Libro Honrar La Vida en Cristo (OK)

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Honrar
La vida
En Cristo

Osvaldo Rebolleda

1
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Provincia de La Pampa

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Señor, quién los ofrece con la generosidad que lo caracteriza
a todos aquellos que desean capacitarse más y lo consideran
de utilidad.
No se permite la transformación de este libro, en cualquier
forma o por cualquier medio, para ser publicado
comercialmente.
Se puede utilizar con toda libertad, para uso de la enseñanza,
sin necesidad de hacer referencia del mismo.
Se permite leer y compartir este libro con todos los que más
pueda y tomar todo concepto que le sea de bendición.
Edición general: Escuela de Gobierno Espiritual (EGE)
Revisión literaria: Autores Argentinos (IA)

Diseño de portada: EGEAD


Todas las citas Bíblicas fueron tomadas de la Biblia versión
Reina Valera, salvo que se indique otra versión.

2
CONTENIDO

Introducción………………………………………………5

Capítulo uno:

Honrar a Dios por la Verdad…………………………….9

Capítulo dos:

Honrar a Dios por la Justicia……………………………21

Capítulo tres:

Honrar a Dios a través de la Fe…………………………35

Capítulo cuatro:

Honrar a Dios por Su Gracia……………………………50

Capítulo cinco:

Honrar a Dios con santidad……………………………..64

Capítulo seis:

Honrar a Dios por la Vida……………………………….79

3
Capítulo siete:

Honrar a Dios por Su Amor…………………………….92

Capítulo ocho:

Honrar el evangelio del Reino………………………….107

Reconocimientos………………………………………..123

Sobre el autor…………………………………………...125

4
INTRODUCCIÓN

“Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol,


apartado para anunciar el evangelio de Dios, que por
medio de sus profetas ya había prometido en las sagradas
Escrituras. Este evangelio habla de su Hijo…”
Romanos 1:1 al 3

Generalmente se enseña en la iglesia que la Biblia


contiene cuatro evangelios, y es cierto: Mateo, Marcos,
Lucas y Juan son considerados los evangelios del Nuevo
Testamento. El problema surge cuando se enseña que los
evangelios son el Nuevo Pacto, ya que esto lleva a una
adulteración de la verdad.

El Nuevo Testamento contiene el Nuevo Pacto, pero


los evangelios relatan la historia de Jesús, desde Su
nacimiento hasta Su muerte y resurrección. De manera
similar, el Antiguo Testamento no es el Antiguo Pacto, pues
en realidad contiene diversos pactos, como el Edénico, el
Adámico, el Noético, el Abrahámico, el Mosaico o Palestino,
y el Davídico.

Estos no son detalles menores, porque cada pacto es


diferente. Algunos son condicionales, otros incondicionales;
algunos tienen trascendencia eterna, mientras que otros
culminaron en su tiempo. No deberíamos mezclar todo ni

5
enseñar la Biblia como si todo fuera lo mismo, porque
corremos el riesgo de formar una conciencia equivocada.

Jesús vivió bajo las demandas de la Ley, y aunque la


cumplió sin cometer ningún pecado, fue esa misma ley la que
lo llevó a la cruz del Calvario. Su muerte expiatoria y Su
resurrección nos proporcionaron la plataforma para el Nuevo
Pacto, el cual no es un Pacto realizado con nosotros, sino un
Pacto entre el Padre y el Hijo.

Nosotros, por la gracia soberana, recibimos la vida del


Hijo, en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hechos
17:28). A partir de la regeneración, accedemos al pacto y a
todas las virtudes de Cristo. Su vida, dones, talentos,
capacidades, virtudes y privilegios, así como Su herencia,
son compartidos con nosotros por la gloriosa comunión en la
que podemos vivir espiritualmente.

En los evangelios, Jesús caminó junto a sus discípulos,


pero en el Nuevo Pacto, sus discípulos vivimos en Él. ¡Esto
lo cambia todo! Podemos aprender de la samaritana, de
Bartimeo, del gadareno, de Lázaro o de la mujer que tocó el
manto, pero el Nuevo Pacto nos coloca en un contexto
completamente diferente. Si no comprendemos esto, no
seremos alcanzados por sus virtudes.

Por su parte, el libro de los Hechos, escrito por Lucas,


es una extensión de su evangelio. Nos relata principalmente
los primeros movimientos de los apóstoles y de la iglesia en
general. Es decir, tanto los evangelios como el libro de los

6
Hechos nos permiten observar externamente la obra de
Jesucristo y la gestión de la iglesia primitiva, pero son las
cartas paulinas las que nos otorgan las herramientas para
acceder a los misterios del Nuevo Pacto.

En su carta a los Romanos, Pablo nos explica cómo el


Cristo individual llega a convertirse en el Cristo corporativo,
y cómo nosotros, quienes éramos pecadores y enemigos de
Dios, podemos ser parte de ese Cristo glorioso,
constituyéndonos en la expresión de Su Cuerpo. Es por esto,
que el apóstol Pablo se refiere a sus enseñanzas como “mi
evangelio” (Romanos 2:16).

Esta maravillosa carta de Pablo nos ofrece una


definición completa, desde el hombre caído e inútil hasta el
hombre gobernante que debe manifestarse con plenitud. Es
por ello que he decidido escribir este libro, no como un
comentario exhaustivo de este escrito paulino, sino como un
análisis puntual de ciertos detalles, que dejan ver el diseño
planteado para el Nuevo Hombre, y la honra que podemos
expresar a Dios al constituirlo efectivamente.

Podemos ser creyentes, dar testimonio de la vida del


Espíritu Santo en nosotros, participar de todas las actividades
de culto y de la vida de una congregación, pero la mayor
expresión de honra que podemos brindar al Padre es
movernos, vivir y expresar la vida del Hijo en sus
capacidades y no en las nuestras.

7
La asimilación de nuestras incapacidades, la
dependencia absoluta de la operación del Espíritu Santo, y el
conocimiento de las virtudes del Hijo deben ser, sin lugar a
dudas, el único camino hacia la verdadera honra. No
podemos honrar a Dios con nuestras buenas intenciones,
mucho menos con nuestros intentos de justicia basados en
nuestras propias obras. Debemos asumir y vivir en la gracia
de los hechos de Cristo.

Este libro debe ser recibido como un cofre lleno de


tesoros, del cual podemos sacar cosas viejas y cosas nuevas
(Mateo 13:52). Ciertamente espero que sepan aprovecharlo,
brindándole un tiempo y una atención de calidad. ¡Les
aseguro que valdrá la pena!

“Las mandrágoras han exhalado su fragancia, y a


nuestras puertas hay toda clase de frutas escogidas, tanto
nuevas como añejas, que he guardado, amado mío, para
ti…”
Cantares 7:13

8
Capítulo uno

HONRAR A DIOS
POR LA VERDAD

“Este evangelio habla de su Hijo, que según la naturaleza


humana descendía de David, pero que según el Espíritu de
santidad fue designado con poder Hijo de Dios por la
resurrección. Él es Jesucristo nuestro Señor.
Por medio de él, y en honor a su nombre, recibimos el don
apostólico para persuadir a todas las naciones que
obedezcan a la fe”.
Romanos 1:3 al 5

El apóstol Pablo busca guiarnos hacia el Cristo


espiritual que nos habita, pero comienza su evangelio
exponiendo la necesidad de comprender la naturaleza
humana manifestada en Jesús. Su obra y misión son
fundamentales para entender y valorar el Pacto que hoy
vivimos. No deberíamos estudiar los días de Su carne como
si se tratara solo de la historia de un hombre extraordinario.

El profeta Isaías escribió proféticamente que el Señor


mismo daría una señal del tiempo que dividiría la historia,

9
cuando una joven concibiera un hijo llamado Emanuel
(Isaías 7:14). Esto es trascendental, ya que Emanuel significa
“Dios con nosotros”, y eso fue precisamente lo que hizo la
encarnación: introdujo la esencia divina en la naturaleza
humana, un paso esencial para llevar a los hombres caídos a
la redención.

De la misma manera, la resurrección y la ascensión de


Cristo, llevaron la esencia humana e hicieron que penetrara
en Dios. Así, el Cristo encarnado trajo a Dios a los hombres,
pero el Cristo entronizado llevó a los hombres a Dios.
Comprender esto es clave, porque la dinámica expresada por
Jesús en los días de Su carne nos permite entender nuestra
gestión de fe, del mismo modo en que Su posición actual nos
debe revelar la autoridad del Nuevo Hombre.

Pablo escribió que, según la naturaleza humana, Jesús


fue un descendiente de David, pero que según el Espíritu de
santidad fue declarado con poder Hijo de Dios por la
resurrección. Es fácil comprender su descendencia como hijo
de David, porque, más allá de no haber sido concebido por
varón, su genealogía nos permite entender el diseño divino.
Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Por qué fue necesaria
la intervención del Espíritu de santidad para declarar con
poder a Jesús como Hijo de Dios? Y también, ¿qué papel
desempeñó la resurrección en todo esto?

Antes de Su encarnación, Cristo ya existía; era


preexistente y era el Hijo de Dios. El que nació en Belén en
los días del rey Herodes fue Jesús, conocido como el hijo del

10
carpintero. Esta expresión de Jesús fue completamente
humana, por lo que la crucifixión lo mató. Sin embargo, la
resurrección lo santificó, elevando la naturaleza humana a la
divina, de modo que Él, pudo fundir al “Hijo de Dios” con el
“Hijo del hombre”.

“Nosotros les anunciamos a ustedes las buenas nuevas


respecto a la promesa hecha a nuestros antepasados.
Dios nos la ha cumplido plenamente a nosotros, los
descendientes de ellos, al resucitar a Jesús. Como está
escrito en el segundo salmo: Tú eres mi hijo; hoy mismo te
he engendrado. Dios lo resucitó para que no volviera
jamás a la corrupción. Así se cumplieron estas palabras:
Yo les daré las bendiciones santas y seguras prometidas a
David”.
Hechos 13:32 al 34

En este sentido, la Biblia dice que Él fue manifestad


como Hijo de Dios en Su resurrección, como también lo
respalda Hebreos 1:5. Es decir, aunque el Cristo, el Hijo
preexistente de Dios, estaba en Jesús, nadie podía
reconocerlo; incluso fue necesaria una revelación para que
Pedro lo identificara (Mateo 16:16 y 17), o una
transfiguración para que Él pudiera mostrarse plenamente en
su naturaleza divina (Mateo 17:1 al 7).

Sin embargo, cuando Jesús se entregó a través de la


muerte (Juan 12:23 al 34), pudo manifestarse plenamente en
la resurrección. Cristo, bajo el nombre de Jesús, manifestó
claramente Su humanidad a todos. Nadie discutía el hecho de

11
que Él fuera Jesús, el hijo de José el carpintero, pero Su
humanidad fue santificada, elevada y transformada mediante
la resurrección, pudiendo así manifestarse abiertamente
como el Hijo de Dios con toda autoridad y poder divino.

Era necesario que Cristo se encarnara en Jesús para


llevar a cabo la obra de redención en favor de la humanidad,
la cual requería el derramamiento de sangre, ya que sin
derramamiento de sangre no hay expiación (Hebreos 9:22).
Así que Cristo se hizo carne para poder cumplir Su obra,
matando en Él la naturaleza adámica para levantar a un solo
y Nuevo Hombre de resurrección.

Ahora bien, Pablo también dice que nosotros somos


llamados a pertenecer a Jesucristo (Romanos 1:6); es decir,
así como el Hijo eterno de Dios entró en la carne nacida en
Belén, también el Espíritu de Cristo ha entrado en nosotros
para manifestarse a través de nuestra humanidad. Del mismo
modo en que algunas personas conversaban con Jesús sin
percibir que era el Hijo de Dios, muchos pueden hablar con
nosotros sin comprender que somos hijos de Dios.

El problema no radica en si las personas nos reconocen


o no por nuestro estado espiritual. Nadie caminó en esta tierra
con toda la unción que tuvo Jesús; sin embargo, muchos no
lo reconocieron e incluso llegaron a pensar que era un
emisario del mal (Mateo 12:24). Lo verdaderamente
importante es que nosotros reconozcamos quiénes somos y
vivamos en esa plenitud; de lo demás se ocupará Dios. Solo

12
Él sabe cuándo revelará a Su Hijo, incluso a través de
nosotros.

En muchas ocasiones, cuando decimos públicamente


que somos hijos de Dios, somos juzgados de manera adversa,
pero a Jesús le ocurría lo mismo. Cuando Él declaraba quién
era en realidad, lo atacaban hostilmente; de hecho, lo
terminaron crucificando por eso. Nosotros debemos
comprender que el Reino sufre violencia y que no somos
víctimas de ello, sino que completamos lo que falta de las
aflicciones de Cristo (Colosenses 1:24). Sin duda, llegará el
día de nuestra manifestación gloriosa como hijos de Dios
(Romanos 8:19).

“Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe


y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”.
Romanos 1:17

El apóstol Pablo avanza en lo que considera su


evangelio, recordando las palabras del profeta Habacuc,
revelándonos un aspecto clave para nuestra fe, ya que vincula
estas palabras directamente con la justicia de Dios. Primero,
porque nos permite comprenderla, y segundo, porque de la
justicia revelada surge la legalidad que debe manifestar la fe.

Podemos usar la fe para orar por alguien o para hacer


un buen negocio, pero la fe debe, ante todo, ser para vivir en
el Hijo (Gálatas 2:20). En el Reino, Él es nuestra justicia (1
Corintios 1:30), y si no tenemos revelación de la
justificación en Él, trabajaremos vanamente para producirla

13
con nuestras propias fuerzas. Eso es exactamente lo que
hacen aquellos atrapados por la religiosidad.

Solo cuando estamos claros respecto a nuestra


justificación en Cristo, podemos obtener autoridad para
ejercer la fe. Es entonces cuando adquirimos el derecho legal
para acceder al poder del Reino. Recordemos que en el
Reino, pretender ejercer poder sin autoridad es ilegal. Jesús
manifestó poder en muchas ocasiones, pero siempre lo hizo
bajo la autoridad otorgada por la voluntad del Padre.

La raíz etimológica de la palabra “autoridad” está


relacionada con la palabra “autor”, lo que implica que la fe,
debe encontrar su legalidad en el autor de aquello que se
pretende creer. En otras palabras, la fe no tiene que ver con
nuestros simples deseos, sino con la voluntad de Dios. Que
nosotros digamos que creemos firmemente en algo no
significa que tengamos fe; todo depende de quién nos esté
respaldando.

Esto es glorioso en cuanto a nuestra permanencia en


Cristo, porque la gracia es algo que Dios puede definir
soberanamente según Su deseo, pero cuando vivimos en
Cristo, Su perdón es absolutamente permanente. Si no fuera
así, habría injusticia en Dios. Es decir, somos justificados en
Cristo, no porque hacemos algo, sino porque Jesús ya hizo
todo lo necesario, una vez y para siempre.

Dado que Jesucristo ya cumplió en Su carne todos los


justos requisitos de la Ley, Dios está obligado por Su justicia

14
a sostenernos como justos. Dios está comprometido por Su
justicia, y no por amorosos sentimientos. Él amaba al Hijo, y
aun así lo envió a la cruz. Debemos comprender el peso de
Su justicia. Dios nos sostiene en justicia porque
permanecemos en Cristo, y Él es justo. En 1 Juan 1:9, se dice
que si confesamos nuestros pecados, Dios es justo para
perdonarnos porque Cristo murió por nosotros y derramó Su
sangre por nosotros.

La justicia de Dios se nos revela por fe y produce fe en


nosotros. Cuando creemos en la voluntad expresada de Dios,
Cristo mismo se convierte en nuestra fe. Algunos hermanos
me han dicho que desearían tener más fe, pero la fe no es un
sentimiento generado; sino que es la revelación de Cristo en
nosotros, y de nosotros en Él. El conocimiento de la voluntad
del Padre en el Hijo, es la esencia legal de la fe.

“Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda


impiedad e injusticia de los hombres que detienen con
injusticia la verdad; porque lo que de Dios se conoce les es
manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas
invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen
claramente visibles desde la creación del mundo, siendo
entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no
tienen excusa”.
Romanos 1:18 al 20

El apóstol Pablo comienza a mostrar que la justicia de


Dios es inevitable y que todos los seres humanos hemos caído
en condenación, provocando además la ira del Creador.

15
Todos necesitamos la justificación del evangelio, porque no
podemos obtener el favor de Dios ni escapar de Su ira a través
de nuestras propias obras.

No podemos alegar el cumplimiento de las demandas


divinas, ni afirmar con verdad que hemos actuado en base a
la verdad. De hecho, la raíz de la impiedad radica en reprimir
la verdad con la injusticia, algo que todos hacemos a causa
de la oscuridad.

La verdad no se compone de conceptos o doctrinas; la


verdad es Cristo (Juan 14:6). Su expresión está
fundamentada en todo lo que Dios es, y desea. Nadie puede
negar la verdad de Dios ni refutar Su existencia. Sin embargo,
desde el principio de la creación, después del pecado de
Adán, los hombres hemos rechazado la verdad de Dios y
hemos intentado suprimirla, alterarla o transgredirla.

Los seres humanos, sin la vida de Cristo que es la


fuente de la luz (Juan 1:4), no pueden interesarse en la
verdad de Dios. No la aprueban ni desean aferrarse a ella; por
el contrario, procuran detenerla con impiedad e injusticia. Por
esta razón, la condición de la sociedad global ha sufrido
históricamente una degradación continua de los valores y la
moral.

Pablo afirma que Dios mismo se ha manifestado a


través de Su creación. Reconoce los misterios de lo invisible,
la incomprensibilidad del poder divino y las profundidades
de Su deidad, pero dice que, en cierta medida, el Señor las

16
hizo visibles a través de lo creado, y que por ello, los seres
humanos no tenemos excusa.

De vez en cuando, escucho en las redes sociales a


algún científico analizar la creación y reconocer que debe
existir un ente superior que ordenó todo y lo sostiene en su
órbita. Esto no es algo que un científico admitiría hace unas
décadas, pero el avance de la tecnología ha ampliado tanto la
comprensión de la creación que ya no pueden negar que todo
evidencia la existencia de un Creador. Sin embargo, harán lo
imposible por reprimir la verdad con injusticia.

Muchos eruditos saben que Dios existe; incluso


aunque algunos no tengan la vida ni la luz que provienen de
Él, pero han caído en la evidencia de que la creación es
indudablemente la obra de un ser superior. No obstante,
deciden retener la verdad, y al profesar ser sabios, se han
hecho necios (Romanos 1:22). Se han negado
sistemáticamente a reconocerlo porque saben lo que eso
implicaría. Esto ocurre porque al igual que Adán en el huerto,
eligen la independencia y se niegan a aceptar la verdad
divina.

Esta actitud provoca la ira de Dios a causa de Su


justicia. Lo vemos en la cruz del Calvario, donde Su justicia
implacable ejecutó la impiedad de los hombres en la persona
de Cristo. La gracia que encontramos en Cristo no es
simplemente el resultado del amor, como algunos piensan,
sino primordialmente de la justicia satisfecha en la
crucifixión.

17
Esa gracia en la cual hoy los hijos renacidos de Dios
nos regocijamos se cerrará. No para nosotros, pero sí para
este mundo que detiene con impiedad e injusticia la eterna
verdad del Creador. Por misericordia, el Señor lleva más de
dos mil años anunciando el evangelio a través de Su Iglesia.
La oportunidad sigue abierta, y Él desea que el evangelio del
Reino sea proclamado en toda la tierra antes de que llegue el
fin (Mateo 24:14). Luego, el Señor vendrá, y manifestará Su
ira sobre todas las naciones de la tierra.

“Ya se acerca el gran día del Señor; a toda prisa se


acerca. El estruendo del día del Señor será amargo, y aun
el más valiente gritará. Día de ira será aquel día, día de
acoso y angustia, día de devastación y ruina, día de
tinieblas y penumbra, día de niebla y densos nubarrones,
día de trompeta y grito de batalla contra las ciudades
fortificadas, contra los altos bastiones. De tal manera
acosaré a los *hombres, que andarán como ciegos, porque
pecaron contra el Señor. Y sus entrañas como estiércol.
No los podrán librar ni su plata ni su oro en el día de la
ira del Señor. Será toda la tierra consumida; en un
instante reducirá a la nada a todos los habitantes de la
tierra”.
Sofonías 1:14 al 18 NVI

Quienes hemos recibido la gracia de la regeneración


no somos mejores que los demás; simplemente hemos
recibido, por gracia, la vida del Señor. Esto nos ha traído luz
para comprender nuestra condición y para recibir la verdad
del Reino.

18
La Iglesia debe hacer lo que el mundo se niega a hacer:
reconocer la verdad y honrar a Dios poniéndola en práctica.
La iglesia del Dios viviente es columna y baluarte de la
verdad (1 Timoteo 3:15). Debemos honrar a Dios
reconociendo y valorando este privilegio tan grande que
tenemos.

Honrar a Dios significa mostrarle estima, respeto,


reverencia, admiración, adoración, temor, alabanza,
sumisión y obediencia a Su verdad eterna. Honrar a Dios
implica adorarlo en todas nuestras actitudes, sentimientos y
acciones. No podemos hacer esto sin depender del Espíritu
Santo, por lo que es crucial mantener una profunda comunión
con Él.

La esencia de lo que significa honrar a Dios se revela


en las palabras con las cuales Jesús resumió toda la Ley:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda
tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande
mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37 al 39). Notemos que
honrar a Dios no puede limitarse a actuaciones externas ni a
las reuniones dominicales.

Los hipócritas pueden honrar a Dios con palabras, pero


sus corazones están lejos de Él (Mateo 15:8 y 9). Nosotros,
como Su Iglesia, Su cuerpo, debemos manejar la verdad con
total honestidad. Es cierto que no somos capaces por nosotros
mismos, pero somos competentes en Cristo y debemos
honrar esa incomparable posibilidad.

19
“Por medio de Cristo, confiamos en Dios cuando decimos
esto. No queremos decir que nos creemos capaces de hacer
algo gracias a nosotros mismos, pues Dios es quien nos da
la capacidad para hacer todo lo que hacemos. Sólo Dios
nos hace capaces de ser sus siervos del nuevo pacto que él
ha hecho con su pueblo. Este nuevo pacto no está basado
en una ley escrita, sino en el Espíritu, porque la ley escrita
lleva a la muerte, en cambio el Espíritu lleva a la vida”.
2 Corintios 3:4 al 6 PDT

20
Capítulo dos

HONRAR A DIOS
POR LA JUSTICIA

“Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera


que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te
condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo
mismo. Más sabemos que el juicio de Dios contra los que
practican tales cosas es según verdad.
Romanos 2:1 y 2

El apóstol Pablo expone, en los primeros capítulos de


su carta a los romanos, la triste condición de toda la
humanidad, sin excepción. No va primero por la justificación
divina, sino por la corrupción humana. Él advierte, que el
justo juicio de Dios dejará a todos sin la capacidad de exponer
vanas excusas respecto del mal. No importa si alguien se
considera un ciudadano ejemplar, un gran empresario, un
gobernante prestigioso, un deportista exitoso, o un artista
famoso. Si alguien vive ofendiendo a Dios, llegará el día en
que tendrá que dar cuenta de sus hechos (Romanos 1:22 al
32).

21
Muchos poderosos de la tierra se creen con la potestad
de someter a las personas a su corrupción, de planificar
guerras, o de dañar el planeta de manera impune. Esto lo
vemos en naciones, en comunidades, en familias y aun en
congregaciones sometidas a la manipulación de liderazgos
abusivos. Sin embargo, todos los que viven fuera de Cristo,
serán juzgados ante el Señor (Salmo 9:19 y 20).

Los que juzgan a otros, los que señalan pecados y


profieren condenación sin considerar sus propios pecados, no
tendrán excusas delante de Dios. Cuando vemos el sermón
del monte, podemos considerar la advertencia del Señor
contra el acto de pronunciar un juicio final contra otros
(Mateo 7:1 al 4), puesto que el juicio le corresponde solo a
Dios, porque solo Él conoce la profundidad de los corazones.

Lo que Pablo está diciendo es que debemos reconocer


que todos los seres humanos, llegado el día, tendremos que
dar cuentas ante el Juez de toda la tierra que nos juzgará por
Su Verdad. Esto lo hace como contraste de lo que proyecta
escribir en su carta a los romanos, respecto de la gracia y la
justificación recibida en Cristo. Esto lo hace, porque no hay
forma de entender la gracia soberana de Dios, si
primeramente no tomamos consciencia de nuestra
pecaminosa condición y nuestra incapacidad absoluta.

Vivimos en una época en la que estamos


acostumbrados a excusarnos, por todo, a encontrar una razón
que defienda nuestro incumplimiento a compromisos

22
adquiridos. Se justifica de un modo u otro la desobediencia,
la falta de respeto, la falta de amor, la deshonestidad, la
infidelidad, etc. Pero el gran día, no habrá excusas.

“¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que tal


hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de
Dios? ¿O menosprecias las riquezas de su benignidad,
paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te
guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza y por tu
corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el
día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el
cual pagará a cada uno conforme a sus obras”.
Romanos 2:3 al 6

Esto es lo que hace precisamente todo aquel que no se


somete a la revelación de la justicia de Dios por la fe en
Cristo. Esto es lo que hace el gentil que vive en su paganismo,
en su mente depravada; pero es también lo que hace el
religioso que abraza una falsa seguridad y comienza a confiar
en sus propias obras y no solamente en la justicia de Cristo.

En la época de Pablo, también había muchos religiosos


judíos que se convertían al evangelio, pero que se creían
justos, no solo por creer en la obra de Jesucristo, sino porque
ellos aportaban su santidad, tratando de guardar la Ley y las
tradiciones judías. Estos veían a todos los demás como
despreciables pecadores y a los gentiles convertidos al
cristianismo, como creyentes de segunda.

23
No les resultaba fácil a estos judíos, despegar de una
consciencia formada en el entendimiento de su propia
justicia. Lamentablemente, esto también les ocurre a muchos
cristianos hoy en día, por eso Pablo pretende neutralizar ese
veneno espiritual producido por la justicia propia.

Si queremos honrar a Dios, debemos reconocer a


Jesucristo como nuestra única fuente de verdad y justicia.
Nuestra falsa seguridad establecida sobre nuestras propias
obras, es una afrenta al Señor.

Toda la Biblia nos enseña que Dios es bueno (Salmo


73:1, Marcos 10:18), y que Dios es paciente para con su
pueblo. Él insiste en mostrar una disposición bondadosa para
con los suyos, pero esto nunca debe entenderse como una
debilidad de carácter en Dios, ni como una licencia para
pecar, ni como una señal de mérito alguno en aquel que se
beneficia de dicha bondad.

“Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también
perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la
ley serán juzgados; porque no son los oidores de la ley los
justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán
justificados. Porque cuando los gentiles que no tienen ley,
hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no
tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de
la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su
conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus
razonamientos, en el día en que Dios juzgará por

24
Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi
evangelio”.
Romanos 2:12 al 16

Pablo dice que si las naciones que no tienen la Ley,


hacen por naturaleza lo que es de la Ley, muestran que está
escrita en sus corazones. La ley de Dios contiene la esencia
de Dios, porque habla de Su voluntad y Su santidad. Dios nos
creó conforme a esa misma esencia; el problema es que la
naturaleza pecaminosa corrompió nuestro estado.

Esa corrupción humana observa como algo normal al


pecado, y como algo extraño o ajeno, al deseo de lo santo.
Sin embargo, cuando la vida de Cristo nos alcanza, el Espíritu
Santo, nos proporciona el querer de la voluntad divina; por
consiguiente, la santidad se corresponde con nuestro ser. De
manera que no necesitamos una ley exterior, porque
interiormente tenemos la función de la ley escrita en nuestra
naturaleza. Simplemente, debemos vivir conforme a ella.

La gracia nos otorga junto a la esencia divina una


conciencia acorde a la voluntad de Dios. Nuestra conciencia
es la que denuncia desde nuestro interior la convicción
respecto de la verdad. Todo ser humano tiene una conciencia,
pero nosotros recibimos la luz del Espíritu Santo para ver y
comprender la voluntad de Dios.

Además de la vida del Espíritu Santo, contamos con


nuestra conciencia que nos alerta y los razonamientos de
nuestra mente amparados en el conocimiento de la verdad.

25
No debemos desestimar la dinámica de la vida espiritual que
fluye en nosotros. No debemos pretender que la vida sea
enmarcada dentro de los parámetros de la Biblia, sino
permitir que el Espíritu Santo vivifique la Palabra, para
comprender exactamente qué es lo que Dios desea de
nosotros.

El apóstol Pablo explica esto, porque en la Iglesia del


primer siglo, la influencia de los judíos era absoluta y de
continuo trataban de filtrar la gracia con las obras de la Ley.
Por un lado, tiene cierta lógica, porque Jesús era judío y el
pueblo, en sí, llevaban miles de años exaltando la creencia
monoteísta y la honra a la Ley divina. Ellos se creían pueblo
santo, merecedores de sus privilegios por derecho propio,
pero es obvio que estaban atrapados en la religiosidad y los
judíos mesiánicos fueron claramente afectados por todo esto.

El problema de la religión que practicaban, no estaba


en la Ley de Dios, sino en la hipocresía que conservaban, y
eso también venía en los judíos convertidos. Es por eso que
Pablo les habla sobre la Ley escrita en los corazones, no
haciendo referencia a los mandamientos de Moisés
aprendidos de memoria, sino a interpretar, en todo tiempo, la
perfecta voluntad de Dios.

Los judaizantes enseñaban que, para que un cristiano


estuviera realmente bien con Dios, debía ajustarse a la Ley
mosaica. La circuncisión, especialmente, se promovía como
necesaria para la salvación. Los gentiles tenían que
convertirse en prosélitos judíos primero, y luego podían venir

26
a Cristo. La doctrina de los judaizantes era una mezcla de
gracia a través de Cristo, y obras a través del cumplimiento
de la Ley. Esta falsa doctrina fue discutida en el Concilio de
Jerusalén, en Hechos 15, y condenada enérgicamente por el
mismo apóstol Pablo en varias ocasiones.

“sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de


la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también
hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe
de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las
obras de la ley nadie será justificado”
Gálatas 2:16

La Iglesia Católica Romana enseña una doctrina


similar a la de los judaizantes del Nuevo Testamento de esta
manera: su doctrina es una mezcla de la Ley sazonada por sus
dogmas, y una gracia permisiva que difícilmente contempla
la santidad de Dios.

Hoy en día, la mayoría de las personas no saben sobre


las demandas de la iglesia católica romana,
fundamentalmente porque la asocian con “el vale todo”, ya
que nunca hacen hincapié sobre la voluntad de Dios, pero en
el Concilio de Trento, en el siglo XVI, la iglesia católica negó
explícitamente la idea de la salvación solamente por la fe.
Los católicos siempre han sostenido que ciertos sacramentos
son necesarios para la salvación.

Los problemas para los judaizantes del primer siglo


eran la circuncisión, guardar el sábado y considerar algunas

27
otras demandas de la Ley. Las demandas de los católicos
modernos son el bautismo, la comunión, la confesión, la
caridad, etc. Las obras consideradas necesarias pueden haber
cambiado, pero tanto los judaizantes como los católicos
intentan merecer la gracia de Dios a través de la realización
de obras y actos rituales.

Los judaizantes mantenían la Ley Mosaica como


necesaria para la salvación; los católicos mantienen la
tradición hecha por el hombre; ambos ven la muerte de Cristo
como insuficiente sin la cooperación activa y continua del
que se salva. El problema es que agregar algo a la obra que
Cristo hizo para la salvación es negar la gracia de Dios.
Somos salvos por la gracia del Señor, no por las obras de la
Ley. El apóstol Pablo escribió: “No desecho la gracia de
Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás
murió Cristo” (Gálatas 2:21).

La Biblia es clara en que el intento de añadir las obras


humanas a la gracia de Dios pasa por alto el verdadero
significado de la gracia, que es el favor inmerecido. Como
dice Pablo: “Y si por gracia, ya no es por obras; de otra
manera la gracia ya no es gracia” (Romanos 11:6). Si
deseamos honrar a Dios, debemos honrar Su justicia, sin
pretensiones de generar nuestra propia justicia.

Esto no implica pasividad de nuestra parte, pero


nuestras obras, no deben ser generadas para producir justicia,
sino porque hemos recibido la justicia. No hacemos cosas

28
para ser justos ante Dios, sino que somos justos renacidos y
por tal motivo, hacemos sobras de justicia.

“Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la


circuncisión la que se hace exteriormente en la carne;
sino que es judío el que lo es en lo interior, y la
circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la
alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios”.
Romanos 2:28 y 29

La religión es vanidad porque carece de la realidad


interior del espíritu. El apóstol Pablo nos enseña que todo lo
que somos, todo lo que hacemos y todo lo que tenemos, debe
provenir de la vida del Espíritu. No se puede honrar a Dios a
través de simples acciones carnales. No porque Dios
desprecie nuestra carne, sino porque tales acciones no
expresan la verdad.

Lo que no se hace de corazón solo es cáscara vacía. La


canción, sin adoración verdadera, solo es música, pero no hay
honra para Dios en eso. La ofrenda, sin revelación, solo es
recaudación de dinero, y eso tampoco es honra. El estudio de
la Biblia, sin la impartición del Espíritu Santo, solo es
enriquecimiento intelectual, pero tal cosa no posee vida.

Si alguien es judío y dice estar circuncidado, tal


situación, no contribuye en nada a su vida con Cristo; ante
esto, lo que necesita es que la circuncisión sea la del corazón.
Si alguien dice ser cristiano porque se bautizó, o porque está
participando de las reuniones de una congregación, tal

29
situación tampoco significa nada, si la vida de Cristo no está
operativa en ellos.

Un budista puede pasar largos tiempos de meditación,


un musulmán puede orar cinco veces al día, un testigo de
Jehová puede predicar casa por casa, un mormón puede
congregarse a cantar canciones, pero un cristiano verdadero
tiene que haber recibido la vida de Cristo, y a través de esa
vida espiritual y verdadera producir todo lo demás. Cuando
la vida no está, nada es aceptable para Dios.

Las obras muertas son perversas, simplemente porque


nos pueden hacer pensar que son aceptables, pero en realidad,
solo nos alejan de Dios. Creer que podemos ser buenos sin la
vida de Cristo es algo que desagrada al Padre. Es decir,
nuestra vida puede estar llena de buenas obras a los ojos de
los hombres, pero estas obras no son necesariamente buenas
a los ojos de Dios. Lo que necesitamos es asegurarnos que la
fuente de toda acción sea Jesucristo mismo.

Desafortunadamente, muchos han sido engañados por


un liderazgo que les ha enseñado que el evangelio es lo que
están haciendo y no primeramente lo que son. Nuestras
acciones deben ser el resultado de lo que somos y nunca al
revés. Todo fruto es el resultado de la vida y nunca al revés.
Reitero este punto: Nosotros no podemos hacer buenas obras
para ser santos, sino que por causa de que somos santos,
debemos a producir buenas obras.

30
Sin la vida de Cristo, toda obra es muerta, y toda
justicia humana, ante Dios, solo es como trapos de
inmundicia (Isaías 64:6). Aparte de Cristo, nuestra
conciencia y nuestras manos están sucias. Nuestros intentos
de adoración solo serán obras muertas. Necesitamos la vida
de Cristo, porque solo Su vida puede producir verdadera
honra para el Padre.

Si actuamos en nuestro espíritu, en realidad actuamos


juntamente con Dios. Si no tenemos la vida de Cristo, todo
es vanidad. Por lo tanto, debemos volvernos a nuestro
espíritu, porque nuestro espíritu es el órgano por medio del
cual Dios puede tocarnos, y nosotros podemos tocar a Dios.
Es donde experimentamos la verdadera comunión con el
Espíritu Santo. Todo lo que somos y todo lo que hacemos
debe provenir de la vida, y la verdadera vida solo es Cristo (1
Juan 5:12).

“Y si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios,


¿qué diremos? ¿Será injusto Dios que da castigo? (Hablo
como hombre.) En ninguna manera; de otro modo, ¿cómo
juzgaría Dios al mundo?”
Romanos 3:5 y 6

En el día del juicio se encontrará que Dios es veraz y


que todo hombre es mentiroso. Pero esta segunda objeción
conduce a otra más, que también es respondida por el apóstol
Pablo: Si nuestra injusticia felicita la justicia de Dios, ¿qué
diremos? Si el pecado del hombre hace que la santidad de

31
Dios sea más ilustre, ¿qué diremos? ¿Será injusto Dios que
da castigo?

Esto lo dijo Pablo, ocupando el lugar de la simpleza


humana, tal como si fuera un simple hombre carnal. Sin duda,
lo hace para exponer los razonamientos equivocados, porque
ciertamente Dios juzgará al mundo; y diría que hay juicios
contra las naciones ya ejecutados, y registrados en diferentes
páginas de la historia. Si Dios fuera injusto, ¿cómo podría
juzgar el mundo?

El juicio de Dios sobre el mundo silenciará para


siempre todas las dudas y especulaciones sobre Su justicia.
La maldad y la obstinada incredulidad de los judíos, a pesar
de los continuos favores de Dios, y los beneficios otorgados
para que ellos pudieran ser ejemplo, nos demuestran
claramente la necesidad que tenemos todos los hombres, de
alcanzar la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo.
No importa cuanto lo intentemos, somos incapaces del
satisfacer las demandas de un Dios Santo.

Quienes hemos recibido la gracia de la regeneración,


podemos decir que nuestra justicia no solo es la justicia de
Cristo, sino Cristo mismo. Es la persona de Cristo, y no el
solo atributo de Su justicia, lo que nos hace justos ante Dios
(1 Corintios 1:30). Parece un pequeño detalle, pero desde la
revelación del Nuevo Hombre, no debemos decir que la
justicia de Cristo ha llegado a ser nuestra justicia, sino que
Cristo mismo es nuestra justicia, para que nosotros fuésemos
hechos justicia de Dios en Él (2 Corintios 5:21).

32
“Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; No hay
quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se
desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga
lo bueno, no hay ni siquiera uno”.
Romanos 3:10 al 12

Esta es la condición de todos los hombres, por eso


accedemos al evangelio por regeneración y no por cambio.
La gente que conoció nuestro pasado y que nos conoce ahora,
practicando la fe, podrá decir que hemos cambiado, y está
bien porque apreciarán los frutos, pero nosotros debemos
saber que lo que están viendo no es un cambio de conducta,
sino un cambio de vida.

El diseño del Nuevo Pacto, no contempla educar a


pecadores, sino perfeccionar a los santos renacidos. Nuestra
vieja naturaleza no tiene remedio, y es incapaz de cambiar su
esencia. Es por eso que el Señor, nos otorga Su propia vida,
que es la verdadera justicia. Con esto no estoy diciendo que
Cristo nos dio su justicia; tal presunción es absurda. El único
justo ante el Padre sigue siendo Él, y nosotros somos en Él;
esa es la gracia.

La justicia de Cristo está en Él, no en nosotros. No


podemos ser revestidos de Su justicia, sino de Su persona
(Gálatas 3:27). Cristo mismo ha venido a ser nuestra justicia
y es por ello que debemos honrarlo. La justicia de Dios es
Dios mismo. Nosotros fuimos puestos en Cristo, fuimos
hechos uno con Él (1 Corintios 6:17). De esta manera,

33
llegamos a ser la justicia de Dios. ¿Cómo no honrar al Dios
que nos concedió semejante gracia?

“Más por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha


sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación
y redención; para que, como está escrito: El que se gloría,
gloríese en el Señor”.
1 Corintios 1:30 y 31

34
Capítulo tres

HONRAR A DIOS
A TRAVÉS DE LA FE

“¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre


según la carne? Porque si Abraham fue justificado por las
obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios.
Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y
le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le
cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al
que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su
fe le es contada por justicia”.
Romanos 4:1 al 5

La inclusión del ejemplo del patriarca Abraham en la


carta de Pablo a los romanos tenía como objetivo confrontar
las perspectivas judías respecto al evangelio. Consideremos
su enseñanza sobre la pecaminosidad del ser humano, la
función de la Ley, Cristo como justicia y la gracia otorgada.

Pablo sabía que los judíos levantarían objeciones


contra su enseñanza, por eso les menciona a Abraham, a

35
quien los judíos admiraban y honraban profundamente,
considerando a este patriarca como el padre de la nación.

Todos conocían muy bien los detalles de la historia de


Abraham, tanto sus aciertos como sus errores, pero lo que
más pesaba eran las palabras de la Torá, que afirmaban de
manera contundente que Abraham le creyó a Dios, y que esa
fe le fue contada por justicia (Génesis 15:6).

Esto generaba un marcado contraste con la observancia


de la Ley, ya que los judíos sabían que si alguien lograba
cumplir con las exigencias de la Ley, obtendría una
recompensa prometida, considerada como una deuda o un
derecho legal del obediente. Sin embargo, este no fue el caso
de Abraham, pues su fe le fue contada por justicia.

Los hijos de Dios no somos salvos por fe, sino por


gracia. La fe es un medio otorgado para acceder a los
beneficios de la gracia (Efesios 2:8 y 9). La fe no nos justifica
como parte, pequeña o grande, de una justicia propia. La
gracia solo es el medio designado para unirnos a Aquel que
es la Justicia de Dios, es decir, Cristo.

Como hemos visto, la gracia de Dios es Su favor


inmerecido, otorgado a quienes Él eligió y llamó a través de
Su amor (Efesios 2:4 y 5). Los judíos, marcados por la Ley
entregada en el pacto mosaico, no deben olvidar que la
esencia misma de la nación fue la gracia. Adán fue creado
por gracia, y Abraham, aun en su condición pecaminosa, fue
llamado por la gracia del Señor.

36
La virtud de Abraham no fue su justicia, sino su fe. Él
nunca fue llamado el padre de la justicia, sino el padre de la
fe. En realidad fue su fe, la que le fue contada por justicia
(Romanos 4:3 al 5). Esto no significa que él haya sido
contado como un hombre justo por causa de sus obras. Todos
necesitamos ser justificados por la gracia de Dios, mediante
la redención que es en Cristo Jesús, incluso Abraham
(Romanos 3:24). Y en nuestro caso, además de ser
justificados, recibimos por la misma gracia, una medida de fe
para obtener las riquezas del Reino.

Al ser justificados, somos vindicados y considerados


sin pecado ante los ojos de Dios, algo que simplemente
debemos creer por fe. No importa cuán diligentemente
persigamos las obras para ganar el favor de Dios;
fracasaremos, pues nuestro pecado nos hace tropezar cada
vez. Por eso Pablo escribió: “Por las obras de la ley ningún
ser humano será justificado delante de Él” (Romanos
3:20). Lo único que necesitamos es creer.

El medio que Dios ha elegido para otorgarnos Su


gracia es la fe, pero incluso la fe no es algo que generamos
por nuestra cuenta. Todo nos es otorgado por gracia divina,
pero el acceso a ese “Todo”, es la fe, por eso Dios nos ha
otorgado una medida a cada uno (Romanos 12:3). Él nos
otorga la fe y la gracia salvadora para redimirnos del pecado
y librarnos de sus consecuencias. Así, Dios nos salva por Su
gracia a través de la fe que nos da. La Palabra es clara
respecto de que “La salvación es del Señor” (Salmos 3:8).

37
Tener fe, es lo que nos permite creer que Dios envió a
Su Hijo, Jesucristo, a morir en la cruz, para proporcionarnos
la salvación que nadie podría haber logrado por sus propias
obras. Jesús, como Dios hecho carne, es el único “Autor y
consumador de la fe” (Hebreos 12:2).

Así como un artista pinta un cuadro desde cero y luego


firma su obra, Jesucristo escribió la historia de nuestra
redención desde el principio hasta el fin, y firmó Su obra
maestra con Su propia sangre. Él murió por nuestros pecados
y resucitó para nuestra justificación, y solo debemos creerlo
por la fe. Este es el significado de la salvación por gracia a
través de la fe.

Todo fue hecho por Él y para Él; incluso la fe. Él es el


autor y Él mismo la otorga, no hay virtud en nosotros para
creer. Por eso, podemos y debemos honrar a Dios con la fe
que hemos recibido. Debemos creer en Su obra completa y
actuar a través de Él. Entonces, por medio de la comunión del
Espíritu Santo y la revelación de la Palabra debemos hacer
que la fe se desarrolle.

La virtud de Abraham fue haber creído en palabras que


lo comprometían de manera absoluta. Por eso, su historia es
un ejemplo de obediencia. Aunque cualquiera podría señalar
sus errores, el pacto que él vivió, no tenía las virtudes del
Pacto que nosotros vivimos en Cristo. Si Abraham pudo
honrar a Dios con un pacto tan humanamente limitado,
¡Cuánto más deberíamos nosotros honrar a Dios con nuestra
fe, ya que el sello del Espíritu Santo en nuestra santificación,

38
al hacernos nuevas criaturas, es la evidencia interior de la
justicia de la fe!

“Como también David habla de la bienaventuranza del


hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo:
Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son
perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos.
Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de
pecado. ¿Es, pues, esta bienaventuranza solamente para
los de la circuncisión, o también para los de la
incircuncisión? Porque decimos que a Abraham le fue
contada la fe por justicia”.
Romanos 4:6 al 9

El argumento de Pablo vuelve a centrarse en Abraham


para ilustrar que la justificación es universal. Dado que David
había hablado de la dicha del hombre que, viviendo bajo la
Ley, había sido perdonado, la respuesta del judío habría sido
que David estaba circuncidado, y que solo los circuncidados
podrían disfrutar de esa satisfacción (Romanos 4:6 al 8).

Por esta razón, Pablo recurre a Abraham para


demostrar que el patriarca fue justificado antes de la llegada
de la Ley, incluso antes de ser circuncidado. En el versículo
10 de este capítulo 4 leemos: “¿En qué circunstancias le fue
acreditada? ¿Estaba ya circuncidado o aún no? No estaba
circuncidado, sino que aún no lo estaba”.

Dios le había hecho una promesa a Abraham, y él


creyó que Dios la cumpliría mucho antes de que se

39
estableciera un pacto, salvo lo que Dios había dicho que
haría. Abraham recibió la circuncisión tiempo después, como
un sello de la aprobación de Dios. Esto muestra que Dios ya
lo había aprobado debido a su fe, y no por el acto de
circuncisión que los judíos insistían en implementar en la
Iglesia.

Fue la fe de Abraham la que lo constituyó como el


padre de la fe, aunque al principio no estaba circuncidado.
Dios aprueba a todos los que tienen fe, porque el autor de la
fe es Cristo. Abraham también es el padre de los que están
circuncidados, pero solo de aquellos que, además de su
circuncisión, siguen el ejemplo de la fe que Abraham
demostró antes de ser circuncidado.

Aunque pueda parecer confuso, no lo es. Las promesas


que se nos otorgan a través de Abraham se establecieron en
la realidad de la fe, no de la circuncisión. Por eso, los
descendientes a través de la simiente que es Cristo recibimos
la promesa de heredar el mundo, no por cumplir con la Ley,
sino porque Dios los aprobó por su fe (Romanos 4:13).

Dios hizo esa promesa a Abraham mucho antes de la


introducción de la circuncisión, y él simplemente creyó en
Dios. Tomó en serio Sus palabras y Sus promesas,
demostrando con sus hechos que había creído.

“Porque si los que son de la ley son los herederos, vana


resulta la fe, y anulada la promesa. Pues la ley produce
ira; pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión.

40
Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que
la promesa sea firme para toda su descendencia; no
solamente para la que es de la ley, sino también para la
que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos
nosotros”.
Romanos 4:14 al 16

El apóstol Pablo deja en claro que la promesa que el


Señor les hizo a Abraham y a su descendencia, respecto a que
él sería el heredero del mundo, no fue a través de la Ley, sino
por la justicia de la fe. Los cristianos judíos del primer siglo,
que tanta presión ejercieron en la Iglesia, debían comprender
que, si solo los que son de la Ley son los herederos, la fe sería
anulada y la promesa quedaría sin efecto.

La característica de la Ley es que produce juicio,


porque donde no hay Ley, tampoco hay transgresión. El
punto central del argumento de Pablo es que el principio de
la Ley es esencialmente diferente del que justificó a
Abraham, y que, por lo tanto, el Nuevo Pacto y la revelación
de la fe, deben entenderse en el cumplimiento de la promesa
que se le hizo a él y a su descendencia.

La Ley simplemente declara lo que es correcto y


demanda su cumplimiento, pero no otorga el poder para
obedecer ni proporciona expiación ante la desobediencia. Al
final, como nadie puede cumplirla de manera absoluta, solo
genera la manifestación de la ira de Dios.

41
Quien intente vivir por la Ley y transgreda tan solo uno
de sus mandamientos es culpable de toda la Ley (Santiago
2:10). Por lo tanto, era un grave error la actitud de los
judaizantes del primer siglo, y es aún más absurda en
aquellos que, hoy en día, afirman haber recibido la nueva
vida en Cristo, pero a la vez intentan obtener su propia
justicia ante Dios.

Sé que este concepto puede parecer reiterativo, pero la


verdad es que ha causado, y sigue causando, mucho daño
entre los cristianos. El problema no radica en que algunos se
esfuercen por guardar la Ley; eso, en sí mismo, no es algo
que provoque daño a otros. Lo que está mal es que intentan
imponer sus normas a los demás hermanos, y peor aún, con
esa actitud religiosa no pueden honrar la vida de Cristo.

Pensar que podemos alcanzar la justicia con nuestras


propias obras es como decir que la obra de Cristo fue en vano.
Si deseamos honrar a Dios, debemos tener fe en Él, no en
nosotros mismos. La declaración “¡Tú puedes lograrlo!” solo
motiva el alma, y puede ser útil para aquellos que no han
recibido la regeneración. Nosotros, los hijos de Dios, todo lo
podemos en Cristo (Filipenses 4:13), pero fuera de Él, nada
podemos hacer (Juan 15:5).

Las referencias a Abraham en el Nuevo Testamento no


pretenden reivindicar al pueblo de Israel como superior a los
gentiles convertidos. El Nuevo Pacto es el Nuevo Hombre,
que es Cristo manifestado a través de todos los santos
renacidos. No es la expresión de una religión ni de una nación

42
terrenal, sino que es espiritual: Simplemente, es la nación
celestial viviendo en estado de gracia y a la espera de todo lo
perfecto.

El Nuevo Hombre no necesita nuestras capacidades


personales, sino las capacidades y virtudes de Cristo. No
demanda nuestras fuerzas, sino nuestra entrega, para que sea
la vida del Espíritu en nosotros, la que produzca el querer y
el hacer por Su buena voluntad (Filipenses 2:13). No somos
nosotros los que hacemos algo para Dios, sino que es Cristo
mismo quien lo hace todo a través de nosotros y para la gloria
del Padre.

Si queremos honrar al Padre, no debemos tener fe en


nosotros mismos, sino en la persona de Cristo. Debemos ser
conscientes en todo momento, de que nosotros, no podríamos
ni siquiera haber entendido el evangelio. Mucho menos
habernos salvado a través de algunas obras. No podemos
hacer absolutamente nada agradable ante el Padre, sino por
la vida de Cristo que opera en nosotros.

Pablo escribió que Abraham es padre de todos nosotros


(Romanos 4:16), porque la simiente prometida es Jesucristo,
y nosotros vivimos en Él. Para llegar a la perfecta
comprensión de esto, debemos saber que Cristo, como Hijo
de Dios, es el unigénito eterno y preexistente. Por diseño del
Padre, Cristo se hizo hombre, encarnando como Jesús, nacido
como judío en los días del rey Herodes. Lo cual no implica
que nos haya convertido en judíos a nosotros, esa fue su
nacionalidad como Hijo de los hombres.

43
La frase “Hijo unigénito” se encuentra en Juan 3:16,
dicha por el mismo Jesús: “Porque de tal manera amó Dios
al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna”.
La palabra “unigénito” se traduce del griego “monogenes”,
que puede interpretarse no solo como unigénito, sino también
como “único” o “el único”.

Esto es importante porque algunos eruditos han


intentado usar esta frase para argumentar que Jesús es un ser
creado, ya que solo alguien que ha tenido un principio en el
tiempo puede ser unigénito. Sin embargo, no advierten que
unigénito es una traducción castellana de “monogenes”, que
significa "único".

Términos como “Padre” e “Hijo”, que describen a Dios


y a Jesús, son expresiones humanas utilizadas para ayudarnos
a entender la relación entre las diferentes Personas de la
Trinidad. Si podemos comprender la relación entre un padre
y un hijo humanos, entonces seremos capaces de captar, en
parte, la relación entre la Primera y la Segunda Persona de la
Trinidad. De hecho, esta clasificación de primera, segunda y
tercera persona, es solo otra construcción humana, y muy
limitada, para intentar comprender la verdad contenida en
Dios.

El Hijo unigénito, o único Hijo de Dios, se hizo


hombre en Jesús, murió por nosotros y resucitó para darnos
vida, convirtiéndose en el primogénito entre muchos
hermanos (Romanos 8:29). Ahora somos muchos hijos, pero

44
uno solo en Él. Por eso, el autor de la carta a los Hebreos se
refiere a la congregación de los “primogénitos” inscritos en
los cielos (Hebreos 12:23).

En el Nuevo Pacto, el Nuevo Hombre es Cristo, y


nosotros estamos en Él (Hechos 17:28). Cristo no nos hizo
judíos, pero Él, como judío, nació como la simiente
prometida y como heredero de las promesas hechas a
Abraham. Nosotros vivimos en Él; es por eso que tenemos
un Pacto, tenemos dones, talentos, capacidades, virtudes,
frutos y herencia. Es Él, y nosotros en Él. Fuera de Cristo, no
hay nada y nada podemos hacer.

Si queremos honrar a Dios, debemos honrar a Cristo


por Su obra y comprender Su expresión a través de nosotros.
Cuando nos ponemos en un rol en el que llegamos a
considerar que somos nosotros quienes hacemos algo para
Dios, no estamos entendiendo el Pacto, ni la dinámica de la
vida del Nuevo Pacto, que solo se expresa por fe.

Ese es el mal que ha producido la religiosidad. Muchos


hermanos han caído en este error, no por culpa suya, sino
debido a algunos líderes religiosos que, aunque en algunos
casos obren sin malas intenciones, adulteran la verdad para
lograr control sobre la gente, intimidándolos para que hagan
lo que ellos quieren, sin considerar que eso de ninguna
manera puede honrar a Dios.

En la carta a los Romanos, Pablo se esfuerza en dejar


claro la incapacidad humana, la necedad de nuestros

45
razonamientos y la vanidad de nuestros esfuerzos. Lo hace
para que todos los cristianos comprendamos que estamos
absolutamente descalificados para agradar a Dios, y vivir el
evangelio por nosotros mismos. Todo lo que recibimos, todo
lo que somos y todo lo que podemos hacer es por Cristo, en
Cristo y para la gloria de Cristo.

Es por esto que Pablo incluye a Abraham en su


argumentación: porque actuó antes de que la Ley fuera dada
a Moisés, por las promesas que recibió y que aún no se han
cumplido por completo, y por la fe, que es la dinámica en la
que debe desarrollarse el Nuevo Pacto. Es por esto, que si
deseamos honrar a Dios, debemos activar la fe y procurar
desarrollarla.

El Señor le había dicho a Abraham que su simiente


sería como las estrellas del cielo y como el incontable polvo
de la tierra, y le dijo que en él, todas las naciones de la tierra
serían bendecidas. En consecuencia, lo recibido por el
patriarca, y la certificación de esto por medio de los profetas,
implica un cumplimiento final que va más allá de la
expresión de la Iglesia. La consumación de tal plenitud solo
podrá ser manifestada en la segunda venida del Señor y Su
dominio universal.

Pablo no consideró necesario probar lo que los judíos


ya entendían. La única diferencia entre su punto de vista y el
de ellos, era que él interpretaba los hechos de manera
espiritual, mientras que los judíos seguían observando todo

46
de manera natural, poniendo un claro énfasis en la
restauración de Israel como nación.

“como está escrito: Te he puesto por padre de muchas


gentes delante de Dios, a quien creyó, el cual da vida a los
muertos, y llama las cosas que no son, como si fuesen”.
Romanos 4:17

El Señor le cambió el nombre a Abram, que significaba


“padre exaltado” y lo llamó Abraham, que significa “padre
de multitudes”. Dios es el que puede llamar las cosas que no
son como si fuesen, y nuestra fe, al igual que la fe de
Abraham, es creer a lo que Dios dice, no lo que nosotros
podemos estar deseando.

Pablo no estaba enseñando que nosotros podemos


llamar a las cosas como deseamos, sino que Dios es el que
llama las cosas conforme a Su voluntad. Nuestra fe, implica
no hablar lo contrario, sino caminar conforme a los dichos de
Dios. Ciertamente esto puede no ser muy fácil, porque las
realidades pueden ser contrarias, pero Abraham nos enseñó a
honrar a Dios, y este es nuestro tiempo.

“El creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser


padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había
dicho: Así será tu descendencia. Y no se debilitó en la fe al
considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo
de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara.
Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios,
sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios,

47
plenamente convencido de que era también poderoso para
hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su
fe le fue contada por justicia. Y no solamente con respecto
a él se escribió que le fue contada, sino también con
respecto a nosotros a quienes ha de ser contada…”
Romanos 4:18 al 24

¿Qué podemos aprender de Abraham para honrar a


Dios con fe? En primer lugar, debemos creer en esperanza
contra esperanza. Esto significa que, cuando una esperanza
parece desvanecerse debido a las dificultades, debemos
renovar nuestra confianza en las promesas de Dios,
manteniendo viva la esperanza, incluso en medio de la
adversidad.

En segundo lugar, no debemos debilitarnos en la fe al


considerar la realidad presente. Es probable que, en algún
momento, la situación que enfrentemos, no refleje la visión
que hemos cultivado en nuestro corazón, conforme a las
palabras que hemos recibido de Dios. En esos momentos,
debemos resistir la tentación de caer en la debilidad,
recordando que el gozo del Señor es nuestra fortaleza
(Nehemías 8:10).

En tercer lugar, no debemos dudar por incredulidad.


Aquellos que dudan son como las olas del mar, arrastradas
por el viento y lanzadas de un lado a otro. Estos no pueden
recibir nada del Señor (Santiago 1:6 y 7). Debemos expulsar
las dudas purificando nuestros corazones (Santiago 4:8),

48
aferrándonos firmemente a la Palabra que hemos recibido de
Dios (Filipenses 2:16).

En cuarto lugar, debemos fortalecernos en la fe, dando


gloria a Dios. Cada vez que nuestra esperanza parezca
desvanecerse, cuando las debilidades nos asedien y las dudas
nos ataquen, debemos fortalecernos proclamando en alta voz,
toda la gloria y el honor a nuestro poderoso Dios.

Estas actitudes de fe no solo fueron evidentes en


Abraham, sino que Pablo nos recuerda que fueron escritas
para nuestro beneficio, para quienes hemos creído en aquel
que levantó de los muertos a Jesús, nuestro Señor, quien fue
entregado por nuestras transgresiones y resucitado para
nuestra justificación (Romanos 4:24 y 25). La vida puede ser
difícil en ocasiones, y tanto las realidades naturales como las
hostilidades espirituales, pueden conspirar contra la verdad
que hemos recibido en nuestro corazón.

Sin embargo, una fe ardiente y una actitud decidida son


nuestra mayor expresión de honra hacia Dios.

“Señor, tú eres mi Dios; te exaltaré y alabaré Tu nombre


porque has hecho maravillas. Tus planes son fieles y
seguros”.
Isaías 25:1 NVI

49
Capítulo cuatro

HONRAR A DIOS
POR SU GRACIA

“En consecuencia, ya que hemos sido justificados


mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro
Señor Jesucristo. También por medio de él, y mediante la
fe, tenemos acceso a esta gracia en la cual nos
mantenemos firmes. Así que nos regocijamos en la
esperanza de alcanzar la gloria de Dios”.
Romanos 5:1 y 2

Reitero que en el Reino, todo nos es otorgado por


gracia, pero podemos recibirlo por medio de la fe. Hemos
visto la importancia de honrar a Dios a través de la fe en la
obra y la persona de Jesucristo, porque todo lo que no provine
de fe es pecado (Romanos 14:23).

Por medio de Cristo, y mediante la fe que Dios mismo


nos ha otorgado, tenemos acceso a la gracia que nos permite,
mantenemos firmes en las arras recibidas, y en la esperanza
de la gloria de Dios que veremos y que viviremos cuando lo
perfecto sea manifestado con plenitud.

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“Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las
tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce
paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza;
y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos fue dado”.
Romanos 5:3 al 5

Esto es fantástico, porque Pablo no solo plantea los


beneficios recibidos en Cristo, y la gloria venidera de lo que
vendrá, sino que también considera como gloriosas las
tribulaciones que estaban viviendo en el primer siglo.
Recordemos que en varias ciudades, la persecución al
cristianismo era despiadada y mortal.

Resulta muy aleccionador que el apóstol asocie tres


palabras con las dificultades. Una es la alegría con que nos
gloriamos, otra es la esperanza, y la tercera es la paciencia.
De alguna manera, es como si Pablo nos estuviera enseñando
que las adversidades son capaces de sacar a la luz, lo mejor o
lo peor de nuestras vidas de fe.

Jesús enseñó que somos como pámpanos y que


debemos permanecer en Él, para ser limpiados y preparados
para dar fruto (Juan 15:2). Lo que debemos comprender es
que el que nos limpia no es el diablo, sino el mismo Señor.
Lo que sí puede hacer Satanás, es generar aflicciones, pero,
aun así, es necesario que Dios las permita. Por eso Pablo, no
menciona al diablo, sino la gloria de Dios.

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Si comparamos la Iglesia de hoy en día, con la de otros
siglos más violentos, diríamos que se encuentra en una
cómoda situación, sin problemas tan frontales como los
vividos anteriormente, pero es claro que la vemos diluida y
sin el poder espiritual que debería estar manifestando. Es
cierto también, que podemos tener paciencia respecto de esto,
pero es fácil tenerla cuando nos encontramos cómodos. Esa
paciencia no produce otras pruebas, ni gloria espiritual, sino
más bien mayor pasividad.

Puede que estemos felices, que tengamos paz y


parezcamos llenos de esperanza. Pero esa no es la experiencia
más efectiva para la expresión de Cristo. Aclaro esto, no me
gustan las tribulaciones, no me gusta el quebranto producido
por la aflicción, pero la clara evidencia en la Iglesia, es que
las tribulaciones producen en nosotros un mayor y enorme
peso de gloria (2 Corintios 4:17).

El mismo apóstol Pablo escribió: “Y vosotros vinisteis


a ser imitadores de nosotros y del Señor, recibiendo la
palabra en medio de gran tribulación, con el gozo que da el
Espíritu Santo” (1 Tesalonicenses 1:6). También el apóstol
Pedro escribió lo siguiente: “Para que, sometida a prueba
vuestra fe, mucho más preciosa que el oro (el cual aunque
perecedero se prueba con fuego) sea hallada en alabanza,
gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro
1:7).

Las dificultades no vienen para debilitar nuestra fe,


sino para probarla y hallarla en alabanza, gloria y honra

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delante del Señor. Aquí vemos que honramos la vida en
Cristo, cuando nuestra fe supera dificultades. La pregunta
sería: ¿Por qué la podemos asociar con la gracia? Porque las
tribulaciones no son desgracias, son el resultado de los
diseños divinos, y aunque no lo podamos comprender
fácilmente, hay gracia en todos Sus diseños.

El apóstol Pablo se gloriaba en las tribulaciones, y no


permitía que lo cuestionaran por las dificultades que había
sufrido, o estaba enfrentando momentáneamente. Por
ejemplo, les preguntaba a los corintios: ¿Son servidores de
Cristo? Y luego contestaba: Yo lo soy más todavía, porque
he tenido que trabajar más que los demás, he estado preso
muchas veces, me han azotado con látigos, y he estado en
peligro de muerte en varias ocasiones.

Pablo dijo: Cinco veces las autoridades judías me han


dado treinta y nueve azotes con un látigo. Tres veces las
autoridades romanas me han golpeado con varas. Una vez me
tiraron piedras. En tres ocasiones se hundió el barco en que
yo viajaba. Una vez pasé una noche y un día en alta mar, hasta
que me rescataron. He viajado mucho. He cruzado ríos
arriesgando mi vida, he estado a punto de ser asaltado, me he
visto en peligro entre la gente de mi pueblo y entre los
extranjeros, en la ciudad, en el campo, en el mar y entre falsos
hermanos de la iglesia.

He trabajado mucho, y he tenido dificultades. Muchas


noches las he pasado sin dormir. He sufrido hambre y sed, y
por falta de ropa he pasado frío. Por si esto fuera poco, nunca

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dejo de preocuparme por todas las iglesias. Me enferma ver
que alguien se enferma, y me avergüenza y me enoja ver que
se haga pecar a otros. Si de algo puedo estar orgulloso, es de
lo débil que soy (2 Corintios 11:23 al 30).

Pablo consideraba que las dificultades dejaban en claro


su debilidad, pero esa debilidad era la que podía manifestar
el verdadero poder de Dios en él, por eso escribió: “Por lo
cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en
afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias;
porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios
12:10). ¡Esto es una manifestación de la gracia divina, y
debemos honrar a Dios observando nuestras situaciones
adversas de la misma manera!

Necesitamos aprender a separar los pensamientos que


brotan del amor a nosotros mismos. El ego es un claro
enemigo de la gracia divina y sin duda limita su expresión.
Cuando enseñemos y seamos capaces de dejar de lado
nuestros propios pensamientos, entraremos en la senda del
camino correcto, para que la gloria del Señor sea
manifestada.

He podido comprobar, con vergüenza, que en mis


procesos personales, siempre ha sido mi “yo” el que me
produce el máximo efecto del dolor. No son las situaciones
en sí mismas, sino mi propio amor personal. Por lo tanto,
puedo decir que cuanto más me he amado y he tratado de
defenderme de las injusticias, más dolor me he causado.

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Jesús no nos ha enseñado a ser víctimas, sino
vencedores responsables. Él dijo que si queremos ser dignos
de Él, debemos tomar la cruz y seguirlo. Dijo que si nos
aferramos a nuestra vida, la terminaremos perdiendo, pero si
la perdemos voluntariamente, la encontraremos de verdad
(Mateo 10:38 y 39). En otras palabras, si queremos honrar la
gracia recibida en Cristo, necesitamos tomar nuestra cruz,
amando más a Dios que a nuestras propias vidas.

La cruz produce muerte, y los muertos no pueden


sufrir. Si como hijos de Dios, vamos por el camino de la
muerte, transitaremos el camino de la resurrección. Una
Iglesia que sabe pasar por la muerte, se vuelve invencible y
es a lo que tiene miedo Satanás. Los líderes de hoy, debemos
enseñar este camino, no alimentar el ego y los caprichos del
alma.

A nadie le gusta el quebranto y los hijos de Dios, no


somos una excepción de esto. No voy a ser hipócrita con esto,
si el Padre puede pasar de mí toda aflicción, deseo que lo
haga. Sin embargo, también sé muy bien que Su camino no
contiene solo rosas, sino también espinas. Por lo tanto, lo
mejor que podemos hacer, es no tratar de escapar, porque en
los intentos de huir, salimos mucho más lastimados, y
sufrimos mucho más.

Lo que digo no es fácil, pero debemos soportar


pacientemente las pruebas que nos sobrevienen. Dios nunca
está ajeno de nada de lo que nos ocurre. Si en lugar de
defendernos, nos abandonamos a la cruz que Dios propone

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cada día, la vida de Cristo se manifestará impactando nuestro
entorno.

La gran mayoría de los cristianos de hoy, están


cayendo en los afanes de la vida, algo que Jesús advirtió de
manera insistente (Mateo 6:34). Muchos se han vuelto tan
ocupados, que no tienen tiempo para detenerse
silenciosamente en la presencia del Señor. Dos fuerzas muy
poderosas los impulsan, por un lado, desean alcanzar el éxito
personal y, por el otro, huyen desesperadamente de toda
prueba que procure acecharlos.

La verdad es que el exceso de toda actividad y la


obstinación solamente sirven para aumentar la angustia y la
confusión. Dios mismo nos prepara la cruz que debemos
aceptar humildemente, sin pretensiones de conservación
personal. Recordemos que las tribulaciones producen
paciencia, la paciencia, prueba; la prueba, esperanza; y la
esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos fue dado (Romanos 5:3 al 5).

Debemos someternos pacíficamente a la voluntad de


Dios y soportar los sufrimientos sin luchar para evitarlos,
sino fortaleciéndonos en Dios para avanzar, honrando a Dios
por Su gracia. No hay nada que suavice tanto el dolor, como
un corazón manso y humilde, que no resiste los caminos que
ha preparado el Señor.

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No debemos rechazar la obra que el poder de la cruz
podría realizar en nosotros, porque si lo hacemos, nos
veremos en la inevitable necesidad de pasar por el mismo
terreno una y otra vez. Peor aún, vamos a sufrir mucho más
negándonos a la prueba que rindiéndonos a ella. Esto es
necesario aprenderlo, porque no se vienen tiempos fáciles
para la Iglesia y debemos aprender a consumirnos en la gracia
del Señor.

“La esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios


ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos fue dado”
Romanos 5:5 NVI

Este amor de Dios derramado en nuestros corazones,


al que Pablo hace referencia, no es nuestro amor por Dios,
sino del amor de Dios para con nosotros. Y este amor de Dios
se ha hecho real por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Si con la vida del Espíritu Santo obrando en nuestros
corazones, no reconocemos la gracia, es porque no hemos
entendido el Pacto en el que fuimos introducidos.

Pablo dijo que esta esperanza nunca nos defraudará, ni


nos traicionará, y tampoco nos causará vergüenza, porque en
el mismo tiempo de la persecución, el amor de Dios es
manifestado en nuestro interior por medio del Espíritu Santo.
Entender esto es clave, no solo para ser fortalecidos, sino
porque desde el mismo Espíritu nos será impartido el poder
para la vida.

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“Más Dios muestra su amor para con nosotros, en que
siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues
mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él
seremos salvos de la ira.”.
Romanos 5:8 y 9

La crucifixión separó a Jesucristo del Padre, pero solo


para unirlo de manera eterna, porque fue probada Su justicia.
En su muerte fuimos justificados por Su sangre perfecta, y de
esa manera seremos librados de la ira anunciada (Sofonías
1:15). Puede que hoy en día, veamos sobre las naciones, un
gran avance de las tinieblas; sin embargo, podemos vivir
confiados que, a pesar del estado parcial de la Iglesia,
terminaremos como victoriosos.

Hace un tiempo atrás, un pastor amigo me dijo: Vos


siempre estás predicando a la iglesia para que se comprometa
y cambie de actitud. Has escrito varios libros procurando el
despertar espiritual de los cristianos, y exhortando al
liderazgo a que se atreva a romper estructuras para enseñar
Reino. Luego me preguntó: ¿Qué sentís cuando ves que la
Iglesia no cambia, cuando ves pasividad y falta de
compromiso en muchos hermanos?

Mi respuesta fue: Tengo esperanza, tengo mucha


esperanza, porque no miro a la Iglesia con mis ojos naturales,
sino que traro de verla como Dios la ve; es por eso que la
llamo Iglesia preciosa. Además, el triunfo de la Iglesia no
está en manos de personas, sino en las manos del Creador,
quien no solo tiene todo bajo control, sino que tratará con Su

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Iglesia como lo considere necesario para que, al final,
terminemos en victoria como está profetizado. Sin embargo,
también digo que si despertáramos a la suave voz del Padre,
no necesitaríamos despertar por medio de violentos
sacudones.

Dios nos salvó en el pasado de la pena del pecado.


Constantemente nos salva en el presente del poder del
pecado, y nos salvará en el futuro de la presencia del pecado,
y nos cubrirá ante el derramar de Su ira. Lo cual no implica
que nos tenga que llevar sobre una nube, sino que seremos
librados; eso es un hecho. Somos salvos por la gracia y
vivimos nuestra existencia actual por la gracia de Dios, y en
la eternidad terminaremos victoriosos por la misma gracia de
Dios.

“Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con


Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando
reconciliados, seremos salvos por su vida”.
Romanos 5:10

El pensamiento aquí es que, si mientras en realidad


éramos enemigos, Dios estuvo dispuesto a dar a su Hijo para
morir por nosotros, ahora que hemos sido traídos a un lugar
de aceptación y hemos sido unidos a Cristo, entonces Él está
mucho dispuesto a guardarnos seguros en este nuevo estado
de gracia.

Cristo vive con la asignación de preservarnos en Él, en


la comunión con el Padre y además, incluidos en la

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manifestación de Su propósito eterno. “Por eso puede
también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a
Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos
7:25). Si Dios nos salvó, siendo pecadores, impíos y
enemigos de Dios en nuestra mente, cuanto más ahora que
vivimos en Él, y que somos en Él, ¿Cómo no nos mantendrá
salvos de todo?

“Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios


por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido
ahora la reconciliación”.
Romanos 5:11

Esta es una de las declaraciones más maravillosas de


las Escrituras. Quiere decir que donde quiera que estemos o
cualquiera que sea nuestro problema, podemos gloriarnos y
regocijarnos en Dios y en Su gracia maravillosa. De hecho,
Su gracia es tan maravillosa y de tal magnitud, que resulta
algo difícil de comprender y aún más difícil de vivir según
los parámetros humanos.

Hay ocasiones en las que actuamos como si Dios no


nos hubiese extendido Su gracia, como si tuviésemos que
hacer algo para apropiarnos de la bendición. Sin embargo, la
verdad no es esa. Debemos asumir que soberanamente, el
Señor ha determinado hacer todo y darnos en Cristo, todo lo
que ciertamente no merecemos.

La gracia es tan real como el aire que respiramos; esto


es bárbaro, porque si no respiramos nos morimos y, sin

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embargo, no trabajamos por ello, simplemente respiramos de
manera natural. Tampoco estamos dando gracias todos los
días por el oxígeno, sin embargo, sin él no sobreviviríamos
más que un par de minutos.

La gracia, al igual que el oxígeno, está en todo


momento. Nosotros no buscamos respirar únicamente
cuando estamos impedidos, lo hacemos de continuo. Tal vez
si estamos atrapados en un lugar sin poder respirar,
lucharemos todo lo posible y con desesperación para
conseguir aire, y creo que ocurre lo mismo cuando la
evidencia de un pecado nos golpea de lleno. Sin embargo, la
gracia es necesaria en cada momento, en cada inhalación y
en cada exhalación.

Algunos piensan que necesitan gracia solamente si


hacen algo mal. En realidad, necesitamos gracia en cada
segundo y en toda ocasión. Es decir, no necesitamos a Cristo
porque tenemos un problema, sino porque somos el
problema. La gracia es ilimitada y gloriosa, porque nuestra
maldad no tiene límites. Si la gracia tuviera un límite, no
podríamos ser salvados.

“Dios es muy bueno, y tiene mucha paciencia, y soporta


todo lo malo que ustedes hacen. Pero no vayan a pensar
que lo que hacen no tiene importancia. Dios los trata con
bondad, para que se arrepientan de su maldad”
Romanos 2:4 VLS

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Una de las trampas más comunes que procura
tendernos el enemigo es hacernos dudar del perdón recibido,
a pesar de las promesas de la Palabra de Dios. Si
verdaderamente hemos recibido a Jesús como Salvador por
la fe, y todavía tenemos una sensación incómoda
preguntando si hay o no un perdón para nuestros pecados,
esto puede provenir de influencias demoníacas.

Los espíritus inmundos tratarán de influenciar nuestra


mente para recordarnos constantemente nuestras
transgresiones pasadas, incluso tratarán de hacernos sentir
culpables por ellas. Debemos creerle a Dios y simplemente
descansar en sus promesas, confiados en su amor.

“Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de


nosotros nuestras rebeliones”
Salmo 103:12

Este versículo del Salmo 103 nos dice que Dios no


solamente perdona nuestros pecados, sino que también los
quita completamente de su presencia. Cuando Juan el
Bautista estaba bautizando en el Jordán, vio venir a Cristo y
rápidamente lo identificó diciendo: “He aquí el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Veamos
que no dijo que era el Cordero que venía solamente a
perdonar los pecados, sino que vino a quitarlos.

Su muerte en la cruz no fue para perdonarnos, sino para


pagar nuestra deuda. La Palabra dice que la paga del pecado
es muerte (Romanos 6:23) y Él estuvo dispuesto a pagar el

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precio en nuestro lugar. Él murió en nuestro lugar para que
nosotros pudiéramos vivir en el suyo. Cristo renunció a todo
lo bueno que tenía, para tomar todo lo malo que nos
correspondía a nosotros. Así también, nos pide que
renunciemos a todo lo malo que somos y tenemos, para
recibir todo lo bueno que le pertenece a Él.

En esta carta escrita por Pablo a los romanos, vemos


claramente un gran esfuerzo del apóstol para tratar de
explicar claramente que el Nuevo Pacto, no es la evolución
del judaísmo y que nada tiene que ver con la justicia humana.
De esta manera, Pablo deja bien en claro el alcance de la
gracia, y nosotros, debemos honrar esa gracia, en lugar de
creer en nosotros mismos, en nuestras obras, o nuestra
justicia.

“Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la


gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de
otra manera la obra ya no es obra.”
Romanos 11:6

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Capítulo cinco

HONRAR A DIOS
CON SANDIDAD

“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un


hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a
todos los hombres, por cuanto todos pecaron.
Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero
donde no hay ley, no se inculpa de pecado.
No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés,
aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión
de Adán, el cual es figura del que había de venir”.
Romanos 5:12 al 14

La mitad del capítulo cinco de la carta a los romanos,


aborda el tema de la salvación y la esperanza que tenemos en
Cristo. Por ello, en los capítulos anteriores identifiqué la
gracia como esa virtud divina a través de la cual debemos
honrar a Dios. La segunda sección se centra en la
santificación, un aspecto crucial que también debe revelarse,
ya que es una forma extraordinaria de honrar a nuestro Padre.

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Es fundamental comprender que, en el momento en
que la gracia del Señor nos alcanza, no solo nos salva, sino
que también nos declara justos en la persona de Cristo. Sin
embargo, Dios no se conforma únicamente con declararnos
legalmente justos; Él desea trabajar en nuestras vidas para
que lo recibido espiritualmente se manifieste como una
realidad presente y palpable.

La justificación que la gracia nos otorga en Cristo nos


convierte en personas justas ante las cortes celestiales, pues
somos presentados ante el Juez en la persona de Cristo y no
en nosotros mismos. No obstante, esta gracia extraordinaria
no transforma instantáneamente nuestra vida natural; sino
que nuestra alma, entra en un claro proceso de redención.

Sería un error pensar que la obra consumada en Cristo


equivale a la obra consumada en nuestra expresión personal.
También sería un error suponer que Dios se conforma con
nuestra perfección en Cristo, dejándonos en nuestro estado
personal deficiente. La buena obra que Dios ha comenzado
en nosotros será consumada con la llegada de lo perfecto.
Pero hasta que lo perfecto llegue, el Señor está decidido a
obrar en nuestras vidas, llevándonos de gloria en gloria hacia
una transformación que nos conduzca a la plenitud (2
Corintios 3:18).

Dios quiere hacer de nosotros las personas que Él ha


diseñado, para que podamos representarlo como hijos y
embajadores de Su Reino. Así, su plan de salvación no solo

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nos declara justos en Su presencia, sino que también busca
convertirnos en personas íntegras y justas ante el mundo.

A través de la obra del Espíritu Santo, Dios nos provee


un camino para crecer espiritualmente y ser progresivamente
santificados, es decir, apartados y dedicados al Reino. Los
teólogos denominan esto como la doctrina de la supremacía
federal de Adán y Cristo. Aunque algunos presentan este
concepto de manera compleja, intentaremos verlo de manera
más sencilla.

Para comprenderlo, imaginemos a todos los seres


humanos que han existido, así como a los casi ocho mil
millones de personas que viven en el mundo hoy, resumidos
en dos personas: Adán y Cristo. Al visualizar a estos dos
hombres, coloquemos a todos los demás dentro de uno de
ellos: algunos en Adán y otros en Cristo.

Adán representa la vieja naturaleza de pecado,


mientras que Cristo encarna al Nuevo Hombre. El primero
está bajo maldición y condenación, mientras que el segundo
está en bendición y en justicia absoluta. Todos los seres
humanos estamos en Adán o en Cristo; no hay otra opción.

Quienes han vivido, o viven, sin la vida de Cristo están


en Adán, y por ello son pecadores incapaces de dar buenos
frutos (Mateo 7:18). En cambio, aquellos que hemos
recibido la gracia de la vida de Cristo, vivimos en Él, nos
movemos en Él y somos en Él (Hechos 17:28), por lo tanto,
podemos dar buenos frutos (Juan 15:5).

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Adán y Cristo actuaron en nombre de toda la
humanidad; ambos son representantes de la raza humana.
Adán, según Romanos 5:12 al 14, fue la cabeza natural de la
humanidad, y su acto de desobediencia sumergió a todo su
linaje en el pecado. Todos somos hechos pecadores debido a
este acto de Adán, pues nacemos con una naturaleza que no
puede hacer otra cosa que pecar.

Esto no solo significa que heredamos la naturaleza


pecaminosa de Adán y que además, somos culpables de
nuestros propios pecados, sino también que estamos tan
vitalmente unidos al primer padre de la raza humana que,
antes de tener una naturaleza pecaminosa, de cometer un
pecado, o incluso de existir físicamente, ya éramos pecadores
en Adán, porque el pecado de Adán nos fue imputado.

“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un


hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a
todos los hombres, por cuanto todos pecaron”.
Romanos 5:12

Es importante entender que el pecado del que estamos


hablando es el pecado de Adán, es decir, su primer pecado en
el Jardín del Edén, no los pecados sucesivos de la humanidad.
Este primer acto de desobediencia trajo muerte sobre toda su
descendencia, y en ese acto, todos nosotros fuimos
considerados responsables.

Debemos reconocer que no somos pecadores porque


cometemos pecados; más bien, cometemos pecados porque

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somos pecadores. La naturaleza antecede a los actos que
producimos, y a la vez, es inevitable que esos actos se
manifiesten. Nos encontramos en un estado de
pecaminosidad porque Dios ha declarado bajo pecado a toda
la humanidad. Finalmente, somos pecadores también por
imputación: Adán actuó en representación de la raza humana
porque era su cabeza, y todos estábamos destinados a
descender de él.

Quiero aclarar que al hablar de Adán, también


incluimos a Eva, ya que Eva fue tomada de él, y fue una con
él. Recordemos que el Señor dijo que serían “carne de su
carne y hueso de sus huesos” (Génesis 2:23). Es evidente
que, según la Biblia, el hombre es uno solo, creado en dos
versiones complementarias, denominadas varón y hembra
(Génesis 5:1 y 2).

Aunque no soy partidario de utilizar lenguaje técnico


teológico, en este caso hay una expresión que define muy
bien el diseño del Padre: la “supremacía federal”. Este
concepto es extraordinario porque, en base a la supremacía
federal de Adán, Dios ahora puede salvar a todos los que
hemos recibido la gracia de creer en Cristo, otorgándonos los
beneficios integrales de Su supremacía federal.

Adán y Cristo son los representantes de la raza


humana. Adán es la cabeza natural de la humanidad, y su acto
de desobediencia nos hundió a todos como sus descendientes.
Todos somos pecadores debido al pecado de Adán, porque
ante Dios, lo que Adán hizo, lo hicimos nosotros. Este

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principio es fundamental para entender que, de la misma
manera, la justicia de Cristo nos fue imputada por Su muerte
en la cruz.

Cristo es la cabeza de una nueva raza, una nueva


creación que es la Iglesia, Su cuerpo, la expresión del Nuevo
Hombre. La Iglesia es la nueva creación: “Así también está
escrito: Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente;
el postrer Adán, espíritu que da vida. El primer hombre es
de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor,
es del cielo” (1 Corintios 15:45 al 47).

Pablo nos enseña que en Cristo tenemos “mucho más”


de lo que perdimos en Adán. Esta expresión “mucho más”
aparece primero en Romanos 5:10, donde leímos
anteriormente: “Porque si siendo enemigos, fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho
más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”.

El primer pecado de Adán fue un acto representativo.


Adán actuó en nombre de toda la humanidad, ya que todos
descendimos de él. La evidencia de esto es clara, como Pablo
declara en su primera carta a los Corintios, capítulo 15,
versículos 21 y 22: “Porque por cuanto la muerte entró por
un hombre, también por un hombre la resurrección de los
muertos. Así como en Adán todos mueren, también en
Cristo todos serán vivificados”.

La muerte vino por Adán. Si se busca una prueba de


que el primer pecado de Adán fue un acto representativo de

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la humanidad, consideremos que desde entonces, todos los
seres humanos mueren. Dios no creó al hombre para morir;
fue el pecado el que introdujo la muerte. Incluso si alguien
intentara criar a un niño en un entorno absolutamente aislado
de toda maldad, este aún terminaría pecando, porque el
pecado no es algo que se aprenda, sino el resultado de una
naturaleza caída.

“Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero


donde no hay ley, no se inculpa de pecado”.
Romanos 5:13

Lo que el apóstol Pablo continúa enseñando, es que


desde Adán hasta Moisés, a quien le fue dada la Ley, ya había
pecado en el mundo. Durante ese período de tiempo, el
pecado no era considerado una transgresión, sino una
rebelión contra Dios. Sin embargo, la llegada de la Ley
estableció los límites de las ordenanzas divinas y la condena
de cada transgresión.

“No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés,


aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión
de Adán, el cual es figura del que había de venir. Pero el
don no fue como la transgresión; porque si por la
transgresión de aquel uno murieron los muchos,
abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don
de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo. Y con el
don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó;
porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo

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pecado para condenación, pero el don vino a causa de
muchas transgresiones para justificación.”
Romanos 5:14 al 16

A pesar de que en la época de Noé aún no existía la


Ley, aquella generación fue destruida por medio del diluvio
porque estaba saturada de pecado. Eran incorregibles e
incurables. Dios vio la extrema perversidad de los hombres y
actuó conforme a lo que vio. Génesis 6:5 lo expresa
claramente: “Y vio el Señor que la maldad de los hombres
era mucha en la tierra, y que todo designio de los
pensamientos de su corazón era de continuo solamente el
mal”.

Esa generación estaba completamente pervertida y


entregada a la maldad, pero no eran transgresores de la Ley,
porque la Ley aún no había sido dada a Moisés. Aun así,
fueron juzgados como pecadores. Todos los seres humanos
pertenecemos a una raza perdida, y aunque algunos pueden
rechazar esta idea, considerándola injusta o difícil de aceptar,
todos hemos sido destituidos de la gloria de Dios. La única
manera de revertir esta realidad es a través de Jesucristo. No
hay otra opción, como algunos pretenden, y mucho menos,
alguna religión que contemple las buenas obras.

Todos los seres humanos, sin excepción, necesitamos


la regeneración, porque por nuestra propia naturaleza no
tenemos remedio ni posibilidad de cambio. El diseño del
Reino no busca la educación de los pecadores, sino la
madurez de los santos renacidos. Dios no ha depositado Su

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esperanza en el cambio de la humanidad, sino en la vida de
Su Hijo Jesucristo.

Como nuevas criaturas, podemos vivir en verdadera


santidad, no por un simple cambio de ideas, sino por un
legítimo cambio de naturaleza. Cuando la vida de Cristo no
está operando en los seres humanos, el pecado está a flor de
piel; la carne, la vida interior y el desarrollo intelectual están
impregnados de oscuridad. Solo Cristo produce luz,
convicción de pecado y verdadera santificación.

Dios no está obligado a salvar a nadie, especialmente


porque ningún hombre desea ser salvado ni elige a Dios de
ninguna manera. Es Dios quien debe elegir a algunos y
salvarlos soberanamente, dándoles vida y luz, ya que todos
estábamos absolutamente impedidos de ver, entender o
acudir a la salvación.

Es absurdo que algunos ministros consideren que la


salvación tiene una parte de virtud humana. Creen que los
hombres nos salvamos por la obra de Jesucristo “y” por la
voluntad humana de aceptarlo como Salvador. La salvación
no tiene ningún “y” con mérito humano; la obra de redención
fue absolutamente divina. Lo único que los hombres
pudieron hacer fue crucificar a Jesús, acusándolo falsamente.

Por otra parte, la regeneración no es algo que los seres


humanos podamos elegir. Jamás he visto a un pequeño niño
eligiendo nacer o aceptando a sus padres. Nosotros
estábamos muertos en delitos y pecados, y recibimos vida.

72
Eso solo puede ser el resultado de la gracia soberana. Analizo
esto detalladamente en mi libro titulado “Salvados por
Gracia”, y les aconsejo leerlo de manera responsable, antes
de opinar rápidamente sobre este tema tan controversial.

“Pues si por la transgresión de uno solo reinó la muerte,


mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los
que reciben la abundancia de la gracia y del don de la
justicia. Así que, como por la transgresión de uno vino la
condenación a todos los hombres, de la misma manera por
la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación
de vida. Porque así como por la desobediencia de un
hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno, los muchos serán
constituidos justos. Pero la ley se introdujo para que el
pecado abundase; más cuando el pecado abundó,
sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó
para muerte, así también la gracia reine por la justicia
para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro.”
Romanos 5:17 al 21

Aquí, Pablo presenta al Reino como un Reino superior


al reino de la muerte. Es el Reino de la vida en Cristo,
ofrecido a todos los escogidos del Padre por medio de la
abundancia de Su gracia. El Rey del Reino de la vida es
Jesucristo, y sobre Su vida está edificada la Iglesia, contra la
cual las puertas de la muerte no prevalecerán (Mateo 16:18).

Aquí se declara el principio fundamental de la


imputación del pecado y de la imputación de la justicia. Esta

73
es la doctrina de la supremacía federal de la raza en Adán y
en Cristo. Dios sabía lo que la raza humana haría en Adán, y
por tanto, proveyó, aun en aquel entonces, una nueva Cabeza,
a fin de que pudiera declarar justos a los pecadores perdidos,
quienes no tienen ninguna justicia propia.

Pablo resumió su argumento sobre la supremacía


federal. El acto de desobediencia de Adán hizo pecadores a
todos, no solo por tener una naturaleza pecaminosa, sino
también por ser culpables del acto de pecado. La obediencia
de Cristo no solo incluyó Su muerte en la cruz, sino también
Su santa vida de obediencia a la voluntad del Padre. Sin
embargo, fue Su muerte en la cruz y Su resurrección lo que
hizo posible que Dios declare justo al pecador que cree en Él.

Cristo es nuestra justicia, mientras que Adán


representa nuestro pecado y muerte. El pecador que oye y se
somete obedientemente a la voz de Cristo, recibe una
declaración de justicia que lo libra de condenación. Por todo
esto, no solo somos salvados, sino posicionados en Cristo
para una vida santa. Lo que Adán no pudo hacer debido al
pecado, lo podemos hacer nosotros por causa de la justicia.

Si Adán hubiera decidido vivir en santidad, hoy no


solo estaría vivo, sino que sería el hombre más honrado del
planeta, el padre de toda la humanidad. Sin embargo, el
pecado le hizo perder todos sus privilegios. Lo que Adán
perdió, Cristo lo recuperó para que nosotros podamos hacer
lo que Adán no hizo.

74
Dios nunca renunció a Su plan original. No entiendo
por qué algunos predicadores solo quieren sacar a la Iglesia
de la tierra y llevarla al cielo. Si el gobierno de Dios no llega
a ser completamente manifestado por la Iglesia en toda la
tierra, será porque el diablo ganó la partida, y todos sabemos
que eso no sucederá, porque Cristo lo venció en la cruz. Por
lo tanto, no hay otra posibilidad que la concreción de los
diseños del Padre, estableciendo completamente Su Reino
sobre toda Su creación, para lo cual, la Iglesia no debería
huir, sino ejercer su rol.

Cuando Dios creó al hombre, lo hizo para gobernar Su


creación a través de él. Por eso lo creó con la naturaleza de la
tierra, porque era lo que deseaba gobernar, y lo creó con Su
propia naturaleza, porque era necesario que desde la
comunión espiritual, se sujetara al gobierno celestial. El
pecado desconectó al hombre de Dios, pero no lo desconectó
de la tierra. Cristo vino para reconciliar todas las cosas, las
que están en la tierra y las que están en los cielos, haciendo
la paz mediante la sangre de Su cruz (Colosenses 1:20).

Una vez reconciliados, recuperamos la posición de


gobierno que tuvo Adán (Génesis 1:26). Ahora, debemos
vivir en santidad, no cometiendo el mismo error de Adán.
Debemos vivir bajo el gobierno del Padre, quien no solo ha
venido a nosotros a través del Espíritu Santo, sino que nos ha
colocado en la persona de Cristo, quien es representado como
el segundo Adán.

75
La mentalidad satánica es la independencia y la
anarquía humana. La mentalidad del Reino es pura y
exclusivamente hacer la perfecta voluntad de Dios. Por lo
tanto, debemos cambiar nuestros conceptos sobre la santidad,
porque santidad no es portarnos bien para alcanzar salvación.
Santidad es el resultado de ser santos renacidos, salvos y
consolidados en Cristo, que, dando genuinos frutos de
obediencia por causa de la vida que opera en nosotros,
honramos a nuestro Padre para que Su propósito sea
cumplido.

“¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado


para que la gracia abunde? ¡De ningún modo! Nosotros,
que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?
¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en
Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?
Por tanto, hemos sido sepultados con El por medio del
bautismo para muerte, a fin de que como Cristo resucitó
de entre los muertos por la gloria del Padre, así también
nosotros andemos en novedad de vida.
Porque si hemos sido unidos a Él en la semejanza de su
muerte, ciertamente lo seremos también en la semejanza
de su resurrección, sabiendo esto, que nuestro viejo
hombre fue crucificado con Él, para que nuestro cuerpo
de pecado fuera destruido, a fin de que ya no seamos
esclavos del pecado; porque el que ha muerto, ha sido
libertado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo,
creemos que también viviremos con Él…”
Romanos 6:1 al 8

76
Es posible honrar a Dios con nuestra santidad, aunque
sigamos viviendo dentro de las limitaciones de nuestros
cuerpos carnales. Es verdad que estamos sujetos a pasiones y
emociones conflictivas, como la autocompasión, la ira y el
miedo. Al final, por más que procuremos vivir de manera
absolutamente pura, un solo pensamiento lujurioso o
codicioso estropeará la perfección y cancelará cualquier
intento de vivir por encima del pecado.

Es por esto, que el mismo Pablo nos ordena llevar


cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo (2
Corintios 10:5). A menudo, las mayores batallas con la carne
las libraremos en el interior, sin llegar a reconocerlas,
mientras que otros pecados sólo los reconoceremos a
posteriori. ¿Cuántas veces hemos dicho algo y después nos
hemos dado cuenta de que no deberíamos haberlo dicho?

Así que, aunque sea posible llegar al punto de


autocontrol y dirección del Espíritu para hacer las cosas que
honran a Dios, no debemos confiar en nosotros. Con
frecuencia no entendemos nuestras propias motivaciones ni
vemos nuestros propios defectos hasta que Dios nos los
señala. Por eso Dios nos exhorta a que confesemos nuestros
pecados y limpiemos nuestros corazones, sin asumir nunca
que estamos libres de pecado, o que solamente por el hecho
comportanos bien, no llegaremos a tener ningún problema.

“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a


nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.

77
Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.
1 Juan 1:8 y 9

Si queremos ser sabios no debemos asumir que hemos


alcanzado la perfección sin pecado. Hacerlo nos convertiría
en orgullosos, lo cual también sería pecado (Santiago 4:6;
Proverbios 16:5). Debemos permitir que el Espíritu Santo
nos examine continuamente para ver si nuestros caminos
agradan al Señor. David, quién siempre procuraba honrar a
Dios con su vida, expresó esto claramente en uno de sus
Salmos:

“Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y


conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de
perversidad, y guíame en el camino eterno.”
Salmo 139:23 y 24

78
Capítulo seis

HONRAR A DIOS
POR LA VIDA

“¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna


manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley;
porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera:
No codiciarás. Mas el pecado, tomando ocasión por el
mandamiento, produjo en mí toda codicia; porque sin la
ley el pecado está muerto. Y yo sin la ley vivía en un
tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y
yo morí. Y hallé que el mismo mandamiento que era para
vida, a mí me resultó para muerte…”
Romanos 7:7 al 10

Si la liberación del pecado significara la liberación de


la Ley, ¿serían entonces equiparables? Pablo respondió: ¡De
ninguna manera! Luego mostró que la Ley en sí misma es
buena, pues revela la voluntad de Dios. El problema no radica
en la Ley de Dios, sino en nosotros. Es nuestra condición
humana la que tiene la culpa. Si la Ley hubiera sido mala,
Dios no la habría demandado. El problema es que nuestra
condición sin Cristo nos incapacita para cumplirla.

79
Este era el problema de los fariseos, que se esforzaban
por cumplirla y creían que realmente lo lograban. Por eso se
consideraban justos, pero en realidad seguían teniendo un
grave problema de corazón. Por esta razón, Jesús les decía:
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque
sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera
lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de
muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27).

Ahora bien, el apóstol Pablo no pretendía acusar a


nadie con esta cuestión. De hecho, asumió en su carta un tono
muy personal, utilizando en el resto del capítulo cinco de
Romanos pronombres en primera persona como “yo”, “mí”,
y “mí mismo” en varias ocasiones.

La Ley le reveló a Pablo la excesiva maldad del pecado


que lo habitaba. En su experiencia, relató que luchaba dentro
de sí mismo para vencer el pecado, pero descubrió que era
imposible. La Ley le brindó la posibilidad de observar su
interior, ya que expuso los pensamientos e intenciones de su
corazón, pero no pudo darle ayuda para obedecer.

Esta es la función de la Ley: revelar la debilidad y la


fealdad de la naturaleza carnal. El apóstol Santiago comparó
la Palabra de Dios con un espejo que revela lo que somos
(Santiago 1:23 y 24). La culpa de la realidad no la tiene el
espejo al revelar suciedad y fealdad, sino la vieja naturaleza
heredada de Adán. El espejo puede mostrar que estamos
despeinados o desaliñados, pero no puede peinarnos ni
arreglar nuestra condición. De la misma manera, la Ley

80
revela que somos pecadores. La amonestación o prohibición
contenida en la Ley, deja clara la debilidad de la carne o la
condición humana, pero esa virtud solo produce
condenación, porque no puede resolver el problema de la
humanidad. Esto es lógico, ya que Dios no otorgó la Ley para
resolver el problema, sino para evidenciarlo.

Es como si Pablo dijera: “Antes de que yo supiera que


codiciar era malo, no sentía ninguna convicción de pecado,
porque no había una Ley que me lo prohibiera. Pero cuando
llegó la Ley, el pecado apareció en mí…”. Así que la Ley no
solo revela lo que es el pecado, sino también la incapacidad
humana para resolverlo. Esto, en lugar de generar un falso
orgullo en aquellos que creían poder cumplirla, tenía la
intención de generar humildad en los incapaces.

Por ejemplo, si un famoso artista como Miguel Ángel


me pidiera que pintara un cuadro similar a los suyos, yo
debería excusarme diciendo que no sé cómo hacerlo. De
hecho, tendría que pedirle ayuda. Lo peor que podría hacer
es dibujar un garabato y presentárselo como una gran obra de
arte, creyendo orgullosamente que soy tan capaz como él.

Debemos asumir que la Biblia presenta una norma y


una guía de conducta que es superior a la propia capacidad
humana. Por eso, en el Nuevo Pacto, el Señor nos introduce
en Cristo, porque solo Él es capaz de hacer en nosotros lo que
nosotros no podemos hacer (Hebreos 13:20 y 21).

81
Debemos notar que Pablo no estaba discutiendo sobre
la Ley en relación con la pena del pecado, sino más bien,
sobre la Ley como una forma de vida para los cristianos. La
Ley no puede salvar, no puede producir libertad; de hecho,
Pablo dice que solo produjo muerte. Esta es la tragedia de
cualquier persona que procure vivir según la Ley. Es
lamentable que haya tantos cristianos por ahí, tratando de
vivir bajo sus demandas, creyendo además que en Cristo se
pueden convertir en judíos.

Ahora, la culpa no recae en la Ley, sino en aquellos


que tratan de cumplirla, y si no les produce ese efecto, es
porque son atrapados por el orgullo. La Ley revela la
debilidad, la incapacidad del hombre y el pecado de la
humanidad. Por eso la Ley tuvo un ministerio de condenación
y muerte. Si hubiera existido una ley que pudiera producir
vida, Dios la habría comunicado. Pero en lugar de eso, envió
a Su Hijo Jesucristo, que es el único camino, la verdad y la
vida (Juan 14:6).

“Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien;


porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no
quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo
hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que,
queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está
en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la
ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se
rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a
la ley del pecado que está en mis miembros.

82
¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de
muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.
Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas
con la carne a la ley del pecado”.
Romanos 7:18 al 25

Pablo aprendió que no había ningún bien en él. La


pregunta es: ¿Hemos llegado nosotros a esa conclusión?
Lamentablemente, muchos creen que en su condición
humana pueden hacer algo para agradar a Dios por medio de
sus obras. Algunas congregaciones están tan sobrecargadas
de actividades que parecen colmenas de abejas que trabajan
y trabajan, pero, en realidad, no pueden producir miel.

No estoy sugiriendo que todas las actividades en las


iglesias no sirvan para edificar a los santos; lo que digo es
que no mejoran nuestra justicia ante Dios. Hay actividades
que ciertamente están alineadas con la voluntad de Dios, pero
hay otras que solo mantienen ocupados a muchos hermanos
en un propósito que tiene más que ver con los intereses del
ministerio o denominación que en la edificación de los
santos.

Esto es tristemente agravado en las congregaciones


que están atrapadas en la religiosidad. De hecho, la
característica fundamental de la religión es la carnalidad, no
la verdadera espiritualidad. La vida de Cristo no se manifiesta
desde la religiosidad humana, porque esta está llena de
orgullo y vanidad. Los que son víctimas de la religión caen
en un mero activismo que no produce frutos espirituales. No

83
han aprendido, como Pablo lo hizo, que sin Cristo, la
naturaleza humana no posee ningún bien.

El apóstol Pablo fue un claro ejemplo de vida religiosa,


pues reconoció haber sido un fariseo orgulloso; sin embargo,
al conocer la gracia del Señor, descubrió que todo lo que
había considerado importante solo era basura comparado con
Jesucristo.

Pablo también nos enseña que la nueva naturaleza que


recibimos en Cristo desea en todo momento servir al Señor
haciendo Su voluntad; sin embargo, tampoco tiene poder en
sí misma. Por eso, muchas veces podemos sentir una gran
frustración, porque nos cuesta materializar el buen propósito
de servir a Dios de manera efectiva.

Lo que ocurre es que, por más que intentemos no


permitir una gota de religiosidad en nuestras vidas, si no
sabemos cómo gestionar nuestras acciones desde la vida del
Espíritu, es muy fácil que caigamos en esfuerzos humanos
producidos solo desde nuestro ego.

Muchas veces, nuestras acciones son solo el producto


de nuestro carácter emprendedor, de nuestro entusiasmo
natural y de una actitud positiva frente a la vida en general.
Pero, con el tiempo, las dificultades, el cansancio o incluso
el desánimo pueden hacernos sentir su efecto.

Muchos han tratado de excusar a Pablo por lo que


escribió en el famoso final del capítulo siete de Romanos.

84
Algunos consideran que Pablo escribió esto poniéndose en la
piel de un cristiano carnal; otros, que lo hizo recordando su
ceguera después de su conversión en el camino a Damasco;
y otros dicen que Pablo se refería a sus propios días de
inmadurez espiritual.

La verdad es que Pablo no aclara nada de esto. Lo


único que hizo fue describir su situación, tal como si fuera la
de un cristiano normal. Estos versículos de romanos siete no
sirve para describir convenientemente el ministerio del
apóstol Pablo, pero esto no es algo que él estuviera
preocupado por hacer. De hecho, el apóstol lo que hace, es
encontrar la ocasión para mencionar claramente sus
limitaciones, creando además, una plataforma para
presentarnos una salida victoriosa.

Pablo, al igual que cualquiera de nosotros, fue un


hombre que durante toda su vida estuvo acostumbrado a
demostrar su fe a través de sus propias virtudes. Es lógico
que después de su conversión haya intentado más de una vez
hacer las cosas con sus fuerzas, para luego descubrir su
incapacidad y enseñarnos los beneficios de rendirnos ante el
Señor.

La verdad es que en la epístola a los Romanos, Pablo


revela el contraste y el conflicto entre las dos naturalezas de
todos los creyentes, incluso la suya propia. Todos debemos
inclinar la cabeza en vergüenza y disgusto al encontrarnos
con una descripción de nosotros mismos.

85
“Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el
pecado que está en mí”.
Romanos 7:20

El apóstol Pablo nos da una descripción gráfica de sí


mismo, como si un asaltante hubiese entrado por la fuerza en
su casa y lo hubiera tomado cautivo. Así como nadie puede
resistir esa dominación, a menos que nos imaginemos
peleando contra el pecado, como si fuéramos Jason Statham
(el famoso actor de Hollywood). La verdad es que todos, sin
excepción, caemos bajo la hostilidad del pecado. No
podemos, y nadie puede vencerlo con sus propias fuerzas.

Pablo vio que su nueva naturaleza no entraba en


complicidad con el deseo de su vieja naturaleza, sin embargo,
tampoco podía vencerla. Pablo dijo que el mal estaba en él, y
esa también es la realidad de todos nosotros. Tenemos una
nueva vida espiritual, vivimos en plena comunión con Dios,
tenemos Su Espíritu Santo morando en nuestro interior, pero
si nos descuidamos, la carne y algunas intenciones del alma
estarán ahí, acechando con sus deseos.

Todos los hijos de Dios, sin importar nuestra condición


o el desarrollo espiritual que podamos tener, debemos admitir
que en todo momento la maldad, está presente en alguna área
de nuestra vida. No reconocer esta realidad eventualmente
nos puede conducir a más de una estrepitosa derrota.

El pecado no solo es una naturaleza latente, sino que


es una ley que opera desde nuestros miembros, rebelándose

86
contra la ley de nuestra mente y las intenciones de nuestra
nueva naturaleza. En realidad, hay cuatro leyes que se
mencionan en este versículo y en los que lo preceden: la Ley
de Dios, la ley del pecado, la ley de la mente y la ley de los
miembros. Excepto la Ley de Dios, estas leyes operan
directamente desde nuestro ser, y son inevitables.

No tenemos ninguna habilidad personal para escapar


de las operaciones del pecado. La única autoridad y el único
poder por medio de los cuales podemos prevalecer, nos deben
ser otorgados en la persona de Cristo. Debemos asumir una
absoluta dependencia hacia el Espíritu Santo, porque es claro
que no podemos librarnos de nuestra vieja naturaleza solo por
haber recibido una nueva. Es por esto, que Pablo expresó:
¡Miserable de mí! Y luego preguntó: ¿Quién me librará de
este cuerpo de muerte?

Aquí, Pablo no estaba buscando una remisión de


pecados, pues eso ya lo sabía muy bien, sino que deseaba ser
liberado de las operaciones de la naturaleza pecaminosa.
Ante esto, respondió abiertamente, para que todos
pudiéramos aprender: ¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo
Señor nuestro! Su irremediable mal y el nuestro, solo tienen
una esperanza, y no está en nosotros mismos, sino en
Jesucristo.

“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que


están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la
carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del

87
pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la
ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su
Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del
pecado, condenó al pecado en la carne; para que la
justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no
andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.
Romanos 8:1 al 4

Es glorioso encontrar todas las respuestas en Cristo,


sabiendo que el pecado no puede regir los destinos de nuestra
vida. Es cierto que nuestra nueva vida, por sí misma, no es
capaz, y que la vieja naturaleza no tiene solución, pero
tenemos la vida de Cristo, y Él sí tiene toda potestad y poder
para librarnos de todo mal y para que nada ni nadie pueda
arrebatarnos de Su mano (Juan 10:28).

Si en verdad deseamos agradar a Dios y hacer Su


voluntad, debemos rendirnos por completo a Él, morir a
nuestras intenciones personales y depender de la obra
soberana del Espíritu Santo. La santificación es la obra del
Espíritu Santo en nuestra vida regenerada; Él nos libera del
poder del pecado y nos capacita para obrar conforme a la
voluntad del Padre.

“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha


librado de la ley del pecado y de la muerte”.
Romanos 8:2

Necesitamos seguir la lógica del apóstol Pablo. Uno de


los grandes expositores de la carta a los Romanos dijo que si

88
no encontramos lógico a Pablo, entonces no estamos
siguiendo correctamente sus razonamientos. “La ley del
Espíritu” que se menciona aquí, no solo se refiere al
principio de una nueva ley escrita, sino a la autoridad que
ejerce el Espíritu desde nuestro interior.

El Espíritu de vida es el Espíritu Santo, quien nos


otorga vida porque, esencialmente, Él es la vida de Cristo en
nosotros. La expresión “en Cristo Jesús” nos demuestra esto
claramente. Por eso debemos honrar a Dios por la vida de
Cristo, y por la vida que opera en nosotros a partir de la
regeneración, ya que es lo que nos permite sostener una
permanente comunión con Él.

El Espíritu Santo obra sobre nuestra nueva naturaleza,


que ahora está vitalmente unida a la vida de Cristo. El hombre
descrito por Pablo en el capítulo siete de Romanos está unido
al cuerpo de muerte, pero en el capítulo ocho aprendemos que
nuestra victoria se produce por estar unidos al Cristo viviente,
y que en Él no hay posibilidades de condenación.

Ésta es la forma en que Dios llegó a las raíces del


pecado en nuestro cuerpo, en nuestra mente y en nuestro
corazón. Jesucristo fue enviado por el Padre para ajusticiar la
carne pecaminosa en la cruz del Calvario, para que ésta ya no
tuviera ningún derecho sobre nosotros. Dios puede tratar así,
directamente condenando al pecado en nuestras vidas.

El pecado ha sido condenado en nuestros cuerpos, pero


no ha sido eliminado. De hecho, nuestro cuerpo también está

89
condenado a volver al polvo, porque es necesario que lo
mortal sea revestido de inmortalidad y lo corruptible de
incorruptibilidad (1 Corintios 15:53).

Ciertamente, todos deseamos vivir, pero lo hacemos


con la esperanza de recibir nuestro cuerpo glorificado para
ser semejantes a Cristo de manera absoluta. Además, los
hijos de Dios tenemos la esperanza y la ansiedad de que el
Señor venga para librarnos de este mundo controlado por el
pecado y las tinieblas, al manifestar la plenitud de Su Reino.

Sin embargo, también debo decir que hay algo glorioso


que debemos valorar muchísimo, y es que aun estando en este
cuerpo de muerte, podemos vivir en eternidad espiritual; y
que a pesar de estar inmersos en un sistema controlado por
las tinieblas, nosotros podemos vivir en luz; y en un mundo
infectado por el pecado, nosotros podemos vivir en la
santidad que nos otorga la gracia divina.

Quienes hemos recibido la nueva naturaleza espiritual


y el poder de la vida en Cristo, podemos entregarnos
voluntariamente al gobierno de Dios, buscando en todo
tiempo Su voluntad y poniéndola por obra a través de la obra
integral del Espíritu Santo. Hacer esto no es otra cosa que
honrar a Dios por la vida, esa vida que solo por Su gracia
hemos recibido.

“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para


que vivamos conforme a la carne; porque si vivís

90
conforme a la carne, moriréis; más si por el Espíritu
hacéis morir las obras de la carne, viviréis.
Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios,
éstos son hijos de Dios”.
Romanos 8:12 al 14

91
Capítulo siete

HONRAR A DIOS
POR SU AMOR

“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de


que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos;
herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que
padecemos juntamente con él, para que juntamente con él
seamos glorificados”.
Romanos 8:16 y 17

El apóstol Pablo, deja clara nuestra esperanza al


justificar ciertas aflicciones momentáneas como algo
incomparable con lo que recibiremos en Cristo. Es más, creo
que debemos recobrar el valor del quebranto como un medio
para la gloriosa expresión de Cristo. Decir esto puede parecer
incorrecto en esta generación que huye despavorida de toda
aflicción, pero es fundamental para el sano desarrollo del
entendimiento respecto del evangelio del Reino.

Por supuesto, no expreso esto porque me gusten las


aflicciones; de ninguna manera. Solo señalo que nos hemos
ido a un extremo en el que consideramos que toda aflicción
es injusta y resultado de las tinieblas. Pensar que, siendo hijos

92
de Dios y bendecidos, no podemos o no debemos padecer
problemas es absurdo. Ese es un paradigma cultivado por la
mala enseñanza.

Cuando los ministros encargados de la enseñanza


ocultan la verdad del evangelio para ser positivos y
alentadores, pueden creer que están impulsando la fe. Sin
embargo, aquellos que se entusiasman con ese mensaje
terminan siendo muy débiles en los momentos de adversidad,
porque no están preparados para superarlos.

Estoy convencido de que muchos de nosotros, cuando


lleguemos a la eternidad, desearíamos haber sufrido un poco
más por causa del evangelio. Ni Pablo ni yo nos referimos a
padecimientos vanos, sino a los que vienen como
consecuencia de vivir y sostener la verdad del Reino.

Padecer por Cristo también es resultado de Su amor.


Él desea que nos deleitemos en Él, y nosotros debemos
honrar eso. Tristemente, la sociedad nos tiende las redes de
su influencia, de manera que muchos se deleitan más en el
bienestar personal, que en la presencia misma del Señor, sin
comprender el amor de Dios expresado en los padecimientos.

Podemos disfrutar del bienestar, no hay problema con


eso, y ojalá todos los hermanos pudieran vivir en abundancia.
Pero nuestro enfoque debe estar primeramente en lo eterno.
Debemos tener claro que, más allá de lo que podamos estar
viviendo hoy, sea bueno o malo, lo que vendrá no será
comparable con lo presente. No solo nuestros cuerpos serán

93
redimidos, sino que todo el universo físico lo será. La tierra
será llena de la gloria del Señor, y Su Reino será expresado
en todo lugar.

“Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar


la manifestación de los hijos de Dios”.
Romanos 8:19

Ése es el propósito de Dios, ya está anunciado y Él lo


llevará a cabo. En realidad, cambiaremos esta tierra infectada
por las tinieblas por una tierra redimida y gloriosa. En la
plenitud del Reino no habrá más pecado ni maldición por
causa del pecado, y éste no volverá sobre ella. ¡Ciertamente
viviremos una gloriosa experiencia eterna! Y en esa
experiencia trabaja nuestra fe.

Nuestra esperanza no puede estar depositada en el


bienestar del mundo; nada vendrá de ningún gobierno
natural. Las instituciones de representación ciudadana y las
organizaciones internacionales dicen estar trabajando para
cambiar la realidad presente de los pueblos, pero no solo no
lo han logrado, sino que la situación ha empeorado. En el
fondo, el único efecto del trabajo humano es la preparación
para la manifestación del gobierno satánico.

Esta generación actual, que por causa de la tecnología


y el avance de la ciencia, está disfrutando de mayores
comodidades que cualquier otra en la historia, trata de evitar
pensar en el lado oscuro de la vida. Pero los creyentes
actuales no debemos eludir la experiencia del sufrimiento,

94
porque los tiempos finales traerán mucha hostilidad contra
los cristianos; sin embargo, sabemos esto y saldremos
victoriosos.

“Por tanto, también la creación misma será libertada de la


esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos
de Dios”.
Romanos 8:21

Tal vez, cuando menciono la redención del planeta, no


suene tan interesante para muchos hermanos, o al menos
como algo difícil de imaginar. La naturaleza hoy en día es
hermosa, pero sufre permanentemente, no solo por el abuso
de los seres humanos, sino también por los abruptos cambios
que evidencian la inestabilidad y la falta de armonía.

Hay un deterioro constante en la naturaleza, causado


tanto por los hombres como por la muerte misma. Si vamos
a un hermoso bosque, encontraremos allí vida entre árboles
caídos y animales muertos que se están pudriendo. Ésa es la
naturaleza que tenemos: en medio de su belleza, también
percibimos el hedor de los cuerpos putrefactos y los efectos
climáticos que están acabando con muchas especies.

La naturaleza sigue siendo lo más hermoso que


tenemos en el planeta, y por tal motivo, no alcanzamos a
percibir el grado de destrucción que estamos padeciendo a
nivel global. Los ríos, en su mayoría, están absolutamente
contaminados. Los mares, por su parte, parecen gigantes

95
indestructibles, pero están sufriendo degradación y
destrucción.

Si continuamos de esta manera, la muerte y las


tinieblas seguirán avanzando, y todo lo que aún encontramos
hermoso se terminará destruyendo. Hay cosas que no se
podrán frenar, porque ya están escritas. Hoy más que nunca,
se habla de cuidar el planeta; sin embargo, se continúa
haciendo todo lo contrario. Debemos entender que no hay
esperanza de cambio en seres humanos sumergidos en la
oscuridad.

“Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a


una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella,
sino que también nosotros mismos, que tenemos las
primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro
de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención
de nuestro cuerpo”.
Romanos 8:22 y 23

Dios ciertamente está en el cielo, y allí todo funciona


bien. La única vez que hubo una rebelión, fue combatida con
la expulsión de los rebeldes. Sin embargo, aunque el Señor
es omnipresente, en la tierra ha determinado manifestarse a
través de la Iglesia. Ese es Su diseño, y creo que la mayoría
de los cristianos no logra dimensionar la responsabilidad que
esto conlleva.

No estoy sugiriendo que el Reino logrará una


expansión total a través de la Iglesia. Eso no sucederá. La

96
Iglesia puede y debe manifestar el Reino hasta la venida del
Señor. Él es quien traerá la plenitud sobre nosotros y sobre
todo el planeta. Todo cambiará con Su venida, pero nosotros
debemos anunciarlo y vivir con intensidad la vida del Reino,
aun soportando las hostilidades del sistema, que sin duda
empeorarán.

Por ahora, no solo la naturaleza gime, sino que los


hijos de Dios debemos encontrarnos en armonía con ella.
Creemos que este versículo es devastador para aquellos que
mantienen la teoría de que la señal de un verdadero creyente
es el bienestar. Reitero, podemos estar bien en lo natural,
pero nuestro corazón debe gemir por la venida del Señor y la
manifestación plena de Su Reino.

Tal vez los jóvenes no logren discernir esto, pero


cuando los años pasan, comenzamos a sentir dolores que
antes no sentíamos, y sufrimos cambios que nos alejan de la
plenitud. Estamos en un proceso de muerte, y si no
asimilamos eso, es porque no hemos entendido la verdad del
evangelio.

Yo sostengo el gozo espiritual, porque esa es la


fortaleza que se produce en la fe, pero no puedo ser
plenamente feliz, en un mundo donde las desgracias son
continuas, las injusticias ocurren en todos lados, y la muerte
acecha injustamente a miles de personas cada día.

No tengo duda de que nos hemos acostumbrado a


convivir con la muerte, pero ¿a quién le gusta pensar en la

97
posibilidad de la muerte de nuestros seres queridos? Si
alguien puede decir que no le importa, es porque ha decidido
alinearse con las tinieblas. Yo aborrezco la muerte y todo lo
que va produciendo en los seres humanos.

Cuando vemos fotos o videos de personas jóvenes


llenas de vida, y luego los vemos totalmente deteriorados,
sufriendo la vejez, la enfermedad y la muerte, debemos sentir
indignación, no pasiva resignación. No debemos olvidar que
todo esto es consecuencia del obrar de las tinieblas. Sin la
intervención de Satanás, y sin la actitud pecaminosa de los
hombres, nada de esto estaría ocurriendo.

Personalmente, vivo con esperanza y moriré con la


esperanza fundamentada en Cristo, lo cual es grandioso, no
solo para mí, sino también para enfrentar la pérdida de mis
seres queridos. Sin embargo, cuando miro mi cuerpo cada
día, cuando veo envejecer a mis seres amados, me indigno
contra las tinieblas. Por lo tanto, voy a invertir hasta mi
último suspiro en combatirlas, contribuyendo a la expansión
del Reino todo lo que pueda.

David escribió en el Salmo 6:6: “Me he consumido a


fuerza de gemir; todas las noches inundo de llanto mi
lecho”. También debemos recordar que nuestro Señor Jesús
lloró en algunas ocasiones. Creemos que Él era una persona
alegre, pero hubo momentos en los cuales lloró, aun sabiendo
que la redención sería concretada.

98
Recordemos que incluso lloró ante la tumba de Lázaro,
aun sabiendo que lo resucitaría. Nosotros no podemos ser
indiferentes al dolor que produce la muerte. Es verdad que
tenemos certeza en la esperanza del evangelio, pero debemos
sentir sinceramente la empatía por el dolor que sufre la
humanidad a causa de las perversas tinieblas.

Eso también es honrar a Dios, quien, por Su amor, ha


preparado, a través de Su diseño, una salida redentora para
nosotros y para toda la creación. Esta es la verdad y esa es
nuestra esperanza, aunque todavía no la veamos con nuestros
ojos naturales. Lo que debemos hacer es comunicar esta
buena noticia al mundo, porque la gente no solo padece el
mal, sino que vive sin esperanza de nada.

“Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza


que se ve, no es esperanza; ya que lo que alguno ve, ¿para
qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con
paciencia lo aguardamos”.
Romanos 8:24 y 25

Estos versículos nos hablan de la obra de Cristo por


nosotros en la cruz y de nuestra fe en Él. En otras palabras,
hemos sido salvos y esperamos el cumplimiento de nuestra
esperanza. Todavía no lo hemos logrado, pero lo lograremos
sin lugar a dudas. Tendremos un nuevo cuerpo en el futuro y
un planeta glorioso, donde habrá cielos sin la operación de
las tinieblas y una tierra sin contaminación alguna.

99
“Sabemos, además, que a los que aman a Dios, todas las
cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su
propósito son llamados”.
Romanos 8:28

Este versículo, después de lo que hemos analizado, es


como un bálsamo de amor del Padre para todos sus hijos.
Nosotros gemimos, y sabemos que toda la creación está
gimiendo, sufriendo intensamente, pero también conocemos,
por la verdad de Dios, que todas las cosas ayudan a bien,
incluso los gemidos o suspiros de angustia y dolor. Nada de
lo que está pasando, por más amargo que sea, es ajeno a la
voluntad del Padre.

Este pasaje dice: “a los que aman a Dios…” Esta


expresión es clave para comprender el desarrollo de todo lo
demás. Seguramente, ningún cristiano tendrá problemas para
creer que Dios lo ama, ni dudará al declarar su amor a Dios;
pero la interpretación de esto debe ser mucho más profunda
que un sentimiento abstracto.

El amor necesita ser expresado; el amor es dar,


entregar y demostrar. Dios nos ama y lo ha demostrado con
todos Sus hechos a favor de la humanidad y con la entrega de
Su propio Hijo para redimirnos. El Hijo mismo entregó Su
vida al tormento de la cruz, tan solo por amor, porque
ninguno de nosotros merecíamos tal sacrificio. Ahora nos
toca a nosotros demostrar nuestro amor a Dios y honrarlo
mediante la expresión de ese mismo amor que Él pone en
nuestros corazones.

100
Cuando veo a ministros que ejercen su liderazgo con
manipulación, actuando como si fueran dueños de la Iglesia,
me estremezco. Cuando veo a hermanos sin compromiso, que
no se congregan ni se sujetan a nadie, que están peleados con
otros hermanos, que hablan mal de sus líderes o atacan a la
Iglesia a través de las redes sociales, me pregunto si
realmente aman al Señor.

Juan lo expresó muy claramente en su primera carta:


“Nosotros amamos a Dios porque Él nos amó primero”. Y
luego escribió: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, pero
aborrece a su hermano, es un mentiroso, porque el que no
ama a su hermano a quien puede ver, no puede amar a Dios
a quien no ha visto”. Luego, advierte que si amamos a Dios,
también debemos amar a nuestros hermanos (1 Juan 4:19 al
21).

Creo que si deseamos honrar a Dios con nuestro amor,


no basta con expresar palabras de enamorados; debemos
demostrarlo con nuestro compromiso con el Reino. Es cierto
que muchas cosas dentro de la Iglesia pueden estar mal; es
cierto que hay líderes que son víctimas y otros que son
culpables de mala gestión. Es cierto que hay hermanos
víctimas de injusticias y culpables de actitudes
verdaderamente perversas. Sin embargo, Dios debe estar por
encima de todo esto.

No digo que debamos amar a Dios ignorando a todos,


o peleándonos con los injustos. Digo que debemos tratar de
obrar como Jesús, quien fue tolerante con quienes debía serlo

101
y aunque fue víctima de aberrantes injusticias, amó a los que
lo atacaron despiadadamente, incluso intercediendo por ellos
ante el Padre, diciéndole que no sabían lo que hacían.

Debemos comprender que el amor del que Pablo habla


no es un sentimiento humano, limitado y egoísta; es el amor
de Dios mismo, que ha sido derramado en nuestros corazones
y del cual no tenemos excusa para carecer (Romanos 5:5).
Si sentimos su carencia, no debemos pretender generarlo por
nosotros mismos, sino obtenerlo desde una sincera comunión
con el Espíritu Santo. Cuando hacemos esto, no solo
logramos amar de manera diferente a todos, sino que
accedemos a los beneficios preparados por Dios.

Recordemos que a los que aman a Dios, incluso


amando a los hermanos y al prójimo en general, todas las
cosas les ayudan a bien. Y eso quiere decir literalmente
“todas las cosas”: tanto las buenas como las malas; las claras
como las oscuras; las dulces como las amargas; las fáciles
como las difíciles; las alegres y las tristes; la prosperidad y la
pobreza; la salud y la enfermedad; la calma y la tormenta; la
comodidad y el sufrimiento; la vida y la muerte.

El apóstol Pablo no solo escribió esto, sino que llegó a


comprenderlo en carne propia. En el libro de los Hechos
21:13, leemos que Pablo les dijo a los que se angustiaban por
su futuro: “¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el
corazón? Porque yo estoy dispuesto no solo a ser atado, sino
también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor
Jesús”. Nosotros debemos meditar sobre esto y

102
abandonarnos humildemente en las manos del Señor. Lo cual
no digo que sea fácil, pero de eso se trata morir al “yo”.

Por otra parte, en Romanos 8:28, Pablo no solo dijo


que a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien,
sino que también dijo que esto ocurre a los que “conforme a
su propósito son llamados”. Estas palabras pueden ser muy
difíciles de aceptar para quienes no comprenden lo que
significa el propósito divino, porque muchos creen que Dios
interviene a favor de sus planes, pero en realidad es al revés.
Somos invitados a participar del único y magno propósito de
Cristo.

Dios es justo y actúa con amor, pero aun Su amor está


basado en el propósito. Su amor no es un simple sentimiento
como el nuestro, y tal vez por ello nos cuesta comprenderlo.
Dios sin duda amó a Su Hijo con mayor perfección que
cualquiera de nosotros, pero determinó enviarlo a la cruz,
algo que ninguno de nosotros haría. Ahora bien, es obvio que
esto no significa que nuestro amor es mejor que el de Dios,
sino que nosotros no tenemos la capacidad de comprender al
suyo.

El propósito de Dios puede estar plagado de


adversidades, de dolores y amargas lágrimas, pero eso es
consecuencia del obrar humano. No era lo que Dios deseaba
y no es lo que Él ha preparado para el futuro, pero es lo que
momentáneamente tenemos que atravesar. Solo debemos
creer en Su amor, más allá de nuestra limitada comprensión.
Debemos creerle y honrar Su amor.

103
“¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros,
¿quién contra nosotros?”
Romanos 8:31

Dios está de nuestra parte. Nadie podrá presentar una


acusación contra nosotros en Su presencia, ni siquiera hoy en
día. Cuando escucho que algunos ministros enseñan que el
diablo, como acusador, nos acusa cada día ante el Padre, me
apena mucho, porque no están ubicados en el Pacto que
vivimos hoy.

Cuando leemos las palabras de Juan: “Entonces oí una


gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha venido la
salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la
autoridad de Su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el
acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante
de nuestro Dios día y noche” (Apocalipsis 12:10), debemos
entender que estos conceptos está en Apocalipsis, pero estas,
no son cosas que ocurrirá, sino que ya ocurrió.

La salvación la trajo Jesucristo y la consumó en la cruz


del Calvario. El Reino alcanzará su plenitud en la segunda
venida del Señor, pero ya está operativo en la Iglesia. La
autoridad de Cristo no es algo que le será dado; es algo que
ya tiene. El acusador ya fue vencido con la obra consumada
de Cristo; no es algo que ocurrirá. Si el diablo pretendiera
acusarnos ante el Padre, debería acusar a Cristo, porque
nosotros vivimos y somos en Él (Hechos 17:28). Acusarnos,
es algo que el diablo ya no puede hacer, porque Cristo ya está
posicionado ante el Padre, y nosotros también en Él.

104
“¿Quién acusará a los escogidos de Dios?
Dios es el que justifica”.
Romanos 8:33

¿Sabes por qué nadie nos puede acusar? Porque Cristo


murió. Más aún, Él resucitó, removiendo toda condenación,
y nosotros estamos seguros en Él. Dios nos ama y comprende
nuestras dificultades momentáneas; por eso nos alienta con
esperanza y seguridad en Sus Palabras. No debemos temer,
porque nada ni nadie nos puede separar de Su amor.

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o


angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro,
o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos
muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de
matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que
vencedores por medio de aquel que nos amó”.
Romanos 8:35 al 37

Pablo mencionó aquí, en forma de preguntas, todas las


circunstancias que uno podría imaginar: tribulación,
angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro y espada.
Por eso, luego contesta: “Antes, en todas estas cosas somos
más que vencedores por medio de aquel que nos amó…”

Un hijo de Dios puede pensar que Dios lo ha


abandonado si está pasando por una dura aflicción, pero no
es así. Dios nos ama y nunca nos abandonará. La misma
historia de la Iglesia nos revela que esto es verdad. Muchas
veces, y durante diferentes etapas de la Iglesia, los cristianos

105
fuimos perseguidos y asesinados como ovejas en un
matadero. Sin embargo, somos más que vencedores, porque
ni la más densa tiniebla puede apagar la luz. Incluso pueden
matar nuestro cuerpo, pero no pueden matar la verdad.

La victoria pertenece a Cristo, no a nosotros. La vida


victoriosa consiste en permitir que Él sea el Señor de nuestra
vida, que Él manifieste Su voluntad y Su poder en nosotros.
Por eso, Pablo terminó este capítulo escribiendo:

“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni


ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo
por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa
creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en
Cristo Jesús, Señor nuestro”.
Romanos 8:38-39

La muerte no nos puede separar; todo lo contrario, nos


lleva a Su presencia. Esta fue la esperanza que sostuvo a los
mártires cristianos cuando los llevaron a la muerte. Si la
muerte no puede hacernos nada, nada lo hará, porque Su
amor es eterno y Él lo ha prometido. Esto debe fortalecernos
ante toda situación. Solo debemos creer esto y honrar a Dios
por Su inigualable amor.

106
Capítulo ocho

HONRAR EL EVANGELIO
DEL REINO

“Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi


oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les
doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no
conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios,
y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado
a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para
justicia a todo aquel que cree”.
Romanos 10:1 al 4

Pablo comienza el capítulo diez confesando su anhelo


de salvación para Israel. Esto es muy trascendental porque
los judíos no solo no consideraban la salvación como un tema
central, sino que también se creían justos por ser el pueblo
favorecido por Dios y porque, a pesar de las deficiencias,
decían tener la capacidad de guardar la Ley.

En realidad, Israel procuraba cumplir con la religión


que ellos mismos formaron, porque ciertamente Dios les
había dado la Ley, pero ellos habían regulado la mayoría de
los requisitos según sus tradiciones. Aun con todo eso,

107
todavía necesitaban ser salvados. Tenían religión, pero no
tenían justicia. Es verdad que poseían más que cualquier otra
nación, pero aun así estaban perdidos. El deseo de Pablo,
después de su conversión, era que la nación de Israel también
fuera salvada.

Hay muchos cristianos que están fascinados por la


cultura, la tradición y la sabiduría de los judíos, pero no
comprenden que, aunque ellos tienen las Escrituras, si no son
creyentes de Cristo, están perdidos como todo el mundo. Es
cierto que habrá una restauración especial para ellos, como
también lo menciona Pablo en este libro de Romanos, pero
definitivamente debemos comprender que no hay otro
camino al Padre que no sea Jesucristo.

Los judíos están perdidos, al igual que los no judíos.


La razón es que Cristo es el fin de las pretensiones de la Ley.
Ellos esperan al Mesías, y ciertamente vendrá, pues la
segunda venida para nosotros será la esperada venida para
ellos. Como nación han tenido un rol trascendente, pero el
diseño eterno de Dios no pondrá en el centro de la escena a
Israel, sino a la nación celestial que Él ha creado en Cristo.

El apóstol Pablo, como en la mayoría de sus cartas, se


enfocó en el tema de la soberanía de Dios y la responsabilidad
del hombre, en el reconocimiento de la justicia divina. Dios
nos ha ofrecido a todos Su propia justicia en Cristo, pero
como hemos visto, los seres humanos procuran establecer su
propia justicia por medio de sus obras. Esto claramente
penetró la iglesia en los primeros siglos por causa de los

108
judíos que poseían la Ley. Incluso hoy en día, hay algunos
movimientos cristianos que procuran continuar con la
práctica de algunas tradiciones judías. Es por esto, que Pablo
reitera tanto esta problemática en sus cartas.

Es lamentable que muchos cristianos busquen


conocimiento bíblico a través de maestros rabinos, mientras
que otros intentan retomar las fiestas judías, revistiéndolas de
proféticas. Algunos buscan la cultura utilizando la música,
las danzas, las banderas, y consideran muy espiritual todo lo
que proviene de Israel. Esto claramente es un error. Nosotros
debemos amar a Israel, orar por Israel, y sentir gratitud por
todo lo que hemos recibido a través de ellos, pero no debemos
buscar a Dios a través de Israel, y mucho menos la justicia.

Hoy en día, los judíos están en el mismo nivel ante


Dios que los no judíos, y deben ser evangelizados como
cualquier otra persona que está sin Cristo, porque toda la
humanidad, al pie de la cruz, está nivelada. Obviamente, ellos
cuentan con promesas muy valiosas y ese tiempo llegará,
pero nosotros no debemos confundirnos.

No hay obras ni factores ajenos a Cristo que puedan


salvarnos. Si estamos sin Cristo, estamos destinados a la
perdición. Quizás algunos busquen ciertas consideraciones,
pero lamentablemente no hay ninguna. Pablo no estaba
haciendo una mención especial de los judíos por encima de
toda la humanidad. Tampoco estaba sugiriendo una
predicación especial para ellos. De hecho, el mismo Pablo
reconocía que una gran parte de los judíos estaban

109
enceguecidos por Dios, hasta que entre la totalidad de los
gentiles escogidos por Dios (Romanos 11:25).

“Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y


en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos:
que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y
creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos,
serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia,
pero con la boca se confiesa para salvación”.
Romanos 10:8 al 10

Pablo resume de manera concisa un aspecto


fundamental de la predicación del evangelio del Reino. Él
afirma que si alguien confiesa con su boca que Jesús es el
Señor, y cree en su corazón que Dios lo levantó de los
muertos, será salvo. Esto revela el aspecto real y abierto del
evangelio.

El otro aspecto que le da validez a esta confesión es


que es absolutamente necesario que esté acompañada de una
fe verdadera. Una confesión sin fe no tiene valor, porque en
el evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y para fe
(Romanos 1:17). Si no fuera así, cualquiera podría repetir
livianamente una oración y ser salvo, pero la oración en sí
misma no produce salvación.

Otro aspecto que Pablo no menciona explícitamente,


pero que queda en evidencia, es que para que un corazón en
tinieblas pueda obtener justicia, es necesario que la luz de
Dios esté operativa, y esa luz es el resultado de la vida (Juan

110
1:4). Es decir, es necesario predicar el evangelio de manera
directa y con unción, para que sea el Señor quien concrete
una obra que va más allá de nuestras buenas intenciones.

El evangelio es el glorioso mensaje de salvación que


Dios ofrece a todos, pero los frutos de dicho evangelio son el
resultado de la obra soberana de Dios. La buena noticia es la
obra integral de Jesucristo, en Su muerte y resurrección, a
favor de toda la humanidad. El mensaje puede ser tan simple
como lo plantea Pablo, aunque contenga una profundidad que
no debemos tratar de demostrar.

El apóstol Pablo predicó este mensaje desde su


conversión. Realizó varios viajes misioneros por Asia y
Europa, llevando el evangelio del Reino, y escribió acerca de
esta salvación en todas sus cartas. Incluso, en su epístola a
los Gálatas, defendió con gran celo la integridad de este
mensaje, llegando al extremo de llamar anatema a todo aquel
que predicara “un evangelio diferente” (Gálatas 1:8).

El autor de toda la obra es, sin duda, Dios, pero Pablo,


reconociendo la gracia de haber recibido comprensión, lo
cataloga como “mi evangelio” (Romanos 2:16). Aunque
claramente, la convicción del apóstol descansaba en la
certeza de que Dios era el autor de este mensaje (Romanos
1:1).

Dios salva a los pecadores, y lo hace a través de Su


operación y Su gracia, pero utiliza como medio la llamada
locura de la predicación (1 Corintios 1:21). Esto debemos

111
producirlo nosotros, quienes hemos recibido la gracia de la
vida.

El único problema de un evangelio catalogado como


locura es que los interlocutores deben estar dispuestos a
expresarlo a pesar de cualquier cuestionamiento. Cuando uno
está frente a personas intelectuales, o ante aquellos que son
hostiles o burlones, es difícil predicar el evangelio, pero en
ningún caso, ni bajo ninguna circunstancia, debemos
avergonzarnos de parecer medio locos.

Esto me recuerda mucho los primeros años de mi


conversión, porque las personas con las cuales me
relacionaba, como algunos familiares, amigos, conocidos, o
clientes de mi negocio, no tenían nada que ver con el
evangelio. Por supuesto, trataba de predicarles a todos, pero
sufría bastante cuando notaba la burla, la indiferencia y la
mirada compasiva de ellos, como si pensaran que había sido
convencido estúpidamente por alguna religión.

Por mi parte, solo estaba apasionado por contarles lo


que estaba viviendo, y al principio pensé que todos me
creerían, porque sabían que yo era una persona sensata, pero
no fue así. Me encontré con el descrédito, y me hablaban
como si hubiera pasado de ser una persona sensata a un pobre
loquito, o débil mental, que había sufrido un lavado de
cerebro.

Yo era plenamente consciente de esto y, por supuesto,


me causaba tristeza por ellos, pero no por mí, porque sabía lo

112
que estaba viviendo, y realmente deseaba que todos ellos
también pudieran experimentarlo. Además, debo reconocer
que no podía callarme, incluso cuando pretendía hacerlo para
no ser cuestionado. No podía dejar de comunicar lo que
inundaba mi corazón.

La verdad es que la mayoría de los cristianos lucen


apasionados en los primeros años de su conversión, pero,
lamentablemente, con el tiempo, la mayoría tiende a apagarse
lentamente. Dejan de lucir apasionados, dejan de hablar con
verdadera convicción y pierden el denuedo y toda actitud
atrevida.

Antes de ascender al cielo, Jesús encargó a sus


discípulos diciendo: “Por tanto, id, y haced discípulos a
todas las naciones” (Mateo 28:19). Este mandato es
extensivo a todos nosotros. Todos tenemos la
responsabilidad de cumplir con la Gran Comisión de predicar
el evangelio del Reino y hacer discípulos en todas las
naciones.

Cuando no compartimos el mensaje del evangelio,


estamos fallando en cumplir con nuestro deber y, en un
sentido, evidenciamos frialdad espiritual. En el famoso
Sermón del Monte, Jesús enseñó que estamos llamados a ser
la sal de la tierra y la luz del mundo (Mateo 5:13 y 14). Esta
es una responsabilidad que debemos expresar desde el
compromiso y la verdadera comunión con el Señor.

113
Hoy en día, se enseña mucho sobre la necesidad de dar
buen testimonio y cuidar nuestra conducta ante todas las
personas, demostrando verdadero fruto espiritual. Esto es
muy importante, pero no debemos olvidar que en la tarea de
ser luz, el evangelio también debe ser anunciado con
palabras. Evangelizar implica llamar a los hombres a la fe en
Cristo comunicando la verdad.

Por lo tanto, callar acerca de lo que Cristo hizo en la


cruz del Calvario, es una forma de rebelarse contra el
mandato del Señor. Cuando preferimos no hablar de nuestra
fe, de la cruz y de la salvación en Jesucristo, no solo estamos
desobedeciendo, sino también evidenciando que estamos
faltos de pasión o avergonzados del evangelio.

Es cierto que el evangelio puede llegar a ser un


mensaje ofensivo para el mundo y para el hombre no
regenerado. Por eso, Pablo, e incluso el apóstol Pedro
hablaron de nuestro Señor y de la cruz como de un “tropiezo”
para los incrédulos (1 Pedro 2:8; Gálatas 5:11). Es lógico
que la luz produzca incomodidad para los que están en
tinieblas.

Cuando llamamos a las personas a la verdad del


evangelio, puede que directa o indirectamente sientan la
confrontación respecto al pecado, y eso puede resultarles
ofensivo. Sin embargo, esto no debe ser motivo para suavizar
el evangelio procurando no incomodar. Si la verdad ofende a
algunas personas, debemos dejar que se ofendan; al final,
esas personas han estado viviendo toda su vida ofendiendo a

114
Dios. Si es necesario, debemos permitir que se ofendan por
un momento, pues ese enojo puede permitir la operación del
Espíritu Santo en sus vidas. Debemos tener en claro, que lo
peor no es el enojo, sino la indiferencia.

Es cierto que la tarea de evangelizar debe ser realizada


con gracia y misericordia. Es cierto que estamos llamados a
mostrar amor por los perdidos. Es cierto que debemos ser
pacientes con ellos, aun si resisten o cuestionan nuestro
mensaje. Pero esto no significa que, para evitar que se
ofendan, debamos omitir palabras como pecado, cruz,
arrepentimiento y condenación eterna, pues todas ellas
forman parte central del mensaje del evangelio del Reino.

“Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor,


será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no
han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han
oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y
cómo predicarán si no fueren enviados? Como está
escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian
la paz, de los que anuncian buenas nuevas!”
Romanos 10:13 al 15

Aunque las personas puedan sentirse acusadas o


juzgadas por nuestra predicación, invitar a los hombres a la
fe en Cristo es un acto de misericordia, ya que esa es la única
manera de evitar el castigo eterno y de llevarlos a la
posibilidad de recobrar el propósito en sus vidas. Lo contrario
sería crueldad; callarnos o no manifestar a Cristo sería
crueldad. Sabemos que la salvación proviene de Dios, pero

115
nosotros debemos hacer nuestra parte, que es hablar el
evangelio del Reino.

Por otra parte, hay siempre una tendencia a enfatizar el


amor de Dios cuando evangelizamos al incrédulo. Mejor
dicho, destacamos que fue el amor de Dios lo que lo motivó
a enviar a su Hijo a morir por nosotros. Y en un sentido, esto
es correcto. A partir de ahí, invitamos a los hombres a
responder a ese amor. Pero en muchos casos, no les hablamos
de la culpa de los seres humanos y de las horrendas
consecuencias del pecado.

Cuando evidenciamos una inclinación a enfatizar más


los beneficios terrenales de la salvación, antes que los
beneficios eternos, estamos diluyendo peligrosamente la
verdad. No debemos tener un mensaje que pretenda ser
atractivo para solucionar problemas, porque ese no es el
objetivo central del verdadero evangelio.

Cuando pretendemos hacer del mensaje del evangelio


algo más atractivo para el mundo, caemos en el error de
ocultar los fundamentos mismos del mensaje. Entiendo
perfectamente que deseamos llevar a las personas a Cristo,
pero no podemos ofrecer bienestar, riquezas, sanidad física,
restauración de todo, éxito personal y una vida sin problemas,
como si Dios fuera el genio de la lámpara de Aladino,
dispuesto a conceder todos los deseos con tal de que la gente
le crea.

116
Cuando los creyentes nos enfocamos en los beneficios
terrenales al evangelizar, estamos procurando despertar el
interés de las personas para que nos den una respuesta
afirmativa. Pensamos que los beneficios materiales son una
manera efectiva de convencer a los incrédulos, pero esa no es
la verdad del evangelio del Reino. Si queremos honrar a Dios,
debemos predicar el evangelio de manera correcta.

Tampoco podemos decirles a las personas que Dios


está a las puertas de su casa, llamando para que le abran. No
podemos presentar a un Dios que está pidiendo que lo dejen
entrar para poder comer. Ese mensaje fue dicho a la iglesia
de Laodicea, no a los impíos (Apocalipsis 3:20). Decir tal
barbaridad solo envanece y enaltece a los orgullosos.

En muchos casos, los cristianos apelan a su testimonio,


mencionando los buenos resultados de haber abrazado el
evangelio, pero la verdad es que, más allá de todo bienestar
recibido, también tendríamos que contar que no todo ha
cambiado o se ha producido tal como deseamos al recibir la
gracia del Señor. Me apena decir que, en cierta forma, los
cristianos parecemos hábiles vendedores que promocionan
un producto llamado Cristo para despertar el interés del
consumidor. Sin embargo, la gloria y la honra para Dios no
se producen por solucionar nuestros problemas, sino porque
Él es verdaderamente el Rey de Gloria.

Debemos terminar con el errado concepto de ofrecer a


Jesús y luego pedir a las personas que lo acepten. Dios no
está pidiendo ser aceptado por nadie. El evangelio se trata de

117
impartición de vida y regeneración recibida por la gracia. El
fundamento de todo es la verdad misma llamada Jesucristo.
Todo lo demás es un absurdo invento de los
bienintencionados que procuran congraciarse con los
pecadores con tal de llevarlos a su congregación.

No debemos olvidar tampoco que nuestro Señor les


dijo a sus discípulos: “En el mundo tendréis aflicción” (Juan
16:33), y el mismo Pedro dijo: “Puesto que Cristo ha
padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos
del mismo pensamiento” (1 Pedro 4:1). El evangelio no es
una invitación a salir de las dificultades, sino una impartición
de vida, capaz de provocar luz respecto de la verdad.

Por otra parte, es importante comprender que la


búsqueda del arrepentimiento de las personas sin la operación
del Espíritu Santo es un absurdo. “Arrepentimiento” en
griego es “metanoía”, que significa cambio de pensamiento.
Nadie puede cambiar su pensamiento respecto a la luz sin
primero haber visto, y nadie puede ver si primero no le es
dada tal gracia.

Observemos algunos versículos:

“Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de


Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de
Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio”,
Marcos 1:14 y 15

118
La pregunta sería: ¿Alguien se arrepintió ante este
mensaje de Jesús? No, ni siguiera sus discípulos, que
ciertamente lo siguieron creyendo en la revolución, pero no
habían comprendido el Reino. Eso solo pudo ocurrir después
de la resurrección, cuando comenzó la operación del Espíritu
Santo en sus vidas.

“Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados


vuestros pecados; para que vengan de la presencia del
Señor tiempos de refrigerio”
Hechos 3:19

“Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta


ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo
lugar, que se arrepientan”
Hechos 17:30

El mensaje apostólico, tanto de Pedro en su primer


discurso como de Pablo predicando en Atenas, hace mención
del arrepentimiento, y esto es correcto. Debemos hacer un
llamado al arrepentimiento. Sin embargo, deseo aclarar que
debemos estar plenamente convencidos de que esta obra solo
puede ser realizada por el Señor. No podemos cambiar el
pensamiento de las personas por medio de argumentos, sino
a través de la impartición de vida.

En la predicación del evangelio del Reino, debemos


hablar, pero no para argumentar la fe, sino para comunicar la
verdad. No debemos confiar en nuestras capacidades, sino ser
canales para que el Espíritu Santo obre con poder. Por eso, lo

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más importante en la predicación del evangelio es la unción
que portamos, no el conocimiento bíblico, ni los argumentos
científicos respecto de la existencia de Dios.

Tratar de presentar el evangelio como un mensaje más


atractivo, enfocándolo en los beneficios terrenales, o intentar
convencer a las personas con argumentos razonables, no
eleva la honra al Señor. El Reino contiene toda la plenitud de
vida, pero no ofrece como fundamento lo que los hombres
buscan, y su verdad es locura para los intelectuales, porque
no contiene sensatez humana, sino sabiduría divina.

El evangelio del Reino, siendo un mensaje que


proviene de Dios, con un contenido específico, claro y
definido, debe ser proclamado fielmente y bajo la unción del
Señor. Sin unción, puede haber palabras, pero no vida. Por
eso, debemos tener cuidado de no quitarle contenido para
hacerlo menos ofensivo, ni añadirle información para hacerlo
más creíble; debemos predicarlo siempre bajo la dependencia
del Espíritu Santo y sin agregados.

Matthew Henry, el comentarista puritano del siglo


XVII, decía a este respecto: “El evangelio de Cristo es uno,
puro y simple, que no admite ni añadiduras ni
sustracciones”. Quizás hemos predicado el evangelio de la
forma en que nos enseñaron, pero eso no nos hace menos
responsables si lo hacemos mal. Si estamos comprendiendo
mejor nuestra tarea, debemos ajustar nuestras acciones.

120
Si vamos a decir junto al apóstol Pablo que no nos
avergonzamos del evangelio porque es poder de Dios,
entonces prediquemos el evangelio con sabiduría espiritual y
bajo la unción del Espíritu. El apóstol Pablo les dijo a los
corintios que había predicado el evangelio tal como lo había
recibido, sin quitarle ni añadirle nada (1 Corintios 15:3).
Recordemos que él recibió el evangelio por impartición de
vida y por revelación, no por estudiar teología.

Prediquemos el evangelio y hagamos discípulos, pero


recordemos que nosotros no convertimos los corazones de los
hombres, no tenemos ese poder. Es el evangelio que
predicaron Pablo, Pedro y Juan el que produce la salvación
de los perdidos, por medio de la obra del Espíritu Santo.
Debemos ser fieles en presentarlo tal como es. Nuestra
responsabilidad es predicar la verdad; del resto se encarga el
Señor. Unos siembran, otros riegan, pero la salvación y el
crecimiento lo da Dios (1 Corintios 3:6).

Debemos honrar a Dios con nuestras vidas, con


nuestros hechos, con nuestras palabras y con nuestro
testimonio, ante todas las personas y en todo lugar. Tenemos
un tiempo por delante, algunos más y otros menos, y
debemos aprovecharlo muy bien. Si honramos a Dios,
seremos reconocidos y recompensados por Él. Este es
nuestro tiempo, es nuestra oportunidad, es nuestra
responsabilidad, y debe ser nuestro deseo, el honrar a Dios
impartiendo correctamente el evangelio del Reino.

121
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de
Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.
No os conforméis a este siglo, sino transformaos por
medio de la renovación de vuestro entendimiento, para
que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta”.
Romanos 12:1 y 2

122
Reconocimientos

“Quisiera agradecer por este libro a mi Padre celestial,


porque me amó de tal manera que envió a su Hijo Jesucristo
mi redentor.
Quisiera agradecer a Cristo por hacerse hombre, por morir
en mi lugar y por dejarme sus huellas bien marcadas para
que no pueda perderme.
Quisiera agradecer al glorioso Espíritu Santo mi fiel amigo,
que en su infinita gracia y paciencia,
me fue revelando todo esto…”

“Quisiera como en cada libro agradecer a mi compañera de


vida, a mi amada esposa Claudia por su amor y paciencia
ante mis largas horas de trabajo, sé que es difícil vivir con
alguien tan enfocado en su propósito y sería imposible sin
su comprensión”

123
Como en cada uno de mis libros, he tomado muchos
versículos de la biblia en diferentes versiones. Así como
también he tomado algunos conceptos, comentarios o
párrafos de otros libros o manuales de referencia. Lo hago
con libertad y no detallo cada una de las citas, porque tengo
la total convicción de que todo, absolutamente todo, en el
Reino, es del Señor.

Los libros de literatura, obedecen al talento y la


capacidad humana, pero los libros cristianos, solo son el
resultado de la gracia divina. Ya que nada, podríamos
entender sin Su soberana intervención.

Por tal motivo, tampoco reclamo la autoría o el


derecho de nada. Todos mis libros, se pueden bajar
gratuitamente en mí página personal
www.osvaldorebolleda.com y lo pueden utilizar con toda
libertad. Los libros no tienen copyright, para que puedan
utilizar toda parte que les pueda servir.

El Señor desate toda su bendición sobre cada lector y


sobre cada hermano que, a través de su trabajo, también haya
contribuido, con un concepto, con una idea o simplemente
con una frase. Dios recompense a cada uno y podamos todos
arribar a la consumación del magno propósito eterno en
Cristo.

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Pastor y maestro
Osvaldo Rebolleda

El Pastor y maestro Osvaldo Rebolleda hoy cuenta con


miles de títulos en mensajes de enseñanza para el
perfeccionamiento de los santos y diversos Libros de
estudios con temas variados y vitales para una vida
cristiana victoriosa.
El maestro Osvaldo Rebolleda es el creador de la Escuela de
Gobierno espiritual (EGE)
Y ministra de manera itinerante en Argentina
Y hasta lo último de la tierra.

[email protected]

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