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Montevideo, año III, nº9, diciembre 2009.

Revista Encuentros Latinoamericanos

I.- “Todo el mundo es un intruso”: La historia de la CIA

Roberto García Ferreira1

En cuanto a documentos producidos y desclasificados por quien es la agencia de


inteligencia más famosa del mundo, Tim Weiner parece haberlo leído todo. El autor, un
reconocido y premiado periodista norteamericano especializado en temas de inteligencia
por más de dos décadas, ha incursionado con singular éxito en el campo historiográfico y
su nuevo libro, Legado de cenizas. La historia de la CIA (Buenos Aires: Debate, 2009),
resulta revelador.

A lo largo de sus más de 700 páginas, el periodista presenta un trabajo riguroso y


bien documentado –842 notas al final- exhibiendo fuentes copiosas: ha consultado unos
50,000 documentos, realizado más de un centenar de entrevistas con protagonistas -en
su mayoría ex agentes o funcionarios del gobierno norteamericano- y además ha
complementado ello con la lectura de la más importante literatura sobre cada tema.

Ordenado en su presentación y escrito con una prosa que atrapa e invita a su


lectura por parte de un público no necesariamente especializado, el estudio resulta
bienvenido. Aunque en el libro se describe el largo historial de acciones encubiertas
globales patrocinadas por la CIA, la investigación de Weiner es limitada pues abarca sólo
a una de las muchas agencias estadounidenses que promueven actividades de ese tipo
(p. 248).

Un legado de “cosas extrañas”

Es fácil advertir el hilo conductor del libro: una y otra vez el autor deja en evidencia
los reiterados fracasos de la CIA. De esta forma, Weiner culmina con que las “mentiras”
que llevaron a EEUU a emprender la invasión de Irak en 2003 sólo son una corroboración
más de que la agencia aún no ha sido capaz de cumplir con los cometidos para los cuales
nació en julio de 1947. Sin embargo, justo es recalcar que hacia ese camino la CIA no
transitó por propia decisión pues la agencia pronto descubrió cuán peligroso era para sí
misma decirle al presidente norteamericano de turno lo que éste no quería escuchar (pp.
21, 282).

Como excelentemente prueba Weiner, los fiascos no se debieron a la ausencia de


alarmas sino a que habitualmente los sucesivos directores de la CIA han “engavetado” –

1
Departamento de Historia Americana, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UdelaR.
Correo electrónico: [email protected]

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cuando no destruido- aquellos informes que la cuestionaban en su estructura y


funcionamiento. En ese sentido, cobra especial significado el documento que llegara “a
manos” del autor y que por vez primera éste da a conocer. Su existencia fue negada por
décadas y la lectura del mismo confirma que se trata de una pieza documental clave. El
autor, -David K. Bruce, que había investigado desde dentro a la CIA por especial pedido
del presidente Dwight Eisenhower-, elevó su informe en 1961 luego de Bahía de
Cochinos, como se recordará, una de las derrotas más célebres de la CIA. Allí y en fecha
tan temprana, Bruce advirtió que del accionar “a escala global” de la CIA a través de sus
agentes –que en el extranjero habitualmente se relacionan con “oportunistas locales” o
“personajes furtivos y cambiantes”- tienden a derivarse “cosas extrañas”: una “creciente
injerencia en los asuntos internos de otros países por parte de hombres (…) que
constantemente tienen que hacer algo para justificar su razón de ser” (pp. 147-148).

Para culminar, otro aspecto que se destaca como una constante en el libro es cuán
extendidas estaban la “ignorancia” y “arrogancia” de los propios norteamericanos respecto
de los países a dónde ellos llegaban con la intención de “quitar y poner reyes”, algo que
contribuyó decisivamente en muchos de los fracasos cosechados (pp. 91, 148, 220, 254,
486, 528, 540, 548).

La fascinación por las “covert actions”

Lo anterior no es menor pues la CIA ha sido el arma encubierta de la política


exterior estadounidense por más de 60 años. Así, importa señalar la histórica fascinación
de los presidentes norteamericanos por las operaciones encubiertas.

Tanto como ello merece señalarse el acrecido número de las mismas: a modo de
ejemplo, Eisenhower aprobó 170 operaciones en 48 países y su sucesor, John F.
Kennedy, 163, con la salvedad de que este último sólo gobernó hasta noviembre de 1963
(pp. 91, 184). Tal sentimiento estaba tan profundamente arraigado en la cultura
presidencial norteamericana que inclusive Jimmy Carter –quien mientras era candidato
calificó a la CIA como una “vergüenza”- no descendió el número de acciones puestas en
marcha (p. 371).

Ilegalidad, mentiras y servicios amigos

Aunque es sabido que por su propia naturaleza el espionaje siempre implica algo
de juego sucio (p. 453), la investigación es reveladora de hasta qué punto ilegalidad,
mentira y tergiversación formaban parte de un modus vivendi más o menos aceptado por
varias generaciones de gobernantes, inspectores, agentes y demás funcionarios. Desde
el mismo inicio de la guerra fría todo era ilegal y las actividades desplegadas por los
espías en Europa y Asia –principales escenarios del conflicto bipolar- nunca obtuvieron
autorización del Congreso norteamericano.

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Cuando el reciente film de Robert De Niro –que por cierto contiene muy gruesos
errores- presentaba a los agentes de la CIA como falsos y manipuladores, un grupo de
historiadores de la agencia se reunió y discutió la película, preocupados por la difusión de
una imagen tan negativa.2 Sin embargo, en palabras de un ex agente entrevistado por
Weiner, “cosechamos un montón de mentiras” (p. 221). La sinceridad era imposible para
la CIA (p. 377) y, como en el libro se muestra, la agencia tuvo muchos problemas cuando
hubo de intentar convivir con un director que le exigió no mentir ni realizar actividades
ilegales: precisamente esa era su tarea y razón de ser (p. 431).

Una parte importante del trabajo de la agencia suponía intervenir encubiertamente


en los asuntos internos de otros países con el objetivo de encauzar el desarrollo de los
acontecimientos hacia los intereses norteamericanos. Ese tipo de actividades ilegales no
podían ser emprendidas en forma solitaria por la CIA y por ello, crear y más tarde
mantener estrechas relaciones con los servicios secretos –militares y policiales- de los
más diversos países adonde podía llegar su accionar constituía algo vital. Weiner no dejó
fuera ese aspecto y en su trabajo se ofrecen repetidos ejemplos de cómo la agencia
financió las policías secretas de un vastísimo número de países (pp. 152, 218, 376, 294-
295). No todo terminaba ahí: también es conocido cuán necesarios eran los programas de
asistencia técnica y entrenamiento que si bien tenían larga data, durante la guerra fría –y
en aras de la “contención” del “enemigo comunista”- se vieron notoriamente impulsados.
Sí sorprende el número que aporta Weiner: dichos programas supusieron “el
entrenamiento de 771.217 militares y policías extranjeros en veinticinco países” y “entre
sus graduados se incluirán los futuros jefes de los escuadrones de la muerte de El
Salvador y Honduras” (p. 294).

En el “patio trasero”

Los latinoamericanos hemos sido blanco habitualmente exitoso del accionar –no
tan sigiloso- del espionaje norteamericano y a la luz de lo sucedido recientemente en
Centroamérica –donde el presidente hondureño Manuel Zelaya fue expulsado del
gobierno y del país por parte de los militares-, la anterior afirmación encierra toda una
premonición.

Existen importantes narrativas historiográficas, periodísticas y literarias sobre las


manipulaciones de la CIA para desestabilizar, deponer e inclusive asesinar a líderes
latinoamericanos.

Con respecto a este último aspecto, resultan contundentes las pruebas


documentales que Weiner aporta en lo relativo a los intentos de asesinato –tan histéricos
como fracasados- contra Fidel Castro, para los cuales la agencia se vinculó con la Mafia

2
Véase ROBARGE, David et al., “Intelligence in Recent Public Media, The Good Shepherd,” en Studies
in Intelligence 51:1 (2007). Disponible en: https://www.cia.gov/library/center-for-the-study-of-
intelligence/csi-publications/csi-studies/studies/vol51no1/the-good-shepherd.html. Accedido el 20 de julio
de 2009.

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(pp. 191-193, 286-288); aunque en otros casos –como los del dominicano Rafael L.
Trujillo (p. 176) o el líder africano Patrice Lumumba- ellos resultaran eficaces.

Un dato nada menor que la investigación de Weiner aporta ha sido la corroboración


de cómo la CIA y el Departamento de Estado contaban con equipos móviles de
diplomáticos-agentes que se movían con flexibilidad cuando la situación así lo requería.
Por ello no resulta casual –tal como ha sucedido en el caso hondureño- que la presencia
de ciertos embajadores en determinados países coincida con la desestabilización de los
mismos.

Cabe agregar que en su conjunto, América Latina ocupa un lugar marginal en el


libro. Ello es comprensible: los norteamericanos allí imponían una decisiva influencia y la
ex URSS estaba muy distante, siguiendo los sucesos latinoamericanos con excesiva
cautela (p. 638).3

Por esas razones, la división latinoamericana era lo peor del servicio clandestino:
se trataba de puestos poco apetecibles no sólo para espías sino también para
diplomáticos, habitualmente castigados con nombramientos en el patio trasero (pp. 478-
479). Pese a ello no debe olvidarse que en la región la CIA habría de obtener “una de sus
mayores victorias en toda la guerra fría”: la captura y ejecución del Che Guevara que la
agencia monitoreó desde el terreno (p. 298).

En suma, parece altamente pertinente compartir algunos de los contenidos


revelados al autor por el ex agente Tom Polgar, un refugiado húngaro veterano de las más
importantes bases de la CIA en Europa, Asia y América Latina. En palabras de Polgar, la
misión principal de las estaciones latinoamericanas consistía en recabar información de
inteligencia sobre la URSS y más tarde sobre Cuba. Para ello, proseguía, la CIA
respaldaba a líderes de once países latinoamericanos entre los que mencionó a Bolivia,
Argentina, Brasil, la República Dominicana, Ecuador, Guatemala, Guyana, Honduras,
Nicaragua, Perú y Venezuela. ¿Cómo? A través de cinco caminos que el entrevistado
describe así: “Te conviertes en su servicio de inteligencia exterior. Ellos no saben lo que
ocurre en el mundo; de modo que les das un resumen semanal, amañado para adaptarse
a sus sensibilidades. Dinero; eso siempre es bienvenido. Aprovisionamiento: juguetes,
juegos, armas…Entrenamiento. Y luego siempre puedes llevarte a un grupo de oficiales a
Fort Bragg o a Washington; unas maravillosas vacaciones” (p. 295).

Aunque en la nómina antes citada se omite mencionar a Uruguay, nuestra propia


investigación y las de Clara Aldrighi documentan la activa participación de Estados Unidos
–no sólo a través de la CIA- en la vida democrática de nuestro país, donde la agencia
contó –durante el primer gobierno del Partido Nacional- con una alta fuente calificada:
Benito Nardone.

3
Tan escasa consideración merecía la región para los soviéticos que la importante misión -hasta el
momento desconocida- de crear y controlar a ciertos partidos comunistas de países pro-
norteamericanos –por ejemplo el partido panameño- para por medio de ellos infiltrarse en Moscú produjo
muy magros resultados (pp. 293 y 630).
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La manipulación de los medios

Un renglón aparte merece la relación de la agencia con la prensa, algo que Weiner
describe con especial cuidado.

En ocasiones se trataba de vínculos muy cercanos, como sucedía con Henry Luce,
el hombre fuerte del poderoso grupo de medios que conformaban publicaciones como
Time, Life, Fortune, Selecciones de Reader’s Digest, Parade, etc. (p. 92). Paralelamente,
otras “empresas informativas” colaboraron con la CIA y entre la “lista parcial” que el autor
exhibe se encuentran CBS, NBC, ABC, Associated Press, United Press International,
Reuters y el Miami Herald (pp. 579-580).

En otros casos era la CIA quien controlaba directamente a medios e instituciones:


entre ellos –y como ya se sabía- pueden destacarse Radio Europa Libre, Radio Libertad,
el Congreso por la Libertad de la Cultura4 y la Fundación Ford, además de otras empresas
ficticias y organizaciones de tapadera. Es que la “CIA había construido un castillo de
naipes” y esos “apoyos” representaban “algunos de los mayores programas de acción
encubierta realizados por la agencia” (pp. 63-64, 284-285).

Las afirmaciones del autor son motivadoras para quienes hemos incursionado en la
temática. Por ello, cuando Weiner relata el descubrimiento de un agente de enlace de la
CIA en El Cairo –que fungía como editor de un periódico que publicaba “noticias pro-
norteamericanas” (pp. 298-299)- resulta inevitable no traer a colación nombres como
Diego Luján (El País), Juan Delgado Reyes (La Mañana), Alceo Revello (El Día), José
Pedro Martínez Bersetche (Voz de la Libertad), Omar Ibargoyen, Plinio Torres (Movimiento
Antitotalitario del Uruguay), Víctor Dotti, etc. Todos ellos -connotados anticomunistas
locales-, ocupaban cargos de responsabilidad en los medios e instituciones mencionadas,
participando también de uno de los programas estables con que contaba la CIA
diariamente en CX 12 Radio Oriental y que se emitía a las 19:15 horas.5

Todo entonces indica que Uruguay formó parte de ese extenso castillo de naipes.
Sin embargo, no se trata de algo sencillo: sin saberlo, Emilio Frugoni y Arturo Ardao
participaron de sendas actividades detrás de las cuales estaba la CIA. El primero
presidiendo el Comité Uruguayo6 del Congreso por la Libertad de la Cultura y el segundo
asistiendo a una reunión académica celebrada en Milán en septiembre de 1955.7

Epílogo

4
Sobre ello véase STONORS SAUNDERS, Francis, La CIA y la guerra fría cultural (Madrid: Debate,
2001).
5
Por un análisis más extenso véase GARCÍA FERREIRA, Roberto, La CIA y los Medios en Uruguay. El
caso Arbenz (Montevideo: Amuleto, 2007), especialmente el capítulo 2, pp. 47-81.
6
Quien le publicó un pequeño libro. Véase FRUGONI, Emilio, Meditación americanista (Montevideo:
Comité Uruguayo del Congreso por la Libertad de la Cultura, 1959).
7
Marcha, 11/11/1955, “El porvenir de la libertad” por Arturo Ardao.

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Para finalizar, el libro también constituye todo un desafío para los historiadores
latinoamericanos dedicados a la guerra fría pues es en hechos relativos a América Latina
donde el autor desliza algunos errores; ¿quién dijo que Jacobo Arbenz
“emborrachándose” se dio cuenta que Estados Unidos estaba detrás del golpe? (p. 120);
interpretaciones por lo menos discutibles -¿por qué fue un “error fatal” la formación de un
grupo de defensa personal por parte de Allende? (p. 331) e insuficiencias propias de la
falta de investigación –una sola página sobre el golpe de la CIA en Brasil (p. 195) y
brevísimos párrafos relativos a la contrainsurgencia impulsada por Estados Unidos (p.
198).

Dichas puntualizaciones, aunque menores, revelan cuán necesario es el debate


académico. Al fin y al cabo no debería perderse de vista que el virulento anticomunismo
transnacional significó un importante retroceso para la región: además de contribuir a
establecer regímenes abusivos de los Derechos Humanos y expandido la noción de
impunidad, supuso un permanente estado de guerra contra cualquier intento de cambio, ni
que hablar si ello incluía la palabra “revolución”, por la cual históricamente los
norteamericanos sienten profundo rechazo.

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