Capítulo V... Bis
Capítulo V... Bis
Capítulo V... Bis
Te contesta el ritmo sordo de esa campana que se pasea a lo largo del corredor,
advirtiéndote que el desayuno está listo. Caminas, con el pecho desnudo, a la
puerta: al abrirla, encuentras a Aura: será Aura, porque viste la tafeta verde de
siempre, aunque un velo verdoso oculte sus facciones. Tomas con la mano la
muñeca de la mujer, esa muñeca delgada, que tiembla, y que dice, con la voz más
baja que has escuchado:
Te dará la espalda, se irá tocando esa campana, como los leprosos que con ella
pregonan su cercanía, advierten a los incautos: "Aléjate, aléjate". Tú te pones la
camisa y el saco, sigues el ruido espaciado de la campana que se dirige, enfrente
de ti, hacia el comedor; dejas de escucharlo al entrar a la sala: viene hacia ti,
jorobada, sostenida por un báculo nudoso, la viuda de Llorente, que sale del
comedor, pequeña, arrugada, vestida con ese traje blanco, ese velo de gasa
teñida, rasgada, pasa a tu lado sin mirarte, sonándose con un pañuelo, sonándose
y escupiendo continuamente, murmurando:
Se alejará, pisando los tapetes con sus pequeños pies de muñeca antigua, apoyada
en ese bastón, escupiendo, estornudando como si quisiera expulsar algo de sus
vías respiratorias, de sus pulmones congestionados. Tú tienes la voluntad de no
seguirla con la mirada; dominas la curiosidad que sientes ante ese traje de novia
amarillento, extraído del fondo del viejo baúl que está en la recámara...
Apenas pruebas el café negro y frío que te espera en el comedor. Permaneces una
hora sentado en la vieja y alta silla ojival, fumando, esperando los ruidos que
nunca llegan, hasta tener la seguridad de que la anciana ha salido de la casa y no
podrá sorprenderte. Porque en el puño, apretada, tienes desde hace una hora la
llave del arcón y ahora te diriges, sin hacer ruido, a la sala, al vestíbulo donde
esperas quince minutos más —tu reloj te lo dirá— con el oído pegado a la puerta
de doña Consuelo, la puerta que en seguida empujas levemente, hasta distinguir,
detrás de la red de araña de esas luces devotas, la cama vacía, revuelta, sobre la
que la coneja roe sus zanahorias crudas: la cama siempre rociada de migajas que
ahora tocas, como si creyeras que la pequeñísima anciana pudiese estar escondida
entre los pliegues de las sábanas.
Caminas hasta el baúl colocado en el rincón; pisas la cola de una de esas ratas
que chilla, se escapa de la opresión de tu suela, corre a dar aviso a las demás ratas
cuando tu mano acerca la llave de cobre a la chapa pesada, enmohecida, que
rechina cuando introduces la llave, apartas el candado, levantas la tapa y
escuchas el ruido de los goznes enmohecidos. Sustraes el tercer folio —cinta roja
— de las memorias y al levantarlo encuentras esas fotografías viejas, duras,
comidas de los bordes, que también tomas, sin verlas, apretando todo el tesoro
contra tu pecho, huyendo sigilosamente, sin cerrar siquiera el baúl, olvidando el
hambre de las ratas, para traspasar el umbral, cerrar la puerta, recargarte contra
la pared del vestíbulo, respirar normalmente, subir a tu cuarto.
Allí leerás los nuevos papeles, la continuación, las fechas de un siglo en agonía.
El general Llorente habla con su lenguaje más florido de la personalidad
de Eugenia de Montijo, vierte todo su respeto hacia la figura de Napoleón el
Pequeño, exhuma su retórica más marcial para anunciar la Guerra Franco-
Prusiana, llena páginas de dolor ante la derrota, arenga a los hombres de honor
contra el monstruo republicano, ve en el general Boulanger un rayo de esperanza,
suspira por México, siente que en el caso Dreyfus el honor —siempre el honor—
del ejército ha vuelto a imponerse... Las hojas amarillas se quiebran bajo tu tacto;
ya no las respetas, ya sólo buscas la nueva aparición de la mujer de ojos verdes:
"Sé por qué lloras a veces, Consuelo. No te he podido dar hijos, a ti, que irradias
la vida..." Y después: "Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ¿No
te basta mi cariño? Yo sé que me amas; lo siento. No te pido conformidad,
porque ello sería ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor que
dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de
recurrir a la imaginación enfermiza..." Y en otra página: "Le advertí a Consuelo
que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas
en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo,
pero sí en el alma..." Más tarde: "La encontré delirante, abrazada a la almohada.
Gritaba: 'Sí, sí, sí, he podido: la he encarnado; puedo convocarla, puedo darle
vida con mi vida'. Tuve que llamar al médico. Me dijo que no podría calmarla,
precisamente porque ella estaba bajo el efecto de narcóticos, no de excitantes..."
Y al fin: "Hoy la descubrí, en la madrugada, caminando sola y descalza a lo largo
de los pasillos. Quise detenerla. Pasó sin mirarme, pero sus palabras iban
dirigidas a mí. 'No me detengas —dijo—; voy hacia mi juventud, mi juventud
viene hacia mí. Entra ya, está en el jardín, ya llega'... Consuelo, pobre Consuelo...
Consuelo, también el demonio fue un ángel, antes..."
No habrá más. Allí terminan las memorias del general Llorente: "Consuelo, le
démon aussi était un ange, avant..."
Querrás acercar tu mano a los senos de Aura. Ella te dará la espalda: lo sabrás por
la nueva distancia de su voz.
—No... No me toques...
—Aura... te amo.
—Sí, me amas. Me amarás siempre, dijiste ayer...
—Te amaré siempre. No puedo vivir sin tus besos, sin tu cuerpo...
—Bésame el rostro; sólo el rostro.
Acercarás tus labios a la cabeza reclinada junto a la tuya, acariciarás otra vez el
pelo largo de Aura: tomarás violentamente a la mujer endeble por los hombros,
sin escuchar su queja aguda; le arrancarás la bata de tafeta, la abrazarás, la
sentirás desnuda, pequeña y perdida en tu abrazo, sin fuerzas, no harás caso de su
resistencia gemida, de su llanto impotente, besarás la piel del rostro sin pensar,
sin distinguir: tocarás esos senos flácidos cuando la luz penetre suavemente y te
sorprenda, te obligue a apartar la cara, buscar la rendija del muro por donde
comienza a entrar la luz de la luna, ese resquicio abierto por los ratones, ese ojo
de la pared que deja filtrar la luz plateada que cae sobre el pelo blanco de Aura,
sobre el rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado
como una ciruela cocida: apartarás tus labios de los labios sin carne que has
estado besando, de las encías sin dientes que se abren ante ti: verás bajo la luz de
la luna el cuerpo desnudo de la vieja, de la señora Consuelo, flojo, rasgado,
pequeño y antiguo, temblando ligeramente porque tú lo tocas, tú lo amas, tú has
regresado también...
20 noviembre
Capítulo V
Te contesta el ritmo sordo de esa campana que se pasea a lo largo del corredor
advirtiéndote que el desayuno está listo. Caminas, con el pecho desnudo, a la
puerta al abrirla encuentras a Aura: será Aura, porque viste la tafeta verde de
siempre, aunque un velo verdoso oculte sus facciones Tomas con la mano la
muñeca de la mujer, esa muñeca delgada, que tiembla, y que dice, con la voz más
baja que has escuchado: