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HIROMI KAWAKAMI
ALGO QUE BRILLA COMO EL MAR
traducción del japonés
de marina bornas montaña
acantilado
barcelona 2010
título original Hikatte mieru monno, are wa
Publicado por
acantilado
Quaderns Crema, S. A. U.
Muntaner, 462 - 08006 Barcelona
Tel. 934 144 906 - Fax 934 147 107
[email protected]
www.acantilado.es
© 2003 by Hiromi Kawakami. All rights reserved.
© de la traducción, 2010 by Marina Bornas Montaña
© de esta edición, 2010 by Quaderns Crema, S. A. U.
Derechos exclusivos de edición en lengua castellana:
Quaderns Crema, S. A. U.
En la cubierta, fragmento de La tempestad,
de Giorgione
isbn: 978-84-92649-62-4
depósito legal: b. 31 955-2010
aiguadevidre Gráfica
quaderns crema Composición
romanyà-valls Impresión y encuadernación
primera edición noviembre de 2010
Bajo las sanciones establecidas por las leyes,
quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización
por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o
electrónico, actual o futuro—incluyendo las fotocopias y la difusión
a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta
edición mediante alquiler o préstamo públicos.
TODO ESTÁ BIEN EN LA TIERRA
—¿Cómo te ha ido el día?—me pregunta mi madre todos los días.
—Bien, normal—le respondo yo.
«Bien» y «normal», siempre las dos mismas palabras. Las ocasiones en las
que le doy una respuesta diferente se pueden contar con los dedos de una
mano. Cuando tengo que responderle otra cosa, como «fatal» o «muy bien»,
intento no tenerla delante.
Es muy fácil no tener a mi madre delante, porque siempre está ocupada.
Mi madre es escritora freelance. Escribe artículos sobre temas variados:
sobre las pastelerías de los alrededores de Tokio, sobre tácticas para librarse de
las tareas domésticas, sobre cosmética para adolescentes inexpertas o acerca
de la mejor forma de cuidar un perro en un piso. Por exigencias de su trabajo,
ha llegado a comer doce pastelitos de golpe y a untarse la cara con cinco
productos distintos para blanquear la piel, además de ir echando pestes de un
paño de cocina que sirve para fregar los platos sin detergente: «¡Con lo que a
mí me gusta la espuma artificial!», dice.
Cada vez que le respondo «Bien, normal», me lanza una mirada escéptica.
«Ya—dice—. Bueno, pues me parece estupendo». Pero yo sé que es mentira. A
mi madre no le gusta esa respuesta. Le encantaría decirme que la vida es mu-
cho más que «normal». Desde mi primer día en la escuela primaria, cuando me
preguntó por primera vez «¿Cómo te ha ido el día?», hasta hoy, que ya soy un
estudiante de bachillerato, no ha dejado de pensarlo ni por un momento.
algo que brilla como el mar
Recuerdo perfectamente la primera vez que mi madre me preguntó:
—¿Cómo te ha ido el día?
—Bien, normal—le respondí con un hilo de voz. Llevaba el gorrito amarillo del
uniforme de primaria calado hasta los ojos. Mi cartera, que era demasiado
grande, llevaba un plástico protector del mismo color, a juego con el gorro.
Asentí, iluminado por el resplandeciente tono amarillo.
—¿Normal?—repitió ella.
—Sí—le respondí de nuevo.
—Los días no son normales, seguro que te ha pasado algo especial—insistió.
Entonces, me puse a pensar.
La niña que se había sentado a mi lado se parecía mucho a la tortuga que
teníamos en casa.
El maestro se había equivocado al leer mi apellido. Yo me llamo Edo, pero él
lo pronunció «Hedor». Mis compañeros de clase y yo nos quedamos
estupefactos. Todos menos uno, que soltó una carcajada. Era Hanada. Ya
tendré ocasión de hablar de Hanada más adelante, así que ahora no lo haré.
El agua del grifo salía tibia y tenía un sabor metálico.
A la hora del recreo, me había quedado de pie bajo el cerezo, mirando hacia
arriba, y un niño de mi clase me había insultado: «¡Idiota!».
Hanada, que también estaba contemplando el cerezo, se había vuelto hacia
el niño y le había espetado: «¡Mocoso!». Su capacidad de reacción me dejó
admirado, de modo que eché un vistazo a la chapa que llevaba con el nombre
escrito. Los caracteres que formaban su nombre, Hanada, estaban muy
separados y no encajaban con el aspecto corpulento del niño.
—Ha sido normal—repetí.
todo está bien en la tierra
—Ya—suspiró mi madre.
Por mucho que pensara, mi segundo día de clase en la escuela primaria
estaba dentro de los límites de lo que yo consideraba «normal».
—Si te pasa algo malo, díselo enseguida a mamá—me advirtió ella con
expresión preocupada.
Asentí levemente.
—Y cuando te pase algo bueno, Midori, también quiero que se lo digas a
mamá para que pueda compartir tu alegría—prosiguió mi madre.
Asentí de nuevo. Estaba impaciente por empezar a comer, pero intuía que mi
madre estaba preocupada por algo, así que permanecí inmóvil. Sin embargo, la
impaciencia me corroía por dentro.
Por cierto, en aquella época mi madre se refería a sí misma como «mamá».
Ahora, en cambio, cuando habla de sí misma dice «yo».
—Eres un chico muy arisco, Midori. Si yo fuera joven, nunca me enamoraría
de alguien como tú—suele decirme con toda la tranquilidad del mundo.
No me molesta que mi madre se refiera a sí misma como «yo» y no parezca
mi madre. Sólo me hace sentir vagamente incómodo que se esfuerce tanto en
no parecer una madre.
Por otro lado, tengo el presentimiento de que hay algo de mí que también
incomoda a mi madre. Seguro que le molesta que todo lo que me pasa me
parezca simplemente normal.
Para mí, todo entra en la categoría de «normal», incluso aquella pelea que
tuve con Hanada, de la que salí con un dedo inflamado porque quise darle un
puñetazo en el estómago que él esquivó ágilmente y mi puño se estrelló contra
algo que brilla como el mar
un poste de electricidad; o la primera vez que conseguí hacer el amor con
Mizue Hirayama después de tres intentos frustrados. De todos modos, a mi
madre no le cuento todo lo que me pasa, por supuesto.
—Aunque el mismísimo Godzilla apareciera en la colina que hay detrás de tu
colegio, a ti te parecería lo más normal del mundo—me reprocha ella, con un
suspiro.
—Detrás de mi colegio no hay ninguna colina.
—No tienes sentimientos.
—No es una cuestión de sentimientos.
—Los chicos de tu edad no sois capaces de comprender la belleza y la
tristeza que encierra la figura de Godzilla.
—No es verdad. A mí Godzilla me gusta bastante.
—Tiene una cola digna de admiración.
—Sí, esa cola de reptil le da un aire especial.
Mi madre y yo nos desviamos del tema, como si nada, y acabamos perdiendo
el hilo de la conversación.
«Como si nada» es una expresión que suele utilizar Mizue Hirayama.
—Tú y tu madre lo hacéis todo como si nada—me dijo un día Mizue, con un
deje de emoción en la voz.
—¿Como si nada?
—Sí. ¿No te parece misterioso?
Misterioso. Siempre he pensado que Mizue tiende a creer que posee la razón
universal. El caso es que mi madre y yo, para bien o para mal, no tenemos una
relación tan intrigante como ella piensa.
—Yo nunca me he sentido incómodo frente a mis padres—repuso Hanada,
que estaba sentado con la espalda apoyada en la valla de la azotea. A la hora
de comer, Mizue, Hanada y yo tomábamos el sol en la azotea del pabellón de
clases especiales del colegio. A diferencia de los demás pabellones, allí casi
nunca había nadie. todo está bien en la tierra
—Los padres son criaturas de otra especie, ¿verdad? —prosiguió Hanada,
animadamente.
Quizá tuviera razón. Puede que los padres y las madres sean criaturas de
otra especie, como la mía:
Mi madre siempre se perfuma después de desayunar. «Este perfume huele a
flores blancas—dice—. Ni amarillas ni violetas, sino blancas».
A mi madre le quedan muy bien las gafas de sol.
A mi madre le gusta más el filete de ternera rebozado que el filete de cerdo.
A mi madre le gusta el sumo, y se lamenta porque últimamente ya no hay
luchadores con enormes barrigas.
A mi madre no se le da bien coser. Se le resisten especialmente los botones.
En cambio, es una artista de los dobladillos. Cuando empezaba a coser los
trapos que tenía que llevarme al colegio, no podía parar. Una vez, cosió veinti-
cinco trapos de golpe y tuvimos una discusión porque pretendía que me los
llevara todos al colegio al día siguiente.
Mi madre no ha estado nunca casada. De hecho, me tuvo a mí sin haberse
casado.
—Pues a mí la madre de Midori no me parece una criatura de otra especie—
dijo Mizue Hirayama.
—Yo creo que es la excepción, aunque es una persona que parece nadar a
contracorriente de la sociedad—le respondió Hanada a Mizue, encogiéndose de
hombros. Hanada sigue teniendo la misma constitución corpulenta que cuando
éramos niños.
—A mí me cae bien. Quizá por eso Midori esté tan enmadrado—añadió Mizue,
con un profundo suspiro.
Era un día soleado. Al mediodía, Mizue y yo solíamos subir a la azotea. No
había gente, pero sí muchos cuervos y palomas. Hanada llegaba más tarde.
algo que brilla como el mar
Mizue Hirayama extendió la bolsa vacía del bollo con sabor a melón y la dobló.
—La verdad es que me apetecía más un bollo de curry, pero he tenido que
aguantarme y comer el de melón.
—¿Por qué no has comido el bollo de curry?
—Es que estoy a dieta.
—¿Tanta diferencia de calorías hay?
—Muchísima.
—¿Por qué las chicas os emperráis en hacer dieta?
—Porque nos gusta comprobar que somos capaces de hacerla.
Mizue Hirayama y yo hablábamos apoyados en la valla. Yo hablaba despacio,
mientras que ella articulaba las palabras velozmente. Los cuervos volaban por
encima de nuestras cabezas.
—Veo que te gustan los cuervos.
—Pero odio las palomas—dijo ella.
Mizue tenía muy claro lo que le gustaba y lo que no. A mí, en cambio, no me
gustaba ni me disgustaba prácticamente nada, del mismo modo que casi todo
lo que me ocurría entraba en la categoría de lo «normal».
—¿Es verdad que estás muy enmadrado?—me preguntó Hanada.
—A mí no me lo parece—le respondí cautelosamente. No me gustaba la
palabra «enmadrado». No por el significado, sino por la sonoridad de la palabra
en sí. Cuando Mizue utilizó esa palabra me sorprendí, aunque no refle jé mi
asombro.
Aún no sabia cómo reaccionar cuando una chica utilizaba una palabra que no
me gustaba. ¿Debía expresarle mi disconformidad con mucho tacto, o quizá
debía darle a conocer mi punto de vista y pedirle que dejara de utilizar esa
palabra? ¿Sería más adecuado cambiar de tema? Estatodo está bien en la
tierra
ba convencido de que, fuera cual fuera mi reacción, no podría evitar que
Mizue se enfadara conmigo. Los enfados de Mizue me daban miedo, porque no
tenía ni idea de cómo apaciguar su cólera.
—Yo no entiendo a las mujeres. Ni a las jóvenes, ni a las maduras, ni a las
viejas—dijo Hanada, y Mizue rió.
Hanada tenía un poder de atracción innato. Su corpulento físico, su profunda
voz y sus grandes ojos redondos estaban llenos de atractivo. Si yo hubiera
dicho algo parecido, estoy convencido de que Mizue se habría enfadado
conmigo. Pero como fue Hanada quien lo dijo, ella se echó a reír a carcajadas.
Unas cuantas palomas revoloteaban a nuestro alrededor, picoteando las
migajas de pan.
—Hace buen día—dijo Mizue, dando puntapiés a las palomas
despreocupadamente.
—Un día precioso—corroboró Hanada.
Yo guardé silencio.
Cuando sonó el timbre que indicaba el comienzo de la quinta hora de clases,
los alumnos del patio empezaron a entrar en los pabellones de las aulas
normales. Imitando a Mizue, intenté ahuyentar a las palomas con la punta del
zapato, pero ellas eran más rápidas y no conseguí alcanzar ninguna. Mizue y
Hanada se echaron a reír. Malhumorado, pateé el suelo con el pie, y los pájaros
levantaron el vuelo todos a la vez.
Las piernas de Mizue resplandecían exuberantes bajo la luz del sol. «Quiero
hacer el amor con Mizue—pensé intensamente—. Quiero hacerlo, quiero
hacerlo, quiero hacerlo con desesperación», pensé. Aquella idea había surgido
con la misma fuerza con que el agua brota de una fuente.
Pero no podía hacerlo.
—¿Por qué no vamos a algún sitio esta tarde?—propuso algo que brilla
como el mar
Mizue Hirayama. Mi corazón empezó a latir más deprisa, porque sabía que mi
madre y mi abuela no estaban en casa.
—Vale—le respondí, con fingido desinterés.
Mizue rió bajo la luz del sol que inundaba la azotea.
—¿Te apuntas, Hanada?—le pregunté con un susurro.
—Pues no lo sé—repuso Hanada, desperezándose. Estaba medio adormilado
en el suelo de la azotea, y el sol bañaba su cuerpo robusto.
—Vamos todos juntos—dijo Mizue.
—Qué rollo—respondió Hanada, y Mizue se acercó a él. «Si se acerca tanto,
Hanada le verá las bragas por debajo de la falda», pensé yo. Pero no dije nada.
—Vente con nosotros, Hanada—insistió Mizue.
Todo está bien en la Tierra.
De repente, me vinieron a la memoria unas palabras que mi madre solía
decir en ciertos momentos:
El año está en primavera
y el día está en el alba,
del alba son las siete.
La colina está perlada de rocío,
la alondra va en vuelo,
el caracol está en el rosal.
Dios está en su cielo.
Todo está bien en la Tierra.
En aquel momento, sin saber por qué, me acordé de aquella poesía que mi
madre recitaba, a veces en un murmullo y otras veces en voz alta. «Hoy
tampoco podremos hacer el amor desesperadamente», me lamenté para mí
mismo. Seguro que no podríamos hacerlo nunca más. Todo estaba bien en la
Tierra, y Mizue Hirayama exhibía su encantadora sonrisa.
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