Cuentos Contra La Crisis
Cuentos Contra La Crisis
Cuentos Contra La Crisis
González Alonso
C U E N TO S C ON TR A L A C R I S I S
MADRID 2018
Cuentos contra la crisis
Carlos J. González Alonso
Editado por:
ISBN: 9788417052515
ISBN e-book: 9781635036282
E
stos cuentos sólo son aptos para un deter-
minado tipo de pecadores. Al resto de los
mortales, no se los recomiendo, por una
cuestión estética, no ética, porque bien sé que
nadie puede limpiar la conciencia a los demás.
Se los dedico a los amigos, a los desesperados -por
si hay alguno-, y a los “que padecen persecución a
causa de la justicia (8ª bienaventuranza, y que
añade), porque de ellos es el reino de los cielos”.
Última bienaventuranza que remacha a la 4ª, que
dice: “Bienaventurados los que tienen hambre y
sed de justicia, porque ellos serán hartos”. Un con-
suelo reconfortante a quien lo halle.
Los presentes textos fueron concebidos para quie-
nes los lean con gusto y de buen grado; no para
quienes hagan una mala interpretación. No sirven
a los que se hieren fácilmente el orgullo, o se la
cogen con papel de fumar. Ni para los soberbios,
prepotentes, avaros y envidiosos ya que, al no ser
limpios de corazón, y no estar hecha la miel para
la boca del asno, juntan el hambre con las ganas
de comer y viajan todos en el mismo vagón de
cola. Y en esa recua inmunda de malos, no podían
faltar los despiadados y perversos que se ríen del
dolor de los demás, y que arderán en el infierno.
Estos diez cuentos -que no mandamientos-, se en-
cierran en dos: variados y movidos, porque cada
personaje es un mundo, y porque, el movimiento
se demuestra andando, y así lo hacen.
Bien sabemos que cuando dejamos de movernos
sólo necesitamos que Dios se apiade de nosotros.
El peligro social que entrañan estos relatos no va
más allá del riesgo que ha de asumir todo autor
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Carlos J. González Alonso
consagrado al noble oficio de escribir. El escritor
es un explorador libre e independiente como los
gatos, con gran curiosidad, y al gustarle olerlo
todo igual que a ellos, ya sabe a qué se expone en
el berenjenal de la literatura, donde ha de tomar
su juego, como un torero en el ruedo cada tarde.
Y sin olvidar que la curiosidad mata al gato.
Estos “Cuentos contra la crisis”, son unos textos
críticos para leer críticamente; no pretenden lu-
char cuerpo a cuerpo contra la crisis material que
pasará antes que la moral, sino darle un bonito y
poético pase de pecho. No son un antídoto contra
la desesperación, sino una ironía. Tampoco una
panacea contra nada, pero ayudan bastante.
Hacen olvidar la larga crisis que se torna política
en el otoño de 2017, y después comprender que
uno es más inteligente que ella. Cuando esa mala
bestia, hidra de siete cabezas, astuta y traicionera,
vuelva a intentar otra vez sorprender, ya estare-
mos con fuerzas renovadas, nueva actitud y la que
se sorprenderá, será ella.
Nos hemos atrevido a coger el toro por los cuernos
y a darle un buen revolcón. Y nada más, aunque
dicen que al enemigo, ni agua. Pero ya le hemos
ganado la primera batalla.
¡Ah…! Y sólo me resta añadir lo que es menester:
bendigan la mesa, y siéntense al buen yantar,
como es de rigor. Las viandas calientes están es-
perando en la casa familiar, al amor de la lumbre.
Y el sabroso y fresco vino añejo servido en el jarri-
llo de barro. Con el barro de la tierra hizo el Señor
al primer hombre. Y también tomó su vino.
Al final, sabe Dios, si ésta no será la última cena...
El autor
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Cuentos contra la crisis
AJUSTE DE CUENTAS
Y
siguiendo el camino de mis pasos que jamás
sé adónde me llevan, porque desconozco el
paradero y cuándo han de pararse, crucé la
calle en la noche deshabitada y ventosa y me hice
a la ciudad, sembrada de brumas y asechanzas.
Una ciudad desapacible, asediada por la penum-
bra destemplada del huracán y los sicarios y ase-
sinos hambrientos sorprendentes a la vuelta de
cualquier esquina. Iba persiguiendo una lúgubre
despedida, sin saber muy bien por qué lo hacía,
pero motivado por la mejor voluntad. Iba en busca
de un amigo que se muere según las últimas noti-
cias. Un correo electrónico urgente de un amigo
internauta fue el detonante para, tras apagar vio-
lento el cigarrillo contra el cenicero, y cerrado el
ordenador, ponerme en movimiento:
“Don Felipe, el saxofonista, se está muriendo”...
Era el escueto mensaje.
Mis pasos ya nadie los podía detener; pues a los
pasos sólo los inmoviliza el tiempo que imparable
se adelanta a ellos, los hace irrepetibles y convier-
te en historia.
Llegué a su casa, con mi estado soterrado de in-
comprensión y tristeza acuestas y me recibió Cho-
nina, su criada, una joven medio tísica y vivaracha
con ojos de fuego, pero a decir mi verdad, una per-
sona decente, una persona con poca suerte y
mucha resignación en la vida, pero honesta, aun-
que tal vez por eso con poca suerte.
Me hizo pasar y vi que escribía un cuento con el
ordenador y escuchaba el gregoriano. Me pareció
sagrado su ejercicio. En el fondo de su mirada pro-
funda y pacífica como un claustro, vine a adivinar
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Carlos J. González Alonso
enseguida su santidad y la pobreza material con-
que vivía junto al que llamaba, “mi amo”, don Fe-
lipe. Su bondad sincera me reconfortaba en el
solitario aposento que, alto y abuhardillado, pare-
cía dominar el mundo; desde donde se divisaba
cómo dormía la metrópoli ancha y ajena, cual fan-
tasma desparramado e imprevisible.
Paró el canto monacal para hablar y se hizo un si-
lencio en la habitación, agónico y vacío, presagio
de mal augurio. Sólo pude leer del texto una frase
bíblica que decía, “qué importa al hombre ganar
el mundo si pierde su alma”, y el título del relato,
que afirmaba: “Así mueren anónimos los héroes”.
Intuí que se lo dedicaba a su “amo”, del que era
no sólo sierva, sino amiga, amante, secretaria, ad-
miradora y esposa, pese a no haber pasado por el
juzgado, y menos por la vicaría.
La joven se hallaba sola bajo la penumbra hueca
de la madrugada, intentando matar sus horas de
insomnio con resignación. Pues resignación y hu-
mildad descubrí claramente en la expresión de sus
ojos. Chonina era aún una señorita, y por su edad
estaba en ese proceso existencial en el que se le
pide a la vida más de lo que la vida puede darte, y
al final sólo te deja desengaño. No era su caso,
afortunadamente.
-Mi amo -aseveró con plácida voz- se está mu-
riendo y ha decidido acabar definitivamente esta
noche, pero con las botas puestas -añadió esbo-
zando una sonrisa incierta-, ya que así dice pre-
fiere morir, y con fiebre y enfermo se ha ido a
trabajar. Algo tan cierto como increíble. Verlo para
creerlo. Yo acompañaré al señor hasta la entrada
de la sala de fiestas donde actúa -expresó pletórica
de disponibilidad, refiriéndose a mí-, le dejaré allí
y regresaré para sucumbir en brazos de Morfeo,
concluyó con voz de cansado confesor, harto de es-
cuchar a sus clientes. Pues no sé por qué presentía
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Cuentos contra la crisis
en ella, la sensación de que tal vez yo descargara
mi conciencia al despedir a un amigo que se iba
de este mundo. Quizá como si quisiera decirme: ya
es tarde para todo tipo de ayudas...
Mientras ella se avió echándose algo por encima
de los hombros para resguardarse del rocío y pre-
paraba para salir pasándose el pintalabios en un
santiamén, yo escruté algunos detalles de la vida
doméstica de don Felipe, en sus aposentos: las
fotos encuadradas y amarillentas; una amplia co-
lección de pipas de brezo con las que fumaba sen-
tado a su escritorio cuando leía o componía su
música; un muestrario de instrumentos musicales
en miniatura; un atril metálico plegable, adonde
interpretaba con el instrumento las partituras, y
un buen número de éstas con muchas corcheas,
semicorcheas y notas escritas por él en este len-
guaje universal, prendidas por los pentagramas.
En otra habitación contigua a modo de capilla Six-
tina pude observar algunos instrumentos erguidos
sobre sus pies que revelaban la verdadera calidad
humana de un músico que ofreció toda su vida al
noble arte: algún saxofón, un clarinete, un entra-
ñable acordeón sobre varias partituras en Clave
de Sol, y de Fa, en cuarta. Una de ellas, la del bo-
lero, “EL DESTINO MANDA”, título que me dio que
pensar, si todo aquel espejismo ante mí no sería
un sueño. Sentí por un instante el calado mágico
de la música, su enjundia, dificultad, la paciencia
y sacrificio que exige su aprendizaje, y la satisfac-
ción de los pasajes gloriosos logrados.
Pues estaba en casa de un músico y no debía irme
sin llevar alguna nota en mi espíritu. Por el camino
que hicimos a pie dada la cercanía de la sala de
fiestas, ubicada en el mismo casco antiguo, ella no
tenía ganas de hablar y poco o nada transcendente
le pregunté ni me expresó.
Yo tampoco deseaba hablar mucho en tanto que
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Carlos J. González Alonso
nos zambullíamos en el vientre de la noche; sólo
pretendía despedir a mi buen amigo don Felipe,el
saxofonista, que tal vez ya ni se acordara de mí,
dado el tiempo transcurrido. Lo único que dijo de
él y con gran paciencia, que llevaba varios días ne-
gándose a tomar su medicación y sufría un pro-
ceso de caída irreversible. También y referente a
la austeridad y pobreza material que había perca-
tado, me informó de los elevados gastos médicos.
Incluso me apuntó que tuvo la necesidad de ven-
der los instrumentos musicales más valiosos para
costear su grave enfermedad.
Con la fuerte emoción que me causó esta realidad,
quise darle todo mi dinero, hacer lo que fuera por
devolverle la vida, incluso atracar un banco si era
menester y si de dinero se trataba.
Pero ya para nada servía el vil metal. Mi amigo
había decido poner fin a la pesadumbre de vivir, y
por una parte era lo más decente y digno del
mundo. Él sabría mejor que nadie lo que hacía y
era libre de hacerlo.
Llegamos al edificio lujoso, magistral, bañado con
su luz multicolor y brillo llamativo por el exterior,
y lleno de tinieblas y corrupción por dentro, como
un sepulcro blanqueado. Un famoso cabaret con
sala de juegos que lejos de la muerte da pábulo al
vicio irrefrenable y está dedicado al efímero y lu-
jurioso placer, al solaz esparcimiento de gentes
con posibles y amor a las apariencias.
Chonina se dirigió al portero, un hombre alto,
fuerte, de talante soberbio, que vestía un osten-
toso uniforme de alabardero, para que me permi-
tiera pasar a despedir a mi amigo:
-¡Ah...! -exclamó él desaprensivo con sorpresa y
mueca de asco refiriéndose al músico-, esa piltrafa
humana que se empeñó en venir hoy a tocar, aun-
que no le dejaban.
Observé su prepotencia vanidosa, mientras vi a
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Cuentos contra la crisis
Chonina molesta arrugar el ceño en señal de pre-
ocupación y sin despedirse de nadie subir dili-
gente las escaleras hacia la gran avenida
iluminada de neón y color artificial, y perderse
para siempre, como difuminada en un sueño de
blanco y negro que jamás volvería a soñar.
Me sumergí escaleras abajo a sepultarme en la vo-
rágine incierta, abismal y pestilente del extraño
gentío que atestaba la sala, en especial la parte
central y más profunda, la pista de baile, un espa-
cio ovalado y suntuoso, con su techo decorado por
réplicas de frescos relevantes del Renacimiento
Italiano. Se escuchaban ya los bramidos poco
acompasados y estridentes del saxo de don Felipe,
tal que si fueran el estertor de la muerte, al inten-
tar hacerle sonar cuando su capacidad para con-
seguirlo se agotaba. Parecían los desgarrados
bramidos precedentes a la muerte del toro en la
plaza de lidia.
Presentí así a don Felipe, herido y moribundo,
medio ahogado en el último hálito de aire. Con la
brumosa atmósfera cargada de alcohol, humos y
exóticos perfumes de putas de alto copete que se
distinguían entre el gentío, no podía divisarle. Era
incapaz de expresar el mar de confusiones que me
anegaba en aquella catacumba fluctuante, pese a
que no perdía la conciencia de mi desamparo e im-
potencia, quizás los únicos accidentes desgracia-
dos que motivaban mi admiración y compatibili-
dad con don Felipe.
Por fin pude divisarlo, verlo a un extremo de la or-
questa, tal que si ésta le despreciara obligándole
a marcharse por considerarle un estorbo. Se afe-
rraba a su saxo tenor como un náufrago a su tabla
de salvación. Esta imagen me impresionó bas-
tante, y experimenté una emoción soterrada, triste
y desesperante.
El trabajo le sacaba de la pesadilla de vivir, de esa
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Carlos J. González Alonso
brumoso nostalgia vital que conforma el mundo, y
le evitaba esos tres grandes males tan comunes:
el aburrimiento, el vicio y la pobreza.
Sobresalía su saxo grande y brillante, y a su lado
él, sólo era un minúsculo insecto que se resistía a
morir. Una nota disonante en una gran orquesta
de cabaret de lujo, adonde acudían ejecutivos y
seres vistosos de la alta sociedad; de elevado sta-
tus económico pertenecientes a la plebe domi-
nante: abogados pederastas, políticos corruptos,
banqueros de Wall Street, narcotraficantes del go-
bierno, pistoleros a sueldo, algún cura perverso, y
una hirsuta y compacta nube de prostitutas exu-
berantes, y bellas secretarias preocupadas en tre-
par hacia el poder, por instinto propio, lo mismo
que la cabra trepa al monte. Un universo de pe-
cado y falsedad carente de moral y sentimientos:
gentes de vanidad, con mucho y fácil dinero, poca
conciencia, menor caridad y ninguna vergüenza.
Entre aquella “infame turba de nocturnas aves”,
también me tropecé con famosas figuras conoci-
das, que por educación no osaré nombrar aquí.
Señoras con “liftings”, damiselas, damas del cora-
zón, revisteo y la farándula: lo mejor de cada casa.
Me ruboricé con la dignidad herida. La injusticia
del mundo se manifestaba allí palmariamente,
hecha carne mortal, personificada en el subterrá-
neo aposento, atestado de criaturas de todas las
especies, al amparo de la desfiguración nocturna.
Un grupo de drogadictos altaneros y borrachos,
acogidos a esa despersonalización y a su estilo de
vida anárquico, intentaba divertirse a cuenta de
don Felipe. Al ver cómo abusaban de él, me hu-
biera gustado tirar de churrasca en frío y asesinar-
les allí mismo, en un quijotesco lance sin par,
convencido de arreglar así a la humanidad.
Caminé torpemente entre ellos hacia don Felipe y
casi me pisan el cuello empujándome para atrás,
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Cuentos contra la crisis
al presumir que iba a defenderle. Formaban un nú-
cleo consistente y espeso, inexpugnable, para ase-
gurar la impunidad de su macabra diversión,
elegida sin saber ya en qué divertirse. Un entrete-
nimiento a cuenta del débil que continuó sin que
nadie lo impidiera, o se atreviese a evitarlo, pues
sabido es que en estos sitios nocturnos y tumul-
tuosos la música no cesa por una reyerta o tri-
fulca, para no delatar la noticia y crear alarma
social que sólo conseguiría concentrar a los curio-
sos y al final producir más muertes inocentes de
las ya pactadas. Me vi impotente y desmoralizado
una vez más, al comprobar cómo unos seres hu-
manos utilizando la sinrazón de la droga, dan pá-
bulo a las aberraciones que creen les falta por
experimentar, y activan sus más criminales instin-
tos contra los más desprotegidos, nada más que
para dar una nueva dimensión a su absurdo y mi-
serable libertinaje.
Su proceso de diversión había empezado por asal-
tar la oficina del director de la sala, aprovechando
su ausencia, y hacerse en la máquina fotocopia-
dora, las correspondientes reproducciones de sus
miembros genitales y culos desnudos.
Se levantaban un poco de puntillas y sentaban
sobre el cristal los atributos para luego esperar de
sus viles amigas y maricones socios que identifi-
caran sus insólitas vergüenzas fotocopiadas.
Mas esta primera acción fue realizada por los
aprendices o reclutas que se incorporan a las
huestes del nefasto ejército urbano. Un hecho de
iniciación que no pasaría de una gracia si no fuera
a más, y no estuviera encuadrado en esa milicia
destinada al robo, al asesinato y violación, y a todo
lo que prohíben los diez mandamientos de la Ley
de Dios.
Don Felipe era zarandeado entre risas y burlas por
ellos sin que abandonara su saxo enorme, con el
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Carlos J. González Alonso
que deseaba morir, ni cejara en su intento de
tocar. Asido a él era una marioneta que bailaba de
un lado a otro por el aire. Desde abajo se le veía
cómo por más que movieran su gigantesco saxofón
se balanceaba a su alrededor, enganchándolo por
la embocadura, y resistía sin desprenderse del ins-
trumento cual moribundo que se agarra al postrer
hálito de vida. Otro intento de meterme entre los
agresores y salvarle, me costó un brutal empujón
y la fatal bofetada en la cara que me derribó al
suelo y dejó sin sentido unos segundos.
Conseguí cortarme la hemorragia de la nariz sin
apenas manchar de sangre la camisa. La orquesta
no paraba para no descubrir más el asunto y orga-
nizar el mayor tiberio entre los malignos y los que
como yo pretendían defender a don Felipe, y unía
una partitura a otra sin descanso.
En una tremenda sacudida don Felipe fue por fin
desprendido de su saxo y cayó maltrecho junto al
medio de la pista. Una pareja de dicha marabunta
que bailaba muy afanada el “bésame mucho”, al
verlo hecho una piltrafa bajo sus pies, no sólo no
le levantó sino que aprovechó para pisotearle con
saña. Yo no soportaba ver a mi buen amigo usado
de felpudo y rodeado por los individuos que le ma-
sacraban y reían. Ella le clavó sus tacones de
aguja, con el ánimo de matarle, y don Felipe le
mordió en un tobillo, sin que abriera después sus
dientes tal que un perro de presa. Con el grito de
la dentellada que dio la hembra, su acompañante
le pisaba el cuello al músico para inmovilizarlo y
daba patadas mientras aquella gente de la peor
calaña se divertía maliciosamente. Me tiré raudo
al suelo para liberarle de la pareja, y a punto es-
tuve de que me convirtieran también en felpudo.
Conseguí zafarme,tras constatar cómo don Felipe,
en tan lamentable estado me c o n f u n d í a con un
atacante; no sólo no me reconoció, sino que me
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Cuentos contra la crisis
dijo: vete de aquí, cacho cabrón, para seguir obs-
tinado mordiendo los pies a la fornida dama, la
cual, al verse libre de sus dientes por hablarme
don Felipe, decidió sacrificarle clavándole sus afi-
lados tacones directos al corazón.
Uno de los matones que campeaba en todo mo-
mento me espetó al echarme del centro:
-Apártate de aquí, meapilas, o te linchamos a ti
también.
Preso de impotencia y rabia vi cómo moría igual
que un perro don Felipe, ensangrentado y abatido
en el macabro espectáculo, semejante a un circo
romano en el que unos se divierten viendo cómo
los leones despedazan a otros. Las sucesivas con-
vulsiones de su menguado cuerpo ya demostraban
su muerte incipiente. La pareja actuante le macha-
caba sin compasión igual que a un ratón rabio-
so,mientras era escoltada por el nutrido círculo de
rufianes que gozaban con el asesinato, sin permi-
tir que nadie levantara la voz ni rompiera el cerco
de su delito. La orquesta ya había parado y las
luces normales de la sala se habían encendido, de
modo que todo podía verse con claridad meri-
diana. La gente de bien que era poca permanecía
sobresaltada y los músicos atónicos, sin mover un
solo dedo, en tanto que Don Felipe daba las últi-
mas bocanadas de la muerte.
Se resistía a morir tal que si le faltara lo principal
para hacerlo. Ya casi inerte, el batería le acercó
corriendo su saxo tenor y don Felipe lo abrazó con
toda sensibilidad, como si abrazara al ser más que-
rido, a su perpetuo amor, y pudo expirar sereno.
Se quedó quieto, blanco con el rostro contraído y
trazas de cadáver efectivo porque su muerte ya
era un hecho real. Aquel gesto sublime de morir
con el saxofón entre sus brazos, pasó inadvertido
para la mayoría.
Cuando ya no se movía y debido a su insignificante
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Carlos J. González Alonso
cuerpo dolorido parecía un pobre pajarillo atrope-
llado, la real hembra que le había matado, quiso
entonces rematar la faena. Hizo encima de él lo
que da hasta nauseas decir y que le inundaba la
cara en el postrer suspiro. Concluida tan irreve-
rente lluvia amarilla, la pareja criminal consideró
que ya nada le quedaba por ejecutar y, finalizada
la escena, se escabulló enseguida.
Los matones la protegían y ocultaban para hacerla
desaparecer con ellos en la noche, y evitar así res-
ponsabilidades penales borrando las pruebas de
su delito. Abandonaban aquella “piltrafa humana”,
cubierta de humo, el orín vertido y su olor a medi-
camentos caducados; llena de indignidad, humilla-
ción y sangre, tendida en la pista de baile, víctima
inocente de una cuadrilla incomprensible de abe-
rración, vicio y maldad que campea a su aire am-
parada por la inmunidad del anonimato.
La forma de morir don Felipe, levantaba en mi ca-
beza una pirámide de dolor, de irresistible cólera
que me atenazaba y se traducía en afán de justi-
cia; en liberación e inmediata venganza.
Se había vulnerado uno de los primeros derechos
humanos en una situación de acoso con objeto de
atentar contra la dignidad de una persona y crear
un entorno intimidatorio hostil, humillante, ofen-
sivo y degradante.
Me creía estar ante un espejismo. No concebía
cómo la realidad supera a la ficción ni que se es-
tuviera dando en aquel preciso momento. Pero
todo era tan cierto como yo lo presenciaba, como
mi odio dolorido, y a medida que los asesinos se
fugaban formando una impenetrable piña en cuyo
interior llevaban protegida a la mujer criminal, las
voces se erguían en la sala protestando, aunque
tarde, por la muerte injusta de un inocente. Los
músicos se querellaban y disponían a llamar a la
policía. Afirmaban algunos que don Felipe era una
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Cuentos contra la crisis
buena persona, enamorada de su oficio y le defen-
dían como antes de que le tiraran a la pista no ha-
bían hecho. Todo sucedía en décimas de segundo
y yo debía de reaccionar rápidamente.
Si se presenta la policía no amarraría a ningún
asesino de la cuadrilla criminal, si no que me co-
gería a mí de chivo expiatorio, para pagar el delito
alevoso que ellos cometieron. Y de caer alguno de
ellos, cambiarían la tortilla para implicarme igual-
mente. Me tomarían como testigo sospechoso, o
cómplice. De ahí a considerarme autor e impu-
tarme el delito, sería un paso, pues los juicios los
gana quien tiene dinero para comprarlos y cargar
sus culpas al primer ingenuo que pilla.
Estaba indignado por el contubernio social y temía
más que nunca la justicia tuerta, porque sabía que
me iban a hacer responsable de la muerte de mi
amigo cuando iba a defenderle.
Así es la justicia y la letra conque se escribe de
modo que sea ambigua, y no se entienda, para que
el poderoso que deba utilizarla con el mejor
equipo de abogados la pueda retorcer o interpre-
tar a su favor. Me resultaba increíble, que tras ir a
ver a un amigo enfermo, no me reconociera, y sin
conseguir salvarlo me quisieran también linchar a
mí y ahora me imputaran su muerte. Un asesinato
perpetrado a pies que no a manos de una puta de
alta influencia social. Una gran puta que con sus
ayudantes sólo le faltaba por saber qué sentía al
matar en público a una persona y hacerle encima
lo que le hizo.
Y todo ya lo había experimentado. Imposible que
quedaran impunes tamañas barrabasadas, ni mi
conciencia me lo iba a permitir, por lo que estaba
acreditado el ajuste de cuentas.
La gente se alborotaba, máxime cuando la noticia
pasó a la sala de juegos contigua, mientras que la
piña de asesinos protegiendo a la autora del hecho
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Carlos J. González Alonso
desaparecía y alcanzaba la parte elevada de las es-
caleras. Desde allí y conseguido el primer des-
canso para tomar otra escalinata, la calle libre
estaba a su alcance. Se perdía de mi vista aquel
pelotón execrable de fusileros, en tanto que los
músicos refunfuñaban como gatos resentidos al
ver mancillada la dignidad de una persona tras
asesinarla y con ella deshonrado el sublime arte
de la música. Protestaban hablando lo que antes
tanto habían callado.
Sin perder más tiempo escuchando sus bagatelas
y absurdas justificaciones, corrí como un gamo
entre el público desconcertado tras saltar las alar-
mas, y dándome golpes contra cuantos pululaban
amedrentados, conseguí alcanzar la tribu homi-
cida que huía ya por la escalera de la calle.
Poco antes, al avanzar mi pierna izquierda por uno
de los escalones que subía de cuatro en cuatro,
saqué con facilidad la pistola de la pernera y la
monté apuntando a los individuos. Nadie se per-
cató que iba detrás encañonándoles y buscando a
la mujer malhechora.
Tampoco podía identificar a su acompañante cóm-
plice, ahora encubridor, en la muerte de mi buen
amigo. Pensé disparar al aire el primer tiro para
detener a la pandilla fugitiva y conseguir divisar a
la mujer que tan bien arropaban en medio de ellos,
pero juzgué conveniente, todo a velocidad del vér-
tigo que no debía desperdiciar ni un sólo tiro de
los seis de mi cargador, y nada mejor, como me-
dida intimidatoria, que hacer fuego previo sobre
ellos al azar, por detrás; lo demás vendría solo.
El disparo sonó con la exactitud de una declara-
ción de guerra, pese a la moqueta e insonorización
de paredes y techo, y la panda se detuvo, mientras
que estupefacta, escrutaba a ver qué pasaba.
Los fugitivos descubrieron rápido que uno de ellos
había sido herido en la espalda y que un hombre
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Cuentos contra la crisis
desconocido, pistola en mano, les seguía y enca-
ñonaba dispuesto a proseguir su safari. Algunos
de los quince o veinte que huían, se tiraron al
suelo y desplegaron abriéndome el paso, sumisos.
Así pude ver enseguida a la real hembra asesina,
ofreciéndome un blanco perfecto. La reconocí de
inmediato, era la única mujer que llevaban para li-
brarla de la justicia. Le pude ver hasta el rojo
tanga que había mostrado en la pista al resbalar
su mano, larga, rolliza, preciosa, por el trasero,
con ese estilo seductor que tienen en sus gestos
las meretrices profesionales de pingües honora-
rios, para hacer después lo último encima de mi
amigo. La reconocí bien, hasta por eso.
Intentaba darse a la fuga a dos metros de mí, pese
a que sus compinches se habían quedado de pie-
dra. Yo no tenía ya ningún obstáculo que me impi-
diera practicar la codiciada montería, con
honestidad y limpieza, sobre el más preciado
ejemplar cinegético:
-¡Quieta pájara, que te voy a cortar las alas y a dar
tu merecido...!, le escupí al tiempo que me miraba
histérica con interrogante agresividad y sobre-
salto, mientras que inmovilizada le metía el primer
tiro por respuesta para apaciguarla.
Horrorizada por mis palabras y el susto de la de-
tonación que sonó victoriosa en el clamor de la
noche, pretendió irse, sin conseguirlo, y medio es-
corada y herida me proyectó con sus ojos de odio
el mayor rencor que jamás nadie pudiera arro-
jarme en su mirada.
Aproveché, dándole un tiempo prudencial, para
que inmóvil contemplara cómo le descerrajaba a
bocajarro el segundo disparo. Me deleitó mucho
concederle este capricho de dispararle con tran-
quilidad y paciencia franciscana al corazón para
que viera venir su propia muerte al igual que yo
había visto la de mi pobre amigo.
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Carlos J. González Alonso
Con olor a pólvora especial la pistola le escupió el
nuevo regalo, un calmante tan claro y certero
como era menester.
Tras el impacto caía abatida en seco para jamás
volver a levantarse y protagonizar las tropelías
que acostumbraba celebrar. Vi su cara de perra
desencajada y moribunda, teñida de rabia sin
poder reaccionar, ni eludir la ley del talión que se
cumplía gloriosamente.
-¡Toma tu merecido, hija de p.!, le solté arrogante
y satisfecho al desahogar toda mi furia hirviendo
retenida, que reventaba como una olla a presión.
No murió en el acto y chillaba estremecida revol-
viéndose en el suelo igual que rabo de lagartija
atrapada por un zapato. Alarmaban mucho sus gri-
tos y despertaban al vecindario.
No había tiempo que perder, por lo que quise so-
segar el tremendo alboroto que armaba; ya bas-
tante había montado abajo. Me agaché raudo y le
aseguré en la cabeza el tiro de gracia que la dejó
calmada y en paz de una vez.
Pues no está en el código ético de mi honor otor-
gar a nadie sufrimiento innecesario, aunque esta
vez lo mereciera.
Al ya no molestar tras el violento espasmo mortal,
contemplé a los correligionarios boquiabiertos y
pegados a escaleras y paredes igual que sabandi-
jas, pidiéndome clemencia con sus ojos grandes,
hinchados de rabia. No pude reconocer al acom-
pañante que se merecía al menos uno de los dos
disparos que me quedaban. Tampoco vi al portero
fantoche con las orejas agachadas, ni a nadie de
significación que no le hubiera venido nada mal
desayunarse el penúltimo churro del cargador. Ni
siquiera al que había herido al azar en el lomo y
agujereado un riñón, ni me importaba haberlo li-
quidado, por aquello de que tan bueno es el que
mata como el que tiene por la pata. Todos estaban
22
Cuentos contra la crisis
igual de blancos, quietos, similar a corderos dego-
llados y me mostraron sus caras desconcertadas y
llenas de pánico, suspirando e implorando perdón.
Sus caras de niños buenos que no han roto nunca
un plato... Y me lo hubiera creído de no verificar
la crueldad del sadismo que infirieron al pobre
don Felipe. Persistí unos segundos apuntándoles
para que purgaran sus delitos esperando y pensa-
ran a quien iba a suministrar el siguiente tranqui-
lizante con el que acompañaría a su directora,
tendida e inerte, sangrando en el suelo como una
vulgar cerda, y contrariamente a ellos, preñada de
paz y silencio. Al asegurarme que nadie se rebullía
ni intentaba contraatacar, tomé la escalera y a los
cuatro peldaños subidos a zancadas, ya estaba en
la puerta de la calle. Con mucha precaución ob-
servé antes que nadie me esperara afuera. Salí,
torpemente, imitando al pobre mentecato que
echan ebrio del baile a patadas. Simulaba no tener
nada que ver con lo ocurrido,pero sin perder a los
pájaros de vista, por si acaso alguno, provisto de
arma, viniera por mí, enterado de que apenas me
quedaba munición.
-“¡Coge ya la recortá, coño..., que está en lo ver-
de!”, pronunció una feroz vozarrona, mientras se-
ñalaban un pequeño y discreto bolso de color
verde adonde esconderían algún arma de fuego.
Tampoco me asustaba eso por la distancia que me
separaba de ellos, en la cual, una “recortá”, no me
haría mucho. Me detenía a escupir, asqueado de
todo, cual miserable que harto de alcohol expulsa
el whisky por los oídos, tras ponerlo en la calle de
un puntapié.
Pronto dejé de verlos y guardé mi pistola en la
funda como si no hubiera pasado nada, eso sí, re-
cordé aquella máxima que dice del arma: “No me
saques sin razón, ni me enfundes sin honor”.
Las dos cosas se habían cumplido. Yo nunca olvido
23
Carlos J. González Alonso
mis principios caballerescos, ni que la templanza,
una de las cuatro virtudes cardinales, modera los
apetitos y los sentidos sujetándolos a la razón.
Con la razón de mi honor muy alta, me retiraba;
deambulé por una calle, luego por la otra y aceleré
el paso; desanduve lo andado para despistar. No
había ni un alma a las cinco de la mañana, y me
resultaba gratificante este paseo militar sin vis-
lumbrar al enemigo por las calles solitarias. Ate-
rricé de golpe en una bocacalle desangelada con
parada de autobús, cuando una porción de perso-
nas bajo la marquesina se disponía a embarcar en
el último búho de la noche o primero de la madru-
gada. Me puse a la cola sin que nadie advirtiera
mi presencia. Eran todos trabajadores, gente sen-
cilla con los ojos trasnochados de legañas y sueño
que concluido su trabajo nocturno regresaban a
casa dignamente, igual que yo. Me senté por me-
didas de seguridad en el asiento final, junto a la
puerta posterior, mientras el autobús bramaba
como un novillo herido, y se perdía por las anchas
avenidas frías. Me había desahogado a placer y es-
taba feliz, al restablecer el natural orden de las
cosas; ese orden divino que los perversos se em-
peñan en ultrajar arbitrariamente.
Esta catarsis era mi dicha. La dicha de un santo
varón agradecido y reverente: me santigüé en ac-
ción de gracias. Había coronado mi buena obra y
rezaba maitines. Mis dos gatos me esperaban im-
pacientes en el dulce calor del hogar. Regresaba
al merecido descanso del guerrero tras mis últi-
mas y heroicas campañas. Sentí la satisfacción del
deber cumplido y respiré profundo, sereno y se-
guro, como Dios manda.
(Finis coronat opus)
24
Cuentos contra la crisis
EL “AJUSTE”, BIEN VALE UNA EXPLICACIÓN
E
l protagonista trabaja con su ordenador en
casa a altas horas de la noche, cuando re-
cibe un mensaje urgente de un amigo, avi-
sándole que, don Felipe, el saxofonista, se está
muriendo. Éste será el detonante que le pone rá-
pidamente en movimiento, para intentar soco-
rrerle. La repentina salida deja a sus dos gatos
preocupados, tal que si sospecharan que algo raro
le iba a suceder; pues cuando debía acostarse,
hace justo lo contrario, y marcha de estampida,
porque es la aventura irrepetible quien se ha le-
vantado. (París bien vale una misa)
Al bajar a la calle que encuentra sembrada de pe-
ligros, el objetivo de la aventura recobra humani-
dad: socorrer a un amigo. También al llegar a casa
del músico, la desorientación metafísica surgida
nada más iniciar el viaje, se diluye y toma sentido,
pues todo lo que tiene sentido, aleja la duda.
O mejor, detrás de un mundo de dudas sin sentido
están los nobles principios que lo rigen y mueven.
Chonina le recibe e informa de la situación de don
Felipe, que sabe va a morir esta noche y lo quiere
hacer con su saxofón entre los brazos. El protago-
nista nunca podría imaginarse la forma de morir
que aguarda a don Felipe, ni que lo va a ver mu-
riendo sin poderlo socorrer y, que él, lejos de re-
conocerle, le va a confundir con uno de sus
asesinos. Y aun menos podría imaginarse que va a
vengar su muerte, y que tras una fuerte presión
obtendría la satisfacción de su trabajo bien hecho.
En la descripción que hace del aposento de don
Felipe ya queda meridianamente expuesta la situa-
ción existencial de los personajes, su condición so-
cial, y el estado del mundo en general que la
noche encubre en una gran metrópoli que puede
25
Carlos J. González Alonso
ser Las Vegas, México, Nueva York, etc.,
Un mundo que mitifica al poderoso, a cuya sombra
viven muchos, y se cifra concentrado en la sala de
fiestas donde toca por última vez el músico. Allí se
mezcla la riqueza y la ostentación con el vicio, la
corrupción y el desenfreno, materializado en el
sueño del poder. Bajo la sublimación del arte de la
música y del techo de la sala adornado con répli-
cas del Renacimiento Italiano, se extiende una le-
gión hirsuta y variopinta de personajes atenazados
por la soberbia que obtienen con el desprecio
ajeno uno más de sus perversos desahogos.
El protagonista ya sumergido en la vorágine abis-
mal identifica las notas descompensadas del saxo
de su amigo, semejantes al estertor de la muerte.
Efectivamente comprueba ser verdad cuanto le
han dicho. Su orquesta le desprecia. Ya no está en
condiciones de trabajar pero muere trabajando,
como había previsto.
El atentado surge, cuando una banda de desalma-
dos la toman con él, para burlarse, hasta que por
fin, le matan. La cabeza del protagonista reven-
taba por la presión; no resiste la impotencia y la
injusticia, tras sus frustrados intentos de salvarle,
al ver a su amigo inerte sobre un charco de sangre
quedar tendido en la pista, igual que un pobre pa-
jarillo muerto.
La banda criminal huye con la autora del asesi-
nato y humillación. Sólo falta hacer el ajuste de
cuentas, restablecer la situación y dejar bien
puesto el honor de las armas. Y así sucede. Su
aventura comienza por un móvil de amistad, algo
que, recordando al magisterio celiano, se cifra en:
al amigo no le pidas ni le debas nada, ni lo esperes
todo de él, pero nunca dejes en la estacada.
Triunfa la justicia al devolver el honor al amigo.
Los tres personajes principales, protagonista, Cho-
nina y el propio don Felipe, son bastante afines,
26
Cuentos contra la crisis
cuya afinidad les une; tienen como referente la
justicia, la fe y los eternos principios. Conviven en
un mundo corrupto y deshumanizado que no com-
parten. Espiritualmente ricos, resisten con la aus-
teridad que equilibran con la honradez.
Y les gusta, como a la mujer del César, que además
de ser honrada, ha de parecerlo.
A
primeras horas de la madrugada un hombre
de mediana edad asestó una puñada en el
corazón al famoso músico y compositor co-
nocido por “don Felipe”, en la sala de fiestas que
trabajaba, dejándole muerto en la pista de baile.
Un grupo de jóvenes, héroes aguerridos de la
noche intentaron taponar la puerta de salida a la
calle para evitar la fuga al criminal. Éste, al verse
cercado, sacó una pistola e hirió mortalmente por
la espalda al primer joven que encontró en su pre-
cipitado camino de huida. Una valiente mujer que
les acompañaba se lanzó sobre el fugitivo para
atraparle y fue herida de muerte por dos disparos
de éste. No contento con esto y antes de lograr
desaparecer, quiso rematar a su víctima y con pa-
ciencia ceremoniosa le descerrajó en la cabeza el
tercer disparo dejando a la joven muerta en el mo-
mento. Este grupo de valientes no ha querido re-
velar su identidad para evitar la notoriedad.
Sus abogados han manifestado que cursan instan-
cia al Superior del Distrito Federal para que al-
truistas así que arriesgan su vida en pro de la
justicia sean ejemplarmente condecorados por el
Jefe del Estado.
27
Carlos J. González Alonso
D
eambulaba vagamente como un parásito
en la canícula estival; igual que un animal
machacado y enfermo que a nadie importa.
Deambulaba a la hora de la siesta, arrastrando mi
vida entre las piedras de unas obras. Por unas
construcciones de casas nuevas, aún no habitadas;
de esas que hacen deprisa para ganar dinero, sin
escrúpulos comerciales. Unos pisos, de la barriada
de Orcasitas; es decir: Madrid-Sur.
Tropezaba a punto de caer y lastimarme contra
hierros, cascotes, ladrillos y diversos restos de ma-
teriales de construcción. Buscaba piso.
Andaba yo con ese escabroso proyecto de encon-
trarlo, preso por la obsesión de hallar la vivienda
digna que corresponde a todo español, según la
Norma Suprema. Sufría la ansiedad añadida del
paciente que aguarda la receta médica que le ex-
tiende un individuo vestido de blanco sin mirarle
a los ojos. Buscaba piso, en verdad, perseguido
por la inquietud de comprarlo antes de que subie-
ran otra vez de precio.
-¡Qué absurdo...! -me dije en alarde de desengaño-
si por mucho que corra con la lengua afuera voy a
estar hipotecado el resto de mi vida.
También me di cuenta de que el hecho de encon-
trar un piso por el que me decidiera, no significaba
que era de mi propiedad, sino que, aunque lo ha-
bitara, iba a ser del banco, caja de ahorros o finan-
ciera de turno, con lo cual, mi situación exis-
tencial, poco iba a cambiar.
Con esta reflexión comprendí que no merecía la
pena el apuro que me estaba dando inútilmente,
para buscar algo que no era mío ni lo iba a ser
28
Cuentos contra la crisis
nunca. Todo lo más llegaría a una vana apariencia
del ser, que para nada satisface mi conciencia.
La cadena de realidades absurdas ya estaba fun-
cionando como ocurre en todas las situaciones que
uno cree jugarse el tipo: ni piso propio, ni hipote-
cado; vivo en uno prestado, y no sé por qué esta
desazón y creciente agobio en buscar una casa,
dejando la vida en ello, tal que si fuera a llevár-
mela para el otro mundo. Pero aun es más agra-
vante el asunto: no me afanaba en buscar piso
para mí, sino para mi ex mujer, que está próxima
a este aprieto.
Yo siempre le dije, desde la separación:
-Conviene que busques un piso por aquí abajo,
para ti y los niños, y dejes de estar allá arriba, en
la sierra, tan impropio al status económico de un
separado. Además, viviendo por aquí, cerca del
sur, adonde yo, pues siempre estaré para echar
una mano, caso necesario.
¡Qué extravagante iba el relato que me hacía! Re-
cibí un pinchazo sordo en el abdomen; una puña-
lada trapera. Fue una extraña y repentina
impresión. Y así me di cuenta, que mi ex, no ha
aceptado jamás nada de lo que yo diga, y ahora
menos. Tras esta adversidad recordé que me
había parado los pies a este respecto, esgrimiendo
orgullosa que el buscarles piso no era problema
de mi incumbencia.
Comprendí, una vez más, lo equivocado de mis ilu-
siones, y cómo esta tarde perdida buscando piso
para nada, reflejaba otro largo tiempo anterior de
mi vida torpe de sufrimiento y desvelo con una
mujer que jamás había logrado entender. Toda una
velada veraniega, sudando la gota gorda para in-
crementar mi desengaño. Me senté en unos sacos
de cemento a la sombra de una pila de teja de pi-
zarra, sin saber qué pensar, y me vi entre el sopor
y la realidad, triste, solo, cansado, pensativo y
29
Carlos J. González Alonso
viejo, al decir de Antonio Machado; traicionado
hasta por mis propias esperanzas.
Deshice mi postura que era semejante a la del Pen-
sador de Rodin, me incorporé y seguí deambu-
lando, igual que un perro abandonado, por las
obras; muchas aún sin terminar. Volví a tropezar
medio sonámbulo contra los materiales sembrados
por las calles sin pavimentar. Me atragantaba fa-
talmente embargado por la emoción de tantas im-
presiones; ebrio de pena, deprimido por la pesa-
dumbre, harto de guerras y derrotas. Caminé
viendo cómo se edificaba la gran colmena; la mo-
rada colectiva de la urgente deshumanización; la
nueva vida, en donde todo es frío, calculado y en-
gañoso. Grúas, maquinaria, y grandes moles con
vocación de altura, grises y despersonalizadas
adonde se hacinarían pronto en sus nichos, las
almas; cual si eso fuera el ensayo previo para acos-
tumbrarlas a residir en la morada eterna. Proseguí
sin saber qué opinar, sin preguntar nada a nadie;
la oficina de información se hallaba cerrada, y el
vigilante dentro roncando la siesta que yo también
hubiera necesitado. Recordé lo lejos que había de-
jado el coche, desde que merodeaba por el lugar,
un paraje tan próximo al poblado de chabolas; a
una zona marginal adonde habita la pobreza, la
droga y el peligro. Estaba en verdad preocupado
por el trasfondo del asunto:
-Lo mejor es no preparar planes, y menos para los
demás. Yo no acabo de escarmentar, me reproché
fríamente, dándome un puñetazo en el vientre,
cual si ya no controlara mis irracionales impulsos.
En este ir y venir sin sentido por la complejidad de
mi particular universo, me iba sumiendo en el pen-
samiento preciso de que lo más consciente es no
pensar y ser un insensato; sin embargo esta idea
(que se dice pronto...) tampoco me acababa de
convencer. Más bien acariciaba la contraria: la de
30
Cuentos contra la crisis
que, aunque de mente compleja, soy hombre serio
y responsable. Creo que en mis adentros intenté
soslayar el gran problema.
Hice sin darme cuenta profundas reflexiones me-
tafísicas sobre las cuestiones fundamentales de
esta efímera existencia: tanto, para nada, y ¿por
qué todo esto?
Cuando más ajeno estaba al mundo y a sus pom-
pas y vanidades, así de golpe llevé la gran sor-
presa: me encuentro con un niño moreno, de unos
doce años, ojos vivarachos, vestido con bañador y
camiseta blanca que de sucia, ya no lo era. Un
niño espabilado y curtido por la libertad de la in-
temperie. Con sandalias rotas, casi descalzo, y
muy contento, acompañado de una gran pulga que
portaba en la mano. Una pulga entre verdosa y
marrón, plana y rellena que le sobresalía del dorso
de su mano renegrida. Iban hablando los dos de
sus cosas, despreocupados, en una entretenida y
amena conversación a juzgar por la buena armo-
nía reinante.
Se conoce que terminaban de jugar por allí, en
algún montón de arena o de ladrillos, o algo así.
Me alegré porque su festiva presencia cambió rá-
pido mi semblante. Me llamó la atención, quizá
por contraste con mis absurdos devaneos, aquella
singular pareja de felices e insólitos seres vivien-
tes que para nada tenían los problemas que a mí
me abrumaban. La vida siempre ofrece grandes
enseñanzas en las más inverosímil y pequeñas
cosas. Algo tan extraordinario no podía pasarme
desapercibido. El niño era tan listo como la pulga,
pude inferir de su animada charla con ella.
Todo mi tedio y desesperación, se tornaron en re-
pentina alegría e interés. Ante la admiración y el
asombro de algo realmente fabuloso, tomé con-
ciencia enseguida:
-¡Si soy un afortunado...!; -me dije eufórico y muy
31
Carlos J. González Alonso
convencido-. Soy testigo directo de un aconteci-
miento único y excepcional. Esta es la noticia au-
téntica para el reportaje de mi vida, el trabajo
soñado que me dará gloria y dinero. Si nadie,
jamás se ha topado con un caso así. Vamos, que un
niño hablando con una pulga... Es lo inefable. Se
quedarán perplejos cuando lo cuente en la redac-
ción del periódico... Y andaba yo por aquí desahu-
ciado...
¡No hay mal que por bien no venga!, rematé in-
quieto y victorioso.
Me enfrentaba a un género fantástico, algo incre-
íble que nunca habría podido imaginar; algo so-
brenatural que iba a romper mi monotonía vital,
mi hastío, y a darme una joven y refrescante di-
mensión; un nuevo aire de libertad y de dicha. Era
mi profesión la que estaba en juego: la cláusula de
conciencia del periodista y el reglamento deonto-
lógico recién aprobado.
Se trataba de asumir la irrupción de lo maravilloso
en lo racional; el salto desde la imaginación a la
realidad, esa paradoja que causa vacilación en el
receptor del mensaje, y yo tenía el privilegio de
ser el encargado de dar al hecho forma y entidad
comunicativa. Se acabarían las dudas y contradic-
ciones en la percepción del mundo empírico, con
este fascinante hallazgo. Sería una auténtica no-
vedad esta primicia, tanto para las ciencias de la
información como para la comunidad científica.
¿Por qué no iba a ser verídico lo que veían mis
ojos, y el lenguaje infantil de la pulga que capta-
ban mis oídos? ¿Cómo negar la evidencia tantas
veces calificada de irracionalidad?
La lógica llevada a sus últimas consecuencias, es
el sueño de la razón que produce monstruos.
Mi gran curiosidad en desentrañar el misterio se
correspondería con el interés de los lectores en co-
nocer la verdad mediante mis palabras. Ante el
32
Cuentos contra la crisis
acontecimiento maravilloso sólo necesitaba proce-
der a entrevistar a los protagonistas, a dar cuenta
de su existencia y de todo lo que había detrás.
Dos seres de distinta especie pero con la misma
calidad humana comunicándose a la perfección,
con semejante tono y timbre de voz.
Debía captar la noticia; tomar nota, fotos y grabar
in situ la evidente realidad, y revelar su origen y
efectos. ¡Qué mala pata...! Mi máquina de fotos y
grabadora estaban en el coche, sólo tenía bloc y
bolígrafo. Ya no había más tiempo que perder.
Daría testimonio como pudiera del hecho.
-¿Vives por aquí?, fue mi primera pregunta al niño.
-Sí..., aquí al lado, me dijo, sin ganas, sacudiendo
la mano al señalar el barrio contiguo de San Fer-
mín. "De ahí", me repitió con desdén, para desig-
nar su resignada y marginal procedencia.
Continuó su camino, sin que yo le llamara la aten-
ción para nada, sin tener la gentileza de detenerse
y escucharme, mientras me afanaba en comprobar
cómo al bolígrafo entre mis dedos nerviosos no le
daba la gana de escribir.
Según rasgaba con su punta el papel, pude ver la
expresión fugaz del niño, y sus ojos de azabache,
rehuyéndome en una mirada de soslayo que inme-
diatamente replegó hacia otros menesteres de su
camino.
Conozco la zona y le pregunté presto por el lugar
exacto, pues no sé por qué intuía que el pequeño
iba a ser de las chabolas, en cuyo caso, se trataba
de un niño gitano.
El árbol me impide ver el bosque -pensé-, al cer-
ciorarme del hábitat exacto del niño, y por aquello
de que viendo la choza se conoce al guarda.
Me era necesario desplegar toda una rápida in-
fraestructura informativa y estratégica para obte-
ner mis conclusiones definitivas.
-Pero, de ahí, ¿de dónde?, le pregunté con ahínco,
33
Carlos J. González Alonso
no de muy buen humor, al comprobar su gran des-
interés por mí.
-¡De ahí...!, expresó otra vez desairado, con un ma-
notazo, cual si quisiera espantar un molesto mos-
cón, al volver a señalar el barrio de San Fermín.
Creí que había indicado hacia el centro del pueblo,
donde la iglesia, mostraba su torre erguida y do-
rada por el sol, por lo que interrogué nuevamente:
-¿Vives junto a la iglesia?
-¡Sí...!, añadió perezoso, con vasta imprecisión, sin
mirarme y mostrando con su espalda que le impor-
taba la iglesia y lo demás, igual que yo, y mi pre-
gunta: nada.
La pulga, en todo esto, permanecía inmóvil, ca-
llada y expectante, cual si desconfiara de mí. Lo
pude percibir en sus ojos excitados, saliéndose de
sus órbitas, llenos de recelo y susto al mirarme se-
mejante a un bicho raro. Por su actitud comprendí
su presunta complicidad con el manifiesto engaño
del niño y su cuidado en que yo lo descubriera.
Caminé ligero a su lado, siguiéndole el paso, ya
que no se detenía por mis interpelaciones y pare-
cía querer irse con la música a otra parte. Ni a él
ni a su pulga les era grata mi compañía. Procuré
escrutar todos los gestos y observé que el niño, no
sólo quería desprenderse de mí, sino también de
su pulga. Esto me desconcertó. Quería abando-
narla, pero no sabía adónde, por lo que ante la
duda, optó por comérsela. Empezó a morderla por
las orillas, lo mismo que a una dulce y sabrosa tor-
tita sevillana. La pulga se dejaba comer con facili-
dad, contenta de ello, y el niño la iba mordiendo,
con aparente gusto. Algunos trozos los dejaba a
medio engullir o escupía al no conseguir tragarlos.
Se cansó luego y la abandonó en semejante estado
encima de unos tablones manchados de cemento.
Afortunadamente anduvo junto a mí, o mejor, yo
junto a él, unos instantes, aunque a buen paso y
34
Cuentos contra la crisis
no sin causarme la incertidumbre de su conducta
huidiza y misteriosa; del abandono de su pulga y
del que yo pasaba a ser el culpable.
Me confundía su actitud y creaba un cargo de con-
ciencia. Primero el querer dejarla y esconderla, y
después, la decisión de comérsela para evitar que
la encontrara alguien, y le pudiera descubrir sus
secretos.
-¿No te da pena dejar ahí tu pulga tirada, casi
muerta y sin acabártela de merendar como Dios
manda?, le pregunté con cara de reproche.
El pequeño no respondió, pero dio un giro rápido
de media vuelta y marchó veloz, movido por no sé
qué sentimientos, hacia la pulga, arrastrando tras
él con ímpetu arrollador toda mi curiosidad que
cada vez entendía menos su insólito comporta-
miento.
La pulga, con apariencia moribunda, apenas daba
signos de vida. El niño, pudo compadecerse de ella
y comenzó a recomponerla, intentando juntarle los
trozos desprendidos por las dentelladas. Algunos
los vomitó sin esfuerzo. La pulga enseguida inició
su movimiento en las patitas inferiores que le que-
daban y recobró la vida. Se alegró muchísimo al
ver al niño de nuevo. Según era reconstruida arti-
culaba muecas de gratitud. Parecía otra, tras la re-
composición que no fue fácil (yo le ayudé con
paciencia), pues el niño en el último muerdo había
tomado demasiado pedazo, y al atragantarse con
la náusea del vómito, esparció por el suelo diver-
sas fracciones magulladas. Yo las recogí y fui po-
niendo sobre la barriga del animal, que resistía
impasible panza arriba en el improvisado quiró-
fano, junto a varios restos de carne y patitas des-
prendidas que el niño le pegaba con saliva.
Una vez concluida su recomposición la abandonó
otra vez, pues no había hecho este trabajo para lle-
vársela, sino para dejarla con vida, como se la
35
Carlos J. González Alonso
había encontrado. Esto también me desconcertó;
no suponía que de no comerla el resultado final
fuera desampararla allí, a la vista de cualquiera.
Al marchar, la pulga dijo al niño, como haciéndole
una advertencia maternal:
-Y regresa pronto a casa, no vayas a entretenerte
por ahí enredando con cualquier cosa, recuerda
que te esperan para ir al taller a recoger el solara.
Me sorprendí una vez más, al ver cómo un niño de
doce años, tenía coche que debía retirar del taller,
tras su presumible reparación mecánica.
-¡Oye! -le interpelé-, pero el coche, será de tu
padre.
-¡No!, me contestó secamente, extrañado.
Esto aun me descuadró más. Cómo un niño de
doce años va a andar por ahí con un coche, como
si nada... Rápido caí de mi ignorancia. Si esto es
lo habitual por estas barriadas, en donde los niños
gitanos ya conducen coches robados a los doce
años, y colaboran con sus mayores en los negocios
de la droga.
Todo era para el pequeño lo más normal del
mundo, y ahora iba a recoger el solara que nunca
había pagado, a un mecánico de confianza, al que
tampoco abonaría ni un céntimo por el importe.
Y yo preocupado por si suben los pisos, por si se
me avería el coche, por si no tengo para la última
letra, por pagar los recibos, y por mil causas,
cuando el niño no conocía ni la palabra hipoteca.
Pero en el fondo de su instinto podía adivinarle un
vacío, una triste y amplia disconformidad con la
injusta desigualdad del mundo, tan grande como
su desprecio por él.
En el anónimo silencio, se iba marchando y aleján-
dose de mí, cuando así reparé que lo perdía defi-
nitivamente sin llevarme de él ni un solo dato
objetivo respecto al hecho fantástico en cuestión.
El bramido de la carretera de Andalucía, se dejaba
36
Cuentos contra la crisis
sentir cercano y espeso, aplanado en fuego y luz
bajo la solanera, en tanto lo salpicaban sirenas de
ambulancia o policía, y alguna moto estrepitosa.
Pero qué estúpido soy -me dije irritado-, si ni si-
quiera le pregunté su nombre.
-¡Oye, chaval...! -le grité a lo lejos cuando traspo-
nía-: ¿Cómo te llamas?
-¡Yo nunca me llamo porque no tengo nombre!
-respondió despechado sin volver la cara-. Ade-
más, si lo tuviera y me llamara, no sé quién iba a
responder, apostilló con rara ironía.
-Si seré imbécil... Si estoy dejando escapar el
mejor relato de mi vida. Si lo que tengo que hacer
es llevar por las orejas a este mocoso inmediata-
mente hasta el coche, y grabarle allí, incluso hasta
su peculiar modo de hablar, fotografiarle y tomar
notas en el bloc, conseguir un interrogatorio,
como sea, y sacar el trasfondo a este misterio.
Y definitivamente el entrevistado sin entrevistar,
más escurridizo que una anguila se me escapaba
de entre las manos y confundía con el fondo ceni-
ciento y abismal de la explanada.
Volaba, y me estaba volando con él, el mejor re-
portaje del oficio. Quizá sólo me llevaba y cual mo-
raleja, el humano comportamiento de la pulga con
el niño. O el desdén de éste ante la vida, y su sote-
rrado e inexpresable resentimiento.
Siempre las grandes lecciones tienen que ver con
la desdicha, confirmé.
-¡Oye...chaval! -le grité desesperado, cuyo grito
me salió del epílogo del estómago-, ¡no sé dónde
vives, ni quién eres!, ¿me quieres decir al menos
cómo se llama tu padre?
-¡Yo no tengo padre!, me soltó rotundo y cabreado
con descaro.
Me dieron ganas de insultarle, y no sé por qué no
lo hice, para desahogar mi impotencia reprimida
y que ese miserable mocoso se llevara de una vez
37
Carlos J. González Alonso
su merecido. Así el coche no podía ser de su padre,
naturalmente. Y yo que le había preguntado por
su progenitor, pensando en el patriarca del clan,
en su posible pertenencia a una casta famosa de
gitanos, y me escupe sus evasivas.
Sólo pude recurrir al derecho al pataleo. Claro,
qué entendía él de la profesionalidad, del derecho
a la información, o de la jerarquía general que rige
todos los actos del hombre en la comunidad social.
-¡Yo no tengo nada!, me afirmó por fin displicente
y rotundo, sin volver la cabeza para que lo dejara
en paz para siempre y cubriera su sombra de indi-
ferencia y olvido.
Mientras tanto se ocultaba de mi vista cual si yo
fuera el mismo demonio, o parte de ese mundanal
ruido, patente ahora en el intensificado zumbido
del tráfico al cruzar temerario la carretera de An-
dalucía. Las bocinas de los coches veloces, avisán-
dole del peligro inminente de atropello subrayaron
su huida con el extraño concierto.
Se ahuyentó al sospechar que yo le daba mal fario,
y era su enemigo. Y tenía la culpa de su soledad, o
de su pobreza, o sabe Dios de qué...
-¡Y yo tampoco tengo nada...!, aún me dio tiempo
a gritar. ¡Yo tampoco tengo nada!, le berreé como
un chivo al que clavan la navaja para degollarle.
Aún al verlo difuminarse y diluirse en la nada me
pareció escucharle decir, casi inaudible, borrado
por la distancia y el ruido: “yo no soy nada”.
Comprendí la certeza, porque así se deshizo igual
que un sueño en el olvido.
Pese a todo, volví a pensar lo idiota que soy; que
le había dejado escapar, y extraviado un tesoro,
por mi torpeza, y que de nada me servía gritarle,
incluso perseguirle a la carrera, cuando ya, de tan
desorientado y nervioso, ni siquiera podía atesti-
guar la dirección de su fuga.
No conseguí hacerle creer que todos éramos los
38
Cuentos contra la crisis
partícipes de una desgracia común, aunque no lo
concibiera, y que quizá él, tenía algo grande y di-
ferente que no valoraba: la libertad.
Queriendo soplarle que yo no era ningún privile-
giado, secundé sus palabras con más vehemencia
al vocearle, sin saber hacia donde: “yo tampoco
tengo nada”. Pero su, “yo no soy nada”, de despe-
dida final, me aturdía y retumbaba en la cabeza
cual pesadilla indescriptible.
“Yo no tengo nada; yo no soy nada...”, me deja de
recuerdo; como si yo tuviera la culpa de que la
vida sea un arriesgado juego de niños y de que
toda victoria esté contaminada de indignidad;
como si yo fuera el responsable de tanta injusticia,
incomprensión y desaliento, y el autor de todos los
males sobre la faz de la tierra.
Pasado el tiempo aún gravita sobre mí el lamento
del error y mi pesar: por qué no se me habría ocu-
rrido retroceder, buscar a la pulga y entrevistarla
en forma. Aquella hermosa pulga grácil y charla-
tana, similar a una tortuga o así.
Seguro que si la entrevisto tampoco le hubiera sa-
cado nada... O, quizá, de haberla encontrado, sen-
tiría la falta del niño, y harta de soledad, me
hubiera contado más de la cuenta.
NIÑO DE SUEÑO
Murió aquel niño que siempre viajaba
en mí, entre el viento y la sombra.
Crucificado por un tiempo sin medida sobre
el vientre de la noche, cuando el alma casi no recuerda.
Y se iba desgranando en muerte prematura.
Quedó su sombra forestal edificada, en el pétreo camino del olvido.
Fue triste inocencia bajo las flores cansadas;
placidez de los días sin memoria; ya no besa
la luz breve de las horas, ni las fantasías
dibujadas en el techo de la casa. Ya no vive,
más que la inercia de aquel aire desteñido.
Ya no sueña, sino es en potencia o en acto:
ya no existe.
39
Carlos J. González Alonso
N
o habían transcurrido 24 horas y su impa-
ciencia llegaba al límite. En España empe-
zaba la Guerra Civil. Era el 19 de julio de
1936. La II República podía presentar su acta de
defunción. Era la crónica de una muerte anun-
ciada. Pero en España el día 19, no había ocurrido
más que un levantamiento militar en África que no
parecía preocupar mucho al gobierno.
A su presidente, el gallego Casares Quiroga, un
periodista le preguntó en Madrid aquella extraña
tarde caliente: que, qué sabía de los que se habían
levantado en África:
-“¡Ah...! ¿Se levantaron? -dijo sorprendido con re-
tranca gallega-, pues si ellos se levantaron yo me
voy a acostar”.
Al día siguiente, dimitió.
Era un golpe de estado en toda regla. Una provin-
cia tras otra iba declarando el estado de guerra en
media España.
El conde Rocamora, logró, por fin convencer al as-
pirante:
-No, majestad, no puede entrar en territorio nacio-
nal. Vamos a esperar que nuestros amigos, no mi-
litares, desde España se unan a nosotros.
Preso por la impaciencia, Don Juan de Borbón y
Battenberg, no resistía más esperas:
-“España es mía, y ya no es republicana”.
El 1º de agosto, cuando toda España era una ho-
guera, cruzó la frontera por Navarra, acompañado
de su séquito.
Viajaba con nombre falso, Juan López y vestía
mono azul con flechas, brazalete con la bandera
española, y la boina roja, usada por los carlistas.
40
Cuentos contra la crisis
Juan López llegó a Pamplona para después trasla-
darse a Vitoria. Una vez allí emprendería el ca-
mino para Burgos, con la intención de adherirse
al batallón del General García Escámez.
La insólita situación del aspirante a rey de la co-
rona de España, pronto llega a oídos del director
del golpe de estado, General Mola.
Inmediatamente le es ordenado a un destaca-
mento de la Guardia Civil, localizar al grupo, con
la concreta misión de poner al pretendido rey con
su séquito de patitas en la misma frontera por
donde había entrado.
Pronto los guardias los encontraron: estaban alo-
jados en el parador de Aranda de Duero, y la orden
fue ejecutada ipso facto. Les expulsaron por la
misma frontera, fuera de España. Y con la inape-
lable sentencia del General Mola:
-Si vuelve a entrar en territorio nacional será fusi-
lado. Eso sí, añade la resolución: “con todos los ho-
nores que a su elevado rango correspondan”.
-Fuera de aquí parásitos, dicen que expresó el ge-
neral, refiriéndose a las coronas; ya los echaron
de todos los países de alrededor, y lo que cuesta
sacarlos de aquí.
Mola, no era republicano, pero se le veía su gran
cariño por las monarquías…
La aventura real había terminado.
Pasados unos meses, el pretendiente vuelve a las
andadas, esta vez, cambia las formas, y aprovecha
su condición de oficial de la Marina. Se dirige por
carta al General Franco, que ya es Generalísimo
desde el 1º de octubre, y el 7 de diciembre del 36
le manda la misiva.
El 12 de enero del 37, Franco le contesta. Don
Juan que tan pronto le había reconocido, se pone
a sus órdenes, respetuosa y reiteradamente.
Pretenderá en vano una vez más su empeño de ser
entronizado rey de España.
41
Carlos J. González Alonso
El Generalísimo, le escribe:
-“Si en el cambio de estado volviera un rey, tendría
que venir con el carácter de pacificador, por lo que
no podría contarse en el número de los vencedo-
res”...
A los que presumiblemente iban a ganar la guerra
es a los que el pretendiente a la corona, se alista,
y no le quieren; los otros, aún menos...
Las diferencias con Franco empezaron a desarro-
llarse, a la gallega. No sabemos las discrepancias
surgidas entre la diplomática solución del general
Franco y la drástica de Mola; entre la puerta en-
treabierta, y la cerrada a cal y canto.
El tiempo transcurrió realmente sin realeza a la
vista, aunque ésta no cejó en el empeño, tal que si
no fuera cierto el aserto del general Cabanellas,
jefe de la junta militar de defensa nacional que,
aunque contra su voluntad, nombró a Franco Ge-
neralísimo el 1º de octubre. Se atusó con la mano
su blanca barba, parsimonioso y dijo a los genera-
les que presidía: “si entregan España a Franco, va
a creerse que es suya y no la soltará nunca”. (Lo
que el General Miguel Cabanellas pagaría caro, al
no olvidar nunca esta afrenta el Caudillo)
Luego vendría el manifiesto de Lausana, decla-
rando como única solución en España, la vuelta de
la monarquía. Fue elaborado este manifiesto des-
pués de la conferencia de Yalta, donde se habló de
la monarquía española con bastante indiferencia.
Al final ningún líder apoyó directamente la monar-
quía para España.
La reacción de Franco fue la de iniciar una fuerte
censura contra todo lo que con el supuesto rey se
relacionara. Ni siquiera ABC se hizo eco del comu-
nicado emitido en Lausana.
El exilio estaba consumado, y también la persis-
tencia en el empeño de tomar la corona española.
En abril de 1946 logra instalarse en Estoril.
42
Cuentos contra la crisis
En Portugal está de embajador, Nicolás Franco,
hermano del Generalísimo y las cosas las va a
tener difíciles. Éstas cambian dos años más tarde
cuando Franco se reúne con él a bordo del Azor,
yate del Caudillo. Por fin don Juan de Borbón con-
sigue entrevistarse con el jefe de Estado Español,
el 25 de agosto de 1948. En ese encuentro Franco
acepta que su hijo, el hoy rey emérito, Juan Carlos,
(padre del actual Rey) estudie en España.
Veinte años después de aquel acuerdo, don Juan
Carlos I se presenta en El Pardo, y Franco lo trata
de “Alteza”. En 1969, Juan Carlos I es elegido por
Franco como su sucesor en la jefatura del Estado.
Año y medio después de la proclamación de su hijo
al trono en noviembre al morir Franco, en 1975,
el que pudo haber sido Juan III y que había en-
trado por la frontera francesa con el nombre de
Juan López, tiene que renunciar al trono.
En la Zarzuela se desarrolla la fría ceremonia de
abdicación, con poca solemnidad y mucha nostal-
gia, aunque a los españoles aquello les parecía un
cuento de Calleja.
-“Instaurada y consolidada la monarquía en la per-
sona de mi hijo y heredero don Juan Carlos... creo
llegado el momento de entregarle el legado histó-
rico que heredé... y ofrezco a mi patria la renuncia
de los derechos históricos de la monarquía espa-
ñola... que recibí de mi padre, el rey Alfonso XIII”.
Así acabó la historia del eterno candidato a rey. Así
concluye este cuento que va de la realeza y que es
verdad. Y así lo Cuento doblemente Real.
43
Carlos J. González Alonso
E
l orgullo engendra el origen de todo pecado,
según las Sagradas Escrituras. La jerarquía
del sistema operativo, y el marco teórico de
su narración, estructuran los episodios. Revelan la
complicidad del @utor y el narrador omnisciente,
frente al espacio existencial del personaje, en un
tiempo: moderato, allegro, adagio, prestissimo...
Un orden implacable se desploma sobre el mundo.
Cae la noche mientras resbalan del firmamento, al
toque de trompeta, los ángeles apocalípticos que
votan de un puntapié. Y baja pronto la oscuridad
en estos días menguantes del otoño, y la hoja ama-
rilla se pudre entre la amnesia y la lluvia. En una
lluvia fina que se descuelga y desvanece lenta
hasta besar la tierra. ¡Oye...!: Estamos aquí acci-
dentalmente; accidentados. Entre enfermos que
disfrutan asesinando, y gente buena, con el rostro
cincelado por un sol de primavera. Existe quien ve
44
Cuentos contra la crisis
llegar la tarde; quien no ha nacido, no morirá
nunca, porque se nace para luchar cuerpo a
cuerpo con la muerte: ¡dentro de unos instantes
habrás muerto para siempre!
La vida, sueño mortal, deriva diferente escrita en
cada rostro.Los humanos relatan sin darse cuenta,
las frustraciones: el haberse creído que lo abso-
luto no era momentáneo; que la sed de infinito no
devenía en tragedia de amor. Han tenido que so-
meterse a la irreprochable condición de sus actos.
La Guerra Civil les dio mucho que pensar con
tanto quebradero de cabeza. Quizá lo hayas in-
tuido y te resulte extraña, o baladí la propuesta de
esta realidad insospechable. La certeza de lo des-
conocido; tal vez esta efímera alegoría. Veamos su
trama e intriga: la soberbia autoritaria mueve al
planeta. La dureza supone falta de imaginación y
un angosto reglamento.
Es el poder de la fuerza, no la fuerza de la razón.
Son tan limitados que se creen con todo el dere-
cho. Cualquier poder se inventa machacando a al-
guien. (Divide y vencerás) Un código férreo para
meter en regla al discrepante. Los dioses terrena-
les nunca se equivocan.
Somos prisioneros de la edad ida. Un manda-
miento nuevo os doy: ¿habéis comprendido la pa-
radoja en que vivís?; ¿es que aún no se os cae la
cara de vergüenza? La falta de espiritualidad em-
brutece al hombre. Y nada menos material que el
vil metal por el que tantos matan. Es etéreo como
la música de Brahms. Nos lo muestra Epicteto,
que enseña el desprecio al oro.
La teoría hilemórfica de Aristóteles, y el marco de
navegación de los doctores, configuran la base
epistemológica del conocimiento. La herramienta
del idioma crea obsesión al artesano en la palabra.
¿Cómo conseguir la acción por el lenguaje?
La vanidad es de magnitud insospechable. Y de la
45
Carlos J. González Alonso
estupidez… Mejor no hablar. ¿Dónde está la utili-
dad de vuestras utilidades? Quizá los investigado-
res necesiten un estímulo para elevarse a los
principios generales de su objeto científico.
¡Al finalizar esta leyenda, morirás!
El rostro del mundo radica en la cara de esa mu-
chedumbre que pena, reniega y escupe a cuanto
no se ajusta al gusto estético, o se conforma a su
esperanza. Todo lo grande acontece incompresi-
ble: no se entiende la Biblioteca de Alejandría, ni
la poética de Aleixandre. Tampoco conviene discu-
tir teología, ni citar a pie de página, al arzobispo
de Canterbury, cuando se propuso demostrar que
existía un solo Dios. Interesa la ironía para casti-
gar la autoridad del discurso.
Esta parábola es el símbolo contradictorio del ser
humano y sus disquisiciones. Ha de escucharse
con sumo placer, incluso con regocijo de cristiana
resignación. ¡Échale valor y mírate por dentro!
Hallarás el texto de tu vida. Aceptamos la realidad
porque no es real, ni se acomoda al tamaño de
nuestros pensamientos. No se necesita la interpre-
tación judía y esotérica de la Biblia, para remediar
el hambre de Dios. El sueño es Dios, y la muerte,
el más dulce de los sueños.
Las religiones, opio del pueblo, forjan el mejor ins-
trumento para cambiar el rostro y meter en cin-
tura a los humanos. Profesar la historia no es
vindicar lo antiguo, ni dar vivas a la muerte como
Millán Astray. Es respirar en paz el silencio de
tanta guerra.
¿Te has parado a pensar que no eres más que una
simple historia? Los hechos, incluso su constata-
ción, están fuera del tiempo. El presente huidizo,
carece de substancia al supeditarse al porvenir.
Sólo el evangelio puede vender la eternidad. Los
hombres mercantilistas rezan para aumentar sus
dineros y sus placeres.
46
Cuentos contra la crisis
Algunos viven muertos sin darse cuenta. Se les
nota por el hedor del aliento al hablar. Puedes des-
cubrir un Olimpo particular y cambiar un poco al
cosmos su cara sombría y temerosa. El individuo
sigue alienado por la máquina informática. Las
artes que dieron a Miguel Ángel su gloria; las ma-
temáticas a Newton su sentido,o la Filosofía de
Kant, moran solitarias en la distancia. En la Crítica
de la Razón, o en el cálculo infinitesimal, armoni-
zan la filantropía.
Hoy no existen noticias buenas. El demonio no
para mientras Dios duerme la siesta: se le oyen los
ronquidos a lo lejos. Puede matar más un rumor
que una bala, porque se vive encadenado a las
apariencias. Vanidad de vanidades.
Es una ley antiquísima de caníbales y reyes; un
instinto depredador y alevoso, escondido en los
rincones corruptos del odio. Reside fuera de una
evolución genética y de su progresión hacia el en-
tendimiento.
Resulta imposible traducir el devenir de los entes;
ese transcurrir irrevocable que se lleva a otro es-
tado cualquier realidad y su proyecto. Levantan
una cadena en torno a un ideal para confirmar la
guerra. “El hombre no muere, se mata”, pese a la
encíclica social, populorum progressio, para culti-
var los pueblos que Pablo VI cantó en la plaza de
San Pedro.
La ilusión, motor de la vida, con la exacta geogra-
fía de los hechos. Los nombres alcanzan condición
dual; política del disturbio, y carácter de tragedia.
Las palabras provocan actos, ritos inexorables, o
se tornan espadas como labios, y sobreviene el
hombre fuerte que imprimir orden al verbo.
El señor poderoso boga alrededor de su reputa-
ción. En el bojear a lo largo de sus costas, descu-
bre el cataclismo solitario de su isla. Un orden
férreo, impuesto a sangre y fuego,apacigua pronto
47
Carlos J. González Alonso
la ciudad sobre el papel. Ello no impide el decreto
de medidas enérgicas. Diversos conatos de paz se
suceden por los distritos temerosos en calma; por
las regiones que olvidan antiguas discordias. Su-
pone una mera cifra del proferir administrativo,
en el engranaje matemático del perfil cartesiano.
Los conceptos no sufren alteración. Agnus Dei qui
tollis peccata mundi. Habitamos un tiempo hacia
la nada; hacia la soledad de su muerte.
¿Cómo no va a yacer la soledad en la muerte si em-
pieza en la vida? Al haber más muertos, hay tam-
bién más soledad y desprecio.
La cultura no divide al mundo; él se escinde en
torno a ella. Existen infinitas presencias de conju-
ración oculta para granjear la suerte. Se sospecha
el secreto del jurado. La prevaricación brota insos-
tenible, no puede paliar ciertos delitos abomina-
bles. El juicio ha de ser riguroso. Hay quien
persigue el amor de Mademoiselle O´Murphy, y
después lo mata. El problema surge irreversible.
Sólo el artista se suicida en sus versos a diario. En
el decurso de la noche, las sombras oblicuas de su
voluntad alcanzan parámetros inauditos: nadie
podrá perdonarles sus abyectos pecados. Nunca
conseguirán defender los agravantes argumentos,
ni la atrocidad de sus actos.
En el laberinto del mundo, edificado a la medida
del hombre, todo cabe. Por donde quieras iniciar
la fábula ha de llevarte al mismo fin. Comparamos
la literatura con la vida, porque refleja el universo.
Todo es imagen de sí mismo; leyenda de sí mismo;
sueño de sí mismo. Tú eres este relato; mas no de-
berás desplomarte en su hueco. En ese “ciego
punto de caída en que la pena se ceba”. Has lle-
gado al fin, y a partir de ahora morirás, como sa-
bías. Para morir, basta un ocaso. La tarde declina
conjugando su verbo en el sepulcro callado de esta
noche: ¡duérmete en el más dulce de los sueños!
48
Cuentos contra la crisis
E
l murmullo del agua me sumergía en una
nebulosa fantástica y gris. La intensidad de
la luz delimitaba con perfección las som-
bras. Una calmosa paz, llena de sol, brillaba en el
bosquecillo de junto al río. Bajo el templado so-
siego, dormía mansamente el silencio la siesta. Me
creí un sátiro griego en pos de su ninfa, saltando
de mata en mata con la única pretensión de verla.
Debía de hallarse desnuda, tendida en la hierba,
como una diosa ensimismada y sublime, indife-
rente al qué dirán, mirando fijamente a cualquier
punto azul del cielo infinito, o a las deshabitadas
montañas, adonde el sol vespertino desangraría
sus rayos al ocaso.
Entre el frescor apacible del río mil ideas, seme-
jantes a potros indomables, me asaltaban por sor-
presa. ¿Por qué hacía aquello? ¿Tal vez impulsado
por un instinto irracional y compulsivo? No podía
ser así. Por lo que fuera, mi lírico divagar daba lo
mismo. Y ese era el caso: había cruzado el puente
para buscarla en la floresta olorosa y silvestre al
otro margen del río. Un salvaje fragor vegetal que
arrancaba desde la cuneta, ya me había seducido
platónicamente. El estallido de hierbas verdes y
flores de todo tipo, oloroso y multicolor, abstraía
mi corazón en aquel espacio virgen; en el enigma
de la naturaleza cuando nadie la machaca y ofrece
sus dones gratuitos.
Y ella, como una prolongación de esa misma natu-
raleza, estaría por allí abajo, en la pradera verde
que salpica el río, o bañándose igual que una si-
rena, y yo tenía que encontrarla, sin oponer más
preguntas a mi acción inconsciente y maquinal. Y
49
Carlos J. González Alonso
así, como quien no quiere la cosa, caminaba al so-
caire de la reservada quietud, sin poder sus-
traerme a la tentación, ignorando el porqué, y
para qué de su significado.
Ya me era imposible detener la enigmática razón
de mi aventura o pecado en pretender a una mujer
desconocida. Quise arrepentirme de haber tomado
tan rara osadía. Pero ya era tarde; no podía domi-
nar el absurdo e incivilizado comportamiento del
antílope que persigue irrefrenable a una gacela en
celo. Ya había dominado esos nervios con que
cursa el amor que te coge por sorpresa.
Aquella hembra terrible de la especie humana no
podía andar muy lejos. Estaría sobre aquel lugar
investigado, pues la había visto a la misma altura,
arriba, en la carretera. Poco antes me había cru-
zado con ella, y al percibir mi actitud, me sonrió y
dijo adiós con enigmática mirada, melosa y suge-
rente, sabe Dios con qué intenciones, cual si me
conociera de toda la vida y quisiera algo conmigo.
Me llamó la atención su particular belleza, enmar-
cada por el abrupto fulgor del paisaje. Su belleza
solitaria y singular, que ciñe su atractivo bikini de
piel de leopardo. Sus poderes mágicos que ejer-
cían en mí tal fascinación. Un efecto devastador
de desenfreno del que yo era el afectado.
La miré ávido de su elegancia y contesté diligente
al saludo, aunque pasmado, con extrañeza encu-
bierta que intenté disimular. Al reconocerme, le
hizo gracia mi presencia infatigable. Pensaría que
la constancia es una triste virtud, pero al fin, vir-
tud. Yo era el que por la mañana desayunando en
el restaurante le había pedido perdón por trope-
zarla. Y era la misma a la que yo diera el trompi-
cón al quedarme embelesado junto a ella.
No pude evitar volver la cabeza al cruzarme para
ojearla por detrás, en condiciones, y tal que si lo
adivinara, dispuso el empaque y garbo sutil de sus
50
Cuentos contra la crisis
andares, en distendida tendencia de ostentación,
para resaltar las curvas grandiosas de su anatomía
en movimiento, y arrastrarme así los ojos tras el
magnetismo de tal sensualidad.
Quiso darme el acuse de recibo y dejó caer algo
que se agachó a recoger al tiempo que comprobó
sagaz cómo yo me había dado vuelta para verla.
Se levantó para proseguir la marcha normal que
llevaba y dijo, sí. Ya más claro, agua.
Gratificada por la contemplación latente y verifi-
cada, exaltó aun su halo atractivo de diva sagrada
y soberbia, a sabiendas de que era para mí en ver-
dad un desafío. Toda mi relación con ella, sólo fue
un tropiezo involuntario. Sólo... ¿Hablamos ya en
pasado? ¿Después de la gran aventura planteada,
quedarían así las cosas?
Yo no entendía mi terco afán en buscarla, pero eso
ya había dejado de importarme. A fin de cuentas,
el incidente, no era más que un interrogante en la
aventura cotidiana del vivir. Ahora, su apariencia
sería más sugerente y receptiva; ahora el tropezón
sería un misterio.
Seguro que su estado solitario reclamaba la com-
pañía necesaria, quizá de mi clase y condición.
Había sido elegido por el azar de los dioses bene-
factores del amor que motivan este encuentro irre-
petible y heroico. Por eso se había dicho sí, a sí
misma, al reanudar la marcha que iniciaba una
aventura irrepetible.
Una conveniencia propia para el lugar y el mo-
mento glorioso que ante mí se presentaba; un
buen lance para apagar en sus antojos la sed de
amor de amazona guerrera. Ella sabía de ante-
mano que ahora la buscaba por sorpresa entre la
fronda. Su sexto sentido de fémina salvaje presen-
tía mi llegada. Su vocación contingente deman-
daba la justa respuesta de mis pasos.
Era inexcusable ponerle un blasón romántico a la
51
Carlos J. González Alonso
vida, y romper la monótona sustancia de las cosas;
transgredir el reglamento que te encierra en lo
prosaico. Seguro que ella también reivindicaba el
riesgo del juego prohibido, el sueño inalcanzable
en la ambición de arrogarse el beneficio eximente
de la duda, convencida de ser sólo una creación
natural y caprichosa. ¡Qué aventura!
Veía ante mí los frutos del jardín privado de su an-
helo. Entrar en el edén sería el triunfo de victoria
en la batalla.
El discurrir del agua sobre los guijarros, con sus
arpegios de notas y colores, y la fértil soledad, me
invitaban al espléndido banquete.
De pronto comprendí la certidumbre de mi aluci-
nación. La realidad me había captado por el oído,
y pese a no descubrirla aún, la escuchaba cercana,
eufórica y gentil. Jadeaba vibrante, tal que si todo
se estuviera consumando, sin las premuras urgen-
tes de lo inmenso. La sentía estremecerse y agi-
tarse. Por supuesto que, al imaginar la cita,
acariciaba el perfil vedado del deseo; el preámbulo
del momento irrepetible. Me detuve aturdido para
escuchar la liturgia solemne de su fasto. Su voz in-
consistente se acompasaba al sonido cadencioso
del río; parecía cohabitar con el aire, los astros, el
desdén y el olvido. O tal vez, ¿me equivocaba en
lo que oía? Quizá, entre lo que oía y escuchaba.
Anduve incierto entre el ramaje, acelerado y ner-
vioso, hasta que de pronto se derrumbó el día
claro que reinaba; quedé petrificado y confuso, es-
tupefacto y herido, aplastado por las duras cons-
telaciones del desengaño. Por fin la divisé en la
escena indescriptible.
En el cuadro realista y tenebroso del fatal desa-
liento. Ella no suspiraba retorciéndose por mí. No
era yo quien la hacía exclamar apasionada; un de-
predador hambriento ocupaba furtivo mi puesto
entrelazado a su presa. Era él quien la devoraba.
52
Cuentos contra la crisis
Pude reconocerlo al cambiar de postura y ver su
cara avarienta. Era el hijo del dueño del mesón
que le había servido por la mañana el desayuno y
ahora le daba la comida completa. Se me había
adelantado el so cabrón, y hollado cual caballo de
Atila aquel terreno virgen que era mío. Era él
quien me la había jugado; el ligón de turno que las
conquista en el restaurante. Me gustaría haber
matado aquel rey de los Hunos. Aquel embauca-
dor, capaz de vender la burra tuerta a un gitano.
¡Qué bien!, seguro que se dijo al observarla sola
por estos parajes callados: esta chica imponente y
libertina hoy es mía; me la merendaré a mi antojo.
Por eso ella sonrió al encontrarse conmigo y se
dijo, sí. Arguyendo: vengo aquí en plan de paz y
nada más llegar se me multiplican las batallas.
Haré la guerra. Este tipo de damas no admiten es-
pera, y cuando están receptivas no hay que hacer-
las esperar ni un segundo; desatenderlas un punto
ni dejarlas de la mano. Con razón había visto al in-
truso merodear en bicicleta por la zona, como un
lobo viejo y avezado, dueño del corral. Es un zorro
audaz que vigila férreamente su propio gallinero,
y está listo a la que salta, porque siempre cae al-
guna en la ratera. (El amor no existe, es sólo es-
pejismo, instinto o costumbre)
Retrocedí al punto onírico donde escuchara sus
primeros gemidos inconexos, a donde me la ima-
giné, etérea y comprensiva, frágil y hermosa, es-
perándome presta bajo el aura del amor inefable.
No pude concebir la realidad y preferí los sueños.
Y volvía a soñar oyendo sus jadeos lascivos, mien-
tras me alejaba y todo mi amor se lo iba llevando
la corriente, destrozado por su relinchar de yegua
desbocada; mientras sentía en cada susurro estre-
pitoso la fría puñalada del frenesí de su empeño
arrebatado.
Mi vida deviene río para perderse en el mar o
53
Carlos J. González Alonso
morir en una playa desierta. Retorna a su lugar de
siempre, como en una ceremonia de purificación
perpetua, o mito del eterno retorno. Mis castillos
en el aire los derrumba el huracán, y las altas fan-
tasías, producto del tropezón, se quedan en agua
de borrajas. Ahora sí que tropezaba sobre la
misma piedra. Y todo, como en la vida, venía a ser
causa de un accidente. Y todo quedaba igual, y no
pasaba nada...
¡Qué desilusión...!, en mi único propósito de verla.
Todo lo más, establecer un puente invisible rumbo
a las estrellas, con el exclusivo fin de rendirle me-
recido homenaje a la belleza. Una belleza que adi-
vinaba angelical y poética, pero que resultó ser
terriblemente de este mundo: mostrenca, débil y
corrupta; deslumbrante por fuera, pero putrefacta
por dentro, similar a un sepulcro blanqueado.
Y las aguas del río por su camino, como la vida,
continuaban pasando incesantes, llevándose todo
al mar: los minutos, las horas que arrancan sus
hojas a los días, los años y los siglos. ¡Llevándose
hasta mi corazón atormentado hacia la nada!
Y todo, como en la vida había sido fortuito, por
causa de un accidente; del propio accidente que
es vivir. Y todo quedaba igual, y no pasaba nada...
54
Cuentos contra la crisis
D
e niño fui feliz a la sombra del Movimiento;
del "Glorioso Movimiento Nacional". Fui di-
choso a la sombra del joven y frondoso
árbol que crecía con vocación de altura y me inun-
daba de vigor y alegría.
Escuchaba boquiabierto y atónito con los cabellos
erizados y el corazón en un puño las historias de
la guerra contadas por mis mayores, mientras sa-
boreaba la victoria, al amor de la lumbre en los
fríos inviernos montañeses. Habíamos ganado,
destruido el mal y salvado a la Patria, y esto su-
pone esa doble dimensión glorificante: de victoria,
y de acierto. Una victoria merced a la intercesión
divina y un acierto por la fuerza de la razón.
Éramos grandes, afortunados y la verdad nos per-
tenecía. Éramos poderosamente bienaventurados
con un montón de patatas cocidas; con un puñado
de castañas que llevar a la boca, con un largo ba-
gaje de miserias, pero ricos en todo lo demás y en
la persuasión de que cualquier felicidad aun sem-
brada de pobreza material es mayor que todas las
riquezas terrenales juntas.
El "Alzamiento Nacional", era el origen de nuestra
felicidad; la semilla plantada del árbol que empe-
zaba a florecer. Franco había sacado a España del
caos en el que había caído; la había librado de ser
devorada por el comunismo y restaurado la justi-
cia, el orden y la paz. La Patria era, Una, Grande
y Libre, y emprendíamos el camino que iba a de-
volver a España su grandeza imperial.
Habían callado los cañones y empezado a sonar
las campanas de la paz. Tras la Guerra de Libera-
ción, la consigna de ¡Arriba España!, animaba la
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Carlos J. González Alonso
reconstrucción de un país devastado por la guerra.
Y nada más bonito que construir, que tener ese es-
píritu útil que da sentido a las cosas y, al final, la
satisfacción del deber cumplido. Atesorábamos es-
peranza en el ánimo y por eso podiamos abrazar
la ilusión con ganas de vivir y efusivo entusiasmo.
Portábamos la bandera de la paz entre un vuelo de
palomas rumbo al infinito. La nueva España nos
regalaba la devoción poética; José Antonio ya lo
había dicho: "Al mundo no lo mueve nadie más que
los poetas". Se respiraba el esplendor de poder ce-
lebrar el misterio de vivir, con la meta de la eter-
nidad que Dios nos reservaba tras el paso terrenal.
Era nuestra la libertad, ese don más preciado que
según Cervantes regalan los cielos a los hombres.
También la seguridad de la convicción que a todo
viajero da el saberse en buen camino.
De niño fui feliz imaginando lo que después el
tiempo me demostró que nunca iba a existir: la
cordura, el entendimiento y buena voluntad; la ar-
monía y la paz presidiendo la convivencia.
Perdido el paraíso de la infancia y su inocencia,
hoy, trascurrido más de medio siglo, asisto a la de-
gradación de lo que antes eran valores y una filo-
sofía de vida. Concibo el fin de la decencia, la
dignidad y la vergüenza, en la falta del respeto a
la naturaleza y al prójimo. En la exacerbación pa-
tológica del mundo y en el regreso de los humanos
al estado cavernario, si bien, auxiliados por las he-
rramientas que han inventado, las nuevas tecno-
logías, con lo cual la terminación de la especie
natural y humana es aun más rápida y destructiva.
Está de camino y apresurada, sin perder el tiempo.
Observo con estupor en lontananza los nubarrones
que se avecinan.
Recordando aquella primera década de mi vida, en
plena posguerra, me siento decepcionado. Y, ¡ay!,
qué vértigo la fugacidad del tiempo. Qué triste la
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Cuentos contra la crisis
caducidad de las cosas. Y esa sensación de dejar
atrás fragmentos irrepetibles de vida. "El tiempo
se desliza sin ser notado y engaña a los mortales",
escribió Leonardo da Vinci.
En la niñez las carencias presagiaban la abundan-
cia; la autenticidad tenía el peso esperanzado de
un tierno corazón. Brillaba la verdad y era nues-
tra. A los pequeños las abuelas nos armaban con
el escapulario correspondiente. Una piadosa reli-
quia que venía a solucionarlo todo. El escapulario
semejaba al brazo de Santa Teresa de Jesús que
Franco llevaba a todas la batallas. Había que estar
alerta y no bajar la guardia, el enemigo de España,
nuestro enemigo; el demonio, nunca duerme. Tras
este amoroso cuidado y tal protección, la dicha es-
taba garantizada.
Vivíamos convencidos de que Franco era Dios; no
sólo una representación vicaria del Altísimo en la
tierra, sino el mismo Dios hecho persona; el Sal-
vador de la Patria, el Poseedor del bien, la verdad
suprema y la justicia. El día que mi abuela me en-
señó la leyenda de una rubia, verifiqué la realidad
de mi presentimiento.
-Mira, hijo: -afirmó la abuela con cierta gravedad
mostrando la peseta- ves lo que dice aquí: "Fran-
cisco Franco, Caudillo de España, por la Gracia de
Dios", y se calló, ruborizada con un punto de emo-
ción y certidumbre.
Aquel misterioso silencio me dio mucho que pen-
sar, aunque no lo fácil que se puede engañar desde
el poder a un pueblo si es analfabeto. No podía
caer entonces en la cuenta, que en mi madurez ad-
vertiría, al comprobar que la perfección no es de
este mundo. Y que mi familia, tan humilde como
sabia, era poco analfabeta. Si el "Caudillo de Es-
paña" estaba representado en el dios dinero que-
ría decir, que era aun más que él. Quizá los
mayores nunca afirmaron que Franco era Dios,
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Carlos J. González Alonso
pero se infería de su actitud la evidencia inexpre-
sable; de su disposición emocionada, cuando ha-
blaban de él con tanta reverencia, o escuchaban
por la radio su mensaje de fin de año, o lo veían
fotografiado en los periódicos. Tal vez ellos tam-
bién lo creían así, como los pequeños, aunque no
lo aseguraran rotundos, o no supieran definir esa
impresión. Franco era el dios que les había librado
del dolor, la miseria y la muerte.
Los niños no dudábamos de que Franco era Dios
convertido en hombre. Él podía sentirse un En-
viado, y otros, así lo imaginaban. Nada es demos-
trable, pero esta percepción colectiva resultaba
muy beneficiosa para construir la nueva vida que
empezaba. Rezar con fervor suponía la terapia es-
piritual del sosiego y la paz. Ricos en la fe, vivía-
mos la creencia felices del dulce sueño de existir,
y la Virgen se aparecía a los pastores.
Necesitábamos dioses terrenales que nos guiaran,
abrieran los ojos y redimieran del pecado original,
y Franco venía como caído del cielo.
Liberaba nuestras conciencias igual que antes
había "liberado", palmo a palmo todo el territorio
nacional en su "Cruzada". Se había juntado el
hambre con las ganas de comer, que de las dos
había en abundancia. Pero ninguna era mala, sino
un acertado presagio de buen apetito.
Mi felicidad interior era inmensa. No podía conce-
bir mi destino en una humilde familia de labrado-
res de alta montaña leonesa con tanta suerte.
Todos salidos de la guerra con vida después de mil
peripecias; todos vivos gracias a la intercesión ce-
lestial; todos seguros de nuestra realidad y de
nuestro milagro, por el cual, la familia podía con-
tarlo."Familia que reza unida, permanece unida",
y todos los días se rezaba el rosario y daban gra-
cias al Señor por tanta fortuna y seguir vivos. Mi
seguridad era tan grande como las montañas que
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Cuentos contra la crisis
se recortaban majestuosas sobre la inmensidad
azul celeste de los días soleados. Nada tenía sen-
tido sin el mandato divino que, jerarquizado, ba-
jaba de arriba, desde ese cielo del que dependen
los labradores en sus cosechas y que siempre
miran esperanzados. Éramos modestos campesi-
nos designados a enaltecer la Patria.
España, aún antes de acabar la contienda, ya brin-
daba su poesía al labrador en su frente de batalla:
la tierra. "Mientras los soldados del Generalísimo
abren la tierra al Mare Nostrum* ... este otro sol-
dado, humilde y laborioso, labra los campos y da
a su Patria, el pan nuestro de cada día. Fecundado
por la sangre de tantos héroes, el suelo de España
se cuaja de doradas espigas y rubias mieses, sím-
bolos de una Patria con pan y justicia, como el
Caudillo quiere".
A la luz resplandeciente de las tradiciones, surge
una nueva España, unida, grande y libre, tutelada
por la iglesia. Nace la España nacional, católica y
conservadora, en la que "también trabajan las mu-
jeres, curtidas al sol. No importan los callos ni las
heridas, son flores del triunfo. España entera es
milicia, y la milicia es austeridad, trabajo, resis-
tencia y silencio".
Nuestra libertad tenía por contrapunto el respeto
a la ley, según la máxima de Séneca que afirma:
Somos esclavos de la ley para poder ser libres. Yo
me sentía libre como las golondrinas que al agoni-
zar el invierno y nacer el trigo llegaban desde
África, y descifraban en la altura con sus trinos la
venturosa primavera. Estaba impresionado por la
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Carlos J. González Alonso
grandeza de tanto misterio revelado por la natu-
raleza, y por mi propia dicha. Los días tenían un
olor nuevo, siempre distinto, un olor de esperanza
y parecían no transcurrir. Yo no quería ser mayor
y deseaba que aquel sueño se hiciera eterno.
El porqué intuía, poco después, que lo bueno
pronto se iba acabar, nunca se podrá saber.
Cuando me mandaron a la escuela nacional, me
llamó la atención la bandera de España y mi pri-
mer deber consistió en dibujarla. "Dos ríos de san-
gre, bordeando uno de gloria". La victoria y
exaltación de valores y virtudes, construían mi es-
píritu. El crucifijo en la pared al lado de los cua-
dros del Generalísimo y de José Antonio, impartían
la lección magistral. La guerra se había ganado
contra el mal, gracias a Dios. Las historias de la
guerra al amor de la lumbre, estaban llenas de va-
lentías y atractivos misterios; de aventuras y vic-
torias. La guerra había terminado pero aún no
había llegado la paz, sino la victoria. La paz fe-
cunda llegaría después.
Vivíamos la fe, esperanza y caridad que hacían pe-
renne la intervención del Altísimo. Nadie osaba
pecar ni alterar la convivencia. En la escuela can-
tábamos -que es rezar dos veces- brazo en alto, el
Cara al Sol, y canciones patrióticas, como algo
consustancial al hecho docente. La belleza -que
solo procede de Dios- en aquellas notas musicales
se salía de sus letras con la poesía contenida en
ellas. Trascendían la escuela, el pueblo y la penín-
sula Ibérica. Nos retornaban a los mejores tiempos
imperiales cuando en los dominios de España no
se ponía el sol. La cruz y la espada siempre se ha-
bían impuesto con su pragmatismo sobre el mal y
constituido la civilización cristiana. Esa civiliza-
ción occidental que siempre se salva en última ins-
tancia por un puñado de heroicos soldados.
La Patria acababa de levantarse del ocaso de sus
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Cuentos contra la crisis
cenizas, para no caer más y resurgía en la eterna
primavera que volvía a sonreír. "Arriba escuadras
a vencer, que en España empieza a amanecer".
Sueño y poesía, consustanciales a una vida plena
y virtuosa, eran nuestra conciencia; daban lugar a
considerar a algunos hombres como dioses, sin re-
parar que todos los mortales están sujetos a la co-
rrupción y a la ruina en sus tumbas.
En mi niñez reinaba el Movimiento y la pacífica
convivencia entre los hombres. Había transcurrido
poco más de una década desde la proclamación
del fin de la contienda y, en plena posguerra, aún
resonaba el último parte de guerra pronunciado
por el Caudillo en Burgos el 1º de abril de 1939
(Tercer Año Triunfal): "En el día de hoy, cautivo y
desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tro-
pas nacionales sus últimos objetivos militares. La
guerra ha terminado".
Mi honor era mi Patria, y a su vez, la principal di-
visa. Recuerdo la historia de España reflejada en
los cuadernos escolares de mis mayores, en el vivo
colorido de pinturas y flamear de banderas, en las
batallas ganadas y proyección de una Patria in-
mensa, que era la nuestra. Fui descubriendo las
cosas poco a poco. Lo más contundente serían las
cartas aún humeantes de la guerra. Las cartas que
circulaban por la llamada zona nacional, incluso
por zona roja, en plena contienda, sobre todo las
más fehacientes y vivos exponentes, las cartas fa-
miliares de mis tíos desde el frente nacional a sus
gentes. Se notaba en ellas el palpitar de batalla,
el fragor del combate. Olían a pólvora de para-
peto, a la trinchera en que fueron escritas bajo el
fuego enemigo, al valor necesario para vencer o
morir. Estaban cargadas de futuro y esperanza, de
patriotismo, de utopía, ilusión y sentimiento, con
sus postales alusivas a la batalla del Ebro; a la
lucha en el avance hacia el Mare Nostrum.
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Carlos J. González Alonso
Y con retratos de héroes y mártires de España. Ig-
noro qué hacer con tan valioso material que, a
nadie parece importarle, excepto a mí. No hallé
documentos más impresionantes que estas cartas;
ni encontré a gente más convencida que a sus au-
tores y receptores. Sirva la del párroco don Deo-
gracias, batallando de capellán castrense por los
frentes de Teruel, cuando pedía a sus feligreses
que rezaran mucho para que él llegara a ser santo.
Con todo esto nos educaron y fue lo que vimos al
arribar en este Valle de Lágrimas. Con ese don de
santidad que Dios concede a los humildes y lim-
pios de corazón. Se abrazaba el bien y la verdad;
toda la esperanza del mundo perfecto en construc-
ción que se estaba fraguando con la dureza de hie-
rro del yunque. Éramos vencedores del mal y esto
tenía un largo significado. "España era una unidad
de destino en lo universal".
Bastaba ver el libro de "Los forjadores de la nueva
España". Aprendí a leer en el Quijote, de pie. No
existía la maldad. Todo se ofrecía en aras de lo
mejor de sí mismo. El arte mostraba la verdad, y
aquellos versos de años antes, cuando aún no
había acabado la guerra; aquellos versos conme-
morativos de la toma de cualquier ciudad o victo-
ria, que mi madre, entonces casi niña, dedicaba a
sus hermanos luchando por el Ebro y que decían:
"...los hombres abandonaban / preso en el surco el
arado / las mujeres, a sus hijos, gritaban: ¡Ya llegó
Franco...! / Se oyó un murmullo de besos / y laure-
les en los campos / y hambrientos de primavera, /
todos tras él se marcharon / a buscar por los ca-
minos / la estrella del visionario". "... se estreme-
cieron los montes / dolor de Monte Calvario, /
sonaron gritos de imperio / rotos de angustia en
los labios, / y por los vientos del mundo / con tem-
blor de meridiano, / desde la América virgen,
hasta el oriente lejano, / retumbó el nombre del
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Cuentos contra la crisis
César: ¡Franco...!" (...) "En el reloj han sonado las
doce: me avergüenzo / de tener varias mantas en
mi cama / y estar tranquilamente bajo techo /
mientras en las entrañas lívidas de esta noche /
están luchando ellos... Ellos, mis hermanos. / Mis
heroicos hermanos / mis nobles guerrilleros. /
Estas ropas calientes me resultan sudarios y no es
bastante el rezo / para saberme absuelta del pe-
cado de un dulce bienestar que no merezco. / Y así
que me levante a la mañana / marchita del insom-
nio consejero / he de hacer un paquete bien re-
pleto con mantas para ellos. / Y así cuando me
acueste y haga frío / y llueva como ahora está llo-
viendo, / diré que soy humana, y he cumplido un
deber que nos grita el sentimiento /. Mis queridos
hermanos; mis nobles guerrilleros..."
Somos hijos de la guerra y esto imprime carácter;
marca nuestra piel con el hierro candente del des-
tino como a las reses que van al matadero.
Aquella educación de victoria no era más que una
extensión de la guerra; de esa guerra que trajo la
victoria, y ésta la paz, y la paz el progreso que hoy
destruyen. Más tarde fui al campamento del
Frente de Juventudes, “La Solana y el Cueto”, un
campamento joseantoniano, de Falange Española
y de las JONS; de la Falange Tradicionalista de la
Junta Ofensiva Nacional-Sindicalista. Entre can-
ciones de guerra y laureles del triunfo, respiré el
mejor ambiente enaltecido de posguerra. En la ca-
beza gravitaba la idea marcial de España. Con el
emblema del yugo y las flechas, símbolos de los
Reyes Católicos, sobre la “camisa nueva” azul, y
la boina roja, tras la bandera rojinegra,entonába-
mos, "Un flecha en un campamento...", o "Monta-
ñas nevadas, banderas al viento..." desfilando
alegres, ardientes y dichosos por las márgenes
frescas del río Porma en la villa de Boñar.
Pasado el tiempo aprendí que toda victoria está
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Carlos J. González Alonso
contaminada de indignidad; que ningún triunfo a
costa de matar al semejante puede ser noble.
Nadie está capacitado para juzgar, ni para saber
lo que es bueno o malo e imponer su criterio.
¿Quién dio aquí licencia para matar libremente?
Media España masacró a la otra media, y da igual
la que fuera ganadora o perdedora. La perdedora
es siempre España. Aquéllos gritos enfervorecidos
estaban clamando la muerte de seres humanos.
Caían como misiles sobre media España derrum-
bada. Es muy fácil crear un enemigo, y los espa-
ñoles se habían empeñado en ser enemigos de sí
mismos y degollarse. La Guerra Civil hoy me aver-
güenza y produce un pudor soterrado. Nadie que
estuvo en la parte “vencedora” quiere recordarla.
Pero yo que no la he vivido, no la olvido, para no
estar condenado a repetirla. Las euforias “patrió-
ticas” escondían la venganza. Me causa estupor
ese convencimiento de niñez.
Sabíamos lo malos que eran unos, pero no lo que
hacían los otros, como hubiera podido ser al revés.
No hay buenos y malos según yo pensaba, ni que
a mí me hubiera tocado habitar entre los buenos.
Hubo malos y buenos en los dos bandos, y aun pe-
ores, que van al sol que más caliente, equivocados
todos, pecadores. Ambos contendientes fueron pé-
simos, nefastos y los que más sufrieron, eran los
más inocentes. La torpeza humana equivale a su
dolor. Los niños hubiéramos venerado a José An-
tonio, igual que a Lenin, aleccionados por la doc-
trina oficial que se tratase. Ahora me pregunto si
para ser feliz hay que vivir la inocencia infantil.
Hubiera podido haber nacido en el otro bando y
pasar por otra serie de razones, sin librarme del
"paseo" inquisidor, por mi inclinación a pensar.
Cuando España se precipitó en la sinrazón de su
locura, todo se basaba en matar, nada más que por
el desahogo y gusto de hacerlo. Tanto si hubiera
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Cuentos contra la crisis
estado en un lado como en otro caído en la trampa
colectiva de la desesperación, me hubieran ma-
tado por todas partes. Sabida la realidad, no ha-
bría perdido el tiempo en luchar con ninguna, ni
en ir al sol que más calienta.
¿Qué ocurre si hay una guerra y no vamos nadie?
Poco a poco me fui desengañando y comprendí, las
consecuencias y horror de la guerra, y que sólo el
dolor y el odio eran vencedores. El extremo llegó
al entrevistar a muchas personas perdedoras. Aún
conservaban el terror en sus ojos tras regresar del
exilio. Fue para documentarme a propósito de mi
libro "Frente Norte". Me vi en la obligación moral
de hacer este libro, de muchos años de elabora-
ción, ante el desastre inédito ocurrido en estos pa-
rajes norteños. Entre estas montañas bañadas de
silencio y soledad donde pude ver la primera luz;
la clara luz que las ilumina. No tenía tiempo de pu-
blicarlo, ni tampoco prisa por ello, persuadido de
que la impaciencia es madre de la extravagancia.
En la tarea de salvar a España, y el comunismo, la
tierra patria se llenó de héroes de ambos bandos.
Todos fueron víctimas: “ganadores” que no quie-
ren hablar nada, y “perdedores” que quizá habla-
ron demasiado, convencidos con la dignidad de
hacerlo. Todos igual de desafortunados, con el
peso de sus silencios o justificativos argumentos
de su razón: en una guerra entre españoles no
caben justificaciones. Ni tampoco nada más ab-
surdo. Y triste es lo enmendado y poco lo apren-
dido que por olvidado parece repetido.
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Carlos J. González Alonso
efeméride y restañar las heridas que los avatares
de la vida me han dejado.
Nuestra ilusión de infancia tenía mucho de bueno;
la realidad es otra y siempre supera a la ficción.
Eran los cuentos que había y escuchábamos con
ferviente devoción. Unos relatos literarios referi-
dos a hechos ciertos y vividos por sus autores y
testigos, a su vez narradores. Las informaciones
eran veraces y de primera mano; cada cual con-
taba su historia de valentía, o miedo a su manera.
Nadie había engañado a nadie de modo cons-
ciente; había ocurrido exactamente así. La culpa
era de todos aunque nadie la reconocía. El único
enemigo de España, fue la propia España. "Una de
las dos Españas ha de helarte el corazón".
Fue muy fuerte, guerra y posguerra. Mas, ¿por
qué aquello se va mutilando al libre arbitrio del
que engaña y manipula la historia y las concien-
cias?, ¿por qué no existe una verdadera reconci-
liación? Ignoramos nuestra mayor tragedia y
esencia. Aun peor, parece que, cambiando las for-
mas, queremos repetirla. Lo más patético me lo
encuentro hoy, en 2009, cuando doy con viejos
amigos, pensando como yo entonces con ocho
años, con el mismo convencimiento, pero al revés.
Esto es verdad; ¿es cierto que en la infancia fui
feliz a la sombra del Movimiento?; es, acaso lo que
pudo haber sido y no fue... Esto no es nada más
que un cuento real. Y qué más da lo que esto sea...
Yo no quiero olvidar aquella poesía, porque me
ayuda a vivir; quizás a morir. Esto lo llamo relato
literario, y como tal me ha servido al revivir la re-
alidad que alude, y espero que a usted, le haya
ocurrido lo mismo.
66
Cuentos contra la crisis
E
s una mariposa que va de flor en flor escru-
tando el paisaje multicolor de los otoños
montañeses. Con sus ojos llenos de colorido
horizonte, con sus oídos -auriculares puestos-, ba-
ñados por esa música también multicolor de Vi-
valdi. Sobre su rostro la caricia fresca de la brisa
en la clara mañana de mediados de octubre; sobre
sus hombros una ligera mochila, sobre su corazón
de pájaro de nieve cuarenta años de vida, amores,
desamores y esperanzas. Livianos pesos que dibu-
jan en su sonrisa la fantástica pasión de estar vi-
viendo. Es libre, etérea, fugaz y de su boca parte
espontánea la expresión original: soy feliz.
Con su talle cimbreante y espigado del trigo agos-
tizo, se mueve ágil y leve por las laderas verdes.
Con la suave cadencia de sus pasos, su piel ana-
carada y tersa; con sus carnes prietas y modela-
das, configurando un físico labrado a golpe de
dietas y gimnasios. Su ropa ajustada e insinuante
bajo el ligero atuendo de montaña deviene en pé-
talo pintado de otoño. Y se deja caer en la blanda
y leve pradera cual hoja amarilla, como si lo hi-
ciera rendida en los brazos hercúleos de una esta-
tua de bronce del parque.
La estampa multicolor del paisaje leonés que dice
impresionarle, la hermana con Vivaldi, aun ne-
gando escuchar el silencio interrogante de las
montañas en otoño.
Tal vez no quiera escuchar esa irresistible voz del
vacío, y prefiera asegurar tales maravillas en la
vista y a Vivaldi en el oído. Parece pragmática la
decisión. Quizá no soporte ese desgarrado silencio
que puede filtrarse hasta el corazón. Ese silencio
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Carlos J. González Alonso
misterioso, a veces de piedra fría, que puede des-
plomarse aterrorizador. Señorita: Da gusto verla
feliz aunque parezca imposible. El sosiego de la
naturaleza y el virtuosismo de Vivaldi le hacen
mucho, y usted pone lo demás.
Quizá por su edad y experiencia esté en lo mejor
de su vida y sea consciente de ello por unos ins-
tantes. Acaso ponga el mundo por montera, y se
sienta libre de la cárcel que usted pueda crearse,
al intuir que nadie le molesta: “No la toquéis más,
así es la rosa”, dijo el poeta.
Tal vez la vida, ese extraño fardo que hay que
saber llevar con equilibrio, también con dignidad,
sea hoy un barquito ligero que, vela hinchada al
viento, navega hacia la isla dichosa.
Esté tranquila y siga feliz que da gusto contem-
plarla. Quizá hoy Dios le sople con la bendición de
su sonrisa. Usted no hace nada malo. Escribe su
página del día. Es una mujer hermosa y simple-
mente se retrata que es una forma de escritura. Y
ya sabe que se escribe igual que se vive, por una
humana e incompresible necesidad. Aunque, qué
le voy a decir de la escritura, cuando según el
Fedro de Platón, el dios de la escritura es el dios
de la muerte y lo comparto.
Todo cuanto yo pueda contarle pasa por los ojos
de los que ya no están. Por eso la encuentro como
si huyera de la muerte, de la soledad y la locura, y
se fundiese en la música humana y en el aura
eterna del paisaje que la acoge en su seno; que la
bautiza cuando el cielo se torna tibiamente gris en
un perdurable latir de oro otoñal, y las nieblas en-
tran atrevidas por entre los picos rocosos de la er-
mita de Valdorria, y bajan repentinas después a
recogerse en lo profundo del valle, hasta besar las
frescas agua del riachuelo.
Se siente envuelta y mecida por las nubes tal que
si viajara en una de ellas; en una nube de amor al
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Cuentos contra la crisis
infinito. Pues la única condición del amor según
San Agustín, es que ha de ser infinito. El amor es
una nube viajera camino del infinito.
Vivaldina, parece usted un sueño que va a su aire
por las esquinas del cosmos. Y abre sus alas para
dejarse mecer por el viento, al compas del poema
sinfónico que la lleva.
Señorita, hoy puede sentirse un poco crisálida, un
poco flor de un día y reina del baile, un poco nube
de algodón, y si además se siente dichosa, créame,
que todo es maravilloso. Hoy puede decir como el
mítico Ulises: “Yo soy parte de todo lo que he en-
contrado”.
La entiendo delicada y bella, frágil y tenue, con
esa sensibilidad hermosa que sólo es propia de los
poetas que saben mirar a la luna con nostalgia y
tañer su flauta bajo el balcón de su amada. Estar
un poco loco es un privilegio no reservado a todo
el mundo. Un poco pálida y suspirante ante el de-
samor le queda bien y, recuerde que las olas del
mar, las puestas de sol y cualquier entelequia per-
tenecen a un imposible universo fascinante. Su
duda es la de toda mujer que se adivina observada
y atractiva. Una duda bastante cartesiana, racio-
nal a ultranza como base de todo conocimiento.
Su duda reside en desconocer si la felicidad le
aguarda a la vuelta del camino o ya se ha cruzado
con ella y la ha perdido. Piensa si el sol ya ha pa-
sado por su puerta, y sólo le queda el ejercicio de
seguir buscando lo increíble; jugando con la vida
para no ver el hondo paisaje adonde el invierno os-
curo ha machacado las flores que alegraban su
primaveral existir. Quizá el dilema sea el elegir el
mejor compañero posible o el acoplarse con el
mayor número posible de compañeros. Sospecho
que usted ya está en esa duda.
Aprendimos de Heráclito que no podemos bañar-
nos dos veces en el mismo río. Pero yo preguntaría
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Carlos J. González Alonso
que, qué va a ocurrir con los que ni siquiera pu-
dieron bañarse una. No se desanime ni olvide que
el dolor humaniza. En los cuentos de hadas siem-
pre hay una bella princesa que termina casándose
con el apuesto príncipe que la quiere. Hay tanta
fábula en la cabeza de los humanos que, ¿por qué
la suya va a ser distinta de las demás?
No precipite los acontecimientos; deje los hechos
suceder a su aire, y recuerde aquel lema de Goe-
the, que quería las cosas sin prisa, como el mar-
char de las estrellas.
La seducción resulta atrayente y estética, pero no
es más que un fin en sí misma; un arma de poder
para dominar a los elegidos, y en todo poder ani-
dan fácilmente las bajas pasiones. Quien aspira al
poder, ya ha vendido su alma al diablo. Y de la se-
ducción he de decir que el diccionario la define
como el arte y la manera de engañar, y sabido es
que la mentira termina volviéndose contra quien
la provoca.
Detrás de la seducción no hay nada, o no hay nada
bueno, pese a que muchas mujeres viven de ella
que es como vivir de la nada. Se quejan del acoso
que propician escuchando el canto de sirenas.
Caen en la silenciosa desesperación y cavan su
propia tumba; creen que los hombres son muñecos
de cartón piedra e ignoran que en la vida nada hay
gratuito y todo pasa su factura. Se sienten halaga-
das aun sabiendo que van a usar y tirar su cuerpo,
pero se ofrecen al juego y pagan con la misma mo-
neda. Su contradicción se hace ostensible, cruel,
y aumenta la sombra alargada de su tristeza. La
condición femenina no tiene nada fácil el supe-
rarse a sí misma.
En ella el amor y el odio forman muchas veces la
misma cara, incluso se confunden. Los donjuanes
conocen bien esa precaria condición y la aprove-
chan; entienden cuán débil es la mujer y que su
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Cuentos contra la crisis
pecado eterno es ser curiosa y perversa como
aquella mujer de Lot, convertida en estatua de sal.
Talleyrand, afirmaba que la mujer perdona a veces
a quien fuerza la ocasión, pero nunca a quien la
pierde. Es por ello que vive incómoda y contra-
riada, pues perdona a quien la odia y olvida a
quien la ama.
Mas, no se desanime por mis palabras. Un poco de
seducción está muy bien y es positivo. Parafrase-
ando a Nietzsche le diré que un poco de veneno
puede ser algo beneficioso. La singladura no es
fácil para nadie y hay que mentalizarse que ante
el problema que no tiene solución es inútil preo-
cuparse. En esa propensión de la mujer a conside-
rar al hombre un muñeco de feria, siempre sale
mal parada. Ocurre que algunos son unos payasos,
pero otros se prestan muy mal a serlo, o quizá, ni
lo sean. Si en ello cayese, usted ya entraría en el
bosque por muy mal camino. No creo que ese sea
su caso, pues si es cierto que no tiene un novio,
sino un club de fans, intuyo que cualquier día nos
va a presentar un gran hombre en sociedad. Sería
un merecimiento lógico, porque la soledad es muy
mala compañera, y acierta Nietzsche al decir que
para vivir solo uno ha de ser un animal o un dios.
Señorita, usted que quisiera tener una cabeza
como la biblioteca de Alejandría, sabrá que hoy la
física cuántica incluye el principio de incertidum-
bre, que la biología molecular está cada vez intro-
duciéndose más en nuestras vidas, y que en
realidad no se ha establecido aún una unidad uni-
versal de medidas de longitudes. Los físicos defi-
nen la fuerza como la cantidad de energía que se
consume en un tiempo determinado. No dilapide
su energía, intelectual o emocional, gratuitamente
y genere un tipo de energía limpia, segura y abun-
dante. Aprenda a convivir con lo imperfecto, pues
con los hombres pasa como con los libros, por muy
71
Carlos J. González Alonso
malos que sean siempre han de tener algo bueno.
La perfección no es de este mundo y hay que guar-
dar su referencia muy adentro. Ha de estar casi
escondida, para que nadie la mancille, y en se-
creto, en los últimos pliegues del corazón. Pues si
de secretos y libros habláramos, ya sabe usted que
no hay secreto mejor guardado que el que se pu-
blica en un libro.
A este valle de lágrimas hemos venido a llorar,
pero lo menos posible, y es muy recomendable no
perder la perspectiva. Si perdemos el sentido de
la realidad, ésta se nos echará encima y nos ma-
chaca. Nuestra mente tiene la capacidad de con-
templar nuestro propio destino. Quizá esa última
razón de la existencia no la podamos compartir
con nadie, que sería maravilloso, pero tal vez no
la sepamos.
No olvide lo que queman las relaciones sentimen-
tales. Suponen un gran derroche de energía, aun-
que quien no se involucra, invierte la misma
cantidad de energía en encontrar a su media na-
ranja. Crea como yo, y de acuerdo a lo que nos en-
seña la filosofía hindú, que cosechamos lo que
sembramos, y que aunque mucho depende del cul-
tivo, nuestro campo ya no da para más.
Ha hecho bien fijarse en el paisaje del otoño. En
este paisaje bucólico dotado de ese dolorido sentir
garcilasiano que tanto nos enseña. Estas monta-
ñas recortadas sobre el azulado cielo limpio pro-
ducen una sensación de reposo, y quietud.
Significan lo permanente y eterno que contrasta
con un mundo tan accidental y accidentado, tan
artificioso como hipócrita. Las montañas nunca
engañan; las contemplaron como nosotros todos
los que nos precedieron y siguen igual, ofreciendo
ese mensaje de eternidad y sosiego.
Esta paz ha de dejarle un poso de esperanza: ¿no
ve cómo las hojas al morir desarrollan el máximo
72
Cuentos contra la crisis
esplendor de su belleza? Vivaldi, un virtuoso del
violín que fue desde cura hasta director de or-
questa y ópera, y compuso más de 450 conciertos
con obras llenas de inventiva y colorido, creó su
gran poema sinfónico en el otoño de su vida. La
melancólica nota; la despedida para la que se ha
guardado lo mejor, la ilusión de estar vivo y la ex-
periencia, ¿no son la empírica evidencia de que
nuestra vida está cargada de esperanza porque
siempre falta por llegar lo mejor?
No es tan fiero el león como lo pintan. Hay que tra-
bajar mucho dentro de la propia casa que es uno
mismo. Hay bastante que arreglar hasta conseguir
el cálido ambiente del amor. Y esa actividad casi
mecánica es ilusionante y nos impide sucumbir. El
trabajo espanta de la mente los fantasmas, y
según Voltaire nos evita tres grandes males: el
aburrimiento, el vicio y la pobreza. La pobreza es-
piritual es hoy la más abundante, pero estamos en
el camino cierto de la riqueza interior. La belleza
es la senda de la persona sensible hacia el Espí-
ritu, escribió Thomas Mann, en su “Muerte en Ve-
necia”. Es lo suficiente significativo para no
necesitar explicación. Sin embargo esa belleza
está denostada y viene a coincidir con la aludida
riqueza interior, tan pobre y abandonada.
Ante la débil naturaleza humana y su frágil exis-
tencia caemos en preguntarnos por qué vivimos,
y entonces nos llueven las ofertas de contestación,
sustentadas por un inteligente mercado que pro-
mete un propósito y significado a nuestras vidas.
Suelen encontrar el terreno abonado.
Pensar que el universo se rige por leyes del azar,
sume a muchos en la desesperación. No distinguir
entre el bien y el mal sería muy peligroso, y usted
lo distingue perfectamente, por lo que nada mejor
que el lema de los existencialistas: “Haz lo co-
rrecto aunque el universo sea cruel o carezca de
73
Carlos J. González Alonso
sentido”. Le servirá de faro que señala la tierra
firme que cualquiera quiere pisar.
En la difícil navegación no existen recetas mági-
cas. Ser sabiamente egoísta, nos aconseja el Dalai
Lama, mientras que Epicuro recomienda los pla-
ceres moderados como la amistad y el deleite es-
tético. ¿No le parecen grandiosas las maravillas
estéticas de que hoy es objeto, a través de la amis-
tad? ¿No cree que la belleza del paisaje y la mú-
sica de Vivaldi hoy han sembrado su alma con las
mejores semillas?
Seguro que esta audacia le ha de conceder los me-
jores frutos. Seguro que ve el paisaje del otoño de
su vida con optimismo, es feliz y está en lo cierto.
74
Cuentos contra la crisis
E
l padre de Rafael Pérez García, anarquista
de praxis, murió fusilado el año 1926 en el
pueblo que había sido alcalde. El contexto
de este hecho coincide con una crisis de política
nacional que la dictadura de Primo de Rivera,
como contrapunto de la dicta blanda de Berenguer
que vino a coronarla, quiso solucionar a su modo.
Las múltiples causas de la condena e inmediata
ejecución de Fernando Pérez, padre de Rafael,
nunca se determinaron, y los archivos judiciales
en los que constaban estas diligencias instruidas,
fueron posteriormente quemados al estallar la
Guerra Civil. Se conoce que la principal acusación
en el proceso sumarísimo de Fernando Pérez, fue
la de ser anarquista, y organizador de un espectá-
culo insólito que conmovió a toda la comarca del
Bierzo, al causar alarma social, escándalo público
y contravenir las normas morales, según el proce-
dimiento seguido. Su único hijo Rafael, entonces
con 15 años de edad, fue diez años más tarde, en
la Guerra Civil, jefe anarquista del bando republi-
cano. Murió en extrañas circunstancias al princi-
pio de la contienda, cerca del frente nacional de
La Vecilla (León) Protagonizó una espectacular
huida en su deserción, y tras conseguir burlar a
los de su bando y escapar de zona roja en un ca-
mión con otro hombre, falleció acribillado a bala-
zos al estrellarse sobre la vanguardia enemiga del
indicado frente nacional. (1)
En las horas previas a su partida del campamento
que dirigía en la Collada de Ubierzo, sufrió una
desesperación encubierta que desembocó en uno
de los sueños más graciosos de su niñez, fruto de
75
Carlos J. González Alonso
los hechos festivos que entonces presenció. El es-
tado depresivo y el alcohol le retornaron a la in-
fancia y así pudo recordar aquella romería
especial que organizó su padre y por la que pagó
con su vida.
Los pensamientos y recuerdos que tuvo al despe-
dirse del campamento constituyen un manifiesto
sentimental y surrealista, un valioso testamento
que ha podido ser recogido por uno de sus compa-
ñeros, gracias a su constancia escrita en el cua-
derno de bitácora que fue hallado en la tienda de
campaña que habitaba. La caligrafía garrafal y
casi elegible, y el desorden del texto, muestran ya
el sentido de su credo anarquista que se cifra -sin
Dios, ni amo, ni propiedad privada-, a lo que se
añade: sin orden ni concierto. También su ebrie-
dad, estado anímico y la drástica decisión final de
acabar con su vida que llevaba días amasando. Se
reproduce a continuación el indicado texto:
"Mi padre no quiso más que hacer feliz a su gente
-dejó escrito con letras mayúsculas Rafael al em-
pezar su relato-. Gracias a que él sabía bien que
el miedo es la muerte de la libertad, no tuvo de
aquél para disfrutar de ésta. Comprendía a la per-
fección cómo el hombre que nace libre vive atado
para morir presa de sus propias cadenas.
___________________
(1) De la documentación recogida sobre el hecho se puede inferir que sufrió
un trastorno de locura y buscó, al hacerse matar por el enemigo, un tipo
sonado de suicidio que denunciara la inutilidad de la guerra. No resistía el
hartazgo de vivir sus contradicciones personales y adoptó la solución más
radical. Pocas horas antes de quitarse deliberadamente la vida de semejante
modo, salió de la Collada de Valdeteja -o de Ubierzo- , con una finalidad mi-
litar de trasladar dos camiones cargados de milicianos a la vanguardia del
frente, para reforzarlo. Llegaría a él, solo, con el camión en que viajaba y
su conductor, tras haber descargado sobre la marcha a toda su tropa debido
a la gran velocidad de una conducción temeraria y al mal estado de la difícil
y tortuosa carretera de las Hoces del río Curueño, sembrada de baches y
socavones y jalonada de peligrosas curvas. Su vida en el campamento de la
Collada, la odisea del viaje, y avatares precedentes al suicidio del protago-
nista, pueden encontrarse en la novela realista, titulada, Frente Norte...
(Último capítulo de la primera parte)
76
Cuentos contra la crisis
Una cárcel que le imponen otros hombres perver-
sos y endiosados que lo mismo engañan que ase-
sinan si no se cumple su voluntad de regidores y
dioses terrenales, dispuestos a matar en cuanto
creen en peligro su status social y económico.
Mi padre destacó en todos los órdenes, y fue fusi-
lado por la más injusta de las causas, pero nacio-
nales causas que hacen a la envidia promototora
de todas las malas acciones. Hoy, diez años des-
pués triunfa esta vergonzosa guerra civil en Es-
paña y la retorna a su estado cavernario más puro.
Para salir de la depresión profunda que me lleva a
mi suicidio decidido, estos días de soledad otoñal
en estas montañas soleadas, y mientras se dispone
mi muerte, sólo vivo gracias a rememorar aquellas
fiestas que mi padre organizó para salir de un es-
tado similar al que yo me encuentro. En tanto se
cumplía entonces su condena de fusilamiento, él
también sabía que pronto iba a morir -igual que
yo- y a solucionar así de la manera más digna que
podía los problemas que no tienen solución.
¡Qué fiestas aquellas! La inusitada alegría desbor-
daba las calles. Era el mes de agosto del tórrido
verano de 1926. Nunca podríamos pensar enton-
ces que diez años más tarde hubiéramos estado
metidos en esta cruenta y absurda Guerra Civil,
luchando por las mismas causas. Mi padre se fue
creyendo que sería el último muerto por la liber-
tad. Apostó por la igualdad social y la justicia que
conducen a la felicidad humana. El tiempo ha de-
mostrado que todo fue inútil; que las riendas del
poder siguen en manos de los que hacen del
mundo la conformidad de su capricho; que consti-
tuyen una voluntad minoritaria, y cuando se ven
amenazados, o no se ponen de acuerdo en la dis-
tribución del poder, organizan una guerra. Y esto
ha pasado ahora. Todo ello nada más apartado de
la ética y principios de mi padre.
77
Carlos J. González Alonso
El viento le sopló favorable una temporada nada
más, hasta que fue pasado por las armas, con la
última acusación de ser promotor y cabeza visible
del espectáculo insólito, coincidiendo con las fies-
tas del pueblo y que desde entonces se le conoce
popularmente como El safari del anarquista.
La presentación la hizo el alguacil con su brindis
singular, claro está, a su estilo rural y primitivo,
algo a lo bestia, casi salvaje, pero original:
-¡Vaya por nuestro alcalde que se presentó en el
pueblo con un atajo de putas, tirando cohetes!,
gritó textualmente -con perdón- el hombre, sin
contemplaciones, ante mayores, mujeres y niños.
Mi padre había traído desde la capital a una do-
cena de artistas, prostitutas de alto copete, para
amenizar las fiestas locales como Dios manda, con
la mejor intención. La gente quedó maravillada de
sus cuerpos casi desnudos y perfectos, de sus
artes y cánticos en el jolgorio que duró toda la
noche en las vísperas. En el público caló la con-
ciencia de que además de grandes artistas, eran
putas de postín, mujeres de categoría, que mean
muy alto, al decir por aquella zona de las mujeres
hermosas y listas, y esto daba aun más prestigio a
las inigualables fiestas.
Se rumoreaba además acerca de ellas, que no
había que tener compasión respecto a sus favores
sexuales, que cada cual se aliviara según pudiera,
que eran aves de paso y que por eso les pagaban
religiosamente, para que cayeran a la cazuela,
como toda ave que vuela. Esto también se decía al
más puro estilo prosaico de la zona.
Al día siguiente mi padre les dio el acto sorpresa.
Casi nadie sabía de qué pudiera tratarse. El des-
conocido evento lo dirigía el alguacil y varios más
de la junta de festejos. El alguacil representaba el
ejercicio de la autoridad y a la taurina hora de las
cinco de la tarde, mandó a toda la gente al monte
78
Cuentos contra la crisis
próximo al pueblo, ya que allí era el escenario de
operaciones del siguiente espectáculo. Previa-
mente había soltado en bandada a todas las seño-
ritas desnudas en medio de la loma. La única
prenda que llevaban era el calzado, para poder co-
rrer con libertad cuando fueran perseguidas.
A los concursantes en la cacería los formó en fila,
abajo, en el camino del valle, junto al declive y el
arroyo, mientras que al público lo situó en la co-
lina opuesta, frente a la ladera donde estaban las
mujeres en pelotas, y desde donde se veían bien
todos los movimientos. Algunos espectadores iban
provistos de prismáticos para no perder detalle.
Al toque de silbato, el alguacil daría rienda suelta
a los concursantes, que con sus libidinosos impul-
sos correrían monte arriba, desnudos y descalzos,
a la caza de las preciadas cortesanas que espera-
ban deseosas cada una metida en un arbusto.
-¿Más voluntarios que se apunten al maravilloso
programa titulado, 'A la caza del conejo loco'...?
-preguntó animoso el alguacil-. Las únicas prendas
que se permite a los concursantes son unas zapa-
tillas de esparto, para que resbalen sobre la hierba
seca y resulte más vistoso el espectáculo.
Se apuntaron a la lista, principalmente mozos sol-
teros y algún recién casado, obligado por su mujer
para demostrar que aún era el mejor macho del
pueblo, y mozos de los pueblos colindantes que ve-
nían ilusionados para participar en los concursos
de bolos, lucha leonesa, carreras de caballos y jue-
gos florales, y agradecieron tan gratificante sor-
presa que desconocían.
-El premio consiste -añadió el alguacil engreído-,
en un viaje en burro capado a Río de Janeiro. El
jurado lo constituyen las mismas furcias que en
cónclave posterior al concurso deliberarán sobre
quién es el mejor semental.
-¿No se permite hacer el viaje a pie?; si es que ese
79
Carlos J. González Alonso
río no está muy lejos, ya que en un burro capón no
se llegará nunca; inquirió inoportunamente un in-
genuo concursante intrigado.
-¡Tú, cállate! -le regañó con sequedad el alguacil
levantando su dedo mocho dictatorial-, además tú
no vas a ganar el premio. Tú eres muy tonto y no
das una en el clavo aunque no te muevan la herra-
dura, aun remachó burlón y soez con pose de cal-
culada indiferencia, el bastardo alguacil.
-El alguacil, como dirige el cotarro, sabe bien
quién va a ganar este premio amañado, pero se lo
calla como ‘un puta’; murmuraban dos concursan-
tes por lo bajo con gesto de protesta, después de
que fuera corregido con tan poca consideración el
tonto del pueblo.
Ante la interpelación del ingenuo y el corte del al-
guacil, muchos se echaron a reír diciendo que el
mayor burro capón era ese concursante que osó
preguntar tan absurda cosa y que por algo era del
pueblo... tal, cuyo nombre, por educación, no debo
decir. El pobrecito era tan crédulo como un loro,
ese animalito que de creerse todo lo que oye,
hasta lo repite.
-Ja. ja. -empezó a reírse también una mujer metida
en carnes, de grandes posaderas y bigotes de
aguacero, que se encontraba próxima a los con-
cursantes-. Me río yo de ese premio... ja. ja. Me río
de Janeiro.
-¡Cállese, doña Manuela, que usted no tiene vela
en este entierro! -le gritó enfurecido el alguacil-,
y váyase más arriba, al otro lado de los árboles,
adonde está todo el público esperando el espectá-
culo; usted siempre tiene que andar oliendo lo que
hacen los demás. No se puede ver la salida de los
cazadores: sólo cuando estén en plena acción.
Y el alguacil, al dejar de señalar hacia arriba con
la mano, para que se fuera doña Manuela, volvió
a repetir, a los concursantes, lo del premio:
80
Cuentos contra la crisis
-Y ya sabéis ustedes, que hay un viaje pendiente a
Río de Janeiro al ganador de vosotros. ¡Allí sí que
hay buenas hembras...! Añadió ciertamente mor-
daz bajando la voz y agachando irónico la cabeza.
Entonces, mi padre, que estaba más arriba, pero
que oyó aquel desprecio indirecto a las chicas, le
hizo un gesto negativo al alguacil por aquella dis-
plicente ordinariez en la comparación de las fémi-
nas. Por suerte, éstas, ocupadas en esconderse
cada una entre los mejores matorrales, no se en-
teraron del piropo que las habría enojado.
Don Cristóbal, un popular abogado, ricachón y te-
rrateniente, no estaba dispuesto a perderse esta
experiencia única, y también se apuntó a la lista,
diciendo altanero:
-A fin de cuentas, yo aún estoy soltero, y para eso
soy liberal, o de izquierdas como ahora se dice,
aunque no muy anarquista.
Don Cristóbal era un opulento liberal que sabía
buscar el dinero y vivir con todo el mundo, sin
dejar de ser rico. Conservador de su patrimonio,
se había hecho de izquierdas para quitarse de en-
cima a su mujer, ya que gracias a la República po-
dría divorciarse, y por eso se consideraba soltero
y decía que era liberal o de izquierdas.
A la envidia de don Cristóbal, se apuntó igual-
mente otro cincuentón similar, don Jaime, arci-
preste arrepentido, mujeriego famoso y refinado,
con más tablas y medallas que don Cristóbal en
estas lides, aunque con menos dinero o poder ad-
quisitivo.
Ninguno de los dos iba provisto de las zapatillas
de esparto como única prenda permitida. El algua-
cil, les rogó que, con los zapatos de suela de goma
que llevaban, ni hablar, que esos no resbalaban y
así era muy fácil perseguir a las artistas; que si
querían participar, descalzos, o quedaban fuera,
eliminados como concursantes.
81
Carlos J. González Alonso
Don Cristóbal y don Jaime, por fin, aceptaron par-
ticipar descalzos, y comenzaron a desvestirse. Los
demás concursantes, que estaban todos formados
en pelotas, empezaron a reírse de los sucios y lar-
gos calzones de viejo que llevaba don Cristóbal, y
a decir: 'mira para que le sirve tener tanta fama y
dinero'. Pero éste, no los quiso oír, al estar comen-
tando con don Jaime, que no sabía si sería mejor
correr descalzos que con las zapatillas de esparto,
ya que aunque se pisaba peor, se iba a resbalar
uno menos.
El alguacil tocó por fin el silbato para dar la salida,
y todo el pueblo entusiasmado y vibrante empezó
a aplaudir en gran ovación al ver cómo los concur-
santes corrían, cayéndose a cada paso, monte
arriba en busca de los matorrales donde se escon-
dían desnudas las elegantes damiselas.
El hecho pudiera haber sido comparado con una
carrera de cintas, de caballos, carrera de sacos o
similar, si se juzga que los concursantes no podían
desarrollar gran velocidad, también por su ebrie-
dad, pero el público encontraba algo más especial
en ello, quizá la dimensión original de lo prohi-
bido. Lo primero, era una prueba inédita, un es-
pectáculo maravilloso; nunca se había visto a los
participantes de ningún juego, desnudos, ni tan
borrachos. Lo segundo, la finalidad: una treintena
de hombres en pelotas y llenos de rijosidad corría
monte arriba, pero a la caza de selectas señoritas
igualmente libres de todo obstáculo, para que
cada cual hiciera con la que pillara lo que pudiera,
por las buenas, o no tan por las buenas; pues así
estaba contemplado en el guión.
Se había abierto la veda al cazador. ¡Qué felicidad!
La salida fue realmente excepcional, emocionante
y conmovedora, reunía todos los requisitos para
ello, y a poco más de cien metros, en la empinada
ladera, ya existía la posibilidad de cobrar pieza.
82
Cuentos contra la crisis
Por eso la animación, y las recomendaciones de los
excitados espectadores, cargados de libido, no se
hicieron esperar, tras los aplausos:
-¡Ánimo, Juanito, a ver si enganchas a la rubia de
tetas grandes!; amárrala por ese par de buenas
ubres que tiene y cepíllatela (Con perdón, pero lo
decía así), su familia, gritándole acalorada entre
el público y desinhibida de convencionalismos.
-¡Vamos, vamos... Pedro, tú a por la morenaza esa
del pelo largo! La que cantaba anoche Bésame
mucho. Tríncatela y bésala bien, con lengua y
todo, hasta que se harte, le animaban a dúo sus
hermanas eufóricas, dando saltos de alegría.
-¡Ramiro, Ramiro, encima de ti, a la derecha, junto
a los tilos, ahí se metió la del culo gordo que canta
y baila tanto. A por ella, a por ella y suerte al toro!,
le animaban afanosos sus amigos.
-¡Y, tú, Luisito, adelante, hijo mío -le alentaba su
padre apasionado-, tú vete a por la rubita esa linda
que es como una muñeca de porcelana; no inten-
tes ir a por otra; tú duro a por ella; a por la gra-
ciosilla esa que es un encanto de mujer, porque el
que la sigue la consigue! ¿Te has fijado en sus la-
bios de fresa?
Quién me diera a mí poder estar en tu lugar; no
me quitaría nadie esa preciosidad de mujer que
parece sacada de un cuento de hadas.
-¡Frente de ti, entre esas escobas grandes y los
piornos floridos, ahí se metió ahora mismo la gi-
tana! -le gritaban otros a Modesto-. ¡Vamos, Mo-
desto, demuestra lo que vales, que ya te queda
poco para llegar, ánimo y benefíciatela, que la gi-
tana es tuya, y eso da mucha suerte; no nos vayas
a dejar ahora mal en la familia, porque el que jode
a una gitana muere con la picha tiesa! Añadían al-
taneros, literalmente -con perdón-, los enfervori-
zados familiares y amigos de Modesto que, como
él, no hacían mucho honor a su nombre.
83
Carlos J. González Alonso
Cuando ya habían pasado todos los mozos y los ca-
sados que participaban, aparecieron subiendo fa-
tigosos con la lengua afuera y el peso de los años
y los kilos, los honorables don Cristóbal y don
Jaime. Los espectadores no pudieron contenerse y
se soltaron a reír, porque, don Cristóbal y don
Jaime, se hacían mucho daño en los pies descalzos
y apenas podían andar, aunque con sus resoplidos
estertóreos, levantaban a su paso algunas banda-
das de grajos.
Llevaban colgando sus grandes e indecorosas ba-
rrigas de triperos resentidos, que golpeaban con-
tra el suelo al caerse de plano y podía oírse un
ruido semejante a un balonazo medio desinflado,
o el reventar de un sapo por la rueda de un carro.
Sudaban mucho, tenían su rostro violento enroje-
cido, al que daban manotazos secos para quitarse
el sudor de encima y de paso, las moscas que acu-
dían a chupárselo.
Como don Jaime y don Cristóbal eran respetados
hombres de mundo; gente de estudios, doña Ma-
nuela se quedó observándoles, dubitativa unos ins-
tantes. Luego meneó negativamente la cabeza, y
al referirse a su condición de letrados, exclamó
con retintín:
-No sé si esa gente de pluma conseguirá mojarla
en el tintero...
Doña Manuela era muy mal hablada, y para colmo,
muy habladora. Su duda crítica no gustó a todo el
mundo, ya que muchos del público debían favores
tanto a don Jaime como a don Cristóbal.
La cacería estaba animándose, y aunque no había
llegado al pleno apogeo, las cabareteras bailaban
como ardillas entre los matorrales, cambiándose
de escondrijo cuando no les convencía el arbusto,
o presumían que hacia él iba un mozo que no era
de su agrado; jugaban con ellos al ratón y al gato,
y no se sabía de que nadie hubiera cazado algo.
84
Cuentos contra la crisis
Varias señoritas, demostrando un gesto original,
se construyeron con hojas de roble, un breve
tanga que colocaron sobre su parte pudenda, imi-
tando a Eva, porque así estaban aun más eróticas
y naturales, creyéndose como en el Paraíso.
Ciertos espectadores interpretaron aquel gesto de
buena voluntad, cual deseo encubierto de las ra-
meras o hetairas en mantener su virginidad impo-
luta, lo que no era normal -dijeron-, cuando se les
pagaba por todo lo contrario:
-O sino, que se vayan a un hogar de lenocinio -ar-
gumentaba altanero un sabiondo bujarrón- y verán
allí qué ocurre. Un lupanar es siempre peor que
este juego. ¡Con las mancebías que yo conozco...!
Esto es mejor para ellas que un prostíbulo o una
casa de placer. ¡A sí que, a trabajar como Dios
manda, en pelota picada, como su madre las trajo
al mundo, que así se las contrató, alegremente,
porque son mujeres de vida alegre, por eso que
dejen de preservar la virginidad que no tienen!,
concluyó por fin el exhaustivo fantasmón.
Nada más acabar su redicha perorata que no fue
aplaudida, rebuznó fastuoso y burlón el burro del
alguacil, que atado a una chumbera entre el ca-
mino y el arroyo, escuchaba impasible, a la fresca
sombra, tanta barbaridad. Allí también tenía el al-
guacil colgada de un abedul la escopeta de perri-
llos; la había llevado por si cruzaba algún torcaz a
la hora de la siesta, y mientras acudía el personal.
Un hombrecillo entrado en edad, vestido de buen
porte y con aire doctoral, que portaba un perió-
dico debajo del brazo y un botijo, se pronunció a
favor de las damiselas, al verlas así ataviadas con
el indicado atuendo o tanga natural. Encontraba
la gracia en desconocer si estaban medio desnu-
das o medio vestidas:
-Porque, según Mahoma -añadió ecuánime-, se in-
ventó la seda para que las mujeres pudieran estar
85
Carlos J. González Alonso
vestidas y desnudas al mismo tiempo.
A las dos hermanas de Pedro, que eran estudian-
tes de literatura parda, y sabían latín, les encantó
la sensibilidad del hombrecillo doctoral en la pre-
cisión del detalle, y entablaron amena conversa-
ción con él. Les causaba extrañeza que siendo la
sutil eminencia que descubrían que era, se mez-
clara con el vil populacho que no reparaba en in-
genios o lindezas ni podía desprenderse de la
vulgaridad que le cegaba. El hombrecillo, afrance-
sado y admirador de Ángel Ganivet, concluyó en-
cogiéndose de hombros, en sabio signo de
humildad, con unos sencillos versos de este autor:
-'Je suis un pauvre troubadour / qui vague errant
par le monde'.
Luego el hombrecillo afrancesado, sin dejar de la
mano el botijo que portaba, fue a orinar detrás de
unos matojos; dijo que andaba mal de la próstata.
Al regresar pasó el botijo a la hermana mayor de
Pedro y mientras ésta se empinaba un trago de
agua que le caía por la camisa y la cara, les soltó
en francés, no sé que versitos que ya no pude oír.
La hermana menor de Pedro rompió a llorar como
una Magdalena.
Y así se cerró el incidente del tanga improvisado
con elementos naturales. Al parecer este episodio
lo había propiciado la libidinosa y exaltada actitud
de Argimiro Suárez al descubrir por primera vez
en su vida a unas mujeres desnudas. Cuando los
concursantes subieron corriendo al monte, el
bruto de Argimiro Suárez que llegó antes que
nadie, ya la había armado. Al ver el desnudo inte-
gral femenino, con el que tanto había soñado, le
causó tal impacto que asustó a las féminas. La sú-
bita emoción le corría por la sangre como un re-
guero de pólvora al que le plantan fuego. Era una
bestia desatada, al perder los estribos.
Argimiro Suárez, cual indomable animal salvaje,
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Cuentos contra la crisis
al encontrarse frente a las guapas doncellas sin
ropas, deslumbrado, perdió la razón, también la ti-
midez y quedó desinhibido y transido de amor.
Desenfrenado conforme era por dentro, quiso
hacer toda suya a la vez, en oscuro objeto de
deseo, tanta belleza y sensualismo al descubierto.
La imposibilidad de saciar sus exacerbadas ape-
tencias múltiples, tornó lo que había empezado
con muestras de pasión, en agresividad por parte
de las hembras, que alertadas por el peligro del
energúmeno Argimiro, se aterrorizaron en difícil
susceptibilidad, y decidieron ponerse una especie
de resguardo protector que calmara la irritación
contumaz al bárbaro macho cabrío.
Argimiro pensaba que el que la sigue, la mata, y
casi lo logra, y echa a perder la fiesta.
Tras este luctuoso acontecimiento, la cacería,
pudo restaurarse, y seguir su programa diseñado.
En el campo de operaciones, y frente a las apa-
riencias, don Cristóbal y don Jaime, estuvieron ca-
sualmente a punto de enganchar a una dama.
Consiguieron llegar hasta un matorral muy tupido
que no había registrado nadie. Cometieron el
error de ir los dos por la misma parte, y les salió
por la otra corriendo la moza, igual que una liebre,
a buscar otro escondite. La vieron bien cómo tro-
taba ágil y leve meneando el culo y las tetas (con
perdón) de yegua alazana. Don Cristóbal y don
Jaime pateaban de rabia como niños caprichosos,
y renegaban dándose puñetazos de impotencia.
-A nuestra edad, y que nos la peguen así... rugían
cabreados, con intención de tirar los trastos y
abandonar desesperados la montería.
-¡Vamos, don Jaime -salió intrépida doña Manuela-
qué vergüenza, si su difunta madre, que 'pades-
canse', le viera así con esas trazas indecentes, qué
diría la pobre...! Y, usted, don Cristóbal, lo suyo es
de juzgado de guardia, pero, vamos (ja. ja. ja.) -rió
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Carlos J. González Alonso
irónica doña Manuela, metiéndose ahora con don
Cristóbal, y sin dejar su mordacidad-. ¡Cómo se
atreve usted a participar con esa minga dominga
de mierda (disculpen, pero así se lo soltó); no se
la veo ni con los prismáticos...!
Don Cristóbal que estaba de muy mal humor, miró
con rabia a doña Manuela como si quisiera arran-
carle el bigote, y le dio un correcto y merecido
corte de manga, regruñéndole cabreado:
-'¡Mierda para usted, so puta!'
Esto fue lo que irritó a doña Manuela, que empezó
a escupir toda suerte de improperios, por su boca
de ametralladora, contra don Cristóbal:
-Si tuviera educación, don Cristóbal, no se habría
apuntado sin una verga en condiciones; esa por-
quería de minga que gasta es el hazmerreír de la
romería. No me extraña que su ex-mujer le dejara
plantado. Vaya cruz que soportaría la pobre con
esa herramienta. Y después aun quería usted en-
gañar a más mujeres con su maldito dinero.
Mi padre, haciendo de tripas corazón, y al ver que
doña Manuela subida de tono con muy mala leche
se estaba propasando y no la paraba nadie, la miró
con cara de pocos amigos, al tiempo que la llamó
al orden, antes de que nos amargara la fiesta.
Doña Manuela se calló la boca, aunque sin darse
por aludida, como que no iba la bronca con ella.
El griterío de la muchedumbre proseguía arreba-
tador e imparable. Cada cual animaba a su caza-
dor predilecto, y orientaba según los movimientos
y escondites de las escurridizas mujeres.
A la gitana ya se había visto saltar como una ardi-
lla juguetona y astuta, desde tres o cuatro matas,
sin que ofreciera la posibilidad de emparejarse. O
sea, que no se ponía nunca a tiro.
Mucha gente protestaba porque la gitana no se de-
jaba poseer por nadie y seguía libre, a su aire.
-'Me parece a mí... que hoy ninguno va a conseguir
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Cuentos contra la crisis
morir como le gustaría...', expresó vacilante doña
Manuela, refiriéndose al famoso dicho que alude
al que copula con una gitana, pero esta vez, al no
personalizar, la autoridad no la llamó al orden.
Y la gitana, volvió a ser nuevamente vista cambiar
de lugar entre la maleza; los mismos que protes-
taban criticándola de casquivana, volvieron a gru-
ñir como cerdos rabiosos. Y yo, me alegré infinito
de que la gitana no se emparejara, y le agradecí
esta expresión de fidelidad, y alabé su virginidad
inmaculada, mientras aquellos estúpidos seguían
censurándola.
El pueblo continuaba con su algarabía por su
parte, y yo por la mía,al margen del regocijo, pen-
sando en la gitana, en su singular belleza y buenas
cualidades. Cuánto hubiera deseado regalarle un
ramo de rosas. Era la que más me gustaba de
todas, la más joven, y no sé por qué se me estaba
clavando en el corazón como una espina.
A la vez que yo hacía estas sublimes consideracio-
nes de mi casta juventud, un anciano que estaba a
mi lado, con un nieto de mi edad cogido de la
mano, exultante y sensato, expresaba:
-En mi vasto caminar de 85 años, a lo largo y
ancho de este mundo, jamás he disfrutado de un
espectáculo así. Días como éste, hay pocos en la
vida. Hoy me quito años de encima; tantos que me
llevan hasta los romanos, cuando hacían cosas de
éstas. Después las prohibió la maldita burguesía,
tan puritana y beatona como la que quedó en el
pueblo condenándonos. Esto me devuelve las
ganas de vivir. ¡Lástima que este nieto que me
acompaña no tuviera dos o tres años más!; ¡cómo
me gustaría verlo correr en zapatillas! ¡Otra vez
será...! Añadió esperanzado, para concluir, tras
una breve pausa con el tópico:
-Digan lo que digan los demás, hablo con la voz de
la experiencia, a este hombre -expresó señalando
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Carlos J. González Alonso
con el bastón a mi padre-, habría que canonizarlo.
La tía Pura, una señora talluda, metida en kilos a
plazo fijo que había sido toda su vida meretriz vo-
cacional de mucho postín, abundó en elogios hacia
mi padre, sobre lo dicho por el anciano, que seguía
dando saltos de alegría. Luego, la tía Pura, con-
cluyó refiriéndose a ella misma:
-Yo ya tengo muchas horas de elevado vuelo; -alu-
dió con el orgullo de su especialidad profesional
de alto standing, sacudiendo la mano-. Soy igual-
mente liberal y progresista, una persona de
mundo que ha vivido infinidad de espectáculos,
pero como éste... ni hablar.
-¡Vaya, vaya...! -reventó doña Manuela, que no se
aguantaba-. Usted habla así porque es de la comi-
sión de festejos; no-sé-qué-va a-decir-usted... Con-
cluyó socarrona y mordaz, silabeando con pausa
las últimas palabras.
La tía Pura, rezongó por lo bajo mientras le daba
la espalda: ‘no hay mejor desprecio que no hacer
aprecio’. Además, ‘a palabras necias, oídos sor-
dos’; yo no me rebajo a discutir con esa mala pé-
cora de la peor calaña.
Con tan buena suerte que doña Manuela no la
pudo escuchar, porque el griterío se incrementó
en ese momento. No obstante, comprendiendo que
la Sra. Pura algún dardo envenenado le habría lan-
zado, doña Manuela, le sacó la lengua, murmu-
rando entre dientes: ‘pura puta, virgen y mártir,
del oficio más viejo...’ Echó otro vistazo furtivo
hacia la espalda de la Sra. Pura, y al comprobar
que seguía sin escucharla, prosiguió su rosario
que ahogaba totalmente el creciente bullicio: ‘ra-
mera barata, furcia de las más bajas casas de mala
nota o fama... ¡Mal falo te parta!... ¡Carallooó...!’,
remató carraspeando, adusta y altanera.
El alboroto, proseguía por oleadas, pero esta vez,
el público animaba a dos viejos solterones de
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Cuentos contra la crisis
buena posición, aunque no letrados, que aún no
habían cazado nada. La escandalosa doña Ma-
nuela al divisarlos, no se pudo contener y escupió
sus vituperios, al terminar la ovación:
-Don Serafín, usted pese a su pinta de dandy, no
caza ni una mosca. No tenía que haber venido de
picos pardos, porque usted es medio mariquita y
medio pueblo lo sabe; por eso sigue a don Ro-
mualdo, otro pájaro de cuidado que se las da de
Casanova. Aunque don Romualdo, vale un poco
más que usted, pero ya veremos en lo que queda
cuando se entere su devota y anciana madre de
que vino a esto de las putas. Ella rezando en casa
porque se arregle España y él aquí, desarreglán-
dola. No va a faltar el canto de un duro para que
le dé un telele de tanta vergüenza, cuando sepa
sus andanzas. Lo suyo, don Romualdo -añadió tan
fresca doña Manuela, personalizando-, es lo de ser
monaguillo y levantarle el faldón por detrás al
cura. Usted es un papamoscas; ya ve... casi todos
emparejados trabajando entre las matas y usted
dando vueltas como un zombi, con el picha corta
de don Serafín. (Remató desvergonzada)
Doña Manuela fue requerida nuevamente por la
autoridad, para que dejara de molestar. El conce-
jal que acompañaba a mi padre la señaló con el
dedo mocho, recriminándole que estaba exacer-
bando los ánimos de algunas gentes que iban a lin-
charla por charlatana, y le estaba bien, ya que no
la soportaban más: '¡Que se calle usted ya, de una
puñetera vez: coño!' Y doña Manuela, ante la
forma y el tono de la reprimenda, se calló, por fin.
Ya antes el concejal, hablando para sí mismo, se
decía: “pero esta puta tía que se mete con todos,
no habrá algún valiente que la mate...”
En otro ángulo del escenario, don Cristóbal y el
lascivo de don Jaime, que casi siempre andaban en
pareja, como para hacerse más fuertes y quitarse
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Carlos J. González Alonso
el miedo, habían logrado acorralar a una hembra
hermosa dentro de unos matojos espesos al pie de
los avellanos que había junto a unas hayas altas.
La expectación se encendía por ver si conseguían
algo, pero ellos, daban vueltas y más vueltas,
como perros malos de caza, cada uno por su lado,
corriendo alrededor de los arbustos.
-‘Da gusto de verlos sudar con ilusión’, repetía en-
tusiasmado un espectador tuerto, mientras nin-
guno de los dos contendientes se atrevía a introdu-
cirse en la maleza, por más carreras que daban al-
rededor de ella.
El safari iba por buenos derroteros, aunque las
muchachas, tremendamente selectivas, no se em-
parejaban con cualquiera: hacían bien.
Don Cristóbal ya se había detenido exhausto, sin
cazar nada, no podía más, pero lo disimulaba ante
el público, como dando a entender que de lo que
estaba cansado era de lo contrario: de castigar se-
ñoritas. Colocó sus manos sobre las caderas igual
que un campeón deportivo, y permaneció así pen-
sando, contoneándose orgulloso, con aire de sufi-
ciencia. Pero su brillante plumaje dejó de lucir
enseguida, igual que el cuervo al que engañó la
zorra y le quitó el queso. Aprovechando el des-
cuido de su pavoneo la pelandusca que se escon-
día en el matorral, azuzada desde la otra parte por
el astuto de don Jaime, salió corriendo junto a don
Cristóbal, pillándole desprevenido, orinando. Éste
no se bajó de la burra, ni cortó el chorro; apenas
volvió la cabeza para mirarla con indiferencia y
desprecio, reiterando con su actitud que ya estaba
harto y la dejaba escapar porque las tenía mejo-
res, y que ni se molestaba por tan poca cosa. Tal
arrogancia fue captada por el público, y también
por doña Manuela, que estaba en todas, y volvió a
hostigar con su peculiar estilo, sin aguantarse:
-¡Usted, don Cristóbal, es un solemne fantasma...!
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Cuentos contra la crisis
Un hombre cojo y serio, aunque un poco bizco,
que zascandileaba en torno a la autoridad, salió en
defensa de don Cristóbal, arguyendo que era un
hombre de bien al que se le debían muchos favo-
res y respeto. Y que si presumía, tenía por qué.
Gran parte del público le aplaudió y doña Manuela
no se atrevió a defenderse. Se quedó rígida y re-
sentida, entre la tensión ambiental, enterada del
riesgo que corría si criticaba al famoso abogado
que era una especie de vaca sagrada.
Después, esa porción de público que salió por don
Cristóbal y que quería verle una acción heroica
para colgarle las medallas,volvió a meterse con las
ninfas, diciendo que para algo se les gratificaba
cumplidamente, no para que no se dejaran por
nadie, e hicieran a muchos sudar tinta china.
Pues sabido era lo cierto, que el letrado de don
Cristóbal no había mojado la pluma.
El ambiente parecía enrarecerse, tal que si la
culpa la tuvieran las mujeres de vida alegre, al
amargarles la existencia a algunos, sin cumplir
con su obligación de alegrársela. Pero alguien
salió en favor ellas, y dijo que no había mujeres
frías, sino manos inexpertas. Fue la Clotilde, que
a veces se veía con doña Manuela. (Dios los cría,
y ellos se juntan)
Aunque contrariamente, la Clotilde, hablaba poco,
pero muy medido, a lo mejor eran complementa-
rias, y cuando se pronunciaba subía el precio del
pan. No tardaría en culpar subliminalmente a los
concursantes, y así sentenció:
-Se junta la inexperiencia y la impotencia; unos
son demasiado jóvenes, y los otros, demasiado vie-
jos. No hay un hombre en condiciones.
Su veredicto quedó en el aire como un nubarrón
amenazante de tormenta repentina; una nube de
pedrisco. El tomar de chivos expiatorios a los con-
cursantes, no era de recibo, ni bien visto, cuando
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Carlos J. González Alonso
todos los espectadores, eran familia, amigos o alle-
gados de ellos. La impredecible Cloti, igual hacia
de la vida una comedia de enredo, que un drama
litúrgico; nadie conseguía contemporizar con ella.
Era una mujer madura y rolliza, aún a la caza de
marido para vivir a su costa. Experta en fomentar
la infidelidad ajena, y levantar sospechas, como
ahora. La mirada incierta suscitada por ella, se
volvió en contra de las damas, pero además, esto
implicaba a la autoridad, empezando por mi padre
-yo ya estaba negro-. Menos mal que la sombra
tormentosa se diluyó enseguida. No se podía pen-
sar mal de los concursantes, ni de las señoritas.
El concejal las defendió con moderación, afir-
mando que no era cierto que hacían la puñeta y no
se emparejaban, porque ya estaban casi todas tra-
bajando religiosamente. Además, expresó conven-
cido y alegre:
-'Y para muestra, basta un botón'. Dejad de be-
rrear un momento que no hacéis más que ruido,
parecéis putas baratas en Cuaresma, y escuchad
entre esos matorrales más bajeros del monte; aña-
dió señalando lentamente la ladera con la larga ai-
jada, o aguijada de picar la yunta que portaba.
El auditorio, sumiso a la autoridad que tenía vara
alta, hizo el silencio ordenado para oír mejor lo
que se cocía. De los matorrales indicados por el
concejal con su aijada, salían los rebuznos cumpli-
dos de una coitación en plena efervescencia.
Se percibían con toda nitidez los jadeantes y libi-
dinosos bramidos de una hembra en acción, acom-
pañados por los ladridos inconexos y ahogados del
semental que la cubría. Ambos gruñidos orgasmá-
ticos al alimón, a punto de llegar al paroxismo, ve-
nían a rayar la locura sexual y estaban excitando
a un sector considerable de público que aseguraba
que no era de piedra.
-¡Vaya forma de fornicar más indecente…!, les
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Cuentos contra la crisis
voceó con su acritud ingeniosa -sin conseguir
aguantarse una vez más, intrépida y firme, doña
Manuela-, ante tal pasión y fogosidad inusitada.
Algunas gentes se empezaron a reír, sin saberse si
era por los gruñidos libidinosos de tal fornicación,
o por la crítica espontánea y mordaz, que con voz
arenosa y lenta, había hecho doña Manuela.
Su tono semejó al trueno velado y ronco que re-
tumba tras las montañas. Al no criticarla nadie,
por su disertación, ella se apuntó los tantos, colgó
las medallas y siguió a lo suyo, dirigiéndose ahora
a la señorita, directamente:
-¡Fornicas como una puta cerda…!; jodida de
mierda..., y encima lo haces así para darnos buena
envidia a los presentes… Y, ¿quién coños será el
pájaro que está ahí metido con esa tía?, inquirió
intrigada, tras una pausa, la irresistible de doña
Manuela.
Algunos del público, no discrepantes con ella, ya
que se había ganado al sector que se le ponían los
dientes largos, le gritaron a la chica que fornicara
para sí y se dejara de provocar; pero la dama,
como buena profesional de la farándula, seguía
con su concierto en do mayor, haciendo caso
omiso a las advertencias. ¡Vaya por Dios...!
Dado que una porción de público interesado sentía
gran curiosidad por saber quién era el verraco y
afortunado requerido por doña Manuela, empezó
a gritarle a Ramiro que era casualmente el que pa-
saba más cerca de los indicados matorrales:
-¡Ramiro, Ramiro...! Mira a ver quién leches está
ahí metido con una furcia, y atiza. Tírales unas pie-
dras para que salgan y se les vea el plumero. O si
no, entra tú también, a lo mejor, tienes que echarle
una mano al semental.
Ramiro Gomeznarro, pensó que sería buena opor-
tunidad de estrenarse, coger a una fulana ya en-
zarzada y que no podía escapar, pero estimó que
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Carlos J. González Alonso
lo más ético sería hacer lo primero que le había
sugerido el público unánime: ¡la democracia, es la
democracia! Tiró tres buenas pedradas certeras
sobre el matorral, con la destreza y puntería del
selecto tirador que era desde niño, y echó un gran
eructo, celebrando así la satisfacción del deber
cumplido. A la tercera pedrada dejó la interfecta
de berrear, y asomó la gaita, dándole un marcado
corte de manga a Ramiro, y diciéndole desafiante:
-¡Te jodes, que ya llegas tarde...!
Luego salió, sangrando por la frente como un
chivo, el alguacil, a la vez que intentaba subirse
los pantalones, sin conseguirlo, por el enorme
apéndice, que ya pendulón y pringoso, le salía de
entre ellos. Parecía el mismo Príapo, con su miem-
bro descomunal. ¡Qué barbaridad! La gente quedó
sorprendida y boquiabierta, y en sostenida mur-
muración y protesta porque el alguacil se hubiera
metido en donde no le llamaban. Doña Manuela
fue la única que le aplaudió. El concejal y mi padre
quedaron de piedra, consternados al saber el per-
sonal que tenían a sus órdenes. Encima el alguacil,
juraba cabreado como un carretero porque casi lo
matan, arguyendo que el tirar piedras no estaba
en el programa de 'A la caza del conejo loco'.
Al margen de su atentado contra la ética y deon-
tología profesional, nadie reparaba en la humilla-
ción de Ramiro, hecha por la hembra del imputado
semental, tras cortarles la berrea en su interfaz.
Todos estaban ciertamente defraudados por el mal
ejemplo de la autoridad en su ejercicio, cuando
doña Manuela entró al trapo, una vez más, pero
no protestando porque el alguacil se metiera en
camisa de once varas, sino alabando sus atributos
masculinos:
-¡Eso es una minga dominga, y no la de don Cris-
tóbal! Vaya zupo que gasta el buen señor; quien lo
pillara en una noche loca de amor. No me extraña
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Cuentos contra la crisis
que la furcia gimiera como una burra caliente.
Ese badajo toca a misa, al sermón y al rosario
como Dios manda, y bien lo oímos todos. Y tú, Ra-
miro Gomeznarro, no tires la piedra y escondas la
mano: ¡toma ejemplo!, que buena falta te hace.
Ramiro que era un joven esmirriado y con muy
malas pulgas, a lo que se sumaba su mal humor
por no haber cazado nada y el desprecio de la que
estaba con el alguacil, no quiso pararse en la am-
bigüedad de doña Manuela, sobre si el ejemplo era
de los atributos viriles, o de conquistar; no esperó
a que doña Manuela prosiguiera con las suyas y le
cortó violento y radical:
-¡Puta cerda, si pronuncias una palabra más voy
para allá y te violo públicamente. Que todos vean
que tienes pito y eres un tío. Marimacho, que
nunca pudiste empreñar porque no eres una mujer
decente y por eso estás rabiada. Zorra asquerosa.
Di una palabra más, y voy para allá a violarte,
ahora mismo, que lo estoy deseando, y los que
están ahí esperan que vaya para verlo. Abre la
boca si tienes cojones, hija de mala madre!
Ramiro Gomeznarro habló con tal propiedad, elo-
cuencia, eficacia y determinación, que el público,
maravillado por la grandiosidad de su verbo lo
aplaudió a rabiar en larga ovación. Su literatura
práctica, del rompe y rasga, no soportaba ambi-
güedades. Doña Manuela se quedó fría, y salió de
allí inmediatamente, mirando de soslayo al ten-
dido, y con la boca muy cerrada, antes de que el
respetable terminara de aclamar a Ramiro por su
brillante y enfática alocución.
Se armó enseguida un gran revuelo, entre los que
aplaudían a Ramiro, por una parte, y los que se-
guían protestando por el engaño del alguacil,
aprovechándose de su autoridad. Mi padre y el
concejal tuvieron que intervenir por los disturbios,
pero no antes de que doña Manuela ya se hubiera
97
Carlos J. González Alonso
ido del todo, para evitar que pudiera escuchar y
aún volviera a liar otro guirigay con más morbo,
creyéndose que algunos salían en su favor, y una
vez olvidada la mala leche de Ramiro.
-¡Cállense ustedes ya de una puñetera vez, y ten-
gamos la fiesta en paz!; gruñó el concejal muy ca-
breado y con el ceño fruncido.
Desaparecida de la escena doña Manuela, las
cosas se normalizaron, pero sólo hasta que la Clo-
tilde que si hablaba, era de temer, vino a respirar.
Justo es decir que la Cloti, era medio revieja y
medio ninfómana, o quizá, ninfómana entera, y es-
taba amancebada con el alguacil. Así al surgir el
incidente por él protagonizado, aseguró que era el
único hombre en condiciones que había entre los
gallinas de concursantes. El remate llegó cuando
la Cloti, celosa de ver al efebo de sus entretelas
con otra, manifestó que la escena la había puesto
la mar de cachonda, y que no se bajaría esa tarde
del monte sin pasar por las armas a alguien. “¿A
quién no le gusta echar una canita al aire un día
como éste?”, aun se justificó. Seguro que era tam-
bién por despecho. Algunos le dieron la razón, al
exclamar: ¡Claro que sí, un día es un día, coño!
El interrogante sobre el sujeto a quien quería ar-
cabucear la Cloti, quedaba abierto, y estas incóg-
nitas no ayudan a pacificar a nadie, en semejantes
circunstancias. Pero, lo peor fue que el gallinero
se alborotó nuevamente, y entonces la autoridad
del concejal, sacada ya de sus casillas, se subió vi-
sible a un peñasco con la aguijada en alto, y muy
expectante, sentenció categórico y radical:
-¡Verás el hostiazo que le arreo al primer listo que
abra el pico!
Y mano de santo. El concejal sabía de los pingües
beneficios de ir armado con su vara reglamentaria
de avellano, cortada en menguante; lo confirmó
enseguida de colofón: “palo largo y mano dura”.
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Cuentos contra la crisis
Le tenía que haber picado con el aguijón de su ai-
jada a la Cloti en el culo, a ver si dejaba de tanto
menearlo y provocar.
Todos hicieron caso al concejal al ponerse hecho
un basilisco, y una vez subido al andamio esgri-
miendo el palo levantado presto a ceñírselo a al-
guien en el lomo. Y así se relajó el populacho.
El programa siguió con su desarrollo normal, tras
este flamante toque de atención, que en su trono
episcopal hizo ostensible el concejal, cual si fuera
el padre prior repartiendo bendiciones urbi et orbi
desde el púlpito. A pesar de ello, la Cloti siguió os-
tentando su arma de seducción, el culo, que res-
tregaba a cualquiera por las narices, sin que por
ello llegara a causar alarma social, y pese a que
algunos decían que estaba jamona y andaba alta.
Después de la tempestad vino la calma. En reali-
dad las cosas se compusieron desde que la sombra
alargada de doña Manuela desapareciera de es-
cena. Alguien señaló que para quitarla de en
medio había que pasarla a cuchillo, y así, ipso
facto, irrumpió violento e imprevisible Robustiano
con un cuchillo jamonero en la mano amenazando
a la charlatana mientras le decía: “te voy a joder,
pero con el cuchillo”. Robustiano estaba cortando
jamón más abajo, junto al camino. Era cojo de na-
cimiento, y daba gusto verlo andar de lejos con su
vaivén, enfurecido y armado. También muy bruto,
malencarado y pariente de Ramiro Gomeznarro, y
se conoce que conminó a la prójima con mala cara,
aunque ésta no podía vérsele por las largas y ne-
gras barbas de chivo que la cubrían.
Mientras tanto yo no dejaba de pensar en la gitana
y de observar cómo no se emparejaba con nadie y
mantenía intacta su virginidad de Diosa Madre.
De aquella gitana me gustaba todo, hasta los an-
dares; no sólo su castidad de dama noble, y alta
alcurnia; también su marcada personalidad; sus
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Carlos J. González Alonso
gestos misteriosos y precisos, y aquellos rasgos
orientales que parecían emerger de la lejanía del
olvido. Adoraba con ternura el bronceado color de
su piel de ángel y su rostro, a veces tan ensombre-
cido y similar a mi vida.
Fue la que mejor cantó y bailó en las actuaciones.
Al día siguiente, en un concurso de tangos, entre
los mejores galanes del pueblo y las señoritas, ya
disfrazadas de mujeres decentes, y con suntuosos
hábitos hasta los pies vestidos, dieron el premio a
la pareja formada por mi padre y la gitana. La
gente se emocionaba al ver cómo bailaba su al-
calde con la mejor de las artistas. Era algo real-
mente estético y magistral. Ya me gustaría a mí
dominar el tango como mi pobre padre, pero yo no
sé bailar ni el pasodoble. Algunos decían que ni en
las películas bailaban mejor los tangos de Carlos
Gardel. Cuánto me gustaría bailar con aquella gi-
tana, aunque no fuera más que una mazurca.
Me apasionaba su moderación cuando era preciso
y su rotundidad en caso necesario.
Al marchar todas las artistas, la gitana dio un giro
rápido y volviendo contra mi padre, le dio dos
besos apretados sin decir palabra. Mi padre se
quedó tibio por la emoción, mudo, y yo también,
por la vergüenza.
Para mí la gitana era la personificación de la be-
lleza; ¡cuánto me hubiera gustado volver a encon-
trarla, y poderme contemplar en el tenebrismo
profundo de sus ojos!
La más deseada por todos y la única que no se fue
con ninguno, el día de la cacería de mujeres. En la
primera parte del safari, Modesto, estimulado por
tanta animación que recibió de sus parientes y
allegados, la persiguió a sangre fría. Estuvo a
punto de cogerla porque a ella ya le daba pena y
se compadecía del denodado esfuerzo y sacrificio
que Modesto ponía en el empeño, por quedar bien
100
Cuentos contra la crisis
con los suyos, pero al final, ella, lo pensó mejor, y
haciendo lo propio, no se dejó.
Después del desaliento de Modesto, don Cristóbal
se hizo el fuerte, creyéndose que era siempre igual
de grande, y que la gitana se iría con él, y no con
Modesto, porque era un pobre diablo que no tenía
ni donde caerse muerto. Don Cristóbal pensaba
que era tan importante desnudo como vestido, y
que no se podía comparar con ningún mindundi de
aquellos, porque con solo levantar un dedo y dar
un silbido ya tendría a la gitana a sus pies.
Ella, sin reaccionar al requiebro, ni siquiera le
miró. Don Cristóbal se llevó la mayor decepción de
su vida, al no conseguir ni una sola señorita. Lo
único que logró fue quedar en ridículo por la len-
gua viperina de doña Manuela.
Esto también le dolía bastante. Cuando Ramiro
Gomeznarro logró callar la boca de la cotorra de
doña Manuela, don Cristóbal le felicitó, dándole
de gratitud una palmadita en el hombro, como si
fuera su maestro:
-Muy bien, chaval. Lo has hecho muy bien, ce-
rrando el pico a esa resabiada bruja, después de
lo que se metió con muchos de vosotros. Le pe-
gaste justo donde más le dolía... Y por lo que res-
pecta al safari, ¿cómo se está dando la cosa?
-Mal; muy mal -contestó Ramiro desanimado, ha-
ciendo un ejercicio de sinceridad-. Si lo sé, ni me
apunto. Las putas ya están todas compradas y se
van con quien les da la gana. En dos ocasiones casi
agarro a una, y nada... A la primera la cogí por una
mano y me soltó un tortazo con la otra.
Después se la jugué a la siguiente y conseguí en-
gancharla por una teta. Se aguantó un poco, no sé
si por el dolor o por el gusto, y yo, por si acaso, me
puse cachondo, creyendo que la cosa iba por buen
camino, pero la soputa de ella, aprovechó ese ins-
tante de mi debilidad amorosa para armarse con
101
Carlos J. González Alonso
un pincho de palo y quitarme de encima. Casi me
saca un ojo. Se me deslizó de la mano como una
anguila y se fue también vivita y coleando. Ya ve
usted, don Cristóbal, lo que son estas putas tías,
le calientan a uno bien, y después...
En realidad Ramiro Gomeznarro sentía la mala
suerte por su santa madre que había quedado ilu-
sionada en casa encendiendo una vela a la Virgen
del Carmen, para que él destacara en el safari. La
madre de Ramiro vivía atenazada por el miedo a
la misteriosa sombra del más allá, y por eso su afi-
ción de las velas a los santos. Además, abrigaba el
presentimiento de que la farsa de la vida de su
hijo, había empezado en vodevil, pero seguro que
iba a terminar en tragedia.
Ramiro todo lo atribuía a otras causas y pese a que
estaba muy enmadrado, le gustaban otras vírge-
nes distintas a las que rezaba su madre. Coincidía
en eso con don Cristóbal a quien enloquecía la
carne joven, de tal forma que rayaba la pederastia.
Sería un abogado algo pederasta, quizá. Ramiro
durante su exposición daba por sentado que don
Cristóbal, al ser quien era, habría tenido mucha
suerte, y se sentiría cumplido. Pero éste, incapaz
de confesar su verdad de que no se había ni estre-
nado, seguía aparentando lo contrario, para no
herir su honor y mantenerlo en alto.
-¿Y, al final, qué hiciste, chaval?, le preguntó en
tono magistral, a Ramiro.
-Pues nada, esconderme entre unos arbustos y
cascármela como un mono salido debajo de una hi-
guera, si quise desahogarme; respondió Ramiro
Gomeznarro espontáneo y un tanto ruborizado de
su declaración, acerca de que para aliviarse tras
semejante fracaso se la había pelado con una “ale-
manita” cual primate del peñón de Gibraltar.
-¡Eso no es nada, campeón! -repuso presto y cam-
pechano, quitándole importancia don Cristóbal-,
102
Cuentos contra la crisis
es propio de tu edad. Eso mismo tuve que hacer
yo con 58 tacos a cuestas, aunque no debía de-
cirlo. Si bien, claro está (repuso con solemnidad el
magnánimo letrado), tuve que meneármela, a mi
provecta edad, para ahuyentar a las señoritas que
me perseguían como las moscas a la miel, después
de que ya estaba harto de ellas. No sabía cómo
despacharlas. Cuando me veían en tal actitud
entre el ramaje y el olor a helechos machacados,
se cabreaban, llamándome guarro y viejo verde,
pero solo así me las quité de encima.
Don Cristóbal sabía bien consolar a los clientes
que sacaba los cuartos, por algo era abogado. Ter-
minaba creyéndose todo lo que era capaz de ima-
ginar: 'A mi provecta edad -volvió a repetir con
ceremoniosidad litúrgica-, aunque me gusta bene-
ficiar respetuosamente a señoras potables de mi
quinta, también me ilusionan y vuelven loco las se-
ñoritas jóvenes, tan proclives a la admiración de
la experiencia que da la vida y a sorprenderse de
cuanto anhelan'.
Ramiro Gomeznarro contemporizaba a veces con
don Cristóbal. Éste le recordaba su niñez, y que
cuando tenía seis abriles, era más listo que el ham-
bre y manejaba el tirachinas como los mismos án-
geles del cielo. Él decía “abriles”, aunque Ramiro
había nacido el día de difuntos.
Y en estos lances estaban cuando apareció en es-
cena el Sr. Gumersindo, otro viejo solterón, de los
pocos que participaban. A saber si se acercó por-
que vio a don Cristóbal, y con qué fin... El Sr. Gu-
mersindo era buen raposo de gallinero, y tenía
fama de matarlas callando. Taimado y poco habla-
dor, al parecer, esta vez no había cazado nada.
Venía algo coloradote aunque no era gordo y le
preguntó a don Cristóbal, directamente:
-¿Sabe usted, don Cristóbal, si queda alguna zorra
libre aún resabiada?
103
Carlos J. González Alonso
Don Cristóbal creyó que la pregunta iba con se-
gundas y no contestó, haciendo como que no había
oído por estar hablando con Ramiro.
El Sr. Gumersindo era ex notario de ayuntamiento,
alto de tipo, y aspecto introvertido. Por su carácter
circunspecto y condiciones de vida tenía un singu-
larizado historial. Don Cristóbal lo recordaba de
pasada para ver por donde le podía meter mano,
pero dado al hermetismo del Sr. Gumersindo, no
encontraba cómo. Quería atacarle de la forma pre-
ferida: humillándole. Pretendía que el Sr. Gumer-
sindo no le hiciera sombra. En el fondo ya le había
despreciado al no querer escucharle. Al final salió
por peteneras, y le respondió tarde y con resabio:
-Esa pregunta sobra, Sr. Gumersindo; todo el
mundo sabe si está trajinándose a una señorita, o
más solo que la una, como usted.
Don Cristóbal le habló con su peculiar petulancia,
sin mirarle; sin esconder el orgullo de su suficien-
cia, evidenciando la soledad del Sr. Gumersindo,
porque nadie le había hecho caso.
El Sr. Gumersindo no quiso entrar al trapo y al
igual que antes su contrincante, contestó tarde,
mal, y nunca. Don Cristóbal, en su actitud de de-
jarle de lado, continuó hablando con Ramiro Go-
meznarro, que le prestaba buena reverencia.
Prosiguió pavoneándose para que le oyera el Sr.
Gumersindo, demostrando el interés suscitado
entre las niñas que se lo rifaban. Al ocultar su fra-
caso se afanaba en aparentar lo contrario con sus
alegaciones, sabiendo como abogado que una
mentira repetida se convierte en verdad:
-Porque el hecho de que este pueblo tenga repu-
tación de buenas braguetas -exclamó alegremente
don Cristóbal-, no quiere decir que en un bello es-
pectáculo como éste, de caza de señoritas más ca-
lientes que el rabo de un sartén, haya por el
contrario pichas frías y decrépitas que vengan a
104
Cuentos contra la crisis
degradarlo, incapaces de encender el fuego divino
de su amor y darle lo suyo.
El Sr. Gumersindo ante la verborrea pedantesca y
administrativa de don Cristóbal, miraba para otro
lado, arrepentido de acercarse y como que le res-
balaba la sentencia absolutoria.
Recién jubilado mantenía intacta su soltería al
igual que su buen porte físico y esto segundo era
lo que le causaba al barrigón de don Cristóbal la
envidia que le mordía por dentro. El Sr. Gumer-
sindo, se había ganado la fama de conquistador,
que no de galanteador, al 'haberse quilado a la se-
ñora del médico, que era una hembra que le ron-
caban los cojones', al decir popular. El marido,
médico de cabecera, cuando los pilló in fraganti,
estuvo a punto de cometer un horrendo crimen al
perder la cabeza de rabia o envidia. Los amigos ín-
timos del Sr. Gumersindo decían que ojalá lo hu-
biera matado a él, que no a ella, que ella podía dar
juego a más parroquianos, pero sí al Sr. Gumer-
sindo, por zorro y cabrón. Por no contarles a ellos
que se la estaba beneficiando, lo que les hubiera
hecho mucha gracia e ilusión al saberlo. Porque a
los amigos -decían ellos cargados de razón-, hay
que comunicarles en la francachela tabernaria, las
conquistas gloriosas habidas, que para eso están.
No para enterarse por terceros; por otros que no
tienen vela en este entierro.
Las malas lenguas matizaban sobre esta corna-
menta, que desde luego el Sr. Gumersindo no se
la había seducido por charlatán, sino por todo lo
contrario, por ser muy reservado, que era lo más
valorado por una estupenda señora casada dis-
puesta a cornamentar a su hombre, y ‘por hacerla
buenos regalos, y detalles que el médico no tenía,
a cambio de zumbársela’, según la justificación del
vulgo. Lo cierto es que el elegante Sr. Gumersindo
había tenido que ver con las fuerzas vivas del
105
Carlos J. González Alonso
lugar, y esto no le agradaba que se supiera, pero a
don Cristóbal, le molestaba la evidencia. En el
fondo, el Sr. Gumersindo era una tumba, y cuando
este hecho salió a la luz, no se dio por aludido, y
por suerte la cosa no pasó del rumor. Casi, ni se
corrió la posibilidad de que anduviera en malos
pasos con la respetable señora del médico.
En el fondo el Sr. Gumersindo quería solidarizarse
en la desgracia con don Cristóbal, comentarle que
por su edad, ambos ya no estaban para estos tro-
tes, cosa de jóvenes, y por eso se acercó, pero don
Cristóbal no quería saber nada que no fuera de su
propio ego y elevara su orgullo, para quedar siem-
pre por encima de los demás. Y, una supuesta hu-
mildad, aunque compartida, la consideraba una
humillación; algo que jamás podría encajar con la
egolatría de su espíritu soberbio y fanfarrón.
En estas cuestiones nadie le bailaba las aguas.
Pero quien no sabía don Cristóbal que se las iba a
bailar, y no sólo a él, sino también al Sr. Gumer-
sindo, era Lucio Luciano, que estaba a punto de
llegar. El safari iba pronto a terminar; los concur-
santes se veían ya parados en corrillos, por cual-
quier lugar del monte, comentando las jugadas. El
alguacil, con la cabeza vendada por la pedrada de
Ramiro, tocaría enseguida el silbato, para que los
concursantes bajaran al camino a vestirse, conclu-
yendo así la cacería.
Luego vendría lo del premio para el mejor semen-
tal garañón, al deliberar las señoritas. Don Cristó-
bal y el Sr. Gumersindo seguían rivalizando de
modo encubierto, cada cual por su lado, cuando se
acercaron dos amigos de Ramiro Gomeznarro,
bastante similares a él, en condiciones de edad y
circunstancias, aunque aún más audaces; venían
también de retirada y desencantados, igualmente.
-Traéis la misma cara que yo -les dijo tenso, con
cierto empaque Ramiro, al verlos-. Sólo vinimos
106
Cuentos contra la crisis
aquí a que se rieran de nosotros, ya que no nos
hemos jalado ni una puñetera rosca ninguno.
-Quien sí se la ha jalado, fue el industrial Lucio Lu-
ciano, afirmaron jovialmente los dos al unísono,
como testigos fehacientes del hecho.
Don Cristóbal escuchó esto, pero haciendo oídos
sordos, declinó toda pregunta y comentario.
El Sr. Gumersindo asintió con la cabeza, como si
él también supiera que Lucio Luciano era el único
de los viejos que había hecho algo, pero en el
fondo a los dos, la afirmación les cayó como una
perdigonada a las perdices. La jubilosa actitud de
los jóvenes recién llegados, puso aún más irascible
a don Cristóbal, encerrado en su silencio.
-Míralo -dijo por lo bajo, refiriéndose a él, un
amigo de Ramiro-, este fantasmón como no puede
acreditar que ha mojado, se calla como ‘un puta’.
A mí no me engaña este miserable. Tenía que
haber visto a Lucio Luciano, trabajando, como nos-
otros lo vimos.
No habían terminado de referirse a Lucio Luciano,
cuando exclamó Ramiro Gomeznarro, cambiando
el semblante:
-Y hablando del rey de Roma, por la puerta asoma.
Lucio Luciano venía tranquilo por una vereda cu-
bierta de retamas, canturreando canciones de
guerra y asturianadas lentas, en disposición ri-
sueña y positiva como era su natural. Ramiro y sus
dos amigos se contentaron al verle acercarse, y su
alegría y admiración contrataba con la actitud de
don Cristóbal y del Sr. Gumersindo que para nada
hacía gracia la presencia arrolladora de Lucio.
Lejos de encontrar cierta solidaridad, los tres vie-
jos se llevaban a matar entre sí. Los amigos de Ra-
miro, ya habían contado cómo Lucio Luciano
estaba ventilándose a una señorita, y que había
quedado atrás, limpiándose la leche sobrante del
prepucio con un puñado de hierbas secas; y que
107
Carlos J. González Alonso
no tardaría mucho en llegar, como así fue.
Y en cuerpo presente, habló Lucio Luciano, pala-
bra de Dios, te alabamos, Señor.
Arguyó que iba de retirada, porque ya había cum-
plido felizmente, como un buen cristiano.
Y además en tres ocasiones distintas, dijo Lucio al-
tanero con cierta malicia. Y cubriendo bellas hem-
bras cual gran semental, aún añadió.
Don Cristóbal y el Sr. Gumersindo, pusieron una
cara más larga que una semana sin pan, y ni le mi-
raron, si quiera. Contrariamente los tres jóvenes,
ávidos de escucharle, le mostraron presta aten-
ción. Lucio Luciano, les dio la espalda a los viejos
para hablar a los jóvenes con cumplida elocuencia.
Estos bien sabían que él era el más poderoso de
todos los concursantes, el ricachón del pueblo, y
que sin embargo no le gustaban honores en el
trato, ni reverencias de ningún tipo:
-Eso son estupideces -afirmaba Lucio Luciano,
despectivamente-. Como yo no quiero eso, no me
lo dan. Sin embargo aquí hay mucho chupatintas,
que vive del cuento; son los meapilas y caciques
que quieren que les rindan honores, los soplagai-
tas que no tienen más que vanidad y sólo les im-
portan las apariencias, pero al fin, como bien decía
mi difunto padre: don sin din, mis cojones en latín.
Al rematar esta frase resolutiva, los tres jóvenes
aplaudieron, dando un fuerte ¡Bravo! a Lucio, lo
que hizo partir a don Cristóbal y al Sr. Gumer-
sindo, cada cual por su lado. Don Cristóbal salió el
primero, como el tío de los mixtos, sin decir esta
boca es mía. Al momento de iniciar el paso para
irse también huyó el Sr. Gumersindo, como alma
que lleva el diablo. Lucio Luciano, cuadrándoles
mejor la espalda que ya les daba desde que se pre-
sentó, en señal de desprecio, levantó una pata do-
blada ligeramente por la rodilla, apuntó directo
hacia ellos, y les soltó dos tremendas ventosidades
108
Cuentos contra la crisis
ruidosas, cuyo eco pareció retumbar finalmente
por entre las copas más atas de los árboles.
-¡Ale...! ¡Fuego a discreción! -dijo con gravedad un
amigo de Ramiro en la pausa, como si no hubiera
quedado clara la intención de Lucio y necesitara
subrayarla-, uno para don Cristóbal y el otro para
el Sr. Gumersindo, que así van bien servidos.
Los tres jóvenes empezaron a reírse socarrona-
mente, mientras Lucio Luciano se orinaba patas
abajo, por la presión que había hecho en el vientre
para soltarles el oportuno par de cuescos a los vie-
jos. Lucio, tras cierto escozor de micción al orinar,
se estaba meando solo, igual que un elefante anti-
guo cuando acaba de fecundar, con esfuerzo inau-
dito, a una joven hembra paquidermo deseosa.
Aunque sufría estreñimiento, no tenía problemas
prostáticos y daba gusto verle orinar. Era maestro
en el arte del esfínter anal y conseguía ejecutar
una escala musical, con armonía, tono y melodía.
Durante el safari, cada vez que daba una carrerita
detrás de una moza, ventoseaba con estruendo y
técnica, y gritaba al verla escapar: '¡Viva la madre
superiora!', o cualquier consigna connotada con el
clero. Otras veces, al expeler los innobles gases,
exclamaba puño en alto, o en saludo falangista:
'¡Muera el comunismo!', o '¡Abajo la República!'
Cuando quería oficiar en el sonoro arte proscrito,
se frotaba con la mano en redondo su enorme ba-
rrigón y frunciendo el ceño de cerdo cabreado pro-
ducía las oportunas explosiones que llamaban la
atención al respetable. Luego, según la ocasión,
acompañaba al retumbo con un dicho gracioso y
original, o una expresión exclamativa de avieso
contenido, que en este caso tenía tinte político, ya
que por ahí iban los tiros del safari.
Lucio era dicharachero, bajito, gordo cual retaco
y caía rondando como si nada. De él se decía por
su vivacidad que sabía latín, y era cierto, ya que
109
Carlos J. González Alonso
de joven iba para cura; lo tuvieron que echar del
seminario, por travieso. Les contó a los jóvenes
cómo se había trasquilado a la tercera moza, y las
dificultades que tuvo para cubrirla, por su corta
estatura y estar ella por encima, en la pendiente.
Luego, al parecer la moza, sabiendo que Lucio
tenía derecho de pernada en el safari, quiso facili-
tarle la labor y se puso por debajo en el terreno
con lo que ya quedaba bien la cosa, a nivel, pero,
según comentó con ironía, ya era tarde.
-Los pequeños -bromeó Lucio burlón, sobre su es-
tatura-, no crecimos porque ya sabemos que
somos bajos; si nos hubieran dicho que éramos
altos, habíamos crecido más.
Lucio era impetuoso y simpático, y hasta espantó
con su llegada la presumible amistad de don Cris-
tóbal con Ramiro Gomeznarro que éste casi agra-
deció. Pues a don Cristóbal le gustaba creerse
padre espiritual de Ramiro desde que quedó huér-
fano, siendo niño. Ramiro era hijo del enterrador
oficial que murió a resultas del catarro que le con-
tagió un muerto. Y se comentaba que la madre de
Ramiro, entonces de buen mirar, incluso, de buen
ver, había dado que decir con don Cristóbal, espe-
cialista en viudas, por pedirle ella algún favor.
Pero don Cristóbal ya se había ido de esa manera,
echando chispas, y muerto el perro, se acabó la
rabia. Ramiro Gomeznarro, respiró. Pese a sus die-
cinueve años, era un filósofo pragmático, al más
puro estilo carpe diem.
Es decir, que las premisas, mayores o menores, de
sus silogismos se repartían, entre: el aquí te pillo,
aquí te mato; que me quiten lo bailao; el que venga
detrás, que arree. Otras propuestas de su discurrir
metafísico para los domingos y fiestas de guardar,
rondaban en torno a: la perseguida hasta el catre
en el pajar de su abuela; el que pregunta, queda
de cuadra; la maté porque era mía y ahora me ve
110
Cuentos contra la crisis
y no me habla. En estas metodologías escolásticas
solía llamar a las cosas por su nombre, sin eufe-
mismos innecesarios.
Lucio Luciano brillaba ahora por si solo, cual ruti-
lante estrella del firmamento. Máxime cuando fue
preguntado por la categoría de la moza lidiada, y
eufórico, expresó: “Moza tan fermosa / non vi en
la frontera / como esta vaquera / de la Finojosa. /
Faciendo la vía / del Calatraveño...”. Su particula-
ridad de pasar de la lírica a la escatología en un
santiamén, causaba vacilación en el receptor, por
la drástica irrupción de la ficción en la realidad y
viceversa; por el juego entre lo vulgar y lo sublime.
Este rasgo original de su personalidad compleja le
suponía cierta rivalidad con algunos poderosos del
municipio. También eran cosas de la competencia.
Lucio dominaba la industria de la zona, era muy
listo y conocido en la comarca, tenía, además bue-
nos enredos de familia, hijos repartidos entre va-
rias mujeres, mucha mano izquierda, y aun más lo
que le daba tanta notoriedad: dinero.
Sus negocios eran diversos y variados, hasta el de
trata de blancas, pues no en vano había bromeado
en la cantina el día antes, refiriéndose a las don-
cellas: “no os quejaréis este año del selecto ga-
nado que os traigo para la fiesta”. Eso sí, tenía
también aunque tardío, un pronto bastante
brusco, si bien, no tanto como el concejal que no
dejaba el palo de la mano. Mi padre decía que
Lucio Luciano era un tío muy inteligente, divertido
y generoso, pero que no se le podía intentar torcer
la intención como a los gatos. Al parecer su expul-
sión del seminario se debía a su desacertada vo-
cación poética, y se produjo cuando hizo un poema
épico al aire negro que soltaban a su paso las so-
tanas de los curas, y que causó gran escándalo.
A lo mejor, Lucio estaba reencarnado en el espíritu
de cualquier santo, y de eso le venía el amor por
111
Carlos J. González Alonso
la iglesia, aunque también pudiera estar metido en
el aura o duende de algún sabio de la antigüedad,
o de algún guerrero famoso de la Edad Media. La
providencia sabría sus verdaderos orígenes y sor-
prendentes misterios, y el porqué de sus efectos
paradójicos y devastadores.
Algunos asistentes interpretaban que Lucio Lu-
ciano se reía igual de las derechas, o conservado-
res, que de las izquierdas, o liberales, porque le
importaban lo mismo: nada, y se ponía el mundo
por montera. Por eso tardaba mucho en enfadarse.
Lo que más le gustaba era el teatro, y cual buen
actor sabía que aplicado a su actividad industrial
le reportaba pingues beneficios.
Era un artista positivo, para quien el producto que
necesitaba el público coincidía con el que su
marca podía vender.
Un participante providente, entre sus críticos, al
observarle el comportamiento, meneó negativa-
mente la cabeza en señal de duda y dijo preocu-
pado, con cierta ecuanimidad:
-Ya se sabe que aquí como en París, quien manda
es el dinero que es el dios más venerado.
Lo que no sabía este asistente, ni muchos otros,
que quien pagaba aquel lúdico evento era Lucio
Luciano, por muy comediante que fuera, y que el
premio ya estaba asignado secretamente para él.
Se iría en viaje de luna de miel al Caribe, con la
señorita que eligiera para tal fin.
Uno de la junta que tenía conocimiento de todo el
meollo, y era además empleado suyo, lo defendió
con buen criterio, a capa y espada:
-Justo es que se ría un poco de algunos, cuando él
nos hace reír tanto a todos; es quien más dinero
dio para las fiestas, y lo pasamos muy bien con los
pedos que se tira. Además -remató fulminante
para cortar la incertidumbre por lo sano-: el que
tiene la plata, jode y raja.
112
Cuentos contra la crisis
Lucio Luciano no sólo gozaba de gran predica-
mento social por todo el Bierzo, sino, mucho más
lejos; hasta en Madrid, si se juzga conveniente
citar a un pariente suyo que había invitado a par-
ticipar como concursante en la cacería. A esta
sazón estaba presente el señor Sevilla, un aristó-
crata madrileño venido a menos, pulcro y refinado,
que había acudido por si remediaba su problema
sexual. Según Lucio Luciano, el traer al señor Se-
villa fue fruto de una decisión familiar:
-A ver si allí -se acordó en cuorum familiar desde
el foro-, al encontrarse en plena naturaleza virgen
con las hermosas hembras en su estado salvaje y
deseosas de macho, recobra el vigor sexual y con-
sigue volverse hombre, que buena falta le hace.
Según se dijo, el señor Sevilla, con la recomenda-
ción de Lucio Luciano, cumplió religiosamente y
se marchó hecho un verraco hacia Madrid. Ma-
queadito, sensible y tan contento y reverente,
daba gusto verlo, inclinándose para besar la mano
a las señoras y darles sus cumplidos respetos, y
tabaco rubio. Lucio Luciano aseguraba de su pa-
riente, que en sus buenos años, había jodido más
que el gallo de la pasión, y que le metería con una
que fuera más puta que Maríamartillo, a ver si lo
sacaba de su doliente letargo.
Al señor Sevilla, cegado por la vanidad, le obraba
un brillante historial hembril; de tal manera que a
la vejez, viruelas, tras un accidente sexual finalizó
su campaña precipitadamente, y ahora, decrépito
y en ruina económica, no conseguía -ni tras enco-
mendarse a todos los santos- cumplir la prescrip-
ción facultativa: materializar su deseo postrero y
última voluntad, de renacer para despedirse de
este Valle de Lágrimas, con las botas puestas.
-Experimentó gran impresión -comentó de él,
Lucio, orgulloso, casi emocionado-, al verse frente
a un hermoso culito joven y virginal, redondo y
113
Carlos J. González Alonso
desnudo. En principio la yegua quiso evadirse, se
metió entre unos ramajes pero quedó entallada, y
sólo podía escaparse si daba para atrás, pero allí
estaba ya mi pariente preparado con la escopeta
cargada, el señor Sevilla, que la entrampilló por la
parte posterior como un chaval. Después de em-
potrársela, la jaca se justificó diciéndole: 'te dejo
porque me lo manda Lucio Luciano', pero de esto
-añadió guiñando el ojo picarón Lucio, casi en voz
baja-, no dije nada, para que el señor Sevilla lle-
vara para Madrid, además del logro de un buen
galardón, el honor de habérselo ganado a pulso.
El safari ya terminaba y se oía desaforado el pito
del alguacil convocando la reunión de todos los
concursantes. Eso sí, además de oírle, daba gusto
verle descalabrado, con la olla vendada en cruz,
que pudiera haber sido la cruz roja, de haber sido
las dos vendas de color rojo, pero sólo lo era una,
la otra, era negra, con lo cual ya vemos lo que sim-
bolizaba. Don Cristóbal bajaba cabizbajo y dismi-
nuido, y por otra parte se veía la gitana descender
orgullosa hacia el camino, sin que nadie hubiera
conseguido ponerle ni una mano encima.
Me alegro de la cura de humildad que le dio aquel
día al creído caballero español, pese a los denoda-
dos esfuerzos del donjuán para que no desmere-
ciera su imagen. La gitana fue lo que más me
importó de toda la fiesta. Aquella mujer pasó a ser
mi amor platónico, nacido en las bacanales que en
mi adolescencia organizó mi padre para ofrecer a
su pueblo una de las muchas dimensiones prohi-
bidas de la libertad. (...) El veredicto de las artistas
llegó -ahora recuerdo-, y también la sorpresa,
cuando eligieron al ganador. Todos esperaban que
Lucio Luciano recogiera el premio, como ya estaba
cantado, por algo pagaba el safari, cuando las ‘mu-
yeres’, de improviso, dicen que el galardón es para
el alguacil, creando así un problema jurídico, ya
114
Cuentos contra la crisis
que lo del alguacil no era para premio sino para
entalegarlo en prisión por abuso de autoridad y
sinvergüenza. De su inquina y mala intención ten-
drá que rendir cuentas a Dios en el valle Josafat el
día del Juicio Final. Por defectos de forma terminó
todo aquello como el rosario de la aurora.
El alguacil había sido sorprendido in fraganti ha-
ciendo de juez y parte. Alegó en su defensa que
andaba, ‘como puta por rastrojo’, con el embolado
que le había caído encima. Y que, además, sólo se
emborrachaba una vez al año: el día de la fiesta.
Luego, el azote de quienes velaban por la integri-
dad de la fe, la moral y buenas costumbres, no se
hizo esperar. Estratégica y logísticamente, por una
parte, no quedaba lejos el obispo de Mondoñedo,
y por la otra, la comarca del Bierzo resultó conmo-
cionada -como ya se dijo- y la noticia pronto llegó
a Astorga, sede episcopal, incluso hasta León, la
capital de los Guzmanes. Había un señor que era
prelado y dignatario provincial del cabildo cate-
dralicio y tenía su peso específico en el juicio su-
marísimo. Y, resumiendo, una marquesa siempre
tiene un amigo cura, o canónigo doctoral, y ocu-
rrió que la señora marquesa debió chivarlo todo.
Y además, por escrito. Y ya sabemos que lo escrito
permanece, y las palabras las lleva el viento”.(2)
115
Carlos J. González Alonso
dará su último gemido. Pronto llegará el frío invierno, y un silencio os-
curo se precipitará sobre mi tumba. El mundo se ha empeñado en des-
truirme. Cebada conmigo la desgracia, mi existencia sólo tiene un
horizonte de adversidad y muerte. Estoy obligado a traicionarlo todo,
detesto esta vida que no es mía y me rebelo".
117
Carlos J. González Alonso
L
a democracia llegó con ímpetu de algarada,
pero con menor estridencia que la II Repú-
blica. Aquella democracia republicana trajo
la guerra, porque nadie quiso convivir en paz con
su vecino, ni siquiera en paz consigo mismo, y
cada cual prefirió arreglar el mundo a su medida
y administrar la justicia por su cuenta. Algunos no
quisieron la democracia, ni la libertad, ni la Repú-
blica, ni las siguen queriendo, porque no se fían.
La libertad republicana fue aprovechada para en-
trar a degüello y cayó en el libertinaje del pistole-
rismo. En aquel caos sangriento se justificó el
Golpe de Estado que trajo la guerra, aunque tanto
causa como consecuencia son injustificables.
Muchos dijeron que esto no tenía arreglo. Que
sólo se arreglaba a tiros. Y venga, pistola en mano
y a darle gusto al dedo en el año 1936. ¡Adelante
el Frente Popular! Que para eso ganó las eleccio-
nes en febrero. “El Frente Popular necesita reva-
lidar con las armas la victoria ganada en las
urnas” (Ahora se descubre que fue falsa) La fata-
lidad española es mucha fatalidad.
La historia de este atrabiliario país está escrita
con sangre, dolor y muerte. José Antonio, veía una
triple división, y proponía buscar una empresa co-
lectiva que superase esas diferencias, para que Es-
paña volviera a ser grande como en sus mejores
tiempos. Era el imperio en cuyos dominios no se
ponía el sol. Desde entonces los españoles buscan
el enemigo adentro, y no dejan de dividirse para
zurrarse la badana. Los españoles siempre andan
jodiendo la procesión. Siempre detrás de los
curas, con una vela, o con una estaca. Les gusta
118
Cuentos contra la crisis
mucho jugar con Dios, y por eso no hay Dios quien
los gobierne. Fíate de la Virgen y no corras. Los
anarquistas con su mundo anárquico; los falangis-
tas creyéndose en posesión de la verdad querían
arreglar España fusilando. Ahora andan más divi-
didos que las putas de la zona industrial, porque
según mi amigo, el Dr. Morata, no tienen a un
Franco que los unifique como en aquella ocasión.
A Falange Española la llamaban, “Funeraria Espa-
ñola”. Los anarquistas fusilaron menos porque no
se ponían de acuerdo en nada. En cierta ocasión
fueron una noche a “pasear” a un hombre y al re-
cibirlos su esposa, les dijo:
“Ha muerto”, ¿Pero cómo? Los milicianos se lo en-
contraron en el ataúd entre cirios y rezos. El que
mandaba la banda de fusileros, miró para atrás a
su cuadrilla y les reprochó enfurecido: ¡Ya os lo
dije que teníamos que haber venido ayer…!
La gente es proclive a hundirse en el pozo sin
fondo de sus propias miserias. Pierde los estribos
en cuanto le falta el pan, la sal y el asiento a la
lumbre. La gente se refugia en el lloro que es una
especie de oración desesperada. El español es el
mejor llorador del mundo. Se le da tan bien, zahe-
rir como llorar. Y hacer llorar a los demás. Será
que sin lágrimas de sangre no consigue desaho-
garse y llegar a la catarsis.
Sangre y arena, y a los toros de Carabanchel. ¡Que
Dios nos coja confesados ante los que van de víc-
timas, insaciables de venganza! ¡Que Dios nos
libre de “los que tienen hambre y sed de justicia”,
porque nos reventarán con ella! ¡Que Dios nos
libre de los que prometen arreglar al mundo, por-
que éste no tiene arreglo ni quien lo arregle! Estas
bienaventuranzas, tampoco van arreglar nada. El
mundo está loco y finge parecer cuerdo. Cuando
el español canta, algún sentido le falta; cuando
canta flamenco, ya no se sabe si canta, o llora.
119
Carlos J. González Alonso
-¡No hable ya más de problemas y se siente, coño!
-Usted perdone, pero es que reír por no llorar,
tampoco es cosa...
En la guerra y en el amor, todo sirve, pero ante la
muerte, nada vale. La de la guadaña viene de im-
proviso y arregla las cosas. Sobre todo si trae ca-
bruñada la herramienta y afilada. Sorprende, y el
susto repara de momento la situación. Sólo de mo-
mento. Los animales, tanto los domésticos, como
los que nos domestican, no tienen conciencia de la
muerte. El miedo guarda la viña. El miedo a la ley,
el miedo al poderoso, el miedo a la Guardia Civil
que fue a menos, el miedo a la enfermedad, del
que sacan tajada algunos matasanos. El miedo al
mismo miedo. La salud es el pulso entre la vida y
la muerte; un miedo más. Al final de todos los mie-
dos está el miedo a la muerte que no hay gitano
quien lo salte. También existe, no sólo el miedo a
la justicia, sino el miedo a la falta de justicia que
sería la injusticia. El miedo tiene muchas vertien-
tes, pero dura poco, porque nadie lo quiere, con-
trariamente a lo que ocurre con el dinero o la
razón. La aplicación de la ley, tampoco hace gracia
a nadie. Burlarse de ella, entre pícaros y mangan-
tes, ya es otra cosa... y por aquello de que el que
hace la ley hace la trampa.
Es el principio de la corrupción. Cuando la ley se
convierte en cachondeo, proliferan los ladrones y
criminales como ratas. El terreno queda abonado
para la gente chabacana y sinvergüenza. Lo con-
trario al miedo es la libertad, bonita palabra que
tiene sus pros y sus contras, y es engañosa. Estuvo
prohibida aquí mucho tiempo, porque no la enten-
dían y daba miedo.
A lo mejor todavía tampoco la entienden. Cervan-
tes afirmaba que la libertad es el don más pre-
ciado que los dioses pudieron regalar a los
hombres. En este país de extremos, ya se sabe, del
120
Cuentos contra la crisis
miedo se pasa al libertinaje, sin pausa ni aprecio
a la libertad. También Salustio decía que es men-
tira que los seres humanos aspiren a la libertad,
la mayoría se conforma con un amo benévolo.
El dolor llega detrás de todo exceso y viene propi-
ciado por la falta de una ley equilibrada y justa.
También puede existir esa ley y no aplicarse como
ocurre en España. Es como si no existiera.
"Dura Lex, sed Lex". Cuando no hay justicia, tener
la razón es peligroso. El dolor es lo único que une
a los hombres, decía Unamuno. También esa unión
es efímera, porque el hombre es animal de cos-
tumbres y lo mismo se acostumbra a matar que a
morir. Su espíritu está dominado por la fatalidad
y la barbarie.
-¿No le parece a usted que todo lo que está pa-
sando es una farsa?
-Sí. Según Marx, la historia pasa dos veces, la pri-
mera como tragedia, la segunda, como farsa.
Marx fue otro dios terrenal que quiso arreglar el
mundo liquidando la mitad. Los filósofos están
para pensar, no para trabajar a pico y pala, ni para
propiciar la guerra, como el marxismo, sino la paz.
Todos los que se creen trabajadores, aseguran ser
de izquierdas. ¡Será que los de derechas no traba-
jan! "Ser de izquierdas, como ser de derechas, es
una de las infinitas formas que el hombre puede
elegir para ser un imbécil. Ambas son formas de
hemiplejía moral", escribió Ortega y Gasset. Tam-
bién lo decía José Antonio.
Las multitudes marxistas no entienden la vida más
que en términos materiales como una lucha de cla-
ses. Será que no quieren la paz, o les aburre y por
eso siempre buscan la guerra, sembrando odio, di-
visión y mierda. No hay más seres humanos que
los proletarios, creyendo que, “la burguesía en-
gendra el proletariado que será su sepulturero”.
O sea, que deben matar a sus ancestros porque
121
Carlos J. González Alonso
fueron burgueses y los han engendrado. Es el de-
lito de nacer. La historia podrá pasar dos veces,
pero la vida tiene una ley fundamental y no se re-
pite nunca. A veces falla.
Las mujeres comunistas siempre cabreadas -sus
razones tendrían-, eran también las más feas, ante
las reales hembras de derechas, lustrosas, son-
rientes y bien atendidas que daba gusto verlas.
Así muchos se pasaron a estas filas nacionales
atraídos por la belleza de las féminas, y para sa-
tisfacer su espíritu rijoso y faldero.
No se conocían buenas hembras rojas. (Ahora con
el predominio socialista ya se empiezan a ver hem-
bras reales, que son republicanas) La derecha se
había apropiado de toda la poesía y belleza nacio-
nal. Y a la rojería, fusilable en España -según Paco
Umbral-, no le permitieron propasarse.
Cuatro taconazos hitlerianos, primer tiempo del
saludo y, ordeno y mando. La trajeron a raya y
ahora se venga. A ver si para ya de una vez. Aquí
hay que cuidarse mucho, que no te enfilen, porque
si te ponen el sambenito, ya sabes lo que te queda.
¡A la hoguera! Que hay mucho hereje. No sé qué
será peor, que te llamen rojo, o fascista. Ahora y
antes, lo segundo es el insulto, con que los rojos
humillan a los que no son “rojos”, nombre que
ellos se pusieron. “No contradigas, contra piensa”,
dijo don Jacinto Benavente, pero esto no se da. El
poder nunca escucha al sabio Benavente.
De don Jacinto decían que si era un poco marica,
pero eso es como si te acusan de rojo o faccioso.
Aquí la cosa es no callar nunca y rajar siempre.
Ahora se cambiaron las tornas, y no sé qué pasará,
con tanto maricón de armario y maricona de inver-
nadero, ejercientes, y propagantes. Podían ser
más normales, pero la normalidad, como la oca-
sión, la pintan calva.
¡Como si eso no fuera tan viejo como el mundo y
122
Cuentos contra la crisis
hubiera que proclamarlo a los cuatro vientos!
El terreno del sexo da miedo, como muchos más
terrenos plagados de bombas. Es un sexo anar-
quista, sin orden ni concierto, medio tonto, y ca-
rente de buena administración; el amor libre que
predicaba la Pasionaria y los rojos de antaño.
Aquellos eran rojos como Dios manda, aunque
Dios nunca les mandó que lo fueran, y así ocurrió.
Ahora, el lamento, que si España estuvo muy re-
primida sexualmente con Franco; que si aquí no
hubo libertad…Don Camilo José Cela, en la transi-
ción decía que él, como era de pueblo, el problema
del sexo lo arreglaba jodiendo. La corrupción pu-
jante también aterroriza. Y de la crisis o recesión
o lo que sea, llegado el 2009, mejor no hablar.
La televisión, altar oferente de los hogares, enseña
los peores instintos, valores y bajas pasiones; a sus
pechos se crían unos niños que parecen mons-
truos, mamando su leche envenenada. La televi-
sión muestra un mundo convulso de guerras y
sangre que sobrecoge. Hace reír por no llorar.
Igual que este gobierno de infarto que nos vuelve
al 36. El mundo perdió sus límites y hace pensar
que cualquier tiempo pasado fue mejor.
-¿Cree usted que esta tropa inmunda podrá huma-
nizarse alguna vez?
-Si así lo fuera, ya no lo verán mis ojos.
La iglesia está denostada, y se pasan con ella, y
con el ejército, las instituciones y todo lo que sig-
nifique orden, contención y respeto. A la Guardia
Civil sólo la quieren cuando la necesitan. Jamás se
acuerdan de subirle el sueldo. Bueno, esto es viejo.
Ya Franco dijo: la Guardia Civil, la última, y no la
eliminó como hizo con los Carabineros, por lo de
Santa María de la Cabeza, según mi amigo, Lo-
renzo Silva. Aunque creo que eso fue por Camilo
Alonso Vega, según me dijo mi amigo el General
Constantino Gómez González, que E.P.D. (Primer
123
Carlos J. González Alonso
huérfano que llegó a General de la Benemérita)
Mi homólogo, José Luis Cervero Carrillo publicó
un exitoso libro titulado “Los rojos de la Guardia
Civil. Su lealtad a la República les costó la vida”.
Franco dio con su último viva a la República el
golpe de estado contra ella. Todo lo que oliera a
rojo le caía como una patada en la espinilla. Mu-
chos le dieron la razón y decían que la pena fue
que no arrancara todas las malas hierbas. Elimi-
nar gente no le costaba mucho: “General, se ha ga-
nado usted el derecho de morir”, le espetó a
Sanjurjo, en vez de echarle una mano, cuando es-
peraba el consejo de guerra que le juzgaría por la
“Sanjurjada”. Cuatro años después hizo él lo pro-
pio al socaire del General Mola y algunos más.
Cuando Sanjurjo regresaba del exilio a hacerse
cargo del cotarro, va y se mata. Franco respiró:
uno menos en el escalafón. A Sanjurjo le corres-
pondía hacerse cargo del ejército sublevado, y se
estrella en la avioneta; luego se mata de la misma
forma Mola, a los otros los cogen y los fusilan.
Eran todos generales africanistas.
Nadie hacía carrera militar sin aquellas guerras
de allí abajo. Franco se los iba quitando de encima
merced a la “baraka”, que tenía.
Hoy sólo se puede tratar con la izquierda culta y
con la derecha civilizada. La izquierda incivilizada
dio el primer golpe de Estado contra la 2ª Repú-
blica. Y hoy el segundo, en Cataluña, contra la
Constitución de 1978. Todo lo que no sea modera-
ción no interesa a personas normales. Parece que
hay más de malo que de bueno. Se ve más.
Un caballero español, rijoso, de derechas y venido
a menos desde la democracia, es el prototipo de la
España tradicional, católica y ordenada; cons-
truida a la sombra de la Cruzada o guerra de libe-
ración. Al socaire de la España de “charanga y
pandereta”. Un caballero español es muy cortés y
124
Cuentos contra la crisis
atento con las señoras, con los niños y las criadas.
“Dejad que se acerquen los niños que detrás vie-
nen las criadas”. ¡Cuánto loco anda suelto! Se nota
que cerraron los manicomios.
Un caballero español es un casanova que deja una
estela gris de seducción y corazones partidos. Es
también romántico, religioso y amante de la auto-
ridad no constitucional. Digamos que el individuo
de tal taxonomía es "un donjuán feo, católico y
sentimental", como el marqués de Bradomín.
-¡Ah...! Las Sonatas, de Valle-Inclán: ¡qué bien me
suena eso…!
Ya quedan pocos ejemplares de esa especie. La
raza genéticamente se está destruyendo, y degra-
dando. Los espermatozoides son cada vez de peor
calidad. Será por la contaminación. Sólo hay unos
pocos arquetipos dignos de mención aguantando
al borde de la extinción. El mundo está bastante
amariconado, perdió las formas y da asco. No se
distinguen muchos machos de las hembras porque
a todos les da lo mismo. Tanto relativismo es una
desgracia. El adoctrinamiento de la LGTBI surte
pronto efectos y acabará destruyendo el mundo.
Nada más rápido para llegar al poder que la vio-
lencia y el sexo. Lo segundo parece un nuevo des-
cubrimiento. Aquí todo vale, y eso es lo grave.
Confundir las churras con las merinas. Ya no hay
principios ni fines dignos. Los que perdieron pa-
rece que no están muy de acuerdo con perdonar
que les hayan zurrado por tontos. A lo mejor, fue
por listos. ¡Quién sabe!
La filosofía que impera produce vértigos, temblo-
res y dolor de cabeza. Nada es nuestro, ni la vida.
La vida es el misterio, y vaya usted a saber qué
hay detrás del universo. Nuestro, sólo es el dere-
cho de vivir con dignidad, al menos con sentido
común que además es el menos común de los sen-
tidos y el que menos se ejercita, y sin fastidiar a
125
Carlos J. González Alonso
nadie. Lo que cuesta ser normal, y no se enteran.
-¿Se dio cuenta usted de la fama que tomó el tema
de la Guerra Civil, antes de empezar la crisis?
-Sí, hasta lo han metido en los videojuegos. Así que
ahora haremos la guerra de esta manera tan mo-
derna, y los que la perdieron pueden desquitarse.
Si es que ya se enteraron. Y es que no se enteraron
de que la perdieron porque aún no saben que los
“nacionales” tampoco la ganaron. Ambos sólo qui-
sieron colgarse la medalla, de victoria, o la de de-
rrota, con mucha prisa y a explotar el victimismo.
-¿Cree usted que de esta manera los españoles nos
arreglaremos?
-Si así lo fuera, ya no lo verán mis ojos.
-¿Sabe usted la última? Los robots serán los que
hagan las guerras. A la guerra irán las máquinas
solas, y estos ciberguerreros serán los que se
maten entre sí. No hay mal que por bien no venga.
Ya no hay soldados voluntarios, ni de reemplazo.
Los musulmanes ingresaron en la Benemérita y
andan con lo del ramadán. Les están concediendo
todos los derechos que reclaman, mientras los is-
lamistas nos lo devuelven con sus atentados.
El quitar la mili -con lo bien que se pasaba, mire
usted- (esa aznarada fue una cagada), y el eliminar
tantas cosas desorienta un poco. Ahora se pasa de
la raya hasta el más tonto, empezando por el eje-
cutivo corrupto que no ejecuta. Sólo ejecuta a los
españoles vía impuestos. Obedece a la izquierda
que es la que manda. Eso puede ser que por fin se
enteró que perdió la contienda y va a la búsqueda
del tiempo perdido, como iba Marcel Proust.
Podríamos vivir tan felices como esos animales
que no conocen la presencia humana. Bastaría un
poco de sensatez, un poco de honestidad y pruden-
cia en los que mangonean; también en los que obe-
decen o debieran obedecer, pero aquí cualquiera
va a su bola. Bastaría con educar en los buenos
126
Cuentos contra la crisis
principios; pero reina el periodismo comprado y
perverso. El periodismo del corazón, de los geni-
tales que diría mi amigo el Dr. Hervás, y que es el
periodismo más descorazonado; la máquina de
picar carne en la que van a sacar tajada: “Caiga
quien caiga”. A esta criminalidad legal llegamos.
El personal espabiló demasiado. Con tanto listo,
que no da un palo al agua, no sé adónde vamos a
llegar. Algunos se alegran tristemente y dicen que
ya sabían a lo que íbamos a llegar desde que se
votó la democracia, las autonomías y autorizó el
comunismo, que ellos no votaron la Constitución.
No proponen un régimen alternativo diferente al
menos malo que es la democracia. Que es preferi-
ble lo malo conocido a lo bueno por conocer. Esto
no sé si será de recibo, pero existe.
Las cosas están muy enrarecidas, porque todo lo
que se cultiva, se destruye, y de lo que se siembra,
se recoge. Fallan los cimientos de la casa tras di-
namitarlos y ésta se cae encima. Se tambalea la
moderación en el centro y la convivencia muere
por los extremos.
Reina la confusión y el fracaso cuando la ley no
existe o no se aplica, y aparece la estupidez (com-
pendio de todas las maldades) que lo mancha todo.
-¿Igual que la negra boina de contaminación que
cubre Madrid?
-Sí, y que cada vez es más negra, como nuestro
porvenir.
Y que viene de África en las partículas del desierto
con enfermedades y todo. El golpe militar del 36,
también vino de allí, necesario para unos, innece-
sario para otros. También llega de allí mucha
droga e inmigrantes en tromba que arrasan. No sé
si alguna vez vino algo bueno, excepto las golon-
drinas. Cada vez se pone la cosa más fea; los acha-
ques, el corazón y sus descompensados latidos,
como ese reloj cansado de una iglesia a la que
127
Carlos J. González Alonso
nadie acude a rezar. Un reloj que marca las horas:
“todas hieren, la última, mata”.
Cada vez se acerca más la muerte y su nefasta
corte celestial. Y sonríe con ironía de gitano viejo
que logró vender la burra coja al más listo de la
feria. Sonríe el destino, y el saxo de don Felipe con
lamentos de belleza marchita, derramando arpe-
gios de colores en sus notas, de ritmo ágil y leve
para mostrar el devenir del tiempo y su circuns-
tancia inexplicable. Aquel saxo que escuchaste por
primera vez en la fiesta de tu pueblo, con sonido
quejumbroso y celeste, hábilmente manejado por
unas manos casi viejas que expresaban tembloro-
sas tanto sentimiento y emoción.
Eran las manos, ya caducas de don Felipe, arran-
cando misterio y hermosura a los paisajes azules
que dibujaba el sol naciente bajo la bendición de
Dios desde el horizonte.
Don Felipe murió en trágicas circunstancias,
según el “Ajuste de cuentas”. Nos dejó su obra que
puede sentirse hasta el límite del desconcierto.
Hasta que su poesía hace levantar de la silla al
poeta. Se levanta desconcertado, deambula por la
casa, sin saber qué le ocurre, como disimulando
que no es él a quien atenazan la garganta; a quien
han lanzado una flecha directamente al corazón.
Don Felipe toca en el cielo con los ángeles, su mis-
terio de luz eterna. “No te preocupes, chaval, por-
que no entiendas el misterio de la música; tampo-
co nos entienden a nosotros, ni nadie compren-
derá la muerte”, me dijo.
Nada debe inquietar que al General Millán Astray
le gustara ver a España manca y tuerta como es-
taba él, según le dijo Unamuno, en la trifulca de
Salamanca el 36. Media España era la muerte; la
otra media, también. Ahora todo vuelve a resurgir.
-¿Está usted ya preparado para morir, mientras su
corazón herido se desangra?
128
Cuentos contra la crisis
-¡Preparado!...¿para morir? Ni siquiera para vivir.
Los músicos tocaban en misa el Himno Nacional,
por los pueblos de tu infancia y naturaleza. Y en
la procesión, por las calles olorosas y limpias,
adornadas con flores campestres, iba el Señor a la
cabeza. Y todo el mundo comulgaba aunque fuera
con ruedas de molino, y España vivía en paz y pro-
greso. En gracia de Dios. Y se cantaba en la es-
cuela: “¡Arriba España, alzad los brazos hijos del
pueblo español. Que vuelva a resurgir… Gloria a
la Patria que supo seguir…!” Y se sabía quiénes
eran los malos y nada desorientaba. No se les cas-
tigaba, se rezaba por ellos, porque el perdón es el
primer mandamiento. Los curas más procaces ya
empezaban a meterle mano a Franco: primero le
quitaron el tratamiento de Generalísimo, después
el nombre, más tarde hasta el cargo de Jefe de Es-
tado, y poco antes de la transición ya ni lo nom-
braban en sus homilías. Degradándole poco a
poco, desde General a soldado raso.
Los curas tienen su particular historia; cuando la
guerra, en las Vascongadas, el mal llamado, país
vasco, rezaban para que perdiera Franco la cru-
zada. No estaban, “Libres de pecado y protegidos
de toda perturbación”, si no gestando a ETA.
Los años que apilamos nos acercan a la niñez. Este
país es cachondo y poco serio; menos, transigente
y tolerante. ¡Qué tiempos aquellos...!
Aún Fernando Sánchez Dragó -hombre tan poco
errado en estas lides-, creía que a su padre lo ha-
bían matado los rojos. Hasta que no fue mayor, lo
detuvieron en una manifestación, dieron cuatro
hostias en la Dirección General de Seguridad, y lo
llamaron rojo de mierda, no supo la verdad: a su
progenitor lo habían fusilado los falangistas. ¡Qué
más da...! La cosa era matar algo, o el hambre.
A los moros que trajo Franco de mercenarios les
daba lo mismo matar a unos que a otros, con tal
129
Carlos J. González Alonso
que fueran españoles, para vengar la Reconquista.
Ciertos españoles siguen obsesionados en otra im-
posible y rara reconquista: desenterrar represalia-
dos, al compás del himno de Riego.
No se puede saber dónde arcabucearon más. Los
“paseos” acababan entre un fusil y una tapia, en
ambos bandos. ¡Y que más da unos pocos muertos
arriba que abajo, si aquí no hay término medio! No
paran de cavar tumbas ignorando que abren trin-
cheras. Mala voluntad es querer vengar el destino.
-¿Acabará la estupidez de ir de víctimas, y ser tan
limitados para creerse con la razón?
-Si así lo fuera, ya no lo verán mis ojos.
-¿Se ha dado cuenta de cómo cantan las monjitas
de ese convento?
Parecen los ángeles del cielo; de este cielo estre-
llado, sereno y serrano que se respira hoy en esta
ciudad encantada. Mire, escuche:
Hacen un silencio, como en la suerte suprema.
-¡Viva la República…!, gritó una chica afuera,
aprovechando la pausa. Esta es la España de Guz-
mán El Bueno; todo o nada. La España de los con-
trastes hasta en el clima. Un país de extremos,
fobias, filias, y amiguetes. ¡Arriba España!
Suenan los mejores pasodobles al ritmo de marcha
militar: "Suspiros de España", la obra maestra; "Ga-
llito", "Manolete", "España Cañí", "Pan y toros", "Islas
Canarias", "Soldadito español", ¡Viva el Ejército Sal-
vador de España! "La Parrala", “Francisco Alegre y
olé", que silbaba tan bien el miliciano que hacía guar-
dia borracho en la collada de Ubierzo,dentro de un
confesionario utilizado de garita. "La luna es una
mujer", "El beso" y "Los nardos". España es lo mejor.
¡A que sí!...
130
Cuentos contra la crisis
H
e perdido los papeles, la mujer, el bolí-
grafo, la virginidad, la rijosidad, muchos
buenos amigos, la inocencia, y hasta el
faria que fumaba, porque se quemó igual que mi
vida, al estilo español, al aire fresco de las monta-
ñas, bajo el rigor del medio hostil que es el monte;
al dramático estilo español. Bajo el rígor mortis
que es rígido e inflexible como ya sabemos. Extre-
mado y radical como todo lo español. Y escucho la
música de Kenniy G, de Demis Roussos, o de
Franco Battiato, que es una bendición de las es-
trellas. Y desafío a la muerte que planea por todas
la regiones trasparentes y oscuras de la tierra.
Porque mi vida es un desafío constante ante mi
propia existencia, y no quiero molestar a nadie
aunque me rompa la memoria en cada tropezón
del camino. Es mejor morir de pie que vivir arro-
dillado que decía la Pasionaria, pues que le den la
extremaunción, porque hay mucho listo, dema-
siado mangante, excesivos estómagos agradeci-
dos, y vagos a mogollón, holgazanes y gorrones
que viven sólo para gorronear como su nombre in-
dica, parásitos sin dignidad, cobardes bichos sin
amor al prójimo que pululan por la cresta de la ola
del poder, hasta meterse en él, y que les daría un
buen repaso si tuviera tiempo. Pues el omnímodo
poder se ha hecho a sí mismo, está hinchado en
demasía, hinchado y enfermo como el viejo borra-
cho al que ya quedan pocas borracheras. Vendió
su alma al diablo, y no hizo caso al filósofo fran-
ciscano, Guillermo de Ockham: “No es necesario
multiplicar los entes sin necesidad”. Y vemos las
consecuencias y el origen de la corrupción.
131
Carlos J. González Alonso
“Infame turba de nocturnas aves…”, que falseando
todas las doctrinas, regalaron el caramelo envene-
nado a cambio de un voto por cada alma, que ro-
baron, tras prometer solucionar el problema
geométrico de la cuadratura del círculo.
Se vive al borde de la ingratitud y el deshonor, en
el macabro juego del suicidio, como si la mala bes-
tia te perdonara la vida. En una indecente carrera
sin miramientos y escrúpulos que va desenfrenada
y a ninguna parte. Huyendo siempre en la misma
dirección; huyendo de la quema. Nadie ha hecho
otra cosa que embarrar el río, y lo mismo el huido
se quema que se ahoga entre el fango. La política
barriobajera es la filosofía de la constante polé-
mica del devenir. La sombra perpetua de la inde-
cisión real ante el problema, y nadie se atreve a
coger el toro por los cuernos y estos cada vez más
le crecen, nadie se atreve a decir esta boca es mía
y el silencio manda, nadie piensa que la verdad se
corrompe tanto con la mentira como con el silen-
cio, nadie mira para atrás desde que Edita, aquella
pobre mujer de Lot, se convirtiera en estatua de
sal, por desobedecer intentando ver su propio ras-
tro con la ciudad envuelta en llamas al fondo.
Usted ya habrá elegido la forma preferida de
morir, como si eso fuera la voz inapelable, como si
le hicieran caso o importara algo lo que diga.
Usted puede decir misa, porque nadie le va a es-
cuchar, así que no le queda más remedio que el
triste recurso del pataleo, un derecho inalienable
que a nadie importa; predica que algo queda, “pe-
drica”, que decían los antiguos; mientras tanto es
que al menos tiene esperanza, porque donde hay
vida, hay esperanza. No mire para el viento y
humo del mundo, para la nada de su existencia.
Está usted más solo que la una a la hora final, y ni
Dios le echa una mano. Pero se sobra y se basta.
Le sobran todos y uno más, que es usted mismo,
132
Cuentos contra la crisis
porque es libre como las golondrinas y aves del pa-
raíso, libre como el viento que va para donde le
place, y eso da gusto. El viento (en el Norte llaman
aire) campea a su libre albedrío, hace lo que le da
la gana y nadie se le sube a las barbas ni se ríe de
él, o lo humilla, porque la soledad es el precio de
la libertad, y ésta, la mayor grandeza del hombre.
Réquiem por un campesino español que soy yo,
porque la muerte es la traición incontrolada con
el beneficio de la duda, que carece de respiración,
y late como un pulso desorbitado entre los confi-
nes del alma de la gente buena. Al volver la vista
atrás se ve la tierra que nunca se ha de volver a
pisar. La majestuosidad de una catedral cuando
abre sus alas al viento, y vuela el gótico por el
fuego extinguido del sol inveterado del invierno,
no respeta el ritmo del tiempo ni el de su propio
corazón atormentado. El aullido de las esferas no
se siente cuando el mismo diablo en persona con-
duce engañando el rebaño al precipicio. Las fuen-
tes y la luz envejecida del ocaso, no se rinden ante
la evidencia del sueño eterno. La noche no es más
que una broma pesada, y los amantes siguen ace-
lerados en lo suyo, como si fuera a acabarse el
mundo. La eternidad es la vigente circunstancia
que nadie consigue anular, ni entender. El amor no
es más que una abstracción mental pasajera y el
odio campea por sus respetos porque el mundo se
aburre sin la guerra y por eso tiene que inventarla.
Un inmune pasajero se detiene sin saber el porqué
de su parada repentina. Igual ya no se mueve más
de ahí. Su destino es un sueño muy limitado, pero
esto, de momento, es mejor dejarlo aparcado en el
archivo de la hemeroteca nacional.
El clamor de lo imposible ha conseguido dar una
vuelta más de tuerca al movimiento de rotación
del mundo sobre su eje, y hoy, -22 de mayo 2014-,
24 horas después de ayer, cuando la maravillosa
133
Carlos J. González Alonso
cotidianeidad en la que nunca pasa nada, aterrizó
un día más sobre nuestros infaustos corazones, fu-
mamos otro faria, y eso es todo. Dios sabrá los que
nos quedan por quemar, en esta ocasión, a la salud
de Juan Aguirre, y Antonio Castro, sin novedad
aparente, y proseguimos con la supuesta vida nor-
mal en la que nunca pasa nada, aunque de apa-
rente y de normal sea de lo que menos tiene. Y
porque puede pasar de todo cuando menos se
piensa. Los amigos se juntan también cuando
menos se piensa, al azar, y hablan de lo cotidiano
para pasar a las grandes cuestiones de Estado y
política internacional y después arreglar el mundo
de un plumazo. Los vinos y la siesta son las únicas
buenas costumbres de los españoles y hay que fo-
mentarlas con moderación, porque está bien ai-
rear las fantasías; Juan Aguirre es un sevillano
creativo y simpático y Antonio un hombre de re-
glamento, al que llamo Comandante de Puesto. Es
del pueblo del General Narváez, “el Espadón de
Loja”, de casta le viene al galgo. Eso no importa
porque al final pasa lo que cuenta don Pio Baroja
en sus memorias que unos amigos acaban los
vinos y tras haberse reído y conversado al despe-
dirse uno dice a otro: oye, tú eres Rodríguez, o Gu-
tiérrez, a lo que éste contesta: qué más da... lo que
importa es pasar el rato. Las buenas intenciones
es lo que cuenta.
Sabe Dios las vueltas de tuerca, que daré al texto
de este segundo, “Desafío español ante la
muerte”, que es como la lidia en la plaza de la
vida, redonda siempre porque plaza cuadrada de
toros solo hay -que se sepa- una en el mundo, sita
en Santa Cruz de Mudela (Ciudad Real), llamada
Las Virtudes, inaugurada en 1641, quizá la más
antigua de España. Y más vueltas alrededor del
ruedo del mundo, hasta que el morlaco permita
entrar a la suerte suprema en una tarde más a las
134
Cuentos contra la crisis
costillas. Esto de escribir, más que llorar como
decía Larra, es igual que torear, nunca se sabe
nada, nada más que el convencimiento de la pro-
pia voluntad te lleva, y provoca su puesta en mar-
cha en el suceder de todas las acciones, y te
permite un relámpago de luz al desenlace, si la
suerte ha querido acompañarte. Igual que al to-
rero. Suerte que no quiso acompañar la feria de
San Isidro, al resultar los tres toreros cogidos por
el toro y suspenderse la corrida en la plaza de Las
Ventas. Con la llamada escritura predictiva cam-
bian un poco las expectativas, es decir, que estas
tecnologías, cual es la tablet en la que escribo, me
dice las palabras que puedo poner en cuanto es-
cribo su raíz, y las desinencias, quedan para el ca-
pricho. No está mal en literatura, aunque nada
ayuda al talento literario, pero sí al trabajo de eje-
cutarlo, y ya me gustaría que este maravilloso in-
vento lo hubieran conocido, el virtuosismo de
Azorín, el torrente encantado de Cela, o la preci-
sión cartesiana de su amigo, Paco Umbral, o cual-
quiera de tantos maestros inmortales que ya se
fueron y descansan a la diestra del Señor. Que nos
dieron tan buenos momentos y ayudaron a vivir y
dejar atrás los malos tragos.
La vida ofrece una sorpresa cada mañana, desde
el despertar hasta el ocaso, esa hora tristemente
hermosa y mágica que emociona, y hasta hace llo-
rar a las cabras más sensibles que contemplan
desde los riscos verticales de las peñas ese mara-
villoso espectáculo del sol cuando se acuesta. El
apocalíptico momento de la muerte, las fúnebres
despedidas, las vírgenes y mártires que pierden su
virginidad en ese momento sagrado del ocaso; las
sirenas de los mares del Norte, o esas sinceras y
sosegadas conversaciones vespertinas entre viejos
amigos, no son más que reminiscencias de la orgía
perpetua que es la vida, don de la ebriedad, o pase
135
Carlos J. González Alonso
de pecho elegante del torero, la paz del espíritu,
en un sabio ejercicio de recta conciencia, porque
dijo el Señor: paz en la tierra a los hombres de
buena voluntad. Y esto va a misa aunque algunos
no crean en Dios. No las tendrán todas consigo.
A don Romualdo y su chica les pone más la sobre-
mesa; dicen que prefieren la hora de la siesta para
“las cochinadas”, que diría don Camilo. O sea, el
pajar de la abuela antes que el reconfortante hotel
de don Venancio, que siempre les espera porque
sería un honor para él y su familia acoger a miem-
bros de tan honrado linaje.
Hay gente muy maniática y rara, ellos sabrán el
porqué. Un perro ladra con cierta desgana. Se co-
noce que no tiene otra cosa mejor que hacer. Los
borrachos del cementerio dicen muchas tonterías
en la taberna del barrio, son unos tíos muy extra-
ños, hay que ver qué cosas tienen, allá ellos...
Mejor no hacerles caso. Me quedo con el grego-
riano de los monjes de Silos, porque prefiero el
agua de la fuente del avellano, y dejo el primer
charco del camino a quien lo quiera. No cojas me-
dios días habiendo días enteros, dicen por los pue-
blos. El don de la libertad lo lleva puesto todo
mortal, porque es el don más precioso que los dio-
ses regalaron a los hombres, según Cervantes.
El acusado, visto para sentencia, no se preocupa
del divagar de los periódicos, ni de la telebasura
rajando, ni siquiera de la víctima que hizo pasar a
mejor vida. El criminal dice que está satisfecho de
su obra y que la volvería a repetir si pudiera. Que
tiene la conciencia muy tranquila. A lo mejor es
verdad eso de que matar por amor es igual que
matar por odio, y el que se va, preferible sin sufri-
miento, está disfrutando como un enano de la eter-
nidad del Señor. Por eso don Romualdo dice, que
no se puede afirmar, aquello que: de este agua no
beberé, ni este cura no es mi padre. Los designios
136
Cuentos contra la crisis
de Dios son inescrutables. No se conciben, porque
los extremos del amor se juntan con los del odio,
y las pobres criaturas humanas hacen cosas que
ni Dios entiende.
El surrealismo de André Breton, rige la vida desde
su primer manifiesto en 1924, y por eso no se sabe
nada del destino del hombre. Lo mejor es que cual-
quier mortal fuera normal, y así se comportara en
sus cuatro días, pero esto es harina de otro costal.
Seguro que si fuera inmortal las cosas cambiarían
mucho. Aleluya, cada oveja con su pareja, cada
cual con su suerte y con su cruz, porque a este
valle de lagrimas hemos venido a llorar, pero lo
menos posible. Esto igual no vale para los muy
creyentes, porque el amor sólo se puede medir en
términos de sacrificio, pero para el que se encuen-
tre entre el muy devoto y el hereje, o sea, entre
Pinto y Valdemoro, esto quizá no le disguste. La
prudencia es la mejor consejera, porque pasa
como con las meigas, que haberlas, las hay.
Hombre, mire usted, si hay que ir, se va, pero ir,
por ir... No joda usted, al prójimo, ni se joda a sí
mismo, porque aunque no lo crea, es lo mismo y
las cuentas al final no le cuadrarán. El amor no es
la guerra en los confines del tiempo. Y las guerras
sólo han de hacerse por causas justas.
Alfonso XII, muy rijoso él, era un sabio en el fondo,
lo que pasa es que no supo comunicarlo, como las
tortugas de Marañón, capaces de resolver bajo su
caparazón ecuaciones matemáticas de segundo
grado, pero como nunca nos lo comunicaron, nos
quedamos como estábamos. Los adverbios, la fí-
sica cuántica, y los límites de la ciencia y del amor,
no son menú habitual para los mendigos avaros
que piden obcecados con un millón de euros en el
banco ambrosiano. Las putas del polígono Mar-
coni en Villaverde Alto, son mucho más decentes
que los chupatintas del gabinete de la Presidencia,
137
Carlos J. González Alonso
pero en el chantaje de los asesores todos van al
mismo negocio. Allá cuidados, el Señor del cielo
que lo ve todo, les pasará factura que puede hasta
hacérsela redimir en esta sombra del mundo.
Según mi amigo Román, no hay plazo que no se
cumpla ni deuda que no se pague. Son contempo-
ráneos del abyecto universo condenado al ostra-
cismo. La naturaleza es sabia y pone al fin las
cosas en su sitio; menos mal. Antes de que el sol
se ponga en los confines del universo, cada cual
habrá confesado su delito, o su mayor delito, el de
nacer, y puede ser que Dios se apiade de él. Pero
con estas cosas, mejor no jugar.
Hoy día de la reflexión para emitir mañana 25 de
mayo de 2014, el voto a las elecciones europeas,
hace un frío en Madrid, casi desolador, por el
norte ni se sabe, ya que por León y el resto de Es-
paña parece que dejan de hablarse del asesinato
de Isabel Carrasco, Presidenta de la Diputación
Leonesa, que calentaba bastante, ocurrido hace
menos de dos semanas, a manos de sus amigas.
Nunca sabemos adónde nos espera la muerte dis-
frazada de mágica doncella dispuesta a seducir-
nos. Nunca veremos nuestro futuro, y no sé si será
mejor así. Nada sabemos de la cosa política de Es-
paña que nos tiene tan preocupados por el daño
que ha hecho la Casta Política, que en una década
se ha erigido como tal, y ha arruinado a la clase
media, base de la estabilidad y la democracia, cre-
ada en el fin del franquismo y la transición. Es-
paña está bastante revuelta. La incertidumbre no
es un plato que produzca buena digestión. Nadie
sabe la distancia que nos separa de la fase del pis-
tolerismo callejero, si los criminales mandan, con
su ajuste de cuentas, y la justicia no es del pueblo.
Todo esto ya está dicho, pero como nadie escucha,
hay que volver a repetirlo, y porque según la má-
xima de Horacio: la paciencia hace más llevadero
138
Cuentos contra la crisis
lo que no tiene remedio. Pues imposible levantar
ese velo de misterio que se tiende sobre las cosas.
Contamos para sobrellevarlo con ese reflejo artís-
tico de la realidad que partiendo de ésta, y si-
guiendo la vieja norma, nos lleva a la literatura,
porque la vida, al lado de la abyección, suele dar
paso a la piedad, soslayando las impurezas que im-
piden toda catarsis purificadora del espíritu.
Cuando el alma se llena de impurezas, hay que
acudir al médico. Cuando la mente está tensa es
que algo malo se ha cruzado por ella. No hay re-
medio para tal infinidad de cosas, y el corazón y
la mente sufren lo indecible. A veces son castigos
divinos por lo mucho que se ha pecado. Y por lo
poco que se ha corregido. Porque el Altísimo tanto
castiga al penitente por lo mucho pecado, como
por lo que aún le falta por pecar; si nunca se arre-
piente, vuelve a las andadas. Por eso muchos dicen
que para qué se van a molestar en cambiar a estas
alturas, que casi es mejor que: virgencita, virgen-
cita, que me quede como estoy. La conciencia es
la voz del amo, y al siervo no le queda más reme-
dio que obedecer. Ante la eternidad nadie se
atreve a sacar pecho; con algunos temas hasta los
más gallitos se la envainan. El miedo guarda la
viña. Pero si el alma se inunda de miedos… Malo.
Cuando se ven las orejas al lobo… Peor. Es que se
adivina el rabo y los cuernos al demonio, y el olor
a azufre, presagio de su diabólica presencia.
Y vamos de susto en susto, tantas sorpresas no son
buenas, la intriga es dañina y lo mismo que la cu-
riosidad, mata al gato. Seguimos tropezando de
sobresalto en sobresalto, ya nos acostumbró a ello
ZetaP. Hoy, 2 de junio de 2014, abdica el rey Juan
Carlos I, a favor de su hijo heredero a la corona,
Felipe VI. El clima enrarecido que llevamos su-
friendo desde el 11-M, el macro atentado que casi
nos pasa a mejor vida, la corrupción galopante,
139
Carlos J. González Alonso
desde entonces, en las instituciones, y la pérdida
de principios y valores, se cobra hoy una víctima,
en la persona del rey. Hace poco más de medio
mes se cobró a Isabel Carrasco en mi tierra leo-
nesa, eso que al día de hoy pueda inferirse; la co-
rrupción es el monstruo que termina devorándose
a sí mismo. Y se lleva muchas víctimas inocentes
por delante. (11 de marzo de 2004 -a- 2 de junio
de 2014), una década ominosa sobre la que se es-
cribirán ríos de tinta. ¿Qué ha pasado?
El espíritu humano es flaco, débil, y frágil ante las
malas compañías. Los artistas, sabios, y santos, no
están en las servidumbres de la historia, sino muy
por encima de ellas, y las ven venir desde su ata-
laya. Multitud de hombres firman a diario su sen-
tencia de muerte, y mueren. Estuvimos en peligro
varias veces, es una lotería y por eso, si no pasa-
mos a la otra vida, seguimos dando guerra en ésta.
“Toreando y porfiando con valentía”. El toro que
va a matarte nunca se ve hasta que pasa si te deja
malherido, o inmune en el lance. Si al venir, te des-
troza, no se puede decir nada de lo que pudo sen-
tirse porque esa información caso de ser grabada
en el disco duro de la memoria, es irrecuperable.
Hay muchos misterios al eliminar la información,
sino no habría tantos. Tal es el caso del 11-M. A lo
largo del tiempo la historia descubre algunos.
Hoy imitamos a S.M., el Rey, al dar el descabello a
este toro y pasar a otra plaza. La Puerta del Sol, a
esta hora del ocaso, está plagada de banderas re-
publicanas y ovaciones, un triste espectáculo
como el advenimiento de la II República cuando
piden a gritos la tercera. La vida es un juego de
niños pero que no te coja el toro. Nuestros amigos
es lo más valioso que tenemos, y los buenos prin-
cipios: la amistad, la obra bien hecha y la paz.
140
Cuentos contra la crisis
A
unque los seres más bonitos de la creación,
son las flores y las mujeres, se dice que no
hay flores sin espinas, ni mujeres con las
piernas iguales. Lejos de coincidir belleza y per-
fección, encontramos en la especie femenina, cier-
ta particularidad respecto a las piernas. Conforme
al buen uso de la normalidad, percibimos que los
miembros de esta naturaleza poseen igual número
de piernas: dos. Igualmente y siguiendo el sentido
de la estética y de la estática, con ambos apéndi-
ces de la misma longitud.
Hasta aquí la norma parece cumplirse, sin la ex-
cepción que toda regla confirma. Pues, no; es sólo
una vaga apariencia, en lo que a la exactitud del
par de extremidades se refiere. Algunas mujeres
rompen la norma, la transgreden o se la saltan
olímpicamente, dejando crecer una pierna más
que la otra. Con ello se escoran un poco, es cierto,
cual si llevaran encima el peso de la casa, o se tra-
tara de algún motivo encubierto de protesta. Pero
todo esto de una pierna un poco más corta que la
otra, no ofrece mucho inconveniente porque hasta
lo puede arreglar un zapatero remendón.
Tampoco implica problema alguno, si el mozo pre-
tendiente, solterón a ser posible y no muy remil-
gado, es un poco bizco. A lo mejor ni se da cuenta
que la moza cojea, y si se entera, no le importa. De
una mujer, así reparada,nadie podrá decir que
tuvo mala pata con los hombres. Si la fémina en
cuestión quiere matrimoniar y presenta una buena
pierna y la otra no tanto, que por algo lleva dos,
para solucionar el despropósito, pues no debe más
que mostrar la buena y la otra pasa desapercibida.
141
Carlos J. González Alonso
¡Qué se la va a hacer…!
Todo tiene arreglo en esta vida, menos la muerte,
siempre se dijo, y el que no se conforma es porque
no quiere. Si ambas piernas no las tiene al mismo
nivel, se cambia el nivel y todo listo.
-¿Por qué no te esfuerzas en andar más derecha,
hija mía?
-Porque no, mamá, a mí me gusta ser coja y cojear
un poco al andar.
-Vamos, hija, anda como Dios manda que los hom-
bres se fijarán más en tu bonito par de piernas,
que en eso saliste a mí.
Los timadores, los criminales y los jugadores de
ruleta rusa que pasan por la calle, ni miran, si
quiera. Van a lo suyo. También pasan de largo los
sacristanes jubilados, los repartidores de cerveza,
los artistas bohemios que cada vez hay menos, y
los pringados, que por el contrario, son más. Todos
van a su bola, como cualquier buen cristiano.
Que las mujeres sean bípedas, ahí con sus dos
piernas relucientes como el sol, ya es una bendi-
ción. Los parados se fijan más en ellas, al fin y al
cabo, no tienen otra cosa que hacer, y cada vez son
más. Una buena moza coja, que va ahí, balance-
ante, no se topa todos los días: ¡Así se pisa, her-
mosa! ¡Eso es cuerpo, y no el de la guardia civil!
La cojera no es ningún delito, ni es un mal; al con-
trario, puede favorecer bastante.
Algunas cojean de una manera desconsiderada y
eso ya no está bien. A cualquier hombre sensato,
a no ser un carcamal, le gusta la ecuanimidad y la
moderación, no las exageraciones. Otras mujeres
nada más que se casan vuelven a cojear, ¡hale...!;
hay gustos para todo. Eso sí, si están sentadas,
qué trabajo cuesta, enseñan la mejor pierna; la
otra, ya saben, pasa desapercibida. Aunque no a
todo el mundo, como les ocurre a los inspectores
de hacienda, a los mancebos de farmacia y a los
142
Cuentos contra la crisis
guardias municipales. Suele ser la gente de orden
la que más percibe lo que les gusta engañar a las
mujeres con las piernas, porque siempre van a fi-
jarse en lo que nadie mira. Y ya entendemos,
según Montaigne, que el orden es una virtud triste
y sombría; aunque no tenga mucho que ver con las
mujeres y menos con el engaño. Pero no da ale-
gría. Los funcionarios de alto rango y ejecutivos,
y toda esa caterva ministerial, no se preocupan de
esas cosas. Son asesores que cobran por asesorar,
aunque no se sepa para qué tanto asesoran.
¡Faltaría más! Sin embargo los más agradecidos
de las piernas femeninas son los mayordomos ce-
losos con la oración, y los albañiles diestros en el
piropo, y demás operarios del gremio de la cons-
trucción. Se conoce que desde arriba del andamio
todo se ve diferente.
Y nada más bajarse, al echarlos Zapatero a esco-
bazos, empezó la crisis galopante. Algo tendrá el
agua cuando la bendicen. La altura de perspec-
tiva, es altura de miras: siempre da cierto opti-
mismo. Es semejante al trabajo que aunque
embrutece, también ennoblece y entretiene bas-
tante. Tiene mala prensa, y en España está mal
visto, pero no merece la pena preocuparse. Quizá
sea cosa de vender el producto con cierta dignidad
y decoro, o ser un buen fenicio, porque eso de ven-
der, a secas, sin ponerle buena intención…
Los gitanos, nacidos para la venta ambulante,
nunca vendieron una burra coja. Porque nunca
cojeó al momento de vendérsela al payo. Le dan
un martillazo en la pata buena y la sacan a dar el
paseíto. “Mire usted, esta burrita tiene el mismo
pasito ágil y alegre que los ángeles del cielo”. Los
gitanos tienen arte especial para vender la moto,
la burra, o lo que sea y no se preocupan de lo
demás. Pero esto de las piernas es bastante preo-
cupante para todo el mundo, tanto para el que las
143
Carlos J. González Alonso
mira como para quien las lleva puestas. Incluso
para quien las vende. También cuando las modelos
desfilan por la pasarela da gusto verlas. Van como
si se desarmaran al andar y se le salieran las pie-
zas de la carrocería desencajada. Seguro que mu-
chas son cojas y eso les favorece un montón para
vender el producto. Otras lo hacen a propósito.
Quién lo sabe...
Este mundo de las piernas no hay quien lo en-
tienda. A lo mejor es como la erótica del poder.
¡Vaya por Dios...!
-¿No le da a usted vergüenza tener unas piernas
tan delgadas?
-¡Cállese usted...! Se va a condenar eternamente,
don Servando, por andar a vueltas con las piernas
de las mujeres. Vergüenza le debería dar a usted,
a su edad con esas cochinadas, de perro faldero.
Esta filosofía de las piernas es distinta en los pue-
blos. En ellos aún se saluda con toda corrección a
los transeúntes, por ejemplo, y se respeta más a
una mujer ya no moza, pero aún no viuda. En los
pueblos gustan más las piernas gordas que en las
capitales, porque en los pueblos las cosas cambian
mucho, casi se ven al revés.
No le mire usted las piernas a un travestí, ¡qué
barbaridad!, o a una lesbiana, y menos a una fe-
minista de echarle de comer aparte, porque puede
salirle cara la broma. Con cierta gente es preferi-
ble no bromear. Mejor la fiesta en paz. Amén.
Vea usted esa moza hermosa, técnicamente per-
fecta, tras cuyas piernas arrastra los ojos.
Hay mujeres maduras pero aún esperando marido.
Otras que perdieron o tienen escasas esperanzas
de matrimoniar como Dios manda, y ya, ni se ocu-
pan de las piernas. ¡Para qué van a molestarse...!
Algunas señoras, siempre dedicadas a las labores
propias de su sexo, no han reparado en la belleza
de sus piernas. Y no las lucen en condiciones,ni se
144
Cuentos contra la crisis
les ocurre seducir con ellas; las llevan ahí siempre
puestas, como si tal cosa, y nada...Ni se acuerdan.
Propenden, en su constante ir y venir, del caño al
coro y del coro al caño, al llanto, a la histeria y a
los sentimientos tiernos. Algunas andan mejor de
los ovarios que de los nervios; será porque no les
sacan partido a las piernas. Otras le saben sacar
un buen partido a las cosas, es decir, un lustre lu-
minoso y feliz. (Nadie sacó mejor partido a su be-
lleza que la princesa de Éboli, tras quedar tuerta)
Así entraríamos a un rico taxón, muy largo de enu-
merar, que resumimos. Veamos un ejemplo:
La que se creía que todo el monte era orégano; la
que lleva ella los pantalones sin mostrar las pier-
nas y aun no está contenta; la que considerando
al hombre un mono de feria, y tras una larga ca-
dena de desengaños, sigue apostando en la tóm-
bola y no escarmienta, ¡qué pena!; la que sueña
con cornamentar al marido; la que sufre ninfoma-
nía o furor uterino, patología que en romanz pala-
dino quiere decir: que no se aguanta.
Y, así, haciendo este breve taxón, se me viene a las
mientes lo que supondría matrimoniar con una
hembra de esa naturaleza. Bueno, “el que esté
libre de cuernos que coma la primera hierba”, que
diría mi maestro.
Hay hombres muy ecuánimes y enteros, amantes
del orden, la disciplina y el principio de autoridad,
que disponen su vida conforme a la virtud (socrá-
tica virtud, que se aprende con voluntad); y segui-
mos con el taxón, para no desviarnos:
La que tuvo, retuvo y guardó para la vejez; la que,
contrariamente lo que tuvo fue un percance carnal
con el tonto del pueblo; la que aspira a puta de
postín y alto copete. (¡Modérese, don Servando, y
no alargue mucho más la letanía!) La que es hon-
rada porque no le queda más remedio; la que, al
contrario que la mujer del César, no es honrada ni
145
Carlos J. González Alonso
lo parece. (Repórtese usted; que siempre se tras-
quila al final alguna con sus cuentos, al enredarlas
con ellos. ¡Menuda lana tiene usted!); la que de
cama en cama va y ninguno se la queda, como la
falsa moneda. Este peculiar tipo suele ser muy ro-
mántico, aunque deja grandes heridas en los co-
razones masculinos aún no curtidos en los dolores
del amor. La que es de padres con posibles, o sea,
de gente gorda que le resbala la crisis, incluso que
se ríe de ella, o aun peor, saca tajada, y sin em-
bargo no tiene éxito con los hombres, ¡qué desgra-
cia...!; la casta esposa que no consigue cambiar de
marido por más que lo intenta, ¡vaya por Dios...!;
la que se salió del gremio de mujeres de vida ale-
gre, formalizó su vida y ahora sólo se ocupa de ser
una santa y recatada esposa, aunque un poco más
triste. ¡Qué se le va a hacer...! La perfección bien
sabemos que no es cosa de este mundo.
¡Santinas…! ¡Cuántas santas hay en cualquier cor-
poración sin darse cuenta...! Cuántas santinas ya
tienen el cielo ganado sin saberlo por aguantar a
los hombres, y no están contentas. Dios fue el pri-
mero que supo que no era bueno que estuviera el
hombre solo y aburrido, y ahí está la mujer, cual
hermosa flor para alegrarle la vida.
Las piernas, hay que reconocerlo -hablando de
santidad-, son una bendición del Señor a las muje-
res, y éstas, no deben preocuparse tanto por ellas;
ni aunque de una cojeen un poco. ¡Qué más da! Al
fin y al cabo, ¿quién no cojea de algo en la vida?
146
Cuentos contra la crisis
Í N D I C E................................................ Págs.
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