DERECHO CANÓNICO - Resumen Familiaris Consortio
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DERECHO CANÓNICO IV
RESUMEN SOBRE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
“FAMILIARIS CONSORTIO”
Esta carta encíclica, escrita por su Santidad el papa san Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1981
que trata sobre la misión de la familia cristiana, el plan de Dios que es el proyecto de la familia
cimentada en la fe en Jesucristo y la encargada de testimoniar sobre el amor que Dios nos tiene.
Tiene como lema: La misión de la familia cristiana en el mundo actual.
Estructura:
1. INTRODUCCIÓN:
La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más
preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que,
conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel
que, en medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve
injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a los
primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la Iglesia ofrece su servicio a todo
hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la familia.
En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla
o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está
profundamente vinculado al bien de la familia
Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan al hombre y a la mujer
en su concreta existencia cotidiana, en determinadas situaciones sociales y culturales, la Iglesia,
para cumplir su servicio, debe esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y
familia se realizan hoy.
SEMINARIO MAYOR NUESTRA SEÑORA DE SUYAPA
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La situación en que se halla la familia presenta aspectos positivos y aspectos negativos: signo, los
unos, de la salvación de Cristo operante en el mundo; signo, los otros, del rechazo que el hombre
opone al amor de Dios. En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la libertad
personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a
la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación responsable, a la educación de los hijos;
se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en orden
a una ayuda recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la
familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa. La situación histórica
en que vive la familia se presenta pues como un conjunto de luces y sombras. Esto revela que la
historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien un
acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre libertades que se oponen entre sí, es
decir, según la conocida expresión de san Agustín, un conflicto entre dos amores: el amor de
Dios llevado hasta el desprecio de sí, y el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios.
Se plantea así a toda la Iglesia el deber de una reflexión y de un compromiso profundos, para
que la nueva cultura que está emergiendo sea íntimamente evangelizada, se reconozcan los
verdaderos valores, se defiendan los derechos del hombre y de la mujer y se promueva la justicia
en las estructuras mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo humanismo» no apartará a los
hombres de su relación con Dios, sino que los conducirá a ella de manera más plena. Viviendo
en un mundo así, bajo las presiones derivadas sobre todo de los medios de comunicación social,
los fieles no siempre han sabido ni saben mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores
fundamentales y colocarse como conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos activos
de la construcción de un auténtico humanismo familiar. La educación de la conciencia moral que
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hace a todo hombre capaz de juzgar y de discernir los modos adecuados para realizarse según su
verdad original, se convierte así en una exigencia
prioritaria e irrenunciable. Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más
profundamente reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo hombre ha sido hecho
partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente en la fidelidad a esta alianza
como las familias de hoy estarán en condiciones de influir positivamente en la construcción de
un mundo más justo y fraterno.
La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el
Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola, así como su cuerpo. Él
revela la verdad original del matrimonio, la verdad del «principio» y, liberando al hombre de la
dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la
humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo
en la cruz por su Esposa, la Iglesia.
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En este sentido, partiendo del amor y en constante referencia a él, el reciente Sínodo ha puesto
de relieve cuatro cometidos generales de la familia:
1) formación de una comunidad de personas;
2) servicio a la vida;
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La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de
la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir
fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica
comunidad de personas. El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal
cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así
también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de
personas. Cuanto he escrito en la encíclica Redemptor hominis encuentra su originalidad y
aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto tal: «El hombre no puede vivir sin
amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le
es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si
no participa en él vivamente».
La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto
de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne» y están llamados a
crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial
de la recíproca donación total. Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento
natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los
esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión
es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana.
La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad:
«Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los
hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad». Es deber
fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza como han hecho los Padres del Sínodo la doctrina
de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso
imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados.
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos,
para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa
obediencia a la santa voluntad del Señor: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».
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La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión,
que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad, la gracia de Cristo, «el Primogénito
entre los hermanos», es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna como la llama
santo Tomás de Aquino. El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es
la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acomuna y vincula a los
creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una revelación y actuación
específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por esto
puede y debe decirse «Iglesia doméstica».
Mujer y sociedad
No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican
plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción
de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y
familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales
funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural
sea verdadera y plenamente humana.
La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la mujer, debe
promover en la medida de lo posible en su misma vida su igualdad de derechos y de dignidad; y
esto por el bien de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia.
Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas formas de
discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos grupos particulares de
mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las
divorciadas, las madres solteras.
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la
comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y
culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una
presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente
la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia
única e insustituible. Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios
psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares, como
también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde
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todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas
masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.
En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, una
profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a
sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño
es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido. Procurando y teniendo
un cuidado tierno y profundo para cada niño que viene a este mundo, la Iglesia cumple una
misión fundamental. En efecto, está llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el
mandato de Cristo, que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: «Dejad que los
niños vengan a mí, ... que de ellos es el reino de los cielos».
Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano; lejos de ser
apartado de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece inserido en
la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable aun debiendo respetar la autonomía
de la nueva familia y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e inspirador
de sabiduría para los jóvenes y para el futuro.
Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a
perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo
tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la
transmisión del don de la vida humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: " Sed fecundos y
multiplicaos y henchid la tierra y sometedla"»
La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y
recíproca de los esposos: «El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida
familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a
los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien
por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia».
Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don
espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la
Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí»,
de aquel «Amén» que es Cristo mismo. Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este
«Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la
vida. La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un convencimiento más claro
y firme, su voluntad de promover con todo medio y defender contra toda insidia la vida humana,
en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre.
También en el campo de la moral conyugal la Iglesia es y actúa como Maestra y Madre. Como
Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral que debe guiar la transmisión responsable de
la vida. De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la
verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona
humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena
voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección. Como Madre, la Iglesia se
hace cercana a muchas parejas de esposos que se encuentran en dificultad sobre este importante
punto de la vida moral; conoce bien su situación, a menudo muy ardua y a veces verdaderamente
atormentada por dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino también sociales; sabe que
muchos esposos encuentran dificultades no sólo para la realización concreta, sino también para
la misma comprensión de los valores inherentes a la norma moral.
La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los esposos a participar en la obra
creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí
la vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla
eficazmente a vivir una vida plenamente humana. Como ha recordado el Concilio Vaticano II:
«Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la
prole, y por tanto hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos.
Este deber de la educación familiar es de tanta transcendencia que, cuando falta, difícilmente
puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor,
por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social
de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las
sociedades necesitan»
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La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable
para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una
cultura que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de
manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el
servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y
plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona cuerpo,
sentimiento y espíritu y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí
misma en el amor.
La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo
su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por
ellos. En este sentido la Iglesia reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que
observar cuando coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a
los padres.
Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ley
de la «gratuidad» que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como
único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada,
servicio generoso y solidaridad profunda.
La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de intervención
política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones
del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los
deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser
«protagonistas» de la llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad de transformar la
sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han
limitado a observar con indiferencia. La llamada del Concilio Vaticano II a superar la ética
individualista vale también para la familia como tal.
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El cometido social y político forma parte de la misión real o de servicio, en la que participan los
esposos cristianos en virtud del sacramento del matrimonio, recibiendo a la vez un mandato al
que no pueden sustraerse y una gracia que los sostiene y los anima. De este modo la familia
cristiana está llamada a ofrecer a todos el testimonio de una entrega generosa y desinteresada a
los problemas sociales, mediante la «opción preferencial» por los pobres y los marginados.
En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe, se hace comunidad
evangelizadora. Escuchemos de nuevo a Pablo VI: «La familia, al igual que la Iglesia, debe ser
un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia. Dentro pues de una
familia consciente de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son
evangelizados. Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez
recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace
evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive». La familia cristiana está
llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original,
es decir, poniendo a servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto
comunidad íntima de vida y de amor.
También a los esposos y padres cristianos se exige la obediencia a la fe, ya que son llamados a
acoger la Palabra del Señor que les revela la estupenda novedad la Buena Nueva de su vida
conyugal y familiar, que Cristo ha hecho santa y santificadora. En efecto, solamente mediante la
fe ellos pueden descubrir y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el
matrimonio y la familia, constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los
hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya. La misma preparación al matrimonio cristiano
se califica ya como un itinerario de fe.
El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que «están ordenados a la santificación de
los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios», es en sí
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La caridad va más allá de los propios hermanos en la fe, ya que «cada hombre es mi hermano»;
en cada uno, sobre todo si es pobre, débil, si sufre o es tratado injustamente, la caridad sabe
descubrir el rostro de Cristo y un hermano a amar y servir. Para que el servicio al hombre sea
vivido en la familia de acuerdo con el estilo evangélico, hay que poner en práctica con todo
cuidado lo que enseña el Concilio Vaticano II: «Para que este ejercicio de la caridad sea
verdaderamente irreprochable y aparezca como tal, es necesario ver en el prójimo la imagen de
Dios, según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor, a quien en realidad se ofrece lo que al
necesitado se da.
Al igual que toda realidad viviente, también la familia está llamada a desarrollarse y crecer.
Después de la preparación durante el noviazgo y la celebración sacramental del matrimonio la
pareja comienza el camino cotidiano hacia la progresiva actuación de los valores y deberes del
mismo matrimonio. A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia cristiana participa, en
comunión con la Iglesia, en la experiencia de la peregrinación terrena hacia la plena revelación y
realización del Reino de Dios.
La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará solamente a las familias cristianas más cercanas,
sino que, ampliando los propios horizontes en la medida del Corazón de Cristo, se mostrará más
viva aún hacia el conjunto de las familias en general y en particular hacia aquellas que se hallan
en situaciones difíciles o irregulares. La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva, incluso
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en el sentido de que debe seguir a la familia, acompañándola paso a paso en las diversas etapas
de su formación y de su desarrollo.
Precisamente porque en la celebración del sacramento se reserva una atención especial a las
disposiciones morales y espirituales de los contrayentes, en concreto a su fe, hay que afrontar
aquí una dificultad bastante frecuente, que pueden encontrar los pastores de la Iglesia en el
contexto de nuestra sociedad secularizada.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia deberá reservar una atención específica
con el fin de educarlas a vivir responsablemente el amor conyugal en relación con sus exigencias
de comunión y de servicio a la vida, así como a conciliar la intimidad de la vida de casa con la
acción común y generosa para edificación de la Iglesia y la sociedad humana. Cuando, por el
advenimiento de los hijos, la pareja se convierte en familia, en sentido pleno y específico, la
Iglesia estará aún más cercana a los padres para que acojan a sus hijos y los amen como don
recibido del Señor de la vida, asumiendo con alegría la fatiga de servirlos en su crecimiento
humano y cristiano.
La comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que garantiza y promueve la consistencia y
la originalidad de las diversas Iglesias particulares; éstas permanecen como el sujeto activo más
inmediato y eficaz para la actuación de la pastoral familiar. En este sentido cada Iglesia local y,
en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la
responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes
de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la
pastoral de la familia.
Es necesario un empeño pastoral todavía más generoso, inteligente y prudente, a ejemplo del
Buen Pastor, hacia aquellas familias que a menudo e independientemente de la propia voluntad,
o apremiados por otras exigencias de distinta naturaleza tienen que afrontar situaciones
objetivamente difíciles. A este respecto hay que llamar especialmente la atención sobre algunas
categorías particulares de personas, que tienen mayor necesidad no sólo de asistencia, sino de
una acción más incisiva ante la opinión pública y sobre todo ante las estructuras culturales,
profundas de sus dificultades.
cristiana. Aunque la parte fiel al catolicismo no puede ceder, no obstante, hay que mantener
siempre vivo el diálogo con la otra parte. Deben multiplicarse las manifestaciones de amor y
respeto, con la viva esperanza de mantener firme la unidad. Mucho depende también de las
relaciones entre padres e hijos. Las ideologías extrañas a la fe pueden estimular a los miembros
creyentes de la familia a crecer en la fe y en el testimonio de amor.
Hay en el mundo muchas personas que desgraciadamente no tienen en absoluto lo que con
propiedad se llama una familia. Grandes sectores de la humanidad viven en condiciones de
enorme pobreza, donde la promiscuidad, la falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y la
grave carencia de cultura no permiten poder hablar de verdadera familia. Hay otras personas que
por motivos diversos se han quedado solas en el mundo. Sin embargo, para todas ellas existe
una «buena nueva de la familia». Teniendo presentes a los que viven en extrema pobreza, he
hablado ya de la necesidad urgente de trabajar con valentía para encontrar soluciones, también a
nivel político, que permitan ayudarles a superar esta condición inhumana de postración. Es un
deber que incumbe solidariamente a toda la sociedad, pero de manera especial a las autoridades,
por razón de sus cargos y consecuentes responsabilidades, así como a las familias que deben
demostrar gran comprensión y voluntad de ayuda. A los que no tienen una familia natural, hay
que abrirles todavía más las puertas de la gran familia que es la Iglesia, la cual se concreta a su
vez en la familia diocesana y parroquial, en las comunidades eclesiales de base o en los
movimientos apostólicos. Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia
para todos, especialmente para cuantos están fatigados y cargados.