Capítulo V... Bis

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 8

Capítulo V

Duermes cansado, insatisfecho ya en el sueño sentiste esa vaga melancolía, esa


opresión en el diafragma, esa tristeza que no se deja apresar por tu imaginación.
Dueño de la recámara de Aura, duermes en la soledad, lejos del cuerpo que
creerás haber poseído.

Al despertar, buscas otra presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la


que te inquieta, sino la doble presencia de algo que fue engendrado la noche
pasada. Te llevas las manos a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en
desarreglo: esa tristeza vencida te insinúa en voz baja en el recuerdo inasible de
la premonición, que buscas tu otra mitad,

que la concepción estéril de la noche pasada engendró tu propio doble.

Y ya no piensas, porque existen cosas más fuertes que la imaginación: la


costumbre que te obliga a levantarte, buscar un baño anexo a esa recámara, no
encontrarlo, salir restregándote los párpados, subir al segundo piso saboreando la
acidez pastosa de la lengua, entrar a tu recámara acariciándote las mejillas de
cerdas revueltas, dejar correr las llaves de la tina e introducirte en el agua tibia,
dejarte ir, no pensar más.

Y cuando te estés secando, recordarás a la vieja y a la joven que te sonrieron,


abrazadas, antes de salir juntas, abrazadas: te repites que siempre, cuando están
juntas, hacen exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen, comen, hablan, entran,
salen, al mismo tiempo, como si una imitara a la otra, como si de la voluntad de
una dependiese la existencia de la otra. Te cortas ligeramente la mejilla,
pensando estas cosas mientras te afeitas; haces un esfuerzo para dominarte.
Terminas tu aseo contando los objetos del botiquín, los frascos y tubos que trajo
de la casa de huéspedes el criado al que nunca has visto: murmuras los nombres
de esos objetos, los tocas, lees las indicaciones de uso y contenido, pronuncias la
marca de fábrica, prendido a esos objetos para olvidar lo otro, lo otro sin nombre,
sin marca, sin consistencia racional. ¿Qué espera de ti Aura? acabas por
preguntarte, cerrando de un golpe el botiquín. ¿Qué quiere?

Te contesta el ritmo sordo de esa campana que se pasea a lo largo del corredor,
advirtiéndote que el desayuno está listo. Caminas, con el pecho desnudo, a la
puerta: al abrirla, encuentras a Aura: será Aura, porque viste la tafeta verde de
siempre, aunque un velo verdoso oculte sus facciones. Tomas con la mano la
muñeca de la mujer, esa muñeca delgada, que tiembla, y que dice, con la voz más
baja que has escuchado:

El desayuno está listo...


—Aura. Basta ya de engaños.
—¿Engaños?
—Dime si la señora Consuelo te impide salir, hacer tu vida; ¿por qué ha de estar
presente cuando tú y yo...?; dime que te irás conmigo en cuanto...
—¿Irnos? ¿A dónde?
—Afuera, al mundo. A vivir juntos. No puedes sentirte encadenada para siempre
a tu tía... ¿Por qué esa devoción? ¿Tanto la quieres?
—Quererla...
—Sí; ¿por qué te has de sacrificar así?
—¿Quererla? Ella me quiere a mí. Ella se sacrifica por mí.
—Pero es una mujer vieja, casi un cadáver; tú no puedes...
—Ella tiene más vida que yo. Sí, es vieja, es repulsiva... Felipe, no quiero
volver... no quiero ser como ella ... otra...
—Trata de enterrarte en vida. Tienes que renacer, Aura...
—Hay que morir antes de renacer... No. No entiendes. Olvida, Felipe; ténme
confianza.
—Si me explicaras...
—Ténme confianza. Ella va a salir hoy todo el día...
—¿Ella?
—Sí, la otra.
—¿Va a salir? Pero si nunca...
—Sí, a veces sale. Hace un gran esfuerzo y sale. Hoy va a salir. Todo el día... Tú
y yo podemos...
—¿Irnos?
—Si quieres...
—No, quizás todavía no. Estoy contratado para un trabajo... Cuando termine el
trabajo, entonces, sí...
—Ah, sí. Ella va a salir todo el día. Podemos hacer algo...
—¿Qué?
—Te espero esta noche en la recámara de mi tía. Te espero como siempre.

Te dará la espalda, se irá tocando esa campana, como los leprosos que con ella
pregonan su cercanía, advierten a los incautos: "Aléjate, aléjate". Tú te pones la
camisa y el saco, sigues el ruido espaciado de la campana que se dirige, enfrente
de ti, hacia el comedor; dejas de escucharlo al entrar a la sala: viene hacia ti,
jorobada, sostenida por un báculo nudoso, la viuda de Llorente, que sale del
comedor, pequeña, arrugada, vestida con ese traje blanco, ese velo de gasa
teñida, rasgada, pasa a tu lado sin mirarte, sonándose con un pañuelo, sonándose
y escupiendo continuamente, murmurando:

—Hoy no estaré en la casa, señor Montero. Confío en su trabajo. Adelante usted.


Las memorias de mi esposo deben ser publicadas.

Se alejará, pisando los tapetes con sus pequeños pies de muñeca antigua, apoyada
en ese bastón, escupiendo, estornudando como si quisiera expulsar algo de sus
vías respiratorias, de sus pulmones congestionados. Tú tienes la voluntad de no
seguirla con la mirada; dominas la curiosidad que sientes ante ese traje de novia
amarillento, extraído del fondo del viejo baúl que está en la recámara...
Apenas pruebas el café negro y frío que te espera en el comedor. Permaneces una
hora sentado en la vieja y alta silla ojival, fumando, esperando los ruidos que
nunca llegan, hasta tener la seguridad de que la anciana ha salido de la casa y no
podrá sorprenderte. Porque en el puño, apretada, tienes desde hace una hora la
llave del arcón y ahora te diriges, sin hacer ruido, a la sala, al vestíbulo donde
esperas quince minutos más —tu reloj te lo dirá— con el oído pegado a la puerta
de doña Consuelo, la puerta que en seguida empujas levemente, hasta distinguir,
detrás de la red de araña de esas luces devotas, la cama vacía, revuelta, sobre la
que la coneja roe sus zanahorias crudas: la cama siempre rociada de migajas que
ahora tocas, como si creyeras que la pequeñísima anciana pudiese estar escondida
entre los pliegues de las sábanas.

Caminas hasta el baúl colocado en el rincón; pisas la cola de una de esas ratas
que chilla, se escapa de la opresión de tu suela, corre a dar aviso a las demás ratas
cuando tu mano acerca la llave de cobre a la chapa pesada, enmohecida, que
rechina cuando introduces la llave, apartas el candado, levantas la tapa y
escuchas el ruido de los goznes enmohecidos. Sustraes el tercer folio —cinta roja
— de las memorias y al levantarlo encuentras esas fotografías viejas, duras,
comidas de los bordes, que también tomas, sin verlas, apretando todo el tesoro
contra tu pecho, huyendo sigilosamente, sin cerrar siquiera el baúl, olvidando el
hambre de las ratas, para traspasar el umbral, cerrar la puerta, recargarte contra
la pared del vestíbulo, respirar normalmente, subir a tu cuarto.

Allí leerás los nuevos papeles, la continuación, las fechas de un siglo en agonía.
El general Llorente habla con su lenguaje más florido de la personalidad
de Eugenia de Montijo, vierte todo su respeto hacia la figura de Napoleón el
Pequeño, exhuma su retórica más marcial para anunciar la Guerra Franco-
Prusiana, llena páginas de dolor ante la derrota, arenga a los hombres de honor
contra el monstruo republicano, ve en el general Boulanger un rayo de esperanza,
suspira por México, siente que en el caso Dreyfus el honor —siempre el honor—
del ejército ha vuelto a imponerse... Las hojas amarillas se quiebran bajo tu tacto;
ya no las respetas, ya sólo buscas la nueva aparición de la mujer de ojos verdes:
"Sé por qué lloras a veces, Consuelo. No te he podido dar hijos, a ti, que irradias
la vida..." Y después: "Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ¿No
te basta mi cariño? Yo sé que me amas; lo siento. No te pido conformidad,
porque ello sería ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor que
dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de
recurrir a la imaginación enfermiza..." Y en otra página: "Le advertí a Consuelo
que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas
en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo,
pero sí en el alma..." Más tarde: "La encontré delirante, abrazada a la almohada.
Gritaba: 'Sí, sí, sí, he podido: la he encarnado; puedo convocarla, puedo darle
vida con mi vida'. Tuve que llamar al médico. Me dijo que no podría calmarla,
precisamente porque ella estaba bajo el efecto de narcóticos, no de excitantes..."
Y al fin: "Hoy la descubrí, en la madrugada, caminando sola y descalza a lo largo
de los pasillos. Quise detenerla. Pasó sin mirarme, pero sus palabras iban
dirigidas a mí. 'No me detengas —dijo—; voy hacia mi juventud, mi juventud
viene hacia mí. Entra ya, está en el jardín, ya llega'... Consuelo, pobre Consuelo...
Consuelo, también el demonio fue un ángel, antes..."

No habrá más. Allí terminan las memorias del general Llorente: "Consuelo, le
démon aussi était un ange, avant..."

Y detrás de la última hoja, los retratos. El retrato de ese caballero anciano,


vestido de militar: la vieja fotografía con las letras en una esquina: Moulin,
Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha 1894. Y la fotografía de Aura:
de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en bucles, reclinada sobre
esa columna dórica, con el paisaje pintado al fondo: el paisaje de Lorelei en el Rin,
el traje abotonado hasta el cuello, el pañuelo en una mano, el polisón: Aura y la
fecha 1876, escrita con tinta blanca y detrás, sobre el cartón doblado del
daguerrotipo, esa letra de araña: Fait pour notre dixième anniversaire de
mariage y la firma, con la misma letra, Consuelo Llorente. Verás, en la tercera
foto, a Aura en compañía del viejo, ahora vestido de paisano, sentados ambos en
una banca, en un jardín. La foto se ha borrado un poco: Aura no se verá tan joven
como en la primera fotografía, pero es ella, es él, es... eres tú.
Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas hacia el tragaluz: tapas con una
mano la barba blanca del general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y
siempre te encuentras, borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú tú.
La cabeza te da vueltas, inundada por el ritmo de ese vals lejano que suple la
vista, el tacto, el olor de plantas, húmedas y perfumadas: caes agotado sobre la
cama, te tocas los pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano
invisible te hubiese arrancado la máscara que has llevado durante veintisiete
años: esas facciones de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han
cubierto tu verdadera faz, tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías
olvidado. Escondes la cara en la almohada, tratando de impedir que el aire te
arranque las facciones que son tuyas, que quieres para ti. Permaneces con la cara
hundida en la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando
lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. No volverás a mirar tu reloj, ese
objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana,
esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para
engañar al verdadero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante,
mortal, que ningún reloj puede medir. Una vida, un siglo, cincuenta años: ya no
te será posible imaginar esas medidas mentirosas, ya no te será posible tomar
entre las manos ese polvo sin cuerpo.

Cuando te separes de la almohada, encontrarás una oscuridad mayor alrededor de


ti. Habrá caído la noche.
Habrá caído la noche. Correrán, detrás de los vidrios altos, las nubes negras,
veloces, que rasgan la luz opaca que se empeña en evaporarlas y asomar su
redondez pálida y sonriente. Se asomará la luna, antes de que el vapor oscuro
vuelva a empañarla.

Tú ya no esperarás. Ya no consultarás tu reloj. Descenderás rápidamente los


peldaños que te alejan de esa celda donde habrán quedado regados los viejos
papeles, los daguerrotipos desteñidos; descenderás al pasillo, te detendrás frente a
la puerta de la señora Consuelo, escucharás tu propia voz, sorda, transformada
después de tantas horas de silencio:
—Aura...
Repetirás: —Aura...

Entrarás a la recámara. Las luces de las veladoras se habrán extinguido.


Recordarás que la vieja ha estado ausente todo el día y que la cera se habrá
consumido, sin la atención de esa mujer devota. Avanzarás en la oscuridad, hacia
la cama. Repetirás:
—Aura...
Y escucharás el leve crujido de la tafeta sobre los edredones, la segunda
respiración que acompaña la tuya: alargarás la mano para tocar la bata verde de
Aura; escucharás la voz de Aura:
—No... no me toques... Acuéstate a mi lado...

Tocarás el filo de la cama, levantarás las piernas y permanecerás inmóvil,


recostado. No podrás evitar un temblor:
—Ella puede regresar en cualquier momento...
—Ella ya no regresará.
—¿Nunca?
—Estoy agotada. Ella ya se agotó. Nunca he podido mantenerla a mi lado más de
tres días.
—Aura...

Querrás acercar tu mano a los senos de Aura. Ella te dará la espalda: lo sabrás por
la nueva distancia de su voz.
—No... No me toques...
—Aura... te amo.
—Sí, me amas. Me amarás siempre, dijiste ayer...
—Te amaré siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo...
—Bésame el rostro; sólo el rostro.
Acercarás tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciarás otra vez el
pelo largo de Aura: tomarás violentamente a la mujer endeble por los hombros,
sin escuchar su queja aguda; le arrancarás la bata de tafeta, la abrazarás, la
sentirás desnuda, pequeña y perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de su
resistencia gemida, de su llanto impotente, besarás la piel del rostro sin pensar,
sin distinguir: tocarás esos senos flácidos cuando la luz penetre suavemente y te
sorprenda, te obligue a apartar la cara, buscar la rendija del muro por donde
comienza a entrar la luz de la luna, ese resquicio abierto por los ratones, ese ojo
de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el pelo blanco de Aura,
sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado
como una ciruela cocida: apartarás tus labios de los labios sin carne que has
estado besando, de las encías sin dientes que se abren ante ti: verás bajo la luz de
la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la señora Consuelo, flojo, rasgado,
pequeño y antiguo, temblando ligeramente porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has
regresado también...

Hundirás tu cabeza, tus ojos abiertos, en el pelo plateado de Consuelo, la mujer


que volverá a abrazarte cuando la luna pase, sea tapada por las nubes, los oculte a
ambos, se lleve en el aire, por algún tiempo, la memoria de la juventud, la
memoria encarnada.
—Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la haré
regresar...

20 noviembre

1. Desarrolle una línea de tiempo con los eventos más representativos de la


obra.
2. ¿Cuáles son los símbolos más representados en la obra?

Capítulo V

duermes cansado, insatisfecho ya en el sueño sentiste esa vaga melancolía, esa


opresión en el diafragma esa tristeza que no se deja apresar por tu imaginación.
Dueño de la recámara de Aura duermes en la soledad, lejos del cuerpo que
creerás haber poseído

al despertar, buscas otra presencia en el cuarto y sabes que no es la de Aura la


que te inquieta, sino la doble presencia de algo que fue engendrado la noche
pasada. Te llevas las manos a las sienes, tratando de calmar tus sentidos en
desarreglo: esa tristeza vencida te insinúa en voz baja en el recuerdo inasible de
la premonición, que buscas tu otra mitad,

que la concepción estéril de la noche pasada engendró tu propio doble

Y ya no piensas, porque existen cosas más fuertes que la imaginación la


costumbre que te obliga a levantarte, buscar un baño anexo a esa recámara, no
encontrarlo, salir restregándote los párpados, subir al segundo piso saboreando la
acidez pastosa de la lengua, entrar a tu recámara acariciándote las mejillas de
cerdas revueltas, dejar correr las llaves de la tina e introducirte en el agua tibia,
dejarte ir, no pensar más.

Y cuando te estés secando, recordarás a la vieja y a la joven que te sonrieron,


abrazadas, antes de salir juntas, abrazadas: te repites que siempre, cuando están
juntas, hacen exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen comen hablan entran
salen al mismo tiempo como si una imitara a la otra, como si de la voluntad de
una dependiese la existencia de la otra Te cortas ligeramente la mejilla,
pensando estas cosas mientras te afeitas; haces un esfuerzo para dominarte.
Terminas tu aseo contando los objetos del botiquín, los frascos y tubos que trajo
de la casa de huéspedes el criado al que nunca has visto: murmuras los nombres
de esos objetos los tocas lees las indicaciones de uso y contenido pronuncias la
marca de fábrica, prendido a esos objetos para olvidar lo otro, lo otro sin nombre,
sin marca, sin consistencia racional. ¿Qué espera de ti Aura? acabas por
preguntarte, cerrando de un golpe el botiquín. Qué quiere

Te contesta el ritmo sordo de esa campana que se pasea a lo largo del corredor
advirtiéndote que el desayuno está listo. Caminas, con el pecho desnudo, a la
puerta al abrirla encuentras a Aura: será Aura, porque viste la tafeta verde de
siempre, aunque un velo verdoso oculte sus facciones Tomas con la mano la
muñeca de la mujer, esa muñeca delgada, que tiembla, y que dice, con la voz más
baja que has escuchado:

También podría gustarte