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Recogiendo una creencia tradicionalmente arraigada en el sentir de los griegos,

Aristóteles afirma que el hombre es, por naturaleza, un animal político. Ser
político constituye, según esto, una dimensión esencial, un rasgo específico del
ser humano. De donde se concluye de modo inevitable que un hombre políticamente
desarraigado no podría alcanzar el nivel de una vida
auténticamente humana.
Esta afirmación aristotélica tiene necesariamente que sorprender al hombre de
nuestros días acostumbrado a tropezarse con numerosas personas, de toda condicion
social, que se autodefinen como a-políticos. ¿No existe una extraña contradicción
entre la afirmación de Aristóteles y esta negación de que la política constituye
una dimensión esencial de la propia vida? Estamos, sin duda, ante una contradicción
literal y nos vemos llevados a suponer que Aristóteles y los defensores de la
apoliticidad utilizan la palabra «político» con connotaciones distintas. Pero el
asunto no se reduce a una mera discrepancia en el uso de la palabra: tal
discrepancia, tiene su origen en dos modos distintos de concebir la vida humana
que, a su vez, corresponden a dos experiencias distintas de lo político y a dos
concepciones distintas de la política.
Cuando Aristóteles afirma que el hombre es un animal político, tiene en su mente
dos ideas fundamenta-les, muy general la una y más concreta la otra. De modo
general, Aristóteles considera que el hombre es un animal político en cuanto que se
agrupa y vive en comunidad. Este vivir de los hombres en comunidad resulta exigido
por la propia deficiencia de los individuos humanos, por la incapacidad de cada uno
de ellos para subvenir por sí solo a sus propias necesidades.
Pero también los individuos de otras especies animales son empujados por idéntica
necesidad a vivir juntos.
En este sentido elemental y primario hay, pues, otros animales políticos. Ahora
bien, el hombre es «el más político de los animales». Su vida en comunidad se sitúa
en un nivel superior gracias a que el hombre posee lenguaje y posee, además, «el
sentimiento de lo
conveniente, de lo justo y lo injusto». Este nivel superior de convivencia
—cuya finalidad no es ya el
mero sobrevivir sino la consecución de una vida me-jor— es específica del ser
humano: un ser suprahu-mano, un dios, no necesita de ella puesto que se basta a sí
mismo; un ser infrahumano, una bestia, no puede llegar a ella por carecer de las
dotes requeridas.
Seguramente todos, incluidos aquellos que se auto-proclaman «apolíticos», aceptarán
la definición aristotélica del hombre como animal político, supuesto que tal
definición se entienda en el sentido genérico apun-tado: el hombre vive en
comunidad con otros hombres.
Pero, como más arriba he indicado, Aristóteles tenía en su mente no sólo esta idea
genérica sino también • otra más específica y concreta. Al caracterizar al hombre
como lo caracteriza, Aristóteles no piensa en cualquier tipo de comunidad en
general, sino que piensa, muy particularmente, en la comunidad política.
En efecto, comunidad es la familia que asocia a unos cuantos individuos, y
comunidad es también la aldea en que se agrupan y conviven un conjunto de familias.
potti as en sentido estricto consultyen comunas
¿Cuál es, entonces, la comunidad política en la cual se integra, y se realiza el
hombre como animal político?
Ante tal pregunta surge de inmediato una respuesta más o menos válida por igual
para entonces y para ahora: la comunidad política es el estado. Pero inmediatamente
después de formular tal respuesta, y si queremos utilizar la palabra «estado» para
entonces y para ahora, se hace necesario puntualizar que el estado era para los
griegos algo muy distinto de lo que es : para el hobre moderno. Tan distinto, que
para los griegos el hombre vive esencialmente como tal y alcanza su plenitud en,
por y gracias a la comunidad política a que pertenece. Para el individualismo
moder-no, por el contrario, la máquina estatal es algo ajeno y exterior al
individuo, una estructura armonizadora, en lo posible, de los derechos y libertades
individuales que, en todo caso, se consideran anteriores a él.
En este capítulo iremos señalando las peculiaridades del estado griego. Pero antes
de entrar en pormenores al respecto, adelantemos una idea general acerca de cómo
concebían los griegos el estado o comunidad política en sentido estricto. Tal vez
sea útil para ello que reparemos brevemente en la palabra misma «polí-tico» con que
Aristóteles define al hombre.
La palabra griega
«político» viene de la palabra
polis*, igualmente griega. Esta última se traduce veces por «estado», a veces por
«ciudad» y a veces por «ciudad-estado». (Quede avisado el lector de que en lo
sucesivo utilizaremos estos cuatro términos, «polis», «ciudad», «ciudad-estado» y
«estado», como sinónimos.)
El término «estado» traduce los rasgos que corresponden a la polis como comunidad
política y como sociedad dotada de soberanía. La palabra «ciudad», por su parte,
indica más adecuadamente el modo de convivencia que se establece entre los
ciudadanos y el tipo de vínculos que unen a éstos con su polis, así como. las
reducidas dimensiones de ésta. La polis griega, en efecto, constituye ensioces de
ésta. a polis gries muy reducidas, tanto desde el punto de vista de sus miembros
como desde el puto deto de vistaor S. La polis griega no tiene nada que ver vis los
estados que nosotros conocemos, estados millonarios en población y cuya soberanía
se extiende sobre cientos de miles de kilómetros cuadrados;
y es esta comunidad de reducidas
dimensiones, la ciudad, la que constituye el ámbito en el cual el hombre griego se
siente arraigado e integrado
como animal
político. Así, Aristóteles
—en una
que refleja tanto la realidad como el ideal del estado
griego— pudo afirmar que «la forma suprema de co-munidad, la que abarca a las otras
todas, es la polis, es decir, la comunidad política».
Hasta Aristóteles, hasta finales del siglo IV al me-nos, los griegos no rebasaron
ni en la práctica ni en la teoría el marco reducido de la pequeña ciudad-esta-do.
En la práctica política, cada una de estas ciudades no sobrepasó, por lo general,
el ámbito de sus intereses particulares. Y también la teoría, es decir, la
reflexión filosófica sobre las cuestiones políticas, permaneció referida
fundamentalmente a la ciudad.
1. El surgimiento de la ciudad-estado.
Marco físico y población
1.1. Orígenes de la ciudad-estado
Como unidad territorial y política, las ciudades-esta-do aparecen en Grecia
tardíamente, tras el vacío producido por el derrumbamiento de la civilización
micénica.
La civilización micénica conoció sus años de esplendor entre los siglos XIV y XII.
Durante estos siglos Grecia se hallaba dividida en un conjunto de monarquías, de
reinos, el más poderoso de los cuales era precisamente el de Micenas, al cual debe
su nombre todo este período de la historia griega. Bajo el liderazgo de Micenas las
monarquías griegas unieron sus fuerzas en un movimiento conquistador de expansión
que extendió su presencia por las costas del Mar Egeo. Probablemente su última
gesta (siglo XII) fue el asedio y conquista de Troya, cuyo recuerdo lejano quedaría
recogido en la
Iliada.
Poco
después de la guerra de Troya la civilización
micénica
su cultura palaciega se derrumbaron. Su
derrumbamiento, juntamente con la invasión de los dorios (siglo XI), abrió un
período de emigraciones hacia el Egeo (siglo x) y dejó un vacío de organización
política a lo largo y ancho del territorio griego. Como consecuencia, las
actividades guerreras y maritimas decayeron y debió sobrevenir un largo período de
predominio de la agricultura, con lo cual los señores de la guerra se transformaron
en terratenientes. Todo ello obligó a la creación de nuevas estructuras
sociopolíti-cas, proceso que dio lugar al surgimiento de las ciuda-des-estado.
Desconocemos las circunstancias concretas bajo las cuales tuvo lugar la creación de
las ciudades-estado.
La geografía griega (valles, cerrados por montañas, costas escarpadas, multitud de
islas) favorecía indudablemente la fragmentación. Desde el punto de vista urba-
nístico, el modelo palaciego de la cultura micénica pasada debió también ejercer su
influencia. A estos factores ha de añadirse el papel jugado al respecto por el
fenómeno de la colonización aludido en el párrafo an-terior. El movimiento
migratorio colonizador favoreció, sin duda, la concentración urbana de los colonos
como forma más razonable de autodefensa frente a sus nuevos y a menudo hostiles
vecinos. Posteriormente, durante los siglos Ix y VIII (especialmente, tal vez,
durante este último) tuvo lugar un notable aumento de la población en ciertas áreas
de la Grecia continental. En el Atica debió ser espectacular. Este crecimiento
demográfico contribuiría, a su vez, al proceso de urbanización dándole nuevo
impulso. Por otra parte, un aumento tal de la población tuvo que chocar con la
escasez de recursos de la mayoria de las ciudades, pobres y pequeñas, obligando a
organizar nuevas migra-ciones. (Con la excepción de Esparta que resolvió
definitivamente este problema sometiendo los territorios limítrofes.) Obviamente,
este segundo movimiento colo vana unzao ya en la colonizacion primera y ya
establecido en las metrópolis de origen.
1.2. El territorio
Los factores señalados contribuyeron al surgimiento de la polis. En todo caso,
podemos estar razonablemente seguros de su existencia a partir del siglo Ix.
Un testimonio curioso al respecto (supuesto que los poemas homéricos datan del
siglo vIII) es el que nos proporciona la Odisea en aquel pasaje en que Nausícaa
describe su ciudad a Odiseo con estas pinceladas:
Pero cuando subamos a la ciudad... a ésta la rodea una elevada muralla. Tiene un
hermoso puerto a ambos lados y estrecha entrada y las curvadas naves son
arrastradas por el camino, pues todos ellos tienen refugio para sus naves. También
tienen en torno al hermoso templo de Poseidón el ágora construida con piedras
gigantescas que hunden sus raíces en la tie-rra...
(V, 259 y ss.)
Esta descripción esquemática contiene los elementos embrionarios y básicos de lo
que constituirá el espacio físico urbano de la polis: templo, ágora para las
reuniones de la asamblea, recinto amurallado, caladero utilizado como puerto (en el
caso de las múltiples ciudades ribereñas e insulares). No es posible, desde luego,
establecer un patrón uniforme y universalmente repetido para todos estos centros
urbanos: no todas las ciudades griegas contaban con puerto, no todas ellas estaban
amuralladas o dotadas de ciudadela. Pero, ciertamente, en el centro urbano de la
polis radicaban los edificios fundamentales relacionados con la vida comunitaria y
política: templos, ágora, edificios públicos que servían de sede a las distintas
instituciones políticas y ma-gistraturas. A menudo, una ciudadela en el punto más
alto del conjunto urbano.
Por otra parte, conviene señalar que la polis no era meramente este centro urbano
donde tenían lugar la convivencia ciudadana y la actividad política estatal.
Además de éste, la polis comprendia el campo

La polis jamás dejó de basarse en la actividad agran en primer lugar y


fundamentalmente para el sustento de la población propia y además, en su caso, para
la exportación. Algunos agricultores residían en la urbe,
otros
—los más— residían en el campo, ya aislada-mente, ya agrupados en aldeas. Y aunque
los cálculos
son difíciles por falta de datos precisos, cabe suponer que durante el período
clásico la población agraria siempre fue superior a la población que residía en la
urbe, incluso en estados fuertemente urbanizados como Ate-nas. (Para el siglo v se
calcula que poco más de un tercio de la población total del Atica vivía en Atenas y
el Pireo).
Como ya quedó indicado anteriormente, la extensión territorial de la polis nunca
fue excesivamente grande:
más bien resulta minúscula en comparación con la mayoría de los estados modernos.
Esparta, el estado más extenso, abarcaba un territorio poco mayor que la provincia
de Avila (aproximadamente, 8.500 kilómetros cua-drados). El territorio de la
poderosa Atenas, el Atica, tenía más o menos la misma extensión que el actual
estado de Luxemburgo, es decir, algo más que la isla de Tenerife y bastante menos
que la isla de Mallorca (unos 2.600 kilómetros cuadrados). Corinto, una ciudad de
notable importancia comercial, política y militar, poseía un territorio tres veces
más pequeño aún que el de Atenas, poco mayor que la isla de Lanzarote. (Los
territorios de estos tres grandes estados cabrían dentro de los límites de la
provincia de Granada.) Y de ahí para abajo puede imaginarse cuanto se quiera para
otras ciudades-estado de Grecia (Egina, por ejemplo, no alcanzaba los 90 kilómetros
cuadrados).
1.3. La población
La población que albergaba el marco físico descrito en el parágrafo anterior -
capital urbana más campo se repartiría fundamentalmente en tres categorias de
habitantes: los ciudadanos, los habitantes libres carentes de ciudadanía y los
esclavos. Con algunos matices diferenciales en cuanto a la situación jurídica y so
las distintas ciudades-estado. (Dentro de la categoría de los no-libres, algunos
autores tratan de distinguir, a su vez, dos clases o subcategorías: los siervos y
los esclavos propiamente dichos. Pero esta subdivisión es cuestionable por algunos
motivos y nos parece preferible dejarla de lado.)
No es posible calcular de manera plenamente fiable población de las distintas
ciudades, ni el número total de sus habitantes ni el número de individuos que
componían cada una de las categorías citadas. Los datos de que disponemos son del
todo insuficientes y cualquier cifra que se ofrezca no pasará de ser una conjetura
con amplio margen de error. Una estimación más o menos aproximada para la Atenas
del siglo v —pon-gámonos en la década de los treinta, en los años del esplendor de
Pericles, recién terminado el Partenón, cuando Sócrates contaba treinta y dos años
de edad— podría arrojar las siguientes cifras: 40.000 ciudadanos que juntamente con
sus
e hijos elevarían la
cifra hasta 160.000; 20.000 extranjeros libres residentes, denominados metecos, que
con sus familias nos llevarían hasta, pongamos, 60.000, y una población aproximada
de 80.000 esclavos. Todo esto nos permite calcu-lar, en números redondos, unos
trescientos mil habitantes para la Atenas de mediados del siglo v.
Comparado con la totalidad de la población ate-niense, el número de ciudadanos
resulta más bien es-caso, entre la séptima y la octava parte del total de aquella.
Esta proporción variaba de unos estados a otros —el número de esclavos podía ser
sensiblemente menor en otras ciudades— pero en todos los casos los ciudadanos
siempre fueron una pequeña minoría respecto del conjunto de la población. Por lo
demás, el número de ciudadanos, considerado absolutamente, resultaba realmente
excesivo en Atenas si lo comparamos con la media de ciudadanos de otros estados (en
Esparta eran cinco mil), y si lo comparamos con el número de los mismos que solía
considerarse ideal para el funcionamiento de una ciudad (Platón, en las Leyes, 771
A proso ec la ideal la cifra de cánto mil cuarenta
excesivo de ciudadanos hacía inviable el funcionamiento de la asamblea a que todos
ellos tenían el derecho de
residentes libres, no ciudadanos, los metecos, constituían el grupo de extranjeros
(generalmente grie-gos) dedicados a diversas actividades profesionales. Al no ser
ciudadanos, carecían de los derechos políticos correspondientes, si bien mantenían
ciertas obligaciones para con el estado (militares y económicas: entre otras,
pagaban un impuesto de residencia). Estaban excluidos del derecho de adquisición y
posesión de la tierra (excepto por privilegio especial), pero gozaban de libertad y
seguridad jurídicas en el ejercicio de sus actividades y profesiones. Este conjunto
de la población adquirió una notable importancia económica en aquellas ciudades en
que el comercio y la industria alcanzaron un desarrollo apreciable.
Estaban, en fin, los esclavos, dedicados fundamentalmente a trabajos de todo tipo.
La existencia de la esclavitud en Grecia ha favorecido la opinión errónea (excepto
para el caso de Esparta) de que solamente trabajaban los esclavos, mientras los
ciudadanos se dedicaban a la holganza y a la política. También la mayoría de los
ciudadanos debían trabajar para vivir, y el pequeño artesano o el pequeño
agricultor trabajaban duramente, tal vez ayudados por algún esclavo. Había, por lo
demás, esclavos privados y públicos. De estos últimos, algunos se empleaban en
tareas públicas (pues-tos auxiliares en la administración, etc.) mientras que otros
eran alquilados a la industria privada, especialmente a la minera en el caso de
Atenas. Si se exceptúan los mineros, la vida de los esclavos no era excesivamente
dura en Atenas donde, por lo general, recibían un buen trato. Aunque, ciertamente,
un esclavo bien tratado no deja por ello de ser un esclavo.
2. La ciudad-estado y los órganos de gobierno
Desde el punto de vista político y administrativo, cada ciudad se gobernaba a
través de tres órganos: bre los que recaían ciertas funciones y cargos de carácter
unipersonal. La existencia de estos tres órganos es una constante en todos los
estados griegos.
En realidad, esta organización formal de gobierno se remonta en Grecia a épocas muy
remotas, en último hasta las monarquías tribales premicénicas
típicas de las comunidades indoeuropeas. En estas comunidades el mando supremo
correspondía al rey de la tribu. La tribu, a su vez, se componía de fratrías * y
las fratrías, de clanes. El rey ostentaba funciones supremas de carácter religioso,
militar y judicial, asistido por un consejo de ancianos, seguramente los jefes de
los distintos clanes de la tribu. El rey y el consejo habían de contar de un modo u
otro, a su vez, con la asamblea del ejército, con la asamblea del pueblo en armas.
Una estructura semejante adoptaron también las monarquías micénicas. A la caída de
éstas, la organización social volvió a recaer en formas de monarquía tribal hasta
la emergencia de la ciudad-estado a que ya nos hemos referido.
No cabe duda de que esta forma de organización se adaptaba a las necesidades de
comunidades tribales de vida guerrera y hábitos migratorios. Por ello debió de
resultar un modelo organizativo igualmente eficaz para las primeras migraciones
hacia las costas del Asia me-nor: cada grupo migratorio contaría con un jefe
supremo de la expedición y con un conjunto de lideres de los distintos subgrupos
integrantes de la misma (con-sejo). Aquél y éstos, por lo demás, habrían de contar
con la totalidad de la masa expedicionaria (asamblea) a la que informarían y darían
cuenta de las decisiones adoptadas que afectaran a la expedición.
Tansboid Crodilada
PI CA CIN
2.1. La asamblea de clanos ime calfa
A partir de la cohsolidacion de las ciudades estado,
la asamblea vino a convertirse en la expresión fundamental de la polis, entendida
como comunidad de los ciudadanos, hasta el punto de que el rasgo elemental mínimo
que define la plena ciudadanía es el derecho a

Sup
ser convocaao y a parucipar en la asamoea.
labra «eclesia» —de la cual deriva «iglesia» y con cual los atenienses designaban
la asamblea— está emparentada de raíz con un verbo griego que significa
«convocar».)
Ciertamente, la composición y el número de miembros de la asamblea diferían
notablemente de unos estados a otros, y dentro del mismo estado, de unos regímenes
políticos a otros. Así, por citar un ejemplo ilustrativo, en la Atenas democrática
de Pericles, en el momento para el cual establecíamos anteriormente la cifra de
cuarenta mil ciudadanos, todos ellos tenían derecho a participar en la asamblea.
Poco más de dos décadas después triunfaría temporalmente un golpe oligárquico (411)
que instauró una asamblea de cinco mil ciudadanos solamente. Baste esta referencia
para ilustrar una regla de conducta seguida por los partidarios de las oligarquías,
consistente en reducir el número de los miembros de la asamblea, estableciendo
requisitos de situación social para la pertenencia a la misma y limitando con ello
tal derecho a ciertos grupos de ciuda-danos.
Por lo demás, no solamente variaban el número y composición de la asamblea, sino
también sus atribuciones y funcionamiento. En el pasado remoto, en las monarquías
tribales premicénicas, así como en las post-micénicas (tal como aparecen reflejadas
en los poemas homéricos), la asamblea no era convocada de modo re-gular. Tampoco
tenía capacidad decisoria: se limitaba a mostrar si estaba de acuerdo o no con las
propuestas del rey o del consejo sin que su opinión vinculara a aquéllos. Se
desconocía, en fin, la votación como procedimiento de aprobación y repulsa: éstas
se expresaban a gritos y la intensidad del griterío indicaba el grado de
asentimiento o rechazo que la propuesta merecía a la asamblea del pueblo en armas.
El desarrollo político ulterior fue fijando el funcionamiento de las asambleas
(convocatorias, formas de de-cisión) a la vez que ampliaba sus atribuciones. En los
regímenes democráticos la votación se convirtió en el
• sistema normal de expresión de la voluntad de los reunidos. (Por el contrario, en
Esparta no solía vo-significa
dea.
2, con
CS18
lado.) En los
la eleccion de los
el consejo asumía las
se hacia a grito pe-aristocráticos, por lo demás, mayores cuotas de poder en de-
aristocracia y la democracia
trimento de la asamblea: de ahí que la lucha entre la
torno a la conquista y retención de mayores atribuciones por parte de un órgano u
otro.
ÉPoros i mua
gire, en gran medida, en
Ristanes
2.2. El consejo
Además de la asamblea existía, pues, un consejo, institución igualmente heredada de
las monarquías tribales y sometido a lo largo de la historia griega a
transformaciones en cuanto a su composición y competen-
En las monarquías homéricas —como ya hemos se-ñalado— el consejo estaba constituido
por los jefes de los clanes, por los nobles. Ejercía una función primordialmente
consultiva como órgano asesor del rey. Sus competencias solían extenderse también a
lo judicial, especialmente en causas por homicidio. A pesar de que la democracia
ateniense despojaría en el siglo v al Areópago * de todas sus funciones políticas y
judiciales relevantes, éste no perdió nunca su competencia en los delitos de
homicidio.
Tradicionalmente, hasta la instauración de la democracia en aquellos estados en que
tal régimen llegó a instalarse, el consejo mantuvo su carácter aristocrático y
elitista, aun cuando variaran su composición y la forma de acceso al mismo.
Obviamente, en las sociedades aristocráticas la pertenencia al mismo resultaba
mática, vinculada al nacimiento fundamentalmente. En otros sistemas políticos la
asamblea elegía los miembros del consejo, pero la elección solamente podía recaer
sobre determinadas clases de ciudadanos que reunieran los requisitos establecidos
al efecto. Por lo general, y exceptuados una vez más los sistemas plenamente
democráticos, la pertenencia al consejo tenía carácter vitalicio. Todo esto explica
el carácter marcadamente conservador del consejo y su resistencia al progreso de la
democracia.
ando jo aristocrálico
32
sAn.r
Els filosolo guan ale cridaven sofistes
insult
No hi ha Veritat
Els Sofi-
necesseria: un triangle
3.3.1. Sofistes
hauren
segona m-
el mat
té tres costet
moltes veritats
Ya tempranamente, el rey fue despojado de sus funciones por la nobleza,
originándose con ello una diversificación de magistraturas unipersonales. Desde
pronto aparecen en Atenas tres magistrados:
muy
en pri-
Pague Su
mer lugar, el arconte*, a quien corresponde el más amplio poder político; además,
el basileus * al cual se le asignaban funciones específicamente religiosas (la
palabra «basileus»
significa «rey», de modo
que esta
magistratura perpetuó nominalmente su ascendencia monárquica); por último, el
polemarco * , con compe-
que es desenvolupa a Atenes er
tencias de carácter militar. Posteriormente (siglo VII)
1 per a distingu a cap escol:
se crearon seis nuevos cargos de magistrados denominados tesmotetas *
• que asumieron funciones de ca-
ophós), persona que destacava ava en sentit genèric.
rácter judicial. Los nueve magistrados recibieron el nombre genérico de arcontes;
eran elegidos anualmente y el primero pasó a denominarse arconte epónimo*
aquells mestres del saber ceix un ofici qualsevol.
porque daba nombre al año correspondiente.
Con diferencias en cuanto a los nombres, al número y
Mèdiques (contra els
comptava,-
a las competencias, la institución del arcontado se da igualmente en todos los
estados griegos. En la peculiar
: P'únic que dóna
Esparta, por ejemplo, los éforos son cinco y conviven
àcia radical de
con la institución monárquica, nunca abolida. (Para mayor peculiaridad, había dos
reyes sin que sepamos con certeza el origen de esta extraña bimonarquía.) En
a que ara
Atenas, por su parte, el poder político de los arcontes
•1 saber
comptenctas a hanos de los estateges Po pencrales.
Este traslado del poder político de los arcontes a los estrategos fue consecuencia
de las reformas de Clíste-nes a que nos referimos en el próximo capítulo.
3. La ciudad y el ciudadano
3.1. La ciudadanía y la vida de la ciudad
La experiencia que subyace a la historia de todo pueblo y su interpretación última
del ser y del sentido de los fenómenos naturales y de las instituciones hu-

fundamentales de su lengua. Una de ellas es la palabra «politeia» (derivada de


«polis» que es palabra igualmente esencial de la experiencia del pueblo griego).
Por ello, una mirada atenta a sus usos y significados puede ayudar a comprender la
experiencia política griega de un modo más genuino que el erudito acumular datos y
contemplarlos desde fuera, desde esquemas conceptuales no griegos.
A menudo se ha señalado que «politeia» posee tres significados distintos. En primer
lugar, significa el conjunto de los ciudadanos de la polis; en segundo lugar, la
ciudadanía o nacionalidad, la condición de ciudadano de una ciudad o de otra; por
último, «politeia» significa la constitución, las leyes de la ciudad. Ya es
sorprendente que con una sola palabra los griegos se refieran a estos tres aspectos
de la realidad política, cuando nuestras lenguas utilizan un término distinto para
cada uno de ellos.
a) La politeia* es, pues, en primer lugar, el conjunto de los ciudadanos. Ahora
bien, la palabra no alude a este conjunto entendido abstractamente como lista del
censo o como mero agregado de individuos asociados por vínculos externos de
carácter meramente legal, sino al cuerpo de los ciudadanos entendido como un cuerpo
vivo. Esta expresión -
-«cuerpo vivo»-
no debe ser tomada por no más que metáfora idealiza-
a
efectivamente en la vida política de la ciudad, en tanto que participan en el
gobierno de los asuntos comunes.
En este sentido utiliza Aristóteles el término cuando establece que «la politeia ha
de estar integrada solamente por aquellos que poseen armas» (Política IV, 13,
129761)•
Desde este significado de «politeia» -comunidad de ciudadanos que participan en el
gobierno- han de in-terpretarse, a su vez, los otros lado: ciudadanía y
constitución.
dos que hemos seña-
34
danía no es ni uniforme ni claro en Grecia, ni siqu para los pensadores políticos
de la época clásica, cluido Aristóteles. En todo caso, puede decirse que la
ciudadanía, en su sentido más pleno, no es meramente la inscripción en un registro
(aunque implique este y otros requisitos legales) sino el status caracterizado y
definido por la participación en el gobierno. Jugando con las palabras cabría
decir: no se trata simplemente de que alguien puede participar en el gobierno
porque es ciudadano, sino al revés: alguien es ciudadano en la medida en que puede
participar èn el gobierno. Volviendo a la Política de Aristóteles, resulta
llamativo observar cómo este filósofo se pregunta en un pasaje «si son ciudadanos
todos, incluidos los que se dedican trabajos manuales, o bien es ciudadano
solamente aquel que puede participar en los órganos de gobierno»
(Política III, 5, 1277634-45). La pregunta resulta llamativa por varias razones: en
primer lugar, porque pone de manifiesto que las situaciones reales de participación
en el gobierno variaban de unos estados a otros y de unos regímenes a otros
(recuérdese la reducción anteriormente aludida de la asamblea ateniense a solamente
cinco mil en el año 411); en segundo lugar, porque muestra que el concepto mismo de
ciudadano andaba lejos de estar claro; en tercer lugar, porque permite constatar
que la reflexión teórica sobre la política giraba en torno a problemas reales de la
polis. Pero además de todo esto, la pregunta aristotélica patentiza la existencia
real clases o categorías de miembros de la polis:
los que gozaban de ciudadanía plena y los que sólo parcial o imperfectamente
gozaban de ella (las muje-res, los niños y a menudo los miembros de ciertas clases
sociales inferiores así como los dedicados a ciertos oficios, por más que unos y
otros fueran libres y per-tenecientes, por nacimiento, a la polis). Los plenamente
ciudadanos son, pues, los que participan en el gobierno de la ciudad.
«Politeia» significa, en fin, la constitución. Pero, una vez más, ésta no ha de
entenderse simplemente como un texto jurídico que prescribe derechos y deberes res,
sino como expresion de la vida de la polis. Recurriendo de nuevo al juego de
palabras, la comunidad de los ciudadanos podría expresarse del siguiente modo: no
es que vivamos así porque lo prescribe nuestra cons-titución; vịvimos así, y la
constitución, nuestras leyes, sancionan esta forma nuestra de vivir. Isócrates
caracterizaba a la constitución como «alma de la polis» y Aristóteles (Politica IV,
11, 1295a40) la definía como forma de vida, como «un determinado modo de vivir
propio de la polis».
3.2. Ciudadanía y comunidad
Ser ciudadano es, pues, participar. Participar, en primer lugar, en el gobierno de
la polis. Pero además y esencialmente, participar en aquellas instituciones que
integran la polis y por medio de las cuales el ciudadano se integra en ella. Y
también, participar en la defensa de la ciudad.
• Las instituciones
Las ciudades se constituyeron desde sus orígenes a partir de ciertas instituciones
heredadas de la organización social precedente y basadas en estructuras de
parentesco. En la base de esta organización social se encuentra la familia. Por
encima de ésta se halla el genos* o clan que agrupa varias familias vinculadas
entre sí por poseer antepasados y cultos comunes. En tercer lugar se sitúa la
fratría* o hermandad («fratría» es palabra relacionada con el término indoeuropeo
que significa «hermano», como nuestras palabras «frater-no», etc.). Tal vez
originalmente la fratría agrupaba a miembros del mismo clan pero ciertamente llegó
a constituir una unidad superior a aquél y vino a agrupar varios clanes. Por
último, y en la cúspide del sistema, se halla la tribu. (En todas las ciudades
griegas los ciudadanos se reparten en tribus y a menudo las mismas tribus aparecen
en distintas ciudades. Así, las tres trị-bus de Esparta existían en muchas otras
ciudades do-rias; las áticas eran cuatro.)
36
"Cs.
ven
sofistes
gona meitat del s. V aC.

moltas
s
Friangle t
mateix
veritats
Els Sofistes constitueixen un moviment filosofic que es deser
filosófica en especial, en qualsevol saber; bé fora aci
En especial si e tuete isota
(sophistes) on
Però en l'en
Evidentemente, estos grupos configuraban una organización vertical de la sociedad
y, por tanto, favorecian el clientelismo, el poder aristocrático de las familias
si-
nificat de "savi"
tuadas en la cúspide de clanes y fratrías. De ahí que
s'utilitzava per a dis
el asentamiento pleno de la democracia exigiera la neu-
(sophós), per
tralización del poder político generado por esta estruc-
actic. Així, s' aplicava en sent
tura. Sin embargo, su significación social y religiosa no desapareció
(especialmente de la fratría), ya que la in-
itza per a designar aquells m
cardinación del ciudadano en la polis se hacía a tra-
brant com qui exerceix un 01
vés de tales grupos.
La aceptación como miembro de la ciudad implica-
-és de les guerres Mèdiques recursos amb que
ba, pues, la previa aceptación en estos grupos y la con-
compt
siguiente participación en sus tradiciones y cultos. Asi,
alor determinant ni l'únic
los atenienses eran oficialmente recibidos en el seno
varticipen (democracia ra
de su fratría dos veces en su vida, al nacer y al llegar a la mayoría de edad.
Solamente tras esta última aceptación eran inscritos en el censo de su demo*,
alcan-
a de preparar-se, ja que
zando con ello la plena ciudadanía.
•1 cosa requereix el sal
Esta forma de incardinación social favorecía una pro-
tament és com si r
funda identificación del ciudadano con su comunidad.
Y desde esta perspectiva no resulta difícil imaginar el sinsentido que en la época
del esplendor de la polis podía implicar una situación política como la doble ciu-
dadanía: ¿cómo integrarse, cómo formar parte y par-
imnanistiques:
ticipar de costumbres, tradiciones, antepasados y cul-
+), política,
tos ajenos a las propias raíces? No es de extrañar que
ictic)
la práctica de conceder la doble ciudadanía comenzara a extenderse, como ha
subrayado algún estudioso del tema, precisamente cuando la polis estaba ya en la
hora de su decadencia.
• La defensa de la ciudad. Las leyes
En los siglos del florecimiento de la polis la condición de ciudadano resultaba
inseparable no sólo del deber sino de la capacidad para defender la ciudad con las
armas. Desde la mayoría de edad hasta la vejez, todos los ciudadanos estaban
obligados a tomar las armas si la ciudad los requería para ello. Para comprender el
sentido de esto hemos de invertir nuevamente las categorías con que solemos pensar
al respecto: no se tiene la obligación de defender la ciudad porque uno es ciu-
dadano; además y más bien, uno es ciudadano en la derla con las armas. Dêsde esta
perspectiva adquiere su cabal sentido el texto aristotélico citado según el cual
«la politeia ha de estar integrada solamente por aquellos que poseen armas».
Aristóteles se sitúa en el terreno mismo de los hechos, en la corriente histórica
efectiva que se remonta a los orígenes de la asamblea: recuérdese que ésta,
originalmente, no es otra cosa que el pueblo en armas.
Pero defender la ciudad no es solamente defender sus murallas, sus edificios y sus
campos, sino también defender su forma de vida propia, cuya expresión es
—como veíamos— la constitución y las leyes. Heráclito asociaba la defensa de la ley
y la defensa de las mura-llas: «el pueblo ha de luchar en defensa de la ley como
quien lucha en defensa de las murallas» (frag. 44). Las leyes inspiraban en los
griegos profundos sentimientos de sumisión y respeto de carácter religioso, y cabe
afirmar que tales sentimientos eran comunes a todas las ciudades. Así, Heródoto
pone en labios de un espar-tano, Demarato, las siguientes palabras dirigidas a Jer-
jes, amo y señor de los persas:
los lacedemonios, cuando luchan individualmente, no son peores que ningún otro
hombre, pero cuando luchan juntos son los mejores de todos los hombres. Y es que,
siendo libres como son, no son totalmente li-bres: en efecto, su amo es la ley ante
la cual sienten un miedo mucho mayor que el que tus súbditos sienten ante ti.
(VII, 104, 4)
Si volvemos nuestra mirada a Atenas, el ejemplo histórico más ilustre de este
respeto y sumisión a las leyes lo encontramos en la persona de Sócrates cuando
prefiere morir antes que transgredirlas, y el testimonio literario de mayor
brillantez al respecto lo encontramos en aquellas páginas de Platón (Critón 50A-
54D) en que Sócrates dialoga con las leyes que le increpan y tratan de convencerle
para que no preste oídos a quien le propone burlarlas para escapar a la muerte.
Cabe recordar igualmente aquellas palabras de la Oración Fúnebre de Pe-
38
*
+
-
más que nada, por un temor respetuoso» (Tucídiac
II, 37).
3.3. Individuo y comunidad
Todo lo anterior nos permite comprender hasta qué punto los ciudadanos se
identificaban con el estado, con su ciudad. Así lo indica su concepción de la
ciudadanía como integración y participación en la vida común de la polis, en sus
órganos de gobierno, en sus instituciones y sus cultos, y como participación en la
defensa activa de la ciudad y de su forma de vida. Así lo indica igualmente su
concepción de la constitución y las leyes como expresión de esta forma de vida y su
respeto y sumisión a las mismas. Todo esto proviene, en definitiva, de que el
estado, la ciudad, no es algo distinto de la propia comunidad de los ciudadanos. La
ciudad entendida como centro urbano más campo
(cu-
yas características quedaron anteriormente descritas)
constituye el hábitat pero no la polis propiamente dicha.
La polis es, esencialmente, la comunidad misma de los ciudadanos.
Semejante identificación del ciudadano con su polis no anula, desde luego, las
potencialidades individuales ni la conciencia que el individuo posee de su propio
valor. No excluye al individuo pero sí que excluye, en principio, la interpretación
individualista del mismo, es decir, su concepción como átomo aislado, fuera del
estado y contrapuesto a él. La concepción individualista del individuo supone la
ruptura de la inmediatez con que éste vive su pertenencia a la polis. Hegel, el
filósofo que ha comprendido, tal vez mejor que ningún otro, la esencia de la polis,
insiste en esta inmediatez con que la voluntad de los individuos se identifica con
la voluntad colectiva, con la voluntad que él denomina «objetiva». E insiste
también en que esta inmediatez se rompe cuando la reflexión hace que surja la
subje-tividad, la libertad subjetiva, como algo contrapuesto a la voluntad objetiva
de la polis: La voluntad de los individuos que pertenecen a la comunidad es aún la
voluntad objetiva; Atenas es el espiritu real del ciudadano individual. Pero el
tiempo de una constitución semejante pasa tan pronto como la voluntad se ha
recluido dentro de una conciencia moral interior y ha surgido la división. Puede
aparecer extraño este destino del hombre, que consiste en que su punto de vista
superior, el de la libertad sub-jetiva, le arrebate la posibilidad de eso que suele
llamarse con preferencia la libertad de un pueblo.
(Lecciones sobre la filosofía de la historia universal,
Madria, Revista de Occidente, 1974, p. 454)
Este paso que va de la identificación inmediata del individuo con la polis a su
afirmación como tal fue dado en el terreno teórico, como veremos, en los sotis-tas
y en sócrates. He aqui la importancia de la polis como marco de referencia para la
reflexión teórica, política y moral, de los filósofos del siglo v.

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