Las que somos: Cuentos
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Rosalí León-Ciliotta (Lima, 1984) es escritora, editora, traductora e investigadora. Es doctoranda de Educación de la Universitat Autònoma de Barcelona y su investigación gira en torno a la representación de género en la literatura infantil. Es comunicadora de profesión, cursó un diplomado en Docencia e hizo un máster en Derechos Humanos. Desde 2008 se desempeña como gestora de proyectos editoriales, autora de textos escolares y editora. Además, dicta charlas y talleres de su especialidad. Tiene cinco novelas infantiles publicadas y una novela juvenil escrita en coautoría con Juan Manuel Chávez. Su traducción de "Extractos de un diario: Perú, 1821" de Basil Hall fue incluida en la Lista de Honor IBBY 2018.
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Las que somos - Rosalí León-Ciliotta
El brazo desnudo
Amanecía en la casa señorial para Ventura, aunque el sonido de su puerta abriéndose marcaba el final del turno para la guardia que apuraba un poto de chicha antes de dejar las armas.
—¿Calentando la noche? Sus mujeres los estarán esperando… —les advirtió con una sonrisa cómplice.
—Ya nos íbamos, señora ccalamaqui. Por suerte somos vigías aquí y no nos han llevado al cuartel —le contestaron los veinteañeros con susto; el comandante no aprobaría que estuvieran bebiendo durante la guardia.
—¿Al cuartel? —preguntó extrañada. Hacía mucho, quizá dos años, que no levaban civiles para luchar contra el alzamiento.
—Sí, ha llegado la noticia de que Béjar, Hurtado y Angulo han dejado Cusco y están en camino hacia acá. Ya no les basta con Cusco —dijo el mayor de los dos, con un gesto entre admirado y fastidiado. Como tantos en Huamanga, este joven no estaba del todo seguro de si apoyaba o no el alzamiento patriota.
Ventura asintió en silencio. Bueno sería que por fin pudieran liberarse de los abusos de los chapetones, aunque eso significase perder el único medio de subsistencia que ella y su hijo Antonio tenían. Optó por no decir más de la cuenta, pero tomó nota mental para preguntar en el mercado, y siguió su camino.
—Veremos cómo va eso. Y soy Barrientos, por favor —les pidió, una vez más, que la llamasen por el apellido que había heredado de su difunto marido.
—Sí, señora Barrientos, lo siento —dijo el más novato rápidamente, recordando que a la panadera de la casa señorial no le gustaba que la llamasen por el sobrenombre que se desprendía de su ocupación.
Poniendo a un lado su preocupación por el reinicio de las levas, Ventura giró los ojos. Si se ofendiera cada vez que la llamaban «brazo desnudo» en quechua, por la manera en que preparaba el pan, viviría amargada.
El pan, el pan. No se podía empezar la jornada sin el pan de piso de toda la vida. Las dos de la madrugada era la hora en que su día empezaba. Agua, harina, levadura, manteca, sal y un toque de azúcar para que quedara como le gustaba al señor de la casa. Amasar y amasar hasta que estuviera a punto y poder cortar los bollos. Dejar reposar treinta minutos, marcar con el palote cada pan… Y todo esto antes de las tres de la mañana, porque luego había que dar la vuelta a los panecillos y dejarlos reposar hasta las seis para poder hornearlos veinte minutos, justo antes de que el buen Manuel Castillo bajase al comedor para tomar su desayuno.
***
El aroma de los panes de infancia se deslizaba por todas las estancias de la casa señorial y, cuando Ventura finalmente llegó al comedor, don Manuel Alejandro Castillo y Picoy la esperaba con una sonrisa.
—Ventura, buenos días. Hoy tendré invitados. Por favor, necesitaremos más de esos deliciosos panes de piso. Y los tomaremos en el estudio.
Sorprendida porque no le habían indicado que vendrían ilustres visitantes, Ventura asintió. Afortunadamente, siempre preparaba más de la cuenta.
—Sí, lo sé. La delegación ha decidido venir de improviso —se disculpó, leyendo la sorpresa en el rostro de su trabajadora.
—Lo siento, señor Manuel. No quise indisponerlo.
—En absoluto, Ventura. Gracias. Sus mercedes están por llegar.
Reconociendo la señal para retirarse, Ventura se excusó para dar los últimos toques a los otros panes. En su camino, se cruzó con dos ilustres españoles que mostraban sus reconocimientos militares en la chaqueta. Por supuesto, ni la miraron cuando los saludó y pasaron de largo hacia el estudio del buen Manuel Castillo.
Ya de vuelta en la cocina, tuvo que aguantar las ganas de escupir en los panes de los oficiales y hacerlos pasar como si los hubiera pintado con yema de huevo. Bien merecido se lo tendrían. Unos minutos después, atravesó la puerta del estudio con la bandeja en la mano. A excepción de don Manuel, quien hizo un pequeño gesto con la cabeza para darle el pase, los hombres siguieron hablando como si la puerta se hubiera abierto por el viento y no la persona que les traía el pan y el té.
—…Esta Constitución no es más que estiércol liberal, Manuel. Os lo digo yo, que presencié cada barbaridad que proclamaba.
—Soberanía en el pueblo. Habrase visto. Quitándole el derecho sagrado del poder a su majestad Fernando.
—Darle el voto a cada hijo de panadero de la península —espetó con un gesto en la dirección de Ventura y sus panes—. ¡Y hasta a los bárbaros de estas tierras! Espero no ofenderos, estimado Manuel, sé que les tiene cariño, pero usted me entiende.
Ventura notó el eco del fastidio que ella sentía en los segundos que le tomó al buen Manuel Castillo responder y en el leve apretar de sus labios. Y razón no le faltaba. Tanta arrogancia, tanto desprecio les costaría caro a los realistas más pronto que tarde.
—Lo entiendo, Rafael, no se preocupe.
—Imagínese. Darles igualdad ante la ley a esta gente. ¡Iguales a nosotros! Inaudito. Si ni saben leer —completó el segundo visitante—. Tome a su criada, por ejemplo. Dudo que hasta comprenda lo que estamos hablando.
—Ilustre Carlos, por favor, —empezó el buen Manuel Castillo con la voz sofocada.
—Pero estoy probando lo que digo. Venga, lea esto, mujer —insistió el llamado Carlos y le puso una carta en las narices. Ventura intentó dar un paso atrás, pero el hombre no se lo permitía—. ¡Venga, leedlo! No podéis, ¿no? Ni aunque lo intentases…
Incapaz de contenerse cuando el hombre se dio media vuelta con desprecio, Ventura se alzó sobre su metro y medio y tomó aire.
—No sé leer, pero sé que no está bien tratar a otra persona de esa manera, vuestra merced —dijo con una pequeña reverencia. Sabía que había ido más lejos de lo que debía, tragó saliva y se dirigió a su empleador:
—Mis sinceras disculpas, don Manuel. Me retiro —le dijo con honesto pesar por los problemas que su pequeño exabrupto podría generarle. Sin mirar a los ilustres visitantes, Ventura se inclinó y salió del estudio, poniendo la puerta entre su furia y los oficiales.
Apurando el paso, llegó al pasillo y tuvo que apoyarse en la pared. El pecho le explotaba, no sabía si de miedo, de alegría, de arrepentimiento o de simple orgullo reivindicativo, pero era una sensación que le agradaba.
Así que, según sus propias leyes, peninsulares y americanos