Unidad 6 Dios Hijo

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UCC Facultad de Ciencias Médicas Teología Dogmática

TEOLOGÍA DOGMÁTICA

UNIDAD N° VI: DIOS HIJO. LA REDENCIÓN

6.1 Misterio de la Encarnación: Jesucristo es verdadero Dios y


verdadero hombre
6.2 Errores en la concepción del misterio de la Encarnación
6.3 Consecuencias de la Unión Hipostática
6.4 Necesidad y fin de la Encarnación.
6.5 La Redención realizada Jesucristo: necesidad, efectos y
universalidad
6.6 Cristo concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
6.7 Jesucristo nació de santa María Virgen. María Madre de
Dios
6.8 Misterios de la infancia de Jesucristo
6.9 Misterios de la vida pública de Jesús
6.10 Pasión, muerte y sepultura de Jesucristo
6.11 Resurrección, Ascensión y Segunda Venida de Cristo

6.1. Misterio de la Encarnación: Jesucristo es verdadero Dios y


verdadero hombre

El Misterio de la Encarnación nos enseña qué la Segunda


Persona de la Santísima Trinidad, o sea el Hijo, se encarnó y se hizo
hombre en las purísimas entrañas de la Virgen María.
Encarnar significa hacerse carne, esto es, hacerse hombre.
Cuando decimos que el Hijo de Dios se encarnó, queremos expresar
que se hizo hombre, tomando un cuerpo y un alma como los
nuestros.

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Cristo es, pues, Dios y hombre verdadero. Hay en Él dos natu-


ralezas, la divina y la humana, cuya unión se da en una única
persona que es, la persona divina.

6.1.1 Cristo es verdadero Dios


Jesucristo es Dios desde toda la eternidad, puesto que es la
hizo carne Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y es hombre
desde la Encarnación, es decir, desde que unió a su Persona la
naturaleza humana, en el seno virginal de María Santísima.
En el primer capítulo de su Evangelio, nos enseña San Juan
esta doble verdad; y así nos dice que: «En el principio era el Verbo, y
el Verbo era Dios»; y qué «El Verbo se y habitó entre nosotros» (Jn 1,
1; 1, 8).
Puesto que en Jesucristo hay dos naturalezas, habrá que decir
que todo aquello que pertenece a la naturaleza en Jesucristo será
doble: hay en Él, pues, dos entendimientos, uno que corresponde a la
Naturaleza divina y otro a la humana. Por la misma razón hay
también en Él dos voluntades.
Respecto a su Naturaleza divina basta decir que tenía todas las
perfecciones propias de la divinidad: hablemos de su naturaleza
humana.
«La única orientación de espíritu, la única dirección del
entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta:
hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del
mundo. A Él queremos mirar nosotros, porque sólo en Él, Hijo de
Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: "Señor: ¿a
quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna"» (Juan Pablo II,
Enc. Redemptor Hominis, núm. 7). Cfr Puebla, núm. 214.
La doctrina sobre la divinidad de Cristo es de capital importan-
cia. En efecto, si Jesucristo es verdadero Dios, se sigue que son di-
vinas su doctrina, la Iglesia que fundó y las verdades que ésta nos
enseña: Por el contrario, si no fue Dios, ni su doctrina, ni su Iglesia

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son divinas, ni Él nos merece crédito, porque nos habría engañado al


presentarse como Dios.
«La Iglesia cree que Cristo, que murió y resucitó por todos,
ofrece al hombre luz y fuerza, por medio del Espíritu Santo, para que
pueda responder a su vocación; y que no se les ha dado a los
hombres otro nombre bajo el cielo por el que puedan salvarse.
Igualmente, cree que la clave, el centro y la finalidad de toda la
historia humana se encuentran en su Señor y Maestro.
Además, la Iglesia afirma que en el fondo de todos los cambios
hay muchas cosas que no cambian, que tienen su último fundamento
en Cristo, que es el mismo ayer y hoy y por todos los siglos» (Con.
Vaticano U, Const. Past. Gaudium el Spes, núm. I0) (cfr Puebla, núm.
I94).
Veamos, pues, las principales pruebas de su divinidad. Ellas
son: a) las profecías realizadas en Él, que lo señalaban como Dios; y
b) las profecías hechas por el mismo Cristo; y c) los milagros obrados
en confirmación de su divinidad; d) la afirmación del mismo
Jesucristo; e) la afirmación de su Padre celestial; f) la santidad de su
vida y doctrina; la afirmación de los Apóstoles y de la Iglesia.

Pruebas de la Divinidad de Cristo


a) Las profecías
Las profecías, que como hemos visto se cumplieron en Cristo,
lo designaban no sólo como Mesías, sino también como verdadero
Dios. Así los profetas:
1 °- Le daban nombres que sólo a Dios pueden aplicarse, por
ejemplo, el admirable, el justo, el santo de los santos.
2° Le dieron el nombre de Dios. Isaías dice: «El mismo Dios
vendrá en persona y os salvará» (35, 4). Y en otro lugar: «He aquí
que una virgen dará a luz un hijo, y su nombre será Emmanuel, esto
es, Dios con nosotros» (7, 14). En otro lugar dice también: «Ahora

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nos ha nacido un niño. Se llamará el Admirable, el consejero, Dios, el


Fuerte, el Padre del siglo futuro, el Príncipe de la Paz» (9, 5).
Conclusión. Como estas profecías tuvieron realización en Cris-
to, debemos concluir que Cristo es Dios; pues si no lo fuera, el mismo
Dios nos habría inducido al engaño.

b) Profecías hechas por el mismo Cristo


El mismo Jesucristo hizo numerosas profecías acerca de su
persona, de los Apóstoles, de su Iglesia, y de otros varios
acontecimientos, que dan mayor peso a este argumento.
1° Respecto a su persona, en tres ocasiones predijo su pasión,
y muerte de cruz y resurrección. «Mirad que vamos a Jerusalén, y el
Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes, y
lo condenarán a muerte, y lo entregarán a los gentiles, para que lo
escarnezcan, azoten y crucifiquen; más al tercer día resucitará» (Mt
20, 18).
2° Respecto a sus Apóstoles, predijo la triple negación de Pe-
dro, la venia del Espíritu Santo sobre ellos, y las persecuciones que
les tocaría afrontar.
3° Respecto a la Iglesia, predijo su perpetuidad. «Y yo estaré
con vosotros hasta el fin de los siglos» (Mt 28, 20). Estas diversas
profecías sobre sucesos libres prueban el carácter divino del que las
hizo.

c) Los milagros
Los milagros de Cristo prueban no solamente su carácter de
Mesías, sino también su divinidad. En efecto: - Cristo los hizo en su
propio nombre, en tanto que los demás siempre los hicieron en
nombre de Dios. Por ejemplo, dijo al leproso, «Yo lo quiero, sé
limpio» (Mt 8, 3); y al hijo de la viuda de Naím: «Muchacho, a ti te
digo, levántate» (Lc 7, 14). - Comunicó a sus discípulos el poder de
hacer milagros en su nombre (Mc 6,17). - Hizo milagros en
confirmación de su divinidad. Así dijo a los judíos, que querían

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apedrearlo como blasfemo, por haberse de clarado Dios: «Si no hago


las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago y no queréis dar
crédito a mi palabra, dádselo a mis obras» (Jn 10, 37). Y antes de la
resurrección de Lázaro dio gracias a su Padre Celestial «por razón
del pueblo que me rodea, con el fin de que crean que Tú eres el que
me has enviado» (Jn 1I, 42). Cristo hizo milagros en confirmación de
su divinidad; y como el milagro es prueba de la intervención divina,
es evidente que los milagros, de Cristo prueban su divinidad. De otra
suerte, Dios mismo, hubiera confirmado con milagros una mentira, lo
que es inconcebible.

d) Testimonio del mismo Cristo


Cristo se proclama Dios de muchos modos:
- Se atribuye perfecciones y poderes que sólo Dios tiene, como
la eternidad, la creación, el poder de perdonar los pecados; y dice
claramente: «Todo lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo»
(Jn 5, 19).
- Aprueba explícitamente la confesión de Pedro: «Tú eres el
Hijo de Dios vivo», y la de Tomás: «Señor mío, y Dios mío» (Mt 16,
16; Jn 20, 28).
- Manifiesta que es Dios e Hijo de Dios: «El padre y yo somos
una misma cosa"; y declara solemnemente ante Caifás que es Hijo de
Dios y que vendrá a juzgar a los hombres (Jn 10, 3; Mt 26, 64). Esta
afirmación hecha por Cristo prueba su divinidad. En efecto, ningún
hombre fuera de Cristo, ningún profeta, ningún fundador de religión
se ha atrevido a proclamarse Dios. Si Cristo se hubiera proclamado
Dios sin serlo, sería o un loco o un mentiroso; y ambas cosas
repugnan, pues nadie ha existido tan sabio ni tan santo.

e) Testimonio de Dios Padre


En el bautismo de Cristo en el Jordán y más tarde en el Tabor
se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo amado en quien
tengo todas mis complacencias; escuchadle» (Mt 3, 17 - 17, 5). Este

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testimonio tiene especial valor, por ser la afirmación clara y explícita


de Dios, verdad infalible.

f) Su vida y doctrina
1° Cristo fue en su vida ejemplo perfecto de toda santidad, a
tal punto que pudo decir a sus discípulos: «Ejemplo os he dado para
que como obré, obréis también vosotros» (Jn 13, 15). Y a sus
enemigos: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn 8, 46).
2° Por otra parte, su doctrina está llena de sabiduría y santi-
dad. Ella transformó la faz de la tierra y ha producido en todas par-
tes frutos de la más excelente perfección.
Esta santidad de Cristo, y la sabiduría y santidad de su doctri-
na prueban su divinidad, sobre todo si las juntamos con la afirmación
que Él mismo hizo de ser Hijo de Dios. Pues no se concibe que un
loco o un impostor haya sido el más sabio y el más santo de los
hombres, y el Fundador de la más excelente doctrina que han con-
templado los siglos.

g) Testimonio de los Apóstoles y de la Iglesia


Los Apóstoles dieron fe de la divinidad de Jesucristo; y son
especialmente elocuentes los testimonios explícitos y numerosos de
San Juan y San Pablo. «Sabemos, dice San Juan, que vino el Hijo de
Dios... Este es el verdadero Dios, y la verdad eterna» (1 Jn 5, 20). Y
San Pablo afirma: «Jesucristo, teniendo naturaleza de Dios, no por
usurpación, se hizo igual a Dios» (Fil 2, 6). Este testimonio tiene
especial valor, pues los Apóstoles no sólo conocieron de cerca a
Cristo, sino que confirmaron sus enseñanzas con numerosos milagros
y con el martirio.
La Iglesia Católica, por su parte, siempre ha enseñado que Jesucristo
es Hijo de Dios por naturaleza y verdadero Dios; y sobre esta
creencia ha descansado inconmovible su doctrina. Hay otras tres
pruebas de la divinidad de Jesucristo: su resurrección, verificada por

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virtud propia y anunciada por él con anterioridad; la fundación y


desarrollo de su Iglesia, y el testimonio de sus mártires.

6.1.2. Cristo es verdadero hombre


En la naturaleza humana de Cristo, podemos distinguir dos elemen-
tos: el cuerpo y el alma.
1° El cuerpo de Cristo es:
a) real: «Palpad, decía a sus apóstoles después de la
resurrección, y considerad que un espíritu no tiene carne
ni huesos como vosotros veis que yo tengo» (Lc 24, 39).
b) Delicado y perfectísimo, aunque sujeto al dolor, a las
necesidades y a la muerte, porque venía a expiar
nuestros pecados.

2° El alma de Cristo es: como la nuestra, un espíritu creado por


Dios para animar su cuerpo. Es, sí, infinitamente más perfecta, ya en
sus facultades naturales, ya en sus dones sobrenaturales.

b.1. Facultades naturales


En cuanto Jesucristo es verdadero hombre se pueden
reconocer en él las facultades propias de la naturaleza humana:
entendimiento y voluntad.
a) Su entendimiento estaba dotado de excelentes
conocimientos. «En él, nos dice San Pablo, estaban encerrados todos
los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios» (Col 2, 3).
El entendimiento humano de Jesús estuvo dotado de tres clases de
ciencias:
la Infusa, esto es, infundida directamente por Dios sin
necesidad de imágenes ni raciocinios;
la beatífica, o contemplación de la divina esencia;
la adquirida por medio de los sentidos y la razón.
Las dos primeras le venían a causa de su unión con el Verbo; la
tercera la adquirió con el paso del tiempo, en primer lugar, de San

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José que le enseñó su oficio, de su Madre Santísima, del


conocimiento sensible, de las enseñanzas de la Escritura y de los
maestros de Israel.

b) Su voluntad humana era perfectísima, dotada de


eminente poder y santidad, y de perfecta libertad. «Soy dueño de dar
mi vida y dueño de recobrarla», decía el Salvador (Jn 10, 18). Tenía
la voluntad de Cristo dos eximias perfecciones, de que carece la
nuestra: la impecabilidad (no podía pecar, ni sentía inclinación al
mal) y la integridad (en él no había concupiscencia, sino que el
apetito estaba perfectamente sometido a la razón, puesto que en
Cristo no existía el pecado original, ni aquellas de sus consecuencias
que envuelven imperfección moral).
Había también en Cristo perfecto acuerdo entre su voluntad
humana y la divina. En su voluntad humana se daba principalmente
un amor ternísimo para con sus padres; y de amor, misericordia y
mansedumbre con los hombres. Además, su voluntad humana se
somete plenamente a la voluntad del Padre: «Mi alimento es hacer la
Voluntad del que me ha enviado». «Padre si es posible aparte de mi
este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya». (Jn 4, 34 - Mi
11, 28, 29).
En Cristo hubo pasiones; y así leemos en la Escritura que amó
con predilección a San Juan, lloró ante la tumba de Lázaro, y se llenó
de angustia, tedio y tristeza al pensamiento de su pasión. Sus
pasiones, sin embargo, se diferenciaban de las nuestras en que
nunca tendieron a un fin malo, y siempre obedecían la dirección
rectísima de su voluntad.

b.2 Dones sobrenaturales y preternaturales


Cristo estuvo adornado con la plenitud de la gracia, virtudes y
dones del Espíritu Santo; y no podía ser de otra manera dada su
unión íntima y personal con la divinidad. Así dice el apóstol San Juan:

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«Hemos visto su gloria, lleno de gracia y de verdad. De su plenitud


todos hemos recibido» (Jn 1, 14, 16).
Respecto a los dones preternaturales ya hemos indicado que
tuvo la ciencia y la integridad; mas no la inmunidad ni la
inmortalidad, pues quiso expiar nuestros pecados sometiéndose al
sufrimiento y a la muerte.

6.1.3. La unión hipostática: en Cristo hay una única


persona: la divina.
Las dos naturalezas de Cristo están unidas en una sola
persona, que es la divina y es a quien llamamos Jesucristo.
El Verbo divino no se unió a una persona humana, sino a una
naturaleza humana; y así la persona divina hace las veces de persona
no sólo para la Naturaleza divina, sino también para la naturaleza
humana, a la cual se unió.
Nuevamente aquí se encuentra nuestra inteligencia frente a un
misterio. Podemos comprobar que en esta unión no hay
contradicción, pero no podemos comprender a fondo cómo se hace.
Creemos sí con absoluta firmeza en él, porque Dios nos lo reveló en
forma que nos brinda plena certidumbre. Así como dijimos que en
Jesucristo todo lo que se refiere a la naturaleza es doble -dos
inteligencias, dos voluntades-, todo lo que se refiere a la persona
será único: y así, no adoro en Él dos seres, sino uno solo; no actúan
dos individuos, sino uno solo, etc.
La unión de las dos naturalezas en Cristo se llama hipostática o
personal, porque ambas están unidas en una sola Persona: la del
Verbo.
Hipóstasis es el sustantivo griego que corresponde al
sustantivo castellano persona, e hipostático el adjetivo que
corresponde al adjetivo personal.
Las dos naturalezas de Cristo se mantienen íntimamente uni-
das, pero sin confundirse; como el cuerpo y el alma en el hombre
están en íntima unión, pero sin confundirse el uno con la otra. La

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unión de las dos naturalezas en Cristo es perpetua. El Verbo tomó la


naturaleza humana para siempre. Por eso en la Eucaristía y en el
cielo su divinidad permanece unida a su cuerpo y a su alma.

6.2 Errores en la concepción del misterio de la Encarnación

Hay tres clases de errores sobre este misterio: unos niegan en


Cristo la naturaleza divina; otros la naturaleza humana; y otros, en
fin, yerran sobre el modo como se unieron ambas naturalezas.
1° De los que niegan a Cristo su naturaleza divina el
principal es Arrio (S. IV). Niega que Jesucristo sea Dios. Afirma que
es una criatura perfectísima; pero no admite que sea de una misma
Naturaleza o Substancia con el Padre. Fue solemnemente condenado
por el Concilio de Nicea (a. 325), el cual definió que el Hijo es
consubstancial al Padre. Muchos protestantes de nuestros días
niegan también la divinidad de Cristo (Bultmann, Bonhoffer, etc.).
2°- Los que niegan la naturaleza humana los gnósticos y
algunos otros herejes: rechazan que Cristo fuera verdadero hombre;
y admitían que su cuerpo no era real sino ficticio, y de apariencia
como un fantasma.
3° Los que yerran sobre el modo de unirse las dos
naturalezas en una persona:
a) Nestorio (S. V) enseñó que en Cristo había dos
personas, una para cada naturaleza. Y, como consecuencia,
que María Santísima no podía llamarse Madre de Dios
(teotokós), porque no era madre sino de la persona humana
antropotokós). Fue condenado por el Concilio de Éfeso (a.
431).
b) Eutiques profesó el error opuesto, a saber, que en
Cristo no había sino una sola naturaleza, porque la naturaleza
humana había sido absorbida por la divina, cómo el océano

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absorbe una gota de agua. Esta herejía conocida como


monofisismo fue condenada por el Concilio de Calcedonia (a.
451).
Otros herejes enseñaron que, aunque en Cristo había dos na-
turalezas, sin embargo, no tenían sino una sola voluntad
(monotelismo).
No es lícito separarse de las nociones para exponer el misterio
de la encarnación. En concreto las nociones de «naturaleza» y
«persona» indican realmente quién es Jesucristo. Por eso «son
claramente opuestas a esta fe las opiniones (...) según las cuales no
sería revelado y conocido que el Hijo de Dios subsiste desde la
eternidad, en el misterio de Dios, distinto del Padre y del Espíritu
Santo; e igualmente las opiniones según las cuales debería abando-
nar la noción de la única persona de Jesucristo, nacida antes de
todos los siglos del Padre, según la naturaleza Divina y en el tiempo
de María Virgen, según la naturaleza humana y, finalmente la
afirmación según la cual la humanidad de Jesucristo existiría, no
como asumida con la persona eterna del Hijo de Dios, sino, más bien,
en sí misma como persona humana y, en consecuencia, el misterio de
Jesucristo consistiría en el hecho de que Dios, al revelarse, estaría de
un modo sumo presente en la persona humana de Jesús». Sagrada
Congregación para la doctrina de la Fe, Decl. 21-II-1972.

6.3 Consecuencias de la Unión Hipostática

a) valor infinito de sus actos


La persona, en general, tiene la propiedad de ser centro de
atribución de todos los actos del individuo; de modo que todo lo que
éste haga se atribuye a su persona. Por ejemplo, no se dice: mi
garganta canta, mi voz habla, mi cerebro siente; sino, yo canto, yo
hablo, yo siento; atribuyendo al mismo «yo» todas mis acciones. Lo
mismo pasa en Cristo. Todas sus acciones, así las de su Naturaleza
divina como las de la humana, se refieren a su persona. Así decimos

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que Cristo creó el mundo (obra propia de Dios), y que padeció (obra
propia del hombre).
De esta doctrina se saca la consecuencia importantísima de
que todas las acciones de Cristo, aun las propias de su naturaleza
humana, tienen valor infinito por atribuirse a la persona divina del
Verbo.
Esta doctrina nos permite también ilustrar la Redención: En
efecto, si hubiera en Cristo dos personas, una divina y otra humana,
la Redención no habría podido verificarse; pues la persona divina no
hubiera podido padecer ni morir; y la persona humana hubiera
podido padecer y morir, pero sus acciones no tendrían valor infinito,
por no proceder de una persona divina. Por el contrario, en la
doctrina católica se ilustra la Redención; porque Cristo padece en
cuanto hombre, esto es, en su naturaleza humana; pero sus
padecimientos tienen valor infinito por la unión personal entre la
naturaleza humana y la Persona divina: «En efecto, amó Dios tanto al
mundo, que le dio a su unigénito Hijo. Así como en el hombre-Adán
este vínculo quedó roto, así en el hombre-Cristo ha quedado unido
de nuevo» (Juan Pablo II, Enc. Redemptor Hominis, 4-II-1979, núm.
8), (cfr Puebla, n. 400).

b) Su Humanidad merece adoración


La Humanidad de Cristo merece ser adorada a causa de su
unión personal con el Verbo divino. De modo que el culto que se
rinde a su Humanidad se rinde al Hijo de Dios. Por eso la Iglesia
permite que al Corazón de Jesús y a sus sagradas llagas, se dé culto
directo de latría o adoración. Igualmente permite que, a la santa
Cruz, a los clavos de la pasión, a la sábana santa, etc; se dé culto
indirecto de latría, por la relación íntima que guardan con la
naturaleza humana de Cristo.

c) Comunicación de propiedades

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La comunicación de propiedades consiste en que puede


atribuirse a Cristo Dios lo que es propio de la naturaleza humana, y a
Cristo hombre lo que es propio de la naturaleza divina Así se puede
decir que Dios murió y resucitó; o que un hombre es inmortal y
omnipotente.
Debe mantenerse el cuidado de emplear términos concretos, y
no abstractos.
Así se dice que Dios es hombre, murió, etc., pero sería gravísimo
error decir que la divinidad es la humanidad, o que la divinidad
murió.
La razón es porque no todo lo que puede aplicarse a la persona
de Cristo, puede aplicarse a la divinidad en general Esta
comunicación de propiedades la llaman los teólogos “comunicación
de idiomas”, porque idioma quiere decir en griego propiedad; viene
del adjetivo, idios, que significa propio, particular.

6.4. Necesidad y fin de la Encarnación.


1° La Encarnación era necesaria en el supuesto de que
Dios exigiera por el pecado una reparación digna de Él.
Porque una reparación digna de Dios sólo puede darla un
hombre-Dios. Agreguemos que, si Dios hubiera determinado
perdonar bondadosamente al hombre, la encarnación no hubiera sido
necesaria.

2° El Hijo de Dios al encarnar se propuso varios fines:


a) El primero y principal fue reparar en una forma digna
y adecuada la ofensa que el pecado causó a su Padre.
b) El segundo fue la salvación del género humano,
envilecido por la culpa. «Jesucristo vino al mundo para salvar a
los pecadores» (1 Tim 1, 15).
c) El tercero fue darnos ejemplo de vida, esto es,
presentársenos como modelo de todas las virtudes.

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6.5 La Redención realizada Jesucristo: necesidad, efectos y


universalidad

La Redención son los actos con los que Cristo, lleno de amor,
se ofrece y muere por nosotros, para satisfacer la deuda debida a la
justicia divina, merecernos de nuevo la gracia y el derecho al cielo, y
liberarnos de la esclavitud del pecado y del demonio. Esta definición
incluye la naturaleza de la Redención y sus efectos:
1 ° La naturaleza está comprendida en las palabras: murió
por nosotros y se ofreció en nuestro lugar.
2°- Los efectos en las siguientes: para satisfacer por nuestras
culpas, merecernos la gracia y la vida eterna y liberarnos del pecado
y del demonio.
Mediante estos tres efectos: la satisfacción, el mérito y el
rescate destruyó Jesucristo los efectos que el pecado había produci-
do en nuestra alma, y consiguió el fin que se proponía con la
Redención.

6.5.1. Figuras y profecías del Redentor


Cristo es el verdadero Mesías, o enviado de Dios, porque en él
se realizaron las figuras y profecías que anunciaban al Mesías pro-
metido. Entre las figuras y las profecías hay esta diferencia: que la
figura anuncia por medio de hechos o personas y la profecía por me-
dio de palabras.

a) Profecías sobre el Mesías.


Los profetas anunciaron el tiempo en que aparecería, las
principales circunstancias de su nacimiento, vida, pasión y muerte,
su resurrección y ascensión y la fundación de su Iglesia.
1°- Acerca del tiempo en que aparecería:
a) Daniel anunció que desde el edicto para reedificar a
Jerusalén hasta la muerte del Mesías no alcanzarían a transcurrir

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setenta semanas de años (cfr Dan 9, 24). Efectivamente a mediados


de la última de las setenta semanas murió el Salvador;
b) Jacob profetizó que el cetro real no sería quitado a la familia
de Judá hasta la venida del Mesías (cfr Gen 49, 10).
Cuando los judíos le pedían a Pilato la condenación de Cristo y
le decían: ano tenemos otro rey sino al César», atestiguaban sin
advertirlo el cumplimiento de esta profecía (Jn I9, 15).
2°- Sobre su nacimiento:
Miqueas profetizó que nacería en Belén;
Isaías que nacería de madre virgen, saldría de la tribu de Judá
y vendrían a adorarlo reyes de oriente: «He aquí que concebirá una
virgen y dará a luz un hijo y será llamado Emmanuel, esto es, Dios
con nosotros» (Is 7, 14). «Y tú oh, Belén, eres pequeña respecto a
las principales de Judá; pero de ti saldrá el que ha de dominar a
Israel, el cual fue engendrado desde el principio, desde los días de la
eternidad» (Miq 5, 2).
3° Sobre su vida:
Predijeron entre otras cosas que enseñaría públicamente
teniendo por auditorio a los pobres; sería taumaturgo, legislador y
sacerdote eterno; se mostraría indulgente. Is 61, 1 y 28,19.2 Deut
18, 18: Ps 109,4. «No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha
que aún humea». «El mismo Dios vendrá y os salvará. Entonces
serán abiertos los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos.
Entonces el cojo saltará como el ciervo y se soltará la lengua de los
mudos». «Decid a los de corazón tímido: Esforzaos, no temáis. He
aquí, vuestro Dios viene con venganza; la retribución vendrá de Dios
mismo, más Él os salvará».
4° Acerca de su pasión y muerte:
Predijeron numerosas circunstancias, por ejemplo, que sería
vendido en treinta siclos de plata (Zac 11,12) abofeteado y escupido
(Is 50, 6), azotado y despojado de sus vestiduras, que echarían
suertes sobre éstas, y le taladrarían las manos y los pies, y le darían
a beber hiel y vinagre (10 Ps 48, 12. - 11 Ps 15, 10. - 11 Ps 23, 7. -

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13 Mal 1, 11. 11 Is 9. 7.) Ciertamente El llevó nuestras


enfermedades, y cargó con nuestros dolores; con todo, nosotros le
tuvimos por azotado, por herido de Dios y afligido. (Is 53,4)
5° Sobre su Iglesia:
Anunciaron que el Mesías establecería un nuevo y purísimo
sacrificio" un nuevo sacerdocio, que fundaría un reino espiritual, el
cual haría de extenderse hasta los confines del mundo, y nunca sería
destruido.

6.5.2 Necesidad de la Redención


Tres caminos podía seguir Dios respecto al hombre, después
del pecado de Adán:
a) dejarlo abandonado a su desgracia;
b) perdonarlo sin más, es decir, sin satisfacción adecuada;
c) exigirle satisfacción plena, de acuerdo con la ofensa.
Este último camino le pareció más digno de su Justicia,
Sabiduría y Misericordia; así determinó que el Verbo se encarnara y
muriera para reparar la ofensa y las demás consecuencias del
pecado.
La Redención es para el hombre un misterio, porque no
podemos comprender cómo es posible que Dios muera por nosotros.
Consta, sin embargo, en todo el Evangelio; y por eso debemos
creerla con fe firme, y vivir agradecidos a Dios por tan excelente
beneficio.
Cristo se ofreció en nuestro lugar al Eterno Padre, en
satisfacción de nuestros pecados. En efecto:
1° La reparación de una ofensa no se cumple con la sola ce-
sación de la ofensa, sino que requiere una satisfacción.
2° Esta satisfacción debe procurarla el mismo culpable.
3° Los culpables éramos los hombres; pero no siendo capaces
ni dignos de una adecuada satisfacción, fue preciso que Cristo se
pusiera en nuestro lugar

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6.5.3 Efectos de la Redención


La Redención tuvo como fin reparar el pecado y los desastrosos
efectos que el pecado había traído al hombre. La Redención es, pues,
a un mismo tiempo, una satisfacción o reparación para Dios, y una
restauración y rescate para el hombre.
El siguiente esquema hace ver el modo como los saludables
efectos de la Redención vinieron a reparar los efectos del pecado.
Encontramos: Vamos, pues, a estudiar:
a) La satisfacción de Cristo, que reparó la ofensa, borró la cul-
pa y remitió la pena.
b) El mérito de Cristo, que restauró al hombre, devolviéndole
la gracia y el derecho al cielo.
c) El rescate de Cristo, que nos libertó del demonio.

1. La satisfacción de Cristo
Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el
sacrificio de la Cruz, del pecado original y de todos los pecados
personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que
mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: "Donde abundó el
delito sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20).
La satisfacción de Cristo abarca tres cosas: Cristo mediante su
muerte reparó la ofensa causada a Dios con el pecado, nos borró la
culpa y nos remitió la pena. De este modo, se puede afirmar que
ofensa, culpa y pena son tres cosas diferentes:
a) La ofensa es el agravio que se causa a Dios con el pecado.
b) La culpa es la mancha que el pecado deja en el alma, al
despojarla de la gracia.
c) La pena es el castigo que el pecado merece.
Pues bien, la satisfacción de Cristo destruyó este triple efecto:
a) Reparó la ofensa hecha a Dios: «Siendo enemigos de Dios,
fuimos reconciliados con Él por la muerte de Cristo» (Rom 5, 10).
b) Borró la culpa «Nos lavó de nuestros pecados con su san-
gre» (Apoc 1, 5).

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c) Pagó la pena debida por ellos. «Llevó la pena de todos nues-


tros pecados sobre su cuerpo en el madero de pe Cruz» (I Pe 2, 24).
Aunque Cristo satisfizo por nuestros pecados en todos los actos
de su vida, quiso, sin embargo, que tanto sus satisfacciones como sus
méritos no produjesen sus efectos sino después de su pasión,
refiriéndolo todo a su muerte. Así nos explicamos cómo la Sagrada
Escritura aplica al sacrificio de la Cruz todas las satisfacciones y
méritos de Cristo.

1.1. Cualidades de la satisfacción de Jesucristo


I) voluntaria y completa
La satisfacción de Cristo fue voluntaria, completa, condigna y
superabundante.
Fue voluntaria, porque Cristo dio su vida gustosamente, por el
amor que nos tenía. «Fue ofrecido porque él mismo lo quiso dice
Isaías (53, 7). Y el mismo Jesucristo exclama: «Nadie me arranca la
vida, sino que la doy por propia voluntad" (Jn 10, 18).
Fue completa, porque ella tiene la virtud suficiente para recon-
ciliarnos con Dios y borrar nuestros pecados. «La sangre de Cristo
nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1, 7).

II) Condigna y superabundante


Una satisfacción es condigna cuando hay proporción entre lo
que se debe y lo que se restituye. Es deficiente en el caso contrario.
Por ejemplo, el acreedor que remite una parte de la deuda al deudor,
no recibe satisfacción o pago condigno, sino deficiente.
La satisfacción de Cristo fue condigna, porque guardó
proporción con la ofensa. Si la ofensa causada a Dios con el pecado
es en cierta manera infinita, la satisfacción de Cristo fue de infinito
valor.
Hay que tener en cuenta que:
a) La magnitud de una ofensa se mide por la dignidad de la
persona ofendida Así, es mucho más grave la ofensa causada a un

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superior que la causada a un compañero; y tanto más grave cuanto


más alto es el superior. Siendo Dios de majestad infinita, la ofensa
hecha a Él con el pecado era en este sentido infinita
b) La magnitud de una satisfacción a causa del honor
ofendido se mide por la dignidad de la persona que la ofrece. Así,
cuando se trata de injurias a una nación, no basta la satisfacción que
pueda dar uno a título particular, sino que se requiere que ella venga
del que preside la nación. La satisfacción de Cristo no sólo fue
condigna, sino también superabundante; esto es, pagó más de lo que
debíamos. San Pablo dice que «donde abundó el pecado sobreabundó
la gracia» (Rom 5, 20). En efecto, el pecado no es un acto infinito en
sí puesto que procede de una criatura, y la criatura es incapaz de un
acto infinito. Sólo puede llamarse ofensa infinita, en cuanto ofende a
Dios, Ser infinito. Por el contrario, cualquier acto del Hijo de Dios
era infinito en sí, porque procedía de la persona del Verbo. Jesucristo
quiso que su satisfacción fuera superabundante y «copiosa su
redención» (Ps 20, 7) para hacernos comprender la excelencia de tan
divina obra, y darnos plena confianza en sus méritos y en nuestro
perdón.

2. Por la redención Cristo nos mereció la gracia y la gloria


eterna
Cristo no solamente nos perdonó el pecado y la pena por él
debida, sino que nos mereció la gracia y el derecho al cielo. Si la
satisfacción de Cristo borra en el hombre la culpa y la pena del
pecado, los méritos de Cristo son una verdadera restauración del
hombre, pues le devuelven los dones de orden sobrenatural que el
pecado le había arrebato.
El mérito implica la 'consecución de un don que no tenemos,
pero que nos es debido en alguna manera.
1° Cristo no pudo merecer para sí mismo ni la gracia ni la glo-
ria, porque ya las tenía, y no las podía perder. Para sí mismo no me-

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reció sino la glorificación de su Cuerpo, después de haberlo sometido


al sufrimiento y al oprobio.
2° Pero para nosotros sí pudo merecer. Él, mediante su pasión
y muerte, nos mereció la gracia, la gloria y toda suerte de bienes
espirituales.

a) ¿Qué bienes mereció Cristo?


- La gracia «Si por el pecado de uno solo murieron todos los
hombres, mucho más copiosamente la gracia de Dios se
derramó sobre todos» (Roen 5, 10).
- La gloria: «Tenemos la firme esperanza de entrar en el
santuario del cielo por la sangre de Cristo» (Heb 10, 19).
- Toda clase de bienes espirituales: «Nos bendijo con toda
suerte de bienes espirituales en Jesucristo» (Ef 1, 3). «El que
no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó, ¿cómo será
posible que no nos dé con Él todos los bienes?» (Rom 8, 32).

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b) ¿Por qué pudo Cristo merecer por nosotros?


Siendo el mérito un fruto personal, ¿cómo se explica que Cristo
mereciera por nosotros? San Pablo lo explica de dos maneras:
1° Todos los cristianos formamos con Cristo un cuerpo místico,
en el cual Él es la Cabeza y nosotros los miembros; y es natural que
los miembros participen de los bienes de la cabeza. (cfr Rom 12, 4; 1
Cor 12, 12; Ef 4, 15 y 5, 23). Santo Tomás se expresa así: «La cabeza
y los miembros pertenecen a la misma persona; siendo, pues, Cristo
nuestra cabeza, sus méritos no nos son extraños, sino que llegan
hasta nosotros en virtud de la unidad del cuerpo místico» (Sent 3, c.
18, a.3).
2°- Porque, así como toda la naturaleza humana, por estar en-
cerrada en Adán, mereció la privación de la gracia, así toda la
naturaleza humana encerrada en Cristo, mereció que la gracia se le
devolviera. Dice San Pablo: «Como todos mueren en Adán, todos en
Cristo han de recobrar la vida» (I Cor 15, 22).

c) ¿Cómo nos mereció Jesucristo estos bienes?


Los méritos de la pasión de Cristo se basan en su amor y en su
obediencia.
Por amor y por obediencia a su Padre quiso Cristo someterse al
sufrimiento y la muerte; de ambas virtudes recibió la pasión de
Cristo toda la grandeza y eficacia.
Además, convenía sobremanera que la Redención fuera una
obra de amor y obediencia; ya que el pecado del primer hombre fue
un pecado de desobediencia fundado en el orgullo. Por amarse el
hombre excesivamente a sí mismo, no vaciló en desobedecer a Dios.
La Redención vuelve al hombre a Dios y debía consistir en un
acto de obediencia, por amor. De esta suerte los infinitos
merecimientos de la pasión y muerte de Cristo se deben
principalmente a su amor y a su obediencia.

d) Como se aplican los méritos de Cristo

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Es necesario, pues, que nos apliquemos los méritos de Cristo


mediante los medios instituidos por Él con este fin: la fe, los manda-
mientos, los sacramentos, la oración. Quienes desprecian estos me-
dios no pueden salvarse.
Sería falso afirmar que los méritos de Cristo, por ser de infinito
valor, se extienden sin más a todos. Porque, aunque sean de infinito
valor, son como una medicina, que no aprovecha sino al que se la
aplica. Advirtamos aquí dos circunstancias:
a) Cristo no se contentó con merecernos la salvación, sino que
nos dio también la oportunidad de merecerla con nuestros propios
méritos. Lo cual es mucho más honroso para nosotros, pues no la
recibimos como limosna, sino con cierto derecho a ella.
b) Nuestros méritos no menoscaban los de Cristo, pues de ellos
reciben toda su eficacia. Además, es indispensable que unamos
nuestra satisfacción a la de Cristo, esto es, que expiemos nuestros
pecados para poder salvarnos. Y así nos dice: «Si no hacéis pe-
nitencia, todos por igual pereceréis» (Lc 13, 5).
En este sentido ha de entenderse la frase de San Pablo:
«Completo en mi carne lo que falta por padecer a Cristo» (Col 1, 24).
Esto es, mortifico mi carne para que puedan aplicárseme los méritos
y satisfacción que Cristo me alcanzó con sus padecimientos y su
muerte.

3. La redención nos liberó del poder del demonio


El pecado nos constituyó deudores a la justicia divina; y Dios
permitió que, en castigo, el demonio tuviera poder sobre el hombre.
Este poder llegó a ser tan grande, que los Padres de la Iglesia, lo
comparan a un cautiverio o esclavitud.
Pues bien, Cristo con la Redención pagó la deuda debida a la
justicia divina; y en consecuencia cesamos de vernos sometidos al
demonio. Es de advertir que la deuda de justicia que el hombre tenía
contraída no era con el demonio, sino con Dios. El demonio, por tan-
to, no tenía ningún derecho de justicia sobre nosotros.

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En consecuencia, el poder de liberarnos o de mantenernos


cautivos no correspondía al demonio, sino a Dios; así como el poder
de dar libertad a un prisionero no corresponde al simple carcelero,
sino a aquel por cuya orden estaba preso. -

6.5.4 Universalidad de la redención y nuestra cooperación


Es de fe que Cristo murió por todos los hombres, esto es, que
se entregó en rescate para que todos se salven. Aunque de hecho
muchos no lo consigan, por no emplear los medios de salvación
necesarios.
Calvino enseñó que Cristo no murió por todos los hombres,
sino sólo por los elegidos. Lo mismo enseñan los jansenistas, quienes
para denotar esta idea no representan a Cristo crucificado con los
brazos abiertos, sino casi cercados. Esta enseñanza está en
contradicción con la Sagrada Escritura. San Juan nos dice: «Cristo es
propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino
por los del mundo entero» (1 Jn 2, 2). Y San Pablo: «Cristo se dio a sí
mismo en rescate por todos» (1 Tim 2, 6).
Cuando la Escritura dice que «Cristo murió por muchos», de
acuerdo con el género de la lengua hebrea y los textos ya citados,
muchos debe entenderse en el sentido de multitud: Cristo murió por
la multitud, esto es, por todos.
Aunque Cristo murió por todos los hombres, no podemos sal-
varnos sin la cooperación de nuestra parte. Es el mismo Cristo quien
nos enseña: «Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los
mandamientos» (Mi 19, 17). Y San Agustín dice: «El que te creó sin
ti, no te salvará sin ti". Esto es, sin tu cooperación. «Este hombre es
el camino de la iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen
de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia, por
que el hombre -todo hombre sin excepción alguna- ha sido redimido
por Cristo, porque con el hombre -cada hombre sin excepción
alguna- se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese
hombre no es consciente de ello. Cristo, muerto y resucitado por

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todos, da siempre al hombre -a todo hombre y a todos los hombres-


su luz y su fuerza para que puedan responder a su máxima vocación»
(Juan Pablo II, Enc. Redemptor Hominis, n. 14) (cfr Puebla n. 1310).
Los protestantes, en especial Lutero y Calvino, niegan la nece-
sidad de cooperar con la gracia, enseñando que sólo la fe justifica;
esto es, que ella nos aplica los méritos de Cristo, sin necesidad de
cooperación de nuestra parte. Este es un gravísimo error, que está
en evidente contradicción con la enseñanza de la Sagrada Escritura.
«La fe sin obras es muerta», declara Santiago (2, 20). Y San Pablo:
«No son justos los que oyen la ley, sino aquéllos que la cumplen»
(Rom 2, 13). Y el mismo Cristo declara que en el juicio final recibirán
la recompensa del cielo los que hayan practicado las obras de miseri-
cordia para con su prójimo (cfr Mt 25, 34).

6.6 Cristo concebido por obra y gracia del Espíritu Santo


La Concepción de Nuestro Señor Jesucristo en el seno de la
Virgen María se hizo de modo sobrenatural y milagroso. «Y por obra
del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María», rezamos en el
Credo.
Veamos en alguna forma cómo se realizó este altísimo misterio:
a) El cuerpo de Cristo fue formado por el Espíritu Santo en las
entrañas de la Virgen María, en el mismo cuerpo de la Santísi-
ma Virgen.
b) El alma de Nuestro Señor Jesucristo fue creada directa-
mente por Dios y unida al cuerpo.
c) A este cuerpo y a esta alma se unió el Verbo Divino, en una
sola persona: Jesucristo.
San Lucas nos refiere en el primer capítulo de su Evangelio
como se verificó este augusto misterio. El Arcángel Gabriel se
presentó en Nazaret a la Virgen Santísima, y tuvo lugar entre los dos
este diálogo sublime.
-El Arcángel: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo;
bendita tú eres entre todas las mujeres». Al oír tales palabras la

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Virgen se turbó, y se puso a considerar qué significaría tal


salutación. Mas el Arcángel le dijo: «No temas, María, porque has
hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás y darás a luz
un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será
llamado Hijo del Altísimo».
-María: «¿Cómo puede ser esto, pues yo no conozco varón?».
-El Arcángel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del
Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa El Santo que de ti
nacerá será llamado Hijo de Dios».
-María: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra».

El Arcángel se retiró, y en las entrañas de María se obró el


misterio inefable de la Encarnación del Verbo. Es importante
detenerse a considerar este misterio. Y, entre otras razones, caer en
la cuenta de que todo sucedió en un único instante de tiempo: la
formación del cuerpo, la creación e infusión del alma y la asunción
de la naturaleza humana por parte de la persona divina. Si la
Encarnación se hubiera dado en momentos sucesivos, -primero la
unión cuerpo-alma, Y luego la unión de naturalezas - Cristo habría
tenido persona humana, y la Santísima Virgen no sería Madre de
Dios, sólo Madre del hombre. Y la Redención del género humano no
hubiera tenido lugar, pues las acciones -de Cristo serían acciones del
hombre, y por tanto, sin valor infinito.

6.7 Jesucristo nació de santa María Virgen. María Madre de


Dios

6.7.1. Nació de María Virgen


Lo que la fe católica cree acerca de María se funda en lo que
cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su
vez la fe en Cristo.

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La predestinación de María
"Dios envió a su Hijo" (Ga 4, 4), pero para "formarle un cuerpo"
(cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso
desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a
una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a "una
virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David;
el nombre de la virgen era María" (Lc 1, 26-27): «El Padre de las
misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba
predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que,
así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer
contribuyera a la vida» (LG56; cf. 61).
A lo largo de toda la Antigua Alianza, la misión de María fue
preparada por la misión de algunas santas mujeres. Al principio de
todo está Eva: a pesar de su desobediencia, recibe la promesa de una
descendencia que será vencedora del Maligno (cf. Gn 3, 15) y la de
ser la madre de todos los vivientes (cf. Gn 3, 20). En virtud de esta
promesa, Sara concibe un hijo a pesar de su edad avanzada
(cf. Gn 18, 10-14; 21,1-2). Contra toda expectativa humana, Dios
escoge lo que era tenido por impotente y débil (cf. 1 Co 1, 27) para
mostrar la fidelidad a su promesa: Ana, la madre de Samuel (cf. 1
S 1), Débora, Rut, Judit, y Ester, y muchas otras mujeres. María
"sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan de
él con confianza la salvación y la acogen. Finalmente, con ella,
excelsa Hija de Sión, después de la larga espera de la promesa, se
cumple el plazo y se inaugura el nuevo plan de salvación" (LG55).

La Inmaculada Concepción
Para ser la Madre del Salvador, María fue "dotada por Dios con
dones a la medida de una misión tan importante" (LG 56). El ángel
Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como "llena de
gracia" (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de
su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese
totalmente conducida por la gracia de Dios.

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A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que


María "llena de gracia" por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde
su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada
Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: «... la
bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la
mancha de pecado original en el primer instante de su concepción
por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a
los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (Pío IX,
Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803).
Esta "resplandeciente santidad del todo singular" de la que ella
fue "enriquecida desde el primer instante de su concepción" (LG 56),
le viene toda entera de Cristo: ella es "redimida de la manera más
sublime en atención a los méritos de su Hijo" (LG 53). El Padre la ha
"bendecido [...] con toda clase de bendiciones espirituales, en los
cielos, en Cristo" (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él
la ha "elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e
inmaculada en su presencia, en el amor" (cf. Ef 1, 4).
Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios
"la Toda Santa" (Panaghia), la celebran "como inmune de toda
mancha de pecado y como plasmada y hecha una nueva criatura por
el Espíritu Santo" (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha
permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su
vida.

"Hágase en mí según tu palabra ..."


Al anuncio de que ella dará a luz al "Hijo del Altísimo" sin
conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 28-37),
María respondió por "la obediencia de la fe" (Rm 1, 5), segura de que
"nada hay imposible para Dios": "He aquí la esclava del Señor:
hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 37-38). Así, dando su
consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de
Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación,
sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por

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entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su


dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la
Redención (cf. LG 56): «Ella, en efecto, como dice san Ireneo, "por su
obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género
humano". Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación,
coincidieron con él en afirmar "el nudo de la desobediencia de Eva lo
desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta
de fe lo desató la Virgen María por su fe". Comparándola con Eva,
llaman a María "Madre de los vivientes" y afirman con mayor
frecuencia: "la muerte vino por Eva, la vida por María"». (LG. 56;
cf. Adversus haereses, 3, 22,

La virginidad de María
Desde las primeras formulaciones de la fe (cf. DS 10-64), la
Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen
María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando
también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue
concebido absque semine ex Spiritu Sancto (Concilio de Letrán, año
649; DS, 503), esto es, sin semilla de varón, por obra del Espíritu
Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es
verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad
como la nuestra: Así, san Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo
II): «Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es
verdaderamente de la raza de David según la carne (cf. Rm 1, 3),
Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (cf. Jn 1, 13),
nacido verdaderamente de una virgen [...] Fue verdaderamente
clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato [...] padeció
verdaderamente, como también resucitó verdaderamente» (Epistula
ad Smyrnaeos, 1-2).
Los relatos evangélicos (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38) presentan
la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda
comprensión y toda posibilidad humanas (cf. Lc 1, 34): "Lo concebido
en ella viene del Espíritu Santo", dice el ángel a José a propósito de

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María, su desposada (Mt 1, 20). La Iglesia ve en ello el cumplimiento


de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: "He aquí que la
virgen concebirá y dará a luz un hijo" (Is 7, 14) según la versión
griega de Mt 1, 23.
A veces ha desconcertado el silencio del Evangelio de san
Marcos y de las cartas del Nuevo Testamento sobre la concepción
virginal de María. También se ha podido plantear si no se trataría en
este caso de leyendas o de construcciones teológicas sin
pretensiones históricas. A lo cual hay que responder: la fe en la
concepción virginal de Jesús ha encontrado viva oposición, burlas o
incomprensión por parte de los no creyentes, judíos y paganos (cf.
san Justino, Dialogus cum Tryphone Judaeo, 99, 7; Orígenes, Contra
Celsum, 1, 32, 69; y otros); no ha tenido su origen en la mitología
pagana ni en una adaptación de las ideas de su tiempo. El sentido de
este misterio no es accesible más que a la fe que lo ve en ese "nexo
que reúne entre sí los misterios" (Concilio Vaticano I: DS, 3016),
dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación
hasta su Pascua. San Ignacio de Antioquía da ya testimonio de este
vínculo: "El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y
su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que
se realizaron en el silencio de Dios" (San Ignacio de
Antioquía, Epistula ad Ephesios, 19, 1; cf. 1 Co 2, 8).

María, la "siempre Virgen"


La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado
a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María (cf.
Concilio de Constantinopla II: DS, 427) incluso en el parto del Hijo
de Dios hecho hombre (cf. San León Magno, c. Lectis dilectionis
tuae: DS, 291; ibíd., 294; Pelagio I, c. Humani generis: ibíd. 442;
Concilio de Letrán, año 649: ibíd., 503; Concilio de Toledo XVI: ibíd.,
571; Pío IV, con. Cum quorumdam hominum: ibíd., 1880). En efecto,
el nacimiento de Cristo "lejos de disminuir consagró la integridad

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virginal" de su madre (LG 57). La liturgia de la Iglesia celebra a


María como la Aeiparthénon, la "siempre-virgen" (cf. LG 52).
A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos
hermanos y hermanas de Jesús (cf. Mc 3, 31-55; 6, 3; 1 Co 9, 5; Ga 1,
19). La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos
a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José
"hermanos de Jesús" (Mt 13, 55) son los hijos de una María discípula
de Cristo (cf. Mt 27, 56) que se designa de manera significativa como
"la otra María" (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús,
según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf. Gn 13, 8;
14, 16;29, 15; etc.).
Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual
de María se extiende (cf. Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los
hombres a los cuales Él vino a salvar: "Dio a luz al Hijo, al que Dios
constituyó el Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29), es
decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con
amor de madre" (LG 63).

La maternidad virginal de María en el designio de Dios


La mirada de la fe, unida al conjunto de la Revelación, puede
descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio
salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones se
refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a
la aceptación por María de esta misión para con los hombres.
La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios
en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios
(cf. Lc 2, 48-49). "La naturaleza humana que asumió no le ha alejado
jamás de su Padre [...]; Uno y el mismo es el Hijo de Dios y del
hombre, por naturaleza Hijo del Padre según la divinidad; por
naturaleza Hijo de la Madre según la humanidad, pero propiamente
Hijo del Padre en sus dos naturalezas" (Concilio del Friul, año 796:
DS, 619).

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Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de


la Virgen María porque él es el Nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45) que
inaugura la nueva creación: "El primer hombre, salido de la tierra, es
terreno; el segundo viene del cielo" (1 Co 15, 47). La humanidad de
Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque
Dios "le da el Espíritu sin medida" (Jn 3, 34). De "su plenitud",
cabeza de la humanidad redimida (cf Col 1, 18), "hemos recibido
todos gracia por gracia" (Jn 1, 16).
Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el
nuevo nacimiento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la
fe "¿Cómo será eso?" (Lc 1, 34;cf. Jn 3, 9). La participación en la vida
divina no nace "de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de
hombre, sino de Dios" (Jn 1, 13). La acogida de esta vida es virginal
porque toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido
esponsal de la vocación humana con relación a Dios (cf. 2 Co 11, 2)
se lleva a cabo perfectamente en la maternidad virginal de María.
María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe no
adulterada por duda alguna (cf. LG 63) y de su entrega total a la
voluntad de Dios (cf. 1 Co 7, 34-35). Su fe es la que le hace llegar a
ser la madre del Salvador: "Más bienaventurada es María al recibir
a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo" (San
Agustín, De sancta virginitate, 3: PL 40, 398)).
María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la
más perfecta realización de la Iglesia (cf. LG 63): "La Iglesia [...] se
convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que,
por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e
inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de
Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad
prometida al Esposo" (LG 64).

6.7.2. María Madre de Dios


María Santísima puede llamarse con propiedad Madre de Dios,
por que es madre de Jesucristo, que es verdadero Dios.

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Una madre no engendra el alma sino sólo el cuerpo de su hijo;


y sin embargo, por la unión substancial entre el cuerpo y el alma, es
llamada madre de él. Así, aunque María no formó sino el cuerpo de
Cristo, por la unión substancial de este cuerpo con la Segunda
Persona divina, es llamada con propiedad Madre de Dios.
Llamada en los Evangelios "la Madre de Jesús"(Jn 2, 1; 19, 25;
cf. Mt 13, 55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu
como "la madre de mi Señor" desde antes del nacimiento de su hijo
(cf Lc 1, 43). El Concilio de Éfeso (a. 431) condenó la herejía de
Nestorio, quien enseñaba que María Santísima no se podía llamar
Madre de Dios (cfr Dz 113): «María -dice el Papa Juan Pablo II
citando el Conc. de Éfeso- es la Madre de Dios (theotókos); ya que
por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al
mundo Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre (Enc.
Rédemptor hominis, n. 4; ver también Conc. Vat.II. const. Lumen
gentium. n. 53)

6.8 Misterios de la infancia de Jesucristo


Respecto a la vida de Cristo, el Símbolo de la Fe no habla más
que de los misterios de la Encarnación (concepción y nacimiento) y
de la Pascua (pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los
infiernos, resurrección, ascensión).
No dice nada explícitamente de los misterios de la vida oculta y
pública de Jesús, pero los artículos de la fe referente a la
Encarnación y a la Pascua de Jesús iluminan toda la vida terrena de
Cristo. "Todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio hasta el
día en que ... fue llevado al cielo" (Hch 1, 1-2) hay que verlo a la luz
de los misterios de Navidad y de Pascua.

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6.8.1 Toda la vida de Cristo es misterio

Muchas de las cosas respecto a Jesús que interesan a la


curiosidad humana no figuran en el Evangelio. Casi nada se dice
sobre su vida en Nazaret, e incluso una gran parte de la vida pública
no se narra (cf. Jn 20, 30). Lo que se ha escrito en los Evangelios lo
ha sido "para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para
que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 31).
Los Evangelios fueron escritos por hombres que pertenecieron
al grupo de los primeros que tuvieron fe (cf. Mc 1, 1; Jn 21, 24) y
quisieron compartirla con otros. Habiendo conocido por la fe quién
es Jesús, pudieron ver y hacer ver los rasgos de su Misterio durante
toda su vida terrena. Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7)
hasta el vinagre de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su
resurrección (cf. Jn 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo de su
Misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha
revelado que "en él reside toda la plenitud de la Divinidad
corporalmente" (Col 2, 9).

Los rasgos comunes en los Misterios de Jesús


Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y
sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de
hablar. Jesús puede decir: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9),
y el Padre: "Este es mi Hijo amado; escuchadle" (Lc 9, 35). Nuestro
Señor, al haberse hecho para cumplir la voluntad del Padre (cf. Hb
10,5-7), nos "manifestó el amor que nos tiene" (1 Jn 4,9) con los
menores rasgos de sus misterios.
Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención
nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1, 13-14;
1 P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de
Cristo: ya en su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece
con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9); en su vida oculta donde repara
nuestra insumisión mediante su sometimiento (cf. Lc 2, 51); en su

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palabra que purifica a sus oyentes (cf. Jn 15,3); en sus curaciones y


en sus exorcismos, por las cuales "él tomó nuestras flaquezas y cargó
con nuestras enfermedades" (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4); en su
Resurrección, por medio de la cual nos justifica (cf. Rm 4, 25).
Toda la vida de Cristo es Misterio de Recapitulación. Todo lo
que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al
hombre caído en su vocación primera:
Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la
larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia
la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es
decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo
Jesús (S. Ireneo, haer. 3, 18, 1). Por lo demás, esta es la razón por la
cual Cristo ha vivido todas las edades de la vida humana,
devolviendo así a todos los hombres la comunión con Dios (ibid.
3,18,7; cf. 2, 22, 4).
El Misterio de Navidad
Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre
(cf. Lc 2, 6-7); unos sencillos pastores son los primeros testigos del
acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (cf.
Lc 2, 8-20).
"Hacerse niño" con relación a Dios es la condición para entrar
en el Reino (cf. Mt 18, 3-4); para eso es necesario abajarse (cf. Mt
23, 12), hacerse pequeño; más todavía: es necesario "nacer de lo
alto" (Jn 3,7), "nacer de Dios" (Jn 1, 13) para "hacerse hijos de Dios"
(Jn 1, 12). El Misterio de Navidad se realiza en nosotros cuando
Cristo "toma forma" en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el Misterio de
este "admirable intercambio": El Creador del género humano,
tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin
concurso de varón nos da parte en su divinidad.

6.8.2 Los Misterios de la Infancia de Jesús


La Circuncisión de Jesús, al octavo día de su nacimiento (cf. Lc
2, 21) es señal de su inserción en la descendencia de Abraham, en el

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pueblo de la Alianza, de su sometimiento a la Ley (cf. Ga 4, 4) y de su


consagración al culto de Israel en el que participará durante toda su
vida. Este signo prefigura "la circuncisión en Cristo" que es el
Bautismo (Col 2, 11-13).
La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel,
Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el
Jordán y las bodas de Caná (cf. LH Antífona del Magnificat de las
segundas vísperas de Epifanía), la Epifanía celebra la adoración de
Jesús por unos "magos" venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos
"magos", representantes de religiones paganas de pueblos vecinos,
el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la
Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los
magos a Jerusalén para "rendir homenaje al rey de los Judíos" (Mt 2,
2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de
David (cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones
(cf. Nm 24, 17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden
descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo
sino volviéndose hacia los judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su
promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo
Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que "la multitud de
los gentiles entra en la familia de los patriarcas"(S. León Magno,
serm.23) y adquiere la "israelitica dignitas" (MR, Vigilia pascual 26:
oración después de la tercera lectura).
La Presentación de Jesús en el Templo (cf.Lc 2, 22-39) lo
muestra como el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-
13). Con Simeón y Ana toda la expectación de Israel es la que viene
al Encuentro de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este
acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado,
"luz de las naciones" y "gloria de Israel", pero también "signo de
contradicción". La espada de dolor predicha a María anuncia otra
oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que
Dios ha preparado "ante todos los pueblos".

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La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-


18) manifiestan la oposición de las tinieblas a la luz: "Vino a su Casa,
y los suyos no lo recibieron"(Jn 1, 11). Toda la vida de Cristo estará
bajo el signo de la persecución. Los suyos la comparten con él (cf. Jn
15, 20). Su vuelta de Egipto (cf. Mt 2, 15) recuerda el Éxodo (cf. Os
11, 1) y presenta a Jesús como el liberador definitivo.

6.8.3 Los misterios de la vida oculta de Jesús


Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la
condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana
sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía
sometida a la ley de Dios (cf. Ga 4, 4), vida en la comunidad. De todo
este período se nos dice que Jesús estaba "sometido" a sus padres y
que "progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los
hombres" (Lc 2, 51-52).
Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple
con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su
obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús
a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo:
"No se haga mi voluntad ..."(Lc 22, 42). La obediencia de Cristo en lo
cotidiano de la vida oculta inaugurada ya la obra de restauración de
lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf. Rm 5, 19).
La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión
con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana:
Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de
Jesús: la escuela del Evangelio ...Una lección de silencio, ante todo.
Que nazca en nosotros la estima del silencio, esta condición del
espíritu admirable e inestimable ... Una lección de vida familiar. Que
Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su
austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable ... Una
lección de trabajo. Nazaret, oh casa del "Hijo del Carpintero", aquí es
donde querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora
del trabajo humano ...; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos

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los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su


hermano divino (Pablo VI, discurso 5 enero 1964 en Nazaret).
El hallazgo de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 41-52) es el único
suceso que rompe el silencio de los Evangelios sobre los años ocultos
de Jesús. Jesús deja entrever en ello el misterio de su consagración
total a una misión derivada de su filiación divina: "¿No sabíais que
me debo a los asuntos de mi Padre?" María y José "no
comprendieron" esta palabra, pero la acogieron en la fe, y María
"conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón", a lo
largo de todos los años en que Jesús permaneció oculto en el silencio
de una vida ordinaria.

6.9 Misterios de la vida pública de Jesús

El Bautismo de Jesús
El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su
bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba "un
bautismo de conversión para el perdón de los pecados" (Lc 3, 3). Una
multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14),
fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a
hacerse bautizar por él. "Entonces aparece Jesús". El Bautista duda.
Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en
forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que
él es "mi Hijo amado" (Mt 3, 13-17). Es la manifestación ("Epifanía")
de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios.
El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la
inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre
los pecadores (cf. Is 53, 12); es ya "el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo" (Jn 1, 29); anticipa ya el "bautismo" de su muerte
sangrienta (cf Mc 10, 38; Lc 12, 50). Viene ya a "cumplir toda
justicia" (Mt 3, 15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de
su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de
nuestros pecados (cf. Mt 26, 39). A esta aceptación responde la voz
del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo (cf. Lc 3, 22; Is

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42, 1). El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción


viene a "posarse" sobre él (Jn 1, 32-33; cf. Is 11, 2). De él manará
este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, "se abrieron
los cielos" (Mt 3, 16) que el pecado de Adán había cerrado; y las
aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu
como preludio de la nueva creación.
Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a
Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe
entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de
arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con él,
renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo
amado del Padre y "vivir una vida nueva" (Rm 6, 4)

Las Tentaciones de Jesús


Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el
desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan:
"Impulsado por el Espíritu" al desierto, Jesús permanece allí sin
comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le
servían (cf. Mc 1, 12-13). Al final de este tiempo, Satanás le tienta
tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios.
Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán
en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de él
"hasta el tiempo determinado" (Lc 4, 13).
Los evangelistas indican el sentido salvífico de este
acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció
fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió
perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que
anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el
desierto (cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de Dios
totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor
del diablo; él ha "atado al hombre fuerte" para despojarle de lo que
se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto

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sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema


obediencia de su amor filial al Padre.
La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser
Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a
la que los hombres (cf Mt 16, 21-23) le quieren atribuir. Es por eso
por lo que Cristo venció al Tentador a favor nuestro: "Pues no
tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto
en el pecado" (Hb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante
los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.

El anuncio del Reino de Dios


Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino.
Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este
reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las
naciones (cf. Mt 8, 11; 28, 19).
Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús: La
palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los
que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han
acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece
hasta el tiempo de la siega (LG 5).
El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los
que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para
"anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. 7, 22). Los
declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos"
(Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado
revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11,
25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los
pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (cf. Jn
4,6-7; 19,28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con
los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la
condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).

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Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he


venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1 Tim 1, 15).
Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino,
pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites
de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el
cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 7). La prueba
suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida "para
remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas,
rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas
invita al banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también
una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo
(cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt
21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge
la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-
9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la
presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón
de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse
discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los
cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la
enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).

Los signos del Reino de Dios


Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros,
prodigios y signos" (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está
presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf,
Lc 7, 18-23).
Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le
ha enviado (cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (cf. Jn 10,
38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (cf. Mc 5,
25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél
que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de
Dios (cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de

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escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los


deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es
rechazado por algunos (cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar
movido por los demonios (cf. Mc 3, 22).
Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre
(cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la
muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no
obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. LC 12,
13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más
grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su
vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres
humanas.
La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás
(cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los
demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28).
Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los
demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre
"el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será
definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus"
("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis").

Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración.


A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el
Hijo de Dios vivo, el Maestro "comenzó a mostrar a sus discípulos
que él debía ir a Jerusalén, y sufrir ... y ser condenado a muerte y
resucitar al tercer día" (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio (cf.
Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc
9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la
Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.: 2 P 1, 16-18), sobre una
montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan.
El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz,
Moisés y Elías aparecieron y le "hablaban de su partida, que estaba
para cumplirse en Jerusalén" (Lc 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó

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una voz desde el cielo que decía: "Este es mi Hijo, mi elegido;


escuchadle" (Lc 9, 35).
Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando
así la confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su
gloria" (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén.
Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y
los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24,
27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el
Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la
presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas apparuit: Pater in voce;
Filius in homine, Spiritus in nube clara"
En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la
Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús "fue
manifestado el misterio de la primera regeneración": nuestro
bautismo; la Transfiguración "es él sacramento de la segunda
regeneración": nuestra propia resurrección (Santo Tomás, s.th. 3, 45,
4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del
Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo
de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la
gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable
cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero
ella nos recuerda también que "es necesario que pasemos por
muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22):
La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó
siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6, 15), pero
elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en
la ciudad de "David, su Padre" (Lc 1,32; cf. Mt 21, 1-11). Es
aclamado como hijo de David, el que trae la salvación ("Hosanna"
quiere decir "¡sálvanos!", "Danos la salvación!"). Pues bien, el "Rey
de la Gloria" (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad "montado en un asno"
(Za 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la
astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de

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la Verdad (cf. Jn 18, 37). Por eso los súbditos de su Reino, aquel día
fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; Sal 8, 3) y los "pobres de Dios",
que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf.
Lc 19, 38; 2, 14). Su aclamación "Bendito el que viene en el nombre
del Señor" (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el
"Sanctus" de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la
Pascua del Señor.
La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino
que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y
de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la
liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.

6.10 Pasión, muerte y sepultura de Jesucristo


6.10.1 La pasión del Salvador
Está referida en Mt, 26; Mc 14; Lc 22 y Jn 18. La pasión tuvo
lugar en Jerusalén, capital de Judea. En aquel entonces, provincia del
Imperio romano, gobernada por Poncio Pilato.
Empezó por la oración del Huerto. Allí, a la vista de los innu-
merables pecados de los hombres, de los pavorosos tormentos que lo
esperaban, y de la inutilidad de sus sufrimientos para muchos, sufrió
Cristo congoja y aflicción tan acerba, que le sobrevino un sudor de
sangre, y cayó en agonía como un hombre que va a morir.
Luego Judas, traicionándolo, con un beso, lo entregó a sus
enemigos. Estos se apoderaron de Él y lo llevaron atado como un
criminal a casa del gran Sacerdote Caifás.
 Cristo compareció a cuatro tribunales: dos religiosos,
presididos por Anás y Caifás, donde estaban reunidos los
príncipes de los sacerdotes y los escribas (doctores de Israel);
y dos civiles: el de Pilato, gobernador de Judea, y el de
Herodes, gobernador de Galilea, a quien lo remitió Pilato, al
saber que Cristo era galileo.
 Cristo sufrió toda suerte de oprobios y sufrimientos; fue
abofeteado, escupido, tratado como rey de burlas, y paseado

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por las calles como loco. Por orden de Pilato fue azotado y
coronado de espinas. Luego Pilato lo condenó a morir, no por
creerlo culpable, sino por miedo al pueblo judío que le gritaba:
«Si perdonas a éste, no eres amigo de César» (Jn 19, 21).

a) Suplicio de la Cruz
La Crucifixión del Señor se verificó en el Calvario. Cristo llevó
sobre sus hombros la pesada cruz y varias veces cayó en el camino
por su mucha extenuación. Al llegar al Calvario lo desnudaron de sus
vestiduras, y tendiéndole sobre la cruz, clavaron sus manos y sus
pies con gruesos clavos y lo elevaron en alto.
Tanto entre los romanos como entre los judíos, la cruz era el
suplicio más cruel e ignominioso reservado a los criminales vulgares.
Cristo quiso padecerlo, para someterse a la mayor afrenta y
humillación.
Pero desde que murió Cristo en ella, la Cruz se tornó en objeto
de amor, de gloria y de bendición. De amor, porque es el motivo que
llevó al Señor a la muerte; de gloria, porque gracias a ella
alcanzados la gloria del cielo; de bendición, porque es fuente de
innumerables gracias para el cristiano. «La cruz sobre el Calvario,
por medio de la cual Jesucristo (...), deja este mundo, es al mismo
tiempo una gran manifestación de la eterna paternidad de Dios, el
cual se acerca de nuevo en él a la humanidad, a todo hombre,
dándole al tres veces santo Espíritu de Verdad» (Juan Pablo 11, Enc.
Redemptor hominis, n. 9).

b) Sufrimientos de Cristo
Jesucristo padeció múltiples e intensos sufrimientos
b.1. Todo su cuerpo fue cruelmente herido
La cabeza, con la corona de espinas, las manos y los píes
traspasados con clavos; la cara, por las bofetadas y escupitajos; todo
el cuerpo por la flagelación. Sufrió en el sentido del gusto por la hiel
y el vinagre que le dieron; el olfato, pues el Gólgota era un lugar de

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calaveras; el oído, por las blasfemias y las burlas; la vista, al ver a su


madre y al discípulo amado, llorando.
Los sufrimientos físicos de su pasión fueron sumamente intensos y
crueles:
-La flagelación; que ordinariamente se realizaba con varas
espinosas y garfios de hierro, era dolorosísima; la piel se entumecía
al principio, después se desgarraba y por último los azotes caían
sobre la carne viva y despedazada;
-La coronación de espinas; eran fuertes y agudas, que
penetraron hondamente en su santa cabeza;
-El nuevo desgarramiento de su carne que suponía quitar los
vestidos para la crucifixión; cono estaban adheridos a la carne, al
separarlos se abrían cruelmente todas las llagas; así permaneció a la
intemperie de los elementos durante las tres horas de crucifixión;
-El enclavamiento en la cruz; fue suplicio de inconcebible
dolor: los clavos al penetrar sus manos y sus pies desgarraron sus
nervios y tendones y se pararon sus huesos;
-La crucifixión: permaneció varias horas en cruz, posición de
suyo muy dolorosa; soportó todo el peso de su cuerpo en sus manos y
pies taladrados, sin poderse mover, ni valer en ninguna forma, pues
tenía impedidas de movimiento hasta sus manos;
-La sed: causada por todo el desgaste físico y por sus muchas
heridas y pérdida de sangre. Para el que tiene heridas el mayor de
los tormentos es el de la sed; también lo fue para Cristo.

b.2. Padeció de todo aquello en lo que el hombre puede


sufrir
Además de los acervos dolores físicos, sufrió traición de un
discípulo, el abandono de los amigos, la negación de Pedro; padeció
por las blasfemias pronunciadas en su contra; en su honor y gloria
por las burlas y vilipendios en el proceso y en la misma muerte; en
las cosas que poseía, fue de ellas desojado; y, por último, en los
dolores de su espíritu: la tristeza, el tedio y el temor.

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b.3. Padeció de todo tipo de hombres


De gentiles y judíos, de hombres y mujeres, de poderosos y
plebeyos, de conocidos y desconocidos.

b.4. Cristo sufrió los mayores de los dolores


Santo Tomás de Aquino, apoyándose en el texto de Isaías que
dice «Mirad y ved si hay dolor como mi dolor» (Isaías 1, 12) explica
por qué el dolor físico y moral de Cristo ha sido el mayor de todos los
dolores.
1) Por las causas de los dolores: el dolor corporal fue
acerbísimo, tanto por la generalidad de sus sufrimientos (según
dijimos arriba), como por la muerte en la cruz.
El dolor interno fue intensísimo, pues lo causaban todos los
pecados de los hombres, el abandono de sus discípulos, la ruina de
los que causaban su muerte y, por último, la pérdida de la vida
corporal, que naturalmente es horrible para la vida humana natural.
2) Por causa de la sensibilidad del paciente: el cuerpo de Cristo
era perfecto, óptimamente sensible, como conviene al cuerpo
formado por obra del Espíritu Santo. De ahí que, al tener finísimo
sentido del tacto, era mayor el dolor. Lo mismo puede decirse de su
alma: al ser perfecta, aprehendía eficacísimamente todas las causas
de la tristeza.
3) Por la pureza misma del dolor: porque otros que sufren
pueden mitigar la tristeza interior y también el dolor exterior, con
alguna consideración de la mente; Cristo en cambio no quiso hacerlo.
4) Porque el dolor asumido era voluntario.
Y así, por desear liberar de todos los pecados, quiso tomar
tanta cantidad de dolor cuanto era proporcionado al fruto que de ahí
se había de seguir.
Y de estas cuatro razones, concluye el Santo, se sigue que el
dolor de Cristo ha sido el mayor de cuantos dolores ha habido (cfr S.
Th III; q. 46, a.6).

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La meditación de los padecimientos de Cristo es en extremo


útil para el cristiano. En ella se formaron los santos, y tiene la ven
taja de ser un libro en que todos, aun los más ignorantes, pueden
leer. Allí, viendo cuánto nos amó Cristo, nos es fácil encendernos en
su amor: «¿Quién no amará al que nos amó de tal manera?» (cfr
Adeste fideles).
Los santos -me dices- estallaban en lágrimas de dolor al pensar
en la pasión de Nuestro Señor. Yo, en cambio... Quizá es que tú y yo
presenciamos las escenas, pero no las «vivimos» (Josemaría Escrivá
de Balaguer, Vía Crucis, VIII, I).

6.10.2 La muerte de Cristo


Cristo en la Cruz permaneció aproximadamente tres horas,
desde el mediodía hasta las tres de la tarde, al cabo de las cuales
entregó su espíritu al Padre. Estando en la cruz, Jesús pronunció
siete palabras.
 La 1°, fue en favor de sus verdugos y de los pecadores: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
 La 2°, una palabra de salvación para el buen ladrón. Éste,
arrepentido, le dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en
tu reino» (Lc 23, 43) y el Señor le contestó: «En verdad te digo
que hoy estarás conmigo en el paraíso».
 La 3°, para dejarnos a María como nuestra Madre. «Mujer»,
dijo Jesús a María, señalándole a Juan, y en la persona de Juan
a todos nosotros: «Ahí tienes a tu hijo»; y luego a San Juan:
«Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27).
 La 4° fue un hondo clamor hacia su Padre: «Dios mío, Dios mío
¿por qué me has desamparado?» (Mt 27, 46).
 La 5°, una manifestación de la sed que lo devoraba: «Tengo
sed (Jn 19, 28).
 La 6°, el anuncio de que la redención estaba consumada:
«Todo está consumado» (Jn 19, 30).

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 La 7°, para encomendar su espíritu al Padre: «Padre mío, en


tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Estas últimas
palabras las dijo con un gran esfuerzo de su voz, y luego
inclinando la cabeza, expiró.

Varios prodigios se verificaron a la muerte de Jesús: el velo del


templo se rasgó; el sol se eclipsó; tembló la tierra; hendiéronse las
rocas; se abrieron varias tumbas y muchos muertos resucitaron y
fueron vistos en Jerusalén. Todas estas manifestaciones de la na-
turaleza eran otras tantas pruebas de la divinidad de Cristo. Así lo
comprendió el Centurión, quien bajó dándose golpes de pecho, y di-
ciendo: «¡Verdaderamente Este era el Hijo de Dios!» (Mc 15, 29).
La palabra INRI, que se coloca sobre el crucifijo está formada por
las iniciales de las cuatro voces Jesús Nazareno, Rey de los Judíos (en
latín, Jesús Nazarenus Rex Iudeoruni).

"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"


Este designio divino de salvación a través de la muerte del
"Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes
en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de
rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado
(cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de
fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3) que "Cristo ha muerto por
nuestros pecados según las Escrituras" (ibíd.: cf. también Hch 3, 18;
7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en
particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-
35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la
luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección
dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús
(cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).

"Dios le hizo pecado por nosotros"

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En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica


en el designio divino de salvación: "Habéis sido rescatados de la
conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco,
oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha
y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y
manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros" (1 P 1, 18-
20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original,
están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al
enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de
una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado
(cf. Rm 8, 3), "a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5,
21).
Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese
pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre
al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a
Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro
nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario
con nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes
bien le entregó por todos nosotros" (Rm 8, 32) para que fuéramos
"reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5, 10).

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal


Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta
que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente
que precede a todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados"
(1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19). "La prueba de que Dios nos ama es que
Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros"
(Rm 5, 8).

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Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida


que este amor es sin excepción: "De la misma manera, no es
voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos
pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su vida en rescate por muchos"
(Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto
de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega
para salvarla (cf. Rm 5, 18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles
(cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que Cristo ha muerto por todos los
hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por
quien no haya padecido Cristo" (Concilio de Quiercy, año 853: DS,
624).

6.11.3 Sepultura de Jesús. Descenso a los infiernos


Dos de sus discípulos, José de Arimatea y Nicodemo, con
autorización de Pilato, bajaron el sagrado cuerpo, lo ungieron con
perfumes y lo ligaron con lienzos, a usanza de los judíos; y lo
depositaron en un sepulcro nuevo, tallado en la roca.
Cristo quiso ser sepultado para que estuviéramos más ciertos
de su muerte; y el hecho de su Resurrección fuera más patente y
manifiesto. En el sepulcro el cuerpo de Cristo no experimentó la más
mínima corrupción, cumpliéndose la profecía de David: «No permiti-
réis que tu Santo experimente corrupción» (Ps 15, 10).
Las palabras «bajó a los infiernos» que recitábamos en el
Credo significan que el alma de Cristo, separada de su cuerpo, bajó
al lugar donde los justos del Antiguo Testamento esperaban la Re-
dención.
La palabra «infiernos» significa los lugares inferiores. Estos
son tres:
a) El infierno propiamente dicho, o lugar de los condenados;
b) El purgatorio, donde se purifican las almas y;
c) El llamado seno de Abraham donde los justos del Antiguo
Testamento esperaban la Redención. A este lugar nos referimos
ahora. Estas almas se hallaban detenidas allí, porque el cielo estaba

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cerrado con el pecado; y nadie podía entrar en él antes de que Cristo


lo abriera con su muerte. Y aunque no experimentaban sufrimiento
alguno, era muy grande su deseo de ver a Dios.
Jesucristo descendió ahí para consolar estas almas justas, ha-
cerles saber que el misterio de la Redención se había realizado, y
que pronto irían con Él al cielo.

6.11 Resurrección, Ascensión y Segunda Venida de Cristo

6.11.1. La Resurrección de Cristo


El artículo del Credo: «Resucitó al tercer día», nos enseña que
Cristo por su propio poder juntó su alma con su cuerpo, para nunca
más morir. Es de advertir que en tanto que los demás muertos que
han resucitado, han sido resucitados por el poder de Cristo, éste
resucitó por su propia virtud. Advierte el Catecismo Romano la
conveniencia de que resucitara al tercer día; pues si hubiera
resucitado antes, su muerte no hubiera quedado comprobada, así
como tampoco su Resurrección, prueba de su divinidad.
Los guardias que custodiaban el sepulcro no lo vieron
resucitar. Pero surtieron el terremoto que acompañó a su
resurrección, y vieron que un ángel del Señor bajó del cielo, removió
la piedra del sepulcro y se sentó en ella. Su semblante deslumbraba
como el rayo, v sus vestiduras eran como la nieve. Los guardias
repuestos del espanto que sufrieron, refirieron lo ocurrido a los
príncipes de los sacerdotes.
María Magdalena y otras santas mujeres fueron el domingo
muy de mañana al sepulcro y lo encontraron vacío. Cristo se les
apareció, y les ordenó que anunciaran su resurrección a los
discípulos (cf r Mt 28, Mc 16, Lc 24, Jn 20, etcétera).
Después siguieron las diversas apariciones, ya a algunos
apóstoles en particular, ya a todos reunidos en el Cenáculo, y a todos
los discípulos. San Pablo da cuenta de que una vez se apareció a más
de 500 hermanos, a cuyo testimonio apela.

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6.11.1.a. Importancia de este milagro


El milagro de la resurrección es el más importante que obró
Jesucristo, la prueba más clara de su divinidad, y el principal
fundamento de nuestra fe. Así escribía San Pablo a los corintios: «Si
Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana vuestra fe» (1
Cor 15, 14).
Da mayor valor a este milagro la circunstancia de que Cristo
profetizó en diversas ocasiones su resurrección. Esto lo sabían no
sólo los Apóstoles, sino también los enemigos de Cristo, y así se apre-
suraron a pedirle a Pilato guardias para el sepulcro, no fuera que sus
discípulos lo robaran (cfr Mt 16, 21; 17, 9; 20, 19). «Nos acordamos,
dijeron los judíos a Pilato, que ese impostor, estando todavía en vida,
dijo: después de tres días resucitaré. Manda, pues, que se guarde el
sepulcro hasta el tercer día, no vayan sus discípulos y le hurten, y
digan a la plebe: ha resucitado de entre los muertos; y sea el último
engaño más pernicioso que el primero. Les respondió Pilato: Ahí
tenéis la guardia; id y ponedla como os parezca. Con esto, yendo allá,
aseguraron bien el sepulcro, sellando la puerta y poniendo guardias»
(Mt 27, 63-66).

6.11.1.b. Pruebas de su resurrección


Sabemos que Cristo resucitó verdaderamente por el testimonio
de los Apóstoles y de muchos discípulos que le vieron muchas veces
después de su resurrección, que hablaron y comieron con Él, y lle-
garon a tocar su cuerpo, como el Apóstol Tomás.

Aparición a los discípulos en el Cenáculo


Estando los discípulos en el Cenáculo, Jesús se les apareció de
repente y les dijo: «La paz sea con vosotros». Viendo su temor
agregó: «¿De qué os asustáis? Mirad mis ruanos y mis pies, yo mismo
soy; palpad y ved que un espíritu no tiene carne ni huesos, como

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vosotros veis que yo tengo»" Dicho esto, les mostró las manos y los
pies (Lc 24, 36 y ss.).
Como ellos no le acabasen de creer, pues el gozo y la
admiración los tenía fuera de sí, Jesús les pidió de comer; le
presentaron un trozo de pescado él comió, v en seguida, les explicó
las Escrituras, diciéndoles: «Así era necesario que Cristo padeciese,
y que resucitase ele entre los muertos al tercer día» (Lc 24, 43 y 46)
La aparición a Santo Tomás fue de la siguiente manera: cuando
los discípulos le dijeron: «Hemos visto al Señor», Tomás, que había
estado ausente, no quiso creerles, sino que les replicó: «Si no veo en
sus manos la señal de sus clavos, y tacto mi dedo en el lugar que en
ellas hicieron los clavos, y mi mano en la llaga de su costado, no
creeré»" Ocho días después estaban todos reunidos, y Tomás con
ellos" Jesús se apareció y los saludó: «La paz sea con vosotros».
Luego dijo a Tomás: «Mete aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu
mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino fiel" Tomás
exclamó: «Señor mío y Dios mío»" Jesús le replicó: «Tomás, porque
has visto has creído: bienaventurados aquellos que sin haber visto,
han creído» (Jn 20, 24 ss.). Cristo pudo entrar en el Cenáculo,
estando las puertas cerradas, porque una de las propiedades de los
cuerpos gloriosos es la sutileza, o sea el poder de penetrar otros
cuerpos"

6.11.1.c. Frutos de la resurrección


De la Resurrección de Cristo hemos de sacar los siguientes frutos:
a) Fe firme en su divinidad y en la de su Iglesia
b) Esperanza de que como El, resucitaremos algún día
c) Propósito de levantarnos del pecado, representado por su
muerte, a la virtud y santidad, simbolizada por su Resurrección
Esta es la clara doctrina de San Pablo: «Así como Cristo
resucitó de la muerte a la vida, así también nosotros vivamos con un
nuevo género de vida» (Rom 6,4) «Si resucitasteis con Cristo, buscad

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las cosas del cielo, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios;
saboread las cosas de lo alto, y no las de la tierra» (Col 3, 1 1). -

6.11.2 La ascensión del Señor


El artículo del Credo: «Subió al cielo y -está sentado a la
derecha del Padre» nos enseña que Cristo, cuarenta días después de
su Resurrección, subió al cielo en cuerpo y alma, por su propia
virtud. Nos refiere San Lucas en el libro de los «Hechos de los Após-
toles», que Cristo resucitado «sé manifestó a los apóstoles dándoles
muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles a lo largo de cua-
renta días, y hablándoles de las cosas tocantes al reino de Dios (He-
chos l, 3). En este lapso de tiempo, Cristo confirió tres poderes
importantes a la Iglesia, a saber:
a) A San Pedro el poder de gobernarla (Jn 21, 15);
b) a todos los Apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn
20, 22); y
c) también a todos ellos el de enseñar, bautizar y hacer cumplir
lo que Él había mandado (Mt 28, 18).

6.11.2.a. El hecho de la ascensión


Nuestro Señor Jesucristo, después de dirigir a sus Apóstoles
estas últimas palabras: «Recibiréis el Espíritu Santo y me serviréis
de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y hasta los extremos del
mundo», «se fue elevando a la vista de ellos por los aires hasta que
una nube lo encubrió a sus ojos» (Hechos 1, 8).
Advirtamos lo siguiente:
a) Cristo subió al cielo en cuanto Hombre, pues en cuanto Dios
nunca dejó de estar en él.
b) Subió por su propia virtud; y en esto se diferencia de María
Santísima que subió al cielo en cuerpo y alma, pero no por poder
propio, sino por poder de Dios.
La palabra ascensión viene de ascender, y denota subir por
virtud propia.

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La palabra asunción, con que señalamos la subida al cielo de


María Santísima, significa ser subida por el poder de Dios.
c) La frase: «Está sentado a la derecha del Padre», indica la
gloria de Jesucristo en el cielo. La expresión «estar sentado a la
derecha de alguno» denota en general ocupar un puesto de honor, y
en este lugar significa que Cristo disfruta en el cielo de una gloria
igual a la del Padre, en cuanto Dios; y mayor que todas las criaturas,
en cuanto hombre.

6.11.2.b. Fines y frutos de la ascensión


Cristo subió a los cielos por tres fines principales:
a) para tomar posesión del reino de su gloria;
b) para enviar el Espíritu Santo a los Apóstoles y a su Iglesia;
c) para ser en el cielo mediador e intercesor nuestro y
prepararnos tronos de gloria.
¡Qué consoladoras son estas palabras de San Pablo!: «Tenemos
por nuestro gran pontífice a Cristo, Hijo de Dios, que penetró en los
cielos... capaz de compadecerse de nuestras miserias, pues las
experimentó voluntariamente todas, con excepción del pecado...
Lleguemos, pues, con toda confianza al trono de su gracia, a fin de
obtener misericordia y de alcanzar su auxilio en el momento en que
lo necesitemos» (Heb 4, 14 y ss.).
La ascensión del Señor debe fomentar en nosotros de modo
especial la virtud de la esperanza, puesto que Él «subió a preparar
nos un lugar en el cielo» (Jn 14, 2). Este pensamiento está llamado a
fortalecernos en las luchas y tentaciones de la vida, recordando nos
que «si combatimos con Cristo, con Él seremos glorificados, (Rom 8,
17).

6.11.3 La segunda venida del Señor: “Desde allí ha de venir a


juzgar a los vivos y a los muertos”

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El artículo del Credo: «Y de nuevo vendrá con gloria para


juzgar a vivos y muertos», nos enseña que al fin del mundo ha de
venir Jesucristo con gloria y majestad a juzgar a todos los hombres
para dar les premio o castigo conforme a sus obras. A esta venida
gloriosa de Cristo se le llama «parusía».
Por vivos puede entenderse a los que todavía estén en este
mundo cuando la venida del supremo Juez; por muertos, los que
hayan dejado de existir. También puede entenderse por vivos a los
buenos y por muertos a los malos. En uno y otro sentido se nos da a
entender que juzgará a todos los hombres.
Cristo Señor es Rey del universo, pero todavía no le están
sometidas todas las cosas de este mundo (cfr. Hb2, 7; 1Co15, 28).
Concede tiempo a los hombres para probar su amor y su fidelidad.
Sin embargo, al final de los tiempos tendrá lugar su triunfo
definitivo, cuando el Señor aparecerá con “gran poder y majestad”
(cfr. Lc21, 27).
Cristo no ha revelado el tiempo de su segunda venida (cfr.
Hch1, 7), pero nos anima a estar siempre vigilantes y nos advierte
que antes de esta segunda venida o parusía, habrá un último asalto del
diablo con grandes calamidades y otras señales (cfr. Mt 24, 20-
30; Catecismo, 674-675).
El Señor vendrá entonces como Supremo Juez Misericordioso
para juzgar a vivos y muertos: es el juicio universal, en el que los
secretos de los corazones serán desvelados, así como la conducta de
cada uno con Dios y con respecto al prójimo. Este juicio sancionará
la sentencia que cada uno recibió después de su muerte. Todo
hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según
sus obras. Así se consumará el Reino de Dios, pues «Dios será todo
en todos» (1Co 15, 28).
En el juicio final los santos recibirán, públicamente, el premio
merecido por el bien que hicieron. De este modo se restablecerá la
justicia ya que, en esta vida, muchas veces los que obran mal son
alabados y los que obran bien son despreciados u olvidados.

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El Juicio final nos empuja a la conversión: «Dios da a los


hombres todavía “el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2Co
6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete con la justicia del
Reino de Dios. Anuncia la “bienaventurada esperanza” (Tt 2,13) de la
vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y
admirado en todos los que hayan creído” (2Ts 1, 10)» (Catecismo, 1041)

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