DERECHO CANÓNICO - Resumen Familiaris Consortio

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SEMINARIO MAYOR NUESTRA SEÑORA DE SUYAPA

DERECHO CANÓNICO IV
RESUMEN SOBRE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
“FAMILIARIS CONSORTIO”

PROF: P. Carlo Magno Núñez


ALUMNO: Francisco Antonio Barahona Duarte IV TEOLOGÍA

ESTRUCTURA DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA


FAMILIARIS CONSORTIO

Esta carta encíclica, escrita por su Santidad el papa san Juan Pablo II el 22 de noviembre de 1981
que trata sobre la misión de la familia cristiana, el plan de Dios que es el proyecto de la familia
cimentada en la fe en Jesucristo y la encargada de testimoniar sobre el amor que Dios nos tiene.
Tiene como lema: La misión de la familia cristiana en el mundo actual.

Estructura:

1. INTRODUCCIÓN:

La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los bienes más
preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que,
conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel
que, en medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve
injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a los
primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la Iglesia ofrece su servicio a todo
hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la familia.

En efecto, la familia cristiana es la primera comunidad llamada a anunciar el Evangelio a la


persona humana en desarrollo y a conducirla a la plena madurez humana y cristiana, mediante
una progresiva educación y catequesis. La Iglesia, iluminada por la fe, que le da a conocer toda
la verdad acerca del bien precioso del matrimonio y de la familia y acerca de sus significados más
profundos, siente una vez más el deber de anunciar el Evangelio, esto es, la «buena nueva», a
todos indistintamente, en particular a aquellos que son llamados al matrimonio y se preparan
para él, a todos los esposos y padres del mundo.

En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla
o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí misma está
profundamente vinculado al bien de la familia

2. PARTE I: LUCES Y SOMBRAS DE LA FAMILIA EN LA ACTUALIDAD

Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan al hombre y a la mujer
en su concreta existencia cotidiana, en determinadas situaciones sociales y culturales, la Iglesia,
para cumplir su servicio, debe esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y
familia se realizan hoy.
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Este conocimiento constituye consiguientemente una exigencia imprescindible de la tarea


evangelizadora. En efecto, es a las familias de nuestro tiempo a las que la Iglesia debe llevar el
inmutable y siempre nuevo Evangelio de Jesucristo; y son a su vez las familias, implicadas en las
presentes condiciones del mundo, las que están llamadas a acoger y a vivir el proyecto de Dios
sobre ellas.

El discernimiento hecho por la Iglesia se convierte en el ofrecimiento de una orientación, a fin


de que se salve y realice la verdad y la dignidad plena del matrimonio y de la familia. Es por tanto
obra de toda la Iglesia, según la diversidad de los diferentes dones y carismas que junto y según
la responsabilidad propia de cada uno, cooperan para un más hondo conocimiento y actuación
de la Palabra de Dios. La Iglesia, consiguientemente, no lleva a cabo el propio discernimiento
evangélico únicamente por medio de los Pastores, quienes enseñan en nombre y con el poder
de Cristo, sino también por medio de los seglares: Cristo «los constituye sus testigos y les dota
del sentido de la fe y de la gracia de la palabra. Para hacer un auténtico discernimiento evangélico
en las diversas situaciones y culturas en que el hombre y la mujer viven su matrimonio y su vida
familiar, los esposos y padres cristianos pueden y deben ofrecer su propia e insustituible
contribución. A este cometido les habilita su carisma y don propio, el don del sacramento del
matrimonio.

La situación en que se halla la familia presenta aspectos positivos y aspectos negativos: signo, los
unos, de la salvación de Cristo operante en el mundo; signo, los otros, del rechazo que el hombre
opone al amor de Dios. En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la libertad
personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio, a
la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación responsable, a la educación de los hijos;
se tiene además conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en orden
a una ayuda recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la
familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa. La situación histórica
en que vive la familia se presenta pues como un conjunto de luces y sombras. Esto revela que la
historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien un
acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre libertades que se oponen entre sí, es
decir, según la conocida expresión de san Agustín, un conflicto entre dos amores: el amor de
Dios llevado hasta el desprecio de sí, y el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios.

Se plantea así a toda la Iglesia el deber de una reflexión y de un compromiso profundos, para
que la nueva cultura que está emergiendo sea íntimamente evangelizada, se reconozcan los
verdaderos valores, se defiendan los derechos del hombre y de la mujer y se promueva la justicia
en las estructuras mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo humanismo» no apartará a los
hombres de su relación con Dios, sino que los conducirá a ella de manera más plena. Viviendo
en un mundo así, bajo las presiones derivadas sobre todo de los medios de comunicación social,
los fieles no siempre han sabido ni saben mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores
fundamentales y colocarse como conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos activos
de la construcción de un auténtico humanismo familiar. La educación de la conciencia moral que
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hace a todo hombre capaz de juzgar y de discernir los modos adecuados para realizarse según su
verdad original, se convierte así en una exigencia
prioritaria e irrenunciable. Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más
profundamente reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo hombre ha sido hecho
partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente en la fidelidad a esta alianza
como las familias de hoy estarán en condiciones de influir positivamente en la construcción de
un mundo más justo y fraterno.

3. PARTE II: EL DESIGNIO DE DIOS SOBRE EL MATRIMONIO Y LA


FAMILIA

Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor,


lo ha llamado al mismo tiempo al amor.

Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su


imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y
de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la
comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano. La
Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la
persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma
propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de
Dios». La institución matrimonial no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad
ni la imposición extrínseca de una forma, sino exigencia interior del pacto de amor conyugal que
se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al
designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende
contra el subjetivismo y relativismo, y la hace partícipe de la Sabiduría creadora.

La comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental de la Revelación y de


la experiencia de fe de Israel, encuentra una significativa expresión en la alianza esponsal que se
establece entre el hombre y la mujer. Por esta razón, la palabra central de la Revelación, «Dios
ama a su pueblo», es pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el hombre y
la mujer se declaran su amor conyugal.

La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el
Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola, así como su cuerpo. Él
revela la verdad original del matrimonio, la verdad del «principio» y, liberando al hombre de la
dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente.

Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la
humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo
en la cruz por su Esposa, la Iglesia.
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Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más amplia de la


familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la
procreación y educación de la prole, en la que encuentran su coronación. hacerse padres, los
esposos reciben de Dios el don de una nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a
ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en
el cielo y en la tierra.

En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales relación


conyugal, paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona
humana queda introducida en la «familia humana» y en la «familia de Dios», que es la Iglesia. El
matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro de la familia la persona
humana no sólo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la
comunidad humana, sino que, mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe,
es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia.

La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del


matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos
modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no
se estima el matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad
humana no se considera un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por
el Reino de los cielos. Los esposos cristianos tienen pues el derecho de esperar de las personas
vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como
para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia de
sí, así también puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales
pruebas, debe edificar la fidelidad de aquéllos.

4. PARTE III: MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA

En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no sólo su «identidad», lo que


«es», sino también su «misión», lo que puede y debe «hacer». El cometido, que ella por vocación
de Dios está llamada a desempeñar en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo
dinámico y existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable,
que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: familia, ¡«sé» lo que «eres»!

Todo cometido particular de la familia es la expresión y la actuación concreta de tal misión


fundamental. Es necesario por tanto penetrar más a fondo en la singular riqueza de la misión de
la familia y sondear sus múltiples y unitarios contenidos.

En este sentido, partiendo del amor y en constante referencia a él, el reciente Sínodo ha puesto
de relieve cuatro cometidos generales de la familia:
1) formación de una comunidad de personas;
2) servicio a la vida;
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3) participación en el desarrollo de la sociedad;


4) participación en la vida y misión de la Iglesia.

El amor, principio y fuerza de la comunión

La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de
la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir
fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica
comunidad de personas. El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal
cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así
también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de
personas. Cuanto he escrito en la encíclica Redemptor hominis encuentra su originalidad y
aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto tal: «El hombre no puede vivir sin
amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le
es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si
no participa en él vivamente».

Unidad indivisible de la comunión conyugal

La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto
de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne» y están llamados a
crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial
de la recíproca donación total. Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento
natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los
esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión
es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana.

Una comunión indisoluble

La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad:
«Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los
hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad». Es deber
fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza como han hecho los Padres del Sínodo la doctrina
de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso
imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados.

El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos,
para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa
obediencia a la santa voluntad del Señor: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».
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La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión,
que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad, la gracia de Cristo, «el Primogénito
entre los hermanos», es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna como la llama
santo Tomás de Aquino. El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es
la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acomuna y vincula a los
creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una revelación y actuación
específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por esto
puede y debe decirse «Iglesia doméstica».

Mujer y sociedad

No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican
plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción
de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y
familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales
funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural
sea verdadera y plenamente humana.

La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la mujer, debe
promover en la medida de lo posible en su misma vida su igualdad de derechos y de dignidad; y
esto por el bien de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia.

Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas formas de
discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos grupos particulares de
mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las
divorciadas, las madres solteras.

El hombre esposo y padre

Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está llamado a vivir su don y


su función de esposo y padre. Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es
bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada», y hace suya la exclamación
de Adán, el primer esposo: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne.

El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la
comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y
culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una
presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente
la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia
única e insustituible. Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios
psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares, como
también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde
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todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas
masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.

Derechos del niño

En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, una
profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a
sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño
es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido. Procurando y teniendo
un cuidado tierno y profundo para cada niño que viene a este mundo, la Iglesia cumple una
misión fundamental. En efecto, está llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el
mandato de Cristo, que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: «Dejad que los
niños vengan a mí, ... que de ellos es el reino de los cielos».

Los ancianos en la familia

Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano; lejos de ser
apartado de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece inserido en
la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable aun debiendo respetar la autonomía
de la nueva familia y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e inspirador
de sabiduría para los jóvenes y para el futuro.

II. servicio a la vida

Cooperadores del amor de Dios creador

Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a
perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo
tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la
transmisión del don de la vida humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: " Sed fecundos y
multiplicaos y henchid la tierra y sometedla"»

La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y
recíproca de los esposos: «El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida
familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a
los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien
por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia».

La doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia

Precisamente porque el amor de los esposos es una participación singular en el misterio de la


vida y del amor de Dios mismo, la Iglesia sabe que ha recibido la misión especial de custodiar y
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proteger la altísima dignidad del matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión de


la vida humana.

La Iglesia defensora de la vida

Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don
espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la
Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí»,
de aquel «Amén» que es Cristo mismo. Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este
«Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la
vida. La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un convencimiento más claro
y firme, su voluntad de promover con todo medio y defender contra toda insidia la vida humana,
en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre.

La Iglesia maestra y Madre pata los esposos en dificultad

También en el campo de la moral conyugal la Iglesia es y actúa como Maestra y Madre. Como
Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral que debe guiar la transmisión responsable de
la vida. De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la
verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona
humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena
voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección. Como Madre, la Iglesia se
hace cercana a muchas parejas de esposos que se encuentran en dificultad sobre este importante
punto de la vida moral; conoce bien su situación, a menudo muy ardua y a veces verdaderamente
atormentada por dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino también sociales; sabe que
muchos esposos encuentran dificultades no sólo para la realización concreta, sino también para
la misma comprensión de los valores inherentes a la norma moral.

El derecho-deber educativo de los padres

La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los esposos a participar en la obra
creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí
la vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla
eficazmente a vivir una vida plenamente humana. Como ha recordado el Concilio Vaticano II:
«Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la
prole, y por tanto hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos.
Este deber de la educación familiar es de tanta transcendencia que, cuando falta, difícilmente
puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor,
por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social
de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las
sociedades necesitan»
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Educar en los valores esenciales de la vida humana

La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable
para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una
cultura que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de
manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el
servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera y
plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona cuerpo,
sentimiento y espíritu y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí
misma en el amor.

La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo
su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por
ellos. En este sentido la Iglesia reafirma la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que
observar cuando coopera en la educación sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a
los padres.

III. participación en el desarrollo de la sociedad

Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ley
de la «gratuidad» que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como
único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada,
servicio generoso y solidaridad profunda.

La función social de la familia no puede ciertamente reducirse a la acción procreadora y


educativa, aunque encuentra en ella su primera e insustituible forma de expresión. Las familias,
tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a muchas obras de servicio
social, especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas personas y situaciones, a las que
no logra llegar la organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas. La aportación
social de la familia tiene su originalidad, que exige se la conozca mejor y se la apoye más
decididamente, sobre todo a medida que los hijos crecen, implicando de hecho lo más posible a
todos sus miembros

La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de intervención
política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones
del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los
deberes de la familia. En este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser
«protagonistas» de la llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad de transformar la
sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han
limitado a observar con indiferencia. La llamada del Concilio Vaticano II a superar la ética
individualista vale también para la familia como tal.
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El cometido social y político forma parte de la misión real o de servicio, en la que participan los
esposos cristianos en virtud del sacramento del matrimonio, recibiendo a la vez un mandato al
que no pueden sustraerse y una gracia que los sostiene y los anima. De este modo la familia
cristiana está llamada a ofrecer a todos el testimonio de una entrega generosa y desinteresada a
los problemas sociales, mediante la «opción preferencial» por los pobres y los marginados.

La comunión espiritual de las familias cristianas, enraizadas en la fe y esperanza común y


vivificadas por la caridad, constituye una energía interior que origina, difunde y desarrolla justicia,
reconciliación, fraternidad y paz entre los hombres. La familia cristiana, como «pequeña Iglesia»,
está llamada, a semejanza de la «gran Iglesia», a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de
ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual el
mundo entero está en camino

IV. participación y en la vida y misión de la Iglesia

En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la fe, se hace comunidad
evangelizadora. Escuchemos de nuevo a Pablo VI: «La familia, al igual que la Iglesia, debe ser
un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia. Dentro pues de una
familia consciente de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son
evangelizados. Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez
recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace
evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive». La familia cristiana está
llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original,
es decir, poniendo a servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto
comunidad íntima de vida y de amor.

También a los esposos y padres cristianos se exige la obediencia a la fe, ya que son llamados a
acoger la Palabra del Señor que les revela la estupenda novedad la Buena Nueva de su vida
conyugal y familiar, que Cristo ha hecho santa y santificadora. En efecto, solamente mediante la
fe ellos pueden descubrir y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el
matrimonio y la familia, constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los
hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya. La misma preparación al matrimonio cristiano
se califica ya como un itinerario de fe.

También la fe y la misión evangelizadora de la familia cristiana poseen esta dimensión misionera


católica. El sacramento del matrimonio que plantea con nueva fuerza el deber arraigado en el
bautismo y en la confirmación de defender y difundir la fe, constituye a los cónyuges y padres
cristianos en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra», como verdaderos y
propios misioneros» del amor y de la vida.

El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que «están ordenados a la santificación de
los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios», es en sí
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mismo un acto litúrgico de glorificación de Dios en Jesucristo y en la Iglesia. Celebrándolo, los


cónyuges cristianos profesan su gratitud a Dios por el bien sublime que se les da de poder revivir
en su existencia conyugal y familiar el amor mismo de Dios por los hombres y del Señor Jesús
por la Iglesia, su esposa.

El deber de santificación de la familia cristiana tiene su primera raíz en el bautismo y su expresión


máxima en la Eucaristía, a la que está íntimamente unido el matrimonio cristiano. El Concilio
Vaticano II ha querido poner de relieve la especial relación existente entre la Eucaristía y el
matrimonio, pidiendo que habitualmente éste se celebre «dentro de la Misa». La celebración de
este sacramento adquiere un significado particular para la vida familiar. En efecto, mientras
mediante la fe descubren cómo el pecado contradice no sólo la alianza con Dios, sino también
la alianza de los cónyuges y la comunión de la familia, los esposos y todos los miembros de la
familia son alentados al encuentro con Dios «rico en misericordia. En virtud de su dignidad y
misión, los padres cristianos tienen el deber específico de educar a sus hijos en la plegaria, de
introducirlos progresivamente al descubrimiento del misterio de Dios y del coloquio personal
con Él: «Sobre todo en la familia cristiana, enriquecida con la gracia y los deberes del sacramento
del matrimonio, importa que los hijos aprendan desde los primeros años a conocer y a adorar a
Dios y a amar al prójimo según la fe recibida en el bautismo.

La caridad va más allá de los propios hermanos en la fe, ya que «cada hombre es mi hermano»;
en cada uno, sobre todo si es pobre, débil, si sufre o es tratado injustamente, la caridad sabe
descubrir el rostro de Cristo y un hermano a amar y servir. Para que el servicio al hombre sea
vivido en la familia de acuerdo con el estilo evangélico, hay que poner en práctica con todo
cuidado lo que enseña el Concilio Vaticano II: «Para que este ejercicio de la caridad sea
verdaderamente irreprochable y aparezca como tal, es necesario ver en el prójimo la imagen de
Dios, según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor, a quien en realidad se ofrece lo que al
necesitado se da.

5. PARTE IV: PASTORAL FAMILIAR: TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES


Y SITUACIONES

Al igual que toda realidad viviente, también la familia está llamada a desarrollarse y crecer.
Después de la preparación durante el noviazgo y la celebración sacramental del matrimonio la
pareja comienza el camino cotidiano hacia la progresiva actuación de los valores y deberes del
mismo matrimonio. A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia cristiana participa, en
comunión con la Iglesia, en la experiencia de la peregrinación terrena hacia la plena revelación y
realización del Reino de Dios.

La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará solamente a las familias cristianas más cercanas,
sino que, ampliando los propios horizontes en la medida del Corazón de Cristo, se mostrará más
viva aún hacia el conjunto de las familias en general y en particular hacia aquellas que se hallan
en situaciones difíciles o irregulares. La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva, incluso
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DERECHO CANÓNICO IV
RESUMEN SOBRE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
“FAMILIARIS CONSORTIO”

PROF: P. Carlo Magno Núñez


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en el sentido de que debe seguir a la familia, acompañándola paso a paso en las diversas etapas
de su formación y de su desarrollo.

La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual y continuo. En


efecto, comporta tres momentos principales: una preparación remota, una próxima y otra
inmediata. La preparación remota comienza desde la infancia, en la juiciosa pedagogía familiar,
orientada a conducir a los niños a descubrirse a sí mismos como seres dotados de una rica y
compleja psicología y de una personalidad particular con sus fuerzas y debilidades. Es el período
en que se imbuye la estima por todo auténtico valor humano, tanto en las relaciones
interpersonales como en las sociales, con todo lo que significa para la formación del carácter,
para el dominio y recto uso de las propias inclinaciones, para el modo de considerar y encontrar
a las personas del otro sexo, etc. Se exige, además, especialmente para los cristianos, una sólida
formación espiritual y catequística, que sepa mostrar en el matrimonio una verdadera vocación
y misión, sin excluir la posibilidad del don total de sí mismo a Dios en la vocación a la vida
sacerdotal o religiosa.

Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al apostolado familiar, a la fraternidad y


colaboración con las demás familias, a la inserción activa en grupos, asociaciones, movimientos
e iniciativas que tienen como finalidad el bien humano y cristiano de la familia. La preparación
inmediata a la celebración del sacramento del matrimonio debe tener lugar en los últimos meses
y semanas que preceden a las nupcias, como para dar un nuevo significado, nuevo contenido y
forma nueva al llamado examen prematrimonial exigido por el derecho canónico. De todos
modos, siendo como es siempre necesaria, tal preparación se impone con mayor urgencia para
aquellos prometidos que presenten aún carencias y dificultades en la doctrina y en la práctica
cristiana.

En cuanto gesto sacramental de la Iglesia, la celebración litúrgica del matrimonio debe


comprometer a la comunidad cristiana, con la participación plena, activa y responsable de todos
los presentes, según el puesto e incumbencia de cada uno: los esposos, el sacerdote, los testigos,
los padres, los amigos, los demás fieles, todos los miembros de una asamblea que manifiesta y
vive el misterio de Cristo y de su Iglesia.

Precisamente porque en la celebración del sacramento se reserva una atención especial a las
disposiciones morales y espirituales de los contrayentes, en concreto a su fe, hay que afrontar
aquí una dificultad bastante frecuente, que pueden encontrar los pastores de la Iglesia en el
contexto de nuestra sociedad secularizada.

El cuidado pastoral de la familia normalmente constituida significa concretamente el


compromiso de todos los elementos que componen la comunidad eclesial local en ayudar a la
pareja a descubrir y a vivir su nueva vocación y misión. Para que la familia sea cada vez más una
verdadera comunidad de amor, es necesario que sus miembros sean ayudados y formados en su
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responsabilidad frente a los nuevos problemas que se presentan, en el servicio recíproco, en la


coparticipación activa a la vida de familia.

En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia deberá reservar una atención específica
con el fin de educarlas a vivir responsablemente el amor conyugal en relación con sus exigencias
de comunión y de servicio a la vida, así como a conciliar la intimidad de la vida de casa con la
acción común y generosa para edificación de la Iglesia y la sociedad humana. Cuando, por el
advenimiento de los hijos, la pareja se convierte en familia, en sentido pleno y específico, la
Iglesia estará aún más cercana a los padres para que acojan a sus hijos y los amen como don
recibido del Señor de la vida, asumiendo con alegría la fatiga de servirlos en su crecimiento
humano y cristiano.

La comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que garantiza y promueve la consistencia y
la originalidad de las diversas Iglesias particulares; éstas permanecen como el sujeto activo más
inmediato y eficaz para la actuación de la pastoral familiar. En este sentido cada Iglesia local y,
en concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una conciencia más viva de la gracia y de la
responsabilidad que recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral familiar. Los planes
de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la
pastoral de la familia.

El primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el obispo. Como Padre y Pastor


debe prestar particular solicitud a este sector, sin duda prioritario, de la pastoral. A él debe dedicar
interés, atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias y a
cuantos, en las diversas estructuras diocesanas, le ayudan en la pastoral de la familia. Procurará
particularmente que la propia diócesis sea cada vez más una verdadera «familia diocesana»,
modelo y fuente de esperanza para tantas familias que a ella pertenecen. La creación del
Pontificio Consejo para la Familia se ha de ver en este contexto; es un signo de la importancia
que yo atribuyo a la pastoral de la familia en el mundo, para que al mismo tiempo sea un
instrumento eficaz a fin de ayudar a promoverla a todos los niveles.

Es necesario un empeño pastoral todavía más generoso, inteligente y prudente, a ejemplo del
Buen Pastor, hacia aquellas familias que a menudo e independientemente de la propia voluntad,
o apremiados por otras exigencias de distinta naturaleza tienen que afrontar situaciones
objetivamente difíciles. A este respecto hay que llamar especialmente la atención sobre algunas
categorías particulares de personas, que tienen mayor necesidad no sólo de asistencia, sino de
una acción más incisiva ante la opinión pública y sobre todo ante las estructuras culturales,
profundas de sus dificultades.

Un problema difícil es el de las familias ideológicamente divididas. En estos casos se requiere


una particular atención pastoral. Sobre todo, hay que mantener con discreción un contacto
personal con estas familias. Los creyentes deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos en la vida
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cristiana. Aunque la parte fiel al catolicismo no puede ceder, no obstante, hay que mantener
siempre vivo el diálogo con la otra parte. Deben multiplicarse las manifestaciones de amor y
respeto, con la viva esperanza de mantener firme la unidad. Mucho depende también de las
relaciones entre padres e hijos. Las ideologías extrañas a la fe pueden estimular a los miembros
creyentes de la familia a crecer en la fe y en el testimonio de amor.

Hay en el mundo muchas personas que desgraciadamente no tienen en absoluto lo que con
propiedad se llama una familia. Grandes sectores de la humanidad viven en condiciones de
enorme pobreza, donde la promiscuidad, la falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y la
grave carencia de cultura no permiten poder hablar de verdadera familia. Hay otras personas que
por motivos diversos se han quedado solas en el mundo. Sin embargo, para todas ellas existe
una «buena nueva de la familia». Teniendo presentes a los que viven en extrema pobreza, he
hablado ya de la necesidad urgente de trabajar con valentía para encontrar soluciones, también a
nivel político, que permitan ayudarles a superar esta condición inhumana de postración. Es un
deber que incumbe solidariamente a toda la sociedad, pero de manera especial a las autoridades,
por razón de sus cargos y consecuentes responsabilidades, así como a las familias que deben
demostrar gran comprensión y voluntad de ayuda. A los que no tienen una familia natural, hay
que abrirles todavía más las puertas de la gran familia que es la Iglesia, la cual se concreta a su
vez en la familia diocesana y parroquial, en las comunidades eclesiales de base o en los
movimientos apostólicos. Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia
para todos, especialmente para cuantos están fatigados y cargados.

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