La Ultima Cripta - Fernando Gamboa
La Ultima Cripta - Fernando Gamboa
La Ultima Cripta - Fernando Gamboa
Vidal encuentra una campana de bronce del siglo XIV de origen templario,
hundida allí más de un siglo antes del descubrimiento de América por parte
de Cristóbal Colón. Espoleado por la curiosidad y el ansia de aventura, junto
a un historiador medieval y una audaz arqueóloga mexicana, emprenderá la
búsqueda del mítico tesoro de la Orden del Temple por España, el desierto
de Mali, las profundidades del Caribe o la selva mexicana, enfrentándose a
un sinfín de enigmas y peligros. Pero esa búsqueda del tesoro, sin embargo,
finalmente les acabará enfrentado a un misterio mucho más trascendente de
lo que ninguno de ellos esperaba. Un secreto silenciado durante siglos que
podría transformar la historia del hombre, y la forma en que éste se
comprende a sí mismo y al Universo.
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Fernando Gamboa González
La última cripta
ePUB v1.0
gdpablo 04.02.13
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Fernando Gamboa González, 2007.
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Creí que era una aventura, y en realidad era la vida.
Joseph Conrad
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La tormenta
—¡Arriad la mayor! —bramó una voz sobre el fragor de la tempestad—. ¡Asegurad
el trinquete!
No hubo respuesta alguna pero varios hombres, ignorando las gigantescas olas
que barrían la cubierta, comenzaron a trepar temerariamente por las jarcias dispuestos
a recoger el velamen, antes de que los vientos de más de setenta nudos que soplaban
en ese momento lo dañara o, aun peor, destrozara por completo el único mástil de la
nave.
El Hermano Joan Calabona, contradiciendo las órdenes del capitán, contemplaba
la escena desde el castillo de popa, a merced de los elementos e intentando que no lo
arrastrase la siguiente ola. Pero, aun así, mejor allí en cubierta que sufriendo el
insoportable hedor a orines y vómitos de la sentina.
Contemplaba incrédulo cómo la que hasta unas horas, antes le parecía una
soberbia embarcación era ahora zarandeada sin piedad por montañas de agua oscura
que la golpeaban desde todas direcciones; rompiendo cabos, madera y huesos, y
lanzando sobre los que se encontraban en el puente una fina lluvia que el viento
convertía en afiladas agujas que herían allí donde la piel no estaba protegida. A dos
pasos de él, pero que podían haber sido dos leguas, el capitán Villeneuve entrecerraba
los ojos intentando adivinar la presencia del resto de la flota, más allá de los muros de
agua y espuma, señalando al piloto un lugar imposible con la mano que le quedaba
libre, y gritándole unas instrucciones a las que éste asentía sin entender la mitad de lo
que oía. Mientras, Joan Calabona, calado hasta los huesos y aferrado al pasamanos
con todas sus fuerzas, se preguntaba aterrorizado si era la voluntad del señor que
acabara allí su viaje.
Hacía casi ocho semanas que habían zarpado de la Rochelle amparados por la
oscuridad de la noche. Dieciocho cocas de entre sesenta y noventa pies de eslora se
habían hecho a la mar con su valioso cargamento atestando las bodegas, hasta el
punto que incluso se habían retirado las piedras del lastre para hacer sitio. Veintidós
días sin tocar puerto habían necesitado para llegar a las Islas Afortunadas, donde en
una de las más occidentales, la llamada ínsula Gomera, se habían reabastecido de
agua, fruta y verduras. Veinticinco, veintiséis o veintisiete, qué más daba, eran las
jornadas que llevaban navegando desde entonces. El agua, ya podrida, llevaba días
racionada a un solo cuenco a la puesta de sol. La verdura duró una semana, y hasta la
carne seca, llena de gusanos, era tan sólo un sabroso recuerdo. Había quedado tan
reducido el espacio en el barco para las provisiones que se había apurado hasta el
límite de lo posible, y si Dios no lo impedía mostrándoles tierra firme en las próximas
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jornadas, serían una tripulación de fantasmas navegando hacia el otro mundo.
Pero esas eran preocupaciones que había tenido horas antes.
—¡Hermano Joan!
Abrió los ojos y se encontró frente al rostro del contramaestre que, a pocos
centímetros y con el agua corriendo por su cara, le gritaba a pleno pulmón.
—¡Vaya abajo! —exclamó de nuevo, alzando la voz sobre el rugido del viento—.
¡Es muy peligroso estar aquí!
El fraile tan sólo movió la cabeza, negando, a lo que el contramaestre respondió
con un inaudible insulto entre dientes y, tras un momento de duda, encogiéndose de
hombros, dándose la vuelta y encarándose de nuevo a la tormenta.
Joan Calabona decidió entonces sentarse en el tablazón y, pasando un brazo tras
el candelero del pasamanos, consiguió entrelazar ambas manos frente al pecho para
rezar. No era la postura correcta ni el lugar más adecuado pero, sin duda, era el
momento de hacerlo.
Entonces se dio cuenta de que su preciado anillo, que tantos sacrificios le había
supuesto conseguir, le bailaba en el dedo. Había adelgazado tanto que debía atarse los
calzones con un trozo de cuerda, contemplando cada día su propia delgadez reflejada
en la cadavérica estampa de sus compañeros de travesía. Pero descubrir que podía
perder el símbolo que le daba sentido a su existencia le horrorizó aún más que la
tormenta misma y, cuidadosamente, abrió una pequeña bolsita de cuero que llevaba
atada al cuello e introdujo en ella aquello que lo identificaba como la última
esperanza de la Orden y que, finalmente, por uno de esos caminos inescrutables de la
divina providencia, lo había llevado a estar esa noche de principios de noviembre
rezando por su vida en medio de un huracán.
Con los párpados apretados luchaba por abstraerse de la vorágine que lo envolvía,
y rogando a Dios por su alma y por la de los infortunados hombres que luchaban por
sus vidas en ese infierno de agua y viento oyó, o más bien sintió en sus entrañas, un
terrible crujido de muerte bajo sus pies, y supo que la sólida coca diseñada para
soportar las peores galernas del mar del Norte había dicho basta y que, herida de
muerte, nunca llegaría a su destino.
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Acababa de sacar la cabeza del agua, aún con el regulador en la boca, cuando oí a
Jack gritándome mientras se inclinaba sobre la proa del yate, agarrando con ambas
manos el cabo del ancla.
—¡Ulises! El ancla se ha enganchado otra vez. Baja un momento y suéltala.
—¿Otra vez? No jodas.
De mala gana, volví a colocarme el regulador con la mano derecha, mientras con
la izquierda accionaba el purgador de aire del chaleco y, lentamente, me sumergía en
las cálidas aguas de las que acababa de emerger.
—Cagoentodo —maldije mientras descendía—. Esto no puede ser bueno. Cinco
minutos haciendo una descompresión como Dios manda y ahora tengo que bajar de
nuevo y subir a toda prisa por culpa de la puñetera ancla. En mi vida he visto una que
se enganche tanto, y cada día lo mismo. Hablaré con Jack: o el ancla o yo. No hay
sitio suficiente para los dos en este barco.
Miré a mi alrededor hasta localizar el cabo, una tensa línea blanca que unía la
sombra del Martini´s Law con el arrecife, nueve metros mas abajo. Incliné el cuerpo
hacia el fondo, y me impulsé con fuerza hacia el punto donde se adivinaba el final de
la soga, deseoso de acabar cuanto antes.
Al cabo de un momento ya me encontraba junto al ancla, sobre una enorme masa
de coral vivo que aun bajo la mortecina luz de la tarde tropical, filtrada por millones
de litros de agua, aparecía en todo su esplendor, con sus estructuras de pólipos de
radiantes rojos, amarillos, blancos y morados de formas impensables. Por encima, por
debajo y a su alrededor, infinidad de pequeños peces de un azul eléctrico único en la
naturaleza, formando un nervioso cardumen, nadaban rápida y desordenadamente sin
sentirse intimidados por otros tantos mucho mayores que ellos. Una enorme
barracuda solitaria que vagaba por el arrecife como lo haría un vaquero por su rancho
viendo engordar al ganado, curiosa como todas las de su especie, me observaba de
perfil como quien no quiere la cosa.
Una erupción de burbujas, resultado de una blasfemia, ascendió desde mi boquilla
cuando comprobé que uno de los tres brazos de la dichosa ancla, había atravesado
inexplicablemente un pedazo de coral. Tiré con fuerza, pero entre las algas y la arena
que estaba levantando, no veía con claridad por qué demonios no podía sacar algo
que había entrado solo.
Me detuve un momento para comprobar la provisión de aire que me quedaba tras
cuarenta y cinco minutos guiando a los clientes y esta nueva inmersión: unas sesenta
atmósferas. Calculé que a esa profundidad faltaban unos tres minutos antes de llegar
al límite de presión de mi botella, punto a partir del cual debería empezar a pensar en
regresar a la superficie.
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Impaciente, saqué el cuchillo de la funda de la pantorrilla, dispuesto a trocear el
arrecife entero si era necesario. Lo intenté clavar en la parte del coral que rodeaba el
ancla y me sorprendí de la dureza del mismo, así como, al verlo más de cerca, de su
extraña forma. Parecía un anillo, por cuyo agujero central, de unos pocos centímetros
de diámetro, se había introducido justamente el brazo metálico. Era algo que nunca
había visto antes, y lamentaba tener que destruirlo para liberar esa estúpida ancla que
tanto odiaba. Pero no me quedaba más remedio, así que golpeé el coral una y otra vez
con toda la fuerza que era capaz de hacer bajo el agua.
—¿Pero, qué diablos…? —me pregunté sobresaltado, al rebotarme el cuchillo
con una aguda vibración.
Donde antes había coral, ahora aparecía una capa de sustancia verde y dura,
mostrándome que lo que había golpeado era coral tan sólo en su superficie. El ancla
se había enganchado en una argolla de hierro oxidado.
Tardé unos segundos en asimilar lo que estaba viendo. Pero no me cupo duda de
que me encontraba ante una pieza construida por la mano del hombre que, a juzgar
por la gruesa envoltura de coral que lo cubría, llevaba ahí abajo mucho tiempo. «A lo
mejor, incluso —pensé—, resulta ser algo valioso».
Y de repente caí en la cuenta de que me hallaba a nueve metros de profundidad,
que el oxígeno se me acababa y que el ancla aún se aferraba tozudamente al arrecife.
Comprobé de nuevo la provisión de aire, esbozando una mueca al descubrir la aguja
del manómetro señalando los números rojos. Tenía que hacer algo, y deprisa.
Si subía a la superficie sin haber soltado el ancla, me ganaría una bronca de Jack
y seguidamente bajaría éste en persona, descubriendo, de paso, la misteriosa argolla
de hierro. Pero aunque con gran esfuerzo consiguiera liberarla, supondría tener que
volver otro día a investigar, viéndome obligado a explicar lo que me traía entre
manos para que mi jefe me trajera en el barco.
Miré la argolla, el ancla, el cabo y, finalmente, el cuchillo que llevaba en la mano
derecha. Y una sonrisa maliciosa se me escapó bajo la máscara de buceo.
—Lo siento, Jack. Pero no he tenido otro remedio. Se me acababa el aire —
expliqué, ya en cubierta, con un mal disimulado regocijo y el extremo serrado del
cabo en una mano—. Pero no te preocupes, mañana mismo venimos un momento y
yo mismo bajaré a buscarla, sé muy bien dónde está.
—Más te vale —repuso Jack con los brazos en jarra, intentando aceptar que su
ancla de mil dólares no estuviera con él a bordo.
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botellas. Al llegar un soñoliento Jack encadenando bostezos, apenas cruzamos un par
de gruñidos como saludo y partimos inmediatamente.
Dejando de lado todas las normas de seguridad en el buceo, me sumergí solo, en
busca del ancla, mientras mi jefe intentaba recuperar el sueño perdido en la
borrachera de la noche anterior. No me costó ningún esfuerzo dar con ella y, sin
perder tiempo, comencé a asestar golpes de escarpa al arrecife, luchando por
descubrir lo que el coral escondía bajo su rugosa superficie. El esfuerzo resultaba
considerable, pero tras liberar el ancla comenzó a adivinarse que la anilla era parte de
una pieza esférica de unos veinte centímetros de diámetro, que se prolongaba y
ensanchaba a medida que rompía el coral que lo rodeaba. Poco a poco, fue tomando
forma, hasta que tras un golpe seco la pieza se desprendió y quedó al descubierto.
Para mi sorpresa, el artefacto en cuestión, de unos treinta centímetros de altura por
algo menos de anchura, tenía la forma de una campana.
Con los mismos nervios que aquella vez que con doce años robé una chocolatina
en un supermercado, escondí la pieza en una bolsa de red que había traído en un
bolsillo y ascendí con ella hasta el barco, hinchando un poco el chaleco de
flotabilidad para compensar el exceso de peso y, tras asegurarme de que Jack no se
encontraba a la vista en cubierta, até la bolsa bajo el agua a la escala de popa y volví
a sumergirme. Ésta vez sí me encargué del ancla, enganchándola a un globo de
recuperación que llené de aire y que salió instantáneamente disparado hacia la
superficie, donde irrumpió bruscamente como una enorme medusa roja con
problemas de aerofagia.
Yo emergí un minuto más tarde junto a la proa del barco, gritando a pleno
pulmón, consciente de la resaca de mi jefe.
—¡Vamos, Jack! ¡Échame una mano! ¡Joder, que es tu ancla!
—No grites, que ya te oigo —rezongó, entrecerrando sus ojos enrojecidos
mientras se asomaba por la borda.
Tiré del globo hasta la escalerilla y ayudé a Jack a subirlo junto con el ancla, pero
incordiándolo tanto que, entre mis exclamaciones y su resaca, no habría visto la bolsa
atada a su barco aunque hubiera contenido un piano.
En cuanto subí a bordo, arrancó motores y puso rumbo al embarcadero a toda
velocidad, y yo aproveché para recobrar mi pequeño tesoro y esconderlo en el
compartimento de herramientas.
Recibía en el rostro el cálido aire con regusto a salitre, sentado a proa, feliz por
haberme hecho con la pieza sin despertar sospechas, satisfecho de mi maquiavélica
maniobra; pues fui yo mismo el instigador de la soberbia borrachera de la noche
anterior, consciente del estado en que amanecería el corpulento californiano que me
había contratado ocho meses atrás.
A medida que nos acercábamos a la isla, aparecían entre los altos cocoteros los
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tejados herrumbrosos de las casas de madera pintadas de colores pastel que tanto me
gustaban. Muchas de ellas exhibían la bandera roja con franja blanca que las
acreditaba como centros de buceo, pues éstos se habían convertido en la principal
actividad económica de aquella pequeña isla de pescadores garífunas. Diez años
atrás, cuando vine por primera vez, en Utila tan sólo existían dos de estos negocios,
amén de una calle, un bar, una cafetería, una rudimentaria discoteca y un solo
automóvil que no tenía muchos sitios a donde ir. Hoy, sin embargo, tras correrse la
voz de que el mayor arrecife coralino del hemisferio rodeaba la isla, miles de
buceadores de todo el mundo venían cada año a zambullirse en sus aguas y, a pesar
de que ello me permitía trabajar como instructor de submarinismo en un enclave
paradisíaco, en el fondo añoraba la tranquilidad perdida en beneficio de una
discutible prosperidad.
Comencé a bajar mi equipo del yate nada más atracar. En cuanto me quedé solo
en el muelle, saqué la bolsa de su escondite y, aparentando despreocupación, la
cargué al hombro hasta el bungalow donde me alojaba. Una vez allí, saqué la pieza de
la funda y pude observarla por primera vez a la luz del día.
Las escasas porciones de metal que aparecían a la vista exhibían un tono verdoso,
y el resto era una capa de coral blanquecino que, aunque desfiguraba la silueta del
objeto, no dejaba lugar a dudas de que se trataba de algún tipo de campana. En ese
momento, la causa de haberla encontrado incrustada en un arrecife de coral en pleno
Caribe se me antojó un enigma desconcertante.
Ocho meses quizá no parezca mucho tiempo, pero yo no solía durar tanto
trabajando en un mismo sitio. Llevaba ya varios años rodando de aquí para allá,
ejerciendo como instructor de submarinismo la mayoría de las veces, pero sin hacerle
ascos a nada en caso de necesidad. A una edad en que la mayoría ya tiene casa,
coche, esposa y un par de mocosos, yo aún no me había establecido. Me había
aficionado a viajar ya de muy joven, y desde entonces me había sido imposible
concebir una vida diferente a la que llevaba en ese momento. No puedo negar que en
ocasiones me asaltaban las dudas, y me planteaba seriamente si tenía sentido lo que
estaba haciendo; pero entonces me iba a la playa, de la que nunca me alejaba, y
aspiraba profundamente el olor a mar, escuchando el batir de las olas y contemplando
las hojas amarillentas de los cocoteros reflejar la luz del sol de los trópicos. La escena
se repetía en diferentes lugares: Caribe, Mar Rojo, Zanzíbar o Tailandia, pero siempre
llegaba a la misma conclusión: no cambiaría esta vida plena de belleza y emociones
ni por todas las casas con jardín y perro del mundo.
Utila ya se me estaba quedando pequeña, y hacía días que andaba barruntando un
cambio de aires, aprovechando que la temporada fuerte de buceo se acercaba a su fin,
con lo que no perjudicaría demasiado a Jack si lo dejaba sin uno de sus instructores.
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Además, el ambiente en el centro de buceo se enrarecía a cada día que pasaba,
imagino que por el descenso de clientela. Así que no me costó mucho decidirme a
tomar unas vacaciones en mi Barcelona natal, donde aprovecharía para visitar a los
amigos, a la familia y, de paso, averiguar algo más sobre mi intrigante
descubrimiento.
Empaqueté mis escasas pertenencias en la mochila, envolviendo con cuidado la
pesada campana, consciente de que me vería obligado a pagar a la compañía aérea
por exceso de peso, y de que si me pescaban en la aduana con una reliquia
arqueológica me podía pasar una buena temporada disfrutando de la célebre
hospitalidad de las cárceles hondureñas. Pero aun bajo ese riesgo, mi determinación
era firme.
Lo que no podía llegar a imaginar en ese momento, mientras disimulaba la pieza
entre mi equipo de buceo, eran todas las aventuras y peligros a los que me abocaría
esa decisión.
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Una semana después aterrizaba en el aeropuerto del Prat y le pedía a un taxista que
me dejara frente a mi modesto piso de la calle París, herencia de mi abuela, en pleno
Eixample barcelonés. Se trata de un pequeño ático de grandes ventanales y una
terraza con dos tumbonas de plástico amarilleadas por el sol, una sola habitación, un
baño, un salón y una cocina que, eufemísticamente, podría definir como íntima. Toda
la vivienda parecía haber estado diseñada a escala de mi difunta y menuda abuela, por
lo que con mi 1,80 nunca acababa de encontrarme muy a mis anchas en ella. Pero era
un hogar, y estaba a mi nombre, y con los tiempos que corrían ya me podía dar con
un canto en los dientes.
Dejé la mochila en el comedor y, sin encender las luces, me fui a la nevera,
acordándome al abrirla de que no tenía luz, agua, gas, y mucho menos comida, por lo
que, encogiéndome hombros, me encaminé resignado a la habitación y me dejé caer
en la cama con los brazos en cruz, víctima del cansancio, el jet lag y los asientos clase
turista.
Horas más tarde, cuando mi reloj interno me decía que eran las diez de la mañana,
desperté, justo en el instante en que el sol se ponía sobre las azoteas y anunciaba la
llegada de la noche. Contemplando el resplandor rojizo que se colaba por la ventana,
intenté decidir si tomarme una ducha o bajar a comer algo al restaurante chino de
enfrente. Entonces recordé que no tenía agua, y el estómago protestó sonoramente
con un rugido que despejó cualquier duda.
Devoré unos tallarines mientras repasaba mentalmente lo que haría al día
siguiente. Tenía que ir a ver a mi madre, tanto para saludarla como para
aprovecharme de su ducha, dar de alta los servicios básicos, y decidir qué pasos debía
seguir para averiguar la historia de aquella campana submarina. A pesar de que al día
siguiente todavía me hallaría bajo los efectos del cambio de franja horaria, tendría
que madrugar para hacer al menos la mitad de las cosas que tenía previstas. Así que,
tras un corto paseo para estirar las piernas, y después de retomar una vez en casa un
libro de buscadores de tesoros que había leído hasta la mitad, me tomé un par de
somníferos y me fui a dormir, soñando con piratas y campanarios hundidos bajo las
aguas.
—¡Ulises! ¿Cuándo has llegado? ¿Por qué no me has avisado? ¡Te habría ido a
buscar al aeropuerto! ¡Pero pasa hijo, no te quedes en la puerta! ¡Qué moreno estás!
—dijo sin siquiera respirar aquella mujer cercana a los sesenta con un vestido de
colores chillones, pelo castaño con mechas rubias y gafas de gruesa montura negra,
estilo secretaria.
—Hola, mamá, me alegro mucho de verte —acerté a decir en cuanto pude meter
baza, dándole un cariñoso abrazo—. ¿Cómo va todo por aquí?
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—Pues bien, como siempre. Pero si me hubiera muerto tampoco te habrías
enterado. Te has pasado casi tres meses sin llamar.
—Lo siento, pero es que ya sabes que no me gusta mucho hacerlo, y además —
añadí bromeando— sólo me relaciono con mujeres de mi edad… En fin, tengo una
reputación que mantener.
—Vaya elemento me ha tocado como hijo. Sabía yo que tenía que haber adoptado
aquel chinito tan simpático.
—Igual se te habría comido al perro.
—Quizá, pero al menos habría llamado para decirme qué tal estaba.
Superado el interrogatorio inicial, y mientras mi madre me preparaba una enorme
tortilla de patatas, aproveché para ducharme. Era siempre un placer regresar a casa
tras pasar una larga temporada en el extranjero. No hay nada como los olores y las
imágenes almacenados en la memoria desde niño para hacerle a uno sentirse en el
hogar, seguro, protegido y mimado.
—Veo que sigues pintando —comenté en voz alta, mientras ojeaba los cuadros
que cubrían totalmente las paredes de la casa.
—Pues sí, y hasta voy a montar una exposición con unas amigas —me contestó
orgullosa desde la cocina.
—¿Una exposición? ¿De qué?
—Tú hazte el gracioso, que como venda un cuadro te voy a restregar el cheque
por la cara.
—No, mamá, si me alegro mucho. De hecho, hasta me estoy riendo.
—A que te quedas sin tortilla.
—Vale, vale, me rindo. ¿Cuándo es la exposición?
—Aún hemos de concretar fechas, pero será en un mes, más o menos.
—Pues que tengas mucha suerte… —y temiendo quedarme sin almuerzo,
puntualicé—: Y no quiero decir con ello que te haga falta.
Tras resumirle mis últimos meses en Utila en unas pocas frases —evitando el
episodio de mi hallazgo— y devorar la suculenta tortilla, le tocó a mi madre ponerme
al día de todos los chismorreos que la rodeaban a ella y sus amigas, incluyendo, sobre
todo, los detalles más escandalosos de las que aún estaban casadas. Eran como una
sociedad secreta en la que viudas y divorciadas trataban de empujar a las que según
ellas eran aún esclavas de un hombre a la alegre vida de la soltería. Tras escuchar
durante casi una hora con más educación que interés, le dejé una bolsa de basura con
mi ropa sucia para su lavadora y me despedí de ella con dos besos, excusándome con
que tenía mucho que hacer y que volvería al día siguiente para que me contara los
últimos detalles del divorcio de su amiga Lola y, de paso, para recoger la ropa que le
había dejado.
Estaba ya a punto de irme cuando recordé algo y asomé la cabeza desde la
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entrada.
—Mamá, por cierto, ¿tendrías por ahí el teléfono del profesor Castillo?
—¿De ése? No sé. No creo. ¿Para qué lo quieres? —contestó, mudando la
expresión de su cara de una sonrisa a un gesto que bien podría significar que acababa
de oler un huevo podrido.
—Es que tengo que preguntarle algo y necesito dar con él.
—Pues no se me ocurre qué le puedes preguntar a ese carcamal, si no es sobre
polvo y telarañas —replicó, aún con la misma mueca de desprecio.
—Venga, mamá, es importante.
—Ya miraré por ahí, en la basura, que es por donde debe andar —accedió con un
gesto displicente de la mano, pero dando a entender que lo hacía muy a su pesar.
—Gracias, mamá. Hasta mañana —y cerré la puerta tras de mí.
Recordé demasiado tarde la animadversión que mi madre sentía por el profesor
Castillo. Estaba convencida de que la obsesión por los mitos arqueológicos que
embargó a mi padre los últimos años de su vida eran consecuencia de su amistad con
el profesor, responsabilizándole de contagiarle sus locuras y de haber monopolizado
su atención hasta el día de su muerte. Y la verdad es que la imagen de mi progenitor
ha quedado ligada en mi memoria a la del «profe», como yo solía llamarle; y casi
tengo más imágenes de mi padre sonriendo feliz junto él, que haciéndolo junto a mi
madre.
Dediqué el resto del día a convertir mi ático en un lugar habitable, y por la noche,
aún a la luz de las velas, saqué la reliquia del barreño con amoníaco donde la había
dejado nada más llegar. Con cuidado, ayudándome de un picahielos y un cepillo,
comencé a separar del metal el amasijo de coral muerto que lo envolvía y que, una
vez cumplido el amoníaco su función, se desprendía con gran facilidad.
Metódicamente, iba descascarillando capa tras capa, hasta que de madrugada
conseguí dejarlo limpio de adherencias, pero aún cubierto en parte por una costra
verde que no estaba seguro si debía eliminar. La pieza, que definitivamente se
confirmó como una campana, tenía dos franjas que la rodeaban a media altura, y
entre ellas unos símbolos o dibujos muy desgastados, que a esas horas se me hacía
imposible estudiar con detenimiento. Vencido por el sueño, decidí dejarlo todo para el
día siguiente e irme a dormir. Pero ya de pie, frente a la mesa, cuando me disponía a
apagar las velas, no pude evitar contemplarla una última vez.
Bajo la oscilante luz, la campana despedía los reflejos fantasmagóricos de su
pasado, como tratando de explicar desesperadamente una terrible historia en una
lengua que yo era incapaz de entender.
A media tarde del día siguiente ya tenía luz y agua, e incluso el teléfono del
profesor Castillo, que mi madre me había dado muy a regañadientes. Bajé a la cabina
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de la esquina y marqué su número.
—Hola ¿El profesor Castillo?
—Sí, soy yo, dígame —contestó una voz firme al otro lado.
—Soy Ulises Vidal.
—¿Ulises? —respondió con exagerado desconcierto.
—El mismo. ¿Cómo está, profe?
—¡Muy bien, muy bien! —respondió animadamente—. ¿Y tú? ¡Hacía muchísimo
que no sabía de ti! ¿Estás en Barcelona?
—Sí, he llegado hace un par de días. Verá, me gustaría quedar un día con usted…
si fuera posible.
—¡Claro, hijo, claro! ¿Cómo no va a ser posible? Cuando quieras.
—¿Le parece bien mañana?
—Tendrá que ser por la tarde. ¿Te quieres pasar por mi casa?
—Gracias, pero preferiría que viniera usted a la mía. Hay una cosa que quiero
enseñarle.
—¿De qué se trata?
—Pues aún no lo sé, por eso me gustaría que viniera usted a verlo.
—¿Sigues viviendo en el piso de tu abuela?
—Aquí sigo, por ahora. ¿Le va bien a las seis?
—Allí estaré —confirmó, y tras una pausa añadió—. Tiene que ser muy viejo.
—¿El qué?
—Lo que sea que quieras enseñarme, para que necesites la opinión de un aburrido
profesor de Historia Medieval ya jubilado.
Las siguientes llamadas del día fueron vanos y frustrantes intentos por conseguir
quedar con alguno de mis antiguos amigos. «Mucho trabajo en la oficina» y «he de
llevar el coche al taller y me va fatal esta semana» fueron las poco originales excusas
que me ofrecieron. Pero no podía culparles, los tres estaban ya casados, saturados de
compromisos y abonados a hipotecas sentimentales a pagar en treinta años. Éste era
uno de esos momentos en que me sentía terriblemente solo, con amigos con los que
cada vez tenía menos cosas en común, y cada día más lejano del resto de un mundo
en el que no encajaba desde hacía mucho tiempo. Como si los demás supieran algo
que a mí no me habían explicado y que resultaba imprescindible para sentirte parte
integrante de él.
Pero ¿qué se le va a hacer? Si no estás obcecado con tener una familia y tampoco
valoras demasiado las propiedades o el reconocimiento ajeno, descubres que muchas
actitudes dejan de tener sentido. Tal vez, como me dijo una vez una mujer, me había
quedado anclado en los ventipocos años y seguía viviendo de sueños y presentes
inmediatos; cautivo voluntario del Carpe Diem.
Tal vez.
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Pero lo cierto es que no cambiaría mi vida por ninguna otra, aunque aquella noche
hubiera entristecido de repente, arrastrándome hasta El Naufrago, mi bar favorito del
casco viejo, para entregar allí mi alma a la ginebra y quizá, también, para encontrar
flotando algún tablón de hermosas curvas al que asirme en esa mustia noche de
finales de setiembre.
Cada vez que regresaba a Barcelona me descubría más extranjero en mi propia
ciudad. Los viandantes me parecían cada día más concentrados en sus ombligos, las
calles más frías y los niños más silenciosos, y siempre terminaba refugiándome en los
barrios árabes o latinos, donde la gente se grita en medio de la calle, se saluda
cordialmente y te mira a los ojos al cruzarte con ellos en la acera. Allí me sentía
extrañamente cómodo, más entre los míos sentado en un cafetín de argelinos que en
un Starbucks de diseño, y eso que en árabe sólo sé decir buenos días y poco más.
Imagino que será consecuencia de las largas temporadas pasadas en países lejanos y
amables, en los cuales yo era el forastero, pero donde nunca me hicieron sentir como
tal.
Camino del bar, daba buena cuenta de un kebab de cordero, al que me había
aficionado mientras estuve en Egipto, y se derramaban en las callejas que rodean la
catedral los acordes de una guitarra interpretando Entre dos aguas mientras, a paso
tranquilo, ponía rumbo a mi cita nocturna con lady Blue Bombay Dry Gin.
Me desperté más tarde, más resacoso y más solo de lo que me hubiera gustado, y
hasta que no tomé una ducha fría —inevitable, por otro lado, pues aún no tenía gas—,
no pude volver a poner a cada neurona en su sitio. Secándome frente al espejo,
observé que, a pesar de las ojeras, ofrecía un buen aspecto. Sin ser excesivamente
musculoso me hallaba en buena forma, el moreno de mi piel ya se había instalado
definitivamente, y aunque estaba lejos de parecerme a Brad Pitt, la experiencia me
había demostrado que resultaba atractivo a cierto tipo de mujeres; lo que
ocasionalmente me permitía gozar de compañía cuando echaba de menos una piel por
la que navegar.
Un rato después, ante la duda de desayunar o almorzar, miraba alternativamente,
de pié frente al armario de la cocina un tarro de Nocilla y una lata de fabada
asturiana; indeciso sobre qué me apetecía más a tales horas de la mañana, o de la
tarde, según se mirase. Finalmente, salió triunfante mi lado goloso y untaba con
fruición el chocolate en el pan inclinado sobre la mesa del salón mientras en el centro
de la misma una pequeña campana de tonos verdosos desentonaba con todo lo que la
rodeaba, haciendo parecer banal cualquier objeto de la sala por mundano y
perecedero.
Puntual, sonó el zumbido del interfono y, dos minutos después, unos nudillos
golpearon con fuerza la puerta de la casa. La verdad es que me temblaba algo la mano
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al mover la manija, llevaba muchos años sin encontrarme cara a cara con el profe,
casi desde el accidente, y aunque la conversación telefónica del día anterior me había
tranquilizado mucho, no sabía qué actitud podría tener conmigo tras ignorarle durante
tan largo periodo de tiempo.
Pero esa duda duró lo que tardé en abrir la puerta.
Frente a mí, me encontré la familiar figura del antiguo amigo de mi padre. Algo
más bajo y con el pelo más canoso de lo que recordaba, pero por lo demás
exactamente igual: la barbilla huidiza, la sonrisa franca, y los enormes ojos azules
tras las gafas de carey. Incluso estaba seguro de que los poderosos músculos de los
que presumía antaño, seguían tan firmes como por entonces, debajo de la inevitable
camisa a cuadros y de la chaqueta de punto.
—¡Ulises! ¡Cuánto me alegro de volver a verte! —bramó, estrujándome en un
auténtico abrazo de oso.
—Yo también, profe —contesté entrecortadamente—. Pero como no afloje, va a
ser la última.
Rió con ganas, pero no me soltó hasta al cabo de unos segundos, apartándose un
poco para mirarme de arriba abajo.
—O tú has crecido, o yo me he encogido —comentó—. Estás más alto.
—¿Y a usted qué le ha pasado en el pelo? ¿Se lo ha teñido de blanco para parecer
más respetable? Si es así, ya le digo que no funciona.
—Mira quién fue a hablar, a saber el dineral que te has gastado en rayos UVA
para estar así de moreno, y seguro que sigues sin comerte una rosca.
Nos reímos con ganas, felices de reencontrarnos y seguir con nuestras puyas de
siempre, como si no hubieran transcurrido cerca de diez años desde que nos
encontramos por última vez en el funeral de mi padre.
Pasamos al salón, y durante más de una hora nos pusimos al corriente de nuestras
respectivas vidas. Supe que, hastiado de la enseñanza, se había prejubilado y ahora
dedicaba su tiempo al gimnasio y a escribir un tostón —lo admitía él mismo— sobre
la expansión comercial de la Corona de Aragón en el siglo XIV. No pensaba que
pudiera publicarlo jamás, pero lo mantenía entretenido.
Yo le enumeré la multitud de lugares donde había estado y lo que había hecho en
cada uno de ellos, y cuando llegué a la parte de Utila le relaté brevemente el episodio
del hallazgo.
—¿Es eso que tienes sobre la mesa?— preguntó señalando con la cabeza la pieza,
oculta bajo una toalla roja.
Asentí con la cabeza.
—Qué teatrero eres —me miró, riéndose—. Vamos a ver qué tenemos aquí —dijo
apartando la toalla. Y, al instante, una muda expresión de asombro apareció en su
rostro.
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—¿Qué le parece? —pregunté, al cabo de casi un minuto esperando a que dijera
algo.
—Es una campana.
—Vaya, pues menos mal que ha venido, y yo que creía que se trataba de un
clarinete.
—Es una campana —repitió, ignorando el sarcasmo—. Una campana de bronce.
—Lo que me pregunto es ¿cómo ha ido a parar una campana de bronce al fondo
del Caribe? No sé de ningún campanario plantado en un arrecife.
—No, no es de ninguna iglesia —dijo quedamente—. Ésta es la campana de un
barco.
—¿Desde cuándo llevan los barcos una campana?
—Ahora casi ninguno. Pero antes todos llevaban una en el puente —afirmó,
haciendo una pequeña pausa y pasando la yema de los dedos por su superficie, y
añadió—: Y ésta, por la forma que tiene y la capa de óxido que la cubre, debe de ser
muy, muy antigua. Me gustaría poder datarla, pero resultará complicado.
—Bueno, quizá las inscripciones ayuden.
—¿Inscripciones? ¿Qué inscripciones?
—Las de la campana. Si no estuviera tan cegato las habría visto, aquí, entre las
dos franjas —le dije, señalándolas con el dedo.
—¡Es verdad! Si me permites llevármela a la universidad, podré descifrarla en
unos días —dijo, agarrándome el brazo con su mano izquierda.
—Eso no va a ser necesario.
—¿Cómo que no? Es la mejor pista que tenemos para averiguar su origen.
—Pues no va a ser necesario porque ya lo he descifrado yo solo.
—¿Cómo? Apenas puede adivinarse que hay algo escrito ahí.
—Fácil, con papel y lápiz —contesté, divertido con su confusión, mientras me
sacaba del bolsillo y le tendía una hoja de papel totalmente rallada a lápiz, y en la que
podían leerse claramente dos palabras en latín.
—¿Me estás tomando el pelo? —dijo casi susurrando, mientras leía una y otra vez
la hoja que tenía entre sus manos.
—En absoluto, profesor. Lo he calcado esta mañana, aunque no sé que significa,
ya sabe que mi latín no está muy allá.
El profesor Castillo se volvió en su silla y me miró fijamente por encima de sus
gafas durante un largo rato.
—Ulises, ¿me juras que todo esto no se trata de una broma?
Ésta vez fui yo quien lo miró atentamente, extrañado ante tanta desconfianza. Una
gota de sudor corría por su frente y creí percibir un ligero temblor en sus labios.
Nunca lo había visto así.
—Ulises, en esta campana pone MILITES TEMPLI.
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—Ya, ¿y qué?
—Pues que eso es imposible.
—Será imposible, pero ahí lo tiene.
—¿Y estás seguro de que la desenterraste del coral, frente a la costa de Honduras?
—¡Claro que estoy seguro! —ya empezaba a molestarme tanta duda—. Aquí está
la prueba ¿no? —dije, señalándola con ambas manos—. ¡Si incluso tiene aún trozos
de coral pegados!
—¿Pero es que no lo comprendes, Ulises?
—No, la verdad es que no comprendo a qué viene tanto escepticismo. Un barco
antiguo se hundió y yo encontré su campana. Hay docenas de barcos hundidos en
aquella zona. Puede que, con suerte, haya algo de más valor allí abajo, y si soy el
primero en encontrarlo a lo mejor salgo de pobre.
—No, Ulises. Se trata de mucho más que eso. Quizás hayas hecho uno de los
mayores descubrimientos de la Historia.
Entonces fui yo el que se quedó sin habla.
—¿De qué está hablando?
—Estoy hablando de que MILITES TEMPLI era el nombre común por el que se
denominaba a la Orden de los Pobres Soldados de Cristo. Más conocidos como los
Templarios.
—Vale, se trata de un naufragio templario. ¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? —protestó, indignado por la poca repercusión de sus
palabras—. ¿Es que no sabes nada de historia?
—¡Sé quiénes fueron los Templarios! —repuse, levemente ofendido—. Pero no
veo por qué le resulta increíble que fueran los propietarios de ese barco.
—Es que lo increíble no es el quién sino el cuándo.
Y ahí sí que me dejó totalmente desconcertado. No entendía nada, y alcé las cejas
en una muda interrogación.
—Ulises, la Orden del Temple se creó en el año 1118 para proteger las rutas de
los peregrinos a Tierra Santa y…
—Perdone —le corté, levantando la mano—. ¿Puede ir al grano?
El profesor Castillo pestañeó algo molesto por la interrupción y tardó unos
segundos en reaccionar.
—Resumiendo —prosiguió—: la Orden acumuló tanta riqueza y poder que Felipe
IV de Francia y el Papa Clemente V, movidos por la avaricia, conspiraron para
arrebatarles todas sus posesiones a los Templarios amparándose en unas absurdas
acusaciones de sacrilegio, y a consecuencia de ello todos sus miembros fueron
perseguidos y encarcelados, o incluso asesinados, en septiembre de 1307 —dijo
recalcando la fecha—, terminando de esta forma rápida y brutal con la Orden del
Temple. La mayor y más poderosa institución de toda la Edad Media, que a partir de
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esa fecha fue disuelta para siempre —sentenció.
El profesor dejó caer la última frase como un epitafio, y frunció el ceño al
comprobar que sus palabras no me producían el efecto esperado.
—¡Ulises, por Dios! ¿Es que no te das cuenta? —clamó elevando las manos al
cielo—. ¿Es que ni siquiera recuerdas en qué año se descubrió América?
—¡Claro que lo sé! —repliqué indignado—. El doce de octubre de mil
cuatrocientos noventa y… ¡Joder! ¡No es posible!
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Llevaba más de diez minutos mirando la carta del restaurante sin prestarle la menor
atención, y cuando regresó el camarero chino por segunda vez aún no había dedicado
un solo segundo a decidir lo que quería cenar.
—¿Han elegido ya? —preguntó, con un ligero tono de impaciencia.
—Sí, esto… tomaré un pollo al limón, y de beber, agua sin gas —dije, mientras
mantenía la carta abierta pero sin haberla leído—. ¿Y usted, profesor?
—¿Yo, qué? —contestó sorprendido, levantando la vista de un menú que desde
que se había sentado mantenía sujeto boca abajo entre las manos.
—¿Qué va a cenar, profesor? —le dije, mientras apuntaba con las cejas al
camarero.
—Ah, eso. Quiero una ensalada y agua, gracias.
Era evidente que ambos teníamos la cabeza en otro sitio. Concretamente, en el
edificio de la acera de enfrente, a siete pisos de altura. Habíamos decidido salir a
cenar, y así tranquilizarnos un poco tras el inesperado descubrimiento. Pero los
nervios seguían atenazándonos el estómago y casi no nos habíamos mirado desde que
salimos de la casa. Finalmente, fui yo quien decidió abordar de nuevo el tema.
—¿Y si alguien, en el siglo XVI o XVII, hubiera encontrado esa campana y
decidido ponerla en su barco? —cuestioné con poco convencimiento.
—No lo creo. La campana de un barco era su símbolo, no instalaban la primera
que se encontraban por ahí —contestó, desechando la posibilidad con un gesto de la
mano.
—¿Y si alguien hubiera forjado esa campana doscientos años más tarde, pero
copiando el lema de los Templarios? —insistí.
—¿Y para qué iba alguien a hacer tal cosa? Los Templarios, como ya te dije
antes, fueron disueltos tras un juicio en el que se les acusó de culto al diablo y de
sodomía. ¿Crees que alguien tomaría su nombre para ponerlo como símbolo de un
barco? Sería tan inteligente como disfrazarse hoy en día de Bin Laden y ponerse a
hacer footing por Nueva York.
—Vale, de acuerdo. Sólo intento buscar fallos en nuestro razonamiento. Hace un
rato era usted el que decía: ¡Imposible, imposible! Antes de empezar a bailar sobre la
mesa quiero estar seguro de que no nos estamos pasando algo por alto.
—Yo también estoy dándole vueltas desde que me enseñaste la dichosa campana,
pero no se me ocurre en qué podemos estar equivocados. Cuanto más lo pienso, más
seguro estoy de que mi análisis es correcto.
—Bueno, entonces, suponiendo que estemos en lo cierto; ¿cuáles son los pasos a
seguir en estos casos? ¿Llamamos a los periódicos, a la Universidad, al libro
Guiness?
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—Por ahora, a nadie. Tenemos sólo una campana oxidada y tu palabra. Si
diésemos ahora la noticia, enseguida nos tacharían de farsantes y, en el mejor de los
casos, si alguien nos creyera, sería para quedarse a cambio con toda la gloria del
hallazgo. Créeme, hasta el investigador más honorable vendería a su madre por un
descubrimiento así.
—Entonces, ¿qué sugiere? ¿Que no se lo digamos a nadie?
—Así es. Deberíamos rebuscar en los archivos información acerca de los
Templarios, sobre sus conocimientos de navegación, e intentar hallar alguna prueba
que pueda apuntalar nuestra teoría. Y, entonces, cuando estuviésemos preparados,
presentarla en determinados círculos académicos y ver cómo reaccionan.
—Ya, apasionante. Pero se me ocurre otra idea. Lo que necesitamos son más
pruebas, ¿no?
—Sí, claro.
—Pues, ¿por qué no vamos a Utila y las conseguimos nosotros mismos?
—¿Qué quieres decir?
—Pues me refiero a meternos en el agua y buscar. Conozco exactamente el lugar
donde encontré la campana, y nada nos impide volver allí y escarbar un poco, a ver
qué encontramos.
—¿Estás de broma? Una excavación arqueológica de tanta importancia no puede
consistir en escarbar un poco. Debe realizarse tras una exhaustiva preparación
documental y bajo la más estricta supervisión de expertos cualificados. Te estoy
hablando de varios años de planificación, y aún más de trabajo de campo.
—Ya veo —comenté, frotándome la barbilla—. Y toda esa investigación, si es
que se realiza algún día, ¿será usted quién la lleve a cabo, o la seguirá por la
parabólica en Detectives de las profundidades? Según me acaba de confesar, la
competencia en su campo es feroz. ¿Cree sinceramente que nos permitirían siquiera
aparecer en los títulos de crédito al final del reportaje?
—Bueno, la verdad es que sería complicado participar en una empresa de tal
importancia —admitió, al tiempo que bajaba la vista a un plato de ensalada que no
habíamos visto llegar—. Imagino que tarde o temprano nos dejarían al margen.
—¿Y le parece bien?
—En fin, lo verdaderamente importante es el descubrimiento en sí, no quien lo
realice —justificó sin mucha fe—. Seguramente, los que efectúen el trabajo serán
mejores que yo, y estarán más preparados.
—¿Lo dice en serio?
—No. La verdad es que no. No lo sé, vaya —respondió dubitativamente—. Pero,
de cualquier modo, no tenemos ni los medios ni los permisos necesarios. No
podríamos hacerlo aunque quisiéramos.
—Nosotros solos no, pero conozco a alguien que tiene los medios. Y los
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permisos, en Honduras… bueno, hay muchas maneras de conseguirlos.
—¿Y quién es ese alguien que puede ayudarnos?
—Se trata de un americano llamado John Hutch, al que conocí hace años cuando
buscaba trabajo en Florida. Y lo más interesante es que posee una empresa llamada
Hutch Marine Explorations, dedicada a la recuperación de barcos hundidos.
—¿Me estás hablando de un cazatesoros? ¿No quieres meter a la Universidad en
esto pero sí a un cazatesoros?
—Exactamente. Un cazatesoros con un barco magníficamente equipado para la
localización de pecios, una buena nómina de especialistas en recuperaciones y más de
diez años de experiencia. Es, sin duda, el mejor en su campo, y nos ahorraríamos un
montón de trámites.
—¿Y te fías de él?
—¡Por supuesto que no! Pero firmaríamos un contrato y nos aseguraríamos de
llevarnos nuestra porción de gloria. El único inconveniente —apunté, concentrando la
vista en el platito de pistachos— es que los cazatesoros, como usted los llama, sólo
actúan movidos por una razón: el dinero. Y no estoy muy seguro de que el prestigio y
la fama sean acicates suficientes para que el señor Hutch se apunte a nuestra pequeña
aventura. Quizás habría que inventarse algo, convencerlo de que puede encontrar oro
y joyas bajo ese arrecife. Seguro que usted puede idear una historia que parezca
verídica, y con su currículum y sus canas convencerlo de que es un hecho cierto.
El profesor sonrió bajo sus gafas y se retrepó lentamente en la silla con evidente
satisfacción.
—Querido Ulises, eso, afortunadamente, no va a ser necesario.
—¿Y puede saberse por qué no? —inquirí, extrañado por su actitud complaciente
—. Los tipos como Hutch sólo responden al brillo del oro.
—Pues no va a ser necesario, amigo mío, porque esa historia ya existe.
—¿Cómo? ¿Qué historia?
—La historia que quieres que me invente sobre oro y joyas enterradas bajo el
arrecife, en el interior de un barco de la Orden del Temple —dijo, y ensanchando aún
más su sonrisa me preguntó—: ¿Es que nunca has oído hablar del tesoro perdido de
los Templarios?
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La noche anterior no conseguí que me explicase nada más. Después de dejarme en
ascuas con lo del tesoro templario, se había cerrado en banda y sólo había aceptado
hablar de banalidades; «Mañana en mi casa, a primera hora», esa había sido su última
palabra sobre el tema. De modo que allí estaba, frente a su portería a las nueve de la
mañana, tras no haber pegado ojo la noche anterior por su culpa. Y deseando poder
devolverle el favor, llevaba apretando un buen rato el timbre de su interfono sin
ningún tipo de misericordia.
—¿Ulises? —preguntó una voz distorsionada.
—Servicio de retirada de jubilados —contesté disimulando la voz—. Nos han
informado de que tiene uno en casa.
—Anda, sube.
Un zumbido abrió la enorme puerta enrejada y, empujándola con no poco
esfuerzo, accedí a la portería.
Oscura y cavernosa, como en muchos edificios antiguos, albergaba bajo la
escalera lo que fue el mostrador del conserje y, muy al fondo, como avergonzado de
su caduca mecánica, un arcaico ascensor sumido en penumbras invitaba a subir por
las escaleras.
Aún así, haciendo acopio de valor, monté en él, y adivinando el pulsador —ya
que los números estaban borrados por el uso—, subí a lo que esperaba fuera la quinta
planta del edificio. No lo era —resultó que había un entresuelo y un principal—, así
que, tras ascender un piso más, llamé al timbre de la descascarillada puerta de madera
que tenía una pequeña placa a un lado: Profesor Eduardo Castillo Mérida, indicaba.
Hubiera pagado por ver aparecer al titular de dicha placa vestido con una bata y
perjurando en arameo por haberlo despertado a timbrazos; pero, en cambio, cuando
abrió la puerta, ofreció un aspecto desoladoramente fresco.
—¡Vaya ojeras tienes! ¿No has dormido bien? —preguntó con recochineo,
adivinando sin duda la causa de mis desvelos.
—No, es que yo me maquillo así.
Pasamos al salón sin más preámbulos, y caí en la cuenta de que nunca había
estado en su casa. Él había venido infinidad de veces a la de mis padres, e incluso a la
mía, pero yo a la suya, jamás. El interior del piso era exactamente como uno
imaginaría que debía de ser la vivienda de un profesor de Historia Medieval soltero y
jubilado. Muebles pasados de moda, paredes empapeladas por última vez cuando la
tele pasó a ser en color y una lámpara exageradamente fea colgando del alto techo,
pero, sobre todo, y lo digo literalmente, era una casa de libros. Libros en estanterías
que llegaban hasta el techo, en vitrinas, apilados sobre las sillas, en la mesa o en el
suelo. Libros por todas partes. Los había de todos los tipos y tamaños, pero
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dominaban los clásicos de cubierta dura, de piel o tela, con las hojas cosidas y ese
inconfundible olor a papel viejo que a veces dice más cosas que las palabras que lo
ocupan. Frente a mí, elegantemente enmarcado, un enorme mapamundi de tres por
dos metros ocupaba buena parte de la pared; lo cual no dejó de resultarme inesperado
en el hogar de un hombre que, según creía, no había salido de su casa más de lo
estrictamente necesario.
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las murallas de la ciudad. Tras jurar los votos de castidad, pobreza y obediencia ante
el rey cristiano de Jerusalén Balduino II, éste les concedió el privilegio de instalar su
cuartel general en la explanada del Templo, justo sobre lo que fueron las ruinas del
Templo de Salomón; donde permanecieron la mayor parte del tiempo, de ahí que
popularmente fueran conocidos como los Templarios. Pues, como te iba diciendo,
durante los primeros años no fue mucho lo que hicieron en favor de los peregrinos
pero, en cambio, según los rumores de la época, se entregaron a una febril búsqueda
arqueológica en lo que serían los sótanos del antiguo templo judío, donde dice la
leyenda que se hallaban ocultas las más importantes reliquias de los israelitas, como
su mítico candelabro de oro de siete brazos llamado Menorá, la Mesa de Salomón, o
la famosa Arca de la Alianza.
—¿Y las encontraron? —interrogué, inclinándome en mi asiento hacia delante.
—Pues no se sabe con certeza, ya te he dicho que todo eso son rumores y
leyendas. Pero resulta intrigante que unos años más tarde, Hugo de Payens,
acompañado de varios caballeros, realizara un viaje en secreto a París portando una
misteriosa caja de grandes dimensiones. Y a partir de ese momento, la Orden tuvo lo
que hoy llamaríamos un «boom»; transformándose en poco tiempo en la institución
más importante de la Edad Media, superando en poder y riquezas a cualquier Estado
europeo de la época.
—¿Pero cómo pudieron pasar de ser nueve monjes soldados con voto de pobreza
a algo tan grande y poderoso como tú dices? No lo entiendo.
—Pues eso forma parte del misterio que envuelve a los Templarios. De hecho,
hay quien plantea que sólo existe un lugar donde pudieron conseguir todo el oro y la
plata que necesitaron para financiarse, y ese lugar no era otro que América.
—¡Entonces fue verdad! ¡Tenemos la prueba!
—No tan rápido, forastero —replicó, apaciguándome con un gesto—. Eso no es
ninguna prueba. Puede que así fuera, y tu campana parece confirmar que los
Templarios se estuvieron paseando por las costas americanas, pero de ahí a demostrar
que sus riquezas se debieron a la importación de oro y plata de América hay un
trecho —hizo una pequeña pausa y prosiguió—: Además, creo sinceramente que no
les hacía falta, pues lograron ganar ingentes cantidades de dinero actuando como
banqueros a escala internacional.
—Ah, claro. Si montaron un banco… eso también lo explicaría todo.
—Bueno, no era un banco exactamente —puntualizó—. Pero gracias a las
donaciones de los reyes y nobles más píos, acumularon una buena cantidad de
encomiendas y castillos a lo largo del viejo continente, y así, introdujeron el concepto
de letra de cambio, pagadera en cualquiera de las plazas bajo su dominio. Eso
significaba que si un comerciante o un noble deseaba ir, por ejemplo, de Burgos a
Milán, no era necesario que llevase todo el dinero consigo, con el riesgo que ello
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significaba de que lo asaltasen por el camino. Lo que hacía era entregarlo a los
Templarios, a cambio de un documento que, al llegar a su destino, le servía para
recuperarlo. Así que entre las innumerables donaciones recibidas y una acertada
gestión económica, se convirtieron en una especie de multinacional de enormes
recursos y gran influencia, que incluso concedía préstamos a reyes y príncipes. Lo
que, paradójicamente, a la larga significó su fin.
—Explíquese —le insté, cada vez más interesado en el tema.
—Pues sucedió que en 1291 San Juan de Acre, el último bastión cristiano en
Tierra Santa, cayó en manos de los musulmanes, lo que significó un duro golpe para
el prestigio de los Templarios, ya que perdían su razón de ser como protectores de los
Santos Lugares y de los peregrinos que a ellos llegaban. En consecuencia, ya sin esa
aureola de invencibles guerreros defensores de la cristiandad, perdieron también el
favor y la admiración del clero y de la nobleza europea. De la Orden de los Pobres
Soldados de Cristo sólo les quedaba el nombre, pues ya no ejercían como soldados y,
desde luego, hacía mucho que habían dejado de ser pobres. Las ingentes ganancias
que acumulaban tras dos siglos de próspero negocio suscitaron la envidia y la codicia
de reyes como el francés Felipe IV el Hermoso. Un monarca ambicioso, maquiavélico
y arruinado, que debía de mirar con avaricia más allá de su palacio en dirección a la
sede central de la orden del Temple en París, una especie de Fort Knox medieval en el
que se almacenaban todas sus riquezas en forma de oro y piedras preciosas.
—No me diga más, entonces es cuando se confabula con el Papa y detiene a todos
los Templarios.
—Exacto —confirmó satisfecho—. El 14 de Septiembre de 1307, amparado en
falsas acusaciones, mandó detener a todos los miembros de la Orden, incluido el Gran
Maestre Jacques de Molay. Confiscó las múltiples posesiones de la Orden en Francia
y tomó al asalto la Casa Madre del Temple, convencido de que se haría con todo el
oro que albergaba en sus sótanos.
—¿Y no fue así?
—Lo único que Felipe IV se llevó fue una tremenda sorpresa. Aunque los
soldados del rey registraron el edificio palmo a palmo, no hallaron en él ni un
céntimo.
—¿Entonces —pregunté, cada vez más cautivado por el misterio—, qué fue de
todo ese oro?
—Nadie lo sabe. Simplemente desapareció —concluyó, subrayando la última
palabra con el gesto que haría un mago tras hacer desaparecer un conejo en la
chistera.
Tardé unos instantes en asimilar la información, paseando la vista entre las
estanterías del salón, y cuando ordené un poco mis ideas me dirigí de nuevo mi
interlocutor.
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—Para serle sincero, profesor —apunté desalentado—, aunque la historia que me
acaba de contar resulta impresionante, no acabo de ver la relación entre el oro
desaparecido y nuestra pequeña campana de bronce. La verdad, no creo que con un
argumento tan endeble consigamos convencer a Hutch.
El profesor me miraba fijamente, y me pareció que esperaba que yo dijese
exactamente lo que acababa de decir.
—Es que, Ulises —observó pausadamente, acomodándose en el sillón—. Ahí no
termina la historia.
—¡Y me acusaba a mí de teatral! —repuse en una parodia de indignación—. ¿Va
a contármelo todo de una vez o me va a tener en ascuas toda la mañana?
Rió por lo bajo, satisfecho de hacerme rabiar un poco, y prosiguió con su relato.
—Tras detener a todos los Templarios de Francia, el rey ordenó torturarlos, con la
pretensión de que alguno confesara la ubicación del tesoro de la Orden. Pero ya fuese
por fidelidad a la hermandad o por auténtico desconocimiento, a pesar de los graves
martirios a que los sometieron, todos mantuvieron voto de silencio —aquí hizo una
pausa, se quitó las gafas tranquilamente y, mientras limpiaba las lentes con su
pañuelo, añadió—. Todos menos uno.
—Me parece que ha leído demasiadas novelas de misterio, profesor, y me está
poniendo de los nervios con tanta pausa.
—Ya acabo, ya acabo… pero déjame disfrutar de este momento, lo estoy pasando
muy bien —confesó risueño.
Rendido, me eché hacia atrás en el sillón y con la mano le hice el gesto de que
prosiguiera cuando lo deseara.
—Verás, hubo un miembro de la Orden llamado Jean du Chalon —continuó,
poniéndose en pié y acercándose a la ventana—, que tras ser torturado, confesó haber
sido testigo el día previo a la detención masiva de los Templarios de la evacuación
completa de los fondos acumulados en los sótanos de la sede. Según sus palabras,
cincuenta caballeros Templarios custodiaron el tesoro en su traslado desde París al
puerto de La Rochelle en la costa oeste de Francia que, casualmente, era también una
encomienda templaria. Allí, según explicó en su momento, el tesoro fue embarcado
en dieciocho naves que partieron con rumbo desconocido —y mirando
distraídamente hacia la calle, agregó—: Y nunca más se volvió a saber de aquella
flota ni de las riquezas que transportaba.
Dejé pasar un minuto largo, masticando lo que acababa de oír, y al cabo pregunté
tímidamente.
—¿Cree usted entonces, que la campana que encontré en Utila pertenece a uno de
los barcos de esa flota?
—No lo creo, Ulises —y dándose la vuelta frente a la ventana, añadió—. Estoy
seguro de ello.
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—Bueno, el anzuelo está echado —dije, al tiempo que cliqueaba sobre el icono de
enviar—. Ahora sólo nos resta esperar su respuesta.
—¿Estás seguro de que no habría sido mejor llamarle por teléfono? —preguntó el
profesor, apoyándose en la mesa con ambas manos.
—No, no lo creo. No es fácil localizar a un hombre como John Hutch, y aún
menos explicarle por teléfono una historia tan increíble. Estoy seguro de que
comprueba a diario el correo electrónico, y lo que le hemos escrito despertará su
curiosidad sin ningún tipo de duda.
—Espero que así sea.
Habíamos pasado a su despacho una hora antes, y me había llevado una gran
sorpresa al entrar y encontrarme una amplia habitación de decoración minimalista,
con una televisión de LCD colgada de la pared como si se tratase de un cuadro, y sobre
una funcional mesa de considerables dimensiones un equipo informático completo
con escáner, impresora y un monitor de pantalla plana en el centro de la misma.
—Vaya, profe —había expresado, lleno de asombro—, es usted un pozo de
sorpresas. Nunca hubiera imaginado que fuera un fanático de la última tecnología.
—Bueno —admitió complacido—, cada uno tiene sus pequeños vicios. Pero no
se lo digas a nadie, tengo una imagen que mantener.
No teníamos nada que hacer las siguientes horas, pues a causa de la diferencia
horaria con Florida, por lo menos hasta media tarde no nos llegaría una respuesta. Por
ello, decidí saciar mi curiosidad interrogando un poco más al profesor Castillo al
respecto de los Templarios y su mítico tesoro.
—¿Porqué está tan seguro de que la campana pertenece a uno de los barcos que
transportaba el tesoro, profesor? ¿No podía haber sido de un viaje anterior?
—Oh, sí. Claro que es posible; pero improbable. Aunque estoy convencido de
que los cartógrafos del Temple conocían la existencia del continente americano, no
creo que hubiera un tráfico fluido entre el viejo y el nuevo continente. Si hubieran
realizado demasiadas travesías transoceánicas habrían acabado por ser descubiertos;
algún marinero habría hablado más de la cuenta, o algún barco inglés, castellano o
portugués se habría tropezado con ellos tarde o temprano —hizo una pausa, y
acercándose al mueble bar, añadió—: Además, la ruta que debían tomar para llegar a
América, aprovechando la corriente ecuatorial del norte, partía desde las islas
Canarias, donde se verían obligados a recalar para abastecerse de alimentos frescos y
agua potable. Allí, una aparición continuada de barcos Templarios con destino
desconocido habría levantado sospechas inevitablemente. Y como ni fueron
descubiertos, ni ha quedado constancia de un tráfico inhabitual de navíos de la Orden
por las Islas Afortunadas, es lógico suponer que fueron pocos los que realizaron la,
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por otro lado, arriesgada singladura.
—Lo que más me sorprende es que usted da por hecho que en el mil trescientos y
pico, ya se sabía de la existencia de América.
—En realidad, desde mucho antes. ¿Quieres tomar algo? —preguntó señalando
las botellas de licor.
—No, gracias —negué con un gesto—. ¿Cuánto es mucho antes?
—¡Uf! Vete a saber… desde los fenicios, o quizás antes.
—¿Pero cómo habría sido posible cruzar el Atlántico en aquella época? ¿Y por
qué no hay pruebas de ello en ninguna parte?
El profesor meneó la cabeza.
—La pregunta, Ulises, sería más bien: ¿cómo es posible que en tres mil años de
historia conocida, nadie, aunque fuera por casualidad, descubriera un inmenso
continente que cruza toda la Tierra desde el Polo Norte al Polo Sur? Si lanzas una
botella al mar frente a la isla de Hierro, en las Canarias, tienes muchísimas
probabilidades de que en un par de meses llegue ella solita a las costas americanas; y
ten en cuenta que los fenicios, por ejemplo, eran unos excelentes marineros. Espera
—dijo levantando la mano—, tengo algo por aquí que quiero enseñarte.
Salió del despacho, y durante unos minutos lo oí trastear entre sus libros hasta
que, feliz, exclamando eureka, entró de nuevo en la habitación con un polvoriento
libro abierto entre las manos.
—Aquí lo tienes —señaló triunfante—. Es un relato recogido por Heródoto, sobre
una expedición encargada por el faraón Necao II a navegantes fenicios en el
seiscientos ocho antes de Cristo, con el fin de averiguar qué había más allá del Mar
Rojo, y dice así: «…ordenó a los fenicios que en sus naves partieran en viaje, para
regresar por el lado de las columnas de Hércules al Mediterráneo y volver a Egipto.
Así pues, partieron los fenicios del Mar Eritreo y navegaron hacia el sur. A lo largo
de esta navegación desembarcaban cuando llegaba el otoño, en cualquier lugar de la
costa de Libia —antes, África se conocía bajo ese nombre, aclaró—, y allí sembraban
y esperaban la cosecha. Una vez recogida ésta, volvían a navegar. Así pasaron dos
años, y al tercero doblaron las columnas de Heracles y llegaron a Egipto». Me miró
orgullosamente y preguntó: —¿Qué te parece?
—Jamás hubiera pensado que seiscientos años antes de Cristo ya estuvieran de
moda los cruceros.
—Pero eso no es lo mejor de todo —prosiguió, ignorándome—. En el siglo XIX,
apareció en Parahiba, en la costa de Brasil, una inscripción tallada en roca, escrita por
los supervivientes de un barco que partió del Mar Rojo, dobló el cabo de Buena
Esperanza y al subir por el litoral oeste africano fue arrastrado por las corrientes mar
adentro hasta una costa desconocida —volvió a hacer una de sus pausas, con las que
tanto se recreaba y melodramáticamente añadió—: Dicha inscripción estaba
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redactada en caracteres fenicios.
—Entiendo —admití, aún sin estar convencido del todo.
—Sí, pero no acabas de creerme —apuntó, intuyendo mi escepticismo—. El
hecho de cruzar el Atlántico, si se acierta con las corrientes y los vientos adecuados,
no es tan complicado como pudiera parecer a primera vista. Hay incluso quien lo ha
logrado en barcas de remo o en tablas de windsurf. Hace unos años, el marino Thor
Heyerdahl viajó de África a Sudamérica a bordo de un barco construido a semejanza
de los que existían en el antiguo Egipto, lo que viene a demostrar que técnicamente
era posible realizar el viaje en aquellos tiempos.
—Sí —repliqué—, pero el señor Heyerdahl sabía a donde iba, y en cambio hasta
hace quinientos años se pensaba que el Atlántico era un océano inmenso que llegaba
hasta las costas de China, asolado por enormes criaturas marinas que devoraban
cualquier nave que se alejara de la costa.
—¿Pero a que no sabes quienes fueron los creadores de ese mito?
—Ni idea.
—Los fenicios, Ulises. Precisamente, los fenicios.
—¿Y por qué deberían haber hecho algo así?
—Pues muy sencillo, por la segunda razón más antigua del mundo: el dinero. Los
fenicios fueron los mejores navegantes y comerciantes de su época, y se sabe con
certeza que intercambiaban productos en regiones tan alejadas como la India, África
occidental o Islandia. Es por ello lógico que intentaran conservar en secreto las rutas
que utilizaban para ir de un lugar a otro, intimidando con monstruos y relatos de
desastres a todo aquel que pudiera plantearse curiosear un poco, a ver qué había más
allá del estrecho de Gibraltar. En cierto modo —añadió—, el hecho de que se
alimentara esa patraña durante dos mil años invita a pensar que había quienes estaban
interesados en mantenerla viva.
—¿Me está hablando de una conspiración fenicio-templaria? Con todo el respeto,
profesor, ¿no está empezando a desvariar?
—Piénsalo —dijo mirándome fijamente—. Los fenicios —o algún otro antes que
ellos—, llegan a América, deciden preservar el secreto atemorizando con leyendas a
todo aquel que ose seguir sus huellas, y con el paso del tiempo esas mismas leyendas
pasan a formar parte de la memoria colectiva. Mas, sin embargo, siglos más tarde los
caballeros del Temple descubren durante su estancia en Siria y Palestina unos
documentos donde se especifica la ruta para llegar a unas tierras desconocidas
aprovechando corrientes marinas y vientos favorables. Deciden echar un vistazo, y
¡bingo!
—¿Bingo?
—¡Descubren América, hombre! O, mejor dicho, la redescubren. Luego, por
alguna razón, se aprovecharon del miedo de la época al océano Atlántico y conservan
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el secreto, hasta que nuestro querido Cristóbal Colón hace su triunfal entrada en
escena —concluyó, mientras cruzaba los brazos con expresión satisfecha.
—Me va a disculpar que ejerza de abogado del diablo —objeté, apoyando las
manos sobre las rodillas—, pero todo lo que me está contando es muy circunstancial.
Si esto fuera un juicio, el acusado iría derechito a la calle por falta de pruebas.
—¿Quieres pruebas? —preguntó desafiante—. ¿Me creerías si te demostrase que
Colón no fue el primero en llegar a América y que, además, pudo hacerse con tal
honor gracias a unos conocimientos cuyo origen es inequívocamente templario?
—Sin duda, esa demostración haría encenderse en mí la llama de la verdad.
—Más te vale, si no te echaré de mi casa a patadas, por necio y cabezón —
replicó, apuntándome con el dedo—. Bien, como ya te he expuesto con anterioridad
—continuó, con tono solemne—, la Orden de los Pobres Soldados de Cristo terminó
disuelta a manos de Felipe IV, rey de Francia, y del Papa Clemente V; siendo su
último Gran Maestre Jaques de Molay, quemado en la hoguera el 18 de Marzo de
1314. A primera vista parece que todo se acaba ahí, los miembros de la Orden son
encarcelados o hechos a la parrilla, sus bienes robados y el tesoro desaparece como
por arte de magia, fin de la historia. ¡Pero no! —se objetó a sí mismo—. Resulta que,
en el resto de Europa, no todos los Templarios son encarcelados. De hecho, en reinos
como el de Portugal se les acoge en su huída y, con una hábil maniobra, se protegen
bajo el manto de una nueva orden creada por ellos mismos con la bendición del rey
de Portugal, la llamada Orden de Cristo. Honestos fueron, eso sí, pero también poco
imaginativos a la hora de elegir un nuevo nombre.
El profesor Castillo andaba de un lado al otro del despacho, con la mirada
perdida, como si estuviera impartiendo una de sus clases en la facultad de Historia.
—Dicha orden —prosiguió—, fue la depositaria de todos los archivos de los
Templarios, incluidos mapas, planisferios y cartas de navegación, aunque la posesión
de dichos documentos fue mantenida en secreto durante casi cien años y no fue hasta
principios del siglo XV cuando comenzaron a revelar parte de sus conocimientos
náuticos a la corte de Enrique el Navegante, príncipe de Portugal, bajo cuyo
patrocinio, la exploración marítima disfrutó de un periodo de bonanza como nunca
antes se había visto. Sus naves llegaron a puntos remotos de la costa africana,
instalando prósperas colonias en lugares como Madeira o las Azores pero, sin
embargo, extrañamente, jamás fueron más allá de las islas de Cabo Verde, y eso que
tan sólo dejándose llevar por los vientos alisios, en pocas jornadas se habrían
plantado en las playas de Brasil —dijo haciendo con la palma de la mano un gesto
hacia delante—. Lo insólito de tal comportamiento fue sin duda consecuencia de un
pacto entre la Orden de Cristo y el príncipe Enrique. Protección a cambio de
conocimientos, pero eso sí, conocimientos limitados, porque está claro que los
antiguos Templarios no deseaban que nadie más pusiera un pie en América. Como
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prueba, me remito al hecho de que todos los navíos portugueses que navegaran más
allá de Cabo Bojador, frente a las islas Canarias, debían llevar pintada en sus velas la
cruz templaria, como signo identificativo.
—¿Quiere decir —le interrumpí—, que esa enorme cruz roja que sale en todos los
dibujos de los barcos de Colon era una cruz templaria?
—Ni más, ni menos.
—No me irá a decir ahora que Colón era un templario.
—¿Me vas a dejar explicarlo todo, o no? —dijo arqueando una ceja.
—Sí, claro, profe —concedí, guiñándole el ojo—. Continúe, por favor.
—¿Por dónde iba? —se interrogó a sí mismo, mirando al techo—. Ah, sí. Pues
decía que los Templarios, a través de su «tapadera», la Orden de Cristo, controlaban
el tráfico marítimo en el Atlántico. Pero hete aquí que tras un misterioso naufragio
llegó a las playas portuguesas del Algarve un marino desarrapado que, gracias a su
don de gentes, astucia y ambición, en menos de tres años logró contraer matrimonio
con Doña Felipa Moniz de Perestrello, mujer de noble linaje e hija del descubridor
portugués Diego de Perestrello; hombre de fe estrechamente relacionado con la
Orden de Cristo. Éste naufrago —dijo el profesor, sentándose de nuevo—, del que no
se sabía ni su verdadero nombre, religión o patria, gracias a sus nuevas influencias
adquirió gran experiencia como navegante a las ordenes de comerciantes genoveses;
llegando a visitar enclaves tan alejados como las costas de Guinea. Pero el premio
gordo le tocó cuando, rebuscando en un cofre herencia de su recién fallecido suegro,
dio con unas extrañas cartas de navegación pertenecientes a la Orden de Cristo, en las
que se reflejaban unas tierras para él desconocidas «…a 750 leguas al oeste de la isla
de Hierro». Este hombre —anunció, juntando las yemas de los dedos—, como ya te
habrás imaginado, se hacía llamar por aquel entonces Cristóbal Colón.
—Entonces… —intervine, algo aturdido por la revelación—. ¿Insinúa que Colón
llegó a América porque tenía un mapa que le indicaba el camino?
—No sólo un mapa —puntualizó— sino, además, todo un conjunto de
anotaciones sobre distancias, corrientes marinas, vientos y días de navegación;
aunque, para su desgracia, dichas anotaciones estaban en clave, lo que le supuso
algún que otro error aparentemente inexplicable en su primera travesía oceánica. Por
ejemplo, confundió las millas castellanas con las árabes, lo que le llevó a pronosticar
la distancia exacta a la que hallaría tierra en la unidad de medida equivocada. Lo que
a poco le cuesta un motín en La Santa María.
—Cuesta creer algo así… —repuse sinceramente.
—Pues ya puedes empezar a hacerlo, porque es rigurosamente cierto. Y no tienes
más que leer las Capitulaciones de Santa Fe, que en 1491, un año antes de partir, les
hizo firmar Colon a los Reyes Católicos y en la que se le certifica como «…
Almirante y Virrey de las tierras que ha descubierto en las mares oceanas».
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Literalmente dice eso, que ha descubierto, no que vaya a descubrir.
El profesor Castillo se quedó en silencio, como esperando mi reacción, pero yo
aún tardé un buen rato en reflexionar sobre lo que acababa de oír.
—Me ha dejado sin palabras. Es lo más sorprendente que me han explicado en la
vida —mascullé al fin.
—Entonces, ¿a partir de ahora creerás en lo que te digo?
—Bueno, ya sabe que soy un escéptico irreductible, pero en lo que se refiere a
este tema confiaré en sus conocimientos.
—Así me gusta —dijo poniéndose en pie—. Y ahora vamos a tomarnos una
cerveza al bar de abajo, que tengo la garganta seca de tanto parlotear.
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—¿Y que esperaba que dijera? Ésta es la mejor respuesta que nos podía dar —le
recriminé por su reacción desmoralizada.
—Pero, es que ir a Florida para hablar con él… La verdad, no contaba con ello.
—¿Es que tiene otra cosa que hacer? ¿Doblar los calcetines, limpiar la pecera
quizá?
—No, no es eso. Es que… no me hace mucha gracia ir en avión.
—¿No me irá a decir que le da miedo volar?
—No es miedo, Ulises. Es pánico —confesó, crispando los dedos de tan solo
pensarlo.
—Pues lo siento, pero le necesito para convencer a Hutch. Usted le da
credibilidad al asunto.
—Ya, pero es que… —murmuró, tratando de hallar un pretexto.
—No hay pero que valga, profe. Ahora mismo hago la reserva del vuelo por
Internet, y en cuatro días nos vamos a ver al cazatesoros, como usted lo llama.
Mientras tanto, recojamos toda la información posible sobre los Templarios y su
fortuna. Hemos de convencer a Hutch de que no somos un par de lunáticos, y para
ello, además de la campana, debemos mostrarle todas las pruebas posibles que
sugieran que bajo aquel arrecife hay algo de valor, y que le será rentable invertir su
tiempo y su dinero en ir a buscarlo.
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Puntuales, cruzábamos la puerta de las oficinas de la Hutch Marine Explorations;
un hombre de mediana edad ataviado con una floreada camisa, salió a recibirnos.
—¡Hola Ulises! Me alegro de verte —exclamó desde sus buenos metro noventa
de estatura, con sus siempre inquisitivos ojos azules y una expresión engañosamente
afable —que escondía una caja registradora como cerebro—, mientras me estrechaba
la mano con fuerza.
—Hola Hutch. ¿Cómo va todo por aquí?
—Bien, como siempre. Mucho trabajo, you know… —respondió, con su marcado
acento yanqui.
—Parece que las cosas no te van del todo mal. Por cierto, veo que has mejorado
mucho tu español.
—Bueno, después de todo el oro español que me he llevado, es lo menos que
podía hacer ¿no? Es broma, en realidad, es por culpa de una mujer, como siempre.
Una cubanita que me tiene crazy.
—A tu edad, John, tienes que ir con cuidado con esas cosas, a ver si te da un
infarto.
—Hey, aunque tenga más barriga y menos pelo, I´m still en plena forma —replicó
defendiéndose, al tiempo que doblaba su brazo para mostrarme el bíceps.
—Ya lo veo, ya… —acepté y, señalando al profesor, añadí—: Te presento al
profesor Eduardo Castillo Mérida, uno de los mayores expertos europeos en Historia
Medieval.
—Encantado profesor —dijo Hutch, tendiéndole la mano—. ¿Cómo prefiere que
le llame?
—Profesor está bien, gracias, es a lo que estoy más acostumbrado señor Hutch —
dijo, y seguidamente añadió—: Aunque, en su caso, si me llama teacher, también lo
aceptaré.
—¡Muy bien, muy bien! —exclamó de buen humor—. Ulises, teacher, ¿les
parece bien si pasamos a mi despacho?
Entramos, nos sentamos en unos cómodos sillones de cuero negro e,
inconscientemente, dejé vagar la mirada por la multitud de trofeos rescatados por
Hutch en anteriores excavaciones subacuáticas: una pistola de pedernal perfectamente
conservada, una moneda de oro flotando en un cubo de metacrilato usado como
pisapapeles…
—Es un doblón de oro acuñado en Nueva España —dijo Hutch, pasando a hablar
en inglés, contestando a una pregunta no formulada—. Fue lo único de valor que
saqué de un galeón español del siglo XVII. Un fracaso que a punto estuvo de llevarme
a la ruina hace unos años, y todo por no investigar lo suficiente y dejarme llevar por
el entusiasmo de otros —y mirándome fijamente, añadió—: Pero de la experiencia se
aprende, y por eso decidí tenerlo siempre encima de la mesa, para recordar que jamás
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he de volver a cometer la misma equivocación.
Por el rabillo del ojo percibí que el profesor me estaba observando. Pero,
simulando ignorar el sentido oculto de las palabras de Hutch, continué
tranquilamente.
—Te agradezco que nos hayas recibido John, sé lo ocupado que estás siempre.
Pero cuando acabemos de explicarte por qué estamos aquí, descubrirás que te
estamos proponiendo la mayor oportunidad de tu vida —diciendo eso me sentía como
un charlatán de feria, pero intentaba demostrar que estaba totalmente convencido del
éxito de una posible búsqueda, y quería dar la impresión de que todas las
probabilidades de fracaso, como decía Hutch, estaban descartadas.
—Bueno, eso ya lo veremos… —replicó retrepándose en su sillón, y con mirada
calculadora, añadió—: Ahora aclaradme lo que me decíais en el e-mail sobre el
mayor tesoro de la historia.
Tuvieron que pasar tres días —muy bien aprovechados, eso sí—, hasta que
recibimos una llamada de la secretaria de Hutch, citándonos para esa misma tarde a
las seis.
Algo nerviosos, nos presentamos puntuales en su oficina y, con mayor formalidad
que en la primera entrevista, nos hizo pasar de nuevo a su despacho. Nos sentamos
los tres en un silencio sólo amortiguado por el ligero ronroneo del ventilador del
techo. Hutch parecía calibrarnos con la mirada, mirándonos a uno y a otro, pero sobre
todo a mí, con lo que me pareció adivinar como una sombra de desconfianza. Al cabo
de unos minutos, las manos me empezaron a sudar, y cuando ya estaba empezando a
cavilar dónde podría encontrar otra empresa de recuperación subacuática, Hutch se
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inclinó hacia delante, apoyándose en la inmensa mesa de caoba, y tomó en sus manos
su valioso pisapapeles.
—Trato hecho —dijo jugueteando con el cubo transparente—. Quizá me
arrepienta un día —continuó, al tiempo que lo volvía a dejar cuidadosamente en su
sitio—, pero trato hecho —y alargó su mano derecha hacia mí.
—Genial —respondí con entusiasmo, estrechándole la mano—. ¿Cuándo
empezamos?
—¿Empezamos? —preguntó sorprendido, alzando una ceja—. Ustedes ya han
hecho su parte, si damos con el tesoro obtendrán un porcentaje de las ganancias, pero
su trabajo termina aquí.
—No, John —repuse firmemente—. Nosotros deseamos participar en la
búsqueda.
—Lo siento, pero ese punto no es negociable. Mi equipo ya está formado, y son
los mejores. Tengo submarinistas profesionales, oceanógrafos, arqueólogos e
historiadores ya en nómina. —y acompañando sus palabras con un inequívoco gesto,
recalcó—: No necesitamos a nadie más.
—Pero el profesor es un experto en Historia Medieval, nadie sabe más que él
sobre los Templarios y sus secretos —insistí—, y yo soy un buen submarinista,
ambos podríamos ser de gran ayuda.
—Ya te he dicho que no, Ulises. Esto no es como dar clases en la universidad o
guiar turistas bajo el agua.
Hutch no parecía que fuera a ceder, el profesor asistía a la conversación con cara
de ya-me-imaginaba-que-esto-acabaría-así, y yo no quería aceptar un no por
respuesta. Le había prometido al profesor que ambos participaríamos en la búsqueda
y, por mi parte, me había ilusionado lo bastante como para jugarme mi última, y
quizás única, carta.
—John —objeté, todo lo calmadamente que pude—. Si no vamos nosotros… no
habrá ningún tesoro que buscar.
Evidentemente, era un farol, y rezaba para que el profe se diera cuenta y no se
abalanzase sobre mí lanzando improperios, pero era eso o salir por la puerta con cara
de tonto. Aún no le había proporcionado a Hutch la localización exacta del posible
hundimiento, así que confiaba en que si me mantenía inflexible, acabaría saliéndome
con la mía.
Hutch me miraba con cara de pocos amigos, manteniendo un hosco silencio
mientras parecía sopesar todos los «pros» y los «contras», haciendo un rápido balance
mental de costos y beneficios, y de lo que podría perder mandándome al infierno. No
me cupo duda de que si hubiera pensado que tenía la más mínima posibilidad de
localizar el pecio sin necesidad de que yo le suministrara las coordenadas, aunque
ello le hubiera supuesto muchos inconvenientes, ya estaríamos el profe y yo de
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patitas en la calle. John Hutch no era un hombre de los que aceptan que lo chantajeen,
ni que un par de aficionados le impongan condiciones.
El americano se revolvió incómodo en su mullido asiento de cuero negro, quizás
esperando a que me echara atrás y diera el volantazo antes de llegar al precipicio.
El primero en hablar perdía.
Él lo sabía.
Y yo también.
—Está bien —accedió al fin, sin disimular su irritación—. Pero trabajareis en el
barco, los dos, y sin recibir ningún sueldo a cambio —y señalándonos
amenazadoramente con el dedo, añadió—: Y si resultáis un estorbo para la operación,
os desembarcaré en el puerto más cercano, ¿okey?
Miré al profesor, y con una leve inclinación de cabeza me hizo saber que estaba
de acuerdo con las condiciones.
—De acuerdo, John, me parece justo —sonreí satisfecho—. Pero, como te decía
antes… ¿Cuándo empezamos?
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El Midas cabeceaba considerablemente a causa del oleaje que chocaba contra la proa,
levantando una nube de salpicaduras que el viento del sudeste acababa depositando
en cubierta. Hacía dos días que habíamos partido de Key West, y el tiempo no había
hecho más que empeorar, lo cual, por otra parte, no dejaba de ser algo lógico en plena
temporada de huracanes. Ese día, el cielo había amanecido cargado de nubes, y su
color plomizo se reflejaba en un mar que en ocasiones parecía cubierto de mercurio.
A pesar de estar navegando por el supuestamente cálido mar Caribe, llevaba
puesta una chaqueta para protegerme del viento húmedo de casi de treinta nudos, que
me lanzaba sobre el rostro una fina lluvia que me obligaba a entrecerrar los ojos.
En unas horas llegaríamos a aguas hondureñas y, antes del anochecer, estaríamos
fondeados sobre el mismo arrecife donde hacía menos de un mes había encontrado la
pequeña campana de bronce. Habían pasado tantas cosas en estas dos semanas que
tenía la impresión de llevar mucho más tiempo persiguiendo ese enigmático tesoro.
Imaginé la cara que debió de poner mi madre cuando la llamé por teléfono para
explicarle que no había pasado a verla de nuevo porque estaba en Florida. Buscando
un barco hundido, y en compañía del profesor Castillo.
—¿Estas de broma? —contestó ante la noticia.
—No, mamá, es verdad. Partimos pasado mañana hacia Utila —le dije,
intentando contagiarle vanamente mi entusiasmo.
—Pero si acababas de llegar… y, además, ¿qué pinta en todo esto ese mal nacido
de Eduardo?
—Mamá, él se ha limitado a ayudarme cuando se lo he pedido —repuse
conciliador—. No tiene sentido que sigas odiándolo… ya es hora de que olvides.
—Sabía que no tenía que darte su número… —insistió, desoyéndome—. La culpa
es mía.
—Escúchame —atajé—, te he llamado para decirte que estoy bien y ponerte al
corriente de mis planes, no para discutir. Estoy haciendo lo que creo conveniente, y
más vale que te hagas a la idea de que estaré con el profesor durante un tiempo. Así
que deja de decir tonterías y deséame suerte.
—Claro hijo, claro. Pero es que…
—¿Es que qué, mamá?
—Nada Ulises, nada —contestó lánguidamente—. Es sólo que, me parece estar
escuchando de nuevo a tu padre. Ten mucho cuidado, por favor.
Rememoraba esa conversación, cuando a mi espalda oí un amigable ¡Hola! y un
segundo después, tenía a mi lado, también apoyada en la barandilla, la menuda figura
de Cassandra Brooks, la atractiva arqueóloga jefe de la expedición.
—¿Qué onda? —preguntó, con su inconfundible acento mexicano—. ¿Intentas
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agarrar un resfriado?
—Hola Cassie, sólo buscaba algo de tranquilidad. Además, me mareo más en el
camarote que aquí fuera.
—Igual que yo, mano. Que quede entre nosotros, pero ya llevo media caja de
pastillas para el mareo. —Y mirándome fijamente, me preguntó—: ¿Estás
preocupado por algo?
—No —contesté rápidamente—. Bueno, un poco sí. Me gustaría encontrar ese
tesoro, pero más que por el dinero, por la satisfacción de conseguir algo importante.
—¿Es que quieres ser famoso? —inquirió divertida.
—No, que va. Ni mucho menos —aclaré—. Pero a mi edad aún ando sin rumbo
fijo, a veces me asaltan dudas… y esto me haría sentirme bien conmigo mismo.
—Ulises —me dijo suavemente, apoyando su mano en mi antebrazo—, no
puedes depender de que encontremos un tesoro hundido para sentirte bien contigo
mismo.
Entonces fui yo quien la miró a ella, cautivado por sus profundos ojos verdes.
—Tienes razón —reconocí, poniendo mi mano en la barandilla sobre la suya—.
Tienes toda la razón.
Nos habíamos conocido tan sólo unas horas antes de la partida, pero
inmediatamente había surgido entre nosotros una corriente de simpatía y ya nos
tratábamos como viejos amigos. Quizás era porque, aparte del profesor, éramos los
únicos latinos entre tanto gringo; y no fue poca mi sorpresa cuando me presentaron a
una hermosa mujer rubia de ojos esmeralda y apellido anglosajón, que resultó ser
natural de Acapulco.
—Ya te lo puedes imaginar —me dijo, cuando le pregunté al respecto dos días
atrás, sentados bajo el sol a la proa del barco—. Mi papá, el típico gringo que se va a
Acapulco de vacaciones y, una vez allí, conoce a mi mamá, una prietita que lo vuelve
loco. Se casan, se quedan a vivir en México y me tienen a mí. Una güirita canche, con
el pelo, los ojos y el apellido de gringa, pero mexicana de los pies a la cabeza en todo
lo demás.
—Pues felicita a tus padres de mi parte —dije, tratando de ser galante—, porque
el experimento les ha salido muy bien.
—Muchas gracias —contestó, ruborizándose bajo su piel morena, lo que la hizo
parecer aún más atractiva.
—Y a todo esto ¿qué te impulsó a dedicarte a la arqueología submarina?
—La verdad es que resultó casi inevitable. Mi papá era submarinista y mi mamá
arqueóloga. ¿Qué otra cosa podía ser?
—¿Pero te gusta lo que haces?
—Me encanta —respondió contundente—. Siempre he vivido cerca del mar, con
mi padre aprendí a bucear antes que a andar y, además, la arqueología me apasiona.
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La curiosidad fluye por mis venas como la sangre, y hallar un pecio hundido cientos
de años atrás me provoca una sensación incomparable. Lo que más me gusta en el
mundo es desenterrar algo que nadie ha visto o tocado desde hace siglos.
—Pero lo que haces aquí, con Hutch, no es exactamente arqueología.
Cassandra me miró con la cara de haberse tragado un sapo.
—Lo sé —admitió bajando la vista—, e incluso un par de veces he estado a punto
de mandarlo todo al carajo. Pero el trabajo escasea, y aunque no me gusta John ni sus
métodos, paga una buena lana… y tampoco es fácil resistirse a la tentación de
descubrir tesoros hundidos.
—Te entiendo —asentí—. Yo también me he contagiado de la fiebre del oro, aun
cuando nunca he tenido el menor interés en hacerme rico —y añadí con una sonrisa
cómplice—: Pero aquí me tienes.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, todos los integrantes del equipo de
búsqueda y la tripulación del Midas nos encontrábamos en la cubierta de proa,
convocados por Hutch a golpe de sirena y megafonía. En total no llegábamos a la
veintena, entre submarinistas, oceanógrafos, geólogos marinos, especialistas en
equipos de detección submarina, informáticos y, por supuesto, arqueólogos
subacuáticos, entre los que se encontraba Cassie. El profesor Castillo, mientras tanto,
se mantenía apartado, apoyado en la borda; imagino que algo ajeno a un entorno que
no era el suyo.
Me seguía sorprendiendo la escasa tripulación que necesitaba una nave de más de
cincuenta metros de eslora, y aunque pudiera haber algún marinero que aún no
hubiera contado, no serían más de seis o siete. Recordaba que durante la primera
cena, el capitán Preston me había detallado las maravillas tecnológicas que hacían del
Midas un barco único en el mundo. Pero entre el acusado vaivén de la nave aquella
noche, y las cervezas que me había tomado, lo único que me venía a la memoria era
lo mucho que me había costado encontrar mi camarote.
Finalmente, apareció Hutch en el balcón del puente, acompañado del que había
sido su sombra desde que embarcamos, Goran Rakovijc. Un inquietante ex
combatiente de origen serbio y oscuro pasado, con cara de pocos amigos y una
misteriosa fidelidad a toda prueba —según contaban— hacia Hutch, al que seguía
como un doberman a su amo.
—¡Damas y caballeros! —exclamó Hutch en inglés, pues este era el único idioma
utilizado a bordo del Midas, imponiendo silencio con un gesto—. Algunos de ustedes
ya saben por qué estamos aquí, pero a la mayoría, como medida de seguridad, aún no
los hemos puesto al corriente de la operación. Y no es porque no confiemos en
algunos; porque la verdad —agregó sonriendo—, es que no nos fiamos de ninguno.
Se oyeron risas entre el grupo. Alguien gritó: «¡Eh, John! ¡Que lo de tu mujer fue
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un accidente!». Hutch hizo el gesto de dispararle a uno de los tripulantes con el dedo,
y cuando se acallaron las risas, continuó.
—Estamos aquí para encontrar un tesoro, pero no un tesoro cualquiera —con el
brazo extendido, señaló hacia la superficie de un mar agitado—. A pocos metros bajo
la quilla del Midas, oculto entre arena y rocas, está esperándonos el tesoro de los
tesoros.
Hizo una pausa, esperando que sus palabras surtieran efecto, y prosiguió.
—Hace setecientos años, cuando pensábamos que el hombre blanco aún no había
llegado a América, una pequeña flota partió de Europa con sus bodegas cargadas de
oro, plata y piedras preciosas y llegó hasta estas aguas. Aún no sabemos por qué, pero
al menos una de las naves se hundió con todas sus riquezas en su vientre, y gracias al
profesor Castillo y a Ulises Vidal —dijo, señalándonos con la vista—, hoy sabemos
dónde: justo bajo nuestros pies.
Tomó aire, e inclinándose sobre la barandilla con el viento agitándole la ropa,
alzó la voz.
—Nunca nadie habrá encontrado tantas riquezas en un solo naufragio, ni siquiera
yo —de nuevo risas—. Por ello, lo que vamos a hacer aquí a partir de hoy no va ser
solamente intentar hacernos ricos. Si logramos nuestro objetivo, y no dudéis que así
será, ¡haremos Historia!
Alzó su mano hasta la altura del rostro y, cerrándola bruscamente, bramó.
—¡Ese tesoro nos está esperando, muchachos! ¡Vamos a por él!
Y un coro unánime de silbidos y gritos de júbilo se alzó desde la cubierta del
Midas, perdiéndose en un océano que, a cada momento que pasaba, aparecía más gris
y amenazador.
Media hora después, con el ánimo más calmado, un grupo de siete personas se
sentaba alrededor de la enorme mesa de madera de la sala de reuniones, en cuyo
centro aparecía desplegada una detallada carta náutica del Instituto Oceanográfico de
los Estados Unidos: la correspondiente a las Islas de la Bahía. La reunión la presidía
Hutch, flanqueado por su lugarteniente Rakovijc y el capitán del Midas, Nicolas
Preston. También asistían Clive Brown como jefe de submarinistas, Cassandra
Brooks como arqueóloga principal, el profesor Castillo como asesor histórico y yo
mismo, haciendo uso del privilegio que me otorgaba haber sido el descubridor del
naufragio.
—Señores —dijo Hutch, en cuanto tomamos asiento—, creo que todos han sido
presentados ya, así que nos saltaremos las formalidades y les expondré por qué
estamos aquí y lo que vamos a hacer en los próximos días.
Nos miró a todos rápidamente y prosiguió su discurso.
—El señor Vidal, aquí presente —dijo inclinándose hacia mí—, descubrió hace
menos de un mes un objeto enterrado en un arrecife. Dicho objeto, según todos los
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indicios, perteneció a un barco propiedad de una Orden monástico militar de la Edad
Media que acumulaba enormes riquezas. Esa orden es conocida hoy en día como los
Templarios.
Hizo una breve pausa, esperando a que los oyentes asimilaran la información.
—Cierto día, a principios del siglo XIV, casi doscientos años antes de que Colón
llegara a este continente, dieciocho barcos partieron de Francia con todo el tesoro de
la orden en sus bodegas. Creemos que uno de esos barcos se hundió en estas aguas.
Nuestra misión es localizar los restos del barco, hacer una cuidadosa excavación de
los mismos y una vez demos con su valioso cargamento, recuperarlo y llevárnoslo a
casa. Cada uno de ustedes tiene frente a sí un informe detallado de lo que acabo de
explicarles.
Se retrepó en el sillón y, tras unos segundos, continuó.
—Algunos ya han trabajado conmigo en anteriores recuperaciones, y tanto a
ustedes como a los nuevos he de advertirles que esta vez todo va a resultar más
difícil. Lo que andamos buscando no es sólo un gran tesoro, tenemos en nuestras
manos la posibilidad de hacer historia… cambiando la historia. Si conseguimos
probar que había europeos navegando por estas aguas mucho antes de lo que
imaginábamos, tendrán que rescribirse todos los libros de todas las escuelas de todo
el mundo. Y cuando sus hijos lean dentro de unos años que los intrépidos
exploradores del Midas solucionaron el enigma del descubrimiento de América,
ustedes podrán decirles con orgullo que estuvieron ahí.
—Pero, exactamente, ¿por qué va resultar esta vez más difícil que las anteriores?
—preguntó el pragmático Brown, jefe del equipo de submarinistas.
—Básicamente porque apenas tenemos información del tipo de nave que estamos
buscando, su tamaño o tonelaje. Lleva bajo las aguas el doble de tiempo que
cualquier otro pecio que hayamos buscado con anterioridad, con lo que estará más
descompuesto y hundido en el fango que ninguno de ellos, y por si esto fuera poco —
añadió con semblante serio—, en aquella época los barcos de vela aún no portaban
artillería. Como todos sabéis, actualmente, la mejor manera de encontrar un barco
hundido es a través de la detección magnética del hierro de sus cañones —hizo otra
pequeña pausa y continuó—: Afortunadamente, el Midas es el mejor barco que se ha
construido jamás para la localización y estudio de pecios —afirmó, sin ocultar su
orgullo— y, además, contamos con la mejor tecnología del siglo XXI: potentes
magnetómetros de cesio, discriminadores de densidad, y el mejor sónar de barrido
lateral que existe en el mercado. En resumen, si ese barco está ahí abajo, daremos con
él.
Todos nos quedamos en silencio y Cassie, tímidamente, alzó la mano.
—Dígame, señorita Brooks —dijo Hutch al verla.
—Verá, es sólo por curiosidad, ya que como casi todos los miembros del equipo
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trabajo por una paga preestablecida —y mirando a Hutch, agregó—. Una paga más
que generosa, he de añadir. Pero me gustaría saber si han calculado aproximadamente
el valor total del tesoro que estamos buscando.
—Eso, quien se lo puede decir con mayor exactitud es el profesor Castillo —
contestó Hutch señalando al profesor, que se incomodó al convertirse en el blanco de
todas las miradas.
—Ejem… —carraspeó, algo intimidado por tener que hablar en inglés—, bueno,
en realidad, el valor que tendría hoy en día es incalculable. Piense en que no sólo
estamos hablando de metales y piedras preciosas, sino también de joyas de hace
siglos, obras de arte de la orfebrería, regalos de monarcas, reliquias religiosas…
—Unos quinientos millones de dólares —cortó tajante Hutch.
Brown lanzó un silbido de admiración y todos, sin excepción, mantuvimos el
aliento durante unos instantes.
—Se calcula que las riquezas acumuladas por los Templarios estarían sobre los
diez mil millones de dólares al cambio actual —continuó—. Como sabemos que
dieciocho barcos partieron con la totalidad del tesoro de la orden, una simple división
nos da la bonita cifra de quinientos millones de dólares por barco. ¿No es así
profesor?
—Sí, bueno, podríamos decir que sí. Esa sería una cifra aproximada —corroboró,
algo molesto por la brusca interrupción.
—¿Alguna pregunta más al respecto? —inquirió Hutch, y al no ver alzarse
ninguna otra mano prosiguió—. Bien, entonces manos a la obra. Todos saben lo que
tienen que hacer y no hace falta que les diga que el tiempo apremia. Estamos en plena
temporada de huracanes, un frente muy activo viene en nuestra dirección y en
cualquier momento podemos vernos obligados a salir corriendo, así que no hay
tiempo que perder. En este preciso instante ya estamos llevando a cabo los primeros
mapas del lecho marino, y para esta tarde espero tener submarinistas en el agua.
Hizo una última pausa y, contemplándonos detenidamente uno a uno, dijo en tono
grave:
—Les he contratado porque son los mejores, y por ello espero lo mejor de cada
uno. No me defrauden.
Y añadió, tras levantarse pesadamente de la silla:
—Y no lo olviden: tempus fugit.
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Una hora después ya estaban preparados los equipos de búsqueda y se lanzaba al
agua el magnetómetro de cesio. Un aparato con forma de misil de unos dos metros de
largo, con unos sensores sujetados a la parte inferior que, según me explicaron,
gracias a algo llamado «ondas gamma 90» resultaban capaz de detectar una moneda
en un campo de baloncesto a veinte metros de distancia. Del mismo modo,
empezamos a remolcar un sofisticado sonar digital de la empresa holandesa
Marinescan, con la facultad de llevar a la pantalla de un ordenador una imagen
perfectamente detallada del lecho marino y de cualquier objeto de más de un palmo
que allí se encuentre. El Midas inició el rastreo trazando un cuadrado de dos millas de
lado que, empezando por el exterior, se iba cerrando progresivamente en forma de
espiral, alrededor del punto concreto donde hallé la campana sumergida.
Ante mi pregunta al capitán Preston de que por qué no se hacía al revés, iniciando
la búsqueda desde la zona donde era más probable encontrar algo «desde dentro hacia
fuera», el capitán se limitó a encogerse de hombros.
—Lo ha decidido Hutch —contestó—. Así lo a hecho siempre, y no voy a ser yo
quien le lleve la contraria.
—Pero de la otra manera acabaríamos antes, ¿no cree?
—Mira hijo, si estás en esto, has de tener una cosa clara —apuntó lacónicamente
—, aquí el que manda es John Hutch. Puede que te plantees si su forma de actuar es
la correcta e incluso poner en entredicho sus métodos, en ocasiones poco ortodoxos.
Pero John es un mito viviente entre los buscadores de galeones hundidos, y en este
barco más vale que no discutas con nadie sus decisiones. No es un hombre de los que
le gustan que le cuestionen nada de lo que hace —y apoyando una mano sobre mi
hombro, repitió con un leve matiz de advertencia—: Nada.
Navegamos durante más de nueve horas a unos diez nudos en un mar picado,
reduciendo cada vez más el área de sondeo, y ya había entrado la noche cuando se dio
por finalizado el rastreo previo y se nos convocó en la sala de reuniones a los mismos
de la mañana. Yo había pasado el día haraganeando por cubierta, impaciente por
sumergirme de una vez e iniciar la búsqueda del barco, o lo que fuera a encontrar allá
abajo. Era algo que estaba esperando desde que el profesor Castillo me había
revelado la importancia de mi descubrimiento.
De nuevo estábamos todos sentados, expectantes ante las conclusiones que
suponíamos que Hutch nos iba a ofrecer y charlando animadamente entre nosotros;
por lo que pude deducir que no era yo el único ansioso por comenzar la búsqueda
bajo el agua.
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Unos minutos después, hizo su aparición John Hutch, seguido como siempre por
la intimidante figura de Rakovijc. Se tomó su tiempo para sentarse, mientras uno de
los informáticos conectaba la enorme televisión de plasma que cubría una parte de la
pared del fondo de la sala con un ordenador portátil, y al cabo, se dirigió a nosotros
con exultante regocijo.
—Señores —anunció enseñando los dientes, como la sonrisa de un tiburón—, lo
hemos encontrado.
Una salva de aplausos recorrió la sala entre risas y expresiones de gozo. Abracé a
Cassie, que estaba a mi izquierda, presa del entusiasmo. Abrazo que ésta
correspondió con un sonoro beso en la mejilla.
Cuando se hizo el silencio de nuevo, Hutch apretó un par de teclas en el portátil y
se volvió en dirección a la televisión de la pared.
—A menos de media milla del lugar que nos indicó el señor Vidal, hemos
obtenido ésta imagen de sonar del fondo marino.
En la pantalla aparecía una superficie de diferentes tonos de marrón, que en las
elevaciones del terreno se tornaba naranja. Y lo que en principio parecía un montículo
más, al fijarme, apareció claramente cómo la silueta del casco de un barco, cuyos
bordes resaltaban casi en amarillo sobre el resto de la imagen.
—Se encuentra bajo una fina capa de arena, a unos quince metros de profundidad
—prosiguió Hutch—, lo cual nos facilitará enormemente la tarea de recuperación —y
dirigiéndose a Cassie, preguntó—: ¿Está listo su equipo, señorita Brooks?
—Descuide —contestó con seguridad—, mañana a primera hora ya estaremos en
el agua tomando mediciones y haciendo el estudio preeliminar.
—Perfecto —aprobó Hutch, y mirando esta vez a Brown, el jefe de submarinistas,
repitió la pregunta.
—Todos estamos listos e impacientes por iniciar el trabajo —confirmó éste—.
Ayudaremos a los arqueólogos a realizar su cometido y, en cuanto terminen,
iniciaremos la limpieza de la zona y la extracción de arena.
—Fantástico —exclamó Hutch, satisfecho—. ¿Alguna pregunta?
—Yo tengo una —dije levantando el brazo—. ¿Cómo es posible que el pecio esté
a tanta distancia de donde hallé la campana de bronce?
—Esa pregunta puede tener varias respuestas posibles —contestó—, pero lo más
probable es que la nave sufriera una vía de agua y decidieran aligerar peso
desprendiéndose de todo lo que no les fuera imprescindible, como por ejemplo la
campana —y en un tono levemente impaciente, me preguntó—: ¿Alguna otra duda,
señor Vidal?
—Yo tengo una. Si no le resulta un problema contestarme, claro está —intervino
esta vez Cassandra, echándome un capote—: ¿Ha detectado algo el magnetómetro ahí
abajo?
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—¡Ah!, cierto. Gracias por recordármelo señorita Brooks —correspondió
fingidamente Hutch—. Sí que ha detectado algo —y volviéndose hacia el resto,
notificó—: Lo cierto es que al pasar sobre la zona en cuestión, el magnetómetro
estuvo a punto de salirse de la escala.
Esa noche apenas pude dormir. Por un lado estaba ansioso por comenzar la
búsqueda, por otro, debido al cada vez más intenso oleaje, sufría un cierto mareo que
me paseaba la cena de arriba abajo por el estómago y, para colmo, no podía dejar de
pensar en ese beso, aparentemente inocente, que me había dado Cassie en la mejilla y
que aún creía notar sobre la piel.
Inevitablemente, amanecí con unas buenas ojeras, aunque comprobé durante el
desayuno que no era el único en lucirlas.
Me habían integrado en el equipo de submarinistas bajo el mando de Clive
Brown, el experimentado buceador que ya había trabajado eficazmente para Hutch en
anteriores ocasiones, y que según me habían asegurado, siempre anteponía la
seguridad de sus buceadores a cualquier otra circunstancia. Por ello, sus hombres le
respetaban y confiaban en él ciegamente, y me sugerían que yo hiciera lo mismo.
Mientras hablábamos montamos los equipos de buceo en cubierta y, sudando, nos
enfundamos los trajes de cinco milímetros de neopreno, bastante gruesos para estas
latitudes pero imprescindibles si debíamos pasar varias horas al día sumergidos a
quince metros de profundidad.
Lo remarcable es que no utilizaríamos para esta inmersión los clásicos equipos de
botellas de aire comprimido. En su lugar, cargaríamos a la espalda los
sofisticadísimos sistemas de reutilización de aire coloquialmente llamados
rebreathers, fabricados por la Silent Diving System. Aunque ya había tenido
oportunidad de probarlos en una ocasión, aún me seguía pareciendo increíble que con
un filtro de aire y un par de pequeñas botellas integradas bajo una ligera carcasa, se
pudiera duplicar la cantidad de tiempo de permanencia bajo el agua sin aumentar por
ello el tiempo de descompresión, amén de proporcionar otra ventaja adicional muy
práctica para determinado tipo de trabajos submarinos: no expulsaba el aire
consumido, con lo que la visibilidad del buceador mejoraba sensiblemente, al no
tener una cortina de burbujas bailando constantemente frente a la máscara de buceo.
Una vez preparados, nos lanzamos al agua desde una plataforma especialmente
habilitada para ello en la popa del Midas, y tras nosotros, cargando cámaras
fotográficas y de video, lo hicieron Cassie y sus ayudantes.
Nos reunimos todos a una decena de metros del Midas, tal y como habíamos
acordado en el briefing, y al ver a la guapa arqueóloga cerca de mí, nadé hasta
ponerme junto a ella.
—¿Nervioso? —me preguntó al llegar a su altura.
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—Sólo un poco —mentí—. ¿Y tú?
—Yo estoy como un flan —respondió, y se colocó el regulador en la boca.
Tras hacer la señal de okey, vaciamos el aire de nuestros chalecos de flotabilidad,
hundiéndonos lentamente y dejando en la superficie el molesto oleaje para sumirnos
en la quietud de las profundidades.
La poca altura del sol a esa hora de la mañana, las nubes que cubrían el cielo
desde hacía dos días y lo agitado del océano provocaba que la visibilidad en aquellas
aguas, generalmente cristalinas, no superara los diez metros. Aun así, bajamos todos
en un grupo compacto directamente hacia el fondo y, mientras lo hacíamos, observé
extrañado que el Midas no se hallaba anclado a ninguna parte, pues no existía cabo ni
cadena que uniera el barco con el lecho marino, mas sin embargo, éste se hallaba
completamente inmóvil respecto al fondo; indiferente a las corrientes y el constante
empuje de las olas. Anoté mentalmente que era algo que debía preguntar al capitán al
regresar a la nave.
Andaba perdido en tales pensamientos cuando el grupo compensó sus chalecos y
comenzó a nadar paralelamente a la superficie del fondo en dirección norte, conmigo
a la cola. Unos metros más adelante, Cassie hizo una señal para que nos
detuviésemos y avanzó ella sola, muy lentamente, rozando la arena con la punta de
los dedos.
Al poco, se detuvo, apartó algo de arena haciendo abanico con la mano, y cuando
ésta se posó de nuevo, dejó al descubierto, haciendo contraste con la blancura de la
arena, lo que parecía un oscuro y carcomido tablón de madera enterrado siglos atrás.
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De forma coordinada, fruto de la experiencia en actuaciones similares, el grupo se
desplegó por parejas sobre una amplia zona, intentando averiguar los límites del
pecio y delimitar de ese modo la zona de excavación. En tan solo media hora, una
serie de banderines rojos bordeaban un área rectangular de unos seiscientos metros
cuadrados, que los dos ayudantes de Cassie se dedicaron a fotografiar detalladamente,
para luego poder recrear en el ordenador un mosaico digital de la zona.
Mi misión consistía en controlar la seguridad de todos desde una situación
elevada. Más o menos, lo mismo que hacía con los grupos de submarinistas
aficionados, a los que en ocasiones llevaba de excursiones subacuáticas para los
centros de buceo en que solía trabajar, aunque mi función habitual fuera la de
instructor.
Evidentemente, en esta ocasión podía relajarme más de lo habitual, pues la febril
actividad que se desarrollaba a varios metros debajo de mí era llevada a cabo por
expertos buceadores con años de experiencia, lo que me permitía tener tiempo para,
desde mi posición privilegiada, disfrutar del espectáculo que suponen una decena de
hombres moviéndose en una especie de ballet subacuático de movimientos precisos.
Tras una hora escasa de inmersión, ya con el trabajo completado, regresamos
todos a la superficie. Como era mi deber, ascendí el último, asegurándome de que
nadie se quedara abajo y, tras contarnos y certificar de que estábamos todos, nadamos
de espaldas en dirección al Midas que, acusando un importante balanceo a causa de
las olas, dificultó notablemente el regreso del equipo a la nave.
Una vez en cubierta, tras deshacernos de los trajes de neopreno, el equipo
arqueológico se dirigió rápidamente al centro informático con las cámaras de fotos,
mientras los buceadores profesionales nos quedamos desalando los equipos y
recargando las botellas de aire, de cara a la siguiente inmersión.
No volví a ver a Cassandra durante el resto de la mañana, seguramente encerrada
con los informáticos, encajando las piezas de su puzzle fotográfico. En cambio,
encontré al profesor Castillo en el balcón del puente, mirando distraídamente la
oscura línea del horizonte.
—¿Qué tal, profesor? ¿Se aburre?
—Pues me da vergüenza admitirlo, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero sí
—convino—, me encuentro fuera de lugar en este barco, creo que soy un estorbo más
que otra cosa.
—No diga tonterías. En cuanto empecemos a sacar cosas de ahí abajo —dije,
señalando el mar embravecido—, usted será quien las identifique y catalogue. Nadie
sabe mejor que usted lo que podemos encontrarnos.
—Sí… quizá tengas razón, es sólo que veo a todo el mundo ocupado en algo, y
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yo aquí, mirando. Me siento como un jubilado a pie de obra —y se le escapó una
desabrida risotada.
—Por cierto, Ulises —dijo al recobrar la compostura—. Hutch nos ha convocado
para una reunión a las doce. Supongo que querrá saber lo que habéis averiguado, y la
verdad, es que yo también me muero de curiosidad. ¿Me puedes adelantar algo?
—Ojalá pudiera, pero desde donde yo estaba, con toda la arena que había en
suspensión, apenas pude distinguir nada excepto algunos maderos sobresaliendo aquí
y allá. Pero de lo que no me cabe la menor duda —añadí, apoyando la mano sobre su
hombro— es que han encontrado nuestro barco.
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la pantalla—, podrán incluso intuir su forma.
—Parece que se halla tumbado sobre un costado —comentó Brown, inclinando a
su vez su propia cabeza.
—Así nos lo ha parecido también a nosotros —confirmó Cassie—.
Probablemente sobre el lado de babor.
—Pero —pregunté, intrigado— ¿cómo es que esos tablones que aparecen no
están cubiertos de coral, o se los han comido las bacterias después de cientos de años
sumergidos?
—Buena pregunta —respondió con una sonrisa cómplice—. Lo cierto es que creo
que hemos tenido mucha suerte. La única razón para que eso no haya sucedido es que
los restos se hallaran totalmente cubiertos de arena hasta hace poco, y eso los
protegiera de la descomposición y los corales. Quizás el mismo huracán que pudo
haberlo hundido lo cubrió de arena posteriormente, en una tumba que lo ha
conservado casi intacto hasta que nosotros hemos llegado.
—Entiendo. ¿Y qué tamaño crees que puede tener el pecio?
—Pues calculo que entre veinticuatro y veinticinco metros de eslora, y quizás
unos ocho metros de manga.
—¿Coincide eso con las medidas usuales de los barcos de la Edad Media? —
preguntó esta vez Hutch.
—Pues si le soy sincera, no soy especialista en la construcción naval de ese
periodo. Pero hay alguien aquí que creo que sí lo es. ¿Qué opina usted, profesor
Castillo?
Sorprendido de nuevo, al ver todas las cabezas volverse hacia él, carraspeó un par
de veces para ganar tiempo.
—A partir del siglo trece —comenzó a explicar en tono didáctico— apareció en
Europa un tipo de embarcación llamada Coca (Coy para los ingleses), muy robusta,
merced a su doble casco de tablones solapados, con un castillo a popa y, en
ocasiones, otro más pequeño a proa, de timón interior y un solo mástil. Apenas se han
encontrado restos identificables de estas naves —continuó, mesándose la barbilla—,
pero, por lo que sabemos, estaba preparada para las largas travesías comerciales por
el Atlántico entre, por ejemplo, España e Islandia, siendo perfectamente capaz de
haber llegado hasta aquí con las suficientes provisiones. Y sí —concluyó—, las
medidas que han tomado del pecio coinciden totalmente con las de aquellas naves.
—Bien, profesor Castillo, gracias por la clase —dijo Hutch, no exento de
sarcasmo—. Parece que todos los datos apuntan a que hemos dado con nuestro barco
hundido —añadió para todos—, así que si nadie tiene nada más que agregar, esta
misma tarde iniciaremos la excavación.
Se apoyó en la mesa con las manos entrelazadas y se inclinó hacia el jefe de
submarinistas.
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—Señor Brown —ordenó—, su equipo llevará a cabo la extracción de sedimentos
con el aspirador, coordínelo con la señorita Brooks, para poder ir tomando muestras y
catalogándolas a medida que extraen la arena. Disponen de sólo veinticuatro horas
para drenar, pues para entonces quiero tener totalmente limpio el costado de estribor
de la nave para iniciar la segunda fase de la recuperación.
Sin cambiar de postura, volvió la cabeza hacia mí.
—Usted, señor Vidal, seguirá a las ordenes del señor Brown —me dijo, y
mirando esta vez al profesor añadió—. Profesor Castillo, usted se quedará en cubierta
identificando y clasificando todo lo que el equipo arqueológico vaya subiendo al
barco.
—Será un placer —contestó, algo socarrón por el tono autoritario del dueño del
barco.
—Bien, señores, preparen sus equipos y vayan a comer algo, porque nos esperan
un día muy intenso. Dentro de dos horas los quiero a todos en el agua —concluyó, al
tiempo que se ponía de pie y salía de la sala, seguido de cerca por Rakovijc, al que
aún no había oído pronunciar una sola sílaba desde que embarcamos.
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Tras un hipercalórico almuerzo a base de solomillo de ternera y patatas a la brasa, me
encontraba en cubierta listo para todo. Frente a mí, enrollada en el suelo, la manguera
extractora de arena esperaba para ser metida en el agua por el equipo de buceadores.
Uno de los extremos se hallaba encajado en una oquedad preparada para ese fin en el
suelo de la cubierta, junto a la plataforma de popa, mientras el otro se abría como las
fauces de una enorme anaconda, con la salvedad de poseer un par de asas de acero a
cada lado de la punta.
—No hace falta que os recuerde —advirtió Brown, dirigiéndose a todos y
sacándome de mis pensamientos— lo delicado de la operación. Nos limitaremos a
extraer la arena y a señalar a los arqueólogos cualquier cosa que encontremos, pero
bajo ningún concepto cogeremos o moveremos nada de su sitio. Nuestro trabajo es
despejar la zona y eso es lo único que vamos a hacer —y frunciendo el ceño añadió
—: Somos unas jodidas señoras de la limpieza, así que coged la aspiradora y a
limpiar, nenas.
Nos pusimos en marcha, pero vi que Brown se acercaba a mí y me cogía por el
brazo.
—Ulises —dijo—, empezarás haciendo de niñera, igual que esta mañana. Pero
nos iremos turnando todos, incluido tú, en la utilización de la aspiradora. ¿La has
manejado alguna vez?
—Sólo una, hace años, trabajando en un puerto. Pero era más pequeña y sólo la
usé durante un rato.
—Está bien, viene a ser lo mismo, pero ésta que ves aquí es seguramente la más
potente del mundo. La construyeron especialmente para nosotros y aspira diez metros
cúbicos de arena por minuto. Lo que te quiero decir —recalcó, apretándome un poco
más el brazo— es que tengas cuidado. Hace unos meses, uno de nuestros buceadores
pasó la mano inadvertidamente sobre la boca de la manguera mientras estaba
funcionando… —y añadió con gravedad—: y ahora se rasca los huevos con el codo.
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evidentes.
Me mecía entre dos aguas, concentrado en mi tarea de vigilancia, cuando percibí
un ligero zumbido que provenía de mi espalda, y al girarme movido por la curiosidad
me llevé un susto de muerte. A poco más de un metro de mi cara, dos enormes ojos
fijos aparecieron deslumbrándome, y un par de brazos que parecían surgir de los
costados de una formidable cabeza, se proyectaron hacia delante amenazándome con
unas terribles tenazas. Lancé un grito inaudible que se transformó en una erupción de
burbujas, y estoy seguro, que de haber estado en tierra en vez de flotando en el agua,
me habría caído de culo de la impresión.
Aún tardé unos segundos en reconocer que lo que tenía delante no era ningún
monstruo surgido de las profundidades dispuesto a devorarme, si no un inofensivo
ROV: un sumergible dirigido a distancia equipado con focos, cámaras, sensores y un
par de brazos robotizados. Seguramente —pensé al retomar el aliento—, en este
mismo instante hay alguien partiéndose de risa detrás de un monitor, en la sala de
control del Midas.
Parecía que Hutch no deseaba perderse ninguna etapa de la búsqueda, y esa era su
manera de estar presente sin tener que enfundarse un traje de buceo.
Se habían organizado varios turnos de buceadores para lograr que siempre
hubiera un equipo trabajando en el pecio. Brown había realizado un cuadrante en el
que calculaba al minuto, según las tablas de descompresión de la U.S. Navy, el
tiempo que podíamos permanecer cada uno de nosotros en el agua: cuándo
comíamos, cuándo debíamos ir a dormir, e incluso sugería cuándo hacer la visita al
baño.
A última hora de la tarde me llegaba de nuevo el turno de lanzarme al agua;
escéptico sobre la idoneidad de proseguir la excavación a oscuras, con el riesgo de
saltarnos algo importante o incluso de dañar el yacimiento. Aun así, me coloqué el
traje, el estupendo chaleco de Scubapro que me habían prestado, me aseguré de que
la batería de la linterna estuviera cargada, y con el rebreather a la espalda di el clásico
«paso de oca» y me dejé caer al agua con el sol ya tocando el horizonte.
Cuando los otros tres componentes del grupo de las diecinueve horas estuvieron
en el agua, di la señal de inmersión e iniciamos el descenso despreocupadamente.
Pero un instante después, al dirigir la vista hacia abajo, no pude evitar quedar
paralizado de asombro.
A mis pies, toda la extensión de la zona de trabajo aparecía perfectamente
iluminada con unos potentes focos submarinos, instalados en los mástiles que había
visto colocar unas horas atrás. La blanca arena del fondo refulgía mágicamente bajo
las luces artificiales, mientras que en el centro del área iluminada, una buena sección
del casco del malhadado navío destacaba poderosamente en su negritud, contrastando
con la claridad que lo rodeaba. Por encima de éste, además, una cuadrilla de
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buceadores se movía bajo las lámparas como polillas atraídas por la luz, lo que le
acababa de dar al conjunto una atmósfera irremediablemente onírica.
Fue una dura noche de trabajo en la que aún tuve que regresar al pecio en dos
ocasiones más, coincidiendo el regreso de la última con un encendido amanecer que
apenas pude disfrutar por el cansancio, mientras flotaba en la superficie de un agitado
mar, camino de la plataforma de embarque del Midas.
Tenía unas pocas horas para dormir y prepararme para la siguiente inmersión, así
que tal y como me quité el equipo, me sequé ligeramente y me dejé caer rendido en
mi catre, sin que llegara a molestarme el cada vez más pronunciado vaivén del barco
o los ronquidos del profesor Castillo, con quien compartía el camarote.
El despertador sonó a media mañana, y algo recuperado de la fatiga me dirigí al
comedor, dispuesto a terminar con toda la provisión de mantequilla de cacahuete del
barco. Allí estaban Cassandra y el profesor charlando animadamente en una mesa.
Los saludé mientras paseaba la bandeja ante la barra de autoservicio y la llenaba de
todo lo que pensaba que me iba a comer.
—Precisamente hablábamos de ti —dijo Cassie al acercarme.
—Qué miedo me da oír eso.
—Tranquilo, Ulises. Casi todo era bueno —se defendió el profesor.
—Ya, pero apuesto a que ese «casi» será algún episodio vergonzante debidamente
exagerado.
—Sólo lo justito para que nos riéramos un poco, ¿verdad? —contestó Cassie,
guiñándole un ojo al profesor—. A propósito, ¿cómo ha ido la noche?
—Larga, muy larga —admití, haciendo un significativo gesto de fatiga con la
cabeza.
—Si te sirve de consuelo, creo que en un par de horas habremos terminado de
extraer la arena. ¿Te queda algún turno más por hacer?
—Dentro de media hora he de estar otra vez en el agua. El nitrógeno acabará
saliéndome por las orejas de tanta inmersión seguida.
—Humm… ese puede ser un fenómeno curioso —repuso burlona, frotándose la
barbilla en señal de interés—. Avísame cuando suceda, me gustaría tomarte un par de
fotos.
—Tú ríete, que como me muera vas a tener cargo de conciencia.
—¿De que leches estáis hablando? —interrumpió el profesor, que hasta el
momento había seguido la conversación en silencio.
—¿Usted no bucea? —le preguntó Cassandra, algo sorprendida.
—Si Dios hubiera querido que el hombre buceara nos habría dotado de aletas y
branquias —argumentó a modo de respuesta.
—Ya veo que no —dedujo Cassie con una media sonrisa—. ¿Se lo explicas tú o
se lo explico yo?
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—Haz los honores.
—Pues verá, profesor —dijo apoyándose sobre la mesa y entrelazando los dedos
—, cada vez que nos sumergimos, nuestro organismo absorbe el nitrógeno y el
oxígeno que hay en las botellas y, al volver a la superficie, una pequeña parte de ese
nitrógeno se queda adherida a los tejidos y es expulsada del cuerpo poco a poco, con
el paso de las horas. El problema —añadió— aparece cuando se realizan muchas
inmersiones consecutivas, y el cuerpo no tiene tiempo suficiente para eliminar unas
concentraciones de nitrógeno cada vez más altas, y éste se va acumulando.
—Y si pasa eso, ¿qué sucede?
—Pues depende de las inmersiones, el tiempo pasado bajo el agua y la
profundidad a la que se haya estado. Pero puede variar desde un simple hormigueo en
las extremidades, a una embolia cerebral.
El profesor Castillo se volvió en su asiento y se dirigió a mí, visiblemente
alarmado.
—¿No será peligroso entonces lo que estás haciendo?
—No se preocupe, tenemos unos ordenadores de buceo que calculan exactamente
el tiempo dentro y fuera del agua para que esto no pase —le aseguré, tratando de
tranquilizarle.
—Espero que sepas lo que haces. Si te pasara algo, tu madre me mataría. Un par o
tres de veces, por lo menos.
—Todo está controlado y, además, a partir de ahora va a ser Cassie la que se pase
el día en el agua con su equipo. Así que es a ella a quien ha de pedirle que tenga
cuidado. —Y admirando sus serenas facciones, agregué—: No me gustaría que le
sucediera nada malo.
Cassandra jugueteaba distraídamente con la cucharilla dentro de su taza ya vacía,
observando el poso del café del fondo, cuando levantó la vista un momento para
sonreírme con afecto.
De nuevo bajo la luz del día, descendía hacia el pecio y, mientras lo hacía, me
asombraba de lo rápido que había ido todo. Hacía menos de veinticuatro horas sólo
teníamos un mar de arena con escasos pedazos de madera ennegrecida asomando, y
un par de imágenes virtuales de las sondas. Ahora, aparecía totalmente descubierto un
costado de la nave, que asomaba milagrosamente intacto con apenas unos maderos
desprendidos del casco, y una cuaderna asomando como la costilla de una ballena.
Incluso para un profano como yo, resultaban evidentes a la vista la proa y la popa, en
la que se insinuaba un castillo de un par de metros de altura respecto a la cubierta,
que también se mostraba perfectamente definida.
Jamás había sentido una emoción tal por un descubrimiento, y comenzaba a
entender la pasión que movía a arqueólogos como Cassie a pasar la vida rastreando
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los mares del mundo. Resultaba mágico e irreal, como estar viendo una película en el
cine. No podía creerme que hubiéramos sacado a la luz un barco que pocos saben que
existió, hundido en un lugar que nadie hubiera imaginado. Era —pensé en ese
momento— como descubrir la tumba de un faraón egipcio bajo la Gran Muralla
china.
Esta vez, aunque aún había un equipo extrayendo arena, la inmersión consistió en
sacar nuevamente centenares de fotos del pecio y regresar después al Midas.
Al volver a la superficie, bajo un cielo encapotado y rodeados de crestas de
espuma, nos esperaba Cassie en la plataforma, que se limitó a hacerse con las
cámaras de fotos utilizadas y dirigirse con ellas a la sala de informática.
Mientras subía a cubierta ayudado por personal del barco, y aún con el equipo
puesto, se me acercó Brown con un enorme puro en la boca.
—¿Cómo ha ido, chico? —preguntó.
—Bien, muy bien. Ya tenemos un costado a la vista y totalmente fotografiado.
—Genial —repuso, dándome una palmada en el hombro—. El señor Hutch me ha
pedido que te informe de que tenemos una nueva reunión a las doce cero cero horas
—y se dio la vuelta para marcharse.
—Un momento —le dije agarrándolo del brazo—. Quería preguntarle una cosa.
—Dispara.
—¿Quién maneja el ROV desde el barco?
—Suele hacerlo Rakovijc. ¿Por qué lo quieres saber?
—No, por nada. Pura curiosidad —y me quedé pensando en que el señor
Rakovijc, «la sombra», como lo llamaban a escondidas algunos miembros de la
tripulación, parecía tener un sentido del humor algo peculiar.
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arrecife, y que esa misma tormenta lo cubrió de arena de inmediato, hecho que lo
habría aislado de la acción de los microorganismos que suelen acabar con la madera
de los pecios.
—¿Y no han aparecido objetos personales o artículos del barco mientras sacabais
la arena? —preguntó el profesor, saliendo de su habitual timidez durante las
reuniones—. Por que a mí, al menos, no me ha llegado ninguno.
—Aún no, pero no es extraño. Al hundirse el barco, los objetos más densos como
armas, monedas o cerámicas que salieran despedidos, caerían en la arena, y poco a
poco se irían hundiendo en el lecho marino, por lo que es posible que se hallen
enterrados a un nivel más profundo que el propio barco.
—Bien —dijo Hutch, zanjando el asunto—, en ese caso, si la señorita Brooks no
tiene objeciones, pasaremos a la fase de recuperación —y se puso en pie, colocándose
al otro lado de la enorme televisión—. Esta tarde, su equipo cortará una sección del
casco de un metro cuadrado aquí mismo, donde suponemos que se encuentra la
bodega principal —expuso, señalando un punto de la masa oscura del pecio—.
Instalaremos un marco de protección en la abertura para evitar que se fracture, e
introduciremos por ella el ROV con una cámara.
Se volvió hacia su auditorio con expresión satisfecha.
—Señores —invitó por último, con un brillo de codicia en los ojos—, vamos a
averiguar qué nos ha traído Santa Claus.
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El ambiente de nerviosismo se había extendido a toda la tripulación. En el comedor
del Midas sólo se veían miradas inquitas, y entre ellas, por supuesto, la mía. A pesar
de la dura jornada de trabajo del día anterior, y de las que presumiblemente nos
quedaban aún por delante, apenas probé bocado. La inquietud y la ansiedad me
atenazaban, aunque en eso tampoco era el único; ni el profesor, ni el capitán Preston,
que se hallaba sentado frente a mí, habían tocado la comida desde que se habían
sentado.
—¿Es normal este ambiente, capitán? —le pregunté.
—Sólo justo antes de iniciar una recuperación —contestó, ensimismado—. Lo
peor es siempre la incertidumbre. Una vez sepamos lo que se esconde en esa bodega,
sea bueno o malo, las cosas estarán más tranquilas.
—¿Y usted qué opina? —preguntó esta vez el profesor.
—Pues opino que lo mejor es no opinar. Ya llevo los suficientes años en esto para
saber que puede pasar cualquier cosa —hizo una pausa fijando la vista en el techo—.
Recuerdo que hace ocho años dimos con lo que parecía ser un barco pirata del siglo
XVII cargado de plata robada a los españoles, en aguas territoriales de Cuba.
Llegamos a un acuerdo con el gobierno de Castro para repartirnos el botín a medias y,
tras meses de investigación y una semana de dura búsqueda en la que incluso
perdimos a un hombre, en el preciso momento en que izábamos a bordo la primera
pieza, apareció una fragata cubana a cañonazo limpio y tuvimos el tiempo justo para
recoger a los submarinistas y salir echando leches.
—¡No fastidie! ¿Y se quedaron sin nada?
—Sí, con una bombarda de bronce recubierta de coral. Quizá la hayan visto, está
junto a la entrada de la Hutch Marine Explorations —y con una mueca, añadió—:
Ahora es un macetón para las rosas.
No pude evitar sentir cierta simpatía ante el estoicismo de viejo marinero del
capitán, y entonces recordé que había algo que quería preguntarle desde el día
anterior.
—Disculpe mi ignorancia, capitán. Pero ¿podría explicarme cómo es posible que
el barco se mantenga siempre fijo en una posición, sin estar anclado al fondo?
—Bien… veo que te has dado cuenta. No todo el mundo lo hace —dijo, alzando
las cejas—. ¿Quieres la explicación corta, o la larga?
—Probemos con la corta.
—Brujería.
—Vale —admití—. ¿Y la larga?
—Este barco —explicó con patente orgullo—, como seguro que habrá tenido
oportunidad de decirte John al menos una vez, posee lo último de lo último en
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tecnología naval: Sistemas de Posicionamiento Global de alta precisión, MSE,
radares activos y pasivos, RILF, y lo más moderno de la Rytheon en sistemas de
detección, sónar y seguimiento. Estamos mejor equipados que cualquier barco de
guerra del mundo; pero lo que me hace sacar pecho —dijo, sentándose muy recto en
la silla— es el Sistema de Posicionamiento Dinámico o SPD. Utilizando la
información adquirida por el GPS, el ordenador central del Midas sabe en cada
momento en que coordenadas se encuentra la nave, con un margen de error de unas
pocas pulgadas. Entonces, el ordenador envía los datos a un conjunto de pequeñas
hélices dispuestas en la quilla, y por medio de ellas, mantiene el barco aparentemente
estático, adaptándose a los vientos o corrientes sin que importe jamás la profundidad
que haya bajo nosotros, y sin preocuparnos de que garree el ancla en el momento más
inoportuno.
—No tenía ni idea de que eso pudiera hacerse —confesé, boquiabierto.
—La tecnología no es nueva —aclaró el capitán, como quitándole importancia—,
pero nosotros la hemos llevado a su máxima eficacia. Como ya te he dicho —repitió
ufano—, este quizá sea el barco más avanzado del mundo.
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al efecto, y en menos de cinco de minutos ya estaba hecho un agujero cuadrado de
aproximadamente un metro de lado y retirada la sección de madera «recortada»
usando las asas que acababan de instalar. Observé cómo Cassie, inconfundible por su
coleta rubia, no dejaba de prestar atención a cada movimiento de sus compañeros,
que regularmente se giraban hacia ella buscando su aprobación. Ésta se acercó al
boquete recién practicado, comprobó los bordes con la mano y les hizo una señal a
los buzos, que se aprestaron a instalar unos marcos extensibles de aluminio en la
abertura, encajándolos con precisión.
Cuando la operación finalizó satisfactoriamente, se hicieron todos a un lado y
Cassie le hizo la señal del okey a Rakovijc a través de la cámara, quien lentamente
dirigió al ROV hasta situarlo frente al hueco por el que debía introducirlo. Todos los
que estábamos en la sala de control, contuvimos la respiración en el momento en que
Rakovijc empujó hacia delante el joystick y el robot se introdujo en la negrura del
barco muerto y enterrado hace siglos, sumergiéndonos a todos con él en la misteriosa
oscuridad de sus entrañas.
Las luces frontales del aparato mostraron un estrecho espacio por entre el que
apenas podía maniobrar. Avanzaba con parsimonia, en paralelo al casco, y
difícilmente podía distinguirse nada relevante, sólo mamparos de madera y, abajo,
algo así como centenares de piedras redondas amontonadas.
—Esas piedras son el lastre del barco —susurró Hutch, como leyéndome el
pensamiento—. Ahora debemos buscar la escotilla que nos lleve a la bodega de
carga.
El ROV siguió avanzando con desesperante lentitud hasta que frente a él,
cerrándole el paso, apareció lo que parecían ser una serie de barrotes de madera.
—Una escalera… —indicó, con contenido entusiasmo.
Al principio no comprendí, pero al desplazarse la imagen hacia la derecha, me di
cuenta de que los supuestos barrotes no eran tales, si no los peldaños de una escalera
que no había identificado al verla en posición horizontal.
El robot siguió moviéndose hacia la derecha, hasta enfocar la abertura de salida
de la escotilla, que estaba abierta. Salió por ella y llegó a una sala más amplia,
iluminada tenuemente por una luz que no había hecho acto de presencia en ese lugar
desde cientos de años atrás. El ROV, entonces, giró sobre sí mismo hasta encarar una
pequeña puerta de madera, que al ser enfocada más de cerca con el zoom de la
cámara reveló estar cerrada con un grueso candado cubierto de óxido.
—¡Ahí es! —exclamó esta vez Hutch, ya sin poder contener la emoción—.
Dirígete hacia esa puerta.
El ROV avanzó esta vez más rápido, como respondiendo al entusiasmo de su
dueño; que no al de su piloto, quien no había dado la más mínima señal de agitación
mientras el resto apretábamos los puños, sudábamos a chorros, y los corazones nos
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bombeaban la sangre al doble de velocidad de lo normal. Al llegar frente a la puerta,
y cuando estaba a punto de preguntar cómo demonios íbamos a pasar por ahí, vi
aparecer una de las tenazas metálicas del ROV en la parte derecha de la pantalla, que
con un ágil movimiento agarró el candado entre sus pinzas. A continuación, fue el
brazo izquierdo el que apareció, apoyándose en el marco de la puerta, y autorizado
por un leve asentimiento de cabeza de Hutch, Rakovijc maniobró los controles y la
cerradura se hizo añicos bajo la presión. Cuando se aposentaron ligeramente los
restos de astillas que nublaban el campo de visión, el ROV empujó lo que quedaba de
la puerta, cruzando el umbral de la misma e iluminando con los focos su interior.
Una exclamación ahogada se trabó en las ocho gargantas y sólo el profesor, al
cabo de unos momentos, fue capaz de emitir un tímido balbuceo.
—No, no puede ser…
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Pese a lo confuso de la imagen, se distinguían claramente cubriendo todo el campo de
visión una enorme y desordenada cantidad de piezas de hierro de uso civil y militar
de siglos atrás: hoces, arados, hojas de hachas, espadas, armaduras, cascos y cientos
de otros útiles corroídos, amontonados sobre el costado de la bodega en un caos tan
absurdo como cierto.
Habíamos dado con un importante hallazgo arqueológico, un barco de carga
hundido, perfectamente conservado y rebosante de útiles de la época. Pero
definitivamente, no era el que esperábamos encontrar.
Como prueba irrefutable de ello, en la esquina inferior derecha de la pantalla
aparecía lo que sin lugar a dudas era un pesado arcabuz. Un arma de fuego muy
posterior a la época de los Templarios.
Todos los presentes en la sala de reuniones manteníamos la mirada baja, abatidos
por la decepción de unas horas atrás: Clive Brown masticaba un puro apagado en el
que parecía descargar toda su tensión; Cassandra recorría con la vista las vetas de
madera de la mesa; el capitán Preston, con el que crucé una mirada, alzó las cejas,
esbozando una amarga sonrisa como un alusivo «ya te lo advertí». Hutch, con
Rakovijc sentado a su diestra como una estatua de sal, releía concentrado, por
segunda o tercera vez, el breve informe que Cassie le había entregado minutos atrás;
y el profesor Castillo, mientras tanto, estudiaba con una lupa la fotografía digital que
mostraba la última imagen tomada por el ROV en la bodega del pecio.
—No cabe ninguna duda —confirmó abatido, rompiendo el tenso silencio—, se
trata de un arcabuz de pedernal, probablemente español, del siglo XVI o XVII —
levantó la vista hacia Hutch y agregó—: A pesar de la herrumbre es perfectamente
identificable, lo que descarta totalmente que éste sea un barco templario de principios
del mil trescientos.
—Entonces, ¿está totalmente de acuerdo con el informe preeliminar de la señorita
Brooks? —preguntó Hutch.
—Así es —certificó el profesor, asintiendo con la cabeza.
—Bien, bien… —bufó, estirando la mandíbula y girando el cuello de lado a lado
para descargar la rigidez acumulada, tras lo cual, volviendo a fijar la vista en el
documento que tenía frente a sí, preguntó en voz baja—: ¿Alguien tiene alguna teoría
que explique lo que ha sucedido?
Por supuesto, todos nos quedamos en silencio, sin tener la más remota idea de por
qué habíamos fracasado. Todos los indicios habían apuntado en la misma dirección,
sólo nos faltaba el mapa del tesoro con una equis marcando el lugar. Pero
incomprensiblemente, el tesoro no estaba allí y, en cambio, teníamos otro barco
hundido que nos había dejado más confundidos y decepcionados que si no
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hubiéramos hallado nada bajo la arena. Irónicamente, en otras circunstancias, nuestro
descubrimiento habría sido celebrado con champán y felicitaciones mutuas, pero
todos teníamos en mente una bodega repleta de oro, plata y joyas; y encontrar en su
lugar otra con aperos de labranza y espadas oxidadas nos había hundido en el más
absoluto desaliento.
—¿No podría ser —sugerí tímidamente— que, simplemente, el barco que
buscamos esté fuera del área que hemos rastreado, o que nos lo hayamos pasado por
alto?
—Con el equipo que tenemos —explicó Hutch, calmadamente—, lo segundo es
imposible. Cualquier objeto ferroso enterrado bajo la arena lo habríamos detectado; y
respecto a que esté fuera del área de búsqueda, es posible, aunque poco probable. Un
bajel de madera cargado hasta los topes no recorre varias millas mientras se hunde. Y
si la campana que encontraste —añadió, retrepándose en su asiento— cayó al agua
por alguna otra razón, el jodido barco puede encontrarse en cualquier parte del
Caribe, si es que realmente llegó a hundirse.
—¿Y no valdría la pena ampliar un poco el área de rastreo, por si acaso? —insistí.
—Ulises —repuso, removiéndose impaciente en su asiento—, los cálculos de
deriva en función de los vientos y corrientes son concluyentes. No tiene sentido
prolongar la búsqueda de un pecio que no estamos seguros de que exista, en un lugar
que no podemos situar.
—Aún así, yo creo que…
—¡Señor Vidal! —me interrumpió bruscamente, ahora visiblemente molesto—.
¿Por qué cree que realizamos las operaciones trabajando veinticuatro horas al día?
Poseo el mejor barco, la mejor tecnología, y a los mejores especialistas en
recuperaciones marinas, pero todo ello supone un altísimo coste por cada día de
trabajo —y apoyándose en la mesa se inclinó hacia mí, frunciendo el ceño—. Perder
una semana me resulta muy caro. Perder un mes sería mi ruina. ¿Comprende lo que le
digo?
—¡Claro que lo comprendo! —repliqué, irritado por su tono—. ¡Pero ahí abajo
tiene un pecio de hace cuatrocientos años, no han sido unos días perdidos! —rebatí,
señalando al suelo—. ¡Y no prolongar la búsqueda unos días más, estando ya aquí,
sería una verdadera estupidez!
John Hutch se levantó de su sillón, rojo de ira, y por un momento pareció que iba
a estallar… pero finalmente se contuvo; volvió a sentarse muy despacio y tras cerrar
los ojos por unos instantes, más calmado, volvió a dirigirme la palabra aún con un
rastro de furia asomando en su mandíbula crispada.
—Soy un buscador de tesoros profesional, seguramente el mejor del mundo, y no
un chatarrero o un anticuario. No tengo porqué discutir mis decisiones con usted. De
hecho, ni siquiera sé porqué está en esta sala… —respiró hondo y se dirigió al resto
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de los reunidos—. Así que si nadie tiene nada más que añadir…
—Yo estoy de acuerdo con Ulises —declaró firmemente una voz femenina.
Hutch, incrédulo, se volvió hacia Cassandra, que lo encaraba desafiante.
—Sinceramente, señorita Brooks, me importa una mierda lo que usted opine. Esto
no es una democracia; esta es mi empresa, mi barco y mi operación y, por lo tanto, las
decisiones las tomo yo. Y digo que nos vamos. Señor Brown —dijo, mirando al jefe
de buceadores—, tiene hasta el medio día de mañana para recoger todo el equipo del
fondo, partiremos a las catorce horas. Fin de la reunión.
Entonces se puso en pie bruscamente y salió por la puerta sin mediar palabra,
seguido de cerca por Rakovijc, quien, por primera vez, me miraba directamente con
sus fríos ojos grises… y no de una manera amistosa, precisamente.
El portazo que dieron al salir hizo retumbar la sala, pero antes de que se apagara
el eco, se escuchó claramente la voz de Cassandra.
—Pendejo… —masculló entre dientes, mirando ceñuda la puerta que se acababa
de cerrar.
Tenía frente a mí la puerta gris del camarote número seis, que apenas sonó cuando
golpeé los nudillos contra su plancha de acero.
—¿Sí? —preguntó una voz al otro lado.
—Soy yo, Ulises.
—Pasa, está abierto.
Empujé la pesada puerta y me encontré a Cassie tumbada en su litera, con unos
pantalones cortos y una ajustada camiseta de tirantes. Tenía un libro entre las manos,
y en los oídos los pequeños auriculares de un mp3 que se apresuró a desconectar.
—Espero no molestarte —dije, por puro formulismo.
—En absoluto. Tú no eres ninguna molestia.
—¿Qué escuchabas?
—Algo de jazz, me ayuda a relajarme. Pero siéntate mano, no te quedes ahí —
dijo, señalándome el sillón de ruedas de su escritorio.
—¿Estás bien? —pregunté, mientras acercaba el asiento a su cama y me sentaba
—. No te he visto durante la cena.
—No quería tropezarme con Hutch —aclaró, poniendo cara de asco—, no fuera
que me cayera mal la comida.
—Bueno, yo, por si caso, te he traído algo de fruta —le dije sacando las manos de
los bolsillos con una manzana y una naranja.
—Eres un sol, Ulises —dijo estampándome un beso en la mejilla y dejando la
fruta sobre la mesita de noche—. Y dime, ¿qué te trae por mi humilde morada? —
preguntó tumbándose de nuevo en la cama.
Estaba realmente hermosa, con el cabello despeinado sobre los hombros, un
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rostro limpio de maquillaje, y una franca e intensa mirada, que de no estar sentado me
habrían hecho flaquear las piernas.
—La verdad —contesté algo turbado, temeroso de que pudiera leerme el
pensamiento— es que me siento culpable por lo que ha sucedido en la sala de
reuniones. La he liado yo, y tú has acabado pagando el pato.
—¿De qué pato hablas? —preguntó arrugando la frente.
—Quiero decir, que por mi tozudez has tenido un enfrentamiento con Hutch, y
lamentaría mucho que tuvieses un problema mi culpa.
—Pues laméntalo menos, porque no pienso trabajar más con ese hijo de la
chingada. No es la primera vez que pasa algo así, y ya me fregó demasiado —estiró
el brazo y puso la mano sobre mi pierna—. Así que tranquilo, de cualquier modo lo
iba a mandar al diablo un día de estos. Soy una arqueóloga, no una ladrona de
tumbas.
—No imaginaba que tuvieras ese dilema moral.
—¿Cómo no voy a tenerlo? A Hutch, como ya te habrás dado cuenta, sólo le
interesa el oro. No siente ningún remordimiento por destrozar un pecio único, si cree
que ello le reportará algún beneficio, y a mí me utiliza sólo como medio para lograr
sus objetivos lo más eficazmente posible, no por que le importe un carajo la
arqueología submarina.
Ambos guardamos silencio, y yo cavilaba sobre si pensaría lo mismo de mí, ya
que, al fin y al cabo —pensé—, para qué me iba a engañar, también había llegado
hasta ese barco empujado por la codicia.
—¿Y ahora que harás? —pregunté al cabo.
—¿Qué quieres decir? ¿Con mi vida?
Asentí.
—Ni idea, güey. Y, la verdad, nunca me he preocupado mucho por el futuro. Me
limito a hacer lo que me parece bien en cada momento, y lo que tenga que venir, ya
vendrá.
Definitivamente, esa chica me gustaba cada vez más.
—¿Te apetecería echar un vistazo al lugar donde encontré la campana, antes de
que nos marchemos? —sugerí, cambiando de tema—. El arrecife es espectacular, y
mañana tenemos el día libre.
—¡Órale! Hace mucho que no buceo sólo por gusto —y poniéndome de nuevo la
mano en la pierna, añadió—. ¿A qué hora quedamos?
Por primera vez desde que partimos de Florida, el cielo mostraba un azul libre de
cualquier rastro de nubes. Parecía como si el mar Caribe se alegrara de que dejáramos
de hurgar en sus tripas y nos largáramos de una vez. La superficie del agua también
se mantenía totalmente mansa y a lo lejos, hacia el sur, incluso se intuía la oscura
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forma del Pico Bonito, ya en la costa hondureña. Aún no eran las nueve de la mañana
y la temperatura resultaba agradable, pero un sol cada vez más alto en el horizonte y
la ausencia total de viento hacían presagiar un día de genuino bochorno tropical.
Estaba montando mi equipo cuando apareció Cassandra cargando el suyo, con un
sugerente bañador y una sonrisa en la comisura de los labios.
—Buenos días.
—Buenos días —contesté, intentando no babear—. ¿No vas a ponerte el
neopreno?
—Hoy no, me apetece ir así. ¿Es que no te gusta mi traje de baño? —preguntó
con picardía.
—Ya lo creo que me gusta —aseguré azorado.
Cassie lanzó una sonora carcajada al ver cómo me ruborizaba.
—Vaya, me alegra ver que no soy la única a quien le suben los colores.
Seguimos bromeando, mientras acabábamos de ajustar las botellas a los chalecos
e instalábamos los reguladores.
—Lo malo es que vamos a tener que nadar un poco en la superficie, el arrecife
está algo retirado —comenté cuando ya estaba todo preparado, mientras me colocaba
el ordenador de buceo en la muñeca.
—¿Cómo de retirado?
—Pues una media milla en esa dirección —dije, señalando hacia el este con la
mano.
—Vaya… —reflexionó Cassie, frotándose la barbilla—, espera un momento,
tengo una idea. Tú espera aquí —y se marchó a toda prisa.
Dos minutos más tarde apareció con dos maletas de plástico negro, tumbándolas
cuidadosamente en el suelo y abriendo una de ellas para mostrarme su contenido.
Envuelta en una espuma gris que se adaptaba a su forma, había un pequeño
mando analógico unido a una hélice de unos veinte centímetros de diámetro, y un
cilindro negro del tamaño de una lata de cerveza de medio litro con el sello de
Advanced Diving Technology.
—¿Qué demonios es esto?
—Es un SIP, un Sistema Integrado de Propulsión. Es como un torpedo de buceo,
pero que se engancha en la botella de aire; así te deja las manos libres para hacer lo
que quieras y no tienes que estar cargando continuamente el armatoste de arriba
abajo, sin saber qué hacer con él cuando se le acaba la batería, además —añadió—,
pesa menos de cinco kilos y se controla con un solo dedo, con este mando de aquí. Es
lo último en tecnología de buceo, y a Hutch le han costado una pequeña fortuna, pero
tú y yo —dijo mirándome maliciosamente— nos los vamos a llevar a dar un paseo.
Una vez en el agua, un ligero zumbido producido por las pequeñas hélices
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turbaba el natural silencio reinante bajo el agua. A mi izquierda avanzaba Cassie,
llevando en la mano derecha un pequeño detector de metales que había insistido en
traer «por si acaso». Dejándonos llevar por el impulso del motor eléctrico,
atravesamos una yerma extensión de arena blanca, en dirección al arrecife que
aparecía frente a nosotros. Habíamos sorprendido, semienterrada en la arena, a una
pequeña raya que salió disparada en cuanto pasamos por encima, y un cardumen de
miles de minúsculos pececitos plateados nos acompañó durante un buen rato,
formando un centelleante anillo viviente a nuestro alrededor.
Conforme nos acercábamos a la masa de coral pensaba que, irónicamente, la
aventura de la búsqueda del barco templario iba a terminar justo en el mismo lugar
donde había comenzado semanas atrás.
Nos dedicamos a curiosear entre los corales con forma de gigantescos cerebros,
perseguimos a un pobre pulpo hasta que nos echó la tinta encima y jugueteamos con
una tortuga carey que se había acercado al lugar para desparasitarse. Los arrecifes
coralinos suelen ser los lugares donde la explosión de vida del océano y su infinita
variedad de formas y colores alcanzan su máxima expresión. Además, éste en
concreto, al hallarse rodeado de una estéril llanura de arena, me recordaba a los oasis
de la sabana africana, donde buscando alimento y refugio se reunían todas las
especies de los alrededores, incluidas presas y depredadores.
Observaba divertido a Cassie, viendo cómo intentaba hacer salir de su escondite a
una recelosa langosta, cuando percibí por el rabillo del ojo una sombra moviéndose
rápidamente hacia nosotros, y apenas tuve tiempo de volverme para ver cómo un
enorme tiburón toro se nos echaba encima.
Me lancé sobre Cassie lo más rápidamente que pude intentando protegerla, pero,
aun así, mis movimientos parecían desarrollarse a cámara lenta, y la mexicana, que
no había visto aún al escualo, sólo vio que me abalanzaba sobre ella sin previo aviso,
por lo que extendió los brazos para protegerse mientras me clavaba la rodilla en el
estómago y se impulsaba hacia atrás con el sobresalto pintado en sus ojos. Aunque
eso no fue nada comparado con la expresión de pavor que mostró cuando el tiburón,
tras rozar mi botella de aire, paseó sus buenos cuatro metros de longitud a pocos
centímetros de su máscara.
Cassie, a pesar del susto inicial, se rehízo rápidamente y cuando de nuevo llegué a
su altura, tomó la iniciativa e inteligentemente me señaló un pequeño saliente
coralino donde podríamos tener las espaldas cubiertas.
Jamás había sufrido un ataque de tiburón tan injustificado —pensaba, mientras
nadaba rápidamente hacia la relativa protección que brindaba del arrecife—. Aunque
es sabido que un tiburón toro adulto produce la misma testosterona que un elefante
macho en celo, también lo es que en muy raras ocasiones atacan a los submarinistas,
y mucho menos de una manera tan directa. Además, en ese mismo arrecife, en varios
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meses de trabajo tan sólo había visto unos pocos tiburones de puntas blancas, y nunca
me habían causado la menor complicación. Pero, en fin, todo eso era ahora lo de
menos, el problema inmediato pesaba cuatrocientos kilos y tenía una par de sierras
mecánicas como dentadura. Y lo peor es que no veía dónde diablos se había metido.
Nos mantuvimos pegados a la pared, expectantes, pero sabíamos que tarde o
temprano tendríamos que movernos. El tiburón podía esperar indefinidamente,
nosotros no.
Al cabo de un par de minutos de absoluta quietud, con todos los sentidos alerta,
decidí aventurarme un poco asomándome por encima de la repisa que nos cubría, ya
que el tiburón no daba señales de vida y quizá se hubiera marchado de la misma
forma que vino. Me di la vuelta, encarando a Cassie, que me agarró de la mano con
fuerza, sin saber lo que pretendía hacer yo. Con gestos le di a entender que iba a
echar un vistazo y que necesitaba que vigilara mi espalda, hizo la señal de okey al
comprender mis intenciones y, con el corazón desbocado, me impulsé ligeramente
hacia arriba.
Lo que sucedió entonces podría resumirlo como una mezcla de sorpresa,
confusión y pánico.
Nada más asomarme, la imagen que me encontré a un palmo de mi nariz fue la de
una enorme boca abierta, con varias hileras de dientes como cuchillos que se
proyectaban hacia fuera con la intención de cerrarse sobre mi cabeza.
Afortunadamente, mantenía aún agarrada la mano de Cassandra, y me serví de ella
para impulsarme de nuevo hacia abajo, dando un tirón con todas mis fuerzas;
llegando a oír justo sobre mi nuca el terrorífico chasquido de unas enormes fauces
cerrándose con violencia. El monstruoso animal pasó de nuevo rozando nuestras
cabezas y vimos cómo, tras alejarse una veintena metros, giraba sobre sí mismo y
lenta, pero decididamente, se dirigía hacia nosotros con sus amenazadoras
mandíbulas entreabiertas.
Era una situación crítica. Estábamos atrapados contra una pared de coral, pero si
salíamos a aguas abiertas estaríamos a su merced, aunque es algo que tendríamos que
hacer antes de que se nos acabara el aire… si es que sobrevivíamos hasta entonces.
Me volví hacia Cassandra, esperando poder disculparme de alguna manera por
haberla metido en aquella situación, e hice lo único que se me ocurrió en ese
momento. Saqué el pequeño cuchillo de buceo que llevaba atado al tobillo, y sin
pensarlo, me hice un corte en la palma de la mano. Luego salí de nuestro precario
refugio, confiado en que mi presencia y el sabor de la sangre atrajeran al escualo,
dándole así una oportunidad de escapar a Cassandra. Miré por última vez a Cassie,
haciéndole un estúpido gesto con la mano de que no se preocupara, mientras me
alejaba hacia el otro lado del arrecife, llevándome al enorme tiburón tras de mí.
«No voy a ponértelo fácil, cabrón» pensé, y conectando el SIP a máxima
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potencia, me dirigí a una pequeña abertura del arrecife, cerca del lugar donde, parecía
que en otra vida anterior, había encontrado la campana que me había llevado hasta
aquella situación. Buscaba febrilmente, mientras alcanzaba el lugar, algún trozo de
hierro o cualquier otra cosa que pudiera utilizar como arma pero, irónicamente, todo
el celo que habíamos puesto los buceadores de Utila en mantener aquella zona libre
de cualquier tipo de basura se había vuelto en mi contra, y quizá me iba a acabar
costando la vida.
El tiburón toro estaba ya a pocos metros de mí, presumiendo de dentadura y con
el lomo encorvado, señal inequívoca de que se preparaba para atacar. Justo en ese
instante, alcancé la pequeña oquedad en que había pensado refugiarme, pero debido
al aparato de propulsión que llevaba amarrado a la botella de aire, me quedé atascado
con medio cuerpo fuera, dejando las piernas a merced del tiburón. Obviamente, así no
podía quedarme, y no tenía tiempo de separar los anclajes del SIP; así que, con la
destreza que da la experiencia, me deshice del equipo completo en un santiamén.
Dejé la botella y el chaleco en el exterior, y llevándome conmigo tan sólo el extremo
del regulador, que me conectaba con mi reserva de aire, me empotré en la estrecha
abertura rogando para que al mal bicho no le diera por llevarse la botella.
Confiaba en que Cassandra se hubiera puesto a salvo, pues la situación había
pasado de castaño a oscuro. Ahora veía al tiburón dar vueltas a pocos metros de mí,
pensando sin duda en cómo hincarme el diente. La sangre que brotaba de la palma de
mi mano y lo vulnerable de mi situación me aseguraban que el animalito no se iría
fácilmente, así que, o me las ingeniaba para asustarlo, o acabaría convertido en
casquería surtida.
Mi pequeño cuchillo era totalmente inútil ante un animal como aquel, y las aletas
de buceo no me parecieron un arma lo bastante intimidatoria. Sólo me quedaba pues,
la botella, el chaleco de buceo y el SIP; así que dándole vueltas a la cabeza
desesperadamente, se me ocurrió una idea, tan absurda como improbable. Saqué
medio cuerpo por la abertura, y tomando el regulador de mi boca, así como el de
emergencia, desafié al tiburón a que viniera por mí. Éste, sin dudarlo, me enfiló nada
más verme aparecer, exhibiendo sus aterradoras fauces. Esperé, conteniendo el
miedo, a que estuviera lo bastante cerca, y entonces conecté el SIP apretando los
purgadores de mis dos reguladores al mismo tiempo, provocando una nube de
burbujas de aire que la pequeña hélice empujó contra el escualo. Para mi asombro —
aún cuando mi vida dependía de ello—, el animal se paralizó primero y,
seguidamente, receloso de un extraño ser que lanzaba chorros de aire comprimido,
optó por buscar un bocado menos problemático y, dándose la vuelta, osciló con
desprecio su aleta caudal y desapareció tal y como había venido, diluyéndose en el
azul profundo del océano.
Sin perder un instante, me volví a colocar el equipo y me dispuse a dirigirme
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hacia donde había dejado a Cassie, y cuál no fue mi sorpresa al comprobar que era
ella la que me estaba buscando a mí. Lejos de esconderse o salir huyendo, había
decidido arriesgar su vida tratando de ayudarme. Eso daba una idea del tipo de
persona que era.
Al encontrarnos de nuevo, nos fundimos en un subacuático abrazo de alivio,
situándonos, luego de asegurarnos de que estábamos ambos de una pieza, de rodillas
sobre el fondo, tratando de relajarnos.
Entonces, la mano de Cassandra me agarró fuertemente el brazo, y reaccioné
mirando rápidamente en todas direcciones, imaginando que el monstruo volvía a la
carga. Pero no, cuando me volví hacia ella inquisitivamente, la descubrí fijando toda
su atención en la parpadeante luz roja del detector de metales, que inerte, colgaba aún
de su muñeca.
Justo donde había estado a punto de ser devorado por el tiburón, el detector
señalaba que, oculto entre el coral, se ocultaba un objeto ferroso de gran densidad.
Dada la cercanía del lugar donde hallé la misteriosa campana, supuse inmediatamente
que se trataba de algún objeto relacionado con la misma, y también Cassandra debió
llegar a la misma conclusión porque, agarrando firmemente el aparato, lo calibró al
máximo y se dispuso a rastrear la zona palmo a palmo, concentrada en la pequeña
lucecita, como si ya no se acordara en absoluto de lo que acabábamos de pasar.
Desde que desenterré la campana de bronce no había vuelto allí. No se me había
ocurrido que pudiera haber algo más de interés en los alrededores, pues llevaba meses
guiando a submarinistas en ese mismo lugar, y nunca había visto nada inusual en todo
el arrecife. Así que, cuando vi a Cassie palpar la superficie con la mano, sacar su
cuchillo de la funda y escarbar con fuerza para, tras unos instantes de forcejeo,
extraer de la hendidura un pequeño trozo de coral que observó con gran interés, me
quedé estupefacto.
Y qué decir cuando, tras arrancarle algunas incrustaciones, me lo acercó a la cara
y vi ante mí, aunque algo deformado, lo que a todas luces parecía un ancho anillo de
oro con un notable engarzado hecho del mismo material.
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Ya habíamos consumido tres cuartas partes del aire de las botellas, asegurándonos
que no había ningún otro objeto en los alrededores, cuando emprendimos el regreso
al Midas con los SIP a la máxima potencia. Alcanzamos la nave en diez minutos, y
nos ayudamos mutuamente a subir a la plataforma de popa ante la mirada
reprobatoria de Brown, suponiendo éste, acertadamente, que el equipo que
llevábamos a la espalda no nos había autorizado Hutch a utilizarlo. Pero antes de que
pudiera decir una palabra, le relatamos nuestro peligroso encuentro con el escualo, a
lo que inmediatamente respondió enviando un equipo con pértigas anti-tiburones al
pecio, donde aún quedaban algunos submarinistas.
Mientras desmontaba mi equipo aparentando una calma que no sentía,
rememoraba intrigado el episodio del tiburón toro, haciendo a Cassie partícipe de mi
extrañeza.
—No tiene ningún sentido, los tiburones sólo atacan de ese modo en las películas
baratas —dije, mientras aclaraba con una manguera los equipos que acabábamos de
utilizar—. Parecía que viniera a por nosotros el muy desgraciado.
—Verás, creo que la culpa ha sido mía.
—¿Tuya? ¿Por qué?
—Mira… —dijo, al tiempo que se daba la vuelta, señalándose el trasero.
Un fino hilillo de sangre recorría su pierna derecha, partiendo de lo que parecía
ser un pequeño corte en la nalga, justo donde terminaba el bañador.
—¿Cómo te lo has hecho?
—No estoy segura. Creo que fue mientras jugueteábamos con la tortuga; debí
cortarme con un coral y no me di ni cuenta.
—Entonces eso lo aclara todo, esos bichos huelen una gota de sangre a
kilómetros.
—Tienen buen olfato, los cabrones. La próxima vez me enfundaré el neopreno
para protegerme, por muy caliente que esté el agua. Y a propósito —dijo tomándome
la mano y mirándome con lo que parecía sincera admiración—, eso que hiciste ahí
abajo fue muy estúpido, pero también muy valiente. Jamás lo olvidaré.
Y poniéndose de puntillas me dio un húmedo, breve, y tierno beso en los labios.
Una vez puesto el material a secar, nos dirigimos raudos a la habitación que
compartíamos el profesor y yo —haciendo de camino, eso sí, una parada en la
enfermería para colocarle un apósito a Cassie y desinfectar la herida, y ponerme a mí
unos cuantos puntos de sutura en la palma de la mano.
Al llegar a la habitación, encontramos al profesor Castillo tumbado en la litera
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leyendo en calzoncillos, y casi se cae al suelo cuando entramos de repente.
—¡Podríais llamar antes de entrar! —protestó indignado, al tiempo que echaba
mano a sus pantalones.
—Perdone profe, pero tenemos prisa —me disculpé sin darle importancia—.
Acérquese, seguramente le interesará ver esto.
Cassie introdujo los dedos por el escote de su bañador, sacó la pequeña pieza que
habíamos encontrado y la depositó encima de la mesa, mojando algunos documentos
que allí había.
—¿Qué puede ser? —pregunté en voz baja.
—Diría que es un anillo —dijo ella, también en voz queda.
—Sí, eso ya lo veo. Pero no parece un anillo normal y corriente, es demasiado
grande.
—¿Puedo ver lo que tenéis ahí? —oí decir al profesor a mi espalda.
—Sí, claro, por eso lo hemos traído —contesté, haciéndome a un lado.
El profesor Castillo abrió uno de los cajones, sacando una lupa que, según él,
llevaba siempre a todas partes. Tomó la pieza entre el índice y el pulgar y la acercó a
la lente.
—Vaya, vaya —musitó al cabo de un buen rato.
—Vaya, vaya, ¿qué? —pregunté impaciente.
—Parece un anillo…
—Parece un anillo… —dije, imitando su voz—. Pues menuda reunión de
expertos.
El profesor, encorvado, se volvió hacia mí y, dirigiéndome una mirada burlona
por encima de sus gafas, terminó su frase.
—Pero no lo es.
Cassandra y yo, cada uno a un lado del profesor, intercambiamos una mirada de
perplejidad por encima de su espalda.
—¿Entonces qué es, profesor? —le interrogó la arqueóloga.
—Un sello, querida. Un sello templario.
Ahora éramos los tres los que, encorvados, fijábamos nuestra atención con gran
interés en la pieza de oro que aún sostenía el profesor Castillo entre sus dedos.
—Estaba a unos pocos metros de donde hallé la campana de bronce —comenté en
voz baja, contestando a una pregunta no formulada.
—¿Y no había nada más? —preguntó el profesor, sin desviar la vista de la lupa.
—Nada más, al menos en un área de diez metros a la redonda —explicó
Cassandra, también ensimismada.
—Pero puede haber algo más allá, ¿no? —cuestionó—. El arrecife es bastante
grande.
—Alguna pieza pequeña, quizá. Pero si hubiera algo más grande, los
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instrumentos del Midas lo habrían detectado —aclaró Cassie y añadió con desánimo
—: Y no tenemos tiempo de regresar para realizar un peinado completo.
—Pero si lo habláramos con Hutch, quizá… —dejó caer.
—¿Está de broma? —replicó rápidamente Cassandra—. Después de la escena de
ayer, lo más probable es que le tirara por la borda. Ya le he dicho que no se detectó
nada con el magnetómetro, lo que significa que no queda mucho más ahí abajo aparte
de lo que hemos encontrado. Hutch no perderá un solo día más sondeando ese
arrecife y, además… —se incorporó bruscamente, y se quedó callada.
—¿Cassie? —intervine, sorprendido ante su súbito cambio de actitud.
—Además… —repitió ensimismada.
Y de repente, tras un largo silencio, fijó en mí su mirada, con los ojos como
platos. Se diría que una idea estaba tomando forma en su cabeza, pero no dijo nada
hasta que, apuntándome con el dedo, preguntó con voz temblorosa.
—¿Qué tamaño dirías que tiene ese arrecife?
—Pues no sé —titubeé, extrañado por la pregunta—, unos veinte o treinta metros
de largo por unos ocho o diez de an… —entonces, comprendí a donde quería llegar—
…cho.
Cassandra sonrió.
—¡Joder! ¡Lo hemos tenido siempre delante de nuestras narices!
Ambos nos quedamos callados, mirándonos fijamente con la sonrisa en los labios.
Hasta que el profesor también se incorporó interponiéndose entre los dos y,
mirándonos a uno y a otro, preguntó al fin:
—¿Se puede saber, de qué estáis hablando? Ya es la segunda vez que actuáis
como si no estuviera, y la verdad es que no acaba de gustarme —se cruzó de brazos
—. ¿Sería mucho pedir que me pusierais al corriente?
—Claro profe, será un placer —contesté con una parodia de reverencia—. Usted
mismo nos dijo el otro día que las medidas habituales de una coca de la Edad Media
era de unos veintitantos metros, ¿no?
—Así es.
—Pues bien, ése es el tamaño aproximado que tiene el arrecife donde encontré la
campana, y donde hoy hemos hallado este sello. ¿No le parece demasiada casualidad?
—¿Me estás diciendo que lo que queda de nuestro barco hundido está entonces en
ese mismo arrecife?
—No profe. Lo que le estoy diciendo es que el barco templario es el arrecife.
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—Lo que no acabo de entender —me pregunté en voz alta, al tiempo que
levantaba la vista— es por qué no lo detectó el magnetómetro.
—Pues, evidentemente, porque no había suficientes elementos ferrosos para que
los percibiera.
—Entonces eso descartaría que se tratase de uno de los barcos que transportaba el
tesoro.
—No forzosamente —objetó, meneando la cabeza—. Si el navío sufría, por
ejemplo, una pequeña vía de agua que lo hacía hundirse lentamente, pudieron tener
tiempo de traspasar su carga a los otros barcos. Recuerda que se trataba de una flota
de dieciocho naves.
—De acuerdo —concedí—, supongamos que pudo haber pasado así. Pero, al
menos, deberíamos haber detectado las piezas de hierro del barco. No sé: clavos,
argollas, bisagras… todo eso.
—Eso tiene una explicación, Ulises —dijo acomodándose en la silla—.
Sencillamente, en los barcos de la Edad Media se empleaba poco hierro. La
metalurgia de entonces no era gran cosa y el hierro se oxidaba rápidamente, por lo
que tendían a utilizar piezas de madera y cuerdas, más resistentes al salitre y fáciles
de sustituir.
—Entonces, no hay ninguna circunstancia que niegue la posibilidad de que esos
sean los restos de nuestro barco.
—Ninguna que yo vea.
—Pero el oro no está ahí.
—Pues no, mano.
Medité unos instantes, rumiando la derrota, pero al fin no me quedó más que
aceptarla.
—O sea… —musité, desalentado—. que aquí se acaba todo.
Cassandra me miró en silencio. Una mirada de cansancio y desánimo.
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—Bueno, no os desaniméis, no todo está perdido.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Cassie, intrigada.
—Pues eso, que esto no se acaba aquí. Aún nos queda la campana, y este sello tan
interesante.
—Veo que lo ha limpiado a fondo —observó la mexicana—. ¿Ha podido deducir
algo a partir de la inscripción?
—Bueno, está claro que se trata de un sello templario porque, si te fijas —dijo
acercándole el anillo—, el centro está ocupado por un grabado que representa a dos
jinetes montando un solo caballo. Un símbolo incuestionablemente templario.
—¿Ah. sí? —inquirió interesada en el tema—. ¿Y qué significado tiene?
—Buena pregunta —admitió el profesor, encantado de poder exhibir sus
conocimientos—. Como ya sabrás, alrededor de los Templarios se han formulado las
más variopintas teorías, la mayoría de ellas inverosímiles. Se ha dicho de ellos que
tenían poderes sobrehumanos, que pactaban con el diablo, con los extraterrestres o
que protegían el linaje de Cristo… Paparruchas —aseguró—. En esta imagen, por
ejemplo, algunos han querido ver una alegoría a la homosexualidad o una clave
cabalística. Pero lo más probable es que se tratase de una simple representación del
voto de pobreza que debían jurar todos los miembros de la orden. Dos caballeros con
una sola montura son una buena metáfora de ello.
—De acuerdo, profe —intervine, incorporándome en la cama—. Todo eso es muy
interesante, pero me parece que no nos lleva a ningún sitio. A menos, claro… —
agregué con sorna, señalando el anillo—, que el caballo de esos señores sepa el
camino.
—El caballo no —contestó jactancioso—, pero yo sí.
—¿Cómo dice? —preguntó una Cassandra boquiabierta.
—Digo que creo saber el camino a seguir a partir de ahora —y haciéndose el
despistado, preguntó—. ¿Es que no os he comentado lo de la inscripción?
—Maldita sea, profesor —rezongué, procurando mantener la compostura—,
desembuche de una vez.
—Veo que insistes en negarle a un pobre viejo uno de sus pocos placeres —
arguyó con fingido abatimiento.
—No fastidie, hombre. Deje de hacerse el interesante y cuéntenoslo todo, que
esto no es una novela de Agatha Christie.
—Esta bien, esta bien… Pues resulta que después de limpiar el anillo
cuidadosamente, descubrí que en su cara exterior tenía una inscripción en latín con la
frase Ioanus Calabona Magíster Mappamundorum. ¿Sabrías traducirlo, Ulises?
—Ni idea —confesé, pillado a contrapié—. Yo sólo hablo latín en la misa de los
domingos.
Cassie soltó una carcajada.
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—Muy gracioso —contestó el profesor—. Viene a decir algo así como «Juan
Calabona Maestro de Mapamundis».
—No me lo diga, es el sello de un cartógrafo.
—Efectivamente, mil puntos para el caballero.
—Pero sigo sin ver a dónde nos lleva eso.
—Pues nos lleva a la cara interior del mismo anillo.
—Usted debería escribir novelas de suspense —terció Cassie.
—¿Tú también, Bruto? —recitó teatralmente—. ¡Pero qué impacientes sois los
jóvenes!
—Apártate Cassie, voy a tirarlo por la escotilla.
—Recuerda, Ulises, que la violencia es el último recurso del incompetente —
exclamó, disfrutando visiblemente con la situación—. En fin, iré al grano antes de
que os hagáis daño. En el interior del anillo, como ya os he dicho, hay una última
inscripción, la cual consta también de tres únicas palabras —y guiñándome un ojo,
agregó—: A ver si esta vez eres capaz de traducirlas correctamente.
—No insista profesor, ya ha visto cuál es mi nivel de latín. Pregúntele a ella, por
la carcajada de antes debe hablarlo como Séneca.
—Es que yo no he dicho que esté en latín, Ulises. En realidad, está escrito en
catalán.
—¿En catalán? —preguntamos Cassie y yo al unísono.
—Exacto chicos, en catalán; y el texto dice: Monestir de Miramar.
—Monasterio de Miramar… ¿Significa eso, que el dueño del anillo era algo así
como un monje-cartógrafo catalán?
—No necesariamente. Tened en cuenta que en la Edad Media, los mejores
cartógrafos de Europa, con diferencia, eran los mallorquines. Allí se dibujaban las
cartas náuticas que guiaban a todos los navíos de la época, y el idioma común en la
isla era el catalán. Así que el dueño del sello podría ser de la isla y, tal y como nos
indica el anillo, miembro de la Orden del Temple. Es decir —prosiguió ensimismado,
juntando las manos—, que tenemos el sello de un templario llamado Juan Calabona,
formado como cartógrafo, que viajaba en una de las naves y que, presumiblemente,
siendo Maestro de Mapamundis, debía saber a dónde se dirigían y llevar consigo
algún tipo de mapa o carta náutica. Porque, sinceramente —insinuó sarcástico—, no
me imagino a la flota templaria vagando por el Caribe con todo el tesoro de su Orden
a cuestas y sin saber a dónde ir.
Hizo una pausa y respiró profundamente.
—Sospecho… —continuó, levantando la vista hacia nosotros— que la clave de
este enigma puede que se halle a varios miles de kilómetros de aquí —y mirando por
el ojo de buey, añadió—: quizás en un convento de hace setecientos años.
—No creerá que el tesoro de los Templarios se esconde en ese monasterio de
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Miramar, ¿verdad? —preguntó Cassie.
—Lo que creo que el profesor está sugiriendo —contesté yo en su lugar— es que
nos olvidemos del pecio y sigamos la pista del anillo.
Callé por un momento, abstraído, percibiendo cómo los motores del Midas se
ponían en marcha con una sorda vibración.
—Encontrar el monasterio de nuestro misterioso cartógrafo —proseguí al cabo de
un instante— puede ser nuestra única oportunidad de seguirle el rastro al tesoro y
descubrir a dónde se dirigía aquella flota.
—¿Estás diciendo que vas a seguir buscando el tesoro después de este fiasco?
—Lo que estoy diciendo, Cassie, es que vamos a seguir buscándolo ¿O es que
tienes algo mejor que hacer durante las próximas semanas?
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Ignorando la tediosa película, observaba a través de la rallada ventanilla las secas
planicies de Castilla deslizarse lentamente, cinco mil metros por debajo de mí. A mi
derecha dormitaba el profesor, de nuevo sedado hasta las cejas por su fobia a volar, y
en el asiento siguiente, el del pasillo, una menuda arqueóloga de pelo rubio leía
atentamente La Reina del Sur de Pérez Reverte. Supongo que debió de verme por el
rabillo del ojo, pues me descubrió espiándola y, sonriente, me miró de soslayo.
—¿Qué onda?
—No, nada —respondí tontamente—. Sólo me decía a mí mismo lo mucho que
me alegro de que estés en este avión.
—Y yo me alegro de que me permitierais acompañaros. De cualquier modo,
estaba harta de Hutch y necesitaba cambiar de aires. Y ese pinche anillo y la historia
del tesoro me tiene tan intrigada como a vosotros dos.
—Claro… pero recuerda que no hay ninguna garantía de que demos con él.
—Híjole, Ulises, eso ya lo sé. En realidad, no creo que encontremos nada.
—Entonces… no te entiendo.
Cassie cerró el libro, suspirando sonoramente al hacerlo.
—Me parece que el profesor tenía razón. —dijo.
—¿En qué?
—En que eres tonto.
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—No te molestes. Para el poco tiempo que vamos a estar en Barcelona, puedo
dejarlo todo en las maletas.
—Como quieras. Pero la habitación se queda para ti, y yo dormiré en el sofá.
—Ulises, gracias por el gesto, pero lo lógico es que duerma yo en el sofá, que soy
más pequeña.
—De eso ni hablar. Tú eres mi invitada y dormirás en la cama.
—Está bueno, no voy a discutir por eso. ¿Me enseñas el resto?
Hicimos un recorrido turístico por el ático —inevitablemente breve, en un piso de
sesenta metros cuadrados— y acabamos tumbados en la cama totalmente vestidos;
tras acordar tomarnos unos minutos para reponernos del largo viaje y el desfase
horario.
Una incordiante musiquilla me despertó seis horas más tarde, con una persistente
sensación de dejá vú que no hizo más que aumentar mientras observaba somnoliento
la luz del ocaso colándose por la ventana. Una sensación que desapareció de
inmediato cuando, al girarme en la cama, me encontré frente a dos ojos esmeralda
mirándome fijamente.
—Roncas —me dijo muy seria.
—Tú también.
—No es verdad.
—Sí lo es —insistí, provocándola.
—Yo no ronco —insistió, ceñuda.
—¿Que no? ¡Pero si acaba de llamar Spielberg para ver si podías aparecer en la
próxima de Parque Jurásico!
—¡Oh! ¡Serás mentiroso! —exclamó indignada, poniéndose de rodillas en la
cama—. ¡Te vas a enterar! —y agarrando la almohada comenzó a golpearme con ella
entre risas e improperios.
La musiquilla que me despertó resultó ser un mensaje de móvil del profesor
Castillo invitándonos a comer en su casa al día siguiente, lo que me hizo caer en la
cuenta de que tenía un hambre de lobo, lo mismo que Cassie.
Decidimos cambiarnos la ropa que habíamos llevado las últimas veinticuatro
horas y bajar al chino a cenar, y Cassie, más avispada que yo, abrió su maleta y, con
lo primero que encontró bajo el brazo, sacándome la lengua, se metió en el baño
rápidamente para evitar que me adelantase.
Sentado en la cama escuchaba atentamente, segundos después y con una perversa
sonrisa, cómo empezaba a caer el agua de la ducha.
—¡Ulises! —gritó al fin—. ¡La gran chingada! ¿Cómo diablos se conecta el agua
caliente?
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La cena transcurrió animadamente entre arroz tres delicias, tallarines y sangría en
abundancia, y cuando regresamos a casa pasada la medianoche, dando algunos
tumbos, nos quedamos sentados en el sofá, a oscuras; vencidos por el alcohol, y la
combinación de jet lag y cansancio acumulado durante la última semana en el Midas.
—Ojalá se encuentre con una ballena blanca que le parta la madre… —murmuró,
perdida en sus pensamientos.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? A Hutch, por supuesto.
—No sabía que le guardaras rencor.
—No es rencor —aclaró, tras meditar por un momento su respuesta—. En
realidad, me odio a mí misma por haber trabajado tanto tiempo para él… ayudándole
a saquear barcos hundidos —hizo una nueva pausa y continuó con el mismo tono de
auto reproche—:. Me vendí por una buena lana y la ilusión de la aventura, a cambio
de traicionar mis principios. Me doy asco.
—No seas tan dura contigo misma. En algún momento todos hacemos cosas de
las que no estamos orgullosos —la animé, posando mi mano sobre la suya—. Lo
importante es que te has dado cuenta de ello y estás dispuesta a corregirlo. Eso es más
de lo que la mayoría de la gente hace. Mucho más.
—Gracias, Ulises, pero no te cuento esto para que me consueles, tan solo… tan
sólo me estoy desahogando… Lo siento.
—No tienes nada que sentir. La verdad es que me alegra de que tengas tanta
confianza como para decirme lo que piensas, y estoy encantado de estar aquí contigo,
ahora —y mirando hacia abajo, añadí—: Con mi mano encima de la tuya.
Esbozó una sonrisa cohibida y bajó tímidamente la mirada.
—Yo también, Ulises. Yo también.
Notaba su mano cada vez más cálida bajo la mía. La escasa luz de luna que
atravesaba los cristales arrancaba reflejos de sus rubios mechones y, de alguna
manera, llegaba a incidir sobre sus pupilas, abandonando sobre ellas un cautivador
brillo que parecía emanar del interior de sus propios ojos.
La miraba con fijeza, en silencio, creyendo adivinar lo que pasaba por su mente.
Un flujo de algo que hacía mucho que no sentía me brotaba directamente del corazón,
y siguiendo por mi brazo, pasaba a través de mi mano a la suya y de ahí a sus labios,
que los imaginaba, apenas viéndolos, húmedos y anhelantes. Sentía que algo dentro
de mí me impulsaba irrefrenablemente a cerrar ese circuito uniendo esos labios a los
míos, y en su silencio creí adivinar la misma idea en ella. Lentamente, me fui
acercando, centímetro a centímetro. Notaba ya su aliento sobre mi rostro y
entrecerraba los ojos inclinando levemente la cabeza para encajar nuestras bocas
cuando, inesperadamente, sentí una mano firme apoyada sobre mi pecho.
—Ulises… —susurró—, creo que se ha hecho tarde, y mañana nos espera un día
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muy largo.
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Afortunadamente, había puesto el despertador a las once de la mañana, pues ni
siquiera los rayos del sol que hostigaban el sofá donde me encontraba durmiendo,
habían podido arrancarme de los tenaces brazos de Morfeo. Me desperecé
ruidosamente, y amodorrado, me dirigí a la puerta del baño, que misteriosamente, se
resistió a abrirse tras girar la manija y empujar. Volví a hacerlo, ésta vez con más
fuerza, imaginando que se habría atascado. Pero una voz indignada surgió tras ella.
—No seas menso, güey ¿Es que quieres tirar la puerta abajo?
Tras un instante de desconcierto, una ráfaga de comprensión sacudió mis
adormiladas neuronas. Recordando que no estaba sólo en casa, quién me hablaba
desde el baño y qué había sucedido o, mejor dicho, qué no había sucedido la noche
anterior.
—Perdón —balbuceé—, no sabía que estabas ahí.
—¿Y quién pensabas que era entonces?
—No, quiero decir que… no, nada. ¿Te falta mucho?
—Sólo hasta que termine.
—Sí, claro.
Mi hemisferio del raciocinio aún seguía demasiado adormilado para mantener esa
o cualquier otro tipo de conversación, así que me encaminé a la cocina, pensando en
un café bien cargado.
Diez minutos más tarde se abrió la puerta, unos pies descalzos sonaron en el suelo
y, fugazmente, una pequeña figura envuelta en una toalla pasó frente a la cocina
dejando tras de sí un buenos días en el aire y un súbito hormigueo en mi pecho.
—Mmmm… ¡Qué bien huele ese café! —dijo desde mi habitación—. ¿Podrías
hacerme uno, corazón?
—Claro —respondí, y frunciendo el ceño, extrañado, murmuré para mí mismo—:
¿Corazón?
Antes de que acabara de hacerse el café, ya la tenía sentada a la mesa, secándose
el pelo con una toalla y con un juvenil vestido floreado que la hacía parecer una
despreocupada universitaria.
—¿Qué? —preguntó, al descubrirme una vez más observándola.
—No, nada… es que es la primera vez que te veo con vestido.
—¿Te gusta? —dijo poniéndose de pie y alisándoselo con la mano libre.
—Mucho. Estás muy guapa.
—Gracias —contestó mientras volvía a sentarse—. Lo compré hace años y está
algo viejito, pero me encanta.
En ese instante sonó la cafetera y, haciéndole un gesto para que permaneciera
sentada, me levanté y le serví el café humeante en una pequeña taza, en la que, al
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levantar la vista, advertí que tenía clavada una mirada perpleja.
—Que taza tan chiquita.
—Bueno, es una taza para café. Si la quieres más grande, tendré que servírtelo en
un vaso.
Tomó la tacita por el asa, se la acercó a los labios y, con precaución, bebió un
pequeño sorbo.
—¡Puaj! —protestó, dejando el café sobre la mesa—. Está demasiado fuerte, y
amargo.
—No le has echado azúcar.
—No, no es sólo eso. Es muy… espeso ¿Siempre lo tomas así?
—¡Ah, claro! —exclamé divertido, entendiéndolo todo—. Tú estás acostumbrada
al café americano. ¡Habérmelo dicho!
—¿Y cómo me iba a imaginar que me prepararías este mejunje? —se defendió,
señalando la pequeña taza blanca.
—No es un mejunje, Cassie; eso es un café. Lo que tú tomas normalmente es
agua de calcetín.
—Llámalo como quieras, pero al menos se puede beber.
Tomamos el metro para ir a casa del profesor, pasando buena parte del viaje en un
incómodo silencio, mirando la negrura de los túneles a través de la ventana de
metacrilato, también rallada, como la de los aviones, y divagaba abstraído, sobre lo
que impulsa a algunos a maltratar aquello que nos sirve para percibir el exterior.
De vez en cuando cruzábamos alguna mirada huidiza, y no sé lo que pasaba por
su cabeza en esos momentos, pero a mi mente acudía una y otra vez la calidez de su
aliento, el reflejo de la luz en sus pupilas… y la palma de su mano sobre mi pecho
para impedirme que me acercara demasiado.
En aquel momento me sentí defraudado, pero ahora era un ligero sentimiento de
ridículo el que no me dejaba en paz. Habría apostado mi brazo derecho a que ella me
deseaba; sus comentarios, gestos e insinuaciones resultaban evidentes incluso para
mí. Pero, obviamente, me había equivocado, actuando como burro en primavera y
lanzándome sobre ella a la primera oportunidad. Ahora esperaba a que en cualquier
momento me dijera, por ejemplo, que para que yo estuviera más cómodo, se mudaba
a casa del profesor.
Y me lo tendría merecido, por listo.
El profesor Castillo nos abrió la puerta embutido en una elegante bata de seda,
aparentemente recuperado del cambio de horario y los sedantes, y con una expresión
risueña en un rostro recién afeitado que aún olía a aftershave.
—¿Cómo estáis? —preguntó, haciéndonos pasar.
—Muy bien, gracias. —contestó Cassie, mirándome de reojo.
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—¿Ya os habéis organizado en tu pisito? —me preguntó directamente, no sin
cierta dosis de picardía.
—Sí, bueno… creo que sí —mascullé, esperando que en cualquier momento
Cassie dijera algo.
—Estamos muy bien, gracias —confirmó ella entonces—. Todo está padrísimo
—y se volvió levemente mientras avanzábamos por el pasillo, guiñándome un ojo.
Si me pinchan, no me sacan sangre.
Era consciente de que, en general, nunca había sido muy bueno interpretando a
las mujeres, pero en este caso la menuda mexicana me tenía totalmente
desconcertado. Y decidí, mientras entraba en el salón y me sentaba en el anticuado
sofá, que a partir de ese momento dejaría de intentar comprenderla y me limitaría a
dejarme llevar, como si se tratara de una película complicada; confiando en llegar a
entender algo antes de los títulos de crédito.
—Me alegro, me alegro —dijo el profesor y, señalando a la mesa del comedor,
donde estaban dispuestos platos y cubiertos sobre un sobrio mantel, preguntó—. ¿Os
apetece un aperitivo, o pasamos directamente al almuerzo?
Yo me lo quedé mirando con cara de tonto, con la mente aún en otra cosa, y fue
Cassandra la que respondió.
—Profesor, me muero de hambre.
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sello del anillo pertenece a la Orden del Temple, y la inscripción apunta a que su
propietario era una especie de cartógrafo.
—¿No sabíamos eso ya? —inquirí.
—Hasta esta mañana era sólo una conjetura, pero ayer envié un e-mail a un
colega de la universidad de Palma, y hace unas horas recibí su respuesta confirmando
mi hipótesis.
—¿Se lo ha contado todo a ese colega suyo? —preguntó Cassie, algo alarmada.
—Por supuesto que no, querida, sólo lo imprescindible. Pero le he prometido que
en unos días me acercaría a verle. Es el mayor experto en portulanos del siglo XIV.
—¿Portulanos? —pregunté.
—Así se llamaban las primeras cartas náuticas —me aclaró Cassie.
—Muy bien, Cassandra —la felicitó el profesor—. Veo que has hecho los
deberes.
—Es que soy una chica muy lista.
—Y muy rara —añadí, sin pensar.
Intuyendo el sentido de mis palabras, me miró fijamente y, cuando pensé que me
iba a soltar un exabrupto, volvió a guiñarme el ojo con complicidad.
—Eso es parte del encanto.
El profesor, que contemplaba extrañado la escena, acabó interviniendo ante el
peligro de que la charla tomara derroteros insospechados y nos alejáramos del tema
que nos había llevado allí.
—Ejém… como iba diciendo, le prometí al catedrático que pasaría a visitarle, y
ya he reservado tres billetes con destino a Palma para pasado mañana.
—Veo que al final le ha seducido eso de volar —apuntó Cassie, socarrona—. ¿O
es que le está tomando gusto a los sedantes?
—Yo no he dicho que vayamos a ir en avión. Iremos en barco, salimos a las
nueve de la mañana.
—Un momento —interrumpí—. ¿Para qué vamos a ir nosotros? ¿No sería
suficiente con que fuera usted? La verdad es que aún no he deshecho la mochila, y
me apetecería pasar algunos días en casa, descansando.
El profesor me miró a mí, y luego a Cassandra.
—Ya… descansando. Pues lo siento mucho, chicos. Pero necesito que me
acompañéis a Mallorca —y consciente del efecto que iban a causar sus palabras,
añadió con aparente indiferencia—: Porque mi colega, además, me ha proporcionado
una interesante dirección en la isla; y alguien tiene que ayudarme a fisgonear en
cierto monasterio de Miramar.
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—En avión podríamos haber llegado en treinta minutos —rezongué, tratando de
acomodarme en el asiento.
—El viaje en barco es más bonito y son sólo cuatro horas —justificó el profesor,
sin despegar la vista del libro que estaba leyendo.
—Cuatro horas de tedio… —repliqué volviéndome, aburrido de navegar en el
lustroso catamarán de Trasmediterránea. Un enmoquetado autobús flotante
transitando una inacabable extensión azul grisácea.
Cassandra volvió en ese momento portando una bandeja con tres cafés y, tras
darnos a cada uno el nuestro, volvió a su asiento entre el profesor y yo.
—Me ha costado horrores explicarle al barman cómo quería mi café —dijo
sentándose con el vaso en la mano—. No me parece algo tan complicado de entender.
—Debe de ser por tu dulce acento acapulqueño —sugerí—. Lo cierto es que yo
mismo no entiendo la mitad de lo que dices.
—¡Ah! ¿Pero tú la escuchas? —terció inmediatamente el profesor, sin perder la
oportunidad de echar algo de leña al fuego.
—Iros los dos al carajo.
—¿Lo ve, profe? Esto es lo que pasa cuando dejas un país medio conquistado, así,
de mala manera. Que luego te pierden el respeto.
—Es verdad, es verdad —convino, aguantándose la risa—. Les enseñas a leer y a
escribir, y mira cómo te lo pagan.
Cassie se volvió hacia él, mordiéndose los labios y, al tiempo, en un alarde de
flexibilidad, me propinó un codazo en las costillas que me pilló desprevenido,
zanjando la broma de forma irrevocable.
Recuperado el resuello, intentaba concentrarme en el libro de aventuras que de
nuevo tenía frente a mí, en la misma página marcada en que lo dejé el día que partí
con el profesor Castillo hacia Miami. Pero, invariablemente, sólo hacía que recordar
la noche pasada, en la que llevé a Cassandra a visitar la Catedral de Barcelona, nos
detuvimos a escuchar a los músicos callejeros en la calle del Bisbe y acabamos en El
Náufrago donde, entre risas, me explicó que el tequila reposado se toma a puro
huevo, como decía ella, y que el limón y la sal eran para los gringos y las niñas. Nos
dieron las tres de la mañana, discutiendo sobre los mejores lugares del mundo para
bucear, y si no hubieran empezado a bajar la persiana del bar aún creo que
seguiríamos allí, riendo y charlando sentados a aquella mesa. Al final de la velada
tomamos un taxi hasta mi casa y en el ascensor, frente a frente, nos miramos a los
ojos sin decir una palabra. Un inconfundible hormigueo me recorrió de los pies a la
nuca e intuí, en ese preciso momento, la razón de que no me besara la noche anterior.
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Habíamos dejado el escaso equipaje en un modesto hotel cerca de la plaza de
España de la capital Balear y, dando un agradable paseo para bajar el almuerzo, nos
acercamos al edificio de la facultad de Historia de la Universidad de Palma, donde
debíamos encontrarnos con el amigo del profesor.
Franqueamos las puertas de la facultad y, siguiendo las indicaciones del conserje,
subimos un tramo de escaleras y recorrimos un par de pasillos que nos condujeron
hasta una sólida puerta de madera sobre la que aparecía una placa con la leyenda:
Cat. Lluís Medina. El profesor la golpeó un par de veces y, tras recibir una
indescifrable onomatopeya como respuesta, la abrió y entró en el despacho con
decisión.
—¡Hombre, Eduardo! ¡Cuánto tiempo! ¡Y qué moreno que estás! —exclamó una
potente voz—. ¡Pasa, hombre!
—¿Cómo estás Lluís? Levanta tu catedrático culo de la silla y ven a darme un
abrazo.
Mientras tanto, Cassandra y yo esperábamos fuera del despacho, ahorrándonos la
escena, y no fue hasta al cabo de un par de minutos cuando el profesor pareció
acordarse de nosotros y asomó por el quicio de la puerta, invitándonos a pasar. Al
entrar en el despacho, me sorprendió encontrarme frente a un hombre de gran
estatura, corpulento y con una cabeza rapada que le daba un extraño aire de Kojak
sobredimensionado. Se acercó a mí con dos grandes zancadas, y con una afable
sonrisa me tendió la mano.
—Tú debes de ser Ulises, ¿no? —preguntó, con la grave voz que correspondía a
su aspecto.
—Así es —contesté correspondiendo al saludo pero temiendo por la integridad de
mi mano ante su enérgico apretón—, y esta señorita —añadí haciéndome a un lado—
es Cassandra Brooks.
—Vaya, esto sí que no me lo esperaba —dijo, tomándole la mano con educada
delicadeza—. Nice to meet you, Miss Brooks.
—Puede hablarme en español si lo desea —comentó divertida— lo hablo bastante
bien.
—Oh, disculpe, por su apellido imaginé… —se excusó, pero sin soltarle la mano
—. Un placer en ese caso.
—La chica es arqueóloga —intervino el profesor.
—¡Además una colega! —exclamó entusiasmado el gigantón—. ¡Doble placer
entonces! —y mirando al profesor, agregó—: Si vienes tan bien acompañado, puedes
visitarme cuantas veces quieras, Eduardo. Cuantas veces quieras.
—Ya me lo imagino, viejo sátiro —replicó el profesor y, dándole un par de
palmadas en el estómago, añadió—: Pero como sigas ganando barriga, no vas a
seducir ni a una morsa.
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Ambos profesores formaban un curioso cuadro: uno, de corta estatura y
ofreciendo la clásica imagen de profesor algo desaliñado, y el otro, más parecido a un
jugador de baloncesto retirado y vestido con el traje de los domingos que a un
acreditado catedrático. Pero, por encima de las diferencias de aspecto, era indudable
que a ambos les unía una antigua amistad, fruto seguramente de una común pasión
por la Historia.
Nos invitó a tomar asiento, pero ante la falta de mobiliario opté por quedarme de
pie y ceder las sillas al profesor y a Cassie. Observé que el despacho era una réplica a
escala del salón del profesor Castillo pues, de la misma manera, cientos de volúmenes
de todo tipo y tamaño, aunque predominando también los de ajadas cubiertas de piel,
cubrían la totalidad de las paredes no destinadas a puertas o ventanas. Como única
concesión al papel pintado, un espacio enmarcado de estanterías albergaba un gran
mapa de forma rectangular dividido en varias secciones verticales que representaba,
decorado profusamente con dibujos de reyes, castillos, banderas y animales inciertos,
la totalidad de Europa, Asia y el norte de África, incluyendo una porción del
Atlántico donde aparecían ciertas islas que no pude identificar.
—¿A que es extraordinario? —dijo el catedrático desde detrás de su mesa, al
percatarse de mi interés.
—¿De qué año es? —pregunté con auténtica curiosidad, mientras intentaba
descifrar las abigarradas leyendas que acompañaban el mapa.
—Es una reproducción del famoso Atlas Catalán del cartógrafo mallorquín
Abraham Cresques. El original fue dibujado a principios del siglo XIV en esta misma
ciudad —explicó con cierto orgullo—. Es el primer atlas del mundo del que se tiene
conocimiento.
Al oír la fecha me volví instintivamente hacia el profesor Castillo, que me
devolvió una significativa mirada.
—No imaginaba que en esa época se hicieran mapas tan buenos —admití
sorprendido, volviéndome de nuevo hacia la pared—. Recuerdo haber visto algunos
del siglo XV o XVI que guardaba mi padre en casa, y parecían garabatos comparados
con éste.
—Es cierto —convino Medina—, pero es que Abraham Cresques resultó un
adelantado a su época, y este mapa en concreto fue un presente del príncipe Juan a
Carlos VI, rey de Francia; tal era su calidad y trascendencia.
No podía apartar los ojos del hermoso mapamundi, y recorría con la vista la línea
de la costa mediterránea, delimitada perfectamente por la sucesión de nombres de
puertos que la jalonaban. Las cordilleras, como la del Atlas, semejaban largas
serpientes doradas tendidas al sol, las ciudades del interior estaban representadas
como fortalezas, con un estilo diferenciado en el caso de que fueran musulmanas o
cristianas, e incluso lugares tan lejanos e ignotos como Indonesia o Tailandia
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aparecían decorados con imágenes de elefantes y monarcas de piel oscura. No me
podía imaginar el inmenso esfuerzo que debió de suponer para un hombre de hacía
setecientos años recopilar tanta y tan precisa información de entre viajeros y
marineros, en una época en que casi nadie se aventuraba, en toda su vida, más allá de
los límites de su comarca. Y se podían contar con los dedos de una mano los que
habían alcanzado las tierras del Gran Khan o navegado más al sur de las Canarias.
Inmediatamente, sentí una corriente de afecto por el tal Cresques, y una profunda
admiración hacia su talento e indudable perseverancia.
—Y bien, Eduardo —oí al catedrático decir a mi espalda —. Dime, ¿qué es eso
que me contabas por teléfono sobre un monje cartógrafo y un sello?
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El profesor ofreció un relato parcial sobre el origen de su interés —obviamente, se
saltó toda la parte que vinculaba el sello con América—. Dijo haberlo encontrado en
un anticuario de Barcelona y que el fin último de su investigación era publicar las
conclusiones en alguna revista especializada. Lluís Medina lo escuchó con interés
recostado en su asiento, con los brazos cruzados e interrumpiendo ocasionalmente
para pedir alguna aclaración. Cuando el profesor terminó su estudiada exposición,
Medina se quedó en silencio, inmóvil como un Buda vestido de Armani, asimilando
la información que le habíamos ofrecido.
—¿Y ellos dos son tus ayudantes? —preguntó señalándonos, al cabo de un buen
rato.
—Algo así.
—Ya veo —comentó, dirigiendo la mirada al suelo—. Mira, Eduardo —prosiguió
pausadamente—, hace ya mucho que nos conocemos, casi treinta años, y ésta… es la
mayor sarta de mentiras que te he oído decir nunca.
Nos quedamos los tres en silencio, amordazados en parte por la vergüenza, y en
parte temiendo una explosión de ira del gigante calvo, que mantenía los ojos clavados
en el profesor. Transcurrieron unos segundos de tensión que parecieron minutos,
hasta que, sobresaltándonos a los tres, el profesor soltó una inesperada risotada.
—¡Por supuesto que es mentira! —exclamó de la forma más inocente—. ¿Qué te
esperabas? ¿No creerás que te iba a poner al corriente de todo, así, por las buenas? Lo
que necesito saber es si vas a ayudarme o no.
Durante un momento, Medina siguió inmóvil, como si no hubiera escuchado lo
que acababa de decir el profesor. Pero poco a poco comenzó a dibujarse en su enorme
rostro una sonrisa, que acabó convirtiéndose en una sonora carcajada.
—¡Claro que voy a ayudarme, maldito sinvergüenza! —bramó—. ¿Cómo no iba a
hacerlo?
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restaurarlo. De no haber sido así, hoy no quedaría una piedra sobre otra.
—¿Y se sabe quién lo fundó? —preguntó esta vez el profesor.
—Ya lo creo —contestó satisfecho—. Ni más ni menos que Ramón Llull.
—¡Increíble! —exclamó el profesor.
Cassie y yo nos miramos en silencio, cómplices en una ignorancia que no
percibieron los dos historiadores hasta que se fijaron en nuestras caras.
—De la señorita Brooks lo entiendo, por que hizo la carrera en los Estados
Unidos. Pero tú, Ulises —dijo el profesor, con aire de reproche—, deberías saber de
quién se trata.
—Me suena que fue algo así como un místico mallorquín de la Edad Media —
confesé, encogiéndome de hombros—. Pero no acabo de ver la parte increíble del
asunto.
—Pues lo extraordinario de que Ramón Llull fundara el Monasterio de Miramar
—explicó pacientemente— es que se trataba no sólo de un místico, como tú bien
dices, sino de un novelista, poeta, filósofo, teólogo, lingüista, astrónomo y…
precursor de las cartas marinas.
—¿Era cartógrafo? —saltó Cassandra—. Entonces no cabe duda de que ese es el
monasterio al que alude el anillo.
—Muy posiblemente —confirmó el profesor—. Pero lo que me desalienta es que
quede tan poco del edificio original. Dudo de que allí encontremos nada.
—¿Y en los escritos de Llull? —aventuré—. Si él fundó el monasterio, y de allí
salió nuestro cartógrafo misterioso. Forzosamente tuvieron que conocerse ¿no?
—Eso es cierto —acreditó Medina—. Pero también lo es que la inmensa mayoría
de sus obras no han llegado hasta nuestros días, y las pocas que sobrevivieron me las
he leído de cabo a rabo, y te aseguro que en ninguna de ellas hay referencia alguna a
un cartógrafo templario.
—¿Y referencias a conocimientos geográficos que se supone no debía tener? —
preguntó Cassie.
El catedrático no contestó. Sin embargo, la miró detenidamente, luego a mí y,
finalmente, se dirigió al profesor.
—¿Me vais a contar qué es lo que estáis buscando exactamente, o tendré que
adivinarlo yo solo?
El profesor Castillo nos preguntó con la mirada, y ambos respondimos con un
asentimiento de cabeza.
—Creemos que el propietario del anillo… conocía la existencia del continente
americano.
—Me lo veía venir —repuso, con cierto desengaño—. Así que estáis buscando la
famosa conexión americano-templaria. Pues permitidme un consejo, dejadlo ahora
mismo y no perdáis más el tiempo. Otros lo han intentado antes, y nunca se ha
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hallado la más mínima prueba de que esa conexión haya existido jamás —y dejando
caer ambas manos al mismo tiempo sobre la mesa, sentenció—: Los Templarios
nunca estuvieron en América, eso es sólo una fantasía alentada por
pseudohistoriadores con el único fin de vender libros, y me sorprende que tú —
añadió, mirando reprobadoramente al profesor Castillo— te hayas dejado enredar por
algo que sabes perfectamente que es un mito.
—Tú nos has preguntado, y nosotros te hemos contestado —señaló el profesor
tranquilamente—. La cuestión sigue siendo: ¿Nos vas a ayudar?
—Me parece que has empezado a chochear, Eduardo. Y me temo que estás
arrastrando contigo a estos jóvenes tan encantadores —y volviéndose hacia Cassie,
insistió—: Hacedme caso, dejadlo correr, no vais más que a perder el tiempo y el
dinero.
—Nos arriesgaremos.
—En fin… vosotros sabréis. Pero recordad que os lo he advertido —recalcó
lacónicamente—. Ahora tengo un poco de trabajo, pero pasaos mañana por la mañana
por aquí. Sobre las nueve estará bien. Para entonces habré cotejado en mis archivos
toda la información que crea que os puede ser útil.
—Gracias, Lluís —dijo levantándose de la silla el profesor, entendiendo que su
amigo daba por concluida la reunión—. Hasta mañana.
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Una hora más tarde, conducía un pequeño monovolúmen Mercedes por la carretera
de Valldemosa a Deiá, y Cassandra, a mi lado, escrutaba cada camino que asomaba
en el margen derecho, buscando la equivalencia con el señalado con un círculo rojo
en el mapa que llevaba abierto en el regazo.
—Debe de estar por aquí.
—Espero que haya algún cartel indicativo, si no, nos va a costar Dios y ayuda dar
con el dichoso monasterio —aludió el profesor, poco feliz por haberse visto
arrastrado al paseo en coche.
—«Que no panda el cúnico» —intervine—. Seguro que lo encontramos. Mientras
tanto disfrutad del paisaje.
La sugerencia no era banal, pues si a la derecha se deslizaban suaves montañas
cubiertas de bosque, a la izquierda, una sucesión de ásperos acantilados marcaba el
límite de la isla con el Mediterráneo; que desde la distancia, aparecía sereno y
sensual, reflejando la anaranjada luz del sol otoñal.
—Ahí está —exclamó Cassie, sobresaltándome, mientras apuntaba con el dedo
hacia delante.
Una clara señal anunciaba un desvío bajo el lema Monestir de Miramar. Y me
resultó curioso leer en aquella placa las mismas palabras que aparecían grabadas en
oro en un anillo de siete siglos atrás.
Tomé el camino indicado, y enseguida estaba aparcando junto a la verja exterior
del recinto, una reja que aparecía cerrada y que me hizo caer en la cuenta de que
quizás el monasterio podría no estar abierto al público. Bajamos los tres del coche, y
tras comprobar que la cancela estaba cerrada con llave, me acerqué a un anacrónico
interfono y pulsé el botón, primero una, y luego varias veces, con insistencia.
Tardaron casi cinco minutos en contestar, y lo hizo una ronca voz con evidente
desgana.
—¿Quí hi há?
—Buenas tardes —contesté, con mi tono más amable—. Somos un grupo de
Barcelona que deseamos visitar el monasterio.
—No admitimos visitas si no es de forma concertada —contestó la voz
secamente.
—Lo siento, no lo sabíamos. Pero ya que estamos aquí, ¿podría dejarnos pasar?
Será sólo un momento.
—No —respondió la voz, aún más antipática que antes—. Ya le dicho que sólo
visitas concertadas.
Empecé a molestarme por su falta de modales y dejé a un lado las buenas
maneras, convencido de que la cosa no podía ir a peor.
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—Escúcheme —increpé al pequeño altavoz—, no va a decirme que después de
venir hasta aquí no vamos a poder entrar por una absurda norma. ¿Es que si le
hubiera llamado ayer, no estaríamos aquí las mismas personas? —y en tono
amenazante apuntillé—: ¡No nos iremos de aquí hasta que nos abra la puerta!
—Ustedes sabrán… —repuso con indiferencia, y colgó.
Obviamente me había equivocado. Sí que podía ir a peor.
Me volví enfurecido, para encontrarme frente a Cassandra y el profesor que me
miraban con desánimo. Me metí las manos en los bolsillos, y encogiendo los
hombros avancé hacia el coche; furioso con el hombre del interfono, pero también
conmigo mismo por no haber previsto esa eventualidad.
—Un momento —dijo el profesor a mi espalda—. Quizá pueda hacer algo.
Sacó del bolsillo de su abrigo un teléfono móvil y se alejó unos pasos de
nosotros; habló animadamente con alguien, y luego se despidió dando las gracias.
Acto seguido se acercó al coche, apoyándose en el capó con los brazos cruzados.
—¿Y bien? —preguntó Cassie, intrigada.
—Esperemos un poco, a ver qué pasa —contestó sucintamente.
No pasaron ni dos minutos, cuando una nueva voz surgió del interfono.
—¿Están ustedes ahí? —preguntó con preocupación.
—Aquí estamos —respondió Cassandra— …aún.
—Disculpen la espera —se excusó—. Pasen.
Y con un corto zumbido, la verja se abrió.
—No sabíamos que eran ustedes colaboradores del señor Medina —se justificó,
mientras nos guiaba por el monasterio embutido en el hábito marrón de los
franciscanos—. El señor Medina es el mayor experto en Ramón Llull de sas illes, y
nuestras puertas siempre están abiertas para él y sus ayudantes. Nos ayudaron
muchísimo a organizar nuestra exposición.
—Está bien —disculpó el profesor—. Ha sido un simple malentendido.
—¿Qué exposición? —preguntó Cassie, observando con atención los
ennegrecidos cuadros que flanqueaban el pasillo por el que avanzábamos.
—Las de Llull y el archiduque, naturalmente —contestó, mirándonos extrañado
—. He creído entender que es eso lo que venían a ver…
—En parte sí —precisó rápidamente el profesor—, pero antes que nada nos
gustaría ver, mientras haya algo de luz, lo que queda del monasterio original.
—Claro, claro, lo que ustedes deseen. Pero les advierto que pueden sufrir una
pequeña decepción.
—Nos damos por advertidos —respondí, haciendo una mueca al profesor, que se
había vuelto a mirarme tras la última frase del monje.
Le seguimos hasta el centro de un patio a cielo abierto, donde las cuatro columnas
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supervivientes del primer monasterio se sostenían en pie, orgullosas e inútiles.
—Pues aquí tienen lo que queda del monasterio que fundó mossen Llull —dijo el
franciscano, haciendo un gesto ampuloso con la mano.
Nos acercamos los tres, llenos de curiosidad, pasando la yema de los dedos por la
superficie de la piedra, buscando atentamente cualquier marca o símbolo
significativo. Pero el tiempo había cumplido eficazmente su labor, y ya nada quedaba
de lo que pudo haber sido cincelado en ellas setecientos años atrás.
—¿Y el resto? —pregunté—. El señor Medina nos dijo que había algo más.
—Haberlo, haylo. Una sección del muro de la sacristía pertenece al monasterio
original, pero hace poco lo cubrimos de yeso, estaba muy deteriorado.
—Entonces, ¿esto es todo? —inquirió Cassie, contrariada.
—Ya les avisé de que se llevarían una decepción.
Guardamos un pesado silencio, mirándonos entre nosotros, y cuando estaba a
punto de insinuar que nos marcháramos, Cassie se dirigió de nuevo al monje.
—¿Y la exposición? ¿Podríamos verla?
—Por supuesto —afirmó, feliz con la perspectiva de salir del patio, donde ya
empezaba a hacer algo de frío—. Síganme. Esto sí que les va a interesar.
Una enorme sala, austera aunque cuidadamente ambientada, albergaba una serie
de vitrinas que, ligeramente separadas unas de otras, ocupaban la práctica totalidad de
la estancia; todas ellas mostraba en su interior libros centenarios y cartas manuscritas.
De igual modo, en los muros se intercalaban pinturas de lo que debían de ser antiguos
frailes, así como apolillados mapas en papel o pergamino, protegidos tras cristales.
—¡Híjole! —prorrumpió Cassandra—. Menuda colección.
—Es la más importante de la isla dedicada a Ramón Llull o al archiduque Luis
Salvador; ambos, figuras relevantes en la historia de la región, aunque cada uno a su
manera.
—El archiduque del que habla, ¿fue el que compró las ruinas para restaurarlas?
—pregunté.
—Así es. Es interesante advertir cómo dedicó gran parte de su vida a seguir los
pasos de Llull. No sólo compró las ruinas de este monasterio, si no que recopiló toda
la información que le fue posible sobre su fundador. Sobre todo, estaba muy
interesado en su faceta de geógrafo, lo que le llevó a hacerse con docenas de mapas,
cartas y manuscritos que de un modo u otro tenían relación con Llull y la cartografía.
Resulta curioso —añadió tras una estudiada pausa—, pero aunque la cartografía no es
ni mucho menos lo más destacado de su obra, el archiduque ignoró todo lo que no
fuera referente a dicha disciplina, llegando a donar despreocupadamente valiosísimos
documentos originales del propio Ramón Llull, por el mero hecho de que no versaran
sobre la materia por la que estaba obsesionado. Pero, aun así, respetando su memoria,
hemos dispuesto el material de la exposición en función de la importancia que a cada
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documento le dio en vida.
—Es sorprendente. ¿Y se sabe a qué era debida tal obsesión? —interrogó el
profesor, intentando tirarle un poco más de la lengua.
—Lo cierto es que no. Tan sólo hay teorías descabelladas sobre la búsqueda de un
tesoro o algo así, pero a mí me parece que no son más que tonterías.
Sentí cómo se me bajaba toda la sangre a los pies, y una gota de sudor frío me
corrió por la mejilla. Y supongo que a los tres debió de pasarnos lo mismo, pues la
expresión del fraile cambió por completo y se dirigió a nosotros con sincera
preocupación.
—¿Se encuentran ustedes bien? —preguntó, tomando del brazo al profesor—. Se
han quedado pálidos de repente.
—Chicos, me alegro de veros. Hay algo que quiero que veáis —dijo el profesor,
nada más abrirnos la puerta de su habitación, cuando le fuimos a entregar las piezas
de fruta que nos había pedido que le subiéramos—. Entrad, entrad.
Intercambié una mirada con Cassie y, alzando las cejas resignadamente, pasamos
dentro. Ambos estábamos cansados por el largo día que habíamos tenido, el tinto de
—Fugin l´alumne del magistro —leía la arqueóloga en voz alta—, arribá a la mes
humild vila, e sota la yum dén petit Qresques, guardá el camí del Brau, a la negra
Allexandría. —Levantó la vista del papel y, sin mirarnos a ninguno, aseveró—:
Sabemos que la primera frase nos da una línea recta que cruza medio mapa y varias
ciudades en su camino —explicó, pasando el dedo por encima de la línea dibujada a
lápiz sobre el atlas—. Ahora se trata de descifrar la frase que nos vuelva a dar otra
línea recta que se corte con la anterior y, de ese modo, tendremos una equis en el
mapa —y con una media sonrisa añadió—: que me juego la coleta a que indicará una
ciudad o fortaleza de las que aparecen en el mapa.
Pasó un largo minuto de silencio en el que se podía oír el rumor de los cerebros
trabajando, asimilando la posibilidad que Cassandra acababa de ofrecer.
—Puede ser… —concluyó finalmente el profesor—. Pero como no tengamos la
misma suerte para interpretar correctamente el resto del acertijo —apuntó,
mirándome de soslayo—, lo vamos a tener bastante difícil.
—Vamos a ver. No puedo creer que hayamos dado un paso tan grande en menos
de media hora y aún tenga que escuchar comentarios derrotistas.
—Hijo… —intervino Medina, incapaz de ahorrarnos su opinión.
—Yo no soy su hijo —repliqué, irritado.
El catedrático guardó silencio por unos instantes, carraspeó y volvió a la carga.
—Eduardo sólo está intentando ser realista. Un golpe de suerte no te convierte en
investigador ni va a resolver este enigma —dijo con acritud—. A partir de ahora, lo
que hay que hacer es estudiar toda la bibliografía de Jaffuda Cresques con
detenimiento, y dejar el asunto en manos de auténticos expertos.
—¿Se refiere a los mismos expertos que confunden Maestro con Mistral?
—Ulises, déjalo ya —terció el profesor—. Disculpa, Lluís, estamos todos muy
excitados.
—La historia no es una ciencia exacta, se basa casi siempre en aprender de los
El restaurante del hotel resultó más selecto de lo que esperábamos, con una
clientela compuesta principalmente por hombres de negocios tanto africanos como
europeos, y algunas parejas malienses adineradas, entre los que destacábamos como
una mosca en la sopa. Memorable fue, asimismo, la mirada de incredulidad que le
dirigió el maître al profesor, cuando lo vio llegar embutido en su camisa de palmeras,
Tras una copiosa cena de la que el profesor se despidió antes de los postres, pagué
la cuenta, y ya nos dirigíamos a las escaleras cuando tomé a Cassie por el brazo, y
con la cabeza, le señalé la puerta.
—¿Damos un paseo para bajar la comida?
—¿Ahora? ¿Por ahí fuera?
—Claro. Por aquí dentro sería muy aburrido.
—Es que… verás, estoy muy cansada.
—Tranquila, será solo una vuelta por los alrededores. ¿O es que tienes miedo?
—¿Miedo yo? —repuso altiva, señalándose con el pulgar—. ¡Ándele!
El simple hecho de traspasar la puerta del hotel supuso pasar de la luz a la
oscuridad, del relativo frescor al calor más agobiante, y del olor a ambientador de
jazmín al hedor de basura y fritangas de los chiringuitos callejeros.
—¡La chingada! ¡Vaya cambio!
—Bienvenida a África —exclamé con un gesto ampuloso.
—No mames, güey. Esto es sólo una calle oscura y asquerosa de una ciudad que
se cae a pedazos.
—Cierto —repuse—. Acabas de hacer una buena descripción del África actual.
Transitábamos por el corazón de tinieblas de Bamako, iluminados por los
quinqués de alcohol de vendedoras de alitas de pollo, barberos de a pie de calle,
mecánicos que en la misma acera desmontaban motocicletas chinas casi a tientas, y
basura pudriéndose por todas partes. El río de caótica humanidad, visible apenas por
los llamativos vestidos de las señoras y el blanco de la miríada de ojos que se volvían
Con los primeros rayos de sol hiriéndome directamente en la cara a través de una
herrumbrosa ventanilla, miraba hacia abajo desde dos mil metros de altitud
contemplando impresionado la inmensidad del Sahel, que se perdía en el polvoriento
horizonte sin dar señales de que ningún montículo, montaña o colina, quebrara su
monótona presencia. Aunque el verdadero desierto no empezaba hasta cientos de
kilómetros al norte, la desolada planicie, tan sólo punteada por escasas acacias,
matojos y lo que parecían ser alargadas sombras de hombres en mitad de ningún sitio,
me evocaba una cierta sensación de abandono, una soledad tan profunda que era
difícil de imaginar. Apreté la mano que mantenía junto a la mía, pero al ir a comentar
a su propietaria las sensaciones que aquel yermo paisaje me provocaba, la encontré
dormida, y no tuve corazón para sacarla de su merecido descanso.
El avión, un turbohélice de veintipocas plazas de fabricación rusa de la compañía
Air Malí, traqueteaba ostensiblemente y proporcionaba frecuentes sobresaltos en
A las nueve de la mañana, con el sol ya amenazando con un terrible día de calor,
nos plantamos frente a la Biblioteca de los Kati. Se trataba de un edificio de dos
plantas pintado de suaves colores tierra, acorde con el entorno y protegido por un
pequeño muro de mampostería blanca. La verja estaba abierta, así que avancé hasta la
puerta de madera de la casa y la golpeé un par de veces.
Un hombre de unos cuarenta años, de tez oscura y semblante intrigado, abrió la
puerta.
—As Salaam alaykum —saludé, como era preceptivo.
—Wa alaykum as-salaam —respondió.
—¿Do you speak english? —aventuré, temiéndome una complicada conversación
en francés.
—¿Sois españoles? —preguntó a su vez.
Me quedé en silencio durante un segundo, asombrado por encontrar a un maliense
con acento andaluz.
Tras cruzar una sólida puerta de hierro, nos encontramos en una espaciosa sala
pintada en color celeste que ocupaba la totalidad de la planta superior. Las paredes de
la misma se hallaban ocupadas por docenas de anaqueles de madera que, tras un
enrejado, dejaban ver centenares de legajos, documentos y carpetas repletos de
amarillentos pergaminos amontonados unos encima de otros.
—¿Esto es la biblioteca? —pregunté, sin poder ocultar mi decepción.
—Daniel volvió a reparar e mí, renaciendo un atisbo de ira en su gesto.
—¿Qué esperaba? ¿Ordenadores y música de fondo?
—No, no es eso —me estaba cansando de disculparme con aquel tipo—. Pero
aquí hay miles de papeles y pergaminos. Tardaríamos años en repasarlos todos.
—Bueno, eso depende de qué tal lean ustedes el árabe antiguo.
El profesor se apoyó en la mesa que ocupaba el centro de la estancia.
—En realidad —dijo—, el documento que buscamos creemos que está escrito en
castellano, portugués o catalán.
Daniel ben Ibrahim al Quti nos miró, confuso.
—Creí que ya lo sabían. En esta biblioteca, aunque hay muchos documentos
relacionados con la añorada Península ibérica; todos ellos, sin excepción, ya sean
traducciones u originales, están redactados en árabe.
La inesperada revelación cayó como una maza sobre los tres. Habíamos cruzado
media África en la búsqueda de una improbabilidad, para acabar dándonos de bruces
contra una imposibilidad. Abatidos, tomamos asiento alrededor de la mesa, intentado
Abrumados por la decepción, no nos quedó más remedio que aceptar que la única
posibilidad de seguir adelante se había esfumado ante nuestras narices. Derrotados,
nos levantamos de la mesa, ignorando los miles de pergaminos inútiles que se
amontonaban a nuestro alrededor y le dimos la mano a Daniel, agradeciéndole su
tiempo y su té. Recogíamos las fotocopias y dibujos que el profesor había esparcido
El patrón regresó al cabo de una hora, dando un paseo tranquilamente y sin dar
explicaciones de su prolongada ausencia, aunque por las insinuaciones maliciosas que
con la mirada nos hizo el oportuno salvador de Cassie, aventuraría que su paseo al
poblado que se intuía unos cientos de metros más allá, tenía un carácter
eminentemente libidinoso. Mientras, habíamos aprovechado para preparar un
almuerzo a base de arroz blanco, banano y piña. Antes del mediodía ya habíamos
comido y continuábamos camino río abajo hacia la aldea de Batanga, situada a unas
pocas horas de donde nos encontrábamos, y donde esperábamos hallar la clave
definitiva que nos condujese hasta el esquivo tesoro de los Templarios.
Con cierto remordimiento de conciencia —pero ahítos—, les dimos las gracias a
todos por el festín con muchos apretones de manos y sonrisas sin palabras, mientras
los cuencos vacíos desaparecían con la misma rapidez con que habían aparecido y
nos invitaban a sentarnos en unos estrechos bancos de madera en el centro de la
cabaña.
El sol iniciaba su inevitable descenso hacia el horizonte, las sombras se alargaban
sobre la tierra seca y una ligera brisa proveniente del sur arrastraba el suave olor a río
al que nos habíamos acostumbrado los últimos días. Modibo, entretanto, se entretenía
organizando una ordenada fila según la edad y en la que se terminó colocando al
frente, como si se tratase de una cola de niños esperando entregarles la carta a los
Reyes Magos.
Observamos la escena extrañados, guardando silencio a la espera de que
sucediera algo. Pero nadie hacía nada. Allí estaba el pueblo entero haciendo cola ante
nosotros que, desconcertados, nos mirábamos mutuamente interrogándonos en
silencio.
Finalmente, fue el profesor quien, ejerciendo como intérprete oficioso, decidió
abrir la boca.
—¿Sí? —fue todo lo que dijo, dirigiéndose a Modibo, que aguardaba en primer
lugar.
Automáticamente, éste dio un paso al frente y, pasándose repetidamente la mano
Lo primero que averigüé al abrir los ojos por la mañana fue que la repelente araña
había decidido cambiar su escondite del techo por el interior de mi mosquitera. No
tenía ni idea de cómo había podido colarse, pero el espeluznante arácnido se
encontraba ahora a menos de dos palmos de mi cara, por lo que tuve que recurrir a
toda mi sangre fría —tengo fobia a las arañas, nadie es perfecto— para salir del catre
con calma, y evitar así que el bichito pensara que yo era una enorme y fea mariposa
Me despedía ya del longevo artesano, estrechándole sus callosas manos entre las
mías, cuando, movido por la curiosidad, él me hizo una pregunta a mí.
—¿Pourquoi désirez-vous connaître mon petit-fille?
Divertido por la confusión, le expliqué que no estábamos interesados en su nieta,
sino en el regalo que le había hecho por su boda.
—¿Le caisse? —preguntó de nuevo.
—Oui monsieur… le caisse —le confirmé, sorprendido al descubrir que lo que
estábamos buscando era en realidad una caja.
El anciano sonrió como si acabara de contarle un chiste.
—¡Mais le caisse c´est no pas avec moi petit-fille!
—¿Pardon? —inquirí, convencido que no había entendido bien.
—Monsieur… —explicó, como si se tratase de un obviedad—, le cadó c´est chez
parents du mari, a la ville du Tabrichat… C´est la tradition.
La cabeza me daba vueltas, intentando asimilar lo que acababa de oír, incrédulo
No era, ni mucho menos, la primera vez que tenía que regatear en inferioridad de
condiciones, y me esperaba una difícil discusión para conseguir un precio
relativamente razonable, pues contaba con muy pocas cartas que jugar a mi favor y ni
siquiera nos quedaba agua suficiente para volver al poblado. Por ello, apenas pude
disimular mi asombro cuando, contra todo pronóstico, alcancé un acuerdo claramente
favorable para nuestros bolsillos.
—Ya está —anuncié—. Han dicho que nos llevarán a Tabrichat por ochenta mil
francos CFA.
—¡Muy bien! —me felicitó Cassie—. ¡Ese es un buen precio!
—¿Cuándo partimos? —preguntó el profesor, dándome palmaditas en la espalda.
—Mañana a primera hora, y tardaremos tres o cuatro días en llegar a Tabrichat.
—¡Magnífico! —exclamó el profesor, frotándose las manos—. Me muero de
ganas por hincarle el diente a esa misteriosa caja.
Ajeno a su entusiasmo, no podía evitar cierta desconfianza respecto a nuestros
La noche fue fría, como lo son las noches del desierto, y aunque el viento dejó de
soplar apenas se puso el sol, nos vimos obligados a arrebujarnos bien en nuestros
sacos de tela y a dormir con la ropa puesta.
Tal y como me había sucedido unas noches antes, una mano me zarandeó sin
contemplaciones, y me desperté sobresaltado frente a un par de reflejos blanquecinos.
—Sabáhal-jir, sabáhal-jir —repitió una voz ronca.
—Vale, vale… —protesté—. Sabáhal-jir… Lo que tú digas.
Cassie parpadeó un par de veces, somnolienta.
—¿Qué pasó? —preguntó—. ¿Qué dice el coate?
—Nada… que buenos días.
El profesor bostezó sonoramente.
Avanzábamos ahora a través del mar de dunas, algunas de ellas de más de treinta
metros de altura, que sorteábamos zigzagueando o dando frecuentes rodeos. Casi
siempre, los camelleros intentaban seguir las crestas de las onduladas montañas de
arena, pero en ocasiones nos veíamos obligados a bajar a una vaguada que luego
había que remontar enfilando la falda de alguna enorme duna. Lo que me llevó a
descubrir que a los camellos no se les da nada bien subir o bajar pendientes, y que si
no fuera por los apremiantes fustazos en la grupa por parte de los tuareg, nuestros
jorobados amigos difícilmente habrían dado un paso que no fuera en llano.
Así andamos durante horas y horas, duna arriba y duna abajo. Interminable.
Monótono. El romanticismo del viaje se diluía por momentos mientras me
preguntaba si mi organismo sería capaz de asimilar toda la arena que me estaba
tragando.
Casi no hablábamos entre nosotros, pues no había nada que comentar y la saliva
empezaba a ser un bien preciado que no convenía desperdiciar en conversaciones
inútiles. Y con los tuareg, bueno, con ellos no habíamos cruzado más que un par de
frases desde que partimos. Había conocido máquinas expendedoras de tabaco más
habladoras.
Más empujado por el aburrimiento que por la curiosidad, me acostumbré a
comprobar con frecuencia una pequeña brújula que siempre llevaba conmigo al salir
de viaje, calculando aproximadamente el rumbo que seguíamos a lo largo del día, y
anotándolo en la libreta que llevaba frente a mí, atada a la montura.
Llegó el sol a su cenit, para luego, muy lentamente, iniciar su ansiado descenso
hacia la tarde. Los rostros de Cassie y el profesor eran un vivo reflejo de la dureza del
trayecto, y ambos se reclinaban, cansados, sobre su silla de montar, prestando muy
poca atención al terreno y dejándose llevar por la corriente del río de camellos. Ya no
avanzábamos al frente de la columna, habiéndonos ido descolgando hasta la mitad de
la misma, poco interesados por emular a Lawrence de Arabia a la vanguardia de sus
tropas. De seguir la misma tendencia, al día siguiente andaríamos a la cola… sino
Poco después, volvimos a encontrarnos con el mismo lecho seco que habíamos
Los tuareg se encontraban muy cerca, ya se podían apreciar las siniestras figuras
de los jinetes, e incluso los reflejos que el sol arrancaba del acero de sus armas.
Mantenían un ritmo pausado pero constante, y era inevitable que en cuestión de
minutos nos dieran alcance. Mientras, el calor nos impedía respirar y el insoportable
sol atravesaba la pobre protección de nuestros sombreros, derritiéndonos los sesos e
impidiéndonos, afortunadamente, pensar con claridad y concebir así el trágico destino
que nos esperaba.
Procurando ignorar la cada vez más próxima presencia de nuestros perseguidores,
avanzábamos trabajosamente sobre la fina arena. Además, Cassie y yo nos veíamos
obligados a servir de apoyo al profesor, que apenas arrastraba los pies y se encontraba
cerca de caer redondo.
—Dejadme aquí y seguid vosotros —boqueó jadeante—. Yo no puedo más.
—Déjese de numeritos de película —le increpé—, e intente mover un poco las
piernas, que lo vamos arrastrando y pesa usted como un muerto.
—Es que lo estoy…
—¡Vamos, profesor! —le animó la mexicana, sudando a chorros—. ¡Que aún
tenemos un tesoro que encontrar!
Aquello pareció insuflar algo de vida en los miembros del profesor y,
sobreponiéndose, logró mantenerse sobre sus propias piernas.
—Tienes razón, querida —musitó —. Pero, maldita sea, nunca hay un taxi cuando
lo necesitas.
Y como una de esas bromas que gasta la providencia de vez en cuando, el lejano
pero inconfundible sonido de un claxon reverberó en el denso aire del desierto.
El dios de aquellas desoladas tierras debía de estar partiéndose de risa.
Unos pocos francos CFA habían servido para conseguirles asiento en la cabina a
Cassie y al profesor que, atiborrándose de agua, se recuperaba poco a poco de la
fuerte deshidratación bajo los cuidados de la mexicana. Para mí no había quedado
sitio en el interior, así que, encaramándome trabajosamente por la montaña de bultos,
me dejé caer sobre su cima, abatido, abandonándome al cansancio a sabiendas de
que, según el chofer —que cubría con el providencial AK-47 en sus rodillas la ruta
entre Gao y Tessalit—, aún tardaríamos casi tres horas en llegar a la anhelada
Tabrichat.
Sólo esperaba que valiera la pena.
Gracias a que llevábamos algo de dinero en las riñoneras interiores, pudimos, al
llegar a nuestro destino, invitar a todo el pasaje que tanto nos había mimado, y al
conductor que nos había salvado la vida con su fusil automático, a todas las rondas de
Cuando el sol dejó de castigar con dureza las calles de Tabrichat y nos
encontramos parcialmente recuperados gracias a las raciones de arroz y los refrescos,
decidimos no demorar ni un segundo más la búsqueda de los suegros de la nieta de
Veinte minutos después, Buiko daba vueltas por la casa persiguiendo elefantes
rosa y matándose a carcajadas frente al espejo de su habitación.
—Me siento muy avergonzada —lamentó Cassie, viendo correr al hombre de
arriba abajo, dando saltitos.
—No te preocupes —dije tomándola por la cintura—. Dentro de unas horas se le
habrá pasado el efecto, y tan solo le quedará una extraña historia que contar a su
mujer.
La mexicana meneó la cabeza.
—Aún así, me siento muy mal por drogar a este pobre hombre para salirnos con
la nuestra.
—Yo tampoco estoy muy orgulloso de hacer esto, pero así podremos comprobar
si hay algo en su interior —añadí mirando la pieza de ébano, que ya estaba siendo
estudiada detenidamente por el profesor—. Luego la volveremos a cerrar, lo
dejaremos todo como estaba, y para cuando se le pasen los efectos de la marihuana,
Buiko no estará seguro de si hemos estado aquí realmente o sólo hemos formado
parte de un inexplicable sueño.
—En fin… —convino, agachándose junto a la negra talla— el daño ya está
hecho.
Con las piernas cruzadas, los tres nos sentamos sobre el suelo de tierra alrededor
de la misteriosa caja, examinando al tacto cualquier irregularidad o hendidura que
pudiera revelar el modo de abrir el elaborado contenedor.
—Qué extraño —comentó el profesor en voz baja—. No parece que haya ninguna
tapa, ni una sección extraíble ni nada por el estilo.
—Pero ha de haberla —repliqué—. Si hay un espacio vacío en su interior es
porque alguien lo ha vaciado y cerrado posteriormente, por lo tanto debe de haber
alguna manera de volver a abrirlo.
—Pues tú dirás —dijo cansadamente—. Porque la teoría es buena, pero aquí no
veo nada.
—En las películas —señaló Cassie con humor—, siempre hay un botón oculto
que abre el cofre.
—¡Buena idea! —contestó el profesor—. Tú busca el botón secreto, Ulises que la
frote, y yo diré aquello de «¡Ábrete Sésamo!». Seguro que así no se nos resiste.
—No sea menso.
—Bueno, ya basta —intervine—. Todos estamos reventados, así que dediquemos
Dieciséis horas y dos trasbordos más tarde, nos despedíamos en el taxi frente a la
casa del profesor Castillo y dábamos indicaciones al conductor para que nos dejase en
mi piso de la calle París.
Abordamos el ascensor en silencio hasta el ático y, al llegar, rebusqué entre la
tierra de un maltrecho ficus que mantenía junto a mi puerta sólo para esconder una
En cuanto nos quedamos a solas nos derrumbamos sobre el sofá, nos quitamos
toda la ropa, y mientras Cassie tomaba el camino de la ducha yo encargaba un par de
pizzas para el almuerzo.
Media hora más tarde nos encontrábamos sentados a la mesa, aseados y con ropa
limpia, dando buena cuenta de un par de supremas con extra de queso.
—Hummm… me moría de hambre —exclamó la arqueóloga sin dejar de
masticar.
—¿No te enseñó tu mamá a no hablar con la boca llena?
Ella me dirigió una mirada lasciva, con un poco de mozzarela colgando de la
comisura de sus labios.
—También me enseñó a no dejarme manosear, y aquí me tienes.
No pude evitar una sonrisa acompañada de un repaso lujurioso.
—¿Es eso una invitación?
—Depende —dijo, fingiendo desinterés— de lo cansado que te encuentres.
Me levanté de la silla, y rodeando la mesa la abracé por detrás, introduciendo los
brazos por debajo de su camisa.
—No lo suficiente… —susurré a su oído.
Ella dejó el trozo de pizza sobre la mesa y comenzó a emitir suaves gemidos
Nos pusimos a ello con entusiasmo. Dividimos la lista entre los tres, y repasamos
todos los nombres que aparecían en la costa caribeña del istmo centroamericano en
busca de un nombre que coincidiese, o se asemejase fonéticamente, a alguna de las
traducciones de Ciudad del Alba.
No tardamos ni media hora en dar con lo que buscábamos.
—¡Lo tengo! —exclamé.
Los dos se abalanzaron sobre el mapa, leyendo el nombre al que apuntaba con el
dedo.
—¡Túlum! ¡Claro! —prorrumpió Cassie, golpeándose con la palma de la mano en
la frente—. ¡Por supuesto!
—Pareces estar muy segura de que es esta la ciudad —observé, sorprendido por
su reacción.
—En realidad no se trata de una ciudad —expuso emocionada—, sino más bien
de un inusual castillo costero maya del periodo posclásico. Estuvo habitado desde el
siglo X al XVI, con lo que encajaría con el periodo de los Templarios y, por añadidura,
según las últimas investigaciones, parece ser que tenía una especie de muelle para las
embarcaciones de los pescadores, por lo que habría sido el lugar ideal para que
recalaran allí los barcos de la orden.
—Si tú crees que ése es el lugar, entonces, no nos queda más que calcular la
distancia hasta la «Laguna de los tiburones» —me volví hacia el profesor—. Profe, ¿a
qué velocidad cree usted que navegarían las naves de aquella época?
Los primeros rayos de luz de la mañana trataban de abrirse camino entre el espeso
dosel de millones de hojas que, como una sólida bóveda, cubría totalmente el cielo de
la selva. Escandalosos guacamayos parloteaban desde sus elevadas atalayas, y una
familia de monos carablanca nos observaba con curiosidad desde una ceiba cercana.
Tumbado aún en la hamaca, contemplaba a un precioso tucán volar raudo entre
los árboles cuando, rompiendo la armonía de la mañana y mandando callar a todo ser
Con un detallado mapa topográfico militar de la zona desplegado sobre una gran
losa de piedra —que según Cassie había sido utilizada para realizar sacrificios
humanos—, buscábamos minuciosamente cualquier pozo, caverna o cenote que se
hallara en las cercanías.
—Según esto —apuntó el profesor con cierta desilusión—, el cenote más cercano
se encuentra a más de cien kilómetros.
Cassandra se incorporó y cruzó los brazos, contrariada.
—Pues o el mapa no es lo suficientemente exacto, o aún no se ha descubierto ese
cenote en particular —alegó— …porque os puedo asegurar que mi análisis del
grabado y las inscripciones es correcto.
—No lo dudo, pero el hecho de que ese cenote esté por aquí, si te he entendido
bien, es sólo una suposición tuya.
A la aludida no le hizo demasiada gracia mi comentario.
—¿Y qué crees entonces? ¿Qué siguieron caminando por la selva con varias
toneladas de oro a cuestas, y que el que talló la estela era un mentiroso compulsivo?
—¡Oye, no te enfades conmigo! Hemos de tener en cuenta todas las
posibilidades.
—Pues la posibilidad de que me haya equivocado —repuso con genio— ya la
puedes olvidar.
—Está bien —intervino el profesor, en tono conciliador—. Trabajemos sobre el
supuesto de que el cenote está por aquí pero, por alguna razón, no aparece en los
mapas. ¿A qué podría deberse?
Nos miramos, pero ninguno abrió la boca.
Mientras el profesor nos contemplaba unos metros más arriba, expectante, Cassie
y yo cavábamos sudando a chorros en la falda de la colina. Cuando ya estábamos a
punto de rendirnos, exhaustos, la punta del pico golpeó en la dura piedra, y media
hora frenética después, habíamos dejado al descubierto una minúscula parte de una
colosal estructura construida por el hombre.
—¡Lo sabía! —exclamó eufórica—. ¡Sabía que no me equivocaba!
—Eres muy lista —reconocí, contemplando el ciclópeo escalón de piedra que
habíamos desenterrado—. Jamás lo habría imaginado.
—¿Que soy muy lista o que aquí debajo se ocultaba una pirámide?
No pude evitar sonreír.
—Que seas muy lista, por supuesto. Esta pirámide enterrada la habría encontrado
yo en diez o quince minutos como mucho. ¿A que sí, profe? —añadí, volviéndome
hacia él.
Éste, ajeno a nuestra conversación, se había acercado al bloque de piedra
Tal y como había sucedido invariablemente durante los últimos seiscientos años,
la luz del atardecer se abrió paso a través de la entrada del templo, tiñendo de naranja
las aún blancas paredes de su interior e insuflando vida con sus sombras a los
enigmáticos relieves grabados en el suelo y el techo de la estancia. La obra de unos
hombres muertos y olvidados hacía siglos.
Sin embargo, esta vez, a diferencia de los otros miles de atardeceres anteriores, no
era la quietud ni la inquebrantable soledad lo que reinaba en la estancia. Esa tarde,
una aparentemente caótica maraña de frágiles cañas ocupaba casi todo el santuario.
Estaban atadas entre sí con trozos de cordel, bridas e incluso lianas, conformando una
complicada estructura de la que hubiera resultado imposible averiguar su propósito. Y
por si fuera poco, una larga cuerda recorría zigzagueando la estrambótica
construcción partiendo de la entrada del templo y acabando atada a uno de los picos
que, habiendo sido separado del mango de madera, se clavaba ahora, por su extremo
más plano, en una juntura del borde de la losa que marcaba el límite del reino de los
muertos.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —preguntó Cassandra, mientras
trataba de hacer un nudo con un bejuco.
—¡Pues claro que no! —contesté, mientras trataba de asegurar un mosquetón—.
¿Cuántas pirámides mayas crees que he profanado últimamente?
—Me refiero a este fregado. No acabo de creerme que con un montón de cañas y
una cuerda vayamos a mover ese piedrón.
Terminé de fijar el mosquetón con un trozo de cuerda y me acerqué a la menuda
arqueóloga, a la que hacía casi un día que no besaba.
—Déjame que te lo explique… —dije, acercándome a ella con lo que intentaba
ser un tono provocador.
—Venga, Ulises. No seas menso.
—Sííí… yo soy tu menso, y tú eres mi mensa —repliqué tomándola en mis
brazos, buscando el lóbulo de su oreja.
—Ulises… —protestó quedamente—. El profesor anda por aquí, y puede oírnos.
—Tranquila, no nos oye.
—¡Sí que os oigo!
—Venga —zanjó Cassie con una risita—, deja de manosearme y explícame en
qué estoy trabajando desde esta mañana.
—Está bien… ¡Profesor! Acérquese usted también, ya está todo listo.
Esperé a que nos juntáramos los tres para dar una breve descripción del
funcionamiento del mecanismo.
—Veréis —dije, acercándome a la pieza que queríamos mover—, lo que pretendo
Habíamos pasado varias horas discutiendo en voz baja, dentro de la tienda en que
nos habían encerrado, sobre el ultimátum al que nos enfrentábamos. Aunque antes le
habíamos relatado al profesor lo que Cassie y yo habíamos encontrado en el interior
de la pirámide. Viéndome obligado a taparle la boca, para evitar que se oyeran en
todo el campamento sus gritos de entusiasmo. A pesar de perder la oportunidad de
hacernos con el tesoro, él era ante todo un historiador, y como tal, la confirmación de
sus teorías lo llenaba de un júbilo incontenible, ajeno a la decepción y enojo que a
Cassie y a mí nos embargaba.
Sopesamos nuestras escasas alternativas, conscientes de que un no, no solamente
nos apartaría definitivamente del descubrimiento del siglo, si no que, además, podría
incluso ponernos en grave riesgo; pues aunque no nos constaba que Hutch fuera un
asesino, podía llegar a la peligrosa conclusión de que se ahorraría posibles molestias
futuras con nosotros tres en el fondo del río, sirviendo de almuerzo a los caimanes del
Usmacinta.
Finalmente tomamos una decisión unánime, y cerca de las tres de la madrugada
nos dejamos caer en nuestros camastros de campaña, donde el cansancio y las
emociones acumuladas del día nos vencieron en cuestión de minutos.
—¿Y bien? —preguntó Hutch, de pie, con los nudillos apoyados en una mesa
Las horas siguientes fueron de frenética actividad. Descargar los helicópteros fue
sólo una parte, pues aunque casi una veintena de técnicos y mercenarios descendieron
A primera hora de la mañana del día siguiente nos dirigimos al centro de mando,
donde nos esperaba el «equipo de prospección» al completo que, para nuestra
sorpresa, estaba formado tan solo por Benedict el geólogo, y su extravagante
sombrero de vaquero. Por lo que al unirnos nosotros tres, multiplicó por cuatro su
volumen de personal.
—Llamadme Mike —saludó cordialmente, cuando nos presentamos—. Y lo de
«equipo de prospección» me parece muy pomposo para lo que tenemos que hacer en
realidad.
Media hora más tarde, con un refresco en la mano de cada uno, en la penumbra de
la sala de informática contemplábamos absortos la pantalla principal del ordenador de
la base mientras se iba formando, capa a capa, una colorida representación del
subsuelo de la caverna hasta unos quince metros de profundidad. En pocos minutos,
la computadora finalizó su tarea, y Mike, manejando el ratón, hizo rotar la figura
resultante sobre sus tres ejes, imprimiendo en papel las perspectivas que le parecían
más reveladoras.
En ello estábamos cuando Hutch apareció por la puerta, y sin saludar, tomó
asiento junto al geólogo.
—¿Tiene las lecturas?
—Todas ellas —contestó Mike—, y acabo de terminar el análisis de las mismas.
—¿Y bien?
—Pues como suponía —informó en tono profesional—, todo el suelo es de origen
calcáreo, y en las lecturas no se aprecian fisuras importantes en la roca, por lo que
podrá proceder con el sellado de los canales sin temor a que haya desprendimientos.
—¿Cuántos hay? —continuó interrogando el cazatesoros.
—Dos, uno de entrada y otro de salida.
—Perdonen que interrumpa —intervine—. Pero ¿qué es eso del sellado? ¿Y de
qué canales hablan?
El geólogo se volvió en su silla.
—Los canales son por donde entra y sale el agua que vemos en el cenote —y
apoyando un dedo en la pantalla indicó—. Son esos dos ramales que salen en
direcciones opuestas, ¿los ves? Están a unos tres metros por debajo del nivel del
agua, y lo que vamos a hacer es sellarlos con explosivo plástico.
—¿Para qué? —volví a preguntar.
—¡Pues para que va a ser, hombre! —exclamó el texano—. Para bloquear el paso
de agua, drenarlo, y una vez seco sacar el tesoro tranquilamente.
—¿Y si no quedan perfectamente sellados los canales? Me parece difícil que no
entre nada de agua.
Quizá por el buen humor que nos acompañaba, el descenso se me hizo muy breve
y, sin darme cuenta, ya me encontraba al final de la escalera, adentrándome en el
fantástico «pasadizo de las pinturas», como imaginativamente habíamos decidido
bautizarlo.
A pesar de que era ya la cuarta vez que lo atravesaba, descubría en cada ocasión
nuevos símbolos y representaciones, y me asombraba con los sutiles matices con que
aquellos artistas diferenciaban distintas actitudes y comportamientos de figuras
aparentemente iguales. Alrededor de cada personaje o escena, una serie de
jeroglíficos describían y fechaban los acontecimientos como un pie de foto
precolombino. En aquel amplio pasadizo de más de veinte metros de longitud, había
contado al menos treinta escenas repartidas entre ambas paredes y el techo, que era
precisamente donde enfocaba ahora mi linterna con curiosidad; pues a pesar de
disponer de una tenue iluminación eléctrica, ésta no permitía distinguir claramente
los detalles de los pasajes que se encontraban a tres metros de altura.
Mientras Cassie y el profesor examinaban una escena en que un sacerdote con un
espectacular tocado de plumas de guacamayo le sacaba el corazón a un guerrero
vestido con piel de leopardo y lo lanzaba a las fauces de Ah Puch, yo recorría los
pasajes del techo con pocas esperanzas de entender su significado, aunque seducido
con la fuerza que transmitían aquellas figuras. De todos modos, tras más de una hora
caminando arriba y abajo por aquel pasillo, empecé a saturarme un poco de tanto rey
emplumado, sacrificios y ajusticiamientos. Estaba ya meditando regresar a mi
cómoda litera, a recobrar el sueño perdido la noche anterior, cuando mi vista fue a
parar a una pequeña representación ilustrada justo encima del umbral que llevaba a la
caverna principal y que, sin saber muy bien por qué, a un nivel inconsciente, había
captado por completo mi atención.
La contemplaba detenidamente, intentando averiguar qué es lo que hacía tan
llamativa aquella escena. En ella, una serpiente malcarada decorada con plumas
verdes aparecía representada junto a una especie de carromato cargado con lo que
aparentaba ser una caja de piedra, o algo por el estilo. Seguramente —pensé—, será
una tontería, pero ya que estamos aquí, le sacaré una buena fotografía.
El asombroso grabado resultó ser sólo el último de una serie que, pintada en el
techo, empezaba en un extremo del pasillo y terminaba en el otro. Allí, según las
inscripciones que iba interpretando Cassandra, se relataba de forma cronológica cómo
los hijos del dios Quetzalcoalt llegaron siguiendo el río hasta la ciudad de Yaxchilán
en múltiples ocasiones, a lo largo de varios ciclos cortos. Los grabados ilustraban
también, que la última ocasión en que lo hicieron, tras presentarse ante los sacerdotes
y pedirles su ayuda, realizaron la mayor ofrenda de oro y piedras preciosas jamás
vista en estas tierras, al dios Ah Puch. Tras ello, los dioses barbudos y de piel blanca
—simbolizados como siempre, por figuras de Quetzalcoalt— partieron en dirección
sur hacia un lugar en las montañas llamado Ciudad del Templo, para no regresar
jamás. Llevándose consigo a cambio una excepcional talla de jade representando una
serpiente emplumada ofrecida por los sacerdotes como prueba de reconocimiento, y
un misterioso cofre de piedra que, según parece, les dijeron aquellos hijos de
Quetzalcoalt contenía un tesoro sagrado.
—Sin duda, se trata del relato —murmuró el profesor, embelesado, con la vista
clavada en el techo— de la visita de los Templarios a este lugar. Su llegada, la
ofrenda al cenote, y su marcha final. Todo apunta en la misma dirección, y si la
interpretación que hacemos es correcta, creo que no cabe duda de que la totalidad de
las riquezas del Temple —agregó, señalando el reflejo azulado procedente de más
allá del corredor— descansan ahora en el fondo de este cenote.
Cuando me hube calmado, un buen rato después, me dejé caer al suelo y hundí la
cabeza entre las manos, abatido.
—¿Y ahora qué hacemos? —me pregunté en voz alta a mí mismo.
Cassie se sentó a mi lado, en silencio.
—Esperar. Rezar y esperar.
—¿A que nos rescaten? —pregunté, con más acidez de la que pretendía.
—Quizá, si viene el ejército, alguien decida investigar aquí abajo.
Se me escapó un suspiro de amargura.
—Lo dudo. Como mucho, se encontrarán un derrumbe al fondo de un pasadizo.
Tendremos suerte si rescatan nuestros huesos de aquí a unos años.
—Vaya, no sabía que fueras tan optimista.
—No es eso —dije poniéndome de nuevo en pie—. Lo que quiero decir es que
hemos de intentar salir de aquí por nuestros propios medios… y hemos de hacerlo lo
antes posible. Cuanto más tiempo pase, más débiles nos encontraremos.
—¿Tienes alguna idea?
—Aún no, pero mientras se nos ocurre algo, ¿podrías explicarme cómo demonios
has conseguido una linterna?
Tres días más tarde, con las heridas vendadas, pero cubiertos de cardenales,
desayunábamos en la cafetería del Hotel Suizo de Ciudad de Guatemala.
Habíamos logrado llegar a una pequeña aldea indígena, a bordo de la piragua del
padre de aquellos niños —que, por fortuna, resultó menos impresionable que su prole
—. Y a partir de ahí, gracias a la generosidad de los lugareños, pudimos comer,
dormir, y al día siguiente, viajar en la trasera de un pick-up que nos dejó en la misma
puerta de un médico de Santa Helena, quien nos atiborró a antibióticos y suturó las
heridas sin hacer demasiadas preguntas.
Unas llamadas a cobro revertido obraron el milagro de recibir dinero a través de
la Western Union —huelga decir que no teníamos dinero ni documentos; de hecho, ni
siquiera ropa—, con lo que pudimos comprar un par de pasajes de avión a Ciudad de
Guatemala. Una vez allí, tras explicar una sarta de verosímiles mentiras, nuestras
respectivas embajadas nos proporcionaron unos pasaportes provisionales con los que
pudimos reservar dos plazas en el primer vuelo con destino a Barcelona.
Cassandra había accedido a venir conmigo —a «intentarlo», según ella—, y yo
estaba encantado con la perspectiva.
Habíamos pasado unas semanas muy intensas buscando el mítico tesoro de los
Templarios, llegando a tenerlo al alcance de la mano, pero ahora que todo había
llegado a su fin —una vez habíamos asimilado que, a pesar de tantos esfuerzos y
sacrificios, no seríamos famosos ni multimillonarios—, nos quedaba preguntarnos
qué había realmente entre nosotros.
Y la respuesta fue que no lo sabíamos. Pero que ambos deseábamos averiguarlo.
Desgraciadamente, lo que debía haber sido un momento de alivio por haber
sobrevivido a aquella peligrosa aventura, estaba velado por la bruma del dolor y de la
culpa.
El profesor Castillo no estaba allí con nosotros, y saberlo muerto me angustiaba
hasta el punto que apenas había dormido desde que huimos de Yaxchilán. Yo le había
Teníamos reserva en el vuelo de Iberia que salía a las siete de la tarde, así que,
con toda la mañana libre, Cassandra sugirió huir del ruidoso bullicio del centro de la
capital guatemalteca y refugiarnos en la quietud del Museo Arqueológico, donde
teníamos por seguro que habría menos gente.
Tomamos un taxi frente al hotel, que nos llevó desde la Zona 18 hasta el
zoológico de la Aurora, frente al que se levantaban los cuatro mayores museos de la
Media hora más tarde, llegamos a un cruce a la izquierda donde una señal
indicaba el camino a Tecpán. Tomamos el desvío y, avanzando por una maltrecha
carretera llena de baches, cubrimos los últimos kilómetros hasta nuestro destino. El
camino discurría serpenteando por un fértil valle cubierto de campos de maíz,
delimitado por suaves colinas pobladas de pinos y robles.
—Esto es precioso —comenté fascinado, asomado a la ventanilla del taxi.
—Por algo llaman a Guatemala el país de la eterna primavera —apuntó
Cassandra, también encandilada por la bucólica belleza de la campiña guatemalteca.
Desde que salimos de la capital, constantemente nos cruzábamos con grupos de
indígenas ataviados con sus llamativos ropajes tradicionales. Caminando por el arcén
cargados de aperos de labranza, sacos de maíz sujetos por un mecapal a la frente o en
la mayoría de los casos, con las manos vacías. Pero a medida que nos internábamos
en el mundo rural, la cantidad de hombres, mujeres y niños vagando por la carretera
se multiplicaba, dando la desoladora impresión de que había una evacuación en
marcha.
—Disculpe —dije inclinándome hacia el conductor, un mestizo desaliñado que no
había abierto la boca en todo el camino—, ¿a dónde va toda esta gente?
El taxista me miró por el retrovisor, extrañado por mi pregunta.
A mi lado, alucinada, Cassie se había agachado junto a la losa y con mucho tacto
pasaba los dedos por encima del grabado.
—Está muy erosionado —apuntó, sin poder ocultar su emoción— …pero diría,
por el tipo de marcas marginales, que quien hizo esto utilizó herramientas de piedra,
no un cincel de hierro.
—¿De piedra?
—Sí, con la misma técnica que utilizaban los mayas para cincelar sus murales.
—¿Significa que eso lo escribieron los mayas? ¿En latín?
—Significa —puntualizó— que se utilizaron herramientas mayas. Si el que las
usaba era indígena, europeo o chino mandarín, es algo que no puedo saber. Aunque,
si no recuerdo mal —añadió pensativa—, creo que los métodos tradicionales de
cincelado maya dejaron de usarse en cuanto los españoles pisaron América e
introdujeron los martillos y escoplos de hierro.
—Entonces, esta inscripción es, como poco, contemporánea de los años de la
conquista.
—Como poco.
—Y podría haber sido hecha cuando suponemos que los Templarios estuvieron
aquí.
—Perfectamente.
Hice una pausa para ordenar las ideas, y la siguiente pregunta vino por sí sola.
—¿Y crees que esta losa es también un simple «elemento decorativo»?
La mexicana guardó silencio por unos instantes, haciéndome pensar que no había
oído mi pregunta, y cuando estaba a punto de repetírsela, abrió la boca para
contestarme.
—Me la jugaría a que esta losa —dijo muy seria— es parte del suelo original de
algún templo anterior a la llegada de los españoles.
Notaba un hormigueo en el pecho, producto de un creciente estado de ansiedad.
—¿Un templo cristiano o maya?
—No sé —dijo absorta, sin levantar la vista del suelo—, quizá de ambos. Los
Templarios, según he aprendido en estas últimas semanas con toda la información
Tras más de diez minutos de estudio exhaustivo, Cassandra se apoyó esta vez
sobre la mayor de las ruedas del calendario, y haciendo un visible esfuerzo, la hizo
girar hasta quedar satisfecha con el resultado. A continuación hizo lo mismo con la
siguiente rueda, y luego con la siguiente, y así hasta situar los cinco círculos en la
posición que creyó adecuada.
—¿Y ahora? —preguntó, dando un paso atrás.
—Ni idea, ¿probamos con el Ábrete Sésamo?
—Sólo espero no haber desencadenado el fin del mundo antes de tiempo —dijo,
medio en broma, medio en serio.
Ahora éramos dos los que, con la espalda en la pared, nos sentábamos en el suelo.
Incluso bajo la anaranjada luz de las antorchas, el rostro de Cassie permanecía lívido,
tanto seguramente como lo debía de estar el mío en aquel momento. Una mano
invisible parecía oprimirme el pecho y me faltaba el aire para respirar, como cuando
en alguna ocasión, buceando, he apurado el aire de mi botella más de lo debido.
Un remolino de pensamientos, sentimientos y miedos me recorrían de pies a
cabeza sin permitirme reflexionar con serenidad. Quería convencerme de que lo que
Tras ayudarle a colocar de nuevo la lápida que cubría la escalera de piedra, nos
hizo un ademán de que le siguiéramos y, en silencio, nos condujo hasta una pequeña
cámara anexa a la capilla. Allí sólo había una gastada mesa de madera oscura con
varias carpetas apiladas, unas cuantas sillas de la misma de madera, y un crucifijo en
la pared como toda decoración de la espartana estancia.
El sacerdote nos indicó que nos sentáramos, y sin decir aún una palabra desde que
salimos de la cripta, tomó asiento en la silla que había tras la mesa. Apoyando los
codos sobre la misma, nos escrutó de nuevo, ahora bajo la cálida luz que entraba por
un amplio ventanal que se abría al claustro.
—Respuestas… —comentó, sin dejar de mirarnos—. ¿Creen que son
merecedores de ellas por haberse colado en mi iglesia y descubierto la cripta?
—No —repuso Cassie—, creo que nosotros no nos las merecemos… pero hay
¡INAUDITO!
Tres días después Tres días después del brutal ataque de la
guerrilla contra unos arqueólogos norteamericanos —
acusados por el EZLN de ser, en realidad, expoliadores del
patrimonio maya—, en las ruinas de Yaxchilán (Chiapas,
México) y del que no había constancia que hubieran
supervivientes, un hombre, un ciudadano español que
responde al nombre de Eduardo Castillo, fue encontrado
ayer vagando por la selva por un grupo de cazadores de la
etnia lacandón, en las proximidades de la antigua ciudad
maya. Actualmente, el Sr. Castillo se encuentra ingresado
en el Hospital General de Tenosique, a la espera de que se
recupere de las heridas de diversa consideración que
parece debió sufrir en la refriega con los guerrilleros.
Espero que haya disfrutado de esta novela, y de ser así, le agradecería que la
valorara y/o comentara en amazon.es o amazon.com, para que de ese modo
otros lectores puedan conocer y compartir sus opiniones.
Fernando Gamboa