Visiones e Imaginarios Urbanos en Cbba

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VISIONES E IMAGINARIOS URBANOS EN


COCHABAMBA: LO PRE MODERNO, LO
MODERNO Y LO POSMODERNO EN SUS
COMPLICADOS ENCUENTROS Y
DESENCUENTROS
HUMBERTO SOLARES S
2

VISIONES E IMAGINARIOS URBANOS EN COCHABAMBA: LO PRE-


MODERNO, LO MODERNO Y LO POSMODERNO EN SUS COMPLICADOS
ENCUENTROS Y DESENCUENTROS1
Humberto Solares

Contenido:
• El devenir de la Villa de Oropesa: el difícil encuentro entre modernos-
civilizadores y pre-modernos mitimaes
• Visiones e imaginarios de la ciudad republicana: los giros tolerantes e
intolerantes de pre-modernos vallunos y modernos occidentales.
• Los giros de la modernidad en la primera mitad del siglo XX.
• La marcha sostenida hacia la metropolización

• Bibliografía consultada

No resulta nada fácil encasillar a la ciudad de Cochabamba en algún tipo de


clasificación, no se puede decir de ella, que sea un paradigma de ciudad moderna,
menos, a estas alturas, de ciudad-jardín; tampoco se puede sugerir que sea una ciudad
conservadora de su patrimonio histórico o su medio ambiente; no sería justo tipificarla
como una ciudad de informales, pero por otro lado, sería exagerado decir que es una
ciudad empresarial. Tal vez, el justo medio, sería reconocer que esta es una ciudad de
contrastes y sorpresas.
Este trabajo trata de escudriñar cual es o puede ser la identidad de la ciudad, rescatando
la memoria histórica que la pueda explicar. No se trata precisamente de una historia
urbana, sino de un recuento de los pensares y sentires que provocaron las imágenes de la
ciudad a diferentes testigos de su realidad en diversas épocas, mostrando como los
giros, los requiebros, los no pocos encontronazos, los amores momentáneos y los odios,
lamentablemente más permanentes, fueron entremezclando lo pre-moderno (entendido
como lo tradicional andino) y lo moderno primero; y lo pre-moderno y lo moderno-
posmoderno después, para entregarnos una ciudad única en su originalidad, como el
lector podrá comprobar. Naturalmente estas originalidades se inician en los tiempos de
la Villa de Oropesa y no cesan hasta el presente.
El devenir de la Villa de Oropesa: el difícil encuentro entre modernos-
civilizadores y pre-modernos mitimaes
Todo comenzó cuando los españoles que llegaron a América a finales del Siglo XV, sin
proponérselo, dieron inicio a la titánica tarea de conquistar y ocupar un extenso
continente. Ciertamente no era suficiente la formalidad de la derrota militar y el
sojuzgamiento político, ideológico y religioso de los pueblos originarios, para hacer
sostenible y perdurable en el tiempo esa ocupación, que además, estaba atravesada por
los intereses económicos y las ambiciones de riqueza que manifestaban sin rubor los
conquistadores. Para ello resultaba indispensable crear un aparato jurídico que diera
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Versión revisada y ampliada en Octubre de 2025, del original editado en “Cochabamba, el pasado
que nos habita, el futuro que nos encuentra” (2012), Consejo Municipal de Cocgabamba.
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forma legal a las usurpaciones de tierras y territorios, crear una infraestructura para
darle forma física al mensaje cristiano, pero además, organizar el gobierno y el
poblamiento hispano del continente americano, de tal forma que las fuente de riqueza
(minas, plantaciones, factorías) dejaran fluir sus preciados frutos con rumbo a la
metrópoli española sin interrupciones ni sobresaltos.
Para que todo esto fuera posible, las ciudades y las vías de comunicación se convirtieron
en herramientas esenciales para la consolidación del Estado Colonial Español en
América. Por ello, la fundación de ciudades acompañó desde muy temprano el avance
del imperio hispano en tierras americanas, cubriendo un abanico de funciones: puertos,
fuertes militares, ciudades mineras y centros administrativos vinculados al control
territorial de regiones consideradas poseedoras de recursos naturales de interés
económico.
El origen de la Villa de Oropesa, se vincula con el proyecto del Virrey Francisco de
Toledo, de hacer viable la explotación del fabuloso Cerro de Potosí, organizando la no
menos fabulosa empresa de hacer rentable la explotación minera y enviar el metal a
puertos españoles. En este orden, no solo se implementa la mita y la implantación de
pueblos reales de indios para facilitar el reclutamiento de aborígenes destinados al
laboreo minero, sino la no menos compleja tarea de crear un sistema de suministro de
alimentos y vituallas a Potosí, un conglomerado urbano espontáneo que crecía
desmesuradamente en medio de un territorio agreste y desprovisto de cualquier
capacidad para ofrecer condiciones mínimas de habitabilidad a su numerosa población.
Desde épocas preincaicas, los valles centrales de Cochabamba cobraron fama en el
mundo andino, como una suerte de despensas de recursos alimenticios, dadas su
excepcionales condiciones climáticas para el cultivo de gramíneas y tubérculos,
especialmente el maíz que se ofrecía espontáneo y abundante en el Valle Central y el
Valle Bajo. Esta excepcional vocación agrícola, no solo atrajo a diversas etnias
provenientes de las tierras altas e incluso desde las costas del Pacífico, sino concitaron
la atención del Imperio Incaico, cuya ocupación permitió convertir el Valle de
Cochabamba en el “Granero del Inca” para avituallar a los ejércitos del Imperio que así
lograron alcanzar territorios tan lejanos como las costas del Pacifico en el Norte de
Chile, doblegar a los Charcas y ocupar el Norte argentino. Tales atributos alcanzaron los
receptivos oídos españoles, quienes ya hacia 1538 iniciaron la paulatina y no siempre
pacifica ocupación de los valles, ocupación que ganó en intensidad, al comprobarse que
dichos valles, no solo producían el abundante maíz, base de la dieta nativa, sino que
permitían la aclimatación del trigo hispano, numerosas frutas y verduras, pero además,
eran tan benignos que permitían la crianza de ganado vacuno, ovino y porcino de la
misma procedencia. Es decir, esta despensa era versátil y ofrecía el “pan llevar” de los
españoles y las laguas y motes indígenas, al punto que se ganó el título de “Granero del
Alto Perú”.
Estas circunstancias, tan propicias para el desarrollo de una economía agro-exportadora,
encontraron finalmente en el auge de la minería potosina, el detonante que hacía falta
para su despegue. El comercio de maíz, trigo y otros suministros hicieron de Potosí un
mercado confiable y en continua expansión, al punto que los valles cochabambinos se
convirtieron rápidamente en los principales proveedores de alimentos para mitayos,
empresarios mineros y la variopinta población que fue atraída por la fiebre de riqueza.
Tales circunstancias fueron perfectamente asimiladas por el Virrey Toledo, quien
dispuso la fundación de la Villa de Oropesa, como un soporte necesario para proteger y
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garantizar las abundantes cosechas que apuntalaban la viabilidad de la explotación


minera.
No existen descripciones conocidas de los primeros tiempos de la Villa de Oropesa, sin
embargo, es posible realizar algunas aproximaciones a los imaginarios de sus primeros
habitantes, quienes comenzaron a construir la ciudad sobre una planicie conocida como
Kanata, sitio de un antiguo villorrio de cuya existencia no se conocen mayores indicios.
De acuerdo a Macedonio Urquidi (1949), Kanata significaría, por la bondad de su clima
y su bello paisaje, una “tierra del amor y de los amantes”, en tanto “Kjochapampa”,
castellanizada como “Cochabamba” haría alusión a la condición ecológica de
abundancia de lagunas y cursos de agua (kjochas) en una planicie con suaves pendientes
(pampa). Seguramente, los mencionados imaginarios se vincularon con las
preocupaciones de estos primeros habitantes, es decir, el quehacer cotidiano y los afanes
de levantar y comercializar las abundantes cosechas de maíz y trigo, para lo cual, las
aguas del antiguo Río Condorillo, rebautizado como Río Rocha, -se dice por la
iniciativa del Capitán Martín de la Rocha de modificar el curso natural de las aguas para
irrigar sus tierras y permitir la consolidación de un plano más continuo para la
edificación de la flamante villa-, resultaban esenciales. No cabe duda, que la vida
urbana era precaria y dominada por preocupaciones agrícolas: el régimen de lluvias, las
crecidas del Rocha, las siempre amenazantes sequías y los no pocos conflictos y pleitos
por disputas de tierras de labor y retención de yanaconas amenazados con la obligación
de la mita minera.
La modesta villa, cuyo trazado en damero (manzanas y calles ortogonales) era similar a
los cientos de ciudades hispanas en América. como ellas, presentaba una estructura
interna dominada por una “plaza mayor”, en torno a la cual se erigían los edificios
representativos de los poderes terrenales y celestiales que controlaban la paz social
dentro de la ciudad: el Cabildo y la Iglesia Mayor o Catedral. Compartían este sitial de
honor las pocas casas, algunas de dos pisos, de los notables de la villa: los prósperos
encomenderos y comerciantes, pero además, los no menos poderosos altos funcionarios
de la Corona, los miembros de alta jerarquía de la milicia, sin olvidar a los jueces,
escribanos y administradores de las arcas reales.
Podemos imaginar a la plaza mayor o “plaza de armas”, como también se la
denominaba, como un espacio cuadrangular, despojado de mayores ornamentos pero
enmarcado por las nobles edificaciones antes mencionadas y las casonas de la elite
urbana. Esta explanada, imaginémosla de simple tierra apisonada y salpicada sin mayor
orden por uno u otro árbol nativo, estaba apenas ocupada por una modesta fuente de
agua, que más adelante sería sustituida por la magnífica fuente que Carlos III obsequió a
la ciudad por los servicios prestados por la “muy noble Ciudad de Oropesa” durante los
levantamientos indígenas de 1781, y por el símbolo más temible del poder colonial, es
decir la picota, que podía ser un modesto tronco convertido en poste de castigo, escarnio
y tormento para los infractores del orden establecido.
Sin duda en sus primeros tiempos esta plaza resulto desproporcionada respecto a la
modesta dimensión de la villa y a la simplicidad de las edificaciones que la enmarcaban.
Del simple campamento fundacional que debió marcar el lugar de la plaza mayor, la
villa, algunas décadas más tarde, comenzó a mostrar las características que la
distinguirían durante el resto del periodo colonial: una aldea donde la atmósfera rural no
dejaba de estar presente en todo momento, donde dificultosa y pausadamente se abrían
paso modestas viviendas de adobe, piedra y tejas de barro, siendo la única excepción los
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templos, que no dejaban de ser igualmente modestos, si se los compara con los similares
de Potosí y otras ciudades. Sin embargo, la modestia y precariedad de este sitio, no
restaba su valor simbólico y su carácter multifuncional: aquí se desarrollaban solemnes
procesiones religiosas con abundancia de devotos y arrepentidos; también, de tarde en
tarde, el poder colonial mostraba sus aprestos haciendo desfilar o plantonear a la milicia
real, en tanto el infaltable comercio desplegaba sus colores y su bullicio apropiándose
del perímetro de este espacio a la manera de las ferias populares que más adelante sería
una suerte de emblema identitario de los cochabambinos.
A este espacio central, le seguía, una difusa zona intermedia de casas de bajos, templos
de jerarquía menor y abundantes huertos, habitados por chapetones menos favorecidos
por la fortuna, funcionarios públicos de cargos modestos, pequeños comerciantes y
artesanos. Aquí las calles rectilíneas abandonaban el rigor de las escuadras y se
prolongaban en delgados senderos que anunciaban el ingreso al territorio de la periferia,
donde lo poco urbano que todavía restaba se diluía entre maizales, huertos y acequias.
Transcurridos algo más de dos siglos después de la fundación de la villa, el Gobernador
Intendente Francisco de Viedma, realizó la primera descripción documentada de la
ciudad, resaltando en primer lugar, muy de acuerdo con los principios de “orden” de la
ideología borbónica, la realidad de una ciudad con calles “trazadas a cordel” con un
“ancho de 9 varas”, destacando a continuación los progresos alcanzados por la ahora,
formalmente reconocida Ciudad de Oropesa y más tarde Ciudad de Cochabamba, que
exhibía calles empedradas en su zona central. Registraba el Gobernador que la ciudad:
tiene dos plazas, la principal y otra llamada de San Sebastián, que se halla en uno de los cantos.
En la primera hay una fuente en medio, de regular y abundante agua, costeada por la
magnificencia del Señor D. Carlos III, para lo que hizo gracia a este Cabildo de diez mil pesos
de sus reales cajas, por real orden de 29 de marzo de 1786 (…) Las casas en el medio del pueblo
son de dos altos, bastantes grandes, cómodas y sólidas, aunque hechas de adobe crudo (…)
todas tienen balcones de madera y cubiertas de teja. Las demás son de un solo alto y entre ellas
hay pocas grandes, como que muchas en los extramuros son pequeños ranchos del mismo
material y cubiertas con paja. (Viedma:1969: 34)

Las edificaciones que daban el mayor realce a la ciudad, fuera de la imponente Catedral,
eran ocho conventos y un beaterio: Santo Domingo, San Francisco, San Agustín, La
Merced, San Juan de Dios, Recoletos Franciscanos, Santa Clara y Carmelitas descalzas.
De acuerdo al primer plano conocido de la ciudad, mandado a levantar por Goyeneche
en 1812 para describir su “hazaña bélica” en La Coronilla, muestra el croquis de un
asentamiento aldeano, donde la ciudad hispana reconocible, es decir la “ciudad de los
letrados”, a pesar de exhibir unas 40 manzanas, sin duda se reducía a no más de una
decena de ellas consolidadas bajo ese patrón. Las restantes se debatían entre adquirir
aires urbanos o seguir inmersas en el ámbito rural. Más allá, hacia el Sur, a pesar de que
la mirada de Viedma apenas se detiene en este detalle, emergía la “ciudad mestiza” de
barrios populares y la campiña donde minoritarios fragmentos hispanos –las casas-
quinta- parecían navegar en medio de maizales.
Observemos la vitalidad de la ciudad mestiza, que se movía al ritmo frenético de barrios
como Kjara-Kjota (hoy Caracota), un antiguo caserío indígena absorbido por la
actividad ferial, la Carbonería o el barrio donde se expendía carbón de leña, situado
entre Khasa Pata y el Ticti; el barrio de la Mañacería, es decir la propia Khasa Pata,
situado en la parte Sureste a los pies de la colina de San Sebastián, lugar de faena del
ganado que alimentaba a la villa a cargo de reconocidos indios mañazos o carniceros; la
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Curtiduría o barrio de los zapateros, zona populosa que se situaba en torno a la actual
Plaza Jerónimo de Osorio, donde además existían numerosas curtiembres y peleterías;
San Antonio, lugar de buena chicha y fiestas populares, más adelante asiento ferial, se
vinculaba con Caracota y la Plaza de San Sebastián a través de la famosa Pampa de las
Carreras (hoy Avenida Aroma), donde existían varias factorías de jabones, por lo que el
sitio también era conocido como la Jabonería.
La campiña periférica exhibía sitios notables como Cjala Cjala (hoy Cala Cala) una
comarca pintoresca cubierta de bosques de ceibos, jacarandás, molles, sauces y otras
especies nativas, asiento de huertos y fincas, sitio de recreo de familias hidalga mucho
antes de la emergencia de la República. La Chayma, al Norte de Cala Cala era otra zona
con atributos similares a la anterior y famosa por su kjochas. También era notoria la
presencia de Jaya Huayco (hoy Jayhuayco) poblado indígena en las proximidades de la
Tamborada, lugar de tierras muy fértiles o maycas, fruto de los desbordes anuales del
río Rocha; Lajma, asiento de pequeños talleres de alfarería y cerámica; Sarikyo Pampa
(hoy Sarco) lugar de rancheríos, exuberantes maizales y huertos; Tjupuraya (hoy
Tupuraya) comarca cubierta de bosques; en fin, Alba Rancho, Chavez Rancho y otros,
eran sitios de maizales sin fin, sin olvidar a Mayorazgo, asiento de la mayor hacienda
dentro de la circunscripción de El Cercado y la no menos famosa Recoleta, comarca con
muchos huertos de árboles frutales, al igual que El Rosal, Portales, Aranjuez,
Miraflores, etc. (Solares: (1990).
Tal vez la descripción que sugiere Gustavo Adolfo Otero le hace más justicia a la
realidad descrita:
Sobre la planicie, allá lejos se muestra Cochabamba. Las torres de los templos que recortan con
sus flechas la urgencia del cielo ebrio de luz, polarizan en una ordenada arquitectura, la
cuadrícula de las construcciones urbanas que en un múltiple desdoblamiento se enfilan hacia la
campiña como un fantástico regimiento policromado en un ansia infinita de prolongación. Las
órdenes arquitectónicas de solera española y su urbanismo tienen cierta severidad a pesar de la
policromía dominante de las fachadas de sus casas y de la gracia que envuelve con euritmia la
atmósfera de la ciudad. Las casas chatas y las de dos pisos, de evocaciones castizas, alinean con
los templos trazados sobre los moldes de la época, que recuerdan fervores que llegan hasta el
cielo. Las calles sonoras y amplias, estiradas dentro del cuadrilátero de sus manzanas. La
presencia de los templos, pone una nota de claroscuro a esta visión, transformándola de alegre,
en un pensamiento místico de quietud. Se grava esta emoción con el contraste de la luz, con la
adusta severidad de los atrios, proyectándose la fantasmagoría de un complejo pulso que hace
decir a las gentes de Cochabamba, que es una ciudad monacal. Cochabamba es una de las
ciudades más populares después de Potosí. Es el centro económico y agrario de la Colonia,
llamada la Valencia altoperuana. La actividad de la ciudad de Oropesa está consagrada a la
agricultura y a la ganadería, de ahí que esta zona del territorio de Charcas sea una de las más
ricas. El tesoro inagotable de su tierra fértil, hace de ella el emporio agrícola más importante
del país (Otero, 1979:191-192).

Ciudad monacal que recuerda fervores que llegan hasta el cielo, tal vez, pero en su raíz
íntima persiste la vitalidad del alma popular andina, persistencia que hizo decir a
Viedma, reconociendo la fragilidad del espacio hispano letrado consolidado luego de
dos siglos de vida urbana, que “entre la gente vulgar no se habla otro idioma que el
quichua, y aun entre las mujeres decentes hay muchas que no saben explicarse en
castellano” admitiendo al mismo tiempo, no sin bochorno, “la mucha pasión o vicio por
la chicha” consumo al que se destinaban, para horror del Gobernador Intendente, nada
menos que 200.000 fanegadas de maíz anuales para surtir “este asqueroso brebaje”
(0bra citada: 46-47). Frases certeras que muestran mejor, como la antigua Villa de
Oropesa elevada al rango de ciudad, ostentaba delicadas complejidades y difíciles
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equilibrios, siendo sin duda la cuestión más espinosa, la difícil coexistencia entre la
ciudad de los letrados hispano-criollos protagonistas de fervores religiosos y la aldea
irreverente de los quechuistas y toma chichas, que sin embargo trabajaban duramente
para que los primeros se sintieran y vivieran como gentes civilizadas.
En todo caso, la aspiraciones de los primeros modernistas que deseaban difundir la
civilización judeo-cristiana a diestra y siniestra, se tropieza con los testarudos habitantes
mestizos de la Villa de Oropesa que no se incomodan reclamándose creyentes de la fe
católica y por dar vivas al rey de España, pero todo ello, a condición de no renunciar a
su tutuma de chicha ni privarse de la Pachamama y sus valores ancestrales.
Visiones e imaginarios de la ciudad republicana: los giros tolerantes e intolerantes
de pre-modernos vallunos y modernos occidentales.
Los factores que modelaron el devenir de la ciudad republicana a lo largo del siglo XIX,
se refieren esencialmente a las consecuencias que arrojó sobre la región y su economía,
el declinio paulatino pero irreversible de la minería potosina. Hacia la segunda mitad del
siglo XVIII, las esplendorosas cosechas y los suculentos negocios del maíz y el trigo
eran ya simples recuerdos de tiempos pasados. Los grandes hacendados, pese a los
esfuerzos del Gobernador Intendente Viedma para orientar la agricultura de los valles
hacia mercados alternativos y conectar los llanos de Moxos con la economía local,
optaron por incursionar en negocios más seguros y cómodos, como su concurrencia
asidua a los remates para la recaudación de los diezmos y alcabalas eclesiásticos,
adhiriéndose paulatinamente a la opción del rentismo y la especulación. Rápidamente
cambiaron su residencia en las casas de hacienda por otras más cómodas en la ciudad,
confiando a capataces el manejo de sus heredades rurales.
La frondosa población de yanaconas, útil en los tiempos del auge cerealero, se convirtió
en una pesada carga de bocas inútiles que fueron expulsadas de las haciendas, sin
embargo, se les dejó la opción de alquilar las tierras de los márgenes de estas a cambio
de pagos en moneda, en obligaciones laborales en el resto de la hacienda e incluso
obligaciones de tipo doméstico. Así, surgen los arrenderos, pero también se refuerza el
estrato de indios sin tierra. Sus necesidades monetarias los obligan a incursionar en las
zonas urbanas y hacerse del control paulatino de los mercados urbanos. Las
consecuencias de estos actos fueron profundas, por una parte, las haciendas, desde la
primera mitad del S.XVIII fueron gradualmente perdiendo el control de la producción
agrícola y de su influencia sobre los mercados locales, pero por otra, ello significó a
largo plazo, el desplazamiento de la economía hacendal por la parcelaria y la formación
de un potente mercado interno regional.
Bajo este conjunto de estímulos, particularmente los valles centrales de Cochabamba, se
convirtieron en una suerte de paraísos fiscales por la vía de la fácil evasión de impuestos
y el tránsito expedito de la condición de indio tributario a mestizo reciclado como
comerciante de feria o un amplio abanico de opciones ocupacionales que ofertaba el
floreciente desarrollo artesanal. Estos flamantes mestizos eran incluso capaces de
defender esta condición con las armas en la mano como lo hiciera Alejo Calatayud en
1730. Augusto Guzmán sugiere que este campesino despojado de la tierra pero no
excluido de obligaciones tributarias y otras exacciones, se convierte en el “valluno”, es
decir, el indio forastero o el ex yanacona que al ser expulsado de la hacienda se
introdujo en la feria y que de agricultor de origen adoptó las artes del comerciante o las
habilidades del artesano. Al respecto el autor citado anota:
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En la composición demográfica cochabambina que comprende blancos, mestizos o blancoides e


indígenas, debe considerarse necesariamente un tipo social intermedio –entre mestizo urbano y
el indio rural de las sierras- conocido con el nombre de “valluno”. En efecto el agricultor de los
valles que no se queda en agricultor, sino que además es comerciante y artesano con uno o
varios oficios: vaquero, carpintero, albañil, cohetero, ollero, tejedor, canastero, sombrerero,
pellonero, ojotero. Ama el rincón que cultiva como dueño. Hace viajes constantes de negocio
como arriero. Vive entre el campo y la ciudad o pueblos, habla castellano y quichua,
generalmente lee y escribe. Viste pantalón de campo con chaleco y saco de ciudad, sombrero de
fieltro y abarcas. La “valluna” es generalmente agricultora, comerciante., arriera, cohetera,
alfarera, cigarrera, carnicera o chichera. En su vestido es más chola que india. Usa jubón
adornado con encajes o cintillos, manta de fleco en vez de reboso y el típico sombrero blanco de
copa alta y ala tiesa (1972: 146-147)

Bajo este horizonte de reacomodo usurario de la economía hacendal y de emergencia de


estratos sociales que paulatinamente abandonan su condición de agricultores sometidos
al yugo del patrón, se inicia un proceso de florecimiento de las ferias campesinas como
las de Cliza, Punata, Tarata, Arani, Quillacollo, pero tomando como referencia el pulso
ferial de la ciudad de Cochabamba, que de centro administrativo y sede de los poderes
estatales que mantiene la paz social en la región, también asume el papel de gran
mercado para la circulación y consumo de la producción campesina y artesanal. Estos
son los antecedentes que nos permitirán comprender mejor la dinámica urbana que se
inicia al despuntar la Republica.
Los testimonios existentes de los primeros años republicanos coinciden en señalar el
carácter industrioso de una ciudad que ha hecho de sus ventajas comparativas: su
bondadoso clima, la laboriosidad de sus habitantes y la fertilidad de sus suelos, el eje de
su desarrollo económico. Un testimonio de 1830 de un ciudadano anónimo de ese
tiempo, que se identifica como “el Aldeano” autor del “Bosquejo del estado en que se
halla la riqueza nacional de Bolivia con sus resultados presentados al examen de la
Nación por un Aldeano hijo de ella, Año 1830” al referirse al referirse a Cochabamba
sostenía:
La primera riqueza de Cochabamba consistía y consiste en la misma fertilidad de su territorio.
La segunda en la industria que ha estado más adelantada que en ninguna otra parte. La tercera
en el comercio (...). No hay la menor duda que la industria agrícola era antes más extensa que
ahora en aquél país. Yo estuve en varios de sus cantones el año primero del presente siglo y vi
que en ellos estaban demasiado baratos los víveres. Desde la quebrada de Arque adelante
daban ocho y diez panes por medio, tan grandes como ahora venden cuatro. El maíz lo daban a
peso el quintal y aun a seis reales en todas las aldeas del valle de Cliza. No pasaba el trigo de
tres pesos fanega y de cuatro la harina de Castilla. Daban dos pollitos por medio y dos pichones
por la misma moneda. Al fin, todos los demás artículos de vituallas y menestras iban por esta
medida. Pero como hoy, ellos mismos valen un duplo de su antiguo precio, es claro que su
agricultura se halla decadente(...) Por lo que hace a la industria fabril, nadie puede ignorar que
estuvo muy floreciente sin embargo de las trabas que le estaban opuestas. Entre a las
habitaciones de las clases inferiores, casi no había una que dejara de tener algún telar o algún
taller. En el hermoso bosque de Calacala había centenares de mujeres que hilaban en tornos de
agua. En las extremidades de la ciudad capital y en todos los suburbios, se registraba un
número prodigioso de alfarerías y hornos donde se fabricaban todas las losas y vidrios
cochabambinos. Los monasterios y todas las otras casas de recogimiento eran como otros tantos
establecimientos públicos destinados al taller. De este modo se vieron en aquél país algunas
obras tan primorosas que los extranjeros no quisieron creer que ellas fuesen americanas. En las
provincias que están subordinadas a este departamento, no había menos industria fabril. El
tiempo que dejaba desocupada la agricultura se empleaba en aquélla industria (...) Hoy, por un
orden natural debe estar ella en un sentido opuesto. No hay un consumo competente de los
lienzos, paños, encajes, ponchos, lozas y vidrios de este departamento. ¿En qué estado se
hallarán tales producciones y tales productores? Por último, su comercio ya no puede llamarse
floreciente. Antes los cochabambinos inundaban no solamente esta república sino también sus
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vecinas con sus mercancías y producciones departamentales. Hoy que ya no se hace aprecio de
ellas pocos hay que se dediquen al comercio. Pero estos mismos pocos no han reportado tanta
utilidad como creyeron. Sabemos que han quebrado muchos y creemos que en adelante
quebrarán otros tantos, o más (...) Centenares de cochabambinos de ambos sexos están
establecidos en otros lugares. Una tal emigración no prueba que esté abundante su propio país,
sino por el contrario (Obra citada: 74 y 75)

El paisaje económico y social que traza “el Aldeano” no deja dudas sobre el estado de
postración en que encontraba Cochabamba después de sostener el peso principal de una
larga guerra que si bien culminó con la fundación de la República, no por ello despejó la
crisis de su actividad productiva. Pero no solo fue la guerra, sino también la pérdida de
las plazas comerciales a donde acudía, por ejemplo, la floreciente industria de paños,
lencería y barracanes, además de manufacturas en cuero, cerámica, losa, etc., que
cobraron fama a fines de la Colonia, en lugares tan distantes como el puerto de Buenos
Aires y las costas del Pacífico, que desde fines del siglo XVIII e inicios del XIX, se
vieron perjudicadas por los presencia de los textiles de algodón ingleses y los calicoes
azules que desde la India, traía a tierras americanas la poderosa flota británica.
De acuerdo a un notable estudio realizado por Carlos Lavayen y José Gordillo
(“Población y Estructura Urbana de la Ciudad de Cochabamba (1826-1831)”, 1991),
se muestra a la ciudad rodeada de campiñas e incluso tierras de labor en el interior de la
misma. Utilizando como referencia el Censo de 1826 y el Padrón de Predios de 1831, se
evidencia que existían asentamientos indígenas en zonas urbanas como Collpapampa y
Caracota en el Sur de la ciudad. Respecto a la industria artesanal que llamó la atención
de “El Aldeano”, la misma estaba conformada por unidades de explotación familiar, que
por orden de importancia cuantitativa estaba compuesta por tejedores, sastres, zapateros,
plateros y curtidores. Un rubro no menos importante era la actividad comercial seguida
por los servicios personales como el empleo doméstico y el régimen de las “criadas”.
También destacaban las profesiones liberales, concentrada sobre todo en el ramo de los
abogados, los médicos y los arquitectos, no siendo menos importante como ocupación
la desarrollada por las órdenes religiosas, los sacerdotes y los capellanes. Sin embargo
las dos mayores fuentes de ocupación de los habitantes urbanos en 1826 fueron los
ramos de “actividades domésticas” y “tejedores” , siendo notoria la prevalencia de las
ocupaciones en tareas artesanales respecto a otras como las comerciales y las ofertadas
por las profesiones liberales.
Estas apreciaciones permiten afirmar que las elites regionales se habían establecido
dentro de la ciudad, no necesariamente en calidad de administradores de los
emprendimientos productivos, sino en calidad de rentistas acomodados que mantenían
frondosas servidumbres dentro de la mejor usanza de la sociedad tradicional. En
contraposición resaltaba la realidad de unos trabajadores independientes, que pese a
haber tenido que soportar las penurias de la guerra, preservaban la categoría y
consideración de mestizos alcanzada durante la Colonia y como tales se hacían cargo
de hacer marchar la economía de la ciudad. En todo caso, como se verá más adelante,
las barreras de castas impuesto por el régimen colonial derrocado, se habían debilitado a
un grado tal, que los valores, gustos y costumbres del mundo andino aparecieron
momentáneamente como valores universales.
Cochabamba de los primeros años republicanos, era sin duda, una ciudad de mestizos
cuya economía giraba en torno a la producción artesanal orientada tanto a la exportación
(textiles) como para satisfacer a la demanda local (confección de ropa, calzados). Al
respecto se resaltaba la enorme vitalidad de este mundo plebeyo en los siguientes
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términos:
Estos mestizos y cholos que, formaban verdaderas muchedumbres, inundaban los caminos
provinciales, concurrían multitudinariamente a las ferias, alegraban las fiestas populares y
dinamizaban la economía regional, constituyeron el rasgo específico de los valles de
Cochabamba y de los suburbios de la capital departamental. Su capacidad de insertarse
económica y socialmente en la sociedad hacendal, de debilitar y destruir los viejos preconceptos
de castas, fueron en cierta forma responsables, por lo menos en el caso del Cercado de una
temprana expansión de pequeños propietarios o campesinos parcelarios, y del crecimiento de
la producción mercantil simple, y a partir de ello, de la organización de un sistema de
abastecimiento a la ciudad por pequeños productores que llenaban con sus mercancías
agrícolas las ferias de Cochabamba, Quillacollo, Sacaba y el Valle Alto(...) En suma, es el
Cercado donde tempranamente se quiebra el régimen de castas, lo que a su vez provoca la
ruptura con los sistemas de vasallaje a que continuaron sujetos los colonos de las haciendas del
Valle Central y de las alturas. Ello también permite tempranamente, que en el Cercado
aparezca el pequeño productor parcelario, es decir el 'piquero' que con su presencia minará el
sistema de servidumbre vigente en otras zonas (Solare:1990:50).

En fin, está es la Cochabamba que encontrará Alcides Dessalines D’Orbigny hacia


1830. Al respecto el insigne visitante, un científico naturalista francés que recorría la
América Meridional por encargo del Museo de Historia Natural de Paris, recogía estas
impresiones que valen la pena transcribirlas en extenso, pese a que fueron objeto de
publicación, una y otra vez:
El 24 (de septiembre) atravesé inmensos campos de trigo y maíz, en una campiña sembrada en
todas partes, al lado de numerosas huertas de durazneros, olivos, higueras, y sauces,
presentando el conjunto el aspecto de nuestra Provenza. Llegué así por una pendiente muy
suave hasta el gran burgo de Quillacollo (…) De Quillacollo hasta Cochabamba la llanura es
más libre y hay menos árboles, pero ni una sola parcela de tierra sin cultivar, los campos están
en todas partes aquí y allí cubiertos de pequeñas cabañas de tierra, rodeados de cercos de la
misma naturaleza, que ocupan los indios; cabañas idénticas a las que los primeros aventureros
encontraron en esa parte del nuevo mundo, y cuya forma redonda en cúpula y la abertura única
dan a la campiña un sello muy espacial, que recuerda al europeo que no está en su ambiente, a
pesar de estar rodeado de una vegetación importante y en nada indigna. Después de haber
pasado cerca del villorrio de Colcapirhua, llegué pronto a los arrabales de Cochabamba, que
comparados a los que había visto en algunos meses, me anunciaban una gran ciudad y me
hicieron experimentar una viva sensación de placer. (…) La ciudad de Cochabamba con sus
arrabales, ocupa una vasta superficie. El gran número de sus cursos de agua y jardines, la
multitud de casas de un solo piso, la hacen aparecer más poblada de lo que es en realidad. Está
perfectamente trazada, dividida en bloques iguales o cuadras, por medio de hermosas calles de
nueve metros de ancho, las principales bien empedradas. Hay dos grandes plazas, la Plaza
principal (situada en el centro de la ciudad), alrededor de la cual hay cuatro iglesias, la casa de
gobierno o Cabildo, y en medio, un surtidor de agua. Está adornada además, con sauces recién
plantados, destinados a refrescar cuando crezcan con sus sombras; es sin duda alguna la más
hermosa plaza que pueda verse en cualquiera de las ciudades de la república. La segunda plaza
es la de San Sebastián, situada casi en los suburbios. Reina la mayor limpieza, gracias a la
vigilancia de la policía. Sin embargo, por falta de local apropiado, esas plazas, lo mismo que en
La Paz, sirven también de mercado y están ocupadas ciertos días, de toda suerte de productos
de los alrededores, transportados por los indios (…) Los monumentos consisten en iglesias. Se
destaca sobre todo la Matriz, construida de piedra y la iglesia del antiguo colegio de los jesuitas
(dividida en tres naves), la más hermosa de todas; después vienen las iglesias de Santo
Domingo, de San Francisco, de San Agustín, de la Merced, De san Juan de Dios, de la Recoleta,
pertenecientes a otros tantos conventos de hombres; las de Santa Clara y las Carmelitas, donde
viven hermanas de estas órdenes. Además, está el Cabildo, gran construcción de una
arquitectura muy sencilla. En el centro de la ciudad hay muchas casas de un piso, construidas
con ladrillos crudos, todas provistas al exterior de grandes balcones de madera, que se
prolongan por una parte de la fachada; pero estas casas disminuyen en apariencia a medida que
se alejan de la plaza principal. Son al principio bastante grandes, compuestas solo de plantas
baja y cubiertas de tejas, después terminan por no ser más, en el campo, que pequeñas cabañas
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construidas de tierra y cubiertas de cañas. Los establecimientos públicos son un colegio de


ciencias y artes fundado por el General Sucre, muy apoyado por el presidente Santa Cruz; un
colegio de jóvenes huérfanos; una escuela de enseñanza mutua, dotada por el Estado y un
hospicio para pobres (…) (El 27 de septiembre) Mi guía me condujo hacia la Pampa Grande,
gran plaza ubicada casi fuera de la ciudad. La organización completamente novedosa de una
guardia nacional que maniobraba, atraía entonces allí mucha gente (…) Cerca de la Pampa
Grande hay una pequeña colina llamada Cerro de San Sebastián. Encontré todavía paseantes
que tomaban allí el fresco. En la cima, elevada de cien a ciento cincuenta metros sobre la
llanura, y sobre la cual hay bancos, gocé de un magnífico panorama. Dominaba toda la ciudad
y descubrí el conjunto de sus alrededores, de los más pintorescos y llenos de contrastes. A la
derecha las colinas de San Pedro, tristes y áridas, sin ningún rastro de vegetación; frente, detrás
de la ciudad, el bonito caserío de Calacala, con sus árboles verdes, lugar de cita de los
paseantes, sitio elegido para los paseos campestres de los ciudadanos; la huerta del valle, cuyas
suculentas fresas (frutillas) son famosas en el país; a la izquierda en lontananza los grandes
burgos de Tiquipaya, de Colcapirhua, de Paso y de Quillacollo. En todas partes, en el valle,
casas dispersas, árboles aislados, campos cultivados, praderas siempre verdes, dominadas por
una elevada cadena, varias de cuyas puntas, cubiertas de nieve, contrastan con la suave
temperatura que se goza en la ciudad. Admire largo rato, sin cansarme de recorrerla con los
ojos, esa hermosa campiña, semejante a las de Francia. (D’Orbigny, 2002: 1152 a 1157).

Las impresiones de D’Orbigny a cerca de la ciudad, con calles geométricamente


ordenadas y vistas que le recordaban a su país de origen, en verdad, no diferirían
demasiado a aquélla visión, más parca, ofrecida por Viedma. Sin embargo, no dejaba de
causar curiosidad la presencia de los extensos maizales que parecían asediar a la ciudad,
sobre todo, si comprobamos que en la época en que el ilustre viajero arriba a la ciudad,
Potosí se ha convertido en un modesto mercado para los cereales de Cochabamba. La
respuesta nos la proporciona el propio cronista, que no solo se contentó con una
descripción física de la ciudad, sino además nos dejó una riquísima radiografía del
cuerpo social de la misma. Al respecto señalaba:
Nada iguala la pasión del pueblo por la chicha, es un verdadero furor. Los indios y los mestizos
no se contentan con consumirla continuamente, con beberla en la comida o para refrescarse;
buscan también todas las ocasiones posibles en las fiestas religiosas, para reunirse y beber, día
y noche, a menudo durante varios días, entregándose entonces a los mayores desordenes. El
consumo de este licor les hace perder todo freno y les conduce a satisfacer todas las fantasías
que les pasan por la cabeza. Sin embargo, puede decirse, en favor de su carácter, que si
entonces son relajados al máximo en lo que respecta a los propósitos y acciones que pueden
conducir al acercamiento de los sexos, siempre están alegres, difícilmente se pelean y se
golpean aún más raramente. Parece que este licor tiene sobre ellos una influencia totalmente
benigna en comparación los terribles efectos que trae en Europa el abuso de nuestras bebidas
espirituosas mucho más fuertes. Si el pueblo ama la chicha, los otros miembros de la sociedad
no la desean menos; y eso se concibe porque como son educados por las indias, no se privan de
nada; por eso el consumo es general, así como la costumbre de las meriendas o colaciones
(Obra citada: 1157).
Estas líneas certeras revelan que los grandes cambios no se producen en la esfera física
de la ciudad –de hecho Viedma podría afirmar que desde esta perspectiva nada había
cambiado-, sino en la esfera de la ideología y los imaginarios urbanos, que en estos
primeros años republicanos, sin duda dieron rienda suelta a la transgresión de las
normas que impuso por siglos el pesado y hermético poder colonial. Para más de uno,
“el asqueroso brebaje” tenía sabor de libertad. En este orden chicha y quechua iban de
la mano para romper el viejo esquema de castas que protegía a la “ciudad letrada” o
española y anatemizaba a “la ciudad iletrada” y bárbara de la plebe, siempre
peligrosa. Lo que contempla D’Orbigny es la momentánea ruptura de las compuertas y
las barreras normativas que separaban estas dos mundos. Pero dejemos que el ilustre
cronista nos describa una vez más este episodio de singular interculturalidad entre el
12

mundo mestizo y el mundo valluno o cholo.


El idioma general de Cochabamba es el quichua. Los indios no conocen otro. Los mestizos de
ambos sexos solo saben algunas palabras de un pésimo español. La lengua quichua es tan
extendida en la ciudad que, en la intimidad, es la única que se habla. Las mujeres de la sociedad
burguesa poseen una idea muy incompleta del castellano, que no les gusta hablar. Por eso, el
extranjero que no puede aprender de la noche a la mañana el idioma de los Incas, se halla a
menudo en gran embarazo (Obra citada: 1157).

Para refrendar la constatación de esta espontánea adhesión de los criollos y la llamada


clase pudiente a las gratificantes prácticas populares, finalmente D’Orbigny nos deja
esta sabrosa anécdota:
Invitado un día por el comerciante español al cual había sido recomendado a una de las
meriendas, no quise perder la ocasión de conocer ese género de reuniones. La compañía se
componía de la mujer del comerciante, nacida en el país, de muchas de sus amigas, de uno de
los más importantes comerciantes ingleses de Tacna, de los parientes y amigos de la casa.
Trajeron chanchos de la india asados y grandes fuentes de papas con una salsa espesa
compuesta de pimiento colorado. Sirvieron, insistieron sobre todo en la salsa e pimiento para
estimular la sed, y trajeron ollas de una chicha que consideraron excelente (…) ¿Qué hacer?
Negarme hubiera sido descortés. Era necesario que lo ejecutara con una sonrisa y que me
plegara una vez más a los hábitos locales por más desagradables que me parecieran. Por lo
demás, cuando veía a un inglés echar al olvido, para complacer a su huésped, su orgullo y
hábitos nacionales, por lo general tan exclusivos, habría sido muy mal visto que yo, viajero
francés me hiciera difícil. Me inmolé pues: sin embargo, como los vasos nunca permanecían
vacíos, comían siempre pimiento para excitar la bebida y veía todavía un mar de chicha que se
disponían a engullir, pretexté una cita a las diez de la noche y pude, con mucho trabajo,
abandonar la merienda, sin esperar el desenlace que preveía poco agradable. Lo que más me
asombró fue ver que dejaba a mi buen amigo inglés, tan buen chichero como el mejor de los
cochabambinos (Obra citada: 1158).

La Cochabamba que contempló D’Orbigny, es aquélla invadida por la cultura ecléctica


de los vallunos, a tal punto que los criollos que se reclamaban herederos del ancien
régime se sintieron más cómodos y extrovertidos retornando a la cuna de la cultura inca.
Se puede afirmar que el idioma quechua y la chicha eran símbolos culturales de una
hegemonía popular sui géneris que dominaba por doquier. Sin embargo, lo que subsistía
del idioma de Cervantes daba forma a lo normativo y a la delicada y formal separación
de los estratos de propietarios de bienes, fortunas, abolengos y usos de poder, de los
restantes dueños de su fuerza de trabajo y de las ingeniosas formas de incursionar en el
mundillo urbano popular de las transacciones feriales. No obstante, en este primer
momento republicano, que se extiende hasta la década de 1870, por lo menos, las
barreras sutiles entre letrados e iletrados se fracturaban con frecuencia a la hora de las
celebraciones y fiestas cívicas, religiosas y familiares, e incluso de las tertulias de la
vida diaria en el seno familiar o en la relación que se produce en el espacio público.
¿Qué impresión se desprende de este singular paisaje social que expone D’Orbigny? Sin
duda, la presencia de una sociedad abierta, aparentemente liberada de las cargas
culturales coloniales, una suerte de paraíso de interculturalidad y tolerancia. Sin
embargo, sería ingenuo pensar que las contradicciones entre clases sociales y las
distancias entre ricos y pobres se habían acortado. La sociedad que contempla nuestro
cronista emerge de una larga crisis, cuyos orígenes se remontan a la extinción del
mercado potosino, que se agudiza a inicios del siglo XIX con graves sequías y con la
Guerra de la Independencia, como ya se mencionó. No se debe olvidar que Cochabamba
sufrió, con particular intensidad, las angustias de los saqueos, las represiones, las
carestías, la pérdida de vidas y las sangrías económicas.
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Es posible inferir que D’Orbigny realiza el registro de una élite diezmada en sus
mejores representantes. Los que quedan, pese a conservar su patrimonio más o menos
intacto, no logran todavía alcanzar la distinción y el nivel cultural que hacen que una
clase social dominante sea reconocida como tal. Sus hábitos de vida, sus valores
culturales y sus despliegues materiales no se diferenciaban sustancialmente de los
similares que ostentan las clases populares. El idioma quechua y el ‘áureo licor’ eran
los valores universales de esta formación social, valores que colocaban en un mismo
rasero a quienes se reclamaban caballeros hidalgos o a quienes se reconocían como
mestizos vallunos e, incluso, indios arrenderos, artesanos y otros estratos subalternos,
que, a la hora de la celebración pública y el rito religioso, compartían los mismos
espacios, los mismos placeres y los mismos hábitos. Esta práctica se extendía a la esfera
de la vida privada y la cotidianeidad, donde la mesa criolla, la mestiza y la del artesano
o el agricultor pobre se adornaba con las ‘machu jarras’, se hacía irresistible con los
sabores que brindan los frutos de la tierra, cobraba sentido con el dulce idioma de los
incas y se llenaba de vida con las tonadas del alma popular (Solares, 2023).
La situación descrita por D’Orbigny respecto a la ciudad y su cuerpo social,
probablemente variará en matices pero no en esencia a lo largo de varias décadas. De
alguna forma, la puesta en escena de los imaginarios modernistas que, sin duda hasta
ese momento se entretejían con los valores populares, se inician, no necesariamente a
partir de una paulatina separación de estos idearios respecto a la pesada tradición, sino
diríamos, más abruptamente, por la vía del desastre.
La aguda sequía que se inicia desde fines de 1877 y que se prolonga a lo largo de 1878,
causando hambruna y mucha mortandad, es rematada por una epidemia, probablemente
de cólera que se abate sobre la ciudad y la campiña con inusitada violencia,
incrementando casi geométricamente las defunciones y el volumen de población
afectada de una u otra manera. Hacia 1880, cuando la ciudad comienza a recuperar su
ritmo normal, se inicia la tradicional búsqueda de culpables. El Cuerpo Médico de
Cochabamba apunta certeramente a las precarias condiciones higiénicas de la ciudad, en
especial a la condición de las vías públicas, la mayoría sin ningún tipo de pavimento y
susceptibles de convertirse en torrentes de agua pluviales en época lluviosa, la ausencia
total de servicios básicos, sobre todo redes de agua potable y alcantarillado; pero
además, la permanencia de focos infecciosos en el interior de la ciudad, como la temible
acequia de aguas servidas conocida como “Serpiente Negra” y las centenares de
chicherías que se emplazan en el interior del radio urbano con su infaltable crianza de
chanchos y la eliminación de residuos fermentados proveniente de la elaboración de la
chicha que se acostumbraba arrojar a la vía pública.
El Municipio presionado por la opinión pública, pero al mismo tiempo imposibilitado
financieramente para encarar obras de magnitud en materia de obras sanitarias (redes de
agua, pluviales y alcantarillado), embovedado de la “Serpiente Negra” o pavimentación
(empedrado) masivo de las calles de la ciudad, no encuentra una salida más cómoda que
identificar y poner en la picota a un chivo expiatorio más viable: las chicherías. A partir
de 1882 se pone en marcha una política municipal de desalojo de las chicherías del
centro de la ciudad y la penalización a la proximidad de las chicherías al radio de
prohibición mediante patentes anuales diferenciadas (las más próximas a la plaza de
armas pagan las patentes más elevadas y las alejadas las patentes más bajas). Sin
proponérselo, el ente municipal, de pronto percibe que el régimen de patentes le reporta
ingresos elevados, que por primera vez desde la creación de esta institución, le permiten
autonomía económica respecto a las siempre desfallecientes arcas nacionales. De esta
14

forma, la alcaldía orienta sus excedentes hacia la realización de obras públicas, práctica
que rápidamente se convierte en un sistema eficaz de financiamiento de la modernidad
urbana, que se prolongará, por lo menos, hasta la primera mitad del siglo XX.

La descripción que hacía de la ciudad Luis Felipe Guzmán en 1889, encuentra a la


ciudad inmersa en este proceso, sin embargo, una vez más muy poco parece haber
cambiado en la esfera de la realidad física, salvo más espacios públicos y mayor
población:

Sus calles rectas aunque estrechas, ostentan edificios de hermoso aspecto en su mayor parte de
dos pisos, siendo sus construcciones de adobe de rara consistencia. Su dotación de aguas es
insuficiente y mal aprovechada y el anhelo de aumentarlas, es la aspiraci6n más sentida del
vecindario... La ciudad está dividida en tres parroquias urbanas y dos suburbanas con
residencia en la Recoleta e Itocta, ambas con templos propios. La Parroquia de Santo Domingo
abarca 96 manzanas con 995 casas y 10.673 habitantes, la de la Compañía encierra 39
manzanas con 448 casas y 5.729 habitantes, e1 curato de San José comprende solo 21
rnanzanas con 218 casas y 2.383 habitantes. Tiene la ciudad en conjunto 1.878 casas
distribuidas en 189 manzanas y 1as siguientes plazas públicas: 14 de Septiembre, Colon Santa
Teresa, Matadero, San Sebastián, Caracota y San Antonio, la superficie de la ciudad es de
1.662.000 varas cuadradas. Posee un palacio de bello aspecto en el que funcionan todas 1as
oficinas públicas, sin excluir las del ramo de justicia. Existe un edificio contiguo donde se
despacha la policía de seguridad y la casa municipal, también con su policía. Estas tres
instituciones junto a dos pequeñas propiedades particulares forman la acera principal de la
plaza. Esta se halla adornada de un precioso monumento de piedra conmemorativo de la
primera revolución patriótica. Se han establecido avenidas bordeadas de árboles indígenas, que
con las idénticas y vistosas galerías que encuadran dicha plaza y las elevadas cúpulas y torres
de la Catedral, forman un elegante y atractivo conjunto. Tiene además de la Alameda, el paseo
de la Plaza Colón cubierto de árboles frondosos. y a cuyo costado boreal se alzaba hasta hace
poco, una portada inclinada de arquitectura mixta y de imponentes proporciones con correctas
esculturas de alto y bajo relieve y que ha sido demolida aun antes de estar acabada de
construir. Existe un teatro de muy ventajosas apariencia y comodidad, establecido en la media
naranja de1 antiguo templo de San Agustín, y un bazar instalado en la Iglesia del extinguido
Convento de la Merced. donde también se halla e1 rebosante mercado de abasto y el expendio
de carne. Hay otra plaza cerrada donde se vende combustible, llamada de San Alberto. Al
costado oriental ostenta Cochabamba un suntuoso hospital de varones y mujeres, asistido por
12 Hermanas de la Caridad. con todos los perfeccionamientos apetecibles para la atención de
350 enfermos... Hay otro hospital clausurado que durante 315 años sirvió de asilo al dolor...
Existen tres cementerios públicos, cuyos primeros cuerpos se mandó a levantar con 1os
despojos extraídos de los templos, en que antes se hacían todas las inhumaciones. El hecho
indicado fue una de las evoluciones de mayor significado en la vida civilizada y la higiene
publica de la ciudad. En el costado occidental se halla fundado el Matadero, donde se carnean
8.505 reses, 27.000 corderos y 2.600 cerdos, por término medio anual (Ligero Bosquejo
Geográfico y Estadístico del Departamento de Cochabamba, El Heraldo,
25/06/1889).

Esta detallada descripción de la ciudad, muestra que en lo esencial, el paisaje urbano del
tiempo de Viedma permanecía intacto, solo se había sustituido el antiguo Cabildo por
un “palacio de bello aspecto” que contenía el aparato político, administrativo, jurídico,
municipal y represivo del nuevo Estado. Se habían añadido las galerías perimetrales a
la, ahora denominada, Plaza 14 de Septiembre, se habían incrementado las casas de dos
plantas en la zona central; se habían añadido plazas y paseos, de los cuales los más
representativos eran la Plaza Colon y la Alameda. Algunos edificios religiosos habían
dado paso a equipamientos urbanos, y por lo menos, en el caso del Teatro Acha, la
remodelación y adaptación del antiguo templo de San Agustín, había pretendido mostrar
la magnificencia del gusto republicano, y plasmar un espacio adecuado donde la
15

nobleza criolla pudiera desplegar sus galas. La Plaza de Armas también había recibido
un ropaje renovado de gusto neoclásico con un obelisco que simboliza los valores
cívicos y libertarios que la sociedad oligárquica se permitía. No obstante, estas
innovaciones eran superficiales, y en lo esencial, el escenario urbano que organizó la
villa colonial, se mantenía sin mayores variantes.

Sin embargo, una vez más, estos modestos avances de modernidad urbana, no guardan
simetría con las transformaciones el cuerpo social. La ciudad abierta y tolerante que
encontró D’Orbigny hacia 1830 ha cedido paso a una irresistible recomposición de roles
y jerarquías, donde las antiguas normas segregativas coloniales han sido retomadas por
los modernistas fuertemente inmersos en su misión civilizadora. Sitios públicos como la
Plaza de Armas dejan atrás su carácter multifuncional y se convierten el espacios
cívicos, sitios de paseo y distinción. La chicha y su mundillo plebeyo son expulsados
por severas disposicio0nes municipales hacia el Sur de la Pampa de las Carreras
rebautizada como Avenida Aroma y convertida en una suerte de frontera que separa
rígidamente la ciudad criolla de la aldea de artesanos, chicheras y feriantes. Las
meriendas de sabrosos chicharrones, motes, papas llajuas que disfruto/sufrió
D’Orbigny, a estas alturas, no dejarían de ser actos de escándalo y reprensión pública.
La plaza y sus alrededores reciben otro tipo de empresas, más a tono con los novísimos
gustos modernos: filiales de casas importadoras de La Paz, almacenes con escaparates
novedosos, sedes bancarias, casas de importación de efectos de ultramar, casas de moda,
finas zapaterías, en fin negocios propios del capitalismo mercantil dominante, que
convierten el viejo centro del poder colonial en un renovado centro comercial moderno
o por lo menos proclive a recrear aires de modernidad. A tono con estos nuevos
tiempos, los gentleman de la Llajta ostentan otros valores y practican finas
competencias de distinción, como refleja la siguiente nota, extraída de una página
social de El Heraldo:

Visitas de Etiqueta
Don Ruperto Bienvenido, su cara mitad y sus simpatiquísimas polluelas se preparan a presenta
sus cumplimientos, por estar en descubierto con algunas de sus numerosas amistades…Ya está
en la calle. El papá esta ‘comme il faut’ (correctísimo), levita, sombrero de pelo, corbata
tricolor y guantes color perla. La mamá no deja nada que desear: tiene todos los atavíos que
indica la moda hasta en sus extravagantes nimiedades, pero no puede entenderse con la horrible
incomodidad que le causa su vestido de seda gris y sus zapatitos del Nº 48 de rico cuero
andaluz. En cuanto a las mozas, ¡por la Virgen de Guadalupe!, que están hechiceras, pero ellas
se figuran estarlo más, pues si tropiezan en su camino con algún jovenzuelo, le dirigen una
mirada, nada más que una,, pero de aquéllas de incrustarlo contra la pared, Penetran en la casa
de sus compadres los Barrios con quienes está un poco resentidos por no sé qué calumnias que
les hicieron en tiempos no lejanos. Con paso igual y un tanto grave llegan a la puerta del salón:
un golpecito quedo, luego dos y después tres (la etiqueta no permite más). Sale por fin la señora
dueña de casa, se extienden la mano y solo alcanzan los dedos:
-Pasen Uds., Don Ruperto, Juana, niñitas no se hagan esperar.
-Muchas gracias.
Pasan unos segundos en que doña Juana ofusca con su lujo y le dirige miradas como quién dice:
¡Chúpate esa! Rompe el silencio la visitada y dice:
-Mucho calor ha hecho estos días, ¿no es verdad comadre?
-¡Ututuy! Tiene Ud. razón, que calor ha hecho y hace todavía.
El tema de conversación ya está agotado; entonces Don Ruperto juzga conveniente tomar la
palabra y ahuecando la voz dice:
-Mi compadre Barrios, ¿sigue duchándose comadre?
-Sigue, pero en la ducha de Portales porque los médicos dicen que es la más higiénica…Ha de
sentir mucho no haberlos recibido, lo mismo que las niñas. Salieron a dar una vuelta.
Han pasado cinco minutos, no hay como pasar más tiempo (la etiqueta no lo permite).
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Se levantan, recomendándose cariñosísimos recuerdos para todos los miembros de la familia.


Ya en el patio las niñas se dirigen a los papás diciéndoles:
-¿Se han fijado cómo, esta harpía se mordía los labios de furia al ver nuestra elegancia?
Claro está, ni ella ni sus hijas en su vida han de ponerse vestidos como los nuestros.
Se repite la escena todo el día, pues, todas tienen que ser visitas de etiqueta (El Heraldo, 8 de
mayo de 1900).

Ciertamente la vida social ha dado un vuelco definitivo: las tutumas y los excesos
culinarios han sido sustituidos por la visitas de etiqueta, es decir, la antiguas
convivencias han cedido paso a las finas ironías recubiertas de estricta urbanidad. El
lector perspicaz, sin embargo, podrá ver entrelíneas, que en realidad los giros
idiomáticos populares (Ututuy, comadritay, guaguitay, palomitay…) permanecen pero
cuidadosamente enmarcados entre signos de distinción como corresponde a finos
caballeros y damas impregnadas de modernidad. Los compadres y las comadres ya no
disfrutan de las meriendas que contempló D’Orbigny. Ahora con fineza se clavan
miradas que parecen alfileres y se disfruta de la admiración y la envidia que despierta el
despliegue de las últimas modas importadas directamente desde París o Londres. Sin
embargo debajo de tan finas vestimentas todavía los comportamientos muestran
profundas raíces de lo popular-mestizo, todavía los barnices no terminan de proveer la
cultura que desearía ostentar una verdadera elite.

Los pre-modernos andinos reconocidos o satanizados, son actores de primera línea en


este teatro urbano, pues nunca se fracturará el visible o invisible cordón que los vincula,
tutumas y humeantes pucheros mediante, con el mundo de los modernos pro-Occidente,
que a pesar de todo lo que pudieran hacer, no encontraran jamás un sustituto importado
a las gollorías que ofrece el terruño.

Los giros de la modernidad en la primera mitad del siglo XX.

Al concluir el siglo XIX, el nuevo siglo fue recibido con muestras de moderado
entusiasmo. Cochabamba apenas se recuperaba del golpe económico que significó la
pérdida del litoral, porque con ello se cortó el próspero comercio de arrieros que la
región mantenía con los puertos bolivianos del Pacífico y el Sur peruano. En realidad
este era un momento penoso, pues el flujo de mercaderías chilenas, incluyendo harinas
de trigo, manufacturas de cuero y otras hacia La Paz y Oruro, ahogaba la producción
cochabambina imposibilitada de competir con empresas industriales modernas. La
década final del siglo XIX había estado marcada por frecuentes quiebras de haciendas,
remates de tierras agrícolas, desbalances bancarios, deudas en mora e incluso cierres de
empresas comerciales, que agobiaron a la elite local, por tanto, no había o habían muy
pocos motivos para celebrar.

Sin embargo, en contrapartida, y a pesar de la sañuda persecución a las chicherías, la


economía del maíz y la chicha no parecieron dar signos de recesión. En realidad la
cuestión de donde se situaban las chicherías dentro de la ciudad era una referencia poco
significativa, si de todas maneras la producción de chicha llegaba a la mesa de la gran
masa de consumidores urbanos. El circuito: pequeña parcela maicera, producción de
harina, producción de muko, producción de chicha, expendio del licor, es decir la
totalidad del circuito económico, estaba en manos de clanes familiares de vallunos
cliceños, tarateños, punateños, quillacolleños e innumerables operadores en el propio
Cercado que concurrían en igualdad de condiciones al gran mercado de
comercialización y consumo de chicha en que se había convertido la capital
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departamental e incluso las capitales provinciales, sin descontar las populosas ferias
campesinas. Estos circuitos que conectaban la economía campesina de piqueros con
elaboradores de harina, muko y chicha y comercializadores/comercializadoras del licor,
se convirtió en el eje del mercado interno regional de consumo del maíz producido
localmente, con capacidad incluso para desarrollar tentáculos que alcanzaban a los
asientos mineros orureños y paceños e incluso a las ciudades de La Paz, Oruro y otros
centros urbanos menores en el Altiplano. Se trataba de una economía pre-capitalista de
cientos, tal vez millares de unidades familiares domésticas, que al desarrollarse en los
márgenes de la economía mercantil capitalista, era inmune a sus crisis.

Con este antecedente que define la realidad de una enrarecida atmósfera, llena de
temores y miedos a un futuro económicamente incierto, las celebraciones del despuntar
del siglo XX no llegan a avizorar el hecho de que finalmente Cochabamba estaba
cruzando el umbral de un nuevo periodo, donde las fiebres modernistas y los sueños de
vivir al ritmo de los nuevos tiempos serían, de alguna manera satisfechos, gracias a las
grandes recaudaciones que arrojaban los patentes que el Municipio cobraba a las
chicherías desde 1882. Siguiendo esta pauta, la Prefectura y el propio Estado, no se
quedarían atrás, gravando con esmero impuestos a la producción de harina de maíz, al
quintal de muko, a la botella de chicha en su afán de cubrir los infaltables huecos en sus
presupuestos regionales o nacionales.

Bajo esta dinámica la ciudad, a lo largo de las primeras cinco décadas del siglo XX,
hará realidad su deseo de ingresar a la era de la sociedad industrial capitalista, aunque
no sea sino accediendo a retazos y fragmentos de ella, pues las elites que la impulsan
nunca estarán dispuestas a deshacerse de sus residuos feudales ni de sus miradas
señoriales.

De todas formas, la Cochabamba que describe Federico Blanco al finalizar el siglo XIX,
a pesar de su minuciosidad y riguroso orden, no se diferencia sustancialmente de la
ciudad que contempla Luís Felipe Guzmán en 1889. Sin embargo, a la sombra de estas
aparentes inmovilidades el cuerpo social de la ciudad se segmenta y la estructura física
de la misma se fragmenta. La irrupción de la modernidad como ideología estatal y
apropiada para sí por las elites, separa los cuerpos y refuncionaliza los espacios: el
centro urbano inclusivo de otros tiempos cede paso al espacio cívico y al centro
comercial, algunos ya se refieren a este ámbito urbano central como “la city” o la
verdadera ciudad; la antigua campiña, un sitio privilegiado de vocación agrícola,
experimenta un proceso de irresistible conversión en espacio de recreo y lugar de
vacaciones veraniegas que anuncian su destrucción posterior por la vía de la
urbanización; el sur, se convierte en una suerte de depósito abigarrado de chicherías,
talleres artesanales y comercio popular, algunos la denominan “campamento ” y otras
expresiones con sentido peyorativo para remarcar su condición de “no-ciudad”. En la
misma forma, los festejos cívicos, las celebraciones religiosas, incluso los carnavales
muestran su lado ritual o simbólico apegado a los nuevos valores de Occidente y su
lado popular, donde lo andino no solo no termina de extirparse, sino continuamente
recrea maneras de resistir y persistir.

Naturalmente los recursos disponibles para encarar las tareas del desarrollo urbano
proveídos por las inagotables recaudaciones que rinden los impuestos al maíz y la
chicha, se orientan exclusivamente a materializar el modelo de ciudad occidental, a
revestir el viejo campanario con los signos y las novedades de la modernidad. De esta
18

manera partir de la primera década del siglo XX se inicia un proceso sostenido de


realización de proyectos y obras públicas que van a convertir el abstracto modernismo
en objeto palpable. Si bien los primeros avances tecnológicos, tal vez se inician con la
conexión de la capital departamental y otras localidades a la red telegráfica nacional en
la década de 1890, es la irrupción de la energía eléctrica, un 14 de Septiembre de 1908,
la que marca definitivamente el inicio de esta transformación, gracias al
emprendimiento de la Empresa de Luz y Fuerza Eléctrica Cochabamba, la primera
empresa moderna de la ciudad. Otro emprendimiento de ELFEC fue el Ferrocarril del
Valle que vinculó todo el sistema ferial de los valles, al unir Vinto y Quillacollo con
Cochabamba y el Valle Alto, hasta Arani, con una vía férrea servida por trenes
eléctricos, que inició servicios en 1910 y que hacia 1920, ya se reconocía como la más
importante del país por el volumen de pasajeros y carga que transportaba anualmente,
muy por encima del desempeño de la red nacional de ferrocarriles y de las redes
ferroviarias con los puestos del Pacífico. En la misma forma ELFEC, adquirió los
derechos para la instalación de un servicio de tranvías urbanos que unía el centro de la
ciudad con las campiñas de Cala Cala y Queru Queru, el servicio se inició en 1912-13,
convirtiéndose en el primero que ofertaba una forma de transporte público masivo, cuyo
uso continuado se prolongó hasta fines de la década de 1940, cuando la empresa
agobiada por deudas y la falta de renovación del material rodante, suspendió
definitivamente sus operaciones. Otras obras como la renovación y ampliación de la red
de agua potable, la implementación de las primeras redes de aguas pluviales y el
servicio de alcantarillado sanitario, que vendrán a sustituir la obsoleta infraestructura
colonial, se desarrollan en la década de 1920. Finalmente, las obras de pavimentación
del centro de la ciudad se inician a partir de 1938.

Todos estos emprendimientos, fueron dejando irremediablemente en las brumas del


pasado las imágenes y los imaginarios de ciudad que nos describieron Viedma y
D’Orbigny. La energía eléctrica, los teléfonos, la radio, los tranvías, incrementaron los
vuelos imaginativos modernistas, cambiaron los hábitos de vida y aproximaron los
estándares de vida urbana de los países industriales, a la otrora beatífica Cochabamba.
Los ruidosos tranvías, automotores, motocicletas, las estrepitosas músicas gravadas en
vinilos y reproducidas por radios y fonógrafos, la locura del biógrafo y luego del cine,
trastrocaron el viejo orden colonial que regía la relación de padres e hijos, pero también
los hábitos urbanos.

María Robinson Wright (“Cochabamba, la ciudad de las flores”, en “Bolivia el camino


central de Suramérica”, 1910), al describir la ciudad, nos dejó el testimonio de una
sociedad, donde sus miembros distinguidos eran definitivamente ciudadanos modernos
más próximos a sus pares europeos que se sienten a sus anchas en medio de los ruidosos
automóviles que circulan por las estrechas calles de la ciudad desde 1904-05. Sin
embargo ello no impide que la tradición asome su faz de diversas maneras:

Cochabamba ofrece una apariencia de mucho más movimiento cuando llegan las cargas, estos
productos de las granjas y bosques del interior, y no es raro que estas caravanas interrumpan el
tráfico de una calle. Grandes casas importadoras y exportadoras reciben comúnmente los
productos y dirigen su embarque. Las provincias vecinas no solo abastecen el mercado con los
más importantes productos alimenticios y medicinales, sino que de sus colinas se saca el
mármol, la piedra, la arcilla, la al, la arena y otros materiales que se usan en la construcción de
los edificios más modernos de la ciudad (1910:280).
19

La dinámica interna de la ciudad, no es la de las fábricas que reciben materias oprimas


esenciales, sino la de los arrieros, los descendientes de aquellos que transportaban las
harinas de trigo y maíz a Potosí en el siglo XVII, que todavía prestan servicios
esenciales para el abastecimiento de la ciudad a inicios del siglo XX. En términos
todavía más agudos, el testimonio del Príncipe Luis de Orleans y Braganza, que
probablemente visitó Cochabamba hacia 1900, permite vislumbrar la contraposición
entre la ciudad que se moderniza y la tradición que no se amilana:

Era un sábado y de todas las aldeas de la planicie, dirijíanse los campesinos a la capital para el
mercado del domingo. Caminábamos escoltados por una interminable procesión de bueyes y
carneros. De vez en cuando una banderita indicaba la existencia de la horrible chicha, repulsiva
bebida de maíz masticado y fermentado y, sin la cual los habitantes de las provincias de
Cochabamba no podrían vivir. A la puerta de las tiendas, melancólicos caballos esperaban que
sus dueños acaben sus copiosas libaciones (…) salen estos tambaleando, montan penosamente
los pacientes animales y, envueltos en nubes de polvo, parten a galope, atropellando a quién
encuentren por el camino.
Poco después hacíamos nuestra entrada por la pintoresca calle de Santo Domingo,
desembocamos en la plaza principal brillantemente iluminada (…) una excelente banda militar
tocaba alegre ‘bailecito’ (…) en la calzada circular pululaban jóvenes y señoritas en trajes
domingueros.
Bajo el punto de vista artístico es una de las más curiosas ciudades de Bolivia (…) La catedral,
la Iglesia de los Jesuitas (la Compañía), varios conventos y edificios públicos perpetúan el cuño
particular de la dominación española. Las casas con sus patios elegantes, sus barandas de
madera esculpida, tiene una originalidad que consuela e las vanales construcciones del resto de
Bolivia (…) Los arrabales que ocupan el área de una gran capital, forman como una sola y
linda chacra, un bosque contínuo de naranjales, higueras, perales, entre los cuales apunta
apenas, uno que otro tejado risueño de una casita al estilo español (…) El Municipio goza de la
fama de ser, el de una de las regiones más ricas de la República, que podría alimentar no solo la
provincia, sino al altiplano entero, hasta los más apartados puertos del Pacífico (El Heraldo,
2 de enero de 1908)

Marcados contrastes que causan primero el desagrado y luego el asombro del


aristocrático viajero: multitudes de piqueros y arrenderos que se dirigen a la feria
cargando sus productos y sus animales; banderitas blancas que anuncian la infaltable
chicha, que como a buen europeo, no le causa ninguna gracia; la plaza bien iluminada,
la retreta, las y los jóvenes bien trajeados, los solemnes edificios religiosos, las casonas
con sus artísticos balcones; en fin una radiografía del mundo andino que sostiene la
economía de la ciudad y hace posible el despliegue de sus aspiraciones modernistas.

En fin, descripciones diversas se van sucediendo en los siguientes años. Una


descripción de la ciudad en 1910 que celebra el primer centenario de la gesta libertaria
del 14 de Septiembre, no aporta nuevos elementos de juicio con relación a las
anteriores, sin embargo, de ella se desprende un párrafo casi profético del rumbo que
tomara la ciudad en los años posteriores:

Los alrededores de la ciudad son muy amenos por las quintas en las se mantiene una perpetua
primavera. Las campiñas de Las Cuadras, Muyurina, Recoleta, Cala Cala, etc., son tan vistosas
y de ambiente tan puro, que es de asegurar que una vez establecidos los tranvías, serán
preferidos por los habitantes que conservarán en la ciudad solo sus casas de negocios (El
Ferroarril, 14 de Septiembre de 1910).

No obstante, todavía faltaba un ingrediente esencial para acabar de convertir la aldea en


ciudad moderna. Un cronista perceptivo interpretaba el sentir general respecto a esta
carencia:
20

Cochabamba ha progresado materialmente, pero ¡ay! social, política y administrativamente,


quizá ha retrocedido. Ese pueblo febril, apasionado, lleno de hermosas cualidades, tiene que
despercudirse de viejos prejuicios heredados de la intolerancia ibérica e ingresar de frente por
la ancha vía del progreso, y para ello, es necesario un mayor acercamiento al mundo moderno,
mediante el mayor comercio de ideas y la terminación de la línea ferrocarrilera Oruro-
Cochabamba (José M. Sierra: “Cochabamba y su progreso material”, El
Ferrocarril, 23 de agosto de 1912).

Finalmente en julio de 1917, llego el ansiado tren a Cochabamba. El ramal Oruro-


Cochabamba estaba terminado y el esperado monstruo de acero y vapor, portador del
“cuerno de la abundancia” parecía anunciar el inicio de una nueva era. Este fue el
sentido que tomaron las celebraciones y la fastuosa “Fiesta del Progreso”. Veamos una
crónica de tono rimbombante que refleja la profunda conmoción que causó este
trascendental momento:

La ciudad ha sentido un estremecimiento de gozo, algo así como los espasmos lúbricos de una
noche de lupanar; la ciudad de las heroínas, sintió en medio corazón, el aletazo brusco pero
temblador de una semana e orgías sociales y de buen tono; la tierra que diera carne insigne a
Baptista el grande, ha visto sus ‘palacios de barro y escayola’, llenos de belleza antigua y de
consagración patriótica, Cochabamba colonial y austera, ha tenido en sus calles ajedrezadas, el
tumulto abigarrador y bullicioso de un Cochabamba cosmopolita y trasnochador; la Villa de
Oropesa legendaria y antigua tuvo los cosquilleos histéricos y el vértigo dipsománico de la
ciudad-colmena; el modernismo ha violado las puertas de la ciudad y se ha arrastrado
ondulante y sinuoso por nuestras calles cubiertas de piedras, de guijas y de polvo; la
locomotora audaz y vertiginosa, los raudos automóviles, los ceremoniosos coches de librea, los
dog-carts, faetones, berlinas, breaks y mil vehículos, han hecho temblar de miedo las viejas
espadañas de los sombríos conventos y los muros agrietados de vetustos caserones. Los pitos,
campanillas y flautines han aturdido a medrosos habitantes y la fanfarria de las músicas turbó
el ensueño romántico de los ascetas conventuales. ¡Qué de fiestas y qué de alegrías!...¿Qué
despertar tan dulce! (…) El ambiente hedía a un olor fuerte y acre característica de los
tumultos; parecía la ciudad un barrio de Montmartre o la Place de l’Etoile o Hidepark o la
Avenida de Mayo. Nuestra prensa era leída por cien mil ojos y las redacciones de los diarios
eran visitadas como bibliotecas francesas, que ha decir verdad, son las más concurridas del
mundo (…) La población flotante tuvo una elevada cifra, diez mil visitantes hemos cobijado, y
los gatazos uñilargos de los hoteleros, esos piratas del comercio que ocultaron su vergüenza y
dignidad en su caja de ahorros los han esquilmado sin misericordia; cobrar 20 bolivianos
diarios por dos comidas rancias y un camastrón es un exponente de latrocinio (…) Y hemos
tenido hombre de buena cepa y catadura: mandatario, ministros de Estado y judiciales,
generales, senadores, prefectos, periodistas, poetas, todo un conjunto de grandes valimientos; al
lado de estos, juventud divina y risueña; madonas encantadoras, scoots, footbaliers y hasta una
muchachada de azota calles y nocherniegos, que a las primeras horas de la noche, exclamaban
frenéticos ¡a los lupanares, a encender la sangre en los lenocinios, a beber y a tunar –Pero
Cochabamba inocente y virginal, ignorando lo que es lupanar o lenocinio, se ha escandalizado
de tal profanación y ha llevado a esa juventud sibarita a los bares sin mujeres o als chicherías,
para que bailen entre hombres (…) Lo demás de la fiesta se ha quedado en el tintero y en un
repartimiento de la cartera. Basta decir que Cochabamba durante siete días, estuvo borracha de
gentes y de fiestas; que la ciudad de las heroínas ha tenido una fiebre de cuarenta grados (R.
Arano Peredo: “Trazos largos”, El Heraldo, 31 de julio de 1917).

Esta sabrosa descripción que permite establecer la dimensión del revuelo que causó la
llegada del tren a Cochabamba dando rienda suelta a una euforia sin parangón, donde
los deseos reprimidos del autor se mezclan con estallidos de imaginarios modernistas,
que por momentos, tratan de doblegar los aturdidos pero no revocados prejuicios
coloniales de la santurrona sociedad conservadora, que sin duda siente con
estremecimiento como se quebranta la secular paz de los conventos en tanto vuelan
21

desbocados los automóviles y las berlinas en una mescolanza de rugidos de motores y


relinchos de caballos. En medio de este tropel, unos sienten que la ciudad se ha
convertido en un barrio parisino, londinense o porteño, otros no atinan a como lucir sus
galas en medio de semejante desenfreno, pero tienen tiempo para reprimir los excesos
de los jóvenes del campanario y los visitantes, seguramente hijos de la encumbrada elite
paceña que arribó junto con el presidente Ismael Montes y su cortejo en ese primer
histórico tren, y que enseñan a los primeros prácticas modernistas “non santas” para
horror de los severos jefes del hogar que comienzan a entender que también la vieja
dictadura patriarcal se resquebraja y va cediendo paso a los nuevos tiempos. Sin duda
“la ciudad de las heroínas” experimentó una fiebre de cuarenta grados.

Un discurso de circunstancias expresaba las esperanzas de los empresarios locales:

El silbido de una locomotora es el alerta de las inteligencias adormecidas, es el sacudimiento a


los capitales carcomidos, para Cochabamba es la precursora de su bienestar, es la nueva etapa
(…) Es la civilización y la industria que envueltos en el pardo penacho de humo, toca sus
puertas, es el águila de bonanza que se cierne sobre su hermoso cielo, derramando ideales de
unificación Nacional. Quien no oye ese silbido ni levanta la cabeza al aleteo del águila ni da
paso a esa evolución, es indigno de formar parte en el Concierto Boliviano, que entona un solo
himno, el del Progreso (Discurso pronunciado por el Dr. Agustín Ferreira, El
Heraldo 1º de Agosto de 1917)

El significado del tren adquiere ribetes simbólicos, sus nubes de vapor anuncian la
próxima industrialización y la puesta en marcha de la misión civilizatoria, que amenaza
a quienes la ignoren con no formar parte de la Nación. Sin embargo, el desafío que
representa la llegada del tren para reflotar la dinámica productiva de las haciendas sufre
un tropiezo que se juzga insuperable: la oportunidad para recuperar los antiguos
mercados de granos pasa por la modernización de los latifundios gamonales, es decir, la
conversión de los viejos feudos en empresas agrarias capitalistas, incluida la conversión
de los colonos arrenderos en un proletariado rural y la transformación de los oligarcas
reaccionarios, por lo menos en “feudernos” (feudales y modernos), como sugiere Adrián
Waldmann (2008) al referirse a la oligarquía cruceña, que a pesar de sus prejuicios
coloniales, fue capaz de erigirse como una clase de auténticos empresarios capitalistas.
Solo a Simón I. Patiño se le ocurre la idea extravagante de organizar Pairumani como un
modelo de empresa moderna, los demás prefieren la vía colonial y segura de exprimir a
sus pongos para extraer rentas en moneda y especies.

Pasados los aspavientos, ya nada volvió a ser lo que era: la revolución tecnológica
sustituyó las cabalgaduras por los automotores y los tranvías, la luz eléctrica propuso la
novedad de la vida nocturna, la radio y el cine convirtieron en voces e imágenes los
imaginarios de progreso. Todo ello junto, terminó subvirtiendo la rutina de los ajetreos
peatonales. El ritmo urbano modificó sus diapasones, de pronto y sin mayor prevención
la aldea dejó de ser lo que era: las relaciones entre vivienda-trabajo-recreo-comercio-
abastecimiento, es decir, las antiguas territorialidades urbanas que marcaban los ritos
repetitivos de la vida cotidiana se trastocaron, ya nada “está a la mano”, las relaciones
lineales y simples comienzan a extinguirse. Un viejo cochabambino
rememorando .tiempos idos reclamaba: “la ciudad dejó de pasar por debajo de mi
balcón, ahora todo es difícil y para todo es necesario desplazarse” (Solares, obra
citada, 1990: 142).
22

Los tranvías primeros y los vehículos motorizados inmediatamente después convierten


los viajes a la campiña y el ritual de despedida a “los viajeros”, que se iban “allá lejos”,
a Santa Ana de Cala Cala, al Rosal, a la Chaima, desde el antiguo portal de la plaza
Colón; en viajes cortos, rápidos y rutinarios. Ahora la campiña se la ve con otros ojos,
el vocablo “ciudad-jardín” revolotea por doquier, de espacio agrícola ocupado por
huertos, casas-quinta y piquerías, cada vez más, se convierte en espacio lúdico e incluso
a partir de la década de 1930, en residencia de comerciantes acomodados y hacendados,
que buscan “aires frescos” cansados de convivir y lidiar con sus inquilinos. La tenencia
de un automóvil o la rutina de los tranvías, permite esta alternativa. Un testimonio de
ese tiempo hacía la siguiente reflexión:

La población se va. El cauce principal está cubierto hacia las vertientes de la cordillera y por
ahí se desborda la corriente, cada vez mayor, que como una inundación va empujando a los
indígenas hacia el Norte. Son pocas las familias que van hacia las haciendas más o menos
lejanas ‘a pasar el verano’. Lo esencia es salir, la ciudad se hace pesada, las ruedas del
engranaje social funcionan torpemente y parece que está próximo el momento en que todo su
mecanismo se quedará en suspenso. En cambio, allá en la otra margen del Rocha, se encuentra
toda una población que ha sentado sus reales en pleno territorio indígena, y los sufridos y
laboriosos labriegos van dejando la planicie libre a los invasores; ahora como en los años
pasados, con carácter provisional, pero un 50 % de la población indígena ha sido ya
definitivamente expulsada de las campiñas, y allí donde se hacía el cultivo intensivo de
legumbres y cereales, se construyen casuchas y chalets que lentamente van diseñando la nueva
ciudad (…) los indios con inquietud y tristeza ven turbado el reposo de los campos (…) no es un
espectáculo consolador para ellos el trajín cotidiano de automóviles, ciclistas y jinetes (…) el
sport es ahora la pasión dominante. El lawn tenis está en boga y hay verdadero entusiasmo por
los caballos, las raquetas y los fustes (…) es de prever que después de pocos años, Cala Cala,
Queru Queru, Muyurina y todos los ‘lugares de veraneo’ serán la monarquía absoluta del
placer. Y aquéllos que buscan rincones solitarios para adormecer sus pesares, tendrán que ir a
buscarlos un poco más lejos. (Alberto Quiroga: “Crónica”, Revista de Bolivia Nº1,
15 de octubre de 1918).

En los años siguientes, el pronóstico de que la campiña del Norte y el Este se


convertirían en la “monarquía absoluta del placer” no resulto muy certera. Si bien es
cierto que Cala Cala y Queru Queru se convirtieron en sitios de veraneo y de alegres
excursiones, desde 1930 en delante, se ofertaban las quintas y huertos como los espacios
apropiados para la novísima “ciudad jardín” que emergía casi espontáneamente.

Pero observemos mejor la dinámica de estas alegres excursiones que ya estaban


ampliamente extendidas hacia 1900:

A las 12 del día cruzaban por la plazuela del Regocijo en Cala Cala, multitud de paseantes en
coches y a caballo. Uno de los grupos tomó la dirección de Tirani y el camino de Taquiña el
otro. El primero lo constituían las familias Rodríguez, Soruco, Chinchilla, Cabrera, Pacieri,
Gumucio, Decker y numerosa juventud del sexo feo. El segundo estaba formado de las familias
Kommer, Rivas, Guzmán Achá, Paz, Antezana y Blanco, acompañadas de más de 20 jóvenes
relacionadas con ellas por los vínculos de la amistad. Horas felices hemos pasado entre estos
risueños paisajes que se extienden al pie de la cordillera (…) Notas apacibles arrancadas de
argentinas gargantas, diálogos con narraciones de ese poéma que cantan todos los corazones,
cielos de oro y azul en los cerebros soñadores: he aquí lo que hemos visto en Taquiña y en
Tirani (El Heraldo, 30 de abril de 1900).
En Queru Queru: Graciosas muchachas vestidas de blanco y adornadas de flores cogidas de las
mejores matas, departían ayer a la caída de la tarde, gozando del fresco de la floresta y del
blando oreo primaveral, al son de la música de nuestra banda, dirigida con tanto acierto por el
señor Romero. Después de la retreta que fue breve, como si el señor Romero hubiera querido
decirnos de lo bueno poco, la concurrencia se decidió a pasar la tarde en varios y entretenidos
23

juegos de salón, sin desperdiciar ni una pizca de su entusiasmo, ni un instante de esas horas
vespertinas que transcurren apacibles, llenas de un secreto encanto, pasando del rojo dorado
del crepúsculo a los tintes azulados y a los tonos suaves que preceden la noche (El Heraldo, 9
de noviembre de 1900).

Escenas bucólicas que nos llegan de la pluma de románticos cronistas. Ya han quedado
muy atrás los abigarrados maizales que causaron la admiración de D’Orbigny, ahora la
bella campiña es telón de fondo de asiduas reuniones sociales, de veladas musicales y
de no pocos requiebros amorosos que terminan en matrimonio. Sin embargo, la idea de
una idílica campiña convertida en paradisíaco lugar de veraneo de la elite local, no
tardaría en desmoronarse luego de unas pocas décadas de transcurrido el siglo XX.
Razones más pragmáticas comenzaron a ver la campiña como una excelente
oportunidad para transformar el vergel en “ciudad jardín”, y de paso, hacerse de un
buen circulante.

La ciudad en los términos descritos transcurrió sin mayores variantes hasta la guerra del
Chaco (1932-1935), que al margen de otros efectos de naturaleza política y social,
transformó en “ciudadanos” a los migrantes campesinos, o dicho de otro modo, amplió
el horizonte cerrado de la hacienda y el sitio rural donde permanecían los colonos y
agricultores, quienes finalizada la contienda, comenzaron a sentirse atraídos por la
ciudad, que la consideraban fuente de nuevas oportunidades para volver a iniciar su
existencia. Un cronista (Miguel Mercado) al reseñar estos hechos afirmaba: “a raíz de la
guerra del Chaco (donde una gran mayoría del campesinado cayó prisionero), pudo
asimilar nuevas costumbres y adquirir en cierto modo un mejor confort en sus
costumbres primitivas, tanto en habitaciones, vestuario y alimentación, como en sus
propias diversiones. El mayor porcentaje de hombres que fueron a la guerra, no
volvieron a empuñar el arado con el mismo interés y decisión que antes” reconociendo
que la escuela rural también aceleró esta transformación de la ideología campesina. (El
Imparcial, 25 de abril de 1944).

Ciertamente que en las trincheras del Chaco, no solo germinaron las ideas que
conducirían al país hacia la Revolución Nacional de 1952, sino también las nuevas
aspiraciones de comenzar una nueva vida en las ciudades. Sin embargo el mismo
cronista nos alerta sobre la incidencia de otros factores, todavía más poderosos:

La inflación de la moneda de post guerra, que creó una intensa actividad inversionista de los
capitalistas que negociaron durante la guerra, que tuvieron dinero depositado en los bancos o
que negociaron en minas. Había que salvar el dinero adquiriendo bienes rústicos y urbanos.
Había que dar consistencia a la fortuna privada amenazada seriamente por la inestabilidad del
billete. Del altiplano y de otras ciudades del interior llegaron refuerzos económicos fuertes
sobre Cochabamba. Y bajo este influjo casi loco, el valor de las propiedades fue subiendo y
subiendo. Mineros, comerciantes, e industriales, empleados de gobierno, etc., empezaron a
adquirir lotes urbanos y fundos rústicos, pagando precios enormísimos, impropios a la calidad y
condición de los terrenos. Así comenzaron también a construir edificios, sin importarles el
costo. El afán constructivo requirió obreros y peones. Hubo que buscarlos en los campos ya que
los elementos propios de la ciudad fueron totalmente ocupados. La escasez de brazos para
edificaciones sobrevino la competencia del salario. Los salarios comenzaron a subir en
crescendo hasta hace poco... Los campos fueron despoblados de sus mejores elementos. La vida
rural perdió a sus elementos jóvenes que se vinieron hacia la ciudad alucinados por mejores
24

condiciones de vida. Así progresó Cochabamba en forma material y demográfica desde 1937
(El Imparcial, número citado).

La devaluación de la moneda y una corrida de mineros, comerciantes y gentes de clase


media que llegaron Cochabamba, billetes en mano para comprar propiedades, aunaron
fuerzas con los negociantes de inmuebles locales, logrando sobrepasar el volumen de la
demanda de lotes y casas, respecto a lo que se creía, una abundante oferta. Con ello
provocan un irreversible incremento del valor de los inmuebles. Ahora las tierras de la
campiña ya no se miden por su rendimiento agrícola, sino por el volumen de lotes y
casas urbanas que podrían contener. A ello siguió una fiebre de construcción totalmente
inédita en la ciudad, al punto que, un cronista alertaba sobre la contradicción que se
producía entre “la parte vieja de la ciudad” (más adelante se la denominaría
despectivamente “casco viejo”) que no podría modificarse pese al empeño de las
autoridades y la falta de planificación de las zonas circundantes, especialmente hacia el
Norte, rematando esta percepción con una dura sentencia: “En Cochabamba, se hace
todo lo contrario de lo que se hace en todas partes, primero se construyen los edificios,
para recién trazar las calles” (“La Urbanización de Cochabamba”, El País, 4 de julio
de 1937).

Hacia fines de la década de 1940, una nueva descripción de la ciudad, nos permite una
idea de esta nueva dinámica y sus resultados:

La ciudad se extiende por los cuatro puntos cardinales, y sin embargo de que, ni la fuerza
eléctrica es suficiente ni el agua potable puede llegar a las regiones urbanizadas y menos
todavía la pavimentación; sin embargo la ciudad crece en forma considerable y el valor de las
propiedades va ubicando en beneficio de los terratenientes que en las afueras disponen de
extensos latifundios, de donde resulta que las clásicas huertas van desapareciendo y en su lugar
se levantan viviendas.(…) Apenas pasan 10 años de cuando el aspecto de nuestra ciudad era
casi provinciano, los propietarios de casas preferían mantener sus balcones señoriales y sus
techumbres semiderruidas, y 1os interiores, casi siempre eran galpones o canchones, donde
podía descansar el ganado que llegaba desde las propiedades: grandes caravanas de acémilas
recorrían las principales arterias de la ciudad, trayendo desde las provincias y las estancias, los
productos de las inconmensurables fincas... hoy en este pequeño lapso todo ha cambiado (...)
Los huertos, los jardines y los patios soleados van desapareciendo, porque hay que dar paso al
comercio y a la industria que requiere cuanto espacio sea posible para dar cabida a los
almacenes y a las pequeñas fábricas. La población está desplazándose hacia los alrededores en
busca de aire puro y de sol, de donde resulta que inclusive empleados de reducido emolumento
van haciendo economías para comprar reducidos terrenos donde lentamente van construyendo
su casa (El Progreso Cochabambino, editorial de El País, nº 3289, 17/05/1949).

Los miles de propietarios de tierras y los cientos de acaparadores de las mismas, que se
hicieron de propiedades grandes, medianas y pequeñas en los años finales de la década
de 1930 y en los años 40, demandaban a la Alcaldía por la fijación de rasantes y la
apertura de calles, en zonas que ni remotamente se pensaron como urbanizables. Los
más impacientes obraron por su cuenta y así comenzaron a surgir nuevas vías públicas,
sin orden ni concierto, en un contexto de auténtico caos urbanístico. El “Plan de la
Ciudad”, la “Planificación de Cochabamba” fueron términos que ganaron la palestra de
la discusión pública. La presión social fue suficientemente poderosa como para obligar
25

a una administración municipal conservadora y cuyas miras urbanísticas no superaban


la visión de los agrimensores y topógrafos municipales, a debatir y encarar la tarea de
elaborar y poner en marcha un plan urbano, es decir, el Plano Regulador de la Ciudad de
Cochabamba, cuyos avatares sobrepasan el alcance de este ensayo.

Lo cierto es que las percepciones, evocaciones e imaginarios de ciudad moderna,


cubiertos de nubes de idealismo y romanticismo que encendieron la imaginación de la
inteligencia valluna en las “Fiesta del Progreso” de 1917, terminaron en la década de
1940 y se decantaron en el impecable y aséptico discurso de los técnicos que
comenzaron a describir la ciudad como un “organismo” cuya vitalidad depende del
buen funcionamiento de sus partes, esto es de las “funciones” (comerciales,
administrativas, residenciales, industriales, recreativas, etc.) que cada parte debe
desempeñar con eficiencia. El centro de la ciudad o “casco viejo” debía adoptar una
imagen urbana de monobloques rodeados de jardines, dentro del estricto molde que
dictan los cánones del urbanismo europeo recién horneados en los Congresos de
Arquitectura Moderna liderados por el genio Le Corbusier. Los barrios tradicionales del
Noreste y Noroeste y de las otras zonas que todavía no rebasan el rio Rocha, fueron
rebautizadas como “unidades residenciales”. La campiña fue retaceada, primero en los
planos, luego en la realidad, para erigir nuevos los barrios modernos. Bajo esta cirugía,
el antiguo sentido de la ciudad tradicional compacta, plurifuncional y si se quiere
intercultural, es sustituido por un modelo que se autocalifica como más pulcro y
ordenado, pero su orden se apoya en su carácter social y espacialmente segregativo, en
la interconexión de los distritos urbanos unifuncionales y en la conversión en “áreas
verdes” de los residuos dispersos que dejan las grandes operaciones de fraccionamiento
de tierras. En buenas cuentas la visión urbanística que se propone, muestra, ya no el
imaginario utópico, sino el modelo real, físicamente proyectable de ciudad-moderna,
pero con el pequeño detalle de que no solo se ordenan los objetos urbanos (las calles,
los barrios, la circulación, los sitios de actividad, etc.), sino se profundizan las distancias
entre las clases y estratos sociales: para las elites se asignan las novísimas zonas
residenciales de la campiña, en tanto los artesanos, los obreros y las clases medias
pobres que habitan los “barrios obreros”, deben lidiar con las carencias y la aridez de la
zona Sur.

Una vez más, a contrapelo de la aparente marcha triunfal del modernismo que encuentra
en las innovaciones tecnológicas y en la planificación de la ciudad, su referente concreto
y palpable; los pre-modernos andinos elucubran la manera de acomodarse a las nuevas
reglas del juego, manteniendo plenamente su identidad, como se verá a continuación.

La marcha sostenida hacia la metropolización

Las euforias modernistas de la primera mitad del siglo XX, finalmente quedaron
plasmadas en un documento de valor técnico, mensurable y hasta susceptible de ser
sujeto de operaciones financieras. Ahora el modernismo se llamaba “desarrollo urbano”
y sus proyecciones se traducían en “obras de interés público”. A nombre de esa
modernidad revestida de razón técnica, se abrían calles, avenidas, plazas y parques, se
26

fijaban rasantes y se trazaban los lineamientos a los que se deberían regir las nuevas
zonas urbanizables. Se impusieron pesados y detallados códigos de construcción y
urbanización, y por lo menos en términos teóricos, el caos urbano de la década de 1930
y 40, había sido eficientemente superado.

Sin embargo la realidad, no conoce de razones técnicas ni de envolturas teóricas


protectivas. Toda obra humana que no se molesta en aproximarse correctamente a ella,
sufre las consecuencias. Este fue el caso del Plano Regulador, que tempranamente
descubrió que algunos detalles se le habían pasado por alto. Un detalle, por cierto nada
pequeño, fue que el contexto señorial en el que se pensó aplicar el flamante plan,
correspondía al momento de agonía final de la sociedad oligárquica; luego el primer
imprevisto fue la emergencia de la Revolución Nacional de 1952. La primera
improvisación fue “amoldar” el discurso y los contenidos del plan a los nuevos tiempos
de cambió. Si bien esta operación no demandó mayores claudicaciones, pues los nuevos
gobernantes, representantes de los estratos sociales de la clase media emergente, no se
sintieron incómodos al hacer suyas las miradas modernistas de la antigua oligarquía, sin
embargo, no sucedió lo mismo con otros actores menos favorecidos como veremos a
continuación.

En este orden, un segundo detalle de dimensiones impredecibles fue la escalada de


reivindicaciones sociales de los estratos populares, que trajo consigo la Revolución de
Abril, y que se tradujo en reivindicaciones que sobrepasaron la capacidad de
“negociación” del plan. La reivindicación del “techo propio”, la rápida conversión de
los “sindicatos de inquilinos” en militantes movimientos en favor de la expropiación de
los grandes fundos urbanos, la agresividad de avezados loteadores que se reclamaban
miembros esforzados del partido gobernante, el avance de la urbanización echando al
canasto las flamantes normas de urbanismo, el imperio de la especulación de tierras con
fuertes raíces en las estructuras del nuevo poder nacional y regional vigente,
configuraron factores, entre otros, que tempranamente atropellan las previsiones y
visiones del Plano Regulador.

Nuevamente, la pretendida “la ciudad planificada” crece, se amplia, se arma de


tentáculos, invade zonas de alta productividad agrícola, trepa laderas, en medio del
mayor desorden imaginable. Los habitantes urbanos que vivían aterrorizados por una
inminente “invasión de la indiada” que nunca se produjo, en realidad vivieron un asalto
diferente: el campo no llegó a la ciudad para cobrar viejas deudas de explotación y
masacres, sino para integrarse a ella, para acomodar en ella barrios de campesinos y
mineros que solo pensaban en una nueva vida gozando de los beneficios de la
urbanización.

Una nueva impresión de Cochabamba a pocos meses del triunfo de la Revolución


Nacional, ofrecía este panorama:

Vista desde un avión Cochabamba presenta el aspecto de una ciudad semitropical con calles
bien trazadas y casas espaciosas de dos pisos construidas junto a patios y jardines
resplandecientes de sol -una ordenanza dispone que no se autoriza la construcción de ningún
27

edificio sin su correspondiente jardín-. Hermosos floreros adornan los pórticos y balcones de
las casas. Ricos y pobres colaboran en el cuidado de los parques y jardines públicos, en el noble
afán de que ellos superen en belleza a los jardines privados(...) La ciudad está rodeada de
pintorescos paseos y lugares de recreo como ‘El Cortijo’ que cuenta con una buena piscina de
natación y un buen restaurant; "Berbeley", "Cala Cala", "Queru Queru", "La Pascana" y
muchos otros que también disponen de piscinas y baños públicos (...) Cochabamba se
enorgullece de tener el aeropuerto más grande de la República. Cuenta además con un
excelente hotel situado en los suburbios de la ciudad, -el gran Hotel Cochabamba- que en nada
desmerece a los mejores del continente (...) Después de La Paz, Cochabamba es la ciudad que
mayores progresos ha alcanzado en el país durante los últimos tiempos en el orden urbanístico e
industrial(...) Actualmente se están realizando dos obras públicas de gran aliento y de vastas
proyecciones para el desarrollo económico de la nación, a saber: la construcción de una
carretera asfaltada de primera clase entre Cochabamba y Santa Cruz(...) y la instalación de la
gran Refinería en Valle Hermoso, punto terminal del oleoducto que transporta el petróleo de
Camiri a Cochabamba (...) Constituyen un aspecto interesante de la vida rural cochabambina
tradicionales ferias que durante diferentes días de la semana en los pintorescos pueblos de
Quillacollo, Cliza, Punata, Totora, Sacaba y Arani. Tanto por la cuantía de las transacciones
como por la diversidad de los productos que son objeto de ellas; estas ferias revelan el relativo
bienestar de las clases campesinas, a la par que el grado de progreso alcanzado por las
industrias manuales, tales como la alfarería, la manufactura de tejidos, etc. (El País, 14 de
septiembre de 1952).

Esta descripción “desde un avión” muestra la imagen de una ciudad consolidada y en


plena expansión, que finalmente ha dejado de persistir en la vieja vocación cerealera
para encarar su desarrollo, y diversificar sus opciones dentro de las proyecciones de la
nueva política de Estado que trata de arrancar a Bolivia de su condición de país minero,
abriendo vínculos con el Oriente y fortaleciendo la alternativa de los hidrocarburos. Se
puede pensar en este momento en una ciudad que se convertirá en soporte de un nuevo
aparato productivo que enlazará la alternativa industrial aprovechando la centralidad
geográfica de los valles, con las potencialidades de la red ferial del mercado interno
regional y las nuevas proyecciones del desarrollo nacional. Todavía se puede percibir
este optimismo unos años más tarde:

Un Chrysler deteriorado por el tiempo y el trabajo de muchos años nos lleva al amplio puente
de la Avenida Libertador Bolívar (...) Un hormiguero de automóviles y peatones sale del
Stadium Departamental después de una emocionante justa deportiva (...) En medio del estrépito
de las bocinas y del torbellino del tránsito, el auto se desliza por la Avenida Ballivián frente a la
estatua de Bolívar (...) Atravesamos plazas y calles. La Coronilla(...) Más allá el Aeropuerto del
LLoyd Aéreo Boliviano: construcciones, pistas asfaltadas, hangares, cuadrimotores (...)
avalancha de pasajeros de todas partes (...) Pasamos por las dos estaciones de ferrocarriles de
pretensiones interoceánicas (...) contemplamos en el trayecto una muchedumbre abigarrada de
obreros y campesinos de porte marcial y placentera expresión: índice de reivindicación post
revolucionaria y de ostensible elevación socio económica(...) El auto reanuda la velocidad por
el camino carretero a la Refinería de Petróleo cuyas construcciones: oleoductos, tanques,
torres, columnas y chimeneas (...) anuncian la fiebre del trabajo y edifican el futuro (...)
Regresamos por los mercados populares en día de feria: abarrotamiento de negocios,
vendedores ambulantes, transito embotellado por el hacinamiento en demanda de artículos de
consumo (José Anaya: “Reportaje a Cochabamba”, El Pueblo, 14/09/1954).
El imaginario urbano que envuelve esta descripción ya comienza a perfilar una
contradicción que permanecerá hasta el presente: por un lado, el ideario modernista
soportado por la planificación urbana a ultranza, que piensa la ciudad con la visión
occidental de amplias avenidas, paseos, parques, grandes equipamientos, es decir, la
28

urbe desplegando arquitectura moderna por doquier. Por otro lado, la visión pragmática
de ciudad, aquella que organiza el espacio urbano con otra forma de racionalidad,
aquélla que emerge de los recovecos de la informalidad, que sin abandonar sus raíces
andinas concentradas en torno al sentido espacial y multifuncional de “la Cancha”,
adopta un marco más urbano, mediante la creativa disposición de galpones, casetas y
kioscos que sustituyen a la antigua “llantucha” campesina. Raudamente el antiguo
espacio ferial campesino se convierte en espacio diversificado, donde es posible
encontrar todo y más de lo que puede ofertar el “centro comercial” moderno. Sin duda,
ya en los años 50, comienzan a cobrar fisonomía y a competir entre sí, las dos formas de
organizar la ciudad: la alternativa moderna-occidental y la alternativa andina que a su
modo también intenta renovarse. Una nueva descripción refrendaba esta impresión:
Al presente -la ciudad- se ha hecho más extensa, más variada, ya sea en la construcción de sus
edificios como por los parajes verdes que van extendiéndose a lo largo de la ciudad; admiramos
al Norte poblaciones nuevas: Cala Cala, Mayorazgo, Temporal, Tupuraya, Muyurina y la
Recoleta; al Sur, Villa Las Delicias, Villa Santa Cruz; al Este, Barrio Ferroviario, la
Universidad, 9 de Abril; al Oeste, Villa Galindo, Montenegro(...) Su comercio en día de feria es
algo fantástico, el mercado repleto de artículos preciosos, juguetes, artículos de toda índole, de
trópicos, subtrópicos y frígidos: la papa, cereales, hortalizas, legumbres, frutas variadísimas
fragantes, colocadas con bastante arte y gusto en los puestos de venta (...) también nos atrae a
la vista los comedores populares bien presentados, luciendo sus ricos y sabrosos platos (...)
donde también las campesinas de vistosas polleras, morenas y rubias, gozando del ambiente
democrático se sirven los ricos picantes, en medio de multitud de gente, sorbiendo la rica
chicha, bebida típica del valle, saboreando la característica llajua aderezada con fragante
quilquiña que solo la mano cochabambina prepara con tan rico sabor sin rival en el mundo
(Juan José Echalar: “Cochabamba, un hermoso valle de Bolivia”, Prensa Libre,
10 de enero de 1964).

Hacia mediados de la década de 1960, estos tonos de optimismo respecto al progreso de


la ciudad tienden a agotarse. A más de diez años de la Revolución Nacional, la
transformada ciudad, cuyo producto está lejos de ser un modelo de modernidad
occidental, se aproxima más a la realidad de un híbrido, una suerte de mezcolanza entre
moderno-antiguo y andino, y en este contexto, ciertamente exhibe más carencias que
necesidades satisfechas. Ahora las nuevas percepciones asumen estos tintes:

¿La ciudad ha progresado o sigue manteniendo su fisonomía de hace cincuenta años o más? Sin
pecar de optimistas o pesimistas, la perspectiva general nos muestra la ciudad más extendida en
dirección a los cuatro puntos cardinales, con una mayoría de edificios vetustos, calles y
avenidas sin asfalto(...) Son limitadas las zonas donde debido al esfuerzo y a la iniciativa
privada se han erigido confortables y modernos edificios, que si no cambian fundamentalmente,
disimulan la semblanza de una población sumergida en el abandono y que más parece una gran
aldea que una metrópoli moderna (...) ¡Que vivo testimonio de nuestro subdesarrollo! Fuera de
los contados barrios residenciales circunscritos al Norte y en alguna medida al Este y al Oeste,
el atraso y la miseria son patéticos. Profusión de viviendas ruinosas, sin agua, luz eléctrica ni
alcantarillado(...) y pensar que cincuenta años no han sido suficientes para modernizar la
ciudad cuyas principales calles tienen cubierto de asfalto escasamente 10 cuadras, a lo sumo, a
la redonda de la histórica Plaza de Armas. Aún dentro del denominado casco viejo, las calles se
conservan igual o peor que en los años de 1910 a 1920. La zona Sud, cada día más extendida,
mantiene su apariencia invariable de la época en que por primera vez ingresó el ferrocarril de
Oruro. Los pocos parques y zonas verdes de recreo conservadas no con la pulcritud y el esmero
que sería de esperar (...) Últimamente la vigencia de la Reforma Agraria agudizó el problema
29

de la escasez de vivienda al haber desplazado de las áreas rurales un elevado número de


familias que no encuentran acomodo en el campo debido a la política de agitación y amenaza
contra los expropietarios de tierras (...) El abastecimiento de agua potable se sujeta al mismo
sistema de esa época (de 50 años atrás). El sistema de alcantarillado está limitado al ámbito del
casco viejo de la ciudad. La energía eléctrica no sobrepasa los escasos 4.000 kilovatios. Faltan
calles y avenidas y, las que existen, están abandonadas y cubiertas de una gruesa capa de polvo
en vez de asfalto. En síntesis, no existe correlación entre lo poco que ha progresado
materialmente la ciudad, con los cincuenta años que han transcurrido de luchas intestinas,
pendencias y divergencias políticas enconadas (...) y no es la falta de recursos la causa del
atraso, pues siempre hubo y sigue habiendo (...) Cuantiosas sumas de dinero se malgastan en
ajetreos políticos, en subvenciones a incondicionales servidores de quienes tienen el poder entre
manos, en vez de destinarlas a obras públicas (Editorial de Prensa Libre, 02/11/1965).

Al respecto se podría anotar, que paralelamente a la frustración de Cochabamba para


acceder, dentro del Plan de Desarrollo Decenal del país (el primero en su género) a la
categoría de “polo central de desarrollo” en vez del modesto y hasta ofensivo rol de
“polo de servicios” o tránsito entre la pujante economía de Santa Cruz y el industrioso
Altiplano, el discurso modernista tiende a exhibir sus flaquezas. Los espacios destinados
a equipamientos productivos y el eje industrial Quillacollo- Cochabamba se lotean y
urbanizan sin mayores reparos. Las legiones de obreros que debían estar ocupados en la
gran industria de alimentos, se convierten en los “informales” que inundan calles y
plazas y materializan su miseria bajo la forma de cinturones urbanos de pobreza o
“barrios marginales” que se asemejan a verdaderas colmenas humanas prendidas a
escarpadas colinas.

La modernidad, carente de una base económica que la fortalezca como ideología


dominante del nuevo orden social emergente de la Revolución de 1952, no llega a
democratizarse, ni experimenta una evolución en sentido de socializarse y hacer de esta
aspiración una reivindicación coherente y hasta un plan de acción concreto en pro del
desarrollo urbano que tradujera las aspiraciones populares en hechos concretos. El aire
popular que se permitía el discurso modernizante, era apenas una "cortina de humo",
una concesión a los "tiempos de cambio", un membrete que escondía un fuerte apego a
homologar la ciudad con el poder económico, político y social de la clase gobernante, y
reducir "la aldea" al concepto de atraso, de incultura, de pobreza y marginación,
contempladas con fatalismo y filosófica resignación.

Los "nuevos ricos" no se plantearon nunca modernizar la aldea de donde surgieron, sino
"escalar" posiciones sociales, y una de ellas, la de mayor efecto y prestigio era: "irse a
vivir a la zona Norte", que ya no era vista como la ciudad de los otros, sino como el
novedoso universo hacia donde se proyectaban sus propias aspiraciones. Los barrios
residenciales que debían convertirse en espacios de exclusividad social de las elites
extinguidas, se volvieron mestizos, a tal punto que la arquitectura residencial se vuelve
ecléctica, siguiendo las pautas del cuerpo social que la promovía. Por ello, la imagen
urbana resultante, combinaba con naturalidad el chalet con la popular "media agua" y
las "casitas funcionales" de los primeros planes habitacionales, en una suerte de
democracia sui generis que todavía hoy se puede observar.
30

En los años 70, la realidad de una expansión urbana desordenada y fuera del control
municipal, había creado una situación extremadamente compleja, no solo porque el
Plano Regulador de la ciudad a estas alturas era una simple pieza decorativa, sino por el
cariz social que había tomado este proceso. No se trataba solo de la avidez de los
especuladores y loteadores de tierras, sino de la habilidad de éstos para revestir sus
operaciones ilegales con gruesos mantos de “interés social”, incluso movilizando masas
de ciudadanos reclamando “la insensibilidad municipal” por negarse a aprobar y
sancionar flagrantes violaciones a las normas urbanísticas. Arturo Urquidi, uno de los
más insignes rectores de la UMSS, nombrado “Ciudadano meritorio de la Ciudad”,
realizaba la siguiente reflexión:

La ciudad de Cochabamba crece velozmente y en magnitud desmesurada, pero no por un


proceso normal de interacción con el campo circundante, sino por la multiplicación de barrios
destinados a viviendas de mineros jubilados, por la urbanización caprichosa y antiestética de la
zona sur debido al crecimiento de la llamada "clase emergente", y por último, debido, al retorno
de antiguos cochabambinos que por razones de edad y salud han vuelto a la tierra natal para
vivir sus postrimeros días, después de haber agotado sus energías en las ciudades del altiplano.
Este último fenómeno ha dado lugar a que se diga, irónicamente, que Cochabamba se está
convirtiendo en una especie de ‘panteón de elefantes’. (...) El crecimiento de la ciudad de
Cochabamba no tiene pues una base vital de actividad productiva. Por el contrario se trata de
un crecimiento hipertrofiado, ficticio e insustancial, a semejanza de la materia adiposa en el
(Urquidi: “El crecimiento de la ciudad de Cochabamba no tiene
orden biológico
base productiva”,1973).

Certera observación sobre una ciudad que habiendo perdido su base productiva se
convierte en “panteón de elefantes” y produce “tejido adiposo” decantado bajo la forma
de urbanizaciones sin fin, no para albergar laboriosa fuerza de trabajo industrial, sino
innumerable “terciaristas” que solo hacen circular la riqueza, pero no la producen ni
siquiera en mínima proporción. La pronunciada obsolescencia del Plano Regulador, las
frustraciones que sufre el ente municipal en sus intentos de defenderá capa y espada la
visión de ciudad ordenada y funcional que propuso a fines delos años 40 dicho
instrumento técnico, obligan a una entidad cívica, la Junta de la Comunidad de
Cochabamba (JUNCO) a tomar cartas en este problema, intervención que da lugar a
reflexiones importantes:

Las previsiones del Plano Regulador vigente a partir de 1961, han sido rebasadas y
distorsionadas en su concepción por los caóticos asentamientos, muchas veces alentados por los
propios organismos del Gobierno, los que a título de urbanización y vivienda de tipo social, han
fomentado la formación de separados y aislados núcleos de área urbana, ocasionando no solo la
especulación, sino también el desperdicio de tierras aptas para la agricultura, tal es el caso de
las viviendas mineras, gremiales, etc., etc. El alto índice de crecimiento demográfico de la
ciudad de Cochabamba (3,88 %) conlleva la expansión horizontal del área urbana con bajas
densidades (30,55 habitantes/hectárea) localizadas alrededor del casco viejo de la ciudad y
adyacentes. A pesar de esta baja densidad, la concentración de actividades urbanas de la ciudad
en un área educida que no sobrepasa las 50 Ha. circundantes a la plaza principal, ocasiona un
fuerte congestionamiento especialmente en horas de punta. Esta baja densidad con ocupación de
tierras aptas para la agricultura y el desperdicio del suelo urbano por su poco
aprovechamiento, genera altos costos en la dotación de infraestructura (agua, alcantarillado,
pavimentación y transportes), y está en contraposición al congestionamiento de actividades
31

urbanas en un área central pequeña y mal aprovechada (preferencia de realizar las


construcciones ocupando solamente el perímetro de las manzanas y dejando sin ningún uso el
interior de las mismas). (JUNCO: “Urbanizaciones incontroladas”, 1978)

Esta cita de tono técnico tiene la virtud de sacar a luz la contradicción esencial que
contenía la estructura urbana, es decir, la permanencia intacta de la vieja estructura
colonial que hacía de la plaza de armas el centro gravitacional del núcleo urbano,
centralidad, que pese a las enormes transformaciones-distorsiones que experimenta la
ciudad mantiene su vigencia. Ello trae consigo simultáneamente la acción de dos
procesos de signo opuesto: por una parte, la acción de fuerzas centrípetas (la
aglomeración y sobreposición de funciones urbanas no residenciales) en un escaso
perímetro (el casco viejo), donde como otrora, encuentran cobijo los poderes del Estado
y la Iglesia, pero también la banca, las empresas privadas diversas, las oficinas
profesionales y un sinfín de medianas y pequeñas actividades de servicios diversos y
comercio al por mayor y menor, todo ello en medio de un aprovechamiento especulativo
de cada metro cuadrado disponible. Ciertamente las viejas casonas solo se demuelen “in
extremis” cuando su vetustez va en desmedro de su capacidad de renta, entonces el
terreno se convierte en estacionamiento en espera de una futura inversión para edificar
una torre de funciones múltiples pero todas ellas calculadas para arrojar rentas máximas.

Por otro lado, la acción de fuerzas centrífugas, que operan bajo un modelo de función
residencial horizontal y disperso. A partir de los años 60, el imaginario de casa propia es
la vivienda aislada en medio de un generoso lote ajardinado, lo que arroja las bajas
densidades que preocupaban a JUNCO; la lógica mercantil de este proceso, es que una
antigua hacienda que se urbaniza valoriza las tierras no urbanizadas que quedan en su
entorno, las mismas que al poco tiempo ingresan a la dinámica de convertirse en lotes
de un tejido urbano insaciable en su afán de devorar las antiguas maicas y las mejores
tierras de cultivo. Lo peor, si bien las nuevas urbanizaciones relativamente cercanas al
casco viejo reciben los beneficios de la infraestructura básica y los servicios urbanos; es
la extensa periferia, sin esperanza de recibir ningún servicio público, la que invade áreas
municipales, escala serranías abruptas, engulle áreas agrícolas, y rápidamente toma la
fisonomía de un gigantesco campamento minero de habitaciones en hilera, hechas de
barro y techos de calamina, largadas de la mano de Dios y condenadas a depender de
aguateros especuladores y autoresolver otras necesidades básicas.

Bajo esta dinámica expansiva de características horizontales y con gran despilfarro de


tierra agrícola transformada en suelo urbano, la urbanización rebasa los generosos
límites del radio urbano de los años 60, que desde la óptica de los planificadores
contendría cómodamente hasta medio millón de habitantes hacia fines del siglo XX. Sin
embargo, cuando se inician los desbordes en los años 70, la ciudad no alcanza ni a la
mitad de esa predicción. En realidad lo que los técnicos no pueden evitar es la aguda
mercantilización del suelo urbano, al extremo de que el negocio del siglo en
Cochabamba, consiste en “hacer crecer la ciudad” comprando predios suburbanos
baratos en sitios inaccesibles e incluso no aptos para la urbanización, que se convierten
en “tierras de engorde” a la espera de que la urbanización se aproxime o que alguna
32

infraestructura básica favorezca la zona, para luego fraccionarlas y revenderlas con


ganancias que cuadruplican o más la inversión inicial.

De estas manera, la ciudad pierde su forma concéntrica y compacta original, se deforma,


se alarga, crece tentacularmente, el tejido urbano avanza linealmente y se “traga” otros
municipios. De esta forma, sin planificación previa y pasando por alto todo tipo de
normativa, se materializa la conurbación que luego se rebautiza como “región urbana”
primero y luego como “Región Metropolitana de Cochabamba”.

A fines del siglo XX, Cochabamba, exceptuando la persistencia del modelo colonial
concéntrico, con la plaza 14 de Septiembre como una especie de centro gravitario de un
cuerpo adiposo y sin forma definida, ya es irreconocible respecto a cualquier
descripción que se hizo de ella antes de la década de 1970. Es decir, no solo ha saturado
todo el espacio urbano que le concedió el Plano Regulador de 1949 (elevado a rango de
ley en 1961), sino incluso ha consumido gran parte del espacio generoso que le propuso
el Plan Director de 1980. La ciudad literalmente se ha desparramado a lo largo del Valle
Central definiendo ejes de conurbación con Quillacollo-Vinto-Sipe Sipe, Sacaba-
Colomi, Tiquipaya y Valle Hermoso-Santa Vera Cruz, con tendencia a seguir
expandiéndose hacia la Angostura y más.

El resultado está muy lejos de la ciudad planificada e industrial rodeada de centros


satélites donde residiría una laboriosa clase trabajadora que sugería el primer Plan de la
Ciudad y su Región de Influencia Inmediata. El centro urbano no ha logrado completar
la renovación urbana, que como la mayor aspiración modernista, quedó plasmada en el
Plan Vial del Casco Viejo de los años 50. En efecto hacia mediados de los 80, la silueta
urbana del centro histórico, que gira en torno a la Plaza 14 de Septiembre, todavía
estaba dominada por las viejas casonas, muy deterioradas, fraccionadas y desfiguradas,
es cierto, pero que definían una persistente escala uniforme solo alterada por unos pocos
edificios que superaban los 10 pisos y que habían sido edificados durante el boom de la
construcción de los años 70. Sin embargo, a partir de los años 90, zonas tan
tradicionales como El Prado fueron severamente modificadas en su imagen y
proporción, por elevadas torres y un nuevo lenguaje arquitectónico contenedor de los
nuevos valores de la modernidad de este fin de siglo. Los ensanches de las avenidas
Heroína y Ayacucho, también estimulan, aunque con cierta parsimonia, la
materialización de espacios dominados por grandes edificios de renta y comercio,
introduciendo así en el centro urbano una estructura lineal que modifica en forma
irreversible el aspecto aldeano, reduciendo el patrimonio urbano que teóricamente se
debía conservar, a la Plaza de Armas y a unas pocas manzanas que la rodean, a la
manera de un último islote del pasado cuya capacidad de resistencia a la marea
modernista y sus deformaciones es cada vez más débil.

A todo esto se agregan los impactos exógenos de la globalización de la economía, que


de una u otra manera alcanzan a la llajta modificando sus patrones de vida urbana e
incluso incidiendo en una significativa modificación de su estructura urbana. Se trata no
solo de las consecuencias que trae consigo el neoliberalismo económico que intenta
33

expandir por doquier la economía de mercado con sus secuelas de relocalización de la


fuerza de trabajo minera, el crecimiento acelerado de la informalidad urbana, la
intensificación de las migraciones internas y las presiones demográficas cada vez más
agudas sobre el ya escaso suelo urbano; sino todo ese proceso de grandes innovaciones
tecnológicas en el campo de las comunicaciones y la información con la introducción de
las computadoras personales, los celulares, el internet, el facebook, el twitter, las
tabletas digitales y otras muchas innovaciones, que sin duda cambian los hábitos de vida
laborales y privados, pero también cambian los imaginarios que unos y otros podrían
tener sobre su ciudad.

Probablemente un primer impacto de este proceso, es la relatividad del perímetro


urbano, cuando se pone en tela de juicio la idea de que la frontera de la urbanización es
el límite de los procesos urbanos. En realidad, gracias a la telefonía móvil,
cotidianamente tienen lugar exitosas interacciones a distancia y miles de procesos de
micro coordinación entre agentes económicos, estudiantes, amigos o simples familiares.
Hora tras hora, día y noche los diálogos se entablan, de tal manera que ya no es
necesaria la expansión de la ciudad para que extensos territorios y asentamientos
humanos alejados de la conurbación puedan desarrollar funciones y vivir de acuerdo a
los pulsos y ritmos que les impone la urbe cochabambina. Bajo esta premisa, se podría
demostrar, sin mucha dificultad, que el área metropolitana de Cochabamba no solo se
expande con el crecimiento directo de su borde urbano, sino que va incorporando un
número importante de localidades y ciudades intermedias, dentro de una región
metropolitana más extensa. De esta forma se puede inferir que los centros urbanos
menores sobre el eje Cochabamba-Oruro, sobre el eje Cochabamba-Sacaba-Colomi-
Chapare, así como la creciente población urbana del Valle Alto, la del eje Cochabamba-
Santibáñez y otras, ya se comportan como componentes del área metropolitana, aun
cuando estén físicamente dispersas, puesto que, no solo gracias a la optimización de la
interconexión vial que posibilita viajes cotidianos dentro de tiempos tolerables a zonas
anteriormente consideradas como alejadas; sino porque tales localidades también
pueden interactuar virtualmente a través del popular “movil” y la proliferación de
“puntos” Viva, Tigo y Entel, con los cuales se puede gestionar todo tipo de asuntos e
intereses cotidianos sin necesidad de desplazamientos físicos. A este fenómeno los
teóricos de la urbanización han comenzado a denominar, la configuración metropolitana
de archipiélagos de islas urbanas interconectadas por tecnologías de información y
comunicación, que es lo que realmente ocurre con la Región Metropolitana de
Cochabamba, que no se reduce a la existencia física de los ejes conurbanos, sino
también al desarrollo de una masa de millones de mensajes y diálogos digitales que se
entrecruzan vinculando los extremos de esta enorme aglomeración en tiempo real y en
forma cada vez más eficiente.

Sin embargo, este complejo de un cuerpo metropolitano más o menos cohesionado y un


nutrido archipiélago de islotes urbanos menores, está muy lejos de configurar una
totalidad homogénea y armónica. En ella se ponen de manifiesto nuevos conflictos,
nuevos roces entre la pre-modernidad que siempre encuentra las maneras de
acomodarse a cuanta innovación se le ponga al frente y la modernidad-posmodernidad
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que no ahorra esfuerzos en construir su propia imagen de ciudad y sus propios


imaginarios acordes con las innovaciones que propone el siglo XXI.

Pero hagamos un alto que nos permita comparar muy rápidamente cómo reaccionó la
ciudad al impacto de las novedades tecnológicas de la primera mitad del siglo XX, en
comparación con lo que ocurre actualmente. Bajo el impacto de innovaciones tan
profundas o más que las actuales, como las que significaron la irrupción de la energía
eléctrica, los tranvías, el tren, el ferrocarril del valle, los automotores, la radio, el cine,
etc. en medio de una sociedad ultramontana que había hecho suyas, para marcar
distancia con las libertades que contempló asombrado D’Orbigny, la estricta moral
colonial tanto en el seno de la familia como en la vida pública. Empuñando este arsenal,
las elites urbanas, desde la segunda mitad del siglo XIX comenzaron a recuperar el
espacio público como espacio representativo del poder de las elites. Sin embargo, no se
puede hablar de un retorno a los tiempos de Viedma y menos de una ruptura absoluta,
de una segmentación social y cultural secante entre dichas elites urbanas de
comerciantes y gamonales totalmente empapados de los comportamientos y las modas
importadas de la Europa industrial; y los vallunos aferrados a los gustos de la exquisita
comida cochabambina, a las machujarras y al quechuañol, esto último, como la máxima
concesión que se podía hacer al sector moderno hispanoparlante.

En el fondo, la rigidez de los prohombres de estricto sombrero, levita y bastón, que


gustan exhibirse degustando “Tea at five o'clock.” o el café parisino bien cargado,
participar del juego de billar en el Club Social o echarse un docto discurso lleno de citas
sobre los grandes pensadores de Occidente; pasado el ritual público que cotidianamente
les provee un buen barniz de distinción, retornan a la privacidad de la vida familiar,
donde emerge una personalidad diferente y más auténtica, que no tiene reparos en
retomar el dulce idioma de los incas para dirigirse a su basta servidumbre y a no pocos
ahijados e hijos naturales de estirpe quechua. Se permite degustar de una buena chicha,
se queja de las incomodidades del frac, critica a sus pares distinguidos y ordena una
típica comida criolla bien sazonada y con una cuidadosamente preparada llajua bien
provista de quilquiña y molida en batán. Obviamente que aquí, no se puede hablar de
una ruptura con la identidad que proporciona el terruño y menos con una negación de
las raíces. Simplemente se puede constatar un jocoso desdoblamiento que combina la
exhibición del barniz “moderno” que esconde el alma popular apenas reprimido. Una
suerte de juego de roles entre la modernidad civilizatoria de Occidente y la pre-
modernidad andina que es inmune a todos los asedios de la primera. Es posible arriesgar
la afirmación de que por aquí anida la verdadera identidad del cochabambino citadino
en los tiempos de transformación de la antigua aldea colonial en ciudad moderna.

Sin embargo, los impactos de la nueva ola modernizante que trae consigo la
globalización, no tanto en su esfera económica, como en su matriz cultural, no guardan
relación con lo anteriormente relatado. Ahora dichos impactos traen consigo situaciones
más explícitas de fragmentación urbana y segmentación social. La combinación del
avance del neoliberalismo, promoviendo la liquidación del Estado benefactor e
imponiendo el retorno a la economía de mercado, con el progreso de las nuevas
35

tecnologías penetrando hasta lo más recóndito de las vidas cotidianas de la gente, han
permitido recrear una ideología de modernidad-posmodernidad donde se entreteje el
liberalismo como modo de vida con las modas internacionales que propagan los canales
digitales de información y comunicación, reproduciendo imaginarios culturales, ahora
si, ajenos a las raíces del terruño:

La cultura global no admite concesiones, su oferta es un paquete cerrado de consumo


obligatorio: vivir la globalización es romper con las raíces propias y adquirir una identidad que
no se mueve en función de procedencias, orígenes y territorios, sino en función de nuevas
formas de valorar el propio yo despojado de su entorno social. Es decir, construyendo un YO
extremadamente personalizado, egoísta y selectivo, que se siente parte del mundo moderno, de
una ciudadanía que disfruta de niveles de alto consumo y que, no solo se aleja de los referentes
culturales que digitan sus antecedentes originarios, sino que como no los puede borrar, los
ignora y los hace invisibles (H. Solares y et al, 2009: 302).

En consecuencia, la ciudad conurbada se segmenta cuando:

estratos sociales de clase media/alta tienen la suficiente fuerza como para pasar del sentimiento
moderno o posmoderno a la construcción de un referente material urbano que los represente.
Un burbuja cuya fuerza no está en su dimensión real o en el todavía desprolijo paisaje urbano
que recrea, sino en su capacidad de ignorar el resto urbano, de prescindir de él, de anatemizar
el viejo lugar de encuentro y alteridad, esto es la Cancha, de representarlo como el sitio
antagónico y peligroso para los valores de esta nueva identidad (obra citada: 302).

¿Cómo, en concreto, se recrea esta nueva condición urbana? El recorrido histórico que
hemos realizado, nos permite establecer que los momentos de avance de lo popular
como un valor universalmente aceptado, o en el peor de los casos, tolerado por el grueso
de la ciudadanía, por una parte, y por otra, los avances de los imaginarios
aristocratizantes como reacción a los primeros; se corresponden con similares
momentos de desplazamiento del poder estatal y regional en favor de las llamadas
clases populares o con momentos de avance de las reconstituidas elites que tienen el
poder de neutralizar a los primeros e imponer sus propios valores sobre el conjunto
urbano. En este orden podríamos anotar que el desgaste del neoliberalismo y la
bancarrota de su política de librecambio, abren paso en 2005 a un gobierno inédito: un
representante de los pueblos andinos originarios ocupa la silla presidencial, accediendo
en forma democrática un poderoso movimiento popular a la cima del poder:

Sin embargo, no se repiten las escenas de fiesta popular que culminen con la ocupación
simbólica del territorio de la clase social en retirada. Por el contrario, desde un primer
momento quedan demarcados los ámbitos de despliegue de unos y otros y las tensiones
consiguientes se agudizan. Se tolera que el antiguo centro urbano y amplias zonas de la ciudad
sean ganadas por la economía informal, que la plaza principal, e incluso en cierta medida el
Prado, pierdan su carácter de centros y símbolos del poder local y regional; pero no se tolera
que el nuevo centro de la Recoleta y en general la zona Norte (Cala Cala y Queru Queru) sean
importunados por el fortalecido proceso de cambio que anuncia el nuevo gobierno. Se
establecen nuevas fronteras y sin duda, no resulta casual que el 11 de Enero de 2006 se
enfrenten en forma cruenta y salvaje dos facciones irreconciliables, unos defendiendo el
territorio que contiene la materialización de los imaginarios modernistas y otro intentando
acabar con este espacio de exclusión. Por primera vez la ciudad contempla una confrontación
directa entre grupos socialmente antagónicos, expresando este infausto episodio la profundidad
de la segmentación social y cultural existente, ahora acompañada de una agudización de la
fragmentación del espacio urbano (Obra citada: 304).
36

La estructura urbana de la ciudad y la conurbación, finalmente han logrado la ruptura


del viejo modelo monocéntrico, en favor de un modelo policéntrico, una vez más no
planificado. Por una parte, la emergencia de un centro comercial y empresarial que se
reclama pos-moderno, donde no se asoma la informalidad ni se entiende otro idioma
que no sea el español, que deja ver, en torno al perímetro conformado por las avenidas
Libertador, América, Pando y el Bulevar, incluyendo el espacio que le corresponde al
Cine Center, lo mejor que en términos de arquitectura se permite la ciudad; y por otro,
el viejo baluarte popular de la Cancha en las antípodas de los valores que inspiran al
primero, pero que a su manera se permite recrear algunas libertades modernistas y hasta
posmodernistas, pero todas ellas embadurnadas de raíces andinas.

Esta ruptura no es solo formal, sino además funcional. Por primera vez en la historia de
la ciudad, un núcleo urbano importante de la misma puede prescindir de la Cancha,
puede reclamarse autónomo respecto al resto de la ciudad en relación a la satisfacción
de sus necesidades de abastecimiento, el acceso a las fuentes de trabajo, a satisfacer sus
necesidades de consumo de todo tipo, incluso a satisfacer sus necesidades
recreacionales dentro de una amplia variedad de opciones. Es posible vivir en las
urbanizaciones cerradas y los barrios articulados al nuevo centro de la Recoleta,
ignorando por completo al desvencijado casco viejo y a la peligrosa zona Sur, algo
inimaginable hace pocas décadas atrás2.

La Cancha y el mundo de informalidad que allí se representa, no se han quedado de


manos cruzadas. Han afianzado su dominio sobre la parte Sur de la Avenida San
Martin, han rebasado la vieja barrera entre ciudad y campamento que delimitaba la
Avenida Aroma, han consolidado su vínculo con otros baluartes menores como los
mercados 25 y 27 de Mayo y sitios afines, al punto de que la latente aspiración de
relocalizar estos venerables mercados en otro sitio menos evidente, a nombre de la
modernidad de antaño, se ha desmoronado con la edificación de un nuevo edificio en el
sitio tradicional.

En cierta forma la nueva frontera entre el mundo urbano, todavía apegado a la tradición
y sus viejas prácticas y el mundo urbano emergente de los llamados ciudadanos globales
que se conectan mejor, en términos virtuales e incluso reales con los grandes centros
internacionales de la vida posmoderna, que con los parajes indeseables de la ciudad de
los otros, los pre-modernos andinos; si bien no tiene la explicites que definía en otros
tiempos la mencionada Avenida Aroma, tiene sus hitos simbólicos: uno de ellos sin
duda la Plaza de las Banderas, otro, tal vez el Cine Center.

Esta estructura física de la naciente metrópoli no es arbitraria de ninguna manera. Ella


expresa la innegable emergencia de una elite regional moderna y vinculada, de una u
otra forma, a la economía global. Es decir, que ha desarrollado la capacidad de ruptura
respecto al tradicional modelo de acumulación que se nutre de la relación desigual
campo-ciudad, para adherirse a procesos de acumulación de capital transfronterizos. Sin
embargo, en el inmenso mar de la informalidad se agitan las olas, es decir, se visualizan
2
En las dos primeras décadas del siglo XXI, la ciudad se ve invadida por una nueva forma de ocupación
del espacio urbano, la verticalización de la función residencial bajo la forma de grandes torres y
condominios que proliferan, no solo en la zona Norte, sino incluso en barrios residenciales del Este y el
Oeste y hasta en zonas consideradas populares de la zona Sur. Este nuevo fenómeno se puede consultar
en Solares, 2023.
37

situaciones imprevistas como la emergencia de una nueva elite que trata de saltar de las
formas feriales de comercialización de mercancías baratas hacia nuevas modalidades
modernas de expansión comercial. Se podría adelantar la hipótesis de que “la
aristocracia” del comerciantado de la zona Sur desea disputarle a las elites del Norte la
capacidad de materializar la nueva estética de la globalización y proponer a su manera
un otro nuevo centro con las mismas ofertas de exclusividad y marca pero más apegado
a la sensibilidad y a las maneras de los usuarios quechua-mestizos. Un indicador
preciso de estas nuevas emergencias, es la proliferación casi epidémica, de edificios de
diseño posmoderno y galerías comerciales lujosas en sitios próximos al comercio ferial
como el final Sur de calle Esteban Arze y aledaños o el Supermall de la Avenida Blanco
Galindo. Realmente estas son singularidades que desafían las finas argumentaciones de
los teóricos del urbanismo en tiempos de globalización.

Para concluir, se puede trazar un esbozo de las nuevas lógicas espaciales que
caracterizan la construcción social de la metrópolis que ejercitan los cochabambinos en
la actualidad: los espacios conurbados han abandonado en gran medida su antigua
fisonomía aldeana y combinan en infinitas alternativas, las maneras formales e
informales de reproducir su economía. La Cancha ya no es el faro que orienta a la gran
masa de consumidores urbanos, ahora estos, aunque todavía en forma incipiente, se
dividen entre consumidores de los gustos globales que se encuentran en los
supermercados y shoppings y los clasemedieros conservadores y otros estratos de
menores recursos, que siguen frecuentando los centros de abasto tradicionales. La plaza
14 de Septiembre y aledaños, tiende a convertirse en recinto de actividades comerciales
de cuño conservador en contraposición con la emergente Recoleta y otros sitios de las
zonas Norte, Este y Oeste donde se concentra la clase empresarial emprendedora y
postmoderna. Todavía en un nuevo contraste con lo anterior, emerge un comerciantado,
hasta hace poco informal, que ha adoptado, a su manera, ropajes posmodernos y erige
un nuevo centro sui generis en la zona Sur, es decir, la feria de estilo persa que trajo
consigo la Revolución Nacional ahora se acomoda a los gustos postmodernos. Esta es la
fascinante dinámica de la metrópolis cochabambina, donde los llajtamasis no dejan de
hacer de las suyas en forma creativa.

Modernos-posmodernos y pre-modernos andinos parecen separar sus cuerpos, al mismo


tiempo que fragmentan y segmentan la urbe, pero la historia de la llajta nos muestra que
esta tendencia no puede ser duradera, a todos nos toca trabajar para que unos y otros se
reencuentren, se vuelvan a dar la mano y celebren como antaño, con buena chicha,
buenos motes y buenos chicharrones regados de abundante llajua y quilquiña los
sorprendentes despliegues futbolísticos del Wilsterman y el Aurora.

Bibliografía consultada

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Cochabamba”, La Paz

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