Mis Fantasmas - Gwendoline Riley

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 180

Mis fantasmas

GWENDOLINE RILEY
TRADUCCIÓN DE CE SANTIAGO

1
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Título original
My Phantoms

Copyright © GWENDOLINE RILEY, 2021

Primera edición: 2024

Traducción
© CE SANTIAGO

Imagen de portada
Anuncio publicitario para Laforet Harajuku, grandes almacenes en
Tokio («be noisy. LAFORET!», 2011)
Dirección artística y diseño gráfico: RIKAKO NAGASHIMA (village®)
Fotografía: YASUTOMO EBISU
Peluquería y maquillaje: KATSUYA KAMO

Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S. A. DE C. V., 2024


América 109
Parque San Andrés, Coyoacán
04040, Ciudad de México

SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.


C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España

www.sextopiso.com

Formación
GRAFIME

ISBN: 978-84-10249-24-0

2
UNO

3
1

No había «nada para él» en Inglaterra.


–No había protección oficial. Ah, no. Nada de protección oficial.
Mi abuela dijo aquello con indignación. Y si hubiese estado mi
madre, habría meneado la cabeza y añadido:
–No había nada, no. Nada.
Hablaban de mi abuelo, que después de la guerra había
trabajado en Venezuela. Mis abuelos vivieron ocho años allí, en la
colonia de la Shell Oil, en la orilla este del lago Maracaibo. Su
casa –una casa de la empresa– era una cabaña sobre pilotes,
amplia y bien equipada.
Recuerdo varios suvenires de su época en «Ven» repartidos
por el piso de mi abuela. Había unas maracas en el frutero y, en
la repisa encima de la estufa de gas, dos sujetalibros de madera
pintada con forma de hombres amodorrados bajo sus sombreros.
Sentados espalda con espalda, con los brazos cruzados y la cara
tapada.
Guardaba los álbumes de fotos debajo de la mesita. Había
fotografías del Colony Club y de las canchas de tenis, de los
radiantes amigos estadounidenses de mis abuelos. Las
fotografías las había hecho mi abuelo, pero la perspectiva era
compartida, creo: una focalizada en todas las cosas
insospechadas que habían tenido. Había poquísimas fotos de mi
abuela. Había páginas de instantáneas en las que se veía más

4
cielo que tierra: un gris plata en el que de alguna manera
palpitaba un calor glamuroso.

Mi madre nació en febrero de 1949 en el hospital Coromoto. Le


pusieron Helen por la madre de mi abuelo, pero se cambió
eficazmente el nombre cuando sus primeros intentos de
pronunciarlo acabaron más bien en un «¡He’en!» orgulloso y
estridente. Aquello entusiasmó a mi abuela, que interpretó el error
como un atrevimiento que, naturalmente, la había desarmado.
Desde entonces Helen fue Hen. La resuelta Hen. La
extraordinaria Hen.
–Me paraban cada pocos metros –solía decirme, refiriéndose a
sus trayectos diarios al economato–. De lo linda que era. Todo el
mundo lo decía.
Y también era inteligente. Tanto a mi abuela como a mi madre
les gustaba hacer hincapié en eso: en que siempre había sido la
primera de la clase. Fue durante la adolescencia, de regreso a
Inglaterra, cuando al parecer su progreso empezó a flaquear. Los
sobresalientes le costaban horrores y el primer curso de
Magisterio lo suspendió estrepitosamente. Según mi abuela,
insisto, mi abuelo y ella tuvieron que «¡suplicar y suplicar!» para
que le permitieran repetir aquellos exámenes.
Mi madre, por su parte, me dijo que «se le fue la cabeza» al
estar fuera de casa, en Londres, y tener libertad para hacer lo que
le daba la gana.
–Me puse como loca, se me fue la cabeza –dijo.
Y:
–¡Si te acuerdas de los sesenta es porque no los viviste!

5
Creo que nadie se terminó de creer que Hen llegaría a ser
profesora, ella la que menos. Ir a la facultad de Magisterio era «lo
que hacía la gente», solía contarme, indignada.
Era secretaria. Más tarde se mudó de nuevo al norte y se tituló
en Informática. Estuvo casi treinta años trabajando para la Royal
Insurance de Liverpool, en un edificio horrible, una amalgama de
sucios ladrillos amarillos y ventanas como aspilleras, y tanto ella
como sus compañeros acabaron por llamarlo «el Castillo de
Arena».

6
2

No sé cómo era mi madre en el trabajo. Me cuesta imaginármelo


o adivinarlo. Ella sostenía que «odiaba» su trabajo.
–Todo el mundo odia su trabajo, Bridge –solía decirme–. Todo
el mundo.
Más tarde, después de jubilarse, me contó que le daba náuseas
ir a la oficina.
–Me ponía el estómago del revés, sí.
–¿Por qué? –le pregunté.
–Porque allí no era yo –dijo, ceñuda.
Le pasaba lo mismo con el lugar donde vivíamos, que tampoco
allí era ella. No era persona de extrarradio, solía decir, meneando
la cabeza.
Sin embargo…, ahí estaba. En la casa del oscuro ventanal
voladizo, con la hortensia junto al cubo de la basura. Que lo que
mi madre hiciera o hubiese hecho era lo que hacía «todo el
mundo» o lo que hacía «la gente» era irrefutable; era lo «normal»:
palabra que pronunciaba con un énfasis apremiante. Apenas
quedaba espacio para otras consideraciones. Su antipatía por sus
circunstancias de entonces no fue acicate para cambiar; creo que,
en cierto modo, fue al contrario.

A mi madre le encantaban las normas. Le encantaban las normas


y los códigos y las expectativas establecidas. Me sale decir: como
al perro le encanta que le tiren un palo. Era un propósito sin

7
trabas. Libertad, en cierto modo. También era el consuelo de la
multitud, de la participación. De no sentirse sola y
desencaminada.
En las conversaciones –o en los intentos de conversación–,
parecía tener la mirada puesta en una recompensa similar.
Disfrutaba respondiendo preguntas si sentía que tenía la
respuesta correcta, una respuesta aceptable. Lo entendí cuando
era muy pequeña y fui capaz de darle su correspondiente pie.
Entonces, hablar con ella era como un juego o una poesía que
recitábamos juntas.
–Odiabas ser hija única, ¿verdad? –le decía, por ejemplo.
–Pues sí –decía ella–, lo odiaba, sí. Y después de tener a
Michelle supe que debía tener otro bebé porque siempre había
jurado que no tendría solo uno. Creo que tener solo uno es una
crueldad.
O:
–¿Cómo era tu uniforme del colegio? –le preguntaba, no por
primera vez, mientras leía la lista de las cosas que necesitaba
para el mío.
–A ver…, era azul marino, todos iguales, y cada residencia
tenía una corbata distinta, y yo estaba en la Windsor, que era la
amarilla…, pero teníamos que llevar sombrero, y cada día cuando
pasaba por delante del orfanato tenía que correr porque te tiraban
piedras y te perseguían cuando veían a alguien de primaria. ¡Y un
día perdí el sombrero!
Pintaba un panorama bastante seductor si ese tipo de cosas te
impresionaban: hija única y solitaria; una niñita asfixiada que tenía
que hacer esto y tenía que hacer lo otro. A mí no me
impresionaban, aunque tampoco tenía la sensación de ser el
público apropiado cuando se ponía en aquel plan. Ella tenía otra

8
figura en mente y para ella actuaba. Esa era la sensación. Alguien
más allá de nuestra vida.

Si mis preguntas se salían del guion, o si tocaban un punto


delicado, mi madre se alteraba enseguida. Se cerraba en banda,
como si hubiese detectado que estaban engatusándola, o
atrayéndola hacia una trampa. «¿A ti qué te pasa?», solía decir, o:
«¿Qué te sorprende tanto?».
A veces se tapaba la cabeza con los brazos y se quedaba
quieta sin más, como si estuviese jugando en el recreo y creyera
que haciéndose la estatua se volvía impenetrable.
No solo lo hacía conmigo. Allá donde fuéramos, mi madre
parecía estar preparándose para un interrogatorio. El saludo de
una vecina parecía agraviarla y a la vez asustarla. La pregunta
más inocente por parte de una cajera era recibida con una
suspicacia terrible. Solía observar cómo encallaba –ella, y
también su interlocutora– en su desesperación por ponerle fin a
aquello. Exageraba la pronunciación, interrumpía a la gente para
mostrarse de acuerdo. Una vez más, como si todo fuese un
examen: un examen malintencionado en el que estaba en juego
un yo como el suyo, y al que no podía, por tanto, someterse.
El riesgo de emboscadas como aquella era también el motivo
por el cual no soportaba ir al cine ni al teatro. Siempre «odiaba»
que un hombre la llevara a ver una película cuando era joven, me
contó. Y cuando le pregunté por qué, me dijo:
–Ese momento horrible en el que sales a la calle y se supone
que tienes que decir lo que opinas. Sales en ese silencio horrible
y de repente alguien tiene que decir: «Bueno, qué te ha
parecido». Qué vergüenza.

9
Era algo que le encantaba contar. En su esquema, era una
respuesta «correcta», una posición segura. De nuevo, su negativa
era prueba de algo.

Solía preguntarle un montón sobre antiguos novios y su vida en


Londres. Aquellas preguntas eran una misma pregunta, creo:
¿por qué mi padre? ¿Por qué se casó con él?
–Era lo que se hacía –solía decir cuando se lo planteaba
directamente.
»Lo que no puedes entender es la presión terrible que había
para que una mujer de veintiséis años se casara; para que
estuviese casada.
–¿La abuela te presionó?
–Todo el mundo. Todo el mundo me presionó. Las cosas eran
así, Bridge.
–Y tener hijos.
–Sí, había que tener hijos, sí.
–¿Querías integrarte?
Aquí se tapaba la cabeza con los brazos. Ya era suficiente.

Reconocer algo que no existía habría significado revelar su


secreto, claro. Eso lo entiendo ahora. De ahí que, desde su
posición, defendiera aquel espacio con orgullo y celo.
–Quien pregunta no encuentra –solía decir.
Y:
–La vida es injusta. La vida es injusta, ¿a que sí?
A Michelle le repetía una y otra vez:
–Cuando gritas no te oigo. No, no, cuando gritas no te oigo.
O si no, se limitaba a decir: «Qué penita».
–Qué penita, ¿a que sí? –solía decir.

10
Arrojaba aquellas fórmulas como desperdicios siempre que
creía que una de nosotras estaba «tomándola con ella», como
solía decir. No había modo de dejarlo pasar. Ni de dejarlo atrás.
Con cualquier objeción tan solo se lograba avivar la pantomima.
Mi madre levantaba la barbilla. No cedía lo más mínimo. Y no
escuchaba nada de lo que dijéramos o preguntáramos, sino
que… se lo quedaba. Veía cómo se ponía mis súplicas como
baratijas.
–¿El qué? –decía–. Menudo palabro, ¿el qué?
Repetía las preguntas que le hacía Michelle, sin dejar de mirar
a su alrededor, con gesto incrédulo, de nuevo, como si creyera
que en alguna parte había un público, y que fanfarronear de
aquella manera lo impresionaría; que de algún modo la haría
destacar.
Nos apartaba de un empujón de camino al pasillo, cogía el
teléfono y decía:
–Se acabó, voy a llamar al manicomio. A los hombres de la bata
blanca para que vengan a por vosotras.
»Voy a llamar al orfanato rumano –solía decirme–. Pareces una
huérfana rumana. Deberías ir al orfanato. ¿Hola? ¿Es el
orfanato?
La veo ahí, con leotardos, pantuflas, camiseta, «escuchando»
la respuesta tan feliz.
Con leotardos negros y una camiseta de Betty Boop…
Las pantuflas eran grandes, pantuflas nuevas de felpa, con
forma de zarpas de tigre. De «pies de tigre», como solía
llamarlas, cuando cantaba a coro aquella canción en la cocina
con los pulgares remetidos en un cinturón imaginario: «¡Me
encantan mis pies de tigre!»1 mientras intentaba obligarnos a
Michelle o a mí a verla bailar.

11
Por entonces, nuestra madre llevaba el pelo por los hombros:
se lo embadurnaba en espuma fijadora después de lavárselo y
luego lo estrujaba como le había enseñado la peluquera. También
la recuerdo así: sentada en un espacio despejado de su cama,
con la cabeza gacha y moviendo las manos sin parar, cerrándolas
y abriéndolas.

12
3

Cuando mi padre murió, su hermana Mary –su melliza– me


mandó un correo electrónico. «Hola, Bridge», escribió, «me he
quedado en shock al enterarme de lo de tu padre. Llevaba mucho
tiempo sin verlo, pero era mi hermano y ha sido un shock. No iré
al funeral porque ya no juego a las “familias” (esta Navidad hará
ocho años, ¡os lo recomiendo!), pero os tendré a las dos en mis
pensamientos. Espero que todo vaya estupendamente. Te deseo
lo mejor».
Le contesté que yo también llevaba muchos años sin verlo y
que tampoco iba a ir al funeral, aunque no sabía qué haría
Michelle.
«Asunto: EL FUNERAL», escribió Mary. «Chica lista. Sé que es
tradición compartir recuerdos en estos momentos, así que aquí
va. Como Lee era el niño (yo nací primera, pero ya sabes) le
dieron la llave de casa cuando nuestra madre (tu yaya) empezó a
trabajar, y después del colegio volvía a casa corriendo para llegar
antes que yo y dejarme fuera. Así que tenía que hacer los
deberes en el portal (o caminar hasta la casa de la abuela Walsh
si estaba lloviendo o hacía frío). Estuvo así años. Eso lo dice
todo, y nunca cambió. Te deseo lo mejor».

Yo tenía veintiséis años por entonces. Llevaba ocho viviendo en


Londres, los seis últimos en un pisito de Kilburn con mi novio,
John. También a mí me dejó en shock la noticia de lo de mi padre.

13
Recuerdo la llamada de teléfono mientras John y yo íbamos de
camino a la estación, y al ver el nombre de Michelle supe que
tenía que haber pasado algo serio, algo grave.

Hoy se me hace difícil recordar a mi padre.


¿De qué hilo debería tirar?
Era mellizo, por ejemplo… Hoy me sorprende que eso pudiese
haber tenido algo que ver con su forma de ser. Y en una familia
tan numerosa, además. Estaba claro que había querido destacar.
Pero su manera de diferenciarse era curiosa, ¿no? Esas
exigencias absurdas a diestro y siniestro. Incluso cuando nos
recogía para sus visitas «por convenio» cada sábado. Se negaba
a llamar al timbre. No se bajaba del coche. Así que una de las dos
tenía que quedarse junto a la ventana, a vigilar. O fue lo que
acabamos haciendo, al menos. De lo contrario, empezaba a dar
bocinazos si Michelle y yo no salíamos inmediatamente y
bajábamos corriendo por el camino.
–No tiene sentido provocarlo, ¿verdad que no? –solía decir
nuestra madre.
Mary ya había contado aquella historia sobre los deberes más
de una vez, incluido un detalle que no mencionó en el correo
electrónico pero que a mí me parece representativo. Mientras
intentaba concentrarse en los deberes, él se asomaba a la
ventana del baño y le gritaba y le hacía aspavientos. Estoy segura
de que no buscaba tanto atormentarla, o no solo, como que
celebrara con él su logro. Mi padre se veía como una especie de
forajido adorado; una singularidad admirada. Se sentía a sus
anchas en un mundo que se lo pasaba bomba con él –con que él
fuese él– tanto como él.

14
Michelle y yo nos veíamos abocadas al campamento de aquel
forajido cada vez que subíamos al coche. Un territorio escabroso
en el que, para empezar, saludar por cortesía quedaba
descartado. En vez de eso, nuestro padre nos recibía con un
«¡Pestillo!» cuando ya estábamos bajando los pestillos, seguido
de un «¡Cinturón!» cuando ya estábamos abrochándonos los
cinturones. Si parecía que iba a refrescar, decía: «¡Chaqueta!»,
con la intención de que le enseñáramos si la llevábamos puesta,
y, de no ser así, bramaba otra vez la palabra «¡Chaqueta!» para
comunicar que volviéramos a casa a por una. «¡Corte de pelo!»,
para decir que alguna de las dos se había cortado el pelo, a lo
que seguía, mientras esperaba para incorporarse desde nuestra
calle sin salida, un: «¿Han detenido a la que te ha hecho eso?».
Y: «¡Eh! Sorderas. ¿La han detenido?».

Recuerdo que miraba por la ventanilla del coche. Sentimientos


vacíos con respecto a mi casa, el colegio, los fines de semana.
Ahí estaba el campo de golf. Ahí estaba la fábrica de gas. Luego
los minutos de oscuridad por debajo del río. Un traqueteo sordo.
Mi padre era como todos los demás. Y su compañía era algo que
había que capear, nada más. Ejercía sobre mí –sobre nosotras–
un derecho que nadie cuestionaba. Uno que, de hecho, mi madre,
típico de ella, parecía encantada de ratificar. De modo que
«¡Pestillo!» y «¡Cinturón!» era lo que había y, más tarde, intentar
que las horas pasaran volando. Ni siquiera estoy segura de
haberlo visto en alguna ocasión como a una persona, la verdad.
Era más bien aquel… fenómeno. Te sujetaba por los hombros. Te
pellizcaba el brazo. Si llevabas sombrero, te quitaba el sombrero.
Si estabas leyendo un libro, te quitaba el libro. Un incordio
rebosante de energía, en resumen. Y sí, por mandato judicial.

15
A diferencia de mis preocupaciones respecto a la psique de mi
madre, nunca tuve necesidad alguna de preguntarle a mi padre
por su vida; inquirir su lógica. A veces una llega a conclusiones
tranquilizadoras como esa. Y, al fin y al cabo, tampoco es que
fuera un misterio. Su naturaleza tenía que generar
autosatisfacción en los términos que ya he descrito. Eso era todo.
Colarte alguna. Ser excepcional. No había nada más. Con él, lo
difícil era lidiar con aquella implacable uniformidad de objetivos. El
modo en que toda materia, evento o circunstancia se usaba para
forzar la consecución de los mismos fines. El modo en que sus
refinadas reflexiones sobre su propio yo no cejaban nunca. En
consecuencia, aquellos sábados podían resultar bastante
agobiantes.
Con respecto a Londres, por ejemplo. Michelle había ido con su
clase de Historia en una excursión del colegio. Habían estado en
la Torre y el Globe. Mi padre prestó a esta información la misma
atención que le prestaría un perro a un ladrido lejano antes de
contarnos que, cuando él se mudó allí, solía pasar las tardes de
lunes a viernes en un pub de Earl’s Court que se llamaba
Coopers y que era «un nido de inmoralidad», pero al que también
llamaba su «oficina». La gente telefoneaba al pub cuando
necesitaba verlo. La dueña era «¡un auténtico callo!», dijo. Pero
solía prepararle huevos con patatas fritas, algo que no hacía para
nadie más.
Yo apenas daba credibilidad a la escena, ni siquiera con diez u
once años: aquel entrañable cuadro, con mi padre ruborizado en
el centro. Sonaba a fantasía de vida adulta, ¿no? Aunque viniera
de un adulto. Para empezar, ¿quiénes eran todas aquellas
personas? ¿Y para qué lo buscaban? Era algo que se le había
quedado de algún programa de televisión o de una película, ¿no?

16
Y había decidido que debía de ser suyo. O mejor, había decidido
que era suyo. La comunidad indulgente. La celebridad local.
Incluso me parecía haber visto esa película, en mi habitación, un
domingo por la tarde en la BBC2.
Montones de cosas que decía suscitaban los mismos recelos:
que estabas escuchando la historia de otra persona, que no
acababa de cuadrar. Solía llamar a George Harrison «¡mi colega
George!». Porque, decía, los dos habían salido con la misma
chica y una vez habían coincidido en el aeropuerto de Londres
cuando, abro comillas, George iba de camino a la India, cierro
comillas. Olía a anécdota de otro. Mi padre también aseguraba
que de adolescente había estado en un correccional por atracar a
una trabajadora de correos a mano armada. Era un auténtico
subidón, sin duda, reforzar esa tendencia bucanera que tan
estimulante le resultaba cuando la observaba en sí mismo. Más
tarde, cuando empecé a enviar solicitudes a universidades, me
dijo que en sus entrevistas de trabajo siempre ponía los pies
encima de la mesa, encendía un cigarrillo y preguntaba qué podía
hacer la empresa por él. ¿Eso no era de la televisión? Pregunto.
Me temo que aquella sí podría haberla sacado de la vida real.
Se hace raro cuando alguien te habla así. Cuando está
mintiendo, pero de alguna manera te ves en un compromiso.
¿Intentaba impresionarnos? Pero difícilmente podía ser ese el
motivo: no podías valorar la opinión favorable de una persona y a
la vez pensar que iba a tragarse gilipolleces como aquellas. Y
además estaba el hecho de que nadie tenía la obligación de
responder a sus fanfarronadas. No se fijaba ni se preocupaba por
la ausencia de preguntas o de comentarios o de oohs y aahs.
Dudo de que le interesara nuestra atención como tal. Lo que
teníamos que hacer Michelle y yo –y cualquiera de sus parientes
que anduviera cerca– era estar ahí y someternos a él; no

17
quedaba más remedio. Yo a eso lo llamaría encerrona, ¿verdad?
Y de ahí esa horrible sensación inamovible: que para lo que, al
parecer, se esperaba de ti, bien podrías haber sido un maniquí.
Salvo porque, claro, no podías. Se exigía una testigo con vida
para las capacidades de aquella entidad autopolinizadora. Se
exigía una escuchante con vida –esa eras tú– aunque el
componente «con vida» se ignorara sumariamente.
Nadie replicaba nunca. Ni una vez. No había objeciones ni
preguntas. Y así, Lee Grant se paseaba despreocupado por aquel
reino sometido en el que era, de diversas maneras, el rey
bondadoso y el bandido espadachín, el sabio que todo lo ve y el
grosero bufón, el pastorcillo de buen corazón y el niño de ojos
azules, etcétera etcétera. En casos excepcionales, todo a la vez.

Una semana, cuando subimos al coche, nuestro padre no gritó


«¡Pestillo!», sino que se recostó entre los asientos y, levantando
despacio el puño, un poco por debajo del hombro, como hacen
los deportistas para celebrar algo, dijo:
–¡Vaaaaamos Deggsy!
Michelle y yo no habíamos acabado de abrocharnos el cinturón
de seguridad. Al parecer, esperaba que supiéramos quién era, y
que estuviésemos tan entregadas al destino de aquella persona
como lo estaba él. Ni lo sabíamos ni lo estábamos, de modo que
no reaccionamos, si bien, detalle crucial, tampoco no
reaccionamos. Hicimos lo que nuestro instinto nos decía que
hiciéramos en situaciones como aquella: algo así como
desvanecernos del momento. Más tarde descubrí que «Deggsy»
era Derek Hatton, un político local con cara de rata al que aquella
semana habían absuelto en un caso de corrupción. Por ahora,

18
como respuesta a nuestro silencio y nuestra inexpresividad,
nuestro padre repitió su consigna con su voz de árbitro de dardos:
–¡Vaaaaamos Deggsy!
Seguíamos sin reaccionar, y nuestro padre rio por lo bajo
cuando devolvió la vista a la carretera. ¡Menudo par! No saben
quién es Deggsy.
Lo tuvo de saludo el día entero: el puño en alto con los nudillos
rosados y «¡Vaaaaamos Deggsy!». En casa de Mary, donde
fuimos a almorzar, y luego en casa de su madre, donde tomamos
el té. No encontró ningún entusiasta del tal «Deggsy». Nuestro
padre fue recibido con la misma maniobra de contención que
Michelle y yo habíamos aprendido a llevar a cabo: sonrisas dulces
mientras él seguía a lo suyo para luego retomar lo que estuviesen
haciendo. Pero él no consentía que aquello lo empañara. Y
menos cuando estaba volando tan alto. Creo que su sensación
era que «Deggsy», de un modo u otro, había anotado aquel tanto
en su nombre.

En cuanto a sus propios triunfos, mi padre tenía la generosidad


de compartir sus métodos. O al menos le hacía feliz hablar de
ellos; transmitir cualquier perlita de sabiduría, etcétera etcétera.
Recuerdo una tarde en Tesco, haciendo una compra grande.
Estaba, para variar, «probando el género» a conciencia, esto es,
arrancaba uvas de racimos que no iba a comprar y se las comía,
y luego cogió un gran tomate suelto al que daba ruidosos
bocados mientras recorríamos los pasillos. Aquella costumbre
suya nos generaba a Michelle y a mí, sobre todo a mí, mucha
angustia, algo que, naturalmente, no hacía sino animarlo.
–¡Estoy probando el género! –decía orgulloso.

19
Y entonces intentaba camelarnos a las dos para que también
fuéramos por ahí mascando tomates robados. Nunca fue capaz
de convencernos de que lo hiciéramos. En general, nuestro padre
causaba un efecto inhibidor, un efecto, en realidad, amortiguado,
a pesar de su energía inmensa; y con aquellas provocaciones y
exhortaciones concretas tan solo lograba que me encerrara más
en mí misma. En el supermercado, recuerdo, yo intentaba
rezagarme, ir por detrás de él, o de repente me quedaba
completamente absorta en algún expositor; cualquier cosa con tal
de alejarme de la culpable proximidad a su estúpida vanagloria.
El día que tengo en mente, un día de verano, estábamos
demorándonos en la sección de congelados cuando vio delante
de nosotros a una joven en minifalda, o en vestido corto, con las
piernas al aire. Nuestro padre se reclinó sobre el carrito y aceleró
un poco hasta que la alcanzamos, momento en el cual aminoró
hasta detenerse, y esperó a que la chica se adelantara un poco
otra vez antes de volverse con complicidad hacia nosotras:
–Lo que hay que hacer –dijo– es estar atentos a cuándo han
estado en el váter. Me fijé en eso cuando las minifaldas se
pusieron de moda. Cuando han estado en el váter se les queda la
marca del asiento en las piernas. También se ve si han estado
sentadas en una silla de mimbre –dijo– o en una de jardín, ¡pero
cuando han estado en el váter se ve la forma del asiento! No
saben que la llevan. ¿La veis, ahí, en el contramuslo?
En los hoteles, lo mismo: les colaba alguna siempre que podía.
Una vez estuvo trabajando en la implementación de un software,
nos contó, que permitía a los hoteles cobrar a los clientes («a
directivos», dijo) que no tenían tiempo de hacer el check out
tomándoles por anticipado los datos de la tarjeta de crédito.
–Desde que me enteré –dijo– no he vuelto a hacer el check out.
Si pueden hacerlo con los directivos pueden hacerlo conmigo, y si

20
no pueden es su problema, ¡no el mío!
Estuvo años sin pasarle la pensión a mi madre, con una actitud
similar. Lo sé porque solía alardear de ello.
–¡Me piden por aquí! ¡Me piden por allá! –decía.

Mi padre disfrutaba tanto de sus triunfos –o de los triunfos de la


gente que creía que era como él, como Derek Hatton– que
supongo que obtenía una ración de placer idéntica, o equivalente,
de los fracasos de los demás. De sus decepciones, sus
humillaciones. Nunca se hartaba de oír historias sobre la
incompetencia de personas que no eran él. Y, al igual que con las
fanfarronadas sobre su pasado, no hacía falta que aquellas cosas
hubiesen sucedido de verdad para disfrutarlas. De alguna
manera, el mero hecho de disfrutarlas las convertía en reales,
cada información inofensiva que compartías con él siempre
terminaba siendo, de un modo u otro, un ejemplo perfecto de
algún patinazo risible. Entre tu boca y su oído los hechos se
retorcían. O sea que, en realidad, ni buscaba ni era un experto en
las imperfecciones humanas, sino más bien una especie de
planta de procesado que convertía toda información en un regalo
sorpresa de la misma marca: que alguien había sufrido un revés o
que alguien había quedado como un tonto.
Mientras cumplíamos con nuestras visitas, a sus hermanas, a
su hermano, a su madre, a Michelle y a mí nos animaba a contar
alguna historia por segunda o tercera vez:
–¡Contadle a Chrissie en lo que está metida vuestra madre! –
decía.
O:
–¡Este año Michelle tiene un profesor que es un capullo!
¡Cuéntale a Owen lo que le dijiste!

21
Aunque no hubiese mucho que contar, daba lo mismo. Estaba
listo para subir al estrado, dar su versión tuneada y luego
ensombrecer el gesto para hacer un comentario serio relativo a
que alguien le daba «auténtico repelús» o era «un auténtico
espécimen».
Sí, las personas eran «especímenes», me acuerdo de eso. Y
todo lo que hacían –sus actividades, sus empeños, sus
elecciones– era «comportamiento». Cuando Michelle empezó a
jugar al fútbol, era «comportamiento», y cuando se unió a
Greenpeace, por lo que fuese, también era «comportamiento».
–No impresionas a nadie con ese comportamiento nuevo –
decía, algo que no era sino otra de las peculiaridades de nuestro
padre: hablar no por sí mismo, sino como el portavoz, el
representante de un estricto cuerpo jurisdiccional.

Siempre igual. Semana tras semana. Por el túnel de Mersey con


la cinta de Tom Lehrer2 a todo trapo. Y ¿habíamos oído eso? ¿Lo
habíamos pillado? ¡Podía rebobinar si no!
¿Y detrás de quién iba nuestra madre últimamente? ¿Eh?
¿Y seguía obsesionada nuestra abuela con Margaret Thatcher?
¿Seguía teniendo comida podrida en el frigorífico?
Cuando pasábamos por el letrero de los huertos urbanos de
Prenton, bajaba la ventanilla y gritaba «¡Panoja!» e intentaba que
nosotras hiciéramos lo mismo.

22
4

En el Coopers, en 1966, veo a mi padre de pie solo en la barra.


Solo y con la quiniela del periódico y una pinta de Coca-Cola a la
mitad. O lo veo en el metro, fumando sin parar y mirando al resto
de pasajeros con una expresión cortante y tozuda.
No se le dio demasiado mal, se hizo con un trabajo y un piso en
Londres, una novia y más tarde una esposa, su propia familia… Al
menos durante unos años. Él también se amoldó a «lo que hacía
la gente». Quizá por una confluencia, además, de su particular
forma de ser y las cosas que pasaban por aquel entonces. Era un
norteño declarado, en la época de Albert Finney y John Lennon.
Más tarde, fue un hombre de los setenta al estilo «rey del
castillo».
Mi madre, creo, debió de sonreír mientras él hablaba. Tanta
vivacidad burlona. Ese autoritarismo malicioso. Ponerse de parte
de todo aquello le habría parecido, en cierto modo, una puerta
abierta a algo, a sí misma.
Además, que compartieran acento debió de suponer un
atractivo, estoy segura: los diferenciaba y a la vez los atraía.
Lo único que tenía que hacer por entonces para encajar en
todo aquello era asegurarse de que él siempre se sintiera
envanecido. Menuda cosa debió de ser para una persona sin
modales de ninguna clase, ¿no? Incluso creo que ella podría
haber sido feliz –al menos en su momento–: era un juego en el
que, si bien nunca podría ganar, sí podía seguir jugando.

23
Pero, de un modo u otro, también en eso perdió pie. No estaba
bien. No era lo que buscaba. Lo dejó tras siete años. Aprovechó
la ocasión después de un numerito delante de sus padres.
Orgullosa, me contó cómo su padre y mi padre acabaron de pie
en la cocina «dándose empellones en el pecho el uno al otro, sí».
–¡Tú a mi hija no le hablas así! –había dicho su padre.
Y con orgullo, con timidez, me dijo que su padre le había
exigido que eligiera, allí mismo, y ella lo eligió a él, sí.

–No tiene sentido provocarlo, ¿verdad que no? –solía decir,


repetir, mientras nos apuraba a Michelle y a mí para que nos
pusiéramos los abrigos y los zapatos; para que estuviésemos
listas diez minutos antes de que mi padre apareciera. Por aquel
entonces yo ya sabía que, en realidad, estaba diciéndoselo a sí
misma; apremiándose con la tarea que tuviese entre manos. Mi
madre y sus dichos, aunque lo cierto es que nunca daba
consejos, jamás, sobre nada.
Aquí, «No tiene sentido provocarlo, ¿verdad que no?»
significaba, al parecer: «No tengo motivos para comportarme de
un modo sensato y civilizado si él no lo hace (¿verdad que no?), y
menos si tengo una oportunidad de oro para sumarme y
cabrearme yo también». Y lo de «provocarlo» no lo decía en
serio, ¿no? Se refería a una omisión, no a una acción. Se refería
a: «No puedes no anticiparte a algo que de repente pueda
interpretar como un insulto». Algo que te dejaba bastante
acorralada. Ni Michelle ni yo fuimos nunca contestonas ni
revoltosas. Delante de él habíamos sido dóciles y calladas desde
el primer momento, y no había supuesto ninguna diferencia.
Cualquier cosa podía alterarlo o no alterarlo. Todo dependía de
cómo le apeteciera comportarse; del tipo de satisfacción que le

24
apeteciera obtener. No provocarlo podía provocarlo. Ella lo sabía.
¿Por qué le gustaba fingir lo contrario? ¿Por hacer algo
emocionante, quizás? ¿O porque no quería sentirse excluida? Me
viene la imagen de un perro que intenta unirse a un partido de
fútbol, aunque igual es demasiado mezquino. Creo que su
habilidad mental se acercaba más al modo en que Michelle y yo,
después de clase de natación, solíamos pulsar los botones de las
máquinas recreativas en el bar: no habíamos echado dinero, pero
aun así nos convencíamos de que interveníamos en el avance de
las luces amarillas, que centelleaban a la par para luego caer en
cascada. De hecho, recuerdo que había un montón de niños a los
que les gustaba hacer lo mismo. Debe de ser algo que a los niños
les gusta simular. Si otra persona había llegado primero, solía
esperar mi turno, no demasiado cerca de las máquinas, pero
tampoco demasiado apartada.

Mi madre dejó a mi padre antes de que yo cumpliera dos años.


No tengo recuerdos de mis padres casados. Aun así, apostaría a
que, con él, mi madre disfrutó lo suyo provocándolo. Me refiero a
provocaciones proactivas. Porque se sentía abandonada y, por
tanto, atemorizada. Puede que se dijera a sí misma que a él le
resultaría estimulante un poco de insolencia, una leve
demostración de iniciativa; que podría acabar en unas carreritas o
en una guerra de cosquillas o en algún placer por el estilo, del
cual ella sería quizás el arrobado centro. ¿Mi padre se habría
prestado? Sospecho que no. Pero no puedo decir que eso la
habría desanimado. Desanimar a mi madre era algo que podía
costar horrores.
Cuando hoy pienso en ella, creo que ante todo veo, o siento,
eso. Su mirada alterada: fija en algo; clavada en algo. Una

25
persistencia terrible. Una especie de inocencia tozuda.

Era tozuda, cuando no absolutamente sumisa, y siempre sacaba


a relucir cada actitud en el peor momento posible. Como el
contumaz utillaje del mimo: esa puerta que no se abre, hasta que
lo hace y acabas despatarrada en el suelo.

26
5

Mi tía Liza no abría la puerta. Mi padre había llamado al timbre


dos veces. Luego llamó con la mano: unos toquecitos con los
nudillos.
Su coche estaba allí. Sabía que íbamos a ir a comer.
–¡Podemos intentar adivinar dónde está! –le dijo a Michelle con
una risita.
Pasaron unos segundos más. Entonces se puso a aporrear la
puerta con el canto del puño, como si fuese una redada.
–¡Caray! –dijo mi padre cuando ni por esas hubo señales de
vida.
Bajamos hasta el vado y miramos a ambos lados de la
carretera. De regreso, iba detrás de mí y me quitó el libro del
bolsillo del abrigo. Estaba leyendo Villette, de la biblioteca del
colegio. Lo sostuvo por encima de mi cabeza, hasta donde le
daba el brazo.
Yo no intenté cogerlo, me quedé quieta, pero, aun así, él me
empujó con la mano libre sin dejar de sonreír a Michelle.
–Ah ah ah ah ah ah –dijo.

Liza era la mayor de las hermanas de mi padre. Cuando apareció,


unos minutos más tarde, dijo:
–¡Hola, pandilla!
Y se hizo a un lado para que entráramos en tropel, mi padre el
primero. Iba siguiendo su propio olfato de camino a la cocina.

27
–¿A que nos apetece a todos una limonada? –dijo Liza
mientras nos quitábamos los abrigos y los colgábamos en el
recibidor. Desde el umbral de la cocina la vi sacar cuatro vasos,
luego echó hielo en cada uno y una gruesa rodaja de limón. Llenó
los vasos con una botella grande de R. Whites.
–¡Cumbres borrascosas! –dijo mi padre. Y como no respondí,
añadió–: Tu madre estaba obsesionada. ¿Lo estás leyendo
porque te ha obligado ella?
Con «obsesionada» mi padre normalmente se refería, si acaso,
a «interés», pero yo nunca había oído que a mi madre le
interesara Cumbres borrascosas.
–No –dije–, es de la biblioteca.
–¡Tu madre estaba obsesionada! –dijo–. ¡Nunca sabía de qué
me estaba hablando! Me enteré de algo cuando hicieron la
adaptación en la BBC. Solo la vi por pura curiosidad. Liza, ¿tú la
has visto? ¡Seguro que estuvo a la altura para ser una
adaptación! Pero la impresión que daba… Era inaguantable.
Daba mal rollo, la verdad.
»Aquello explicaba muchas cosas –dijo–. Sobre tu madre.
»¿El libro es suyo? –dijo.

Liza había preparado curry de verduras. Cuando pasamos y nos


sentamos había un cazo con yogur de vainilla en la mesa, y
ensalada y media hogaza de pan integral en rebanadas.
–¡Bridge se ha traído un libro para tirarse el pisto! –dijo, o gritó,
mi padre mientras Liza volvía a la cocina, pero si lo oyó no le
siguió la corriente. Regresó con una sartén enorme de curry y
luego con cuatro platos, todavía calientes del horno.
–Atacad, pandilla –dijo–, no me esperéis.

28
Liza fue la primera persona vegetariana que conocí en mi vida,
y era una buena publicidad para la dieta: amable y enérgica. Fue
sin duda uno de los motivos por los que tanto Michelle como yo
decidimos que queríamos dejar de comer carne. El
vegetarianismo era «comportamiento», por supuesto, así que
cuando estábamos en casa de Liza mi padre ya tenía algo con lo
que hacer sangre. Que si no comíamos vacas no habría vacas;
ese tipo de cosas. ¿Queríamos que esos animales se
extinguieran o qué?, dijo. Y hacía comentarios interminables
sobre los gases. Aun así, siempre se comía lo que ponía Liza.
Incluso concedía que estaba sabroso, con alguna salvedad:
–¡Estaría más rico con trocitos de pollo! –solía decir. Y luego,
en un aparte a Michelle y a mí, decía algo tipo–: No os
preocupéis, ¡pillaremos unos nuggets de camino a casa!
Liza no daba muestras de no disfrutar con todo aquello. Se
comía la comida, nos sonreía a las dos.
–¿Y qué os contáis, pandilla? –decía.

Aquella tarde, ya en casa de mi padre, me senté donde me


sentaba siempre, a su lado en el sofá, junto a la ventana. Michelle
estaba en la silla con reposapiés, pensando en sus cosas,
supongo.
Mi padre veía lo mismo todas las semanas: si jugaba el
Everton, fútbol; si no, un wéstern en el canal 4 y luego What the
Papers Say.3 Luego era hora de volver a casa de nuestra madre
para el té.
Ese día no había fútbol. En su lugar: galopes, relinchos,
tiroteos. Levanté la vista del libro cuando hubo un revuelo para
ver una pañoleta roja o una nube de polvo beis.

29
En determinado momento, fui consciente de que a mi derecha
mi padre andaba en algo. Se había sentado más recto, y pude ver
que Michelle se obstinaba en ignorar ciertas llamadas de
atención. Cuando me volví para mirarlo, se revolvió para
esconder algo, o al menos para fingir que intentaba esconderlo y
luego fingir una expresión inocente. Era un catálogo de Argos,
que se apresuró a meter debajo de un cojín. Era obvio que había
estado imitándome o algo así.

Más tarde, entendí de dónde había sacado aquella historia sobre


Cumbres borrascosas. A mi madre le gustaba la canción de Kate
Bush, eso era todo. La cantaba cuando la ponían, y hacía una
especie de baile entre aleteos, y si estábamos Michelle o yo,
intentaba que la miráramos mientras bailaba. Debió de hacer lo
mismo con él, mucho tiempo atrás. A eso se refería con
«obsesionada».

30
6

En el piso de mi padre había dos libros: Un Private Eye y Todas


las cartas de Henry Root.4 Los dos volúmenes cogían polvo en el
alféizar del baño. Pero mi padre era lector. Siempre lo había sido
y siempre lo fue, según me hizo saber a la semana siguiente
durante el trayecto en coche.
–Te saco unos treinta años –dijo, y rio entre dientes.
»Digamos que los dos empezamos a leer en serio a los ocho
años –dijo, para echar la cuenta por mí–, ¡entonces tú tienes
cinco y yo treinta y cinco!
»Te das cuenta de que soy mucho mayor que tú, ¿no? –dijo, y
de nuevo rio entre dientes.
Siguió meditando sobre su larga trayectoria mientras nos
sumergíamos en el túnel.
–Interesante –dijo–, a mi edad, la relectura es un placer
excepcional…

Después de aquello, si los sábados me llevaba un libro, tenía que


contar con que mi padre me lo quitaría en algún momento. Si
estaba leyendo en el sofá, fingía un bostezo y que se
desperezaba para cogerme el libro. O al volver de la cocina, o del
baño, pasaba por detrás del sofá y me lo quitaba desde arriba.
Entonces, mientras se dedicaba a lo suyo, no quedaba otra que
esperar.

31
Si había oído hablar de la autora o del libro, se limitaba a decir:
«¡Ah!». De manera casi involuntaria. Como si algo le estuviese
volviendo a la cabeza. A veces, además, era su triste deber
informarme –como a alguien que en realidad tendría que haber
hecho los deberes– de que él, Lee Grant, había visto por la tele a
la escritora en cuestión, y le había parecido que daba «repelús» o
que era «todo postureo». Yo lo único que tenía que hacer era
preguntar. Pero no fallaba. En aquellas ocasiones, me devolvía el
libro con una expresión ceñuda de lástima, ahora que era un
objeto absurdo, hueco.
Si el nombre era nuevo para él, entonces trataba el libro con
suspicacia.
–¡No me suena de nada! –decía (su veredicto). Y si el libro era
estadounidense, entonces era nulo porque no era De ratones y
hombres–. ¡No vuelvas hasta que hayas leído De ratones y
hombres! –decía. O–: Si de verdad te interesara ese, eh, período,
entonces habrías leído De ratones y hombres. –De un clásico de
Penguin, decía–: ¡Postureo! –O se inclinaba y, desde muy cerca,
susurraba–: ¡Solo quieres fanfarronear! –Y aquí, como con Liza y
los trocitos de pollo, o Mary y las tareas, al parecer esperaba que
yo también disfrutara con aquello, casi como si fuese un número
cómico que representábamos a medias. Como si el hecho de que
estuviese leyendo un libro en su piso, porque era lo que me
gustaba hacer y era un modo de aprovechar aquel tiempo robado
(o, mejor dicho, recaudado), fuese en realidad una especie de
prueba estimulante que yo le planteaba para que su inmenso e
inquieto espíritu se mantuviera en buena forma. Era, de nuevo, el
efecto planta de procesado.
Sin embargo, yo no tenía ninguna clase de número a medias
con esa persona. Cuando él hablaba yo esperaba a que dejara de
hablar. Cuando rememoraba cómo escuchaba por la radio De

32
ratones y hombres cuando era niño, por ejemplo, y cómo al final
acababa llorando, y cómo «¡tu abuela siempre se acordaba de
cómo me afectaba!», yo esperaba a que dejara de rememorar.
Era chocante lo orgulloso que estaba de la intensidad de sus
sentimientos. Una oía a menudo cuánto había llorado con esto o
cómo lo había «devastado» aquello. Otra forma de distinción,
supongo. Supongo que alguien –¿otra vez su madre?– lo había
comentado cuando era pequeño, y así se había adjudicado el
papel del sensible: el hombre-emoción.
A veces, mientras estaba leyendo o, en su defecto, metida en
mis cosas, aquella persona de corazón tierno alargaba el brazo y
me daba un pellizco debajo de las costillas, con el pulgar y el
índice. No apartaba la vista de la televisión. Ensayaba un gesto
de confusión cuando yo reaccionaba, y si no lo hacía, esperaba
unos segundos y me pellizcaba más fuerte. O, si me levantaba
para ir al servicio y llevaba puesto un chándal, alargaba el brazo y
me bajaba los pantalones de golpe.
Aquellas imitaciones de mí incluían excursiones frecuentes,
además. En una ocasión con un giro inesperado: había ido a
comprar un ejemplar de Los versos satánicos, que en aquella
época estaba en las noticias. Cuando volvió a su casa, sacó el
libro, puso los pies en alto y fingió estar enfrascado en él, su idea
de esta actividad implicaba cejas arrugadas y boca medio abierta.
–¿Tú no te has comprado ningún libro de postureo? –le dijo a
Michelle, que no contestó, solo meneó la cabeza.
»¿No te va el postureo como a tu hermana? –dijo.
Y, de nuevo, Michelle fijó la vista en el cielo al otro lado de la
ventana y se desvaneció del momento, como las dos habíamos
aprendido a hacer. Sonrió levemente.
–Soplapollas –dijo mi padre.

33
En el mundo según lo entendía él, no escaseaban los
«¡soplapollas!». Y luego, cómo no, estaban los «directivos», como
ya he mencionado. Una clase a la que llamaba «féminas» tenía
intenciones depredadoras, aquí se incluían sus «especímenes
rellenitos», sobre los cuales estaba en posición de afirmar,
cuando avistaba alguno, que no querría encontrarse con eso una
noche oscura, y sus «¡especímenes de buen ver!», lo que
indicaba un escote llamativo. Sotto voce, en las tiendas o en la
calle, llamaba mi atención o la de Michelle hacia los
«especímenes de buen ver». Por todas partes había también
«¡postureo!» (como el mío) y, de manera más excepcional, nunca
vistas en estado salvaje, «personas inteligentes». A veces, traía
noticias de esta última circunscripción. Las noticias se las
inventaba, pero aun así eran un recurso importante. Las
«personas inteligentes» conformaban una tribu respetable, como
sus «directivos».
Sacó a colación la habilidad de estas personas mientras yo
estaba leyendo mi Chéjov, mi Cinco obras. Al principio, mi padre
no tuvo nada que decir sobre el libro; me lo devolvió tirándolo al
sofá sin más; lo hizo con total descuido, así que cayó al suelo.
Incluso llegué a preguntarme si habría desaparecido su interés
por mis lecturas. Pero no, lo que pasaba era que sobre aquel
tenía que hacer alguna consulta. Me reveló lo que había
averiguado durante el trayecto en coche a casa aquella noche.
–¿Sabes que no tiene sentido leer cosas traducidas? –dijo.
»Porque no están en su idioma original –explicó–. Podría poner
cualquier cosa.
»Las personas inteligentes aprenden el idioma si de verdad les
interesa –dijo.
»Lo que estás leyendo podría ser cualquier cosa –dijo, otra vez.

34
Poco tenía yo que añadir a aquello. Miré por la ventanilla, igual
que Michelle miraba por la suya.
–¿Hola? –dijo.
Luego:
–¿Alguien se ha enfurruñado por ahí atrás? –dijo, riendo entre
dientes.
Luego venía el túnel. Aminoró al llegar a la barrera.
–¡Está enfurruñada! –trinó mi padre.
Observé las paredes del túnel. Luego estuvimos de nuevo
fuera, en Wallasey. Ahí estaba el campo de golf, y luego nuestro
antiguo colegio.
–¿Qué tal el cerete, Bridget? –dijo mi padre–. ¿Te pica?
»Se me olvidó preguntarte si te habían salido otra vez
lombrices –dijo.
Tuve lombrices de pequeña. Las cogí por no lavarme las
manos. A veces sacaba el tema.
–Creo que deberías ponerte cremita en el cerete –dijo–. Debe
de picarte mucho.
»Debe de picarte mucho –dijo–, por la cara que pones.
»¿Cree la madame –dijo, hablando ahora con tono petulante–
que podría sacar tiempo cuando no esté de postureo con libros
rusos para ponerse crema en el cerete?

Tales eran los esfuerzos fallidos de Lee Grant. Pero no había


manera de desanimarlo. Su sistema se alimentaba de lo que
tuviera disponible o de nada. La semana siguiente anunció que
había comprado entradas para una obra de teatro de Chéjov: Las
tres hermanas, en el Everyman. Había comprado dos entradas,
una para mí y otra para él, para Michelle no.
–Bueno, a ti no te interesa, ¿no? –dijo.

35
–No sé lo que es –dijo Michelle.
–Bueno, pues entonces no te interesa, ¿no? –dijo, y se recostó
en su silla tras apartar el plato para que Mary lo recogiera–. No
pienso malgastar una butaca con alguien tan cortita como para no
entenderlo. No es una función navideña.
»Si fuese una función igual te llevaba –dijo.
»Pero es que es Chéjov –dijo.

36
7

En el bar del Everyman había mucho ruido y mucho humo. Las


escaleras estaban abarrotadas. Nos llevamos con cuidado las
pintas de Coca-Cola a nuestros asientos.
Mi padre miraba a su alrededor, evaluando al público. Al poco,
se inclinó para susurrarme por la comisura de la boca:
–Espécimen de buen ver a la una en punto.
Y luego, tras señalar con la cabeza a un hombre delante de
nosotros que llevaba una bufanda de seda manchada de grasa:
–Ese lleva las pintas tipiquísimas del teatro –dijo. De nuevo,
bajó la voz para transmitir su sabiduría–. Unas pintas muy
dramatrúgicas –dijo.

Unas horas más tarde, mientras salíamos, habló de la obra


repitiendo cosas que los dos habíamos leído en el programa.
–Una cosa que no hay que olvidar –dijo– es que Rusia es
enorme.
»Es un sitio grande de verdad –dijo, serio, enfadado casi.

Ya en casa de su madre, se volvió en su silla para contárselo


también a ella; para contarle la historia mientras su madre servía
la cena a través del pasaplatos.
–¡Hubo un momento en que tuve que contenerme! –dijo–. La
mujer esa, la mujer del hermano, qué zorra era, qué cruel, ¡tuve
que contenerme para no levantarme y ponerme a gritar!

37
Lo veo ahí. Cuchillo y tenedor en ristre. Todo inocencia. Todo
entusiasmo.

Que Rusia era «enorme» pasó a formar parte de un puñado de


hechos o lugares comunes que a nuestro padre le gustaba
restregarnos a Michelle y a mí. Se los sacaba de la manga igual
que «¡Los tomates son fruta!» y que el nombre de Verdi, el
compositor –Giuseppe Verdi– en inglés era «¡Joe Green!». Que
las «personas inteligentes de verdad no van a la universidad», era
uno, y, algo más inesperado aún, que «cómo no, las matemáticas
en realidad son filosofía, si te adentras lo suficiente». Solía
animarnos a que compartiéramos esa perla con nuestros
profesores de matemáticas; la idea era, creo, que le
informáramos después de la asombrosa admiración que aquello
habría suscitado.

Ojalá la cosa hubiese acabado ahí, con Chéjov. Pero no. La


semana siguiente, en lugar de ir a casa de la abuela a las cinco,
Michelle y yo estábamos en el Everyman, sentadas con nuestro
padre en el bar, con los platos a rebosar del bufé de la cantina y
unas pintas de Coca-Cola. Nuestro padre no nos había explicado
el porqué de aquella excursión. Solo había dicho:
–¡Cambio de planes!
Y luego, aunque no le seguimos la corriente, había dicho:
–¡Ya lo veréis! –y, dándose golpecitos en el lateral de la nariz,
había dicho–: Ah ah ah ah ah ah ah.
Sin embargo, me gustó estar en aquel semisótano. Nunca
había comido en un lugar como ese: un local ruidoso, de adultos,
que olía a ajo, lleno de humo de cigarrillo; con conversaciones

38
animadas, risas hospitalarias y vino servido como si tal cosa de
pequeños decantadores.
En los baños había carteles de obras antiguas pegados unos
encima de otros en paredes y puertas.
Una de las chicas de la barra llevaba el pelo rosa con un
enorme tupé.
Además, para mí toda la comida era nueva. Hélices de pasta
con trocitos de chile y aceitunas negras arrugadas (en lugar de
salsa Dolmio) y una cazuelita acanalada de humus y una especie
de pastel de brócoli, todo servido en el mismo plato, como en el
comedor del colegio, pero solo en ese aspecto. La gente de pie
en la barra llevaba gabardina y botas y el pelo largo rizado o
cardado, como los famosos de algunas películas y vídeos
musicales que había visto. Mi padre no paraba de decir
«¡estudiante!» como si estuviésemos jugando a identificarlos.
Como si gritara «¡caray!». Lo decía cuando estabas en mitad de
una frase, después de haberte hecho una pregunta.
Estábamos sentados al fondo de una de las largas mesas
corridas. Mientras comíamos, mi padre no paraba de mirar por
encima de mi hombro, moviendo la cabeza, medio de pie.
Intentaba ver la entrada, advertí. Y, de repente, con las manos en
la mesa, se levantó.
Desde donde estaba, Michelle podía ver adónde había ido,
pero yo no. Me giré para mirar. Lo vi alcanzar la barra y colocarse
al lado de una mujer que también estaba esperando a que la
atendieran. Estaba apoyada sobre los antebrazos y tenía la
cabeza gacha, mirando hacia donde estaba la camarera. Cuando
la vi de perfil, me di cuenta de que era una de las actrices de la
semana anterior: parecía más joven; parecía más bajita, con el
pelo rubio y estropajoso en vez de la pesada peluca, pero era ella
sin duda. ¿Qué iba a hacer mi padre? ¿Qué iba a decirle? No me

39
hacía gracia pensar en lo que podría suceder después, y todo por
un libro que me había leído.
Mi padre no se volvió para mirarla cuando –obviamente– le dijo
algo. La había asustado, pude verlo. Parecía desconcertada por
lo que fuese que le hubiera dicho: seguramente algún chascarrillo
relativo a la obra que, si no lo había «pillado» a la primera, tendría
que repetírselo sin más. Algo como, por ejemplo: «¿Dónde tienes
los libros?». Se volvió hacia él. Apenas decía nada. Lo escuchó
con gesto impasible mientras alargaba el brazo por encima de la
barra y agitaba los dedos para llamar la atención de la camarera
del pelo rosa.
Mi padre señaló hacia nosotras y ella también se volvió para
mirar. Listo. Ya nos había liado. Regresé a mi comida: las últimas
hélices de pasta, de las que tenía la boca llena cuando mi padre
volvió con la actriz, que cómo iba a decir que no quería conocer a
dos niñas que adoraban el teatro o que la adoraban a ella (o lo
que fuese que le hubiera dicho). Estaba cruzada de brazos y,
sabiamente, había dejado la botella de agua en la barra, para
poder volver.
–¡Tuve que contenerme para no levantarme y ponerme a gritar!
–decía mi padre cuando llegaron a la mesa, y luego la miró y
sonrió orgulloso, como si tuviese que maravillarse por su
sensibilidad única, por la intensidad de sus emociones y por
semejante proeza del autocontrol: no levantarse y ponerse a gritar
durante una obra de teatro.
Nos sonrió a Michelle y a mí. No tardaría en ser agradable con
las niñas. Luego no tardaría en irse. Llevaba un vestido de flores
y zapatillas, y una rebeca grande con borlitas. Tenía las piernas
fornidas y brillantes.
–¡Mira a quién me he encontrado! –me dijo mi padre. Luego–:
¿No la reconoces?

40
»¡No te reconoce! –dijo.
»La viste la semana pasada –dijo. Y luego, cogiéndome del
hombro–: Mi hija es una autoridad mundial en Chéjov.
–Oh –dijo la actriz–. ¿En serio?
Su acento era distinto. ¿Irlandesa? (Norirlandesa, leí más tarde.
Se llamaba Patricia Sweeney. Busqué información sobre ella en el
programa cuando llegué a casa).
Por entonces no sabía hablar con desconocidos. Negué con la
cabeza sin más.
–Y tú haces teatro, ¿verdad? ¿En el colegio? –le dijo a
Michelle.
–Sí –dijo ella.
Parecía que era Patricia Sweeney quien estaba ilusionada por
conocernos, y no al revés. Algo doblemente raro porque, en
realidad, nadie estaba conociendo a nadie. No, el único sentido
que tenía aquel encuentro –aquel golpe de efecto– era que mi
padre podría sacarlo más tarde de la vitrina de sus trofeos.
Disfrutaría contándoselo a sus hermanas y a su madre.
–La de la semana pasada fue su primera vez en el teatro –dijo
mi padre, y me sacudió del hombro (no era verdad).
»Y queremos ver el backstage –dijo–. Les encantaría ver un
camerino. Son unas fanáticas.
De nuevo, cogió desprevenida a Patricia Sweeney.
–Vaya, un camerino, o sea, ¡ahora mismo ahí atrás hay mucho
lío, están en mitad de una representación! Hay cantidad de gente
trabajando. ¿Sabéis que el Everyman hace visitas guiadas y que
podéis reservar? He oído que están genial. Os cuentan la historia
del teatro y podéis probaros el vestuario y usar algunos de los
efectos especiales y demás.
Aquí nos sonrió a Michelle y a mí. Arqueó las cejas. Me temo
que fui incapaz de responder. Entretanto, mi padre sorbía por

41
entre los dientes.
–Las tengo poquísimas veces –dijo–. Son unas fanáticas.
Ella nos miró de nuevo.
–Vale. Dejadme ir a ver. Lee, ¿verdad? Igual consigo colaros
cinco minutos. Voy a ver cómo está la cosa.
Y se alejó, se detuvo en la barra para coger la botella de agua y
el vaso con hielo y dar las gracias a la camarera.
–Poneos los abrigos –dijo mi padre, y sacamos nuestras
chaquetas de esquí mojadas de debajo de los bancos mientras él
cogía la suya y se la abrochaba. No esperamos allí a que Patricia
Sweeney comprobara lo que hiciese falta y viniera a por nosotros,
sino que abandonamos nuestras bebidas y corrimos detrás de
nuestro padre, que ya iba detrás de ella, atravesó por la puerta
que acababa de cruzar ella y subió las escaleras y dejó atrás la
taquilla, donde una puerta con un letrero de PRIVADO se cerró de
golpe tras la actriz. Esperamos los tres junto a aquella puerta. Mi
padre de pie con la cabeza alta y los ojos entrecerrados.
Regresó unos minutos más tarde e hizo lo que mi padre quería
que hiciera.
–Ah, estáis aquí –dijo. Y luego–: Vale, pasad. –Y–: Ojo con ese
cable.
Bastó con los cuatro para abarrotar su camerino, nosotros tres
con grandes abrigos acolchados, apelotonados junto a la puerta.
Por fin, Michelle entró un poco más en el cuarto y la seguí. Había
dos sillas, delante de un espejo alargado con bombillas alrededor,
igual que en las películas.
–Lo comparto con Marie –dijo Patricia Sweeney–, hace de
Olga, ¿te acuerdas? –me dijo, y de nuevo la miré inexpresiva.
Se sentó en su silla y al quitarse las zapatillas dejó al
descubierto unos calcetincitos blancos con las suelas sucias.

42
Desenroscó el tapón de la botella de agua y se sirvió. Luego
cogió la rodaja de lima y la exprimió.
En la otra silla había una bolsa del Marks & Spencer llena.
Pude ver una bolsa de patatas fritas y un puñado de uvas tintas
en un celofán reluciente. Y humus, como el que acabábamos de
comer abajo, advertí, feliz de relacionar ambas cosas.
No dije nada ni Michelle tampoco.
–Como podéis ver, la cosa implica montones de horquillas –dijo
Patricia Sweeney, dirigiéndose a mi reflejo en el espejo. Tenía
delante una fiambrera llena de ellas, y con la mano libre la
sacudió haciéndolas resonar, antes de hundir los dedos en
aquella mezcolanza–. Y ahí, si os dais la vuelta…
Me volví y vi un riel con blusas y faldas largas, y un vestido
negro en un maniquí. En una balda había dos cabezas abolladas
de poliestireno con pelucas.
Nuestro padre tampoco dijo nada. No hizo ninguna pregunta.
No había nada que quisiera saber. Estaba de pie muy quieto
mientras ella nos explicaba a Michelle y a mí el sistema de
megafonía y nos decía que los ruidos que se oían fuera –gritos y
ruedas de carros– significaba que estaban «reorganizando» el
escenario. Por último, pidió a Michelle que le pasara un cigarrillo
del bolsillo del abrigo. Era pesado, marrón y de espiguilla, colgaba
de la pared del fondo. Patricia Sweeney miró a mi padre a los ojos
en el espejo mientras encendía el cigarrillo, antes de sonreír de
nuevo sin muchas ganas.
–Bueno. Eso es todo. ¿Sabes dónde está la salida, Lee, o te
acompaño?
–Sé dónde está, sí –dijo él, y proyectó la mandíbula y salió.

A la semana siguiente ya estaba alardeando de su «tour privado».

43
Poco después, «mi compi Pat» fue incorporada a su comitiva.

Dos o tres años más tarde, su interés se reavivó, cuando empezó


a aparecer en televisión:
–¿Habéis visto que mi compi Pat ahora sale en EastEnders? –
dijo una semana.
»¡Haciendo de callo malayo!
»¡Me parece que sus días de clásicos de Chéjov quedaron
atrás! –dijo.
Yo tenía casi dieciséis. El final estaba a la vista. Apenas le
presté atención.

44
DOS

45
1

Mi abuela –la madre de mi madre– me escribió varias veces


durante mi primer año de universidad. Había hecho algunas
asunciones halagadoras sobre cómo me estaba yendo. «Espero
que hayas conocido a un montón de gente nueva», escribió.
«¡Seguro que sales todas las noches!», y: «¿Has estado ya en “el
West”? (¡Fíjate en mi jerga londinense!)». «¡No hace falta que
contestes!», escribió.

Extraño artefacto: una foto Polaroid en la que salgo sentada junto


a su cama en el Clatterbridge Hospital. Fue justo después de mis
exámenes finales, o sea que tenía veintiuno. Ahí estoy, con mi
abrigo de tienda de segunda mano, el bolso sobre las rodillas.
Tiene un ojo morado: se golpeó con el pico de la mesa de la
cocina cuando se cayó. Aun así sonríe a la cámara con ganas,
con verdaderas ganas.

Tras la muerte de mi abuela, mi madre decidió mudarse. Vendió


nuestra casa y la casa de mi abuela; se compró un piso en el
centro de Liverpool, en el Georgian Quarter. Por las fotografías de
la inmobiliaria que me mandó por correo electrónico parecía
bastante moderno.
Nunca fui a visitarla. No la vi mucho durante los diez años
siguientes. Hablábamos de vez en cuando. La llamaba cuando
me acordaba. Ella solía enviarme postales por correo electrónico,

46
en Navidad y por mi cumpleaños, a menudo con caricaturas de
animales que luego ridiculizaba en el mensaje. «Qué monada,
¿eh?», escribía. «Pues no».
Una Navidad, refiriéndose a un cachorrito animado, escribió
«vomito»:

Vomito.
De tu mamá, besos

47
2

Cuando yo era pequeña mi madre no tenía amigas. Nadie la


llamaba ni salía por las tardes; no teníamos visitas en casa salvo
las de mi abuela, que venía cada dos semanas a recoger y
limpiar.
Por las tardes, recuerdo que mi madre bailaba en la cocina
mientras esperaba a que pitara el microondas o a que hirviera la
tetera. Bailaba con un estilo enérgico: una mezcla entre una de
las Pan’s People5, interpretando la letra de una canción, y una
actriz de teatro clásico, con sus posturas y sus gestos. A veces
quería que la mirara. Me llamaba para que la viera girar sobre sí
misma como una Temptation o, en una ocasión, contonearse al
compás de «Big Love» de Fleetwood Mac, antes de volver la
cabeza a un lado y a otro para hacer el dúo de jadeos. Otras
veces, si me veía en la puerta, se paraba y decía: «¿Qué?», o:
«¿Qué haces ahí pasmada?».
Su falta de sociabilidad era algo que lamentaba de manera
bastante alegre. Como si la viera: chasqueando los dedos y
bailando «Another Saturday Night» con aquel juego de piernas.
Al igual que con el odio por su trabajo, por el lugar donde
vivíamos; al igual que con su matrimonio y con haber tenido niños
a modo de mascarada de alto riesgo, concebida para engañar a
todos menos al Especial, quien se suponía que vería más allá de
todo aquello: su aislamiento no podía sino apuntalar todavía más

48
su autoimagen. Era la inadaptada del cuento de hadas. La niña
cambiada al nacer. Solo tenía que esperar y ser valiente.
Las infelices incursiones que había hecho en el mundo más allá
del trabajo desempeñaban un papel en la misma obra: su breve
afiliación a una organización llamada IVC, por ejemplo, que era
«un club social para titulados y profesionales». Soportó dos
salidas con ellos y luego canceló su suscripción. Fueron a un pub
de Neston a jugar al Trivial, y un sábado a una ruta de
senderismo y luego a comer pizza. En ambas ocasiones, llegó a
casa estremeciéndose con orgullo.
–En la mesa miraba a mi alrededor y pensaba no –dijo, de la
experiencia pizza.
Y un año, en la fiesta de Navidad del trabajo, conoció a Griff
Thomas. Se hicieron amigos. Griff se sentó a su lado durante la
comida y luego, según lo cuenta él, la «reclutó» para ir a la
discoteca. Más tarde aseguraría que «¡le había echado el ojo
hacía tiempo!», motivo por el cual, durante treinta y pico años, ella
lo llamó «mi acosador». A él le hacía gracia, y a menudo se
presentaba así. Un año llegó una tarjeta de Navidad firmada por
«Tu Acosador (Griff)».
Griff era gay. Que yo sepa, nunca tuvo pareja. Sé que más
tarde estuvo un tiempo respondiendo a anuncios clasificados del
Liverpool Echo. A mi madre aquello la enfurecía.
–Vete tú a saber lo que piensan –dijo–, cuando aparece.

Su amistad se centraba sobre todo en el jazz: la pasión de Griff.


Se llevaba a mi madre a veladas de jazz y a festivales. Fueron a
uno en Wigan, y recuerdo otro en Fishguard que se llamaba
Aberjazz. Se turnaban al volante. A veces se quedaban a pasar la

49
noche. ¿A mi madre le gustaba el jazz? No. Lo «odiaba». Un
hecho que, al parecer, ambos apreciaban.
–¡Sabemos cuánto le gusta el jazz a tu madre! –decía Griff
mientras esperaba al pie de las escaleras.
A veces lo «odiaba»; a veces se negaba incluso a decirlo y, en
vez de eso, se retocaba con hostilidad mientras bajaba.
–No tengo opinión –decía.
Griff nunca pasaba del recibidor, y ella nunca estuvo en su
casa. Aquello también se interpretó como una marca más de la
llamativa excentricidad de su relación.
–Qué locura, ¿verdad? –decía él–. Es que a nosotros lo de «de
tranquis en casita» no nos va, ¿a que no, Hen?
Vivía en Parkgate. Le dijo que no podría ni entrar por la puerta.
–Hen, en serio, es una expedición de alta montaña –decía–.
Tengo un problemilla con lo de deshacerme de cosas.
Cuando mi madre salía de casa con él, solía asomarme a mirar.
Era raro, era interesante, ver cómo mi madre hacía su papel con
otra persona.
En el trabajo, al parecer, se ignoraban mutuamente; se
ignoraban, antes que aceptarse o entenderse; pero la sensación
era que congeniaban bastante. A él le gustaba hablar y reírse. A
ella no le gustaba nada hablar. Se dejaba llevar, pero, de alguna
manera, lo hacía por imperativo. Su gesto cuando Griff estaba
presente era el de una gata que recibía el tributo de sus
adoradores en el Egipto antiguo. O el de una figura pública que
soporta un trayecto movidito en palanquín. Griff trababa a mi
madre como el objeto de un culto unipersonal. No salía de su
asombro. Cada expresión gnómica por parte de mi madre era
sumamente apreciada. En una ocasión, mi madre se marcó una
muy buena cuando soltó una muletilla de una comedia de
televisión que ponían por entonces, en la que salía el maestro de

50
ceremonias de un club de jazz vestido con jersey de cuello alto.
Tras una actuación, daba una calada larga y relajada a su
cigarrillo y decía con voz pausada y grave: «Genial». Obviamente,
mi madre empezó a usarla en los clubes de jazz de verdad, algo
que Griff apenas supo gestionar. Se convirtió, además, en algo
rutinario cuando la dejaba en casa.
–¿Qué te ha parecido, Hen? –le preguntaba a voces desde la
verja.
–¡Genial! –respondía ella.
La mayoría de las veces parecía feliz de participar en aquellos
intercambios, pero en ocasiones la obligación parecía turbarla. En
esos momentos, Griff tenía que repetir su línea más de una vez, y
aun así mi madre se resistía a veces a decir «genial», y en su
lugar le decía: «¡Sí! ¡Genial!», antes de cerrar deprisa la puerta.

Durante los años posteriores a que se mudara, cuando le


preguntaba a mi madre qué tal estaba, solía responderme con un:
«¡Sí! ¡Genial!». O a veces, si aquel día se sentía agobiada, decía:
«Genial. ¿Por? ¿Y tú?». Tenía la mala costumbre de hacerle esa
pregunta, la verdad. A ella lo que le gustaba era contarme qué
había estado haciendo. Así es como tendría que haber
empezado: «Mamá, hola, ¿qué has estado haciendo?» o «Mamá,
hola, ¿has estado muy ocupada o qué?» Habría estado
encantada de contestar. Habría podido decir: «Mucho. Sí.
Mucho».
Nunca andaba corta de compromisos. Todos los fines de
semana se apuntaba a un tour o a alguna charla. También salía
varias noches de entresemana, a inauguraciones de exposiciones
de arte o al Club del Vino; a eventos de la Asociación Victoriana.
Oía la lista entera cada vez que la llamaba. Aquello era todo un

51
cambio para una mujer que solía encogerse ante cualquier trato
con humanos.
–Igual deberías quedarte en casa alguna noche –dije.
–No –dijo ella.
Lo vendía como su forma de hacer amigos: el paso siguiente en
un proyecto de renovación.
–No pienso quedarme aquí metida –me dijo. Y–: ¡Hay que estar
para ganar! Estoy persiguiendo mis propios intereses –dijo,
citando el consejo que daban rutinariamente para conocer a
«gente que piensa parecido».
Basados en aquella evidencia nueva, dichos intereses eran, a
grandes rasgos, el arte y la cultura. Además de los preestrenos y
los tours en minibús, podías encontrártela en grabaciones en
directo de concursos de Radio 4 y en proyecciones en la FACT6
seguidas de coloquios. En la ciudad había festivales, además:
gastronómicos, de literatura, de teatro, de jazz. Solía comprar
entradas para todos y cada uno de los eventos.
–¡Yo nunca paro! –decía feliz.
A veces le expresaba mi sorpresa con el tema de las salidas.
–¿Eso te interesa? –le preguntaba, en tono suave, o–: Ah, ¿te
gusta su obra? –decía, e iba en serio.
Pero, de nuevo, resultó que estaba encantadísima de decir que
no. Lo decía como cualquier persona diría «ahí lo llevas», y me
sentía repelida por su «no»; por el barrido de aquella antorcha
llameante.
Recuerdo que una vez me dijo que había hecho una excursión
en autobús que incluía la tumba de Sylvia Plath en Hebden
Bridge.
–Hala –dije–, a mí no me importaría ir.
Se hizo el silencio.

52
–¿No había un montón de seguidoras? –dije–. ¿De obsesas de
Plath?
–Yo qué sé –dijo–. ¿Por?
Al fin y al cabo, ¿quién era yo o nadie para asumir que algo
tuviera que interesarle para que fuese considerado un «interés»?
Y no lo digo en broma. Me había puesto pedante. Estaba, como
habría dicho ella, «metiéndome en sus cosas».
Los días buenos, no la picaba; me limitaba a decir: «¡Admiro tu
energía!». Y ella lo aceptaba. Otras veces le decía: «Bueno, ¡pues
te dejo con tus cosas!», para dar por terminada la llamada.

Ahora, al parecer, mi madre nunca no salía. Nunca no estaba


ocupada. Incluso suponía un avance con respecto a la resuelta
vitalidad de mi abuela. Aunque mi abuela había sobrevivido a una
guerra, eso sí. Había tenido que correr con sus amigas a refugios
antiaéreos. Saltaba a la vista por qué había querido encarar la
vida de esa manera. ¿Habría sido un consuelo la determinación
de su audaz Hen? ¿Y también su iconoclastia? El modo en que –
como mi madre me había contado con orgullo–, en más de una
ocasión, había contestado a la pregunta de qué pensaba sobre
alguna exposición nueva que estuviera viendo diciendo que era
«una mierda, sí. Una mierda total». Es algo que me pregunto.
Quizás sí.
Las amigas imaginadas nunca se materializaron, aunque
quizás no fue tan mal desenlace. Seguramente bastaba con que
las personas de aquellos tours en grupo y aquellas galerías
reconocieran a mi madre y la saludaran. La conocían y se
integraba; estaba en la onda. No estoy segura de qué habría
hecho con amigas. Amigas que, es de imaginar, habrían querido
preguntarle de vez en cuando cómo estaba; que incluso habrían

53
esperado quizás que su interés se hubiese visto correspondido.
Supongo que se le metió en la cabeza que una debía tener
amigas; era «lo que hacía la gente». En televisión, en la
publicidad, salían amigas; grupos de mujeres riendo se alzaban
imponentes ante ti en las fotografías ampliadas en las paredes del
Caffé Nero: típico lugar en el que mi madre, cada vez que la
acompañaba, siempre pedía «¡un café normal! ¿Tienen de eso?».

Griff todavía andaba por allí, claro. Para mí era un valor seguro,
además, cuando, durante las llamadas de teléfono, no sabía bien
qué preguntarle a mi madre. «¿En qué anda Griff? ¿Habéis vuelto
a quedar?», solía decir, o: «¿Has estado de excursión con Griff?»,
preguntaba con cierto brío, porque creía que ella disfrutaba con la
oportunidad de indignarse con él. En cualquier caso, con aquel
nombre podías arrancarle algo de ánimos y fluidez. Sentía que
había metido la moneda en la ranura correcta cuando la
escuchaba decir:
–Ay. Griff. En fin…
Las historias sobre él seguían una fórmula. Griff afirmaba algo
sobre sí mismo y se topaba con la oposición de mi madre a la
asunción de que tenía que tragárselo.
–En fin, la última es que tiene cinturita de palmo –me dijo una
vez.
–¿Eso qué significa? –dije.
–Se puso a alardear de que él nunca cogía peso, y de que
siempre ha tenido cinturita de palmo.
–No sé qué es eso.
–Pues una cintura que puedes abarcar con las manos.
Cuarenta y cinco centímetros. Por lo visto la cintura le mide
cuarenta y cinco centímetros.

54
–Qué locura. Nadie la tiene así.
–Ya lo sé.
–Si ni siquiera está delgado.
–Ya lo sé, Bridget. Prueba a decírselo tú. Prueba.
–No se compra los pantalones con cuarenta y cinco
centímetros de cintura, ¿no?
–No tengo ni idea de lo que hace. Pero no paraba de dar la
tabarra con que tenía cinturita de palmo –dijo.
No hacía falta que Griff afirmara algo implausible para que mi
madre se indignara. Recuerdo una declaración intrascendente
antes de un viaje a los Lagos que la dejó igual de alterada.
–En fin, ahora Griff necesita «un café en condiciones» todas las
mañanas –dijo–. Primera noticia que tengo.
»Total, que nos hizo deambular bajo la lluvia porque es incapaz
de empezar el día sin un «café en condiciones». Por fin
encontramos un Starbucks, pero por lo visto no es café en
condiciones, y yo no paraba de pensar: el autobús sale en cinco
minutos, por favor, por favor, date prisa. Al final encuentra otra
cafetería y pide uno con leche. Un vaso de café con leche caliente
tamaño pinta. Y yo que ya veo el autobús, y veo a todo el grupo
haciendo fila para subir. Y le digo: «Venga, por favor». Y salimos
corriendo en busca del autobús y a mí me entraron náuseas, unas
náuseas horribles, de tanto correr con el estómago vacío, y al
llegar el conductor menea la cabeza. «Ni comida ni bebida». Y los
dos le decimos, Ay, no, por favor ¿nos dejas dos minutos para
que se lo tome? «Nos vamos ahora mismo, encantos», dice. «Ni
comida ni bebida». Toda la gente de nuestro grupo está ya subida
y mirándonos por llegar tarde. Total, que Griff le quita la tapa al
café y lo derrama en la acera. No en una alcantarilla. Ni en una
arqueta. Por toda la acera. Qué vergüenza. En fin.

55
No era fácil interpretar aquellas historias, ni responder, salvo con
una risita de incredulidad que, pensaba, ella agradecería. Griff y
mi madre se conocían desde hacía muchísimo tiempo, y aquel
era, al parecer, el equilibro al que habían llegado entre los dos.
Eran una especie de dúo cómico, con él en el papel de tirano-
acólito y ella en un estado de agravio perpetuo. Él era así. Ella
era asá. Como Griff dijo una vez: «Qué locura, ¿verdad?».
Aunque a veces dudo. ¿Mi madre se encontraba cómoda así?
Daba la sensación de que las circunstancias que creaba para sí,
antes o después, empezaban a apretar y rozar. Nunca terminaban
de ajustarse. Algo que parecía demostrarse con Griff. Cada vez
más, cuando le preguntaba por él, no recibía las aparatosas
quejas que esperaba. En su lugar, durante la pausa que seguía a
mi «¿y cómo está Griff?», tenía la incómoda sensación de que
estaba empujándola sin tacto alguno a una vieja rutina que no le
apetecía.
–Con él todo es nos –me dijo en una ocasión–. «No nos gustan
los subtítulos, ¿verdad Hen?» o «Nunca nos aburrimos, ¿verdad
Hen?» Y me apetece decir «Yo no soy nos».
En otra ocasión, dijo:
–Ah, Griff. En fin, Griff está bien siempre y cuando te subas al
carro de lo que a Griff le apetezca hacer, básicamente. Vayas
donde le apetezca. Te sientes donde le apetezca. En mi
cumpleaños no paraba de repetir: «Esta es tu noche, Hen», pero
no lo era.
»Y cómo viste. Por Dios. Si vamos a algún sitio elegante tiene
que destacar. Dice que el mundo tiene que aceptarlo tal y como
es y si no que «les den», eso dice.
–Pero él siempre ha sido así.

56
Yo seguía hablando en tono alegre, como si todo aquello no
fuese distinto de su costumbre de entretenerse con refunfuños,
pero en realidad sonaba bastante abatida.
–Es que… –dijo–, si me ven en todas partes con él… nadie se
me va a acercar, ¿no? Cuando estoy con él.
–¿No podrías evitarlo una temporadita?
–¿Por? –dijo ella–. ¿A qué te refieres con evitarlo?
–Bueno, acabas de decirlo. Que te preocupa que espante a la
gente.
–No me preocupa. ¿Qué quieres decir?
–Era una respuesta a lo que has dicho. ¿No podéis quedar
menos si te está cortando las alas? O hacer más cosas sola.
–Yo siempre salgo sola –dijo, con un barrido de su antorcha–.
Salgo sola el noventa y nueve por ciento de las veces.
–Bueno, pues muy bien, ¿no? ¿Cuál es el problema?
Entonces suspiró, y entendí por qué. En realidad no podía
confiar en mí, ¿verdad que no? O creía en su palabra o no creía.
–¿No se me permite decir nada? –dijo–. Solo estaba diciendo
que es muy dominante y que hay que hacerlo todo como él
quiere.
–Por supuesto –dije–. Lo siento. Es una pena, ¿no?, que sea
así.
–Yo qué sé –dijo.
–Qué bien –dije.
–Te odia –dijo.
–Caray, ¿en serio?
–Sí. Le conté lo de tu máster y lo del trabajo nuevo de Michelle
y dijo: «Odio a tus hijas».
–Pues qué bien –dije–. Estupendo.

57
3

Odio. Odio. Odio. Pero mi madre no odiaba. No era más que una
palabra que usaba. No era más que su manera de anunciarse.
Pensaba que sonaba vital y deslumbrante. Pensaba que la
diferenciaba.

Cuando yo era pequeña, una de sus declaraciones habituales era


que Roger McGough, el poeta, era su «hombre ideal». Cuando
aparecía en la tele, o en la radio, solía decir «Uooo». O «Shh,
shh, es Roger». Era una broma recurrente con Griff, además,
cuánto le encantaba Roger y cómo Griff «no veía por qué». Griff
pensaba que era una «cosa velluda».
–Te lo puedes quedar –decía Griff.
A mí el flechazo me parecía razonable. También me gustaba
Roger McGough. En primaria habíamos leído un poema suyo
sobre «habitaciones de cristal». Había visto su foto en solapas de
libros. Me gustaban sus maneras inquisitivas-sosegadas-
meditabundas. Y también su aspecto. Sus varios aspectos. La
barba y el pendiente. El chaleco de colores o la bufanda. Las
gafas de montura verde con cristales ovalados y la coletita fina
con un abalorio en la punta. Un abrigo precioso de facultad de
Bellas Artes, pensaba yo. A mi madre, imaginaba, también le
gustaba todo aquello. Sus maneras. Su aspecto. Incluso sus
poemas. Se había comprado Verano con Mónica, y tenía la
antología El sonido del Mersey, con los destellos de colores

58
primarios en la cubierta. Se sabía algunos versos, y más o menos
el sentido de otros, de «Déjame que muera joven», y los recitaba
con la mano derecha pegada al esternón y la izquierda en alto
como quien dice «stop» o «se acabó»: la misma postura que
adoptaba cuando imitaba a Dusty Springfield.
Después de mudarse a la ciudad, iba a ver a Roger McGough
siempre que daba un recital o hacía un bolo. Iba sola. Se llamaba
a sí misma «grupi». Una vez, en Buxton, lo vio de pie fuera
cuando llegó al local. Al parecer estaba solo, debajo de la
marquesina que lucía su nombre. Fue un momentazo. Mi madre
me contó que tardó unos segundos en percatarse de lo que
ocurría. ¿A quién estaba sonriendo? ¿A ella? Por fin, se dio la
vuelta y vio a una mujer haciéndole una foto.
–Era su mujer, obviamente –dijo mi madre–. Una señora alta y
rubia.
Los vio entrar juntos, cogidos del brazo.
–A pedir una copa o algo, supongo –dijo mi madre–, antes del
evento.
»Y pensé –dijo, con timidez–, ya sabes: ¿por qué no soy yo?
No me costó mucho resistirme a responder con mi mezquina
sensatez habitual. No dije: «Bueno, ¿quieres que pensemos por
qué no?».
–¿Lo pasaste bien aquella noche? Nunca he estado en Buxton
–creo que dije.
«¿Por qué no soy yo?». Como una niña en un musical, en el
proscenio, a punto de cantar su lacrimosa canción. Y, claro está,
alguien, la autoridad vigilante, Él, decidiría si su momento estaba
al caer…

59
En otra ocasión, para racionalizar los desprecios que le hacía la
vida, mi madre solía decir:
–Intimido a la gente. Intimido a los hombres.
Que, cómo no, había sido otra de las valoraciones que Griff,
recordé, allá en la época de los clubes de jazz, había hecho de
«nuestra Hen».

Qué desconcertante, pues, qué extraordinario, que sucediera; que


alguien la eligiera y «se acercara». Aquel hombre «se le arrimó
con sigilo», como decía ella, en una de sus veladas en una
galería. Estaba allí con un amigo.

Solo coincidí con él una vez, con su segundo marido. Se llamaba


Joe Quinn. Tuvimos una comida un tanto extraña, en Liverpool,
donde con pudor fingido me lo presentó como «mi nuevo amigo,
sí».
No se levantó para saludar. No dijo hola.
–Qué pasa –dijo, seguido de un largo trago de Guinness,
durante el cual dirigió la mirada a la pared del fondo del
restaurante.
Una cosa que tenían en común era que también él se había
dedicado a los ordenadores. Aunque ahora tenía su propio
negocio.
–¡Consultoría! –dijo, y fue lo único que dijo al respecto.
Lo que más ganas tenía de transmitir, al parecer, era que no
tenía ni un pelo de tonto, algo que por lo visto a mi madre le
resultaba más emocionante que a mí. Cada vez que demostraba
lo poco iluso que era, mi madre ponía gesto tímido y complacido;
cada vez que decía algo cínico. Recuerdo que pensé: este no se
parece mucho a Roger McGough, ¿no? Recuerdo que pensé: qué

60
curioso que no vea la diferencia entre uno y otro. Entre el ingenio
y la grosería. La sensibilidad y la zafiedad. Eran cosas distintas,
¿acaso no lo sabía? Cosas opuestas. Y si no, a qué había estado
jugando entonces, ¿a fingir desmayos delante de Roger
McGough durante los últimos quince años? ¿Por qué había
decidido adornarse con aquel desliz en vez de con otra cosa?
¿En su cabeza las cualidades de aquellos dos hombres eran
equivalentes?
–O sea que se supone que tenemos que llamarte «doctora»,
¿no? –me dijo Joe.
–No –dije–. ¿Por qué lo dices?
–Tu madre dice que estás haciendo un doctorado –dijo.
–Ah, sí. ¡Todavía no lo tengo, ay! Me queda como un año para
acabar. Aun así, cuando acabe…
–Ha dicho tu madre que tenemos que llamarte doctora.
–Ah, vale. Pues no. ¡Yo nunca he dicho eso, mamá!
–Y que si no…
–Pues no.
–¡Lo sabía! –dijo Joe–. Yo pensé, ¡y un carajo! ¿En serio?
¿Doctora?
Mi madre arqueó las cejas, y parecía contenta. Cuando Joe se
puso a criticar la carta del restaurante que había elegido yo, mi
madre hizo lo mismo.
–¡Chile sin carne! –dijo–. ¡Un carajo!
Supongo que fue así como se juntaron los dos en aquella
galería de arte. Seguramente él dijo que los cuadros podían irse
al carajo.

De nuevo, mi madre se mudó enseguida. Vendió el piso y se


mudó con Joe, a su adosado de Woolton. Estuvieron juntos dos

61
años y luego se separaron. No me lo dijo en su momento. Meses
después, cuando llamé, fue cuando me contó un par de cosas
que no tenían sentido, y yo seguí obedientemente aquellas
miguitas hasta la época de desdicha que había atravesado.
–En cuanto nos casamos, ¿sabes?, ya no quería sacar un pie
de casa –dijo–. Tenía un iPhone nuevo y estaba enganchado. No
quería hacer otra cosa. –Dijo que le había sacado el tema varias
veces–. Con mucha, ya sabes, delicadeza, que nunca quería
hacer nada ni ir a ninguna parte. Y ni siquiera contestaba. Se
limitaba, en fin, a sonarse o a limpiar las gafas. Porque estaba,
abro comillas, ocupado, cierro comillas, ya sabes, que cómo me
atrevía a molestarlo con esas cosas. Como si no me oyera y esas
cosas.
»Y odiaba estar en los suburbios –dijo–, no soy yo. No. Soy. Yo.
Porque ya que estás allí al menos tienes que salir, ¿verdad? Pero
cada vez que se lo mencionaba, se levantaba y se iba a otra
habitación.
»Y entonces una noche le dije: Pues en fin, si a ti no te apetece
ir a ninguna parte, igual a mí me gustaría ir a alguna parte, yo
sola, y le dije: Sí, igual tengo una noche para mí sola o igual me
voy al extranjero yo sola, y si a ti no te apetece, en fin, qué
penita…
Fue durante aquel discurso cuando Joe Quinn se hizo oír. Mi
madre me dijo que «se puso como loco». Le dijo que tenía
libertad para irse al carajo siempre y cuando no volviera:
–¿De quién es esta casa? Recuérdamelo, Helen, ay, perdona,
Hen. ¿Esta casa la has comprado tú, Hen?
De modo que ahora estaba en Mánchester, de alquiler mientras
buscaba algo para comprar. Algo por el centro, dijo. Joe había
dicho sobre Liverpool:

62
–Aquí nadie te va a dirigir la palabra o sea que mejor vete al
carajo.
Sin embargo, no se había puesto en contacto con ningún bufete
de abogados. Dijo que lo mejor era dejarlo estar. Que después de
dos años separados, podrían tener un divorcio no contencioso si
él estaba de acuerdo. Si no, se retrasaría cinco años.
–Si crees que es lo mejor –dije–. No tengo ni idea de cómo van
esas cosas.
–Sí, no tiene sentido provocarlo –dijo–. Y además, ¡ahora soy
una experta! ¡En divorcios! Dos maridos. ¡Yo qué sé!

63
TRES

64
1

Tampoco visité a mi madre en Mánchester. No vi el «apartamento


en el centro» del que tan orgullosa estaba. Ni la llamaba como
antes. Perdí la costumbre. Puede que habláramos una o dos
veces al año.
En Navidad y en su cumpleaños le mandaba una tarjeta y un
libro. La época de las postales por correo electrónico se acabó.
Ahora mi madre me enviaba mensajes. De vez en cuando. Por mi
cumpleaños, el día de Navidad, o bien cada varios meses. Y
también eran anuncios. Cosas como: «He dejado el Club del
Vino», o: «En Escocia». No era fácil saber cómo contestar a
aquellos anuncios. Lo que parecían exigir era más una reacción
que una respuesta. Intentaba tener una para cada ocasión, pero
lo que seguía no solía pasar de los intercambios tipo aquí-te-pillo
aquí-te-mato que solíamos practicar por teléfono. Le enviaba un
«¡Cuéntame más!» y no me contaba nada, o un «¡Ay no!» y
recibía un: «Qué». Una vez me envió un «Corte de pelo horrible».
La llamé cuando me lo envió, pero no contestó.
Estaba en un aprieto, me daba cuenta. Necesitaba sentirse
demandada, sentir que la gente se interesaba por ella –y, a falta
de algo mejor, yo contaba como gente–, pero, por el motivo que
fuese, incluso un acuse de recibo por mi parte a lo que me
hubiese enviado lo percibía como una atención insoportable o
como escrutinio: estaba «metiéndome en sus cosas» otra vez.
Recuerdo que pensé que habría sido mejor haberle dado mal mi

65
número de teléfono o el número de un teléfono que nunca miraba.
Así habría podido enviar sus cosas sin peligro. A mí me habría
parecido una jugarreta cruel, pero quizá la cosa habría funcionado
mejor. Quizá habría funcionado bien.

En vez de eso, pasaron los años. Y mi madre iba a cumplir


sesenta. En enero de ese año, me envió un correo electrónico
muy raro. La línea del asunto decía: NOTICIÓN. Venía a Londres,
decía, para el «gran finde cumpleañero». Adjunto había un
itinerario y me invitaba a unirme a todo o a parte de su «excitante
programa de actividades». ¿Me apetecía ir a almorzar el viernes?
Y que llevara a un amigo, si quería: pagaba ella. Eso del «amigo»
era interesante. ¿No sabía mi madre que vivía con mi novio? En
algún momento debí de decírselo. ¿Se estaba andando con
remilgos, entonces? En cualquier caso, contesté –y era la
verdad– que esa noche tenía lío. El sábado estaba libre, si le
venía bien.
«Genial», escribió.
Cuando llegó aquella tarde, salí puntualmente a la calle, con su
tarjeta y su regalo en el bolso. Hacía un día espantoso. Me dio
pena por mi madre, deambulando por ahí con aquel tiempo. Y me
dio pena cuando la vi aparecer por Millennium Bridge con botas
de agua y su chubasquero demasiado grande, tras una hora en el
Tate Modern. Iba inclinada contra el viento, las manos separadas
de los costados. El pie de foto podría haber sido:
«PERSEVERANCIA».

–¿Y a qué ha venido? –me preguntó John, otra vez, cuando volví.
–Dice que por su cumpleaños. Y por el mío. Me ha regalado
esto –dije, y le enseñé mi tarjeta y mi regalo: un libro que no iba a

66
leerme.
Después de la cena, recuerdo, nos acomodamos con la
intención de pasar una de nuestras noches tranquilas de
costumbre: lectura en el cuarto del fondo, con nuestro gato
rescatado, Puss, tumbado en la alfombra entre los dos. De vez en
cuando se desperezaba, estirando los bombachos blancos que
tiene por patas hasta que le temblaban.
–Buen chico –dijo John–. Chico valiente. –Esto porque nos
habían dado a entender que lo había pasado mal hasta que lo
adoptamos.

Al año siguiente, mi madre volvió a escribir. Ahora la línea del


asunto decía: VIAJE ANUAL DE CUMPLEAÑOS. De nuevo me dijo
que podía llevar a algún amigo a la cena. De nuevo, fui a verla
sola. Había sugerido el Troubadour. Era un «local habitual», dijo,
de su época de estudiante. Lo llamaba –dijo que solían llamarlo–
el Chachi Troub.
Entré a las siete, empujando la pesada puerta. Mi madre estaba
allí, en una mesa cerca de la ventana. Tras saludarla e inclinarme
para pegar mi fría mejilla a la suya, dijo:
–¡Está igual que siempre!
–¿Sí? –dije, y me senté.
–Pero igualito –dijo. Se sujetó al borde de la mesa de mármol y
meneó la cabeza–. Es rarísimo.
–¿Todo esto estaba? –dije, para referirme a la cacharrería: las
estanterías de cafeteras de colores que tenía detrás, los
tenedores de trinchar clavados en la pared y las mandolinas
antiguas que colgaban del techo como jamones en un
ahumadero.
–Ay, yo qué sé. Han pasado muchos años, sí.

67
–Bueno, mola mucho. Tendría que haberme puesto un jersey
de cuello alto.
–Ay, no. Eso solo vale para el jazz. Jerséis de punto. Y
vaqueros con parches. Todo el mundo llevaba vaqueros con
parches.

Repetimos aquellas citas durante algunos años. En enero, recibía


mi correo electrónico, y la tarde de su cumpleaños me abrigaba
bien y salía, algunas veces me sentía fuerte para afrontarlo, pero
otras –la mayoría–, llena de aprehensión y contrariedad. El mal
tiempo no ayudaba. En una ocasión, tras capear a duras penas
un chaparrón con sabor a humo de tubo de escape, me planté
calada hasta los huesos delante de nuestra mesa y le dije:
–¿Por qué no mueves tu cumpleaños? Como hace la reina.
Podrías venir sin pelarte de frío.
–Ah, no –dijo mi madre–, mi cumpleaños es hoy.
Fui a dejar mi paraguas empapado en el paragüero, luego
intenté secarme las manos con un puñado de servilletas de papel
satinado.
–¡Pues ten dos! –dije, y me senté, y un escalofrío me recorrió
los hombros–. Ten dos, como hace la reina, es lo que estoy
diciendo.
–¿A qué te refieres? –dijo.
–A que podrías venir en verano. No es mi intención privarte de
nada. Esto sería un extra. Podrías pasar el cumpleaños de
febrero haciendo algo sin pasar frío. En tu piso. Michelle podría ir,
por ejemplo.
»Me enfado de más –añadí, secándome otra vez las manos y la
cara mojadas– cuando tengo que salir de noche y con frío.

68
–Ah. Bueno –dijo–. Perdone usted. Perdone por… haber
nacido.
–Ay, venga ya. ¿Te parece mal? No me hace gracia andar por
ahí con este tiempo.
Entonces llegó el camarero. Mi madre clavó la vista en la carta
y frunció el entrecejo. Con la mano libre daba golpecitos en la
mesa.
–Agua con gas para mí, por favor –dije–. Todavía lo estamos
pensando, ¿no, mamá?
Tuvo que levantar la mirada.
–Sí. No. Todavía no –dijo.
Pero cuando el camarero se fue agachó de nuevo la cabeza.
Parecía que la hubieran reñido. Iba a tener que engatusarla para
sacarla del rincón al que la había empujado.
–A quién solías ver aquí, anda, recuérdamelo –dije, risueña.
–Ah –dijo ella–. Sí. No sé. A gente. Hum… ¿A quién veía?
No era la primera vez que se lo preguntaba. Pero era una
pregunta a la que, al parecer, le gustaba contestar, o, más bien,
era un tema por el que parecía gustarle que le preguntaran.
–A Bob Dylan no –dije.
–No, a Bob Dylan no. ¡Me acordaría!
–¿A Bert Jansch?
Otra vez frunció el ceño.
–Bert Jansch. ¿Ese quién es?
–Ni idea, pero su nombre está en aquella pared de allí.
–¿Sí? –dijo, dubitativa–. No recuerdo a ningún Bert Jansch. No.
–¿Acker Bilk? –dije.
–Hum… No –dijo–. ¡Un poquito tarde para Acker Bilk!
–Pero este era el local de moda, ¿no? –dije, risueña.
–Sí, claro. Sí. Antes molaba mucho –dijo–. Sí, antes lo
llamaban el Chachi Troub, dijo, otra vez sujeta al borde de la

69
mesa y sonriendo al local en general.

Cumplíamos años con una semana de diferencia. Siempre le


llevaba una tarjeta y un libro, y ella siempre me traía lo mismo.
Era un intercambio bastante sencillo. Después, le preguntaba por
el hotel, que siempre estaba «bien, sí», y luego por las películas y
las exposiciones que iría a ver. Estaba encantada de
enumerármelas, cuando no de profundizar en ellas. Si había
alguna noticia relevante, podía probar, pero también ahí se
resistía a verse en una situación incómoda, y algunas veces,
como cuando yo era pequeña, sencillamente no contestaba.
Sonreía sin más y se quedaba muy quieta, o si no, decía: «Sí, sí»,
o: «Lo sé, sí», mientras enderezaba sus cubiertos. Y luego me
miraba otra vez, esperando feliz a mi siguiente gambito.
Que podía ser… la vida en Mánchester: ¿qué tal era? Su
«torbellino social», como ella la llamaba.
–Estupenda, sí –decía enseguida, con una sonrisa, porque
tenía la respuesta apropiada, ese juego se lo sabía.
Entonces podía probar a preguntarle si había visto o hecho algo
últimamente que hubiese estado especialmente bien. Como
respuesta recibía otra lista. Todo lo que había visto o hecho. Todo
sonaba, más o menos, al ambiente del Liverpool pre-Joe –
festivales, inauguraciones, jazz–, pero ahora hacía algún
voluntariado, ahora que estaba jubilada.
¿Era interesante? Pregunté.
–Qué va –dijo–, un muermo.
–¿Por?
–Pues porque sí –dijo–. Te tiras cuatro horas rellenando sobres
y te dan dos galletas. ¡Es trabajo de esclavo! –dijo–. ¡Es así!
Siempre piensas: ah, hago un voluntariado y así conozco a gente

70
que piensa como yo, pero luego no hay nadie que te apetezca
conocer, la verdad.
–Ay, Dios. ¿Gente rarita?
–Hum… «excéntrica», más bien. Salta a la vista por qué no
tienen amigos. O sea, salta a la vista por qué hacen voluntariado.
–¿Vas a dejar de hacerlo, entonces?
–Qué va –dijo.
Creo que le gustaba que la vida le pareciera un poco un asco.
La animaba, en cualquier caso. Películas «aburridas»,
exposiciones «de mierda», gente «loca», estaba encantada de
hablar de esas cosas. Era un mundo al que podía pertenecer. Y
eventos que habían salido mal: también eran una bendición. Un
año, había estado en una lectura en la que el micrófono no
funcionaba. Para ella fue un disfrute sin fin.
–La charla era sobre It’ll be All Right on the Night7 –dijo–. Todo
el mundo gritaba: «Hablad más alto». ¡Y el pobre hombre se
ponía todo colorado!
Una experiencia como esa le tocaba una fibra agradable.
Yo intentaba que la conversación girara en torno a ella. Me
mostraba cordial. Atenta. Fingía sorpresa o bien meneaba la
cabeza y me compadecía, según tocara. Cuando se acordaba y
procedía a su turno de preguntas, yo me mostraba amable,
espero, pero tampoco le daba demasiadas ocasiones. Por regla
general, no hablaba con ella de nada relativo a mí. ¿Para qué
turbarla hablando de cosas que no podía entender ni disfrutar? Y
tampoco me apetecía sentirme estúpida. No tenía gracia
preguntar de buena fe: «¿Sabes a qué me refiero?» para que me
dijera: «Sí, claro, sin duda, sí», y que luego sonriera y meneara la
cabeza. Eso provocaba una oleada de vergüenza. Que es lo que
pasa, claro está, cuando te comportas como si las cosas fuesen
distintas de lo que son.

71
Por lo general, los relatos sobre pequeños contratiempos o
bochornos eran bien recibidos. Café derramado en unos
pantalones nuevos. Que hubiese perdido algún tren. Ese tipo de
cosas.
–Ay, no, Bridge, ¡no! –decía entonces, encantada. Y–: ¡Ya vale,
ya vale!
Recuerdo que una vez dijo:
–¡Ya vale, Bridge! ¡No! ¡No soporto los chascos!
Le encantaban las situaciones ridículas. Que hubiese estado a
punto de darle un golpe al coche o las coincidencias terribles. Yo
también le regalaba alguna; a veces completamente inventada.
Cosas como: el amigo con el que vivo había comprado entradas
para un concierto. Las entregaron en la puerta de al lado por
equivocación. Y lo que pasó fue que el vecino se las quedó
porque una noche mi amigo había dado unos golpes en la pared
para que bajara el volumen de la PlayStation. ¡Nos dimos cuenta
de que uno de los dos iba a tener que llamar a su puerta para
recuperar las entradas! A mi madre le encantó. No había pasado.
Pero tuvo la ocasión de menear la cabeza y decir: «¡No!» o «¡Ya
vale, Bridge, no lo soporto!».
Y al contrario, si se me escapaba un hecho afortunado, o
bonito, de mi vida, la cosa podía ponerse peliaguda. Una vez,
cuando mencioné que había estado en una fiesta de Navidad,
pareció muy dolida.
–Acabas de hablarme de todo tipo de fiestas y de copas y
demás –dije–. Pues esta fue igual.
Aun así, no quedó muy convencida. Como no le había contado
lo suficiente, dijo:
–Ay, cuéntamelo. ¡Déjame que la viva aunque sea de oídas, ay,
Bridge!

72
–¡No hay nada más que contar! –dije, y rebusqué en la
memoria detalles que pudiera compartir con ella–. Una señora
muy aburrida me atrapó como unos diez minutos.
–¡Ay, no! –dijo mi madre.
–Lo típico –dije–, en una sala llena de gente interesante.
Aquello fue un patinazo. Lo supe en cuanto lo dije.
–Mmm… –dijo ella, atrevida.
Intenté distraerla:
–¡Lo horrible es que creo que ella también se sintió atrapada!
Pero ninguna de las dos encontró el modo de ponerle fin.
–Aaaaj –dijo mi madre.
Y, animada, proseguí:
–¡Creo que es peor cuando sientes que la que aburre eres tú! –
dije. Pero, una vez más, me había equivocado: ahora había dado
la impresión de tener una vida tan rica en fiestas que podía
generalizar.
–Mmm –dijo, de nuevo. Y, de nuevo, sonrió atrevida y me miró
expectante. ¿Qué decir? ¿Qué más había?
–¿Nos tomamos un cóctel, mamá?
–¡Guay! –dijo.
–Un cóctel de cumpleaños –dije.
Por ahí iba bien. Radiante, simpatía a espuertas; los regalos.
Cosas que habían pasado y cosas que no. Todo eso, a espuertas.

Arañar material combustible… Mi instinto me decía que era lo


mejor; que así mantenía a raya otra cosa. Pero no me sentía
cómoda con aquello; con el modo, por ejemplo, en que solía
preguntarle rutinariamente a una mujer a la que los hombres
menospreciaban e ignoraban:

73
–¿Hay novios nuevos en potencia? –decía yo, risueña, cada
año, a sabiendas de que aquello ocuparía la siguiente media hora
o así en la que mi madre hablaría sin parar de su último flechazo
y yo reaccionaría y especularía, y pediría detalles, y haría como
que evaluaba qué podrían indicar. Recuerdo que un año hubo un
tal Simon en el Club del Vino, y luego un hombre que había dado
un discurso sobre las reformas en la Central Library. Hubo un Ed
el Coleta: un guía turístico local que siempre saludaba, y al año
siguiente un hombre al que había visto solo en un Pizza Express
una vez en la que ella también estaba allí sola. Tras escuchar sus
perfiles detallados, sus descripciones tipo «imagínate el
panorama» de aquellos encuentros o avistamientos, de mí
dependía animarla o mostrarme escéptica. Tendía a lo segundo,
algo de lo que parecía disfrutar.
¿Cuál era mi justificación para aquella charada? ¿Que las dos
jugábamos a fingir, quizás?
Hablar de hombres era «lo que hacía la gente», por supuesto;
lo que hacían las chicas las noches que salían juntas, mientras
compartían una botella de vino. Con un cacareo insustancial y
gorjeando con ella, solía decir:
–Mamá, ¡eres incorregible!
Y al parecer le gustaba, muchísimo, o al menos durante un
rato, hasta que la mirada expectante regresaba y tenía que
pensar qué otra cosa preguntar o decir. Algo por el estilo. Pero
siempre me equivocaba, y el precio que pagaba por ello –por
prodigar tanta incredulidad llena de admiración– era que en
ocasiones se filtraba cierta sospecha, mientras hacía una mueca
cuando me describía los jerséis de Simon, o preguntaba cómo
podríamos «entre las dos» localizar al hombre que le había
recogido el bolso cuando se le cayó en Market Street: la
sospecha de que, mientras hablábamos, la pobre estaba

74
topándose con un objeto nuevo, un objeto que era –qué
casualidad– yo. O yo en el papel de mejor amiga indulgente; en
cualquier caso, yo como confidente en el elenco secundario.
Estaba segura de que era lo que sucedía. ¿Y luego qué? La idea
de que las dos nos habíamos entregado a un teatrillo conjunto se
desvanecía. Y, de nuevo, me sentía avergonzada, y miserable, y
rastrera. Tenía que intentar ignorar la sorpresa y la traición en su
mirada mientras me salía cuidadosamente del personaje;
mientras la ilusión que yo misma había generado desaparecía. Mi
madre necesitaba entonces una distracción, y rápida. Con otro
cóctel de cumpleaños. O con una pregunta sobre Griff, o Michelle.
O sobre que no hubiese visto a Bob Dylan.
Pero, cuando era directa con mi madre, cuando actuaba de
buena fe, o al menos con mejor fe, parecía que mis esfuerzos
varaban en esos mismos bajíos. Podía distraerla, pero parecía
que no podía hacer nada más. Mi madre parecía incapaz de
corresponder una amistad o absorber consuelo alguno. En
realidad, estaba llenando un vaso agujereado, y así, porque no
podía distraerla del todo ni eternamente, aquellas veladas solían
acabar en derrota: era lo único que mi madre recibía; o lo que es
lo mismo, en ausencia de distracción permanente: nada.
A mí también me dolía que todo aquello equivaliera a cero. De
nuevo, podía borrar mi sonrisa de repente al entenderlo. Podía
recuperarla enseguida, y también lo demás, como una niña tensa
que se viera empujada a recobrar un regalo que no aprecia.

Crecí con pavor a todo aquello. De ahí que volviera a casa


compungida.

75
Durante la veintena, cuando alguien me preguntaba por mis
padres –como solía hacer la gente mayor–, soltaba mi crónica
agresiva y un poco sin venir a cuento tal que así:
–Mi madre ha tenido dos maridos terribles, sí. Anda en busca
del tercero.
Debía de quedarme bastante a gusto. Debía de pensar que era
algo bastante sofisticado. No hacía más que airearlo.
–Mi madre ha tenido dos maridos terribles, sí. Se está
empleando a fondo para dar con el tercero.
»Está peinando todo Mánchester en busca del tercero.
Daba igual que pusiera aquello en oídos de todo el mundo; era
inexacto y deshonesto. Quisiese lo que quisiese, mi madre nunca
había peinado sitio alguno. Lo que hacía era lo que decía: que
estaba «por ahí», «en ello». Incansablemente en ello.
Algo que tampoco estaba al servicio de encontrar marido, en
realidad. Y yo lo sabía. O al menos no un marido como fin. Un
marido como qué, esa era la pregunta. ¿Cómo habría sido un
marido como acceso a algo? Como en las vidas normales no. No
era eso lo que quería. Un acantonamiento privado en la vida
quizás. Un lugar que pudiera sentir como suyo de manera
legítima, desde el que pudiera mirar a las demás con menos
miedo. No parecía nada del otro mundo, ¿no? El problema es,
creo, que se suponía que el fin era que te dejaran entrar en dicho
lugar. Que te reconocieran, te acogieran, te rescataran… Aquel
era el modelo de muchas de las circunstancias que mi madre
concebía para sí y luego exaltaba. Su torbellino social. Sus
mudanzas. Sus vacaciones, más tarde. Pero nunca eran «el fin».
La inclusión se volvía exclusión, siempre.
Ahí entraba, de nuevo, la inocencia terca. Y en el meollo de esa
inocencia, inmóvil, aquella mirada expectante. ¿Cómo podía tener
aquel gesto, con todo lo que había sacado hasta la fecha? ¿Era

76
inmune a todo lo que le había sucedido? Y si lo era, ¿de qué
manera podía satisfacerse su expectación? No se podía, ¿no? La
expectación era lo crucial. Tendría que quedarse como estaba:
esperanzada, ansiosa y cerrada en banda.
Por eso sufría, creo. Y por eso empecé a sentirme tan alterada
cuando subía desde Earl’s Court cada 13 de febrero; y cada paso
que daba contra el viento húmedo me generaba más
resentimiento y miedo, que luego se arremolinaban en mi pecho
como en una turbina. Sabía dónde estaba a punto de meterme
cuando abría de un empujón aquella puerta negra: en una zona
cargada de una disonancia espinosa.

Mi madre siempre estaba ahí cuando yo llegaba: sonriendo a la


sala, decidida a exprimir al máximo su tarde.
–¡Hola, mamá! –le decía, y me inclinaba para tocarle el hombro
y darle un beso en la mejilla–. ¿Cómo estás?
Y tras levantar la barbilla, decía, por ejemplo:
–¡Genial, sí! –O, a veces–: ¡Genial, sí! ¡Estupendamente!

77
2

Tras cinco años en el Troubadour, propuse un cambio. Un local


nuevo podría darnos a mi madre y a mí algo más de lo que
hablar; un entorno diferente podría suscitar la conversación.
También podría contribuir a que se sintiera menos excluida si la
llevaba a algún sitio que me gustara. Le dije que nos veríamos en
un pub detrás de Piccadilly y de ahí daríamos un paseo juntas
para comer en un vegano nuevo en Crown Passage: un local,
dije, al que solía ir con una compañera después del seminario de
los viernes. Otra mentira –aunque había estado una vez–, pero
cuando le dije aquello dijo: «¡Guay!», y fingió cierto nerviosismo.

El restaurante estaba en un semisótano, debajo de una tienda de


sándwiches cerrada. Cogimos una mesa cerca del fondo,
colgamos los abrigos en el perchero de madera que teníamos
detrás y sonreímos mientras nos acomodábamos en nuestras
sillas. Era un rinconcito tranquilo: estaba poco lleno para ser
sábado. La sensación era la de estar en una madriguera
agradable y recién encalada. De haber estado con otra persona lo
habría dicho.
Mi madre hizo un mundo de su confusión con la carta, como
solía hacer en las cafeterías.
–¡No sé lo que es cada cosa! –dijo. Y–: ¡Socorro!
Pero también hizo un mundo de lo atrevida que era, y cuando
pedí sonrió y dijo:

78
–Lo mismo, sí.
Misma comida, misma bebida.
–¿Estás segura? –dije.
Y con cierto arrojo, dijo:
–¡De perdidos al río!
Cuando nos trajeron las bebidas (vino blanco), levanté mi vaso
y dije:
–Bueno, salud, mamá. Feliz cumpleaños.
–Ay. Sí. Salud –dijo mi madre.
Las dos dimos un sorbo al vino. Sonreí y miré alrededor. En la
segunda mesa más cercana a la puerta, una pareja se inclinaba
hacia atrás mientras les servían sus platos, una especie de
salteado amontonado. Arqueé las cejas a mi madre, que me
sonrió con nerviosismo.
–Pues creo que tienes el pelo muy bien –dije. Después de
aquel infeliz mensaje de hacía varias semanas.
–Ah –dijo, y enseguida se llevó la mano derecha a la cabeza–.
Sí. Da para una… saga.
–¿Qué pasó?
–En fin –dijo. Había ido a hacerse el corte de pelo, me contó,
después de leer un perfil del peluquero en la MEN–. Anthony
lograba que «todo el mundo se sintiera especial», decía. En fin.
Yo no. No. Anthony no logró que me sintiera especial.
–Ay, no. ¿En serio?
–Pues básicamente no paró de hablar de la señora a la que
había peinado antes que a mí, que por lo visto era una
presentadora famosa de televisión, pero a mí ni me sonaba.
–Ay, vaya.
–En cuanto apareció dijo: «A ver, ¿conoces a…», en fin, como
sea que se llame, y yo dije no, y eso fue todo, la verdad. Como
que la cosa me daba bastante igual. «Ay, pues no me suena de

79
nada…» quienquiera que fuese. Por lo visto fue un insulto
personal. Total, no sé por qué me preguntó, porque cuando le dije
que no él siguió hablado de ella. Que tiene una «melena
preciosa» y que estuvo en la función en el Opera House, que
había venido a peinarse antes de ir a un evento benéfico y lo
preocupadísima que estaba por si ahora que era «famoso» le
hubiera sido imposible hacerle un hueco.
–Ay, Dios.
–Tuve que escucharlo mientras hablaba sin parar del pelo
maravilloso de aquella mujer –dijo mi madre–. O sea. ¿Hola? Y
me pusieron una copa pequeñísima de Prosecco, que venía
incluida, ya sabes, suena bien, pero cada vez que me inclinaba
para dar un sorbo él como que resoplaba como si estuviese
entorpeciéndolo o algo, y además estaba dulcísimo. Me entró
dolor de cabeza casi al instante.
–Ay, vaya –repetí. Y poco más tenía que ofrecer. Algo de
compañerismo, quizás: que yo también sabía lo que era sentirse
indefensa en la silla de la peluquería.
»Qué poco me gustan esas citas –dije–. Son estresantes. Creo
que me echan un vistazo y se rinden. Si una no tiene pinta de
modelo, como has dicho. A veces.
–No estuve allí ni una hora –continuó mi madre–, o sea, fue
como pim pam gracias señora y no vuelva a aparecer por aquí.
–Dios. Y encima te sacaron cientos de libras…
–No. –Meneó la cabeza–. Cientos no, pero barato no fue.
Bueno, en fin, gracias por tener en cuenta lo del dinero. Pero él.
El tal Anthony. O sea, en el artículo parecía bastante atractivo,
pero cuando por fin nos honró con su presencia ¡era pequeñín!
Un hombre pequeñito. Como una versión enana de Richard Gere.
–Ostras –dije–. ¿Era un local de gente joven?

80
–Ah. No me lo pareció. Pero no debería, ¿no? O sea, debería
poder ir igualmente. No quiero que me hagan una permanente
tipo coliflor, todavía no.
–No, no me refería a eso. Me refería a si más que un sitio con
estilo era un local de moda o algo. Es lo que quería decir.
–Pues no sé –dijo–. No me pareció de jóvenes, pero una nunca
sabe, ¿no? Las chicas eran todas jóvenes y tenían el pelo azul y
piercings, pero él era de mi edad. Tenía sesenta y pico. Pero con,
ya sabes, unas pestañas de travesti de la farándula.
–El pelo lo tienes bonito, pero parece que lo llevas como
siempre.
–Porque lo llevo como siempre, ahora. El peinado seguramente
no estaba mal, pero la experiencia fue espantosa. Terrible.
–Ay, Dios. Qué horror.
–Me fui a casa y me quedé sentada a oscuras.
–Ay, Dios, no me digas. Estoy por escribirles una queja.
–Ay, no. No, Bridge. Así es la vida, bueno, cuando eres una
mujer mayor. A ti todavía te queda mucho, ¡qué suerte!
–Sí. ¡Eso si llego! –dije, y ella sonrió–. ¿Qué tal Mánchester,
por cierto? –dije. Me recosté. Sonriendo, ahora.
–En fin –dijo–, Mánchester. Hum…
Y no dijo nada más. Meneó la cabeza.
–¿No muy bien?
–Ah. Sí, está muy bien –dijo, y frunció el ceño–. Me encanta
Mánchester.
–Genial.
–Me encanta Mánchester –repitió, como indignada–, pero de lo
que no era consciente cuando compré el piso era de que
básicamente estaba mudándome a un colegio mayor de chinos.
–Ay, Dios. ¿En serio?

81
–Sí, en serio. Es terrible. O sea, el piso está bien. Me encanta
encanta encanta el piso, ya sabes, imaginas un «apartamento en
el centro», y piensas en, ya sabes, en Nueva York o en Frasier, y
no en una residencia de estudiantes, básicamente. Está lleno de
estudiantes de empresariales chinos. Ya sabes, una como que se
imagina pidiéndole azúcar al médico de la puerta de al lado, o, yo
qué sé. No. Son todos… adolescentes. Ya sabes, los padres les
alquilan un piso en la zona. Y las furgonetas de reparto del Spar
empiezan a las cinco de la mañana, o sea, con el pitido de aviso
ese de los camiones marcha atrás atronando. No hay quien
remolonee en la cama, y nada de ventanas abiertas en verano. Y,
sí, yo qué sé. Es que de repente me he dado cuenta de que en el
edificio solo hay estudiantes, básicamente.
»Nadie me lo contó –dijo– cuando fui a comprar la casa, algo
que… tendrían que haber hecho, la verdad.
–Pues sí. Es una faena.
–Mmm.
–Es coge el dinero y corre, ¿no?
–Sí. Exacto. Sí. Coge el dinero y corre.
–Bueno, mira. Si la ciudad te gusta pero en el piso no estás
feliz, igual podrías coger el toro por los cuernos y mudarte –dije–.
Sé que es fácil decirlo, pero no deberías odiar el sitio en el que
vives. Igual un poco más a las afueras, ¿no?
–Mmm –dijo. No estaba segura.
–Igual a un sitio con jardín –dije.
–Ay, sí, y aficionarme a la jardinería, ¿no? –dijo con apatía. Y
luego–: O sea, una se lo imagina un poco más, ya sabes… como
que vas a una tiendecita gourmet a comprar un «¡frappi-
mocachino doble desnatado y supercaliente para llevar! ¡Sin
mostaza!».
–Ya –dije–. Pero eso suena a fantasía rollo Friends, ¿no?

82
–Mmm –dijo.
–Aunque, dicho esto, es algo que puedes hacer en Mánchester.
O sea, hoy día no hay sitio en el que falten cafeterías. Supongo
que todos vivimos en una fantasía rollo Friends, ¿no? –dije.
–Mmm. Puede ser.
–Si es por el edificio en el que vives, igual ahora que ya llevas
varios años allí estás más informada para elegir, ¿no?
–Mmm –dijo.

La camarera regresó. Nos sirvió los platos. Ahí estaban, dos


almiares enormes y coloridos de verduras en virutas.
–Ahí lo llevas –dije–. Las bondades de la naturaleza.
–Ay. Dios –dijo mi madre.
Me sentí un poco culpable.
–¿Está todo bien? –dije–. Si quieres pedimos que te lo cambien
–dije, mientras cogía el cuchillo y el tenedor. Sabía que no querría
dar la nota.
–Todo bien –dijo mi madre–. Sí. Es solo. ¡Es un montón! Aay,
ñam ñam –dijo.
–Vale. Genial. En fin. Hablando de comidas elaboradas, ¿qué
tal le va a Michelle? ¿Qué tal progresan sus ambiciones
culinarias?
–¿A qué te refieres? –dijo mi madre.
–¿No me dijiste que había empezado a ir a clases de cocina?
–Ah, sí.
–¿Y le va bien?
–No lo sé. Sí. Supongo. Es de lo único que habla.
–Y también me dijiste que iba a cambiarse de casa, ¿no? ¿Lo
hizo al final?
–Ah, sí. Se mudó hace meses.

83
–¿Y has visto la casa nueva?
–Sí, sí, una vez. O sea, la he visto, pero no he estado.
Pasamos en coche por delante y me la señaló. Dijo que todavía lo
tenía todo lleno de cajas.
–Pero ¿sigue trabajando en la ciudad?
–Ah, sí. Sí.
–¿Cocina para ti?
–Bueno. No, la verdad. Dice ¿comemos el domingo?, y yo digo
sí, y van y me llevan al pub. O sea que… comida en el pub, en
realidad.
–Bueno, comer en el pub tampoco está mal.
–Mmm.
–Igual lo que le gusta es cocinar más que cocinar para gente.
Cocinar para gente destroza los nervios.
–Sí. Puede ser. Mmm.

Mi madre le echó valor a la ensalada detox. Se llevaba un poquito


a la boca. Daba sorbitos al vino entre medias. Aun así, mi almiar
parecía menguar mucho más deprisa que el suyo. Intenté darle la
oportunidad de que no se rezagara. Solté el tenedor y le hablé de
una película que me había dicho que quería ver. Aunque al
parecer ahora no se acordaba de haberlo dicho. Le dije que había
leído una crítica de una de las exposiciones que iba a visitar al día
siguiente. El problema era que, al parecer, creía que si le hablaba
no podía comer. Se quedaba con el tenedor en el aire y gesto
nervioso. Solo cuando las dos guardábamos silencio se lograba
algún tipo de progreso.
El local iba llenándose. Había una agradable sensación de
bullicio y vida, y habían llegado varios personajes con pintas
interesantes; de esos que mi madre podría agradecer, pensé:

84
«excéntricos». Aunque no estaba segura de que estuviera
enterándose de algo. Lo único que hacía, cuando no estaba
respondiendo con ansiedad a mis preguntas, era mirar su plato.
–¿Qué tal está? –dije.
–Ah. A ver. A mí me gusta, sí, pero no estoy segura de si yo le
gusto, como decía tu abuela.
–Ay, vaya. ¿En serio? Te está costando, ¿no?
–Mmm –dijo.
–Venga. Cubiertos fuera –dije, y cogí mi vaso de vino y me
recosté en la silla–. ¿El veganismo todavía no se ha adueñado de
Mánchester?
Pero no soltó el cuchillo ni el tenedor. Y tampoco me contestó.
En su lugar, hizo una pausa aparatosa para secarse la frente.
Luego dijo:
–¡Una vez más hasta abrir brecha!8 –dijo.
De nuevo hundió el tenedor en el montón, se llenó la boca con
un revoltijo de verduras y masticó.
–Mamá, ¡para! –dije, ahora con tremendo buen humor y
calidez, disfrutando de su pequeña pantomima–. No hay ningún
premio por vaciar el plato. Podemos darnos un respiro.
»¿Mamá? –dije–. No es un concurso.
Pero se comportaba como si no me oyera. Así que, con menos
calidez, dije:
–¿Mamá? Mamá. Cuéntame qué vas a ver mañana.
Otro tenedor de verdura. Otro gesto ceñudo. Una vez más,
tragó con ganas. Seguía con la cabeza gacha y pinchó más
zanahorias y remolachas; no cejaba.
Dejé de usar palabras lenitivas.
Mi madre vació su plato. Lo vació y luego soltó los cubiertos y
puso las manos en las rodillas y me miró –pese a todo lo que

85
acababa de decirle– como si en efecto fuesen a darle una
medalla o una placa.
–¡Oh, buen trabajo! –dije, unos instantes después–. Medalla de
oro en autocastigo.
–¡Sí! –dijo, sonriendo.
Por entonces hacía ya años que se me había metido en la
cabeza aclarar ciertas cuestiones con mi madre; acorralarla como
solía hacer. Pero algo en el modo en que estaba allí sentada, su
expresión…
–Tenía ganas de preguntarte una cosa –dije–. ¿Te acuerdas de
la vez que papá dijo que iba a ponerme bajo tutela judicial?
–Ay. ¿Eso dijo? Ni idea.
–Vale, pues yo sí me acuerdo. Tenía unos doce años y no me
gustaba irme los sábados y siempre le decía que estaba mala y
me quedaba en casa. Llamó para decirme que había hablado con
sus abogados y que iba a ponerme bajo tutela judicial. Dijo que tú
no lo dejabas verme, que lo habías acusado, abro comillas: «¡De
abusos de todo tipo! ¡Sexuales!». Cierro comillas. ¿Lo dijiste? No
me parece propio de ti. Y no era verdad que no lo dejaras verme.
La que no iba era yo.
–Ay. No sé.
–¿No podrías hacer memoria?
–Bueno, puede ser. No lo sé.
–¿No estás negándolo entonces? A mí me parece obvio que
estaba mintiendo. Que quien mentía era él. O sea, era él quien
tenía unos abogados imaginarios. ¿Por qué no decir que se lo
estaba inventando?
–No sé.
–Vale.
Entonces apareció la camarera, y le sonreí y seguimos
hablando mientras retiraba nuestros platos.

86
–O sea que no se lo dijiste a nadie. ¿Lo dijiste cuando lo
dejaste? ¿Por eso estábamos en aquella oficina de atención?
Mi madre puso las manos en la mesa y apretó los puños.
Estaba muy avergonzada. Con la camarera delante.
–¿Mamá?
Cuando la camarera se fue, dijo:
–Puede que lo hiciera. No lo sé.
Estaba cada vez más indignada.
–Está muerto… Podrías negarlo, ya sabes. Que lo dijiste.
Ninguna respuesta.
–¿O lo dijiste por decir? No pasa nada. Da igual. Fue hace
décadas. ¿Fue por quedar por encima?
–¡Sí! ¡Lo dije por decir! ¡Por quedar por encima!
»No me acuerdo, Bridget. Puede que lo dijera o puede que no.
–Ya. Vale. O sea, no me creo que dijeras algo por el estilo. Es
raro que no lo reconozcas y ya está.
Mi madre siguió allí sentada con gesto serio. No iba a
concederme nada.
–¿No?
–La gente sigue con su vida, ¿sabes? –dijo.
–Oh, yo creo que he seguido con mi vida –dije. En tono suave.
Desagradable.
Conversación extraña. En realidad, aquello me daba lo mismo.
Por su parte, con un poco de coba, mi madre regresó a su
anterior yo de cumpleañera. Pagamos la cuenta, subimos las
escaleras y salimos a la calle: fue como si nunca hubiese sacado
el tema; como si no hubiese pasado nada.

El año siguiente fue el último en que repetimos plan: nuestra


última comida de cumpleaños. Una noche de martes ventosa y

87
pasada por agua, fui andando hasta Bloomsbury, a un restaurante
griego que había descubierto, justo pasada la esquina del cine al
que había ido mi madre. Parecía una elección segura. Sabía que
le gustaba el cordero, y la había visto comer ensalada griega. Por
internet, el Daphne’s parecía bastante alegre, con uvas de
plástico colgando del techo y una fotografía ampliada de una
playa de las Cícladas en la pared del fondo. Parecía animado y
acogedor. Al parecer había un músico ambulante con una camisa
holgada y un chaleco con botones dorados, rasgueando una
guitarra que sostenía en vertical. A mi madre le puede gustar,
pensé cuando reservé; la tontería de todo aquel decorado. Me la
imaginaba diciendo: «¡Es rarísimo!». Al final hice bien al no entrar
en detalles cuando le dije dónde íbamos a quedar, porque cuando
llegamos el local estaba prácticamente vacío. Encogí el gesto al
pensar en mi madre diciéndole al camarero que teníamos
reserva.
–Espero que esté bien –dije mientras me sentaba–. Qué mala
suerte tenemos, ¿no? Igual deberíamos volver al Chachi Troub.
–¿Por qué lo dices? –dijo mi madre.
–Porque, no sé, el año pasado la debacle de la remolacha y
ahora este barco fantasma. Es un error probar cosas nuevas. Es
la moraleja.
–¿Por? ¿Qué barco fantasma? –dijo.
–Me refiero a que no es precisamente un sitio popular.
–Ah. No sé –dijo.
–Supongo que porque es martes, hace frío y llueve –dije,
risueña.

Después de que me trajeran la bebida, saqué su tarjeta del bolso.


Sonrió y dijo: «¡Guay!» y que la abriría al día siguiente; para su

88
cumpleaños de verdad. La falta de regalo se debía a la arriesgada
jugada que había hecho en Navidad, cuando le envié una
colección entera de libros, los libros de Elena Ferrante. Otra
apuesta por encontrar algo sobre lo que hablar. Aquel verano mis
amigas y yo no habíamos hecho otra cosa que hablar de ellos, y
no veía por qué no podrían gustarle. Pasaban un montón de
cosas; contenían situaciones que sin duda reconocería. También
pensé que mi madre podría disfrutar del componente
«pertenencia» cuando los leyera; sabía que había visto artículos
de prensa –artículos en el Guardian– sobre el fenómeno; sobre la
«fiebre Ferrante».
–¿Tú tienes la fiebre Ferrante? –me preguntó cuando los
estaba leyendo.
–¡Y tanto! –contesté.
Pensé que le gustaría formar parte de un fenómeno.
El día después de Navidad, recibí el primer mensaje. «¡No sé
quién es nadie!», escribió.
«Ay, Dios», dije. «Hay cantidad de personajes. No te
preocupes, no tardarás en acostumbrarte».
Unas horas más tarde, mi teléfono sonó de nuevo: «¿Es Lenu
Lina o Lena Lulu? ¡Aj!».
«Ja ja», escribí. «¿Mejor anotarlo?».
Así que en cierto modo estábamos hablando sobre los libros.
En cierto modo, estaba sumándose.
Sin embargo, después de aquello se hizo el silencio, y asumí
que los había dejado, hasta que, una semana atrás o así, empezó
a enviarme el mismo tipo de mensajes.
«Muy desconcertada», escribió, «¡demasiados nombres! ¡Aj!».
«Sigo esperando la “fiebre Ferrante”», escribió.
«Me parece que eres inmune», contesté. «Eres un milagro
médico».

89
A lo que respondió:
«¿Por qué médico?».
Ahora, necesitada de otras ideas, dije:
–¿Terminas de pillar los libros?
–¿Cómo que si termino de pillarlos? –dijo.
–Los libros de Ferrante. Estabas un pelín desbordada con los
nombres.
–Ah, sí. No. No sé quién es nadie. –Y regresó directa a la
misma rutina de sus mensajes de texto–. ¿Es Lenu Lina o Lili
Lala? –dijo–. ¡No comprendez!
–¿Y cómo sigues la trama entonces? –dije.
–Ay, soy incapaz. ¡No tengo ni pajolera idea!
Nos trajeron la comida, y las dos nos echamos un poco hacia
atrás y sonreímos mientras nos servían varios platitos.
Demasiados, la verdad: mi madre había dicho sí a todo lo que le
había sugerido.
–Entonces deberías dejarlos –dije–. Dáselos a Michelle. Igual a
ella le gustan.
–Ay, no –dijo mi madre–. Los he empezado y los voy a terminar
–dijo con su voz a lo Magnus Magnusson.9
–¿Por dónde vas? ¿Sigues por el primer libro?
–No, no, voy por la mitad del segundo.
–Pero ¿cómo puedes leer si no te has aclarado con los dos
personajes principales?
–Bueno. Yo qué sé.
En un intento de hacer avanzar la conversación, dije:
–Creo que con el final del primer libro fue cuando me enganché
de verdad. Cuando me dio fuerte.
Sonrió con los dientes a la vista.
–Ah, sí. ¿Y eso?
–La boda.

90
–Ah, sí. ¿La boda de quién?
Lo dijo sin dejar de sonreírme. Como si todo aquello debiera
resultarme encantador. No me apetecía mucho, la verdad. Pero la
culpa era mía, así que me decidí por la exasperación cariñosa.
–¡Ay, por el amor de Dios, mamá! Fue un mal regalo. Dáselos a
Oxfam o a Michelle.
–Que no. Los he empezado y los voy a terminar –repitió,
poniendo un tono más grave e islandés.
–Vale. Bueno, a ver. Pensé que sería algo sobre lo que
podríamos hablar –dije–. Ya sabes, ahora que se ha acabado
Mad Men. Pero si vas a leerlos sin leerlos, esa no era la idea. No
quiero más mensajes con lo perdida que estás, por favor. Eso no
me interesa. Los leas o no, vale ya de quién es quién, por favor.
–Ooh –dijo–. Vale. No más mensajes. No debo… escribir… a
Bridget –dijo, como si estuviese anotándolo.
Me serví ensalada en el plato. Estiré el brazo para coger una
rebanada de pan de pita: la última, así que la partí por la mitad. Mi
madre cogió una hoja de parra rellena y se puso a intentar
cortarla con lo que a todas luces era un cuchillo bastante romo.
–En fin –dije–. Bueno. ¿Qué tal el piso? ¿Lo vendes o vas a
aguantar?
–Ay –dijo–, sigue igual. Sí. Igual, la verdad.
–Pero ¿vas a quedarte?
–Ay, no lo sé, Bridge –dijo–. Una no chasquea los dedos y se
muda, ya sabes.
–Lo sé. Lo siento. ¿Qué tal Griff? –dije–. ¿Cómo está?
–No lo sé –dijo–. Pregúntale a él.
–Mamá, puedes escribirme con lo de los libros –dije–. Solo
estaba refunfuñando.
–Mmm –dijo–. En fin. Vale.

91
Nos trajeron más platitos. Nos sirvieron más vino. Mi madre se fijó
en el camarero mientras le llenaba la copa. Tenía las manos en la
mesa, unos puñitos apenas cerrados.
–¿Qué tal va la frenética escena artística de Mánchester?
–Ah. Bueno… –dijo.
–¿Algún nuevo talento del que informar? –dije, risueña.
–Pues sí –dijo–, es curioso que lo preguntes. Ha habido un
poquito de drama, aunque, en fin, no sé.
–Continúa.
–Bueno, te pongo en situación… Durante años, cuando he ido
a algún evento, he visto a un hombre muy agradable que por lo
visto conoce a todo el mundo pero parece que está soltero y que
no es gay. Supe que se llamaba Malc porque había entreoído a la
gente decir «ah, hola Malc». Siempre lleva al cuello un pañuelo
de lunares azules y parece un poco, en fin, gitano, podría decirse,
supongo.
»Total, salto a antes de Navidad. Iba a ir a unos cócteles que
daban en la Castlefield Gallery. Pero a última hora Michelle dijo
que me acompañaba, porque estábamos hablando por teléfono y
me preguntó si iba a hacer algo. Total. Allá que vamos. Al poco de
hacernos con la bebida y empezar, ya sabes, a mezclarnos, el tal
Malc, que, como he dicho, nunca había reparado siquiera en mi
existencia, de repente como que nos saluda. ¡Nos hace señas
como si fuésemos parientes desaparecidos! En fin, resultó que
estaba saludando a Michelle, porque el pub en el que trabajaba
cuando estudiaba era uno que frecuentaba Malc, en Salford. Y la
recordaba de allí.
–Qué suerte –dije–. Tenías enchufe.
–¡Tenía enchufe, sí! Y, sí, nos pasamos toda la noche
charlando. Miel sobre hojuelas, ya sabes.

92
–¿Eso que percibo en el horizonte es un pero?
–En fin, sí, lo es. Total, unas semanas más tarde, imagínate el
panorama –dijo–. Yo andaba en una charla en el Whitworth, y
había pensado que quizás estuviera, porque ya lo había visto por
allí, y entro y ahí está, y yo como que me acerco y me pongo al
lado de él, y luego, ya sabes, actúo normal, pero… no reacciona,
así que al final le digo: «Ah, hola» y… nada. Gesto totalmente
inexpresivo. Así que le digo: «Soy la mamá de Michelle». «¡Ah!»,
dijo. «¡Es verdad! La mamá de Michelle», y me preguntó si
Michelle estaba conmigo, y le dije que no, y se hizo el silencio
absoluto. Nada de, ya sabes, qué tal estás. O cómo va todo.
Nada.
–Ay, vaya –dije.
–Sí –dijo–, y luego como que después de la charla me quedé
por donde él estaba, ya sabes, al lado de la cafetera, y entonces
se acercó una pareja, amigos supongo, y como yo estaba allí de
pie, me miraron con cara de «¿esta quién es?», así que dijo: «Es
la mamá de Michelle».
–Un poquito grosero.
–Sí. Y yo dije: «Soy Hen», pero nadie me escuchaba. La pareja
dijo: «¡Hola, mamá de Michelle!».
–Igual si vuelve a pasar –dije–, tú di «Soy Helen Grant,
coincidimos en la Castlefield Gallery con mi hija, Michelle».
–Mmm. En fin. Total, ya sabes, que me quedé allí en el grupo y
la gente empezó a irse y nadie me preguntaba nada ni me
hablaba, hacían como que no existía, la verdad, estaban
discutiendo lo que iban a hacer el fin de semana así que al final
dije: «Bueno, yo me voy. ¡Hora de tirar millas!», y él dijo: «Adiós,
mamá de Michelle». Y retomó la conversación.
–Ay, vaya. Bueno, me alegro de que te fueras. Tampoco es que
fuese el colmo de la buena educación.

93
–No –dijo–. En fin, a la siguiente semana fui al mismo sitio, para
la siguiente charla del programa, y pasó exactamente lo mismo.
Lo vi, me acerqué, y le dije: «¡Hola, Malc!» Nada. Gesto
totalmente inexpresivo. Así que dije: «Soy la mamá de Michelle».
Y otra vez lo mismo, dice: «Ah. Hola, mamá de Michelle».
–¿Por qué lo hiciste? –dije.
–¿El qué?
–Pues, a, acercarte, y b, decir: «Soy la mamá de Michelle».
Frunció el ceño, continuó con su historia, que fue idéntica a la
que acababa de contarme. Las mismas palabras. El mismo
desenlace.
–Y cuando dije: «Bueno, tengo que irme ya», dijo: «Adiós,
mamá de Michelle». Exactamente igual. Exactamente. En fin.
–Pues vaya –dije.
Era la fórmula habitual. El tema era la exclusión. La sensación
de sorpresa herida. Pero hablaba con mucho entusiasmo. Como
cuando me hablaba de alguna película mala o de un proyector de
diapositivas roto.
–No entiendo tu vida –dije entonces.
–¿No? Vaya –dijo ella.
Avanzada la noche estuvo incluso más alegre, cuando me
contó que una mujer de su clase de aeróbic había muerto.
–Ay, fue terrible –dijo–. Yo pensaba que se había mareado un
poquito, pero como allí hay un montón de gente un poco
«excéntrica», como que lo dejas pasar. Ella era bastante ruidosa
y mandona, pero las últimas semanas había notado que se había
vuelto más callada. Después de la clase fue a sentarse en uno de
los bancos del vestuario. Todas terminamos de vestirnos y ella
seguía en bañador sentada muy quieta. Totalmente quieta,
totalmente callada. Le dije, ¿te encuentras bien, Amanda? Pero
no me contestó. En cualquier caso, algo se le debió de fundir,

94
porque por lo visto a la mañana siguiente no se despertó. Su
marido amaneció con, ya sabes, un cadáver. En fin, que la
semana pasada no se hablaba de otra cosa en el vestuario y la
profesora pronunció un pequeño discurso sobre su muerte
«prematura». Porque era una de las alumnas más jóvenes. Era
más joven que yo. O sea, sí.
–Con los viernes de niebla nunca se sabe –dije.
La frase era suya, durante mi infancia la sacaba cada vez que
moría alguien, un conocido o algún famoso. Era algo mitad
advertencia, mitad coña. No sé de dónde la había sacado.
–¡Sí! –dijo entonces, encantada–. Con los viernes de niebla
nunca se sabe. En fin.
–¿Nos pedimos un brandi con el café? –dije.

Mientras intentaba llamar la atención del camarero para que


trajera la cuenta, mi madre me preguntó por mi piso nuevo. Sabía
que John y yo acabábamos de comprarnos una casa. El novio y
la mudanza eran disgustos potenciales, de ahí que hubiese
intentado restar importancia al asunto. Le dije que la calle era un
pelín cutre y ruidosa por las noches; que desde el metro había
que subir mucha cuesta andando. Y así, enfrentada a su mirada
impávida, no tuve más remedio que seguir de nuevo la misma
táctica. Y llevarla más lejos aun. Lo pinté para que pareciera que
vivíamos en un cuarto sin agua caliente en un barrio con la
criminalidad disparada. Mientras le hablaba no se movió lo más
mínimo, sujeta de nuevo al borde de la mesa. Enseguida me di
cuenta de que daba igual lo que le dijera. Me había puesto otra
vez en un brete. Y, al igual que cuando hablábamos de sus
flechazos, tuve la sensación de que a cuanto le decía le daba la
vuelta en busca de una divisa que no fuese significado o

95
información: en busca del brillo de la vieja moneda mágica, de la
ficha que podría apretar en la mano y cambiar por una entrada,
por una auténtica bienvenida, a su otro lugar imaginado.
No supe cómo esquivarlo. O quizá estaba harta de intentarlo.
Seguí hablando. Era genial que John pudiera trabajar desde casa,
dije. Y tener un trocito de jardín para el gato estaba muy bien.
Saqué el teléfono para enseñarle una foto.
–¿Y tenéis habitación de invitados? –dijo mi madre.
–Ay. No.
–Bueno, ¿y un sofá?
–No. ¿Por?
–¿No tenéis sofá? ¿Dónde os sentáis, eh?
–No. O sea, ¿por qué me preguntas lo de la habitación y el
sofá?
–Ah. Se me ha ocurrido… que estaría bien quedarme, el año
que viene, en vez de en un hotel.
–¿En nuestro sofá? –dije.
–Bueno –dijo–. No sé. Podría.
–No tiene sentido –dije–. Puedes permitirte un hotel. Nuestro
sofá está lleno de bultos, en realidad –dije, con otra sonrisa. Otra
mentira. Y otro patinazo. Sentí, supe, que iba a abalanzarse sobre
mí, que se atrevería a decir: «¡Los bultos me dan igual!» En fin,
anulé aquel impulso. Borré la sonrisa, miré la hora.
»¿Vamos a pachas? –dije.
Frunció el ceño y cogió el bolso. Se quedó allí sentada con la
tarjeta en la mano.
–Bridge –dijo–. Bridge. ¿Por qué no me dejas que conozca a
John?
–¿No te dejo? –dije, pero apareció el camarero con el datáfono
y, mientras tecleábamos nuestros PIN, mi madre pareció dolida,
porque con él delante no podía decir nada. A mí, en cambio, me

96
daba igual que nos oyeran. No me importaba que hubiese
testigos.
»¿Por qué dices que no te dejo? –dije.
Ella seguía mirando al camarero. Los ojos fijos en él.
–¿De dónde sacas eso? –dije. Intenté usar un tono amable, un
tono que relajara la tensión.
No me contestó. Parecía enfurruñada. Abroncada. Pero no
desalentada, pese a todo, y en cuanto nos levantamos y nos
pusimos los abrigos y los gorros y las bufandas, en cuanto
empujé la pesada puerta de cristal y estuvimos de nuevo en la
noche fría y a solas, oí que lo normal era que tu hija te invitara a
su casa, y que lo normal era conocer al novio de tu hija.
–¿Sí? –dije. Y–: Venga. Somos normales, ¿no? –dije,
intentando mantener el tono despreocupado, mientras
comprobaba en el teléfono que iba en la dirección correcta.
–Todo el mundo conoce a los novios de sus hijas –decía ahora,
apremiante, insistente, intentando con sus pasitos mantener el
ritmo de mis zancadas. Yo caminaba con los labios apretados y
parpadeando, como alguien que intenta abandonar la escena de
un crimen.
»Da mucha vergüenza –dijo mi madre–, cuando la gente
pregunta.
–Ya, ya –dije, y luego–: Joder. Por aquí no es.
Di media vuelta, busqué la calle Malet. Mientras desandábamos
el camino ella continuó metiendo presión. Repetía lo mismo una y
otra vez. Lo hacía con la insistencia atonal del gato que quiere
entrar. La gente preguntaba. No sabía qué decir. Como con las
fantasías de mi padre en su pub, quise decir: ¿qué gente ni qué
gente? Pero habría sido una crueldad, ¿no? Así que me tenía
cogida.

97
Sin embargo, sí me sorprendía que aquellos socios espectrales
que mi padre invocaba al menos no lo acosaban. Eran personajes
secundarios: un abogado listo o un corrillo alegre que corría a
ocupar puestos codiciados en su juzgado. Típico de mi pobre
madre que sus amigas imaginarias fuesen unas metomentodo
terribles y fastidiosas.
En la boca del metro, dije:
–Bueno. Feliz cumpleaños, mamá.
Y ella se quedó muy quieta, como una columna, mientras la
cogía de sus hombros estrechos y rozaba mi mejilla contra la
suya.

Era casi medianoche cuando llegué a casa. John no estaba y se


me había hecho tarde, y Puss apareció por la puerta del
dormitorio para protestar, así que lo cogí en brazos y lo llevé a la
cocina, donde lo ayudé a trepar por mis hombros hasta el mueble
del calentador. Pero resultó que tampoco era allí donde quería
estar y empezó a buscar el modo de bajar. Era un gato anciano.
Algunos saltos los daba con cautela, con buen juicio: al respaldo
de la butaca, luego al asiento de la silla, de ahí al suelo.
En su cuenco de porcelana ponía GATO. Lo cogí, luego esquivé
a Puss para ir a por sus Whiskas. Vacié en el cuenco el sobre
gelatinoso con trocitos de pescado y usé su tenedor especial para
machacar la mezcla.
Me encantaba estar en nuestro piso. Me encantaba cerrar la
puerta al entrar. Y atender al gato y poner orden… Que la casa
estuviera bonita. Estaba sacando las cosas del lavavajillas
cuando oí que mi teléfono sonaba, en el bolsillo del abrigo, en el
recibidor. Me llamaba mi madre.
–¿Bridge? –dijo.

98
–¿Hola? Sí, dime.
–Oye, Bridge, ¡con todo el lío se me ha olvidado darte tu regalo!
–Ay, Dios, ¡no te preocupes!
–Bueno…
–Guárdalo para el año que viene. O mándamelo por correo.
Tienes mi dirección nueva.
–Sí, estoy fuera.
–Cómo que fuera.
–Te he traído el regalo. Estoy fuera, en el 22B…
–¿Estás aquí?
–Sí, estoy fuera. He llamado al timbre.
Salí al recibidor, todavía con el teléfono pegado a la oreja.
Había una silueta en el cristalito adiamantado de la puerta. Una
silueta con forma de madre.
–¡Hola, Bridge! –dijo–. Estaba a punto de subir al tren y pensé,
hmm…, ¡cómo pesa el bolso!
Me tendió el paquete.
–Gracias –dije–. No hacía falta que vinieras para esto.
–Ah. En fin. Ya puestos. Me ahorro el sello. He llamado al
timbre –repitió, como si lo inoportuno hubiese sido la llamada de
teléfono.
–Cierto. Sí. A veces no funciona.
Tiritó debajo del abrigo. Sonrió con ganas. Aquello era
emocionante. Diferente. ¿Le había salido bien?
No le había mentido con lo de la calle cutre, ni con lo lejos que
quedaba la estación. Había sido intrépida.
–Bueno, ¿me haces una visita guiada?
–Ay. Vaya.
–¿No me vas a invitar a pasar?
–Claro. Aunque es bastante tarde.
–¿Puedo usar el servicio al menos? –dijo–. No puedo más.

99
–No es verdad.
–Que sí. Que sí.
–No te creo –dije, y me hice a un lado.
–Entonces me lo hago aquí, ¿vale? –dijo–. Me lo hago aquí
mismo.
–Te estoy dejando pasar –dije–. ¡Entra!
Regresé a la cocina y oí la cisterna y luego el grifo del lavabo.
–¡Qué bonito el baño! –dijo mi madre cuando entró.
–Ah, gracias.
–¿Y John? –dijo, e hizo ademán de asomarse por el rincón que
daba al salón.
–Esta noche no está.
–¿Está fuera?
–Sí.
–¿Puedo echar un vistacito a la casa, Bridge?
–No puedo impedírtelo. O sea, va a ser rápido porque tampoco
hay mucho que ver. Esto es el salón-barra-cocina-barra-comedor.
Aquello es el dormitorio. Desde ahí se puede ver el jardín. Es
pequeño pero cabe una mesa, o sea que en verano se va a estar
bien.
Me acerqué a la ventana de la cocina, con la esperanza de que
me siguiera y se asomara. Pero estaba más interesada en lo que
tenía detrás, en el recibidor.
–Eso parece una habitación de invitados –dijo.
–Es el estudio de John. Y también su consultorio. No puedes
entrar. Yo no puedo entrar.
–¡Caray! –dijo.
–Sus clientes entran por el jardín. Yo trabajo ahí –dije, y señalé
con la cabeza la puerta que tenía detrás, pero había regresado a
la cocina. La seguí y la encontré inclinada sobre el fregadero para
echar una ojeada al jardín desde la ventana.

100
No se quedó mucho tiempo, unos quince minutos o así. Aceptó el
café y lo preparé, pero no lo tocó. Cuando bostecé, dijo que iba
siendo hora de irse y la acompañé a la puerta, que cruzó muy
alegre para salir a la llovizna. En la verja, se detuvo y se volvió.
Se llevó un dedo a los labios y giró a la derecha y luego a la
izquierda.
–¿Te pido un taxi? –le grité, y lo pensó y luego dijo que sí.
De nuevo en el salón, vimos en la pantalla de mi teléfono cómo
se aproximaba el coche, el icono pequeñito moviéndose como si
tuviese ruedines, como el puntero de una güija…
Cuando el morro asomó dubitativo por la esquina de nuestra
calle, mi madre se levantó y corrió a la puerta.
–¡Lo vamos a perder! –dijo.
»¡Venga! –dijo–. ¡Ábreme, Bridge!
»¡Se va a ir sin mí! –dijo.

101
CUATRO

102
1

La Asociación del Clan Grant celebra su encuentro anual todos


los agostos, en Grantown-on-Spey, en los Cairngorms. Asisten
cientos de miembros, que vienen de todas partes del mundo para
pasar un largo fin de semana de actividades y eventos. El
momento cumbre es el Desfile del Clan, la mañana del sábado,
cuando los Grant allí congregados marchan tras los abanderados
y las bandas de gaitas y tambores hacia los Juegos de las
Highlands, en Abernethy.
Mi madre era Grant por matrimonio –a mi padre su ascendencia
escocesa le traía sin cuidado–, pero tras mudarse a Mánchester
se unió a la asociación y cada año hacía el largo viaje en tren al
norte para asistir al encuentro.
Un año, como autorregalo de Navidad, se compró un broche
del Clan Grant con el lema MANTENTE FIRME grabado y la cimera
del clan tallada en plata: un fuego en Craig Elachie. Era una
almenara, se utilizaba para reunir al clan antes de un ataque.
Todo esto me lo explicó ella, un año en que se puso el broche
para nuestra comida en el Troubadour. Craig Elachie significaba
Roca de Alarma, dijo, arrastrando las erres y exagerando la che.
Con los puños apretados, la cabeza muy alta y la mirada fiera del
soldado Frazer,10 pronunció su credo:
–¡Mantente firme, Craig Elachie!

103
El verano posterior al aterrador asalto a mi piso, mi madre fue,
como siempre, a Grantown, donde aquel año la actividad iba a ser
un tour a pie por las localizaciones de la serie Monarca del Glen.
Iba renqueando por los páramos con sus compañeros, bastante
lejos del autobús, cuando metió el pie en una conejera y, como
diría más tarde, la rodilla «se le fue».
Incluso apoyada en dos fornidos Grant, estaban demasiado
lejos como para regresar cojeando al aparcamiento, así que la
devolvieron al suelo esponjoso donde, dijo, vio cómo la rodilla se
le hinchaba «igual que un globo». Alguien llamó a Salvamento de
las Highlands y mandaron una ambulancia.
Mi madre me lo contó todo en el mensaje que me envió aquella
noche, desde su cama en el Raigmore Hospital: «Se me fue la
rodilla. Me llevaron en helicóptero a Inverness». Me quedé
anonadada imaginando la escena. Mi madre atada a una camilla,
izada por los aires. Mi madre colgando en el cielo azul escocés.
Juguete del viento. Y todos los Grant reunidos allá abajo,
repartidos por la ladera, contemplando aquel extraordinario
despegue.
Cuando la llamé, descubrí que lo había entendido mal. El
helicóptero pudo aterrizar. Pero aun así. Mi madre en helicóptero.
¿Tuvo miedo?
–Qué va –dijo, indignada.
¿Fue emocionante?
–No. ¿Emocionante por qué? –dijo.
Entonces recordé la imagen que tenía de ella cada vez que
salía con Griff: arrastrada por la vida. Y ahora por el empíreo.
Pues claro que había sido lo más apropiado. Pues claro que mi
pregunta le parecía extraña. ¿Por qué iba a ser emocionante?
Sí parecía encantada –o, mejor dicho, satisfecha– con el correo
que había recibido del jefe del clan, en el que le deseaba una

104
«pronta recuperación».

La Navidad de aquel año, en lugar de sus planes de cumpleaños,


recibí un correo con el asunto: «NOTICIAS RODILLA».

«Tengo fecha para operarme la rodilla. Ayudaría bastante, como


voy a estar con 2 muletas y no voy a poder salir en 7 semanas,
que pudieras venir y quedarte 1 semana del mes de febrero,
todavía no sé cuál. ¡No hará falta que me laves con toallitas ni
que me limpies el pompis! Mamá».
Llegado el día, le escribí: «Buena suerte», y la tarde siguiente:
«¿Qué tal ha ido?».
«Griff me está cuidando muy bien. Sería genial que pudieras
venir en febrero».
«¿Cuándo vienes?», me escribió al día siguiente.
Durante las tres primeras semanas, también recibía correos
con frecuencia, asunto: «INFORME DE PROGRESOS» y
«NOVEDADES RODILLA» y, dos veces: «TU VISITA». «Descuida –
repitió–, ¡no hace falta que me bañes en la cama ni que me
limpies el pompis!». Costaba ver, entonces, qué era lo que sí
hacía falta, pensé. Podía hacer que le llevaran la compra a casa,
¿no? Le escribí para decirle que no podría quedarme una semana
entera porque tenía que trabajar, pero sí podía sacar unos días.
«Bien», contestó. Después de aquello las cosas se calmaron. A
finales de enero, le escribí para preguntarle qué tal se encontraba
y si le venía bien el fin de semana siguiente.
«La semana que viene, estupendo», escribió. «Estoy bien,
gracias, aunque he tenido algunos contratiempos».
«Ay, vaya. ¿Qué ha pasado?».
Pensé que no iba a contestar, pero me respondió enseguida.

105
«Contratiempos como ataques de pánico horribles en el pasillo
gritando no puedo respirar y queriendo arrancarme la ropa y la
pierna hinchada así que el sábado pasado me pasé 6 horas en
urgencias hasta que decidieron que no era tromboembolismo
venoso. La fisio es dura pero me lo paso genial con las demás en
la piscina».
«¡Ay, vaya!», escribí otra vez. «Aunque me alegro de que hayas
vuelto a la piscina».

El edificio de mi madre estaba detrás de la estación de Oxford


Road. Cuando llegué, su teléfono comunicaba, pero tenía el
código de la puerta de la calle y también el del portal. Dentro, en
efecto, parecía una residencia de estudiantes; me recordó a la
mía, con marcas de frenazos de bici en las baldosas y folletos de
clubes nocturnos desperdigados encima de los buzones. En el
suelo del ascensor había menús satinados de pizzerías y en el
espejo una pegatina de un teléfono para denunciar violaciones.
Mi madre estaba esperándome con la puerta de su piso abierta,
apoyada en las muletas.
–¡Perdona! Perdona, Bridge. Sonó el teléfono y era Griff ¡y no
había manera de colgar!
La vi muy pequeñita, colgada entre las dos muletas grises.
También la vi más vieja, pero es que hacía años que no la veía a
la luz del día, aunque la luz diurna que entraba en aquel
descansillo era bastante tenue. Llevaba su jersey verde de cuello
alto y unos pantalones negros de lino con un elástico en la
cintura. En los pies llevaba unos calcetines gordos de deporte
blancos y pantuflas tipo mocasín. Regresó al recibidor
tambaleándose despacio.

106
Cuando compró el piso, me lo describió como «de estilo loft»,
«diáfano». Además, estaba encantada con que viniera totalmente
amueblado, porque ella no tenía de nada. En el salón-barra-
cocina, había un sofá de escay gris y una butaca giratoria a juego.
Había una mesita con un cristal ahumado y una mesa de
comedor redonda también a juego. Las reconocí del folleto que
me había enviado. Había un mueble-estantería de madera negro
con algunos libros y DVD, y varios objetos de adorno del piso de
mi abuela. Ahí estaban las maracas. Los sujetalibros. Pero, en
general, la habitación parecía bastante vacía. Nadie habría
imaginado que llevaba tanto tiempo viviendo allí. Había cajas de
almacenaje de plástico apiladas contra la pared del fondo que, al
parecer, seguían intactas desde la mudanza. Había cajas de
cartón, con VARIOS escrito, encima de los muebles de la cocina.
La principal señal de que estaba habitado eran las pilas de
Guardian antiguos por todas partes: como cuando yo era
pequeña, cuando las Guardian Guides que «¡no había leído
todavía!» se acumulaban por docenas.
Se dejó caer despacio en el sofá y recolocó los cojines.
–¿Necesitas algo? –dije–. ¿Pongo la tetera?
–Bueno, acaba de hervir, o sea que…, si te apetece un té, sí,
estaría bien. Gracias. Y si vas por donde hemos entrado, tu
habitación, la habitación de invitados, es la puerta de la izquierda.
Preparé el té, me senté en la butaca giratoria y la hice rodar
para acercarme. La televisión estaba encendida, pero con
Coronation Street en pausa. La escena se desarrollaba en el
Kabin.11 Como nosotras, Rita y Norris tenían una taza de té en la
mano.
–Puedes seguir viéndola si quieres –dije.
–Vale, sí, por favor. Tengo que ponerme al día.
Cogió el mando y apuntó al televisor.

107
Detrás del televisor, un ventanal permitía ver un cielo blanco mate
y la esquina de un aparcamiento de varias plantas. En el cristal,
en mitad del parabrisas del piso, por así decirlo, había un
estampado –no sé cómo llamarlo si no– de una tórtola: del cuello
y la cabeza de una tórtola, y unas alas de tórtola desplegadas. Me
levanté para verlo más de cerca. Se veían los detalles de las
plumas. Cendales individuales.
–¿Qué ha pasado aquí? –dije.
Mi madre hizo un mohín; pausó de nuevo la serie y me miró
con los ojos entrecerrados.
–Esto de aquí –dije.
–Ah, sí. Bueno, no sé. Un día de la semana pasada oí un
porrazo y vine corriendo y ahí estaba. No sé cómo limpiarlo.
–¿Y la tórtola?
–¿A qué te refieres?
–O sea, ¿crees que la tórtola sobrevivió?
–Pues ni idea.
–Parece un poco la sábana de Turín.
–¿El qué?
–Ay, ya sabes. Una imagen un poco inquietante. Sabes lo que
es la sábana de Turín.
–¿Sí? Bueno. No sé.
Me senté otra vez. Aquello no iba a ninguna parte.
–Enséñamela –dije, e hice un gesto con la cabeza hacia la
pierna estirada de mi madre.
–Ay, ¿quieres verla? Bueno, ¡no apto para escrupulosos! Allá
va.
Se remangó la pernera para enseñarme la rodilla, la tenía muy
vendada. Tamaño melón.

108
–Hostias –dije.
–Ya –dijo–. Y. Un segundo.
Soltó el imperdible y retiró el vendaje con cuidado hasta que
pude ver el extremo de la cicatriz: grapas negras y puntiagudas y
la piel alrededor brillante, rosa fuerte y arrugada en pliegues muy
juntos.
–Auch.
–¡Sí, claro que auch! Duele un montón. Y por las noches…
Imposible ponerte cómoda.
–Ay, vaya. ¿Estás tomando muchos analgésicos?
–Pues sí. Sí. Pero no puedo dormir, lo más mínimo. Y… Sí, no
tiene ninguna gracia estar aquí encerrada. Aunque Griff se está
portando bien. Me ayuda a meter la compra, porque puedes
pedirla, pero si no estás enseguida en el portal, se van. O sea que
cuando hago un pedido viene y se queda a esperar. Y también se
ha encargado de decir en varios de mis grupos por qué no voy,
así que he recibido cantidad de postales, que siempre está bien.
Y la semana pasada me llevó a Alderley Edge, o sea que…
–Qué bien. O sea que has salido.
–He salido varias veces.
–Ah. Vale. ¿Qué hicisteis en Alderley Edge?
–Pues comimos en el pub, sí, estuvo bien. Pero, ¡Griff, por
Dios! Todo está mal siempre.
–¿Sí? Sigue siendo el mismo, ¿eh?
–Está cada vez peor. Menudo numerito cuando le dijo al
camarero que era celíaco; que… primera noticia que tengo. O sea
que todo el mundo de acá para allá comprobando etiquetas, ay,
puede usted comer esto y lo otro y nuestro chef puede prepararle
algo, y entonces, después de comerse un guiso gigante de pollo
con patatas asadas y fritas al lado, o sea, patatas asadas y fritas,
cómo no, también quiere pudin. «Oh, lo sentimos muchísimo,

109
señor, no podemos garantizarle que los postres no contengan
gluten, pero podemos prepararle una macedonia». Bueno,
imagínate, una macedonia. No. Así que pide tarta de chocolate.
Ah, por desgracia la tarta contiene gluten, señor. Y va y dice que
no pasa nada. Después de la que había armado. Del guiso
especial que le habían preparado. Un montón de gente
correteando a su alrededor. O sea…
–Se hace notar, ¿no?
–Bueno. Sí. Vaya que sí.
–¿Y qué pasa ahora en Coronation Street? ¿Está bien?
–Ah. Sí. O sea, no te lo puedo explicar todo ahora.
–No te he pedido que me lo expliques. Era solo por mostrar
interés. Pero, una pregunta. ¿Cómo es que estás poniéndote al
día si llevas semanas aquí encerrada?
–Bueno. Mmm. ¡Buena pregunta! Ni idea. Es que siempre la
grabo.
–Ponla otra vez. Lo siento. No más interrupciones.
Cogió el mando. Fui a por el libro que tenía en la mochila. Pero
tenía la televisión muy alta, y una hora o así después, empecé a
sentirme bastante encerrada también yo.
–¿Qué tienes de cena, mamá? –dije.
Frunció el ceño de nuevo, pulsó pausa.
–¿El qué?
–Me preguntaba qué tienes de cena. ¿Quieres que vaya a la
tienda o que pida comida a algún sitio? ¿Te apetece alguna cosa?
–Aay –dijo–. No sé. Hice la compra ayer, o sea que…
–Vale. Voy a echar un ojo.
En el frigorífico había un montón de platos precocinados. Nada
sin carne ni queso.
–¿Tienes algo de beber escondido por ahí? –dije.

110
–Ah. Sí. En el pasillo hay una caja. Es mi bodega. O al fondo
del frigorífico suele haber una lata de gin-tonic. Son de Griff, en
realidad, pero te la puedes tomar sin problema.
–No veo nada que pueda comer. Igual salgo a comprar verdura.
¿Quieres que prepare un curry de verduras? Me sale muy rico.
–Aay. Vale.
–Cojo las llaves. Para que no tengas que levantarte. ¿Tienes
alguna bolsa de tela?
–¿Que si tengo alguna bolsa de tela? ¡Tengo la colección de
bolsas de tela más grande del mundo! ¡No hay sitio al que vaya
que no me den una bolsa de tela! Me ahogo en…
–¿Dónde las tienes? –dije.

Mi madre tenía razón. El edificio y las calles de alrededor estaban


infestadas de estudiantes. En Sainsbury’s, la única gente de su
edad que pude ver estaba atendiendo en las cajas. En fin…, ¿qué
me hacía falta? Una coliflor, lo primero, luego un bote de
garbanzos y otro de tomates; un frasco de comino molido, mi
madre no iba a tener, ¿no?, luego otra vez al pasillo de las
verduras a por ajo y jengibre, y cilantro fresco, luego otra vez
donde las especias a por cilantro molido. También un paquete de
papad y un tarro de chutney de mango. Un yogur de soja. Otra
vez donde las verduras a por un pepino. ¡Qué idea más tonta
había tenido! Y encima le pregunto si necesitaba alguna cosa. Me
había dicho que acababan de traerle la compra. Aun así, ahí
estaba yo con su lista, y me iba a hacer falta otra cesta.
En el camino de vuelta, me detuve en el Caffè Nero, junto a la
estación. Allí tampoco había gente de la edad de mi madre, salvo
una pareja: un hombre con pinta de indigente y otro sentado con
el charlatán de su hijo, un estudiante. Mi madre tenía sesenta y

111
seis años y vivía en un bloque de estudiantes en un barrio de
estudiantes, detrás de las tiznadas arcadas del tren, con el
martilleo de la música del club de enfrente, que, me dijo, los fines
de semana no paraba hasta las dos de la mañana. Con los
descansillos llenos de cartones de patatas fritas. Con iluminación
de cámara frigorífica. ¿Cómo no se había fijado cuando vino a ver
la casa? ¿Tendría que haber ido a verla cuando se mudó? En otro
mundo, Michelle y yo habríamos ido con ella a ver la casa, y
después nos habríamos sentado juntas a ver los folletos, imaginar
su nueva vida…, tan ilusionadas por las posibilidades como los
grupos de mujeres felices de las fotografías del Caffè Nero.

De regreso en el piso, seguía puesto Coronation Street.


–¿Lo tienes que poner tan fuerte, mamá? Se oye desde el
descansillo.
Mi madre hizo otra vez un mohín por la interrupción. Cogió el
mando, apuntó y pulsó pausa.
–¿El qué?
–Te preguntaba si tienes que ponerlo así de fuerte. Se oye
desde fuera.
–¿Sí, eh? Ay. Bueno, estoy completamente sorda o sea que sí.
–No me digas. Ay. Vale.
Abrí el congelador para guardar los platos precocinados que
me había pedido y, como me temía, encontré los cajones llenos
de lo mismo: paquetes de tallarines con salmón; paquetes de
lasaña. Cuando se lo mencioné, dijo:
–Me has preguntado si me traías algo.
Pues sí, supongo que sí.
–Vale –dije–. Ya me callo. Lo prometo.

112
Había apretado otra vez el botón, puesto de nuevo en
movimiento a los juguetones personajes de Weatherfield12 a todo
volumen, mientras yo sacaba lo necesario para preparar té.
¿Estaba sorda? Siempre le había gustado poner la televisión
alta. Cuando yo era pequeña, se tomaba el té con una bandeja en
el regazo en «su» salita viendo la tele a todo volumen, y ahora la
rutina era la misma, con el gesto de fastidio si iba a preguntarle
algo. Incluso si me quedaba en el umbral para ver qué estaban
dando. Decía que «la agobiaba».
–No me agobies, pareces la espada de Damocles –decía.
Y cuando me iba, cuando volvía a la cocina o me iba arriba, la
oía subir el volumen aún más. Un poquito. Unos instantes. Para
reubicarse, supongo.

Piqué verdura, la sofreí, la removí y la dejé a fuego lento. Abrí el


paquete de papad.
–¡Vale! Hay que dejarlo cuarenta y cinco minutos –dije, y no
recibí respuesta, así que volví al cuarto de invitados y me senté
en la cama, aunque las paredes finas no evitaban que se oyeran
los quejidos de la puñetera trompeta de la sintonía.
En aquel cuarto también había cajas llenas. Abrí una, había
varios ejemplares de la revista Computing de los noventa, y un
revoltijo de viejas mallas negras. Luego miré en los cajones de la
mesita de noche. Estaban vacíos. Miré debajo de la cama: nada.
La ventanita daba al aparcamiento…
Reconocí el reloj despertador; el radiocasete blanco de plástico.
Estaba en la cocina de la antigua casa, y era el origen de la
música con la que mi madre solía hacer sus bailes. En él solía
reproducir su cinta de villancicos de Phil Spector, todo el mes de
diciembre, todos los años, aquel din-don-din que me destrozaba

113
hasta la punta del último de los nervios. Ahora la tapa de las pilas
estaba sujeta con un trozo irregular de cinta de embalar marrón,
pero o la pila estaba gastada o el cacharro estaba roto. No pude
encenderlo.

Mientras ponía la mesa, mi madre pulsó pausa y se levantó con


esfuerzo, diciendo: «¡Un-dos-tres-y!».
–¿Cómo te encuentras? –dije.
–¡Genial! –dijo a los cuchillos, los tenedores y las copas.
Se hacía raro sentarse así en su piso, a la diminuta mesa de
cristal, en las dos sillas de plástico: parecía que estábamos
ensayando para una obra de teatro. Serví dos copas de vino tinto
y le puse un poco de curry y le señalé las cucharas para el
chutney y el yogur.
–¿Esto se lo cocinas a John? –dijo mi madre.
–Ajá –dije.
Y luego:
–Sí, a veces. Se prepara rápido. Pero la mayoría de las veces
cocina él, ya sabes.
–¿Y John es vegano?
–Bueno. Me gustaría decirte que sí. Pero después de tantos
años, ¡ya no creo que vaya a hacerse! Es vegetariano. Así que
cocina para los dos y luego se echa queso en el plato.
Junto a mi silla, acorralándome en cierto modo, había otro par
de cajas de plástico transparente. Parecían llenas de papeles y
carpetas de cartón.
–¿Qué es todo eso? –dije.
–Ah. Eso son fotografías y cartas y postales y cartillas de
racionamiento antiguas y entradas de cine antiguas y de todo.
Varios. En casa de tu abuela había una caja enorme con cosas y

114
nunca las había revisado y se me ocurrió que podía ordenarlas.
Así que he empezado por las fotografías, las estoy organizando
por lugares o por personas. ¡Aunque la mitad no sé quiénes son!
Por ahora las estoy metiendo en carpetas distintas.
–Y después qué. ¿Las pondrás en un álbum?
–Hum… No, no creo.
–Vale. ¿Son fotos suyas? O sea, del abuelo.
–Bueno, algunas sí. Hay un montón que sacó en Tangmere. Y
también en Maracaibo. Las más antiguas son de su familia, pero
está claro que no las hizo él. ¡Algunas son prácticamente de la
época eduardiana! Y hay algunas… En fin, ¡no sé quiénes son!
–¿Todavía tienes la cámara Polaroid?
–A ver. Hum… No. Creo que no. Creo que me la quitó Joe.
–Cierto… ¿Puedo verlas?
–Ay. No… ¿No puedes esperar a que las ordene? O sea… ¡Se
me va a olvidar dónde va cada una!
–¡Vale! –dije. Y luego–: ¿Qué tal? –dije, por la comida.
–Ah, sí, bien, sí –dijo mi madre–. Muy rico. Sí.
–¿Quieres ver algo después de cenar? –dije–. Algo con lo que
no me pierda…
–Ah. Sí, bueno, los sábados por la noche dan una escandinava
en BBC4, podemos poner eso.
–Ah, genial, vale.
Me serví otra copa de vino. Le pregunté por Griff y por Michelle.
Le pregunté, olvidando que ya se lo había preguntado, si le
habían enviado postales bonitas.
–Ah, sí, un montón –dijo–, o sea, están todas ahí. Ya las has
visto. He recibido postales de todo tipo.

115
A las siete de la mañana, estaba otra vez en el Nero, tomándome
una bolsa de pasas con el café y leyendo el Sunday Times.
Cuando volví, mi madre no se había levantado todavía, pero oía
la radio en su habitación. Sounds of the Sixties. Llamé y le
pregunté si necesitaba algo. Lo pensó unos instantes y luego dijo
que estaba bien, gracias, por ahora. Luego me llamó para
decirme si podía llevarme la taza de té a la cocina. Lo hice, y
luego vacié el lavavajillas. Como no tenía nada más que hacer, fui
al cuarto de invitados a tumbarme en la cama, a leer mi libro.
Cuando mi madre se levantó fui a sentarme un rato con ella.
Me pidió que le trajera el Observer del buzón de abajo, y eso hice.
Luego se sentó, o se recostó más bien, en el sofá, a hacer el
sudoku.
Intenté darle conversación con los titulares, pero solo recibía un
montón de «Mmm», y a veces asentía divertida, así que regresé
al cuarto, a mi libro, cuya lectura retomé con una concentración
tremenda, sintiéndome culpable y enfadada, e inquieta por la falta
de ejercicio, y sucia por no haberme duchado.
Justo cuando empezaba a tranquilizarme, mi madre se puso a
tararear. Había olvidado aquella costumbre suya. Estaba en el
pasillo tarareando el aria «La reina de la noche», de La flauta
mágica.
–¿Tienes que tararear? –dije, con la cabeza asomada a la
puerta.
–¿Cómo dices?
–Es repetitivo y se oye mucho. ¿Podrías parar? Estoy
intentando leer.
No había acabado de decir aquello y ya estaba sentada en la
cama anudándome una bota, luego cogí la otra para salir a dar el
segundo paseo de la mañana.

116
–¡Ay! –decía mi madre–. Perdón por tararear una melodía
alegre.
»¿John nunca canta melodías alegres? –dijo, mientras me
dirigía a la puerta de la calle con el abrigo medio puesto.
»¿A John le echas la bronca por cantar una melodía alegre? –
dijo mi madre.
–Salgo a tomar un poco el aire –dije–. ¡Escríbeme si te
acuerdas de algo que necesites!

Fuera, el «aire» estaba pringado de humo de tubos de escape.


Oxford Road era una muralla de autobuses. Subí hacia Piccadilly
y me senté en un Nero distinto.

Había tenido la idea brillante de echar una mano a mi madre para


hacer algo con todo lo que había acumulado: las cajas de
almacenaje que estrechaban el pasillo y ocupaban los rincones
de cada habitación. No habría sabido negarse. Suponía atención;
andar encima de ella. Que la incordiara por su incorregibilidad. Y
a mí también me levantaría el ánimo. Me había criado rodeada de
mierda, y siempre disfrutaba deshaciéndome de ella. Pasaríamos
el rato y las dos nos sentiríamos bien.
–¿Ponemos un poco de orden, mamá? –dije cuando regresé–.
Y quitamos algunas de las cajas. Te estorban para moverte con
las muletas, ¿no?
–¡Ah! –dijo–. Vale, sí.
–Vamos a empezar por tus complementos.
Se sentó en el sofá y traje las cajas. Le di una bolsa de basura
y le indiqué un espacio para el montón de la beneficencia, otro
para el montón de guardar y otro para el montón de tirar. Luego
saqué los objetos uno a uno. Yo enseguida mostraba mis dudas.

117
No tardamos en establecer que, aunque ella intentara salvar
objetos que yo sentenciaba, no iba a convencerme, ¡y aquello
formaba parte de la diversión! ¡Parecía una de esas
presentadoras de matinales de la tele!
Por ejemplo, había cuatro bolsos negros y raídos.
–A ver, son ligeramente distintos –aventuró mi madre.
–Están reventados, mamá. Este tiene la cremallera rota. El
forro de este está destrozado. Y no te hacen falta cuatro para
nada.
–Bueno, como decía tu abuela Barnes, no hay que darles de
comer, ¿no?
–Comen espacio. Y comen tiempo mientras intentas arreglarte.
Este que tienes es bonito.
–Bueno, ese aunque sea.
–Ay, venga. ¿Cómo es eso que dices? «Con los viernes de
niebla nunca se sabe». Quédate con el bonito y ya está.
¿La había convencido? ¿Había notado un leve cosquilleo por
haber conjurado su muerte? Así era.
–Vale. Sí.
Estuvo sorprendentemente divertida. Luego nos pusimos con la
caja de las bufandas y después con la de los gorros de invierno, y
después con la de las revistas y el revoltijo de mallas.
–Ahora vamos a reorganizar tus bolsas de tela.
–¡Vale!
–Podemos quedarnos con las que tengan un tamaño útil, y
también con las que tengan lemas.
–¡Ay, sí! –dijo.
Por último –esto lo propuso ella, yo empezaba a cansarme–,
nos pusimos con las cosas del baño: dos cajas de plástico de
medicamentos, productos de aseo y maquillaje. Lo llevé todo al
salón, lo apilé junto al sofá.

118
–¿Para qué has estado cargando con todo esto? –dije, y sonrió.
Lo primero que saqué de la primera caja fueron varios frascos
vacíos y pegajosos de jarabe para la tos. Luego una LadyShave
rota. Un tubo de pomada Bonjela, enrollado como un caracol y
cubierto de polvos de talco.
Tendí a mi madre un tarro de Calpol infantil con la tapa oxidada,
luego un termómetro infantil y un paquete de viejas tiritas Mr. Men
secas.
–¿Basura? –dije.
–Sí –dijo, y tiró todo en la bolsa negra.
Había otro objeto familiar: un tarro de sales aromáticas
Mackenzie. De hecho, mientras revolvía los restos suaves de
algodoncillos y las cajas de tiritas aplastadas, encontré media
docena de aquellas ampollas marrones del tamaño de mi mano
que mi madre solía dejar por cualquier parte: junto a la cama, en
los bolsillos del abrigo, en la guantera del coche.
–Me parece que han perdido potencia –dije mientras
olisqueaba una, luego se la pasé.
Sin embargo, se mostraba reacia a deshacerse de ellas.
Empezó a olisquearlas de una en una para ver si merecía la pena
guardarlas. Entretanto, tuve que oler un esmalte amarillento con
el que solía pintarme las verrugas alrededor de las uñas cuando
era pequeña. Qué recuerdos.
Había medio bote de Mints Extra Fuertes que se habían
solidificado en forma de cilindro pegajoso.
Y había varias compresas con un polvo pálido entre los
pliegues.
Hice una pila con tres frascos de laxantes y antiácidos medio
usados.
–Estos podemos tirarlos –dije.

119
En la caja del maquillaje había nueve frascos y tres tubos de
base viejos. Los alineé en la mesita y vertí el contenido de uno en
la palma de la mano. Era denso y de color albaricoque, y se «fijó»
enseguida.
–Parece maquillaje de teatro –dije–. O pintura industrial. ¿Era
de este color originalmente?
–Pues sí –dijo mi madre–. ¡Era lo que se llevaba!
–¿Te ponías este color? –dije.
–Ay. ¡No sé! –dijo–. ¡Puede!
Revisamos rímeles secos y un puñado de frascos de pintaúñas
con la tapa pegadísima.
Que el pintalabios púrpura podría volver era discutible, pero
convencí a mi madre de que no iba a volver para ella…
Animada tras aquel tira y afloja, que estuvo muy reñido, se
anotó el siguiente punto contra una oponente agotada, con una
sombra de ojos Mary Quant azul pálido.
–Este es un artículo de coleccionista –dijo mi madre con
firmeza, y lo puso en el montón pequeño de «para guardar».
–Aquí hay un montón de pañuelos de papel estrujados –dije–.
Creo que los podemos tirar, ¿no?

Cielos grises. Gotas de lluvia resbalando por la ventana. Pero la


tórtola estampada seguía allí. Tórtola en un alarde de actitud: un
emblema de nuestro calvario. Se oía el ruido del viento que
azotaba una lona de plástico en el andamio de enfrente.
–Parece que estamos en el mar –dije mientras nos sentábamos
a almorzar un cuenco de sopa con tostas de avena.
–¿A qué te refieres? –dijo mi madre.
–Aunque supongo que no está tan mal tener que quedarse en
casa cuando fuera hace tan malo.

120
–Mmm –dijo.
–¿No echas de menos socializar?
–Ah. Puede. No sé.
–¿No te estás volviendo majara? Yo sí, y solo han pasado
veinticuatro horas…
–Un poquitín loca sí noto que me estoy volviendo –dijo–. Pero
bueno, es lo que siempre noto. Incluso cuando salgo todos los
días. Aquí no hay por dónde pasear. Me encantaba dar paseos
largos. Aquí siempre te sientes atrapada.
–¿En Mánchester?
–Mmm. Tienes que coger un tren, de hecho. En la ciudad no
hay parques. No hay adónde ir. O sea, si quieres dar un paseo
largo no hay nada.
–¿En Liverpool paseabas?
–Un poquito, sí. Íbamos a Sefton Park. Pero me refiero a
Londres, en realidad. Al río. Me encantaba pasear por allí.
–Hala. ¿En serio?
–Mmm.
–Aquí hay un parque fluvial, ¿no? –dije, pero nunca había
estado, y supuse que no se parecería en nada al Támesis–. Pero
hay un trecho en autobús, supongo.
–Mmm –repitió mi madre–. ¿John y tú salís mucho? A pasear y
eso.
–Pues sí. Cuando hace buen tiempo. Nos gusta el río. O los
jardines de Chiswick House.
–Ah, sí, conozco Chiswick House. Os llevaba mucho a ti y a
Michelle.
–¿Sí? Vaya. No lo sabía.
–Estuve paseando por allí contigo el día que me fui de Londres.
Por quitarme de en medio mientras tu abuelo preparaba una
maleta con mi ropa y tus cosas. Un último vistazo… o algo así.

121
No dije nada. Cogí el paquete de plástico vacío de tostas de
avena y lo metí en el cuenco.
–Qué vida esta, eh –dijo mi madre–. Yo qué sé.
»Menuda vida, eh –dijo.
Abría y cerraba las manos, sin apenas apretarlas, sobre la
mesita de cristal.
Me levanté y me llevé los cuencos. Cuando volví, me apoyé en
el respaldo de mi silla y dije:
–Bueno, al menos lo dejaste, mamá. Fuiste valiente. Y también
hiciste bien cuando dejaste a ese otro… Si fuese tú, seguramente
no volvería a casarme nunca más –dije. Sonreí. ¿Sonreiría ella?
No, la verdad es que no. Más bien pareció encogerse.
»Quería preguntarte –dije–, ¿llegaste a divorciarte oficialmente
de Joe?
–Oh. Bueno, sí. Claro, por fin. Pero sin su colaboración. Fue un
horror. Un estrés. O sea, pensé que lo de esperar tenía sentido
porque cuando estás «separada», el divorcio es un formalismo.
Después de cinco años, pensé que sería cosa de poner un sello,
la verdad. Pues por lo visto no. Le mandaron los papeles dos
veces, pero no daba acuse de recibo, ¡así que no sabía qué
hacer! Pensé, ah, pues es lo que hay, ¿no?, pero entonces
gracias a Dios que Michelle se ofreció a llevárselos y
entregárselos en mano. Así que más o menos le tendió una
emboscada, ya sabes, y ya por fin, por fin, las cosas avanzaron.
Durante un tiempo sí que pensé, ¡no hay solución! Lo saqué de
mi testamento. Michelle me ayudó a hacerlo, o sea que… Porque
sí que pensé, ya sabes, lo siguiente será que me muera y que se
quede con todo.
–¿Mantuvisteis el contacto después de que te fueras?
–Ah, no. No. Ninguno desde que me fui. A ver, le mandé un
correo hará un par de años porque…, en fin, en su día compré un

122
cortacésped, ya sabes, y la garantía iba a expirar, así que me
enviaron una notificación y ahí le escribí un correo para decirle,
dime si quieres renovar la garantía del cortacésped, y me
respondió diciendo: «Vete a la puta mierda y muérete». En fin.
–¿Y nada más?
–Mmm.
–Por Dios. Bueno. Esperemos que esa respuesta no se vuelva
en su contra, ¿eh?
–Mmm –dijo–. Ah. Sí. No. ¡Esperemos que no!

De nuevo en el sofá, mi madre puso una serie de detectives que


le gustaba titulada Castle. Ya me había hablado de ella, de hecho,
de lo «tremendo» que estaba el protagonista, y ahora, cada vez
que salía su cara, se animaba.
–Ay, sí. ¡Ese es! Uuuuy –decía–. ¿Verdad que sí?
Vimos tres episodios, algo que nos ocupó el resto del día.
–Me encanta cómo vacila –dijo mi madre.
Cada vez que le preguntaba si le apetecía una taza de té me
decía que sí, eso se traducía en un renqueo constante hasta el
cuarto de baño.
–Creo que vamos a tener que hacer un estudio coste-beneficios
de las tazas de té –dije, mientras se aupaba por tercera vez con
su «¡Un-dos-tres, y!».
–¿A qué te refieres? –dijo.

Esa noche pedimos comida: tallarines con verdura para mí, y para
ella lo mismo con un poquito de salmón. Serví una copa de vino
para cada una, no dejé que se vaciaran y acabamos con las
mejillas sonrosadas. En plan chicas ya, después de haber pasado
el día juntas, después de haber meneado la cabeza ante su

123
tendencia a acumular cosas, después de nuestro maratón de
Castle, mi madre me hizo una tímida petición: lo apostó todo a un
premio mayor.
–¿Bri-bridge? –dijo–. No te enfades, pero ¿alguna vez me vas a
presentar a John?
–Oh –dije–. Bueno. Ya lo hemos hablado, ¿no? Nos vemos tú y
yo. Igual cuando te mejores podemos dar un paseo por el río.
–Pero ¿por qué? Por qué, Bridge, no lo entiendo.
–No me lo preguntes más, mamá –dije.
Y me levanté y me llevé las tarrinas de la comida, luego regresé
a por las copas.
–Pero ¿por qué? –dijo.
–Bueno, ya te lo he dicho. Creo que no lo pasaríamos bien –
dije. Como si esa fuese la cuestión. Las dos sabíamos que no
valoraba la calidad ni la esencia de ningún encuentro.
Exactamente por eso no quería que sucediera.
»Y, mira, no me apetece –dije–. ¿Vale? ¿Eso no significa nada?
–Pero ¿por qué? –repitió.
–Ay, por el amor de Dios. Obsesiónate con otra cosa, por favor.
No vivo para distraerte. Ni él tampoco. ¿Mejor así?
–¿Qué quieres decir? ¿Qué quieres decir con distraer? Es
normal que una madre conozca al novio de su hija. Es normal.
Se había puesto de pie, además; y regresó cojeando al sofá, se
sentó, soltó las muletas y empezó a llorar. Sus pequeños
hombros se sacudían; tenía las comisuras de la boca hacia abajo.
Nunca la había visto llorar.
–Ay, mamá –dije–. ¿Esto a qué viene? Esto no es porque no
has conocido a John.
–Pues sí –dijo–. Pues sí.
Lo dijo con los dientes apretados. Levantó la pierna mala para
apoyarla en el sofá e hizo un gesto de dolor.

124
En la cocina, me lavé las manos y luego puse las sobras en un
táper para guardarlas en el frigorífico. Lavé las copas y las sequé,
y luego volví y me senté en aquella extraña butaca de dentista.
–Mamá, olvídalo.
–Eres mi hija –dijo.
–Muy bien –dije–. Vale.
–La horrible no era yo, era tu padre. No era yo.
–Ah, él. Bueno, igual recuerdas que no lo veía ni un segundo
más de lo que me obligaban. Sin embargo, aquí estoy.
Entonces la vi muy abatida. Se secó las lágrimas con el pulpejo
de la mano y luego recolocó los cojines de debajo de la pierna.
Con ella las cosas nunca podían esperar. Nunca podían quedarse
tal cual. Pensaba que había sido clara con respecto a John.
Cuidadosa, incluso. Así habían sido las evasivas: había tenido
tacto e intentado no hacerle daño. Pero así habían acabado las
cosas.
Lo absurdo era que, llegados a aquel punto, ya me traía sin
cuidado si se conocían o no. ¿Qué más daba?
–Pero ¿por qué me estás castigando a mí –dijo entonces–, si
fue él?
–Nadie te está «castigando». No seas tan rara, por favor.
Venga. Te falta poco para cumplir setenta. No puedes distorsionar
así las cosas. No ayuda. No es real.
–Fuiste con John al funeral de tu padre.
–¡Estaba muerto!
–Pero dejaste que todo el mundo lo conociera.
–¿A qué viene eso de «dejaste» y «castigando»? No eres una
niña. Nunca volveré a ver a esas personas. Sabe Dios por qué fui.
Iré con John a tu funeral, qué te parece.
Se puso otra vez a llorar.
–Ay, por el amor de Dios –dije–. ¡Era broma! Perdóname.

125
»Una broma de mal gusto –dije. Pero aquel era su momento.
Otra vez tenía las comisuras hacia abajo.
»¿Quieres que te diga por qué, mamá? –dije–. ¿Por qué no
tengo que mezclar las cosas?
No respondió.
–¿Cuántas frases crees que eres capaz de absorber sobre el
mismo tema? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Una? ¿Serías capaz de
considerar y dar por buena una única frase?
No dijo nada. No movió la boca.
Las dos permanecimos unos segundos sentadas en actitud
tensa, ella en el sofá, con la barbilla en alto; yo inclinada hacia
delante en la butaca, como si hubiese salido disparada tras un
frenazo repentino.
Y entonces el momento pasó. Los ojos de mi madre se secaron
de repente y una vez más tenía el ceño fruncido; estaba
levantando las pilas de periódicos que la rodeaban, en busca del
mando a distancia. Tras encontrarlo, se puso a navegar por varios
menús de la pantalla.
–En fin –dijo–, ¿ves algo que te guste?

Otra noche escuchando la música de la discoteca de enfrente.


Otro madrugón y otra hora en el Nero. Mi madre estaba levantada
cuando regresé, tumbada en el sofá. Pareció sobresaltarse
cuando aparecí. Tenía los ojos muy abiertos y recelosos cuando
le di el periódico que había comprado.
–¿Estás bien? –dije–. Igual leo un rato. ¡Llámame si necesitas
algo! Me quedaré hasta la hora de comer, o sea que ¡último aviso
para hacer la compra!
Regresé al cuarto de invitados, cerré la puerta. Pasó una hora.
Fui incapaz de concentrarme en el libro. Me sentía culpable e

126
inútil, y aburrida. Y en la habitación hacía mucho calor. La
televisión estaba otra vez muy alta, un momento después paró.
Hubo silencio. Luego se oyó fuera el clac clac de las muletas
contra el suelo de tarima. ¿Iba al baño?
–¿Bridge? ¿Bridge? –Con unos golpecitos en la puerta.
–No abras –dije–. Ya voy.
Me levanté con desmaña y entreabrí la puerta. Mi madre estaba
de pie en el pasillo, apoyada en las muletas, con sus estrechos
hombros hundidos.
–Ven a sentarte conmigo, Bridge, me come la pena –dijo. Sus
comisuras cayeron de nuevo y empezó a llorar.
–Vale. Lo siento. Ay, vaya.
Pegó la barbilla al pecho y sollozó.
–Ay, vaya –repetí–. ¿Quieres que te abrace?
Pareció que asentía, y la rodeé delicadamente con los brazos y
le di unas palmaditas en la espalda.
–Venga, vamos despacito.
La seguí hasta el salón y me senté y esperé a que se sentara, a
que soltara las muletas y levantara la pierna mala. De nuevo,
alargué el brazo y le di unos golpecitos en el hombro con los
dedos.
–Qué te pasa.
–No lo sé. Me siento… triste.
Esperé, me incliné hacia delante en la butaca. ¿Le decía algo o
esperaba a que hablase?
Alargué otra vez el brazo y le acaricié el hombro.
–Te sientes triste –repetí.
Asintió.
¿Qué hacer? Quizás debía actuar igual que cuando habíamos
estado ordenando. Arremangarme y hacerme cargo de las cosas.
Lo intenté.

127
–Bueno, mira –dije–, es tristísimo estar encerrada en casa
durante semanas, y con este tiempo tan desapacible. Es
desolador, ¿no? Deprimiría a cualquiera. Da igual que seas una
persona a la que, ya sabes, le gusta mantenerse ocupada.
Meneó la cabeza. Había dicho las palabras equivocadas.
–¿Es la casa? –dije–. ¿Quieres mudarte? Si quieres, esta vez
te ayudo. Creo que podrías buscar un sitio menos industrial.
¿Echamos un ojo a las páginas de inmobiliarias?
»Ay, mamá –dije–. ¡No te preocupes!
Estaba sentada de lado en el sofá, con la pierna mala estirada,
encorvada de cintura para arriba.
–Hago todo lo que se supone que una tiene que hacer –dijo.
–Lo sé –dije.
–No lo entiendo –dijo–, hay personas que conocen a alguien
majo y ya está, ¿no?
–Algunas –dije. Lo dije como si fuese algo que concedía de
manera cautelosa, porque, por supuesto, lo sabía, era
incómodamente consciente, yo era una de esas personas. Confié
en que no caería en la cuenta y se sintiera dolida. No lo vi posible.
»Pero hay un montón que no –dije–. Cuestión de suerte, ¿no?
Es… la carta que te toque.
»No creo que la solución sea conocer a alguien majo –dije.
»Además, para hacer eso solo tienes que salir, ¿no? –dije,
ahora con un tono divertido, de sensatez.
No dijo nada: seguía sentada muy quieta.
–Tienes un montón de cosas buenas –dije, risueña–. Eres
solvente. Independiente. Tienes un piso y ahorros y una pensión.
A un montón de mujeres les encantaría estar en tu posición –
dije–. Sin los maridos que tienen –dije, burdamente.
Ella no dijo nada.

128
Y de nuevo vi que había dicho las palabras equivocadas. Que
era una treta ruin ponerse de repente tan racional y pragmática
ante la angustia. Era como si me hubiese puesto con delicadeza
un par de guantes de carnicero. O transferido todo el asunto a un
departamento distinto.
–¿Te sientes sola? –dije–. ¿Es eso?
Hizo un mohín. Meneó la cabeza una vez, luego se frotó la
frente. Aun así, parecía estar esperando algo de mí. Por cómo
estaba allí sentada, tan quieta, podría haber estado a la espera
de que el secreto de su vida le fuese revelado por fin. O a la
espera de un puñetazo. En vez de eso, dije lo que ya había dicho:
–Has tenido dos maridos horribles. Tu objetivo no debería ser
volver a casarte.
Exactamente lo que había dicho la noche anterior. La misma
crueldad desenfadada. Crueldad sacada a colación igual que
cuando la enfocaba desde mi «¡mamá, eres incorregible!».
¿Qué creía que iba a pasar? ¿Que iba a asentir y a sonreír, que
todo aquello le iba a hacer gracia, como cuando le había dicho
que no necesitaba cuatro bolsos negros? Aquella gran evitación
emocional que estaba demostrando empezaba a desvelar, dentro
de sus capacidades, algo nuevo. Pero resultó que no había modo
de darle una respuesta ni tampoco de ayudarla.
–Una tenía que casarse –dijo, sin levantar la vista. Y entonces
se reanimó, con la insistencia que había demostrado cuando yo
era niña, con esa noticia urgente que pudo sacarse de 1977, que
era lo que se hacía.
–Creo que deberías ir a terapia, mamá –dije.
De nuevo hizo un mohín y meneó despacio la cabeza.
–Es algo que una puede hacer cuando se siente estancada o
asustada. Intentar averiguar por qué.

129
»¿Me estás escuchando, mamá? –dije–. ¿Puedo decirte lo que
pienso? Deberías pensar qué necesitas. Y por qué lo que tienes
parece dejarte tan vacía. Ese punto de expectación desilusionada
se te hace un mundo. Creo que cuando dices que haces lo que se
supone que hay que hacer sientes que se ha roto un acuerdo.
Tienes la sensación de que nunca se llegó a un entendimiento,
¿es eso?
»Y tendrías que pensar por qué necesitas tantas distracciones.
La tele tan alta y demás, y esa tontería de los flechazos. Entiendo
que son el meollo de la vida, que son maneras de salir adelante
en la vida. Pero da la sensación de que te dejan muy vacía.
Lo expresé lo más claro que pude. Y tenía algo más que añadir,
si me daba tiempo antes de que saliera huyendo.
–No puedo decirte cómo tienes que vivir, mamá –dije–. Pero
aquí todo tiene pinta de ser un poco provisional, ¿no? Como si
pensaras que algo va a sacarte de todo esto, así que da lo
mismo. Como si hubiese otra cosa hacia la que huir.
–¿A qué te refieres? A mí no… me lo parece.
–Yo creo que sí.
Meneó la cabeza, luego habló entre dientes, llorando todavía:
–Hago todo lo que se supone que hay que hacer –repitió–.
Salgo, «persigo mis propios intereses», me apunto a cosas, hago
voluntariados.
–Pero ¿para qué? ¿Qué es lo que te llena más?
–¡Alguien como Castle! –dijo, llorando ahora con mayor
desesperación–. Alguien con quien, ya sabes, vacilar un poco.
–Ay, mamá –dije. Y le acaricié el hombro otra vez.
Lo que decía que quería no tenía por qué ser inalcanzable,
¿no? ¿Qué me hacía saber que sí lo era, entonces? Las mujeres
de su edad conocían a gente. Yo solía ver a mujeres de la edad
de mi madre: mujeres que se parecían a mi madre, mujeres que

130
vestían como mi madre, y salían por ahí en lo que parecían citas.
Me había fijado en ellas en cafeterías, en conciertos: mujeres
bajitas, pulcras, en la sesentena. Como mi madre y no como mi
madre. ¿Ella también las veía? ¿Y notaba la diferencia?
–¿Vas a pensar lo de la terapia? –le dije de nuevo–. Sé que
crees que es para locos, pero ayuda tener a alguien con quien
hablar. Incluso para alguien tan cuerda y normal como tú. –Con
esto sonreí y me incliné hacia delante para intentar mirarla a los
ojos–. Para sacarlo todo y descubrir patrones. Lo has pasado mal.
¿No te gustaría que alguien te comprendiera? Puedo ayudarte a
encontrar terapeuta. Es facilísimo.
–Bueno, puedo mirarlo –dijo, dubitativa.
–Lo miramos. Mal no te va a hacer.
–Sí. Puede.
–Vale. Pásame tu portátil.
–Hay cosas que nunca le he contado a nadie –dijo mi madre.
Abrí su portátil. Abrí el navegador.
–Ya –dije.
–Cosas que me obligó a hacer –dijo.
–A ver quién está disponible por la zona –dije–. No querrás que
te pille muy lejos…
Y a partir de ahí, fue como poner orden en su cajón de las
bufandas, la verdad. Se ablandó, estaban atendiéndola.
–¿Hacemos una lista de posibles? –dije.
–Siempre pienso, ya sabes, que ha pasado mucho tiempo, para
qué remover las cosas… –dijo, aventuró.
–Pues porque eres infeliz. Todavía te afecta –dije con
rotundidad–. Creo que es una buena decisión. Algo positivo. Y
bastante valiente, además. ¡Es mejor inversión que estar todo el
tiempo de parranda! –dije–. ¡Que andar de pingoneo!
–Mmm –dijo ella.

131
2

En Bayswater Road vi hace poco a un hombre que podría haber


sido mi padre. O mi padre con cuarenta y cinco años, al menos.
Llevaba un abrigo de esquí abultado. Tenía el pelo ralo y castaño
claro. Me vi apretando el paso durante un rato para no perderlo
de vista. Me produjo una sensación muy curiosa –una sensación
estimulante– acercarme tanto a aquellas zancadas largas, a
aquella capucha bamboleante.

No llegué a saber más sobre «las cosas que me obligó a hacer».


Qué mesura había demostrado yo al no discutir aquello. Qué
mesura más ladina.

La siguiente vez que hablamos, mi madre echó la culpa de su


angustia a los efectos secundarios de los analgésicos, algo que
no había que descartar.
–Estaba hasta arriba de pastillas, Bridge –dijo–. Tuve una
operación seria.
–Me pareció que eras muy infeliz, nada más.
–Pues no. ¿A ti qué te importa?
–Ay, si a mí me da igual –dije–. No me malinterpretes. Estoy
siendo cuidadosa. Solo quería saber si habías tenido continuidad
con alguna terapeuta.
–No –dijo.

132
Lo que iba a hacer, me dijo, era irse de vacaciones y luego
buscar casa para mudarse.
–Ah, vale. Qué bien. ¿Adónde te vas a mudar?
–Ay, no sé. Es que estoy harta de esta residencia de
estudiantes. Quiero una comunidad –dijo–. En fin.
–¿Y adónde te vas de vacaciones?
–Pues en Navidad me voy a Cuba. Y luego a Tailandia. Y luego
a Lisboa.
–¡Hostias! –dije. Y luego–: Pero es lo mismo que has estado
haciendo, ¿no? Solo que más caro.
–Es mi dinero –dijo.
–Cierto. Vale. Si crees que te va a ayudar…
–¿A qué te refieres con ayudar?
–A que te sientas mejor.
–No necesito sentirme mejor. ¿No puedo decir nada? –dijo–. Es
mi dinero. Además, ¿qué te sorprende tanto?
–No estoy sorprendida.
–Estaba hasta arriba de pastillas, Bridget –dijo, y luego, con su
voz enfurruñada, obediente, de adolescente a la que obligan a
pedir disculpas, dijo–: Entiendo que estuvieses preocupada,
Bridget, y gracias por… preocuparte, pero estaba empastillada.
Acababa de tener una operación importante.
–Genial –dije.
–Deja de tomarla conmigo. Pasa página. Una hija normal diría:
Ay, qué interesante, ay, qué valiente.
–¿Sí, eh?
–En el Club del Vino me decían: Ay qué valiente, nosotras
seríamos incapaces de hacer lo que tú haces.
–¿Sí, eh? ¿Porque te vas de vacaciones?
–Voy a recorrer mundo, Bridget.
–¡Vale!

133
–¿Conoces a muchas mujeres de mi edad que viajen solas?
–Quiero que hagas lo que te haga feliz, mamá.
–Pasa página –dijo.
Ahí tuve que reírme.
–En fin… –dije.
–¿Qué te sorprende tanto? ¿Estás celosa, es eso?
–No estoy celosa, no –dije.
–Pasa página –decía sin parar. Por lo visto, aquel le parecía un
juego muy divertido–. Pasa página pasa página pasa página –
canturreaba al teléfono, la melodía de la sirena de una
ambulancia vieja. Mofándose de mí. Mofándose de un mundo
sorprendido.

134
3

Sin embargo, mi madre tenía razón. Para poder vivir, para poder
ser Hen Grant, tenía que zafarse de una maraña de cuerda vieja
llena de moho. Tenía que avanzar, anunciándolo. Incansable e
internacionalmente.

Pasó por Londres cuando regresó de Portugal. Fue a finales de


verano. Quedé con ella en un pub cerca de Euston, y la encontré
en un banco a la sombra en la terraza y con muchas ganas de
hablar; fue un gran cambio.
–Pues creo que las mujeres solo hablamos de chorradas –
dijo–. En ningún momento me ha apetecido unirme a ninguna.
–¿No?
–O sea, en el viaje había tres hombres y quince mujeres, y en
general me sentaba con los hombres y charlaba con ellos, así
que… Ed y Andy y Dave. Ay, ¡qué gracioso era Dave! Y yo les
decía: Ay, no, no quiero sentarme con «las chicas» como las
llamaban ellos porque las mujeres, sí, solo hablan de chorradas,
creo. Ed era rarito… No paraba de hablar de su exmujer y un día
a la hora del almuerzo mientras volvíamos todos como en tropel
al autobús, Dave, que se había sentado al lado de Ed, dijo que
necesitaba el asiento para estirar las piernas, así que Ed me
preguntó si podía sentarse conmigo pero es que a mí no me
gusta sentarme con gente, así que en broma le dije: Ay, no,
necesito estirar mi pierna mala. Total, que a Ed no le hizo gracia y

135
fue a sentarse en otra parte, pero entonces durante la semana
que quedaba de vacaciones no hizo más que sacar el tema y
como que… invitaba a copas a Dave y a Andy pero a mí no, y les
reservaba asientos pero a mí no, y decía, ya sabes, que yo no era
amable, o decía que tenía que estirar su pierna, o sea que sí, que
era rarito, pero Dave y Andy, o sea, Dave sobre todo, era
graciosísimo.
–¿Entonces la idea era emparejarse o era para gente que no
quiere ser la única persona soltera?
–Bueno, sí, creo, si no quieres estar rodeada de parejas y
familias… O sea, no son citas relámpago ni nada de eso. Y está
bien pensado, porque siempre hay muchos menos hombres que
mujeres. Y los hombres, sinceramente, pueden ser un pelín
raritos.
–¿No hablas con las mujeres?
–Sí, claro que sí. No estoy… Solo digo que no va conmigo
mantener conversaciones de chicas o lo que sea. Solo quieren
hablar de sus hijos y a mí sus hijos no me interesan. Ni sus
nietos.
–¿Y vas a volver a ver a alguno? –dije.
–Bueno, Dave vive en Londres, así que se lo dije, sí, que suelo
bajar a visitar a mi hija, o sea que…
–Invítalo a cenar –dije–. En febrero.
–A quién.
–Al personaje ese, Dave. Invítalo cuando vengas. O sea, si
para entonces seguís en contacto.

136
4

Como una planta que busca la luz, tan pegada a la ventana como
podía estarlo una persona, y con la cabeza vuelta para mirar tanto
como su postura le permitía, estaba asomada mi madre a la
ventana del salón, esperando a Dave.
–¿Eres fan del ajo, Helen? –dijo John.
No contestó. Tenía la atención puesta en el primero de los
escalones del semisótano.
–¿Mamá?
Cuando se dio la vuelta tenía un gesto desesperado. Apartada
de su vigilancia.
–¿Sí? ¿Qué?
–Te preguntaba si eres fan del ajo, Helen –dijo John. Estaba de
pie junto al fogón. Yo estaba sentada en el sofá.
Como no sabía a cuál de los dos mirar, los ojos de mi madre
iban de uno al otro. ¿Quién era el enemigo más peligroso? No iba
a concedernos nada a ninguno.
–Bueno… ¿a qué te refieres con lo de fan? –dijo.
–Voy a añadir las verduras. Aquí somos bastante pro-ajo y, a no
ser que intentes detenerme, voy a echar varios dientes para que
se hagan.
Mi madre parecía petrificada.
Al parecer, el tal Dave no era un hombre que hubiera aceptado
una invitación a cenar y que, por lo tanto, su aparición estaba
garantizada, sino más bien una especie de visitante que podría

137
desvanecerse en la penumbra en cualquier momento a menos
que se quedara ante la ventana para animarlo a entrar. En vez de
eso, obligada a mirarnos, pegó los puños apretados a las
caderas.
–No es una pregunta trampa –dije, con toda la suavidad que
pude, y evitando mirar a John, que podría haberlo interpretado
como impaciencia o maldad.
Tensa, se encogió ligeramente de hombros.
–Bueno, no sé. Me da igual. No, ya sabes. La cantidad normal y
eso.
Tenía el ceño fruncido.
–¡La cantidad normal! Vale, ¡no voy a pasarme, entonces! ¿Tu
amigo sigue sin aparecer?
Se encogió otra vez de hombros, enfadada, aterrada: ¿cómo
iba a saberlo si la habíamos obligado a darse la vuelta?
–Bueno. No sé… –dijo. Y luego, tomándoselo a broma, con
valentía–: ¡Lo mismo ha venido y se ha tenido que ir!
–El timbre funciona, Helen. Solo he dicho que igual hay que
tocar varias veces. ¿Seguro que no quieres sentarte? Tienes ahí
tu bebida.
–No. Quizás cuando Dave…
Se volvió hacia la ventana. Una silueta pequeña y extraña.
Tremenda atención animal.
Desde donde estaba se alcanzaba a ver las botas y los zapatos
de la gente y las bolsas de la compra. Se veían nuestros cubos
de la basura, quietos en la penumbra húmeda y plomiza.
John y yo intercambiamos miradas. Volví las palmas de las
manos hacia arriba. Mi madre no le había hecho ninguna
pregunta. A la persona que con tanta desesperación había
querido conocer. Cuando John regresó tras echar la verdura, se
trajo la copa y se quedó junto a la mesita, en la que habíamos

138
dispuesto los aperitivos que solíamos servir cuando teníamos
invitados: anacardos, pepinillos, un cuenco de rabanitos en
rodajas. Los dos dimos sorbos a nuestras copas y cogimos
puñados de frutos secos y uno o dos rabanitos, y nos los
comimos a la cálida media luz de la habitación, y observamos a
mi madre en el rincón oscuro, desde donde seguía vigilando la
zona del semisótano.
Después del lío que había montado, de pedirlo con tanta
urgencia, apenas se había fijado en John. Lo miré otra vez
abriendo mucho los ojos mientras seguíamos allí sentados. En
cierto modo tenía su gracia, pensé. Para John no tanta, al
parecer. ¿Iba a ser toda la noche igual?
Había empezado en cuanto llegó. Su saludo había sonado
evasivo y falso, o al menos a mí. Y luego John había dicho:
–El timbre ha funcionado a la primera, ¿eh? A veces se pone un
poquito puñetero.
–¡Ay! –dijo ella.
Lo que aquella noticia implicaba pareció agobiarla durante los
segundos que siguieron. Era incapaz de concentrarse en las
preguntas de John. Más que contestar, decía: «Sí», y sonreía y
fruncía el ceño infeliz, y cuando John le guardó el abrigo fue
directa a la ventana a esperar mientras vigilaba.

Cuando Dave llegó, mi madre corrió a abrir la puerta.


Apareció el primero en el recibidor, y ella cerró la puerta detrás.
–¿Me das tu abrigo? –dijo, con cierta ceremonia–. Y, sí, estos
son Bridget y John. Y este es su piso, sí.
Los dos dimos un paso al frente y saludamos y le estrechamos
la mano, como si fuésemos una comitiva de bienvenida. Nadie le

139
presentó a Puss, que estaba tumbado en la alfombra
desperezándose. Estiró los dedos y bostezó.
–¿Quieres algo de beber? –dijo mi madre, mientras Dave le
daba el abrigo y nos sonreía–. O un… rabanito, o… Lo que te
apetezca, lo tenemos –dijo, con voz de dueño de restaurante
italiano–. ¡Tenemos rabanitos, tenemos frutos secos! –dijo.
–Yo me ocupo, ¿vale? –dije, y le cogí el abrigo del brazo. Me lo
llevé al pasillo. Cuando regresé, John seguía de pie sonriendo en
el rinconcito de la cocina mientras mi madre le servía un vino a
Dave. Sacó una copa del mueble, devolvió la botella al frigorífico.
Dave parecía un poco más joven que mi madre. Tenía una cara
agradable. Pelo tirando a rubio. Ojos acuosos. Llevaba
pantalones de pinza y zapatillas de senderismo, y un jersey azul
marino demasiado pequeño con cuello de pico encima de una
camisa a cuadros.
–¡Muy bien! –dijo mi madre, y le tendió la copa antes de hacer
un barrido con la mano, como la ayudanta de un mago, una vez
más, hacia los aperitivos en la mesita–. ¿Y un fruto seco?
–Sí, estoy seco. ¡Sí! –dijo Dave.

Durante la cena, John le preguntó a Dave por Portugal, ya que


sabía que era allí donde él y mi madre se habían conocido. Dave
estaba «muy metido en la fotografía», dijo, por eso había hecho
aquellos viajes. Le gustaban los edificios antiguos.
–Y los gatos –dijo, e hizo un gesto con la cabeza hacia Puss,
que había vuelto a su cama y estaba dormido–. ¡Los gatos son
los dueños de Lisboa! –dijo.
–¡Ay, sí! –dijo mi madre. Un golpe de efecto que hubiese un
gato, porque era gatero. Una suerte. Sabía que era eso lo que
estaba pensando. Un exitazo.

140
A su mujer le gustaban las playas, dijo Dave. No era muy de
ciudades. Pero ¡saltaba a la vista que él no era de los que
adoraban ponerse al sol! Mi madre no reaccionó a aquella noticia,
si es que para ella era noticia. Ni se inmutó. ¿Ya lo sabía?
Costaba saberlo. Lo de la fotografía sí me lo había contado, pero
ahora reaccionaba como si fuese una revelación fascinante sobre
la que quería saberlo todo. Parecía fuera de sí de felicidad, de
hecho, en especial mientras veía hablar a Dave y a John.
Luego John le hizo algunas preguntas a mi madre sobre su
casa. Ella se lo tomó como una agradable invitación a que
contara a la mesa la historia de su piso.
–Sí, no sabía que me había mudado a un edificio de
estudiantes –dijo, como si fuese una anécdota graciosa. Lo dijo
como una podría decir: «¡Y resultó que no era una fiesta de
disfraces!».
»Sí, un montón de estudiantes chinos –dijo–. Yo busco una
comunidad. En fin.

Durante la comida parecía que se armaba de valor con vistas al


momento en que pudiera hablar. O lo que es lo mismo, en que
pudiera participar. Unas expectativas, de hecho, que la
desbordaban, de ahí que no parara de interrumpir y meter baza.
No de un modo agresivo, pero sí nervioso, desesperado. Era
como si intentara subirse a un tiovivo en marcha. Y como si John
y yo estuviésemos intentando avanzar en mitad de un fuerte
vendaval, mientras ella buscaba formas de intervenir fuese cual
fuese el tema en discusión, a menudo con una mirada pícara o
traviesa a Dave.

141
Hacia el final de la comida, Dave le preguntó a John a qué se
dedicaba. Cuando John dijo que era psicoanalista, Dave mostró
interés, e hizo las preguntas que la gente solía hacer. Pero
mientras John respondía, mi madre interrumpió para decir, con un
susurro fingido:
–Pero Dave, Dave, no es para los locos, ¿vale? Para nada,
pero para nada significa que estés loco. Ay, no. ¡Para nada!
No supe decir qué pensó Dave de aquello. Parecía una de esas
personas que siempre caían de pie. Más le valía, la verdad, ahora
que había aparecido por aquí.
–¡Pues ya no me vale! –dijo, mientras me levantaba para
llevarme los platos.
Cuando me senté otra vez, John desapareció y regresó con un
cuenco de ensalada, luego con una tabla de quesos y por último
con un tarro de galletas.
–¿Saladitos? –dijo, tras quitarle la tapa.

Más tarde, John calificó a mi madre de «implacable». Le había


tirado de la lengua, un poco temerosa de que dijera que no veía
ningún problema. Pero no, lo había visto perfectamente.
–Nunca me había topado con nadie igual –dijo.
Estaba fregando mientras yo secaba los platos y los ponía en
su sitio.
–He conocido a gente insistente, dogmática, agresiva, pero lo
de tu madre ha sido distinto. Ha quedado claro enseguida que no
iba a implicarse en nada de lo que se dijera. Tenía una actitud, no
la ha abandonado, y eso ha impedido que reaccionara a nada de
lo que estaba sucediendo en realidad. O que experimentara lo
que estaba sucediendo en realidad… Se ha negado en redondo a
hacerlo. Ha sido desconcertante. Entiendo a qué te refieres. Cada

142
vez que parecía que reaccionaba, no eran reacciones en
absoluto, ¿no? Estaba escenificando lo que piensa que ella
misma es. O lo que ha decidido ser. Y se ha entregado por entero
a una escenificación insoportablemente falsa.
»Pero… tampoco era nada personal –dijo John mientras
escurría el estropajo–. No tenía nada que ver conmigo ni contigo.
Está claro que le da miedo implicarse. Y eso es triste. Triste y una
defensa. Voy a explicarlo mejor, tu madre estaba en una realidad
a priori. Ha sido mi sensación. Una realidad que no iba a ceder
ante otra realidad.
–La realidad de la realidad.
–Bueno, sí. Totalmente.

En la cama aquella noche, me quedé despierta pensando en lo


que John había dicho.
Me vi recordando una ocasión, en la casa antigua, cuando mi
madre cambió el alicatado del cuarto de baño… Encargó el
trabajo a dos albañiles: hombres gritones, de cara sucia, que
cantaban a coro con Radio City. Mi madre se mostraba tímida en
su presencia.
–He dejado fuera té, hay café y azúcar, y hay leche en el
frigorífico. Y ahí hay galletas –les recordaba todas las mañanas.
–Oh, gracias, Hen. Qué bien.
Una noche, con la obra casi acabada, solo faltaba una pared,
mi madre advirtió una grieta en un lateral de la cisterna y al
levantar la tapa vio que alguien había intentado reparar el
desperfecto pegando uno de los azulejos nuevos por dentro del
tanque. Estaba pegado con lechada. La lechada todavía estaba
fresca.

143
A la mañana siguiente, mi madre preguntó por aquello al mayor
de los albañiles.
–¿Una grieta? –dijo– Pues no. No he visto ninguna grieta.
Ya no era tan amable. Pero mi madre sí seguía siéndolo.
Subieron juntos al piso de arriba para enseñarle lo que había
descubierto.
–Bueno, Hen, hasta donde yo sé, eso ya estaba roto cuando
empezamos la obra.
–Ah, vale –dijo. La oí decirlo. Yo estaba de pie junto a la puerta
de mi cuarto. Su voz era alegre. Como si estuviese encantada.

144
CINCO

145
1

Las luces de Navidad se habían encendido de nuevo en la


ciudad. En el Soho había estrellas fugaces, clavadas en la noche,
y en Piccadilly, ángeles resplandecientes. En Mayfair, plumas
enormes –ciclópeas– de pavo real se cernían sobre las calles
mojadas, bañadas en oro.
Era jueves por la noche. Había quedado con John para ver una
película.
Bajo la marquesina del Curzon, cerré el paraguas, luego saqué
el teléfono. Tenía una llamada perdida, de Michelle. Me sobresaltó
ver su nombre, y lo primero que pensé –y la explicación que
prefería– fue que debía de haberme llamado sin querer. No tenía
ningún mensaje, y me había llamado hacía una hora. Apagué el
teléfono enseguida y entré, John había ocupado la mesa del
rincón y estaba sentado con su libro. No estaba mirando en mi
dirección, pero levanté la mano igualmente, y sonreí, antes de
dirigirme a la barra.
Íbamos a ver una película polaca de los ochenta, recién
restaurada. Disfrutaba de aquello. De las caras. El ambiente. Pero
me costaba relajarme. Por lo visto era incapaz de dejar un pie
quieto.
Cuando salimos no había novedades con respecto a la llamada
de Michelle. Tampoco a la mañana siguiente sonó el teléfono.

146
Mi madre debía de tener el teléfono en la mano porque descolgó
casi al instante.
–Ay, gracias a Dios –dije, risueña–. Ayer tenía una llamada
perdida de Michelle y quería comprobar que no estabas, ya
sabes, ¡en coma no sé dónde! Pero ya veo que no, o sea que, uf.
¡Estaba preocupada!
Daba la sensación de que estaba en una cafetería. Oía voces.
Otro teléfono sonando.
–¿Me oyes bien, mamá? –dije–. ¿Estás por ahí?
»¿Hola? –dije. Y luego, con menos entusiasmo, porque no
tenía tiempo para aquello–: ¿Puedes contestarme, por favor? –
dije–. Has cogido el teléfono.
Entonces se oyeron los pitidos discordantes que suenan
cuando pulsas el teclado, y luego una voz –¿su voz?– dijo algo
como «hum» antes de que la llamada se cortara.
–Vale –dije.
Regresé a la cocina, puse los dos taburetes en su sitio y pasé
los platos del lavavajillas al mueble.
Allí de pie, junto al fregadero, marqué otra vez el número de mi
madre. De nuevo, contestaron al teléfono enseguida, y de nuevo
oí ruido de fondo. Pero esta vez, cuando dije: «Mamá, hola», mi
madre respondió.
–Mamá –dijo, muy despacio, con voz muy grave.
–¿Mamá? –dije–. ¿Qué haces?
–Mamá –dijo de nuevo, pero más deprisa esta vez, como si
fuese un juego al que empezaba a cogerle el tranquillo.
–¿Puedes hablar normal, por favor? –dije–. Me estás
asustando.
Entonces se oyó una risa entrecortada. Y muy despacio, de
nuevo con una voz que sonó como si tuviese la mandíbula
desencajada y aquello fuese una burla sarcástica, dijo:

147
–¿Sí?
–Vale –repetí, y colgué.

–Está en el hospital de Cumberland –me dijo Michelle.


»Lleva allí desde el viernes pasado. Iba de camino a Edimburgo
con Griff, pero Griff me llamó para decirme que no sabía qué
hacer con ella, porque no hablaba y los brazos se le habían
quedado flácidos. Así que le dije, ya sabes, obviamente, que la
llevara al hospital. Y salí del trabajo y cogí un tren, pero en fin, de
camino desde el área de descanso se puso peor. Se orinó
encima, no paraba de vomitar.
–Ay, Dios.
–Así que llamó a una ambulancia y la ingresaron en
Cumberland, y sí, lleva allí toda la semana, le están haciendo
pruebas, y le han hecho un TAC. Le pregunté si quería que te
llamara, pero decía que no, que no te molestara. O sea, fue
bastante insistente.
–Ya. Estupendo. Vale. ¿Y estás ahí ahora?
–Sí, estoy aquí. Ahora estoy en la cafetería. Todavía no he
subido.
–¿Saben lo que le ha pasado? ¿Lo que tiene?
–Sí. Un tumor cerebral.
–Vale. Mierda.
–Mañana sabrán de qué tipo. He estado leyendo todo lo que he
podido. Algunos se pueden tratar. Hay posibilidades de que sea
benigno, pero por lo que han estado diciendo creo que es poco
probable.
–Vale. Dios. Pobrecita.
–Ya.

148
–Pero ha estado bien de cabeza después de lo ocurrido, si ha
dicho que no me llamaras…
–Tiene sus momentos. Cuesta describirlo. ¿Qué hizo cuando
habló contigo?
–Ah. Repetía lo que yo le decía, pero lo decía más despacio. Y
apretaba los botones del teléfono. Y luego oía una especie de risa
desagradable.
–Sí. Es lo que hace. Está tomando esteroides para la
inflamación, así que en teoría esos síntomas deberían ir
remitiendo. Podrías probar a llamarla otra vez si quieres. Contesta
al teléfono. Aunque igual no habla o dice cosas sin sentido. El
miércoles me reconoció y me preguntó por qué no estaba
trabajando. Ayer no sabía quién era. O estaba fingiendo que no lo
sabía. Me llamaba abuelita. Y señora Potts. No hacía más que
decir: «Gracias, señora Potts». O sea, ¿señora Potts te suena de
algo?
–No. De nada.
–Ya. A mí tampoco. He pensado que podría ser alguna
profesora. Porque ponía, ya sabes, voz de niña pequeña.
–Ah, genial.
–Y luego creía que estaba en su casa, y es evidente que está
en un hospital. Y le decía a la mujer de la cama de al lado que
tenía un aneurisma, y no es verdad. Nadie ha pronunciado esa
palabra, así que no sé bien de dónde la ha sacado. Dice «un
naneurisma». Con voz como de bebé… Y «nambulancia». No
para de decir que «se va a casa en nambulancia».
–Hostias.
–Ya. En fin, insiste mucho en lo del aneurisma. Así que le he
explicado varias veces que tiene un tumor cerebral, y que podría
ser un cáncer. La especialista también se lo ha dicho. No estoy
segura de si se entera. Y si se entera, no lo retiene.

149
–No. Bueno. No querrá.
–No, claro.
–¿Llevas ahí desde el principio?
–He estado viniendo por las tardes, y me he quedado algunas
noches, pero se me hace muy duro venir cuando tengo que
trabajar. Es agotador. Y mi, esto, pareja, el hombre con el que
vivo, necesita el coche, en realidad. Si tiene que quedarse mucho
más, no creo que sea sostenible.
–¿Griff ha vuelto?
–Se suponía que iba a venir hoy, pero me escribió anoche y me
dijo que tenía migrañas. Un tocho de mensaje. Lo sé todo sobre
cómo le está yendo la semana.
–¿Necesitas que vaya? Seguramente va a estar ingresada un
tiempo, ¿no?
–No saben decirme. Tengo la sensación de que no hay a qué
atenerse. Lo primero es que nos den los resultados de las
pruebas. O del TAC. Luego decidir un plan de tratamiento, luego
buscarle cama más cerca de casa. Eso si está lo bastante bien
como para trasladarla. O sea, que le pasara esto mientras estaba
fuera ha sido ley de Murphy. O, ya sabes, ley de Hen. Hace que
todo cueste diez veces más. Así que sí. Si puedes…
–Estoy viendo cuánto se tarda. Es Carlisle, ¿no?
–Sí.
–Este fin de semana tengo conferencia. Podría llegar el
domingo por la tarde. Luego ir a verla el lunes por la mañana.
Podría quedarme varios días. La semana que viene la tengo libre.
–Vale. ¿El sábado no puedes de ninguna manera?
–No.
–Porque es cuando estoy pillada de verdad.
–No –dije–. Ya te lo he dicho.
Se quedó callada unos segundos.

150
–Vale –dijo–. Bueno. Está bien. Te escribiré con las
indicaciones. Voy a llamar otra vez a Griff.
–¿Crees que necesita que haya alguien todos los días?
–No tengo ni idea de lo que necesita.
–Ya. Llevaba tiempo sin hablar con ella –dije–. ¿Hizo bien la
mudanza?
–Se mudó en abril, sí.
–¿Y fue todo bien?
–Por lo visto. Me pasé hará un par de semanas. Yo la vi bien.
Estuvo callada.
–¿Han dicho cuánto hace que lo tiene más o menos?
–Todavía no. Pero, ya sabes, a posteriori está claro que algo no
iba bien. Tenía problemas de oído, y tenía un ojo un poco vago.
Una piensa que es la edad. Y estaba, no sé, volviéndose menos
agradable, podría decirse. A veces se ponía bastante grosera.
Como sarcástica.
–La última vez que hablé con ella estuvo callada. Fue a finales
de marzo. Pensaba que estaba triste por lo del tipo ese, Dave. Me
mandó un mensaje enigmático, así que la llamé. Contestó, pero
casi no habló.
–Dave, sí. Era… En fin, no sé. Creo que con eso se había
montado una historia mental que no era, ya sabes, real.
–No. Yo también lo pensé. Ay, vaya. Qué desagradable es esto.
–Ya. Y que lo digas. «Desagradable». Sí.
–Estuve pensando si sería feliz por fin cuando se mudara. Si se
sentiría un poquito más en casa. ¿La veías mucho?
–Sí, la llevábamos por ahí. Casi todos los domingos. No sé si
servía de algo. Pero ¿a qué te refieres con eso de «feliz por fin»?
–Ay, ya sabes. No sé. No paraba de decir que quería una
comunidad. Pensaba que igual podría hacer alguna amiga aparte
de Griff, o… Yo qué sé. Estar menos triste, supongo.

151
–«Estar menos triste». Hum. En fin, no, no estaba «menos
triste». Andaba por ahí con cualquiera como hacía en la ciudad.
Pero no iba a terminar de cuajar, ¿no? La casa nueva está bien,
en realidad. Tiene jardín y está en una buena calle. Cuando la vi,
pensé: vale, esto es otra cosa. Pero apenas desembaló nada.
Solo había cajas. No llevaba ni una semana allí y empezó a decir
que quería irse a vivir al extranjero. Mudarse a España o a
Francia. Decía que era su nuevo plan. Dices «feliz por fin», pero
no sé qué significaba eso para ella, la verdad.
–No. Tienes razón, claro. No sé a qué me refería. Ha sido de
mal gusto, lo siento.
–Ya, en fin.
–Mándame las indicaciones y eso, y el domingo estoy allí.

152
2

Otra vez tenía el pie inquieto, debajo de la mesa del House of


Fraser Caffè Nero de Carlisle.

El sábado la especialista había corrido las cortinas de la camilla


de mi madre.
–Sé que lo más respetuoso es hablar con ella, no conmigo –me
había contado Michelle por teléfono esa noche–, pero mamá ha
estado todo el tiempo jugueteando con el peine y echando mano
del periódico. Intentaba prestar atención, más o menos, pero no
sabía lo que significaba nada, y después le decía: ¿Te encuentras
bien?, ya sabes: ¿Lo has entendido, mamá? Pero no me
contestaba. Solo quería hacer los pasatiempos.
–Ya.
–Parece que no habrían podido detectarlo –dijo Michelle–. No
sé si sirve de algo. Una vez aparece, está ahí.
–Ya. Eso ayuda, en realidad.
–Así que ahora tiene que decidir si quiere tratarse.
–¿Con qué?
–Quirófano. Quimio. Radioterapia. Con las tres cosas igual
arañas unos meses más. En fin. No sé bien cómo se supone que
va a decidir. Ya sabes, la persona que cree que soy su madre y
que sigue casada con Joe. Pero tendremos que intentar
explicárselo.
–¿Reacciona a algo?

153
–La verdad es que no. Murmulla y poco más. Igual la reacción
es esa. Intenté darle un abrazo, pero se quedó quieta. Intenta
explicárselo tú el lunes. Tiene que saberlo.

Me terminé el café y me puse en la cola para pedir otro. Había un


Times en la mesa pegada a la puerta, así que lo ojeé durante un
rato y luego escribí a John. Michelle había dicho que mi madre no
se despertaría hasta mediodía. No me apetecía mucho volver al
hotel, así que, tras fijarme en que tenía las uñas un poco
comidas, busqué en Google un local de manicura, llamé a uno y
luego seguí el mapa del teléfono para mi cita de las diez.
–¿Día libre? –me dijo la chica que me atendió.
–No, qué va –dije–, por desgracia no.
Y mientras me remojaba la mano derecha en el bacín de
plástico con forma de mano y empezaba a limarme las uñas de la
izquierda, le conté lo de mi madre. El desmayo en la autopista. La
decisión que había que tomar con respecto al tratamiento.
–Ay, pobrecita –dijo la chica.
–Pues sí –dije.
Mientras me ponía el abrigo junto a la caja, retomé el tema.
–Si lo piensas –dije–, ¡la de gente que en realidad se merece
un tumor cerebral! O sea, ¡que se lo merece de verdad!
–¡A mí se me ocurren varias! –dijo.

Luego el mapa del teléfono me llevó por calles mojadas, ventosas


y engalanadas hasta la parada del autobús al lado de la estación,
donde me había dicho Michelle que tenía que coger el 60 hasta el
hospital. También me había dicho, y más tarde recordado en un
mensaje de texto, que me asegurara de llevarle un Guardian y un
bolígrafo, porque mi madre tendía a perderlo, y unas galletas

154
Ginger Nuit y crema Nivea. Lo llevaba todo, pero en el vestíbulo
del hospital, como llegué con tiempo de sobra, me di una vuelta
por el Londis y el Smiths. También había cafetería, y me puse en
la cola.
Mientras pagaba el café, alguien me llamó por mi nombre.
–¡Bridge! –dijo la voz
–¡Bridge, aquí!
Era Griff, que me saludaba desde el rincón más apartado; se
había levantado a medias de la mesa. Lo saludé con la mano y
me acerqué.
–¡Hola! –dije.
–Hola, Bridge –dijo, y quitó la bolsa de la otra silla–. Unas
provisiones –dijo–, para su señoría.
Se había dado una vuelta por el Boots, me dijo. A por toallitas
húmedas y crema de manos. Le había traído unas galletas Ginger
Nuit.
–Ah, genial –dije–, yo le he traído el periódico.
–Ay, Bridge, es terrible, ¿no? –dijo–. ¡No lo asumo!
–Pues sí.
–Shelley me dijo que igual te veía.
–¿Estuviste ayer? –dije.
–Bueno. Era mi intención. Pero me temo que el fin de semana
entero ha sido un desastre, así que Shelley se quedó un día más.
He… Tengo unos dolores de cabeza horribles, Bridge, y no sé si
me han dado por el estrés o porque estoy en shock, pero tuve
que quedarme en la cama. Y cuando se me pasan me dejan
hecho polvo durante días. Así que…, no podía pensar, Bridge.
¡Tenía la impresión de que si me subía al coche yo también iba a
terminar en el hospital!
Me habló de sus turnos en la tienda de una ONG y sus horarios
de voluntariado; cómo se las había apañado para hacer cambios

155
y estar libre hoy.
–Seguramente me habría hecho falta otro día más en cama, la
verdad, pero no podía quedarme en casa, sabiendo que estaba
aquí.
Abrí las galletas de avena y le pregunté si quería.
–Ah, gracias, sí, venga –dijo–. No me quito de la cabeza lo
deprisa que ha sucedido todo –dijo–. Tan de buenas a primeras.
–Mmm –dije.
–La había notado callada, Bridge –dijo–, las últimas veces que
la vi. Pero pensé que era cosa mía. Pensaba que había hecho
algo que la había disgustado, porque era bastante seca conmigo.
Por teléfono. Parecía muy distraída. No paraba de suspirar y
como que no me contestaba.
Pensé –pero no dije– que quizás también estaba enfadada con
él. Eran amigos íntimos, pero Griff no acababa de caerle del todo
bien. A veces daba gracias por tenerlo. A veces, sobre todo los
últimos años, a mi madre se le ensombrecía el rostro cuando le
preguntaba por él, como si para Griff fuera una humillación que mi
madre lo tuviera.
–Aunque –dijo–, o sea, también se lo he contado a Michelle,
porque sé que siempre ha sido su manera de capear las cosas,
ya sabes, cuando se llevaba un disgusto. Cerrarse en banda sin
más. De ahí que me preguntara si se llevó algún tipo de
desilusión. Cuando se estresaba o se sentía triste, se pasaba
varios días en la cama durmiendo. Siempre decía –dijo, con
énfasis, como si estuviese a punto de mostrarse en desacuerdo–
que si podía pasarse un día o dos durmiendo para quitárselo todo
de la cabeza, pues listo, estaría bien.
»O sea que no estaba seguro de si solo era eso, pero estaba
ligeramente preocupado, porque, como ya he dicho, estuvo así
varias semanas. Apenas decía palabra. Monosílabos. Y muy

156
planos… Pensé que quizás era Alzheimer… Incipiente. Durante el
viaje iba a comprobar qué tal estaba y a decidir si tenía que
ponerme en contacto con Shelley.
»Pero, como ya he dicho, cuando la recogí me pareció que
estaba bien. Había hecho el equipaje y estaba esperándome. O
sea, esperándome en la acera con su maleta para el fin de
semana. La cosa es que quería que pusiera la radio del coche
muy alta. No paraba de subir el volumen cuando yo lo bajaba.
Cada vez que le decía que estaba muy fuerte alargaba el brazo y
la ponía al máximo. Y eso no era propio de Hen.
–No –dije. Aunque, por supuesto que era propio de ella, ¿no?
Recordaba cómo ponía la televisión más fuerte cuando de
pequeña bajaba a ver si estaba bien.
–Luego, como ya sabes, todo pasó de repente. Empezó a
vomitar. No podía hablar. Y la siguiente pesadilla fue encontrar el
número de Shelley.
Me contó que había tenido que dar la vuelta para regresar al
hospital, aquel primer día: ¡estaba a mitad de camino de casa
cuando se dio cuenta de que se había ido con su maleta!
–¡Con todas sus cosas! –dijo.
»¡En mi gremio a eso lo llamamos una cagada! –dijo.

Mi madre estaba en la tercera planta. Subimos a mediodía. Los


dos metidos en un ascensor enorme. Apretamos varios botones
para abrir las puertas, y nos internarnos en una atmósfera más
cargada, más densa aún, preparados para sonreír, ¿al doblar esa
esquina? No, la siguiente.
–¡Ahí está! –dijo Griff.
Su cama estaba al fondo de la habitación, junto a la ventana.
Estaba sentada, encima de las colchas, vestida con su ropa:

157
camiseta y mallas. Estaba arrodillada sobre las colchas, más
bien, y al vernos nos sonrió con ganas. Arrodillada y sonriente,
parecía una niña de una lámina victoriana, una mañana de
Navidad, ilusionada con la nevada.
–¡He vuelto! –dijo Griff.
–¡Mamá, hola! –dije, y me incliné para darle el abrazo menos
desmañado que pude. No dijo nada. Parecía incapaz. Tenía los
ojos muy abiertos y los labios fruncidos. Su boca era un
diamantito.
Acerqué una silla y me senté. Griff hizo lo mismo, junto a la
ventana. Empezó a apilar en la cama el botín que había traído
consigo. Las galletas. Los algodoncillos. Mi madre dio una
palmada.
–¡Ooh! –dijo.
Añadí mis dádivas –los periódicos y el bolígrafo–, se reclinó y
fue lo primero que cogió. Y al hacerlo, vi que bajo las mallas algo
le hacía bulto. Llevaba un pañal.
–Estaba contándole a Bridge lo de nuestra aventura –dijo Griff–
en la M6. Creía que estabas enfadada conmigo, ¿verdad? ¡Por lo
callada que estabas!
Mi madre me miró y meneó la cabeza. Toda incredulidad.
¿Enfadada con Griff? Parecía decir.
–Y, cómo no, estaba lloviendo, ¿verdad? O sea que ibas a toda
velocidad en mitad de la tormenta, ¿a que sí?, en la ambulancia,
con la sirena puesta.
–¿Nos entiendes, mamá? –dije–. ¡A mí me parece que sí!
Asintió y dijo:
–Sí. Sí. Es solo que…
Agitó las manos.
–¿No encuentras las palabras?
Asintió otra vez. Los ojos muy abiertos. El gesto entusiasmado.

158
A las dos, una enfermera entró en la habitación con el menú de la
comida. Griff leyó en voz alta las opciones y mi madre dijo:
«¡Guay!» y señaló lo que le apetecía.
–¡Qué envidia! –dijo Griff refiriéndose al pudin, y fue como si a
mi madre, encantada, le hubiesen hecho cosquillas.
No hablamos sobre su diagnóstico. Nos fuimos a las seis.

Al día siguiente, martes, mientras estaba a solas con ella, probé


la misma estrategia. Leí en voz alta las opciones de la comida
como había hecho Griff. También probé con el periódico, para
hablar con ella. «¿No es horrible?», dije, sobre uno de los
titulares, o: «¿Sabes quién es?», sobre la foto de un famoso de
un culebrón. Leía en voz alta una definición de un autodefinido y
ella intentaba resolverlo. O más bien –como si estuviésemos
jugando a hacer mímica– comunicaba que sabía la solución, y
entonces me correspondía a mí hacer propuestas y a ella menear
la cabeza y fruncir el ceño, o asentir y urgirme a continuar, hasta
que lo adivinaba. Si me hacía saber que se había quedado en
blanco, entonces era yo quien hacía la mímica y las
gesticulaciones hasta que decía: «¡Oh! ¡Oh!», para hacerme
saber que ya lo tenía. Había algunas palabras que alcanzaba a
pronunciar. A veces lo que decía era un adjetivo de lo que quería
referir. Decía «amarillo» en lugar de limón y «puertas grandes» en
lugar de armario. Era incapaz de pronunciar más de tres o cuatro
palabras seguidas.
Descubrí que también hacía asociaciones. Le decía algo tipo:
«Qué tiempo más malo hizo ayer, ¿no?», y ella cantaba
«Yesterday»,13 y sonreía encantada, al saber que también aquella
era una respuesta correcta. O si mencionaba a Michelle,

159
enseguida cantaba «Michelle», la canción de los Beatles. Le dije
que Griff se había puesto en contacto con sus vecinos y les había
pedido que se ocuparan del correo y se puso a cantar
«Neighbours»,14 del culebrón australiano. Y así transcurrió la
tarde, de nuevo en mi disfraz de presentadora de matinal
televisivo: asegurándome de disfrutar de cada cosa que decía.
Reaccionando a todo de un modo exagerado.

En la habitación había cinco camas. Cinco mujeres. En el


cabecero de cada cama había una pizarra empotrada, con
espacios para los nombres de las pacientes y el nombre de cada
especialista, y también había uno con el encabezado: LO
IMPORTANTE PARA MÍ. Enfrente de mi madre, lo importante para
Eileen era VOLVER A CASA. Y en la cama de al lado, Linda quería
UNA BUENA TAZA –y lo aclaraba con algo escrito con letra distinta–
DE TÉ.En la pizarra de mi madre ponía DIGNIDAD. Me había fijado
cuando entré con Griff y me dio que pensar. No lo había puesto
ella, ¿no? La habían ingresado en un estado lamentable. O sea
que tenía que haber sido cosa de Michelle, ¿o de Griff? Quizás
DIGNIDAD era lo que se escribía cuando alguien estaba tan mal
que su dignidad peligraba en cada momento. De un modo ruin,
me pregunté si, en la jerga de las enfermeras, dignidad
significaba que mi madre era una engreída, algo que no era
cierto, pero podría haber causado esa impresión, con sus
encogimientos de hombros y sus silencios. Había visto cómo se
comportaba con las enfermeras. No las miraba cuando le
cambiaban las sábanas. Se daba la vuelta sin más y señalaba el
estropicio. Yo les daba las gracias, pero mi madre no. Era injusto
fijarse en eso. Mi madre tenía un tumor cerebral. Pero me fijé.

160
En las cuatro tardes que pasé allí aquella semana, nadie fue a
visitar a Eileen. Se dormía después del almuerzo. Luego se
incorporaba para leer, una de esas novelas románticas
ambientadas en el norte del país. La chica de la cubierta llevaba
un chal, tenía el pelo al viento y las mejillas rojizas. El miércoles,
el segundo día que estuve a solas con mi madre, le pregunte a
Eileen si le importaba que abriera la ventana.
–¡No, adelante!
–¿No tendrá mucho frío?
–Es aire fresco, cielo, de frío nada. ¡Cuanto más me dé, mejor!
Aquel intercambio suscitó la primera frase completa de mi
madre.
–Nadie me ha preguntado a mí –dijo. Aunque sí se lo había
preguntado. Le había preguntado hacía unos segundos y no me
había contestado, había seguido pasando las páginas del
suplemento del Guardian.

Eileen era muy mayor. Su pelo era una pelusilla y sus manos
huesudas eran del color de la cera. Cuando iba al cuarto del
baño, usaba un andador Zimmer y tenía que descansar a cada
paso que daba.
Aquel día, me vi observando su avance, encorvada sobre el
andador.
–¿Cómo lo llevas hoy, cariño? –le preguntó la enfermera,
inclinándose hacia ella–. Venga, despacito.
–Ay, me cuesta, cielo.
Me di cuenta de que mi madre también estaba observándola
cuando dijo, entre dientes, y con una voz que parecía una alarma
estridente:
–Si alguna vez acabo así.

161
–¿Qué? –dije.
–¡Si alguna vez acabo así! –repitió, y rio por lo bajo. No terminó
de decir lo que pensaba, pero supe que no fue porque no
encontrara las palabras. Desde que era pequeña, mi madre
pronunciaba solo la primera mitad de aquella proposición. Cada
vez que veíamos a alguien particularmente desgraciado –mayor o
enfermo, o loco– por televisión, o por ahí, decía: «¡Si alguna vez
acabo así!», dando a entender la otra mitad.
Aunque lo raro fue esto. Que ahora, volviendo las tornas,
cuando Eileen hizo otra pausa y meneó la cabeza, mi madre dijo
lo que no había dicho nunca.
–Me matáis –dijo. Riéndose casi, dijo–: ¡Me matáis, si alguna
vez acabo así!

El jueves llegué a las dos. Le di a mi madre el Guardian y pasó


las páginas despacio. Frunció el ceño y fingió que leía. Como
cuando yo era pequeña, no le gustaba deshacerse de los
periódicos, y había formado una buena pila con ellos en la mesita
junto a la cama. La noche anterior me llevé un par, y en el
autobús de regreso al pueblo había leído las respuestas que
había logrado completar por sí sola, en el autodefinido y en el
sudoku. Las respuestas eran correctas. O sea que algo todavía
funcionaba. Aunque aparte de ese persistente motorcito…,
cuando hablaba con ella, la mayoría de las veces seguía sin
responder o ni siguiera registraba lo que le estaba diciendo. Algo
que a veces me concedía licencias maliciosas. Me veía
manteniendo monólogos demenciales, como una niña con un
juguete. Lo que hoy me choca es que no eran muy distintos de la
forma en que siempre le había hablado, quizás. Dicho de otro
modo, la asunción de que la mitad de lo que le decía «no calaba»,

162
o si lo hacía, no se entendía y me llegaba rebotado de mala
manera con un: «¿Qué quieres decir con eso?» o un: «¿Por
qué?».
–Qué aburrimiento esto, ¿no? –dije, sonriendo, como si hubiese
dicho: «¿No está genial?».
»Ya sabes que no nos han dicho todavía cuándo puedes volver
a casa –dije–. No a casa-casa, pero sí a un hospital que esté más
cerca de casa. Lo sabremos pronto.
–Mmm –dijo.
–Vas a irte en ambulancia, ¿lo recuerdas?
Resopló.
–¿Lo recuerdas? –dije.
–Ay, ojalá –dijo por fin. Al parecer, en respuesta a algo que
estaba pensando más que a algo que le hubiera dicho.
Algo cambió aquel día. Estaba nerviosa. No paraba de dar
palmaditas a la sábana con la mano derecha.
–¿Mamá? –dije, y me incliné para intentar mirarla a los ojos–.
¿Puedo hablar contigo?
No me respondió.
Le pregunté otra vez, y entonces frunció el ceño y dijo:
–Sí, si quieres.
Pero no levantó la vista del periódico.
–Vale. ¿Sabes lo que tienes? –dije–. ¿Recuerdas lo que dijo la
especialista?
–Hum… –dijo, poniendo en práctica su gesto ceñudo. Como si
acabara de leerle una de las definiciones de su autodefinido.
Como si estuviese a punto de decir: «¡Pregúntame otra!».
–Bueno, yo te lo digo –dije. Puse mi mano sobre su mano
derecha, algo que le disgustaba. Hizo un mohín. Quería seguir
con los golpecitos.
»Vale –dije, y retiré la mano.

163
»Tienes un tumor cerebral –dije–. Aquí –dije, y la toqué, justo
encima del ojo derecho–. Es cáncer –dije.
Puso más o menos cara de «miedo».
Continué:
–Por eso te desmayaste. Por eso has tenido problemas de
audición. Pueden tratártelo para ganar algo de tiempo, pero es
terminal. ¿Lo entiendes? Se llama glioblastoma. No tiene cura. No
pueden quitártelo.
Sus ojos se movían. Pero era como si hubiese visto algo en mi
hombro: otra cosa que le había llamado la atención.
–Lo siento, mamá –dije. Pero no me respondió. Estaba
volviendo la cabeza para mirar ceñuda la mesita de noche.
Allí tenía el neceser, y echó mano de él. Era una bolsa púrpura
de algodón con cierre de cordón. Después de empujar el
periódico a un lado vació el neceser en la cama y empezó a
revolver el contenido. Cogió el peinecito de plástico y luego las
pinzas y el colorete. Lo que se había llevado para el fin de
semana fuera con Griff. Lo colocó todo en fila.
Cogí el neceser y lo sacudí para que cayera lo que quedaba
dentro. Un montón de pañuelos de papel estrujados. Un par de
algodoncillos polvorientos.
–Ay, vaya. Esto hay que ordenarlo, ¿no? –dije–. ¿Tiramos
esto?

Cuando volví de la papelera, estaba sentada en el borde de la


cama. Cuando me senté a su lado, se levantó y fue hasta la
ventana. El día anterior se había pasado allí de pie media hora
larga, viendo cómo llegaban las ambulancias. Cuando me puse a
su lado había dicho: «Oh-oh», mientras mirábamos cómo metían
a alguien en camilla.

164
Ahora, en un intento de recuperar aquel humor, dije:
–¿Alguien con problemas, mamá?
No respondió. Así que me levanté y fui hasta la ventana.
No había actividad en la entrada. En su lugar, mi madre señaló
hacia una de las ambulancias aparcadas.
–Mira, Bridge –dijo–. Servicio Escocés de Ambulancias –dijo, o
más bien leyó con esmero en voz alta.
–Ay, sí –dije–. Qué pena no tener aquí mi libro de Veo veo. El
de Veo veo en el hospital. ¿Te imaginas?
No sé por qué dije eso. Quizás porque sabía que le habría
hecho gracia imaginar un libro como aquel, antes de que cayera
enferma. Ahora se limitó a acercarse a mí. Puso otra vez aquella
cara de miedo.

El viernes, cuando llegué, había que cambiarle las sábanas.


–Aprieta el botón, mamá –dije, pero no quería.
–Deja de acosarme –dijo.
No paraba de dar palmaditas en la sábana con la mano
izquierda.
Ahora el periódico le traía sin cuidado. Tenía la atención puesta
en el fondo de la habitación: por ahí aparecería la especialista.

Entre susurros, una y otra vez, mi madre decía:


–Me aburro.
Entre dientes, con acento estadounidense, decía:
–¡Pongamos en marcha el programa! –Y luego–. ¡Demos
marcha al programa, eh!
Era culpa mía y de nadie más. Le había dicho otra vez que la
especialista vendría «pronto» para decirle que se podía ir. Ahora
no hacía más que esperar. Aquel instante era lo único que existía.

165
Intenté que volviera a interesarse por el periódico, por los
pasatiempos. Frunció el ceño y meneó la cabeza.
–Deja de acosarme –dijo otra vez.
–Creo que voy a bajar a por un sándwich –dije–. ¿Quieres
algo? –dije, mientras me colgaba el bolso del hombro.

Esta vez, cuando regresé, vi que mi madre había guardado casi


todas sus cosas. El neceser no estaba: en la maleta, supuse, que
tenía cerrada junto a la mesita de noche. Los periódicos viejos
estaban ordenados en una pila. Se había puesto ropa de calle y
estaba sentada en el borde de la cama. No se había puesto las
botas, pero las había sacado y las tenía al lado de los pies, que le
colgaban de la cama.
Sobre las cuatro, sin noticias de la especialista, logré
convencerla para que se quitara el abrigo y se tumbara otra vez.
Busqué un periódico y le di un bolígrafo y, cuando pareció absorta
en el sudoku, dije:
–Hoy tengo que volver a Londres. Creo que Michelle puede
estar aquí el domingo. ¡Igual para entonces sabemos adónde te
van a trasladar!
No reaccionó a aquello. No supe decir si me había oído o
entendido.
–¿Crees que vas a estar bien si pasas un día sola? –dije.
No sé bien por qué le pregunté aquello, porque no podía
hacerse nada al respecto. Era un día que nadie podía cubrir.
–Podría hablar con Griff para ver si puede acercarse –dije (otra
estupidez, que además era mentira. Sabía que estaba
trabajando).
–Aj –dijo–. No. Griff no.

166
–¡Vale, solo era una idea! –dije–. En cualquier caso, estará
trabajando por ahí, seguramente. Siempre anda liado, ¿no?
Eso la hizo suspirar.
–Sí, claro, liadísimo –dijo, entre susurros.
–Bueno, pues tienes un día entero para ti –dije.
–Gracias a Dios por ello –dijo, de nuevo en voz baja, para sí, o
como en un aparte.
–¿No quieres visitas? –dije–. Vaya. Ojalá lo hubiera sabido
antes de pasarme cuatro días aquí sentada, se me ha ido la
cabeza del aburrimiento. Me encantaría irme a casa ya, de hecho.
Pero le he dicho a Michelle que me quedaría hasta las seis.
Mi madre miraba ceñuda su Guardian mientras lo hojeaba;
fingiendo que leía.
–¿Te aburre mi compañía? –dije, risueña. Para picarla. Y se
dejó picar.
–Sí –dijo. Y con lo que creo que era su viejo tono a lo Katherine
Hepburn, dijo–: ¡Me estás aburriendo ahora! ¡Vete!
–¡Ah! –dije–. ¿En serio?
–Sí. Vete. Déjame ya –dijo, con un imperioso manotazo al aire.
–¿No vas a sentirte abandonada?
–Me da exactamente igual –dijo, mirando algún punto detrás de
mí, hacia el fondo de la habitación.
–¿Estás de broma? –dije. Y mirándome a los ojos esta vez, lo
repitió entre dientes.
–Me da exactamente igual tener visita o no.
–O sea que hemos estado perdiendo el tiempo. Joder. Pues
igual tendría que decirle a Michelle que no se moleste. Que se
ahorre las visitas. Y el dinero también. Es muy caro venir hasta
aquí. Y encima el hotel.
»Me alegra saberlo –dije–, con vistas al futuro.
Aun así, volvió al periódico; hojeándolo encantada.

167
3

Lo primero fue una operación de «reducción». Pero el tumor no


tardó en aumentar de nuevo.

Michelle se la llevó a su casa. Ella y su pareja montaron una


habitación en el salón. Tenían que meterla en la bañera en
brazos; sentarla y levantarla del retrete en brazos. Michelle la
llevaba en coche a las sesiones de radioterapia.
Algunos días no le dirigía la palabra a Michelle. Señalaba lo
que necesitaba.
–Está enfadada –dijo Michelle–. Sientes cómo despide enfado.

Mientras Michelle le buscaba una residencia, probaron que


volviera a su casa y alguien se pasara tres veces al día. Había
que cambiarla y darle de comer. Tenía que tomarse las pastillas
de quimioterapia y varias pastillas más. Pastillas para las
náuseas. Analgésicos. Michelle iba todos los días. La llevaba a
las citas médicas y le hacía la compra. Reorganizó la casa para
que no hubiese peligro y compró todo el material necesario.
Aun así, la situación siguió siendo insostenible. Una mañana,
llegó un cuidador y encontró a nuestra madre al teléfono, dándole
sus datos bancarios a alguien que aseguraba que podían invertir
por ella en Bitcoins; otro día Michelle encontró el retrete atascado
porque mi madre lo había usado como papelera y cesta de la

168
ropa sucia: había echado dentro las compresas y las mallas
sucias.

Michelle le había comprado un cordón para que pudiera llevar el


móvil colgado del cuello, y también el botón de urgencias. Mi
madre respondía a veces cuando la llamaba. Pero la mayoría de
veces solo oía cómo apretaba botones antes de que la llamada se
cortara. Si lograba captar su atención, le preguntaba cómo
estaba. A lo que ella decía: «Un poquitín más animada» o: «Tengo
los pies un poquitín flojos». Eran frases, evidentemente, que no le
costaba rescatar. De lo contrario, solo se oía esa extraña risa
carraspeada o un «Mmm» que sonaba escueto.
–¿Estás descansando algo?
–Mmm.
–¿Ha estado ya Michelle?
–Mmm. ¡Qué te crees!
–¿Ha estado o no?
–¡Ay, sí!
–¿Qué significa eso?

Estuvo en su casa nueva tres semanas. La visité dos veces. La


primera fue un sábado. Llegué con la compra y encontré a mi
madre sentada en mitad del sofá, inclinada hacia delante con el
ceño fruncido delante del televisor a todo volumen. Tenía la mano
derecha pegada al mando. Me fulminó con la mirada cuando
hablé, y cuando le pregunté si había que hacer algo, dijo:
–Pasar la aspiradora.
Cuando llegó el cuidador, salí. Estuve una hora sentada en un
Costa Coffee contiguo a un supermercado Asda.

169
Mientras introducía el código para volver a entrar, alcanzaba a
oír la televisión, aún más alta que antes.
–¿Qué es? –dije, risueña, mientras me sentaba.
–Un documental sobre la A1.15
–Ah, genial. ¿Podrías ponerlo un poco más bajo? –dije.
No respondió.
–¿Mamá? –dije–. Está fortísimo, mamá. Por favor, bájalo. No
puedo pensar.
–Ponte tapones –dijo, y fue lo último que pude sacarle aquel
día.
Pero ¿qué hacía yo pensando en sacarle nada?

Volví el fin de semana siguiente. Esta vez estaba dormida en el


sofá. Le quité el volumen al televisor y me senté a ojear el
periódico. En el fregadero estaban las cosas del desayuno, así
que las fregué: un cuenco de cereales y una taza. Fui al
dormitorio e hice la cama, y ordené las cosas del tocador.

Mientras tanto, Michelle visitaba asilos y resolvía cómo cubrir los


gastos, y luego esperó a que le dieran plaza a nuestra madre. Por
fin quedó una cama disponible. Pregunté si podía ir con ellas
cuando se mudara.
Llegado el día, Michelle me recogió en Piccadilly. Desde allí
fuimos en coche hasta la casa de nuestra madre, donde Griff la
estaba preparando. La sacó en silla de ruedas y después volvió a
entrar a por las maletas.
Me bajé y ayudé a plegar la silla, luego me aparté mientras
Michelle la metía en el maletero junto al equipaje.
Griff se sentó delante; mi madre, detrás conmigo.

170
Estuve mirando por la ventanilla la mayor parte de los cuarenta
minutos del trayecto.

En la zona de recepción de Los Olmos, y luego en su nueva


habitación, mi madre miraba a su alrededor con los ojos muy
abiertos. Toda interés. Me recordó a cuando John y yo sacamos a
Puss de la protectora y lo llevamos a casa: cuando salió con
cautela del trasportín. Mi madre también miraba en silencio a su
alrededor, y levantaba la vista como si quisiera interiorizar las
dimensiones de cada habitación.
La mano derecha aún no le paraba quieta. Se daba palmaditas
en la pierna, como si repitiera un código, o se tocaba la frente,
donde tenía la cicatriz, o, evitando esa parte, daba manotazos al
aire por delante de la cicatriz.
Michelle ya había estado allí con algunas cosas para alegrarle
la habitación: una manta nueva, una maceta con geranios. No
había cuadros –mi madre nunca había tenido cuadros en las
paredes– ni fotografías. En su lugar, Michelle había traído varias
de las postales que le habían enviado. Algunas eran recientes,
otras de cuando la operaron de la rodilla. Incluso había algunas
tarjetas de cumpleaños antiguas. Michelle las había repartido por
el alféizar de la ventana y en la cómoda y la mesita de noche.
Cuando Michelle dijo: «Parece que está bien, ¿no?» y cuando
yo dije: «Qué buena tele, mamá», nuestra madre no respondió.
Parecía no oírnos. Pero sí prestó atención a varios ruidos que
llegaban del pasillo.
Algo la empujó a hablar. Fue una hora más tarde, cuando la
enfermera la llevó en silla de ruedas de nuevo a recepción,
cuando nos íbamos. Detrás del mostrador había un tablón de
anuncios repleto, con números de taxis y cuadrantes de turnos y

171
algunas tarjetas coloridas de agradecimiento. Entre todo aquello
había una esquela; estaba oculta en parte, pero era evidente de
qué se trataba: había una fotografía; unas fechas. La mano
derecha de mi madre fue a por ella. La señaló desde la silla.
Michelle se acuclilló para preguntarle qué había visto, y ella rio
entre dientes y dijo:
–¡Por algo lo llaman la puerta de embarque!

En su funeral, cuando la oficiante contó la historia de la vida de mi


madre, no pronunció el nombre de mi padre. Debió de ser por
indicación de Michelle y a mí me pareció bien. En su lugar,
llegado el momento, dijo que estuvo casada y que había tenido
dos hijas, y que «por desgracia, aquel matrimonio fue una época
muy dura para Helen».
–Pero Helen… o Hen, sí –esto con un gesto de la cabeza hacia
Griff–, fue, ante todo, una luchadora –prosiguió.
Más adelante dijo:
–En Helen nada podía calificarse de ordinario.
Y:
–Hen solía decir que tenía FOMO –una pausa–, que como
algunos de los aquí presentes sabéis, los más jóvenes de
vosotros, es el miedo a perderse algo.16
Y varias cosas más por el estilo.
En determinado momento dijo:
–Hen nunca perdió el sentido del humor.

Mi madre estuvo seis semanas en la residencia. La última vez


que la vi, pasamos varias horas en su habitación, viendo la tele. O
al menos el televisor estaba encendido. Yo zapeaba y ella estaba
sentada en su butaca. Al principio, con aquella mano derecha

172
inquieta, toqueteaba el dobladillo de su camiseta. Luego empezó
a tocarse la cicatriz.
–¿Un poquito de Colombo?
Colombo estaba en el salón de una mujer rica, con los brazos
cruzados, y luego se arrugó la frente con una mano. Al parecer mi
madre se acordaba, aunque no fuese capaz de decirlo. Pareció
que respondía cuando se lo pregunté; cuando imité la voz y fruncí
el ceño. Cuando me di unos golpecitos en la frente, como hacía
él; como lo hizo ella, sus motivos tendría.
Contesté algunos correos mientras estábamos allí sentadas.
Cuando mi madre emitió unos gemidos, le di el vaso de zumo y la
ayudé a llevárselo a la boca. Me quedé un rato sentada con ella,
con mi mano sobre su mano izquierda.
A las seis, mientras me ponía el abrigo, entró uno de los
fornidos cuidadores, empujando la grúa.
–¡Lo de todos los días, Hen! –dijo.
–Bueno. Adiós entonces, mamá –dije, estrechándole otra vez la
mano izquierda, flácida. Pegué mis labios a su cabeza caliente y
luego me incliné para abrazarla. La abracé sin hacer apenas
fuerza, rodeándola por los hombros estrechos, y luego apreté un
poco más. Cuando me aparté, el cuidador empezó a abrocharle el
arnés de la grúa. Le pasó la tela por debajo, luego entre las
piernas.
Otra cuidadora, una mujer joven, había entrado para ayudar a
pasarla a la cama. Cogió el vaso de mi madre de la mesita para
ver si hacía falta rellenarlo. Me quedé en el umbral, para no
estorbar.
El hombre apretó un botón e izó a mi madre despacio, hasta
que quedó suspendida como a un metro por encima de la butaca.
La echaron hacia delante. Tenía el gesto serio.

173
Ninguna multitud dispersa a pleno sol. Ningún paisaje
ancestral, ni el estruendo ensordecedor de las hélices de un
helicóptero.
Estaba allí suspendida, como si estuviesen pesándola.
Entonces el brazo del aparato giró. Dejaron a mi madre en la
cama. El hombre soltó el arnés y lo dobló. La mujer le levantó las
piernas a mi madre, se las estiró y la tapó con la sábana.

174
AGRADECIMIENTOS

A la autora le gustaría dar las gracias al Arts Council England y a


la Society of Authors por las ayudas que apoyaron la finalización
de este libro. La autora también quiere dar las gracias a la Royal
Literary Fund por su beca.

175
NOTAS

1. «Tiger Feet», canción que la banda londinense Mud publicó en 1975.


[Todas las notas son del traductor]

2. Andrew Thomas Lehrer (1928), cantautor estadounidense, célebre


durante las décadas de los cincuenta y sesenta, que parodiaba géneros
musicales con letras en las que satiriza cuestiones como la Guerra Fría,
la contaminación radiactiva, la segregación racial, etcétera.

3. Programa de actualidad de la BBC4 en el que actores y actrices prestan


sus voces para leer titulares y extractos de la prensa.

4. Private Eye es una antología de tiras cómicas que edita anualmente el


periodista inglés Ian Hislop (1960). Henry Root es el pseudónimo del
escritor satírico William Donaldson (1935), que en The Complete Letters
of Henry Root incluía toda la correspondencia ficticia del personaje con
políticos, deportistas, editores, etcétera.

5. Grupo de bailarinas asociadas sobre todo al programa musical de los


sesenta de la BBC Top of the Pops.

6. Siglas de Foundation for Art and Creative Technology.

7. Programa de entretenimiento con tomas falsas de películas y televisión.

8. Referencia a Enrique V, de Shakespeare.

9. Periodista, escritor y presentador de televisión de origen islandés (1929-


2007).

10. Personaje de la comedia de la BBC Dad’s Army interpretado por John


Laurie.

11. Un quiosco de prensa de la serie.

12. Pueblo ficticio en el que se desarrolla la serie.

176
13. «Ayer», en inglés.

14. «Vecinos», en inglés.

15. La carretera más larga de Inglaterra.

16. Por sus siglas en inglés «Fear of Missing Out».

177
ÍNDICE

UNO
DOS
TRES

CUATRO
CINCO
AGRADECIMIENTOS

178
Índice
UNO 3
DOS 45
TRES 64
CUATRO 102
CINCO 145
AGRADECIMIENTOS 175

179

También podría gustarte