Escenas de conflicto y represión - El Dipló

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21/9/23, 22:33 Escenas de conflicto y represión - El Dipló

EDICIÓN 291 - SEPTIEMBRE 2023


EDITORIAL

Escenas de conflicto y represión

Por José Natanson

Collages verdecina (@collages.verdecina)

El 6 de marzo de 1984, Ian Mc Gregor, presidente del National Coal Board (NCB), el organismo estatal británico
que controla la industria del carbón, anunció el cierre de 20 de los 174 pozos carboníferos y la consecuente
supresión de 20.000 puestos de trabajo, con el argumento de que los costos de producción superaban el precio de
venta. También anticipó la flexibilización de las condiciones laborales y la relocalización de miles de
trabajadores. Los mineros de Cortonwood, un yacimiento situado en la localidad de Brampton, en el condado de
Yorkshire, al norte de Inglaterra, se declararon en huelga, seguidos rápidamente por trabajadores de otras regiones
–Durham, Northumberland, Kent, Escocia y Gales del Sur– hasta alcanzar a 143.000 de los 196.000 mineros
nucleados en el sindicato nacional.

La primera ministra Margaret Thatcher, que venía de una victoria espectacular en Malvinas, declaró ilegal la
huelga, intervino las cuentas bancarias del gremio y creó un sindicato paralelo en Nottingham que logró abrir una

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brecha en el frente gremial. El 18 de junio de 1984 unos 30 mil mineros montaron un piquete –el más grande de
la historia británica– en Orgreave, en las afueras de Sheffield, y fueron duramente reprimidos por la policía
antidisturbios, una batalla que el gobierno difundió casi como una continuación de la guerra contra Argentina:
“Tuvimos que luchar contra el enemigo externo en Malvinas y ahora tenemos que luchar contra el enemigo
interno”, declaró Thatcher.

La lucha sindical continuó, pero hacia el invierno de 1984-1985 los trabajadores estaban exhaustos. Para
aumentar la presión, Thatcher ordenó a las autoridades escolares no entregar los uniformes a los hijos de los
huelguistas y llegó al punto de excluirlos de los comedores de los colegios. En marzo de 1985, luego de un año de
disputa, con los mineros desmoralizados por el frío y la falta de ingresos, el frente sindical finalmente terminó
cediendo. Thatcher había logrado quebrar la resistencia y, al hacerlo, marcó un hito en la historia del capitalismo,
porque lo que estaba en juego no era el cierre de una mina ni el futuro de la industria del carbón sino el primer
caso testigo de la economía política de las reformas neoliberales. De hecho, el slogan del Partido Conservador
era: “Who governs Britain? (¿Quién gobierna Gran Bretaña?)”.

Al igual que Thatcher, Menem llegó al poder en un contexto de estancamiento económico, inflación y conflicto:
el Leviatán herido de los años finales del alfonsinismo. A diferencia de Thatcher, ganó las elecciones como
candidato de un partido de base popular, con promesas de revolución productiva y salariazo. Esto lo obligó, por
un lado, a sobreactuar la radicalidad de su giro ideológico, como cuando, para enfrentar el paro de los
ferroviarios, ordenó cerrar los ramales que adhirieran: el famoso “ramal que para, ramal que cierra”. En un
artículo publicado en la revista Desarrollo Económico (1), Pablo Gerchunoff y Juan Carlos Torre recuerdan que
Menem eligió como fecha para firmar el decreto que limita el derecho a huelga en los servicios esenciales… el 17
de octubre (de 1990). Pero al mismo tiempo Menem tuvo que maniobrar en la interna del peronismo, a menudo
concediendo más de lo que hoy se recuerda. Por ejemplo, avanzó con la reforma laboral negociando con los
grandes sindicatos la flexibilización de las condiciones de empleo a cambio de la preservación de las dos claves
del poder de las cúpulas: el sindicato único por rama de actividad y el control de las obras sociales.

Menem, como Thatcher, logró vencer el rechazo sindical y social y durante una década gobernó con mano de
hierro. Macri, en cambio, ensayó un neomenemismo gradualista que le impidió llegar al fondo de su plan de
reformas. No modificó la legislación laboral, no achicó significativamente la planta del Estado, no liberó a los
represores ni frenó los juicios por delitos de lesa humanidad y no privatizó ni una sola empresa pública; terminó
hundido en la impotencia reformista. Conviene no confundirse: Macri, que a diferencia de Menem no asumió en
un contexto de emergencia sino de normalidad (así fuera de normalidad recesiva), no fracasó por la radicalidad de
sus reformas ni por el rechazo social que generaron, y de hecho parte del peronismo lo acompañó con bastante
entusiasmo durante los primeros dos años de su gobierno. No hubo bloqueo, ni palos en la rueda. Si la experiencia
macrista fracasó fue porque no logró controlar la inflación, bajar la pobreza o mantener a raya el dólar (tres cosas
que en realidad son lo mismo). El resultado de las elecciones de 2019, en el que Juntos por el Cambio quedó a
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sólo 7 puntos del peronismo, y de las elecciones de 2021, en las que se impuso ampliamente, demuestran que la
sociedad no es necesariamente hostil a los programas de ajuste: lo que pide es que la estabilización que prometen
se concrete. El pacto social de los 90 –legitimado electoralmente con la reelección de Menem en 1995– implicó
que la sociedad entregara al mercado el empleo y la igualdad, pero a cambio obtuvo años de estabilidad y
consumo.

Las experiencias de Thatcher, Menem y Macri resultan útiles para pensar la perspectiva de un gobierno de Javier
Milei. La propuesta más aplaudida del plan libertario, la dolarización de la economía, exigiría, ante la
imposibilidad de conseguir los 20 o 30 mil millones de dólares que harían falta, algún tipo de licuación veloz de
la moneda o una incautación masiva de los depósitos bancarios (3). Y aunque parece difícil que Milei avance con
sus ideas más delirantes, como privatizar las calles o transferir al mercado la responsabilidad de los trasplantes de
órganos, su plataforma contempla un ajuste feroz del gasto público y una retirada del Estado –habría que ver en
qué términos– de algunas de sus funciones básicas: educación, salud, ciencia y asistencia a las provincias.

No es difícil imaginar la rebelión sindical y social que este tipo de políticas engendraría, incluso si, como
últimamente viene prometiendo Milei, su gobierno mantiene en pie “los planes sociales”. Si Cristina Kirchner
enfrentó en su segundo mandato tres paros de la CGT, una rebelión de los prefectos y el acuartelamiento de un par
de policías provinciales, si Mauricio Macri atravesó su Presidencia en medio de cortes de calle y movilizaciones
populares, y si hoy, bajo un gobierno peronista con mayorías legislativas y control de las gobernaciones, se
multiplican los casos de mini-saqueos, la perspectiva de un plan de ajuste como el que promete Milei es
directamente explosiva.

En un escenario de esta naturaleza, Milei no tendrá muchas más opciones que desistir de sus políticas o avanzar a
lo Thatcher, es decir prohibiendo paros y reprimiendo marchas. Y en un país como Argentina, con sindicatos y
organizaciones sociales acostumbrados a una gimnasia de protesta permanente y con fuerzas de seguridad
subcalificadas y proclives al gatillo fácil, cualquier intento de represión puede generar un saldo trágico. Contra lo
que a veces se piensa, ningún gobierno mínimamente democrático busca de manera deliberada heridos o muertos.
No es que Eduardo Duhalde buscó el asesinato de Kosteki y Santillán; simplemente no lo previó ni pudo evitarlo.
Cualquier desborde puede terminar en víctimas fatales. El hecho de que Milei haya anunciado que su candidata a
vice, Victoria Villarruel, quedará a cargo de las áreas de defensa y seguridad no resulta en este sentido
especialmente tranquilizador.

La perspectiva de un plan de ajuste como el

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que promete Milei es directamente explosiva.

Si una parte del plan de ajuste de Milei se jugará en la calle, la otra se resolverá en el palacio. Sucede que, aunque
en octubre obtenga el 100% de los votos, La Libertad Avanza no contará con el respaldo de más de un tercio de
los diputados y senadores, suficientes para bloquear la mayoría calificada requerida por ejemplo para impulsar un
juicio político, pero no para aprobar leyes, a lo que habría que agregar el hecho de que todos los gobernadores,
cuya influencia en el Senado es clave, pertenecerán a la oposición. Parece difícil que Milei pueda gobernar en
estas circunstancias, sobre todo si cumple su promesa de eliminar las transferencias discrecionales a las
provincias.

¿Cómo hará entonces para sostener la gobernabilidad? Los dos antecedentes más cercanos, Trump y Bolsonaro,
recurrieron a estrategias distintas. Trump llegó a la presidencia al frente de un partido tradicional al que sin
mucho esfuerzo consiguió poner al servicio de su ambición ultraconservadora, un camino similar al que en su
momento siguieron Thatcher con el Partido Conservador y Menem con el peronismo: ingresar a una fuerza que
históricamente incluyó sectores más moderados, apoderarse de ella y casi diríamos pervertirla. Ese podría ser,
llegado el caso, el camino de Patricia Bullrich, pero no el de Milei.

La comparación más adecuada es Bolsonaro, que también triunfó de manera inesperada y, desprovisto de apoyos
partidarios, logró mal que bien terminar su mandato. Para ello se apoyó en tres estructuras que lo preexistían y
que le dieron cierta consistencia institucional y territorial a sus desvaríos. La primera son las iglesias
pentecostales, que le proveyeron una red muy extendida, poderosos medios de comunicación y una bancada de 80
diputados. La segunda son los militares: Bolsonaro designó a 750 integrantes de las Fuerzas Armadas en cargos
políticos, incluyendo el jefe de gabinete y el vicepresidente. La tercera es el centrão, ese “gran centro” de partidos
más o menos conservadores que le brindó los votos necesarios para aprobar leyes y evitar el impeachment
(Bolsonaro aprendió de la experiencia de Dilma que en Brasil el Presidente puede permitirse todo salvo perder la
mayoría en el Congreso).

El problema es que las iglesias evangélicas argentinas no constituyen un actor político orgánico como en Brasil y
que, consecuencia de un proceso de democratización y subordinación al poder civil inédito en América Latina, los
militares tampoco. Milei seguramente tratará de compensar su debilidad legislativa explorando un acuerdo con
los legisladores macristas, lo que, dado los gestos de entendimiento cruzado que viene intercambiando con el ex
presidente, no parece descabellado. También es posible que cuente con el respaldo de grupos de activistas
conservadores seducidos por la guerra cultural anti-progresista, que en Estados Unidos y Brasil jugaron un papel

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importante como sostén mediático y movilizatorio. Pero en cualquier caso enfrentará una perspectiva institucional
difícil, la más hostil para un oficialismo desde la recuperación de la democracia.

La alternativa más audaz y más peligrosa es la de la democracia directa. Milei ha dicho que, en caso de bloqueo
partidocrático, recurrirá a las herramientas de la consulta popular y el plebiscito contempladas en la Constitución,
un camino bastante inexplorado en Argentina (el único antecedente es el plebiscito por el acuerdo del Beagle
durante el alfonsinismo), pero muy utilizado por los presidentes de izquierda durante la primera década del siglo
XXI, sea para reformar la Constitución, para aprobar iniciativas bloqueadas por el Congreso o la Justicia o para
romper el impasse político mediante referéndums revocatorios (no previstos en la legislación argentina). La
posibilidad es tan democrática como riesgosa: si resulta, libera al gobierno de ataduras y le permite hacer casi
cualquier cosa, pero exige altos niveles de apoyo popular, una mayoría nítida que, como están las cosas, Milei
sólo podría reunir mostrando rápidos resultados económicos (recordemos que Raúl Alfonsín aceptó firmar el
Pacto de Olivos luego de que Menem lo amenazara con un plebiscito). La bonapartización de Milei es la hipótesis
más extrema de un futuro incierto.

Un breve rodeo antes de concluir.

Hace unos meses llamamos la atención sobre el furor por la ucronía que había desatado en el público
estadounidense la victoria de Trump. Mencionamos como ejemplos el estreno de la miniserie El hombre en el
castillo, basada en la novela en la que Philip K. Dick imaginaba una derrota de Estados Unidos en la Segunda
Guerra Mundial y la ocupación de su territorio por Alemania y Japón, la reedición de Esto no puede pasar aquí,
novela que cuenta en clave satírica la derrota de Franklin Delano Roosevelt en las elecciones presidenciales de
1936 y la llegada al gobierno de un senador populista que termina con la democracia e instaura una dictadura filo-
fascista, y el éxito de La conjura contra América, la tremenda novela de Philip Roth en la que Charles Lindbergh,
el héroe de la aviación norteamericana, se presenta como candidato republicano, derrota a Roosevelt y, una vez en
el gobierno, firma un tratado de paz con la Alemania nazi.

También convertida en serie, la novela de Roth resulta profundamente perturbadora por cuanto va imaginando, a
través de las peripecias de una típica familia judía de clase media, cómo los judíos son lentamente acorralados.
Roth, que es un escritor extraordinario, no cae en la tentación de poner el gobierno norteamericano a masacrar
personas ni planta un Auschwitz en Central Park, sino que describe los caminos más complejos por los que la
sociedad va cercando a los judíos, los esfuerzos de la burocracia por lograr la absorción, que llevan a formar un
comité público destinado a impulsar el asimilacionismo, e incluso el colaboracionismo de algunas autoridades
religiosas judías con el gobierno (el principal consejero del presidente es un rabino).

Salvando océanos de distancia, el contra-mundo de Roth resulta útil para pensar la perspectiva de un gobierno
libertario. Si en su momento alertamos contra la inutilidad del slogan “Macri/basura/vos sos la dictadura”, ahora
también es necesario dejar de lado la idea de que, en caso de llegar a la Casa Rosada, Milei va a crear una
dictadura totalitaria o transformar la democracia argentina en un régimen totalitario. Las acusaciones de “fascista”
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son, antes que cualquier otra cosa, políticamente ineficaces. Calibrar el riesgo que representa Milei –el tamaño
exacto de nuestra distopía– no sólo es importante para imaginar el futuro sino también para enfrentarlo en las
urnas, porque no hay estrategia electoral menos eficaz que aquella que advierte sobre un peligro en el que nadie
cree de verdad. A la luz de la experiencia reciente, lo que nos espera es un escenario más clásico de conflicto
social a partir de la conocida secuencia ajuste-resistencia-represión, el desmantelamiento acelerado del Estado y
un giro cultural ultraconservador.

1. “La política de liberalización económica en la administración de Menem”, Vol. 36, N° 143, octubre –
diciembre de 1996.
2. www.eldiarioar.com/mundo/gobierno-bolsonaro-multiplico-tres-numero-militares-cargos-civiles-
administracion-brasilena_1_9056951.html
3. www.clarin.com/economia/problema-soluciones-dolarizar-despesificar-_0_RG2VFHpoak.html

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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