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Aristóteles afirma que el hombre es, por naturaleza, un animal político. Ser
político constituye, según esto, una dimensión esencial, un rasgo específico del
ser humano. De donde se concluye de modo inevitable que un hombre políticamente
desarraigado no podría alcanzar el nivel de una vida
auténticamente humana.
Esta afirmación aristotélica tiene necesariamente que sorprender al hombre de
nuestros días acostumbrado a tropezarse con numerosas personas, de toda condicion
social, que se autodefinen como a-políticos. ¿No existe una extraña contradicción
entre la afirmación de Aristóteles y esta negación de que la política constituye
una dimensión esencial de la propia vida? Estamos, sin duda, ante una contradicción
literal y nos vemos llevados a suponer que Aristóteles y los defensores de la
apoliticidad utilizan la palabra «político» con connotaciones distintas. Pero el
asunto no se reduce a una mera discrepancia en el uso de la palabra: tal
discrepancia, tiene su origen en dos modos distintos de concebir la vida humana
que, a su vez, corresponden a dos experiencias distintas de lo político y a dos
concepciones distintas de la política.
Cuando Aristóteles afirma que el hombre es un animal político, tiene en su mente
dos ideas fundamenta-les, muy general la una y más concreta la otra. De modo
general, Aristóteles considera que el hombre es un animal político en cuanto que se
agrupa y vive en comunidad. Este vivir de los hombres en comunidad resulta exigido
por la propia deficiencia de los individuos humanos, por la incapacidad de cada uno
de ellos para subvenir por sí solo a sus propias necesidades.
Pero también los individuos de otras especies animales son empujados por idéntica
necesidad a vivir juntos.
En este sentido elemental y primario hay, pues, otros animales políticos. Ahora
bien, el hombre es «el más político de los animales». Su vida en comunidad se sitúa
en un nivel superior gracias a que el hombre posee lenguaje y posee, además, «el
sentimiento de lo
conveniente, de lo justo y lo injusto». Este nivel superior de convivencia
—cuya finalidad no es ya el
mero sobrevivir sino la consecución de una vida me-jor— es específica del ser
humano: un ser suprahu-mano, un dios, no necesita de ella puesto que se basta a sí
mismo; un ser infrahumano, una bestia, no puede llegar a ella por carecer de las
dotes requeridas.
Seguramente todos, incluidos aquellos que se auto-proclaman «apolíticos», aceptarán
la definición aristotélica del hombre como animal político, supuesto que tal
definición se entienda en el sentido genérico apun-tado: el hombre vive en
comunidad con otros hombres.
Pero, como más arriba he indicado, Aristóteles tenía en su mente no sólo esta idea
genérica sino también • otra más específica y concreta. Al caracterizar al hombre
como lo caracteriza, Aristóteles no piensa en cualquier tipo de comunidad en
general, sino que piensa, muy particularmente, en la comunidad política.
En efecto, comunidad es la familia que asocia a unos cuantos individuos, y
comunidad es también la aldea en que se agrupan y conviven un conjunto de familias.
potti as en sentido estricto consultyen comunas
¿Cuál es, entonces, la comunidad política en la cual se integra, y se realiza el
hombre como animal político?
Ante tal pregunta surge de inmediato una respuesta más o menos válida por igual
para entonces y para ahora: la comunidad política es el estado. Pero inmediatamente
después de formular tal respuesta, y si queremos utilizar la palabra «estado» para
entonces y para ahora, se hace necesario puntualizar que el estado era para los
griegos algo muy distinto de lo que es : para el hobre moderno. Tan distinto, que
para los griegos el hombre vive esencialmente como tal y alcanza su plenitud en,
por y gracias a la comunidad política a que pertenece. Para el individualismo
moder-no, por el contrario, la máquina estatal es algo ajeno y exterior al
individuo, una estructura armonizadora, en lo posible, de los derechos y libertades
individuales que, en todo caso, se consideran anteriores a él.
En este capítulo iremos señalando las peculiaridades del estado griego. Pero antes
de entrar en pormenores al respecto, adelantemos una idea general acerca de cómo
concebían los griegos el estado o comunidad política en sentido estricto. Tal vez
sea útil para ello que reparemos brevemente en la palabra misma «polí-tico» con que
Aristóteles define al hombre.
La palabra griega
«político» viene de la palabra
polis*, igualmente griega. Esta última se traduce veces por «estado», a veces por
«ciudad» y a veces por «ciudad-estado». (Quede avisado el lector de que en lo
sucesivo utilizaremos estos cuatro términos, «polis», «ciudad», «ciudad-estado» y
«estado», como sinónimos.)
El término «estado» traduce los rasgos que corresponden a la polis como comunidad
política y como sociedad dotada de soberanía. La palabra «ciudad», por su parte,
indica más adecuadamente el modo de convivencia que se establece entre los
ciudadanos y el tipo de vínculos que unen a éstos con su polis, así como. las
reducidas dimensiones de ésta. La polis griega, en efecto, constituye ensioces de
ésta. a polis gries muy reducidas, tanto desde el punto de vista de sus miembros
como desde el puto deto de vistaor S. La polis griega no tiene nada que ver vis los
estados que nosotros conocemos, estados millonarios en población y cuya soberanía
se extiende sobre cientos de miles de kilómetros cuadrados;
y es esta comunidad de reducidas
dimensiones, la ciudad, la que constituye el ámbito en el cual el hombre griego se
siente arraigado e integrado
como animal
político. Así, Aristóteles
—en una
que refleja tanto la realidad como el ideal del estado
griego— pudo afirmar que «la forma suprema de co-munidad, la que abarca a las otras
todas, es la polis, es decir, la comunidad política».
Hasta Aristóteles, hasta finales del siglo IV al me-nos, los griegos no rebasaron
ni en la práctica ni en la teoría el marco reducido de la pequeña ciudad-esta-do.
En la práctica política, cada una de estas ciudades no sobrepasó, por lo general,
el ámbito de sus intereses particulares. Y también la teoría, es decir, la
reflexión filosófica sobre las cuestiones políticas, permaneció referida
fundamentalmente a la ciudad.
1. El surgimiento de la ciudad-estado.
Marco físico y población
1.1. Orígenes de la ciudad-estado
Como unidad territorial y política, las ciudades-esta-do aparecen en Grecia
tardíamente, tras el vacío producido por el derrumbamiento de la civilización
micénica.
La civilización micénica conoció sus años de esplendor entre los siglos XIV y XII.
Durante estos siglos Grecia se hallaba dividida en un conjunto de monarquías, de
reinos, el más poderoso de los cuales era precisamente el de Micenas, al cual debe
su nombre todo este período de la historia griega. Bajo el liderazgo de Micenas las
monarquías griegas unieron sus fuerzas en un movimiento conquistador de expansión
que extendió su presencia por las costas del Mar Egeo. Probablemente su última
gesta (siglo XII) fue el asedio y conquista de Troya, cuyo recuerdo lejano quedaría
recogido en la
Iliada.
Poco
después de la guerra de Troya la civilización
micénica
su cultura palaciega se derrumbaron. Su
derrumbamiento, juntamente con la invasión de los dorios (siglo XI), abrió un
período de emigraciones hacia el Egeo (siglo x) y dejó un vacío de organización
política a lo largo y ancho del territorio griego. Como consecuencia, las
actividades guerreras y maritimas decayeron y debió sobrevenir un largo período de
predominio de la agricultura, con lo cual los señores de la guerra se transformaron
en terratenientes. Todo ello obligó a la creación de nuevas estructuras
sociopolíti-cas, proceso que dio lugar al surgimiento de las ciuda-des-estado.
Desconocemos las circunstancias concretas bajo las cuales tuvo lugar la creación de
las ciudades-estado.
La geografía griega (valles, cerrados por montañas, costas escarpadas, multitud de
islas) favorecía indudablemente la fragmentación. Desde el punto de vista urba-
nístico, el modelo palaciego de la cultura micénica pasada debió también ejercer su
influencia. A estos factores ha de añadirse el papel jugado al respecto por el
fenómeno de la colonización aludido en el párrafo an-terior. El movimiento
migratorio colonizador favoreció, sin duda, la concentración urbana de los colonos
como forma más razonable de autodefensa frente a sus nuevos y a menudo hostiles
vecinos. Posteriormente, durante los siglos Ix y VIII (especialmente, tal vez,
durante este último) tuvo lugar un notable aumento de la población en ciertas áreas
de la Grecia continental. En el Atica debió ser espectacular. Este crecimiento
demográfico contribuiría, a su vez, al proceso de urbanización dándole nuevo
impulso. Por otra parte, un aumento tal de la población tuvo que chocar con la
escasez de recursos de la mayoria de las ciudades, pobres y pequeñas, obligando a
organizar nuevas migra-ciones. (Con la excepción de Esparta que resolvió
definitivamente este problema sometiendo los territorios limítrofes.) Obviamente,
este segundo movimiento colo vana unzao ya en la colonizacion primera y ya
establecido en las metrópolis de origen.
1.2. El territorio
Los factores señalados contribuyeron al surgimiento de la polis. En todo caso,
podemos estar razonablemente seguros de su existencia a partir del siglo Ix.
Un testimonio curioso al respecto (supuesto que los poemas homéricos datan del
siglo vIII) es el que nos proporciona la Odisea en aquel pasaje en que Nausícaa
describe su ciudad a Odiseo con estas pinceladas:
Pero cuando subamos a la ciudad... a ésta la rodea una elevada muralla. Tiene un
hermoso puerto a ambos lados y estrecha entrada y las curvadas naves son
arrastradas por el camino, pues todos ellos tienen refugio para sus naves. También
tienen en torno al hermoso templo de Poseidón el ágora construida con piedras
gigantescas que hunden sus raíces en la tie-rra...
(V, 259 y ss.)
Esta descripción esquemática contiene los elementos embrionarios y básicos de lo
que constituirá el espacio físico urbano de la polis: templo, ágora para las
reuniones de la asamblea, recinto amurallado, caladero utilizado como puerto (en el
caso de las múltiples ciudades ribereñas e insulares). No es posible, desde luego,
establecer un patrón uniforme y universalmente repetido para todos estos centros
urbanos: no todas las ciudades griegas contaban con puerto, no todas ellas estaban
amuralladas o dotadas de ciudadela. Pero, ciertamente, en el centro urbano de la
polis radicaban los edificios fundamentales relacionados con la vida comunitaria y
política: templos, ágora, edificios públicos que servían de sede a las distintas
instituciones políticas y ma-gistraturas. A menudo, una ciudadela en el punto más
alto del conjunto urbano.
Por otra parte, conviene señalar que la polis no era meramente este centro urbano
donde tenían lugar la convivencia ciudadana y la actividad política estatal.
Además de éste, la polis comprendia el campo
Sup
ser convocaao y a parucipar en la asamoea.
labra «eclesia» —de la cual deriva «iglesia» y con cual los atenienses designaban
la asamblea— está emparentada de raíz con un verbo griego que significa
«convocar».)
Ciertamente, la composición y el número de miembros de la asamblea diferían
notablemente de unos estados a otros, y dentro del mismo estado, de unos regímenes
políticos a otros. Así, por citar un ejemplo ilustrativo, en la Atenas democrática
de Pericles, en el momento para el cual establecíamos anteriormente la cifra de
cuarenta mil ciudadanos, todos ellos tenían derecho a participar en la asamblea.
Poco más de dos décadas después triunfaría temporalmente un golpe oligárquico (411)
que instauró una asamblea de cinco mil ciudadanos solamente. Baste esta referencia
para ilustrar una regla de conducta seguida por los partidarios de las oligarquías,
consistente en reducir el número de los miembros de la asamblea, estableciendo
requisitos de situación social para la pertenencia a la misma y limitando con ello
tal derecho a ciertos grupos de ciuda-danos.
Por lo demás, no solamente variaban el número y composición de la asamblea, sino
también sus atribuciones y funcionamiento. En el pasado remoto, en las monarquías
tribales premicénicas, así como en las post-micénicas (tal como aparecen reflejadas
en los poemas homéricos), la asamblea no era convocada de modo re-gular. Tampoco
tenía capacidad decisoria: se limitaba a mostrar si estaba de acuerdo o no con las
propuestas del rey o del consejo sin que su opinión vinculara a aquéllos. Se
desconocía, en fin, la votación como procedimiento de aprobación y repulsa: éstas
se expresaban a gritos y la intensidad del griterío indicaba el grado de
asentimiento o rechazo que la propuesta merecía a la asamblea del pueblo en armas.
El desarrollo político ulterior fue fijando el funcionamiento de las asambleas
(convocatorias, formas de de-cisión) a la vez que ampliaba sus atribuciones. En los
regímenes democráticos la votación se convirtió en el
• sistema normal de expresión de la voluntad de los reunidos. (Por el contrario, en
Esparta no solía vo-significa
dea.
2, con
CS18
lado.) En los
la eleccion de los
el consejo asumía las
se hacia a grito pe-aristocráticos, por lo demás, mayores cuotas de poder en de-
aristocracia y la democracia
trimento de la asamblea: de ahí que la lucha entre la
torno a la conquista y retención de mayores atribuciones por parte de un órgano u
otro.
ÉPoros i mua
gire, en gran medida, en
Ristanes
2.2. El consejo
Además de la asamblea existía, pues, un consejo, institución igualmente heredada de
las monarquías tribales y sometido a lo largo de la historia griega a
transformaciones en cuanto a su composición y competen-
En las monarquías homéricas —como ya hemos se-ñalado— el consejo estaba constituido
por los jefes de los clanes, por los nobles. Ejercía una función primordialmente
consultiva como órgano asesor del rey. Sus competencias solían extenderse también a
lo judicial, especialmente en causas por homicidio. A pesar de que la democracia
ateniense despojaría en el siglo v al Areópago * de todas sus funciones políticas y
judiciales relevantes, éste no perdió nunca su competencia en los delitos de
homicidio.
Tradicionalmente, hasta la instauración de la democracia en aquellos estados en que
tal régimen llegó a instalarse, el consejo mantuvo su carácter aristocrático y
elitista, aun cuando variaran su composición y la forma de acceso al mismo.
Obviamente, en las sociedades aristocráticas la pertenencia al mismo resultaba
mática, vinculada al nacimiento fundamentalmente. En otros sistemas políticos la
asamblea elegía los miembros del consejo, pero la elección solamente podía recaer
sobre determinadas clases de ciudadanos que reunieran los requisitos establecidos
al efecto. Por lo general, y exceptuados una vez más los sistemas plenamente
democráticos, la pertenencia al consejo tenía carácter vitalicio. Todo esto explica
el carácter marcadamente conservador del consejo y su resistencia al progreso de la
democracia.
ando jo aristocrálico
32
sAn.r
Els filosolo guan ale cridaven sofistes
insult
No hi ha Veritat
Els Sofi-
necesseria: un triangle
3.3.1. Sofistes
hauren
segona m-
el mat
té tres costet
moltes veritats
Ya tempranamente, el rey fue despojado de sus funciones por la nobleza,
originándose con ello una diversificación de magistraturas unipersonales. Desde
pronto aparecen en Atenas tres magistrados:
muy
en pri-
Pague Su
mer lugar, el arconte*, a quien corresponde el más amplio poder político; además,
el basileus * al cual se le asignaban funciones específicamente religiosas (la
palabra «basileus»
significa «rey», de modo
que esta
magistratura perpetuó nominalmente su ascendencia monárquica); por último, el
polemarco * , con compe-
que es desenvolupa a Atenes er
tencias de carácter militar. Posteriormente (siglo VII)
1 per a distingu a cap escol:
se crearon seis nuevos cargos de magistrados denominados tesmotetas *
• que asumieron funciones de ca-
ophós), persona que destacava ava en sentit genèric.
rácter judicial. Los nueve magistrados recibieron el nombre genérico de arcontes;
eran elegidos anualmente y el primero pasó a denominarse arconte epónimo*
aquells mestres del saber ceix un ofici qualsevol.
porque daba nombre al año correspondiente.
Con diferencias en cuanto a los nombres, al número y
Mèdiques (contra els
comptava,-
a las competencias, la institución del arcontado se da igualmente en todos los
estados griegos. En la peculiar
: P'únic que dóna
Esparta, por ejemplo, los éforos son cinco y conviven
àcia radical de
con la institución monárquica, nunca abolida. (Para mayor peculiaridad, había dos
reyes sin que sepamos con certeza el origen de esta extraña bimonarquía.) En
a que ara
Atenas, por su parte, el poder político de los arcontes
•1 saber
comptenctas a hanos de los estateges Po pencrales.
Este traslado del poder político de los arcontes a los estrategos fue consecuencia
de las reformas de Clíste-nes a que nos referimos en el próximo capítulo.
3. La ciudad y el ciudadano
3.1. La ciudadanía y la vida de la ciudad
La experiencia que subyace a la historia de todo pueblo y su interpretación última
del ser y del sentido de los fenómenos naturales y de las instituciones hu-