Nuestro Futuro Robado - AA VV

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 286

«A partir de los años cincuenta, empezaron a aparecer extrañas y

desconcertantes anormalidades en poblaciones animales de diferentes partes


del mundo: en Florida, los Grandes Lagos y California; en Inglaterra,
Dinamarca, el Mediterráneo, y en todas partes. Muchos de los inquietantes
informes sobre la fauna salvaje mencionaban órganos sexuales defectuosos y
anomalías de conducta, pérdida de fecundidad, alta mortalidad juvenil, e
incluso la desaparición repentina de poblaciones animales enteras. Con el
tiempo, los alarmantes problemas de reproducción observados en animales
salvajes han afectado también a los seres humanos.
Cada incidente constituía una clara señal de que algo iba muy mal, pero
durante años nadie quiso admitir que aquellos fenómenos inconexos estaban
en realidad conectados. A pesar de que la mayoría de los casos parecían tener
alguna relación con la contaminación química, nadie veía el hilo que lo
conectaba todo.
Por fin, a finales de los años ochenta, una científica empezó a reunir las
piezas…»
—De NUESTRO FUTURO ROBADO
¿Estamos poniendo en peligro nuestra fecundidad, inteligencia y
supervivencia?
Un relato detectivesco-científico.

Página 2
AA. VV.

Nuestro futuro robado


ePub r1.0
XcUiDi 28-04-2021

Página 3
Título original: Our Stolen Future
AA. VV., 2001
Traducción: Juan Manuel Ibeas & Fabián Chueca

Editor digital: XcUiDi


ePub base r2.1

Página 4
La amenaza de los disruptores endocrinos
por José Santamarta

José Santamarta es revisor y coeditor de la edición en castellano del libro


Nuestro Futuro Robado, director de Gaia y de la edición en castellano de la
revista World Watch.
Numerosas sustancias químicas, como las dioxinas, PCB, plaguicidas,
ftalatos, alquilfenoles y el bisfenol-A, amenazan nuestra fecundidad,
inteligencia y supervivencia.
En 1962 el libro de Rachel Carson, Primavera silenciosa, dio el primer
aviso de que ciertos productos químicos artificiales se habían difundido por
todo el planeta, contaminando prácticamente a todos los seres vivos hasta en
las tierras vírgenes más remotas. Aquel libro, que marcó un hito, presentó
pruebas del impacto que dichas sustancias sintéticas tenían sobre las aves y
demás fauna silvestre. Pero hasta ahora no se habían advertido las plenas
consecuencias de esta insidiosa invasión, que está trastornando el desarrollo
sexual y la reproducción, no sólo de numerosas poblaciones animales, sino
también de los seres humanos.
Nuestro futuro robado, escrito por Theo Colborn, Dianne Dumanoski y
Pete Myers, reunió por primera vez las alarmantes evidencias obtenidas en
estudios de campo, experimentos de laboratorio y estadísticas humanas, para
plantear en términos científicos, pero accesibles para todos, el caso de este
nuevo peligro. Comienza allí donde terminaba Primavera silenciosa,
revelando las causas primeras de los síntomas que tanto alarmaron a Carson.
Basándose en décadas de investigación, los autores presentan un
impresionante informe que sigue la pista de defectos congénitos, anomalías
sexuales y fallos de reproducción en poblaciones silvestres, hasta su origen:
sustancias químicas que suplantan a las hormonas naturales, trastornando los
procesos normales de reproducción y desarrollo.
Los autores de Nuestro futuro robado repasan la investigación científica
que relaciona estos problemas con los «disruptores endocrinos», estafadores
químicos que dificultan la reproducción de los adultos y amenazan con graves

Página 5
peligros a sus descendientes en fase de desarrollo. Explican cómo estos
contaminantes han llegado a convertirse en parte integrante de nuestra
economía industrial, difundiéndose con asombrosa facilidad por toda la
biosfera, desde el Ecuador a los polos. Y estudian lo que podemos y debemos
hacer para combatir este omnipresente peligro. Nuestro futuro robado, como
señala Al Gore, vicepresidente de EE UU y autor del prólogo, es un libro de
importancia trascendental, que nos obliga a plantearnos nuevas preguntas
acerca de las sustancias químicas sintéticas que hemos esparcido por toda la
Tierra.

Disruptores endocrinos
Un gran número de sustancias químicas artificiales que se han vertido al
medio ambiente, así como algunas naturales, tienen potencial para perturbar
el sistema endocrino de los animales, incluidos los seres humanos. Entre ellas
se encuentran las sustancias persistentes, bioacumulativas y organohalógenas
que incluyen algunos plaguicidas (fungicidas, herbicidas e insecticidas) y las
sustancias químicas industriales, otros productos sintéticos y algunos metales
pesados.
Muchas poblaciones animales han sido afectadas ya por estas sustancias.
Entre las repercusiones figuran la disfunción tiroidea en aves y peces; la
disminución de la fertilidad en aves, peces, crustáceos y mamíferos; la
disminución del éxito de la incubación en aves, peces y tortugas; graves
deformidades de nacimiento en aves, peces y tortugas; anormalidades
metabólicas en aves, peces y mamíferos; anormalidades de comportamiento
en aves; demasculinización y feminización de peces, aves y mamíferos
machos; defeminización y masculinización de peces y aves hembras; y
peligro para los sistemas inmunitarios en aves y mamíferos.
Los disruptores endocrinos interfieren en el funcionamiento del sistema
hormonal mediante alguno de estos tres mecanismos: suplantando a las
hormonas naturales, bloqueando su acción o aumentando o disminuyendo sus
niveles. Las sustancias químicas disruptoras endocrinas no son venenos
clásicos ni carcinógenos típicos. Se atienen a reglas diferentes. Algunas
sustancias químicas hormonalmente activas apenas parecen plantear riesgos
de cáncer.
En los niveles que se encuentran normalmente en el entorno, las
sustancias químicas disruptoras hormonales no matan células ni atacan el

Página 6
ADN. Su objetivo son las hormonas, los mensajeros químicos que se mueven
constantemente dentro de la red de comunicaciones del cuerpo. Las sustancias
químicas sintéticas hormonalmente activas son delincuentes de la autopista de
la información biológica que sabotean comunicaciones vitales. Atracan a los
mensajeros o los suplantan. Cambian de lugar las señales. Revuelven los
mensajes. Siembran desinformación. Causan toda clase de estragos. Dado que
los mensajes hormonales organizan muchos aspectos decisivos del desarrollo,
desde la diferenciación sexual hasta la organización del cerebro, las sustancias
químicas disruptoras hormonales representan un especial peligro antes del
nacimiento y en las primeras etapas de la vida. Los disruptores endocrinos
pueden poner en peligro la supervivencia de especies enteras, quizá a largo
plazo incluso la especie humana.
Las pautas de los efectos de los disruptores endocrinos varían de una
especie a otra y de una sustancia a otra. Sin embargo, pueden formularse
cuatro enunciados generales: Las sustancias químicas que preocupan pueden
tener efectos totalmente distintos sobre el embrión, el feto o el organismo
perinatal que sobre el adulto.
Los efectos se manifiestan con mayor frecuencia en las crías, que no en el
progenitor expuesto; El momento de la exposición en el organismo en
desarrollo es decisivo para determinar su carácter y su potencial futuro.
Aunque la exposición crítica tiene lugar durante el desarrollo embrionario,
las manifestaciones obvias pueden no producirse hasta la madurez.
La especie humana carece de experiencia evolutiva con estos compuestos
sintéticos. Estos imitadores artificiales de los estrógenos difieren en aspectos
fundamentales de los estrógenos vegetales. Nuestro organismo es capaz de
descomponer y excretar los imitadores naturales de los estrógenos, pero
muchos de los compuestos artificiales resisten los procesos normales de
descomposición y se acumulan en el cuerpo, sometiendo a humanos y
animales a una exposición de bajo nivel pero de larga duración. Esta pauta de
exposición crónica a sustancias hormonales no tiene precedentes en nuestra
historia evolutiva, y para adaptarse a este nuevo peligro harían falta milenios,
no décadas.
La industria química prefiere pensar que, puesto que ya existen en la
naturaleza tantos estrógenos naturales, como la soja, no hay por qué
preocuparse por los compuestos químicos sintéticos que interfieren con las
hormonas. Sin embargo, es importante tener en cuenta las diferencias que
existen entre los impostores hormonales naturales y los sintéticos. Los
imitadores hormonales artificiales suponen un peligro mayor que los

Página 7
compuestos naturales, porque pueden persistir en el cuerpo durante años,
mientras que los estrógenos vegetales se pueden eliminar en un día.
Nadie sabe todavía qué cantidades de las sustancias químicas disruptoras
endocrinas son necesarias para que representen un peligro para el ser humano.
Los datos indican que podrían ser muy pequeñas si la exposición tiene lugar
antes del nacimiento. En el caso de las dioxinas, los estudios recientes han
demostrado que la exposición a dosis ínfimas es peligrosa.
La mayoría de nosotros portamos varios centenares de sustancias
químicas persistentes en nuestro cuerpo, entre ellas muchas que han sido
identificadas como disruptores endocrinos. Por otra parte, las portamos en
concentraciones que multiplican por varios millares los niveles naturales de
los estrógenos libres, es decir, estrógenos que no están enlazados por
proteínas sanguíneas y son, por tanto, biológicamente activos.
Se ha descubierto que cantidades insignificantes de estrógeno libre pueden
alterar el curso del desarrollo en el útero; tan insignificantes como una décima
parte por billón. Las sustancias químicas disruptoras endocrinas pueden
actuar juntas y cantidades pequeñas, aparentemente insignificantes, de
sustancias químicas individuales, pueden tener un importante efecto
acumulativo. El descubrimiento de que puede haber sustancias químicas que
alteran el sistema hormonal en lugares inesperados, incluidos algunos
productos que se consideraban biológicamente inertes como los plásticos, ha
puesto en entredicho las ideas tradicionales sobre la exposición.

Efectos en los seres humanos


Los seres humanos se han visto afectados por los disruptores endocrinos. El
efecto del DES (dietilestilbestrol), un agente estrogénico, fue un claro aviso.
El paradigma del cáncer es insuficiente porque las sustancias químicas
pueden causar graves efectos sanitarios distintos del cáncer.
Causa gran preocupación la creciente frecuencia de anormalidades
genitales en los niños, como testículos no descendidos (criptorquidia), penes
sumamente pequeños e hipospadias, un defecto en el que la uretra que
transporta la orina no se prolonga hasta el final del pene. En las zonas de
cultivo intensivo en la provincia de Granada, en donde se emplea el
endosulfán y otros plaguicidas, se han registrado 360 casos de criptorquidias.
Algunos estudios con animales indican que la exposición a sustancias
químicas hormonalmente activas en el periodo prenatal o en la edad adulta

Página 8
aumenta la vulnerabilidad a cánceres sensibles a hormonas, como los tumores
malignos en mama, próstata, ovarios y útero.
Entre los efectos de los disruptores endocrinos está el aumento de los
casos de cáncer de testículo y de endometriosis, una dolencia en la cual el
tejido que normalmente recubre el útero se desplaza misteriosamente al
abdomen, los ovarios, la vejiga o el intestino, provocando crecimientos que
causan dolor, copiosas hemorragias, infertilidad y otros problemas.
El signo más espectacular y preocupante de que los disruptores
endocrinos pueden haberse cobrado ya un precio importante se encuentra en
los informes que indican que la cantidad y movilidad de los espermatozoides
de los varones ha caído en picado en el último medio siglo. El estudio inicial,
realizado por un equipo danés encabezado por el doctor Niels Skakkebaek y
publicado en el Bristish Medical Journal en septiembre de 1992, descubrió
que la cantidad media de espermatozoides masculinos había descendido un 45
por ciento, desde un promedio de 113 millones por mililitro de semen en 1940
a sólo 66 millones por mililitro en 1990. Al mismo tiempo, el volumen del
semen eyaculado había descendido un 25 por ciento, por lo que el descenso
real de los espermatozoides equivalía a un 50 por ciento.
Durante este periodo se había triplicado el número de hombres que tenían
cantidades extremadamente bajas de espermatozoides, del orden de 20
millones por mililitro. En España se ha pasado de una media de 336 millones
de espermatozoides por eyaculación en 1977 a 258 millones en 1995. El
descenso amenaza la capacidad fertilizadora masculina. De continuar la
tendencia actual, dentro de 50 años los hombres podrían ser incapaces de
reproducirse de forma natural, teniendo que depender de las técnicas de
inseminación artificial o de la fecundación in vitro.
La exposición prenatal a sustancias químicas imitadoras de hormonas
puede estar exacerbando también el problema médico más común que afecta a
los hombres al envejecer: el crecimiento doloroso de la glándula prostática,
que dificulta la excreción de orina y a menudo requiere intervención
quirúrgica.
En los países occidentales, el 80 por ciento de los hombres muestran
signos de esta dolencia a los 70 años, y el 45 por ciento de los hombres
padecen un grave crecimiento de la glándula. En las dos últimas décadas se ha
producido un espectacular aumento de esta dolencia.
La experiencia del DES y los estudios con animales sugieren también una
vinculación entre las sustancias químicas disruptoras endocrinas y varios
problemas de reproducción en las mujeres, especialmente abortos, embarazos

Página 9
ectópicos y endometriosis. La endometriosis afecta hoy a cinco millones de
mujeres estadounidenses. A principios de siglo la endometriosis era una
enfermedad prácticamente desconocida. Las mujeres que padecen
endometriosis tienen niveles más elevados de PCB en la sangre que las
mujeres que no la padecen. Diferentes estudios coinciden en señalar que entre
el 60 y el 70 por ciento de los embarazos se malogran en la fase embrionaria
inicial y otro 10 por ciento termina en las primeras semanas por un aborto
espontáneo.
Pero la tendencia sanitaria más alarmante con diferencia para las mujeres
es la creciente tasa de cáncer de mama, que es el cáncer femenino más
común. Desde 1940, en los albores de la era química, las muertes por cáncer
de mama han aumentado en EE UU en un 1 por ciento anual, y se ha
informado de incrementos semejantes en otros países industrializados.
Industria química Nuestro futuro robado abre un nuevo horizonte, que
muy probablemente concluya con nuevos tratados internacionales, al igual
que sucedió con los CFC que agotan la capa de ozono, y a pesar de la
oposición de las industrias químicas. Actualmente pueden encontrarse en el
mercado unas 100 000 sustancias químicas sintéticas. Cada año se introducen
1000 nuevas sustancias, la mayoría sin una verificación y revisión adecuadas.
En el mejor de los casos, las instalaciones de verificación existentes en el
mundo pueden someter a prueba únicamente a 500 sustancias al año. En
realidad, sólo una pequeña parte de esta cifra es sometida realmente a prueba.
Ya se han identificado 51 productos químicos que alteran el sistema
hormonal, pero se desconocen los posibles efectos hormonales de la gran
mayoría. Uno de los aspectos más inquietantes de los disruptores endocrinos
es que algunos de sus efectos se producen con dosis muy bajas.
Las normas actuales que regulan la comercialización de productos
químicos sintéticos se han desarrollado sobre la base del riesgo de cáncer y de
graves taras de nacimiento y calculan estos riesgos a un varón adulto de unos
70 kilogramos de peso. No toman en consideración la vulnerabilidad especial
de los niños antes del nacimiento y en las primeras etapas de vida, y los
efectos en el sistema hormonal. Las normas oficiales y los métodos de prueba
de la toxicidad evalúan actualmente cada sustancia química por sí misma. En
el mundo real, encontramos complejas mezclas de sustancias químicas. Nunca
hay una sola. Los estudios científicos muestran con claridad que las
sustancias químicas pueden interactuar o pueden actuar juntas para producir
un efecto superior al que producirían individualmente (sinergia). Las leyes
actuales ignoran estos efectos aditivos o interactivos.

Página 10
Los fabricantes utilizan las leyes sobre secretos comerciales para negar al
público el acceso a la información sobre la composición de sus productos. En
tanto los fabricantes no coloquen unas etiquetas completas en sus productos,
los consumidores no tendrán la información que necesitan para protegerse de
productos hormonalmente activos. En algunos casos, las sustancias químicas
pueden descomponerse en sustancias que plantean un peligro mayor que la
sustancia química original.
La industria química trata de desacreditar las conclusiones de Nuestro
futuro robado, al igual que hasta hace poco hizo con los CFC, o como las
campañas de la industria del tabaco negando la relación entre el hábito de
fumar y el cáncer de pulmón. La Chemical Manufacturers Association,
entidad que agrupa a las mayores multinacionales de la industria química, el
Chlorine Chemistry Council, el American Plastics Council, la Society of the
Plastics Industry y la American Crop Protection Association (los grandes
fabricantes de plaguicidas), han recolectado grandes cantidades de dinero
entre sus asociados para lanzar una campaña contra el libro Nuestro futuro
robado. Cuando en 1962 se publicó el libro de Rachel Carson Primavera
silenciosa (Silent Spring), la revista de la Chemical Manufacturers
Association tituló la reseña del libro «Silence, Miss Carson». La industria del
cloro, agrupada en el Chlorine Council, que agrupa a empresas como DuPont,
Dow, Oxychem y Vulcan, gasta anualmente en Estados Unidos 150 millones
de dólares (más de 20 mil millones de pesetas) en campañas de imagen y de
intoxicación informativa. En España la empresa encargada por los fabricantes
de PVC de intoxicar a la opinión pública es la Burson-Marsteller.
Treinta y cinco años después la misma industria que casi acaba con el
ozono, que ocasionó el accidente de Bhopal y que fabrica miles de sustancias
tóxicas, se enfrenta al desafío de Nuestro futuro robado. Las empresas
Burson-Marsteller, Edelman y Hill & Knowlton, dedicadas al lavado de
imagen de la industria del tabaco, de dictadores, del PVC y de empresas
contaminantes, muchas de ellas del sector químico, realizan campañas de
intoxicación contra los científicos, periodistas y las organizaciones no
gubernamentales, tratando de impedir, o al menos reducir, los efectos de
libros como Nuestro futuro robado y decenas de estudios científicos, informes
y artículos sobre los efectos de las sustancias químicas que actúan como
disruptores endocrinos.
Una buena prueba de lo acertadas que son las conclusiones del libro
Nuestro futuro robado es que el gobierno de Estados Unidos gastó de 20 a 30
millones de dólares en 400 proyectos para analizar los efectos de las

Página 11
sustancias químicas en el sistema endocrino. El objetivo de la Agencia de
Medio Ambiente (EPA) de EE UU es desarrollar toda una estrategia para
investigar y someter a prueba 600 plaguicidas y 72 000 sustancias químicas
sintéticas de uso comercial en Estados Unidos, al objeto de analizar sus
efectos como posibles disruptores endocrinos. La National Academy of
Sciences de Estados Unidos ha emprendido un amplio estudio para
profundizar en los peligros de los disruptores endocrinos. Raro es el mes que
no se publica algún artículo en las más prestigiosas revistas científicas
confirmando y profundizando los peligros de las sustancias químicas.
El mercado mundial de plaguicidas representó unos 2 millones de
toneladas en 1999, e incluía 1600 sustancias químicas. El consumo mundial
continúa creciendo. Los plaguicidas son una clase especial de sustancias
químicas por cuanto son biológicamente activas por diseño y se dispersan
intencionadamente en el entorno. Hoy en día se usan en Estados Unidos 30
veces más plaguicidas sintéticos que en 1945. En este mismo periodo, el
poder biocida por kilogramo de las sustancias químicas se ha multiplicado por
10. El 35 por ciento de los alimentos consumidos tienen residuos de
plaguicidas detectables. Los métodos de análisis, sin embargo, sólo detectan
un tercio de los más de 600 plaguicidas en uso. La contaminación de los
alimentos por plaguicidas es a menudo muy superior en los países en
desarrollo.

Recuperar Nuestro futuro robado


Defendernos de este riesgo requiere la acción en varios frentes con la
intención de eliminar las nuevas fuentes de disrupción endocrina y minimizar
la exposición a contaminantes que interfieren el sistema hormonal y que ahora
están en el ambiente. Para ello se requerirá mayor investigación científica;
rediseño de las sustancias químicas, de los procesos de producción y de los
productos por las empresas; nuevas políticas gubernamentales; y esfuerzos
personales para protegernos a nosotros y a nuestras familias. La agricultura
ecológica, sin plaguicidas y otras sustancias químicas, es una alternativa
sostenible y viable.
Con 100 000 sustancias químicas sintéticas en el mercado en todo el
mundo y 1000 nuevas sustancias más cada año, hay poca esperanza de
descubrir su suerte en los ecosistemas o sus efectos para los seres humanos y
otros seres vivos hasta que el daño está hecho. Es necesario reducir el número

Página 12
de sustancias químicas que se usan en un producto determinado y fabricar y
comercializar sólo las sustancias químicas que puedan detectarse fácilmente
con la tecnología actual y cuya degradación en el medio ambiente se conozca.
Estas sustancias no han alterado la huella genética básica que subyace a
nuestra humanidad.
Elimínense los disruptores de la madre y del útero y los mensajes
químicos que guían el desarrollo podrán llegar de nuevo sin obstáculos. Pero
la protección de la próxima generación de los disruptores endocrinos
requerirá una vigilancia de años e incluso décadas, porque las dosis que llegan
al feto dependen no sólo de lo que ingiere la madre durante el embarazo, sino
también de los contaminantes persistentes acumulados en la grasa corporal
hasta ese momento de su vida. Las mujeres transfieren esta reserva química
acumulada durante décadas a sus hijos durante la gestación y durante la
lactancia.
El sistema actual da por supuesto que las sustancias químicas son
inocentes hasta que se demuestre lo contrario. El peso de la prueba debe
actuar del modo contrario, porque el enfoque actual, la presunción de
inocencia, una y otra vez ha hecho enfermar a las personas y ha dañado a los
ecosistemas. Las pruebas que surgen sobre las sustancias químicas
hormonalmente activas deben utilizarse para identificar a aquellas que
plantean el mayor riesgo y para eliminarlas del mercado. Cada nuevo
producto debe someterse a esta prueba antes de que se le permita salir al
mercado. La evaluación del riesgo se utiliza ahora para mantener productos
peligrosos en el mercado hasta que se demuestre que son culpables. Las
políticas internacionales y nacionales se deben basar en el principio de
precaución.
Una política adecuada para reducir la amenaza de las sustancias químicas
que alteran el sistema hormonal requiere la prohibición inmediata de
plaguicidas como el endosulfán y el metoxicloro, fungicidas como la
vinclozolina, herbicidas como la atrazina, los alquilfenoles, los ftalatos y el
bisfenol-A.
Para evitar la generación de dioxinas se requiere la eliminación progresiva
del PVC, el percloroetileno, todos los plaguicidas clorados, el blanqueo de la
pasta de papel con cloro y la incineración de residuos.
Sustancias químicas de efectos disruptores sobre el sistema endocrino
Entre las sustancias químicas de efectos disruptores sobre el sistema
endocrino figuran: las dioxinas y furanos, que se generan en la producción de

Página 13
cloro y compuestos clorados, como el PVC o los plaguicidas organoclorados,
el blanqueo con cloro de la pasta de papel y la incineración de residuos.
Los PCB, actualmente prohibidos. Las concentraciones en tejidos
humanos han permanecido constantes en los últimos años aun cuando la
mayoría de los países industrializados pusieron fin a la producción de PCB
hace más de una década, porque dos tercios de los PCB producidos en todas
las épocas continúan en uso en transformadores u otros equipos eléctricos y,
por consiguiente, pueden ser objeto de liberación accidental. A medida que
van ascendiendo en la cadena alimentaria, la concentración de PCB en los
tejidos animales puede aumentar hasta 25 millones de veces.
Numerosos plaguicidas, algunos prohibidos y otros no, como el DDT y
sus productos de degradación, el lindano, el metoxicloro (autorizado en
España), piretroides sintéticos, herbicidas de triazina, kepona, dieldrín,
vinclozolina, dicofol y clordano, entre otros.
El plaguicida endosulfán, de amplio uso en la agricultura española, a pesar
de estar prohibido en numerosos países.
El HCB (hexaclorobenceno), empleado en síntesis orgánicas, como
fungicida para el tratamiento de semillas y como preservador de la madera.
Los ftalatos, utilizados en la fabricación de PVC. El 95 por ciento del
DEHP (di(2etilexil)ftalato) se emplea en la fabricación del PVC.
Los alquilfenoles, antioxidantes presentes en el poliestireno modificado y
en el PVC, y como productos de la degradación de los detergentes. El p-
nonilfenol pertenece a la familia de sustancias químicas sintéticas llamadas
alquilfenoles. Los fabricantes añaden nonilfenoles al poliestireno y al cloruro
de polivinilo (PVC), como antioxidante para que estos plásticos sean más
estables y menos frágiles. Un estudio descubrió que la industria de
procesamiento y envasado de alimentos utilizaba PVC que contenían
alquilfenoles. Otro informaba del hallazgo de contaminación por nonilfenol
en agua que había pasado por cañerías de PVC. La descomposición de
sustancias químicas presentes en detergentes industriales, plaguicidas y
productos para el cuidado personal pueden dar origen asimismo a nonilfenol.
El bisfenol-A, de amplio uso en la industria agroalimentaria
(recubrimiento interior de los envases metálicos de estaño) y por parte de los
dentistas (empastes dentarios). Uno de los investigadores pioneros sobre los
efectos del bisfenol-A es el médico español Nicolás Olea.

Referencias
Página 14
T. Colborn, Dianne Dumanoski, y John Peterson Myers, Our Stolen Future
(New York: Penguin Books, 1996). Edición en castellano: Nuestro
futuro robado, de Theo Colborn, Dianne Dumanoski y Pete Myers
(1997); Ecoespaña y Gaia-Proyecto 2050, Madrid.
T. Colborn y C. Clement, eds. (1992). Chemically Induced Alterations in
Sexual and Functional Development: The Wildlife-Human Connection,
Princeton Scientific Publishing, Princeton, New Jersey.
T. Colborn, F. vom Saal y A. Soto (1993), «Developmental Effects of
Endocrine-Disrupting Chemicals in Wildlife and Humans»,
Environmental Health Perspectives 101:378-84.
L. Gray y J. Ostby (1995), «In utero 2,3,7,8 Tetrachlorodibenzo-p-dioxin
(TCDD) Alters Reproductive Morphology and Function in Female Rat
Offspring», Toxicology and Applied Pharmacology.
L. Gray, W. Kelce, E. Monosson, J. Ostby y L. Birnbaum (1995),
«Exposure to TCDD During Development Permanently Alters
Reproductive Function in Male Long Evans Rats and Hamsters:
Reduced Ejaculated Epididymal Sperm Numbers and Sex Accessory
Gland Weights in Offspring with Normal Androgenic Status»,
Toxicology and Applied Pharmacology, 131:108-18.
A. Krishnan, P. Stathis, S. Permuth, L. Tokes y D. Feldman (1993),
«Bisphenol-A: An Estrogenic Substance is Released from
Polycarbonate Flasks During Autoclaving»,
Endocrinology 132(8):2279-86.
J. Brotons, M. Olea-Serrano, M. Villalobos, V. Pedraza y N. Olea (1995),
«Xenoestrogens Released from Lacquer Coatings in Food Cans»,
Environmental Health Perspectives 103(6):608-12.
E. Carlsen, A. Giwercman, N. Keiding y N. Skakkebaek (1992),
«Evidence for Decreasing Quality of Semen During Past 50 Years»,
British Medical Journal 305:609-13.
J. Auger, J. Kunstmann, F. Czyglik y P. Jouannet (1995), «Decline in
Semen Quality Among Fertile Men in Paris During the Past 20 Years»,
New England Journal of Medicine 332(5): 281-85.
Irvine et al. (1996). «Evidence of deteriorating semen quality in the United
Kingdom: birth cohort study in 577 men in Scotland over 11 years».
British Medical Journal 312: 467-471.

Página 15
Pajarinen et al. (1997). «Incidence of disorders of spermatogenesis in
middle-aged Finnish men, 1981-1991: two necropsy series». British
Medical Journal 314.
Soto, A. M., K. L. Chung, and C. Sonnenschein (1994). «The pesticides
endosulfan, toxaphene, and dieldrin have estrogenic effects on human
estrogen-sensitive cells». Environmental Health Perspectives 102:380-
383.
Soto A. M., Sonnenschein C., Chung K. L., Fernandez M. F., Olea N.,
Olea Serrano F. (1995). «The E-SCREEN assay as a tool to identify
estrogens: an update on estrogenic environmental pollutants».
Environ Health Perspectives 103(suppl 7):113-122.
A. Soto, H. Justica, J. Wray y C. Sonnenschein (1991), «p-Nonylphenol: A
Estrogenic Xenobiotic Released from “Modified” Polystyrene»,
Environmental Health Perspectives 92:167-73.
Arnold S. F., Klotz D. M., Collins B. M., Vonier P. M., Guillette L. J.,
McLachlan J. A. (1996). «Synergistic activation of estrogen receptor
with combinations of environmental chemicals». Science 272:1489-
1492.
Olea, N., R. Pulgar, P. Perez, F. Olea-Serrano, A. Rivas, A. Novillo-
Fertrell, V. Pedraza, A. Soto y C.
Sonnenschein (1996). «Estrogenicity of resin-based composites and
sealants used in dentistry».
Environmental Health Perspectives 104(3):298-305.
Shanna H. Swan et al., «Have Sperm Densities Declined? A Reanalysis of
Global Trend Data,»
Environmental Health Perspectives, noviembre 1997.
Michael D. Lemonick, «What's Wrong With Our Sperm?» Time, 18
March 1996.
Edward V. Younglai et al., «Canadian Semen Quality: An Analysis of
Sperm Density Among Eleven Academic Fertility Centers,» Fertility
and Sterility, Julio 1998.
K. Van Waeleghem et al., «Deterioration of Sperm Quality in Young
Healthy Belgian Men,» Human Reproduction, Febrero 1996.

Página 16
Larry I. Lipshultz, «The Debate Continues — The Continuing Debate over
the Possible Decline in Semen Quality» (editorial), Fertility and
Sterility, Mayo 1996.
Harry Fisch y Erik T. Goluboff, «Geographic Variations in Sperm Counts:
A Potential Cause of Bias in Studies of Semen Quality,» Fertility and
Sterility, Mayo 1996.
J. Ginsburg et al., «Residence in the London Area and Sperm Density,»
Lancet, 22 enero 1994.
J. Toppari et al., «Male Reproductive Health and Environmental
Xenoestrogens,» Environmental Health Perspectives, Agosto 1996.
R. Bergstrom et al., «Increase in Testicular Cancer Incidence in Six
European Countries: a Birth Cohort Phenomenon,» Journal of the
National Cancer Institute, vol. 88, pp. 727–33 (1996).
Richard M. Sharpe y Niels E. Skakkebaek, «Are Oestrogens Involved in
Falling Sperm Counts and Disorders of the Male Reproductive Tract?»
Lancet, 29 Mayo 1993.
J. Toppari et al., «Male Reproductive Health and Environmental
Xenoestrogens,» Environmental Health Perspectives, Agosto 1996.
Thomas M. Crisp et al., «Environmental Endocrine Disruption: An Effects
Assessment and Analysis,»
Environmental Health Perspectives, Febrero 1998.
Richard M. Sharpe et al., «Gestational and Lactational Exposure of Rats to
Xenoestrogens Results in Reduced Testicular Size and Sperm
Production,» Environmental Health Perspectives, Diciembre 1995.
Betsy Carpenter, «Investigating the Next “Silent Spring”», U. S. News &
World Report, 11 Marzo 1996.
W. B. Gill et al., «Association of Diethylstilbestrol Exposure in Utero with
Cryptorchidism, Testicular Hypoplasia and Semen Abnormalities,»
Journal of Urology, Marzo 1979.
A. J. Wilcox et al., «Fertility in Men Exposed Prenatally to
Diethylstilbestrol,» New England Journal of Medicine, 25 abril 1995.
R. Z. Sokol, «Toxicants and Infertility: Identification and Prevention,» en
E. D. Whitehead y H. M. Nagler, eds., Management of Impotence and
Infertility (Philadelphia: J. B. Lippincott Company, 1994).

Página 17
R. L. García Rodríguez et al., «Exposure to Pesticides and Cryptochidism:
Geographical Evidence of a Possible Association,» Environmental
Health Perspectives, Octubre 1996.
Peter M. Vonier et al., «Interaction of Environmental Chemicals with the
Estrogen and Progesterone Receptors from the Oviduct of the American
Alligator,» Environmental Health Perspectives, Diciembre 1996.
Louis J. Guillette, Jr., et al., «Developmental Abnormalities of the Gonad
and Abnormal Sex Hormone Concentrations in Juvenile Alligators from
Contaminated and Control Lakes in Florida,» Environmental Health
Perspectives, Agosto 1994.
Marla Cone, «River Pollution Linked to Sex Defects in Fish,» Los
Angeles Times, 22 Septiembre 1998.
Frederick S. Vom Saal y Daniel M. Sheehan, «Challenging Risk
Assessment,» Forum for Applied Research and Public Policy, Otoño
1998.
Janet Raloff, «That Feminine Touch,» Science News, 22 enero 1994.
B. Field et al., «Reproductive Effects of Environmental Agents,» Series in
Reproductive Endocrinology, vol. 8 (1990).
Japan Studies Drop in Sperm Counts, Nature, 29 Octubre 1998.
Colin Macilwain, «US Panel Split on Endocrine Disruptors,» Nature, 29
Octubre 1998.

Página 18
Nuestro futuro robado
por Theo Colborn, Dianne Dumanoski y John Peterson Myers

Hace más de treinta años, el libro de Rachel Carson Primavera silenciosa dio
el primer aviso de que ciertos productos químicos artificiales se habían
difundido por todo el planeta, contaminando prácticamente a todos los seres
vivos hasta en las tierras vírgenes más remotas. Aquel libro, que marcó un
hito, presentó pruebas del mortífero impuesto que dichas sustancias sintéticas
cobraban a las aves y demás fauna silvestre. Pero hasta ahora no se habían
advertido las plenas consecuencias de esta insidiosa invasión, que está
trastornando el desarrollo sexual y la reproducción, no sólo de numerosas
poblaciones animales, sino, por lo que parece, también de los seres humanos.
Nuestro futuro robado, escrito por dos prominentes científicos
ambientales y una galardonada periodista especializada en medio ambiente,
reúne por primera vez las alarmantes evidencias obtenidas en estudios de
campo, experimentos de laboratorio y estadísticas humanas, para plantear en
términos científicos el caso de este nuevo peligro, que en gran medida está
pasando inadvertido. Comienza allí donde terminaba Primavera silenciosa,
revelando las causas primeras de los síntomas que tanto alarmaron a Carson.
Basándose en décadas de investigación, los autores presentan un
impresionante informe que sigue la pista de defectos congénitos, anomalías
sexuales y fallos de reproducción en poblaciones silvestres, hasta su origen:
sustancias químicas que suplantan a las hormonas naturales, trastornando los
procesos normales de reproducción y desarrollo.
Los seres humanos distan mucho de ser inmunes a los efectos de estos
«impostores hormonales». La cantidad de espermatozoides en los hombres ha
descendido hasta un 50 por 100 en las últimas décadas, y las mujeres se
enfrentan a un espectacular aumento de los cánceres relacionados con
hormonas, las endometriosis y otros trastornos. Al poner en peligro el proceso
fundamental que garantiza la supervivencia de la especie —la capacidad
reproductiva—, estas sustancias pueden estar socavando sin ser vistas el
futuro de la humanidad.

Página 19
Los autores de Nuestro futuro robado repasan la fascinante investigación
científica que relaciona estos problemas con los «disruptores endocrinos»,
estafadores químicos que dificultan la reproducción de los adultos y
amenazan con graves peligros a sus descendientes en fase de desarrollo.
Explican cómo estos contaminantes han llegado a convertirse en parte
integrante de nuestra economía industrial, difundiéndose con asombrosa
facilidad por toda la biosfera, desde el Ecuador a los polos. Y estudian lo que
podemos y debemos hacer para combatir este omnipresente peligro.
Las conclusiones a las que llegan son tan urgentes como ineludibles. A
corto plazo, es preciso tomar medidas drásticas para protegernos, nosotros y
nuestras familias; y a largo plazo, habrá que introducir cambios
trascendentales en la fabricación y empleo de sustancias sintéticas que han
llegado a convertirse en parte integrante de nuestra «buena vida». Este libro
incisivo y tremendamente importante es una obra indispensable para los
interesados en el profundo impacto humano sobre el medio ambiente, en la
integridad y supervivencia de nuestra especie, y en el bienestar de nuestros
hijos.

Página 20
Prólogo
Por Al Gore, vicepresidente de los EE UU - 22 de enero de 1996

El año pasado escribí el prólogo a la edición del trigésimo aniversario del


clásico de Rachel Carson, Primavera silenciosa. No sospechaba que tardaría
tan poco tiempo en escribir otro prólogo para un libro que, en muchos
aspectos, es continuación de aquél.
Gracias al toque de atención de Rachel Carson, se desarrollaron nuevos e
importantes sistemas de protección para el pueblo norteamericano. Ahora,
Nuestro futuro robado plantea cuestiones tan profundas como las que planteó
Carson hace treinta años; preguntas para las que debemos buscar respuestas.
Primavera silenciosa era una advertencia elocuente y urgente sobre los
peligros de los plaguicidas artificiales. Carson no sólo describía el modo en
que la naturaleza se estaba contaminando con productos químicos
persistentes; además, presentaba evidencias de que dichas sustancias se iban
acumulando en nuestros cuerpos. Desde entonces, estudios realizados sobre la
leche materna y la grasa corporal humanas han confirmado hasta qué punto
hemos sido afectados. Incluso los habitantes de zonas tan apartadas como la
isla de Baffin, en el extremo norte de Canadá, presentan en sus cuerpos
vestigios de sustancias sintéticas persistentes, entre ellas algunas tan
conocidas como los PCB, el DDT y las dioxinas. Y lo que es peor, durante el
embarazo y la lactancia, las madres transmiten este legado químico a la
siguiente generación.
Tal como advertía Carson en uno de sus últimos discursos, esta
contaminación ha constituido un experimento sin precedentes: «Estamos
exponiendo poblaciones enteras a los efectos de sustancias químicas que, en
experimentos con animales, han demostrado ser sumamente venenosas y, en
muchos casos, de efectos acumulativos. En la actualidad, esta exposición
comienza al nacer o incluso antes; y si no cambiamos nuestros métodos,
continuará durante toda la vida de la población actual.
Nadie sabe cuáles serán las consecuencias, ya que carecemos de
experiencia previa que nos sirva de guía».

Página 21
Ahora estamos empezando a darnos cuenta de las consecuencias de esta
contaminación. Nuestro futuro robado toma el relevo de Carson y repasa una
gran cantidad de evidencias científicas que relacionan las sustancias químicas
sintéticas con casos de desarrollo sexual aberrante y problemas reproductivos
y de conducta. Aunque muchas de estas evidencias y estudios científicos se
refieren a poblaciones animales y efectos ecológicos, presentan importantes
implicaciones para la salud humana.
Hace una década, el agujero en la capa de ozono proporcionó una
alarmante prueba de los efectos atmosféricos de los clorofluorocarbonos
(CFC). El año pasado, los científicos declararon que la actividad humana está
cambiando el clima de la Tierra. Ahora mismo, en las principales
publicaciones médicas aparecen ominosos informes sobre los efectos de los
disruptores hormonales en nuestra fecundidad, o en nuestros hijos.
Nuestro futuro robado ofrece un vívido y ameno informe de las recientes
investigaciones científicas acerca de los trastornos provocados por las
sustancias químicas sintéticas en los delicados sistemas hormonales. Estos
sistemas desempeñan un papel fundamental en procesos humanos que abarcan
desde el desarrollo sexual al comportamiento, la inteligencia y el
funcionamiento del sistema inmunitario.
Aunque los científicos sólo están empezando a explorar las implicaciones
de esta investigación, los primeros estudios realizados sobre animales y seres
humanos relacionan estas sustancias con numerosos trastornos: disminución
de la cantidad de espermatozoides, esterilidad, deformidades genitales,
cánceres humanos de causa hormonal, como el de mama y el de próstata,
trastornos neurológicos infantiles, como la hiperactividad y la falta de
atención, y diversos problemas de desarrollo y reproducción en poblaciones
silvestres.
El caso científico está sólo empezando a plantearse, y nuestro
conocimiento de la naturaleza y magnitud del peligro irá cambiando a medida
que avance la investigación. Pero además, dado que los productos químicos
industriales constituyen un importante sector de la economía global, es
inevitable que toda evidencia que los relacione con graves problemas
ecológicos o sanitarios genere controversias. No obstante, está claro que el
conjunto de investigaciones científicas en el que se basa Nuestro futuro
robado plantea cuestiones alarmantes y urgentes, a las que es preciso hacer
frente.
En respuesta al creciente volumen de pruebas, la Academia Nacional de
Ciencias ha designado una comisión de expertos para que evalúe los peligros.

Página 22
Este primer paso es importante. Además, habrá que multiplicar los trabajos de
investigación para averiguar más detalles sobre los efectos nocivos de estas
sustancias, identificar otras que puedan poseer propiedades similares, y
determinar la magnitud del peligro al que nos exponemos nosotros y nuestros
hijos. Es preciso conocer los daños, a menudo invisibles, que pueden
provocar. Es preciso descubrir si existen maneras de proteger a los niños, que
parecen correr un grave riesgo de padecer defectos congénitos y trastornos del
desarrollo, provocados por compuestos con actividad hormonal. Es preciso
investigar más a fondo la relación entre los efectos observados en seres
humanos y en poblaciones silvestres.
Jamás se podrá construir una sociedad completamente libre de riesgos. Sin
embargo, los ciudadanos norteamericanos tienen, como mínimo, derecho a
conocer las sustancias que pueden afectarles a ellos y a sus hijos, y a saber
todo lo que la ciencia pueda decirnos sobre sus peligros.
Ahora ya es evidente que tardamos demasiado tiempo en plantearnos las
preguntas adecuadas acerca de los CFC que atacaron la capa de ozono, y que
nos estamos tomando con demasiada calma la amenaza del cambio climático.
Ni que decir tiene que también tardamos mucho en plantearnos las mismas
cuestiones con respecto a los PCB, el DDT y otras sustancias químicas, ahora
prohibidas, que representaban un grave peligro para la salud humana.
Nuestro futuro robado es un libro de importancia trascendental, que nos
obliga a plantearnos nuevas preguntas acerca de las sustancias químicas
sintéticas que hemos esparcido por toda la Tierra. Por el bien de nuestros
hijos y nietos, es urgente que busquemos las respuestas. Todos tenemos
derecho a saber y la obligación de aprender.

Página 23
Agradecimientos

Este libro es un esfuerzo colectivo que va mucho más allá de los autores e
incluye a científicos, estudiosos y amigos de todas las partes del mundo.
Resultaría imposible nombrar a todos los que contribuyeron con su trabajo y
sus conocimientos al desarrollo de esta historia. No queriendo correr el riesgo
de omitir a alguno, hemos decidido no presentar una lista de los que merecen
nuestro agradecimiento. Confiamos en que, al leer el libro, cada uno de
vosotros (vosotros sabéis quiénes sois) pueda sentirse satisfecho de lo que
hemos realizado. La verdad es que os debemos mucho.
Por otra parte, este libro no se habría podido publicar sin el apoyo inicial y
constante de varias fundaciones: la Fundación W. Alton Jones, la Fundación
Joyce, la Fundación C. S. Mott, el Programa de Becas Pew, el Fondo de
Caridad Pew, la Fundación Winslow y la Dotación Keland de la Fundación
Johnson.

Página 24
Introducción

Éste es un libro insólito. Es el resultado de la colaboración entre tres autores y


utiliza un estilo poco tradicional para transmitir un mensaje que transciende
los conocimientos tradicionales sobre las sustancias químicas sintéticas, su
seguridad y el modo de advertir sus peligros. Cada una de las tres personas
que hemos colaborado en el libro —Theo Colborn, Dianna Dumanoski y Pete
Myers— aportó a la empresa sus conocimientos y experiencia particulares, y
desempeñó una función diferente en el proceso de hacer llegar el libro a la
imprenta. Emprendimos esta colaboración porque la creciente complejidad de
los problemas que tenemos que afrontar a finales del siglo XX exigía un
trabajo en equipo. Una sola persona no habría podido hacer frente a la tarea.
Theo Colborn, que ha dedicado siete años a revisar estudios sobre
sustancias químicas que provocan trastornos endocrinos, reuniendo un
enorme volumen de datos, aportó la base científica de este trabajo.
La tarea de Dianne Dumanoski consistió en tomar los complicados datos
científicos y transformarlos en una historia accesible para todos, aunque
carezcan de formación científica. Dianne, que se ha pasado veinticinco años
informando y escribiendo sobre ciencias medioambientales, complementó la
información básica con investigaciones y entrevistas adicionales. Pete Myers
aportó sus conocimientos científicos y su amplia experiencia en política
ambiental nacional e internacional, añadiendo otra valiosa dimensión a
nuestro modo de pensar. Los autores desarrollaron y pulieron juntos la
estructura y el argumento del libro, trabajando en estrecho contacto y
manteniendo largas reuniones durante la redacción del mismo.
Dado que tratamos de un misterio científico que aún no está resuelto, lo
hemos contado como una historia detectivesca, y entre los personajes del
texto aparecen Theo Colborn y Pete Myers, así como otros científicos que han
desempeñado papeles importantes. En la primera parte de este relato, el lector
puede seguir el proceso de descubrimiento de Theo, a medida que va
estudiando la literatura científica referente a los efectos nocivos de las
sustancias químicas sintéticas sobre la vida silvestre y los seres humanos.

Página 25
Theo es el sabueso en este misterio científico, no sólo porque desempeñó este
mismo papel en la vida real, sino porque creemos que este enfoque resultará
atractivo para el lector. Una vez relatadas las primeras pesquisas de Theo, se
empiezan a discutir las pruebas, y aquí el texto refleja el pensamiento de los
tres autores.
Vivimos en un mundo complicado, que exigirá actitudes innovadoras para
afrontar los problemas provocados por la tecnología. Ha sido preciso un
enfoque no tradicional —con abundantes colaboraciones entre especialistas
de muchas disciplinas— para revelar la identidad de las sustancias químicas
que nos están robando nuestro futuro. Así como los científicos tuvieron que
salirse de la norma para descubrir el problema, nosotros hemos tenido que
salirnos de la norma literaria para contar la historia de su descubrimiento.

Página 26
1 Presagios

1952: Costa del Golfo (Florida)


En todos los años que llevaba observando a las águilas calvas, Charles Broley
no había visto nunca nada semejante, de modo que lo anotó meticulosamente
en su diario de campo, un registro que, con el tiempo, documentaría el declive
de esta ave en toda la costa este de Canadá y Estados Unidos. Broley, de
nacionalidad canadiense, se ganaba la vida trabajando en un banco, pero
trabajaba con igual intensidad en una afición que le apasionaba: la
ornitología. Mucho antes de encontrar los nidos abandonados con los
cascarones rotos, ya se había dado cuenta de que las águilas calvas se
comportaban de un modo extraño.
Broley había comenzado a estudiar las águilas calvas de Florida en 1939,
por sugerencia del personal de la Sociedad Nacional Audubon. Después de las
primeras inspecciones, presentó entusiastas informes acerca de una próspera
población de estas águilas, que anidaba con éxito a todo lo largo de la costa
oeste de la península, desde Tampa hasta Fort Myers. A principios de los años
cuarenta, Broley siguió las actividades de 125 nidos y trepó a ellos para
anillar unos 150 pollos cada año.
Pero de pronto, en 1947, la situación cambió. El número de polluelos
empezó a disminuir bruscamente y, durante los años siguientes, Broley
observó comportamientos extraños en muchas de las parejas de águilas.
Ahora estaban a principios del invierno, la época en la que las águilas adultas
buscan pareja e inician el galanteo recogiendo ramitas para construir un nido
entre los dos. Pero en los lugares de anidamiento que llevaba trece años
visitando, dos tercios de las aves adultas, fácilmente reconocibles por sus
cabezas blancas, parecían indiferentes al ritual de anidamiento y no realizaban
ninguna actividad de galanteo. Según anotó Broley en su diario, las aves no
mostraban ningún interés en aparearse. Se limitaban a «holgazanear».

Página 27
¿Cuál era la causa de que las águilas de Florida perdieran su instinto
natural de emparejarse y criar polluelos? Cuando Broley miró a su alrededor
en busca de una posible explicación, sus ojos se posaron en las grandes
urbanizaciones surgidas a consecuencia del boom inmobiliario de la
posguerra. Las nuevas viviendas estaban invadiendo cientos de hectáreas de
terreno costero de primera calidad, así que Broley atribuyó a la intrusión
humana el declive de las águilas y su conducta aberrante. Los expertos en
águilas de la universidad coincidieron plenamente con este diagnóstico
inicial.
Más adelante, Broley empezó a dudar de esta explicación. Continuó con
su estudio y a mediados de los cincuenta estaba firmemente convencido de
que el 80 por ciento de las águilas calvas de Florida eran estériles, una
calamidad que difícilmente podía achacarse a las excavadoras.

Finales de los años cincuenta: Inglaterra.


Aunque las nutrias ya no eran tan abundantes como en tiempos pasados, el
tradicional deporte de la caza de la nutria siguió practicándose hasta mediados
de siglo, sin apenas cambios desde los tiempos en que Sir Edwin Landseer
plasmó la matanza en su óleo La cacería de nutrias, a mediados del siglo XIX.
Los aficionados a este deporte todavía mantenían en Gran Bretaña por lo
menos trece jaurías de podencos peludos y de orejas largas para perseguir, y
pequeños y feroces terriers para hacer salir a las nutrias. Y los que habían
aprendido de sus padres y tíos los hábitos de las nutrias todavía sabían dónde
buscar madrigueras. Los fines de semana, durante la temporada de caza,
exploraban las orillas de los ríos, buscando entre las raíces enmarañadas los
huecos donde se refugian las nutrias durante el día.
Cuando una nutria emprendía la huida, los toques del cuerno de caza y los
ladridos de los podencos resonaban por todo el valle, anunciando que los
hombres seguían practicando un antiguo y sangriento deporte.
Pero a finales de la década, los cazadores empezaron a tener dificultades
para encontrar nutrias que cazar; y en algunas zonas, las nutrias
desaparecieron por completo, sin razón aparente. Aparte de los cazadores,
pocas personas advirtieron que estos animales evasivos y predominantemente
nocturnos estaban desapareciendo de los ríos y arroyos donde siempre habían
vivido. Cuando los conservacionistas adquirieron por fin conciencia del
problema, casi dos décadas después de que comenzara el declive, examinaron
los registros de los cazadores en busca de pistas que explicaran la
desaparición de las nutrias.

Página 28
Algunos sospecharon del insecticida dieldrín, pero la causa del declive
siguió siendo un misterio hasta los años ochenta, cuando los científicos
ingleses analizaron datos procedentes de toda Europa.

Mediados de los sesenta: Lago Michigan.


En la época de auge económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial, el
ansia de nuevos lujos por parte de los consumidores parecía insaciable. Para
los criadores de visones de Michigan, los años cincuenta fueron tiempos
verdaderamente buenos, en los que la ola de prosperidad los llevaba de éxito
en éxito un año tras otro. Puede que Patricia Nixon se conformara con un
abrigo «de buen paño republicano», pero otras mujeres norteamericanas
querían visón.
Pero a comienzos de los sesenta, la industria del visón, que se había ido
extendiendo en torno a los Grandes Lagos debido a la abundancia de pescado
barato, empezó a decaer, y no porque disminuyera la demanda de visón sino a
causa de misteriosos problemas de reproducción. Los criadores seguían
cruzando a sus visones domésticos como siempre habían hecho, pero las
hembras no producían descendencia. Al principio, el número medio de crías
descendió de cuatro a dos, pero en 1967 había ya muchas hembras que no
parían nunca, y las pocas que lo hacían perdían a sus crías al poco tiempo. En
algunos casos, también las madres morían. Los únicos criadores que se
libraron de sufrir pérdidas devastadoras fueron los que alimentaban a sus
visones con pescado importado de la costa oeste.
Los investigadores de la universidad del estado de Michigan decidieron
identificar la causa, e inmediatamente se fijaron en los contaminantes
contenidos en el pescado de los Grandes Lagos, acabando por achacar el
fracaso reproductivo a los PCB, una familia de sustancias químicas sintéticas
que se usan para aislar instalaciones eléctricas.
Lo curioso es que, diez años antes, otros criadores de visones del Medio
Oeste se habían enfrentado también a la ruina debido a problemas de
reproducción. Pero en este caso, el declive de las poblaciones se debió a que
los visones se alimentaban de despojos de pollos a los que se había
administrado una droga sintética, el dietilestilbestrol o DES, una hormona
femenina artificial que aceleraba su crecimiento. Aunque los síntomas eran
sorprendentemente similares, la crisis de los visones alimentados con pescado
no se podía achacar al DES, y la relación entre los dos descalabros siguió
constituyendo un misterio.

Página 29
1970: Lago Ontario.
La colonia de gaviotas argénteas de la isla Near presentaba un aspecto
sobrecogedor, incluso para un biólogo curtido como Mike Gilbertson. En
aquella época del año, las gaviotas deberían haber estado ocupadísimas
alimentando a su vociferante y exigente prole, pero lo que veía este biólogo
del Servicio Canadiense de Vida Silvestre era, por el contrario, una escena de
devastación. Al recorrer la árida extensión arenosa donde las gaviotas criaban
a sus polluelos, encontró por todas partes huevos sin incubar y nidos
abandonados; y también algún que otro polluelo muerto.
Tras un apresurado recuento, Gilbertson calculó que el ochenta por ciento
de los polluelos había muerto antes de salir del huevo. Una cantidad fuera de
lo normal. Al examinar los polluelos muertos, observó extrañas deformidades.
Algunos tenían plumas de adulto en lugar de plumón, a otros les faltaban los
ojos o tenían las patas deformes o el pico torcido; y también habían arrugados
y marchitos, todavía con el saco vitelino acoplado, lo cual indicaba que no
habían podido utilizar la energía de éste para desarrollarse.
Algunos de los síntomas parecían vagamente familiares, pero Gilbertson
estaba seguro de no haberlos observado jamás en el campo. ¿Dónde había
oído antes algo por el estilo? Esta pregunta le siguió importunando cuando
terminó su melancólico recorrido y regresó en lancha a su laboratorio.
Pocos días después, lo recordó de repente: el edema de los pollos, una
enfermedad sobre la que había leído cuando estudiaba en Inglaterra. Las
mismas deformidades y fallos de desarrollo se habían manifestado en la
descendencia de gallinas tratadas con dioxinas en experimentos de
laboratorio. Y Gilbertson pensó que si las gaviotas muertas presentaban todos
los síntomas del edema de los pollos, era muy probable que los Grandes
Lagos estuvieran contaminados con dioxinas.
Los colegas y superiores de Gilbertson acogieron esta hipótesis con un
escepticismo rayano en la burla.
Algunos pusieron en duda su diagnóstico porque nunca se había advertido
la presencia de dioxinas en el lago, y sus dudas aumentaron cuando se
analizaron los huevos de gaviota con los métodos entonces disponibles y no
se encontró ni rastro de dioxinas.
No obstante, Gilbertson seguía convencido de que las aves de los Grandes
Lagos presentaban síntomas de contaminación con dioxinas, pero no
consiguió ningún apoyo para profundizar en su hipótesis.

Página 30
Principios de los setenta: islas del Canal, sur de California.
Incluso a los expertos les resulta difícil distinguir al macho y la hembra de la
gaviota occidental. Por eso, de no haber sido por el exceso de huevos en los
nidos, es posible que nadie hubiera descubierto algo sorprendente: que las
hembras estaban anidando con otras hembras.
En 1968, Ralph Schreiber, del Museo de Historia Natural del Condado de
Los Ángeles, encontró por primera vez nidos con cantidades excepcionales de
huevos en la isla de San Nicolás. Dado que las gaviotas tienen dificultades
para incubar más de tres huevos a la vez, Schreiber sospechó de inmediato
que en aquellos nidos debía estar poniendo más de una hembra.
Cuatro años después, George y Molly Hunt, de la universidad de
California en Irvine, descubrieron el mismo fenómeno en Santa Bárbara, una
isla más pequeña, próxima a la costa. Al menos un once por ciento de los
nidos de aquella isla contenía cuatro o cinco huevos, pero en aquellos nidos
nacían menos polluelos de lo normal. Además, los Hunt comprobaron que
muchos cascarones eran anormalmente finos, lo que les llevó a sospechar que
la colonia de gaviotas de Santa Bárbara sufría los efectos de la exposición al
DDT.
En un primer momento, los Hunt no pudieron confirmar que las hembras
anidaran juntas; pero en posteriores estudios, este equipo de marido y mujer
comprobó que, efectivamente, las gaviotas hembras formaban pareja con otras
hembras y construían aquellos nidos con huevos de más. En un artículo
publicado en 1977 en la revista Science, se planteaban posibles explicaciones
naturales de esta conducta y sugerían que el emparejamiento homosexual
podría constituir una adaptación que confiriera alguna ventaja evolutiva.
Durante las dos décadas siguientes, se encontraron más parejas de
hembras en las poblaciones de gaviotas argénteas de los Grandes Lagos, en
las de gaviotas hiperbóreas del golfo de Puget, y en las diezmadas
poblaciones de charranes rosados de la costa de Massachusetts.

Años ochenta: Lago Apopka, Florida.


A juzgar por los exuberantes pantanos que lo bordean, el lago Apopka, una de
las mayores masas de agua de Florida, tendría que ser el paraíso de los
caimanes. Es comprensible que este lago ocupara uno de los primeros lugares
de la lista cuando los naturalistas estatales y federales empezaron a buscar
suministros de huevos para la multimillonaria industria estatal de los

Página 31
criaderos de caimanes, donde se crían estos reptiles por su valiosa piel. Sin
embargo, los biólogos descubrieron con sorpresa que a los caimanes del lago
Apopka no les sobraban huevos.
En algunos lagos de Florida, los estudios demostraban que el noventa por
ciento de los huevos que ponían las hembras de caimán eran viables. En
cambio, en el lago Apopka, la proporción de huevos que daban lugar a crías
apenas llegaba al dieciocho por ciento. Y lo que era peor: la mitad de las crías
nacidas languidecían y morían antes de diez días.
Lou Guillette, biólogo de la universidad de Florida especializado en la
reproducción de los reptiles, no encontraba explicación a los síntomas que
observaba. Parecía bastante probable que los problemas de los caimanes del
lago guardaran alguna relación con un accidente ocurrido en 1980 en la
fábrica de la empresa química Tower, situada a medio kilómetro de la orilla
del lago. Se produjo entonces un vertido del plaguicida dicofol, que ocasionó
la desaparición inmediata de más del noventa por ciento de la población de
caimanes. Pero ¿por qué los caimanes tenían problemas de reproducción tanto
tiempo después, cuando el análisis de muestras indicaba que las aguas del
lago estaban ya limpias?
Cuando los investigadores se adentraron de noche en las aguas del lago
para capturar caimanes y examinarlos a fondo, descubrieron una extraña
deformidad en muchos de los machos: al menos el sesenta por ciento tenía el
pene anormalmente pequeño. Nunca se había observado nada semejante.
¿Qué clase de efecto tóxico era éste?

1988: Europa del norte.


Las primeras señales de la epidemia que iba a provocar la mayor mortandad
de focas de la historia aparecieron en primavera en la isla de Anholt, situada
en el Kattegat, el estrecho que separa Suecia y Dinamarca.
A mediados de abril, los biólogos que realizaban inspecciones rutinarias
de las poblaciones de focas comenzaron a encontrar abortos de foca común,
arrastrados a la playa por la marea junto con otros despojos de las tormentas
de invierno. Poco después, las mareas empezaron a traer también los
cadáveres moteados de focas adultas.
Dada la elevada contaminación de las aguas costeras europeas, muchos
supusieron inmediatamente que los animales eran víctimas de algún
contaminante. Pero el virólogo y veterinario holandés Albert Osterhaus se
mostró escéptico desde el principio. Todos los indicios apuntaban a una
enfermedad infecciosa.

Página 32
A finales de mes, llegaron nuevos informes sobre focas muertas
procedentes de Hesselø, una isla más pequeña e inaccesible, situada más al
sur. Desde allí, la mortandad se extendió a gran velocidad por todas las zonas
costeras del mar del Norte, afectando en junio a las focas del estrecho de
Skagerrak, entre Dinamarca y Noruega; en julio, a las poblaciones del fiordo
de Oslo; y a principios de agosto, a las focas comunes de la costa oriental de
Inglaterra. Para septiembre, también en las playas de las remotas islas
Orcadas, al norte de Escocia, en la costa occidental escocesa y en el mar de
Irlanda aparecieron cadáveres de focas flotando a flor de agua. En diciembre,
la cantidad de focas muertas llegaba casi a dieciocho mil, más del cuarenta
por ciento de la población total de focas del mar del Norte.
Sin embargo, lo más curioso era que las víctimas de la epidemia
presentaban diferentes síntomas, según los lugares, y esto hizo sospechar a
Osterhaus que el causante del desastre debía ser un virus que inhibía el
sistema inmunitario. Con el tiempo, los investigadores encontraron indicios
de que las focas muertas estaban infectadas por un virus destemperado
(moquillo), similar pero no idéntico al que provoca una enfermedad letal en
los perros y otros miembros de la familia canina.
Por fin parecía que los científicos habían encontrado la explicación de la
espantosa mortandad, pero algunos expertos en medio ambiente seguían sin
convencerse. ¿Qué había hecho tan vulnerables a las focas? ¿Era pura
coincidencia que la enfermedad se hubiera cobrado muchas menos víctimas
en las costas poco contaminadas de Escocia?

Primeros años noventa: mar Mediterráneo.


Aunque los pescadores y navegantes de aguas costeras encuentran a veces
bancos de delfines listados que juguetean en la estela de los barcos, estos
pequeños, alegres y saltarines cetáceos suelen pasarse la vida en alta mar,
lejos de las miradas humanas. Por esta razón, la terrible mortandad que afectó
a la población del Mediterráneo estaba ya muy avanzada cuando los
investigadores se dieron cuenta de que otro mamífero marino había sido
atacado por alguna mortífera epidemia.
Los primeros delfines listados muertos o moribundos empezaron a llegar a
las playas de Valencia en julio de 1990, pero como llegaban de uno en uno,
nadie sospechó que pudiera tratarse de otra cosa que no fueran muertes
naturales aisladas. Pero a mediados de agosto, empezaron a llegar a las playas
animales muertos en cantidades significativas: no sólo en Valencia, sino
también en Cataluña, Mallorca y las demás islas Baleares. La enfermedad

Página 33
estaba diezmando las comunidades de delfines que vivían en aguas profundas,
a más de veinte kilómetros de la costa. Los exámenes físicos demostraron que
las víctimas de la epidemia padecían colapso pulmonar parcial y dificultades
respiratorias, además de trastornos de movimiento y conducta. A finales de
septiembre, la mortalidad fue aumentando a lo largo de la costa francesa, y
también empezaron a aparecer delfines enfermos en las costas de Italia y
Marruecos. Pero al llegar el invierno, la epidemia perdió fuerza y por fin se
detuvo.
Al verano siguiente, la enfermedad virulenta se manifestó de nuevo en el
sur de Italia y avanzó hacia el este, llegando a la costa occidental de las islas
griegas. En la primavera de 1993, reapareció en las islas griegas y se extendió
hacia el este y el nordeste, dejando cada vez más víctimas a su paso.
Para cuando remitió la epidemia, el recuento oficial de cadáveres superaba
los mil cien. Pero por cada víctima que llegaba a la costa había varias que
desaparecían en las profundidades.
Una vez más, el asesino resultó ser un virus de la familia de los
destemperados (moquillo), pero los investigadores encontraron indicios de
que la contaminación desempeñaba también un papel en la matanza.
Desde 1987, Alex Aguilar, especialista en biología marina de la
universidad de Barcelona, había estado recogiendo muestras de grasa de los
delfines listados que seguían la estela de los barcos en aguas catalanas,
disparándoles dardos especiales con una ballesta o un lanzaarpones. Al
comparar sus muestras con las que se tomaron de los cadáveres arrastrados a
las playas, descubrió que las víctimas de la epidemia presentaban niveles de
PCB dos o tres veces mayores que los encontrados en delfines sanos.

1992: Copenhague, Dinamarca.


Cualquier estudiante de biología de enseñanza media es capaz de advertir las
deformidades de los diminutos espermatozoides humanos al verlos nadar
como renacuajos en un microscopio. En una sola muestra puede haber
algunos espermatozoides con dos cabezas, otros con dos colas, y alguno que
otro sin cabeza. Muchos no nadan como es debido, mostrando una inactividad
total o una frenética hiperactividad, en lugar de movimientos fuertes y
acompasados.
Con el paso de los años, Niels Skakkebaek, especialista en reproducción
de la universidad de Copenhague, había observado que las anormalidades de
los espermatozoides iban en aumento, mientras que su número estaba
decreciendo. Al mismo tiempo, la incidencia del cáncer testicular se había

Página 34
triplicado en Dinamarca desde los años cuarenta a los ochenta. Skakkebaek
observó, además, una baja densidad de espermatozoides y células anormales
en los testículos de hombres que más adelante desarrollaban este tipo de
cáncer. ¿Existía una relación entre los dos descubrimientos?
Skakkebaek comenzó a revisar la literatura científica, en busca de otros
estudios sobre el número de espermatozoides y, sobre todo, de datos
referentes a hombres que no padecieran esterilidad ni otros problemas de
salud. En total, entre él y sus colaboradores revisaron 61 estudios, la mayoría
de Estados Unidos y Europa, aunque también los había de la India, Nigeria,
Hong Kong, Tailandia, Brasil, Libia, Perú y Escandinavia.
Los investigadores quedaron asombrados por lo que descubrieron. Según
los datos, la cantidad media de espermatozoides humanos en las muestras
había disminuido casi un cincuenta por ciento entre 1938 y 1990. Al mismo
tiempo, la incidencia del cáncer testicular había aumentado visiblemente, no
sólo en Escandinavia sino también en otros países. Además, los datos médicos
parecían indicar que ciertas anormalidades genitales, tales como el no
descenso de los testículos o acortamiento de los conductos urinarios, estaban
haciéndose más frecuentes en los jóvenes.
Dado que los cambios en la cantidad y calidad de los espermatozoides, así
como el aumento de anormalidades genitales, se habían producido en muy
poco tiempo, los investigadores descartaron que se debieran a factores
genéticos. Parecía más probable que la causa fuera algún factor ambiental.
A partir de los años cincuenta, estos extraños y desconcertantes problemas
empezaron a manifestarse en diferentes partes del mundo: en Florida, los
Grandes Lagos y California; en Inglaterra, Dinamarca, el Mediterráneo, y en
todas partes. Muchos de los inquietantes informes sobre la vida silvestre
mencionaban órganos sexuales defectuosos y anomalías de conducta, pérdida
de fecundidad, alta mortalidad juvenil, e incluso la desaparición repentina de
poblaciones animales enteras. Con el tiempo, los alarmantes problemas
reproductivos observados en animales silvestres han afectado también a los
seres humanos.
Cada incidente constituía una clara señal de que algo iba muy mal, pero
durante años nadie quiso admitir que aquellos fenómenos inconexos estaban
en realidad conectados. A pesar de que la mayoría de los casos parecían tener
alguna relación con la contaminación química, nadie veía el hilo que lo
conectaba todo.
Por fin, a finales de los años ochenta, una científica empezó a reunir las
piezas.

Página 35
2 Venenos de segunda mano

Por el rabillo del ojo, Theo Colborn entrevió otro artículo científico que se
deslizaba por el suelo del despacho hasta posarse en la moqueta. Ni siquiera
se molestó en volver la cabeza. Con la esperanza de frenar la marea de papel
que inundaba su despacho en otoño de 1987, había adoptado la costumbre de
cerrar la puerta, pero de poco le había servido. Con un juego de muñeca digno
de un campeón de lanzamiento de disco, el director del proyecto se los
lanzaba por debajo de la puerta, y había adquirido tal destreza que podía hacer
llegar un documento hasta el centro mismo de la habitación. Theo lo dejó
donde estaba.

Zás: otro. Zás, zás: dos más.


En ocasiones, le llegaba media docena de documentos en sólo una hora. Theo
apenas tenía tiempo de archivar los informes y artículos, que llevaban títulos
como «Estimación cuantitativa de histopatologías del tiroides en las gaviotas
argénteas (Larus argentatus) de los Grandes Lagos, e hipótesis sobre el papel
causal de los contaminantes ambientales»; no hablemos ya de leerlos. Miró a
su alrededor y vio los montones de informes y estudios, y los abultados
archivadores de cartón esparcidos por el suelo.
Desde que comenzó su revisión de artículos científicos referentes a la
salud de la fauna salvaje y la población humana en la región de los Grandes
Lagos, había acumulado tal volumen de papel que su despacho parecía un
almacén. Si aquello seguía así, tendría que solicitar unas vacaciones. Por
mucho que se esforzara, se sentía como si la estuvieran enterrando.
¿Cómo iba a encontrarle sentido a todo aquel material?
Al cabo de dos meses de trabajos forzados, aún no tenía una idea clara de
la medida en que los Grandes Lagos se estaban recuperando de décadas de
contaminación aguda. Con la intención de aprender todo lo posible, había
reunido cientos de informes, aparte de los que seguían llegándole por debajo
de la puerta. No podía quejarse de escasez de material, pero de sus intensivas

Página 36
investigaciones no parecía salir nada coherente. Aquello parecía un
batiburrillo de información inconexa; pero a pesar de todo, tenía la sensación
de que bajo aquella confusa superficie se ocultaba algo importante. Lo más
prometedor parecía ser un nuevo conjunto de datos sobre la relación entre
sustancias químicas tóxicas y cáncer en los peces. Aquello tenía sentido. Era
lo que cabía esperar de unos lagos que parecían estar llenos de productos
químicos cancerígenos.
Pero ¿cómo encajaban en el esquema los otros centenares de estudios que
informaban sobre toda clase de anomalías? ¿Por qué los charranes de las
zonas contaminadas descuidaban sus nidos? ¿Qué explicación tenían los
síntomas observados en los polluelos de charrán, que parecían normales al
principio, pero que de pronto empezaban a perder peso y decaer hasta morir?
Y también estaban aquellos otros informes sobre hembras de gaviotas
argénteas que anidaban juntas en lugar de emparejarse con machos.
Pero, aun cuando la tarea parecía totalmente abrumadora, Colborn se
sentía afortunada. Obtener un puesto de científica en aquel proyecto para
determinar el estado de salud ambiental de los Grandes Lagos constituía una
gran oportunidad. A principios de agosto de 1987, cuando entró a formar
parte del equipo de la Fundación para la Conservación, una organización no
lucrativa con sede en Washington, se había sentido orgullosa de sí misma y de
su nueva carrera. Al fin y al cabo, hacía sólo dos años que había llegado a
Washington, siendo una abuela de 58 años que acababa de estrenar su título
de doctora en Zoología por la universidad de Wisconsin. Encontró su primer
empleo en la Oficina de Evaluación de Tecnologías, un equipo de análisis que
realizaba estudios sobre política industrial por encargo del Congreso (hasta su
abolición por la mayoría republicana en 1995), donde había colaborado en
estudios sobre contaminación del aire y depuración de aguas. Más adelante, la
Fundación para la Conservación le había propuesto participar en el estudio
sobre los Grandes Lagos, un proyecto emprendido en colaboración con un
equipo canadiense del Instituto de Investigaciones sobre Política Pública.
Desde luego, aquello era mejor que despachar recetas en una farmacia de
Carbondale, un pueblecito de Colorado. A los cincuenta años, viéndose en la
coyuntura de tener que decidir qué hacer durante el resto de su vida, Colborn
había considerado brevemente la posibilidad de reanudar sus interrumpidos
estudios de farmacia y abrir un establecimiento en Carbondale; también
habría podido seguir criando ovejas, que era lo que venía haciendo desde que
se trasladó de Nueva Jersey a Colorado, quince años atrás. Cualquiera de las

Página 37
dos opciones habría sido razonable, pero en cambio había decidido hacer lo
que siempre había deseado.
Su afición de toda la vida a la observación de las aves la había llevado a
integrarse en el pujante movimiento de defensa del medio ambiente, y había
pasado años trabajando como voluntaria en campañas relacionadas con el
agua en Occidente. A pesar de todo lo que había aprendido en la primera línea
de numerosas batallas medioambientales, se sentía limitada por su falta de
credenciales oficiales. Sin un título que la respaldara, era fácil que sus
adversarios la descalificaran como «una ancianita bienintencionada con
zapatillas deportivas», a pesar de que era alta, de edad mediana, y calzaba
botas de vaquero. Claro que aquello no era todo: también lo que había
aprendido por cuenta propia había aguzado su apetito intelectual. Y así, a los
51 años, Colborn inició una nueva vida como estudiante posgraduada, y se
dedicó a subir y bajar las montañas de la vertiente occidental de Colorado,
recogiendo muestras de agua para su tesina en Ecología: un estudio que
pretendía determinar si los insectos acuáticos, como las moscas de las piedras,
podían servir de indicadores del estado de salud de ríos y arroyos. Aunque
alguno de sus tutores varones se había mostrado escéptico acerca de la
conveniencia de invertir energía en una estudiante tan mayor, ella había
persistido hasta obtener su título de doctora.
Zás. Otro documento aterrizó a un palmo de su silla: una copia de un
discurso del gobernador de uno de los estados que bordeaban los Grandes
Lagos. Igual que muchos de los demás discursos e informes, decía maravillas
sobre las mejoras realizadas en los Grandes Lagos y las señales de
recuperación. A ambos lados de la frontera, los funcionarios públicos
cantaban victoria en la batalla contra la grave contaminación que había
convertido a los Grandes Lagos en centro de atención nacional durante las
décadas de los sesenta y los setenta.
El punto culminante se había alcanzado en junio de 1969, el día en que el
río Cuyahoga, que desemboca en el lago Erie por Cleveland, se incendió
literalmente y quemó un puente. Seis meses después, cuando el alcalde de
Cleveland explicó el incendio en una sesión del Congreso que debatía la Ley
de Aguas Limpias, el río en llamas ocupó titulares en toda la nación. Durante
este período, los medios de comunicación declararon «muerto» al lago Erie, y
los científicos advirtieron que los otros grandes lagos corrían un grave
peligro. En el apogeo de esta degradación, las playas estaban cubiertas por
enormes y pestilentes masas de algas en descomposición, los ríos y bahías

Página 38
rebosaban de aceite y residuos industriales, y las poblaciones de aves y otros
animales, en otro tiempo abundantes, decayeron espectacularmente.
Desde entonces, se habían realizado mejoras innegables. A lo largo de dos
décadas, el puré de algas y la flagrante contaminación se habían ido
reduciendo poco a poco, a medida que las comunidades locales construían
plantas de depuración de aguas residuales, las autoridades prohibían el uso de
fosfatos en los detergentes (que habían provocado una proliferación
descontrolada de las algas), y las industrias cambiaban sus métodos para
acatar los nuevos límites a la cantidad de residuos que podían verter en las
masas de agua. A partir de 1972, cuando se restringió en todo el país el
empleo del insecticida DDT, empezó a remitir el problema de los cascarones
finos y rotos, que casi había exterminado a las águilas calvas y otras aves, y
muchas poblaciones de aves se recuperaron de manera espectacular. De
hecho, algunas de las aves previamente afectadas, como la gaviota argéntea y
el cormorán de Florida, aumentaron en número hasta alcanzar un máximo
absoluto y empezaban a constituir una molestia en algunos lugares. No
obstante, este crecimiento explosivo de ciertas especies oportunistas podía no
tener mucho que ver con la recuperación de los lagos. Aunque parezca
paradójico, estas explosiones demográficas pueden ser también un síntoma de
degradación de un ecosistema, lo mismo que un declive de población.
Al cabo de dos meses de inmersión en la literatura sobre la fauna salvaje y
de largas conversaciones con biólogos que trabajaban en los Grandes Lagos,
Colborn no podía evitar la sensación de que las proclamas de recuperación
eran prematuras. Dudaba mucho de que los lagos, por mucho que hubieran
mejorado, estuvieran verdaderamente «limpios». Puede que hubieran
desaparecido los cascarones defectuosos que antes se veían en las colonias de
aves, pero los biólogos que hacían trabajo de campo seguían comunicando
fenómenos que distaban mucho de ser normales: poblaciones de visones
desaparecidas; huevos no incubados; deformidades como picos torcidos,
carencia de ojos y pies deformes en los cormoranes; y una sorprendente
desidia de ciertas aves, antes muy diligentes, en la incubación de sus huevos.
Los ojos de Colborn recorrían la hilera de archivadores alineados en su
despacho: cuarenta y tres, uno por cada especie estudiada en los Grandes
Lagos. Por todas partes encontraba datos que indicaban que algo iba muy mal.
Fuera lo que fuera, los síntomas no eran tan visibles y claros como los que
habían impulsado a Rachel Carson a escribir Primavera silenciosa casi un
cuarto de siglo antes. Carson, científica y escritora cuyo libro, publicado en
1962, había sido una de las chispas que pusieron en marcha el movimiento

Página 39
ecologista de posguerra, había podido detallar gráficamente los daños
provocados por el uso incontrolado de plaguicidas artificiales. Era difícil dejar
de ver las masas de pájaros muertos que caían sobre los jardines de los
suburbios tras las fumigaciones aéreas de los años cincuenta; tan difícil como
olvidar la imagen de un pájaro envenenado con insecticida, agonizando entre
espasmos convulsivos.
En cambio, las anomalías en la conducta parental o los problemas de
supervivencia de las crías resultaban menos aparentes a primera vista, aunque
a largo plazo tuvieran más importancia para la supervivencia de la especie.
Y si algo seguía yendo mal, ¿cómo podía afectar a la población humana
de la región? Aquella era la pregunta definitiva que se planteaba Colborn en
su estudio de los Grandes Lagos.
Ya había solicitado estudios sanitarios de los Estados Unidos y Canadá, y
tenía la intención de examinar los datos de varios informes sobre el cáncer
realizados en la cuenca de los Grandes Lagos durante los años setenta, la
época en que aumentó la conciencia pública de los peligros de la
contaminación y creció el temor a que las grandes cantidades de sustancias
tóxicas vertidas en los lagos pudieran perjudicar la salud de las personas.
Muchos habitantes de la zona estaban convencidos de que habían estado
expuestos a niveles de contaminación química muy superiores a los de otras
regiones, y de que la incidencia del cáncer estaba por encima de lo normal.
La región de los Grandes Lagos parecía un buen lugar para buscar
conexiones entre los contaminantes y el cáncer. Colborn se propuso explorar
a fondo la literatura científica y las estadísticas sanitarias, en busca de
cualquier pista. Si allí había algo, ella estaba decidida a encontrarlo. Por el
momento, dejaría de lado el enigma de las gaviotas hembras que anidaban con
otras hembras, junto con otras anomalías que pudieran distraerla, para
concentrarse en el tema del cáncer.
El director de su proyecto, Rich Liroff, estaba aun más interesado que la
propia Colborn en la cuestión del cáncer. Como miembro del Consejo Asesor
Científico de la Comisión Conjunta Internacional, que asesora a Estados
Unidos y Canadá en la gestión de los lagos, había recibido numerosas
informaciones sobre nuevos tumores encontrados en los peces. Era el tema
más candente en la investigación de los Grandes Lagos.
A sugerencia suya, Colborn viajó semanas después a Toronto para asistir
al Cuarto Taller Anual de Toxicidad Acuática, cuya esperada sesión final
tendría como tema la contaminación química y los tumores de los peces.
Liroff le encargó además que se hiciera con algunas «fotos desagradables» de

Página 40
peces afectados de cáncer, para el libro que pensaban publicar basado en sus
trabajos.
La sesión sobre tumores en los peces cumplió con creces las expectativas:
en la pantalla instalada en el salón de actos se proyectaron diapositivas de
peces con grotescos tumores. Se trataba, sin duda, de pruebas decisivas, que
darían orientación a su investigación sobre la salud humana y de la fauna, ya
que los investigadores establecían una convincente relación de causa y efecto
entre ciertas sustancias químicas encontradas en la cuenca de los Grandes
Lagos y el cáncer. Aunque el sentido común daba a entender que tenía que
existir una relación entre los problemas sanitarios de la fauna salvaje y la
contaminación que ya se extendía por doquier, a menudo resultaba imposible
achacar una anormalidad a una sustancia concreta, entre otras razones, porque
los animales estaban expuestos a cientos de productos químicos, muchas de
ellos todavía no identificados.
Algunos escépticos ponían en duda que los cánceres de los peces tuvieran
alguna relación con la contaminación química. Pero las pruebas presentadas
en la sesión de los tumores de los peces echaron por tierra varias
explicaciones alternativas, entre ellas la que sugería que los brotes de cáncer
no constituían un fenómeno nuevo, sino un proceso natural, ocasionado por
virus.
John Harshbarger, destacado experto en cánceres en animales salvajes y
miembro de la Institución Smithsoniana, replicó que los datos históricos
demuestran que estos grandes brotes de cáncer en los peces sólo se habían
observado a partir de la revolución química de los últimos cincuenta años, que
había descargado en el medio ambiente incontables toneladas de productos
químicos artificiales. Y añadió que en todos los brotes, excepto en uno, los
virus habían quedado descartados como posible causa.
Además, los brotes documentados seguían una pauta precisa: los cánceres
se manifestaban en los peces que vivían bajo las tuberías de desagüe de las
industrias o municipios, y afectaban a especies de peces que pasaban la mayor
parte del tiempo en el fondo, hurgando en el fango y los sedimentos. Por
añadidura, mediante experimentos de laboratorio con peces confinados, los
científicos habían logrado demostrar la relación entre el cáncer y los
sedimentos contaminados. Si se alimentaba a los peces con contaminantes
extraídos de los sedimentos, o si se les aplicaban dichos contaminantes en la
piel, los peces desarrollaban los mismos cánceres observados en la naturaleza.
En otros coloquios posteriores se planteó la posibilidad de que las
sustancias cancerígenas fueran hidrocarburos aromáticos policíclicos (HAP),

Página 41
compuestos que forman parte de los derivados del petróleo y que pueden
formarse por la combustión incompleta de cualquier material que contenga
carbono, desde la gasolina a las hamburguesas asadas a la parrilla.
Un equipo del Servicio Estadounidense de Pesca y Fauna Salvaje que
había estudiado el cáncer en los charrascos (Cottus gobio) de los ríos Black y
Cuyahoga, había descartado no sólo los virus, sino también los productos
sintéticos que contenían metales y cloro, como el DDT. En las diapositivas,
los peces cancerosos del famoso río Cuyahoga ofrecían un aspecto
lamentable, con barbas deformes y tumores supurantes en su piel lisa y sin
escamas. Los investigadores habían encontrado altas concentraciones de HAP
en los tejidos de estos peces cancerosos, y en la bilis de sus hígados
detectaron productos derivados de la descomposición de los HAP.
Otros investigadores presentaron un informe sobre un trabajo realizado en
cooperación internacional, que arrojaba algo de luz sobre la acción dañina de
los HAP en el organismo. Los peces enfermos presentaban alteraciones en el
hígado, provocadas por sustancias orgánicas (compuestos de carbono) como
los HAP, que se unían al ADN del núcleo de las células. Este fenómeno de
incorporación de sustancias extrañas al ADN, que contiene el código genético
del individuo, coincidía con las primeras fases de los cánceres provocados por
agentes químicos.
En conjunto, éste era el trabajo más avanzado realizado hasta la fecha y
puede considerarse un hito.
Todos los estudios realizados —inducción en el laboratorio de los mismos
cánceres observados en la naturaleza, aislamiento de HAP en los tejidos de
los peces, y demostración de la existencia de alteraciones a nivel celular, de
origen químico y relacionadas con el cáncer— demostraban que la conexión
entre los cánceres de los peces y los sedimentos contaminados era más que
una coincidencia.
En medio de la excitación provocada por la acumulación de evidencias
que relacionaban los HAP con los tumores de los peces, el discurso final de la
reunión aportó una perspectiva más moderada.
Los que intentaban descubrir conexiones entre los problemas de salud y
los contaminantes estaban perdiendo la batalla, declaró Bengt-Erik
Bengtsson, director del Laboratorio de Toxicología Acuática del Consejo
Sueco de Protección Ambiental. A pesar de algunos avances notables, los
toxicólogos se veían cada vez más incapaces de analizar e identificar los
contaminantes que encontraban en el medio ambiente.

Página 42
En el mar Báltico, informó, los biólogos habían comunicado una
disminución del tamaño de los testículos de los peces, una condición
aparentemente relacionada con la cantidad de contaminación con
organoclorados, compuestos artificiales que contienen cloro. Pero no habían
sido capaces de determinar qué sustancia química era la causa del problema,
ya que con los métodos analíticos disponibles sólo se había logrado identificar
un seis por ciento de los organoclorados sintéticos encontrados en aguas del
Báltico. Las empresas químicas, dijo Bengtsson, lanzaban cada año al
mercado cientos de nuevos productos sintéticos, con tal rapidez que los
toxicólogos y las agencias reguladoras no tenían tiempo de diseñar nuevos
análisis para detectarlos. Ya era una hazaña que los investigadores hubieran
conseguido relacionar algo con algo, con tantas sustancias, y tantos efectos.
El instinto de Colborn le dijo que el discurso de Bengtsson contenía una
importante pista acerca de la cantidad de sustancias que actuaban sobre la
fauna de los Grandes Lagos y de otros muchos lugares.
Pero dado su inmediato interés en la cuestión del cáncer, se lo quitó de la
cabeza. Tendrían que pasar meses hasta que se diera cuenta de toda su
importancia.
Cuando Colborn regresó de Toronto con sus fotos desagradables y un
renovado entusiasmo por la abrumadora tarea que tenía por delante, los
informes sobre salud pública que había solicitado la estaban aguardando sobre
la mesa de su despacho.
Se zambulló en los datos sanitarios, centrándose de manera especial en las
zonas donde los investigadores habían encontrado peces con cáncer. Si la
naturaleza estaba lanzando avisos, razonó, allí era donde se podía esperar
encontrar altas tasas de cáncer en seres humanos.
Para su disgusto, los estudios sobre el cáncer realizados en la cuenca de
los Grandes Lagos resultaron inútiles, ya que ninguno había durado el tiempo
suficiente para sacar conclusiones acerca de tendencias o riesgos
comparativos en las regiones que bordeaban los lagos. Así pues, Colborn pasó
a revisar informes más amplios sobre cánceres humanos en los Estados
Unidos y Canadá. Estudió con detenimiento los informes y gráficos durante
horas, analizando los datos desde varios puntos de vista para ver si podía
distinguir alguna pauta significativa. Al no encontrar nada, lo repasó todo con
un nuevo enfoque: buscó casos repetidos de un solo tipo de cáncer, tasas de
incidencia general más elevadas, pautas geográficas anómalas en la incidencia
del cáncer, y cualquier otra cosa que se saliera de lo corriente.

Página 43
Por fin, tras meses de concienzudo esfuerzo, se vio obligada a reconocer
que, mirara como mirara los datos, éstos no proporcionaban ningún apoyo a la
hipótesis de que los habitantes de la cuenca de los Grandes Lagos padecieran
más cánceres que los pobladores de otras zonas de Estados Unidos y Canadá.
Sorprendentemente, parecía ocurrir lo contrario. La tasa de incidencia de
algunos cánceres era más baja en los Grandes Lagos que en otras regiones.
Sencillamente, en los registros de salud pública no había nada que indicara
que las poblaciones próximas a los lagos sufrieran más cánceres o presentaran
pautas anormales de incidencia.
Colborn estaba desconcertada. Las elevadas tasas de cáncer de las que
tanto había oído hablar parecían ser más mito que realidad. Tras perseguir
durante meses al espectro del cáncer, se encontraba en un callejón sin salida.
Enfrentada con esta grave contrariedad, volvió a prestar atención a la
literatura sobre la fauna, procurando decidir con claridad hacia dónde dirigir
sus siguientes pasos. Y estando allí sentada, rodeada de cajas repletas de
estudios sobre animales, lo evidente se le reveló de golpe. ¿Cómo era posible
que no se hubiera dado cuenta antes? La investigación sobre el cáncer en los
peces sería un estudio muy incisivo, pero la mayoría de los problemas que
afectaban a la fauna no tenía nada que ver con el cáncer. Excepto en los peces
que vivían en aguas muy contaminadas, el cáncer era una rareza excepcional.
Sin embargo, un gran número de especies animales de la cuenca de los
Grandes Lagos presentaba problemas de salud que parecían poner en peligro
su supervivencia.
La frase es automática: «sustancia química cancerígena». El hábito mental
está tan arraigado que ni siquiera nos damos cuenta de la ecuación conceptual
que ha dominado nuestra manera de pensar en los productos químicos.
Durante las tres últimas décadas, las palabras «sustancia química tóxica» se
habían casi convertido en sinónimo de «cáncer», no sólo en la mente del
público, sino también en la de los científicos y autoridades. Y Colborn no
había sido una excepción. Pero ahora se daba cuenta de que esta obsesión por
el cáncer y las mutaciones le había impedido entender la diversidad de datos
que había reunido. Dejar de pensar en el cáncer resultó ser el paso más
importante de su recorrido, ya que al contemplar los mismos datos con otra
mirada empezó poco a poco a identificar importantes pistas y ver a dónde
conducían.
Colborn no tenía muy claro qué hacer a continuación. Si el problema no
era el cáncer, ¿qué era? Aún seguía chapoteando sin avanzar en un pantano de
información no digerida. A estas alturas, había reunido cientos de artículos

Página 44
científicos y docenas de estudios e informes, pero cada nuevo documento
parecía aumentar la confusión.
A falta de una idea mejor, decidió volver a empezar, y leerse de nuevo los
informes sobre visones, nutrias, peces y aves como la gaviota argéntea o el
águila calva.
Poco antes, por recomendación del director del proyecto, Colborn había
viajado a Hull, en las proximidades de Ottawa, para entrevistarse con Mike
Gilbertson, Glen Fox y otros veteranos investigadores del Servicio
Canadiense de la Vida Salvaje, que llevaban más de una década estudiando
los problemas de la fauna de los Grandes Lagos. El viaje había resultado muy
fructífero, no sólo por la información que había reunido, sino también por las
amistades profesionales que había entablado en aquel primer encuentro.
Gilbertson le había proporcionado completo acceso a sus meticulosos y
ordenados datos sobre todas las especies animales que se reproducen en la
cuenca de los Grandes Lagos, datos que había ido reuniendo durante años,
ordenándolos cronológicamente en archivadores de anillas. Colborn había
quedado impresionada por la pulcritud del trabajo y por los años de
dedicación y estudio que denotaba.
Con gran sentido de la historia, Gilbertson se había tomado grandes
molestias para reunir artículos y estudios publicados medio siglo antes o más,
y dicha literatura demostraba que no existía ninguna comunicación anterior a
la Segunda Guerra Mundial sobre los problemas actuales de las aves y otros
animales de los lagos. En el archivo correspondiente al águila calva encontró
evidencias que demostraban que, durante el período de posguerra, el pigargo
europeo había sufrido un declive paralelo al de su primo norteamericano, el
águila calva, además de una serie de informes que detallaban las
concentraciones de contaminantes químicos sintéticos encontrados en ambas
especies. Los archivos de Colborn se habían enriquecido considerablemente
con fotocopias de los de Gilbertson, pero mucho más valiosas habían
resultado sus conversaciones, durante las cuales Gilbertson había compartido
generosamente su amplia experiencia.
Durante una comida en la cafetería del Servicio Canadiense de la Vida
Salvaje, Colborn, Gilbertson y Fox habían comentado que los datos sobre la
fauna salvaje contradecían las frecuentes alegaciones de que los lagos estaban
saneados. Los dos canadienses estaban convencidos de que los problemas de
la fauna tenían claras implicaciones para la salud humana y constituían un
aviso al que se debía prestar atención. Durante su revisión de la literatura
científica, Colborn había quedado fascinada por algunos de los trabajos de

Página 45
Fox, que, además de reseñar los daños físicos, aportaban pruebas de la
aparición de alteraciones de conducta en los animales.
En las colonias de gaviotas argénteas, y sobre todo en las zonas más
contaminadas de los lagos Ontario y Michigan, Fox y sus colaboradores
habían encontrado nidos con el doble de huevos que los normales, señal de
que las aves que ocupaban dichos nidos eran dos hembras, en lugar de la
pareja macho-hembra que sería de esperar. Este fenómeno, que aún persistía
en ciertas zonas, se había dado con especial frecuencia en la segunda mitad de
la década de los setenta. Durante dicho período, Fox había recogido y
conservado diecisiete embriones de charrán casi completamente
desarrollados, así como polluelos recién nacidos en las colonias afectadas,
con la esperanza de poder descubrir la causa de esta insólita conducta y de
otros problemas de reproducción.
Pocos años después, Fox encontró un científico que podía ayudarle a
encontrar la respuesta: Michael Fry, toxicólogo ambiental de la universidad
de Davis en California, que, después de haber leído informes sobre nidos con
dos hembras en las colonias de gaviotas occidentales del sur de California,
había investigado los efectos del insecticida DDT y otros productos químicos
sintéticos sobre el desarrollo sexual de las aves. Mientras otros buscaban una
explicación evolutiva del fenómeno, Fry había sospechado de la
contaminación. Los datos de la literatura científica indicaban que varias
sustancias químicas sintéticas, entre ellas el DDT, podían actuar de algún
modo como la hormona femenina estrogénica.
Para poner a prueba su teoría, Fry había recogido huevos de gaviotas
occidentales y gaviotas de California en zonas relativamente poco
contaminadas, y había inyectado en ellos cuatro sustancias: dos variantes de
DDT; DDE, un producto de la descomposición del DDT; y metoxicloro, otro
insecticida sintético que también parecía actuar como la hormona estrógeno.
El experimento demostró que los niveles de DDT observados en zonas
contaminadas alteraban el desarrollo sexual de las gaviotas machos. Fry
observó una feminización de los conductos reproductores de los machos,
consistente en la presencia de células típicamente femeninas en los testículos
o, cuando las dosis eran más elevadas, en la presencia de un oviducto, el canal
por donde se ponen los huevos, que normalmente sólo poseen las hembras. A
pesar de todos estos trastornos internos, los polluelos no presentaban defectos
visibles y parecían completamente normales.
En cuanto pudo, Fox envió a Fry los embriones y polluelos que tenía
conservados. Al examinar en California los conductos genitales de las aves,

Página 46
Fry descubrió que cinco de los siete machos estaban claramente feminizados,
y dos tenían órganos sexuales visiblemente anormales. De las nueve hembras,
cinco presentaban también signos evidentes de trastornos de desarrollo,
incluyendo la presencia de dos canales para poner huevos, en lugar de uno,
que es lo normal en las gaviotas. Fry comentó que estos trastornos podían
indicar que las aves habían estado expuestas a sustancias que actúan como la
hormona femenina estrogénica.
Experimentos anteriores, realizados por otros investigadores, habían
demostrado que la exposición de los machos al estrógeno durante su
desarrollo no sólo afectaba a los conductos genitales, sino también al cerebro,
suprimiendo de modo permanente el comportamiento sexual. Si se inyectaba
estrógeno en huevos o polluelos de codorniz japonesa, los machos que nacían
nunca cantaban, ni se pavoneaban, ni exhibían conducta de apareamiento al
hacerse adultos.
Considerada en conjunto, la evidencia de los Grandes Lagos parecía
indicar que las hembras anidaban juntas debido a la escasez de machos, la
cual podía deberse a que éstos no mostraran interés por aparearse o a que
fueran incapaces de reproducirse. Aunque, por lo general, los huevos de estos
nidos homosexuales no eran fértiles, algunas hembras lograban aparearse con
un macho ya emparejado y criar un pollo. Las parejas de hembras parecían un
esfuerzo por sacar el mayor partido posible a una mala situación.
Fox y otros investigadores habían observado además otras anomalías de
conducta, sobre todo en aves con altos niveles de contaminación. En las
colonias del lago Ontario, las aves presentaban una conducta parental
aberrante, con menos inclinación a defender sus nidos o a empollar sus
huevos. En los nidos fallidos, los huevos en incubación quedaban
desatendidos el triple de tiempo que en los nidos que producían descendencia.
Un estudio comparativo de la reproducción del charrán de Forster en zonas
limpias y contaminadas demostró que el abandono de los nidos y la
desaparición de huevos, generalmente debida a la acción de depredadores,
eran frecuentes en la zona contaminada del lago Michigan, pero
prácticamente inexistentes en la colonia sin contaminar de un lago más
pequeño de Wisconsin. Evidentemente, la desatención de los padres reducía
las posibilidades de que los huevos incubaran y los polluelos sobrevivieran.
Lo que más recordaba Colborn después de aquella conversación era lo
cautos que habían sido todos. A pesar de que todos opinaban que los
problemas de la fauna tenían implicaciones para los seres humanos, ninguno
quería plantear la pregunta sin respuesta que flotaba en el aire. Ninguno se

Página 47
atrevía a preguntar si los compuestos químicos sintéticos podían ejercer los
mismos efectos perturbadores en la conducta humana. Aquéllas eran aguas
peligrosas, que todos preferían evitar.
Mientras repasaba por segunda vez los archivos sobre la fauna salvaje,
Colborn no podía dejar de pensar en las hembras de gaviota que anidaban
juntas. Sacó los artículos de Fox y Fry y los releyó atentamente. Tenía la
sensación de que estas «gaviotas gays», como alguien las había llamado,
constituían una importante pieza del rompecabezas, pero aún no sabía cómo
interpretarlo. La feminización de los machos era consecuencia de una
alteración hormonal. Aquello afectaba al sistema endocrino, compuesto por
varias glándulas que controlan funciones fundamentales, como el
metabolismo básico y la reproducción.
Prácticamente, aquello era todo lo que sabía sobre endocrinología
moderna. Había estudiado algo en la facultad de Farmacia, pero durante las
décadas transcurridas los avances en dicho campo habían sido
revolucionarios. Y la endocrinología no formaba parte de la preparación
normal de los ecólogos. Si quería seguir esta línea de investigación, tendría
que aprender más.
Varios tratados recientes de endocrinología se unieron a los montones de
archivos que cubrían la mesa de su despacho. Sus primeros esfuerzos por
dominar los fundamentos del sistema endocrino resultaron frustrantes en
extremo. Los textos eran densos, ilegibles y llenos de siglas que la obligaban
a consultar constantemente páginas anteriores. Colborn no empezó a realizar
progresos hasta que encontró un texto práctico y asequible, Fisiología
endocrina clínica, que mantuvo siempre al alcance de la mano durante los
meses siguientes.
Al concentrarse en las hormonas, ciertos datos que antes había pasado por
alto adquirieron nuevo significado. Recordó el discurso de Bengtsson, el
toxicólogo sueco que había explicado cómo disminuía el tamaño de los
testículos de los peces a medida que aumentaba la contaminación del mar
Báltico con organoclorados. ¿Se trataba de un síntoma de trastorno hormonal?
Consultó de nuevo los informes sobre anomalías en la conducta de
apareamiento de las águilas calvas, que habían precedido a la aparición de
huevos con cascarones defectuosos y al declive de la población de estas
águilas. Las aves habían perdido el interés por aparearse. Y ahora Colborn
sospechaba que se había debido a una alteración hormonal.
Mientras seguía repasando los archivos, otras cosas le llamaron la
atención. Empezaba a distinguirse una pauta. Aves, mamíferos y peces

Página 48
parecían estar sufriendo problemas de reproducción similares.
Muchas veces, aunque los adultos que vivían en la zona de los lagos se
reprodujeran, sus vástagos no sobrevivían. Colborn empezó a centrarse en
estudios que comparaban las poblaciones de los Grandes Lagos con otras de
tierra adentro. En todos los casos, la fauna del lago, que por lo demás parecía
sana, tenía mucho menos éxito en la producción de descendencia viable.
Parecía que la contaminación de los padres afectaba de algún modo a los
hijos.
Entonces se le ocurrió que los estudios sobre los efectos de la exposición
de personas a productos químicos sintéticos se habían centrado
principalmente en la incidencia del cáncer en los adultos expuestos. Sólo unos
pocos habían investigado los posibles efectos en los hijos de individuos
expuestos, pero Colborn recordó haber leído un estudio sobre los hijos de
mujeres que comían habitualmente pescado de los Grandes Lagos. Escarbó en
sus archivos hasta encontrarlo y lo volvió a leer. El estudio, realizado por
Sandra y Joseph Jacobson, psicólogos de la universidad estatal de Wayne en
Detroit, había encontrado indicios de que el nivel de contaminación química
en la madre afectaba al desarrollo del niño. Los hijos de mujeres que habían
comido pescado dos o tres veces al mes nacían antes, pesaban menos y tenían
la cabeza más pequeña que los hijos de mujeres que no comían pescado. Por
añadidura, cuanto más elevado era el nivel de PCB —compuestos químicos
industriales persistentes que contaminan habitualmente el pescado de los
Grandes Lagos— en la sangre del cordón umbilical, más bajas eran las
puntuaciones de los niños en las pruebas de desarrollo neurológico,
incluyendo varios parámetros, como la memoria a corto plazo, que tienden a
predecir el posterior coeficiente de inteligencia.
El paralelismo entre este estudio sobre seres humanos y los efectos
observados en la descendencia de animales salvajes era tan interesante como
perturbador.
Colborn continuó trabajando, siguiendo el rumbo que le marcaban sus
investigaciones, pero el estudio de los Jacobson le seguía dando vueltas en la
cabeza, con la molesta sensación de una pregunta no respondida. ¿Habían
buscado los científicos en el lugar adecuado para detectar efectos? A lo mejor,
el estudio de los Jacobson era más importante de lo que parecía, y nadie se
había dado cuenta.
Al seguir profundizando, se hicieron evidentes más paralelismos. En los
análisis de tejidos de animales salvajes, los mismos compuestos químicos
aparecían una y otra vez en las especies afectadas, entre ellos los plaguicidas

Página 49
DDT, dieldrín, clordano y lindano, así como la familia de compuestos
industriales llamados PCB, que se utilizaban en equipos eléctricos y otros
muchos productos. Desde luego, aquellos resultados podían deberse a una
pura coincidencia, o a limitaciones técnicas y de presupuesto en los análisis.
Se trataba de las sustancias que los toxicólogos mejor podían medir, y las más
baratas de analizar.
Fuera cual fuera la razón de su reiterada presencia, se habían encontrado
esas mismas sustancias químicas en la sangre y la grasa humanas. A Colborn
le preocupó de manera especial la elevada concentración detectada en la grasa
de la leche materna humana.
Cuando estaba a punto de cumplirse el plazo asignado para la
investigación, Colborn había examinado más de dos mil artículos científicos y
unos quinientos documentos oficiales. Se sentía como un sabueso siguiendo
un rastro. No estaba segura de dónde iba, pero la impulsaban su curiosidad y
su instinto y no perdía la pista. Había encontrado tantos paralelismos
exasperantes, tantas repercusiones de unos estudios en otros… Estaba segura
de que todo acabaría por encajar de algún modo, porque no paraba de
encontrar conexiones inesperadas. Su último descubrimiento se había
producido al repasar la literatura sobre el extraño síndrome de decaimiento
observado en las aves jóvenes. Los polluelos podían parecer normales y sanos
durante varios días, pero de pronto, sin previo aviso, empezaban a
languidecer, se consumían y por último morían. Los científicos empezaban a
darse cuenta de que este decaimiento era consecuencia de trastornos
metabólicos. Los polluelos eran incapaces de producir la energía suficiente
para sobrevivir. Aunque a primera vista nadie diría que este problema pudiera
tener algo en común con el fenómeno de las gaviotas gays, también se debía a
una alteración del sistema endocrino y hormonas.
Pero la euforia del descubrimiento duró poco. El tiempo se agotaba. ¿Qué
significaba todo aquello?
Tenía fragmentos y pautas, pero ninguna imagen clara.
Tal vez obtuviera una perspectiva mejor si lo ponía todo junto. Colborn
empezó a apuntar los hallazgos de los estudios en una enorme hoja de cálculo,
de las que usan los contables. Cuando le resultó inmanejable, recurrió al
ordenador y creó una tabla electrónica, lo que los científicos llaman una
matriz.
Mientras iba añadiendo entradas a las columnas, que llevaban
encabezados como «declive de población», «efectos en la reproducción»,
«tumores», «decaimiento», «supresión de la inmunidad» y «alteraciones de

Página 50
conducta», su atención empezó a concentrarse cada vez más en dieciséis de
las 43 especies de los Grandes Lagos, que eran las que parecían sufrir la
mayor variedad de problemas.
Se sentó y contempló la lista: el águila calva, la trucha de lago, la gaviota
argéntea, el visón, la nutria, el cormorán de Florida, la tortuga mordedora, el
charrán común y el salmón coho. ¿Qué tenían todos en común?
¡Pues claro! Todos y cada uno de estos animales eran depredadores de
alto nivel, que se alimentaban del pescado de los Grandes Lagos. Aunque la
concentración de contaminantes como los PCB era tan baja en el agua de los
Grandes Lagos que no se podía medir con los procedimientos corrientes de
análisis de aguas, estas sustancias químicas persistentes se concentran en los
tejidos y se van acumulando exponencialmente al pasar de un animal a otro e
ir ascendiendo por la cadena alimentaria.
Siguiendo este proceso de magnificación, la concentración de un
compuesto químico persistente, que resiste la descomposición y se acumula
en la grasa del cuerpo, puede llegar a ser 25 millones de veces mayor en un
depredador como la gaviota argéntea que en el agua del lago.
De la tabla se desprendía otro dato sorprendente: según la literatura
científica, a los animales adultos no parecía irles tan mal; los problemas de
salud se manifestaban principalmente en su descendencia. A pesar de que ya
había pensado en los efectos sobre la descendencia, Colborn no se había
percatado de este marcado contraste entre adultos y crías.
Las piezas empezaban a encajar unas con otras. Aunque las culpables
parecían ser las sustancias encontradas en los cuerpos de los padres, actuaban
como venenos de segunda mano, que se transmitían de una generación a otra
y masacraban a los embriones y a los recién nacidos. Las conclusiones eran
estremecedoras.
Pero la multitud de síntomas dispares, que afectaban a toda clase de
individuos, desde gaviotas argénteas adultas hasta crías de tortuga mordedora,
no parecía coherente. Algunos animales, como las gaviotas, desarrollaban
conductas extrañas, como los nidos con dos hembras, mientras que otras,
como el cormorán de Florida, presentaban defectos congénitos bien aparentes,
como patas deformes, falta de ojos, espina dorsal torcida y picos anormales.
Una vez más, en cuanto Colborn se puso a reflexionar sobre lo que había
aprendido siguiendo su instinto, una pauta empezó a surgir del rompecabezas.
Todos eran casos de desarrollo defectuoso, un proceso controlado en gran
medida por las hormonas.
Casi todos se podían achacar a la disrupción del sistema endocrino.

Página 51
Esta revelación orientó las investigaciones de Colborn en una nueva
dirección. Empezó a leer todo lo que pudo encontrar sobre los compuestos
que aparecían una y otra vez en los análisis de tejidos de los animales que
tenían problemas para engendrar descendientes viables. No tardó en descubrir
que las pruebas y estudios realizados por los fabricantes y por las agencias
reguladoras oficiales se habían centrado principalmente en la cuestión de si
las sustancias eran o no cancerígenas, pero en la literatura científica que
revisó encontró datos suficientes para confirmar que su intuición había sido
acertada.
Los venenos de segunda mano encontrados en la grasa corporal de la
fauna salvaje tenían una cosa en común: de un modo o de otro, todos actuaban
sobre el sistema endocrino, que controla los procesos vitales del organismo y
dirige las fases críticas del desarrollo prenatal. Los venenos de segunda mano
eran disruptores del funcionamiento de las hormonas.

Página 52
3 Mensajeros químicos

Continuando con su investigación sobre las hormonas, Theo Colborn


descubrió una pieza fundamental del rompecabezas en la obra de Frederick
vom Saal, biólogo de la universidad de Missouri. Los estudios de Vom Saal
sobre cómo las hormonas nos hacen ser lo que somos constituyen una
fascinante aventura científica por derecho propio. En una serie de
experimentos con ratones, demostró que pequeñas variaciones hormonales
antes del nacimiento pueden tener consecuencias muy importantes que duran
toda la vida. Sus trabajos contribuyeron a resaltar los peligros planteados por
los productos químicos sintéticos capaces de alterar y actuar como disruptores
de los sistemas hormonales.
Las investigaciones de Vom Saal sobre el maravilloso mundo de las
hormonas comenzaron en 1976, después de obtener su doctorado por la
universidad de Texas en Austin, y se inspiraron en la conducta de los ratones
de laboratorio. Como muchos otros biólogos posdoctorados, Vom Saal se
pasaba la mayor parte del tiempo en el laboratorio, y una de sus tareas
habituales consistía en criar ratones.
Actuando como casamentero ratonil, que organizaba encuentros entre
machos ansiosos y hembras receptivas, se sintió intrigado por las relaciones
que entablaban los animales al cambiarlos de una jaula a otra.
Al principio, todos aquellos animalitos blancos y de ojos rosados parecían
copias idénticas unos de otros. Pero al observar a las hembras correteando en
las jaulas de apareamiento, empezaron a distinguirse individuos entre la
multitud. Siempre que devolvía una hembra a una jaula colectiva que contenía
otra media docena de hembras, una de éstas atacaba a la intrusa. Se trataba de
ratonas con carácter, animales feroces que agitaban la cola
amenazadoramente y arremetían contra sus compañeras de modales más
suaves.
Esta diferencia de conducta entre unas hembras y otras resultaba
sorprendente y desconcertante.

Página 53
Todos los ratones procedían de una misma estirpe de laboratorio, criada
endogámicamente durante generaciones. Sus dotaciones genéticas eran
prácticamente idénticas.
Esta sencilla observación decidió el rumbo de la carrera de Vom Saal en
biología de la reproducción.
Durante los años siguientes, ideó docenas de experimentos para sondear el
misterio de por qué dos ratones con dotaciones genéticas casi idénticas podían
comportarse de modos tan diferentes.
Está muy arraigada la idea de que los genes son los que deciden el
destino, y que identificando los genes responsables se puede explicar todo,
desde el cáncer a la homosexualidad. Pero en una serie de artículos
científicos, Vom Saal demostró que existen otras fuerzas poderosas que
moldean a los individuos —tanto hembras como machos— antes del
nacimiento. Los genes no lo explican todo, ni mucho menos.
Lo que vio Vom Saal durante las largas horas que pasó observando a los
ratones en el laboratorio contradecía todo lo que había estudiado. Según la
literatura científica de la época (que reflejaba los prejuicios humanos
predominantes, en la misma medida en que describía el comportamiento
animal), la agresividad era un comportamiento estrictamente masculino. Pero
si agitar la cola, perseguir a otras hembras y morderlas no era agresividad,
¿qué demonios era?
Poco a poco, los compañeros de Vom Saal tuvieron que admitir que
aquella conducta parecía agresiva, pero seguían tendiendo a quitarle
importancia. Según la doctrina predominante en el campo del
comportamiento animal, los machos eran el centro de la acción en las
sociedades animales, y lo que hicieran las hembras carecía de importancia. No
eran más que reproductoras pasivas.
Vom Saal no estaba tan seguro. Su intuición le decía que lo que estaba
viendo, además de interesante, tenía que ser importante. Su tesis doctoral
había tratado sobre la función de la testosterona en el desarrollo prenatal, y
sabía que esta hormona —que en los machos se presenta en cantidades mucho
más altas— impulsa a la agresión.
Por lo que había podido observar, las hembras agresivas no eran
abundantes, pero tampoco constituían una rareza. Más o menos, parecía haber
una hembra agresiva por cada seis ratonas de la colonia (se fijó en esto porque
en cada jaula se alojaban seis ratones). Si los animales eran clones, tenía que
haber algo, aparte de los genes, que confiriera agresividad a aquellas hembras.

Página 54
Desde que nacían, todas las hermanas se criaban igual, de modo que las
condiciones de vida no podían explicar las diferencias.
¿Podían deberse a algún factor de su entorno prenatal?
Aquello le hizo pensar en la gestación de los ratones. El útero de la madre
no es un compartimento único como el humano, sino dos compartimentos
separados o «cuernos» que se ramifican a izquierda y derecha en lo alto de la
vagina o canal del nacimiento. Las crías se apretujan en los estrechos cuernos
como guisantes en su vaina, hasta seis en cada lado. Debido a esta
disposición, algunas hembras se desarrollan «emparedadas» entre dos
machos.
Vom Saal empezó a calcular probabilidades. Si cada camada de ratones
constaba de doce individuos, y si la colocación de hembras y machos en el
útero dependía del azar, ¿cuántas hembras se desarrollarían entre dos machos?
Aproximadamente, una de cada seis. Aquello concordaba con la teoría que se
iba formando en su mente. Sospechaba que algunas hembras son claramente
más agresivas porque han pasado su vida prenatal encajadas entre dos
machos. Una semana antes del parto, los testículos del embrión macho
empiezan a segregar testosterona, una hormona masculina que dirige su
desarrollo sexual. Los embriones femeninos quedan bañados en la
testosterona segregada por sus vecinos.
Vom Saal pensó que la solución al misterio de las diferencias entre
hembras genéticamente idénticas podía encontrarse en las hormonas,
mensajeros químicos que se desplazan por la corriente sanguínea,
transportando mensajes de una parte del cuerpo a otra.
En la constante conversación del cuerpo consigo mismo, los nervios
constituyen una de las vías de comunicación, la que se utiliza para transmitir
mensajes rápidos y concretos, como hacer que la mano se aparte de una estufa
caliente. Pero una gran parte de la conversación interna del organismo se lleva
a cabo por medio de la sangre, donde las hormonas y otros mensajeros
químicos se mueven por el equivalente biológico de una superautopista de
información, transmitiendo señales que no sólo controlan el sexo y la
reproducción, sino que también coordinan órganos y tejidos que trabajan en
equipo para mantener el funcionamiento correcto del cuerpo.
Las hormonas, cuyo nombre se deriva de una palabra griega que significa
«apremiar» o «impulsar», se producen en una serie de órganos llamados
glándulas endocrinas, que las vierten en la sangre. Son glándulas endocrinas,
entre otras, los testículos, los ovarios, el páncreas, las glándulas suprarrenales,
la tiroides, las paratiroides y el timo. La tiroides, por ejemplo, produce

Página 55
mensajeros químicos que activan el metabolismo general del cuerpo,
estimulando a los tejidos para que generen más calor. Los ovarios de una
mujer, además de óvulos, producen estrógenos, que son hormonas femeninas
que viajan por el torrente sanguíneo hasta llegar al útero, donde inducen el
crecimiento del tejido que tapiza el útero, en previsión de un posible
embarazo.
Pero existe otra glándula endocrina, la hipófisis (o glándula pituitaria),
que cuelga de un pedúnculo en la parte inferior del cerebro, justo detrás de la
nariz, y que actúa como centro de control, indicando a los ovarios o a la
tiroides cuándo enviar sus mensajes químicos y en qué cantidad. La glándula
pituitaria se basa en la información procedente de una parte cercana del
cerebro, llamada hipotálamo: un centro cerebral del tamaño de una cucharilla,
situado en la parte inferior del cerebro, y que controla constantemente los
niveles de hormonas en la sangre, más o menos como un termostato controla
la temperatura del aire en una casa. Si los niveles de una hormona son
demasiado altos o demasiado bajos, el hipotálamo envía un mensaje a la
glándula pituitaria, y ésta indica a la glándula productora de la hormona que
aumente la producción, la reduzca o la suspenda.
Los mensajes van constantemente de un lado a otro. Sin esta conversación
o intercambio de información, el cuerpo humano sería un anárquico amasijo
de unos 50 billones de células, en lugar de un organismo integrado que
funciona con un guión único.
A medida que los científicos han ido profundizando en el funcionamiento
de los sistemas nervioso, inmunitario y endocrino —las tres grandes redes
integradoras del organismo—, han ido encontrando estrechas interconexiones:
entre el cerebro y el sistema inmunitario, entre el sistema inmunitario y el
endocrino, y entre el sistema endocrino y el cerebro. Algunas de las
conexiones parecen completamente desconcertantes. Por ejemplo: ¿cómo es
posible que una mujer que padece un trastorno de personalidad múltiple
pueda jugar durante horas con un gato cuando está en una de sus
personalidades, y sufrir violentas reacciones alérgicas a los gatos cuando
adopta otra personalidad?
Nadie conoce la respuesta a esta pregunta, pero es seguro que se encuentra
en la conversación interna y el constante tráfico de mensajeros químicos. Los
cambios producidos en una parte de este complejo sistema interconectado
pueden tener consecuencias espectaculares e inesperadas en otra parte, a
menudo donde menos se espera, porque todo está conectado con todo lo
demás. Un tumor cerebral, por ejemplo, puede manifestarse en forma de

Página 56
trastornos del ciclo menstrual o de hipersensibilidad de la piel, y no con
dolores de cabeza.
Y si las hormonas son vitales para mantener el funcionamiento correcto en
los adultos, su importancia es quizás mayor aun en el complicado proceso del
desarrollo prenatal.
Pero ¿cómo podía Vom Saal poner a prueba esta teoría?

Practicando cesáreas a las ratonas


Justo antes de que las ratonas dieran a luz, al final de sus diecinueve días de
gestación, Vom Saal extrajo las crías, que medían unos dos centímetros y
medio de longitud y tenían el tamaño aproximado de una aceituna. Las marcó
para indicar su posición relativa a sus compañeros de útero, y así pudo
descubrir dónde habían pasado su período prenatal las hembras agresivas. Así
comenzó Vom Saal su estudio de lo que algunos colegas suyos han llamado
jocosamente «el efecto compañero de útero», conocido formalmente como
fenómeno de posición intrauterina.
Aunque Vom Saal tiene ya cuarenta y nueve años y es profesor en la
universidad de Missouri, todavía conserva un aspecto lo bastante juvenil
como para que le confundan con un estudiante posgraduado.
En un mundo científico en el que pocos se aventuran más allá de los
estrechos límites de sus especialidades, Vom Saal pretende abarcar el proceso
completo, declarando sin reparos que lo que le interesa es la biología «del
útero a la tumba». Se mueve con soltura de los elegantes estudios
especializados al planteamiento de preguntas más amplias y fundamentales:
¿Por qué sucede tal cosa?
¿Qué significado evolutivo tiene?
Aquellos primeros estudios en Austin confirmaron su teoría. Cuando
maduraron los ratones alumbrados con cesárea, las hembras agresivas
resultaron ser, como él había predicho, las que se habían desarrollado entre
dos hermanos machos. Cada descubrimiento planteaba nuevas preguntas, que
obligaban a realizar nuevos estudios, hasta que llegó a observar miles de
ratones alumbrados por cesárea. La agresividad resultó ser el signo más
evidente de las profundas diferencias entre hermanas, que se podían predecir
con bastante exactitud a partir de su posición en el útero.
A primera vista, los hallazgos de Vom Saal pueden sonar como el cuento
de la hermana fea y la hermana guapa. La hermana fea —la ratona que se

Página 57
había desarrollado entre dos machos— no sólo era más agresiva: Vom Saal
descubrió además que resultaba mucho menos atractiva para los machos que
las hermanas guapas, que habían pasado su período uterino entre otras
hembras. Ocho veces de cada diez, los machos que podían elegir preferían
aparearse con una hermana guapa.
Lo que atrae a los machos no son los bonitos ojos rosados de la hembra ni
la curva de su cola. La vida social de los ratones está regida por el olfato, y el
atractivo de las hembras depende de las sustancias sociales que segregan,
llamadas feromonas, que actúan a modo de un reclamo sexual. El olor de las
hermanas guapas es más «sexy» para los machos, porque segregan sustancias
diferentes de las producidas por sus hermanas menos atractivas. El entorno
hormonal prenatal deja una impresión permanente en cada hermana, que los
machos pueden reconocer durante el resto de su vida.
Pero además, las hermanas presentaban grandes diferencias en sus ciclos
reproductivos. Además de encontrar pareja con más facilidad, las hermanas
guapas maduraban más deprisa que las feas, y entraban en celo —el período
de receptividad sexual— con más frecuencia. Como consecuencia, tenían más
oportunidades de quedar preñadas y, en general, tendían a engendrar más
descendientes a lo largo de su vida que las hermanas agresivas y poco
atractivas, que alcanzaban la pubertad con retraso y entraban en celo con
menos frecuencia.
Pero esto no es lo más sorprendente. En estudios realizados por otros
investigadores —entre ellos, Mertice Clark, Peter Karpiuk y Bennett Galef, de
la Universidad McMaster, y el equipo de John Vandenbergh y Cynthia
Huggett, de la Universidad Estatal de Carolina del Norte— se ha descubierto
que el «efecto compañero de útero» influye también en la proporción de
machos y hembras que pare una ratona cuando le llega el momento de tener
hijos. Esto sí que es misterioso, ya que hasta ahora los científicos creían que
la madre no influye de ningún modo en la determinación del sexo de sus
hijos. Por lo que sabemos hasta ahora, es el espermatozoide aportado por el
padre el que determina si el cigoto dará lugar a un macho o a una hembra, y
se desconoce la manera en que puede influir la madre en la proporción de
sexos. Y sin embargo, sucede: las hermanas guapas tienden a parir camadas
con un sesenta por ciento de hembras, mientras que las hermanas feas suelen
parir camadas con, aproximadamente, un sesenta por ciento de machos.
Vandenbergh describió esta influencia uterina transgeneracional con la frase
«los hermanos engendran sobrinos».

Página 58
Después de oír el cuento de las dos hermanas, es fácil caer en la tentación
de suponer que lo mejor para una ratona es ser una hermana guapa. Tienen
montones de amantes y de hijos y, teniendo en cuenta el imperativo evolutivo
de generar descendencia, parece que tienen más éxito que sus hermanas feas.
No tan deprisa, advierte Vom Saal. Si nos fijamos en cómo pasan su vida
estas hermanas en una población de ratones que atraviesa ciclos de
proliferación y declive, la hermana guapa empieza a perder su evidente
ventaja. Por lo general, una población de ratones crece hasta un máximo y
luego decae. En circunstancias normales, cuando la población no es muy
densa, las hermanas guapas están en clara ventaja; pero cuando se llega al
nivel de superpoblación, su capacidad de engendrar disminuye, porque las
hembras responden a agentes olorosos presentes en la orina que inhiben la
reproducción.
Precisamente en estas situaciones de superpoblación es cuando las
hermanas feas tienen su oportunidad. Como son relativamente inmunes a los
olores inhibidores, es probable que sean las únicas que engendren
descendencia; y además, las hermanas feas son las únicas lo bastante duras
para proteger a sus crías de los ataques y los infanticidios.
Otro aspecto interesante, demostrado en algunos estudios, es que también
la condición física de la madre puede alterar los niveles de hormonas en el
útero e influir sobre la descendencia. Las ratonas preñadas que sufren
constantes tensiones durante la última parte de su gestación paren hembras
que presentan todas las características físicas y de conducta propias de las
hembras que se han desarrollado entre machos. Parece que las tensiones
maternas dominan sobre las variaciones normales del útero, dando lugar a
camadas compuestas exclusivamente por marimachos agresivos.

¿Cuál es la moraleja evolutiva de este cuento?


En opinión de Vom Saal, la lección que nos enseña es el valor de la
variabilidad. La gran sensibilidad de los embriones de mamíferos como los
ratones a ligeras variaciones en los niveles de hormonas en el útero es un
producto de la evolución. Esta característica contribuye a asegurar una amplia
variabilidad en la descendencia, superior incluso a las variaciones producidas
exclusivamente por la recombinación genética. La variación ha permitido a
los mamíferos aumentar sus posibilidades en un ambiente que cambia con
rapidez. Si no sabes en qué condiciones tendrá que desenvolverse tu
descendencia, lo mejor que puedes hacer es producir muchas variantes

Página 59
diferentes, con la esperanza de que al menos una de ellas se encuentre bien
adaptada a las condiciones del momento.
Las primeras investigaciones de Vom Saal sobre el efecto compañero de
útero se centraron exclusivamente en las hembras. La decisión de estudiar a
los machos para comprobar si sus compañeras de útero ejercían alguna
influencia en ellos fue una idea relativamente tardía. Aunque los resultados
del estudio redondearían su investigación, Vom Saal reconoce francamente
que no esperaba encontrar nada interesante. Se daba por supuesto que el
desarrollo de los machos estaba dirigido exclusivamente por la testosterona,
de manera que la proximidad de las hembras no debía tener gran importancia.
Sin embargo, los resultados de sus experimentos le dejaron atónito. El
«efecto compañero» moldeaba el destino de los machos en la misma medida
que el de las hembras, y de maneras que nadie habría podido sospechar jamás.
En un importante artículo publicado en junio de 1980 en la prestigiosa revista
Science, Vom Saal y sus colaboradores revelaron que la exposición prenatal a
la hormona femenina estrógeno hacía aumentar la actividad sexual de los
machos al hacerse adultos.
En general, tanto dentro como fuera del mundillo científico, se suponía
que el nivel de actividad sexual de los machos es un índice de masculinidad,
determinado por la hormona masculina testosterona. Pero lo que se descubrió
en estos experimentos era tan contrario a la intuición y a lo que se creía saber
sobre la hormona «masculina» testosterona y la hormona «femenina»
estrógeno, que uno de los colaboradores de Vom Saal protestó, alegando que
debían de haber confundido las muestras. Sin embargo, Vom Saal demostró
que tanto el estrógeno como la testosterona influyen en los machos, y de
maneras que contradicen nuestras ideas convencionales sobre la
«masculinidad» y la «feminidad». El estudio del efecto de las compañeras de
útero sobre los machos demostró ser una línea de investigación aún más
provocativa que sus anteriores trabajos sobre las hembras.
Si la historia de las hembras parece el cuento de la hermana guapa y la
hermana fea, los descubrimientos de Vom Saal acerca de los machos parecen
el cuento del buen padre y el playboy.
Al hacerse adultos, los machos playboys, expuestos a elevados niveles de
estrógeno procedente de sus compañeras de útero, presentaban otra
característica sorprendente, aparte de su mayor actividad sexual. Parece
lógico suponer que la exposición al estrógeno debería hacer que los machos
se mostraran más solícitos con las crías, pero lo cierto es que sucedía lo
contrario. Si se colocaba a estos machos entre crías de ratón, lo más frecuente

Página 60
era que las atacaran y mataran. En cambio, los machos con altos niveles de
testosterona, que se habían desarrollado en el útero entre otros machos,
resultaron ser buenos padres, que, sorprendentemente, mostraban casi tanta
disposición a cuidar de las crías como sus madres.
Los machos playboys destacaban además en otro aspecto: el tamaño de su
próstata, la pequeña glándula que rodea la uretra, por donde se elimina la
orina. Los machos expuestos a altos niveles de estrógeno tenían la próstata un
cincuenta por ciento más grande que la de sus hermanos que se habían
desarrollado entre machos. Por añadidura, estas próstatas grandes son más
sensibles a las hormonas masculinas en la edad adulta, porque contienen el
triple de receptores de testosterona que las próstatas de los hermanos
desarrollados entre machos. Por lo general, cuanto mayor es el número de
receptores, más deprisa crece la glándula, en respuesta a las hormonas
masculinas que circulan por la corriente sanguínea del adulto.
Aunque, por lo general, los embriones humanos no tienen que compartir
el útero con ningún hermano, también su desarrollo puede verse afectado por
variaciones en los niveles hormonales, que se producen por motivos que los
científicos aún no han aclarado por completo. Por ejemplo, ciertos problemas
médicos, como una presión arterial muy alta, pueden elevar el nivel de
estrógeno. También es posible que aumente la exposición del feto al
estrógeno si durante el embarazo se consumen brotes de alfalfa u otros
alimentos ricos en estrógenos vegetales. Existe incluso la posibilidad de que
la grasa del cuerpo de la madre contenga sustancias químicas sintéticas que
alteren la acción hormonal.
Sea cual sea la causa, un reciente estudio sobre mellizos humanos de
distinto sexo ha demostrado que el «efecto compañero de útero» se manifiesta
también en las personas. Dicho estudio, que se centraba en una diferencia
poco conocida entre los sistemas auditivos de varones y mujeres, que se
observa desde el nacimiento, demostró que las niñas que tenían un mellizo
varón presentaban una pauta masculina, lo cual parecía indicar que, como las
ratonas de Vom Saal, se habían «masculinizado» de algún modo, debido a las
hormonas segregadas por su compañero de útero.
En medio de tanta sorpresa, los estudios sobre la influencia de los
compañeros de útero en los ratones rindieron tan sólo un resultado esperado:
el referente a la agresividad masculina. Los machos desarrollados entre otros
machos, que habían estado expuestos a un nivel máximo de testosterona antes
de nacer, eran, efectivamente, los más agresivos hacia otros machos adultos;
los machos desarrollados entre hembras eran los menos agresivos.

Página 61
Los científicos que trabajan en este campo aún siguen debatiendo acerca
del modo en que el estrógeno influye en el desarrollo de machos y hembras
—sobre todo en el desarrollo del cerebro y la conducta—, pero Vom Saal cree
que el estrógeno contribuye a «masculinizar» a los machos, acentuando
algunos efectos de la hormona masculina, la testosterona. Cuando actúan
juntas, las dos hormonas influyen en la organización del cerebro en vías de
desarrollo, aumentando el nivel de actividad sexual que presentarán los
ratones machos al hacerse adultos. Para demostrar que se trata de un efecto
prenatal, y no de una consecuencia de los niveles hormonales del adulto, Vom
Saal castró a los ratones poco después de nacer, y cuando se hicieron adultos
administró una cantidad idéntica de hormonas masculinas a todos los
hermanos, tanto si se habían desarrollado entre hembras como si lo habían
hecho entre machos. A pesar de que la exposición a la hormona había sido
idéntica, estos ratones machos presentaban diferentes niveles de actividad
sexual, lo cual probaba que estas diferencias de conducta no están causadas
por los niveles hormonales del adulto.
Los que conocen los trabajos de Vom Saal suelen preguntarle cuál es el
ratón «normal»: ¿la hermana fea o la guapa? ¿El buen padre o el playboy?
«Todos son normales», responde Vom Saal enfáticamente.
Se trata de una pregunta basada en nuestro concepto dualista de la
masculinidad y la feminidad, que considera los dos sexos como categorías
mutuamente excluyentes. Pero en realidad, existen muchos matices
intermedios y solapamientos de conducta entre lo que se considera
«típicamente» masculino o femenino. Visto en este contexto, no hay nada de
anormal en una hembra agresiva o un macho paternal. En esta estirpe de
ratones, cuya variabilidad genética se ha ido reduciendo durante generaciones
de endogamia, estos individuos reflejan la variabilidad generada por la
influencia natural de las hormonas antes del nacimiento. Tal como dice Vom
Saal, desde el punto de vista evolutivo, lo «normal» no es un tipo u otro de
individuo, sino la variabilidad misma.
Pero la variabilidad no es más que una de las grandes lecciones que se
desprenden de los trabajos de Vom Saal. También han arrojado luz sobre el
importante papel de las hormonas en el desarrollo de ambos sexos y sobre la
extrema sensibilidad de los embriones de mamífero a ligeras variaciones en
los niveles hormonales del útero. Los estudios sobre los efectos de la posición
intrauterina han dejado claro que las hormonas «organizan» o programan de
manera permanente células, órganos, el cerebro y la conducta antes del

Página 62
nacimiento, de numerosas maneras que determinan las tendencias del
individuo durante todo el resto de su vida.
Es importante recordar que las hormonas hacen esto sin alterar los genes
ni provocar mutaciones.
Controlan la «manifestación» de los genes en la dotación genética que
cada individuo hereda de sus padres. Esta relación es similar a la que existe
entre las teclas de una pianola y el rollo de música que se mete dentro y
determina la melodía. Aunque, teóricamente, la pianola puede tocar muchas
melodías, sólo tocará la que corresponde al patrón de agujeros del rollo.
Durante el desarrollo, las hormonas presentes en el útero determinan qué
genes se manifestarán —qué notas se tocarán— durante el resto de la vida, así
como la frecuencia de su manifestación. Nada ha cambiado en los genes del
individuo, pero si en el rollo no se ha perforado una nota concreta durante el
desarrollo, permanecerá sin sonar para siempre. Los genes son el teclado,
pero la melodía la componen las hormonas presentes durante el desarrollo.
Lo más asombroso de los estudios de Vom Saal sobre la posición
intrauterina es lo poco que hace falta para alterar espectacularmente la
melodía. Las hormonas son sustancias químicas excepcionalmente potentes,
que son efectivas en concentraciones tan bajas que sólo se pueden medir con
los métodos analíticos más sensibles. Cuando se habla de hormonas como el
estradiol —el más potente de los estrógenos— hay que olvidarse de partes por
millón o de partes por mil millones. Las concentraciones suelen ser
muchísimo más bajas, de partes por billón. Para imaginar cantidades tan
infinitesimalmente pequeñas, hay que pensar en una gota de ginebra en un
tren de vagones-cisterna llenos de tónica. Una parte por billón equivale a una
gota en 660 vagones-cisterna; el tren mediría casi diez kilómetros de longitud.
Las sorprendentes diferencias entre una hermana guapa y una hermana
fea, que durarán toda la vida, se deben a una diferencia de menos de 35 partes
por billón en su exposición al estradiol, y de una parte por cada mil millones
en su exposición a la testosterona. Volviendo a usar la analogía de la ginebra
y la tónica, el gin-tonic de la hermana guapa tiene 135 gotas de ginebra en mil
vagones de tónica, y el de la hermana fea sólo 100 gotas, una diferencia que
no se podría detectar en un vaso y mucho menos en un convoy de vagones-
cisterna.
Estamos hablando de un grado de sensibilidad que se aproxima a lo
insondable, una sensibilidad que, según Vom Saal, está «más allá de la
imaginación más delirante». Pero si una sensibilidad tan exquisita genera
tantas posibilidades de variación en la descendencia de un mismo tronco

Página 63
genético, también hará que el sistema sea muy vulnerable y sufra graves
trastornos si algo interfiere con los niveles hormonales normales, una
aterradora posibilidad en la que Vom Saal no pensó hasta que Theo Colborn
le llamó para hablar sobre compuestos químicos sintéticos capaces de actuar
como hormonas.
Para comprender los temores de Vom Saal, hay que saber más acerca de
la intrincada coreografía de acontecimientos prenatales que se conoce como
diferenciación sexual, y sobre el papel fundamental que desempeñan las
hormonas en este ballet del desarrollo. En los ratones, elefantes, ballenas,
seres humanos y demás mamíferos, así como en las aves, reptiles, anfibios y
peces, el proceso que da lugar a dos sexos a partir de embriones inicialmente
iguales está dirigido por estos mensajeros químicos.
Ellos son los directores de orquesta que dan las indicaciones en los
momentos claves, cuando los tejidos y órganos toman decisiones del tipo
«ahora o nunca» acerca de la orientación de su desarrollo.
En este drama trascendental, en el que los chicos se hacen chicos y las
chicas se hacen chicas, las hormonas tienen el papel protagonista.
Hace muy poco que sabemos cómo se decide si un huevo fecundado dará
lugar a un macho o a una hembra. Antes del siglo XX se suponía que el sexo
venía determinado por factores ambientales, como la temperatura.
En 1906, dos científicos —Nettie Merie Stevens y Edmund Beecher
Wilson— observaron cada uno por su lado que todas las células de las
mujeres tienen dos cromosomas X, mientras que las células de los hombres
tienen siempre un cromosoma X y otro Y, una observación que dio lugar a la
teoría de que el sexo viene determinado por el número de cromosomas X.
Durante la pasada década, los investigadores descubrieron por fin que lo que
determina el sexo es un gen del cromosoma Y, y no el número de
cromosomas X.
A casi todos nos enseñaron en el bachillerato que todos los óvulos
producidos por la madre tienen un cromosoma X, mientras que los
espermatozoides del padre pueden tener un cromosoma X o un Y. El sexo del
futuro niño es una incógnita, mientras los espermatozoides toman la salida y
compiten unos con otros en el maratón reproductivo. Si esta competición
atlética, la más primordial de todas, se retransmitiera como si fuera un
maratón popular por equipos, oiríamos decir, por ejemplo, que tres Ys corren
hombro con hombro a la entrada del cuello uterino, pero que un X toma la
curva por fuera tratando de adelantarlos para llegar al útero. Una masa de 75
millones de espermatozoides tomó la salida y nada con todas sus fuerzas,

Página 64
agitando rítmicamente sus colas; pero, en un equivalente biológico de la
Colina de los Corazones Rotos, muchos empiezan a flaquear al llegar a la
trompa de Falopio, que comienza en lo alto del útero. Es una carrera sin
cuartel, y los competidores se van quedando sin fuerzas a medida que se
acercan a la meta. En la línea de llegada, un óvulo, y no una corona de laurel,
aguarda al vencedor que corta la cinta. Si el primero que llega al óvulo es un
espermatozoide con un cromosoma Y, el cigoto tendrá una dotación XY y dará
lugar a un niño. Si el vencedor es un espermatozoide con un cromosoma X, la
combinación XX dará lugar a una niña.
Estas historias acerca de la carrera entre los X y los Y para llegar al óvulo
nos dejaron a casi todos con la impresión de que el resultado dependía
enteramente de las instrucciones genéticas contenidas en el espermatozoide.
Si el espermatozoide aportaba un cromosoma Y, pues ya estaba: nacía un
niño. Todo lo que sucedía entre la concepción y el nacimiento era más o
menos automático y venía determinado por aquellas instrucciones genéticas.
Pero en realidad, el proceso es mucho más complicado. El gen del
cromosoma Y que determina el sexo sólo desempeña un papel secundario en
el elegante y maravilloso proceso por el que los chicos se convierten en
chicos.
En animales como las aves y los seres humanos, uno de los sexos es el
modelo básico y el otro es lo que podríamos llamar un modelo personalizado,
ya que precisa una serie de cambios adicionales, dirigidos por hormonas, para
desarrollarse y producir un individuo del otro sexo. En las aves, el modelo
básico es el macho. En los mamíferos —incluidos los seres humanos— ocurre
lo contrario, y el embrión dará lugar a una hembra a menos que las hormonas
masculinas dominen el programa y lo desvíen en otra dirección.
Aunque el espermatozoide, al penetrar en el óvulo, proporcione el
desencadenante genético para producir un macho, el embrión no se
compromete en uno u otro sentido durante algún tiempo. Durante más de seis
semanas, conserva el potencial para convertirse en macho o hembra,
desarrollando un par de gónadas unisex que pueden convertirse en testículos o
en ovarios, y dos conjuntos de tuberías primitivas, uno de los cuales es el
precursor del conducto genital masculino, y el otro el precursor del útero y las
trompas de Falopio. Estos dos sistemas de conductos, conocidos como
conductos de Wolff y de Müller, son las únicas partes de los sistemas
reproductores masculino y femenino que se derivan de diferentes tejidos.
Todos los demás componentes esenciales —que luego parecen tan diferentes
en un sexo y en otro— se derivan de un tejido común, que se encuentra tanto

Página 65
en los fetos masculinos como en los femeninos. El que este tejido se convierta
en un pene o en un clítoris, en un escroto que envuelve los testículos o en los
pliegues de los labios que rodean la vagina (o en una forma intermedia),
depende de los estímulos hormonales recibidos durante el desarrollo del
embrión.
El gran momento del cromosoma Y llega aproximadamente a la séptima
semana de vida, cuando un gen de dicho cromosoma dirige a las glándulas
unisex para que se transformen en testículos. Al hacer esto, el cromosoma Y
gira el conmutador que inicia el primer paso del desarrollo masculino, la
formación de los testículos, y ahí comienza y termina su intervención en la
formación de un macho. A partir de este punto, el resto del proceso de
masculinización está dirigido por señales hormonales procedentes de los
recién estrenados testículos. En la vida adulta, los testículos producen
espermatozoides para fecundar los óvulos de las mujeres, la única
contribución del varón a la reproducción y la posteridad. Pero los testículos
desempeñan una función aún más importante en la vida prenatal del varón.
Sin los estímulos hormonales correctos en el momento adecuado —señales
procedentes de los testículos—, el embrión no desarrollará el cuerpo y el
cerebro masculinos que deben acompañar a los testículos. Puede que ni
siquiera desarrolle el pene necesario para liberar los espermatozoides
producidos por los testículos.
En las niñas, los cambios que transforman las glándulas unisex en ovarios
—la parte de la anatomía femenina que produce los óvulos— comienzan algo
después, en el tercer o cuarto mes de vida fetal.
Durante este mismo periodo, un conjunto de tubos —los conductos de
Wolff, que representan la opción alternativa al conducto genital masculino—
se marchita y desaparece sin necesidad de instrucciones hormonales
especiales. Aunque el desarrollo del cuerpo femenino no depende tanto del
estímulo hormonal como en el caso de los varones, los estudios realizados con
animales parecen indicar que el estrógeno es esencial para el desarrollo
correcto y el funcionamiento normal de los ovarios.
El proceso de formación del tracto reproductor es más complicado en los
machos, y pasa por varias fases críticas en las que las hormonas dirigen
decisiones del tipo «ahora o nunca». Poco después de haberse formado, los
testículos producen una hormona especial que provoca la desaparición de la
opción femenina: los conductos de Müller. Para dar este paso decisivo, el
mensaje hormonal tiene que llegar en el momento preciso, porque los
conductos femeninos sólo responden durante un breve periodo a la orden de

Página 66
desaparición. A continuación, los testículos tienen que enviar otro mensaje a
los conductos de Wolff, que están programados para desaparecer
automáticamente a la decimocuarta semana, a menos que reciban órdenes en
sentido contrario.
El mensajero es la hormona testosterona, predominantemente masculina,
que asegura la preservación y crecimiento de los conductos masculinos de
Wolff. Bajo la influencia de la testosterona, estos conductos forman el
epidídimo, el vaso deferente y las vesículas seminales: el sistema de salida de
los espermatozoides, que va desde los testículos al pene.
Una variedad especialmente potente de testosterona dirige el desarrollo de
la próstata y los genitales externos, haciendo que el epitelio genital forme un
pene y un escroto que sujeta los testículos cuando éstos descienden del
abdomen en una fase tardía del desarrollo del feto. Existe un defecto natural
que ilustra de manera espectacular lo que sucede si estos mensajes no llegan a
su destino.
De vez en cuando, una joven acude al ginecólogo porque aún no ha tenido
su primer periodo, mientras que todas sus compañeras de clase han pasado ya
por esta iniciación. Por lo general, no se trata de nada grave.
Pero en muy raras ocasiones, el médico emite un diagnóstico
completamente inesperado. La paciente no tiene menstruaciones porque, a
pesar de todas las apariencias, no es una mujer. Aunque estos individuos
tienen todo el aspecto de chicas normales, poseen los cromosomas XY del
varón, y en su abdomen hay testículos en lugar de ovarios. Pero un defecto los
hizo insensibles a la testosterona y no respondieron en su momento a las
señales que inician la masculinización. En consecuencia, no desarrollaron ni
el cuerpo ni el cerebro de un varón.
En los textos médicos, las fotografías de estos varones truncados resultan
fascinantes, porque en sus cuerpos desnudos no se aprecia nada fuera de lo
normal. Por mucho que uno busque indicios de que en el interior de esos
cuerpos se oculta un macho genético, no se ve ni la menor señal de desviación
del desarrollo. Estos machos genéticos parecen mujeres perfectamente
normales, con pechos bien desarrollados, hombros estrechos y caderas
anchas.
Estos varones completamente feminizados constituyen el ejemplo más
extremo de lo que sucede cuando algo bloquea los mensajes químicos que
dirigen el desarrollo. Si algo interfiere con la testosterona o con el enzima que
amplifica su efecto, el tejido común a los fetos masculinos y femeninos se
desarrollará formando un clítoris y los demás genitales externos femeninos.

Página 67
En casos de trastornos menos extremos, pueden salir varones con genitales
ambiguos o con el pene anormalmente pequeño y los testículos sin descender.
Pero el sexo es más que una cuestión puramente física. Según los médicos
que los tratan, estos varones feminizados no sólo parecen mujeres sino que se
consideran a sí mismos mujeres. En su comportamiento no se aprecia nada
que indique que en realidad son hombres. En la mayoría de los mamíferos, el
desarrollo de un macho o una hembra funcionales implica tanto al cerebro
como a los genitales, e investigaciones como la de Vom Saal demuestran que
las hormonas moldean de manera permanente ciertos aspectos de la conducta
antes del nacimiento, lo mismo que dan forma al pene.
Para que un individuo actúe como un macho, además de parecerlo, el
cerebro debe recibir mensajes de testosterona procedentes de los testículos
durante un periodo crítico, en el que las células cerebrales están tomando
algunas de sus decisiones del tipo «ahora o nunca».
Un individuo que reciba mensajes erróneos durante el periodo crítico del
desarrollo cerebral puede comportarse de manera anormal y no conseguir
aparearse, aunque disponga del equipamiento físico necesario. En un
trascendental estudio, Charles Phoenix, de la universidad de Kansas,
demostró que las hembras de cobaya expuestas a altos niveles de testosterona
durante el desarrollo intrauterino actuaban como machos. Al hacerse adultas,
no adoptaban la clásica postura femenina de apareamiento, con los cuartos
traseros levantados (conocida como «lordosis»), o respondían de manera
anormal a las hormonas femeninas que estimulan la conducta sexual y la
reproducción.
Nadie discute que la acción de las hormonas es la responsable de las
diferencias entre el cuerpo del macho y el de la hembra, ni que su función en
el desarrollo sea prácticamente la misma en los seres humanos que en el resto
de los mamíferos. Lo que si es objeto de fuertes debates es el modo en que las
hormonas influyen en el desarrollo del cerebro humano. ¿Influyen en el
desarrollo del cerebro y la conducta de los seres humanos tan decisivamente
como lo hacen en los ratones, las ratas y las cobayas? ¿Existen diferencias
estructurales entre los cerebros de hombres y mujeres, y existe alguna prueba
de que dichas diferencias se deban a la acción hormonal antes del nacimiento?
Son preguntas difíciles de responder. No sólo la conducta humana es más
compleja que la de los ratones de Vom Saal; además, no podemos administrar
a las mujeres embarazadas diversas dosis de hormonas para ver qué efecto
tienen en el desarrollo del cerebro de sus hijos.

Página 68
Los que han estudiado la cuestión de si las diferencias de comportamiento
entre hombres y mujeres tienen una base biológica o son puramente culturales
han descubierto algunos indicios de diferencias estructurales relacionadas con
hormonas, pero hasta ahora estas zonas ligadas al sexo son más pequeñas y
menos visibles que las observadas en las ratas. También los psicólogos han
descrito varias diferencias generales en el modo de pensar de hombres y
mujeres, asegurando que, en general, las mujeres poseen mayor habilidad
verbal y los hombres tienden a ser mejores para resolver problemas
espaciales. También hay quien cree que las peleas y los juegos violentos,
mucho más comunes entre los chicos que entre las chicas, se deben más a la
biología que a la cultura o a los métodos de crianza.
Además de dirigir al menos algunos aspectos del desarrollo sexual del
niño nonato, estos mensajeros químicos que son las hormonas orquestan el
crecimiento de los sistemas nervioso e inmunitario del embrión, y programan
órganos y tejidos como el hígado, la sangre, los riñones y los músculos, que
funcionan de manera diferente en hombres y mujeres. El desarrollo normal
del cerebro, por ejemplo, depende de las hormonas del tiroides, que inician y
dirigen el desarrollo de los nervios y su migración a la zona correcta de este
órgano increíblemente complejo.
Para que todos estos sistemas se desarrollen normalmente, es preciso
recibir los mensajes hormonales adecuados en la cantidad precisa, en el lugar
correcto y en el momento exacto. Todo este complicado ballet químico
progresa a un ritmo vertiginoso, y todo depende de la sincronización y los
estímulos adecuados. Si algo trastorna los estímulos en un periodo crítico del
desarrollo, la descendencia puede sufrir graves consecuencias durante toda su
vida.

Página 69
4 Destructores de hormonas

Antes de seguir investigando el misterio de los venenos de segunda mano,


vamos a referir dos trágicos episodios de la historia médica que encierran
importantes lecciones y resultan muy relevantes para nuestra búsqueda.
Demuestran sin lugar a dudas que los seres humanos son vulnerables a los
compuestos químicos sintéticos que trastornan la acción hormonal, y
confirman que los estudios realizados con animales deben servir de
advertencia contra los peligros que amenazan a los humanos.
Desde el principio mismo, estos avisos fueron claros y ominosos. Ya en
los años treinta, los investigadores de la Facultad de Medicina de la
Universidad del Noroeste demostraron que la manipulación de los niveles
hormonales durante el embarazo era muy peligrosa, sobre todo para el feto
que experimentaba un rápido desarrollo en el útero. En algunos de los
experimentos, los investigadores se limitaron a administrar una dosis extra de
estrógeno a ratas preñadas, que ya poseían esta hormona femenina en sus
cuerpos. El efecto sobre las crías fue espectacular. Al nacer presentaban
extrañas anormalidades y trastornos del desarrollo sexual. Las hembras
expuestas a grandes cantidades de estrógeno natural o sintético durante el
desarrollo intrauterino padecían defectos estructurales en el útero, la vagina y
los ovarios; los machos tenían el pene atrofiado y otras deformidades
genitales.
En contraste con los trabajos de Vom Saal, que investigan el efecto de
pequeñas variaciones naturales en los niveles hormonales del útero, en estos
experimentos se elevaron los niveles hormonales por encima de lo normal,
añadiendo estrógeno de fuera del cuerpo. Se demostró que las grandes
variaciones del nivel hormonal alteraban los mensajes químicos y
desbarataban el desarrollo sexual.
Aunque el estrógeno, a niveles normales, es esencial para el desarrollo, en
exceso puede provocar el caos.
Esta advertencia experimental no podía haber sido más oportuna. En
1938, el médico y científico británico Edward Charles Dodds y sus

Página 70
colaboradores habían anunciado la síntesis de un compuesto que actuaba
sobre el organismo igual que el estrógeno natural, y la comunidad médica
vibraba de entusiasmo. Destacados investigadores y ginecólogos cantaron las
alabanzas del estrógeno artificial, conocido como dietilestilbestrol o DES,
describiéndolo como una medicina maravillosa con multitud de aplicaciones
posibles. Casi inmediatamente, los investigadores comenzaron a administrar
DES a mujeres que tenían problemas durante el embarazo, convencidos de
que un nivel insuficiente de estrógeno provocaría abortos y partos prematuros.
Se estaba llevando a cabo un masivo experimento con seres humanos, que
llegó a afectar a unos cinco millones de mujeres embarazadas, en los Estados
Unidos, América Latina y otras partes del mundo.
Durante las décadas siguientes, los médicos no sólo recetaron DES para
evitar abortos, sino que empezaron a recomendarlo en embarazos sin
problemas, como si se tratara de una vitamina capaz de mejorar la obra de la
naturaleza. Prestigiosas publicaciones, entre ellas el Journal of Obstetrics and
Gynecology, publicaron anuncios de las empresas farmacéuticas: en junio de
1957 apareció uno de la Grant Chemical Company que recomendaba el
empleo de DES «en TODOS los embarazos», asegurando que producía
«bebés más grandes y más fuertes».
Además de las embarazadas, el DES encontró otro amplio mercado. Los
médicos lo empleaban a manos llenas para suprimir la producción de leche
después del parto, para aliviar calenturas y otros síntomas de la menopausia, y
para tratar el acné, el cáncer de próstata y la gonorrea infantil, e incluso para
detener el crecimiento de muchachas adolescentes que se estaban poniendo
más altas de lo que dictaba la moda. Durante años, los hospitales clínicos
despacharon DES como anticonceptivo «de la mañana siguiente». Los
ganaderos mostraron igual entusiasmo por el DES y utilizaron toneladas
como aditivo para los piensos, o para implantárselo al ganado en el cuello o
las orejas, porque aceleraba el crecimiento de las gallinas, vacas y otros
animales domésticos.
El periodo de posguerra fue una época de optimismo prometeico, en la
que todo el mundo, desde los médicos a los agricultores, adoptaba con
entusiasmo nuevas tecnologías «milagrosas». El DES fue uno de los muchos
productos sintéticos que prometían darnos el poder de controlar las fuerzas de
la naturaleza. Con una mezcla de soberbia e ingenuidad, los adalides del
progreso imaginaban un mundo con un potencial ilimitado para controlar los
principios mismos de la vida.

Página 71
Los experimentos con ratas de la universidad del Noroeste, que arrojaban
una oscura sombra sobre la nueva y brillante era de la terapia hormonal, no
hicieron mella en la oleada de entusiasmo. Los pocos que se enteraron de los
descubrimientos tendieron a desestimarlos, considerándolos irrelevantes para
los seres humanos. Las anormalidades sexuales inducidas por hormonas en las
crías de ratas se veían como simples curiosidades, algo que sólo podía
ocurrirles a los roedores. Este tipo de escepticismo no es raro entre los
médicos, cuya tradición antropocéntrica encaja bien con la idea de que los
humanos constituyen una rama única del árbol de la vida. Con este punto de
vista, tendían y siguen tendiendo a considerar que la única evidencia digna de
confianza está en los estudios epidemiológicos humanos.
Además, la medicina ha estado dominada durante décadas por el mito de
la barrera placental: se creía que la placenta, la complicada masa de tejido que
conecta al feto con la pared del útero por medio del cordón umbilical, actúa
como un escudo impenetrable que protege al embrión de toda influencia
nociva del exterior. Este mito perduró hasta mucho después de que la
evidencia demostrara lo contrario.
Según la opinión dominante de la época, la única cosa capaz de invadir el
útero y provocar deformidades era la radiación.
Durante el siguiente cuarto de siglo, dos escándalos médicos echaron por
tierra este mito de una vez por todas, y nos hicieron cambiar radicalmente de
ideas acerca de la vulnerabilidad del bebé durante la vida intrauterina. El
primer bombazo fue la tragedia de la talidomida, que salió a la luz en 1962;
menos de una década después se produjeron los terribles descubrimientos
sobre el DES, una droga que los médicos llevaban más de treinta años
administrando a las mujeres.
Cuando estalló el escándalo de los niños de la talidomida, causó sensación
en todo el mundo. Los periódicos y revistas rivalizaron en sus descripciones
de los terribles defectos congénitos provocados por un medicamento de venta
en farmacias. Las fotografías de bebés sin brazos o sin piernas resultaban
estremecedoras, porque constituían la pesadilla de todo padre.
Antes de que los médicos de Europa y Australia relacionaran la
talidomida con el alarmante aumento de bebés terriblemente deformes, miles
de mujeres embarazadas habían tomado la droga como tranquilizante o como
tratamiento contra las náuseas. Cuando por fin se retiró del mercado y de los
botiquines, ya había provocado graves deformidades a ocho mil niños en 46
países. Se había demostrado que la placenta no constituía barrera alguna para
la droga. Este trágico episodio nos enseñó otra lección: que las sustancias y

Página 72
las dosis toleradas por un adulto pueden resultar devastadoras para los
embriones.
Igual que sucedió más tarde con el DES, los médicos sólo empezaron a
sospechar que algo iba mal porque la talidomida provocaba anormalidades
muy llamativas y casi sin precedentes. Algunos niños nacían sin brazos, con
las manos saliendo directamente de los hombros. Otros carecían de piernas o
tenían sólo un tronco sin extremidades. Los textos médicos llamaban a esta
condición focomelia, que significa «con miembros de foca», porque las
manos y los pies salían directamente de la articulación principal, como las
aletas de una foca, pero este defecto de nacimiento era tan raro antes de 1961
que los textos no incluían fotos. En un libro de texto para futuros médicos, la
malformación venía ilustrada con un dibujo de Francisco de Goya.
Sin embargo, muchos niños expuestos a la talidomida antes de nacer no
presentaban deformidades en las extremidades, pero en cambio padecían
trastornos más corrientes, como malformaciones del corazón y otros órganos,
lesiones cerebrales, sordera, ceguera, autismo y epilepsia. Y algunos niños
afortunados escaparon por completo a los efectos nocivos, aunque también
sus madres habían tomado la droga durante el embarazo. ¿Por qué se libraron
algunos niños?
No se debía a que algunas madres hubieran tomado grandes cantidades de
talidomida y otras muy poca. Los investigadores descubrieron que la
diferencia entre los efectos devastadores y la ausencia de efectos parecía
depender del momento en que se hubiera tomado la droga, y no de la dosis.
También es posible que influyeran las diferencias genéticas en la sensibilidad
a la talidomida, que harían a ciertas personas muy vulnerables a la droga.
Algunas de las madres que tuvieron hijos sin extremidades habían tomado
sólo dos o tres píldoras para dormir (que contenían talidomida) durante todo
el embarazo, pero las habían ingerido en un período crítico para el desarrollo
de los brazos y piernas de sus hijos: entre la quinta y la octava semanas de
embarazo. El principio que afirma que «el momento es fundamental» iba a
quedar demostrado una y otra vez a medida que los científicos investigaban la
capacidad de ciertas sustancias para alterar el desarrollo. Una pequeña dosis
de una hormona u otra droga puede no tener efecto en un momento dado del
desarrollo del embrión y provocar efectos devastadores unas pocas semanas
antes.
En general, los norteamericanos se libraron de esta tragedia gracias al
escepticismo del médico Frances Kelsey, de la Administración de Alimentos
y Medicinas, que exigió más garantías de seguridad e impidió la venta al

Página 73
público de talidomida. No obstante, el caso de la talidomida ejerció un
profundo impacto en el público y la comunidad científica de los Estados
Unidos, lo mismo que en el resto del mundo. Había hecho falta un incidente
tan sutil como un martillo pilón, pero por fin la comunidad médico-científica
aceptó sin reservas lo que algunos investigadores del reino animal llevaban
décadas intentando decir: que ciertas sustancias químicas pueden provocar
defectos congénitos en las personas, y no sólo en los roedores.
Al nivel de la gente corriente, las fotografías de niños sin brazos ni
piernas destruyeron el optimismo tecnológico que venía reinando desde el
final de la Segunda Guerra Mundial. Fue como un terremoto, que hizo
aumentar el escepticismo acerca de las medicinas y productos químicos
«milagrosos» que invadían el mercado, y que hizo dudar de la eficacia de las
regulaciones oficiales. En el verano de 1962, a través de las páginas de
revistas como Life, muchas personas compartieron la pesadilla de Sherri
Finkbine, una madre de 24 años, presentadora de televisión en Arizona, que
durante la fase crítica de su embarazo había tomado tranquilizantes a base de
talidomida que le habían traído de Inglaterra.
Convencida de que su bebé iba a nacer con graves deformidades, Finkbine
y su marido buscaron por todos los Estados Unidos un lugar donde se le
practicara el aborto, que entonces era ilegal excepto para salvar la vida de la
madre. Su desesperada búsqueda terminó en Suecia.
Casualmente, Primavera silenciosa, el ya clásico libro de Rachel Carson
sobre los peligros de los plaguicidas sintéticos para los seres humanos y el
ecosistema, empezó a publicarse en forma de serial en The New Yorker poco
antes de que estallase el escándalo de la talidomida. El libro se benefició de la
ola de ansiedad pública y ascendió en las listas de ventas.
Si la talidomida echó por tierra para siempre el mito del útero inviolable,
la experiencia del DES acabó con la idea de que los defectos congénitos sólo
tienen importancia cuando son inmediatos y visibles.

Todo padre reza para tener un niño sano y normal.


Cuando por fin nació su hija Andrea, en septiembre de 1953, Eva y David
Schwartz, una pareja residente en el barrio bostoniano de Roxbury, se
sintieron bendecidos con más de lo que habían pedido. Su hija no sólo era
sana y normal, además era guapísima. Eva, que había sufrido dos abortos
después del nacimiento de su hijo Michael, ocho años antes, estaba radiante
de felicidad. Aseguraba a todo el que quisiera oírla que la niña era la cosa más

Página 74
bonita que había visto en su vida. Rubia, gordita y sonrosada, Andrea era uno
de esos bebés que aparecen en los anuncios de alimentos infantiles.
En una de sus primeras fotos, los inquisitivos ojos de Andrea miran bajo
el ala de un sombrerito con una mirada que no sólo es hermosa sino que
sugiere inteligencia. El rostro está enmarcado en un delicado cuello de encaje,
y el vestido, impecablemente planchado, deja bien patente el orgullo de su
madre. La niña creció fuerte y robusta, y siempre pareció «perfectamente
sana».
Y de pronto, en abril de 1971, la vida de los Schwartz cambió para
siempre.
Andrea, que tenía ya diecisiete años, estaba en el último curso de instituto
y se dedicaba a tejer planes y sueños que comenzaban con ir a la universidad
en otoño y, a su debido tiempo, incluían el matrimonio y formar una familia.
Siempre quiso tener niños, siempre. Recuerda que, cuando tenía tan sólo
cinco años, estaba fascinada por el bebé de su prima y la emocionaba que la
dejaran sentarse en el sofá con el niño en brazos. Andrea no tenía grandes
ambiciones; sólo aspiraba a una vida normal y feliz.
Una mañana, Eva Schwartz estaba hojeando el Boston Globe y empezó a
leer un artículo que la dejó sin aliento. Según un reciente estudio publicado en
el New England Journal of Medicine, unos doctores del Hospital General de
Massachusetts habían descubierto que existía una relación entre una rara
modalidad de cáncer vaginal que se manifestaba en las mujeres jóvenes y una
droga que sus madres habían tomado durante el embarazo: el estrógeno
sintético DES. Se acordó de pronto de las píldoras, los cientos de píldoras que
había tomado religiosamente cuando estaba embarazada de Andrea. No había
dejado de tomarlas ni un solo día, a pesar de que a veces le provocaban
fuertes náuseas. En aquellas ocasiones, aguardaba a que el estómago se le
asentara un poco y se tomaba la píldora que el doctor había ordenado. Antes
incluso de que su historial médico lo confirmara, Eva Schwartz lo sabía: ella
era una de aquellas madres.
Aunque aquel último embarazo no había presentado problemas, el médico
de la clínica local de Roxbury le había recetado un régimen de DES, sin duda
a causa de su historial de abortos. Eva empezó a tomar las píldoras de DES
cuando llevaba sólo seis semanas de embarazo, y continuó tomándolas, en
dosis cada vez mayores, durante toda la gestación, siguiendo un programa
recomendado por un equipo de investigadores de la Facultad de Medicina de
Harvard, el matrimonio formado por George van Siclen Smith, médico, y
Olive Watkins Smith, endocrinóloga. Los Smith eran los mayores

Página 75
propagandistas de la administración de DES a las mujeres embarazadas, sobre
todo si ya habían tenido embarazos fallidos.
Andrea Schwartz se libró de los peores estragos del DES. A diferencia de
otras desafortunadas, no murió de cáncer en plena adolescencia ni tuvo que
sufrir que le extirparan el útero y la vagina en un intento de contener el
cáncer. Pero las pruebas médicas a las que se sometió durante la siguiente
década demostraron que, a pesar de las apariencias, Andrea distaba mucho de
ser normal. El DES le había robado parte de sus sueños.
Cuando se estudia la experiencia del DES hay una pregunta que se plantea
de manera insistente. La pregunta no se aplica sólo al DES, sino a todos los
venenos de segunda mano que provocan trastornos saltando generaciones.
¿Habrían sido capaces los médicos de relacionar los problemas que
sufrían las jóvenes con una droga que sus madres habían tomado décadas
antes, de no haberse dado una llamativa incidencia de cánceres muy raros y
de no haber planteado la cuestión, de manera casual, la madre de una de las
pacientes? Algunos especialistas están convencidos de que se habrían dado
cuenta del problema, porque la exposición al DES provoca otros síntomas
característicos, además del cáncer, como por ejemplo malformaciones del
tejido vaginal. Tarde o temprano, alguien se habría percatado de la relación.
Aun así, es posible que nadie se hubiera dado cuenta de que el DES estaba
causando daños graves pero invisibles a los embriones. Hasta entonces, casi
todos los científicos consideraban que una droga era segura a menos que
provocase malformaciones inmediatas y evidentes. Resultaba difícil creer que
algo pudiera ejercer un impacto tan grave a largo plazo, sin provocar otros
defectos visibles ya desde el nacimiento.
Y aunque se acepte que el entorno prenatal puede ocasionar problemas
médicos años después, el largo tiempo transcurrido entre la causa y el efecto
hace difícil demostrar las relaciones e incluso verificar que la madre estuvo
expuesta a la droga o sustancia sospechosa. En el caso del DES, el temor de
algunos médicos a ser inculpados ha aumentado las dificultades de las
personas expuestas al estrógeno sintético. Los hijos e hijas del DES comentan
con ironía la plaga de incendios e inundaciones que asoló las consultas de los
facultativos cuando intentaron obtener los historiales médicos de sus madres.
El aspecto más doloroso de la tragedia del DES es que la droga ni siquiera
evitaba los abortos. En 1952, al menos cuatro estudios independientes habían
revelado que las mujeres tratadas con DES para prevenir el aborto no habían
obtenido mejores resultados que las que había recibido tratamientos
alternativos, como reposo en cama o sedantes. Aquel mismo año, el doctor

Página 76
William Dieckmann y sus colaboradores de la universidad de Chicago
presentaron un informe condenatorio sobre la eficacia del DES en el congreso
anual de la Sociedad Ginecológica Americana. Los investigadores habían
llevado a cabo el estudio más ambicioso y más cuidadosamente planeado de
los realizados hasta entonces, reclutando a dos mil mujeres embarazadas, y
tratando a la mitad con DES y al resto con una píldora de aspecto idéntico que
no contenía ninguna droga. Para eliminar las interpretaciones sesgadas, se
utilizó un método de doble ciego, en el que tanto los pacientes como los
médicos ignoraban quién había recibido DES y quién la píldora falsa. Las
conclusiones fueron inequívocas: la supuesta medicina maravillosa no
provocaba ninguna diferencia en los resultados de los embarazos. Las mujeres
que habían tomado DES no sufrieron menos abortos, menos partos
prematuros ni menos mortalidad infantil.
La realidad era peor: un análisis posterior de estos mismos datos demostró
que el DES había provocado un significativo aumento de los abortos, los
partos prematuros y las muertes de recién nacidos.
A pesar de los estudios que demostraban que el DES era ineficaz, la
Administración de Alimentos y Medicinas no tomó ninguna medida para
restringir su uso durante el embarazo. Aun así, el estudio de la universidad de
Chicago contribuyó en cierta medida a apagar el entusiasmo, y algunos
médicos dejaron de utilizar DES. Pero muchos continuaron recetándolo, y
durante casi dos décadas cientos de miles de mujeres siguieron tomando DES
durante el embarazo, con la esperanza de evitar el aborto.
Cuando empezó a notarse la avalancha de casos de cáncer, los médicos
del Hospital General de Boston quedaron alarmados y totalmente
desconcertados. Entre 1966 y 1969, los especialistas de aquel centro habían
visto siete casos de cáncer de la mucosa vaginal, una variedad de cáncer
sumamente rara que casi nunca afecta a mujeres de menos de cincuenta años.
Pero las pacientes que llegaron en esta época, enviadas para tratamiento al
hospital clínico de Harvard, eran todas mujeres jóvenes, de entre 15 y 22
años. Antes de que se produjera este brote en un solo hospital de Boston, la
literatura médica mundial sólo tenía constancia de cuatro casos de pacientes
menores de treinta años.
Ni siquiera con el tratamiento más radical, que incluía la extirpación del
útero y la vagina, se podía garantizar la vida de las pacientes. Una de estas
primeras víctimas falleció en 1968, a los dieciocho años.
Al principio, el doctor Howard Ulfelder, profesor de ginecología en la
Facultad de Medicina de Harvard, había hecho caso omiso de la pregunta

Página 77
planteada por la madre de una de estas jóvenes pacientes. La madre decía
haber tomado DES durante el embarazo. ¿Creía el doctor que aquello podía
tener algo que ver con la enfermedad de su hija?
Ulfelder no veía la menor posibilidad. No obstante, cuando llegó la
siguiente madre con una hija que padecía cáncer de la mucosa vaginal,
decidió preguntarle si había tomado DES durante el embarazo, y quedó
sorprendido al recibir una respuesta afirmativa.
Ulfelder y dos compañeros suyos del Hospital General de Massachusetts,
el ginecólogo Arthur Herbst y el epidemiólogo David Poskanzer, habían
estado examinando los historiales de estas jóvenes pacientes, en busca de
algún factor común que pudiera explicar la súbita manifestación de esta rara
modalidad de cáncer en varias mujeres jóvenes. Por fin disponían de una
posible pista. El 22 de abril de 1971 publicaron un artículo en el New England
Journal of Medicine, en el que comunicaban que las madres de siete de las
ocho jóvenes tratadas de cáncer de la mucosa vaginal habían tomado DES
durante los tres primeros meses de embarazo.
Durante cinco meses, Eva Schwartz no se atrevió a hablarle a Andrea
sobre el DES y el peligro de cáncer. Por fin, en otoño, poco antes de que
Andrea comenzara a asistir a la universidad, concertó una cita con un
ginecólogo para que examinara a su hija y le contó a ésta lo que ocurría.
Casi un cuarto de siglo después, sentada a la mesa de su cocina en el
suburbio bostoniano de Canton, Andrea Schwartz Goldstein no recuerda las
palabras exactas de aquella conversación. Sólo recuerda los sentimientos, la
sensación de ser arrancada de una playa soleada y tragada por un violento
torbellino de miedo e incertidumbre. Se le disparó la mente. Siempre había
dado por seguro que tenía toda una vida por delante. Pero a lo mejor moría de
cáncer sin haber llegado a casarse. Puede que nunca tuviera ocasión de tener
hijos. Durante todo aquel día, le estuvo volviendo a la cabeza el mismo
pensamiento: «No voy a vivir una vida completa».
Cuatro años después, mientras aún luchaba con el espectro del cáncer,
contrajo matrimonio con Paul Goldstein, que un amigo le había presentado
cuando tenía dieciséis años. Al año siguiente, la pareja compró una casa de
tres dormitorios en Canton, y Andrea contrató una póliza de seguros
renovable sin examen físico, por si acaso. El seguro serviría de ayuda si ella
moría y dejaba solo a Paul con niños pequeños.
A los cuarenta años, Andrea sigue siendo rubia y sus ojos verdes todavía
poseen la misma intensidad que en las fotos de bebé. Es una mujer atractiva,
marcada por profundas cicatrices físicas y psicológicas que le dejó el DES

Página 78
heredado. En ocasiones ha tenido que luchar contra la depresión, e incluso
después de tantos años, cuando habla todavía se le nota el dolor bajo la
superficie, vivo y sin curar. Después de trabajar durante trece años como
ayudante de un médico especializado en esterilidad, regresó hace poco a la
universidad para obtener el título de enfermera. El DES le quitó muchas
cosas, entre ellas la época de su vida que debería haber sido más divertida y
libre de preocupaciones.
Aunque en los estudios sobre animales había multitud de evidencias de
que la exposición prenatal al DES o a los estrógenos podía causar otros
trastornos, los especialistas médicos se centraron principalmente en el cáncer
de la mucosa vaginal y en anormalidades del tejido de la vagina que pudieran
dar lugar a un cáncer. A Andrea jamás se le ocurrió que el daño causado por
el DES le impediría tener hijos. Los propios médicos tampoco le hablaron de
esta posibilidad.
Andrea coloca otra fotografía sobre la mesa de la cocina, cerca de la foto
de la niña rubia con el sombrerito. Sin embargo, esta nueva imagen revela la
realidad oculta bajo la apariencia de salud y normalidad. Se trata de una
radiografía, y Andrea la sujeta a contraluz, recordando el día en que la recogió
en la consulta del radiólogo. La secretaria se la había entregado comentando
que el doctor había dicho que era «el útero más curioso que había visto».
El año anterior, Andrea había sufrido un embarazo ectópico, una
anormalidad en la que el óvulo fecundado no logra descender al útero y se
queda a mitad de camino, comenzando a desarrollarse en la trompa que
conecta el ovario con el útero. Se trata de una situación peligrosa, que puede
reventar el oviducto, causando graves hemorragias y a veces la muerte.
Andrea fue trasladada con urgencia al hospital, donde los médicos la
operaron, contuvieron la hemorragia y extirparon el conducto dañado. La
dejaron con un solo oviducto.
Durante los meses siguientes, ella y Paul continuaron intentando formar
una familia, pero sin resultados.
Por fin consultaron a un especialista en fecundidad. Cuando éste se enteró
de que Andrea era una «hija del DES», encargó una radiografía especial del
útero, porque un nuevo estudio realizado con sesenta de estas «hijas», a las
que se había examinado con una nueva técnica de rayos X y un colorante
especial, había descubierto úteros anormales en cuarenta de ellas.
La vista recorre los patrones de sombras y luces de la radiografía,
buscando la conocida forma triangular, la pera invertida que se ve tan a
menudo en los esquemas del aparato reproductor femenino.

Página 79
Pero no encuentra nada que se pueda identificar como un útero. La zona
resaltada por el colorante es un tubo estrecho e irregular, sin cavidad alguna.
A Andrea le gustaba su médico porque no trataba de endulzar los
diagnósticos. Decía las cosas a las claras. Su útero estaba «gravemente
deformado». Jamás podría tener un hijo.
Igual que a las crías de rata de los experimentos realizados décadas atrás,
el DES le había provocado graves deformidades en el conducto reproductor.
A pesar de la alarmante relación entre el DES y el cáncer de vagina,
revelada por el equipo del Hospital General de Massachusetts, algunos
miembros de las comunidades médica y científica seguían sin creer que el
DES pudiera provocar cáncer de vagina en personas expuestas a la droga
antes de nacer. Y ello a pesar de que los estudios realizados con animales una
década antes habían sugerido una posible relación entre la exposición prenatal
al estrógeno y los cánceres posteriores. En un estudio publicado en 1963 en el
Journal of the American Cancer Institute, Thelma Dunn, patóloga del Instituto
Nacional del Cáncer, informaba sobre los numerosos cambios patológicos —
incluyendo quistes y cánceres— que aparecían en ratones a los que se habían
administrado inyecciones de estrógeno nada más nacer.
Dunn advertía que los resultados demostraban «la vulnerabilidad del
animal inmaduro a los efectos nocivos de la exposición a una hormona
natural», e insistía en que, si se querían encontrar pistas de las causas del
cáncer en las poblaciones humanas, «era preciso obtener a toda costa los
historiales prenatales y posnatales tempranos de los pacientes de cáncer». Un
año después, en la misma publicación, Noboru Takasugi y Howard Bern
comunicaban descubrimientos similares, incluyendo cambios permanentes en
el tejido vaginal de ratones tratados con estrógeno poco después de nacer.
También ellos advertían de las graves implicaciones: «Consideramos que
no se debe desestimar la influencia de un ambiente hormonal anormal durante
la vida prenatal y posnatal temprana, por su posible contribución a cambios
anormales, de tendencia neoplástica (cancerosa) en una etapa posterior de la
vida». Aunque estos estudios sobre animales constituían un serio aviso para
los seres humanos, ni los médicos ni la industria farmacéutica prestaron la
menor atención.
El debate sobre si el DES era la causa de los extraños cánceres vaginales
continuaba aún a principios de los setenta, cuando John McLachlan, un joven
investigador especializado en la transferencia al útero de medicamentos y
otras sustancias, llegó al Instituto Nacional de Ciencias Ambientales
Sanitarias en Research Triangle Park (Carolina del Norte), para formar un

Página 80
nuevo equipo dedicado a investigar sustancias que alteran el desarrollo. La
cuestión del DES y el cáncer fue una de las primeras que estudió el equipo de
toxicología del desarrollo.
Al poco tiempo, el equipo realizó su primer descubrimiento importante. El
cáncer vaginal, que ya era raro en los seres humanos, nunca se había
observado en los ratones. No obstante, el equipo de McLachlan consiguió
inducir adenocarcinomas en la vagina de ratones hembras, administrando
DES a sus madres preñadas. Por lo menos, el estudio contribuyó a zanjar el
debate, pero representó el principio de una polémica que todavía dura, acerca
de si el DES es o no responsable de una serie de anormalidades y problemas
médicos observados en los hijos e hijas de mujeres que tomaron la droga.
A continuación, McLachlan y sus colaboradores comenzaron a investigar
los efectos del DES en los descendientes masculinos. Demostraron sin lugar a
dudas que los ratones machos expuestos al DES en el útero sufrían tantos
daños como sus hermanas a causa del estrógeno sintético. Dichos machos
padecían diversos defectos genitales, como testículos atrofiados o sin
descender y quistes en el epidídimo, una porción del conducto reproductor
adyacente a los testículos, donde maduran los espermatozoides. También
presentaban espermatozoides anormales, problemas de fecundidad y tumores
genitales. Los investigadores encontraron indicios de que el DES interfería de
algún modo con los mensajes hormonales durante el desarrollo. En el
desarrollo normal del macho, los testículos del feto producen un mensajero
químico que provoca la desaparición de la opción femenina, el conducto de
Müller. Los ratones machos expuestos al DES todavía conservaban partes del
sistema reproductor femenino. En 1975, el equipo publicó un importante
artículo en la revista Science, donde se detallaban los daños causados a los
ratones machos por la exposición prenatal a este estrógeno sintético.
McLachlan recuerda esta época como un periodo apasionante, lleno de
emociones y descubrimientos.
Lo que hacía era ciencia de vanguardia, y le encantaba. Su equipo se
mantuvo en estrecho contacto con el doctor Arthur «Hap» Haney, médico del
Centro Médico de la Universidad de Duke, en la cercana población de
Durham, que estaba tratando a personas expuestas al DES. Una y otra vez,
McLachlan descubría algo en un ratón, llamaba a Haney y comprobaba que el
médico había observado el mismo problema en alguna persona. De vez en
cuando, los descubrimientos hechos en ratones advertían de un problema
mucho antes de que se observara en seres humanos. El equipo de toxicología
del desarrollo avisó de la posibilidad de encontrar testículos no descendidos,

Página 81
tres años antes de que se observara este problema en hijos de madres que
habían tomado DES.
Como no llegaron a desarrollar cánceres llamativos, a los «hijos del DES»
se les ha estudiado mucho menos que a las hijas. Aunque McLachlan y Haney
encontraron numerosos paralelismos entre los daños observados en los
ratones y los problemas de los pacientes humanos, esta escasez de estudios
exhaustivos ha impedido demostrar de manera concluyente que los «hijos del
DES» padecen estos problemas con más frecuencia que los varones no
expuestos al estrógeno en su vida prenatal. Algunos estudios a gran escala,
como los de la universidad de Chicago, parecen haber hallado entre los hijos
del DES una mayor proporción de testículos subdesarrollados, penes
atrofiados, testículos no descendidos y espermatozoides anormales; pero otros
estudios han sido incapaces de confirmar todos estos descubrimientos.
También se han obtenido resultados divergentes en los estudios que
investigaban la relación entre la exposición al DES y el cáncer testicular,
aunque los investigadores han anticipado dicha conexión basándose en
estudios sobre animales. Por lo que respecta al colectivo médico, la cuestión
sigue oficialmente sin haberse resuelto.
A pesar del escepticismo médico, muchos hijos del DES están
convencidos de que padecen trastornos debidos a la droga, entre ellos
cánceres testiculares y problemas de fecundidad. Rick Friedman es uno de
ellos, y está convencido de que el DES ha marcado su vida de manera
permanente.
Para Friedman, la juventud no fue una época de salud a toda prueba, pero
siguió adelante, procurando superar la artritis y otros problemas físicos que le
atormentaban. A los veintitantos años, se casó y se hizo cargo de la gestión
del negocio familiar, una créperie fundada por su padre casi dos décadas antes
en Ardmore, a las afueras de Filadelfia. Sin embargo, si no era una cosa, era
otra. En 1987, tras varios intentos fallidos de tener hijos, Friedman y su
esposa Sachi acudieron a una clínica de fecundidad. Se comprobó que la
esposa sufría dificultades reproductivas, pero que también él contribuía al
problema, ya que tenía espermatozoides anormales y en muy poca cantidad.
Jamás se le había ocurrido que sus numerosas dolencias pudieran estar
relacionadas: las alergias crónicas, la artritis que le atacó a los diecisiete años,
el testículo no descendido, los quistes en el epidídimo y la falta de fecundidad
que hacía improbable que él y su esposa tuvieran hijos. Y para colmo, en
1992, un extraño tumor. El descubrimiento de que todos sus problemas se
debían a la misma causa, a algo que le sucedió antes de nacer, se produjo por

Página 82
pura casualidad. No había imaginado que todos aquellos dolores y
sufrimientos estuvieran conectados por un hilo común.
Si Friedman hubiera sospechado que podía correr un riesgo especial,
puede que hubiera prestado más atención a la fatiga y los problemas
respiratorios que le aquejaban desde hacía tanto tiempo. Es posible que
hubiera acudido al médico antes de que el tumor hubiera crecido hasta formar
«una masa del tamaño de una pelota». Aquellas fueron las palabras que utilizó
el doctor para darle la noticia de que padecía algo más que un exceso de
trabajo. A los 31 años de edad, Friedman se encontró en la unidad de
cuidados intensivos, luchando por su vida contra el cáncer y las graves
lesiones pulmonares ocasionadas por el tumor. Los médicos sólo le daban una
posibilidad entre tres de salir adelante.
A pesar de todo, salió adelante. Sobrevivió a la operación y soportó cuatro
tratamientos de quimioterapia agresiva. A principios de 1993, durante su larga
recuperación —una época en la que poco podía hacer, aparte de descansar en
un sofá y leer—, Friedman cogió por casualidad un ejemplar de la revista
McCall’s. Como no tenía otra cosa que hacer, leía cualquier cosa que cayera
en sus manos, y ese día se puso a hojear un artículo sobre los problemas de
salud de los hombres cuyas madres habían tomado durante el embarazo un
medicamento para evitar el aborto.
«Rayos, esto se parece a mi caso», pensó Friedman en cuanto comenzó a
leer acerca de los problemas de los varones expuestos al DES en el útero de
sus madres: espermatozoides anormales, trastornos del sistema inmunitario
como la artritis, y los clásicos síntomas de los hijos del DES: testículos no
descendidos y quistes en el epidídimo. El artículo mencionaba a varios
jóvenes que padecían cáncer testicular y que estaban convencidos de que
aquella era otra consecuencia del DES. Sin embargo, debido a la escasez de
estudios sobre los hijos del DES y a la dificultad de determinar si las mujeres
embarazadas tomaron la droga décadas antes, los investigadores no han
conseguido demostrar de manera concluyente esta relación. Aunque el tumor,
del tamaño de una pelota, había crecido en su pecho y no en sus testículos, los
médicos le habían dicho que el tumor tenía su origen en las células germinales
y estaba relacionado con el cáncer de testículos.
Rick decidió investigar. Al principio, su madre no recordaba haber
tomado un producto llamado DES, pero esto no tenía nada de raro. En un
estudio, los investigadores comprobaron que sólo el veintinueve por ciento de
las mujeres cuyo historial médico indicaba que habían tomado DES durante el
embarazo recordaba haber tomado la droga. Un ocho por ciento aseguraba

Página 83
tajantemente que no la había tomado, a pesar de que sus historiales médicos
indicaban lo contrario. Haciendo memoria, su madre le contó que había
sufrido un aborto antes de tenerle a él, y que cuando estaba embarazada de él
había corrido peligro de sufrir otro. Sí, se acordaba de que aquello sucedió
justo después de la muerte de la abuela.
El médico le había puesto una inyección y luego le había recetado
pastillas, pero no sabía si eran o no de DES.
Friedman decidió consultar el historial médico de su madre, y se encontró
con la misma frustración que habían experimentado los investigadores del
cáncer del Centro Sloan-Kettering, que habían intentado encontrar una
relación entre el cáncer testicular y la exposición prenatal al DES. El médico
de su madre ya había fallecido, y los registros habían desaparecido hacía
mucho tiempo. La farmacia donde su madre había comprado las pastillas se
había trasladado, y también había tirado sus viejos registros. En el hospital
donde él nació aparecieron algunos registros, pero no contenían información
sobre el tratamiento prenatal de su madre.
Pero la verdad es que Friedman no necesitaba los registros para confirmar
su opinión de que era un hijo del DES. Independientemente del continuo
debate en la comunidad médica, las pruebas circunstanciales le parecían
abrumadoras. Repasando informes médicos y estudios sobre el efecto del
DES en los animales, descubrió que no sólo padecía uno o dos de los
trastornos observados en los varones expuestos al DES: tenía por lo menos
media docena. «Soy un caso de libro de texto», concluyó.
Sin embargo, en el caso de las hijas del DES, existen abundantes pruebas
de que la droga provoca cáncer de la mucosa vaginal y deformidades del
conducto reproductor. Debido a estas anormalidades estructurales, las hijas
del DES tienen muchas posibilidades de sufrir embarazos ectópicos, abortos y
partos prematuros. Aunque la mayoría de ellas acaba por tener un hijo —por
lo general, después de numerosos intentos—, las probabilidades están en su
contra, y dos de cada tres embarazos se malogran.
Igual que en el caso de la talidomida, el momento de la exposición al DES
parece tener más importancia que la dosis. Las mujeres cuyas madres tomaron
DES después de la vigésima semana de embarazo no presentan deformidades
del conducto reproductor, mientras que las que quedaron expuestas antes de la
décima semana tienen más probabilidades de desarrollar cánceres vaginales o
cervicales.
Este factor temporal añade un elemento de confusión a los que investigan
los efectos del DES sobre los seres humanos. El estudio conjunto de

Página 84
individuos expuestos en las primeras y en las últimas etapas del embarazo
puede impedir apreciar el impacto de la droga sobre los que estuvieron
expuestos en fases críticas del desarrollo. En muchos estudios, se considera a
los afectados como un colectivo único, sin tener en cuenta la cuestión del
momento de exposición.
Pero los estudios con animales indican que el DES no sólo actúa sobre el
tracto reproductor, sino también sobre otras partes del embrión en desarrollo,
como el cerebro, la glándula pituitaria, las glándulas mamarias y el sistema
inmunitario, provocando cambios permanentes en todas ellas. Los
investigadores han descubierto indicios de que la exposición prenatal o
neonatal al DES y otros estrógenos puede sensibilizar al feto, y tal vez hacerlo
más vulnerable a ciertas formas de cáncer, como el de mama, el de útero y el
de próstata, que parecen relacionadas con la exposición a los estrógenos.
En estudios sobre el sistema inmunitario de los ratones, los investigadores
han descubierto que la exposición al DES antes del nacimiento reduce el
número de células auxiliares T, que muchos consideran como el «corazón»
del sistema inmunitario, ya que coordinan la respuesta inmunitaria general,
haciendo entrar en acción a otras células del sistema. La importancia de las
células auxiliares T ha quedado perfectamente demostrada con la reciente
aparición del sida, que inactiva estas células, dejando al cuerpo incapaz de
organizar una respuesta inmunitaria coordinada. La destrucción de las células
auxiliares T permite que toda clase de invasores —desde cánceres a hongos—
campen por sus respetos, y ésta es la razón de que los pacientes de sida tengan
que enfrentarse a una enfermedad tras otra. El DES afecta además a otra parte
importante del sistema de defensas del cuerpo, los fagocitos o células
«asesinas» que se cree que actúan como patrulla antitumores, alertando al
sistema inmunitario sobre la presencia de células tumorales y controlando la
expansión de dichas células a otras partes del cuerpo (el proceso conocido
como metástasis). Teniendo en cuenta esta disminución de las defensas contra
los tumores, no es de extrañar que numerosos estudios hayan demostrado que
los ratones expuestos al DES son más sensibles a los carcinógenos químicos
al hacerse adultos y desarrollan más cánceres a medida que envejecen.
Aunque se sabe que las ratonas expuestas al DES desarrollan cánceres en
las mamas, el útero y los ovarios, no se sabe nada sobre la incidencia de estos
cánceres en mujeres expuestas al DES antes de nacer. Pero durante la pasada
década los investigadores han confirmado que las mujeres expuestas al DES
antes de nacer padecen alteraciones permanentes similares en el
funcionamiento de sus células T y sus fagocitos. A pesar de este

Página 85
inconveniente, los hijos del DES en general no parecen más vulnerables a las
infecciones, aunque en un estudio se observó una elevada incidencia de la
fiebre reumática. No obstante, cada vez existen más indicios de que las
mujeres expuestas al DES tienen más probabilidades de contraer
enfermedades del sistema inmunitario, como la tiroiditis de Hashimoto, la
enfermedad de Graves, la artritis reumatoide y otros trastornos debidos a
fallos en la regulación del sistema inmunitario. Basándose en estudios sobre
animales, que demuestran que la gravedad de los trastornos inmunitarios
aumenta con la edad, los investigadores temen que también las personas
expuestas al DES sufran más trastornos inmunitarios a medida que envejecen.

¿Es tan profundo el impacto del DES en el cerebro como el que tiene en
otras partes del cuerpo?
Ésta es, posiblemente, la pregunta más inquietante que se deriva del
involuntario experimento con DES en seres humanos, y todavía carece de
respuesta. Aunque los estudios han demostrado que el DES trastorna del
mismo modo el desarrollo físico de personas y animales, no está tan claro que
estos notables paralelismos se cumplan también en lo referente al desarrollo
del cerebro. Se ha comprobado que existen ciertas diferencias entre especies
en cuanto al equilibrio de las hormonas que actúan durante este proceso, lo
cual hace que resulte difícil extrapolar directamente de los roedores a los
seres humanos.
En los animales, la exposición al DES o a niveles anormalmente altos de
estrógeno provoca «cambios espectaculares y permanentes en la estructura y
funcionamiento del cerebro», según Melissa Hines, investigadora del Colegio
Goldsmith, de la Universidad de Londres en New Cross, y especializada en el
efecto de las hormonas sobre el desarrollo y funcionamiento del cerebro.
También en este caso los efectos resultan sorprendentes y contrarios a lo que
cabría esperar. Por extraño que pueda parecer, las hembras de rata, ratón,
hámster y cobaya expuestas a un exceso de estrógenos antes de nacer o recién
nacidas, manifiestan unas pautas de conducta reproductiva más masculinas.
Montan con frecuencia a otros animales y muestran menos inclinación a
adoptar la postura femenina de apareamiento. Además, la exposición
temprana al estrógeno altera otras pautas de conducta en las que existen
diferencias entre los sexos, como los juegos violentos, el aprendizaje en
laberintos y la agresividad, y en todos los casos las hembras afectadas se
comportan como machos. Así pues, aunque el estrógeno en pequeñas
cantidades es necesario para el desarrollo normal de las hembras, en dosis

Página 86
mayores provoca masculinización. En una amplia variedad de especies —
incluyendo anfibios, aves, roedores, perros, vacas, ovejas y macacos rhesus—
los investigadores han comprobado que la exposición de los embriones
femeninos a altas dosis de estrógenos (o de andrógenos masculinos) acentúa
la conducta masculina y reduce los comportamientos femeninos.
En los ratones machos cuyas madres fueron tratadas con pequeñas dosis
de DES durante la gestación, los científicos han observado una acentuación
de la conducta territorial, en especial del marcaje del territorio con orina, así
como un mayor nivel de actividad en la vida adulta. Con dosis más altas, se
obtiene el efecto contrario, un atenuamiento de la conducta masculina.
Según Hines, los estudios realizados con animales plantean alarmantes
preguntas acerca de los posibles efectos en los seres humanos, pero, por
desgracia, casi ninguna de estas cuestiones se ha investigado a fondo.
La evidencia más sugerente de la existencia de una relación entre la
exposición al DES y la conducta humana se ha obtenido en estudios sobre la
orientación sexual, en los que se plantea la cuestión de qué sexo le resulta
sexualmente atractivo a cada individuo. A la gran mayoría de los hombres le
atraen las mujeres, y a la gran mayoría de las mujeres le atraen los hombres,
una situación evolutiva que no resulta sorprendente, puesto que favorece la
reproducción. Pero el clásico estudio de Kinsey sobre la conducta sexual
humana demostró que esta diferencia no es absoluta. Las encuestas de Kinsey,
realizadas a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta,
revelaron que un diez por ciento de los hombres se siente sexualmente atraído
por otros hombres, y que de un tres a un cinco por ciento de las mujeres siente
atracción por otras mujeres.
Hines resumió varios estudios en los que se comparaba a mujeres
expuestas al DES con sus hermanas o con otras mujeres no expuestas, y
descubrió que existía una correlación entre la exposición prenatal al DES y la
homosexualidad o bisexualidad. En uno de estos estudios, los investigadores
reclutaron y entrevistaron a sesenta mujeres que habían sido pacientes de una
clínica: treinta que habían estado expuestas al DES y treinta presuntamente no
expuestas, pero que presentaban manchas de Pap anormales (una condición
que también se ha relacionado con la exposición al DES). Los investigadores
entrevistaron a todas estas mujeres y determinaron su orientación sexual
utilizando un gradiente de siete puntos, ideado por Kinsey, que va desde la
heterosexualidad absoluta a la homosexualidad absoluta. Ninguna de las
mujeres con manchas de Pap anormales mostraba tendencias homo o
bisexuales, mientras que el 24 por ciento de las expuestas al DES tenían una

Página 87
orientación homo o bisexual de toda la vida. Además, los mismos
investigadores compararon a doce «hijas del DES» con hermanas suyas que
no habían estado expuestas al estrógeno sintético, y comprobaron que el 42
por ciento de las expuestas tenían una orientación bisexual permanente, frente
al ocho por ciento de sus hermanas. En un segundo estudio con treinta
mujeres expuestas al DES y otras treinta no expuestas, que servían de control
y que se emparejaron con las primeras según criterios de edad, raza y clase
social, se apreciaron diferencias similares. Hasta ahora, en los estudios sobre
hijos del DES no se ha encontrado ningún indicio de que la droga influya en
la orientación sexual de los hijos.
El equipo investigador que entrevistó a las mujeres intentó también
detectar diferencias en otras pautas de conducta que suelen variar entre
hombres y mujeres, como el interés por los hijos, el grado de actividad física,
la agresividad y la delincuencia. Según un estudio inicial, las expuestas al
DES mostraban menos interés por el cuidado de los hijos, pero en un segundo
estudio no se logró encontrar tal correlación.
Los investigadores han descubierto también que los hombres y mujeres
expuestos al DES antes de nacer presentan una notable tendencia a sufrir
graves depresiones y otros trastornos psicológicos, como ansiedad, anorexia
nerviosa (una condición en la que el afectado se niega a comer) y neurosis
fóbica. Las diferencias se aprecian incluso en los casos de hijos e hijas del
DES que ignoraban haber estado expuestos a la droga. En una serie de
estudios sobre personas expuestas al DES, el 40 por ciento de las mujeres y el
71 por ciento de los hombres habían sufrido graves depresiones que afectaban
a su comportamiento en el hogar, el trabajo o la escuela, y habían necesitado
medicación o ayuda psiquiátrica.

El caso del DES nos enseña numerosas lecciones.


Este trágico e involuntario experimento demostró que las sustancias químicas
pueden atravesar la placenta, trastornar el desarrollo del feto y provocar
graves efectos que no se manifiestan hasta muchos años después. Se trataba
de un fenómeno médico desconocido hasta entonces: efectos retardados a
largo plazo, que no se hacen aparentes hasta que el niño alcanza la pubertad, o
incluso más tarde.
Nos hizo ver que las apariencias no siempre coinciden con la realidad. No
sólo había que preocuparse de los defectos congénitos espectaculares e
inmediatamente aparentes, como la falta de extremidades, sino también de los
daños invisibles causados durante el desarrollo de los tejidos y células; daños

Página 88
que, no obstante, pueden ejercer un impacto que dure toda la vida y dificulte
la supervivencia.
Hizo patente lo peligroso que resulta interferir con el delicado equilibrio
de hormonas durante el desarrollo. Demostró lo frágil que es el feto, y cómo
pasa por fases críticas en las que es especialmente vulnerable. Y dejó claro
que un bebé nonato no es un adulto pequeño. Medicamentos y otras
sustancias que apenas tienen efecto sobre los adultos pueden provocar graves
daños permanentes a un bebé durante su rápido desarrollo prenatal.
Una y otra vez, la experiencia del DES nos hizo conscientes del destino
común de ratones y hombres.
Los roedores y los humanos expuestos al DES en el útero sufren idénticos
daños en los genitales y el conducto reproductor, un paralelismo que no sólo
se da en los mamíferos, sino también en otros muchos tipos de animales. La
evolución ha mantenido durante cientos de millones de años una estrategia
básica común para el desarrollo embrionario de los vertebrados, que depende
de las hormonas. Independientemente de si el feto es de una persona, de un
ratón, de una ballena o de un murciélago, las hormonas regulan su desarrollo
básicamente de la misma manera.
«Existen muchas diferencias aparentes entre estas especies», comentaba
John McLachlan, «y sin embargo, la estrategia del desarrollo sexual es
notablemente similar, y también los efectos del estrógeno son notablemente
similares. Esto puede parecer simple», reflexionaba, «pero a mí me parece
profundo».
La experiencia del DES nos ofrece otra lección importante, que no sólo
tiene relevancia para los afectados por el DES sino para todos nosotros. Los
efectos del DES en el desarrollo dejaron claro que el cuerpo humano puede
confundir una sustancia artificial con una hormona. A mediados de los años
setenta, los investigadores empezaron a descubrir que también otros
productos sintéticos, como los plaguicidas DDT y kepona, ejercían funciones
hormonales. Aún tendría que transcurrir algún tiempo hasta que McLachlan y
otros se dieran cuenta de las posibles implicaciones de este descubrimiento.

Página 89
5 Cincuenta maneras de perder la fecundidad

A pesar de los problemas que llegó a ocasionar, el DES cumplió lo prometido


en un aspecto: se comportaba como el estrógeno natural. Esto por sí solo ya
resulta desconcertante, porque, sorprendentemente, esta sustancia artificial
tiene muy poca semejanza con el estrógeno natural. ¿Cómo es posible que
actúe como una hormona?
Ésta es una cuestión crucial en el profundo misterio de las sustancias
extrañas capaces de engañar al organismo y trastornar la acción de sus
mensajeros químicos. Durante el último medio siglo, desde que apareció el
DES, los científicos han descubierto que no es ésta la única sustancia con
efectos hormonales. Uno tras otro, se han ido encontrando con numerosos
compuestos —tanto naturales como artificiales— que actúan como hormonas,
y poco a poco se han ido dando cuenta de que el mundo está lleno de
disruptores hormonales. No obstante, a diferencia del DES, la mayoría no se
vende en píldoras.
Por una curiosa coincidencia, el mismo año que Edward Dodds anunció la
síntesis del DES, el químico suizo Paul Müller inventó un nuevo y poderoso
insecticida, y las dos sustancias sintéticas hicieron su triunfal debut en 1938.
Si el DES se anunciaba como «la medicina maravillosa», el DDT era
ensalzado como «el insecticida milagroso». Dodds recibió el título de
caballero por sus trabajos de síntesis de hormonas sexuales, y Müller obtuvo
el premio Nobel en 1948.
Doce años después de la aparición de estos compuestos, los investigadores
de la universidad de Siracusa descubrieron que ambas sustancias pertenecían
a la misma familia. Aunque el DDT se había diseñado para matar insectos y
no para utilizarlo como medicamento o como hormona sintética, también él
parecía tener el mismo efecto que el estrógeno cuando se administraba a
pollos recién nacidos: feminizaba a los machos. Los pollos tratados con DDT
tenían los testículos muy poco desarrollados, y no les crecían las crestas y las
barbas típicas de los gallos. Intrigados por estos resultados, Verlus Frank

Página 90
Lindeman y su discípulo Howard Burlington descubrieron que la estructura
molecular del DDT es bastante similar a la del DES.
Pero aunque estos dos productos químicos sintéticos se parecen el uno al
otro, ninguno de los dos impostores se parece al estrógeno ni a las demás
hormonas esteroides producidas por el organismo. La familia de las hormonas
esteroides es uno de los tres grupos de hormonas, que se suelen clasificar
según su estructura química o su función. Las hormonas esteroides, que
facilitan las incesantes conversaciones internas del cuerpo consigo mismo,
tienen todas una arquitectura molecular común, basada en cuatro anillos.
Aunque los efectos de las hormonas masculina y femenina —testosterona y
estrógeno— sean muy diferentes, su estructura química es notablemente
similar. Los destinos divergentes de machos y hembras dependen de un átomo
aquí y otro allá. En cambio, las moléculas del DDT y el DES tienen una
configuración de dos anillos. La diferencia entre esta estructura y la del
estrógeno es evidente, incluso para los que no hayan estudiado química. En
términos de estructura, resultaría imposible confundir estas sustancias
químicas sintéticas con miembros de la familia de las hormonas esteroides.
Sin embargo, por razones que aún no se comprenden bien, el cuerpo las
confunde con el producto auténtico.
La maqueta de plástico que John McLachlan tiene en la mano parece una
masa de bolas de chicle de colores. Tiene el tamaño y la forma general de una
pequeña hogaza de pan italiano.
Más de dos décadas después de iniciar sus investigaciones sobre el DES,
McLachlan se sienta en el borde de la mesa de su despacho en el Instituto
Nacional de Ciencias Ambientales y Sanitarias, mientras nos da una clase
sobre Mensajeros Químicos en la que explica cómo se comunica el organismo
por medio de hormonas. Como muchos profesores natos, tiene instinto teatral
y tendencia a la metáfora. De manera automática, echa mano a diversos
accesorios para explicar mejor las cosas.
Esto no es simple ciencia, es una historia fascinante: la historia del
receptor de estrógenos, tan propenso a emparejarse con extraños que se ha
ganado una mala reputación. Algunos científicos lo tachan de «promiscuo».
La maqueta de plástico es un modelo aumentado de la molécula de
estradiol, uno de los tres tipos principales de estrógenos sintetizados por los
ovarios y descargados en la sangre.
McLachlan, un hombre de cincuenta años con la cabeza cubierta de rizos
grises y unos ojos oscuros y alegres que brillan como ónices, ahueca su mano
libre. Éste es el receptor de estrógeno, una proteína especial que se encuentra

Página 91
en el interior de las células de muchas partes del cuerpo, entre ellas el útero, la
mama, el cerebro y el hígado. El receptor recibe el mensaje químico, en este
caso el estrógeno, enviado por los ovarios, captando señales del torrente
sanguíneo de la misma manera que un teléfono celular capta ondas de radio
en el aire. El receptor no tiene que captar todas las señales químicas que pasan
a su alrededor; lo mismo que el teléfono celular, se supone que sólo debe
captar las que van dirigidas a él.
En el cuerpo hay cientos de tipos diferentes de receptores, cada uno
diseñado para un tipo concreto de señal química. Algunos reciben mensajes
de la glándula tiroides, para inducir a las células a consumir más oxígeno y
generar más calor. Otros están sintonizados con las glándulas suprarrenales,
que envían mensajes que regulan la tensión arterial y la respuesta del
organismo al estrés. El hipotálamo, una parte del cerebro, posee toda clase de
receptores para controlar los niveles de hormonas en la sangre; de este modo,
cada vez que es necesario un ajuste, el cerebro puede enviar señales a las
glándulas productoras de hormonas. Y existe toda una clase de receptores
misteriosos, conocidos como receptores «huérfanos», sintonizados con
mensajes que los científicos aún no han identificado.
Cada hormona y su receptor particular experimentan una atracción mutua,
como si estuvieran «hechos el uno para el otro». Los científicos lo describen
como «alta afinidad». Cada vez que se encuentran, se pegan uno a otro,
uniéndose en un abrazo molecular conocido como «enlace».
McLachlan ilustra esto moviendo el modelo de plástico a través del aire
hacia el receptor, y mostrando cómo el estradiol encaja en un hueco del
receptor, como un vehículo de Star Trek regresando a la gran nave nodriza.
Las moléculas de las hormonas son pequeñas en comparación con las de los
desmadejados receptores.
Las dos moléculas encajan una con otra como una llave en su cerradura, y
una vez unidas pasan al núcleo de la célula para iniciar la actividad biológica
relacionada con la hormona. Esta unión de hormona y receptor activa genes
que desencadenan la producción de proteínas concretas. En el caso del
estrógeno, estas proteínas aceleran la división celular. Así pues, cuando el
estrógeno se une con sus receptores en el útero, el resultado es un
engrosamiento del revestimiento interior uterino. El estrógeno provoca esta
respuesta en la primera mitad del ciclo menstrual, para preparar el útero en
caso de que un óvulo resulte fecundado cuando se produzca la ovulación, a
mitad del ciclo.

Página 92
Este concepto de la llave y la cerradura ha sido básico en la teoría de la
comunicación hormonal. En los textos de endocrinología, todavía se afirma
rotundamente que los receptores son muy discriminativos en cuanto a la
estructura química, y que sólo se unen a su hormona particular o a
compuestos muy similares. Pero, si bien la teoría se cumple de manera
general, la realidad está resultando mucho más confusa e impredecible, no
sólo en el caso del receptor de estrógeno, sino también en los de otros
receptores de hormonas.
Cuando Dodds y sus colaboradores anunciaron que habían obtenido un
estrógeno sintético, no entendían cómo el DES podía imitar la acción de la
hormona en el organismo. Sólo sabían empíricamente que lo hacía. Tuvo que
transcurrir un cuarto de siglo hasta que otros investigadores descubrieron los
receptores que reciben los mensajes químicos y por fin se supo cómo
funciona el DES.
Lo que hace es suplantar al estrógeno y unirse a su receptor.
Al explicar esto, McLachlan maniobra con un modelo de molécula de
DES, encajándolo en el alvéolo de su imaginario receptor, que lo acepta sin
problemas, como si se tratara del producto auténtico.
Sorprendentemente, esta sustancia impostora activa el sistema con más
eficacia que el propio estradiol, el estrógeno natural del organismo.
Los investigadores han descubierto otra cosa que podría ser aun más
importante: que este producto sintético se las arregla para burlar un
mecanismo encargado de proteger al embrión en desarrollo contra una
exposición excesiva al estrógeno, que podría alterar su desarrollo. La sangre
de la madre y la del feto contienen proteínas especiales que atrapan casi todo
el estrógeno que circula, impidiendo que llegue a los receptores. Pero estas
proteínas —las globulinas captadoras de esteroides sexuales— no reconocen
al DES y, por lo tanto, no se unen a él. Como consecuencia, sólo una pequeña
fracción del estrógeno natural que circula por la sangre queda libre, mientras
que todo el DES sigue biológicamente activo. Aún no se sabe si estas
sustancias protectoras reconocen y atrapan otros impostores hormonales
sintéticos, pero todo parece indicar que existen otras sustancias capaces de
sortear el sistema de protección, lo cual, de ser cierto, dejaría al embrión
mucho más vulnerable a toda clase de trastornos. Sin este mecanismo de
defensa que evita la sobreexposición a los estrógenos, los impostores
hormonales pueden representar un grave peligro incluso en concentraciones
aparentemente pequeñas.

Página 93
También hay que tener en cuenta la potencia relativa de los impostores
hormonales. Casi todos estos impostores son mucho menos potentes que el
DES o el estradiol, porque no se unen tan firmemente al receptor de
estrógeno. En consecuencia, algunos científicos han supuesto que estos
estrógenos «débiles» no deben ser lo bastante potentes para causar problemas.
Pero Howard Bern, un brillante investigador que ha estudiado los efectos de
los estrógenos débiles, no se muestra tan tranquilo. Bern es profesor de
endocrinología comparada en la universidad de California en Berkeley y una
importante figura de la investigación experimental sobre el DES.
«Lo que verdaderamente importa es la sensibilidad especial del organismo
en desarrollo», afirma Bern.
El embrión puede ser especialmente vulnerable, no sólo porque está
experimentando un rápido desarrollo, sino también porque sus receptores
hormonales no son tan discriminativos como los de un adulto. «Puede que no
aprecien la diferencia entre estrógenos débiles y fuertes».
En experimentos con ratones, Bern ha descubierto que los llamados
estrógenos débiles parecen tener un efecto mucho más potente en los
embriones que en los adultos. E insiste en que lo que sucede con los adultos
no puede servir de base para predecir lo que estas sustancias químicas pueden
hacer a los embriones.
También es importante tener en cuenta que los estrógenos naturales
actúan en concentraciones muy bajas, que se miden en partes por billón. En
cambio, los llamados estrógenos débiles están presentes en la sangre y la
grasa humanas en concentraciones de partes por mil millones o de partes por
millón, es decir, miles o millones de veces superiores a las de los estrógenos
naturales. Así pues, aunque los niveles de contaminantes puedan parecer
minúsculos, no son necesariamente inefectivos.
Los conocimientos sobre los receptores hormonales, que han aumentado
rápidamente desde que se identificaron por primera vez a mediados de los
sesenta, han permitido averiguar por qué el DES y otros disruptores
hormonales tienen efectos tan similares en una gama de especies
asombrosamente amplia.
Las explicaciones clásicas de la evolución tienden a poner el énfasis en las
innovaciones y cambios aparecidos en la historia de la Tierra, pero la
evolución tiene además una fuerte tendencia conservadora. Hay muchas cosas
que han permanecido prácticamente inalteradas a lo largo de las eras, en
especial elementos de diseño básico, como el sistema endocrino.

Página 94
A medida que los científicos han ido investigando los receptores
hormonales en diferentes animales, los científicos se han maravillado de la
escasez de cambios que ha habido en millones de años de evolución. Tanto en
una tortuga como en un ratón o un ser humano, el sistema endocrino produce
un estradiol químicamente idéntico, que se une a un receptor de estrógeno. El
descubrimiento de receptores similares en animales tan distintos como las
tortugas y los seres humanos parece indicar que el sistema de comunicación
interna basado en las hormonas y los receptores es una adaptación muy
antigua, que surgió en una de las primeras etapas de la evolución de los
vertebrados, la rama evolutiva que abarca a los animales con vértebras y que
incluye a la especie humana. Los científicos creen que las tortugas han
experimentado muy pocos cambios desde que aparecieron, descendientes de
un antepasado reptiliano, hace más de 200 millones de años, mucho antes de
que aparecieran en escena los mamíferos.
Aunque la investigación sobre los receptores ha demostrado que los
impostores químicos como el DDT y el DES se unen al receptor de estrógeno,
no ha explicado convincentemente por qué el receptor los acepta. La similitud
entre el DDT y el DES hizo pensar a los científicos que podrían encontrar un
rasgo estructural común que explicara este fenómeno, pero el misterio de los
impostores hormonales no parece tener una solución tan simple. Con gran
sorpresa, los científicos comprobaron que el receptor de estrógeno se une a
varias sustancias con estructuras moleculares muy diferentes. Es una
cerradura que se puede abrir con herramientas que se parecen tan poco al
estrógeno natural como un martillo a una llave. Aún más desconcertante es
que una llave inglesa sirva igual de bien que un martillo.
Pero además, el DDT no fue más que la primera sorpresa. Prácticamente
en la misma época en que los investigadores estadounidenses administraban
DDT a los pollos, otros científicos de un continente lejano y un campo
completamente diferente encontraban otro imitador del estrógeno en el sitio
más imprevisto.
Los primeros años cuarenta parecían una época especialmente
prometedora para los ovejeros de las suaves y onduladas colinas del sur de
Perth, en Australia occidental. Tres temporadas excepcionalmente buenas se
habían sucedido sin interrupción, y con el buen tiempo los prados reventaban
de verdor, permitiendo a las ovejas pastar durante muchísimo tiempo. Según
los ganaderos de la región, las ovejas —hermosas y robustas merinas, que
producen una lana excelente— nunca habían tenido tan buen aspecto.

Página 95
Pero justo cuando las cosas parecían ir mejor, una extraña epidemia
empezó a afectar a los rebaños: una epidemia de infecundidad. La primera
señal fue un fuerte aumento de los corderos que nacían muertos. Después, las
ovejas preñadas resultaron incapaces de parir; los corderos murieron y
muchas de las madres también. El problema se iba agravando de año en año,
hasta que por fin, a pesar de los repetidos cruzamientos con carneros fértiles,
la mayoría de las ovejas simplemente dejó de concebir. En cuestión de cinco
años, los programas de cría dejaron de funcionar y los ganaderos de la zona se
enfrentaron a la ruina. Sin la incontenible exuberancia de los corderos
retozones, la primavera no parecía primavera.
Tras un intenso trabajo detectivesco en el que no sólo participaron
especialistas agrícolas del estado, sino también científicos federales, los
investigadores llegaron a la conclusión de que la causa de la epidemia de
infecundidad no era un veneno, ni una enfermedad, ni un defecto genético. El
culpable era el trébol.
Quince años antes, los ganaderos habían iniciado una campaña de mejora
de los pastos naturales, sembrando una especie de trébol oriunda de la región
mediterránea europea. La primera estirpe de trébol subterráneo parecía bien
adaptada al clima local, y en poco tiempo hizo aumentar considerablemente la
productividad de los pastos. Pero, por razones que los investigadores tardaron
en identificar, también provocó la extraña enfermedad reproductiva, que se
bautizó como «enfermedad del trébol».
El primer informe científico sobre este fenómeno apareció en el
Australian Veterinary Journal en 1946, pero se tardaron aún varios años en
aislar tres compuestos sospechosos de provocar la esterilidad. Al final, los
investigadores comprobaron que la culpable era una sóla de esas tres
sustancias, la formononetina, un compuesto natural que escapa a la
descomposición en el estómago de la oveja y que, lo mismo que el DES y el
DDT, imita los efectos biológicos del estrógeno.
Sorprendentemente, la evolución vegetal había producido sustancias que
imitan al estrógeno mucho antes de que Dodds sintetizara el DES en el
laboratorio. Y no sólo una o dos, sino muchas: en la actualidad se conocen
unas veinte. Hasta ahora, los investigadores han descubierto estas sustancias
estrogénicas en más de trescientas especies de plantas, pertenecientes a más
de dieciséis familias distintas. La lista incluye muchas plantas alimenticias y
algunas de nuestras especias y hierbas aromáticas favoritas. Los impostores
hormonales acechan en el perejil, la salvia y el ajo; en el trigo, la avena, la
cebada, el centeno, el arroz y la soja; en las patatas, zanahorias, guisantes,

Página 96
judías y brotes de alfalfa: en las manzanas, las cerezas, las ciruelas y las
granadas; e incluso en el café y en el whisky de bourbon. Igual que el DES y
el DDT, estos compuestos vegetales pueden engañar al receptor de estrógeno.
Si el del trébol de Australia fuera el único caso de imitador hormonal
natural en los anales de la ciencia, podría descartarse como una casualidad
evolutiva, pero la presencia de una sustancia estrogénica en tantas plantas y
tan diferentes da a entender que no se trata de un accidente.

¿Y por qué producen estrógenos las plantas?


«Las plantas fabrican anticonceptivos orales para defenderse», afirma Claude
Hughes, un investigador que estudia los efectos de los impostores hormonales
en el sistema reproductor. Puede parecer una idea disparatada, pero desde el
punto de vista evolutivo tiene sentido.
Como las plantas no pueden huir para escapar de los depredadores, han
desarrollado una fascinante variedad de defensas. Algunas huelen mal, saben
mal o envenenan a los que se las comen. Otras tienen espinas intragables o
sustancias indigeribles en las hojas. Cuando los insectos las atacan, muchas
plantas se defienden con un arsenal químico que puede matar a los insectos
directamente, impedir que se alimenten o trastornar su desarrollo imitando a
las hormonas que regulan su crecimiento.
Este trastorno de desarrollo suele dejar al insecto estéril, con lo que se
reduce la molesta población de insectos.
Cuanto más a fondo investigaba Hughes su hipótesis de que las plantas
producían anticonceptivos, más evidencias encontraba que confirmaban la
hipótesis. Sazonando sus hojas con sustancias que poseen actividad hormonal,
las plantas anulan la fecundidad de los animales que se alimentan de ellas.
Según la teoría de Hughes, la enfermedad del trébol no es una simple
desgracia que le ocurrió al ganado, sino una forma sutil de autodefensa de las
plantas, que había pasado inadvertida hasta ahora.
Hughes hace hincapié en que las plantas que producen imitadores del
estrógeno son plantas sabrosas, que gustan como alimento a animales y
personas, y no plantas poco apetitosas que contienen compuestos de sabor
desagradable (que es otra estrategia defensiva).
Hughes es especialista en endocrinología reproductiva y trabaja en la
Facultad de Medicina Bowman Gray de la universidad de Wake Forest, en
Winston-Salem (Carolina del Norte). Es doctor en medicina y en
neuroendocrinología, el estudio de las interacciones entre el cerebro y las
hormonas. Durante su licenciatura estudió fisiología vegetal. Además, es hijo

Página 97
de granjero y en la actualidad cría ovejas en su propia granja de Carolina del
Norte, de manera que tiene experiencia de primera mano en el asunto.
La idea de que las plantas podían estar fabricando sustancias que
redujeran la fecundidad de sus depredadores se le ocurrió a Hughes cuando
era estudiante de doctorado e investigaba el efecto de la marihuana en el
cerebro. La marihuana se ha utilizado como droga durante siglos, porque las
sustancias que contiene actúan sobre el cerebro, alterando el estado de ánimo
y la percepción, y provocando un estado de exaltación. Pero Hughes y otros
descubrieron que estas sustancias hacen algo más que inducir una placentera
euforia. El mismo compuesto que «coloca» al fumador actúa también sobre
sus testículos, reduciendo la síntesis de testosterona, y sobre el cerebro,
suprimiendo la hormona luteinizante, una hormona fundamental que induce la
ovulación en las mujeres y la producción de testosterona en los hombres.
Varios estudios afirman que la marihuana feminiza a los hombres que la
fuman en grandes cantidades.
El trabajo de Hughes se centró en el modo en que la marihuana interfiere
con la hormona prolactina, que se produce en el cerebro y estimula las mamas
para que produzcan leche. Las ratas madres a las que se administró marihuana
no produjeron leche y sus crías murieron de hambre. Más adelante, Hughes se
dedicó a investigar los efectos de los estrógenos vegetales sobre el sistema
endocrino y las hormonas que orquestan la reproducción, un campo que pocos
científicos habían explorado.
Para que esta estrategia defensiva funcione, explica Hughes, la planta
debería afectar más a las hembras que a los machos, ya que la reproducción
del depredador está limitada por el número de hembras fértiles. Si, por
ejemplo, una planta consiguiera anular la fecundidad de todos los machos
menos uno, ese único macho podría no obstante fecundar a un rebaño entero
de hembras. Pero si sólo queda una hembra fértil, no podrá engendrar más que
uno o dos corderos.
Las plantas que contienen imitadores del estrógeno los producen
siguiendo una pauta estacional que encaja a la perfección con esta estrategia.
En el trébol, la mayor concentración de compuestos estrogénicos se da en los
brotes nuevos de primavera, y cuando un conejo o una oveja muerde estos
brotes tiernos, dejándolos dañados, la planta responde produciendo aún más
estrógeno en el lugar de la lesión, administrando una dosis adicional a los
depredadores que continúan pastando.
A juzgar por las referencias de la literatura clásica, hace mucho tiempo
que los humanos dedujeron que algunas plantas tienen propiedades

Página 98
anticonceptivas. El historiador John M. Riddle, de la universidad estatal de
Carolina del Norte, asegura que desde tiempos muy antiguos las mujeres
utilizaban diversas plantas para evitar los embarazos y provocar abortos, entre
ellas un hinojo gigante, ya extinguido, que se llamaba silphium. Los
investigadores han confirmado que muchas plantas de la familia de las
umbelíferas producen sustancias estrogénicas u otros compuestos con
actividad hormonal. Los antiguos utilizaban también zanahoria silvestre, la
hermosa y abundante planta silvestre conocida como «encaje de la reina
Ana», que el médico griego Hipócrates describió en el siglo IV a. C.
atribuyéndole similares poderes. Los estudios han demostrado que sus
semillas contienen sustancias que bloquean la hormona progesterona,
necesaria para establecer y mantener el embarazo.
La granada representó un papel importante en la mitología griega y en la
historia del control de natalidad. Según el mito, a Perséfone, hija de Démeter,
diosa de la fertilidad, se le ordenó no comer nada durante una visita al Hades
o infierno, pero desobedeció y se comió una granada. Como castigo, los
dioses la sentenciaron a pasar parte del año en el Hades, y por esta razón la
tierra padece cada año la estación estéril del invierno, hasta que Perséfone
regresa en primavera. Según Riddle, los griegos utilizaban la granada como
anticonceptivo, y recientemente se ha comprobado que contiene un estrógeno
vegetal que actúa como los componentes de los modernos anticonceptivos
orales fabricados por la industria farmacéutica.

La presencia de compuestos estrogénicos en tantos alimentos plantea una


importante pregunta: ¿Representan estas sustancias un peligro para la
salud humana o para el desarrollo de los niños?
La pregunta no tiene una respuesta sencilla. Las plantas que contienen
imitadores de los estrógenos pueden resultar beneficiosas en algunos casos y
peligrosas en otros, según Patricia Whitten, antropóloga que trabaja en el
Laboratorio de Ecología Reproductiva y Toxicología Ambiental de la
Universidad Emory, en Atlanta (Georgia). Los científicos están aún
empezando a estudiar los estrógenos vegetales y el modo en que nos afectan
estos impostores hormonales de los alimentos, y hay preguntas fundamentales
—¿qué cantidad ingerimos en nuestras comidas?, por ejemplo— que aún
aguardan respuesta. Como la dieta humana es muy variada, no está claro que
ingiramos cantidades suficientes para preocuparnos. Pero la cuestión de la
dosis es muy engañosa cuando se trata de hormonas. La misma dosis puede
tener efectos muy diferentes, según la edad, el sexo y la condición hormonal.

Página 99
Influye bastante ser hombre o mujer, haber pasado la menopausia o estar aún
en edad reproductiva; ser adulto, niño o un embrión que se desarrolla en el
útero.
Whitten ha descubierto que la exposición a estrógenos vegetales en las
primeras etapas de la vida puede mermar la capacidad de las crías de rata
cuando se hacen adultas. En su experimento, administró a las ratas madres
pequeñas dosis de coumestrol, un estrógeno vegetal contenido en las semillas
y el aceite de girasol y en los brotes de alfalfa. Las madres se lo transmitieron
a sus crías por medio de la leche. Las ratas nacen mucho menos desarrolladas
que los bebés humanos, y en los días que siguen al nacimiento experimentan
fases de desarrollo que los humanos pasan en el útero.
Las crías de este experimento no desarrollaron defectos genitales
evidentes ni otras anormalidades físicas del conducto reproductor, como las
que se observan en los experimentos con DES, pero presentaban indicios de
haber sufrido cambios permanentes que saboteaban su fertilidad.
«Creemos haber alterado la diferenciación sexual del cerebro», declaró
Whitten. Las hembras no ovulan y son estériles porque su cerebro no
responde a la hormona que desencadena la ovulación, y esto es señal de que
han quedado masculinizadas. Los machos, por su parte, están feminizados,
manifiestan menos tendencia a montar y tienen pocas eyaculaciones. Para una
rata, los diez primeros días después de nacer constituyen el periodo crítico
para el desarrollo de las zonas del cerebro relacionadas con la conducta
sexual.
Pero los mismos alimentos que trastornan el desarrollo antes de nacer o en
las primeras etapas de la vida pueden evitar enfermedades en los adultos. Se
ha comprobado que los alimentos con alto contenido de estrógenos vegetales,
como la soja, pueden proteger contra los cánceres de mama y de próstata, lo
cual ha provocado un gran interés científico y nuevas investigaciones sobre
los estrógenos vegetales. Numerosos estudios han relacionado los estrógenos
—incluso los que el organismo produce de manera natural— con el cáncer,
dando a entender que cuanto mayor sea la exposición de una mujer durante su
vida, mayor riesgo correrá. Los investigadores teorizan que los estrógenos
vegetales pueden servir de protección porque son más débiles que los
estrógenos naturales producidos por nuestro cuerpo. Si ocupan los receptores
de estrógeno de las mamas, desplazando al estradiol natural, pueden reducir la
exposición de la mujer al estrógeno.
Según Hughes, es importante tener en cuenta que las plantas y los
animales que las comen —incluida la especie humana— comparten una

Página 100
misma historia evolutiva. A lo largo de muchas generaciones, los individuos
más sensibles, los que quedaron estériles por haber comido alimentos
estrogénicos, fueron desapareciendo de la población. Todos los que fueron
capaces de producir algo de descendencia transmitieron a ésta un cierto grado
de resistencia. Esta selección evolutiva se basa en las diferencias individuales.
El descubrimiento de que el DDT era capaz de actuar como un estrógeno
pudo parecer una curiosidad aislada en 1950, pero, por desgracia, dista mucho
de ser un caso único. Durante el último medio siglo, los mismos laboratorios
químicos que produjeron este «milagroso» plaguicida han creado multitud de
nuevos productos químicos sintéticos que también pueden interferir con las
hormonas. Hemos tardado mucho en darnos cuenta de este peligro y
percatarnos de que el mundo ha quedado impregnado de sustancias sintéticas
que trastornan la acción hormonal.
Cuando se comprobó que los hombres que trabajaban en una factoría
química dedicada a la producción del plaguicida kepona tenían cantidades
anormalmente bajas de espermatozoides, quedó claro que el DDT no era la
única sustancia sintética capaz de provocar efectos similares a los del
estrógeno. Pronto se añadieron otros nombres a la lista. Igual que el DDT,
estas sustancias sintéticas no se diseñaron como medicamentos ni como
sustitutos hormonales. Los químicos de los laboratorios las inventaron para
matar insectos que perjudicaban las cosechas y para proporcionar a los
fabricantes nuevos materiales plásticos. Pero sin darse cuenta, los ingenieros
químicos habían creado sustancias que ponen en peligro la fertilidad y la
salud de los bebés nonatos. Y lo peor es que las hemos esparcido a diestro y
siniestro por la faz de la Tierra.
¿Cuántas sustancias artificiales son capaces de alterar los mensajes
químicos del organismo? Nadie lo sabe, y aún no se han examinado
sistemáticamente los posibles efectos de las decenas de miles de compuestos
químicos sintéticos creados desde la Segunda Guerra Mundial. Como ocurrió
con el kepona, que ahora está prohibido, muchos de los efectos que se
conocen se descubrieron por accidente.
Hasta la fecha, los investigadores han identificado al menos 51
compuestos químicos sintéticos —muchos de ellos ubicuos en el medio
ambiente— que trastornan de un modo u otro el sistema endocrino.
Algunos suplantan al estrógeno, como el DES, pero otros interfieren con
otras partes del sistema, como la testosterona o el metabolismo del tiroides.
Este batallón de disruptores hormonales incluye familias químicas numerosas,

Página 101
como los 209 compuestos clasificados como PCB, las 75 dioxinas y los 135
furanos, que ejercen una miríada de efectos nocivos documentados.
Casi todas las discusiones sobre sustancias químicas que alteran la acción
hormonal se centran inevitablemente en el DDT, los PCB y las dioxinas, pero
no necesariamente porque representen el único peligro, o el más grave. Se
llevan la parte del león de la atención porque son los únicos disruptores
hormonales que los científicos han estudiado en cierta profundidad. Pero
aunque no representan toda la historia, ni mucho menos, estos casos bien
conocidos sirven para ilustrar un problema mucho más amplio, de modo que
recibirán considerable atención en este libro. La magnitud del problema
todavía no está muy clara, pero los que han visto crecer la lista de disruptores
hormonales opinan que todavía no se han terminado los descubrimientos.
«Seguro que existen muchos más», afirma John McLachlan.
A medida que aumenta el número de sustancias químicas que alteran el
sistema hormonal («disruptores»), aumenta también la preocupación de
Claude Hughes, que recalca que la especie humana carece de experiencia
evolutiva con estos compuestos sintéticos. Estos imitadores artificiales de los
estrógenos difieren en aspectos fundamentales de los estrógenos vegetales.
Nuestro organismo es capaz de descomponer y excretar los imitadores
naturales de los estrógenos, pero muchos de los compuestos artificiales
resisten los procesos normales de descomposición y se acumulan en el
cuerpo, sometiendo a humanos y animales a una exposición de bajo nivel pero
de larga duración. Esta pauta de exposición crónica a sustancias hormonales
no tiene precedentes en nuestra historia evolutiva, y para adaptarse a este
nuevo peligro harían falta milenios, no décadas. Hughes supone que una parte
de la población resultará especialmente sensible. Le preocupan su hijo y su
hija, y los nietos que espera tener en años venideros. ¿Y si sus hijos figuran
entre los sensibles? ¿Y si no logran reproducirse por haber comido tal o cual
cosa?
Puede haber quien prefiera pensar que, puesto que ya existen en la
naturaleza tantos estrógenos naturales, no hay por qué preocuparse por los
compuestos químicos sintéticos que interfieren con las hormonas. Esta clase
de argumento ha surgido a veces en las discusiones sobre sustancias
carcinógenas, ya que algunos investigadores han descubierto que también en
los procesos naturales, y no sólo en los industriales, pueden producirse
sustancias carcinógenas. Hay muchos que se encogen de hombros y dicen
«¿Por qué preocuparse, si todo puede causar cáncer?». Sin embargo, en este
caso es importante tener en cuenta las diferencias cruciales que existen entre

Página 102
los impostores hormonales naturales y los sintéticos. Muchos de los
imitadores hormonales artificiales suponen un peligro mayor que los
compuestos naturales, porque pueden persistir en el cuerpo durante años,
mientras que los estrógenos vegetales se pueden eliminar en un día.
Independientemente de si son naturales o artificiales, hay motivos para ser
prudentes con todos los compuestos que trastornan la acción hormonal. Es
cierto que la especie humana se ha adaptado, a lo largo de millones de años, a
la presencia de imitadores hormonales en muchas plantas alimentarias.
Pero aunque hayamos desarrollado métodos para coexistir con tales
compuestos, esto no significa que sean inofensivos. Nunca hay que perder de
vista la razón por la que las plantas los producen: para sabotear la fertilidad.
Nuestros antepasados aprovecharon estos potentes compuestos al utilizar el
hinojo gigante, la zanahoria silvestre y la granada como anticonceptivos y
abortivos. Los impostores hormonales naturales pueden trastornar el
desarrollo de los embriones y de los niños pequeños.
Basándose en estudios sobre el efecto de los estrógenos vegetales en el
desarrollo de los animales, Hughes pone serias objeciones a los alimentos
infantiles a base de soja, que contiene sustancias estrogénicas, por lo menos
hasta que se realicen estudios más completos.

Mientras unos científicos procuran identificar a los disruptores


hormonales, otros se dedican a investigar los peligros que plantean.
En la oscuridad del Laboratorio de Investigación de Efectos sobre la Salud del
Research Triangle Park (Carolina del Norte), dependiente de la Agencia
Nacional de Protección Ambiental, se proyectan diapositivas que muestran
genitales de rata, gónadas deformes y toda clase de trastornos sexuales. El
hombre que controla el proyector es Earl Gray, especialista en toxicología de
la reproducción, que se gana la vida estudiando los trastornos que provocan
las sustancias químicas en el desarrollo sexual.
Está describiendo el caos hormonal que provocan las sustancias químicas
sintéticas y mostrando las consecuencias de la exposición a estas sustancias
en el útero. Su fascinante e inquietante sesión de diapositivas trae a la mente
el título de una canción de Paul Simon, con una ligera alteración: debe haber
cincuenta maneras de perder la fecundidad… o más.
Gray se detiene en la imagen de un abdomen de rata, un macho que parece
una hembra. Señala los pezones rosados que asoman entre el pelo blanco de la
rata. Los machos de esta raza no tienen pezones. El desarrollo sexual de este
macho se descarriló porque su madre estuvo expuesta durante la gestación a

Página 103
la vinclozolina, un producto químico sintético que se utiliza mucho para
matar los hongos de la fruta. La vinclozolina se ha detectado con frecuencia
en alimentos infantiles de consumo habitual en Estados Unidos.
La vinclozolina trastorna el desarrollo de manera tan espectacular como el
DES u otros impostores hormonales, pero provoca sus estragos de un modo
diferente. En primer lugar, se fija al receptor de andrógeno, sintonizado con la
hormona masculina testosterona, en lugar de unirse al receptor de estrógeno.
Igual que otros impostores, esta sustancia ocupa el receptor, pero, a diferencia
de los otros, no activa la respuesta biológica provocada normalmente por la
testosterona. La vinclozolina se limita a bloquear el receptor y no dejar pasar
los mensajes de la testosterona. Es como bloquear la línea de un teléfono
celular, de manera que esté siempre «comunicando» y no pueda recibir
llamadas. Sin estas señales de la testosterona, el desarrollo de los machos se
malogra y no llegan a ser verdaderos machos, quedando atrapados en un
estado ambiguo, en el que no pueden funcionar ni como machos ni como
hembras. En términos científicos, son individuos «intersexuales» o
hermafroditas, un término que se deriva de la deidad griega Hermafrodito, a
quien los escultores clásicos representaban con genitales masculinos y pechos
de mujer.
Gray y su colaborador William Kelce han descubierto hace poco que el
DDE —un compuesto químico ubicuo, el producto de la descomposición del
DDT que más a menudo se encuentra en el cuerpo humano— actúa como
bloqueador de los andrógenos. Igual que la vinclozolina, se une al receptor de
andrógeno y lo bloquea, impidiendo que pasen las señales del organismo.
Gray cree que existen más antiandrógenos que aún no se han descubierto, y
que abundan en el medio ambiente más de lo que se cree. Gray procura
recalcar un aspecto que suele pasarse por alto: los imitadores de estrógenos
son sólo uno de los factores de trastorno hormonal, sólo uno de los peligros
que amenazan al desarrollo sexual y la fertilidad. Con mucha frecuencia se
piensa que el problema de los disruptores hormonales se limita a los
imitadores de estrógenos. En parte, esto es comprensible. Debido a la
experiencia del DES, los científicos llevan más de dos décadas estudiando
compuestos químicos sintéticos capaces de unirse al receptor de estrógeno,
describiendo todos sus efectos, desde la acción a nivel celular hasta el
impacto permanente en personas expuestas en el útero. En cualquier discusión
sobre los posibles peligros, el DES suele ser el principal punto de referencia.
Se sabe muy bien cómo actúa.

Página 104
Otra razón por la que los imitadores de estrógenos reciben tanta atención
es el carácter complaciente del receptor de estrógeno. Los científicos no han
llegado a identificar una característica estructural simple, común a tantos
productos químicos, a la que responda el receptor, aunque hablan vagamente
de que las moléculas que se le unen son planas. No obstante, queda en pie el
hecho de que el receptor de estrógeno se une a muchas sustancias químicas
con estructuras moleculares muy diferentes.
También la política pública respecto al cáncer de mama ha contribuido a
situar al estrógeno en una posición central. Puesto que la exposición al
estrógeno aumenta el riesgo de cáncer de mama, los investigadores han
estudiado las relaciones entre la incidencia de este cáncer y los compuestos
estrogénicos que se acumulan en el tejido de la mama y otras partes grasas del
cuerpo. Algunas organizaciones cívicas han señalado a las sustancias
químicas sintéticas como principales sospechosas de causar el constante
aumento del uno por ciento anual en la incidencia del cáncer de mama desde
la Segunda Guerra Mundial.
Pero es peligroso centrarse tanto en los estrógenos, nos advierte Linda
Birnbaum, directora del departamento de toxicología ambiental del
Laboratorio de Investigación de Efectos sobre la Salud de la EPA. El
estrógeno no es más que uno de los componentes del complicado e integrado
sistema endocrino, y Birnbaum asegura que los compuestos químicos afectan
a otras partes del sistema con más frecuencia que a los procesos del
estrógeno. Las glándulas suprarrenales, que segregan hormonas adrenales en
situaciones de tensión, son los órganos más afectados por los compuestos
sintéticos, seguidas por la tiroides. Los trastornos producidos en cualquier
parte de un sistema tienden a transmitirse rápidamente a otros sistemas del
cuerpo. Así pues, aunque pueda existir relación entre el cáncer de mama y los
plaguicidas estrogénicos, también podría estar relacionado con otros tipos de
alteración hormonal. Birnbaum indica, por ejemplo, que un bajo nivel de
actividad del tiroides puede también causar cáncer de mama, lo mismo que la
sobreexposición a los estrógenos.
A pesar de su importancia, el mecanismo del estrógeno y su receptor no
explica toda la historia de la alteración hormonal. Las sustancias químicas
sintéticas interfieren con toda clase de mensajes hormonales, y pueden
trastornar el sistema de comunicaciones sin necesidad de unirse a un receptor.
Si las llamadas no llegan al teléfono celular, no necesariamente es culpa
del aparato. Puede haber un problema en cualquier otra parte del sistema: por
ejemplo, en el satélite que transmite el mensaje de continente a continente, o

Página 105
en el emisor que envía el mensaje al espacio. Lo mismo puede suceder en el
sistema endocrino.

«Si pensamos sólo en términos de estrogenicidad, no entenderemos lo que


pasa», advierte Earl Gray.
Por ejemplo, existe todo un grupo de fungicidas, miembros de la familia del
pirimidín-carbinol, que inhibe la capacidad del cuerpo para producir
hormonas esteroides, de modo que algunos mensajes vitales nunca llegan a
enviarse. Lo curioso es que interfieren con la producción de hormonas
exactamente por la misma razón que impiden el crecimiento de los hongos:
inhibiendo la síntesis de unos compuestos grasos llamados esteroles. El hongo
necesita estos compuestos grasos para formar membranas celulares, y sin
ellos su crecimiento se detiene. Los seres humanos y otros mamíferos
producen hormonas esteroides a partir de un miembro muy conocido de esta
misma familia química, el colesterol.
E incluso si no existiera el conjunto de sustancias que sabemos que alteran
los niveles de estrógenos, podrían estar actuando otros mecanismos. El DDT,
por ejemplo, está considerado como un imitador estrogénico clásico, que
eleva el nivel de hormonas en el cuerpo, pero éste es sólo uno de sus efectos
sobre el organismo. Según Gray, el DDE, el derivado del DDT que más
tiempo persiste en la grasa corporal de personas y animales, tiene el efecto
contrario. Reduce el nivel de hormonas, acelerando su descomposición y
eliminación, y dejando el cuerpo desprovisto no sólo de estrógeno sino
también de testosterona y demás hormonas esteroides. Esto puede dar lugar a
unos niveles hormonales anormalmente bajos. Dado que el feto en desarrollo
es sumamente sensible a los niveles de hormonas, la escasez puede tener
efectos tan devastadores como el exceso.
Por otra parte, existen algunas sustancias químicas sintéticas que, aunque
no actúan como imitadoras o bloqueadoras de las hormonas, pueden elevar
los niveles hormonales del organismo interfiriendo con los procesos
fisiológicos que descomponen las hormonas para que puedan ser excretadas.
Según Michael Baker, especialista en enzimas de la universidad de California
en San Diego, algunas de estas sustancias desactivan las enzimas que
intervienen en el proceso. Si una sustancia interfiere, por ejemplo, con la
enzima que contribuye a la descomposición del estrógeno, quedará más
estrógeno disponible para los receptores y se producirá un efecto estrogénico,
sin que la sustancia causante se haya unido al receptor. Si nos basamos en la

Página 106
respuesta del cuerpo, podríamos confundir esa sustancia química con un
imitador hormonal.
En opinión de Earl Gray, los estudios sobre los efectos de los disruptores
hormonales en animales tienen una relevancia inmediata para la especie
humana. En el amplio contexto del debate ambiental, hay quien ha puesto en
duda la validez de los estudios sobre ratas a la hora de identificar los posibles
riesgos de cáncer para los seres humanos, alegando que los animales y las
personas pueden reaccionar de manera diferente a una sustancia química. Sin
embargo, según explica Gray, el empleo de animales para estudiar los
disruptores hormonales presenta menos incertidumbres, porque los científicos
saben mucho más sobre el papel de las hormonas en el desarrollo que sobre
los fenómenos biológicos que dan lugar a un cáncer. Además, la evidencia
demuestra que, en general, los seres humanos y los demás mamíferos
responden de manera muy similar a los disruptores hormonales. Los datos
existentes sobre seres humanos presentan una «perfecta correlación» con los
efectos observados en animales de laboratorio. Earl Gray pronuncia las
palabras que cierran este capítulo con intensidad e intención:
«Sabemos mucho sobre el proceso. Sabemos que hay sustancias que lo
pueden alterar. Es importante tomarse en serio los efectos observados en
animales».

Página 107
6 Hasta los confines de la Tierra

Después de más de tres meses de oscuridad y un interminable crepúsculo, el


sol asoma por fin sobre el horizonte, anunciando la llegada de la primavera a
la isla de Kongsøya, en el archipiélago noruego de Svalbard, muy por encima
del Círculo Polar Ártico. A medida que los días se van haciendo más largos,
las focas oceladas comienzan a aventurarse fuera del agua para excavar
cubiles de cría en la nieve que cubre el hielo de la costa. Una a una, las osas
polares se desperezan en sus guaridas, debajo de la nieve acumulada. Sólo las
hembras preñadas hibernan durante el invierno; los machos y las hembras no
preñadas pasan los meses de oscuridad recorriendo grandes distancias sobre
los témpanos flotantes que rodean esta zona de las Svalbard durante la mayor
parte del año.
Kongsøya, una isla rocosa y sin árboles, situada al este de Groenlandia a
79 grados de latitud Norte, es una especie de clínica de maternidad para los
grandes osos blancos. Las hembras preñadas suelen elegir la pendiente sur del
valle de Bogen para excavar, al principio del invierno, los cubiles donde
criarán a sus hijos. Allí, en hibernación durante la larga noche invernal,
parirán crías de medio kilo y las atenderán durante varios meses, antes de
reaparecer en primavera con oseznos de nueve kilos.
Dos mil kilómetros más al sur, en Oslo, Øystein Wiig, especialista en osos
polares, controla desde el calor de su despacho del Museo de Zoología a más
de una docena de osas preñadas de las Svalbard.
Muchos detalles de la vida de los osos se desconocían debido al frío, la
oscuridad y la distancia del Ártico. Pero ahora, con la ayuda de avances
tecnológicos como los helicópteros y los satélites, los científicos como Wiig
pueden estudiar lo que hasta ahora era su vida oculta. En sus desplazamientos
a las Svalbard, Wiig ha colocado a las hembras collares transmisores, que
envían señales de radio a los satélites que pasan, los cuales le transmiten la
información a él. En marzo, cuando las osas salen de sus guaridas, Wiig y sus
ayudantes viajan a las Svalbard para seguir a las nuevas madres y aprender
más cosas sobre los dos mil osos que rondan por el archipiélago.

Página 108
Basándose en lo que se había observado antes, Wiig esperaba que al
menos doce de las hembras hibernadas tuvieran descendencia, y casi todas
dos cachorros. Pero, para su sorpresa, en 1992 sólo cinco de las hembras
salieron de sus cubiles acompañadas por crías.
Un mal año, si es aislado, no tiene por qué causar alarma, ya que el éxito
reproductivo de una hembra puede depender de muchas cosas, entre ellas las
condiciones del hielo, la abundancia de focas para cazar y la densidad de la
población de osos. Durante la pasada década, la edad a la que se reproduce
por primera vez una osa polar de Svalbard había aumentado un año, y Wiig
suponía que se debía a que la población de osos estaba alcanzando un límite,
relacionado con la cantidad de alimento disponible.
Pero aun así, las gestaciones fallidas eran preocupantes, teniendo en
cuenta lo que están encontrando los investigadores noruegos en la grasa de los
osos polares. Aunque las Svalbard están muy aisladas y parecen impolutas,
los osos están muy contaminados con productos químicos industriales, como
PCB, el insecticida DDT y otros compuestos artificiales persistentes, que se
sabe que trastornan la reproducción de los animales. Wiig y sus colaboradores
toman muestras de grasa de osos vivos, disparándoles un dardo que contiene
un tranquilizante. Cuando el oso queda inmóvil, Wiig le coloca un radiocollar
y toma una muestra de grasa con un aparato similar a los que se usan para
extraer el corazón de las manzanas.
Algunos osos de las Svalbard tienen en su grasa una proporción de PCB
de hasta noventa partes por millón, una cantidad infinitesimal para los
criterios normales, pero que en términos biológicos representa una dosis
potente. Los investigadores que estudian el declive de las poblaciones de
focas han descubierto que una proporción de PCB de setenta partes por millón
es suficiente para causar graves problemas a las hembras, entre ellos la
anulación de los sistemas inmunitarios y la aparición de deformidades en el
útero y las trompas de Falopio, por donde pasan los óvulos al salir de los
ovarios.
Pero se trataba de focas del Wadden Zee, frente a la costa holandesa,
donde se llevan décadas vertiendo residuos industriales a través del estuario
del Rin y el Mosa. En cambio, las Svalbard se encuentran en el fin del mundo,
a cientos de kilómetros de las ciudades, las fábricas químicas, los campos de
cultivo y los vertederos.

¿De dónde procedían aquellas sustancias, y cómo habían llegado hasta los
osos que recorren las soledades árticas?

Página 109
La historia de los PCB (policlorobifenilos) y su difusión por todo el planeta,
hasta penetrar en la grasa corporal de casi todos los seres vivos, es uno de los
capítulos más fascinantes e instructivos de la era de los productos sintéticos.
De los 51 compuestos sintéticos identificados hasta ahora como disruptores
hormonales, por lo menos la mitad —incluidos los PCB— son productos
«persistentes», que resisten los procesos naturales de descomposición que los
harían inofensivos. Estos productos de larga duración serán una herencia que
dejaremos a nuestros hijos y seguirán representando un peligro durante años,
décadas o, en el caso de algunos PCB, varios siglos.
Los PCB, presentados en 1929, representaron el primer éxito de una
nueva casta de ingenieros químicos que, con el tiempo, sintetizaría decenas de
miles de compuestos químicos que no existían en la naturaleza. Los
ingenieros crearon los PCB añadiendo átomos de cloro a una molécula
llamada bifenilo, que tiene dos anillos bencénicos (hexagonales) unidos. El
resultado de esta manipulación fue una familia de 209 productos químicos
conocidos colectivamente como bifenilos policlorados o PCB, que pronto
demostraron ser enormemente útiles.
En las primeras descripciones, los PCB parecían poseer abundantes
virtudes y ningún defecto aparente. No son inflamables, son sumamente
estables y las pruebas de toxicidad de la época no identificaron ningún efecto
peligroso. Convencida de que resultaban tan seguros como útiles, la compañía
química Swann, que en 1935 pasó a formar parte de la compañía Monsanto,
comenzó inmediatamente a producirlos y comercializarlos.
Con la promulgación de normas federales que exigían el uso de
compuestos refrigerantes no inflamables para los transformadores que
funcionaban dentro de los edificios, los PCB encontraron un importante
mercado fijo en la industria eléctrica. Otras industrias empezaron a utilizar
PCB como lubricantes, fluidos hidráulicos, aceites aislantes y líquidos
selladores. Con el tiempo, estas sustancias se abrieron camino hasta una gran
cantidad de productos de consumo, y de este modo penetraron en los hogares.
Hacían ignífugos la madera y el plástico, protegían y conservaban el calzado
de goma, impermeabilizaban el estuco, y entraron a formar parte de los
ingredientes de pinturas, barnices, tintas y plaguicidas. En retrospectiva, está
claro que las mismas características a las que debieron su fulminante éxito
comercial son las que los convierten en uno de los contaminantes más
peligrosos para el medio ambiente.
Aunque ya en 1936 empezaron a aparecer evidencias de sus efectos
tóxicos en los trabajadores, que indicaban que los PCB no eran tan

Página 110
inofensivos como se había pensado, estos productos se mantuvieron en el
mercado durante 36 años sin que se cuestionara públicamente la utilización de
semejante maravilla química. Mientras tanto, los fabricantes seguían
descubriendo nuevas aplicaciones.
Entre 1957 y 1971, las empresas papeleras utilizaban PCB para fabricar el
papel de copia sin carbón, que permitía a los mecanógrafos, en una época
anterior a la generalización de las copiadoras, hacer duplicados de
documentos sin papel-carbón.
La primera persona que se dio cuenta de que los PCB estaban
contaminándolo todo fue el químico danés Sören Jensen. En 1964, Jensen,
que entonces trabajaba en el Instituto de Química Analítica de la universidad
de Estocolmo, intentaba medir los niveles de DDT en la sangre humana y
continuamente encontraba unos compuestos misteriosos. No sabía qué eran,
pero los encontraba en todas partes: en animales capturados tres décadas
antes, en los campos de Suecia, en los mares que la rodean, o en muestras de
cabello de su esposa y de su hija pequeña. La presencia del misterioso
contaminante en animales salvajes capturados en 1935 indicaba que no podía
tratarse de un plaguicida a base de cloro, ya que éstos no empezaron a
utilizarse en abundancia hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Jensen necesitó más de dos años de investigación para identificar el
contaminante sintético como PCB. El primer informe de sus descubrimientos
apareció en la revista británica New Scientist en 1966.
En cuanto otros científicos se pusieron a buscar PCB, también ellos los
encontraron en todas partes: en la tierra, el aire y el agua; en el fango de los
lagos, ríos y estuarios; en el mar, en los peces, en las aves y en otros animales.
Desde hacía mucho tiempo, los químicos se habían mostrado desconcertados
por los evasivos picos que aparecían una y otra vez en sus gráficos de
cromatografía de gases, cada vez que analizaban muestras del medio
ambiente. Dichos picos, que parecían similares a los correspondientes al
DDT, indicaban la presencia de alguna sustancia, pero no se supo cuál era el
contaminante hasta que Jensen comparó los picos con una muestra química
proporcionada por un fabricante alemán. Entonces se supo la respuesta: eran
PCB.
Diez años después, en 1976, se prohibió en Estados Unidos la fabricación
de PCB. Otros países industriales siguieron poco a poco el ejemplo. Sin
embargo, en medio siglo de producción, la industria química mundial (sin
incluir la URSS) había producido más de un millón y medio de toneladas de
PCB, y una gran parte se había perdido ya en el medio ambiente sin

Página 111
posibilidad de recuperación. Pero aún hay algo peor: la prohibición no se
aplicaba a los PCB ya existentes, cuyo uso ha seguido permitido hasta
nuestros días en aplicaciones cerradas, como transistores, aislamientos
eléctricos y otros aparatos pequeños.
No hay manera de descubrir con exactitud cómo pudieron llegar los PCB
hasta los osos polares del archipiélago Svalbard, ni de dónde procedían. Pero
las investigaciones de las dos últimas décadas han permitido a los científicos
saber cómo penetran los PCB en los ecosistemas y cómo se difunden a
grandes distancias. Utilizando este conocimiento, podemos imaginar el
recorrido de una molécula individual de PCB. Aunque la ruta concreta y los
acontecimientos del viaje que vamos a describir son hipotéticos, se trata de un
relato muy plausible, basado en datos históricos y en centenares de estudios
científicos.
Nuestra imaginaria molécula de PCB —un compuesto conocido por los
científicos como PCB-153 debido a la disposición de sus átomos de cloro—
ya llevaba algún tiempo rondando por ahí antes de emprender sus
vagabundeos por el mundo, poco después de que terminara la Segunda Guerra
Mundial. En los años treinta, cuando el mercado de los PCB comenzó a
crecer, la compañía química Monsanto aumentó la producción en su fábrica
de Anniston, Alabama, donde se sintetizaban PCB calentando una mezcla de
bifenilo, cloro (en una forma particular) y limaduras de hierro. En la
primavera de 1947, los trabajadores de la fábrica de Anniston produjeron una
partida de PCB que contenía un 54 por 100 de cloro. Cuando las burbujas de
cloro gaseoso pasaban a través del bifenilo caliente, seis átomos de cloro se
unían a cada molécula de bifenilo, formando PCB-153. Tras un lavado con
álcalis y algunas destilaciones para purificar los PCB recién formados,
Monsanto comercializaba el producto —que no sólo contenía PCB-153, sino
docenas de otros miembros de la gran familia de los PCB— bajo la marca
Arocloro-1254.
Casi medio siglo después, los PCB fabricados aquel día de primavera
pueden encontrarse prácticamente en todos los lugares imaginables: en los
espermatozoides de un hombre sometido a una prueba de fertilidad en una
clínica de Nueva York, en el caviar de primera calidad, en la grasa de un
recién nacido en Michigan, en los pingüinos de la Antártida, en el atún rojo
servido como sushi en un bar de Tokio, en las lluvias monzónicas que caen
sobre Calcuta, en la leche de una madre francesa, en la grasa de un cachalote
que recorre el Pacífico Sur, en una rodaja de queso brie, o en una hermosa
lubina pescada en Martha’s Vineyard un fin de semana de verano. Como casi

Página 112
todos los compuestos sintéticos persistentes, los PCB son auténticos
trotamundos.
Es muy posible que nuestra imaginaria molécula de PCB-153, que acabará
en un oso polar del Ártico remoto, hiciera su primer viaje en tren. Pocas
semanas después de que se fabricara esta molécula, un tren de mercancías que
transportaba un cargamento de Arocloro-1254 salía de una estación del estado
de Nueva York con dirección a una fábrica del oeste de Massachusetts, donde
General Electric fabricaba transformadores eléctricos.
Estas ubicuas latas metálicas con polos eléctricos constituían un
componente esencial en la red cada vez mayor que distribuía la electricidad
de las centrales generadoras a través de líneas de alta tensión, llevándola hasta
los hogares para hacer funcionar bombillas, radios, aspiradoras y frigoríficos:
todas las nuevas y maravillosas comodidades eléctricas del siglo XX. Los
transformadores fabricados en la fábrica de General Electric de Pittsfield,
Massachusetts, reducían la corriente de alta tensión de las líneas de
transmisión, transformándola en la corriente de baja tensión utilizada por las
bombillas y electrodomésticos.
Desde el punto de vista de General Electric, los PCB resultaban ideales
como aislantes y refrigerantes para sus condensadores y para los
transformadores utilizados en situaciones donde la inflamabilidad
representaba un problema. Como los PCB no se incendiaban ni ardían,
ofrecían una alternativa segura al aceite inflamable que se usaba en los
transformadores antes de que se inventara el nuevo producto sintético. La
empresa había desarrollado su propia fórmula para transformadores, llamada
Pyranol, que contenía Arocloro y aceites y se preparaba en la factoría de
Pittsfield.
Durante el auge económico de la posguerra, la demanda de
transformadores y otros aparatos eléctricos parecía insaciable. En Estados
Unidos se estaban construyendo a toda prisa nuevas viviendas para los
soldados que regresaban: casas que necesitaban nuevos equipamientos y
mayor suministro eléctrico.
Aunque resultaría muy difícil rastrear con exactitud la secuencia de
acontecimientos que culminó con la fuga de nuestra molécula de PCB al
medio ambiente, podemos suponer que la siguiente etapa de su recorrido fue
Pittsfield, y a partir de los registros públicos y de entrevistas con un antiguo
empleado de la fábrica podemos reconstruir lo que pudo suceder un día
cualquiera de verano. Aquel verano, la cadena de producción de Pittsfield
funcionaba a toda máquina, y el Pyranol no permanecía mucho tiempo en los

Página 113
depósitos de la fábrica. Un caluroso día de junio, un operario echó mano a
una manguera conectada con los depósitos mediante tuberías subterráneas.
Tras una comprobación final del transformador que estaba terminando, abrió
la válvula y lo llenó de Pyranol hasta el borde. A los pocos días, nuestra
molécula de PCB-153, herméticamente encerrada en el nuevo transformador,
emprendía viaje en tren hacia el sur.
También las refinerías de petróleo de Big Spring, una ciudad del oeste de
Texas, trabajaban a tope aquel verano para seguir el ritmo del florecimiento
económico de posguerra. El explosivo crecimiento de los suburbios estaba
creando una nueva clase de personas que vivían lejos de su lugar de trabajo y
necesitaban nuevos coches y gasolina para moverlos. Una pequeña compañía
petroquímica de la ciudad, que ya no existe, se estaba esforzando al máximo
para construir un nuevo complejo refinador, pero el proyecto llevaba varios
meses atascado, mientras los contratistas aguardaban la llegada del equipo
eléctrico que habían encargado. Por fin, en julio, llegó el cargamento de
transformadores de General Electric. Al cabo de una semana, el
transformador/distribuidor que contenía nuestra molécula de PCB-153 estaba
instalado y funcionando en el mismo edificio en el que se encontraba la sala
de control de la nueva instalación.
No había transcurrido ni un mes cuando una violenta tormenta de agosto
cayó sobre Big Spring, llenando el aire de explosivos truenos y vertiginosos
relámpagos. Durante la breve pero violenta tormenta cayeron rayos en varios
lugares, entre ellos los cables que abastecían de electricidad a la refinería.
Cuando la descarga llegó al transformador situado junto a la sala de control,
el aparato respondió con un chasquido metálico y el edificio quedó a oscuras.
A la mañana siguiente, el supervisor de mantenimiento de la refinería
levantó la tapa del transformador para inspeccionar los daños. Al ver los
hierros retorcidos, decidió que la unidad no se podía reparar y ordenó a uno
de sus hombres que la desmontase y llevara al vertedero. El obrero de
mantenimiento cumplió la orden y llevó el transformador al aparcamiento. Al
volcar el transformador, su contenido oleoso cayó en la tierra roja del
aparcamiento, y el PCB-153 se mezcló con la mancha de grasa. El obrero
pensó que aquel aceite bien podía contribuir a asentar el molesto polvo. Dado
que los PCB tienen afinidad por la materia orgánica, la molécula se unió
rápidamente a una partícula de polvo.
Pero con los vientos que soplan en el oeste de Texas, el polvo nunca
permanece quieto mucho tiempo.

Página 114
Cuatro meses después, una tormenta de invierno pasó por allí y se llevó
volando la molécula. Una densa nube de polvo avanzó hacia un pueblo
llamado Tarzán, donde azotó casas y graneros mientras el viento rugía. La
partícula de polvo con el PCB-135 voló con el huracán, saltando con las
turbulencias como un vaquero en un caballo bronco. La salvaje cabalgada
terminó cuando la partícula se introdujo por la rendija de una puerta y se posó
en el suelo de una cocina.
Cuando pasó la tormenta de viento, la mujer de la casa inspeccionó su
cocina con un suspiro. Había una fina capa de polvo rojo que cubría las
repisas de las ventanas y alcanzaba una altura de cinco centímetros delante de
la puerta. Con resignada eficiencia, agarró su escoba de paja de maíz y barrió
la partícula de polvo, junto con nuestra itinerante molécula, en un recogedor.
Al caer en el cubo de la basura, la partícula de polvo se pegó a una hoja de
periódico arrugada y manchada de grasa que la mujer había utilizado para
escurrir el bacon aquella mañana.
Al final de la semana, el PCB-153 estaba enterrado bajo un montón de
basura en el vertedero local, instalado ilegalmente en una hondonada
atravesada por el cauce seco de un arroyo. A pesar de los regueros de agua
que corrían por la cada vez más alta montaña de basura con cada tormenta de
verano, la molécula permaneció en su sitio durante más de dos años, ya que
los PCB, a diferencia de otras muchas sustancias, no se disuelven fácilmente
en agua.
A finales del invierno de 1948, una serie de intensas lluvias cayó en el
oeste de Texas. Tras los primeros aguaceros, el arroyo volvió a la vida a
primeros de marzo y avanzó rugiendo hacia la basura que cubría la ladera de
la hondonada. Las turbulentas aguas mordieron un borde de la montaña de
basura, dejando al descubierto una sección transversal de la historia reciente
del pueblo y arrastrando la hoja de periódico con la molécula del
transformador. La riada decreció a la mañana siguiente, dejando el empapado
papel sobre un banco de arena, a ocho kilómetros de distancia. El PCB-153
seguía adherido a una mancha de grasa, protegida de la luz, pero expuesta al
cálido aire de primavera.
A medida que el sol ascendía y el invierno dejaba paso a la primavera, el
arrugado papel se secó y se fue calentando poco a poco. A primeros de abril,
cuando el sol ya pegaba fuerte sobre el papel, el PCB empezó a desprenderse
de la partícula de polvo, se volatilizó y ascendió en el aire. De repente, el
PCB-153 se encontró libre. Había comenzado el viaje que terminaría en la
grasa de los cuartos traseros de un oso polar de Noruega.

Página 115
La molécula se dejó llevar por una suave y cálida brisa del suroeste y flotó
hacia el nordeste, sobrevolando las llanuras cubiertas de matorrales del este
de Texas y dirigiéndose hacia los fragantes bosques de pinos de Arkansas.
Allí el viento se hizo más fuerte, y el viaje continuó sin interrupción hasta
Missouri. Una corriente ascendente de aire caliente la empujó hacia arriba, y
la molécula subió cada vez más, siguiendo la corriente termal. El viaje
terminó bruscamente cuando la masa de aire chocó con un frente frío que
bajaba desde el norte. Las nubes descargaron una lluvia fuerte y fría, y el
PCB-153 cayó a la tierra, posándose en un risco que dominaba el río
Mississippi al norte de San Luis.
Durante tres semanas de tiempo inusitadamente frío y nuboso, la molécula
permaneció en un hueco de un saliente rocoso, adherida a una hoja medio
podrida. Pero en cuanto el sol reapareció y la temperatura volvió a subir, la
molécula emprendió de nuevo el vuelo. Flotó durante varios días sobre San
Luis y quedó atrapada en una masa de aire estancado. Entonces empezó a
formarse un fuerte viento de Bermudas en la costa sur del Atlántico, y poco
después un torrente de aire procedente del sur arrastró la molécula de PCB
hacia el norte, sobrevolando los verdes campos de cereales del sur de Illinois
en dirección a los Grandes Lagos.
La corriente de aire generada por el viento de las Bermudas avanzó hacia
el norte con la velocidad de un tren de mercancías. La molécula formaba parte
de una gran masa de nubes blancas, del tipo cúmulo. Pero cuando el viento
cálido llegó a Chicago y pasó sobre el lago Michigan, se topó con un muro de
aire más frío, porque los Grandes Lagos, como cualquier gran masa de agua,
se calientan más despacio en primavera que la tierra que los rodea. Con el frío
de la noche, el PCB-153 se condensó de pronto y recuperó el estado líquido
por primera vez desde que salió de Missouri.
El viento se detuvo justo antes de medianoche, y la molécula se posó en
las oscuras aguas, cerca de la ciudad de Racine, Wisconsin, que se alza a
orillas del lago. Como todos los PCB, esta molécula tenía predilección por las
superficies, de modo que se quedó en la frontera entre el agua y el aire,
encontrándose de vez en cuando con otros miembros errantes de su extensa
familia. Sin embargo, le resultaba difícil permanecer mucho tiempo sin
adherirse a algo. Su fuerte atracción por la materia orgánica le llevó hacia una
masa de algas, plantas sin raíces que flotaban como un tenue velo verde cerca
de la superficie del agua. En cuanto tuvo ocasión, la molécula se pegó a una
de las minúsculas plantas y, aferrada a su cérea superficie, flotó de un lado a

Página 116
otro de la orilla, cerca de la desembocadura del río Root, moviéndose a
capricho del viento y las olas.
Alrededor de los bordes del velo de algas verdes pululaban herbívoros
como las pulgas de agua, y algunas de las plantas terminaron sirviéndoles de
ensalada, pero el alga sobre la que cabalgaba el PCB-153 consiguió escapar y
completar todo su ciclo vital, que duró tres semanas. Al cabo de este tiempo,
el alga comenzó a amarillear y deteriorarse por los bordes. Una vez muerta, la
planta se saturó de agua y se hundió, arrastrando consigo al PCB-153.
El alga muerta cayó al fondo y pronto quedó cubierta por tierra
procedente de un vertedero situado en la orilla del agua. La acumulación de
sedimentos fue sepultando la molécula cada vez más en el fango del lago, y a
cada año que pasaba parecía que sus posibilidades de volver a circular se
hacían más remotas. Aunque el PCB-153 sea inmune a los ataques de las
bacterias que descomponen casi todas las demás sustancias, se le puede
enterrar.
La persistencia se considera una virtud en las personas, pero en un
compuesto químico es señal de problemas. La industria química sintética
contribuyó a llevar comodidad y bienestar a los hogares norteamericanos,
pero al mismo tiempo dejó libres docenas de sustancias, entre ellas los PCB,
que se caracterizan por combinar las diabólicas propiedades de estabilidad
extrema, volatilidad y una notable afinidad por la grasa.
Además de los PCB, la lista incluye los plaguicidas DDT, clordano,
lindano, aldrín, dieldrín, endrín, toxafeno, heptacloro, y los ubicuos
contaminantes llamados dioxinas, que se producen en muchos procesos
químicos y durante la combustión de combustibles fósiles y basuras. Han
penetrado en toda la red alimentaria, adheridos a partículas de grasa, y
galopan en el viento, en forma de vapor, hasta las tierras más lejanas. En
Primavera silenciosa, Rachel Carson situaba a los plaguicidas persistentes en
lo alto de su lista de criminales más buscados. Pero no se le ocurrió incluir
compuestos como los PCB, que aunque no sean especialmente venenosos (en
el sentido habitual, de que no causan la muerte inmediata ni un cáncer) son
muy persistentes, un detalle del que los científicos no se percataron hasta
1966, cuatro años después de que se publicara Primavera silenciosa.
Los miembros de la familia PCB que contienen menos átomos de cloro
tienen unos pocos enemigos, entre ellos dos bacterias del género
Achromobacter. Pero los que tienen mucho cloro, como el PCB-153, son
inmunes a casi todo, exceptuando la radiación ultravioleta B del sol. Y debido
al modo en que los PCB se desplazan por el ambiente —ocultos en la tierra,

Página 117
los sedimentos, los tejidos animales y otros lugares—, estos mortíferos rayos
casi nunca dan con ellos.
Con la prosperidad que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial, la
orilla del lago empezó a cambiar en las cercanías de Racine. Durante medio
siglo, la fábrica de gas, con sus inmensos y negros depósitos y sus montañas
de carbón, había dominado el paisaje de Racine y la orilla del lago. Pero en
1949, con la llegada a Wisconsin de un gasoducto de gas natural procedente
del suroeste, la antigua instalación que producía gas de carbón para cocinas y
calefacciones pasó a la historia.
Pocos años después, Racine dio el primer paso para recuperar la orilla del
lago para usos recreativos.
El proyecto no terminaría de realizarse hasta los años ochenta, pero el
primer parque de la ciudad fue un comienzo significativo, ya que el plan
incluía la transformación del vertedero, ya abandonado, en una zona
recreativa de diez hectáreas, con árboles, campos de juego cubiertos de
hierba, un embarcadero y un paseo costero. A petición de la Legión
Americana, el ayuntamiento accedió a llamarlo Parque Pershing, en honor de
un héroe de la Primera Guerra Mundial, el general John J. Pershing.
Durante la construcción del Parque Pershing, que comenzó en 1954, las
cuadrillas de trabajadores comenzaron a dar nueva forma a la orilla por donde
discurriría el paseo. Camiones-volquete cargados con grandes piedras iban y
venían en caravana hasta la orilla, arrojando al agua un cargamento de piedras
tras otro. Un día de primavera de 1956, un peñasco enorme bajó rodando
hasta la capa de sedimento donde yacía enterrado el PCB-153. La roca abrió
un surco en el fango y la molécula quedó libre en medio de un estallido de
burbujas de sulfuro de hidrógeno. Adherida a uno de los brillantes globos de
gas, la molécula ascendió hacia la luz y el aire.
Al cabo de unas horas, el PCB-153 se encontraba alojado en la grasa de
una pulga de agua que se la había tragado al pastar en la superficie. Era el
sueño dorado de una molécula con afinidad por las grasas, un billete para un
viaje que llevaría al PCB-153 a lo más alto de la cadena alimentaria.
Las pulgas de agua se alimentan por filtración, cribando minúsculas
plantas junto con los PCB que llevan adheridos, de manera que con el paso de
los días aumentaba la cantidad de PCB acumulada en la grasa corporal del
pequeño animal. Los contaminantes menos persistentes no se acumulan de
este modo, porque los animales pueden descomponerlos en sustancias
solubles en agua y excretarlos. En cambio, muchos PCB son resistentes a la
descomposición y, una vez que se ingieren, su estructura química los lleva a

Página 118
incorporarse a la grasa del animal, donde permanecen indefinidamente. En los
diez días que duró su breve vida, la pulga de agua acumuló PCB hasta una
concentración 400 veces superior a los niveles del agua. Cuando por fin fue
devorada por un misidáceo —una especie de gamba—, la pulga de agua
transmitió a su depredador su patrimonio de sustancias lipófilas persistentes, y
el PCB-153 subió un peldaño en la escala alimentaria del lago Michigan.
A lo largo de su vida, el misidáceo devoraría cientos de pulgas de agua,
heredando con cada bocado un cargamento de sustancias persistentes. Los
PCB contenidos en su grasa, entre los que figuraba nuestro PCB-153, se
encontraban cada vez más acompañados, y la compañía no sólo constaba de
miembros de su familia química, sino que incluía también otras sustancias
persistentes, como el DDT y el toxafeno, un plaguicida muy utilizado en los
campos de algodón del sur. Al principio, los especialistas agrícolas creyeron
que el toxafeno representaba una mejora con respecto al DDT, porque
desaparecía con rapidez de los campos fumigados. Tuvo que transcurrir algún
tiempo hasta que alguien descubriera que no desaparecía en absoluto, sino
que se evaporaba y migraba a otro lugar. Grandes cantidades llegaron a los
Grandes Lagos arrastradas por el viento.
En un momento dado, el misidáceo fue devorado por un eperlano, un pez
pequeño y sabroso que nada en aguas costeras, formando bancos plateados
que se mueven rápidamente. A medida que el eperlano se atiborraba de
misidáceos y otros animalillos, la concentración de sustancias persistentes en
su cuerpo se multiplicó por diecisiete.
El eperlano era uno de los pescados favoritos de las familias que
abarrotaban los restaurantes de Racine los viernes por la noche para comer
pescado frito. Con el tiempo, también la grasa corporal de estas familias podía
dar testimonio de las noches dedicadas a engullir docenas de suculentos
pescaditos acompañados con patatas, o a cenar a lo grande a base de salmón o
trucha del lago.
El eperlano que había ingerido nuestra molécula de PCB-153 campeó
durante dos años por el lago Michigan, pero al final cayó en las fauces de una
trucha del lago. La molécula pasó a la trucha y se quedó en su grasa durante
otros cuatro años, hasta que un pescador de caña capturó al pez, que tenía ya
un tamaño de campeonato, el último día de sus vacaciones en una casa de
campo de Door County, Wisconsin.
A la mañana siguiente, la trucha, envuelta en hielo, viajaba en una nevera
en la trasera de una furgoneta, por la carretera interestatal que lleva a Nueva
York. La molécula protagonista de este viaje imaginario iba a conocer nuevos

Página 119
territorios. El pescador estaba impaciente por llegar a casa y enseñar a sus
amigos el mayor pez que había pescado en su vida. Se le hacía la boca agua al
pensar en la memorable cena que iba a disfrutar con su familia.
Sin embargo, tres días después, el pescado iba a parar al cubo de la
basura, en lugar de figurar como plato principal de la comida familiar. En
plena canícula de agosto, la furgoneta se había averiado y la familia se había
quedado detenida en una gasolinera en pleno campo de Michigan, sin medios
de transporte y sin hielo para la nevera. Cuando por fin llegaron a su casa y
abrieron la nevera, el pescado olía a comida de gato podrida.
Una bandada de gaviotas revoloteaba alrededor del camión de la basura
cuando éste llegó a un vertedero a las afueras de Rochester. Cuando el
pescado podrido que contenía la molécula fue a parar a la cada vez más alta
montaña de basura, las gaviotas se abalanzaron sobre él como compradores en
época de rebajas, graznando y empujándose unas a otras para pillar un
bocado. En cuestión de minutos, habían dejado las espinas limpias.
El PCB-153 fue a parar a la grasa de una gaviota hembra, que se había
pasado más de doce años alimentándose de peces del lago Ontario, de manera
que se incorporó a la ya considerable acumulación de contaminantes. En la
cadena alimentaria de los Grandes Lagos, las gaviotas argénteas ocupan el
puesto inmediatamente inferior al del águila calva, que de vez en cuando
captura alguna que otra gaviota. Cuando los PCB llegan a esta altura en la
cadena, su concentración es 25 millones de veces mayor que la concentración
en el agua.
A la primavera siguiente, la gaviota se dirigió a la isla de Scotch Bonnet,
en el lado canadiense del lago Ontario, a unos 160 kilómetros al este de
Toronto. Ella y su compañero no tardaron en instalarse en un buen banco de
arena en medio de la colonia de gaviotas, una situación muy preferible a las
de los bordes, donde los polluelos son más vulnerables a los depredadores. La
pareja ejecutó el galanteo y se apareó, y poco después la hembra excavó un
agujero en la arena y puso en él dos grandes huevos con motas claras, que
procedió a empollar como es debido.
Seis semanas después, un diminuto pico se abrió camino a través de uno
de los cascarones, pero el polluelo no pudo dar más que unos débiles
picotazos y enseguida murió, al parecer de agotamiento. El otro huevo no
daba señal alguna de vida, pero la pareja permaneció en el nido una semana
más. Por fin, la madre abandonó el nido sin haber tenido descendencia.
El PCB-153 y sus parientes habían pasado de la gaviota madre a la yema
de uno de los huevos, contribuyendo a su muerte en igual medida que el

Página 120
DDT, las dioxinas y otros contaminantes. Pocos días después, una mofeta se
llevaba el huevo podrido, pero se lo pensó mejor antes de comérselo y lo
abandonó cerca de la orilla, donde se estrelló contra una roca. Parte de la
yema cayó al agua, y el PCB-153 inició otro recorrido ascendente por la
cadena alimentaria, esta vez comenzando por un pequeño cangrejo carroñero
que absorbió los restos de yema caídos en el agua poco profunda de la playa.
Al poco tiempo, el cangrejo que se había comido la yema fue devorado
por una de las anguilas americanas que cazan de noche entre las algas de los
bajíos. La anguila es bastante original a la hora de reproducirse. Muchas
especies, como el salmón y el arenque, pasan la mayor parte de su vida en el
mar y regresan al río donde nacieron para reproducirse. En cambio, las
anguilas americanas suelen vivir casi toda su vida en ríos y lagos de agua
dulce, y entonces inician una larga peregrinación al mar de los Sargazos —
una zona del océano Atlántico situada entre las Antillas y las Azores—, donde
se reproducen antes de morir. Lo más curioso es que las anguilas procedentes
de los Grandes Lagos y otras aguas del norte son todas hembras, mientras que
los machos suelen venir de ríos del sur.
Al acercarse el verano, las anguilas más viejas del lago Ontario —
incluyendo la portadora del PCB-153, que tenía ya 16 años— empezaron a
experimentar cambios que anunciaban su madurez sexual y las preparaban
para el viaje de 5500 kilómetros hasta su lugar de apareamiento. Los lomos,
de color gris-verdoso, comenzaron a oscurecerse, adquiriendo un color negro
plateado; los vientres amarillos se volvieron blancos, y los ojos se agrandaron
para facilitar la visión en las oscuras aguas del océano.
Excitadas por el impulso migratorio, las anguilas empezaron a desplazarse
en grupos hacia la entrada del río San Lorenzo, aguardando alguna señal para
emprender el viaje. Por fin, una noche tormentosa, cuando la lluvia caía en
densas masas plateadas desde un cielo negro, una serpenteante multitud se
puso en marcha río abajo, hacia el Atlántico Norte. La anguila portadora del
PCB-153 estuvo nadando más de seis meses, con desconcertante ansiedad,
hasta que por fin llegó a los flotantes acúmulos de sargazos, el alga que da su
nombre a esta zona de aguas cálidas y saladas. Allí, bajo las transparentes
aguas tropicales, al este de las Bahamas y al sur de las Bermudas, una
ondulante concentración de anguilas llegadas de todas partes, desde la costa
del Golfo hasta Groenlandia, se reprodujo y murió de agotamiento. Su largo
viaje había concluido, su ineludible misión se había cumplido.
La carne de la anguila se desintegró con rapidez en las cálidas aguas
tropicales, y el PCB-153 quedó unido a un fragmento de grasa que flotó hacia

Página 121
arriba, hasta la superficie del mar de los Sargazos. Con el intenso calor del sol
tropical, la molécula se evaporó de nuevo y empezó a dar saltos hacia el
norte, arrastrada por los vientos predominantes. Cada vez que llegaba a un
sitio frío, la molécula se condensaba y se posaba en cualquier superficie, para
reemprender el viaje una vez más en cuanto el sol calentaba la superficie.
Alternando entre los estados líquido y gaseoso, cabalgó a lomos del viento
siempre hacia el norte. Las aguas estaban cada vez más frías, lo cual
dificultaba el desplazamiento aéreo, de manera que la molécula se pegó a una
pequeña planta flotante, que ocupaba la posición más baja en la cadena
alimentaria del Atlántico Norte, y con ella entró en la corriente del Golfo, que
la llevó con rumbo nordeste hacia Islandia.
A 370 kilómetros al este de Islandia, un pequeño copépodo —un animal
parecido a una gamba— engulló la planta y el PCB-153 al filtrar su alimento
en las fértiles aguas del Atlántico Norte. Cinco días después, un banco de
copépodos fue arrastrado por una rápida corriente que lo llevó hacia el
nordeste a toda velocidad, como una gigantesca correa de transmisión que
terminaba en el borde de los hielos del mar de Groenlandia, donde se había
reunido un enorme banco de bacalaos del Ártico, dispuestos a darse un
banquete con el suministro que llegaba.
Las aguas gris-verdosas eran un hervidero de bacalaos, una de las especies
más abundantes en aguas del Ártico. Cuando uno de los peces más pequeños
digirió su comilona de copépodos, el PCB-153 se instaló en el tejido graso
próximo a la cola, donde ya existía una considerable acumulación de
sustancias persistentes. La red alimentaria del Ártico, de la que forma parte el
bacalao, es bastante simple, pero incluye muchas especies de vida muy larga,
que acumulan grandes cantidades de contaminación a lo largo de su vida. Por
esta razón, la red alimentaria del Ártico concentra y magnifica las sustancias
persistentes hasta niveles muy superiores a los de los Grandes Lagos. A pesar
de no ser un gran depredador, este bacalao albergaba una concentración de
PCB 48 millones de veces superior a la de las aguas circundantes. Aun así, los
bacalaos están menos contaminados que los salmones de los Grandes Lagos,
porque las aguas marinas en las que habitan están mucho más limpias.
El bacalao ártico se pasa la mayor parte de su vida buscando alimento por
debajo de la bóveda de hielo macizo que cubre las aguas del Ártico durante
gran parte del año. Aquella estación, el bacalao portador del PCB-153 vagaba
en busca de comida y, siguiendo la pista de una abundante congregación de
copépodos, fue nadando poco a poco hacia la parte oriental del mar de

Página 122
Groenlandia. Durante la época de hielo, las focas oceladas dependen casi
exclusivamente de los bancos de bacalao que nadan bajo los hielos.
Era simple cuestión de tiempo que el bacalao portador del PCB-153 se
convirtiera en el almuerzo de una hambrienta foca adolescente que surcó las
aguas impulsada por sus poderosas aletas traseras.
Como suelen hacer las focas cuando buscan comida, este jovencito había
ido recorriendo una fractura en los hielos al oeste de las islas Svalbard. La
caza había sido buena aquel invierno, y la foca había acumulado una buena
capa de grasa que, a pesar de su corta vida, no sólo contenía PCB-153 sino
también una elevada concentración de clordano, DDT, toxafeno y otras
sustancias químicas persistentes que habían ido llegando al Ártico desde todas
las partes del mundo. Una foca devora cientos de peces, ingiriendo y
acumulando todos los PCB que éstos han ido adquiriendo. Por esta razón, los
niveles de PCB en las focas son ocho veces más altos que en los bacalaos, y
384 millones de veces más que en las aguas del mar.
Cuando el mar queda cubierto de hielo, las focas respiran a través de
agujeros que mantienen abiertos golpeando a intervalos regulares con el
hocico. Los grandes osos polares son capaces de oler estos agujeros desde una
distancia considerable, y muchas veces cazan esperando emboscados junto a
los orificios.
La joven foca acababa de salir a la superficie para respirar, cuando un oso
que estaba acechando tumbado sobre la panza junto al respiradero se levantó
y, con un solo y fluido movimiento, sacó del agua la foca de 70 kilos y la
arrojó sobre el hielo. La foca ocelada murió al instante a consecuencia del
ataque de la osa de cinco años, que había aprendido de su madre las técnicas
de caza antes de irse a vivir por su cuenta, hacía unos dos años y medio.
En treinta minutos, la osa había dado cuenta de las mejores partes de la
foca —la piel y la suculenta grasa— y había adquirido el PCB-153 junto con
un cuantioso legado de sustancias químicas. La caza se daba bien, y la osa
estaba ganando peso rápidamente, de modo que la grasa extra, con la
molécula de PCB, se acomodó en sus bien aislados cuartos traseros.
A medida que avanzaba la primavera, la joven hembra fue acercándose a
los hielos que rodean la costa de las Svalbard, donde se encuentra la mejor
caza de todo el año. Las focas resultan particularmente vulnerables cuando
salen al descubierto para tener cachorros, y la vida es fácil para los osos. Son
muchos los que se congregan en este comedero para osos polares, dándose
banquetes que duran días y consumiendo enormes cantidades de grasa de
foca. Algunos ejemplares engordan tanto que triplican su peso anterior.

Página 123
A finales de abril, la joven osa se apareó por primera vez, con un gran
macho que también había acudido a las Svalbard para comer focas. Pero,
como sucede siempre con las osas, sus óvulos fecundados no empezaron a
desarrollarse inmediatamente. La hembra los mantuvo en los ovarios hasta
noviembre, y entonces excavó una guarida en la nieve que se iba acumulando
en la isla Kongsøya. En cuanto se instaló para pasar el invierno, los óvulos
fecundados se implantaron en su útero y empezaron a desarrollarse. Durante
el gélido invierno, dos minúsculos oseznos rosados, que sólo pesaban tres
cuartos de kilo cada uno, vinieron al mundo sin que su dormida madre se
diera cuenta. Arrastrándose pegados a sus cálidos contornos, encontraron los
pezones y comenzaron a alimentarse de su rica leche, cargada de grasa.
Durante todo el invierno, la madre y los cachorros se mantuvieron a base
de las grandes reservas de grasa acumuladas el año anterior. Cuando la grasa
empezó a fundirse, el PCB-153 comenzó a moverse de nuevo, pasando esta
vez a la leche de la osa. Los oseznos —dos hembras— mamaban con avidez e
iban creciendo rápidamente. Cuando una de ellas tiró del pezón de su madre,
la molécula penetró en su boca junto con un chorro de leche caliente y espesa.
No se sabe qué daños provocan las sustancias persistentes como los PCB
a los osos polares, ni qué cantidad hace falta para causar daños. Pero teniendo
en cuenta la experiencia de otras especies salvajes, parece seguro que el
PCB-153 y otras sustancias persistentes que trastornan la acción hormonal
representan más peligro para los cachorros en desarrollo que para la madre
que ingirió las sustancias con la grasa de la foca.
Las oseznas pesaban ya más de nueve kilos cuando su primeriza madre
salió de la guarida a la luz acaramelada de la primavera ártica. Durante más
de dos años y medio seguirían mamando, hasta llegar a pesar unos 180 kilos
cada una gracias a la rica dieta de leche de osa polar. Con cada comida,
ingerirían más sustancias persistentes, que habían recorrido miles de
kilómetros para llegar al Ártico. Al ascender por la cadena alimentaria ártica
hasta llegar al oso polar, que es el depredador supremo y el mayor carnívoro
terrestre, la concentración de PCB se había multiplicado por 3000 millones.
Una década después, es posible que una de estas oseznas fuera una de las
hembras preñadas que salieron de sus cubiles en Svalbard sin ningún
cachorro.
Al igual que los osos polares, los seres humanos están expuestos a los
peligros derivados de ocupar la posición más alta en la cadena alimentaria.
Las sustancias persistentes que han invadido el mundo del oso invaden
también el nuestro.

Página 124
También los seres humanos llevamos PCB y otros compuestos sintéticos
en la grasa de nuestro cuerpo, y transmitimos este legado a nuestros hijos.
Prácticamente todo el que esté dispuesto a invertir 2000 dólares en análisis
encontrará por lo menos 250 contaminantes químicos en la grasa de su
cuerpo, independientemente de si vive en Gary (Indiana) o en una remota isla
del Pacífico Sur. No se puede escapar de ellos. Lo irónico es que los mayores
niveles de contaminación se dan en algunas personas que viven muy lejos de
los centros industriales y las fuentes de contaminación. Estas sustancias viajan
a distancias enormes, y por el camino se van acumulando hasta alcanzar altas
concentraciones, sobre todo en el Ártico, que se está convirtiendo en uno de
sus destinos finales. Estas sustancias sintéticas se introducen en todas partes,
pudiendo incluso atravesar la barrera de la placenta y llegar al útero, donde
pueden afectar al embrión durante las fases más vulnerables de su desarrollo.
Cuando una madre amamanta a su hijo, le está dando algo más que amor y
alimento: además, le está traspasando elevadas dosis de sustancias sintéticas.
Han transcurrido tres décadas desde que los investigadores sanitarios
descubrieron que el DDT, los PCB y otros productos persistentes se estaban
acumulando en la grasa y la leche humanas, y prácticamente en todo el medio
ambiente. Las mediciones han sido la parte fácil; desde entonces, los
preocupados científicos se han esforzado por comprender su significado. Si
todos llevamos una sopa de letras de compuestos químicos en la grasa de
nuestro cuerpo, ¿cómo nos afecta? ¿Y cómo afecta a nuestros hijos?
Aunque los investigadores no tienen todas las respuestas a estas
preguntas, están convencidos de que la cantidad de compuestos sintéticos que
los seres humanos llevamos en nuestro cuerpo es suficiente para poner en
peligro a nuestros hijos. Sin saber exactamente cómo actúan todos estos
compuestos, juntos o por separado, los investigadores los han relacionado no
sólo con los fallos de reproducción de la fauna salvaje, sino también con la de
los humanos. Estudiaremos estas relaciones en los capítulos siguientes.
Si bien el mayor peligro parece estar en la exposición prenatal, a los
especialistas en salud les preocupan también las sustancias que se transmiten
con la leche de la madre, porque algunos procesos de desarrollo muy
sensibles todavía continúan en las semanas posteriores al parto. Durante la
lactancia, los bebés reciben dosis de estas sustancias mucho más altas que en
cualquier otro momento de su vida posterior. En sólo seis meses de lactancia,
un bebé norteamericano o europeo recibe la dosis máxima aceptada de
dioxinas, que recorren la red alimentaria lo mismo que los PCB y el DDT. El

Página 125
mismo bebé recibe cinco veces la cantidad diaria máxima de PCB aceptada
por los criterios internacionales de salud para un adulto de 70 kilos.
La contaminación de la leche materna ha alcanzado niveles especialmente
graves entre los indígenas del Ártico, muchos de los cuales todavía se
alimentan de la caza que proporcionan la tierra y el mar.
Los investigadores han descubierto que allí los bebés ingieren siete veces
más PCB que un bebé típico del sur de Canadá o de los Estados Unidos. Casi
todos los PCB y demás sustancias que contaminan a los bebés han llegado
con las corrientes de viento y de agua.
Las autoridades sanitarias canadienses han observado que muchos niños
de los poblados inuit padecen infecciones crónicas del oído. En estudios
recientes se han descubierto anomalías en los sistemas inmunitarios de dichos
niños, que, entre otras cosas, no producen suficientes anticuerpos cuando se
les vacuna contra la viruela, el sarampión, la polio y otras enfermedades. El
fracaso de las vacunas puede dejar a estos niños mucho más vulnerables a las
enfermedades.
El idioma inuktitut, que se habla en la isla de Broughton, en el Ártico
canadiense, no tiene ninguna palabra para designar la contaminación. Por eso,
los inuits que viven allí han tenido dificultades para comprender a los
funcionarios sanitarios canadienses que les decían que las sustancias químicas
sintéticas persistentes están contaminando el Ártico y los alimentos que
comen. Algunos sospechaban que los funcionarios sólo pretendían asustarlos
al decir que los animales contenían una cosa llamada PCB, para así evitar que
siguieran cazando ballenas u osos polares. Era muy posible que aquellos
funcionarios estuvieran compinchados con los defensores de los derechos de
los animales.
La isla de Broughton, que cuenta con una población de 450 personas, se
encuentra frente a la de Baffin, al oeste de Groenlandia, a más de 3000
kilómetros de las fábricas del sur de Ontario y a 4500 kilómetros de los
centros industriales de Europa, pero estos mundos tan lejanos han proyectado
su larga sombra sobre la vida de los isleños, llenándola de temores e
incertidumbre. Han puesto en peligro su cultura, que ha durado miles de años.
Lo mismo que sus antepasados, los habitantes de la isla de Broughton
dependen de la caza y la pesca para llevar comida a la mesa. Aunque ahora
pueden perseguir la caza en vehículos de nieve y lanchas motoras, en lugar de
hacerlo en trineo de perros y kayak, siguen cazando focas, osos polares,
caribúes y narvales (cetáceos pequeños que tienen un cuerno espiral como el
del legendario unicornio). En la isla hay un almacén donde se vende comida

Página 126
importada, pero la dieta de la mayor parte de los isleños consiste
principalmente en pescado y caza de la zona.
Dado que el Ártico se ha convertido en el destino final de las sustancias
persistentes volátiles, la contaminación ha ascendido un peldaño más en la
escala alimentaria, pasando a los humanos.
Estudios realizados en Canadá han demostrado que los habitantes de la
isla de Broughton presentan el nivel de PCB más alto encontrado en una
población humana, con excepción de las que resultaron contaminadas en
accidentes industriales.
Las autoridades sanitarias provinciales han hablado a los isleños sobre la
contaminación de sus organismos, pero no han sido capaces de explicarles los
peligros que representan estos elevados niveles de PCB para su salud y la de
sus hijos. Mientras tanto, les han recomendado que sigan comiendo la
tradicional dieta inuit, que es mucho más nutritiva y más barata que la comida
importada en avión que se vende en el almacén de la aldea. En cualquier caso,
con la leche a cuatro dólares la botella y los pavos pequeños a 40 dólares cada
uno, la mayoría de los isleños no tiene elección.
Independientemente de los efectos sobre la salud, el informe sobre los
niveles de PCB, que tuvo mucha difusión en la prensa canadiense, ha
ocasionado graves perjuicios económicos, sociales y psicológicos a los
isleños de Broughton. Ignorando, al parecer, que también ellos deben tener un
alto nivel de PCB, los inuits de la isla de Baffin han empezado a evitar a los
de Broughton, a los que llaman «la gente del PCB», y se niegan a contraer
matrimonios con ellos. Un pescadero del sur, que antes compraba ahumados a
los pescadores de la isla de Broughton y lo vendía como una exquisitez para
gastrónomos, canceló el contrato, con lo que desapareció una de las
principales fuentes de ingresos de los isleños.
La noticia de que su leche contenía sustancias extrañas espantó y
desesperó a muchas mujeres. Una madre decidió dejar de amamantar a su
hijo, pensando que así lo protegía. Tras varias semanas de alimentarlo con
una mezcla de agua y café, hubo que hospitalizar al niño.
Los habitantes de la isla de Broughton no constituyen un caso único, pero
sí el caso más extremo de contaminación con sustancias persistentes que se ha
descubierto hasta ahora. Vivamos donde vivamos, a todos nos ocurre lo
mismo en cierta medida. En nuestros cuerpos se han introducido numerosas
sustancias que ponen en peligro a la próxima generación. No existe en el
mundo un sólo lugar seguro y sin contaminar.

Página 127
7 De un solo golpe

Theo Colborn no tardó en darse cuenta de que, una vez que quedaban libres,
los compuestos químicos persistentes podían reaparecer en los lugares más
inesperados. A principios de 1990 ya sabía que el problema alcanzaba mucho
más allá de los Grandes Lagos. Sus archivadores contenían docenas de
artículos que demostraban que los científicos habían encontrado las mismas
sustancias químicas persistentes en todos los lugares donde se habían
molestado en buscar. La contaminación tenía alcance mundial y estaba bien
documentada.
Existían pocas dudas de que un número sorprendentemente elevado de
estas sustancias químicas persistentes es capaz de interferir con las hormonas
y trastornar el desarrollo. Y constantemente aparecían otras nuevas. Por si
quedara alguna duda sobre la vulnerabilidad humana, los trabajos de Howard
Bern, John McLachlan, Earl Gray y otros investigadores habían demostrado
rotundamente que el DES y otros impostores estrogénicos provocan los
mismos tipos de daños en casi todos los mamíferos. Dada la notable similitud
entre los sistemas endocrinos de las distintas especies, era muy probable que
sucediera lo mismo con otros tipos de disruptores hormonales. Parece
bastante prudente suponer que lo que les sucede a los animales puede
sucederles también a los humanos.
En conjunto, la evidencia convenció a Colborn de que los disruptores
hormonales que pululan por todo el medio ambiente representan un peligro
potencial para la humanidad. Pero ¿es real este peligro?
¿Estamos expuestos a suficientes cantidades de estas ubicuas sustancias
como para sufrir daños?
A los toxicólogos les gusta citar el axioma de que lo venenoso es la dosis.
La mera presencia de una sustancia no provoca daños necesariamente.
Aunque nuestra grasa y nuestra sangre presenten evidencias de contaminación
con PCB, DDT, dioxinas, clordano y una larga lista de sustancias químicas
persistentes, las cantidades que acarreamos se miden en partes por mil

Página 128
millones e incluso en partes por billón, proporciones inimaginablemente
pequeñas.
No obstante, Colborn sabía que los trabajos de Fred vom Saal
demostraban que una minúscula variación en los niveles hormonales antes del
nacimiento podía tener importantes consecuencias para las crías de ratón. A
juzgar por sus experimentos, diez o veinte partes de estrógeno natural por
cada mil millones no pasan inadvertidas.
Pero el estrógeno es una hormona natural, y además una de las más
potentes. Tratándose de una sustancia química, ¿qué cantidad sería necesaria
para alterar los niveles hormonales y provocar daños para toda la vida?
¿Cuánto? Esta pregunta atormentaba a Colborn. Siguió rebuscando en la
literatura científica, pasando de un informe a otro en busca de pistas.
Completamente obsesionada por el tema, reunió toda clase de información
relevante y archivó hasta los datos más nimios en una base de datos cada vez
más extensa sobre la alteración hormonal. Llevaba ya tres años en esta tarea,
esforzándose por sintetizar en una imagen coherente los datos dispersos
obtenidos por cientos de investigadores en docenas de disciplinas. Era la clase
de trabajo que casi nunca llevan a cabo los gobiernos ni las universidades,
porque nadie lo financia y no acarrea ninguna recompensa: nadie obtiene una
cátedra por haber analizado y revisado el trabajo de otros. Sin embargo, qué
absurdo parece gastar miles de millones en estudios científicos individuales y
prácticamente nada en averiguar qué es lo que dicen, entre todos ellos, acerca
del estado de la Tierra.
La propia Colborn había podido seguir la pista de los disruptores
hormonales gracias a un golpe de suerte. Al ecólogo John Peterson Myers le
habían fascinado los estudios de Michael Fry sobre el DDE y las gaviotas,
publicados a finales de los años setenta, y estaba seguro de que sus
implicaciones iban más allá de las aves. Un encuentro casual con Colborn en
1988 había renovado su interés, dando lugar a un intento de colaboración
entre Myers y Colborn. En 1990, Myers fue nombrado director de la
Fundación W. Alton Jones, y convenció a la junta directiva de la institución
filantrópica privada de que contratara a Colborn para que pudiera dedicar
todas sus energías al tema.
Mientras intentaba ponerse al día de los últimos acontecimientos en media
docena de frentes científicos, a Colborn le quedaba muy poco tiempo para
reflexionar sobre lo que estaba haciendo. Pero de vez en cuando, a solas por
la noche, se sentaba junto a la ventana de su piso, que dominaba la cúpula
iluminada del Capitolio de Washington, y pensaba en lo que podía significar

Página 129
la suma de todos aquellos fragmentos. Las perspectivas eran aterradoras.
¿Cuáles eran los efectos a largo plazo de estos productos químicos que alteran
el sistema hormonal? ¿Estábamos saboteando nuestra propia fecundidad, y no
sólo la de la fauna salvaje? ¿Era posible que, sin darnos cuenta y de manera
invisible, estuviéramos socavando el futuro reproductivo de nuestros hijos? A
primera vista, semejante idea parecía ridícula. ¿Cómo podía estar en peligro la
fertilidad humana cuando la población no dejaba de aumentar y pronto
llegaría a los diez mil millones? A lo mejor estaba persiguiendo fantasmas.
Pocos meses después, las dudas que pudiera haber se disiparon. En un
congreso celebrado en Ottawa en verano de 1990, Colborn escuchó a Richard
Peterson, de la universidad de Wisconsin, que hablaba sobre los
sorprendentes resultados obtenidos en su laboratorio al estudiar nuevas
sustancias químicas.
El equipo de la facultad de Farmacia había administrado dioxinas —un
compuesto con peor reputación aún que el DDT— a ratas preñadas, para ver
cómo afectaba al desarrollo de sus hijos machos. Como habían esperado, las
dioxinas provocaron daños en el sistema reproductor masculino de las crías
expuestas durante un periodo crítico de su desarrollo prenatal. Lo que
sorprendió a los científicos fue la poca cantidad de dioxinas necesarias para
provocar el daño. No habían administrado una dosis grande, ni repetido las
dosis, y aun así observaron efectos permanentes en los hijos machos, a pesar
de que las madres sólo habían ingerido una dosis sumamente pequeña de
dioxinas en un momento crítico. Había bastado con un solo golpe.
A diferencia de muchos experimentos de laboratorio, en los que los
animales reciben dosis mucho más elevadas que las que se encuentran en el
medio ambiente, estos resultados tenían una relevancia directa e inmediata
para el mundo real. Las bajísimas dosis administradas a las ratas preñadas se
aproximaban mucho a los niveles de dioxinas y otros compuestos similares
observados en habitantes de países industrializados, como los Estados Unidos,
Japón y los países europeos.
En el mundo de las sustancias sintéticas, la dioxina tiene fama de ser el
peor de los criminales: el más mortífero, el más temido y el más evasivo para
los científicos que pretenden desentrañar los secretos de su toxicidad. Las
pruebas de laboratorio han demostrado que la dioxina es mil veces más
mortífera que el arsénico para las cobayas, que morían después de ingerir una
millonésima de gramo por kilo de peso corporal, y también es el carcinógeno
más potente de los que se han probado en varias especies animales.

Página 130
A diferencia de casi todos los demás productos sintéticos que alteran el
sistema hormonal, la dioxina no se creó intencionadamente. Aunque los
volcanes y los incendios forestales desprenden pequeñas cantidades de
dioxinas, esta sustancia —que los científicos conocen como 2,3,7,8-TCDD y
el público como «la sustancia más tóxica en la Tierra»— es, en su mayor
parte, un subproducto de la vida del siglo XX, un contaminante que se forma
durante la fabricación de ciertos productos químicos clorados, como
plaguicidas y protectores para maderas, y también al blanquear papel con
cloro, al incinerar basura que contenga plásticos y papel, y al quemar
combustibles fósiles. Y, como los demás compuestos persistentes como el
DDT y los PCB, las dioxinas se acumulan en las grasas corporales y han sido
detectadas prácticamente en todas partes: en el aire, el agua, la tierra, los
sedimentos y la comida.
Aunque las discusiones suelen centrarse en el 2,3,7,8-TCDD, es
importante tener presente que éste es sólo el miembro más tóxico y conocido
de la familia de las dioxinas, que incluye otros 74 compuestos problemáticos.
Además, las dioxinas frecuentan mucho la compañía de los furanos, una
familia afín de contaminantes que incluye 135 sustancias químicas con una
estructura similar a la de las dioxinas y con similares efectos tóxicos y
biológicos en los animales.
La controversia sobre el Agente Naranja, que aún colea, se centra en esta
potente sustancia. Entre 1962 y 1971, el ejército de los Estados Unidos arrojó
más de 72 millones de litros de herbicidas sintéticos sobre una superficie de
1,4 millones de hectáreas de territorio vietnamita, con la intención de despejar
la selva tropical donde los mandos militares estadounidenses creían que se
ocultaban las fuerzas enemigas.
Una de las armas más empleadas en esta operación fue el Agente Naranja,
nombre militar de una mezcla que contenía los herbicidas 2,4-D y 2,4,5-T;
este último es un compuesto que se contamina fácilmente con dioxinas
durante su fabricación. En el apogeo de la campaña contra la selva tropical
vietnamita, los soldados rociaban Agente Naranja no sólo desde aviones y
helicópteros, sino también desde lanchas, jeeps, camiones, e incluso a pie,
utilizando rociadores con tanque a la espalda.
Durante los años que siguieron a su regreso de Vietnam, los veteranos y
sus familias sufrieron diversos problemas médicos, desde cánceres hasta
trastornos en los hijos. Al enterarse de que el Agente Naranja estaba
contaminado con dioxinas, muchos de ellos quedaron convencidos de que sus

Página 131
problemas de salud —y los de sus hijos— se debían a la exposición sufrida en
la guerra.
Tras años de debatir si las dioxinas eran o no responsables de las
enfermedades de los veteranos, una comisión de la Academia Nacional de
Ciencias emprendió, a petición del Congreso, una revisión exhaustiva de la
evidencia científica. En su informe de 1993, el equipo declaraba haber
encontrado pruebas suficientes de la relación entre los herbicidas
contaminados con dioxinas y tres tipos de cáncer: el sarcoma del tejido
blando, el linfoma no de Hodgkin, y la enfermedad de Hodgkin.
En 1979, la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de los EE UU
prohibió el empleo del 2,4,5-T para casi todas sus aplicaciones, pero para
entonces el herbicida ya se había utilizado en abundancia en su propio país
para matar las malas hierbas y los matorrales de los jardines particulares, los
campos de arroz, las tierras de pastos, los bosques de coníferas, los arcenes de
las carreteras y las vías del ferrocarril, y bajo las líneas de alta tensión. En
1974, según cifras oficiales, se habían utilizado fuera de los hogares tres mil
toneladas de 2,4,5-T. En otros muchos países el 2,4,5-T está también
prohibido o se le ha negado el registro legal, impidiendo así su venta y
utilización, pero hay países, como Australia, en los que no se ha tomado
ninguna medida para restringir su uso.
La dioxina adquirió aún mayor notoriedad como consecuencia de dos
dramáticos casos de contaminación ocurridos en Estados Unidos y Europa.
En julio de 1976, una explosión en una factoría química del norte de Italia
esparció una nube de dioxinas sobre la ciudad de Seveso, al norte de Milán,
contaminando más de 350 hectáreas de tierra y a miles de personas que vivían
allí. Dos semanas después del accidente, las autoridades decidieron por fin
evacuar a 724 personas de la zona más contaminada. Los niveles de dioxinas
que presentaban algunos habitantes de Seveso —hasta 56 000 partes por
billón— son los más altos que se han observado jamás en seres humanos.
Aunque el accidente no provocó víctimas mortales, los científicos aún
siguen debatiendo qué daños ocasionó a los afectados. Poco después del
accidente, se confirmaron por lo menos 183 casos de cloracné, una
enfermedad de la piel relacionada específicamente con la exposición a altos
niveles de dioxinas.
No está claro si la exposición a las dioxinas hizo aumentar los embarazos
fallidos y los defectos congénitos. Muchas mujeres embarazadas optaron por
abortar después de la explosión y, aparte de eso, es sumamente difícil detectar
cambios en la tasa de embarazos fallidos, ya que muchos de ellos ocurren en

Página 132
una fase muy temprana de la gestación, a menudo sin que ni la misma mujer
se dé cuenta de que ha estado embarazada. Las autoridades sanitarias tampoco
pudieron confirmar que hubiera aumentado la incidencia de defectos
congénitos, como muchos creían, porque en Seveso no existía registro de
defectos congénitos antes del accidente.
Gran parte de la investigación realizada desde entonces se ha centrado en
el posible aumento del riesgo de cáncer entre los afectados por el accidente de
Seveso, pero aún no ha transcurrido tiempo suficiente para identificar
razonablemente tales efectos. Hasta la fecha, los estudios preliminares sobre
la incidencia del cáncer muestran una tasa muy alta de algunas formas de
cáncer, pero dichos estudios son muy discutibles, debido en parte a lo difícil
que resulta determinar con exactitud el grado de exposición que sufrieron los
que vivían a diferentes distancias de la fábrica.
Hasta hace poco, a ninguno de los que habían examinado a los hijos de
mujeres expuestas a altos niveles de dioxinas en el accidente de Seveso se le
había ocurrido buscar más que defectos congénitos evidentes. En la actualidad
se están realizando estudios para determinar si se han producido efectos
retardados que afecten a su desarrollo sexual y su fecundidad.
En 1982 y principios de 1983, la población de Times Beach, Missouri, se
convirtió en una ciudad fantasma. La contaminación con dioxinas obligó al
gobierno federal a evacuar a la totalidad de los 2240 residentes. Una empresa
contratada para regar las polvorientas carreteras y asentar el polvo había
utilizado un aceite de desecho contaminado con dioxinas; las posteriores
riadas habían difundido la contaminación a casas y comercios.
Casi diez años antes, esta misma empresa, dedicada al transporte de
aceites residuales, había protagonizado un caso similar, al rociar con aceite de
desecho contaminado la pista de un hipódromo cubierto. Poco después, según
los informes, los caballos empezaron a enfermar y morir, y los pájaros que
vivían en los aleros comenzaron a caer al suelo. También los propietarios del
hipódromo y dos niños pequeños cayeron enfermos, con síntomas similares a
los de la gripe, pero aunque murieron 62 caballos, las personas afectadas
sobrevivieron a la contaminación.
En el caso de Times Beach, dos pequeños estudios examinaron los efectos
en los niños nacidos de madres afectadas, encontrando evidencias de
anomalías en el sistema inmunitario y disfunciones cerebrales, sobre todo en
los lóbulos frontales bilaterales. El segundo estudio, realizado sobre siete
niños y niñas, se centró en los efectos cerebrales y descubrió que las
anomalías eran mayores en las niñas que en los niños, lo cual parecía indicar

Página 133
que las actividades seudohormonales de las dioxinas ejercen más impacto en
el desarrollo de las hembras. Los investigadores creen que el funcionamiento
anormal de esta zona del cerebro puede afectar indirectamente a los procesos
de pensamiento, alterando la atención, los estados emocionales y la
motivación.
Pocas sustancias químicas sintéticas han sido sometidas a tanto escrutinio
como las dioxinas, debido en parte a su legendaria toxicidad. Durante las dos
últimas décadas, el gobierno y la industria privada han aportado cientos de
millones de dólares para la investigación de sus efectos: desde la acción de las
dioxinas en el interior de las células hasta la incidencia del cáncer en los
trabajadores expuestos a altos niveles del producto. Esta multitud de estudios
ha dado resultados interesantes, y a veces muy preocupantes, que demuestran
que las dioxinas ejercen una amplia gama de efectos en el organismo,
incluyendo la pérdida de espermatozoides en los hombres y la inhibición del
sistema inmunitario. No obstante, en Estados Unidos, el acalorado debate
público sobre los peligros de las dioxinas se ha centrado casi exclusivamente
en si es o no un potente carcinógeno. Basándose principalmente en una
revisión de un estudio realizado catorce años antes sobre tumores de hígado
inducidos por las dioxinas en ratas, y en una interpretación interesada de los
nuevos descubrimientos científicos y epidemiológicos, la industria papelera
seguía sosteniendo a finales de los ochenta que las dioxinas no eran tan
peligrosas como se había creído. En 1991, la Agencia de Protección
Ambiental (EPA) de los EE UU reconsideró su postura acerca de las dioxinas.
La EPA estaba preparando su informe sobre los peligros de las dioxinas
cuando apareció el estudio realizado por Richard Peterson en Wisconsin, que
tuvo un efecto tan demoledor como la caída de un meteorito sobre una
población desprevenida. En él se demostraba que las dioxinas podían ejercer
efectos dramáticos en muy pequeñas dosis, a niveles cercanos a los que suelen
encontrarse en los seres humanos. En cuestión de meses, la situación cambió,
y el debate sobre las dioxinas dejó de centrarse en su potencial carcinógeno
para insistir en su capacidad de trastornar el desarrollo y la reproducción.
Poco después, los científicos de la EPA repitieron los experimentos,
administrando dioxinas a ratas preñadas, y observaron efectos similares en la
descendencia femenina.
Este nuevo giro del conocimiento científico resultaba de lo más
inquietante. Los estudios parecían indicar que nuestros peores temores acerca
de las dioxinas estaban verdaderamente justificados. Era muy posible que las
dioxinas fueran aún más peligrosas de lo que se había pensado, pero, en

Página 134
contra de lo que muchos creían, su mayor peligro no era el cáncer. Peor
todavía era su recién descubierta capacidad para trastornar la acción
hormonal.
La mala reputación de las dioxinas contribuyó a garantizar una
financiación continua a una legión de investigadores dedicados a estudiar lo
que la sustancia podía hacer en el organismo y cómo lo hacía, pero el
laboratorio de la universidad de Wisconsin dirigido por Peterson era uno de
los pocos lugares donde se estudiaban sus efectos sobre el sistema endocrino.
Robert Moore, uno de los colaboradores de Peteron en la Facultad de
Farmacia y en el Centro de Toxicología Ambiental, había iniciado esta línea
de investigación porque estaba convencido de que era la que más
posibilidades ofrecía de explicar los efectos tóxicos del infame 2,3,7,8-
TCDD.
Las dioxinas planteaban un fascinante reto a toxicólogos como Moore y
Peterson, porque no se trata de un veneno normal. Los animales a los que se
administra una dosis letal de dioxinas no fallecen de inmediato: pierden el
apetito y experimentan un misterioso decaimiento que culmina en la muerte
unas semanas después. Además, las dioxinas provocan diversas respuestas no
letales, que en ocasiones parecen contradictorias. Trastornan de algún modo
la respuesta al estrógeno, pero a veces actúan como un impostor y otras veces
como un bloqueador; sin embargo, los estudios han demostrado que las
dioxinas no son un simple imitador del estrógeno, como el DES. Al parecer,
ejercen efectos estrogénicos o antiestrogénicos sin acoplarse con el receptor
de estrógeno. Pese a los años de investigación, aún no está claro el modo
exacto en que causa sus daños. Peterson y Moore creían que la clave del
misterio podía encontrarse en el sistema endocrino.
Tal como habían sospechado, sus experimentos con machos adultos de
rata confirmaron que las dioxinas podían alterar los niveles hormonales.
Cuando se administraban dioxinas a un macho adulto, sus niveles de
testosterona descendían, y sus testículos y órganos accesorios perdían peso.
Pero se necesitaba una elevada concentración de dioxinas para producir tales
respuestas, tantas que casi mata a algunas de las ratas utilizadas en los
experimentos.
Aunque a Moore y Peterson les resultaba más fácil estudiar el mecanismo
de la toxicidad utilizando grandes dosis, este método empezó a perder
popularidad a mediados de los ochenta. Se alzaron voces críticas contra los
experimentos con dosis elevadas, alegando que no tenían relevancia en el

Página 135
mundo real, donde personas y animales se exponían a cantidades mucho más
pequeñas de dioxinas.
Al final, a Moore y Peterson no les quedó elección. El Instituto Nacional
de la Salud, que financiaba su trabajo, los obligó a trabajar con dosis más
reducidas, que la agencia federal consideraba más inmediatamente relevantes
para la seguridad sanitaria pública. «Se nos dijo que si queríamos seguir
recibiendo fondos, teníamos que dejar de experimentar con dosis altas»,
asegura Moore.
Mucho antes de que abandonaran sus experimentos con altas dosis de
TCDD, Moore leyó un artículo publicado en 1983 por Dorothea Sager,
investigadora de la universidad de Wisconsin en Green Bay, que había
observado toda una serie de alteraciones, entre ellas una reducción de la
fertilidad, en las ratas machos que habían recibido PCB con la leche de sus
madres. El trabajo de Sager demostraba la importancia crítica que tiene el
momento de la exposición, no sólo en la gravedad del efecto, sino en la clase
de efecto. Sus descubrimientos indujeron a Moore y Peterson a buscar pautas
similares en los efectos del TCDD, y el elegido para llevar a cabo los
experimentos fue un estudiante de doctorado llamado Tom Mably.
El objetivo de este equipo iba más allá de la simple cuestión de si las ratas
afectadas por las dioxinas pueden o no engendrar descendencia viable. Este
enfoque de «todo o nada» resultaba totalmente inadecuado. Lo que querían
era estudiar aspectos más matizados de la reproducción —como la cantidad
de espermatozoides o la conducta de apareamiento— que no suelen medirse
en las investigaciones toxicológicas. Según lo explicaba Moore, «buscábamos
respuestas por caminos diferentes, levantando piedras distintas». Moore está
convencido de que si se hubieran limitado a efectuar las habituales pruebas de
fertilidad, su trabajo se habría hundido en la oscuridad sin provocar ni una
ondulación.
Los resultados de Mably superaron con mucho sus expectativas. Aunque
se necesitaba una dosis casi letal para trastornar el sistema reproductor de las
ratas adultas, cuando se trataba de machos afectados en el útero o a través de
la leche de la madre bastaba una dosis pequeña para causar daños
permanentes en el sistema reproductor. En este estudio, las ratas madres
habían ingerido una sola dosis de dioxinas el decimoquinto día de gestación,
un periodo crítico en el proceso de diferenciación sexual que convierte a los
machos en machos y no en hembras. Al madurar, los machos nacidos de
madres tratadas con dioxinas tenían hasta un 56 por ciento menos
espermatozoides que los hijos de madres no tratadas. Incluso si la dosis había

Página 136
sido mínima, los machos afectados en el útero presentaban una reducción
hasta del 40 por ciento en el número de espermatozoides.
«Es un ejemplo dramático de lo sensible que puede ser el sistema
reproductor masculino en una fase crítica del desarrollo», asegura Moore. «Si
administrábamos la misma dosis a un macho sexualmente maduro, no se
detectaba ningún efecto en la reproducción». Descubrieron que durante la fase
embrionaria el sistema reproductor masculino es unas cien veces más sensible
a las dioxinas que en la edad adulta.
Al parecer, las dioxinas también afectaban a la conducta sexual de los
machos afectados en las primeras etapas de la vida, por lo que se supuso que
interfería con la diferenciación sexual del cerebro.
Al llegar a la madurez, el comportamiento sexual de estos machos en los
apareamientos no se ajustaba a los cánones masculinos, y si se les trataba con
hormonas y eran montados por otro macho manifestaban una gran propensión
a las conductas feminizadas, como el arqueamiento del lomo en una típica
respuesta femenina de lordosis.
Earl Gray repitió este experimento con dioxinas en el laboratorio de
toxicología reproductiva de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) en
Research Triangle Park (Carolina del Norte), utilizando ratas de otra raza
diferente y hámsters, que están considerados como la especie menos sensible
a las dioxinas. En las pruebas de toxicidad se ha comprobado que la dosis
letal para un hámster adulto es cien veces mayor que la que mata a casi todos
los demás mamíferos. Confirmando los trabajos de Peterson, el laboratorio de
la EPA observó una fuerte reducción de la cantidad de espermatozoides, tanto
en las ratas como en los hámsters. En estudios similares realizados con ratas
hembras, se descubrieron malformaciones en el conducto reproductor. Los
resultados obtenidos con los hámsters interesaron de manera especial a Gray,
ya que había quien alegaba que las dioxinas no representaban un peligro
porque ninguna persona había muerto jamás por exposición a las dioxinas.
Aunque puede resultar difícil matar a un hámster adulto con dioxinas, la
especie resultó ser tan sensible como cualquier otra a la exposición prenatal.
Lo mismo que Peterson, Gray descubrió alteraciones en la conducta
sexual de las ratas machos, pero no está convencido de que esta torpeza
sexual se deba a un trastorno del desarrollo del cerebro.
También existe la posibilidad de que las dioxinas alteren el desarrollo de
los genitales masculinos, que no funcionarían como es debido, restando
eficiencia en el apareamiento. Por el momento, aún no está claro si las

Página 137
dioxinas interfieren con el desarrollo del cerebro, alterando así la conducta
sexual.
Los científicos saben menos sobre las dioxinas que sobre los impostores o
bloqueadores hormonales de acción más directa, como el metoxicloro y la
vinclozolina, que provocan sus trastornos acoplándose a los receptores de
estrógeno o de andrógeno. Por esta razón, Gray no se atreve a predecir,
basándose en los experimentos con animales, lo que podría sucederles a las
personas. No obstante, los experimentos más recientes hacen pensar que las
reacciones de personas y animales deben ser bastante similares. Los
investigadores han descubierto que las dioxinas actúan casi exclusivamente a
través de un receptor: uno de los receptores «huérfanos» cuyo mensajero
químico normal aún no es conocido. Este receptor se identificó primero en
animales, pero los estudios realizados han demostrado que también los seres
humanos poseen un receptor funcional —un hidrocarburo arilo— al que se
une la dioxina. Se ha descubierto que en cuanto la dioxina ocupa el receptor
en una célula humana, se pega al ADN del núcleo de la célula, induciendo
muchas de las alteraciones de la manifestación genética observadas en los
experimentos con animales. No parece que los humanos seamos menos
susceptibles a este efecto. Pero sigue siendo un misterio lo que sucede
después, cómo se producen los diversos efectos biológicos de las dioxinas,
que incluyen numerosos trastornos del desarrollo.
Sea del modo que sea, la dioxina actúa como una hormona potente y
persistente, capaz de producir efectos duraderos en dosis muy bajas, similares
a las que se han observado en la población humana.
Lo más irónico es que las ratas de los experimentos de Moore pasaron con
todos los honores las pruebas normales de fertilidad, que son las que suele
utilizar la industria química para comprobar la seguridad de sus productos.
Casi todos los machos fueron capaces de fecundar hembras y engendrar una
cantidad normal de crías. Según Moore, esto se explica porque las ratas son
animales increíblemente fértiles, que producen diez veces más
espermatozoides de los que necesitarían realmente para reproducirse. Se ha
comprobado que se puede suprimir el 99 por ciento del esperma de una rata
con una sustancia tóxica, y aun así no afectar a su capacidad reproductiva.
En comparación, los seres humanos somos reproductores poco eficaces,
que solemos producir la cantidad mínima de espermatozoides necesaria para
lograr la fecundación. Según Moore, muchos hombres presentan ya un nivel
de espermatozoides «rayano en lo patológico», aunque no hayan sufrido los
efectos de sustancias disruptoras del sistema endocrino. Si Moore tiene razón

Página 138
y continúa durante mucho tiempo esta disminución del número de
espermatozoides, a nuestra especie le espera un futuro muy incierto. Este
descenso puede tener un efecto devastador en la fertilidad humana.

Página 139
8 Aquí, allí y en todas partes

La amenaza de las sustancias químicas que actúan como disruptores


hormonales ha llegado a la opinión pública en gran medida a través de una
serie de descubrimientos accidentales y de sorpresas, pero el más singular de
estos episodios es sin duda el que se inició después de la Navidad de 1987 en
la Facultad de Medicina de la universidad de Tufts de Boston.
En la sexta planta de un viejo edificio de ladrillo situado en el límite del
barrio chino, la doctora Ana Soto se puso su bata blanca y se dirigió a su
laboratorio para verificar los cultivos de células de la última tanda de
experimentos, esperando que el día discurriese de acuerdo con la habitual
rutina uniforme y meticulosa. La doctora Soto y el también médico Carlos
Sonnenschein investigan desde hace más de dos décadas por qué las células
se multiplican, una cuestión fundamental en la biología básica, además de ser
una cuestión central del misterio del cáncer, en el que la multiplicación
celular se desmanda.
La pareja, que formó equipo por primera vez en 1973, al incorporarse
Soto al laboratorio de Sonnenschein en Tufts, trabajaba en una teoría que
ponía en entredicho el saber convencional acerca de la proliferación celular.
La teoría dominante sostiene que hay algo en el cuerpo, que los científicos
han bautizado como «factores de crecimiento», que hace que las células se
multipliquen, una concepción que parte del supuesto de que la no
proliferación es el estado normal.
Al principio, Sonnenschein y Soto habían buscado también los factores de
crecimiento, pero unos resultados desconcertantes en sus experimentos les
habían impulsado a revisar sus supuestos. Al abordar la cuestión desde una
perspectiva evolucionista, Sonnenschein y Soto habían llegado a pensar que la
verdad era precisamente lo contrario. Al fin y al cabo, razonaban, los
organismos unicelulares que evolucionaron primero, como las bacterias, no
necesitan que nada les diga que crezcan; se reproducen incesantemente si se
dan las condiciones y los alimentos adecuados. Las células bien nutridas sólo
detienen su proliferación permanente cuando pasan a formar parte de un

Página 140
organismo pluricelular, lo cual sugiere que alguna sustancia inhibidora las
mantiene controladas.
La cuestión probablemente no era qué hace que las células se
multipliquen, sino qué hace que se detengan. Los organismos complejos que
aparecieron en fases posteriores de la historia de la vida no pueden sobrevivir
a menos que sus células mantengan cierta disciplina. Si estas células
comienzan a multiplicarse sin solución de continuidad del modo en que lo
hacen las bacterias, el organismo se convertirá rápidamente en poco más que
un gran tumor desorganizado. Para Soto y Sonnenschein, el objetivo era
encontrar ese inhibidor.
Buscaban este inhibidor mediante experimentos con células humanas
afectadas de cáncer de mama, una variedad que se multiplica en presencia de
estrógenos. En circunstancias normales, los estrógenos causan el crecimiento
de los tejidos en la mama y el útero, algo que, a juicio de Soto y
Sonnenschein, la hormona hace anulando al inhibidor. La hormona tiene un
efecto semejante sobre la estirpe de células sensibles a los estrógenos que la
pareja utiliza en su investigación. Cuando se añaden estrógenos a estas células
vivas en una cubeta de cultivo de laboratorio, las células se multiplican. La
pareja confiaba en que esta investigación sobre cultivo de células les ayudase
a encontrar el inhibidor.
En 1985, Sonnenschein y Soto habían hallado pruebas de que el inhibidor
que proponían existía realmente. Si eliminaban los estrógenos del suero
sanguíneo mediante un proceso especial de filtrado con carbón vegetal y
después añadían el suero a las células afectadas por cáncer de mama sensibles
a los estrógenos, las células dejaban de multiplicarse. Dos años después, se
afanaban por aislar y purificar la sustancia específica en el suero que había
dado la señal de alto.
Trabajar con células en cultivos de tejido puede ser un asunto delicado.
Sólo hay una manera de hacer las cosas: impecablemente. Cualquier falta de
disciplina, el menor atisbo de descuido, puede dar al traste con semanas,
meses, incluso años de trabajo. Para eliminar problemas potenciales,
Sonnenschein y Soto dirigían el laboratorio con un número muy reducido de
personas y seguían procedimientos meticulosamente definidos para mantener
el máximo control. Guardaban en una caja hermética en otro laboratorio las
hormonas que utilizaban en los experimentos. Realizaban personalmente todo
trabajo con las células. Su sistema de minuciosas precauciones, rayano en la
paranoia, había valido la pena. Nunca habían tenido un problema; nunca,
hasta aquella última semana de 1987.

Página 141
Cuatro días antes, Sonnenschein había preparado una serie de placas de
plástico múltiples, colocando células afectadas de cáncer de mama en los
doce pequeños recipientes y añadiendo después niveles variables de
estrógenos y de suero carente de estrógenos a cada una de las pequeñas
colonias de células. Sonnenschein y Soto regresaban ahora a comprobar cómo
les había ido a las células. A lo largo de los años, habían hecho variaciones de
este experimento en cientos de ocasiones. De acuerdo con la rutina,
examinarían las células bajo el microscopio antes de trasladarlas de las placas
a viales especiales de recuento, para que las células pudieran ser cotejadas por
un contador de partículas electrónico.
De alguna manera la placa no parecía en orden, por lo que Sonnenschein
ajustó el microscopio y miró de nuevo. No había visto visiones. Toda la placa
—cada colonia creciendo en un suero sanguíneo especialmente modificado—
estaba tan atestada como un vagón del metro en hora punta. Con
independencia de si se habían añadido estrógenos o no, las células afectadas
de cáncer de mama se habían multiplicado desaforadamente.
Nunca habían visto nada semejante en todos sus años de trabajo con las
células. Al principio se quedaron atónitos. No sabían qué pensar, salvo que
algo había salido rematadamente mal.
Suponían que tenía que ser alguna clase de contaminación de estrógenos.
Pudieron comprobarlo de inmediato porque Carlos trabajaba también con
otras células y éstas se comportaban según lo previsto.
Las únicas células que se multiplicaban desenfrenadamente eran las
células de cáncer de mama sensibles a los estrógenos.
Prepararon con todo cuidado otra serie de placas con células cancerosas, y
una vez más vieron la misma proliferación galopante. No era un hecho
efímero. La misteriosa contaminación seguía estando en algún lugar del
laboratorio.
Soto y Sonnenschein pasaron la fiesta de Año Nuevo luchando contra la
depresión y repasando una y otra vez sus procedimientos de trabajo en el
laboratorio, buscando cambios o posibles meteduras de pata que pudieran
explicar la proliferación desbocada. Dado que realizaban personalmente todo
el trabajo con las células, no se podía culpar a nadie más. Pero ¿qué podían
haber hecho mal? Y si no habían cometido un error, ¿qué otra cosa podía
haber sucedido?
Tal vez las células cancerosas habían cambiado de alguna manera o
habían sido contaminadas por células extrañas.

Página 142
No. Descartaron rápidamente esa posibilidad comparando las células con
muestras congeladas de la misma estirpe celular y con otras células sensibles
a los estrógenos. Cuando se hacía la prueba, todas mostraban la misma
proliferación misteriosa sin exposición a estrógenos.
Consideraron todas las explicaciones posibles, desde el descuido hasta el
sabotaje. ¿Podía haber entrado alguien en el laboratorio, llevando abierto sin
darse cuenta un frasco de estradiol, la forma de estrógeno que utilizaban en
sus experimentos? Esta hormona es tan potente que sólo guardan a mano un
gramo para su investigación, o sea menos de una cucharadita. Una pizca fuera
de control podía contaminar un laboratorio entero. Por eso estaba guardada
bajo llave en otro laboratorio. Habida cuenta de los férreos controles, un
accidente de esta índole parecía sumamente improbable.
¿Cabía la posibilidad de que alguien hubiera manipulado
intencionadamente sus experimentos? La idea se les pasó por la mente al no
ocurrírseles otras explicaciones más simples. El sabotaje de experimentos por
parte de colegas envidiosos no era un hecho insólito en la ciencia. Su trabajo
abría nuevos caminos y refutaba ideas arraigadas. Pero tenía que haber una
explicación más razonable.
Finalmente, la causa superaría sus más descabelladas fantasías y sería algo
más extraño aún y más desasosegante que el sabotaje humano. Habrían de
transcurrir cuatro largos y frustrantes meses hasta encontrar por fin el
«estrógeno fantasma», y dos años hasta que pudieron poner un nombre a la
sustancia química que imitaba a la hormona.
Su descubrimiento impresionó incluso a veteranos investigadores de las
sustancias químicas que alteran el sistema hormonal. Durante años, la
discusión en marcha sobre los posibles riesgos para la salud humana
derivados de las sustancias químicas sintéticas se había basado en el supuesto
de que la mayor parte de la exposición humana procede de los residuos
químicos, fundamentalmente plaguicidas, que se encuentran en los alimentos
y en el agua. Ahora Soto y Sonnenschein habían descubierto disruptores
hormonales químicos donde menos se esperaba: en productos omnipresentes
que se consideraban benignos e inertes. Era una prueba palmaria de nuestra
supina ignorancia acerca de las sustancias químicas que actúan como
disruptores hormonales en el entorno y de cómo podíamos estar expuestos a
ellas.
Con la llegada del año nuevo, Sonnenschein y Soto comenzaron en serio
sus pesquisas. Su investigación se paró en seco hasta que diesen con la
contaminación.

Página 143
Como no tenían pista alguna, decidieron finalmente atacar el misterio
mediante un tedioso proceso de eliminación. Comenzaron haciendo una lista
exhaustiva de cada paso que se seguía en sus experimentos y de cada pieza
del equipo que se utilizaba. A continuación acometieron la repetición del
experimento, sustituyendo un solo elemento en cada ensayo. Cabía la
posibilidad de que algún técnico no hubiera lavado adecuadamente con ácido
las pipetas de cristal para eliminar todos los rastros de estrógenos. Utilizaron
una pipeta totalmente nueva para ver si esto influía en el resultado. ¿Y el
carbón vegetal? ¿Alteraría el resultado si se utilizaba carbón de un envase
nuevo para filtrar el estrógeno del suero? ¿Y los tubos de plástico donde se
almacenaba el suero? Probaron con un nuevo lote.
A pesar de sus precauciones, ninguna de sus intentos influyó en los
resultados. Una y otra vez se les caía el alma a los pies al ver densas masas de
células a través del microscopio. Con cada día y cada fracaso, el retraso se
acumulaba en su calendario de investigación. La contaminación les
obsesionaba.
Llegó hasta el punto de que no hacían otra cosa que observar las células
para ver si habían encontrado finalmente el origen del problema.
Sonnenschein comenzó a sospechar que el problema debía estar en el
propio laboratorio. De alguna manera la atmósfera misma debía estar
contaminada. Para verificar esta última sospecha, dispuso lo necesario para
utilizar el laboratorio de un colega y todo su equipo. Lo único que llevó a este
laboratorio fueron las células afectadas de cáncer de mama y los tubos de
suero tratado con carbón vegetal. Otro intento fallido. Las placas seguían
mostrando signos de crecimiento celular desenfrenado.
Aquello significaba que la contaminación había ido con ellos, en el carbón
vegetal o en los tubos. Pero ¿cómo era posible, si habían verificado el carbón
y utilizaban los mismos tubos de laboratorio desde hacía años?
Cansinamente, se dispusieron a realizar el experimento una vez más, pero
en esta ocasión probarían una marca distinta de tubo de laboratorio, un tubo
fabricado por Falcon en vez de Corning. Habían llegado los últimos días de
abril. Llevaban cuatro largos, desesperantes y deprimentes meses dedicados a
la caza del contaminante. La tensión había llegado a ser casi insoportable.
Cuando Sonnenschein se disponía a examinar las placas varios días
después, Soto y otros colegas se congregaron a su alrededor, observando en
silencio mientras deslizaba una de ellas bajo el microscopio.
«Están inhibidas», anunció triunfalmente.
Por fin. Soto sintió desaparecer la tensión que se había apoderado de ella.

Página 144
Tenía que ser eso. Los tubos Corning de tapón anaranjado. Algo debía de
filtrarse desde los tubos al suero sanguíneo que utilizaban en sus
experimentos, algo que actuaba como un estrógeno. El plástico, al que
siempre habían considerado una sustancia benigna e inerte, debía de contener
sustancias químicas que podían causar cambios significativos y preocupantes
en las células humanas. Lejos de ser inerte, el plástico parecía biológicamente
activo.
Pero su euforia por haber resuelto el enigma resultó efímera, pues
rápidamente se vieron superados por una creciente sensación de mal
presentimiento. Si esto sucedía con sus tubos de laboratorio, debía de suceder
también con otros productos de plástico. Era casi con certeza un problema que
se extendía mucho más allá de su laboratorio.
Unos días después, Sonnenschein se puso en contacto con Jean Mayer,
rector de Tufts y nutriólogo de formación. Mayer comprendió de inmediato
las repercusiones del hallazgo. Los responsables universitarios alertaron
entonces a la división de productos científicos de Corning sobre el problema.
La compañía respondió suministrando un juego de tubos de ensayo
codificados para otra tanda de experimentos. Los resultados fueron
ciertamente curiosos. Cuando Soto y Sonnenschein guardaban el suero
sanguíneo libre de hormonas en algunos de estos tubos, sus células cancerosas
manifestaban una respuesta semejante a los estrógenos. Pero las células no
manifestaban respuesta alguna ante el suero guardado en otros tubos de
apariencia idéntica. Los hallazgos hicieron que los directivos de Corning
accedieran a reunirse con Sonnenschein y Soto y otros representantes de Tufts
el 12 de julio de 1988.
En aquella reunión, celebrada en el Hilton del aeropuerto Logan de
Boston, Soto y Sonnenschein se enteraron de que la compañía había
cambiado recientemente la resina plástica para que los tubos fueran menos
quebradizos, pero no se había tomado la molestia de modificar el número de
catálogo.
Aunque el laboratorio de la facultad de medicina seguía encargando el
número de tubo que utilizaba desde hacía años, Corning suministraba ahora
un tubo de laboratorio que tenía una composición química distinta. Cuando
Soto preguntó cuál era el contenido químico de la nueva resina, Corning
declinó revelar la información aduciendo que se trataba de un «secreto
comercial».
Soto y Sonnenschein estaban indignados. ¿Qué debían hacer? ¿Cambiar
sin más a otra marca de tubo y continuar con su investigación? ¿Podían pasar

Página 145
por alto en buena conciencia las repercusiones de su descubrimiento
accidental?
Abandonar no sólo habría sido irresponsable, sino que no habría estado en
consonancia con su conducta habitual. Soto es una mujer originaria de un país
latino en una profesión dominada por los hombres, y no ha llegado tan lejos
conformándose cuando la respuesta era no. La negativa sólo hizo que sacara a
relucir su tenacidad de terrier. Aunque Carlos pudiera parecer más
conformista, compartía una dosis semejante de tozudez que era evidente en
las investigaciones de ambos. Para desafiar al establishment en el área de
actividad propia hace falta cierta independencia y determinación.
Aunque ambos habían recibido formación en el campo de la biología
celular y no en el de la química orgánica, y aunque no tenían dinero para esta
clase de investigación, coincidieron en que de un modo u otro averiguarían
cuál era la sustancia química que se filtraba del plástico y causaba una
proliferación desenfrenada de las células cancerosas.
Soto se preguntaba qué efectos tendrían unos tubos de la misma
composición si se utilizaban en pruebas de diagnóstico en laboratorios.
Sonnenschein pensaba en todos los plásticos que se utilizan para contener
alimentos, incluso biberones infantiles. A Sonnenschein le preocupaba que los
niños pudieran estar tomando sustancias estrogénicas con su leche. Como
médicos e investigadores que habían dedicado décadas al estudio de los
efectos de las hormonas, tenían la firme convicción de que aumentar la
exposición a estrógenos es peligroso y poco sensato.
Tardaron meses en purificar la sustancia presente en el plástico que
causaba el efecto estrogénico en sus experimentos y en realizar una
identificación preliminar mediante el análisis de espectrometría de masas.
Finalmente, estuvieron en condiciones de enviar una muestra de la sustancia
al otro lado del río, a los químicos del Instituto de Tecnología de
Massachusetts para su identificación definitiva.

A finales de 1989, dos años después del comienzo de sus pesquisas, tenían
una respuesta definitiva: p-nonilfenol.
En investigaciones posteriores, Soto y Sonnenschein aprendieron que el p-
nonilfenol pertenece a una familia de sustancias químicas sintéticas llamadas
alquilfenoles. Los fabricantes añaden nonilfenoles al poliestireno y al cloruro
de polivinilo, el familiar PVC, como antioxidante para que estos plásticos
sean más estables y menos frágiles. Los tubos de plástico para centrífuga en

Página 146
los que guardaban el suero sanguíneo eran de poliestireno, un plástico que,
dependiendo del fabricante, podía incluir o no nonilfenoles.
Revisando la literatura científica, encontraron retazos de información que
aumentaron más si cabe su preocupación. Un estudio había descubierto que la
industria de procesamiento y envasado de alimentos utilizaba PVC que
contenían alquilfenoles. Otro informaba del hallazgo de contaminación por
nonilfenol en agua que había pasado por cañerías de PVC. Soto y
Sonnenschein descubrieron incluso que el nonilfenol se utiliza para sintetizar
una sustancia que se encuentra en cremas anticonceptivas: nonoxinol-9. En
estudios con ratas, los investigadores habían descubierto que el nonoxinol-9
se descompone una vez en el interior del cuerpo del animal, creando
nonilfenol.
Aprendieron también que la descomposición de sustancias químicas
presentes en detergentes industriales, plaguicidas y productos para el cuidado
personal pueden dar origen asimismo a nonilfenol.
En los Estados Unidos y en otros países se utilizan grandes cantidades de
estas sustancias químicas llamadas polietoxilatos de alquilfenol: 200 millones
de kilogramos en 1990 sólo en Estados Unidos, y más de 275 millones de
kilogramos en todo el mundo. Aunque los productos adquiridos por el
consumidor, como los detergentes, no son estrogénicos por sí mismos, los
estudios han descubierto que las bacterias en los cuerpos de los animales, en
el entorno o en las plantas de tratamiento de aguas residuales degradan estos
polietoxilatos de alquilfenol, creando nonilfenol y otras sustancias químicas
que imitan a los estrógenos.
En trabajos complementarios, Soto y Sonnenschein tomaron la sustancia
química que habían hallado en sus tubos de laboratorio y la inyectaron a ratas
para verificar que actuaba como estrógeno en animales vivos, además de en
las células de una cubeta de cultivo de laboratorio. En pruebas con ratas
hembras sin ovarios, descubrieron que el p-nonilfenol causaba la proliferación
de la pared del útero como si se les hubieran administrado estrógenos a los
animales. Dado que la sustancia química sintética es menos potente que el
estrógeno natural, fueron necesarias dosis más altas para producir un efecto.
Los polietoxilatos de alquilfenol se vienen utilizando ampliamente desde
el decenio de 1940, pero en los últimos diez años han sido objeto de un
escrutinio cada vez mayor debido a su toxicidad para la vida acuática, sobre
todo cuando se descomponen. A finales del decenio de 1980, varios países
europeos habían prohibido ya el uso en los limpiadores domésticos de los
etoxilatos de nonilfenol, que son el componente de este grupo que se usa con

Página 147
mayor frecuencia en los productos de limpieza, y se estaban estudiando
restricciones semejantes en otros países. Sin embargo, aunque muchos siguen
permitiendo su uso, en los limpiadores elaborados con fines industriales,
catorce países europeos acordaron en 1992 la eliminación gradual de este uso
para el año 2000.
Cuando Soto y Sonnenschein publicaron sus conclusiones en 1991,
añadieron una nueva preocupación a la lista en aumento. Era el primer
informe de que estas sustancias químicas ampliamente utilizadas y
razonablemente bien estudiadas podían actuar también como disruptores
hormonales.
Por una extraña coincidencia, mientras Soto y Sonnenschein perseguían la
contaminación en su laboratorio, un drama semejante se desarrollaba en el
otro extremo del país, en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Stanford, en Palo Alto, California. También en este caso el misterioso
estrógeno se encontró en instrumentos de laboratorio de plástico, pero no en
productos de poliestireno ni de nonilfenol. El equipo de Stanford encontró
otro imitador de los estrógenos, el bisfenol-A, que se filtraba desde una clase
de plástico totalmente distinta, el policarbonato. Este plástico se utiliza para
fabricar matraces y frascos de laboratorio, y muchos artículos de consumo,
como los grandes recipientes que se usan para embotellar el agua potable.
También en este caso, el descubrimiento fue accidental y tuvo lugar
únicamente porque los científicos realizaban investigaciones con células
sensibles a los estrógenos. David Feldman, profesor de medicina, y sus
colegas del departamento de endocrinología habían descubierto inicialmente
en la levadura una proteína que se enlaza con los estrógenos, y pensaron que
podía ser un primitivo receptor de estrógenos, y si la levadura tenía tal
receptor de estrógenos, en tal caso debía de haber una hormona de la
levadura. El equipo andaba a la caza de esa hormona cuando vio que alguna
sustancia se enlazaba con el receptor de la levadura. Pero los investigadores
no tardaron en darse cuenta de que el efecto estrogénico no se debía a una
hormona, sino a un contaminante. Determinaron que el contaminante era
bisfenol-A y que el origen de la contaminación eran los matraces de
policarbonato que se utilizaban para esterilizar el agua que se usaba en los
experimentos.
En un artículo publicado en 1993, el equipo de Stanford informó de su
descubrimiento y de sus conversaciones con el fabricante del policarbonato,
GE Plastics Company. La compañía, que al parecer estaba al corriente de que
el policarbonato podía degradarse, sobre todo si se exponía a temperaturas

Página 148
elevadas y a limpiadores caústicos, había desarrollado un régimen especial de
lavado con el que creían haber eliminado el problema. Al trabajar con la
compañía, sin embargo, los investigadores descubrieron que GE no podía
detectar el bisfenol-A en muestras enviadas por el laboratorio de Stanford,
muestras que causaban la proliferación en las células afectadas de cáncer de
mama sensibles a los estrógenos.
El problema resultó ser el límite de detección en el aquilatamiento
químico de GE, un límite de 10 partes por 1000 millones. El equipo de
Stanford descubrió que entre 2 y 5 partes por 1000 millones de bisfenol-A
eran suficientes para provocar una respuesta estrogénica en las células en el
laboratorio.
Aunque el bisfenol-A es 2000 veces menos potente que el estrógeno,
señala Feldman, «tiene actividad, sin embargo, en el orden de partes por 1000
millones». Pero Feldman se cuida de alarmar a la opinión pública acerca de
los plásticos. «No sabemos suficiente todavía para que esto se convierta en
una crisis de la salud pública.» Sin embargo, Feldman añade que el
descubrimiento accidental sobre el policarbonato plantea un sinfín de
preguntas a las que es preciso dar una respuesta. El artículo de Stanford
demuestra que el bisfenol-A causa una respuesta semejante a la de los
estrógenos en las células en un laboratorio. La siguiente pregunta lógica,
afirma, es si causa la misma respuesta cuando se le suministra disuelto en el
agua a un animal.
Lamentablemente, tales preguntas continúan sin respuesta por ahora
porque investigadores como Sonnenschein y Soto no han podido conseguir
fondos para seguir investigando los plásticos biológicamente activos y otras
sustancias químicas sintéticas que actúan como disruptores hormonales.
El problema parece dimanar de la inercia de las instituciones y las ideas.
Quienes aspiran a realizar esta investigación se quejan de que los revisores de
subvenciones suelen estar anclados en ideas más antiguas, que se centran en
los daños causados por las sustancias químicas al ADN. En consecuencia, a
menudo no comprenden o no valoran plenamente la importancia de esta
nueva línea de investigación y suelen tener una visión estrecha de los tipos de
estudios que deben recibir fondos federales. Para empeorar la situación,
apenas existen instituciones que otorguen subvenciones que se muestren
receptivas o estén dispuestas a considerar propuestas de investigaciones
interdisciplinares como las que se requieren para investigar estas cuestiones.
En este mismo periodo, John Sumpter, un científico de una especialidad
muy diferente, había sido contratado para ayudar a resolver otro misterio al

Página 149
otro lado del Atlántico: el caso de los peces de sexualidad confusa. Sumpter
es un biólogo de la Universidad Brunel de Uxbridge, que ha estudiado el
papel de las hormonas en la reproducción de los peces.
Los pescadores que lanzaban sus cañas en los ríos ingleses habían
informado de que algo extraño les sucedía a los peces, sobre todo en las
lagunas situadas inmediatamente por debajo de los desagües de las plantas de
tratamiento de aguas residuales. El problema no era las habituales
mortandades de peces que pueden tener lugar debido a los plaguicidas o a los
bajos niveles de oxígeno. Tampoco parecía que los peces tuvieran ninguna
enfermedad obvia. Sin embargo, muchos tenían un aspecto ciertamente
singular. Ni los pescadores más avezados podían decir a menudo si un pez era
macho o hembra, pues presentaban características sexuales masculinas y
femeninas al mismo tiempo. Parecían ejemplos perfectos de la condición que
los científicos llaman «intersexual», en la que un individuo queda varado
entre un sexo y otro.
Los empleados de las instituciones pesqueras oficiales se pusieron en
contacto con Sumpter porque sospechaban que algo que había en el agua —ya
fueran hormonas o una sustancia que imitaba a las hormonas— causaba la
confusión sexual. La pregunta que le plantearon fue ésta: ¿tienen los peces
algo medible que indique si están expuestos a hormonas?
Depende de la hormona, respondió Sumpter. Si el agua contenía algo que
actuase como un estrógeno, estaba convencido de que habría un signo delator
en los machos, que responderían al estrógeno fabricando una proteína vitelina
especial que normalmente sólo producen las hembras. En las hembras, el
hígado produce esta proteína, la vitelogenina, como respuesta a una señal
estrogénica de los ovarios. Una vez sintetizada por el hígado, la sangre
transporta de nuevo la vitelogenina a los ovarios, donde se asimila y se
incorpora a los huevos cuando la hembra se prepara para la reproducción.
Aunque los machos no producen huevos, sus hígados producen
vitelogenina si están expuestos a niveles elevados de estrógenos. Dado que
esta respuesta depende en grado sumo de los estrógenos, los niveles de
vitelogenina encontrados en los peces machos ofrecen un buen indicio de la
exposición a estrógenos.
La pregunta inicial —si las plantas de tratamiento de aguas residuales
vertían algo que actuaba como estrógeno— resultó la de más fácil respuesta.
Los peces ofrecían un testimonio inequívoco de que esto era así.
Una semana después de que el equipo investigador colocara jaulas de
trucha arco iris criada en cautividad en el agua procedente de una planta de

Página 150
tratamiento de aguas residuales del río Lea, 80 kilómetros al norte de
Londres, los niveles de vitelogenina medidos en la sangre de los peces se
dispararon. Los peces enjaulados producían 500 veces más vitelogenina que
las truchas que estaban en aguas limpias en otros lugares. En tres semanas, los
niveles del marcador de estrógenos delator de Sumpter subieron aún más,
hasta multiplicarse por más de 1000.
En el verano de 1988 se realizó un estudio a nivel nacional en el que se
examinaron veintiocho lugares de Inglaterra y Gales. Aunque los bajos
niveles de oxígeno y el mal funcionamiento de las plantas mataron a algunos
de los peces enjaulados, los investigadores obtuvieron resultados en quince de
estos lugares y descubrieron espectaculares aumentos de los niveles de
vitelogenina en todos y cada uno de los casos. Algunos aumentos eran
realmente asombrosos: en un pez la vitelogenina alcanzó un nivel que
multiplicaba por 100 000 el normal. Cualquiera que fuese esa sustancia
estrogénica, el estudio demostró que era un problema de ámbito nacional, no
sólo local.
Las conclusiones plantearon inquietantes preguntas acerca de la posible
exposición humana a través del agua potable, que se toma en su mayor parte
de estos ríos. En verano, hasta un 50 por ciento del agua de los ríos puede
provenir de plantas de tratamiento de aguas residuales, y en un verano seco, la
proporción de aguas residuales puede elevarse hasta un 90 por ciento. Sin
embargo, en las pruebas realizadas con peces enjaulados en ocho embalses
fluviales, no se encontraron efectos de la vitelogenina en los peces. Aunque
este dato sea un tanto tranquilizador, sólo indica que no se encuentra presente
una cantidad suficiente de sustancia estrogénica para producir una respuesta
en los peces adultos. Las pruebas no se hicieron durante fases sensibles del
desarrollo de los peces, ni buscaron otras alteraciones hormonales distintas de
las causadas por los estrógenos. Así pues, no queda descartada la presencia de
sustancias químicas estrogénicas en el agua potable. La ley no exige a las
compañías británicas suministradoras de agua que realicen pruebas periódicas
para detectar estas sustancias químicas. Y aunque se realicen pruebas, no es
preceptivo que los resultados se hagan públicos.
Más difícil, sin embargo, fue responder a la pregunta relacionada con el
origen de la sustancia estrogénica. Al principio se pensó en las píldoras
reguladoras de la natalidad. Sumpter y sus colegas elaboraron una teoría
según la cual las mujeres que tomaban anticonceptivos orales, que contenían
una forma de estrógeno llamado etinilestradiol, la excretaban en su orina, por
lo que la hormona terminaba en la planta de tratamiento y finalmente en los

Página 151
ríos. En experimentos realizados en laboratorio, establecieron que esta forma
de estrógeno produce realmente unos efectos en los peces en concentraciones
de una milmillonésima de gramo por litro de agua. Pero por mucho que lo
intentaron, los científicos británicos no pudieron detectar esta sustancia
química en el agua procedente de las plantas de tratamiento de aguas
residuales.
Sumpter y sus colegas pensaron después en otras sustancias estrogénicas,
como los estrógenos vegetales y los plaguicidas. Aunque es cierto que estas
sustancias pueden contribuir a generar cierto efecto estrogénico general,
pensaron que era improbable que la cantidad procedente de las plantas de
tratamiento fuese suficiente para explicar una parte importante del fenómeno
estrogénico que estaban estudiando.
A continuación, revisando la literatura científica sobre sustancias
químicas estrogénicas, Sumpter encontró el artículo de Soto y Sonnenschein
en el que éstos describían su descubrimiento de nonilfenol en plástico de
poliestireno y otros productos. Y así se enteró de que los detergentes pueden
contener ingredientes que se degradan en sustancias químicas estrogénicas.
Había un nuevo sospechoso.
Los investigadores desarrollaron una nueva tanda de pruebas para
comprobar si esta teoría era de hecho verosímil. En primer lugar, ¿eran los
alquilfenoles estrogénicos para los peces, además de serlo para las células
humanas de cáncer de mama que habían utilizado los investigadores de Tufts?
Y, en segundo lugar, ¿hay en el entorno una cantidad suficiente de esta
sustancia para producir un efecto en los peces? La respuesta a ambas
preguntas resultó ser afirmativa. Los peces respondieron, y los niveles
encontrados en el agua de los ríos eran lo bastante elevados como para hacer
que los machos produjeran cantidades significativas de vitelogenina. Los
estudios de exposición de peces machos en periodo de crecimiento a
concentraciones de nonilfenol indicaron que las concentraciones moderadas
que pueden encontrarse en el entorno son suficientes para inhibir el
crecimiento de sus testículos.
Sumpter y sus colegas tenían ya un firme sospechoso: los alquilfenoles
resultantes de la degradación de los detergentes que contienen polietoxilatos
de alquilfenol, pero no saben con certeza todavía si esta familia de sustancias
químicas es la culpable. Actualmente intentan fundamentar esta hipótesis
mediante el análisis químico. Los datos preliminares indican, ya que el
problema de los estrógenos no será el resultado de una sola sustancia química,
sino de una mezcla de ellas. «No sabemos si la mezcla está relacionada con

Página 152
los polietoxilatos de alquilfenol. Podría ser una sola familia de sustancias
químicas o una mezcla de detergentes, plaguicidas y plastificantes», afirma
Sumpter, que apuesta que será «una serie de sustancias químicas que unidas
contribuyen a producir el efecto».
Los descubrimientos iniciales de sustancias químicas que actúan como
disruptores hormonales en algunos lugares inesperados han conducido
inevitablemente a otros.
Estimulados por el informe sobre plásticos biológicamente activos de los
investigadores de Tufts, científicos españoles de la universidad de Granada
decidieron investigar los revestimientos de plástico que los fabricantes
utilizan para recubrir botes y latas metálicos. Estos revestimientos, que a
menudo pasan inadvertidos, se han añadido a los envases debido a la
preocupación suscitada por la posibilidad de que los metales puedan
contaminar los alimentos o imprimir un gusto metálico. Al parecer, estos
revestimientos de plástico se encuentran en el 85 por ciento de las latas de
comida de los Estados Unidos y en el 40 por ciento de las que se venden en
España.
El equipo formado por los hermanos Fátima y Nicolás Olea, toxicóloga
alimentaria y médico especializado en cánceres endocrinos, respectivamente,
ha visitado los Estados Unidos y trabajado en la Facultad de Medicina de
Tufts con Soto y Sonnenschein. Su estancia en Boston les había alertado de
los posibles peligros de los plásticos.
Sus sospechas resultaron fundadas. En un estudio en el que se analizaban
veinte marcas de alimentos enlatados adquiridas en los Estados Unidos y en
España, no sólo hallaron bisfenol-A, la misma sustancia química que los
investigadores de Stanford habían descubierto que se filtraba de los matraces
de laboratorio fabricados con policarbonato, sino que también encontraron
concentraciones asombrosamente elevadas en productos como maíz,
alcachofas y guisantes. La contaminación por bisfenol-A se detectó en
aproximadamente la mitad de los alimentos enlatados que analizaron. En
algunos casos, las latas contenían nada menos que 80 partes por 1000
millones, es decir, 27 veces más que la cantidad que, según el informe del
equipo de Stanford, era suficiente para que proliferasen las células afectadas
de cáncer de mama. En tales niveles, un imitador de estrógenos sintético
podría contribuir de manera significativa a la exposición de una persona, con
independencia de que sea o no un estrógeno «débil».
Plásticos biológicamente activos se filtraban desde las latas, envases
donde cabría esperar no encontrar plástico alguno.

Página 153
En todos los casos que se estudian en este capítulo intervienen sustancias
químicas sintéticas que imitan a los estrógenos, pero no todas las sustancias
químicas sintéticas que actúan como disruptores hormonales actúan como
estrógenos. Otras hormonas del cuerpo también son vulnerables.
Recordemos, por ejemplo, que algunos fungicidas se interfieren en la
acción de las hormonas masculinas. Por otra parte, en estudios en curso en el
laboratorio de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos que se
desarrollan en el Research Triangle Park, en Carolina del Norte, Earl Gray ha
descubierto que incluso los imitadores de estrógenos clásicos tienen unos
efectos mucho más amplios de lo que los científicos de este campo han
reconocido hasta ahora. Resulta que algunas de estas sustancias químicas
sintéticas «estrogénicas» también afectan directamente a los machos mediante
el bloqueo de los receptores de andrógenos que responden a las hormonas
masculinas.

La cuestión de la exposición es el aspecto fundamental del debate sobre si


las sustancias químicas alteradoras de hormonas suponen un peligro o no.
Algunos escépticos rechazan tales preocupaciones, afirmando que los efectos
hormonales de las sustancias químicas sintéticas son mucho más débiles que
los de las hormonas naturales, y que los seres humanos no están expuestos a
niveles suficientes para que esta exposición entrañe un peligro.
Estas afirmaciones no están respaldadas por pruebas. Cuando se examina
la información y la literatura científicas disponibles, se descubre rápidamente
que hay demasiados espacios en blanco y que faltan demasiadas piezas para
poder hacerse siquiera una imagen aproximada de qué cantidad podrían estar
tomando los seres humanos o para ofrecer unas conclusiones definitivas. A
menudo la información necesaria simplemente no existe o no está disponible.
Los fabricantes ocultan con frecuencia información sobre los componentes de
sus productos aduciendo que se trata de datos patentados o de secretos
comerciales, un principio que la legislación y la jurisprudencia protegen con
mucho más rigor que el derecho del público a saber. Incluso la Ley de
Libertad de Información, de ámbito federal, que se supone otorga a los
ciudadanos de los Estados Unidos el acceso a la información que obra en
poder del gobierno, incluye una exención para los secretos comerciales o la
información mercantil confidencial.
Nadie sabe cuántos artículos de consumo de plástico del mercado
contienen sustancias químicas que alteran el sistema hormonal. Incluso en el
caso de los plaguicidas, en el que los gobiernos mantienen una vigilancia más

Página 154
estrecha, es imposible obtener datos coherentes sobre la producción de
plaguicidas específicos. Las cifras oficiales disponibles en los Estados Unidos
y en otros países son, en el mejor de los casos, limitadas e inconexas.
La información que ofrece la literatura científica sobre la actividad
biológica de las sustancias químicas preocupantes y sobre la exposición
humana a tales sustancias es igualmente fragmentaria e insatisfactoria. En
unos casos, hay estudios aislados que informan sobre concentraciones de una
u otra sustancia química en la sangre o la grasa corporal humanas, describen
diversas fuentes de exposición o detallan cómo una sustancia química
disruptora hormonal afecta al hígado, a las células, el sistema nervioso, el
cerebro u otra parte del cuerpo.
A menudo, los estudios muestran tendencias que difieren de un lugar a
otro o entre unas sustancias químicas y otras. Esto no es sorprendente. Los
países industrializados que controlaban las sustancias químicas persistentes
como el DDT registraron una espectacular caída de las concentraciones de
DDT a finales del decenio de 1970. Aunque las tasas de reducción del DDT
en tejidos humanos han descendido de forma significativa desde esa época,
esto es sin embargo un signo alentador de que la acción de los gobiernos
puede reducir el nivel de exposición. En países en desarrollo de América
Latina, África y Asia, donde continúa el uso intensivo de DDT y lindano, los
tejidos humanos siguen mostrando concentraciones importantes de estas
sustancias químicas persistentes.
El caso de los PCB es totalmente distinto. Las concentraciones en tejidos
humanos han permanecido constantes en los últimos años aun cuando la
mayoría de los países industrializados pusieron fin a la producción de PCB
hace más de una década. Este dato refleja sin duda el hecho de que la
exposición continúa a pesar de la prohibición, porque dos tercios de los PCB
producidos en todas las épocas continúan en uso en transformadores u otros
equipos eléctricos y, por consiguiente, pueden ser objeto de liberación
accidental.
Lo único que nos queda son instantáneas aisladas de un aspecto u otro del
problema. Pero finalmente, no sabemos cómo aglutinar estos datos inconexos.
No sabemos cuál es su significado colectivo. En todo caso, resulta cada vez
más difícil evaluar la exposición a medida que las sustancias químicas
persistentes se van eliminando gradualmente en los países industrializados y
están siendo sustituidas por sustancias menos persistentes como el
metoxicloro. Al igual que el DDT, el metoxicloro altera el sistema hormonal,
pero a diferencia de sus predecesores, no deja rastros reveladores de su

Página 155
exposición en los tejidos corporales. Es inevitable formularse la inquietante
pregunta de cuántas sustancias químicas disruptoras hormonales más quedan
por descubrir.
Aunque ahora parece que las sustancias químicas sintéticas constituyen
una parte inextricable de la estructura de la vida moderna, la generalización
de su uso es relativamente reciente. La industria química sintética se
desarrolló por primera vez en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los
químicos aprendieron a sintetizar tintes textiles en el laboratorio y la
fabricación de estos tintes artificiales comenzó en gran escala. Pero la «era
química» que ha transformado la vida diaria no alboreó hasta la segunda
guerra mundial, cuando los nuevos descubrimientos y las nuevas técnicas
revolucionaron la industria y condujeron a una época de expansión explosiva
de la producción de sustancias químicas sintéticas. Entre 1940 y 1982, la
producción de materiales sintéticos se multiplicó aproximadamente por 350, y
miles de millones de kilogramos de sustancias químicas artificiales se
vertieron en el entorno, exponiendo a los seres humanos, los animales y las
plantas y el sistema planetario a innumerables sustancias a las que nunca
habían tenido que hacer frente.

Examinemos algunas cifras que esbozan la magnitud de este experimento


global que lleva en marcha medio siglo.
La producción de sustancias químicas sintéticas basadas en el carbono en los
Estados Unidos, que representan la parte del león de las sustancias químicas
sintéticas, rondó los 200 000 millones de kilogramos en 1992, es decir unos
725 kilogramos per cápita. Se calcula que la producción mundial es unas
cuatro veces mayor, aunque es imposible conocer cifras reales.
Actualmente pueden encontrarse en el mercado unas 100 000 sustancias
químicas sintéticas. Cada año se introducen 1000 nuevas sustancias, la
mayoría sin una verificación y revisión adecuadas. En el mejor de los casos,
las instalaciones de verificación existentes en el mundo pueden someter a
prueba únicamente a 500 sustancias al año. En realidad, sólo una pequeña
parte de esta cifra es sometida realmente a prueba.
El mercado mundial de plaguicidas representó unos 2000 millones de
kilogramos en 1989, e incluía 1600 sustancias químicas. El consumo mundial
continúa creciendo. Los plaguicidas son una clase especial de sustancias
químicas por cuanto son biológicamente activas por diseño y se dispersan
intencionadamente en el entorno.

Página 156
Hoy en día se usan en los Estados Unidos 30 veces más plaguicidas
sintéticos que en 1945. En este mismo periodo, el poder biocida por
kilogramo de las sustancias químicas utilizadas por 900 000 explotaciones
agrícolas y 69 millones de unidades familiares se ha multiplicado por 10. El
consumo de plaguicidas, sólo en los Estados Unidos, asciende a unos 1000
millones de kilogramos al año, unos 4 kilogramos per cápita.
El 35 por ciento de los alimentos consumidos en Estados Unidos tienen
residuos de plaguicidas detectables. Los métodos de análisis estadounidenses,
sin embargo, sólo detectan un tercio de los más de 600 plaguicidas en uso. La
contaminación de los alimentos por plaguicidas es a menudo muy superior en
los países en desarrollo. En Egipto, la mayoría de las muestras de leche
analizadas en un estudio contenían niveles elevados de residuos de quince
plaguicidas.
El comercio mundial de sustancias químicas incluye 15 000 productos
clorados sintéticos, una categoría de sustancias químicas que ha sido atacada
debido a su persistencia y a sus antecedentes como causantes de problemas
sanitarios y ambientales. Aunque la mayoría de los países industrializados
impusieron restricciones en el decenio de 1970 sobre las sustancias químicas
más notorias de esta categoría, en los países en desarrollo, donde se utilizan
para controlar las plagas que amenazan a la salud pública y a los cultivos, su
uso está en aumento.
En 1991, Estados Unidos exportó al menos 1,8 millones de kilogramos de
plaguicidas que habían sido prohibidos, cancelados o suspendidos
voluntariamente para su uso en los Estados Unidos, incluidas 96 toneladas de
DDT. Estas exportaciones incluían 18 millones de kilogramos de productos
cuyo carácter de disruptores del sistema endocrino se conocía.
Las cantidades de productos químicos potencialmente nocivos que se
producen anualmente son realmente asombrosas: miles y miles de sustancias
químicas y miles de millones de kilogramos. Unos 2000 millones de
kilogramos de plaguicidas se dispersan no sólo en los campos agrícolas, sino
también en parques, escuelas, restaurantes, supermercados, viviendas y
jardines.
En el mejor de los casos, se han estudiado en profundidad o en detalle
unos cientos de estas sustancias químicas, entre ellas los productos
persistentes como el DDT, los PCB, las dioxinas y el lindano. Pero incluso en
estos casos, parece ser que nuestra ignorancia supera con mucho a nuestros
conocimientos. A pesar de los miles de millones de dólares invertidos en la
investigación sobre dioxinas, los recientes hallazgos de la universidad de

Página 157
Wisconsin —que demuestran que dosis muy bajas pueden tener efectos
profundos a largo plazo sobre el sistema reproductor de los embriones
expuestos en el útero— constituyeron una sorpresa para la mayoría, incluidos
los científicos que realizaron el experimento.
Apenas existen datos relativos a la seguridad de muchas de estas
sustancias químicas. Los datos de seguridad que existen se limitan
típicamente a si la sustancia química en cuestión puede causar cáncer o
grandes defectos de nacimiento. Los posibles efectos sobre el sistema
endocrino o los efectos transgeneracionales se examinan en muy contados
casos, si es que se examinan.
La información existente podría no permitir efectuar estimaciones fiables
en relación con la exposición humana a sustancias químicas disruptoras
hormonales y a la magnitud del peligro, pero disponemos de suficientes
pruebas para plantear profundas e inquietantes preguntas. A medida que los
científicos han comenzado a analizar la posible amenaza, los nuevos
descubrimientos no han hecho sino reforzar la preocupación. Exactamente
como habían pronosticado importantes investigadores, se han descubierto más
sustancias químicas disruptoras hormonales cuando se han emprendido las
primeras investigaciones sistemáticas. Y se espera que aparezcan más.
En contra de lo que afirman los críticos, la actividad hormonal de las
sustancias químicas sintéticas no siempre es «débil». En estudios recientes,
Earl Gray ha descubierto que el p’p-DDE, una forma degradada de DDT
omnipresente en la grasa del cuerpo humano, es un potente bloqueador de
andrógenos e iguala en potencia al flutamide, un medicamento concebido para
bloquear los receptores de hormonas masculinas que se utiliza en el
tratamiento del cáncer de próstata.
El descubrimiento de que puede haber sustancias químicas que alteran el
sistema hormonal en lugares inesperados, incluidos algunos productos que se
consideraban biológicamente inertes como los plásticos, ha puesto en
entredicho las ideas tradicionales sobre la exposición y sugiere que los seres
humanos pueden estar expuestos a muchos más de los que antes se creía.
Más preocupante aún es el hecho de que los científicos están descubriendo
ahora pruebas de que las sustancias químicas disruptoras hormonales pueden
actuar juntas y que cantidades pequeñas, aparentemente insignificantes, de
sustancias químicas individuales pueden tener un importante efecto
acumulativo. Ana Soto y Carlos Sonnenschein lo han demostrado ya con las
células afectadas de cáncer de mama en cultivo. Cuando expusieron las
células cancerosas sensibles a los estrógenos individualmente a pequeñas

Página 158
cantidades de diez sustancias químicas cuyo carácter de imitadores de
estrógenos se conocía, no encontraron crecimiento significativo alguno en las
células. Pero las células mostraron una proliferación acusada cuando estas
mismas pequeñas cantidades de las mismas 10 sustancias químicas se
administraban juntas. Sumpter está encontrando también pruebas de efectos
aditivos.
Los científicos han examinado también la decisiva cuestión de si las
proteínas sanguíneas especiales se enlazan con los imitadores de estrógenos
sintéticos del mismo modo que lo hacen con el estrógeno.
En las mujeres embarazadas, esta acción de enlace bloquea la mayor parte
de los estrógenos que circulan en la sangre y actúa para proteger a los fetos de
una exposición hormonal excesiva en el útero.
A medida que se realizan estudios, los científicos descubren pruebas cada
vez más numerosas de que las proteínas de la sangre no se enlazan con las
sustancias químicas sintéticas de la misma manera que no se enlazan con el
DES. Si todo un imitador sintético está libre y no enlazado, aumentaría en
gran medida la alteración potencial y se aumentaría la preocupación por dosis
relativamente pequeñas de los estrógenos llamados débiles u otros disruptores
hormonales.
Todos y cada uno de los descubrimientos examinados en este capítulo han
hecho aumentar los conocimientos científicos sobre las sustancias químicas
disruptoras hormonales, pero irónicamente, estos descubrimientos también
han subrayado nuestra pasmosa ignorancia sobre las sustancias químicas
artificiales que hemos propagado abundantemente por la faz de la Tierra e
incorporado a todas las facetas de nuestra vida cotidiana.
Hay que reconocer que nadie sabe todavía qué cantidades de estas
sustancias químicas disruptoras hormonales son necesarias para que
representen un peligro para el ser humano. Todos los datos indican que
podrían ser muy escasas si la exposición tienen lugar antes del nacimiento. Al
menos en el caso de las dioxinas, los estudios recientes han demostrado que la
exposición humana es suficiente para que nos preocupemos por ella.
A pesar de nuestra inmensa ignorancia, no deberíamos perder de vista
algunas cosas importantes que sabemos.
La mayoría de nosotros portamos varios centenares de sustancias
químicas persistentes en nuestro cuerpo, entre ellas muchas que han sido
identificadas como disruptores hormonales. Por otra parte, las portamos en
concentraciones que multiplican por varios millares los niveles naturales de

Página 159
los estrógenos libres, es decir estrógenos que no están enlazados por proteínas
sanguíneas y son, por tanto, biológicamente activos.
Fred vom Saal ha descubierto que cantidades insignificantes de estrógeno
libre pueden alterar el curso del desarrollo en el útero; tan insignificantes
como una décima parte por billón. Si tenemos en cuenta esta exquisita
sensibilidad, incluso cantidades pequeñas de un imitador de estrógenos débil
—una sustancia química que sea mil veces menos potente que el estradiol
fabricado por el propio cuerpo— puede causar grandes problemas.

Página 160
9 Crónica de una pérdida

La grúa hidráulica gimió al sacar su pálida carga del agua. Durante un


instante, la ballena beluga de una tonelada de peso pareció nadar en el aire
mientras la grúa oscilaba hacia el largo y estrecho remolque que esperaba en
el muelle de Mont-Joli, en la orilla meridional del río San Lorenzo, en
Quebec.
Depositó la ballena con un golpe apagado.
Aquel mismo día, el 31 de mayo de 1989, un pescador había encontrado al
animal flotando panza arriba a poca distancia de la orilla y lo había remolcado
hasta el embarcadero de Pointe-aux-Cenelles. En el río, las belugas son seres
deslumbrantes, todo magia y gracia cuando se las observa deslizarse entre las
olas como ángeles acuáticos. Arrancadas de su elemento, su aspecto es muy
diferente. De parecerse a algo, el cuerpo sin vida de la ballena de 4 metros
depositado en el camión parecía una enorme salchicha hinchada, salvo por su
llamativa blancura. Como porcelana.
«Otra anotación para el Libro de los Muertos», pensó Pierre Béland
mientras se volvía y subía a la cabina de la camioneta Ford de potente motor
diesel para iniciar el largo viaje de regreso a Montreal. En los últimos siete
años, Béland, científico y fundador del Instituto Nacional de Ecotoxicología
de San Lorenzo, había recorrido miles de kilómetros desplazándose de acá
para allá en ambas márgenes del San Lorenzo para recoger belugas muertas y
llevarlas a la escuela de veterinaria de la Universidad de Montreal. En unas
seis horas, estaría de nuevo en la sala de autopsias con sus colegas, el
veterinario Sylvain De Guise y el técnico Richard Plante, hurgando en las
entrañas de otra ballena a altas horas de la noche. Las conclusiones se
incorporarían a su creciente registro sobre las belugas del San Lorenzo, el
Libro de los Muertos de Béland, crónica de una pérdida además de un valioso
corpus de datos científicos.
Hasta ahora, Béland y sus colegas se imaginaban que habían visto más o
menos toda clase de anormalidades, pero la ballena que avanzaba tras él por

Página 161
la carretera no iba a ser un caso rutinario. Esta beluga ocultaba un monstruoso
secreto que le procuraría un lugar especial en los anales de la ciencia.
Desde hacía años, los científicos venían presentando teorías para explicar
por qué la población de belugas del San Lorenzo había seguido descendiendo,
incluso después del cese de la caza comercial de ballenas en gran escala en el
decenio de 1950, y culpaban de la reducción de su número a la
sobreexplotación y a la subsiguiente pérdida de hábitat a causa del dragado y
de los proyectos hidroeléctricos. Cuando se mencionaba la contaminación del
San Lorenzo, se le daba el tratamiento de factor menor. Era indudable que la
caza de ballenas había causado una mortandad devastadora. La población
había caído en picado, desde unos 5000 ejemplares a comienzos del siglo XX
hasta 1200 a comienzos del decenio de 1960. Pero en las tres décadas
transcurridas desde esa última estimación, el número de ejemplares de beluga
había seguido descendiendo hasta llegar a una población actual aproximada
de 500 individuos.
Béland entró en el debate y en el campo de la investigación ballenera de
manera totalmente accidental.
Aunque su formación académica era de biólogo, había dedicado más
tiempo a los ordenadores que a los animales en el terreno, y había obtenido su
doctorado en ecología matemática, especialidad que intenta probar la
dinámica de un ecosistema a través de modelos y ecuaciones matemáticas. En
septiembre de 1982 trabajaba en la sección de ecosistemas marinos de un
nuevo centro de investigación federal de Pesca y Océanos en Rimouski, en la
margen meridional del San Lorenzo, cuando las aguas arrojaron a la orilla una
ballena beluga en las proximidades. Por curiosidad, acudió al lugar donde
estaba la ballena en compañía de un joven veterinario, Daniel Martineau, para
echar un vistazo a la beluga, un animal al que sólo había visto desde lejos
como un destello blanco danzante en la amplia extensión de las aguas de color
gris azulado. Mientras los dos hombres estaban allí de pie en la playa,
Martineau, a quien le interesaban mucho más las ballenas que veía en el río
que las vacas a las que trataba rutinariamente, sugirió de improviso abrirla
para tratar de averiguar por qué había muerto.
Aquel primer encuentro había sugerido, ya que las sustancias químicas
sintéticas podían ser un factor más importante en el declive de las belugas que
ningún otro de los que se había reconocido previamente. El laboratorio de
Pesca y Océanos de Montreal, donde Béland había enviado una muestra del
tejido de la ballena, informó que el animal padecía una gran contaminación de
sustancias químicas tóxicas, entre ellas DDT, PCB y mercurio. Cuando otras

Página 162
dos belugas aparecieron muertas aquel otoño, Béland y Martineau las
examinaron también y encontraron diversas anormalidades y lesiones de las
que nunca se había informado en las ballenas.
En los años intermedios, Béland, trabajando con Martineau y De Guise,
había participado en decenas de autopsias de ballenas y habían reunido una
asombrosa lista de aflicciones, la mayoría de las cuales nunca se habían visto
en poblaciones de belugas que habitaban aguas menos contaminadas. Las
ballenas del San Lorenzo tenían tumores malignos, tumores benignos,
tumores de mama y masas abdominales. Una tenía cáncer de vejiga, como
muchos de los trabajadores de la planta de aluminio del río Saguenay, un
afluente donde algunas ballenas pasan mucho tiempo. Padecían úlceras en la
boca, el esófago, el estómago y los intestinos. La mayoría tenían graves
afecciones en las encías y les faltaban dientes. Muchas tenían neumonía o
infecciones víricas o bacterianas generalizadas. Un gran número de
ejemplares sufrían también trastornos endocrinos, incluido el agrandamiento y
quistes en la glándula tiroides. Más de la mitad de las hembras examinadas
mostraban signos de graves infecciones en las mamas que habrían hecho
difícil, si no imposible, amamantar adecuadamente a las crías, y las madres de
lactantes tenían pus mezclado con la leche. Algunas tenían la columna
vertebral torcida y otros trastornos del esqueleto. Era una letanía digna de un
Job cetáceo.
Poco después de que Béland llevase la última víctima a la facultad de
veterinaria, comenzaron a examinar el animal, un macho adulto de aspecto
normal que presentaba una erosión cicatrizada en el costado izquierdo que
tenía el aspecto de cinco muescas circulares. La marca distintiva le
identificaba sin lugar a dudas como DL-26 (del nombre latino de las belugas,
«Delphinapterus leucas»), uno de los individuos identificados y fotografiados
anteriormente en los archivos del Instituto.
Béland tuvo la sensación de que todo se iba a pique cuando se dio cuenta
de que se trataba de Booly, una de las primeras ballenas que encontró un
patrocinador en el nuevo programa Adopte una Beluga del Instituto, que se
había puesto en marcha para recaudar fondos para el programa de
investigación.
Sólo seis meses antes, el padre de un muchacho de Toronto amante de las
ballenas había enviado un cheque por 5000 dólares, y el niño había decidido
bautizar a su beluga adoptada con el nombre de Booly.
La autopsia continuó hasta las primeras horas de la mañana y se desarrolló
según la rutina habitual —falta de dientes, enfisema, amplias úlceras en el

Página 163
estómago— hasta que llegaron a la cavidad abdominal.
En su interior encontraron dos pequeños testículos y conductos
masculinos de apariencia normal, como el epidídimo y los conductos
deferentes. Pero, para su asombro, Booly tenía también útero y ovarios, un
aparato reproductor femenino completo a excepción de la vagina. Todos los
descubrimientos de los que habían informado ya en la población de belugas
de San Lorenzo, palidecieron en comparación con este hallazgo. Habían
descubierto la más rara de las curiosidades biológicas: un verdadero
hermafrodita. Se trata de un fenómeno que rara vez se encuentra en la fauna
salvaje y nunca se había tenido noticia de él en una ballena. Pero más insólito
aún era el hecho de que Booly tuviera dos testículos y dos ovarios, algo de lo
que antes sólo se había informado científicamente en dos conejos y en un
cerdo. Algo le había sucedido a Booly cuando estaba en el útero materno para
alterar el curso normal del desarrollo sexual.
¿Era Booly un accidente de la naturaleza o una víctima de los estragos
hormonales inducidos por la contaminación? No es posible responder a esta
pregunta décadas después del nacimiento de Booly, pero el informe de la
autopsia señalaba: «No se puede descartar que los contaminantes presentes en
la alimentación de la madre hubieran interferido los procesos hormonales»
que guían la «evolución normal de los órganos sexuales de su feto».
Basándose en los anillos de esmalte de sus dientes, que los científicos cuentan
como los anillos de los árboles para calcular la edad de las ballenas, el equipo
llegó a la conclusión de que Booly tenía 26 años cuando murió. Había nacido
a comienzos del decenio de 1960, una época en que la contaminación en el
San Lorenzo estaba probablemente en su apogeo.
Aunque los niveles de contaminación del río han descendido
notablemente desde entonces, las belugas continúan mostrando niveles
elevados de contaminación, especialmente las jóvenes. Algunos de los
individuos más contaminados tenían menos de dos años, y se encuentran
niveles elevados incluso en animales nacidos prematuramente que no han
sobrevivido, lo cual indica que la contaminación había sido transferida desde
la madre a través de la placenta. Después del nacimiento, la transferencia de
contaminantes a los hijos continúa a través de la rica y grasienta leche de las
ubres. Mientras amamantan a sus crías, las madres de los mamíferos
(incluidas las humanas) reducen sus reservas de grasa, vertiendo en su leche
no sólo la grasa sino también las sustancias químicas tóxicas persistentes que
han acumulado en su grasa corporal a lo largo de los años. De este modo, una
carga de contaminantes que la madre ha tardado décadas en acumular se

Página 164
transmite a su cría en muy poco tiempo. Cuando la cría de beluga deje de
mamar a los 2 años, habrá adquirido una carga tóxica que, en proporción a su
tamaño, supera con creces la de su madre.
Béland y sus colaboradores encontraron una ballena joven que tenía más
de 500 partes por millón de PCB en su cuerpo, es decir diez veces más que el
nivel necesario para calificar de peligroso a un residuo en aplicación de la
legislación canadiense. Los barcos que transportan por el San Lorenzo
residuos con más de 50 partes por millón requieren una autorización especial.
Cualquiera que fuese la causa de la excepcional anormalidad de Booly,
los estudios de Béland y sus colaboradores sugieren la posibilidad de que
existan trastornos hormonales generalizados en las belugas del San Lorenzo,
que dificulten su reproducción e impidan la recuperación de la población. Las
hembras del San Lorenzo tienen ahora unos ovarios hipoactivos y una tasa
inferior de embarazos que las belugas del Ártico. Y de acuerdo con estudios
realizados sobre animales más jóvenes, que tienen la piel gris hasta que
adoptan el manto blanco de nieve de los adultos, más o menos al cumplir los
6 años, éstos producen menos crías que sus parientes del norte. En el Ártico,
los animales jóvenes representan más del 40 por ciento de la población,
mientras que el porcentaje de animales jóvenes en el San Lorenzo es del
orden del 30 por ciento, lo cual indica que la tasa de reproducción es un 25
por ciento inferior a la de las belugas de otros lugares.
Estos problemas de reproducción no son sorprendentes. Las belugas del
San Lorenzo portan cargas importantes de varias sustancias químicas
sintéticas de las que se sabe que actúan como disruptores hormonales y que
interfieren en los ciclos reproductivos normales. En un estudio realizado en
los Países Bajos, investigadores holandeses encontraron problemas para la
reproducción en focas que se alimentaban de peces contaminados del Báltico,
pero no hallaron ningún problema en un segundo grupo que se alimentaba de
peces más limpios del Atlántico Norte. Los contaminantes químicos sintéticos
de los peces del Báltico son semejantes a los encontrados en los peces del San
Lorenzo que constituyen el alimento de las belugas.
Además de registrar una tasa de reproducción baja, la población de
belugas del San Lorenzo experimenta también una tasa de mortalidad más alta
de lo esperado entre adultos en plenitud de la vida, muertes que los
investigadores de Quebec consideran que tienen su origen en parte en el
precio que las sustancias químicas tóxicas se están cobrando en sus sistemas
inmunitarios. Cada vez son más numerosas las pruebas en la literatura
científica de que tanto la exposición prenatal a sustancias químicas que actúan

Página 165
como disruptores hormonales, como la exposición directa en los adultos a
componentes tóxicos, pueden debilitar la inmunidad. Como en el caso de los
humanos que padecen sida, las deficiencias de los sistemas inmunitarios
hacen que las ballenas sean más vulnerables a la neumonía, las enfermedades
de la piel, diversas infecciones y el cáncer. El equipo investiga actualmente el
sistema inmunitario de las belugas y realiza un estudio comparado de las
poblaciones del Ártico y el San Lorenzo en un intento de determinar la
naturaleza de los daños que sufre el sistema inmunitario.
De un modo u otro, afirma Béland, la contaminación está matando a las
ballenas. Pero no es el envenenamiento agudo que habitualmente se relaciona
con los vertidos de sustancias químicas tóxicas el que causa la rápida muerte
de peces y animales atrapados en sus consecuencias. La muerte es lenta,
invisible e indirecta.
Los descubrimientos de Béland, Martineau y De Guise durante su
investigación sobre las belugas del San Lorenzo plantean cuestiones más
amplias que tienen que ver con las poblaciones animales de todos los lugares
del planeta.
Como sucedía en el San Lorenzo, los investigadores han culpado
habitualmente del descenso y la desaparición de las poblaciones animales a la
alteración de su hábitat por el ser humano, al exceso de caza, pesca y trampas,
o a la introducción de especies foráneas agresivas que dominan a los
competidores autóctonos. Es indudable que todas estas fuerzas intervienen en
la pérdida global de especies animales, pero los biólogos consideran que no
explican todos los declives.
A la luz de las pruebas cada vez más numerosas de que muchas sustancias
químicas sintéticas alteran el sistema hormonal, dificultan la reproducción,
interfieren en el desarrollo y debilitan el sistema inmunitario, debemos
preguntarnos ahora hasta qué punto los contaminantes son responsables de la
reducción de las poblaciones animales. ¿Podrían explicar en todo o en parte
los disruptores hormonales algunas pérdidas de las que se ha culpado a
factores que se invocan clásicamente como la pérdida de hábitat o la
sobreexplotación? ¿No se han recuperado las especies sobreexplotadas
después de ser protegidas, debido a que las sustancias químicas sintéticas
dificultan la reproducción?
La formulación de estas preguntas ha causado ya sorprendentes
revaluaciones, incluso en relación con una de las poblaciones animales más
vigiladas de los Estados Unidos, la pantera de Florida, que está en grave
peligro de extinción. Se ha culpado del declive del gran felino, que ha llegado

Página 166
a simbolizar el intento de recuperar los muy dañados Everglades, a problemas
de reproducción causados por la endogamia, a la invasión humana, a las
muertes causadas por los automóviles y a la contaminación por mercurio. En
un intento de detener el deslizamiento de la pantera hacia la extinción, las
autoridades estatales y federales construyeron una serie de pasos subterráneos
especialmente diseñados para animales a lo largo de la Alligator Alley, una
carretera que cruza los Everglades y en la que han perdido la vida varias
panteras.
La distribución de las panteras en el sur de Florida, que incluye el Parque
Nacional de los Everglades y la marisma del Gran Ciprés, se halla aguas
abajo de importantes zonas agrícolas y, en consecuencia, sufre la
contaminación de plaguicidas y fertilizantes. Pero hasta fechas bastante
recientes, nadie había reparado en las sustancias químicas sintéticas como
factor de la difícil situación de las panteras.
La primera pista se descubrió en 1989. Impulsados por la muerte de una
hembra aparentemente sana en el Parque Nacional de los Everglades,
organismos federales y estatales de conservación de la naturaleza iniciaron un
estudio de las panteras restantes, cuyo número es inferior a 50. Los
especialistas en fauna salvaje llegaron a la conclusión de que la hembra había
muerto como consecuencia de envenenamiento por mercurio, que atribuyeron
al hecho de que las panteras de Florida cazan intensamente mapaches y, por
lo tanto, están vinculadas a través del mapache con la red alimentaria acuática
en la que se acumulan el mercurio y otros contaminantes. Pero el estudio
demostró que las panteras tenían también un sinfín de problemas diferentes.
Algunos de ellos eran la aparente esterilidad de algunos machos y hembras, el
extraordinario nivel de anormalidades en el esperma, el bajo número de
espermatozoides, las pruebas de dificultades de respuesta inmunitaria y el
funcionamiento incorrecto de las glándulas tiroides. En trece de los diecisiete
machos, los testículos no habían descendido, y los registros de la población
indicaban que la incidencia de este problema había aumentado
espectacularmente en los cachorros machos desde 1975. Los científicos que
investigaban a las panteras atribuían su deficiente reproducción y los síntomas
relacionados con la falta de diversidad genética derivada de la endogamia en
una población tan reducida.
Pero cuando Charles Facemire, especialista en contaminantes del Servicio
de Pesca y Fauna Salvaje de Estados Unidos, tuvo conocimiento de la
información que aparecía sobre sustancias químicas sintéticas que actúan
como disruptores hormonales, comenzó a preguntarse si el problema eran

Página 167
realmente los genes defectuosos. En su investigación había descubierto que
las panteras no son especialmente endógamas en comparación con otros
grandes felinos, y que su diversidad genética es, de hecho, ligeramente
superior a la media. Al mismo tiempo, sabía que los testículos no descendidos
son una consecuencia conocida de una alteración hormonal prenatal.
Facemire supo que si las panteras habían sufrido alteración hormonal en el
útero, ésta podría ser evidente en las proporciones de hormonas de su sangre,
específicamente en los niveles relativos de testosterona, la hormona
típicamente masculina, y estrógeno, la hormona típicamente femenina. Cabía
esperar que los machos tuvieran niveles muy superiores de testosterona, pero
al analizarse la sangre de las panteras se encontraron ratios que parecían
ciertamente peculiares y que sugerían que muchos machos se habían
«feminizado». Dos machos tenían en su sangre una cantidad mayor de
estradiol, una forma de estrógeno, que de testosterona. En varios más, el
estradiol estaba presente en niveles casi iguales a los de la testosterona.
Aunque tales ratios parecen sumamente anormales, no es posible extraer
conclusiones definitivas hasta que nuevos trabajos determinen los ratios
hormonales normales en otras poblaciones de estos felinos.
La teoría de la alteración hormonal cobró más fuerza cuando Facemire
revisó los datos archivados sobre contaminantes en los animales, pues estos
registros indicaban que las panteras portaban niveles elevados de varias
sustancias químicas sintéticas de las que se sabe que son disruptores
hormonales.
Además de niveles letales de mercurio, la grasa de la hembra que se había
encontrado muerta en 1989 contenía 57,6 partes por millón de DDE, un
producto de la descomposición del plaguicida DDT, así como 27 partes por
millón de PCB, una sustancia química persistente. Al mismo tiempo, nuevos
hallazgos de un toxicólogo reproductivo de la Agencia de Protección
Ambiental (EPA), Earl Gray, indican por qué el DDE podría estar afectando
al desarrollo de los cachorros machos de pantera. El DDE se ha descrito desde
hace tiempo como un estrógeno débil, pero los estudios de Gray han
demostrado que también es un potente bloqueador de las hormonas
masculinas. Si algo bloquea los mensajes de la testosterona mientras un
macho se desarrolla en el útero, señala Facemire, una de las consecuencias
puede ser los testículos no descendidos, pues la testosterona guía su descenso
desde el abdomen al escroto en fases tardías de la gestación.
A pesar de las incertidumbres existentes acerca de la causa de la difícil
situación de las panteras, los gestores de la fauna salvaje están llevando a

Página 168
cabo un amplio y costoso programa de translocación que llevará a Florida
panteras procedentes de poblaciones más sanas de otros estados. La esperanza
es que estos felinos importados se crucen con las panteras locales y reduzcan
los problemas reproductivos que algunos siguen atribuyendo a la endogamia.
Pueden pasar varios años hasta que se zanje la cuestión de qué ha llevado
a la pantera de Florida al borde de la extinción, pero junto con este trabajo
preliminar, la alteración hormonal causada por contaminantes ha surgido de
pronto como la teoría más convincente para explicar sus problemas
reproductivos. En algunas otras especies, sin embargo, los científicos han
establecido ya pruebas generalizadas que vinculan los disruptores hormonales
químicos con fallos reproductivos, y en muchos de estos casos se había
culpado inicialmente de las pérdidas a otros factores.
Uno de los mejores ejemplos es el trabajo realizado por biólogos de la
Universidad de Florida, el Servicio de Pesca y Fauna Salvaje de los Estados
Unidos y la Comisión de Caza y Pesca de Agua Dulce de Florida sobre la
población de caimanes del lago Apopka. Este lago, que con 12 500 hectáreas
de superficie es la cuarta masa de agua dulce del estado, está situado al norte
de los Everglades, no lejos de Orlando y Disneyworld. Aunque Lou Guillette,
biólogo reproductivo de la Universidad de Florida, sabía que el fallo
reproductor tenía que estar relacionado con los vertidos de la Tower Chemical
Company en las orillas del lago Apopka hace más de una década, los
síntomas comenzaron a tener sentido en la fauna sólo cuando descubrió que
las sustancias químicas sintéticas podían actuar como hormonas.
Esta revelación tuvo lugar, recuerda Guillette, una apacible tarde de
viernes de la primavera de 1992, cuando su mentor durante mucho tiempo,
Howard Bern, endocrinólogo comparativo y catedrático emérito de la
Universidad de California en Berkeley, pronunció una charla informal durante
una visita al campus de Gainesville. En aquella charla, Bern habló de su
trabajo pionero sobre el DES y sobre el descubrimiento de que tipos
semejantes de alteraciones en el desarrollo habían ocurrido en aves expuestas
a sustancias químicas sintéticas. El propio Bern acababa de conocer los
sorprendentes y preocupantes paralelismos al asistir a una conferencia
interdisciplinar en el mes de julio del año anterior en el Centro de
Conferencias de Wingspread, en Racine, Wisconsin. Para asombro de
Guillette, los problemas que Bern describía eran los mismos que se habían
encontrado en los caimanes que había estudiado.
Debido a los supuestos dominantes acerca de los contaminantes, Guillette
y sus colegas esperaban que los vertidos de sustancias químicas causasen

Página 169
cáncer o la muerte. La charla de Bern les dio una forma totalmente nueva de
pensar sobre cómo los contaminantes podían afectar a los caimanes y a otros
organismos, así como un conjunto totalmente nuevo de preguntas. «Sabíamos
que era la contaminación, pero no nos dimos cuenta de que era un efecto
hormonal», afirma Guillette.
Desde esta perspectiva, Guillette podía imaginar ahora cómo los insólitos
problemas que se habían observado en los caimanes podían estar relacionados
con el vertido de sustancias químicas de 1980, un hecho que obligó a incluir
la zona en la lista del Superfondo federal que registra los lugares donde se han
realizado los vertidos más peligrosos del país. La sustancia química liberada
en el vertido era el dicofol, un plaguicida estrechamente emparentado con el
DDT y un compuesto que también interfiere en las hormonas. Desde
entonces, Guillette, junto con Timothy Gross, de la Universidad de Florida,
Franklin Percival, del Servicio de Pesca y Fauna Salvaje de los Estados
Unidos, y Allan Woodward, de la Comisión de Caza y Pesca de Agua Dulce
de Florida, reúnen los datos que permitan apoyar esa conexión.
Cuando el asunto llegó a conocimiento de los medios de comunicación, a
principios de 1994, un desfile de periodistas comenzó a frecuentar el lago
Apopka para dejar constancia de la grave situación de sus caimanes y
fotografiar a sus pequeños penes, cuyo tamaño es sólo entre un tercio y la
mitad del normal. Guillette y sus colegas han descubierto que el problema es
más grave en los que viven cerca del lugar donde se realizó el vertido químico
que en los que viven en la zona septentrional del lago, a una distancia de entre
8 y 15 kilómetros. Pero con independencia de la parte del lago en la que
viven, los machos del Apopka en su conjunto tienen el pene más pequeño que
los machos incubados en un lago relativamente limpio. Estudios más recientes
indican asimismo que este problema se extiende más allá del lago Apopka,
aunque los síntomas son menos graves en lagos donde no hay antecedentes de
vertidos químicos industriales. Los investigadores están estudiando ahora la
posibilidad de que la contaminación agrícola sea la responsable.
Aunque estos machos tuvieran el pene de tamaño normal, los caimanes
del Apopka seguirían teniendo dificultades para reproducirse porque ambos
sexos padecen una alteración profunda pero menos visible de sus órganos
reproductores internos. Los ovarios de las hembras presentan anormalidades
en sus huevos y en los folículos donde los huevos maduran antes de la
ovulación que son notablemente semejantes a las anormalidades observadas
en seres humanos y en animales de laboratorio expuestos a DES en fases

Página 170
tempranas de desarrollo. Los testículos de los machos también presentaban
defectos estructurales.
Los caimanes de lago Apopka presentan asimismo proporciones
hormonales sesgadas, pues los machos muestran un perfil que parece típico de
una hembra normal. Estos machos tienen niveles elevados de estrógenos y
niveles sumamente reducidos de testosterona en la sangre: sólo la cuarta parte
del nivel que se encuentra en machos de un lago relativamente incontaminado
como el Woodruff.
Las hembras del Apopka tienen también niveles elevados de estrógenos y
una proporción estrógenos-testosterona doble de la normal. Estos niveles
hormonales significativamente aberrantes en los machos y las hembras
sugieren que sus órganos sexuales podrían funcionar deficientemente o no
funcionar en absoluto.
Para sorpresa de Guillette, la contaminación del lago Apopka se ha
cobrado también un precio devastador en su población de tortugas de orejas
rojas. A diferencia de los carnívoros caimanes, que son predadores altos y por
tanto están expuestos a niveles superiores de contaminantes que han adquirido
un grado mayor de concentración en su viaje ascendente a través de la cadena
alimentaria, las tortugas de orejas rojas comen plantas, un hábito dietético que
debería exponerlas a niveles inferiores de contaminación. Sin embargo, ellas
también tienen problemas reproductivos. En su caso, sin embargo, el
problema no son los huevos que no eclosionan, sino la ausencia de machos.
Los investigadores encuentran en el lago hembras y muchas tortugas que no
son ni machos ni hembras.
Debido a la alteración hormonal durante el desarrollo sexual, los animales
que se habrían convertido en machos terminan en la situación de oscilación de
género llamada intersexual. Se encuentran escasos machos normales.
En las tortugas, el sexo se determina a través de la temperatura en vez de
por un gen, lo cual ha inducido a algunos a señalar que esta condición
intersexual podría ser una anormalidad natural causada por las fluctuaciones
de temperatura durante la incubación de los huevos. Sin embargo,
investigaciones posteriores de David Crewes, de la Universidad de Texas en
Austin, han demostrado que tales aberraciones no se presentan ni siquiera
cuando los huevos de las tortugas se incuban en una temperatura fronteriza
para producir un sexo u otro. Se necesita algo más que la fluctuación de la
temperatura para producir animales sexualmente confusos. En experimentos
de laboratorio, los investigadores han podido producir animales intersexuales
incubando huevos de tortuga a una temperatura masculina y exponiéndolos al

Página 171
mismo tiempo a estrógenos o sustancias químicas sintéticas estrogénicas
como algunos PCB.
Aunque los efectos de los contaminantes sobre los caimanes y las tortugas
son evidentes, el equipo no ha determinado todavía qué sustancia o sustancias
químicas son responsables. El principal sospechoso es el DDE, derivado de la
descomposición del DDT, y que es el contaminante que se encuentra en una
concentración más elevada en los huevos de caimán y que podría tener su
origen en el dicofol vertido, pero también están presentes otros contaminantes
que actúan como disruptores endocrinos, como el dieldrín y el clordano. En
pruebas en que los investigadores pintaron huevos de caimán con DDE, una
cantidad tan pequeña como una parte por millón fue suficiente para producir
tasas mayores de lo esperado de desarrollo ambiguo de los órganos sexuales:
aberraciones semejantes a las comunicadas por Michael Fry, investigador de
la Universidad de California, en aves contaminadas. Los análisis químicos de
las crías de caimán del lago Apopka han demostrado que contienen entre 4 y
5 partes por millón de DDE.
Ante estos graves problemas reproductivos, cabría esperar que hubiera
pocos caimanes, acaso ninguno, pero esto dista mucho de ser cierto. Los
investigadores creen que la inmigración de caimanes sanos desde lagos más
limpios hasta el Apopka ha impedido su desaparición. No es infrecuente que
los caimanes de Florida se desplacen de un lago a otro en busca quizás de un
hábitat mejor y de mejores condiciones para la caza, por lo que un lago como
el Apopka —con un hábitat excelente y una población de caimanes
autóctonos agotada— tenía que atraer inevitablemente inmigrantes. Esta
constante reposición procedente del exterior ha ocultado por completo los
graves problemas del lago. De hecho, la calamitosa situación del Apopka
podría no haberse descubierto si los funcionarios que se ocupan de la fauna no
se hubieran interesado por el suministro de huevos de caimanes salvajes para
criaderos de caimanes comerciales. Ante la pregunta de cuántos huevos
podían recogerse de la naturaleza sin perjudicar a una especie que había
estado en peligro de extinción, los colegas de Guillette estudiaron varios lagos
de Florida, entre ellos el Apopka. De este modo, descubrieron que la mayoría
de los huevos de los nidos del Apopka no estaban incubando.
El lago Apopka ilustra gráficamente cómo las apariencias pueden ser
totalmente distintas de la realidad.
El lago parece ser un lugar saludable y relativamente no deteriorado, y los
pantanos circundantes parecen ser ricos en fauna, incluidas tortugas y
caimanes. Gracias a las medidas habituales sobre calidad del agua, el vertido

Página 172
de 1980 es historia antigua y el lago está limpio de nuevo. Pero incluso años
después los venenos vertidos en el curso del accidente no han desaparecido
realmente. Aunque están ausentes del agua, circulan todavía en la red
alimentaria del Apopka y causan estragos. Sólo con un análisis más
pormenorizado será evidente la profunda alteración de su fauna.
Este grado de inmigración, en el que animales nacidos en zonas
relativamente limpias se desplazan a hábitats contaminados y se establecen en
ellos, esconde también problemas permanentes en otras especies animales de
los Estados Unidos, incluido el águila calva. Después de las restricciones
impuestas por el gobierno federal sobre el uso de DDT y dieldrín a comienzos
del decenio de 1970, el adelgazamiento de los huevos disminuyó, y en el
decenio de 1980 estas aves comenzaron a registrar una notable recuperación
en todo el país. En 1994, el Servicio de Pesca y Fauna Salvaje de Estados
Unidos propuso borrar a esta ave de la lista federal de especies en peligro de
extinción. Sin embargo, algunas poblaciones de águila calva del país
continúan padeciendo problemas.
En los Grandes Lagos, el número de águilas calvas ascendió desde
26 hasta 134 parejas entre 1977 y 1993, pero esta recuperación podría ser más
aparente que real. Los biólogos del Servicio de Pesca y Fauna Salvaje de los
EE UU creen que el crecimiento de la población de los Grandes Lagos
depende en gran medida de la inmigración de águilas nacidas en zonas más
limpias. Estas incorporaciones procedentes de zonas interiores de Michigan,
Minnesota y Wisconsin, suelen reproducirse satisfactoriamente al principio,
pero los resultados son menos positivos a medida que los contaminantes
disueltos en las aguas de los lagos se acumulan en su cuerpo y obstaculizan su
fertilidad. Los estudios han descubierto que las aves ingieren los
contaminantes a través de sus presas y que cuanto más elevados son los
niveles de DDE y PCB, menor es su éxito reproductivo.
La alimentación de un águila determina la rapidez con que adquiere unos
niveles suficientes de contaminantes para obstaculizar la reproducción.
Aunque el lago Superior está menos contaminado que los restantes Grandes
Lagos, sus águilas acumulan una cantidad apreciable de contaminación
debido a sus hábitos alimentarios. En vez de capturar directamente peces, las
águilas del lago Superior cazan con frecuencia aves que se alimentan de
peces, como las gaviotas, un peldaño más arriba en la red alimentaria. A
causa de este gusto por las gaviotas, acumulan concentraciones de
contaminantes que son veinte veces superiores a las que tendrían si hubieran
comido únicamente peces.

Página 173
La deficiente reproducción entre las águilas calvas continúa siendo un
problema también en otras zonas del país, y afecta a poblaciones del tramo
inferior del río Columbia, en el Pacífico noroccidental, en una zona cercana al
Parque Nacional de Yellowstone, y en zonas costeras de Maine, donde las
poblaciones de estas águilas pueden depender en mayor grado de la caza de
otras aves.
Los problemas para la reproducción en los adultos era sólo uno de los
problemas que se presentaban en los Grandes Lagos. En las águilas y otras
aves que se alimentan de peces, los biólogos de campo comenzaron a ver
graves defectos de nacimiento como la falta de ojos, patas deformes, picos
cruzados y un extraño síndrome debilitador que puede afectar de improviso a
un polluelo aparentemente sano y hacer que pierda su vitalidad y muera.
También en este caso, al principio se invocó el bajo nivel de diversidad
genética para explicar los problemas. Los que ofrecían esta explicación
razonaban que el DDT había exterminado casi por completo a algunas
especies de la región, por lo que los animales de las poblaciones en
recuperación tenían probabilidades de ser descendientes del reducido número
de animales que habían sobrevivido a la catástrofe, y que por tanto eran
endógamos.
Basándose en trabajos de investigación ambiental y en una compleja
toxicología, los científicos disponen ya de pruebas de que éste es también un
caso de contaminación y no de endogamia. Los investigadores creen que,
durante varias décadas, el adelgazamiento de los cascarones inducido por el
DDT ocultó los efectos de otros contaminantes al matar los embriones. Al
reducirse el uso de DDT, disminuyó el adelgazamiento de los cascarones y los
polluelos comenzaron a sobrevivir, permitiendo la manifestación de otras
anormalidades físicas y de comportamiento. Algunos de estos problemas han
sido vinculados con las dioxinas junto con los furanos, y con ciertos PCB que
actúan mediante el mismo mecanismo. Tal y como se describe en el
Capítulo 7, todas estas sustancias químicas se comportan de manera
semejante a las dioxinas y se enlazan a un receptor huérfano, cuyo
funcionamiento normal en el cuerpo sigue sin conocerse.
En 1993, las águilas calvas que anidaban a orillas de los Grandes Lagos
produjeron cuatro polluelos deformes, tres con el pico cruzado y uno con
malformación de una pata, pero tales problemas no se circunscriben a los
Grandes Lagos. En el verano de 1994, el Servicio de Pesca y Fauna Salvaje
de EE. UU. comenzó a investigar una serie de deformidades semejantes entre
las aves de Oregón, donde nueve aves del valle de Rogue, entre las que había

Página 174
halcones de cola roja, cernícalos, un quebrantahuesos, un mirlo de Brewer y
un petirrojo, tenían picos cruzados, falta de ojos o ambas deformaciones. Los
especialistas en fauna afirman que los picos deformes son deformaciones del
desarrollo análogas a la fisura del paladar (palatosquisis) de los mamíferos.
Como indican muchos de estos casos, los animales adultos pueden tolerar
niveles de contaminación que devastan a sus crías. Pero en la mayoría de las
especies sensibles, como el visón, los niveles de contaminación de los
Grandes Lagos parecen seguir siendo demasiado altos incluso para la
supervivencia de los adultos. Aunque los datos son escasos, parece ser que el
visón comenzó a desaparecer de las orillas de los Grandes Lagos a mediados
del decenio de 1950, e incluso con las restricciones impuestas sobre el DDT,
los PCB y otras sustancias químicas persistentes no han regresado todavía.
Algunos culpan de su desaparición a la destrucción del hábitat y a la
perturbación humana, pero los especialistas en fauna salvaje dudan que ésta
sea una explicación suficiente, en parte por la abundancia de ratas almizcleras
al borde del agua. El visón y la rata almizclera prefieren hábitats semejantes,
por lo que las condiciones hospitalarias para uno deberían ser adecuadas para
el otro. La razón por la que la rata almizclera prospera y el visón está ausente
está relacionada probablemente con sus respectivas dietas. La rata almizclera
come plantas, mientras que el visón, que es carnívoro, come alimentos
situados en peldaños superiores de la red alimentaria, y los que habitan en la
costa consumen una gran cantidad de pescado contaminado.
Tras las mortandades y los problemas de reproducción del decenio de
1960 entre los visones de granja alimentados con peces de los Grandes Lagos,
dos biólogos de la Universidad Estatal de Michigan, Richard Aulerich y
Robert Ringer, realizaron una serie de estudios en los que intentaron descubrir
qué estaba matando a los animales, un trabajo que también arroja luz sobre la
suerte de sus primos salvajes. Esta pareja de investigadores descubrió que el
DDT y los plaguicidas no eran el problema; el visón moría porque es
sumamente sensible a los PCB. Las hembras no se reproducían cuando eran
alimentadas con comida que contenía entre 0,3 y 5 partes por millón de PCB,
unos niveles que se encuentran hoy en día en los peces de los Grandes Lagos
y en la grasa de la leche materna humana.
Los animales adultos morían con dosis de 3,6 a 20 partes por millón.
En Gran Bretaña y en la Europa continental tuvo lugar en el decenio de
1950 un declive paralelo entre las nutrias, un encantador pariente del visón
que se alimenta sobre todo de pescado y que también está ausente de muchas
zonas donde hace cuatro décadas abundaba. Aunque las nutrias padecen una

Página 175
amenaza constante a causa de la destrucción de hábitats en gran parte de
Europa, dos especialistas británicos, Sheila Macdonald y Chris Mason,
encontraron pruebas sólidas de que la contaminación local y atmosférica
podrían ser factores de igual importancia en la desaparición de la nutria de
muchas zonas como el este de Inglaterra, donde la población autóctona parece
haberse extinguido.
Al analizar los estudios de campo realizados en Gran Bretaña en el
decenio de 1970 y en varios países de la Europa continental en la década de
1980, Macdonald y Mason descubrieron que las poblaciones de nutrias
prosperan únicamente en los litorales atlánticos de Noruega, Escocia e
Irlanda; en el suroeste de Francia y en el oeste de España, donde los vientos
dominantes soplan desde el océano; y en el sureste de Europa, especialmente
en Grecia. Pero las nutrias están en una situación peligrosa en los países muy
industrializados y en las regiones que están a favor del viento con respecto a
importantes zonas industriales. La nutria, como su pariente el visón, parece
ser sensible a los PCB, y todos los datos indican que los PCB, actuando solos
o conjuntamente con otros contaminantes como el mercurio, desempeñaron
un papel importante en su desaparición. Los estudios realizados sobre
poblaciones de nutrias en peligro en Oregón y Suecia han encontrado una
relación semejante con los PCB.
Algunas especies de peces también parecen ser sumamente sensibles a
ciertas sustancias químicas sintéticas, aunque los especialistas en pesca han
tardado en reconocer su papel en el declive de las pesquerías. La trucha de
lago se extinguió en el lago Ontario a comienzos del decenio de 1950, y su
población también sufrió un acusado descenso en este mismo periodo en
distintos lugares de otros Grandes Lagos. Hoy en día, este alto predador
autóctono sólo se reproduce de forma natural en el lago Superior y en algunas
zonas del lago Hurón, por lo que la presencia de la especie se mantiene en
gran medida gracias a programas de repoblación artificial.
La desaparición de la trucha de lago autóctona se ha atribuido a la
combinación de sobrepesca, destrucción del hábitat y predación por la
lamprea marina, un exótico parásito que se adhiere a otros peces y chupa sus
fluidos corporales, pero estudios recientes cuestionan esta explicación.
Aunque los niveles de contaminantes encontrados en los lagos no matan a los
peces adultos, los experimentos han demostrado que los huevos de las truchas
son sumamente sensibles a las dioxinas y otras sustancias químicas, como los
PCB, que comparten el mismo mecanismo tóxico. La trucha de lago parece
ser la especie más sensibles de cuantas se han estudiado. Cuando se exponen

Página 176
a dosis tan pequeñas como 40 partes por billón de dioxina o 2,3,7,8-TCDD (o
su equivalente tóxico) los huevos de las truchas o los peces recién nacidos
comienzan a mostrar una mortalidad importante. Con 100 partes por billón,
todos los huevos mueren. Basándose en muestras basales tomadas del
sedimento del lago, toxicólogos de la Agencia de Protección Ambiental
(EPA) están reconstruyendo la historia de la exposición a las dioxinas en el
lago mediante modelos informáticos. Este trabajo indica que las dioxinas
alcanzaron niveles suficientes en el decenio de 1940 en el lago Ontario para
comenzar a matar los huevos de las truchas y a dificultar gravemente su
reproducción.
El número cada vez mayor de pruebas de que las dioxinas y los PCB
semejantes a las dioxinas son responsables total o parcialmente de la pérdida
de la trucha de lago, plantea otras preguntas acerca de si la contaminación ha
afectado también a otras especies. La trucha de lago se alimentaba de
charrascos de aguas profundas, una especie que nunca se explotó
comercialmente, pero que también ha desaparecido. El DDT, las dioxinas y
los PCB se unen con mayor eficacia a las partículas orgánicas más pequeñas,
que son arrastradas una y otra vez por las corrientes de los lagos hasta que se
depositan finalmente en los fangos de las aguas más profundas, donde viven
los charrascos de aguas profundas. En consecuencia, esta especie estuvo
expuesta a niveles mucho más elevados que otros peces.
La mortalidad de los huevos no es el único factor que obstaculiza la
supervivencia de los peces de los Grandes Lagos. En el decenio de 1960, las
agencias de pesca y caza introdujeron varias especies de salmón procedente
del noroeste del Pacífico, que ahora se repueblan anualmente con ejemplares
criados en piscifactorías que constituyen la base de una industria de la pesca
deportiva que mueve miles de millones de dólares en la región. Hoy en día,
todos los salmones de los Grandes Lagos tienen la glándula tiroides
gravemente agrandada, síntoma de unos niveles inadecuados de hormona
tiroidea, un mensajero químico que interviene en la reproducción y en el
desarrollo de crías sanas. Los huevos de salmón contienen normalmente
niveles elevados de la hormona tiroidea, pero los estudios han descubierto que
los huevos de salmones de los Grandes Lagos tienen niveles de hormona
tiroidea inferiores a los de los huevos del salmón del Pacífico en zonas menos
contaminadas. Aunque la deficiencia de yodo puede causar tales síntomas, los
investigadores la han descartado como causa. Los investigadores han
descubierto que las gaviotas argénteas de los Grandes Lagos, que se
alimentan de peces, también padecen agrandamiento del tiroides. Todos los

Página 177
datos indican que estos problemas del tiroides tienen su origen en la
contaminación, y los estudios han demostrado que muchas de las sustancias
químicas que se encuentran en los lagos pueden bloquear la acción de las
hormonas tiroideas, pero no se han identificado las sustancias químicas
responsables.
El salmón del lago Erie también muestra diversos problemas de
reproducción y de desarrollo, los más notables de los cuales son un desarrollo
sexual precoz y la pérdida de características sexuales secundarias típicamente
masculinas como unas mandíbulas muy salientes y una coloración roja en los
flancos. Aunque se sabe que las características secundarias y sexuales
disminuyen en los peces de criadero debido a la ausencia de selección natural,
John Leatherland, especialista en peces de la universidad de Guelph en
Ontario, Canadá, no cree que el fenómeno evolutivo llamado «deriva
genética» sea suficiente para explicar la importante pérdida de diferencias
sexuales visibles en estos peces, como algunos autores han sugerido. La
deriva genética es un proceso evolutivo que tiene lugar en poblaciones muy
pequeñas donde el azar comienza a desempeñar un papel mucho más
importante a la hora de determinar qué características genéticas aparecen en la
generación siguiente. En este caso, se convierte en una alternativa a la
selección natural, el proceso evolutivo que actúa en las poblaciones grandes.
Pero los intentos de analizar si las sustancias químicas disruptoras endocrinas
son las responsables de los cambios observados en el salmón se han visto
bloqueadas por la ignorancia acerca de la fisiología básica de esta familia de
peces y de los procesos que determinan la expresión de las características
sexuales secundarias.
Muchos animales presentan problemas de reproducción que se han
vinculado con los contaminantes, pero mamíferos marinos como las ballenas,
los delfines, las focas y los osos polares pueden estar expuestos a los mayores
perjuicios, sobre todo a largo plazo. Tal como ilustra el viaje de la molécula
de PCB en el Capítulo 6, las sustancias químicas persistentes se acumulan y
concentran sobremanera en la red alimentaria marina, exponiendo a los
predadores longevos a niveles elevados de contaminación.
Estos animales marinos son especialmente vulnerables a las sustancias
químicas persistentes porque portan pesadas capas de grasa que les sirven de
aislamiento contra las aguas frías y de combustible de reserva para las épocas
en que escasean los alimentos. Con el tiempo, las grandes cantidades de
sustancias químicas persistentes vertidas en los últimos 50 años en la tierra,

Página 178
como los PCB, llegarán gradualmente a los océanos y aumentarán los niveles
ya amenazadores de contaminación.
En Europa central y Escandinavia, los investigadores han realizado una
serie de estudios, a partir de los primeros años del decenio de 1970, sobre el
descenso de las poblaciones de focas de puerto, anilladas y grises en el
Báltico y de focas de puerto en Wadden Zee, una gran extensión del mar del
Norte situada frente a las costas de Holanda, Alemania y Dinamarca. Al igual
que las belugas del San Lorenzo, la población de focas de puerto frente a la
costa de los Países Bajos descendió desde unas 1540 en 1965 hasta 550 en
1975, aunque la caza se había interrumpido.
Tomados en conjunto, estos estudios muestran un descenso importante en
la reproducción de las focas que viven en aguas contaminadas, lo cual guarda
una intensa relación con sus niveles de PCB. En el Báltico, las altas cargas
corporales de PCB están vinculadas con una incidencia mayor de
anormalidades en las hembras de foca anillada, incluidos tumores y otras
obstrucciones en el útero que pueden tener como resultado la muerte de las
crías. Los estudios sobre focas de puerto holandesas han descubierto también
una fuerte correlación entre el descenso del éxito reproductivo y los altos
niveles de PCB en sus tejidos. En estudios experimentales de seguimiento
mencionados más arriba, el investigador holandés Peter J. H. Reijnders
alimentó a dos grupos de focas comunes hembras con peces procedentes de
dos lugares distintos, el Wadden Zee holandés contaminado y el Atlántico
nororiental, más limpio. En la temporada de apareamiento, las hembras de
ambos grupos se juntaron con tres machos que habían comido peces no
contaminados del Atlántico. La diferencia en la tasa de embarazo entre un
grupo y otro fue notable. Diez de las doce hembras que se alimentaban de
peces de la zona más limpia del Atlántico quedaron preñadas, pero sólo cuatro
del segundo grupo, que habían comido peces del Wadden Zee.

Más adelante, a finales del decenio de 1980, una serie de espectaculares


epidemias marinas comenzó a matar a miles de focas, delfines y marsopas,
afectando a las poblaciones del Báltico y el mar del Norte, el Mediterráneo,
el golfo de México, el Atlántico septentrional, la costa oriental de Australia
e incluso a focas del lago Baikal, en Siberia. Las pérdidas devastaron varias
poblaciones:
En 1987, un virus destemperado (moquillo) mató a unas 10 000 focas en el
lago Baikal.

Página 179
Aquel mismo año, la costa del Atlántico entre Nueva Jersey y Florida fue
escenario de una mortandad de delfines mulares que se prolongó hasta 1988 y
causó más de 700 víctimas, es decir la pérdida de más de la mitad de esa
población costera migratoria.
En 1988, 20 000 focas de puerto, hasta el 60 por ciento de algunas
poblaciones locales, perecieron en cuestión de meses en el mar del Norte.
Entre 1990 y 1993, más de 1000 delfines listados aparecieron muertos en
las costas del Mediterráneo.
¿Son todas estas mortandades una extraña coincidencia, o son una prueba
de algún problema grave y omnipresente entre los mamíferos marinos?
En tres casos, los animales habían sucumbido ante infecciones causadas
por virus destemperados (moquillo). En otros, habían intervenido bacterias u
hongos como «agentes causativos». Pero aun en el caso de que la causa
inmediata de la muerte pareciera clara, esto no responde a la cuestión más
profunda de por qué tantos animales en diferentes lugares se han hecho
vulnerables. Las autopsias de las víctimas proporcionaron, sin embargo,
algunas pistas sugerentes. Los animales muertos presentaban unos sistemas
inmunitarios debilitados, y los examinados portaban niveles elevados de
contaminantes como PCB, sustancias químicas sintéticas que se ha
demostrado que inhiben la respuesta inmunitaria en numerosos estudios con
animales.
El propio virus destemperado (moquillo) contribuyó a la alteración del
sistema inmunitario entre las víctimas de estos accesos de virus. Pero dos
estudios recientes han señalado que la inhibición inmunitaria inducida por
contaminantes también podría haber intervenido.
El virólogo Albert Osterhus y un equipo de investigadores holandeses del
Instituto Nacional de Salud Pública y Protección Ambiental emprendió otro
estudio sobre alimentación con dos grupos de focas para comprobar si la
ingestión de peces contaminados tenía algún efecto sobre la respuesta
inmunitaria de los animales. Como en el estudio anterior que analizaba la
reproducción, la mitad de las 22 focas del estudio comían peces del Atlántico
septentrional relativamente limpio, mientras que la otra mitad comían peces
procedentes de un Báltico intensamente contaminado, que contenían
aproximadamente diez veces más organoclorados semejantes a las dioxinas y
compuestos de acción semejante que el arenque del Atlántico. Osterhaus ha
declarado en entrevistas concedidas a los medios de comunicación que todos
los peces con los que se alimentaban ambos grupos provenían de capturas
comerciales destinadas al consumo humano.

Página 180
Las focas a las que se alimentó con arenques del Báltico durante casi dos
años mostraron rápidamente varios signos de depresión de la función
inmunitaria y de debilitamiento de la capacidad para rechazar infecciones
víricas. La acción de sus células «asesinas» naturales, que actúan como
primera línea de defensa contra infecciones víricas, estaba entre un 20 y un 50
por ciento por debajo del nivel normal, y la respuesta de las células
auxiliares T, que dirigen la defensa inmunitaria, se reducía entre un 25 y un
60 por ciento. Los linfocitos T desempeñan un papel decisivo en el rechazo de
las infecciones víricas, especialmente en el caso de los virus semejantes a los
destemperados (moquillo).
Un segundo estudio realizado en los Estados Unidos por el inmunólogo
Garet Lahvis examinó la relación existente entre la respuesta inmunitaria y los
niveles de contaminantes en delfines relativamente sanos cuya sangre se había
tomado después de haber sido rodeados por redes en aguas poco profundas
frente a la costa de Florida. Mediante aquilatamientos de linfocitos semejantes
a los utilizados para detectar signos tempranos de deficiencias inmunitarias en
seres humanos infectados por el virus del sida, Lahvis encontró pruebas de
que la respuesta inmunitaria en los delfines descendía a medida que los
niveles de PCB y DDT aumentaban en su sangre. Estos resultados ofrecen
pruebas añadidas de que ya era probable que los animales sumamente
contaminados padecieran debilidad en los sistemas inmunitarios antes de ser
atacados por los virus semejantes a los destemperados (moquillo) que
intervienen en algunas epidemias marinas.
Al igual que el sistema reproductor, el sistema inmunitario es
especialmente vulnerable a daños derivados de sustancias químicas que
actúan como disruptores hormonales durante el desarrollo prenatal. Como ya
hemos visto, los estudios realizados en animales y las pruebas obtenidas de
seres humanos expuestos a DES indican que tal exposición puede alterar el
desarrollo del sistema inmunitario y tener una repercusión de por vida. Las
crecientes pruebas de los vínculos existentes entre las sustancias químicas
sintéticas y las deficiencias del sistema inmunitario tienen implicaciones
especialmente graves para los mamíferos marinos. Estas especies son
portadoras de niveles elevados de contaminación, por lo cual es probable que
sus crías vengan al mundo con sus sistemas inmunitarios ya deficientes. La
posterior exposición crónica a sustancias químicas tóxicas, durante una vida
en aguas contaminadas, sólo es la gota que colma el vaso. Debido a su
exposición prenatal, las crías pueden ser menos capaces de rechazar las

Página 181
enfermedades que sus padres, cuya exposición a las sustancias químicas se
limitó a su edad adulta.
Si las sustancias químicas sintéticas han debilitado los sistemas
inmunitarios de los mamíferos marinos y han contribuido al brote de
epidemias, cabe preguntarse por qué los brotes no ocurrieron antes. La razón
puede estar en parte en que éstas son especies longevas, por lo que la
aparición de esta doble mala suerte de segunda generación requeriría más
tiempo. Hay también un lapso de demora entre la emisión de los
contaminantes en la tierra y su acumulación en el mar. Estos dos factores
pueden explicar en parte por qué estas grandes epidemias marinas no se han
manifestado hasta fechas recientes.
Sabemos menos aún sobre la causa de los espectaculares y misteriosos
declives de las poblaciones de ranas de los que se ha informado en muchas
partes del mundo. La pérdida de ranas en zonas urbanas de los Estados
Unidos donde la urbanización ha devorado los humedales no parece ningún
misterio, pero ¿por qué están desapareciendo las ranas en bosques intactos de
Costa Rica y en zonas remotas de Australia? Uno de los más eminentes
expertos en anfibios del mundo, Robert Stebbins, cree que los disruptores
hormonales químicos son los probables sospechosos de aquellos declives que
no obedecen a causas evidentes como la alteración del hábitat o la sequía. En
una intervención en una reunión internacional de herpetólogos celebrada en
Australia en diciembre de 1993, Stebbins, catedrático emérito de zoología de
la Universidad de California en Berkeley, instó a sus colegas a otorgar una
prioridad elevada en su investigación en busca de una causa al posible papel
de las sustancias químicas que actúan como disruptores hormonales.
En el curso de sus investigaciones sobre los anfibios, Stebbins ha
estudiado los informes de declives de las poblaciones de ranas y ha
encontrado una pauta sincrónica en muchos que sugiere una causa
generalizada como los contaminantes transportados por el viento. De acuerdo
con su estudio, parece ser que muchas poblaciones declinaron rápidamente o
desaparecieron por completo entre mediados del decenio de 1970 y los
primeros años del de 1980. Las poblaciones que vivían en altitudes elevadas
se vieron especialmente afectadas, lo cual ha inducido a algunos autores a
señalar que la disminución de la capa de ozono podría haber desempeñado un
papel al exponerlas a niveles crecientes de la nociva radiación ultravioleta-
B. Aunque el agotamiento del ozono podría explicar la situación de algunas
poblaciones de ranas, Stebbins no ha encontrado esta teoría adecuada para
explicar pérdidas como la del sapo dorado de Costa Rica, una especie que

Página 182
vive en las profundidades de los bosques tropicales y está bien protegida de la
radiación ultravioleta-B por los árboles.
Las zonas situadas a gran altitud no sólo son más vulnerables a la pérdida
de ozono, sino que también son más vulnerables a la contaminación que llega
con los vientos. Como ilustraba nuestro viaje hipotético de la molécula de
PCB, muchas sustancias químicas sintéticas persistentes se evaporan y viajan
hasta que llegan a un lugar más frío, como una montaña, donde se
recondensan y se posan.
Cuando los científicos han estudiado el papel de la contaminación de
largo recorrido en el caso de la lluvia ácida, han encontrado toda clase de
contaminantes en laderas de montañas aparentemente remotas.
Stebbins ve otros síntomas que parecen implicar también contaminación
química. Al igual que los delfines, algunas de las ranas que están en proceso
de desaparición parecen presentar signos de debilidad de los sistemas
inmunitarios, tal como indican los brotes de «pata roja». Esta infección a
veces letal, que provoca la inflamación de la cara interior de las patas, está
causada por una bacteria común que se encuentra en el agua dulce en todo el
mundo.
Stebbins afirma: «Si una población está sana, las ranas pueden hacer
frente perfectamente a esta bacteria. Pero en muchos lugares donde hay
declives, los animales aparecen con patas rojas». Stebbins ha calificado el
fenómeno de «semejante al sida» debido a la aparente relación con el
debilitamiento del sistema inmunitario.
Finalmente, Stebbins señala que la excepcional fisiología e historia vital
de la rana la hace muy vulnerable a la agresión de los disruptores hormonales
químicos. Al estar dotadas de una piel permeable que puede respirar y tomar
agua, las ranas absorben con más facilidad que la mayoría de los animales las
sustancias químicas que encuentran. También experimentan un espectacular
tránsito llamado metamorfosis, que las transforma de seres que respiran en el
agua en seres que respiran en el aire. A medida que los renacuajos se
convierten en ranas tiene lugar una profunda reorganización de su estructura y
su fisiología, un proceso impulsado por hormonas y, por tanto, vulnerable a
las sustancias químicas sintéticas que alteran los mensajes hormonales. Por su
naturaleza, las ranas son candidatos primordiales al caos hormonal.
Pero muchos otros seres también pueden serlo. Los científicos comienzan
ahora a examinar las posibles repercusiones de los plaguicidas y otras
sustancias químicas sintéticas en la migración de las aves, un fenómeno
complejo e impresionante que no se comprende aún plenamente. Algunas

Página 183
aves pequeñas vuelan tan alto como los aviones; algunas hacen vuelos de 90
horas sin escalas desde Massachusetts hasta América del Sur. Dos tercios de
las especies de aves de América del Norte son migratorias, y en muchas de las
emigrantes de largo recorrido se han observado declives de población
alarmantes.
A mediados del decenio de 1980, Pete Myers, un joven científico que
estudiaba las aves costeras, comenzó a preguntarse por la posible repercusión
de los plaguicidas mientras contemplaba el descenso en picado de las
poblaciones de aves costeras, una familia que incluye especies como los
andarríos y los chorlitos. Las aves costeras protagonizan algunas de las
mayores gestas migratorias del mundo de las aves, pues hay especies que
viajan más de 25 000 kilómetros en un solo año, desde los lugares de
anidamiento en el Ártico hasta los terrenos de invernada en el extremo
meridional de América del Sur.
Los datos del observatorio de aves Manomet de Plymouth, Massachusetts,
sugerían que la población de correlimos tridáctilos que se desplazaba hacia el
sur a lo largo de la costa oriental de los Estados Unidos en otoño había
descendido en un 80 por ciento en un período de 15 años. Myers había
descubierto recientemente en su investigación que gran parte de esta
población invernaba en la costa occidental de América del Sur, en Perú y
Chile, donde él trabajaba.
¿Qué les sucedía y por qué? Las aves recorren tanto terreno en el curso de
un año deteniéndose en su camino hacia un lado y otro del Ecuador,
dependiendo no sólo de los terrenos de anidamiento e invernada sino también
de importantes sitios de escala a lo largo del camino, donde se alimentan y
acumulan energías para la siguiente etapa del viaje. La destrucción de sólo
una de estas áreas fundamentales de alimentación a lo largo del camino podría
dar al traste con sus maratonianas migraciones y condenar a las aves.
El declive de la población de correlimos tridáctilos no parecía estar
causado por la pérdida de hábitat de invierno, pues había abundancia de
playas de arena donde las aves podían alimentarse y descansar.
Quizá algo había ido mal en los terrenos de anidamiento del Ártico, en
Alaska y Canadá, o en uno de los sitios de alimentación claves como la bahía
de Delaware o la costa de Massachusetts. Myers y sus colegas comenzaron a
abordar estas cuestiones relativas al hábitat, trabajando para identificar con
exactitud las rutas migratorias que las aves recorrían y los pasos intermedios
decisivos en su viaje.

Página 184
Pero Myers sospechaba que podía haber también otro factor para el
estudio. Todos los días observaba cómo las aves se congregaban para
alimentarse y bañarse en las desembocaduras de los ríos y los torrentes que
recogían las aguas de valles fluviales intensamente cultivados en el, por lo
demás árido, desierto peruano. Prácticamente todos los riachuelos y torrentes,
apestaban a plaguicidas utilizados en los campos de algodón y arroz que
colmaban los exuberantes valles fluviales. Mientras las aves engordaban
preparándose para dirigirse al norte de nuevo, parecía probable que ingiriesen
una carga de contaminantes transportados por sus alimentos. ¿Dónde iban
esos plaguicidas cuando las aves quemaban súbitamente esa grasa durante el
maratoniano vuelo desde América del Sur hasta el cabo Cod? A medida que
la grasa almacenada se convirtiera en energía para su vuelo, los
contaminantes se liberarían a la sangre y con toda probabilidad se moverían
hasta los órganos sexuales o el cerebro, pues unos y otro contienen
importantes depósitos de grasa. Si era esto lo que sucedía, los plaguicidas
podían estar interfiriendo la migración, alterando la reproducción o incluso
matando a las aves. ¿Podía un cerebro contaminado desviar a un ave de su
camino? Si llegaban a sus terrenos de anidamiento, ¿serían capaces de
reproducirse? ¿Y qué les sucedería a las crías de jóvenes nacidos de adultos
contaminados? ¿Sufrirían daños su comportamiento y su capacidad para
orientarse en la migración? La ciencia no estaba preparada para responder, y
todavía hoy se desconoce si los plaguicidas han desempeñado un papel en el
declive de las poblaciones de correlimos tridáctilos y otras especies
migratorias en las últimas cuatro décadas.
Con la creciente cantidad de pruebas y teorías que vinculan los problemas
de la fauna con la alteración hormonal, existen ya fundadas razones para
considerar las sustancias químicas disruptoras del sistema endocrino como
una importante amenaza a largo plazo para la biodiversidad del mundo y
quizá una amenaza inmediata para ciertas especies en peligro de extinción,
como las belugas del San Lorenzo y las panteras de Florida. En sus
investigaciones para hallar las causas de la pérdida, los científicos deben
buscar cambios funcionales, como la obstaculización de la reproducción y la
alteración del comportamiento, junto con alteraciones más evidentes, como la
desaparición de hábitats y el cambio climático. Como demuestran muchos de
los casos reseñados en este capítulo, es importante mirar más allá de las
apariencias. Animales que parecen normales y sanos pueden mostrar, en
realidad, unas proporciones hormonales sesgadas, unos órganos sexuales
alterados o cambios físicos en el cerebro cuando se examinan con mayor

Página 185
detenimiento. Disminuidos y afectados por daños invisibles, estos animales
han perdido la fuerza acumulada durante millones de años de selección
natural. Pueden perder su capacidad para soportar tensiones de otro modo
tolerables o para recuperarse después de desastres naturales. Sin ninguna
razón aparente, pueden desaparecer de improviso o deslizarse lenta e
imperceptiblemente hacia la extinción.

Página 186
10 Destinos alterados

«Nuestro destino está conectado con los animales», escribió Rachel Carson
hace más de tres décadas en Primavera silenciosa, una obra que hoy es un
alegato clásico contra los plaguicidas sintéticos y la prepotencia humana que
ha contribuido a poner en marcha el movimiento ecologista moderno. La
afirmación de Carson es desde hace tiempo una idea orientadora para
ecologistas, biólogos de la fauna salvaje y otras personas que reconocen dos
realidades fundamentales: nuestra herencia evolutiva compartida y nuestro
entorno compartido. Lo que les sucede a los animales en Florida, a los ríos
ingleses, al Báltico, al alto Ártico, a los Grandes Lagos de Estados Unidos y
al Lago Baikal en Siberia, tiene una importancia inmediata para los seres
humanos. Los daños que se observan en los animales de laboratorio y en la
fauna salvaje presentan síntomas de mal agüero que parecen estar en aumento
en la población humana.
Como se ha señalado en los capítulos anteriores, procesos fisiológicos
básicos como los regidos por el sistema endocrino han perdurado
relativamente intactos durante cientos de millones de años de evolución. Las
narraciones de la evolución tienden a subrayar las innovaciones de la
selección natural, pasando por alto la terca línea conservadora que ha
caracterizado a la historia de la vida sobre la Tierra. Al mismo tiempo que la
evolución experimentaba extraordinariamente con la forma, configurando los
recipientes de diversas y maravillosas formas, es sorprendente lo poco que se
ha apartado de una antigua receta en lo que se refiere al brebaje bioquímico
de la vida. Al examinar nuestro lugar en el linaje evolutivo, los seres humanos
tienden a centrarse de manera desmesurada en las características que nos
hacen únicos. Pero estas diferencias son en realidad pequeñas cuando se
comparan con todo lo que compartimos no sólo con otros primates como los
chimpancés y los gorilas, sino también con ratones, caimanes, tortugas y otros
vertebrados. Aunque las tortugas y los humanos presentan escasa semejanza
física, nuestro parentesco es inconfundible. Los estrógenos que circulan en la
tortuga pintada a la que vemos tomando el sol encima de los troncos durante

Página 187
las perezosas tardes de verano es exactamente el mismo estrógeno que circula
por el torrente sanguíneo humano.
Los humanos y los animales comparten un entorno común además de un
legado evolutivo común.
Como vivimos en un paisaje fabricado por el hombre, olvidamos con
facilidad que nuestro bienestar tiene sus raíces en sistemas naturales. Sin
embargo, toda la empresa humana se basa en el cimiento de sistemas
naturales que proporcionan un sinfín de servicios invisibles que mantienen la
vida.
Nuestras relaciones con estos sistemas naturales pueden ser menos
directas y evidentes que las de un águila o una nutria, pero no por eso nuestra
implicación en la red de la vida es menos profunda. Nadie ha enunciado este
principio ecológico fundamental con mayor sencillez que el filósofo
medioambiental norteamericano de comienzos del siglo XX John Muir:
«Cuando intentamos identificar algo por sí mismo, descubrimos que está
atado por 1000 cuerdas invisibles […] a todo lo que hay en el Universo.»
Nuestra lamentable experiencia con las sustancias químicas persistentes
en el último medio siglo ha demostrado la verdad de esta profunda y compleja
interconexión. Tanto si vivimos en Tokio, en Nueva York o en un remoto
poblado inuit en el Ártico, a miles de kilómetros de los campos de cultivo o
las fuentes de contaminación industrial, todos nosotros hemos acumulado una
reserva de sustancias químicas sintéticas persistentes en nuestra grasa
corporal. A través de esta red de conexión ineludible, estas sustancias
químicas han logrado llegar a todos y cada uno de nosotros del mismo modo
que han llegado a las aves, las focas, los caimanes, las panteras, las ballenas y
los osos polares. Con esta biología y esta contaminación compartidas, hay
pocas razones para esperar que el ser humano tenga a largo plazo una suerte
distinta.
Sin embargo, algunos escépticos se preguntan si los estudios con animales
constituyen un instrumento útil para prever amenazas para el ser humano. En
el actual debate acerca de si las pruebas con animales pueden predecir con
exactitud si una sustancia química representa un riesgo de cáncer para los
seres humanos, se ha escuchado con frecuencia el estribillo «los ratones no
son personas pequeñas». Los críticos han atacado también los procedimientos
de prueba por utilizar dosis impracticablemente elevadas, afirmando, por
ejemplo, que los ratones con los que se han hecho pruebas para descubrir si el
DDT causaba cáncer comían más de 800 veces la cantidad media que un ser
humano tomaría al ingerir una dieta típica.

Página 188
Cualesquiera que sean los méritos de estas críticas en lo referente a las
pruebas sobre el cáncer, lo cierto es que apenas tienen importancia para el uso
de animales para predecir los efectos de las sustancias químicas que actúan
como disruptores hormonales. Dado que los científicos sólo tienen una idea
incompleta de los mecanismos básicos que inducen el cáncer, extrapolar de
una especie a otra plantea incertidumbres admitidas. En cambio, los
científicos conocen bastante bien los mecanismos y acciones de las hormonas.
Comprenden cómo los mensajes químicos se envían y se reciben y cómo
algunas sustancias químicas sintéticas alteran esta comunicación. Saben que
las hormonas guían el desarrollo básicamente de la misma manera en todos
los mamíferos, y si hubiera alguna duda, la experiencia del DES ha verificado
la semejanza de la alteración en muchas especies, incluida la humana. Una y
otra vez, las anormalidades que se han visto primero en experimentos de
laboratorio con DES se han manifestado después en los hijos de mujeres que
habían tomado este medicamento durante el embarazo.
La importancia del experimento del DES para la amenaza proveniente de
los disruptores endocrinos ambientales ha sido cuestionada también debido a
las dosis muy altas que se administraban a las mujeres embarazadas y a los
animales de laboratorio en los experimentos. Aunque lo cierto es que en la
mayoría de los experimentos de los primeros tiempos se utilizaban dosis
elevadas, estudios recientes en los que se han usado dosis muy inferiores han
producido resultados no menos alarmantes. De hecho, en algunos casos una
dosis elevada puede causar, paradójicamente, menos daños que una dosis más
baja. Al analizar los efectos de dosis muy inferiores de DES, Fred vom Saal
ha descubierto que la respuesta aumenta con la dosis durante algún tiempo y
después, con dosis mayores incluso, comienza a disminuir.
La curva de respuesta a la dosis de Vom Saal se parece a una U invertida.
Su forma es profundamente importante para la interacción entre el sistema
endocrino y los contaminantes sintéticos. La U invertida, que no es lineal ni
se mueve siempre en la misma dirección, parece característica de los sistemas
hormonales y significa que éstos no se ajustan a los supuestos que inspiran la
toxicología clásica, es decir que una respuesta biológica aumenta siempre con
la dosis. Significa que las pruebas con dosis muy elevadas pasarán por alto
algunos efectos que se manifestarían si se administrase a los animales unas
dosis más bajas. La U invertida es un ejemplo de cómo la acción de los
disruptores endocrinos pone en entredicho nociones dominantes acerca de las
sustancias químicas tóxicas. La extrapolación de estas pruebas con dosis

Página 189
elevadas a dosis más bajas puede subestimar gravemente los riesgos en
algunos casos en vez de exagerarlos.
Al ser tan reciente la aparición de la disrupción endocrina, los argumentos
científicos sobre el grado en que representan una amenaza distan aún mucho
de haberse completado. No obstante, si se observan ampliamente una amplia
serie de estudios existentes, pertenecientes a diversas ramas de la ciencia y la
medicina, el peso de las pruebas indica que los seres humanos están en
peligro y quizá ya se han visto afectados de manera importante. Tomadas en
conjunto, las piezas de este mosaico científico tienen, a pesar de las lagunas
reconocidas, un poder acumulado que resulta apremiante y urgente.
Ésta fue la lección de la histórica reunión sobre alteración endocrina que
se celebró en julio de 1991 en el Centro de Conferencias Wingspread de
Racine, Wisconsin. Durante años, decenas de científicos han explorado piezas
aisladas del rompecabezas de la disrupción hormonal, pero el cuadro más
amplio no fue visible hasta que Theo Colborn y Pete Myers lograron reunir
finalmente a 21 eminentes investigadores. En esta excepcional reunión,
especialistas de diversas disciplinas, desde la antropología a la zoología,
compartieron lo que sabían sobre el papel de las hormonas en el desarrollo
normal y sobre las devastadoras repercusiones de los disruptores hormonales
químicos en la fauna, los animales de laboratorio y los seres humanos. Por
primera vez, Ana Soto, Frederick vom Saal, Michael Fry, Howard Bern, John
McLachlan, Earl Gray, Richard Peterson, Peter Reijnders, Pat Whitten,
Melissa Hines y otros examinaron las apasionantes relaciones existentes entre
su trabajo y las lúgubres implicaciones que se derivaban de este ejercicio. A
medida que se daban a conocer datos, los paralelismos resultaban
extraordinarios y profundamente preocupantes. La conclusión parecía
ineludible: los disruptores hormonales que amenazan la supervivencia de las
poblaciones animales están poniendo en peligro también el futuro humano.
Al término de la sesión, los científicos dieron a conocer la Declaración de
Wingspread, un aviso urgente de que los seres humanos de muchas partes del
mundo están expuestos a sustancias químicas que han alterado el desarrollo
en animales salvajes en libertad y en animales de laboratorio, y que a menos
que estas sustancias químicas se controlen, existen el peligro de una
alteración generalizada del desarrollo embrionario humano y la perspectiva de
daños para toda la vida. La pregunta apremiante es si los seres humanos están
sufriendo ya daños como consecuencia de medio siglo de exposición a
sustancias químicas sintéticas que actúan como disruptores endocrinos. ¿Han

Página 190
alterado ya estas sustancias químicas artificiales los destinos individuales al
manipular los mensajes químicos que guían el desarrollo?
Para muchas de las personas que conocen el discurso científico, la
respuesta es afirmativa. Dada la exposición humana a sustancias químicas
semejantes a las dioxinas, por ejemplo, es probable que algunos humanos,
especialmente los individuos más sensibles, sufran algunos efectos. Pero es
difícil determinar si las sustancias químicas que actúan como disruptores
hormonales tienen ahora una repercusión amplia en toda la población
humana, y más difícil aún probarlo. Esto es ineludible a la vista de la
naturaleza de la contaminación, los efectos transgeneracionales, el largo
tiempo que a menudo transcurre hasta que los daños son evidentes y la
naturaleza invisible de gran parte de estos daños. Las personas que intentan
documentar si los aumentos que se perciben en problemas específicos reflejan
tendencias auténticas en la salud humana se ven coartadas por la ausencia de
datos médicos fiables.
Existen pocos registros de enfermedades para dolencias distintas del
cáncer. Varios pediatras de diversas zonas de los Estados Unidos han
expresado su preocupación por la creciente frecuencia de anormalidades
genitales en los niños, como testículos no descendidos, penes sumamente
pequeños e hipospadias, un defecto en el que la uretra que transporta la orina
no se prolonga hasta el final del pene, pero es prácticamente imposible
documentar estos informes anecdóticos. Lamentablemente, los problemas
causados por la alteración endocrina podrían alcanzar la proporción de crisis
antes de que tengamos un signo claro de que algo grave está sucediendo.
Ante estas dificultades, los estudios de animales proporcionan una piedra
de toque para identificar e investigar lo que podría estar sucediendo en los
seres humanos. Estos estudios pueden alertarnos sobre tipos probables de
alteraciones y ayudarnos a centrar las actividades de investigación. También
pueden proporcionarnos avisos a tiempo sobre los peligros de los niveles
actuales de contaminación. La diversidad de la vida hace que algunos
animales estén más expuestos a los contaminantes que los seres humanos. Es
probable que los efectos transgeneracionales, como los cambios de
comportamiento y la disminución de la fertilidad, también se manifiesten con
mayor rapidez en la fauna salvaje porque la mayoría de los animales maduran
y se reproducen con más rapidez que los humanos.
El trabajo experimental con animales añade otra dimensión igualmente
inestimable. Como demuestra la historia del DES, los experimentos de
laboratorio con ratas y ratones previeron fielmente daños que después se

Página 191
manifestaron en los seres humanos. La tragedia es que ignoramos las
advertencias.
Basándonos en las advertencias de los animales que viven en libertad y de
los animales de laboratorio, ¿qué clase de problemas debemos esperar? En
capítulos anteriores hemos examinado cómo las sustancias químicas sintéticas
hormonalmente activas pueden dañar el sistema reproductor, alterar el sistema
nervioso y el cerebro y debilitar el sistema inmunitario. Los animales
contaminados con estas sustancias químicas muestran diversos efectos en el
comportamiento, incluidos un comportamiento aberrante en el apareamiento y
el creciente descuido de los nidos por los padres. Las sustancias químicas
sintéticas pueden arruinar la expresión normal de características sexuales de
los animales, en algunos casos masculinizando a las hembras y feminizando a
los machos. Algunos estudios con animales indican que la exposición a
sustancias químicas hormonalmente activas en el período prenatal o en la
edad adulta aumenta la vulnerabilidad a cánceres sensibles a hormonas, como
los tumores malignos en mama, próstata, ovarios y útero.

¿Hay pruebas de tales problemas en los seres humanos? ¿Están


aumentando estos problemas? En algunos casos, parece que es realmente
así.
Los experimentos de laboratorio, los estudios de la fauna salvaje y la
experiencia humana con el DES vinculan la alteración hormonal con diversos
problemas de reproducción de machos y hembras que parecen estar
aumentando en términos generales en la población humana. Son problemas
que van desde el cáncer de testículo a la endometriosis, una dolencia en la
cual el tejido que normalmente recubre el útero se desplaza misteriosamente
al abdomen, los ovarios, la vejiga o el intestino, provocando crecimientos que
causan dolor, copiosas hemorragias, infertilidad y otros problemas.
El signo más espectacular y preocupante de que los disruptores
hormonales pueden haberse cobrado ya un precio importante se encuentra en
los informes que indican que la cantidad de espermatozoides de los varones
ha caído en picado en el último medio siglo, un lapso temporal que para la
historia humana no es más que un abrir y cerrar de ojos. El estudio inicial,
realizado por un equipo danés encabezado por el doctor Niels Skakkebaek y
publicado en el Bristish Medical Journal en septiembre de 1992, analizaba
sistemáticamente la literatura científica internacional sobre análisis de semen
realizado en hombres normales desde 1938 y basaba sus conclusiones en 61
estudios en los que habían participado casi 15 000 hombres de veinte países

Página 192
de América del Norte, Europa, América del Sur, Asia, África y Australia. El
estudio excluía a los hombres tomados como muestra en clínicas de fertilidad,
que podían tener unas cantidades especialmente bajas de espermatozoides, y a
los hombres enfermos, y sólo utilizaba los estudios que contaban los
espermatozoides de la misma manera mediante microscopios luminosos.
Los investigadores daneses descubrieron que la cantidad media de
espermatozoides masculinos había descendido un 45 por ciento, desde un
promedio de 113 millones por mililitro de semen en 1940 a sólo 66 millones
por mililitro en 1990. Al mismo tiempo, el volumen del semen eyaculado
había descendido un 25 por ciento, por lo que el descenso real de los
espermatozoides equivalía a un 50 por ciento.
Durante este periodo se había triplicado el número de hombres que tenían
cantidades extremadamente bajas de espermatozoides, del orden de 20
millones por mililitro, lo cual significa un aumento del 6 por ciento al 18 por
ciento, mientras que el porcentaje de los que tienen cantidades altas de
espermatozoides, por encima de 100 millones por mililitro, había descendido.
El estudio sigue encontrando una respuesta escéptica en algunos sectores
de la comunidad médica.
Este escepticismo recuerda una incredulidad semejante ante las primeras
noticias, en 1985, sobre la formación sobre la Antártida de un espectacular
agujero en la capa de ozono que protege a la Tierra.
Algunos científicos dudaron entonces de los informes y fueron más
escépticos aún ante la posibilidad de que los clorofluorocarbonos artificiales
(CFC) pudieran ser los responsables. La red de vigilancia desde satélites de la
NASA no había detectado la pérdida de ozono, que fue descubierta por
investigadores británicos haciendo mediciones desde el suelo, porque los que
habían programado los ordenadores que recibían los datos de los satélites
daban por supuesto que tales pérdidas de ozono en grandes cantidades eran
imposibles. De modo semejante, muchos investigadores médicos se habían
mostrado incrédulos ante los primeros informes sobre el descenso de la
cantidad de espermatozoides, pues consideraban poco menos que imposible
un descenso tan pronunciado de la cantidad de espermatozoides en la
población humana.
Skakkebaek, especialista en reproducción masculina y jefe del
Departamento de Crecimiento y Reproducción del Hospital Universitario de
Copenhague, había sido uno de los escépticos. Aunque había observado
crecientes anormalidades en el sistema reproductor masculino, incluido el
aumento de las tasas de cáncer de testículo en hombres jóvenes, había tenido

Página 193
sus dudas ante informes anteriores sobre el descenso de la cantidad de
espermatozoides humanos en las dos últimas décadas.
Sospechaba que estas conclusiones podían tener su origen en gran medida
en una distorsión de las muestras, como la inclusión de hombres de clínicas
de fertilidad, y que por tanto no reflejaban realmente las cantidades de
espermatozoides de los hombres normales.
El amplio análisis realizado por su propio equipo de decenas de estudios
de todo el mundo sobre cantidades de espermatozoides le convenció de que
un precipitado descenso de las cantidades de espermatozoides había tenido
lugar, de hecho, en sólo dos generaciones, un cambio significativo que, a su
juicio, tendrá probablemente una «influencia negativa en la fertilidad
masculina». Dado que un descenso tan rápido no podía ser una consecuencia
de cambios genéticos, la causa debía residir en el cambio de los hábitos de
vida o en factores medioambientales.
Cuando se analizaron estas conclusiones sobre las cantidades de
espermatozoides, los críticos afirmaron que los fallos detectados en los datos
hacían imposible extraer conclusiones definitivas. Por ejemplo, criticaban
erróneamente al equipo de Skakkebaek por excluir a los hombres que
presentaban cantidades de espermatozoides anormalmente bajas, y objetaban
además que la definición de «anormal» había cambiado con el paso del
tiempo. De hecho, Skakkebaek y sus colegas no efectuaron tales exclusiones,
limitándose a excluir todos los datos procedentes de clínicas de fertilidad. Al
mismo tiempo, los críticos no ofrecieron dato alguno para refutar la
conclusión de Skakkebaek, sino que se limitaron a mantener que no había
probado sus afirmaciones de manera irrefutable.
Este debate estimuló otros estudios, y al menos tres análisis
independientes posteriores, realizados en un caso por otro escéptico, han
confirmado que las cantidades de espermatozoides han descendido.
Basándose en muestras de semen de 5440 hombres, estos nuevos estudios
realizados en Francia, Bélgica y Escocia, han proporcionado pruebas
adicionales de que la causa es probablemente de índole medioambiental.
Los nuevos resultados revelan una sorprendente correlación inversa entre
el año de nacimiento y la salud de los espermatozoides de los hombres.
Cuanto más reciente sea la fecha de nacimiento de un hombre, más bajas son
las cifras medias de espermatozoides y mayor el número de anormalidades en
los espermatozoides. Por ejemplo, el estudio realizado en Escocia por la
Unidad de Biología Reproductiva del Consejo de Investigación Médica de
Edimburgo, sobre una muestra de 3729 hombres, encontró una cantidad de

Página 194
espermatozoides media de 128 millones por mililitro en donantes de semen
nacidos en 1940, pero una cantidad media de sólo 75 millones en los nacidos
en 1969.
Los investigadores belgas, comparando muestras de esperma de 360
hombres donadas entre 1990 y 1993 con muestras anteriores, obtenidas entre
1977 y 1980, descubrieron un alarmante aumento de espermatozoides no
sanos en este periodo de 16 años. El porcentaje de espermatozoides bien
formados había descendido desde el 39,6 por ciento al 27,8 por ciento,
mientras que el porcentaje de espermatozoides que mostraban una capacidad
de desplazamiento (motilidad) normal, había descendido del 53,4 por ciento
al 32,8 por ciento. La conclusión de los autores era insólitamente directa para
tratarse de científicos, que tienden a la matización y la moderación: el
descenso, advertían, «amenaza la capacidad fertilizadora masculina».
En fechas más recientes, un equipo de científicos franceses encabezado
por Jacques Auger publicó un estudio en el que se examinaban las tendencias
de las cantidades de espermatozoides en París desde 1973 hasta 1992. Auger
había emprendido el análisis porque sencillamente no se había creído los
resultados del estudio danés. Para sorpresa de Auger, el análisis efectuado por
su equipo aportó un firme respaldo a la conclusión de que la cantidad de
espermatozoides masculinos había descendido de manera constante en el
periodo de 20 años.
Las conclusiones de los científicos franceses son especialmente
persuasivas porque los datos permitieron a los investigadores corregir dos
importantes variables de confusión que podían poner en cuestión los
resultados del recuento de espermatozoides: la edad y la abstinencia. La
cantidad de espermatozoides de un hombre desciende generalmente a medida
que envejece, y disminuye inmediatamente después de la relación sexual,
recuperándose al cabo de unos días.
El equipo francés pudo comparar, pues, las cantidades de espermatozoides
medias de hombres de 30 años nacidos en 1945 con las de hombres también
de 30 años nacidos 17 años después, en 1962. Para los nacidos en 1945 y
medidos en 1975, las cantidades de espermatozoides era por término medio
de 102 millones por mililitro de semen. Los hombres nacidos en 1962 y
medidos en 1992 tenían cantidades que sólo representaban la mitad de esa
cifra: 51 millones de espermatozoides por mililitro por término medio.
Si esta tendencia a la baja continúa, el hombre de 30 años en el año 2005,
que nació en 1975, tendrá unos 32 millones de espermatozoides por mililitro,
más o menos la cuarta parte que el varón medio nacido en 1925.

Página 195
El descenso de la cantidad de espermatozoides sólo es uno de los muchos
signos preocupantes. En el último medio siglo, advirtió Skakkebaek, los casos
de cáncer de testículo y otras anormalidades de la reproducción en los
hombres han aumentado bruscamente. En Dinamarca, el cáncer de testículo,
una dolencia de los hombres jóvenes, se ha triplicado, y en otros países
industriales se registran tendencias semejantes. «Lo espantoso es que la
incidencia continúa aumentando en Dinamarca», observa Skakkebaek.
Según los informes de investigadores británicos, el número de casos de
testículos no descendidos en Inglaterra y Gales se duplicó entre 1962 y 1981,
y aumentos semejantes se han comunicado en Suecia y Hungría. Los hombres
con testículos no descendidos tienen un riesgo mayor de cáncer de testículo y
típicamente tienen cantidades de espermatozoides más bajas y unos
espermatozoides más anormales.
También parece haber aumentado la incidencia del defecto genital
llamado hipospadias.
En su trabajo anterior, Skakkebaek había acumulado lentamente pruebas
de que todas estas anormalidades tienen su origen en errores de desarrollo que
tienen lugar en el útero, lo cual le indujo a sospechar que podrían tener una
causa común. Los primeros indicios de que los acontecimientos prenatales
podían desempeñar un papel en el cáncer de testículo los descubrió mientras
analizaba las causas de la infertilidad masculina. Examinando muestras de
tejido tomadas de testículos de hombres infértiles, advirtió la presencia de
células de aspecto extraño que se asemejaban a las células germinales fetales
que evolucionan durante el desarrollo normal para convertirse en las células
testiculares que producen y nutren los espermatozoides en los varones
maduros. La pista siguiente llegó cuando algunos hombres infértiles que
tenían células aberrantes desarrollaron después cáncer de testículo. Después
encontró las mismas células anormales en un muchacho con los testículos no
descendidos, que también contrajo cáncer una década después. Parecía que las
células anormales habían dado origen al cáncer de testículo y que los hombres
que padecían infertilidad o ciertos defectos genitales tenían un gran riesgo de
poseer tales células.
Al mismo tiempo que Skakkebaek realizaba su análisis de las cifras de
espermatozoides, otro investigador de Edimburgo, Escocia, estaba también
perplejo ante el aumento de los problemas de la reproducción masculina.
Richard Sharpe, de la Unidad de Biología Reproductiva del Consejo de
Investigación Médica, examinaba las posibles explicaciones del incremento
de los casos de testículos no descendidos y de la caída de la cantidad de

Página 196
espermatozoides en machos humanos. Sharpe comenzó a sospechar también
que los culpables podían ser los acontecimientos prenatales.
Cuando Sharpe y Skakkebaek se conocieron en una conferencia y
descubrieron que tenían líneas de pensamiento semejantes, comenzaron a
colaborar. En mayo de 1993 publicaron un artículo en la prestigiosa revista
médica británica The Lancet, en el que proponían que la causa del descenso
del número de espermatozoides y del aumento de las anormalidades
reproductivas en el hombre era la creciente exposición a estrógenos en el
útero. Sharpe y Skakkebaek citaban la experiencia del DES y los estudios de
laboratorio para respaldar esta hipótesis, señalando que la exposición prenatal
a niveles elevados de estrógenos sintéticos o naturales tenía como
consecuencia la reducción del número de espermatozoides y el aumento de
los casos de testículos no descendidos, hipospadias y posiblemente tumores
en los testículos en los retoños varones.
Los estudios con animales habían proporcionado también una idea de
cómo unos niveles elevados de estrógenos en el útero podían limitar el
número de espermatozoides que un macho produce en la edad adulta, al
inhibir la multiplicación de células fundamentales de los testículos llamadas
células de Sertoli, que organizan y regulan la producción de espermatozoides.
Dado que cada célula de Sertoli puede respaldar únicamente a un número fijo
de espermatozoides, el número de estas células que un macho adquiere en las
primeras fases de su vida limitará en última instancia el número de
espermatozoides que podrá producir cuando sea adulto. Durante el desarrollo
masculino, la glándula pituitaria segrega una hormona estimuladora de los
folículos que estimulan la proliferación de células de Sertoli. Sharpe y
Skakkebaek señalan que los estudios han demostrado que unos niveles
elevados de estrógenos suprimen la secreción de la hormona estimuladora de
los folículos y, por consiguiente, limitan el crecimiento del número de células
de Sertoli.
Como es lógico, hemos de tener presente que muchas sustancias químicas
pueden debilitar la fertilidad masculina, actuando no sólo antes del
nacimiento sino también durante la infancia y la edad adulta. La exposición
prenatal a estrógenos sintéticos es sólo una de las muchas agresiones contra el
potencial reproductor masculino. Como hemos visto, Earl Gray, toxicólogo
reproductivo de la Agencia de Protección Ambiental de EE UU, ha
demostrado que algunas sustancias químicas sintéticas actúan como potentes
bloqueadores de andrógenos y pueden plantear una amenaza aún mayor para
los machos que las sustancias químicas estrogénicas. Sin embargo, la teoría

Página 197
de Sharpe y Skakkebaek ofrece una explicación eminentemente plausible de
cómo los estrógenos podrían tener una repercusión importante sobre la
fertilidad masculina al alterar el desarrollo.
Algunos investigadores de la reproducción han culpado del descenso de la
cantidad de espermatozoides al cambio de forma de vida, señalando que los
hábitos de fumar y beber y el comportamiento sexual han cambiado
espectacularmente en el último medio siglo. Los estudios han demostrado que
el consumo desmedido de bebidas alcohólicas y tabaco puede obstaculizar la
producción de espermatozoides, y el creciente número de compañeros
sexuales expondría a los hombres a enfermedades de transmisión sexual y a
enfermedades genitales que también pueden reducir la cantidad de
espermatozoides.
Los estudios más recientes sobre cantidades de espermatozoides, sin
embargo, refuerzan la teoría de que la causa del súbito descenso de la
cantidad de espermatozoides es algún acontecimiento prenatal y no los daños
posteriores causados por contaminantes químicos o malos hábitos. Si las
cantidades de espermatozoides descendieran debido a la exposición de los
adultos a una contaminación creciente, al tabaco o el alcohol, o debido a
enfermedades venéreas, descenderían tanto en hombres de más edad como en
hombres más jóvenes. El hecho de que las cantidades de espermatozoides
sean inferiores en los hombres más jóvenes y que se correspondan
inversamente con la fecha de nacimiento quiere decir que el daño se hizo en
el útero.
Aunque los estudios con animales y la experiencia del DES predicen con
exactitud problemas como el descenso del número de espermatozoides y el
aumento de las anormalidades de los espermatozoides, lamentablemente no
hay medio de demostrar que la exposición prenatal a sustancias químicas
sintéticas hormonalmente activas haya causado, en realidad, este alarmante
deterioro en los seres humanos. Para que esto fuera posible, explica Sharpe,
sería necesario saber los niveles de contaminantes presentes en las madres de
los hombres que presentan anomalías durante sus embarazos, décadas atrás.
Aun en el caso de que, por casualidad, fuera posible obtener muestras de
sangre o grasa tomadas cuando estas mujeres estaban embarazadas, los
investigadores se verían ante una gran incertidumbre en lo relativo a qué
sustancias químicas medir. Los efectos disruptores pueden ser el resultado del
trabajo conjunto de muchas sustancias químicas, como ha sugerido el trabajo
de Ana Soto, y la lista existente de imitadores de estrógenos sintéticos en el
medio ambiente es casi con certeza incompleta. En tanto no se identifiquen

Página 198
todos los disruptores hormonales, no habrá manera de formular enunciados
exactos sobre la exposición de un individuo.
Se ha demostrado que las sustancias químicas sintéticas debilitan la
fertilidad masculina incluso sin signos tan obvios de los daños como el
descenso del número de espermatozoides o las anormalidades de los
espermatozoides, especialmente si los machos han estado expuestos en una
edad joven. En estudios con ratas, Dorothea Sager, de la Universidad de
Wisconsin en Green Bay, expuso a los animales a PCB en fases tempranas de
la vida a través de la leche de sus madres. Cuando las ratas machos
maduraron, sus espermatozoides no mostraron deficiencias evidentes, pero
cuando se aparearon, en general no lograron fertilizar los óvulos, y cuando los
fertilizaron, éstos no se desarrollaron normalmente. Como en el caso de otros
animales, los bebés humanos toman grandes dosis de PCB y otros
contaminantes con la leche materna, lo cual les expone a niveles entre 10 y 40
veces superiores a la exposición diaria de un adulto. Según varios estudios,
los hombres infértiles tienen niveles superiores de PCB y otras sustancias
químicas sintéticas en su sangre o su semen, y un análisis descubrió una alta
relación entre la capacidad para desplazarse de un espermatozoide humano y
las concentraciones de miembros específicos de la familia de los PCB que se
encuentran en su semen.
Antes de que las investigaciones biológicas nos dieran una idea de los
complejos acontecimientos que intervienen en la reproducción, la «culpa» de
la infertilidad se achacaba invariablemente a la mujer que no había concebido.
Hoy en día, los especialistas en infertilidad de la Sociedad Americana de
Fertilidad informan que, más o menos en el 40 por ciento de los casos, el
fracaso tiene su origen en problemas del varón, especialmente una cantidad
baja de espermatozoides o una motilidad deficiente. En Estados Unidos, se
calcula que 5,3 millones de individuos padecen infertilidad, y muchos
recurren a una serie de procedimientos médicos de alta tecnología, de carácter
invasivo y complejo, en su intento de tener un hijo. En los casos en que los
espermatozoides del hombre son demasiado débiles para penetrar en un
óvulo, algunos especialistas utilizan ahora una técnica experimental que
inserta los espermatozoides para permitir la fertilización. A medida que la
calidad de los espermatozoides se ha deteriorado, el sistema médico ha
respondido con recursos tecnológicos costosos. Según la última estimación
oficial, en 1987, se gastaban en los Estados Unidos 10 000 millones de
dólares al año para tratar la infertilidad.

Página 199
Los científicos que trabajan en este campo afirman que los costes han
aumentado sustancialmente desde esa fecha, y hoy podrían ascender a 20 000
millones.
La exposición prenatal a sustancias químicas imitadoras de hormonas
puede estar exacerbando también el problema médico más común que afecta a
los machos al envejecer: el crecimiento doloroso de la glándula prostática,
que dificulta la excreción de orina y a menudo requiere intervención
quirúrgica.
La exposición a niveles elevados de estrógenos antes del nacimiento
parece hacer a los machos más vulnerables al crecimiento de la próstata en
fases posteriores de la vida. En los países occidentales, el 80 por ciento de los
hombres muestran signos de esta dolencia a los 70 años, y el 45 por ciento de
los hombres padecen un grave crecimiento de la glándula.
En estudios en curso con ratones para determinar cómo afectan los niveles
de hormonas al desarrollo de la glándula prostática, Frederick vom Saal ha
descubierto que los machos expuestos en la fase prenatal a niveles elevados
de estrógenos desarrollan más receptores de andrógenos en su próstata y se
sensibilizan de modo permanente a la testosterona. Sólo con un ligero
aumento de la exposición a estrógenos en la edad adulta, el número de
receptores de andrógenos de su próstata aumenta un 50 por ciento adicional.
Esta superabundancia de receptores inducida por el exceso de estrógenos hace
que la próstata de estos machos sea permanentemente hipersensible a las
hormonas masculinas y vulnerable al crecimiento de la próstata. El
tratamiento de esta afección benigna pero debilitadora con medicamentos y
cirugía cuesta en los Estados Unidos unos 60 000 millones de dólares al año.
Incluso en los machos expuestos únicamente cuando son adultos, dosis
bajas pero crónicas de estrógenos pueden tener graves consecuencias para la
salud de la próstata. En estudios con ratas, Shuk Mei Ho, investigador de la
universidad de Tufts, ha descubierto que la exposición a largo plazo a
estrógenos puede inducir el cáncer de próstata.
En las dos últimas décadas se ha producido un espectacular aumento de
esta dolencia, que es el cáncer más común en los hombres de los Estados
Unidos, y representa el 27 por ciento del total de cánceres en varones. El
Instituto Nacional del Cáncer informa de un incremento del 126 por ciento en
el cáncer de próstata de 1973 a 1991, equivalente a un aumento anual del 3,9
por ciento. Tales cifras de incidencia se han ajustado para eliminar el efecto
de cambios demográficos como el constante crecimiento de la población de
hombres en edad avanzada. Aunque la mejora de los métodos de detección ha

Página 200
contribuido en parte a ofrecer estas tasas de cáncer de próstata con un
incremento tan pronunciado, los especialistas en la materia creen que se
encuentran, sin embargo, ante un aumento real y alarmante de este tipo de
cáncer.
A pesar de la existencia de métodos más avanzados de detección precoz,
la mortalidad por cáncer de próstata continúa aumentando. De 1980 a 1988,
las muertes por esta causa registradas en los Estados Unidos se elevaron al 2,5
por ciento en los hombres blancos y al 5,7 por ciento en los hombres negros.
Las autoridades sanitarias atribuyen el alarmante aumento en los hombres
negros a las desigualdades en la asistencia sanitaria, y afirman que éstos
tienen menos acceso a exámenes en profundidad y a tratamientos más
avanzados y costosos de la enfermedad.
Los hechos son inapelables. Los estudios con animales indican una
vinculación entre los niveles elevados de estrógenos y las dolencias de
próstata. A medida que la exposición humana a estrógenos sintéticos ha
aumentado en el último medio siglo, también lo han hecho las dolencias de
próstata. La investigación del papel que desempeñan las sustancias químicas
sintéticas hormonalmente activas en estas dolencias de origen hormonal
debería ser de la máxima prioridad para la investigación.
La experiencia del DES y los estudios con animales sugieren también una
vinculación entre las sustancias químicas disruptoras hormonales y varios
problemas de reproducción en las mujeres, especialmente abortos, embarazos
tubáricos y endometriosis.
En los embarazos tubáricos, el óvulo fertilizado comienza a desarrollarse
en las trompas de Falopio en vez de hacerlo en el útero, un hecho peligroso
que puede poner en peligro la vida de la mujer o causar la pérdida de la
trompa de Falopio. La reiteración de embarazos tubáricos puede tener como
consecuencia la infertilidad. Aunque algunos especialistas médicos han
culpado de este aumento al incremento de las tasas de enfermedades de
transmisión sexual que pueden dañar permanentemente las trompas de
Falopio y otras partes del aparato reproductor, la historia del DES sugiere que
los disruptores hormonales químicos pueden ser un factor importante
también. Las hijas del DES sufren entre tres y cinco veces más embarazos
tubáricos que las mujeres no expuestas, y hay pruebas de que la tasa crece
también en la población general. Un estudio realizado en Wisconsin en 1990
descubrió que la tasa de embarazos ectópicos había aumentado un 400 por
ciento entre 1970 y 1987.

Página 201
La endometriosis, una dolencia mal conocida que afecta a unas 5,5
millones de mujeres en los Estados Unidos y Canadá y es una de las causas
fundamentales de infertilidad, parece estar aumentando también y
manifestándose más que nunca en mujeres muy jóvenes.
Es difícil, sin embargo, documentar tendencias a largo plazo o determinar
el número exacto de mujeres afectadas por esta dolencia. Muchos casos no se
diagnostican, pues un diagnóstico exacto requiere la utilización de un
procedimiento invasivo llamado laparoscopia. Los especialistas en la materia
creen que la frecuencia de la enfermedad ha aumentado sobremanera desde la
segunda guerra mundial. El Instituto Nacional de Salud Infantil y Desarrollo
Humano de EE UU calcula que la endometriosis afecta a entre un 10 y un 20
por ciento de las mujeres estadounidenses en edad fértil. Antes de 1921, sólo
había 20 informes de esta dolencia en la literatura médica mundial.
Después de años de debate sobre la causa de esta dolencia, que parece
estar relacionada con alguna alteración del sistema inmunitario, un estudio
reciente con monos de la especie macacus rhesus ha proporcionado la primera
pista sólida. En un estudio sobre una colonia de macacus rhesus se descubrió
que estos animales desarrollaban espontáneamente endometriosis una década
después de haber sido expuestos al contaminante dioxina. Cuanto mayor era
la exposición de una hembra a las dioxinas, mayor era la gravedad de la
dolencia. Investigadores alemanes han informado en un estudio reciente que
las mujeres que padecen endometriosis tienen niveles más elevados de PCB
en la sangre que las mujeres que no la padecen. Las dioxinas y los PCB se
sabe que afectan al sistema inmunirario así como a muchas partes del sistema
endocrino. Estimulados por estas conclusiones, se han emprendido nuevos
estudios, entre ellos una iniciativa del Instituto Nacional de Ciencias de Salud
Ambiental, para evaluar las concentraciones en sangre de dioxinas, furanos y
PCB en mujeres que padecen endometriosis.
Los estudios con animales también señalan claramente que la exposición a
ciertas sustancias químicas sintéticas, como los PCB, aumenta el riesgo de
aborto, una vinculación de la que también se ha informado en estudios con
seres humanos. Las concentraciones de la hormona progesterona, que es
necesaria para mantener el embarazo, deben seguir siendo altas durante toda
la gestación para evitar la pérdida del embrión en desarrollo. Los
investigadores que estudian a las mujeres que padecen abortos informan que
éstas tienen en su cuerpo unos niveles de PCB superiores a la media en
comparación con las mujeres que tienen embarazos normales. Los estudios

Página 202
con ratas y ratones indican que los PCB causan una reducción de la
progesterona al acelerar su descomposición por el hígado.
Pero la tendencia sanitaria más alarmante con diferencia para las mujeres
es la creciente tasa de cáncer de mama, que es el cáncer femenino más
común. A pesar del revuelo provocado por la reciente publicidad acerca de un
«gen del cáncer de mama», los investigadores estiman que sólo el 5 por ciento
de los cánceres de mama son consecuencia de una propensión genética
heredada. Una amplia proporción tiene su origen, por tanto, en otros factores
no heredados. Como principio general, el riesgo de cáncer de mama está
vinculado con la exposición total de la mujer durante su vida a los estrógenos.
Una menstruación precoz y una menopausia tardía, por ejemplo,
aumentarán el riesgo de una mujer.
Teniendo en cuenta que la exposición total a estrógenos es el factor de
riesgo más importante para el cáncer de mama, las sustancias químicas
estrogénicas, que se añadirían a esta exposición de por vida, son un
sospechoso evidente cuando se investiga en busca de la causa del incremento
de las tasas de esta enfermedad durante el último medio siglo. Desde 1940, en
los albores de la era química, las muertes por cáncer de mama han aumentado
constantemente en un 1 por ciento anual, en Estados Unidos, y se ha
informado de incrementos semejantes en otros países industrializados. Estas
tasas de incidencia se han ajustado para la edad, de tal modo que reflejen
tendencias auténticas y no cambios demográficos como el incremento de la
población anciana. El cáncer de mama es ya la principal causa de
fallecimiento de mujeres norteamericanas de entre 40 y 45 años de edad.
El número de casos de cáncer de mama registrados en Estados Unidos
aumentó un 32 por ciento de 1980 a 1987, haciendo que surgiera el espectro
de una epidemia de cáncer de mama, aunque un estudio llegaba a la
conclusión de que gran parte de este aumento podría deberse al creciente uso
de mamografías para detectar el cáncer de mama. Tanto si este espectacular
aumento es real como si se debe en parte a una herramienta para mejorar la
detección, el constante aumento de los fallecimientos por cáncer de mama en
las dos últimas generaciones es causa de preocupación por sí mismo. Hace 50
años, una mujer tenía una posibilidad entre veinte de contraer cáncer de
mama. Hoy en día, una de cada ocho mujeres de estadounidenses
desarrollarán cáncer de mama a lo largo de su vida.
El aumento más notable en el cáncer de mama se ha registrado en mujeres
posmenopáusicas con tumores sensibles a los estrógenos, es decir tumores
ricos en receptores de estrógenos que proliferan cuando se exponen a

Página 203
estrógenos. En pacientes de más de 50 años, los investigadores dan cuenta de
una creciente proporción de casos de cáncer de mama sensible a estrógenos y
de una creciente densidad de receptores de estrógenos dentro de esos tumores.
Esta conclusión se basa en el análisis de más de 11 000 especímenes de tumor
de mama enviados de hospitales de todo el territorio de Estados Unidos al
Instituto de Ciencias de la Salud de la Universidad de Texas. Al informar
sobre sus resultados en la revista Cancer, el equipo sugería que este aumento
podía ser reflejo de un cambio en los acontecimientos hormonales que
fomentan el desarrollo del cáncer de mama, como el comienzo de la
menstruación o el embarazo, o la exposición a estrógenos distintos de los
producidos en el cuerpo.
En 1993, un grupo de investigadores que trabajaban sobre el enigma de la
elevación de las tasas de cáncer de mama propuso la teoría de que las
sustancias químicas sintéticas hormonalmente activas están causando el
incremento de la incidencia del cáncer de mama y de fallecimientos entre
mujeres mayores al aumentar su exposición global a estrógenos. El grupo, del
que forman parte diversos investigadores de distintas instituciones
estadounidenses, formula la hipótesis de que las sustancias químicas sintéticas
pueden hacerlo directamente, actuando como imitadores de estrógenos, o
indirectamente, alterando la manera en que el cuerpo produce o metaboliza
los estrógenos. Por otra parte, formulan la teoría de que la exposición prenatal
a estrógenos puede predisponer a una mujer al cáncer de mama en fases
posteriores de su vida mediante un proceso de «impresión» que la sensibiliza
a la exposición a estrógenos. Esta impresión sería semejante al proceso de
sensibilización prenatal que Vom Saal ha descubierto en la glándula
prostática masculina.
Estudios realizados por H. Leon Bradlow y sus colegas en el Laboratorio
de Investigación del Cáncer de Strang Cornell han encontrado pruebas de una
de las maneras en que las sustancias químicas sintéticas pueden aumentar el
riesgo de cáncer de mama: alterando la manera en que el cuerpo procesa sus
propios estrógenos.
Bradlow, que ha investigado las vinculaciones entre el metabolismo de los
estrógenos y el cáncer, ha descubierto que el cuerpo puede procesar la forma
de estrógeno conocida como estradiol de dos formas químicamente distintas:
una, que podría llamarse camino de estrógenos «bueno», que produce una
forma débil de estrógeno, y la otra, «mala», porque produce un potente
estrógeno que puede aumentar el riesgo de cáncer. En estudios
experimentales, Bradlow ha descubierto que varios factores pueden influir en

Página 204
cuál de estos dos caminos mutuamente excluyentes utiliza el cuerpo. Por
ejemplo, los estudios de Bradlow y sus colegas han descubierto que una
sustancia que se encuentra en el brécol, la coliflor, las coles de bruselas y
otros miembros de la familia de las coles, el indol-3-carbinol, reduce el riesgo
de cáncer al empujar el metabolismo de los estrógenos hacia el buen camino.
En estudios recientes, sin embargo, los investigadores de Cornell
informan que las sustancias químicas hormonalmente activas tienen el efecto
contrario, es decir empujan el metabolismo de los estrógenos hacia el mal
camino y aumentan el riesgo de cáncer. Los experimentos, en los que se
expusieron células afectadas de cáncer de mama en tubos de ensayo a
sustancias químicas sintéticas como DDT, PCB, endosulfán, kepona y
atrazina, descubrieron que todas estas sustancias químicas tienen un «efecto
profundo» y aumentan en gran medida la producción de una forma mala de
estrógeno.
Bradlow señala a este respecto: «Nuestros datos indican que una amplia
gama de plaguicidas y productos relacionados tienen efectos claros sobre el
metabolismo de los estrógenos que actuarían en la dirección de aumentar el
cáncer de mama y los riesgos de cáncer endometrial».
Los investigadores han analizado también la posible vinculación de otra
manera, incluido el análisis de las concentraciones corporales de sustancias
químicas sintéticas en mujeres que desarrollan cáncer de mama. Un estudio
canadiense sobre un reducido número de mujeres descubrió niveles
significativamente superiores de DDE, un producto derivado de la
descomposición del DDT, en mujeres que padecían tumores sensibles a los
estrógenos, hecho que respaldaba la hipótesis de que la exposición a
sustancias químicas hormonalmente activas puede afectar a la incidencia del
cáncer de mama sensible a las hormonas.
Para realizar otros dos estudios, se recogieron y almacenaron muestras de
sangre de un gran número de mujeres sanas sin signo alguno de cáncer.
Cuando algunas de estas mujeres desarrollaron cáncer posteriormente, los
investigadores analizaron la sangre en busca de diferencias en la exposición a
DDT y PCB entre las que habían desarrollado el cáncer y las que no lo habían
desarrollado. El estudio de salud de la mujer de la Universidad de Nueva
York, cuyo grupo de estudios estaba compuesto fundamentalmente por
mujeres blancas, descubrió que las que presentaban unos niveles más altos de
DDE tenían un riesgo cuatro veces mayor que las que presentaban los niveles
inferiores. Sin embargo, el segundo estudio, realizado en California con un
grupo más numeroso de mujeres, entre las que había blancas, afroamericanas

Página 205
y asiáticas, no encontró vinculación alguna entre el cáncer de mama y los
niveles de DDE.
Cualquiera que sea su diseño, los estudios realizados hasta la fecha
presentan varios defectos que hacen que unos resultados tan inconsistentes no
sean sorprendentes. La contribución de las sustancias químicas sintéticas a la
exposición a estrógenos puede provenir de muchas sustancias químicas
distintas, algunas de ellas sumamente persistentes, como los PCB, y otras que
no son persistentes y no dejan pruebas delatoras de exposición en la sangre o
en la grasa corporal. Los estudios efectuados hasta la fecha han examinado
únicamente un puñado de sustancias persistentes bien conocidas, como el
DDE y los PCB.
Asimismo, en los estudios se ha tratado a las 209 sustancias químicas de
la familia de los PCB como una sola, aun cuando diversos miembros de esta
familia química tienen efectos biológicos totalmente distintos y en algunos
casos opuestos. Unos son imitadores de estrógenos, mientras que los
compuestos semejantes a las dioxinas pueden actuar como bloqueadores de
estrógenos. Por otra parte, la mezcla de PCB que se encuentra en los seres
humanos varía de un individuo a otro, dependiendo de su alimentación y otros
tipos de exposición. Para desentrañar cualquier correlación entre los PCB y el
cáncer de mama va a ser necesario tratar a los PCB como sustancias únicas
individuales.
El descubrimiento de que las sustancias químicas estrogénicas acechan en
los plásticos, productos enlatados y productos derivados de la descomposición
de los detergentes, sugiere también que una parte significativa de la
exposición puede ser resultado de sustancias químicas distintas de las
habitualmente sospechosas. En los estudios no se han analizado los tejidos
humanos en busca de imitadores de estrógenos menos conocidos, como el
bisfenol-A o el nonilfenol, aun cuando puedan contribuir presumiblemente de
manera importante a la exposición a estrógenos derivada de las sustancias
químicas sintéticas. Algunos investigadores, como Ana Soto y Carlos
Sonnenschein, buscan ahora fórmulas para separar los estrógenos naturales
que se encuentran en la sangre de las mujeres de los estrógenos ajenos en un
intento de determinar qué proporción de la exposición general a los
estrógenos tiene su origen en sustancias químicas sintéticas.
Teniendo en cuenta nuestro deficiente conocimiento de la causa del
cáncer de mama y las importantes incertidumbres acerca de la exposición, es
posible que se tarde algún tiempo en verificar satisfactoriamente la hipótesis y
descubrir si las sustancias químicas sintéticas contribuyen a elevar las tasas de

Página 206
cáncer de mama. Como consecuencia en parte de la presión política de los
grupos interesados en el cáncer de mama sobre el Congreso de los EE UU, las
agencias de financiación federales destinan ya más dinero a investigar esa
importante cuestión. El Instituto Nacional del Cáncer financia actualmente
con 6 millones de dólares un estudio de 4 años para investigar la relación
entre el cáncer de mama y la exposición medioambiental a varias sustancias
químicas sintéticas hormonalmente activas. Esta iniciativa, que recibe el
nombre de Estudio Noreste/Atlántico Medio, se centra en particular en la
posible relación entre los contaminantes sintéticos y el elevado riesgo de
cáncer de mama al que se enfrentan las mujeres que viven en esta región.
Entre las víctimas del cáncer en Estados Unidos, el cáncer de mama y el
de próstata son dos de los cuatro grandes asesinos. Las hormonas desempeñan
un papel fundamental en estos dos tipos de cáncer, y las tasas de incidencia de
ambos continúan aumentando no sólo en Estados Unidos, sino también en la
mayoría de los países. Las tasas más altas de muertes por cáncer de mama se
encuentran en Europa occidental, seguido de Estados Unidos, pero el aumento
más rápido en el número de fallecimientos debido a esta dolencia se produce
ahora en Europa oriental y en Asia oriental.
Por lo que se refiere al cáncer de próstata, las tasas más elevadas de
fallecimientos se producen en los países nórdicos de Europa, mientras que el
mayor aumento se registra en Asia oriental, que tiene una incidencia muy
baja. El intento de descubrir el papel de las sustancias químicas disruptoras
hormonales en estos tipos de cáncer merece una prioridad mayor que la
búsqueda de genes cancerígenos hereditarios en el cáncer de mama y de
próstata porque la investigación que tiene por objeto los factores
medioambientales ofrece la esperanza de encontrar fórmulas para impedir
estas enfermedades devastadoras en la inmensa mayoría de las víctimas.
Nuestros temores en relación con las sustancias químicas tóxicas se han
centrado típicamente en el cáncer y otras enfermedades físicas. Pero cuando
se repasa la literatura científica, se hace evidente rápidamente que las
dolencias físicas o los defectos visibles de nacimiento pueden no ser el
peligro más inmediato. Mucho antes de que las concentraciones de sustancias
químicas sintéticas alcancen niveles suficientes para causar enfermedades o
anormalidades físicamente visibles, pueden obstaculizar la capacidad de
aprendizaje y causar espectaculares cambios de carácter permanente en el
comportamiento, como la hiperactividad. A excepción de un número reducido
de compuestos, como los PCB, no sabemos prácticamente nada sobre los

Página 207
peligros que representan para el pensamiento y el comportamiento las miles
de sustancias químicas sintéticas del mercado.
Lo poco que sabemos de estas pocas sustancias químicas que se han
estudiado tienen unas repercusiones alarmantes. Tanto los experimentos con
animales como los estudios con seres humanos señalan trastornos de
comportamiento y discapacidades de aprendizaje semejantes a las
comunicadas con creciente frecuencia entre los escolares de todo el país. En
Estados Unidos, se calcula que entre el 5 y el 10 por ciento de los niños en
edad escolar padecen una serie de síntomas relacionados con la hiperactividad
y las deficiencias de atención que les impiden prestar atención y aprender.
Otros, en número incalculable, experimentan problemas de aprendizaje que
van desde las dificultades de la memoria a la alteración de la capacidad
motora que hace que una persona tenga más dificultades para sostener una
pluma y aprender a escribir.
Los científicos no tienen todavía un conocimiento completo de cómo los
PCB afectan al desarrollo neurológico en el útero y en las primeras fases de la
vida, pero se están conociendo datos que indican que la capacidad de los PCB
para causar lesiones cerebrales proviene en parte de la alteración de otro
componente del sistema endocrino, las hormonas tiroideas.
Numerosas investigaciones sobre el desarrollo del cerebro y el sistema
nervioso han descubierto que las hormonas tiroideas ayudan a organizar el
complejo proceso gradual que se requiere para un desarrollo normal del
cerebro. Como se ha indicado en el Capítulo 3, estas hormonas estimulan la
proliferación de células nerviosas y después guían la liberación ordenada de
las células nerviosas a las zonas adecuadas del cerebro. El cerebro y el
sistema nervioso, como otras partes del cuerpo, atraviesan periodos críticos
durante su desarrollo en el útero y en los dos primeros años de vida.
Cuando los niveles de hormona tiroidea son demasiado altos o demasiado
bajos, este proceso de desarrollo saldrá mal y se producirán daños
permanentes, que pueden ir desde el retraso mental hasta trastornos de
comportamiento y discapacidades de aprendizaje más sutiles. La naturaleza
exacta de los daños causados por los niveles anormales de hormonas tiroideas
dependerán del momento y de la amplitud de la alteración.
Se ha reconocido hace tiempo que una deficiencia tiroidea aguda durante
el embarazo puede causar retraso mental profundo, pero la investigadora en
tiroides, Susan Porterfield, endocrinóloga del Colegio Médico de Georgia,
señala que pocos han tenido en cuenta los efectos más sutiles de una
alteración de tiroides menos grave durante el desarrollo del cerebro y el

Página 208
sistema nervioso, una alteración que puede tener lugar de forma natural o ser
el resultado de la presencia de sustancias químicas disruptoras hormonales en
el medio ambiente.
Los PCB y las dioxinas afectan al sistema tiroideo de formas diversas,
complejas y comprendidas todavía de forma incompleta. Algunos análisis
indican que pueden imitar o bloquear la acción hormonal normal quizá
uniéndose al receptor tiroideo. Otros datos sugieren que podrían aumentar
incluso el número de receptores presentes para recibir las señales hormonales.
También parecen actuar en particular sobre la T4, la forma de hormona
tiroidea que es decisiva para el desarrollo prenatal del cerebro. Los
investigadores Daniel Ness y Susan Schantz, de la Universidad de Illinois,
han establecido que dos PCB que se encuentran habitualmente en tejidos
humanos y en la leche materna, el PCB-118 y el PCB-153, reducen los
niveles de T4 en ratas expuestas prenatalmente. Éstos compiten también de
forma más dolorosa que las hormonas naturales para unirse a una proteína
transmisora llamada transtiretina, que transporta la T4 a las células del
cerebro.
En un artículo publicado en julio de 1994 en la revista Environmental
Health Perspectives, Porterfield exponía su teoría de que «niveles muy bajos»
de PCB y dioxinas —niveles situados muy por debajo de los que
generalmente se reconocen como tóxicos— pueden alterar la función tiroidea
en la madre y en el hijo no nacido y alterar, por tanto, el desarrollo
neurológico. Al igual que Sharpe y Skakkebaek, Porterfield cita datos que
indican que unos niveles hormonales desviados en el útero pueden causar
daños permanentes, en este caso discapacidades de aprendizaje, problemas de
atención e hiperactividad.
Las pruebas que están apareciendo que vinculan los PCB con la alteración
del tiroides y los cambios neurológicos es especialmente preocupante porque
los PCB son un contaminante persistente y omnipresente y los niveles habían
descendido inicialmente en el tejido humano pero han permanecido
constantes en los últimos años, aun cuando la mayoría de los países
industriales han dejado de fabricarlos hace más de una década. En la antigua
Unión Soviética, la producción de PCB no se detuvo hasta 1990.
Basándose en la concentración de PCB en la leche materna, algunos han
calculado que al menos el 5 por ciento de los bebés de Estados Unidos están
expuestos a niveles suficientes de contaminantes para causar daños
neurológicos. Pero aunque la mayoría de los datos sobre efectos neurológicos

Página 209
tienen que ver con los PCB, es importante subrayar que los PCB no son en
modo alguno los únicos culpables.
Muchas otras sustancias químicas sintéticas actúan también como
hormonas tiroideas, lo cual hace que aumente la preocupación. El sistema
tiroideo es uno de los objetivos más frecuentes de las sustancias químicas
sintéticas, según Linda Birnbaum, que dirige la división de toxicología
ambiental del laboratorio de investigación de efectos sobre la salud de la
Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos. Con la posibilidad
de agresiones múltiples al sistema tiroideo, los peligros para el desarrollo del
cerebro pueden ser considerables.
Los animales de laboratorio expuestos a PCB en el útero y en las primeras
etapas de su vida muestran habitualmente anormalidades de comportamiento
cuando son adultos. Las crías de algunos ratones a los que se administraba
dosis relativamente bajas de PCB desarrollan un «síndrome giratorio» en el
que describen círculos constantemente en su jaula. Otros ratones expuestos,
aunque no muestran anormalidades de comportamiento claras, manifiestan
depresión de reflejos y dificultades de aprendizaje. Las ratas expuestas en el
útero cometen más errores al recorrer un laberinto y tienen más dificultades
para aprender a nadar, quizá como reflejo de una alteración motriz. En los
macacos resus, los investigadores encuentran también que la exposición a
PCB en el útero y a través de la leche materna causa alteraciones motrices
además de déficits de memoria y aprendizaje. Cuanto mayor sea la exposición
a PCB, mayor es el número de errores cometidos por los monos en tareas de
aprendizaje concebidas para verificar sus habilidades cognitivas.
Pero el signo de daños neurológicos más evidente y, por consiguiente,
más difundido en animales de laboratorio expuestos a PCB en el útero y
primeras etapas de la vida es la hiperactividad, que se ha manifestado en ratas,
ratones y monos. Aunque cabría esperar que la extrapolación de los estudios
de animales a seres humanos fuese menos fiable hay que considerar
cuestiones relativas al comportamiento y la cognición, aparecen también en
estos estudios neurológicos algunos paralelismos sorprendentes entre los
efectos en animales y en humanos. En su artículo, Porterfield señala que este
problema se produce con una frecuencia mayor en los niños nacidos de
mujeres que tenían niveles anormalmente bajos de hormonas tiroideas durante
el embarazo.
Gran parte de nuestros conocimientos sobre la repercusión en seres
humanos proviene de estudios efectuados sobre los individuos expuestos en
accidentes. Un importante estudio a largo plazo tiene que ver con los hijos

Página 210
nacidos de mujeres de Taiwan que en 1969 consumieron aceite de cocinar
contaminado accidentalmente con niveles elevados de PCB y furanos.
Algunos de los 128 niños estudiados estaban en el útero cuando sus madres
consumieron realmente el aceite contaminado.
Otros fueron concebidos y nacieron cuando el período de contaminación
había terminado, por lo que su exposición provenía de la contaminación
residual en el interior de sus madres. En una serie de exámenes y pruebas
realizados con estos niños entre 1985 y 1992, un equipo encabezado por Yue-
Liang L. Guo, del Departamento de Salud Laboral y Ambiental de Taiwan,
descubrió que los niños padecían una serie de problemas —físicos y
neurológicos— que se habían predicho a partir de los estudios con animales.
Cuando algunos de estos niños se acercaban a la pubertad, los
investigadores observaron un desarrollo sexual anormal en los varones,
equiparable a uno de los efectos más llamativos registrados en la literatura
sobre fauna. Al igual que los caimanes del lago Apotka, estos niños tenían el
pene significativamente más pequeño que los niños no expuestos de la misma
edad.
Estos niños taiwaneses muestran también una alteración de sus
capacidades motrices y mentales y problemas de comportamiento como unos
niveles de actividad superiores a los normales. En las pruebas realizadas se
han encontrado reiteradamente signos de retraso del desarrollo, y estos niños
obtenían en las pruebas de inteligencia un resultado inferior en 5 puntos a los
de niños no expuestos.
Guo y sus colegas creen que estos niños obtienen resultados inferiores en
las pruebas para determinar el cociente de inteligencia porque padecen
déficits de atención y son incapaces de pensar con la misma rapidez que sus
iguales no expuestos.
Afortunadamente, pocas personas están expuestas a la intensa
contaminación que sufrieron las víctimas de este desdichado accidente de
Taiwan. Dos estudios realizados en los Estados Unidos han intentado
descubrir si los niños sufren daños neurológicos cuando se exponen a través
de sus madres a la gama normal de contaminación que se encuentra en el
entorno. En ambos casos se informó de signos de alteración del desarrollo
neurológico, que podría no ser evidente para los padres pero que podía
detectarse mediante pruebas especializadas.
El primer estudio, realizado a comienzos del decenio de 1980 por los
psicólogos Sandra y Joseph Jacobson, de la universidad estatal de Wayne,
estudiaron a madres primerizas de Michigan que habían comido peces de los

Página 211
Grandes Lagos, que contienen niveles importantes de PCB y numerosos
contaminantes químicos. A pesar de los niveles de contaminación, los
organismos oficiales estatales de pesca y caza de la región de los Grandes
Lagos continúan criando salmones, truchas de lago y otros peces deportivos, y
la pesca deportiva sigue siendo una industria que mueve de 30 000 a 40 000
millones de dólares. Los carteles colocados por las autoridades sanitarias
estatales en algunas zonas de pesca advierten que comer salmón y trucha del
lago puede ser peligroso para la salud, pero muchos pescadores y sus familias
continúan comiendo los ejemplares que capturan. Las mujeres de este estudio
pertenecientes al grupo que habían comido peces habían comido dos o tres
comidas de pescado al mes en los seis años anteriores a quedarse
embarazadas, aunque algunas no habían comido peces durante el embarazo.
Dado que los PCB son persistentes, estas mujeres los acumularon en su grasa
corporal y después los transmitieron a sus hijos a través de la placenta y la
leche.
Las diferencias entre los hijos de mujeres que habían comido peces y las
que no los habían comido eran evidentes de inmediato en el momento del
nacimiento. Cuanto más alto hubiera sido el consumo de peces del lago
Michigan, más bajo era el peso del niño al nacer y menor la circunferencia de
su cabeza. Una serie de pruebas realizadas inmediatamente después del parto
y periódicamente después de este momento encontraron también pruebas
persistentes de alteraciones neurológicas. Los Jacobson no pueden afirmar
con certeza, sin embargo, que los PCB sean los únicos responsables de los
efectos observados en los niños nacidos de estas mujeres porque sus madres
también estuvieron expuestas a muchas otras sustancias químicas.
Entre los más de 300 niños analizados en este estudio, aquéllos cuyas
madres habían comido cantidades mayores de peces mostraban signos sutiles
de daños, incluida debilidad de reflejos y movimientos más espasmódicos y
desequilibrados de recién nacidos. En entregas posteriores, efectuadas cuando
los niños tenían 7 meses de edad, Sandra y Joseph Jacobson encontraron
signos de alteración de la función cognitiva a partir de una prueba en la que se
le muestran a un niño dos fotografías idénticas de rostros humanos clavadas
en un tablero. Pasado un tiempo, el investigador retira el tablero, sustituye una
de las fotografías por un nuevo rostro y muestra el resultado al niño. Los
niños reconocen normalmente el nuevo rostro y dedican más tiempo a mirarlo
en vez de mirar al rostro que ya han visto antes. Cuanto más altos son los
niveles de PCB en la madre menos tiempo dedica el niño a mirar la nueva
fotografía. Los niños que obtienen las puntuaciones inferiores en esta prueba

Página 212
tienden a obtener también resultados deficientes en las pruebas de inteligencia
durante la infancia.
Cuando se sometió de nuevo a los niños a unas pruebas al cumplir 4 años,
los hijos de las mujeres que tenían niveles más altos de PCB obtenían
puntuaciones inferiores en las pruebas verbales y de memoria.
El segundo estudio, realizado en Carolina del Norte, se refería a pruebas
neurológicas sobre 866 niños de corta edad y comparaba sus resultados con
los niveles de PCB detectados en la leche de sus madres, que son un signo de
exposición prenatal además de su exposición después del nacimiento. Los
niños más expuestos mostraban unos reflejos más débiles, y en estudios de
seguimiento realizados a los 6 y 12 meses de edad, seguían mostrando una
actuación deficiente en pruebas relativas a su coordinación motriz gruesa y
fina. Este estudio no incluía pruebas para evaluar las habilidades de
pensamiento y memoria.
En la universidad estatal de Nueva York en Oswego, que se alza a orillas
del lago Ontario, un equipo compuesto por psicólogos y un médico amplía
actualmente las innovadoras investigaciones realizadas por Sandra y Joseph
Jacobson a las diferencias existentes entre los hijos de las personas que comen
o no comen peces del lago Ontario. La investigación incluye un estudio
humano sobre los hijos de las mujeres que comen peces e investigaciones de
laboratorio paralelas con ratas a las que se alimenta con peces del lago
Ontario. Si los estudios con seres humanos y con ratas encuentran los mismos
cambios en el comportamiento, querrá decirse que los resultados de los
estudios con ratas pueden generalizarse a los seres humanos. Dado que los
estudios con ratas realizados por la psicóloga Helen Daly muestran pruebas de
cambios de comportamiento en ratas adultas, el equipo de investigación, en el
que también figuran Edward Lonky, Thomas Darvill, Jacqueline Reihman y
Joseph Mather, en el estudio con humanos, estudia a los padres, además de
estudiar a los hijos. Una iniciativa epidemiológica semejante está en marcha
en los Países Bajos, donde un grupo de investigadores analizan la vinculación
entre la exposición a PCB, los niveles de hormonas tiroideas en el nacimiento
y posteriores problemas de comportamiento y cognitivos en los hijos de
madres que registran niveles elevados de PCB.
Los estudios de Daly con ratas alimentadas con salmón del lago Ontario
han añadido otra dimensión a la creciente literatura sobre el impacto de las
sustancias químicas sintéticas sobre el pensamiento y el comportamiento y
nuevas preguntas acerca de los posibles efectos sobre seres humanos. Sus
trabajos anteriores se habían centrado en el aprendizaje con ratas normales,

Página 213
especialmente en el papel de la frustración en el proceso de aprendizaje. Pero
a comienzos del decenio de 1980, Daly y sus colegas comenzaron a
preguntarse por el posible efecto de la ingestión de peces contaminados. La
pregunta era literalmente ineludible en Oswego, pues cuando el Estado
comenzó a criar peces deportivos, la ciudad situada en la desembocadura del
río Oswego en el lago Ontario se convirtió en un próspero centro de pesca
deportiva. En otoño, los pescadores, que a menudo han recorrido grandes
distancias para llegar hasta allí, se alinean hombro con hombro a lo largo de la
orilla del río intentando pescar uno de los enormes salmones que remontan el
río para desovar. La ciudad ha construido incluso instalaciones especiales de
limpieza en las que los pescadores pueden encargar el vaciado y limpieza de
sus capturas por una pequeña tasa. En conversaciones mantenidas con los
pescadores y sus esposas, Daly y sus colegas se enteraron de que muchas
familias llenaban sus congeladores de peces y comían cantidades importantes
de pescado durante todo el invierno.
Varios investigadores de la universidad comenzaron a alimentar a las ratas
de laboratorio con peces del lago Ontario para comprobar si esta dieta las
afectaba de alguna manera. Un colega de Daly, David Hertzler, encontró
signos de cambios de comportamiento en ratas al cabo de 20 días de
administrarles una dieta con un 30 por ciento de salmón. Cuando se les
sometió a una prueba estándar, las ratas mostraron un descenso de la
actividad. El hallazgo era intrigante, pues al ser muchos los factores que
pueden causar el descenso de la actividad, no se obtenían grandes pistas sobre
el modo en que la contaminación afectaba a los animales. Daly emprendió
entonces una serie de experimentos de aprendizaje para tratar de descubrir por
qué las ratas eran menos activas.
«Pensábamos que las sustancias químicas tóxicas debían volverlas idiotas.
Eso era lo que cabía esperar», recuerda Daly.
Pero lo que descubrió era todo lo contrario de lo que esperaba. No había
prueba alguna de graves déficits de aprendizaje, pero había un cambio
espectacular en su comportamiento. En los años transcurridos desde que se
efectuó este estudio, Daly ha realizado una serie de experimentos distintos en
un intento de concretar y caracterizar la naturaleza de este cambio. Todos los
estudios comparan el comportamiento de las ratas alimentadas con salmón del
lago Ontario con el de ratas alimentadas con salmón del océano Pacífico, que
contiene niveles muy inferiores de contaminación, o con un segundo grupo de
control al que no se le administra salmón. Una y otra vez, Daly ha constatado
una pauta consistente en los resultados.

Página 214
Los dos grupos de ratas no muestran diferencia alguna de comportamiento
en tanto en cuanto la vida sea agradable y sin incidentes, pero en cuanto
tienen que vérselas con cualquier clase de hecho negativo, son visibles
grandes diferencias. En todos los casos, las ratas que han comido salmón del
lago Ontario muestran una reacción mucho mayor que las que se han
alimentado con salmón del Pacífico o con comida especial para ratas. Daly las
describe como «hiper-reactivas» incluso ante situaciones levemente
negativas.
Si los efectos de los contaminantes sobre los humanos son semejantes a
los que se observan en las ratas, «toda pequeña tensión se magnificará»,
afirma Daly. La investigadora piensa que algunos niños del estudio de Joseph
y Sandra Jacobson mostraban reacciones semejantes a las que ella ha visto en
las ratas. Cuando se sometió a prueba a los niños a la edad de 4 años, 17 de
ellos se negaron a cooperar en al menos una prueba, todos ellos hijos de las
madres que tenían los niveles más altos de PCB en la leche. Daly cree que se
trata probablemente de una sobrerreacción a la experiencia levemente
frustrante de pasar tales pruebas.
Los hallazgos de Daly son insólitos en otros aspectos, pues vio este
cambio de comportamiento no sólo en los ejemplares expuestos durante fases
decisivas del desarrollo en el útero, sino también en ratas adultas alimentadas
con salmón del lago Ontario. Daly descubrió también tales cambios en las
crías de estos adultos y asimismo en la segunda generación. Al estudiar estos
efectos transgeneracionales, Daly alimentó con peces únicamente a las
abuelas antes y durante sus embarazos y mientras amamantaban a sus crías.
Las crías recibieron los contaminantes únicamente a través de la placenta y la
leche de la madre. Daly no alimentó a ninguna de las crías hembras con peces
en ningún momento de su vida, pero siguió viendo cambios de
comportamiento en las crías que producían. Los estudios de Daly sugieren
que los contaminantes tomados por una madre pueden tener de alguna manera
unos efectos que se extiendan a dos generaciones y afecten también a los
nietos además de a los retoños inmediatos. Otros investigadores comienzan a
repetir los experimentos de Daly, siguiendo meticulosamente los mismos
procedimientos para ver si obtienen los mismos resultados.
En mayo de 1995, el equipo Oswego dio a conocer los resultados iniciales
de su estudio sobre humanos, e informó de diferencias de comportamiento y
neurológicas en los hijos de mujeres que habían comido peces del lago
Ontario. En este nuevo estudio, los niños y las madres que habían comido
cantidades sorprendentemente moderadas de peces del lago Ontario —el

Página 215
equivalente a un mínimo de 18 kilogramos de salmón durante toda la vida, no
sólo durante el embarazo— mostraban un número mayor de reflejos
anormales, que expresaban una mayor inmadurez y unos resultados de
respuesta autónoma inferiores y una habituación deficiente a alteraciones
repetidas.
La evaluación de la habituación, que no formaba parte del estudio de
Jacobson, examinó la respuesta del niño dormido al ser despertado por un
timbre, un sonajero o un destello de luz en los ojos. Esta estimulación
sobresalta inicialmente al niño, pero si se le despierta reiteradamente, la
respuesta de sobresalto debe disminuir y desaparecer finalmente. Los niños de
mujeres que no habían comido peces del lago Ontario se acostumbraban o
habituaban con mayor rapidez a la perturbación. En cambio, los hijos de las
madres que habían comido grandes cantidades de peces se habituaban de
manera deficiente, y reaccionaban de manera mucho más negativa a las
reiteradas alteraciones.
«Es una consecuencia perfecta», afirmó Daly hablando de las semejanzas
que aparecían entre los estudios con seres humanos y sus trabajos anteriores
con ratas. Al igual que los niños humanos, «mis ratas [alimentadas con
salmón del lago Ontario] son también más reactivas ante acontecimientos
desagradables». Las conclusiones de esta primera repetición en gran escala
del estudio de Sandra y Joseph Jacobson son asimismo consistentes con las
diferencias de comportamiento advertidas en aquel estudio anterior, aunque
este estudio no encontró las diferencias físicas de las que daban cuenta los
Jacobson, como una menor circunferencia craneal y un menor peso al nacer
en los niños de madres que habían comido grandes cantidades de peces. Daly
y sus colegas creen que ésta es la prueba de que los contaminantes afectarán
al comportamiento antes de llegar a niveles lo bastante altos como para tener
una repercusión física medible en un niño. Daly considera positivo el hecho
de que los estudios con roedores puedan ofrecer un aviso previo sobre
posibles efectos en el comportamiento de los seres humanos.
Aunque el estudio de los Jacobson encontró correlaciones entre los
síntomas neurológicos y los PCB, Daly duda que estos sean los únicos
productos químicos que intervienen en los cambios observados por el equipo
de Oswego. Las estimaciones acerca del número de sustancias químicas
tóxicas vertidas en la cuenca de los Grandes Lagos son del orden de 2800.
Nadie sabe cuantas de ellas llegan hasta el salmón y a las personas que comen
estos peces. En esta ensalada tóxica, afirma Daly, no sería sorprendente que
algunas sustancias químicas actuasen de manera aditiva o sinérgica.

Página 216
Los informes que vinculan la contaminación de la fauna con
comportamientos tan inesperados como el que las hembras compartan los
nidos y la existencia de machos feminizados plantea inevitablemente algunas
pregunta sobre el cuidado de los hijos y la elección sexual en los seres
humanos. ¿Podría la alteración hormonal alterar estos atributos humanos? La
postura de la ciencia al respecto es poco concluyente. Aunque las pruebas que
aparecen sugieren que las variaciones en cuanto a preferencia sexual podrían
tener su origen en diferencias en la biología, los científicos sólo tienen un
confuso conocimiento de los factores que intervienen.
En 1991, el doctor Simon LeVay publicó en Science datos sobre su
descubrimiento de diferencias en la estructura cerebral de hombres
homosexuales y heterosexuales. El trabajo de LeVay, incluido en su reciente
libro El cerebro sexual, respalda la teoría de que el comportamiento sexual
tiene una base biológica y que está muy influido por la exposición a hormonas
en el periodo en el que el cerebro del feto experimenta la diferenciación
sexual.
Los trabajos de otros científicos corroboran esta interpretación. Por
ejemplo, algunos estudios efectuados en hijas del DES han llegado a la
conclusión de que tienen tasas superiores de homosexualidad y bisexualidad
que sus hermanas que no estuvieron expuestas a este estrógeno sintético antes
de su nacimiento. Lamentablemente, no existen estudios creíbles sobre los
efectos de este estrógeno sintético en hijos varones del DES.
Este conjunto de trabajos indicaría, en principio, que cuando las
sustancias químicas se interfieren con los mensajes hormonales en momentos
decisivos del desarrollo del feto, podría alterarse la elección sexual. La
ciencia actual nos dice poco más. Los estudios han mostrado que los niveles
de disruptores hormonales pueden masculinizar unas veces y feminizar otras.
Así pues, si la alteración endocrina influye en la elección sexual, es
concebible que pueda hacerlo en ambos sentidos, haciendo que una persona
que por naturaleza podría haber sido homosexual se desarrolle como
heterosexual, o haciendo que algunas que estaban destinadas a ser
heterosexuales se conviertan en homosexuales. Debemos recordar asimismo
que la diversidad de elección sexual forma parte de la experiencia humana
desde hace milenios, desde mucho antes de que los contaminantes químicos
se generalizasen. Esto no quiere decir que las pautas de elección sexual
humana hayan cambiado desde que las sustancias químicas sintéticas
disruptoras endocrinas entraron en el mercado. Aunque los gays y las
lesbianas son ahora más visibles gracias a las tendencias sociales que les han

Página 217
permitido participar como miembros de pleno derecho de la sociedad, los
mejores estudios disponibles indican que la proporción de homosexuales y
heterosexuales en la población ha permanecido constante.
La orientación sexual humana es sin duda un fenómeno complejo, como
la mayor parte del comportamiento humano. Dudamos que un único factor —
naturaleza, disfunción endocrina o alimentación— resulten ser su único
determinante.
Por el momento, hay más preguntas que respuestas acerca del impacto de
las sustancias químicas disruptoras hormonales en los seres humanos.
Sin embargo, aun cuando los daños sean evidentes y estén documentados,
nunca será posible determinar una relación definitiva causa-efecto con los
contaminantes en el entorno. Aunque sabemos que todas las madres del
último medio siglo han portado una carga de sustancias químicas sintéticas y
han expuesto a sus hijos en el útero, no sabemos a qué combinación de
sustancias químicas estuvo expuesto un niño determinado, ni a qué niveles, ni
si ese niño o niña resultó afectado durante periodos críticos de su desarrollo
cuando unos niveles relativamente bajos podían tener efectos significativos
para toda su vida. Nos hallamos ante un dilema habitual e ineludible cuando
se intenta evaluar los efectos retrasados de la contaminación ambiental.
También nos enfrentamos al problema de no disponer de ningún grupo de
control auténtico de individuos no expuestos para efectuar estudios científicos
comparativos. La contaminación es omnipresente. Todos estamos expuestos
en un grado u otro. Uno de los sarcasmos es que los investigadores
descubrieron los altos niveles de contaminación en las personas en remotas
aldeas inuit mientras buscaban un grupo de control menos expuesto.
Por estas razones, es seguro que quienes exigen esa «prueba» definitiva
antes de emitir un juicio tengan que esperar una eternidad. En el mundo real,
en el que los seres humanos y los animales están expuestos a la
contaminación de decenas de sustancias químicas que pueden funcionar
conjuntamente o a veces en oposición mutua y en el que el momento puede
ser tan importante como la dosis, la determinación de unas vinculaciones
nítidas causa-efecto seguirán siendo esquivas.
La industria tabaquera ha utilizado con poco ingenio argumentos sobre la
falta de una vinculación causa-efecto demostrada entre el fumar y el cáncer de
pulmón en seres humanos, sabiendo perfectamente que es imposible obtener
tales pruebas en humanos sin someterlos a experimentos de laboratorio
controlados. Pero después de algunas demoras, las autoridades sanitarias han
avanzado con avisos en las cajetillas de cigarrillos, límites sobre la publicidad

Página 218
de cigarrillos e iniciativas para poner fin a la exposición al humo de
cigarrillos en lugares públicos. Y lo han hecho basándose en pruebas de una
correlación entre el fumar y el cáncer de pulmón en seres humanos
respaldadas por experimentos de laboratorios controlados con animales que
tienen la capacidad de demostrar esa relación causa-efecto.
Será necesario un enfoque semejante para abordar el problema de los
disruptores hormonales, pero sería muchísimo más difícil que desenmarañar
la red de causa y efecto para el tabaco. Dada la naturaleza de la
contaminación, es importante reconocer desde el principio que los
responsables de salvaguardar la salud humana tendrán que actuar sobre
información que no es ni con mucho perfecta.
Mientras lidiamos con la cuestión de qué cantidad de contaminantes
químicos contribuyen a las tendencias y a las pautas sociales que observamos
—en el cáncer de mama, las dolencias de próstata, la infertilidad y las
discapacidades de aprendizaje— es importante tener presente una cosa. Los
científicos siguen intentando encontrar efectos significativos, a menudo
permanentes, a dosis sorprendentemente bajas. El peligro al que nos
enfrentamos no es simplemente la muerte y la enfermedad. Al alterar las
hormonas y el desarrollo, estas sustancias químicas sintéticas pueden estar
cambiando la persona en la que nos convertimos. Pueden estar alterando
nuestros destinos.

Página 219
11 Más allá del cáncer

En las primeras etapas de su trabajo de indagación, Theo Colborn tropezó con


un estudio olvidado publicado en las actas de la Sociedad de Biología
Experimental y Medicina en 1950, y que representaba el primer aviso en la
literatura científica de que las sustancias químicas sintéticas podían tener el
efecto accidental de alterar las hormonas. El artículo de dos zoólogos de la
universidad de Syracuse, Verlus Frank Lindeman y su alumno de posgrado
Howard Burlington, describía cómo dosis de DDT impedían que los gallos
jóvenes se desarrollaran para ser machos normales e incluso sugería que el
plaguicida actuaba como una hormona. Así pues, la primera prueba, extraña y
aterradora del caos hormonal había aparecido poco después de que la era
química se apoderase de la vida norteamericana al término de la segunda
guerra mundial como un tsunami. Colborn pegó el artículo de Burlington y
Lindeman encima de su escritorio, a modo de recordatorio de la lenta
aceptación de nuevas ideas.
¿Cómo hemos pasado por alto tantos avisos, y durante tanto tiempo?
La experiencia de Colborn con los Grandes Lagos ofrece parte de la
respuesta. Nuestra obsesión por el cáncer nos ciega para ver otros peligros.
Existe una firme tendencia, que se puede observar una y otra vez en este
relato, a pasar por alto o ignorar nuevos datos que no encajan en los conceptos
imperantes acerca de cómo funcionan las cosas, y que son importantes; una
firme tendencia a hacer oídos sordos.
Si el estudio de Burlington y Lindeman cayó en el olvido, no fue sin duda
porque sus hallazgos fueran sutiles o difíciles de entender. El equipo de
Syracuse decidió investigar los efectos del envenenamiento a largo plazo por
DDT inyectando el plaguicida en 40 gallos jóvenes durante un período de dos
a tres meses. Mientras observaban lo que les sucedía a los blancos gallos de
Liorna, debieron sentirse desconcertados ante éste sumamente peculiar
veneno. Las dosis diarias de DDT no mataban a los gallos, ni siquiera hacían
que se pusieran enfermos. Pero lo cierto es que los volvía extraños. Las aves
tratadas no parecían gallos en absoluto, sino que parecían gallinas.

Página 220
A medida que los gallitos maduran, altas crestas rojas florecen en su
cabeza y exuberantes pliegues cutáneos de color cereza llamados barbas
retoñan en su cuello: son los signos distintivos de la masculinidad del gallo.
Las aves a las que se administró el DDT, sin embargo, no se desarrollaban de
la manera esperada. Incluso cuando ya eran adultos, sus crestas y barbas
seguían siendo pálidas y achatarradas, y sólo medían un tercio del tamaño de
las que exhibían los gallos no tratados que se criaban en el laboratorio de
zoología a efectos de comparación. Cuando los investigadores examinaron los
testículos de las aves, los hallazgos fueron más sorprendentes aún. Los
órganos sexuales sólo habían crecido hasta un 18 por ciento del tamaño
normal. Según todas las apariencias, las aves habían sufrido una castración
química.
Habrían de pasar décadas hasta que los científicos comenzaran a
comprender exactamente cómo el DDT había alterado el destino sexual de los
jóvenes gallos. Pero al hablar de los «efectos interesantes» de su experimento,
el equipo de Syracuse desenmarañaba las lúgubres implicaciones con una
extraordinaria presciencia. Sugerían —en 1950— que el DDT podía ejercer
una «acción semejante a los estrógenos», que actuaba como una hormona.
El estudio ofrecía datos alarmantes sobre el poder de una sustancia
química sintética para arruinar el desarrollo sexual, pero nadie prestó atención
a este aviso. Tales hallazgos simplemente no encajaban en las ideas
dominantes acerca de los peligros de los plaguicidas, que habían sido
determinadas por la generación anterior de venenos, muchos de ellos
compuestos sumamente tóxicos basados en arsénicos que dejaban en frutas y
hortalizas peligrosos residuos que en ocasiones habían matado directamente a
las personas. Basándose en esta experiencia anterior a la guerra, las
autoridades responsables de la salud pública en 1950 pensaron en términos de
envenenamiento clásico y consideraron que las sustancias químicas eran
seguras si no causaban la muerte o enfermedades obvias en las personas
expuestas a altas concentraciones, como los agricultores.
Según este baremo, el DDT, que llegó al mercado civil estadounidense en
1946, era un producto extraordinariamente seguro. Al cabo de un año, este
plaguicida «milagroso» se utilizaba de manera generalizada en los Estados
Unidos. Entre 1947 y 1949, las compañías del sector químico habían invertido
38 000 millones de dólares en instalaciones productivas destinadas a un nuevo
mercado de proporciones inmensas para plaguicidas sintéticos. Las ventas de
DDT, que totalizaron 10 millones de dólares en 1944, se elevaron a más de
110 millones de dólares en 1951. En las explotaciones agrícolas, en los

Página 221
hogares y en los jardines, así como en las calles de los barrios residenciales
como parte de las campañas para la eliminación de mosquitos, el DDT se
extendía y rociaba con un despreocupado descuido que hoy resulta difícil
imaginar.
En el decenio de 1960, nuevos temores por los efectos de los plaguicidas
sobre la salud salían a la luz pública: temores por el cáncer, que dominarían el
debate público sobre las sustancias químicas tóxicas, la investigación
científica y la regulación gubernamental durante las tres décadas siguientes.
Reflejando este giro en la conciencia pública, Rachel Carson se centró en el
cáncer en su capítulo sobre los plaguicidas y la salud humana en Primavera
silenciosa, aun cuando había hallado amplias pruebas de otros peligros en su
indagación de la literatura científica. La «fábula para el mañana» que abre el
libro describe un escalofriante panorama de fallos reproductivos: «En las
granjas las gallinas empollaban, pero no salían pollitos. Los granjeros se
quejaban de que no podían criar cerdos, pues las camadas eran pequeñas y las
crías sólo sobrevivían unos días.»
Es evidente que Carson había leído el estudio de Burlington y Lindeman,
porque se refiere a sus resultados, aunque sin citar ni mencionar sus nombres.
Aunque ahora es evidente que la hipótesis de estos investigadores acerca de
las acciones hormonales del DDT arroja luz sobre algunos síntomas de la
fauna que se relacionan en los capítulos iniciales de Primavera silenciosa,
Carson nunca siguió las pistas que indicaban que los plaguicidas podían
entorpecer la reproducción al causar alteraciones hormonales. Esto es
especialmente intrigante, pues la autora reconocía claramente que «algo más
siniestro» que el envenenamiento directo estaba sucediendo: «La destrucción
real de la capacidad real de reproducción del ave». De alguna manera este
hilo se perdió, quizá por la situación de los conocimientos científicos sobre el
sistema endocrino en aquellos momentos, quizá por que Carson, que padecía
cáncer de mama, estaba tan preocupada por la espantosa enfermedad como
sus lectores. En los capítulos siguientes de Primavera silenciosa, el tema de la
reproducción, que había ocupado un lugar tan destacado en la primera parte
del libro, desaparece a medida que Carson dedica toda su atención a su
preocupación porque los plaguicidas sintéticos causen mutaciones genéticas y
cáncer.
Sólo en este contexto Carson toca la idea de que los plaguicidas podrían
interferir de alguna manera los niveles hormonales y por tanto instigar
cánceres del sistema reproductivo. Esto podía ocurrir indirectamente,
afirmaba Carson, a través de daños causados al hígado, al que los compuestos

Página 222
químicos clorados sintéticos dañan fácilmente. El hígado desempeña un papel
fundamental en el mantenimiento del equilibrio hormonal al descomponer el
estrógeno y otras hormonas esteroides para permitir su excreción. Si la
obstaculización del funcionamiento del hígado ralentizaba este proceso de
descomposición, especulaba Carson, podía conducir a «niveles de estrógenos
anormalmente altos».
Carson tenía razón, reconoce ahora la medicina, al vincular la exposición
global a estrógenos con estos cánceres y al reconocer que las sustancias
químicas sintéticas pueden alterar las hormonas al obstaculizar los procesos
hepáticos normales. Ahora, 30 años después, la indagación sobre el papel del
DDT y otras sustancias químicas sintéticas en el cáncer de mama se ha
reanudado tras el descubrimiento de DDT en tumores de mama, de su
producto de descomposición DDE, de PCB y de otras sustancias químicas
sintéticas, así como del reconocimiento de que algunas sustancias químicas
sintéticas son de hecho hormonalmente activas, como Burlington y Lindeman
sugirieron por vez primera hace más de cuatro décadas.
El cáncer causa un pavor especial en nuestra cultura. Si bien es cierto que
Rachel Carson contribuyó a dar a conocer la presunta vinculación entre el
aumento de las tasas de cáncer y el creciente uso de plaguicidas sintéticos,
otras fuerzas añadieron impulso al paradigma emergente del cáncer. En junio
de 1969, el Instituto Nacional del Cáncer de los Estados Unidos completó
pruebas con animales motivadas por Primavera silenciosa y encontró una
incidencia mayor de tumores de hígado en ratones expuestos a niveles bajos
de DDT durante un periodo prolongado. Unas semanas después, el presidente
Richard Nixon recibió una petición de 17 congresistas que solicitaban la
prohibición del DDT sobre la base de que causaba cáncer. En 1971, el
presidente Nixon declaró la guerra total contra el cáncer. Teniendo en cuenta
el clima de la época y las nuevas pruebas de que plaguicidas como el DDT
podían causar cáncer, los ecologistas que buscaban la prohibición del DDT
comenzaron a enmarcar la batalla en torno a los riesgos para la salud humana
en vez de hacerlo para la fauna salvaje y las preocupaciones ambientales
expuestas en fases anteriores de la larga campaña. En su decisión de 1972 de
restringir la mayor parte de los usos del DDT, el administrador de la Agencia
de Protección Ambiental (EPA) de los Estados Unidos, William Ruckelshaus,
otorgó la misma importancia a los posibles riesgos de cáncer humano y a las
repercusiones adversas en los peces y la fauna salvaje.
Del mismo modo que el cáncer ocupa un lugar especial en nuestros
temores, también ocupa un lugar especial en la regulación federal. Estos

Página 223
temores han definido e impulsado el proceso regulador de las sustancias
químicas por parte de la EPA durante más de dos décadas, principalmente
porque la agencia utiliza para evaluar el riesgo de cáncer unos supuestos
diferentes que cuando estudia otros riesgos. Para peligros distintos del cáncer,
como los daños en la reproducción y el desarrollo, la agencia supone que una
sustancia química puede no representar un peligro en bajas concentraciones
por debajo de un determinado umbral. Pero cuando se trata del cáncer, la EPA
recurre al modelo lineal, que parte de que ningún nivel es seguro. Se
presupone que incluso las dosis más pequeñas de una sustancia química son
capaces de causar cáncer.
El tribunal de apelación federal había reforzado este sesgo regulador
mediante una serie de sentencias sobre plaguicidas a comienzos del decenio
de 1970, a partir de un caso de 1970 relacionado con los niveles de tolerancia
federales para residuos de DDT en los alimentos. El Fondo de Defensa
Ambiental, que entabló el litigio, basaba su argumentación en la cláusula de
Delaney, una enmienda a la Ley Federal de Alimentos, Medicamentos y
Cosméticos efectuada en 1958, que prohíbe el uso de aditivos alimentarios
que hayan causado cáncer en animales de laboratorio. En su opinión, el
tribunal decidió que esta ley es aplicable también a los residuos de
plaguicidas y que la carcinogenicidad de estos residuos debe tenerse en cuenta
al establecer los límites de tolerancia. El tribunal exigía también que el
secretario del gabinete responsable explicase la base de la que se partía para
decidir que un nivel de residuos de DDT era seguro si proponía continuar
permitiendo la presencia de residuos en instalaciones alimentarias. El fallo
respaldó en realidad la estricta atención a los carcinógenos que la cláusula de
Delaney ordena. A mediados del decenio de 1970, «causante del cáncer» se
había unido inextricablemente a las palabras «sustancia química tóxica» en la
cultura popular. Con el cáncer como medida última de nuestros temores, se
generalizó el supuesto de que la fijación de unos niveles basándose en el
riesgo de cáncer protegería también a los seres humanos, los peces y los
animales de todos los demás peligros. Y así, en las dos últimas décadas los
fabricantes de plaguicidas y los reguladores federales han buscado
principalmente cáncer y peligros evidentes como la toxicidad letal y las
graves taras de nacimiento cuando han analizado las sustancias químicas para
determinar su seguridad. El cáncer ha dominado también el programa de
investigación científica que analiza los posibles efectos sobre la salud humana
de contaminantes químicos en el medio ambiente. Esta preocupación por el
cáncer nos ha cegado ante las pruebas que señalan otros peligros. Ha coartado

Página 224
la investigación de otros riesgos que podrían tener idéntica importancia no
solo para la salud de los individuos sino también para el bienestar de la
sociedad.
Si este libro contiene un mensaje prescriptivo, es éste: debemos ir más allá
del paradigma del cáncer.
Hasta que eso suceda, será imposible hacer frente a los desafíos de las
sustancias químicas disruptoras hormonales y a la amenaza que plantean al
porvenir de la humanidad. No se trata simplemente de un argumento para
ampliar nuestros horizontes a fin de reconocer riesgos adicionales.
Es preciso que llevemos nuevos conceptos a nuestro examen de las
sustancias químicas tóxicas. Los supuestos en torno a la toxicidad y las
enfermedades que han enmarcado nuestro pensamiento en las últimas tres
décadas son inapropiados y actúan como obstáculos para comprender un tipo
diferente de daños.
Las sustancias químicas disruptoras hormonales no son venenos clásicos
ni carcinógenos típicos. Se atienen a reglas diferentes. Se resisten a la lógica
lineal de los actuales protocolos de prueba construidos a partir del supuesto de
que a dosis más altas le corresponden más peligros. Por esta razón, y en
contra de nuestro viejo supuesto, el análisis de sustancias químicas para
detectar riesgo de cáncer no siempre nos ha protegido de otros tipos de
perjuicios. Algunas sustancias químicas hormonalmente activas apenas
parecen plantear riesgos de cáncer. Y como Lindeman y Burlington
descubrieron, estas sustancias químicas no son venenos típicos en el sentido
normal. En tanto no reconozcamos esto, seguiremos buscando en los lugares
equivocados, formulando las preguntas equivocadas y hablando con
malentendidos.
Hasta ahora, nuestro concepto de lesiones derivadas de sustancias
químicas tóxicas se ha centrado primordialmente en dos cosas: si una
sustancia química daña y mata células como lo hacen los venenos o si ataca al
ADN, nuestra huella dactilar genética, y lo altera de forma permanente
causando una mutación tal como hacen los carcinógenos. Con el
envenenamiento, las consecuencias pueden ser enfermedades o la muerte para
el ser humano o animal afectado. Las mutaciones pueden dar origen
finalmente al cáncer.
En los niveles que se encuentran normalmente en el entorno, las
sustancias químicas disruptoras hormonales no matan células ni atacan el
ADN. Su objetivo son las hormonas, los mensajeros químicos que se mueven
constantemente dentro de la red de comunicaciones del cuerpo. Las sustancias

Página 225
químicas sintéticas hormonalmente activas son delincuentes de la autopista de
la información biológica que sabotean comunicaciones vitales. Atracan a los
mensajeros o los suplantan. Cambian de lugar las señales. Revuelven los
mensajes. Siembran desinformación. Causan toda clase de estragos. Dado que
los mensajes hormonales organizan muchos aspectos decisivos del desarrollo,
desde la diferenciación sexual hasta la organización del cerebro, las sustancias
químicas disruptoras hormonales representan un especial peligro antes del
nacimiento y en las primeras etapas de la vida. Como se ha reseñado en
capítulos anteriores, unos niveles relativamente bajos de contaminantes que
no tienen ninguna repercusión observable en los adultos pueden tener
repercusiones devastadoras en los no nacidos. El proceso que se desarrolla en
el útero y crea un bebé normal y sano depende de que se haga llegar al feto el
mensaje hormonal correcto en el momento oportuno. El concepto clave en el
pensamiento acerca de este tipo de agresión tóxica es el de mensajes
químicos. No los venenos, ni los carcinógenos, sino los mensajes químicos.
La preocupación científica por trazar el mapa del genoma humano y
atrapar los genes responsables de enfermedades hereditarias como la fibrosis
quística ha generado la impresión popular de que la raíz de casi todo lo que
nos pasa se encuentra en los genes. Pero como los trabajos científicos que se
han examinado en este libro deben haber dejado claro, la huella dactilar
genética heredada es sólo uno de los factores que determina a un niño antes
del nacimiento. Imaginemos lo que sucedería si alguien alterase las
comunicaciones durante la construcción de un gran edificio, de tal manera
que los fontaneros no recibiesen el mensaje de instalar las cañerías en la mitad
de los cuartos de baño antes de que los carpinteros cerrasen las paredes.
Imaginemos que llegan las instrucciones incorrectas cuando se está creando el
programa para el sistema de control climático, y que el termostato del edificio
se ha regulado a 30° en vez de a 20°. Imaginemos lo que significaría si, a
través de una mezcla de comunicaciones, el edificio terminase con un solo
ascensor en vez de ocho.
La construcción de un edificio es tan importante como la huella dactilar.
La inteligencia de un niño depende tanto de los niveles de la hormona tiroidea
que llega al cerebro durante periodos críticos del desarrollo como de los genes
inteligentes heredados. Un hombre joven puede desarrollar cáncer de testículo
debido a la presencia de niveles hormonales anormales en el útero de su
madre en vez de desarrollarlos a causa de un gen cancerígeno heredado.
Como indican las pruebas científicas expuestas en este libro, las sustancias

Página 226
químicas sintéticas pueden obstruir los mensajes hormonales durante el
desarrollo prenatal y alterar de modo permanente el resultado.
Dado que las sustancias químicas disruptoras hormonales no se atienen a
las mismas reglas que los venenos clásicos y los carcinógenos, los intentos de
aplicar enfoques toxicológicos y epidemiológicos convencionales a este
problema han conducido típicamente a crear más confusión que claridad.
Algunos críticos de la regulación de la EPA han afirmado, por ejemplo,
que el cuerpo puede tolerar niveles bajos de contaminantes porque ha
desarrollado mecanismos que proporcionan una defensa contra las agresiones
ambientales. Operando desde el paradigma del cáncer, citan la capacidad del
cuerpo para reparar los daños sufridos por el ADN. Sin embargo, por lo que
sabemos, el cuerpo no tiene mecanismos de reparación análogos para hacer
frente a los efectos de disrupción hormonal de las sustancias químicas. ¿Por
qué? Las células han recibido la orden de recibir mensajes hormonales, y
como hemos visto, aceptan fácilmente a los impostores sintéticos que imitan a
las hormonas naturales.
El cuerpo responde a los impostores como si de mensajeros legítimos se
tratara y les permite unirse a los receptores hormonales; no reconoce su
acción como daño que debe ser subsanado.
Los sistemas hormonales no se comportan con el modelo clásico dosis-
respuesta que informa nuestro pensamiento acerca de las respuestas
biológicas a las perturbaciones. La práctica de la toxicología y la
epidemiología se basa en el principio articulado por primera vez en el
siglo XVI por Paracelso, un médico suizo a quien algunos consideran el padre
de la toxicología. Paracelso observó que cosas que no son venenosas en
pequeñas cantidades pueden ser letales en dosis mayores, de ahí su axioma: la
dosis hace el veneno. En este axioma se halla implícita la idea de la curva
gráfica dosis-respuesta, según la cual la respuesta biológica a una sustancia
extraña aumenta a medida que la dosis es mayor.
Ése es el supuesto que actúa en los estudios epidemiológicos que tratan de
identificar los efectos tóxicos de las sustancias químicas sintéticas estudiando
a los trabajadores de las fábricas, que están expuestos a niveles de
contaminación superiores a la media.
Este enfoque puede resultar fructífero para sustancias tóxicas que actúan
como venenos clásicos o como carcinógenos, aunque es discutible si el
supuesto de linealidad sirve incluso para los carcinógenos. En el caso de las
sustancias químicas hormonalmente activas, cualquier estudio que dé por
supuesto que la linealidad tiene que producir forzosamente resultados

Página 227
confusos porque la respuesta no continúa aumentando necesariamente a
medida que aumentan las dosis. Como se describe en el Capítulo 10, las dosis
elevadas pueden producir, de hecho, menos efecto que unas dosis más bajas.
Estas curvas dosis-respuesta no son inusuales en los sistemas hormonales,
en los que la respuesta aumentará con el ascenso de las dosis al principio,
pero después típicamente llega a su punto máximo y desciende a medida que
las dosis continúan subiendo.
Los científicos que estudian el sistema endocrino no comprenden
plenamente por qué sucede esto. La razón puede estar en las formas básicas
en que las hormonas trabajan a través de los receptores y en la complejidad de
las curvas de respuesta que caracterizan al sistema endocrino en su conjunto.
Así pues, una hormona natural o un impostor químico pueden producir
efectos en niveles bajos porque se necesitan muy pocos receptores para
desencadenar una respuesta. En el caso de los estrógenos, la hormona necesita
unirse con solamente el uno por ciento de los receptores contenidos en una
célula para estimular la proliferación celular. Pero a medida que el nivel de
hormonas o de imitadores hormonales continúa aumentando, el sistema
responde finalmente como si lo hiciera ante una sobrecarga, desconectándose
y mostrando escasa o ninguna respuesta. Con dosis altas, las células pierden
realmente receptores, por lo que las células tampoco pueden responder ya
hasta que los niveles hormonales descienden de nuevo a niveles bajos durante
un periodo suficiente como para que el sistema receptor se recupere.
Como ha señalado la toxicóloga Linda Birnbaum de la EPA, la mayoría
de los estudios epidemiológicos se han centrado en los adultos, típicamente
hombres adultos. Este sesgo es especialmente problemático en relación con
las sustancias químicas disruptoras hormonales. Los estudios sanitarios
buscan a menudo efectos nocivos en los trabajadores expuestos a niveles
elevados de sustancias químicas tóxicas en las fábricas y plantas químicas,
pero estos niveles elevados pueden producir menos daños en los adultos que
unos niveles muy inferiores en individuos expuestos indirectamente en el
útero. Como hemos visto, el calendario puede ser más importante que la
dosis, y podrían encontrarse resultados más reveladores estudiando la segunda
generación expuesta en el útero que estudiando a quienes fueron expuestos
únicamente en la edad adulta. Un importante estudio realizado tras el
accidente ocurrido en la factoría química de Seveso, en Italia, se centró
primordialmente en la cuestión de si la exposición a dioxinas de alto nivel ha
aumentado las tasas de cáncer entre las víctimas del accidente. Aunque uno de
los estudios efectuados no buscaba defectos de nacimiento evidentes, esta

Página 228
investigación no consideró los daños invisibles en el momento del
nacimiento, como los efectos retardados sobre los sistemas endocrino,
inmunitario y nervioso. A medida que han surgido pruebas sobre el poderoso
impacto de las dioxinas sobre los no nacidos, los investigadores buscan de
nuevo en la población de Seveso y analizan otras posibles consecuencias del
accidente que tuvo lugar hace casi dos décadas.
El paradigma del cáncer dificulta también el reconocimiento de los
efectos de la disrupción endocrina porque describe la amenaza como
enfermedad. Las sustancias químicas disruptoras hormonales pueden afectar a
los individuos sin hacer que se pongan enfermos. Por esta razón, es necesario
y urgente buscar la «función obstaculizada» además de los trastornos que
encajan en las ideas clásicas de enfermedad. Por ejemplo, tener una memoria
a corto plazo deficiente o dificultad para prestar atención debido a la
exposición a PCB es muy diferente de tener un tumor cerebral. Los primeros
son déficits, no enfermedades, que no obstante pueden tener graves
consecuencias a lo largo de la vida y para una sociedad. Erosionan el
potencial humano y socavan la calidad de la vida humana. Socavan las formas
de interacción de unos humanos con otros y por tanto ponen en peligro el
orden social de la civilización moderna.
La exposición a una sustancia química disruptora hormonal antes del
nacimiento no produce únicamente un efecto nítido, y también de este modo
los resultados cuestionan nuestras ideas dominantes acerca de enfermedades
inducidas por las sustancias químicas. Dependiendo de la dosis y del
momento, una sustancia química extraña puede arruinar el desarrollo de
diversas formas que serán evidentes en distintos momentos. Por ejemplo, un
niño expuesto antes del nacimiento a sustancias químicas que imitan el
estrógeno puede tener testículos sin descender al nacer, una cantidad baja de
espermatozoides en la pubertad, o cáncer de testículo en la madurez debido a
su disrupción hormonal. Son efectos que se manifiestan en muchos tonos de
gris en vez de hacer la distinción blanco y negro entre salud y enfermedad.
Para filtrar las sustancias químicas que pueden robar potencial humano
antes del nacimiento, será necesario buscar efectos sobre el desarrollo en tres
generaciones: los individuos expuestos cuando eran adultos y sus hijos y
nietos, que heredaron venenos de segunda mano. Aunque la presente obra se
centra en gran medida en las amenazas para la generación intermedia —la
primera generación que estuvo expuesta en el útero— la alteración hormonal
experimentada por estos individuos puede afectar también potencialmente a la
generación siguiente. Las personas expuestas en el período prenatal a

Página 229
sustancias químicas disruptoras del sistema endocrino pueden tener unos
niveles hormonales anormales cuando son adultas, y podrían transmitir
también las sustancias químicas persistentes que han heredado; factores
ambos que pueden influir en el desarrollo de sus propios hijos. Será necesario
invertir en estudios más multidisciplinares para tener un mejor diagnóstico y
comprender mejor los efectos de la disrupción hormonal. A pesar de los
signos alarmantes, como el informe del descenso del número de
espermatozoides en el hombre, la parte del león del dinero de la investigación
para estudiar los efectos de la contaminación ambiental en la salud humana
sigue destinándose a los estudios sobre el cáncer. Eminentes investigadores
que estudian las sustancias químicas disruptoras hormonales encuentran con
frecuencia imposible obtener fondos para proseguir con su trabajo, aun
cuando hayan producido ya estudios decisivos que señalan los profundos
riesgos para la fauna y el ser humano.
Si queremos conjurar esta amenaza, debemos adoptar también una manera
distinta de formular juicios acerca de los contaminantes ambientales. Hay
escasas posibilidades de mostrar una vinculación causa-efecto sencilla entre
una o un grupo selecto de sustancias químicas disruptoras hormonales y
problemas como la reducción del número de espermatozoides en el ser
humano que ya hemos presenciado. La evaluación del riesgo en el mundo real
debe responder a los problemas reales en tiempo real.
Para hacer frente a esta necesidad, algunas personas que actúan en el
campo medioambiental han comenzado a desarrollar un método de evaluación
llamado ecoepidemiología. Este método, cuyos pioneros fueron Glen Fox, del
servicio canadiense de la vida salvaje, y Michael Gilbertson, de la Comisión
Conjunta Internacional, que es el organismo asesor de los gobiernos de los
Estados Unidos y Canadá sobre la política de los Grandes Lagos, reúne
información de diversas fuentes, incluidos datos sobre la fauna, estudios de
laboratorio e investigaciones sobre los mecanismos de acción o toxicidad
hormonal, y emite juicios prácticos basados en el conjunto de las pruebas.
Según este enfoque, se evalúa la totalidad de la información a la luz de los
criterios epidemiológicos de causalidad, como si la exposición precede al
efecto, si hay una asociación consistente entre un contaminante y el daño, y si
la asociación es verosímil a la luz de los conocimientos actuales acerca de los
mecanismos biológicos.
Pero este trabajo de indagación ambiental del mundo real lleva a emitir
juicios basándose en «el peso de la prueba» en vez de hacerlo en ideales
científicos de prueba que son más apropiados para experimentos controlados

Página 230
de laboratorio y la práctica de la ciencia que para la resolución de problemas
y la protección de la salud pública en el mundo real. Como algunos han
señalado, es análogo al proceso de toma de decisiones que un médico utiliza
para diagnosticar un caso de apendicitis, en el que el no actuar tiene graves
consecuencias. Del mismo modo que las pruebas acumuladas y las inferencias
a partir del sentido común condujeron a la conclusión de que el fumar causa
cáncer de pulmón, tal vez sea posible llegar a la conclusión, si no a demostrar,
a partir del peso de la prueba, que las sustancias químicas disruptoras
hormonales están vinculadas con el cáncer de testículo, el descenso de la
cantidad de espermatozoides y las discapacidades de aprendizaje y los déficits
de atención en los niños.
El cáncer es una enfermedad dramática que tiene unos efectos
devastadores sobre las víctimas y sus familias. Sin embargo, plantea poca
amenaza para la supervivencia de las poblaciones animales y humanas en su
conjunto. Aunque el cáncer es una tragedia a nivel personal, las poblaciones
sanas pueden sustituir rápidamente a los individuos perdidos a causa de la
enfermedad.
Habida cuenta de que las sustancias químicas disruptoras hormonales
actúan amplia e insidiosamente para sabotear la fertilidad y el desarrollo,
pueden poner en peligro la supervivencia de especies enteras, quizá a largo
plazo incluso la especie humana. Esto podría resultar difícil de imaginar en un
mundo enfrentado a un aumento vertiginoso del número de individuos
humanos, pero los estudios sobre cantidades de espermatozoides sugieren que
los contaminantes ambientales tienen ya una repercusión sobre la población
humana en su conjunto, no sólo sobre los individuos. En su ataque al
desarrollo, estas sustancias químicas tienen capacidad para erosionar el
potencial humano. En su agresión contra la reproducción, no sólo minan la
salud y la felicidad de los individuos que padecen infertilidad, sino que atacan
un frágil sistema biológico que durante miles de millones de años de
evolución ha permitido que la vida recree milagrosamente a la vida.

Página 231
12 En defensa propia

La amenaza investigada en este libro puede parecer abrumadora, en especial


para aquéllos que la encaran por primera vez. Los sentimientos de terror e
impotencia son muy comunes. Realmente es un problema aterrador. Nadie
puede subestimar su gravedad, incluso aunque la magnitud de esta amenaza
para la salud humana y el bienestar todavía es poco precisa. Igualmente sería
peligroso resignarse, algo que puede ser una fuerte tentación ante los grandes
y malignos problemas que hacen que los individuos se sientan indefensos y
desesperados.
Pero por muy sombríos e inquietantes que parezcan los hechos en este
caso, los hechos no son el destino. Las tendencias no son el destino. Hace tres
décadas, las previsiones de Rachel Carson acerca de las repercusiones de los
plaguicidas sintéticos condujeron a cambios importantes en la utilización de
estos productos, y así se evitó gran parte de la apocalíptica «primavera
silenciosa» que la autora preveía. Hoy en día, los crecientes conocimientos
científicos sobre las sustancias químicas que actúan como disruptores del
sistema endocrino nos otorgan un poder semejante para eludir los peligros
expuestos en capítulos anteriores. Esto debería dar lugar a la esperanza y no a
la desesperación.
Desgraciadamente, sin embargo, la solución a este problema no será ni
fácil ni rápida. Gran parte de la preocupación sobre las sustancias químicas
sintéticas que interfieren el sistema hormonal se debe a la persistencia que
tienen la mayoría de ellas en el medio ambiente. Muchas no se degradan
fácilmente en componentes benignos. Una generación después de que los
países desarrollados parasen la producción de las más notorias de estas
sustancias químicas persistentes, su legado perdura en los alimentos y en los
cuerpos de personas y animales. Algunos permanecerán en el ambiente
durante décadas, y en algunos casos durante siglos. Al mismo tiempo, otras
sustancias químicas activas hormonalmente se siguen produciendo, e
igualmente se siguen descubriendo nuevas fuentes de exposición. Pero lo más

Página 232
inquietante es que muchos de nosotros tenemos tales niveles de
contaminación, que pueden ponernos en riesgo a nosotros y a nuestros hijos.
Defendernos a nosotros mismos de este riesgo requiere la acción en varios
frentes con la intención de eliminar las nuevas fuentes de disrupción
hormonal y minimizar la exposición a contaminantes que interfieren el
sistema hormonal y que ahora están en el ambiente. Esto requerirá mayor
investigación científica; rediseño de las sustancias químicas, de los procesos
de producción y de los productos por las empresas; nuevas políticas
gubernamentales; y esfuerzos personales para protegernos a nosotros mismos
y a nuestras familias. Resulta trágico el que no haya medio de reparar los
daños causados a individuos que sufren ya perjuicios derivados de una
alteración causada por las sustancias químicas durante las primeras etapas de
su desarrollo. Este tipo de daños no puede repararse. Sin embargo, con un
trabajo diligente de organismos gubernamentales, científicos, empresas e
individuos, podemos reducir la amenaza para la generación siguiente. Con el
tiempo, los efectos negativos que hoy son evidentes en la fauna y en el ser
humano podrían disminuir y desaparecer gradualmente.
Ésta es la buena noticia de este panorama inquietante. Aunque las
sustancias químicas que actúan como disruptores hormonales pueden causar
daños graves y permanentes a quienes se han expuesto a ellas en el útero, no
atacan a los genes ni causan mutaciones que persistan a través de las
generaciones. Estas sustancias no han alterado la huella genética básica que
subyace a nuestra humanidad. Elimínense los disruptores de la madre y del
útero y los mensajes químicos que guían el desarrollo podrán llegar de nuevo
sin obstáculos. Hasta ahora, las mujeres pensaban que podrían asegurar la
salud de sus hijos vigilando durante el embarazo sus alimentos y bebidas, la
exposición a los rayos X, los plaguicidas, y otros productos químicos tóxicos.
Tal prudencia a corto plazo ciertamente protegerá al niño aún por nacer de
muchas clases de daños permanentes, entre los que se incluyen los
davastadores efectos neurológicos del alcohol. Pero la protección de la
próxima generación de los disruptores hormonales requerirá una vigilancia
mucho más prolongada, de años e incluso décadas, porque las dosis que
llegan al feto depende no sólo de lo que ingiere la madre durante el embarazo,
sino también de los contaminantes persistentes acumulados en la grasa
corporal hasta ese momento de su vida. Como se ha señalado, las mujeres
transfieren esta reserva química acumulada durante décadas a sus hijos
durante la gestación y durante la lactancia.

Página 233
Así pues es crucial que, como individuos y como sociedad, efectuemos
elecciones que reduzcan este legado químico que se transmite de una
generación a otra. Por el bien de la generación venidera y de las siguientes,
debemos limitar la exposición de los niños mientras crecen y mantener la
carga tóxica que las mujeres acumulan en su vida antes del embarazo en los
niveles más bajos posibles. Los hijos tienen derecho a nacer libres de
sustancias químicas.
Nuestras elecciones cotidianas como consumidores tendrán una
repercusión espectacular en esa exposición y, potencialmente, una
repercusión que se transmitirá a través de las generaciones. Los alimentos que
nosotros comemos pueden contribuir a salvaguardar a nuestros hijos. Nuestra
manera de criar y alimentar a nuestras hijas puede contribuir a proteger a
nuestros nietos.
Admitimos que hay muchas incógnitas e incertidumbres, pero en tanto
disponemos de respuestas definitivas, algunas orientaciones sencillas pueden
ayudar a impedir riesgos innecesarios.

Conocer nuestra agua


Tenemos derecho a conocer el contenido de nuestra agua. Examinemos la
integridad de nuestro abastecimiento de agua, y no nos dejemos engañar por
falsos supuestos acerca de su seguridad. Si consumimos agua extraída de
pozos, debemos preocuparnos por la contaminación de las aguas subterráneas,
sobre todo si vivimos en zonas agrícolas. El mayor riesgo para el
abastecimiento de agua potable puede aparecer durante las temporadas
principales de aplicación de plaguicidas e inmediatamente después.
Si el agua procede de una fuente comunitaria, averigüemos qué programa
de pruebas sigue la compañía suministradora y cuáles han sido sus hallazgos.
Instemos a las autoridades pertinentes a efectuar pruebas al menos una vez al
mes y a hacer públicos sus resultados. Las compañías sumistradoras tienen la
responsabilidad básica de decirnos qué contiene nuestra agua y de permitirnos
emitir nuestro juicio acerca de qué riesgos deseamos asumir. Comuniquemos
a nuestras autoridades responsables del suministro de agua nuestro interés por
conocer si han efectuado pruebas para detectar la presencia de sustancias
químicas disruptoras hormonales, especialmente los herbicidas atrazina y
dacthal. Estas sustancias químicas suelen actuar a menudo como centinelas.
Si se encuentra una de las dos, es probable que otros plaguicidas estén

Página 234
también presentes, y la realización de pruebas semanales está justificada
durante la temporada de crecimiento de los cultivos, que es cuando los
agricultores aplican plaguicidas a sus campos.
Analizar el agua es caro, y pocos laboratorios que atiendan al mercado de
consumo son capaces de efectuar una evaluación exhaustiva de las sustancias
químicas disruptoras hormonales. Pero una nueva generación de pruebas que
se encuentran en fase de desarrollo puede cambiar pronto las opciones
prácticas disponibles para propietarios de vivienda a título particular. Hasta
entonces, los consumidores tendrán que asegurarse de que su compañía
pública de suministro de agua realiza pruebas suficientes para verificar la
seguridad del agua potable. Aunque muchas sustancias químicas disruptoras
hormonales son compuestos que contienen cloro, el tratamiento del agua
potable con cloro es improbable que contribuya a los peligros de la alteración
hormonal. No confiemos en filtros que estén diseñados primordialmente para
eliminar bacterias, microorganismos y sabores y olores desagradables.
Podrían no eliminar las sustancias químicas sintéticas hormonalmente
activas.
No demos por supuesto que el agua mineral embotellada está regulada
adecuadamente o no contaminada, sobre todo si el envase es de plástico.
Las personas que viven en zonas donde el suministro de agua es
cuestionable, pueden sentir el deseo de destilar su agua para consumo al
tiempo que intentan mejorar la calidad de su abastecimiento público de agua.
Pueden adquirirse unidades de destilación caseras. Pero la destilación es sólo
un paso radical y a corto plazo. Es totalmente poco práctico como solución
general para la contaminación del agua.

Elegir inteligentemente los alimentos.


El pescado limpio es una de las fuentes más saludables de proteínas animales.
Sin embargo, como hemos visto, los peces también pueden ser una fuente de
contaminación. Por ello, los consumidores deben prestar atención
escrupulosamente a toda advertencia sobre contaminación del pescado.
Debido a preocupaciones relacionadas con la pérdida de ingresos por
licencias y de dinero procedente del turismo, las autoridades no suelen
apresurarse en avisar sobre contaminación del pescado, y rara vez, o tal vez
nunca, lo hacen sin una causa extremadamente justificada. En Estados
Unidos, los departamentos estatales de pesca y caza suelen ser los organismos
que emiten tales recomendaciones sobre el pescado en colaboración con las
autoridades sanitarias. Estos avisos públicos aconsejan típicamente que las

Página 235
mujeres embarazadas eviten el consumo de peces capturados en ciertas zonas
y que otras personas limiten su ingestión a un número recomendado de
comidas de pescado al mes.
En todo caso, estos avisos son insuficientemente prudentes en muchos
casos. Los niños y las mujeres que no han pasado la edad fecunda deben
evitar los peces contaminados con sustancias químicas persistentes que actúan
como disruptoras hormonales, como las dioxinas, los PCB y el DDE.
También es probable que resulte sensato que todas las demás personas
renuncien también a esos peces. El pescador que sienta la tentación de hacer
caso omiso de las advertencias debe recordar los estudios citados páginas
atrás antes de poner sus capturas en la mesa del comedor familiar. Los
estudios con seres humanos realizados por Sandra y Joseph Jacobson han
dado cuenta de que los hijos de madres que habían comido peces
contaminados de los Grandes Lagos exhiben pruebas de retraso en el
desarrollo neurológico y disminución del tamaño de la cabeza en el momento
del nacimiento. Helen Daly descubrió que las crías de ratas hembras
alimentadas con salmón del lago Ontario eran menos tolerantes al estrés, y
estudios paralelos realizados por sus colegas con seres humanos aportaron
pruebas de reducción de la tolerancia al estrés en grupos de mujeres que
habían comido peces del lago Ontario.
Evitemos la grasa animal todo lo posible. Como demostraba el viaje de la
molécula de PCB en el Capítulo 6, muchas de estas sustancias químicas se
desplazan por toda la red alimentaria en la grasa y se concentran más a
medida que ascienden hasta los altos predadores como el oso polar y el ser
humano. En un informe de 1994, la Agencia de Protección Ambiental de los
EE UU descubrió que las carnes y los quesos son una fuente importante de
exposición a las dioxinas en los Estados Unidos en nuestros días. Así pues,
comer menos grasas animales —que se encuentran en alimentos como la
mantequilla, el queso, el cordero, la carne de vacuno y otras carnes— reducirá
en gran medida la exposición a sustancias químicas disruptoras hormonales.
Nuevamente, es especialmente importante que las mujeres reduzcan al
mínimo el consumo de grasa animal desde el nacimiento hasta el fin de sus
años fértiles. Las mujeres engendran a la generación siguiente y tienen la
responsabilidad de proteger a sus hijos de la contaminación. Por otra parte,
una dieta familiar rica en verduras, cereales y fruta tiene un beneficio
multigeneracional, pues reduce el riesgo de dolencias cardíacas y de cáncer en
los adultos y puede contribuir a proteger a nuestros niños y nietos de
alteraciones hormonales prenatales.

Página 236
Compremos o cultivemos nuestras propias frutas y verduras biológicas. Si
no podemos adquirirlas en el supermercado o son demasiado caras, veamos si
nuestro frutero ofrece productos que hayan sido probados y se haya
comprobado que no tienen «residuos detectables». Preguntemos a nuestro
tendero si el mayorista o los responsables de la cadena de fruterías analizan
los productos que venden para detectar la presencia de contaminantes, o si
compran a proveedores que sí lo hacen. Tenemos derecho a saber qué
contienen los alimentos que compramos. Animemos a nuestros tenderos a
almacenar y promocionar los productos biológicos. Regalémosles un ejemplar
de este libro. El apoyo a la agricultura biológica puede contribuir a
salvaguardar los suministros de agua además de a reducir la exposición de
nuestra familia a residuos de plaguicidas.
Reduzcamos al mínimo el contacto entre el plástico y los alimentos y
evitemos calentar o introducir en el microondas alimentos en recipientes de
plástico o con envoltorio de plástico. Usemos cristal o porcelana para cocinar
con microondas. Es perfectamente posible que algunos plásticos resulten
inocuos. Pero con el descubrimiento de que hay sustancias químicas
disruptoras hormonales que se filtran de algunos plásticos, la cautela está
justificada, al menos hasta que la investigación haya concluido o hasta que los
vendedores de recipientes de plástico puedan garantizar que sus productos no
emiten sustancias químicas a los alimentos y las bebidas.
Los investigadores comienzan a apreciar ahora el sinfín de beneficios que
conlleva el amamantamiento, que no sólo ayuda en la vinculación entre la
madre y el hijo, sino que también proporciona al hijo una importante
protección inmunitaria y un sinfín de sustancias que refuerzan el desarrollo.
Al mismo tiempo, el amamantamiento expone a los niños a niveles
preocupantes de contaminantes químicos, incluidos varios disruptores
hormonales conocidos. Según diversos estudios realizados sobre
contaminación de leche materna, los niños en edad de lactancia ingieren las
dosis más alta de contaminantes que recibirán durante toda su vida, niveles
entre 10 y 40 veces superiores a la exposición diaria de un adulto. No deja de
ser una tragedia el hecho de que el amamantamiento sea la única manera
eficaz de eliminar estas sustancias químicas persistentes del cuerpo humano.
Sabemos demasiado poco para emitir un juicio acerca de cómo los
innegables beneficios de la lactancia se equilibran con los riesgos de transferir
contaminantes hormonalmente activos. Aunque nuestra preocupación es
grande, es prematuro aconsejar a las mujeres que abandonen el
amamantamiento.

Página 237
Por otra parte, algunos estudios sugieren que la transferencia de
contaminantes en el útero antes del nacimiento podría tener una repercusión
mucho mayor que cualquier transferencia que tenga lugar durante la lactancia.
Así pues, en el periodo de lactancia puede haber tenido lugar ya gran parte del
impacto potencial. Es necesario y urgente investigar para determinar si las
concentraciones de sustancias químicas disruptoras hormonales en la leche
humana representan un peligro suficiente como para hacer que el
amamantamiento no sea aconsejable para algunas mujeres, quizás las que
tienen su primer hijo en épocas más tardías. Estas mujeres de más edad
transportarán generalmente una carga muy superior de sustancias químicas
persistentes que las madres primerizas de 20 años de edad.
Aunque la leche de vaca carece de algunos de los beneficios específicos
de la leche humana, sólo contiene la quinta parte de concentración de
contaminantes persistentes porque las vacas son animales de vida más corta,
son vegetarianos y eliminan constantemente los contaminantes de su cuerpo
al ser ordeñadas a diario. No podemos permitirnos pasar por alto la acuciante
cuestión de los contaminantes persistentes que contrapesan los beneficios del
amamantamiento frente a alternativas como el biberón con una fórmula
basada en la leche de vaca.

Evitar exposiciones y usos innecesarios


Debemos lavarnos las manos con frecuencia. Los estudios indican que
muchas sustancias químicas sintéticas se evaporan y después se asientan en
superficies interiores —mostradores, mesas, muebles, vestidos— donde
pueden ser recogidas fácilmente por quienes las toquen. De hecho, los
expertos en aire de interiores toman ahora las muestras para estudiar la
contaminación en el interior de los edificios pasando instrumentos especiales
por determinadas superficies. Desarrollar el hábito de lavarse las manos,
especialmente en el caso de los niños, que a menudo se sientan o juegan en el
suelo, es una manera sencilla y eficaz de reducir la exposición.
No dar por supuesto nunca que un plaguicida es seguro. Cualquier
sustancia concebida para alterar organismos vivos —plantas o animales—
puede resultar también nocivo para el ser humano u otros animales de manera
inesperada. Recordemos el descubrimiento del investigador de la EPA, Earl
Gray, según el cual los productos concebidos para matar hongos en la fruta y

Página 238
las verduras pueden interferirse con la síntesis de hormonas esteroides en
animales y con toda probabilidad también en seres humanos.
El uso casual de plaguicidas alrededor de las viviendas y en los jardines
con fines frívolos y cosméticos es peligroso e irresponsable. En Estados
Unidos, se aplican cantidades mayores de plaguicidas por hectárea en los
barrios residenciales que en los terrenos agrícolas, en gran medida para
respaldar la obsesión nacional por los céspedes verdes y sin malas hierbas.
Los estudios han comprobado que los niños y los perros que viven en
viviendas donde se usan plaguicidas en el hogar y en el jardín presentan tasas
superiores de cáncer. Los estudios epidemiológicos realizados hasta la fecha
no han buscado las clases de problemas funcionales y de desarrollo que se
reseñan en este libro.
Hagamos crecer nuestro césped sin plaguicidas y animemos a nuestros
vecinos a hacer lo mismo. Si se empeñan en seguir utilizando plaguicidas,
insistamos en que pongan un aviso en el césped en las fechas en que se realiza
el tratamiento. No dejemos que nuestros niños y animales domésticos salgan.
Organicémonos en el vecindario para fijar normas estrictas para el
tratamiento del césped con sustancias químicas. Los servicios de cuidados de
césped intentan a veces tranquilizar a los clientes intranquilos diciéndoles que
los plaguicidas que utilizan han sido aprobados por la EPA. La Agencia de
Protección Ambiental (EPA) nunca ha analizado la mayoría de los
plaguicidas que ahora se encuentran en el mercado para determinar su
actividad como disruptores hormonales, y el registro de la Agencia de
Protección Ambiental de los EE UU no es en modo alguno una medida de la
seguridad del producto. De hecho, las compañías productoras de sustancias
químicas se registran en la EPA precisamente porque un producto es
potencialmente nocivo. El etiquetado reduce la responsabilidad legal del
fabricante en acciones judiciales emprendidas por personas perjudicadas por
el uso del plaguicida. En caso necesario, dejemos de tener plantas o arbustos
que requieran el apoyo de tales sustancias químicas para adquirir un aspecto
presentable y sustituyámoslos por alternativas resistentes a los insectos y a las
plagas. Los plaguicidas sólo deberían utilizarse en auténticas emergencias.
No seamos indiferentes acerca de los riesgos que conlleva el control de
plagas domésticas, tanto si lo hacemos nosotros mismos como si contratamos
a exterminadores profesionales. El seguimiento de las instrucciones de la
etiqueta no eliminará los riesgos para nosotros y nuestros hijos, pero los
reducirá.

Página 239
Usemos plaguicidas en casa sólo si es absolutamente necesario, y de
hacerlo, sigamos con todo cuidado las instrucciones de la etiqueta. También
es importante tener presente que la mayoría de los plaguicidas son mezcla de
ingredientes activos e «inertes», y que algunos productos utilizados como
«inertes», como los nonilfenoles y el bisfenol-A, son disruptores endocrinos
reconocidos.
Lamentablemente, las normas sobre etiquetado de plaguicidas no exigen a
los fabricantes que enumeren los ingredientes inertes, y las disposiciones
legales sobre «secretos comerciales» les permiten evitar la revelación a los
consumidores. Quiere decirse que mirando la etiqueta de un producto no se
puede saber si el plaguicida en cuestión contiene un ingrediente que actúa
como disruptor endocrino.
Hagamos un decidido esfuerzo para controlar las pulgas en los animales
domésticos sin usar insecticidas. Esto es más seguro para el animal y para la
familia. Por otra parte, muchos productos para el control de pulgas son cada
vez más ineficaces porque su intenso uso ha acelerado la evolución de
superpulgas resistentes a los plaguicidas. El cepillado frecuente, el uso de un
peine para pulgas y el baño periódico con un champú sin insecticidas puede
ayudar a mantener las pulgas lejos de nuestro gato o perro. Se puede evitar
que las pulgas se instalen en nuestra casa pasando la aspiradora
periódicamente y a fondo, sobre todo en los alrededores de grietas y rodapiés,
y lavando a menudo la ropa de cama del animal. Algunos recomiendan rociar
con tierra de diatomeas, un producto natural inerte que se encuentra en las
tiendas de jardinería, las zonas favoritas del animal para ahuyentar a las
pulgas.
Averigüemos qué tratamiento aplican los comerciantes de la zona para
controlar las plagas en sus tiendas o instalaciones. Se ha sabido que algunos
supermercados de los Estados Unidos han rociado sus productos con
plaguicidas. Pocos Estados ofrecen orientaciones eficaces para la aplicación
de plaguicidas en zonas de venta al por menor o en habitaciones de hotel. Las
habitaciones de hotel libres de plaguicidas deberían ser una opción normal
para consumidores preocupados por la salud, del mismo modo que ya hay
habitaciones para no fumadores. Pedir este tipo de habitaciones demuestra la
existencia de una demanda de consumo.
Seamos conscientes de que los campos de golf presentan un gran
potencial de exposición. Según una estimación conservadora, basada en un
informe sobre el uso de plaguicidas en los campos de golf de Long Island, los
gestores de los campos de golf utilizan al menos cuatro veces más plaguicidas

Página 240
por hectárea que los agricultores en los campos de cultivo. Siete de los 52
plaguicidas utilizados en los campos de golf de Long Island estudiados alteran
el sistema endocrino y las hormonas. Otros plaguicidas en uso en esas
instalaciones han sido clasificados como probables o posibles carcinógenos.
Averigüemos qué producto aplica nuestro campo de golf y cuándo lo
hace, para poder jugar en otras fechas. Mantengamos las manos lejos de la
boca mientras se juega al golf y lavémonos las manos una vez fuera del
campo. No pesquemos en campos de golf o en cursos de agua procedentes de
ellos.
Demos a los niños juguetes sin pintar y sin barnizar fabricados con
madera o con fibras naturales. Si nuestros hijos deben tener juguetes de
plástico, asegurémonos de que no los muerden.

Mejorar la protección.
Aunque los individuos pueden hacer mucho para protegerse, estos esfuerzos
deben ir acompañados de la actuación de los organismos oficiales para
eliminar las sustancias químicas sintéticas que actúan como disruptores
hormonales.
Se escapa del ámbito de este libro el ofrecer una crítica detallada de las
leyes y normas que tienen que ver con este problema. No obstante, es posible
identificar varios principios básicos que pueden inspirar las iniciativas futuras
para mejorar las leyes que protegen a las personas y los ecosistemas.
Siguiendo el modelo del Protocolo de Montreal de 1987, un tratado
internacional que ordena la eliminación gradual de los clorofluorocarbonos y
otras sustancias químicas que agotan la capa de ozono, los Estados Unidos y
otras naciones deben avanzar rápidamente hacia la aplicación de tratados
internacionales exhaustivos que pongan fin al uso y a la dispersión ecológica
de compuestos persistentes biológicamente activos como los PCB, el DDT y
el lindano. Aunque la negociación de semejantes acuerdos ambientales
internacionales es sin duda un desafío, la experiencia del pasado indica que
los gobiernos pueden reunirse y actuar ante una auténtica amenaza para el
bienestar humano. Estos protocolos sobre sustancias químicas persistentes
que actúan como disruptores hormonales deben estipular la eliminación
gradual de la producción y el uso de estos compuestos en todo el mundo y
proporcionar apoyo institucional y económico para su almacenamiento,
retirada y limpieza.
Como primer paso, estos protocolos deben requerir el consentimiento
previo de los países que importan sustancias químicas que se convierten en

Página 241
contaminantes persistentes. La empresa u organismo exportador debe cumplir
con el requisito de notificar a un organismo supervisor internacional cada
transacción y notificar al país importador la naturaleza de los componentes y
el riesgo asociado.
Al mismo tiempo, las naciones deben revisar las leyes nacionales que
regulan las normas de salud ambiental para asegurar que proporcionan
protección de las sustancias químicas que interfieren con las hormonas. Este
tipo de revisiones deben incluir los siguientes puntos clave: Trasladar el peso
de la prueba a los fabricantes de sustancias químicas. Los materiales químicos
continúan estando regulados a partir de información muy insuficiente e
incompleta. En un grado preocupante, el sistema actual da por supuesto que
las sustancias químicas son inocentes hasta que se demuestre lo contrario.
Esto es un error. El peso de la prueba debe actuar del modo contrario, porque
el enfoque actual, la presunción de inocencia, una y otra vez ha hecho
enfermar a las personas y ha dañado a los ecosistemas. Estamos convencidos
de que las pruebas que surgen sobre las sustancias químicas hormonalmente
activas deben utilizarse para identificar a aquellas que plantean el mayor
riesgo y para ordenar su salida del mercado y de nuestros alimentos y nuestra
agua hasta que mediante estudios pueda demostrarse que su repercusión es
trivial. Cada nuevo componente debe someterse a esta prueba antes de que se
le permita salir al mercado. La herramienta de la evaluación del riesgo se
utiliza ahora para mantener productos cuestionables en el mercado hasta que
se demuestre que son culpables. Es preciso redefinirlo como medio de
mantener fuera del mercado a las sustancias químicas no probadas y de
eliminar los productos más preocupantes de manera ordenada y puntual.
Insistir en la prevención de la exposición. Muchas sustancias químicas
que actúan como disruptores hormonales alteran los procesos de desarrollo
normales, causando consecuencias permanentes que no pueden invertirse o
incluso ni siquiera mitigarse mediante tratamiento posterior. Como quiera que
estos efectos suelen ser irreversibles, el tratamiento después de ocurridos los
hechos es una solución insatisfactoria. El objetivo debe ser impedir la
exposición a las sustancias químicas en primer lugar eliminando el uso y
vertido de productos peligrosos.
Fijar normas que protejan a los más vulnerables, especialmente a los niños
y los no nacidos. Las normas actuales se han desarrollado sobre la base del
riesgo de cáncer y de graves taras de nacimiento y calculan estos riesgos a un
varón adulto de unos 70 kilogramos de peso. No toman en consideración la

Página 242
vulnerabilidad especial de los niños antes del nacimiento y en las primeras
etapas de vida.
Considerar las interacciones entre diversos productos, no sólo los efectos
de cada sustancia química individualmente. Las normas oficiales y los
métodos de prueba de la toxicidad evalúan actualmente cada sustancia
química por sí misma. En el mundo real, encontramos complejas mezclas de
sustancias químicas. Nunca hay una sola. Los estudios científicos muestran
con claridad que las sustancias químicas pueden interactuar o pueden actuar
juntas para producir un efecto que ninguna de ellas podría producir
individualmente. Las leyes actuales ignoran estos efectos aditivos o
interactivos. Promulgar normas como si las sustancias químicas sólo actuasen
individualmente es poco realista.
Tener en cuenta la exposición acumulada del aire, el agua, los alimentos y
otras fuentes. La actual estructura legal, que incluye diversas leyes sobre
plaguicidas, seguridad alimentaria, seguridad del agua y contaminación
atmosférica, alienta a los reguladores a centrarse en un solo camino de
exposición cada vez, como los niveles de contaminantes en el agua potable o
los residuos de plaguicidas en los alimentos. Este tipo de enfoque no suele
tener en cuenta cómo se acumula la exposición proveniente de todas las
fuentes distintas, como el aire, agua, alimentos o polvo. Aunque la exposición
a una sola fuente pueda ser tolerable, la exposición total a todas las fuentes
puede ser insegura. Por esta razón, los niveles de contaminante de cualquier
fuente deben evaluarse en el contexto de la exposición acumulada total.
Modificar las leyes sobre secretos comerciales para permitir que la
población se proteja de exposiciones indeseadas al mismo tiempo que se
mantiene la necesidad real de confidencialidad. Las leyes sobre secretos
comerciales se han promulgado para impedir a la competencia comercial
obtener ventajas económicas desleales mediante la adopción de los métodos
de una empresa sin haber corrido con los gastos de investigación y desarrollo
del producto. En la práctica, los fabricantes utilizan rutinariamente estas leyes
para negar al público el acceso a la información sobre la composición de sus
productos.
Dado que un químico experto puede descubrir cuál es el contenido de un
producto, somos escépticos en cuanto a que las leyes de secretos oficiales
sirvan para mantener esa información a salvo de competidores comerciales
decididos a averiguarla. Hay que preguntarse a quién mantienen en la
oscuridad las disposiciones sobre secretos oficiales, con la excepción de los
consumidores, que no tienen el dinero necesario para realizar análisis

Página 243
químicos. En tanto los fabricantes no coloquen unas etiquetas honestas y
completas en sus productos, los consumidores no tendrán la información que
necesitan para protegerse a ellos y sus familias de productos hormonalmente
activos.
Exigir a las compañías que venden productos, en particular alimentos
aunque también artículos de consumo y otras fuentes potenciales de
exposición, que vigilen sus productos para detectar la contaminación. Esto
debería comenzar en la tienda de alimentación. Los tenderos deben ser
capaces de decirnos, cuando deseemos saberlo, si el producto que venden está
libre de contaminantes. El actual sistema de pruebas, implantado por la
Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), es sencillamente
inadecuado. Este organismo no tiene dinero ni recursos humanos para hacer
su trabajo responsablemente. La carga de la realización de pruebas debe tasar
al fabricante y al distribuidor, y la FDA debe encargarse de supervisar el
cumplimiento de estas normas.
Ampliar el concepto del Inventario de Emisiones Tóxicas. Esta poderosa
ley informativa, promulgada en 1986, exige ya a las empresas de los Estados
Unidos que den a conocer la cantidad de contaminantes tóxicos que se emiten
en sus instalaciones al medio ambiente en el curso de su actividad normal.
Como ponen de manifiesto los peligros examinados en este libro, muchas
sustancias químicas que actúan como disruptores hormonales entran en el
entorno a través de emisiones «voluntarias» en los plaguicidas agrícolas, a
través de los detergentes y en los plásticos. La presentación de informes en
virtud del Inventario de Emisiones Tóxicas debería incluir esta emisión
deliberada a través de productos además de las emisiones inadvertidas durante
el proceso de fabricación. Debería exigirse, pues, a las empresas que
informasen de la cantidad de productos disruptores endocrinos conocidos que
están incorporados a los productos que se venden o trasladan de cada
instalación.
Exigir anuncios y publicidad plena cuando se usen plaguicidas en lugares
donde el público pudiera encontrarlos. Aquí se incluirían las viviendas
multifamiliares, los céspedes, los lugares de culto, los moteles y hoteles, los
lugares donde se guardan, venden o preparan alimentos y los centros de
cuidado de día, guarderías, escuelas, institutos y otros centros de enseñanza.
Reformar los sistemas de datos sanitarios para que proporcionen la
información necesaria para elaborar políticas adecuadas y protectoras. La
falta de datos decisivos a nivel nacional e internacional paraliza nuestra
capacidad para tomar decisiones oportunas e inteligentes. Nuestra ignorancia

Página 244
de las tendencias vigentes en muchas áreas de la salud humana es ciertamente
terrible. Debemos esforzarnos por elaborar unos registros mejores de taras de
nacimiento y síntomas de alteración de funciones con especial atención a los
trastornos de la reproducción y del sistema neurológico. Esto podrá hacerse
de tal manera que se proteja la confidencialidad del paciente al mismo tiempo
que se satisface la necesidad de la comunidad investigadora de la salud de
unos datos mejores y más completos. Hasta que esta clase de datos científicos
esté disponible, será imposible determinar si están sucediendo cambios
importantes y responder adecuadamente a los nuevos peligros.

Direcciones de la investigación
Los cambios en las leyes y normas deben ser simultáneos a las actuales
iniciativas de investigación científica para descubrir más sobre la repercusión
de las sustancias químicas que actúan como disruptores hormonales, cómo se
producen sus daños y cómo pueden evitarse. Las investigaciones deberían
estar orientadas por la necesidad de responder a un reducido número de
preguntas decisivas:
¿Qué cantidad de exposición recibimos?
¿Cómo responde realmente el cuerpo humano a estas sustancias químicas?
¿Cuál es la repercusión sobre los ecosistemas?
¿Cuándo y cómo deberían actuar las autoridades?

Investigación forense
Es necesario un programa completo de investigación para determinar los
efectos de las sustancias químicas sintéticas hormonalmente activas sobre la
salud y el bienestar humanos. ¿Estamos viendo de hecho más defectos
genitales, un aumento de la infertilidad y más niños con discapacidades de
aprendizaje como hiperactividad y déficit de atención, tal como indican los
informes? Verificar estas preguntas resolverá una compleja integración de la
epidemiología en las poblaciones humanas, estudios con animales e
investigaciones de laboratorio para saber cómo actúan estas sustancias
químicas en el nivel celular y molecular.

Página 245
Los estudios epidemiológicos, que nunca son fáciles, serán especialmente
difíciles en este caso. En primer lugar, los investigadores se enfrentan a la
falta de una población no contaminada para efectuar comparaciones. Ninguna
persona joven que esté viva hoy ha nacido sin algún tipo de exposición en el
útero a sustancias químicas sintéticas que pueden alterar el desarrollo. Sólo
existen las menos expuestas y las más expuestas. Por otra parte, está el
problema adicional del prolongado retraso entre la exposición a estas
sustancias químicas y la aparición de los efectos nocivos. Si los problemas se
hacen evidentes sólo años o décadas después del nacimiento, reconstruir las
pautas de exposición será, en el mejor de los casos, difícil. Los epidemiólogos
pueden descubrir que las mejores oportunidades para desentrañar los efectos
sobre la salud humana están en los países en desarrollo, donde la exposición a
plaguicidas agrícolas es generalmente muy superior a la que se experimenta
actualmente en Estados Unidos. Los informes anecdóticos de algunos de estos
países indican que las sustancias químicas que actúan como disruptores
hormonales pueden estar causando daños transgeneracionales en todos los
niveles, pero la falta de datos sanitarios básicos hace que hoy en día sea
imposible documentar estos informes.
La evaluación sistemática de los plásticos y su posible contaminación de
los alimentos debería ser una alta prioridad. En los últimos 30 años, el
plástico ha sido fundamental para nuestro sistema de distribución de
alimentos, por lo que prácticamente todos nuestros alimentos —desde el agua
mineral hasta la mantequilla de cacahuete— se adquiere envasada en una u
otra forma de envase de plástico.
¿Hasta qué punto y en qué circunstancias los productos biológicamente
activos se filtran de los plásticos a la comida y a la bebida? ¿Es esa
contaminación suficiente para representar un peligro para la salud? ¿Hay
formas seguras e inertes de plástico que no filtran sustancias químicas
sintéticas cuando se envasan o almacenan alimentos en ellos?
Estudios recientes han implicado a productos sintéticos ampliamente
utilizados como los ftalatos, un ingrediente de los plásticos, y los
poliotoxilatos de alquilfenol, que se encuentran en plásticos, detergentes y
muchos otros productos, en la disrupción hormonal. Necesitamos conocer
mejor lo que sucede cuando esos productos están en el entorno. ¿Cómo se
descomponen, y cuáles son las posibles consecuencias para los ecosistemas
del producto original o de las sustancias químicas creadas a medida que se
degrada por la acción de la luz, las bacterias u otros procesos naturales?

Página 246
Deben realizarse evaluaciones serias y pormenorizadas para examinar el
papel de los disruptores hormonales en varias tendencias ecológicas
preocupantes, especialmente el espectacular descenso y la pérdida de
poblaciones de ranas en todo el mundo, la serie de epidemias que han
afectado a los mamíferos marinos y otras alteraciones biológicas notables.
Algunas catástrofes clásicas de la fauna salvaje deben estudiarse de nuevo
para preguntar si los disruptores hormonales contribuyeron a los descensos o
quizá impidieron la recuperación. El espectacular descenso del 90 por ciento
de la población de aves acuáticas de los Everglades de Florida coincidió con
una profunda alteración del flujo hídrico natural, pero también con el
florecimiento del uso de sustancias químicas agrícolas en el sur de Florida.
Las aves acuáticas de las principales rutas de vuelo de EE UU, que padecen
un descenso que dura ya décadas, pasan el invierno en hábitats que incluyen
terrenos de cultivo y humedales que reciben vertidos contaminados con
plaguicidas.

INVESTIGACIÓN DE MECANISMOS BIOLÓGICOS Y EXPOSICIÓN.


Necesitamos conocer mejor cómo funciona el sistema fisiológico no alterado
en los seres humanos, incluidos los niveles normales de hormonas y cómo
incluso variaciones naturales contribuyen a marcar diferencias entre los
individuos. Es necesario y urgente obtener más información sobre la
exposición humana a disruptores hormonales sintéticos. ¿Cómo se traduce la
exposición de la madre a lo que llega al feto, y qué significa esa exposición
prenatal para el desarrollo de ese individuo?

Investigar para regular y prevenir


Debe ponerse en marcha un programa de investigación para fijar normas que
protejan la salud humana y ecológica de las sustancias químicas que actúan
como disruptores hormonales. ¿Existen exposiciones permisibles? ¿Varían
éstas de un producto a otro?
Todo intento de regular las sustancias químicas sintéticas que actúan
como disruptores hormonales dependerán de que mejoremos nuestra
capacidad para detectar productos hormonalmente activos.
¿Qué tipos de métodos de análisis permiten una identificación rápida,
eficaz y eficiente en cuanto a costes de tales sustancias químicas? ¿Con qué

Página 247
rapidez pueden los investigadores desarrollarlas para su uso general?
El cuerpo no reacciona ante los impostores hormonales como lo hace ante
los venenos corrientes, como hemos señalado en el Capítulo 11. Una dosis
elevada puede tener en algunos casos menos repercusión que una dosis baja,
un fenómeno que los científicos llaman respuesta no monotónica. ¿Es éste un
fenómeno general en los sistemas hormonales? Si lo es, este hallazgo tendrá
repercusiones profundas para la realización de pruebas y la regulación
toxicológica. Los representantes de la industria se quejan a menudo de que las
pruebas con dosis elevadas conceden demasiada importancia a los riesgos en
niveles bajos, pero estas pruebas podrían, por el contrario, no detectar efectos
nocivos.
La importancia de la exposición de los niños a las sustancias químicas
disruptoras hormonales a través de la leche materna debe tener la máxima
prioridad. Las madres lactantes transfieren cantidades importantes de
contaminantes químicos a sus hijos, pero ¿qué importancia tiene esto? Los
niños nacidos de madres cuya leche está contaminada han estado expuestos ya
en el útero. ¿Aumentará en gran medida la exposición adicional a través de la
leche materna el riesgo que ya tienen? ¿Existen regímenes de lactancia que
pueden reducir la tasa de transferencia de contaminantes de la madre al hijo al
mismo tiempo que mantienen los beneficios?
Rediseñar la fabricación y el uso de sustancias químicas.
Las sustancias químicas sintéticas que actúan como disruptores
hormonales son hoy en día un hecho ineludible de la vida. Están en nuestros
alimentos y en nuestra agua. Llegan a nosotros a través del aire y a través de
artículos de consumo que llevamos a nuestras casas. Se han extendido por la
faz de la Tierra y se insinúan prácticamente en cada resquicio de la red
alimentaria. No hay manera de retirarlas.
Éste es el dilema al que nos enfrentamos. Podemos, sin embargo, como ya
se ha señalado, reducir los riesgos de la exposición mediante la elección
personal y a través de la acción de las autoridades, pero tales remedios a
posteriori son inevitablemente negativos, difíciles e incapaces de eliminar el
problema.
Una vez libres las sustancias químicas problemáticas, sólo hay una
opción: gestionar y resolver.
En última instancia, se llega a la pregunta de cómo evitar tales peligros en
primer lugar. ¿Cómo podemos disfrutar de los beneficios de las sustancias
químicas sintéticas sin ponernos en peligro a nosotros y a nuestros hijos?
¿Qué podemos hacer para asegurarnos de que no repetimos esta clase de error

Página 248
en el futuro? Las regulaciones tradicionales y las prácticas de prevención de
la contaminación sólo nos ofrecen soluciones parciales.
Para responder a la pregunta —cómo lograr protección— debemos pensar
de nuevo cómo fabricamos y utilizamos las sustancias químicas. Debemos
rediseñar las prácticas, los procesos y los productos que crean el problema.
Aquí y allí, están ya en marcha iniciativas que avanzan en esta dirección. Dos
defensores del rediseño y del replanteamiento en profundidad —el doctor
Michael Braungart, un químico alemán, y Willian McDonough, arquitecto
estadounidense— han trabajado en una serie de criterios generales para
orientar tales iniciativas, criterios para las propias sustancias químicas
sintéticas además de para los procesos y los productos que contienen. Aunque
este movimiento está aún en su infancia, señala la dirección del cambio que
reducirá los peligros al reducir los residuos y la cantidad de contaminantes
que llegan al entorno.
Braungart identifica varias directrices para la producción de sustancias
químicas que harán más fácil su seguimiento y reciclaje:
Reducción del número de sustancias químicas en el mercado. Con
100 000 sustancias químicas sintéticas en el mercado en todo el mundo y
1000 nuevas sustancias más cada año, hay poca esperanza de descubrir su
suerte en los ecosistemas o sus daños para los seres humanos y otros seres
vivos hasta que el daño está hecho.
Reducir el número de sustancias químicas que se usan en un producto
determinado; hacerlos más sencillos.
Fabricar y comercializar sólo las sustancias químicas que puedan
detectarse fácilmente en niveles pertinentes en el mundo en general con la
tecnología actual. Algunos productos cuyo uso está generalizado actualmente
resultan muy difíciles de medir en el mundo, por lo que es difícil, tanto
económica como prácticamente, estudiar la exposición humana o su suerte en
el medio ambiente.
Restringir la producción únicamente a los productos que tengan una
composición química totalmente definida y detener la producción de los que
contengan mezclas imprevisibles de sustancias químicas.
Tales mezclas —por ejemplo los PCB 209— son difíciles de probar en
cuanto a seguridad y de seguir una vez liberados en el entorno.
No producir una sustancia química a menos que se conozca bien su
degradación en el entorno. En algunos casos, las sustancias químicas vertidas
en el entorno pueden descomponerse en sustancias que plantean un peligro
mayor que la sustancia química original.

Página 249
Braungart y McDonough propugnan también un cambio importante en la
manera en que usamos las sustancias químicas sintéticas en los productos y en
los procesos industriales, guiados por el axioma según el cual no debería
haber residuos. Esta idea está tomada de los sistemas naturales, en los que las
sustancias químicas, los nutrientes y la materia orgánica se reciclan
permanentemente. Los residuos de un ser vivo o un proceso se convierten en
recursos o alimento para otro. Podemos ver en funcionamiento este principio
en el montón de compost del patio trasero, donde gusanos, insectos y
bacterias transforman las hojas, las briznas de hierba, las peladuras de
zanahoria y la lechuga mustia en un suelo negro y rico que nutre a nuevos
árboles, hierbas y hortalizas.
Los residuos de un proceso podrían alimentar a otro proceso también en el
ámbito industrial, afirman McDonough y Braungart. Tanto si es en el montón
de compost como en la fábrica, este reciclaje sólo será posible si los
«residuos» no están contaminados por sustancias que los convierten en
inutilizables por organismos vivos o para posteriores actividades industriales.
Mediante el diseño adecuado del proceso de fabricación y de los productos,
McDonough y Braungart creen que la mayoría de los materiales desechados
pueden «alimentar» al proceso siguiente. En un sistema bien diseñado, los
disolventes deberían limpiar una y otra vez, no sólo una. Los aparatos de
televisión y otros electrodomésticos desechados podrían devolverse a los
fabricantes, que desmontarían los componentes y reciclarían los materiales y
los utilizarían de nuevo en piezas para nuevos aparatos de televisión.
Aunque los sistemas diseñados de acuerdo con este principio difieren
profundamente de los enfoques actuales, no son inviables ni imprácticos, ni
siquiera ahora mismo. Este concepto tiene ya una repercusión profunda en la
industria automovilística mundial. Estimulada en parte por las propuestas que
se formulan en Europa para exigir a los fabricantes que admiten la devolución
de todo lo que hacen, una nueva tendencia —productos diseñados para su
desmontaje, o DPD— está despegando a marchas forzadas. Fuera de Detroit,
los tres grandes fabricantes de automóviles trabajan conjuntamente para
diseñar vehículos que puedan descomponerse fácilmente al final de su vida y
reciclarse realmente en piezas de nuevos automóviles. Los productos
diseñados sin pensar en el reciclaje contienen a menudo un surtido de
distintos materiales sintéticos que hacen imposible el verdadero reciclaje. Las
mezclas de plásticos del salpicadero de un automóvil, por ejemplo, podría
terminar siendo «reciclado» en banco de un parque, pero no pueden repetirse
en un nuevo salpicadero. Cerrar el círculo y utilizar los materiales una y otra

Página 250
vez elimina la demanda de nuevas materias primas y reduce la cantidad de
residuos contaminados que se vierten en el medio ambiente. La clave de ese
reciclaje de círculo cerrado es un diseño inteligente.
En una iniciativa pionera semejante con la industria textil, McDonough y
Braungart han contribuido a diseñar una línea de tejido para tapicería de tal
modo que el proceso de fabricación y el producto final están libres de
sustancias químicas peligrosas. La iniciativa, emprendida con Design Text,
firma diseñadora distribuidora de tejidos con sede en Nueva York, comenzó
con un análisis de las 7500 sustancias químicas utilizadas para teñir o
procesar tejidos que aspiraba a eliminar aquellas que planteasen peligros por
ser persistentes, mutagénicas, carcinogénicas o las que se tuviese constancia
que interfieren en los sistemas hormonales. Sólo 34 sustancias químicas
sobrevivieron a este proceso de filtro. El tejido, que se produce ya en Suiza,
es una mezcla de lana y una fibra vegetal llamada ramio, y se produce en una
gama normal de colores y se vende a un precio competitivo con el de tejidos
comparables fabricados utilizando métodos y diseños convencionales.
Nuestro uso de plaguicidas está también maduro para enfoques basados en
el replanteamiento y el rediseño más que en la continuidad del uso de un
número cada vez mayor de nuevas sustancias químicas.
En los últimos 40 años, las pérdidas de cultivos han permanecido
constantes a pesar del extraordinario aumento del uso de plaguicidas, debido
en gran medida a cambios en las prácticas y normas agrícolas y a la
extraordinaria adaptabilidad de las plagas. Armados con un arsenal químico,
los agricultores han abandonado las prácticas agrícolas de sentido común que
se han utilizado durante milenios para ahuyentar las plagas, como la rotación
de los cultivos, la elección cuidadosa del momento de la siembra, la
diversidad de cultivos y el saneamiento de los campos. Durante este periodo,
las operaciones agrícolas se han traslado a zonas donde los problemas de
plagas habían impedido hasta ahora la agricultura.
Los consumidores, los procesadores de alimentos, los mayoristas y los
supermercados exigen cada vez más productos de imagen perfecta que estén
libres de manchas causadas por insectos, hongos o enfermedades. Tales
defectos no son perjudiciales, como tampoco hacen que una fruta o verdura
sean menos nutritivas, pero las expectativas de un producto de imagen
perfecta hace que aumente sobremanera el uso de plaguicidas. En las
naranjas, por ejemplo, entre el 60 y el 80 por ciento del uso de plaguicidas se
produce para mejorar la apariencia cosmética de la piel. No puede afirmarse,

Página 251
en éste o en ningún otro caso similar, que el uso de plaguicidas sea necesario
para lograr más alimentos o mejores alimentos.
Los diseñadores de jardines, los escritores sobre temas relacionados con
jardines y los propietarios de viviendas necesitan asumir el desafío de crear
un nuevo nivel de belleza suburbana, que se aparte de la estética de la
alfombra verde y estalle en una diversidad de plantas adaptadas a las
condiciones locales. Como quiera que este ideal de un césped homogéneo y
sin defectos es contrario a la tendencia natural a la diversidad, es exigente por
su propia naturaleza, y requiere fertilizantes y plaguicidas, riego frecuente y
mucho tiempo y esfuerzo. Al igual que la fruta sin defecto, los céspedes sin
defectos tienen un alto coste. Ha llegado el momento de cambiar nuestras
actitudes y rediseñar nuestros patios y jardines con plantaciones que crezcan
cómodamente en el lugar en que vivimos y con zonas de juego segadas que
florezcan sin el constante apoyo de las sustancias químicas. Un equipo
pionero de la universidad de Yale publicó recientemente un manifiesto en
favor de esta revolución suburbana, titulado Rediseñar el césped americano:
una investigación de la armonía ambiental, que incluye orientación práctica
para no especialistas que aspiren a convertir sus patios en paraísos seguros y
más sanos.
Los plaguicidas sintéticos desarrollados en el último medio siglo son
armas poderosas que deberían utilizarse escasamente y sólo cuando su uso sea
fundamental. La otra tragedia del uso de plaguicidas —distinta del tema
central de esta obra— se refiere al creciente problema de la resistencia de los
insectos y los organismos causantes de enfermedades a los plaguicidas y a los
antibióticos. Mediante el uso excesivo de plaguicidas y medicamentos, los
seres humanos han acelerado la evolución de insectos, malas hierbas y
bacterias que son cada vez más inmunes a nuestros milagrosos plaguicidas y
nuestros maravillosos medicamentos. Los microbios no sólo están
contraatacando, sino que están ganando esta lucha evolutiva. Pocos años
después de la introducción del DDT, habían aparecido nuevos supermicrobios
que eran invulnerables a su veneno. Dos décadas más tarde, Rachel Carson
advertía en Primavera silenciosa del aumento de la resistencia de las plagas y
de las lúgubres implicaciones para la salud humana. Ahora, en una época en
que algunos científicos de la salud pública temen un aumento de la amenaza
de enfermedades tropicales en los Estados Unidos, los plaguicidas que
necesitamos para controlar los insectos transmisores de enfermedades no
pueden ser ya eficaces. La resistencia es tan generalizada que podríamos
hallarnos pronto tan indefensos ante la enfermedad y las plagas que amenazan

Página 252
la salud como lo estábamos hace medio siglo. Lo que creíamos una
asombrosa conquista tecnológica de la naturaleza está resultando ser
únicamente una victoria temporal. Mediante el uso excesivo de nuestros
maravillosos medicamentos y nuestros milagrosos plaguicidas, hemos echado
a perder sus beneficios.

Página 253
13 Amenazas

El lector que haya llegado con nosotros hasta este punto, que haya seguido el
camino desde las colonias de gaviotas del lago Ontario y los pantanos de
Florida a los laboratorios universitarios y después a la consulta del médico,
debe de haber hecho una pausa en algún momento para preguntarse si estos
síntomas tienen algo que ver con los males de la sociedad humana moderna.
Este tipo de preguntas saltan inevitablemente a la mente cuando se tiene
conocimiento de que las gaviotas de colonias contaminadas descuidan sus
nidos, o que los ratones machos nacidos de madres que han ingerido
plaguicidas son más territoriales y potencialmente agresivos al llegar a la edad
adulta que los que no han tenido esta exposición prenatal. Por el momento,
hay muchas preguntas provocadoras y pocas respuestas definitivas, pero la
alteración potencial para los individuos y la sociedad es tan grave que esas
preguntas merecen ser analizadas.
El descenso del número de espermatozoides se cierne como un mal
augurio sobre este análisis, pues estos informes contienen implicaciones que
van más allá de la cuestión de la fertilidad masculina. Los experimentos con
animales indican que unos niveles de contaminación suficientes para alterar la
producción de espermatozoides pueden afectar también al desarrollo del
cerebro y al comportamiento.
Así pues, es probable que la cantidad de espermatozoides sea sólo una
señal medible concreta de una repercusión mucho más amplia sobre aspectos
de la salud y el bienestar humanos que no resultan fáciles de cuantificar. Lo
que está en juego no es simplemente una cuestión del destino de algunos
individuos o de las repercusiones sobre los más sensibles de nosotros, sino
una erosión generalizada del potencial humano en el último medio siglo. Las
pruebas tomadas en conjunto hacen difícil que se eviten las preguntas sobre la
significación de esta agresión química para la sociedad en general.
Los datos referidos a la fauna salvaje, los experimentos de laboratorio, la
experiencia del DES y un puñado de estudios con seres humanos respaldan la
posibilidad de la alteración física, mental y de comportamiento en seres

Página 254
humanos que podría afectar a la fertilidad, la capacidad de aprendizaje, la
agresión y posiblemente incluso al comportamiento parental y reproductor.
¿Hasta qué punto han contribuido estos mensajes combinados a lo que vemos
a nuestro alrededor: los problemas en la reproducción que se observan en la
familia y los amigos, el aumento de problemas de aprendizaje que aparecen
en muchas escuelas, la desintegración de la familia y el descuido y los malos
tratos a los hijos, y el incremento de la violencia en nuestra sociedad? Si las
sustancias químicas que actúan como disruptores hormonales socavan el
sistema inmunitario, ¿podrían estar aumentando nuestra vulnerabilidad a las
enfermedades y, por tanto, contribuyendo a elevar los costes sanitarios?
Básicamente, ¿qué significa esto para la perspectiva humana?
Si estos efectos tienen lugar de modo general, la disrupción hormonal
podría estar contribuyendo a tendencias aberrantes e insanas en nuestra
sociedad. Por otra parte, es dudoso que estas sustancias químicas estén
causando todas las disfunciones sociales que vemos a nuestro alrededor.
Quienes buscan una explicación única y sencilla de unos fenómenos tan
complejos caminan irreversiblemente a la frustración y la decepción.
Aun en el caso de problemas físicos relativamente sencillos, como el
descenso de la cantidad de espermatozoides, sabemos demasiado poco acerca
de las sustancias químicas disruptoras hormonales que se emiten al entorno
como para evaluar las perspectivas con seguridad. Los cuatro estudios de los
que se tiene conocimiento hasta la fecha muestran una caída repentina de la
cantidad de espermatozoides en los machos humanos en las últimas décadas,
una pérdida equivalente por término medio a 1 millón de espermatozoides por
mililitro de semen al año. Esta tendencia a la baja tan acusada es ciertamente
alarmante. Pero más alarmante aún es que este descenso haya continuado
durante casi medio siglo hasta que los investigadores médicos reconocieran lo
que estaba sucediendo. ¿Continuará esta asombrosa tasa de pérdidas? ¿Dónde
terminará?
Si las sustancias químicas persistentes que están reguladas actualmente
son en gran parte responsables del descenso, la cantidad de espermatozoides
podría comenzar a remontar hacia el año 2030. Como se señala en el
Capítulo 10, los estudios encuentran una correlación entre la cantidad y la
calidad de espermatozoides y la fecha de nacimiento del hombre, de tal
manera que los hombres más jóvenes muestran las cantidades más bajas de
espermatozoides y el mayor número de espermatozoides malformados, una
pauta que respalda firmemente la teoría de que el descenso es el resultado de
daños sufridos antes del nacimiento o en las primeras etapas de la vida. Hay

Página 255
inevitablemente un gran retraso, sin embargo, antes de que los daños sean
evidentes a través del análisis de la cantidad de espermatozoides. Los
hombres más jóvenes de los estudios sobre cantidad de espermatozoides que
han salido a la luz recientemente habían nacido al comienzo del decenio de
1970, precisamente en la época en que los Estados Unidos y otros países
industriales comenzaban a restringir el uso de sustancias químicas
organocloradas altamente persistentes como el DDT, el dieldrín, el lindano y
los PCB. Así pues, su baja cantidad de espermatozoides podría reflejar la alta
exposición de sus madres a sustancias químicas persistentes en los decenios
de 1960 y 1970 antes de que los gobiernos impusieran restricciones. Desde
esa época, las concentraciones de DDT, DDE (producto de la descomposición
del DDT) y lindano, por ejemplo, en los tejidos humanos han descendido
considerablemente en los países donde su uso está restringido. Si la
exposición prenatal a plaguicidas disruptores del sistema endocrino ha
desempeñado un papel importante en la reducción de la cantidad de
espermatozoides, cabría esperar un aumento del número de espermatozoides
en los próximos 10 años, al menos en los países industrializados, a medida
que los varones nacidos en el decenio de 1980 lleguen a la madurez. En países
como India, sin embargo, sólo dos plaguicidas persistentes, el DDT y el
lindano, representan al menos el 60 por ciento de los plaguicidas, y su uso
continúa aumentando, según los expertos en plaguicidas.
La reducción de la cantidad de espermatozoides podría ser un episodio
histórico desafortunado, una consecuencia imprevista de los experimentos de
mediados de siglo con sustancias químicas persistentes, cuyo uso han
interrumpido sabiamente muchos países. La amenaza podría haber pasado ya
en lo esencial, aun cuando la eliminación de los efectos pueda requerir
décadas. Lamentablemente, los nuevos y preocupantes descubrimientos
expuestos en capítulos anteriores indican que los peligros derivados de las
sustancias químicas sintéticas probablemente no han terminado. A medida
que la exposición humana al DDT y otros productos persistentes ha
disminuido en países como Estados Unidos, la exposición a otras sustancias
químicas que actúan como disruptores hormonales ha aumentado
rápidamente. Pensemos en el grado en que el plástico ha sustituido al vidrio y
el papel en el envasado en las últimas dos décadas. Una serie de
descubrimientos accidentales ha demostrado que los plásticos no son inertes
como habitualmente se suponía, y que algunas de las sustancias químicas que
se filtran de los plásticos son hormonalmente activas. Los plásticos han
entrado en todos los rincones de nuestras vidas, creando el potencial para una

Página 256
exposición crónica importante a disruptores hormonales. Los plásticos
contienen todo tipo de productos, desde refrescos hasta aceite de cocina, con
ellos se revisten botes metálicos y son el material preferido para fabricar
juguetes infantiles. Es improbable que todos los plásticos sean peligrosos,
pero debido a la reivindicación de los secretos comerciales por los
fabricantes, no hay modo de conocer la composición química de un recipiente
de plástico determinado ni de emitir un juicio sobre qué cantidad de plástico
que hoy está en uso podría ocultar sustancias químicas disruptoras
hormonales. Los científicos advierten también que las sustancias químicas
disruptoras hormonales pueden acechar en ungüentos, cosméticos, champús y
otros productos comunes.
Sería consolador saber que las sustancias químicas hormonalmente activas
no proyectan su sombra sobre la generación siguiente, pero las pruebas
disponibles no proporcionan tal seguridad. Mientras la lista de sustancias
químicas disruptoras hormonales continúa ampliándose, cada nueva
incorporación añade peso al argumento contra la probabilidad de que los
niveles de espermatozoides se recuperen plenamente en los años venideros.
Así pues, nos hallamos en una coyuntura inquietante, incierta tanto si la
terrible tendencia de la cantidad de espermatozoides humanos toca fondo
pronto como si continúa descendiendo. Es alentador que algunas de las
sustancias químicas persistentes más notorias se hayan limitado en los países
en desarrollo y que las cargas sobre el organismo humano en al menos alguno
de estos países haya descendido en consecuencia. Al mismo tiempo,
sorprendentes descubrimientos de sustancias químicas hormonalmente activas
en lugares inesperados, los plásticos, plantean nuevas preocupaciones sobre la
exposición crónica generalizada.
Existe siempre la tentación de extrapolar las tendencias preocupantes
hacia supuestos apocalípticos y pesimistas, pero es difícil imaginar que las
cantidades de espermatozoides desciendan inexorablemente y lleguen a un
punto en el que esta reducción plantee una amenaza inminente para la
supervivencia humana. Aun así, los seres humanos parecen estar jugando con
su capacidad para reproducirse a largo plazo, lo cual debería ser causa de gran
preocupación.
Lo que más tememos de inmediato no es la extinción, sino la erosión
insidiosa de la especie humana.
Nos preocupa la pérdida invisible del potencial humano. Nos preocupa el
poder de las sustancias químicas disruptoras hormonales para debilitar y
alterar las características que nos hacen exclusivamente humanos, en nuestro

Página 257
comportamiento, nuestra inteligencia y nuestra capacidad de organización
social. Los datos científicos sobre la repercusión de los disruptores
hormonales sobre el desarrollo del cerebro y el comportamiento pueden
arrojar nueva luz sobre algunas de las tendencias preocupantes que estamos
presenciando.
¿Por qué los resultados de las pruebas de aptitud escolar de los alumnos
de segundo curso de secundaria que aspiran a ser admitidos en la universidad
comienzan a descender de manera tan brusca desde que alcanzaron su punto
máximo en 1963 y continúan descendiendo desde hace casi dos décadas? ¿Es
únicamente el resultado de factores demográficos y sociales, como los
cambios habidos en el conjunto de aspirantes a ingresar en la universidad o la
reducción de la motivación por parte de los estudiantes, tal y como han
sugerido algunos estudios? ¿Y qué decir de los problemas de nuestras
escuelas? ¿Por qué no saben leer muchos niños? ¿Es porque ven demasiada
televisión o gastan todo su tiempo jugando con videojuegos, por la falta de
apoyo familiar a las escuelas o porque están expuestos a PCB u otras
sustancias químicas disruptoras del tiroides antes del nacimiento?
Aunque cualquier conexión sigue siendo especulativa, los estudios sobre
humanos y animales que informan de dificultades en el aprendizaje e
hiperactividad en los niños expuestos a los PCB en la época prenatal nos
sugiere que las sustancias químicas sintéticas podrían estar aumentando de
hecho la carga sobre nuestras escuelas. Esto parece especialmente probable a
la luz de los datos examinados más arriba que indican que el 5 por ciento de
los niños de Estados Unidos están expuestos a cantidades suficientes de PCB
en la leche materna como para que afecte a su desarrollo neurológico.
Por otra parte, esta cifra no tiene en cuenta el gran número de otras
sustancias químicas sintéticas que también pueden alterar las hormonas
tiroideas que son vitales para el desarrollo del cerebro. Es difícil separar este
factor de contaminación de todas las demás tensiones a las que se enfrentan
los niños en nuestra sociedad: desintegración familiar, descuido, malos tratos
y aumento de la violencia en las calles e incluso en las escuelas. Pero a
excepción del plomo y el mercurio, educadores, médicos y otras personas han
tardado en reconocer que el entorno químico puede socavar los esfuerzos
educativos además del entorno social. Los peligros no reconocidos hasta
ahora de los disruptores endocrinos requieren una investigación seria, porque
tal disrupción podría ser un factor importante en los problemas de aprendizaje
y de comportamiento, que se podría reducir en el futuro mediante medidas
preventivas.

Página 258
Si tales pérdidas invisibles están teniendo lugar ya, tendrán una
repercusión mayor en la sociedad en su conjunto que sobre los individuos.
Los estudios realizados con seres humanos han sugerido que los
contaminantes en los niveles que actualmente se encuentran en la población
humana podrían entorpecer el desarrollo mental en grado suficiente como
para causar una pérdida de 5 puntos en el coeficiente intelectual medible. Si
esto le sucediera a un niño típico, las consecuencias sería lamentables pero no
catastróficas. Aunque el niño no desarrollara todo su potencial, seguiría
inscrito en la gama normal de inteligencia y, con disciplina, podría obtener
unos resultados suficientes en la escuela y lograr el ingreso en la universidad.
Pero la diferencia de cinco puntos en el coeficiente de inteligencia podría
significar que le falta el punto decisivo para acceder a una buena universidad.
Pensemos, sin embargo, lo que podría significar para nuestra sociedad si
las sustancias químicas sintéticas estuvieran debilitando sutilmente la
inteligencia humana en toda la población de la misma manera que han minado
aparentemente la cantidad de espermatozoides humanos. Con el nivel actual
del coeficiente de inteligencia en un valor de 100, una población de 100
millones de personas tendrá 2,3 millones de personas intelectualmente
dotadas que tendrán una puntuación superior a 130. Aunque esto pueda no
parecer mucho, si el promedio descendiera sólo 5 puntos hasta 95, tendría
repercusiones «asombrosas», según Bernard Weiss, toxicólogo del
comportamiento de la universidad de Rochester, que ha estudiado el impacto
en la sociedad de pérdidas aparentemente pequeñas. En vez de 2,3 millones,
sólo 990 000 individuos obtendrían una puntuación superior a 130, por lo que
esta sociedad habría perdido más de la mitad de sus mentes poderosas dotadas
de la capacidad para convertirse en los médicos, científicos, profesores
universitarios, inventores o escritores más dotados.
Al mismo tiempo, este giro a la baja tendría como consecuencia un
número mayor de retrasos en el aprendizaje, con un cociente intelectual en
torno a 70, que requeriría una educación correctiva especial, una carga
educativa ya costosa, y que podrían no ser capaces de desempeñar muchos de
los puestos de trabajo más especializados en una sociedad tecnológica. A
tenor de la terrible serie de problemas a los que nos enfrentamos como
naciones y como comunidad mundial, lo último que podemos permitirnos es
la pérdida de inteligencia humana y de facultades para resolver problemas.
Los estudios con animales plantean preguntas aún más preocupantes sobre
la posible repercusión de las sustancias químicas sintéticas en el
comportamiento, que parece especialmente sensible a la alteración por

Página 259
contaminantes hormonalmente activos. Los investigadores encuentran
pruebas de comportamiento alterado mucho antes de encontrar signos de
reducción de la inteligencia o de dificultades en la fertilidad. Recordando los
estudios con ratas de Hellen Daly, las crías nacidas de madres que habían
comido pescado contaminado parecían tan inteligentes, sanas y aptas para la
reproducción como las ratas no contaminadas, pero mostraban grandes
cambios en el comportamiento, especialmente en sus reacciones extremas
ante acontecimientos negativos. ¿Podría la exposición prenatal a
contaminantes ambientales tener efectos semejantes sobre los humanos?
¿Podrían estar reduciendo también nuestra capacidad para hacer frentes al
estrés? Los primeros resultados de los estudios con seres humanos realizados
por los colegas de Daly muestran unas intolerancias semejante al estrés en los
hijos de mujeres que habían comido peces contaminados del lago Ontario.
Otros estudios sugieren que la exposición a sustancias químicas sintéticas
puede hacer que los animales sean más proclives a la agresión. En estudios en
los que se ha expuesto a ratonas preñadas a niveles relativamente bajos de los
plaguicidas DDT y metoxicloro, Frederick von Saal y su equipo informan de
una tasa muy superior de marcado territorial mediante la orina en sus crías
machos que en los machos nacidos de madres no expuestas, un
comportamiento que indica un aumento de la probabilidad de agresión entre
machos. A juicio de Von Saal, los estudios indican que las sustancias
químicas hormonalmente activas pueden tener efectos importante sobre los
comportamientos sociales y sexuales. «Si todos los animales de una población
muestran cambios en el comportamiento social y sexual puede tener lugar una
acusada perturbación de la estructura social». Otros investigadores han
administrado a ratas y ratones de laboratorio agua que contenía los mismos
niveles de contaminantes químicos que se encuentran en los pozos del medio
rural de Wisconsin y han descubierto que los animales que bebían agua
contaminada mostraban estallidos imprevisibles de agresión. Al mismo
tiempo que intrigante, toda conexión entre tales estudios y el aumento de la
violencia en la sociedad norteamericana es, en este punto, puramente
especulativa. Pero indudablemente, estos hallazgos señalan la urgente
necesidad de seguir la posible vinculación entre los contaminantes químicos,
el comportamiento y la agresión tanto en animales como en seres humanos.
¿Qué decir de la descomposición de la familia y los frecuentes informes
de malos tratos y descuido de los niños? Si los científicos han encontrado
pruebas de descuido en la atención paterna en colonias de aves contaminadas,
¿desempeñan estas sustancias químicas algún papel en fenómenos semejantes

Página 260
entre los padres humanos? Respondiendo a los informes del aumento del
descuido y la violencia contra los hijos por parte de sus padres, algunos
autores han aventurado que debe haber algo mal en esas personas; parecen
faltar algunos instintos básicos. Las hormonas no determinan nuestro
comportamiento, pero es probable que influyan en el comportamiento de
emparejamiento y parental en los humanos del mismo modo que lo hacen en
otros mamíferos. Estudios recientes con animales han identificado los
mecanismos biológicos que intervienen en la vinculación entre las madres de
los mamíferos y sus crías, y entre los machos y sus compañeros, mecanismos
que dependen de las hormonas. Los efectos de los contaminantes sobre el
comportamiento variarán considerablemente entre una especia y otra, por lo
que es imposible predecir efectos específicos sobre los seres humanos. Pero
estamos seguros de que las investigaciones en curso confirmarán que la
experiencia hormonal del embrión en desarrollo en etapas decisivas de su
desarrollo tiene una repercusión sobre el comportamiento adulto en los seres
humanos, que afecta a la elección de pareja, la cría de los hijos, el
comportamiento social y otras dimensiones importantes de nuestra condición
humana.
No obstante, por el momento es imposible saber si las sustancias químicas
que actúan como disruptores hormonales contribuyen en alguna medida a los
problemas de alteración social y de comportamiento que acosan a nuestra
sociedad y, en caso afirmativo, en qué medida. Cada uno de estos problemas
es de una complejidad inmensa y es el resultado de diversas fuerzas que
actúan conjuntamente. Al mismo tiempo, los estudios con animales indican
claramente que los mensajes químicos disruptores durante el desarrollo
pueden tener una repercusión de por vida sobre la capacidad de aprendizaje y
el comportamiento. La disrupción hormonal puede aumentar la tendencia a
cierta clase de comportamiento, como la territorialidad, o atenuar
comportamientos sociales normales, como la vigilancia y la protección
parentales. Ante estas pruebas provocadoras, debemos considerar la
contaminación química como un factor que contribuye al aumento de la
frecuencia del comportamiento disfuncional también en la sociedad humana.
Algunos pueden encontrar una ironía en la perspectiva de que los seres
humanos en su implacable búsqueda del dominio sobre la naturaleza puedan
estar debilitando inadvertidamente su propia capacidad para reproducirse o
para aprender y pensar. Pueden ver una justicia poética en la posibilidad de
que nos hayamos convertido en inconscientes cobayas en nuestro inmenso
experimento con las sustancias químicas sintéticas. Pero al final, es difícil no

Página 261
considerar esa agresión química a nuestros hijos y a su potencial para
desarrollar una vida plena con un sentimiento de una profunda tristeza. Las
sustancias químicas que alteran los mensajes hormonales tienen la capacidad
de robarnos las ricas posibilidades que han sido el legado de nuestra especie
y, de hecho, la esencia de nuestra condición humana. Puede haber suertes
peores que la extinción.

Página 262
14 Volar a ciegas

Todos los seres vivos alteran inevitablemente su entorno en su lucha para


ganarse la vida. Esto forma parte de la vida y ha sido así desde que los
microorganismos comenzaron a cambiar la composición química de la
atmósfera de la Tierra hace unos dos mil millones de años. Los seres humanos
no han sido diferentes. Hemos cazado animales, recolectado frutas, talado
bosques, desecado humedales, plantado campos, construido presas en los ríos,
construido ciudades, ensuciado cursos de agua, construido fábricas y tendido
ferrocarriles para cruzar desoladas llanuras. Pero durante la mayor parte de
los pocos cientos de miles de años que el ser humano lleva pisando el planeta,
nuestra repercusión ha sido discreta. Hemos transformado un valle pero no el
de al lado; una cuenca pero no la contigua; un país pero no un continente. La
escala de los cambios humanos ha parecido siempre leve en comparación con
la de las fuerzas naturales que configuran el planeta. Todo esto ha cambiado
hoy en día. El siglo XX señala una auténtica línea divisoria en la relación entre
el ser humano y la Tierra. El poder tremendo y sin precedentes de la ciencia y
la tecnología, unidos al simple número de personas que viven en el planeta,
han transformado la escala de nuestra repercusión desde el ámbito local y
regional al global. Con esa transformación, hemos alterado los sistemas
fundamentales que soportan la vida. Estas alteraciones equivalen a un gran
experimento global con la humanidad y con toda la vida sobre la Tierra como
sujetos involuntarios.
Las sustancias químicas sintéticas han sido una fuerza fundamental en
estas alteraciones. Mediante la creación y emisión de miles de millones de
kilogramos de sustancias químicas artificiales en el último medio siglo,
hemos introducido cambios en gran escala en la atmósfera de la Tierra e
incluso en la química de nuestros propios organismos. Ahora, por ejemplo,
con el increíble agujero en la capa de ozono que protege la Tierra y, al
parecer, el espectacular descenso de la cantidad de espermatozoides humanos,
los resultados de este experimento se vuelven en contra nuestra. Desde
cualquier perspectiva, son dos inmensas señales de que existen problemas.

Página 263
Los sistemas debilitados se cuentan entre los que hacen posible la vida. La
magnitud del daño que ya ha tenido lugar debe causar una profunda
conmoción a cualquier persona sensata.
Es igualmente preocupante que la escala global del experimento haga que
sea sumamente difícil evaluar los efectos. En los últimos 50 años, las
sustancias químicas han adquirido tal omnipresencia en nuestro medio
ambiente y en nuestros organismos que ya no es posible definir una fisiología
humana normal, no alterada. No hay ningún lugar limpio y no contaminado,
ni tampoco ningún ser humano que no haya adquirido una carga considerable
de sustancias químicas persistentes que actúan como disruptores hormonales.
En este experimento todos somos cobayas y, para empeorar la situación, no
tenemos controles que nos ayuden a comprender lo que estas sustancias
químicas están haciendo.
Ante la pregunta de si las sustancias químicas sintéticas están
contribuyendo, por ejemplo, a las discapacidades para el aprendizaje, los
investigadores han presentado estudios en los que se compara a los niños
contaminados con un grupo no contaminado. Desgraciadamente, ningún niño
nace hoy libre de sustancias químicas. En la búsqueda de poblaciones de
referencia relativamente no contaminadas, los investigadores han descubierto
irónicamente la terrible universalidad de esta contaminación. Ni siquiera han
escapado a ella los inuits que viven de acuerdo con una forma de vida
tradicional en las regiones remotas del Ártico. La contaminación ha llegado
hasta ellos.
Los primeros resultados de este experimento involuntario suscitan
espinosas y profundas preguntas que van más allá del desafío inmediato de la
gestión y eliminación de las sustancias químicas que han causado estos
problemas. Ya no basta con buscar la tanda siguiente de sustitutos de las
sustancias químicas existentes, una nueva generación de compuestos
sintéticos supuestamente menos perjudiciales. Ha llegado el momento de
llevar la discusión al propio experimento global.
¿Qué ha producido esta vertiginosa inversión en las nuevas tecnologías?
Ha producido salud, lujo y bienestar sin precedentes para una minoría
importante, al menos, de la población humana, pero las tecnologías han tenido
a menudo un lado oscuro que sólo ha comenzado a ser visible décadas
después, cuando era demasiado tarde para retirarlas. Cuando se le preguntó
por los riesgos que entrañaba la emisión al entorno de organismos producto
de la ingeniería genética, uno de los más eminentes biólogos moleculares del
mundo no vio razón alguna para vacilar. Declaró a un grupo de periodistas

Página 264
que nuestra sociedad tiene «que ser valiente» y avanzar constantemente con
las nuevas tecnologías a pesar de las incertidumbres. Pero lo que a unos les
parece valiente a otros les parece insensato.
Si el agujero de la capa de ozono y el descenso de la cantidad de
espermatozoides son claras advertencias de los peligros que entraña el
continuar con nuestras actividades como si no sucediera nada ¿dónde iremos a
parar? ¿Hay alguna manera de prever las consecuencias de nuestra
tecnología?
Si eliminamos del mercado las sustancias químicas que actúan como
disruptores hormonales, ¿cómo podemos estar seguros de que los sustitutos
no generarán otras sorpresas desagradables dentro de treinta años? ¿Hay
alguna manera de detener el experimento con nuestros hijos y el medio
ambiente, un experimento que ha sido una forma de vida aceptada en el
siglo XX? ¿O es la perspectiva de tales sorpresas espeluznantes parte de la
apuesta de Fausto que hemos hecho a cambio de salud, bienestar y
comodidad?
Cuando nos paramos en seco a causa de una de estas sorpresas
desagradables, como el agujero de la capa de ozono, hemos emprendido la
búsqueda de sustitutos «seguros», una búsqueda basada en la asunción según
el cual las sustancias químicas sintéticas pueden verterse al medio ambiente
impunemente si las empresas del sector químico y los reguladores
gubernamentales las supervisan adecuadamente para vigilar su seguridad.
Pero resulta que los sustitutos propuestos que podrían ser «seguros» para la
capa de ozono plantean otros peligros, debido a su capacidad para atrapar el
calor y acelerar el efecto invernadero.
Una pauta semejante surge en la historia del descuido en relación con los
plaguicidas. Al igual que los generales, los reguladores de los plaguicidas
están combatiendo siempre y quizá inevitablemente la última guerra. Una y
otra vez han vetado sustancias químicas por el peligro del más reciente
descubrimiento para quedar al descubierto por peligros que nunca habían
pensado prever. Juzgaron al DDT por los peligros de la anterior generación de
plaguicidas, los sumamente tóxicos componentes del arsénico que podían
causar la muerte instantánea a los agricultores o a los desdichados que
ingiriesen los alimentos contaminados con los residuos. Sólo después de que
el DDT se hubiera extendido con tanta abundancia como polvo de talco en la
faz de la Tierra se dieron cuenta de que el DDT también era mortal, pero de
manera distinta. Cuando surgieron preocupaciones por la persistencia del
DDT y su repercusión sobre la fauna, los reguladores impusieron controles, y

Página 265
nuevos compuestos menos persistentes como el metoxicloro llegaron al
mercado. Ahora sabemos que el metoxicloro, que se sigue usando
ampliamente, es un disruptor hormonal.
No es necesario analizar las miles de sustancias químicas que existen en el
mercado y eliminar las que actúen como disruptores hormonales. Si
actuamos, sin embargo, como lo hemos hecho en el pasado, simplemente
difundiremos una nueva generación de sustancias químicas sustitutivas por la
faz de la Tierra. Será un capítulo más en este implacable experimento.
Aunque estas nuevas sustancias químicas puedan ser más seguras desde la
perspectiva de la disrupción hormonal, es probable que tengan otras
consecuencias imprevistas, unas relativamente triviales y otras quizá tan
graves como el agujero de la capa de ozono.
A juzgar por la experiencia del pasado, podría pasar una generación hasta
que surgiese la próxima sorpresa desagradable. Cuando aparezca, se
manifestará allí donde menos lo esperábamos. Dentro de treinta años,
nuestros hijos podrían estar luchando para librarse de otro grave ataque a los
sistemas que sustentan la vida. Quizá la próxima sorpresa se haga visible en el
suelo, una de las partes menos apreciadas de nuestro sistema vital. Las
consecuencias serían terribles ciertamente si las actividades humanas
debilitasen gravemente la capacidad del suelo para reciclar los nutrientes, un
proceso de reciclaje y renovación que depende de un sinfín de bacterias,
hongos e insectos. La apuesta más segura, sin embargo, es que la sorpresa
será algo en lo que nunca se ha reparado. Si una cosa es segura, es que el
ataque será de nuevo por sorpresa.
Esta cautela no tiene su origen en una propensión al pesimismo o en el
rechazo a la tecnología. Tiene su origen en la naturaleza misma de nuestro
experimento global y en nuestra ineludible ignorancia, que hace imposible
prever las consecuencias o garantizar la seguridad. El dilema está planteado
sencillamente: la Tierra no nació con una impronta o un libro de
instrucciones. Cuando realizamos experimentos a escala global emitiendo
miles de millones de kilogramos de sustancias sintéticas, estamos jugando con
sistemas de inmensa complejidad que nunca comprenderemos plenamente. Si
hay una lección que extraer del agujero de la capa de ozono y de nuestra
experiencia con las sustancias químicas que actúan como disruptores
hormonales es ésta: cuando nos apresuramos hacia el futuro, estamos volando
a ciegas.
Podemos analizar las sustancias químicas para detectar peligros a los que
ya nos hemos enfrentado como la disrupción hormonal o el agotamiento de la

Página 266
capa de ozono, pero la próxima sorpresa desagradable tendrá lugar porque ni
siquiera sabemos qué preguntas hay que formular. Nada ilustra mejor este
punto que nuestra experiencia con dos sustancias químicas hoy infames: los
CFC y el DDT.
Al igual que el DDT, los clorofluorocarbonos (CFC) que agotan la capa
de ozono fueron anunciados como una de las sustancias más seguras que se
hubiera inventado, y al igual que el DDT, parecían una de las bendiciones
puras del progreso cuando fueron sintetizadas por primera vez por Thomas
Midgley Jr. En 1928 Midgley Jr., uno de los pioneros de la invención
industrial, desarrolló los CFC para responder a la demanda de una alternativa
más segura a las sustancias químicas tóxicas e inflamables que se utilizaban
como refrigerantes en los frigoríficos. En 1941 recibió el máximo galardón de
la química por su trabajo, el Premio Priestley. En la ceremonia de aceptación,
Midgley, un hombre dotado de una vena incorregiblemente teatral que
gustaba de representar el papel de hechicero, no dejó pasar la oportunidad de
regalar a la audiencia una de sus demostraciones favoritas. Vertió CFC en un
plato de poca profundidad, inhaló mientras el refrigerante se evaporaba y
contuvo el aliento mientras encendía una vela. Después exhaló, apagando la
vela triunfalmente, demostrando de nuevo que la sustancia química no era
inflamable ni tóxica para el ser humano y que, por tanto, era indudablemente
segura.
Los CFC llevaban más de cuarenta años en el mercado cuando cayó sobre
ellos la primera sombra de sospecha. En 1970, James Lovelock, el científico e
inventor incorfomista que años más tarde sería ampliamente conocido por la
hipótesis Gaia, comenzó a realizar mediciones de la atmósfera con su nuevo
invento, un detector de captura de electrones que multiplicaba por mil la
sensibilidad del cromatógrafo de gases. Con esta nueva herramienta tan
poderosa, era posible detectar ahora rastros minúsculos de sustancias
químicas sintéticas en la atmósfera que están presentes en concentraciones del
orden de partes por billón. Lovelock no tardó en comenzar a encontrar CFC
en todos los lugares donde buscaba, incluso muestras tomadas de un barco
que navegaba por el extremo meridional de América del Sur, signo de que los
CFC eran ya omnipresentes en la atmósfera de la Tierra.
En 1972 Lovelock había comunicado sus descubrimientos a Raymond
McCarthy, ejecutivo de DuPont, principal fabricante mundial de CFC.
Preocupado aparentemente por la noticia de que los CFC se acumulaban en la
atmósfera de la Tierra, McCarthy convocó una reunión de los fabricantes de
CFC de la industria química para discutir «la ecología de los CFC en el medio

Página 267
ambiente». Al mismo tiempo encargó varios estudios para examinar la
reactividad de los CFC. DuPont se tranquilizó sin duda con los hallazgos de
estos estudios, que llegaban a la conclusión de que los CFC no parecían
descomponerse en componentes tóxicos o reactivos que pudieran perjudicar a
las personas o causar problemas ambientales. Lamentablemente, sin embargo,
los ojos de los investigadores se fijaron únicamente en la atmósfera inferior.
Parece ser que ninguno llegó a tener en cuenta siquiera las amenazas para la
capa de ozono de la estratosfera. Esa cuestión saldría a la superficie dos años
después, en junio de 1974, cuando los químicos Sherwood Rowland y Mario
Molina publicaron su hoy famoso artículo en la revista Nature, en el que
describían como los CFC pasarían finalmente a la estratosfera y atacarían la
capa de ozono. Finalmente, DuPont abandonaría gradualmente la fabricación
y distribución de CFC. En 1995, Rowland y Molina recibieron el Premio
Nobel por esta investigación.
La historia del DDT contiene una paradoja semejante. El plaguicida se
consideró tal hito en el camino del progreso humano que su inventor, Paul
Müller, fue considerado un salvador y se le concedió el Premio Nobel en
1948. A corto plazo, esta sustancia química parecía maravillosa. Mataba
insectos sin amenazar directamente a los seres humanos, y al eliminar los
mosquitos que portan la malaria, salvó innumerables vidas. Pero al igual que
los CFC, el DDT atacaba al mismo tiempo de forma invisible los
fundamentos de la vida.
Finalmente, lo que no sabíamos resultó ser más importante que lo que
sabíamos. Al final, las sustancias químicas que pensábamos que eran las más
seguras resultaron estar entre las más peligrosas. Y cuando el agotamiento de
la capa de ozono predicha por Rowland y Molina apareció, superó con creces
la previsión más pesimista de los científicos expertos en la atmósfera.
La situación a la que nos enfrentamos no nos permite recurrir a
prescripciones fáciles ni a respuestas sencillas. Nuestra economía y
civilización actuales se basan en el cimiento de los combustibles fósiles y las
sustancias químicas sintéticas. Según una estimación de la industria química,
las sustancias químicas sintéticas cloradas y los productos hechos a partir de
ellas constituyen el 45 por cien del producto nacional bruto mundial. Si han
tenido que pasar 50 años para vernos inmersos en este dilema, es
prácticamente seguro que tengan que pasar otros tantos o incluso más para
encontrar una solución.
Cuando miramos hacia el futuro y pensamos en trazar una nueva
trayectoria, es fundamental comenzar con una visión clara de nuestra

Página 268
situación. Como ha demostrado la experiencia del último medio siglo, no es
posible verter grandes cantidades de sustancias químicas artificiales en el
entorno sin exponer a nuestros hijos y a nosotros mismos a riesgos
desconocidos. Muchos de esos compuestos sintéticos pueden resultar inocuos,
pero otros pueden no serlo. Debemos hacer frente al hecho de que no hay
forma de garantizar la seguridad de las sustancias químicas sintéticas, ni
siquiera de aquellas que llevan décadas en el mercado. Los CFC se han
utilizado ampliamente durante cincuenta años antes de que se descubriera el
agujero de la capa de ozono sobre la Antártida. La demora que se produce
antes de que los efectos aparezcan en sistemas amplios y complejos pueden
dar una falsa sensación de seguridad e incrementar las posibilidades de
catástrofes.
Debemos ser siempre conscientes de que a pesar de los avances en la
ciencia, seguimos teniendo únicamente un conocimiento muy general de los
sistemas vitales sobre los que hemos experimentado, ya sean nuestros propios
cuerpos o la atmósfera terrestre. En la época en que se inventaron los CFC,
los científicos no comprendían el papel de la capa de ozono ni su importancia
para proteger a la Tierra de la radiación ultravioleta. Eso sucedió tres años
después, gracias al trabajo de un científico británico, Sydney Chapman. El
DDT y otras sustancias químicas que actúan como disruptores hormonales
llevaban en el mercado dos décadas cuando los investigadores comenzaron a
intuir los misterios de los receptores hormonales e incluso mucho más cuando
descubrieron que las sustancias químicas sintéticas podían imitar a las
hormonas y ocupar esos receptores.
En última instancia, los riesgos a los que nos enfrentamos tienen su origen
en ese lapso entre nuestra destreza tecnológica y nuestro conocimiento de los
sistemas que respaldan la vida. Diseñamos nuevas tecnologías a un ritmo
vertiginoso y las desplegamos en una escala sin precedentes en el mundo
mucho antes de que podamos comenzar a intuir su posible repercusión en el
sistema global o en nosotros mismos. Nos hemos lanzado audazmente hacia
adelante, sin reconocer nunca la peligrosa ignorancia que ocupa un lugar
fundamental en el empeño.
Esta presunción arrogante puede ser una parte indeleble de la naturaleza
humana. Los griegos la llamaban orgullo desmesurado. A lo largo de la
historia de la humanidad, el ser humano se ha arriesgado a lo desconocido,
cortejando tanto con el éxito como la catástrofe. Lo que ahora es diferente es
lo que está en juego, la magnitud de los posibles errores. Nuestras actividades
no implican ya a sólo una aldea y a la aldea vecina, a un valle y al valle

Página 269
contiguo. La escala de la actividad humana significa que estos experimentos
afectan al planeta.
Mientras corremos hacia el futuro, no debemos olvidar nunca la realidad
fundamental de nuestra situación: estamos volando a ciegas. Nuestro dilema
es como el de un avión que avanza velozmente entre la niebla sin mapas ni
instrumentos. En lugar de ser capaces de proporcionar un sistema de radar
fiable, los científicos están intentando ver a través de la ventanilla de la
cabina para advertir la presencia de posibles obstáculos. Y normalmente, lo
más que pueden decir es que la masa oscura que se cierne sobre ellos podría
ser un banco de nubes. Pero también podría ser una montaña.

¿Qué podemos hacer? ¿Aterrizar el avión con la mayor rapidez posible,


frenar o seguir a toda velocidad hacia delante porque sería increíblemente
caro y molesto cancelar este viaje?
Son esta clase de preguntas a las que nos enfrentamos hoy cuando
observamos la consecuencia de nuestro medio siglo de experimentos con las
sustancias químicas sintéticas. Al hacer frente a un problema ambiental
preocupante, el primer impulso es nombrar a un grupo de expertos con la
esperanza de que puedan darnos la respuesta correcta. Los científicos pueden
ofrecer ciertamente una orientación de valor incalculable, como demuestra
ampliamente el trabajo descrito en este libro. Pero la ciencia por sí sola no
siempre ha sido la respuesta.
Tomar una decisión sobre el curso de acción acertado requiere un sinfín
de consideraciones y, lo más importante, juicios de valor. No es sólo una
cuestión de la calidad de la ciencia para describir el problema sino también de
cómo vemos los riesgos y de cuánto riesgo estemos dispuestos a asumir.
Pensemos en la comodidad de los plásticos que tienen efectos de
disrupción endocrina ofrecen a la vida humana frente a los riesgos que
conllevan. Si lo único que está en juego es la supervivencia de una sola
colonia de gaviotas, puede ser acertado esperar nuevos estudios científicos
antes de emprender alguna iniciativa para reducir la exposición. Si, por el
contrario, se trata del descenso de la cantidad de espermatozoides humanos, la
prudencia puede dictar que se actúe inmediatamente en vez de esperar para
comprobar si la tendencia a la baja continúa.
La eliminación gradual de las sustancias químicas que actúan como
disruptores hormonales debería ser sólo el primer paso, en nuestra opinión.
Debemos pasar después a frenar un experimento más amplio con las
sustancias químicas sintéticas. Esto significa primero reducir la introducción

Página 270
de miles de nuevas sustancias químicas sintéticas cada año. Significa
asimismo reducir el uso de plaguicidas en la mayor medida posible, pues
estos productos son biológicamente activos por diseño, y miles de millones de
kilos se vierten deliberadamente en el entorno cada año.
Pero estos pasos se ocupan únicamente de los problemas de los que
tenemos algún indicio, por tosco que sea. No son de ninguna ayuda para la
siguiente generación de sorpresas, los siguientes resultados inesperados de
nuestras alteraciones masivas del sistema planetario. Desde este punto de
vista, la erosión de la capa de ozono y el descenso de la cantidad de
espermatozoides arrojan oscuras sombras sobre el futuro humano. Nos
enfrentan a la inevitable pregunta de si detener la fabricación y emisión de
sustancias químicas por completo. No hay una respuesta fácil, ninguna
recomendación convincente que ofrecer. Ha llegado el momento, sin
embargo, de hacer una pausa y formular finalmente las preguntas éticas que
se han pasado por alto en la precipitada carrera del siglo XX. ¿Es correcto
cambiar la atmósfera de la Tierra? ¿Es correcto alterar el entorno químico en
el útero para cada niño no nacido?
Es ineludible que los seres humanos como comunidad global consideren
seriamente esta cuestión y den comienzo a una amplia discusión que vaya
mucho más allá de los participantes habituales, es decir, las compañías
químicas, los reguladores gubernamentales, los agricultores, los economistas,
los científicos y los grupos ecologistas. La discusión debe ampliarse a
maestros y padres, médicos y filósofos, artistas e historiadores, líderes
espirituales como el Papa y el Dalai Lama, y otras personas que reflejen la
riqueza y la diversidad de la experiencia y la sabiduría humanas.
En un frente más práctico, es necesario explorar si es posible interrumpir
el experimento global sin abandonar las sustancias químicas sintéticas.
¿Existen principios de diseño y uso químicos que nos permitan beneficiarnos
de los materiales innovadores sin sufrir una exposición y un riesgo indebido?
Teniendo en cuenta la población humana en constante aumento y la
terrible agenda de problemas ambientales globales, parece imposible atrasar
el reloj medio siglo y volver a un horizonte material limitado por la madera, el
acero y el vidrio. Al mismo tiempo, esa exploración debe tener en cuenta
siempre que es imposible prever las sorpresas desagradables. El objetivo debe
ser, por tanto, mantener la exposición humana y ambiental en un mínimo
absoluto. Lo que sigue sin estar claro es cómo encajan las sustancias químicas
sintéticas en un futuro sano y sostenible.

Página 271
Si bien es cierto que es demasiado pronto para describir el camino exacto,
sí es posible señalar la dirección de ese viaje. En el último medio siglo, el
comercio de sustancias químicas baratas y abundantes ha configurado la
agricultura, los procesos industriales, las economías y las sociedades. Es
imposible imaginar la gran migración de estadounidenses al húmedo y
caluroso Cinturón del Sol sin los CFC que hicieron posible sus hogares,
automóviles y servicios públicos con aire acondicionado.
Asimismo, la nueva generación de plaguicidas sintéticos que irrumpió en
el mercado después de la segunda guerra mundial ayudó y estimuló el
crecimiento de una agricultura industrial especializada que dependía
exclusivamente de un arsenal químico para el control de plagas y que
abandonó prácticas agrícolas como la rotación de cultivos, la meticulosa
elección de las fechas de siembra y otros métodos que controlaban la
presencia de insectos. La era química ha creado productos, instituciones y
actitudes culturales que requieren sustancias químicas sintéticas para
mantenerlos.
El viaje a un futuro diferente debe comenzar definiendo el problema de
manera diferente a como lo hemos hecho hasta ahora. Como regla general, la
manera de enmarcar un problema limita las soluciones más que la falta de
ingenio o tecnología. La tarea no consiste en encontrar sustitutos de las
sustancias químicas que actúan como disruptores hormonales, atacan la capa
de ozono o causan problemas aún sin descubrir, aunque pueda ser necesario
utilizar sustitutos como medida temporal. La tarea a la que nos enfrentamos
en el próximo medio siglo es de rediseño. Cuando se vio obligado por la
eliminación gradual de los CFC a reconsiderar el uso de disolventes en la
fabricación de circuitos electrónicos, una iniciativa de investigación de
Estados Unidos descubrió una forma semejante de eliminar la necesidad de
CFC u otros disolventes mediante el rediseño del proceso de soldadura.
Siguiendo estos ejemplos, es necesario rediseñar no sólo los céspedes, los
envases de alimentos y los detergentes, sino también la agricultura, la
industria y otras organizaciones institucionales engendradas por la era
química. Tenemos que encontrar fórmulas mejores, más seguras y más
inteligentes para satisfacer necesidades humanas básicas y, en la medida de lo
posible, los deseos humanos. Éste es el único medio de salir del experimento.
Mientras trabajamos para crear un futuro en el que los niños pueden nacer
libres de contaminación química, nuestros conocimientos científicos y nuestra
pericia tecnológica serán decisivas. Nada, sin embargo, será más importante
para el bienestar y la supervivencia humanos que la sabiduría para apreciar

Página 272
que por grandes que sean nuestros conocimientos, nuestra ignorancia también
es inmensa.
Debido a esta ignorancia hemos asumido enormes riesgos y hemos jugado
inadvertidamente con la supervivencia. Ahora que sabemos más, debemos
tener el valor para ser cautos, pues lo que nos jugamos es mucho. Les
debemos eso, y mucho más, a nuestros hijos.

Página 273
Apéndice: La declaración consensuada de
Wingspread

Nota de los autores: En julio de 1991, un grupo de científicos, del que


formaban parte Theo Colborn y Pete Myers, se reunieron por primera vez
para debatir sus preocupaciones acerca de la presencia y los efectos de las
sustancias químicas que actúan como disruptores endocrinos en el medio
ambiente. El hecho de que científicos procedentes de tantas disciplinas
distintas se reunieran es de por sí extraordinario, pero con la esperanza de que
su reunión pueda tener un efecto duradero llegaron a un consenso sobre la
declaración siguiente. La hemos incluido aquí porque no sólo constituye una
sucinta exposición general del problema al que nos enfrentamos, sino también
como punto de partida para científicos, políticos y personas interesadas en la
dirección que la investigación y las políticas públicas pueden tomar con
respecto a esta importante cuestión. Los nombres de los científicos firmantes
de este consenso aparecen al final de la declaración que sigue. Con la
inclusión de esta lista no queremos decir que las personas enumeradas
(excepción hecha de los autores de esta obra) respalden necesariamente los
argumentos o conclusiones que se han presentado en estas páginas.
Alteraciones inducidas por sustancias químicas en el desarrollo sexual: la
conexión fauna salvaje/seres humanos.

El problema
Muchas sustancias introducidas en el entorno por la actividad humana pueden
perturbar el sistema endocrino de los animales, incluidos los peces, la fauna
salvaje y los seres humanos. Las consecuencias de esa disrupción pueden ser
profundas debido al decisivo papel que desempeñan las hormonas en el
control del desarrollo. Ante la creciente y omnipresente contaminación del
medio ambiente por sustancias capaces de tal actividad, un grupo

Página 274
multidisciplinar de expertos se reunió en retiro en Wingspread, Racine,
Wisconsin, del 26 al 28 de julio de 1991, para evaluar lo que se sabe acerca
de esta cuestión. Entre los participantes se contaban expertos en los campos
de la antropología, la ecología, la endocrinología comparada, la
histopatología, la inmunología, la medicina, el derecho, la psiquiatría, la
psiconeuroendocrinología, la fisiología reproductiva, la toxicología, la gestión
de la fauna salvaje, la biología de los tumores y la zoología.

Los fines de la reunión eran:


1. Integrar y evaluar hallazgos de diversas disciplinas de la investigación en
relación con la magnitud del problema de los disruptores endocrinos en el
medio ambiente; 2. Identificar las conclusiones que puedan extraerse con
certeza a partir de los datos existentes; y 3. Establecer un programa de
investigación que esclarezca las incertidumbres que siguen existiendo en este
campo.

Declaración consensuada
Los participantes en el seminario llegaron al consenso siguiente.

1. Sabemos con certeza lo siguiente:


Un gran número de sustancias químicas artificiales que se han vertido al
entorno, así como algunas naturales, tienen potencial para perturbar el sistema
endocrino de los animales, incluidos los seres humanos. Entre ellas se
encuentran las sustancias persistentes, bioacumulativas y organohalógenas
que incluyen algunos plaguicidas (fungicidas, herbicidas e insecticidas) y las
sustancias químicas industriales, otros productos sintéticos y algunos metales.
Muchas poblaciones animales han sido afectadas ya por estas sustancias.
Entre las repercusiones figuran la disfunción tiroidea en aves y peces; la
disminución de la fertilidad en aves, peces, crustáceos y mamíferos; la
disminución del éxito de la incubación en aves, peces y tortugas; graves
deformidades de nacimiento en aves, peces y tortugas; anormalidades
metabólicas en aves, peces y mamíferos; anormalidades de comportamiento
en aves; demasculinización y feminización de peces, aves y mamíferos

Página 275
machos; defeminización y masculinización de peces y aves hembras; y
peligro para los sistemas inmunitarios en aves y mamíferos.
Las pautas de los efectos varían de una especie a otra y de una sustancia a
otra. Sin embargo, pueden formularse cuatro enunciados generales: (1) Las
sustancias químicas que preocupan pueden tener efectos totalmente distintos
sobre el embrión, el feto o el organismo perinatal que sobre el adulto; (2) los
efectos se manifiestan con mayor frecuencia en las crías, que no en el
progenitor expuesto; (3) el momento de la exposición en el organismo en
desarrollo es decisivo para determinar su carácter y su potencial futuro; y (4)
aunque la exposición crítica tiene lugar durante el desarrollo embrionario, las
manifestaciones obvias pueden no producirse hasta la madurez.
Los estudios de laboratorio corroboran el desarrollo sexual anormal
observado sobre el terreno y proporcionan mecanismos biológicos para
explicar las observaciones realizadas en la fauna salvaje.
Los seres humanos también se han visto afectados por sustancias de esta
naturaleza. El efecto del DES (dietilestilbestrol), un agente terapéutico
sintético, como muchas de las sustancias citadas más arriba, son estrogénicos.
Las hijas nacidas de madres que tomaron DES sufren ahora un aumento de la
tasa de adenocarcinoma de las células vaginales, diversas anormalidades del
tracto genital, embarazos anormales y algunos cambios en las respuestas
inmunitarias. Tanto los hijos como las hijas expuestos in utero experimentan
anomalías congénitas de su sistema reproductor y padecen una reducción de
la fertilidad. Los efectos observados en seres humanos expuestos a DES in
utero son equiparables a los hallados en los animales salvajes contaminados y
en los animales de laboratorio, lo cual sugiere que los seres humanos podrían
correr el riesgo de padecer los mismos peligros ambientales que los animales
en libertad.

2. Estimamos con seguridad que:


Algunos de los daños en el desarrollo de los que se ha informado en seres
humanos se observan hoy en día en adultos nacidos de padres expuestos a
disruptores hormonales sintéticos (agonistas y antagonistas) vertidos en el
medio ambiente. Las concentraciones de diversos agonistas y antagonistas
hormonales sexuales sintéticos medidos en la población humana de los EE
UU se inscriben perfectamente hoy en día en la gama y las dosis en las que se
observan efectos en las poblaciones salvajes. De hecho, los resultados
experimentales se observan en el extremo inferior de las actuales
concentraciones ambientales.

Página 276
A menos que se reduzca y controle la carga ambiental de disruptores
hormonales sintéticos, es posible una disfunción en gran escala en términos
de la población. El alcance y el peligro potencial para los animales y los seres
humanos son grandes debido a la probabilidad de una exposición reiterada y/o
constante a diversas sustancias químicas sintéticas de las que se sabe que
actúan como disruptores endocrinos.
A medida que se centre la atención en este problema, saldrán a la luz
nuevos paralelismos en la fauna, el laboratorio y la investigación humana.

3. Los modelos actuales predicen que:


Los mecanismos en virtud de los cuales estas sustancias tienen su repercusión
varían, pero comparten las propiedades generales de (1) imitar los efectos de
las hormonas naturales reconociendo sus lugares de enlace; (2) antagonizar el
efecto de estas hormonas bloqueando su interacción con los lugares de enlace
fisiológicos; (3) reaccionar directa o indirectamente con la hormona en
cuestión, (4) alterar el patrón natural de la síntesis de las hormonas; o (5)
alterar los niveles de receptores hormonales.
Los andrógenos (hormonas masculinas) y los estrógenos (hormonas
femeninas) exógenos (fuente externa) y endógenos (fuente interna) pueden
alterar el desarrollo de la función cerebral.
Toda perturbación del sistema endocrino de un organismo en desarrollo
puede alterar el desarrollo de ese organismo: típicamente estos efectos son
irreversibles. Por ejemplo, muchas características relacionadas con el sexo se
determinan hormonalmente durante un lapso de tiempo en las primeras etapas
del desarrollo y puede ser influido por pequeños cambios en el equilibrio
hormonal. Los datos disponibles indican que las características relacionadas
con el sexo, una vez impresas, pueden ser irreversibles.
Los efectos reproductivos de los que se ha informado en la fauna salvaje
deberían ser objeto de preocupación para los seres humanos que dependen de
los mismos recursos, por ejemplo el pescado contaminado. Los peces
ingeridos como alimento son una vía fundamental de exposición para las
aves.
El modelo de disrupción endocrina organoclorada de las aves es el que
mejor se ha descrito hasta la fecha, y corrobora asimismo la conexión
fauna/ser humano debido a las semejanzas existentes en el desarrollo de los
sistemas endocrinos de aves y mamíferos.

4. En nuestras predicciones hay muchas incertidumbres porque:

Página 277
No están bien establecidas la naturaleza y extensión de los efectos de la
exposición sobre los seres humanos. La información relativa a la disposición
de estos contaminantes dentro de los seres humanos es limitada,
especialmente los datos sobre concentraciones de contaminantes en los
embriones. Esto se agrava debido a la falta de puntos finales (indicadores
biológicos de exposición y efecto) y la ausencia de estudios sobre exposición
multigeneracional que simulen las concentraciones ambientales.
Aunque hay datos cuantitativos suficientes sobre la reducción del éxito
reproductivo en la fauna salvaje, los datos son menos sólidos en lo referente
al comportamiento. Las pruebas, sin embargo, son suficientes para pedir que
se actúe de inmediato para subsanar estas lagunas de conocimientos.
No se ha determinado la potencia relativa de muchas sustancias
estrogénicas sintéticas con respecto a los estrógenos naturales. Esto es
importante porque las concentraciones contemporáneas en sangre de algunas
sustancias que suscitan preocupación superan a las de los estrógenos
producidos internamente.

5. Nuestra opinión es que:


Deben ampliarse las pruebas a que se someten los productos a efectos de
regulación, para incluir la actividad hormonal in vivo. Para este aspecto de la
prueba, nada puede sustituir a los estudios con animales.
Se dispone de ensayos de análisis para determinar la androgenicidad y la
estrogenicidad de las sustancias que tienen efectos hormonales directos. Las
regulaciones deberían exigir el análisis de todos los nuevos productos y
subproductos para determinar su actividad hormonal. Si el material da
resultados positivos en la prueba, deberían exigirse nuevas pruebas para
determinar su teratogenicidad funcional (pérdida de función en vez de graves
defectos de nacimiento evidentes) mediante estudios multigeneracionales.
Esto debe aplicarse también a todos los productos persistentes y
bioacumulativos liberados en el pasado.
Es urgente tener muy presentes los efectos reproductivos y la
teratogenicidad cuando se evalúen los riesgos para la salud. El paradigma del
cáncer es insuficiente porque las sustancias químicas pueden causar graves
efectos sanitarios distintos del cáncer.
Es necesario un inventario más completo de estas sustancias en su
circulación en el comercio y su vertido final en el medio ambiente. Esta
información debe ser más accesible. Esta clase de información brinda la

Página 278
oportunidad de reducir la exposición a través de la contaminación y la
manipulación de las cadenas alimentarias. En vez de regular por separado los
contaminantes del agua, el aire y la tierra, los organismos reguladores
deberían tratar el ecosistema como un todo.
Prohibir la producción y el uso de sustancias químicas persistentes no ha
resuelto el problema de la exposición. Son necesarios nuevos enfoques para
reducir la exposición a las sustancias químicas sintéticas que ya están en el
entorno, y para impedir el vertido de nuevos productos de características
semejantes.
Las repercusiones sobre la fauna salvaje y los animales de laboratorio
como consecuencia de la exposición a estos contaminantes son de una
naturaleza tan profunda e insidiosa, que debe emprenderse una investigación a
fondo sobre los seres humanos.
Debe hacerse frente a la ausencia general de conciencia de la comunidad
científica y de la comunidad de salud pública en relación con la presencia de
sustancias químicas ambientales hormonalmente activas, la teratogenicidad
funcional y el concepto de exposición transgeneracional. Dado que un déficit
funcional no es visible en el nacimiento y puede no manifestarse plenamente
hasta la edad adulta, los médicos, los pacientes y la comunidad reguladora lo
pasa por alto a menudo, y nunca se identifica el agente causal.

6. Para mejorar nuestra capacidad de predicción:


Es necesaria una investigación más básica en el campo de la biología de los
órganos hormonalmente sensibles. Por ejemplo, debe determinarse la cantidad
de hormonas endógenas específicas necesaria para suscitar una respuesta
normal. Se necesitan indicadores biológicos específicos del desarrollo normal
por especie, órgano y etapa de desarrollo. Con esta información, podrán
establecerse los niveles que provocan cambios patológicos.
Es necesaria una investigación cooperativa e integrada para desarrollar
modelos de fauna y de laboratorio para extrapolar riesgos para el ser humano.
Es necesario seleccionar una especie centinela en cada nivel trófico de un
ecosistema para observar los déficits funcionales, aunque describiendo al
mismo tiempo la dinámica de una sustancia que circula por el sistema.
Es necesario disponer de puntos finales medibles (indicadores biológicos)
como consecuencia de la exposición a disruptores endocrinos exógenos que
incluyan una serie de efectos en los niveles molecular, celular, orgánico y de
población. Los indicadores moleculares y celulares son importantes para el

Página 279
control temprano de la disfunción. Deben establecerse los niveles y patrones
normales de isoenzimas y hormonas.
En los mamíferos, es necesario efectuar evaluaciones de exposición
basadas en las cargas corporales de una sustancia química que describan la
concentración de una sustancia química en un huevo (óvulo) que pueda
extrapolarse a una dosis de la sustancia química para el embrión, el feto, el
recién nacido y el adulto. Es necesario disponer de evaluaciones de riesgo que
repitan en el laboratorio lo que se observa sobre el terreno. Posteriormente,
debe determinarse en el laboratorio un gradiente de dosis para respuestas
particulares y compararse después con niveles de exposición en las
poblaciones de fauna salvaje.
Es necesaria una investigación de campo más descriptiva para explicar la
entrada anual en áreas de contaminación conocida de especies migratorias que
parezcan mantener poblaciones estables a pesar de la vulnerabilidad relativa
de sus crías.
Es preciso realizar una revaluación de la población expuesta a DES in
utero, y ello por varias razones.
Primera, dado que los vertidos no regulados y en grandes volúmenes de
sustancias químicas sintéticas coinciden con el uso de DES, los resultados de
los estudios iniciales sobre DES podrían haber sido confundidos por la
exposición generalizada a otros disruptores endocrinos sintéticos. Segunda, la
exposición a una hormona durante la vida fetal puede elevar la receptividad a
la hormona durante la vida posterior. En consecuencia, la primera oleada de
individuos expuestos a DES in utero está llegando a la edad en que diversos
cánceres (de vagina, endometrio, mama y próstata) pueden comenzar a
aparecer si los individuos tienen un riesgo mayor debido a la exposición
perinatal a sustancias estrogénicas. Es necesario disponer de un umbral de los
efectos negativos del DES. Incluso la dosis más baja registrada ha dado
origen a adenocarcinoma vaginal. La exposición a DES de humanos en fase
fetal puede proporcionar el modelo de efectos más graves en la investigación
de los efectos menos potentes derivados de los estrógenos ambientales. Así
pues, los puntos finales biológicos determinados en la cría expuesta a DES in
utero dirigirán la investigación en humanos tras posibles exposiciones
ambientales.
Los efectos de los disruptores endocrinos sobre los humanos más
longevos no pueden discernirse con la misma facilidad que en especies de
laboratorio o de fauna menos longevas. Por consiguiente, es preciso disponer
de métodos de detección precoz para determinar si la capacidad de

Página 280
reproducción humana está disminuyendo. Esto es importante desde un nivel
individual, además de en cuanto a la población, porque la infertilidad es una
cuestión que preocupa mucho y tiene repercusiones psicológicas y
económicas. Se dispone ya de métodos para determinar las tasas de fertilidad
en los seres humanos.
Los nuevos métodos deberían implicar un uso más frecuente del análisis
de la actividad del sistema hepato-enzimático, recuentos de espermatozoides,
análisis de anormalidades del desarrollo y examen de lesiones
histopatológicas. Estos métodos deberían ir acompañados de más y mejores
bioindicadores del desarrollo social y de comportamiento, del uso de
historiales multigeneracionales de los individuos y su descendencia, y análisis
químicos de congéneres específicos de tejidos y productos reproductivos,
incluida la leche materna.

Participantes en la Sesión de Trabajo:

Dr. Howard A. Bern. Profesor de biología integradora (emérito) e


investigación. Endocrinólogo. Departamento de Biología Integradora y
Laboratorio de Investigación del Cáncer. Universidad de California.
Berkeley, CA, Estados Unidos.
Dra. Phyllis Blair. Profesora de inmunología. Departamento de Biología
Molecular y Celular. Universidad de California. Berkeley, CA, Estados
Unidos.
Sophie Brasseur. Bióloga marina. Departamento de Ecología de
Estuarios, Investigación. Instituto para la Gestión de la Naturaleza.
Texel, Países Bajos.
Dra. Theo Colborn. Miembro directivo. World Wide Fund for Nature
(WWF), Inc., y W. Alton Jones Foundation, Inc. Washington, DC,
Estados Unidos.
Dr. Gerald R. Cunha. Biólogo del desarrollo. Departamento de
Anatomía. Universidad de California. San Francisco, California,
Estados Unidos.
Dr. William Davis. Ecólogo de investigación. EPA de EE UU.
Laboratorio de Investigación Ambiental. Isla Sabine, FL, Estados
Unidos.
Dr. Klaus D. Döhler. Director de investigación. Desarrollo y Producción.
Pharma Bissendorf Peptide GmbH. Hannover, Alemania.

Página 281
Glen Fox. Evaluador de contaminantes. Centro Nacional de Investigación
de la Fauna Salvaje. Environment Canada. Quebec, Canadá.
Dr. Michael Fry. Facultad de Investigación. Departamento de Ciencias de
las Aves. Universidad de California. Davis, CA, Estados Unidos.
Dr. Earl Gray. Jefe de Sección. Sección de Toxicología del Desarrollo y
la Reproducción. Rama de Toxicología Reproductiva. División de
Biología del Desarrollo. Laboratorio de Investigación de Efectos
Sanitarios. EPA de EE UU. Research Triangle Park, NC, Estados
Unidos.
Dr. Richard Green. Profesor de psiquiatría en residencia. Departamento
de Psiquiatría/NPI. Facultad de Medicina. Universidad de California.
Los Ángeles, CA, Estados Unidos.
Dra. Melissa Hines. Profesora adjunta en residencia. Departamento de
Psiquiatría/NPI. Facultad de Medicina. Universidad de California. Los
Ángeles, CA, Estados Unidos.
Mr. Timothy J. Kubiak. Especialista en contaminantes
medioambientales. Departamento de Interior. Servicio de Pesca y Fauna
Salvaje. East Lansing, MI, Estados Unidos.
Dr. John McLachlan. Director, División de Investigación Interna. Jefe,
Laboratorio de Toxicología Reproductiva y del Desarrollo. Instituto
Nacional de Ciencias de la Salud Ambiental. Instituto Nacional de la
Salud. Research Triangle Park, NC, Estados Unidos.
Dr. J. P. Myers. Director, W. Alton Jones Foundation Inc. Charlottesville,
VA, Estados Unidos.
Dr. Richard E. Peterson. Profesor de toxicología y farmacología.
Facultad de Farmacia. Universidad de Wisconsin. Madison, WI, Estados
Unidos.
Dr. P. J. H. Reijnders. Director, Sección de Mamíferos Marinos.
Departamento de Ecología de Estuarios. Instituto de Investigación para
la Gestión de la Naturaleza. Texel, Holanda.
Dra. Ana Soto. Profesora asociada. Departamento de Anatomía y
Biología Celular. Facultad de Medicina de la Universidad Tufts. Boston,
MA, Estados Unidos.
Dr. Glen Van Der Kraak. Profesor adjunto. Escuela de Ciencias
Biológicas. Departamento de Zoología. Universidad de GuelphOntario,

Página 282
Canadá.
Dr. Frederick vom Saal. Profesor. Escuela de Artes y Ciencias. División
de Ciencias Biológicas. Universidad de Missouri. Columbia, MO,
Estados Unidos.
Dra. Pat Whitten. Profesora adjunta. Departamento de Antropología.
Universidad Emory. Atlanta, GA, Estados Unidos.
Entre las sustancias químicas de efectos disruptores conocidos sobre el
sistema endocrino figuran: DDT y sus productos de degradación, DEHP
(di(2-etilexil)ftalato), dicofol, HCB (hexaclorobenceno), keltano, kepona,
lindano y otros congéneres hexaclorohexanos, metoxicloro, octacloroestireno,
piretroides sintéticos, herbicidas de triazina, fungicidas de EBDC, ciertos
congéneres de PCB, 2,3,7,8-TCDD y otras dioxinas, 2,3,7,8-TCDF y otros
furanos, cadmio, plomo, mercurio, tributilín y otras sustancias
organoestánnicas, alquilfenoles (detergentes no biodegradables y
antioxidantes presentes en el poliestireno modificado y el PVC), reguladores
y contemporizadores de estireno, productos de soja y productos alimenticios
para animales de laboratorio y de compañía. Aunque la investigación descrita
en este artículo ha contado con la ayuda de la EPA de EE UU, éste no refleja
necesariamente las opiniones de la Agencia ni debe inferirse una aprobación
oficial. La mención de nombres comerciales no constituye aprobación ni
recomendación de su uso.

Página 283
THEO COLBORN es investigadora científica del Fondo Mundial para la
Naturaleza (WWF) y una prestigiosa especialista en sustancias que trastornan
el sistema endocrino. Es doctora en Zoología por la universidad de Wisconsin
en Madison y pronuncia numerosas conferencias para grupos científicos,
funcionarios de Sanidad y comisiones políticas. Vive y trabaja en Washington
D. C.

Página 284
DIANNE DUMANOSKI ha escrito en el Boston Globe sobre temas
ambientales de alcance nacional y mundial, y ha obtenido el prestigioso
premio de la Orden de Caballería del Periodismo Científico, concedido por el
MIT. Vive en las afueras de Boston.

Página 285
JOHN PETERSON MYERS es director de la Fundación W. Alton Jones, una
institución privada que apoya iniciativas para proteger el ambiente global y
evitar la guerra nuclear; anteriormente había sido vicepresidente primero de la
sección científica de la Sociedad Audubon. Es doctor en Zoología por la
universidad de California en Berkeley, y vive en las proximidades de
Charlottesville, Virginia.

Página 286

También podría gustarte