
galdur. Soy un buen amigo de su consejero, el maestre Alfson. ¿Lo
conoces?
Silla negó con la cabeza y se movió inquieta.
—El maestre, bueno, tiene una mente curiosa y le encanta saber cómo
funcionan las cosas. Está muy entregado a su oficio y tiene un interés
particular en saber cómo funciona la magia. Nada le complace más que
desarmar una cosa y volverla a armar.
Un escalofrío le recorrió la espalda ante esa primera pista de lo que le
esperaba de verdad en Sunnavík. Cenizas, ¿qué tipo de monstruos vivían en
aquel castillo con Saga?
—No temas, Silla. No soy tan profesional, aunque tengo mis métodos —
dijo el comandante—. ¿Te lleno la copa?
Silla negó con la cabeza. Esas novedades inquietantes le helaron la
sangre, y se volvió a retorcer en su asiento.
—Sí, querida. Descubriremos cómo funciona tu magia. Y, por si no lo
sabías, ya hemos empezado nuestra primera sesión.
Se agarró a los brazos de la silla y pestañeó mirando a los ojos fríos y
oscuros de aquel hombre. Parecía que el escalofrío se le había expandido
por el cuerpo, acompañado de una sensación extraña; la tensión se le
acumulaba en las venas.
A medida que el comandante iba hablando, la excitación aumentaba en su
voz.
—Alfson me dice que se trata de energía y equilibrio. Las hojas de skjöld
crean una barrera tan fuerte que impide que los poderes se manifiesten,
sofocándolos. Pero hay otra hoja que produce el efecto contrario. Cuando se
ingiere, esa barrera se debilita y los poderes salen a la luz. Un catalizador, lo
llama él.
La piel empezó a vibrarle y miró el plato vacío. La comprensión se
deslizó por su columna como el agua fría, y cerró los ojos. Tonta. Qué
rematadamente tonta había sido.
—Sí, querida. El catalizador iba mezclado en la masa de los panecillos.
Y, mira, tu magia se está agitando. Así que veo que es cierto: tienes un don
único.
Silla se puso de pie de un salto, levantó las palmas de las manos y se
quedó mirando con horror la luz blanca que resplandecía en sus venas. Las
dos primeras veces había visto una luz iridiscente, más suave, más cálida,
como un susurro en su interior. Pero esta vez la atravesaba con rabia, como
un río glacial sobre rápidos, con el frío empujando contra su piel como si
quisiera liberarse. La presión parecía incrementarse con cada respiración,
pero no sabía cómo hacerla salir.
El comandante Valf apareció a su lado de repente. Le cogió una muñeca
con el puño y la apretó con tanta fuerza que ella hizo una mueca de dolor.
Le pasó un dedo arriba y abajo por el brazo mientras intentaba liberarse.
—Parece que eres una Cinérea, aunque tu piel es fría al tacto —murmuró
—. ¿Qué es esto? No lo había visto nunca. ¡Brillas! —Había algo alarmante
en su voz, una excitación codiciosa—. Alfson estará encantado contigo.
Querrá abrirte para ver si brillas también por dentro.
Silla respiró hondo, la habitación se inclinaba sobre su eje. Tenía que
salir de allí.
—Pero ¿por qué dejarle a él toda la diversión? Yo también estoy ansioso
por comprobarlo.
Él se puso detrás de ella y la atrajo firmemente a su pecho. Silla intentó
liberarse, agobiada por la conmoción y el pánico. El comandante sacó una
daga y, antes de que pudiera reaccionar, le rajó la palma de la mano.
Silla gritó cuando el calor del dolor se mezcló desconcertantemente con
el frío de su galdur.
—Bien —dijo el comandante.
La sala volvió a enfocarse y Silla evaluó la situación. Sangre carmesí le
brotaba de la palma. Él la tenía firmemente agarrada por la muñeca con su
mano, mucho más grande, y sujetaba la daga con la otra. El comandante le
apretó la espalda contra su pecho y se quedó atrapada.
Cuando se inclinó para mirar la herida, su aliento a cerveza agria le
produjo arcadas.
—Nada más que rojo. Lo admito, estoy consternado. Pero ¿y tus
huesos…?
Antes de que el pánico volviera a apoderarse de ella, Silla tuvo un
momento de claridad. Llevaba semanas entrenando con Hekla y Rey para
situaciones como esta. Cada práctica de codazos, de estocadas, de golpes la
había llevado a este preciso momento.
Si quería liberarse, tenía que recordar lo que le habían enseñado.
Cuando el comandante le cogió el dedo medio mientras bajaba la daga,
Silla le hundió el codo en las costillas. El hombre se quedó resollando sin
aliento, y ella le dio un manotazo torpe en el puño y la daga retumbó en el
suelo.
—¡Tú, kunta! —Le colocó el brazo alrededor del cuello y apretó hasta
que Silla no pudo respirar—. Acabas de sellar tu destino. Si tú me causas
dolor, yo te lo devolveré decuplicado.
Pero sus palabras se fueron apagando hasta que lo único que oía Silla era
la voz de Hekla en su cabeza.
«Tira de su brazo hacia adelante».
«Dale un puñetazo en la ingle».
«Métele un codazo en las costillas».
«Suéltate de su agarre».
Silla realizó los movimientos como los había ensayado mil veces y, por
fin, logró liberarse de la sujeción de su brazo.
Se alejó del comandante —doblado de dolor intentando recuperar los
sentidos—, pero él se abalanzó sobre ella con una repentina velocidad
agresiva y logró alcanzar el dobladillo del vestido. El desgarro sonó tan
fuerte que llenó el aire mientras se desprendía de la falda. La tela se rasgó y
Silla cayó hacia delante con el impulso, aferrándose con las manos al borde
de la mesa. Las jarras de cerámica chocaron entre sí.
El comandante Valf se irguió, con el rostro tenso y sonrojado.
—Me has decepcionado, querida. Creí que podíamos ser amigos. Pero
ahora vas a sufrir.
Ignorando la tensión que sentía bajo la piel y el resplandor de sus brazos
que la distraía, Silla cogió las jarras de cerámica, tan pesadas que se le
hundieron en las manos. Se giró y se las arrojó al comandante cuando se
lanzaba a por ella. Con un movimiento fluido y ensayado, una finta a la
izquierda, otra a la derecha, esquivó ambas con facilidad. La cerveza y el
hidromiel se desparramaron en el suelo y las jarras cayeron
estrepitosamente. El comandante se lanzó contra ella más rápido de lo que
esperaba. Silla se dio la vuelta e intentó liberarse, pero era demasiado tarde.
El comandante le cogió un mechón de pelo y tiró hacia atrás con
brusquedad. El dolor le ardió en el cuero cabelludo y un aullido le salió de
la garganta. Forcejeó con las manos a ciegas, buscando algo, lo que fuera,
pero no encontraba nada.
—Entiende una cosa: te habría mostrado amabilidad.
Le tiró de la cabeza hacia atrás, ella luchó por mantenerse en pie. Lanzó
un codazo a las costillas del comandante, intentando recordar los
movimientos defensivos, pero todo se estaba yendo al traste; los
movimientos eran desatinados e inefectivos.
Valf aflojó la mano que le sujetaba el cabello y la empujó bruscamente al
suelo. Cayó a cuatro patas contra la tarima, con tanta fuerza que pensó que
se había partido los dientes.
—Por suerte, la reina no te necesita en perfectas condiciones.
Le dio con la bota una patada en las costillas tan fuerte que la dejó sin
aire en los pulmones y el dolor se irradió disparado desde el pecho.
Silla intentó por todos los medios respirar, pero tenía el cuerpo
paralizado. Con los ojos muy abiertos, lo intentó otra vez. Y otra. Nada.
Cero aire. El pánico la invadió y se olvidó de la bota, que se preparaba para
patearla de nuevo.
Rojo.
No había más que un dolor rojo y caliente que la cegaba y la aprisionaba.
Se acurrucó sobre sí misma con un gemido y esperó el siguiente golpe. Por
fin, consiguió que le entrara el aire, aunque el alivio le duró poco. Unas
manos fuertes le dieron la vuelta, la sujetaron por los hombros contra el
suelo y el peso le aplastó el pecho. Se le aclaró la vista, que aterrizó en los
tapices que colgaban sobre la chimenea. Desde este ángulo lo vio con
claridad.
Pelo.
Estaban tejidos con pelo humano.
Rojos, dorados, marrones, negros. Una multitud de muestras entrelazadas
colgando como trofeos.
«¿A cuántas mujeres?», se preguntó Silla, y el pánico le subió por la
garganta. ¿A cuántas mujeres había violado aquel monstruo antes de
condenarlas al pilar?
El comandante se sentó a horcajadas sobre ella y puso una sonrisa cruel.
—Grita, querida —dijo con voz áspera mientras llevaba la mano atrás—.
Me encanta.
Le dio una bofetada con la mano abierta. El dolor se le expandió por la
cara, intenso y caliente. Ella parpadeó varias veces hasta que logró enfocar
la figura que se cernía sobre ella. La sangre se le heló al verlo. Con ojos
perversos, el comandante sonrió sintiéndose victorioso.
Se sacó una daga del cinturón y Silla se preparó para el ataque. Pero en
su lugar, le cogió un mechón de pelo, se lo cortó y se lo llevó a la nariz.
—Un recuerdo para evocar el rato que pasamos juntos.
Silla se agitaba debajo de él, le arañaba los brazos con las manos, pero lo
único que parecía conseguir era aumentar la ira del comandante. Lanzó a un
lado la daga y el mechón de pelo, la abofeteó de nuevo, y ella perdió el
sentido. El comandante le puso una mano en la garganta y apretó, y con la
otra alcanzó la hebilla del cinturón. La habitación daba vueltas. Silla no
podía respirar. Veía lucecitas. Tanteaba inútilmente con las manos a ambos
lados. La invadió el pánico.
—Vamos a divertirnos juntos, querida. Aunque me temo que yo voy a
disfrutar más que tú.
Todo parecía distante. Los oídos le zumbaban. La oscuridad iba cerrando
su visión por los costados.
Y, de repente, la mano del comandante retrocedió. Aflojó el agarre. Silla
aspiró una bocanada de aire. El tiempo se detuvo. La cara de Valf apareció
ante sus ojos, con una expresión extrañamente vacía.
Ella agitó una mano, rozó con los dedos algo redondeado. Algo frío.
Cerró los dedos alrededor del asa de la jarra. La agarró con fuerza y trazó
un poderoso arco hasta la sien del comandante con toda la fuerza que fue
capaz de reunir.
El impacto provocó un ruido sordo que le resonó en el brazo. Silla dejó
de respirar mientras miraba al comandante. Él parpadeó y luego cayó inerte
sobre su costado.
Ella jadeó con respiraciones desesperadas, salió de debajo de él y se puso
de pie. ¿Qué había pasado? ¿Por qué había dejado de asfixiarla? Pero no
tenía tiempo de pararse a pensar. Él carraspeó con fuerza detrás de ella, un
gruñido le crecía en la garganta. Cerró la mano alrededor del tobillo de
Silla, y le clavó con fuerza los dedos en la carne.
La mirada de Silla se cruzó con la piedra negra pulida. Los ojos pequeños
y brillantes del rey Ivar de basalto la miraban amenazantes. Silla alcanzó la
robusta piedra y la bajó del estante de un tirón; resopló cuando sintió la
presión sobre la palma cortada. Aprovechó el impulso del peso del busto, lo
balanceó apuntando al comandante que yacía boca abajo y lo dejó caer.
Silla juraría que oyó la risa de aprobación de Hekla cuando el busto
aterrizó con un ruido húmedo y repugnante en plena cabeza del
comandante. Se rompió como una cáscara de huevo, con la sangre y la masa
cerebral brotando alrededor de la piedra negra.
Una sacudida de piernas. Un suspiro entrecortado. Y luego, dejó de
moverse.
Silla se quedó mirando el cuerpo destrozado del comandante Valf;
pestañeó una vez, dos veces. Lo había hecho ella. Lo había matado ella.
Ella…
Alguien llamó a la puerta, interrumpiendo sus pensamientos. La pelea.
Habían hecho ruido. Los klaernar que estaban fuera llamaban a la puerta,
haciendo sonar el picaporte.
—¿Comandante?
Recorrió con la mirada la habitación y vio la ventana. Silla cogió la capa
de lana del comandante de la pared y se la colocó sobre los hombros para
intentar ocultar la luz que le salía de los brazos. Corrió hacia ella, abrió las
contraventanas tanto como pudo y se asomó con cuidado.
Un grupo de klaernar caminaba deprisa por el sendero, seguramente,
hacia el entrada del cuartel. La vista más allá le cortó la respiración. La
ciudad de Kopa se extendía ante sus ojos: capas y capas de edificios negros,
tejados y pináculos se desplegaban hasta las montañas dentadas donde se
levantaba una vasta fortaleza.
Silla había conseguido llegar a Kopa y anhelaba contárselo a su padre,
gritarlo sobre los tejados.
—Céntrate, Silla —susurró meneando la cabeza. No era el momento de
ponerse sentimental. Estaba en Kopa, pero estaba lejos de estar a salvo—.
Skeggagrim —recordó—. La casa con los postigos azules, al lado de la
posada La Guarida del Dragón. —Se subió al alféizar de la ventana y sacó
una pierna. En algún sitio en esta ciudad había libertad. Estaba cerca. Podía
sentirlo.
Debajo de la ventana había una maraña de arbustos cubiertos de maleza,
pero como estaba en el segundo piso del cuartel, había demasiada altura
para saltar con seguridad. Se agarró al alféizar de la ventana y se dio la
vuelta para ponerse de frente al muro exterior. Había perdido las sandalias
durante el forcejeo, por lo que tuvo que tantear la pared de piedra en busca
de un punto de apoyo con los pies desnudos. Apretando los dientes, se
aferró desesperadamente a la pared. Una ráfaga de viento le agitó el vestido,
y miró abajo. Un paso más, tal vez dos, y saltaría.
El sonido de la madera astillándose le llegó a los oídos. Una voz
masculina gritó cuando se abrió la puerta de la habitación del comandante
Valf. Silla bajó un pie, buscando desesperadamente un segundo punto de
apoyo. Cuando dejó el peso encima, la piedra se desmoronó y cayó al vacío,
con la boca abierta y un grito que no se atrevió a dejar salir.
Aterrizó con fuerza de lado, sobre los arbustos, con los pulmones sin
aliento y el olor a madera de enebro en la nariz. Silla estaba aturdida,
incapaz de respirar.
Un rostro serio y tatuado se asomó por la ventana del piso de arriba y
Silla volvió rápidamente a la vida.
—¡La chica ha saltado! —gritó el klaernar, asomado al alféizar.
Silla apenas era consciente de las ramas que le arañaban brazos y piernas,
pero pronto se liberó y echó a correr por la calle adoquinada.
—Postigos azules —repetía con los dientes apretados—. La posada de la
Guarida del Dragón. —Tenía que encontrarla. Era lo único que tenía.
Pero mientras Silla corría calle abajo, no vio al halcón negro que
planeaba sobre su cabeza.
SESENTA Y DOS
Corriendo a toda velocidad por la calle, Silla escondió los brazos entre los
pliegues de la capa robada. Logró sofocar parte de la luz entre la lana negra
y los brazos cruzados sobre el pecho, pero la sensación bajo la piel la estaba
volviendo loca —una tensión helada que gritaba por liberarse—. «¡Qué
poder tan poco práctico!», pensó. ¿Una antorcha humana que no podía
apagarse?
Los sonidos de Kopa le llegaron a los oídos —el martilleo de los
herreros, los cascos de los caballos y el rumor de las conversaciones—.
Estaba perdida en aquella ciudad; necesitaba indicaciones. Luchó contra el
impulso de seguir ocultándose y corrió hacia el sonido. La calle se curvó y
luego se ensanchó hasta convertirse en una concurrida vía pública. La gente
se arremolinaba, afanada en sus tareas diarias, ajena a la chica que huía para
salvar la vida. Un hombre se cruzó en su camino, con un gorro de piel de
oso bien remetido por la cabeza y una capa de lana subida más arriba de los
hombros.
«¿Hace frío?», se preguntó Silla. Estaba descalza sobre las ásperas losas,
pero el helor no la penetraba. Solo sentía la necesidad de estar a salvo y la
presión implacable de su galdur pidiendo algo que no podía darle.
—Por favor —rogó Silla, mirando al hombre—. Necesito encontrar la
posada La Guarida del Dragón. ¿Está cerca?
El hombre aflojó el paso y torció el gesto mirando su atuendo. Su aliento
salió como una vaharada en el aire y Silla miró por encima de su hombro.
Se oyeron gritos detrás de ella; tenía a los klaernar casi encima.
—Por favor —repitió nerviosa—. ¿Está cerca?
El hombre se fijó en su mirada.
—Sigue por esta calle, cruza el camino al lado de la herrería y la verás
justo ahí.
Estaba solo a unas pocas calles de la seguridad. De su nueva vida.
Silla se animó y siguió caminando.
—¡Muchas gracias! —le dijo por encima del hombro.
Y, entonces, echó a correr. Las piedras se le clavaban en los pies con cada
pisada sobre la calzada de adoquines de roca volcánica; el viento del norte
le azotaba el cabello y se lo cubrió con frenesí. Se ajustó la capa sobre el
brillo rabioso de sus brazos, pero traspasaba la tela. Las cabezas se volvían
a su paso y Silla sabía que todo el mundo la miraba.
Pero los klaernar estaban al acecho; había matado a su comandante y su
futuro estaba en esta calle.
«La casa con los postigos azules al lado de la posada La Guarida del
Dragón», se repetía, una y otra vez. Era un cántico, una plegaria, una
súplica, y, con cada repetición, su propósito se arraigaba con más
profundidad.
La calle se congestionaba cuanto más corría. Silla se abrió paso entre los
carros, golpeó a una mujer en el hombro mientras avanzaba calle abajo. El
sonido metálico del martillo de la herrería resonó en sus oídos, giró a la
derecha y tomó el camino al lado de la fragua. Al poco se encontró
avanzando por una calle más estrecha. Se detuvo cuando vio una gran
construcción de piedra un poco a su izquierda. Había dos escudos idénticos
a cada lado de una enorme puerta de madera, con dragones pintados de
verde sobre ellos. Encima de la puerta había un letrero garabateado con las
palabras que hicieron cantar al corazón de Silla: «Posada de la Guarida del
Dragón».
Desvió la mirada hasta los postigos desgastados de color azul de una casa
pequeña y anodina a la izquierda de la posada. Las lágrimas le nublaron la
vista. Lo había logrado. Allí estaba: la casa al lado de la posada de la
Guarida del Dragón.
Había recorrido mil millas para llegar hasta aquí. Había sobrevivido a
monstruos malvados y a bandas de atacantes, había peleado frente a frente
contra guerreros y asesinos enormes y aterradores. Había ganado y perdido
amigos, había tenido un amante y había sentido el dolor de la traición.
Había descubierto la verdad de su linaje y que era una galdra.
Silla se dirigió a la casa de Skeggagrim como una mujer diferente a la de
un mes antes. Era más fuerte. Más sabia. Estaba más viva. Y más
hambrienta.
Era una casa pequeña y de apariencia corriente esculpida en piedra negra.
Silla estaba tan cerca que se percató de que las piedras no eran de un negro
sólido, sino que se entrelazaban con vetas de un azul profundo que
atrapaban la luz. La puerta de madera de fresno colgaba de unas bisagras de
hierro, y las ventanas estaban selladas con contraventanas azules. Respiró
hondo y empujó la puerta de la valla de cañizo.
Se puso delante de la puerta principal y llamó con los nudillos.
El corazón le latía con fuerza y le temblaba el cuerpo. Silla tomó aire,
luego lo soltó. Una vez. Dos veces. Tres veces.
La puerta se abrió.
—Hola, pequeña galdra —dijo Skraeda.
Los klaernar se lanzaron contra ella antes de que tuviera tiempo para
pensar. Se giró sobre los talones y huyó por la calle pasando por la posada
de la Cueva del Dragón.
Estaba huyendo para salvar la vida. Otra vez.
«¿Acabará algún día?», se preguntó Silla, con las lágrimas en los ojos.
Como perros de caza acechando a su presa, los gritos de los klaernar le
mordían los tobillos, y el pánico aumentaba. Pero ellos eran más rápidos y
más fuertes; y no iban descalzos. Fue consciente de la imposibilidad de la
situación y ahogó un sollozo.
Un destello de vegetación al final del camino le llamó la atención: el
bosque. Tal vez podría despistarlos en el bosque entre Kopa y las murallas
defensivas, y encontrar algún lugar para esconderse hasta que su galdur se
calmara y consiguiera escapar de la ciudad. Era imposible y, sin embargo,
su única oportunidad.
Estaba cerca, así que irrumpió en el bosque, clavándose dolorosamente
ramas y agujas de pino. Se remangó las faldas rojas y avanzó deprisa entre
los árboles, consternada por el brillo de su piel. ¿Cómo iba a escapar de
ellos si estaba encendida como el fuego de un faro?
Cuando Silla miró por encima del hombro, no pudo ver los brazos que la
alcanzaron, la cogieron por la cintura y la empujaron entre los arbustos.
Sintió que se asfixiaba entre el tronco duro de un árbol y el cuerpo
corpulento que la inmovilizaba. Se la tragó la oscuridad, y apenas podía
respirar por la presión agobiante, pero Silla luchó, dando patadas y
puñetazos, clavando las uñas y arañando, como un animal salvaje
desesperado por liberarse.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, con las muñecas contra el pecho y
una mano que le tapaba la boca.
—Shhh. Soy yo, Rayo de Sol. Cálmate.
La mente de Silla intentaba comprender, pero su cuerpo seguía empeñado
en la necesidad primaria de huir; las extremidades tenían vida propia, se
agitaban y pateaban.
—Soy Rey. Tranquila.
—¿Rey? —El resoplido de Silla fue amortiguado por la mano que le
cubrió la boca. Era Rey. Su cuerpo volvió a la calma con cada latido, y la
desesperación se fue diluyendo con la incredulidad.
¿Rey había ido a buscarla? Silla estaba confundida y abrumada, incapaz
de pensar.
Aflojó el agarre, Rey se separó y, por fin, pudo llenar de aire los
pulmones.
—Shhh —susurró otra vez, con su aliento cálido acariciándole la oreja.
Con su persistente aroma a pinos y a hoguera.
—Quédate quieta, tápate con mi capa. Vienen, pero los arbustos nos
ocultan.
Los gritos se intensificaron, las ramitas crujían cada vez más cerca; las
cotas de malla tintineaban a medida que se acercaban los klaernar.
El pánico se apoderó del pecho de Silla. No podían descubrirla, no
después de todo lo que había pasado. No le quedaban fuerzas para luchar. Si
intentaran llevársela, cogería una espada y se la clavaría… Pasara lo que
pasara, no volvería a aquellas celdas.
—¡Por allí! —gritó uno de los Garras del Rey, y Ojos de Hacha la aplastó
con más fuerza contra el árbol. Silla se agarró con fuerza a las hebillas de su
armadura, aferrándose a él.
Sus sentidos se atenuaron hasta que solo hubo sonidos: el corazón que le
latía en los oídos, el crujido de las hojas de pino bajo las botas, la
respiración que entraba y salía.
Las voces se apagaron, el ruido metálico de las armaduras y el roce del
follaje se desvanecieron, sumergiéndose en la oscuridad. Silla no tenía
esperanzas y, sin embargo…, los klaernar habían pasado de largo. No los
descubrieron.
El escaso minuto pareció durar horas. Rey se apartó de ella y el fragor en
sus oídos se apaciguó. La quietud del bosque era en cierto modo más
inquietante que reconfortante.
Dejó que la ayudara a salir de los arbustos y se puso de pie, mareada y
desorientada, buscando entre los árboles algún rastro de klaernar.
—¿De verdad que no han visto…?
Se quedó con la pregunta a medio hacer cuando Rey le puso las manos en
los hombros y empezó a palparle insistentemente el cuello y las mejillas
con los dedos.
—¿Dónde está? ¿Dónde te han herido?
El pánico en su voz la hizo dudar.
—No es mía, Rey. La sangre no es mía.
Él suspiró, le puso los dedos en el mentón y le giró la cara con
delicadeza, primero a un lado, luego al otro. Acarició sus mejillas
encendidas con la suavidad de una pluma.
Ella se fijó en su mirada; nunca la había visto tan oscura. La rabia en su
forma de apretar el puño. La firmeza de su mandíbula.
—Los mataré.
Silla tragó. No sabía muy bien cómo tomarse esa afirmación.
Dio un paso atrás. Sus familiares ojos caoba se dirigieron entonces a la
piel desnuda de sus brazos. Se le abrieron de par en par cuando vieron la luz
que le brillaba en las venas.
El silencio se alargó entre los dos.
Rey hizo un gesto con la cabeza, como de estar deslumbrado, y luego
miró al bosque.
—Tenemos que irnos. Volverán cuando vean que no te encuentran.
Miró de nuevo a Silla y se le dibujó una arruga entre las cejas. Bajó los
ojos al vestido rojo, los subió de nuevo, hizo un ruido con la garganta y
miró al horizonte. Silla se abrazó.
—¿Y tus zapatos? —Rey se desabrochó la capa negra y se la colocó a
Silla sobre los hombros—. No te han tocado… en ningún otro sitio,
¿verdad?
Ella cerró los ojos y se llevó los dedos a la zona donde el comandante le
había cortado un mechón de pelo. Lentamente, dijo que no con la cabeza.
La sensación abrumadora crecía y amenazaba con inundarla. Por fortuna,
Rey lo notó. La tomó de la mano, hizo una pausa y miró al suelo.
—Hace frío —murmuró, con el ceño fruncido. Negando con la cabeza,
tomó las manos de Silla entre las suyas y se adentraron en el bosque.
—Hay una salida oculta —dijo—. Es por aquí.
El bosque se hizo más espeso, la maleza se clavaba en la capa prestada de
Rey y arañaba las piernas desnudas de Silla. Rey se volvió hacia ella.
—Súbete a mi espalda —dijo en voz baja.
Ella abrió la boca para protestar, pero Rey se adelantó.
—No se puede andar por aquí descalza.
Rey se puso en cuclillas y Silla se montó a su espalda, envolviendo con
los brazos aquellos anchos hombros y las piernas alrededor de la cintura. El
vestido se le subió de una forma muy obscena y Silla se puso colorada
cuando Rey le pasó los brazos alrededor de los muslos desnudos.
«No es momento de preocuparse por el recato», pensó abrazando a Rey,
que avanzaba veloz entre los árboles.
Tuvieron que detenerse un par de veces para esconderse detrás de un
árbol; los klaernar seguían pasando en su constante persecución en busca de
Silla. Los gritos de los Garras del Rey se oían cerca, más veces de las que
pudo contar. Pero, milagrosamente, llegaron a la esquina de las murallas
defensivas de Kopa sin ser descubiertos.
Se bajó de la espalda de Rey y respiró hondo.
Cadáveres —más de los que pudo contar— esparcidos por el suelo. Las
caras derretidas como la cera de una vela, el humo salía de los cuerpos y
llenaba el aire con una combinación nauseabunda de olor a carne asada y
pelo chamuscado y algo repugnante, pero dulce. Silla se tapó la mano con la
boca ante la imagen, cuerpos sin ojos congelados en sus últimas poses
desesperadas: bocas abiertas en gritos silenciosos, con un brazo levantado
hacia el cielo, otros extendidos como si hubieran intentado en vano
arrastrase para alejarse de la muerte.
Se apoyó las manos en las rodillas y vomitó entre los arbustos.
Aún no tenía el estómago del todo estable cuando Rey le puso la mano en
el hombro y la llevó por un túnel estrecho hasta una puerta, luego más
árboles. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Rey se volvió a ella y la
miró.
—El Slátrari —logró decir débilmente—. Esos cadáveres… ¿Lo hizo el
asesino? ¿Ha estado aquí? ¿Tan cerca de nosotros?
—Debe ser él —murmuró Rey, con extraña despreocupación.
Él se fijó en sus antebrazos. Le tomó la muñeca con suavidad y la giró
para examinar la luz. Ella se abrazó y levantó la mirada, sosteniendo la suya
durante varios segundos angustiados.
—En realidad sí que estás llena de rayos de sol, ¿no te parece? —dijo por
fin, torciendo sus labios en lo que era casi una sonrisa.
Silla lo observó mientras él examinaba su luz, desconcertada por su
fascinación. Rey le puso dos dedos en la palma de la mano y los tonos
cobre de su piel morena se realzaron con el brillo de su luz blanca.
—Está tan frío —murmuró deslizando los dedos por el interior de la
muñeca y luego por el antebrazo. Se le ponía la piel de la gallina allá donde
la rozaba y la luz se arremolinaba a su alrededor.
La garganta de Rey se movió, y sus miradas se encontraron; las brasas
doradas de sus ojos ardían con fuerza. Silla intentó prepararse para las duras
palabras de Rey, pero sabía que, si se las decía, ella acabaría
desmoronándose por completo.
Silla retiró la mano.
—Llegué a Kopa —dijo—. Tu promesa está cumplida.
Las brasas en los ojos de Rey ardieron con más fuerza y hacían saltar
chispas sobre ella.
—¿A qué esperas? —le soltó Silla—. Ya puedes librarte de mí. —Las
lágrimas le rodaron por las mejillas y se odió por eso.
—Mírame, Silla.
«Silla».
¿La había llamado alguna vez por su nombre? Sonaba distinto en su voz;
profundo y en capas, como si tuviera textura.
La suave presión de sus dedos deslizándose bajo su mandíbula, su calor
indomable penetrando su piel. Rey miró hacia arriba y Silla fue plenamente
consciente de la diferencia de altura entre ellos. Podía haberla matado mil
veces y, sin embargo, allí seguía, protegiéndola de los klaernar, secándole
las lágrimas de las mejillas.
—Vine a sacarte de Kopa —dijo Rey con calma—. Voy a llevarte a un
lugar seguro.
Le cayeron más lágrimas.
—No existe ningún lugar seguro para mí. Pensé que Kopa lo sería…,
pero esto no acabará nunca. Es una sentencia de muerte. —Levantó los
brazos brillantes.
—No tiene por qué serlo, Silla. Conozco gente. —Volvió a secarle las
lágrimas—. Iremos al norte. A Kalasgarde. Es una ciudad en las tierras de
Nordur. Allí hay gente que puede proporcionarte refugio.
—¿Por qué? —preguntó con desconfianza. No sabía si alguna vez podría
volver a fiarse de alguien—. ¿Por qué ibas a ayudarme? Tu promesa ya está
cumplida.
Rey tragó, y ella observó el nudo de su garganta, luego repasó los
tatuajes enmarañados que le asomaban por debajo del cuello. Silla nunca
los había visto tan de cerca. Creía que eran negros, pero ahora que los veía a
esta distancia se fijó en que eran del azul más profundo y, en parte,
transparentes como volutas de humo.
—Esto no tiene nada que ver con la promesa —dijo.
—¿A qué se debe, entonces? —Silla lo estudiaba preguntándose cuál era
el motivo de que estuviera aquí, arriesgándose para ayudarla.
—Ahora eres uno de los miembros de la Hermandad —respondió Rey—.
Y nosotros no abandonamos a los nuestros. Así que vámonos de aquí y
busquemos a Caballo. Te llevaré a un lugar seguro.
Ella luchó por contener una nueva oleada de lágrimas, confundida y
apesadumbrada.
—No te entregaré, Silla —afirmó—. No tendrás por qué preocuparte por
eso conmigo jamás. —Había algo enterrado en esas palabras, un mensaje
que no acabó de entender.
Pero Silla acabó por desmoronarse. Se le escapó un sollozo ahogado y se
quedó sin fuerza en los huesos. Él la abrazó, y la atrajo hacia su cuerpo para
sostenerla. Ella no era capaz de comprenderlo; cómo, a pesar de todo,
quería confiar ciegamente en él; cómo lo sentía como un manto de
seguridad.
—Él me engañó —susurró—. Hizo que me tragara las hojas, y me llevó
hasta ellos, y me entregó como si no fuera nada.
—Lo sé —respondió, con los hombros tensos—. Es deshonroso. No es el
hombre que creía conocer.
Silla dejó correr las lágrimas, lágrimas por la traición de Jonas, por la
muerte de Ilías, por lo que el comandante había querido hacerle, por lo que
Skraeda había querido hacerle. Estaba destrozada, una parte de ella estaba
rota para siempre.
—Ya no estás sola —dijo Rey, acariciándole el cabello.
«Ya no estás sola». No se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba
oír esas palabras. Cuando ya creía que no tenía nada, ni a nadie, Rey había
venido a por ella, y aunque desconocía el motivo, estaba dispuesto a
ayudarla.
Finalmente, se apartó y se secó los ojos.
La mirada de Rey se posó en su escote pronunciado y se le tensó un
músculo de la mejilla.
—¿Te forzaron? Cuéntame qué pasó.
Ella lo miró a los ojos.
—El comandante me hizo un corte en la palma de la mano. Me golpeó e
intentó estrangularme. Él iba a… Él quería… Pero yo… —Se mordió el
labio mientras visualizaba la imagen del cráneo aplastado del comandante
—. Yo lo maté, al comandante. Yo… le dejé caer una estatua en la cabeza.
Y luego salté por la ventana.
Rey enarcó las cejas.
—¿Tú mataste al comandante Valf?
Silla asintió. Pero tenía más que contar, y necesitaba contárselo a alguien.
—Corrí a la casa. A la casa de Skeggagrim; se suponía que él me
refugiaría en una casa de acogida. Pero cuando llegué, Skraeda, la guerrera
pelirroja, lo había matado. Y ella intentó… intentó darme de beber algo
extraño, pero me enfrenté a ella. Y luego la maté. —Silla se estremeció. Era
una asesina.
Había quitado unas cuantas vidas. Su alma estaba manchada para
siempre.
—Tuve que matarla. Tenía que acabar con esto.
Rey hizo un gesto con la cabeza y apretó los labios.
—Dioses, cómo me equivoqué contigo.
—¿Qué?
—Eres una luchadora. Tienes el espíritu de una guerrera. —Había una
nota de respeto, una reverencia en su voz—. No has dudado cuando has
tenido que actuar. Intentaron hacerte daño y respondiste con sangre. No te
acobardaste. Te has enfrentado a ellos cara a cara y has vencido a guerreros
experimentados.
A Silla se le quedó la boca abierta unos milímetros, pero seguía en
silencio. Rey revisaba el corte que le había hecho el comandante en la mano
con el cuchillo.
—Tendremos que curarte luego. No llevo la bolsa de medicinas encima.
—¡Tenemos que volver! —exclamó Silla con un grito ahogado—. Hay
una chica que necesita nuestra ayuda, Rey. Se llama Metta. Lleva cuatro
semanas encerrada en una celda.
—No podemos volver. —Rey le soltó la mano y miró la muralla
defensiva—. Hay demasiados klaernar. Es una misión imposible. Y tenemos
que irnos, o nos encontrarán. Tenemos que irnos ya.
—Pero… —Su voz vaciló. Pensar en abandonar a Metta en una celda le
revolvía las tripas. Pero en ese momento, la voz de un klaernar se oyó más
allá del muro. Silla se pegó a Rey.
—Conozco a alguien —dijo—. Veré si mi contacto puede ayudar a
Metta. Hablaremos con él más tarde. Pero tenemos que irnos. Ya.
Rey le ofreció de nuevo su espalda y Silla, con sus piernas exhaustas,
estuvo encantada de aceptar.
—Rey —dijo con cuidado, encaramándose a su espalda mientras él
empezaba a trotar hacia el bosque.
—¿Sí?
—¿Cómo supiste dónde estaba?
Él se quedó callado unos instantes.
—Cuando vi que Jonas no regresaba, tuve la sensación de que había
pasado algo. Y teniendo en cuenta que sabíamos que te buscaba la reina, y
la pena tan grande que sentía por la muerte de su hermano, no era
descabellado imaginar que te entregaría a cambio de una recompensa.
—Pero ¿cómo supiste que estaba en el bosque?
—Seguí las voces de los klaernar y recordé lo mucho que te gusta correr
por el bosque. Tuve suerte de adivinarlo. —Se quedó en silencio—. ¿Por
qué te busca la reina?
A Silla se le encogió el estómago y el pulso le latió en las sienes.
«Díselo», se decía. «Ha venido a por ti. Confía en él. Soy Eisa Volsik.
Dilo. No es tan difícil».
Pero se le puso el cuerpo tenso, le clavó los dedos en los hombros y las
náuseas le revolvieron el estómago otra vez.
—Quizá otro día —dijo él, con voz inesperadamente suave—. Has
pasado mucho. Ya me lo contarás cuando estés preparada.
Ella dejó escapar un suspiro y el cuerpo se le relajó encima del de él.
—¿Y los demás? —preguntó—. Hekla y Gunnar. Y Sigrún. —¿Cómo se
había quedado la Hermandad del Hacha Sanguinaria con tan pocos
miembros?
—Han ido a Istré con el remolque y tienen orden de esperarme. Hekla
está reclutando a nuevos guerreros… —Rey suspiró, y Silla percibió el
dolor de ese aliento.
—Lo siento, Rey —murmuró—. No quería…
—Lo sé —dijo—. Y yo estoy… —exhaló—. Siento haberte hablado con
tanta dureza en nuestra última conversación. Ojalá pudiera borrar lo que
dije.
Silla se sorprendió —algo le decía que Ojos de Hacha no pedía disculpas
a menudo—. Tenías todo el derecho a estar enfadado conmigo.
—Todos acordamos como Hermandad hacernos cargo de tu seguridad.
Sí, saber que te buscaba la reina habría sido de ayuda. Pero asumimos
correr el riesgo, Ilías incluido. No cargues con la culpa de su muerte. Si
tiene que hacerlo alguien, seré yo. Soy el líder de la Hermandad del Hacha
Sanguinaria, y fui yo quien nos llevó a la batalla sin la preparación
adecuada.
—No es culpa tuya, Rey. Eres un buen líder. —Silla enterró la cara en su
hombro.
—Tú y yo somos muy parecidos, Silla —dijo.
La sensación de sorpresa le recorrió el cuerpo. «Reynir Galtung», se
recordó. «Él también tiene sus secretos».
—Te entiendo más de lo que crees. Y sé que tu corazón… es demasiado
grande para este mundo. Entiendo que solo busques seguridad.
Una vez más, sintió que Rey escondía algo. Pero al igual que ella no se
sentía cómoda compartiendo su verdadera identidad con él, no lo presionó
para que le descubriera sus propios misterios.
Después de vadear un riachuelo, llegaron hasta Caballo, y Silla se bajó de
la espalda de Rey y aterrizó en el suelo del bosque.
Él le lavó la herida con agua de su odre, la envolvió en una venda de lino,
la ayudó a subir a Caballo y él se montó detrás.
—Mantén tus brazos ocultos bajo la capa y la capucha puesta —le indicó,
dando la orden a Caballo para que arrancara—. Conozco un cañón que nos
ocultará de la vista. Pasaremos tres días recorriéndolo y luego iremos por un
camino de cabras hasta Istré.
El silencio se prolongó hasta el camino que tenían delante y entonces
Caballo salió al galope. El agotamiento acabó afectando a Silla; su galdur
por fin parecía haberse calmado, pero sentía que le pesaban las
extremidades. Se reclinó en el pecho de Rey, y su firmeza supuso una
presencia reconfortante tras ella.
—Supongo que podría soportar si quisieras tararear —dijo Rey, una vez
que empezaron a atravesar el cañón. A ambos lados se elevaban paredes de
capas negras ribeteadas con musgo verde y un riachuelo ondeaba en la
llanura del cañón.
—Yo no tarareo —respondió distraída mientras observaba la piedra
volcánica.
Él soltó una carcajada.
—Odio tener que decírtelo, pero sí, Rayo de Sol, tarareas.
—Creo que lo sabría si lo hiciera.
—Al parecer no es así —murmuró.
Un pequeño rayo de calidez parpadeó en su interior más profundo.
—Sé que quieres animarme, Rey —dijo ella con gratitud silenciosa—.
Pero si te tomas en serio esa tarea, deberías dejarme dirigir.
—¿Dirigir?
—Dame las riendas. Déjame guiar a Caballo.
—Ni de broma. —Él la fulminó con la mirada y apretó el agarre—. Si tu
sentido de la orientación se parece a tu sentido común, en una hora
estaremos perdidos.
—¡Estamos en un cañón! —dijo, ofendida—. Solo se puede ir en una
dirección.
—No —fue su seca respuesta.
—¿Tienes miedo de que te robe a tu único amigo? —replicó.
Rey frunció el ceño.
—Con la cantidad de premios que le has dado a Caballo, estoy seguro de
que ya te has ganado su lealtad.
—Eres un corcel muy inteligente, ¿a que sí, chica? —dijo, dándole unas
palmaditas en el lomo a Caballo—. Lista y valiente. Voy a mimarte todo el
camino hasta Istré.
—¡Vas a echarla a perder! —protestó Rey a su espalda.
Silla sonrió para sus adentros. Cuando llegó la tarde, Silla sujetaba las
riendas de Caballo, guiándola entre las altas paredes del cañón. Le daba
miedo confiar en Rey después de lo que había hecho Jonas. Pero él había
ido a buscarla sin ayuda cuando ella estaba sola. Seguro que eso quería
decir algo.
Y, en ese momento, Silla lo pensó: todo este tiempo había estado
buscando un lugar seguro, pero ¿y si no había buscado bien? ¿Y si la
seguridad no era un lugar, sino una persona? ¿Otras personas? Sin su padre,
necesitaba encontrar a otros como ella, personas afines que pudieran
enseñarla a ponerse a salvo.
Silla suspiró. Había tantas cosas que no entendía. ¿De verdad podía
confiar en Rey? ¿Qué le esperaba en Nordur? ¿Llegaría a controlar las
rebeldes luces brillantes bajo su piel? Y ahora que sabía su verdadero
nombre, ¿encontraría aliados, o estaría condenada a pasar toda la vida
ocultándose?
Y Saga. Silla apenas se había permitido pensar en su hermana, que vivía
entre sus enemigos. «Ven a buscarme», le había dicho la niña, y Silla le
había jurado que lo haría.
Su futuro era una nube de incertidumbre. Estaba ligado al peligro. Y, sin
embargo, sin darse cuenta, Silla empezó a tararear.
EPÍLOGO
Saga Volsik creía muchas cosas: que una taza diaria de té de milenrama
era buena para la complexión; que el negro era un color perfectamente
apropiado para vestir a una dama de alto rango, a pesar de lo que dijera su
madre, y que los habitantes del Continente Sur eran, indiscutiblemente, los
que tenían las maldiciones más soberbias.
Pero, además de todo eso, creía en la suerte. Hay quien opinaba que la
vida era un mero juego de azar —la probabilidad de tener mala suerte era
exactamente la misma que la de tener buena suerte—. Pero Saga prefería
pensar que había algo más. Creía que, de algún modo, el destino era
marcado al nacer, y que la voluntad y la elección solo guiaban a las
personas hasta el momento actual.
Era difícil no ver que algunas personas eran simplemente afortunadas.
Parecía que el sol brillaba allá donde iban, que las flores florecían bajo sus
irritantes pies. Todo resultaba fácil para esa gente y, lo más exasperante,
daba la sensación de que esas personas creían que ellas tenían algo que ver.
«No», Saga iba a degüello. «No es que te lo merezcas. Es solo que
ganaste la mano cuando la Fortuna repartió las cartas».
Hay quien pensaría que era una amargada. Pero Saga sabía lo que era
atraer la más inmunda, la más apestada de las suertes. Tal vez se aferraba a
esta creencia por la pequeña dosis de consuelo que le proporcionaba —
pensar que no había hecho nada para ganarse la horrible serie de
acontecimientos que la habían llevado a aquel lugar—; que, en las infinitas
variaciones de cómo se podrían haber desarrollado los acontecimientos
aquel día, la mala suerte de Saga habría hecho añicos su vida igualmente.
Había nacido Volsik, la dinastía más poderosa de todo Íseldur. Lo que
debería haberla puesto en el lado de los afortunados. Pero parecía que,
cuanto más tenías, más podías perder. Y Saga lo había perdido todo.
Su familia.
Su libertad.
El control de su cordura.
Esto último, para ser justos, representaría un desafío incluso para los más
afortunados que hubieran pasado cuatro semanas sin salir de sus aposentos.
Empezó como un juego. ¿Cuántos días aguantaría Saga sin salir de su
dormitorio? Para gran regocijo de Saga, las semanas habían pasado sin
convocatorias. Durante un tiempo, llegó a preguntarse si se habían olvidado
por completo de ella. Se permitió imaginar cómo sería si nunca tuviera que
volver a poner un pie en aquel fastuoso salón, rodeada de gente que, o se
compadecía de ella, o le deseaba la muerte.
Pero entonces, su dama de compañía, Árlaug, llegó con la noticia de que
la reina requería la presencia de Saga. Ese fue el motivo por el que salió de
sus aposentos por primera vez en un mes, y no vestida de negro, sino con un
vestido de color lila para satisfacer los gustos de su madre adoptiva.
Ya era bastante malo que retazos del sueño de Saga siguieran viniéndole
a la mente. Su hermana, otra vez. Todo el mes con lo mismo. Como si
necesitara otro recordatorio de la noche que los vientos de su suerte
cambiaron. Aquel brazo serpenteando por su cintura que la arrancó de los
brazos de la pequeña Eisa. Y, dioses, los gritos —tan angustiados— que
todavía resonaban en el cráneo de Saga.
Intentó empujar el sonido al fondo de su mente mientras seguía a Árlaug
por los pasillos. Más allá de la seguridad de sus aposentos, el pulso le
palpitaba con un ruido sordo y la tensión se le acumulaba en el pecho con
cada paso que la alejaba de allí.
—No me encuentro muy bien —probó a decir Saga conforme se
acercaban a la imponente escalera. Abierta, tan abierta que se agarró al
pasamanos para mantener el equilibrio.
Pero Árlaug no se dejó convencer.
—Su Alteza dice que tenéis que reuniros con ella, aunque hubieseis
recibido una herida mortal.
—No es una herida mortal —alegó Saga—. Es peor. Es una enfermedad.
Y estoy segura de que es contagiosa.
Árlaug la miró con dureza.
—¿Piojos? —intentó esta vez; la desesperación aumentaba—. ¿Lepra?
Árlaug bajó las escaleras sin piedad.
—Está bien, señorita, seguro que no es tan malo como dice. Vaya,
reúnase con Su Alteza y ya está. No es tan difícil sonreír durante una hora,
más o menos.
La palabra «sonreír» solo consiguió que sus labios languidecieran.
«Esta niña mimada no valora todo lo que tiene», flotó entre los
pensamientos de Árlaug, con una punzada de irritación.
A Saga le temblaban las piernas.
«¿Acaso no se da cuenta de que la gente de Sunnavík está pasando
hambre? Desde luego que no, está demasiado ocupada compadeciéndose de
sí misma. Con mucho gusto me pondría yo sus vestidos y bebería su róa
y…».
Rápidamente, Saga volvió a tejer sus barreras mentales asegurándose de
que su juicio quedara tras ellas. Tenía los nervios tan al límite que no había
notado que los muros separadores se habían deshilachado. Dioses, tenía que
recomponerse antes de verse con Signe.
Cuando se percató de que Saga se había detenido en la escalera, Árlaug
se dio la vuelta.
—La reina ha dicho claramente que, si no acude por su propio pie,
enviará a Thorir para que la cargue.
A Saga se le agrió aún más la cara.
—Voy —dijo reanudando el descenso.
Cuando llegaron ante las puertas de la salita de Signe, a Saga le palpitaba
el pulso y se encontró jugueteando con sus guantes. Árlaug hizo una pausa,
alisó con la mano el cabello rubio de Saga y le pellizcó las mejillas para
darles color.
Con un suspiro, Árlaug esbozó una sonrisa tensa.
—Es un vestido precioso —dijo—. Aunque no sé por qué se empeña en
ponerse esos pendientes de ala invernal cuando tiene tantas joyas
maravillosas para elegir.
Espontáneamente, se llevó las manos enguantadas a las orejas para tocar
los pendientes. Al instante la invadió una mezcla confusa de nostalgia y
dolor y el aroma del aceite de baño de lavanda de su madre.
Árlaug frunció el ceño antes de alejarse rápidamente. Y Saga se quedó
sola.
«Podrías echar a correr», pensó. Dioses, ojalá pudiera echar a correr.
Ojalá pudiera sentir la hierba bajo los pies, la lluvia en la palma de las
manos. Pero Saga no era tan tonta como para permitirse tener esperanza.
Era un sentimiento inútil para los desventurados. Y, sin más, entró en la
habitación.
La salita de la reina era mucho más grande que sus aposentos —era tan
grande que parecía que iba a tragarse entera a Saga—. El corazón le latía
desenfrenado, el suelo se ondulaba como la superficie del océano. Saga
apoyó una mano en la pared para estabilizarse y buscó instintivamente con
la mirada una vía de escape. Pero la puerta del servicio estaba sellada, al
igual que las ventanas. La única forma de salir era dar media vuelta y huir.
—Qué amable por tu parte, Saga, honrarme con tu presencia —dijo la
voz de la reina desde la mayor de las chimeneas, anulando cualquier
pensamiento de escabullirse sin ser detectada.
Se obligó a acercarse a Signe. Un paso. Dos. Más. Se hundió en la silla
frente a ella. Suspiró.
«Enhorabuena, has completado la tarea más básica», pensó con
amargura.
Miró a la reina Signe. Se sentaron en sillas de respaldo alto colocadas
frente a la chimenea bañada en oro, junto a una mesa con dos tazas vacías y
los utensilios para el róa. Una lujosa lámpara de araña dorada colgaba
encima, iluminada con cientos de velas que, en combinación con la
chimenea de oro, proyectaban un resplandor amarillo sobre toda la estancia.
La reina vestía de blanco, como era habitual en ella. Llevaba un elegante
vestido color marfil de seda zagadkiana y su codiciado cabello norvalandés
blanco y dorado recogido en una trenza, dejando ver su pálida tez, suave y
lisa como el pétalo de una flor de nieve. Los ojos de Signe eran de un azul
tan gélido que Saga sentía su frialdad en la piel.
En realidad, Signe tenía apenas diez años más que los veintidós de Saga,
una diferencia de edad que debería hacerlas sentir más hermanas que madre
e hija. Aunque decir que Signe era maternal con Saga sería exagerar. A
cambio, había tolerancia. Inclusión. Pero no amor, y tampoco afecto. Hubo
un tiempo en que Saga se esforzó por obtener la aprobación de Signe. Por…
algún motivo.
Cuando ahora lo recordaba, lo hacía con pesar. Signe crio a sus hijos y a
su hija con el amor feroz de una madre osa. Durante años, Saga se preguntó
si había hecho algo mal para ganarse la neutralidad desesperante de Signe.
En cierto modo, le habría resultado más fácil entender el odio ciego.
—Saga —dijo la reina, con voz cortante—, mírame, cariño.
Su sonrisa era tan forzada que Saga pensó que se rompería si le sostenía
la mirada. Los ojos azules de la reina Signe repasaron la cara de Saga, luego
bajaron al vestido. La reina dejó escapar un largo suspiro y Saga se preparó.
—¿Has dormido mal? Pareces cansada.
«Puedes dejar de mirarme cuando quieras», pensó.
—Sí, Su Alteza —respondió en su lugar.
Signe hizo un gesto con la mano y un copero se acercó corriendo y llenó
las tazas con róa humeante. Signe añadió una cucharada de miel al suyo,
levantó la taza y sopló, mirando a Saga por encima del borde. La reina tenía
la habilidad de decir mil cosas sin pronunciar una palabra. Y ahora mismo,
estaba claro que Saga no estaba a la altura de sus expectativas.
¿Qué sería? Se dio unas pasaditas por el pelo, buscando un mechón fuera
de sitio. Luego se contuvo. Sabía que no debía suponer que sus defectos
serían tan fáciles de arreglar.
Por fin, Signe habló.
—Saga, te he dado tiempo, pero mi paciencia ha llegado a su límite.
Tus… problemas —agitó una mano con desdén— no se resolverán
escondiéndote en tus aposentos.
Saga movía la rodilla con tanto ímpetu que el talón empezó a golpear
contra el suelo.
—Está claro que necesitas mano dura. —La reina le clavó los ojos—. En
adelante, harás con nosotros todas las comidas.
Tap. Tap. Tap.
—A estas alturas, supongo que ya conoces a los zagadkianos.
Tap. Tap. Tap.
—Pronto llegarán con un barco lleno de cereal y negociaremos un
acuerdo comercial con el rey para garantizar la entrega de más.
Tap. Tap. Tap.
—Espero que luzcas lo mejor posible con la fina seda zagadkiana —
prosiguió Signe—. Debemos causarles una buena impresión. Es imperativo
que consigamos ese grano, Saga, y espero que nos ayudes a fomentar la
relación con ellos.
Tap. Tap. Tap.
—¡Habla, niña! —espetó Signe, con ojos brillantes.
«Busca. Trae. Buena chica».
Sentía la lengua espesa y torpeza en el arte de la conversación.
—Sí, Su Alteza.
—Representas a esta familia, Saga, y he sido indulgente contigo
demasiado tiempo. Espero tu mejor comportamiento durante las próximas
semanas. Acudirás a las fiestas y a las oraciones y cumplirás con las
tradiciones de esta familia, como se espera de una hija mía. Tu conducta
estas últimas semanas ha sido bochornosa para Ivar y para mí. Hace que
parezca que no te tratamos bien. ¿Es que no te he tratado como si fueras mi
propia hija, Saga?
—Sí, Su Alteza —respondió, con el abismo abriéndose en su pecho—.
Ha sido una buena madre para mí.
—Entonces, ¿qué pasa, Saga? —preguntó Signe, dolida—. ¿Por qué te
escondes en tus aposentos?
Saga buscó las palabras adecuadas mientras intentaba frenar el rebote de
la pierna. ¿Cómo se podía explicar algo irracional para hacer que otros lo
entendieran? Era imposible.
—Mi mente prefiere la tranquilidad y la soledad.
«La seguridad», no logró decir. «En mis aposentos me siento a salvo».
Signe soltó una carcajada.
—Estaría bien que todos pudiéramos disfrutar de esos lujos. Pero, por
desgracia, las mujeres como tú y como yo no podemos atender a nuestros
caprichos. Tenemos un deber y un honor que defender y no toleraré más
faltas de respeto por tu parte.
Saga guardó silencio.
—Y eso me lleva al siguiente punto. Saga, cariño, llevas demasiado
tiempo sin hacer una ofrenda a Ursir. —Signe sorbió su róa sin dejar de
mirarla—. Un sacrificio es totalmente necesario para que el dios Oso
mejore tu salud.
—Su Majestad… —empezó Saga. Un dolor fantasmal le atravesó el
codo. Su tierna piel marcada con un cruzado de líneas rojas. No pararían
hasta dejarla seca, hasta que hubieran extinguido la última gota de su
voluntad.
—Rogarás por el perdón de Ursir. —La reina Signe entrecerró los ojos—.
Y luego ocuparás tu lugar como la prometida de Bjorn. Cumplirá catorce
años la próxima estación, una edad bastante adecuada para casarse.
Empezaremos con los preparativos para la boda después de la fiesta de
cumpleaños de Yrsa.
Saga asintió aturdida. Sin opinión. Solo a la deriva. Solo como le
ordenaban.
—Sí, Su Alteza —se oyó a sí misma decir.
—Eso es todo, Saga —dijo, despachándola—. Te veré mañana a la hora
de comer. Y no lo olvides: una buena relación con Zagadkia es imperiosa
para asegurar el cereal para nuestro reino.
—Sí, Su Alteza —repitió, como el animal adiestrado que era.
Y, sin siquiera probar un sorbo de su róa, Saga fue despedida. No
alcanzaba a salir lo suficientemente rápido de la sala. Su mente daba vueltas
en espiral con tanta fuerza que todo le parecía un sueño.
«Preparativos de boda».
El matrimonio siempre había sido algo lejano, una preocupación de la
Saga del futuro. Pero ahora aparecía en el horizonte. Saga se casaría con
Bjorn y luego sería una de ellos. Una urkana.
Le picaba la piel, le tiraba. «Márchate», pensó. «Huye».
Era un concepto simple y, sin embargo, ridículamente imposible. Saga
había hecho las paces hacía años, en cierto modo, con su situación. Respetar
su necesidad de seguridad era su forma de protegerse, fuera racional o no.
No parecía tanto una barrera sino… una parte de ella. En cierto modo, se
conformaba con que fuera así.
De repente, un ruido de grilletes.
Sintió la tensión aproximándose, como si una mano le envolviera las
costillas y apretara cada vez más fuerte. Atrapada, se sentía atrapada, las
paredes se cernían sobre ella…
El sonido de los pasos que se aproximaban era ensordecedor en sus
oídos. Alguien venía. Alguien presenciaría su destrucción en pedazos. Solo
sería más pasto para sus rumores, por los dioses del cielo, Saga no podía…
Sus ojos se posaron en el oso disecado, con la boca congelada en un
gruñido permanente, y fue consciente del pasillo en el que se encontraba.
Con una última carrera desesperada, empujó una piedra tres pasos por
debajo del oso, y corrió a través de la puerta que se abrió hacia dentro. Se la
tragó la oscuridad en cuanto la cerró, y la envolvió el olor a humedad de las
salas antiguas y silenciosas. Al instante, el pulso le volvió a la normalidad,
su respiración cada vez más constante. Estaba a salvo. Estaba a salvo donde
nadie pudiera encontrarla.
Y en un mundo en el que Saga no tenía a nadie, recordó que tenía un
único aliado: el castillo de Askaborg, con sus pasadizos ocultos que solo
ella conocía. La invisibilidad era su manto de seguridad, y el castillo le daba
la posibilidad de desaparecer cuando quería. En realidad, los urkanos
habían descubierto muchos de los pasajes, pero no todos. Pensó si habría
más conductos en el castillo que ni siquiera ella conocía.
Saga recorrió el pasadizo, con sus pies recordando cada paso a través de
la oscuridad más absoluta, usando solo la memoria. Pronto llegaría a la
salida secreta en la chimenea de la biblioteca que, afortunadamente, ya no
se usaba.
Un fuerte golpe, seguido de un grito, hizo que Saga se detuviera en seco
en el pasillo. La voz de un hombre murmuraba a través de la pared de
piedra envejecida, pero la voz de la mujer era, sin duda alguna, la de la
reina Signe.
—¿Cómo se les ha podido escapar de las manos? ¡La tenían bajo
custodia! ¡En una celda!
Saga avanzó, y pegó la oreja a la piedra húmeda.
—En verdad, es muy desafortunado, Su Alteza. —Era el maestre Alfson,
adivinó con un escalofrío.
—¿Qué clase de idiota incompetente es tu amigo, maestre? El
comandante del destacamento de los klaernar de Eystri. ¿Cómo ha podido
vencerlo una chica sin entrenamiento?
A Saga se le erizó el vello de los brazos al percibir el tono de rabia de la
voz de Signe. A menudo, quedaba confinado a las pausas silenciosas entre
palabras, nunca tan hostil y en público como ahora.
—Tuvo ayuda, Su Alteza. Hubo víctimas. Y lo más extraño, mi Reina, es
que parece que los quemaron vivos desde el interior.
—¿Desde el interior? —Su voz se suavizó, teñida de curiosidad.
—Sí, Su Alteza. Le llaman Slátrari, y ha actuado en el Camino de
Huesos. Pero ahora los klaernar creen que ayuda a la chica.
—Pero maestre, ese Slátrari… parece que tiene habilidades
considerables, ¿no es cierto?
—Me inclino a pensar como vos, Su Alteza.
El silencio se prolongó durante varios minutos. Cuando finalmente habló
la reina Signe, lo hizo en voz baja.
—Eso podría resultar muy ventajoso.
—Tenemos un testigo que lo ha descrito. La información se está
distribuyendo por todo el norte de Íseldur.
—Bien, Alfson —dijo la reina—. ¿Y la banda de guerreros?
—Estoy esperando respuesta.
—Bien, maestre. Muy bien. No podemos dejar que Eisa Volsik se nos
escape otra vez.
El mundo desapareció bajo los pies de Saga, y ella se precipitó en una
caída infinita.
Se aferró a la pared. Aspiró una bocanada de aire.
Eisa.
Eisa Volsik.
Su hermana. Pero su hermana estaba muerta. Había un cadáver. Fue
empalada en el foso junto a los padres de Saga. Los cuerpos estuvieron
expuestos un año entero.
¿Sería eso cierto? ¿Podría estar Eisa viva de verdad?
Su mundo hecho añicos se recompuso. Las palabras de Signe resonaban
en su cabeza. En algún momento, se dejó caer al suelo y se abrazó las
rodillas. Estaba entumecida, desorientada y, sin embargo, sabía que su vida
había cambiado para siempre.
Cuando Saga encontró la fuerza para levantarse y sacudirse el polvo de
las faldas, dos hechos se habían cristalizado en su mente.
Eisa estaba viva.
Y Saga iba a encontrarla.
GUÍA DE PRONUNCIACIÓN
Muchas palabras y nombres de este libro derivan del nórdico antiguo y del
islandés. En el texto, los caracteres ð y þ se han convertido a «d» y æ a «ae»
para facilitar la lectura.
Bjáni: bai-yá-ni
Dúlla: dú-la
Eystri: ais-tri
Flíta: fli-í-ta
Hevrít: je-brít
Hjarta: ji-yar-ta
Hver: k-ver
Hvíta: kví-ta
Íseldur: í-sel-dur
Klaernar: klait-nar
Kunta: kun-ta
Lébrynja: lié-brin-ya
Myrkur: mir-kur
Nordur: nor-dur
Reykfjord: reik-fiord
Róa: ró-a
Signe: sig-nu
Skjöld: sh-kuld
Skógungar: sh-kún-gar
Slátrari: slóu-tra-ri
Stjarna: stiar-na
Sudur: su-dur
Urka: ur-ka
Vestir: ves-tir
GLOSARIO
Este libro empezó siendo una salida creativa, pero muy pronto se convirtió
en mucho más. Llegó a ser algo terapéutico, una forma de evadirme de un
mundo que me resultaba ruidoso, mordaz y a veces muy «demasiado».
Quería presentar a un personaje femenino tierno en un mundo de fantasía
dura para mostrar las muchas definiciones que tiene la palabra «fuerza».
Fuerza es poner un pie delante del otro, a pesar de la fatiga. Es superar tus
miedos, librar batallas internas contra el dolor y la adicción y aferrarte a la
esperanza de que volverás a encontrar el camino cuando pierdas el rumbo.
Fuerza es aplicar la autocompasión y el perdón frente al autodesprecio y la
tristeza.
A veces, la fuerza es un viaje de más de mil kilómetros en un mundo de
bandas guerreras y de monstruos y, a veces, la fuerza está en las pequeñas
cosas que hacemos a diario.
Quisiera agradecer las increíbles ilustraciones de Rony Bermudez que
embellecen las cubiertas de Camino de huesos y Reino de garras. Rony
abandonó este mundo demasiado pronto, pero su legado pervivirá a través
de su hermoso arte.
Cuando decidí autopublicar este libro, jamás habría podido imaginar
dónde me llevaría. Muchas, muchísimas gracias a mi agente, Jessica
Watterson, por insistir en que Camino de huesos tenía que estar en las
librerías. No hay palabras que expresen lo agradecida que estoy por tu
asesoramiento y por tu fe inquebrantable en los libros. Gracias al resto del
sensacional equipo de SDLA por hacer que los libros lleguen a todos los
rincones del mundo.
Muchas gracias también a Shauna Summers por adentrarse conmigo en el
reino de Íseldur. Me entusiasma recorrer este camino a tu lado y ver hasta
dónde nos lleva. Gracias, Mae Martinez, por tu apoyo durante el proceso de
publicación, así como al equipo de Penguin Random House: Brianna
Kusilek, Taylor Noel, Megan Whalen, Mark Maguire, Christa Guild, Fritz
Metsch y Saige Francis.
Varios libros han sido sumamente útiles para conseguir el marco escénico
adecuado, entre otros: Vikingos: la historia definitiva de los pueblos del
norte, de Neil Price; The Sagas of Icelanders, editado por Jane Smiley;
Valkirias: la mujer en el mundo vikingo, de Jóhanna Katrín Friðriksdóttir; y
The Vikings, de Kenneth W. Hart (Great Courses).
Gracias a mis amigos autores: Jess, Abby y MT Sear; y a mis lectores
beta: Ashlyn, Kelli, Georgia, Ashton, Diana, Renee, Jen, Maggie, Nicole,
Lisette, Millee, Kamea, Priscilla, Jenn, Sasha, Macy, Rachel, Hayley y
Pallavi.
Gracias a mi editora de contenido, Chersti Nieveen, por ver el potencial
de este libro y ayudarme a modelarlo para hacerlo muchísimo mejor.
Gracias a Ruthie Bowles por tu lectura sensible y por asegurarte de que el
tema racial en este universo se tratara de forma respetuosa. Gracias a
Gianna Marie por tus sorprendentes y esclarecedoras observaciones acerca
de los personajes de Hekla y Sigrún. Para mí era muy importante
representar distintos colores de piel, la discapacidad y la salud mental en
este libro, y no podría haber hecho justicia a los personajes sin el apoyo de
mis lectores de sensibilidad.
Y, por último, gracias a mi familia. A mis padres, que probablemente se
preguntaban qué hacía el restante ochenta por ciento de mi vida, pero me
apoyaban igualmente. A mi «marido» y mayor animador, Ben, a quien no le
tiembla el pulso cuando aparezco con una nueva idea descabellada, por tu
calma y tu firme convicción. A Kai y Zeph, os quiero hasta Makemake y
vuelta, y no, no podéis leer las novelas de mamá hasta que cumpláis los
dieciocho.
Una chica que huye. Una banda de mercenarios
vikingos. Un romance prohibido. Y un secreto que
les amenaza a todos.
Publicado por primera vez en Estados Unidos por Dell Books, un sello de Random House, una
división de Penguin Random House, LLC.
Diseño e ilustración de portada: adaptación a partir del diseño original de Rony Beremudez para
Penguin Random House Grupo Editorial
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X: @editorialmolino
Instagram: @edmolino
Spotify: penguinlibros
YouTube: penguinlibros
Índice
Camino de huesos
Nota de la autora
Mapa
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Veintidós
Veintitrés
Veinticuatro
Veinticinco
Veintiséis
Veintisiete
Veintiocho
Veintinueve
Treinta
Treinta y uno
Treinta y dos
Treinta y tres
Treinta y cuatro
Treinta y cinco
Treinta y seis
Treinta y siete
Treinta y ocho
Treinta y nueve
Cuarenta
Cuarenta y uno
Cuarenta y dos
Cuarenta y tres
Cuarenta y cuatro
Cuarenta y cinco
Cuarenta y seis
Cuarenta y siete
Cuarenta y ocho
Cuarenta y nueve
Cincuenta
Cincuenta y uno
Cincuenta y dos
Cincuenta y tres
Cincuenta y cuatro
Cincuenta y cinco
Cincuenta y seis
Cincuenta y siete
Cincuenta y ocho
Cincuenta y nueve
Sesenta
Sesenta y uno
Sesenta y dos
Sesenta y tres
Epílogo
Guía de pronunciación
Glosario
Agradecimientos
Sobre este libro
Créditos