El Ultimo de Tu Piel - Maria Sotelo
El Ultimo de Tu Piel - Maria Sotelo
El Ultimo de Tu Piel - Maria Sotelo
Y es, precisamente por eso, por lo que no me explico cómo he terminado con
el agua al cuello sin saber qué mano agarrar para salir a flote.
Tres mujeres: Agatha, Mónica y Vera.
Un misterioso blog: @verdad_en_vena.
Y un puñado de incógnitas.
¿Te atreves a descubrirlas?
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María Sotelo
ePub r1.0
Titivillus 11.05.2024
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Título: El último habitante de tu piel
María Sotelo, 2022
Diseño portada: Dona Ter
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A todos los que formáis parte de la familia del Siete Mares.
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EL ÚLTIMO HABITANTE DE
TU PIEL
María Sotelo
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En Spotify encontrarás una lista de reproducción
El último habitante de tu piel
con las canciones que se citan en el libro.
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Prólogo
Héctor
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—¿Insinúas que a mí sí?
—Yo no pierdo el tiempo con insinuaciones. —Da media vuelta y se
dirige a Álex—. ¿Tú qué opinas?
—Por mí no viene. —Respalda Álex.
—Por mí tampoco. —Afirma Manu.
Observo a mis amigos y casi por instinto dirijo mi atención a la mesa que
ocupa Agatha. ¡Mierda! Agatha no, la chica sin nombre, que rehúye mi
mirada en cuanto nuestros ojos se cruzan.
—¿Lo ves ahora o todavía no? —vuelve a susurrar Manu—. ¿Quieres que
le apunte tu número en un posavasos cuando le lleve el té?
«Ni de coña».
—Ya se le llevo yo. —Cojo la bandeja antes de que lo haga él para evitar
que mi amigo me meta en uno de esos líos que tanto le gustan y me dirijo a la
mesa de la chica sin nombre.
No quiero líos.
Y tampoco puedo permitírmelos.
Lo que no quiere decir que esté ciego. La chica es guapísima, eso no lo
voy a negar. Y que parezca tan inaccesible la hace todavía más atrayente, pero
como ya he dicho, ni quiero líos ni puedo permitírmelos.
Deposito el contenido de la bandeja sobre la mesa sin mirarla. Mi única
intención es salir por patas lo antes posible, pero cuando estoy a punto de
hacerlo me detiene.
—Perdona, ¿Héctor, verdad? —Asiento sin plantearme cómo sabe mi
nombre—. ¿Puedes traerme otro sobre de azúcar?
—Sí, claro, por supuesto.
Rebusco en mis bolsillos porque siempre tengo algún sobre de
emergencia, de los que te ahorran viajes innecesarios a la barra en casos como
este. Pero en lugar de eso, lo que saco del bolsillo trasero de mis pantalones es
una auténtica vergüenza, o lo que es lo mismo, lo que queda de un caramelo
de fresa pringoso y medio chupado.
«Me cago en todo».
No quiero ni imaginar lo que estará pensando esta tía ahora mismo de mí,
es que no quiero ni mirarla, pero voy a tener que disculparme, lavarme las
manos y traerle el sobre de azúcar que me ha pedido. Cuando levanto la vista
del caramelo para dirigirme a ella, la encuentro con los labios apretados
conteniendo la risa.
—Por mí no te cortes. —Y entonces se descojona. La tipa se descojona.
Qué digo tipa, la tipeja esta se descojona en mi puta cara.
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—Lo siento —responde sin dejar de troncharse—. No quería reírme, te lo
prometo, pero es que tu cara ha sido… —No consigue terminar la frase,
¿imagináis por qué? Exacto, sigue descojonándose.
—Mejor no me lo digas. —No quiero saberlo—. Mañana voy a tener una
charla con mi hija antes de que se vaya con su madre…
«¿Por qué has tenido que dejar caer esa información?», me reprendo.
—¿Separado? —Afirmo con un leve movimiento de cabeza.
—Lo siento.
—No lo sientas, nos llevamos mucho mejor después de la separación.
Incompatibilidad de caracteres.
Según Vera —la friki más friki de la astrología que conozco—, el hecho
de que Mónica sea capricornio nos hace totalmente incompatibles. A mí todo
ese tema del horóscopo siempre me ha parecido una soberana estupidez,
aunque me taladra tanto la cabeza con sus teorías que no descarto terminar
igual de tarado que ella.
—Por cierto, ¿de qué signo eres? —Mi pregunta la pilla por sorpresa
porque frunce el ceño antes de responder.
—Libra, ¿por qué lo preguntas?
—Algún día te lo contaré.
Me escabullo hacia la barra para ponerle remedio al desastre y vuelvo a la
mesa como si lo que acaba de pasar no hubiera pasado.
—Gracias, Héctor.
—De nada… —Dejo la frase en el aire. A ver si de una vez por todas
conseguimos ponerle nombre a la chica.
—Agatha.
No. Puede. Ser.
Esto tiene que ser una broma.
—De nada, Agatha.
—¡Héctor! No me has dicho de qué signo eres tú.
—La próxima vez que vengas.
Si es que eso ocurre.
Manu, que ha observado toda la escena desde la barra, no duda en
pedirme los detalles de lo ocurrido cuando llego a su lado.
—Veo que por fin te has decidido a pasar al lado oscuro, pequeño
Padawan.
—¿Qué dices?
—Digo que ahí hay tema.
—No te flipes.
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Enarca una ceja con escepticismo.
—Venga ya, Héctor, te creía más listo. Está claro que a esa tía le gustas.
—Manu, no me líes.
Cada semana intenta emparejarme con una mujer distinta. El muy capullo
dice que lo hace por mi bien, para que no se me atrofie el rabo. Y yo le digo
que se preocupe por su rabo y deje tranquilo el mío, que estoy muy bien como
estoy.
—No me jodas, Héctor, ¿qué pasa? Sigues colgado por la vecina, ¿no?
¿Es eso?
—No digas chorradas, sabes de sobra que eso es agua pasada.
—Si tú lo dices.
—Vera solo es una amiga.
—Ya… Una amiga a la que, te recuerdo, querías empotrar contra los
azulejos del baño.
Visualizo la escena con total claridad. Y no me hace ningún bien.
—¡Eso fue hace mucho tiempo!
Y es evidente que no tenía que habérselo contado. Como también lo es
que no lo he convencido. Lo que ya no tengo tan claro es por qué tengo la
absurda necesidad de convencerlo.
En realidad, sí lo sé, porque es Manu, y como detecte un mínimo
resquicio de duda va a seguir dando por saco con el tema hasta el fin de los
tiempos.
—¿Qué pasa? ¿No me crees?
—No sé, el experto en detectar la cara de encoñamiento eres tú. ¿Qué te
dice el espejo?
Encima de capullo, rencoroso.
Porque la pulla de mi amigo viene rebotada de una conversación anterior
en la que fui yo quien lo acusé de tener cara de encoñado. Y no me
equivocaba. Por mucho que se empeñó en negarlo, al final no le quedó más
remedio que reconocer que se había colgado de Sandra. Y no fue para tanto.
Por suerte, en su caso, era recíproco. Llevan juntos casi un año.
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durante mucho tiempo, es que tengo que revisar mis bolsillos antes de salir de
casa.
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1. Colgado de la vecina
Héctor
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montón, camarero, separado y con la custodia compartida de una niña que en
aquel momento tenía apenas tres años? Nada, porque esa era, y es, mi realidad
y mi historia.
Han pasado casi dos años desde entonces y las cosas han cambiado
mucho, pero el verdadero punto de inflexión de nuestra «relación» tuvo lugar
una tarde de agosto de ese mismo año. Era mi último día de trabajo antes de
las vacaciones. Sofía iba a pasar conmigo la segunda quincena del mes y lo
tenía todo planeado. Todo, menos que la canguro se rompiera una pierna ese
mismo día de la manera más tonta y estuviera en Urgencias.
Sopesé todas mis opciones.
Mónica —mi ex y la madre de Sofía— estaba de viaje con sus amigas en
las islas griegas. Que conste que esto lo cuento a título informativo y sin
acritud. Por raro que parezca, somos una de esas parejas, o exparejas, más
bien, que no se odian a muerte después de separarse. Nosotros, como le dije a
Agatha, nos llevamos bien.
Mis padres se habían marchado al pueblo para preparar la casa de mis
abuelos, que está vacía casi todo el año porque, según mi padre, está
demasiado lejos del mundo «civilizado». Aunque, para mí, eso ha sido
siempre lo mejor de la casa y el motivo principal para pasar allí unos días de
vacaciones con Sofía.
Mi hermano pequeño ni siquiera era una opción, ni en aquel momento ni
nunca, pero ese es otro tema que tampoco viene a cuento. Es el típico que ni
está ni se le espera.
Conclusión: no tenía opciones, no tenía canguro y llegaba tarde a trabajar.
Mi turno empezaba a las seis y ya eran las seis menos cinco. No me quedó
más remedio que llamar a Álex, explicarle la situación y prometerle que
llegaría lo antes posible. Lejos de ponerme problemas, me tranquilizó. A esas
alturas de la historia, yo ya había comprendido que el Siete Mares no solo era
un trabajo, también era hogar y familia. Y mientras yo maldecía en mitad de
la cocina, escuché su voz a través de la ventana que comunica, al igual que la
mía, con el patio de luces.
—Hola —saludó con timidez—, ¿va todo bien?
—No, nada va bien. —Respondí con más brusquedad de la que hubiera
querido. Resoplé frustrado—. Perdona, no está siendo mi mejor día.
—Algo he oído.
«Muy bien, Héctor», pensé. «Por si no tenías suficientes frentes abiertos,
acababas de añadir a la lista que es posible que medio edificio haya sido
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testigo de tus escasas habilidades para resolver conflictos en situaciones de
estrés».
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Salvo que conozcas a alguien de fiar que pueda teletransportarse para
estar en mi casa hace un cuarto de hora y quedarse con Sofía, no.
Me miró tan fijamente que pensé que me había pasado de la raya y, en
consecuencia, la había cagado. Mi teoría cobró fuerza cuando, sin mediar
palabra, dio media vuelta y desapareció de la ventana.
Cinco segundos después llamaba a mi puerta.
—Lárgate —apremió—. Yo me quedo con ella.
¿De verdad se estaba ofreciendo para quedarse con mi hija un sábado por
la noche? ¿De verdad no tenía un plan mejor?
—¡Vera! —Sofía salió disparada de quién sabe dónde para lanzarse a su
cuello y enroscarse como un koala—. ¿Has venido a merendar? Papá y yo
hemos hecho galletas.
—¿Galletas? Seguro que están buenísimas.
Mientras mi hija le daba una larga explicación sobre el proceso de
elaboración de las galletas que habíamos preparado, yo seguía plantado en
mitad de la puerta sin saber qué narices hacer.
—Héctor, lárgate, vas a llegar tarde —sugirió con mi hija colgada de su
cuello—. Más todavía.
—¿Tú estás segura de que no tienes un plan mejor que meterte en este
marrón?
—¡Qué te largues!
No le di más vueltas, porque tampoco tenía tiempo de hacerlo.
Intercambiamos los números de teléfono, cogí las llaves y salí por la puerta.
—Como si estuvieras en tu casa, de verdad, y si necesitas cualquier cosa o
pasa algo, llámame.
—¿Quieres irte de una vez? Queremos merendar. —Sofía apoyó la
moción, como es evidente, y corrió hacia la cocina sin tan siquiera despedirse
de mí. Pequeña traidora.
—Me salvas la vida —dije desde el rellano—. Te debo una. Y muy
grande.
—Ten por seguro que me la cobraré.
Susurré un «gracias» que en realidad camuflaba un «ojalá» porque se me
ocurrían muchas formas de pagar aquella deuda. Tuve que sacudir la cabeza
cuando mi mente sucia volvió a imaginársela en modo dominatrix.
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Estuve el resto de la tarde pendiente del teléfono en plan padre histérico
que acaba de dejar a su hija con una vecina, con una que estaba muy buena
pero que también podía estar mal de la cabeza. Empezaba a desesperar
cuando, cerca de las diez, recibí un mensaje.
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2. Sofía
Héctor
Como cada noche, cuando vuelvo del trabajo, abro la puerta de casa
intentando hacer el menor ruido posible. A estas alturas, ni siquiera sé por qué
lo hago. En realidad, sí lo sé, lo hago por costumbre, aunque ya no tenga
ningún sentido. Antes lo hacía por Mónica, que tenía el sueño más ligero que
una pluma. Es algo que, por suerte, Sofía no ha heredado de su madre. Mi hija
no se despertaría ni aunque una manada de elefantes a la carrera atravesara su
cuarto.
Me encuentro a Vera espatarrada en el sofá, trasteando con el móvil
mientras ignora la televisión encendida. Me siento a su lado, apoyo la cabeza
en el respaldo y los pies sobre la mesa de centro. Estoy agotado.
—¿Un día duro?
—Como otro cualquiera.
—Ya no tienes edad para trasnochar. —Se burla.
«¿Trasnochar? Si no es ni la una de la madrugada».
—¿Me estás llamando viejo, mocosa? —Me hago el ofendido y le
estampo un cojín en la cara. Como era de esperar, me devuelve el golpe.
—¿Acabas de llamarme mocosa, abuelo?
Vera es ocho años más joven que yo. Y le encanta recordarme que ya
estoy más cerca de los cuarenta que de los treinta.
—Niñata.
—Sí, sí, vale, lo que tú quieras. Ahora cuéntame lo importante, a ver si te
crees que te he esperado despierta para darte un masaje en los pies.
—Pues sería todo un detalle por tu parte. —Me quito las deportivas y
hago amago de colocarlos sobre su regazo.
—Ni se te ocurra tocarme con eso. —Señala mis pies con asco—. Venga,
cuenta, ¿ha ido?
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Se refiere a Agatha. Hace un par de semanas le hablé de ella. La chica me
había llamado la atención, para qué negarlo. Algo que jamás reconoceré en
presencia de Manu, pero con Vera puedo ser sincero. Vera conoce mejor que
nadie mi situación y mis prioridades.
—Sí, ha venido —respondo—. Lo que me recuerda que mañana Sofía y
yo vamos a tener una pequeña charla. —Vera me mira extrañada—. Esta
tarde he sacado del bolsillo un caramelo de fresa mientras buscaba un sobre
de azúcar.
—¿Y? —Vera sigue sin entender nada.
—Que estaba chupado.
Se lleva las manos a la boca para amortiguar la carcajada.
—Me meo. —Casi no se le entiende al hablar—. Te juro que me meo,
Héctor.
—Agatha también se ha meado de la risa —respondo—. Precioso. Ha sido
precioso.
—¿Sabemos ya cómo se llama de verdad?
—Se llama Agatha.
—¡No! —Se incorpora de un salto en el sofá.
—Sí.
—¿Qué ha dicho Manu cuando se ha enterado?
—No se lo he dicho.
—¿Por qué no?
—Porque cualquier cosa que le digo a Manu acaba siendo utilizada en mi
contra. Ya me da la chapa lo suficiente como para darle más material.
Como con lo del alicatado del baño, por ejemplo. Pero eso Vera no tiene
por qué saberlo.
—Lo hace con buena intención.
—No te pongas de su parte.
—No lo hago, pero tengo que darle la razón cuando dice que como sigas
así vas a morir solo.
—No es verdad, tengo a Sofía.
—Un día se irá.
—Falta mucho para eso.
—Héctor, en serio. —Imita mi postura y apoya la cabeza sobre el respaldo
del sofá. Sé lo que va a decirme, y ella sabe que es un diálogo estéril que no
nos llevará a ningún sitio—. Conocer a alguien no te hace peor padre.
—No, tienes razón, lo que me haría peor padre es ocultar a mi hija para
conocer a alguien. Y es eso o presentarme diciendo: «Hola, soy Héctor y
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tengo una hija de cinco años». Y rezar para que no salgan corriendo porque la
mitad de nuestras «citas» consistirían en pasar la tarde del domingo viendo
una película de Disney con un bol de palomitas y un vaso de zumo de
melocotón.
Sé que los dos me lo dicen con buena intención, pero para mí no es fácil.
Claro que me gustaría conocer a alguien. Pero lo que no se me pasa por la
cabeza es meter en mi casa a una mujer distinta cada seis meses y, mucho
menos, presentársela a mi hija. Y tampoco me parece justo para la otra
persona ocultar que tengo una hija hasta que la cosa se ponga seria.
—En conclusión, necesitas a alguien como yo, que adore a Sofía y sea fan
de Disney, pero que además te atraiga sexualmente.
—¿Qué te hace pensar que tú no me atraes de ese modo?
—No lo sé… ¿Lo hago? —Enarca una ceja con guasa.
Si me lo hubiera preguntado hace un año, le hubiera dicho que desde el
primer momento en que la vi. Pero las cosas han cambiado mucho desde
entonces, tanto que, ahora mismo, la posibilidad de estropear lo que tenemos
por un revolcón, por glorioso que fuera, no entra en mis planes.
Hay trenes que es mejor perder.
—No eres mi tipo. —Ladeo la cabeza hacia ella. Ríe y me atiza de nuevo
con el cojín.
—Tú tampoco el mío.
Nada que no supiera.
—Por eso nos llevamos tan bien.
—¿Mañana has quedado con Mónica?
—Afirmativo.
—Pues vete a dormir. —Da golpecitos en mi pierna mientras se levanta
del sofá.
—Sí, mamá.
Se despide con una peineta que me arranca la última sonrisa del día.
Antes de que cierre la puerta, grito desde el sofá.
—¡Por cierto! Es libra.
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3. Bailando en la oscuridad
Héctor
Los quince días que Sofía pasa con su madre son una tortura. Echo de menos
prepararle el desayuno antes de llevarla al colegio, verla corretear por el
pasillo en pijama, sus juguetes esparcidos por los rincones, encontrarme a
Rabit —su peluche favorito— por todas partes, el sonido de su risa y hasta
que me abrace con las manos manchadas de chocolate y me ponga perdido.
Pero es lo que hay.
Como cada domingo alterno, hemos quedado para desayunar en la misma
pastelería en la que lo hacíamos antes de separarnos. No por nostalgia, sino
porque tiene un parque de bolas en el que Sofía disfruta como una enana y
entre que sube, baja, trepa, se lanza por el tobogán y nos grita de vez en
cuando para que no nos perdamos sus acrobacias, nosotros tenemos unos
minutos de tregua para ponernos al día de las novedades de la quincena.
—He metido una bolsa en su mochila que no puedes abrir —advierto—.
¿Entendido?
—¿Y eso por qué?
—Porque son los materiales que tiene que llevar al colegio para hacer el
regalo del día de la madre y se supone que tiene que ser una sorpresa.
—¿Y cómo voy a saber qué bolsa es?
—Fácil. Le he grapado un pósit donde pone: «Mónica, no lo abras». Así
que arráncaselo antes de que Sofía se presente en el colegio con él y seamos
la comidilla del próximo claustro de profesores.
Se hace la indignada, pero sonríe.
—Recuérdame por qué nos separamos —pregunta de repente.
—Porque no nos soportábamos.
No debería tener que recordárselo porque fue ella quien dio el primer paso
para que ocurriera después de la que fue nuestra última bronca. De eso hace
casi dos años.
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—Es cierto. —Sonríe con tristeza—. Aunque cualquiera lo diría
viéndonos ahora.
—Yo sigo sin soportarte —bromeo, y lo sabe. De la misma manera que
sabe, porque me conoce mejor que nadie, que utilizo el humor para sacarnos
de este ataque de melancolía.
—¿Crees que nos precipitamos?
—¿A qué viene eso ahora?
Se recuesta sobre la silla y esquiva mi mirada, en silencio.
—A veces me pregunto si podríamos haber hecho más, si lo intentamos lo
suficiente.
—Lo intentábamos una vez al mes, Mónica. —Aprieto su mano sobre la
mesa—. Tú misma lo dijiste: «Si tienes que forzarlo, no es tu talla».
—Tienes razón. No me hagas caso. Vamos a olvidar que hemos tenido
esta conversación, ¿te parece bien?
—Me parece perfecto.
Miento.
Porque la cruda realidad es que me paso el resto del día tirado en el sofá
dándole vueltas al tema en completo silencio, al menos, hasta que escucho la
música que proviene del piso de Vera con tanta claridad como si estuviera
sonando en mi propio salón.
Vera: Música.
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Héctor: ¿De qué siglo?
Héctor: No te pega.
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—Vera, eres arrítmica —me burlo entre vuelta y vuelta.
—¿A qué te suelto un guantazo?
—Y además violenta. Menudo partidazo. Ahora entiendo por qué sigues
soltera.
Me da un pisotón con toda la intención. Suerte que estamos descalzos.
—¡Ay, qué bonita pareja hacéis! —suspira doña Celeste, la vecina del
tercero, que nos pilla en plena actuación cuando baja la escalera. Nos
separamos al momento.
—¡Doña Celeste! —saluda Vera—. ¿A dónde va tan guapa?
—Ay, zalamera, que eres una zalamera. —Se sonroja—. Voy al centro
social, que tenemos partida de brisca.
—Pues que usted lo pase bien.
—Lo mismo digo, jovencitos. —Nos guiña un ojo y sigue su camino.
—Te dije que nos iban a pillar —susurra Vera.
—Tampoco es para tanto.
—¿Que no? Mañana lo sabe todo el barrio.
—Ya ves qué problema.
—A ti te la suda todo, ¿no?
—Todo no.
Me interroga con la mirada.
—Conozco esa cara.
—¿Qué cara?
—No te hagas el tonto, que no te pega nada. —¿Tan transparente soy?—.
A ver, ¿qué pasa?
—¿Me invitas a una cerveza?
Paso de contarle mi conversación con Mónica en mitad del rellano.
—¿En mi casa o en la tuya?
—¿Seguimos hablando de cerveza?
—Ja, ja, muy gracioso —responde con los ojos entrecerrados—. Ahora,
por listo, las cervezas las pagas tú. Vístete. Y rapidito. Nos vemos aquí en
cinco minutos.
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4. Los días contados
Héctor
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Niego con la cabeza.
—Si es que ya me lo decía mi madre… —Yo también conozco el
refranero—. Quien con niños se acuesta…
—Ya quisieras… —Se indigna. Pero no puedo evitarlo.
—Ya te he dicho que no eres mi tipo.
Cada vez que me dice «ya quisieras» —algo que, por cierto, hace muy a
menudo—, le respondo «no eres mi tipo». Es casi una especie de tradición
entre nosotros.
—Ni tú el mío, así que mejor cambiamos de tema —concluye mientras
busca algo en su móvil—. Agatha.
—¿Qué pasa con ella?
—Libra.
—No, por favor —protesto—. ¿No podemos dejar la charlita mística para
otro momento?
—Signo de aire regido por Venus, el planeta del amor. —Eleva las cejas
repetidas veces tras la palabra «amor» y yo apoyo la cabeza en su hombro
mientras finjo dormirme en la silla, incluso ronco, pero le da igual. Ella sigue
a lo suyo—. «Los nacidos bajo la constelación de Libra son encantadores,
leales y muy muy románticos. Son la mezcla perfecta entre la delicadeza y la
fuerza. ¡Por eso son compatibles con casi todos los signos!».
—¿De dónde sacas esas cosas? ¿De la Cosmopolitan?
—No te desvíes del tema, que esto es serio.
—Estás para que te encierren, Vera, de verdad te lo digo.
Paso de discutir con ella. Solo de pensarlo me da pereza. Ya no sé cómo
hacerle entender que el horóscopo, la astrología, la alineación de los planetas
o la posición de las estrellas me la trae al pairo, mucho.
—Vale, te lo demostraré. —Ahora soy yo quien trastea con el móvil hasta
localizar lo que busco—. Sagitario. —Su signo—. «El centauro. Signo de
fuego regido por Júpiter. Es uno de los signos más positivos del zodiaco. Son
versátiles y les encanta la aventura y lo desconocido. Tienen la mente abierta
a nuevas ideas y experiencias y mantienen una actitud optimista incluso
cuando las cosas se les ponen difíciles. Son fiables, honestos, buenos, sinceros
y dispuestos a luchar por buenas causas, cueste lo que cueste». —Hace
aspavientos, pero la ignoro, como ha hecho ella conmigo, y sigo leyendo—:
«Son altamente compatibles con los otros dos signos de fuego, Aries y Leo».
—La miro con intensidad—. Según esto, tú y yo somos «altamente
compatibles».
—No es cien por cien exacto.
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—Ah, ¿no? —Arqueo una ceja.
—La compatibilidad entre signos depende de muchos factores.
—Siento ser yo quien te lo diga, pero tu teoría no se sostiene.
—Eres el tío más irritante que he conocido en la vida. —Se cruza de
brazos, acomodada en su silla con cara de indignación.
El mosqueo le dura cinco segundos. Puede que cuatro. Cuando vuelve a
mirarme ya está sonriendo.
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5. Hoy que no estás
Mónica
Saber que has tomado la mejor decisión no lo hace más fácil, porque, en
ocasiones, lo correcto duele más que un millón de errores. Estoy segura de
que nosotros no nos equivocamos al poner la palabra «fin» a nuestra historia.
Que saltamos a tiempo de un barco que estaba a punto de hundirse, pero eso
no significa que no flaquee de vez en cuando y me pregunte si hubiéramos
conseguido salir a flote; si lo intentamos lo suficiente, si podríamos haber
hecho más o si nos rendimos demasiado pronto.
Ni siquiera recuerdo por qué lo dejamos exactamente, cuál fue la gota que
colmó mi vaso. Lo cierto es que llevábamos mucho tiempo escribiendo el
final del cuento sin saberlo y sabiéndolo a la vez, por contradictorio que
parezca. Nuestro «nosotros» se fue secando poco a poco, como esa planta que
alguien coloca en un rincón del rellano, que ningún vecino recuerda regar —y
si lo recuerda, tampoco lo hace por temor a que ya lo haya hecho otro
vecino—, y que termina muriendo de sed.
¿Por qué, casi dos años después, me sigo castigando con dudas? La
respuesta es bastante obvia, porque lo he querido con toda mi alma, y todavía
lo quiero. A nosotros no se nos terminó el amor, es que, sencillamente, el
amor —por mucho que se empeñen en decirnos lo contrario— no puede con
todo. Querer no es suficiente y, si te empeñas en que lo sea, lo único que
obtendrás a cambio será un puñado de frustraciones que te hará infeliz toda la
vida.
Y nosotros lo éramos.
Nos hacíamos daño, a veces sin querer, otras no tanto. Aunque no siempre
fue así. Los primeros años fueron grandiosos en todos los sentidos. Supongo
que los inicios siempre lo son porque todavía no estás hasta la peineta de las
rarezas del otro, esas que, con el paso de los años, te sacan tanto de quicio que
no entiendes cómo pudieron parecerte sexis en algún momento.
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Sospecho que ese amor visceral no es más que un proceso de enajenación
mental transitoria que se cura con el tiempo. Se duerme, se apacigua o se
marcha dando un portazo sin despedirse.
La llegada de Sofía solo empeoró las cosas. Me di cuenta demasiado tarde
de que no estaba preparada para la maternidad, que aquello me venía grande.
No me avergüenza reconocer que estaba sobrepasada, que de la noche a la
mañana me vi con la niña en brazos sin tener ni idea de cómo cuidarla y con
un miedo atroz a hacerlo mal, a hacerle daño, a que se me rompiera entre las
manos. Y soy consciente de que volqué mi frustración en él, porque nunca
estaba, porque estaba menos, porque yo hacía más o porque él lo hacía mejor.
Quizá mi hermana tenga razón y mi problema es que me he quedado
estancada y que me siento sola.
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6. Atrapados en la red
Héctor
Sofía lleva una semana con su madre y yo ya no sé qué hacer con todas las
horas libres que tengo cuando no estoy trabajando. He recuperado horas de
sueño, he leído, he salido a correr y hasta me ha sobrado tiempo para
aburrirme.
Lo único reseñable de esta semana es que Vera me ha enviado el
horóscopo cada día, obviamente, ha incluido su interpretación personal al
respecto. En plan pitonisa profesional, si es que eso existe.
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Unas horas más tarde, cuando Agatha cruza la puerta del Siete Mares, las
palabras de Vera todavía resuenan en mi cabeza.
—¿Qué es lo peor que puede pasar? —Me digo a mí mismo mientras me
acerco a la mesa con su bebida, dispuesto a invitarla a tomar algo fuera de
aquí. Pero cuando me planto a su lado no lo hago, porque ni ella despega los
ojos del libro que tiene en las manos para mirarme ni yo encuentro las
palabras para que lo haga. Así que decido volver por donde he venido en
cuanto dejo su té sobre la mesa.
—¿A dónde crees que vas? —Su voz me frena en seco y me vuelvo hacia
ella—. ¿No te olvidas de algo? —Frunzo el ceño. No tengo ni idea de qué
demonios me habla—. El horóscopo.
—¿El horóscopo? —repito como si fuera gilipollas, pero es que ahora
mismo no tengo ni idea de a qué se refiere.
—Dijiste que me dirías de qué signo eres la próxima vez que viniera y
aquí estoy.
—¿Crees en el horóscopo?
«Que diga que no, por Dios, que diga que no».
—¿La verdad? —Asiento—. En absoluto.
—Yo tampoco.
—Ahora le encuentro todavía menos sentido a tu pregunta del otro día.
Lo raro sería que le encontrara sentido a por qué alguien que no cree en el
horóscopo vaya por ahí preguntándole a la gente su signo del zodiaco. Casi es
un alivio, aunque eso suponga que piense que soy imbécil.
—Es largo de contar.
—No estarás intentando escabullirte, ¿verdad?
La vocecilla de Vera vuelve a sonar en mi cabeza. «Vamos, Héctor, tírate
a la piscina, ¿qué es lo peor que puede pasar?». Cojo posición y me lanzo de
cabeza.
—¿Haces algo mañana?
—¿Es una proposición? —Sonríe con coquetería.
—Solo si tú quieres que lo sea.
—¿Crees que no quiero?
—¿Vas a contestar a todo con otra pregunta?
—Lo siento. —Ríe—. Creo que me he pasado en mi intento de hacerme la
interesante. ¿A qué hora me has dicho que quedamos?
—Todavía no te lo he dicho.
—A esa hora me va bien.
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¿Tan fácil? ¿En serio? Al final, van a tener razón los capullos de mis
amigos en que está interesada en mí.
—¿Sesión vermú?
—Por mí perfecto.
Concretamos hora y lugar y vuelvo al trabajo, o lo intento, porque al
parecer esta noche hay barra libre de pitorreo a mi costa y nadie me había
informado. Por si no tuviera suficiente con Manu, Lucas —cliente habitual,
amigo y futuro cuñado de Manu— se ha unido a la fiesta. Lo peor es que ni
siquiera tengo derecho a quejarme porque me lo he ganado a pulso. Hace
unos meses era yo quien se lo pasaba en grande con sus líos de faldas, y los
muy cabrones se acuerdan. Seamos sinceros, yo en su lugar también me la
devolvería, pero claro, mola más cuando eres tú el que vacilas al otro.
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—Martina, cariño —Lucas la atrae contra su cuerpo con delicadeza. Ay,
el amor…—, puede que la foto no sea de hoy, aunque la publicación sí.
—Ya lo había pensado, pero tenía que comprobarlo. He echado a correr
en cuanto he visto el post.
—Pero ¿quién cojones es esa tía y por qué te interesa tanto conocerla?
—Su hermano no entiende nada.
—A ver —Martina parece avergonzada, pero es una chica lista y sabe
que, si no se explica, va a parecer una loca—, es una bloguera a la que sigo
desde hace un par de meses en su cuenta de Instagram porque me rechiflan
sus reflexiones. También tiene un blog al que estoy suscrita, pero me da más
pereza mirarlo. Y las publicaciones son prácticamente las mismas que en
Instagram.
—¿Y…? —La explicación no parece ser suficiente para Manu—. No veo
qué tiene de especial.
—Tiene chorrocientos mil seguidores. Y, por sus fotos, sé que es alguien
de por aquí, pero no tengo ni idea de quién puede ser, porque nunca enseña su
cara.
—Si nunca enseña su cara —me aventuro—, ¿por qué estás tan segura de
que es una tía?
—¿Creéis que un tío escribiría esto?
Vuelve a girar su móvil hacia nosotros para que podamos leer el texto que
acompaña la foto del mojito.
@verdad_en_vena
En ocasiones, un mojito no es solo un mojito.
Es la música que se escucha de fondo, o dentro de tu cabeza. En la mía, Sabina
me recuerda que no puedo estar contigo y tampoco sin ti, porque no quiero.
Es el murmullo de conversaciones ajenas llenas de promesas que, tal vez, no
puedan cumplir y manos que se rozan bajo la mesa, como si nadie pudiera verlas,
como si no hubiera nadie más.
Es ese reloj de pared que me recuerda todo el tiempo que he perdido.
Pero sobre todo son las manos que lo preparan, las que escapan entre tus
dedos, a las que llegas demasiado tarde.
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teléfono— es sobre uno de vosotros. Y pienso averiguarlo.
—Suerte con eso, reina. —Me río—. Con la cantidad de mujeres que han
pasado por la cama de tu hermano, lo vas a tener difícil.
—¿Y por qué tengo que ser yo y no tú, o Álex? —se defiende Manu.
—Es una cuestión de probabilidades.
—Si veis algo sospechoso, mantenedme informada —nos pide Martina,
en plan detective—. Me voy, que he quedado con Sandra. ¿Nos vemos luego?
—le pregunta a Lucas, que asiente y se despide de ella con un beso en los
labios.
Volvemos a quedarnos solos, y si, ya antes, la conversación podía ser
peligrosa por el tema Agatha, Martina ha dejado abierto un nuevo frente con
el maldito blog.
—Podría ser Agatha. —Medita Manu.
—Agatha solo bebe té.
—Cierto —resopla mi amigo—. Y hablando de Agatha —ya sabía yo que
volvería a sacar el tema—, ¿habéis quedado o no?
—Olvídame, Manu. —Lo ignoro mientras me concentro en ordenar las
neveras y comprobar que no es necesario cargarlas.
Pero no lo hace, se agacha a mi lado y sigue con su interrogatorio.
—Entonces, con la vecina, ¿nada? —se interesa. Yo niego con la cabeza
solo para que deje el tema de una vez—. Pues es una pena, con lo buena que
está.
—¿Quién está buena? —Nos incorporamos de un salto al escuchar la voz
de Vera.
¿Cuándo ha llegado? Y lo más importante, ¿qué parte de la conversación
ha escuchado?
—Agatha —responde Manu. Tengo que reconocer que ahí ha estado
rápido.
A Vera parece convencerle su respuesta, lo cual me tranquiliza mucho.
—¿Ya se ha ido? —pregunta mi amiga, rastreando el local en su busca—.
¡Mierda!
—Sí, hace un rato. —Apunta Manu—. Que sepas que han estado
hablando, y tu amigo no suelta prenda.
—¿Habéis quedado? —Quiere saber ella.
—¿En serio has venido a cotillear? —pregunto entre sorprendido e
indignado.
—He venido a tomar algo con unos amigos. —Aclara muy digna,
señalando a un grupo de lo más variopinto, que se ha acomodado en una mesa
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cercana a la barra—. Quieren apuntarse al Speed Dating de mañana.
—Ya… —murmuro.
—¿Habéis quedado o no? —insiste.
Manu hace piña con ella, por supuesto, porque a mi amigo, por mucho
que lo niegue, le pierde lo cotilla.
—Mañana. —Claudico—, hemos quedado mañana.
—¡Por fin! —exclama Manu. Vera se limita a aplaudir con las manos muy
juntas—. A ver si de esta lo dejamos colocado.
—¡Oye! —protesto, pero como era de esperar, mi amigo me ignora.
—Pues solo nos quedas tú. ¿Estás segura de no quieres apuntarte al Speed
Dating? —le pregunta a Vera con una sonrisa perversa.
Lo asesino con la mirada porque lo veo venir. Manu es un liante
profesional y de su cabeza no sale nada bueno. Sobre todo si hay un Speed
Dating de por medio. Por suerte, Vera también lo sabe porque, en aquella
época, la mantuve al día de los acontecimientos.
—¿Y que me amañes la cita? —responde Vera—. No, gracias.
Me pinzo el puente de la nariz con los dedos y cierro los ojos al tiempo
que niego con la cabeza. La muy bocazas me acaba de dejar vendido.
—¡Tío! —me increpa un indignado Manu—. ¿En serio se lo has contado?
Ya no se respeta nada… —espeta antes de encaminarse hacia la mesa de los
amigos de Vera para tomarles nota de las bebidas.
—Joder, Vera. —Vuelvo a murmurar.
—Lo siento. —Hace un puchero.
—Ahora vas a tener que apuntarte —dice Lucas, que disfruta como un
enano viendo los toros desde la barrera.
—Ni de coña. Me niego a perder el tiempo hablando con desconocidos y
pasar un mal rato si la situación se vuelve incómoda. Prefiero Tinder
—explica—. Que me gusta la foto, like. Que no me gusta, next. Fácil,
sencillo, práctico.
—Sabes que la mayoría miente en esas aplicaciones, ¿verdad? —rebate
Manu, que ya ha vuelto a la barra, raudo y veloz, para preparar las bebidas
que le han pedido.
—La gente miente. Dentro y fuera de Tinder. —Contraataca mi amiga.
—En Tinder más —insiste Manu, que parece un experto en la materia—.
Hay mucho loco suelto que en la foto parece una persona normal, y no.
—A mí me lo vas a decir… —Me arrepiento en cuanto lo suelto.
Noto tres pares de ojos clavados en mí.
—Eso no me lo has contado —masculla Vera con los ojos entrecerrados.
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—Parece que nuestro amigo solo cuenta lo que le interesa… —Manu no
pierde oportunidad de apuntillar ni por casualidad.
—Ahora vas a tener que ampliar esa información. —Lucas se suma a la
fiesta.
«Joder».
—Si queréis descojonaros a costa de las malas experiencias de la gente en
Tinder, solo tenéis que buscar en internet.
—Ya, pero no tendría la misma gracia.
No me quitan los ojos de encima. Los tres esperan que diga algo y, la
verdad, no es que no quiera contarlo, es que no quiero ni recordarlo.
—Me han pasado mil cosas chungas.
—No exageres, que tampoco eres para tanto. —Se burla el capullo de
Manu—. Con un par de anécdotas turbias nos conformamos.
—A ver… —Se les iluminan los ojos cuando empiezo a hablar. Menuda
pandilla de porteras—. Una vez quedé con una chica y cuando llegó a la cita
comprobé que estaba embarazada. Muy embaraza —recalco—. Un pequeño
detalle que no había mencionado. Si hubiera roto aguas allí mismo, no me
hubiera sorprendido. —Y de haber seguido adelante con la cita, no descartaba
acabar la noche en Urgencias con ella de parto—. En otra ocasión, en lugar de
una chica, aparecieron dos. Resultó que la que se correspondía con la foto era
la amiga de mi verdadera cita. Al parecer, le había abierto el perfil para
organizarle citas, pero había puesto sus fotos porque, según ella, era más
atractiva que su amiga. —Mis amigos se descojonan—. Pero la peor, sin lugar
a duda, fue una tía, despampanante por cierto, que en cuanto llegamos a mi
casa se tumbó en la cama y me preguntó si tenía «algo con lo que pegarle».
En plan Christian Grey.
Vera se lleva la mano a la boca para contener una carcajada, Manu llora
de la risa y Lucas se atraganta con la cerveza. Un cuadro.
—Y, ¿qué hiciste?
—Aclararle que no tenía intención de ponerle la mano encima, al menos,
de esa forma. Le pareció fatal. De hecho, se vistió y se fue. Después de eso,
borré mi perfil y desinstalé la aplicación.
—Yo tengo una todavía peor —interviene Vera.
—Tienes toda nuestra atención. —Ahora la portera soy yo, pero es que
esto me interesa mucho.
—Una vez quedé con un tío que estaba muy bueno. La cosa iba bien,
tomamos una copa y conectamos enseguida, así que después fuimos a su casa.
A mí no me mola que sepan dónde vivo por si acaso me sale rana
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—explica—. Bueno, el caso es que, cuando ya estábamos en el tema, escucho
al tipo murmurar: «gatitos muertos, gatitos muertos, gatitos muertos…».
—Espera, espera, espera… —La interrumpe Lucas, que ahora mismo es el
único de los tres al que la risa no le impide hablar de forma inteligible—. ¿El
tío estaba empujando y, a la vez, diciendo «gatitos muertos»?
—Correcto.
—No puede ser.
—Te lo juro. —Corrobora—. Según él, lo hacía para «aguantar más».
Me muero. Juro que me muero. Es que no puedo ni hablar. Y ver a Manu
doblado sobre la barra a carcajada limpia no me ayuda a controlar la risa. Es
que se me caen hasta las lágrimas. La virgen.
—¿Y sigues usando Tinder?
—Si no lo hiciera, me habría muerto del asco hace tiempo.
—Mira, como los gatitos de tu colega. —El comentario me cuesta un
guantazo, pero es que, joder, me lo ha puesto a huevo.
—Vera, cariño —que Manu utilice la palabra «cariño» es una clara señal
de alerta—, no me jodas. Tú no necesitas Tinder. Puedes tener al tío que
quieras con solo chasquear los dedos.
Por mucho que me cueste reconocerlo, por una vez, estoy de acuerdo con
él.
—¿De verdad lo crees? —Gira sobre su asiento y chasquea los dedos. Los
demás la miramos en silencio sin saber qué decir. Hace un barrido visual por
el local que termina en nosotros—. Pues no funciona.
—Ayudaría que el tío en cuestión supiera que lo tienes claro —sugiere
Manu.
Se retan unos segundos con la mirada.
Lucas y yo nos miramos sin entender qué se traen estos dos entre manos.
¿Qué cojones está pasando aquí?
¿Estos dos se gustan? ¿A ella le gusta él? Sacudo la cabeza. Eso es
imposible. Hace meses que se conocen porque ella viene a menudo por el
local y sabe de sobra que él está con Sandra.
«Vaya razonamiento de mierda, Héctor». Como si uno pudiera elegir
quien le gusta y quien no con la misma facilidad con la que escoge un
champú.
—Si me disculpáis, mis amigos me esperan. —Es Vera quien rompe el
silencio. Da media vuelta y se larga sin mirar atrás.
—¿Qué coño ha pasado?
—Nada que debas saber. —Zanja Manu.
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La respuesta de mi amigo no me tranquiliza. Más bien todo lo contrario.
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7. Verano del 69
Héctor
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Vera: Horóscopo de hoy. La influencia que
estás recibiendo de Mercurio te ayudará a
tomar decisiones. En el amor, es hora de dar
un paso importante. Exterioriza tus emociones
y di lo que sientes.
Héctor: Me veo en la
obligación de insistir en que
necesitas ayuda profesional,
Vera.
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«Aplícate el cuento», pienso. Porque la realidad es que no se lo digo.
Tengo una idea mejor.
Vera: Ya quisieras.
Empiezo a teclear, pero antes de que pueda enviar el mensaje que estoy
escribiendo, recibo uno suyo.
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—Sí puede, créeme.
—Venga, cuéntamelo.
—Solo si me prometes que no echarás a correr cuando lo haga.
—Hecho. —Me ofrece la mano y se la estrecho sobre la mesa para sellar
el acuerdo.
—Verás, mi mejor amiga es una friki de todo lo que tenga que ver con la
astrología, hasta tal punto que una de las primeras cosas que hace cuando
conoce a alguien es preguntarle su signo del zodiaco y, a partir de ahí, se
monta su película.
Agatha me mira impasible.
—Tengo preguntas —dice al fin.
—Lo imaginaba.
—¿Qué signo eres?
—No pienso decírtelo.
—¿Y eso por qué? ¿Tienes miedo de que descubra que somos astralmente
incompatibles?
Sonrío porque el comentario me recuerda a Vera.
—Es probable.
—Siento tener que decirte esto, pero no eres tan escéptico como crees.
—Eso es porque paso demasiado tiempo con Vera y es posible que me
haya lavado el cerebro.
—¿Se llama Vera? —pregunta—. Tu amiga, la astróloga. —Asiento—.
Bonito nombre. Le pega mucho.
—¿Por qué lo dices?
—Es un nombre de origen ruso y significa «aquella que tiene fe».
—Me da miedo preguntar, pero ¿cómo sabes eso?
—Cada uno tiene sus taras.
—¿Y qué significa Agatha?
—Agatha proviene del griego y significa «la mujer que nació con
bondad» o «bondadosa».
—¿Y te pega?
—No estoy segura —responde entre risas.
—Entonces, tus teorías sobre los nombres son igual de fiables que las de
Vera con el horóscopo. —Se encoge de hombros con una sonrisa—. ¿Por
casualidad no sabrás qué significa Héctor?
—Creía que mis teorías no eran fiables… —Amplía su sonrisa y ahora
soy yo quien se encoge de hombros.
—Soy una persona curiosa.
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—También proviene del griego y significa «el prudente». ¿Te pega?
—Yo diría que sí —respondo.
El tiempo se nos pasa volando. Al menos a mí. La conversación no ha
decaído en ningún momento y Agatha me parece una persona de lo más
interesante. Decidimos cambiar de local y picar algo por la zona.
—No me has dicho a qué te dedicas.
—No me gusta demasiado hablar de mi trabajo. Cuando le digo a la gente
a qué me dedico, suele mirarme mal.
—¿Eres inspectora de Hacienda? —bromeo, pero ella se ha quedado seria.
Muy seria—. No jodas…
—De sanidad.
—Espero que tus visitas al local no hayan sido por trabajo.
Aunque dudo que encontrara alguna irregularidad, por mínima que fuera.
—No, qué va. —Sonríe—. La verdad es que la primera vez fui por
curiosidad. Vi una foto del local en una cuenta de Instagram a la que sigo
desde hace algún tiempo y me gustó el sitio.
—Solo por curiosidad, ¿cómo se llama la cuenta?
—Verdad en vena, ¿por? ¿Tú también la sigues?
—¿Yo? Qué va, ni siquiera la conocía hasta ayer. —Levanta una ceja y
entiendo que necesita una explicación más detallada para entender a qué venía
la pregunta—. Verás, eres la segunda persona que menciona esa cuenta en
apenas unas horas. Ayer, Martina, la hermana de Manu, se presentó en el
local porque había visto una publicación y quería comprobar si la persona que
se esconde tras esa cuenta, y que al parecer es un misterio, estaba allí.
—¿La del mojito?
—Exacto.
—Yo también vi la publicación. —Le brillan los ojos cuando se inclina
sobre la mesa antes de continuar—. ¿Sabéis quién es?
—No tenemos ni la menor idea —reconozco, porque es la verdad—, pero
si te soy sincero, empieza a picarme mucho la curiosidad.
Continuamos un buen rato hablando de mil cosas distintas, saltamos de un
tema a otro sin orden ni sentido. Música, cine, libros. Incluso se interesa por
Sofía, y eso es algo que valoro mucho. Estoy muy a gusto con ella, esa es la
verdad. Tanto que sin darme cuenta se me echa el tiempo encima y, si no me
doy prisa, voy a llegar tarde a trabajar.
—¡Mierda! —resoplo cuando compruebo la hora—. Agatha, lo siento
muchísimo —me disculpo mientras me levanto de la mesa en la que llevamos
dos horas charlando—. La compañía es muy grata, pero llego tarde a trabajar.
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—Tranquilo. —Abandona su asiento y sonríe.
Estamos los dos de pie, frente a frente, junto a la mesa.
—Espero que podamos repetirlo —sugiere con timidez.
—Yo también. —Me acerco a ella para despedirnos con dos besos. El
primero lo clavo, pero en el segundo rozo sin querer la comisura de sus
labios.
—Lo siento —digo más por compromiso que porque de verdad lo sienta.
—Yo no. —Vuelve a sonreír, y salgo del local con un cosquilleo
recorriendo mi espina dorsal que hacía mucho que no sentía.
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8. Cosas que suenan a triste
Héctor
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anterior. Es una foto de las vías del tren sacada desde una perspectiva que las
hace parecer infinitas, acompañada por el siguiente texto:
@verdad_en_vena
¿Quién no ha soñado alguna vez con otra vida?
Una en la que ser la reina del baile del instituto o cruzarse con ese actor
buenorro en mitad de un Starbucks y, puestos a pedir, que derrame el café sobre tu
camisa y tenga que invitarte a cenar en compensación.
¿No? ¿Nadie?
Probemos con algo menos pretencioso, como tener dos tallas menos de cintura
y una más de sujetador, un trabajo que te haga tan feliz que no parezca un trabajo
o que ese chico con el que te cruzas cada mañana en el autobús te mire, sonría y,
cuando estés a punto de bajar, deposite en tu mano un pedazo de papel con su
número de teléfono.
¿Mejor?
Yo también tengo aspiraciones más mundanas, pero no nos engañemos, son
tan improbables como que el buenorro de turno me tire el café en el Starbucks.
Si yo tuviera otra vida, terminaría todos esos proyectos que inicio con
entusiasmo antes de relegarlos al cajón del «quizás en otro momento, ahora no
tengo tiempo para esto», porque en esa vida me organizaría tan sumamente bien
que tendría tiempo para todo. También tendría la frase adecuada, en el momento
adecuado —no media hora después, cuando repaso la conversación en mi
cabeza—, para poner fin a una discusión. Sabría controlar mi genio, mis
emociones y ese maldito lenguaje no verbal que me hace tan transparente.
En mi otra vida nunca llegaría tarde, y además llegaría guapa, con un vestido
precioso, la manicura perfecta y ni un solo pelo fuera de lugar. Y lo más
importante, los tacones no me harían daño y no parecería un pato mareado por
muy altos que fueran.
En mi otra vida sería misteriosa, atrayente, seductora. Aparentemente
inaccesible. Pero sobre todo, en esa vida, tomaría las decisiones correctas.
Cogería ese tren.
Pediría perdón.
Daría ese abrazo.
Susurraría ese «te quiero» o ese «no te vayas».
Y que nadie me diga que de los errores se aprende.
Los errores se pagan.
En ocasiones, demasiado caro.
En ocasiones, toda la vida.
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La pintada en cuestión dice: «Dime la verdad». Y, aunque a priori es bastante
cutre —me refiero a la pintada—, la foto no lo es en absoluto.
@verdad_en_vena
No me preguntes cómo me siento porque puede que te diga la verdad.
Quizá no quieras escucharla.
Quizá te duela tanto como a mí.
Quizá sea más fácil fingir que todo está bien aunque no sea así.
Quizá esa verdad debería quedarse en ese cajón que no me permito abrir, por
si no sé qué hacer con ella cuando me mire a los ojos.
Quizá debería cerrarlos para no tener que ver más allá.
Quizá algún día.
Solo quizá, en otra vida.
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—No, con la reina de Inglaterra. —Pone los ojos en blanco—. ¡Pues
claro, Héctor! ¿Con quién va a ser si no?
—Pues me invitas a cenar y así me cuentas qué tal te ha ido la cita.
—¿Por qué tengo que invitarte yo?
—Porque cocinas mejor que yo.
—Paso de ponerme a cocinar un domingo por la tarde —protesta—. Si
quieres que cenemos juntos, pedimos comida a domicilio. Y, por supuesto,
invitas tú.
—Vale. —Claudico—. Aceptamos pulpo como animal de compañía.
—Pero ¿qué dices?
—A veces olvido que eres demasiado joven para entender mis chistes.
—O tú demasiado viejo.
—Niñata.
—Abuelo.
—¿Siempre están así? —le pregunta Álex a Manu.
—Casi siempre. —Álex asiente y sigue a lo suyo.
—¿Qué quieres tomar? —le pregunto a Vera.
—Un mojito, pero no me lo cargues mucho. —Me guiña un ojo y se
dispone a marcharse para sentarse con sus amigos, pero antes de hacerlo
añade—: Me gusta suave.
—¿Estamos seguros de que sigue hablando del mojito? —Trago saliva
con fuerza, pero el nudo que me ha provocado el comentario de Manu no se
desvanece. No entiendo cómo es posible que me sugestione hasta el punto de
visualizar con total claridad algo que segundos antes ni se me hubiera pasado
por la cabeza.
—¡Cállate!
Todavía le estoy dando vueltas al asunto cuando noto mi móvil vibrar en
el bolsillo trasero de mis pantalones. Es un mensaje de Mónica.
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9. Podía ser peor
Héctor
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Le doy una de las cervezas que acabo de sacar de la nevera y me siento a
su lado.
—Tú no me has visto entregada, Héctor. —Se lleva el botellín a los labios
y da un largo trago a la bebida.
Pues si eso no era entrega…
—Entonces, ¿solo pasable? —pregunto, y ella asiente.
—Por lo menos no he tenido que fingir el orgasmo. —Escupo la cerveza.
Me cago en mis muertos. ¡Que acabo de limpiar, joder!—. No ha sido para
tirar cohetes, pero podía ser peor, como la canción de La casa azul.
No tengo ni idea de qué canción me habla, aunque tampoco voy a
preguntar por qué lo que de verdad me interesa es otra cosa.
—¿Finges los orgasmos? —pregunto mientras limpio el estropicio con un
par de servilletas.
—A veces —responde. Y se queda tan ancha. Yo no doy crédito—. A ver,
solo lo hago cuando sé que no voy a llegar ni de coña porque el tío no tiene ni
puta idea de lo que está haciendo. Que ahí fuera hay mucho inepto, ¿sabes?
—Me mira consternada, y mi cara debe de ser un puto cuadro, porque
continúa—: ¿Qué vas a saber? Eres un tío. —Hace otra pausa en la que parece
meditar algo—. Tú sabes dónde está el clítoris, ¿verdad? —La virgen santa,
¿cómo hemos acabado teniendo esta conversación?—. Pues que sepas que
hay tíos que no lo saben y parece que están buscando el arca perdida.
—Vale, demasiada información.
—¿De verdad vas a escandalizarte a estas alturas de la vida?
—No es eso.
—¿Entonces?
—Preferiría que no me dieses tantos detalles de tu vida sexual, Vera.
—¿Y eso por qué?
«¡Porque me lo imagino, cojones!».
—Porque no los necesito.
—Pues te aguantas. Eres mi amigo y tienes la obligación de escuchar mis
mierdas.
—Dirás las que decides contarme. —Suelto la pulla.
—¿A qué viene eso?
—A que me cuentas lo que quieres contarme.
—¿Tú me lo cuentas todo? —Ladea la cabeza para mirarme.
—Casi todo —reconozco.
Hay cosas que no le he contado nunca por razones obvias, como el asunto
de los azulejos del baño cuando la imaginaba en plan dominatrix. Estoy
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seguro de que algún día se lo contaré y nos reiremos de ello, pero no va a ser
hoy.
—Pues no pidas lo que no das.
—No es lo mismo.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Una respuesta muy madura para tu edad. —Ironiza—. Y muy bien
argumentada, sí señor.
Ignoro su comentario y me levanto del sofá para coger mi teléfono móvil
y, de paso, cambiar de tema.
—¿Qué te apetece cenar?
—Asiático.
—No sé para qué pregunto si siempre eliges lo mismo.
—Deberías estar orgulloso de mí, soy una mujer con las ideas claras.
—A la par que humilde.
—Ya ves, soy un partidazo.
—No lo serás tanto cuando sigues soltera, amiga mía.
—Sigo soltera porque soy muy exigente.
—Igual deberías bajar el listón.
—El problema no es mi listón, es que los tíos sois idiotas.
—¿Por qué me metes en el saco?
—Eres un tío, ¿no? —Asiento—. Pues eso.
Cuando el repartidor llega con nuestra cena nosotros seguimos debatiendo
si el culpable de las dificultades de Vera por encontrar pareja es el género
masculino, en general, o sus altas expectativas, en particular.
—Tengo una pregunta. —Me invita a hablar con un movimiento de
cabeza mientras se mete una gyoza de gambas en la boca y hace ruiditos de
satisfacción—. El otro día dijiste que nunca quedabas con los tíos en tu casa.
—Nunca quedo con desconocidos, pero Víctor es diferente.
La interrogo con la mirada, en silencio, pero no parece captar la indirecta
de que espero que amplíe esa información.
—¿Qué? —pregunta de golpe.
—¿No vas a contarme nada más?
—Acabas de decirme que no quieres que te dé detalles de mi vida sexual.
¡A ver si nos aclaramos!
—Puedes ahorrarte los detalles sórdidos.
Mira el techo, exasperada, mientras niega con la cabeza antes de volver a
hablar.
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—Héctor, llevo casi tres meses quedando con Víctor para follar. Para
follar. —Recalca—. No vamos a tomar café ni a cenar, y mucho menos al
cine. Lo único que tengo son detalles sórdidos. ¿Quieres que te los cuente?
—¿Llevas tres meses quedando con un tío para follar y no me lo cuentas?
—¡Pero vamos a ver! —Se recoloca en el sofá hasta que quedamos frente
a frente—. Que me quede claro, ¿tú qué quieres que te cuente? Porque yo
hace un rato que me he perdido. ¿Quieres saber si me acuesto con alguien,
pero no si tengo que fingir un orgasmo? ¡Venga ya, Héctor, no me jodas!
—No tenía pensado hacerlo.
—Ya quisieras…
—Sabes que no eres mi tipo.
—Ni tú el mío.
—Tú te lo pierdes. —Arqueo una ceja antes de añadir—: Porque sé
exactamente dónde está el clítoris. —Y los dos nos descojonamos—.
Entonces, lo de ese tío, Víctor, ¿es solo sexo? —pregunto.
—¿Ahora vas a juzgarme?
—En absoluto. Tu vida, tus decisiones.
—Entonces, ¿a qué viene la pregunta?
Podría irme por las ramas, pero eso sería una pérdida de tiempo.
—Creía que estabas interesada en alguien.
—¿Y creías que ese alguien era Víctor? —Yo asiento—. Pues va a ser que
no.
—Pero estás interesada en alguien.
—¿Sabes? Creo que me voy a ir a mi casa. —Se levanta del sofá a toda
prisa.
—¿De verdad no vas a contármelo?
—Algún día —responde con la manecilla de la puerta en la mano.
Me lanza un beso justo antes de salir de mi casa, y yo me quedo sentado
en un sofá que se ha convertido en un mar de dudas.
¿A qué viene este secretismo? ¿Tan horrible es?
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10. 180 Grados
Héctor
Las semanas sin Sofía pasan lentas. Muy lentas. La echo de menos más de lo
que quisiera. Cada día siento la necesidad de escuchar su voz cantarina una
media de diez veces, pero me contengo y limito las llamadas porque no quiero
robarle a Mónica ni uno de los minutos que pasa con su hija. Ella respeta mi
espacio y lo justo es que yo haga lo mismo, por mucho que me cueste.
Tengo que pensar que solo quedan dos días para tenerla de nuevo en casa.
Dos largos días con mañanas eternas en las que se me cae la casa encima. Por
suerte, las tardes en el Siete Mares son mucho más llevaderas. El trabajo me
mantiene ocupado y me ayuda a no pensar en nada más, y el buen rollo que se
respira me carga de buenas vibraciones. Si hace un par de años alguien me
hubiera dicho que un trabajo en un bar de copas iba a hacerme tan feliz, le
habría respondido que estaba loco. ¿Camarero? ¿Yo? Ni de coña.
Pero la vida da muchas vueltas y, en una de ellas, Mónica y yo decidimos
separarnos y compartir la custodia de Sofía. Por aquel entonces trabajaba en
el departamento comercial de una multinacional que tenía —y tiene— varias
delegaciones repartidas por el país. Yo me encargaba de los clientes de toda la
zona norte, lo que suponía pasar más tiempo de viaje que en casa. Algo que
ya no podía permitirme. Cuando encontré la oferta de trabajo, por casualidad,
en un periódico local y vi las condiciones, no me lo pensé y me presenté en el
Siete Mares con mi traje de chaqueta. Recuerdo que Álex me miró con el
ceño fruncido y me preguntó por qué quería trabajar en un local de copas.
¿Qué le respondí? La verdad. Le conté mi vida entera. Me escuchó en silencio
y solo volvió a hablar para preguntarme cuándo podía empezar. Ir a aquella
entrevista fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Di un
giro de ciento ochenta grados. ¿Gano menos dinero que antes? Sí, pero soy
mucho más feliz. Y eso no hay quien lo pague.
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—¿Es cosa mía o este hoy está más disperso de lo normal?
Ladeo la cabeza y encuentro a Manu y Álex a mi lado, apoyados en la
barra, con los brazos cruzados sobre el pecho, hablando de mí como si yo no
estuviera presente. Algo que, por otro lado, es muy habitual en este garito.
—Eso es porque es viernes, y ya sabemos lo que pasa los viernes —le
responde Álex.
—Que viene Agatha.
—Exacto.
Esto es el colmo.
—De él me espero cualquier cosa —señalo a Manu, que se hace el
ofendido—, pero se supone que tú eres el sensato del grupo.
—Ya… —chasquea la lengua—, el caso es que, a veces, es muy aburrido.
—Lo siento, amigo mío, pero ahora mismo tus amoríos son nuestro
principal entretenimiento —argumenta Manu—. Bueno, tus amoríos y la
bloguera misteriosa. Que, por cierto, ahora que hablamos de ella, necesitamos
averiguar quién es. Y pronto.
—¿A qué viene tanta prisa?
—A que Martina le ha contado sus teorías a Sandra y ahora la tengo de
uñas porque piensa que soy el destinatario de las puñeteras publicaciones. ¿Os
lo podéis creer?
Mi amigo no da crédito, está indignadísimo, pero a mí su pequeño
conflicto de pareja me viene muy bien para que concentren sus energías en
otra cosa que no sea yo.
—Pues centraos en la bloguera y dejadme tranquilo.
—Héctor, amigo, te noto un poco susceptible… —Manu se sitúa frente a
mí y coloca una mano sobre mi hombro—. ¿Cuánto hace que no follas?
«¿En serio, Manu?».
Paso. Ni le respondo.
Lo quiero con toda mi alma, pero a veces me saca de quicio.
—¡Callaos, que viene! —avisa Álex.
No he vuelto a verla desde que nos despedimos el sábado en el
restaurante, cuando tuve que marcharme casi a la carrera porque llegaba tarde
a trabajar. De hecho, con las prisas, ni siquiera le pedí su número de teléfono.
Lo sé, es un error de principiante, pero nada que no tenga remedio ahora que
ha vuelto.
Creo notar sus ojos clavados en mi espalda mientras preparo su té.
Cuando ladeo la cabeza para comprobar si estoy en lo cierto, nuestras miradas
se encuentran y los dos sonreímos.
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—Qué monos son. —Se burla Manu—. ¿Has visto cómo se miran? —le
pregunta a Álex, que contiene la risa.
—Capullo.
Los ignoro y me acerco a la mesa de Agatha con la infusión que acabo de
preparar y la dejo sobre la mesa. No sé muy bien qué debería decir para
romper el hielo. Lo cierto es que estoy un poco nervioso.
—¿Qué tal la semana? —Decido empezar por algo fácil.
—Bien, ¿y la tuya?
—Eterna —respondo, pensando en la ausencia de Sofía y lo mucho que la
echo de menos.
La sonrisa cómplice de Agatha me advierte de que quizá ella lo ha
interpretado de otra forma, una que nos afecta más directamente a los dos. Y
aunque me preocupa que me tome por un tarado desesperado, tampoco tengo
muy claro que aclarar el asunto con algo como «no lo decía por ti» suene
todavía peor, en plan «no me había acordado de tu existencia hasta que has
entrado por la puerta». Total, que decido no decir nada al respecto y que salga
el sol por Antequera.
—Oye, Héctor… —duda—, espero que podamos repetir lo del otro día.
—Yo iba a decirte lo mismo. —Volvemos a sonreír. Al final, voy a tener
que darle la razón a Manu en que estoy atontado perdido—. ¿Te apetece que
nos veamos mañana?
—Claro. ¿Misma hora, mismo lugar?
—Me parece bien.
—Una última cosa —me frena cuando estoy a punto de volver a la
barra—, ¿vas a darme tu número de teléfono o voy a tener que suplicar?
Lo de «suplicar» suena muy sucio en mi cabeza, y algo en su mirada me
dice que esa era justamente su intención.
—Me lo pensaré. —Le guiño un ojo y me escabullo para continuar con mi
trabajo.
Como cada viernes, se termina el té y se acerca a la barra para pagar. Con
la diferencia de que hoy, en lugar del tique, le he dado una servilleta con mi
teléfono apuntado.
—Tenías que haber cogido un posavasos. —Manu insiste en que la
servilleta ha sido una elección muy cutre—. El posavasos es infalible, Héctor.
Una garantía.
Lo ignoro deliberadamente porque, si hago memoria, infalible, lo que se
dice infalible… Puede que sí, pero después de una serie de catastróficas
desdichas, siendo sincero, prefiero evitar.
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El mensaje de Vera me libra de seguir aguantando la chapa de mi amigo.
Héctor: Cotilla.
Vera: Imbécil.
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Héctor: Niñata.
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11. Un mal día
Héctor
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Héctor: ¿Vivir tranquilo?
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Héctor: ¿Sigue en pie lo de
comer juntos?
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Vera: Lo sé, he estado mirando la carta en su
Instagram.
Vera: Escribiendo…
Vera: Vale.
Héctor: Voy.
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demasiado para que nos acomoden en una mesa y nos tomen nota del pedido,
que decidimos bastante rápido porque Vera se había estudiado la carta al
dedillo y tiene clarísimo qué platos quiere probar sí o sí.
—¿Te apetece que pidamos vino?
—Vale.
La camarera vuelve con una botella de Mencía, que deja sobre la mesa
tras llenar ambas copas.
—Me gusta el sitio. —Da un sorbo a su copa y parece satisfecha—. Y el
vino. Buena elección, señor Hernández.
Vera revisa cada detalle de la decoración. El local es pequeño pero muy
acogedor.
—Quería venir aquí.
—Lo imaginaba.
—No me has entendido. —Me mira—. Ayer, cuando te pregunté si
comíamos juntos, iba a proponerte venir aquí.
—¿En serio?
—En serio.
—¿Crees que tenemos algún tipo de conexión mental?
—¿Sinceramente? —Arquea una ceja y ríe—. Espero que no.
Pues tiene razón, casi es mejor que no.
—Pues aquí estamos.
—Sí, porque Agatha te ha dejado tirado. Ahora no intentes arreglar que he
sido tu segundo plato.
La camarera interrumpe nuestra conversación cuando se acerca a la mesa
para depositar la comida que hemos pedido. Miro los platos repletos de
empanadillas thai de pollo al curry, buñuelos tailandeses de langostinos,
minirrollitos vegetales… «Madre del amor hermoso, vamos a salir de aquí
rodando». En cuanto se aleja de nosotros, retomo la conversación.
—Nunca has sido mi segundo plato.
—¿Te importaría dejarme disfrutar de mi orgasmo culinario, por favor?
Gracias. —Me suelta mientras da otro mordisco a su rollito vegetal y yo
pongo los ojos en blanco.
—A veces no sé por qué te aguanto.
—Una vez te acostumbras a mis rarezas, se me coge cariño. —Se encoge
de hombros y vuelve a atacar el rollito—. Dios, esto está buenísimo.
—Saborea con los ojos cerrados—. Come, que se enfría.
«Señor, dame paciencia».
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Cojo una empanadilla de thai de pollo al curry y me la llevo a la boca. La
verdad es que está realmente buena. Yo no era demasiado fan de la comida
asiática, pero tengo que reconocer que le estoy cogiendo el punto.
—Está de coña.
—Deja sitio para el postre. —Amenaza.
Y sé que es muy capaz de cortarme alguna extremidad si no pido un
postre diferente al suyo para que pueda ponerse fina con los dos. De hecho,
cuando la camarera vuelve a nuestra mesa, Vera ya ha decidido qué postre
vamos a tomar. Yo ni siquiera he mirado la carta, así que no tengo ni la menor
idea de lo que ha pedido, lo único que sé es que tiene un nombre
impronunciable y que lleva mango.
Al final no salimos rodando del restaurante, pero casi. Vera tiene un
empacho importante y, aunque no se lo diré, le está bien empleado, por
golosa.
—Dios, creo que necesito una infusión.
—No tendrías que haberte terminado el postre.
—¡No se puede dejar el postre! Eso es pecado mortal.
Se ha parado en mitad de la calle, indignada por mi comentario.
—Vamos a tomar esa infusión, anda —digo mientras miro el reloj—.
Todavía me queda una hora para entrar a trabajar.
Nos acomodamos en la primera terraza en la que vemos una mesa vacía.
Ella se pide una infusión y yo un café solo bien cargado, que la noche va a ser
larga. Es lo que tiene el buen tiempo, que la gente sale más y tiene menos
prisa por volver a su casa.
—¿Tienes planes para esta noche? —pregunto.
—Sofá, manta y serie.
—Y luego el viejo soy yo —ironizo—. ¿Por qué no te pasas por el local?
Quién sabe, quizá podrías conocer a alguien.
—Ya conozco a mucha gente.
—No te hagas la tonta, que no te pega nada.
—Según tú, tampoco me pega la música clásica y ya ves… —responde
condescendiente—. A lo mejor no me conoces tanto como te crees.
—¿Te estás haciendo la interesante?
—Soy interesante.
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—Por cierto, tu predicción para hoy ha sido errónea. —Frunce el ceño sin
entender a qué me refiero, por lo que me apresuro a aclarárselo—: No ha sido
un mal día, en absoluto.
—No lo digas muy alto —responde con media sonrisa—. El día todavía
no ha terminado.
Se despide con la mano sin siquiera mirarme. Y mientras ella pone rumbo
hacia su casa, yo hago lo mismo hacia el Siete Mares. Donde, por supuesto,
Manu me intercepta en cuanto cruzo la puerta para saber cómo me ha ido en
la cita con Agatha. Cuando le explico que no ha habido cita, su respuesta no
se hace esperar.
—Te dije que usaras un posavasos. La servilleta te ha dado mal fario.
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12. El equilibrio es imposible
Héctor
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Héctor: Claro, no te preocupes.
¿Necesitas que te lleve algo?
Puedo pasar por la farmacia,
me cuadra de camino.
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Verdad en Vena. ¿Qué narices…? Pero no tengo tiempo ni de terminar la
frase en mi cabeza porque, en ese preciso instante, escucho los pasos de
Mónica por el pasillo y me aparto del ordenador como si fuera una bomba a
punto de explotar.
—Has llegado pronto. —Comenta mientras cierra la tapa del portátil.
—La echaba de menos —respondo en alusión a Sofía, que no se ha
despegado de mí ni un momento desde que he llegado.
—¿Os vais ya?
—Sí, he quedado con mis padres para comer. —Fuerzo una sonrisa—.
También la han echado de menos.
—Ya imagino, dales saludos de mi parte.
—Siempre.
—Creo que tengo que volver al baño. —Hace una mueca, se agarra la
barriga y tengo que contener la risa.
—No te rías, sinvergüenza. —Me increpa con el ceño fruncido y los
brazos en jarras.
—Lo siento, no he podido evitarlo.
—Venga, marchaos o llegaréis tarde.
—Si necesitas algo, llámame.
—¿Lo que sea?
«Joder». ¿Qué se supone que debo responder a eso? ¿Y si estoy sacando
las cosas de contexto?
—Cuídate.
«Bien salvado, Héctor», me felicito mentalmente mientras bajo las
escaleras con Sofía de la mano. «Bien salvado».
Esa tarde, después de comer con mis padres y volver a casa con una cantidad
obscena de comida preparada repartida en táperes, mientras Sofía ve por
enésima vez La sirenita, espatarrada en el sofá en una postura imposible, yo
finjo hacer lo mismo mientras navego por el maldito perfil de Instagram
buscando conexiones que no quiero encontrar. Retrocedo hasta las primeras
publicaciones y leo los textos de forma aleatoria.
@verdad_en_vena
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Hoy he leído que el hombre se engaña a sí mismo antes de engañar a los
demás.
Y he sacado dos preocupantes conclusiones:
La primera es que estoy de acuerdo.
La segunda, que no tengo la menor idea de cuánto llevo mintiéndome.
@verdad_en_vena
Él era un día de sol.
Ella una noche de tormenta.
Juntos, un puñado de imposibles.
@verdad_en_vena
He cometido un error terrible.
He empezado a leer poesía y todos los poemas me hablan de ti.
Al hilo de este post, un par de días más tarde, hay otro con un poema de Mario
Benedetti.
@verdad_en_vena
El olvido no es victoria sobre el mal ni sobre nada
y si es la forma velada de burlarse de la historia,
para eso está la memoria que se abre de par en par
en busca de algún lugar que devuelva lo perdido,
no olvida el que finge olvido, sino el que puede olvidar.
Mario Benedetti.
@verdad_en_vena
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¿Conocéis ese refrán que dice que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes?
Pues es mentira.
La verdad es que sabes lo que tienes, pero no piensas que lo puedes perder. Y
ahí está el verdadero error. Porque llega un día en que las personas se cansan.
Se cansan de discutir, de insistir, de pedir disculpas, de esperar que las cosas
cambien, o que simplemente sucedan.
De librar batallas que saben pedidas antes de empezar.
De escuchar historias que se repiten una y otra vez.
De reír chistes que no tienen gracia.
De fingir que no pasa nada, que está todo bien cuando nada lo está.
Se cansan de construir puentes.
¿Y qué sucede entonces?
Que dejas de discutir, de insistir, de esperar, de entrar en combate, de reírte
sin ganas, de fingir que todo está bien, y quemas hasta el último puente para no
tener la tentación de volver atrás.
La gente se cansa y se va, y si no has hecho nada para evitarlo, y mucho para
empujarlos a hacerlo, solo te queda resignarte y vivir con ello. Y sin ellos.
«Vamos, no me jodas…».
No puede ser ella. Joder. Me cago en mi vida.
Y si lo es…, ¿qué voy a hacer ahora?
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13. Microinfarto
Héctor
No he pegado ojo.
Puta vida.
Me he pasado la noche dándole vueltas al maldito blog de los cojones.
Sofía casi llega tarde al colegio porque no he sido persona hasta el
segundo café solo bien cargado y se nos ha echado el tiempo encima. Hemos
tenido que salir de casa corriendo, en sentido literal.
Necesito hablar con Vera, seguro que ella lo ve con otra perspectiva y me
convence de que estoy equivocado, o paranoico, qué sé yo. Ayer intenté
hacerlo, pero no estaba disponible; al parecer, había quedado con Víctor no
tengo que fingir los orgasmos, y ni siquiera ha pasado la noche en casa. Me
alegro por ella, que conste, eso que se lleva, pero también me da un poco de
envidia, y de la mala. Ya ni recuerdo la última vez que tuve un orgasmo sin
habérmelo proporcionado yo mismo.
Puta vida.
Agatha tampoco ha dado señales de vida, así que sigo sin tener ni idea de
qué demonios le ha ocurrido.
Paso el resto de la mañana dando vueltas como un león enjaulado,
esperando que llegue la hora de recoger a Sofía y buceando en el maldito
perfil de Instagram como un masoca porque creo que he sufrido, al menos, un
par de microinfartos en la última hora. Lo que me ha llevado a recordar la
canción de Sidecars y pensar que yo tampoco «necesito llegar al final,
prefiero ver lo que no está pasando que descubrir lo que puede pasar».
@verdad_en_vena
¿Y si éramos felices y no lo sabíamos?
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¿Y si éramos felices y no lo sabíamos?
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—¿Sabemos algo de Agatha?
—Sí —respondo—. ¿Ves qué fácil? Me ha llamado esta mañana.
Le hago un resumen de lo importante —el infarto, que estará fuera unos
días y que no sé cuándo volveré a verla— mientras cojo las cosas para
marcharme a trabajar.
—Te noto… ¿ilusionado? —Sonríe y me contagia.
Creo que la sonrisa le ha servido como respuesta.
—Os he dejado la cena en la nevera —le indico—, macarrones con queso,
cortesía de mi madre. —Sé que le encantan. Y a Sofía también.
—Adoro a tu madre —responde relamiéndose—. Y sus macarrones.
—Deberías adorarme a mí por compartirlos contigo.
—Ya quisieras…
—Ya sabes que no eres mi tipo.
Me lanza un cojín que esquivo por los pelos mientras emprendo la huida
escaleras abajo. Cuando llego al local todavía me estoy riendo por el
incidente, pero sobre todo por la cara de sádica que ha puesto en el momento
del «lanzamiento».
Sin embargo, la risa me dura poco cuando llego a la barra y me encuentro
a Álex y Manu, este último, teléfono en mano, para recordarme algo que no
quería recordar.
—Nuestra bloguera misteriosa ha subido un nuevo post.
@verdad_en_vena
Hoy me he dado cuenta de lo caro que es
perder las cosas que no tienen precio.
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—Creo que sé quién es la bloguera. —Suelto la bomba y noto sus miradas
clavadas en mí—. Ayer fui a recoger a Sofía a casa de Mónica y tenía el
portátil encendido sobre la mesa y la página del blog abierta.
—¿Nos estás diciendo que Mónica es la bloguera? —pregunta Manu con
los ojos como platos—. Mónica… ¿Tu ex?
—A ver… No lo sé con seguridad, pero lo que me pareció más
sospechoso fue que se apresurara a cerrar el portátil nada más verme. ¿Por
qué haría eso si no tuviera nada que ocultar? ¿Qué hubierais pensado
vosotros?
—Seguramente, lo mismo que tú —responde Manu.
—¿Y tú? —le pregunto a Álex, que se le da mejor hacer conjeturas.
Aunque también sé que hay muchas probabilidades de que no me guste su
respuesta.
—No lo sé —responde Álex.
—Ya estamos… Ahora es cuando sales con una de tus teorías, ¿no? —No
sé para qué pregunto.
—A ver, podría ser ella, no digo que no, pero también se me ocurre que
pueda sentirse identificada con las publicaciones y no quiera que lo sepas.
—Estoy jodido con cualquiera de las dos opciones.
—O podría estar mirando ese blog por casualidad, Héctor —continúa
Álex.
—Tú no crees en las casualidades.
Nos quedamos los tres en silencio hasta que Manu, que es único
rompiendo la tensión del momento, hace su aportación.
—Pues yo me quedo más tranquilo al saber que no tiene nada que ver
conmigo.
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14. Pastillas para no soñar
Héctor
El martes amanece como una copia del lunes. Prisas, carreras hasta el colegio
y el maldito runrún dentro de mi cabeza que hace que me pregunte una y otra
vez si Mónica es la bloguera fantasma o si, por el contrario, el hecho de que
tuviera la página abierta no era más que una casualidad.
Ojalá hubiera podido comentar el asunto con Vera, pero ayer, cuando
llegué a casa, me la encontré dormida en el sofá. Intenté despertarla en un par
de ocasiones, pero acabé por coger mi copia de las llaves para llevarla en
brazos hasta su casa, dejarla sobre la cama y taparla con una manta que
encontré sobre su sofá.
El timbre de la puerta precede al sonido de la llave en la cerradura, y sé
que es ella, porque siempre anuncia su llegada antes de utilizar su juego de
llaves.
—¿Sabes? Esta noche he soñado que un tío bueno me llevaba a la cama
en brazos.
—No lo has soñado, te he llevado yo.
—Imposible, no eras tú.
—¿Y eso por qué? —Arqueo una ceja. A saber por dónde sale.
—Porque he dicho que era un «tío bueno» —responde a la vez que dibuja
comillas en el aire.
—¿Me estás llamando feo?
—No, hombre, no, tampoco es eso, pero ¿tío bueno?
—¿Quieres que te enseñe mis abdominales?
—Tú no tienes de eso.
Levanto la tela de la camiseta dejando entrever un poco de carne. Puede
que no sea suficiente para hacer anuncios de colonia, pero es más que
aceptable, mis horas de gimnasio me cuesta.
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—¡Oye! ¡Pues sí que tienes! —Se sorprende, la muy cabrona—. ¿Puedo
tocar?
—Ni lo sueñes.
—Siento decirte que en mis sueños no tienes jurisdicción, soñaré lo que
me venga en gana. Y hablando de soñar… ¿Has soñado con Agatha?
—Nunca entenderé cómo consigues enlazar un tema con otro, según te
convenga, aunque no tenga ningún sentido.
—En mi cabeza tiene sentido. —Se encoge de hombros.
—No me gustaría estar en tu cabeza.
El sonido de su teléfono interrumpe nuestro diálogo de besugos, porque
esto no tiene otro nombre.
—Hola, Carla. —Es una de sus compañeras de trabajo—. Sí, te lo acabo
de enviar, ¿no has recibido el email? Dame un segundo que compruebo que
no se ha quedado en la bandeja de salida.
Vera se marcha de mi apartamento con el teléfono pegado a la oreja entre
disculpas mudas y un gesto que interpreto como «luego hablamos». Lo peor
es que ha vuelto a irse sin que le cuente lo del puñetero blog de los cojones,
ese que ni siquiera me he atrevido a seguir por si mis sospechas son ciertas y
se trata de Mónica. Si es ella, no quiero que sepa que lo sé. Valga la
redundancia. ¿Debería bloquearla? Ojos que no ven, corazón que no siente,
¿no? Aunque es tan ridículo como esconder la mierda debajo de la alfombra y
autoconvencerte de que todo está limpio.
Maldita sea. Para colmo, me he dado cuenta de que en la última hora he
estado consultando Instagram, al menos, unas seis veces como un puto adicto
solo para ver si había subido un nuevo post. Y voy camino de la séptima
comprobación cuando de repente…
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Agatha: Por supuesto, eso sería imperdonable.
Héctor: A veces…
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—Como un martillo pilón. Sí, lo recuerdo. Pero también recuerdo que es
encantadora, buena persona y que adora a Sofía—. Puede ser muy insistente.
—Mónica —la interrumpo, porque la conozco y sé que tiene un millón de
disculpas en la punta de la lengua que no necesito—, tranquila, ven a buscarla
el sábado.
—¿Seguro?
—Segurísimo —confirmo.
—Gracias, Héctor —suspira aliviada—. Te debo un fin de semana.
—No me debes nada. —No somos ese tipo de expareja. La flexibilidad
siempre nos ha beneficiado a los dos, y sobre todo a nuestra hija—. Además,
los dos sabemos que se va a volver loca cuando le diga lo de la fiesta de
pijamas.
—Es verdad. —Sé que sonríe aunque no pueda verla—. Una última cosa,
Lucía me ha pedido que te diga que cuenta contigo para comer el domingo.
¿He dicho ya que mi excuñada es encantadora?
Supongo que la buena relación que tenemos su hermana y yo facilita
mucho el entendimiento con el resto de nuestras familias. Que ya no estemos
juntos no significa que tengamos que desaparecer por completo de la vida del
otro, sobre todo porque seguimos teniendo una hija en común, y ella es lo
primero.
—Dile que allí estaré.
Cuando cuelgo la llamada, aún con el teléfono en la mano, dudo entre
consultar el WhatsApp por si Agatha me ha respondido o volver a entrar en
Instagram en busca de una nueva publicación.
Escojo la segunda opción.
Craso error.
Accedo al perfil y me encuentro la foto en blanco y negro de la palma de
una mano sosteniendo una cápsula, acompañada del siguiente texto.
@verdad_en_vena
¿Alguien sabe si Sabina llegó a averiguar si
en la farmacia vendían pastillas para no soñar?
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Agatha: Avísame si dejas de serlo.
«Joder».
Para interesante el rumbo que está tomando esta conversación. Como esto
siga así, voy a acabar el día cascándomela en la ducha como un quinceañero.
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15. No te preocupes por mí
Héctor
Tres días. Han pasado tres días. Y yo tengo la cabeza como una batidora.
Tres días con tres frentes abiertos.
El primero, Mónica.
—No puede ser, si a Mónica ni siquiera le gusta Sabina, ¡joder!
—Que no le guste no significa que no conozca las canciones, ¿no?
—rebate Manu—. A mi hermana le horroriza Rayden, pero dice que le
encanta la voz del tipo y las letras de sus canciones, que lo que falla es el
conjunto. —Lo miro mal pero por la aclaración que hace a continuación, es
obvio que no ha entendido la mirada—: Martina es rara, Héctor, no le busques
explicación.
Confirmado. No ha entendido nada.
—Así no me ayudas.
—Vamos a ver… —resopla. Manu está hasta los cojones de mí, y no es
para menos. Yo también estoy aburrido de mí mismo—. ¿Qué quieres que te
diga? Porque, si le busco una explicación que justifique la jodida frase, te
mosqueas, y si no se la busco, te mosqueas también. ¡Dime qué cojones
quieres oír, y yo te lo digo!
Me paso las manos por el pelo con frustración.
Mi amigo tiene toda la puta razón del mundo.
—Héctor, quieres que te diga que no es ella porque tú no quieres que lo
sea, pero la verdad es que no tenemos ni puta idea de si es ella o no. —Vuelve
a tener razón, y odio que eso pase—. ¿Y si Álex estaba en lo cierto y solo
miraba el blog por casualidad?
«Pues maldita casualidad».
—¿Y si es ella y se está montando una película en la cabeza?
—¿Y si se lo preguntas directamente y a tomar por culo la vida?
—¡¿A ti se te va la olla?!
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—¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te diga que sí?
—¿Te parece poco?
—¿Prefieres quedarte con la duda hasta el fin de los días?
Es una opción que me he planteado varias veces, como decía aquella
canción de Leiva: «Tengo un plan: salir corriendo hasta que todo se arregle».
Así que, que nadie se preocupe por mí.
—¿Se puede saber qué os pasa? —interrumpe Álex.
—Aquí, mi primo —responde Manu—, que sigue dándole vueltas al post
de Sabina como si fuera una noria.
—¿Por qué no hablas con ella?
—Otro más —protesto.
Encima son dos contra uno.
—Yo le he dicho lo mismo. —Aclara Manu.
—Joder, Héctor, que tenga que ser él quien ponga cordura tiene delito.
El comentario de Álex me sienta como una patada en las pelotas, porque
también tendría que darle la razón. Se supone que Manu es el más impulsivo e
insensato de los tres, el de las ideas locas y absurdas, las manueladas, el que
siempre se mete en líos. Si, como bien dice Álex, es él quien pone cordura, el
barco se hunde.
—¿Cambiamos de tema?
—Claro, ¿por qué no? Así podrás meter la cabeza en el agujero para no
ver el problema. —Joder con Álex.
Que encima suelta la pulla y se larga sin darme opción a réplica. Aunque,
¿qué iba a decirle? ¿Que se equivoca?
—¿Ha vuelto a escribirte Agatha? —Manu sí se toma en serio el «cambio
de tema» y se lo agradezco, aunque Agatha es el segundo frente que tengo
abierto.
—Sí —respondo a su pregunta y saco el teléfono del bolsillo para
enseñarle los mensajes.
No me enorgullece reconocer que no es la primera vez que lo hago. Hace
un par de días le pedí que leyera los primeros mensajes porque, me guste o
no, su radar funciona mejor que el mío, aunque sus reflexiones no siempre me
tranquilizan. Mi amigo no daba crédito. «Y parecía tímida», repetía una y otra
vez mientras deslizaba el dedo por la pantalla con la boca abierta de par en
par.
—Pues sí, amigo, te está tirando del cable. Y mucho. Esta sí que quiere
que la empotres contra los azulejos del baño, y fuerte.
—¿Podrías dejar de mencionar los malditos azulejos?
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En qué mala hora se me ocurrió contárselo, joder.
—Yo no tengo la culpa de que te recuerden a otra persona.
—¡Que no me recuerdan a nadie, desgraciado!
—Anda que no.
—Mira, vamos a dejar el tema. —Lo ignoro y me centro en secar los
vasos que estoy sacando del lavavajillas.
—¿Este también? —Pongo los ojos en blanco. «Me cago en mi vida,
joder»—. Pues tú me dirás de qué quieres que hablemos.
—También podemos no hablar.
—Héctor, tío, en serio, echa un polvo. —Suelta como si nada—. Te lo
digo por tu bien, que se te está avinagrando el carácter cosa mala.
Me pinzo el puente de la nariz e intento concentrarme en la respiración,
porque es eso o asfixiarlo con el trapo húmedo que todavía tengo en la mano.
—¿Ya se lo has contado a Vera?
—Todavía no he podido hacerlo.
Vera es el tercer frente que tengo abierto.
He intentado hablar con ella media docena de veces en los últimos días,
pero no hay manera de que consigamos tener una conversación. Llega a mi
casa con el tiempo justo de despedirnos, y cuando vuelvo, me la encuentro
dormida en el sofá con los restos de la cena y el ordenador todavía encendido
sobre la mesa. Lleva una semana trabajando sin descanso en una traducción
que se le está complicando más de lo que esperaba y el plazo de entrega está
cada vez más cerca.
Así que no he podido contarle nada. Ni mis sospechas sobre Mónica y el
dichoso blog, ni mis tórridas conversaciones con Agatha.
Esa noche, cuando llego a casa, me encuentro con el mismo panorama que
en los días anteriores. Vera profundamente dormida en mi sofá, su ordenador
encendido sobre la mesa y Spotify abierto con música clásica de fondo.
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16. Como si fueras a morir mañana
Héctor
Sofía cruza la puerta del Siete Mares a la carrera con la única intención de
lanzarse a los brazos de Manu. Le encanta acompañarme al trabajo, y no me
extraña, porque Manu y Álex la adoran. La parte mala es que este par de dos
le consienten absolutamente todo y me la malcrían.
—¡Tío Manuuuuuu! —grita como una loca sin detenerse hasta que él la
levanta del suelo en volandas y da tres vueltas sobre sí mismo con ella en
brazos.
Lleva tanto tiempo llamándolo «tío» que el día que le explique que no nos
une ningún parentesco se va a llevar un buen chasco.
—¿Cómo está mi princesa?
—¡Bieeeeen! —vuelve a gritar justo antes de empezar con su perorata—.
Mamá va a venir a buscarme para ir al cumple de Sara, y ¿sabes? ¡Vamos a
hacer una fiesta de pijamas!
Está tan entusiasmada con el plan que es incapaz de contener su alegría.
—Hombre, pero sí está aquí la niña más guapa del mundo.
—¡Álex! —Como la buena chaquetera y zalamera que es, abandona a
Manu para lanzarse a los brazos de Álex. Esta me va a matar a disgustos
cuando se haga mayor. Lo tengo asumido.
—¿A qué hora habéis quedado? —pregunta Manu en alusión a Mónica.
—A las seis. —Para lo que faltan unos minutos.
—Y dígame, señorita, ¿qué le apetece beber? —Álex ha sentado a Sofía
sobre la barra. Mi hija tiene las piernas colgando y mueve sus piececitos
adelante y atrás mientras medita su respuesta.
—¡Un mojito! —grita de pronto—, a mamá le gustan mucho los mojitos
que hace papá.
Nos miramos los tres y estoy seguro de que ahora mismo todos hemos
pensado en aquel post al que llegamos tras la intervención de Martina.
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—¡Marchando un mojito de melocotón para la señorita! —Es Manu
quien, como siempre, rompe la tensión del momento al dar una palmada al
aire para después sacar un zumo de la nevera. Lo vierte en un vaso y le coloca
una pajita de color rosa y una sombrilla de papel antes de entregárselo a Sofía,
entre los aplausos de la niña.
—Ya estoy aquí. —La voz de Mónica a mi espalda me pone en alerta.
—¡Mamiiii! —Sofía abre los brazos y se deja abrazar por su madre—.
Estoy bebiendo mojito de melocotón. ¿Quieres un poco?
Mónica rodea la pajita con los labios y da un sorbo.
—Mmm, riquísimo. —Exagera.
Tras los saludos de rigor, es Manu quien se dirige a ella.
—¿Ta apetece tomar algo?
—Me cantaría, pero si no salimos ya, mi hermana empezará a llamarme
como una obsesa para saber dónde nos hemos metido —responde ella justo
antes de dirigirse a mí—. ¿Nos vemos mañana? —Asiento—. A las dos, y no
se te ocurra llegar tarde —advierte.
—Que sí, mamá —me burlo.
—Que sí, mamá —repite Sofía.
Su voz cantarina y esa sonrisa consiguen destensar mi cuerpo.
Un par de horas más tarde, mientras les sirvo las bebidas a un grupo de
chavales noto la mano de Manu sobre mi hombro. Ladeo la cabeza y me
encuentro con su sonrisa canalla.
—¿A qué no adivinas quién ha venido a verte?
Con un movimiento de cejas señala un extremo de la barra en el que,
cuando fijo la vista, encuentro a Agatha. Frunzo el ceño desconcertado.
—Solo quiero que sepas que, si en algún momento de la noche desaparece
la llave del almacén, no haré preguntas. —La sonrisa de mi amigo se
ensancha.
—¿No harás preguntas?
—Hoy no. —Lo que quiere decir que mañana sí.
—Ya me parecía…
Camino en dirección a Agatha y nuestras miradas se cruzan.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto sorprendido—. Creía que aún
ibas a quedarte unos días más en casa de tus padres.
—Ese es el plan, pero mi hermana ha ido a pasar allí el fin de semana con
su marido y los niños, así que me he tomado el día libre.
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—¿Por qué no me has avisado de que venías?
—Quería darte una sorpresa.
—Pues lo has conseguido. —Sonrío y compruebo que nadie la ha
atendido todavía—. ¿Qué quieres tomar?
—Creo que voy a probar el famoso mojito del Siete Mares.
«Me cago en el mojito, en el hielo picado y hasta en la hierbabuena».
—¿No prefieres un gin-tonic? —Agatha arquea una ceja ante mi pregunta.
Normal, no entiende nada, pero tampoco tengo intención de explicárselo—.
Olvídalo, voy a prepararte el mojito.
Y eso hago.
Rodeo la barra y reúno todos los ingredientes necesarios para el maldito
mojito cuando la voz de Manu me sobresalta.
—Hombre, Verita, ¡qué alegría verte por aquí! ¿A ti también te han dado
la noche libre?
Me giro para saludar a mi vecina y descubro que ha venido con su grupo
de amigos.
—¿Estás preparando mojitos? —pregunta Vera, y yo asiento—. ¿Me
preparas uno? —Vuelvo a asentir. «Pero ¿qué cojones pasa hoy con los
mojitos?»—. Genial, vamos a sentarnos.
—Espera. —La agarro de la muñeca antes de que se marche—. Mañana
tengo que ir a comer a casa de Lucía, pero ¿podemos hablar cuando vuelva?
—Vera arruga el ceño—. Hace días que necesito contarte algo y no encuentro
el momento de hacerlo.
—¿Ha pasado algo? —pregunta preocupada.
—Mañana te lo cuento.
—¿Y ahora me dejas así? ¿Con el hype a tope de power? —Vuelve a
fruncir el ceño—. ¡Qué fuerte, Héctor, qué fuerte! —masculla camino de la
mesa en la que se han sentado sus amigos.
El resto de la noche se me pasa volando. He perdido la cuenta de las veces
que Manu me ha enseñado las llaves del almacén con cara de guasa, mientras
Álex se preguntaba si la «Señora Inspectora de Sanidad» sería capaz de
analizar las condiciones de salubridad de este con las bragas en los tobillos.
Vaya par de capullos.
Cuando me quiero dar cuenta, es casi la hora de cerrar y el Como si fueras
a morir mañana, de Leiva, suena de fondo a modo de premonición.
—Héctor, ya cerramos nosotros. —El comentario de Álex me deja
descolocado. Lo miro sin entender y él cabecea en dirección a Agatha—. Que
te largues.
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—¿Pero…?
—Pero nada —no me deja ni hablar—, lárgate antes de que me arrepienta.
Y eso hago. Me acerco a Vera, que sigue con su grupo de amigos, para
despedirme de ella.
—Me marcho.
—Espérame y te acompaño —me pide.
—No voy a casa… —Mi amiga frunce el ceño y yo hago un leve
movimiento de cabeza para indicarle que mire hacia la barra—. Agatha está
aquí.
—¿La morena de rizos? —pregunta en un murmullo, a pesar de que es
imposible que Agatha nos escuche a esta distancia con la música encendida.
Y yo asiento—. Hostia, Héctor, está cañón. Ahora entiendo muchas cosas…
—Sonríe con malicia—. ¿Es eso de lo que quieres hablarme?
—Entre otras cosas.
—Vale, pues ya me lo cuentas mañana. Venga, no la hagas esperar
—responde con prisas—, que nos está mirando… —murmura entre dientes—.
Vete y disfruta de la noche. —Levanta las cejas repetidas veces.
Le doy un beso en la mejilla y me dirijo hacia Agatha, que no se ha
movido de la barra desde que ha llegado más que para ir al baño, y me
observa con una sonrisa indescifrable en los labios.
—¿Te apetece que vayamos a tomar algo a otro sitio? —Planteo.
—Claro —responde mientras se levanta—. ¿Te parece bien a mi casa?
—sugiere mientras se muerde el labio inferior, y mucho tengo que
equivocarme para que eso no sea lo que parece.
—¿Siempre eres tan directa?
—¿Eso te supone un problema?
—En absoluto, es solo que… no me lo esperaba.
—Llevo ensayando la frase desde que he llegado.
Y no sé si lo ha dicho en broma o totalmente en serio, pero ¿la verdad?
Tampoco me importa. Después de una más que acelerada carrera por el
entramado de calles de la ciudad, nos encontramos frente a un portal, que
presupongo es el de su casa, y nos estamos comiendo la boca como si no
hubiera un mañana.
Ni siquiera tengo claro cuál de los dos ha comenzado el beso, tampoco
cuántos pisos subimos en un ascensor que me resulta demasiado estrecho
cuando mi espalda impacta contra la pared y el espejo que tengo enfrente me
devuelve mi propio reflejo, impaciente, caliente y desordenado.
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Agatha tira de mí cuando el ascensor se detiene y las puertas se abren y
me arrastra hasta el interior de su apartamento donde se desata el caos.
Caminamos sin dejar de besarnos ni tan siquiera para quitarnos la ropa a
zarpazos. Me deshago de la camiseta en mitad del pasillo y ella hace lo
mismo con el vestido que lleva puesto para regalarme la imagen de un
conjunto de lencería negro que ahora mismo solo quiero romper a tirones.
Cuando chocamos con el respaldo del sofá, no tengo ni la menor idea de
cómo hemos llegado hasta aquí, pero en estos momentos me parece tan válido
como una cama. Y Agatha parece haber pensado lo mismo porque me empuja
sobre la mullida superficie y la sonrisa con la que me observa, de pie frente a
mí, promete muchas cosas que me muero de ganas por descubrir.
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17. Llueve sobre mojado
Héctor
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—Te juro que no es lo que parece, pero tengo que irme. —Porque soy
consciente de que parece que estoy huyendo como las ratas, y su cara me dice
que eso es justo lo que está pensando ahora mismo—. He quedado para
comer, y tengo que recoger a Sofía.
—Héctor —interviene—, no tienes que darme explicaciones.
—Pero quiero hacerlo.
—Vale. —Sonríe—. ¿Nos vemos el viernes?
—Te estaré esperando —susurro junto a su oído, deposito un beso en su
cuello que me sabe a poco y salgo por patas antes de que me arrepienta.
Llego a casa de mis exsuegros con la hora pegada al culo. Cuando la puerta
de la vivienda se abre Mónica me encuentra con las manos apoyadas en el
marco, la respiración todavía entrecortada y la misma ropa de ayer, algo que
no le pasa por alto.
—¿Una mala noche?
—Yo no la describiría como mala… —La sonrisa se me escapa sin querer
al recordarlo.
—Anda, entra. —Mónica pone los ojos en blanco, pero me devuelve la
sonrisa antes de cederme el paso para entrar en la casa.
—¡Papiiiiiiii! —Sofía corre por el pasillo y se lanza a mis brazos para
llenarme de besos—. Hemos dormido en una tienda de campaña.
—¿No me digas? —Mi hija asiente repetidas veces mientras su madre, al
pasar junto a nosotros, me aclara que la han montado en mitad del salón.
—¡Hola, cuñi! —Lucía me saluda y Mónica vuelve a poner los ojos en
blanco.
—Deberías dejar de llamarlo así. —Le dice a su hermana.
—Sigue siendo parte de la familia. —Me mira con una sonrisa malvada.
Le encanta picar a su hermana—. ¿A que sí, cuñi?
Lucía es dos años mayor que Mónica. Se adoran, pero Lucía disfruta
como una enana en el papel de hermana mayor que conoce todos y cada uno
de los puntos débiles de la hermana pequeña y los utiliza en su contra. Mi
excuñada me recuerda mucho a Manu en ese sentido, da mucho por culo, pero
se le coge cariño. Supongo que por eso nos llevamos tan bien.
La comida es espectacular. La madre de Mónica tiene un don para la
cocina, todo lo que sale de las manos de esa mujer es una delicia para los
sentidos. Cuando llega la tarta, estoy a punto de explotar. Tras el postre, las
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velas y el Cumpleaños feliz, salimos al jardín trasero para que las niñas
jueguen un rato.
Mónica se sienta a mi lado en el balancín que sus padres tienen en el
porche y yo intento mantener la distancia. Física, pero también emocional,
porque la estampa me trae recuerdos de otra vida que me parece demasiado
lejana. La radio suena de fondo y me concentro en la melodía para no tener
que hacerlo en nada más, pero tampoco me ayuda.
Llueve sobre mojado, yo ya me he visto aquí.
Perdiendo la razón, eso ya me ha pasado en aquel mes de abril.
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correcta porque, de no haber sido así, hubiéramos terminado odiándonos. Pero
la línea es tan fina que, a veces, la veo borrosa.
Rodeo su cuerpo con el brazo y la estrecho contra mi pecho, ella apoya la
cabeza en mi hombro y nos quedamos en silencio.
—A veces, te echo de menos —murmura.
Levanta la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Y durante unos
segundos en los que los recuerdos felices se apelotonan en mi memoria, me
invade una profunda nostalgia.
—A veces, yo a ti también.
Sus enormes ojos marrones se clavan en mis retinas y me descubro
leyéndolos como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Mónica recorta la
distancia y no sé qué es lo que me empuja a mantenerle la mirada. No sé si
son las dudas, la melancolía, los recuerdos o una mezcla letal de todas ellas,
pero en este preciso momento soy plenamente consciente de que Mónica está
a punto de besarme y de que yo no voy a hacer nada para evitarlo.
Llueve sobre mojado.
Siempre me olvido que el olvido siempre se acuerda de mí.
Llueve sobre mojado.
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18. La mujer cactus y el hombre globo
Mónica
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precisamente, porque habéis puesto tierra de por medio. Juntos sois como la
mujer cactus y el hombre globo. Imposibles.
—Lo sé.
—Pues intenta recordarlo antes de volver a comerle la boca a tu ex.
—¡No le he comido la boca! —protesto indignada—. Ha sido un pequeño
roce.
—Maquíllalo cuanto quieras, pero le has comido la boca —insiste, y yo
pongo los ojos en blanco—. ¿Y qué ha pasado después?
—He salido por patas.
—Joder, Mónica…
—Ya… Ya lo sé, ha sido una estupidez —reconozco.
—¿Te refieres al beso o a salir huyendo? —Enarca una ceja y vuelve a
usar ese tonito.
Si no fuera mi hermana y la quisiera tanto, la odiaría mucho, estoy segura
de ello.
—Lo que más me sorprende es que no te haya hecho la cobra —deja caer
como si tal cosa—. Lo has pillado con la guardia baja.
Le suelto un manotazo en el brazo, pero acabamos riéndonos las dos por
el comentario.
—¿Y ahora qué hago? ¿Le pido perdón en plan rey emérito: «Lo siento
mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir»? ¿Me hago la sueca como si
no hubiera pasado nada?
—Lo primero que tienes que hacer es ordenar tu cabeza. —«Como si
fuera fácil»—. Y lo segundo es conocer a alguien —añade—. La mejor
manera de olvidar a un tío es acostarse con otro.
—Eres una romántica… —ironizo.
—Ya veo lo bien que te va a ti con el romanticismo, nena.
«Touché».
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19. Fuego cruzado
Héctor
En días como hoy, en los que Sofía llega a casa pasada de vueltas por la
excitación acumulada por los acontecimientos y el exceso de azúcar, me
cuesta Dios y ayuda conseguir que se meta en la cama. No para de contarme
una y otra vez todo lo que han hecho durante el fin de semana, porque
recuerda un detalle nuevo cada dos minutos y, por supuesto, para ella, es de
vital importancia compartirlo conmigo en ese preciso momento. Y, ojo, me
encanta que lo haga, el problema es que ahora mismo tengo la cabeza en otro
sitio y a punto de explotar.
«¿Qué cojones has hecho, Héctor?».
He perdido la cuenta de las veces que me he formulado esa pregunta
desde que Mónica salió huyendo esta tarde del balancín después del maldito
beso que no debí corresponder, pero lo hice.
No la seguí cuando se marchó. ¿De qué hubiera servido? ¿Qué iba a
decirle? ¿Que aquello había sido una cagada monumental? Hice lo mismo que
ella y puse tierra de por medio, pero la distancia física no parece ser
suficiente.
¿Debería haberle dicho que estoy conociendo a alguien? Ni siquiera me
había planteado hablar con Mónica de la existencia de Agatha porque, en
realidad, hasta esta noche, no había nada que contar más allá de un tonteo que
podía no llevarnos a ningún sitio. Y ahora… Ahora no sé si el único sitio al
que va a llevarnos es a la cama o puede haber algo más entre nosotros. Y al
hilo de eso, ¿debería decirle a Agatha que he besado a mi ex?
Joder.
El sonido de unos golpes en la puerta me rescata del océano de
pensamientos en el que me estaba ahogando sin remedio. «Seguro que es
Vera», pienso, porque mi amiga nunca llama al timbre después de las ocho
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cuando Sofía está en casa. Lo que me sorprende es que no utilice sus llaves
pero tal y como imaginaba, es ella quien se encuentra al otro lado.
—Qué mala cara tienes, ¿no? —Mi amiga me examina con el ceño
fruncido.
—Eres encantadora —ironizo. Porque aunque soy consciente de que mi
cara es lamentable, el comentario se lo podía haber ahorrado.
—Lo sé —responde y sigue mis pasos hasta el salón para dejarse caer en
el sofá, a mi lado—, por eso me adoras.
—No te adoro ni lo más mínimo —respondo de mala manera mientras
coloco los pies sobre la mesa del centro y apoyo la cabeza en el respaldo.
—Buuueeeno… —resopla—. Si este es tu plan, creo que me vuelvo a mi
casa. —Reacciono a tiempo para retenerla por la muñeca en el mismo
momento en que se levanta del sofá, y con un pequeño tirón consigo que
vuelva a sentarse.
—Lo siento. —Ahora soy yo el que resopla—. Te juro que no me aguanto
ni yo.
—¿Qué coño te pasa? Se supone que follar te suaviza el carácter, y no al
contrario. —Vera y sus conclusiones—. ¿No me digas que no has follado?
—¡Vera!
—¿Qué? —Levanta los brazos—. Es una pregunta de lo más normal.
—¿Por qué siempre acabamos hablando de sexo?
—Porque es lo que mueve el mundo —responde convencida—. La gente
cree que es el amor, pero se equivocan. Tú no te cruzas con una persona y te
enamoras perdidamente, en plan flechazo, eso solo pasa en las películas. En la
vida real, tú quieres llevártela a la cama. Y varias veces en la misma noche, a
poder ser. —No puedo negar que tiene parte de razón—. Enamorarse primero
es raro, aunque a veces pasa.
—¿A ti te ha pasado alguna vez?
—¿Enamorarme de alguien con quien no he tenido nada? —Yo asiento
como respuesta a la pregunta y, para mi sorpresa, ella también.
—¿Me lo estás diciendo en serio? —Abro los ojos como platos.
—No veo por qué iba a mentirte.
—Ahora necesito que me cuentes esa historia.
—Ni de coña, no pienso contarte mis miserias.
—¡Venga, Vera! —insisto—. Yo te cuento las mías.
—Y para eso estoy aquí. —Le da la vuelta a la tortilla.
—No te escaquees, venga, cuéntamelo.
—¿Qué parte del «no» es la que no entiendes, Héctor?
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—¿Él lo sabía? —Ignoro su comentario.
—¿Desde cuándo eres un cotilla?
—¿Por qué nunca me cuentas nada sobre tus relaciones?
—¡Porque no tengo relaciones! —Levanta los brazos con los ojos en
blanco como si fuera obvio.
—Algo habrá habido… —dejo caer.
Resopla otra vez y clava la vista en el techo. Está a punto de mandarme a
la mierda.
—A ver… —¿Me lo va a contar? No me lo creo—. Solo he tenido dos
relaciones «serias» —dibuja comillas en el aire— en mi vida y ninguna salió
bien. La primera: Fran. Nos conocimos en la universidad y estuvimos juntos
casi dos años, nos gustábamos, nos lo pasábamos bien… Nada reseñable, ni él
era el hombre de mi vida ni yo la mujer de sus sueños. Y entonces conocí a
Nico y perdí la cabeza por él. —Vuelve a resoplar y tengo la sensación de que
en lugar de aire intenta expulsar un mal recuerdo—. Esa fue la segunda. Y fue
un absoluto tormento, aunque yo no quisiera verlo. Estar con Nico era como
subirte a la montaña rusa, pasabas de estar en lo más alto a caer en picado un
segundo después. Era un ni contigo ni sin ti constante, un día me apartaba de
su lado y al siguiente venía a buscarme desesperado. Tardé tres años en darme
cuenta de que estar con él me hacía más mal que bien.
—¿Por qué las tías siempre acabáis colgadas de los capullos?
—Es una buenísima pregunta para la que no tengo respuesta.
—Argumenta—. Y ahora vamos a lo importante. ¿Qué querías contarme tú?
—No sé ni por dónde empezar —resoplo.
—¿Por qué estás de tan mal humor?
—Mónica y yo nos hemos besado.
—¡¿Perdona?! —Se incorpora de un salto en el sofá.
—En realidad, me ha besado ella, pero yo tampoco he hecho nada por
evitarlo.
—Pero… ¿en qué momento? ¿En qué contexto? —Vera está a punto de
cortocircuitar.
—Ha sido una tontería.
Le cuento lo ocurrido esta tarde e intento convencerme de que ha sido un
lapsus, un traspié, que no ha tenido la menor importancia. Pero luego
recuerdo el maldito blog y mis argumentos se van a la mierda.
—Un beso nunca es una tontería, Héctor, es una consecuencia.
—Joder, Vera, no me estás ayudando.
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—¿Prefieres que te mienta? Porque creo que para eso te bastas tú solito.
—Directa a la yugular—. Héctor, si tienes claro que lo tuyo con Mónica no
tiene vuelta atrás, deberías hablar con ella. —Tiene razón, pero no es tan fácil.
Mónica es importante para mí, es la madre de mi hija, y por nada del mundo
quiero hacerle daño—. Además, ¿qué pasa con Agatha?
—Agatha… —Me froto la cara con las manos. ¿Sonará muy mal si le
digo que nos hemos acostado? Aunque supongo que se lo imagina, así que…
¿qué más da ya?—. Nos hemos acostado.
—Madre mía, chico, qué éxito. —¿Se está burlando?—. Al final va a
resultar que eres un caramelito. —Sí, confirmado, se está burlando.
—Eres muy graciosa, ¿lo sabías?
—¿Cuál es tu secreto? —Se acerca hasta pegar la nariz a mi cuello y me
olfatea como si fuera un sabueso—. ¿Es el aftershave? ¿La colonia? ¿Tu
mano para los mojitos?
—Para —amenazo—. Vera, por favor. —Pero no me hace ni puñetero
caso y exagera todavía más el gesto—. ¡Vera, para ya!
Ni caso. Ella lo ha querido. Me giro de golpe y me abalanzo sobre ella con
las manos en sus costados para acribillarla a cosquillas porque sé que no lo
soporta.
—¡Héctor, para, por favor! —Casi ni se le entiende al hablar porque está
muerta de risa.
—¿Cuántas veces te he pedido yo a ti que pararas, mocosa?
—¡No es lo mismo! —lloriquea a carcajada limpia—. Para, por favor…
¡Héctor! —Me detengo y le doy una tregua, pero no la aprovecha—. ¡Eres un
abusón!
—¿Qué me has llamado? —pregunto con una ceja arqueada.
Vuelvo a la carga y ella se retuerce sobre el sofá para intentar liberarse.
Lo consigue cuando, de un manotazo, me hace perder el equilibrio y caigo
sobre ella. Y por si notar el calor que desprende su cuerpo no fuera suficiente
para paralizar el mío, la distancia que separa nuestros labios es tan escasa que
su respiración acelerada se mezcla con la mía mientras nuestras miradas se
encuentran en el más absoluto silencio. Ya no hay risas ni protestas, solo el
murmullo sordo de una idea que martillea con fuerza mi cabeza y que me
empuja a desviar la mirada hacia sus labios en el mismo momento en que ella
apresa con los dientes esa pequeña porción de carne. Sin ser consciente de
ello, acorto la distancia un poco más, casi puedo sentirla, y tengo claras dos
cosas. Que estoy a punto de cometer el segundo error del día y que me
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importa una puta mierda, aunque eso suponga acabar en medio de un fuego
cruzado sin saber por qué lado vienen los disparos.
Pero entonces, la voz de Sofía me salva de mí mismo.
—Papá… —Levanto la cabeza y la encuentro en mitad del pasillo con los
ojos entrecerrados—. Tengo sed. —Me separo de Vera para dirigirme a la
cocina y darle un vaso de agua a mi hija.
Cuando vuelvo al salón, después de acostarla, no hay rastro de ella.
«Joder, Héctor, has estado a punto de besarla. ¿En qué cojones estabas
pensando?».
En las consecuencias, obviamente, no.
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20. Cuando te muerdes el labio
Héctor
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trabajo atrasado —explica mientras monta su particular «oficina» en la mesa
que hay frente al sofá.
Y a mí las palabras se me enredan en un nudo de contradicciones porque,
por un lado, siento un profundo alivio al verla actuar con normalidad, y por
otro, me decepciona que lo haga.
«¿Y ahora qué cojones te pasa?», me reprendo.
—Oye, Vera… respecto a lo de ayer…
«Respecto a lo de ayer, ¿qué, Héctor? ¿Qué vas a decirle?».
—Héctor —me corta—, ayer no pasó nada. Así que deja de darle vueltas,
¿vale? —Su tono es dulce y, aun así, sus palabras tienen un regusto amargo.
«Sí pasó», pienso, pero de mi boca no sale una sola palabra.
No sé si tiene razón o si prefiere negarlo para no tener que enfrentarnos a
las consecuencias. En cualquier caso, es mejor así.
—Vale.
Es lo único que consigo articular antes de salir por la puerta.
Como resultado de mi precipitada huida llego al Siete Mares media hora
antes de que empiece mi turno. Me dejo caer en una de las sillas altas que
flanquean la barra como un cliente más y entierro la cabeza entre los brazos
bajo la atenta mirada de Álex y Manu.
—Me da miedo preguntar. —Afirma Manu.
—No lo hagas —sugiero.
Nos quedamos los tres en silencio hasta que saco la cabeza de mi
escondite y los encuentro frente a mí, apoyados en la barra, con los brazos
cruzados sobre el pecho, como si fueran parte de la decoración, y arqueo una
ceja.
—¿No deberíais estar trabajando? —insinúo.
—¿Seguro que no quieres contarnos qué ha pasado? —Álex rompe el
silencio.
—La he cagado.
—Como resumen no está mal, pero entenderás que es bastante ambiguo,
así que, ¿qué tal si nos cuentas la versión extendida? —apunta Manu.
Clavo la vista en el techo y suelto el aire de forma brusca antes de
comenzar mi relato. La parte de la noche con Agatha —de la que, por
supuesto, no doy detalles tórridos porque no necesitan saberlos— genera
alguna risilla y miradas de complicidad. El beso con Mónica ya no les hace
tanta gracia. Cuando llego a la parte del casi beso con Vera, mis amigos
tienen la mandíbula en el suelo.
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—Espera, espera… —interviene Manu—. ¿Has estado a punto de besar a
Vera?
—Después de todo lo que acabo de contar, ¿eso es lo único que te
interesa? —Yo alucino.
—A ver, Héctor —se dispone a explicarse—, lo de Agatha estaba
cantado, y que Mónica quiera volver a intentarlo, teniendo en cuenta que
llevas días dando por culo con el tema, tampoco me pilla por sorpresa.
—Encima tendré que darle la razón—. Aunque no te negaré que el hecho de
que pusieras de tu parte en el beso, cuando se supone que tienes claro que no
quieres volver con ella, me deja preocupado…, pero de eso ya hablaremos
más tarde —amenaza—, porque ahora lo que de verdad me intriga es por qué,
después de todo eso —y con «eso» refiere a Agatha y Mónica—, has estado a
punto de comerle la boca a alguien que, según tú, ya no te atrae en absoluto.
¿Te parecía poco el tinglado que tenías montado? ¿Ha quedado algún lío en el
que no te hayas metido este fin de semana?
Él vuelve a tener razón y yo no tengo excusa.
¿Tengo claro que no quiero volver con Mónica?
¿De verdad Vera ya no me atrae en absoluto?
En vista de los acontecimientos, empiezo a pensar que quizás no tenga tan
clara la respuesta a ninguna de esas preguntas.
Miro a Álex, que se ha mantenido en silencio desde que he terminado de
contarles la historia.
—¿Tú no vas a decir nada? —le digo con la esperanza de que su sensatez
haga acto de presencia y me ayude a ver las cosas con claridad porque ahora
mismo no veo una puta mierda.
—¿Qué esperas que te diga? —Eso no es lo que esperaba.
—Lo que piensas.
—Que eres imbécil. —Eso tampoco me lo esperaba—. Y que no vas a
encontrar las respuestas que buscas hasta que te hagas las preguntas
adecuadas.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que te aclares —responde tajante—. Por tu bien y por el de ellas.
—Lo que más me sorprende es que Vera no te haya soltado una hostia al
darse cuenta de tus intenciones. —Se burla el cretino de Manu.
—Creo que hubiera preferido la hostia —reconozco cabizbajo.
Así, al menos, no tendría que vivir con la duda de qué hubiera pasado.
—Seguramente, Mónica también. —Apuntilla Álex con muy mala leche.
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Ojalá pudiera decir que la conversación con mis amigos me tranquiliza y
que el resto del día mejora, pero no es así. Cuando termino la jornada tengo la
cabeza a punto de explotar.
@verdad_en_vena
Si algo me ha enseñado la vida es que no puedes retener a alguien que no
quiere estar, quedarse o ser parte de algo; pero también que asumir ese hecho no
lo hace más sencillo.
Sabes que no es para ti.
Que no puede ser.
Pero no puedes hacer que desaparezca.
¿Por qué tiene que ser todo tan difícil?
¿Por qué no tenemos un botón de SUP, eliminar contenido, borrar historial?
Ojalá pudiera coger todo lo que siento, meterlo en una caja y enviarlo por
correo postal a un depósito de sueños rotos con una etiqueta enorme en la que
ponga: «no devolver al remitente».
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Ojalá nunca os sintáis así.
Ojalá yo tampoco lo hiciera.
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21. Stranger Things
Héctor
Extraño. Esa es la palabra que describe cómo me siento. Los días pasan y
tengo la sensación de que me he quedado anclado en el maldito fin de semana
que puso mi vida patas arriba. Yo, que no quería líos, estoy de mierda hasta el
cuello. Maldigo el teléfono que sujeto todavía en la mano como si el aparato
tuviera la culpa de todos mis males, pero es que en este momento la tiene.
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—Oye, Héctor —dirijo la vista a Manu y la sonrisa que tiene pintada en la
cara me da muy mala espina—, si mañana necesitas carabina para tu cita con
Mónica, soy todo tuyo.
—Capullo —mascullo entre dientes mientras él se descojona.
—Y no te olvides de preguntarle si es la bloguera misteriosa, que mi
hermana y Sandra me tienen hasta los mismísimos con el tema. Necesitamos
una confirmación oficial.
—Manu —me incorporo para ponerme a su altura—, te quiero, de verdad
que sí, pero a veces no te soporto.
—Héctor, tío —coloca una mano sobre mi hombro—, te quiero, de verdad
que sí, pero yo no tengo la culpa de que hayas acumulado tanto mal karma.
—Eso lo dice porque me está devolviendo todas las pullas que un día le lancé,
pero el muy capullo está añadiendo hasta los intereses—. Todo vuelve. Hasta
los ex.
—Eres como un puto dolor de muelas.
—Sí, sí, lo que tú quieras, pero centrémonos. ¿Le has contestado ya a
Agatha?
—Todavía no.
—Pues como no te decidas pronto va a pensar que pasas de su culo como
de comer chinchetas.
Odio darle la razón, pero no me queda más remedio que hacerlo mientras
saco el móvil del bolsillo para teclear una respuesta ante la atenta mirada de
mi amigo.
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Que Manu no sepa cómo terminar una frase me acojona.
—Pero…
—¿Tú estás seguro de que quieres estar con Agatha? —«Joder»—. Has
tardado dos horas en contestar un puto mensaje. ¿De verdad te apetece quedar
con ella? —Me froto la cara con desesperación—. No me malinterpretes, sé
que esa chica te gusta, pero creo que te estás agarrando a esa relación porque
ahora mismo te parece la opción más fácil. La estás utilizando como escudo.
Y no te juzgo, ojo, conozco la técnica mejor de lo que imaginas. Soy un
experto en el noble arte del autoengaño y, precisamente por eso, sé que no
funciona. ¿Y sabes por qué? Porque un escudo puede protegerte del exterior,
pero nunca de ti mismo.
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—¿Por qué me rehúyes?
—No te rehúyo. —Replica con el ceño fruncido.
—Por supuesto que lo haces. —Estoy plantado en mitad de la puerta y no
pienso moverme de aquí hasta que aclaremos la situación—. Vera, no
podemos seguir así, tenemos que hablar de lo que pasó.
—No tenemos nada de que hablar porque no pasó nada.
—Sí pasó —insisto.
Vera pone los ojos en blanco, pero me da igual, vamos a tener esta
conversación lo quiera o no, porque esta situación se ha vuelto insostenible.
Negar lo ocurrido no funciona, nos estamos distanciando, y no quiero que eso
ocurra. Y aunque soy consciente de que poner todas las cartas sobre la mesa
puede poner más distancia entre nosotros, estoy dispuesto a arriesgarme.
—Estuve a punto de besarte.
—Pero no lo hiciste. —Rebate.
—¿Y si lo hubiera hecho?
—No lo hiciste —repite—. Así que deja de darle vueltas porque torturarse
por algo que no ha pasado no tiene ningún sentido.
—¿Y si quería que pasase?
—¿Y si, y si, y si…? ¿Te das cuenta de que lo único que haces son
conjeturas? ¿Qué esperas que te diga, Héctor? —Pone los ojos en blanco y
resopla con frustración, y yo… yo estoy a punto de empeorar las cosas. Doy
un paso al frente hasta reducir casi por completo la distancia entre nuestros
cuerpos.
—Dime que no querías que pasara. —Su mirada me atraviesa y su
respiración se entrecorta, pero de su boca no sale ni una sola palabra y yo
tengo el corazón a punto de salirse del pecho—. Necesito que lo digas.
—No quería que pasase —responde con seguridad.
Sus palabras caen sobre mí como un jarro de agua fría, uno que me
devuelve a la realidad, mientras ella pone distancia entre nosotros con una
mano sobre mi pecho. Vera sale de mi casa, y yo me quedo apoyado en la
puerta como un completo gilipollas.
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22. Cuerdas Rotas
Héctor
Al día siguiente, con Sofía de la mano, arrastro los pies hasta nuestra cafetería
de siempre para encontrarme con Mónica. A través de la cristalera que da a la
calle compruebo que ella ha sido la primera en llegar. Tamborilea con los
dedos sobre la mesa de forma compulsiva, algo que hace cuando está nerviosa
y que a mí siempre me sacaba de quicio. Ojalá no la conociera tan bien y ese
pequeño detalle me pasara desapercibido.
En cuanto entramos en el local, Sofía se lanza a los brazos de su madre, es
una zalamera de manual. Cuando considera suficiente el reparto de besos y
abrazos se despide de nosotros con mucha parafernalia y echa a correr hacia
la zona de juegos.
Me siento frente a Mónica y pido un café solo bien cargado mientras nos
ponemos al día de la semana en lo que a la niña se refiere hasta que un
silencio, demasiado incómodo, ocupa la silla vacía que hay entre nosotros y
se adueña de la mesa.
—Escucha, Héctor —mis músculos se tensan sin remedio—, quería
pedirte perdón por lo que pasó el domingo. —Se refiere al beso. Al maldito
beso.
—Mónica, no tienes que pedirme perdón…
—No me interrumpas, por favor —me pide y sé que mantener esta
conversación le está costando tanto como a mí—. No tendría que haberlo
hecho, sé que fue una estupidez pero cuando estamos juntos, como ahora, nos
veo tan bien que me invaden las dudas sobre si tomamos la decisión correcta.
Y sé que es un error y que no debería hacerlo, créeme, me lo recuerdo más a
menudo de lo que me gustaría reconocer —sonríe con amargura—, y si en
algún momento se me olvida, Lucía se encarga de recordármelo. Quizá mi
hermana tenga razón y lo que echo de menos sea la vida que teníamos,
cuando todo iba bien, y confunda la nostalgia con amor.
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«Joder con Lucía. Yo no lo hubiera dicho mejor».
—Yo también lo siento.
—¿Y tú por qué me pides perdón?
—Porque soy tan culpable como tú. Dos no se besan si uno no quiere. En
aquel momento, los dos queríamos hacerlo, aunque sabíamos de antemano
que era una cagada.
—¿Sabes en qué nos convierte eso? —pregunta con una sonrisa ladeada.
—¿En un par de idiotas?
—Exacto.
Ojalá las cosas hubieran sido de otra manera. Ojalá hubiera funcionado.
Ojalá todavía fuera posible, pero al igual que en la canción que suena de
fondo a través del hilo musical de la cafetería, cuando las cuerdas están rotas
«no puedes sentir nada que tu corazón no quiera sentir».
—¿Crees que algún día nos reiremos de esto? —pregunta con la mirada
clavada en la zona de juegos donde Sofía, ajena a todo, da brincos como si
fuera un canguro.
—Algún día conocerás a alguien y te preguntarás por qué has perdido
tanto tiempo conmigo. —Ladea la cabeza para mirarme con el ceño fruncido.
—¿Hay algo que quieras contarme?
«Joder, a veces, se me olvida lo bien que me conoce».
—Todavía no.
—Eso es que hay algo.
—No hay nada que debas saber.
—¿Me lo contarás cuando lo haya?
—Sabes que sí. Tenemos un trato, ¿recuerdas? —Un trato que consiste en
que, si alguno de los dos empieza una relación seria, el otro debe ser el
primero en saberlo—. Así que espero que tú hagas lo mismo cuando llegue el
momento.
Nos despedimos en la puerta de la cafetería con un abrazo y emprendo el
camino de vuelta a casa mucho más ligero. La conversación con Mónica me
ha sacado un peso de encima.
Pero como la alegría dura poco en la casa del pobre, la mía se evapora
cuando recibo un mensaje de Manu.
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Manu: ¿Qué tal te ha ido con Mónica?
Héctor: No.
Pero ¿qué perra le ha entrado ahora a este? ¿A qué viene tanta insistencia?
@verdad_en_vena
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Mario Benedetti escribió que el mayor error del ser humano es intentar
sacarse de la cabeza aquello que no sale del corazón.
Porque tú has hecho trinchera en el mío y no sé cómo sacarte sin abrirlo en
canal y dejarlo reducido a fragmentos tan minúsculos que sean incapaces de
volver a sentir.
Y si todavía no lo he hecho es porque tengo miedo a descubrir que cada uno de
los pedazos sigue llevando tu nombre.
Y mientras tanto, cada noche, cuando me acuesto, comparto cama con la
maldita contradicción de quererte y no querer.
El post no me tranquiliza.
En absoluto.
Y mientras sigo parado en mitad de la calle en un punto indeterminado
entre mi casa y la cafetería, y valoro la posibilidad de dar media vuelta para
presentarme en casa de Mónica y preguntarle sin rodeos si está detrás del
maldito perfil, recibo otro mensaje.
Desando el camino hasta la cafetería y, una vez allí, tras comprobar que
no hay ni rastro del peluche en la mesa en la que nos habíamos sentado,
decido preguntar en la barra. Gracias al cielo, allí está, alguien se lo había
entregado a una de las camareras.
Le envío a Mónica la foto de Rabit acompañada de un: «¡Lo tengo! Voy
de camino a tu casa», su respuesta no se hace esperar.
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Héctor: ¿Cómo podría
negarme?
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publicaciones me ayuda. Puede parecer una tontería, pero saber que ahí fuera
hay alguien que se siente tan perdido como yo, me consuela.
«Entonces, no es ella», concluyo aliviado. Aunque solo en parte, porque
lo que acaba de confesar me deja muy mal sabor de boca.
—¿Por qué no me dijiste cómo te sentías?
—Porque no tenía ningún derecho a hacerlo. Tomamos la mejor decisión
y, me guste o no, tengo que vivir con ella.
—Espera, espera… Eso… ¿Es posible que lo haya leído en algún sitio?
—¿Cuántas entradas has leído? —Mónica frunce el ceño y sé, con total
seguridad, que detrás de esa pregunta se esconden muchas más.
—Vale —resoplo—, ya que estamos siendo sinceros, tengo que confesar
que hace días que leo sus post.
—¿Tú? —Las arrugas de su ceño se acentúan.
—Verás…
Le cuento la versión extendida de la historia; desde la aparición de
Martina cuando vio la foto del mojito, las conjeturas sobre la bloguera
misteriosa, las dudas sobre si esos post iban dedicados a alguno de nosotros,
hasta la primera vez que vi el blog abierto en su ordenador aquel domingo que
vine a recoger a Sofía y pensé que tenía que ser ella, y el destinatario, yo.
—Si te digo la verdad, me halaga que creyeras que era yo.
—Pues yo me alegro de que no lo seas, aunque eso nos devuelva a la
casilla de salida.
Si Martina tiene razón, esos post podrían ir dedicados a cualquiera de los
tres, porque seguimos sin tener ni idea de quién puede ser ella.
—¿Cómo supiste que había leído más post?
—La frase que te sonaba.
—¿Qué le pasa?
—La leí hace un par de semanas.
Se levanta de la silla y se coloca a mi espalda para acceder al ordenador,
veo cómo el puntero del ratón se desplaza por la pantalla hasta detenerse
sobre un texto.
@verdad_en_vena
Cuando animéis a alguien a tomar decisiones,
no olvidéis recordarle que luego tiene que vivir con ellas.
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23. Carreteras Infinitas
Héctor
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Llego a su casa en diez. Un minuto después, Agatha me recibe en la puerta
con la misma bata de seda que llevaba puesta la última vez que nos vimos, esa
que dejaba ver más piel de la recomendable en aquel momento, y que hoy me
parece perfecta.
—¿Te he dicho lo mucho que me gusta esta bata? —Deslizo un dedo por
el interior del borde de la tela, rozando su pecho.
—Creía que lo que te gustaba era lo que había debajo —responde coqueta
mientras deshace el nudo de la cintura y yo trago saliva al comprobar que no
lleva ropa interior.
Agarra con firmeza la cinturilla de mis vaqueros y me acerca a su cuerpo.
—Estaba a punto de darme una ducha.
—¿Quieres que te frote la espalda?
—Quiero mucho más que eso, querido. —Se gira y avanza por el pasillo,
imagino que en dirección al baño, y yo…
—Joder… —Yo la sigo sin dudarlo.
Voy dejando la ropa por el camino, y ni siquiera espero a que abra el agua
de la ducha para levantarla del suelo, meterme entre sus piernas y apoyar su
espalda contra la pared del baño.
Y mi cabeza me juega una mala pasada. Intento concentrarme para no
pensar, pero mientras Agatha jadea agarrada a mis brazos, yo me doy de
hostias mentalmente porque mi cabeza está muy lejos de aquí.
«Me cago en mi puta vida, joder».
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—Tiene razón. —Aporta Álex, que se ha mantenido callado todo este
tiempo—. El autoengaño no te va a salvar eternamente.
—No es autoengaño, es resignación. —Expulso el aire antes de seguir
hablando. Necesito coger fuerzas porque sé que, si exteriorizo todo lo que
lleva días consumiéndome por dentro, se hará real y me engullirá sin remedio,
pero necesito sacármelo del pecho, aunque tenga que hacerlo a empujones—.
Siento algo.
—¿Algo? —Se jacta Manu—. Ese «algo» no te lo compro, amigo.
—Al menos, lo ha reconocido —dice Álex.
—¿Y de qué me sirve reconocerlo si ella no siente lo mismo?
—Reconocer que tienes un problema es el primer paso para arreglarlo
—añade Álex.
—Pues si tenéis algún consejo sobre cómo hacerlo, soy todo oídos.
Porque yo no sé qué hacer.
—¿Estás seguro de que ella no siente lo mismo? —Asiento.
Me lo dejó muy claro cuando me dijo que no quería que la besara.
—Entonces intenta poner distancia. —Esa es la gran recomendación de
Álex—. Sé que no es fácil, pero es lo único sensato que se me ocurre.
«Poner distancia». No quiero poner distancia, maldita sea, pero puede que
tenga razón y sea lo más sensato.
Mi móvil emite un pitido dentro de mi bolsillo y lo extraigo para leer la
notificación en la pantalla. Es un mensaje de Vera. Quien dice un mensaje,
dice un testamento, porque las notificaciones se suceden una tras otra sin
control.
«Joder…».
—¿Ha pasado algo? —pregunta Álex con preocupación. Mi cara debe de
ser un puto cuadro de Dalí ahora mismo. El de los relojes que chorrean, por
ejemplo.
—A la vecina de arriba se le ha roto una tubería, y además de su casa ha
inundado la de Vera —explico mientras sigo leyendo los mensajes en mi
teléfono.
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Vera: Ya ha dado parte al seguro, el problema
es que tienen que picar media casa (la suya y
la mía) para llegar hasta la rotura y me
preguntaba si podría quedarme un par de días
en tu casa mientras lo arreglan.
Respondo.
Y de verdad espero que mi salud mental pueda soportarlo.
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24. Tú y yo
Héctor
Esa noche cuando llego a casa Vera me espera en el sofá, en pijama, con el
ordenador sobre sus piernas cruzadas, y la situación no puede ser más
incómoda. Apenas hemos hablado desde que el sábado por la noche salió de
mi casa dejándome claro que no quería que pasase nada entre nosotros.
Aquella conversación, lejos de arreglar las cosas, las ha empeorado,
parecemos dos extraños que no saben cómo actuar en presencia del otro. Yo
al menos me siento así. Pero asumí ese riesgo y ahora tengo que asumir las
consecuencias. «Haberlo pensado antes de dejarte llevar». Escucho la voz de
Manu en mi cabeza. Alto y claro.
—Hola. —Saluda con una timidez inusual en ella, en nosotros.
Me pregunto si aún queda algo de ese «nosotros» que fuimos. Esto es
justo lo que no quería que pasara, lo que me frenó durante tanto tiempo
cuando fui consciente de que aquella atracción inicial se había convertido en
algo más, porque perderla no era una opción. Y ahora siento que la he
perdido.
—Hola —respondo tarde, sumido en mis pensamientos—. ¿Te has
instalado ya?
—Solo he traído un par de cosas, las he dejado en la habitación de Sofía,
si te parece bien. —Yo asiento. No iba a dejar que durmiera en el sofá
teniendo una cama vacía—. Muchas gracias por dejar que me quede.
—No tienes que darme las gracias, Vera, tú hubieras hecho lo mismo por
mí —respondo molesto, pero no puedo evitarlo porque… ¿en qué momento
hemos llegado a este punto de cordialidad absurda?—. Voy a darme una
ducha —añado, saliendo del salón, donde el aire se me antoja irrespirable.
Además, tengo que poner distancia, por mucho que me cueste, quizá sea
la única manera de que las aguas vuelvan a su cauce. Y, total, en este punto de
la historia ya no tengo nada que perder. Lo que no quita que bajo el chorro de
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agua de la ducha maldiga en arameo, sánscrito y hasta en latín, y salga del
baño más tenso de lo que entré.
Cuando vuelvo a la cocina me encuentro la mesa puesta y a Vera con la
cabeza metida en el horno hasta que recae en mi presencia.
—He preparado la cena —dice mientras saca una bandeja con pasta
gratinada que deposita sobre la encimera.
—No tenías que haberte molestado.
—Era lo menos que podía hacer.
Puede que esté sacando las cosas de quicio, pero todo me parece tan
impostado que me sienta como una patada en los cojones.
—Vera… —Me pinzo el puente de la nariz mientras escojo las
palabras—. No podemos seguir así.
—¿Así, cómo?
—Así. —Abro los brazos como si con ellos pudiera abarcar la tensión que
nos rodea—. Estos no somos tú y yo. Somos dos desconocidos que caminan
con pies de plomo y a mí esos zapatos me pesan demasiado. ¿Podemos
olvidar lo que ha pasado?
—Para mí tampoco es fácil.
—Lo sé, y lo siento —resoplo frustrado, mi estado habitual en los últimos
días—. No es un reproche, Vera, soy consciente de que el único responsable
de que estemos en esta situación soy yo. Solo quiero arreglarlo.
Me mira con tristeza.
Joder, ¿cómo he podido cagarla tanto?
¿En qué momento me pareció buena idea poner las cartas sobre la mesa?
«Porque te gusta, imbécil, y esperabas un milagro», me reprendo.
—Necesito que vuelvas. —Mis palabras suenan a súplica, pero así es
como las siento.
—Yo… —suelta el aire de forma brusca. Busca las palabras, lo sé, la
conozco, y tengo verdadero pánico a lo que pueda decirme—. No sé cómo
actuar contigo. Necesito tiempo.
—Vale —respondo resignado, porque no me queda otro remedio.
En el fondo la entiendo. Saber, creer, intuir o sospechar que alguien siente
algo por ti y que tú no sientas lo mismo es una putada. Y yo he estado a punto
de besarla, joder, creo que es más que evidente que siento algo, aunque no se
lo haya dicho de forma clara.
—¿Cenamos?
Más que cenar, mareo la comida en el plato con el tenedor, porque se me
ha cerrado el estómago, mientras finjo interesarme por los detalles de la
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avería de doña Celeste —nuestra vecina y la causante de esta inesperada
convivencia— para llenar el incómodo silencio con el que compartimos mesa.
Metemos en el lavavajillas los cuatro cacharros que hemos manchado y
me apresuro a encerrarme en mi habitación para poner tierra de por medio en
cuanto ella hace lo mismo en la habitación de Sofía.
Me tumbo en la cama e intento dejar la mente en blanco para no pensar,
pero no lo consigo. Ahora mismo entre Vera y yo hay una enorme pared, y no
me refiero a la que separa nuestros dormitorios, me refiero a la que ella ha
levantado para protegerse de mí.
Rescato el teléfono móvil que descansa sobre la mesilla y trasteo en todas
las aplicaciones habidas y por haber hasta que acabo en Instagram.
@verdad_en_vena
La memoria selectiva y otros dramas del primer mundo.
La memoria selectiva no me deja dormir.
¿A vosotros también os pasa?
Espero que la respuesta sea sí, porque lo cierto es que me consuela pensar que
no soy la única que recuerda cosas que le gustaría olvidar, y viceversa.
Sé que no es posible, que tengo que vivir con esos recuerdos que me atacan a
traición en mitad de la noche, que me devuelven una y otra vez al mismo día para
reprocharme que tomé la decisión equivocada.
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—La verdad.
«Sí, claro, verdad en vena».
«Tengo que dejar de leer esos malditos post que me están nublando el
poco sentido común que me queda, joder».
—¿Tú qué crees? —Nos mantenemos la mirada en medio de un silencio
tenso. ¿De verdad no es evidente que quería hacerlo? ¿No es esa la certeza
que nos ha alejado?
—Que estabas confuso, Héctor —responde.
—Vera… —Me pinzo el puente de la nariz con la mano libre. ¿Puedo
empeorar todavía más las cosas entre nosotros? No lo tengo claro, pero
necesito zanjar este tema de una jodida vez, así que… de perdidos al río—.
Aunque no te lo creas, era muy consciente de que lo iba a hacer, sabía que
estaba a punto de cagarla y me importaba una puta mierda. ¿Valía la pena
correr el riesgo? Viéndonos ahora, estoy seguro de que no, pero las malas
decisiones también forman parte de la vida y hay que vivir con ellas.
—¿Y qué pasa con Agatha? Creía que esa chica te gustaba. ¿Y Mónica?
Joder, Héctor, habíais tenido un acercamiento unas horas antes. Si nos
hubiéramos besado… ¿en qué lugar me dejaría eso?
Joder. Tiene toda la puta razón. He estado tan centrado en mí mismo que
no me he parado a pensar en cómo podría sentirse ella. Porque si ella hubiera
querido que nos besáramos, supongo que no sería un plato de buen gusto
saber que eres una más en el caos mental de alguien. Y ni siquiera sería el
odiado segundo plato, sería el tercero.
—Tienes razón, soy gilipollas. Por suerte, tú no querías que ocurriera.
—¿Y si hubiera querido?
—¿Ahora vas a empezar tú con los «y si»? —Me indigno—. Un poquito
de coherencia, por favor.
—¿Tú me pides coherencia?
—Mira, Vera, no quiero discutir.
Tendría que haberme vuelto por donde he venido, dar por terminada esta
conversación, porque vamos a acabar peor de lo que ya estábamos, pero soy
incapaz de moverme. Es como si una fuerza superior me hubiera anclado los
pies al suelo.
—Mira, Héctor, si sacaras la cabeza del culo, no estaríamos discutiendo.
Gira sobre sus pasos y cierra de un portazo la habitación de Sofía.
«¿Qué cojones acaba de pasar?».
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25. Algo que sirva como luz
Héctor
Martes.
Día dos sin Sofía. Y aún quedan otros trece que se me van a hacer más
eternos que de costumbre.
Día nueve de tensión con Vera. Uno de ellos de extraña convivencia, y a
punto de enfrentarme al siguiente. Estoy atrincherado en mi cuarto pero desde
la cama, la escucho trastear en la cocina mientras intento reunir fuerzas para
enfrentarme a la situación. A ella. A esta maldita tensión que se respira en el
ambiente. Y todo por un puto casi beso, joder. Si al menos hubiera merecido
la pena…
Enciende la radio, YouTube o Spotify, vete tú a saber, no pienso ir a
comprobarlo. El caso es que el sonido de la música se cuela bajo mi puerta
como un murmullo, y con ella, la voz del cantante de Supersubmarina.
No me faltes, ya no sé muy bien qué darte,
solo tengo hueso y carne.
Tengo que recuperar el alma que ahora mismo está en el aire.
Me resulta inalcanzable.
Se diluye en un instante
y lo deja todo bien oscuro y en el borde del desastre.
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En un lado todo el daño,
todo lo bueno en el otro.
Pero tú nunca en el centro,
siempre haciendo algún destrozo.
«Joder».
Dejo de preguntarme si la elección musical es fruto de la casualidad, ni
siquiera quiero saberlo, pero no puedo seguir escuchando. Me levanto de un
salto y me pongo unos pantalones cortos y una camiseta que saco del armario
con prisa. Tengo que salir de aquí. Hubiera preferido la música clásica.
Mientras me visto, José Marín, alias Chino, sigue poniendo banda sonora
a mi tormento.
Protegiéndome del roce del contacto con tu fuego.
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—Han cortado el agua. —Freno en seco a medio camino y ladeo la cabeza
para enfrentarme a su mirada—. ¿No has visto el cartel?
—Si lo hubiera visto, no estaría a punto de meterme en la ducha
—respondo más borde de lo que quisiera.
Creo que estoy demasiado susceptible.
Vera cierra la pantalla del portátil con brusquedad, deja su asiento y
recoge su improvisada oficina a la velocidad del rayo.
—Creo que será mejor que me vaya a casa de mis padres hasta que
terminen las obras de mi piso.
Pasa por mi lado y esta vez soy yo quien la retengo a ella sujetando su
muñeca.
—Lo siento.
—Déjalo de pie. —Intenta zafarse de mi agarre, pero yo no cedo—. ¿Te
importaría soltarme, por favor?
—Vera, tus padres viven a tomar por culo —argumento.
—A tomar por culo te puedes ir tú con tu bordería.
—Te he dicho que lo siento.
—Y yo que lo dejes de pie —insiste, y chasquea la lengua contra el
paladar antes de mirarme con intensidad—. No podemos seguir así, Héctor.
—Lo sé.
El silencio vuelve a engullirnos. Vera desvía la mirada hacia un punto
indeterminado de la pared; duda, resopla y vuelve a clavar sus ojos en mí
mientras se muerde el labio inferior. Dirijo mis dedos hacia ese punto y lo
libero de su agarre.
—No hagas eso. —Mi voz es una mezcla de súplica y orden.
Porque ese gesto que tengo grabado a fuego en la memoria me devuelve a
la noche en la que todo se fue al garete. Vuelvo a notar la soga al cuello, me
falta el aire y el corazón late más deprisa de lo que debería, y no tiene nada
que ver con la carrera que me acabo de pegar. Tengo que reconducir la
situación antes de que vuelva a cagarla porque no sé cuánta mierda puedo
acumular sin ahogarme en ella, pero debo de estar a punto de alcanzar ese
límite.
—¿A qué hora vuelven a abrir el agua? —Mi pregunta la descoloca.
—No lo sé.
—Voy a cambiarme de ropa. —Porque estoy seguro de que apesto a
sudor—. ¿Pedimos comida? Si no hay agua, tampoco podemos cocinar.
—Vera asiente, creo que sigue flipada por el rumbo que ha tomado la
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conversación—. ¿Tailandés? —Vuelve a asentir como una autómata mientras
yo me escabullo hacia el dormitorio.
Está claro que lo de «poner distancia» no se me da bien.
Estoy a punto de llamar al restaurante para pedir la comida cuando una
videollamada entrante con el nombre de Mónica ilumina la pantalla. Pero yo
sé que no es ella. Es Sofía. Mi niña. La luz de mis ojos. Descuelgo el teléfono
y me encuentro con un primer plano de su sonrisa mellada. Lo de colocar el
teléfono para que su cara encaje en la pantalla lo lleva regular, así que lo
mismo me enseña los dientes que los agujeros de la nariz que el alicatado de
la cocina.
—¡Papiiiiiiiiii! —Su voz cantarina es música para mis oídos.
—¡Hola, princesa!
—¡Hemos ido al zoo!
Lo sé, yo mismo le cubrí la autorización para la excursión hace un par de
semanas, pero está tan emocionada que me hago el loco.
—¿En serio? Qué suerte. ¿Te lo has pasado bien?
—Síííí, ¡he visto un león como nosotros, papi!
—¿Como nosotros?
—Sííí —chilla—. Vera dice que somos leones. —Mi hija imita el rugido
del felino y yo interrogo a Vera con la mirada.
—No me mires así, los dos sois leo —responde como si nada.
—¿También le lees el horóscopo? —pregunto con media sonrisa.
—Obvio —responde con media sonrisa.
Estoy a punto de decirle que no sé si me parece buena idea que convierta a
mi hija en una miniversión de Esperanza Gracia cuando la voz de Sofía entra
de nuevo en escena.
—¡¿Vera?! —pregunta con sorpresa al escuchar su voz.
Mi hija no tiene ni idea de que Vera está en mi casa, que se ha quedado a
dormir ni que lo ha hecho en su cama. No he tenido tiempo de contárselo. Las
únicas personas que lo saben son mis dos amigos, y porque ayer estaban
presentes cuando recibí su mensaje de socorro. A Agatha tampoco le he dicho
nada.
La aludida se asoma a la pantalla y la sonrisa de mi hija se expande. La
adora. Y yo me siento fatal por poner en peligro este equilibrio.
—Hola, mi niña —dice con tanto cariño que me parte el alma. No puedo
perder esto. No quiero.
Le explico a mi hija que Vera se ha tenido que quedar a dormir aquí
porque están arreglando su casa y que lo ha hecho en su cama. Se pone como
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loca, hasta le ofrece sus juguetes para que juegue con ellos si se aburre.
—Cuando vuelva, ¿podemos hacer una fiesta de pijamas? —pregunta
emocionada.
Vera y yo nos miramos sin responder. Menudo percal.
—¡Claro! —Es ella quien responde.
—¿Los tres? —pregunta Sofía.
Maldita inocencia… A ver cómo salimos ahora de este entuerto. Seamos
realistas, ¿los tres en la misma cama? Ni de coña. Es que no me lo planteo ni
con la niña en medio de los dos a modo de escudo impenetrable.
—Ya veremos —respondo con la esperanza de que se le olvide.
La videollamada se alarga unos minutos más que se me antojan eternos
porque Vera se ha sentado a mi lado en el sofá y estamos tan pegados el uno
al otro para que nuestras caras quepan en la pantalla que, por más que intento
evitarlo, nuestros cuerpos se rozan. Es un puto calvario, joder. Lo único que
me consuela es que la llamada de Sofía parece haber estrechado un poco la
brecha entre nosotros. Quizá aún podamos arreglarlo y que todo vuelva a ser
como antes.
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26. Otra vez
Héctor
Una vez más llego al local antes de tiempo y empieza a preocuparme el bucle
en el que se ha convertido mi vida en las últimas semanas. Yo tenía una vida
tranquila, puede que un poco aburrida, no digo que no, pero era feliz así. Sin
líos, sin problemas, sin complicaciones. Han pasado demasiadas cosas en muy
poco tiempo y, como ya he dicho en alguna ocasión, mis habilidades para
resolver conflictos en situaciones de estrés son escasas, por no decir nulas.
—Llegas pronto. —Comenta Álex mientras consulta su reloj de pulsera.
—Se me caía la casa encima.
Entro en la barra y me preparo un café solo bien cargado. En cuanto
termino, tomo asiento en uno de los taburetes del otro lado y remuevo el
contenido del vaso.
—¿La casa o Vera? —inquiere Álex, pero no me da tiempo a responder
porque el capullo de Manu interviene antes.
—Ya quisiera este que Vera que se le cayera encima… o debajo.
—Tienes un humor de mierda.
—He leído en un cubo de basura que el sentido del humor se adquiere
escuchando el sonido que hacen los planes a medida que se rompen. Igual es
por eso.
—Pues no tiene gracia.
—Sí, la tiene, pero tú todavía no has pillado el chiste —responde—, algún
día nos reiremos de todo esto.
—Un día muy lejano.
—No seas tan negativo —interrumpe Álex—. Venga, va, ¿qué ha pasado?
—Que la situación no puede ser más incómoda, y para colmo estoy a la
que salta. Hemos discutido más veces en las últimas veinticuatro horas que en
los dos años anteriores.
—Eso es tensión sexual no resuelta.
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—Manu, tío, tú te metes algo, ¿verdad? Pero algo chungo. —Pongo los
ojos en blanco—. ¿Qué parte de que no es recíproco no entiendes?
—¿Tú estás seguro de que no quiere nada contigo? —pregunta Álex.
—Completamente —respondo con resignación mientras me termino el
café de un trago.
—¿Y qué opina Agatha de que Vera esté «viviendo» contigo? —pregunta
Manu.
—No opina nada porque no lo sabe.
—¿No vas a decírselo? —interviene Álex.
—No sé si tiene algún sentido hacerlo —reconozco—. En un par de días
se habrá ido.
—De tu casa. —Matiza Álex. Y no necesito que añada nada más para
entender lo que ha querido decir. Se irá de mi casa, pero no de mi cabeza.
De fondo suena Full y su Otra vez, y yo maldigo para mis adentros. ¿No
podía sonar AC/DC, por ejemplo? «Pues, no, Héctor, aunque la autopista al
infierno también te iría que ni pintada como banda sonora en estos
momentos».
Otra vez
vuelve el recuerdo
como el viento en que se fue.
Vuelven las ganas de estrecharte
y de querer estar contigo,
aunque conmigo ya no estés.
—Oye, Álex, ¿es este viernes cuando viene el tipo del monólogo?
—pregunta Manu con el móvil en la mano. Álex asiente—. La pesada de mi
hermana lleva una semana preguntándomelo. Entre eso y la bloguera
misteriosa me tiene hasta los cojones. —Aporrea la pantalla mientras habla—.
Tenemos que averiguar de una vez quién es. —La confirmación de que no se
trataba de Mónica fue un chasco para todos, salvo para mí, obvio. Para mí,
fue un completo alivio—. ¿Habéis visto el último post? —Álex y yo
negamos, sincronizados.
—¿Tú sí? —pregunto sorprendido.
—Martina acaba de enviármelo. —Responde—. Cuando os digo que me
tiene hasta los cojones, es por algo.
Nos muestra la pantalla de su teléfono.
@verdad_en_vena
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Malditas canciones de amor.
¿Por qué siempre suenan en el momento menos apropiado para hacerlo?
¿Creéis que el universo nos envía mensajes?
¿Es una señal? Nunca he sido experta en interpretarlas. Más bien, todo lo
contrario.
Si tuviera que definirme en ese sentido, sería una brújula averiada que hace
demasiado tiempo que perdió el norte.
Y así me va.
En la radio, Rosana canta aquello de «si quieres las estrellas, vuelco el cielo».
Y yo lo volcaría por ti, lo prometo, pero irónicamente, me falta ese «sin miedo»
que da título a la canción.
¿Resultado? Todo mal.
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Manu y yo no hemos perdido detalle de la escena, pero creo que ahora
mismo los tres estamos pensando lo mismo. Un mojito. Un martes. A las siete
de la tarde. ¿Es sospechoso o estamos paranoicos?
—¿La habíais visto antes por aquí? —pregunta Álex.
—A mí me quiere sonar… —interviene Manu—, pero no estoy seguro.
—¿La vigilamos? —propongo. Y mis amigos asienten.
Confirmado. Estamos los tres en paranoia nivel Dios.
—Te recuerdo que, si es ella, al mojito la invitas tú. —Señala Álex antes
de encaminarse a la mesa donde se ha instalado la chica.
Unos minutos después, tras haber hecho al menos cinco fotos al mojito, se
unen a ella dos chicas más. ¿Adivináis que han pedido? Correcto. Mojitos.
Por si no teníamos suficiente con vigilar a una, ahora tenemos que hacerlo
con tres.
En cuanto la rubia que llegó en primer lugar saca su móvil para hacerse un
selfi con sus amigas, mojito en mano, y Álex comprueba que la chica ha
subido la foto a Instagram, etiquetando al local y a sus amigas en la
publicación, las descartamos como sospechosas.
—Era demasiado fácil. —Comenta Álex.
—Fácil te lo está poniendo la rubia… —añade Manu, que no pierde
comba—, te está desnudando con la mirada, amigo.
—¿A quién tengo que sacarle los ojos? —La voz de Candela nos pilla por
sorpresa. Tira de la camiseta de Álex, que se deja hacer encantado, y le
estampa un beso en los morros.
El comentario me ha sacado una sonrisa porque Candela es la persona
más dulce que conozco después de Martina —la hermana de Manu—, pero
Martina no cuenta, ella juega en otra liga, y si existiera un dulzómetro, lo
reventaría.
Álex y Candela llevan juntos casi dos años y están tan enamorados o más
que el primer día. Son una de esas parejas que dan envidia de la mala, porque
tú también quieres una relación así.
—¿Desde cuándo eres una violenta? —se burla Álex justo antes de volver
a besarla.
—A ver, por favor, que corra el aire —interrumpe Manu a la vez que los
separa—, que me estáis subiendo el azúcar, joder.
—Tú siempre tan romántico… —Malmete Candela antes de volver a
dirigirse a su novio—. He conseguido cambiar el turno en el hospital, así que
guárdanos sitio para el viernes. Tenemos «noche de chicas». —Levanta las
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cejas repetidas veces con una amplia sonrisa pintada en la cara y Álex se
descojona.
—Madre mía, qué peligro… —Manu se lleva las manos a la cabeza con
dramatismo.
Pero tengo que darle la razón por qué lo cierto es que las «noches de
chicas» de esta cuadrilla traen cola. El grupo está compuesto, además de
Candela, por su madre y su mejor amiga, Rosario y Alba, respectivamente;
Martina y Sandra, hermana y novia de Manu, respectivamente. Y como
colofón tenemos a Antonia, vecina de Rosario y tía de Sandra. Un torbellino
de mujer con una mano para la cocina que no tiene nada que envidiarle a
Ferran Adrià. Sus croquetas son legendarias. Son un grupo de lo más
variopinto, a la par que peligroso, porque, aunque cada una a su nivel,
ninguna destaca por su cordura.
—Sofía está con su madre esta semana, ¿verdad? —me pregunta Candela,
y yo asiento—. ¡Genial! Voy a preguntarle a Vera si se apunta al plan antes
de reservar mesa para cenar.
Lo de que aquí nos conozcamos todos y haya tan buen rollo nunca me
había parecido más perjudicial para la salud. Para la mía, me refiero. Candela
se aleja de la barra con el teléfono pegado a la oreja para llamar a Vera.
—Espero que ya tenga planes —murmuro. Pero la esperanza me dura lo
poco que Candela tarda en colgar e informarnos de que Vera se apunta al
plan.
«Que Dios nos coja confesados».
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27. Y yo…
Héctor
«Y yo, que casi no me siento la piel, le digo a mis amigos que no, que nunca
más te voy a querer…». La música suena de fondo mientras preparo la
comida y tengo que contener las ganas que me entran de lanzar el portátil de
Vera por la ventana, por tercer día consecutivo, mientras ella habla por
teléfono con alguien de su oficina haciendo caso omiso a la selección musical.
Y yo… Yo voy a volverme loco en cualquier momento.
Aunque, desde la videollamada con Sofía, las cosas entre nosotros han
mejorado un poco, seguimos manteniendo cierta distancia. Menos mal que
nuestra improvisada convivencia tiene las horas contadas.
Esta mañana la han llamado de la compañía de seguros para confirmarle
que la empresa de reparación ha terminado las obras —algo que ella ya sabía
por qué ha supervisado los trabajos—. Y, a lo largo del día, vendrá una
empresa de limpieza para eliminar cualquier rastro del incidente, por lo que,
si todo sale como está previsto, a última hora de la tarde podrá volver a su
casa.
Al igual que en los días anteriores comemos casi en completo silencio.
—¿Qué tal en el trabajo? —pegunta.
—Bien, ¿y tú?
—Como siempre.
«Maravilloso».
En cualquier momento empezaremos a hablar del tiempo como dos
desconocidos en un ascensor. «Parece que ha refrescado», «sí, dicen que
mañana llueve», «pues menos mal que me lo has dicho porque hubiera salido
de casa sin paraguas». Si es que lo veo venir.
La pantalla de su teléfono móvil, que descansa a la derecha de su plato, tal
y como establece el protocolo, se ilumina sobre la mesa. Lo coloca bocabajo
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con rapidez, pero no la suficiente como para evitar que vea el nombre que ha
aparecido en la pantalla.
Víctor.
Víctor no tengo que fingir los orgasmos.
Ojalá no lo hubiera visto porque me sienta como una patada en las
pelotas.
«¿Se seguirá zumbando a ese tío?», me pregunto, y me enfado conmigo
mismo por hacerlo.
Sí, es absurdo, no tenemos nada, a ella no le intereso en absoluto y,
además, se supone que yo estoy conociendo a otra persona, no tengo ningún
derecho a mosquearme, pero lo hago.
—¿No vas a cogerlo? —pregunto.
—No —responde sin tan siquiera mirarme.
«Pues muy bien».
Apenas unos minutos después es mi pantalla la que se ilumina con el
nombre de Agatha. Al final va a tener razón el capullo de Manu y tengo mal
karma para repartir. Porque no me jodas. Ya hay que tener puntería. Ahora
soy yo quien cuelga la llamada.
—¿Tú tampoco vas a cogerlo?
—No. —Le respondo de la misma manera. Seco, conciso y sin contacto
visual.
Esto es un puto infierno. Joder.
Vera vuelve al trabajo en cuanto terminamos de recoger la cocina y yo me
amodorro en el sofá un rato. Ha tenido la deferencia de ponerse unos
auriculares para que no me moleste la música que tiene puesta, pero la muy
tarada la pone tan alta que la escucho igualmente.
¿Hace falta que te diga
que me muero por tener algo contigo?
¿Es que no te has dado cuenta
de lo mucho que me cuesta ser tu amigo?
Ahora entiendo mejor que nunca el post que nos leyó Manu. «Malditas
canciones de amor. ¿Por qué siempre suenan en el momento menos apropiado
para hacerlo? ¿Creéis que el universo nos envía mensajes?». Necesito saber
quién es la tía del blog para que podamos hacer terapia de grupo. Estoy
seguro de que entenderá cómo me siento.
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Me meto en su perfil y vuelvo a bucear entre sus publicaciones buscando
una pista; algo, no sé el qué, cualquier detalle que se me haya pasado por alto,
pero no encuentro nada que provoque esa chispa de lucidez que necesito para
despejar la equis de la ecuación.
@verdad_en_vena
Sigo leyendo poesía.
Sigo escuchando canciones de amor.
Sigo esperando que me veas, solo a mí, como si el mundo a nuestro alrededor
hubiera estallado en mil pedazos y solo quedase un «nosotros» flotando en el aire.
Sigo haciéndome daño, porque te pienso aunque duelas, da igual el día, la
hora o el mes.
Sigo en el mismo callejón sin salida.
Y sigo siendo incapaz de salir de aquí.
Porque el dolor me recuerda que siento.
Que nadie muere de pena.
Y tampoco de amor.
Ni siquiera tengo tiempo de analizar lo que leo porque un mensaje de Agatha
se superpone en la pantalla.
¿Y ahora qué le digo? ¿Que no? Llevo cuatro días respondiendo a sus
mensajes, tarde, mal y arrastro, y el noventa por ciento de mis respuestas han
sido monosílabos. Tengo que hablar con ella y decirle la verdad, pero no va a
ser ahora, con Vera sentada a un par de metros de distancia. La llamaré de
camino al Siete Mares.
Me despido de Vera cuando paso a su lado en dirección a la puerta.
«Con suerte, esta noche volverá a su casa y yo podré volver a sentirme a
salvo en la mía», pienso, iluso de mí, en dirección al trabajo. Porque la
realidad es que esa noche, cuando llego a casa y compruebo que no hay ni
rastro de ella, me dejo caer en el sofá con un regusto amargo en los labios y
clavo la mirada en el techo como si tuviera las respuestas que busco, sin saber
que al otro lado del rellano, ella está haciendo exactamente lo mismo.
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28. Tu peor error
Vera
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Y, claro, cuando estas cambian de golpe es un problemón. Como el que tengo
ahora entre manos.
Miro mis vaqueros favoritos con adoración, pero los devuelvo al armario
con pena porque tienen más agujeros que un colador y estoy segura de que, si
me los pusiera esta noche, al lado de las demás, parecería una indigente. ¿Un
vestido? Escojo un modelo negro, arreglado pero informal, que hace al menos
dos años que no me pongo. ¿Todavía me servirá? Miro la talla en la etiqueta.
Ni de coña. Al trabajar desde casa he engordado un pelín de nada en los
últimos meses. Y no es una queja, ojo, que yo me veo estupenda, el asunto es
que con ese vestido parecería una morcilla de Burgos, y como que no me
apetece.
¿Por qué le he dicho que sí a Candela? Devuelvo el vestido a la percha
con frustración. Si hubiera aceptado la propuesta de Víctor de pasar la noche
juntos —o al menos parte de ella—, ahora mismo la ropa sería el menor de
mis problemas, porque me iba a durar puesta entre poco y nada.
Víctor.
No es el amor de mi vida, yo tampoco el suyo. Eso lo tenemos claro los
dos. Nuestra relación es lo que es, nos utilizamos mutuamente y nos viene
bien. A él porque la sola mención de la palabra compromiso le produce
urticaria. Y a mí porque consigo sacarme a Héctor de la cabeza, aunque solo
sea un rato.
Héctor.
Recuerdo con total nitidez la primera vez que nos vimos, no en sentido
literal, porque nos veíamos a menudo en el edificio, me refiero a verlo de
verdad, más allá del tío con el que compartía rellano e intercambiaba el típico
saludo de cortesía. Iba disfrazado de princesa, con su hija de la mano, y
pensé: «¿Qué clase de tío se enfunda unas mallas y un tutú rosa para hacer
feliz a su hija?». Uno especial, obvio, en el mejor sentido de la palabra.
¿En qué momento me colgué de él? No tengo la menor idea. Supongo que
fue algo gradual y que eso de que el roce hace el cariño es una verdad
incuestionable, como que el sol sale por el este y se pone por el oeste. Al
principio ni siquiera me parecía atractivo. Mentira. Siempre me ha parecido
atractivo. Porque lo es. A lo que me refiero es que no es uno de esos tíos por
el que te partirías el cuello con el giro de cabeza si te lo cruzaras por la calle.
O quizás sí. Yo qué sé. Ahora mismo la única certeza que tengo es que estoy
hecha un lío, y de los apretados.
¿Por qué han tenido que complicarse tanto las cosas?
¿Por qué ha tenido que hacerlo todo tan mal?
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Si me hubiera besado en aquel momento, le habría devuelto el beso, eso lo
sabe hasta el más tonto de la clase. ¿Y luego qué? ¿Se arrepentiría? ¿Me diría
que fue una tontería como en el caso de Mónica? Para mí, un beso no es una
tontería, es una consecuencia, pero me niego a ser la consecuencia de un error
y que la realidad me dé una hostia con la mano abierta para bajarme de las
nubes. No, gracias, me quiero demasiado a mí misma para ser la indecisión de
nadie. Una más en su empanada mental.
Porque eso es lo que tiene, una empanada terrible y no sabe ni lo que
quiere. No soy tan tonta como para no ver que se siente atraído por mí, si no
fuera así, nada de esto hubiese pasado. El problema es que, para mí, no es
suficiente, porque yo quiero más.
Por suerte, eso no pasó, pero el muy imbécil no se limitó a olvidarlo. No,
no podía dejarlo estar, como si aquello no hubiera pasado, tuvo que meter el
dedo en la llaga y enmarañar más las cosas, y yo tuve que mentir por una
mera cuestión de supervivencia. Y por si la situación no era ya lo
suficientemente incómoda, a la suicida emocional que llevo dentro se le
ocurrió la maravillosa idea de instalarse en su casa mientras terminaban las
obras de la mía.
Lo único que me consuela es que creo que, pase lo que pase, ya no puede
ser peor. Y que quede claro, señor destino, o quien quiera que mueva los hilos
del universo, que esto no es un desafío. No se lo tome como un reto personal.
De verdad, no hace falta.
Rescato del armario los vaqueros que he desechado hace un rato. «A la
mierda». Tampoco están tan rotos y, además, lo roto es tendencia, ¿no? Pues
los llevo a juego con mi maltrecho corazón.
«Claro que sí, Vera, arriba el drama».
Además, solo es una cena informal con amigas y un monólogo en el Siete
Mares, ninguna de las dos cosas requiere etiqueta, así que tampoco hace falta
que me acicale como si fuera a tomar el té de las cinco al Buckingham Palace.
Esto lo arreglo yo con una camiseta mona y unos tacones.
Una hora más tarde estoy en la puerta de la tapería en la que he quedado con
las chicas. Creo que soy la primera en llegar, pero decido enviarle un mensaje
a Candela para asegurarme. Saco el móvil del bolso, abro la aplicación de
WhatsApp y me encuentro con un mensaje que no esperaba.
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Héctor: Sé que no debería
escribirte porque prometí que
te daría el tiempo que
necesitases. Pero te echo de
menos. Y necesito que vuelvas.
«Necesito que vuelvas». ¿No fue Sabina quien dijo que «al lugar donde
has sido feliz no debieras tratar de volver?». ¿Debería responderle eso?
Porque… ¿cómo vuelves donde no quieres estar? O, al menos, no de la misma
manera en la que has estado hasta ahora. ¿Cómo cierras de golpe una puerta
sin que te dé en las narices?
«Yo también te echo de menos, pero no voy a decírtelo». Así que te
quedas en visto mientras yo me concentro en lo que iba a hacer cuando saqué
el teléfono del bolso: enviarle un mensaje a Candela.
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—¡Ole tus ovarios, nena! —Levanto mi copa en su dirección y las demás
me imitan. Brindamos y bebemos.
—Recuerda que tienes que grabar ese momento, Sandra —dice Alba.
—O grabo o tengo a mano el número de la ambulancia —responde
Sandra—, todo a la vez no se puede.
—Olvídate de la ambulancia, lo importante es inmortalizar el momento.
—Rebate Alba. Esta tía está como una regadera, y creo que es justo por eso
por lo que me cae tan bien.
—¡Qué ganas tengo de boda! —Aplaude Antonia, la tía de Sandra.
—Hay que ver lo que te gusta una fiesta, Antonia. —Malmete Alba.
—Estamos aquí dos días, niña, habrá que disfrutarlos, ¿no? —La mujer
hace un barrido visual por la mesa, pero se detiene en el extremo que
ocupamos Candela, Martina y yo, nos mira con detenimiento, y miedo me da
lo que esté rondando por su cabeza—. ¿Y vosotras qué? ¿No tenéis pensado
casaros?
—Yo ya me casé una vez, no necesito repetir la experiencia —dice
Candela—. Estoy muy bien como estoy.
Antonia frunce el ceño, poco convencida con la respuesta, pero pasa a la
siguiente.
—Yo estoy esperando a que Lucas me lo pida. —Esta es Martina, que por
supuesto no valora la posibilidad de pedírselo ella, como va a hacer Sandra
con su hermano, aunque se muera de ganas de pasar por el altar—. Y no, no
pienso pedírselo yo, ¿queda claro? —ataja antes de que las demás podamos
proponerlo.
Llega mi turno. Aunque no entiendo por qué me pregunta a mí, la verdad.
—¡Yo ni siquiera tengo con quien hacerlo, Antonia!
—Será porque no quieres, chata —interviene Alba—, porque no me creo
que no haya nadie interesado en ti.
—El mercado está muy mal… Os habéis llevado a los mejores…
—respondo en un intento de cambiar de tema, porque, como insistan, con lo
sensible que estoy, soy una presa fácil y acabaría cantando La traviata.
—¿A que va a ser verdad que tienes unas expectativas demasiado altas?
—No es cuestión de expectativas. Os digo que los buenos ya están
pillados… —insisto.
—Algo habrá que te interese, ¿no? —pregunta Sandra.
«Verás como al final acabo cantando». Porque podría parecer una
pregunta casual, pero hay algo en esa media sonrisa que dispara todas mis
alertas.
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—Nada. —Miento, y rezo para que lo deje estar.
Su sonrisa se ensancha y me guiña un ojo. ¿Lo sabe? Ay, madre… ¿¡Lo
sabe!? Si mis sospechas son ciertas, voy a matar a Manu porque es el único al
que le he contado lo de Héctor. Yo necesitaba desahogarme con alguien, él
estaba allí, una cosa llevó a la otra y creo que no hace falta que explique el
final de la historia. Le conté mis mierdas y él juró guardar el secreto, pero no
me fío.
De hecho, lo primero que hago en cuanto llegamos al Siete Mares es
agarrarlo de la pechera con disimulo y arrastrarlo a un rincón de la barra.
—¿Se lo has contado a Sandra? —No sé para qué pregunto, porque en el
fondo lo que quiero es afirmar.
—¿Puedes ser más concreta? —pregunta.
—¿Le has contado lo de Héctor?
—¿Qué? ¡Por supuesto que no! —Asegura, y parece sorprendido—. Pero
tú, ¿por quién me tomas?
—Vale, creo que estoy paranoica.
—Vera… —Se rasca la nuca y duda, que Manu no sepa cómo terminar
una frase no me deja muy tranquila—. ¿Por qué no hablas con él?
—¿Para decirle qué?
—Lo que sientes.
Sí, claro, lo que me faltaba.
Declararle mi amor a un tío que no sabe por dónde le da el aire para que
me rompa el corazón en pedacitos. No, gracias.
—Ni de coña.
Doy media vuelta y lo dejo allí plantado.
Necesito olvidar que hemos tenido esta conversación. Y puestos a pedir,
añado a la lista que Héctor ni me mire lo que queda de noche. Por favor.
Ya bastante tengo con ser yo la que no pueda quitarle los ojos de encima.
¿Por qué le tiene que quedar todo tan bien? ¿Por qué? Hago un barrido visual
desde esas zapatillas blancas roñosas que rara vez se quita, los pantalones
negros como la noche y esa camisa vaquera que lleva remangada hasta los
codos y que le arrancaría de un tirón. A tomar por culo los botones.
«Madre del amor hermoso».
Necesito un mojito.
O tres.
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29. El fin del mundo
Héctor
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—¿Vas a decirme que se acabó?
Una de las cosas que más me gusta de Agatha es esto, que habla sin
tapujos de cualquier cosa, es una persona clara y directa. Y creo que merece
que yo actúe de la misma manera.
—Sí —digo a media voz, y contra todo pronóstico, ella sonríe.
—Mentiría si te dijera que no me lo esperaba.
—Lo siento. Yo…
—No me pidas perdón, Héctor. —No hay rencor en su voz, y eso me quita
un peso de encima—. Son cosas que pasan. A veces funciona y a veces no.
—De verdad que esto no tiene nada que ver contigo.
—Como se te ocurra decirme eso de «no eres tú, soy yo» te juro que te
comes la tetera.
«Joder con Álex». Empiezo a pensar que mi amigo, más que una mente
retorcida, tiene una bola de cristal.
—Es una puta mierda de frase pero es verdad, Agatha, el problema soy yo
—aseguro, porque es algo que tengo claro—, que estoy enamorado de otra
persona.
Un sonoro ruido nos sobresalta a los dos.
Ladeo la cabeza para encontrarme a Manu, a mi lado, con los ojos abiertos
de par en par, la mandíbula desencajada y la bandeja vacía en la mano, porque
su contenido está en el suelo, a sus pies, hecho añicos.
«Me cago en mi puta vida, joder».
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Porque es algo que no he tenido claro hasta hace muy poco.
—En tu caso es porque no hay peor ciego que el que no quiere ver
—añade Álex—, pero tú —se dirige a Manu— no tienes excusa.
—¿Vas a decírselo?
—Pero ¿tú estás tonto o qué te pasa? —De verdad que me saca de
quicio—. ¿Qué parte de que a Vera no le intereso es la que no entiendes?
—Joder… —resopla, pero por suerte no insiste.
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tenemos todo listo sobre la bandeja miro a mi amigo, ninguno de los dos hace
ademán de cogerla. Yo no quiero acercarme a esa mesa, pero si se lo digo va
a usarlo en mi contra, no me cabe la menor duda, así que mejor me quedo
callado.
—¿Lo llevas tú? —pregunta. Yo resoplo con fuerza.
—Mejor hazlo tú. —Doy media vuelta sin darle opción a réplica mientras
él murmura algo entre dientes que prefiero no entender.
Del monólogo ni me entero. No le he prestado atención. Así que no sé si
ha sido una castaña o la puta hostia en verso. Aunque por los comentarios de
la gente que ya se ha ido del local una vez terminado, parece que ha sido más
lo segundo que lo primero.
—Chicos —Alba, que se ha acercado a la barra, llama nuestra atención—,
vamos a tomar algo todos juntos después de cerrar.
—Yo… —Necesito una excusa creíble para borrarme del plan, pero no
consigo ni terminar la frase.
—No era una pregunta, Héctor —dice sin tan siquiera mirarme porque ya
va camino hacia la mesa, aunque se gira en el último momento y me dedica
una sonrisa triunfal desde la distancia.
«La madre que la parió», pienso, pero sonrío sin poder evitarlo.
Todavía nos queda un buen rato para cerrar, pero a las chicas no parece
importarles la espera. Se lo están pasando en grande. Bailan en corrillo junto a
su mesa, se vuelven a sentar, se acercan a la barra a por otra copa. Yo evito
establecer contacto visual con ellas, más que nada porque no quiero
establecerlo con Vera, y cuanto menos mire hacia allí, menos posibilidades
hay de que eso suceda, pero a ratos el subconsciente me traiciona y se me va
la vista.
—¿Me pones otro mojito, por favor? —dice una voz a mi espalda.
Y no es una voz cualquiera. Es ella. La misma que lleva evitándome toda
la noche —cosa que he agradecido— está ahora plantada frente a mí, apoyada
sobre la barra, con el vaso vacío en la mano.
—¿Cuántos llevas?
—No llevo la cuenta.
—Pues deberías… —Arqueo una ceja, porque creo que el mojito que
pretende tomarse, le sobra.
Me mira con desidia, pero no me responde, ladea la cabeza y se mueve un
par de pasos a su izquierda hasta situarse frente a Manu.
—Manu, cariño, ¿me pones un mojito, por favor?
«¿Cariño? ¿En serio?».
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—Claro. —Le responde él.
Pongo los ojos en blanco, pero no intervengo. Es mayorcita, ella sabrá lo
que hace. Con su mojito en la mano vuelve con las demás sin tan siquiera
mirarme.
«Las cosas entre nosotros mejoran por momentos», pienso, pero el
pensamiento me dura poco porque veo movimiento en el escenario y dirijo
toda mi atención hacia allí. Sandra ha cogido el micrófono, le da golpecitos
para asegurarse de que funciona antes de soltar el mítico «probando,
probando, uno, dos, uno, dos, probando». Las demás se descojonan. Alba
incluso ha sacado el móvil para grabar la escena. Sandra le pide a Álex que
baje la música y este accede sin cuestionarse qué puñetas va a hacer esta loca.
Madre mía… ¿Se va a poner a cantar?
—Hola a todos, veréis, siento interrumpir la fiesta, pero tengo una
pregunta importante que hacer a alguien. —Sandra mira a Manu, y puedo
prometer y prometo que mi amigo ha perdido el color de la cara.
Mi amigo sale de la barra de forma apresurada para acercarse al escenario.
—¡Bájate de ahí, loca!
Pero no parece que ella tenga intención de hacerlo.
Manu recorta la distancia que le queda, le quita el micrófono de la mano a
su novia y, acto seguido, la carga sobre su hombro como un neandertal en
medio de los abucheos de los demás.
—¡Oye! ¡Bájame ahora mismo! —protesta ella—. Si no sabes qué iba a
preguntarte.
—Da igual.
—¡No da igual! Tengo que hacerte la pregunta.
—Ni pregunta ni hostias.
—¡Pero yo quiero preguntar!
—Sea lo que sea, la respuesta es sí.
—¿Estás seguro?
—¿Contigo? Ni de coña. Pero ¿tengo alternativa?
Sandra levanta la cabeza hacia sus amigas, extiende los brazos con los
puños apretados en señal de victoria y grita:
—¡Nos casamos!
Las demás aplauden y vitorean a su amiga mientras Manu, que ha frenado
de golpe y ha vuelto a perder el color de la cara, pregunta desencajado.
—¡¿Cómo?!
Pero nadie le responde.
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30. Moriría por vos
Vera
No me gusta Amaral —que nadie pida mi cabeza por ello en plan reina de
corazones en Alicia en el País de las Maravillas—. Sin embargo, aquí estoy,
en mitad de un garito, cuyo nombre ni siquiera recuerdo, cantando una de sus
canciones como si me fuera la vida en ello, porque yo tampoco sé si la culpa
es de su voz, del licor, de las luces de esta habitación o del poder de una
canción, pero esta noche yo también moriría por vos.
Llevamos aquí algo más de una hora celebrando el compromiso de Sandra
y Manu, y lo estamos pasando de coña, sobre todo ahora que parece que él se
ha repuesto del susto inicial. Que tampoco entiendo ese ataque de pánico, la
verdad, si ya viven juntos, les va fenomenal y están enamoradísimos, un papel
no va a cambiar nada. ¿No?
Héctor está a mi lado, con un codo apoyado sobre la barra y una cerveza
en la otra mano. Y yo, mientras tanto, con las manos en los bolsillos de mis
vaqueros, porque no sé qué hacer con ellas, simulo estar muy concentrada en
los movimientos del resto del grupo. No quiero moverme mucho porque al
final ha resultado que, efectivamente, ese último mojito me sobraba, pero me
niego a darle la razón y reconocer que estoy un poco mareadilla.
Llevo toda la noche evitándolo, pero fingir que alguien no te importa en
absoluto es agotador, así que cuando se ha acercado me he rendido a la
evidencia de que estoy cansada de huir. Y aquí me he quedado, sopesando si
debo hacerle caso a Amaral y perder la cabeza como Nicolas Cage en Leaving
Las Vegas y que salga el sol por donde sea, mientras mi sensatez intenta
abrirse hueco para recordarme que este tío no sabe lo que quiere.
Vamos, mi niño, a perder la cabeza
como si fuera nuestro último día en la Tierra.
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No hemos cruzado una sola palabra. Y no puedo decir que el silencio sea
incómodo porque estamos en mitad de un local con la música a toda pastilla,
pero aun así, sentirlo tan cerca y a la vez tan lejos, sí que resulta incómodo.
Necesito salir de aquí. Recorto la distancia que nos separa para que pueda
oírme por encima de la música.
—Me voy a casa —le digo—, pero no se le digas a las chicas, por favor.
Porque sé que, si se enteran, harán todo lo posible para que me quede, y
de verdad que no puedo más. Llevo toda la noche escuchando la voz de Manu
—recomendándome que le diga lo que siento— en mi cabeza y estoy a punto
de colapsar.
—Te acompaño.
—No hace falta. —Intento ser cordial porque, en realidad, lo que acabo de
pensar se parece más a «me cago en tus muertos, Héctor, déjame en paz» que
al «no hace falta» que ha salido de mi boca.
No me responde, pero camina a mi lado hacia la salida del local, con una
mano sobre mi espalda que me quema hasta las entrañas. Tropiezo con el
escalón de la puerta nada más cruzarla, ya no sé si por los nervios, los tacones
que me están matando o por el exceso de mojitos. Si no dejo los dientes
decorando ese pedazo de acera es porque unos brazos me sujetan antes de que
eso suceda y me estrechan contra su pecho.
«¿Por qué tiene que oler tan bien?». Maldigo para mis adentros mientras
me contengo para no hundir la nariz en el hueco de su cuello y recrearme en
su olor. Podría quedarme a vivir aquí. Musito un «gracias» y me separo de su
cuerpo para emprender el camino como buenamente puedo. O sea, mal.
El garito del que acabamos de salir está bastante cerca de nuestra casa, por
lo que la distancia que tenemos que recorrer no es mucha, pero a pesar de eso,
el trayecto se me hace eterno.
—Te dije que no deberías haber tomado el último mojito —me
reprende—. Pero no, tú tenías que hacer lo que te diera la gana.
—No seas chapas, que no eres mi padre.
Me vuelvo a tropezar, creo que con mis propios pies. Él tiene que volver a
sujetarme y a mí me entra la risa floja, pero no es culpa del alcohol, es pura
histeria porque, cada vez que me toca, mi cuerpo se estremece sin control, y el
hecho de que esté un poco piripi tampoco me ayuda.
—Vaya cogorza llevas, amiga —resopla de nuevo mientras abre el portal.
—No flipes, que tampoco es para tanto —respondo mientras me descalzo
y noto el frío suelo de mármol.
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«Por Dios, qué gusto», digo con el primer zapato en la mano. Intento
quitarme el otro y vuelvo a tambalearme, por lo que acabo enganchada a su
cuello como un koala.
—Al final voy a pensar que lo haces a propósito para abrazarme.
—Bromea, creo, y decido seguirle la corriente.
—Ya quisieras… —digo sin soltar su cuello, pero él no responde, y eso
me sorprende—. ¿No vas a decirme que «no soy tu tipo»?
—¿Quieres que te mienta?
Y corroboro que se me ha ido la mano con los mojitos cuando en mi
cabeza escucho alto y claro a David Bisbal y Elena Gadel, cantando a pleno
pulmón.
Miénteme, condéname, encadéname, sedúceme,
hazme tuya hasta que muera de dolor.
Miénteme, castígame, enloquéceme, entrégate al delirio,
que esta noche estás conmigo, que esta noche es para mí.
—Sí —respondo.
—¿Sí, qué, Vera? —Chasquea la lengua contra el paladar.
—Que me mientas.
—¿Por qué?
—Porque es lo mejor para los dos.
Duda. Clava la vista en el techo del rellano y vuelve a resoplar.
Probablemente no entiende nada, pero aun así, hace lo que pido, vuelve a
buscar mi mirada y responde.
—No eres mi tipo.
—Tú tampoco el mío.
Pero sigo enroscada a su cuello. No quiero soltarlo. No quiero que acabe
la noche, ni despedirme ni dejar de sentir el tacto de su piel en las yemas de
mis dedos. Acaricio la piel de su cuello y noto cómo se tensa por el contacto y
aprieta la mandíbula.
Quisiera decirle tantas cosas… Me muerdo el labio para que no se me
escapen las palabras que se apelotonan en mi garganta pidiendo paso hasta
que noto sus dedos sobre mi boca para liberar el agarre.
—No hagas eso —me pide.
Y no es la primera vez que lo hace. Su mirada se ha quedado anclada en
mi boca y la mía ha hecho lo mismo en la suya. Mis dedos se enredan entre
los mechones de su pelo y la tensión de su cuerpo aumenta, pero no se aparta.
Yo tampoco lo hago. Me pongo de puntillas, humedezco mis labios y recorto
la distancia hasta rozarlos con los suyos. Lo hago despacio, recreándome en el
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cúmulo de sensaciones que recorren mi cuerpo con ese leve contacto.
Necesito más.
—Vera… —La voz le sale ronca pero contenida.
—Héctor… —Atrapo su labio inferior con los dientes y es ese preciso
instante en el que la contención de Héctor salta por la ventana de la mano de
mi sentido común.
Sus manos se aferran a mis caderas, me aprieta contra su cuerpo y se lanza
sobre mis labios con la misma vehemencia con la que yo lo recibo. Con
necesidad, con ganas contenidas y con un miedo atroz corriendo por mis
venas. He perdido por completo la cabeza por este tío, que tiene una
empanada mental terrible, que probablemente esté con otra y no sienta nada
por mí, pero al que quiero con toda mi alma. Entera o hecha pedazos. Y ya no
hay vuelta atrás.
Sus manos descienden por mis muslos y con un rápido movimiento me
levanta del suelo, mis piernas se enroscan alrededor de su cintura y mi
espalda impacta contra la pared del rellano. No tengo ni idea de qué hora es,
ni de si existe una posibilidad —por pequeña que sea— de que alguien pueda
encontrarnos en esta tesitura, pero tampoco me importa. Lo único que me
importa ahora mismo es sentir, y sentirlo, en cada milímetro de mi cuerpo.
Nuestros labios se separan y apoya su frente sobre la mía. Intento
controlar la respiración, pero me falta el aire. Ni siquiera me ha tocado y yo
noto cómo arden todos y cada uno de los poros de mi piel. Estoy a punto de
decirle que vayamos a mi casa, o a la suya, lo mismo me da, cuando se me
adelanta.
—Vera… —No me gusta ese tono, suena frío, distante, todo lo contrario
de lo que mi cuerpo pide a gritos ahora mismo—. Has bebido.
Es fácil leer entre líneas lo que ha querido decir con esa afirmación. Y
tampoco soy tonta.
—No lo suficiente como para no saber lo que estoy haciendo. —Rebato
en un intento por convencerlo de que estoy segura de lo que quiero. Porque lo
estoy. Y suena fatal, a súplica, a desesperación, pero es lo que hay. Vamos a
llamar a las cosas por su nombre.
—No quiero que mañana nos arrepintamos de esto. —Me deja en el suelo
y me cabreo.
Con él, por ser tan jodidamente sensato y tirar del freno de mano aunque
tenga las mismas ganas que yo de terminar lo que hemos empezado.
Y conmigo, por no saber gestionarlo.
—¿Me estás rechazando?
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—Mañana me lo agradecerás.
—Mañana no pienso ni mirarte a la cara. —Estoy cabreada. Mucho. El
puntillo que traía se me ha bajado de golpe. En parte por el calentón, pero
también por la mala hostia.
¿Qué narices he hecho?
«Cagarla a lo grande, reina, con dos ovarios».
Rebusco las llaves de mi piso en el bolso, que mira que es pequeño, pues
no, ahora mismo parece que tiene un doble fondo como el de Mary Poppins y
que podría sacar una sombrilla de playa antes que mis llaves. Gruño, maldigo
y vuelco el contenido sobre mi felpudo de «Bienvenidos, pero no mucho rato»
—que en este precioso momento no me hace ninguna gracia— hasta dar con
ellas. Devuelvo el resto de las cosas al bolso e introduzco la llave en la
cerradura ante la atenta mirada de Héctor.
—Vera… —Sujeta mi brazo cuando estoy a punto de entrar en mi piso,
pero me libero de su agarre.
—No me toques.
—¿Ahora no quieres que te toque? —pregunta con ironía.
—No quiero que mañana te arrepientas de nada, Héctor —escupo las
palabras con rabia.
—No necesito esperar a mañana para arrepentirme, Vera.
¿Qué ha querido decir con eso? ¿Qué ya se arrepiente ahora de lo que
acaba de pasar? «Pues de puta madre, Vera, de puta madre».
—Haberlo pensado antes.
El portazo que doy al entrar en mi piso retumba en todo el edificio, pero
me da exactamente igual. A tomar por culo.
Apenas he dado un paso cuando agacho la cabeza y maldigo para mis
adentros al caer en la cuenta de que me he dejado los zapatos fuera, en mitad
del rellano y voy a tener que salir a por ellos o resignarme a que acaben en el
contendor de la basura si los encuentra algún vecino. Es que ni dar un portazo
con dignidad puede una, coño.
Me asomo a la mirilla y compruebo que Héctor sigue ahí, con la cabeza
agachada y las manos apoyadas a ambos lados de mi puerta. Me mira con
sorpresa cuando vuelvo a abrir.
—Me he dejado los zapatos —digo, pero no se mueve ni un ápice—.
¿Puedes dejarme pasar, por favor?
Vuelve a clavar la mirada en el techo, y yo no sé qué hacer, si apartarlo de
un manotazo para alcanzar mi objetivo o dar media vuelta y meterme en casa,
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resignada a perder los malditos zapatos. Todavía no lo he decidido cuando
vuelve a fijar sus ojos en mí y murmulla.
—A la mierda.
Lo que sucede a continuación no lo veo venir.
Rodea mi cuello y su boca se apodera de la mía con ferocidad. Cuando me
repongo del shock inicial profundizo en el beso, mis manos viajan hasta su
espalda y me aprieto contra su cuerpo. Si vuelve a separarse juro por lo más
sagrado que lo tiro por las escaleras, pero no lo hace. Se aferra a mi cintura y
estrecha todavía más la distancia entre nuestros cuerpos. Mis pies se levantan
del suelo, y podría estar levitando de puro placer, pero no es el caso.
Héctor me sujeta con firmeza para entrar a mi apartamento y esta vez es él
quien da un sonoro portazo —que no amortigua el sonido acelerado de
nuestras respiraciones— cuando cierra la puerta de un puntapié.
Me arrincona contra la pared del recibidor sin dejar de besarme, sus
manos recorren mi cuerpo y las mías se mueren por rozar su piel sin que la
ropa se interponga en su camino. Le arranco la camiseta y mientras él
colabora en la tarea me concentro en desabrochar los botones de sus vaqueros.
Quiero tocar. Quiero que me toque. Lo quiero todo y lo quiero ya.
—¿Tienes prisa? —Agarra mis manos para detener el movimiento de mis
dedos y me mira con los ojos encendidos por el deseo. Pero yo no respondo,
porque no quiero decirle que sí, que llevo demasiado tiempo fantaseando con
este momento y, ahora que por fin está sucediendo, estoy muerta de miedo
por si cambia de opinión—. Porque voy a necesitar tiempo para hacer todo lo
que tengo en mente. —Desliza su lengua sobre mi cuello hasta llegar al
lóbulo de la oreja y lo atrapa con los dientes. Y cortocircuito. Sin más. Echo
la cabeza hacia atrás, cierro los ojos con fuerza, y no le digo que haga
conmigo lo que quiera por vergüenza, pero espero que lo haga mientras lo
arrastro hasta el dormitorio.
Mis zapatos siguen ahí fuera, a la mierda con ellos.
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31. ¿Dónde estabas tú?
Héctor
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Noto un leve movimiento. Se está despertando. Se frota la cara y ladea la
cabeza en mi dirección.
—Buenos días. —Mi voz es un susurro casi imperceptible.
—Buenos días.
Escruto sus ojos, pero no consigo descifrar qué hay en su mirada.
¿Miedo? ¿Duda? ¿Arrepentimiento? ¿Un cóctel mortal formado por los tres?
Tira de la sábana para cubrir su cuerpo. Estoy tentado a decirle que no se
moleste, que ya he visto todo lo que había que ver y que sigue sin ser mi tipo,
pero no estoy seguro de si eso conseguiría destensar el ambiente, o
enrarecerlo todavía más. Así que no digo nada, me limito a sonreír y espero
que sea ella quien rompa el silencio.
—Esto es raro… —murmura.
—Espero que raro no sea un eufemismo de «me cago en mi vida, ¿qué
cojones he hecho?».
—Raro es, simplemente, raro, Héctor.
«Raro».
—Eso no me aclara nada, Vera.
—¿Tienes hambre? —Cambia de tema—. Voy a preparar el desayuno.
Se incorpora en la cama y, sin soltar la sábana que estruja contra su pecho,
recoge del suelo la camiseta que llevaba puesta ayer y vuelve a ponérsela. Lo
siguiente que localiza son las bragas. Yo sigo sus movimientos y si no le
pregunto a qué viene ahora el arranque de pudor es porque noto el cabreo en
la punta de la lengua y no voy a decirlo bien.
—Hubiera preferido el «me cago en mi vida, ¿qué cojones he hecho?».
—Ahora soy yo el que se incorpora en la cama y busca la ropa por el
dormitorio completamente desnudo, porque ¿qué más da? No va a ver nada
que no haya visto ya—. Así, al menos, algo de todo esto tendría sentido.
—No es lo que piensas —susurra.
—No tienes ni idea de lo que pienso.
—No me arrepiento de nada de lo que he hecho. —Se pega a mi espalda y
me abraza, y yo me quedo a medio camino de abrocharme los pantalones.
Resoplo y dejo caer la cabeza hacia atrás—. Es solo que…
—¿Es solo que…?
—No sé si estamos en el mismo punto.
«No, claro que no. Yo estoy encoñado hasta las entrañas y para ti no ha
sido más que un calentón».
—Yo tengo muy claro en qué punto estoy. —Termino de abrocharme los
pantalones y me libero de su agarre para ponerme la camiseta.
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—¿Te marchas?
—Cuando sepas dónde estás tú, sabes donde encontrarme.
—Eres idiota.
Eso es lo último que escucho mientras cierro la puerta después de dejarle
los zapatos —que seguían en mitad del rellano— junto al mueble del
recibidor.
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—Sandra ha salido hace un buen rato. Ha quedado con Martina, pero no
ha querido contarme qué tripa se le ha roto esta vez a mi hermana
—explica—. ¿Y a ti que te ha pasado?
¿Lo suelto sin más?
—Me he acostado con Vera. —Manu ladea la cabeza hacia mí, pero su
cara no refleja la sorpresa que esperaba.
—¿Y cuál es el problema?
—Que me he acostado con Vera —insisto, porque estoy convencido de
que no me ha escuchado.
—Sigo sin entender dónde está el problema, salvo que me digas que has
tenido un gatillazo.
«Pero vamos a ver…». Me pinzo el puente de la nariz con los dedos.
—¿Un gatillazo? ¿En serio?
—Esas cosas pasan —responde. Y lo peor es que lo dice en serio.
—¿Tú has tenido un gatillazo alguna vez?
—No estamos hablando de mí.
—No he tenido un gatillazo, ¿vale?
—Vale, te has acostado con Vera y doy por hecho que el sexo ha sido
satisfactorio. —Más que satisfactorio, diría yo, pero tampoco necesita todos
los detalles—. Así que te lo vuelvo a preguntar. ¿Cuál es el problema?
—El problema es que cuando se ha despertado ha dicho que era «raro».
—Dibujo comillas en el aire con los dedos para enfatizar.
—¿Y no lo era?
—Para mí no —aseguro.
—Si la hubieras despertado con la lengua entre sus piernas te hubieras
ahorrado la charla.
Pongo los ojos en blanco. Lo de este tío es de traca.
—¿En serio eso te funciona? —Sonríe y… ¿Quién me mandaría a mí
preguntar?—. No, no me lo digas. No quiero saberlo.
—Pues no preguntes —responde mientras se lleva el botellín a la boca.
—También me ha dicho que no sabe si estamos en el mismo punto.
—¿Y qué punto es ese?
—No tengo ni idea.
—¿No se lo has preguntado?
—No me pareció necesario. —Ahora soy yo el que bebe porque noto la
garganta como una lija—. Es obvio que para ella solo ha sido un calentón.
—¿Un calentón? —Ahora sí está sorprendido, y yo entiendo cada vez
menos—. Héctor, tío, eres idiota.
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32. ¿Y qué?
Vera
Las palabras no son lo mío. Y es irónico porque trabajo con ellas. Quizás el
problema no sean las palabras y lo que de verdad se me atraganta es la
improvisación. Un noble arte que no domino porque, si lo hiciera, no hubiera
escogido ese «raro» que salió de mis labios mientras utilizaba la sábana como
escudo en un ataque de pudor absurdo —aunque quizá haya vuelto a errar en
la elección de la palabra y más que pudor deba decir vulnerabilidad—, y que
sonó a «incómodo», «extraño» e «incomprensible». Y a pesar de que intenté
arreglarlo, solo conseguí empeorar aún más las cosas.
«Cuando sepas dónde estás tú, sabes donde encontrarme».
Sé perfectamente donde estoy.
En un callejón sin salida.
Porque, si después de lo anoche no se ha enterado de que me muero por
sus huesos, no hay nada que pueda decir que se lo deje claro. Los hechos
dicen mucho más que las palabras.
He pasado buena parte de día esperando que llamase a mi puerta, pero
hace al menos media hora que escuché cómo cerraba la suya. Se ha marchado,
así que a estas alturas ya he perdido la esperanza de que lo haga. Y yo,
mientras tanto, escucho canciones tristes y me desangro por dentro.
¿Y qué? Si el amarte me cuesta la vida
¿Y qué? Si aunque siempre te pienso, tú olvidas
¿Y qué? Si esperando me quedo sin días
¿Y qué? Si el tocarte al infierno me envía
Si probarte es un acto suicida…
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—Te lo dije. —El comentario de Martina va dirigido a Sandra. Se miran
la una a la una y luego ambas me miran a mí—. ¿Podemos pasar? —Asiento
y me aparto de la puerta para cederles el paso y las acompaño hasta el salón
para que tomen asiento.
—¿Queréis tomar algo? —pregunto mientras apago la música.
No sé muy bien a qué se debe esta visita, y desde luego no tengo mi mejor
día, pero la hospitalidad ante todo.
—Yo necesito una cerveza —murmura Sandra.
Abro los ojos como platos. Empiezo a acojonarme. Y más cuando Martina
intenta quitarle importancia al comentario de Sandra haciendo aspavientos
con la mano a la vez que pregunta:
—¿Tienes café?
Vuelvo de la cocina con el café de Martina y dos cervezas para Sandra y
para mí. Si me tomo un café a estas horas, no duermo en los próximos tres
días.
—Vosotras diréis.
—Sabemos que eres tú —responde Martina.
Y no tengo ni la menor idea de qué me habla. Al menos hasta que
desbloquea su teléfono móvil y coloca la pantalla delante de mis narices, no
necesito leer el post para saber lo que pone porque —y ahora lo entiendo
todo— lo he escrito yo.
@verdad_en_vena
Ya no leo poesía.
Pero sigo escuchando canciones que suenan a desamor.
He dejado de preguntarme por qué lo hago.
Hoy la única pregunta que sobrevuela mi cabeza es ¿y qué?
¿Y qué? Si es veneno lo que hay en tus besos.
¿Y qué? Si mi amor para ti es solo un juego.
¿Y qué? Ya no puedo cambiar lo que siento.
Yo no puedo elegir porque… te amo…
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—Y, además, ayer vi cómo hacías esa foto al salir del restaurante.
—Argumenta—, y no he atado cabos hasta que la he visto en el post.
—Yo tengo una pregunta —interviene Sandra, y sé con exactitud qué va a
preguntar sin necesidad de que lo haga—. ¿Quién es él?
—¿De verdad no tenéis un caballo ganador? —Pongo los ojos en blanco.
—No estaría de más que nos confirmaras que es Héctor… ya sabes… por
si acaso. —La sonrisa que acompaña a las palabras de Sandra se me acaba
contagiando—. Sobre todo porque ayer aseguraste que no había nadie que te
interesara… Pedazo de zorra.
Adoro ese nivel de amistad en el que un «pedazo de zorra» encierra más
amor y camaradería que un «cariño».
—Ayer… Creí que lo sabías —reconozco.
—¿Cómo iba a saberlo?
—Pensé que Manu te lo había contado.
—¡¿Manu lo sabe?! —No sé cuál de las dos ha lanzado la pregunta al aire.
O si lo han hecho a coro. Yo me limito a asentir mientras vuelven a mirarse la
una a la otra con los ojos a punto de salírseles de las órbitas.
—Qué fuerte… —murmura Sandra—. Tengo al enemigo en casa.
—Es la única persona que lo sabe —me corrijo en el acto—, bueno, al
menos lo era hasta ahora.
—Pero… —Martina no arranca— no lo entiendo. Yo creía que Héctor
estaba colado por ti.
—¿Cómo dices? —pregunto con rapidez, porque esto me interesa.
—Pues que recuerdo haber escuchado alguna conversación entre él y mi
hermano cuando vivíamos juntos, y Héctor llevaba un montón de tiempo
pilladísimo por ti, pero tú no sabías ni que existía, o al menos eso creía él.
¿Héctor estaba pillado por mí? No me lo puedo creer. Puto karma. Porque
es eso, ¿verdad? El que no quiso cuando pudo no podrá cuando quiera.
—Yo tengo otra pregunta —interviene Sandra, rompiendo el silencio que
se ha hecho hueco entre nosotras en el sofá.
—Tú dirás.
—Yo quiero saber… —Se incorpora con teatralidad y se pone a cantar a
gritos a Vanesa Martín—. ¡Si es veneno lo que hay en sus besos!
—Veneno puro, amiga —respondo y las tres estallamos en carcajadas.
«Dios mío, qué falta me hacía reírme», pienso, secándome las lágrimas.
—No, ahora en serio. —Sandra vuelve a la carga—. La pregunta era otra,
pero no he podido contenerme.
—Dios mío, estás fatal… —la acusa Martina.
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—No me interrumpas, que me disperso —la riñe—. ¿Hay algo entre
vosotros? —Yo niego con la cabeza y ella frunce el ceño con
desaprobación—. Pero… os habéis enrollado, ¿no?
¿Tan evidente es? ¿Será verdad eso de que la cara de «recién follada» es
como un puto cartel de neón?
—Nos hemos acostado, sí, pero ha sido una ida de olla, Héctor está con
otra persona, y también ha besado a su ex y… —Joder, reconocerlo en voz
alta es todavía peor que repetírmelo a mí misma.
—¿Estás segura de que está con otra persona? —interrumpe Sandra, y yo
asiento—. ¿Y aun así se ha acostado contigo? —Vuelvo a asentir—. A ver,
Vera, tiene que haber una explicación.
—Sí, que el calentón se nos fue de las manos —replico—. Y que no
tendría que haber pasado porque está claro que no sabe lo que quiere.
—Te compraría lo del calentón si fuerais dos desconocidos, pero no es el
caso. No te la juegas así con alguien que es importante en tu vida. Y menos
Héctor, joder, que es el tío más sensato que conozco.
Me gustaría creerla, pero no puedo permitirme el lujo de construir
castillos en el aire basándome en suposiciones.
—Deberías hablar con él.
—¿Tú también vas a salirme con eso? —pregunto con hastío, y ella
vuelve a arrugar el ceño.
—¿Manu te ha dicho que hables con él? —Asiento, porque es evidente
que ha sido él, era la única persona que conocía los detalles—. ¿Y no te ha
dicho nada más? —Esta vez niego—. Pues me reafirmo en que deberías
hacerlo.
—¿Y qué se supone que voy a decirle?
—Que te mueres por sus huesos, nena —dice, y ojo, que lo dice
convencida, como si fuera una posibilidad real—. ¿Te has parado a pensar
que es posible que los dos os sintáis igual y estéis haciendo el panoli?
—El panoli voy a hacerlo si resulta que no es así.
—Joder, Vera…
—Ni joder ni leches, Sandra, es mejor dejar las cosas como están. Así
que, por supuesto, no puede saber que el blog es mío. Nunca. Jamás. Tenéis
que guardarme el secreto —suplico—, por favor.
—Lo haremos —asegura Martina.
Sin embargo, Sandra…
—Yo no puedo prometer que no vaya a tener una conversación con mi
futuro exmarido.
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Terminamos riendo de nuevo. Qué ilusas. Pero en nuestra defensa diré
que en ese momento no podíamos saber que esa conversación acabaría
precipitando los acontecimientos.
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33. Si te vas
Héctor
«Héctor, tío, eres idiota». La voz de Manu, que me mira mientras niega con la
cabeza, resignado, rebota de un lado a otro en mi cabeza como una pelota de
tenis. Y no le daría importancia si no fuera porque lo último que me dijo Vera
esta mañana fue algo parecido. Y empieza a preocuparme porque, al parecer,
soy el único en esta historia que no entiende nada. A ver si al final ellos van a
tener razón y efectivamente soy gilipollas.
Estoy a punto de preguntarle a qué ha venido eso cuando escucho que
alguien abre la puerta y la voz de Sandra llega desde el recibidor.
—¿Manu?
—¡En el salón! —responde mi amigo.
—¡No te vas a creer lo que ha pasado! —Por el ruido que acompaña sus
palabras intuyo que ha dejado las llaves sobre el mueble del recibidor y ahora
se está quitando los zapatos—. ¡Ya sabemos quién es la bloguera misteriosa!
—Manu y yo nos miramos en silencio, expectantes—. ¡Es Vera! —grita.
—¡¿Cómo?! —Ahora el que grita soy yo.
—¿Héctor? —Sandra asoma la cabeza por el quicio de la puerta y nos
mira con la cara desencajada—. ¿Por qué no me has avisado de que estaba
aquí? —le reprocha a Manu, que se encoge de hombros—. ¿Y si llego a entrar
desnuda? —Sandra se cruza de brazos.
—Lo hubiera echado.
—¡Pero ya me habría visto, cretino!
Yo miro la escena, alucinado, pero mi amigo… Mi amigo no. No está en
absoluto sorprendido por la bomba que acaba de soltar su novia.
—¿Tú lo sabías?
—¿Que Vera era la bloguera? —pregunta, y yo asiento. Pero él niega—.
Primera noticia.
—¿Y por qué no te sorprende?
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—Yo ya estoy curado de espanto. —Da otro trago a su cerveza y deja el
botellín vacío sobre la mesa.
—¿Estás segura de que es ella? —Centro mi atención en Sandra, que se
ha quedado de brazos cruzados en mitad del salón, pero no responde—.
¿Sandra? —insisto.
Sandra deja caer los brazos a ambos lados de su cuerpo y suelta el aire con
fuerza.
—Prometí guardar el secreto —responde.
¿Eso es un sí?
—Pues a mí ibas a contármelo. —Chincha Manu.
—Tú y yo ya hablaremos luego —amenaza con los ojos entrecerrados
mientras lo apunta con un dedo—, amor mío.
En ese «amor mío» hay de todo menos amor. Pero ese no es mi problema.
—¿Vera es la bloguera misteriosa? Entonces… —Vuelvo a mirar a
Sandra—. ¿A quién coño le escribe esos post?
—¿A quién coño le escribe esos post? —repite Manu—. Héctor, tío,
definitivamente, eres idiota. —Se levanta del sofá y pregunta—. ¿Otra
cerveza?
—Pero…
Lo miro alejarse en dirección a la cocina con cara de imbécil. Con cara de
imbécil yo, por si no se ha entendido. Sandra se sienta en el hueco que acaba
de dejar Manu en el sofá, lo hace de lado, para quedar frente a mí.
—Héctor, ¿tú… —me analiza con la mirada— sientes algo por ella?
No creo que «algo» sea el término más adecuado para definir lo que
siento, pero asiento en silencio.
—Este lleva encoñado desde que la conoce —responde Manu, que ha
vuelto de la cocina con tres cervezas y, al comprobar que su novia le ha
robado el sitio, se sienta frente a nosotros en la mesa que hasta ahora usaba
como reposapiés.
—¿Eso es verdad? —pregunta Sandra, y yo vuelvo a asentir. ¿Qué más
da? Ya no tiene sentido negarlo—. Pero ¿tú no estás con otra?
—Estaba. —Apunta Manu—. Hasta que se le cayó la venda de los ojos.
—¿Tú por qué no me cuentas nada? —le recrimina Sandra.
—Porque es evidente que no sabes guardar un secreto, amor mío.
Mi amigo le devuelve la pulla y Sandra lo asesina con la mirada. Estoy
seguro de que en cuanto yo salga por la puerta aquí va a morir gente.
—A ver, Héctor… —Manu me entrega un botellín que acepto sin
rechistar—, ¿de verdad no tienes ni una mínima sospecha de a quién van
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dirigidos esos post?
—Yo… —Las palabras se me atascan en la garganta. Creo que se me han
fundido los plomos, porque no puedo pensar. Estoy bloqueado.
—¡Por el amor de un dios, Héctor! —exclama exasperado—. Eres tú,
idiota.
¿Yo?
¿Soy yo?
No es posible.
Tiene que ser un error.
—Pero… Pero… No puede ser…
—Al final te doy una colleja. —Niega con la cabeza.
—Deberías hablar con ella. —Aconseja Sandra, y Manu asiente
conforme.
Pero yo no la escucho. Yo me he desconectado de mi cuerpo.
Si, tal como afirma Manu, ÉL soy YO, todas esas canciones de amor, las
poesías, lo que ha pasado esta noche… ¿A eso se refería con que no
estábamos en el mismo punto? Mis pensamientos se solapan sin control. ¿Por
qué no me lo dijo? ¿Por qué me ha animado siempre para que conociera a
alguien? ¿Por qué me dijo que no quería que la besara?
—Héctor —la voz de Manu me devuelve a la tierra—, deja de darle
vueltas y habla con ella.
—¿Y qué le digo? —Estoy bloqueado.
—¿Que la quieres?
—¿Así, sin más? ¿Llamo a su puerta y le digo que la quiero?
—No, si te parece de camino a casa compras un megáfono en el comercio
asiático y se lo gritas desde la calle.
—¿No puedes decir «chino» como todo el mundo?
—No te desvíes de la conversación. —Espeta Manu—. ¿A qué esperas?
Lárgate, y arregla lo tuyo.
De camino a casa, sin saber muy bien que puñetas voy a decir cuando me
abra la puerta de su casa, leo el último post de la cuenta.
@verdad_en_vena
Ya no leo poesía.
Pero sigo escuchando canciones que suenan a desamor.
He dejado de preguntarme por qué lo hago.
Hoy la única pregunta que sobrevuela mi cabeza es ¿y qué?
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¿Y qué? Si es veneno lo que hay en tus besos.
¿Y qué? Si mi amor para ti es solo un juego.
¿Y qué? Ya no puedo cambiar lo que siento.
Yo no puedo elegir porque… te amo…
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Si tuviera que escoger una canción para este momento, ¿cuál sería? Con el
teléfono todavía en la mano, lo tengo claro, y tomo una decisión. Total, ¿qué
más puedo perder? Copio el enlace de la canción para pegarlo, justo después,
en un mensaje que no recibe, pero lo hará cuando su teléfono vuelva a estar
operativo. Y espero por el bien de mi estabilidad mental que eso suceda
pronto con el tema de Extremoduro como telón de fondo.
Si te vas, me quedo en esta calle sin salida.
Que este bar está cansado ya de despedidas.
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34. Quiero que vuelvas
Vera
Cuando suena la alarma del despertador llevo, al menos, una hora despierta,
puede que más. Puede que, incluso, no haya pegado ojo en toda la maldita
noche y que tenga unas ojeras del tamaño de Australia, algo que no me
importa demasiado porque, salvo mis padres —que, dicho sea de paso, me
han visto en condiciones mucho peores—, nadie va a mirarme la cara de
muerto viviente porque no pienso salir de esta habitación en la que he
montado mi improvisado campamento tras la estampida.
Mi madre se asustó un poco cuando me vio llegar con la mochila al
hombro, y sé que la excusa que le di al pedirle cobijo no coló —igual debería
haber pulido un poco más la historia de la plaga de termitas antes de
soltarla—, pero ella tampoco insistió demasiado en sonsacarme la verdad. Así
que todos contentos.
Desayuno con calma, me doy una ducha y me encierro en la habitación
para comenzar mi jornada, lo que implica que voy a tener que encender el
teléfono por si recibo alguna llamada del trabajo. Me arrepiento nada más
hacerlo en cuanto empieza a vibrar sobre el escritorio como si estuviera
poseído por Satanás.
Tengo seis llamadas perdidas y chorrocientos mil mensajes y
notificaciones de Instagram. Pero vayamos por orden. De las seis llamadas,
tres son de Héctor, dos de Sandra y la otra de Manu. Y ahora mismo no tengo
intención de devolver ninguna de ellas. Mejor reviso los mensajes.
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en su casa, que Héctor lo sabía todo y que venía de camino a la mía. Ni
siquiera lo escuché entero, no tenía tiempo que perder. Metí lo imprescindible
en una mochila para pasar un par de días fuera y salí por patas. No estaba
preparada para el rechazo, la condescendencia, el mal trago. No creo que lo
esté jamás, pero intentaré hacerme a la idea durante los próximos días para
que, llegado el momento, la bofetada duela menos.
«Pues sí, y tampoco voy a justificarme por ser humana y tener miedo», le
grito al teléfono. Aunque, en realidad, quiero gritarle a él, que dice ser mi
amigo, pero puede meterse por donde yo le diga las perlas que me ha dejado.
Paso de contestarle.
«Que te den, Manu».
El siguiente chat lo abro con verdadero pánico. La sucesión de mensajes
de Héctor es un verdadero caos. El primer mensaje es de las 21:05. El último
de las 22:40 de la noche.
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¿Qué narices significa esto? ¿A hacer pedazos el colchón? ¿En serio?
Además, ¿por qué me envía canciones? ¿Pretende volverme loca? No pienso
ni contestarle. Pero mi teléfono sigue vibrando durante el resto del día.
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35. El último incendio
Mónica
Hoy hace un día de perros, de esos en los que te dejarías cortar un brazo con
tal de quedarte en la cama, un lujo que, por supuesto, no puedes permitirte
porque eres una persona adulta, con responsabilidades; como por ejemplo,
una hija que tiene que ir al colegio y un trabajo en el que tienes un horario que
cumplir y que te permite comer tres veces al día y pagar las facturas.
Por suerte, mi horario es bastante flexible, de lo contrario, en lugar de
estar de camino a la cafetería en la que he quedado con Héctor, con un
paraguas destartalado en la mano que no cumple su función de protegerme de
la lluvia porque voy calada hasta los huesos, ya estaría en mi oficina con la
nariz enterrada en expedientes.
Pero no podía negarme a acudir a la cita. Me dijo que era importante y
parecía realmente preocupado cuando me pidió que nos viéramos hoy. Qué
narices, lo conozco lo suficiente como para saber que no lo parecía, lo estaba.
Y Héctor no es de los que se preocupa por cualquier cosa, así que, en
consecuencia, la que se quedó preocupada tras colgar el teléfono fui yo,
porque no hubo manera de que me adelantara nada de lo que necesitaba
contarme.
Un calor agradable me recibe en cuanto abro la puerta de la cafetería. Lo
busco con la mirada hasta que lo localizo, perdido en sus pensamientos, con la
vista clavada en la taza que tiene en las manos. Dejo el paraguas, me acerco a
la barra a pedir un café con leche y me dirijo a su mesa.
—¿Intentas leer el futuro en los posos del café? —Levanta la cabeza y
sonríe sin ganas.
—Buenos días. —Saluda.
—¿Estás seguro de que son buenos? —Coloco el abrigo y el bolso en una
de las sillas vacías y me siento frente a él—. A ver… ¿qué pasa? —pregunto
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mientras el camarero deposita mi bebida sobre la mesa—. Gracias —le digo y
vuelvo a centrar mi atención en Héctor.
—¿Recuerdas nuestro trato? —Asiento.
¿Cómo olvidarlo? Es posible que sea el peor trato que he cerrado en mi
vida, pero estoy preparada para escuchar lo que tenga que decir. A fin de
cuentas, sabía que este día llegaría tarde o temprano.
—Si alguno de los dos empieza una relación seria, el otro debe ser el
primero en saberlo —expongo, y él asiente—. Así que deduzco que has
conocido a alguien.
—Es un poco más complicado que eso. —Apoyo los codos sobre la mesa
con la taza en las manos y lo invito a explicarse—. Ese blog que sigues…
—Verdad en vena, ¿qué pasa con él?
—Es Vera. —El café se me tambalea.
—¿Cómo dices?
—Que el blog es de Vera.
—¿Vera, tu amiga-vecina? ¿La que cuida de Sofía? ¿Esa Vera?
—La misma.
—Vale. —Intento procesar la información, pero no estoy segura de que
vaya a conseguirlo pronto—. Pero no entiendo qué tiene eso que ver con
nuestro trato. —Medito. Salvo que…—. ¡No me fastidies! ¿Eres tú? —Héctor
se frota la cara y yo alucino.
No, espera. ALUCINO. En mayúsculas.
¿Llevo casi un año siguiendo la cuenta de una tía que está enamorada de
mi ex porque me siento identificada con ella? Es que me pinchan y no sangro.
No me sacan ni una gota, vamos. Esto es surrealista. Creo que se me ha
desencajado la cara. La vida. Todo.
—Estoy en shock.
—Pues ya somos dos —responde abatido.
Si no fuera por la hora que es, y porque me mirarían raro, pediría un
copazo, porque buena falta me hace.
—Vale —retomo la conversación, tenemos que llegar al fondo del
asunto—. Entonces, ¿estáis juntos?
—No —responde.
—Héctor, no estoy entendiendo nada. —Si no está con ella, ¿por qué me
lo cuenta? ¿Por qué ha hecho referencia a nuestro acuerdo?—. Vera está
enamorada de ti, eso lo tengo claro, pero no entiendo que me lo estés
contando, salvo que… ¿tú sientes algo por ella?
—Sí. —Afirma con rotundidad.
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—¿Y ella lo sabe? —pregunto.
Porque yo sigo leyendo sus post y ella parece estar igual de jodida.
—Todavía no.
—¿Y a qué esperas para decírselo?
—Primero necesitaba hablar contigo.
Ahora lo entiendo.
—¿Necesitas mi bendición para declararte?
—No es eso.
—Entonces, ¿qué es?
—No me coge el teléfono ni responde a mis mensajes.
—Compartís rellano, por el amor de Dios.
—Se ha ido a casa de sus padres.
—¿Se puede saber qué has hecho?
—Es mejor que no lo sepas.
—¿Ahora vas a dejarme a medias? —Me cruzo de brazos, indignada.
—¿Tú no tienes que ir a trabajar?
—Ah, no, ahora no me vengas con chorradas para escaquearte. Ni hablar.
Revuelvo el bolso hasta localizar mi teléfono y marco el número de mi
oficina.
—Buenos días, Susana.
—Buenos días, Mónica.
—Verás, voy a retrasarme un poco —expongo—, he tenido una urgencia
familiar.
—¿Sofía está bien? —Se preocupa mi compañera, a la que también
considero mi amiga, y de las buenas.
—Sí, sí, tranquila, hablamos luego.
—Vale, si necesita algo, me llamas.
—Gracias. —Sonrío—. Te veo en un rato.
—Hasta ahora.
Finalizo la llamada y devuelvo el móvil al fondo del bolso.
—Arreglado —concluyo satisfecha—. Ahora dime, ¿qué has hecho?
—¿Recuerdas el cumpleaños de Sara?
—Héctor, ¿puedes dejar de preguntar si «recuerdo» cosas como si
estuviera senil? —Pongo los ojos en blanco.
Me acuerdo perfectamente de todo lo que ocurrió ese día. Llegó a comer
con la hora pegada al culo y hecho unos zorros, con la misma ropa del día
anterior. Era evidente que no había pasado la noche solo ni en su casa. Esa
tarde nos besamos en el balancín. Maldita la hora.
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—¿Habías pasado la noche con ella?
—No, pasé la noche con otra.
—Espera, espera… ¿Qué me he perdido?
—No te has perdido. —Me frena.
Me hace un resumen de lo ocurrido en los últimos días.
Agatha, Vera, yo.
«La madre que lo parió, que no tiene la culpa de nada, la pobre», pienso.
—Estás de coña, ¿no?
—Ojalá —suspira.
Si me lo cuentan, no me lo creo. Es que me lo está contando y no me lo
creo. Ese es el nivel. Estoy estupefacta.
—Héctor, eres idiota —concluyo.
—Me lo dicen mucho últimamente. —Ríe sin ganas.
—No entiendo por qué —ironizo.
—El caso es que tengo un plan. Es un plan de mierda, pero no se me
ocurre nada mejor.
—¿Y en qué consiste ese «plan de mierda»?
—Verdad en vena.
Llamamos la atención del camarero, pedimos otra ronda de cafés y me
explica su «plan de mierda».
¿La verdad? Siento un poco de envidia, pero de la buena, porque me
parece una locura, sí, y precisamente por eso no tengo la menor duda de que
va a funcionar.
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36. Marte
Héctor
Me gustaría afirmar con la misma seguridad con la que lo hace el tío que
suena de fondo ahora mismo en el Siete Mares que «si hay algo que sé, es que
no estoy loco», pero no puedo hacerlo. Vera no me coge el teléfono y
tampoco responde a mis mensajes, aunque me consta que los lee porque el
doble check azul no deja lugar a dudas, como el que aparece ahora mismo
junto al último mensaje que le he enviado.
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en Marte».
—¡¿Te has vuelto loco?! —Manu me muestra la pantalla de su teléfono
móvil con incredulidad y yo me encojo de hombros por respuesta.
—¿Tenías un plan mejor?
La pregunta es retórica e irónica. Sobre todo, irónica, porque los planes de
Manu son un completo desastre, de su cabeza no sale nada bueno. A los
hechos me remito, aunque esa es otra historia.
—¡Héctor! —Martina entra en el Siete Mares a la carrera con el móvil en
la mano. «Esto ya lo he vivido», pienso. Pero no—. ¡Cásate conmigo, por
favor!
—Martina, por el amor de un dios, céntrate. —Manu mira a su hermana y
niega con la cabeza.
—¿Qué me centre? —chilla ella—. ¿Tú has leído su post?
—¿Qué post? —pregunta Álex a mi espalda.
—El que acaba de subir Héctor.
—No lo he visto. —Álex saca el móvil del bolsillo dispuesto a buscar el
post, pero Martina se le adelanta.
—Yo te lo leo.
Y lo hace. En voz alta. Joder. ¿De verdad es necesario?
Aunque no sé de qué me sorprendo.
Publicar en Instagram tiene estas cosas. Y por «estas cosas» me refiero a
que la gente lo lee, vaya. Por eso necesitaba hablar con Mónica antes de saltar
al vacío. ¿Es una locura? Sí, pero la única opción que me quedaba era jugar
con sus reglas.
@hector_hernandez
Ya no puedo preparar mojitos sin pensar en ti.
Y en tu risa como música de fondo, o quizás esté dentro de mi cabeza.
Donde no hay hueco para Sabina, que siempre me ha parecido demasiado gris.
Y como dice esa canción de Extremoduro, «tú, por dentro, eres de colores».
No sé si encontró las pastillas para no soñar, pero tampoco me importa.
Yo prefiero seguir soñando.
Mientras, te busco entre el murmullo de la gente
y en ese reloj de pared en el que el tiempo se ha detenido
para recordarme que llego demasiado tarde.
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—Estoy orgulloso de ti. —Álex palmea mi espalda cuando Martina
finaliza la lectura del post.
—¿Tú no crees que esté loco?
—Por supuesto que sí —responde—, pero no sufras, no es grave. Las
mayores locuras se hacen por amor.
—¡Héctor, Héctor, Héctor! —Martina vuelve a chillar como una
histérica—. ¡Le ha dado a «me gusta»! —Me planta la pantalla de su teléfono
en las narices y compruebo que, tal y como dice Martina, su nombre aparece
entre los likes de la publicación.
«Al menos, no me ha dejado en visto», pienso mientras noto el móvil
vibrar en el bolsillo de los vaqueros y se me encoge el estómago ante la idea
de que pueda ser ella. Pero no lo es.
Héctor: No te burles,
¡sinvergüenza!
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—Se lo ha tomado bien, ¿no? —comenta Manu, al que pillo cotilleando la
conversación por encima de mi hombro.
—Eso parece —respondo aliviado.
No sé qué hubiera hecho si Mónica no me hubiera apoyado en esto.
—Tenemos que apuntarla al próximo Speed Dating —sugiere,
refiriéndose a Mónica.
Y certifico que he perdido la cabeza cuando miro a mi amigo y asiento
convencido, porque no me parece tan mala idea.
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37. Un miércoles cualquiera
Vera
Llevo tres días en casa de mis padres y, aunque parecen estar encantados de
tenerme aquí, soy muy consciente de que la excusa de las termitas, que ya de
entrada no sonó muy convincente, empieza a levantar sospechas.
—Vera, cariño —la cabeza de mi madre asoma por la puerta entreabierta
de mi habitación—, ¿puedo pasar?
—Estás en tu casa —bromeo, porque la cosa no pinta bien.
Conozco a mi madre lo suficiente como para saber que viene dispuesta a
sonsacarme la verdad sobre mi exilio. Se sienta en la cama y acaricia de
forma distraída la superficie del edredón.
—¿Vas a contarme qué pasa? —Ahí está la temida pregunta.
—¿A qué te refieres?
—A qué haces aquí.
—Ya te lo he dicho, en mi casa hay una plaga de termitas y…
—Vera, tú no has visto una termita en tu vida. ¿De verdad crees que
puedes engañar a tu madre?
Si ya lo sabía yo… Agacho la cabeza y asumo la derrota.
—Necesitaba salir de mi piso.
—Por las termitas… —dice, y las dos sabemos que ya no estamos
hablando de insectos.
—Exacto.
—O sea, que has venido a esconderte. —Frunce el ceño ante su propia
conclusión, y puedo ver la decepción en sus ojos.
—No me escondo.
—Entonces, ¿qué haces?
—Pensar.
—¿En tu casa no piensas?
—¡Mamá, por Dios, dame una tregua!
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—Te he dado tres días de tregua, Vera —asegura—. Y sigues aquí.
—Si te molesta que esté aquí, solo tienes que decirlo. —Ataco, porque me
siento atacada.
—No, cariño, lo que de verdad me molesta es que hayas venido por la
razón equivocada, porque yo no te he educado para huir de los problemas.
—Tú no lo entiendes.
—Pues explícamelo. —Se cruza de brazos y espera.
Hablar con mi madre nunca ha sido un problema, es mi mejor amiga y
siempre me ha apoyado. Así que decido abrirme en canal y sacármelo todo de
dentro. Le hablo del blog y de Héctor, a quien ya conoce porque no es la
primera vez que su nombre sale a colación en alguna de nuestras
conversaciones, aunque nunca le he confesado lo que siento por él. No había
necesidad de hacerlo.
—¿De qué signo es? —Eso es lo primero que pregunta.
Si alguien se preguntaba de dónde me viene la obsesión por el horóscopo,
he aquí la respuesta, mi madre es la culpable de todo. Supongo que es verdad
eso de que de casta le viene al galgo.
—Es leo. —Claudico.
—Leo… El signo más dominante del zodiaco. —Rebusca en su memoria
con la mirada perdida en la lámpara del techo—. Signo de fuego regido por el
sol. Arrogante, egocéntrico, orgulloso y temperamental, pero también noble,
generoso, leal y apasionado. Son líderes sin complicaciones, saben dónde
quieren llegar y ponen todo su empeño, energía y creatividad en conseguir su
objetivo. No temen los obstáculos, más bien, crecen ante ellos.
—No sé si estoy muy de acuerdo con esa afirmación, dudo que Héctor
sepa «dónde quiere llegar». —Dibujo comillas en el aire.
—¿Por qué dices eso?
Le explico el resto de la historia. Lo que me ha traído hasta aquí, a este
destierro voluntario. Le hablo del miedo, de las dudas, de sus mensajes, de las
canciones y hasta del maldito post que me ha plagiado, en el que encima me
ha etiquetado, y del que todavía no sé qué pensar. Entro en su perfil de
Instagram para enseñárselo a mi madre y me encuentro con una segunda
publicación.
@hector_hernandez
Envíame tus sueños rotos, quizá pueda unir los pedazos.
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Y si no puedo hacerlo, los juntaré con los míos.
Será un desastre precioso.
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—¿Qué más da lo que haya hecho? Todos cometemos errores. Lo
importante es lo que está haciendo ahora. —Rebate. ¿Por qué lo defiende?—.
Y hay que ser muy valiente para gritarle al mundo que quieres a alguien sin
esconderte detrás de una cuenta anónima.
La miro mal. Qué coño, la miro muy mal. La muy cabrona acaba de
llamarme cobarde con todo su papo. Y aunque su comentario ha sido una
puñalada trapera, tiene razón. Como siempre. Las madres siempre tienen
razón, por mucho que nos moleste, ellas están de vuelta de casi todo.
—No sé qué pensar.
—Y seguirás sin saberlo mientras te quedes aquí en lugar de ir a
averiguarlo. —Me devuelve el teléfono y se levanta de la cama en la que lleva
sentada desde que llegó—. Dos signos de fuego… —murmulla de camino a la
puerta—. Un desastre, no sé, pero estoy segura de que seríais un incendio
precioso. —Afirma antes de salir de mi habitación como si no hubiera dejado
una bomba lapa adosada a la cama.
Intento concentrarme en el trabajo el resto de la mañana, pero no puedo
hacerlo. No dejo de darle vueltas a todo… Las canciones, los mensajes, las
publicaciones… ¿Y si mi madre tiene razón?
Mi teléfono vuelve a vibrar sobre la mesa y lo miro con miedo, pero en
algún momento tendré que enfrentarme a esta conversación, así que
descuelgo.
—Hola —saludo con un hilo de voz.
—¿Me has cogido el teléfono? —Su voz es una mezcla de sorpresa e
ironía—. No me lo puedo creer.
—No seas capullo, Manu.
—¿Encima me insultas? —Se indigna—. Eres una amiga de mierda, lo
sabes, ¿verdad? Y, ya que estamos, una cobarde. ¿Qué coño haces en casa de
tus padres?
—Calceta.
—No me jodas, Vera.
—Es superrelajante, deberías probarlo.
—Relajante, mis cojones. ¿Cuándo piensas volver a tu casa? —Si hay
algo que me gusta de Manu, aparte de que no tiene ningún tipo de filtro, es
que siempre va directo al grano.
—Un miércoles cualquiera —respondo.
Y me viene a la mente la letra de la canción de Despistaos. «Un miércoles
cualquiera, decidí volverme loco y, de rebote, me coloco en tu escalera.
Amanece que no es poco y no te toco, pa que no me duela».
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—Hoy es miércoles.
—¡Anda!, qué casualidad, ¿no?
—Vera… —Me lo imagino poniendo los ojos en blanco mientras se
muerde la lengua para no soltarme una de sus perlas.
—¿Puedes hacerme un favor?
—¿Me voy a meter un lío si lo hago?
—Te encantan los líos —argumento, porque a liante no hay quien le
gane—. ¿Puedes o no?
—Puedo, pero no sé si quiero —resopla—, estoy muy mosqueado
contigo, joder. Héctor está hecho un asco.
—¿Crees que yo estoy mejor?
—Te dije que hablaras con él y no me hiciste ni puto caso.
—Podías haberme dicho lo que sabías.
—También podría habérselo dicho a él, y no lo hice.
«Arggg». ¿Por qué hoy todo el mundo tiene argumentos irrebatibles
menos yo? Ojalá pudiera reprocharle que se haya mantenido al margen
cuando era la única persona que conocía todos los detalles, pero la lealtad es
irreprochable.
—Por favor, Manu… —suplico.
—¿Qué quieres?
—Que no le digas que hemos hablado.
Manu accede a mi petición a regañadientes, pero lo hace.
Así que, después de comer con mis padres e informarles de que ya han
resuelto el problema de las termitas —ejem, ejem—, recojo mis bártulos para
volver a mi casa.
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38. El último habitante de tu piel
Héctor
Llevo tres días sin saber nada de Vera. Y ya no sé qué más puedo hacer para
convencerla de que necesito que vuelva, que la echo tanto de menos que me
duele el alma, que no puedo vivir sin ella, que tampoco quiero hacerlo, y que
necesito que hablemos cara a cara para poder decirle lo que siento, me niego a
hacerlo a través de un mensaje. Ya bastante me he expuesto con las
publicaciones de Instagram, aunque también es cierto que en ninguna he
hablado de sentimientos de forma explícita. Quizá eso sea lo que necesito,
aunque lo que en realidad quiero es mirarla a los ojos y que no encuentre en
los míos la menor duda de que lo digo en serio.
—¿Has hablado con ella? —le pregunto a Manu en cuanto llego al Siete
Mares, pero este niega con la cabeza.
Y mis pensamientos vuelven a contradecirse. Por un lado, me consuela no
ser el único al que ignora, y por otro, me molesta porque, si a él le cogiera el
teléfono, sabría algo de ella.
—Pues solo me queda un cartucho —expongo—. Esperaba no tener que
utilizarlo, pero visto lo visto, no me queda más remedio que hacerlo.
—Héctor, quema las naves —sugiere Álex.
Y eso hago. Quemar las naves, el último cartucho, quemarlo todo.
@hector_hernandez
Ya no leo poesía.
Pero te encuentro en todas las canciones de amor.
No me preguntes por qué lo hago.
La única explicación que tengo es que solo soy un hombre.
Tan enamorado que no sabe cómo decirte, mujer,
que solo soy un hombre que busca ser el último habitante de tu piel.
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Llevo tres días escuchando la misma canción en bucle. Aunque la letra
original no me representa del todo, así que me he tomado la libertad de
«adaptarla». He cambiado el «único habitante de tu piel» original por el
«último habitante de tu piel». Espero que el señor Melendi perdone mi osadía
por mancillar su obra.
Me paso la siguiente hora consultando el móvil cada tres minutos, puede
que dos, esperando encontrar un mensaje de Vera, una llamada, algo que sirva
como luz, como en aquella canción de Supersubmarina que ella escuchaba,
pero no sucede.
Esto es una agonía. Una puta agonía, joder.
No puedo pasarme así el resto del día, por lo que lo siguiente que hago es
apagar el móvil. Lo sé, parece una pésima idea, mis dos amigos ya se han
encargado de decírmelo unas cuantas veces, pero es que, si lo dejo encendido,
voy a volverme loco. A pesar de que le he quitado el sonido, no ha dejado de
vibrar desde que he subido la publicación, y cada vez que lo hace mi corazón
se salta un latido.
Además tengo trabajo que hacer, más ahora que Manu ha salido a comer
algo —a pesar de que todavía es temprano—, y Álex y yo nos hemos quedado
solos con el local a reventar. Un día de semana. Pero es que hace un calor de
mil demonios y eso que el verano ni siquiera ha comenzado de forma oficial.
Para que luego digan que el cambio climático es una patraña. No hay duda de
que el buen tiempo anima a la gente a salir de casa y a que tengan pocas ganas
de volver a meterse en el horno en el que se convierten algunos pisos en plena
ola de calor.
Respiro con alivio cuando veo a Manu entrar por la puerta antes de lo
esperado. Consulto la hora para cerciorarme de que ha estado fuera poco más
de diez minutos.
—¿Ya has cenado? —pregunto sorprendido. O mastica y engulle a la
velocidad del sonido o no me salen las cuentas.
Mi amigo no me responde, pero en cuanto llega a mi lado deposita sobre
la barra, delante de mis narices, un posavasos garabateado.
«Este chico tiene una fijación insana con los posavasos», pienso, hasta
que reconozco la caligrafía.
—¿Has estado con ella? —interrogo a mi amigo.
—Te dije que no apagaras el móvil —responde él.
Leo el mensaje escrito en el pedazo de cartón y sonrío como el idiota que
soy. Y solo he necesitado cuatro palabras para hacerlo:
Te espero en la azotea.
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La noche se me va a hacer muy larga.
Enciendo el móvil y compruebo que he recibido un montón de mensajes,
pero el único que me interesa ahora mismo es el suyo.
No sé si es por el calor o por los nervios por ver a Vera, pero cuando llega la
hora de cerrar me sudan hasta las uñas de los pies. Así que en cuanto bajamos
la persiana salgo disparado hacia mi casa para darme una ducha antes de subir
a la azotea, porque me hace mucha falta, necesito quitarme esta sensación de
encima. No obstante, no creo que pudiera hacerlo ni aunque me bañara en tila.
Me pongo ropa limpia y subo las escaleras que conducen hasta la azotea
con un nudo en el estómago. Cuando alcanzo el último peldaño compruebo
que la puerta está abierta; asomo la cabeza y la veo, está de espaldas, apoyada
en el murete, con la mirada perdida en la inmensidad de la noche. Me acerco
con sigilo hasta colocarme a su lado, imito su postura y cojo aire antes de
hablar.
—¿Llevas mucho tiempo esperando? —pregunto casi a trompicones.
Vera ladea la cabeza en mi dirección y sonríe, es evidente que está mucho
más relajada que yo, que parezco un adolescente en su primera cita.
—Algo más de un año. —Su respuesta me descoloca, y ella se ríe—. ¡Ah!
¿Te refieres en la azotea? —Agita una mano delante de mi cara para restarle
importancia—. Apenas un rato. Manu me ha avisado en cuanto has salido.
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—¡Será capullo! —exclamo con media sonrisa mientras sacudo la cabeza.
De verdad que no sé de qué me sorprendo. Ya debería estar acostumbrado
a sus manueladas. No me cabe la menor duda de que ha disfrutado de lo lindo
con sus intrigas.
—Le pedí que no te lo dijera.
—Tengo que reconocer que sabe guardar un secreto.
Y nunca pensé que le reprocharía que lo hiciera, pero si nos hubiera
contado lo que sabía, nos habríamos ahorrado todo este drama.
—¿Por qué nunca me dijiste nada? —pregunto con la boca pequeña.
Porque ella podría hacerme la misma pregunta. De hecho, lo hace.
—¿Por qué no lo hiciste tú?
Nos miramos con intensidad y suelto el aire con fuerza antes de hablar, si
algo tengo claro, es que no he llegado hasta aquí para acobardarme ahora.
Seguimos uno junto al otro, apoyados en el muro, separados por apenas unos
centímetros de distancia.
—No quería estropearlo —respondo—. Y tiene cojones que te diga esto
porque no sé si hubiera podido estropearlo más de lo que lo he hecho.
—Si esperas que te lleve la contraria, lamento decirte que no pienso
hacerlo —sonríe—, porque te has cubierto de gloria…
—No ha sido mi mejor momento. —Le devuelvo la sonrisa y ladeo mi
cuerpo para mirarla de frente—. Y tú, ¿por qué no me dijiste nada?
—Yo… —Fija la vista en el cielo y suspira—. Supongo que tuve miedo y
preferí conformarme con que estuvieras en mi vida, aunque no fuera de la
forma en que quería, a que no estuvieras.
—¿Y ahora?
—¿Ahora qué? —Arquea una ceja. Creo que no ha entendido la pregunta.
—¿Qué quieres ahora? —Le coloco un mechón rebelde detrás de la oreja
y su piel se eriza por el contacto. La mía también.
—Depende… —Imita mi postura y quedamos frente a frente—. ¿Cuál es
tu oferta?
—La que tú quieras.
—Eso no te lo compro. —Replica—. Vas a tener que mojarte.
—¿Más? —protesto con los ojos como platos—. ¡Le he gritado al mundo
que te quiero en un maldito post de Instagram! ¿Qué más quieres?
—Quiero que me lo digas a mí.
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39. Photograph
Vera
Seguimos en la azotea, uno frente al otro, mirándonos a los ojos. Y estoy casi
segura de que, si levantara la vista, vería cómo los pájaros de la indecisión
sobrevuelan su cabeza. Y que conste que no lo culpo. Sé mejor que nadie que
es más fácil vomitar lo que sientes sobre un teclado que a la cara. Quizás
debería predicar con el ejemplo y decírselo yo. Me muerdo el labio con
nerviosismo. Ahora la indecisa soy yo. Noto sus dedos sobre mis labios para
liberar el agarre apenas un segundo antes de sentir el tacto de su boca sobre la
mía.
Es un beso lento, suave, agónico.
Hay besos que saben a despedida, pero este no es uno de ellos. A mí este
beso me sabe a promesa, a futuro, y a «te quiero».
—Te quiero, Vera —susurra sobre mis labios.
—Yo también te quiero, idiota.
Rodeo su cuello y lo acerco de nuevo a mis labios, mientras él se agarra
con fuerza a mi cintura en uno de esos abrazos en los que hasta los cuerpos
estorban y necesitas apretarlos más, como si con ello pudieras llegar al alma.
Y podría ponerme digna y quedarme con esa maravillosa reflexión, pero
la realidad es que, a medida que profundizamos en el beso, lo que de verdad
me estorba es la ropa. No quiero hacerlo, pero me separo, porque o le
ponemos fin o acabaremos dando un espectáculo en mitad de la azotea.
—¿En tu casa o en la mía? —Voy directa al grano.
No me responde. Tan solo sonríe y tira de mi mano para conducirme
escaleras abajo, a la carrera, hasta nuestro rellano. Una vez allí, mientras saca
las llaves del bolsillo para abrir la puerta, recuerdo algo que quería decirle y
que, en vista de los acontecimientos, no le he dicho.
—Antes de que se me olvide —le digo—. Has escrito mal la letra de la
canción.
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—Lo sé —responde sin mirarme.
—¿Lo has hecho a propósito? —Asiente en el mismo momento en que
abre la puerta.
—Es que no quiero ser el único —explica—, eso es temporal, y yo no
quiero serlo. Yo quiero ser el último.
Hostia. Puta. Joder.
—Creo que acabo de tener un orgasmo.
—Pues en ese caso —me arrincona contra la puerta y me tiemblan las
piernas de anticipación—, tengo que decirte que no va a ser el último
—susurra sobre mis labios.
«¡Sí, por favor!».
—Más te vale que no tenga que fingirlo —me burlo mientras atrapo su
labio con los dientes.
—Ya quisieras…
—No eres mi tipo, cielo.
—Ah, ¿no? —Arquea una ceja, y yo me río mientras niego con la cabeza.
Sin previo aviso, me levanta del suelo y yo rodeo su cintura con las piernas—.
Eso ya lo veremos. —Amenaza de camino al dormitorio.
Y esa amenaza me sabe a gloria bendita.
Me despiertan los primeros rayos del sol que se cuelan por las rendijas de la
persiana. Sin embargo, me resisto a abrir los ojos por si resulta que he tenido
el sueño más real de mi vida y que estoy en mi cama, sola. Hasta que noto un
ligero movimiento a mi lado y levanto los párpados con lentitud para
encontrarme con la imagen de Héctor, con un codo apoyado sobre la
almohada y la cabeza sobre la palma de la mano, observándome. Ahora
mismo me encantaría tener una cámara para inmortalizar este momento, su
pelo revuelto, sus ojos cansados y brillantes, y esa sonrisa torcida. Sería la
fotografía perfecta.
—Buenos días —murmura cuando nuestras miradas se encuentran.
—Buenos días.
—Si vuelves a decirme que esto es «raro», te mato. —Bromea con una
sonrisa que me comería a besos sin importarme que no se haya lavado los
dientes.
—Raro no tiene por qué ser malo —respondo.
Esa mañana me reproché a mí misma la elección de la palabra, pero ahora,
pensándolo fríamente, creo que el problema no es la palabra en sí, sino el
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sentido que nosotros le demos. Porque raro puede ser extraño, anómalo o
atípico, pero también puede ser insólito y sorprendente.
—Y sí, sigue siendo raro —sonrío, pero a Héctor no le hace ninguna
gracia—, vamos a tener que normalizarlo para que deje de serlo, ¿no te
parece?
Enrosco una pierna en su cintura con sensualidad, o al menos eso intento,
y él me acerca a su cuerpo con un leve tirón.
—Me gusta cómo piensas —murmura mientras se acerca a mis labios.
Y en cuanto lo hace, yo, paradójicamente, dejo de pensar.
—¿Tú no tienes que trabajar? —pregunta de sopetón.
—Creo que voy a tomarme la mañana libre…
Y eso hago.
Pasamos juntos el resto del día —hasta que es él quien tiene que
marcharse a trabajar—, y no negaré que esto de «normalizar la situación para
que deje de ser raro» está resultando una tarea de lo más placentera. Tanto
que me preocupa que sea delito.
Esa tarde, cuando se marcha al Siete Mares, decido poner fin a una etapa
oscura, para llenarla de luz, de la única forma que sé. Desbloqueo el teléfono
y reviso todas las fotos que he hecho durante el día, deslizo las imágenes por
la pantalla y compruebo que no hay ninguna salvable porque Héctor se ha
negado en rotundo a que su cara protagonice uno de mis post y, en
consecuencia, ha boicoteado todos mis intentos de conseguir una imagen lo
suficientemente buena como para subirla. Hasta que llego a la última foto de
mi galería y me encuentro con un primer plano de la palma de la mano de
Héctor, tras la que se intuyen dos personas besándose, porque no se nos ve la
cara a ninguno de los dos.
No es mi mejor foto y está lejos de ser perfecta, pero a estas alturas de la
historia he comprendido que lo importante no es que sea perfecto, lo
importante es que te haga feliz.
Así que selecciono la foto y, con una sonrisa en los labios, en los ojos, en
el corazón y en el alma, escribo el texto que no deja de rondar por mi cabeza.
@verdad_en_vena
Late corazón, no todo se lo ha tragado la tierra.
Antonio Machado
Sí, he vuelto a leer poesía, porque el poema eres tú.
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40. Burning Love
Héctor
Un mes después
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Vera no está muy de acuerdo. No sé qué le da más miedo, si la reacción
de Sofía o la de Mónica. Y no debería, porque mi hija tiene devoción por ella
y solo por eso ya tiene ganada a su madre.
Estamos a punto de entrar en la cafetería cuando se vuelve a quedar
plantada en mitad de la acera.
—Vera… —Me acerco a ella.
—Lo sé, lo sé —me interrumpe—, solo necesito un momento, por favor.
—Suelta el aire de golpe y se seca las palmas de las manos en los vaqueros—.
Vale, vamos.
Sofía sale disparada a su encuentro nada más verla.
—¡Veraaaaaa! —chilla como la loca escandalosa que es mientras la
estruja con sus bracitos, y su madre y yo negamos con la cabeza como si
estuviéramos sincronizados.
A mí ni me ha mirado. La muy sinvergüenza.
—Hola, princesa. —Vera la levanta del suelo y la niña me mira con una
sonrisa de oreja a oreja.
—¿Y yo qué? —le reprocho a mi pequeña traidora—. ¿Ni un beso ni
nada?
Sofía abandona los brazos de Vera para lanzarse a los míos.
Sinvergüenza, traidora y zalamera. Lo tiene todo para triunfar.
Con la niña en brazos y Vera a mi espalda, nos dirigimos hacia la mesa
que ocupa Mónica, que se levanta como un resorte para saludar y, por
supuesto, yo no soy el primero de su lista.
—¡Vera! —Mónica le planta dos besos que la cogen desprevenida—. Qué
ganas tenía de volver a verte. Ven, siéntate, ¿qué quieres tomar? ¿Café? ¿Té?
—Mónica hace un gesto para llamar la atención del camarero, que se acerca
con rapidez a la mesa.
Creo que está incluso más nerviosa que Vera, que ya es decir. La cara de
mi chica es un poema. Un momento. ¿Acabo de decir «mi chica»? ¿En plan
adolescente? Niego con la cabeza, pero la sonrisa que se escapa me delata.
—¿Y tú de qué te ríes? —me increpa Mónica con el ceño fruncido.
—Eso digo yo, ¿qué te hace tanta gracia? —La secunda Vera.
—Si que habéis tardado poco en hacer piña contra mí, ¿no? —Miro a mi
hija que sigue en mis brazos y le pregunto muy serio—. ¿Tú qué dices, Sofi?
¿Te gustaría que mamá y Vera fueran amigas? —Mi hija asiente convencida.
—¿Y qué te parecería que papá y Vera fueran novios? —pregunta
Mónica.
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—¿Sois novios? —pregunta Sofía con sus ojillos clavados en mí y una
sonrisa enorme pintada en la cara.
—Sí —le respondo mientras miro a Vera, que ha perdido el color de la
cara, y me preocupa seriamente que le haya dado un paro cardiaco.
—Yo también tengo novio. —Me suelta la mocosa esta—. Se llama Izan.
«Pero ¿qué me estás contando?».
¿He dicho ya que solo tiene seis años? Esta cría me va a matar a
disgustos.
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41. Aunque solo sea un rato
Mónica
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Olvido a mi hermana y centro mi atención en el chico que ocupa mi mesa.
David resulta ser médico, pediatra, para más datos, y el caso es que…
—¡Un momento! —interrumpo su explicación—. ¡Ya sé de qué te
conozco!
Hace un par de meses, cuando Sofía cogió aquel virus que luego me
contagió tuve que llevarla al pediatra de Urgencias, por lo que no la atendió
su médico habitual, lo hizo David, por eso me sonaba tanto su cara.
—Me conoces porque atendí a tu hija en Urgencias —interviene él antes
de que yo pueda explicarme.
—¿Te acuerdas de los padres de todos los niños a los que atiendes? —Me
sorprendo.
—De todos, no. —Sonríe con picardía, y a mí se me suben los colores.
Por suerte, cambia de tema—. Y tú, ¿a qué te dedicas?
Agradezco el giro en la conversación y respondo a su pregunta con
nerviosismo. O sea, que parloteo como una cotorra por miedo a caer en
silencios incómodos, pero eso no sucede. David me escucha con atención,
interviene de vez en cuando y, en alguna ocasión, nos pisamos al hablar los
dos a la vez y terminamos riendo.
Los siete minutos que dura la ronda se me pasan volando, de hecho,
cuando David tiene que levantarse de la mesa para que el siguiente candidato
ocupe la silla, no quiero que lo haga.
—¿Ya se ha acabado el tiempo? —pregunta decepcionado—. Vaya, se me
ha hecho cortísimo, si por mí fuera, me quedaría toda la noche hablando
contigo.
—Vale.
—¿Vale? —pregunta con la sorpresa reflejada en la cara.
Y yo maldigo mi efusividad.
—¿No era una proposición? —Mi cara ahora mismo debe de ser como un
campo de amapolas.
—Lo era. —Me tiende la mano, yo la acepto, y abandonamos la mesa
juntos.
De camino a la barra, nos quitamos las pegatinas identificativas del pecho
y nos acomodamos en dos taburetes.
Lucía vuelve a levantar los pulgares con más ímpetu que antes mientras
saca su móvil del bolso. La veo teclear y, unos segundos después, es mi
teléfono el que emite un pitido.
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Sister: Veo que ya no me necesitas. ¡Disfruta
de la noche, hermanita! Te llamo mañana.
Sonrío en cuanto leo su mensaje. Sobre todo por ese «te llamo mañana».
Las dos sabemos que lo que, en realidad, ha querido decir es: «Mañana quiero
todos los detalles y espero que sean muy tórridos». Levanto la vista en su
dirección y la veo caminar hacia la puerta del Siete Mares, me lanza un beso
en la distancia y yo se lo devuelvo. Cuando quiere es de lo más discreta.
David nos observa sin saber qué se ha perdido hasta que le explico que es
mi hermana en el mismo momento en que Héctor se acoda en la barra, frente
a nosotros, con una sonrisa arrogante. Sé con total seguridad lo que está
pensando ahora mismo. Las frases se agolpan en mi cabeza: «¿Ves como era
buena idea?». «Y tú no querías venir…». Asiento en silencio. Él no necesita
más para saber que nos hemos entendido sin necesidad de palabras.
—Héctor, él es David. —Hago las presentaciones—. Y no te lo vas a
creer, pero fue el pediatra que atendió a Sofía en Urgencias cuando cogió
aquel virus. —Me dirijo a mi «cita» y añado—: David, él es Héctor, mi ex y
el padre de Sofía.
De primeras podría haber resultado incómodo, porque entiendo que el
hecho de que una mujer te presente a su ex a los diez minutos de conocerla
puede resultar un poco random, pero no lo es. Y supongo que el motivo no es
otro que la enorme sonrisa que le dedica Héctor mientras le tiende la mano y
que consigue que David se relaje cuando le devuelve el gesto.
—Un placer, David.
—Imagino que tenéis una buena relación. —Comenta—. No diré que no
me sorprende. No es lo habitual.
—Debería serlo —responde Héctor, y no podría estar más de acuerdo con
él.
Nosotros tuvimos claro que, por encima de nuestras diferencias, y a pesar
de todas ellas, teníamos la obligación de entendernos y facilitarnos la vida por
el bien de Sofía. Y por el nuestro.
—Estoy de acuerdo. —Comenta David.
—Os dejo solos. —Héctor se incorpora decidido a marcharse—. Solo he
venido por si queríais beber algo.
—Yo quiero otro mojito.
—Que sean dos, he leído en Instagram que aquí los hacen buenísimos.
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—¿Dónde lo has leído exactamente? —pregunto con media sonrisa y una
ceja arqueada.
—¿Por qué tengo la sensación de que ya conoces la respuesta? —Miro a
Héctor y nos sonreímos con complicidad—. Vale, ¿qué me he perdido?
—¿Verdad en vena? —Inquiero como respuesta, y él asiente.
—¿No vas a explicármelo?
—Puede que algún día.
—¿Es una proposición? —Ahora es él quien utiliza mis palabras.
—Es posible.
—Voy a preparar los mojitos. —Escucho el murmullo de Héctor, pero no
le presto atención.
Me he quedado enganchada a los ojos azules del chico que está sentado
frente a mí, con una sonrisa pícara en los labios, mientras pienso que ¿quién
sabe? Puede que mañana no tenga nada que merezca la pena contarle a Lucía
o puede que sí. Lo que sí tengo claro es que no voy a salir corriendo, tampoco
a mirar atrás, tengo que mirar hacia el futuro y coger lo que la vida me
ofrezca, quizá solo dure un rato, quizá no, pero solo lo sabré si lo intento.
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Epílogo. It’s a beautiful day
Vera
Iba a comenzar esta historia diciendo que hoy es un día especial, pero
empiezo a pensar que ese es uno de los mayores errores que comete el ser
humano; clasificar los días, encasillarlos, como si cada minuto que pasamos
en esta Tierra no fuera especial, como si necesitáramos que ocurriera algo
extraordinario, único, fuera de lo común, que le diera valor a los momentos.
Se nos olvida que lo extraordinario es vivir.
Hoy comienzan oficialmente nuestras vacaciones, así que tenemos por
delante quince días que sé que, por lo menos a mí, se me van a pasar volando,
sobre todo porque no podrían empezar de mejor manera. Esta tarde, Héctor y
yo tenemos una cita ineludible con el amor. Hoy es la boda de Manu y
Sandra. Va a ser una celebración íntima en el Siete Mares —que ayer cerró
sus puertas por vacaciones—, nada formal, porque lo cierto es que no les
pegaría el bombo y platillo de un bodorrio convencional.
—Acabo de hablar con Mónica —Héctor asoma la cabeza por la puerta
del baño—, recogerá a Sofía a las ocho.
—¡Pero yo quiero quedarme a la fiesta! —protesta la niña con el morro
torcido—. ¡No es justo! —Se cruza de brazos con total indignación, y yo
tengo que apretar los labios para no reírme, mientras su padre sacude la
cabeza. La pobre lleva días insistiendo y, estoy segura de que en su fuero
interno, ha llegado a pensar que su padre claudicaría, pero no lo ha hecho.
—Señor, dame paciencia… —murmura Héctor antes de volver a dejarnos
solas en el baño para que yo pueda terminar de peinar a Sofía.
Llevo una semana viendo tutoriales en YouTube con el único objetivo de
conseguir hacerle dos trenzas a la niña, es la encargada de llevar los anillos
—que por muy de andar por casa que sea el evento, no pueden faltar—. Y,
por muy pretencioso que suene, tengo que decir que mis esfuerzos han
merecido la pena porque está preciosa.
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—Listo, princesa. —Sofía aplaude dando saltitos.
Y lo de «princesa» hoy no podría ser más literal. La niña se ha empeñado
en ir a la boda vestida de princesa y yo, lejos de intentar que cambiara de
opinión, me fui de compras y volví a casa con una preciosa falda de tul rosa a
juego con la suya. Su padre, por supuesto, y por si alguien se lo pregunta, no
tuvo ni voz ni voto en cuanto a la elección de nuestro outfit. Faltaría más.
—¿Estáis listas? —Héctor vuelve a asomar la cabeza por la puerta del
baño, impaciente.
Lo miro de arriba a abajo. Lleva unos pantalones tobilleros de color beige
y una camisa blanca con cuello mao. Sencillo, informal, y, aun así, está para
encerrarlo en el baño y no dejarlo salir en tres días, pero eso tendremos que
dejarlo para más tarde.
—¿Qué miras con tanto interés? —pregunta con arrogancia.
—Luego te lo explico —respondo coqueta mientras lo empujo camino a la
puerta para borrar de mi mente las imágenes que se pasean con total
impunidad.
En la puerta del Siete Mares nos recibe un cartel de Darth Vader con el
mensaje: «Bienvenidos al lado oscuro». ¿He dicho ya que la boda tiene poco
de convencional? Que nadie se asuste, esto no es más que el principio, no
descarto que Manu aparezca vestido de Han Solo y Sandra, de princesa Leia.
De estos dos me espero cualquier cosa, más si tenemos en cuenta que no han
querido soltar prenda de sus respectivas vestimentas.
Media hora más tarde, tal y como todos imaginábamos, Sandra, vestida de
princesa Leia, camina hacia el improvisado altar del brazo de su padre, donde
la espera Han Solo mientras, de fondo, suena La marcha imperial.
—Ay, la hostia… Estos dos están para que los encierren —susurra Héctor,
quien consigue contener la risa a duras penas. Y que conste que no es el único
de los presentes que intenta no descojonarse con la escena.
El que más y el que menos se mea de la risa, y los que no lo hacen
—como la madre de Sandra, por ejemplo— tienen pinta de estar al borde del
infarto.
—¿De verdad esperabas algo «normal»? —respondo con una ceja
arqueada—. Además, la normalidad está sobrevalorada.
—Eso lo dice la gente a la que le falta un tornillo.
—La cordura también está sobrevalorada.
—Bonita manera de justificar el desorden mental.
—La gente a la que le falta un tornillo no necesita justificarse —replica
Alba a nuestra espalda—, es muy feliz así.
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—Disculpa —Héctor ladea la cabeza en su dirección e intenta mostrarse
indignado por su intromisión, pero no lo consigue—, esto es una conversación
privada.
Nos hemos sentado todos juntos y ocupamos un par de filas, menos mal
que hemos tenido la consideración de hacerlo en la zona del fondo porque, de
lo contrario, ahora mismo el concejal de turno nos estaría llamando al orden
entre carraspeos nada sutiles.
—A estas alturas de la historia, deberías saber que aquí nada es privado,
amigo mío —interviene Álex.
Y tiene más razón que un santo.
—Sois una pandilla de porteras. —Ríe Héctor.
—Siempre habla de putas la Tacones. —Creo que el comentario ha sido
de Alba.
—¡Oye! —protesta Héctor.
Pero su alegato se ve interrumpido —como era de esperar— por el
carraspeo del concejal que nos mira con desaprobación, al igual que gran
parte de los invitados que han girado la cabeza en nuestra dirección.
—Sois como niños. —Sentencia Candela.
@verdad_en_vena
Una vez os dije que un mojito no es solo un mojito.
Es la música que se escucha de fondo o dentro de tu cabeza. En la mía,
Michael Bublé canta a voz en grito que hoy es un día hermoso, porque estoy donde
quiero estar, con quien quiero estar. Contigo. Siempre.
Es el murmullo de conversaciones felices, de promesas susurradas entre
abrazos, de miradas fugaces, intensas, cómplices, como si no hubiera nadie más.
Es ese reloj de pared que detendría si pudiera para que este momento fuera
eterno, mientras disfruto de este mojito y te busco entre una multitud que se
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difumina ante mis ojos cuando encuentro los tuyos y el mundo desaparece.
En ocasiones, un mojito no es solo un mojito, es una historia de amor.
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Nota de la autora
Si has llegado hasta aquí, has disfrutado de esta historia, has hecho tus
apuestas y te has preguntado quién sería la protagonista femenina y autora del
blog durante buena parte de la lectura, solo me queda pedirte una cosa, y es
que, si te tomas la molestia de dejar una reseña, da igual donde lo hagas
(Instagram, Amazon, Goodreads…), no desveles ese dato para que otros
lectores puedan descubrir la historia de la misma manera en que lo has hecho
tú.
¿Me harás ese pequeño favor?
Mil gracias.
Página 198
Agradecimientos
Llegados a este punto, solo me queda dar las GRACIAS a todas las personas
que, de una forma u otra, forman parte de esta historia.
A Dona Ter, siempre, y nunca será suficiente. Gracias por ser el gusano
de mi cabeza.
A Elisa Mayo, siempre, y tampoco será suficiente.
No sé qué sería de mí sin vosotras, amigas mías.
A mis compañeras de letras: Tessa Cooper y Carla Marpe, por compartir
nuestras «mierdas». Vosotras sabéis a lo que me refiero.
A mis lectoras cero:
Desy, Marta, Inma y Carla.
Por volver a tirarse a la piscina conmigo, por sus recomendaciones,
mensajes, audios interminables. Porque, a pesar de la distancia que nos
separa, siempre estáis cerca. Gracias, AMIGAS.
A todos los que desde el otro lado de la pantalla me habéis apoyado, me
habéis escrito tras leer mis anteriores novelas y me habéis animado a seguir
escribiendo, sois muchos, y no quiero dejarme a nadie. Gracias a tod@s por
formar parte de la familia del Siete Mares.
Y a ti, lector, si has llegado hasta aquí, por escoger esta historia y
regalarme un ratito de tu tiempo, que es lo más valioso que tenemos. Gracias.
Página 199
Índice de contenido
Cubierta
Prólogo
1. Colgado de la vecina
2. Sofía
3. Bailando en la oscuridad
6. Atrapados en la red
7. Verano del 69
13. Microinfarto
Página 200
18. La mujer cactus y el hombre globo
24. Tú y yo
27. Y yo…
32. ¿Y qué?
33. Si te vas
36. Marte
39. Photograph
Página 201
41. Aunque solo sea un rato
Nota de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Página 202
MARÍA SOTELO (Vigo, España). Nació en Vigo un cálido día de verano,
justo el mismo en que Queen grabó con David Bowie Under Pressure.
Lectora empedernida desde niña, su pasión por las historias de amor la llevó a
escribir las suyas propias. Es adicta al café, a la música y a los libros con
títulos largos.
Página 203
Página 204