El Llanto de la Pukara

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El Llanto de la Pukara

En una helada noche de Navidad, la puna se envolvía en un silencio inquietante, roto solo
por el ulular del viento y el murmullo lejano de los ichus. En el pequeño pueblo de
Quillapampa, los pastores regresaban a casa tras un día agotador de cuidar rebaños. Pero
esa noche no era como las demás. Un llanto desgarrador resonaba desde lo alto de una
pukara cercana, una colina sagrada que los ancianos decían estaba habitada por espíritus
antiguos.

Al principio, nadie se atrevió a subir. "Es el Supay jugando con nosotros," susurró don
Pascual, el pastor más viejo del grupo, haciendo un gesto de protección con la mano. Sin
embargo, Fermín, el más joven y testarudo, no pudo resistir la curiosidad. “Si un alma
perdida necesita ayuda, ¿cómo ignorarla en una noche sagrada como esta?” Con una
lámpara de aceite y un palo como arma, se aventuró hacia la cima, seguido de lejos por
algunos compañeros que no querían dejarlo solo.

El ascenso fue lento y aterrador. El llanto no cesaba, pero a medida que se acercaban,
parecía multiplicarse, como si viniera de varios bebés a la vez. Al llegar a la cima,
encontraron una manta tejida con colores brillantes y figuras ancestrales. En el centro de la
manta, un pequeño bebé, pálido y de ojos negros como el abismo, los miraba con una
expresión que parecía demasiado sabia para su edad. El llanto cesó en ese instante, y el
niño extendió sus diminutas manos hacia ellos.

Fermín, movido por una mezcla de compasión y horror, recogió al bebé. Sin embargo,
apenas lo sostuvo, una ráfaga de viento helado los envolvió. La luna, que iluminaba la
pukara, se oscureció por un instante, y en su lugar, sombras danzantes comenzaron a
rodearlos. "No debiste tocarlo," susurró Pascual, temblando. "Ese no es un niño; es un
espíritu ancestral que reclama justicia."

Mientras descendían la colina con el bebé, algo extraño comenzó a ocurrir: el pequeño
envejecía rápidamente. Su piel se arrugaba, sus cabellos se tornaban grises, y su llanto se
transformaba en murmullos roncos, cargados de palabras en una lengua que nadie
entendía. Finalmente, al llegar al pueblo, el niño ya era un anciano encorvado, cuyos ojos
brillaban con un fuego aterrador.
El anciano comenzó a hablar con una voz que resonaba como el eco de montañas lejanas:
“Han olvidado a los Apus. Han abandonado la Pachamama. Esta Navidad no hay alegría,
solo advertencia. Si no equilibran lo perdido, llegará la hambruna, el frío eterno, y los
hombres desaparecerán como el viento.”

De pronto, el anciano se desmoronó como arena arrastrada por el viento, dejando solo la
manta tejida. Fermín intentó hablar, pero su voz no salía. Esa misma noche, los animales
del pueblo comenzaron a morir misteriosamente, los campos amanecieron marchitos, y las
aguas de los riachuelos se tornaron negras.

Los ancianos del pueblo organizaron un pago urgente a la tierra, llevando ofrendas a la
pukara al amanecer. Pero Fermín nunca volvió a hablar. Algunos dicen que el espíritu del
anciano se quedó con él, castigándolo por su imprudencia. Otros aseguran que en cada
Navidad, si uno escucha con atención, el llanto del bebé resuena nuevamente desde la
pukara, esperando al próximo alma que se atreva a interrumpir su descanso.

AUTOR Alder Yauricasa

Imagen IA Leonardo

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