Derecho Penal y Control Social
Derecho Penal y Control Social
Derecho Penal y Control Social
Control Social
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ahora aparece enriquecida con nuevos matices y pers-
pectivas que inicialmente pasaron desapercibidos. El re-
sultado de todo ello es este libro que constituye un «cor-
pus teoricus» homogéneo más sólido y equilibrado que
los materiales que inicialmente estuvieron en su origen.
Agradezco a la Fundación Universitaria de Jerez y
a su Director, mi colega y amigo, Rafael Illescas, la ge-
nerosidad y ayuda prestadas para la publicación de esta
obra.
Roma, diciembre 1984
12
INTRODUCCION
13
les haga un croquis del edificio y les asegure
que no hay ningún tipo de vigilancia. Federi-
co insiste una vez más en la falta de vigilan-
cia y les dibuja en un papel un plano del
edificio, acordando los tres que el dinero que
se encuentre en la caja fuerte se repartirá a
partes iguales. A la vista -de las aseveraciones
de Federico, aquella noche Pedro y Juan se
dirigen a las oficinas, consiguiendo entrar en
ellas por una ventana mal cerrada. Tras lo-
calizar la caja fuerte, Pedro, el especialista,
se dispone a abrirla, ayudado por Juan.
Mientras realizan dichas tareas, son sorpren-
didos por un vigilante nocturno, contratado
unos días antes por la empresa, que les enca-
ñona con una pistola. Juan reacciona rápida-
mente y se abalanza contra el vigilante, enta-
blándose un forcejeo entre ambos en el trans-
curso del cual la pistola se dispara hiriendo
mortalmente al vigilante. Mientras tanto, Pe-
dro sale huyendo, sin intervenir para nada
en el forcejeo entre el vigilante y Juan.
14
nidos de esta manera, que alcanzan un im-
porte de varios cientos de millones de pese-
tas, son empleados por Luis, a la vista de las
malas perspectivas que ofrece el mercado de
vinos, en otras actividades comerciales más
rentables, creando para ello otras empresas
con forma de Sociedades Anónimas. A con-
secuencia de estas operaciones la empresa
VIDSA entra en una crisis económica, sien-
do declarada en suspensión de pagos. Más de
mil obreros y empleados de la empresa son
despedidos y la mayoría de los acreedores
quedan sin posibilidad de cobrar sus créditos.
15
probablemente también serán condenados. Y
la inscripción de sus condenas en un Regis-
tro Penal en el que, como una sombra, los
antecedentes que en él obran recordarán to-
davía durant~mucho tiempo, incluso duran-
te toda su vida, a ellos y a los demás lo que
han hecho y probablemente impedirán su
reinserción definitiva en la sociedad.
16
TIla social, pero también un problema semántico, porque
sólo a partir de un determinado contexto social, político
o económico puede ser valorada, explicada, condenada
o defendida. No hay, pues, un concepto de violencia es-
tático o ahistórico, que puede darse al margen del con-
texto social en el que surge. Tampoco hay una fórmula
mágica, un criterio objetivo, válido para todo tiempo y
lugar que nos permita valorar apriorísticamente la «bon-
dad» o «maldad» de un determinado tipo de violencia.
¿Cuántos terroristas y criminales de guerra de ayer no
son hoy personas respetables e incluso aparecen rodea-
dos con la aureola del héroe? ¿Cuántas personas respeta-
bles y héroes de hoy no pueden ser terroristas y crimi-
nales mañana? ¿Dónde están las diferencias, no cuanti-
tativas ni pragmáticas, entre el bombardeo en «acción
de guerra», en el que mueren miles de personas, y el
atentado terrorista en el que mueren varias personas?
La respuesta a estos interrogantes probablemente no
se va a encontrar nunca o, por lo menos, nunca a tiem-
po. Nada hay en este asunto que sea valorativamente
neutro y nada más difícil que valorarlo objetivamente.
Nuestr.os juicios de valor son necesariamente subjetivos
y siempre corren el riesgo de quedar superados por la
realidad inexorable de los hechos. Somos hijos de nues-
tro tiempo, tenemos limitaciones de todo tipo y vivimos
en un determinado contexto, al que no podemos sus-
traernos, aunque sí aceptarlo, criticarlo o atacarlo. Pero
dentro de estas coordenadas, históricamente condiciona-
das, hay que dar respuesta a los problemas que, como el
de la violencia institucionalizada, surgen cada día. La
respuest~ es evidentemente, por una u otra razón, siem-
pre incómoda y quizás, a veces, implique algún tipo de
riesgo no simplemente intelectual. Pero no podemos
tampoco ocultar la cabeza bajo el ,e ala y «pasando de
todo» escurrir el bulto de una decisión racionalmente
fundada. En el fondo es algo más que una cuestión éti-
ca, es también una simple cuestión de simetría, de cohe-
17
rencia, lo que, de acuerdo con la ideología y, en última
instancia, con la conciencia de cada uno, obliga a dar
respuesta a los interrogantes antes planteados.
El Derecho penal, tanto en los casos que sanciona,
como en la forma de sancionarlos, es, pues, violencia;
pero no toda la violencia es Derecho penal. La violencia
es una característica de todas las instituciones sociales
creadas para la defensa o protección de determinados in-
tereses, legítimos o ilegítimos (4). La violencia es, por
tanto, consustancial a todo sistema de control social. Lo
que diferencia al Derecho penal de otras instituciones de
control social es simplemente la formalización del con-
trol, liberándolo, dentro de lo posible, de la espontanei-
dad, de la sorpresa, del coyunturalismo y de la subjetivi-
dad propios de otros sistemas de control social (5). El
control social jurídico penal es, además, un control nor-
mativo, es decir, se ejerce a través de un conjunto de
normas creadas previamente al efecto.
Lo que sigue es, pues, una reflexión sobre el Dere-
cho penal, pero sobre el Derecho penal como parte de
un sistema de control social mucho más amplio, al que,
de un modo u otro, es inherente el ejercicio de la vio-
lencia para la protección de unos intereses. También la
crítica a esos intereses o a la forma de protegerlos por el
Derecho penal constituirá en todo momento objeto de
nuestra reflexión, teniendo siempre en cuenta que el
Derecho penal no es todo el control social, ni siquiera
su parte más importante, sino sólo la superficie visible
de un «iceberg», en el que lo que no se vé es quizás lo
que realmente importa.
18
1
21
por esas personas en tanto son miembros de la comuni-
dad. El acatamiento de esas normas es una condición in-
dispensable para la convivencia. Frente al principio del
placer, que impulsa a la persona a satisfacer por encima
de todos sus instintos, existe el principio de la realidad,
representado por las normas que los demás imponen,
que obliga al individuo a sacrificar o limitar esos instin-
tos y a tener en cuenta a los demás (1). La regulación de
la convivencia supone, por consiguiente, un proceso de
comunicación o interacción entre los miembros de una
comunidad que se consuma a través de una relación es-
tructural que en la Sociología moderna se denomina con
el nombre de expectativa. Cualquiera puede esperar de
mí que me comporte conforme a una norma y 10 mismo
puedo esperar yo de los demás. La convivencia se regu-
la, por tanto, a través de un sistema de expectativas que
se deriva de una norma o conjunto de normas. Pero es-
tas expectativas corren, sin embargo, el peligro de que
no se cumplan. Por las razones que sean, muchas veces
se frustran, surgiendo entonces el problema de cómo
pueden solucionarse esas frustraciones o, en la medida
en que esas frustraciones sean inevitables, de cómo pue-
den canalizarse para asegurar La convivencia. El sistema
(1) FREUD, Sigmund, «Formu1ierungen über die zwei Prinzi-
pien des psychischen Geschehens», en Gesammelte Werke, tomo VIII,
S.a ed., 1969, página 229 y SS.; el mismo, «Das Unbehagen in der Kul-
tUD>, en ob. cit., tomo XIV, p. 424. Esta contraposición entre principio
del placer y principio de la realidad no debe entenderse de un modo
absoluto, cfr. CASTILLA DEL PINO, «La culpa», 2. a ed., Madrid
1973, p. 104 Y ss. Sobre este dualismo montó MARCUSE su obra ca-
pital: «Eros y civilización». Sobre la inflexión del pensamiento de
Marcuse en la antropología freudiana véase CASTILLA DEL PINO,
«Psicoanálisis y marxismo», 2. a ed., Madrid, 1971, p. 140 Y ss. Sobre
la dimensión histórica del principio de la realidad en Marcuse véase
Heide BERNDT -Reimut REICHE, en «Respuestas a Marcuse», edita-
do por Jürgen Habermas, traducción de Manuel Sacristán, Barcelona,
1969, p. 102 Yss., Y también MANSILLA, «Sobre la crítica izquierdis-
ta a Herbert Marcuse», en Sistema, 33 1979, p. 3 Yss.
22
elegido para ello es la sanClOn, es decir, la declaración
de que se ha frustrado una expectativa y la consiguiente
reacción frente a esa frustración. Una peculiaridad de
este tipo de normas es, por 'tanto, su carácter contrafác-
tico, es decir, su vigencia no se modifica en nada por el
hecho de que sean incumplidas, más bien sucede lo con-
trario: su incumplimiento y la consiguiente sanción con-
firman su necesidad y vigencia (2).
La imposición de una sanción se lleva a cabo pri-
mariamente a nivel socüif.-En cualquier tipo de socie-
dad, por primitiva que ésta sea, se dan una serie de re-
glas, las normas sociales, que sancionan de algún modo
-segregación, aislamiento, pérdida de prestigio social,
etc.- los ataques a la convivencia. Estas normas socia-
les forman el orden social. Históricamente, este orden
social se ha mostrado por sí solo como insuficiente para
garantizar la convivencia. En algún momento histórico
se hizo necesario un grado de organización y regulación
de conductas humanas más preciso y vigoroso. Nace así,
secundariamente, la norma jurídica que a través de la
sanción jurídica se propone, conforme a un determinado
plan, dirigir, desarrollar o modificar el orden social. El
conjunto de estas normas jurídicas constituye el orden
23
jurídico. Titular de este orden jurídico es el Estado, titu-
lar del orden social la sociedad (3). Tanto el orden so-
cial como el jurídico se presentan como un medio de re-
presión del individuo, y, por tanto, como un medio vio-
lento, justificado sólo en tanto sea un medio necesario
para posibilitar la convivencia.
El orden jurídico y el Estado no son, por consi-
guiente, más que el reflejo o superestructura de un de-
terminado orden social incapaz por sí mismo para regu-
lar la convivencia de un modo organizado y pacífico. En
la medida que el orden social sea auto suficiente podrá
prescindirse del orden jurídico y del Estado. Hoy por
hoy debe aceptarse, sin embargo, el hecho de que existe
un orden jurídico, garantizado por el Estado, porque
sólo aceptándolo como objeto a interpretar, a aplicar y,
por supuesto, también a criticar, podrá superarse algún
día (4).
24
2. Una parte de esas normas jurídicas que forman
el orden jurídico se refiere a las conductas que más gra-
vemente atacan a la convivencia humana, tal como es
regulada por el orden jurídico, y que, por eso mismo,
son sancionadas con el medio más duro y eficaz de que
dispone el aparato represivo del poder estatal: la pena.
La norma jurídica penal constituye también un sistema
de expectativas: se espera que no se realice la conducta
en ella prohibida y se espera también que, si se realiza,
se reaccione con la pena en ella prevista (5). La realiza-
ción de la conducta prohibida supone la frustracción de
una expectativa y la consiguiente aplicación de una
pena, la reacción frente a esa frustración. Estructural-
mente, la norma penal no difiere, por tanto, en nada de
cualquier otro tipo de norma, social o jurídica; su conte-
nido, en cambio, sí es distinto del de las demás normas;
porque la frustración de la expectativa debe ser en la
norma penal un delito y la reacción frente a ella una
pena y, en determinados casos, lo que se llama una me-
dida de seguridad que se aplica alternativa o juntamente
con la pena (6).
25
3. La norma jurídica penal sólo puede compren-
derse si se la pone en relación con un determinado siste-
ma social (7). Pero ello no quiere decir que los elemen-
tos de la norma jurídica penal se puedan entender como
simples expresiones simbólicas del funcionamiento del
sistema social. Para la teoría sistémica aplicada al Dere-
cho penal (8) el delito no es más que la expresión sim-
bólica de una falta de fidelidad al sistema social; la pena
o, en su caso, la medida de seguridad, la expresión sim-
bólica de lo opuesto, es decir, de la superioridad del sis-
tema. ASÍ, dice, por ejemplo, JAKOBS que la pena
constituye una reacción a una infracción normativa:
«por la reacción se demuestra siempre que debe seguir
manteniéndose la norma infringida. La reacción demos-
trativa se produce siempre a costa del responsable de la
infracción normativa» (9).
La teoría sistémica representa una descripción,
aséptica y tecnocrática, del modo de funcionamiento del
sistema, pero no una valoración y mucho menos una
crítica del sistema mismo. Como seguidamente vamos a
ver (10), la teoría sistemática conduce a una concepción
preventiva integradora del Derecho penal en la que el
centro de gravedad de la norma jurídica penal pasa de la
subjetividad del individuo a la subjetividad de] sistema
(1 1), buscando un fortalecimiento del sistema existente y
de sus expectativas institucionales, pero no su modifica-
26
ción o crítica. El carácter contlictivo de lél; convivencia
social y el coactivo de la norma jurídica penal desapare-
cen en un modelo tecnocrático en el que la desviación
social y el delito, calificados de «complejidad», quedan
integrados en el sistema, sin modificarlos en lo más mí-
nimo. La norma penal soluciona el conflicto (delito) re-
duciendo su complejidad, atacándolo allí donde se ma-
nifiesta, no donde se produce, legitimando y reprodu-
ciendo un sistema que en ningún caso es cuestionado.
Cuando desde la teoría sistémica se habla de la
«funcionalidad» de la norma jurídica penal, nada se dice
sobre la forma específica de su funcionamiento, ni sobre
el sistema social para el que es funcional. Desde esta
perspectiva, el concepto de función es demasiado neutro
y realmente no sirve demasiado para comprender la
esencia del fenómeno jurídico punitivo (12). Es necesa-
rio, por tanto, avanzar un paso más en el análisis del
modo específico de funcionamiento de la norma jurídica
penal, del Derecho penal en el conjunto del sistema glo-
bal de control social en el que se integra. En última ins-
tancia, la teoría sistémica conduce a la sustitución del
27
concepto de bien jurídico por el de «funcionalidad del
sistema social» (13), perdiendo así la Ciencia del Dere-
cho penal el último punto de apoyo que le queda para
la crítica del Derecho penal positivo (14).
28
CONTROL
(SOBRE LA FUNCION MOTIVADORA DE
LA NORMA JURIDICA PENAL)
1. Para conseguir la protección de bienes jurídicos
que la norma penal persigue, se desencadenan en los in-
dividuos determinados procesos psicológicos que les in-
ducen a respetar dichos bienes jurídicos. Estos mecanis-
mos psicológicos no se presentan aislados, sino forman-
do parte de un complejo proceso llamado «motivación».
El concepto de motivación admite muchas acepcio-
nes. Por motivación entiende, por ejemplo, SPOERRI
«el proceso, consciente o inconsciente, en cuya base se
halla una fuerza activadora y que se encamina a un ob-
jetivo» (1). Bajo el concepto de motivación se compren-
den ----dice THOMAE, especialista en el tema- «todos
aquellos procesos imputables a un individuo o a un gru-
po, que explican su conducta o la hacen comprensible»
(2); pero, si se pregunta por la extensión de este concep-
to, se puede afirmar, dice también THOMAE, «que es
31
casi imposible precisar qué procesos, de los que se dan
dentro del organismo o de la personalidad, no pertene-
cen a la motivación» (3). Una cosa es, sin embargo, se-
gura: el Derecho, y el Derecho penal como parte de ese
Derecho, ejerce un fuerte influjo en la motivación hu-
mana; pues, como elementos pertenecientes al mundo
circundante del individuo son interiorizados o intemali-
zados por él y cooperan en la formación de su concien-
cia, del superyo.
De todas las teorías que han explicado este proceso
de motivación del comportamiento humano, ninguna lo
ha hecho tan bien y tan convincentemente como la teo-
ría psicoanalítica. Sus aportaciones pueden servir al pe-
nalista, pues, como dice GIMBERNAT, «el psicoanáli-
sis precisamente suministra una explicación y justifica-
ción del Derecho penal» (4).
Según FREUD, en alguna parte de la psique huma-
na se forma desde la niñez un órgano de control que vi-
gila las propias emociones y rige la conducta del hom-
bre conforme a las exigencias del mundo circundante
(5). A este órgano de control lo llamó después superyo
(6). E1 proceso de formación del superyo es bastante
32
complicado. Empieza con la introyección del poder pa-
terno en la niñez y se continúa con la introyección de la
autoridad social durante toda la vida. La autoridad en
general y la autoridad estatal, que precisamente muestra
en el Derecho penal su aspecto más dramático, se inter-
nalizan a través del'superyo (7). De este modo se forma
una instancia valorativa en el adulto que le impulsa a
dirigir sus acciones conforme a las exigencias que de ella
emanan. Esta instancia valorativa, conciencia ético-
social o superyo, tiene su origen en factores determinan-
tes de tipo religioso, económico, etc. -los llamados es-
tereotipos- (8). Uno de estos factores determinantes es
sin lugar a dudas el Derecho, la norma jurídica, cuya di-
ferencia con los demás factores radica precisamente en
la posibilidad de su imposición coactiva. Esta posibili-
dad existe también en los otros factores, pero en ningu-
no de ellos se presenta organizada e institucionalizada:
la institucionalización de la coacción, la coacción orga-
nizada es el rasgo típico del Derecho (9).
El principal medio de coacción jurídica es la pena,
que sirve para motivar comportamientos en los indivi-
duos y que es, además, elemento\ integrante de la norma
penal. La norma penal cumple, por tanto, esa función
motivadora que señalábamos al principio, amenazando
con una pena la realización de determinados comporta-
mientos considerados por las autoridades de una socie-
dad como no deseables. «De la misma manera que el
33
padre castiga al niño pequeño... cuando se comporta
mal, a fin de, mediante la privación del cariño, forzarle
a reprimir aquellos impulsos cuya satisfacción perjudi-
can al niño o a los demás, así también la sociedad ... tie-
ne que acudir a la pena: para reforzar aquellas prohibi-
ciones cuya observancia es absolutamente necesaria,
para evitar, en la mayor medida posible, la ejecución de
acciones que atacan a la convivencia social, para confe-
rir en fina tales prohibiciones -con la amenaza y con
la ejecución de la pena cuando no sean respetadas- un
especial vigor que eleve en la instancia de la conciencia
su efecto inhibidoT» (10).
2. La función de motivación que cumple la norma
penal es primariamente social, general, es decir, incide
en la comunidad; aunque en su última fase sea indivi-
dual, es decir, incida en el individuo concreto. ASÍ, por
ejemplo, dice PARSONS «que todos los procesos de
motivación son procesos que se producen en las perso-
nalidades de los actores individuales. Los procesos me-
diante los que la estructura motivacional una perso-
nalidad individual llega a ser lo que es, son, embar-
go, fundamentalmente, procesos sociales, que entrañan
la interacción del ego con una pluralidad de alter» (11).
34
nos casos entre la motivación general emana-
da de la norma penal y la motivación indivi-
dual del individuo concreto que se por
unas normas distintas (12). Con ello traslada-
ba el problema de la función motivadora de
las normas penales a un plano puramente
psicológico individual, en detrimento de los
aspectos sociales (13). Creo, sin embargo,
ahora que estos conflictos surgen, en el indi-
viduo y en la sociedad, cuando colisionan di-
versos sistemas de valores y distintas motiva-
ciones emanadas todas de instancias sociali-
zadoras. No existe, pues, una contraposición
individuo-sociedad, sino una contraposición
entre diversos sistemas sociales que inciden
sobre el comportamiento del individuo. Igual
que no es imaginable un lenguaje absoluta-
mente individual, tampoco existe un sistema
de valores que lo sea. «Los valores son siem-
pre adquisiciones del sujeto en la comuni-
dad» (14), y, por eso mismo, no puede darse
una discordancia absoluta entre el sistema de
valores de un individuo y el del grupo social
al que pertenece. Lo que sí se da muchas ve-
35
ces, sobre todo en sociedades poco democrá-
ticas y excesivamente clasistas, son sistemas
sociales de valores diferentes coetáneamente
existentes, planteándose entonces una pugna
entre los sistemas dominantes y los que no lo
son, y con ello también una situación anó-
mica que repercute en el comportamiento de
los individuos (15).
Parece, pues, evidente que la función motivadora de
la norma penal sólo puede comprenderse situando el
sistema jurídicopenal en un contexto mucho más am-
plio de control social, es decir, de disciplinamiento del
comportamiento humano en sociedad.
El control social es una condición básica de la vida
social. Con él se aseguran el cumplimiento de las expec-
tativas de conducta y los intereses contenidos en las nor-
mas que rigen la convivencia, confirmándolas y estabili-
zándolas contrafácticamente, en caso de su frustración o
incumplimiento, con la respectiva sanción impuesta en
una determinada forma o procedimiento (16). El control
social determina, pues, los límites de la libertad humana
en la sociedad, constituyendo, al mismo tiempo, un ins-
trumento de socialización de sus miembros. «No hay a]-
ternativas al control social» (17); es inimaginable una
sociedad sin control social (18).
(15) Cfr. MERTON, «Teoría y estructuras sociales», México,
1964.
(16) Cfr. supra L. Para más detalles, cfr. LA PIERE, «A Theory
of Social Contro!>" New York, 1954; PARSONS. «El sistema social»,
cit.; LUHMANN, «Rechtssoziologie», 2, 1972, p. 282 Y ss.
(17) HASSEMER, «Fundamentos del Derecho Penal», traduc-
ción y notas de Arroyo Zapatero y Muñoz Conde, Barcelona, 1984, p.
390.
(l8) Lo cual no quiere decir que el orden creado por el control
social sea un orden absoluto, como pretendía E. A. ROSS, «Social
Control, A Survey of the Fundation of OrdeD>, 1901; ya que dentro de
La sociedad coexisten siempre una pluralidad de órdenes y, por tanto,
de agencias de control social (cfr. ROSA DEL OLMO, «Ruptura Cri-
minológicID>, Caracas, 1980, p. 36; BERGALLl, «Crítica a la Crimino-
logía}>. Bogotá. 1982, p. 23 Yss.).
36
Dentro del control social la norma penal, el sistema
jurídicopenal, ocupa un lugar secundario, puramente
confirmador y asegurador de otras instancias mucho más
sutiles y eficaces. La norma penal no crea, en efecto,
nuevos valores, ni constituye un sistema autónomo de
motivación del comportamiento humano en sociedad.
Es inimaginable un Derecho penal completamente des-
conectado de las demás instancias de control social. Es
más, un Der.echo penal que funcionara así sería absolu-
tamente insoportable y la más clara expresión de una
sociedad de esclavos. La norma penal, el sistema jurídi-
copenal, el Derecho penal como un todo, sólo tienen
sentido si se les considera como la continuación de un
conjunto de instituciones, públicas y privadas (familia,
escuela, formación profesional, etc.), cuya tarea consiste
igualmente en socializar y educar para la convivencia a
los individuos a través del aprendizaje e internalización
de determinadas pautas de comportamiento (19). Las di-
ferencias existentes entre el sistema jurídicopenal y otros
sistemas de control social son más bien de tipo cuantita-
tivo: el Derecho penal constituye un «plus» adicional en
intensidad y gravedad de las sanciones y en el grado de
formalización que su imposición y ejecución exige (20).
Por todo ello, se puede decir que el Derecho penal
no es más que la parte visible, la más tétrica y terrible
quizás, del «iceberg» que representan los diversos meca-
nismos de control del individuo en la sociedad. Pero no
el único, ni el más importante (21 ). Verdaderamente, las
normas penales por sí solas son insuficientes y paradóji-
(19) Cfr. «El pensamiento criminológico», por Bergalli y otros,
volúmenes 1 y 2, Barcelona, 1983.
(20) HASSEMER, ob. cit., p. 391.
(21) STRATENWERTH, «Derecho Penal», Parte General, l,
traducción de Gladys Romero, Madrid, J982, p. 9. También MIR
PUlG, «Derecho Penal, Parte General», Barcelona, 1984, p. XXXVI.
37
camente demasiado débiles para mantener el sistema de
valores sobre el que descansa una sociedad. De nada ser-
virían ni la conminación penal contenida en las mismas,
ni la imposición de la pena, ni su ejecución, si no exis-
tieran previamente otros sistemas de motivación del
comportamiento humano en sociedad. La conciencia
moral, el superyo, la ética social se forman desde la ni-
ñez en referencia primariamente a situaciones y com-
portamientos de otras personas (22), y sólo secundaria-
mente y a partir de un determinado grado de desarrollo
intelectual en referencia a las normas penales. por
ejemplo, todo el mundo sabe que matar o robar está
prohibido, pero este conocimiento se adquiere primaria-
mente como norma social y sólo posteriormente como
norma jurídica penal. Es más, difícilmente puede tener
eficacia motivadora alguna la norma penal en orden a
inhibir estos comportamientos, si no va acompañada de
otros factores motivadores e igualmente inhibitorios.
De aquí se deduce que la norma penal sólo puede
tener eficacia motivadora si va ácompañada en la misma
dirección por otras instancias sociales motivadoras.
38
exigencias contenidas en las normas IJIvJ,lCUIv".
No hace falta citar el caso del aborto para
hasta qué punto sucede esto en la
realidad criminológica de nuestros días (23).
similar ocurrió en E.E. U.U. en los
años veinte con la ley de prohibición de con-
sumo de alcohol o sucede ahora con la re-
presión indiscriminada del consumo o del
tráfico de las llamadas «drogas' blandas».
otros ejemplos menos espectaculares, pero
no menos reales, que demuestran la disocia-
ción existente entre normas sociales y nor-
mas penales en numerosos ámbitos de la
vida social. A los ejemplos ya citados por mí
en otra ocasión procedentes del Derecho pe-
nal vigente durante la dictadura franquista
en el ámbito de las libertades públicas y de
la norma sexual (24), ya derogados, habría
que añadir ahora otros casos, de signo con-
trario, en los que determinadas clases o gru-
pos sociaJ es desarro llan estrategias de con-
tendón o de neutralización de las normas
penales cuando éstas pueden afectar a sus in-
tereses de clase. Valga de muestra el caso de
los delitos económicos, en los que «slogans»
como «economía de mercado», «libertad de
empresa», etc., se utilizan a veces como pre-
39
texto, justificación o excusa de los más gra-
ves atentados a los intereses económicos co-
lectivos (25).
40
nal, sino algo peor que el Derecho penal mismo, o que
se cambien las palabras, pero no la realidad (27).
3. De todo ello deduce actualmente un importante
sector doctrinal que la meta preven6va general del De-
recho penal no es la motivación intimidadora de los ciu-
dadanos, sino la motivación integradora del consenso a
través de la confirmación y aseguramiento de las normas
básicas que rigen la convivencia social (28).
No creo, sin embargo, que esta tesis pueda ser acep-
tada sin, por lo menos, al udir a la función real que
cumplen en la mayoría de los sistemas sociales el con-
trol social y el control social jurídicopenal en la defensa
y reproducción de un determinado sistema de valores y,
en consecuencia, en la marginación y represión de las
personas que potencial o realmente pueden atacarlo.
Pues, como dice BARA TT A, no puede olvidarse que,
como los resultados de numerosas investigaciones de-
muestran, los nuevos sistemas totales de control social a
través de la socialización institucional cumplen la mis-
41
ma función selectiva y ..... cr"Y\O'F7.c¡r"' .... ", que hasta la fe-
<J.....
42
consenso de mayorías que, como la experiencia histórica
demuestra, puede desembocar en un claro proceso de fa-
cistización social, en el que el individuo de-
vorado por esa máquina terrible que es el Leviathan
tata1.
Con un tal entendimiento se olvida, además, que el
delito no es un producto ahistórico o un comportamien-
to preexistente a cualquier de control o
jurídico. Es. necesario recordar que es el propio sistema
quien crea la delincuencia o que, como dice MARX en
un contexto más amplio (33), es «el modo de produc-
ción de la vida material (el que) condiciona el proceso
de vida social, política e intelectual en general». Y la
pena no tiene por ser una excepción a esta
4. Con llegamos a la causa última que
de fundamento a la pena y a los sistemas de control so-
cial que regulan la convivencia en la sociedad: la razón
de Estado.
La imposición de una sanción, como ya hemos vis-
to, se lleva a cabo primariamente a nivel social, en el
seno de la familia o de grupos sociales más o menos am-
plios. En cualquier tipo de sociedad, por primitiva que
sea, se dan una serie de las normas sociales. que
sancionan de algún modo aislamiento,
pérdida de prestigio social, etc.- los ataques a la convi-
vencia tal como la concibe ese grupo sociaL Estas nor-
mas sociales forman al orden social. Pero ese orden so-
cial no es ni mucho menos idílico, sino conflictivo. La
lucha por la posesión de los objetos que median en las
relaciones intrapersona]es; la contraposición entre el
principio del placer. que impulsa a la persona a satisfa-
43
cer por encima de todos sus instintos, y el principio de
la realidad, que obliga al indjviduo a sacrificar o limitar
esos instintos y a tener en cuenta los de los demás, de-
muestran que ese orden social, al par que conflictivo,
necesita de un orden más coactivo, más preciso y vigo-
roso que le garantice un cierto grado de respeto y acata-
miento a sus normas. Históricamente, el orden social se
ha mostrado como incapaz e insuficiente para conseguir
por sí solo el grado de coacción necesario para que los
ciudadanos respeten sus normas. En algún momento
histórico, el grupo social recurre a un medio de coac-
ción más preciso y vigoroso que es el orden jurídico. Ti-
tular de ese orden jurídico es el Estado que se presenta
como el producto de una correlación de fuerzas sociales
existentes en un momento histórico determinado. El or-
den jurídico y el Estado no son más que el reflejo o su-
perestructura de un determinado orden social incapaz
por sí mismo de asegurar el sistema económico de pro-
ducción que la correlación de fuerzas sociales necesita
en ese momento histórico determinado (34).
El Derecho y el Estado no son, sin embargo, expre-
sión de un consenso general de voluntades, sino reflejo
de un modo de producción y una forma de protección
de intereses de clase, la dominante, en el grupo social al
que ese Derecho y ese Estado pertenecen. Como decía
MARX: «la idea de que los individuos, libre y delibera-
damente, celebran contratos con el Estado y que esos
contratos constituyen el derecho no tiene en cuenta las
bases materiales del poder. Cuando las condiciones ma-
teriales se expresan como relaciones de desigualdad y
explotación, como sucede en el capitalismo, la idea de
que la ley guarda algo más que una relación muy direc-
44
ta con la voluntad es utópica ... Sólo los visionarios que
ven en el derecho y en la ley el imperio de una volun-
tad general dotada de propia existencia y sustantividad,
pueden ver en el delito simplemente la infracción del
derecho y de la ley» (35).
Trasladadas estas ideas al Derecho penal, esto signi-
fica la negación radical del mito del Derecho penal
como derecho igualitario y, con ello, la ilegitimidad de
todo intento de entender la pena como prevención inte-
gradora del consenso social. Como la nueva Criminolo-
gía ha puesto de relieve, a partir de la realización de di-
versas investigaciones empíricas, el Derecho penal no
protege por igual todos los bienes respecto a los cuales
tienen igual interés todos los ciudadanos; tampoco la ley
penal es igual para todos, ni el status de criminal se
aplica por igual a todos los sujetos independientemente
de la dañosidad social y de la gravedad de las infraccio-
nes a la ley penal por ellos realizadas (36). Basta sólo
con recordar el distinto tratamiento que reciben los deli-
tos contra la propiedad y los delitos económicos. La te-
sis del Derecho penaJ como derecho igualitario y de la
pena como prevención integradora deJ consenso es in-
sostenible con un modelo de sociedad basado en la desi-
gualdad y en la explotación deJ hombre por eJ hombre.
La única igualdad que se puede predicar ante eJ Dere-
cho penal actual es la que Anatole France veía irónica-
mente como símbolo de la imperiosa majestad de la ley
penal, la de que prohibe por igual, a los pobres y a los
ricos, robar pan y dormir debajo de un puente. El gran
hallazgo de la nueva Criminología consiste precisamente
45
en haber demostrado la contradicción existente entre
Derecho penal presuntamente igualitario y una sociedad
profundamente desigual. El Estado de Derecho sobre es-
tas bases sólo puede producir un Derecho de Estado en
el que se renejan y manifiestan necesariamente los inte-
reses de la clase dominante.
5. Las consideraciones precedentes demuestran
que el Derecho penal es la superestructura represiva de
una determinada estructura socioeconómica y de un de-
terminado sistema de control social pensado para la de-
fensa de la estructura.
Erraría, sin embargo, quien creyera que el carácter
superestructural del Derecho penal exime de su estudio
tecnicojurídico o permite prescindir en su análisis de los
postulados y principios que lo informan oficialmente.
Muchos de estos principios, y especialmente el de la le-
galidad de los delitos y las penas, surgieron con la Revo-
lución Francesa, una revolución profundamente huma-
nista en sus planteamientos, y surgieron precisamente
para limitar y controlar el poder punitivo, arbitrario y
omnímodo del Estado absolutista. Y una vez admitido
que el Derecho en general y el Derecho penal en parti-
cular, como expresión de la razón de Estado, son clasis-
tas, debe ser bien acogido y fomentado todo lo que sig-
nifique limitar y controlar el poder del Estado, poder de
clase en definitiva. Este es el significado profundo que,
para los que no quieran poner su ciencia al servicio de
la clase dominante o de la defensa de sus intereses, tiene
la Dogmática jurídica y concretamente jurídico-penal
(37), a la que no se puede descalificar precipitadamente
46
como «filosofía de la dominación» (38). Mientras haya
Derecho penal, y en las actuales circunstancias parece
que habrá «Derecho penal para rato», es necesario que
haya alguien que se encargue de estudiarlo y analizarlo
racionalmente para convertirlo en un instrumento de
cambio y progreso hacia una sociedad más justa e igua-
litaria, denunciando además sus contradicciones y las
del sistema económico que lo condiciona (39). Tan ab-
surdo es aceptar globalmente de un modo acrítico el De-
recho penal, como rechazarlo también globalmente cali-
ficándolo despectivamente de «brazo armado de la clase
dominante». En todo caso, una actitud de esta clase no
se puede adoptar como actitud a priori ante el Derecho
penal, cualquiera que sea el modelo de sociedad a la
que sirva o la razón de Estado a la que obedezca, pues
ello conllevaría una contradicción con el propio punto
de partida aceptado como hipótesis, el carácter superes-
tructural del Derecho, y una infrautilización peligrosa
del instrumento más radical de que dispone el Estado
para imponer sus razones o las razones que representa.
En todo caso, si la técnica de interpretación y siste-
matización del Derecho penal permite poner de reUeve
las graves injusticias y desigualdades que le son inheren-
tes, ello incita a plantearnos la necesidad de modificar
lo más intensa y radicalmente posible el sistema econó-
mico que lo condiciona, lo que ya de por sí sería alta-
mente positivo y una consecuencia progresiva del plan-
teamiento puramente técnico o dogmático (40).
Más no se puede pedir del Derecho penal, nj de la
ciencia o actividad intelectual que de su estudjo se ocu-
pa. Pero tampoco menos.
47
III
PENAS Y MEDIDAS DE
SEGURIDAD:
MONISMO VERSUS DUALISMO
l Derecho penal no sólo es un medio de represión,
Esino también un medio de prevención y lucha contra
la delincuencia. Si esta doble tarea se lleva a cabo sola-
mente con la aplicación de un solo medio, con la pena,
se habla de un Derecho penal monista. Por el contrario,
se habla de un Derecho penal dualista, cuando junto a
la pena, se aplican otras medidas de distinta naturaleza
a las que se llaman medidas de seguridad o corrección.
1. Desde hace ya algunos años viene planteándose
en la Ciencia española del Derecho penal una cuestión
que no sólo tiene una importancia teórica fundamental,
sino también, y sobre todo, una significación práctica
evidente. Se trata de decidir, con todas las consecuen-
cias, si el sistema de reacción jurídico-estatal frente al
delito cometido debe ser un sistema monista de sanción
única o un sistema diferenciado dualista de penas y me-
didas (1).
El Proyecto de Ley Orgánica de Código penal 1980,
la Propuesta de Anteproyecto de 1983 y la reforma par-
51
cial de 1983 han puesto de relieve que la opción entre
uno y otro sistema no es en absoluto una cuestión pura-
mente teórica, sino que tiene sus raíces en las entrañas
mismas del Derecho penal, ya que en ella se decide el
futuro de esta rama del Ordenamiento jurídico como en
ningún otro tema. En el fondo de esta cuestión late la
eterna discusión, el siempre planteado y hasta ahora
nunca resuelto antagonismo entre un Derecho penal re-
tributivo y un Derecho penal preventivo, entre el «puni-
tur quia peccatum eSÍ» y el «punitur ne peccetuf», entre
culpabilidad y peligrosidad, entre penas y medidas.
En el Derecho positivo actualmente vigente la dis-
cusión está saldada en favor de un sistema dualista de
sanciones aplicables al autor de un delito. Así, por
ejemplo, el art. 8, 1.0 del Código penal prevé el interna-
miento del enajenado autor de un delito que haya sido
declarado exento de responsabilidad criminal. Y lo mis-
mo prevé el n.O 3. del mismo artículo para el autor del
0
52
de reacción estatal frente a un delito: el delito cometido
por un autor culpable dará lugar a la imposición de una
pena, el delito cometido por un autor no culpable, pero
peligroso, dará lugar a la imposición de una medida (2).
2. En el Ordenamiento jurídicopenal español vi-
gente existe, sin embargo, una peculiaridad que lo dis-
tingue del sistema dualista adoptado en otros países.
A diferencia de lo que suceda en los Ordenamientos
de otros países, las medidas se aplican sobre todo y
principalmente a las personas llamadas «peligrosas so-
ciales», hayan o no cometido un hecho tipificado en la
Ley como delito. Estas medidas, recogidas en su mayo-
ría en la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de
4 de Agosto de 1970, son aplicables, por tanto, también
a supuestos de «peligrosidad predelictuah>, en los que ni
siquiera se exige la probable comisión de delitos en el
futuro. Sin embargo, estas medidas prácticamente en
nada se diferencian, por lo menos en su forma de ejecu-
ción y a veces incluso en su contenido, de las penas pro-
piamente dichas y mucho menos de las medidas posde-
lictuales (cfr. arts. 2 y 5 de la Ley de Peligrosidad).
Este sistema de medidas funciona además de un
modo autónomo, es decir, se aplica al margen de la
pena, e incluso, en caso de concurrencia de penas y me-
didas se ejecuta preferentemente la pena y después la
medida (cfr. arto 25 de la Ley de Peligrosidad y Rehabi-
litación Social) (3).
53
La Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social
constituye, pues, de hecho, un segundo Código penaJ
que sirve para prolongar los efectos de la pena o para
sancionar supuestos de peligrosidad social no constituti-
vos de delito. Se establece así un sistema de control so-
cial más amplio que el dual tradicional, desbordando los
principios limitadores del poder punitivo característicos
del Estado de Derecho: el principio de legalidad y el
principio de intervención mínima (4).
El principio de legalidad queda infringido cuando el
presupuesto de la reacción sancionatoria del Estado no
está constituido por la comisión de un injusto tipificado
en la ley penal, sino por estados de peligrosidad social
que ni siquiera van referidos a la comisión de delitos fu-
turos y que además son sancionados con medidas que,
materialmente, en nada se diferencian de las penas.
El principio de intervención mínima igualmente se
infringe, cuando se utilizan medios sancionatorios tan
graves como las penas para reprimir estados de peligro-
sidad no basados en la previa comisión de un delito y
que, por lo tanto, no constituyen ataques muy graves a
bienes jurídicos fundamentales.
La Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social su-
pone, pues, tanto en la teoria como en la práctica, una
«perversión» del Derecho penal y un abuso de poder del
Estado. Ciertamente que la tarea de defensa de la socie-
dad y de una convivencia social pacífica y organizada
pluralmente no sólo incumbe al Derecho penal, sino a
todo el Ordenamiento jurídico. Pero en esta tarea el De-
recho pena] no es sólo un plus, sino también un aliud
frente a las demás ramas del Ordenamiento jurídico.
54
Precisamente por su carácter de última ratio, al Derecho
penal debe quedar reservada la tarea de reaccionar fren-
te a los comportamientos más intolerables de desprecio
a las normas fundamentales que rigen la convivencia,
reaccionando frente a ellos con los medios más graves e
importantes de que dispone el Ordenamiento jurídico,
llámense penas o medidas; pero, en todo caso, el presu-
puesto de esta reacción sólo debe serlo la comisión de
un hecho típico y antijurídico, es decir, la realización de
un comportamiento prohibido y conminado con una
pena en la Ley penal (5). En esto es prácticamente uná-
nime la moderna doctrina española (6).
3. No es por ello extraño que una de las noveda-
des más importantes y alabadas del Proyecto de Código
penal de 1980 fuera precisamente la de prever la dero-
gación de la tan desafortunada Ley de Peligrosidad y
Rehabilitación Social (cfr. Disposición Derogatoria,
Proyecto de Código penal).
Otra novedad importante del Proyecto de Código
penal era incluir toda la materia relativa a las medidas
en el Título Vl del Libro l. Co~ ello se seguía mante-
55
niendo el sistema dualista, pero se introducían impor-
tantes novedades respecto al sistema actualmente vigen-
te. Por 10 pronto, y esta era la novedad más importante,
sólo se admitían en el Proyecto las medidas posdelictua-
les, es decir, aquellas aplicables a quienes hayan ejecuta-
do un hecho previsto como delito, cuya comisión ha de
revelar además la peligrosidad criminal de su autor,
(art. 131), es decir, la probabilidad de que éste vuelva a
cometer en el futuro otros delitos. Además, el arto 133
disponía que estas medidas debían guardar proporción
con la peligrosidad revelada por el hecho cometido y la
gravedad de los que resulte probable que el sujeto pueda
cometer (7).
Sin embargo, a pesar de estas mejoras del sistema
entonces vigente, en el Proyecto se mantenían práctica-
mente las medidas ya existentes en la Ley de Peligrosi-
dad e incluso algunas de ellas, como las medidas privati-
vas de libertad, sin duda las más graves por su inciden-
cia en la libertad y derechos fundamentales de los afec-
tados, se modificaban generalmente para prolongarlas.
Así, por ejemplo, el internamiento
Pero no era eso lo más grave. Lo más grave era la
relación existente entre esas medidas y las penas privati-
vas de libertad. Si la medida privativa de libertad puede
ser de mayor duración que la pena propiamente dicha, e
incluso de duración ilimitada, entonces está claro que el
sometido a ellas puede llegar a ser de peor condición
que el condenado con una pena. Pero si la medida pri-
vativa de libertad puede además imponerse para ser eje-
cutada una vez cumplida una pena de la misma natura-
leza, entonces no sólo se grava más al condenado, sino
que se produce una auténtica burla de los principios y
garantías del Estado de Derecho.
El Proyecto de 1980 pretendió evitar esta absurda
- paradoja, introduciendo en materia de ejecución de pe-
nas y medidas privativas de libertad el llamado sistema
vicarial, un sistema en el que, en caso de imposición
conjunta de ambas sanciones, se ejecuta primero la me-
dida y luego la pena, permitiendo el abono del tiempo
de duración de aquélla en el de ésta y la suspensión del
resto de la pena que quede por cumplir, si con la ejecu-
ción de la medida se hubieran conseguido ya las metas
resocializadoras (8). Con ello se llega, de hecho, por lo
menos en materia de ejecución, a un sistema monista en
el que las diferencias entre penas y medidas práctica-
mente desaparecen. El Proyecto acogía este sistema aun-
que de un modo incompleto para los semiimputables, es
decir, enajenados mentales, sordomudos y alcohólicos o
toxicómanos que no hubieran sido declarados plena-
mente incapaces de culpabilidad y a los que por su peli-
grosidad criminal se les imponía una medida de interna-
miento junto con la pena (arts. 145,146 Y 147).
Sin embargo, volvía a acoger el sistema dualista
para los delincuentes habituales y profesionales a los
57
que se podía imponer «como complemento de la pena
correspondiente al delito cometido» el internamiento en
centro de rehabilitación social por tiempo que no podía
exceder de diez años para los primeros y de quince para
los segundos (arts. 150 y 152). En estos casos, la aplica-
ción conjunta de pena y medida sin ningún tipo de co-
rrección vicarial se convertía de hecho en una sanción
única de privación de libertad, y en una prolongación
encubierta de la pena que, en principio, y por imperati-
vo del principio de legalidad, no debe pasar de un máxi-
mo fijado legalmente como garantía de seguridad jurídi-
ca para el condenado y para la sociedad. El sistema dua-
lista se convierte así, con el pretexto científico para un
control social ilimitado de los ciudadanos, o en todo
caso superior al que permite el penal tradicional; todo
ello en aras de unos intereses oscuros cuya irracionali-
dad hay que poner de relieve.
4. La crítica del sistema dualista se centra en dos
puntos que muestran con gran claridad cuál es la falacia
implícita a dicho sistema.
a) Las penas y medidas privativas de libertad, si
bien son diferenciables teóricamente, cumplen en la
práctica el mismo papel y tienen, de hecho, la misma fi-
nalidad y contenido.
Esta proposición, por discutible que pueda parecer,
no es sino el resultado de la simple lectura de preceptos
legales concretos que se refieren a la ejecución de las pe-
nas y medidas privativas de libertad en el Derecho espa-
ñol.
Dice el art. 25, 2 de la Constitución: «Las penas
privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán
orientadas hacia la reeducación y reinserción social, y
no podrán consistir en trabajos forzados». Prácticamente
10 mismo dice el art. 1 de la Ley General Penitenciaria:
58
«Las Instituciones penitenciarias reguladas en la presen-
te Ley tienen como fin primordial la reeducación y la
reinserción social de los sentenciados a penas y medidas
penales privativas de libertad».
Tras leer estas declaraciones legales, más de uno se
preguntará qué sentido puede tener ya la distinción en-
tre pena y medida cuando ambas en la práctica de su
ejecución tienen asignada la misma finalidad. En el fon-
do, la equiparación de la finalidad de la ejecución de las
penas y medidas privativas de libertad debería conducir
a un sistema monista que superase la contradicción teó-
rica entre pena y medida, entre culpabilidad y peligrosi-
dad, entre retribución y prevención del delito. Ello sería,
por lo demás, perfectamente coherente con un plantea-
miento funcionalista en el que el efecto de una institu-
ción aporta siempre su fundamento (9). Con un plantea-
miento de este tipo la distinción entre pena y medida
carece de sentido, ya que tanto una como otra institu-
ción viene a coincidir en la misma finalidad ejecutiva: la
reinserción y readaptación social del delincuente.
b) Un sistema dualista en el que junto a la pena li-
mitada por la culpabilidad existe otro tipo de sanciones
no limitadas o limitadas por principios e ideas diferentes
constituye un peligro para las garantías y la libertad del
individuo frente al poder sancionatorio del Estado.
La pena adecuada a la culpabilidad puede ser efec-
tivamente insuficiente para cumplir las funciones pre-
ventivas, general y especial, que tiene que cumplir el
Derecho penal.
Piénsese, por ejemplo, en unos abusos deshonestos
cometidos por un psicópata sexual que tiene alterada su
59
capacidad de culpabilidad, pero no hasta el punto de
poder ser declarado incapaz de culpabilidad. La pena
adecuada a la culpabilidad que conforme al Código pe-
nal vigente podría imponerse en este caso al autor del
delito apenas sería la de unos meses de privación de ll-
bertad~ las necesidades preventivas, tanto de defensa de
la sociedad como de la reeducación (si ello fuera posi-
ble) del delincuente puede exigir, por el contrario, la
aplicación de una medida de internamiento en algún
centro especial para este tipo de delincuentes por un pe-
ríodo de tiempo superior al de la duración de la pena;
por ejemplo, varios años (10).
La situación no puede ser más paradójica: primero
se le dice al delincuente que la pena que se le va a im-
poner viene limitada por su culpabilidad y que esta
pena, entre otros fines, tiene como «fin primordial» su
reeducación y reinserción social; luego se le dice que
para conseguir esta meta es necesario, además, una me-
dida muy superior en gravedad y extensión a la pena
propiamente dicha.
¿Hasta qué punto no constituye este proceder una
infracción y una burla de las garantías juridicopolíticas
y de los principios limitadores del poder punitivo estatal
característicos de un Derecho penal liberal, entendido
en el mejor sentido de la palabra por von Listz como
«la infranqueable barrera de la Política criminal»?
¿En qué medida no estamos jugando con las pala-
bras y al cambiar el nombre de pena por el de medida
60
no estamos dejando indefenso al individuo frente al po-
der absoluto del Leviathan estatal?
Con el sistema dualista se hace cada vez más evi-
dente la sospecha de que en todo este asunto estamos
asistiendo a un gran «fraude de etiquetas», en el que el
Derecho penal de culpabilidad, con todas sus imperfec-
ciones, pero también con todas sus garantías, tiende a
ser completado o sustituido por otros sistemas de con-
trol social, oficialmente no penales y, por eso, no limita-
dos por los principios penales clásicos, pero tremenda-
mente eficaces en su incidencia sobre la libertad de los
individuos.
¿Es ésto síntoma inevitable de la evolución de los
sistemas sancionatorios, en función de la transformación
de las relaciones de poder del cuerpo social entero, ha-
cia formas cada vez más sutiles y perfeccionadas de con-
trol social? (11).
Todo parece indicar que así es y que, como dice
Stratenwerth, «la derogación del Derecho penal tradicio-
nal, del Derecho penal 'clásico' parece ser sólo una
cuestión de tiempo» (12). Lo que también parece claro
es que esta derogación no debería significar necesaria-
mente el sacrificio de las libertades y de las garantías del
individuo al poder omnipotente del Estado. Ahí sí que
habría que insistir hasta el agotamiento, en lugar de afe-
rrarse tanto en la defensa de unos conceptos incapaces
de explicar y cumplir satisfactoriamente esta tarea.
Es, pues, el eterno dilema entre la libertad indivi-
dual y el poder estatal lo que está en juego en toda esta
cuestión. Y está claro que el sistema dualista, tal como
61
se concibe en la actualidad, resuelve este antagonismo
descaradamente en favor del poder estatal: legitimando
su intervención con el concepto de culpabilidad y per-
mitiendo que esta intervención sea prácticamente ilimi-
tada en el terreno de las medidas.
5. A la vista de las críticas precedentes no puede
extrañar que sean muchos los que hoy solicitan el aban-
dono del Derecho penal de culpabilidad y su sustitución
por un Derecho de medidas (13). No creo, sin embargo,
que ello sea defendible mientras que en el Derecho vi-
gente sea la pena la principal consecuencia del delito y
su imposición requiera en el autor del delito unas facul-
tades psíquicas y un determinado grado de madurez psí-
quica y física que no se exigen para imponer una medi-
da. Tampoco creo que sea conveniente de lege ferenda,
mientras no se produzcan al mismo tiempo las condicio-
nes y presupuestos que lo hagan posible.
Lo único que se puede hacer para superar la situa-
ción actualmente existente, respetando al máximo las
paredes maestras del sistema dogmático y del Derecho
vigente, es dotar a la culpabilidad de un contenido ca-
paz de incluir en él también las necesidades preventivas
(14). En un Estado democrático y social de Derecho el
concepto de culpabilidad debe servir para realizar la ta-
rea protectora del individuo y de la sociedad que tiene
asignada el Derecho penal y no para entorpecerla (15).
62
Para ello habría que empezar por abandonar el con-
cepto tradicional que ve en la culpabilidad un fenómeno
individual aislado que sólo afecta al autor del delito
(16). Realmente no hay una culpabilidad en sÍ, sino una
culpabilidad en referencia a los demás. La culpabilidad
no es un fenómeno individual, sino social. No es una
cualidad de la acción, sino una característica que se le
atribuye para poder imputársela a alguien como su au-
tor y hacerle responder por ella. Es la sociedad, o mejor,
la correlación de fuerzas sociales existentes en un mo-
mento determinado, la que define los límites de lo cul-
pable y de lo inculpable, de la. libertad y de la no liber-
tad (17).
Para ello habría también que superar la tajante se-
paración entre culpabilidad y prevención que, como
dice Hassemer, ha sido absolutamente disfuncional para
el sistema total del Derecho penal (18). La relación exis-
(16) Cfr. MUÑOZ CONDE, «El principio de culpabilidad», en
III Jornadas de Profesores de Derecho penal, Santiago de Compostela,
1975, p. 219 Y ss.; sobre esta posición, CORDOBA RODA, «Culpabi-
lidad y Pena», Barcelona, 1977, p. 28 Y ss.; BERGALLI, «La recaída
en el delito, modos de reaccionar a ella», Barcelona, 1980, p. 77 Y ss.;
BUSTOS-V ALENZUELA, «Derecho Penal Latinoamericano», vol. 1,
Buenos Aires, 1981, p. 309 Y ss. Cfr. también MUNOZ CONDE,
«Uber den materiellen Schuldbegriff», en GA, 1978, p. 72 (sobre esta
versión alemana, cfr. LENCKNER, en Schonke-Schroder, «Strafgsetz-
buch Kommentam, 20. a ed., Munich, 1980, p. 153; GEDDERT, «Das
Dilemma des Justizsystems», en Seminar cit., p. 296, nota 74.
(17) Cfr. HAFFKE, en «Sozialwissenschaften im Studium des
Rechts», tomo IlI: Strafrecht, ed. por Hassemer y Lüderssen, Munich,
1978, p. 163.
(18) HASSEMER, «Strafzumessung, Strafvollzug und die gesam-
te Strafrechtswissenschaft», en Seminar: Abweichendes Verhalten III,
Die gesellschaftliche Reaktion auf KriminaliHit, tomo 2, Strafprozess
und Stravollzug, edit. por Lüderssen y Sack, 1977, p. 277 Y ss.; BACI-
GALUPO, «Significación y perspectiva de la oposición Derecho Pe-
nal-Política Criminal»).,en Revue International de Droit Pénal, 1978,
1, p. 16; LUZON PENA, «Medición de la pena y sustitutivos pena-
les», Madrid, 1979, p. 9 Y ss. (que más bien vé esta disfuncionalidad
entre prevención general y prevención especial, cfr. también infra V.);
GOMEZ BENITEZ, «Racionalidad e irracionalidad en la medición de
la pena: estudios sobre las ideas de prevención general y culpabilidad
en la reforma penal española», en Revista de la Facultad de Derecho
de la Universidad Complutense, n.O 3 monográfico, Madrid, 1980, p.
130 Y ss.
63
tente entre culpabilidad y prevención general es evidente.
Si en un momento histórico determinado se consideró que
el enfermo mental, el menor de edad, o el que actúa en
error inevitable de prohibición no eran culpables y, por lo
tanto, no debían ser castigados con una pena, ello no se
hizo para debilitar la prevención general, sino precisamen-
te por lo contrario: porque el efecto intimidatorio general
y la fe de los ciudadanos en el Derecho se robustecen al
declarar no culpables a unos pocos de los que, como la ex-
periencia enseña, no puede esperarse que cumplan las ex-
pectativas de conducta contenidas en las normas penales,
confirmando la necesidad de cumplimiento para los demás
que son la mayoría que no se encuentra en dicha situación
(19). Existen, sin duda, además, otras razones: posibilidad
de elaborar el conflicto por otros medios, distinción entre
ciudadanos «normales}) y «anormales}), etc. Pero, en todo
caso, el origen y fundamento de estas causas de exclusión
de la culpabilidad es preventivo y ciertamente preventivo
general, aunque después, dentro de lo posible y de los lí-
mites que permita la prevención general, deban ser tenidas
en cuenta las finalidades preventivas especiales (20), es de-
cir, la resocialización o por 10 menos la no desocialización
del delincuente (21).
64
Evidentemente, no se nos oculta que la finalidad
preventiva general puede en algunos casos conducir a
imponer penas excesivamente duras, a castigar infraccio-
nes meramente formales o a rebajar los límites para la
exigencia de la responsabilidad penal (22). Pero enton-
ces 10 que hay que hacer es criticar la legislación que
permite esos excesos y conducirlos, dentro de 10 posible,
por la vía dogmática y jurisprudencial, a un correcto en-
tendimiento de la prevención general. En todo caso, lo
que interesa destacar ahora es que el concepto de culpa-
bilidad difícilmente puede limitar esos excesos preventi-
vos generales, porque, como dice JAKOBS, «si el Dere-
cho penal pretende un fin preventivo, la culpabilidad
(limitadora) debe corresponder a ese fin preventivo; de
lo contrario debilitaría la finalidad preventiva hasta ha-
cerla ineficaz y la pena sería también ineficaz e inade-
cuada desde el punto de vista preventivo» (23).
Lo que de todos modos hay que rechazar es la pre-
tendida identificación entre prevención general y terror
65
penal (24), porque esa identificación se puede dar tam-
bién con cualquier otra teoría de la pena y porque,
como demuestra la experiencia histórica, no es la pre-
vención general como tal, sino su manipulación en cual-
quiera de las instancias de control social 10 que puede
hacer del Derecho penal un Derecho de sangre y lágri-
mas (25).
Desde esta perspectiva, aquí brevemente descrita, el
Derecho penal de culpabilidad no es más el Derecho pe-
nal retributivo que, ajeno a toda finalidad preventiva,
sólo tiene como objeto aparentemente el ejercicio del
poder por el poder mismo o la realización de una justi-
cia absoluta en la tierra (26). El Derecho penal de cul-
pabilidad, concebido en el sentido aquí expuesto, tiene
una misión, si se quiere, filosóficamente modesta, pero
social y políticamente importante: brindar la mayor pro-
tección posible a los valores fundamentales de la socie-
dad con un mínimo costo de represión y de sacrificio de
la libertad individual.
La pena adecuada a la culpabilidad puede cumplir
perfectamente la función preventiva general; porque, si
se entiende la culpabilidad como aquí 10 hacemos, es la
pena adecuada a la culpabilidad también una pena ade-
cuada desde el punto de vista preventivo (27). A partir
de ella se pueden cumplir también las funciones preven-
tivas especiales de aseguramiento, de resocialización, de
66
ayuda o, en todo caso, de no desocialización del delin-
cuente. En la medida que sean compatibles con las exi-
gencias preventivas generales (28), estas necesidades pre-
ventivas especiales pueden hacer rebajar la pena hasta
límites realmente muy atenuados, suspender la ejecu-
ción de la misma, sustituir un tipo de pena por otro,
etc. Todo ello son realidades recogidas en gran parte y
afortunadamente en casi todas las legislaciones penales
modernas. Gracias a ellos 10 que se consideraba el terri-
ble fantasma del Derecho penal preventivo, se ha con-
vertido en la mejor garantía de eficacia políticocriminal
de las normas penales y de un máximo de libertad indi-
vidual.
6. Sin embargo, un Derecho penal así concebido,
cada vez más racional y controlado, no puede gustar a
quienes están acostumbrados a utilizar el poder del Es-
tado en su particular beneficio y en la protección de sus
intereses. El Derecho penal de culpabilidad, con todas
sus imperfecciones pero también con todas sus garantías
para el individuo, comienza a ser sustituido por otros
sistemas de control social, oficialmente no penales, pero
mucho más eficaces en el control de los individuos y,
sobre todo, mucho más difíciles de limitar y controlar
democráticamente. En esa tendencia se observa un au-
mento creciente de la importancia de las medidas y se
67
habla incluso de un Derecho de medidas que se rige por
unos principios distintos a los del Derecho penaJ de cuJ-
pabilidad. El sistema dualista ha sido la puerta por la
que se ha colado esta nueva fórmula de control social,
sin que prácticamente nadie haya denunciado hasta la
fecha con claridad cuáles son los peligros que para la li-
bertad indjviduaJ se avecinan. El Derecho penal como
instrumento de control social está pasando a un plano
secundario, porque las clases dominantes son cada día
que pasa más conscientes de que hay otros sistemas más
sutiles y más eficaces, pero también menos costosos, de
control social para defender sus intereses y controlar a
los que, real o potencialmente, puedan atacarlos. En la
medida en que el Derecho penal de culpabilidad limita
el poder punitivo del Estado y sirve para realizar una fi-
nalidad preventiva racional y eficaz desde el punto de
vista políticocriminal y juridicopolítico, se convierte en
un obstáculo para esta evolución; en un obstáculo que
muchos, consciente e insconcientemente, están ayudan-
do a destruir en aras del «progreso». Entiendo que en
tanto no se sepa muy bien a dónde conduce ese progre-
so, hay que ser muy cautos al admitir cualquier sistema
que suponga una merma en las garantías y derechos de
los ciudadanos. Por eso, hoy por hoy, el Derecho de
medidas sólo puede tener una importancia secundaria
en el total sistema sancionatorio (29) y, en todo caso,
68
igual que el Derecho penal de culpabilidad, debe estar
controlado y limitado por unos principios que salva-
guarden los derechos individuales en la misma medida
que lo hacen los principios penales tradicionales. No
puedo ahora ocuparme de desarrollar con detenimiento
estos principios, pero creo que basta con los siguientes
ejemplos para mostrar cuáles son mis ideas al respecto.
a) En primer lugar, la medida puede ser aplicada
como sustitl,ltiva de la pena en aquellos casos en los que
el autor del delito es inculpable, pero peligroso. Piénse-
se, por ejemplo, en un enfermo mental peligroso que in-
tenta matar a alguien y muestra tendencias homicidas
evidentes.
Su falta evidente de culpabilidad no puede signifi-
car su inmediata puesta en libertad y la indefensión de
la sociedad ante él (yen la medida que ello pudiera ocu-
rrir es seguro que se le declararía culpable sin más ni
más). Es necesario que, aparte de la pena, la sociedad
disponga de otros medios de control y aseguramiento,
por 10 menos en la fase aguda, de estas personas. Este
fue, en parte, el origen de las medidas sustitutivas de la
pena, ya conocidas en los primeros Códigos penales. La
aplicación de la medida se hace indispensable en tanto
la pena no pueda imponerse, por no darse sus presu-
puestos. El internamiento en un centro psiquiátrico pue-
de, en cambio, cumplir estas tareas de defensa de la so-
ciedad y de tratamiento del enfermo peligroso.
Pero esta finalidad preventiva que cumple la medi-
da, igual que la que cumple la pena, debe ser limitada
de algún modo, pues de lo contrario el afectado por ella,
el enfermo mental, sería de peor condición que el cuer-
do que comete el mismo delito y al que se le puede
aplicar una pena. La medida, como la pena a la que
sustituye, tiene que estar limitada de algún modo. Y pa-
69
rece lógico que estos límites deben ser, en principio, los
mismos que tiene la pena. Conforme al principio de in-
tervención mínima, la medida debe durar el tiempo in-
dispensable para conseguir eliminar la peligrosidad cri-
minal del enfermo mental. Conforme al principio de
proporcionalidad, la medida no podrá ser desproporcio-
nada ni a la peligrosidad criminal del sujeto, ni a la gra-
vedad del delito cometido y de los. que sea probable
vaya a cometer en el futuro. La referencia a la gravedad
del delito cometido y a la de los que sea probable que el
sujeto pueda cometer en el futuro, medidas por el marco
penal que los respectivos delitos tengan asignado, impi-
de que la duración de la medida sea superior a la de la
pena que le hubiera correspondido al sujeto en caso de
ser culpable. Es, pues, fundamental que la gravedad del
delito cometido, más que la de los que se puedan come-
ter en el futuro, constituya el límite máximo que no
debe ser rebasado en ningún caso, aunque quizás la me-
dida durante ese tiempo no haya logrado alcanzar sus
objetivos preventivos. Pero éste es un riesgo que la so-
ciedad debe asumir, lo mismo que asume diariamente el
de la reincidencia de los que habiendo cumplido su con-
dena en la cárcel salen en libertad.
Esta idea ha sido acogida por lo que se refiere a los
semiimpuntables en el arto 9, l.a, 2 del vigente Código
penal, tras la reforma de 1983: «En los supuestos de exi-
mente incompleta en relacion con los números uno y
tres del artículo anterior, el Juez o Tribunal podrá im-
poner, además de la pena correspondiente, las medidas
previstas en dichos números. No obstante, la medida de
internamiento sólo será aplicable cuando la pena im-
puesta fuera privativa de libertad y su duración no po-
drá exceder de la de esta última». Este precepto es, en
principio, sólo aplicable a los semiimputables. Nada
70
dice, sin elnbargo, para los totalmente inimputables~
pero ello, a mi juicio, no impide que por analogía se
pueda limitar también la duración de la medida refirién-
dola a la pena que hubiera podido ser impuesta. siendo
el sujeto imputable (30).
b) En segundo lugar, la medida excepcionalmente
puede ser impuesta juntamente con la pena en aquellos
casos en los que junto a la culpabilidad se dá también
una peligrosidad relevante en el autor del delito, siem-
pre que la forma de ejecución de la pena no pueda cum-
plir una buena función preventiva. Pero en este caso,
además de los principios ya citados, deberá darse prefe-
rencia a la ejecución de la medida, abonándose el tiem-
po de duración de ésta en el tiempo de duración de la
pena. Si una vez cumplida la medida se comprueba que
las finalidades preventivas, general y especial, se han
realizado satisfactoriamente el resto de la pena que aún
quede por cumplir dejará inmediatamente de aplicarse,
ya que su aplicación podría poner en peligro esas finali-
dades preventivas. Este sistema vicarial es, a mi juicio,
el único compatible con la finalidad asignada a las pe-
nas y medidas privativas de libertad en la Constitución
y en la Ley General Penitenciaria. Con ello, la pena
adecuada a la culpabilidad constituye el límite máximo
de la duración de la privación de libertad, cuya ejecu-
ción se unifica.
También esta idea ha sido acogida, aquí lógicamen-
te sólo en relación con los semiimputables, en la refor-
ma de 1983, diciendo ahora el art. 9, I.a, 2: «En tales
casos, la medida se cumplirá siempre antes que la pena
y el período de internamiento se computará como tiem-
71
po de cumplimiento de la misma, sin perjuicio de que el
Tribunal pueda dar por extinguida la condena o reducir
su duración en atención al buen resultado de] tratamien-
to» (31).
c) Finalmente, siempre que desde el punto de vista
preventivo especial sea aconsejable sustituir el interna-
miento por otro tipo de medida menos radical que no
implique privación de libertad, será preferible esta me-
dida. El tratamiento de] delincuente peligroso no siem-
pre requiere su internamiento en un centro e incJuso
puede ser contraproducente. Por eso, puede ser aconse-
jable que, bien desde el principio, bien más adelante, el
internamiento pueda ser sustituido por tratamiento am-
bulatorio, privación de permiso de conducir, etc.
También en esto ha introducido la reforma de 1983
en el Código penal la posibilidad de que el internamien-
to puede ser sustituido por otro tipo de medidas no pri-
vativas de libertad más acordes con la finalidad terapéu-
tica pretendida (cfr. art. 8, I.a).
Una importante restricción me parece también que
el internamiento sólo puede ser decretado para los se-
miimputables, cuando la pena impuesta fuera privativa
de libertad (crf. art. 9, I.a, 2).
7. La reforma de 1983 ha supuesto, como se vé,
un gran avance en la plena realización de los principios
anteriormente expuestos, acercando bastante, por lo me-
nos en su fase de ejecución, las penas y las medidas pri-
vativas de libertad e incorporando el espíritu que anida
en el art. 25,2 de la Constitución a la legislación penal
positiva. Queda, sin embargo, aún mucho camino por
recorrer en esa larga marcha para superar el sistema
72
dualista tradicional y crear un dispositivo de medidas
que al mismo tiempo que eficaz sea respetuoso con los
derechos fundamentales de los sometidos a ellas. Por
mucho que se preconice un planteamiento predominan-
temente preventivo especial y, en consecuencia, tera-
péutico de este tipo de sanciones, es evidente que ello
no puede conducir a unas ilimitadas medidas correccio-
nales (32). El delincuente habitual contra la propiedad
que comete delitos de esta Índole de escasa entidad no
debe ser privado varios años de su libertad en aras de un
tratamiento de su inclinación delictiva que probable-
mente carecerá de eficacia, al encontrarse las causas más
en el contexto social, que no cambia, que en su persona-
lidad. La medida de internamiento no puede entenderse
simplemente como una prolongación adicional de la
pena, por muy aconsejable que esta prolongación sea
desde el punto de vista preventivo especial. La duración
de la medida posdelictual, impuesta y aplicada coactiva-
mente tras el correspondiente juicio, no puede prolon-
garse indefinidamente con el pretexto de la persistencia
de la peligrosidad criminal en que tuvo su origen. Para
evitar estos excesos, es preciso un sistema global de me-
didas que, paralelamente al ya existente para las penas,
determine claramente los presupuestos y límites de la
aplicación de las medidas.
El Proyecto de 1980, como ya hemos visto, sólo de
un modo insuficiente dió acogida a este sistema de ga-
rantías en la aplicación de las medidas. La reforma de
1983 ha dado un paso de gigante, pero, dentro de las li-
mitaciones del Código penal vigente, limitándose a las
medidas aplicables a los imputables y semiimputables
por enajenación mental y sin derogar expresamente la
73
Ley de Peligrosidad y Rehabilitación social. Sólo la Pro-
puesta de Anteproyecto del nuevo Código penal
(PANCP), publicada por el Ministerio de Justicia a fina-
les de 1983, acomete la empresa de configurar en el Tí-
tulo IV de su Libro I un sistema global de medidas de
seguridad acorde en sus líneas esenciales, aunque con al-
guna variación importante, con las ideas y principios
expuestos anteriormente en el epígrafe 6. Conscientes
sus redactores de la creciente importancia, cualitativa y
cuantitativa, de las medidas en el moderno Derecho pe-
nal, desarrollan un sistema de las mismas que al igual
que el de las penas garantice el máximo respeto a los
derechos de los sometidos a ellas, sin merma de su efica-
cia como medio de control de la delincuencia. Para ello
proceden a una enunciación de los principios básicos
que deben informar la aplicación de las medidas (previa
comisión de un delito, constatación de la peligrosidad
criminal con los informes de especialistas en la materia,
art. 87; principio de proporcionalidad, art. 88; sistema
vicarial, art. 89; posibilidad de suspensión o sustitución
de las medidas, art. 90, etc.) y a una tajante separación
entre el régimen de aplicación de las medidas privativas
de libertad y de las medidas no privativas de libertad
(Título IV, Capítulo II, Sección primera y segunda).
a) En relación con las medidas privativas de liber-
tad el problema fundamental con el que se enfrentaron
los redactores de la PANCP fue el buscar un criterio
que, al igual que en el caso de las penas, permitiera li-
mitar su duración, evitando que se convirtieran en una
especie de sanción indeterminada, con todo lo que ello
conlleva de inseguridad y de ausencia de garantías para
el sometido a ellas. El principio de proporcionalidad y
la obligación de decretar la cesación de las medidas en
cuanto desaparezca la peligrosidad criminal, que se re-
74
cogen en el arto 81, no son garantías suficientes que per-
mitan saber «a priori» con seguridad cuál puede ser la
duración de la medida y siempre existe el peligro de
que, a pesar de 10 dispuesto en el arto 81, pueda durar
más que la pena. La única manera de evitarlo era inten-
tar traducir los mismos o similares criterios utilizados
para limitar la pena en la limitación de la medida. Indi-
rectamente los criterios utilizados en la medición de la
pena también pueden ser utilizados como criterios
orientadores de la duración de la medida (33), mante-
niendo con ello una situación similar tanto para el so-
metido a la pena, como para el sometido a la medida.
En pocas palabras, la medida en ningún caso podría du-
rar más del tiempo del que hubiera debido durar la
pena, caso de poder haber sido impuesta en los plena-
mente inimputables, o que la efectivamente impuesta en
los semiimputables.
Contra esta afirmación se podrán esgrimir sin duda
razones de diversa índole, entre las que ocuparán las de
prevención general el lugar más importante. Es cierto
que con la tesis mantenida en el texto de la P ANCP al-
gunas medidas privativas de libertad podrían tener tIna
duración excesivamente corta y hasta producir un efecto
de indefensión social, cuando por el transcurso del tiem-
po tengan que cesar sin que el sometido a ellas esté ple-
namente curado y siga, por tanto, siendo peligroso. Pero
esta es una objeción que igualmente puede hacerse con-
tra los límites de duración máxima de las penas. Es pre-
ciso tener en cuenta que los marcos penales asignados a
cada delito, que en el sistema de la PANCP sirven de
referencia tanto a las penas como a las medidas, están
75
fijados con criterios preventivos generales, siendo gene-
raln1ente suficientes para eliminar la peligrosidad crimi-
nal aguda que exige el internamiento. Cuando ello no
sea así, será porque el delito en cuestión no es de mucha
gravedad, con lo que tampoco el principio de proporcio-
nalidad acogido en el arto 81 permitiría una privación
de libertad demasiado larga. Pero incluso cuando en al-
gún caso concreto la privación de libertad no pueda du-
rar el tiempo necesario para eliminar la anomalía men-
tal del sujeto y su peligrosidad, habrá que recurrir, para
prolongar el internamiento, a las normas que en el Có-
digo civil tras su reforma de 1983 regulan la incapacita-
ción civil (art8. 200 y ss.).
Por todo ello, me parece correcta la regla que se
contiene en los arts. 95, 96 Y 97 de la PANCP, según la
cual para los enajenados, alcohólicos o toxicómanos y
sujetos con alteraciones de la percepción, declarados
exentos de responsabilidad criminal conforme a lo dis-
puesto en los núms. 1.°, 2.° Y 4:° del art. 22, «el interna-
miento no podrá exceder del tiempo que hubiese durado
la pena privativa de libertad, si hubiese sido declarado
responsable el sujeto». En principio, la duración de la
medida viene aquí referida a la duración de la pena abs-
tracta, es decir, al grado máximo del marco pena] asig-
nado a cada delito, y no a la pena concreta que hubiera
podido imponerse, ya que ello sólo es posible cuando
esa pena llega efectivamente a imponerse. No sucede
así, en cambio, respecto a los semiimputables, porque
para ellos la pena se determina y se aplica en el caso
concreto, constituyendo entonces el límite máximo de
duración de la medida la duración máxima de la pena
concreta impuesta (art. 98). Lo mismo sucede respecto a
la medida de internamiento en centro reeducador para
los jóvenes delincuentes (de 18 a 21 años de edad), a los
76
que ya no se impone la absurda atenuación de la pena
del actual art. 9, 3. a del Código vigente, aunque en este
caso, por imperativo del régimen penitenciario especial
para este tipo de delincuentes (art. 9, 2 de la Ley Gene-
ral Penitenciaria), la medida no puede durar más de
cuatro años (cfr. arto 99 de la PANCP).
b) Otro criterio limitador que adopta la PANCP
en relación con las medidas privativas de libertad es el
que éstas sólo pueden ser impuestas cuando sustituyan
a, o se impongan juntamente con penas privativas de li-
bertad. A los ojos de la Comisión redactora es injusto
que el autor de un delito para el que el legislador no ha
previsto una pena privativa de libertad pueda ser san-
cionado con una medida de esta índole. Para estos casos
están las medidas no privativas de libertad (cfr. infra d),
si se dan los presupuestos de las mismas. Algunas dudas
surgen, sin embargo, respecto a las reglas de conducta
que como alternativas o complemento de las medidas de
internamiento se recogen en el art. 101 de la PANCP.
Del tenor literal del precepto se desprende que se no
pueden aplicar autónomamente, 10 que en algunos casos
puede ser un inconveniente, pues algunas de ellas puede
ser aconsejable que se impongan, aunque el delito no
tenga asignada una pena privativa de libertad. Una posi-
bilidad podría darse en los casos de delitos castigados
con multa, cuando ésta no se pague y se convierta en
arresto sustitutorio, pero, aparte de lo discutible de la
solución, ello sólo será posible en algunos casos en los
que además la imposición de la medida no prevista di-
rectamente podría tener una fuerza coactiva al pago de
la multa. Por todo ello, quizás fuera conveniente plan-
tear la posibilidad de imponer alguna o algunas de las
reglas de conducta contenidas en el art. 101 de la
P ANCP autónomamente, incluso aunque el delito en
77
cuestión no tenga asignada una pena privativa de liber-
tad. Lo que en todo caso hay que seguir manteniendo es
el principio de que la medida privativa de libertad sólo
se pueda imponer cuando el delito tenga asignada una
pena de la misma Índole. Fuera de estos casos cualquier
tipo de tratamiento que requiera el internamiento en un
centro psiquiátrico o similar deberá realizarse por los
cauces previstos para la incapacitación civil en los arts.
200 y siguientes del Código civil.
c) El otro problema que en relación con las penas
y medidas privativas de libertad se planteó la comisión
redactora de la P ANCP fue el de su aplicación conjunta.
Como ya hemos visto supra 4, el sistema dualista puro
permite la acumulación sin más restricciones, con lo
que la medida se convierte de hecho en una prolonga-
ción de la duración de la pena. El sistema vicarial acogi-
do en el arto 89 de la P ANCP establece el cumplimiento
de la medida, en primer lugar, y luego el de la pena,
computándose el tiempo de duración de la medida en el
de la pena. Pero a diferencia de otras propuestas (cfr.,
por ejemplo, la Propuesta Alternativa del Grupo Parla-
mentario Comunista al Proyecto de 1980), el art. 89 de
la P ANCP sólo permite suspender la ejecución del resto
de la pena, una vez cumplida la medida de seguridad,
«si por el tiempo transcurrido procediere la aplicación
de la libertad condicional», Personalmente creo que en
teoría es más correcto el criterio que obliga a suspender
el cumplimiento del resto de la pena, en todo caso, «sj
con su ejecución se pusieran en peligro los efectos con-
seguidos a través de la aplicación de la medida» (34),
pero hay que reconocer que este criterio coloca al pena-
78
do sometido a medidas en mejor situación que al no so-
metido a ellas, dándose excesiva importancia al efecto
preventivo especial a costa del también necesario efecto
preventivo general. La PANCP, por el contrario, sólo
permite la suspensión del resto de la pena que quede
por cumplir, una vez cumplida la medida, si se. dan los
requisitos de la libertad condicional, acentuando así el
efecto preventivo general en todo caso.
Una importante excepción a este sistema vicarial se
contiene, sin embargo, en el art. 100 de la PANCP para
los delincuentes habituales, entendiendo por tal el pá-
rrafo tercero de dicho artículo «al delincuente que hu-
biere sido condenado por tres o más delitos que no ha-
biendo sido cancelados registralmente hagan presumible
su inclinación a delinquir, según declaración expresa del
Tribunal, previo los informes a que se refiere el art. 87,
2. a». Para estos delincuentes prevé el art. 100 el interna-
miento en un centro de terapia social por un tiempo
que no podrá exceder de cinco años, pero este interna-
miento podrá ejecutarse antes o después de la pena, no
computándose su duración en la duración de la pena.
Dejando ahora a un lado el problema que plantean estos
centros de terapia social (35), es evidente que la PANCP
configura esta medida de hecho conforme al sistema
dualista clásico, es decir, como una prolongación de la
pena impuesta, si bien condicionándola a la existencia
de unos presupuestos específicos (habitualidad), además
de los generales de todas las medidas (peligrosidad cri-
minal y proporcionalidad). El centro de terapia social
79
viene así a cumplir, además de las funciones terapéuti-
cas que te son características, una función similar a la
custodia de seguridad recogida en el pargfo 66 del Códi-
go penal alemán que, por cierto, también está excluida
del sistema vicarial (36). De algún modo, la PANCP
reintroduce la tradicional agravante de reincidencia que
la propia P ANCP elimina del catálogo de las circuns-
tancias agravantes en su art. 24, si bien exigiendo mayo-
res presupuestos para su aplicación y tiñendo la prolon-
gación de la privación de libertad de un matiz terapeúti-
co ajeno a la agravante. Pero, a pesar de esta mayor exi-
gencia de requisitos, la medida, sin el correctivo vicarial
y dado el carácter genérico de la misma, resucita el viejo
sistema dualista puro y está expuesta a las mismas obje-
ciones que ya hemos indicado. Los redactores de la
PANCP, situados ante el dilema de qué camino seguir
frente a la delincuencia habitual, auténtico «pan nuestro
de cada día» en la Administración de Justicia penal que
cuestiona la eficacia preventiva de las sanciones penales,
ha tenido que optar entre la agravación tradicional que
prolongaba por puras razones preventivas generales la
duración de la pena y la posibilidad de que esta prolon-
gación tuviera el carácter de medida, permitiendo una
mayor eficacia preventiva especial, al mismo tiempo
que exigiendo mayores requisitos para su aplicación.
Una tercera vía que tuviera en cuenta el problema de la
habitualidad y procurara tratarla dentro del marco penal
normal correspondiente al delito, sin prolongarlo, no ha
sido acogida. En la medida en que se acepte esta última
solución, está claro que la regulación de la PANCP no
puede satisfacer en esta materia, pero, aún así, habrá
que admitir que es preferible el sistema que propugna la
P ANCP a la agravante de reincidencia tradicional.
80
Una novedad importante de la PANCP que no se
encuentra en el Título dedicado a las medidas, sino en
el de las penas, es la inclusión en el tiempo de la dura-
ción de la pena del tiempo que hubiere durado la medi-
da curativa, cuando el penado cayere en enajenación
después de pronunciada sentencia firme (art. 55).
d) El régimen de aplicación de las medidas no pri-
vativas de libertad (Título IV, Capítulo II, Sección se-
gunda) tiene, como es lógico, importantes diferencias
con el de las 'medidas privativas de libertad, aunque par-
ta de los mismos presupuestos y principios.
En esta materia la novedad más importante que
aporta la PANCP es la reunión en un solo precepto, el
art. 101, de distintas reglas de conducta que, tanto en la
de Peligrosidad social, como en el Proyecto de
1980, se regulaban de manera inconexa. Ahora la
PANCP las reúne en un mismo precepto como alterna-
tiva o complemento de las medidas privativas de liber-
tad (37). Con él se ofrece al Juez o Tribunal un amplio
(37) Dice el art. 101: «En los casos previstos en los artículos 95,
96, 97, 99 Y 100, el Tribunal podrá acordar razonadamente, previo los
informes a que hace referencia el artículo 87,2. a , una vez cumplido o
suspendido el período de internamiento, la imposición por un tiempo
no superior a cinco años de la observancia de una o varias de las si-
guientes reglas de conducta:
a) Sumisión a tratamiento externo en centro médico o unidad hospi-
talaria.
b) Obligación de residir en un lugar determinado.
c) Prohibición de residir en el lugar o territorio que se designe. En
este caso el sujeto quedará obligado a declarar el domicilio que eH-
ja y los cambios que se produzcan.
d) Prohibición de concurrir a determinados lugares o visitar estableci-
mientos de bebidas alcohólicas.
e) Custodia familiar. El sometido a esta medida quedará sujeto al cui·
dado y vigilancia del familiar que se designe y acepte la custodia,
quien la ejercerá en relación con el Juez de Vigilancia y sin me·
noscabo de las actividades escolares o laborales del custodiado.
t) Privación del derecho a portar armas blancas o de fuego con reti-
rada, en su caso, de la licencia de estas últimas por tiempo máxi-
mo de cinco años. Excepcionalmente, la privación de este derecho
podrá tener carácter definitivo.
g) Asistencia y observación por delegados del Juez de Vigilancia.
h) Caución de conducta».
81
catálogo de posibilidades que desde el primer momento
puede utilizar como alternativas al internamiento cuan-
do éste no sea necesario o sea incluso contraproducente.
Pero también puede utilizarlas como complemento de
un internamiento ya cumplido, asegurando así un ulte-
rior control aunque menos radical del individuo todavía
peligroso. Estas posibilidades vienen reforzadas con la
ayuda o asistencia social que puede decretar el Tribunal
se preste al sometido a estas medidas (art. 103). Tam-
bién dispone este precepto que se designará una persona
u organismo que se encargue del sujeto durante el perío-
do de tiempo en que se ejecute la medida y que manten-
ga puntualmente informado al Tribunal del cumpli-
miento de las reglas de conducta impuestas.
Este último precepto (art. 103) introduce en el ám-
bito de las medidas un sistema similar a la «probation»
que, sin embargo, no se prevé en la PANCP para los ca-
sos de suspensión del fallo y de remisión condicional de
la pena (arts. 74 a 81), que son los casos para los que
originariamente surgió la institución. Ello ha producido
y producirá alguna objeción por parte de quienes esti-
man que también los sustitutivos penales como la sus-
pensión del fallo o la remisión condicional de la pena es
necesario que una persona u organismo se encargue de
ayudar (y controlar) durante el período de prueba (de 2
a 5 años) al probando. Sin embargo, la PANCP ha opta-
do por introducir este control sólo en el ámbito de las
medidas, ya que en estos casos la misma aplicación de
la medida, aunque no sea privativa de libertad, supone
una peligrosidad criminal que hay que controlar, niien-
tras que en la suspensión del fallo y en la remisión con-
dicional de la pena no sólo no hay peligrosidad, sino
que por definición es necesario que para conceder el be-
neficio exista un buen pronóstico de que el condenado
82
no cometerá delito en el futuro (cfr. arts. 75,1. a y 77,1. a ),
quedando supeditada la revocación del beneficio sólo a
que el sujeto no vuelva a delinquir durante el período
de prueba (cfr. art. 76). Naturalmente, también puede
pensarse que igual que en las medidas en la condena
condicional también el sometido a un período de prueba
por concesión de la suspensión del fallo o de la remisión
condicional de la pena necesita de ayuda y control du-
rante ese período. Este es el sistema seguido por el Códi-
go penal alemán (cfr. pargfos. 56 y 56 c StGB) y por el
Proyecto de 1980 que imponen al probando durante el
período de prueba determinadas «cargas» o «instruccio-
nes», cuyo incumplimiento determina la revocación del
beneficio. Pero como la praxis de este sistema demues-
tra, aparte de los costos adicionales que para la Admi-
nistración de Justicia ello significa, la presencia de un
funcionario especialmente encargado de vigilar y contro-
lar (en algunos casos tan1bién ayudar) al probando du-
rante un período de tiempo, supone muchas veces un
control adicional más gravoso que la pena misma que,
por lo demás, se presta a abusos incompatibles con la
esencia de la institución (38). Obviamente este peligro se
da también en el' ámbito de las medidas, pero aquí no
hay más remedio que aceptarlo (naturalmente, intentan-
do que no sea así), porque el mal pronóstico del sujeto,
su peligrosidad comprobada, exige este control adicio-
nal. De todos modos, tampoco en el ámbito de la sus-
pensión del fallo y de la remisión condicional de la
pena hay inconveniente en que se presten ayudas yasis-
tencia social al probando, siempre que ello no determi-
ne' de hecho, una especie de vigilancia encubierta de su
83
comportamiento. La experiencia habida en otros países
con esta institución es que el encargado de ayudar y
controlar al probando durante el período de prueba se
ve siempre situado ante un conflicto de roles: cumplir
una función de ayuda, por un lado, y otra de control,
por otro, no siendo infrecuente que predomine la segun-
da sobre la primera (39).
Volviendo a las reglas de conducta del art. 101, la
lectura de este precepto inmediatamente evoca la idea
de Nonintervention, es decir, la de evitar la privación de
libertad, también en el ámbito de las medidas, como
menos gravosa posibilidad de control (40), aunque, na-
turalmente, la aceptación de esta idea no implica, como
sucede en algunos países en los que se ha acogido (41),
que se renuncie a las garantías jurídicoformales en su
imposición, ya que ello, además de peligroso, sería entre
nosotros incluso anticonstitucional (42). Ahora bien, la
aplicación de estas medidas podría tener mayor eficacia
si, además de como alternativa o complemento del in-
ternamiento, se pudiera imponer automáticamente, in-
c] uso en los casos en los que por no tener asignado el
delito una pena privativa de libertad, no viniera en con-
sideración una medida de internamiento. En la PANCP
ello sólo es posible en los casos previstos en el art. 102
(43), criterio que quizás habría que revisar. En todo
84
caso, debe quedar al arbitrio del Tribunal la elección de
la regla o las reglas de conducta que estime más adecua-
da al caso concreto que se le presente, recabando para
ello los informes pertinentes. La duración de la regla o
las reglas de conducta que se impongan no podrá exce-
der de cinco años.
Las otras medidas no privativas de'libertad tienen
un alcance más específico y concreto. La de privación
del permiso ,de conducir (art. 104) y la de inhabilitación
especial (art. 105) tienen un carácter sustitutivo de las
penas de la misma naturaleza (art. 38) cuando éstas no
pueden imponerse por encontrarse el sujeto incluido en
los números 1, 2 Y 4 del arto 22 y exista la peligrosidad
específica prevista en dichos preceptos. La privación del
permiso de conducir por tiempo de cinco a quince años
puede ser impuesta, además de la pena, a los habituales
de delitos imprudentes o de riesgo cometidos con ve-
hículos de motor (art. 104,2).
La expulsión de extranjeros del territorio nacional
es una medida «sui generis» que el Tribunal podrá acor-
dar como sustitutiva de las demás medidas de seguridad
que les fueran aplicables, sin perjuicio de cumplir, en su
caso, la pena que hubiera sido impuesta (art. 106) (44).
8. Por todo lo dicho en el apartado anterior se
puede afirmar que el sistema de medidas que configuran
la PANCP es quizás la máxima aproximación entre pe-
85
nas y medidas que permite un sistema teóricamente
dualista en sus presupuestos, pero prácticamente monis-
ta en su ejecución. La regulación de las medidas que
propone la PANCP demuestra que e] mantenimiento
del Derecho pena] de culpabilidad no es un obstáculo
para una mayor eficacia preventiva, general y especial,
de las sanciones penales, pero al mismo tiempo demues-
tra tanbién que no siempre implica el que el ámbito de
las medidas quede abandonado a los excesos terapéuti-
cos. Si algo tienen claro los redactores de la PANCP en
esta materia es que las garantías jurídicoformales del Es-
tado de Derecho deben ser observadas tanto a la hora de
imponer una pena, como de imponer una medida. El
configurar un marco legal en el que ello sea posible fue
una de las aspiraciones fundamentales de los redactores
de la PANCP. El que además ello sea beneficioso para
el sometido a las medidas y para la sociedad depende de
otros factores, especialmente económicos, pero también
de cambio de mentalidad, que están más allá de las pri-
vaciones y posibilidades de los redactores de la PANCP.
Una vez más el fantasma de la falta de centros adecua-
dos para el cumplimiento de las medidas de interna-
miento, la escasez de medios y de personal cualificado
aparece cuando se trata de pronosticar la eficacia prácti-
ca que la regulación que propone la PANCP puede te-
ner. Por eso no es ocioso recordar que en las Disposicio-
nes Finales de la PANCP se emplaza al Gobierno para
que en el plazo de seis meses dicte las normas de desa-
rrollo del Título IV y remita a las Cortes un Proyecto
de Ley de aplicación de las medidas de seguridad.
86
IV
LA PRISION COMO
RESOCIALIZACION VERSUS
DESOCIALIZACION
n el anterior apartado nos hemos ocupado de las pe-
E nas y medidas de seguridad, de su sentido y fines y
de las relaciones entre ambas. Sin embargo, el discurso
ha girado principalmente en torno a las penas y medidas
privativas de libertad, porque, una vez desterradas del
catálogo de sanciones las penas corporales y la pena de
muerte, son éstas las que más preocupan, ya que inciden
en uno de los bienes jurídicos más preciados de la per-
sona: la libertad. Esa misma importancia cualitativa les
da, al mismo tiempo, un importante carácter intimida-
torio que las convierte actualmente en el instrumento
más eficaz o, por lo menos, así lo parece, desde el punto
de vista preventivo general. La pena privativa de liber-
tad, la prisión, constituye, por consiguiente, la sanción
más característica, lo que no quiere decir que sea esta-
dísticamente la más importante, de todo el sistema jurí-
dicopenal, ostentando además una serie de connotacio-
nes específicamente penales que la distinguen del resto
de las sanciones previstas en el Ordenamiento jurídico,
ya que según el art. 23,3 de la Constitución: «la Admi-
nistración civil no podrá imponer sanciones que, directa
o indirectamente, impliquen privación de libertad».
1. Cuando la pena privativa de libertad aparece
como pena ordinaria en el catálogo de sanciones aplica-
89
bIes a los que habían cometido un delito, nadie pensaba
entonces que la cárcel sirviera para otra cosa que para
castigar, y del modo más duro posible, a los que alguna
vez habían quebrantado las normas fundamentales vi-
gentes en la sociedad. En la evolución de los sistemas
sancionatorios, en función de la transformación de las
relaciones de poder del cuerpo social entero, hacia for-
mas cada vez más sutiles y perfeccionadas de control so-
cial, se estaba todavía en la fase más burda de castigar el
cuerpo, sin pensar en controlar el alma (1). La impre-
sión de los horrores de la segunda guerra mundial y el
abuso del Derecho penal en el castigo e incluso en la
eliminación fisica de grupos humanos enteros, contri-
buyeron sin duda al renacimiento de las ideas humanís-
ticas y a la configuración de un Derecho penal más hu-
mano como instrumento al servicio de la resocialización
antes que el castigo de los delicuentes. Por otro lado, el
progreso de las ciencias de la conducta y, por tanto, de
las técnicas de manipulación del comportamiento hu-
mano tampoco fue ajeno a esta evolución que se ha tra-
ducido en sistemas penitenciarios y de control social
más sutiles y sofisticados que los penales tradicionales,
pero no por ello menos eficaces.
La legislación penitenciaria española se incorporó
tarde a esta evolución pero cuando lo hizo, lo hizo aco-
giendo con entusiasmo, un tanto acrítico, los dos princi-
pios cardinales del moderno Derecho penitenciario: el
tratamiento y la reinserción social del delincuente (2).
90
En la alternativa que HOHMEIER (3) ve entre «se-
guridad o socialización» (<<8icherung oder Sozialisie-
rung»), el sistema penitenciario español habría optado
claramente por lo segundo y sería el tratamiento del re-
cluso el instrumento ideal que debería culminar todo un
sistema pensado para su resocialización. Con ello el sis-
tema penitenciario actual habría llegado a un punto en
el que la idea del sufrimiento y castigo habría sido defi-
nitivamente abandonada y sustituida por otra más hu-
mana de recuperación del delincuente para la sociedad.
Hasta aquí, el planteamiento ideal o teórico de la
cuestión. No constituye, sin embargo, ninguna novedad
decir ya en este momento que las cosas no son tan fáci-
les e idílicas como a primera vista pudiera parecer y que
la praxis del sistema penitenciario, por lo menos la pra-
xis del sistema penitenciario español y de los estableci-
mientos penitenciarios españoles, aquí y ahora está muy
lejos de alcanzar esa meta ideal que la propia Ley Gene-
ral Penitenciaria española propone. A ello contribuyen
varias razones, entre las que se encuentra, no en último
lugar, el concepto mismo de resocialización que sirve de
eje a todo el moderno sistema penitenciario (4).
91
2. El arto 1.0 de la Ley General Penitenciaria dice
que «las instituciones penitenciarias reguladas en la pre-
sente Ley tienen como fin primordial la reeducación y
la reinserción social de los sentenciados a penas y medi-
das penales privartivas de libertad, as] como la retención
y custodia de detenidos, presos y penados». Algo similar
dice el arto 25,2 de la Constitución: «las penas privativas
de libertad y las medidas de seguridad están orientadas
hacia la reeducación y la reinserción social (5).
Estas declaraciones coinciden sustancialmente con
otras similares contenidas en recientes Leyes Generales
Peni tenciarias de otros países que sin duda han servido
de muestra a la nuestra. Así, por ejemplo, el arto 1 de la
Ley General Penitenciaria italiana de 26 de Julio de
1975 dice que «en relación con los condenados y presos
debe aplicarse un tratamiento reeducativo que, especial-
mente, por contactos con el mundo exterior, se dirija a
su reinserción social». Igualmente la Ley Penitenciaria
alemana de 16 de Marzo de 1976, que entró en vigor el
92
1 de Enero de 1977, considera en su pgfo. 2 como meta
de la ejecución de las penas y medidas privativas de li-
bertad capacitar al recluso «para llevar en el futuro en
responsabilidad social una vida sin delitos (6).
«Reeducación», «reinserción social», «llevar en el
futuro en responsabilidad social una vida sin delitos»;
en una palabra: «resocialización del delincuente}). De
un modo u otro, todas estas expresiones coinciden en
asignar a la ejecución de las penas y medidas penales
privativas de libertad una misma función primordial:
una función reeducadora y correctora del delincuente.
Una función que ya desde los tiempos de von Listz y ge
los correccionalistas españoles, se considera por un sec-
tor de los penalistas como la función más elevada y
principal que se puede atribuir a todo sistema peniten-
ciario moderno.
En este sentido se puede considerar digna de elogio
la decisión adoptada por el legislador español al incluir
en el art. 1 de la Ley General Penitenciaria de 1979 la
«reeducación y la re inserción social» de los condenados
como meta principal del nuevo sistema español.
Y, sin embargo, tal decisión, por loable que parezca
en un principio, no está exenta de crítica. Precisamente
en estos momentos se alzan voces por todas partes con-
tra la idea de resocialización, de reeducación, de rein-
cersión social del delincuente (7). Se habla del «mito de
93
la resocialización», de que es una «utopía» o un «eufe-
mismo», un espejismo engañoso al que nunca se podrá
llegar (8). P A VARINI dice que la cárcel es siempre aje-
na a toda potencialidad resocializadora y que la alterna-
tiva actual está entre su «muerte» (abolición) y su «resu-
rrección}) como aparato de terror represivo (9). E inclu-
so es sorprendente que un jurista y criminólogo tan
prestigioso en esta materia como el alemán KARL PE-
TERS, que tanto ha luchado por una configuración re-
socializadora del sistema penitenciario, diga ahora en su
más reciente trabajo sobre el tema que no es motivo de
satisfacción la acogida de la idea de resocialización en la
Ley Penitenciaria porque, dice, que se han operado tales
cambios éticos y espirituales en la sociedad de nuestros
días que ya no es posible hablar de un fundamento co-
mún que pueda servir de base al concepto de resociali-
zación. «Se ha ganado una batalla, pero se ha perdido la
guerra}} (10).
94
¿Hasta qué punto son ciertas o, por lo menos, fun-
dadas estas críticas al concepto de re socialización?
Ciertamente no puede negarse que el optimismo en
la resocialización ha sido excesivamente acrítico y exa-
gerado y que, a pesar de su aceptación y éxito general,
nadie se ha ocupado todavía de rellenar esta hermosa
palabra con un contenido concreto y determinado. Y es
esta misma indeterminación y vaguedad la que proba-
blemente da. la clave de su éxito, porque todo el mundo
puede aceptar el término, aunque después cada uno le
atribuya un contenido y finalidad distintas de acuerdo
con su personal ideología. Esa misma indeterminación
es, sin embargo, al mismo tiempo, su principal defecto,
porque no permite ni un control racional, ni un análisis
serio de su contenido. El término resocialización se ha
convertido en una palabra de moda que todo el mundo
emplea, sin que nadie sepa muy bien qué es 10 que se
quiere decir con él (11).
Pero no sólo es la indeterminación del término 10
que se critica, sino la idea misma de resocialización. Si
se acepta y se da por buena la frase de DURKREIM de
que «la criminalidad es un elemento integrante de una
sociedad sana» y se considera que es esa misma sociedad
95
la que produce y define la criminalidad, ¿qué sentido
tiene entonces hablar de resocialización del delincuente
en una sociedad que produce ella misma delincuencia?
¿No habría antes que cambiar la sociedad? Hablar de re-
socialización del delincuente sólo tiene sentido cuando
la sociedad en la que se quiere reintegrarlo es una socie-
dad con un orden social y jurídico justos. Cuando no es
este el caso ¿qué sentido tiene hablar de resocializa-
ción?, ¿no habría que empezar por re socializar a la so-
ciedad? (12).
La resocialización supone un proceso de interacción
y comunicación entre el individuo y la sociedad que no
puede ser determinado unilateralmente, ni por el indivi-
duo ni por la sociedad. El individuo no puede, en efec-
to, determinar unilateralmente un proceso de interac-
96
ción social, porque por la propia naturaleza de sus con-
dicionamientos sociales está obligado al intercambio y a
la comunicación con sus semejantes, es decir, a la con-
vivencia. Pero tampoco las normas sociales pueden de-
terminar unilateralmente el proceso interactivo sin con-
tar con la voluntad del individuo afectado por ese pro-
ceso, porque las normas sociales no son algo inmutable
y permanente, sino el resultado de una correlación de
fuerzas sométidas a influencias mutables. En otras pala-
bras: re socializar al delincuente sin cuestionar al mismo
tiempo el conjunto social normativo al que se pretende
incorporarlo, significa pura y simplemente aceptar como
perfecto el orden social vigente sin cuestionar ninguna
de sus estructuras, ni siquiera aquellas más directamente
relacionadas con el delito cometido (13).
97
Claro que a esta crítica siempre cabe responder que
la Ley General Penitenciaria no tiene como misión
cambiar a la sociedad, sino la de regular qué es 10 que
hay que hacer con las personas que la sociedad mete en
la cárcel. Y en este sentido se puede decir que la Ley
cumple una función progresiva: no maltrata, no castiga
al delincuente, sino que lo prepara para cuando vuelva
a estar en libertad no delinca.
Pero, a:ún aceptando esta idea como buena, ¿a qué
tipo de normas de las muchas vigentes en la sociedad
debe referirse la resocialización?
En toda sociedad, por hermética y monolítica que
sea, hasta en la sociedad más conservadora y autoritaria,
coexisten diversos conjuntos normativos, distintos siste-
mas de valores y distintas concepciones del mundo. Y
esta diversidad, aún más evidente en una sociedad plu-
ralista y democrática, produce inevitablemente conflic-
tos cuando se contraponen los distintos sistemas. La ta-
rea democrática consiste precisamente en conseguir un
sistema de convivencia en el que puedan coexistir pací-
ficamente sistemas de valores y distintas concepciones
del mundo, un sistema de convivencia en el que se de
una cierta identidad entre los que crean las normas y sus
destinatarios. La resocialización, por tanto, sólo es posi-
ble cuando el individuo a resocializar y el encargado de
resocializarlo tienen o aCf!ptan el mismo fundamento
moral que la norma social de referencia. Una resociali-
zación sin esa coincidencia básica es puro sometimiento,
dominio de unos sobre otros y una lesión grave de la li-
bre autonomía individual (14).
(14) En este mismo sentido, HAFFKE, «Über den Widerspruch
von Therapie und Herrschaft, exemplifiziert an grundlegenden Bestim-
mungen des neuen Strafvollzugsgesetzes», ZfStrVo 88 (1976), p. 640 y
ss.; (:ORDOBA RODA, «La pena», cito p. 133; MALINOWSKI,
P/MÜNSCH, «Sozial Kontrolle. Soziologische Theoriebildung und ihr
Bezug zur Praxis der Sozial Arbeit», Neuwierd, 1975, p. 58; KIT-
TRIE, «The Right to be different. Deviance and Enforced Therapy»,
Baltimore, Londres, 1971; MUÑOZ CONDE, «La resocialización»,
cit., p. 94-95.
98
3. Pero las críticas a la idea de resocialización no
se dirigen sólo contra la resocialización como tal, sino
también contra el medio empleado para conseguirla: el
tratamiento penitenciario. Véamos ahora la Ley General
Penitenciaria desde esta perspectiva.
La Ley General Penitenciaria parte de una concep-
ción optimista, de una creencia ilimitada en la eficacia
del tratamiento penitenciario. El art. 59 lo define como
«el conjunto de actividades directamente dirigidas a la
consecución de la reeducación y reinserción social de
los penados». La Ley General Penitenciaria cree, por
tanto, que la reeducación social del penado es posible y
que el tratamiento es la forma adecuada para conseguir-
la (15).
Frente a este optimismo se alza una actitud pesi-
mista que no sólo niega que en la situación de falta de
libertad que existe en un Establecimiento penitenciario
pueda educarse para la libertad, sino que afirma, ade-
más, que esa misma privación de libertad es negativa
para conseguir la resocialización que se pretende (16).
Es, desde luego, muy difíci1 educar para la libertad
99
en condiciones de no libertad (1 7). Y ello por varias ra-
zones. En primer lugar, por las condiciones de vida exis-
tentes en una prisión. En segundo lugar, por los peligros
que para los derechos fundamentales tiene la imposi-
ción, más o menos encubierta, de un tratamiento. Y en
tercer lugar, por la falta de los medios e instalaciones
adecuadas y del personaJ capacitado para llevar a cabo
un tratamiento mínimamente eficaz. Veámos cada uno
de estos extremos brevemente.
a) La vida en prisión se caracteriza por la apari-
ción de una subcultura específica: la sociedad carcelaria.
Fue CLEMMER quien en 1940 (18) descubrió por pri-
mera vez las características especiales de la vida en una
prisión de máxima seguridad. Según CLEMMER en la
prisión coexisten dos sistemas de vida diferentes: el ofi-
cial representado por las normas legales que disciplinan
la vida en la cárcel y el no oficial que rige realmente la
vida de los reclusos y sus relaciones entre sÍ. Este siste-
ma no oficial constituye una especie de «código del re-
cJusQ), conforme al cual éste no debe nunca cooperar
con los funcionarios y mucho menos facilitarles infor-
mación que pueda perjudicar a un compañero. Comple-
mentariamente existe un principio de lealtad recíproca
100
entre los reclusos. Los reclusos se rigen, pues, por sus
propias leyes e imponen sanciones a quienes las incum-
plen (19).
Lo primero que tiene que hacer alguien que entra
en prisión es, si quiere sobrevivir, adaptarse a la forma
de vida y a las normas que les imponen sus propios
compañeros. Se da aquí un fenómeno común a todas las
instituciones cerradas que CLEMMER llama prisoniza-
ción y GOFFMAN enculturación. El recluso se adapta,
porque no tiene otro remedio, a las formas de vida, usos
y costumbres que los propios internos imponen en el es-
tablecimiento penitenciario. Así, por ejemplo, adopta
una nueva forma de lenguaje, desarrolla hábitos nuevos
en .el comer, vestir y dormir, acepta un papel de líder o
secundario en los grupos de reclusos, establece nuevas
amistades, etc. Este aprendizaje de una nueva vida es
más- o menos rápido, o más o menos efectivo, ,según el
tiempo que el sujeto esté en la cárcel, el tipo de activi-
dad que realice en ella, su personalidad, sus relaciones
con el mundo exterior. Pero, en todo caso, es evidente
que la prisonización tiene efectos negativos para la reso-
cialización difícilmente evitables con el tratamiento. En
la cárcel el interno generalmente no sólo no aprende a
vivir en sociedad libremente, sino que, por el contrario,
prosigue y aún perfecciona su carrera criminal a través
del contacto y las relaciones con otros delincuentes. La
cárcel cambia abiertamente al delincuente, pero general-
mente lo hace para empeorarlo. No le enseña valores'
positivos, sino negativos para la vida libre en sociedad.
Le hace perder facultades vitales y sociales mínimas exi-
gibles para llevar una vida en libertad, y le da, en cam-
bio, una actitud negativa frente a la sociedad.
101
Este proceso de prisionalización no tiene la misma
intensidad durante el transcurso de la reclusión. WHEE-
LER (20), continuando con las investigaciones de Clem-
mer y Harbordt, estudió la modificación de la receptibi-
lidad del condenado hacia las normas de la prisión du-
rante e] tiempo de la condena. El resultado de su trabajo
vino a demostrar que se puede establecer una curva en
U que representaría el nivel de adaptación dentro de
unas coordenadas formadas por e] tiempo de duración
de la condena, de una parte, y la adaptación a las nor-
mas de la comunidad carcelaria, de otra. Es decir, que
en los primeros y en los últimos momentos de la reclu-
sión el sujeto se encuentra en la peor predisposición a
aceptar el modo de vida del establecimiento, mientras
que a la mitad del tiempo de detención aquél alcanza la
cota más alta de adaptación a dichas normas.
Estas revelaciones permitieron a un importante nú-
mero de criminólogos (2 t) responder a las críticas de
Clemmer contra las instituciones carcelarias. Las argu-
mentaciones frente a las tesis de Clemmer se refieren
fundamentalmente a dos aspectos. El primero de ellos es
que si el sujeto modifica durante el transcurso de la re-
clusión su actitud frente al medio se debe exclusivamen-
te a una necesidad temporal de adaptación para sobrevi-
vir y que, tal como se comprueba en los resultados de
102
Wheeler, la prisionalización se resuelve según se va
acercando el momento de la liberalización. WISWEDE
llega a interpretar como positiva esa capacidad de adap-
tación, ya que durante el período de cumplimiento el
condenado no se representa dos modos de conducta, de
los que elige uno, sino que dentro de la prisión sólo es
posible un comportamiento que excluye todos los demás
(22). En segundo lugar, y en estrecha relación con 10 an-
terior, la influencia negativa de la prisionalización sobre
las posibilidades resocializadoras de los reclusos es algo
que no puede deducirse de la simple constatación de
aquel fenómeno, pues signos más intensos de prisionali-
zación pueden ser indicio de un equilibrio psíquico de
quien se predispone a cumplir una larga pena de prisión
(23).
Aportaciones posteriores han venido a confirmar las
dificultades de establecer una relación cierta entre el
proceso de prisionalización y las posibilidades resociali-
zadoras en el transcurso de la condena. Ahora bien, lo
que queda fuera de dudas es que la prisionalización sig-
nifica que la personalidad del recluso se altera durante
el internamiento y que dicha modificación puede ser
profunda y dejar unas secuelas psíquicas irreversibles, o
bien, en todo caso, temporal y esto quiere decir que el
comportamiento exterior del recluso es aparente, no res-
ponde a sus impulsos y, en consecuencia, desvirtúa toda
labor resocializadora que se programe en función a él.
Tanto en un supuesto como en el otro puede concluirse
que la prisionalización afecta negativamente a las posi-
bilidades de resocialización durante el cumplimiento de
la pena privativa de libertad (24).
103
Todos estos defectos de la vida en prisión cuestio-
nan en gran manera las posibilidades de una resocializa-
ción y de un tratamiento eficaz. Ciertamente, la Ley Ge-
neral Penitenciaria procura evitar estos inconvenientes
potenciando al máximo los establecimientos abiertos,
los permisos de salida, la libertad condicional y el con-
tacto con el mundo exterior. Pero esta misma Ley Ge-
neral Penitenciaria sigue haciendo de los establecimien-
tos cerrado el núcleo del sistema penitenciario; y no
sólo eso, sino que prevé establecimientos cerrados espe-
ciales de máxima seguridad (25) para delincuentes peli-
grosos, en los que el aislamiento es casi total y el con-
trol y vigilancia de los mismos es exhaustivo (art.
10,3.°). Si a todo ello se añaden las deficientes condicio-
nes de habitabilidad de nuestros viejos establecimientos
penitenciarios, la práctica imposibilidad de relaciones
heterosexuales y un sin fin de deprivaciones más que los
internos tienen que soportar, se comprenderá que no se
pueda ser muy optimista respecto a las posibilidades de
resocialización en los establecimientos penitenciarios ac-
tuales en los que predominan todavía esas condiciones
(26).
b) Ante esta situación parece lógico preguntarse si
es posible hoy por hoy hablar de tratamiento en los es-
104
tablecimientos cerrados y sobre todo si ese tratamiento
puede ser impuesto obligatoriamente. Desde el punto de
vista de los derechos fundamentales está claro que el
tratamiento es un derecho del penado, pero nunca una
obligación. El «derecho a no ser tratado» es parte inte-
grante del «derecho a ser diferente» que toda sociedad
pluralista y democrática debe reconoceer. El tratamiento
obligatorio supone, por tanto, una lesión de derechos
fundamentales generalmente reconocidos (27).
La Ley ~General Penitenciaria, a diferencia de 10
que hacía el Anteproyecto, ha tenido mucho cuidado en
no considerar en ningún caso el tratamiento como un
deber del recluso y todo 10 más llega a decir en los arts.
4,2.° y 61,1.° que se procurará fomentar la colaboración
del interno en el tratamiento (28). Una decisión que pa-
rece loable y que precisamente por eso hay que llevar
hasta sus últimas consecuencias, evitando cualquier for-
ma indirecta de imposición obligatoria del tratamiento.
Con razón dice BERGALLI que si «el término volunta-
rio se define con referencia a derechos fundamentales, el
asentamiento debe ser totalmente ~spontáneo, ya que
una simple aceptación no es suficiente. En efecto, hay
numerosos ejemplos de consentimiento logrado por
amenazas, aún si (no) son explícitas. Es prácticamente
muy difícil fijar el límite exacto entre una invitación
clara y una coerción ilícita de la voluntad» (29). El
105
fantasma de la «naranja mecánica)) está presente en toda
esta cuestión.
U no de los presupuestos para la eficacia del trata-
miento es la clasificación de los reclusos. Pero como ad-
vierten muchos penitenciaristas tampoco puede olvidar-
se el sentido estigmatizador, marginalizador y desociali-
zantes que a veces puede tener esta clasificación. En
principio el único criterio clasificatorio que puede ser
válido es que se establece en función de las necesidades
resocializadoras del condenado. Sin embargo, una lectu-
ra más detenida de los criterios legales en los que se
basa la distribución de los reclusos, así como de su sig-
nificación de cara a la dinámica penitenciaria, revela
que, como señala CALLIES (30), por medio de la diver-
sificación de los establecimientos y de su distribución en
ellos de los distintos reclusos se pretende más una es-
tructuración de los mismos en base a una teoría prag-
mática criminológica, en última instancia orientada al
control y vigilancia, que una auténtica resocialización.
Todavía más lejos van algunos representantes de las
nuevas corrientes de la Sociología criminal. De un
modo general, entiende GOFFMAN (31) que la clasifi-
106
cación dentro de las instituciones totales forma parte de
un fenómeno más amplio y complejo que denomina ce-
remonia de degradación. A conclusiones similares llegan
las tesis de la «self-fulfilling prophecy» de MERTON
(32). En efecto, las consecuencias del proceso interaccio-
nal no se aprecian únicamente en las expectativas y
reacciones que el individuo y los terceros tienen respec-
to a una situación determinada, sino que debe tenerse
en cuenta la concepción que el propio sujeto ve como
válida para sí. Y en ella intervienen también decisiva-
mente las reacciones de los demás sobre el propio inte-
resado. Parte de estas reacciones colectivas se resuelven
por medio de los procesos de imputación, en los que el
individuo termina identificándose con el rol que se le
asigna. Bajo esta óptica, la clasificación de los reclusos
es más un elemento de distribución, estigmatización o
marginación, que un instrumento potenciador de las re-
laciones del condenado con su grupo y, por tanto, facili-
tador de la resocialización.
c) Pero el problema fundamental con el que se en-
frenta la Ley General Penitenciaria y que condiciona
desde luego su efectividad práctica es el de los medios y
el del personal técnico cualificado. Es verdaderamente
absurdo que después de fijarse legalmente los fines del
sistema penitenciario en el tratamiento y en la resociali-
zación, estos fines no se pueden alcanzar en la práctica
por falta de medios, de personal especializado, de dispo-
107
nibilidades económicas en una palabra. La Ley General
Penitenciaria habla de centros de rehabilitación social,
de métodos de observación y tratamiento, de especialis-
tas en psicología, en psiquiatría, en psicoterapia. Todo
ello muy costoso y lejos de la realidad actual. Incluso en
países con mayor disponibilidad de recursos económicos
se plantea este problema de un modo acuciante. Así,
por ejemplo, en la República Federal Alemana la aper-
tura y entrada en funcionamiento de los establecimien-
tos de la terapia social que estaba prevista para 1975 ha
tenido que posponerse al 1 de Enero de 1985, entre
otras razones, por falta de medios y de personal sufi-
cientemente capacitado para llevar a cabo la función en-
comendada a dichos establecimientos (33). La crisis eco-
nómica condiciona las inversiones de la Administración
en la mejora o creación de nuevos centros penitenciarios
capaces de cumplir las tareas de tratamiento y resociali-
zación. Pero no sólo esto. También existe el dato muy
importante de la falta de conciencia en la opinión públi-
ca y en los representantes parlamentarios de que los es-
tablecimientos penitenciarios deben ser mejorados, y de
que su mejora y reforma es tan importante como la
construcción de hospitales y escuelas (34).
108
Por si todos estos problemas fueran pocos, tenemos
además sin resolver el problema de los métodos de trata-
miento que se pueden aplicar para conseguir la terapia
social. Es muy fácil decir como el delincuente debe ser
tratado, pero ya no lo es tanto decir cómo debe serlo.
Cuando se habla de terapia social se da a entender que
las cárceles son modernos hospitales en donde el delin-
cuente es tratado por un equipo de especialistas, con
toda clase de miramientos y con los medios más sofisti-
cados de terapia. Pero entre el psicoanálisis, la farmaco-
terapia y la psicocirurgía hay todavía barreras infran-
queables que no todo el mundo está dispuesto a fran-
quear en aras de un, por lo demás, más que dudoso éxi-
to en el tratamiento (35).
Tampoco están muy claras las metas que se deben
proponer y alcanzar con el tratamiento.
¿Qué sentido tiene resocializar al delincuente contra
la propiedad, adoctrinándole en el respeto a la propie-
dad privada, en una sociedad basada en la desigualdad
económica o en una injusta distribución de sus recursos
entre sus miembros?
¿Cómo y para qué resocializar a alguien, que, por
razones coyunturales de desocupación laboral, grave cri-
sis económica, etc., comete un delito contra la propie-
dad, mientras esas razones de desocupación y crisis eco-
nómica sigan existiendo?
¿Cómo re socializar en el respeto a la vida a un de-
lincuente violento sin criticar al mismo tiempo a una
109
sociedad que continuamente está desencadenando yejer-
ciendo una violencia brutal (guerras, violación de dere-
chos humanos) contra otros grupos más débiles o margi-
nados, entre los cuales probablemente se halla el delin-
cuente?
¿Cómo resocializar al psicópata sexual, autor de
una violación, sin cuestionar al mismo tiempo una edu-
cación hipócrita absolutamente represiva del i~stinto se-
xual y una sociedad que hace de esa represión un moti-
vo de negocios y que sólo ve en la castración «volunta-
ria», la forma de inocuizar este tipo de delincuentes?
Todos estos problemas están aún sin resolver o, lo
que es peor, mal resueltos, y es probable que mientras
que no se resuelvan la resocialización y el tratamiento
del delincuente en los establecimientos penitenciarios
españoles sólo sean bonitas expresiones que sólo sirvan
para ocultar la realidad de su inexistencia o la imposibi-
lidad de su realización práctica.
4. Finalmente, hay que referirse a la situación de
los presos preventivos en España, porque actualmente el
principal problema que tiene el sistema penitenciario
español es precisamente éste. Ciertamente, la Ley Gene-
ra Penitenciaria alude a la prisión preventiva como algo
secundario dentro del sistema penitenciario. Lo único
que le preocupa es que los presos preventivos estén se-
parados de los ya condenados en establecimientos espe-
cíficamente creados para ellos (cfr. art. 8), y que su re-
tención o custodia esté al servicio de las finalidades pro-
cesales de la institución. En lo demás, el preso preventi-
vo es un cuerpo extraño en el sistema penitenciario que
sólo cumple respecto a él una función puramente de
custodia. Sin embargo, la realidad es muy distinta a 10
que se acaba de decir.
110
Según el Informe General de la Dirección General
de Instituciones Penitenciarias de 1979 realizado por Car-
los García Valdés, con la colaboración de Joaquín Rodrí-
guez Suárez y Ricardo Zapatero Sagrado, la población re-
clusa existente en España al 31 de Diciembre de 1978 era
de 10.463 internos (36). Según datos posteriores, elabora-
do por mí y por Moreno Catena (37), Y según informa-
ciones aún más recientes de otros organismos oficiales,
esta población en 1980 se había duplicado, estimándose
la población reclusa en aquel momento en unas 21.000
personas. Ya en estos informes se destacaba claramente
que más de la mitad e incluso más del 60% de esta po-
blación se encontraba en situación de preventiva, es de-
cir, en espera de juicio, sin haber sido aún condenada.
Según el diario El País de 3 de Marzo de 1982, sólo la
prisión de Carabanchel tenía en esas fechas más de dos
mil reclusos, el doble de su capacidad, de los cuales, el
70%, aproximadamente, eran preventivos.
A ello hay que añadir que la situación de prisión
preventiva se podía prolongar indefinidamente y de he-
cho duraba en muchos casos no sólo meses, sino tam-
bién años: 2, 3, 4 y más años.
Esta situación fue, en parte, causada por la reforma
de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 22 de Abril de
1980, que amplió las posibilidades de decretar la prisión
provincial sin limitar prácticamente su duración. Esta
reforma no sólo determinó el incremento del número de
preventivos en las cárceles españolas, sino también y so-
111
bre todo, que la prisión provisional pudiera prolongarse
indefinidamente en el tiempo con clara infracción de los
principios básicos que inspiran esta situación, de los de-
rechos fundamentales reconocidos internacionalmente
(cfr. a este respecto las resoluciones del Tribunal Euro-
peo de Derecho Humanos: casos Stegnüller, Matznetter,
Weumeister, Wemhoft) y del espíritu que anida en los
arts. 17 y 24,2 de la Constitución (<<limitación legal a la
duración de la prisión provisional», «procesos públicos
sin dilaciones indebidas», «presunción de inocencia»).
Los buenos propósitos de la entonces recién aprobada
Ley General Penitenciaria quedaban, una vez más, frus-
tados por una legislación procesal que permitía que las
cárceles se llenaran con reclusos en espera de juicio que,
como una «pena anticipada o a cuenta», podían pasarse
en esta situación mucho tiempo.
Todo ello condujo a una situación insostenible en
los establecimientos penitenciarios españoles que en
1982 habían llegado ya al máximo de saturación y haci-
miento. Las consecuencias de ello eran motines, huelgas
y conflictos de diversas índole que a diario se sucedían
sin perspectivas de solución. No es por ello extraño que
uno de los primeros Proyectos de Ley elaborados por el
Gobierno salido de las elecciones de Octubre de 1982
fuera uno de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Cri-
minal en materia de prisión preventiva. Dicho texto,
convertido rápidamente en Ley, entró en vigor en el ve-
rano de 1983, junto con otra de reforma del Código pe-
nal. Sus efectos inmediatos no se hicieron esperar. Al
poco tiempo la población reclusa se redujo en más de la
mitad. La aplicación retroactiva de las nuevas normas y
la fijación de unos límites máximos de duración de la
prisión provisional (6 meses en delitos con penal igualo
inferior a prisión menor; 18 en los dem.ás casos; 30 ex-
112
cepcionalmente), determinaron la puesta en libertad de
ll;n gran número de reclusos que por incuria o deficiente
funcionamiento de la Administración de Justicia habían
cumplido ya con exceso los nuevos plazos. Ello produjo
una gran conmoción y alarma e inseguridad en amplios
sectores de la población, pero también, algo que se olvi-
da frecuentemente, un gran alivio de la tensión existente
hasta entonces en las cárceles en las que, por primera
vez en muchos años, se empezaba a dar las condiciones
necesarias para acometer definitivamente su reforma.
Desgraciadamente, la nueva situación legal ha dura-
do poco. Dificultades surgidas en la aplicación del art.
503,2. a de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, tras la re-
forma de 1983, determinaron una fuerte resistencia en el
poder judicial a aplicar la nueva ley conforme al espíri-
tu que animó al legislador. Para algunos, en los delitos
castigados con pena de prisión menor (la de más fre-
cuente aplicación en la criminalidad media, lesiones,
hurtos, robos y estafas) había que decretar automática-
mente la libertad provisional bajo fianza; para otros,
ello quedaba al arbitrio del juez. La ambigüedad del
precepto y la actitud crítica frente a él de los jueces hi-
cieron necesaria su nueva reforma, en la que no sólo se
reformó el art. 503,2. a , en el sentido de que cabe acordar
la prisión provisional, no condicionándola a la presta-
ción de fianza, en los delitos que tengan asignada pena
de prisión menor (o inferior), sino que también se am-
pliaraon los plazos máximos de duración fijados ahora
en tres meses, un año, dos años e incluso cuatro años,
según el delito que se trate y la concurrencia de deter-
minadas circunstancias (cfr. arts. 503 y 504 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal en su nueva redacción confor-
me a la Ley Orgánica 9/1984, de 26 de diciembre).
113
La situación no puede ser más paradójica. Después
de tantos años de pedir que las cárceles se conviertan en
centros de tratamiento y de resocialización de los delin-
cuentes, resulta que las cárceles están ocupadas en más
de su mitad por personas que oficialmente no son delin-
cuentes, que aún no han sido condenadas ejecutoria-
mente, que se presume son inocentes y que, por lo tan-
to, ni pueden ni deben ser objeto de ninguna medida de
tratamiento o resocializadora.
Ante una situación de este tipo no es extraño que
por todas partes se escuchen voces contra la prisión pre-
ventiva y, sobre todo, contra su prolongación excesiva o
indefinida en el tiempo. Ya a principios de siglo decía el
penalista francés Gan;on que los abusos que a su ampa-
ro se cometen son «un escándalo cotidiano y un ultraje
a la humanidad». Son muchos los que han advertido so-
bre los peligros que la prisión preventiva representa
para los derechos y garantías fundamentales de los indi-
viduos. Pero son, sobre todo, los penitenciaristas los que
más razones alegan en su contra desde el punto de vista
del Derecho Penitenciario, porque:
114
4.° La prisión preventiva aumenta la población re-
clusa, con las consecuencias de hacinamiento,
más costos, más personal de vigilancia, etc.
115
de control social, oficialmente no penales pero mucho
más eficaces y, sobre todo, más difíciles de limitar por
los principios que en un Estado democrático limitan los
abusos del poder estatal (38).
5. No quisiera, sin embargo, terminar sin tratar de
ofrecer la posibilidad de una alternativa a la situación
actua] en la que se desenvuelven los establecimientos
penitenciarios y la praxis penitenciaria española.
El establecimiento penitenciario tradicional, ta]
como hoy existe y tal como en parte se concibe en la
Ley General Penitenciaria (establecimientos cerrados,
establecimientos de máxima seguridad, etc.), no es, des-
de luego, el lugar idóneo para la terapia social y e] trata-
miento. Más bien sucede lo contrario, fomenta la delino:
cuencia y produce la desocialización de las personas que
en ellos entran.
Que tal estado de cosas debe ser modificado es algo
en lo que todos estamos de acuerdo. Lo que resta por
saber es cómo y qué alternativas se ofrecen. En la Ley
General Penitenciaria española hay muchas institucio-
nes positivas que, potenciadas convenientemente, pue-
den servir para elaborar una estrategia de cara a] futuro.
El sistema abierto, la remuneración de] trabajo en pri-
sión en las mismas condiciones que el trabajo en liber-
tad, e] seguro de desempleo, la asistencia a los ex-
reclusos, la eliminación o, por lo menos, restricción de
la información a través de los antecedentes penales, etc.,
son datos muy positivos que pueden servir para mejorar
la situación actual.
Mientras tanto, habrá que seguir insistiendo en el
carácter mítico de toda resocialización y tratamiento en-
116
caminado a modificar el sistema de valores del delin-
cuente, desmontando cualquier planteamiento ideológi-
co que no se base en la realidad.
Mientras tanto, habrá que seguir luchando por me-
jorar y humanizar el sistema penitencirio, no porque así
se vaya a conseguir la anhelada resocialización (ello no
creo que sea posible sin un cambio estructural de la so-
ciedad), sino porque el delincuente que entra en la cár-
cel tiene por lo menos derecho a una cosa: a que cuan-
do salga un día liberado tras haber cumplido su conde-
na, no salga peor de lo que entró y en peores condicio-
nes para llevar una vida digna en libertad. Y esto, que
puede parecer tan poco a los entusiastas de las ideas re-
socializadoras y del tratamiento, sería, sin embargo, en
los actuales momentos de la vida penitenciaria española
un paso muy importante. He aquí, pues, el único senti-
do que puede y debe tener en la actual realidad peniten-
ciaría española el concepto de resocialización y de trata-
miento que le es inherente: procurar la no desocializa-
ción del delincuente o, en todo caso, no potenciarla con'
instituciones de por sí desocializadoras (39).
117
Hace ya algunos años escribía un artículo: «La reso~
cialización del delincuente, análisis y crítica de un
mito», que igual podría haberse llamado «La desociali-
zación del delincuente, análisis y crítica de una reali-
dad». Es de esa realidad de la que hemos de partir si
,queremos tr3¡nsformarla. Lo contrario es caer en el vo-
lu~tarismo jurídico y hacer «ideología» en el peor senti-
do de la palabra (4;0). Nada hay científicamente más tor-
pe que querer transformar la realidad al margen de la
realidad misma.
118
v
RESUMEN. A MODO DE
CONCLUSION PROVISIONAL:
PREVENCION ESPECIAL VERSUS
PREVENCION GENERAL
e todo lo dicho hasta ahora se deduce la siguiente
D conclusión fundamental: El Derecho penal existe
porque existe un tipo de sociedad que lo necesita para
mantener las condiciones fundamentales de su sistema
de convivencia. Sin él, es decir, sin la sanción del com-
portamiento social desviado (delito), la convivencia hu-
mana en una sociedad tan compleja y altamente tecnifi-
cada como la sociedad moderna sería imposible. La
pena (o, en su caso, la medida de seguridad), es una
condición indispensable para el funcionamiento de los
sistemas sociales de convivencia o, como dice el Proyec-
to Alternativo alemán de 1966 redactado por un grupo
de penalistas, «una amarga necesidad en una sociedad
de seres imperfecto como son los hombres».
Este ha sido el punto de partida de nuestra indaga-
ción. Para la descripción funcional del fenómeno juridi-
copunitívo hemos partido de la teoría sistémica que
configura la norma jurídica penal como un conjunto de
expectativas. Desde esta perspectiva, el delito constituye
una amenaza a la integridad y estabilidad del sistema y
la expresión simbólica de una falta de fidelidad al mis-
mo; la pena, en cambio, restablece la estabilidad del sis-
tema, expresando simbólicamente su superioridad y ro-
busteciendo la confianza de los ciudadanos en él.
121
Pero nuestra adscripción a la teoría sistémica no
pasa de ahí. Como ya se ha señalado, la teoría sistémica
proporciona un valioso instrumento para el estudio y
descripción de los fenómenos sociales y, por lo tanto,
también del control social (incluyendo naturalmente el
Derecho penal), pero no para su valoración y crítica.
Ciertamente hay que admitir que las normas jurídicas
garantizan un alto grado de estabilidad y funcionamien-
to de las expectativas sociales, pero si se analizan inde-
pendientemente de sus contenidos valorativos, no podrá
encontrarse diferencia alguna entre una norma jurídica y
cualquier otro tipo de normas que rija un grupo social
determinado (incluso una subcultura o un subgrupo que
viva al margen de la ley).
El modelo tecnocrático que propone la teoría sisté-
mica desemboca necesariamente en una concepción pre-
ventiva integradora del Derecho penal en la que el cen-
tro de gravedad se desplaza de la subjetividad del indivi-
duo a la subjetividad del sistema. El carácter conflictivo
de la convivencia social y el coactivo de las normas jurí-
dicas (especialmente jurídicopenales) desaparece en un
entramado técnico en el que la desviación social o el de-
lito se califican como simple «complejidad» que hay
que reducir. La solución al conflicto se realiza allí don-
de se manifiesta, pero no donde se produce, dejando sin
modificar sus relaciones de producción. En última ins-
( tancia, la teoría sistémica conduce a una especie de neo-
retribucionismo en el que el Derecho penal se justifica
I intrasistemáticamente, legitimando y reproduciendo un
sistema social que en ningún caso es cuestionado.
Por eso, me parece preferible una teoría preventiva
intimidatoria que muestra la auténtica faz del Derecho
penal como sistema de disciplinamiento de las personas y
de protección de determinados intereses. La aceptación
l22
de esta concepción del Derecho penal no supone su acep-
tación acrítica, ni el olvido del individuo destinatario de
las conminaciones penales. La misma racionalidad de
nuestra cultura jurídica y la orientación out put de la so-
ciedad moderna exige el control y el conocimiento de las
consecuencias de sus normas. Tan insoportable sería una
prevención intimidatoria «terroristID), dispuesta a acabar
con la criminalidad a cualquier precio, como una falta
total de efecto intimidante de las normas penales.
En todo caso, la búsqueda de un sano efecto pre-
ventivo intimidatorio, proporcional y autocontrolado,
no hay que hacerla sólo a través del Derecho penal, en-
tendido en el sentido represivo institucional. Es necesa-
ria una mayor «fantasía institucional» que procure la
máxima eficacia preventiva con el mínimo de sacrificio
de la libertad individual. En este sentido, parece impor-
tante la búsqueda de «equivalentes penales», siempre
que estén sometidos a los mismo límites y controles que
las penas propiamente dichas. Esta última orientación se
refleja en la tendencia monista que se observa en los
nuevos sistemas de ejecución de las penas y medidas
privativas de libertad, pero también en los «sustitutivos
penales» como la suspensión condicional del fallo, la
conversión de la prisión en multa y la eliminación de
las penas privativas de libertad de corta duración, tal
como se propone en la reciente Propuesta de Ante-
proyecto del nuevo Código penal publicada por el Mi-
nisterio de Justicia en 1983. E igualmente debe conducir
a una racional política descriminalizadora' de injustos de
bagatela y de comportamientos sociales ampliamente
extendidos en amplias capas de población ofreciendo al-
ternativas, distintas a las penales, para su solución.
Mucho más cautos hay que ser con los excesos tera-
péuticos de quienes propugnan la «ideología del trata-
123
miento» inherente a una mítica concepción de la reso-
cialización. Y ello, no sólo porque el delincuente no
siempre es un enfermo que necesita tratamiento, sino
también y sobre todo por la manipulación del individuo
a que puede conducir. «Educar para la libertad en con-
diciones de no libertad», no sólo es muy dificil, es, ade-
más, una utopía irrealizable en las actuales condiciones
de vida en prisión. La tarea resocializadora debe comen-
zar por el ,mejoramiento material de estos centros peni-
tenciarios y por la 'humanización de todo el aparato re-
presivo penal. A más largo plazo, debe pensarse en un
progresivo «abolicionismo» del sistema carcelario, no
sólo por su ineficacia, sino por el tremendo costo social
y económico que supone, que lo convierte en una au-
téntica «pena perdida».
* * *
El problema del actual Derecho penal se encuentra
en el conflicto existente entre prevención especial y pre-
vención general, que traduce el eterno conflicto entre in-
dividuo y sociedad. Este conflicto es de algún modo in-
manente al propio Derecho penal y cauza de su disfun-
cionalidad. Respetar los derechos del individuo, incluso
del individuo delincuente, garantizando, al mismo tiem-
po, los derechos de una sociedad que vive con miedo, a
veces, real, a veces supuesto, a la criminalidad, constituye
una especie de cuadratura del círculo que nadie sabe
como resolver. La sociedad tiene derecho a proteger sus
intereses más importantes, recurriendo a la pena si ello es
necesario; el delincuente tiene derecho a ser tratado como
persona y a no quedar definitivamente apartado de la so-
ciedad, sin esperanza de poder reintegrarse a la misma.
La tensión dialéctica entre uno y otro extremo no es
fácil de resolver en una sociedad injusta, cuyos propios
l24
fallos estructurales son muchas veces causa inmediata de
la delincuencia. El dilema se resuelve casi siempre en fa-
vor de la prevención general, no sólo porque la sociedad
es más fuerte que el individuo, sino también porque el
Derecho penal, como todos los sistemas de control social,
está al servicio de la protección de intereses sociales y to-
das sus instituciones procuran cumplir esa función. Lo
único que se puede hacer es intentar que la finalidad pre-
ventiva general no se «pervierta», que sea 10 más justa,
racional y controlable posible, que esté al servicio de in-
tereses legítimados democráticamente y que se lleve a
cabo con un mínimo costo de répresión y de sacrificio de
la libertad individual. En todo caso, hay que plantearse
siempre hasta que punto el Derecho penal es capaz de
conseguir esas metas y en que medida lo hace, pues de
no ser aSÍ, se mantiene un Derecho penal tan ciego y va-
cío de contenido como el que preconizaban las viejas teo-
rías absolutas retribucionistas y, en cierto modo, preconi-
zan las modernas teorías preventivo-integradoras, y en-
tonces ¿para qué Derecho penal?
* * *
Nuestros conocimientos sobre la eficacia preventiva
real de las sanciones penales son ciertamente limitados.
En realidad, sabemos muy poco sobre la incidencia de
las sanciones específicamente penales en la contención
de la criminalidad. Y lo poco que sabemos es un cono-
cimiento parcial y sesgado, condicionado por innumera-
bles factores, que no se puede elevar a categoría general.
No obstante, la eficacia preventiva de las normas pena-
les es una buena hipótesis de trabajo que puede ser veri-
ficada empíricamente, o, en todo caso, una hipótesis que
permite el análisis y la crítica de las consecuencias de
las normas penales; mientras que la concepción retribu-
125
cionista se agota en sí misma, no permite la verificación
empírica de las consecuencias y conduce al dogmatismo
y a la legitimación metafisica del Derecho penal.
En una sociedad moderna no cabe otra legitimación
del Derecho penal que la preventiva. Pero tampoco una
teoría preventiva puede pretender una validez absoluta.
En ningún caso se puede aceptar apriorísticamente la
eficacia preventiva, cualquiera que ésta sea, sin una va-
loración de los efectos que producen las penas, tanto en
la sociedad, como en el individuo. No se puede, por
ejemplo, establecer una estrecha relación entre crimina-
lidad y Derecho penal, dando de antemano por demos-
trado precisamente aquello que hay que demostrar: que
las leyes penales cooperan productivamente en el au-
mento o en la disminución de la criminalidad. Es ri-
dículo creer que la gente se abstiene de matar o de robar
simplemente porque el homicidio o el robo están casti-
gados en el Código penal o que una atenuación de las
penas en determinados sectores de la criminalidad (deli-
tos patrimoniales no violentos, tráfico de drogas blan-
das) produce inmediatamente un aumento de la misma.
Naturalmente, tampoco cabe excluir totalmente que ello
pueda ser así en algunos casos. Pero lo que aquí interesa
destacar es que en la contención, aumento o disminu-
ción de la criminalidad también cooperan, e incluso
más decisivamente, otras instancias de control social y
factores económicos y sociales que están más allá (o de-
trás) de las previsiones jurídicopunitivas.
Muchas veces, cuando se establece esa ciega rela-
ción entre aumento o disminución de la criminalidad y
aumento o disminución de la dureza de la represión pu-
ni6va, se busca, con fines oscuros, crear un sentimiento
de angustia y de miedo a la libertad en los ciudadanos,
bloqueando cualquier intento liberalizador o simple-
126
mente humanizador de la legislación penal existente.
Sucede esto generalmente en épocas de crisis, en las que
grandes masas de la población afectadas por la misma se
muestran más proclives a quebrantar la normativa jurí-
dica y con ello a la delincuencia. El Derecho penal en
estos casos aparece como un sistema de disciplinamiento
y de contención de los sectores más desfavorecidos eco-
nómicamente y, con ello, también como un eficaz ins-
trumento contra sus reivindicaciones. «Slogans» como
«la humanización del Derecho penal supone la indefen-
sión de la sociedad» o «la reforma penitenciaria preten-
de construir hoteles de cinco estrellas para asesinos», se
pueden oir e incluso leer, con grandes titulares, en algu-
nos periódicos y publicaciones pretendidamente serias.
El resultado de esta actitud puede ser la vuelta (o el
mantenimiento) del viejo Derecho penal talional, del
Derecho penal de sangre y de lágrimas que jamás ha su-
puesto una solución al problema de la criminalidad,
pero que distrae la atención y oculta las causas reales de
la situación. Un Derecho penal de este tipo conduce, en
poco tiempo, a un desgaste y al desprestigio del poder
punitivo del Estado, reduciendo su función a una pura
expresión simbólica de las frustraciones y angustias co-
lectivas y reflejando la impotencia del sistema social
para resolver adecuadamente sus problemas.
* * *
La solución al problema de la criminalidad no se va
a encontrar nunca o, por 10 menos, nunca a tiempo.
Pero en los momentos presentes, en una sociedad avan-
zada, posindustrial y posmoderna, debe buscarse un
punto de equilibrio, provisionalmente satisfactorio, en el
eterno conflicto entre prevención general y prevención
especial, entre sociedad e individuo, entre los legítimos
127
deseos de funcionalidad y eficacia de los instrumentos
jurídicos sancionatorios y la salvaguardia de la libertad y
dignidad de las personas. Ejemplos esperanzadores de
este dificil equilibrio pueden encontrarse en cada uno de
los niveles en que se produce el fenómeno jurídico puni-
tivo' aunque desgraciadamente, también de lo contrario.
A nivel legislativo, el legislador, por lo menos un le-
gislador prudente, al amenazar con pena un determinado
comportamiento delictivo, no debe pensar sólo en la inti-
midación de los ciudadanos, sino también en la valora-
ción que éstos hacen de dicho comportamiento, en la im-
portancia del bien jurídico afectado, en la gravedad del
comportamiento mismo respecto a ese bien jurídico, en
la necesidad de recurrir a la pena, si no son suficiente
otro tipo de sanciones, etc Sólo en la medida en que sus
conminaciones penales traduzcan fielmente las valoracio-
nes sociales, puede esperar que sus normas sean acepta-
das socialmente y motiven racionalmente el comporta-
miento de los.. ciudadanos. Esto quiere decir que mientras
más democrático sea el poder legislativo más aceptación
sociaJ tendrán sus disposiciones, o, dicho en términos ju-
rídicopenales, más eficacia preventiva general.
Pero el legislador también debe tener en cuenta los
efectos que la pena puede producir en eJ individuo con-
cretamente afectado por ella y debe procurar evitarlos a
través de instituciones orientadas fundamentalmente en
la prevención especial y dentro de ella en la reinserción
social o, por lo menos, en la no desocialización del con-
denado. La combinación de ambos criterios debe condu-
cir a una prudente política despenalizadora, a la utiliza-
ción de sanciones alternativas a las puramente penales y
a la potenciación de instituciones como la suspensión
condicional de la pena o la libertad condicional.
128
Los mismos criterios deben inspirar a la actividad
judicial en la fase de aplicación del Derecho penal, aun-
que aquí lógicamente, por imperativo del principio de
legalidad que vincula al juez a la ley, los criterios deben
estar plasmados anteriormente en la propia ley, lo que
sólo permite una cierta libertad de acción a los jueces.
No obstante, la tendencia actual, por lo menos en la
fase de determinación de la pena (lo que se llama «De-
recho de determinación de la pena»), es la de dar un
gran margen de libertad al juzgador, no sólo para deter-
minar el quantum de la pena concreta a imponer (cfr.
art. 61, 4. a del Código penal), sino también para susti-
tuir una pena de claros efectos negativos (por ej. una
pena privativa de libertad), por otra menos desocializa-
dora (cfr. arts. 82 y 81 de la Propuesta de Anteproyecto
del nuevo Código penal), 10 que sólo puede ser compati-
ble con el principio de legalidad si dicha libertad se uti-
liza en beneficio del reo, es decir, por razones de pre-
vención especial. Esta delegación del poder legislativo
en el judicial para que éste atempere los efectos negati-
vos de la pena en función de criterios preventivos espe-
ciales, es fácil de entender, si se tiene en cuenta que
para el juez el delincuente ya no es el innominado «el
que)) o «quien)) de los tipos legales, sino un ser de carne
y hueso con todas sus virtudes y defectos.
Por las mismas razones, una mayor incidencia pre-
ventiva especial debe tener la fase de cumplimiento y
ejecución de las penas, sobre todo cuando éstas son pri-
vativas de libertad y durante un tiempo más o menos
largo inciden sobre la vida del condenado. El tiempo de
duración de una pena privativa de libertad no puede ser
un tiempo vacío, en el que el condenado pierda definiti-
vamente su relación con la sociedad. Pero tampoco pue-
de utilizarse, para, con un afán terapéutico desmedido,
129
hacer del condenado un «conejillo de Indias», aplicán-
dole medidas que vayan contra su dignidad o más allá
de lo que permiten las necesidades preventivas generales
(principio de proporcionalidad). En última instancia, la
finalidad preventiva especial de la ejecución de las pe-
nas privativas de libertad, sobre todo en su vertiente re-
socializadora, es mas un desideratum que una realidad,
porque no puede olvidarse que no hay mayor preven-
ción general que la que se da, cuando la pena es efecti-
vamente cumplida y se demuestra que el legislador no
bromeaba a la hora de conminar con pena un determi-
nado comportamiento. Por eso, la eficacia preventiva de
las penas privativas de libertad hay que verlas todavía
hoy más en su carácter aflictivo e intimidante del indi-
viduo concreto condenado que en una pretendida reso-
cialización del mismo. Lo cual no quiere decir que no
se le deba prestar todo tipo de ayudas, incluidas las
prestaciones sociales y económicas, para resolver sus
prob lemas, sobre todo los que le llevaron a cometer el
delito, eliminando además cualquier factor desocializa-
dor adicional a la ya de por sí desocializadora privación
de libertad. La crisis de la pena privativa de libertad es
precisamente su incapacidad para superar el carácter
preventivo general que está en su origen. Ello es una
prueba más de la necesidad de su revisión y de la bús-
queda de sistemas alternativos a la misma.
Finalmente, aunque no ha sido objeto de tratamien-
to autónomo, también el proceso penal refleja una ten-
sión dialéctica similar a la que se da entre prevención
general y prevención especial, difícil de solucionar satis-
factoriamente. La función de averiguación de la verdad
y e] castigo de] culpable, cuando se entienden como úni-
cas metas del proceso penal, puede llevar a emplear
cualquier medio (torturas, atentados a la. intimidad, etc.)
[30
con tal que pueda ser útil a dichas metas. Sin embargo,
el respeto a las garantías y derechos fundamentales de la
persona recogidos en la Constitución limita esas metas,
en tanto que sólo permite el empleo de aquellos medios
que sean compatibles con dichas garantías y derechos
(cfr. arts. 15, 17 Y 24 de la Constitución). No cabe duda
de que ambas metas pueden ser contradictorias y entrar
en conflicto, lo que obliga a decidirse claramente en fa-
vor de una u "otra. Afortunadamente, en los tiempos ac-
tuales la opinión doctrinal está a favor del respeto a las
garantías y derechos fundamentales del imputado: en
caso de conflicto entre ambas metas, el carácter jerár-
quico superior de los derechos constitucionales de la
persona obliga a sacrificar la meta utilitarista, en tanto
no sea compatible con estos derechos. Aunque no siem-
pre ocurre esto y ahí están para demostrarlo la reciente
reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en mate-
ria de prisión preventiva y la Ley contra la actuación de
bandas armadas y elementos terroristas. También en el
proceso penal se reflejan, e incluso con mayor fuerza,
esas tendencias, a las que aludíamos antes, que preten-
den hacer del poder punitivo del Estado un poder abso-
lutamente irracional, simple expresión de insatisfaccio-
nes y frustraciones colectivas.
Los ejemplos precedentes no son más que signos de
la eterna pugna entre prevención general y prevención
especial que desgarran Íntimamente al Derecho penal y
es causa de su propia ineficacia, pero también de que la
pugna no está todavía resuelta definitivamente en un
sentido o en otro. Quizás el signo más característico del
Derecho penal de nuestro tiempo o, por 10 menos, de
nuestra racionalidad jurídicopenal, sea un progresivo
acercamiento de ambas funciones preventivas. Ello no
constituye ni siquiera un esbozo de lo que puede ser un
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Derecho penal ideal, porque el mejor ideal sería que no
hubiera Derecho penal, sino el punto de partida para un
análisis crítico de la actual realidad jurídicopenal. Lejos
de nuestra consideración quedan ahora las teorías aboli-
cionistas que propugna un sector doctrinal cada día más
importante, no porque no creamos en ellas, sino porque
nos hemos situado conscientemente en el plano de aná-
lisis (y crítica) del Derecho penal actualmente existente,
sin excluir que pueda haber otro u otra cosa mejor, por-
que, como dice SCHONBERG en su clásico Tratado de
Armonia, «10 único eterno es el cambio; 10 que es tem-
poral es la permanencia».
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INDICE
PROLOGO . . . 9
INTRODUCCION 11