Angola - Helio Vera

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Angola

Autor: Helio Vera

Angola, negra motuda, piel de carbón. Miriñaques acampañados y bombachas coloradas. Acabó tu
vida sin macumba. Sin bongó, sin tumbadora, sin candombe. Sin velas cercadas por cigarros de hoja y
vasos de caña blanca. Sin sacrificios de gallos a medianoche. Sin papeles sucios, repletos de garabatos
cabalísticos. Envuelta en sudario blanco, te esperan las nubes verdosas del Olorum. Un coro de orixás
te dará la bienvenida con un canto de triunfo.
Angola, carne de tambor. Negra de dientes blancos y risa puntual. Hija de madre puta y de padre
desconocido. Nieta de sementales negros. Acabó tu historia de contrasentidos, tu vida de paradojas.
Negra entre blancos, aceite en el vinagre, baldón y rareza para la buena gente. Ahora te fuiste de veras.
Y nada te podrá devolver a la tierra.
Esta noche, Pajarillo no dormirá, de puro miedo. Oirá tu voz bronca, tu risa depravada, apagando
los murmullos del Padrenuestro. En algún sitio, llorará su noche sin Angola. Su noche sin mulata.
Esperará de balde tus espaldas de cobre y tus nalgas espumosas. Soñará despierto, en su refugio, pero
no podrán devolverle lo que le quitaron. Cuatro patrullas lo buscan —22→ por los cuatro confines.
Llevan perros y linternas y fusiles cargados de proyectiles, pero no saben su cara ni su rastro.
Pajarillo, pobre arriero. Mezcla de indio y gitano. Movimientos ladinos. Pasos de gallineta.
Picotazo va, picotazo viene. Reacio al trabajo y a responsabilidades a largo plazo, pero fino y gaucho
con las mujeres. Conocedor de palabras de miel y gentilezas apropiadas. Vida paqueta, sin
compromisos ni quebrantos. Noches desperdigadas en tormentosos retrucos y quilombos baratos, en la
Villa Rica de extramuros.
Angola, mujer loca, cubo de aguardiente. Ceremonias de iniciación en los yuyales del arroyo Bobo.
Gritos apasionados, fatigando siestas, a horcajadas de muchachones que acuden de los barrios más
lejanos. Vienen de Perulero, de Lopeñú, de Karovení, de Santa Librada, de Yvaroty, de Pisadera.
Huelen aún a mosto de trapiche de quebracho o a caña barata. Por lo menos, es lo que todos dicen. Lo
que repiten de oreja a oreja, con maligno placer. Lo que le contaron, como no queriendo, al pobre
Pajarillo, para envenenarle la sangre y abrumar sus noches con pesadillas.
Pobre Pajarillo. Ya no habrá cintarazos sobre el cuerpo de alquitrán. Ni billetes fáciles para el gasto
de los sábados. Billetes ganados por el trabajo de la hembra. Se acabó la vida regalada de hamaca
pendular y tereré con hielo. Un ataúd de poco precio le separa del almuerzo gratuito y las camisas
almidonadas con amor. Y estira los recuerdos desde el fondo. Desde la tierra que sepultará el cuerpo
amado y que guarda la memoria —23→ de sus pasos. Hay que remontarse hacia atrás, muchos años
en el tiempo, para encontrar la raíz.de esta historia.
Cosa de repetirse. Secreto de voz a voz, de risa a risa. Nadie vio la escena, pero todos la repiten con
precisión de notarios. Ya se sabe que fueron los soldados de la Alianza que ocuparon Villa Rica. La
piel blanca de la niña Juana embetunándose entre uniformes verdes y blancos. Se agita apenas,
clavando los ojos al cielo. Una boca diestra acalla con un beso robado el último gemido de protesta.
Sobre la piel negra, enfundada en verde, ríe una dentadura blanca como un teclado de piano.
Aquí las cosas son oscuras. Solamente trascienden los detalles obvios de la violación. Lo demás es
completado por la imaginación o la malignidad de los vecinos. Esto ocurre después de 1870, en un país
calcinado hasta las raíces por la guerra. Pero por Villa Rica no llegó a pasar el vendaval de combates,
hambre y miseria que destrozó al resto del Paraguay. La guerra fue un estrépito lejano hasta el día en
que llegó un destacamento brasileño a ocupar la ciudad. No hubo resistencia. Apenas miradas curiosas
a los jinetes que descabalgaron ordenadamente a pocos pasos de la Catedral.
Pocos sonidos concretos llegaban del frente de batalla. Sólo el lúgubre toque de difuntos y el
estallido de los sollozos ante la lectura de la lista de fallecidos. —24→ Por eso, el ultraje a la niña
Juana fue seguido de un arduo y repasado comentario. Cuando el suceso comenzaba a ser olvidado,
nació una niña. El color de su piel fue la confirmación: era el fruto de aquel episodio.
Secreto de voz a voz, de risa a risa. La niña Juana, con una hija negra. Ni invención ni
maledicencia. Que no haya dudas: la madre, blanca como la leche; la hija, negra como los malos
sueños, como las noches de invierno, como el Viento Sur que desata de tormentas.
Pobre niña Juana. Murió una noche de aguaceros y de alaridos de parto. Dicen que la mató la pena
al ver la piel de lo que había arrojado al mundo. Al irse, borró su vergüenza. Pero dejó a su hija el signo
fatídico de la mala suerte. La señal del enojo del cielo. Poco después terminó la ocupación y se levantó
el campamento brasileño.
La niña creció, casi escondida de las miradas de los vecinos. Pecado, maldición divina que debía
esconderse. Nadie recuerda su nombre ni sus señas. Tal vez también se llamó Juana, como su madre.
Del padre, nadie supo más. Dicen que murió pocos años después, cerca de Villeta, en la revolución de
los liberales.
Ella anduvo de tumbo en tumbo, hasta que un día desapareció, dicen que en la grupa del montado
de un arriero. Volvió al año a la casa materna para implorar disculpas y la bendición. A ella y a una
niña, resultado del fugaz amancebamiento. Hija natural, Angola notiene del padre nombre ni memoria.
No la quiso —25→ reconocer y le mezquinó el apellido. Lo derrotó el aire de complicidad de la
comadrona que le puso entre los brazos un bulto oscuro que berreaba con fiereza. No pudo soportarlo y
huyó. La madre quedó en el hospital de Caridad de Asunción, sangrante y dolorida. No tuvo más
remedio que desandar el camino.
El hogar primigenio le abrió las puertas, pero con frialdad y desconfianza. Somos, en parte, de la
misma sangre. Pero en la tuya hay una mitad manchada por el pecado. Ya nadie puede remediarlo. La
madre, aturdida y tierna, pasa a ocupar un lugar secundario en el fondo de la casa. En el lugar destinado
a criadas y sirvientas. Con ella, una Angola pequeña y hambrienta, que se pasa la vida lloriqueando.
Angola se afirma sobre la tierra en un mundo cerrado y puntilloso, guarnecido por una puerta
cancel. Sobre la superficie del cristal, un anagrama se retuerce como una víbora. Los hondos espejos se
encarnizan con ella. Su bruñido lenguaje trabaja la teoría de que el mundo está dividido en tenaces
jerarquías. Profundos abismos separan a unas de otras. Los habitantes del último peldaño tienen
señalado un aciago destino. Se les reserva el rumbo perseguido del traidor o del ladrón de gallinas.
Angola, excluida de la mesa familiar, aprende cavilosa esta indeclinable pedagogía. Aprende muy
pronto el precio de aquel antiguo entrevero que marcó a su abuela y a su madre. Aunque sepa muy
poco del asunto, salvo pocas suposiciones inconfirmadas.
—26→
Ojos vigilantes de tías desconfiadas. Miradas que espían detrás de los horcones, desde el agujero
del tatakuá, sobre el brocal del aljibe. Esperan lo que está escrito lo que nadie puede evitar. Lo que está
anotado desde el comienzo de los siglos. Lo que está marcado en su planeta. Sólo hay que tener
paciencia. Hay más placer que curiosidad en esta insomne guardia.
Sorpresa y gritos de alerta. Voz de extrañeza corriendo en la escuela, de banco en banco. Niña
motuda, hija del demonio. No hay cielo para ti. Ni expiación ni esperanza. De balde le rezas a la
Virgen. En tu sangre se agazapan voces de Guinea, cantos de Dahomey.
Angola recibiendo azotes. ¿No la ven? No usa calzón bajo la pollera. Lo hace a propósito. Para
ofender a Dios y cargarnos de vergüenza. Pero a lo mejor no tiene la culpa. El pecado de madre y
abuela fue muy grande: no se lava con cuatro misas. Mujer perdida, carne de Lucifer. ¿Qué habremos
hecho, Dios mío, para recibir semejante castigo?
Angola llorando en los rincones de la casa. Arde la piel en los sitios marcados con los golpes
del tejuruguái. Tuvieron que sujetarte entre dos para darte la tunda merecida. De veras estás perdida.
No vienen a auxiliarte los ídolos remotos de Umbanda. No te protegen las palabras escritas en la arena
con sangre de cabritos degollados.
Para Dios no hay color de piel, dicen. Ni estatura, ni enfermedad. Ni mantones de Manila, ni
vestidos —27→ de arpillera, ni sábanas de Holanda. No prestes atención a lo que te dicen. Ponles
candados a tus oídos. Olvida todas esas zonceras. No penes por la gente mala, que le reza a Cristo y le
crucifica cada día. Esta voz es amigable y sosegada. Sale de detrás del paño del confesionario, con olor
a tabaco y mate amargo.
La mulata escucha requiebros callejeros. El vestido de niña apenas puede detener a la mujer que
crece debajo. Las palabras suenan cada vez más cercanas. Finalmente llegan a la ventana, transitadas
por nocturnas serenatas. Las manos atraviesan los barrotes de madera y tratan de enredarse en las
formas tensas. Angola sabe esquivarse, riendo misteriosa. Hay que ser formal. Todo se soluciona con el
casamiento. Después se hace lo que uno quiere.
Nadie sabe quién fue el primero: si Francisco, el que le regalaba cántaros de barro; o Enrique, que
le traía sandías de Perulero; o Miguel, que le hizo un relicario con hojas de palma, una Semana Santa.
Lo cierto es que una vez volvió de la escuela, seria y desgarrada. La tía naufragó en llantos y
maldiciones. Negra del demonio. ¿No puedes dejar pasar de largo una bragueta? Lo supe desde que
nació: lo lleva en la sangre. Lo mismo que madre y abuela.
¿Por qué yo? ¿Soy acaso la dueña de todas las culpas? ¿Y mi prima Francisca, que va a la cama con
un casado? ¿Y la tía Marta, que fue montada en una caballeriza? ¿Y la beata Luisa, a quien quemaron
la piel con fuego, mientras le quitaban la ropa, en la noche de —28→ San Juan? ¿Y Beatriz, que no
sabe quién es el padre de su hijo?
No eches la culpa a otros, mulata sin Dios. No hables de historias sin fundamento. No trates de
alivianar el fardo que llevas sobre los hombros, si no quieres acabar mal. No repitas los chismes de la
calle. Anda con tus groserías a otra parte. Vete con tus machos. Busca a tus abuelos entre las chozas de
Kanibakuá. Y trata de aprender sus encantamientos, que a lo mejor te sirven para algo. Allí estarás a
gusto, entre tus iguales. Aun cuando hagan sus cosas y se conviertan en perros las noches de luna llena.
Por suerte ese lugar está muy lejos de Villa Rica, lugar pintado para gente paqueta y bien nacida.
Angola, piel lustrosa, olor a romero y agua florida. Busca su casa remota, sus orígenes africanos.
Busca su trópico repleto de tarántulas nocturnas y flores carnívoras. Ya no hay guardapolvos blancos ni
misas tempranas en la Catedral. Angola en busca de su bongó, de su tumbadora. Esta vez deja la casa
familiar para no volver.
Mulata fea, sirvienta en casa de buena familia. Cerquita nomás, a pocas cuadras de su casa.
Comiendo las sobras y recibiendo continuas advertencias: cierra bien las puertas y ventanas; báñate
todos los días con jabón de coco; no olvides Pasar el plumero sobre los muebles de cedro, ni dejar las
hojas de pacholí dentro de la ropa recién planchada. Sus parientes no la saludan cuando se cruzan en la
calle. Los domingos, a escondidas, se encuentra con su madre.
—29→
¿Qué pretenderá esta mujer, con sus aires de reina de Inglaterra? ¿Quién no la conoce? ¿Creerá que
debemos obsequiarle una carroza con postillones y cascabeles? ¿Querrá cambiar su catre de cuero
entramado por nuestro colchón de plumas y nuestras sábanas bordadas? ¿Qué se ha creído esta negra,
con su catinga de monte y su facha de banda? Con esa piel y esa manera de moverse. Cosa de susto.
Mulata de sueños cortos y movimientos agitados. Una sábana subida hasta el cuello la acoraza
contra los mosquitos. La puerta entreabierta pone un marco oscuro a una luna enorme. Noche caliente,
poblada de zumbidos y pesadillas. Pasos cautelosos sobre el piso de ladrillos. Mulata, cállate. No digas
nada. Déjame un lugar a tu lado. Hace tiempo que pierdo el sueño viendo tus piernas bien formadas,
oyendo el agua resbalar sobre tu cuerpo cuando te bañas, riendo con el rebote de tu risa en las paredes.
Ojos abiertos como platos. El estupor y el miedo se agolpan entre los dientes. Cede al fin,
adormecida por las palabras, sofocada por la fuerza. El lecho se estremece como un barco atrapado en
una borrasca. Desfilan en la oscuridad casamientos populosos, latines consagratorios, una misa cantada
y los artículos pertinentes del Código Civil.
Es para pensarlo dos veces. Misterio de no revelarse. ¿Qué se creerá esta negra, erguida como una
estaca? ¿Qué tendrá entre manos que todo el día almidona sus vestidos y se baña en agua de rosas?
¿Por qué dirá cosas que sólo ella entiende, cuando lava los platos —30→ de la cocina? ¿Por qué
canturrea bajito y ensaya pasos de baile cuando se cree sola en la sala?
Negra puerca. Raza maldita. ¿Qué te hemos hecho de malo? ¿En qué te faltamos? ¿Qué le hiciste a
mi hijo? Se puso flaco y ojeroso. Los pantalones le quedan flojos. Las camisas le bailan sobre las
costillas. No va más al colegio y se despierta muy tarde. Vete de aquí y no nos facilites, si no quieres
que te lo hagamos pagar muy caro. Puede ser que en el Buen Pastor te bajen los humos, entre barrotes y
carceleras.
Angola, rabia masticada, ladrando imprecaciones, llega a Asunción en vagón de segunda clase, el
espinazo maltratado por el asiento de madera. Sobre la cabeza, cuelgan lonjas de tocino y ristras de
botifarras, con movimientos pendulares. Bajo los pies de los pasajeros, aves de corral cacarean
desesperadas. En el bamboleante pasillo, un inspector de gorra azul perfora boletos. Alguien
mordisquea una pata de gallina que extrae de un canasto de mimbre. Angola lo mira con hambre.
Asunción te abre sus calles ruidosas, su antiguo perfil de casas achatadas y ladrillos rojos, de
tejados mohosos. En cualquier esquina puedes engatusar a los hombres con tus pasos ondulantes.
Angola delira de amor con soldaditos verdes, en el jardín Botánico. Compra remedios caseros en
Lambaré y apuesta a los gallos en San Lorenzo. En la plaza Uruguaya posa ante un fotógrafo que se
esconde como un delincuente, la cabeza metida en una bolsa negra. Después la ciega un relámpago de
magnesio. A su lado, tomándola de la —31→ mano, un caballero paquete, bastón con mango de
plata, gemelos de oro y sombrero Panamá. En Zavala-kué, una gitana lee en la mano izquierda la señal
infalible de la prosperidad y el amor de un militar de sable corvo y bigotes recios.
Angola atrapada en la revolución, en su rancho de Kurekuá. Bajo la cama, un hombre traga su
miedo y no se atreve a respirar. Lo buscan ansiosos fusiles, con cintas rojas en las trompetillas. La
habitación es revisada de punta a punta sin que nadie advierta la nerviosa sombra paralizada en el
suelo. Angola sabe despedir a los soldados con promesas. Bajo sus faldas no cabe el miedo. Y hay
lugar para esconder a un hombre bien querido, aunque lo busquen para matarlo.
Los últimos disparos se apagan a pocos metros de su casa. El hombre desaparece después entre las
casuchas de Varadero. Se escurre sonriente entre las patrullas que hierven en la barriada. No le hacen
caso. Tal vez las confunda el furioso pañuelo que lleva anudado al cuello. Rojo, con una estrella
blanca.
Hay años en que el rastro de Angola vuelve a perderse. No hay cartas ni mensajes. ¿Estará en
Emboscada, antiguo pueblo de negros y presidio colonial contra la incursión del Mbayá? ¿O
caminando hacia Caacupé, para cumplir alguna promesa a la Virgen? ¿O se habrá ido a Buenos Aires, a
trabajar de mucama con cofia blanca y plumero de ñandú?
¿Será equivocación o coincidencia? ¿No es Angola la que baila con rabia en la pista de la
Seccional? No. Pero sí. Son las mismas nalgas. Son sus pechos tremebundos —32→ . Son sus pasos
de candombe. Está bailando una polca de diente a diente. De oreja a oreja. Negra tormentosa. Fiebre de
no terminar jamás. ¿De dónde sacaste ese perfume que te envuelve como una nube? ¿De dónde esa
cartera de charol que cuelga desafiante de tu brazo?
Angola vuelve a Villa Rica, esta vez con aire ciudadano. Pronuncia las elles al estilo porteño. El
cuello, ceñido por un collar de perlas falsas; en los brazos tintinean gruesas pulseras doradas. Y hasta
se ha conseguido un hombre. ¿No conocen ustedes a Pajarillo? Mezcla de indio y gitano, le dicen.
Cabellos aceitosos y manos enormes. Amigo del billar, de las carreras de caballos en cancha corta y de
las camisas blancas. Las cejas unidas sobre la nariz, mefistofélicamente. Moreno, flaco y retacón. Un
figurín para los trajes que le compra su mujer.
Pajarillo, fuente de amor. Insolvente y haragán. No hubo curas ni alianzas de oro. Ni armonios ni
lluvia de arroz. Sólo un pacto silencioso ratificado en noches interminables. La felicidad se posa, como
una suave paloma, sobre el rancho de Lomas Valentinas. Será cosa de la suerte. La habrá traído el dedo
del angelito, talismán poderoso que Angola guarda en una caja forrada con raso. Fue cortado de un solo
tajo de cortaplumas durante un velorio de ataúd blanco y cantores de voz nasal.
Angola crece en dignidad, con vestidos elegantes que decoran sus caderas. En el cuello y en las
manos se multiplican las joyas de fantasía. Compra un —33→ reloj despertador y una radio a
transistores. Se ha vuelto contrabandista. Va y viene de ribera a ribera, con diligencia y sigilo.
Serpentea entre vistas de aduana y mozos de cordel. Ofrece coimas, sonrisas y vagas promesas de
amor. Tráfico incesante y mercachifles veloces. Picardías de turco y celeridad de judío. De Posadas y
Foz de Yguazú vuelve siempre con la bolsa llena. Y el infaltable presente para su amado, envuelto en
papel de celofán y cintas de colores.
A medida que crece la fortuna, se multiplican los chismes. Angola, con las espaldas marcadas por
cintarazos, triplica su devoción por Pajarillo. Pero las lenguas son veloces y repiten historias terribles.
Pajarillo suda con el caliente viento Norte. Lo enceguecen el odio y los celos. Lo abruma la
desconfianza que sembraron en su corazón, como un virus siniestro. Durante los viajes a la frontera, la
lejanía y la nostalgia alimentan la imaginación y fortalecen los rumores.
Los palos se repiten con puntualidad. Pajarillo se vuelve más violento cada retorno de un viaje de
negocios. Angola sólo sabe gemir y mirarlo con los ojos cegados por el llanto. Pajarillo comienza a
afilar su cuchillo. Acaricia el yva pará, hoja de acero, de punta y un solo filo; mezquina en sangría pero
de chusco mango colorido. Lo llama la tibieza del vientre de carbón, el pecho oloroso, el perfume de la
hembra.
Ahora te has muerto, Angola. Tu risa se cortó de tardecita, cuando hervía el verano de febrero.
Pajarillo, abrazándote enloquecido, pudo clavarte ocho veces. —34→ Huyó luego, despavorido, con
los oídos lacerados por tus gritos de muerte. Con los ojos fijos en tu rostro deformado por el terror, en
tu boca escupiendo sangre.
Lo andará persiguiendo una comisión. Tratará de cortarle la ruta al Brasil, el itinerario de los
contrabandistas. Pobre iluso. Creerá poder esquivar a la Policía, que tiene un espía en cada rincón y un
máuser en cada cruce de caminos.
Angola, enfriándose en un cajón barato, de madera sin lustrar. Alguien recorre con voz neutra los
quince misterios del rosario. Bajo el ataúd, un vaso de agua para saciar tu sed acumulada. Esta vez nada
detendrá tu camino. Ya no habrá iglesias repletas de santos taciturnos. Ni peregrinaciones con las
alojeras hasta la capilla del Niño de Praga. Ni oraciones a San Antonio por el amor de Pajarillo. Ni
camisones blancos, lavados con jabón de coco y agua de manantial, para las noches de amor. El dedo
del angelito se pudre entre bolitas de naftalina en el fondo de un baúl. Alguna tumbadora estará
iniciándote piel adentro, Angola adentro.

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