El Beso de Fidel - Nexos

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El beso de Fidel
Pablo Salazar
Octubre 1, 2024

En 1964 Fidel Castro visitó la Unión Soviética con un dilema


que tendría que resolver apenas bajara del avión: ¿cómo evadir
los besos de Brézhnev, conocido por entregarse con entusiasmo
al “saludo fraternal socialista” de tres besos y abrazos, el tercero
en la boca si la relación era estrecha?

Estos símbolos eran seguidos de cerca por amigos y enemigos


que, con esto, deducían la solidez de las alianzas y las
relaciones. Rechazarlo mostraba cierto distanciamiento.
“Entregarse” podía comprometer la imagen audaz y viril que
los revolucionarios barbones habían consolidado, además de
que seguramente Castro no quería besar a su colega.
La tradición data del beso santo en la liturgia ortodoxa rusa del
siglo XVII, cuando el Domingo de Pascua todos, incluidos los
hombres y por supuesto el sacerdote, intercambiaban besos en
la boca en señal de fraternidad y celebración. Con el tiempo la
costumbre permeó a otras esferas. Los extranjeros que viajaban
a la Rusia zarista reportaron, sorprendidos, que incluso se les
concedía besar en la boca a las esposas de sus anfitriones como
una muestra de hospitalidad. Entre los testimonios más
llamativos hay una foto del zar Nicolás II repartiendo besos y
medallas a sus tropas en reconocimiento a su valor y heroísmo.
Luego la Revolución de Octubre, con su ideal de fraternidad,
igualdad y solidaridad, oficializó entre los bolcheviques lo que
hasta entonces había sido un gesto espontáneo, elevándolo a un
estatus de ritual entre las primeras generaciones de camaradas
comunistas. Pero nada tenían que ver los pudorosos picos del
zar a su ejército con el apasionado triple Brézhnev, como
también se le conocía al saludo; el cual le valió que se
comentara —de forma clandestina, por supuesto— que era un
“político mediocre, pero qué bien besa”.
El más famoso de estos besos lo daría en 1979, quince años
después del dilema de Castro, durante una visita a Alemania del
Este para conmemorar el treinta aniversario de esa nación. Ahí,
Brézhnev se fundió en un apasionado saludo socialista con
Erich Honecker, entonces jefe del Estado alemán, y el momento
se registró en una fotografía icónica, reproducida a su vez en un
grafiti que se convertiría en el más famoso del muro de Berlín.

Pero volviendo a Fidel y su dilema, ya desde el inicio de la


década de los cincuenta los países del bloque comunista
asiático habían rechazado cualquier contacto físico, ideando
adaptaciones más acordes a su cultura: tres abrazos o tres
reverencias, si acaso, pero nunca besos. Durante esos años
emergió el llamado Conflicto Sino–Soviético, atribuido por la
historia oficial a supuestas diferencias ideológicas y a la lucha
por la hegemonía global. Algunos historiadores heterodoxos,
sin embargo, consideran que esa distancia, más allá de los
desplantes militares y políticos posteriores que la hicieron
escalar, pudo originarse en desacuerdos tan insignificantes
como la insistencia de los soviéticos en besar a sus contrapartes
chinas. Un gesto que en China se interpretó como un intento
repulsivo —“uno más”, según su propio recuento de agravios—
por establecer la preminencia soviética sobre el maoísmo.

El peso del símbolo y la secrecía de la cultura comunista fueron


deformando el beso y otras expresiones más sutiles hasta
degenerar en un enredado juego de espejos para enviar
mensajes o confundir a los adversarios. Fue en ese contexto
que la CIA, junto con algunas universidades estadunidenses,
formaron a expertos en decodificar este tipo de señales, dando
a luz la disciplina de la Kremlinología. Ésta analizaba, en su
vertiente burocrática, el detalle de los saludos, el acomodo de
las personas en los templetes, el lugar que ocupaban las noticias
en las páginas de los periódicos, los títulos —o ausencia de ellos
— al mencionar a funcionarios, la aparición o desaparición de
algún retrato en las oficinas, o las diferencias en las redacciones
de los comunicados de prensa de cada país respecto a un
mismo evento.
En un principio, las recomendaciones de esos kremlinólogos
eran tomadas con seriedad, aunque se fueron debilitando al
paso de los años, en parte por algunas pifias trascendentes, por
su antagonismo natural con el personal operativo y también
debido a campañas orquestadas por la contrainteligencia
soviética para desacreditarla. Ahora se sabe, por ejemplo,
gracias a documentos desclasificados de la Stasi, que en
Alemania Oriental empezaron a referirse a aquella ciencia
como kremliastrología. Se llegó a saber también —por
comunicaciones interceptadas, ahora públicas— que el curso de
acción que tomó Castro en el 64 fue celebrado por los
kremlinólogos y sus contrapartes como una jugada maestra en el
campo de los símbolos políticos. Esto, al no dar pie a
interpretaciones definitivas en uno u otro sentido.

Los servicios de inteligencia alrededor del mundo aguardaban


expectantes los reportes de la llegada de Castro a Moscú y
observaron boquiabiertos su desembarque con un habano en la
boca, seguido de tres efusivos abrazos a Brézhnev, sin sacarse
nunca el puro; es decir, sin dar espacio a ningún tipo de beso.
Ilustración: Raquel Moreno

***

Me interesé por esta historia a partir de mi visita a una


exposición sobre el transiberiano en la que, más allá de la
parafernalia nacionalista y la abundante información técnica,
me atrapó una pequeña muestra en el sótano de la sala
principal. Un espacio a media luz con focos antiguos, al pie de
unas escaleras de caracol, en el que había una pila de maletas y
portafolios amontonados.

Primero pensé que podía representar el viaje sin retorno de los


que fueron a los gulags en esos mismos trenes, pero se trataba
de la “Colección Nacional de Objetos Históricos del Sindicato
de Trabajadores de la Rossiskiye Zheleznye Dorogi” (RZhD, la
compañía rusa de ferrocarriles, la más grande del mundo, con
cerca de 1.2 millones de trabajadores y 85 000 kilómetros de
vías). Una placa al pie decía que la organización preserva los
objetos con valor histórico, o “que adquirieron ese estatus al
paso del tiempo”, olvidados en sus vagones.

En el muro opuesto, un tablero con manijas y botones de otra


época —que en realidad eran pequeñas puertas hacia cavidades
cúbicas, como las urnas de una cripta o las cajas de seguridad
de un banco— guardaba objetos pequeños de la misma
colección con textos en letras diminutas. Ahí se exhibían: un
cortauñas de Walter Benjamin, un bote de conservas de
manzana olvidado por Púshkin, un peto salpicado de comida
por Gógol y una lujosa pluma de Trotsky. Por encima de todo,
captaron mi atención los restos del puro de Fidel, el pañuelo
ensangrentado de Tolstói y la urna vacía de Mao.

Al pie del pañuelo de Tolstói:

Una madrugada de noviembre de 1910, Lev Tolstói dejó una nota


escueta a su esposa tras abandonar su casa en Yásnaya Polyana en
compañía de su doctor, Dushan Petrovich Makovitsky. Buscaba
pasar sus últimos días en paz y en soledad, y tomó un tren hacia el
sur por la ruta Ryazan-Kozelsk viajando, como era su costumbre,
en un vagón de tercera clase junto con los campesinos y la gente
sencilla.

El vagón lleno le dificultaba respirar, por lo que salió a tomar aire,


exponiéndose alrededor de tres cuartos de hora al viento helado de
la mañana. Al llegar a Astápovo ya manifestaba síntomas de
neumonía, por lo que el Dr. Makovistky buscó al comisario de la
estación, Iván Ivanovich Ozolin —originario de Letonia—, quien
llevó a Tolstói al dormitorio a un lado de su oficina.
El escritor agonizó durante varios días bajo la cobertura de la
prensa internacional, y en compañía de su familia y amigos, a
excepción de su esposa, a quien sólo le fue permitido entrar en el
último suspiro. Se dice que Tolstói había ideado un cuestionario
para que, llegado el momento, sus amigos registraran sus
observaciones sobre la última experiencia, pero nadie lo recordó
entre la conmoción de aquellas horas, ante la visible desesperación
del escritor.

Lev Nikolayevich Tolstói murió el 7 de noviembre de 1910. En su


parte oficial, el Dr. Makovitsky concluyó que a Lev Tolstói lo había
matado el aire frío al que se expuso en el andén de Kozelsk.

Éste es el pañuelo que usó durante su último viaje.

En otra se exhibía un puro consumido casi por completo. La


“reliquia” databa de la primera visita de Castro a la URSS, en el
63, cuando Kruschev aún vivía, un año antes de la visita en la
que evitó el beso de Brézhnev. El texto al pie decía:
En 1963, en un viaje sin precedentes, inmediatamente después de la
“crisis de los misiles”, Fidel Castro visitó la URSS por primera vez y
recorrió con libertad durante cuarenta días una vasta extensión,
desde Moscú hasta Siberia, pasando por Irkutsk y Samarcanda,
usando el tren como medio de transporte. A donde llegaba, era
recibido por multitudes espontáneas que se reunían a escucharlo ya
que, durante muchos años, no hubo héroes más grandes para el
pueblo soviético que Alexander Pushkin, Lev Yashín, Yuri Gagarin,
Fidel Castro y el Che Guevara.

En la ruta siberiana entre Khabarovsk y Vladivostok, una multitud


de leñadores bloqueó las vías para comprobar si, en realidad, Fidel
Castro pasaba por ahí. Contra toda norma de operación, el tren se
detuvo y el líder bajó a saludar con ropa visiblemente inapropiada
para el clima. Al percatarse, uno de los leñadores le donó su abrigo y
el comandante, conmovido por el gesto, buscó algo para dar en
reciprocidad, decidiéndose por un habano. El leñador, tras dar una
fumada, pasó el puro a sus compañeros, quienes hicieron lo propio
hasta que todos dieron una calada. Su traductor durante el viaje,
Nikolái Leónov —quien años después se iría a vivir a Cuba—,
reportó que dentro del tren Castro se conmovió hasta las lágrimas,
convencido de haber atestiguado una muestra del socialismo
verdadero.

Esto es lo que quedó de aquel habano, conservado por el maquinista


Valentín Afonin, quien fue el último en fumarlo.

Finalmente, en el espacio vacío reservado para Mao, se


explicaba:

Mao Zedong se encontró con Stalin por primera vez durante una
visita de dos meses a la URSS, en el invierno del 49 al 50. Durante
su largo recorrido en el transiberiano, se programó una parada a
orillas del lago Baikal para que la delegación pudiera contemplar el
lago congelado. Todos bajaron, menos Mao.

Se dice que, al continuar el viaje, su consejero más cercano, Zhou


Enlai, le preguntó:

—¿Camarada Mao, por qué no quiso bajar del tren?

A lo que Mao respondió:


—¿No sabes que el pastor Su Wu alimentaba aquí a sus ovejas?

Con esto quería decir que, en otros tiempos, aquella región había
pertenecido a China.

Ilustración: Raquel Moreno

***
Me obsesioné durante un tiempo con esos objetos, pero
conforme pasaron los días me fui obsesionando aún más con
los textos que los acompañaban. Incluso volví para releerlos
semanas después y, entre más atentamente los leía, más
improbable me pareció que lo que narraban, con el realismo de
la historia de Tolstói, el sentimentalismo del relato de Castro o
el aire de parábola del viaje de Mao, pudiera ser real. Alguien lo
tuvo que haber inventado. Empecé a preguntarme ¿qué habría
sido de aquella vieja guardia de kremlinólogos burócratas tras la
caída del muro, y qué de sus contrapartes encargadas de ocultar
o distorsionar la realidad desde sus escritorios? Me sedujo la
idea de que alguno de esos jubilados de la simbología política
pudiera ser el responsable de las urnas y los textos de la
exposición.

Tal vez quedaban algunos sobrevivientes de aquella disciplina


extinta en las burocracias de sus respectivos países. No era
descabellado que formaran algo parecido a una cofradía o, con
menos misterio, algo como un club internacional de jubilados.
Una hermandad de nostálgicos de los tiempos en los que la
posición de un retrato, los detalles de un gesto o la
intencionalidad en las palabras de un discurso, encerraban
significados múltiples. Quizá se entretendrían dejando pistas a
sus colegas y antiguos adversarios, alterando comunicados de
prensa o interviniendo exposiciones; persistiendo, con
resignación lúdica, en conservar significado y sutileza en medio
de la indiferencia.

Tomé en serio esa hipótesis y, como primer paso, investigué


tanto como pude sobre estos viajes en tren, pero sólo pude
confirmar los detalles del de Tolstói. Era lógico. Hubiera sido
imprudente que un funcionario menor distorsionara un relato
conocido por todos, si acaso añadiendo un ligero énfasis
ferroviario. Aunque tal vez por eso el autor o los autores
decidieron intervenirlo con más sutileza, adornando la sintaxis
oficial con algunos detalles en apariencia intrascendentes, como
el cuestionario preparado por Tolstói en anticipación a su
agonía.

Sobre los viajes de Fidel y Mao, los eventos y las rutas se


ajustan a los registros históricos, pero no hay información que
sustente lo demás. No escasean detalles —al contrario— del
encuentro de Fidel y Krushchev en el 63 se conocen los
discursos, el número de asistentes a las concentraciones, la
visita a una base militar secreta para conocer la nueva
generación de submarinos; incluso que Castro volvió a la isla
con “doce latas de caviar negro, un rifle de caza y un oso vivo
que le regalaron los geólogos en el Baikal”. Al extender la
búsqueda a su visita siguiente, la de 1964, tras la muerte de
Krushchev, encontré anécdotas tangenciales bien
documentadas —la maniobra para evitar los besos de
Brézhnev, por ejemplo—, pero sobre el encuentro con
leñadores mientras cruzaba Siberia, no se dice nada en ningún
lado.

De la visita de Mao en el 59 se saben ahora, gracias a informes


desclasificados, una gran cantidad de detalles como que, en una
conversación privada, Mao le confesó a Stalin no haber leído
nunca El capital; o que el líder soviético, buscando
vulnerabilidades en su odiado adversario, instruyó a la KGB a
recolectar y analizar las heces del Gran Timonel. Sin embargo,
de la negativa de Mao a bajar del tren para ver siquiera el lago
Baikal, o de la improbable fuente que pudo haber registrado su
diálogo con Zhou Enlai, tampoco se sabe nada.
Cada vez me parece menos inverosímil la idea de que el
Sindicato de Trabajadores de la Rossiskiye Zheleznye
Dorogipueda ser uno de los últimos reductos de la simbología
política sutil, y una de las escasas reservas burocráticas en las
que todavía sobreviven, agazapados, algunos de sus antiguos
miembros o de sus improbables herederos.

Conforme fui encontrando nuevas pistas, la curiosidad se tornó


en investigación hasta llevarme a otros hilos que se entretejen
de manera más compleja en los lugares obvios —por un lado,
Berlín, Moscú y Pekín; por el otro, Londres y Langley—, pero
que se extienden también a Ho Chi Min, Tiflis y Bakú; a
Kinshasa, Maputo y El Cairo hasta aterrizar en La Habana,
México y Santiago. Aún quedan muchos cabos sueltos, pero a
estas alturas puedo decir, casi con certeza, que esa cofradía
global de burócratas existe y que, hasta la fecha, se
corresponden, en el sentido más amplio de la palabra, con
juegos sutiles y entreverados donde se aplican con todo el
empeño de sus horas libres.
He acumulado suficiente material para extender y profundizar
el ensayo sobre el tema que me valió una beca para vivir seis
meses en Berlín y continuar mi investigación. He recibido
también algunas comunicaciones anónimas sospechosas
relacionadas con esto, apenas se publicaron los trabajos
premiados en una oscura revista alemana, por lo que me siento
más cerca de poder contar bien esta historia y dar cuerpo a lo
que se insinuaba desde las primeras pistas, pero ese relato, si
llega, tendrá que ser contado en otra parte.

Pablo Salazar
Escritor

Este cuento forma parte del libro Tras la huella del ñandú,
publicado por la Editorial Universidad de Guadalajara, ganador
del XXIII Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola.

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