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En busca de una patria

La historia de la Eneida
Penelope Lively
Ilustrado por Victor G. Ambrus S I CO

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Vicens Vives - En busca de una patria. La historia de la Eneida


(Clásicos adaptados) - ISBN: 9788468201757
En busca de una patria
La historia de la Eneida

Vicens Vives - En busca de una patria. La historia de la Eneida


(Clásicos adaptados) - ISBN: 9788468201757
Colección dirigida por
Francisco Antón

Accede al catálogo de Literatura

Vicens Vives - En busca de una patria. La historia de la Eneida


(Clásicos adaptados) - ISBN: 9788468201757
Penelope Lively

En busca de una patria


La historia de la Eneida

Ilustrado por Victor G. Ambrus

Introducción
Stefano Baldini

Notas y actividades
Manuel Otero

Traducción
Susana Camps

Vicens Vives - En busca de una patria. La historia de la Eneida


(Clásicos adaptados) - ISBN: 9788468201757
Primera edición, 2006
Reimpresiones, 2007, 2008, 2009
Segunda edición, 2011
Reimpresiones, 2013, 2014, 2015, 2018, 2019
Sexta reimpresión, 2020

Depósito Legal: B. 6. 363-2011


ISBN: 978-84-682-0175-7
Nº de Orden V.V.: OI57

© PENELOPE LIVELY
Sobre el texto literario.
© FRANCES LINCOLN, LTD
Sobre el texto literario.
© VICTOR G. AMBRUS
Sobre las ilustraciones.
© STEFANO BALDINI
Sobre la introducción.
© MANUEL OTERO
Sobre las notas y las actividades.
© SUSANA CAMPS
Sobre la traducción.
© EDITORIAL VICENS VIVES, S.A.
Sobre la presente edición según el art. 8 del Real Decreto Legislativo 1/1996.

Obra protegida por el RDL 1 /1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Propiedad
Intelectual y por la normativa vigente que lo modifica. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio,
incluidos los sistemas electrónicos de almacenaje, de reproducción, así como el tratamiento informático. Reservado
a favor del Editor el derecho de préstamo público, alquiler o cualquier otra forma de cesión de uso de este ejemplar.

IMPRESO EN ESPAÑA. PRINTED IN SPAIN.

Vicens Vives - En busca de una patria. La historia de la Eneida


(Clásicos adaptados) - ISBN: 9788468201757
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
Virgilio y su época . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
La Eneida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
La adaptación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

EN BUSCA DE UNA PATRIA


Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
La caída de Troya . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Los peligros del mar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Bienvenida en Cartago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
Dido y Eneas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
Exequias fúnebres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
Descenso a los infiernos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Rumores de guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98
El presagio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104
Niso y Euríalo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
El regreso de Eneas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122
Camila . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
La muerte de Turno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150
Mapa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 152
Vocabulario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160
Personajes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167

ACTIVIDADES
Guía de lectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177
Personajes y temas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 186

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El poeta Virgilio flanqueado por Clío y Melpómene, musas respectivas de la Historia y la Tragedia.
Mosaico romano del siglo IV conservado en el museo de El Bardo de Túnez.

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INTRODUCCIÓN

VIRGILIO Y SU ÉPOCA

Publio Virgilio Marón, el autor de la Eneida, llegó al mundo en una de las


épocas más convulsas de la historia de Roma: el siglo i a.C. Para entonces,
hacía largo tiempo que Roma había dejado de ser una simple ciudad si-
tuada en la Italia central, pues se había convertido en una gran potencia
que extendía sus dominios por buena parte de Europa, Oriente Próximo y
el norte de África. En una época primitiva, Roma había estado a merced
de reyes etruscos, pero desde el año 509 a.C. se había constituido en una
república. Su principal órgano de poder era el Senado, que estaba formado
por unos trescientos patricios, hombres de alta relevancia social que des-
cendían de los linajes más antiguos de Roma y poseían grandes extensio-
nes de tierra. El Senado tomaba las decisiones necesarias para el control
del Estado, que eran ejecutadas por dos cónsules, gobernantes elegidos
por la ciudadanía que se hallaban al frente del ejército. En el fondo, Roma
era una oligarquía dirigida por las clases altas, que manejaban el poder
pensando tan solo en sus propios intereses; sin embargo, los romanos con-
sideraban que su sistema político suponía un gran avance con respecto a la
monarquía.
La situación cambió de forma drástica en el año 60 a.C., cuando los
generales Julio César, Pompeyo y Craso se aliaron para controlar el poder.
Surgió así el llamado triunvirato, que acabó por degenerar en una guerra
civil entre Pompeyo y César. Tras una larga sucesión de batallas, César lo-
gró imponerse sobre su adversario en el año 45 a.C., y desde entonces dis-
frutó en Roma del poder absoluto propio de un dictador. Sus intenciones
parecían claras: liquidar la república y proclamarse rey. Sin embargo, los

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introducción

El asesinato de César en el senado fue recreado en este óleo de Jean-Léon Gérôme fechado en 1867.

romanos aborrecían la monarquía, así que César se ganó muchos enemi-


gos. Algunos de ellos se conjuraron para asesinarlo, siniestro plan que por
fin llevaron a cabo el 15 de marzo del año 44 a.C. Aquel día, nada más
entrar en el Senado, César recibió veintitrés puñaladas que le provocaron
la muerte. Los asesinos pertenecían a relevantes familias senatoriales, y
entre ellos se hallaban algunas personas en las que César confiaba ciega-
mente.
Tras el magnicidio, Roma quedó sumida en la mayor confusión. Varias
facciones intentaron entonces hacerse con el poder, lo que desencadenó
una nueva guerra civil. Al final, la lucha se decidió entre dos hombres:
Marco Antonio y Octavio. Marco Antonio reclamaba su derecho a con-
vertirse en jefe supremo de Roma porque había sido el lugarteniente de
César, pero Octavio era sobrino nieto del líder asesinado además de su hijo
adoptivo, lo que lo convertía en heredero natural de César. Así las cosas,
el imperio quedó dividido en dos: Marco Antonio logró el control del
Oriente, mientras que Octavio mantuvo el poder sobre la parte occidental
del imperio. El 2 de septiembre del año 31 a.C., los dos hombres se en-
frentaron en la batalla naval de Accio, frente a la costa occidental de Gre-

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virgilio y su época
cia. Marco Antonio contaba con una flota más numerosa y con mejores
barcos, pero incurrió en toda una serie de errores tácticos que le hicieron
perder el combate. A la humillación de la derrota se sumó entonces el pe-
ligro real de caer en manos de Octavio, así que Marco Antonio tomó una
decisión drástica muy habitual entre los generales romanos derrotados: se
quitó la vida.
Vencido su adversario, Octavio se convirtió en amo absoluto de Roma
y sus provincias. Años atrás, nadie podía haber previsto aquella apoteosis,
pues Octavio siempre había sido un hombre enfermizo y parecía poco
dotado para la guerra. Sin embargo, acabó por revelarse como un político
capaz, sabio y astuto, juicioso y prudente. No solo impuso la paz, sino
que restauró el Estado y promovió la regeneración civil y moral de Roma.
Los romanos acogieron sus medidas con entusiasmo, a sabiendas de que
Octavio era el hombre fuerte que les hacía falta tras tantos años de guerra
y confusión. En el año 27 a.C., el senado le otorgó el título honorífico de
«Augusto», palabra que significa ‘de buen augurio’, y cuatro años después
lo proclamó emperador. Desde entonces, y durante cuatro décadas, Octa-
vio gozó de un poder absoluto: concentró en su persona todos los cargos,
controló el ejército y convirtió sus deseos en ley. Roma, pues, había dejado
de ser una república y se había convertido en un imperio. En los siglos
que siguieron, el destino del inmenso territorio romano quedó en manos
de una sola persona, el emperador, quien, al contrario que los antiguos
cónsules, no había sido escogido por la ciudadanía sino nombrado por el
emperador precedente.

Un poeta reconocido

La suerte de Virgilio estuvo muy vinculada al destino del emperador Au-


gusto. El poeta nació en el año 70 a.C., en la aldea de Andes, cerca de la
ciudad de Mantua. Su padre era un campesino acomodado que se empeñó
en darle una educación esmerada, así que lo envió a Milán para que apren-
diera retórica, el arte de hablar en público con propiedad y convicción.
Más tarde, Virgilio se trasladó a Roma para completar sus estudios. Su
propósito era iniciar una carrera como político o abogado, pero pronto se

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En busca de
una patria

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Prólogo

Este es un relato sobre la guerra, y sobre el hombre que guio al pueblo de


Troya hacia un glorioso destino en las tierras de Italia. Es la historia del
noble Eneas, hijo de Anquises y de la diosa Venus, e ilustre antepasado
del emperador Augusto.1
Durante diez largos años, los griegos sitiaron la ciudad de Troya. Que­
rían rescatar a la esposa del rey Menelao de Esparta, la bellísima Helena,
quien había abandonado su hogar seducida por un príncipe troyano llama­
do Paris. Griegos y troyanos se enfrentaron cientos de veces en la llanura
que se extendía ante la ciudad sin que ningún bando lograse una victoria
definitiva. En los combates perecieron los capitanes más destacados de
ambos bandos: el troyano Héctor y el griego Aquiles.2
Finalmente, los griegos, inspirados por la diosa Minerva,3 urdieron* una
estratagema que puso fin a aquel abominable baño de sangre. Construye­
ron un gigantesco caballo de madera y ocultaron en su interior a los me­
jores guerreros de su ejército. Luego fingieron que abandonaban la guerra
para regresar a su patria e hicieron llegar a oídos de los troyanos el infundio*
de que aquel caballo de madera era una ofrenda destinada a Minerva: su­
puestamente, lo que pretendían los griegos era lograr el favor de la diosa
para que les facilitara un regreso plácido al hogar.
Los griegos se marcharon, ciertamente. Pero no pusieron rumbo a Gre­
cia, sino a un lugar cercano a Troya: la solitaria isla de Ténedos. Y allí des­
embarcaron y aguardaron hasta que…

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La caída de Troya

Los troyanos, celando* aún sus posiciones, vieron cómo los griegos abando­
naban su campamento y zarpaban en sus naves. Y, creyendo que su partida
era definitiva, salieron de la ciudad llenos de gozo. Encontraron entonces
el caballo de madera, que se levantaba, imponente y misterioso, a la orilla
del mar, y comenzaron a discutir sobre qué había que hacer con tan mara­
villosa ofrenda. Unos decían:
—¡Desconfiad de ese caballo! ¡Seguro que es una trampa!
—¡Hay que llevarlo a la ciudad y dejarlo ante el templo de Minerva —su­
gerían otros—, pues ha sido ofrendado a la diosa!
Entonces apareció corriendo un sacerdote llamado Laocoonte. Venía
con sus dos hijos, y gritaba enardecido:
—¡Insensatos! ¿Cómo podéis confiar en una ofrenda dejada por los grie­
gos? ¿Acaso habéis perdido el juicio?
Furioso, Laocoonte arrojó su lanza contra el costado del caballo de
madera, en cuyas cavidades resonó un seco estruendo que revelaba que la
escultura estaba hueca. Sin embargo, tan sabia advertencia acabó cayendo
en saco roto, pues en ese mismo instante un tumulto distrajo la atención
de los troyanos. Y es que unos soldados acababan de apresar a un hombre
de aspecto miserable que deambulaba por los alrededores. Le habían atado
las manos y lo habían llevado ante Príamo, el rey de los troyanos.
—¡Es un griego! —dijeron—. Si lo torturamos, tal vez confiese qué se­
creto esconde el caballo de madera.

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el ardid del caballo de madera
El prisionero se arrodilló ante el rey y comenzó a sollozar.
—Mi nombre es Sinón —dijo—, y es verdad que soy griego, pero tam­
bién una víctima de mis compatriotas. Mis compañeros decidieron que
uno de nosotros debía ser sacrificado a los dioses para que nos concedieran
un regreso seguro a la patria, y me eligieron a mí para morir. Por fortuna,
logré escapar y ocultarme en la espesura de un cañaveral, desde donde he
visto partir las naves de los griegos. Os ruego que seáis más compasivos
que mis compatriotas y os apiadéis de mí.
Las palabras de Sinón resultaron tan convincentes que a nadie se le
ocurrió que todo aquello pudiera ser una trampa.
—¡Soltadlo! —ordenó el rey Príamo a sus soldados.
Así que Sinón fue liberado de sus ataduras. Y entonces el griego prosi­
guió su farsa diciendo:
—Puesto que me habéis perdonado la vida, voy a deciros cómo salvar
Troya. ¿Recordáis que Ulises y Diomedes se adentraron en vuestra ciuda­
dela y robaron el Paladio, la sacra* efigie* de Minerva que protegía Troya?4
La diosa se enfureció tanto con aquel ultraje que descargó su ira contra los
griegos. Así que mis compatriotas han zarpado rumbo a Micenas5 en bus­
ca del perdón divino. Pero volverán. El caballo de madera que han dejado
es una ofrenda destinada a Minerva, con la que pretenden congraciarse.*
Si lo destruís, una tremenda desgracia caerá sobre Troya; pero si lo acogéis
dentro de las murallas de vuestra ciudad, derrotaréis a los griegos de una
vez para siempre en cuanto regresen.
En el mismo instante en que Sinón dio fin a su parlamento, una visión
horripilante arrancó los gritos de terror de la multitud. Dos gigantescas
serpientes acababan de salir del mar. Tenían el cuerpo lleno de anillos y
crestas de color rojo, lenguas siseantes* y ojos sanguinolentos. Con asom­
brosa rapidez, comenzaron a reptar por la playa y estrecharon a los hijos
de Laocoonte con un mortal abrazo. El sacerdote acudió en ayuda de sus
hijos, pero ya era demasiado tarde: los dos muchachos habían muerto asfi­
xiados. Entonces, las serpientes atenazaron al propio Laocoonte.
—¡Cielos, ayudadme! —decía el sacerdote.
Pero sus súplicas fueron inútiles, y Laocoonte murió igual que sus hijos.
Luego, las serpientes reptaron hasta adentrarse en la ciudadela* de Troya,

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la caída de troya
se dirigieron al templo de Minerva y, una vez allí, se escondieron en una
guarida secreta que se hallaba tras la estatua de la diosa.
Los troyanos, que habían presenciado todo aquello con el corazón en­
cogido, comenzaron a decir:
—¡Minerva ha castigado a Laocoonte por atreverse a clavar su lanza en
el caballo! ¡Hay que seguir el consejo de Sinón y llevar esa escultura al tem­
plo de Minerva antes de que la diosa se enfurezca más aún!
De modo que colocaron unos rodillos bajo el caballo, le ataron unas so­
gas al cuello para arrastrarlo y se entregaron a la ardua tarea de llevarlo in­
tramuros.* Cuatro veces quedó encallado el caballo en el mismo dintel* de
la puerta de Troya, cuatro veces se oyó resonar en su vientre un crujido de
armas, pero cuatro veces reemprendieron los troyanos su ciego esfuerzo
para seguir adelante. Al final, el caballo de madera y su carga oculta llega­
ron al mismo corazón de Troya. Los troyanos se sentían tan felices de que
la guerra hubiera acabado que adornaron con guirnaldas* los santuarios de
los dioses y bailaron y cantaron hasta el anochecer.

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la caída de troya
Luego llegó la noche y todos se retiraron a dormir. Solo el traidor Sinón
permanecía en vela, mirando hacia el mar. Esperaba la señal que habían
de hacerle los griegos para indicarle que regresaban a Troya. De pronto,
una antorcha centelleó en el mar: era el aviso acordado. Avanzando en la
oscuridad, Sinón llegó hasta el caballo de madera y descorrió las trancas*
que tenía en su costado, con lo que liberó a los guerreros escondidos en su
interior. Los soldados se deslizaron sigilosamente por la ciudad dormida y
cayeron sobre los centinelas, a quienes degollaron antes de que pudieran
dar un grito de alarma. Y luego abrieron las puertas de Troya, para que sus
compatriotas entraran en la ciudad a sangre y fuego.
Ajeno a la tragedia, el noble troyano Eneas dormía en casa de su padre.
En sueños, se le apareció el valeroso Héctor, que había muerto a manos de
Aquiles. Con el cuerpo lleno de sangre y polvo, Héctor imploraba:*
—¡Eneas, hijo de diosa, huye de Troya enseguida! La ciudad ha sido
tomada, y los griegos están incendiando todas las casas y matando a todos
tus compatriotas. Troya te encomienda su religión, sus aras y penates. 6
Hazte a la mar y busca una costa donde fundar una nueva ciudad para tu
pueblo.
Eneas despertó aterrorizado. ¿Sería cierto lo que Héctor le había dicho
en sueños? Sin perder un instante, corrió hasta la azotea y, desde allí arri­
ba, constató con horror que todo era verdad: las llamas devoraban las casas

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la caída de troya
y aquí y allá sonaban gritos desgarradores. Fuera de sí, Eneas tomó las ar­
mas y se lanzó en auxilio de sus compatriotas. Nada más salir de su casa,
se encontró con Panto, Ripeo, Épito y otros muchos jóvenes guerreros, a
quienes dijo:
—Compañeros, que los dioses nos abandonen si quieren, pero que nun­
ca nos abandone el valor. Defendamos nuestra patria. Una sola salvación
hay para el vencido: no esperar ninguna salvación.
Obedeciendo aquella proclama,* los jóvenes troyanos se pusieron a ba­
tallar contra los griegos, con ese afán carnicero que tienen los lobos cuan­
do salen de su guarida muertos de hambre. Eneas y los suyos lograron
abatir a un grupo de soldados griegos. Pero había pocos motivos para la
esperanza, pues los invasores entraban en tropel a la ciudad y pasaban a
cuchillo a la población. Eneas y sus compañeros decidieron ponerse los
cascos, petos* y escudos de los griegos a los que acababan de matar, para
pasar así desapercibidos entre el enemigo.
—Contra el traidor —dijo Eneas—, no es deshonroso recurrir al enga­
ño. ¡Adelante sin miedo, la suerte siempre acompaña a los audaces!
Gracias al disfraz, Eneas y sus compañeros lograron abrirse camino
hasta el palacio real. Pero los troyanos que defendían el edificio los con­
fundieron con guerreros griegos y les lanzaron una lluvia de lanzas que
diezmó* a la tropa de Eneas.
En el palacio real, el combate era encarnizado. Los griegos trataban de
asaltar el edificio con escalas, y los troyanos lo defendían lanzando sobre
los invasores antorchas encendidas y hermosas vigas arrancadas del techo.
Seguido por los suyos, Eneas se coló por una puerta secreta del palacio que
le permitió llegar a lo más alto del edificio. Había allí una torre desde la
que se veía toda Troya. Con ayuda de sus compañeros, Eneas logró derri­
barla, y la torre cayó por una de las fachadas del palacio. Murieron más de
treinta soldados griegos en medio de un estruendo atronador. Pero los in­
vasores no se dejaron amilanar,* y siguieron multiplicándose alrededor del
palacio como un enjambre de avispas enloquecidas.
Tras mucho golpearlas, el griego Pirro y sus secuaces lograron por fin
derribar las puertas del palacio, y entonces se dispersaron por el interior
del edificio arrasándolo todo como un río de lava. Los guardias fueron pa­

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muerte de príamo y huida de eneas
sados por la espada, y las mujeres huyeron dando gritos. El rey Príamo,
que era ya un anciano, se cubrió los temblorosos hombros con su coraza* y
tomó la espada para defender su palacio. Pero Pirro no tuvo piedad con él:
se abalanzó sobre el rey, lo agarró por su larga cabellera gris, lo arrastró
hasta el altar del palacio y, una vez allí, le hundió la espada en el pecho
hasta la empuñadura. Fue una muerte terrible.
Desde un rincón del palacio, Eneas presenció el trágico fin de Príamo.
Y al ver la imagen del anciano moribundo, se acordó de pronto de otro
hombre viejo: su propio padre, Anquises. ¿Qué habría sido de él? ¿Y de
Creúsa, la esposa de Eneas? ¿Y de su hijo, el pequeño Yulo Ascanio? De­
sesperado, Eneas echó a correr hacia la calle, y justo entonces topó con
Helena, que buscaba refugio en las sombras, aterrorizada. Ella había cau­
sado la ruina de Troya: su portentosa belleza era como una maldición que
había atraído la tragedia. «¡Mi pueblo se calcina* y Helena sigue viva!», se
dijo Eneas con el corazón lleno de rabia. «No sería justo que una mujer
así volviera impune* a su hogar en Grecia. Debo matarla para vengar a los
míos… Debo matarla aunque no haya gloria alguna en matar a una mu­
jer». Así que, ciego de rabia, Eneas desenvainó su espada y la alzó ante
Helena. Pero justo entonces apareció la diosa Venus, que era la madre de
Eneas, y detuvo el brazo del héroe.
—Hijo mío —dijo—, no pierdas tu tiempo matando a Helena, pues lo
que te urge es salvar a tu familia. Troya no ha sido asolada por la belleza
de esta mujer, sino por el rigor de los dioses: es Neptuno quien se aba­
te* sobre la muralla de la ciudad, son Juno y Minerva quienes guían a las
huestes* griegas, y es el mismísimo Júpiter, padre de los dioses, quien inci­
ta a todos contra los troyanos… ¡Huye, hijo! ¡Yo te protegeré!
Troya caía presa del fuego. Los griegos se habían apoderado de casi to­
da la ciudad y se dedicaban a saquear y destruir las casas una por una. Solo
unas pocas cuadrillas de soldados troyanos seguían luchando en algunas
esquinas. Guiado por su divina madre, Eneas se abrió camino entre las lla­
mas voraces, los afilados dardos* y las nubes de ceniza hasta llegar a la casa
de su padre.
—Debemos irnos a buscar otras tierras —dijo Eneas.
Pero el anciano Anquises, embargado por la desesperación, respondió:

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la caída de troya
—No pienso abandonar mi casa. Huye tú con tu esposa y con tu hijo:
aún sois jóvenes y podéis empezar una nueva vida lejos de aquí.
—Si esa es tu voluntad, padre mío —replicó Eneas con voz firme—,
saldré de nuevo a luchar, porque prefiero morir a tu lado antes que dejarte
a merced de los griegos.
Entonces Creúsa, que cobijaba entre sus brazos al pequeño Ascanio,
comenzó a llorar diciendo:
—Si vas a la muerte, ¡llévanos contigo!
Y mientras rogaba y sollozaba, ocurrió un prodigio: de la cabeza del pe­
queño Ascanio se alzó una llama que, sin lastimarle, acariciaba sus cabellos
y ardía mansamente alrededor de sus sienes. El anciano Anquises miró a
su nieto con el corazón lleno de júbilo.*
—¡Es un presagio!* —exclamó, y añadió enseguida—: ¡Oh divino Jú­
piter, confírmanos con una señal que quieres ayudarnos en nuestro exilio!7
Antes de que el anciano acabase de hablar, un trueno retumbó en las
alturas, y una estrella luminosa surcó el negro cielo de la noche. Lleno de
asombro y alegría, Anquises proclamó:
—¡El dios ha hablado! Me rindo y te sigo, hijo, pues tal es la voluntad de
Júpiter. ¡Vámonos de Troya: partamos a donde el destino haya dispuesto!
Eneas se cubrió los hombros con una rojiza piel de león y cargó sobre
sus hombros a su padre, que estaba inválido. Luego, tomó a Ascanio de la
mano, le pidió a Creúsa que les siguiera y les ordenó a sus criados:
—¿Recordáis el cerro que hay a la salida de la ciudad, coronado por un
viejo ciprés? Pues allí debéis reuniros con nosotros cuando llegue la mañana.
Caminando a toda prisa por entre las tinieblas de la noche, Eneas se
abrió paso hasta las puertas de la muralla, con su padre a cuestas y su hijo
de la mano. Aquí y allá, sonaban las brutales pisadas de los griegos y des­
tellaban de vez en cuando sus bruñidos* escudos de bronce. Cada vez que
Eneas intuía el peligro, cambiaba de dirección para salvar a los suyos, así
que, en su huida de la ciudad, siguió un laberíntico recorrido. Y eso fue la
perdición de Creúsa, quien acabó por perder la pista de su esposo. De ma­
nera que, cuando Eneas, acompañado por su padre y su hijo, llegó al cerro
del ciprés, Creúsa ya no le seguía. Eneas se preguntó aterrorizado dónde
estaría su esposa. ¿Habría caído herida por las lanzas de los griegos?

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la caída de troya
—¡Tengo que volver a la ciudad para buscar a Creúsa! —le dijo a su pa­
dre.
Empujado por la angustia, Eneas se adentró de nuevo en Troya y buscó
a su esposa por todas partes. Pero no consiguió dar con ella. En medio del
silencio sepulcral que imperaba en la ciudad destruida, los gritos de Eneas
sonaban como un clamor desesperado:
—Creúsa, Creúsa, ¿dónde estás?
Desesperado, Eneas volvió a su hogar, y lo encontró en llamas. Corrió
después hacia el palacio real, y registró una por una todas las casas que en­
contró por el camino, sin que Creúsa apareciera. De pronto, cuando vagaba
sin esperanzas de calle en calle, un espectro cruzó el aire, y Eneas advirtió
con tristeza que era el espíritu de su esposa.
—¿Por qué te entregas a ese insensato dolor, dulce esposo mío? —dijo
con voz suave el espectro de Creúsa.
Eneas se quedó tan aturdido que no logró despegar los labios.
—Todo lo que nos está sucediendo esta noche —siguió diciendo el es­
píritu— es un designio de los dioses, que desean que fundes una nueva pa­
tria lejos de Troya. Sin embargo, los dioses no han querido que yo te acom­
pañe en tu viaje. Te esperan largos años de destierro, pero enjuga tu llanto,
porque al final la Fortuna te será próspera8 y tendrás una esposa de estirpe*
real.
Tres veces avanzó Eneas para tomar a Creúsa entre sus brazos, y tres
veces su imagen, vanamente asida, se deslizó por entre sus manos como un
viento sutil o un ensueño fugaz.
Luego Eneas regresó, abatido, junto a sus compañeros. En el Ida, el ce­
rro del ciprés, se congregaba una desdichada multitud, pues eran muchos
los troyanos que habían decidido emprender el camino del destierro. La
ciudad estaba calcinada y en ruinas, pero era preciso mirar hacia adelante.
El lucero de la mañana comenzaba a lucir,9 trayendo consigo la luz del nue­
vo día. Y entonces Eneas volvió a cargarse a hombros a su padre y comen­
zó a caminar hacia las montañas, dispuesto a afrontar con resignación lo
que el destino quisiera depararle.

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Los peligros del mar

Consciente de que debía acaudillar a los troyanos en la búsqueda de una


nueva patria, Eneas decidió construir barcos con los que llevar a su pueblo
a otras orillas. Cuando la flota estuvo lista, a principios del verano, los tro­
yanos se hicieron a la mar, y el primer lugar en que desembarcaron fue la
cercana costa de Tracia.10
—Podemos establecernos aquí —dijo Eneas—. Los tracios siempre han
sido aliados y amigos de Troya.
En cuanto tocaron tierra, Eneas quiso sacrificar un toro a los dioses.
Para cubrir el altar de hojas, tiró de un arbusto, y entonces ocurrió algo
prodigioso: las ramas comenzaron a destilar negras gotas de sangre. Ate­
rrorizado, Eneas probó a arrancar el tallo de otro arbusto, pero sucedió lo
mismo: también de su corteza manó sangre. Luego, tiró de una tercera
mata, y entonces oyó una voz lastimera que decía:
—¿Por qué, Eneas, maltratas a un infeliz? Yo soy Polidoro, y nací en
Troya como tú, pero caí derribado en este ingrato lugar por una lluvia de
flechas enemigas. Fueron tantas las saetas que acribillaron mi cuerpo, que
quedé clavado en tierra. Con el tiempo, las puntas de las flechas se han
convertido en tallos, a los que alimenta mi sangre. ¡Apiádate de mí, Eneas,
pues soy troyano como tú, y dame sepultura!
Eneas recordó entonces la historia de Polidoro. Al comenzar el sitio de
Troya, el rey Príamo lo había enviado a Tracia con el oro de las arcas rea­
les: pretendía que el rey de Tracia guardase aquel tesoro para salvarlo del

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los peligros del mar
posible pillaje de los griegos. Pero el rey de Tracia, cegado por la codicia,
había matado a Polidoro para quedarse con el oro de Príamo.
Compadecidos, Eneas y sus compañeros dieron sepultura al cuerpo de
Polidoro para que dejase de ser un alma en pena.11 Amontonaron tierra so­
bre su tumba y levantaron altares enlutados con hojas de fúnebre ciprés. Y,
tras celebrar un emotivo funeral, Eneas les preguntó a su padre y a otros
próceres* troyanos:
—¿Debemos quedarnos aquí?
Y todos respondieron lo mismo: que no debían erigir su nueva patria
en aquella tierra maldita que había traicionado a Troya. De modo que
Eneas y los suyos zarparon de nuevo hacia el oeste.
Al cabo de algún tiempo, empujados por un viento favorable, los troya­
nos arribaron a la frondosa isla de Delos, cuna de Apolo.12 Nada más des­
embarcar, el piadoso Eneas acudió a la montaña donde se hallaba el templo
del dios y preguntó:
—Oh, Apolo, ¿hallaremos algún día una nueva patria?13
Apenas dichas aquellas palabras, la montaña entera comenzó a temblar
como si tuviera vida propia. Desde lo más hondo del santuario, sonó la voz
de Apolo, que decía:
—¡Desechad vuestros temores, esforzados troyanos, porque algún día
seréis acogidos por la misma tierra que engendró vuestro linaje! ¡Y desde
allí, el abnegado* Eneas y sus descendientes gobernarán el mundo entero!
Cuando los troyanos supieron lo que había dicho Apolo, se dejaron lle­
var por la alegría. Pero todos se preguntaban: ¿cuál es la tierra en que nació
nuestro primer antepasado? ¿Dónde se encuentra esa patria tan ansiada?
El anciano Anquises creyó encontrar la respuesta:
—Según Apolo —dijo—, estamos destinados a volver a la tierra en que
se engendró nuestro linaje. Y esa tierra debe de ser la isla de Creta, pues
de allí procedía Teucro, el fundador de Troya.14
Así que, una vez más, los troyanos levaron anclas. Se sentían muy ilu­
sionados, pues creían que Creta estaba deshabitada y que era, por lo tanto,
un lugar propicio para el asentamiento de forasteros. Mientras soñaban con
la hermosa ciudad que construirían, dejaron atrás la frondosa isla de Na­
xos, la verde Donusa, Olearo, la marmórea Paros y el resto de las Cícladas,

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fundación de pérgamo
disgregadas pero próximas, semejantes a un collar entre cuyas cuentas se
eriza la espuma de las olas.15 Y al fin, favorecidos por el viento, llegaron a
las antiguas costas de Creta, donde Eneas mandó construir los muros de la
anhelada ciudad, a la que le dio el nombre de Pérgamo, que era como se
llamaba la ciudadela de Troya.
Pasó el tiempo, y ya el trigo verde despuntaba en los campos y la juven­
tud celebraba las primeras bodas. Eneas gobernaba dictando leyes juiciosas,
y en los corazones de los troyanos campaba de nuevo esa gozosa placidez
que se siente en el hogar propio. Pero, de pronto, sobrevino la desgracia: el
aire se corrompió, la población fue castigada por una horrible peste, el ga­
nado murió y la sequía asoló los cultivos. Al ver que la muerte y el hambre
se propagaban por la nueva Pérgamo, Anquises le dijo a Eneas:

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los peligros del mar
—Hijo mío, esta situación es desesperante. Así que te ruego que acudas
de nuevo a Delos y le preguntes a Apolo cuándo acabará esta dura prueba
a la que nos someten los dioses.
Pero no hizo falta que Eneas viajara a Delos, porque aquella misma no­
che se le aparecieron en sueños los dioses de Troya y le dijeron:
—Apolo nos envía para decirte que habéis cometido un error, porque la
tierra en que debes fijar tu asiento no es Creta, la cuna de Teucro, sino una
gran región situada al oeste: Italia, la tierra de Dárdano, el otro gran patriar­
ca de Troya.16 Ese es el auténtico destino de los troyanos y allí es adonde
debes guiarles, magnífico Eneas.
En cuanto se despertó, Eneas corrió a contarle a su padre lo que le ha­
bía revelado su sueño. Anquises comprendió su error y dijo:
—Demos vela al viento y vayámonos de Creta.
Así que los troyanos se hicieron de nuevo a la mar. Y, cuando ya perdían
de vista la costa, una nube azulada se detuvo sobre sus cabezas, oscureció
el cielo y descargó una terrible tempestad. El mar quedó en tinieblas, los
vientos revolvieron las aguas, se levantaron unas olas enormes y el cielo se
rasgó en cientos de rayos. Palinuro, el timonel, no acertaba a distinguir el
día de la noche, ni podía reconocer el derrotero* que debía seguir. Durante
tres días, las naves de los troyanos erraron extraviadas por el caliginoso*
mar sin sol, y durante tres noches navegaron sin estrellas. Pero por fin, al
cuarto día, asomó tierra en el horizonte, y los marineros tomaron los re­
mos a toda prisa para alcanzar la orilla cuanto antes.
Desembarcaron en una de las islas Estrófadas, un lugar cubierto de
grandes llanuras verdes que abundaba en rebaños de cabras.17 Hambrientos
como estaban, los troyanos mataron a algunas para darse un festín, pero no
advirtieron que las arpías, voraces monstruos alados con rostro de mujer
y afiladas garras de águila, moraban aún en las montañas de aquella isla.
Al notar la presencia humana, las arpías se lanzaron en picado sobre los
troyanos y les arrebataron la comida de la boca. Proferían unos graznidos
pavorosos y dejaban en el aire un hedor insoportable que emanaba de sus
vientres. Los troyanos tomaron las armas para defenderse, y entonces la
bandada de las arpías se dio a la fuga. Pero la mayor de todas, que se lla­
maba Celeno, se posó sobre una roca y rompió a hablar diciendo:

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los peligros del mar
—¡Ladrones, invasores! ¿Así que habéis venido a degollar a nuestras ca­
bras y a hacernos la guerra? Pues los dioses castigarán vuestro atrevimiento.
Escuchadme, troyanos, porque conozco por boca de Apolo el destino que
os espera. Llegaréis a Italia tal y como deseáis, pero, antes de que podáis
rodear con murallas vuestra ciudad, sufriréis una hambruna tan acuciante*
que devoraréis vuestras propias mesas.

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profecía de héleno
Y sin decir nada más, la arpía desapareció. Los troyanos quedaron tan
aterrorizados por las profecías de Celeno, que durante largo rato permane­
cieron hundidos en un silencio sepulcral. Al fin, Anquises alzó la voz para
suplicarle a Júpiter que no se cumplieran las amenazas de la arpía, y ense­
guida les ordenó a los suyos:
—Soltad las amarras y zarpemos, pues no es prudente permanecer por
más tiempo en las Estrófadas.
Así que las naves se hicieron de nuevo a la mar. Dejaron atrás Zacinto
y Nerito, y también Ítaca, la patria del sanguinario Ulises. Empujados por
los rigurosos vientos del invierno, los troyanos bordearon las costas del
Epiro y anclaron frente a Butroto.18 Eneas se quedó perplejo al enterarse
de que el rey de aquella ciudad era ni más ni menos que un troyano. Se
trataba de Héleno, el hijo del rey Príamo, quien brindó a Eneas y los suyos
una espléndida bienvenida.
—Tras la destrucción de Troya —explicó Héleno—, muchos troyanos
fuimos tomados como esclavos por los griegos, que nos trajeron a estas
tierras. Pero, con el paso del tiempo, conseguí recuperar la libertad, y fun­
dé aquí esta pequeña Troya que estás viendo.
Eneas sabía que Héleno era experto en las artes de la adivinación, así
que aquella misma noche le pidió que le descifrara su porvenir.
—El viaje que te espera, querido Eneas —dijo Héleno—, es largo y tra­
bajoso, pues esa Italia que buscas se halla muy lejos. Para llegar allí, tendréis
que cruzar el estrecho que separa Sicilia de Italia, donde dos monstruos
horribles tratarán de mataros. Pero, si diriges sin cesar ruegos y ofrendas
a Juno, escaparéis con vida de ese duro trance. Cuando alcancéis las costas
de Italia, desembarca en Cumas y acude en busca de la Sibila, que es una
profetisa que habita en una cueva.19 Ella te dará a conocer tu futuro: las
guerras que te esperan y las crudas asechanzas que habrás de esquivar. Y,
cada vez que te sientas abatido, recuerda que, algún día, a la orilla de un
río, tendida bajo unas encinas, encontrarás una gran cerda blanca que da
de mamar a treinta lechoncitos blancos. No lo dudes: cuando des con esos
animales habrás hallado el sitio donde has de levantar tu ciudad.
Tal fue la profecía de Héleno, de quienes los troyanos se despidieron a
los pocos días para seguir su viaje. Y, tras algunas jornadas de navegación,

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los peligros del mar
avistaron por fin las costas de Italia, lo que desató el júbilo en las naves.
Nada más desembarcar, Anquises vio cuatro caballos blancos como la nie­
ve que estaban paciendo en un extenso prado. Y entonces dijo:
—Esos caballos pueden anunciar la guerra pero también la paz, por­
que los caballos son armados para el combate, pero a veces se dejan uncir*
mansamente por el yugo y tiran juntos del carro.
Pero no era aquel el lugar que los troyanos buscaban. La región donde
debían fundar su ciudad se hallaba más al oeste, así que volvieron a la mar.
A los pocos días, divisaron el monte Etna, en la isla de Sicilia, y entonces
oyeron los temibles gemidos de la monstruosa Caribdis.
—¡Ese es uno de los monstruos contra los que nos advirtió Héleno! —di­
jo Anquises.
Tres veces al día, Caribdis absorbía una inmensa bocanada de agua de
mar con todo lo que flotaba en ella, y tres veces la devolvía expulsándola
con fuerza hacia el cielo. Los troyanos comprendieron que sus vidas peli­
graban, así que remaron con todas sus fuerzas para alejarse de la corriente
que creaban las fauces de Caribdis. Pero, de pronto, Eneas gritó:
—¡Fijaos, al otro lado del estrecho hay otra bestia!
Era Escila, una monstruosa criatura dotada de seis descomunales ca­
bezas de perro que devoraban todo lo que pasaba por su lado. Resultaba
tan terrible como Caribdis, así que los troyanos tenían que elegir entre dos
opciones igual de arriesgadas: acercarse a las olas bulliciosas que levan­
taba Caribdis o aproximarse a las voraces cabezas de Escila. Escapar con
vida de aquella prueba parecía imposible, pero Palinuro asió firmemente
el timón y supo mantener la equidistancia entre los dos monstruos. Y así,
gracias a su tenacidad y destreza, los troyanos lograron superar el peligro.20
El día declinaba y los hombres estaban a punto de desfallecer de can­
sancio cuando la flota alcanzó por fin la costa de Sicilia. Los troyanos de­
sembarcaron en un puerto tranquilo pero desde donde se oía tronar el Etna,
un volcán que unas veces arrojaba una nube de humo negra como la pez*
y otras vomitaba enormes peñascos. Como la noche era muy oscura, los
troyanos no podían saber de dónde procedía aquel rugido pavoroso, así
que se escondieron en lo más espeso del bosque y se pusieron a esperar con
ansiedad la llegada del amanecer.

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VOCABULARIO

abatirse: lanzarse desde el cielo un ave. arenga: breve discurso que pronuncia un
abnegado: sacrificado. militar para incitar a sus tropas al com­
acebuche: olivo silvestre. bate.
acogotar: matar de un golpe en el cogote. arengar: pronunciar una arenga.
acuciante: en el caso del hambre, ‘tan in­ arrecife: roca o conjunto de rocas situadas
tensa que no se puede soportar’. bajo el mar pero muy cerca de la super­
adormidera: planta cuyo fruto provoca el ficie, por lo que impiden la navegación.
sueño. arrobo: embelesamiento, deslumbramien­
aguamanos: servicio de lavado de manos to.
en que se ofrecía agua, generalmente con augurio: presagio, hecho que se interpre­
limón, en un cuenco a quienes disfruta­ ta como un aviso de algo que pasará en el
ban de un banquete. futuro.
airón: ramillete de plumas que decoraba el augurar: hacer una previsión sobre algo
casco de un guerrero. que sucederá en el futuro.
alcázar: fortaleza. auriga: persona que conducía el carro tira­
ambarina: de color amarillento como el do por caballos.
ámbar. ávido: ansioso, muy deseoso.
amedrentado: asustado. bifurcarse: dividirse en dos.
amilanar: asustarse. birreme: nave antigua, de poco calado, que
ara: altar en el que se ofrecían sacrificios a tenía dos órdenes de remos.
los dioses. (a) borbotones: en gran cantidad o con mu­
arce: árbol muy frondoso que crece en zo­ cha fuerza.
nas relativamente húmedas y montaño­ (de) bruces: boca abajo.
sas, y que es tenido por sagrado en algu­ bruñido: brillante.
nas culturas. calcinarse: quemarse completamente hasta
ardid: artificio o estratagema basada en la quedar reducido a cenizas.
astucia que se utiliza para conseguir un caliginoso: oscuro, invisible y cubierto por
fin. la niebla.
arduo: de gran dificultad. carcaj: caja cilíndrica de cuero o madera

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NOTAS

1 Tal y como se explicó en la Introduc­ la muralla de Troya antes de abando­


ción, la familia de Julio César, a la que narlo a merced de los perros y las aves
pertenecía el emperador Augusto, se de rapiña. En un combate posterior se
jactaba de ser descendiente de Eneas, produjo la muerte de Aquiles, que pe­
héroe mitológico que, a su vez, era hi­ reció tras ser herido por una flecha en
jo de Venus, la diosa del amor. Según el único punto vulnerable de su cuer­
la leyenda, Eneas había sido engendra­ po: el talón.
do en un encuentro amoroso que el tro­ 3 Minerva era la diosa de la inteligencia
yano Anquises había tenido con Venus
y la astucia. En general, las divinida­
siendo joven. La diosa exigió a Anqui­
des tienen una presencia constante en
ses que no le contara a nadie aquel en­
la Eneida, y Virgilio narra a menudo las
cuentro, pues Júpiter no toleraba que
asambleas que mantienen los dioses en
Venus tuviera amores con seres morta­
su hogar, situado en la cima del mon­
les. Pero, durante una borrachera, An­
quises reveló el secreto, y Júpiter se in­ te Olimpo. Para ganarse la benevolen­
dignó tanto que lo castigó lanzando cia divina, los hombres recurren a las
contra el troyano un rayo que lo dejó ofrendas (‘regalos’), las oraciones o ple­
cojo. garias y las libaciones (‘ceremonia que
2 El pasaje resume la leyenda de la gue­ consistía en derramar vino u otro licor
rra de Troya, a la que se aludió en las en honor de los dioses’).
pp. 14­16 de la Introducción. La con­ 4 Los hados habían dispuesto que los
tienda, hecho histórico distorsionado griegos solo podrían tomar Troya
por la leyenda, quedó inmortalizada cuando hubiesen robado el Paladio,
por Homero en la Ilíada, poema que mágica estatua divina que representa­
relata una serie de sucesos acaecidos ba a la diosa Minerva y que protegía
en el décimo y último año de la guerra. la ciudad. Ulises y Diomedes lograron
En la obra se explica cómo el griego robarla tras entrar en Troya de incóg­
Aquiles mató a Héctor, el heroico jefe nito, aunque existen versiones diversas
militar de los troyanos. Impulsado por sobre lo que hicieron para pasar des­
la cólera, Aquiles ató el cadáver de Héc­ apercibidos: disfrazarse de mendigos,
tor a su carro y lo arrastró alrededor de infiltrarse en la ciudad a través de una

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Actividades

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GUÍA DE LECTURA

El capítulo inicial de En busca de una patria relata «La caída de Tro-


1.1 ya». Y es que, tal y como se explicó en la Introducción, la leyenda so-
bre la fundación de Roma entronca con el mito griego de la guerra entre los
aqueos y los troyanos.
a) ¿De qué ardid se valen los griegos para tomar Troya? (p. 35) ¿Qué fun-
ción desempeña Sinón en esa estrategia? (p. 37) ¿Cómo interpretan los
troyanos la muerte de Laocoonte? (p. 38)

Uno de los héroes troyanos más destacados es Eneas, quien está predesti-
nado a una misión trascendental: garantizar la pervivencia de la religión y la
cultura de Troya.
b) ¿De qué insólito modo descubre Eneas cuál es su misión? (p. 40)

Tras advertir que Troya está en peligro, Eneas toma las armas para salvar
su ciudad, pero su esfuerzo resulta inútil, así que el héroe y su familia deben
abandonar su patria.
c) ¿Cómo muere el rey de los troyanos? (p. 43) ¿Por qué Eneas no mata a
Helena? (p. 43)
d) Tras resistirse en un primer momento, ¿por qué se decide el anciano
Anquises a acompañar a Eneas en su destierro? (p. 44)
e) ¿Qué le sucede a Creúsa cuando intenta salir de Troya? (pp. 44-46)

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En el capítulo «Los peligros del mar», Eneas y sus compañeros em-
1.2 prenden un viaje marítimo con rumbo al Mediterráneo occidental.
Buscan una tierra donde fundar una segunda Troya, y sus primeros destinos
son Tracia y Creta.
a) ¿Por qué deciden los troyanos abandonar Tracia? (pp. 47-48) ¿Qué
error les lleva a asentarse en Creta? (pp. 48-50)

En su viaje hacia el oeste, los troyanos atienden a múltiples profecías pro-


nunciadas por dioses, hombres y monstruos.
b) ¿Por qué decide Eneas viajar hacia Italia? (p. 50) ¿Qué le anuncia la
arpía Celeno? (p. 52) Según el augur Héleno, ¿cómo sabrá Eneas que
ha llegado al lugar donde debe levantar su nueva patria? (p. 53)

Buena parte de las aventuras que viven los troyanos en su viaje hacia Ita-
lia tiene su fuente de inspiración en la Odisea.
c) ¿Qué dos episodios del poema de Homero evoca Virgilio cuando los
troyanos pasan por las costas de Sicilia? (pp. 54-57)
d) ¿Con qué trágico acontecimiento concluye el capítulo «Los peligros
del mar»? (p. 58)

En «Bienvenida a Cartago», los avatares que viven los troyanos vie-


1.3 nen muy determinados por la actividad de los dioses: Juno, Neptuno,
Tritón, Júpiter, Mercurio, Venus…
a) ¿Qué remoto episodio explica el odio que Juno siente por los troya-
nos? (p. 59) ¿A quién recurre dicha diosa para destrozar la flota de
Eneas? (p. 59)
b) Tras convertirse en náufragos, ¿qué ayuda reciben los troyanos de los
dioses Neptuno y Mercurio? (pp. 61-62)

La diosa que más se afana en ayudar a Eneas es Venus, que no en vano es


la madre del héroe.
c) ¿Con qué disfraz se presenta Venus ante su hijo y qué le aconseja a
Eneas? (pp. 62-64) ¿De qué artificio mágico echa mano la diosa para

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