El Familiar - Leigh Bardugo
El Familiar - Leigh Bardugo
El Familiar - Leigh Bardugo
usa magia para sobrellevar sus interminables días trabajando como sirvienta
en la cocina. Pero cuando su señora descubre la habilidad secreta de Luzia
para conseguir pequeños milagros, le exige que use ese don para mejorar la
posición social de la familia. Lo que comienza siendo un simple
entretenimiento para la aburrida nobleza se vuelve peligroso cuando Luzia
atrae la atención de Antonio Pérez, el secretario del rey de España. Tras la
derrota de su armada, el rey está desesperado por conseguir alguna ventaja en
la guerra contra la reina de Inglaterra. Y Antonio, cuya reputación ha sufrido
un tremendo revés, no se detendrá ante nada para recuperar el favor del rey.
Decidida a aprovechar esta oportunidad para mejorar su vida, Luzia se
sumerge en un mundo de videntes y alquimistas, de hombres santos y
estafadores, donde la línea entre la magia, la ciencia y el fraude nunca está
clara. Pero a medida que su fama crece, también aumenta el riesgo de que su
sangre judía la condene a la ira de la Inquisición. Para sobrevivir deberá hacer
lo impensable: valerse de la ayuda de Guillén Santángel, un familiar inmortal
un poco amargado que guarda secretos que podría resultar letales para ambos.
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Leigh Bardugo
El familiar
ePub r1.0
Titivillus 18.07.2024
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Título original: The Familiar
Leigh Bardugo, 2024
Traducción: Carlos Loscertales
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EL
FAMILIAR
Leigh Bardugo
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For my family: converts, exiles, and ghosts.
A mi familia: conversos, exiliados y fantasmas.
A mi famiya: konvertidos, surgunlis i fantazmas.
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Capítulo 1
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casado una vez, con una heredera pelirroja que había muerto atropellada por
una carroza pocos días después de las nupcias, dejando a Marius viudo, sin
descendencia ni una mísera moneda del dinero de sus suegros.
El día de su boda, Valentina llevaba un velo de encaje dorado y el cabello
engalanado con peinetas de marfil. En su casa, al ver el ondulante reflejo de
los dos en el espejo de la sala, don Marius se había visto embargado por un
súbito arrebato de lujuria, inspirado tal vez por la mirada de ilusión de su
nueva esposa o por verse ataviado con el traje nupcial. Aunque lo más
probable es que lo provocaran las cerezas en aguardiente que llevaba
comiendo toda la mañana; se las había ido metiendo en los carrillos para
mascarlas despacio y no tener que conversar con su suegro. Esa noche don
Marius se había abalanzado sobre su esposa en un frenesí de pasión,
susurrándole poesías al oído, pero tras unas pocas y torpes embestidas le
sobrevino el vértigo y terminó vomitando las carnosas cerezas a medio
masticar en las sábanas nupciales que Valentina había bordado con sus
propias manos a lo largo de muchas semanas.
Con el paso de los meses y los años, Valentina recordaba esa noche casi
con nostalgia, pues aquel acerezado ardor de Marius era el único indicio de
pasión, o siquiera de interés, que había manifestado jamás por ella. Y, aunque
en realidad Valentina no había hecho sino pasar de un hogar falto de amor a
otro, no por ello dejaba de sentir la ausencia de dicho amor. Doña Valentina
no conocía ninguna palabra aceptable con la que referirse al anhelo que sentía
y, al no saber tampoco cómo aliviarlo, ocupaba sus días incordiando a sus
escasos sirvientes con reprimendas continuas y vivía en un estado de
insatisfacción permanente.
Precisamente por eso bajó a la cocina esa mañana, y no una sola vez, sino
dos.
La cocinera estaba cada vez más distraída desde que se había hecho
notoria la obsesión de su hijo con Quiteria Escárcega, la autora de comedias,
así que doña Valentina se aseguraba de bajar a vigilarla todas las mañanas.
Ese día, mientras descendía las escaleras y el aire se iba calentando, la recibió
el olor inconfundible del pan quemado, y sintió tal placer al tener algo
tangible de lo que quejarse que a punto estuvo de sufrir un desmayo.
Pero la cocinera no estaba.
Valentina tenía intención de quedarse allí, sudando bajo el calor del fuego,
para así dejar hervir su ira y ensayar una larga diatriba acerca del derroche, la
negligencia y, en general, el carácter de la cocinera. Pero entonces oyó que
llamaban a la puerta de arriba y pensó que quizá alguien deseaba hablar con
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su marido acerca de sus olivares. O tal vez se tratara de una invitación; era
poco probable, pero esa mera esperanza bastó para hacerla reaccionar. En
casa de los Ordoño no había nadie más para abrir la puerta. Su marido había
dejado muy claro que no podían permitirse más sirvientes y que Valentina
tenía mucha suerte al disponer de una cocinera y una criada que la ayudaban a
llevar la casa. No tuvo más remedio que dejar a un lado su rabia y subir de
nuevo a grandes zancadas mientras se secaba la cara húmeda con la manga.
Cuando regresó a la cocina, con una carta de su padre guardada en el puño
del vestido y sin abrir, oyó que la cocinera parloteaba con la criada, una moza
rechoncha que olía a humedad y siempre deambulaba por la casa con la
mirada clavada en sus torpes pies.
—Águeda —dijo Valentina nada más irrumpir en la cocina, con la voz
vibrando ante la perspectiva de una buena regañina—. ¿Por qué te empecinas
en derrochar mi tiempo y la hacienda de mi esposo quemando otra vez el pan?
La cocinera se volvió hacia ella despacio, con los ojos enrojecidos e
hinchados de tanto llorar por el mentecato de su hijo, y se giró de nuevo hacia
la mesa central de la cocina, donde el pan aguardaba en su cazuela negra.
Antes incluso de verlo, Valentina notó que se acaloraba; la inminencia de
su humillación fue como una tormenta repentina. El pan, cual cojín de oro en
su lecho de hierro, con su corteza morena y reluciente, estaba perfectamente
inflado, perfectamente cocido.
Doña Valentina quiso examinar el pan, pincharlo con el dedo y tacharlo
de embustero. Había visto ese mismo pan hacía escasos minutos, renegrido y
echado a perder, con la corteza hundida por el calor. Y sabía, sabía que no se
trataba de otra hogaza distinta, recién sacada del fuego, puesto que reconocía
la cazuela de hierro por la pequeña abolladura que tenía en una esquina.
Era imposible. Solo se había ausentado unos minutos. «Me están
engañando», pensó Valentina. «Este par de majaderas tratan de enervarme
para que quede como una lerda». No iba a darles ese gusto.
—Ya has quemado el pan otras veces —dijo sin inmutarse— y a buen
seguro volverás a hacerlo. Procura que el almuerzo esté en la mesa a su hora.
—¿Vendrá don Marius a cenar, señora?
Valentina estuvo a punto de abofetear a la muy arrogante.
—No creo —contestó con una sonrisa—. Pero me acompañarán dos
amigas. ¿Qué vas a preparar?
—El cerdo, señora. Como pidió vuestra merced.
—No —la corrigió Valentina—. Yo te pedí las codornices. El cerdo era
para mañana, naturalmente.
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La cocinera volvió a mirarla con fijeza; sus ojos eran tan duros como dos
pedazos de carbón.
—Naturalmente, señora.
Valentina sabía perfectamente que le había pedido que preparara el cerdo;
había planificado todas las comidas de la semana con siete días de antelación,
como siempre. Pero así la cocinera recordaría que aquella era la casa de
Valentina y que de ella no se reía nadie.
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volvía a entrar para avivar el fuego antes de ir a buscar agua a la fuente de la
plaza del Arrabal, donde veía a otras criadas, lavanderas y esposas, les daba
los buenos días y llenaba los cubos. Luego regresaba a la calle de Dos Santos
llevándolos al hombro. Ponía el agua a hervir, quitaba los insectos del mijo y
empezaba a preparar el pan si Águeda no lo había hecho todavía.
La tarea de ir al mercado le correspondía a la cocinera, pero, desde que su
hijo se había enamorado de aquella hermosa autora de comedias, era Luzia
quien se paseaba por los puestos con el saquillo de dinero, en busca del precio
más ventajoso para el cordero, las cabezas de ajos y las avellanas. Era mala
regateadora, así que a veces, durante el camino de vuelta a casa de los
Ordoño, si se veía sola en una calle desierta, meneaba un poco la cesta y
cantaba: Onde iras, amigos toparas. «Que halles amigos allá donde vayas». Y
donde antes había seis huevos, de pronto había doce.
Cuando aún vivía, la madre de Luzia le reprochaba que deseara
demasiadas cosas; según ella, se debía a que Luzia había nacido el mismo día
en que había muerto la tercera esposa del rey. A la muerte de la reina, sus
damas se habían agolpado contra los muros del palacio y sus lamentos se
habían oído por toda la ciudad. No había que llorar a los muertos; tal cosa
negaba el milagro de la resurrección. Sin embargo, con una reina la cosa
cambiaba. Toda la ciudad se había dolido de su muerte, y el cortejo fúnebre
había sido un espectáculo tan solo comparable con el de su hijastro Carlos,
fallecido ese mismo año. Los primeros lloros de Luzia al venir al mundo se
habían mezclado con el llanto de todos los madrileños por su reina perdida.
—Y eso te confundió —le decía Blanca—. Pensaste que lloraban por ti y
eso te volvió demasiado ambiciosa.
Una vez, aunque su tía le había prohibido hacer tal cosa, Luzia había
tratado de cantar esa misma canción de amistad a las propias monedas. La
bolsa había tintineado alegremente, pero al meter la mano algo le había dado
un picotazo. Doce arañas de cobre brotaron del saquillo y se escabulleron por
el suelo. Luzia había tenido que cantar al queso, a la col y a las almendras
para compensar los dineros perdidos, y aun así Águeda la había llamado lerda
e inútil al ver el triste contenido de la cesta de la compra. Esa era la
consecuencia de la ambición.
La tía Hualit se había echado a reír cuando Luzia se lo había contado.
—Si con una pizca de magia pudiéramos hacernos ricas, tu madre habría
muerto en un palacio repleto de libros y a mí no me habría hecho falta yacer
con nadie para conseguir esta bonita casa. Tienes suerte de haberte llevado
solo un picotazo.
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Su tía le había enseñado esas palabras, sacadas de cartas escritas en países
muy lejanos, al otro lado del mar, pero la melodía era solo de Luzia. Las
canciones le venían sin más a la cabeza, con un agradable hormigueo de notas
en la lengua: para multiplicar el azúcar cuando no había dineros para comprar
más, para encender el fuego cuando las brasas se habían enfriado, para salvar
el pan cuando la corteza se quemaba demasiado. Eran pequeñas soluciones
para pequeños desastres, para volver un poco más tolerables las largas
jornadas de trabajo.
Luzia no podía saber que doña Valentina ya había bajado a la cocina esa
mañana, que ya había visto el pan quemado en la cazuela. Porque, si bien
Luzia había nacido con ciertos dones, la clarividencia no era uno de ellos. No
experimentaba trances ni visiones. No leía el futuro en la sal desparramada.
De haber sido así, no habría tocado aquel pan, habría sabido que era mucho
mejor aguantar la fastidiosa ira de doña Valentina que despertar su peligroso
interés.
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Capítulo 2
V desvestirse por las noches, apagar las velas, limpiar y cerrar bien las
ventanas y meter los orinales bajo las camas. Por lo general, a
Valentina no le costaba ignorar a la moza. Era bastante hacendosa y,
con sus anodinas ropas de lino y lana, no llamaba mucho la atención. Ese era
uno de los motivos por los que Valentina la había contratado, aunque, a decir
verdad, tampoco había tenido mucho donde elegir. El sueldo que estaba en
condiciones de ofrecer no era gran cosa y, con tan pocas manos disponibles,
se trabajaba mucho.
Pero esa noche, mientras la muchacha le desabrochaba el vestido y lo
cepillaba para quitarle el polvo, Valentina le preguntó:
—¿Cómo te llamas? —Seguro que en algún momento le habían dicho el
nombre de la criada, pero lo había usado tan pocas veces que no se le había
quedado en la memoria.
—Luzia, señora —respondió la chica sin levantar la vista de su labor.
—¿Y tienes algún galán?
Luzia negó con la cabeza.
—No, señora.
—Lástima.
Valentina contaba con que la muchacha murmurara un «sí, señora», pero
Luzia, mientras guardaba el vestido plegado en su baúl, dijo:
—Hay cosas peores para una mujer que estar sola.
«Yo era más feliz en casa de mi madre». Ese pensamiento entró sin llamar
en la mente de Valentina, con una pena súbita y abrumadora. Pero,
naturalmente, no existía mayor vergüenza que una hija solterona, ni cosa más
inútil que una mujer sin marido ni hijos. ¿Esa muchacha sería dichosa? La
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pregunta iba tomando forma en la lengua de Valentina, pero esta apretó los
dientes para contener las palabras. ¿Qué importaba que una criada fuera o no
dichosa, con tal de que hiciera sus tareas?
—Hoy Águeda y tú os habéis reído a mi costa, ¿verdad?
—No, señora.
—Sé lo que he visto, Luzia.
Esta vez la criada levantó la vista; Valentina se sobresaltó al descubrir
unos ojos de un castaño muy oscuro, casi negros.
—¿Qué habéis visto, señora? —le preguntó; su mirada oscura semejaba
un guijarro resbaladizo. De pronto Valentina fue desagradablemente
consciente de que las dos estaban solas en la alcoba, del silencio que reinaba
en la casa, de su propia debilidad. Le parecía que acababa de abrir un armario
y había hallado una loba en su interior.
—Nada —logró decir Valentina, avergonzada al oír su voz entrecortada
—. No he visto nada. —Se levantó y cruzó la estancia, recuperando la calma a
medida que se alejaba de la criada—. Tienes una mirada muy atrevida.
—Disculpadme, señora —respondió Luzia, volviendo a clavar la vista en
el suelo.
—Márchate ya —dijo Valentina, y agitó la mano con un gesto que
esperaba que transmitiera indiferencia.
Pero, en cuanto Luzia se hubo marchado, Valentina corrió el cerrojo de su
puerta.
Esa noche Luzia no pudo dormir, y al día siguiente decidió no correr riesgos.
Puso el agua a hervir y no cantó para apresurarla. Trajo leña para el hogar sin
aligerar su peso con una palabra. Solo respiró tranquila mientras recorría la
calle en dirección a San Ginés. Doña Valentina no le quitaba ojo desde lo que
había ocurrido con el pan. No buscaba magia; Valentina creía que Luzia y la
cocinera pretendían gastarle alguna broma mezquina.
Pero, en las calles, Valentina no podía seguirla. Ninguna mujer de su
categoría podía salir de casa sin la compañía de su marido, su padre o su
confesor. Luzia había oído que algunas damas ricas se habían roto los huesos
al caer desde lo alto de su casa, y que una incluso había muerto por asomarse
demasiado, ansiosa de novedades. A veces Luzia se ponía a fantasear cuando
estaba cansada o le dolía la espalda: ¿preferiría sentarse sobre un cojín y pasar
el día bordando, aunque estuviera limitada a ver la vida a través de una
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ventana? ¿O darse otra caminata hasta el pozo? Cuando los cubos estaban
vacíos, tenía clara la respuesta. Cuando estaban llenos, no tanto.
Mientras pasaba frente a la casa, notó los ojos de doña Valentina clavados
en ella desde su alta ventana, pero Luzia se negó a levantar la mirada y
caminó tan deprisa como pudo hasta San Ginés, recorriendo las vueltas y
revueltas de aquellas calles polvorientas y familiares, cuyo trazado se iba
desvaneciendo bajo sus pies.
La tía de Luzia le había aconsejado que se dejara ver por la iglesia a
diario. Pero cuando entró en su oscura nave, fue en su madre en quien pensó,
enterrada en alguno de sus rincones. En San Ginés siempre enterraban a
alguien más; levantaban las losas, las reasentaban y las volvían a sacar,
reorganizando a los difuntos para hacer hueco.
Blanca Cotado había muerto en un hospital de pobres; habían paseado su
cadáver por las calles, junto con los demás muertos, y los curas de la
parroquia habían pedido limosnas con las que pagar las misas de los difuntos.
Por entonces Luzia tenía diez años y recordaba las instrucciones de su madre,
las verdaderas oraciones que debía recitar, como un eco secreto en su mente.
Era un juego entre su madre y ella: decían una cosa y pensaban otra, palabras
y fragmentos en lengua hebrea que le había dejado en herencia como platos
mellados. Luzia ignoraba si Dios la escuchaba cuando rezaba bajo las frías
sombras de San Ginés o si entendía el idioma en el que hablaba. A veces eso
la inquietaba, pero hoy tenía otras preocupaciones.
Salió por la puerta oriental de la iglesia y entró en el jardín contiguo, con
la estatua de la Virgen dando el pecho. «Podría ser Rut», solía decir su padre.
«O Ester». Pero su madre, que procedía de un extenso linaje de eruditos, le
susurraba al oído: «Estas estatuas no son para nosotros». Los pies de Luzia la
llevaron por una sinuosa callejuela que conducía a la plaza de las Descalzas y,
más adelante, hasta una casa de ladrillo con una parra grabada sobre la puerta.
Luzia pasaba por allí cada pocas semanas, aunque lo habría hecho a diario si
hubiera podido. Siempre traía ropa blanca en su cesta del mercado, para fingir
que se la llevaba a las criadas de Hualit en caso de que alguien la interrogara.
Pero eso nunca pasaba. Luzia sabía volverse invisible.
En una ocasión había visto al benefactor de Hualit, Víctor de Paredes,
saliendo de casa de su tía. Vestido con un traje de terciopelo negro, había
subido a una carroza aún más negra, como desvaneciéndose dentro de una
sombra, un pedazo de noche que se negaba a ceder al sol de la tarde. Para
ahorrarle preguntas a su tía, Luzia había pasado de largo frente a la puerta de
Hualit, fingiendo encaminarse a otra parte, pero no había podido resistir la
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tentación de echar una ojeada al interior del vehículo. Solo había acertado a
ver las botas de De Paredes y, sentado frente a él y arrebujado en una esquina,
a un joven delgado y de aspecto enfermizo, con la piel clara y reluciente, los
cabellos del frío color blanco del pecho de una paloma y los ojos
resplandecientes cual conchas de ostra. Al cruzarse con los suyos aquellos
ojos pálidos, Luzia tuvo la curiosa sensación de flotar, como si los pies se le
fueran a salir de los zapatos, así que apretó el paso y no se volvió hasta
asegurarse de que la carroza ya estaba lejos. Por entonces aún era invierno, y
se había extrañado al ver que los almendros que asomaban por encima de los
muros de la calle de su tía estaban en flor, con las ramas cargadas de
mechones de temblorosas flores blancas.
Hoy, en cambio, no había flores de almendro ni carroza negra como la
tinta frente a la casa. La tía Hualit le abrió la puerta personalmente y la invitó
a pasar con una sonrisa.
Se habían puesto de moda los encajes rígidos y el terciopelo negro, así
que Hualit no llevaba otra cosa cuando salía de casa, cuando se convertía en
Catalina de Castro de Oro, la amante de Víctor de Paredes. Sin embargo, en
su casa, en el elegante patio con su fuente burbujeante, Hualit vestía túnicas
de seda de color y se dejaba suelta la melena negra, que le serpenteaba por los
hombros como olas perfumadas con bergamota.
Luzia sabía que lo hacía para causar impresión. Un hombre como Víctor
de Paredes tenía gustos exóticos, y Hualit era más estimulante incluso que la
pimienta que llegaba en la panza de sus barcos. Los barcos de De Paredes
jamás se hundían, por muy picada que estuviera la mar, y por toda la capital
se murmuraba que era señal del favor de Dios. Pero en aquel patio De Paredes
aseguraba que Catalina de Castro de Oro era su talismán, y Luzia solía
preguntarse si su tía habría hechizado a su benefactor con algún
encantamiento, puesto que su ventura estaba tan unida a la de Hualit.
—Te ha pasado algo —le dijo Hualit en cuanto se cerró la puerta. Agarró
a Luzia por la barbilla y escudriñó su rostro, clavándole los dedos como
tenazas de hierro.
—Si me sueltas, yo misma te resuelvo el misterio.
Hualit resopló.
—Hablas con enfado, pero es miedo lo que huelo.
Le indicó a Luzia que se sentara con ella en el diván de la esquina del
patio, graciosamente decorado con cojines bordados. En aquel lugar no había
nada de estilo estrictamente moruno, pero todo resultaba lo bastante
decadente como para dar a De Paredes la sensación de lo prohibido. Y el
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ambiente le sentaba bien a Hualit. Ella era todo sinuosidad y lozanía, con su
piel meliflua y sus ojos luminosos… A menudo Luzia anhelaba haber nacido
con una pizca de la hermosura de su tía, pero Hualit siempre chasqueaba la
lengua y decía:
—La belleza requiere más sabiduría de la que tienes, Luzia. Tú la
derrocharías igual que el dinero.
Ana, la doncella de Hualit, dejó en la mesita una jarra de vino y un plato
de aceitunas y dátiles antes de darle una palmadita en el hombro a Luzia,
como si fuera su mascota predilecta. Era la única criada que tenía su tía, una
mujer fornida y de cabellos plateados que le caían por la espalda en tres
grandes trenzas. Le encantaba jugar a las cartas, mascar semillas de anís y, lo
más importante, no era chismosa.
—¿Cómo sabes que puedes fiarte de ella? —preguntó Luzia cuando la
doncella se hubo marchado.
—Ha tenido mil oportunidades para traicionarme y no lo ha hecho nunca.
Y si está esperando a que llegue una mejor, lo más probable es que muera
antes de poder aprovecharla. —Hualit sirvió vino en unos diminutos vasos de
jade—. ¿Por qué lo preguntas ahora, después de tanto tiempo? ¿Y por qué
estás tan agitada? Con esa arruga entre las cejas, cualquiera diría que te has
estado cavando en la frente con una pala.
—Deja que me quede aquí —le soltó Luzia sin pretenderlo. Ya era otoño:
las hojas de las parras enroscadas en las columnas del patio se habían vuelto
de un luminoso color naranja, y las que ya se habían caído dejaban al
descubierto las trenzas grisáceas y en espiral de los tallos; hacía mucho que
habían recolectado las uvas para ponerlas a secar—. No puedo volver a esa
casa.
Ya era suficiente con temer y aborrecer a doña Valentina, pero
compadecerla, ser testigo de su solitaria vigilancia en la ventana, aguardando
a un marido que apenas si lo era, se le antojaba insoportable.
—Tu padre jamás me perdonaría por corromper tu virtud.
Luzia frunció el ceño.
—Saldré de casa de los Ordoño con la espalda quebrada, las rodillas
descarnadas y las manos más ásperas que la arena, pero al menos mi valiosa
virtud seguirá intacta.
Hualit se echó a reír.
—Justamente.
Luzia estuvo tentada de hacer añicos el vaso de jade contra las baldosas
del suelo. Pero el sabor de aquel vino era demasiado bueno, y la media hora
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que pasaba comiendo dátiles y escuchando las anécdotas cortesanas de Hualit
significaba mucho para ella. Después de que la madre de Luzia muriera y el
temblor de sus vidas se convirtiera en un terremoto, Luzia había tenido la
esperanza de que Hualit le permitiera trabajar en su casa, pero su padre, que
aún conservaba algo de entendimiento, se lo había prohibido.
—Si trabajas en casa de una pecadora, ya puedes despedirte de tu virtud.
Jamás tendrás marido ni una casa propia.
A Luzia le costaba imaginar quién iba a querer casarse con ella si se
pasaba las horas deslomándose en casa de los Ordoño y cumpliendo las
exigencias de doña Valentina. Cuando salía al mercado, terminaba mirando a
todos los varones jóvenes… y a los viejos también. Pero su talento para
hacerse invisible era demasiado perfecto. Luzia caminaba sin ser vista entre
carniceros, pescaderos y verduleros. Ya pasaba de los veinte y nunca había
tenido ni un solo pretendiente; ni siquiera había besado a nadie, a excepción
de un borracho que se le había echado encima en el mercado y le había
intentado restregar la cara barbuda antes de que Luzia le arreara una patada en
la espinilla.
Había oído y visto de todo, eso sí. Hombres y mujeres arrodillados en las
callejuelas, con las faldas levantadas y los calzones bajados; bellezas que
viajaban en carroza por el Prado, tapadas con velos que hacían indistinguibles
a la más noble dama y a la puta; conversaciones chabacanas que salían de los
puestos de la plaza. «¿Qué cualidades debe tener una buena mujer?», les
había preguntado un cura a un grupo de actores que entraban en un mentidero.
«Que sea hábil con la aguja», había respondido un actor joven, de cara a la
multitud. «O una gran conversadora», continuó. «¡O que te trabe la verga
entre las piernas y la estruje hasta que veas al Altísimo!», había gritado
entonces; la multitud se había partido de risa mientras el cura bramaba que
iban a arder todos en el infierno.
Cuando el padre de don Marius había enfermado, habían llevado a Luzia a
casa del anciano para ayudarlo a bañarse. La habían acompañado hasta su
alcoba y ella se había quedado pegada a la puerta, aferrada a la palangana de
agua, al jabón y a la toalla, rezando todo lo que sabía, convencida de que la
habían dejado a solas con un muerto. Se había quedado mirando el cuerpo
consumido hasta comprobar que aquel pecho estrecho subía y bajaba. Pero
cuando se disponía a bañarlo, él le había agarrado la mano y se la había
acercado a la verga. Había sido como tocar un ratón, blando y palpitante. El
anciano tenía fuerza, pero Luzia le había tapado la nariz y la boca con la
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mano libre hasta que no había tenido más remedio que soltarla. Aun así, había
seguido ahogándolo hasta que sus ojos legañosos empezaron a hincharse.
—Ahora terminaré de bañaros, don Esteban. Y si no os estáis quieto, os
arrancaré de cuajo esa triste raicilla. —Después de eso él se mostró mucho
más dócil, casi complacido.
Hasta ahí llegaba su experiencia con el cuerpo de varón.
—Tiene que haber algo más en la vida —dijo entonces Luzia mientras
dejaba su vaso de vino y cerraba los ojos—. ¿Para qué he aprendido a leer si
estoy destinada a vivir sin libros? ¿Para qué he aprendido latín si un loro
tendría más oportunidades de hablarlo?
—Tan solo Dios conoce nuestro destino —repuso Hualit—. Vamos,
cómete otro dátil. Van muy bien para el ardor de estómago y la
autocompasión.
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Capítulo 3
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En cuanto Luzia regresó de la iglesia, Valentina bajó a la cocina. Le dijo a
voces a la cocinera que el arroz tenía gorgojos y lo desparramó para que la
criada tuviera que recogerlo y gatear por el suelo en busca de los últimos
granos. Ordenó que le trajeran agua para un baño, aunque ya había tomado
uno el día anterior y, cuando Luzia vertió un poco, le dio tal bofetón que la
muchacha se tambaleó.
Valentina se notaba sin aliento, agitada, como si se hubiese liberado de
unas riendas, como si hubiera enloquecido de pronto. Se veía capaz de todo.
—Tráeme mi vestido —rugió—. Y date prisa. —Casi esperaba notar unos
colmillos atravesándole las encías, unas garras en las puntas de los dedos.
Contempló la pálida luna de su rostro en el cristal de la ventana y casi se
olvidó de observar a Luzia, que sacó el vestido de terciopelo negro del baúl,
se fijó en el desgarrón y titubeó. Levantó la mirada, asegurándose de que
Valentina seguía dándole la espalda, y entonces se oyó el más leve y suave de
los tarareos.
Luzia sacudió el vestido para desplegarlo y se lo llevó a su ama. A
Valentina le temblaban las manos al cogerlo.
El desgarrón ya no estaba.
Luzia supo que había cometido un error espantoso en cuanto vio la mirada de
doña Valentina. Hoy tenía los ojos enloquecidos, del color azul turbio de las
aguas revueltas.
Se quedó inmóvil frente a su ama, en el silencio de la alcoba, aferradas
ambas al vestido negro, como si se dispusieran a doblarlo entre las dos, a
guardarlo y a olvidarse para siempre de él.
—Esta noche vendrás durante la cena —dijo Valentina, y se relamió los
labios pálidos—. Cuando se sirva la fruta, actuarás.
—No puedo. —Fue lo único que se le ocurrió.
—Lo harás —dijo Valentina con el atisbo de una sonrisa—. Debes
hacerlo.
—No sé lo que queréis que haga.
Valentina la agarró por la muñeca.
—Basta ya —siseó—. Me has remendado el vestido. Arreglaste el pan. Si
no lo haces, te echo a la calle esta misma noche. Piensa en lo que implica ser
una mujer sola, sin oficio ni protección. Piénsalo antes de volver a negarte.
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Luzia era incapaz de pensar, no entendía nada de lo que estaba pasando.
No podía hacer lo que le pedía Valentina. Su magia era algo insignificante,
una diversión, un truco óptico y, en manos de una cristiana pobre pero devota,
no había nada que temer. Sin embargo, si alguien la observaba con más
atención, ¿qué vería? Si alguien se molestaba en examinar el linaje de Luzia,
en preguntar por sus padres, por sus abuelos… La familia de su padre era
portuguesa; quizá les costaría más rastrear su pasado. Pero ¿y la de su madre?
Todos estaban muertos, enterrados o incinerados, pero seguían siendo tan
peligrosos para Luzia como si estuvieran rezando en plena calle. «Dile que
eres una boba, una mentecata que se aprendió un par de palabras mágicas, que
solo estabas jugando». Pero cuando doña Valentina quisiera saber dónde las
había aprendido, ¿qué le diría?
Valentina debió de percibir cierta rendición en su rostro, porque soltó la
muñeca de Luzia y le dio unas palmaditas en la mano.
—Ponte un mandil limpio antes de venir. Y deja de encorvarte así, como
esperando a que te caiga el siguiente golpe.
Luzia cumplió el resto de sus tareas de la tarde sumida en una especie de
trance. Ayudó a la cocinera a preparar las ensaladas, a extender la masa de la
empanada y a cortar en finas lonchas la lengua de buey. Llenó unas escudillas
con agua tibia y lavanda para que los invitados se lavaran las manos. A la tía
Hualit le gustaba describirle los banquetes que celebraban en casa de sus
amigos ricos, donde se servían cientos de platos y había bufones y bailarines
que actuaban después de cada uno. En cambio, todo lo que podían ofrecer los
Ordoño eran empanadas de pescado, lengua de buey y ensalada. Luzia subió
las empanadas y las dejó en la gran mesa a un lado del comedor. Las serviría
la propia Valentina.
Escaleras arriba, escaleras abajo. Los platos fueron pasando uno tras otro,
más deprisa de lo habitual, señal de que la conversación decaía y la velada no
iba a ser un éxito. Luzia dispuso la lengua en una bandeja y llenó un jarrillo
de salsa con el cucharón; la cocinera murmuraba «Escárcega, Escárcega,
Escárcega», como si el nombre de la autora fuera un reniego.
Luzia recordó lo que había dicho Valentina sobre su porte y procuró
erguirse; más difícil era perder el paso torpe de criada que tanto trabajo le
había costado perfeccionar. Mejor que no la vieran. Mejor que no se fijaran en
ella. Lo único que quería era salir corriendo a buscar a Hualit, pero entonces
habría tenido que admitir lo necia que había sido. «¿Qué he hecho?», se
preguntaba una y otra vez. «¿Qué voy a hacer?».
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La respuesta no podía ser otra que «nada». Sencillamente, no haría nada
de nada. Se quedaría en la cabecera de la mesa con cara de tonta, quizá hasta
se derramaría algo por encima. Aguantaría un rato de humillaciones y doña
Valentina haría otro tanto. Quizá la echaría a la calle, pero también era
posible que se apiadara de ella o que se viera incapaz de encontrar a otra
moza tan infeliz como para aceptar tan triste paga. «Tal vez los invitados se
marchen antes de que se sirva la fruta». Luzia contempló las peras, rojas e
hinchadas de vino, que aguardaban en su bonita bandeja. Escuchó con
atención, con la esperanza de oír el roce de las sillas contra el suelo al
levantarse los comensales de la mesa, la puerta principal abriéndose y
cerrándose a medida que se despedían. Pero lo único que oyó fue la voz de
doña Valentina, un susurro que descendió por la escalera como un dedo de
humo que la invitara a subir.
—Luzia.
La cocinera se echó a reír al ver que Luzia se cambiaba el mandil por uno
limpio.
—¿Te pones tus mejores galas?
—Dicen que Quiteria Escárcega tiene dos amantes y que deja que ambos
la posean a la vez —dijo Luzia, y saboreó el breve y mezquino placer que
sintió al ver a la cocinera quedarse boquiabierta. Cogió la bandeja de plata de
las peras.
«Me iré con la tía Hualit», pensó mientras subía las escaleras. «Me iré
andando hasta Toledo y tendré una nueva vida». Se haría mendiga, igual que
su padre. Pero incluso ese empleo era peligroso para una mujer.
—Luzia las servirá —les informó doña Valentina cuando Luzia entró con
las peras.
Había velas encendidas sobre el aparador, la mesa y la repisa de la
chimenea. Algo así era de esperar en casa de un noble, pero Luzia sabía que
pasarían semanas a pan y sardinas para compensar ese derroche. Don Marius
estaba repantigado en la cabecera de la mesa, ceñudo y aburrido.
Luzia caminó por la estancia despacio, con la bandeja de las peras
apoyada precariamente en el codo flexionado y un cucharón en la otra mano,
consciente del silencio, de la ausencia de risas y conversación. Notó la mirada
ansiosa de Valentina clavada en ella; los demás invitados la ignoraban
ostensiblemente. Esa noche solo eran dos, don Gustavo y su enjoyada esposa.
Cuando Luzia sirvió la última pera, se dio la vuelta y tropezó mientras se
dirigía a la puerta.
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—¡Luzia! —exclamó Valentina con severidad. Ella se quedó helada, con
la bandeja de plata en las manos.
—¿Le pasa algo? —cuchicheó la esposa de don Gustavo; sus collares de
perlas brillaban como el reflejo de la luz en el agua.
—Deja esa bandeja y ven aquí —le ordenó Valentina con voz aguda y
alegre—. Luzia va a mostrarnos algo, un pequeño divertimento para nuestros
invitados.
Al oír eso, la mujer se inclinó hacia delante.
—¿Sabe cantar? Nada me place más que los villancicos. Por las mañanas
los cantan en el mercado.
Don Marius se revolvió en su asiento.
Doña Valentina sacó un panecillo quemado de su bolsillo y lo dejó
encima de la mesa. Parecía que alguien hubiera roto la ventana de una
pedrada y el proyectil hubiera caído entre los valiosos cálices de vidrio y las
anticuadas fuentes de metal.
Don Marius soltó una risa cruel.
—¿Habéis perdido la razón?
—¿Es un truco? —preguntó don Gustavo, atusándose la barba—. Una vez
vi a una cordobesa que se metía una naranja entera en la boca.
Doña Valentina frunció los labios ante tal obscenidad, pero no pudo decir
nada.
—Luzia… —la apremió.
La parte más temeraria de Luzia quería coger ese bollo, corregirlo,
volverlo apetecible de nuevo, pero la muchacha mantuvo las manos quietas a
los costados. ¿Valentina esperaría a la mañana siguiente o la echaría a la calle
esa misma noche? ¿Hualit la acogería? «No hagas nada», se dijo. «No seas
nada». Si se lo imaginaba con suficiente intensidad, quizá conseguiría
fundirse lentamente con la pared de piedra.
—¿Y bien? —preguntó don Gustavo.
—¿Y bien? —repitió don Marius.
Doña Valentina alargó la mano y le pellizcó con fuerza el brazo, pero
Luzia no se inmutó.
—Mandadla a la cocina de una vez —refunfuñó don Marius—. Se hace
tarde.
—Aún no es tan tarde —protestó Valentina.
Aunque Luzia no levantó la mirada de la mesa, del panecillo quemado y
las velas, percibió la angustia en la voz de Valentina. Una fiesta no debería
terminar tan temprano. Aquello era un fracaso para los anfitriones y, si se
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corría la voz, cada vez se ofrecerían y aceptarían menos invitaciones.
Valentina seguiría sentada tras su ventana, y ella y don Marius cenarían solos.
Pero no le correspondía a Luzia solucionar ese problema.
Don Gustavo soltó un hondo suspiro y abandonó la mesa.
—Ya va siendo hora de que…
—Luzia va a mostrarnos algo —insistió Valentina.
—¿Qué os ha dado? —rugió don Marius—. Nos ponéis en evidencia a mí
y a nuestra casa.
—Yo solo…
—No existe mayor lastre que una esposa menguada. Os ruego que me
disculpéis, don Gustavo, amigos míos.
—Por favor —rogó Valentina—. Si… Si hubierais visto…
—Y que no calla.
Don Gustavo se echó a reír.
—¿Cómo dice el poeta? «Dios le dio a la mujer la hermosura para tentar
al hombre y el habla para enloquecerlo».
Luzia no pretendía mirar. No quería ver el brillo de las lágrimas en los
ojos de Valentina, la sonrisa burlona de la dama de las perlas, las caras
engreídas y enrojecidas por el vino de don Marius y don Gustavo. No tenía
intención de coger uno de los cálices de cristal veneciano, regalos de boda
que doña Valentina solo sacaba en ocasiones especiales, transparentes y
perfectos cual gotas de lluvia.
Hizo añicos el cáliz contra la mesa.
El silencio invadió la habitación. Los invitados la miraban con fijeza. La
dama de las perlas se había tapado la boca con las manos.
Luzia sintió que flotaba hasta atravesar el techo y el tejado, que ascendía
al cielo nocturno como si sus brazos hubieran perdido su forma para curvarse
hacia fuera y tornarse en sendas alas. Valentina reconoció la emoción que se
desplegaba por la sangre de Luzia, ese potencial salvaje y terrible, la misma
temeridad enloquecida que le había hecho volcar el arroz y abofetear a la
chica. «Me veo capaz de todo».
Luzia dio una palmada, sonora y rápida, para ocultar así las palabras de la
canción que susurró entonces, un breve tarareo. Extendió las palmas de las
manos sobre las esquirlas del cáliz roto y estas empezaron a acercarse entre sí,
como pétalos arrastrados por una brisa invisible, formando una trémula rosa
de fragmentos y luego, en cuestión de un instante, un cáliz intacto.
Los invitados dejaron escapar un grito ahogado. Valentina soltó un
suspiro de felicidad.
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—Bendito sea Dios —exclamó don Gustavo.
—¡Maravilloso! —dijo su esposa.
Don Marius estaba boquiabierto.
Luzia vio su propio reflejo en el cáliz, diferente pero idéntico, perfecto y
arruinado al mismo tiempo.
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Capítulo 4
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caer. A saber cuántas veces. Los huesos se le quedaron descoyuntados.
—¿Por qué lo prendió la Inquisición?
—Por una chanza sobre la Virgen María. Una obscenidad. Siempre fue un
viejo verde. Tal vez aún caminaría si hubiera confesado antes.
Luzia procuró no pensar en las rodillas dislocadas del viejo mientras
volvía andando a casa. No era la misma muchacha de antes, la que, frente a la
mesa y con su mandil limpio, se había visto invadida por la compasión, la
rabia o alguna otra emoción igual de inútil. La velada había sido un sueño, la
copa de cristal no era tal cosa, sino una pompa de jabón formada y reventada
en un mismo instante. Si conseguía no pensar en ello, quizá significara que no
había sucedido.
Luzia se aferró a la idea de no pensar, como envolviendo cuidadosamente
esa pompa de jabón con las manos. Se concentró en la harina y el agua para el
pan, en el calor del fuego, en la piel quebradiza de las cebollas deslizándose
bajo sus manos ásperas, en la fragancia lacrimosa de su carne al trocearlas.
Notó que Águeda entraba por la puerta de la cocina y oyó el trajín y el
tintineo de las ollas y sartenes a medida que empezaba con sus tareas del día.
Hoy los murmullos de la cocinera eran un consuelo. Luzia no pensó en que
aquella mañana Valentina no había bajado a incordiarlas. Se negó a escuchar
que alguien llamaba a la puerta principal con un ruido que resonó por toda la
planta superior.
Rara vez llegaban visitas a casa de los Ordoño, y nunca tan temprano.
Al cabo de veinte minutos llamaron de nuevo, con un repentino redoble de
tambor, como un estrépito de cascos de caballo en el umbral. Luzia dejó
escapar un siseo cuando el cuchillo resbaló del ajo y le hizo un corte en la
mano.
—¡Serás zote! —Águeda le golpeó la mano con el cucharón de madera—.
Estás manchando las verduras de sangre.
Luzia se vendó el dedo con un trapo y siguió trabajando. De pronto
Águeda cantaba, como si el sacrificio de sangre de Luzia la hubiera puesto de
buen humor.
El aldabón de hierro volvió a sonar una y otra vez. Sonó toda la mañana.
Águeda chasqueaba la lengua.
—¿Qué ocurre ahí arriba? ¿Se ha muerto alguien?
«Quizá sí», pensó Luzia. «Quizá sí».
—Luzia. —La voz serpenteante de Valentina entró en la cocina. Hoy tenía
el paso ligero, como si bajara las escaleras danzando, y las mejillas parecían
brillarle en la penumbra—. Ven conmigo.
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Valentina llevó a Luzia a sus aposentos del piso superior. Hasta ahora nunca
había sentido el placer de la expectación. El cortejo de Marius había sido
breve y solemne; los preparativos de la boda, un mero trámite. Al marcharse
de la casa de sus padres, lo había hecho con toda la pompa de quien traslada
un armario a otra pared. Pero ahora sentía que flotaba, que volaba. Aunque
ella jamás se había emborrachado, la sensación era tan nueva, tan vertiginosa,
que estaba convencida de que tenía que ser lo mismo.
—¡Mira! —Pasó la mano sobre su tocador, sembrado de hojas de papel
dobladas como copos de nieve.
La criada miró en silencio el botín, como una muchacha que nunca había
probado el azúcar y de pronto tenía delante un surtido de pasteles.
—Son invitaciones —le explicó Valentina.
—Lo sé. ¿Cómo va vuestra merced a alimentar tantas bocas?
Valentina quiso abofetearla. Seguramente podría haberlo hecho. Pero la
turbó darse cuenta de que ya no le parecía prudente. «No me da miedo», se
dijo. Simplemente quería ser precavida, como lo sería con una cinta de encaje
muy cara o un broche de calidad.
Al menos podía librarse de su presencia.
—Muy bien. Vuelve a la cocina y que te lo pases bien frente al fogón.
Luzia se marchó como si fuera lo único que quería. Valentina se cuestionó
su decisión de enseñarle las invitaciones a aquella mentecata. Al no conocer
el placer de la excitación, no entendía el impulso de contagiar a otra persona
su estado de júbilo, el instinto de multiplicar su goce, de servirlo en una copa
para compartirlo. Valentina se puso a recoger las invitaciones, como palomas
blancas en sus manos. Casi podía sentir sus corazones palpitantes, repletos de
posibilidades. Muñoz. Aguilar. Llorens. Olmeda. No eran grandes apellidos,
pero sí buenos. Mejores que el suyo, eso desde luego. Solo habían invitado a
Valentina porque sabían que ella debía devolverles la invitación, porque
tenían la esperanza de atisbar un milagro. Valentina no poseía candelabros de
plata maciza ni disponía de músicos magistrales que tocaran para sus
invitados. No podía servirles faisán ni melocotones al azafrán. Ella solo tenía
a la terca y huraña de Luzia.
Terca, huraña, con tufo a humedad y tan mal vestida que solo daría mala
imagen de su casa. Valentina corrió a su baúl. Una dama acomodada le daría
a Luzia algún vestido que ya no se pusiera. Pero Valentina no tenía vestidos
de sobra que pudiera permitirse regalar. La triste realidad era que Luzia estaba
en lo cierto: Valentina no sabía cómo iba a dar de comer a tantos invitados
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cuando se viera obligada a devolverles su hospitalidad y, si no podía
recibirlos en su casa, no podía aceptar ni una sola invitación. Todas sus
preciadas palomitas saldrían volando.
—Pediré prestado —dijo Marius desde el umbral. Valentina se llevó tal
susto que soltó la tapa del baúl, se pilló los dedos y tuvo que reprimir un grito
de dolor. Entrelazó las manos a la espalda, consciente de que no recordaba la
última vez que había visto a su marido en la puerta de su alcoba—. Así
podremos servir carne a los invitados. —Ella hizo una breve reverencia—. Lo
que ha ocurrido es muy bueno —añadió él.
Valentina se debatió entre el placer de aquel halago y el deseo de gritarle
que aquello no había «ocurrido». No había sido la mano de Dios, como
cuando movía las estrellas o vertía lluvia sobre la ciudad. No: ella, Valentina,
había confiado en sus sospechas, engañado a la criada para que revelara su
don y tal vez cambiado la suerte de su casa. ¿Blasfemaba por pensarlo? El
pecado del orgullo le era tan ajeno como la excitación.
—No es lista —dijo.
—Ni bella —añadió Marius—. Pero quizá no sea necesario.
Valentina se obligó a no mirar su imagen en el espejo, el borrón de su
rostro vulgar. Confiaba en que Marius estuviera en lo cierto, en que la vida no
exigiera belleza, sino voluntad.
Luzia nunca supo cómo se las había arreglado don Marius para pagar todas
las velas que llegaron a la casa en los días y semanas siguientes, con las
mechas atadas como gavillas de trigo; tampoco el cordero, el cerdo y el
pescado para los viernes, los vinos dulces y los paquetitos de papel llenos de
especias. Luzia subía y bajaba las escaleras, asombrada de lo deprisa que se
había corrido la voz y agradecida por las noches en las que doña Valentina y
don Marius cenaban con amigos y no en casa.
Los criados espiaban los chismorreos de sus hidalgos, repitiéndolos
después en cocinas y mercados. Doña Valentina tenía una moza en su casa
que obraba milagritos. ¿Y cuán milagrosos eran esos milagros? Nadie lo
sabía. Aunque fueran simples trucos, eran buenos. ¿Y acaso la oportunidad de
disfrutar de ese entretenimiento no valía una cena con los Ordoño, aguantar la
mediocre conversación de doña Valentina y que don Marius se bebiera toda tu
bodega? Por eso acudían a casa de los Ordoño y probaban el triste estofado
escaso de carne que les servía Valentina. Toleraban el caldo tibio, la charla
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igual de tibia y, después, cuando ya habían sufrido bastante, Valentina se
excusaba y llamaba a la criada.
Todas las noches Luzia servía la fruta, y todas las noches ofrecía a una
invitada de Valentina un fino cáliz cuyo vidrio multicolor resplandecía a la
luz de las velas. La elegida lo tomaba entre sus manos, entusiasmada, y
entonces, a veces con la jactancia nerviosa de una modesta blasfemia, a veces
con la confianza dramática del tahúr que planta en la mesa la carta ganadora,
estrellaba el cáliz contra el suelo. Los demás chillaban y brincaban,
fingiéndose sobresaltados. Pero ¿cómo iba a sorprenderlos una rotura
inevitable? Luzia se lo preguntaba, pero no decía nada. Todas las noches daba
una palmada o un pisotón para disimular las palabras que susurraba. La
melodía brotaba de sus labios como las chispas arrastradas por un soplo de
aire. Los fragmentos de cristal se arremolinaban, se reacoplaban…, y el cáliz
volvía a estar entero.
Todas las noches los invitados resollaban y vitoreaban.
—¿Cómo lo hace? —Exigían saber—. ¿Cuál es el truco?
—Vamos, vamos —los aplacaba don Marius, sonriendo a Luzia cual
padre cariñoso mientras tamborileaba con el dedo, como si marcara el ritmo a
unos músicos—. Los secretos de la moza son cosa suya.
—¿Es que es muda? —preguntó una mujer una noche. Las perlas de sus
pendientes eran grandes como huevos de codorniz.
—¿Una criada que no sabe hablar? —dijo el marido de la dama—. Vive
Dios, quién pudiera disfrutar de tamaña bendición.
—¿Eres muda, Luzia? —le preguntó don Marius con el mismo tono
cálido de un hombre generoso, siempre presto a otorgar regalos. Era la
primera vez que le hablaba sin darle una orden, y desde luego la primera vez
que la llamaba por su nombre.
Luzia no levantó la mirada, pero se imaginaba a Valentina retorciendo la
servilleta en el regazo, aferrada a esa tela como si estrujara la mano de Luzia,
conminándola a hablar, a ahorrarle el bochorno, a complacer a don Marius,
tarea que le parecía imposible.
—No, señor —contestó Luzia—. Es solo que no tengo nada que decir. —
Tenía muchas cosas que decir. Acerca del guiso aguado, los pendientes de
perlas, el precio de la sal y el desagradable hallazgo de que incluso la magia
podía llegar a resultar tediosa. Pero ellos no querían oír nada de eso.
—¡A mí tal cosa nunca me ha parado los pies! —bramó el marido, y todos
rieron escandalosamente. «No reiríais tanto si yo obrara milagros de verdad»,
pensó Luzia.
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Esa noche deshizo el peinado de su ama; Valentina llevaba las trenzas tan
apretadas que su rostro pareció aflojarse cuando las soltó. Luzia empezó a
cepillar aquel cabello de color turbio, entre rubio y castaño, que se deslizaba
cual río fangoso entre sus manos.
—Esto no puede continuar —dijo entonces, sin interrumpir el ritmo de sus
movimientos, sorprendida y complacida por la gravedad de sus palabras.
Valentina agarró a Luzia por la muñeca. Su ama no tenía las manos
suaves de una señora rica; las empleaba en demasiadas tareas domésticas.
—Si no continúa, te echo a la calle.
Pero Valentina la aferraba como una mujer sujeta a una soga mojada,
temerosa de resbalar y caer de cabeza al mar. Veía zarpar un barco lleno de
invitados, un luminoso galeón repleto de parloteo y deleite.
Luzia miró a los ojos a Valentina a través del espejo.
—Yo creo que no lo haréis.
—¿Qué quieres de mí?
—Dineros.
—No tengo.
—Tampoco yo tendré milagros.
Valentina levantó la mano y se quitó la cuenta de nácar que le adornaba la
oreja izquierda. No se parecía en nada a las cálidas esferas resplandecientes
que pendían de las orejas de sus invitadas. Pero era la primera perla que
tocaba Luzia.
Le resultaba inservible, por supuesto. Si trataba de venderla, la acusarían
de ladrona. Aun así, Luzia la apretó en el puño mientras se iba quedando
dormida en el suelo de la despensa; era una luna que, cosa imposible, había
arrancado del cielo; un tesoro que era suyo y de nadie más.
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Capítulo 5
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de una hora, pero acudiría a la iglesia de todas formas. Mejor estar arrodillada
rezando que seguir de pie.
Luzia seguía intentando comprender por qué Valentina estaba empecinada
en tenerla encerrada en casa cuando, al doblar la esquina de camino a San
Ginés, apareció un hombre con traje de terciopelo y pieles.
—¿Señorita?
—Guardad los dineros, señor. Soy doncella virtuosa —le respondió con
toda la energía posible, dando gracias por el trajín de gente que iba y venía.
Cuando un rico abordaba a una criada, solo había una cosa que podía querer
de ella.
—Señorita Cotado, estoy empleado en casa de los Olmeda y mi ama me
manda preguntaros si os complacería cambiar de patrones. Os ofrece un
sueldo mucho más alto y mejor acomodo.
Luzia aminoró el paso.
—¿Vuestra merced me ofrece trabajo?
—Es mi ama quien lo hace.
—¿En una casa respetable?
—Respetabilísima.
—Me lo pensaré. —Las palabras le sonaban ajenas, porque lo único que
quería era gritar que sí.
En la siguiente calle estaban cargando una carreta con muebles y
mercancías. Había varios objetos tirados por el suelo. Luzia pensó que alguien
había muerto, pero entonces vio que quienes vaciaban la casa eran hombres
del alguacil de la Inquisición. Mientras partían con un hacha la tapa de un
baúl cerrado, la gente pasaba de largo con la cabeza gacha, ansiosa por
alejarse de los asuntos del Santo Tribunal.
—Libros y papeles —anunció uno de ellos. Cargaron el baúl en la carreta;
eran posibles pruebas para el proceso.
«Da gracias», se dijo Luzia mientras se sentaba, se levantaba y se
arrodillaba en el estrecho banco de la iglesia de San Ginés. «Piensa en los
Olmeda. Un nuevo empleo con una familia más pudiente, un sueldo mejor».
Su mano apretó la perla de su bolsillo. Quizá Dios le había abierto aquel
nuevo camino.
Pensó en los libros que los hombres del alguacil habían subido a la
carreta. ¿Qué sería de ellos? ¿Y qué sería de quien los había reunido, quien
los había guardado celosamente en ese baúl y quizá no volvería nunca a su
casa? El tormento, el destierro, la pena de galeras o de cárcel, el encierro en
un convento, la muerte. Todo era espantoso. Todo era posible. Pero en
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Madrid no faltaban destinos funestos que nada tenían que ver con la
Inquisición.
Blanca Cotado había sufrido una caída y había muerto en un hospital de
pobres antes de que Luzia y su padre consiguieran encontrarla y reclamarla.
No quería pensar ahora en su madre, en quién habría lavado su cuerpo, en si
su espíritu se habría rebelado contra las oraciones rezadas junto a su cadáver.
«Leveyat hamet», había susurrado su padre mientras caminaba vacilante
detrás de su amada, mientras la acarreaban desde el hospital hasta la iglesia
con los demás pobres, envuelta en una mortaja de lino, como una mosca lista
para la araña.
«Leveyat hamet. A mitzvah. A mitzvah». Su padre había empezado a
rasgarse la camisa y a levantar cada vez más la voz hasta que, aterrada, Luzia
se lo había llevado de allí a rastras. «Calla», le suplicaba, le reñía, incapaz de
contener las lágrimas. «Calla o se te llevarán a ti también». Por entonces
Luzia era demasiado pequeña para entender de verdad lo que ocurría.
Solamente sabía que los curas tenían el cuerpo de su madre y que, si su padre
seguía hablando, alguien lo oiría; sus palabras viajarían extendiéndose como
una mancha hasta llegar a oídos de los inquisidores.
Luzia alejó ese recuerdo. La melancolía era mucho menos terrible que la
vergüenza que sentía al recordar a su padre acurrucado contra la pared, con
los ojos llorosos, murmurando palabras prohibidas. «Yo no terminaré así». Ni
como su madre, hacinada bajo el suelo de esa misma iglesia, ni como su
padre, arrojado a una tumba sin nombre. Buscó el hilo de esperanza que
apenas unos momentos antes había tenido a su alcance.
—Los Olmeda —susurró para sus adentros mientras caminaba hacia la
puerta de la iglesia.
Una mano le rodeó la muñeca con suficiente fuerza como para dejarle
marca.
—Estarás contenta, milagrera.
—¿Hualit?
Con un siseo de advertencia, su tía la llevó de un tirón hasta una de las
capillas, normalmente cerradas tras una verja de hierro. Un crucifijo inmenso
se alzaba sobre el altar, con la Virgen María a la izquierda y san Juan Bautista
a la derecha, rodeados por una congregación de santos y mártires. Hualit
llevaba su atuendo de Catalina de Castro de Oro, con un largo manto de
terciopelo negro. La gorguera blanca le rozaba el mentón puntiagudo; su
rostro emergía de ella cual perla luminosa, y su espesa melena rizada estaba
recogida en un cuidadoso peinado.
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—Eres la comidilla de todos los hidalgos y caballeros de Madrid —
susurró, furiosa—. ¿Qué locura se te ha metido en el cuerpo para jugar de esta
manera?
Luzia se libró de la mano de su tía.
—Solo quiero ganar algún dinero, encontrar mejor acomodo. Nada más.
La señora Olmeda me ofrece trabajo en su casa.
Hualit resopló.
—¿Esa bruja avinagrada? Puedes encontrar a alguien mejor que Vitoria
Olmeda.
—No tener que dormir en un suelo de tierra todas las noches ya sería un
avance, ¿no crees?
—Como haya el menor indicio de herejía en tus milagros, los inquisidores
te prenderán y te mandarán a Toledo para que te procesen.
—¿De qué otra forma voy a ganarme la vida? Me has dicho más de una
vez que no soy ninguna belleza. No tengo más talento que esta pizca de…
Hualit aprovechó el titubeo de Luzia.
—¿Qué nombre le quieres dar, Luzia? ¿Vas a fingir que los ángeles te
hablan a ti, que no eres de sangre limpia? Roma ya se afana en poner fin al
estudio de la astrología y la adivinación. —Miró de reojo hacia el altar, como
si temiera que los propios santos la escucharan—. Los milagros son cosa de la
Iglesia, no de criadas ni profetas callejeros. No eres ninguna beata que hace
buenas obras.
Luzia sintió que una cólera nerviosa se asentaba en el hueco de su
garganta; una comezón que, si no tenía cuidado, se transformaría en lágrimas
que la harían parecer una niña. Inspiró hondo y procuró tragarse aquella
amarga mixtura de pánico, rabia y otra cosa que no tenía nombre, solo la
forma de un pájaro desorientado entre las vigas de un edificio, en busca del
cielo.
—No puedo seguir así —logró decir—. Ya se me arquea la espalda por el
peso del agua, la colada y los cestos de manzanas. Me hago vieja sin haber
tenido la oportunidad de ser joven.
—Hay cosas peores para nosotras, las mujeres.
«Nosotras, las mujeres». Como si ellas dos fueran iguales. Y no se trataba
solo de una diferencia de clase y comodidades. Hualit y Luzia no eran como
un sabueso mimado de pelaje sedoso y un chucho callejero que hurgaba en la
basura en busca de sobras. Ellas ni siquiera eran de la misma especie. Luzia
vivía como una rata, y no tenía más opciones que seguir escondida o
arriesgarse a morir. ¿Cuántas veces se había quejado ante Hualit de su
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lamentable situación? Pero nada había cambiado; hasta que Luzia se había
atrevido a salir de la cocina y dejarse ver, no había habido perlas ni
ofrecimientos de nobles damas.
—Dices que hay cosas peores, tía. Pero yo digo que una muerte rauda es
mejor que una lenta.
Hualit puso los ojos en blanco.
—El trabajo duro no te va a matar. Crees que conoces la adversidad, pero
los hombres tienen un don para hallar nuevas formas de hacer sufrir a las
mujeres. Si no te acusan de brujería, lo harán de judaizante. Vas derecha hacia
la hoguera y solo se te ocurre silbar.
—Ser conversa no es lo mismo que ser judía.
Esta vez Hualit apretó las mandíbulas.
—Para ellos sí. No lo olvides nunca. ¿Crees que nos consideran cristianas
verdaderas solo porque nos remojaran mientras un cura murmuraba unas
palabras? Para ellos somos un veneno. Un veneno que les han obligado a
tragar y que corroe la esencia misma de quienes son. Ya les has enseñado tus
truquitos. Tienes que parar ya.
—¿Temes por mí o por ti?
—En mi corazón hay sitio de sobra para las dos.
—Nadie sabe que soy sobrina tuya.
—¿Cuántas preguntas resistirás antes de decirles a los inquisidores quién
soy y dónde vivo? ¿Antes de que descubran que llevas en la sangre la
impureza judía? ¿Es que no ves a dónde conduce todo esto? ¿Y tu miedo,
Luzia?
Seguía ahí, vivo y nervioso; la despertaba en plena noche como el llanto
de un bebé. Claro que Luzia tenía miedo. Pero no se arrepentía de lo que
había hecho. No, porque a partir de ahora su suerte podía cambiar de verdad.
Sus padres se habían desvanecido de la tierra como si se hubieran consumido,
como si nunca hubieran existido; sin homenajes, sin despedidas, sin más
dolientes que ella y Hualit. Mejor vivir con miedo que carcomida por la
insatisfacción. Mejor atreverse a explorar aquel nuevo camino que proseguir
su lenta y penosa marcha por una carretera que no había escogido. Al menos
vería un paisaje distinto.
Buscó en su bolsillo y sacó la perla de Valentina.
—¿La podrías vender por mí?
Hualit levantó el pendiente para examinarlo a la luz.
—Al final va a ser verdad que trabajas para unos muertos de hambre. Es
una mierda.
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—¿Entonces no la puedes vender?
—Es una mierda, pero no deja de ser una perla. No la has robado,
¿verdad? No vendo joyas robadas. Hasta mis amigos tienen principios.
—Es un regalo.
—Un soborno, dirás.
—Supongo que depende de a quién le preguntes —replicó Luzia.
—¿Qué vas a hacer con el dinero?
—Aún no lo sé.
—Claro que no.
—Me compraré un tocado de plumas de avestruz.
—Para eso, mejor que tires el dinero al río.
—Así los peces y yo estaremos contentos.
—Durante un rato.
—¿Acaso cabe esperar algo más que eso?
—Qué filosófica te has vuelto ahora que eres famosa. —Hualit se guardó
el pendiente en el bolsillo—. Lo venderé, y por un buen precio, pero se han
acabado los milagritos.
Luzia no dijo nada. No iba a mentir con la Virgen María y todos esos
santos mirándola. Hualit suspiró.
—Dame un abrazo, Luzia. Deprisa, antes de que nos vea alguien. Y no
pongas esa cara; te hará envejecer más deprisa que cualquier trabajo.
Luzia se dejó rodear por los brazos de su tía; el cabello le olía a
almendras. Cuando retrocedió, esperaba ver una sonrisa en el rostro de Hualit.
Pero no consiguió descifrar la expresión de su cara. Tenía los ojos un poco
entornados, como si estuviera inquieta por la situación de su hacienda o
insatisfecha con el corte de un vestido.
—Se han acabado los milagritos —repitió Hualit.
«Solo unos poquitos más», replicó Luzia para sus adentros. Los
suficientes para conseguir otra perla, un empleo en casa de Vitoria Olmeda.
No era ningún crimen desear tener más cosas. Y si lo era, aun así encontraría
la manera de lograrlo.
Más tarde Luzia entendería que una jamás dejaba de desear más cosas,
sobre todo cuando eran cosas que valía la pena tener. Reflexionaría sobre el
camino que había visto abrirse ante ella, y también sobre lo mucho que se
había engañado con respecto al lugar al que conducía.
Pero en ese momento se limitó a sonreír a su tía.
—Tarde o temprano se cansarán de mis trucos —dijo—. Y volveré a mi
triste vida de criada.
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—Si tienes suerte —repuso Hualit. Empujó suavemente a Luzia hacia la
verja de hierro—. Y nuestra familia nunca ha tenido suerte.
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Capítulo 6
Y de caza. Luego les metió clavo de olor bajo la piel, las rellenó con
uvas pasas y panceta, les ató las patas con un cordel y las ensartó en
un espetón de hierro tan pesado que tuvieron que levantarlo entre las
dos. Mientras Águeda colaba el denso almíbar de granada para la salsa, Luzia,
con la cara enrojecida y sudorosa por el calor, iba girando lentamente el
espetón, situado a la altura justa para que las aves se cocinaran sin
chamuscarse. Enseguida las bañaría con vino y miel para que estuvieran más
doradas y apetecibles.
A las aves les traía sin cuidado estar cocinadas o crudas, que su cuerpo
estuviera blando y frío o tostado y a punto de reventar de puro jugoso. Ya no
les preocupaba lo que pudiera hacerles el fuego. Luzia había oído decir que a
los herejes y a los brujos los quemaban vivos al lado de judíos y
mahometanos sospechosos de aferrarse a sus leyes tras el bautismo. Su propio
bisabuelo había terminado así, o eso le había contado su padre. A ellos
también los transformaba el fuego, y a su vez la quema transformaba a los
asistentes, a las multitudes que se reunían para rezar y purificarse mediante la
purga de las fuerzas malignas que se escondían entre ellas. Luzia no quería
compartir tan miserable final, pero, al contemplar su falda sucia de hollín y
sus pies ásperos como pezuñas, tuvo que reconocer que ya estaba más que
familiarizada tanto con la ceniza como con la desdicha.
«Demasiado ambiciosa», le había advertido su madre al contarle la
historia del nacimiento de Luzia y la ciudad que había llorado por una reina.
«Deseas demasiadas cosas». Ciertamente, Luzia ansiaba muchas cosas: una
cama blanda, ropa de calidad, la barriga llena, un rato de descanso y algunas
cosas a las que era más difícil poner nombre. Cuando estaba con Hualit, Luzia
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sentía su mente distinta, como si una presa reventara y arrastrara el lodo de la
rutina; el agua corría a toda velocidad, clara y vivaz, y daba libertad a su
lengua para meterse en problemas, sin que esta llegara a hacerlo. Quería vivir
de esa manera para siempre.
Después de servir las aves asadas en lechos de romero, entre granadas
cortadas por la mitad, y una vez que los comensales royeron las peras
borrachas de sus cuencos, Luzia subió las escaleras y vio romperse el cáliz en
la estancia iluminada con velas. Los gritos alegres eran como miel que le
embadurnaba el cuerpo, para volverlo dorado al calor del fuego.
Quizá aquellos goces no iban a durar. Quizá su tía hacía bien en
prevenirla. ¿Qué había conseguido Luzia en realidad? No había escalado una
montaña, sino un simple montecillo, pero no pasaba nada por disfrutar de las
vistas mientras pudiera. Y si iba a arrojarse a las llamas, ¿por qué no hacerlo
con una pizca de firmeza?
Luzia dejó de contemplarse los zapatos y miró a los ojos a los invitados.
—Ahora vuestras mercedes han de dar palmas.
—Pero si todavía no has actuado —protestó don Marius con el ceño
fruncido.
—Para ordeñar a la cabra, hay que alimentarla primero —replicó Luzia.
—¡Qué rústica! —chilló alegremente la dama que estaba más cerca de
ella. Empezó a dar palmas, a punto de tirar su propia copa, y los demás se le
unieron. Esta vez las risas le resultaron agradables, tal vez porque era ella la
autora de la broma.
Luzia ignoró la mirada de angustia de Valentina y dejó que las palmadas
disfrazaran sus palabras mientras cantaba el hechizo un poco más fuerte; la
magia, juguetona, se lanzó de un brinco a cumplir su voluntad. Le gustaba el
ritmo de aquellas palmadas. «Muda el lugar, muda el azar».
Al repararse, el cristal emitió un dulce tintineo, como si alguien le hubiera
dado un papirotazo. El sonido llenó la habitación antes de desaparecer bajo
una marea de aplausos. Pero cuando estos decayeron, un hombre sentado en
la esquina de la mesa, a la derecha de don Marius, se inclinó hacia delante.
—¿Eso es todo? —La pregunta se abatió cual dedo que apaga una vela.
Valentina soltó una risa nerviosa.
El hombre lucía una barba corta, coloreada de rojo con algún tipo de tinte,
de tal manera que su barbilla parecía ensangrentada. Tenía los ojos
entrecerrados, como si la velada le estuviera pareciendo tan tediosa que le
hubiera entrado sueño antes de tiempo.
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—Aquí todos conocemos ya el truquillo de la copa —continuó,
arrastrando las palabras—. ¿Qué más sabes hacer?
Era como si Hualit hubiera conjurado a ese hombre para devolverla de
nuevo al camino recto. Ahí tenía su oportunidad de aceptar el castigo, de
dejarse resbalar hasta el pie del montecillo y volver a su madriguera.
Quizá si hubiera nacido otro día, o incluso a otra hora, sin las oraciones
por el alma de una reina retumbándole en los oídos, lo habría hecho. Pero
Luzia no podía ser nadie más que ella misma.
Aquella primera noche, cuando había arreglado el cáliz para salvar a
Valentina del desprecio de su marido, para salvarse a sí misma del peso
agotador de la humildad, Luzia había sentido que flotaba hacia la noche.
Había visto Madrid desde lo alto, sus calles tortuosas, el hueco oscuro del
Prado. ¿Qué vería si se aventuraba todavía más arriba? La vieja vivienda
donde su madre le había puesto una pluma en la mano, los barrios pobres
donde su padre vendía trapos, el maldito puente en el que había muerto. Las
carreteras que surcaban la campiña; los muros de El Escorial, iluminados con
antorchas, a lo lejos; los prados, campos y cultivos; y en algún lugar muy
lejano, el vacío negro del mar, el tenue resplandor de una isla en la oscuridad,
un fanal de esperanza balanceándose en el mástil de un barco. ¿Cuán grande
se tornaría el mundo?
O también podía permanecer allí, en esa estancia, en esa casa. Podía
regresar a su suelo de tierra y echar raíces como un nabo. Podía arrastrar los
pies y hacerse la tonta. Valentina le pegaría. Marius también. Pero así todos
podrían olvidar sus delirios y regresar a lo que habían sido siempre. Todo
volvería a ser como era; el cáliz reparado regresaría al estante y seguiría
acumulando polvo tras aquel breve momento de incandescencia.
—¿Y bien? —insistió el hombre barbirrojo—. Mírenla vuestras mercedes
ahí parada, como un pedrusco. ¿Esperan que me crea que Dios dejaría su
poder en manos de semejante criatura?
—Dios o el diablo —murmuró la mujer que antes se había reído con
tantas ganas de la ocurrencia de Luzia.
El hombre se rio.
—El diablo escogería un medio de seducción más agraciado.
—Aplaudan —dijo Luzia entonces, sorprendida del tono autoritario de su
propia voz, como el restallido de un látigo sobre el lomo de un caballo.
La risa del hombre murió en sus labios. ¿Quién era una plebeya para dar
órdenes a una persona de su condición? Y aun así, en aquella habitación,
aquella noche, había sido él quien le había pedido a Luzia que actuara, y por
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tanto debía dejar pasar su insolencia. Tal era el poder momentáneo del
cantante, del actor, del bufón.
—Aplaudan —repitió Luzia, y todos obedecieron.
Paladeó la canción; le picaba bajo la lengua, como las semillas del
pimiento. El ruido ocultó su melodía: una canción familiar, la que empleaba
cuando las brasas del hogar se habían enfriado. Ken vende el sol, merka la
kandela. Un aviso, una reprimenda. «Quien venda el sol comprará candelas».
Luzia casi veía a Hualit amenazándola con el dedo, pero las palabras se
inflamaron en su boca.
Las velas de la mesa y el aparador, casi consumidas, llevaban un rato
chisporroteando en sus charcos de cera. Pero de pronto las llamas se alzaron
de un salto, con chorros de luz amarilla que casi tocaban el techo.
Don Marius soltó un alarido cuando se le prendió la manga. Empezó a
golpear la mesa con el brazo para intentar apagar las llamas. Valentina le echó
por encima una jarra de agua.
Todos los comensales echaron su silla hacia atrás. Todos ellos hablaban a
la vez.
Luzia sabía que ya había hecho demasiado, pero no quería parar.
En lo eskuro, es todo uno.
La canción cobró forma enseguida, como si la hubiera estado esperando;
un escalofrío recorrió a Luzia, como cuando una nube tapaba el sol.
Aunque no necesitaba levantar el brazo, lo hizo igualmente, para llamar la
atención de su público. Con un soplo de aire, todas las velas se apagaron,
sumiendo el comedor en la oscuridad.
Todo el mundo hablaba y gritaba.
—¡Que me desmayo! —chilló la mujer.
Valentina encendió un candelabro. Le temblaban las manos y lo soltó al
quemarse las puntas de los dedos, pero tenía los ojos muy abiertos, repletos de
dicha y fascinación. Sus invitados ahora reían de contento y se abanicaban las
mejillas coloradas. Volvía a haber luz, y Luzia volvía a ser una simple criada
cuyo único afán era entretenerlos. Aquella deliciosa ilusión de peligro ya
había pasado y todos podían comentarla entre exclamaciones y mirar con
asombro la manga chamuscada de don Marius.
Todos menos el hombre de la barba roja. Tan solo él se había quedado
sentado y en silencio. Ya no parecía adormilado. Tampoco parecía
complacido. Permaneció en su silla, con la vista clavada en Luzia, tan quieto
como un gato al localizar a su presa.
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Capítulo 7
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santos, no las criadas de apellido impuro. No podía culpar de lo ocurrido a la
naturaleza obstinada de su madre ni a la locura de su padre, ni siquiera a
algún antepasado de su incierto linaje. Tal vez fuera verdad que Luzia tenía
un demonio dentro. Un demonio que codiciaba colchones de plumas,
manjares y aplausos.
Se planteó marcharse antes de que amaneciera, pero le daba miedo ir sola
y de noche por las calles, y además era importante que no pareciera que
estaba huyendo. Así que aguardó.
Al alba, Luzia se echó su mantilla por los hombros y salió como si se
dirigiera al mercado, con la cesta colgada del brazo. Luego se encaminó hacia
San Ginés. Probablemente debería haber ido a confesarse o a la misa matinal,
pero le asustaba demasiado dejar de moverse. ¿Y de qué le iba a servir?
Al bisabuelo de su madre lo habían sacado a rastras de su casa de Sevilla
y le habían dado a elegir entre la muerte o el bautismo; había visto quemado y
orinado su Talmud, las casas de los vecinos saqueadas en busca de plata y
seda. En una ocasión, su padre había llevado a Luzia a una zona de Madrid
que desconocía. Le había señalado seis ventanas dispuestas en fila bajo un
tejado. «Ten cuidado», le había dicho con los ojos brillantes de emoción.
«Que no se te note la curiosidad. Esto antes era una sinagoga. Has de
recordarlo. Has de aprender a ver nuestros secretos para que así tu nombre
pueda escribirse en el Libro».
No tenía ningún sentido. Tras la muerte de su madre, su padre veía señales
y secretos por doquier. Luzia se lo había contado a Hualit y su tía había
montado en cólera. Le había dado una bofetada a Alfonso, maldiciendo su
nombre. Pero había sido Hualit quien le había enseñado a Luzia aquellos
valiosos y peligrosos jirones de lenguaje, aquella mezcla de hebreo, español,
turco y griego que llegaba en cartas traídas por tierra y por mar.
—¿Qué diferencia hay? —había preguntado Luzia cuando todavía era
niña—. Mi padre me enseña hebreo. Tú me enseñas… los refranes. Y las dos
cosas son secretos que debo esconder.
—El hebreo de tu padre tiene tantos agujeros como su mente. Tu madre
era la instruida. Y la diferencia, querida, es que mis secretos podrán hacerte
algún bien. —Luego había sonreído y deslizado la mano sobre los lirios
marchitos que había en la mesa del comedor—. Ken no rizika, no rozika.
Era una nadería, una rima cualquiera. Pero los bordes rizados de los
pétalos se habían alisado y engrosado, como planchados con delicadeza por
una mano invisible, tomándose tan suaves como si acabaran de florecer, con
un color púrpura vivo y renovado.
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—Prueba tú, Luzia.
Las palabras le habían hecho cosquillas en la lengua, creciendo en su boca
como si desearan ser pronunciadas.
«Quien no ríe, no florece». Las palabras emergieron con una melodía, y
nuevos brotes cobraron vida en los tallos de los lirios, desplegando sus
pétalos, abriendo sus bocas amarillas como un coro listo para unirse a su
canción.
Entonces Hualit la había asido del mentón; además de fascinación, Luzia
también había visto temor en su mirada.
—¿Dónde has aprendido esa melodía? —Luzia no tenía respuesta—.
Cuidado, querida. Ten cuidado.
Luzia no quería ir a ver a Hualit, no quería admitir que había sido una
tonta ni arriesgarse a pintar la puerta de su tía con sangre impura. Pero Luzia
no tenía padre ni marido que la protegieran y, si quería tener la menor
esperanza de salir de Madrid, necesitaba ayuda. Casi se rio al pensar en cómo
había desdeñado las advertencias de Hualit. ¿Creía que el miedo volvía la
vida más interesante? En cambio, ahora comprendía que hasta entonces no
había conocido su miedo de verdad. Había probado las especias y le había
gustado su sabor. Ahora estaba masticando el pimiento entero, con semillas y
todo.
Estaba convencida de que, en cualquier momento, vería al hombre
barbirrojo, o a un inquisidor, a un cura, a un esbirro vestido de negro con la
cruz blanca en la pechera. Quizá se congregaría una turba. Quizá Luzia
moriría igual que su tatarabuelo, aunque esta vez no hubiera ningún Talmud
que destruir con ella. Quizá no llegarían a procesarla; la arrastrarían por las
calles y la matarían a golpes.
Sin embargo, enredado con ese miedo, también había un hilo de
expectación. ¿Hallaba un leve goce en la tragedia de susurrar para sus
adentros: «Es la última vez que paso por la calle de Dos Santos; la última vez
que salgo por la puerta trasera y recorro las calles hasta la casa de mi tía»? Se
marcharía a Pamplona. Vería una ciudad nueva. Sobreviviría a fuerza de
ingenio. A medida que su padre envejecía y su mente se escurría como por
una ladera húmeda, ya solo le contaba las historias más tristes y espantosas.
Pero antes le había hablado de muchachas que derrotaban a reyes, de
huérfanos que engañaban a los genios para hacer tratos temerarios. Ahora
Luzia se aferraba a esos cuentos. Ellos la mantendrían con vida, no el temor
que la perseguía por las calles adoquinadas.
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Su tía abrió la puerta sin darle tiempo a llamar por segunda vez y la hizo
entrar de un tirón. Sus ojos oscuros estaban tan abiertos que el blanco parecía
brillar.
—Calla y haz cuanto te diga —susurró Hualit, estrujándole el brazo—.
Esta vez sí que nos has jodido a las dos, querida.
En el patio de su casa se oían voces de hombre y pisotones de botas en el
suelo de piedra.
«Tendría que haber ido a rezar a San Ginés», pensó Luzia mientras su
miedo eclipsaba todo cuento y fábula. «Ya están aquí».
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Capítulo 8
P Luzia vio fue a un hombre que conocía, vestido de pies a cabeza con un
traje de terciopelo azul oscuro, con mangas acuchilladas que dejaban
ver el tejido de satén de color crema que había debajo, y una capa con
forro de pelo echada sobre el hombro. Aquel era Víctor de Paredes, el amante
de Hualit, el hombre cuyo dinero había comprado la casa y hasta la ropa que
cubría el cuerpo de su tía. Tenía el cabello oscuro y corto, la frente ancha y
blanca y unos ojos fríos, húmedos y verdes como una piedra musgosa.
Se decía que Víctor de Paredes era el hombre con más suerte de Madrid,
quizá de España entera. Sus barcos salían ilesos de cualquier tormenta. Los
hombres que enviaba en busca de oro y plata siempre los hallaban. Las plagas
nunca afectaban a sus cosechas y en su techo jamás aparecía una gotera, a no
ser que le hubiera entrado sed. Nadie se explicaba que hubiera alcanzado el
título de caballero y lo aceptaran en los círculos más selectos a pesar de que
siguiera dedicándose al comercio. Tenía una cicatriz en forma de media luna
en el pómulo, secuela de un perdigonazo perdido durante una cacería, y un
símbolo de su buena ventura. Ese fragmento de plomo y hierro le habría
costado el ojo a alguien menos afortunado. Al decir su nombre, la gente se
tocaba la mejilla como si así pudieran atraerse su buena fortuna. Sin embargo,
Luzia no podía evitar preguntarse por qué, si tanta suerte tenía don Víctor, le
había alcanzado siquiera el perdigón.
De Paredes lucía una barba bien cuidada y un bigote recortado. Todo en él
reflejaba precisión. Se había girado ligeramente, como si posara para un
retrato. Luzia vio que se había quitado el sombrero; llevaba un rato allí,
esperando.
—Vamos —le dijo Hualit—. Inclínate.
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Luzia hizo lo que pudo, procurando recordar el gesto de deferencia de una
criada y no mirar a los ojos a don Víctor. Aquel hombre no le parecía del todo
real. Visitaba la casa de su tía desde que Luzia era niña, pero ella solo había
visto a Víctor de Paredes en dos ocasiones: aquella vez en la calle y otra más,
un día que don Víctor había llegado temprano y Hualit había mandado a
Luzia a la cocina con Ana, que no había levantado la vista de la olla que
removía. Luzia había esperado a que los dos se fueran del patio antes de
escabullirse hasta la calle, haciendo lo posible por ignorar los suspiros y las
risas de su tía.
Ahora se había presentado allí como si fuera disfrazado, como el actor de
una obra, pero Luzia no tenía ni idea de qué papel habría venido a representar.
¿Dónde estaría Ana? ¿Hualit le habría ordenado marcharse, o quizá estaba
escondida en otra parte de la casa? ¿Víctor de Paredes había venido a
advertirles de la amenaza de la Inquisición? ¿O tal vez (y Luzia sabía que era
mejor no albergar esa esperanza) había venido a rescatarlas de alguna
manera? En todas aquellas historias sobre huérfanas valerosas y astutas
reinas, ¿acaso no contaban ellas con la ayuda de un mentor bondadoso? ¿De
un rey bienhechor?
Don Víctor la miró de arriba abajo. Una arruga apareció entre sus cejas, y
su rostro alargado perdió su digna quietud. Parecía un bebé con gases.
—Cuando me la has descrito… —Su desagrado era evidente; había
encargado un objeto de gran valor y, ahora que lo había recibido, resultaba no
ser lo que él esperaba.
—Es despierta y obediente —dijo Hualit—. Son cualidades mucho más
valiosas para una muchacha.
—Pero para nuestros propósitos…
—Solo es un obstáculo más —reconoció Hualit.
—Uno bien grande.
Toda mujer tenía sus límites:
—Si lo que vuestra merced quiere decir —dijo Luzia— es que no me
esperaba tan fea, solo le pido que me insulte a mí, que no me trate como si
fuera un candelero.
De Paredes se quedó mirándola como si de verdad Luzia fuera un
candelabro que de pronto se hubiera puesto a hablar.
Hualit rio de buena gana, pero le dio un pellizco en el brazo a Luzia con
disimulo.
—¿Lo veis? Un poco de brío es justo lo que necesitamos.
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«¿Para qué?», quiso preguntarles Luzia, pero las uñas de Hualit seguían
clavadas en su brazo a través de la manga, grabándole en la piel su exigencia
de silencio.
—¿Ha recibido educación? —preguntó don Víctor.
—Aprende deprisa —dijo Hualit.
Hasta Luzia sabía que eso no era una respuesta.
—Dile lo que quieres de ella. —Aquella nueva voz parecía salir de
ninguna parte, cual agua sin fuente. Una voz sin vida que recordaba a las
cenizas enfriadas.
—Paciencia, Santángel —repuso don Víctor, echando un brevísimo
vistazo por encima del hombro.
Luzia notó que un estremecimiento recorría el cuerpo de su tía.
Escudriñó el rincón oscuro donde Hualit y ella solían sentarse a beber
vino. Había un hombre en la esquina, arrebujado en una capa negra, aunque
no hacía frío. Sus cabellos eran tan claros que desprendían reflejos blancos, y
sus ojos tenían un brillo nacarado en la penumbra. Parecía más estatua que
hombre, una imagen hecha de concha y piedra, un triste santo arrinconado en
un nicho de una iglesia abandonada.
—Poseo toda la paciencia del mundo —dijo la criatura de la esquina, el
hombre al que don Víctor había llamado Santángel—. Pero me parece estar
viendo a un gato jugar con su cena. Suelta a la ratona o explícale de qué
forma piensas devorarla.
Don Víctor no dejaba de mirar a Luzia.
—Me vas a enseñar el truco que anoche hiciste delante del espía de Pérez.
Tu milagrito.
Así que Luzia había acertado. Aquel hombre barbirrojo era un espía. ¿Ese
tal Pérez era un inquisidor? ¿Un clérigo, un cardenal? ¿Y qué iba a hacer
ahora ella? ¿Mentir? ¿Decir que todo había sido un ridículo juego de manos?
Le daba miedo mirar a Hualit en busca de orientación.
—Adelante —dijo don Víctor al ver que seguía ahí parada, inmóvil—.
Haz cuenta de que estás en otra de las lamentables fiestas de doña Valentina.
Muéstramelo.
—Aquí no hay velas —se excusó Luzia con la voz atiplada por el miedo.
—Haz otra cosa, pues.
—No sé hacer nada más —susurró Luzia.
—No tendrá educación, pero ha aprendido a mentir.
—No seáis malo, Víctor —lo reprendió con dulzura Hualit—. Luzia es
una chica sencilla.
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Sencilla, lerda, torpe. Todo aquello que le habían dicho que debía ser.
Ciertamente, era lo bastante necia como para haber terminado en aquel
aprieto. La encrucijada había quedado muy atrás, perdida toda oportunidad de
escoger el camino prudente. Hualit la había avisado, pero Luzia no le había
hecho caso. Le había gustado demasiado la sensación de tener esos refranes
en la boca, esa música que solo le pertenecía a ella; algo insignificante, casi
inútil, pero que era suyo. Quizá fuera verdad que la magia que empleaba era
de naturaleza demoníaca. Algunas veces se había preguntado quién respondía
cuando cantaba sus cancioncillas. ¿Y si era el diablo quien oía el susurro de
sus plegarias?
—Está asustada —dijo Santángel—. Y no nos sirve. ¿No ves que esto la
supera?
Se había acercado y ahora estaba debajo del arco, como un murciélago
saliendo de su caverna, aunque todavía al abrigo de las sombras de la parra
reseca que revestía la columnata. Era inusualmente alto y tenía la piel del
rostro muy tensa sobre los huesos angulosos de la cara. Parecía al mismo
tiempo muy apuesto y moribundo, como un cadáver particularmente
agraciado que hubieran tapado con una sábana. Y estaba tan flaco que Luzia
pensó que tal vez fuera un cura o un monje que se mataba de hambre para
acercarse más a Jesucristo.
Sus ojos tenían un curioso tono plateado y relucían como dos monedas;
cuando lo miró, Luzia se dio cuenta de que ya lo había visto antes: aquel día,
en la calle, frente a la casa de su tía, cuando los almendros habían florecido.
Estaba acurrucado dentro de la carroza de Víctor de Paredes, y esa mañana
Luzia había experimentado la misma sensación que ahora, como si flotara y
los pies se le salieran de los zapatos. Se agarró al brazo de Hualit con más
fuerza, segura por un instante de que iba a alzar el vuelo o a ponerse en
evidencia vomitando en el patio de piedra.
—¿Un refrigerio? —propuso Hualit, levantando una mano con elegancia
—. Pocas veces se llega a una buena decisión sin tomar antes un poco de
vino.
El gesto de Hualit era tan grácil como siempre; su voz sonaba firme y
rebosaba ese calor que recordaba a un dulce vaso de jerez. Pero Luzia conocía
demasiado bien a su tía. Estaba nerviosa. Las señales estaban ahí, en la
tensión de las comisuras de la boca, en la rigidez del ángulo de la cabeza.
Hualit tenía miedo…, pero no de don Víctor. Temía al pálido desconocido del
rincón, envuelto en su capa como una hoja otoñal. Temía a Santángel.
—No he venido a beber ni a charlar —replicó don Víctor con voz afilada.
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Hualit inclinó la cabeza y volvió a estrujar el brazo de Luzia.
—Muéstraselo.
¿Quería que Luzia fallara a propósito? ¿Estaban representando otra
comedia? Sería bastante sencillo. Don Víctor y su compañero ya estaban
predispuestos a desdeñar a Luzia, a tacharla de farsante. Don Víctor se
enfadaría con Hualit por haberle hecho perder el tiempo, pero sin duda su tía
se las arreglaría para apaciguarlo.
¿O quizá Hualit lo decía en serio? Luzia no pudo evitar pensar en la
mirada evaluadora de su tía la última vez que habían hablado. ¿Qué hacía don
Víctor en aquel patio? ¿Cómo se había enterado de su relación con Hualit, a
menos que ella misma se lo hubiera contado? Una mujer con una vida doble
debía ser calculadora por naturaleza. Mientras Luzia miraba a su alrededor, se
preguntó si acaso su tía había preparado aquel escenario a su antojo.
Pero si alguna cosa había aprendido de Hualit, era el valor de los amigos
poderosos. Su tía podía burlarse de que Vitoria Olmeda intentara ganarse a
Luzia, pero no podía mofarse de Víctor de Paredes, su benefactor. Sus criados
vestían mejor que el propio don Marius. Tal vez Luzia ardería…, o tal vez le
acabarían saliendo alas, unas bellas alas de terciopelo y perlas.
Se apartó de su tía, obligándola a soltarle el brazo. Luego se llevó la mano
a la boca, ocultando sus labios, y se inclinó hacia la parra como si quisiera
susurrarle una importante noticia. Era la primera canción que había cantado,
la primera magia que había aprendido de Hualit.
—Ken no rizika, no rozika —la exhortó, con palabras sacadas de una carta
escrita por una mano exiliada. Haría crecer un espléndido racimo de uvas para
don Víctor y así este la invitaría a entrar a su servicio. Estaría en las cocinas o
quizá le enseñarían a trabajar como doncella. Se llenaría los bolsillos de
monedas de oro, tendría más de un vestido y pagaría unas misas para que las
almas de sus padres salieran antes del purgatorio.
La parra se desplegó, como ansiosa por saber más del glorioso futuro de
Luzia; un zarcillo verde emergió de los tallos grisáceos y muertos,
retorciéndose y curvándose, buscando asideros mientras las uvas verdes y
duras brotaban de sus hojas en hinchado racimo. La piel tensa de las uvas se
coloreó, volviéndolas rosas y luego rojas como rubíes, dulces y redondas;
pedían a gritos que las hicieran reventar entre los dientes. Luzia se atrevió a
echar una mirada a Hualit, que estaba cruzada de brazos, con las manos sobre
los codos; a De Paredes, que se inclinaba hacia delante con los labios
entreabiertos; y al enfermizo Santángel, que la miraba indiferente con sus ojos
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como ópalos, grises y luego verdes y dorados. Luzia volvió a sentir que se
elevaba y se salía de sus zapatos.
La parra se abalanzó de pronto, incontrolable, enroscándose alrededor de
las columnas y extendiéndose por el suelo del patio en una alfombra
ondulante de tallos rizados y hojas aterciopeladas. Brotaron densos racimos
de uvas rojas que cubrieron el borde de la fuente y llenaron el pilón. Treparon
por las paredes hasta alcanzar el tejado. Hualit retrocedió de un salto. De
Paredes tropezó cuando los tallos pasaron galopando sobre sus botas y se le
enredaron en los tobillos.
Luzia se tapó la boca con la mano para sofocar su canción. Solo eran unas
pocas notas, una nadería, apenas un milagrito, un retazo de melodía con la
que conseguía que una maceta de hierbas aromáticas creciera en invierno; que
una rosa blanca floreciera en el Prado, temeraria, para alegrarse un poco; y en
una ocasión, cuando la hija de Águeda se había echado a llorar en su boda
porque no tenía flores para adornarse el cabello, que apareciera una guirnalda
de jazmines. Era la menor de las magias, la más humilde, la más ínfima.
¿Qué había sucedido entonces? ¿Por qué se encontraban ahora bajo las
sombras de una bóveda de hojas de parra, con el cielo apenas visible, entre el
crujido de los tallos y la salpicadura del agua de la fuente al caer sobre los
frutos que colmaban el pilón en forma de estrella, chorreando después hasta
las losas del patio? ¿Por qué sentía en los pulmones el eco de esa tenue
melodía, de una canción que se moría por que la cantara de nuevo, más fuerte
y tan grande que su deseo de libertad amenazaba con quebrarle las costillas?
Víctor de Paredes tenía los ojos encendidos y las mejillas sonrojadas.
Parecía que acabara de toparse con una cámara llena de tesoros y no supiera
de cuál apoderarse primero. Luzia notó que Santángel la observaba desde las
densas sombras, pero le dio miedo volver a mirarlo.
Finalmente, don Víctor levantó una mano y arrancó una uva del racimo
hinchado que tenía junto a su cabeza. Se la metió en la boca, cerró los ojos,
masticó y tragó; en el patio no se oía nada más que el ruido de sus dientes, su
lengua y su garganta al comer y el suspiro de la parra.
Cuando abrió los ojos, estos no habían perdido la codicia, pero sí su aire
desaforado. Se echó la capa sobre los hombros y se puso el sombrero, como
un hombre que sabe lo que se ha de hacer.
—Pronto te llegará una invitación por medio de tu ama, y la aceptarás —
le dijo a Luzia. Después de hacerle una seña a Santángel para que lo
acompañara, se dirigió a la puerta, reventando uvas bajo sus botas de cuero
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negro—. Procura dejarla presentable —le ordenó a Hualit sin mirarla mientras
cruzaba la puerta y salía a la calle.
Santángel lo siguió, cubriéndose los hombros estrechos con su capa. Luzia
no entendió la mirada de compasión que le dirigió antes de calarse la capucha
para esconder el rostro y aquellos ojos extraños y resplandecientes.
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Capítulo 9
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cansada—. Ahora mismo necesitas aliados. Y yo también. El hombre que
conociste anoche trabaja para Antonio Pérez.
«Antonio Pérez».
—No será…
—El antiguo secretario del rey, Luzia. Es el hombre más astuto y
peligroso de toda España, y ahora se ha fijado en ti. A esto te han llevado tus
milagros. ¿Crees que Marius Ordoño te puede proteger de Antonio Pérez?
¿Crees que el rey te dejará seguir vaciando orinales solo porque hagas una
reverencia e inclines la cabeza como una tonta?
—¿El rey? —A Luzia se le quebró la voz al decirlo—. Pero no puede ser
que…
—El rey quiere milagros y Pérez se los ha prometido. Celebrará un torneo
en La Casilla para encontrar un campeón santo.
Luzia se dejó caer al lado de Hualit.
—Ahora sí que quiero ese vino. —Hualit lo escanció—. En fin… —dijo
Luzia después de apurar su segundo vaso—. Supongo que estoy condenada.
—No seas mentecata. Se te ha dado una oportunidad y yo te ayudaré a
aprovecharla. Por ti y por mí.
—¿Las fauces de un tiburón son una oportunidad?
—Para el tiburón sí.
Luzia conocía los precios del pescado y cómo identificar las naranjas más
dulces. Sabía eliminar las manchas de la ropa blanca y abrillantar el cristal.
No sabía nada de política ni autoridad.
—Estas aguas son demasiado profundas, Hualit.
—Empieza a acostumbrarte a llamarme Catalina. O mejor, señora De
Castro de Oro.
Luzia le hizo una reverencia exagerada.
—Discúlpeme vuestra merced. Pero cambiar de nombre no cambia
nuestra condición. Los judíos no caerán del árbol familiar por mucho que lo
sacudas.
—Eso déjamelo a mí.
Volvía a tener esa mirada calculadora; Luzia lo entendió por fin.
—Tú lo sabías —dijo Luzia—. Sabías que don Víctor se interesaría. Me
pediste que dejara de hacer milagritos porque estabas segura de que te
desobedecería. ¿También sabías que el espía de Antonio Pérez iría a casa de
los Ordoño?
Hualit se encogió levemente de hombros.
—Era cosa tuya decidir qué clase de calamidad querías buscarte.
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Luzia se levantó, pero notó que el vino le hacía perder el equilibrio. Hualit
le había tendido una trampa. La había provocado, confiando en el orgullo y la
terquedad de Luzia, en la fe que tenía en que sus dones habían de valer para
algo.
—Tú conoces los mismos refranes que yo —protestó Luzia—. Las
palabras las aprendí de ti. ¿Por qué no te ganas tú a Pérez y al rey?
—Tú no tienes talento para la política. Yo no tengo talento para la magia.
—Hualit lo dijo sin darle importancia, pero a Luzia le pareció detectar cierta
amargura. ¿Cómo no se había dado cuenta hasta ahora? Hualit no podía
emplear los refranes, no como Luzia. Su tía no podía oír su música; de lo
contrario, habría aprovechado gustosamente esa oportunidad en su lugar—.
Piensa un momento, Luzia. Considera lo que te ofrece Víctor. ¿Cómo crees
que me transformé en Catalina de Castro de Oro? Piensa en lo que me costó
convertirme en una viuda digna de algo más que yacer una hora con un
hombre como Víctor de Paredes. No imaginas las vilezas a las que tuve que
someterme para conseguir un nombre y un pasado nuevos, para dejar nuestro
árbol familiar perfectamente podado.
El silencio se abatió sobre el patio, como si algo muy poderoso las
estuviera espiando. El destino, Dios o, más peligroso incluso, un vecino
indiscreto. Las uvas que Luzia había creado colgaban pesadamente de la
estructura; ahora se le antojaban extrañas, como si hubiera sido otra persona
quien las había hecho florecer y madurar. Tuvo la desagradable sensación de
que, si cogía una de esas uvas, la notaría temblar en la palma de la mano,
como si fuera un huevo, como si hubiera algo a punto de nacer bajo la cáscara
roja y fina. ¿En qué podría convertirse esa uva? ¿Y Luzia? ¿Tan fácil le
resultaría a Víctor de Paredes reescribir su pasado?
—¿Me puede dar un apellido?
Un apellido de verdad. Un apellido de cristiana vieja, libre de dudas,
manchas y sospechas. Podría buscar empleos en casas mejores. Podría casarse
y tener hijos sin miedo. Sería libre. Libre de hablar, de leer, de dejar que la
vieran.
—Deberá hacerlo si pretende presentarte ante Pérez.
Era imposible. Era peligroso. Estaban todos locos por planteárselo
siquiera.
—La ambición te nubla el juicio —dijo Luzia, furiosa al oír su voz llena
de hambre y anhelo; la criatura codiciosa que tenía dentro era incapaz de dar
la espalda a semejante oportunidad—. No sé jugar a este juego.
—Tú déjame eso a mí —dijo Hualit—. Yo juego con los mejores.
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No muy lejos del silencioso patio, la carroza de Víctor de Paredes traqueteaba
por los adoquines de una de las calles recién pavimentadas de la capital, y
Santángel veía pasar la ciudad, la tortuosa y apretada mezcolanza de muros de
ladrillo, paredes de adobe torcidas y ocasionales fachadas de piedra. Pensó en
las calles sinuosas de Toledo, en las colinas de Granada. Madrid le aburría.
Estaba harto del olor a mierda de caballo y mugre, del parloteo de la gente.
Estaba harto de todo.
—¿Me escuchas, Santángel? —Asintió, aunque no era cierto—. Ya es
tarde para conseguir una invitación a La Casilla —continuó Víctor—. Solo
quedan unas semanas para el torneíllo de Pérez, pero encontraré la manera.
—No me cabe duda de que lo intentarás. —Nada estaba fuera del alcance
de Víctor de Paredes. Su influencia y sus aspiraciones no conocían límite.
Tampoco su buena suerte, por supuesto—. Pero los demás candidatos de
Pérez llevan meses preparándose. La muchacha tendrá una desventaja
insuperable.
—Se las arreglará —dijo Víctor—. O no.
Su ademán indiferente no engañó a Santángel. Ciertamente, Víctor ya
había querido antes tener una colección de rarezas, una casa de fieras. Los
intentos previos habían resultado ser demasiado peligrosos, y presentarle a
Antonio Pérez una criada analfabeta podría ser más arriesgado aún. Si Víctor
hubiera podido bruñir todas las noches su apellido hasta dejarlo reluciente, lo
habría hecho. Si de verdad pretendía respaldar a esa muchacha en tan notoria
empresa, el triunfo era su única opción.
—¿Tan seguro estás de que Pérez te lo permitirá? —preguntó Santángel
—. No te aprecia.
Un soborno no serviría de nada; Pérez era el único hombre en Madrid con
más dineros que Víctor de Paredes.
—Lo permitirá. Está demasiado desesperado por reconquistar el favor del
rey como para cerrarle la puerta al potencial de la muchacha.
—¿Y qué hallará cuando abra tal puerta?
Víctor suspiró.
—Habría preferido que fuese una candidata más agraciada, sí. Pero ya has
visto lo que sabe hacer.
—Una pizca de magia doméstica.
—Lo sé, lo sé. Tú has visto portentos. Pero procura recordar que la corte
no ha sido testigo de los mismos milagros que tú.
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—También tú harías bien en recordarlo. Lo que ha hecho esa moza triste y
apagada nada tiene que ver con Dios ni con sus ángeles.
—Eso me trae sin cuidado.
—Pues haces mal. ¿Tanto vale un título como para poner en peligro tu
vida y tu fortuna?
Víctor lo miró como si estuviera loco.
—Por supuesto. Y cuando haya terminado con ella, esa moza triste y
apagada irradiará tanta luz celestial que hasta el papa tendrá que entornar los
ojos cuando la mire.
Santángel casi se echó a reír. Qué humano parecía Víctor, qué cómodo,
rebosante de confianza y buen humor, blasfemando alegremente delante de
Santángel como si ellos dos fueran viejos amigos. Quizá lo fueran. Un amo
nunca llegaba a conocer del todo a su sirviente. En cambio, un sirviente debía
conocer bien a su amo, y Víctor de Paredes no era un hombre difícil de
entender. Era tan ambicioso como lo habían sido su padre y su abuelo antes
que él. Ostentaba el título de caballero, pero anhelaba seguir ascendiendo y
para ello necesitaba el favor del rey, algo que ni tan siquiera Santángel podía
proporcionarle. Desde la pérdida de su Armada, Felipe se había vuelto incluso
más retraído que antes, y permanecía escondido en El Escorial como una
suerte de galán herido cuyo obsequio de guerra y sangre había sido rechazado
por la reina hereje de Inglaterra.
Y no solo el rey estaba mohíno. Era como si todo Madrid, como si toda
Castilla compartiera su mal humor. Su grande y felicísima Armada en ruinas.
Sus oraciones sin respuesta. Los piratas ingleses asediando la costa. Las
advertencias de Piedrola y las funestas profecías de Lucrecia de León, esa
niña tonta, se habían cumplido todas. Las inmundas calles de la capital
estaban tan rebosantes de enojo como de orines y basura. ¿Quién se creía que
era ese Austria para sacrificar sus tributos y a sus hijos en guerras
interminables? ¿Y si Dios les había dado la espalda a España y su imperio?
Esas murmuraciones llegaban a oídos de Felipe. Por eso había mandado a la
Inquisición en pos de Lucrecia y sus seguidores.
—No tengas tanta prisa por unir tu suerte a la de Pérez —le advirtió
Santángel, aunque no sabía por qué se molestaba. Tal vez porque, incluso
después de tantos años, todavía quería salvar el cuello, y su destino no podía
separarse de Víctor y su familia—. El rey ya no le quiere bien.
—El humor del rey cambiará cuando Pérez le presente a una campeona.
—La tuya.
—Justamente.
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—Una criada.
—Un mendigo debe conformarse con las migajas que caigan de la mesa.
Además, el candidato de la marquesa de Ardales es hijo de un olivarero.
Esta vez una sonrisilla cruzó el rostro de Víctor, arrugando ligeramente su
cicatriz. Ojalá ese trozo de metal le hubiera entrado por el ojo y traspasado el
cráneo. Santángel había pensado en ese incidente demasiadas veces. Víctor no
tenía hijos. De haber muerto en esa cacería ¿Santángel habría sido libre? ¿O
se habría visto condenado a quedarse esperando hasta que hallaran algún
heredero, otro De Paredes que se convirtiera en su nuevo dueño?
—La chica te ha sorprendido —dijo Víctor—. Reconócelo.
Santángel no pensaba admitir tal cosa. Al menos ante Víctor. Pero ¿ante sí
mismo? No le dolía reconocer que había esperado que fuera otra farsante.
Durante su larga vida había conocido a un sinfín de presuntos místicos y
hombres santos. Monjes que decían levitar, videntes a los que les sangraban
las manos cuando les sobrevenía una visión, zahoríes y adivinos. Pero no
podía negar lo que la muchacha había hecho en ese patio ni cómo le había
ardido la sangre a él al notarlo. Una sensación desagradable; Santángel
llevaba tiempo dormido. No le apetecía levantarse para descorrer las cortinas
y mirar el sol con ojos entornados. Pero de pronto aparecía esa triste criada,
sacaba magia del aire y lo obligaba a despertar. Y qué muchacha: los hombros
encorvados, la cabeza gacha, sin pizca de dignidad, de hermosura ni de fuego.
Un lamentable receptáculo de poder.
Le rugió el estómago. Tenía hambre por primera vez desde hacía años.
—Posee cierto talento —contestó Santángel a regañadientes—. Pero eso
no basta. ¿Esperas que esa criaturilla asustada y simplona sobreviva entre los
buitres de Pérez? Si buscas hacer trizas tu reputación y arruinar a tu familia,
adelante, lleva a tu criada a La Casilla y, cuando fracase, saborearé tu
deshonra.
Al menos eso sí que era cierto.
—No fracasará —replicó Víctor—. Tú te asegurarás de ello. Has visto el
poder que tiene dentro.
¿Verlo? Ese poder le había hecho temblar hasta los huesos.
—Lo que he visto es algo descontrolado. Impredecible. La niña que
aprende a encender un fuego también es poderosa.
—Puede aprender.
—Muy confiado estás. ¿Y si algo se tuerce? ¿Quieres ver a tu familia
arrastrada hasta Toledo y procesada? La tuya es una gran fortuna, y estoy
seguro de que a la Iglesia y la Corona les encantaría rapiñarla.
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—Tú protegerás a mi familia de la ruina, como has hecho siempre. —
Víctor se atusó la barba—. Enseñarás a la muchacha. Te asegurarás de que
supere las pruebas que le plantee Pérez y de que gane el torneo. Pérez
recuperará el favor del rey y volverá a ser nombrado secretario. El rey tendrá
a una campeona con la que derrotar a esa puta de la reina de Inglaterra. Y yo
seré conde. Duque, tal vez. Y con el tiempo, grande de España.
—Y todos contentos.
—Incluso tú, Santángel.
—Eso sí que sería un verdadero milagro.
—Te aseguro que estarás contento —dijo Víctor—. Porque serás libre.
Santángel dejó de tamborilear sobre su rodilla con la mano enguantada y
observó el semblante de Víctor. Su amo no bromeaba nunca con la libertad ni
la mencionaba jamás. De niño le había prometido muchas cosas a Santángel.
Que él no sería tan cruel como su padre o su abuelo, que no deseaba poseer un
esclavo. Pero había cambiado, como todo. Santángel guardó silencio,
expectante.
—Enséñale bien —continuó Víctor—. Haz que triunfe y se convierta en la
favorita del rey… y te liberaré de mi servicio.
No podía hablar en serio. Y sin embargo… Si esa muchacha lograba
vencer, si conseguía un lugar a la vera del rey, podría ser tanto la espía como
la sirviente de Víctor de Paredes, más valiosa para él de lo que Guillén
Santángel había sido nunca.
La libertad. Después de tantos siglos. Primero el hambre, ahora el miedo.
Y todo en una sola tarde. Pero en el fondo no eran cosas tan distintas. Aquel
era el miedo de ansiar algo que se había obligado a creer que permanecería
fuera de su alcance para siempre.
¿Era siquiera posible hacer triunfar a la criada? La recordó plantada en
aquel patio, con la cofia blanca calada, las mejillas coloradas, las manos
bastas y enrojecidas cerradas con fuerza mientras la poseía la magia.
—Esto terminará mal, Víctor.
Víctor de Paredes sonrió.
—Para algunos, quizá. Pero no para mí.
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Capítulo 10
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amarillentas de su boda. ¿Y cómo iba a presentarse allí sin carroza ni caballos
propios?
—La Casilla —repitió, luchando por sonreír de nuevo, como un loro al
que solo le han enseñado una palabra. Se dio la vuelta y subió lentamente las
escaleras.
Luzia la miró mientras se desvanecía en la penumbra cual chispa
moribunda. Doña Valentina se mostraba contenta muy pocas veces, y Luzia le
acababa de robar esa dicha. Pero era mejor apuñalar su propia esperanza y la
de Valentina antes de que se avivaran y cobraran forma.
Un deseo concedido rara vez era el regalo que aparentaba ser. Las locas
que creyeran lo contrario no habían oído el cuento hasta el final. Víctor de
Paredes podía proporcionarle a Luzia una vida nueva, limpiar su pasado, pero
de ese modo la controlaría igual que controlaba a Hualit. Su influyente y
hermosa tía, que tanto reía y no dudaba nunca de su propio juicio, que hallaba
placer en todas las cosas y hacía lo que se le antojaba a cada rato. Luzia
siempre se la había imaginado como una especie de hechicera que había
embrujado a un noble poderoso al que tenía cautivo. Pero no era eso lo que
había visto en el patio. Por mucho que Hualit insistiera en que conocía el
juego, había sido don Víctor el que había dado todas las órdenes, y todos los
demás se habían afanado en cumplir su voluntad, incluso el extraño
Santángel, que había hecho temblar de miedo a Hualit.
En el fondo, lo que más la preocupaba no eran los caprichos de don
Víctor. Los días de Luzia ya estaban moldeados y maltratados por los
arrebatos de ira de Valentina. Pero la noche anterior había tenido que bregar
con lo que requeriría una actuación capaz de hacerla ascender. ¿Cómo iba a
pronunciar sus refranes delante de Pérez o del rey, por no hablar de competir
en aquel torneo? Los pisotones y palmadas eran una protección muy endeble.
¿Cómo esperaba solucionar eso Hualit? ¿Y cómo iba a explicarle Luzia a un
hombre como Víctor de Paredes que no podía cumplir su voluntad? Quizá la
pobreza de los Ordoño fuera su salvación; carecían de medios para visitar La
Casilla, fuera quien fuera el que los invitara.
«Alégrate», se dijo. «Da gracias de no poder seguir recorriendo este
camino». Pero le costaba considerar una victoria la idea de pasar el resto de
sus días picando repollo y sintiendo que la vida se le derramaba en aquel
suelo de tierra todas las noches. Esa pizca de magia, ese pequeño retazo de
poder tenía que valer algo más, seguro.
«No tan pequeño», pensó mientras le extendía la masa a Águeda. Su
magia no le había parecido pequeña entre esas parras. La había llenado como
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un pozo que no se agotaba. Había sido casi abrumador. En una ocasión, Luzia
había montado a caballo con su padre, cuando este aún trabajaba en las
afueras de la ciudad. El caballo era un rocín de granja, viejo y pulgoso, pero
le había encantado estar tan alta; se había creído otra persona, una princesa o
una noble dama de la comitiva de un rey, mientras el caballo avanzaba
pesadamente por las áridas colinas frente a los muros de la ciudad. Al llegar a
una zanja, su padre le había dicho «Sujétate bien, Luzia» y había clavado los
talones en los flancos del caballo.
El animal había cobrado vida entonces, como si fuera una bestia
enteramente distinta, como si estuvieran a punto de brotarle alas de los
costados. Cuando saltó la zanja, Luzia notó sus músculos debajo del cuerpo,
como el curso de un río. El rocín había galopado durante menos de un minuto,
pero el corazón de Luzia había corrido con él, exultante por aquel vistazo de
otra vida para ella, para el caballo. Exactamente así había sentido su magia en
el patio de Hualit, mientras la parra cobraba vida con un rugido a su
alrededor, poderosa y casi fuera de control; una criatura enérgica y vigorosa,
capaz de llevarla a cualquier parte. O de encabritarse, tirarla al suelo y dejarla
quebrantada en la ribera.
Hualit le había dicho que los refranes no eran nada, solo un secreto que
guardar, un humilde consuelo para una vida humilde. ¿Por qué Luzia había
estado tan predispuesta a creerla?
En ese momento alguien llamó a la puerta principal.
—Luzia. —Su nombre bajó flotando por las escaleras. Al parecer, el loro
sabía decir más cosas—. Ven.
Luzia se secó las manos y subió las escaleras a zancadas. Se encontró a
Valentina esperándola, blanca como la cera, alisándole los cabellos como para
tranquilizarse. ¿Iba a castigarla su ama por haberle arrebatado sus ilusiones?
—Ven —repitió Valentina. Pero no giró los pies hacia las escaleras.
Luzia la siguió hasta el salón, la estancia más lujosa de la casa, aunque las
ventanas no tenían buenas vistas ni había hermosos cuadros en las paredes. El
brasero estaba encendido; Luzia advirtió que no lo habían llenado de huesos
de aceituna, sino de carbón, con lo que costaba. Trastabilló al ver al hombre
que aguardaba frente a la ventana, con las manos entrelazadas a la espalda.
Por eso los Ordoño hacían ostentación. Víctor de Paredes. No había perdido
el tiempo.
Su asombro fue casi el mismo cuando vio a don Marius en el salón. Pocas
veces almorzaba en la casa, y casi todo el tiempo que pasaba allí se encerraba
en su estudio. Le resultó raro verlo a la luz del día, y le sorprendió lo joven
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que parecía. «Es porque sonríe», comprendió. Don Marius parecía
complacido en lugar de amargado y ceñudo, porque un caballero rico y
poderoso había venido a su casa.
—Os dejo a solas —dijo Valentina haciendo una breve reverencia.
Luzia quiso pedirle que volviera. Como si Valentina pudiera protegerla de
lo que iba a pasar, fuera lo que fuera.
—Don Víctor, os presento a Luzia Cotado —dijo Marius.
Si verlo a la luz del sol ya era raro, oírlo pronunciar su nombre y su
apellido era absolutamente desconcertante.
Luzia procuró no mirarlos a los ojos y hacer su mejor reverencia, tan
lamentable como la del día anterior. Pese a todas las cosas que se había
imaginado, ni se le había pasado por la cabeza ver a don Víctor en aquella
habitación, en aquel momento.
—Don Víctor ha oído hablar de tus talentos y se ha ofrecido a ser tu
benefactor.
«Benefactor». En cualquier otro contexto, la propuesta habría sido una
obscenidad. Su tía le había contado a Luzia cómo había conocido a Víctor de
Paredes: que este había visto la carroza de Hualit en los jardines del Prado y
la había abordado; que ella le había dicho que se llamaba Catalina de Castro
de Oro, y no Hualit Cana, y que era viuda, para que don Víctor supiera que
podía poseerla sin consideración a su virtud ni a la ira de un padre orgulloso.
Tanto el apellido como el marido difunto eran ficticios, pero cumplían la
función de una buena historia y abrían la puerta a las posibilidades. Al cabo
de pocos días, don Víctor se había presentado en su casa con una esmeralda
grande como una nuez y le había pedido ser su benefactor. O al menos eso era
lo que le había contado Hualit. Por primera vez, Luzia se preguntó si sería
verdad. Si acaso la vida podía ser tan sencilla, incluso para una mujer tan
hermosa.
Luzia no sabía si debía aparentar sorpresa, alegría o miedo, así que se
quedó mirándose los zapatos con aire dócil. Era mejor que la creyeran una
bolita de arcilla, fácil de moldear.
—¿Benefactor, señor? —masculló.
—Se encargará de que te eduquen y te vistan adecuadamente para tener
una audiencia con Antonio Pérez. —Al ver que Luzia guardaba silencio,
Marius carraspeó—. Da gracias a Dios por la generosidad de don Víctor.
Luzia sabía que debía limitarse a repetir lo que había dicho Marius, pero
las palabras se le retorcieron solas en la lengua.
—Doy gracias a Dios por la generosidad de los hombres desinteresados.
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—Muy bien —dijo Marius, aliviado de que Luzia no lo hubiera dejado en
evidencia—. Hoy mismo empezarás tus lecciones.
—Acompáñame, mi querida Luzia —dijo don Víctor.
Le ofreció el brazo y, mientras se alejaban por el pasillo, su mano le
aferró la muñeca.
—En lo sucesivo, piensa bien antes de hablar, preciosa —susurró—. Yo
no soy un majadero como don Marius, ni tú tan obtusa como aparentas.
Haríamos bien en recordarlo.
Su mano siguió apretándole; Luzia notó que los huesecillos de la muñeca
se le doblaban. Se quedó sin respiración, pero no gritó. Oía a Marius y a
Valentina cuchicheando, caminando tras ellos como dos damas de compañía.
Luzia asintió y permaneció en silencio mientras don Víctor hablaba sobre
las numerosas habitaciones de La Casilla, la magnífica finca y las ropas que
necesitarían para todos los banquetes y actuaciones. La muñeca de Luzia
palpitaba, pero ignoró el dolor. Sí, lo recordaría. Tendría más cuidado. Había
soñado con un rey bienhechor y, si Víctor de Paredes quería representar ese
papel, Luzia estaba dispuesta a ser la plebeya rescatada. Contendría la lengua,
perfeccionaría sus reverencias y hallaría la forma de sacar provecho de la
situación. Le arrancaría la oportunidad de las fauces al tiburón si descubría
cómo.
Al mirar hacia atrás, Luzia vio que Marius sonreía de oreja a oreja.
Valentina, que iba dos pasos por detrás, tan solo parecía nerviosa.
Luzia sentía que la conducían a un altar de sacrificios, pero solo se
dirigían al cuarto de la planta superior que se usaba como almacén de la ropa
blanca. Habría sido un dormitorio infantil, pero no había llegado niño alguno.
Ahora, las mantas y los paños apilados habían desaparecido, y la estrecha
cama donde se colocaban estaba hecha. ¿Quién había sido? ¿Valentina había
sacudido el colchón? ¿Aireado las sábanas? ¿Alisado la colcha?
—Don Víctor quería ver tu dormitorio —dijo don Marius, mirando muy
fijamente a Luzia—. Está sumamente preocupado por tu bienestar.
De modo que no querían que el gran señor se enterara de que su milagrera
dormía en la despensa.
—Tal vez estaría mejor atendida si dispusiera de aposentos privados en mi
casa —propuso don Víctor—. Tengo espacio de sobra, y allí podría recibir
sus lecciones sin molestias ni interrupciones.
A Luzia no le gustó la idea. Ayer mismo se habría abalanzado sobre la
oportunidad de trabajar como criada en casa de un hombre como él, rodeada
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de riquezas y abundancia. Pero le dolía la muñeca, y no quería imaginar lo
que podría sucederle bajo el techo de don Víctor.
—No querríamos abusar de vuestra hospitalidad —balbuceó Marius.
De pronto Valentina se colgó del brazo de Luzia, que procuró no dar un
brinco.
—Don Víctor, vuestra merced es demasiado generoso, pero todo esto es
muy nuevo para Luzia, y hace años que vive en nuestra casa. Es mejor que
siga en un lugar familiar, rodeada de personas que conoce.
Marius se quedó pasmado al ver con qué habilidad su esposa había
eludido a don Víctor, y Luzia debía reconocer que también estaba
impresionada. «Si el miedo de perderme basta para avivar el ingenio de
Valentina», pensó con asombro, «debo de ser ciertamente valiosa».
Luzia aguardó, como en volandas, cual huesecillo quebradizo atrapado
entre el brazo de don Víctor y el codo de Valentina. Los Ordoño no estaban
dispuestos a renunciar a ella tan fácilmente. Luzia era su criada, su tesoro
inesperado, el botín saqueado en un país desconocido. Pero si Víctor de
Paredes quería tenerla en su casa, a Luzia no le cabía duda de que se saldría
con la suya. De hecho, no tenía más que ofrecerle un sueldo mayor y Luzia
saldría con él de la casa de inmediato. El dinero era un bálsamo fantástico
contra el miedo.
Pero Víctor se limitó a sonreír e inclinó apenas la barbilla, como
reconociendo con elegancia que había perdido. Sin embargo, Luzia tenía la
sensación de que no había sido así en absoluto. Quería que Luzia estuviera en
esa casa, bajo el techo de los Ordoño y no bajo el suyo. Otro misterio que
desentrañar.
—Hablemos de las condiciones —le dijo don Víctor a Marius—. Estamos
a punto de emprender una gran aventura, amigo mío.
Cuando Marius y don Víctor se marcharon, Valentina comentó:
—Qué buena suerte.
No le había hecho ninguna pregunta, pero parecía estar esperando a que
respondiera, así que Luzia dijo simplemente:
—Sí.
—He visto el palacio de don Víctor. Lo mandó construir cerca de los
jardines del Alcázar. Está orientado de tal manera que desde casi todas las
ventanas se ven praderas y parques. Casi se olvida una de que está en la
ciudad. O eso me dicen.
—Debe de ser muy rico, pues.
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—Así es. Y desde hace muchas generaciones. La familia De Paredes es
famosa por su buena fortuna. —Se tocó la mejilla, en homenaje a aquel
perdigón que apenas le había hecho daño a don Víctor—. Pero esta vez es
nuestro barco el que ha arribado a la costa adecuada.
Había ferocidad en los ojos de Valentina, un fuego que Luzia no había
visto nunca. Don Víctor les compraría vestidos a las dos y tal vez incluso
prestaría una carroza a la familia.
Valentina debía de saber, igual que Luzia, que todo ello tenía un precio.
Pero ninguna de las dos podía imaginarse cuál sería.
—Adelante —dijo Valentina, señalándole la habitación vacía. Luego,
como si volviera en sí, añadió—: Ten muy claro que tu posición no ha
cambiado. Da igual dónde recuestes la cabeza por las noches.
Luzia no se molestó en contestarle. Ambas sabían que no era verdad.
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interior. «Muchísimo más. Podrías asomarte a las ventanas de un palacio.
Podrías llegar a conocer a un rey».
Caminó hasta la jofaina. El aguamanil estaba vacío. En el espejo,
contempló su rostro cetrino, su cofia apretada sobre el cabello trenzado.
Entonces algo se movió a su espalda y Luzia dio un respingo.
Un pedazo de sombra pareció desgajarse del rincón; Luzia tuvo que
contener un alarido cuando Santángel emergió de la penumbra. Vestía las
mismas ropas oscuras y su cabeza rubia resplandecía igual que una gema.
—¿Cuánto tiempo lleváis ahí? —preguntó ella, tratando de imprimir
firmeza a su voz. Ningún hombre debería entrar en su dormitorio, aunque
tenía la impresión de que Guillen Santángel no era exactamente un hombre—.
No deberíais estar aquí. Conmigo. A solas. En mi alcoba.
Parecía una boba tartamuda.
—Esta no es tu alcoba.
—Claro que lo es, señor.
Santángel abrió el armario.
—Ni un vestido.
—Este es el único que tengo, señor.
—Ni mudas de ropa blanca.
—¿Vuestra merced ha estado hurgando en mi baúl?
—No hay ninguno en el que hurgar. —Enarcó sus pálidas cejas—. Ni un
solo indicio de uso. No hay imágenes de tu santo patrón ni velas ni flores
secas ni recuerdo alguno a la vista.
—Soy una criada, señor. Tales cosas no me sirven.
—Hasta a una criada se le permite tener alma, Luzia Cotado.
—¿Puedo servir en algo a vuestra merced? —Las mejillas de Luzia se
sonrosaron. No pretendía sonar grosera, pero las palabras le habían salido así.
Santángel la observó con ojos brillantes.
—Lo dudo mucho —respondió finalmente. Su mirada viajó desde la cofia
de Luzia hasta sus zapatos gastados—. Tienes manos de fregona.
—Porque lo soy, señor.
—Y el cuello sucio de tierra.
—Porque duermo sobre ella.
—Esta no es tu alcoba, pues.
—No —confesó Luzia. ¿Qué más daba lo que pensara Santángel de ella?
¿Por qué proteger a Valentina y a Marius?—. Duermo en el suelo de la
despensa, cual vulgar cerda en su cochiquera. Si no os place que tenga el
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aspecto de una vulgar cerda, encargaos de que disponga de agua caliente y
jabón. Así al menos pareceré una cerda más digna.
Su plan de contener la lengua no había durado mucho.
Santángel frunció el ceño.
—Si esperas sobrevivir, no puedes ser esta persona.
—Y, sin embargo, aquí estoy.
Debería ser más cautelosa con esa criatura que se fundía con las sombras
y hacía temblar de terror a su tía. Pero le estaba costando más de lo esperado
mantener la boca cerrada. Tal vez solo había sido sencillo hasta ahora porque
nadie se molestaba en hablarle.
—La mala hierba crece hasta que la arrancan de raíz —dijo Santángel,
serio como un cura—. El torneo secreto no es un simple juego. No es un
divertimento cortés donde tus trucos de salón causarán estupor. Pérez está
convencido de que puede recuperar el favor del rey si le presenta a alguien
capaz de emplear magia santa. Su vida y su fortuna están en juego.
—No todos tenemos una fortuna que apostar.
—¿Y qué hay de tu vida? ¿Tan poco la valoras? —Luzia no pudo evitar
pensar que Santángel le estaba haciendo una pregunta distinta, que si le
escuchaba con más atención, entendería su verdadero significado. Santángel
avanzó un paso hacia ella; Luzia tuvo que obligarse a no retroceder—. ¿Sabes
por qué te permiten participar en el torneo?
—¿Porque Pérez está desesperado?
Al oír eso, Santángel guardó silencio un momento. Luzia supo que había
acertado.
—A uno de los candidatos lo mataron —dijo entonces—. Bien, veo que
ahora me escuchas. Era un joven monje de Huesca.
—¿Y… don Víctor…?
Los peculiares ojos de Santángel se entornaron, pero no exclamó «¡Claro
que no!» ni «¿Cómo se te ocurre?».
—No, el monje se ahogó hace más de una semana —dijo en su lugar—.
Mucho antes de que tus talentos llegaran a oídos de Víctor.
—¿Un accidente, pues?
—Qué talante tan optimista tienes. No es raro que los hombres se caigan
desde un puente. Tampoco que salten. Ni que los empujen.
—Si no fue don Víctor… —Luzia se sentó—. ¿Hay más participantes en
ese torneo?
—Tres más.
—Entonces, ¿uno de ellos mandó matar al monje?
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—Más bien uno de sus benefactores, pero así es. O también puede ser que
el monje se emborrachara con aguardiente y se asomara por el puente para ver
su reflejo.
—Debería bajar a ver cómo va la sopa.
—La sopa —repitió Santángel con incredulidad.
—Águeda se distrae y la deja hervir demasiado tiempo. Luego queda
demasiado salada.
Era lo único que se le ocurría. Necesitaba tiempo para pensar. Luzia
quería tener dinero, la oportunidad de una vida que no terminara en un
hospital de pobres ni en una calleja donde la gente le pasara por encima hasta
que alguien se dignara a apartar su cadáver de en medio. Pero acabar arrojada
a un río o envenenada por un rival tampoco sonaba mucho mejor.
Santángel sacó una bolsa de terciopelo y la vació sobre el escritorio que
había bajo la ventana. Su contenido repiqueteó al caer.
—¿Una alubia? —dijo Luzia—. ¿Queréis que la eche en la sopa?
—Quiero que me enseñes el talento que demostraste en el patio.
No podía hacerlo. No en aquella habitación silenciosa. No sin disfrazar
sus palabras de algún modo.
—¿Ya os habéis cansado de intentar asustarme?
—Si quisiera asustarte, estarías asustada. Lo que quiero es que reconozcas
el peligro al que te vas a enfrentar.
—Sí, señor. Lo entiendo. Lo más probable es que termine asesinada en mi
lecho.
—Tal vez. Pero también es posible que lo hagas bien y triunfes.
—¿Lo creéis de verdad?
—He vivido el tiempo suficiente para convencerme de que todo es
posible.
No parecía tan mayor. Enfermizo y abocado a una muerte temprana, sí,
pero no viejo.
—Posible —dijo Luzia—. Pero improbable.
—Muy improbable —admitió él—. Mi tarea consiste en prepararte y
asegurarme de que tus milagros no te condenen.
—¿Podéis protegerme de la condenación?
—Al menos puedo intentar que no la lleves tú misma hasta tu puerta.
—Ni hasta la de don Víctor.
—Exacto. Hay ciertos lugares a los que no deben acercarse tus milagros.
La resurrección, la transformación… Solo Dios, en su infinita gloria, puede
transformar una cosa en otra.
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—Como el agua en vino.
—Justamente.
—Pero ¿los alquimistas no buscan transformar el plomo en oro?
—Eso es ciencia, no milagro.
—No tiene sentido —protestó Luzia, pese a que se repetía que debía
guardar silencio. Mostrarse humilde. Agradecida.
—Eso cuéntaselo a la Inquisición. Las ilusiones son cosa del diablo. Los
milagros, de Dios.
—¿Y mis milagritos?
—Significan que Dios habla a través de ti. Al menos eso dirás a quien te
pregunte.
—¿Por qué iba Dios a elegirme a mí?
—Porque Dios ama a los desdichados —respondió Santángel con
brusquedad—. Ya he contestado a suficientes preguntas, conque aquí tienes
una mía: ¿has oído hablar de Lucrecia de León?
—La muchacha que tenía visiones.
—Sueños proféticos. Por centenares. Predijo la derrota de la Armada de
nuestro rey.
—Entonces, no mentía.
—Tal vez no, pero ahora sigue soñando en una celda de Toledo,
encarcelada por la Inquisición. La procesarán y la hallarán culpable de fraude
y herejía, y puede que también de brujería y otras cosas más.
—¿La quemarán? —Luzia no quería dejar ver su miedo.
—Es una posibilidad. Si tiene suerte, solo la harán abjurar, la azotarán y la
desterrarán. ¿Predijo la derrota de la Armada, o la ocasionó de algún modo?
La frontera entre una santa y una bruja es muy delgada, y no sé si estás
preparada para recorrerla.
—¿Tengo elección?
Santángel pareció reflexionar.
—Podrías decidir no participar en el torneo. Así nos ahorrarías a todos la
humillación de la derrota.
Ahí estaba de nuevo: otra invitación, otra oportunidad de anteponer la
prudencia al orgullo.
—¿Y si quisiera ganar? —preguntó Luzia sin poder contenerse.
—En tal caso, yo te ayudaré y procuraremos sacar provecho de nuestras
malas decisiones. Y eso significa pasar las tardes practicando, no removiendo
la sopa. Las órdenes de don Víctor han de acatarse.
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Quizá. Pero aquel baile tocaba a su fin; Luzia no podía correr riesgos
delante de aquel desconocido. Se encogió de hombros y se dio el gusto de
darle la espalda.
—Y, sin embargo, la sopa ha de removerse.
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Capítulo 12
¿Decabeza
veras le había dado la espalda? ¿Esa torpe criada que agachaba la
como un jumento, pero hablaba con tanto descaro como si
estuviera en el mentidero? No era lerda, eso lo había dejado claro al deducir la
crueldad de don Víctor; no, su amo no había mandado asesinar al monje en
aquel puente, pero podría haberlo hecho.
—¿Por qué no quieres mostrarme tu talento? —le preguntó—. ¿Es que
utilizas algún talismán pagano? ¿Temes que reconozca el idioma de tus
milagros? Me fijé en que te tapaste la boca durante la pantomima de ayer.
Ella se detuvo y lo miró de reojo. No parecía asustarse con facilidad, otro
rasgo interesante, pero ese miedo no lo podía disimular. Si era lo que hacía
falta para que le prestara atención, que así fuera.
—¿Qué idioma empleas? —insistió él—. No me tengas miedo. Al menos
no por esto.
Ella siguió callada. Era mayor de lo que le había parecido a Santángel en
un principio; ya no estaba en la flor de la juventud, si es que esa flor había
llegado a abrirse. Pobre, soltera y analfabeta. Sin embargo, que fuera pobre
significaba que estaba desesperada. Que fuera soltera significaba que no había
ningún marido obtuso al que aplacar o eliminar. Y, que no supiera leer
implicaba que tampoco sabría escribir, y por lo tanto el riesgo de que causara
problemas era menor. Nada había más peligroso que una mujer con una
pluma en la mano.
—¿Es árabe? —insistió—. ¿Sánscrito? ¿Hebreo? —Pero era como hablar
con una muñeca con ojos de vidrio—. Sea cual sea, no vas a poder disimular
durante el torneo. Yo te puedo ayudar.
Ella seguía mirándose los pies, encorvada, pero Santángel notó que
reflexionaba, que había suscitado su curiosidad.
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—¿De verdad podéis?
—Sí. El poder no se halla en el habla. Puedes aprender a formar las
palabras en tu mente, como si te dispusieras a hablar. No es difícil.
—A cantar —murmuró ella—. Yo canto las palabras.
Era un comienzo.
—Imagino que no sabes leer, ¿verdad? Sería más sencillo si supieras.
—¿Y más todavía si hablara francés y supiera bailar la pavana?
De nuevo ese desparpajo, un ingenio que no casaba con la boca de aquella
curiosa muchacha.
—De acuerdo. Puesto que no te puedes imaginar las palabras escritas en
un papel, trata de oírlas en tu mente. Escucha su pronunciación. Escucha la
canción en la oscuridad.
Cuando Santángel tomó su mano, la joven dio un respingo. Tenía la palma
muy encallecida y mugre debajo de las uñas.
—Tenéis la piel caliente —murmuró ella.
—Como ves, de cadáver solo tengo las trazas. —Ella enarcó las cejas y
apretó los labios, como si le diera miedo reírse—. Cierra los ojos. —La
muchacha frunció el ceño—. No entra en mis planes atentar contra tu
doncellez.
La muchacha casi pareció enfadarse al oír eso. No carecía de vanidad,
pues. Era un rasgo fácil de aprovechar.
—No va a funcionar —gruñó, pero inspiró hondo y cerró los ojos. Sus
pestañas negras resaltaban sobre las mejillas, muy pecosas por efecto del sol.
—Por tu bien, esperemos que sí. Dudo que tus palmadas y susurros
engañen a Antonio Pérez. —En la alcoba reinaba el silencio. La mano de la
joven estaba inerte—. Estás pensando en lo insólito que te resulta encontrarte
en esta habitación, dándome la mano. Olvídate de mí, de esta casa, de esta
calle y de todo Madrid. Piensa tan solo en el silencio, en la quietud. Todo está
vacío, como lo estuvo antes de que Dios emprendiera la creación, antes de
que se pronunciara la primera palabra. Y ahora, deja que esa palabra tome
forma e interrumpa el silencio. Óyela en tu cabeza, como una canción que es
solo tuya.
—Pero la melodía…
—Tararéala o cántala. Pero guarda las palabras para tus adentros.
El pecho de Luzia se hinchó al tomar aliento; inclinó la cabeza hacia atrás,
se rozó los labios con la lengua y, entonces, un leve tarareo brotó de ella, una
melodía extraña que brincaba de nota en nota. Le hizo pensar en los invitados
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que llegaban a una fiesta, uno por uno, formando una multitud cada vez más
bulliciosa.
La mano de la muchacha se tensó.
La alubia del escritorio brincó como si la acabaran de echar a una sartén
caliente. De pronto las alubias eran dos, tres, diez. Una marea. Cayeron en
cascada por el borde del escritorio y se desparramaron por el suelo.
La joven abrió los ojos de golpe, se soltó de un tirón y se llevó la mano al
pecho.
—Ya está —dijo él—. No hacía falta ser tan tozuda. Víctor estará
complacido.
—¿Tanto le gustan al rey las alubias? —Eso le arrancó una carcajada, un
seco ladrido que bien podría confundirse con un grito. Le faltaba práctica—.
¿Cómo sabíais que no necesitaba las palabras? —preguntó la muchacha—.
¿Dónde lo aprendisteis?
Santángel pensó en Heidelberg, en Al-Azhar, en Janbalic, en Granada. En
las noches leyendo a la luz de una vela: árabe, arameo, las formas de los
jeroglíficos, las inscripciones forjadas en bronce. En el mundo abriéndose
bajo las puntas de sus dedos.
—Te lo diré si me dices en qué lengua cantas.
—En español —mintió Luzia.
—Ningún gran milagro se obró jamás en castellano.
—¿Y por qué?
—Porque es una lengua que emplea su poder en el dominio y la conquista.
Pero te equivocas al decir que no necesitas las palabras. Sí las necesitas. Igual
que las necesitó Dios para poner en marcha todo este lamentable mecanismo.
El lenguaje crea la posibilidad. Unas veces, cuando se utiliza. Otras, cuando
se guarda en secreto. Volveremos a vernos mañana, Luzia Cotado.
—¿Y qué hago con todas estas alubias?
—Échalas en la sopa —respondió Santángel, y esta vez fue él quien se dio
el gusto de darle la espalda.
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Capítulo 13
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Santángel ya sentía los efectos del escaso tiempo que había pasado con la
muchacha. Su paso era más firme y sus pulmones respiraban con mayor
vigor. La magia compartida era una fuente de placer, y también de peligro.
Aguijoneaba la mente y el espíritu. Llenaba la estancia de posibilidades.
Santángel atajó por uno de los tortuosos callejones, dejando Lavapiés a su
izquierda, y continuó apresuradamente hacia el taller y las jaulas de Garavito.
Esa zona de la ciudad, conocida como el Rastro, estaba repleta de curtidores,
carboneros y toneleros; las calles que discurrían entre los edificios, muy
juntos e inclinados los unos sobre los otros, estaban hasta arriba de barro,
mierda y sangre de los mataderos. Nadie lo vio avanzar entre el tránsito de
carros, carretas y hombres que transportaban mercancías. Su don para el sigilo
le resultaba muy útil a Víctor, así que para Santángel ya era algo natural,
aunque a veces se preguntaba si tal vez, del mismo modo que él había ido
perdiendo interés por el mundo, el mundo también había empezado a fijarse
menos en él.
Garavito vivía en la planta baja de un edificio de húmedas paredes de
yeso, en cuyo patio el propietario le permitía guardar sus jaulas. Procedía de
una familia de tramperos y, aunque él había probado a hacerse peletero,
carecía de talento para ello. Por eso vendía las pieles de menor valor a
plebeyos y comerciantes, pero las martas y jinetas que chillaban y lloraban en
las estrechas jaulas de madera del patio se las reservaba a otros artesanos con
más destreza que él para transformar seres vivos en elegantes abrigos
forrados, sombreros de fieltro y guantes perfumados.
Santángel podía haber entrado en la casa sin dificultad, pero decidió
llamar. Un muchacho le abrió la puerta, manteniendo la cara fuera de la vista
de los transeúntes.
—Hola, Manuel —dijo Santángel—. ¿Está tu padre?
El muchacho asintió, se hizo a un lado y le dio la espalda. A los ocho
años, a Manuel se le había escapado sin querer un zorro de su padre. Garavito
le había aplastado el lado izquierdo de la cara a su hijo con el mazo que usaba
para clavar y estirar las pieles. El zagal debería haber muerto, pero había
sobrevivido, con un ojo entrecerrado para siempre y la piel de la frente curada
sobre el cráter del cráneo. Hacía mucho que la madre ya no estaba; según a
quién preguntaras, se había fugado en plena noche o Garavito la había
asesinado.
Santángel dejó una torrecilla de reales de plata en la mesa desvencijada.
—Márchate de aquí. Vete con tus tíos. O búscate la vida solo.
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El muchacho siguió mirándolo, como si sospechara que se trataba de un
truco.
—¿Lo vais a matar?
Santángel se quedó esperando sin responder. En otro tiempo, cierto
sentido de la justicia y la rectitud le habría hecho sentir deseos de matar a un
bruto como Garavito, pero ahora solo era una tarea que despachar.
Manuel se apoderó de las monedas de la mesa y las apretó contra su
pecho.
—Vete —repitió Santángel.
Mientras cruzaba el patio, se fijó en el centelleo de los ojillos asustados y
las uñas que rascaban los agujeros de las jaulas. Odiaba aquel lugar y le
alegraba saber que después de hoy no tendría que volver a visitarlo.
Garavito estaba sentado en una banqueta, encorvado sobre una ardilla
muerta y ensangrentada, separando chapuceramente la piel del cuerpo inerte
del animal con un cuchillo.
—Garavito —dijo Santángel en voz baja.
El hombretón se sobresaltó y se levantó de golpe, volcando la banqueta.
Tenía una mata de cabello moreno y la nariz casi aplanada contra la cara, de
tantas veces que se la había partido.
—Mierda —dijo al ver a Santángel. Se inclinó con torpeza, con la ardilla
mutilada en una mano y el cuchillo en la otra—. Señor. No os esperaba.
Una vez más, Santángel contuvo la lengua y dejó que el silencio llenara el
patio; solo se oían los gimoteos y bufidos de las jaulas.
—No… No tengo más noticias —dijo Garavito—. Tened por seguro que
os avisaré cuando así sea.
Los hermanos de Garavito cazaban y trampeaban lejos, de modo que
conversaban con otros cazadores y tramperos. En el pasado, tales contactos
habían proporcionado a Víctor información crucial y rumores acerca de
sucesos inusuales procedentes de la campiña.
Garavito se revolvió, incómodo, a medida que el silencio se prolongaba.
Arrojó la ardilla muerta sobre la banqueta volcada y se limpió la hoja del
cuchillo en las calzas. Todavía tenía las manos teñidas de rojo.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué deseáis? Tengo trabajo.
—Ya que tanto te gusta hablar, quería dejarte hacerlo.
Esta vez Garavito desvió la mirada.
—Don Víctor sabe que soy de fiar.
—Tardaste demasiado en hablarnos del olivarero.
—Ya os lo expliqué. Eran rumores, nada más.
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—Rumores de un milagrero. Un milagrero que ahora pertenece a Beatriz
Hortolano.
Garavito escupió.
—Si don Víctor tiene algún problema con…
—Harías bien en dejar de pronunciar su nombre. Ya lo has hecho con
demasiada ligereza. Te perdonó por la pérdida de Donadei, pero no va a
tolerar ser objeto de murmuraciones. Has divulgado mi interés en el olivarero
y en nuestra conocida de Toledo. Y has mencionado el nombre de nuestro
patrón. Por tanto, no, no se fía de ti, y eso es mal asunto.
Garavito se abalanzó sobre él. Santángel ya sabía que lo haría. Había
reparado en su cambio de postura, en la forma de ajustar la mano que
empuñaba el cuchillo. Se hizo a un lado y dejó que el enorme cuerpo pasara
de largo.
Garavito se dio la vuelta y atacó de nuevo. Santángel pudo haber
esquivado el golpe, pero la lección matinal con la criada debía de haberle
alterado. Dejó que le acertara.
El cuchillo se hundió en el vientre de Santángel; la empuñadura sucia
quedó asomando de su torso como una misteriosa protuberancia.
Una carcajada de sorpresa escapó de la garganta de Garavito, como si no
pudiera creer su hazaña.
—¡El alacrán de don Víctor no pica tanto!
Sonaba tan orgulloso, tan triunfal… Santángel casi se sentía culpable.
Aun así, experimentó cierta satisfacción al ver ese triunfo tornarse en
desconcierto cuando se arrancó el cuchillo de debajo del esternón. Luego se lo
tendió cortésmente a Garavito por la empuñadura.
—¿Quieres probar otra vez?
Garavito se quedó mirando el cuchillo que le ofrecía Santángel con la
misma suspicacia con la que su hijo había contemplado la torre de monedas.
De pronto agarró la empuñadura y lo volvió a apuñalar una y otra y otra vez,
arrinconando a Santángel contra la pared.
Santángel se dejó acorralar. Estaba siendo ridículo, teatral. Debería
haberse colado a hurtadillas en casa de Garavito y haberle rajado el cuello. En
cambio, ahora estaba sangrando y seguramente por la noche le sobrevendría
la fiebre. Tal vez lo había hecho porque creía que Garavito, que llamaba a su
hijo «el Medialuna» y prefería despellejar vivos a los animales para que lo
notaran, no merecía una muerte rápida. O tal vez se aburría. Su mente ya
estaba pensando en el trayecto de vuelta a casa y en cuál sería la lección de
mañana. Volvió a arrancarse el cuchillo de las tripas.
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—Demonio —dijo Garavito, retrocediendo. Se santiguó, sin dejar de
mirar la sangre que manaba del jubón de Santángel—. Que Dios me ampare.
Que Cristo me guarde.
—Me duele —le informó Santángel—. Por si te sirve de consuelo.
Era hora de poner fin a aquella escena. Volvió el cuchillo contra Garavito
y le asestó puñaladas veloces en el estómago (un eco del ataque que acababa
de sufrir él, otro gesto teatral), golpe tras golpe, hasta que su oponente se
desmoronó, y luego añadió un par de tajos en las corvas para que no pudiera
levantarse.
Santángel abrió las jaulas y soltó a los conejos, jinetas, comadrejas,
armiños que aún no habían cambiado su manto castaño por el blanco invernal,
y a un solitario zorro. Algunos huyeron. Otros, más osados debido al hambre,
se alzaron sobre las patas traseras y olisquearon el aire.
Santángel los vio avanzar con cautela hacia el rincón donde yacía
Garavito, que gimoteaba e intentaba taparse la tentadora herida. Tal vez los
vecinos oirían los alaridos y vendrían a socorrerlo. O tal vez se acordarían de
las veces que Garavito les había empujado o abofeteado y cerrarían las
ventanas para no oír nada.
Mientras Santángel recorría de nuevo la angosta vivienda, descubrió que
Manuel no se había ido. Acechaba junto a la ventana para ver morir a su
padre.
—Necesitaba estar seguro —dijo Manuel—. No me matéis, os lo ruego.
—Procura marcharte antes de que lleguen las autoridades —contestó
Santángel antes de salir. Víctor le habría dicho que acabara también con el
muchacho, pero Víctor no estaba allí.
Tardó menos de media hora en cruzar la ciudad. La capa le cubría la ropa
destrozada, y el ajetreo de las bulliciosas calles era un consuelo mientras iba
dejando atrás las casas construidas sobre la muralla vieja. No había mentido a
Garavito: sus heridas eran dolorosas, pero el dolor era algo que no le
interesaba. Sabía que cesaría. Sabía que la muerte no vendría. El dolor sin
miedo era fácil de tolerar. Se lavaría las manos, se cambiaría de ropa y
olvidaría el nombre de Garavito como el de tantos otros.
Muy pronto vio la Casa de los Estudios, a las verduleras que se hablaban a
voces desde los puestos de la plaza del Arrabal, a los acróbatas que actuaban
delante del Alcázar y, allí, el nuevo palacio de Víctor, un enorme bloque de
prosperidad. Aquel era el tercer palacio De Paredes en el que moraba
Santángel. Primero habían vivido en cuartos de alquiler, después en casas
humildes y luego en otras más lujosas, a medida que se acrecentaba la fortuna
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familiar. Ese palacio se había edificado siguiendo el estilo italiano, todo de
piedra y no de ladrillo, un símbolo de la opulencia de De Paredes. Era la más
reciente de sus muchas propiedades, construida cuando empezó a rumorearse
que Felipe iba a trasladar su corte a Madrid.
El descomunal guardaespaldas de Víctor montaba guardia frente a la
biblioteca. Era un atleta y luchador de los alrededores de Sigüenza al que
llamaban el Peñasco. Don Víctor no se separaba de él cuando Santángel se
ausentaba.
—¿Y Garavito? —preguntó Víctor en cuanto lo vio en el umbral.
—Ya no volverá a murmurar.
—¿Y la criada? ¿Tiene arreglo?
—Ninguno.
—Qué tragedia para ti. —Víctor no levantó la vista de su escritorio.
Hacía mucho tiempo que Santángel había olvidado las emociones. No
tenía humores que equilibrar; ni bilis, ni rencor, ni deseo. Y, sin embargo, al
ver a Víctor despachando la correspondencia, sintió avivarse su antigua rabia.
En otro tiempo había ansiado la venganza casi tanto como la libertad. Le
había permitido sobrevivir a la monotonía de sus días, le había dado un
propósito. Pero, con el tiempo, incluso su furia se había aplacado, ahogada
por la realidad de su maldición, por el paso implacable de los años. Le
extrañó hallarla todavía dentro de él, como un manantial subterráneo capaz de
alimentar un gran río.
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Capítulo 14
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volver de un largo asedio, preferían dormir en suelo duro porque no toleraban
el lujo de un colchón blando. Sin embargo, ya fuera porque Luzia no tenía
madera de soldado o porque todas las habitaciones se parecen mucho cuando
no hay luz, se quedó dormida al momento y soñó con un naranjal con
senderos de grava blanca entre las hileras de árboles, bajo un cielo azul sin
nubes. Se oía el chapoteo de una fuente y una música sonando a lo lejos, una
canción familiar que brotaba de las cuerdas de un instrumento desconocido.
Luzia caminaba de la mano de alguien, pero no sabía de quién.
Despertó famélica y se vistió despacio, incapaz de desprenderse del placer
de aquel sueño. Su sopor se le había adherido a los miembros, que se movían
como siguiendo los pasos de una danza que aún no había terminado de
aprender. El justillo, las medias, la falda… Luzia tarareaba mientras tanto; su
mente buscaba la canción del sueño e intentaba ubicar dónde la había oído
antes.
Bajó a la cocina para atizar el fuego y empezar a preparar el pan.
Valentina tenía razón: durmiera donde durmiera ahora Luzia, seguía habiendo
trabajo que hacer. En el mercado se atrevió a gastar algo de dinero en una
empanadilla de carne de cerdo y pasas dulces. Águeda las preparaba con licor
de membrillo, y Luzia debía reconocer que las suyas eran mejores, pero se
sentó al sol para saborearla, dejándose invadir por lo que había sentido en el
naranjal, por la serenidad, por el goce de esa mano que tomaba la suya. En
una ocasión había ayudado a Hualit a elegir sedas para hacer vestidos;
recordaba la tela deslizándose entre sus dedos como el agua fría. Este otro
placer había sido similar. Probó a tararear de nuevo la melodía y la notó
crepitar bajo la lengua. La música quería ser algo; solo hacía falta que a Luzia
se le ocurrieran las palabras.
Cuando regresó a casa de los Ordoño, se puso un mandil limpio y se
recogió bien el cabello con la cofia. Contempló su reflejo en la panza de una
jarra de hojalata. Había procurado limpiarse la tierra del cuello, pero no podía
hacer nada con el sudor de la frente, con las mejillas rubicundas por el calor
de la cocina, por las pecas que le cubrían la piel como nubes de polen.
Águeda soltó una ruidosa carcajada.
—¿La noble dama se acicala para recibir a sus visitas? Mírate todo lo que
quieras, que no por ello te vas a volver más linda.
Luzia dejó la jarra con un fuerte golpe.
—Tal vez debería probar a bañarme en cueros a la luz de la luna. Quiteria
Escárcega asegura que eso hace milagros con el cutis.
Pero Águeda se limitó a resoplar.
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—Te hará falta más que eso, tonta.
—Ojalá se te caigan dos dientes por cada uno que te queda —murmuró
Luzia.
—¿A quién esperas cautivar? ¿Es que don Víctor nos volverá a agasajar
con su presencia? Seguro que se trae a esa perversa criatura.
Por un momento, Luzia se imaginó a Víctor de Paredes con un pájaro en
el hombro o con una pantera sujeta con una correa enjoyada. Ya sabía a quién
se refería Águeda, pero se lo preguntó de todas formas:
—¿Qué criatura?
—El Alacrán. —Se santiguó y escupió por encima del hombro—. El
sirviente de don Víctor, aunque sabe Dios qué hará en realidad en esa casa.
«El Alacrán». Su madre le había dicho que los escorpiones eran más
peligrosos que las serpientes, porque cuando los ahuyentabas no tenían la
sensatez de mantenerse alejados. Se escondían hasta que encontraban el
momento de atacar.
—¿Por qué lo llaman de esa forma? —preguntó Luzia.
—Él mismo se puso ese nombre.
—Viste y habla como un hidalgo.
—Que no te engañen sus finos ademanes. Y nunca lo mires a los ojos. Así
es como te roba el alma. —Águeda bajó la voz—. Hizo un pacto con el diablo
a cambio de obtener la vida eterna.
Luzia no pudo evitar poner los ojos en blanco.
—Pues haría bien en reclamar su dinero. Parece estar a las puertas de la
muerte.
—Pero son puertas que no termina de cruzar, ¿verdad? —Águeda cogió
un tallo de romero y lo recorrió con la mano para arrancar las hojas
aromáticas—. Más vale que tengas cuidado, Luzia Cotado. Todo aquel que se
cruza con ese hombre termina mal. No creas que no he oído los rumores
acerca de tus truquillos. Vive Dios que son obra del diablo.
Luzia le arrancó el romero de la mano a Águeda y lo echó al fuego.
—Vuelve a decir eso y tu cofia irá detrás.
—No tienes…
Luzia le quitó la cofia de la cabeza y la arrojó a las llamas.
—¿Te has vuelto loca? —chilló Águeda.
Quizá sí. Pero mentar al diablo era peligroso. Esas palabras podían echar
raíces y llegar a ser un árbol con el que alimentar una hoguera.
—Mis «truquillos» son milagros. Son un regalo de Dios.
—Habrase visto semejante arrogancia…
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—Un regalo de Dios. —El cuchillo de Águeda estaba en la mesa,
esperando para cortar el pescado que Luzia había traído del mercado en el
cubo. Luzia no llegó a cogerlo, pero toqueteó el mango con los dedos—. Dilo.
—¿A ti qué te ha dado? No…
—Dilo.
—Son obra de Dios —escupió Águeda.
—La próxima vez que se te ocurra mentar al diablo en esta casa, piensa en
lo que significaría tener una enemiga que hable con él. —Luzia retrocedió—.
Tengamos paz, Águeda. Piensa también en lo que podría hacer por ti una
mujer que goza del favor de Dios si la tratas con bondad.
Al oír eso, la cocinera pestañeó; su indignación y su miedo dieron paso a
la reflexión, como si se planteara por vez primera qué clase de accidentes
podían acaecerle a cierta autora de comedias.
—Eso es —dijo Luzia—. Los milagros nunca se deben esperar, pero
siempre se pueden desear.
Luzia suponía que Santángel estaría esperándola en su habitación, así que casi
dio un traspié al ver a Hualit sentada frente al escritorio y a doña Valentina
junto a la ventana. Al menos tenía una excusa para su turbación.
—Por fin —dijo Hualit. Se levantó de su asiento con tanta elegancia que
casi parecía flotar. Se había puesto su atuendo de Catalina de Castro de Oro:
un vestido de terciopelo negro con mangas abullonadas cuyo complejo patrón
de recortes dejaba a la vista la tela de satén de color crema. El justillo le
aplastaba los senos como una coraza de aspecto acampanado, pero el efecto
era curiosamente favorecedor—. Qué ganas tenía de conocerte. Eres la
comidilla de todo Madrid.
Las palabras eran un eco casi exacto de lo que Hualit le había dicho a
Luzia en la capilla de San Ginés. Tuvo una extraña sensación de repetición.
Eran Luzia y Hualit, sobrina y tía. Eran dos desconocidas, criada y viuda.
Valentina agitó las manos y volvió a dejarlas quietas sobre la cintura.
—La señora De Castro de Oro ha accedido a ayudarnos a prepararte para
La Casilla.
—Qué amable por vuestra parte, señora —dijo Luzia con una reverencia.
Hualit enarcó las cejas. Por la noche, Luzia había estado ensayando su
reverencia en su nueva habitación, colocando un pie detrás del otro. Cuando
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una tenía las piernas y la espalda fortalecidas por el trabajo de sirvienta, no
era tan difícil.
—Sí, ¿verdad? —murmuró su tía entre dientes. Caminó despacio
alrededor de Luzia, mirándola—. Bueno, no será sencillo. Es demasiado baja
para resultar imponente, y su figura podría ser bastante más delicada. Pero
Pérez debería ver en ella un arma que se puede afilar. Además, Gracia de
Valera también es una candidata, y sería un desatino tratar de poneros en pie
de igualdad.
—No la conozco —dijo Valentina.
—¿Ah, no? Frecuenta mucho la corte.
Luzia quería deleitarse con la malicia de su tía, pero no pudo evitar pensar
que en ese momento tenía más en común con Valentina (dos vulgares pájaros
grises que rara vez se alejaban de su posadero) que con Hualit.
Su tía dio una palmada y caminó hacia la puerta.
—Ven. Hay mucho que hacer.
—¿Vuestra merced se marcha? —preguntó Valentina.
—Yo sola no. Es más sencillo que vayamos a visitar el taller de Perucho.
—¡No podéis llevárosla!
Hualit se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, con movimientos
exagerados, casi cómicos.
—Nos vamos las tres juntas, por supuesto.
—¿Juntas?
—Pues claro. Vuestra merced también necesitará vestidos nuevos. ¿O
estoy confundida?
Qué bien entendía Luzia la expresión de anhelo y vergüenza de Valentina.
—No podemos… —dijo su ama con la voz ronca—. No podemos salir
solas.
Las viudas gozaban de mayor libertad que la mayoría de las mujeres. Y
las viudas ricas, más aún. Pero todo tenía sus límites.
—Mi confesor nos acompañará —dijo Hualit, como si fuera una obviedad
—. Nos espera en la carroza.
—¿Vuestra carroza?
Hualit frunció los labios. Al parecer, Valentina no era del todo
pusilánime.
—La carroza es de don Víctor, pero nos la ha cedido.
Luzia vio titubear a Valentina. Su ama no sabía qué norma podía estar
infringiendo, qué libertad se estaba tomando. Tendría que pedirle permiso a
don Marius para ausentarse. Luzia se preguntó qué haría Hualit si Valentina
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se negaba, si le prohibía salir a Luzia. Tal vez debería hacerlo; así pondría a
Hualit en su sitio, y Luzia conocía bien a su tía: tal despliegue de carácter la
impresionaría. Pero Luzia no quería que su ama rechazara esa oportunidad. La
criatura codiciosa que habitaba en ella tenía hambre de pieles y terciopelo.
—Voy a por mi mantilla —dijo Valentina.
Hualit sonrió. Luzia no pudo evitar hacer lo mismo.
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ingenio y su hermosura y recibida por las mejores familias, debía lealtad a
don Víctor, y Marius no quería dejarla a solas con su Luzia.
Marius no le había preguntado su opinión, pero Valentina pensaba que
hacía bien en preocuparse. Percibía una peculiar complicidad entre Luzia y la
viuda. O tal vez «complicidad» no fuera el término preciso. Era como si cada
palabra que intercambiaban tuviera un significado oculto.
Cuando pisaron la calle, Valentina sintió otra punzada de júbilo. No se
habían alejado demasiado, solo hasta la Puerta de Guadalajara, pero tenía la
sensación de que un océano entero los separaba de su casa. No supo cómo
llamar al edificio en el que entraron, mitad tienda y mitad almacén. No era
como el comercio de un carnicero o un librero, sino una especie de granero de
lujos, dos plantas muy altas llenas de estantes y repisas, conectadas por
pasarelas y escalerillas. Torres de telas dobladas y pilas de brocados se
alzaban sobre tres mesas de corte junto a un coro de maniquíes acolchados,
con el torso envuelto en rollos de encaje o cubierto de festones de seda rígida
sujetos con alfileres. Dos filas de cabezas flanqueaban las puertas,
engalanadas con cofias enjoyadas y velos. Las vitrinas de plumas reflejaban la
luz que entraba por la ventana; sus estantes estaban repletos de delicados
penachos adornados con hilo de oro y plata; había plumas rayadas de faisán;
otras de loro, azules y rojas; y aún otras iridiscentes que desprendían reflejos
verdes y amarillos.
—No te quedes mirando —la reprendió Marius. Le pellizcó el codo y la
obligó a avanzar.
—¿Por qué no voy a mirar? —le espetó ella sin pensarlo—. ¿Acaso no
miraría un ciego si viera el mundo por primera vez?
Don Marius la observó con los ojos muy abiertos. Valentina se preguntó si
iba a darle un bofetón o… no sabía qué. Ella nunca había suscitado la
atención de Marius, y tampoco su ira.
Pero en ese momento la viuda se colgó del brazo de Valentina.
—A las mujeres se nos permiten muy pocos placeres. No es de extrañar
que suspiremos por las sedas.
—Es pecado —dijo Valentina con una voz remilgada y nerviosa que no le
gustó nada.
La viuda le guiñó un ojo.
—Más pecado es ir por ahí en cueros.
—Por eso los sastres no van al infierno —dijo entonces un hombre
menudo, vestido con un traje de brocado de color ciruela muy recargado.
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El confesor de la viuda soltó un gruñido reprobador. Valentina no supo si
reírse o pedir perdón por ir en compañía de semejantes sujetos.
El sastre saludó a cada uno con una reverencia, les dio una cálida
bienvenida y se presentó como Perucho, con la actitud de quien espera que
reconozcan su nombre. Llevaba los cabellos largos, peinados hacia los lados,
y un bigote cuidadosamente aceitado. Valentina notó que Marius retrocedía
un poco. Si bien el acento del sastre era impecable, tenía aire extranjero.
—Veo que vuestras mercedes se han fijado en las obras de nuestro
plumajero —dijo, señalando las vitrinas—. Tan solo el del rey le aventaja.
Garceta, avestruz, loro e incluso martinete. Admiren los colores. No hallarán
alumbre aquí. Teñimos con cúrcuma y bayas de Persia, más moradas que un
verdugón. —Los condujo hacia una de las mesas—. Vengan por aquí. No ha
mucho regresé de un viaje por tierra y mar; les tengo reservadas verdaderas
exquisiteces.
Pero mientras hablaba giró la cabeza muy sutilmente hacia los clientes
que estaban en otro rincón de la tienda, un padre y su hija.
La niña parecía una muñequita; tenía una risa aguda y dulce, y dos
peinetas enjoyadas le retiraban del rostro los cabellos, de color rubio rojizo.
—Ah —dijo la viuda, con los ojos brillantes de interés—. Es Teoda
Halcón. Confío en que no hayáis derrochado vuestras mejores telas con esa
viborilla, Perucho.
—Solo es una niña —dijo Valentina, escandalizada.
Teoda se dio la vuelta mientras salía de la tienda con su padre; recorrió el
grupo con la mirada y, al detenerse sobre Luzia, sus labios se curvaron en una
sonrisa.
—No es una niña corriente —replicó la viuda cuando los dos se
marcharon—. Es la Niña Santa.
Su confesor se santiguó.
—La de las visiones sagradas.
—Será una de tus rivales —le dijo la viuda a Luzia—. Recuérdalo.
—¿Una niña pequeña? —preguntó Valentina.
La viuda asintió.
—Esa niña pequeña habla con los ángeles. Sus visiones son notablemente
precisas.
—Es un corazón puro —dijo el confesor—. La inocencia personificada.
—Ya veremos —dijo la viuda.
—¿Qué le ha comprado su padre? —preguntó don Marius.
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—Ñoñerías —se burló el sastre—. Obsequios para su querida niña. Viaja
a menudo a Alemania y Holanda por negocios, así que apenas requiere de mis
servicios. —Intercambió con la viuda una mirada que Valentina no
comprendió—. Bien, Luzia, déjame que te vea. He oído hablar mucho de tus
milagritos. No soy tan grosero como para pedirte una demostración, pero,
cuando te haya transformado, este humilde comerciante tal vez se gane una
invitación para cenar con tus patrones.
Marius se puso rígido y Valentina no pudo evitar sentir cierta tristeza. Su
marido jamás recibiría a un hombre como ese en su casa. ¿Qué clase de
maravillas podría adquirir ella si así fuera?
Perucho dio un paso atrás y observó a Luzia.
—¿Cómo podría una criada impresionar a un rey? También tendrá que
actuar… ¿Cuál es la manera más favorable de presentarla?
—Habría que vestirla igual que a los demás competidores del torneo —
dijo Marius con brusquedad.
El sastre se echó a reír de nuevo.
—Sería un error desastroso. El príncipe no nos preocupa…
—¿El príncipe? —graznó Valentina—. ¿Luzia va a competir contra un
príncipe?
Pero Perucho siguió hablando:
—La Niña Santa llevará colores claros que le realcen el cabello y los ojos.
Y la señorita Gracia de Valera… en fin. Ella tiene sastre propio: un italiano
que, por más que me duela reconocerlo, es un genio. Esto, en cambio… —
señaló a Luzia—, es un desafío. Tiene buena cintura, algo es algo. Una pena
no poder enseñar el escote. Y ojalá no fuera tan morena de piel. Parece una
nuez.
—Yo sé cómo debería vestir.
Todos miraron a Luzia. Valentina se dio cuenta de que casi se le había
olvidado que la muchacha sabía hablar.
—¿No me digas? —dijo la viuda.
—No puedo rivalizar en belleza. Tampoco ser candorosa como una niña.
Ponedme una armadura, pues. Que parezca que he elegido la humildad.
—Interesante —musitó Perucho.
—Te escucho —dijo la viuda.
Luzia, con expresión taciturna, le sostuvo la mirada a Catalina de Castro
de Oro e hizo otra reverencia sorprendentemente elegante. Valentina no sabía
si acababa de forjarse una amistad o si estaba viendo a dos soldados a punto
de trabarse en combate en el campo de batalla. Fuera como fuera, ella iba a
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tener tres vestidos más y quizá, si se administraba bien, también una cofia
nueva.
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Capítulo 15
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Águeda soltó un ruido mitad gruñido y mitad carcajada y, de un soplido,
se quitó el pelo sudado de la cara.
—Ten en cuenta, Juana, que si aprendes un par de trucos y te frotas bien
el cuello, algún día también llegarás a ser una gran dama.
Su tono ya no tenía el chasquido cruel de su cucharón de madera. La
cocinera estaba nerviosa; ya no sabía qué era Luzia ni en qué podía
convertirse. Y ella tampoco estaba segura.
Pero le preocupaba más que Juana la estuviera mirando boquiabierta tras
la cebada y las almendras.
Águeda le había advertido que los rumores se habían propagado, y ahí
tenía la prueba. Luzia había estado encerrada en casa de los Ordoño, centrada
en sus lecciones, pensando en formas nuevas de utilizar las palabras de las
cartas de Hualit. ¿Qué ocurriría si se pasara ahora por el mercado? ¿Todas las
cabezas se girarían para mirarla? ¿Se formaría a su paso una marea de
cuchicheos? La idea le produjo un bochornoso escalofrío de placer.
Aun así, a Luzia le dolió no tener ya su suelo de tierra, su vela escondida
en la despensa, y tuvo que luchar contra el impulso de bufarle a la pobre
Juana. Regresó arriba, subiendo las escaleras despacio. Había perdido su
lugar, pero ¿de qué se lamentaba? ¿A qué venía esa nueva oleada de miedo?
Quizá a que, hasta ese momento, nada de todo esto le había parecido real. La
alcoba nueva, la ropa, las lecciones. No se lo había terminado de creer. Se
figuraba que estaba ensayando una comedia que jamás llegaría a estrenarse.
Santángel la esperaba frente a su habitación para la lección. Era tan alto
que a Luzia se le agarrotaba el cuello si trataba de observar con atención los
ángulos de su rostro, y esta mañana estaba distinto. Seguía pálido y flaco,
pero ya no parecía a punto de fenecer.
—Estás distraída —le dijo mientras la seguía al interior de la alcoba,
dejando la puerta abierta, como siempre.
—Es que no sé cómo terminará todo esto.
—Con la victoria, por supuesto.
—Mentís muy mal. —Al otro lado de la calle, las cortinas de la sala de
música estaban echadas, y la ventana, cerrada. Luzia se preguntó si algún día
llegaría a oír el sonido de esa arpa—. Sabéis tan bien como yo que no puedo
ganar.
—Si así fuera, no me molestaría en venir.
—Haríais lo que os mandara don Víctor.
Santángel se cruzó de brazos.
—Cuéntame más sobre lo que haría o dejaría de hacer.
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Luzia tuvo la sensatez de titubear, pero le costaba no mostrarse osada
durante esas lecciones, cuando no había nadie más que Santángel mirándola o
escuchándola.
—Se rumorea que sois un asesino.
—Tú misma has dicho que solo hago lo que me mandan.
—¿Y vuestro amo os ordena asesinar?
Santángel asintió con desinterés.
—Ha cultivado mis talentos, y son sangrientos. Solo seguimos
instrucciones. ¿Qué otra cosa pueden hacer los sirvientes?
—Yo no he hallado ninguna —reconoció Luzia. ¿Tan poco le importaban
a Santángel las vidas que había segado? ¿Debería eso darle más miedo a
Luzia?
—¿Por qué estás tan segura de que no puedes vencer? —preguntó
Santángel.
—Os lo veo en la mirada, os lo oigo en la voz. Me faltan modales y
desenvoltura. Solo tengo una pizca de poder; vuestro amo se hace ilusiones.
—Tienes algo más que una pizca de poder —replicó él a regañadientes.
Luzia ya lo sabía, pero estaba de mal humor después de haber visto a la
pelirroja Juana en la cocina.
—¿Lo bastante para ganar? —insistió—. ¿Lo bastante para sobrevivir a
una vida como campeona del rey?
Santángel no supo cómo responder. Los avances de la criada lo
entusiasmaban tanto como lo turbaban. El poder que fluía a través de Luzia
Cotado ansiaba desatarse. Dicho poder pasaría a pertenecer a Víctor. Y
Santángel sería libre. Así de sencillo. ¿Y acaso no estaría ella más feliz? ¿Más
contenta que cuando dormía echada en la tierra? El palacio de Víctor podía
parecerle una maldición a Santángel, pero para una moza sin cultura ni
expectativas, el cambio de circunstancias sería magnífico.
Si es que conseguía ganar. Luzia podía llenar una habitación de alubias.
Podía hacer que las rosas florecieran.
—¿Y no tiene talento para las predicciones? —le había preguntado Víctor
la noche anterior. Se mostraba nervioso e irritable y exigía constantes
informes sobre el progreso de la criada. Cuanto más próximo estaba el torneo,
peor se ponía.
—El rey ya cuenta con astrólogos para que le hagan predicciones.
—La Niña Santa tiene visiones, y muy precisas.
—Me has traído a una muchacha con un talento singular —le explicó
Santángel—. No puedo moldearla y convertirla en lo que tú quieras.
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—¿De qué le sirven las rosas y las alubias a un rey?
Santángel no pudo sino maravillarse ante la falta de imaginación de
Víctor. Para estar buscando a alguien que tuviera visiones, no podía ser más
corto de miras.
—¿Y si esas alubias fuesen barcos? —preguntó Santángel—. ¿Y si la
muchacha pudiera construirle una nueva armada? ¿O crear mil mosquetes a
partir de uno solo?
—¿Puede hacer eso?
Con la ayuda de Santángel sí. Con su suerte. Pero sin él…
—Aún no lo sé.
Luzia no podía multiplicar el oro ni las gemas sin consecuencias.
Santángel lo había descubierto por las malas cuando le había insistido en que
intentara multiplicar una moneda de plata. Se había transformado en un
enjambre de avispones diminutos; todavía estaba cubierto de picaduras. Los
libros, en cambio, los creaba en abundancia: había multiplicado su preciado
volumen de Petrarca en una torre de copias perfectas; cada palabra estaba en
el lugar correcto, aunque Luzia fuera incapaz de leerlas.
Debería haberle dado un consejo a Víctor. Era peligroso unir su destino al
de alguien con un talento incierto. Los títulos estaban bien, pero era una
imprudencia situarse tan cerca del capricho de un rey. De haber sido un
auténtico amigo o consejero, Santángel se lo habría dicho. Pero él era un
cautivo, y los cautivos solo piensan en la libertad.
—Causará sensación —le había prometido a Víctor—. Aunque tenga que
exprimirla hasta sacarle la magia, causará sensación.
Contempló a Luzia mientras esta caminaba hasta el escritorio. Se sentó,
apoyó las manos en el regazo y cerró los ojos.
—¿Qué haces?
—Sentarme.
—¿Y bien?
—Sentarse es un gran placer para una sirvienta.
—Doña Valentina debía contratar a otra criada.
—¿Lo de Juana ha sido cosa vuestra?
—De mi amo. Quiere que dediques tu tiempo y tus energías a practicar y
rezar.
Luzia abrió los ojos. Eran grandes y oscuros, de pestañas gruesas.
Santángel comprendió por qué ocultaba esa mirada fijándola siempre en las
manos, en el suelo o en sus torpes pies. Era demasiado inteligente, demasiado
despierta, y le decía a Santángel que sabía que mentía.
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Había sugerido que contrataran a la nueva criada cuando Víctor se quejó
de que Luzia apestaba a cocina.
—¿Para qué vestirla de terciopelo si huele a cebolla y tocino?
Santángel había estado a punto de corregirlo. Él se había acercado a Luzia
lo bastante para saber que olía a azahar, y había considerado decirle que las
mujeres de buena familia no se ponían perfume. ¿Y cómo podía costeárselo,
además? ¿Acaso tenía un amante? Esa idea lo turbó, pero únicamente porque
Luzia no podía permitirse ninguna indiscreción.
—Pues sácala de la cocina —le había respondido a Víctor, repitiendo las
palabras de la propia Luzia—. Contrata a una criada. Así tendrás otro par de
oídos en esa casa.
—Con qué alegría te gastas mi dinero —había refunfuñado Víctor.
—Es solo porque sé cuánto tienes.
Santángel le sostuvo la mirada a Luzia.
—¿No te place que haya otro par de manos en la casa?
—Es muy moza —dijo Luzia—. Y tiene hechuras de ramita, cuando lo
que necesitamos es una escoba entera.
—Eso ya no te concierne. Tu objetivo es ganar. O actuar tan bien que el
rey decida nombrar a más de un campeón.
—¿Eso es posible?
Santángel miró por la ventana; el Peñasco estaba reclinado en la carroza
de Víctor, esperando órdenes. ¿Por qué iba el rey a conformarse con un único
soldado santo si podía tener un ejército?
—Si se convence de que vuestro poder es angelical, tal vez el rey quiera
atesorar milagreros, como hace ya con las reliquias. Pero Felipe aborrece la
corte. Es más dichoso cuando está a solas, leyendo sus libros o supervisando
asuntos indignos de él. Si escoge a más de un campeón, solo conseguirá
allanar el terreno para una gran rivalidad. Y eso puede ser peligroso para
todos.
—¿Cómo sé…? —Luzia titubeó, mirando el pesado crucifijo colgado
encima de la puerta—. ¿Cómo sé si mi poder es angelical?
Santángel se sentó en la cama, frente a ella.
—Una pregunta peligrosa. Más peligrosa que ser una conversa en la corte
del rey.
Cuando Luzia dio un respingo, Santángel supo que había acertado con su
conjetura. Los conversos habían significado el inicio de la Inquisición; el
miedo a que los judíos que habían aceptado el bautismo para salvar la vida y
la hacienda, y más tarde para no tener que salir de España, no fueran
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auténticos creyentes, sino fingidores que practicaban su religión a escondidas,
capaces de corromper el alma misma del país. Los clérigos y sus secuaces se
habían esmerado en su trabajo y ya quedaban pocos judíos ocultos que cazar,
así que ahora habían puesto su atención en los herejes, fornicadores y
blasfemos. Aun así, la impureza de la sangre judía, aunque se remontara
muchas generaciones, no podía manchar a nadie que aspirara a mejorar su
condición, a ingresar en una orden militar, a estudiar en la universidad ni,
mucho menos, a obrar milagros.
Si Luzia se ponía al servicio del rey, todos los aspectos de su vida estarían
bajo estrecha supervisión. Si estaba bautizada, cuántas veces iba a misa,
cuándo comulgaba o dejaba de hacerlo, si guardaba las fiestas, si ayunaba en
Cuaresma o si no probaba viandas que contuvieran cerdo. La harían jurar su
fe en la Santísima Trinidad; eso era fácil. Pero tal vez luego tendría que
explicarla, cosa de la que pocos cristianos viejos eran capaces. Ganar el
torneo secreto solo sería el principio.
—Víctor nunca actúa sin saber primero a qué juega —dijo Santángel—.
Ya ha hablado con un linajista para que verifique tu limpieza de sangre y te
componga un pasado nuevo.
—Como si me fuera a casar.
—Con un caballero de fortuna y renombre, sí.
—A una criada no le inquietan esas cosas.
—No. Nadie se fija en una mujer vestida con harapos.
—Pues hacen mal —dijo Luzia—. ¿Quién ostenta más poder en una casa
que la mujer que remueve la sopa, hace el pan y friega el suelo, la que llena el
brasero de carbones, organiza tus cartas y amamanta a tus hijos?
Su cuerpo irradiaba furia, como el calor de una piedra al sol. Y estaba en
lo cierto, claro. Así era como las mujeres te entraban en el cuerpo: por la
cocina, por la cuna, al tocar tu cama, tu ropa, tu cabello. Semejante confianza
tenía su peligro, y los hombres prudentes aprendían a respetar a las mujeres
que cuidaban de su casa y sus herederos.
—¿Vuestra merced no se pregunta de dónde procede este poder? —
preguntó Luzia—. ¿No os da miedo?
—En el Ghayāt al-Hakīm, la magia se consideraba el resultado natural de
una vida santa, la marca de un auténtico sabio. Durante mucho tiempo, la
Corona y la Iglesia compartieron tal creencia. Hasta se tradujo al castellano
por orden real.
Luzia se echó a reír.
—Pero yo no he vivido una vida santa.
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—Yo he presenciado toda suerte de poderes —dijo Santángel—. Sagrados
y perversos. Nunca he sido capaz de ubicar la frontera entre la ciencia, la fe y
la magia, ni me ha interesado hacerlo.
—¿Y no teméis… al diablo? ¿A sus servidores?
—Teme a los hombres, Luzia —respondió él—. Teme su ambición y los
delitos que cometen para satisfacerla. Pero no temas la magia ni lo que puedas
hacer con ella.
Era lo máximo que podía acercarse a la sinceridad.
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Capítulo 16
on él, Luzia no tenía miedo; allí, con el alacrán que conocía sus
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hojas; el bulbo de la raíz se hizo tan grande que Santángel tuvo que
depositarlo en la mesa, al lado de su zurrón. Una bocanada de calor atravesó a
Luzia, como si la magia hubiera rebotado contra su mano.
—Un granado —dijo sin aliento, fascinada.
—Tardan tres años en dar fruto —comentó Santángel. Su mirada era
como una nube deslizándose sobre el agua—. Pero eso no es ningún obstáculo
para ti.
Partió el tallo con el pulgar y el índice. La verde testa del retoño quedó
colgando sobre el borde de la mesa, y Luzia sintió una punzada de lástima por
el ser que había creado.
—Una cosa es reparar objetos, como el cristal —dijo Santángel—. Pero
¿eres capaz de curar a un ser vivo?
El milagro de la parra y ahora el milagro del cáliz. Debería ser fácil.
Luzia cerró los ojos y buscó la sencilla canción que tantas veces había
cantado: «Muda el lugar, muda el azar». Esta vez la notó extraña, como sí la
música tirara en sentidos opuestos, ansiosa por formar una nota nueva, un
patrón nuevo. Las letras temblaban en la oscuridad. Luzia abrió los ojos y
miró a Santángel, que la observaba con atención. Qué extraños ojos tenía, y
sin embargo no podía negar que le gustaba ser el objeto de su atención. Luzia
percibía el contorno de Santángel en la alcoba como si fuera una pausa en la
música, una piedra sólida e inamovible en mitad de su corriente. Luzia
dominó la canción para que adoptara la forma debida, más fuerte que antes.
El tallo se estremeció, soltando varias hojas, y luego se enderezó cual
hombre que se yergue en su cama tras un sueño profundo. Las hojas nuevas se
desplegaron por el tallo restaurado, que ya era un tronco, gris y robusto. Las
raíces se extendieron por el escritorio, buscando asidero, mientras las flores
de color naranja brotaban de las ramas. Una leve sonrisa apareció en los
labios de Santángel.
—Sin tierra. Sin lluvia. Y, sin embargo, medra. ¿Quién sabe lo que
podrías lograr, Luzia Cotado?
Ella parpadeó, sorprendida por aquel eco de sus propios pensamientos;
unos pensamientos que se había obligado a lamentar desde la noche en que
había sentido que flotaba sobre Madrid, la primera vez que había actuado ante
los invitados de Valentina, al dar sus primeros e incautos pasos por un camino
que seguía envuelto en sombras. Que Santángel creyera en ella la mareaba,
como si hubiera tomado vino con el estómago vacío.
La voz grave de Víctor de Paredes rompió el silencio:
—Humildes milagros, ciertamente.
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Tenía la boca tensa. Su frente blanca y ancha estaba lisa. Era la expresión
descontenta de quien teme haberse comido una ostra en mal estado.
—Estamos avanzando —dijo Santángel—. No es cosa menor restaurar
una vida interrumpida.
—Veamos qué clase de heridas es capaz de restaurar, pues. Álvaro, ven
aquí.
Reconoció al inmenso guardaespaldas, un hombre al que solían llamar el
Peñasco y que acompañaba a don Víctor cuando Santángel venía a enseñar a
Luzia. Tuvo que agacharse para entrar en la alcoba. Tenía los ojos azul claro
y llevaba el cabello rubio, áspero como la paja, rapado alrededor de las orejas.
Su rostro ancho era tan rosado que parecía que acabara de darse un baño
caliente.
—Muy bien —dijo don Víctor—. Quiero saber dónde está yendo todo mi
dinero. Quiero ver a la gran milagrera a la que le he comprado vestidos y de la
que dependen las esperanzas de toda mi familia.
Luzia no despegaba la vista de sus puños apretados. Nunca había visto ese
ademán en Víctor de Paredes, pero lo conocía muy bien. Lo había visto en
Marius. En Valentina. Hasta en Águeda. Un niño enrabietado que busca algo
que golpear.
—¿Te placen tus lecciones?
—Sí, señor.
—¿Y te place tu maestro?
—Le estoy agradecida, señor. A él y a vuestra merced.
—Veo que, al menos, Catalina te ha pulido un poco. ¿Te ves preparada
para impresionar a Pérez? ¿Crees que tus diversiones son dignas de un rey?
—Solo puedo rezar por que así sea, señor.
Don Víctor la agarró por la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos.
—Me traen sin cuidado los rezos de una criaducha de mierda.
—Víctor. —La voz de Santángel sonaba fría, un eco que reverberaba
desde lo más hondo de una caverna—. Ya basta.
—A mí no me digas eso. El «ya basta» te está prohibido.
—Déjala en paz. Descarga tu enojo en otra parte.
—No estoy enojado con ella. —Víctor la forzó a girar la cabeza de un
lado a otro, pellizcándole la barbilla con los dedos enguantados—. Es solo
que me cansa su mediocridad. —Se volvió hacia Santángel—. El que merece
mi ira eres tú.
—Pues pégame. Si tan seguro estás de que no encontraré la manera de
devolverte el golpe, pégame.
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Luzia no entendía aquella batalla, pero no quería que nadie le pegara. Ni
tampoco a Santángel.
—Él ha intentado enseñarme —dijo, con la esperanza de aplacar a don
Víctor—. No soy buena alumna.
Pero a él no le importaba lo que pudiera decir Luzia.
—Qué gentil por tu parte ofrecerte voluntario, Santángel. Como siempre,
te agradezco tus servicios. —Se giró hacia el guardaespaldas—. Álvaro,
rómpele los dedos. Si nuestra alumna está haciendo tan excelentes progresos,
podrá curárselos.
—Por favor… —empezó a decir Luzia. Pero Álvaro no esperó. Sujetó la
mano de Santángel y le torció el índice hacia la derecha. Sonó un chasquido
como de leña seca—. ¡No! —chilló Luzia.
—Adelante —le dijo don Víctor—. Arréglalo como has hecho con el
retoño. Si es que puedes.
Santángel no dijo nada. No luchó ni se resistió ni gritó. Tenía la mirada
clavada en Víctor, pero no había luz en sus ojos, tan solo una noche larga y
fría.
—Otra vez —ordenó don Víctor.
—¡Esperad! —suplicó Luzia—. ¡Dadme un momento para pensar!
—Ahora piensa y todo. ¿Quién te manda enseñarle eso, Santángel?
Crac. Álvaro torció hacia atrás otro de los dedos de Santángel, como una
rama quebrada en invierno, como la dentellada de un animal. Ahora el
Peñasco sonreía. ¿Estaba loco? ¿Disfrutaba con lo que estaba haciendo?
La mente de Luzia buscó a toda prisa las palabras que con tanta facilidad
le habían venido apenas unos momentos antes. Aboltar kazal, aboltar mazal.
No hallaba la melodía. Solo oía el sonido que hacían los huesos de Santángel
al partirse.
—Álvaro seguirá hasta que demuestres de qué eres capaz.
«¿Quién sabe lo que podrías lograr?».
Luzia cerró los ojos, haciendo desaparecer la habitación, la mirada ansiosa
de Álvaro, la sombría resignación de Santángel. Ahí estaba la música, y las
letras se iban formando una tras otra, pero volvió a sentir esa tensión, ese
alargamiento de la canción que buscaba una forma distinta.
—Otra vez, Álvaro —repitió don Víctor.
Se había dejado seducir por aquella alcoba, por la paciencia de Santángel,
por los vestidos de terciopelo y las lecciones de protocolo. Luzia odiaba
aquella casa y a todos sus ocupantes. También odiaba aquella ciudad.
«Cualquier sitio menos este», pensó. «Quiero estar en cualquier sitio menos
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en este». Luchó por hallar la melodía y de pronto ahí estaba la canción. La
siguió y empezó a tararear; el sonido brotaba de su pecho con la fuerza de una
colmena; un enjambre de abejas que cantaban con ella; las palabras cobraban
forma, surcaban el mar y el tiempo: palabras de exilio, de nuevos comienzos,
de supervivencia.
Aboltar kazal, aboltar mazal.
La canción emergió con un grito; Luzia profirió un grito cuando el dolor
la desgarró.
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Luzia negó enérgicamente con la cabeza; Santángel no sabía si estaba
negando sus palabras o si solamente estaba demasiado asustada para
entenderlas.
Le dio la mano con fuerza.
—He hecho mal en decirte que temas a los hombres y su ambición —le
murmuró al oído—. No tengas miedo a nada, Luzia Cotado, y llegarás a ser
más grande que todos ellos. Y ahora, canta para mí.
Estuvo a punto de soltar un grito triunfal cuando ella también le apretó la
mano.
Con la lengua partida por la mitad, no podía articular palabras. Pero aun
así una melodía brotó de algún lugar de su pecho, vacilante y débil al
principio. Luego emergió, más clara. Santángel reconocía aquella canción, de
hacía mucho. La había escuchado en un jardín. El olor de un naranjal en flor
le inundó la nariz.
La canción subía, bajaba y volvía a subir, hasta que de pronto Luzia calló.
Con sumo cuidado, Santángel le limpió la sangre de la cara con la manga.
—Abre la boca. —La lengua estaba entera y rosada—. ¿Todavía te duele?
Ella asintió.
Santángel levantó la cabeza para mirar a Víctor, que seguía pegado a la
pared, y a Valentina, que sollozaba en los brazos de don Marius.
—Traed hielo si tenéis, o leche fría si no. También agua para lavarla. Y
dejad de llorar. No ha ocurrido nada.
Los tres lo miraron como si hablara un idioma misterioso.
Solo entonces comprendió Santángel con qué había tropezado antes. En el
suelo, entre la sangre y las granadas aplastadas, yacía Álvaro, el Peñasco.
Pero no todo él. El hombro, un trozo de pierna (con la librea de color mostaza
de los De Paredes) y media cabeza con el ojo abierto, como si se hubiera
acostado de lado y su cuerpo hubiera atravesado sin más el suelo de madera.
—¿Dónde… Dónde está el resto? —preguntó Víctor sin aliento.
—En mi despacho —graznó don Marius desde el pasillo, donde abrazaba
a su desconsolada esposa—. Estaba revisando las cuentas de nuestros terrenos
y los… trozos… han caído del techo. —Al verlo taparse la boca con la mano,
Santángel supo que hallarían vómito junto a los despojos de Álvaro.
Ya entendía lo que había salido mal, lo que había hecho Luzia, pero no
era momento para explicaciones.
Santángel cogió en brazos a Luzia y se levantó; las fuertes punzadas de
dolor de los dedos rotos le subían hasta el hombro.
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—Llevadme a vuestra alcoba —le ordenó a Valentina—. Traed a Juana y
que la cocinera se marche a casa. Decidle que alguien ha caído enfermo.
Víctor, ordena al cochero que vaya a tu casa y vuelva aquí con Gonzalo y
Celso; ellos nos ayudarán a limpiar este estropicio. ¿Entendido? —Víctor
cerró la boca y logró soltar un gruñido—. De acuerdo. ¿Y se dignaría mi amo
a mandar llamar a alguien que me enderece los huesos rotos para que curen
bien?
Esperó a que Víctor le mirara a los ojos.
—Sí —dijo este sin aliento.
Llevando a su criada en brazos, Santángel dejó atrás al hombre con más
suerte de Madrid.
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Capítulo 18
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difícil acceso, pero el artesonado disimulaba las señales sanguinolentas del
estropicio.
Al final de la jornada, concluidas tan lúgubres tareas, y una vez que
mandaron a Juana de vuelta a la cocina con una moneda en el mandil y la
advertencia «servicio y silencio», todos se reunieron en el salón.
Trajeron una bandeja con queso y pasas sultanas de la que comieron
distraídamente; a Santángel le sorprendió darse cuenta de que tenía hambre.
No había considerado la fuerza que había sido necesaria para izar a Luzia del
suelo hasta que la hubo dejado en la cama de Valentina. Su salud estaba
regresando y, con ella, sus apetitos. Gracias a Luzia.
La viuda estaba pálida y parecía cansada. Valentina se sonaba
delicadamente con un pañuelo. Don Marius aún no había recuperado el color
y daba sorbos cautos a un vaso de jerez. Víctor se había esfumado durante las
horas en las que había sido preciso trabajar, pero ya había vuelto. Estaba
ceñudo, pero la arrogancia, que lo había abandonado momentáneamente al
ver a su guardaespaldas demediado entre las dos plantas de una casa, también
había regresado. Se paseaba de un lado a otro, se sentaba y volvía a pasearse.
—Si ocurre algo parecido durante el torneo, supondrá la ruina de todos
nosotros —dijo por fin.
—La muchacha ha estado a punto de morir —murmuró la viuda.
—Yo no he visto herida alguna.
—¿Será por toda esa sangre? —preguntó Hualit con demasiado énfasis.
Cuando Víctor la fulminó con la mirada, bajó la vista.
—No has visto herida alguna porque ha logrado curarse sola —dijo
Santángel—. Podemos reanudar sus lecciones después de que haya
descansado unos días.
—¿Os parece prudente? —preguntó la viuda.
Don Marius dejó su vaso y parpadeó varias veces, como si su egoísmo
acabara de despertarlo de un sueño.
—Debe continuar —dijo.
—Sí —coincidió Valentina, secándose la nariz.
De lo contrario, no habría más dinero, no habría vestidos ni estancia en La
Casilla. Pero Santángel era igual de ruin. Más incluso. Él necesitaba que
Luzia participara en el torneo y se encargaría de que así fuera.
Víctor volvió a caminar de un lado a otro.
—¿Y qué pasará cuando empiece a sangrar por todo el gran salón?
¿Cuando parta por la mitad a un guardia, a un invitado o al propio Pérez?
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—¿Qué ha salido mal hoy? —preguntó la viuda—. ¿Qué ha sucedido en
esa alcoba?
Víctor lanzó a Santángel una mirada de advertencia. Seguro que Catalina
de Castro de Oro ya conocía la naturaleza de su benefactor, pero si Víctor
quería discreción, la tendría.
—No lo sé —mintió Santángel—. He sido severo con ella. Quizá su
miedo haya corrompido el milagro.
—¿Eso puede pasar? —preguntó Víctor.
Cualquier cosa podía pasar, pero era la primera vez que se atrevía a mentir
a Víctor o se molestaba en hacerlo desde hacía una eternidad. ¿Cuándo había
sido la última vez? Tal vez cuando Víctor le había preguntado si sentía el
dolor. Por entonces su amo era más joven, pero Santángel ya había visto en
qué se estaba convirtiendo Víctor de Paredes, el contagio de la codicia de su
padre.
«No lo siento igual que tú», le había dicho entonces. Le habría gustado
que fuera más cierto. Santángel entendía, a diferencia de otros, que el dolor
era algo fugaz, que había pocas cosas que no pudiera tolerar. Pero recordaba
demasiado bien el tormento padecido cuando había adquirido la inmortalidad.
No se había fiado de que Víctor no quisiera poner a prueba sus límites, y su
comportamiento de hoy era otra señal de que había hecho bien en ser
precavido.
Y, aun así, Santángel estaba dispuesto a poner a una criada analfabeta y
desamparada al servicio de Víctor. Su amo era cruel; la viuda, vanidosa;
Marius y Valentina, codiciosos. Pero el único monstruo que había allí era
Santángel. «Luzia estará mejor así que malviviendo con los Ordoño», se
repetía. Santángel haría lo que tuviera que hacer. Puesto a ser una bestia, al
menos no sería una bestia enjaulada.
Bajó la voz para que solo le oyera Víctor.
—Puede que su humor altere la eficacia de sus dones. Ya sabes cómo son
las mujeres. La muchacha tenía miedo y se ha desconcentrado.
—¿Por qué no habremos encontrado un campeón varón? —Gruñó Víctor.
—He tenido muchas ocasiones de cuestionar el destino, pero este nunca
me ha respondido.
—Has de hallar el modo de controlarla. Nos disponemos a meterla en un
nido de serpientes. No podemos permitir que dé un respingo cada vez que
alguna la muerda.
—La hallaremos, te lo aseguro.
—Tu futuro está en juego tanto como el mío, Santángel.
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—Eso no lo voy a olvidar.
Víctor pareció aplacarse entonces; se volvió hacia los Ordoño y la viuda
para seguir discutiendo sus planes, mientras Santángel se quedaba
reflexionando sobre el verdadero motivo por el que a Luzia se le había rajado
la lengua, y también sobre la desagradable realidad de su propia naturaleza.
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y puso la mano encima del zurrón, como si se dispusiera a bendecirlo. Eran
las cosas personales de Santángel. Pero ¿cuándo iba a volver a tener una
oportunidad igual?
Desató los cordones y miró dentro. Un libro en francés que no pudo
descifrar y una colección de cartas, algunas con su sello (el alacrán, con la
cola enroscada y lista para atacar), esperando a que algún criado se las llevara
de Madrid. ¿Con quién se carteaba? ¿Príncipes? ¿Políticos? ¿Espías? ¿Había
alguna mujer que esperaba noticias de su amado? Una de las cartas, en
castellano, era de un erudito de la universidad de Sevilla; otra estaba en latín.
Luzia recorrió la página con la mirada. Apenas había tenido ocasión de
utilizar el latín que le había enseñado su madre, pero no lo había olvidado, y
los tratados y manuscritos que Hualit le prestaba de vez en cuando le habían
ayudado. Sus ojos se posaron en un nombre: «Pérez».
Luzia se detuvo un momento para escuchar el murmullo de voces del
salón y luego siguió leyendo; quería recabar toda la información que pudiera.
Al parecer, solo se hablaba de astrología: el signo bajo el que había nacido
Pérez y el significado que se extraía de ello, una larga mención al horóscopo
del rey y al hecho de que, cuando Felipe aún era joven, el mismísimo John
Dee le había leído la carta astral.
John Dee. El hechicero de la reina protestante. Se decía que hablaba con
los ángeles, igual que la Niña Santa. Pero si su dios no era el dios católico,
¿de quién era la voz que oía? ¿La del mismo diablo que había hablado en
aquella alcoba? ¿Quién había entrado en el cuerpo de Luzia para partir a un
hombre por la mitad?
Al oír pasos, se apresuró a guardar las cartas en el zurrón, ató los cordones
y se tumbó en la cama.
—Estás despierta —murmuró Hualit mientras entraba en la alcoba y
cerraba la puerta—. Podrías haberte quedado en los aposentos de Valentina.
Se sentó y le apartó el pelo de la frente. En la penumbra de la tarde, se
parecía a la madre de Luzia. O a como la recordaba ella. De pronto se acordó
de la vez que Blanca Cotado le había dicho que el aceite de alacrán servía
para curar toda suerte de males. «Pero para eso primero hay que atraparlos y
freírlos, tesoro mío. ¿Vale la pena?».
«Sí, mamá», había respondido ella. «Un buen remedio bien vale algo de
dolor». Blanca se había reído y había llamado osada a su hija.
—Traigo ruda —dijo Hualit—. Y romero. Para protegerte. ¿Te duele?
—No mucho. —Las palabras sonaban espesas, tan hinchadas como la
lengua de Luzia—. Solo tengo un vestido y ahora se ha manchado de sangre.
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—Y había matado a un hombre.
—Te daré uno de los míos.
—Así me podré tropezar con la falda.
Una sonrisa afloró a la boca de Hualit.
—¿Me cuentas lo que ha ocurrido?
—¿Quién quiere saberlo, tú o tu benefactor?
—También es el tuyo.
—Es un monstruo, Hualit.
Hualit miró por encima de su hombro, como si esperara ver a don Víctor o
al mismísimo diablo.
—No digas ese nombre. En esta casa no.
—Le ha roto los dedos a Santángel. O más bien se lo ha ordenado a
Álvaro.
—¿Pretendías matar a Álvaro?
—¡No! —exclamó Luzia—. Cre… Creo que no. No sé lo que pretendía.
—Si había querido matar a alguien, era a Víctor de Paredes—. ¿Es cruel
contigo? ¿Te hace daño?
—Es un hombre, así que la respuesta solo puede ser sí.
—Habla claro por una vez.
—¿Y qué harás si te digo que sí? —Hualit suspiró—. Luzia, nunca me ha
pegado. Esas no son sus inclinaciones. Mi vida es mejor con él, querida, y la
tuya también.
Luzia volvió el rostro, pero Hualit la agarró por el mentón, igual que había
hecho antes don Víctor.
—Escúchame bien, Luzia. ¿Sabes de dónde saqué el dinero para la
carroza que me llevaba al Prado todas las noches para esperar a Víctor? ¿Para
comprar los vestidos que tanto lo seducían? ¿Para que mi linajista me
convirtiera en una buena viuda cristiana, merecedora de algo más que la verga
de un noble? Permití que un hombre me remojara el pelo con sus orines
porque tal cosa le daba placer. Me vestí de lechera y dejé que el alguacil
yaciera conmigo en un sembrado mientras yo fingía llorar. Y esas fueron las
menores de mis bajezas. Aprender a hacer reverencias, a actuar delante del
rey… Eso no es nada. Si no procuras agradar a don Víctor y a Pérez, las dos
lo pagaremos.
Luzia se deshizo con brusquedad de la mano de su tía. Se incorporó,
recogió las rodillas y se las abrazó.
—Tú sabes tanto como yo de esos refranes. ¿Por qué funcionan? ¿Por qué
no? Estoy a oscuras.
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—Lo que ha pasado aquí… Podría tratarse de un esticho. Brujería. Uno de
tus rivales del torneo puede haber intentado alterar tus dones. Escribiré a
Mari. Ella lo sabe todo acerca del shedim y cómo lidiar con espíritus airados.
Los ke vienen i van.
«Los que vienen y van». Luzia no quería creer que un espíritu vengativo
la perseguía ni que ya corría peligro por culpa de unos rivales a los que ni
siquiera conocía. Hualit guardó silencio durante un rato y luego habló de
nuevo:
—También escribiré a Gento Isserlis, aunque debo escoger con tino mis
palabras. Siempre busca indicios de idolatría.
—¿Es un clérigo?
—Un rabí.
—¿Te carteas con… con un rabí?
Su tía cerró los ojos.
—Tiene una congregación en Tesalónica. Le envío dinero para pagar el
aceite de la lámpara de la sinagoga. Allí hay muchas sinagogas. ¿Te
imaginas? —Luzia no les encontraba sentido a las palabras de su tía. Hualit la
miró con tristeza—. ¿De veras no sabes lo que soy? ¿Por qué te sirvo
aceitunas e higos y nunca jamón? ¿Por qué tengo un confesor privado con
secretos propios para recibir los sacramentos?
—Pero tú decías… Mi padre… Tú decías que era un necio. Que…
—Porque lo es. Porque la discreción es lo único que nos puede proteger.
—¡Te bautizaste!
—No fue decisión mía. Cuando el rey Manuel exigió a los judíos de
Portugal que entregaran a sus hijos, las madres les cortaron la garganta a sus
bebés antes que verlos bautizados. Quizá la madre de mi madre debería haber
hecho lo mismo. Anusim, así llaman a los que prefirieron el bautismo a la
muerte. Los forzados. Pero ¿qué somos nosotros, sus descendientes, que
rezamos en falso y nos postramos en las iglesias de sus asesinos?
Cristianos. Eran cristianos, ¿verdad? Pero ahí tenía a su tía, la misma a la
que solo parecían importarle el buen vino y las sedas de calidad: una
judaizante, la encarnación de todo cuando denostaba la Inquisición.
—Luzia, yo podría ser la más santa y devota cristiana y nunca sería
suficiente. Su gran religión puede transformar el pan en carne y el vino en
sangre. Pero para ellos no hay agua bendita ni plegaria capaz de convertir a
una judía en cristiana.
—¿Lo sabe Ana? —La doncella acudía a la iglesia con Hualit a diario.
¿Todo era una farsa?
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—Por supuesto. Rezamos juntas y guardamos el sabbat cuando podemos.
Dos judaizantes bajo el mismo techo. Luzia se reclinó contra la pared.
—¿Por qué me cuentas esto ahora? ¿Por qué me cargas con semejante
secreto?
—¿Te parece cruel? —musitó Hualit—. Quizá lo sea. Tu padre quiso
darte un nombre portugués acorde con el suyo. En cambio, mi madre me dio
un nombre repleto de poder. No es nombre de mujer ni de varón. No es
hebreo. Ni español. Ni árabe. Es todas esas cosas. Igual que los refranes con
los que obras tus milagros. No nos hace falta entender de dónde procede ese
poder, tan solo que es tuyo y que lo puedes blandir.
—¿Cómo dices eso? Hoy he matado a un hombre. Ha muerto en esta
misma alcoba. ¿Y si hubiera matado a don Víctor? ¿Qué habría pasado
entonces?
—No creas que él no se está preguntando lo mismo, Luzia. Tal vez sea
bueno que te tema un poco. Demuéstrale que puedes ser dócil. Gánate a Pérez
y luego al rey. Que te cubran de joyas y de reales.
—¿Y después?
—Nos fugaremos con los bolsillos llenos de oro y plata. Iremos a buscar
al rabí Gento a Tesalónica. Ana nos acompañará. En su congregación hay
muchos conversos forzados. Nos aceptarán. Nos enseñarán a rezar
debidamente. Comeremos moras en verano y sufriremos el viento en invierno.
Guardaremos el sabbat y no temeremos más que a la vejez. Pero, hasta que
llegue ese día, nuestra única protección es la ilusión de respetabilidad, y
necesitamos a Víctor de Paredes para preservarla. Averigua qué ha salido mal
hoy y no dejes que se repita.
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Capítulo 19
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—¿Es una de las mías? —preguntó Luzia. Cuando Santángel asintió,
Luzia apartó la mirada. Solo podía pensar en las frutas cayendo pesadamente
al suelo, al lado de la cabeza de Álvaro—. ¿Qué debo hacer con ella? —
Santángel extendió el pañuelo en la mesa y depositó la fruta encima. La
cáscara, de color rojo oscuro, era fina como el papel, señal de que la granada
estaba madura—. ¿Convertirla en otro árbol?
—Demasiado fácil.
—¿Cambiarla de color?
—Qué original.
—¿De sabor?
—Eso sí que sería una lástima.
Luzia notó que se relajaba con aquella conversación tan natural, y
entonces se dio cuenta de que le había dado miedo que lo sucedido en esa
estancia, lo que ella le había hecho a Álvaro, hubiera cambiado la actitud de
Santángel hacia ella. No era que Luzia confiara en él, pero disfrutaba de sus
lecciones. Le gustaba la sensación de tenerlo concentrado en ella, el goce que
parecían producirle los éxitos de Luzia. Y también le gustaba mirarlo. Por
extraño que fuera Santángel, Luzia había tenido pocas ocasiones de observar
bien a un hombre, y él era más apuesto que don Marius o que los verduleros y
carniceros del mercado. La suya era la fina hermosura de una caracola, el
lustre plateado de una ostra, la espiral prieta y nacarada de un nautilo.
Santángel hizo una incisión con el cuchillo en la cáscara de la granada y
trazó un círculo alrededor del cáliz para extraerlo.
—Se os han curado los dedos —observó Luzia.
—Sí.
—Creía que iba a tener que cantaros.
—Innecesario.
¿Cómo había soportado tal dolor sin soltar ni un solo grito? ¿Cómo
podían sus largos dedos moverse con tanta destreza cuando hacía apenas dos
días estaban rotos e inútiles?
Santángel hundió las puntas de los dedos en la cáscara y abrió la fruta,
dejando al descubierto las semillas rojas como la sangre; el jugo manchó el
pañuelo.
—Come, Luzia.
Ella se cruzó de brazos, aunque la boca se le hacía agua. Apenas había
tenido apetito desde que Álvaro había muerto en esa habitación. Había
matado a un hombre y, peor aún, lo había hecho sin querer. No estaba segura
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de si lo que la atormentaba era la culpa o el miedo, pero intuía que comerse
esa fruta solo agravaría su pecado.
—Esto me suena a truco —dijo. Uno propio del diablo.
—Casi todas las cosas buenas lo son. —Él metió la mano en su zurrón y
le tendió otro pañuelo limpio—. Pronto terminará el momento de las
lecciones y el torneo dará comienzo.
—¿Don Víctor aún cree que debo competir? ¿Incluso después de…?
Santángel asintió una sola vez.
—Hazme caso cuando te digo que la de Álvaro no ha sido una gran
pérdida.
—Pero ¿merecía morir?
—La muerte no busca a quienes la merecen. Doy fe de ello.
Luzia se sentía demasiado culpable para tales perogrulladas.
—Vuestro amo me ha convertido en una asesina. Él y vuestra merced.
—Si te nombran campeona del rey y le construyes una armada nueva,
serás responsable de muchas muertes.
Luzia sintió un hormigueo de enojo.
—Todo a su tiempo. ¿Qué pasó en esta alcoba, Santángel?
—Dímelo tú, Luzia.
—Era la misma canción de siempre, el mismo milagro. «Muda el lugar,
muda el azar». Pero la melodía se retorció en mi mente.
—¿Y en qué se convirtió?
—No lo sé —le espetó, incapaz de contener la frustración—. Estaba… No
entendía lo que veía, el sonido… Vuestros dedos. ¿Quién hace una cosa así?
¿Quién ordena semejantes crueldades? ¿Quién obedece órdenes como esas?
—Ya conoces la respuesta. Sirvientes. Esclavos. Hacemos lo que tenemos
que hacer.
—Lo sé —dijo ella con impotencia—. Lo sé. Solo quería que se acabara,
estar en cualquier sitio menos aquí.
—Ah —dijo Santángel.
—¿Ah?
Él cogió un gajo de granada y lo mordió como si fuera una manzana.
—Nunca había visto comer así una granada. —Le fastidiaba la pulcritud
con que lo había hecho, sin perder ni una gota del juego, ni un trozo de piel
blanca.
—Es la mejor forma. Sin manchar. —Se secó los dedos en el pañuelo—.
Tu magia trataba de volverse más grande. Trataba de ofrecerte una vía de
escape, sacarte de este lugar.
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—Imposible.
—Sí —dijo—. En efecto. Algunos papiros griegos y el Sepher Ha-Razim
cuentan historias de hombres capaces de desvanecerse de un lugar y
reaparecer a varias millas; en la cima de una montaña, en la plaza de un
mercado… Pero quién sabe si son ciertas. Y esos hombres siempre empleaban
un… —Titubeó, buscando la palabra precisa—. Taewidha. Lapillus. Hay una
expresión en egipcio antiguo: aner khesbed wer. Pero ni siquiera eso es
exacto. Es una especie de gema, un talismán. Eran muy escasos y se usaban
para concentrar los talentos de los sabios. Esos hechizos poseían tal poder que
la gema se quebraba con el primer intento.
—Pero ¿funcionaban?
—Veo que tu mente inquieta se está adelantando, pero piensa en tus
monedas de oro transformadas en arañas. Esto es lo mismo. Lo imposible
tiene sus límites. Por cada historia de un hombre que consiguió transportarse a
una ciudad lejana o a una cima, hay mil que hablan de aquellos que
fracasaron, que terminaron sepultados vivos muchas millas bajo tierra,
ahogados en un océano o partidos por la mitad al instante. —Luzia se llevó la
mano a la boca; Santángel la siguió con la mirada—. Has tenido suerte de que
solo haya sido la lengua.
—Álvaro no tuvo tanta suerte.
—Mejor él que tú. —Hoy estaba siendo considerado con ella, casi
bondadoso, pero no había perdido su dureza.
Luzia cogió un gajo de la granada y admiró sus semillas relucientes y
perfectas; le suplicaban que se las comiera.
—Yo he pensado lo mismo —susurró.
—No debes avergonzarte de ello.
—He pasado suficiente tiempo en las iglesias como para saber que eso no
es verdad.
Y para ser sincera, Luzia sentía la llamada de esa magia mayor. Su
corazón codicioso y lleno de deseos la anhelaba. No solo por la esperanza de
escapar de esa ciudad y de esa vida. Lo cierto era que le había gustado dar
miedo. Nunca se había imaginado lo que sería que Víctor de Paredes y otros
como él la temieran. ¿Qué implicaba para su alma marchita que hubiera
disfrutado tanto? Los hombres no trataban bien a aquello que temían.
—Te he traído la granada porque significa algo distinto para cada cual —
le explicó Santángel—. Cuando Isabel y Fernando conquistaron Granada, la
añadieron a su escudo de armas. El rey Felipe aún la incluye en su blasón.
Pero no es solo suya. El Corán dice que fue un regalo de Alá. La Biblia, que
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la serpiente la utilizó para tentar a Eva. Se esculpieron doscientas granadas en
los muros del templo del rey Salomón. San Juan de Dios la convirtió en
símbolo de sanación. Hay mil historias. Mil sentidos. Pero en el fondo no
pertenece a nadie, salvo a la mujer que la sostiene en su mano. Cómetela o no.
Entra en el torneo o dale la espalda. La decisión es tuya.
También había otras historias, historias de muchachas secuestradas en
praderas, que tenían la libertad a su alcance, pero a las que el hambre
terminaba venciendo. Una plebeya no debía conocer esas historias. Pero
Luzia estaba cansada de esconderse, de su vida de tonta temblorosa. No iba a
rechazar el torneo. No iba a huir en barco con su tía.
Luzia siempre había sido una embustera, y ahora era una asesina. Si
quería que todo hubiera servido para algo, tenía que continuar. Tenía que
hallar la manera de vencer. Se construiría una vida de abundancia. Obligaría a
su mundo a florecer, igual que había hecho crecer el granado, y Santángel la
ayudaría. Incluso si tenía que regar la tierra con sangre.
—Quiero tres cosas.
Él enarcó las cejas.
—¿Solo tres?
—De momento —contestó Luzia—. Quiero que me habléis de las pruebas
del torneo, para que estemos listos para afrontarlas juntos.
—Así lo haré —dijo él con evidente alivio.
—Quiero comerme esta granada.
—Para eso te la he traído.
—Y quiero que os deis la vuelta mientras tanto, para poder disfrutarla
como es debido, sin avergonzarme de mi aspecto cuando el jugo me resbale
por la barbilla.
—Así lo haré también, Luzia Cotado.
Santángel le dio la espalda por segunda vez.
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Capítulo 20
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silencio, evitando el lugar del suelo que habían tapado con una alfombra, a
pesar de que ya no se podía ver mancha alguna.
De mudo acuerdo, Luzia y Valentina abrieron el cofre juntas, sacaron los
bultos y los fueron dejando bien colocados sobre la cama, desenvolviendo
cuidadosamente la muselina.
Luzia también había recibido tres vestidos. Uno de día, confeccionado con
seda de color óxido con encajes dorados, otro de terciopelo negro y un tercero
de lana también negra. Para actuar.
Luzia pasó la mano por la lana áspera y dejó escapar un profundo suspiro.
—Me pareció prudente —dijo con tristeza.
Valentina frunció el ceño. Se alegraba de no haber malgastado la que
posiblemente fuera su única oportunidad de disfrutar de tanto lujo optando
por la prudencia.
—Tal vez sea más cómodo de llevar —la consoló.
—Venid. —Catalina de Castro de Oro apareció en el pasillo y entró—.
Hemos de vestiros.
¿Cuándo había llegado la viuda? ¿Le había abierto Juana? ¿Por qué no
llamaba a la puerta? ¿Cómo había accedido Valentina a dejar que una
desconocida entrara con tanta libertad en su casa? Pero no formuló ninguna
de esas preguntas. Se limitó a cerrar la puerta y comenzaron la tarea de
desnudar a Luzia y ponerle su vestido nuevo. Trabajaron en silencio, como
mujeres que no habían vivido toda su vida entre algodones, que se ocupaban
de las tareas del servicio cuando no podían permitirse o no encontraban otro
par de manos. Era de esperar que Valentina tuviera experiencia con esas
cosas, pero ¿quién era esa viuda que vestía con tanta elegancia, que caminaba
con una confianza tan natural y que, sin embargo, manejaba cordones y
botones con plena seguridad?
—Muchos invitados llevarán a sus criados a La Casilla —les explicó la
viuda—. Víctor se ha asegurado de que las tres tengamos una muchacha, pero
habrá que compartirla. Luzia tendrá preferencia. —Y la viuda sería la
segunda. A Valentina le tocaría esperar, y llegaría tarde a los banquetes. Eso
era lo que nadie mencionaba—. Yo me traeré a mi doncella para que se
encargue de mi peinado y aseo —continuó la viuda, pero Valentina no quería
dejarse consolar.
Cuando acabaron, las tres estaban sonrojadas y sudorosas. Valentina abrió
la ventana y Catalina la puerta para que entrara la corriente. Después dieron
un paso atrás para examinar su obra.
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El sol de las últimas horas de la mañana iluminaba a Luzia. El vestido de
lana negra era austero, con las mangas ceñidas en lugar de abullonadas; el
tejido recio y sin brillo tenía el mismo color que el hollín. El sastre había
integrado un justillo que le estrechaba y aplanaba debidamente el pecho, pero
los aros del verdugado eran más pequeños y sutiles que los que llevaban
Valentina y la viuda. La gorguera blanca era discreta, de pliegues sencillos,
como un jirón de nube. El efecto resultaba inquietante. No parecía del todo
una monja, pero tampoco una mujer. Era como si se hubiera vuelto más
pequeña, una figura de obsidiana tallada, un diminuto icono pagano que
alguien hubiera descubierto en una cueva.
Catalina ladeó la cabeza y se llevó un dedo a los labios.
—¿Me atreveré a decir que te sienta bien?
Valentina notó que Luzia se relajaba un poco, como si suspirara de alivio.
¿Por qué le importaba tanto la opinión de la viuda? Pero ¿acaso Valentina no
deseaba también su aprobación? ¿Acaso una parte de ella no se moría por
decirle: «Venid a ver lo que me ha confeccionado vuestro sastre»?
La viuda dio una vuelta lentamente alrededor de Luzia.
—Está bien pensado. El juego cambiará totalmente si Luzia no se presenta
para suscitar deseo, sino para censurarlo. Casta, devota, inexpugnable.
Valentina no estaba tan segura.
—¿No debería tener… algún aliciente?
—El truco para impresionar a un hombre consiste en hacerle creer que lo
encuentras espléndido.
—¿Y si no es así? —Valentina notó que se le calentaba la cara, pero se
apresuró a continuar—. ¿Y si no lo encuentras espléndido?
—En ese caso, hay que buscar algo que sí sea espléndido y pensar en ello
mientras estás con él. Los helados, por ejemplo. Los higos maduros. Un día
soleado.
—¿La ropa blanca recién doblada?
—Exacto.
—A menos que la haya tenido que doblar una misma —murmuró Luzia.
—Calla —dijo la viuda—. Estoy pensando. El vestido es bueno, muy
bueno. Un disfraz apropiado. Una armadura. La Hermanita y sus milagros.
Encantadoramente teatral. Lo demás… requiere trabajo. Quítate la cofia.
Las manos de Luzia estrujaron la tela de su vestido nuevo.
—¿No puedo llevarla?
—No, no puedes —dijo Valentina, sorprendida de la severidad de su voz
—. Parecerías una majadera.
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—Pues un velo o…
—Al rey no le agradan los velos —replicó la viuda—. Piensa que con
ellos las putas lo tienen harto fácil para hacerse pasar por mujeres virtuosas.
¿Acaso no eres una mujer virtuosa?
Los ojos de Luzia centellearon, y Valentina recordó la noche que la había
acusado de engañarla con el pan quemado. Había tenido la sensación de que
una loba adoptaba la forma de una muchacha.
—Tan virtuosa como vuestra merced —le dijo Luzia a la viuda, y se
sostuvieron la mirada durante un instante.
Valentina se preguntó si la viuda iba a pegar a Luzia. O si esta iba a pegar
a la viuda. Pero Luzia se limitó a acercar las manos a los alfileres con los que
se sujetaba la cofia.
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siempre le había dado calma, además de la única forma de domeñar aquella
espesa melena de rizos negros.
«Cabellos del desierto», los llamaba su madre. En esa época Luzia no
entendía lo que significaba, pero le gustaba porque la hacía sentir especial.
Aún tenía la costumbre, a pesar de todo, de quitarse las horquillas y
sopesarse el cabello con las manos. Permanecía húmedo mucho tiempo
después de lavarlo y conservaba el aroma del aceite de almendras. Unos
cabellos que habían sobrevivido a la destrucción del templo, a las legiones
romanas, al largo trayecto hasta Berbería; que habían soportado la conquista y
la conversión para terminar ahora amarrados como un secreto bajo una cofia
blanca. Cabellos de las arenas, de las piedras al sol, de un horizonte que ella
no vería jamás. Cabellos del desierto.
—¿Eso es todo? —preguntó doña Valentina—. Así parece un polluelo
recién nacido.
Luzia le sostuvo la mirada a Hualit, lanzándole un desafío desconocido
mientras se quitaba las horquillas de la trenza y las iba dejando caer al suelo.
Era un gesto ridículo; después tendría que recogerlas ella.
Hualit se puso detrás de ella. Luzia notó que su tía le deshacía la trenza;
ahora sí que tenía ganas de llorar, porque hacía muchísimo tiempo que nadie
la ayudaba con sus cabellos ni la tocaba con la menor delicadeza. Volvió a
tener esa sensación de que la escena se repetía: Luzia era una niña y Hualit
esa madre cuyo rostro no recordaba. La melancolía no había hecho
enloquecer a su padre. Vendía artículos de cuero y hojalata, y eran pobres,
pero tenían una casa con velas en la ventana. Su padre susurraba el hamotzi
frente al pan; esa bendición era como un cordón de oro que tenían prohibido
tocar, pero que pendía sobre la mesa de la cocina.
—¿Qué significa? —había preguntado Luzia.
—No me acuerdo —había confesado su padre—. Creo que ni mi padre lo
sabía.
Pero su madre conocía las palabras, no solo sus ecos. «Bendito seas, Dios
Nuestro Señor…». Luzia no recordaba el hebreo. Por entonces el latín le
parecía más importante.
En esa época no conocía el verdadero miedo. Había creído que tendría una
vida igual que esa. Que se casaría y cocinaría en su propio fuego y su marido
le besaría la mejilla por las noches y la llamaría «amor mío». ¿Por eso había
ayudado a Valentina? ¿Porque ella sabía lo que era vivir sin amor? ¿Pensar
que jamás lo tendrías, y aferrarte a cualquier cosa que se le pareciera: una
invitación, una charla, un vasito de jade con vino?
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—Enséñaselo a doña Valentina —dijo Hualit.
Luzia se dio la vuelta. Entonces vio a Santángel; sus ojos resplandecían
entre las sombras, al otro lado del umbral, como chispas que no ardían, como
un fuego frío. Luzia no lamentó que estuviera allí. Quizá deseaba que
Santángel viera algo de ella aparte de un cuello roñoso y su falta de modales.
—¡Tiene muchísimo! —exclamó Valentina—. Y qué espeso es.
—Se lo podríamos cortar —dijo Hualit, sujetando a Luzia por los
hombros con firmeza—. O raparle la cabeza y ponerle peluca.
Luzia clavó la mirada en su tía, que se enroscaba en el dedo uno de los
rizos de Luzia como si nada. ¿Por qué le importaba lo que le pasara a su pelo?
¿Quizá porque se parecía al de su madre? ¿Porque su vanidad le decía que era
la única parte de ella que podía considerarse hermosa, aunque no estuviera a
la moda? ¿O porque no quería que la trataran así, que le hablaran así, que la
movieran como una muñeca de trapo? Luzia solo sabía que, si le acercaban
una navaja a la cabeza, se pondría a gritar y ya no pararía. Llenaría la casa
entera de granados. Partiría a todo el mundo por la mitad. Sentía la llamada de
esa magia mayor, peligrosa, imposible. «Trataba de ofrecerte una vía de
escape, sacarte de este lugar». Y Luzia quería permitírselo.
—Lo más sencillo sería la peluca —dijo doña Valentina—. Pero…
—No —la interrumpió Santángel. Su voz fue como un repentino cambio
de temperatura, un indicio de tormenta.
Valentina y Hualit dieron un respingo.
—No deberíais estar aquí —dijo Valentina—. Es indecente.
—Le doy lecciones a diario en esta misma habitación.
—No es lo mismo. Un hombre…
Hualit soltó una risa forzada.
—Santángel no es un hombre. No le placen las mujeres ni los varones ni
nada que no sean sus libros.
El rostro de Santángel permaneció impasible.
—Los libros pueden decepcionar, pero es mucho más sencillo deshacerse
de ellos.
—Siempre tan agudo —respondió Hualit con desinterés, pero Luzia
reparó en la mueca tensa de su boca. Hualit temía a Santángel y sabía que
estaba peligrosamente cerca de excederse. ¿Era porque Santángel gozaba de
una posición privilegiada con el benefactor de Hualit? ¿O tenía el mismo
miedo que Águeda le había confesado a Luzia en la cocina? ¿Había dicho que
Santángel no era un hombre porque se trataba de una criatura completamente
distinta?—. Bien, Santángel —musitó su tía—. Ya que tanto parecéis saber de
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moda, ¿qué hacemos con su cabello? Si queremos que parezca devota, no
podemos dejarla desmelenada, y yo no conozco nada capaz de domar este
pelo. En cuanto el rey le ponga la vista encima, querrá llevarla delante de sus
jueces o meterla en su cama.
Valentina soltó un grito ahogado. Pero Hualit no iba a parar ahora.
—Aunque, bien pensado, un hombre con ganas de fornicar siempre es
útil.
Luzia dio un fuerte pisotón en el suelo.
—Señora, os lo suplico.
—No supliques —dijo Santángel. Seguía donde estaba, entre las sombras,
y sin embargo Luzia lo veía con toda claridad, como si resplandeciera—. Si
alguien toca sus cabellos, se enfrentará a mi cólera.
—Esta es mi casa —balbuceó Valentina—. Luzia vive bajo mi techo…
Esta vez Santángel avanzó un paso y Luzia sintió de verdad que la
temperatura cambiaba; más que una corriente repentina, era un temporal.
Valentina retrocedió y Hualit se quedó paralizada, con el rizo moreno de
Luzia aún enrollado en el dedo. Ellas también lo habían notado.
—No se le tocará el cabello —repitió Santángel.
Valentina inclinó la cabeza para asentir.
Hualit soltó el rizo de Luzia y se frotó la mano con la falda como para
olvidar su tacto.
—Ni un solo mechón.
Santángel se desvaneció por el pasillo sin un ruido.
—¡Qué impertinencia! —protestó doña Valentina cuando él se hubo
marchado, pero su voz sonó demasiado aguda.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Luzia, frotándose los brazos.
Hualit pareció recuperarse de lo que fuera que la había dejado clavada al
suelo.
—Tú haz lo que te digan —le dijo a Luzia sin mirarla—. Buscaremos una
cofia de terciopelo o le encargaremos al plumajero de Perucho que nos
prepare algo con plumas y joyas. Veamos ahora los demás vestidos. No
quisiera tener que volver al taller para corregir las medidas.
Tal vez sí tendrían que haberle cortado el pelo ese día. Si Valentina
hubiera traído la navaja o Hualit las tijeras, si Luzia hubiera agachado la
cabeza para dejarles hacer, quizá las tres, y no solo una, habrían regresado a la
mísera casa de la calle de Dos Santos y vivido para contar esta historia.
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Capítulo 21
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Luzia le echó tal mirada de desdén que Valentina se volvió hacia Marius
para ver si su marido se había dado cuenta. Pero él, con una sonrisa de oreja a
oreja, observaba por la ventanilla el enjambre de mozos de cuadra y lacayos
que, con sus libreas de color crema, rodeaban la carroza. La portezuela se
abrió. Marius bajó en primer lugar y Valentina hizo ademán de seguirlo, pero
la viuda ya se había levantado del asiento con elegancia.
—Mirad bien lo que hacéis —siseó Valentina; el miedo y la angustia le
infundían valor—. Detrás de mi marido saldré yo, y no…
En los confines de la carroza, Catalina de Castro de Oro la miró por
encima del hombro, con una sonrisa rozándole los labios.
—¿Y no…?
Valentina notaba la lengua pastosa, pero se forzó a decirlo:
—Es público y notorio que sois la puta de don Víctor.
La viuda no se escandalizó ni alargó el brazo para abofetearla. Ensanchó
su sonrisa y miró a Valentina como si fuera una niña adorable que aún no
sabía leer del todo bien.
—No me cabe duda de que vuestro marido dejaría que don Víctor le
metiera la verga en la boca a cambio de un buen caballo de carreras. —Se
inclinó hacia ella—. Y a mí me placería verlo. Y ahora, tengamos todos
presente que nos hallamos en un lugar donde la mera sombra de un escándalo
podría condenarnos, y procuremos disfrutar pese a la espada que nos pende
sobre el cuello.
La viuda bajó de la carroza como si flotara y se posó sin un ruido en el
sendero, con el rostro iluminado por un plácido deleite.
—Cerrad la boca, señora —dijo Luzia en voz baja mientras se recogía la
falda—. Parece que estáis esperando a que os metan un bizcocho entre los
dientes.
Valentina notó en la garganta el vergonzoso picor del llanto.
—Y tú pareces un trasgo. —Le dio un empujón a Luzia para volver a
sentarla. Luego bajó de la carroza y se colgó del brazo de Marius.
—¿Estás indispuesta? —le murmuró su marido al oído—. Respiras muy
deprisa.
—Solo estoy emocionada —mintió ella.
—Como todos. —Marius guardó silencio un momento—. Este vestido
nuevo te sienta muy bien. El color te favorece.
Era la primera vez que Marius elogiaba su aspecto, pero Valentina ni
siquiera fue capaz de disfrutarlo. Había sido la viuda quien había elegido la
seda verde de Perucho.
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Inspiró hondo y tosió. Solo se habían alejado una milla de su casa, pero
allí el aire era muy dulce, limpio, libre del hedor de la ciudad. Era como
zambullirse en agua fría: algo al mismo tiempo tonificante y sobrecogedor.
Valentina se sintió empequeñecer a la sombra de La Casilla, como si
aquella inmensa casa de humilde nombre se agrandara. Las enormes puertas
dobles con tiradores dorados se abrieron como una boca y Valentina cruzó el
umbral con paso tambaleante, aferrada al brazo de Marius. «Esta bella
alfombra es una lengua», pensó. «En cuanto la pise, me apresará el tobillo, me
arrastrará y me tragará entera».
Había cuadros en todas las paredes, y las ventanas estaban adornadas con
pesados cortinajes de color plata.
—Todo es tan perfecto… —susurró ella.
Marius soltó una carcajada ronca.
—Apuesto a que hasta sus caballos cagan oro.
Por lo general, Valentina aborrecía que su marido dijera vulgaridades,
pero hoy no. «Antonio Pérez no es más que un hombre», se dijo. «Incluso un
hombre que cuyo poder llegó a ser solo superado por el rey sigue siendo un
hombre». Un hombre que, desde que había perdido su poder, era
prácticamente un reo en su propia casa.
La carroza de don Víctor venía detrás de la suya, para asegurarse de que le
esperaran. Ya estaba entrando, seguido muy de cerca por el espantoso
Santángel. No se dignó a saludar a Valentina ni a Marius, pero sí que le dijo
algo a la viuda y les hizo un gesto para que lo siguieran.
—¿No vamos a poder refrescarnos? —preguntó Valentina.
—No nos asignarán aposentos propios hasta que termine la primera
prueba —contestó la viuda. Su expresión ya no era tan radiante, pero se colgó
del brazo de Luzia y echó a andar rápidamente hacia don Víctor.
Valentina y Marius no tuvieron más remedio que seguirlas.
—Todos los baúles que hemos traído, la ropa nueva… ¿Todo va a ser en
vano? —preguntó Valentina. ¿Y acaso una parte de ella quería que así fuera?
¿Por qué añoraba la mísera familiaridad de su casa fría y anodina?
—Supongo que… —empezó a decir Marius—. Bueno. —Cubrió la mano
de Valentina con la suya—. Supongo que ahora eso depende de Luzia.
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Capítulo 22
a estancia en la que entraron era grande como una catedral, con frescos
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ocasión de ganarte el derecho a participar en el torneo; tu fracaso supondría
una humillación imperdonable para Víctor. Aparte de eso, lo que sé es muy
poco, solo que Juan Bautista Neroni asistirá a la segunda prueba para
cerciorarse de que tus milagritos son divinos.
El vicario de Madrid. Seguramente, Luzia debería agradecer no tener que
vérselas con el inquisidor general.
—¿Y la tercera prueba? —había preguntado luego, pensando en el
linajista sobornado, en las cartas de Hualit al rabí de Tesalónica.
—Los competidores que queden se presentarán ante el rey en El Escorial.
El Escorial, mitad mausoleo y mitad monasterio. El rey en su palacio. El
león en su cubil. Y la rata de cocina liberada de la despensa y vestida de noble
dama. Pero Luzia ya no se sentía como una rata. En parte era gracias a las
costosas ropas y al primer baño caliente que se había dado en su vida, pero
sobre todo se debía a la granada, un regalo de Santángel, un objeto de su
propia creación. Luzia la había consumido con voracidad, mirando la capa de
terciopelo negro de Santángel, casi sin reconocerse, a medida que el paño que
tenía en las manos se iba empapando de jugo rojo y su vientre se iba llenando.
Había tomado la decisión de participar en el torneo a pesar de los riesgos y,
tanto si era por haber escogido como por haberse comido el fruto, ahora se
notaba cambiada. Contempló el escenario y se preguntó si la mujer que había
sido o la mujer en la que se estaba transformando estarían a la altura de la
tarea.
—Simplemente vas a tener que obrar tu milagro unas horas antes de lo
previsto —le susurró Hualit al oído—. Dios lo entenderá. —Buscó algo
dentro de su manga—. Tengo un regalo para ti.
Bajo la seda gris apareció un rosario. Las cuentas, con profusos grabados,
estaban ensartadas en un cordón trenzado; alternaban el color rojo con el
blanco y lucían adornos en plata dorada. ¿Las cuentas eran de marfil y
granate? O tal vez solo fueran de hueso y madera pintada. El cordón estaba
rematado con una borla y una insignia con un crucifijo tallado.
—Ven —dijo Hualit—. Te lo ataré a la cintura.
Luzia volvió a preguntarse quién era en realidad su tía. Si los granates y el
marfil eran auténticos, aquel regalo era un pedacito de seguridad que aferrar
entre las manos. Dineros para comprar una casa, el pasaje de un barco o
alguna otra cosa que, en caso de que Luzia fracasara, siguiera valiendo fuera
de aquellos muros dorados. Pero la advertencia también era evidente: «ten
cuidado y haz bien tu papel, cueste lo que cueste». Luzia no precisaba
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recordatorios. Era una criada. Era Juana, fregando la sangre del suelo.
Servicio y silencio. De momento.
Don Víctor las observaba con atención.
—¿Qué le parece La Casilla a nuestra criadita?
Luzia nunca había visto tanto oro y plata, tantas ventanas relucientes con
cortinas de terciopelo, tantos criados de idéntica librea. Ella no sabía nada de
arte, pero dondequiera que mirara veía lienzos inmensos de hombres
guerreando y dioses haciendo el amor. Era glorioso, magnífico, ridículo. «Si
no eres el rey», pensó, «es peligroso aparentar que sí».
—No tengo gusto ni experiencia para juzgar a personas más importantes
que yo —dijo en cambio.
Don Víctor parecía satisfecho.
—Por fin vas aprendiendo a contener la lengua. —Le hizo un leve gesto
con la frente a Hualit—. Acompáñame, me van a presentar a los demás
mecenas y te quiero conmigo.
Se alejaron juntos, aunque manteniendo una respetable distancia el uno
del otro. No habían llegado en la misma carroza ni don Víctor iba a llevarla
del brazo en público. Un acuerdo como el suyo era de lo más común, pero no
algo de lo que hacer alarde.
—¿Te preguntas si ella es dichosa? —le dijo Santángel mientras
caminaban hacia el escenario.
—¿Acaso importa? Es una sirvienta, igual que nosotros. —Le sorprendió
oírse decir eso. Nunca había pensado que Hualit y ella fueran ni remotamente
parecidas. Tal vez ahora que Luzia estaba en un palacio, que vestía galas y
dormía en una cama todas las noches, su visión estaba menos nublada.
—¿Qué opinas en realidad de este lugar?
Luzia soltó un resoplido discreto.
—¿Qué opina un escarabajo de la bota que lo aplasta? Que es una bota
excelente, con una suela magnífica y hecha del más fino cuero.
Una leve sonrisa afloró a los labios de Santángel; a Luzia le gustó.
—¿De verdad no te place en absoluto tal esplendor?
—Claro que sí. ¿Cuándo fue la última vez que te bañaste?
—Eh… ¿Mi persona te ha ofendido?
Luzia se echó a reír.
—Últimamente no. Pero yo jamás me había bañado con agua caliente
antes de hoy. —Cerró los ojos—. No puedes imaginar tal placer.
—No deberías hablar de esas cosas con un hombre.
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Luzia abrió los ojos al instante; le sorprendió ver la expresión ceñuda de
Santángel.
—¿De los goces del agua caliente?
Santángel apartó la mirada.
—No es decoroso.
—Bueno, es que soy plebeya. Poco mejor que una bestia del campo. —Lo
estaba provocando, pero no quería parar. No podía decir que fueran amigos,
pero la transformación que había experimentado al comerse la granada, fuera
lo que fuera, también había cambiado algo entre ellos dos—. Sin ética ni
modales. Y si deseas saber lo que opino de todo esto…, opino que es una
fiestecilla muy tétrica. Todos de negro. Música triste, sin bailes. Los ricos
pueden comprarlo todo excepto un buen rato, al parecer.
—¿Qué harías tú con una fortuna en oro?
Luzia reflexionó. No debía decir ninguna de las cosas que le venían a la
mente. «Mandaría grabar en mármol el nombre de mi madre. Buscaría la
tumba de mi padre. Compraría muchísimos libros y una casa donde leerlos, y
levantaría una alta muralla alrededor para que nadie me importunara. Pagaría
a un ejército para que montara guardia en esas murallas y me protegiera de
reyes, inquisidores y hombres que ordenan partir dedos». Sin embargo,
tampoco era capaz de dar las respuestas propias de una criada, las que sabía
que debía pronunciar: «Querría tener un hogar agradable, dar limosnas a los
pobres y pagar una misa por mi alma cuando muera». Cuando estaba con
Santángel, la mente de Luzia daba saltos, retozona, liberada de la correa de
humildad que la mantenía a salvo.
Por eso optó por responder una tontería:
—Construiría un palacio muy grande.
—¿Mayor que este?
—Oh, sí. El doble de ancho, pero la mitad de alto. Y dentro pondría una
cama muy grande. —Santángel enarcó las cejas de nuevo, así que Luzia se
apresuró a continuar antes de que le reprendiera por hablarle de camas—. Y
no saldría de ella nunca, salvo para darme baños de agua humeante.
—¿Y para comer?
—No, mi cocinera me dejaría pasteles en la almohada.
—Te pondrías muy gorda.
—Así lo espero.
Entonces Santángel se echó a reír, soltando un curioso graznido que acalló
enseguida, temeroso de llamar la atención.
—Estás un tanto loca —le dijo.
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—Una debe pasar el día de alguna manera.
—Ahora que se te ha olvidado poner cara de susto, acerquémonos al
tablado. Quiero que veas a tus rivales.
¿Santángel la había estado distrayendo? Ciertamente, Luzia había entrado
abrumada por el esplendor de la sala y el terror ante su primera actuación,
pero él había hecho que su mente se centrara en la danza de la conversación.
Le fastidiaba darse cuenta de que había funcionado. Le daba vergüenza que
Santángel no hubiera sido su pareja de baile, sino su maestro una vez más.
—¿Qué significa la criatura del laberinto? —preguntó Luzia.
—Es el emblema personal de Pérez. La misma enseña que utilizaba su
padre cuando fue a su vez secretario del rey.
Luzia quiso preguntarle por qué había en centauro y no un minotauro en el
centro del laberinto, pero era una pregunta demasiado intelectual para una
criada.
Santángel bajó la voz y continuó:
—Se dice que Pérez encargó una insignia nueva cuando perdió el favor
del rey. El centauro liberado, ante las ruinas de un laberinto destruido. Mira…
—dijo entonces, desviando su atención hacia otra parte—. La Niña Santa,
Teoda Halcón.
—La chiquilla que habla con los ángeles.
—Con uno en concreto, me han dicho.
—¿Esos de ahí son sus padres?
—Son su padre y una de sus ayas. La familia es adinerada, así que la Niña
Santa no precisa patrocinadores.
—¿Y su madre?
—Cuentan que su primera predicción fue la muerte de su madre.
Luzia no se vio capaz de bromear sobre algo así. ¿Habría sentido ella
menos su pérdida de haber sabido de antemano que su madre iba a morir? ¿O
entonces habría sido todavía peor? Una muerte prolongada durante semanas o
meses, una certeza que iba cobrando vida propia a medida que se alimentaba
de la de su madre. ¿Teoda se preguntaría si ella misma había provocado esa
muerte al soñarla, igual que Lucrecia con la Armada de Felipe?
—Sería de esperar que el don de la clarividencia le diera ventaja en este
torneo —comentó Luzia.
—Si es que tal don es real. Es la favorita, desde luego: la refutación
directa de los sueños de Lucrecia: España hecha jirones y Felipe devorado por
las aves de presa. Ahora mira a tu izquierda. Despacio, te lo ruego, no demos
el espectáculo. Te observan tanto como tú a ellos. El mancebo de largos
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cabellos es Fortún Donadei, el Príncipe de los Olivos. Procede de una familia
de labradores de Jaén.
«El príncipe». Pero Luzia no iba a competir con nadie de sangre real. El
título era una mofa. Fortún era enjuto de cuerpo y tenía una mata de rizos
oscuros y densos.
—Parece tremendamente apenado. —Y también asustado; con la boca
algo entreabierta, trataba de asimilar el lujo de aquella sala. «Yo debo de tener
su mismo aspecto», pensó Luzia con súbita vergüenza. Una plebeya torpe,
cohibida bajo aquellas galas, que miraba embobada cada cosa nueva que veía.
—No veo por qué habría de estarlo. Su benefactora es muy rica y, según
cuentan, está perdidamente enamorada de él. Al parecer, él estaba atendiendo
sus olivares y se sentó a tocar el laúd a la sombra de un árbol cuando ella
pasaba por allí y lo vio.
—¿Entonces su poder también reside en la música?
—Sí. Sabe tocar cualquier instrumento, y se dice que hizo aparecer entre
los olivos una miniatura del potro que la marquesa tenía en su infancia.
—Yo no puedo crear algo de la nada.
—Nadie puede —aseguró Santángel—. Ni siquiera Dios.
—¿Crees que es un farsante?
—¿Fortún Donadei o Dios?
Luzia no pudo disimular su espanto.
—Me recriminas por mi lengua —susurró—. Pero podrían darte tormento
por tales blasfemias.
—Yo podría decir que esta fiesta ya es tormento suficiente. Pero razón no
te falta. Tendré más cuidado.
—¿Acaso no temes a la Inquisición?
—¿Por qué habría de temerla?
«Porque no eres natural. Porque sabes cosas que no debería saber un buen
cristiano. Porque no queda señal alguna de que un hombre te partió tres dedos
hace solo una semana». Los extraños ojos de Santángel la estudiaron, casi
divertidos, como retándola a poner voz a cualquiera de esos pensamientos.
En ese momento se hizo el silencio en el gran salón, como si todo el
mundo inspirara hondo al mismo tiempo. La multitud se giró y estiró el
cuello, como las flores del campo al buscar el sol. Luzia hizo lo mismo sin
darse cuenta, aunque ni siquiera sabía lo que buscaba.
Una mujer acababa de entrar. Tenía el cabello liso y tan negro que
desprendía reflejos casi azules. Su piel blanca como la leche parecía absorber
la luz de las velas de tal forma que resplandecía cual estrella capturada. El
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recatado vestido de terciopelo negro la tapaba por completo, pero estaba tan
profusamente bordado con diamantes e hilo metálico que ya no parecía negro,
sino que centelleaba bajo las luces como el mercurio.
—¿Quiénes? —preguntó Luzia.
—Es Gracia de Valera. La Bella.
—Es más que bella.
—Se cuenta que ella también obra milagritos, y he oído que habla con los
espíritus de los difuntos. Ha solicitado salir en primer lugar.
Luzia observó a Gracia mientras esta avanzaba entre la multitud como un
pétalo flotando en la brisa. Nunca se había sentido tan recia, tan terrenal. Le
pareció ser como un trozo de carbón, con aquel austero vestido y las trenzas
recogidas en una corona y adornadas con humildes conchas y perlas.
—Me temo que, después de semejante entrada, los demás vamos a ser una
decepción.
Pero los ojos de Santángel continuaban clavados en Luzia, en lugar de
seguir a Gracia de Valera entre el gentío.
—Si el rey solo buscara a una mujer hermosa a la que mirar, de esas no
faltan en España. Haz cuanto hemos practicado y nadie te podrá igualar.
Una chiquilla. Un labrador. Una criada. Y una mujer que parecía la
mismísima Virgen María que se había bajado de alguno de los muchos
cuadros de Pérez. Luzia notó en la boca el gusto de la granada, el sabor de su
propia ambición, su apetito de tener siempre más. Miró el telón dorado del
escenario y supo que no iba a defraudar a Santángel. Estaba harta de pasar
hambre.
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Capítulo 23
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—Qué osadía, mencionar el nombre de don Juan —murmuró Víctor.
—¿Por qué lo decís? —susurró Luzia.
Cuando Santángel acercó los labios al oído de Luzia, el aroma dulce y
vegetal de las flores de azahar le abrumó. ¿Luzia tenía un amante? ¿Y por qué
esa idea hacía que le entraran ganas de buscar a ese misterioso galán y
hundirle un cuchillo en el corazón?
—Es una osadía porque el héroe de Lepanto no fue rival para los
holandeses —le susurró al oído—. Lo derrotaron y se vio obligado a retirarse.
Además, Pérez mandó asesinar al secretario de don Juan. Ese fue el motivo de
que perdiera el favor del rey. Si quieres representar a la Hermanita, tienes que
dejar de llevar perfume. Las monjas no usan fragancias importadas de París.
Luzia frunció el ceño.
—No llevo perfume.
Santángel no pensaba discutir.
—Ocupa tu lugar a un lado de la sala. Actuarás después de la Bella.
Luzia asintió y apretó la mandíbula. Santángel casi esperaba que se
remangara, como disponiéndose a atacar una mancha obstinada.
—¿Por qué tiene que dar esas zancadas? —Gruñó Víctor—. ¿Ya ha
olvidado todo lo aprendido?
—Pero tiene cierto encanto —objetó la viuda—. Tal vez su determinación
la distinguirá de los demás.
Pérez se situó en el centro exacto del salón, donde se habían colocado
varias sillas. Él no requería trono ni estrado. La multitud se había echado
hacia los lados para no obstaculizar su campo de visión.
Gracia de Valera subió flotando las escaleras hasta el escenario; su
ornamentado vestido refulgía como un cielo nocturno.
—Exquisita —dijo Víctor con amargura—. ¿Habremos errado en nuestros
cálculos?
—Aquí lo importante no es el vestido, —replicó Santángel. Además, tanto
ornato no encajaba con Luzia. Su poder brillaría con más fuerza que cualquier
fruslería o joya. Aunque Santángel empezaba a creer que su mayor don era su
fuerza de voluntad. Era tan terca como un muro sólido, tan firme en su
trayectoria como una avalancha.
Se preguntó por qué la Bella había preferido subir al escenario por
delante, en lugar de aparecer desde detrás del telón. La joven hizo una
profunda reverencia, como si se hallara en presencia del rey mismo, con
movimientos lentos y perfectamente controlados. Luego levantó una de sus
delicadas manos. El telón se alzó, revelando una torre de cálices de cristal.
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Los cálices de Luzia.
Víctor soltó un gruñido, como si acabara de encajar un golpe. La viuda se
tapó la boca con la mano. Marius parecía solamente desconcertado, mientras
que Valentina meneaba la cabeza arriba y abajo, a izquierda y derecha, como
si con solo ajustar el ángulo de la situación se pudiera reducir la magnitud del
desastre.
Santángel ya entendía por qué Gracia había pedido actuar la primera.
Buscó a Luzia entre la gente, pero ya se había alejado. ¿Lo estaría viendo
todo desde los laterales de la sala? ¿Qué iba a hacer ahora? Aún estaban a
tiempo de traer velas, pero a Santángel no le convencía el truco del fuego. No
tan pronto, cuando procuraban evitar cualquier insinuación de algo diabólico.
¿Quizá el de la parra? Miró a su alrededor, pero no vio arreglos florales en el
salón. Observó con creciente miedo a Gracia, que hacía añicos los cálices. Lo
hacía con afectada timidez, con elegancia, pasando frente a la mesa y
extendiendo uno solo de sus finos dedos para empujar cada cáliz y hacerlo
caer por el borde, mientras compartía con el público una sonrisa tímida.
—Oh, qué buena es —dijo la viuda.
Ciertamente lo era. Su expresión era pudorosa y al mismo tiempo pícara;
sus andares, gráciles sin parecer ensayados. Una vez que los cálices yacían
convertidos en una resplandeciente montaña de esquirlas, Gracia se situó
detrás de la mesa, se santiguó y extendió los brazos. Las mangas de su vestido
estaban ingeniosamente decoradas con cuentas para asemejarse a las alas de
un ángel y, cuando inclinó el rostro hacia arriba, la luz bañó sus facciones
perfectas.
—¿Está teniendo una visión? —preguntó la mujer que estaba al lado de
Santángel.
—¿Una aparición? —dijo su acompañante.
—Algo hay, eso está claro —murmuró la viuda cuando Gracia dejó
escapar un gemido.
La Bella elevó las manos hacia el cielo, como si dirigiera una orquesta
invisible. Un sonido similar al de un coro llenó la estancia; las voces eran
agudas y celestiales, de una pureza casi inhumana. Alrededor de sus pies
aparecieron unas nubes que se hincharon y engulleron a Gracia y el escenario.
Se oyeron gritos ahogados. La niebla se disipó.
Gracia de Valera emergió con la cabeza inclinada con humildad, como si
rezara.
Los cálices estaban en fila, todos perfectos.
—Esto sí que es una actuación —comentó don Marius.
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—Una puta patraña —dijo Santángel, y doña Valentina se quedó sin
aliento.
Todo era una farsa. Una farsa muy convincente, sin duda realizada con
ayuda de los mejores escenógrafos y actores del Corral de la Cruz. Pero no
dejaba de ser una ilusión.
Si Gracia de Valera poseía algún tipo de magia, había decidido no
mostrarla esta noche.
Ahora sabían que al menos una de sus rivales incurría en engaños. Pero tal
vez no importara. Si Luzia se ponía en evidencia ahora, ya no habría vuelta
atrás. Santángel no sería capaz de salvarla de la ira de Víctor.
El telón bajó y la multitud empezó a bisbisear, admirando la hermosura de
Gracia, su porte y la perfección de su vestido. Ella descendió entre aplausos, y
su rico benefactor, don Eduardo Barril, la recibió con una reverencia.
Los músicos volvieron a tocar el acorde. El telón se alzó de nuevo. La
torre de cálices seguía en su sitio, y ahí estaba Luzia con su sencillo vestido
negro: la Hermanita, una solemne penitente con conchas marinas en el cabello
trenzado y prieto, sin más adornos que el rosario que le habían regalado
Víctor y la viuda.
Fue incapaz de adivinar en qué estaba pensando Luzia. Contemplaba el
gran salón, y Santángel se preguntó si estaría planteándose quebrar la mesa
con la canción que empleaba para partir leña o hacer crecer una higuera en las
bandejas de comida de los aparadores. Tenía la boca apretada en una mueca
que Santángel solo podía describir como enojada.
Luzia miró la torre de cálices y se acercó a ellos sin un ápice de la
elegancia de Gracia. Parecía un capitán disgustado que pasaba revista a sus
tropas díscolas mientras ponderaba el castigo que merecían. Cogió uno de los
cálices y lo rompió contra el suelo con aire desafiante. Luego otro. Y otro. El
público empezó a impacientarse. Alguien soltó una risa discreta. Antonio
Pérez estaba repantigado en su asiento poniendo mala cara.
«No será tan necia como para hacer el mismo truco». Lo embargó la
decepción, no porque se mofaran de Luzia, ni siquiera porque Víctor renegara
de ella, sino porque Santángel la había considerado mejor, por su ingenio, por
sus palabras vivaces que galopaban como un potrillo travieso que bailara con
sus cascos. Nada que ver con la criatura insegura que había conocido en el
patio de la viuda, una plebeya que no era en absoluto lo que aparentaba.
Entonces Luzia lo miró, como si le hubiera leído la mente, y enarcó
levemente una ceja con aire divertido. «Muy bien. Sonríe ahora que puedes».
Víctor la echaría de Madrid por el delito de humillarlo. Tal vez Santángel
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debería holgarse de ver a su amo quedar en ridículo, pero se acordaba de
Luzia junto al tallo de un granado, buscando una canción con la que salvarlo.
«Aguanta, aguanta». Los dos conocían muy bien ese estribillo.
Luzia cerró los ojos. Debía de estar oyendo las palabras para recomponer
los cálices. Dio un pisotón en el suelo, luego otro. Como si estuviera furiosa,
como si ahora la bota la calzara ella y quisiera aplastar a todos cuantos la
miraban. Cuando golpeó el tablado con el pie por tercera vez, su voz se alzó
en un lamento agudo y siniestro, y las esquirlas de cristal roto se elevaron con
ella, formando una nube de polvo vibrante que centelleaba a la luz de las
velas.
El público enmudeció, totalmente cautivado. Al menos era distinto de la
niebla y los artificios de la actuación de Gracia.
Luzia levantó los brazos despacio y la nube de cristales rotos flotó hasta
quedar por encima de su cabeza; luego avanzó hasta situarse sobre el público.
Los fragmentos quedaron suspendidos en el aire, grandes y pequeños, girando
lentamente en uno u otro sentido.
Ahora Pérez fruncía el ceño. Parecía perplejo, pero no complacido.
La nube se disgregó, formando líneas y puntos luminosos. Santángel
entendió lo que estaba haciendo Luzia apenas un segundo antes que el
público. Sonaron gritos ahogados y Pérez abrió sonoramente la boca.
El cristal se había dispuesto en forma de estrellas, creando una rutilante
constelación que flotaba encima de la cabeza de Antonio Pérez: la silueta era
inconfundible, como si un fragmento del lejano universo se hubiera
materializado en aquella estancia. Las Pléyades. El signo bajo el que había
nacido el secretario del rey, la lectura astral que lo había complacido tan
poderosamente, la promesa de que su destino estaba unido al de reyes y
reinas.
La plebeya analfabeta había leído la carta de Santángel. Una carta que
comentaba la arrogancia de Pérez, lo mucho que se aferraba a aquel sueño de
grandeza. Una carta escrita en latín.
La multitud prorrumpió en atronadores aplausos y se abalanzó sobre Pérez
con los brazos en alto para intentar tocar la constelación de cristal. Pérez se
levantó de su asiento, con los ojos iluminados y clavados firmemente en
Luzia.
La criada había derrotado portentosamente a Gracia de Valera. Había
utilizado en su provecho el insulto de la Bella de forma teatral. Víctor le
agarró del hombro.
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—Magnífico —bramó—. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué tienes cara de querer
matar a alguien?
Santángel logró esbozar una sonrisa.
—Solo pienso en el próximo desafío y en cómo lo acometeremos.
Siempre que la embustera de Luzia Cotado sobreviviera a esa noche.
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—¿Cómo conoce las constelaciones una simple plebeya? —preguntó
Pérez—. ¿O ha sido tu benefactor quien ha planeado esta sorpresita?
Don Víctor se las había arreglado para acercarse más.
—Os aseguro, don Antonio, que no ha sido así.
—En tal caso, ¿cómo has obtenido tales conocimientos?
Luzia no despegó la vista de sus zapatos.
—No es cosa mía entenderlo —dijo en voz baja, con el murmullo de
humilde criada que se había pasado años perfeccionando—. Ni puedo
pretender responderos. Dios me muestra el camino y yo lo sigo.
—Una mujer buena y devota —dijo Pérez, aunque sonaba como si
estuviera sopesando un melón en el mercado—. Muéstrame las manos.
Luzia sintió una punzada de miedo. A ella solo le pedían algo así cuando
querían pegarle con una caña o una vara, pero las órdenes de un rey, o incluso
de un hombre que solo era rey en su propio palacio, no había más remedio
que obedecerlas.
Levantó las manos y Pérez se las cogió. Al hacerlo centellearon los anillos
de las suyas, que las tenía blandas y escurridizas como las albóndigas recién
sacadas de la sopera.
Pérez se echó a reír.
—Ásperas y bastas cual pellejo de animal. Me habían dicho que eras
criada de cocina, pero no lo terminaba de creer.
—Soy mujer honrada, señor. Es cierto.
Él le apretó las manos antes de soltárselas.
—De eso al menos no me cabe duda. —Miró a don Víctor por vez
primera, aunque de soslayo—. La monjita ha causado una notable impresión.
Don Víctor se rio.
—Estoy seguro de que no ha tomado los hábitos.
Pero Pérez ya se había ido.
Hualit la abrazó.
—Bien hecho, querida —le susurró al oído—. Le has enseñado a esa zorra
de qué le valen sus bonitos vestidos.
—¿Cómo conoces el signo de las Pléyades? —preguntó don Víctor.
Luzia lo miró con perplejidad.
—¿Cómo decís, señor?
—Ten cuidado —dijo Hualit—. La Bella no va a estar muy contenta
contigo. Ten los ojos bien abiertos.
Los músicos volvieron a tocar el acorde, señal de que el siguiente
participante se disponía a actuar, ahora que Pérez había vuelto a ocupar su
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sitio en el centro del salón.
—A ver qué descubrimos —dijo don Víctor, aunque sus ojos seguían
puestos en Luzia.
Ella escudriñó a la multitud en busca de Santángel. Ahora este ya sabía
que Luzia le había mentido. Y también que había leído su correspondencia
privada. Pensó en las manos de Santángel desgajando la granada, como una
ofrenda tras la pesadilla de lo que Luzia le había hecho a Álvaro, una
oportunidad para que ella renovara su fe en sí misma, y para que ambos
mantuvieran la fe juntos. Pero mientras Luzia esperaba sobre el tablado,
escuchando los aplausos que brindaban a la Bella, embargada por una
vergüenza ardiente y hormigueante como una fiebre, había sido incapaz de
pensar en Santángel ni ver nada más allá del momento inminente en el que
saldría al escenario y quedaría en ridículo. Había sentido la tensión de la
misma magia que le había rajado la lengua, como una puerta que ansiaba que
la abrieran, al otro lado de la cual aguardaba una vía de escape.
Y, entonces, al contemplar las filas perfectas de los cálices reconstruidos,
había oído el refrán pronunciado por su tía, había recordado a Hualit reclinada
en los almohadones de su patio, con una carta en la mano que leía entre risas.
El ombre es más sano del fierro, más nezik del vidro. Había varias palabras
que Luzia no entendía, así que Hualit y ella las habían descifrado juntas. «El
hombre es más fuerte que el hierro y más débil que el cristal». Nunca había
considerado que ese refrán sirviera para algo, pero al estar allí arriba,
impotente, el enfado se había mezclado con el recuerdo y la canción había
cobrado vida en su boca. Las palabras la habían salvado.
Pero no iban a salvarla de la ira de Santángel.
La inquietud de Luzia no hizo sino crecer mientras veía las actuaciones de
la Niña Santa primero y del Príncipe de los Olivos después. Había albergado
cierta esperanza de que los demás competidores fueran farsantes. Pero en tal
caso eran unos farsantes muchísimo mejores que Gracia de Valera.
Teoda Halcón empezó encima del escenario, pero después descendió con
el público, se plantó delante de Pérez y cogió su mano con una expresión
serena y luminosa en su rostro infantil. Recitó el sueño que había tenido la
noche anterior, en el que aparecían un manzanar, un caballo blanco y una
mujer bañada en luz de luna; luego le hizo una seña para que se acercara y le
susurró algo al oído.
Cuando Pérez se irguió de nuevo, estaba pálido y se tambaleaba
levemente. Parpadeó despacio y luego dijo en voz baja y ronca:
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—Un secreto. Algo que me confió mi padre en su lecho de muerte. —
Cerró los ojos—. Extraordinario.
—Qué orgulloso está de vuestra merced —dijo Teoda con su voz aguda y
dulce. Se giró hacia el público—. Y ahora he de advertir a vuestras mercedes
de que se avecina tormenta.
—¡Pero si el cielo lleva todo el día despejado! —exclamó un hombre.
Sus palabras se perdieron bajo el rugido de los truenos y el súbito
repiqueteo de la lluvia en las ventanas del salón.
La multitud empezó a aplaudir de contento.
—Esto será lo que el rey más ansíe —refunfuñó Víctor—. Alguien capaz
de leer el corazón y la mente de los hombres, el futuro mismo.
—Pero recordad —dijo Hualit— que el rey no le agradeció el favor a
Lucrecia de León.
Los músicos se lanzaron a tocar otro acorde dramático; Luzia agradeció la
distracción.
Fortún Donadei estaba sentado en el escenario, con el sinuoso cuerpo de
madera de una vihuela sujeto entre las piernas. Vestía un jubón de terciopelo
verde oliva con un complejo patrón acuchillado, una valona de encaje dorado
y pedrería en los puños, y calzas y medias del mismo color. Un gran crucifijo
de oro, tachonado de gruesas gemas, le colgaba del cuello. Tocó unas pocas
notas, una incipiente melodía, y entonces tomó el arco de la vihuela e inclinó
la cabeza mientras lo deslizaba por las cuerdas del instrumento.
La canción era alegre y Donadei marcaba el ritmo con el pie; era la clase
de música que se oía en los mercados y las tabernas, nada formal. Y sin
embargo también transmitía tristeza, una especie de melancolía que parecía
hablar a través del arco, como si el propio instrumento estuviera dolorido y
cansado, y cada pasada sobre las cuerdas fuera un plañido. Con él en las
manos, Donadei ya no parecía fuera de lugar.
¿Era él quien creaba esa tristeza? Estaba muy apuesto bajo la luz dorada
del escenario, que volvía sus rizos más oscuros y su piel más bronceada, casi
del mismo tono cálido que su vihuela, como si una misma mano hubiera
tallado el instrumento y al músico a partir del mismo árbol. ¿Era esa profunda
emoción, ese convulso acceso de un sentimiento entre el júbilo y la desdicha
lo que había atraído a su benefactora hasta el olivar? Aquella tristeza no
estaba exenta de placer. Era el recuerdo de una gran dicha que ya nunca se
repetirá; el primer arrebato de un deseo que sabes que jamás se consumará,
pero que no puedes evitar seguir anhelando; el ansia desesperada por ver al
ser amado, aun sabiendo que tu amor no es correspondido.
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Los ojos de Luzia captaron movimiento en el techo del salón; un pájaro se
había colado dentro. Eran dos, comprendió luego, dos aves pequeñas y negras
que piaban y volaban en torno a las lámparas. Se dirigieron al escenario,
donde se les unió otro, y otro más. Ahora eran una bandada que se movía al
ritmo de la música de Donadei; sus cuerpos fluidos dibujaban siluetas que se
disolvían con el siguiente aleteo. Luzia se dio cuenta de que contenía la
respiración mientras los observaba y de que a los demás invitados les sucedía
otro tanto. Con un último y triste suspiro del arco, los pájaros se marcharon
del salón con una ráfaga de aire y la canción de Donadei concluyó.
Los espectadores suspiraron como uno solo y luego prorrumpieron en
aplausos tan fuertes que dejaban en evidencia el trueno de la Niña Santa.
El Príncipe de los Olivos se levantó, con una leve sonrisa en el rostro
todavía triste, y se inclinó primero ante el público y luego, con más
solemnidad, ante Pérez.
—Bueno —dijo Hualit mientras Donadei bajaba las escaleras e iba al
encuentro de su benefactora, que también vestía de verde y dorado—.
Sospecho que todo el salón se acaba de enamorar un poco de Fortún Donadei.
—Pero solo una mujer ha pagado para obtener su amor —replicó don
Víctor.
«Que lo amen», se dijo Luzia. «Lo importante son los milagros».
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tampoco comía demasiado.
Finalmente sirvieron helados y pasteles con compota de fruta y las damas
pudieron retirarse. Unos lacayos acompañaron a los Ordoño primero y a
Hualit y a Luzia después hasta sus respectivos aposentos.
—Estaremos en la misma ala —le dijo Hualit—. Lejos de don Víctor y
sus criados, como corresponde. Los Ordoño se alojan al fondo de este pasillo.
Por su corta edad, Teoda Halcón dormirá con su familia en aposentos no muy
alejados de los tuyos, y la Bella y sus damas de compañía están cerca, conque
ten cuidado.
Luzia creía que estaba cansada, pero cuando el lacayo le abrió la puerta de
su alcoba, la embargó de nuevo el júbilo. Nunca había visto una cama con
sábanas tan blancas; la colcha estaba bordada con el laberinto de Pérez y
cubierta de pieles leonadas. Había un brasero de plata encendido, y habían
corrido las gruesas cortinas por la lluvia. Al lado de la cama había unas
chinelas de terciopelo y, en el tocador, todas las cremas y polvos que le
habían preparado Hualit y Valentina, además de un juego de pesados cepillos
y peines de plata.
Una doncella las recibió con una reverencia nada más entrar.
—Concha está a sueldo de Víctor, y él le paga bien —le explicó Hualit—,
así que no temas intrigas cuando ella esté contigo. No le contará tus secretos a
nadie.
—Salvo a don Víctor.
—Exacto —dijo su tía—. Ven, hay que desvestirte.
La doncella y Hualit trabajaron deprisa para quitarle el vestido, el justillo
y las medias. Cuando Concha empezó a subirle la camisa de lino, Luzia
titubeó.
—Se la llevará a lavar —la tranquilizó Hualit—. Recuerda que ahora
tienes más.
Luzia sintió una punzada de placer y resentimiento cuando le quitaron la
camisa y le metieron por la cabeza una camisola de fino lino blanco.
Intercambió los zapatos por las chinelas y un ropón de terciopelo de la
tienda de Perucho, de color persimón y forro de pelo.
—Ya lo has visto —dijo Hualit con ternura mientras le quitaba las
conchas del pelo y las depositaba sobre el tocador—. No hay vuelta atrás.
Solo existe el camino que tienes ante ti. Tanto si conduce a un palacio…
—… Como a una hoguera —concluyó Luzia—. Al menos iré bien vestida
cuando me metan a rastras en una celda de Toledo.
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—Es un consuelo —dijo Hualit con una sonrisa. Le dio un beso en la
frente antes de salir.
Cuando su tía se hubo marchado, la doncella retiró con unas tenazas el
bloque caliente que había colocado entre las mantas para calentar la cama.
Tenía la forma del medallón redondo que había visto sobre el escenario, con
el mismo emblema del laberinto.
—¿Hay algo a lo que ese hombre no le ponga su sello? —preguntó Luzia.
—Tiene un letrero sobre la cama —dijo Concha con una risilla tímida—.
Un pergamino sostenido por ángeles de plata maciza. Me han contado que
reza: «Aquí duerme Antonio Pérez».
—¿Por si acaso se le olvida?
Concha se echó a reír, pero dio un respingo cuando alguien llamó a la
puerta con suavidad.
Luzia supuso que Hualit había vuelto, pero era Santángel quien aguardaba
en el umbral.
—Márchate —le dijo él a la doncella. Con un sonido similar a un
graznido, Concha se desvaneció.
—No puedes estar aquí —susurró Luzia, furiosa—. Conmigo. A solas.
—Nadie me ha visto llegar ni me verá salir.
—¿Cómo estás tan seguro? Basta un rumor de indecencia…
—Estar seguro es mi trabajo —dijo él mientras cerraba la puerta—. Y,
aun así, no podría haberme equivocado más contigo. ¿Por qué me mentiste? Y
no se te ocurra inventarte una bonita historia sobre lo que Dios te ha
mostrado. Sé muy bien qué cartas llevaba conmigo el día en que casi nos
matas a los dos.
—No recuerdo que tu vida corriera peligro. La lengua rajada fue la mía.
—Y míos los dedos rotos.
—Pero qué aprisa curaron, mi sincero señor.
—Responde a la pregunta —le espetó Santángel.
—Yo nunca te dije que no supiera leer.
—Dejaste que así lo creyera.
—No hay que quitarles las ilusiones a los hombres —dijo Luzia sin saber
dónde meterse, plenamente consciente de que iba prácticamente desnuda—.
Nadie te obligó a dar por sentado que los criados son lerdos.
—Yo nunca he pensado que fueras lerda.
—Veo que tú también eres un avezado mentiroso. —Luzia se cruzó de
brazos para intentar frenar la ira que ya la recorría, como si pudiera dejarla
enredada entre los codos—. Dime que no lo creíste aquel día, en el patio, al
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ver el triste cabo de vela que te habían traído, sin encanto ni hermosura y, por
tanto, también sin seso. Solo vale la pena escuchar a una mujer si tiene la
apariencia de Catalina de Castro de Oro o de Gracia de Valera.
—Muy barata te vendes, Luzia —replicó él—. Aquel primer día, cuando
entraste en el patio con tu paso vacilante y tu torpe reverencia, procuraste
parecer humilde ante nosotros, hacerte pasar por un pegote de cera mugrienta.
Una actriz tan diestra es algo insólito, desde luego. ¿Me vas a reprochar que
fuera incapaz de ver lo que escondía tu actuación?
Tal vez Luzia había querido que así fuera. «Quiero que me veas. Que veas
que soy algo más que esta pantomima de humildad y balbuceos».
—Hincha el pecho y eriza tus plumas blancas si te place —replicó ella—.
Pero eres igual que todos los hombres que desean una mujer hermosa, gentil y
devota, pero no tan despierta como para darle disgustos.
La carcajada de Santángel fue amarga; sonaba como las ramas secas al
partirse.
—¿Por qué no dices la verdad? Reconoce que tu papel se te daba tan bien
que tú misma habías empezado a creértelo.
—Yo sé quién soy.
—¿De veras? Yo sé lo que es rebajarse, agachar la cabeza, querer hacerse
invisible. Es peligroso convertirse en nada. Confías en que nadie te mire, y un
día, cuando te buscas, de ti ya solo queda polvo, molido y deshecho por pura
dejadez.
Santángel tenía razón, y Luzia odiaba que la tuviera. De pequeña no había
conocido el miedo… hasta la muerte de su madre, hasta la muerte de su
padre, hasta que entendió que no había lugar en el mundo para una conversa
que sabía leer y escribir, que ansiaba hablar y discutir de cualquier cosa, que
quería ver lo suficiente del mundo como para formarse una opinión. Había
aprendido a esconderse demasiado bien, incluso de Santángel.
—Sé quién soy —repitió, y esta vez en su voz resonó la convicción. Era la
mujer que se había comido la granada, y esa noche había dominado un
escenario. Había cautivado a un salón lleno de nobles.
—¿Qué más secretos guardas, Luzia Cotado?
Luzia se sentó en la silla del tocador. La mujer del ondulado espejo que
tenía delante era una desconocida, con el cabello denso libre de las trenzas y
los ojos oscuros enardecidos. Luzia nunca se había visto enfadada.
—¿Acaso ahora compartimos nuestros secretos? —le preguntó a
Santángel.
—Yo no tengo ninguno.
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—Otro embuste.
—Pregunta lo que quieras y responderé la verdad.
—¿Qué eres? ¿Por qué te teme la gente? ¿Hiciste un pacto con el diablo?
Santángel empezó a levantar los dedos para enumerar sus respuestas.
—En otra vida, en otro mundo, me llamarían «familiar». Mis talentos no
me pertenecen. Solo existen para servir a otros. La gente me teme porque yo
quiero que así sea, porque su miedo me facilita la vida.
—¿Y el pacto con el diablo?
—Según la opinión que te merezca Víctor de Paredes, puede que haya
algo de verdad en esa acusación. Y ahora te toca a ti responder. ¿Cuál es la
naturaleza de tu magia?
—No sé qué contestar.
—¿Dónde la aprendiste?
—No me corresponde a mí decirlo.
—¿Crees que el padre Neroni no te lo preguntará? ¿Crees que se
conformará con verte balbucear y encogerte de hombros?
Luzia cogió el cepillo de plata.
—Le diré que mi talento proviene de Dios.
—¿Se te apareció en una visión? ¿Te traspasó el corazón con una flecha
de luz? Más vale que tengas la historia clara de antemano. Dime la verdad y
yo te protegeré. Te ayudaré. ¿Qué textos has estudiado? ¿Qué idioma
empleas?
Luzia no sabía qué responder. Sus refranes eran españoles, hebreos, turcos
y griegos. Y no eran nada de eso. Cambiaban en función de la región del
mundo de la que procediera la carta. Eran palabras golpeadas y arrojadas a
todos los rincones del mundo antes de regresar con ella, ya que quienes las
pronunciaban nunca podrían volver a hacerlo.
—Ningún idioma —le espetó con frustración—. Todos los idiomas.
Luzia estampó el cepillo plateado contra el tocador y dejó escapar un
siseo cuando una silueta negra saltó de entre las cerdas blanquecinas.
—Quédate quieta —dijo Santángel.
El alacrán, con el cuerpo negro y reluciente curvado como un dedo, estaba
agazapado delante de Luzia, a pocas pulgadas de su mano.
Pensó en el símbolo del sello de Santángel. ¿Se estaba vengando de ella?
¿Acaso había pretendido matarla desde el principio? ¿Sabía que la Bella
sabotearía su actuación y había enviado a Luzia al escenario para que
fracasara y quedara en ridículo, sin contar con que ella frustrara sus planes?
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Luzia no lo había visto durante el banquete. Tal vez se había colado allí, en su
alcoba, para tenderle una trampa.
Santángel se acercaba lentamente a ella. Le daba miedo apartar la mirada
del alacrán, pero notaba la cercanía cada vez mayor de Santángel. Él mismo
había dicho que era un asesino. ¿Por qué no le había dado miedo entonces?
—No lo hagas —susurró, avergonzada de su voz suplicante.
Su mente buscó palabras de protección, cualquier cosa que mantuviera a
raya al monstruo. ¿Cuál era más peligroso, el alacrán o Santángel?
—No te muevas, Luzia. —Ya estaba justo detrás de ella.
Lo vio reflejado en el espejo: la piel blanca, el cabello blanco, una criatura
de hielo tallado.
Se pondría a gritar. Echaría a correr.
—Hola, amigo —dijo Santángel en voz baja—. Nen chu mem senuwak.
—Apoyó la mano en la mesa, con los largos dedos abiertos, y el alacrán se
subió.
Santángel levantó la mano y se alejó unos pasos.
—Han sido muy astutos al colocarlo en el cepillo —dijo—. Una picadura
tan cerca de la cabeza o el corazón podría ser letal. Y, en cualquier caso,
habrías dejado de ser una amenaza.
Luzia observó el alacrán que descansaba en la mano de Santángel como
un rosario; notaba el corazón desbocado en el pecho. Si la trampa la había
tendido él, ¿por qué no había dejado que se cerrara? ¿Por qué no había dejado
morir a Luzia? ¿Y acaso no había tenido incontables ocasiones de hacerle
daño en las últimas semanas? Podría haber dejado que se desangrara tras
rajarse la lengua.
—¿Cómo? —Logró decir—. ¿Quién ha sido?
—Puede haberlo hecho cualquiera de los competidores. Es muy atrevido
actuar tan pronto. Deberías sentirte halagada de que tengan tanta prisa por
matarte.
—Es el sueño de toda muchacha. —Luzia titubeó; aún no había recobrado
el aliento—. ¿Por qué a ti no te pica?
—Nos entendemos. —Señaló un frasco de polvos para blanquear los
dientes—. Vacíalo.
Luzia vertió en la mesa el fino polvo de coral y alumbre. Santángel cogió
el frasco con la mano libre, dejó que el alacrán se deslizara dentro y cerró la
tapa. Ella procuró disimular su alivio.
—Es tu símbolo, tu sello —dijo entonces—. El alacrán. —No el amarillo,
casi inofensivo, sino la variante más mortífera.
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—Supongo que lo viste mientras leías mis cartas privadas. Al menos
tienes la decencia de parecer avergonzada.
Y lo estaba. Un poco.
—¿Por qué lo elegiste como empresa?
—No lo elegí yo; me lo dieron. Fue una broma de un De Paredes, que
quiso advertir a otros de mi verdadera naturaleza. —Acercó el frasco a la vela
del tocador y, a través del cristal turbio, Luzia vio que el alacrán retrocedía
para alejarse del calor de la llama—. Pero he aprendido a apreciarlo. Los
alacranes viven mucho tiempo. Y eligen cuándo usar el aguijón. Escogen el
momento oportuno.
Luzia no podía dejar de pensar en lo cerca que había estado de la muerte.
—Querían acusarte a ti. En caso de que hallaran el alacrán.
—Sí. —Se dirigió a la puerta.
—¿Te…? ¿Te marchas?
—Es preciso que hable con don Víctor. Dejaremos guardias en tu puerta y
avisaremos a Pérez. Querrá saber que hay alguien bajo su techo con
intenciones asesinas. Aparte de él. —Mientras cruzaba la puerta se dio la
vuelta una vez más, recortado contra la oscuridad, con el frasco reluciente en
la mano—. Ahora ya nos conocemos. A ver lo que logramos con menos
mentiras entre nosotros.
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Capítulo 26
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Cuando empezó a trabajar para los Ordoño, entrenó su mente para poder
estar en dos lugares a la vez, para recorrer las calles y ocuparse de sus tareas
al mismo tiempo que vivía distraída. Se había permitido soñar con lugares
desconocidos, camas blandas y sí, por qué no decirlo, hombres apuestos. De
niña habían sido héroes delgados y lampiños a caballo, príncipes y poetas.
Pero Luzia ya no era una niña, y sus esperanzas las había templado el tiempo
y un deseo que le sobrevino repentina y vergonzosamente. Los músculos del
antebrazo del carnicero al levantar la hachuela, un perfil hermoso, una mano
de dedos largos metiendo un escorpión en un frasco. Luzia deseaba y
anhelaba ser deseada. Y ahora era como si su yo trabajador y su yo soñador se
hubieran encontrado en la quietud de aquel lugar y no tuvieran absolutamente
ningún tema de conversación.
Así que Luzia aguardó, esperando alguna interrupción, alguna orden.
Sentada ante su ventana, contempló el sol mientras este terminaba de alzarse
sobre las copas podadas y redondas de los rosales, las largas hileras de setos.
Buscó sus viejos sueños sobre reyes piratas y espléndidos cortesanos, sobre
paisajes inesperados y pueblos extranjeros. Pero ahora estaba escribiendo una
aventura nueva. Si ganaba el torneo, se convertiría en soldado de una guerra
que no entendía. Y no se hacía ilusiones: la victoria no supondría el fin de la
competición ni de los peligros que acarreaba. Entrar al servicio del rey
significaría introducirse en un mundo de política y rivalidad, de
conspiraciones incesantes y arribismo. Nunca estaría a salvo.
Mejor. Sería un desafío para su mente que afilaría su ingenio. Quizá no
sobreviviría, pero al menos la pondrían a prueba. «¿Y tu miedo, Luzia?», le
había preguntado Hualit. Luzia no lo sabía. Tal vez se lo había comido junto
con la granada.
Dejó que el rosario se le deslizara entre las manos. Había examinado las
cuentas por la noche: tenían serenos rostros humanos tallados en un lado y
calaveras en el otro, un recordatorio de la inevitabilidad de la muerte. Y eran
de granates de verdad, de marfil de verdad. Notó su tacto frío en la piel. La
mujer que fingía ser debería rezar, pero Luzia sabía que estaba condenada al
infierno, porque solo podía pensar en que cada una de esas cuentas ensartadas
valía una pequeña fortuna.
Al fondo del pasillo, don Marius había madrugado para dar un paseo hasta los
establos y, al regresar, descubrió que estaban preparando chocolate. Nunca lo
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había tomado, pero su médico le había avisado de que podía provocar
melancolía. Se quedó mirando mientras lo aderezaban con azúcar, pimienta
negra y canela, y aceptó un tazón para aparentar que era un hombre de
mundo, pero no se animaba a probarlo.
Regresó con el recipiente intacto a los aposentos que les habían cedido a
él y a Valentina, unas magníficas habitaciones desde las que alcanzaba a ver
los tejados de los establos si estiraba el cuello. Cuando entró, su mujer estaba
despierta pero aún en la cama, con el cabello castaño sobre los hombros.
—¿Qué tal son los establos? —le preguntó.
—Extraordinarios. Los caballos de Pérez viven mejor que nosotros. —
Miró el tazón que sostenía—. He traído chocolate.
Para su sorpresa, Valentina se irguió enseguida.
—¿De verdad? ¿A qué sabe?
—No… No lo he probado todavía —reconoció—. ¿Quieres dar tú el
primer trago?
Don Marius no estaba preparado para ver la sonrisa que surcó el rostro de
su esposa.
—¡Sí!
Marius se sentó al borde de la cama y dejó la taza en las manos ansiosas
de Valentina. Esperó mientras esta se la acercaba a los labios y bebía un
sorbo. Se le escapó una risita.
—Es extraño —dijo mientras cerraba los ojos—. Sabe amargo. Pero…
creo que me gusta.
Se lo ofreció y Marius probó un poco. Sí que era extraño. Notó el sabor de
la canela y la pimienta; quizá también llevara anís. Pero era incapaz de
describir a qué sabía el chocolate en sí, y no estaba seguro de que fuera de su
agrado.
—¿Te apetece un poco más? —le preguntó a Valentina.
—No quiero ser avariciosa.
—Lo he traído para ti —mintió Marius.
—¿De veras? —La incredulidad de Valentina lo abochornó.
—He pensado que a mi esposa le placería.
Cuando ella sonrió de nuevo, Marius reparó en que había sacado pecho
sin darse cuenta. Nunca se le había pasado por la cabeza que su mujer pudiera
estar contenta, ni que pudiera ser él quien la hiciera sentirse así, ni tampoco
que, al hacerlo, él también pudiera ponerse contento. Quizá su médico se
equivocara y aquella bebida, el chocolate, sí que tuviera algo bueno.
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En otra ala de la casa, Quiteria Escárcega también bebía una taza de chocolate
que le había traído su joven amante, Luis López Venegas, pero tanto la bebida
como el hombre habían empezado a cansarla. Esperaba que el torneo avivara
un poco su inspiración, pero, a pesar de las milagrosas hazañas y los
banquetes, le estaba costando: escribía una línea, luego media página, y
después se daba cuenta de que había malgastado la mañana y no tenía nada
que le sirviera. Miró de reojo a Luis, que estaba a medio vestir y buscaba su
atención, y suspiró. Cuando no conseguía escribir, era casi siempre un indicio
de que un amorío estaba a punto de terminar, y eso implicaba llantos,
recriminaciones y muchos romances mal cantados. Esperaría hasta que se
marcharan de La Casilla para poner fin a sus relaciones, y hasta entonces
utilizaría a Luis como pudiera. Había empezado a concebir una comedia
ambientada en una cocina, con una cocinera y una criada como protagonistas;
una sátira de la vida hueca de sus adinerados amos.
—Amor mío —dijo Quiteria, y él levantó la cabeza como un perro listo
para echar a correr—. Explícame otra de las recetas de tu madre.
—¿Salada o dulce, dulce dama? —preguntó él, muy orgulloso de sí
mismo.
Quiteria suspiró de nuevo.
—Dulce —contestó mientras acercaba la pluma al papel.
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oír lo que le contara el vicario. No iba a cerrar ninguna puerta que Dios
quisiera dejar abierta.
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que haber sido un desafortunado incidente, pero ha ofrecido guardias a todos
los competidores.
—No será una sorpresa para ti —murmuró Luzia—. Yo ocupo el lugar de
un competidor que…
—Calla. —Hualit se detuvo de pronto—. Quedaos aquí —ordenó a los
lacayos—. Quiero conversar en privado con la señorita Cotado. —Guio a
Luzia hasta el ventanal que dominaba el sendero de gravilla—. Óyeme bien,
Luzia. La posición de Antonio Pérez se vuelve más precaria cada día que
pasa. Se rumorea que el rey mandará que lo prendan si Pérez no le hace
cambiar de parecer pronto. Debes ser precavida. Aquí no puedes fiarte de
nadie.
—¿Ni siquiera de ti?
—Sabes exactamente a quién me refiero.
—Santángel me ha salvado la vida. Dos veces.
—¿De veras? ¿O lo dispuso todo para que así lo pareciera?
—No me lo creo.
—Esta mañana, han hallado muerto en los jardines a uno de los guardias
de Gracia de Valera. Tenía la lengua hinchada y se había ahogado con ella.
—¿Qué tiene eso que ver con Guillén Santángel?
—Hablad claro, señora. —Santángel estaba en el pasillo, donde un
momento antes se encontraban los lacayos. Llevaba botas y traje de cazador,
y solamente ahora, al verlo sin su larga capa, entendió Luzia lo mucho que
había cambiado. Costaba reconocer en el hombre que tenía delante a la
criatura enfermiza que había conocido en el patio de la casa de su tía hacía
apenas unas semanas. Seguía siendo delgado y de rostro anguloso, pero ahora
parecía sano y fuerte, con la espalda erguida y los hombros rectos. Le fastidió
darse cuenta de lo apuesto que era; cuando parecía a punto de caerse por las
esquinas, estaban en mayor igualdad de condiciones—. Nuestra buena viuda
cree que alguien le metió un alacrán en la boca a ese pobre hombre.
Hualit dio un respingo, pero mantuvo la compostura.
—Yo no he dicho nada semejante.
—Error mío, pues. Sería de necios insinuarlo, después de todo. Decid tan
solo que, si ese guardia era la clase de cobarde que le tiende una trampa a una
muchacha para no mancharse las manos de sangre, ha tenido el fin que
merecía. Decid que correrá el rumor de que atentar contra Luzia Calderón
Cotado supone jugar con la propia muerte. Decid que esta tragedia puede ser
para nosotros un feliz incidente.
—Felicísimo, en efecto.
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—Ya podéis marcharos, señora.
—No soy una sirvienta para que me despidáis.
—Pero no querréis hacer esperar a don Víctor.
Luzia se dio cuenta de que Hualit sopesaba sus opciones: mantenerse
firme y arriesgarse a enfurecer a su benefactor o capitular y dejarse herir en su
orgullo.
—Recuerda lo que te he dicho, querida —susurró. Y con una reverencia
de consumada elegancia, se alejó, ignorando a Santángel.
Él se deslizó hacia Luzia… «No», se corrigió la joven, Santángel no se
deslizaba, sino que caminaba hacia ella con decisión. Las advertencias de su
tía la habían puesto nerviosa. Su lengua recurrió a las tonterías:
—¿También has matado a mis guardias?
—Sí, los he escondido debajo de la cama. A Concha le aguarda una noche
muy agobiante.
—Estoy casi segura de que bromeas. —Luzia obligó a sus manos
nerviosas a quedarse quietas—. Vistes para cazar.
—Voy a cabalgar con ellos. Pero no cazaré. Sé lo que se siente cuando te
derriban del cielo.
Al menos él había tenido la oportunidad de batir sus alas. Tal vez debería
dejar de hablar de muerte y sangre, pero Santángel le había dicho que podía
hacerle cualquier pregunta.
—¿Has matado tú a ese hombre? ¿Al guardia de Gracia de Valera?
—Renunció a su vida al intentar quitarte la tuya.
Luzia no estaba segura de la respuesta que quería oír, pero sabía que las
palabras de Santángel no deberían complacerla tanto como lo hacían. Ella era
peor que Concha, con sus risitas y sus gritos ahogados.
—Porque pertenezco a Víctor de Paredes —dijo Luzia.
Santángel titubeó.
—Supongo que esa es una manera de verlo. —Se detuvo a su lado, frente
al ventanal, con un ojos puesto en el pasillo y el otro en los jardines de abajo
—. Pérez ha ordenado a los participantes ir a la terraza oriental para que les
hagan un retrato.
—¿Con qué fin?
—Eso lo ignoro.
—Tal vez el pintor capte el instante en el que Gracia me intente apuñalar.
—Así al menos tendremos una prueba —replicó él—. Ve con los demás
competidores.
—¿Y qué hago?
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—Aprende de ellos. Descubre sus fortalezas y debilidades.
Luzia toqueteó las cuentas de su cintura.
—Ellos harán lo mismo.
—Sí, pero tú los aventajas. Los sirvientes estamos habituados a observar a
nuestros amos y a volvernos invisibles para hacerlo. A ver qué puedes
averiguar de ellos y de la segunda prueba.
—¿Cuándo será?
—Mañana por la noche. Poco más he conseguido recabar, pero
repasaremos tu repertorio de milagros.
—¿Por qué no se celebra la prueba antes? ¿Por qué no hoy mismo?
—¿Tantas ganas tienes de competir?
—Sí —confesó Luzia, sin saber si Santángel la reprendería por su orgullo
—. Me gustó subir a ese escenario.
Él la observó con atención. La luz que entraba por la ventana volvía sus
ojos translúcidos, como esquirlas de cristal gris.
—Te favorecía.
Algo nuevo había nacido entre ambos, algo cuya forma Luzia no
conseguía determinar. La muerte de Álvaro, la granada, ahora el alacrán…
Cada momento contenía su propia alquimia. Pero ¿era ella quien estaba
cambiando, o Santángel?
—Quiero saber lo que pasará después —dijo Luzia, sin saber si se refería
al torneo, al mundo en general o solamente a aquel pasillo—. La
expectación… Siento que me va a deshacer.
—La expectación —repitió él. Flexionó los dedos, como sopesando la
palabra—. ¿No el miedo?
—Eso también. Cuanto más tiempo dure esto, más posibilidades hay de
que me envenenen o me caiga misteriosamente por las escaleras. Y me dijiste
que la próxima sería una prueba de fe. No me pidas que no tema una
audiencia con el vicario de Madrid.
—Buscará señales de herejía y traición. Y tú no le darás ni las unas ni las
otras.
—¿Buscará señales en nosotros o en Pérez?
—Qué deprisa aprendes este juego. En ambos, sospecho.
—La viuda asegura que su posición es cada vez más precaria.
—¿Recuerdas al secretario de don Juan? —preguntó él—. ¿Al que
asesinaron en las calles de Madrid? La viuda de Escobedo consultó a un
clérigo, que leyó en las estrellas que a su marido lo había matado su mejor
amigo.
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—¿Pérez?
—Eso es discutible. Pero no su responsabilidad en esa muerte. —Bajó la
voz—. Pérez mandó matar a Escobedo. Es posible que el rey ordenara el
asesinato, y también es posible que le dé miedo que ese hecho se haga
público. Don Juan se oponía a la estrategia de Felipe en Holanda, y Pérez le
insinuó al rey que el gran héroe de guerra podía estar planeando hacerse con
el poder, que Escobedo le estaba ayudando a traicionarlo. —Negó con la
cabeza—. Fue un asunto muy mal llevado. Pérez se ha excedido demasiadas
veces, ha fracasado demasiadas veces. Y sabe demasiado. El lema de su padre
era «in silentio», pero cuando Pérez diseñó su nueva empresa, cambió esas
palabras por «usque adhuc».
Luzia se llevó la lengua al paladar, pero luego dejó salir la traducción. Ya
no tenía que esconderse. Al menos para eso.
—«Hasta ahora». Es una advertencia, ¿verdad?
—Así es —contestó Santángel—. Una advertencia para que el rey sepa
que Pérez conoce todos sus secretos. —Sus extraños ojos ya no lo parecían
tanto; ahora eran más firmes.
«Ahora ya nos conocemos». ¿Qué implicaba que alguien la conociera?
—¿Pérez cree que aún está a tiempo de cerrar la brecha? —preguntó
Luzia.
—Es hijo de político. Lleva mucho tiempo nadando en estas aguas. Y
ahora vete. Y procura no ser el pez que termina engullido.
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Capítulo 27
Página 167
—Anoche no nos presentaron —dijo la niña con una vocecilla aguda y
dulce.
—No, pero os vi una vez. En la tienda de Perucho, con vuestro padre.
—No hay mejor sastre que Perucho. Esperaba que me confeccionara algo
un poco más interesante, pero mi padre dice que el rey prefiere los estilos
tradicionales. —Bebió un sorbo de la tacita blanca que sostenía.
—¿Eso es chocolate?
—Sí, y muy bueno. ¿Lo habéis tomado alguna vez?
—Solo una —reconoció Luzia. Hualit lo había preparado en su casa. Un
regalo de Víctor. Luzia y su padre habían ido hasta allí y se habían quedado
mirando a Ana mientras esta removía la cazuela, oliendo la canela, el clavo y
aquel otro aroma extraño y maravilloso. Era una de las últimas veces que
recordaba a su padre lúcido. Había improvisado unas rimas muy tontas
delante de ellas y les había contado cómo había conocido a la madre de Luzia.
«Si la vida puede ser esto, me basta», había pensado Luzia.
Teoda le hizo una seña a una de sus damas.
—Tráele a la Hermanita una taza de chocolate.
—Prefiero que me llaméis Luzia.
—Luzia, pues. —Teoda señaló con la frente al pintor—. Mi padre mandó
hacer una miniatura mía en mi sexto cumpleaños. Esto parece un asunto
mucho más complejo. Me han dicho que solamente al campeón del torneo lo
pintarán al óleo. El pintor es italiano; lo han traído de Venecia con gran
dispendio. Lleva más de una hora con los bocetos de Gracia.
—No es para menos.
—Es muy hermosa, sí. Como la protagonista de un poema. Haría bien en
gozar de tales atenciones mientras pudiera.
—¿No la creéis capaz de ganar? —preguntó Luzia con prudencia. Teoda
levantó la vista de su taza para observarla.
—La experta en milagros es vuestra merced. —Se giró para mirar hacia el
palacio, haciéndose sombra con la mano—. Ah, bien, aquí viene el labrador.
Fortún Donadei apareció bajo el sol otoñal, tironeándose de los encajes
del cuello; su crucifijo de oro descansaba sobre su pecho. Sonrió con timidez
al verlas y las saludó agitando la mano, como si paseara por el campo; al
darse cuenta del error, bajó la mano enseguida. Llevaba un instrumento de
cuerda colgado a la espalda.
—¿Y qué posibilidades creéis que tiene él?
La Niña Santa titubeó.
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—Bueno, aún debe pulir sus modales, pero desde luego no es un farsante.
No íbamos a tener tanta suerte. No, su poder es real, pero probablemente no
sea su talento más valioso. —Ladeó la cabeza—. Es muy apuesto. Unos
dientes tan blancos, unos rizos tan maravillosos… Y lo patrocina doña Beatriz
Hortolano, que os mandará asesinar mientras dormís como lo miréis con
demasiada atención.
Resultaba raro escuchar semejantes palabras en boca de una niña, pero
Luzia supuso que Teoda Halcón no era una niña corriente. Había visto el
futuro, el pasado, el corazón y la mente de los hombres. Una de sus doncellas
llegó entonces con una taza de chocolate y un delicado platito.
Luzia la cogió y le dio las gracias, pero se quedó inmóvil.
—No bebéis —observó Teoda.
—Todavía está muy caliente.
Al sonreír, a la niña le salió un hoyuelo en la mejilla.
—Tened —dijo, ofreciéndole a Luzia su taza medio llena—. Tomad el
mío y yo me beberé el vuestro.
—Me siento ridícula.
—Pues no debéis. He oído que os colaron un escorpión bajo la almohada.
Hacéis bien en ser prudente.
Luzia se encogió de hombros y se intercambiaron las tazas. Luego las
levantaron para brindar y bebieron. Luzia no esperaba que la Niña Santa le
cayera bien, pero así era.
Fortún se aproximó y las saludó con una reverencia.
—¿Puedo acompañarlas, señoritas?
—Sería un honor —contestó Teoda. Le invitó a sentarse con un gesto y
Fortún se acomodó en una silla, a una distancia respetuosa—. ¿Venís a tocar
para nosotras?
—Solo si así lo deseáis —contestó mientras dejaba la vihuela a sus pies
—. Me siento más cómodo con un instrumento en las manos. Para el hijo de
un labrador, las conversaciones dan más miedo que un poco de música.
—Estábamos hablando de la señorita De Valera.
—Anoche estuvo sensacional.
El hoyuelo de Teoda reapareció.
—¿Sí?
Fortún agachó la cabeza y balbuceó:
—Tal… Tal vez no tanto como esperaba su benefactor.
—Qué diplomático.
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Fortún alargó el brazo hacia el mástil de la vihuela, pero se lo pensó
mejor.
—¿Puedo…? ¿Puedo preguntaros algo, señorita Halcón?
A Luzia le sorprendió la risa atolondrada de la niña.
—No sabía si me lo preguntaríais sin rodeos —dijo Teoda—. Luzia
todavía no ha reunido el valor suficiente. Por lo general, la gente desea saber
si hallará el amor verdadero o si amasará una gran fortuna, pero creo que
adivino vuestra pregunta. ¿Deseáis saber cuál de nosotros ganará el torneo?
Las mejillas bronceadas de Donadei se sonrojaron.
—¿Me he puesto en evidencia?
—No, pero no puedo ofreceros predicciones. Mi ángel guarda silencio
cuando mi propio destino está demasiado unido al resultado.
—Supongo que es mejor así —replicó él, contemplando los jardines y la
magnífica fachada de la casa—. De ese modo todos podremos seguir soñando
un poco más.
Al oír esas palabras, la alegre sonrisa de Teoda flaqueó.
—¿Sucede algo? —preguntó Luzia.
Los hombros menudos de la niña subieron y bajaron. Tenía la mirada
perdida.
—Es esta casa. Perturba mis sueños. Hay demasiada plata, demasiado oro.
Todo fruto del saqueo. Todo hiede a muerte. De noche, los muros sangran.
Fortún cerró la mano en torno al crucifijo de oro que llevaba, como si le
diera miedo que Teoda intentara arrebatárselo.
—Esos tesoros son de España por derecho, es la voluntad de Dios.
Teoda pareció despertar entonces de su pesadumbre.
—Por supuesto —dijo con una sonrisa deslumbrante—. Es la voluntad de
Dios y de nuestro gran rey. Y ahora, estoy empezando a perder la paciencia.
Le hizo una seña a una de sus doncellas para que la ayudara a levantarse.
A Luzia no se le había ocurrido lo difícil que podía resultar ponerse de pie; de
pronto echaba de menos su sobrio vestido de lana y su sencillo verdugado.
—Signor.
—Rossi —dijo Teoda en voz alta—. La perfección tan solo está al alcance
de Dios. Aspirar a lograrla es una blasfemia.
El pintor levantó la mirada, aturullado, con la frente sudorosa y brillante.
Gracia se levantó de su silla, como una flor dorada por el sol matinal, y se
reunió con sus propias damas, una de las cuales le ofreció un sombrero de ala
ancha adornado con cintas de color verde claro. Se encaminó a los jardines,
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seguida por dos lacayos de Pérez. Como si fuera ella la que necesitara
protección.
—No sé qué pensar de la señorita Halcón —dijo Fortún, mirando a la niña
mientras esta ocupaba el lugar de Gracia en la silla de oro, con los pies
colgando—. Eso ha sido… bastante aterrador.
Quizá su intención hubiera sido asustarlos, pero a Luzia no se lo parecía.
—Sospecho que ella tiene mucho más miedo que nosotros.
—Eso no lo había pensado —musitó él—. Quieren que ella sea la
respuesta a la traidora de Lucrecia de León. No veo cómo podemos competir
con un talento semejante.
—¿Creéis en las visiones de la Niña Santa?
—Lo que yo crea no importa. Si Pérez y el rey creen en ella… En fin. —
Volvió a alargar el brazo hacia su vihuela, y esta vez la cogió y la dejó sobre
sus rodillas—. Si me permitís que os lo diga, vuestra actuación de anoche fue
extraordinaria. Aunque… —Luzia aguardó. Fortún echó una mirada al
sendero por el que se había marchado Gracia—. Me pregunto si era la
actuación que habíais planeado desde un principio.
Por mucho que Gracia de Valera se lo mereciera, era posible que Fortún
solo buscara chismorreos que difundir.
—Las oportunidades son como las gachas. Se han de comer calientes.
—¿Y de verdad sois criada de cocina?
—No puedo fingir que no.
—Ni yo, que soy hijo de un simple labrador, querría que lo hicierais. Me
place mucho teneros aquí. —El rostro de Luzia debió de reflejar su sorpresa,
porque Fortún se apresuró a añadir—: ¿He dicho algo indebido? Es… Es
como si aquí todos hablaran el mismo idioma que yo he hablado desde
siempre, pero yo no entendiera ni una palabra.
Luzia conocía bien la sensación. Sencillamente, estaba casi segura de que
nadie le había dicho jamás que se alegraba de verla. Lo más parecido era que
Águeda le gritara: «¡Ya era hora! Ve a por más agua».
—No habéis dicho nada indebido. A mí me place estar aquí.
Fortún sonrió; sus dientes resaltaban vivamente sobre su piel tostada por
el sol.
—Qué agradable es tener unas horas de asueto. Parecemos chiquillos a los
que han dejado solos, sin sus madres.
—No estamos solos —repuso Luzia, echando una mirada significativa a
los guardias que vigilaban todas las puertas.
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—No, me figuro que no. Me he enterado de vuestro encontronazo con la
muerte de anoche.
—No fue tan peligroso, os lo aseguro. —Luzia eligió sus siguientes
palabras con cuidado—. ¿Doña Beatriz es vuestra benefactora?
—Sí. —La mano de Fortún regresó al crucifijo de oro, tachonado de
gruesos óvalos de jade, con una inmensa esmeralda en el centro, del color
verde oscuro y fresco de un bosque sombrío. A su lado, el rosario de Luzia
parecía una baratija, pero ella sospechaba que su peso era más fácil de llevar.
—Qué regalo tan generoso —comentó.
Fortún soltó una risa incómoda y bajó la mano.
—Sí. Ella es muy generosa, muy buena.
—¿Es muy importante para ella que ganéis?
De pronto la miró con fiereza.
—Es importante para mí. —Bajó la barbilla. Luzia se preguntó si iba a
disculparse con ella otra vez. Pero Fortún se inclinó hacia delante—. ¿De
veras sois una criada, no mentís?
—¿Acaso debo enseñaros las manos, como a Pérez?
—Quizá vuestros callos también sean milagritos.
—Puedo enseñaros a fabricar sosa con las heces del vino o a planchar una
gorguera para que la curvatura sea elegante, si eso os deja más tranquilo.
Fortún se rascó la frente con el pulgar y el índice.
—Perdonadme. Todo esto es…
—Lo sé. —Abrumador, desconcertante, totalmente distinto de su
existencia anterior.
—Yo soy hijo de labrador. Mis días los determinaban el amanecer y el
atardecer, la lluvia y el miedo a las plagas. Cuando doña Beatriz me encontró,
me mostró la música, el arte, los mayores manjares que he probado nunca.
Debería deciros que me encantaba mi vida sencilla, que añoro mi hogar,
pero… —Esa sonrisa luminosa apareció de nuevo, esta vez más leve, como
un secreto bien guardado—. ¡Pero no! No quiero la vida de mi padre. No
quiero trabajar hasta partirme la espalda. No quiero despedregar los campos,
cosechar frutos ni prensar aceite. Me gusta esta vida relajada.
Luzia no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—¿Creéis que una vida en la corte será relajada?
—¿Estoy hablando como un mentecato?
—Habláis como alguien que prefiere una cama blanda a una dura. Hay
pecados peores.
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—Pecados —repitió el joven. Arrancó varias notas de las cuerdas de la
vihuela—. Debéis entender que yo… pertenezco a doña Beatriz. En todos los
sentidos. ¿Don Víctor no…? ¿No os…?
Luzia sabía que debía mostrarse ofendida, pero la insinuación era tan
absurda que fue incapaz.
—Víctor de Paredes vendería su propia barba antes que meterse en mi
cama.
—Ah. —Fortún parecía casi decepcionado.
—Me halaga que penséis que un hombre adinerado me querría como
amante.
—¿Por qué no habría de ser así?
—Señor Donadei, si vamos a ser amigos, no me aduléis. Quedaréis como
un tonto y me haréis sentir como tal a mí.
—Sé que no sois una belleza de ciudad. Pero… —Se encogió de hombros
— os parecéis a las mozas de mi pueblo.
¿Estaba coqueteando? Luzia no lo sabía, pero la Niña Santa tenía razón:
Donadei era encantador.
Fortún tocó otra serie de notas que subían y bajaban.
—¿No os escandaliza mi situación?
Luzia se dio cuenta de que se había equivocado. Debería haberse
mostrado escandalizada, horrorizada de que un hombre hablara con ella de
semejantes asuntos, de la idea de que una mujer quebrantara sus votos
maritales y tuviera a un joven músico como amante. Era frecuente que la
Inquisición juzgara a hombres y mujeres por fornicio y comportamientos
obscenos. Pero el tiempo que había pasado con Hualit la había predispuesto
demasiado a aceptar el vicio.
—Me temo que me he delatado —dijo con la mayor indiferencia que pudo
—. No soy una de vuestras buenas mozas de campo. Me crie en la ciudad; he
visto cosas que no debería y oído otras que no quería. —Era la mejor excusa
que podía darle, y además no era mentira—. ¿La amáis? A doña Beatriz.
—La aborrezco. —Las palabras vibraron en su garganta como un caldero
hirviente—. Por eso he de ganar. Si el rey me nombra su campeón, tendré
dineros, sedas y manjares sin verme obligado a yacer con ella para
conseguirlos. Tal vez entonces dejaré de odiarme tanto.
Luzia sabía que ahora debería excusarse con una rotunda declaración de
repugnancia. Una mujer digna se escandalizaría ante semejante lenguaje. Pero
nadie lo había oído. Nadie salvo ella.
—Deberíais tener cuidado —dijo en voz baja.
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—¿Qué decís?
—En cuanto os dé la espalda, podría contarle a doña Beatriz lo que me
acabáis de decir. Sería así de fácil tirar por tierra vuestras posibilidades y
elevar las mías.
Donadei la miró alarmado con sus ojos avellana.
—Pero no lo haréis.
—No me conocéis.
—Aquí somos las dos únicas personas que entienden lo que es trabajar
hasta que te sangran las manos. Lo supe nada más veros, y sé que no lo
contaréis porque no sois una linda serpiente como Gracia de Valera.
Tal vez sí que debería contarlo. Una competidora astuta aprovecharía
cualquier ventaja.
—No lo contaré —admitió Luzia, sin añadir un «por ahora»—. Pero no
estamos en el campo. No podéis… En fin, no podéis ser tan sincero.
—Sí que puedo. —Su sonrisa reluciente regresó, como la vela blanca de
un barco al desplegarse—. Si elijo bien mis amistades.
—Pues contadme algo útil. ¿Sabéis cuál será la próxima prueba?
—Evaluarán nuestra pureza. Me han dicho que nos enfrentaremos a
Satanás delante del vicario, pero ignoro lo que significa eso.
Luzia procuró ignorar el escalofrío que la recorrió. Si lo invitaban a La
Casilla, seguramente hasta el mismísimo diablo acudiría.
—No sé si quiero saberlo.
—¡Luzia! —La llamó Teoda desde la silla dorada—. Os toca posar para el
signor Rossi.
Luzia suspiró.
—Quizá también me parezca a las mozas del pueblo del pintor. —Al
ponerse de pie, agradeció que Fortún le diera la mano, aunque no fuera del
todo decoroso.
—Me habéis prevenido, señorita Cotado —dijo este—. Yo os daré el
mismo consejo: tened cuidado.
—Me cuesta creer que yo corra el peligro de ser sincera en exceso.
—Esta mañana he visto al criado de don Víctor salir a caballo para unirse
a la cacería. El Alacrán.
—¿Santángel?
Fortún asintió.
—No es lo que aparenta.
Luzia se echó hacia atrás, obligando a Donadei a soltarle la mano.
—¿Qué queréis decir?
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—Tan solo lo que he dicho. Tened cuidado.
El joven sonrió y se despidió de ella con la mano, como si solo acabara de
avisarle de que estaba a punto de ponerse a llover.
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Capítulo 28
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lugares que Santángel jamás llegaría a ver. Ya no distinguía los días ni los
años. Otra negociación comercial, otro terreno que adquirir, otro ambicioso
De Paredes al que contentar. A veces miraba a Víctor y no sabía de quién era
el rostro que veía. ¿Del padre de Víctor? ¿De su abuelo? ¿De los muchos que
habían vivido antes de ellos? Todos perseguían el poder como si se lanzaran a
una gran cacería, como si sus aspiraciones tuvieran algo de novedoso. Su
entusiasmo y su ímpetu, el bruñido constante de su apellido, de su bandera y
de sus haberes jamás vacilaban, jamás cambiaban. Siempre le hablaban como
si sus objetivos fueran los de Santángel, como si él compartiera su deseo
inagotable y codicioso. Pero él nunca había sentido nada.
Hasta aquel día maldito, en el patio de la viuda. Ahora le latía el corazón,
le rugía el estómago, se le endurecía la verga. Volvía a ser un hombre, y no
sabía si odiar a Luzia Cotado por aquel despertar involuntario o postrarse
agradecido a sus pies. Era una especie de enajenación, pero una que se podía
curar. Cuando fuera libre. Entonces podría ver el mundo. Recordaría lo que
era ser humano y olvidaría a la criada a la que había elegido condenar.
Concha abrió la puerta de la alcoba de Luzia y se escabulló sin que nadie
tuviera que pedírselo.
—¡Por fin! —exclamó Luzia al verlo entrar—. Creía que habías
desaparecido para siempre.
—Ojalá fuera tan fácil. —La joven, sentada ante su mesa llena de polvos
y ungüentos y envuelta en su ropón de terciopelo, se limpiaba de la cara
aquella espantosa pintura de plomo. Santángel lamentó ver sus
extraordinarios cabellos todavía recogidos en apretadas trenzas, pero era
mejor así. Ya había empezado a perder el control sobre aquel enredo, quizá
con la muerte de Álvaro, quizá mucho antes. No precisaba más tentaciones—.
Cuéntame lo que has descubierto hoy.
—Apenas he visto a Gracia de Valera, pero la Niña Santa y el Príncipe de
los Olivos la consideran una farsante.
—Porque no son necios.
—Si es verdad, ¿cómo espera superar el torneo?
—Eso no nos incumbe. ¿Qué más?
—Teoda no ha tenido buenas palabras para el Imperio. Ha hablado de
sangre y pillaje.
Santángel se apoyó en la pared, junto a la ventana.
—Cuéntame lo que ha dicho. Con tanta precisión como puedas.
Cuando Luzia concluyó, Santángel reflexionó sobre sus palabras.
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—Conque no solo oye voces. También es sensible a los objetos. Quizá lo
del ángel no sea más que una invención, una forma de relacionar su poder con
la Iglesia.
—A Fortún no le ha agradado.
—Sin duda Donadei repetirá cuanto dijo la niña. Eso es peligroso. Teoda
Halcón ha procurado elogiar siempre al rey con sus predicciones. Para que el
oro y la plata fluyan desde el Nuevo Mundo, también ha de hacerlo la sangre.
Tal es la senda de la conquista. Pero el Imperio de España es débil.
—¿Ahora eres tú quien critica al rey? —susurró Luzia, temerosa tal vez
de que Concha los espiara detrás de la puerta. Pero la muchacha se había
marchado a chismorrear con las demás doncellas.
—Todos los imperios son el mismo para los pobres y los conquistados.
Pero no todos los imperios son iguales. Los holandeses y los ingleses
construirán mercados para sus bienes, colonias para sus impuestos, nuevas
rutas de comercio. Desangrarán el mundo durante siglos. España no construye
nada, tan solo gasta el botín robado en guerras que no tienen fin. Si los muros
de La Casilla están manchados de sangre, también lo están el monasterio del
rey, todas las iglesias de Madrid y las casas de todos los nobles. Víctor se
ahogaría en ella.
—¿Y si no quiero ayudar a Felipe ni a nadie a desangrar el mundo?
Santángel no tenía respuesta. Independientemente del poder o la posición
que obtuviera Luzia, jamás estaría a salvo. Hasta las reinas debían temer a sus
reyes, y Víctor de Paredes la controlaría igual que había controlado a
Santángel. Durante una eternidad.
Luzia, como si le hubiera leído la mente, lo miró a través del espejo.
—Fortún Donadei me ha dicho que no eres lo que aparentas.
—¿Y qué aparento ser?
—¿Intentas satisfacer tu vanidad?
—Soy un hombre, así que la respuesta siempre será sí.
—¿Lo eres?
La pregunta lo sorprendió.
—¿Un hombre? ¿Acaso lo dudas?
Las mejillas de Luzia se sonrosaron; desvió la mirada.
—Por las hechuras, no. Pero no eres como otros hombres.
—No —reconoció él.
—Eres el Alacrán. No duermes. No comes.
—Sí como. Últimamente, bastante.
—Antes no comías.
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—La vida no tenía sabor.
Luzia se dio la vuelta en el asiento y levantó las manos con evidente
frustración.
—¿A qué te refieres al decir esas cosas? Aquí estás mejorando. Lo veo.
¿Acaso don Víctor te tenía encerrado en una mazmorra?
Santángel no pretendía ser huidizo, pero había perdido el hábito de la
franqueza hacía mucho tiempo.
—No siempre.
—Entonces, ¿tan buena es la cocinera de La Casilla?
—En casa de Víctor se come muy bien. ¿De verdad vamos a debatir mis
apetitos?
—Si me respondieras de verdad, no haría falta.
—¿Significa esto que Fortún Donadei ha conseguido que me temas?
—Te teme todo Madrid.
—Todo Madrid no —la corrigió él con aire divertido—. Toda España.
Luzia entrelazó las manos; Santángel advirtió que tenía los nudillos
pálidos.
—Me han dicho que en la segunda prueba me enfrentaré al diablo.
—Es una metáfora, nada más.
—¿Tan seguro estás?
—Si verdaderamente el padre Juan Bautista Neroni es capaz de invocar al
diablo, tenemos problemas mayores que el torneo. Pero veré qué más puedo
averiguar. —Luzia tenía derecho a estar asustada; haría lo posible por
tranquilizarla. Se cruzó de brazos—. Me has dicho lo que has descubierto
sobre tus rivales, pero no la opinión que te merecen.
—Teoda Halcón me ha agradado. Es rara, pero supongo que todos lo
somos.
—¿Hasta Gracia de Valera?
—No. Ella es una pústula disfrazada de flor.
Él no pudo contener la risa al oír eso.
—Muy atinado. ¿Y el hijo del labrador? —preguntó, y Luzia se giró de
nuevo hacia el espejo—. Ya veo —dijo Santángel—. El Príncipe de los
Olivos ahora es tu amigo.
—Yo no lo llamaría así. Encaja tan poco como yo en este sitio. Pero su
único anhelo es ganar.
—Y seguro que ha sido muy convincente al explicarte sus razones.
—Su situación es insostenible.
—¿Más insostenible que la tuya?
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Luzia tuvo la prudencia de titubear.
—Su… benefactor a… Ella…
—¿Ha reclamado tanto su cuerpo como su alma? —¿Por qué el Príncipe
de los Olivos le hacía semejantes confidencias a Luzia? Santángel no tuvo
más remedio que preguntarse cuántos rumores sobre Garavito habrían llegado
a oídos de Donadei, y qué podría compartir el hijo del labrador con Luzia para
ganarse su confianza—. Fortún Donadei no es ningún gañán ingenuo. Cortejó
a la pobre y desatendida doña Beatriz. Se trajo su guitarra y tocó durante días
frente a su palado para llamar su atención.
—Tal vez obtuvo una atención mayor de la deseada.
—O lo que intenta es mermar tu hambre de victoria, debilitar tu
determinación. Tú tienes tanto que perder como él.
—Y Santángel también, desde luego.
—Quizá.
Santángel se apartó de la pared, sin saber por qué se irritaba tanto. Era
como volver a ser un joven pipiolo, zarandeado por arrebatos de celos y
lujuria, complicaciones que no necesitaba. Haber llegado a respetar a esa
mujer, incluso a que le cayera bien, era algo comprensible, aunque una carga
indeseable teniendo en cuenta lo que Santángel iba a tener que hacer. Pero
¿desearla, quedarse aturullado solo porque ella mencionara el goce de un
baño caliente? Esa misma mañana, cuando Luzia había dicho que la
expectación la iba a deshacer, había invadido la mente de Santángel la idea de
enroscarse un mechón de sus cabellos en el dedo, soltarlo y ver como el rizo
recuperaba su forma. «Deshacer». Una sola palabra era capaz de
enloquecerlo; la tenía clavada en la mente como una espina que le contagiaba
alguna suerte de fiebre al imaginarse a Luzia Cotado deshaciéndose.
Se giró hacia la ventana, pero no había nada que ver en la oscuridad, salvo
las pocas antorchas dispuestas a lo largo de los senderos del jardín.
Necesitaba algo que hacer. Necesitaba marcharse de allí. Aquella dolencia
pasaría con tiempo y distracciones.
—¿Ya has terminado conmigo, pues? —preguntó Luzia mientras él se
dirigía a la puerta.
«Ni siquiera he empezado». Debía irse de inmediato. Por el bien de los
dos.
—Mañana practicaremos —contestó Santángel—. Descansa un poco y
sueña con destruir al pobre hijo de un labrador.
Luzia frunció el ceño.
—¿Y tú qué harás?
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—Averiguar cuanto pueda para ayudarte a vencer al diablo.
Eso sí que podía prometérselo.
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Capítulo 29
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—Solo los peores —confesó Valentina.
Habían pasado el resto de la velada improvisando pésimos pareados y
emborrachándose mucho; con el paso de las horas, la conversación se
transformó en besos, pero seguían riéndose cada vez que paraban a recuperar
el aliento. Valentina ignoraba que tal cosa fuera posible, o que se permitiera,
y aunque había despertado con migraña, le parecía que su descubrimiento
valía su precio con creces.
—¿Vamos a ver al vicario? —le preguntó Marius mientras le ofrecía el
brazo.
Luzia los siguió hasta los jardines, bajo el crepúsculo azul. Valentina
sabía que aquella era una ocasión sagrada: una prueba de pureza para los
participantes, otra demostración de sus dones. Debía mostrarse solemne en
presencia del vicario y los demás representantes de la Iglesia, que se
encontraban sentados en un tablado alto y cubiertos por un palio azul
salpicado de estrellas doradas, como si fuera el mismo paraíso. Pero los
jardines estaban iluminados con faroles y teas, y unos músicos tocaban entre
los árboles. A Valentina le costaba no pensar que estaba en una fiesta, la
fiesta más maravillosa a la que había asistido jamás.
Había sillas dispuestas en un claro, y delante habían levantado un bonito y
pequeño escenario festoneado con cintas rojas y blancas. El telón dorado
relucía.
—¿Un retablo de títeres?
—Sí —dijo Catalina de Castro de Oro mientras se aproximaba con un
vaso en la mano—. Pérez ha hecho venir al titiritero desde Umbría.
—Pintores italianos, titiriteros italianos… —refunfuñó don Marius—.
¿Acaso no hay nada español que sea lo bastante bueno para él?
La viuda encogió un solo hombro.
—Es la moda.
—¿Eso es vino? —preguntó Valentina.
—Vino con limonada. Una mezcla que se bebe en León durante la
Semana Santa. La llaman «matar judíos».
—Qué ingeniosos —dijo Luzia en voz baja—. Tendré que probarla.
La viuda levantó su vaso para brindar, pero su sonrisa era amarga. Y
pronto descubrieron por qué.
Víctor de Paredes ya había ocupado su asiento para la representación. Al
lado de su esposa.
Valentina se moría de ganas de verla bien. Se decía que ella era uno de los
mayores éxitos de don Víctor, una dama bella y rica procedente de una de las
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familias más antiguas de España, un símbolo de su buena ventura. ¿A la viuda
le molestaba porque ella amaba a don Víctor? ¿O por ver su lugar usurpado?
¿Y por qué don Víctor había puesto a Luzia al cuidado de su amante y no de
su esposa? ¿Esa tarea era indigna de ella, pero no de Valentina?
—Los mayores ingenios de Madrid están aquí esta noche —dijo la viuda
—. Poetas y cantores. Hasta esa autora de comedias.
—¿Quiteria Escárcega? —dijo Valentina.
—¿Conocéis sus obras?
Valentina intercambió una mirada con Luzia; por una vez, eran ellas las
que sabían más que Catalina.
—He oído hablar de ella, desde luego.
—Pues ahí la tenéis, con ese jubón tan peculiar.
El jubón era extraño, en efecto, de terciopelo carmesí oscuro decorado con
franjas de perlas. Hacía que su atuendo pareciera casi un uniforme militar.
Tenía el cabello castaño oscuro y los ojos del mismo color cálido que el
chocolate que Valentina había bebido con tanta avidez.
—Esa mujer es una calamidad —gruñó Marius—. Se dice que posee una
casa en Toledo de la que entran y salen hombres a todas horas.
—Y mujeres —añadió la viuda.
Como si percibiera el interés de Valentina, la autora de comedias se giró,
la miró a los ojos y levantó la copa; un gesto curiosamente osado, como si
levantara la espada antes de un duelo. Valentina sintió unos calores
repentinos.
—¿Estás preparada? —le preguntó a Luzia para distraerse.
Ella asintió, pero tenía la cara húmeda de sudor.
—¿Quieres beber algo? —le propuso Marius—. ¿A qué tanta inquietud?
¿Santángel no te ha preparado debidamente?
Luzia no supo qué responder. Santángel había ido a verla por la mañana y
los dos habían practicado en los jardines, lejos de ojos curiosos. Santángel
había oído mencionar el retablo de títeres, así que habían trazado una
estrategia para preparar a Luzia lo mejor posible. Pero era evidente que estaba
ansioso por alejarse de ella. La noche anterior, Santángel le había hablado a
solas en su alcoba, como si fueran amantes, alto y blanco cual fantasma,
aunque cada día que pasaba parecía volverse más fuerte y apuesto. Cuando la
había mirado a través del espejo, Luzia había vuelto a tener la sensación de
escapar de su propio cuerpo. Había recordado el sueño del naranjal; sabía que,
si perdía el contacto con el suelo y se elevaba flotando hasta el cielo nocturno
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para sobrevolar la ciudad, Santángel encontraría el modo de reunirse con ella
allí arriba. Estaba segura.
Después él le había gruñido y se había marchado, como si Luzia no fuera
más que otra tarea de la que ocuparse en nombre de su amo.
«¿Y qué más querrías ser?». La confianza mutua que habían construido
era algo temporal, un pacto hecho a petición de don Víctor y nada más. Pero
Luzia se daba cuenta de que anhelaba preguntarle qué ocurriría en caso de que
se las arreglara para ganar el torneo. ¿Sus lecciones continuarían? ¿La suerte
de Santángel seguiría siendo suya? ¿Y cuáles de los secretos de Luzia había
compartido con Víctor de Paredes?
Había otros temores que Luzia no se había planteado hasta la noche
anterior. Había soñado con ascender a lo más alto de la corte, hasta una
posición de seguridad e incluso de autoridad, con ser valorada y respetada.
Pero ella no sería una simple consejera o cortesana; el rey la convertiría en su
arma. Una cosa era que la blandieran contra ingleses u holandeses. Pero ¿la
usarían también para sofocar rebeliones, para asesinar herejes, indios, judíos y
cualquier otro enemigo del dios de Felipe? ¿Terminaría bañada en la misma
sangre que Teoda Halcón había visto en sus sueños?
Como si lo hubiera convocado con su angustia, Santángel apareció
entonces.
—Han de llevarte ante el vicario. Don Marius, doña Valentina, vuestras
mercedes la presentarán —dijo.
—Ya veo —contestó don Marius, echando una mirada a Víctor de
Paredes, que seguía sentado. Santángel lo entendió y asintió una sola vez.
—Yo llevaré a Luzia ante don Víctor cuando terminen de dar las
bendiciones.
Luzia se dejó guiar hacia el tablado. Habían llegado más invitados,
abrigados con capas y mantos para combatir el frío nocturno. Luzia sabía que
debía centrarse en el torneo, en los enviados eclesiásticos sentados en fila en
el estrado; eran tres, todos con sombrero e inmaculados hábitos de color
blanco, rojo y negro. No pudo evitar pensar que aquello parecía un auto de fe
en miniatura. A los competidores del torneo los conducían ante ellos como
penitentes, vestidos con galas en lugar de sambenitos.
Hacía mucho que el sol otoñal se había escondido, pero Luzia sudaba bajo
su adusto vestido. Concha había limpiado y almidonado el cuello y los puños
blancos para que resplandecieran, y Luzia agradecía que no le hubieran
puesto pintura en la cara por miedo a que la sensibilidad del vicario se viera
más ofendida por los artificios que por su tez morena y pecosa.
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«Estoy bautizada», se recordó Luzia. Iba siempre a misa. Se sabía el
padrenuestro, el avemaría y la salve, los salmos y los mandamientos. No le
dolía comer jamón ni remendar un vestido tras la puesta de sol en sabbat. Y
aun así sentía que su magia era un hilo acusador, que la unía al pasado y a
todos los judíos que seguían inclinando la cabeza para orar en una sinagoga.
Hualit se había escabullido. Por mucho que le guiñara un ojo mientras se
tomaba una bebida que animaba al asesinato de los judíos, su tía no se atrevía
a plantarse delante del vicario de Madrid.
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Capítulo 30
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—Pero ella continuó, ¿verdad? —comentó Gracia—. ¿Por qué condenarse
a semejante infortunio?
—Tal vez se lo exigieron sus sueños —contestó Teoda en voz baja.
Luzia estaba harta de esperar. Estaba ansiosa por que las pruebas
concluyeran y se decidiera su futuro. Pero sospechaba que se sentiría mal
cuando todo terminara. Apenas había tenido oportunidad de hacer amigos, y
aunque allí todos fuesen rivales, los unían sus miedos y sus anhelos. Teoda y
Fortún le caían bien y, si Gracia no hubiera intentado asesinarla, seguramente
también habría sentido simpatía por ella.
—¿Quién se sienta a la izquierda del vicario? —preguntó Luzia.
—Fray Diego de Chaves —contestó Fortún, aferrado a su crucifijo de oro
—. El confesor real.
El cortesano barbirrojo de Pérez ya los llamaba por señas; los emparejó
con sus benefactores para que se presentaran. Hechas las reverencias y leídos
sus nombres en voz alta, el propio Pérez subió al estrado y se inclinó
solemnemente.
—Que los hechos de esta noche plazcan a vuestras mercedes y a Dios —
dijo con humildad.
Fray Diego lo ignoró y se inclinó para dirigirse al grupo de participantes.
Era de rostro alargado, lo que acentuaban sus carrillos caídos, y estrujaba los
brazos de su silla como si le costara resistir el impulso de bajar del escenario
de un salto.
—Vuestro amigo Pérez habría preferido que Quiroga os bendijera y
asegurara al rey que todo está en orden. En cambio, hoy os enfrentaréis a
nuestro escrutinio. Los auténticos hijos de Dios nada han de temer de nuestro
dictamen. Pero os prevengo: la magia puede imitar el poder de Dios, y el
diablo emplea todas sus artimañas para que los crédulos imaginen profecías y
milagros. Nuestros ojos no están tan nublados.
Su oscura mirada los fue recorriendo uno por uno; Luzia tenía la
sensación de que ese hombre veía todas las palabras prohibidas que ella había
pronunciado escritas en su frente. Algo le rozó los dedos. A su lado estaba
Teoda y, aunque Luzia no se giró, no le cupo duda de que la mano que notaba
era la suya.
—Esta noche sabremos a quién pertenece el poder que presenciamos —
continuó fray Diego—, si su origen es divino o diabólico. Ahora os ofrecemos
una oportunidad: si habéis hecho un pacto con las fuerzas del maligno, si
habéis incurrido en brujería o herejía, hablad. Postraos ante Dios eterno y
todopoderoso y suplicad su misericordia. Confesad y obtendréis el perdón.
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El silencio los envolvió como un sudario. El ruido de los invitados que
reían y bebían parecía demasiado lejano.
Aquellos eran los mismos hombres que habían condenado a Lucrecia de
León y denostado a Piedrola. El rey los escuchaba, y tal vez incluso el mismo
Dios. ¿Qué veían? ¿Qué sabían ya?
«No tengas miedo a nada». Era lo que le había susurrado Santángel para
traerla de las puertas de la muerte. «No tengas miedo a nada y llegarás a ser
más grande que todos ellos».
«Son hombres y nada más», se recordó Luzia, y contuvo la lengua.
Transcurrió un minuto, luego otro. ¿Pensaban esperar hasta que alguien
flaqueara? ¿Hasta que apareciera alguna prueba del beneplácito de Dios o
hasta que a alguien le salieran cuernos?
Al fin, fray Diego se arrellanó de nuevo en su asiento.
—De acuerdo, pues. Haced vuestra voluntad y que Dios os ofrezca la
compasión que no obtendréis de nosotros.
Pérez se inclinó con una sonrisa, como si el fraile acabara de animarlos a
disfrutar de un gran festín.
—Agradezco vuestra generosidad y la de nuestro rey.
Se los llevaron enseguida con los invitados que remoloneaban junto a sus
asientos, disfrutando del vino con limonada.
—Ya está —dijo Santángel al aparecer al lado de Luzia; la condujo hacia
don Víctor—. Lo peor ha pasado.
—Hasta que nos reúnan a todos para la prueba. Me has abandonado.
—He hecho lo que me ordenaban.
—Porque don Víctor no quería que te vieran conmigo. No delante del
vicario y el confesor real. —Luzia había acertado: Víctor de Paredes nunca
había tenido la menor intención de acogerla bajo su techo. Don Marius y doña
Valentina serían su protección en caso de que Luzia fracasara o atrajera la
atención de los inquisidores—. Por eso me dejó en casa de los Ordoño. Por si
todo esto se tuerce.
—Sí. —«Sí». Y nada más. A Luzia le entraron ganas de arrearle un
puntapié—. ¿Acaso esperabas justicia de Víctor de Paredes?
—Antes esperaría que un oso me recitara un poema.
—Pues deja de fruncir el ceño y céntrate en la prueba que te aguarda.
Don Víctor les esperaba en las primeras filas. Se levantó al verlos
acercarse y le tendió la mano a la mujer sentada a su lado para ayudarla a
ponerse de pie.
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—Acércate —dijo—, mi esposa ansía conocer a la famosa milagrera.
Doña María, esta es Luzia Cotado, la Hermanita.
Le sorprendió lo bella que era la esposa de don Víctor. Su aspecto no
podía ser más distinto del de Hualit; tenía la piel blanca como un plato de
leche fresca y el cabello, abundante, del vivo color dorado de las monedas
recién acuñadas. Llevaba un vestido de seda azul adornado con un patrón de
diminutos ibis dorados. Parecía un barco a punto de zarpar. Un símbolo de
prosperidad.
No sabía por qué, pero Luzia se había imaginado que la esposa sería fea o
tímida, que don Víctor habría elegido a Hualit por su belleza y su
refinamiento. Pero tal vez a los hombres como don Víctor no les hacía falta
pensar en lo que necesitaban, sino solo en lo que querían.
Luzia hizo una profunda reverencia; doña María le sonrió y tomó su
mano.
—Es un placer conocer a una mujer como tú.
Por un momento Luzia creyó que se estaba mofando de ella, pero la
mirada de doña María era cálida.
—Solo soy una humilde criada, señora —dijo Luzia.
Doña María le agarró la mano con más fuerza.
—Eres un instrumento de Dios; él te ha elegido para ayudar a nuestro rey
y a nuestro país. He pedido a nuestro sacerdote que dé una misa por tu
seguridad y tu éxito en esta misión.
—Gracias, señora.
—No me las des. —Doña María le besó los nudillos. Le brillaban
demasiado los ojos—. Estoy a tu servicio, como tú lo estás al de Dios.
—Venid, amor mío —dijo don Víctor mientras se llevaba a su esposa—.
Luzia debe prepararse.
La mirada de don Víctor se cruzó con la de Santángel, que guio a Luzia
hacia los demás candidatos, reunidos ya frente al retablo de títeres.
—Había sentido miedo a ser descubierta —le susurró Luzia—. Enojo por
la necesidad de esconderme. Pero esta es la primera vez que nuestras mentiras
me producen vergüenza.
—Doña María es gentil y buena, y la melancolía la está devorando en
vida. Una astróloga leyó su carta y le dijo que no concebirá un hijo hasta que
los holandeses vuelvan a estar bajo dominio católico.
—¿Y por eso reza con tanto fervor?
—No, ella siempre ha sido devota. Pero por culpa de esa charlatana, está
desesperada. He tratado de hacerla entrar en razón, pero no me hace caso.
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Piensa que su fe es insuficiente para Dios.
—Pero no puedes prometerle un hijo.
—Claro que puedo. Por eso mismo Víctor nunca ha perdido la devoción
por su esposa. Sabe que ese hijo llegará en el mejor momento para sus
intereses.
—¿Tan seguro estás de tu influencia?
—Todas las esposas de los De Paredes han dado a luz, y todos esos hijos
han sobrevivido al parto, a la infancia y a sus locuras de juventud para luego
atormentarme hasta que han muerto contentos en su propio lecho. Mi
confianza es bien merecida.
—¿De qué hablas? ¿Y por qué me gruñes como si te hubiera metido la
mano en la bolsa?
—Yo no te gruño.
—Solo te ha faltado enseñar los dientes.
Santángel la agarró del brazo y se la llevó a un rincón sombrío cerca del
escenario.
—Intento protegernos, Luzia. Protegerte a ti.
Ella hizo una reverencia.
—Gracias, señor. Vuestra grosería es un sólido escudo.
—Me preguntaste por qué puedo comer, descansar, cabalgar, por qué he
recobrado la salud. —Miró de reojo a la multitud y bajó la voz hasta
convertirla en un susurro—. ¿Es que no lo adivinas? No es la cocinera quien
me ha devuelto el apetito. Es otro milagro de tu cosecha.
Luzia estuvo a punto de echarse a reír.
—Yo no te he curado. ¡No sabría hacerlo!
—Cada vez que utilizas tu don, cada vez que me utilizas a mí, me
permites apropiarme de una pizca de tu poder. Del mismo modo que yo te
hago más fuerte, tú me fortaleces a mí. Haces que la sangre fluya por mis
venas nuevamente. Le has recordado a mi corazón cómo latir.
—Un corazón no puede olvidarse de latir —se burló ella.
El rostro de Santángel se volvió inescrutable.
—Pasado el tiempo suficiente, todo puede olvidarse. Y ahora deja de
protestar y centra tu mente en la tarea que se avecina.
Mientras lo veía alejarse a zancadas, Luzia tuvo que resistirse al impulso
de murmurar una canción para hacerle la zancadilla con una raíz. Sin
embargo, con Santángel o sin él, tenía una auténtica batalla que librar. Sus
rivales la aguardaban frente al escenario.
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Capítulo 31
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—Es increíble lo que puede lograr el teatro con una pizca de ingenio.
Luzia no tenía nada que aportar. Ella había vivido en los libros cuando
podía y en la oscuridad de la cocina el resto del tiempo. Jamás había ido al
teatro ni había estado en una iglesia más lujosa que San Ginés. Ella conocía
Madrid, sus calles tortuosas y el calor de sus largos veranos. «Su situación es
insostenible», le había dicho a Santángel, con el corazón rebosante de
compasión por Fortún Donadei y sus gloriosos rizos. Pero, por mucho que
aborreciera a su ama, seguía siendo varón, y como tal era libre de buscar su
propia fortuna, libre de ir a ver retablos de títeres y tocar música al sol.
Luzia dio gracias cuando los tamborileros que flanqueaban el escenario
empezaron a marcar el ritmo. Las siguientes fueron las flautas, luego un
brioso cuerno, y entonces se levantó el telón.
La escena la sorprendió: una noche estrellada y, a lo lejos, un pesebre.
Ante ellos, las siluetas de los tres títeres de los Reyes Magos surgieron en la
cima de una colina y descendieron para entregar sus regalos al Salvador. El
sol empezó a salir, cubriendo con un resplandor dorado las colinas artificiales
y también a María, José y el Niño Jesús. Apareció un grupo de animales: la
mula rebuznaba, el buey mugía y unas diminutas gallinitas brincaban y
picoteaban. Luzia había esperado sentir miedo, incluso horror, pero no aquel
refinado deleite.
Entonces llegó un personaje nuevo, vestido de terciopelo verde oliva;
llevaba una vihuela en miniatura. Los invitados prorrumpieron en risas y
aplausos.
—Fortún —dijo Gracia con una sonrisa—. Nunca te había visto tan
apuesto.
—¡Soy yo! —exclamó este.
Fray Diego habló desde el tablado:
—Fortún Donadei, ¿cómo saludarás al Cordero de Dios?
Fortún, que estaba al lado de Luzia, cogió su vihuela. Tocó un acorde
prolongado y después empezó a puntear las cuerdas con cuidado, con
solemnidad, creando una melodía que no tenía nada que ver con la animada
canción que había tocado en la primera prueba. Ahora casi parecía que
sostuviera un instrumento diferente, resonante y milagroso, construido
únicamente para gloria de Dios. Posó la mano en el crucifijo de oro que le
colgaba sobre el pecho y elevó su apuesto rostro hacia los cielos. En el bosque
oscuro, junto al escenario, las hojas empezaron a crujir. De pronto, de entre
las ramas surgió un pequeño y resplandeciente cordero.
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La multitud se quedó sin aliento. Alguien soltó un grito de asombro. El
cordero no emitió ningún sonido. Sus pezuñitas apenas parecían tocar el
suelo. Se inclinó brevemente ante los sacerdotes del estrado y volvió a
desvanecerse entre los árboles. Solo entonces los invitados prorrumpieron en
vítores.
—¡Mirad! —gritó un hombre.
En el escenario, una nueva marioneta acababa de surgir tras la colina, un
monstruoso dragón que rugía con el sonido de los cuernos y los tambores; su
cabeza espantosa se balanceaba adelante y atrás sobre su largo cuello.
—¡Una tarasca! —exclamó Gracia.
Luzia conocía esa palabra; era un monstruo que había sido derrotado por
un santo. Había visto tarascas en las procesiones del Corpus Christi, a veces
montadas por una mujer que, según su padre, simbolizaba el vicio.
El dragón se alzó sobre las patas traseras y unas llamaradas, largas cintas
de seda roja y naranja, brotaron de sus fauces.
En lo alto de la colina apareció una hermosa muchacha con un reluciente
vestido blanco. La Bella.
—Gracia de Valera —continuó fray Diego—. ¿Cómo protegerás al Niño
Jesús?
Gracia se adelantó y alzó las manos hacia los cielos, como pidiéndoles
ayuda. Su rostro refulgía como la estrella de Belén que había guiado a los
Reyes Magos por el desierto. ¿Cómo iba nadie a rechazar a una suplicante
como ella? Empezó a soplar un viento frío y, recortados contra el bosque,
comenzaron a caer minúsculos copos de nieve blanca que relucían frente a los
árboles oscuros; el aire se tornó gélido y húmedo al apagarse las antorchas
que rodeaban el retablo.
La multitud manifestó sonoramente su aprobación y el dragón se
desplomó.
—Lo han hecho con una linterna mágica —susurró Teoda, poniendo los
ojos en blanco—. Un poco de hielo y un fuelle.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Luzia.
—¡Porque nosotros también teníamos una preparada! Con lentes
especiales importadas de Suecia. Yo carezco de talento para crear milagros e
ilusiones, solo tengo la clarividencia. —Le guiñó un ojo—. Pero eso me
convierte en una excelente estratega.
El dragón se alzó de nuevo sobre los cuartos traseros, y esta vez llevaba a
una mujer sobre su lomo. Iba desnuda; el pálido cuerpo estaba hecho de
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madera, con los brazos y las piernas articulados con tacos. Era pelirroja y
llevaba una corona en miniatura en la cabeza.
Isabel. La reina de Inglaterra.
Debajo de ella, un títere vestido de negro, con la barba blanca y larga,
bailoteaba a los pies del monstruo. Debía de ser su hechicero, John Dee.
Allí, en la cima, había ahora un títere de Luzia, una figura sobria y robusta
vestida de negro.
—Luzia Calderón Cotado, ¿cómo defenderás al Señor?
La mente de Luzia había estado trabajando a toda velocidad mientras veía
a los demás; se había decantado enseguida por el segundo refrán que había
preparado con Santángel y había empezado a buscar la forma de las antiguas
y familiares palabras que tan apropiadas sentía para ese momento; el contorno
de rozika florecía en su mente.
Luzia no levantó los brazos ni la voz. En vez de eso se hincó de rodillas,
sujetando el rosario entre las manos.
—Ave, Maria, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus, et
benedictus fructus ventris tui, Iesus.
Recitó las palabras de memoria, como se suponía que las había aprendido;
una plebeya que repetía los sonidos de la oración, las únicas frases en latín
que debía conocer. Pero en su mente, en sus oídos, sonaba otro idioma, una
música nueva. ¿Tanta diferencia había entre esas dos plegarias? «Óyeme.
Guárdame. Dame consuelo. Déjame descansar de nuevo en unos brazos
maternales».
Una cascada de rosas del más puro color blanco cayó por las paredes del
retablo; procedentes del jardín, florecían igual que la parra, igual que los lirios
de Hualit hacía tanto tiempo. Las rosas giraron sus gloriosos pétalos hacia el
pesebre. En cambio, contra la reina hereje y sus monstruos formaron una
muralla de largas y peligrosas espinas.
El aplauso fue como una bendición. Luzia había sobrevivido a otra
prueba, y además ante el asesino de profetas.
—¡Increíble! —gritó alguien.
—¡Milagro!
Pero no señalaban a Luzia ni a ningún otro competidor. Sus dedos
apuntaban hacia el escenario, donde los títeres del hechicero y la reina
montada en su dragón se encogían de miedo frente a las espinas. Pero sus
sombras no.
La reina de juguete amenazó con su puño diminuto a los candidatos en
miniatura. La reina de sombras se llevó las manos a las caderas desnudas y
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sacó la lengua.
El John Dee de juguete se mesaba las barbas de frustración. El John Dee
de sombras le dio la espalda al vicario y se levantó la túnica para enseñarle la
silueta de las nalgas.
El público reía nervioso, y Luzia se preguntó qué opinarían el confesor del
rey y el vicario de Madrid de aquel humor tan grosero.
—¿Cómo lo hacen? —le preguntó a Teoda—. ¿Qué truco de teatro es
este?
Teoda negó con la cabeza mientras se alejaba lentamente del escenario.
—Esto no es una ilusión. Algo va mal.
—¿Forma parte de la prueba? —preguntó Gracia.
Las sombras de los títeres se estaban alargando y sus siluetas cambiaban.
La de la reina tenía la cabeza demasiado alargada, los brazos demasiado
flacos, con garras en lugar de dedos. Alargó una de ellas y le dio un zarpazo
al títere de Isabel. El cuerpo del juguete se rompió, y Luzia oyó un grito tras
el fondo de tela negra del retablo cuando el titiritero soltó los hilos.
La silueta de sombras que se alzaba detrás de John Dee era peluda y
jorobada; dos cuernos le brotaban de la oscura frente, una cola azotaba el aire
y un falo inmenso le pendía entre los muslos. Se encaramó de un salto a los
hombros del títere de Dee y empezó a estrangularlo ante los alaridos del
público, que ya se levantaba de sus asientos y retrocedía atropelladamente.
—¡Es una prueba! —exclamó Fortún—. ¡Ha de serlo!
La reina de sombras se había arrodillado y el dragón de sombras la
montaba por detrás. El vicario y sus sacerdotes se levantaron como uno solo
del tablado, pero no empuñaron sus crucifijos ni rezaron, sino que echaron a
correr escalones abajo y escaparon hacia el jardín.
—¡El diablo está aquí! —chilló Gracia.
—Corre —dijo Luzia mientras la agarraba del brazo.
Pero el demonio sombrío, ahora grande como un gato y alzado sobre dos
patas, bajó de un salto del escenario. Cuando Gracia soltó un alarido; la
criatura se abalanzó sobre ella y empezó a treparle por las faldas.
Sin pensar, Luzia se lanzó a agarrarlo. Pero cuando sus manos rozaron su
cuerpo, dejó escapar un siseo de repugnancia. No tenía consistencia, y aun así
la embargó el asco. Se obligó a intentarlo otra vez y aferró aquel cuerpo
convulso. Se retorció entre sus manos, peludo y aullante, y Luzia lo arrojó tan
lejos de sí como pudo, desesperada por librarse de la repugnancia viscosa y
reptante que la invadía.
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Luzia se alejó del escenario a trompicones en busca de ayuda, pero el
mundo se había disuelto en una pesadilla. No veía a Fortún, a Teoda ni a
Santángel. La gente chillaba, volcaba sillas y corría hacia el sendero de
gravilla o el palacio. Las antorchas se habían caído y el tablado estaba en
llamas. Oyó cascos de caballos y vio que varios guardias montados irrumpían
en el jardín.
—Es de verdad —dijo Gracia. Las lágrimas le caían por el rostro, tenía los
ojos tan abiertos como dos lunas y le temblaba todo el cuerpo—. Es de
verdad.
Luzia se frotó las manos en la falda y tiró de la joven para ponerla de pie.
—¡Corre, Gracia! ¡Arriba, hermosa majadera, no puedo llevarte en
brazos!
Se dirigieron al palacio con paso tambaleante. Sin duda allí estarían a
salvo. Luz. Orden. Razón. Dondequiera que miraba, Luzia solo veía humo y
fuego, gente que gritaba de miedo.
—¿Por qué no me lo dijo nadie? —sollozaba Gracia.
—¿Pensabas que todos fingíamos? —Luzia no se lo podía creer—.
Pensabas que todos éramos farsantes.
—¡Pues claro que sí!
—¡Pero no esperarías ganar!
—¡Yo no he venido aquí a ganar! —bramó Gracia—. ¡He venido a buscar
marido!
Si no hubiera estado tan aterrada, Luzia se habría echado a reír.
—¡Por aquí! —Tiró de Gracia hacia las puertas que conducían al gran
salón; alguien las había conseguido abrir.
Luzia tropezó y se le enredaron las piernas en las faldas. Gracia se dio la
vuelta para ayudarla, pero dejó escapar un chillido, con el rostro contraído por
el susto. Luzia notó que algo le reptaba por la espalda.
Se llevó la mano a los hombros y luchó por contener las náuseas al palpar
algo trémulo y repugnante. Pero no conseguía sujetarlo. Las garras de la
criatura se le engancharon en el pelo y se clavaron en su cuero cabelludo.
Luzia cayó de rodillas primero y de bruces después; la criatura que tenía
encima le presionaba la cara contra el barro. Sentía su peso en el tronco y el
cuello; un peso imposible que la empujaba hacia abajo y le aplastaba las
costillas.
El infierno había venido a por ella, y la mente de Luzia estaba demasiado
saturada de miedo como para buscar palabras de salvación. Solo era capaz de
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pensar en el avemaría. «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros,
pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».
Luzia sintió que tiraban de ella hacia arriba; vio el cielo y después las
ramas. Luego, solo pudo distinguir el suelo deslizándose a toda velocidad
bajo su cuerpo. Dejó escapar un gruñido cuando se golpeó la cadera contra el
fuste de una silla de montar.
—Agárrate —dijo Santángel, y de pronto cruzaban el jardín al galope.
Luzia tuvo la sensación de que iban a seguir cabalgando, de que dejarían
atrás los setos y las puertas de La Casilla, de que dejarían atrás Madrid.
Pero entonces Santángel hizo dar la vuelta a su caballo.
—Debes detenerlos o se harán cada vez más grandes y fuertes. Entrarán
en el palacio.
—¡No sé cómo! —exclamó ella.
—Sí lo sabes. ¿Qué requieren las sombras para medrar?
Luz. La misma luz hacia la que ella había echado a correr como una tonta.
El caballo de Santángel galopó con estruendo hacia el escenario y, entre
las llamas de las antorchas volcadas, Luzia divisó a la reina de sombras con su
dragón y al demonio que había sido John Dee. Ahora eran más grandes, más
altos que un hombre, y se cernían sobre los guardias que trataban de
ensartarlos.
Luzia no quería pronunciar las palabras. Sabía lo que ocurriría después.
—Debes hacerlo —insistió Santángel.
No se molestó en formar la frase en su mente ni en intentar disfrazarla.
Inspiró hondo y cantó las palabras para liberarlas:
—En lo eskuro, es todo uno.
Las llamas se deshicieron en cenizas, como extinguidas por una gran ola,
al igual que los faroles y todas las ventanas iluminadas del palacio. Solo
quedó la negra noche.
Las palabras resonaron en los oídos de Luzia. «En la oscuridad, todo es
igual».
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Capítulo 32
D hubiera apagado igual que una candela. Entonces Luzia oyó voces de
gente que se llamaba, que pedía socorro a gritos. El resplandor de
unas velas apareció tras las ventanas de la mansión. Los guardias
empezaron a encender antorchas.
Luzia se deslizó del caballo, contenta de volver a tener los pies en el
suelo. La hierba le había empapado el vestido y sabía que estaba sangrando.
Los latidos de su corazón seguían sonando con demasiada fuerza; con la
mano apoyada en el flanco del caballo para afianzarse, esperaba a que algo se
abalanzara sobre ella desde las sombras titilantes.
—La magia se ha dispersado —dijo Santángel.
Montado en su gran caballo negro, parecía una especie de espíritu
malévolo surgido de lo más hondo del infierno. Tal vez todas esas historias se
equivocaran y el diablo fuera el único capaz de derrotar a sus demonios. Sin
embargo, había sido Luzia quien los había expulsado.
—Decían que habría de enfrentarme al mismísimo Satanás —dijo ella—.
¿Y si esto ha sido parte de la prueba?
—No. Aquí alguien ha aprovechado una oportunidad.
—¡Eh! —exclamó un guardia que caminaba hacia ellos con una antorcha
en alto—. Regresad al palacio. Los candidatos han de confinarse en sus
aposentos.
—Ve —le dijo Santángel a Luzia.
—Quédate —susurró ella, aterrada y avergonzada de ese terror.
—Ahora no puedo ir contigo. Debo averiguar lo que pueda antes de que a
alguien le dé tiempo a inventar una mentira convincente. Si intentan hacerte
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algún daño, utiliza el muro de espinas. Si han podido defender a un Cristo de
madera, pueden defenderte a ti.
—Podría matar a alguien.
—Bien. Luego iré a buscarte.
—Júralo.
Santángel bajó la cabeza para mirarla; sus ojos refulgían como dos
monedas.
—Esa promesa la puedo cumplir.
Luzia asintió y Santángel azuzó al caballo con los talones.
Los guardias habían despejado un camino hasta las puertas de la terraza
oriental. Los restos del escenario todavía humeaban, y el tablado donde se
habían sentado los sacerdotes se había venido abajo; varias zonas habían
quedado reducidas a astillas. Un caballo yacía de costado, con el corpachón
inmóvil y el vientre desgarrado por unos surcos profundos y sanguinolentos
que recordaban a las marcas de unas garras. En la terraza, un hombre vestido
con la librea color crema de La Casilla estaba sentado en el suelo,
despatarrado, con los ojos aturdidos y vidriosos. Había perdido un zapato y
tenía la manga izquierda casi totalmente arrancada y la frente manchada de
sangre. Luzia oyó gritos procedentes de algún lugar de la finca.
El guardia le tiró con fuerza del brazo para que no se detuviera; las
palabras del refrán le hicieron cosquillas en el paladar, pero se obligó a
reprimir su miedo. Alguien iba a cargar con las culpas del desastre acaecido
esa noche y Luzia no deseaba atraer más atención hacia sí misma. Se dejó
llevar a rastras al interior del palacio y escaleras arriba. Ahora que el pánico
había remitido en parte, tenía frío, y su mente trataba de buscarle sentido a lo
que había visto. Sus manos recordaron el tacto de la sombra, lo aberrante que
era, la desazón y el asco que la habían invadido.
—No salgáis de estas habitaciones —le dijo el guardia mientras la metía
en su alcoba de un empujón.
—¿Hasta cuándo?
—Eso depende de don Antonio. No se os ocurra cuestionarlo o
disfrutaréis de la hospitalidad de una celda. Habrá guardias apostados en los
pasillos.
Luzia se quedó mirando la puerta un buen rato, deseando que tuviera
cerradura, deseando poseer algo más que unos jirones de poder que le habían
llegado por medio de cartas y canciones. Deseando tener un cuchillo o un
arma de cualquier clase. Estaba la magia con la que había matado al
guardaespaldas de Víctor, pero Luzia no tenía ni idea de cómo recrearla. ¿Y
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de quién era la culpa? «Lo imposible tiene sus límites», le había advertido
Santángel. Pero ¿por qué tenía que ser así?
—¿Concha? —dijo en voz baja, temerosa de alzar la voz. Pero sabía que
la muchacha no estaba allí. Notaba la alcoba demasiado vacía, demasiado
silenciosa.
¿Quién había creado esas sombras? ¿Quién las había controlado? ¿Podrían
colarse por debajo de las puertas? ¿Atravesar las paredes? ¿Y si en verdad el
diablo había venido a la Casilla, no para que ellos lo derrotaran, sino para
reclamarlos a todos como criaturas suyas?
Luzia había empezado a tiritar; tenía el vestido mojado y el justillo le
rozaba las axilas. La falda estaba cubierta de barro y algo chamuscada. Quería
cambiarse de ropa, secarse y entrar en calor, pero no podía quitarse ese
vestido sin que alguien la ayudara. ¿Podía ir a buscar a Valentina? ¿A Hualit?
¿Qué les habría ocurrido? ¿Qué habría sido de los demás competidores? Tenía
mil preguntas, pero la única importante era: «¿Qué va a pasar ahora?».
Susurró a los carbones del brasero y estos resplandecieron. Luzia podía
avivar el fuego. Podía hender una piedra. Aunque no era capaz de multiplicar
el oro ni los rubíes, podía crear una montaña de alubias, de zapatos o de
mosquetes.
Pero ella siempre quería más. Pensó en Álvaro, partido en dos en el suelo,
y en lo que habría pasado de haber tenido uno de esos talismanes de los que le
había hablado Santángel, si habría podido desaparecer de esa habitación y
materializarse en un barco, en la cima de una montaña o en cualquier otra
parte. «Muda el lugar, muda el azar». Ese día había estado a punto de morir, y
aun así quería más.
Cuando la puerta se abrió, le faltó poco para gritar. Era Santángel.
Luzia no se molestó en preguntarle cómo había eludido a los guardias. Ese
era uno de sus talentos.
—¿Y la doncella? —preguntó.
—No lo sé. ¿Y si le ha pasado algo?
—Muchos sirvientes salieron para ver la representación. Algunos se han
refugiado en los establos y las dependencias contiguas, pero muchos han
huido.
Luzia se frotó las manos sobre el calor de las brasas.
—No puedo reprochárselo a Concha. Yo también huiría si pudiera.
Santángel caminó hasta la ventana, aunque Luzia sabía que había poco
que ver en la finca a oscuras.
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—La Niña Santa y el Príncipe de los Olivos ya están en sus aposentos con
sus benefactores y sus sirvientes. Gracia de Valera ha pedido abandonar el
torneo.
Sabia decisión. Un torneo plagado de sangre y demonios no era lugar para
alcahueterías.
—¿Qué he visto esta noche? —preguntó Luzia—. ¿Quién posee
semejante poder? Fortún dijo que nos íbamos a enfrentar al mismo Satanás,
pero…
Santángel negó con la cabeza.
—Es magia de sombras. La he visto otras veces. Puede que haya sido obra
del diablo, pero en tal caso contaba con ayuda humana.
—Casi matan a Gracia.
—Sospecho que ese era el objetivo. Y sin duda te habrían culpado a ti de
su muerte.
En cuanto lo dijo, ella supo que tenía razón. Gracia había intentado
arruinar la primera actuación de Luzia. El guardia de Gracia había intentado
matarla o, como mínimo, eliminarla del torneo. A Luzia le sobraban motivos
para querer hacerle daño.
—Atacarla de forma tan pública habría sido una necedad —protestó—. ¡Y
delante de un inquisidor!
—Recuerda que creen que eres una criada.
—Una plebeya tonta que no sabe de intrigas. —La carcajada de Luzia fue
amarga—. De todas las cosas que podían condenarme…
—Tu condena aún no está garantizada. Quien haya obrado esa magia
posee un poder tremendo, pero carece de auténtica destreza y dominio. Dudo
mucho que este fuera el resultado que tenía en mente.
Luzia acercó al brasero la silla de su tocador y se sentó. Las piernas ya no
la sostenían. Estaba exhausta y helada y nunca había tenido tanto miedo.
—Cuando íbamos en tu caballo, quería que siguieras cabalgando —dijo
con la vista clavada en las brasas—. Quería que atravesaras las puertas y
salieras a la carretera. No quería volver.
Durante un largo momento, Luzia creyó que Santángel no iba a contestar.
Cuando habló por fin, lo hizo en voz baja, como si se estuviera
confesando:
—Yo he pensado lo mismo —dijo—. Quería saber hasta dónde
lograríamos llegar.
Página 202
Capítulo 33
N palabras.
—¿Y por qué no lo hiciste? —preguntó Luzia—. ¿Por qué no seguiste
cabalgando?
—Habría sido lo mismo que admitir nuestra culpabilidad.
—¿Por eso te detuviste?
—No —admitió—. Estoy obligado a servir a De Paredes.
—El sentido del deber tendrá sus límites, ¿no?
Santángel percibió esperanza en la voz de Luzia; la esperanza de que la
intimidad cada vez mayor entre ellos dos, o su propio deseo de supervivencia,
lo llevaran a cortar los lazos que lo unían a su amo. Santángel no le debía
ninguna respuesta. Podía limitarse a negar con la cabeza. Podía irse de allí.
Pero, en vez de eso, le dijo la verdad:
—Estoy atado a Víctor de Paredes, como lo estuve a su padre, y al padre
de este antes de él. He servido a su familia desde antes de la unificación de los
reinos, desde antes de que estas tierras tuvieran nombre cristiano.
Luzia no le dijo que eso era imposible. Él tampoco esperaba que lo
hiciera. A esas alturas, ella ya sabía que muchas cosas que antes ni se había
planteado eran posibles. Que las criadas podían convertirse en soldados. Que
las chiquillas podían ver el futuro. Que las sombras podían cobrar vida y que
a veces les salían dientes. Lo único que respondió fue:
—Tengo frío, estoy cansada y necesito que me ayudes a quitarme este
vestido.
—Te traeré a una criada o a la viuda.
—No las quiero a ellas.
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Esas palabras llenaron la habitación como el tañido de una campana; una
reverberación que recorrió sus cuerpos y las paredes hasta salir a la noche.
Santángel debería decirle que no era decoroso. Debería marcharse.
—Si alguien me halla aquí, nada podrá salvarte, Luzia. Pero el precio no
será tan alto para mí.
—Si crees que voy a permitir que me dejes sola otra vez, te equivocas. Si
te encuentran aquí, estaré perdida tanto vestida como desnuda, y prefiero estar
cómoda cuando me condenen al infierno.
«Niégate», pensó él. «Aún estás a tiempo de ahorrarle esta traición». De
los carbones encendidos salieron chispas. Fuera de la habitación, un soldado
llamó a otro en voz alta.
Santángel le tendió la mano.
—Ven aquí.
Luzia se levantó, cruzó la estancia y le dio la espalda. Santángel se acordó
del día que había intentado rechazar sus lecciones, cuando le había dicho que
tenía que bajar a remover la sopa. Acercó las manos a los cordones de su traje
y, cuando sus dedos rozaron la piel de la nuca, justo encima del vestido, notó
que Luzia estaba temblando. Como si ella fuera la campana tañida y el sonido
la hiciera vibrar. Santángel quería oírla resonando.
Sus manos se movían con presteza.
—No es la primera vez que haces esto —dijo ella con una risa débil.
—Llevo mucho tiempo vivo. —En su juventud había pasado por
incontables camas, suelos, cultivos e incluso, una vez, por las hileras de un
viñedo. En ocasiones, la única forma que tema de lidiar con su propia
inmortalidad era copular para sentirse libre, para que el placer ajeno lo hiciera
sentirse vivo de verdad, aunque fuera brevemente—. Me temo que el vestido
no tiene arreglo.
—Llevas demasiado tiempo con gente rica. Se puede cortar y transformar
en otra cosa.
Santángel se giró para darle intimidad y oyó el ruido sordo del vestido al
caer, seguido por el justillo y, después, el roce de las enaguas húmedas al
despegarse de su piel.
—Me voy a bañar —anunció.
—El agua se habrá enfriado.
—La puedo calentar. —Pues claro que podía. El deseo le había
reblandecido el seso—. Me apetece un poco de vino —añadió ella.
—Pues iré a buscártelo.
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Luzia se había colocado tras el biombo que ocultaba la tina; Santángel la
oyó susurrarle algo al agua.
Salió de la alcoba y cruzó rápidamente el pasillo. Oyó voces quedas y
unos sollozos. Sabía que no debía regresar a los aposentos de Luzia, pero
también sabía que lo haría.
Cuando volvió con la botella, Luzia ya se había metido en la tina. El calor
del agua suavizaba el ambiente de la habitación y empañaba las ventanas.
—¿Santángel? —dijo ella, temerosa.
—Estoy aquí.
Le sirvió una copa de vino y la dejó en la mesa que había tras el biombo
para que Luzia pudiera cogerla.
—¿Te quedas? —preguntó ella.
—No me iré hasta que me lo pidas. —«O hasta que el deseo me haga
enloquecer».
Se quitó la capa y se recostó contra la pared, cerca del biombo.
—¿Me puedes hablar? —le pidió Luzia. Santángel oía los sonidos que
hacía su cuerpo en el agua y se imaginaba sus miembros húmedos y
resbaladizos, sus rodillas asomando apenas sobre la superficie.
—¿Qué quieres que te diga?
—No deseo hablar del torneo, de diablos ni de reyes. Cuéntame lo que te
aquejaba cuando nos conocimos.
—Estaba enfermo porque esta vida me ha dejado así. Porque me consume
y me hastía, pero aun así me aferró a ella como un niño a la mano de su
madre. Después de todos estos años de pesares, aún quiero vivir.
—¿No puedes morir?
—Sí puedo —admitió—. Pero soy demasiado cobarde. No hay mucho
más que decir.
—Sigue hablando. Háblame. Como si fuéramos amigos. Como si hubiera
un futuro.
—He olvidado lo que es tener un amigo, hablar abiertamente y con
franqueza.
—Todo son maquinaciones.
—Todo son intrigas.
—¿Por qué sigues con él?
¿Cómo responderle? Después de tantos años protegiendo sus propios
secretos, le costaba deshacerse de esa costumbre.
—Te contaré un cuento. Es lo único que puedo ofrecerte, una pequeña
ficción.
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—Me conformo —respondió ella, magnánima. Santángel sonrió sin
querer, a pesar de lo que estaba a punto de contar. Intentó pensar por dónde
podía empezar.
—Hace mucho tiempo, había un hombre joven y rico…
—¿Era un príncipe?
—Pongamos que sí. Así el cuento será mejor.
—Bien. ¿Era apuesto?
—Había quien pensaba que sí. Era rico. Era instruido. Era apreciado. Era
el segundogénito y el favorito de su padre, porque tenía un don para aprender
que su padre valoraba más que el oro. Al príncipe no le faltaba de nada.
Viajaba a tierras lejanas para reunirse con eruditos y traer raros manuscritos
que engrosaban la colección de su padre. Sus días transcurrían entre felices
debates acerca de filosofía, ciencia y el movimiento de las estrellas. Sus
noches transcurrían en pos del placer. Jodía y bebía cuando le venía en gana.
Era consciente de su suerte como solo puede serlo alguien afortunado.
—Es decir, que no era consciente en absoluto.
—En absoluto —coincidió Santángel—. Dondequiera que iba era bien
recibido. Cuando llegaba a una fiesta, todos se regocijaban. Cuando se
marchaba, se desesperaban. Creía que su vida siempre sería sencilla.
—De haberlo sido, no habría cuento.
—Así es. El príncipe vio muchos prodigios durante sus viajes. Misterios
del mundo antiguo que casi habían caído en el olvido. Milagros, si los quieres
llamar así. Aprendió a leer y escribir en muchas lenguas con la esperanza de
que le abrieran las puertas de lo posible. Y solo tenía un amigo verdadero, un
joven sin renombre ni haberes llamado Tello.
—¿Un sirviente?
—Empezó siéndolo. Pero Tello era el doble de instruido que el príncipe,
el doble de gentil, y no tardó en convertirse en el amigo de mayor confianza
del príncipe. Bebían juntos, cortejaban a las mujeres juntos, pasaban largas
noches de estudio juntos y, cuando el padre del príncipe murió, fue Tello
quien impidió que este se arrojara al mar. Regresaron a su hogar y el príncipe
rezó por el alma de su padre. Se sentó con el sacerdote durante largas horas,
creyendo que eso le daría paz. Pero, al detenerse frente a la tumba de su
padre, le parecía oír a la Muerte llamándole. Trató de retomar sus
ocupaciones, volver a sus viajes y sus tratados, pero siempre sentía a la
Muerte a su lado. Percibía la paciencia con la que lo estaba esperando, segura
de su inevitabilidad. Ya no hallaba placer en nada, porque sabía que todo
tenía un final.
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—Qué príncipe tan consentido.
—Mucho. Se obsesionó con encontrar la manera de vivir para siempre.
Tello y él se reunieron con sabios, sanadores y videntes, con alquimistas y
astrólogos. Visitaron lugares señalados en mapas que aún no se habían
dibujado. Pero por muchos dineros que gastaron y muchas millas que
recorrieron, lo único que consiguieron fueron elixires malolientes, amuletos
inservibles y ampollas en los pies.
Santángel oyó una salpicadura y percibió un dulce olor a almendras. ¿Se
estaba lavando el cabello? Quiso preguntárselo, pero no confiaba en cómo le
sonaría la voz cuando formulara la pregunta.
—Debería haberse quedado en casa para llorar a su padre —dijo Luzia.
—Tal vez —dijo Santángel—. Si se hubiera enfrentado a su dolor con
sinceridad, tal vez no le habría dado miedo cruzarse con la Muerte en ese
camino.
—Yo todavía me enfrento al dolor en lugares imprevistos, cuando menos
me lo espero. Una canción familiar. Un olor en la cocina. Y entonces aparece.
Un enemigo al que no se puede derrotar.
—¿A quién perdiste tú?
—A mi madre, muy deprisa. A mi padre, muy despacio. No sé qué es
peor. Pero cuéntame más cosas de ese príncipe y su amigo.
—Debo prevenirte: no es un cuento alegre.
—No recuerdo haberte pedido tal cosa.
Aunque no podía verla, Santángel asintió. Quería terminar la historia,
aunque conociera demasiado bien su final.
—En tal caso, continuemos, pues este es el momento en que aparece un
desconocido. En un mercado de una ciudad sureña, un hombre abordó al
príncipe y a Tello, que discutían su próximo destino. Tello deseaba ir al norte,
a casa. Pero el príncipe había oído hablar de un noble que poseía un texto que,
según los rumores, concedía la vida eterna a quien lograra leerlo de principio
a fin. El desconocido les ofreció una bebida y les dijo que había escuchado su
conversación. Le propuso un pacto al príncipe. —Luzia suspiró—. Sí, ya lo sé
—continuó Santángel—. Pero los jóvenes y los afortunados creen que lo
serán para siempre. Al principio, el pacto no parecía tan terrible. El
desconocido exigió un pago a cambio.
—Por supuesto.
—Por supuesto. Pero no era una cantidad muy elevada. Aquel hombre les
explicó los detalles del ritual que llevaría a cabo: recitar unas palabras, beber
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un poco de vino, derramar un poco de sangre. Lo habitual. Luego añadió:
«Perderás aquello que menos valoras, pero hay algo más».
—Por supuesto.
—Por supuesto. El desconocido se giró hacia Tello. «Tu sirviente perderá
aquello que más valora». El príncipe, y quizá incluso el desconocido,
esperaban que Tello se negara. Pero no entendían lo poco que poseía Tello. Él
no tenía familia, fortuna ni hogar. Para él la vida no era algo tan preciado, y
no comprendía la obsesión del príncipe con acapararlo todo. Accedió al pacto.
»El príncipe no tenía mucha fe en que aquel desconocido lograra otra cosa
que despojarlos de su dinero, pero protestó igualmente. “Podría costarte la
vida”, le advirtió a Tello. Y Tello admitió que era muy posible. “¿Y entonces
por qué quieres hacerlo?”, preguntó el príncipe. “Porque tú eres lo que más
quiero en el mundo”, contestó Tello. “Y si este pacto pone fin a nuestros
viajes incesantes y nos permite volver a casa, lo haré”. Y así, el pacto quedó
sellado.
Luzia se movió detrás del biombo y Santángel oyó que el agua rebosaba la
tina.
—Ven, péiname —dijo ella.
—Luzia…
—Ven, péiname —repitió—. Necesito saber que a alguien le importa lo
que yo quiero.
Pudo haberse negado. Pudo haber dejado el cuento inconcluso. Fue a
buscar el peine de plata de Luzia.
El jabón había dejado el agua blanquecina; solo se veía un atisbo de los
senos y las rodillas. Había inclinado la cabeza hacia atrás sobre el borde de la
tina, dejando que la maraña húmeda de sus cabellos goteara sobre los paños
extendidos en el suelo. Santángel se arrodilló detrás de ella, contemplando su
rostro vuelto hacia arriba, sus mejillas sonrosadas, sus labios entreabiertos,
sus pecas abundantes como la arena del desierto. ¿Cómo no había entendido
lo hermosa que era? Luzia abrió sus ojos oscuros y lo miró con fijeza.
—Adelante —dijo—. No me harás daño.
—Te equivocas —replicó él—. Ya has visto lo que soy. Ya sabes que esa
es mi naturaleza.
—Adelante —repitió ella.
Tenía la sensación de que el mundo se había desplazado, de que, si salía al
exterior, no reconocería las constelaciones de estrellas. Levantó el peine, lo
apoyó en su cuero cabelludo y lo deslizó por sus rizos ungidos con aceite. Ella
cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de placer que le hizo preguntarse, por
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primera vez en muchos años, si acaso Dios existía y le estaba poniendo a
prueba.
—¿Tu cuento acaba ahí? —preguntó Luzia.
Santángel respiró hondo y continuó:
—Esa noche, el desconocido los condujo a las afueras de la ciudad, al otro
lado de las murallas, y siguieron los pasos del ritual que había dispuesto. No
hubo vientos aullantes ni destellos de relámpagos; al príncipe le decepcionó
bastante todo el asunto. Sin embargo, le pagó sus honorarios al desconocido y
regresaron a sus aposentos.
»A la mañana siguiente, el príncipe se despertó tarde. No se sentía
diferente. Pero cuando salió a recorrer las calles, la gente no le sonrió como
antes. El carnicero no le ofreció su mejor pieza de carne. Su arrendador vino a
reclamarle su dinero. ¿Adivinas lo que había perdido?
—Lo que menos valoraba —contestó Luzia—. Su suerte.
—El príncipe no había llegado a entender que, en realidad, él no tenía
nada de especial. No había comprendido que la suerte que lo protegía de
naufragios, terremotos y picaduras de araña era una especie de magia, una
magia que él nunca había reconocido y que, por tanto, nunca había valorado
debidamente.
»Consternado, fue a buscar a Tello, temeroso de que su amigo hubiera
muerto durante la noche. Pero estaba sano y salvo, almorzando con un grupo
de viajeros. “Amigo mío”, exclamó Tello al verlo. “Qué noticia me han dado.
Mi tío ha decidido nombrarme su heredero y debo partir hacia sus tierras de
inmediato”.
»Pronto quedó claro que, con aquel ritual celebrado fuera de las murallas
de la ciudad, el príncipe no había perdido su suerte; se la había dado a Tello.
“Hay cosas peores que ver prosperar a un amigo”, se dijo. Pero no entendía a
qué había tenido que renunciar Tello a cambio, y eso lo turbaba.
—Era un engaño.
—Tú eres más lista que el príncipe. Con el tiempo, comprendió que el
hechizo sí había funcionado, que no solo lo había despojado de algo, sino que
le había ofrecido un regalo a cambio. Si el príncipe se quemaba la mano, se
curaba casi de inmediato. Si se rompía un hueso, no requería más remedio que
colocarlo en su sitio y descansar toda la noche. Tello y él pusieron a prueba
aquel poder recién descubierto. Al principio con cautela, un corte aquí y allá,
una gota de veneno en la copa del príncipe, luego unas pocas más. A veces
caía enfermo, pero siempre se recobraba. Y con el paso de los años
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advirtieron que, si bien Tello envejecía, el príncipe no. Seguía tan joven y
fuerte como el día en que habían hablado con el desconocido en el mercado.
»Viajaron a las tierras del tío de Tello, que falleció poco después. Tello se
ocupó de la herencia; sus rebaños crecían y sus cosechas siempre eran
abundantes. Reunió un grupo de hombres y los ofreció para servicio del rey.
Adquirió un título de caballero y más tierras. Se casó con una joven dama
noble y tuvieron un hijo. Tello era cada vez más rico y dichoso, pero el
príncipe se impacientaba, ansioso por reanudar sus viajes y sus estudios.
Poseía la vida eterna y quería aprovecharla.
Tello le suplicó que se quedara, pero el príncipe se negó. Ya no podía
seguir allí. Recogió sus escasas pertenencias y partió. Pasó el día viajando, de
buen humor, y la noche en una agradable posada. Pero, al despertar, tuvo una
sensación extraña. Cuando el sol de la mañana entró por su ventana, los dedos
del príncipe ardieron hasta quedar reducidos a ceniza.
Una arruga apareció entre las cejas de Luzia.
—¿Estaba maldito?
Santángel apoyó el pulgar en la piel húmeda de la frente de Luzia, esperó
a que se alisara y luego siguió pasándole el peine por el cabello.
—Eso parecía. Montó a caballo de un salto y regresó al galope a las tierras
de Tello. Al hacerlo, su carne se restauró y recobró las fuerzas. «¡Has vuelto,
amigo mío!», exclamó Tello. «Ojalá nunca nos volvamos a separar». «Tú lo
sabías», dijo el príncipe, pues Tello no parecía sorprendido. «Estamos unidos
el uno al otro», contestó Tello. «Mientras permanezcas a mi servicio, mía será
tu suerte y tuya la vida eterna. Ah, amigo, temía que llegara este día y la
expresión que vería en tus ojos. Me alegro de que no haya sido antes».
»Fue entonces cuando el príncipe comprendió que aquel desconocido del
mercado trabajaba para Tello. Y al fin supo a qué había renunciado Tello: a la
confianza del príncipe, al amor de la persona que más le importaba en el
mundo. En aquella época, era lo único valioso que poseía.
Santángel dejó el peine. Era el momento de contarle el resto.
—Desde ese día, he estado atado a Tello de Paredes y a todos sus
descendientes. Mi suerte es la suya. Vivo, no envejezco, pero estoy atado a
ellos para siempre. Y si paso una noche lejos de ellos, quedaré reducido a
cenizas cuando llegue el alba.
—¿No puedes morir? —preguntó Luzia. Ya se lo había preguntado antes.
Pero, por primera vez, su voz era menos osada; sentía entre ellos dos la
verdad de la maldición y sus implicaciones.
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—Sí. Al menos así lo creo. Si me separaran la cabeza del cuello o me
quemaran en una hoguera.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque todo lo demás ya lo han probado. El hijo de Tello era cruel y
deseaba comprobar los límites de mi inmortalidad. Me lapidaron, me
apuñalaron y me quebraron los miembros, pero yo siempre sanaba. Me
ahogaron en el río una y otra vez, pero siempre volvía a la orilla. Supliqué a
Tello que me liberara, que no me dejara a merced de su hijo. Él lloró en su
lecho de muerte, me imploró el perdón, pero no quiso dejarme ir.
»Con cada nuevo miembro de su linaje, renacía mi esperanza de que
alguno de ellos creyera conveniente concederme la libertad. Que considerara
que sus arcas ya estaban lo bastante llenas, que sus tierras ya eran lo bastante
extensas. Cuando era joven, Víctor me prometió que lo haría. Pero eso
cambió, igual que cambia todo. Todo salvo yo.
La alcoba quedó en silencio. El agua soltaba vapor. Los dedos de
Santángel estaban húmedos de aceite de almendras.
Luzia suspiró.
—Entonces estamos atrapados aquí, tú y yo. Pese a todos nuestros dones.
—Giró la cabeza para mirarlo—. ¿Me vas a besar ya, Santángel?
Debería negarse. Debería levantarse y marcharse, aliviarse el deseo con la
mano. Por el bien de su corazón y de la vida de Luzia, debería hacer todo eso.
Pero, en el fondo, después de tantas vidas, seguía siendo solo un hombre.
Se inclinó hacia ella. Luzia tenía los labios suaves, la boca dulce, y al
sentir la presión de su lengua supo que ya no atendería a más razones. La sacó
de la tina de agua, empapándose hasta los codos sin reparar en ello para nada.
La secó con delicadeza y la tendió en la cama.
—Desnúdate —le dijo ella—. El único hombre que he visto sin ropa
estaba arrugado como una nuez.
—Si te place…
Al parecer, Luzia no solo había despertado el deseo de Santángel, sino
también su vanidad. Disfrutó de la mirada de Luzia mientras él se desvestía,
de las rápidas subidas y bajadas de sus senos al respirar, del rubor que se
extendió por sus mejillas, del movimiento que experimentaba su cuerpo,
como la suave ondulación de una duna de arena.
Cuando Luzia hubo mirado bastante, Santángel se acostó a su lado y ella
se giró hacia él.
—Aún no es tarde —le dijo Santángel—. Si me pides que me vaya, lo
haré.
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—¿Eso es lo que quieres tú?
—En todos estos años, no ha habido nada que quisiera menos que eso.
Ella le tocó el rostro y luego deslizó la mano por su mandíbula, su cuello
y la superficie de su pecho. Santángel se quedó sin respiración cuando Luzia
llegó a su vientre y siguió bajando, rodeándolo con los dedos, olvidada ya
toda vacilación.
—Pues bésame otra vez, Santángel —dijo—. Ya era tarde para nosotros
desde antes de que nos conociéramos.
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Abajo, en las cocinas, la cocinera y su marido hicieron el amor encima de
la mesa, al lado de un regimiento de hogazas puestas a fermentar. Por la
mañana, el pan sabía a naranjas dulces.
Bajo el pergamino de sus ángeles de plata, con la cabeza ocupada por un
sueño de naranjales, Antonio Pérez lloró por su soledad. Luego se levantó de
la cama y trató de despachar su correspondencia, pero de su pluma solo
salieron poemas de amor.
Si alguno de ellos hubiera escuchado con atención, habría oído a los
pájaros moverse entre las ramas y, tras las paredes, los chillidos amorosos de
los ratones. Pero todos tenían los oídos demasiado llenos de susurros de amor.
Cuando amaneció y Luzia sintió por vez primera el goce de despertar en
brazos de un amante, experimentó también una especie de esperanza
descabellada.
—Tiene que haber una manera de romper la maldición —dijo—. Y la
encontraremos juntos.
Santángel quiso contarle que Víctor de Paredes ya le había ofrecido una
solución. Pero la atrajo hacia sí y no dijo nada.
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Capítulo 34
L hombro.
—Arriba —le ordenó—. Te ayudaré a vestirte.
—¿Quién grita?
—No lo sé —dijo él mientras se ponía la ropa—. El alguacil de la
Inquisición acaba de llegar con sus hombres. Vienen a prender a alguien.
Luzia seguía presa de la grata confusión de la noche anterior, pero esas
palabras bastaron para devolverla bruscamente a la consciencia. El alguacil
del Santo Oficio estaba allí.
Se puso a toda prisa el justillo y las faldas, con una cohibición que antes
no había sentido en presencia de Santángel, consciente de todos los lugares de
su cuerpo que él había tocado. Sabía que debería sentirse avergonzada,
asustada. Pero no se arrepentía de nada. Si iba a morir, moriría con recuerdos
dignos.
Después de ayudarle con los cordones, Santángel la sentó ante el espejo y
recogió sus cabellos en una tensa trenza.
—¿Dónde aprendiste a trenzarle el pelo a una mujer? —preguntó ella,
observando la expresión concentrada de su rostro pálido en el espejo.
—No lo recuerdo —contestó—. Pero me alegro de saber hacerlo. Me
pasaría la vida entera trenzándote y destrenzándote el cabello.
Naderías de amantes. Pero Luzia se habría atiborrado de naderías a diario
si pudiera. Solo lamentaba no tener su sencillo vestido monacal, como si una
coraza de lana negra pudiera protegerla. Tendría que conformarse con el de
terciopelo.
Llamaron con urgencia a la puerta y apareció Valentina, lívida y con las
manos temblorosas.
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—Iba a llevaros a Luzia —mintió Santángel.
Valentina se fijó claramente en la cama revuelta, en el vestido tirado por
el suelo y en el agua derramada. Pero lo único que hizo fue tenderle la mano a
Luzia.
—Ven —dijo—. No sé dónde está don Víctor. Marius quiere que nos
vayamos, pero no tenemos carroza.
—El alguacil no lo consentirá —le advirtió Santángel—. Están
registrando todo el palacio en busca de alguien.
Las voces recias de los soldados resonaron abajo y enseguida se oyeron
sus pisotones en las escaleras.
—No debería haber venido aquí —dijo Valentina sin aliento, como si de
pronto se hubiera dado cuenta de que Luzia era el objetivo más probable de la
búsqueda.
«Al fin ha llegado el momento», pensó Luzia mientras los soldados
irrumpían en el pasillo. No más fingimientos, no más desafíos; su destino
estaba escrito. Inspiró hondo, como si estuviera a punto de zambullirse en el
agua. Pero los soldados pasaron de largo entre el tintineo de sus espadas,
haciendo temblar el suelo con las botas.
Luzia oyó una voz nueva al fondo del pasillo, un lamento agudo y
suplicante.
Valentina se llevó el puño al pecho.
—¿Qué sucede?
La respuesta llegó enseguida. Estaban sacando al aya de Teoda Halcón de
sus aposentos, entre gritos.
—¡En pie! —ordenó el cuadrillero mientras trataba de levantarla. Pero la
mujer no hacía más que llorar.
—¡Yo soy inocente! ¡No lo sabía! —Las palabras salían de su boca entre
sollozo y sollozo, con grandes bocanadas que subían y bajaban en ráfagas de
desconsuelo—. ¡No lo sabía!
El hombre la agarró por el cabello y se la llevó a rastras por el pasillo. Ella
no se resistió, pero se aferró a sus piernas como una hierba seca.
—¡Madre de Dios, ayúdame, soy inocente!
El padre de Teoda fue el siguiente. Salió cabizbajo, con paso mesurado,
como si fuera en procesión, con la mano de un cuadrillero sujetándole el
hombro. Vestía una camisa larga y un ropón bajo el que asomaban los zapatos
de cuero y las medias. Esas ropas no parecían suyas.
Tan solo la Niña Santa salió totalmente vestida, como si hubiera sabido
que ese momento y ese destino iban a llegar. Quizá su ángel se lo había
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susurrado al oído. O quizá habían sido los remordimientos. Tenía el rostro
bañado en lágrimas, pero estaba serena y rezaba en voz alta, aunque Luzia
nunca había oído plegarias como las suyas.
—Reniego de vuestros sacerdotes y acepto solo la palabra de Dios —dijo,
con una expresión decidida en su rostro menudo—. Reniego de vuestros
santos y entrego mi fe solo a Jesús.
—Guarda silencio o te haré callar yo —le espetó el cuadrillero que la
guiaba por el pasillo. Era delgado y carirredondo, poco más que un
muchacho.
—Ni vosotros ni vuestro papa podéis silenciar la verdad. He visto la
muerte de vuestro rey, y se consumirá lentamente, encenagado en sus propias
heces.
—¡Calla! —rugió el soldado antes de darle una fuerte bofetada.
La niña tropezó y se apoyó en la pared. Levantó la vista para mirarlo y
escupió sangre.
—También he visto tu muerte, y no será agradable.
El soldado retrocedió, pero otro le dio un puntapié en el costado a Teoda.
—Te pondremos una mordaza, demonio. —La izó con una sola mano y se
la cargó bajo el brazo como si fuera un ternero; sus piececitos pataleaban
mientras el hombre le tapaba la boca con la otra mano.
Al pasar a su lado, los ojos de Teoda se cruzaron con los de Luzia
brevemente, y esta no vio miedo en ellos, tan solo ira.
—¿Qué ocurre aquí? —exclamó Valentina.
—Regresad a vuestras habitaciones, señora —dijo el joven soldado al que
la predicción de Teoda había espantado—. Ya está todo en orden. —Pero
Luzia se dio cuenta de que le temblaban las manos.
Durante el resto del día, se quedaron todos en los aposentos de los Ordoño.
No había ni rastro de Hualit ni de don Víctor. No les enviaron mensaje
alguno.
Santángel iba y venía, y les traía bizcocho de almendra, un jarrillo de vino
y, a veces, algo de información: habían registrado y despejado la finca; el
titiritero tenía una quemadura en la pierna, pero por lo demás estaba bien, y se
disponía a emprender el viaje de vuelta; habían puesto patas arriba la
habitación de la Niña Santa y hallado textos calvinistas entre las pertenencias
de su padre. Luzia se acordó del momento en que, ante los representantes
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eclesiásticos, había preguntado en voz alta si debían comportarse como si
estuvieran en una fiesta o en una iglesia. «Con según qué iglesia, a veces
cuesta distinguirlo». ¿Teoda había planeado aprovechar la prueba para atacar
al vicario y sus compañeros? Y si había sido ella quien había creado esos
monstruos, ¿qué decía eso de sus predicciones? ¿Quién le susurraba al oído,
disfrazado de ángel? ¿O acaso eso también eran invenciones, otro milagro
artificial?
La mente de Luzia no hallaba descanso. Se posaba en un pensamiento, en
una emoción, y volvía a alzar el vuelo como un pájaro que brincara de rama
en rama. Al mirar a los ojos a Santángel, su mente se inundaba de imágenes:
su cabeza reluciente entre sus muslos, su respiración entrecortada al penetrar
en su cuerpo, la presión de su pulgar al avivar su deseo, la fuerza de sus dedos
al levantarle las caderas. Luzia era un títere, una colección de miembros, con
un hilo invisible que conectaba su garganta, su corazón, sus pulmones y su
sexo; una simple mirada bastaba para que unas manos fantasmales tiraran de
esos hilos, dejándola sin respiración y obligándola a apretar los muslos.
Y luego, pisándole los talones a esa sensación salvaje y deliciosa, llegaba
el miedo, una mano helada que le tapaba la boca, un vuelco en el estómago.
Veía los ojos fieros de Teoda, la cabeza gacha de su padre, al soldado que
caminaba asustado tras la Niña Santa mientras se la llevaban. Luzia pensó en
las sombras aferradas a sus faldas, en las garras que se le hundían en la piel.
Se imaginó la celda en la que encerrarían a Teoda, los tormentos que tendría
que padecer. La Inquisición tenía prohibido derramar sangre, pero podrían
descoyuntarle los huesos, atar sus cortos brazos y piernas con sogas que
apretarían cada vez más hasta hacerla confesar entre gritos. Se rumoreaba que
había cosas aún peores: pinchos sobre los que obligaban a sentarse a los
fornicadores, un tenedor de hierro que se encajaba bajo la barbilla para
obligarte a mantener la cabeza en alto. La Inquisición trataba por igual a todos
los herejes; una niña pecadora no era menos dañina para el alma de España.
Se sorprendió cuando Valentina le colocó delante un plato con queso y
aceitunas.
—Deberías comer —le dijo.
—No tengo apetito.
—Aun así —insistió—. Solo un poco. —Luzia se obligó a dar un bocado
al queso y un sorbo al vino—. Mejor —dijo Valentina después. Hoy llevaba
su vestido de terciopelo color crema. Recorrió con el pulgar una de las líneas
del bordado ocre—. No es nada práctico. Costará muchísimo mantenerlo
limpio.
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Luzia supuso que ahora eso pasaría a ser un problema para Juana o alguna
otra criada. Ya no regresaría a la seguridad y la monotonía de la despensa.
—¿Sabéis adónde ha ido Concha?
Valentina negó con la cabeza. Su dedo siguió trazando las volutas de
hojas bordadas, como si intentara memorizarlas.
—Corren rumores sobre lo que hiciste anoche. Cuando los demás
huyeron, fuiste tú quien… Me han dicho que fuiste valerosa.
—Jamás había estado tan asustada.
Valentina levantó la cabeza para mirarla.
—Pero no huiste.
—Quise hacerlo.
—Pero no lo hiciste.
—No.
Valentina asintió.
—Come un poco más de queso.
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Capítulo 35
ien entrado el mediodía, Luzia oyó que alguien llamaba con suavidad
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—¡Luzia! —graznó Valentina.
—Cuéntame por qué —dijo Pérez.
Luzia no entendía por qué le hablaba directamente a ella en lugar de
dirigir sus preguntas a los Ordoño. Aunque no fueran sus mecenas, eran sus
amos, personas de más alta condición.
—Dispensadme, señor, pero mi respuesta no tiene misterio. Sois un
hombre de gran poder e influencia. Yo, una criada que no tiene ni lo uno ni lo
otro. ¿Cómo podría contestar algo distinto?
—¡Es diplomática, nuestra criada! Y no le falta razón. Me apenaría mucho
que la gente no se echara a temblar en mi presencia, aunque solo sea un poco.
Por favor —dijo, abarcando toda la estancia con la mano—. Pongámonos
cómodos si podemos. ¿Ordeno que traigan un refrigerio? No, veo que
vuestras mercedes están bien provistas. Bien. —Hablaba como si disfrutara de
cada palabra que salía de su boca, como si las fuera apilando una tras otra
para dar forma a su goce.
Marius se sentó cerca de Pérez, mientras que Valentina y Luzia
compartieron un pequeño banco acolchado. Los ojos de Luzia buscaron a
Santángel, y entonces se dio cuenta de que a él nadie lo miraba ni le hablaba.
Era como si hubieran olvidado que estaba allí, cuando para Luzia parecía
resplandecer bajo la luz mortecina de la alcoba. ¿Así era como se escabullía
de los soldados y burlaba a las patrullas de guardias? ¿Había perfeccionado
una invisibilidad que incluso a ella se le escapaba?
Pérez se acomodó en su asiento.
—Acabo de hablar con Fortún Donadei y su benefactora, doña Beatriz. En
un alarde de sabiduría y coraje (y me atrevería a decir que también de
premonición), han accedido a que el torneo continúe.
Marius asintió exageradamente, afectando un aire pensativo.
—¿Os parece el mejor rumbo?
—Me temo que es el único, amigo mío. El rey exige una tercera prueba, y
los deseos del rey han de cumplirse.
Valentina fulminó a Marius con la mirada y carraspeó.
—¿Incluso después de semejante violencia?
—Terrible, lo sé. Pero todo fue obra de Teoda Halcón y su familia de
herejes. Cuánta perfidia, cuánta maldad. Y pensar que llegó disfrazada de
santidad e inocencia. Son seguidores de una secta calvinista, y fue Teoda
quien saboteó la segunda prueba.
Luzia se mantuvo impasible. En el taller de Perucho, se había fijado en la
mirada que Hualit intercambiaba con el sastre al mencionar que el padre de
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Teoda solía viajar a Alemania y Holanda. ¿Ya entonces había rumores acerca
de su herejía? Luzia había estado a su lado cuando las sombras habían
empezado a moverse por el escenario. Era posible que la niña hubiera fingido
miedo y sorpresa, pero ella no tenía la capacidad de crear tales
monstruosidades. Al igual que Gracia, Teoda había preparado una linterna
mágica para superar la segunda prueba. «Yo carezco de talento para crear
milagros e ilusiones». Quizá eso también había sido una mentira.
—¿Qué será de ella ahora? —preguntó Luzia.
—Luzia —la reprendió Valentina—, no te atañe formular esa clase de
preguntas.
Pero Pérez se reclinó en su asiento y respondió:
—No es preciso atenerse al protocolo después de una noche como esa. La
llevarán a Toledo para que la procese el tribunal. No me cabe duda de que
tendrá vecinos muy interesantes.
Tenía que estar refiriéndose a Lucrecia de León. La muchacha que soñaba
y la niña que hablaba con los ángeles, las dos encerradas y sometidas a
tormento.
—En cuanto a Gracia de Valer a —continuó Pérez—, ha dicho muchas
cosas sobre ti.
Marius dio un respingo, como si le hubieran pinchado con un alfiler.
—¿Sobre Luzia?
—Asegura que le salvaste la vida —dijo Pérez.
Luzia se contuvo para no mirar a Santángel. Podía tratarse de un truco. ¿Y
si Gracia había dicho que Luzia la había salvado con algún medio extraño o
diabólico?
—Es posible… —aventuró ella.
—Ha abandonado el torneo y ya va camino de Sevilla. Dijo que te tendrá
presente en sus oraciones todos los días y que dará limosna en tu nombre
durante lo que le quede de vida. Lo repitió durante un buen rato.
Luzia se lo quedó mirando.
—Yo haré lo mismo por ella —balbuceó después.
—Todos lo haremos —añadió Marius.
—Y ahora, Luzia, la de manos de criada, salvadora de hermosas
doncellas, ¿estás preparada para una tercera prueba?
—¿Acaso importa eso? —Las palabras se le escaparon; la grata noche sin
dormir y la mañana dominada por el terror habían erosionado sus defensas.
Pérez se limitó a reírse.
—En absoluto, niña. Solo era cuestión de cortesía.
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—Don Antonio —dijo entonces Valentina con voz muy débil—.
Perdonadme. Me… Me cuesta preguntar, pero, incluso con la hereje
encerrada bajo llave, ¿estamos seguros de que una prueba como esa no será
peligrosa?
—No —reconoció Pérez—. Pero el rey ha insistido y ha ofrecido a sus
propios guardias como protección. Yo soy solo el relojero, señora; quien nos
marca la hora es el rey.
—¿Entonces, iremos a El Escorial? —preguntó Marius.
Por primera vez, Pérez pareció incómodo.
—Una pregunta de lo más oportuna. ¿Y quién no desearía contemplar su
esplendor? Por desgracia, aún desconozco dónde se celebrará la tercera
prueba. Eso es potestad del rey.
Luzia ya había entendido que el rey no iría nunca a La Casilla. Ni siquiera
la perspectiva de un campeón sagrado con el que sofocar las revueltas
holandesas y espantar a la reina inglesa era suficiente para convencerlo de
rebajarse a un gesto como ese. Era el mundo el que acudía al rey, y sería un
honor demasiado grande para Pérez. Aun así, Luzia había llegado a tener la
idea, tal vez incluso la ilusión, de que visitarían el Alcázar o El Escorial. ¿Qué
implicaba que el rey no quisiera brindarles esa invitación?
Marius se apresuró a llenar el silencio:
—Ahora que Teoda y Gracia ya no están, el rey dispondrá de menos
campeones entre los que elegir.
—Pues digamos también que tendrá menos distracciones. —Pérez se giró
hacia Luzia y se inclinó—. Debes hacer cuanto puedas para demostrarle al rey
de lo que eres capaz, monjita. Luego él decidirá quién será su campeón, tú o
el joven Donadei. O ninguno.
Ya lo entendía. Si el rey los rechazaba tanto a ella como al Príncipe de los
Olivos, estaría rechazando también a Pérez. Entonces, don Antonio nunca
recuperaría el favor real ni su cargo de secretario. Por eso estaba con ellos en
esa alcoba, hablando con Luzia como si fuera alguien de importancia. El
destino de Pérez estaba unido a los de una criada y un hijo de labrador.
—Haré todo lo que pueda —dijo Luzia— y rezaré a Dios para que haga el
resto.
—Nadie puede pedirte más que eso.
—Señor… ¿no podéis decirme nada sobre la última prueba?
—La dictará el capricho del rey. Yo estoy tan ciego como tú.
Luzia tenía sus dudas, pero no había nada más que decir.
Pérez se puso de pie y todos lo imitaron. Antes de salir de la alcoba, dijo:
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—Decidme, don Marius, ¿dónde están don Víctor y su esposa?
Santángel era quien estaba en mejor posición para saberlo, pero nadie le
preguntó. Nadie lo miró siquiera.
—No hemos vuelto a verlos desde anoche, cuando dio comienzo la prueba
—contestó Marius.
—No puedo decir que me sorprenda —dijo Pérez—. Don Víctor es como
un gato. Se dejará ver cuando a él le convenga, y ni un segundo antes.
Cuando se sintiera a salvo. Cuando no quedaran dudas acerca del
resultado del torneo. Víctor de Paredes estaba ensanchando la distancia entre
ellos; trazaba una ruta de escape por si todo se torcía horriblemente.
Pero todo eso daría igual si Luzia lograba mostrar al rey un auténtico
milagro, si conseguía que tuviera fe en ella. Mantener el favor real
probablemente sería más complicado, pero Luzia resolvería ese acertijo
llegado el momento. Por ahora, bastaba con tener esperanza.
En que la fe se podía ganar. En que las maldiciones se podían romper.
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Capítulo 36
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si fuera la mano de la mismísima Muerte? En cambio, cada vez que había
actuado en contra de un De Paredes, sus esfuerzos se habían visto frustrados.
Había echado veneno en la copa de Jorge de Paredes. Este había caído
enfermo, pero luego se había robustecido, como si el veneno lo hubiera
alimentado. Con Isidro de Paredes había probado un enfoque más directo: lo
había apuñalado en el corazón. Inexplicablemente, el puñal no había logrado
clavarse y se había escurrido hacia el costado. Y las consecuencias habían
sido funestas.
Isidro lo había metido en un arca bajo tierra, sepultándolo vivo para que
se consumiera. Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí. Eso debería haber
acrecentado su ira, hacer que quisiera vengarse. Pero al final se había venido
abajo, como todos los De Paredes le habían asegurado que ocurriría. No había
sido tanto por el castigo como por el convencimiento de que no tenía
alternativa; a menos que estuviera dispuesto a quitarse la vida él mismo,
estaba total y absolutamente atrapado. Desde entonces, Isidro lo había
llamado el Alacrán por su intento de traición, aunque su aguijón hubiera
resultado inútil.
Las demás rebeliones, más modestas, habían sido igualmente fútiles.
Había intentado arruinar tratos comerciales eligiendo a propósito a los socios
con más probabilidades de traicionar a sus amos. Los ladrones se volvían
inexplicablemente honrados. Había elegido empresas absurdas, sin la menor
esperanza de éxito. Aparecían vetas de oro y plata. Santángel no era rival para
su propio poder.
¿Qué rumbo tomar ahora? Si fuera inteligente, le hablaría a Víctor de la
tercera prueba y nada más. Pero no podía permitir que Luzia se metiera en lo
que podía ser una trampa, aunque la hubiera tendido él mismo.
Se sentó frente a Víctor.
—No creo que Teoda Halcón fuera la responsable de lo que aconteció
anoche.
Víctor enarcó las cejas.
—Es la única que llama anticristo al papa Gregorio. Su padre tiene
contactos en Colonia e incluso entre los anabaptistas polacos.
—No niego que sea una hereje. Pero ¿por qué crear semejante espectáculo
en la segunda prueba? ¿Por qué no esperó hasta tener una audiencia con el
rey? ¿O incluso hasta entrar a su servicio?
Víctor se encogió de hombros.
—Tal vez no pretendía llegar tan lejos. O quería que la culpa recayera
sobre otro. Sobre Luzia o algún otro competidor.
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—En tal caso, ¿cómo se ha descubierto su herejía? ¿Quién la ha
traicionado?
—¿Por qué nos importa eso a nosotros o a nuestra causa?
—Porque ese dedo acusador podría señalar a Luzia con la misma
facilidad.
—Y eso te molestaría, ¿verdad?
Santángel no era tan necio como para morder el anzuelo.
—Teoda Halcón es una villana demasiado conveniente. Fortún Donadei
es casi igual de ambicioso que tú, y la Inquisición es un medio excelente para
eliminar a la competencia, tanto si te dedicas a vender especias como a obrar
milagros.
—Si tus espías se hubieran esforzado más, Donadei sería mi campeón y
no tendríamos de qué preocuparnos.
La idea de no haber llegado a conocer a Luzia fue como una grieta en la
tierra. Si el azar hubiera escogido ese rumbo, Donadei sería el sacrificio que
lo liberara de su pacto con Víctor. Una elección limpia, apenas una traición.
Sería libre de aquel loco deseo y de la decisión de condenar a Luzia. Ella
estaría a salvo con los Ordoño o compitiendo en nombre de algún otro. Si
Santángel la hubiera visto por primera vez en La Casilla, ¿habría reconocido
su ingenio, su talento, su hermosura? ¿Se habría molestado en mirarla con
suficiente detenimiento para descubrirla? ¿O habría sido solo un obstáculo
más que destruir en pos de la gloria de Víctor y de sus propios fines? ¿Podía
Santángel permitirse que Luzia fuera algo más que eso ahora?
—Luzia es más poderosa de lo que ese labriego podría soñar siquiera.
—Así lo espero, ciertamente —dijo don Víctor—. ¿De verdad sospechas
de Donadei o sencillamente no te agrada?
—Ambas cosas pueden ser ciertas. Nadie debería tener unos dientes tan
blancos. —Pero, independientemente de su encanto superficial, resultaba
obvio que Donadei era quien más tenía que ganar ahora. Teoda y Gracia ya no
participaban en el torneo y Luzia había estado a punto de morir. ¿Qué
tragedia había padecido el Príncipe de los Olivos? ¿Se le habían chamuscado
los rizos?
Volvió a llenar el vaso de Víctor, sabedor de que tales gestos le placían.
—Según Pérez, el rey insiste en que el torneo prosiga.
Esta vez Víctor frunció el ceño.
—Pero si es así… ¿por qué no abre las puertas de El Escorial a los
competidores? Puede que no signifique nada. Felipe nunca ha sido proclive a
las decisiones precipitadas. Lleva años dándole manga ancha a Pérez.
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—Aquí ocurre algo más —dijo Santángel—. La Casilla podría haber
ardido hasta los cimientos anoche. Alguien podría haber muerto.
—Crees que Pérez está jugando a un juego más profundo. —Víctor echó
la cabeza hacia atrás, como para admirar el fresco del techo—. En las calles y
los salones cada vez se habla más alto en contra del Austria. Hay problemas
en Holanda, piratas en nuestros puertos…
«El Austria». Cuando España era fuerte, el pueblo estaba encantado de
llamarlo Felipe. Pero ahora, con el país trastornado por la pérdida de sangre y
tesoros, volvía a ser el Austria, un Habsburgo, un intruso que nunca encajaría
en suelo español, fuera cual fuera su lengua nativa y por muchos palacios que
construyera.
—Pérez no actuará contra Felipe —dijo Santángel—. Al menos
abiertamente.
—Tal vez no. Pero el torneo hace las veces de advertencia, ¿no crees? El
rey no está dispuesto a renunciar a las oportunidades que pueden traerle estas
pruebas, aunque con ello la reputación de Pérez se redima. Pero ¿quién nos
dice que Pérez no está abierto a otras ofertas? Si Felipe no actúa para
adueñarse del poder que ofrecen nuestros campeones sagrados, quizá lo haga
algún otro que desee desafiar al rey.
¿Era esa la esperanza de Pérez? ¿Una verdadera rebelión que lo aupara
más que nunca? El rey estaba enfermo de gota. Se debilitaba más cada día. Su
hijo no tenía madera de gobernante. Pero un rey débil seguía siendo un rey.
Los comuneros habían tratado de rebelarse contra el padre de Felipe y habían
fracasado. Ese recuerdo no era tan lejano.
—Podríamos retirarnos —dijo.
Víctor miró a Santángel como si intentara ver a través de una ventana
empañada.
—Apenas puedo creer lo que oigo.
Ni el propio Santángel terminaba de creérselo. Pero tenía que decirlo, al
menos debía plantear la posibilidad.
—Es la opción más prudente. Dar un paso atrás, dejar que Luzia
perfeccione sus habilidades en privado, esperar a ver si el rey sigue lo
bastante fuerte y sano para mantener a raya a Pérez y a sus detractores.
—Muy sensato. ¿Eso es lo que quieres tú de verdad?
Ya no lo sabía. Eran siglos de servidumbre, del yugo que lo mantenía
uncido al apellido De Paredes. Había padecido crueldades, caprichos y un
hastío inagotable. ¿Podía condenar a Luzia a algo así? Esa decisión la tomaría
ella, igual que Santángel había tomado la suya, pero Víctor se las arreglaría
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para que no tuviera otra alternativa, y la suerte de Santángel le ayudaría a
salirse con la suya.
Tal vez Víctor tuviera razón y a Santángel le diera miedo la libertad.
Volvería a ser mortal, y seguía siendo el mismo mentecato que había huido de
la muerte hacía tanto tiempo. Tendría una única vida que derrochar, que llenar
de errores propios. Y el primero de todos sería abandonar a Luzia.
—Con el tiempo la olvidarás —dijo Víctor, como si pudiera leerle la
mente—. El mundo es grande y está repleto de mujeres. El torneo continuará
y Luzia lo ganará. Su poder será mío y tú te irás a vivir tu vida, hallarás la
muerte y te olvidarás de todos nosotros.
Y Luzia viviría eternamente.
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Capítulo 37
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mi color, sino mi sabor».
O las palabras que empleaba para abrir armarios cuando extraviaba la
llave. Boka dulse avre puertas de fierro. «Boca dulce abre puertas de hierro».
Y la canción familiar para aligerar el peso de la leña o los cubos de agua.
El mal viene a kintales, se va a metikales. «El mal entra a brazadas y sale a
pulgaradas».
Todos ellos parecían muy poca cosa. ¿Dónde estaba la magia capaz de
dotarla de alas? ¿De transportarla a la cima de una montaña? ¿De
transformarla en un león? ¿Dónde estaba la magia capaz de ayudarla a
dominar el anhelo que sentía?
Cuando ya no pudo quedarse quieta por más tiempo, Luzia cogió su
manto y bajó a los jardines. El aire era fresco y la terraza se encontraba
desierta. No estaba segura de que fuera prudente explorar, pero al menos
podía dar un paseo entre los rosales. Ya los habían podado para el otoño, y las
flores que Luzia había creado la noche anterior ya no estaban; las habían
retirado junto con los restos del retablo y el estrado. Se veían surcos en la
hierba, quemaduras de las antorchas que habían caído e incendiado el
escenario. ¿Qué había sucedido allí en realidad?
—Luzia.
Casi dio un brinco al oír su nombre. La criada de Hualit estaba en la linde
de la rosaleda, envuelta en una mantilla, con las trenzas enroscadas y
apretadas contra el cuello.
—¿Ana?
—Venid conmigo, señorita, por favor.
Luzia sabía que Hualit confiaba en Ana, pero aun así invocó las palabras
con las que había hecho crecer las rosas la noche anterior. Ya habían
eliminado a dos competidores del torneo. Si le hacían falta espinas, las tendría
preparadas.
Siguió a Ana más allá de los setos; su tía las esperaba en un banco de
piedra, vestida de terciopelo negro, con una cinta azul atada al cuello y unos
fulgurantes pendientes de zafiro.
—Por fin —dijo Hualit mientras se levantaba y abría los brazos para
recibirla—. Ana y yo llevamos toda la tarde esperando a que salgas.
Luzia se dejó abrazar brevemente; la envolvió el dulce aroma de la
bergamota.
—¿Dónde has estado? —le preguntó a su tía mientras se sentaban en el
banco—. ¿Por qué no volviste a La Casilla?
—Regresé a la ciudad.
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—Por poco me matan y tú desapareciste.
—Porque Víctor así me lo pidió. —Como si esa respuesta bastara—.
Debía atender a su esposa.
—Si no te prohibió volver aquí, ¿qué haces escondida en el jardín?
—Aprendes demasiado deprisa, Luzia. Es impropio de una dama.
Luzia aguardó en silencio.
Finalmente, Hualit suspiró.
—Le da miedo que me interroguen.
—¿Sobre qué?
—Sobre ti. Sobre Pérez. Sobre lo que hace aquí.
—Me prometiste que sabías jugar a este juego.
—Bueno, pues saborea este momento, porque me equivocaba. Víctor cree
que todavía podemos sacar partido de esto, que Pérez aún puede recuperar el
favor del rey, pero está siendo precavido. Si se equivoca, una relación
demasiado estrecha con Pérez podría ponernos en peligro a todos.
—A Víctor de Paredes no.
Hualit la observó.
—¿Qué sabes del poder del familiar?
—Yo podría hacerte la misma pregunta.
—Muy poco —admitió Hualit—. Los criados hablan, pero Víctor no.
¿Fornicas con él?
Luzia se levantó y caminó hasta los manzanos para que su tía no advirtiera
su rubor.
—¿Acaso importa?
—Solo si tú dejas que importe. Solo si empiezas a imaginar que puedes
salvarlo.
—¿Y si pudiera?
—Piensa en tu propio porvenir, Luzia.
—Eso hago —dijo Luzia, cada vez más enfadada; esa llama estaba
siempre lista para prenderse—. Es lo único que he hecho. Intento aprender a
nadar mientras todos me saludáis desde la orilla.
—Tú misma te lanzaste al agua…
Luzia levantó la mano para hacerla callar.
—Yo decidí seguir obrando mis milagritos, igual que elegí mostrarle mi
poder a tu benefactor cuando me tendiste aquella emboscada en tu casa. Así
que digamos más bien que yo salté, pero tú me empujaste. ¿Sabes qué iba a
hacer ese día? Llevaba la cesta llena de comida y creía que la Inquisición me
iba a la zaga. Iba a escaparme.
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—Quizá deberías haberlo hecho.
—No me arrepiento de haberme quedado. Ni de pedirle a la vida algo más
que fregar suelos y humillarme ante Valentina Ordoño. No me arrepiento de
nada. —Debería haberlo dejado ahí, pero necesitaba saberlo—. Tú tuviste mil
oportunidades de ayudarme, de ofrecerme una pizca de esperanza, una pizca
de consuelo, pero no lo hiciste nunca. ¿Por qué no? ¿Qué te habría costado?
—Yo también tenía secretos que proteger.
—¿Creías que te delataría? —¿De verdad Hualit había llegado a pensar
que Luzia podía denunciarla por judaizante o fornicadora?
—Adrede no. Pero eras joven. Tu poder… No lo controlabas y yo no tenía
ni idea de cómo enseñarte.
—¿Por eso me dejaste dormir en el suelo de una despensa?
—E hice muy bien —le espetó Hualit—. Al final te delataste. Caíste en la
trampa chapucera de Valentina Ordoño en cuanto te la puso delante. No podía
arriesgarme.
Luzia rememoró la primera vez que su tía le había leído las palabras de
una de sus cartas, el día en que las había sentido retorcerse y adoptar una
forma nueva, en que había oído la melodía que creaban. Pensó en el lirio
floreciendo, en su hambrienta boca amarilla. Si ese día hubiera fracasado, si
no hubiera demostrado tener un don para los milagros, si esas palabras no
hubieran tenido ningún significado en sus labios. ¿Hualit la habría acogido?
Tal vez. Pero ¿y qué? Habría seguido siendo una criada. Quizá habría
dormido en una cama, pero habría sido tan dependiente de su tía como lo era
de los Ordoño.
—Te elegiste a ti misma —dijo Luzia—. No puedo reprochártelo. —Pero
sí que lo hacía. Era una mezquindad, pero es que se había sentido muy sola.
Su madre muerta, su padre loco. Por entonces era solo una niña. En cierto
sentido, seguía siéndolo. Una mujer que apenas había tenido la oportunidad
de vivir.
Hualit le tendió la mano, invitándola a sentarse otra vez en el banco: una
ofrenda de paz.
—Siéntate, te lo ruego. Escúchame. No todo ha sido en vano. No soy tan
vil ni tan egoísta como me juzgas. Y no he venido aquí a pelearme contigo.
Luzia se obligó a cruzar el suelo blando y a sentarse junto a su tía.
Hualit le cogió las manos.
—La vida con la que he soñado, el porvenir que he estado construyendo,
no es solo para mí. Víctor me ha sugerido que me marche a Venecia hasta que
termine la danza del rey con Pérez.
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Una danza que concluiría con la restauración de la confianza del rey o con
Pérez en una celda.
—¿A Venecia?
—Y así lo haré. Tal y como me ha ordenado. Pero mi viaje no acabará
allí. Otro barco me llevará hasta Tesalónica. Y tú vendrás conmigo.
—¿Quieres que viaje contigo? Don Víctor no permitirá que me vaya así
como así.
—No hace falta que se entere. Tengo los dineros necesarios para sacarte
de Madrid. Nos reuniremos en Valencia. Pero hemos de partir mañana por la
noche.
«Mañana». Antes de la tercera prueba.
—Puedo ganar —dijo Luzia—. Sé que puedo.
—Luzia…, ¿qué crees que ocurrirá si lo haces? Eres lista y decidida, pero
no tienes el carisma de Fortún Donadei. No tienes su atractivo. Él está hecho
para las intrigas de la corte. Tú…
Luzia se soltó de sus manos.
—¿Para qué estoy hecha yo? ¿Para irme contigo a Tesalónica y seguir
trabajando como criada?
—Podrías ser…
—¿Tu doncella? ¿Podría lavarte los vestidos, bruñir tus joyas y esperar a
que me buscaras un marido?
—¿Tan malo sería eso?
—¿Y aceptará el rabí a una mujer que sabe obrar milagros?
Hualit desvió la mirada.
—Allí hay sanadoras. Mujeres sabias. Prekaduras.
Tesalónica. Donde los vientos aullaban desde el mar y creaban nuevas
músicas soplando en los callejones, donde la Inquisición no la alcanzaría. En
otro momento, habría sido una bella historia que Luzia habría estado ansiosa
por contar. Pero ya no estaba segura. En las sinagogas de Tesalónica, las
mujeres oraban en los balcones, separadas de los hombres. No estudiaban la
Torá. No obraban milagros. Luzia estaría sola en una ciudad cuyo idioma no
hablaba y cuyas costumbres desconocía, con la sola protección de Hualit, y no
confiaba en que su tía la defendiera si ello perjudicaba sus propios intereses.
Hualit siempre se elegiría a sí misma. Luzia podía intentar no reprochárselo,
pero ya era hora de que ella se rigiera por la misma norma.
No quería ser la criada de su tía. No quería una vida de silencio y
sumisión. Quería tener su audiencia con el rey. Quería comer hasta hartarse.
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Y sí, también reconocía que no estaba preparada para abandonar a
Santángel, el cual no podía seguirla más allá de las fronteras de Madrid sin
tener a Víctor de Paredes a su lado.
—Voy a continuar —dijo—. Voy a ganar. Y tú aprenderás a hablar turco
y a guardar el sabbat. Te echaré de menos, Hualit. Pero estoy cansada de
dejarme guiar por ti.
Hualit sacudió la cabeza, con una expresión que podía ser de inquietud, de
admiración o de simple incredulidad.
—Sigues siendo la niña que creía que la ciudad lloraba por ella. Tu
ambición te destruirá, Luzia.
—Puede ser —admitió ella—. Pero que sea mi ambición y no mi miedo lo
que selle mi destino.
Hualit acarició la mejilla de Luzia y suspiró.
—Aunque ganes, no puedes luchar contra Víctor de Paredes.
—A menos que goce de la protección de un rey.
—Víctor siempre gana. Siempre.
Gracias a Santángel. Pero si Luzia obtenía el favor del monarca, si se
convertía en alguien indispensable para él, tendría la influencia necesaria para
obligar a don Víctor a liberar a Santángel de su yugo. Su suerte le sería
devuelta. Sería libre. Libre de marcharse. Libre de quedarse con ella si así lo
deseaba. Víctor de Paredes estaba acostumbrado a salirse con la suya, y eso
significaba que había olvidado lo que era la desesperación.
—Piénsalo, querida —dijo Hualit—. Aún estás a tiempo de decidirte. Solo
has de ir a los establos y pedir un caballo. Le he dejado dineros al mozo de
cuadra. Te ayudará. Piénsalo bien. Ya te he fallado suficientes veces. Déjame
enmendarlo.
—Eso ya solo puedo hacerlo yo.
Hualit volvió a suspirar y se levantó.
—Yo carezco de magia. No soy beata ni bruja, ni siquiera una buena
mujer. Pero esta noche rezaré por que vengas conmigo. Y si no lo haces, si
escoges tan peligrosa senda, rezaré por ti en Tesalónica. Rezaré por ti en
hebreo, tan fuerte que el rey y sus curas habrán de taparse los oídos en
Madrid. Rezaré por que el mar se trague nuestro sufrimiento.
Había empezado a ponerse el sol y los jardines azuleaban bajo el
crepúsculo. Luzia abrazó a su tía, se despidió de Ana y regresó a las luces de
La Casilla.
Se preguntaba si tendría que pasar la noche suspirando por Santángel,
pero este la esperaba en sus aposentos.
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—Hola —dijo Luzia—. Estaba dando un paseo por los jardines.
—Lo sé —respondió él—. Te estaba esperando.
Entonces la puerta se cerró y Luzia se vio aplastada contra ella; la boca de
Santángel presionaba la suya y su cuerpo era un nubarrón que se cernía sobre
ella. Luzia había vivido demasiado tiempo sin lluvia.
Tenía un millar de preguntas que hacerle acerca del torneo, del rey, de
Tesalónica. En vez de eso, lo que le preguntó fue:
—¿Se puede hacer contra una puerta?
Un gruñido escapó de la garganta de Santángel.
—Se puede.
—Muéstramelo, por favor —logró decir ella. De pronto sus faldas estaban
entre las manos de Santángel y Luzia se olvidó de hablar.
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Capítulo 38
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—¿Alguna vez has estado borracho?
Él se echó a reír.
—Por supuesto. ¿Tú no?
—Creo que no —contestó ella—. Solo un poco mareada. Me sentía como
ahora.
—Cuando era joven…
—Hace muchos muchos años.
Esta vez fue Santángel quien la mordió a ella.
—Cuando era joven —repitió—, lo hacía todo en exceso. Había noches en
que bebía y reía y cantaba, pero siempre llegaba un momento en que me
embargaba una suerte de pesadumbre. Cuando miraba a mi alrededor, veía a
mis amigos regocijándose y me sentía solo, e incluso enojado, al pensar que
ellos podían estar tan dichosos y livianos mientras yo me ahogaba.
—¿Y las otras noches?
—Las otras noches me placía tanto liberarme de mi propia mente que solo
quería seguir borracho, así que bebía más y más para tratar de aferrarme a esa
sensación, para mantenerme a flote.
Al moverse Luzia y rozar a Santángel con la pierna, la verga se le irguió.
—Águeda me contó una vez que la cura de la borrachera era beber hasta
caer enferma, hasta terminar odiando el sabor de la bebida.
—¿Y si nunca te hartas? —preguntó él mientras Luzia se deslizaba sobre
su cuerpo—. ¿Y si cuando vacías la botella lo único que deseas es otra igual?
—¿Existe tal vino?
—Sí, pero es muy escaso —respondió Santángel—. Apoya aquí la rodilla.
—¿A horcajadas? —preguntó ella con recelo.
—Eso es —logró decir a duras penas mientras sentía la presión de su
carne húmeda y el roce de sus bucles, y se preguntaba a dónde había ido a
parar aquel dominio centenario suyo.
—Un vino muy escaso —dijo Luzia con un suspiro mientras le ayudaba a
introducirse en su cuerpo.
—Que pocos hombres llegan a probar. —Santángel deslizó las manos por
los fuertes músculos de las piernas de Luzia para ayudarla a hallar el
equilibrio y, después, el ritmo.
—Solo los más afortunados —dijo ella. Sus palabras se tornaron en
gemidos y Santángel volvió a flotar.
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Santángel se marchó antes del alba para que no los descubrieran. Cuando la
besó en las mejillas, los labios y los párpados, Luzia sonrió.
—Veo que te alegras de que me vaya —dijo él.
—Me intento imaginar el día en que no tengas que hacerlo.
Santángel no le prometió que ese día llegaría, pero la besó de nuevo antes
de irse. Luzia volvió a quedarse dormida y se despertó tarde. No tenía nada
que hacer salvo angustiarse por la última prueba y el ofrecimiento de Hualit.
Al mirarse al espejo, vio que tenía las mejillas sonrojadas y la piel
húmeda. Santángel no le había dejado marcas ni mordiscos. No era ningún
necio. Pero aun así Luzia lo veía en su cuerpo, por todas partes. Tenía el
cabello enmarañado y sabía que el cepillo no serviría de nada, así que se lo
desenredó con los dedos, una y otra vez, primero con agua, luego con aceite y
finalmente ayudándose del peine de plata.
—Yo te ayudo —dijo Valentina cuando llegó; trabajó en silencio durante
un rato, enrollando las trenzas de Luzia en forma de corona.
Luzia se dio cuenta de que Valentina se había quedado sin doncella desde
que Concha había huido. ¿La habría ayudado Marius a vestirse y desvestirse
las noches anteriores? Le costaba imaginárselo, y la verdad era que no quería,
no con el recuerdo de otra noche feliz tan fresco en su mente.
Sabía que era imprudente dejar que esa dicha influyera en su inquietud
por el futuro. Tenía que estar concentrada en el torneo y en todo lo que podía
suceder o no después. Santángel había hablado de pasar la eternidad
trenzándole el cabello a Luzia, pero ¿qué significaba eso cuando él estaba
condenado a servir al apellido De Paredes y ella aún tenía posibilidades de
servir al rey?
Si hallaba la manera de obligar a don Víctor a romper la maldición,
Santángel sería libre de ir donde quisiera, y Luzia nunca le negaría esa vida
que tanto había ansiado. Ella entendía lo que era estar clavada a un lugar,
como una polilla. ¿Se atrevería a irse con él? Podrían recorrer el mundo,
visitar a Hualit en Tesalónica. Los dos dormirían bajo su propio techo en
alguna ciudad extranjera. ¿Santángel querría eso? ¿Y ella?
—Demos un paseo por los jardines —le propuso Valentina—. No sé
cuántos días de buen tiempo nos restan.
A Luzia le sorprendió la invitación, pero no tenía otra forma de emplear
esas horas. Al día siguiente divisarían lo que había tras el recodo del camino.
Sabrían lo que tenían delante; un mundo de palacios y poder… o un destino
más incierto. Si el rey no escogía a Luzia como campeona, no sabía qué
opciones le quedarían.
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Luzia y Valentina bajaron a la terraza. La joven intuía que Valentina
quería hablarle, pero su ama no decía nada; solo se toqueteaba los puños de
encaje.
El Príncipe de los Olivos caminaba por los jardines, seguido de doña
Beatriz, que llevaba un vestido de seda color berenjena con ribetes verdes y
dorados; los colores de un olivar al caer la tarde. Tenía canas grises y las cejas
muy depiladas. Podrían haber pasado por madre e hijo.
Valentina suspiró con melancolía.
—Cada vez que la he visto llevaba un vestido diferente.
Cuando Fortún vio a Luzia, levantó la mano para saludarla. Se inclinó
ante su ama y le besó la mano; doña Beatriz se puso radiante, con los ojos
luminosos, como si sus atenciones la hubieran hecho revivir. Luzia sabía que
de ahí podía sacar una valiosa lección acerca del peligro de dejar que su
felicidad dependiera de otros, pero no estaba de humor para aprender nada.
—¿Eso fue lo que pasó? —dijo Valentina.
Luzia tardó un momento en entender a qué se refería. Siguió la mirada de
Valentina hasta el boceto que descansaba en un caballete, a la sombra del
manzano, y se acercó para verlo mejor.
El signor Rossi había abandonado sus sobrios retratos de los competidores
del torneo en favor de una representación dramática de los horrores de la
noche previa; un dibujo hecho de nubes difusas y tajos de carboncillo. Gracia
lucía una hermosa expresión de miedo, con las manos entrelazadas para orar,
mientras que Luzia y Fortún Donadei parecían flotar juntos, codo con codo,
arremetiendo sobre un viento divino desde el lado derecho de la escena y
enfrentándose a algo que podía pasar por una gran nube borrascosa, pero que,
si se miraba con los ojos entornados, adoptaba una forma más siniestra.
—Eso es menos temible que lo que afrontamos —dijo Fortún mientras se
acercaba también.
Valentina había abordado a doña Beatriz. ¿Era un ardid? ¿Valentina le
había pedido a Luzia que pasearan por los jardines para propiciar un
encuentro con el Príncipe de los Olivos?
—Cuando empezó todo, no recuerdo estar a vuestro lado —dijo Luzia,
demasiado cansada y angustiada para diplomacias—. Yo salvé a Gracia. Y a
mí misma. Y a todo el condenado palacio.
—Yo velaba por la seguridad de doña Beatriz —protestó Fortún.
—¿Y por la vuestra?
—No voy a disculparme por eso.
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—No os he pedido que lo hagáis. Pero esto… —Luzia señaló el cuadro—
es una ficción.
Luzia aparecía representada con su vestido monacal, con una aureola de
luz alrededor de las trenzas de la que salía una cascada de rayos. Rossi no la
había dibujado hermosa, no del todo, pero era toda luces y sombras, unos ojos
decididos y una boca apretada en una mueca severa. Así era como se soñaba
Luzia cuando daba forma de canción a los refranes: una mujer aislada de la
tierra, a la deriva, con la ropa flotando en torno a sí.
Fortún, aún más apuesto en el boceto, empuñaba su crucifijo de oro y
joyas para alejar el mal que se cernía sobre ellos; las gemas bosquejadas con
prisa recordaban a unos ojos.
Había una mancha entre los personajes; Luzia se dio cuenta de que Rossi
había borrado a Teoda Halcón con el pulgar.
—Creo que os ha reflejado bien —dijo Fortún—. Y no tiene por qué ser
una ficción. Es como debe ser. Nosotros dos luchando juntos, dos plebeyos de
linaje ordinario, aceptados y homenajeados en la corte del rey.
—Veis algo que no existe. Gracia estuvo a punto de morir, y alguien es el
responsable.
—La Niña Santa.
—¿De verdad lo creéis? —Escudriñó su rostro. Quizá a Fortún Donadei le
beneficiara culpar a Teoda de lo ocurrido. O tal vez Luzia era una necia por
querer absolver a Teoda de un crimen que prácticamente había confesado.
—No —admitió él.
Por fin un poco de sinceridad.
—¿Y qué creéis que sucedió? ¿De quién es la culpa?
—No me corresponde a mí decirlo.
—¿A quién si no? —Luzia echó un vistazo por encima del hombro, pero
no había nadie cerca que pudiera escucharlos—. ¿Decís que vamos a ser
soldados juntos, servidores sagrados del rey, pero os negáis a pronunciar el
nombre de alguien que puede buscar la muerte de ambos?
—La de ambos no. —Luzia adivinó lo que iba a decir después, y aun así
el nombre retumbó con un repiqueteo sordo—. Santángel.
Luzia le dio la espalda y echó a andar hacia Valentina. Fortún corrió para
cortarle el paso.
—Piensa, Luzia… Señorita Cotado, pensad en lo que cada cual puede
ganar y perder.
—Esa sombra… casi me mata.
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—Pero no os mató. Esos demonios asustaron tanto a Gracia que la
echaron de la competición. Ahora Teoda tampoco está. Santángel asesinó al
guardia de Gracia. Si hubiera podido librarse de mí con idéntica facilidad,
¿tienes alguna duda de que lo habría hecho?
—Estás haciendo acusaciones peligrosas.
—Pero no las niegas. Porque sabes lo que es Santángel. Está maldito.
Esta vez Luzia guardó silencio. ¿Cómo se había enterado Fortún de la
maldición? ¿O solo intentaba persuadirla para que revelara los secretos de
Santángel?
—¿De qué habláis?
—Ya no es preciso que disimulemos. Empleó magia para obtener la
inmortalidad, pero perdió su alma con ese pacto. Me lo contó mi ama.
—¿Y ella tiene alguna prueba?
—La prueba es su larga vida. Sus ojos de demonio.
Luzia se obligó a soltar una carcajada.
—Ninguna prueba, pues.
—No pensaba que fuerais tan niña. No se puede confiar en una criatura
como esa.
—¿Y en vuestra merced sí?
—Toda maldición requiere un sacrificio. Para echarse y para romperse.
¿Nunca os habéis preguntado cuál puede ser vuestro papel en ello? No sois la
primera milagrera que persiguen él y su amo.
«Es tu rival», se recordó Luzia. «Es un estratega».
—Hablad claro. ¿Sabéis algo cierto o solo contáis chismorreos para
asustarme?
—Enviaban espías a rondar las ciudades y el campo en busca de videntes
y milagreros. ¿Por qué creéis que yo acudí tan rápido a doña Beatriz?
—¿La misma doña Beatriz a la que aborrecéis?
—Sí —contestó Fortún sin titubear—. La seduje porque había oído
rumores acerca de Víctor de Paredes y su criatura. Aquellos que atraen su
atención no comparten la buena suerte de don Víctor.
Cuando Águeda había murmurado sus advertencias en la cocina de los
Ordoño, Luzia las había juzgado simples rumores, supersticiones. «Todo
aquel que se cruza con ese hombre termina mal».
Sabía que ahora debía ser precavida. Donadei podría utilizar cualquier
cosa que Luzia dijera en contra de don Víctor.
—Solo oigo conjeturas.
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—Santángel habló con la alumbrada Isabel de la Cruz. ¿Y dónde acabó
ella? En las celdas de la Inquisición. Piedrola sufrió el mismo destino.
Santángel fue uno de los que visitaron a Lucrecia de León cuando don Alonso
de Mendoza empezó a dejar sus sueños por escrito, y ya sabéis cómo terminó
Lucrecia.
Luzia se obligó a concentrarse en las filas rectas de los setos, en las ramas
del manzano, despojadas de frutos. «Podría hacerlas crecer», pensó. «Podría
llenar un huerto entero».
—Seguís sin brindarme pruebas.
—¿Qué pruebas puedo ofreceros salvo los rumores que pasan de un
milagrero a otro? Catalina Muñoz fue lo bastante sensata para rehuir a don
Víctor y a Santángel. La hija de Maslama al-Mayriti se desvaneció por
completo de la historia. —Fortún miró de reojo a doña Beatriz, que seguía
departiendo con doña Valentina—. He oído que Juan Diácono escribió un
capítulo secreto en el que hablaba no solo de los milagros que obraba un
labrador llamado Isidro, sino también del diablo que se le apareció para
tentarlo mientras araba. Un demonio de cabello blanco y ojos plateados.
—Ya veo —dijo Luzia. ¿Qué otra cosa podía decir? ¿Qué debía creer? El
cielo se le antojaba demasiado próximo, demasiado plomizo, como una mano
asfixiante.
—Solo sugiero que deberíais haceros ciertas preguntas.
—O tratáis de mermar mi resolución y quebrar mi vínculo con un aliado
poderoso.
—Dios nos quiere a los dos, Luzia. Lo presiento.
—¿Ahora también tenéis visiones?
—No me hace falta una visión para ver lo que podríamos construir juntos.
—Pensaré en lo que habéis dicho. —Habló con voz firme, a pesar del
alocado palpitar de su corazón.
Donadei bajó la voz.
—Tal vez debería avergonzarme haber seducido a doña Beatriz, pero no
es así. Pese a toda su riqueza y todo su poder, el amor la ha hecho mía y está a
mis órdenes. Creo que tú me entiendes, Luzia.
Luzia no pudo evitar que la sangre se le subiera a las mejillas. ¿Tan
indiscretos habían sido Santángel y ella?
—Te entiendo muy bien —replicó con aspereza—. Sabes que puedes
ganar. —No debería hablar así. Santángel le habría dicho que era una mala
estrategia ser tan franca—. Eres querido entre los amigos de Pérez y tu talento
es tan grande como el mío.
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—Juntos podríamos ser aún más grandes. —Cuando Donadei trató de
tomarle la mano, Luzia dio un respingo.
—Quieto —susurró furiosa—. Te va a ver tu ama. Y la mía.
Él retrocedió avergonzado.
—No… No conozco las costumbres de este lugar. Nunca lo he hecho.
Solo sé que no quiero cargar yo solo con el peso de las expectativas del rey.
Lo que le ha sucedido a Teoda podría sucedemos a cualquiera de nosotros.
—Ella es una hereje —dijo Luzia, porque era lo que debía decir.
—Si busca lo bastante lejos, si cava lo bastante hondo, la Inquisición
encontrará una excusa. No quiero vivir con miedo.
Luzia contempló el boceto del caballete. ¿Tan fácil resultaba reescribir un
instante? ¿Cambiar una historia que ella creía conocer? Una niña borrada con
el roce de un pulgar. Una criada transformada en guerrera santa. Dos rivales
convertidos en aliados.
—No quiero hacer esto solo, Luzia. No creo que pueda.
—Pero estamos solos —replicó ella mientras le daba la espalda—.
Siempre.
Una advertencia para el Príncipe de los Olivos. Y un recordatorio para sí
misma.
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Capítulo 39
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cuentas no le cuadraban. Ella no era una inmortal cuyos dones pudieran
transmitirse de generación en generación. Y si lo que más valoraba Santángel
era la libertad, ¿cómo podía renunciar a ella para romper la maldición?
Todavía estaba a tiempo de regresar a Madrid, de acudir a casa de Hualit,
de escapar. Se imaginó recorriendo los jardines hasta el establo, pidiendo un
caballo que a duras penas sabría montar. Era peligroso viajar por los caminos
sola, pero no tendría que ir muy lejos. Incluso podría pedirle a un mozo de
cuadra que la acompañara, ofrecerle algunas cuentas de su rosario a cambio.
Luzia ignoraba cómo pensaba su tía llevarla a Valencia sin que Víctor se
enterara, pero Hualit siempre había sido una mujer de recursos. Hallaría la
manera. Luzia vería el océano, subiría a un barco, escaparía de España, del
Santo Oficio, del rey. Estaría a salvo.
—Preferiría ser poderosa —susurró, aunque nadie pudiera oírla.
Cuando Valentina entró para ayudar a Luzia a desvestirse, esta le
preguntó:
—¿Me habéis llevado a los jardines para que hablara con Fortún Donadei?
Las manos de Valentina se quedaron quietas un momento y luego
continuaron desatándole los cordones.
—Así es.
—¿Por sugerencia de don Víctor?
—Doña Beatriz vino a hablar conmigo. Sugirió que una alianza podría
beneficiarnos a las dos.
¿Tan poca confianza tenía doña Beatriz en la capacidad de su campeón?
¿Y Valentina en la de Luzia?
—Creéis que voy a perder.
—No —contestó Valentina con cierta sorpresa—. Al parecer, eso a ti no
te pasa.
Luzia no pudo evitar reírse.
—Aún hay tiempo.
Pasaron al tocador para que Valentina le deshiciera el peinado; Luzia se
asombró de lo extraño que era que su ama la estuviera atendiendo a ella, de lo
deprisa que se habían acostumbrado a esa nueva rutina.
Valentina empezó a quitarle las horquillas.
—Pensé… Pensé que te placería hablar con él.
La idea de que Valentina estuviera haciendo de casamentera no se le había
pasado por la cabeza.
—No creo que doña Beatriz lo aprobara.
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—Ese vínculo no puede durar. No les conviene a ninguno de los dos, y
ella terminará siendo un hazmerreír.
—¿Lo mismo que me pasará a mí con Santángel?
Valentina soltó un murmullo de desaprobación.
—¿Es preciso que hablemos de él?
—¿Por qué no?
—Él no es natural.
—Tal vez no. Tal vez yo tampoco lo sea.
Luzia dejó escapar un siseo de dolor cuando Valentina le tiró con fuerza
del pelo.
—No digas esas cosas. Ni en broma. Una mancha en ti es una mancha en
todos nosotros.
Luzia la miró a través del espejo.
—Soltadme. Ahora mismo.
—Si tienes hijos con él, nacerán todos con cola —balbuceó Valentina.
—Al menos yo tendré hijos.
Luzia se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas. Valentina la
soltó, con la mirada súbitamente perdida, como una mujer que buscaba entre
una muchedumbre a una hija que jamás encontrará. Luzia se dio la vuelta en
el asiento y le cogió las manos.
—No he debido decir eso. Ha sido… No he debido decirlo.
Valentina pareció tambalearse un poco, como una hoja esperando en una
rama a que una racha de viento se la llevara.
—¿Tú…? ¿Tú has hecho que no pueda tener hijos? ¿Porque fui cruel
contigo? —preguntó sin mirar a Luzia.
—Fuisteis cruel, señora. Pero no poseo esa clase de poder.
Valentina asintió despacio. Luzia no sabía si estaba dándole la razón o
solamente decidiendo si era verdad o no que Luzia no la había vuelto
infecunda.
—Entonces no me puedes ayudar, ¿verdad? —preguntó.
¿Cuánto tiempo había retenido Valentina esa pregunta en la lengua,
tratando de reunir el coraje para dejarla libre?
—Lo siento —dijo Luzia, y estaba siendo sincera—. Ni siquiera sabría
por dónde empezar.
Valentina asintió de nuevo, con los labios apretados, como evaluando el
sabor de su decepción. Luzia creyó que iba a marcharse, pero se limitó a
retroceder de espaldas, movida por una marea invisible, hasta que su cadera
chocó con la cama. Se reclinó en ella.
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—A veces siento que me he pasado toda la vida anhelando.
—Igual que yo.
Valentina se sobresaltó, espantada por la idea de que Luzia tuviera sueños.
—¿Qué anhelabas tú?
—Dinero —respondió Luzia. Le alivió ver que Valentina se echaba a reír
—. A veces eran anhelos menores. Que llegara el día en que no tuviera suelos
que fregar, cortinas que sacudir ni gallinas que desplumar. Tener un marido
que me amara.
—Eso no es tan menor.
—No —reconoció Luzia—. Pero era incapaz de parar ahí. Ansiaba la
belleza, el poder, estancias llenas de gente, bullicio, viajes a tierras
misteriosas. Quería que me miraran y me admiraran.
—Vanidad.
—Vanidad y pereza y gula. Hasta el último de los pecados. Anhelaba todo
el tiempo. Aún lo hago.
—Yo pensaba que deseaba el lujo y la abundancia. Vestir prendas de
calidad, conocer gente de calidad. Pero ahora solo quiero irme a mi casa,
comer un cocido de Águeda y dejar de tener tanto miedo. Una parte de mí te
odia por habernos traído aquí.
Luzia enarcó una ceja.
—Sin duda vuestra merced se ha de odiar más a sí misma.
—Tal vez. La ambición es una cosa terrible. Cuando me casé con Marius,
mis padres estaban felicísimos. O más felices de lo que jamás los había visto.
Pero creo que una parte de él siempre me despreciará, por nuestra unión, por
mi apellido más bajo.
—Es un buen apellido. Romero. Tiene un buen significado.
—¿El que va en romería? —se burló Valentina—. Eso no es nada.
—Pero también es una planta —dijo Luzia, y la palabra «ruda» formó una
armonía silenciosa en su mente. Romero, ruda, hisopo y una pizca de azúcar
—. Te protege.
Valentina parecía escéptica, pero le hizo un gesto a Luzia para que se
girara y así poder terminar de deshacerle el peinado. Esta vez sus manos
destrenzaron y alisaron los cabellos de la joven con delicadeza.
Cuando terminó, dijo:
—Don Marius, don Víctor, Pérez, quizá el propio rey… En realidad son lo
mismo. Giran en su propia órbita mientras nosotras nos quedamos admirando
sus movimientos. Debes tener cuidado con… con Santángel.
Al parecer, hoy todo el mundo quería prevenir a Luzia.
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—¿Porque hizo un pacto con el diablo?
Valentina esbozó una mueca y negó con la cabeza.
—Porque es un hombre, Luzia.
Esa noche, Luzia dejó arder la lámpara de su mesilla mucho tiempo, deseando
que Santángel fuera a verla, recordando los nombres que había mencionado
Donadei para respaldar sus acusaciones. No los reconocía todos. Sabía de los
milagros de Isidro, de las predicciones de Piedrola, de la mística Isabel de la
Cruz, de Lucrecia y sus sueños. «Toda maldición requiere un sacrificio».
¿De verdad don Víctor había querido ser el benefactor de Donadei? ¿Cuál
había sido el papel de Santángel en esa empresa? ¿Cuál era su papel ahora?
En el palacio reinaba un extraño ambiente que parecía filtrarse por los
muros; una sensación de abandono, como si hubieran recogido los muebles,
retirado los cuadros y tapiado las ventanas. La mente de Luzia trazó el camino
hasta el establo. Se vio a sí misma cabalgando en un caballo blanco por una
carretera bañada por la luna. ¿Estaba siendo una necia al quedarse, al
jugárselo todo a sus propios talentos y a un príncipe maldito?
¿Cómo iba a diferenciar el amor del deseo? Era como plantar salvia junto
a una dedalera, tratar de distinguir las hojas cuando las dos matas aún eran
nuevas. Las dos podían ser un remedio si sabías cuál era cuál. Santángel era
peligroso, sí, pero ¿lo era para Luzia? Había yacido con ella en esa misma
cama. Había susurrado su nombre. Un asesino que hablaba con los alacranes,
que aparecía en lugares donde no debería estar. Santángel era un horizonte
que ella aún no conocía. ¿Por qué seducir a una muchacha de escasa belleza y
conocimiento, a menos que fuera para controlarla? ¿Por qué unirse a una
plebeya, a menos que ganara algo a cambio?
Tenía que haber una manera de seguir adelante, una oportunidad de,
cuando menos, sobrevivir. Y si Luzia había sido lo bastante ingenua como
para querer algo más, para anhelar el amor en lugar de trazar planes, podía
dejar a un lado esas esperanzas. Las ratas no podían soñar con el océano si
querían sobrevivir al gato.
Luzia casi salió de la cama de un salto cuando oyó que llamaban a la
puerta.
Don Víctor estaba en el pasillo a oscuras; su capa negra se fundía con las
sombras de tal modo que su rostro alargado parecía flotar en la penumbra.
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Ella retrocedió para ocultar su cuerpo tras la puerta, avergonzada de la
delgada tela de su camisa y las implicaciones de su desnudez.
—Esperaba a doña Valentina —mintió.
Don Víctor la observó con sus ojos fríos.
—Santángel está haciendo un recado para mí. He juzgado conveniente
que te centres en la tarea que te aguarda.
Así que don Víctor lo sabía, igual que Donadei. ¿Santángel se lo había
contado a su amo? ¿O había sido su amo quien le había encargado seducirla?
La idea se le enganchó bajo las costillas como un garfio. Debería estar presa
de la desesperación, pero solo sentía enojo.
—Estate presta para salir mañana a primera hora —ordenó don Víctor.
—¿Se ha desvelado ya dónde será la tercera prueba?
Él ignoró su pregunta.
—La posición de Pérez con el rey es aún más precaria de lo que creía.
Pero todo esto no será en vano. Mañana estarás extraordinaria, tan
extraordinaria que al rey no le importará quién haya descubierto tal tesoro;
serás una veta de oro tan rica que no tendrá más remedio que explotarte. Pérez
dejará de concernirnos.
—¿Os olvidáis de Fortún Donadei, señor? Su talento es tan grande como
el mío, tal vez más.
—Aquí solo importa el poder de Dios.
Pero no se refería a Dios. Se refería a Santángel y a la suerte que siempre
había estado a su servicio.
—Haré cuanto pueda.
—¿Eres consciente de la espada que tienes sobre la cabeza? También
pende sobre el cuello de tu tía.
Luzia se esforzó por disimular su sorpresa. ¿Don Víctor siempre había
sabido que Hualit y ella estaban emparentadas?
—Puedo despojarla de su respetabilidad —prosiguió él—. Puedo
arrebatarle todo lo que ha ganado con ese astuto coño suyo. De eso son
capaces mi dinero y mi influencia.
Intentaba asustarla. Pero Luzia no iba a dejarse engatusar; no revelaría
que estaba al corriente del viaje de su tía a Venecia. Pronto Hualit embarcaría
hacia Tesalónica y quedaría fuera del alcance de Víctor de Paredes.
Mantuvo la cabeza gacha.
—Entiendo, señor.
El silencio pareció extenderse entre ambos en aquel pasillo a oscuras.
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—Santángel te tiene cariño —dijo finalmente—. Siempre le han gustado
las criaturas débiles y rotas.
—Creo que me hallaréis muy robusta. Casi todos los sirvientes han de
serlo para sobrevivir.
—Robusta cual cazuela. Quizá tenga su gracia yacer con alguien de tan
baja ralea, pero es una perversión que a mí nunca me ha interesado.
—Cuánto debéis de odiarlo. —Las palabras se le escaparon, y la
sensación le gustó tanto que se dejó llevar—. Os ha robado toda posibilidad
de descubrir qué clase de hombre seríais sin él.
Don Víctor le propinó una bofetada tan fuerte que Luzia soltó la puerta y
se tambaleó. Se llevó una mano a la mejilla.
—Robusta, en efecto —dijo él—. Confío en que puedas usar tus talentos
para curar cualquier marca o herida. Una cualidad maravillosamente
conveniente.
«Podría matarlo», pensó Luzia. «Podría empalarlo en una estaca de
rosas».
En vez de eso, hizo una reverencia; ya no le angustiaba su fina camisa, ni
que don Víctor supiera que esperaba una visita de Santángel.
—Sí, señor —dijo en voz baja, con humildad. Cuando levantó la vista,
advirtió la expresión incómoda de él. ¿Pensaba que Luzia iba a montar en
cólera? ¿A acobardarse? ¿A venirse abajo por una sola bofetada? Los criados
aprendían a sobrevivir de muchas maneras. Luzia contaba con años de
experiencia aguantando, llevando la cuenta de los insultos. Aún no estaba
segura de lo grave que era ese agravio, pero esperaría hasta tener aliados lo
bastante poderosos para protegerla, hasta que llegara el momento preciso de
que Víctor de Paredes supiera exactamente la clase de enemiga que se había
granjeado.
—No te descuides mañana —dijo don Víctor—. Espero milagros.
Luzia sonrió. Sabía que tenía los dientes ensangrentados.
—Pues rezaré por que Dios escuche vuestras plegarias y las mías.
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Capítulo 40
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¿Y dónde estaba Santángel?
Marius aguardaba frente a la carroza de De Paredes para ayudarlas a subir.
—¿Don Víctor no nos acompaña? —preguntó Valentina con clara
preocupación.
—Al parecer no —respondió Marius.
Ahora los Ordoño también la veían: la distancia que estaba marcando don
Víctor para protegerse. Él iba montado en un gran capón gris; vestía una
túnica ornamentada con cordones de hilo de oro y joyas de todos los colores
del blasón de Felipe. No era un gesto sutil, pero tal vez al rey no le gustaran
las sutilezas.
Luzia echó un último vistazo a la multitud y, a regañadientes, se sentó en
la carroza. Quizá don Víctor deseara mantenerla separada de Santángel, pero
Luzia sospechaba que no le prohibiría a su familiar asistir a la tercera prueba.
—¿Sabemos ya a dónde vamos? —preguntó mientras las ruedas de la
carroza comenzaban a girar.
—Solo lo sabe el cochero de la primera carroza —dijo Marius.
Luzia vio pasar los jardines, luego las puertas de La Casilla, y de pronto
avanzaban más deprisa por la campiña; los cascos de los caballos retumbaban
al pisar los caminos de tierra. Iban en dirección al oeste, alejándose aún más
de la ciudad a través de colinas áridas y dehesas. Luzia se repetía que debía
estar agradecida por estar viendo algo más del mundo aparte de su diminuto
rincón de Madrid y los confines de La Casilla. Nunca había imaginado que el
esplendor de un palacio llegaría a hacérsele pequeño.
Ojalá hubieran podido abrir las ventanillas. Luzia se conformó con
contemplar los cristales empañados por su aliento mientras se obligaba a
repasar cada uno de sus refranes.
Tardaron demasiado poco en torcer por una carretera más estrecha, y los
caballos tuvieron que aminorar el paso. Había frondosos bosques a ambos
lados, con árboles delgados de blanca corteza cuyas hojas acababan de
empezar a cambiar de color; el verde daba paso a súbitas exclamaciones
amarillas y naranjas.
Marius dio unos toques con el dedo en la ventanilla.
—Estamos en Las Mulas. Es un antiguo coto de caza.
—¿Luzia va a tener que cazar? —preguntó Valentina—. ¿O…? ¿O
combatir con bestias?
Luzia quiso decirle que estaba siendo ridícula, pero en realidad no tenía ni
la menor idea de lo que podía aguardarle ni de las formas que podían adoptar
los caprichos de un rey. Encontraría la forma de proporcionarle a Felipe
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aquello que requiriera. Eso no había cambiado, independientemente de lo que
opinara Santángel o lo que ideara don Víctor.
—¡Mirad! —exclamó Valentina.
Una reluciente extensión de agua acababa de aparecer ante ellos,
reflejando el cielo otoñal, azul y sin nubes. El lago estaba tan liso e inmóvil
que Luzia sentía que podía extender el brazo y despegarlo de la tierra. En un
extremo había una especie de cobertizo, detrás del cual un rebaño de ovejas
pastaba en un prado. En las orillas se veían los restos de un antiguo
embarcadero, con los tablones podridos desperdigados entre los altos juncos.
—¿Quizá el rey pretenda organizar una batalla naval? —sugirió
Valentina.
Luzia lo dudaba. Felipe no había tenido mucha suerte en ese terreno.
Mientras salía de la carroza, Luzia vio que habían erigido un gran tablado.
Las maderas estaban muy pulidas y el palio era de seda roja y amarilla, con
asientos de terciopelo acolchado. Parecía más robusto que la mitad de las
casas de Madrid, y resultaba el doble de imponente.
Habían colocado unos largos bancos a poca distancia, y varios grupos de
invitados ricamente vestidos estaban reunidos cerca de la orilla. Reconoció a
varios de La Casilla, incluida Quiteria Escárcega, que llevaba otro de sus
extravagantes jubones acolchados, aunque Luzia no vio por ninguna parte al
joven que solía ir siempre detrás de ella. También había rostros nuevos.
¿Serían amigos del rey o de Antonio Pérez?
El propio Pérez se encontraba rodeado de sirvientes y cortesanos. Miró a
Luzia y asintió de manera casi imperceptible, con una leve sonrisa en los
labios. Parecía cómodo y confiado, pero Luzia sospechaba que habría tenido
ese aspecto incluso en una sala llena de cocodrilos.
—Luzia. —Santángel emergió del bosque, montado en el mismo caballo
negro que la noche de la malograda función de títeres. Tenía el cabello claro
revuelto, y su montura resoplaba y golpeaba el suelo con los cascos.
Luzia miró de reojo a Marius y Valentina, pero los Ordoño ya estaban
conversando con los demás invitados y no les prestaban atención.
Él apoyó la mano en el flanco del caballo para calmarlo.
—Cuando me di cuenta de que tu carroza ya había salido, me adelanté a
caballo.
—¿Dónde estabas?
—Dormido, recobrándome de una dosis de veneno. Así es como Víctor se
asegura de que no interfiera en sus asuntos.
Luzia no sabía si debía creerle.
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—¿Me habría negado tus fuerzas durante la última prueba?
—Me habría negado a mí la oportunidad de verte, confiando en que mi
influencia bastara para darnos la victoria. Luzia…
—Anoche vino a verme.
Santángel se quedó muy quieto. Vestía de terciopelo negro, como ella,
pero incluso él había hecho ciertas concesiones a la magnitud de la tercera
prueba: un cordón de hilo de plata le cruzaba el pecho; lo llevaba prendido en
el hombro con un pesado broche con el emblema de los De Paredes, una torre
labrada en plata.
—¿Con qué propósito?
—Advertirme de que no debo fracasar.
—Luzia…
Pero don Víctor ya se dirigía hacia ellos, ignorando los saludos de Marius
y Valentina.
—Ya basta de palabras de amor —les dijo—. Reclaman a la criada en la
orilla del lago.
Santángel asintió con firmeza.
—Yo la escoltaré.
—Tú te quedas conmigo. Sabe arreglárselas sola.
—Entonces, deberías haber usado una dosis más fuerte.
—¿Va…? —balbuceó Valentina—. ¿Va todo bien?
—¿Les importa que me presente? —La autora de comedias se había
separado del enjambre de invitados. Con su penacho de plumas rayadas
graciosamente ladeado, parecía un personaje de alguna de sus obras.
Don Víctor agitó la mano con displicencia.
—La criada no gusta de formalidades, señorita.
—Tenía muchas ganas de conocer a la monjita. —Sus palabras eran para
Luzia, pero su mirada estaba clavada en Valentina.
—Es un honor —dijo Luzia con una reverencia; tenía la mente demasiado
ocupada con las amenazas de don Víctor, las advertencias de Donadei, los
temores de Valentina—. En nuestro humilde hogar se habla mucho de vuestro
trabajo.
—¿Has asistido a alguna de mis obras?
—Nunca he estado en un teatro.
—¡Qué escándalo! —declaró Quiteria—. ¿Y vuestra merced, doña
Valentina?
—Mi esposa y yo hemos estado en el Corral del Príncipe —contestó
Marius.
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Quiteria lo miró como si fuera un pez con pinta de estar pasado.
—¿Ah, sí? Qué tradicionales. Si alguna vez precisan diversiones de
verdad, han de acudir a uno de mis salones.
Sonrió a Valentina, inclinó la cabeza y se marchó.
—Qué mujer tan inusual —comentó Valentina. Le brillaban tanto los ojos
como la mañana en que habían recibido la invitación a La Casilla.
—Una insolente —dijo Marius—. Una infame, en realidad. Se rumorea
que tiene la mirada puesta en otra conquista. Otra alma que corromper.
Tuvieron que mandar a Camila Pimentel a Sevilla y casarla con un lanero
para evitar la deshonra.
—Si tan terrible es, ¿por qué el tribunal no la ha procesado? —preguntó
Valentina.
—¿Quién sabe? Su padre es gran amigo de fray Diego. Quizá posea
reliquias y se las haya prometido al rey.
A Luzia le traían sin cuidado los chismorreos de Marius y la autora de
comedias. Necesitaba pensar qué relación podía tener el lago con la prueba.
Necesitaba hablar con Santángel.
El trueno de unos cascos que se aproximaban resonó en el bosque y la
multitud se giró, se revolvió y se colocó en orden, disputándose los mejores
lugares ante la llegada del rey.
Unos soldados irrumpieron en el claro, seguidos por criados cuyo informe
llevaba pendones con el escudo real. La comitiva era magnífica, pero no tanto
como esperaba Luzia, y un momento más tarde comprendió por qué. Había
oído que el rey estaba débil y enfermo, pero el hombre que salió de la carroza
era corpulento y se movía como un buey obstinado al labrar un campo.
—¿Un cura? —preguntó Luzia. ¿Habían enviado a más sacerdotes para
ponerlos a prueba a ella y al Príncipe de los Olivos?
—Mateo Vázquez de Leca —dijo don Víctor con tono perplejo—. El
secretario del rey. El sustituto de Antonio Pérez.
Luzia se arriesgó a echar una mirada a Pérez. No vio ningún cambio en su
actitud, pero una nueva tensión se había apoderado de quienes lo rodeaban.
—Pero… —protestó Valentina, mirando hacia la carretera y el bosque sin
perder la esperanza—. Entonces, el rey…
—El rey no va a venir —la interrumpió don Víctor. Su calma desconcertó
a Luzia. Era un hombre al que no le gustaba que le llevaran la contraria, pero
por su forma de hablar se diría que solo había perdido una partida de naipes
—. Nuestro rey ha enviado al rival de Pérez en su lugar. Al hombre que
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desterró a la princesa de Éboli y que aspira a que don Antonio también sea
desterrado o ahorcado por traidor.
Un estremecimiento recorrió a los invitados mientras Vázquez de Leca
subía al tablado. Con un leve resoplido, se dejó caer en el enorme sillón
destinado al rey, rodeado de cortesanos y consejeros. Se inclinó hacia un lado
y le hizo una seña a Pérez, como si el anfitrión fuera él y Pérez poco más que
un criado que tardaba demasiado en servirle el vino.
—¿La prueba va a continuar? —preguntó Luzia.
—Para ti no ha cambiado nada —le espetó don Víctor—. Derrota a
Donadei. Hazlo de una manera rotunda. Competirás y actuarás de forma tan
espectacular que Vázquez no tendrá más remedio que llevarte ante el rey, de
forma tan espléndida que ansiará presentarle a una criada fea y costrosa y
exigirle que la convierta en la campeona sacrosanta de España. Así de bien
has de hacerlo. Tu vida, la vida de tu tía y el porvenir de tu amante dependen
de ello. Así que pórtate bien o yo me veré obligado a portarme mal.
Valentina se quedó sin aliento. Incluso Marius parecía sorprendido.
—¿Ya has terminado de asustarla? —preguntó Santángel.
—No lo sé —gruñó don Víctor—. ¿Ya estás lo bastante asustada,
monjita?
Luzia asintió.
—Pues ve. —Se volvió hacia Santángel—. Y, si me falla, ahógala en el
lago.
Don Víctor ya había renunciado a toda fachada de cortesía, y eso
preocupaba a Luzia; no porque su verdadera naturaleza fuera una sorpresa
para ella, sino porque algo había cambiado. ¿Era por la ofensa del rey?
¿Porque el torneo tocaba a su fin? ¿O por alguna nueva amenaza que Luzia no
veía venir?
Santángel la apartó del grupo.
—Cuéntame lo que te dijo anoche.
Luzia resistió el impulso de refugiarse bajo la capa negra de Santángel.
Ahora no podía permitirse ser débil.
—Me advirtió que me alejara de ti. Y no fue el primero.
—¿El Príncipe de los Olivos ha retomado su campaña contra mí?
—Sí. Y Valentina también. Dice que nuestros hijos nacerán con cola.
—Yo no puedo engendrar hijos.
—¿No puedes?
—Luzia, no seas tonta. Si hubiera sido capaz de darte un hijo, nunca
habría pasado la noche en tu cama. —Ella no supo qué decir. ¿Debía estar
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contenta? ¿Agradecida?—. ¿Por qué me miras como si te hubiera insultado?
—preguntó Santángel—. Nunca pondría en peligro tu reputación de esa
manera.
Luzia se había dejado distraer. No sabía cuánto tiempo le quedaba antes
de que empezara la prueba, y no quería seguir pensando en hijos ni en futuros
perdidos que nunca llegarían.
—¿Don Víctor quería tener a Donadei como campeón? —preguntó.
Santángel la miró con expresión inescrutable.
—Víctor tenía la idea de hacerse con una casa de fieras, una colección de
personas como nosotros. Y el torneo no hizo sino añadir urgencia a sus
intenciones.
—¿Cuántas de esas personas terminaron en las celdas de la Inquisición?
—Demasiadas.
—¿Por tu culpa?
Esta vez Santángel se detuvo y se giró para mirarla.
—¿Qué es lo que piensas que he hecho?
—No lo sé exactamente. Solo sé que no quiero que me pase lo mismo a
mí.
—Algunos eran farsantes. Otros tenían poder, pero no sensatez. Fueron
sus propias palabras heréticas las que atrajeron el interés de la Inquisición.
Víctor vislumbró tu potencial para la grandeza mucho antes que yo. Creyó
que podías ganar el torneo y abrirle el camino para obtener un título.
Luzia vio que Donadei y doña Beatriz esperaban junto al embarcadero
ruinoso, pero no estaba preparada para pensar en alianzas.
—No terminaste de contarme el cuento —dijo—. Hazlo ahora. Dime
cómo terminó el príncipe maldito.
Santángel la observó con sus extraños ojos.
—Para que él sea libre, ha de forjarse un pacto nuevo.
—¿Por eso me elogiaste y te acostaste conmigo? ¿Para que yo te amara?
¿Para que ocupara tu lugar al servicio de Víctor?
La carcajada de Santángel fue grave y amarga.
—Yo no busqué nada de esto. No quería desearte.
—Ibas a entregarme a Víctor.
—Ese era el precio.
—Pues dime que no lo has considerado. —Era una súplica patética.
«Miénteme, déjame creer en ti un poco más».
Pero Santángel le había prometido decirle la verdad, y ahora no iba a
transigir.
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—Lo he hecho. Cada día y cada noche.
No había angustia. No había rechazo a su propio egoísmo. Y, a pesar del
dolor de Luzia, también había cierta satisfacción. Nunca había existido
vergüenza entre ellos. Nunca la habría.
—Debí contártelo todo —dijo él—. Debí hablar antes contigo. No entendí
la trampa que me había tendido el destino hasta que ya era tarde.
—Víctor te ha engañado, Santángel. Nunca consentirá un intercambio
como ese. Yo no soy inmortal. No puedo servir a sus hijos ni a los hijos de
sus hijos.
—¿Qué es la muerte para una mujer capaz de curar toda herida? —
preguntó él con calma—. ¿Para una mujer capaz de curar toda enfermedad…,
incluso el tiempo?
Luzia notó que se le escapaba el aire, como una puerta al cerrarse de
golpe. La mañana era fresca y el sol brillaba. Se vio a sí misma, una mujer
vestida de negro junto a un bosque otoñal, al lado de su amante, frente al
espejo del lago. El estrado, los invitados con sus trajes de terciopelo y sus
plumas, el ceñudo Vázquez bajo el palio de seda.
La noche anterior, Víctor se había estado burlando de ella. Había dicho
que su don podía curar cualquier marca o herida. «Una cualidad
maravillosamente conveniente».
Ahora reconocía la mirada de compasión de Santángel. La había visto en
el patio el día en que había hecho crecer la parra, la primera vez que había
sentido la influencia que él ejercía sobre ella, cuando había empezado a intuir
la magnitud que podía alcanzar su poder. ¿Cómo sería vivir eternamente?
¿Cómo iba a saberlo ella, que apenas había vivido?
—No lo haré —dijo por fin—. No haré ese pacto con él. Ni por ti ni por
nadie.
—Yo no te lo pediría nunca. Pero Víctor tiene un don para las decisiones
imposibles. Intrigará y maniobrará hasta que él sea tu única opción, hasta que
tenga tu vida en sus manos.
¿Por eso había ordenado a Hualit que se fuera? ¿Para cortarle a Luzia
todas las vías de escape?
—Pero puedo rechazarlo.
—No lo harás. Tú y yo somos demasiado similares. A pesar de todas las
miserias que hay en este mundo, no quieres abandonarlo. Para sobrevivir,
accederás al mismo pacto que hice yo una vez. Renunciarás a aquello que
menos valoras.
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¿Qué sería eso? ¿La magia, que no le costaba ningún esfuerzo, que carecía
de las penalidades del latín y la aritmética? ¿La libertad, que Luzia no había
conocido nunca?
—¿Y tú? —preguntó—. Deberás renunciar a aquello que más valoras para
romper la maldición. ¿Cómo puede funcionar si lo que más valoras tú es la
libertad?
—Eso era antes, Luzia. Lo fue durante mucho tiempo. Pero las
maldiciones son crueles.
Luzia sintió que acababa de arrojarse por un precipicio. Durante un
momento tuvo la ilusión de que volaba. Las palabras de Santángel eran alas y
su significado la transportaba, la dicha de un amor correspondido. Ella era lo
que Santángel atesoraba. Ella era lo que más valoraba.
Pero no había alas. No volaba. Solamente caía. Santángel había planeado
entregársela a Víctor de Paredes a cambio de su libertad, igual que Tello lo
había traicionado a él. ¿Luzia no podía tener ni siquiera la promesa del amor?
¿Por qué les ocurría a las protagonistas de los romances, a los poetas y
dramaturgos, pero nunca a ella?
—¿Y si mato a Víctor? —murmuró—. ¿Y si termino con todos estos
pactos y maldiciones de una puñalada en el corazón?
—Aunque tuvieras voluntad para tan sangrienta tarea, no serviría de nada.
He visto a incontables enemigos intentar destruir a De Paredes. Jamás tienen
éxito. Más les aprovecharía dañarme a mí. Pero si no pueden ver el blanco, no
pueden apuntar bien.
—¿Entonces debería matarte a ti?
—Eso acabaría con todo. Si fueras capaz. Luzia…, hay otro modo.
—Dímelo.
—Pierde. Fracasa, y hazlo de manera espectacular, bochornosa. Humíllate
de manera tan absoluta que Víctor ya no quiera tener nada que ver contigo.
—¿Esa es tu solución? ¿Querrías verme humillada?
—Querría verte libre.
Sonaron trompetas en la orilla; Luzia vio que el Príncipe de los Olivos
besaba la mano de doña Beatriz. El cortesano barbirrojo de Pérez le hacía
señas frenéticas a Luzia para que ocupara su lugar junto al agua.
En la tarima elevada, Vázquez se puso de pie con desgana para hablarles.
—Ve —dijo Santángel—. Gana o pierde. Haz lo que debas.
—Aún no sabes lo que puedo hacer —contestó Luzia, y echó a andar con
decisión hacia la orilla.
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Capítulo 41
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cargaban el agua escaleras arriba. Lo que sintiera Luzia mientras hacía todo
eso no le importaba a nadie. Solo existía la tarea que tenía enfrente, y la única
forma de seguir adelante era la misma de siempre: ganar.
Pero ¿cómo? Vázquez no quería dejarse impresionar, y eso significaba
que Luzia debía recurrir a alguna clase de espectáculo que lo despertase de su
desdén. Podía hervir el agua del lago como si fuera un gran caldero, pero
quizá eso recordaría demasiado al infierno. Podía hacer crecer los nenúfares
hasta llenar el lago o derribar los árboles de la orilla.
—No lo entiendo —susurró Donadei mientras Luzia se colocaba a su lado
—. ¿Dónde está el rey? ¿Por qué nos insulta de este modo? Hemos hecho
cuanto nos han pedido.
Su voz sonaba desesperada. Veía escabullirse su oportunidad de ser libre
de doña Beatriz. ¿Qué era peor? ¿Ser objeto de un amor tan ávido que
solamente un rey podía liberarte de él? ¿O saber que el hombre que más te
quería había considerado condenarte por toda la eternidad?
—Donadei —dijo Luzia—, ¿tu oferta de alianza sigue en pie?
Él se irguió.
—¿Hablas en serio?
—Me lo estoy pensando.
Él le dio la mano.
—Quédate a mi lado. Los dos sabemos qué se siente cuando te utilizan.
Juntos podemos ser más grandes que cualquier título o apellido noble.
Más poderosos que Víctor de Paredes o doña Beatriz. Protegidos y
valorados por el rey. Quizá no significaría nada. O quizá fuera suficiente para
desbaratar todas las maquinaciones y los ardides de don Víctor.
—Te lo ruego, Luzia —suplicó Donadei—. Seguro que en ese glorioso
porvenir cabemos los dos.
—En tal caso, mostrémosles algo hermoso —dijo Luzia—. Algo tan
milagroso que ni el rey ni Vázquez puedan ignorarnos.
—Dime cómo.
—Él es un clérigo —dijo Luzia—. Le construiremos un crucifijo sin par.
Un crucifijo que le hará tener fe.
Donadei le dedicó una sonrisa triunfal.
—¿Juntos?
—Juntos —repitió Luzia—. Empecemos por la reverencia.
Se inclinó ante Vázquez, pero no repitió el gesto con Pérez. El juego había
cambiado y Luzia jugaría con las reglas que tenía delante.
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—¡Por Dios y por la gloria de nuestro rey! —declaró, sorprendida de la
potencia de su voz, que se extendió sobre la multitud como si su ira hubiera
construido un andamio bajo sus pies para alzarla.
Luzia se volvió hacia el lago y tarareó en voz baja, hallando enseguida el
viejo hechizo de curación. Las tablas del embarcadero estaban podridas, así
que primero había que repararlas, restaurarlas con la misma facilidad con la
que se podía remodelar un cáliz o recomponer una lengua rajada. Después
permitió que la canción cambiara. Moldeó palabras nuevas en su mente, el
refrán que solía usar para multiplicar los huevos y las cebollas de su cesta
mientras regresaba del mercado: «Que halles amigos allá donde vayas».
Ojalá eso fuera tan sencillo. Luzia dejó que su voz se alzara; era una
súplica para su tía, que iba al encuentro de un nuevo futuro, y también una
plegaria para sí misma. Ahora necesitaba amigos y, si los tablones de ese
embarcadero querían ser sus robustos aliados, les estaba agradecida.
Empezó a dar palmas y comprobó con alivio que el público la imitaba.
Miró a los ojos a Donadei mientras avanzaba por el embarcadero, animándolo
a seguirla, y este así lo hizo, vihuela en mano, hacia el interior del lago. Tocó
un acorde, usando la vihuela como si fuera una guitarra. Los peces empezaron
a saltar desde el agua al ritmo de la música, trazando arcos alrededor de los
dos.
Luzia continuó multiplicando las tablas, creando un camino que se iba
desplegando cual alfombra, tablón tras tablón, hasta que Donadei y ella se
detuvieron en el centro del lago.
Pero ¿cómo ensamblar la cruz? Las palabras entraron de un brinco en su
cabeza, como si también fueran peces. El Dio es tadrozo ma no es olvidozo.
«Dios tarda, pero nunca olvida».
Luzia veía el contorno de esas palabras en su mente. Eran un templo, una
luna creciente sobre una cúpula, una mano alzada contra el mal de ojo, una
cruz. Los tablones se extendieron y multiplicaron a su alrededor, invadiendo
el lago, y luego se apilaron unos sobre otros a un ritmo que coincidía con el
de sus palmadas.
—¡Más grande! —coreó Donadei, rasgueando la vihuela mientras unos
pájaros negros piaban y revoloteaban en lo alto—. ¡Hazla tan grande que la
vean desde Madrid!
La cruz ya se alzaba muy por encima de ellos; las tablas húmedas
goteaban mientras los peces daban saltos junto a la base y los pájaros
cantaban y volaban en círculo a su alrededor, formando una corona.
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En la orilla del lago, la multitud prorrumpió en aplausos. Vázquez se
había puesto de pie y estaba inclinado sobre el balcón.
—¡Ya son nuestros! —exclamó Luzia.
—Gracias —dijo Donadei—. Estaba seguro de que tú sabrías llamar su
atención. —Entonces se giró hacia el público que aguardaba en la orilla—.
¿Acaso el rey quiere símbolos? ¿O prefiere barcos?
Tocó un acorde resonante con su vihuela, y mientras la música flotaba en
el aire, se llevó una mano a su crucifijo de oro y lo levantó. Los pájaros del
cielo graznaron en respuesta; sus alas parecieron alargarse y sus cuerpos de
gorrión se transformaron en aves marinas, zancudas y de afilado pico.
—¿Qué haces? —gritó Luzia para hacerse oír sobre el alboroto de los
pájaros.
—Lo que debo. —Los dedos de Donadei brincaron por el mástil de la
vihuela. La bandada se multiplicó, formando un ejército de aves que
revoloteaban alrededor de la cruz. Apresaban los tablones entre las garras, los
arrancaban y les daban una nueva forma—. Mi don es para el mundo de los
vivos, no para jugar con objetos y baratijas como tú.
Los pájaros se movían cada vez más deprisa, subiendo y bajando en un
torbellino frenético, y solo cuando empezaron a apartarse, cuando sus giros se
hicieron más amplios, cuando sus alas aprovecharon las corrientes para
elevarse, Luzia logró ver lo que habían creado.
La inmensa cruz se había convertido en un galeón. Unas velas de plumas
negras ondeaban en sus mástiles, y en las bordas se veían negros cañones
hechos de anguilas vivas. La cruz maciza y solemne de Luzia, transformada
en algo majestuoso y aterrador. En algo útil.
Esta vez la sonrisa radiante de Donadei era astuta. Presionaba el crucifijo
de oro contra su pecho, como si el mismísimo Dios cantara a través de las
cuerdas de su vihuela.
—Al fin y al cabo, esto es una competición.
—Malparido —gruñó Luzia. El muy hideputa la había engañado. Había
alentado sus dudas sobre Santángel, pero, lo que era peor, la había hecho
dudar de su propio talento. Había fingido estar tan asustado y sentirse tan
vulnerable como ella. Había conseguido que Luzia malgastara su turno.
Luzia se quedó en el embarcadero de madera que había erigido,
impotente; sabía el aspecto que debía de tener, con sus pobres tablones
temblando a la sombra del magnífico buque de guerra de Donadei.
Al final había perdido.
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¿Santángel creería que lo había hecho adrede? ¿O sabría que Donadei la
había empujado a ponerse en ridículo?
Valentina se llevaría una decepción.
Don Víctor se pondría furioso.
Y Luzia también lo estaba.
Pero había algo en el movimiento de esas anguilas, en las plumas, en las
aves zancudas, que Luzia reconoció.
—Fuiste tú quien dio vida a las sombras. Tú nos atacaste a Gracia y a mí
en el retablo de títeres.
¿Cómo? Donadei no había tocado música, no había creado canción
alguna. Ella lo habría oído de ser así. Pero entonces Luzia se dio cuenta de lo
tonta que había sido. Donadei había empleado el mismo truco que ella. La
música era un disfraz, un vehículo para las palabras que tenía en la mente.
Luzia ignoraba qué lengua empleaba Donadei para obrar sus milagros,
pero ahora veía que su magia carecía de verdadera sustancia: pájaros que
cantaban, pero no respiraban; criaturas de sombras que se desvanecían al
apagarse las luces. Ilusiones. Por eso la necesitaba a ella. Luzia le había
proporcionado toda la materia que precisaba, madera suficiente para construir
un galeón entero.
Quería partir a Donadei por la mitad como si fuera una granada, pero no
podía, no a plena vista de la multitud.
—Lamento que no sigamos siendo amigos —dijo él sonriendo mientras
sus aves chillaban y volaban en lo alto, mientras las velas de su barco de
guerra se hinchaban con un viento invisible—. Es verdad que te pareces a las
mozas de mi pueblo. Tostadas por el sol y tan sólidas como una hogaza de
pan.
Luzia le devolvió la sonrisa. Señaló el gran crucifijo de oro y sus
resplandecientes gemas verdes.
—Por mí no te preocupes, Fortún. —Y entonces, con palabras que habían
empezado en español y se habían ido transformando bajo un sol extranjero,
palabras consolidadas con tinta y transportadas por mar hasta las manos
expectantes de su tía, Luzia añadió—: Onde iras, amigos toparas. —«Que
halles amigos allá donde vayas».
Aquella era la magia que valía para tablones, alubias, huevos y cabezas de
ajo, pero que convertía el cobre en arañas y la plata en avispones. Porque la
magia nunca era algo fácil; porque la comida era comida, pero las monedas
no eran nada sin la avaricia de los hombres.
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Las gemas de los cuatro extremos de la cruz de Donadei saltaron de sus
engastes. Unas alas irisadas les brotaron del lomo mientras sus gruesos
cuerpos de escarabajo alzaban el vuelo, zumbando alrededor de su rizada
cabellera. A los rubíes que le adornaban los hombros les salieron patas; unas
gigantescas hormigas rojas se irguieron y corretearon hacia su cuello.
Donadei dejó escapar un alarido y soltó el crucifijo que se le deshacía en
las manos, convertido ahora en un trémulo montón de arañas doradas.
Empezó a dar manotazos a los insectos, golpeándose el pecho y sacudiéndose
el cabello para librarse de ellos, perdida ya la melodía de su preciada vihuela.
El terror había expulsado de su mente cualquier palabra.
Los pájaros, las anguilas y los peces se desvanecieron alrededor de ellos.
El barco empezó a quebrarse.
—¡No! —gritó Donadei, tratando de asir de nuevo el mástil de la vihuela
para buscar la canción y sus palabras secretas.
Luzia oyó gritos y voces de la multitud. Donadei se giró hacia ella.
—Puta mentecata.
Luzia se echó a reír.
—Pero lo bastante lista como para saberme tu nombre, Fortún. ¿Crees que
ahora Vázquez está pensando en la armada que perdió Felipe ante la reina de
Inglaterra? ¿Crees que te dará las gracias por recordarle cómo se hunde un
barco español?
Donadei rugió y le dio un empujón. Luzia perdió pie e hizo aspavientos, a
punto de caer a las turbias aguas. Donadei la golpeó de nuevo y Luzia llamó a
los tablones, luchando por mantener el refrán en su mente mientras el pánico
crecía y la canción trataba de dividirse.
No, hoy no iba a perder la lengua ni la vida por culpa del miedo. Cantó a
los tablones para que, uno tras otro, formaran un camino que la devolviera a
la orilla. A su espalda oía el estruendo que hacían los trozos del barco de
Donadei al hundirse en el agua; los mástiles se desmoronaban, las velas de
plumas se deshacían.
Luzia echó a correr. En cuanto sus pies tocaban uno de los tablones de
madera, lo arrojaba a un lado para que Donadei no pudiera seguirla, para
dejarlo a merced del lago. Que sus peces lo llevaran hasta la orilla si podían.
¿Había ganado ella? ¿O él? ¿O Vázquez renegaría de ambos por aquel
juego mezquino? Ahora no podía pensar en eso.
Pero delante, en la orilla, reinaba la confusión. La multitud se había
alejado del agua, y algunos parecían huir hacia los bosques, perseguidos por
los soldados del rey. Vázquez bramaba desde el escenario.
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Luzia tropezó y cayó de bruces en las aguas poco profundas de la orilla.
De pronto Santángel apareció ante ella y la levantó.
—¿Lo has visto? —preguntó Luzia sin aliento—. ¿Has visto lo que ha
hecho?
—No importa —replicó él, sacándola a rastras del lago para conducirla
hasta donde aguardaba su caballo—. Antonio Pérez ha escapado. Ha usado la
prueba como distracción. Los hombres del rey están prendiendo a cuantos
pueden. ¿Sabes montar?
Luzia trataba de encontrarle algún sentido a sus palabras. ¿Adónde había
ido Pérez? ¿Y qué querían de ellos los hombres del rey?
—No muy bien.
Santángel la ayudó a subir a la silla, y de pronto él estaba sentado tras ella
y cabalgaban tal y como Luzia había soñado que harían, alejándose de reyes,
arribistas y maldiciones.
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¿Hasta cuándo había mantenido Pérez la esperanza de que el rey lo
perdonara, de recuperar la gloria perdida? ¿Esa esperanza había muerto al ver
a su rival salir de la carroza? ¿O antes de eso ya tenía la certeza de que la
huida era su única opción?
—Agacha la cabeza —le dijo a Luzia, azuzando a su montura para
galopar tan rápido como se atrevía, esquivando las ramas y rezando por que el
caballo no tropezara. «Ella es frágil», se recordó. «A pesar de sus dones, es
mortal. No tiene mil vidas que malgastar».
Luzia y Donadei habían brindado la distracción perfecta a Pérez mientras
este escapaba al abrigo de los bosques. No había sido una simple
competición, sino una batalla, un espectáculo para captar la atención de
Vázquez y sus guardias. Y era muy posible que culparan de ello a Luzia.
Santángel necesitaba un plan que beneficiara a Víctor, aunque este lo
castigara por ello. De no ser por su maldición, podría cabalgar él mismo hasta
Valencia con Luzia, dejarla sana y salva a bordo de un barco. Pero el puerto
estaba a varias jornadas de viaje. Santángel quedaría reducido a cenizas al
salir el sol y entonces ella estaría sola, sin aliados ni protección. Tenía que
encontrar a alguien de confianza que la acogiera, que la sacara del país.
—¡Cuidado! —gritó Luzia.
Dos soldados a caballo habían surgido del bosque para cortarles el paso.
—Agárrate bien —le ordenó, dispuesto a embestirlos, pero entonces oyó
susurrar a Luzia y una maraña de vegetación se alzó en torno a los jinetes,
formando una barrera que los dejó aislados del resto del bosque.
Santángel tiró de las riendas, dirigiendo a su montura hacia el oeste, hacia
un claro alejado del sol de la mañana. Se alejarían de la carretera y regresarían
a la ciudad para guarecerse antes de que cayera la noche.
Percibió a los demás soldados que los seguían antes de verlos. El don de
Santángel para el sigilo había servido bien a Víctor; entendía cómo se movían
las amenazas por el mundo. Supo al instante que los dos juntos nunca
lograrían salir del bosque, nunca llegarían a Madrid. Pero él podía distraer a
aquellos hombres.
—Vas a tener que cabalgar sin mí —dijo mientras hacía dar la vuelta al
caballo para ver mejor a sus perseguidores a través de la espesura—. Necesito
que llegues a la ciudad. Ve a la iglesia de San Sebastián. Tengo amigos allí.
Yo despistaré a los soldados…
Las flechas volaron antes de que terminara de hablar. Protegió el cuerpo
de Luzia con el suyo y sintió las puntas de acero que se clavaron en su
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espalda como llamaradas. El caballo relinchó, espantado, y se encabritó
cuando recibió un flechazo. Si caía, los aplastaría a los dos.
Santángel se obligó a ignorar el dolor de la espalda y saltó del caballo
cargando con Luzia. Cayó al suelo encima de ella y procuró protegerla de los
pisotones, pero el animal ya se alejaba entre los árboles, enloquecido de
pánico.
Luchó por respirar. Una de las flechas le había perforado el pulmón
derecho y cada vez que intentaba tomar aire le salía un jadeo entrecortado.
Los pulmones pronto se le empezarían a encharcar de sangre. Debía sacarse
las flechas antes de que su cuerpo empezara a curarse con ellas dentro.
—Luzia, aísla el claro —dijo entre dientes; cada palabra era una agonía.
Santángel la oyó susurrar, y a los soldados dar voces cuando los árboles
empezaron a acercarse. Se le oscurecía la visión.
Sacudió la cabeza con fuerza. Debía seguir despierto.
—¿No estás herida? —Logró preguntar.
—Estoy bien —contestó Luzia, aunque su rostro estaba preñado de miedo
—. Deja que te cure.
—No hay tiempo. Debes huir. Abre un sendero en el bosque y ciérralo
tras de ti.
—No voy a abandonarte.
—Yo no puedo morir, pero tú sí. Llega hasta San Sebastián. Iré a
buscarte. Por favor, si valoras tu vida como la valoro yo, vete. Confía en que
te encontraré. Confía en que sobreviviré, como yo confío en que tú harás lo
mismo.
—Santángel…
—En esta vida jamás he suplicado por nada, pero ahora te lo suplico,
Luzia. Vete.
Ella le dio un beso en los labios y echó a correr.
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Valentina no veía a don Antonio entre el gentío; tampoco a su cortesano
barbirrojo ni a sus guardias de librea.
—¿Qué significa esto? —preguntó Marius—. ¿Dónde está?
—Ha huido —le espetó don Víctor—. Y todos nosotros le hemos ayudado
a hacerlo.
Valentina tenía mil preguntas. ¿Por qué iba Pérez a elegir ese preciso
instante para escapar? ¿Lo tenía planeado desde el principio? ¿Cuán lejos
esperaba llegar si la autoridad del rey se extendía por toda Castilla, por
Valencia, por Portugal? Sus fuerzas estaban por doquier.
—¿Adónde puede ir? ¿Por qué iba a cometer semejante temeridad?
—Irá a Aragón —dijo don Víctor—, donde la autoridad de Felipe es más
débil. ¿Dónde diablos se ha metido mi familiar?
¿Se refería a Santángel? ¿Y dónde estaba Luzia? El Príncipe de los Olivos
vadeaba el lago mientras doña Beatriz lo esperaba en la orilla, suplicando a
los soldados que la ayudaran a sacarlo. La superficie del agua estaba cubierta
de tablones rotos; no quedaba nada de la cruz de Luzia ni del galeón de
Donadei.
Ahora todo aquello se le antojaba ridículo, mientras la gente se empujaba
y se atropellaba a su alrededor; algunos se internaban en el bosque, otros
intentaban hablar con Vázquez o discutían con sus soldados, insistiendo en
que les dejaran marcharse.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Valentina—. ¿Nos van a prender?
Pero Víctor de Paredes ya se dirigía a su carroza a grandes zancadas.
—¿No nos vais a ayudar a regresar a Madrid? —preguntó don Marius.
—Buscaos la vida —contestó don Víctor—. Nuestra asociación termina
aquí.
—Idos al infierno. —Entonces los ojos de Marius se posaron en la yegua
de color canela de doña Beatriz—. Ven conmigo —le dijo a Valentina.
—No podemos…
—Ven.
—¡Seremos ladrones!
—Seremos libres. Mira. —Señaló con la frente a Santángel, que en ese
momento desaparecía por el bosque con Luzia en sus brazos—. Él sabrá por
dónde ir.
Marius llevó a rastras a Valentina hasta uno de los hombres de doña
Beatriz, que vigilaba su yegua.
—Doña Beatriz regresará a la ciudad en la carroza de Víctor de Paredes
—declaró Marius—. Nos ha pedido que nos llevemos su caballo.
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—No estoy seguro…
Marius agarró las riendas.
—Ni falta que hace que lo estéis. —Antes de que el mozo tuviera tiempo
de protestar, Marius ya había montado con un único y ágil movimiento y le
tendía la mano a Valentina. A pesar de lo mucho que le gustaba a su marido
hablar de caballos, Valentina nunca había ido a montar con él, y no se le había
pasado por la cabeza que Marius pudiera ser un jinete consumado.
—Ayúdala —le ordenó Marius al mozo. Este aupó a Valentina hasta la
silla y la depositó en brazos de su esposo como un saco de cereales.
Apenas tuvo un instante para recuperar el aliento cuando ya avanzaban
entre los árboles.
—Somos los amos de Luzia —dijo Valentina mientras procuraba cambiar
de posición para dejar de su esposo el justillo—. Si nos quieren interrogar, lo
harán.
—Pues que vengan a nuestra casa y nos interroguen allí. No pienso ir a la
cárcel mientras Víctor de Paredes está repantigado en su palacio.
Azuzó a su cabalgadura para que trotara y siguió a Luzia y Santángel.
Pero Valentina oía más cascos de caballos y voces de hombres más adelante.
—Los persiguen —dijo sin aliento y con la voz temblorosa—. Hay
soldados en el bosque.
Entonces oyó un agudo relincho y el camino pareció desvanecerse ante
ellos; las ramas y las espinas formaban un muro.
Marius tiró de las riendas y la yegua retrocedió, moviendo las patas
nerviosamente. Pero su marido la calmó sin dificultad. Luego desmontó y se
llevó un dedo a los labios. Valentina asintió.
Marius los guio alrededor del claro, siguiendo el muro de espinas.
—Allí —susurró Valentina.
Habían llegado al otro extremo y, a través del follaje, Valentina distinguió
a Santángel en el suelo, apoyado en el codo, con varias flechas asomándole de
la espalda. Luzia estaba arrodillada a su lado, con el rostro bañado en
lágrimas y el vestido ensangrentado.
—¡Está herido! —chilló Valentina. Pero Marius hizo un gesto tajante con
la mano para exigirle silencio.
Se oían los resuellos de Santángel.
—Vete —le dijo a Luzia—. Si valoras tu vida como la valoro yo.
Valentina bajó del caballo procurando no perder el equilibrio.
—Ayúdales —le susurró furiosa a su marido—. Luzia no tiene ninguna
oportunidad a pie. Dale tu yegua.
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—¿Has perdido la razón?
Tal vez sí, pero Valentina veía el amor y el miedo en los ojos de
Santángel. No temía por sí mismo, sino por la mujer que amaba. Por muy
demonio que fuera, intentaba salvarla.
—No voy a abandonarte —sollozaba Luzia con la voz ronca y roja como
una quemadura. A Valentina ya no le importaba haber vivido una vida sin
amor. Solo quería saber que el amor existía en el mundo y que este podía
salvarse.
—Ayúdalos, Marius. Te lo imploro. Si alguna vez te he importado un
poco, ayúdalos.
Marius abrió la boca y volvió a cerrarla.
—No me pidas eso.
—¿Cuándo te he pedido yo algo?
Valentina oyó las voces de los hombres llamándose entre sí, sus pasos
avanzando entre la espesura. Luzia se alejó a trompicones por un sendero que
había abierto ella misma entre los árboles. Tenía la mirada enloquecida, el
cabello lleno de hojas y las mejillas marcadas por los finos latigazos de las
ramas.
—Dale tu yegua, Marius. —Ahora le estaba suplicando, y no sabía del
todo por qué suplicaba. ¿Por Luzia? ¿Por sí misma? ¿Por que Marius fuera
algo más que un hombre con gusto por la buena comida y los caballos caros?
¿Alguien que solo era gentil cuando la vida era fácil?
Los ojos de Luzia se clavaron en ella y luego en Marius.
—Marius —le rogó Valentina.
Su marido negó con la cabeza una sola vez, obstinado.
Luzia les dio la espalda y se lanzó hacia el bosque; las ramas se cerraron a
su espalda.
Tal vez lograra escapar. Tal vez no le hiciera falta su caballo. Tal vez sus
talentos fueran más numerosos que los hombres del rey, más grandes que la
cobardía de Marius.
Valentina se aferró a esa esperanza mientras aguardaban en silencio entre
los árboles, incluso cuando oyó las voces airadas de los perseguidores, incluso
cuando Luzia empezó a gritar.
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Capítulo 43
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para granjearse, por pura fuerza de voluntad, una vida mejor de la que le
deparaba el destino, una vida de comodidades y placer.
Pero ahora estaría rodeada de desconocidos. Tendría que buscar una
persona nueva en la que convertirse. O tal vez podría dejar de fingir, dejar de
complacer. La llamarían por su verdadero nombre. Se reuniría con las demás
mujeres en el balcón de la sinagoga. Quizá incluso encontraría un marido, uno
que le agradara de verdad. Tesalónica. «Que sea todo lo que espero», rezó.
Había sufrido decepciones suficientes como para saber lo peligroso que era
anhelar algo, imaginárselo durante meses y años y hallarse al fin a punto de
conseguirlo.
Echaría de menos su alegre casa, el patio con las parras. A Víctor no, pero
se preguntaba si él la echaría de menos a ella. ¿Era una perversidad querer
que la añorara un hombre al que no amaba? En cualquier caso, lo único por lo
que suspiraban los hombres como Víctor era por tener más y más. Se buscaría
a alguna otra mujer que lo entretuviera. Encontraría una amante nueva que
mantener o volvería a dedicar sus atenciones a su amada esposa.
Víctor no había querido dejarla marchar, pero al final Hualit se había
salido con la suya. Siempre se mostraba cariñoso después de pasar tiempo con
la dulce y devota María, y Hualit se había empleado a fondo para asegurarse
de dejarlo totalmente satisfecho antes de plantearle la cuestión. Le había
dicho que los acontecimientos del retablo de títeres la habían asustado, que le
daba miedo que la interrogaran. ¿No era mejor librarse de cualquier sombra
de escándalo en caso de que sus planes con Pérez se torcieran?
Al mirar de nuevo el asiento vacío frente a sí, tuvo la sensación angustiosa
de que se había equivocado. Ana se había adelantado con los baúles, pero
aquel era el viaje que Hualit tenía que haber hecho con Luzia. Ella nunca
había querido hijos; la idea la asustaba. Ya le había costado bastante labrarse
una vida propia sin tener que ocuparse de una criatura indefensa. Luzia había
sido demasiado para ella, un peso con el que no podía cargar. Sí, su magia
había sido una amenaza para la seguridad de Hualit. Pero lo que más la había
intimidado era la necesidad de su sobrina, su carencia de afecto, su soledad.
Hualit no podía hacerse cargo de ella. No quería. No era culpa suya que
Blanca hubiera cometido el error de tener una hija ni que luego hubiera
dejado que la miseria la matara en un hospital de pobres.
Sin embargo, si hubiera sido más bondadosa con Luzia, ¿ahora ella la
estaría acompañando? Era posible que Hualit nunca volviera a ver a su
sobrina, la única persona en el mundo que compartía su sangre. El hilo se
había cortado. Hualit quería creer que Luzia alcanzaría la gloria. Pero sabía
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cómo era la corte. Ella se había movido en los círculos más selectos de
Madrid, y era imposible que Luzia sobreviviera en ellos. El rey era débil.
Pérez, peligroso. Y lo cierto era que, si Hualit hubiera sacado a Luzia de
Madrid, Víctor se las habría arreglado para traerlas de vuelta por la fuerza.
«Debería haber esperado un poco más», pensó. «Debería haberle
insistido». Pero su miedo era mayor que su amor. Esa era la pura verdad.
El carruaje aminoró la velocidad hasta detenerse. ¿Acaso se les había
acercado alguien? Hualit no tenía nada que temer. Gonzalo y Celso eran
capaces de ocuparse de cualquier bandolero o forajido.
La portezuela se abrió y vio a Celso iluminado por la luna. Oyó el rumor
de un río. ¿El Tajo? ¿O ya habían llegado al Júcar?
—¿Hay algún problema en el puente? —preguntó Hualit.
Celso le tendió la mano.
—Señora.
Tras él, Hualit veía las suaves siluetas azuladas de las colinas, y a Gonzalo
vigilando la carretera.
—¿Por qué nos hemos parado?
Celso no dijo nada; se quedó esperando, con la mano enguantada
extendida, como si quisiera sacarla a bailar.
Y, en cierto modo, así era. Solo que Hualit había oído la música
demasiado tarde. La canción llevaba sonando todo el tiempo, pero ella había
estado demasiado distraída con su propia astucia.
—¿Y Ana? —preguntó.
Celso negó con la cabeza.
Así que no habría viaje a Venecia ni anfitriones esperando para acogerla.
Ya no se escabulliría para subir al barco de Tesalónica. Mari ya no la recibiría
en el puerto. Víctor no había cedido ni se había dejado convencer por sus
artimañas. La había utilizado una última vez; se había reído de los planes de
Hualit mientras entraba en su cuerpo, sabedor de que la había sentenciado a
muerte.
Una parte ridícula de sí misma quiso preguntar por qué, como si Celso lo
supiera o, de saberlo, pudiera responderle. ¿Víctor había sospechado que
Hualit pretendía escapar de él y había decidido castigarla? No, era aún más
simple. Víctor de Paredes había decidido que Hualit iba a morir en esa
carretera porque eso era lo más fácil para él. Ya nunca tendría que temer su
testimonio ni su intromisión. Ya nunca tendría que adornarla con otra joya.
Hualit debía admitir que todo era muy limpio. Culparían de su muerte a los
bandoleros. Al fin y al cabo, esas carreteras eran peligrosas.
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—Muy bien —dijo, aceptando la mano de Celso para bajar del carruaje—.
Si no os importa, me gustaría estirar un poco las piernas.
—No podéis huir.
—Claro que no. ¿Adónde iba a ir?
Pensó en su acogedora casa, en su cama cómoda y en la fuente que
burbujeaba en el patio. Todo eso era de Víctor. ¿Instalaría allí a su próxima
amante? Hualit esperaba que quienquiera que viviera en esa casa la amara
como la había amado ella, que se sentara a escuchar el canto de los pájaros en
los tejados y a comer uvas de la parra. Por las mañanas, cuando hacía sol, la
esposa de su vecino el impresor cantaba mientras hacía sus labores. No tenía
una gran voz, pero a Hualit le había terminado gustando su sonido.
A veces se había sentido sola en esa casa. Se había preguntado qué podía
depararle la vida. No había predicho esto.
—Puedo ofreceros joyas —dijo mientras caminaba hacia el borde del
puente, escuchando el sonido del agua, muy abajo. Si fuera valerosa, saltaría
—. Dineros.
Gonzalo se echó a reír.
—No podéis comprarnos, señora.
—¿Lo haréis deprisa? —preguntó ella.
—Os lo prometo —dijo Celso. Su voz sonaba apenada, pero ya tenía la
mano en el cuchillo de la cintura.
—Tenéis otras cosas con las que negociar —dijo Gonzalo.
Esta vez fue Hualit quien se rio.
—¿Para que os acostéis conmigo y luego me abandonéis entre los
arbustos con la garganta rajada?
—Disponeos —dijo Celso.
Ella le tendió la mano.
—Reza conmigo.
—Esto no está bien —le dijo Celso a Gonzalo—. No tiene un clérigo.
—Es una puta —repuso Gonzalo, que ya empuñaba su cuchillo.
—No opondré resistencia —dijo Hualit con una sonrisa gentil, dulce.
Esperaba que rezaran por ella en Tesalónica. Shemá Israel, Adonai
Eloheinu, Adonai Ejad.
Gonzalo le puso la mano en el hombro.
—Ven —dijo entonces Hualit, agarrando con fuerza el jubón del hombre,
con la espalda apoyada en la barandilla del puente—. Nos iremos juntos.
Él era más fuerte, pero no se esperaba el peso de Hualit, de sus bolsillos
llenos de reales y de las joyas cosidas en los bajos y las mangas del vestido.
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Gonzalo gritó cuando ambos se precipitaron desde el puente.
A Hualit le gustó poder llevarse a uno consigo.
Ella se partió el cuello nada más tocar el agua. Murió deprisa, como
quería, como le había prometido Celso. Gonzalo se rompió la espalda, pero
siguió flotando un buen rato, tratando de luchar con la corriente hasta que por
fin, entre sollozos, se hundió bajo la superficie.
Meses después, una mujer compró un pescado en la plaza y, al abrirlo en
casa, halló una esmeralda tan grande como la uña de su pulgar. Le dio las
gracias al pez, se guardó la joya en el bolsillo, se fue de la casa y nunca
volvieron a verla. Su marido, un borracho de puño recio, solo encontró el
pescado al llegar a casa y no tuvo más remedio que cocinárselo él mismo para
cenar. Se asfixió con una raspa y lo enterraron en una fosa común.
Su esposa viajó a pie hasta París, donde abrió una perfumería y vivió feliz
muchos años; comía cordero, verduras y caracoles, pero nunca pescado, pues
los peces ya habían hecho bastante por ella.
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Capítulo 44
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—Simple y llano fornicio —contestó Neva con una sonrisa que reveló una
escasa colección de dientes.
—Estamos en Toledo —comprendió Luzia. Era una afirmación, no una
pregunta. Tal y como le había advertido Fortún Donadei. Era prisionera de la
Inquisición, igual que Isabel de la Cruz, y Piedrola, y Lucrecia de León. Iba
recordando fragmentos del viaje: el traqueteo del carromato, el rugido de un
río. Debían de haber pasado por el quemadero para cruzar las murallas de la
ciudad por la Puerta de Bisagra.
—Así es —dijo Teoda con un suspiro.
—Ne… Necesito aliviarme.
—El orinal está en ese rincón —dijo Teoda—. Es todo bastante
chabacano, pero tal vez a ti te lo parezca menos.
—¿Porque las criadas preferimos levantarnos las faldas en público?
—Lo siento —dijo Teoda con una carcajada—. Neva y yo nos daremos la
vuelta, y procuraré recordar que el pudor no es solo cosa de damas de familia
rica.
En realidad, el pudor era un lujo, y Luzia había orinado en callejones y
detrás de los puestos del mercado. Pero estaba cansada y asustada y le dolía la
cabeza.
—Nosotras no habremos de esperar tanto para saber de qué se nos acusa
—dijo Teoda mientras Luzia hacía sus necesidades—. Hay un auto de fe
planeado para el Día de Todos los Santos. Querrán sentenciarnos para
entonces. Si no te hubieran traído en el carro de prisioneros, habrías podido
ver los tablados y andamios que están levantando en la plaza de Zocodover.
El Día de Todos los Santos. No podía ser. Se suponía que los procesos
duraban meses o incluso años.
—Solo faltan unas semanas.
Teoda se encogió de hombros.
—Yo ya he confesado mis herejías. No tienen motivos para prolongar mi
estancia aquí. Además, el rey querrá que mi muerte sea todo un espectáculo.
—¿Entonces…, te van a quemar?
—Por supuesto. Si abjuro, el verdugo me hará el favor de estrangularme
primero, pero no voy a abjurar.
—No es tan valiente como parece —dijo Neva—. Ni yo tampoco. Ya nos
oirás llorar por las noches.
Teoda soltó un resoplido que bien podía ser otra risa.
—Nos hacemos el favor de ignorarnos mutuamente. Aquí no hay secretos.
Y has de saber que los inquisidores duermen muy cerca y nos oyen a menos
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que susurremos. Claro que, aunque lo hagamos, Neva podría denunciarnos
para que la procesen antes.
Luzia estiró los músculos y caminó hasta la puerta; a través de la pequeña
abertura con barrotes solo se veía un pasillo en penumbra. Tras la solitaria
ventana solo estaba la noche, y habían encajado trapos en las grietas para que
no pasara la corriente. El aire era demasiado denso y la humedad se le pegaba
a la piel. Lamentaba no haber estado despierta cuando la habían conducido
allí. No tenía la menor noción de dónde estaba. Podían hallarse a una milla
bajo tierra y ni lo sabría.
—Procura respirar —dijo Teoda. Luzia se dio cuenta de que estaba
jadeando y se había llevado la mano al pecho—. O al menos siéntate para no
hacerte daño si te desmayas y caes.
—No entiendo por qué estoy aquí.
—Ninguna lo entiende —dijo Neva.
—Yo sí —replicó Teoda.
Luzia se sentó en el catre de madera, frente a la niña.
—La traición es competencia de los tribunales civiles, ¿no es así? ¿Por
qué soy prisionera del Santo Oficio?
—Date por afortunada —dijo Neva—. Las cárceles de la ciudad están tan
abarrotadas que encierran a hombres y a mujeres en las mismas celdas.
Cuando alguien muere, pasan días hasta que lo descubren.
Teoda le echó una mirada significativa a Neva.
—¿Qué tal si nos cantas?
Neva empezó a darse golpes en el muslo con el puño y se puso a cantar
una canción acerca de las tres fuentes de su pueblo, que eran frías en verano y
calientes en invierno.
—Así tenemos una pizca de intimidad —le explicó Teoda a Luzia—. Sin
duda estás aquí por Pérez. Ha escapado a Aragón, donde el rey no puede
competir con su popularidad. Por eso Felipe ha enviado a la Inquisición a por
su antiguo amigo. Tan solo el poder del Santo Oficio alcanza todos los
rincones de España.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Se supone que no podemos recibir correspondencia, pero mi hermano
ha hallado maneras de hacerme llegar noticias del exterior. Y aquí nunca
faltan rumores. A los guardias les gusta hablar tanto como a nosotras.
—¿Has…? ¿Se sabe algo de De Paredes o sus sirvientes?
—Solo sé que ninguno de ellos está aquí.
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Santángel le había prometido que no podía morir. Pero ¿y si se
equivocaba? Le había mentido, quizá había tenido intención de traicionarla,
pero ante el peligro se había interpuesto entre Luzia y los soldados del rey. ¿Y
si sus dones eran pura ilusión y ella lo había abandonado en aquel claro,
desangrándose, desamparado e indefenso?
No, don Víctor no renunciaría a su trofeo tan fácilmente. Aunque antes
hubiera pretendido intercambiar a Santángel por ella, ahora Luzia estaba
manchada por la acusación de herejía, brujería o algún otro delito.
—¿Y qué ha sido de Donadei? —preguntó.
Teoda soltó una risa frágil, un sonido extraño para su boca infantil.
—No he oído nada de él. Solo sé que no está encerrado en una celda.
Dondequiera que esté, es libre.
—No entiendo cómo puede perseguir la Inquisición a Pérez. ¿Ha
cometido algún crimen contra la Iglesia?
—Afirman que ha alentado la herejía. La acusación es endeble, pero
nuestro castigo a manos del Santo Tribunal servirá para darle más peso y
recordar a todo el mundo la fuerza del rey. —Levantó la voz—. Porque no
puede ejecutar a la buena de Lucrecia, ¿verdad?
—Cállate, demonio —dijo una voz desde otra celda—. Intento descansar.
Neva, ¿puedes dejar ya de berrear?
Teoda puso los ojos en blanco.
—¡No duermas mucho, no vaya a ser que tengas otro sueño!
Así que era cierto. Lucrecia de León estaba allí, la profetisa de los sueños,
la muchacha que había predicho la derrota de la Armada.
—¿No van a sentenciarla con nosotras?
—Ella está encinta —contestó Teoda con alegría—. Se enamoró de uno
de sus escribanos. Todo muy apasionado.
—¿Uno de sus escribanos? —Santángel le había dicho que no podía
engendrar hijos, pero tal vez hubiera sido otra mentira.
—Diego de Vitores. Un mancebo muy agradable, según me cuentan. Se
envían cartas, aunque también esté prohibido.
Al menos Luzia no tendría que sentirse mal por eso.
—El rey no la ejecutará —continuó Teoda—. Por lo menos durante un
tiempo. Es una buena católica y todo el mundo lo sabe.
—Y sus predicciones fueron precisas —apuntó Luzia—. Seguro que eso
es un fastidio.
Esta vez la alegría de Teoda se deshizo.
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—Lograron que confesara que se había inventado sus sueños, pero se
retractó al día siguiente.
—¿Y por qué confesó entonces? —Pero la mirada funesta de Teoda dejó
clara la respuesta—. Le dieron tormento. —Teoda asintió—. ¿A ti también te
han interrogado? —preguntó Luzia.
—No. —Teoda toqueteó el puño de su vestido. No era el mismo que había
llevado la noche de la segunda prueba; Luzia se preguntó cómo se las había
arreglado para conseguir ropa limpia—. Me llevaron a la cámara donde hacen
su trabajo. Te hacen adivinar de qué se te acusa.
Herejía, brujería y también fornicio, supuso Luzia. Tal vez don Víctor
alegaría que el linajista le había engañado y también la acusarían de
judaizante.
—¿Llevas aquí desde la segunda prueba? ¿Desde el retablo?
—Sí. Mi hermano tiene dinero y contactos, así que ya está enviando
apelaciones. Conoce bien los tribunales. Pero no servirá de nada. También
han prendido a mi aya para interrogarla. Trata de negar que sabía que somos
herejes. Cree que así salvará la vida. Y puede ser. Si tiene suerte, la
condenarán a pena de azotes y destierro.
—¿Por qué parece que no tienes miedo?
—Tengo a Dios. Sé quién soy. Temo el tormento, pero no la muerte. Por
eso confesaré cualquier herejía, porque no es herejía, sino solo la verdad. ¿Lo
ves? No les hace falta torturarme.
Luzia sabía que no era cierto. Si querían averiguar los nombres de otros
calvinistas y herejes, Teoda tendría que dárselos. Pero si la idea de poder
librarse del tormento hacía que aquel horror fuera más fácil para la niña,
Luzia no iba a quitarle la ilusión.
—A ti te darán a elegir también —dijo la Niña Santa—. Te preguntarán si
has hecho un pacto con el diablo.
—Ojalá tuviera amigos tan poderosos.
Teoda soltó una carcajada aguda y alegre.
—Sabía que me caías bien.
Neva siguió cantando.
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Capítulo 45
o pudo perdonárselo.
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pasado con Teoda Halcón, qué textos había en su biblioteca. Ella trató de
recordar lo que les había contado Pérez sobre la tercera prueba y si había
mostrado alguna predilección por la Niña Santa, pero tenía muy poco que
decir. En Madrid, Valentina siempre había existido en la periferia de la
sociedad, y nada había cambiado en La Casilla. Las preguntas acerca de Luzia
eran más fáciles de contestar, pero también más aterradoras. Sí, iba a misa
con frecuencia. Sí, comulgaba. No, no recordaba que Luzia Cotado hubiera
hecho afirmaciones blasfemas ni heréticas. No, nunca había puesto en duda la
Santísima Trinidad en presencia de Valentina.
—Es… Es una criada, señor. Nunca hemos tenido conversaciones de esa
índole. Es una muchacha discreta.
—Solapada.
—Discreta. Humilde. Un poco lerda, quizá. —Luzia no era nada de eso,
pero Valentina podía hacerle ese favor.
—Esa clase de mansedumbre es fácil de manipular —dijo el vicario.
Ella esperaba que le preguntara por Víctor de Paredes, por Guillén
Santángel, hombres poderosos e influyentes. En vez de eso, le preguntó por
Marius. ¿Se carteaba con alguien de Alemania? ¿De Flandes? ¿Sabía
Valentina si su marido había expresado alguna duda con respecto a la Iglesia?
¿Había decidido él contratar a Luzia? ¿Tenía tratos con los seguidores de
Piedrola? ¿Hablaba del rey con desprecio?
Cuando el interrogatorio terminó, Valentina creyó que la dejarían volver a
casa.
—Todavía no, señora —dijo el vicario.
La llevaron a un convento, donde le permitieron confesarse y luego le
dieron una angosta habitación que se cerraba por fuera. Ella no protestó. Ya
había visto cuál era la alternativa.
Cada día la hacían pasar por la cárcel y la conducían hasta el vicario, y
cada día respondía a las mismas preguntas, describía las mismas escenas y
conversaciones. Si había el menor cambio en lo que decía, el secretario leía
sus declaraciones previas y pasaban horas repasando las discrepancias.
Estuvieron así seis días, hasta que Valentina empezó a cuestionarse lo que
recordaba de Pérez, de Luzia, de Marius.
—Parecéis cansada, señora —dijo el vicario al ver que ella tardaba en
contestar—. Si queréis, podemos buscaros una celda para descansar.
—No —contestó Valentina—. Solo intentaba recordar con precisión.
—Nos estabais contando con quién suele salir de caza su marido.
—Mi marido no puede permitirse salir de caza. No mucho.
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—Pero cuando sale.
Valentina no se acordaba. Su mente estaba hueca por culpa de esas
conversaciones interminables, del miedo, de la cruda realidad de su
insignificancia. Se había dejado engañar por la ropa bonita y los manjares.
Ella no era nadie, y hacía falta algo más que los milagros de Luzia para
cambiar eso. Ni siquiera sabía si quería que cambiara. Estaba sin palabras. Sin
ideas. Su mente solo conseguía formar una nota larga y grave, como un arco
deslizándose por una cuerda de tripa, adelante y atrás, adelante y atrás, sin
melodía, sin subidas ni bajadas.
—Mi marido es un cobarde —dijo entonces, asustada de sus propias
palabras, pero demasiado cansada para corregir el rumbo—. Carece de
convicciones políticas. Antonio Pérez le trae sin cuidado. Es leal al rey
porque ser leal al rey es fácil, y a él le gusta lo fácil. Por eso se casó conmigo.
No tuvo que cortejar ni impresionar a nadie. No tuvo que esforzarse. Solo le
importan el buen vino y los caballos veloces. No tiene ambición para
conspiraciones.
Esa noche le permitieron volver a casa. Uno de los frailes la dejó en la
calle de Dos Santos.
—Espero que sepáis que Dios se ha apiadado de vuestra merced. En el
futuro, sed más prudente con las compañías que frecuentáis. —Valentina
asintió—. ¿No vais a preguntarme por vuestro marido?
—No —dijo Valentina—. Creo que no.
Habían seguido pagando el sueldo de Águeda mientras estaban en La
Casilla, pero Valentina no había tenido tiempo de avisarla de que iba a volver,
así que no había nadie en la casa. No sabía dónde estaba Luzia ni si Juana iba
a regresar. Tal vez debería haber preguntado por Marius, pero se dio cuenta
de que no le importaba estar sola. Bajó a la cocina en silencio, ablandó un pan
en un cuenco de vino y se obligó a comer un poco de jamón y dos ciruelas
encurtidas.
No tenía agua para lavarse ni nadie que la ayudara a desvestirse, así que
durmió encima de la colcha con la ropa inmunda.
Al día siguiente mandó llamar a Águeda y le pidió que se trajera a alguien
para echar una mano en la casa. La cocinera llegó con una cesta llena de
comida y con su sobrina de diez años, que fue a buscar agua a la plaza y
ayudó a Valentina a lavarse y vestirse.
Valentina estaba esperando, aunque en realidad no sabía a qué. A que los
soldados del rey o los hombres del alguacil llamaran a su puerta. A que la
informaran de que iban a prenderla o desterrarla. A que requisaran sus
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propiedades, aunque le costaba imaginar quién querría una casa destartalada y
unos olivares esmirriados.
Almorzó en la cocina y, al subir las escaleras, le sorprendió encontrarse a
Marius en el pasillo.
Había adelgazado y la ropa le quedaba grande. Ella también debía de estar
demacrada. ¿Marius le había parecido más apuesto cuando era fornido? ¿O se
había dejado engañar por otra cosa, una ilusión como las que conjuraba
Luzia?
Marius la abrazó.
—Ya ha acabado todo —le dijo.
Valentina esperó a que su marido la soltara.
—¿Dónde está Luzia?
Él parpadeó varias veces, como si no reconociera aquel nombre.
—En Toledo. La entregaron a la Inquisición.
—Entonces deberíamos ir allí. Necesitará a alguien que la defienda y se
cerciore de que esté bien atendida.
—Lo mejor que podemos hacer es mantenernos bien lejos. Es un
verdadero milagro que nos hayan puesto en libertad.
Valentina sacudió la cabeza despacio. Todavía se sentía muy cansada.
—Yo la arrastré a esta catástrofe. Lo menos que puedo hacer es
asegurarme de que le den de comer como es debido.
—¿Te has vuelto loca? —Marius miró por encima de su hombro y susurró
con furia, como si los inquisidores les espiaran a través de las paredes—. Si
tiene suerte, la desterrarán. Pero no va a tener suerte.
—Deberías haberle cedido ese caballo.
—¡Habría dado igual!
—No habría dado igual —repuso Valentina—. No da igual. —No podía
explicar por qué. Solo sabía que no podía deshacerse del recuerdo de Marius
con las riendas en la mano, aferrándolas como si temiera que la yegua se
escapara, incapaz de mirar a Valentina a la cara.
—No puedes hacer nada por ella —insistió él.
Probablemente fuera verdad. ¿Qué podía ofrecerle una mujer indefensa a
otra?
—Puedo asegurarme de que no muera sola.
Marius la miró como si le acabara de brotar un cuerno en medio de la
frente.
—No quieras atraer la atención de los inquisidores, Valentina. Lo mejor
que puedes hacer es lavarte las manos y olvidarte de esa mujer. No hacerlo es
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peligroso, y eres demasiado tonta y sentimental para darte cuenta.
—Sé reconocer el peligro —repuso ella—. Y prefiero ser una tonta antes
que una cobarde.
Marius dio un respingo, como si le hubiera pegado.
—Ya basta. Has olvidado lo que significa ser una esposa.
Quizá nunca lo hubiera sabido.
—Me voy a la cama.
—Estamos en pleno día.
—Y aun así estoy cansada.
Marius se interpuso y le cortó el paso hacia las escaleras.
—No puedes salvarla —le suplicó—. ¡Y lo sabes! ¿Qué esperas
conseguir?
—No lo sé. —Luzia ni siquiera le caía bien. Pero tenía la certeza de que,
si hubiera sido Valentina la que estuviera encerrada en las celdas del Santo
Oficio, Marius también seguiría escondido en la casa.
—¡Tú la trajiste a nuestro hogar! La obligaste a hacer esos milagritos que
podrían habérnoslo costado todo. Tú has provocado este desastre, ¿y ahora me
culpas a mí?
—Vete, Marius.
—Que me vaya… ¿Adónde quieres que me vaya?
Valentina suspiró. Solo quería acostarse.
—Tienes razón. Soy una ingenua y una sentimental. Cuando nos casamos,
yo era una muchacha tonta que esperaba poder amarte. Luego fui una mujer
tonta que esperaba poder complacerte. Y ahora, en fin, supongo que sigo
siendo una tonta que ya solo espera poder librarse de ti. Vete, Marius. —Le
dio la espalda y se dirigió a la cocina de nuevo—. Vete y da gracias por que
no le dijera al vicario que duermes abrazado a un retrato de Martín Lutero.
Valentina bajó por las escaleras de la cocina. No podía dormir. Todavía
no. Necesitaba hablar con Águeda.
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Capítulo 46
L Les dejaban bajar al patio para vaciar el orinal y llenar jarras de agua
fría que luego calentaban en un pequeño fogón de carbón para lavarse.
A la hora de comer, las escoltaban por el pasillo hasta el despensero,
que les daba pan, agua y de vez en cuando pescado en salazón. Un día, un
aroma apetitoso le invadió la nariz.
—Es cocido —dijo Neva—. A algunos reos les dan mejor comida si su
familia la paga.
—¿Está rico, Lucrecia? —preguntó Teoda en voz alta—. Su familia es
pobre, pero sus seguidores aún no la han abandonado.
—Dales tiempo —gruñó Neva.
Pero fue su puerta la que se abrió.
—Luzia Cotado —dijo el guardia mientras dejaba una escudilla humeante
en el suelo. Se llamaba Rodolfo; cuando no se hurgaba la nariz, se quejaba
amargamente de su vida amorosa.
—¿Quién lo envía? —preguntó Luzia.
Rodolfo se sonó las narices con la manga.
—Si hay dinero, hay comida.
Le pasaron la cuchara y, en cuanto Luzia probó el guiso, quiso echarse a
llorar.
—Lo manda una autora de comedias —dijo la voz de Lucrecia a través de
la pared—. Ha organizado una colecta para ti en su teatro.
Luzia probó otra cucharada, y luego otra. Aquello era imposible. Tal vez
hubiera muerto en el bosque. Tal vez estuviera dormida en La Casilla. ¿Por
qué iba Quiteria Escárcega a recaudar dinero para Luzia?
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—Pásame ese cuenco o te mordisquearé las espinillas mientras duermes
—dijo Teoda, y Luzia obedeció. Nunca había probado nada tan delicioso,
pero hasta las cosas imposibles podían empachar.
El misterio del cocido aumentó a la mañana siguiente, cuando bajaron al
patio para llenar las jarras de agua y vaciar los orinales. Rodolfo le entregó
una pila de tela doblada: un vestido y ropa blanca.
—Dame tu ropa sucia y la enviarán a tu casa para que la laven.
«¿Qué casa?», se preguntó Luzia. No tenía amigos ni parientes en Toledo.
Ni en toda España, ahora que Hualit se había marchado en un barco.
—¿Más regalos de la infame dramaturga? —preguntó Teoda.
Cuando volvieron a la celda, Neva cuchicheó:
—Palpa las costuras. Puede que haya una nota o un mensaje.
Luzia pasó los dedos por la tela y, al meter la mano por la manga, una
ramita verde cayó al suelo.
Romero. Para protegerla.
Era Valentina quien había enviado el cocido, la ropa limpia. Luzia frotó la
rama entre el pulgar y el índice y aspiró su olor. Tuvo que luchar contra la
esperanza que sentía renacer. Valentina y Marius carecían de poder o
influencia para ayudarla. Pero Hualit había zarpado hacia el otro lado del mar
y Santángel podía estar muerto o también cautivo. Quizá no fuera esperanza
lo que sentía, sino el consuelo de saber que había alguien al otro lado de esas
paredes, alguien que recordaba su nombre, que podría rezar por ella cuando
hacía mucho que eso había dejado de importar.
Por las noches lloraba y a veces gritaba con el puño apretado contra la boca;
su rabia era demasiado grande para los confines de su angosta celda. Todos
sus esfuerzos, el latín que ocupaba su mente, los refranes que había moldeado
a su voluntad, su victoria sobre Gracia en la primera prueba, sobre las
grotescas sombras en la segunda y sobre Donadei en la tercera, no habían
servido para nada. Luzia había hecho lo que le pedían y más. Había luchado
por salir de la despensa y, a pesar de los insultos, las traiciones y un atentado
contra su vida, había logrado vencer una y otra vez. Pero ahí estaba ahora,
indefensa y aún más desdichada que al principio.
El único bálsamo para el miedo y la rabia de Luzia era la información. Si
iban a torturarla, debía estar preparada, así que cuando a Teoda le apetecía
hablar, Luzia escuchaba. Solía ser durante el día, después de la visita al
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despensero, cuando en las celdas reinaba el bullicio de la conversación y era
menos probable que las oyeran.
—Te llevarán a una habitación y te quitarán la ropa…
—¿Toda?
—Quieren que sientas vergüenza —le explicó Teoda—. En la habitación
hace frío, pero lo peor son los instrumentos. El potro. Otras cosas cuyo
nombre desconozco. Los inquisidores estarán presentes, con un representante
del obispo y un escribano que tomará nota de cuanto se diga y se haga. Mi
hermano dice que sus archivos son muy minuciosos.
—¿Tuviste miedo?
Teoda vaciló.
—Sí. Nunca había tenido tanto. Pero tengo suerte. Yo ya sabía de qué se
me acusaba. No te informan de los cargos, solo te exigen que confieses.
—La gracia está en que no sabes lo que quieren que les digas —intervino
Neva—. Yo he fornicado con media Castilla. ¿Cómo voy a saber quién me
denunció? Hablé sin parar, pero no les dije lo que querían oír. Así que me
ataron y apretaron las cuerdas más y más. Les dio igual que gritara y
suplicara. —Neva se subió la manga y mostró las cicatrices de sus muñecas y
sus codos, unas marcas del color de la carne revenida que envolvían
totalmente su brazo, como si siguiera atada a esa mesa—. Aunque trajeron a
un médico para que me atendiera cuando terminaron.
—La estás asustando —dijo Teoda en voz baja.
—Ya estaba asustada —repuso Luzia. Pero le costaba no pensar en esas
marcas, en cómo sería gritar sin que la oyeran y saber desde el principio que
todo daba igual, puesto que iban a ejecutarla de todas formas. No habría
indultos ni castigos más leves.
Se acordó del pobre Lorenzo Botas, sentado junto al puesto de pescado y
quedándose dormido hasta que su hijo se lo llevaba a casa en brazos. ¿Quién
la llevaría a ella? Los refranes podían sanarla. Podía recomponerse el cuerpo
como había hecho con la lengua, pero la pregunta se retorcía y hurgaba en su
interior: «¿Quién me llevará a mí?».
La respuesta solo podía ser «nadie», como había sido desde hacía tanto
tiempo.
Hualit ya no estaba, ¿y quién más quedaba? ¿Había creído Luzia que
Santángel iría a rescatarla otra vez? ¿Que la subiría a su caballo y la sacaría
de ese lugar? Algunas noches se quedaba despierta en la oscuridad,
convencida de que estaba muerto, imaginándose su sangre bañando el lecho
del bosque. Otras veces temía que don Víctor lo tuviera cautivo, que lo
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castigara por haber ayudado a Luzia a escapar. Pero sabía que era una
desalmada, porque las peores noches no eran aquellas en las que se imaginaba
la muerte o la desventura de su amante, sino aquellas en las que se figuraba
que Santángel no sufría en absoluto, que si no había ido a buscarla era porque
Luzia ya no merecía su tiempo ni sus desvelos.
Una vergüenza. Una tragedia. Una víctima. Santángel podía
compadecerla, incluso llorarla, pero era una criatura que llevaba vidas enteras
experimentando la pérdida. ¿Qué significaba una mujer ridícula y enamorada
en comparación? Hacía solo unas semanas que se conocían. Él se había
planteado sacrificarla a don Víctor mientras la besaba en la boca y le peinaba
el cabello, mientras la tenía confiada en sus brazos. No poca gente le había
advertido que recelara de Santángel.
Quiso preguntarle por él a Lucrecia de León. ¿Santángel la había visitado?
¿La había cortejado para entregársela a su amo? ¿Le había dicho que era
valiente, poderosa y excepcional? Pero no quería hablar a gritos sobre Víctor
de Paredes ni su familiar a través de esas paredes, y nunca veía a Lucrecia
fuera de su celda. La muchacha soñadora jamás tenía que ir a buscar su propia
agua, y le habían dado un permiso especial para salir sola al patio a estirar las
piernas.
De todas formas, ¿qué consuelo habrían podido darle las respuestas de
Lucrecia? Santángel la había utilizado. Santángel la había querido. Ambas
cosas podían ser ciertas y al mismo tiempo no significar nada. Al fin y al
cabo, Luzia no era tan valiosa como para que se arriesgara a suscitar el interés
de la Inquisición o la ira de don Víctor. Un cruel cálculo, una sola y eficiente
cuchilla con la que Luzia podía cortarse todas las noches. «No merece la pena
salvarte, Luzia Cotado, Luzia Cana, Luzia Calderón». Luzia, cuyo apellido se
perdería entre las cenizas.
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Capítulo 47
er valiente era más fácil por las mañanas. Recordaba que Santángel le
S había dicho que los sirvientes estaban mejor dotados para ser espías; tal
vez una vida entera de castigos físicos y humillaciones también le daría
ventaja ahora. Y sobre todo pensaba en cómo podían servirle sus
refranes cuando la condujeran ante los inquisidores.
Neva y Teoda le habían dicho que no habría juicio formal, así que Luzia
estaba preparada cuando la llevaron a ver al tribunal, tres hombres que
habrían podido pasar por cualquiera: curas de San Ginés, panaderos de
tahona, agricultores del mercado. Teoda le había dicho cómo se llamaban:
don Pedro, don Gaspar y don Francisco. No sabía quién era quién, pero eso no
parecía importante. El escribano lo anotaba todo mientras la interrogaban
acerca de su familia, de su vida con los Ordoño, de su relación con Víctor de
Paredes, con su esposa, con Catalina de Castro de Oro, con Teoda Halcón,
con Antonio Pérez. Luzia se ciñó al falso árbol genealógico que le había
hecho el linajista, confiando en que don Víctor no hubiera revelado sus
secretos. No mencionó en ningún momento a Santángel ni el verdadero
nombre de su tía. No les dijo que sabía leer. Hizo lo posible por decir la
verdad, pero había tantas mentiras que sentía que saltaba de roca en roca,
siempre en peligro de perder el equilibrio.
Por tres veces le advirtieron que hiciera examen de conciencia y
confesara, pero Luzia no sabía qué crimen admitir. Ni siquiera sabía lo
suficiente sobre la fe de Teoda como para fingir que se había dejado seducir
por ella.
Cuando finalmente la llevaron escaleras abajo, se rodeó de sus refranes,
de todas las palabras que había reunido en su celda; una armadura forjada en
el exilio.
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Si empleaban el potro, como habían hecho con Neva, lo mejor que podía
hacer era procurar curarse mientras le hacían daño.
Si usaban la garrucha, ese truco cruel que había descoyuntado las rodillas
y los tobillos de Lorenzo Botas, Luzia podía disminuir los pesos que le atarían
a los pies con las mismas palabras que empleaba para aligerar la leña. Gritaría
y se retorcería como si la estuvieran haciendo trizas para que creyeran que el
tormento surtía efecto.
—Solo pueden torturarte una vez —le había dicho Teoda—. Lo dice la
ley.
—¿Y después se acabó?
Neva soltó una carcajada.
—No, no, amiguita. La sesión no se detiene. Solo se suspende. Termina
cuando lo digan ellos.
La desnudaron y describieron todas las prendas al escribano a medida que
se las quitaban. Hacía frío, como había dicho Teoda, y Luzia nunca había
estado en cueros delante de ningún hombre, salvo Santángel. No quería
pensar en él en aquella habitación, en aquel lugar lleno de máquinas horribles
y aparatosas.
«Piensa en la magia», se dijo, «piensa en cómo puedes utilizarla, recuerda
esa música secreta». Grande, peligrosa, incontenible, la canción que debía
ignorar, la que la había dominado mientras don Víctor torturaba a Santángel,
la que había partido en dos a un hombre. Esa magia había estado a punto de
matarla y, si el dolor se volvía demasiado grande, Luzia dejaría libre esa
canción para que la destruyera y, de paso, provocar quizá algo de destrucción.
Esa idea, la de poder escoger su propia muerte, la de tener el final en sus
manos, consiguió tranquilizarla. No debería haber sido así. ¿Qué clase de
tormentos la aguardaban en el purgatorio? Con todo, la certeza de esas
palabras, de esa canción sanguinaria que era mayor que aquella estancia y que
los hombres que fingían no observarla mientras ella procuraba taparse, que
podía proporcionarle una pequeña venganza, le daba consuelo.
—Es tu culpa la que te ha traído hasta aquí, y solo tu confesión completa
puede evitar esto. Habla ahora.
—Por favor, señor…
—Tiéndete en la mesa —le ordenó él. ¿Ese era don Gaspar u otro? Luzia
se tumbó y le ataron las manos y los tobillos con cuerdas, y también las
caderas y el pecho—. Ahora serás una novia —dijo el inquisidor cuyo nombre
desconocía, y le tapó la cara con un paño suave—. Tú misma has provocado
esto —repitió—. Y tu confesión le pondrá fin.
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Luzia solo alcanzaba a ver las siluetas de los hombres, meras sombras en
la habitación. «No te asustes», se dijo. Podía cantar para liberarse de las
ataduras si era preciso, si el dolor de lo que se disponían a hacerle, fuera lo
que fuera, se tornaba excesivo. Lo único que tenía que hacer era mantener la
calma, igual que durante las pruebas, invocar un refrán y aguantar.
—Dinos cómo creabas tus ilusiones —dijo una voz.
—Cantando y…
No pudo terminar la frase. Tenía llenas de agua la boca, la nariz, la
garganta. Luzia tosió, pero el agua no dejaba de entrar. Se ahogaba. Aquello
no era el potro ni la garrucha ni ningún otro tormento ideado por el hombre.
Era la muerte abriéndose paso por su pecho, por sus pulmones. No podía
cantar, no podía hablar, no podía pensar. No había palabras. Nunca las había
habido. Lo único que había era la muerte, fría y oscura.
Se estaba ahogando en un cubo, como una rata nerviosa, rosada y recién
nacida que contemplara el rostro de Águeda. Su tía estaba encima de ella, con
las manos en torno a su garganta, estrangulándola lentamente; después su tía
estaba debajo de ella, hundiéndose en el fondo de un río. No tenía ojos ni
labios. Los peces se los habían comido. La boca sin labios de Hualit se abrió:
«Rezaré por que el mar se trague nuestro sufrimiento».
Luzia tosió y escupió. Se vomitó agua en la cara y el cuello. El paño ya no
estaba. La habitación había regresado. Forcejeó con las cuerdas que la ataban
a la mesa. Los hombres hablaban:
—Has usado demasiada.
—Sé lo que me hago.
—¿Otro azumbre?
Luzia no podía hablar. Sabía que estaba llorando; los odiaba por haberla
hecho llorar. Podía abrirlos en canal. Podía prender fuego a aquella sala; solo
tenía que hallar las palabras. Pero no estaban. Se habían ahogado todas,
tragadas por la marea. Luzia estaba muerta y ellas también. «¿Dónde está mi
madre?», quiso gritar. «¿Dónde está Dios?».
—¿Cómo creabas tus ilusiones?
—No lo sé… —empezó a decir.
Volvieron a taparle la cara con el paño, su velo nupcial.
—¡Con una linterna mágica! —chilló—. ¡Un espejo especial!
—¿Cómo conoce una criada tales cosas?
—¡El diablo me enseñó a hacerlo!
—Continúa —dijo el hombre, y Luzia sollozó de alivio.
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Cuando todo terminó, Luzia no recordaba lo que había dicho. Habló de
fuelles, cortinas, humo y trucos con lentes especiales importadas de Suecia.
Dijo que era bruja y que el diablo iba a verla todos los días al mercado, le
prometía que sería su novia y le metía la lengua en la boca. Tenía la cara de
una serpiente, de Martín Lutero, de Antonio Pérez.
Hasta que no la devolvieron a su celda con el vestido empapado, todavía
tiritando y temblando, no se dio cuenta de que sangraba. Las cuerdas le
habían hecho cortes en las muñecas, los tobillos y las caderas mientras
forcejeaba sobre la mesa.
—¿Luzia? —dijo Teoda, pero ella no quería hablar. Ya no sabía hacerlo.
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aquí.
—Valentina…
—No tengo a nadie que pueda ayudarnos a escapar. ¿Tú no lo has
pensado? Ya sabes de qué son capaces mis milagritos.
—Claro que sí, pero no tiene sentido.
—¿Tan dispuesta estás a morir por tu Dios?
Teoda titubeó.
—Le he preguntado a mi ángel —susurró luego—. Dice que voy a morir
aquí. Que todos moriremos aquí.
—Creía que tu ángel nunca hablaba de tu futuro.
—Nunca. Pero no consigue ver lo que espera más allá de Toledo. Para
ninguna de las tres. Es bastante fácil de entender. Nuestra historia termina
aquí, Luzia. He soñado que estabas en una hoguera.
—Entonces moriré en una hoguera, pero no me volverán a dar tormento.
—¿No aceptan tu confesión?
—No sé lo que quieren oír. He dicho cuanto se me ha ocurrido, pero no
será suficiente.
Teoda toqueteó los encajes sucios de su manga.
—Es culpa mía que estemos aquí. Fui indiscreta.
—Yo culpo al rey. Culpo a Pérez. Culpo a esos sapos vocingleros que me
ataron. Pero a ti no.
—No lo comprendes. Yo… Donadei era tan apuesto, tan gentil. Fui una
presa fácil. Me dijo que se sentía atormentado, que no soportaba servir a una
Iglesia corrupta.
Luzia observó a Teoda a la luz de la vela.
—Una presa… —repitió—. Teoda, no querrás decir… Tú eres una niña…
Teoda se rio débilmente.
—¿Es que aún no has adivinado la verdad, Luzia?
—Me temo que no supero la prueba que me planteas.
—No soy una niña. Tengo treinta y ocho años. Treinta y ocho años en este
cuerpo infantil.
Luzia era consciente de la cara de boba que debía de tener mientras
miraba a Teoda, mientras recordaba todas las cosas sabias e ingeniosas que
había dicho. Cuán arrogante había sido Luzia, tan orgullosa de su capacidad
para observar y entender a quienes estaban por encima de ella. Negó con la
cabeza, incapaz de aceptar la verdad que tenía justo delante.
—Soy una tonta —dijo con fascinación—. Me convencí de que tus
visiones te habían dado una madurez impropia de tu edad.
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—Le pasa a todo el mundo —contestó Teoda—. También es por la voz.
Luzia casi dio un brinco. La voz de soprano de Teoda, aguda y dulce,
había desaparecido. Su verdadera voz seguía siendo joven, pero el efecto era
sobrecogedor; su presencia había cambiado de forma con unas pocas
palabras: una mujer en miniatura en lugar de una niña.
—¿Donadei lo sabía?
—Lo adivinó. Quizá intuyera que mi interés por él no era el de una niña.
Quizá viera lo desesperada que estaba por la clase de atenciones que nunca he
recibido. Fingió que compartíamos los mismos secretos, se quejó de doña
Beatriz. —Titubeó—. Nunca me habían besado así, como los hombres besan
a las mujeres. La tonta soy yo. Y ahora mi hermano y yo vamos a morir por
ello.
—No es tu padre —dijo Luzia, que lo iba entendiendo poco a poco.
—No. Él me ha protegido desde que murieron nuestros padres. Me dieron
la fecha de nacimiento de una niña que falleció en nuestra parroquia y
viajamos de un sitio a otro para ocultar mi verdadera edad. —Miró de reojo a
Neva, que seguía roncando—. Te puedo contar todo esto porque ya no es
precisa la discreción. Porque con mi necedad nos he condenado a las dos.
Luzia pensó en los halagos que le había brindado Donadei, en cómo le
había hablado de doña Beatriz y de su deseo de libertad. Si Luzia no hubiera
estado ya prendada de Santángel y sus misterios, ¿se habría dejado seducir
por el Príncipe de los Olivos? ¿Le habría entregado todos sus secretos? Una
vida de hambre podía llevarte a comer de la mano de cualquiera. Luzia se
habría atiborrado sin reparar en el sabor del veneno.
—Si tú fuiste tonta, lo fuimos las dos —dijo—. Sin duda Donadei reveló
todo lo que pudo sobre nosotras para garantizarse la libertad. Pero no pienso
rendirme y morir por él. Por ninguno de ellos. Tu familia tiene recursos,
amigos fuera de España. Yo tengo mis milagritos. ¿Qué podemos perder?
—No saldrá bien.
—Tenemos que elegir entre la muerte o el tormento y la muerte, Teoda.
Prefiero morir atravesada por un guardia antes que quemada viva.
—O estrangulada. Si te arrepientes, solo te estrangularán.
—En tal caso nos quedamos aquí, desde luego.
Teoda soltó una carcajada.
—Muy bien. Es evidente que los inquisidores te han hecho perder la
razón, pero voy a ver si Rodolfo le envía un mensaje a mi hermano. El
dispone de mucha más libertad que yo. A veces hasta le dejan tener papel.
Pero, Luzia…, mis sueños no mienten. Te he visto arder.
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—El destino se puede cambiar —dijo Luzia—. Las maldiciones se pueden
romper.
Debía creerlo o se hundiría bajo las olas.
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Capítulo 48
enían poco tiempo para actuar. Luzia temía que la sometieran a otro
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Habían debatido si era mejor llevarse a Neva o no, y si podían fiarse de
que no divulgara sus planes, pero la cuestión se resolvió por sí sola una
noche, cuando Neva dejó de roncar y dijo:
—Ya sé lo que tramáis y no quiero tener nada que ver. Soy vieja y mis
hijos están aquí. Quiero irme a mi casa.
Luzia esperaba que Neva lo consiguiera antes de que la vida en una celda
la matara.
Teoda insistía en que esperaran a que Ovidio consiguiera documentos
para Luzia, pero, en cuanto esta pensó en el agua, en su garganta llenándose,
en sus pulmones luchando contra la inundación, negó con la cabeza.
—No. Nos vamos en cuanto podamos.
Tan solo cuatro días después de que la hubieran sometido a la toca, ya
estaban preparadas.
La noche llegó despacio, como si le diera miedo lo que iban a hacer.
Debían parecer lo más respetables posible, así que se lavaron la cara y las
manos, y Neva le trenzó el cabello a Luzia. Ya solo quedaba esperar. Sabían
la hora que era por las campanadas de una iglesia. Luzia no sabía a qué
parroquia pertenecía. En Madrid, lo habría sabido.
—San Vicente —le dijo Teoda—. Se dice que convirtió a su carcelero al
cristianismo.
Luzia recordaba esa historia y los cuervos que habían protegido su cuerpo.
Contaron las campanadas mientras escuchaban cómo la cárcel se iba
quedando dormida: las conversaciones cada vez más quedas, el sonido de los
inquisidores atendiendo a sus asuntos en sus aposentos, los portazos y el roce
de los cuerpos.
—¿Cuál era tu plan? —le preguntó Luzia a Teoda en voz baja para
distraerse—. Si hubieras ganado el torneo y hubieras pasado a formar parte de
la corte del rey.
—Habría averiguado cuanto pudiera y lo habría divulgado entre los
enemigos de España. Habría hecho que el rey dudara de sus preciados santos
y de sí mismo. Habría sido la espía más grande del mundo. —Su hoyuelo
apareció de nuevo—. Y la más pequeña.
En el exterior, los cascos de los caballos y el traqueteo de las ruedas de los
carros dieron paso al canto de las aves nocturnas y al suave ululato de los
búhos, procedentes de los bosques y prados que había al otro lado de las
murallas de la ciudad. De la vela solo quedaba el cabo, y pronto la oscuridad
de la celda fue absoluta.
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Finalmente sonó una sola campana, distinta de las campanadas de la
iglesia; un sonido tintineante, como el de una vaca extraviada del rebaño.
La mano de Teoda rozó la de Luzia y las dos se agarraron con fuerza y
esperaron. Volvió a oírse la campana.
Teoda le apretó la mano y se levantaron haciendo el menor ruido posible.
Luzia apoyó la palma de la mano en la puerta y buscó su refrán. Desde
que se las había visto con los inquisidores, sentía más cerca esa canción
secreta, esa magia mayor y ansiosa por ser cantada, pero la apartó de sí.
Santángel estaba en lo cierto. Ella quería vivir.
Boka dulse avre puertas de fierro. «Boca dulce abre puertas de hierro».
Las palabras que solía emplear para abrir baúles o armarios cerrados sin tener
que ir a buscar la llave. «Ayúdame», imploró en silencio al anónimo autor de
esas palabras, alguien que dormía en su cama al otro lado del mar, o que se
despertaba para amamantar a su bebé, o que trabajaba afanosamente a la luz
de las velas. «Ayúdame a hallar el camino».
Con un chasquido de la cerradura, la puerta pareció suspirar cuando el
cerrojo se abrió. Aguardaron, escuchando, pero no oyeron sonidos de alarma
ni pasos apresurados en su dirección. Se deslizaron hasta el pasillo a oscuras.
No podían arriesgarse a encender una vela, así que avanzaron despacio y a
tientas por el corredor. Teoda iba delante, sin apenas hacer ruido al caminar,
con la mano de Luzia apoyada en su hombro.
Intentó recordar el mapa que les había dibujado Ovidio mientras iba
contando los pasos. Pero empezó a dudar de sí misma. ¿Había contado
cincuenta ya? ¿Sus pasos eran demasiado largos? ¿Demasiado cortos?
Entonces Teoda soltó un siseo y se detuvo. Luzia logró mantener el equilibrio
y extendió las manos en la oscuridad. Habían llegado a la puerta que separaba
las celdas de la entrada de la prisión. ¿Qué aguardaba al otro lado? ¿Dos
guardias? ¿Diez?
Lo que ocurriera a continuación ya no tendría vuelta atrás. Teoda y ella se
apretujaron contra la pared y Luzia dejó que unas palabras nuevas y una
nueva melodía tomaran forma en sus susurros. Kada gayo kanta en su
gayinero. «Cada gallo canta en su gallinero».
Pero no se imaginó un gallo altanero, sino a la mujer más grande que
pudo, bramando con el cuello hinchado, la cara enrojecida, la frente sudorosa,
los puños apretados. Una poderosa giganta, una titánide.
El sonido que brotó de las celdas que tenían detrás fue el estruendo de una
ola, una presa que cedía con un tremendo y estremecedor rugido. Teoda dejó
escapar un grito ahogado. Pero Luzia, a su lado, no vaciló. Siguió haciendo
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crecer la canción mientras el estrépito de las celdas se volvía todavía más
fuerte. El ruido hacía temblar suelos y paredes. Era como si los inquisidores
hubieran puesto en su potro a un demonio cuyos gritos llenaban el edificio.
Ojalá ese sonido provocara pesadillas a los clérigos.
Luzia giró la cabeza justo a tiempo. La puerta se abrió hacia dentro de
sopetón y le golpeó en la oreja y un lado de la cara. Buscó a tientas el pomo y,
por poco, logró enganchar los dedos al mismo tiempo que la luz de las
antorchas inundaba el pasillo y los guardias irrumpían dentro, con la mano en
la empuñadura de la espada, haciendo resonar el suelo de piedra con las botas.
Luzia concedió a la canción un último y largo bramido, y entonces Teoda
y ella se escabulleron por la puerta hasta el vestíbulo sin vigilancia. Apenas
tenía recuerdos de ese lugar, aunque debía de haberlo visto cuando la trajeron
a la prisión.
—Teoda. —El susurro casi la hizo gritar del susto, pero solo era Ovidio.
Estaba demacrado en comparación con el elegante aspecto que tenía en La
Casilla, y a Luzia le pareció que tenía más canas en el pelo—. Seguidme.
Echó un vistazo por la ventanilla corredera que los guardias empleaban
para identificar a las visitas y los recién llegados; luego abrió la puerta y les
indicó que pasaran con un gesto. El patio estaba en calma. Si los jueces,
escribanos y criados que dormían se habían despertado al oír el estruendo
procedente de la prisión, no se habían levantado para investigar. Quizá
estuvieran acostumbrados a oír gritos.
Ya no había razón para avanzar despacio. Ovidio cogió en brazos a Teoda
y echaron a correr, procurando no alejarse del edificio por si alguien vigilaba
el patio desde las ventanas superiores.
Llegaron a un nicho de la pared de piedra del que colgaba una bandera
con la cruz verde de la Inquisición. Ovidio metió la mano detrás y sacó lo que
parecía ser una sábana enrollada.
Dentro había un uniforme para él, un manto para Teoda y un vestido
limpio para Luzia. «¿Qué ha sido de tu pudor?», se preguntó Luzia mientras
se desvestía y Ovidio la ayudaba con los cordones. Supuso que también se
había ahogado en la cámara de los inquisidores.
Su aspecto era casi respetable.
Ovidio escondió las ropas inmundas de la prisión detrás de la bandera y se
dirigieron apresuradamente a las puertas que los conducirían a la ciudad.
—¿Preparadas? —susurró Ovidio.
Pero solo había una respuesta posible. Giraron a la derecha y cruzaron el
arco de la entrada. Más adelante estaban las puertas, con un par de guardias
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apostados.
—¡Alto! —Ladró uno de ellos—. ¿Quién vive?
—Estas damas precisan escolta hasta su carroza —respondió Ovidio.
—No digas tonterías. —El guardia no había desenvainado la espada, pero
tenía la mano en la empuñadura—. ¿Qué hacéis aquí en plena noche? ¿Son
prisioneras?
—¿Quién dice tonterías ahora? Vienen a visitar a… En fin, no es cosa mía
decirlo. Pero digamos que hace mucho que no ve a su esposa y su hija.
Los guardias se miraron. Era bien sabido que algunos clérigos tenían
amantes e incluso familias secretas.
—¿Por qué vienen tan tarde?
—No sabría deciros —contestó Ovidio con un deje pícaro.
Los guardias las miraron de arriba abajo y Luzia puso la mano en el
hombro de Teoda con aire protector, maternal. Al otro lado veía las calles que
los conducirían más allá de las murallas de la ciudad, y seis caballos
enganchados a una carroza. Dos jinetes y un cochero esperaban a la luz de la
luna.
—Yo quería ver a papá… —dijo Teoda con la voz aguda y dulce que
había empleado durante el torneo.
—Sabes que podrían ser putas —dijo el otro guardia.
—¡Señor! —exclamó Luzia con todo el espanto y la dignidad que pudo
reunir.
—¿Y tu espada? —le preguntó el guardia a Ovidio.
—Voto a Dios, hombre. Supuse que no me haría falta cuando fray…
Cuando me sacaron de la cama a esta hora de mierda. ¿Qué tal si nos dejáis
pasar para que así pueda volverme a la cama antes de que alguien se despierte
y empiece a hacer preguntas que a ninguno nos apetece responder?
Los guardias se miraron otra vez.
El primero se dirigió a Ovidio.
—Si a ti te están llenando el bolsillo, nosotros también queremos ver algo.
Luzia estuvo a punto de gritar de alegría. Para un soborno sí que estaban
preparados.
—Ah, estupendo —refunfuñó Ovidio—. El que dormía a pierna suelta soy
yo. El que hace de aya soy yo. Pero desde luego que sí, compartiré con
vosotros estos dineros tan merecidos.
Les puso varios reales de plata en las manos.
—Vamos, vamos —protestó el guardia—. No seas rácano.
Ovidio frunció el ceño.
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—Está bien, pero ni uno más.
El guardia sonrió y se inclinó con una reverencia. Abrió las puertas y se
hizo a un lado.
Teoda se puso a dar palmadas y brincos mientras cruzaba y Luzia la
siguió. El guardia le tendió la mano para ayudarla a cruzar el umbral, y ella la
aceptó sin pensar.
—Un momento —dijo el guardia, apretándole la mano.
—Ella no es para que la goces tú —dijo Ovidio—. Y te he pagado buena
plata, no puedes quedarte también con su bolsa.
—A callar —le espetó el guardia. El otro desenvainó su espada y apuntó
con ella a Ovidio.
El soldado arrastró a Luzia hacia una de las antorchas que ardían en la
pared y le tiró de la mano para acercarla a la luz.
—Tiene callos —dijo—. Pero va vestida de noble. Y la niña también.
Ovidio miró a los ojos a Luzia.
—Vete —rugió, antes de clavarle el puñal en la garganta a su captor.
—¡A las armas! —gritó el otro.
Luzia se apartó a trompicones del guardia ensangrentado, que seguía
intentando retenerla mientras se desmoronaba.
Ovidio le arrebató la espada.
—¡Huye! —gritó—. ¡Protégela!
Luzia se lanzó hacia Teoda, que ya estaba a medio camino de la carroza.
Los jinetes habían desmontado de un salto y venían en su ayuda empuñando
las espadas, pero era demasiado tarde. El patio y el arco de la entrada se
estaban inundando de soldados.
Al ver chillar a Teoda, Luzia miró hacia atrás. Ovidio estaba de rodillas,
con una espada traspasándole el pecho. Dio manotazos al aire, como
intentando sujetarse a algo para ponerse de pie, y entonces cayó al suelo.
«Mi ángel dice que voy a morir aquí. Que todos moriremos aquí».
—Todos no —susurró Luzia—. ¡Corre, Teoda!
Luzia no se paró a pensar. Se concentró en los adoquines del suelo y dejó
que la canción rugiera a través de ella; las palabras eran como llamaradas en
su mente, de una luz cegadora. Onde iras, amigos toparas. «Que halles
amigos. Que halles amigos. Que halles amigos». Las piedras se alzaron en
una montaña, una marea de roca que brotó entre Teoda y los soldados,
cortando el paso de Luzia hasta la carroza.
Uno de los jinetes agarró a Teoda y echó a correr hacia las portezuelas del
vehículo.
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—¡Luzia! —gritó Teoda mientras la metían en la carroza.
Luzia empujó las paredes de piedra hacia fuera, intentando ganar tiempo
para la carroza, aislar la carretera. Pero notaba que la canción intentaba
dividirse, que su miedo tiraba de ella hacia la vía de escape, «cualquier sitio
menos este». Si no se ceñía a la melodía, podía terminar partida en dos. Que
así fuera. Esa sería una muerte que ella habría elegido.
Algo la golpeó por la espalda. Luzia cayó de bruces y de pronto los tenía
encima, dándole puñetazos y puntapiés. Se golpeó la cabeza con los
adoquines y la canción se le escapó.
«Tiene que bastar con que una haya escapado», pensó mientras la
oscuridad la envolvía. «El destino se ha equivocado una vez; tal vez pueda
volver a hacerlo».
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Capítulo 49
H era lo bastante ancha para sentarse ni lo bastante alta para estar de pie.
Las paredes eran de piedra lisa, y solo se podía acceder a ella por una
trampilla de hierro que se cerraba desde el exterior. Desde hacía más
de cuatrocientos años, todos los De Paredes tenían una habitación igual en su
casa. La llamaban «el nido del alacrán».
Los hombres de Víctor habían encontrado a Santángel en el lecho del
bosque, con las flechas todavía clavadas en el pecho; los soldados del rey lo
habían dado por muerto. Primero había soportado la agonía de que le
arrancaran las flechas del cuerpo, y luego lo habían arrojado a su nido hasta
que se curara.
No debería haber sido nada. Había sufrido cosas mucho peores. Llevaba
mucho tiempo viviendo con la futilidad de su propia situación. No era distinto
de los demás hombres, atrapado en el movimiento de un mundo al que no le
importaba, a merced de los caprichos de un Dios que le ignoraba.
Pero estaba vez su indefensión lo enloqueció. Gritaba de rabia. Aporreaba
las paredes de su celda. Profería sangrientas promesas de venganza. No
importó. No vino nadie. No le trajeron comida ni agua. Sabían que no moriría.
Se marchitaría y consumiría hasta quedarse en nada, un cadáver viviente, pero
perduraría.
Santángel solo había vivido una vida, y había sido tan larga como
notablemente tediosa. Sus primeros años de viajes y libertinaje, de erudición y
hedonismo, parecían un sueño ajeno que alguien hubiera intentado relatarle
después. Había olvidado el miedo, había olvidado la rabia. Lo que había
quedado era una especie de curiosidad académica por el mundo y sus
mecanismos, la tenue esperanza de que un día, en alguno de sus muchos
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libros, descubriría el secreto del pacto funesto al que había llegado con Tello
de Paredes y hallaría la manera de deshacerlo.
No había sorpresas. Cada persona le recordaba a alguien que había
conocido antes; cada momento era algo que ya había vivido. Había llegado a
creer que aquel incesante desfile de tedio continuaría hasta que encontrara la
manera de liberarse o el coraje necesario para morir.
Entonces Luzia había entrado en su vida: un personaje de una obra de
teatro que debería haber dicho unas pocas frases antes de salir del escenario.
En vez de eso, Luzia se había adueñado de la historia de Santángel. La trama
que conocía tan bien de pronto lo confundía; la estructura de su relato se
había ido modelando en torno a ella hasta crear algo nuevo. Pero una tragedia
no podía transformarse en comedia. Al final, su maldición había acabado
atrapando a Luzia, igual que a él. La trama había regresado a su forma
original y la tragedia de Santángel había pasado a ser también la de ella.
Recordó el dolor de las flechas perforándole el pulmón, el costado. Si
Luzia no estaba consciente para poder sanarse, algo así habría bastado para
matarla. Y si había escapado del bosque, ¿habría conseguido regresar a
Madrid? ¿Estaría escondida en alguna parte, o cautiva? A veces se permitía
creer que el rey había cambiado de opinión, que Luzia estaba a salvo en el
Alcázar, refugiada en un convento o incluso de vuelta en la calle de Dos
Santos. A veces se imaginaba que estaba en la misma casa que él, justo
encima de donde se encontraba. A Víctor le habría encantado.
Si Luzia estaba viva, había esperanza, ¿verdad? ¿O aquella indefensión
era un castigo por su juventud egoísta, por su pasado asesino? Si estaba
escondida, necesitaría un medio para salir de España. Santángel podía
conseguirle dinero. Incluso podía arreglárselas para proporcionarle
documentos con los que viajar de forma segura. Pero ¿cómo predecir de qué
manera su propia influencia podía arruinar cualquier intento de liberar a
Luzia? Si su fuga suponía un peligro para su amo, nunca lo lograría. Ensayaba
argumentos para persuadir a Víctor de que la ayudara. Suplicaría por la vida
de Luzia como jamás había suplicado por la propia.
¿Y si su amo no accedía? Existía una manera de despojar de su suerte a
Víctor de Paredes. Lo único que tenía que hacer Santángel era marcharse a
caballo. Podía viajar durante la noche, buscar un horizonte bonito para que
fuera su última imagen del mundo. Ardería hasta quedar reducido a cenizas y
su muerte rompería el vínculo que lo ataba a esa familia. La buena suerte de
Víctor de Paredes se quemaría con él. Luzia tendría una oportunidad.
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Debía de estar inconsciente cuando Víctor envió a Celso a sacarlo del
sótano, porque no recordaba que nadie hubiera cargado con él. Despertó en el
comedor; olía a carne estofada y vino especiado. No tenía apetito a pesar de
los días de inanición, pero se obligó a comer. Si quería pensar, si quería trazar
una estrategia, debía recuperar las fuerzas.
Víctor lo miró mientras comía y, cuando Santángel apartó el plato, le dijo:
—¿Has disfrutado de la comida?
—¿Y tú del berrinche? —No quería discutir con Víctor, no quería jugar a
esos juegos, pero tenía que parecer que todo seguía igual que siempre.
—Espero que hayas podido pensar. Sin distracciones. —Santángel no dijo
nada—. ¿No deseas saber qué ha sido de la criada?
—Me lo dirás cuando así te convenga.
—Veo que has recuperado la serenidad. Apenas reconocí al bobo
enamoradizo que hallé desangrándose en el lecho del bosque. —Víctor
tamborileó con los dedos en los brazos de su sillón—. Tu lugar está conmigo,
Santángel. Y tu intento de ayudar a Luzia Cotado a eludir su captura no
agradó a Vázquez.
—Pero mi suerte ha evitado que corras verdadero peligro, ¿no es cierto?
Víctor asintió con la cabeza, dándole la razón.
—Tu amiguita está dando guerra.
El alivio de Santángel debió de ser evidente, porque Víctor sonrió.
—Sí, Guillén, está viva. En Toledo. Cautiva de la Inquisición.
Fueron precisos cinco siglos de paciencia para que Santángel siguiera
sentado. Quería abalanzarse sobre Víctor y estrangularlo para borrarle de la
cara aquella sonrisa arrogante. Quería robar un caballo y cabalgar toda la
noche para llegar hasta Luzia.
—¿Por qué de la Inquisición? —Logró decir, satisfecho de la calma de su
voz.
—La denunciaron.
—¿Fuiste tú?
—No. Yo dije que sus ilusiones me engañaron, pero que no sabía nada de
herejías ni de conspiraciones contra el rey.
Y le habían creído. Siempre le creerían. Mientras Santángel siguiera vivo.
Sabía que debía guardar silencio, no revelarle nada más, pero la locura del
nido del alacrán seguía dentro de él, desgarrándole la sensatez.
—¿Le han dado tormento?
Víctor se encogió de hombros. «Te veré sufrir», pensó Santángel.
«Aunque tarde mil años, te arrancaré esa sonrisa de la boca».
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—Esos son asuntos del Santo Oficio —dijo Víctor—. Pero anoche trató
de fugarse con la hereje Teoda Halcón. El padre de la niña murió en el
intento, pero ahora Teoda es libre.
—¿Y Luzia?
—Ha vuelto a su celda. Lo ha confesado todo y la sentenciarán el Día de
Todos los Santos.
Quedaba apenas una semana. Tenía poco tiempo para actuar.
—El tribunal asegura que los guardias la ayudaron —continuó Víctor—.
Pero mis fuentes me dicen que burló la cerradura de su celda y dejó en ruinas
las calles aledañas al barrio inquisitorial. Es más poderosa de lo que yo
pensaba, y más temeraria.
—Aún confías en adueñarte de sus dones. —Por supuesto que sí. Víctor
veía y deseaba, deseaba y reclamaba. No conocía el rechazo.
—Es obstinada, pero se la puede quebrantar, como a cualquier persona
con el tiempo. Su audiencia con el tribunal se celebrará dentro de tres días.
Entonces le dirán la sentencia.
—¿Así que va a morir? —Solo a los condenados a muerte se les
notificaba su sentencia antes de un auto de fe.
Víctor asintió.
—Pero aún no es tarde.
—¿No? —Qué tranquilo sonaba, qué pensativo.
—Puedo usar mi influencia y la tuya para salvarla de la hoguera.
—Ambas tienen un límite. De lo contrario, nunca habrías empezado esta
farsa para conseguir un título.
—Pero si yo ya tengo mi título. Estás hablando con un duque, Santángel.
—Procuraré sentarme un poco más derecho. —Santángel lo observó—.
Le has ofrecido tus servicios al rey.
—No me ha hecho falta. El rey acudió a mí. Un día después del retablo de
títeres.
Cuando las lealtades de Santángel habían cambiado, cuando se había
rendido a su anhelo por Luzia. Cuando se había permitido empezar a amarla y
a pensar en la idea de liberarlos a ambos. Pero, aunque Santángel era libre de
entregar su lealtad e incluso su inservible corazón a Luzia, su suerte
pertenecía a Víctor. Las estrellas se habían alineado para concederle a su amo
una oportunidad en el mismo momento en que Santángel planeaba robársela.
Había percibido un cambio en el mundo, pero no había entendido en qué
dirección.
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—He conseguido contactos con Felipe y el Consejo de la Suprema —
declaró el nuevo duque—. Puedo convencerles de que nuestra criada fue un
simple peón en las intrigas de Pérez. Que él y los Ordoño planeaban utilizarla
para sus propios fines. Ella ya ha confesado que sus milagritos eran meras
ilusiones.
Santángel veía con toda claridad la estampa que Víctor pintaría ante el
tribunal: una muchacha lerda, engañada para que creyera que poseía un gran
poder, acicalada y obligada a actuar ante la clase alta, manipulada por unos
hidalgos venidos a menos y desesperados por conseguir dinero y éxito social.
Luzia ya había confesado. Se arrepentiría, afrontaría un castigo público
durante el auto de fe y luego la pondrían en manos de Víctor de Paredes. No
sería preciso ningún pacto misterioso para apoderarse de ella. Aquellos a
quienes la Inquisición había juzgado y reconciliado por herejía no obtenían
segundas oportunidades. Si Luzia se escapaba o Víctor decidía acusarla de
reincidir en sus prácticas impías, la encarcelarían y ejecutarían sin juicio
alguno.
—Sin embargo, ignoro cuál puede ser su próxima temeridad —continuó
Víctor—. Si no tiene cuidado, terminará metiéndose en un problema del que
ni siquiera yo podré sacarla.
—¿Pretendes atarnos a ambos a ti?
—¿Por qué no? ¿Qué podría lograr con una milagrera y un familiar en mi
casa? ¿Y no seríais felices así, en cierto modo? ¿Juntos por toda la eternidad?
—Ella nunca accederá. Ya ha visto lo que eres.
Víctor se echó a reír.
—Guillen, ¿crees que ella valora su vida menos que tú? Sus únicas
opciones son la hoguera o… —Abarcó con la mano aquella agradable
estancia, las brasas encendidas, los vasos de vino, las paredes de piedra
maciza, las pieles. Una vida de abundancia.
—¿Qué quieres de mí, Víctor?
—¿La amas? Creía que no eras capaz de amar.
—¿Qué quieres? —repitió.
—Vendrás conmigo a Toledo. Asistiremos al dictamen del tribunal y, en
caso de que le sobrevengan visiones de martirio o la idea heroica de morir
como mujer libre, tú la convencerás de que es preferible una vida bajo este
techo, una vida contigo.
Santángel dudaba de que ese argumento persuadiera a Luzia.
—Las sentencias no están abiertas al público. Los reos de la Inquisición
no pueden tener visitas.
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Víctor desdeñó su protesta agitando la mano.
—Yo no soy el público. Además, Lucrecia de León ha asistido a fiestas en
compañía del alcaide. A Ovidio Halcón le permitían cartearse con sus socios
comerciales para tratar sobre la confiscación de su hacienda. Allí donde hay
dinero y voluntad, todo es permisible.
—Ella será una debilidad para ti, Víctor. Siempre. La gente no dejará de
preguntarse si alojas a una hereje en tu casa, y si su herejía también te mancha
a ti.
—Subestimas tus propios dones. Además, Pérez no podrá eludir al rey
para siempre. En cuanto esté en poder de Felipe, la criada dejará de
interesarle. Nos aseguraremos de que vaya a misa tanto como a orinar, y será
un símbolo del triunfo de la única y verdadera Iglesia. Yo mismo la llevaré a
rastras hasta Roma para que comulgue si es preciso. —Se reclinó en su sillón
—. Pero tal vez haya malinterpretado tus sentimientos por ella. ¿Preferirías
verla muerta antes que en mis manos?
«Así evitaría que la enterraras viva en un futuro de servidumbre». Pero no
podía salvarla sin Víctor. Todas sus estratagemas se truncarían para
acrecentar la fortuna de los De Paredes. Todos sus movimientos apretarían los
nudos que ataban a Luzia. Santángel había pensado que podría comprar su
libertad a cambio de la de Luzia, pero ahora los dos iban a estar cautivos.
Luzia lo odiaría, y con todo el derecho. Tal vez se decantaría por la hoguera.
—¿Acaso no te basta con mi suerte? —le preguntó.
—Tu suerte me trajo a Luzia Cotado. Si el rey no la utiliza como el
instrumento que está destinada a ser, lo haré yo.
Ahí estaba la verdad que lo había asfixiado en el nido del alacrán.
Santángel había condenado a Luzia incluso antes de que se conocieran.
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Capítulo 50
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—Mariposa es de Salamanca. Tiene un hermano que va a ingresar en la
universidad. Le gustan el pescado frito y los lirios.
—Entonces has de regalarle lirios.
—¡Estamos en noviembre!
—Tráeme un bulbo.
—Yo no puedo pagar esas cosas.
—Pues arranca uno de los jardines del monasterio.
—¡Eso es delito!
—Puedes escoger entre la honradez o el amor, Rodolfo.
¿Había alguna duda siquiera?
Cuando le trajo el bulbo y Luzia le susurró, Rodolfo consiguió los lirios
para la muchacha que amaba.
—¿Me puedes hacer rico? —preguntó Rodolfo cuando volvió—. El
hombre que la corteja es rico.
—¿Ella lo ama?
—No lo sé.
—¿Se lo has preguntado?
Teoda le había prometido magia a Rodolfo para conseguir ciertos favores,
y Luzia había mantenido la farsa para evitar represalias cuando este
descubriera que los hechizos de amor eran tonterías. Sin embargo, ahora le
agradaba la idea de que Rodolfo obtuviera el favor de su dama. Ahora que no
olía a sudor, que tenía los dientes menos sucios y que se había tomado la
molestia de hablar con ella, en lugar de mirarla boquiabierto como tantos
otros bobalicones, quizá hubiera esperanza para ellos. Además, era la única
distracción que tenía.
—¿Estás segura de que él la merece? —le preguntó Neva cuando
Rodolfo, exultante, le dijo que por fin le había robado un beso.
—Es mejor un hombre que se esfuerce por su amor que uno que la
compre por una hermosura que terminará desvaneciéndose. Rodolfo habla
con ella. La trata con gentileza.
—Eso no durará —se burló Neva mientras se giraba de costado para
seguir durmiendo—. Todos se olvidan de lo mucho que cuesta hacer el vino.
Se lo beben y luego se preguntan por qué su vaso está vacío.
No le faltaba razón. Pero Luzia no podía hacer mucho más. Si ella no
podía ser feliz, si su vida iba a terminar esa semana, alguien debería disfrutar
de la dicha que ella no había conseguido mantener.
Al día siguiente, Rodolfo llegó con la jarra de agua de Luzia.
—Has de lavarte —le dijo.
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—Tu sentencia —adivinó Neva—. Yo llevo dos años sin ver a mi hijo,
pero supongo que hace falta ser una beata famosa a la que el dinero le sale por
el culo para que el tribunal te dé respuestas.
—Guarda silencio —ordenó Rodolfo. Era el único argumento que tenía.
Luzia cogió la jarra de agua que le tendía. En la superficie vio reflejado su
rostro; ya era un fantasma. Solo a los reos de muerte se les informaba de su
sentencia antes de los fastos y el ritual del auto de fe.
Calentó el agua en el fogón y se lavó como pudo con los pies metidos en
la palangana. No le importaba lo que los jueces opinaran de su aspecto, pero
ignoraba si volvería a tener la oportunidad de asearse.
La llevaron escaleras abajo, salieron al enorme patio vacío y entraron en
la Sala Dorada, con su áureo techo artesonado flotando en lo alto y el suelo de
baldosas pintadas con cintas ondulantes bajo sus pies. Luzia recordó el agua
ahogándola y llenándole la garganta, la oscuridad cerniéndose sobre ella, el
rostro sin labios ni ojos de Hualit. «Aquí no debería haber belleza», pensó.
«No debería haber mentiras que presentar a los visitantes y dignatarios. No
debería haber ningún goce para los hombres que me ataron».
Dos grandes ventanas dominaban el patio y los muros de la prisión. ¿Por
qué no conocía ninguna palabra para volar? ¿O acaso eso también era una
forma de magia demasiado grande para ella, otro hechizo capaz de partirla en
dos? Tal vez los auténticos milagros sí fueran cosa de los santos. Pensó en el
ángel de Teoda. ¿Vería ahora un futuro? ¿Estaría protegiendo a la niña que no
era una niña? Como mínimo, Luzia contaba con esa prueba de su rebeldía. Si
Teoda estaba viva, alguien la recordaría.
Los tres inquisidores estaban sentados en sendas sillas detrás de la mesa,
con un escribano a su lado. Hoy no habría tormento, y el dolor le había
enseñado a temer menos a la muerte. Ellos querían asustarla con la
perspectiva de arder en la hoguera, pero Luzia no iba a consentirlo. Se
arrepentiría para que el verdugo la estrangulara. O tal vez les permitiría
encender la hoguera y luego se dedicaría a curarse la piel y los pulmones
hasta que le pudiera el cansancio y dejara que las llamas la consumieran.
¿Qué pensarían al ver que el calor no le ennegrecía la piel? ¿Al ver que le
ardía el cabello, pero que su cuerpo no se deshacía en cenizas? ¿Se
abalanzarían sobre ella cuchillo en mano? ¿La descuartizarían? ¿O se
preguntarían si habían creado una nueva mártir? Supuso que también podía
rendirse a la magia salvaje y dejarse partir en dos. Tal vez se llevaría consigo
a unos cuantos espectadores. O, en caso de que el rey asistiera, podía intentar
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partirlo por la mitad a él antes de morir. Que España se sumiera en el caos.
Ella ya no estaría para pagar por su crimen.
Sin embargo, los pasos de Luzia vacilaron al ver que los jueces no estaban
solos. Víctor de Paredes se encontraba a la derecha del tribunal, en actitud
relajada, frente a una hilera de sillas. Llevaba un traje de seda negra con
cordones de terciopelo negro y ribetes de hilo de plata trenzado, y apoyaba la
mano en la enjoyada empuñadura de la espada que le colgaba del cinto.
Detrás de Víctor, con las sombras aferradas a él como telarañas, estaba
Santángel.
Estaba vivo y sin señales visibles de una herida que debería haber sido
mortal. Luzia sabía que, si le desabrochaba el jubón y le apartaba la camisa,
no hallaría cicatrices ni marcas en su suave piel. Había perdido parte del vigor
conseguido en La Casilla, pero todavía parecía resplandecer.
¿Quién era él, ese hombre al que Luzia conocía más íntimamente que a
ningún otro? Quería creer que Santángel solo se había mantenido alejado de
ella porque Víctor le había impedido ir a buscarla, pero esa fe se le antojaba
lejana. La mirada de Santángel estaba clavada en ella, pero Luzia no supo
cómo interpretarla. ¿Había venido a defenderla? ¿A denunciarla? ¿Cuánto
tiempo llevaban allí Víctor y él, departiendo con el tribunal?
Don Pedro (o al menos el hombre que Luzia creía que era don Pedro, ya
que aún le costaba diferenciarlos) se dirigió a todos los presentes.
—La acusada, Luzia Calderón Cotado, comparece porque don Víctor de
Paredes, gran y prudente amigo de la Iglesia, se ha ofrecido a hablar en su
defensa. Si responde a su conciencia y a la voluntad de Dios con verdadera y
honesta confesión, su sentencia se decidirá mediante esta consulta de fe y su
castigo y penitencia se aplicarán mañana, a plena vista del pueblo de España,
en la plaza de Zocodover.
Conque Víctor había venido a reclamarla, después de todo. A pesar del
malogrado torneo y del espectro de la Inquisición, Luzia seguía siendo valiosa
para él. Pero ¿cuál sería el precio de su protección?
Esta vez don Pedro se volvió hacia Luzia.
—Luzia Calderón Cotado, se te acusa de herejía y de colaboración con
otros herejes para pervertir las enseñanzas de la Iglesia y burlaros de Dios
Nuestro Señor. Si hablas ahora y confiesas quién te llevó por tan mal camino,
tal vez no logres salvar la vida, pero salvarás el alma.
Luzia no sabía a qué estaban jugando. Todavía podían condenarla a pena
de muerte. ¿Había alguna palabra capaz de alejarla de la hoguera, aunque
supusiera estar eternamente en deuda con Víctor? ¿A quién debía acusar? Y si
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decía las palabras que no eran, si pronunciaba el encantamiento incorrecto, ¿la
volverían a bajar a rastras por esas escaleras para ahogarla?
Luzia carraspeó para tragarse el miedo.
—Ovidio Halcón —aventuró. El tribunal ya no podía hacerles nada a él ni
a su hermana—. Él me mostró enseñanzas nuevas y extrañas. Me dijo que mis
padres y los curas me tenían engañada.
Don Pedro soltó un gruñido de insatisfacción.
—Ya estamos enterados de las perfidias de los Halcón y tu asociación con
ellos. Ovidio Halcón está fuera de nuestro alcance, pero no del de Dios y,
cuando prendamos a su hija, también afrontará su castigo.
Conque Teoda seguía viva y en libertad. Luzia deseó que se encontrara
muy lejos de las fronteras de España y que ya no soñara por las noches.
El hombre situado a la derecha de don Pedro se revolvió en su asiento. Su
nombre sí que lo conocía bien: don Francisco, el inquisidor que le había
tapado la cara tan tiernamente con la toca nupcial.
—Si la prisionera no tiene otra cosa que ofrecernos, no podemos hacer
nada por ella. Es evidente que no está dispuesta a aliviar del todo el peso de
su conciencia.
Querían más personas a las que culpar, más prisioneros con los que llenar
sus celdas. Pero ¿a quién tenía que condenar Luzia?
—Señores —dijo entonces Víctor, clavando en Luzia sus húmedos ojos
verdes—. ¿No les dije a vuestras mercedes que tiene pocas luces? Necesita
más orientación.
Don Pedro juntó las manos en forma de pirámide.
—Cuéntanos lo que acontecía bajo el techo de los Ordoño.
—Ya os lo conté —replicó Luzia.
—Nos dijiste que ibas a misa y hacías ayuno, pero ¿qué hay de tus amos?
Así que tenía que denunciar a Marius y a Valentina. Ellos eran el
sacrificio que don Víctor quería que hiciera Luzia. Pensó en el olor del
cocido, en Valentina deshaciéndole el peinado, en la ramita de romero
escondida en su manga, apenas una pizca de protección, una pizca de bondad
tras años de bofetadas, puñetazos y desprecios.
—Rezaban como buenos cristianos —dijo Luzia.
—Se vieron con Antonio Pérez —la animó Víctor.
Luzia se permitió soltar una leve risa abochornada.
—Oh, no, señor. No frecuentaban esa clase de compañías. No eran gente
popular.
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La mano de Víctor se cerró con fuerza en torno a la empuñadura
ornamental de su espada. Señaló a Santángel.
—Este es mi sirviente. Él la ayudó a prepararse para el torneo y puede dar
fe de lo tonta que es, de lo fácil que es convencerla. Le hará decir la verdad.
Los miembros del tribunal parpadearon. El escribano frunció el ceño y
hojeó sus papeles con expresión confundida. Luzia sabía que nadie diría nada,
pero que todos se preguntaban cómo no se habían fijado hasta ahora en el
desconocido que se encontraba entre ellos.
—Decid vuestro nombre para que se anote en los archivos —dijo don
Pedro.
—Guillén Barcelo Villalbas de Canales y Santángel.
—¿Y qué función desempeñabais en casa de los Ordoño?
—Hacía las veces de tutor de la señorita Cotado.
—Entonces tuvisteis ocasión de pasar tiempo con don Marius y doña
Valentina.
—No.
Víctor apretó los labios.
—¿De qué le servís a este tribunal, pues? —preguntó don Pedro.
—En los años que llevo al servicio de mi amo, he hecho cuanto he podido
por proteger su reputación. Muchos han intentado perjudicarlo y difamarlo, y
he aprendido que los ataques más peligrosos nunca vienen de frente. Son las
flechas que se disparan por el flanco o la retaguardia las que dan en el blanco.
—No veo qué tiene de… —empezó a decir don Pedro.
Pero Santángel no miraba a don Pedro. Sus ojos opalinos estaban clavados
en Luzia mientras hablaba.
—En ocasiones, sus detractores han recurrido incluso a apuntarme a mí
para hacerle daño a él.
Luzia se acordó del momento anterior a la tercera prueba, cuando, en la
orilla del lago, llena de rabia y de amor, había amenazado con matar a Víctor
de Paredes. Santángel la había avisado de que el fracaso era seguro, por culpa
de su suerte. «He visto a incontables enemigos intentar destruir a De
Paredes», le había dicho. «Más les aprovecharía dañarme a mí. Pero si no
pueden ver el blanco, no pueden apuntar bien».
Luzia veía claramente a Santángel. Siempre lo había visto. Y ahora le
estaba diciendo que lo atacara a él, pero ¿por qué? ¿Cuál era su plan?
—Todo eso está muy bien, pero ¿qué tiene que ver con la prisionera?
—Quiero prestar testimonio —dijo Luzia. Lo único que podía hacer era
rezar por que Santángel supiera lo que hacía.
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Don Pedro agitó la mano con impaciencia.
—Pues oigámoslo.
—Es cierto que el llamado Santángel fue testigo de mis días con los
Ordoño. Me visitaba casi a diario. Yo no entendía lo que me pedía que
hiciera. Me dijo que tendría dineros, comida, vestidos bonitos. Muchos
vestidos bonitos. —Que pensaran que era una tonta, con tal de que la creyeran
—. Me sedujo para apartarme de la Iglesia y llevarme al lado del diablo. Lo
hizo Guillén Santángel.
Víctor soltó un graznido de sorpresa.
Don Gaspar echó atrás su silla; ni siquiera el escribano pudo disimular su
asombro.
—La muchacha tiene el juicio nublado —empezó a protestar Víctor.
—Vuestras mercedes pueden preguntar a la doncella que tenía en La
Casilla —continuó Luzia—. Trabaja para don Víctor. Pregúntenle quién
entraba en mis aposentos por las noches, ya tarde. No fue Marius Ordoño
quien robó mi doncellez y me invitó a pactar con el diablo. Santángel admitió
que él también era un demonio.
La carcajada de Víctor no fue convincente.
—La moza es más ilusa de lo que pensaba.
—Me dijo que Cristo no fue más que un mago —siguió Luzia, disfrutando
de la mirada furiosa de Víctor. Santángel le había señalado el rumbo y,
aunque ella no entendiera el destino que elegía, al menos veía la carretera—.
Me dijo que la resurrección era un truco que podía dominar cualquiera.
Córtenle y lo verán sanar. Atraviésenle el corazón y se alzará de nuevo, vivo e
ileso.
Santángel sonrió. El camino de ambos estaba decidido. La encrucijada
había quedado atrás.
Los jueces no parecían escandalizados, solo incómodos. La Inquisición
consideraba que la brujería era solo un delirio. El diablo existía, pero no
visitaba las cocinas de Madrid. Don Pedro negó con la cabeza y don
Francisco suspiró.
—Está claro que ha perdido la razón —dijo don Víctor— y que quiere
pagar mi gentileza con crueldad. Es mejor poner fin a este patético
espectáculo.
—Así es —dijo Santángel despacio, saboreando las palabras. Dio un paso
y los jueces se encogieron. El escribano dejó escapar un gimoteo. Era como si
lo estuvieran viendo de verdad por primera vez, una criatura de luz y sombra,
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de cabello luminoso y ojos resplandecientes—. Es hora de poner fin a este
engaño. La criada dice la verdad. Soy el enviado del diablo.
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brujería. No hay castigo para este crimen. No hay posibilidad de abjuración.
Seréis entregado a las autoridades civiles para vuestra ejecución.
—Lo entiendo.
—¿Y qué hay de los Ordoño? ¿Y de Víctor de Paredes? ¿Conocían ellos
la abominación que alojaban en su casa?
A Santángel le habría gustado ver a Víctor arrojado a una celda, pero no
podía arriesgarse. Si denunciaba e inculpaba a Víctor, no le cabía la menor
duda de que a los jueces no les resultaría creíble. Lo declararían loco o la
culpa volvería a recaer sobre Luzia. La influencia de la suerte de Santángel no
permitiría que Víctor sufriera pesares ni humillaciones de importancia.
—No —contestó—. Les aseguro a vuestras mercedes que los Ordoño
fueron unos simples incautos y que Víctor de Paredes jamás toleraría
semejante blasfemia bajo su techo.
Don Francisco hizo una seña al alcaide.
—Estáis arrestado. El alcaide os buscará una celda y… nos reuniremos en
privado para deliberar sobre el juicio.
Eso era preocupante; podían tardar años en aplicar la sentencia. En ese
tiempo, Víctor podría arreglárselas para llevar a Santángel de nuevo a su casa.
Aunque, por supuesto, si Víctor se marchaba de Toledo, Santángel quedaría
reducido a cenizas a la mañana siguiente.
—Sigues atado a mí —susurró Víctor—. No puedes decir nada en mi
contra.
—Debí robarte esto hace mucho tiempo.
—Señores —dijo entonces Víctor—, ruego un poco más de paciencia…
Don Pedro le interrumpió:
—Me cuesta concebir que un hombre de vuestro intelecto y conocimiento
del mundo haya tenido a su servicio a dos personas que…
—Luzia Cotado no servía en mi casa.
—Pero sois su benefactor, ¿no es cierto? ¿Y no deseáis que entre a
vuestro servicio una vez que sea sentenciada y castigada públicamente?
Santángel aguardó, sin saber de qué lado se inclinaría ahora la sala.
—Así es —contestó Víctor, aunque no sonaba muy seguro de sí mismo.
—Seréis el responsable de su bienestar espiritual y su educación. No ha de
recaer en esta clase de delirios.
—Lo comprendo.
Los jueces hablaron entre sí durante un rato, cuchicheando, pero
Santángel no distinguía lo que decían. Estaban a punto de encerrarlo en una
oscura celda durante no sabía cuánto tiempo, a la espera de la muerte, y sin
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embargo hacía siglos que no se sentía tan libre. Porque Luzia iba a vivir.
Porque, aunque Víctor siguiera siendo rico y dichoso, nunca olvidaría lo que
le había arrebatado Santángel.
Observó a Luzia, más pálida que antes, con la piel cetrina bajo las pecas.
El vestido que llevaba estaba bastante limpio, pero le quedaba ancho en la
cintura. Miraba a Santángel con expresión turbada. Sabía que estaba
esperando a que él revelara algún truco que los pusiera a los dos en libertad.
Pero no le quedaban cartas que jugar. Él moriría y ella viviría. Un acuerdo
trágico pero limpio. Ella se enfadaría con él, tal vez lo lloraría, pero con él
muerto Luzia encontraría la manera de librarse de Víctor. Él ya no contaría
con la suerte de Santángel para protegerlo. Luzia tendría una oportunidad.
Deseó poder decirle todo eso, pero los dos guardaron silencio.
El alcaide se marchó por las puertas del lado este; Santángel supuso que
volvería con cadenas o más guardias para escoltarlo a las celdas. Pero, cuando
regresó, lo seguía el Príncipe de los Olivos. Doña Beatriz caminaba tras ellos,
con un vestido de encaje dorado y las manos entrelazadas con fuerza.
La expresión de Donadei era de respetuosa humildad, pero su aspecto era
tan saludable y bronceado como siempre, con su traje de terciopelo y sus rizos
resplandecientes. Lo único distinto era el crucifijo. La inmensa esmeralda
seguía engastada en el centro, pero los jades que antes la rodeaban habían
sido sustituidos por lo que parecían ser diamantes.
Se inclinó antes los jueces.
—Fortún Donadei, hemos requerido vuestra presencia hoy porque sois un
servidor verdadero y leal de la Iglesia y participasteis en el torneo. Fuisteis
testigo de los extraños sucesos que tuvieron lugar en él. Visteis las ilusiones
creadas por la farsante Luzia Cotado. ¿La visteis también con este hombre,
Santángel?
Los ojos de Donadei se deslizaron por la sala. Intentaba orientarse, hallar
indicios de lo que quería oír el tribunal.
—Son fornicadores, eso lo sé.
—¿Cómo?
—No lo escondían. Los vi abrazados en los jardines.
Con qué facilidad mentía. ¿Qué vendría a continuación?
—¿Quién más estaba al corriente de esas relaciones? —preguntó don
Pedro.
De nuevo Donadei guardó silencio un momento; Santángel lo veía
calcular.
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—Los Ordoño. Valentina Ordoño incluso me ofreció a la señorita Cotado.
Quería que formáramos un vínculo. Creo que aspiraba a alterar el resultado
del torneo.
—Ese maldito torneo no nos interesa —dijo don Pedro—. Haced examen
de conciencia y decid la verdad.
Donadei no dijo nada.
—¿Quién más? —le apremió doña Beatriz, clavando la mirada
significativamente en Víctor.
Antes incluso de que Donadei respondiera, Santángel volvió a notar lo
mismo, ese cambio en el ambiente, la sensación de que la suerte tomaba las
riendas.
—Nadie más. No era público y notorio. Yo no lo conté a nadie. —Hizo
una pausa—. Sé que don Víctor creía que su campeona era pura y santa. Solía
elogiarla como mujer buena y devota. Me temo que ese monstruo de
Santángel y Luzia Cotado conspiraron para engañarlo.
Ahí estaba. Donadei estaba pujando por un nuevo benefactor para librarse
de doña Beatriz. Tiempo atrás, el Príncipe de los Olivos había procurado no
asociarse con Víctor. Pero era demasiado arrogante para tener miedo a las
maldiciones, y su ambición había ahuyentado a su inquietud ahora que servir
al rey ya no era una opción. La buena suerte de Santángel había movido las
piezas por el tablero para preservar la reputación de Víctor y situar a dos
milagreros bajo su techo: Luzia y el Príncipe de los Olivos. El afortunado
Víctor de Paredes, el hombre con más suerte de Madrid.
Don Pedro se inclinó hacia delante.
—¿Queréis decir, pues, que Luzia Cotado participó en esas
conspiraciones?
Esta vez Santángel se puso tenso. Su jugada no podía frustrarse tan
rápido. Donadei debía negarlo.
La mirada de Donadei pasó de Luzia a Víctor de Paredes. ¿Qué fuerzas lo
movían, aparte de su propia avaricia? ¿En qué dirección podía empujarlo la
influencia que protegía los intereses de Víctor?
—Es tosca e inmoral, pero no tan ignorante como aparenta —dijo
finalmente—. La vi murmurar muchas veces con Antonio Pérez y la hereje
Teoda Halcón.
Con qué facilidad habían hallado su nuevo alineamiento las estrellas.
«Niégalo», le suplicó Santángel a Luzia en silencio. «Dile al tribunal que
Donadei quiso formar contigo una alianza contra Pérez, que injurió a doña
Beatriz, a Jesús y a todos sus apóstoles en tu presencia».
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Pero Luzia se limitó a encogerse de hombros.
—Todo cuanto ha dicho es cierto. Para mí mentir es tan fácil como
respirar. El diablo murmura y yo respondo. Desearía ver al papa colgado de
los tobillos y al rey Felipe crucificado a su lado.
Los hombres de la mesa se quedaron espantados. Doña Beatriz se
santiguó. Santángel quiso rugir de frustración. ¿Qué hacía? ¿Por qué se rendía
tan fácilmente? ¿Por qué se incriminaba de manera tan rotunda? ¿Acaso era
tan fuerte el poder de su maldita influencia? ¿Todo había sido en vano?
Los guardias apresaron a Luzia mientras el alcaide se acercaba a
Santángel.
—Os veré arder a ti y a esa puta inútil —murmuró Víctor.
Todo había acabado. Santángel no había conseguido nada salvo
condenarlos a ambos.
—Procuraré morir despacio para entretenerte mejor. —Mientras el
guardia se lo llevaba de la sala, Santángel murmuró, lo bastante fuerte para
asegurarse de que lo oyera su amo—: Buena suerte, Víctor.
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Capítulo 52
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palacio real. —Se inclinó ante ella—. Que Dios se apiade de ti, Luzia Cotado.
Luzia pensó que el semblante de Donadei debería haber reflejado su
fealdad. Pero eso solo pasaba en los cuentos y las obras de teatro, y quizá
debería dar gracias por ello. Si aquello hubiera sido un cuento infantil, a Luzia
le habrían salido cuernos y colmillos por lo que pretendía hacer.
—¿Lo decías de verdad? —le preguntó Rodolfo esa noche, mientras
ocupaba su puesto frente a la celda de Luzia—. ¿Fornicaste con el enviado del
diablo?
—Si logro que Mariposa Baldera te ame, ¿acaso te importará lo perversa
que sea yo?
Titubeó.
—No. Pero a ella ya le agrado.
—Le agradas. Qué bien. Me alegro de que te baste con agradarle.
Rodolfo apretó el rostro contra la reja de la puerta.
—¡No me basta!
—Entonces has de hacer lo que yo te diga, porque mañana moriré.
Cuando le hubo explicado sus requisitos, Rodolfo contestó:
—¡Imposible! No, no puedo hacerlo.
—Bueno, al menos le agradas.
—Quiero que me ame absolutamente —le suplicó—. Sin juicio. Sin
razón.
Qué maldición quería imponerle.
—¿Y qué sucederá cuando obtengas tu premio? ¿Cuando te canses de
ella?
—Jamás me cansaré de ella —declaró él con fervor.
Estaba siendo sincero, y quizá resultase ser verdad. Pero Luzia se alegró
de carecer de la facultad de alterar los corazones, y rezó por que Mariposa
eligiera con prudencia.
—Puedo enseñarte a hacer una nuska —dijo Luzia— y dónde colocarla.
Con eso será cosa hecha, pero primero debes hacer lo que te he pedido.
Rodolfo se negó. Argumentó. Estuvo a punto de llorar. Y después, por
supuesto, cedió. Porque creía tener el amor al alcance de su mano. ¿Acaso
existía algo más peligroso que un hombre lleno de esperanza?
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—Tenéis una hora —susurró—. No hagáis… ruido.
Santángel se levantó. Resplandecía en la penumbra, como un tesoro
inesperado.
—¿Por qué? —dijo—. ¿Por qué te has sentenciado a muerte?
—¿Quieres discutir o quieres besarme?
Salvó la distancia que los separaba de dos zancadas y la estrechó entre sus
brazos.
—Te aseguro que soy capaz de hacer ambas cosas. —¿Por qué había
perdido el tiempo dudando de él? Era un asesino. Era un mentiroso. No era un
buen hombre. Pero quizá Luzia no quisiera un buen hombre—. Intentaba
salvarte —le dijo mientras acariciaba el rostro de Luzia y trazaba las curvas
de su cuello con las puntas de los dedos.
—Lo sé —dijo ella—. Ha sido admirable por tu parte. Muy romántico.
—Y aun así vamos a morir juntos mañana. ¿Por qué no me has dejado
salvarte la vida?
—Has vivido siglos al servicio de don Víctor. ¿De verdad ibas a
condenarme a lo mismo?
—¡Mi maldición no te habría afectado! Sé que tú nunca habrías accedido
a ese pacto.
—¿A pesar de su don para las decisiones crueles?
—Habrías hallado la manera de derrotarlo como yo nunca he podido.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro.
—Pues entonces confía en mí ahora, Santángel. Igual que una vez me
pediste que confiara en ti. Nuestra muerte no será en vano. Cuando menos,
puedo hacer que sea indolora. —Se acercó a él, agradecida por su calor, por el
placer de recostarse contra su cuerpo como hacían los amantes, como quizá
no podrían volver a hacer nunca—. Te había visto una vez, antes de que nos
conociéramos en el patio. Ibas en la carroza de Víctor. Cuando te miré, sentí
que flotaba y me salía de mis zapatos.
—Lo sé —murmuró él, con la boca apoyada en sus cabellos—. No era
primavera, pero los almendros florecieron y me pregunté qué azar era aquel.
—¿Eso lo hice yo?
—Lo hizo tu poder al reconocer el mío. Yo no quería abrir los ojos al
mundo. Pero tú me obligaste.
—¿Lo lamentas?
—Déjame destrenzarte el cabello y no lamentaré nada.
Luzia se rio, un sonido extraño en aquellas celdas húmedas y miserables.
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—¿No te da miedo morir?
—¿Pensarás mal de mí si te digo que sí?
—No. Yo estoy aterrada.
—Ojalá pudiera haber muerto como un hombre libre, en lugar de atado a
un poste. Pero yo me he ganado mi sitio en la hoguera. Tú no has hecho otra
cosa que intentar sobrevivir.
—No me quites el mérito de mis desmesurados esfuerzos. He trabajado
mucho para ganarme un lugar en esta cárcel.
Se le hacía raro saber que al final iba a desaparecer igual que su madre,
igual que su padre. Quizá ese había sido siempre su destino.
Su padre había sido un hombre difícil de predecir, proclive a tormentas
repentinas y accesos de alegría. Su madre siempre había sabido capear sus
cambios, dejar pasar la lluvia con apenas un gesto despreocupado. Luzia
intentó seguir su ejemplo. Aprendió a aguantar la profunda tristeza que se
abatía sobre él, los momentos en que solo quería dormir y quedarse a solas y
en silencio. Hasta se había acostumbrado a los arrebatos de ira que parecían
llegar sin provocación alguna. Pero lo más difícil de soportar era su súbito
entusiasmo, su excitación dicharachera. Luzia sonreía y le seguía la corriente
mientras sentía que ella se iba cerrando como un puño. Alguien debía
continuar siendo precavido, práctico. Alguien debía estar preparado para
cuando todo se desmoronara.
Cuando su padre se inclinaba demasiado en cualquiera de las dos
direcciones, la madre de Luzia siempre había estado dispuesta a tenderle la
mano y aplacarlo. Pero, tras la muerte de Blanca, el padre de Luzia perdió su
equilibrio. Se columpiaba de momento en momento, de humor en humor,
perseguido por la pérdida día tras día. A veces trabajaba y volvía a casa a
tiempo para comer, pero lo más frecuente era que se desviara de su ruta y se
quedara plantado en la calle, hablando solo o llorando, con el rostro alzado
hacia las nubes, buscando alguna señal que Luzia ignoraba. Una noche un
vecino lo había llevado a casa.
—Lo encontré hablando en hebreo delante de San Ginés —le susurró a
Luzia—. No sé quién más lo habrá oído, pero ha de tener cuidado.
Luzia había aguardado, desesperada, convencida de que alguien menos
compasivo lo había oído y lo denunciaría, de que la Inquisición vendría a por
los dos.
—Ojalá hubiera podido lavar el cuerpo de mi madre —le dijo a Hualit—.
Si hubiera podido rezar por ella, llorarla adecuadamente…
Pero Hualit no tenía paciencia para tales cosas.
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—Daría lo mismo que le hubieran permitido gritar a voz en cuello para
ayudarle a hallar la menuchah nechonah. —Se tocó la sien—. Su mente está
agitada.
«¿Y cómo la puedo aplacar?», quiso preguntar Luzia. Por entonces tenía
doce años, añoraba a su madre y no sabía vivir con un hombre que primero
lloraba y se rasgaba las vestiduras y luego se desvanecía durante días para
regresar con los ojos brillantes, repleto de promesas y de planes.
Una mañana, Luzia se dio cuenta de que su padre había regresado a casa
por la noche, pero sin su carreta. Vagó por las calles buscándola como quien
busca a un perro perdido, rezando entre susurros por hallarla al doblar la
siguiente esquina, y la siguiente; por que alguna persona buena y honrada le
dijera: «Ah, no te inquietes. Sabía que era mejor no dejarla en la calle para
que cualquiera pudiera llevársela». Luzia caminó hasta que le sangraron los
pies y, cuando finalmente se obligó a regresar a casa, halló a su padre sentado
a la mesa, silbando y garabateando en el papel con el que envolvían el pan. La
carreta no importaba, le dijo. Iban a abrir una tienda.
Con el tiempo dejó de ir por casa. Los desahuciaron. Luzia se marchó a
trabajar para los Ordoño. Su padre aparecía en ocasiones en casa de Hualit o
en el callejón contiguo a la calle de Dos Santos. Luzia hacía lo posible por
alimentarlo, por retenerlo para conversar con él. Solo aceptaba el pan si
estaba quemado; las verduras, si su hija le decía que habían empezado a
pudrirse. Si ella le ofrecía dinero, lo rechazaba.
—Cree que hace penitencia —le dijo Hualit—. No puede perdonarse por
no haber enterrado a tu madre como es debido.
Un invierno, Luzia se gastó su sueldo en un abrigo y unas botas nuevos
para él. Había ahorrado durante meses para asegurarse de que al menos no
pasara frío mientras deambulaba. Su padre se había puesto el abrigo con
orgullo, sonriendo. Había bailado alegremente con sus botas nuevas y le había
dicho a Luzia que una hija era una bendición.
Dos días más tarde, Luzia paseaba cerca del Prado cuando vio un grupo
de personas congregadas al lado de uno de los puentes. Los cuadrilleros
trataban de pescar un cadáver del río.
Luzia trató de convencerse de no acercarse a mirar, de irse a casa, de que
no era asunto suyo. Pero sus pies ya la llevaban a través del gentío. Su padre
estaba arrodillado debajo del puente, con las manos entrelazadas y la cara
levantada hacia el cielo, exultante. Iba descalzo y vestido con harapos. Había
muerto congelado durante la noche.
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Hualit le aconsejó a Luzia no reclamar el cadáver. Aunque fuera un
mendigo, también se rumoreaba que era judaizante.
—Es demasiado peligroso, querida —le había dicho su tía—. Ahora ya no
puedes hacer nada por él. Al final todos terminamos en el mismo sitio.
—Lo he matado yo —había susurrado ella. El abrigo y las botas nuevos
eran demasiado buenos, demasiado valiosos. Pues claro que los había
regalado. Si Luzia le hubiera dejado seguir con sus ropas raídas y sus botas
gastadas, habría pasado frío, pero no habría muerto.
Hualit suspiró.
—Al menos ha muerto dichoso. Es más de lo que nos cabe esperar a la
mayoría.
Ahora Hualit también estaba muerta.
Días más tarde, Luzia había vuelto a ese puente. Había recitado lo que
recordaba de El Malé Rajamim. Había rezado porque el abrigo diera calor a
alguien. Había rezado por no terminar ella también de rodillas y a la
intemperie.
«Toda maldición requiere un sacrificio», le había advertido Donadei en
una ocasión. Cuántas vueltas había dado Luzia a esas palabras, al significado
de ese sacrificio, cuando en realidad la pérdida daba tan pocos frutos. Ella
había matado a su padre con su amor, con sus buenas intenciones. Ahora su
amor también iba a matar a Santángel. Luzia iba a destruirlo a él y a
destruirse a sí misma. Esa sería su ofrenda.
Recostó la cabeza en el pecho de Santángel.
—¿Conoces alguna magia de verdad? ¿Grandiosa? ¿Como la que aparece
en los cuentos?
Él tomó su mano, le besó los nudillos y se llevó al corazón las manos de
ambos, entrelazadas.
—Solo esta —dijo mientras se aproximaba la mañana—. Solo esta.
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Capítulo 53
l día del auto de fe, Marius Ordoño decidió quedarse en la cama. Era
E día festivo, así que tendría que levantarse para ir a misa más tarde.
Pero de momento se quedaría durmiendo un rato más. Sabía que, si se
levantaba y pedía algo de comer, Águeda se lo prepararía, pero de mala
gana. La carne estaría dura. La sopa, sosa. No podía evitar pensar que la
cocinera lo juzgaba por la ausencia de Valentina. Además, la cocina se le
antojaba muy lejana y la mañana era fría.
Cuando se levantó para aliviarse, oyó el sonido de un instrumento de
cuerda y deambuló por la casa, vestido solo con la camisa de dormir,
intentando hallar su origen. Finalmente llegó a la alcoba infantil vacía; se
habían dejado una ventana abierta. En la casa de enfrente divisó a una mujer
que deslizaba las manos despacio sobre las cuerdas del arpa junto a la que
estaba sentada. Marius se sentó a escucharla y, al cabo de un rato, se echó a
llorar.
Al otro lado de la calle, la mujer del arpa seguía tocando, sin saber por
qué había decidido regresar a la sala de música precisamente esa mañana,
cuando ya hacía mucho tiempo que no buscaba solaz en ella. No sabía para
quién tocaba ni por qué había escogido una pieza tan triste. Nunca había
dedicado demasiada atención a los Ordoño, así que no se preguntó adonde
habrían ido las mujeres. Tocó y tocó, sin pensar en el escozor de sus dedos ni
en la criada que había mirado por esa ventana, ansiando su música, y que
jamás oiría su canción.
Abajo, en la cocina, Águeda y su sobrina jugaban a las cartas, pues no
tenían nada más que hacer. Su hijo estaba sentado a la mesa, jugueteando con
una cuchara, cabizbajo. Águeda había ido a misa por la mañana para rezar por
el alma de Luzia. Sin duda la criada había recibido su merecido por su
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perfidia, pero a Águeda no le faltaba generosidad. Se aseguró también de dar
gracias en sus oraciones. Gracias por que los Ordoño no estuvieran presos ni
se les hubieran requisado sus propiedades; gracias por que ella todavía tuviera
un empleo con el que pagar el alquiler, pues su marido llevaba mucho tiempo
muerto y su hijo no hacía más que lloriquear por Quiteria Escárcega, ahora
que la autora de comedias había partido hacia Toledo. Otro regalo del Señor.
Le puso delante un cuenco de gachas dulces con canela y miel, le ordenó que
comiera y rezó otra oración para que con eso se le quitaran los suspiros.
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Organizaron una colecta para Luzia entre los amigos de Quiteria, enviaron
cartas y solicitudes de provisiones al alcaide de la prisión y consultaron a
curas y astrólogos para ver qué más se podía hacer. Quiteria pensó que
Valentina protestaría al ver que en su casa no había ama de llaves, pero se
había puesto a trabajar sin más: a lavar ropa, a fregar suelos y a organizar las
páginas de Quiteria en pulcras pilas que estaban invariablemente
desordenadas. Parecía que Valentina necesitaba estar ocupada, y a Quiteria no
le molestaba tener ayuda. Ninguna de las dos sabía cocinar, así que salían del
paso con algo de pan quemado y sardinas, y subsistían sobre todo a base de
queso, aceitunas y abundante vino.
Una noche, mientras tomaban un vaso de jerez, Valentina se había girado
hacia ella y le había dicho:
—¿Es que no soy lo suficientemente bonita como para que me
corrompas?
Cuando Quiteria había conocido a Valentina en La Casilla, había intuido
que, bajo esa expresión amargada y esas tristes joyas, había una mujer a la
espera de una oportunidad para vivir. Desde el primer beso, se demostró que
tenía razón. Valentina tenía corazón de glotona, y había pasado demasiados
años comiendo sobras para sobrevivir. A Quiteria le asombró descubrir que,
tras años de infamia persiguiendo toda suerte de placeres, al fin había hallado
una amante a su altura.
Quiteria repasó las páginas que acababa de escribir y las dejó
cuidadosamente a un lado, para que Valentina no tuviera ocasión de
desordenarlas con esmero más tarde. Su nueva obra era más compleja y
ambiciosa que nada que hubiera intentado antes. Pero todavía no se había
decidido por el final. Cuando le satisfizo la escena que había escrito para el
personaje del carcelero enamorado, fue a buscar a Valentina.
Valentina se despertó cuando Quiteria se levantó para trabajar. Se preparó
sin prisas una taza de chocolate; esperaba que restableciera sus fuerzas tras
una noche sin dormir y que aliviara la culpa que sentía por disfrutar de
semejante dicha cuando Luzia estaba a punto de morir. Seguía un tanto
sorprendida de que hubiera llegado el día. Aunque no sabía qué podría
haberlo impedido, en el fondo nunca había creído que una cosa así llegara a
ocurrir.
Sabía que Luzia ya no necesitaría más ropa blanca ni vestidos limpios,
pero aun así hizo la colada y planchó los puños y los cuellos con esmero.
Después, Quiteria y ella caminaron hasta la plaza de Zocodover. Las calles
estaban atestadas de gente; las iglesias, rebosantes de penitentes. Todos
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rezaban con especial fervor esa mañana, agradecidos de estar a salvo de la
Inquisición y, al menos de momento, del purgatorio y sus castigos.
La procesión que serpenteaba desde la cárcel hasta San Vicente y la plaza
iba encabezada por los carpinteros y albañiles que habían construido el
anfiteatro, los andamios y los balcones. Entre ellos marchaban los carboneros
y leñadores que habían proporcionado el combustible para las hogueras que
arderían a medianoche, fuera de las murallas de la ciudad. Los hidalgos
llegaron a caballo; los regidores y embajadores, personas de gran renombre,
en carrozas doradas.
—Ven —dijo Quiteria cuando se aproximaban a la plaza—. Puedo
conseguirnos buenos asientos. Los inquisidores quieren que todos
contemplemos su poderío.
En realidad, el auto de fe había dado comienzo la noche anterior, cuando
los frailes, capellanes y curas se reunieron para cantar salmos y congratularse.
Por la mañana dijeron misa y después se sirvió un desayuno a todos los que
iban a participar en la ceremonia, incluso a los reos de muerte. Valentina se
preguntó si Luzia comería o si estaría demasiado asustada.
Cuando el rey apareció en lo alto, acompañado por el príncipe Felipe y la
princesa Isabel, Valentina sintió una extraña decepción. Después de todos sus
esfuerzos y esperanzas por verlo, allí estaba el rey con sus hijos, mucho más
frágil de lo que ella se había imaginado.
—Solo es un hombre —dijo.
—¿Y qué esperabas que fuera? —preguntó Quiteria.
Valentina no estaba segura. No era un santo; ni siquiera era un clérigo.
Pero en cierto modo Valentina había creído que el solo hecho de estar en su
presencia, de que él la mirara, la cambiaría, le daría valor, la haría pasar de
vulgar plomo a algo digno de atesorarse.
Quiteria le había advertido de que la jornada sería larga. Primero llegó el
horrible espectáculo de la procesión: la multitud gritaba a los penitentes
descalzos, vestidos con el sambenito y la puntiaguda coroza de cartón. En las
manos llevaban cirios o rosarios, y al cuello unas sogas atadas cuyos nudos
indicaban el número de latigazos que habrían de recibir. Casi todos los
sambenitos eran amarillos con un aspa roja, pero los de los condenados a
muerte eran negros, pintados con dragones y llamas. Estos últimos solo eran
tres. Desde lejos costaba distinguir sus facciones, pero Valentina reconoció a
Santángel por su altura y a Luzia por su falta de ella. Qué pequeña parecía
encima de aquel tablado, mientras la chusma la abucheaba y le escupía.
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Valentina aferró el saquito de romero que llevaba en la manga. Para
protegerla.
«Estoy aquí», quiso gritarle. «Lo siento. Solo buscaba un poco de calor.
No sabía la clase de incendio que iba a prender».
Después hubo otra misa, y luego un sermón desde la tribuna. Solo
entonces empezaron a leer los cargos y los castigos de los delitos menores,
como fornicio o blasfemia. Valentina tuvo que apartar la mirada cuando
dieron comienzo los azotes.
Se hizo una pausa para el almuerzo; los inquisidores y el rey se retiraron
mientras el resto de los frailes y capellanes comían en mesas largas.
Valentina y Quiteria compraron unas empanadas en los puestos. Creía que
no tendría apetito, pero el frío y el tedio la habían dejado con ansia de
consuelo. No podía conciliar esa afectación de religiosidad, esa purga de
pecados, con la España que ella conocía. A pesar de la vida privilegiada que
había tenido, Valentina había visto suficiente embriaguez, blasfemia, fornicio
y corrupción como para saber que la vida era pecar. Estaba por todas partes,
una marea continua de iniquidad.
Si ella había sido verdaderamente devota alguna vez, desde luego ya no lo
era. Cuando había emprendido el camino hacia Toledo no sabía lo que
buscaba, tan solo que no podía pasar ni un día más con Marius, enojada,
avergonzada y más sola de lo que había estado nunca.
—¿Alguna vez quisiste hijos? —le preguntó a Quiteria.
—Tengo uno. Vive con mi marido en Calahorra.
—¿Estás casada? —exclamó Valentina. ¿Qué hombre podría lidiar con
semejante mujer?
—Era necesario. Es un hombre muy gentil. Se porta bien con el muchacho
y me deja a mis anchas, siempre que vuelva cada pocos años para decirle que
lo amo. Creo que siempre me han faltado las cualidades de una buena madre.
—A mí me habría gustado tener hijos —dijo Valentina. Al menos, eso
había pensado siempre. Ahora que sabía lo deprisa que podía cambiar el
mundo, lo cruel que podía ser, ya no estaba tan segura.
—Aún estás a tiempo.
—Soy infecunda.
—¿Marius es el único hombre con el que has yacido?
—¡Por supuesto!
—Pues búscate un amante. Date prisa y, si te quedas encinta, dile a tu
marido que el niño es suyo.
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Valentina se echó a reír, pero reprimió el sonido. A pesar del tumulto que
la rodeaba, le parecía que estaba mal reírse, comer o pensar en el futuro a la
sombra del Santo Oficio.
—No sabría por dónde empezar.
—Yo te ayudaré —dijo Quiteria, y Valentina se giró para ocultar su rubor.
¿De verdad podría tener un hijo? Eso la ataría a Marius de una forma que
ya no estaba para nada segura de seguir queriendo. Cuando pensaba en
regresar a Madrid, solo sentía angustia.
Después de varios siglos, si aún quedaban tantos pecadores, ¿qué había
logrado la Inquisición? Podían erradicar a los judíos, mahometanos,
erasmistas y alumbrados, pero ¿qué quedaría entonces? La maquinaria se
había diseñado para consumir herejía e impiedad, así que, sencillamente,
seguiría hallando herejías e impiedades de las que alimentarse. Desde luego,
el alma de Valentina no se había salvado. Las amenazas del vicario no la
habían vuelto buena, solo la habían asustado, y no precisamente por el
purgatorio. Todo aquel espectáculo, toda aquella miseria, y Valentina temía
menos al infierno que estar encerrada en casa con su legítimo marido.
—Es hora de volver —dijo Quiteria—. Van a leer las sentencias que
faltan.
Se leían incluso los cargos de aquellos prisioneros que habían escapado de
las garras de la Inquisición o que habían muerto en la cárcel. Se colocaban
unas pequeñas efigies de cartón en jaulas para que los niños las apedrearan. A
su lado se exhibían baúles con llamas y diablos pintados que contenían los
huesos de aquellos que habían sido sentenciados póstumamente y exhumados.
A medianoche también los quemarían.
—Antes era peor —dijo Quiteria—. Hubo un tiempo en que a los
condenados los azotaban por las calles. No me gusta ver sufrimiento.
«Hay diferentes tipos de sufrimiento», pensó Valentina. «Aquel que te
coge por sorpresa y aquel con el que convives tanto tiempo que dejas de
notarlo».
La jornada prosiguió, sentencia tras sentencia, personas apaleadas o
enviadas a galeras o confinadas en prisiones y monasterios. Confesaban, se
arrepentían. A algunos los desterraban. Finalmente les tocó el turno a los
herejes y a los mahometanos y judíos secretos, que serían desterrados o
exiliados. La luz iba desfalleciendo, como si el sol, al igual que el público, se
hubiera aburrido y deseara abandonar aquella estampa miserable en favor de
entretenimientos más felices.
—El mundo es un lugar solitario —dijo Valentina.
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—A mí siempre me ha parecido bastante alegre —repuso Quiteria—.
Aunque en días como hoy cuesta recordarlo.
«Porque tú eres bella, atractiva y talentosa», pensó Valentina, pero no lo
dijo.
Quizá por eso había venido a Toledo; por eso había lavado la ropa blanca
de Luzia; por eso había vendido varios libros de Marius para pagar la comida
de la cárcel; por eso, cuando todo terminara, seguiría a la multitud fuera de las
murallas de la ciudad; por eso no apartaría la mirada cuando encendieran las
hogueras. Le habían hecho falta años y extrañas circunstancias, pero ahora
entendía que Luzia y ella estaban unidas por una soledad que solo podían
sentir los ignorados.
Lamentaba haber obligado a su criada a obrar milagritos. Lamentaba
haberle pegado y haberla llamado mentecata. Pero sobre todo lamentaba que,
cuando llegara la medianoche y las hogueras ardieran, Luzia ya no estaría y el
mundo pasaría a ser un lugar aún más solitario.
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Capítulo 54
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—A mí me dan pena todas las personas que ya no podrán conocerme.
—¿Cómo puedes estar tan contenta?
—No prometo nada, Santángel. Solo sé que, cuando estábamos en esa sala
de audiencias, delante del tribunal, vi un camino ante mí. No sé si conduce al
paraíso o al infierno, pero solo hay una forma de averiguarlo.
—¿Qué es lo que pretendes?
—Si voy a morir, pienso abrir un agujero en el mundo mientras lo
abandono.
Magia salvaje. Magia verdadera. El tipo de magia que había estado a
punto de matarla. ¿Qué podía temer ya?
—Todavía estamos a tiempo de huir —murmuró él mientras subían al
tablado. Luzia aún podía cantar para deshacerse de sus ataduras, podía crear
un manto de oscuridad.
—Vaya donde vaya, me perseguirán. Y aún tengo trabajo que hacer aquí.
Reza por mí —dijo Luzia—. Reza por los dos.
Santángel no sabía si recordaba cómo se hacía eso.
Habían apilado abundante carbón y leña debajo y encima de la
plataforma. Les quitaron los sambenitos para colgarlos en las iglesias como
un recordatorio para los parroquianos del poder de la Inquisición. Santángel
se obligó a mirar mientras ataban a Luzia a un poste. Uno de los hombres del
alguacil la amordazó.
—¿Qué haces? —preguntó Santángel.
El cuadrillero lo ignoró. ¿Habría sido idea de Víctor? ¿Temía que Luzia
pudiera obrar un milagro en sus últimos instantes? Santángel vio miedo en los
ojos de ella, pero no sabía cómo tranquilizarla.
Él fue el siguiente al que ataron a los postes.
Cada momento se le antojaba demasiado breve, como si ya hubiera
perdido su lugar en el mundo. Tantos años, tanta vida vivida, y no habría
nadie que lo llorara.
Entre la multitud distinguió a Víctor y, a su lado, a Fortún Donadei. No
vio a doña Beatriz por ninguna parte. Quizá hubiera vuelto con su marido.
¿Lloraría Víctor la muerte de Santángel? Todavía no. No hasta que sus
negocios se torcieran o pisara un clavo en la calle. No hasta que sintiera la
ausencia de aquello que había dado por sentado durante tanto tiempo.
Valentina Ordoño estaba allí, pero no su marido. La acompañaba aquella
autora de comedias con su jubón de terciopelo carmesí. A la luz de las llamas,
parecía que lloraba.
El verdugo les pasó la antorcha por la cara uno por uno.
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—¿Con qué ley mueres? —preguntó, dando a todos la oportunidad de
arrepentirse y recibir la recompensa de una muerte rápida por
estrangulamiento. Pero Luzia ya le había dicho que no tomaría esa ruta y que
él tampoco debía hacerlo. Así que Santángel moriría de la misma forma que
ella.
El verdugo aplicó la antorcha a las cuatro esquinas del tablado. No hubo
solemnidades. El momento de los sermones había terminado. Ya solo
quedaba el fuego.
Santángel oyó el chisporroteo de las llamas y notó que los ojos le
empezaban a picar por el humo. Al girar la cabeza, vio a Luzia desnuda en la
hoguera, con la barbilla bien alta. Cuando ella lo miró a los ojos, Santángel
tuvo la extraña sensación de que se elevaba, alejándose del fuego. A medida
que el humo le llenaba los pulmones, habría jurado que olía a flores de
azahar.
Luzia sabía que Santángel tenía miedo. Ella también. Pero pronto todo
terminaría y, de una u otra manera, estaría muerta. No habría tumba ni señal
alguna de su paso por la tierra, tan solo un sambenito colgado en San Ginés y
otro nombre apuntado en los archivos de la Inquisición.
Mientras buscaba entre el gentío, le dio un vuelco el corazón al ver a
Valentina. Apretó con fuerza la ramita seca de romero que tenía en la mano.
No se había separado de ella durante todo aquel largo y espantoso día.
Podía apagar el fuego que crecía en torno a sí. Podía curarse, y también
curar a Santángel. Podía hacer que los árboles que rodeaban aquel maldito
lugar temblaran, o que aplastaran a la muchedumbre que se había congregado
para verlos morir.
Ahí estaba Víctor de Paredes, que había matado a Hualit, que había
encerrado a Santángel como a un animal domesticado, que había tramado
hacerle lo mismo a ella.
Y ahí, tal y como le había prometido, estaba Donadei, con el crucifijo de
oro reluciendo sobre su pecho cual farol sagrado.
Luzia había adivinado que Donadei no resistiría la tentación de
presentarse allí, de compartir su propio triunfo y la derrota de Luzia. Había
contado con él para la violencia de aquel momento, y pensaba hacerle un
regalo mientras pasaba de este mundo al próximo. Él no era el peor de los
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presentes, pero posiblemente sufriría más que ningún otro. La vida no ofrecía
justicia, y Luzia tampoco.
Tal vez no pasaría nada. O tal vez se derramaría sangre. O tal vez se
produciría un milagro que nadie vería.
Las llamas sonaban como susurros. El olor del humo era dulce, como el
de una cocina.
«Respira hondo», le había aconsejado Teoda. «Si respiras suficiente
humo, morirás antes de que te alcancen las llamas». Esperaba que Teoda
estuviera a salvo. Esperaba que hallara la felicidad y que su ángel ya solo le
diera buenas noticias. Esperaba volver a ver a su amiga.
Luzia se volvió para mirar a Santángel a través del humo cada vez más
denso. Él también la observaba con sus ojos tan peculiares. El calor era casi
insoportable. Notaba las gotas de sudor que le corrían por los muslos y entre
los senos. Era mejor esperar, pero el pánico no dejaba de crecer y necesitaba
estar lo bastante fuerte para lograr la hazaña.
Buscó las palabras con las que había comenzado aquel viaje: aboltar
kazal, aboltar mazal. Primero con el pan, luego con el vestido, después con el
cáliz. Destruidos y restaurados.
Sintió que el terror tiraba de la canción en su interior, tratando de alterar
su forma. El poder quería seguirla. Esta vez Luzia se lo permitió. Si deseaba
ser peligroso, ser indomable, hacerse más grande y terrible de lo que debería,
¿quién era ella para interponerse en el camino de su ambición?
Luzia clavó la vista en Donadei, en su rostro arrogante y en la gruesa
esmeralda verde que descansaba en el centro de su crucifijo de oro, el
crucifijo que tocaba cada vez que buscaba una magia poderosa. La única
gema que no se había visto alterada por el refrán de Luzia durante la tercera
prueba, la que no se había transformado en escarabajo, araña ni sabandija
alguna. Cuando Donadei se había presentado en la sala de audiencias para
denunciarla, cuando Luzia había visto esa esmeralda igual de grande y
perfecta que en el lago, había oído la voz de Santángel: «una especie de gema,
un talismán. Eran muy escasos y se usaban para concentrar los talentos de los
sabios. Esos hechizos poseían tal poder que la gema se quebraba con el
primer intento».
También había oído la voz de su madre cuando ponía nombre a las
constelaciones: «no hay nada que sea una sola cosa».
El aroma de las flores de azahar le inundó la nariz. Percibía la fuerza de
Santángel, el poder que se había conectado con el suyo aquel día, en la calle
de su tía, y también su influencia, la suerte que podría proteger a Víctor de
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Paredes en aquel momento y que quizá contribuiría a salvarlos a ellos
también.
Víctor tenía el ceño fruncido, la boca apretada en una mueca petulante.
Luzia no tenía ninguna duda de que él era el causante de la mordaza que le
habían puesto. O quizá hubiera sido idea de Donadei. Pero ambos deberían
haber sabido que Luzia no necesitaba su voz, tan solo las palabras que le
había proporcionado Hualit, palabras en un español remodelado con el
martillo del exilio. Había cantado sin usar su lengua sanguinolenta para poder
curarla, y ahora volvía a cantar, tal y como le había enseñado Santángel,
hallando aquellas letras doradas en la oscuridad.
Aboltar kazal, aboltar mazal.
La canción se derramó por su interior una última vez, dividiéndose,
cambiando, desgarrando el mundo.
«Muda el lugar, muda el azar».
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Capítulo 55
E río Tajo, los traidores Guillen Santángel y Luzia Cotado murieron por
orden de la Inquisición junto con un pirata flamenco conocido
únicamente con el nombre de Pleunis. Los consumieron las llamas
terrenales antes de sufrir la condenación eterna de arder una y otra vez en los
fuegos del infierno.
Al menos tales fueron las palabras que le dijo fray Diego, el confesor real,
a su rey. Si corrieron rumores de que no se había hallado resto alguno entre
las cenizas, se consideraron una prueba más de que habían sido criaturas del
diablo; no simples mortales, sino ilusiones en cuerpos corruptos.
Esos rumores nunca llegaron a oídos del rey, que yacía moribundo tras los
muros de El Escorial, abrasado por la gota. Era incapaz de encontrar una
postura cómoda en la que descansar.
Felipe había oído lo que esa gárgola de Teoda Halcón había predicho,
pero estaba decidido a que su muerte fuera una buena. No rogaría a Dios ni se
rendiría al sufrimiento. Le mostraría al mundo cómo ascendía al paraíso un
gran hombre. Llamó a su confesor y a sus hermanos, les mandó traer sus
preciados relicarios y se llevó a los labios los huesos de sus santos. Buscó
consuelo en ellos y apenas lo encontró, aunque le maravilló el aroma a azahar
que cada reliquia sagrada parecía desprender. Sin duda, se dijo mientras
lloraba por España y por una soledad a la que no conseguía poner nombre, eso
tenía que significar algo.
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Doña Valentina regresó a Madrid tras la ejecución, pero se negó a aceptar de
nuevo a Marius en su lecho. En vez de eso, invitó a Quiteria Escárcega a
alojarse en su casa con sus bulliciosos amigos artistas. La cocinera dejó su
empleo, pero a Valentina no pareció importarle. Contrató a una nueva
cocinera del orfanato, a la cual Quiteria enseñó a leer y a escribir, y que tenía
mucha mano para las salsas. Llenaron las habitaciones de la casa de cantantes
y actores, pintores y poetas. Celebraron una ceremonia en la antigua alcoba de
Luzia, justo encima del lugar donde había muerto el guardaespaldas. Lavaron
el suelo con azúcar y bebieron agua hervida con ruda. Aseguraron que los
espíritus habían sido aplacados y que en aquella casa se crearían magníficas
obras de arte. Se reían constantemente con bromas que Marius no entendía.
Cuando ya no pudo aguantar más, Marius huyó a la campiña, donde pudo
montar en sus caballos y quejarse de sus irrisorios olivares, que siguieron
negándose a dar fruto. Valentina nunca tuvo hijos, pero sí muchas hijas que
acudían de toda España a la casa de la calle de Dos Santos en busca de asilo.
Fortún Donadei no durmió bien esa noche ni ninguna otra. Tras la ejecución,
sus grandes poderes parecieron abandonarlo. Todavía era capaz de cantar muy
bellamente y tocar melodías tristes o alegres con su vihuela. Hasta podía
invocar alguna ilusión ocasional para entretener a la gente. Pero ya no habría
galeones ni pájaros cantores ni sombras que cumpliesen su voluntad. Su
nuevo benefactor le pedía explicaciones, pero él apenas sabía qué responder.
—¿Por qué ya nunca llevas tu crucifijo de oro, Fortún? —preguntaba don
Víctor—. ¿Has tenido una crisis de fe?
—Se lo regalé a los pobres —mentía él.
No podía decirle a don Víctor que la gran esmeralda central de su crucifijo
se había partido y por qué eso era tan gran desastre. La gema que había
concentrado y magnificado sus dones, que había hecho posible tantos
milagritos, se había roto con el calor de las llamas. No sabía explicarlo, pero
estaba seguro de que, de algún modo, la culpable era Luzia Cotado.
Así que le dijo a su benefactor que no se sentía bien, pero que estaba
seguro de que sus habilidades regresarían. Don Víctor le había asegurado que
conocía a un sabio capaz de restaurar sus talentos, de concederle fuerza y
poder más allá de lo imaginable. Tendrían que ir muy lejos para verlo, pero, al
término de su viaje, más allá de las puertas de una ciudad sureña, harían un
pacto.
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Víctor le había dicho a su decepcionante milagrero que debían emprender un
viaje. Tenía en su poder el mapa y las instrucciones que Tello de Paredes se
había escrito en su propia mano y que se habían transmitido de un De Paredes
al siguiente durante casi quinientos años. Le dijo a Donadei que partirían
pronto, cualquier día. Y, sin embargo, cada mañana hallaba un motivo nuevo
para aplazar el viaje.
Le daba miedo dejar a su esposa.
Le daba miedo viajar.
Le daban miedo las noticias que pudiera traer la próxima carta.
Cuando su mujer quedó encinta, su temor fue tan vasto que no encontraba
la forma de contenerlo. El miedo era algo demasiado nuevo para él,
demasiado fresco, demasiado ilimitado.
«Todo cambiará cuando nazca mi hijo», se decía. Pero cuando vio al
recién nacido en su cuna, su miedo no hizo sino crecer. Solo podía pensar en
los peligros que el mundo tenía reservados para cualquier criatura pequeña o
indefensa. Le daban miedo las corrientes de aire. Le daba miedo el calor.
Mandó llamar a médicos y astrólogos. Sus propiedades fueron mermando
hasta quedar en nada, pues le daba miedo tomar cualquier decisión por si no
resultaba venturosa.
Al final su esposa se marchó.
—Ven a buscarme cuando te veas capaz. Te esperaré —le prometió ella,
antes de regresar a la casa de sus acaudalados padres con el bebé en brazos.
«Iré a buscarla», se juró Víctor. «Mañana».
«Viajaremos a la ciudad sureña y recuperaré el vigor», le dijo a Donadei.
«Mañana».
Y así murió, solo y en su cama, temeroso de marcharse, temeroso de
quedarse, temeroso de susurrar otra cosa que no fuera «mañana».
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se le había concedido una segunda vida, no cuestionó su buena fortuna. Se
sacó la mordaza de la boca y, sin decir una palabra, se escabulló en la noche.
Los otros dos se bañaron con agua salada y se vistieron con ropa tendida
que la mujer duplicó con unas pocas palabras quedas. No tenían dinero, pero
el hombre con el cabello de color hielo tenía contactos entre los forajidos y
ladrones de todas las ciudades portuarias.
Ahora yacían juntos sobre la cama, con el cerrojo echado, las manos
entrelazadas, las frentes tocándose.
—Si tú eres lo último que vea —susurró él—, todo habrá merecido la
pena.
Tal vez le habría dicho más, pero cuando los primeros rayos del sol
entraron por la ventana, ardió hasta quedar reducido a ceniza. Luzia ya sabía
que su amor lo destruiría.
Cerró los ojos y rezó en castellano, en latín y en el escaso hebreo que
recordaba. Y luego habló en un idioma que era todas esas cosas y ninguna, las
palabras que había empleado para liberarlos. La única magia verdadera que
conocía.
Inspiró y espiró, la ceniza de la cama se dispersó con un soplo de aire, y
de pronto el pálido cuerpo del hombre volvía a estar tendido a su lado, tan
entero como lo había estado una vez un cáliz roto.
—Perfecto —susurró Luzia mientras él volvía con ella a la tenue luz del
alba.
Nadie los perseguía. Nadie sabía que estaban vivos. Luzia había esperado
al último segundo para arrojar sus palabras a las llamas. Tenían que morir
para que nunca volvieran a darles caza.
Él compró pasajes para los dos en un barco rumbo a Holanda.
No envejecieron. No cambiaron. Recorrieron el mundo un millar de veces.
Tal vez todavía sigan viajando.
Cada ciudad es nueva para ellos; cada costa, extraña. El tiempo ejerce ese
efecto sobre los lugares, cuando transcurre el suficiente. Un día abren la
puerta de un jardín, en una aldea desconocida. Caminan entre los naranjos,
cogidos de la mano. Ambos piensan «Conque este lugar existe», sin saber que
ambos soñaron con este momento.
Cada noche ella cierra bien las ventanas para resguardarse de las
corrientes, y cada mañana él muere y renace a su lado. Ella le recuerda a su
corazón cómo latir de nuevo, igual que hizo hace mucho tiempo. Él le besa
los dedos, le peina los cabellos y la cuida como un tesoro, como solo puede
hacerlo un hombre que ha perdido su suerte y la ha vuelto a encontrar.
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Nota de la autora
Los refranes son algo esencial en el idioma ladino y una de las claves de su
supervivencia. Cuesta determinar con exactitud dónde y cuándo se originaron
estos dichos, pero es poco probable que los refranes que aparecen aquí
existieran en esta forma y época particulares. Cruzaron océanos y kilómetros
para llegar hasta Luzia, así que he considerado aceptable permitir que también
cruzaran el tiempo.
Por motivos de urgencia narrativa, he alterado las fechas y ciertas
circunstancias del encarcelamiento de Lucrecia de León por la Inquisición, así
como de la caída en desgracia de Antonio Pérez y su posterior huida de
España. Es cierto que eludió la captura varias veces y que consideraba que su
habilidad para ello estaba profetizada por las estrellas. Terminó llegando a
Inglaterra, donde se cree que inspiró el personaje (y la caricatura) de don
Adriano de Armado en la obra de Shakespeare Trabajos de amor perdidos. La
Corona española incautó sus propiedades y La Casilla pasó a ser un convento.
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Agradecimientos
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Bolel por traducir al ladino la dedicatoria de este libro; y a toda la gente que
lucha por preservar el ladino y sus refranes, incluidos Lela Abravanel, Ladino
Uprising/Living in Ladino, Sefardiweb, eSefarad.com y Michael Castro.
Algunos de los libros y artículos que más me han ayudado a
documentarme han sido: From Madrid to Purgatory: The Art & Craft of
Dying in Sixteenth-Century Spain, de Carlos M. N. Eire; Power and Gender
in Renaissance Spain: Eight Women of the Mendoza Family, 1490-1650,
editado por Helen Nader; The Jews of Spain: A History of the Sephardic
Experience, de Jane S. Gerber; The Spanish Inquisition: A Historical
Revisión, de Henry Kamen; Secret Jews: The Complex Identity of Crypto-
Jews and Crypto-Judaism, de Juan Marcos Bejarano Gutiérrez; To Embody
the Marvelous: The Making of Illusions in Early Modern Spain, de Esther
Fernández; Speaking of Spain: The Evolution of Race and Nation in the
Hispanic World, de Antonio Feros; Imprudent King: A New Life of Philip II,
de Geoffrey Parker; Daily Life in Spain in the Golden Age, de Marcelin
Defoumeaux; Daily Life During the Spanish Inquisition, de James M.
Anderson; Inquisition and Society in the Kingdom of Valencia, 1478-1834, de
Stephen Haliczer; In Spanish Prisons: The Inquisition at Home and Abroad,
de Arthur Griffiths; At the First Table: Food and Social Identity in Early
Modern Spain, de Jodi Campbell; Picatrix: A Medieval Treatise on Astral
Magic, con traducción y prólogo de Dan Attrell y David Porreca; Trezoro
Sefaradi: Folklor de la Famiya Djudiya, de Beki Bardavid y Fani Ender;
Ritual Medical Lore of Sephardic Women: Sweeteningthe Spirits, Healing the
Sick, de Isaac Jack Lévy y Rosemary Lévy Zumwalt; «A Conversation in
Proverbs: Judeo-Spanish Refranes in Context», de Isaac Jack Lévy y
Rosemary Lévy Zumwalt, publicado en New Horizons in Sephardic Studies;
Lucrecia’s Dreams: Politics and Prophecy in Sixteenth-Century Spain, de
Richard L. Kagan; Lucrecia the Dreamer: Prophecy, Cognitive Science, and
the Spanish Inquisition, de Kelly Bulkeley; The Inquisition Triol of Jerónimo
de Rojas, a Morisco of Toledo (1601-1603), de Mercedes García-Arenal y
Rafael Benítez Sánchez-Blanco, publicado como parte de Heterodoxia
Ibérica; «Lelio Orsi, Antonio Pérez and “The Minotaur Before a Broken
Labyrinth”», de Rhoda Eitel-Porter, publicado en Print Quarterly; y «The
Collection of Antonio Pérez, Secretary of State to Philip II», de Angela
Delaforce, publicado en The Burlington Magazine.
De Los Ángeles: a Morgan Fahey (que me ayudó a encontrar a Robin
Kello), James Freeman, Adrienne Erickson, Gretchen McNeil, Michelle
Chiflara, Sarah Mesle, Kristen Kittscher, Robin Benway, Rachael Martin,
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Robyn Bacon y Ziggy, que algún día contará sus maravillosas historias.
Muchas gracias a Christine, Sam, Emily y Ryan Alameddine por ser los
mejores y por su ayuda con el árabe. Un cariñoso agradecimiento a mi madre,
que es de lejos quien más ganas tenía de que se contara esta historia; a Freddy
por dormir a mi lado mientras yo trabajaba; y a E, que siempre conoce las
palabras justas para recomponerme.
De todas partes: gracias a Zoraida Cordova, Susan Dennard, Alex
Bracken, Rainbow Rowell, Gamynne Guillotte, Michael Fernández y
Ludovico Einaudi, cuya música me guía en cada borrador. Un agradecimiento
infinito a Kelly Link, Holly Black y Sarah Rees Brennan por leer los primeros
borradores de este libro.
Algunos de mis antepasados huyeron de España tras la expulsión de 1492.
Otros se quedaron durante un tiempo, pero al final se vieron obligados al
exilio. Mi último agradecimiento es para los fantasmas que me han hecho
compañía de principio a fin mientras escribía este libro.
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LEIGH BARDUGO (6 de abril 1975, Jerusalén) es una autora referente en el
panorama literario juvenil gracias a sus novelas de fantasía. Nacida en
Jerusalén, creció en Estados Unidos junto a sus abuelos. Tras estudiar Inglés
en la Universidad de Yale trabajó en copywriting, periodismo y también en el
ámbito del maquillaje y los efectos especiales. Además ha llegado a formar
parte de un grupo musical, Captain Automatic, del que fue cantante. Sombra y
hueso fue la primera novela de Bardugo que vio la luz. Más adelante le
seguirían Asedio y tormenta y Ruina y ascenso. Sin embargo, fue con la
bilogía Seis de cuervos que la autora alcanzó su mayor éxito. Sus relatos han
aparecido en múltiples antologías, entre las que se incluye Best American
Science Fiction and Fantasy. Vive en Los Ángeles y es miembro asociado del
Pauli Murray College en la Universidad de Yale.
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