El Franciscanismo Y Su Fuerza de Atracción en El Mundo de Hoy
El Franciscanismo Y Su Fuerza de Atracción en El Mundo de Hoy
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VI. LAS PEQUEÑAS FRATERNIDADES
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Para poder visitar más provincias y encontrarme con un mayor número de religiosos,
he tenido que optar por el diálogo en común con los frailes reunidos. He adoptado este
método de visitar provincias y hablar con sus frailes por las circunstancias especiales de
renovación y reacomodación en que se inserta el período de mi Generalato, durante el cual he
tenido que afrontar los problemas posteriores al Concilio Vaticano II, aunque no causados por
él; el Concilio es consecuencia de una realidad que ha forzado a la Iglesia a tomar este
camino. Prefiero que la organización de mis giras prescinda de fiestas, recepciones, visitas y
viajes, y se centre en un programa de encuentros con los frailes; así nos distribuimos el
tiempo de estar por la carretera y podemos permanecer juntos más tiempo. Creo que el
provecho que se saca de estas asambleas es bastante grande. Para mí, el provecho suele
consistir en que vuelvo a Roma con información más amplia y más concreta sobre la
situación de las provincias. Para todos, en general, el provecho de estas reuniones está en el
contacto mutuo, enriquecedor, y en el dialogar sobre ciertos temas, con lo que se obtiene una
mejor información y, casi siempre, una superación del pesimismo que pudiera existir, así
como un mayor coraje y empuje para ser más franciscanos.
El Vaticano II ha sido un esfuerzo enorme de la Iglesia para reinsertarse en la
realidad, con las consecuencias que ya sabemos. Esta reinserción era absolutamente
necesaria, no podía retardarse más; si alguna objeción puede ponerse, es el retraso con que se
ha hecho. Si se hubiera hecho poco a poco, paso por paso, al ritmo con que evolucionaba la
realidad, . hubiera sido más fácil y no habría provocado una crisis tan aguda y tan grave.
La Iglesia, puesto que existe en la historia, ha de tener una relación con la realidad del
ambiente en que vive. En esta realidad hay elementos buenos, malos y neutros, y hay que
discernir y distinguir todos estos elementos con un análisis crítico, continuado
constantemente, para una penetración siempre mejor en el mundo, según la enseñanza de San
Pablo: «Probadlo todo y quedaos con lo bueno» (I Thes. 5, 21). La acomodación,
evidentemente, no es aceptable cuando hace referencia a una realidad mala o discutible; son
los aspectos buenos de la realidad los que merecen y exigen que nos acomodemos e
insertemos en ellos. No obstante, también los elementos más o menos negativos de un
ambiente nos reclaman una toma de posición; no podemos simplemente ignorarlos. Uno, por
ejemplo, puede considerar que es más elegante y heroico combatir con la espada; pero si los
adversarios vienen con ametralladoras, toda su elegancia es inútil; está fuera de la realidad.
Así, pues, lo importante no es saber cómo me gustaría a mí que fuese la realidad; ésta
es la que es y muchas veces tengo que soportarla y tolerarla aunque no me guste, aunque esté
errada. Debo intentar corregirla, pero tengo que relacionarme con ella porque no puedo vivir
fuera de la realidad. Esto nos lo enseña la historia de la Iglesia: en tiempos de Cristo, podía
organizarse dentro del sistema o de la estructura de la sinagoga. Al entrar en contacto con el
mundo gentil, tuvo que superar las estructuras anteriores e intentar entenderse e insertarse en
la nueva realidad, creando las estructuras más adecuadas. El contacto con el Imperio romano
la obligó a una nueva acomodación, y esto mismo se repitió con la migración de los pueblos
bárbaros, el derecho germánico, etc. En todas estas modificaciones de la realidad, que
forzaron a una nueva acomodación, la Iglesia fue siempre muy activa, tanto que es la madre
de los pueblos de Europa. Cuanto la Iglesia ha producido en el sector de la política, de la
cultura, de la estructuración social, etc., no lo ha hecho partiendo de cero; ha tenido que
contar con la realidad. Así, la Cristiandad medieval, expresión concreta de la Iglesia en
aquella sociedad, no puede decirse que sea el Evangelio, sino una grandiosa tentativa humana
de realizar y encarnar el Evangelio en una realidad dada y en un ambiente concreto. En estas
empresas se consigue más o menos actuar el mensaje evangélico; nunca, de un modo perfecto
en esta tierra.
La realidad de los hombres ha llegado a cambiar a una tal velocidad, que no sólo la
Iglesia y sus estructuras han quedado rezagadas, produciéndose prácticamente una ruptura
entre ellas, sino que eso mismo puede hoy observarse en las estructuras jurídicas, políticas,
docentes, e incluso económicas. Prácticamente, el desarrollo de los hombres y el camino que
han corrido en todos los terrenos, han dejado muy atrás todas las estructuras, llegando a
producir la crisis humana que es el ambiente en que hoy vivimos; tal vez pueda decirse que es
la crisis más violenta, más profunda y más generalizada de la historia de los hombres.
Nosotros ya nacimos dentro de esta crisis, que empezó hace bastantes decenios. No
comenzó en 1963 con el principio del Concilio; es bastante anterior. Y nosotros todos en ella
nacimos, en ella vivimos, con ella o por ella sufrimos, pero con ella también tenemos que
enfrentarnos e intentar una solución.
En este terreno debemos estar muy atentos a esa tendencia generalizada de hablar de
la iglesia, de la Orden, de la Provincia, del Gobierno, y no de nosotros mismos. «La Provincia
debería hacer... La Orden debería hacer... » La iglesia, la Orden, la Provincia, no harán nada
sin nosotros; yo o nadie, es lo que deberíamos pensar. Cuando sentimos la inclinación o
tentación de decir que la Orden o la Provincia tendrían que hacer esto o lo otro, deberíamos
preguntarnos siempre: ¿quién es el que tendría que hacer?, y buscar el nombre de la persona
sobre la que recae la obligación de hacer. Aunque parezca raro, la búsqueda de este nombre
nos llevaría a nosotros mismos; somos nosotros los que no hacemos lo que debemos hacer.
Evadimos nuestra responsabilidad personal; estamos constantemente exigiendo más
responsabilidad mientras nos inhibimos ante la que ya tenemos; nos escabullimos trasfiriendo
las exigencias y los deberes a los entes morales, a las entidades impersonales, a las
estructuras personificadas, que seguramente jamás harán nada. los frailes de la Provincia
hacen algo o la Provincia no hará nada; la Provincia es el denominador común lo que hacen
sus frailes, y si éstos n hacen nada, todo se queda sin hacer. Debemos ser muy conscientes de
esto, y ante esos modos de hablar y tantos slogans como circulan, una de las indagaciones
más importantes a hacer es el averiguar quién es el que debe actuar, cambiar, reformar,
hacer...; descubriremos que casi siete pre somos nosotros, soy yo a quien incumbe semejante
tarea.
Con el Vaticano II la idea que se tenía o se creía tener de vida religiosa sufrió una
especie de colapso; ello debido a que el Concilio ha dado muchísima importancia a la
vocación general dé todos los hombres a la más alta perfección. El capítulo V de la Lumen
Gentium sobre la universal vocación a la santidad en la Iglesia, un capítulo entero que tiene
gran influencia sobre los restantes documentos del Vaticano II, ha tenido, entre muchos
efectos positivos, uno negativo, el que muchos religiosos e incluso Institutos religiosos hayan
perdido o sentido que se tambaleaba lo que hoy se llama su identidad. Lo que ellos
consideraban ser su elemento específico, que les distinguía dentro de la Iglesia y en relación a
otros tipos de vida, ha pasado a ser vocación, general de todos.
Ahora uno se pregunta, ¿es que están todos llamados a la castidad perfecta, a la
pobreza? El hecho es que en el Evangelio esta doctrina se dirige a todos y no a un grupo
especial, y se presenta como un precepto evangélico, aunque situacional o de vigencia
exigitiva en determinadas situaciones; pertenece a la misma categoría de aquellas otras
palabras de Cristo, por ejemplo: «Si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de
ti ... » (Mt. 5, 30). Es decir, en la vida pueden presentarse situaciones en las que es obligación
de precepto llegar hasta el extremo de sacrificar aun los bienes más preciosos. Y estas
situaciones radicales, en las que el cristiano se ve ante disyuntivas tan fuertes, son
relativamente frecuentes. Lo que no es tan frecuente es que los cristianos reaccionen a nivel
evangélico.
La vida religiosa sería la decisión de actuar estos preceptos tan radicales incluso fuera
de las situaciones en que son obligatorios. Así, nuestra castidad perfecta, la pobreza y la
obediencia son, sí, una llamada a todos pero no todos están obligados a observar estos
preceptos fuera de aquellas situaciones especiales y radicales. Nosotros, en cambio, tomamos
estos preceptos situacionales como norma para nuestra vida ordinaria; es llevar a las
situaciones normales lo que de suyo es obligatorio sólo en situaciones especiales; ahí está
nuestro plan, nuestro proyecto de vida radical. Tomadas así las cosas, la promesa de la tríada
tradicional ya no puede considerarse como un precepto, sino que es optativa, se puede
escoger libremente y supone una vocación especial, la de comprometerse a vivir
permanentemente y en toda situación lo que el Evangelio presenta como preceptivo en ciertas
situaciones radicales.
En todo esto juega un papel decisivo el atractivo que sobre nosotros ejerce la vida de
Cristo, quien ha abrazado el camino de estos tres elementos aun en las situaciones normales y
no sólo en los casos especiales. En el ejemplo y en la vida de Cristo está la justificación más
profunda teológica para nuestro proyecto de vida radical de seguir estos preceptos
evangélicos fuera de las situaciones en que son obligatorios para todos, que para nosotros se
convierten en preceptivos desde el momento en que libremente prometemos seguir este
camino.
Ahora bien, para precisar las cosas y no dejar en ustedes una impresión inexacta,
quisiera completar un poco lo dicho. Hoy no podemos usar las fórmulas tan categóricas que
antes usábamos al hablar de la vida religiosa y de algunos de sus aspectos: la vida de
perfección, los consejos evangélicos, su fundamentación bíblica, etc.; hoy, en general,
tenemos que redimensionar un poco todo esto. Si los escrituristas, al hablar con exactitud, no
aceptan que en el Evangelio se trate de consejos, aceptan en realidad que no son obligatorios
para todos en la forma que lo son en la vida religiosa; aceptan que el libre compromiso de
vivir estás tres elementos evangélicos es una cosa típica de la vida religiosa, en la que
libremente se asume el deber de seguir este camino radical aun en las situaciones en que no
urge la fuerza del precepto evangélico. Así que pueden discutir acerca de la propiedad de las
palabras, consejo o precepto; la realidad no cambia mucho; pero hay que reconocer que en la
S. Escritura no están enunciados en forma de consejo.
Creo que debemos darnos cuenta de que uno de los elementos típicos de la
espiritualidad y de la vida franciscana estriba en que se trata de responder al atractivo que
ejerce sobre nosotros una persona, San Francisco. Es típico de la Orden Franciscana el que su
Fundador, el hombre que ha iniciado este estilo de vida, tiene una fuerza de atracción
sencillamente enorme, impar. Así pues, la vida franciscana tiene como elemento típico la
referencia a una persona que nos atrae y nos cautiva. Esto mismo es lo que le sucedió a San
Francisco, se sintió atraído por la persona de Cristo; y nosotros, con San Francisco, nos
sentimos atraídos por la Persona: Cristo. Y todo entre
nosotros, incluida la vida típicamente religiosa, se transforma en esta situación especial de un
grupo que se siente vinculado por la atracción de una persona, y esta atracción psicológica se
transforma en un proyecto de vida y en un forma vitae con las promesas o votos. Esto me
parece lo típico de la vida franciscana.
Si queremos pasar más allá e ir al terreno de las definiciones, empiezan enseguida las
dificultades, que no son negativas sino positivas. El problema está precisamente en que esta
persona que nos atrae y que nos decide a comprometernos en este proyecto de vida y a seguir
esta forma vitae, es una persona de una multiplicidad increíble de aspectos; y así cada uno de
nosotros ve a San Francisco bajo un cierto punto de vista y hay muchas imágenes válidas, en
la parte positiva, de San Francisco.
De allí vino la Primera Regla, que no sabemos con certeza si estaba escrita o si San
Francisco la recitó oralmente delante de Inocencio III, y que fue aprobada oralmente por el
Papa. No bastó esto; como ustedes saben, la primera generación franciscana, en la
interpretación del atractivo a seguir al hombre de Asís, sentía ya la necesidad de definirse con
más precisión. El mismo San Francisco nos dio la Regla que ahora llamamos Primera o no-
bulada y que es bastante larga. Pero todavía no era suficientemente definida para el grupo y
continuó la presión sobre San Francisco. Así llegamos a la Regla que llamamos bulada y que
es bastante más definida. No bastó tampoco y enseguida los frailes empezaron a hacer
Constituciones, y, después de 750 años, en este trabajo nos encontramos todavía. En las
últimas Constituciones nos esforzamos por definir, o mejor, por describir la Orden
franciscana en 1967; pero no faltan frailes que creen que hay que reempezar da capo, desde
el principio, y que la principal tarea del Capítulo del 73 debería ser decir qué es la Orden
Franciscana.
Las Constituciones empiezan diciendo: «La Orden de los Hermanos Menores tuvo su
origen en una inspiración por la que el Señor indujo a San Francisco a vivir la forma del santo
Evangelio en la Iglesia» (número 2); así tradujo el Capítulo del 67 «la obediencia al Papa y a
la Iglesia» de que habla la Regla. La relación al Evangelio tiene su origen en una inspiración
por la que el Señor indujo a Francisco a vivir la forma del santo Evangelio en la Iglesia;
acción de persona a persona, siempre y en todo personas.
San Francisco no se buscó compañeros; él mismo nos dice que Dios se los dio:
«Después que el Señor le dio hermanos (se refiere al grupo primitivo; es un hecho de vida; no
los buscó, pero de hecho se agruparon en torno a él atraídos por la fuerza del Espíritu), el
mismo bienaventurado Francisco hizo escribir para síí y sus seguidores una Regla, cuya
última norma es el seguimiento de Cristo propuesto en el Evangelio. El Señor Papa,
siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, confirmó esta Regla, para que el carisma
de San Francisco lo guardasen íntegro sus hermanos en los siglos venideros y se expandiese
para el bien de toda la Iglesia» (núm. 2).
Ahora bien, en la Regla hay además otros elementos que son bastante más
importantes para la vida, y bastante más característicos de la vida franciscana, aun cuando no
estén revestidos de fórmulas jurídicas o equipolentes y, consiguientemente, no estén incluidos
en este elenco. Así por ejemplo, si San Francisco dice: «aconsejo, amonesto y exhorto», es
que le parecía muy serio y quería rotundamente lo que hacía preceder de estas tres palabras
juntas, creo yo. Sin embargo, no son expresiones preceptivas ni equipolentes. No obstante
esto, lo que sigue a esas palabras es lo que me parece más característico del estilo de vida
franciscana y del modo de ser de San Francisco. Si nosotros tomásemos en serio tales
palabras y nos empeñásemos en vivirlas, la Orden tendría hoy y siempre su razón de ser y
tendría una enorme fuerza atractiva, como San Francisco.
Ahora, ustedes imagínense por un momento que los 25.000 frailes esparcidos por el
mundo se empeñen en vivir según las palabras de Francisco: «no litiguen, ni contiendan con
palabras, ni juzguen a otros; mas sean benignos, pacíficos y moderados, mansos y humildes,
hablando honestamente a todos.» ¡Lo que esto significa como fuerza de vida evangélica!' ¡Lo
que esto significaría como fuerza de atracción de la Orden!
Que se observen los otros 25, 27 ó 28 preceptos, sí; forman parte de la Regla. Pero
esto es mucho más importante. Yo estoy seguro de que si nosotros, en los 750 años de
existencia, hubiésemos practicado esto en lugar de pelearnos por las cuestiones en torno a la
pobreza, la Orden tendría una historia bastante más limpia y bastante más edificante. Son
normas muy sencillas, muy simples, muy evangélicas; pero de una fuerza enorme en la vida
concreta para llevar al individuo a la perfección más elevada: «no litiguen..., mas sean
benignos... ». ¡Experiméntenlo para ver a dónde llegan! Parece poco, pero tiene una fuerza
práctica simplemente sin límites.
Sin embargo, son necesarias fórmulas más fáciles para identificarnos. Por ello, las
Constituciones no sólo dieron textos espirituales, sino también artículos. Los textos
espirituales pueden ser muy estimulantes, pero no tienen límites y confines muy claros; de
donde no es fácil, con ellos, identificar quién sí y quién no. Los artículos tienen una
formulación aparentemente más fría, aunque también de contenido extremadamente
importante. Art. 1: «La Orden de los Hermanos Menores, fundada por S. Francisco de Asís,
es la religión en la que se hace ante la Iglesia profesión de observar el santo Evangelio según
la Regla dada por el mismo S. Francisco y confirmada por el Papa Honorio III.» Es una
fórmula jurídica que define los límites de la Orden de un modo más claro, pero que al mismo
tiempo contiene una gran riqueza espiritual. Y sigue el mismo artículo: «La Regla bulada es
el fundamento y el principio de la legislación de la Orden, y todos los hermanos están
obligados a observarla fielmente en virtud de la profesión aceptada por la Iglesia.» Están
obligados porque ellos mismos quisieron obligarse, no por una coacción externa.
Para actuar estos principios y para llevar a la vida las consecuencias que de ellos
brotan, las Constituciones dan una serie de prescripciones bastante realistas.
No basta haber leído una vez la Regla y haberse entusiasmado con su contenido. Hay
que oírla repetidas veces, leerla y meditarla. Si no se hace esto, la fuerza de convicción y de
atracción que viene de S. Francisco, poco a poco se pierde y al cabo de un tiempo deja de
existir. De ahí que los artículos 2, 3 y siguientes, determinen la obligación de un contacto
frecuente con nuestros documentos fundamentales, para mantener vivo el atractivo que Cristo
y S. Francisco tienen sobre nosotros.
Artículo 2: «Como quiera que nuestra vida y Regla consiste en la observancia del
santo Evangelio, dedíquense los hermanos a la lectura y meditación del santo Evangelio y de
las demás Escrituras, a fin de que, progresando en la inteligencia de la Palabra de Dios
consigan más plenamente la perfección de su estado. Esfuércense los hermanos en indagar,
entender y venerar, juntamente con la Regla, la vida y los escritos de San Francisco y de sus
seguidores, para que conozcan cada vez mejor y guarden fielmente el espíritu y los objetivos
propios del Fundador». Al hablar de nuestros escritos fundamentales, dicen las
Constituciones tres cosas: indagar, para saber lo que hay en ellos, entender y venerar. Yo
quisiera dar todo su relieve a este «venerar», porque en el fondo está la categoría de valor, de
aquello a lo que damos valor. En la práctica de nuestra vida, buscamos, seguimos,
conservamos solamente aquello a lo que damos valor. Cuando perdemos la categoría de
valor, respecto a-un precepto por ejemplo, ya no tenemos la fuerza moral para continuar
observándolo, y seguimos sólo por coacción. Para evitar esto último hay que conservar en el
alma esta categoría y aspecto de valor. De ahí la gran importancia de ese «venerar»; en él se
incluyen una reacción espontánea de respeto y de veneración, y una reacción adquirida por la
meditación. Si pretendemos quedarnos sólo con la reacción espontánea, estamos
construyendo nuestra casa sobre arena; no resistirá mucho. Hemos de esforzarnos para llegar
a establecer en nosotros la virtud adquirida de la veneración hacia lo que de hecho vale.
Hay un elemento muy característico del espíritu de nuestro Fundador, cuando se habla
de la vida común. Evidentemente, la vida de oración, la relación con Dios, es lo más esencial
de la vida cristiana y de cualquier tipo de vida religiosa. Pero ahora no me refiero a esto, no
porque no sea lo más importante, sino para ver otros aspectos y mostrar cómo las fórmulas
jurídicas contienen una secuela de vida y de vitalidad increíble.
Artículo 38: «Todos los hermanos, consagrados a Dios por la profesión de una misma
Regla, constituyen una fraternidad.» Nuestra comunidad es fraterna. Y no lo será jamás por
generación espontánea; lo será a consecuencia de nuestros esfuerzos fraternales. Una
fraternidad no surge ni se hace con imaginar que basta decir muy buenas palabras y pensar
románticamente cuán hermoso es que los hermanos vivan en común; la fraternidad se
constituye con el esfuerzo de cada uno de sus miembros, es el fruto de su esfuerzo
continuado, ininterrumpido. La fraternidad existe en tanto en cuanto cada uno de sus
componentes se compromete en crearla, mantenerla y fomentarla. En este supuesto, es
característico el que cada cual esté atento a los derechos de los otros. Los que están atentos a
sus derechos destruyen la fraternidad. Y en la proporción en que más se habla de los derechos
que yo tengo, en esa misma proporción se manifiesta que no existe comunidad fraterna. Lo
característico de la comunidad fraterna es que cada uno está atento a los derechos de los
otros; y la medida en que se da esto, es la medida exacta de la realización de una comunidad
fraterna. Continúa el mismo artículo: «Y por tanto, guarden la unidad del espíritu en el
vínculo de la paz, no obstante la diversidad de naciones, de cultura y de costumbres.» La
unidad del espíritu y la paz, nuevamente, no son productos espontáneos del romanticismo;
son frutos del vencerse a sí mismo. Observen en su vida esto y ya verán las consecuencias.
Esta sería la parte viva, real y concreta, de lo que es la Orden. Las estructuras
jurídicas son y tienen que ser, por fuerza, abstractas. Pero no pueden sustituir ni destruir este
hecho. Si sólo existiesen las estructuras jurídicas (el General, el Provincial, la Provincia, las
casas, etc.), tendríamos la masificación. La riqueza y la plenitud de la vida franciscana vienen
por el camino inverso: del fraile que es fraile conforme a San Francisco, y de que los frailes
forman comunidades fraternas, que se interrelacionan para formar una Provincia, y de que las
Provincias, con sus interrelaciones, llegan a formar la Orden.
Si continuásemos en este tipo de reflexión llegaríamos a tener una idea bastante más
viva y bastante más estimulante de la vocación franciscana. Podemos decir que si nosotros
realizamos hoy concretamente esto que San Francisco quería, la Orden tendrá una enorme
fuerza de atracción. De ahí le viene a la Orden su fuerza de atracción. No de sus hombres
eminentes, ni de sus grandes investigadores, ni de sus relevantes figuras históricas. Mucho
menos, de sus riquezas, de su representatividad en la vida social (de la «relevance», como se
dice hoy), o de la impresión de poder que pueda causar; de nada de esto viene la fuerza de
atracción. Viene, simplemente, creo yo, de la persona de San Francisco y de los frailes
vinculados a la persona de Cristo.
Y en nosotros, la fuerza de atracción está en vivir esto: «no litiguen, ni contiendan con
palabras, ni juzguen a otros; mas sean benignos, pacíficos y moderados, mansos y humildes,
hablando honestamente a todos, según conviene.» Esto, sin dejar de observar, como es
evidente, el resto de la Regla; pero, poniendo más el acento y prestando mayor atención a
estos puntos. Así es como yo considero que estamos más centrados en lo típicamente propio
nuestro y en lo más esencial del espíritu de San Francisco, bajo el punto de vista de la
formación de comunidad y de Orden.
En cuanto a los 25, 27 ó 28 preceptos clementinos, evidentemente los hay entre ellos
que ya no tienen actualidad. Recuerdo que antes del Capítulo general del 67, se constituyó
una comisión en el Definitorio general para estudiar cuáles serían los puntos de las
declaraciones pontificias, y entre ellas estos preceptos, que deberían mantenerse porque
todavía tienen actualidad, y cuáles los puntos que necesitan de acomodación. Y recuerdo que
el resultado que arrojó el trabajo de esta comisión fue que no había como incontestablemente
válidos más que tres o cuatro puntos; no más. Los otros, eran condicionamientos históricos de
otros tiempos, que, en la acomodación que exige la vida moderna, ya no tenían actualidad
suficiente para continuar como preceptos. Con esta preparación de investigación, reflexión y
estudio, el Capítulo del 67 elaboró las actuales Constituciones.
Por lo que he expuesto, creo que la Orden entra en las categorías, un poco
indefinibles, de los grupos que hoy día se llaman informales. Para nosotros, las estructuras sí
deben existir, porque somos un grupo, y sin ellas el grupo no subsiste; pero son de mínima
importancia real y concreta. Me parece que un fraile que es fraile según el programa de las
Constituciones que hemos comentado, pasará sus 50 años de fraile sin tan siquiera ver las
estructuras. A este fraile lo mismo le dan estas que aquellas estructuras; no le importan ni le
estorban; las acepta y vive.
Ahora, el fraile que se contrapone al ideal franciscano, el fraile que no es fraternal, éste
inmediatamente choca con las estructuras. Las estructuras quieren ayudarlo y llevarlo a ser
fraile; él no lo es; el choque es inevitable; se siente coaccionado y de ahí viene la lucha contra
las estructuras. Siguiendo el camino inverso, el de ser fraile-fraile, las cosas ruedan de otra
manera. Yo confieso que no soy un gran fraile, etc., y tengo todas las imperfecciones que
quieran; pero lo poco que he intentado ser fraile en la vida ha hecho que sólo chocara con las
estructuras ahora que soy General y tengo que estar atento. a su realización; antes no me
importaban gran cosa. Yo me situaba, me encuadraba dentro de ellas, y he encontrado
siempre un campo enorme de realización personal y una libertad casi sin límites de ir por el
mundo.
Esto es muy variado. No existe una tarea en la Iglesia que no pueda, en general, ser
atendida por religiosos o religiosas. En cuanto a nosotros los franciscanos, no tenemos la
vocación de una obra típica, sino una vocación a una espiritualidad típica. La Orden
franciscana no se caracteriza por la finalidad de una obra o actividad. Otros religiosos, como
saben, tienen una finalidad peculiar: educación de la juventud, atención de los enfermos,
misiones, estudio de la teología, predicación, etc. Nuestra vocación de fraile es, primero y
ante todo, para ser fraile. ¿Y qué hacen los frailes? Cualquier cosa que sea honesta. Nosotros
no podemos definirnos por la relación a una obra o actividad. Los que vienen a nosotros, lo
hacen para vivir la espiritualidad franciscana; esto supuesto, lo demás no es lo que más
importa. Lo esencial para nosotros es vivir el Evangelio según el estilo peculiar de Francisco
de Asís, ser franciscanos; luego, uno puede ser albañil, otro sacerdote, otro profesor o lo que
sea.
Lo que justifica la existencia de la Orden franciscana es que los frailes vivan su forma
vitae, la Regla, el estilo y modo de vivir franciscanos; esto la justifica. Si nos preguntan si la
Orden franciscana tiene razón de ser en la Iglesia y en el mundo de hoy, tendremos que tomar
la Regla y ver si el tipo de vida que nos presenta tiene razón de ser en la Iglesia y en el
mundo de hoy. Sabemos que la respuesta será positiva, por la enorme simpatía que San
Francisco despierta todavía en el mundo de hoy. Creo que esto no se ha puesto ni puede
ponerse en tela de juicio. Ahora bien, ¿puede la Orden franciscana, con su estructuración en
la que han influido 750 años de historia, puede continuar tal como es, o debe introducir
modificaciones, acomodaciones, etc.? Esto es otra cuestión. Nosotros no debemos confundir
la vida franciscana con esas estructuras. La Orden y sus estructuras son formas o medios
para vivir la espiritualidad franciscana.
De esta espiritualidad, forma parte el trabajo. Creo que una de las más lamentables
fatalidades históricas de la Orden, es que nos llamasen mendicantes. Pienso que San
Francisco, más que mendicante, era trabajador. El iba a pedir limosna por penitencia, para
humillarse y para suplir lo que los malos pagadores no le habían dado por su trabajo. Pero la
mendicación, como medio normal y habitual de subsistencia de vida, no entraba en la
mentalidad de San Francisco; ahí entraba el trabajo.
¿No le parece que, si bien nuestra misión fundamental es ser frailes, nuestra
vocación, como todo carisma, se da en la Iglesia para el servicio del Pueblo de Dios?
Sí; tiene usted razón; hay que dar mucho relieve a este aspecto. Para San Francisco
era motivo suficiente de expulsión el que uno fuese un «fraile-mosca». Creo que también son
«fraile-mosca» aquellos que no sirven a la Iglesia en nada, sino que sólo se sirven de la
Iglesia para sí mismos. Esto es motivo suficiente de expulsión, según San Francisco; así que
la cosa es muy grave, me parece.
Es una falsa ilusión el imaginar que uno pueda encontrar la satisfacción encerrándose
en sí mismo, buscándose a sí mismo. Esto no es posible, porque la vida evangélica, por el
precepto del amor de Dios y del prójimo, está necesaria e indispensablemente dirigida al otro.
Primero a Dios; pero con la dirección a Dios (primer mandamiento), está unida
inseparablemente la dirección al otro (el segundo, que es igual a éste). Y esta dirección al
otro, no es sólo para darle algo, sea lo que fuere; primero y ante todo, es para darse a él, para
amar su alma, para servir a su alma, en dirección a Dios. Y esto, dentro de la Iglesia.
El fraile que, para usar fórmulas un poco cómicas, duerme, se levanta, come, va al
coro..., y se cree que con ello ha observado la Regla, está muy equivocado. ¡Observar la
Regla! Si sólo hace eso, no está observando la Regla; en ella hay mucho más. La Regla es
toda una espiritualidad que lleva al amor del prójimo según el Evangelio. Y si lleva al amor
del prójimo y a la caridad, esto significa que el individuo se sitúa en un nivel en el que ha
cumplido ya toda la justicia. Y uno que peca contra la justicia interna o externamente, contra
la paz positiva o negativamente, contra los derechos y los deseos del otro, ¿a qué título viene
a decir que está practicando la caridad? La caridad está en un nivel superior a la justicia;
supone que ésta se cumple. Y en esto tenemos todavía mucho que hacer cada uno de
nosotros.
Vivir en la Iglesia así, a nivel de caridad con todo lo que comporta, y vivirlo sin nada
más, esto es un testimonio de vida evangélica que vale más que todas las predicaciones. «Plus
exemplo quam verbo». Creo que la Iglesia quedaría muy bien servida si nosotros los frailes
viviésemos así, sin ser párrocos, ni obispos, ni Papa.
-II-
Por lo que se refiere a nuestros trabajos, considero que no existen tareas que sean
honestas y que estén en conflicto con el ideal franciscano. No obstante, hay maneras y
maneras de seleccionar y aceptar estas tareas. Si uno las acepta porque son un servicio a las
almas, a la Iglesia, a la Orden y no por el aspecto de vanagloria o grandeza ante los hombres
que pueda haber en ellas, está bien. Pero aún en estos casos, como decía San Francisco, hay
un aspecto de pobreza franciscana, que no nos permite apropiarnos de tales tareas. Es decir,
en el momento en que ya no sea necesario o útil el que nosotros realicemos tal tarea,
posiblemente gloriosa, y haya otros que la puedan satisfactoriamente realizar, hay que dejarla
por otra más necesaria o más útil. Cuanto más conservemos nosotros esta capacidad de
renuncia interna a las tareas que desarrollamos, esta disponibilidad al servicio de la Iglesia, de
las almas, de la Orden, tanto más conservaremos esa característica peculiar nuestra, la de ser
«minores», menores, pobres, humildes y sencillos.
Esto no quita el que nos esforcemos para que San Francisco sea más y más conocido.
Pero hemos de darlo a conocer tal como era y como quería ser, tenemos que presentar su
imagen auténtica; no bajo el aspecto de gloria y de grandeza, sino precisamente bajo el
aspecto del «pequeño hombre de Asís», «il Poverello». Cuanto más lo presentemos así, tanto
más, como es evidente, lo ponemos en contraste con el ideal del mundo; y entonces, los
hombres, que de una manera casi instintiva captan que la verdadera grandeza está allí, sienten
la fuerte atracción del Francisco auténtico.
Por eso, a cualquier sitio que llegamos, nos encontramos con que la figura de San
Francisco ya es conocida. Y la fuerza de atracción de la Orden ante la gente viene de la
medida en la que nosotros somos conformes a la imagen de San Francisco, que ya existe. Y
nos juzgan con severidad. Cuanta menos disconformidad hay entre nosotros y la figura de
San Francisco, tanto más nos aceptan y se sienten atraídos por nosotros. Cuanto más nos
presentemos con los vicios del mundo, con sus pretensiones de grandeza y de orgullo, o con
cualquier otra pretensión que no sea el Evangelio; cuanto menos nos presentemos como
auténticos imitadores de San Francisco, tanto más críticos serán con nosotros y tanto menos
interés despertará en ellos nuestra vida y nuestras palabras.
Para la vocación del joven que se ha entusiasmado con San Francisco, ¿no puede ser
una dificultad el no vernos tan franciscanos?
Sin duda esto constituirá una dificultad para muchos jóvenes; creo que nuestros
defectos ya alejaron a muchísimos que Dios estaba llamando. En esto estoy de acuerdo.
Ahora bien, considero que el individuo con vocación, tenga 18, 20 ó 22 años, tendrá que
comprender que en cualquier grupo humano existen defectos. Si él quiere ser médico, pero a
condición de que todos los médicos sean perfectos, que lo deje porque esto no existe. Uno
que entra en un grupo humano tendrá que aceptar el que tal grupo tiene defectos. Si lo que
quiere es entrar en un grupo ideal... Lo mismo sucede con el matrimonio: el joven que espere
a la novia ideal, a los 80 años todavía la estará esperando; y si toma una, ya sabrá después
cuántos defectos tiene.
Eso es ser realista. Ahora bien, no nos disculpemos con ello los que estamos dentro;
intentemos, más bien, explicar nuestros defectos y nuestra falta de perfección a los que
quieren venir. Y si ven en nosotros sinceridad humilde y un compromiso serio de
convertirnos y superarnos, no seremos tan gran obstáculo para su vocación.
El Capítulo de 1967 eliminó de las Constituciones las normas que obligaban a leer en
público la Regla y las Constituciones, dejándolo a la iniciativa de las Provincias, de las casas,
de los Capítulos conventuales, etc. Este, digamos, optimismo del Capítulo no se ha visto
correspondido por los hechos.
Para la generación nueva, que entra ahora en la Orden, el problema será diverso. El
estudio de la Regla y de las Constituciones forma parte del programa del noviciado y de los
años de formación; así que estas nuevas generaciones, cuando lleguen a la profesión solemne,
habrán adquirido un conocimiento suficiente de estos documentos. Los que pertenecen a
generaciones anteriores, que habían finalizado el período de formación cuando llegaron las
nuevas Constituciones, tendrán que ingeniárselas y tener alguna iniciativa para conocerlos.
Dado que las nuevas Constituciones incluyen un documento espiritual y que la misma
parte legislativa tiene un carácter más acentuadamente espiritual e inspiracional, puede
suceder, sí, que se tome en menos consideración la Regla. No obstante, esto dependerá
mucho de las iniciativas que se tomen en los Capítulos conventuales, en la organización de
los días de reflexión en las comunidades, en los retiros, etc.; en ellos se podría y convendría
tomar como texto de reflexión y meditación la Regla, y proponerla siempre de nuevo dándole
el debido realce. Algo similar es lo que puede suceder a escala individual. Una norma que,
«ex opere operato», solucione esta cuestión, no existe.
Creo que el atractivo que cada uno de ellos sentía era diverso; todos, sin embargo,
coincidían en sentirse fuertemente atraídos por Francisco. Un fray Elías debió sentir una
atracción bastante diversa a la de un fray Gil. Fray Gil o fray Pedro Catáneo, por ejemplo,
eran muy diferentes a fray Rufino y fray León. Cada uno de ellos es un tipo humano diverso,
y debió sentir una atracción concreta diversa. El denominador común, no obstante, es la
«forma vitae evangelicae»; «vivir el Evangelio» era el eslogan de aquel tiempo y los jóvenes
lo veían realizado en San Francisco de una forma que les cautivaba, y le seguían.
Ahora bien, no todos perseveraron y no pocos fueron expulsados por San Francisco.
Francisco era bastante avisado; no aceptaba a todos los que venían. Y cuando tuvo tantas
dificultades en los últimos años de su vida, la explicación que él dio a los problemas de la
Orden es que habían sido admitidos muchos que no deberían haber sido admitidos y que éstos
estaban pesando en la Orden y degenerando su ideal.
Entre los motivos para la expulsión tenemos uno al que los escritos primitivos hacen
muchas referencias: la pereza. «El hermano-mosca que se vaya». San Francisco quería
hombres laboriosos, trabajadores, aplicados. Para él, la pereza era motivo suficiente para la
expulsión de la Orden.
Por la experiencia que tengo y por lo mucho que he reflexionado sobre las cualidades
mínimas de los candidatos a la Orden, considero que no son aptos los individuos ambiciosos,
inclinados a la vanagloria, egoístas, comodistas, envidiosos, celosos, perezosos, etc. Ya a
nivel cristiano se exigiría el vencimiento de esos defectos; mucho más a nivel franciscano.
Creo que un individuo que es así y que durante los largos años de Coristado no mejora, es
preferible que se vaya. Para ser franciscano hay que llegar a un grado bastante elevado de
superación de estos defectos. Y si el individuo no muestra tener una voluntad decidida ni
hace siquiera una tentativa seria de superarse sino, al contrario, hace de sus defectos una
especie de exigencia, de derechos de la persona..., será un desastre en la Orden, será un
individuo en situación conflictual permanente.
2. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES PARA LA FORMACIÓN DE LA JUVENTUD
Cómo presentar a los jóvenes de hoy el carisma franciscano, y cómo formarlos para
la vida franciscana del mañana?
Creo que lo más importante de nuestra obra formativa para con los jóvenes de hoy, de
mañana y de pasado mañana, es el realizar nosotros, en una plasmación personal lo más
intensa posible, lo que San Francisco quería de sus frailes y lo que él llamaba la «forma vitae
evangelicae»; lo primero que hemos de hacer como formadores es tomar nosotros realmente
en serio las páginas y el mensaje del Evangelio, según el enfoque peculiar de San Francisco.
Dentro de esto, hay una variedad inmensa de posibilidades: uno puede hacerlo, por ejemplo,
en una barriada de pobres, llevando una vida paupérrima y miserable; otro lo puede realizar
como profesor de universidad; incluso, como nos enseña la historia franciscana, es posible
ha~erlo como banquero (v.g.: Bernardino de Feltre).
Como ustedes recordarán, San Francisco sufría del hígado y del estómago. Un
invierno, los frailes le consiguieron una piel de raposa para que se la pusiera por dentro y le
aliviara sus molestias. Pero Francisco les dijo: -«Consíganme una segunda para ponérmela
por afuera -¿Comprenden? La sinceridad total, a la luz de todos, la sinceridad completa.
Si ustedes examinan las influencias que han recibido, si reflexionan acerca de lo que
más ha influido en la formación franciscana de cada uno, verificarán que, muchas veces, no
son los formadores ni las estructuras de formación los que mayor impacto causaron en su
vida, sino, con frecuencia, un frailecito que es muy fraile y muy franciscano. Entre nosotros
es increíble la fuerza y la frecuencia de este influjo de persona a persona. Es una de las cosas
típicas de nuestra Orden y lo recordaba el Papa en uno de sus discursos: el número
extraordinario de religiosos no clérigos beatificados y canonizados. No eran hombres
eminentes desde el punto de vista del mundo; para el mundo eran hombres sin relieve, frailes
sin nombre ni historial. Y éstos llegan a la beatificación y canonización en número
extraordinario.
Yo creo que una de las características más franciscanas es este «plus exemplo quam
verbo»: ser. Si nosotros conseguimos encarnar de forma intensa el mensaje evangélico, la
espiritualidad franciscana, creo que la formación de la juventud está garantizada en el
presente y en cualquier futuro. Recuerden que tanto las Constituciones del pasado como las
del presente, exigen que todos los que están en una casa de formación, y naturalmente los
formadores, deben ser ejemplos vivos de vida franciscana.
Me contó un provincial alemán que tenía un hermano laico, muy poco devoto de
relacionarse con el público y menos con las mujeres. Vivía retirado en el interior del
convento. Hacerlo portero resultaba imposible; que se encargase de la sacristía, era muy
difícil. Así que se ocupaba del refectorio, de la sastrería, de la limpieza del convento. El
provincial lo había llevado a un convento grande, donde había suficiente espacio para
desaparecer. Cuando murió, asistieron decenas de coches al funeral; era increíble el número
de personas que conocían a este fraile y que perdían horas de trabajo para acompañarle en el
funeral, por la veneración que sentían hacia este hombre. Un número enorme de personas dijo
a los frailes que no había hablado jamás con aquel hermano ni una sola palabra, pero que, sin
embargo, aquel frailecito los inspiraba en la vida cristiana y les daba fuerzas para superarse
en las dificultades de cada día.
Este es un testimonio que no debemos olvidar. Aquel fraile llevaba un tipo de vida
prácticamente al revés de lo que se dice moderno, al revés de lo que se consideraría hoy
influyente. Y es que eso que llamamos moderno, influyente, actualizado, etcétera, aunque
importante, es bastante secundario. Lo definitivo e importante de veras es ser, con
convicciones profundas y vida intensa; lo demás, viene por sí mismo. Lo único insustituible e
indispensable es este elemento: ser, que nosotros seamos con verdad e intensidad lo que nos
exige nuestra vocación cristiana y franciscana, el Evangelio y San Francisco.
No niego que el modo de presentarnos y de aparecer ante los demás tiene cierta
importancia hoy; pero es muy secundario. Creo que en muchas de las discusiones que
tenemos, estamos perdiendo un tiempo muy útil para practicar lo que debemos practicar.
Sería mejor ser más, hacer más, y discutir menos.
¿Cuáles serán las ideas de la juventud en mayo de 1972? [El P. General hablaba a
finales de 1971 ]. Son absolutamente imprevisibles. L o s cambios se suceden con una
rapidez tan grande, son tan sorprendentes, se difunden y generalizan con tal celeridad gracias
a los medios de comunicación, que nos desconciertan y vamos de sorpresa en sorpresa. Si
ustedes hojean, por ejemplo, el número de noviembre de la Herder Korrespondenz (no sé si
la edición española traerá este artículo), encontrarán un resumen-análisis de los movimientos
juveniles durante los últimos años; en la segunda parte, se refiere a los movimientos que han
empezado en 1971. Es increíble la pluriformidad que hay y sorprendentes los cambios que se
dan de un extremo al otro, así como la oposición entre unos y otros movimientos. El año
pasado surgió el movimiento de «Jesús»; ya hay una serie de movimientos en cuyo seno
grupos llamados informarles, pero enormes, hacen el compromiso de vivir célibes, de guardar
castidad perfecta, de abstenerse totalmente de drogas, etcétera. Cuando los gobiernos están
pensando en cómo combatir el vicio de la droga y su invasión en las escuelas y en la
juventud, ya han surgido, allí mismo, estos movimientos que se propagan con la rapidez del
relámpago, y con un compromiso (que nosotros, usando la terminología tradicional,
llamaríamos voto) de abstenerse de drogas.
¿Qué harán las juventudes en mayo del 72, o en el invierno siguiente? No lo sé. Es
muy difícil prever el futuro. Ustedes recordarán a los héroes como Marcuse y otros; hace
unos años lo eran todo. Varios de ellos ya han desaparecido completamente. De Marcuse se
imprimieron montañas de libros en todas las lenguas; ya los están vendiendo como papel;
nadie los quiere ya leer. Entre los autores que empezaron a escribir el año pasado, hay uno
americano que ya ha conseguido vender más de un millón de ejemplares de su obra en
cuestión de meses. Y se trata de un autor que quiere enseñar a la juventud un método de
meditación budista. ¡Meditación! Un año atrás, nadie podía esperar semejante cosa. Ahora,
con estos cambios tan rápidos y el ritmo de vida tan acelerado, que es una de las
características de nuestro tiempo, nada parece ni seguro ni imposible. En medio de la
avalancha en que vivimos, creo que un elemento permanente para nosotros será la intensidad
de ser frailes, «plus exemplo quam verbo». En medio de tanta inseguridad y tanto vaivén,
considero importante el que ofrezcamos a la juventud un punto firme e inamovible: la
vivencia auténtica y seria de nuestro ser de franciscanos.
Creo que debemos distinguir bien estas dos cosas y recordar que, en el análisis
tradicional, se distinguía el espíritu crítico de la murmuración. Hoy día, con la proclamación
de que cada uno tiene derecho a su propia opinión, sin exigir para ella la lógica información,
reflexión, etc., estamos en un mundo inundado de críticas sin fundamento y de gente que
pretende opinar sobre cosas que no conoce. Este es uno de nuestros grandes males. Y creo
que para sobrevivir en este tiempo de los medios de comunicación, del río enorme y
torrencial de informaciones deformadas, para sobrevivir a esto, necesitamos tener una
habilidad, un entrenamiento superlativo en el espíritu crítico.
Cuando hoy se trata el tema de las vocaciones, surge inmediatamente y con fuerza el
problema de su disminución. Ello es debido a que muchas Provincias tienen sus casas de
formación vacías y, año tras año, se ve que no hay novicios, que no hay candidatos para
hermanos, que no hay candidatos para el sacerdocio en la Orden. Y esto, evidentemente,
preocupa. Entonces, lo que se busca con profunda preocupación es saber las causas de esta
disminución de vocaciones para ponerles remedio y llegar a tener, de nuevo, muchas
vocaciones.
Otros la atribuyen a que la vida parroquial ha decaído y las iglesias están vacías. Pero
yo me pregunto: ¿los que han dejado de venir a la iglesia eran verdaderamente cristianos, o
más bien, las vocaciones no solían proceder de aquel «pusillus grex» que continúa
frecuentando el templo? Por otra parte, ese grupo más reducido que continúa asiduo a la
parroquia, me parece que lleva una vida parroquial más intensa, una mayor participación en
la vida litúrgica y sacramental, una vida de oración bastante más intensa que antes.
También se dice que las vocaciones han disminuido por el más elevado nivel de vida
y por la manía del alto consumo. Pero a este respecto hay que tener en cuenta que los Estados
Unidos, por ejemplo, las Provincias han crecido después de la guerra y en los años treinta,
cuando el nivel de vida y de consumo era ya elevadísimo. Además, se da el fenómeno de que
muchas vocaciones proceden precisamente de esos ambientes en que el alto nivel de consumo
llegó a una saturación que produce tedio y hastío; hay quienes sienten repugnancia por este
alto nivel y buscan una vida más simple, más austera.
Así podríamos continuar analizando muchos de los motivos que suelen aducirse como
causantes de la disminución de vocaciones. Casi todos ellos son en verdad motivos; pero uno
por uno, cada uno de ellos, no consigue explicar este fenómeno de disminución. Tal vez
podría decirse que son mil los motivos convergentes y que allá donde hay un punto de
convergencia de varios motivos, allá cesan las vocaciones. Ahora bien, esta convergencia se
produce de las maneras más diversas y más difíciles de captar; no es nada fácil verificar, en
un ambiente determinado, cuáles son los motivos contrarios a la vocación sacerdotal o
religiosa que allí convergen.
Pero a veces yo me pregunto: ¿Por qué los frailes en masa no tienen la única gran idea
que resolvería el problema, la idea de ser mejores frailes? Para esto no haría falta discutir
mucho; lo único necesario sería empezar, meterse en camino. Esto bastaría para que la fuerza
atractiva de la Orden se ampliase e intensificase enormemente. Ello no excluye, como es
evidente, los estudios sociológicos, psicológicos, pedagógicos ni el arsenal de reflexiones y
medidas que se están tomando para resolver el problema. Todo esto está bien; pero no es lo
esencial.
Me parece que lo esencial está en que nosotros seamos mejores frailes, y esto
especialmente en la línea de la minoridad, de la pobreza, de la simplicidad, del espíritu de
renuncia, del espíritu de servicio, de la disponibilidad para todo lo que es de la Iglesia y de
Cristo, de tal manera que seamos una imagen viviente de la vida evangélica como San
Francisco. Esto sí me parece muy importante; pero no es una píldora ni una receta. Me parece
que el camino de solución está aquí: para fomentar las vocaciones, hay que fomentar la vida
franciscana en nosotros.
El Consejo plenario del 70 señaló como uno de los temas a tratar en el Capítulo del 71
el de las vocaciones. Empezamos las sesiones de Medellín con el estudio de este tema; eran
sesiones «liberae disceptationis», de discusión general libre. Pronto las comisiones
capitulares empezaron sus respectivos trabajos y estas sesiones de libre discusión quedaron
suspendidas, a la espera de una oportunidad para continuarlas. La discusión quedó abierta,
pero no se presentó la oportunidad para reanudarla. Mientras tanto, un grupo de capitulares
tuvo la idea de formar una comisión de estudio que se ocupase de este asunto y, de hecho,
empezó a trabajar. Los moderadores del Capítulo, por su parte, llegaron a la conclusión de
que no sería útil constituirla «comisión capitular», porque con ello tendría la obligación de
llegar a unas conclusiones en el Capítulo y no había tiempo para ello. Consideraron que era
preferible una comisión de investigación que trabajase libremente, sin estar bajo la presión de
tener que llegar a unas conclusiones allí mismo, una comisión abierta que podría continuar
sus trabajos después del Capítulo. Por estas razones, se dijo que era una comisión «in
Capítulo», no una comisión capitular. Al parecer, esto fue mal interpretado en algunos
ambientes, como si el grupo director del Capítulo, los moderadores, fuese opuesto o
simplemente tolerase tal comisión. No era, en absoluto, esta su intención; la intención de los
moderadores era no poner a esta comisión en el aprieto de tener que llegar a conclusiones
durante el mismo Capítulo, ya que esto se preveía imposible.
En Medellín, durante las sesiones de libre discusión sobre las vocaciones, se interfirió
el tema de las Pequeñas Fraternidades. Al principio este tema se trató bajo el aspecto
vocacional, en cuanto las P. F., por ser más transparentes desde el punto de vista de vida
franciscana, pueden ser y en algunas partes parece que de hecho lo son, una mayor fuerza de
atracción para las vocaciones. Pero inmediatamente, el Capítulo empezó a discutir sobre las
P. F. y no ya sobre las vocaciones. En aquel momento intervine yo para que la discusión
volviera al tema fijado por el Consejo plenario.
La comisión «in Capítulo» asumió los dos temas y sigue sobre los dos rieles para
llegar al conocimiento de lo que hay en la Orden, intercambiar experiencias y, tal vez, llegar
a unas conclusiones. Después del Capítulo, al P. Larrañaga le ha llegado poca
documentación. Esperemos que los buenos propósitos hechos en Medellín no mueran y que el
trabajo continúe. Así está la cuestión en este momento. Y algunos están pidiendo que el tema
se incluya en el programa del Capítulo de 1973. Yo creo que esto está ya hecho; puesto que
tenemos que tratar de las Constituciones, allí están ya los temas sobre formación, vocaciones,
noviciado, etcétera, y está también el tema de la organización de las fraternidades, que
incluye lo referente a las Pequeñas Fraternidades. Es decir, son temas que por fuerza tendrá
que tratar el Capítulo. Esperemos que la preparación y los sondeos iniciados, se vayan
completando hasta el 73.
Otro punto sobre el cual debemos reflexionar: cuando un muchacho quiere ingresar en
la Orden, ¿qué imagen tiene de la misma? ¿Con qué esperanzas viene? ¿Qué busca en el
convento? ¿Qué le ha decidido a llamar a nuestra puerta? Es el punto de partida que mueve al
muchacho o a su familia a dar el primer paso. Reflexionar sobre el conjunto de ideas, buenas
o malas, correctas o deformadas, que tienen sobre la Orden los aspirantes a la vida
franciscana y saber cuál es la motivación real y concreta que les ha empujado a dar este paso,
me parece muy importante; más importante que las grandes reflexiones teóricas, porque así
vemos cuáles son en realidad los motivos que atraen hacia la Orden a los jóvenes y a las
familias, porque así podemos verificar dónde está la fuerza de atracción de la Orden.
En este terreno considero que en los años pasados hemos interpretado a veces mal los
signos de los tiempos. Nos imaginábamos que era un signo de los tiempos el discutir sobre el
ministerio sacerdotal o sobre los ministerios en la Iglesia. Creíamos que la discusión sobre las
estructuras de la Iglesia y de la Orden era el gran tema de interés, el signo de los tiempos.
En Alemania, están ahora preparando un sínodo nacional y, en orden al mismo, han
iniciado unos sondeos de opinión a gran escala; han preguntado al Pueblo de Dios en general
cuáles son los temas que considera más importantes en el temario de este sínodo. Para ayudar
a la gente, se ha confeccionado un elenco, una lista de unos 20 temas, y se pedía a la gente
que los pusiera según su criterio en orden de prioridad, pudiendo añadir otros si los
consideraban más importantes. Consiguientemente, los que respondían al cuestionario no
estaban limitados a los 20 temas propuestos, sino que podían incluir por su cuenta, incluso
para los primeros lugares, asuntos que no figuraban en la lista. Los organizadores obtuvieron
la espectacular suma de más de 4 millones de respuestas. Como ven, el Pueblo de Dios se
demostró corresponsable. Resultados: casi el 80 por cien de estos cuatro millones ha puesto
en primer lugar la vida de oración privada y litúrgica. La cuestión del ministerio sacerdotal y
de las estructuras de la Iglesia ocupan el décimo segundo lugar; es decir, quedan bastante
marginados, porque entre 20 temas a tratar el décimo segundo lugar en el orden de prioridad
cuenta ya bastante poco.
Esto es muy revelador para nosotros que creíamos que el Pueblo de Dios y el mundo
estaban ya tan secularizados que no les interesaba la vida de oración. Ahora nos responde
masivamente ese Pueblo de Dios que lo que le interesa es la vida de oración, tanto privada
como litúrgica, y que éste le parece el tema más importante. Yo creo que tendremos que sacar
de ahí una lección sobre los signos de los tiempos. En el Pueblo de Dios continúa todavía una
sana interpretación del orden de prioridades y sabe qué es lo importante.
La Iglesia ha tenido un clero abundante durante siglos, sin tener Seminarios menores.
En Australia hay un clero abundante y tenemos nosotros una Provincia floreciente y Australia
no ha conocido nunca la estructura del Seminario menor. Digo esto para que nos
convenzamos de que el Seminario menor no es la única vía para formar sacerdotes y
religiosos. No la considero como una entidad de necesidad absoluta. Tal vez tengamos que
redimensionar un poco la exagerada valoración del Seminario menor. Esto, por una parte.
Por otra, deberíamos preguntarnos qué han propuesto como sustitución los que han
eliminado el Seminario menor. Hasta ahora yo he visto solamente huecos y nada más. La
alternativa al Seminario menor no la he visto todavía en el mundo occidental, no me la han
presentado aún. Ideas, muchas; eso sí. Ideas aplicadas que hayan dado fruto («ex fructibus
cognoscetis eam»), hasta ahora ninguna. Este modo de hablar es un poco exagerado y la
contraposición, un tanto radicalizada; pero, de hecho, lo que se ha visto hasta ahora
prácticamente son huecos.
Donde no existe el Seminario menor, el Seminario mayor diocesano está casi vacío; y
otro tanto sucede entre los religiosos. Todavía no ha aparecido otra manera de obtener con
suficiencia clero y vocaciones religiosas, otra forma de cooperar con la gracia de la vocación.
Teóricamente, sí; pero experiencias prácticas con resultados positivos, hasta ahora no, al
menos en una medida satisfactoria. Por tanto, yo creo que el Seminario menor vige todavía y
continúa teniendo su importancia y eficacia.
Ahora bien, el Seminario menor hemos de considerarlo como una manera de cooperar
con la gracia de la vocación y no como una institución para crear vocaciones.
Además, debemos comprender que en tiempos pasados han existido diversas formas
de Seminario menor. La que nosotros conocemos es la tridentina, pero antes existieron otras y
aún después han continuado existiendo diversas. Como ustedes saben, en la historia de la
Iglesia hay muchos santos y hombres ilustres que prácticamente fueron protegidos y
formados por un párroco, por un fraile, por un monasterio o convento, o por lo que fuera, que
los ayudaron en sus estudios, los asistieron mientras estudiaban en la escuela pública, les
dieron el cursillo de latín para completar su formación, etc. ¡Cuántos hombres ilustres
proceden de estos miniseminarios, del interés de una persona o institución por las vocaciones,
es decir, de la cooperación con la gracia de la vocación; cooperación prestada por tantos y
tantos hombres buenos, muchas veces sin grandes teorías, que simplemente seguían el
programa del Seminario que ellos mismos habían estudiado! Y esta preparación ha servido
tanto para los Seminarios diocesanos como para los noviciados de religiosos o religiosas.
Creo que uno de los mayores males de nuestros días está en que ya no son tantos los
que se preocupan por las vocaciones. Además, yo personalmente he encontrado bastantes
párrocos diocesanos y frailes que me dicen: «Nos gustaría continuar haciéndolo; pero cuando
lo intentamos, tenemos la impresión de estar errando. Tanto y tanto se habla, tantas teorías
circulan, tantas discusiones se entablan, que ya no sabemos qué hacer ni qué programa seguir,
no sabemos prácticamente qué hacer ni qué preparación dar.» Antes estaba claro que para
ingresar en Filosofía o para ir al Seminario mayor, por ejemplo, se requería del candidato esto
y esto, y se lo enseñaban. Ahora, ¿cuál es el programa? Todo se discute y el resultado es que
estos buenos sacerdotes y religiosos están esperando que acaben las discusiones y se definan
los programas para saber a qué atenerse, pues, si actúan entre tanto, tienen un sentimiento de
culpabilidad que les impide proceder.
Yo creo que la cuestión está no en eliminar el Seminario menor, sino en promover los
mini-seminarios, que tantas vocaciones nos dieron en el pasado.
Y así podríamos continuar enumerando tantos otros elementos que son grandemente
favorables a la promoción humana en general y, en especial, a la promoción de las
vocaciones sacerdotales y religiosas.
Por esto creo que debemos preocuparnos por rehacer los grupos de monaguillos en la
nueva Liturgia, hasta encontrar las modalidades adecuadas a la nueva situación.
Evidentemente, no podemos limitarnos a restaurar el estilo de otros tiempos que ya no es
válido. Hemos de inventar fórmulas nuevas que conserven las cualidades (un poco
anárquicas, desordenadas, o como ustedes quieran) del grupo de monaguillos. Creo que con
ello reabriríamos una buena fuente de vocaciones.
Ustedes pueden inventar la estructura que les guste, la institución que quieran, el
método que mejor les parezca; tendrá ventajas y desventajas. Si ustedes hacen la lista
sólo de las desventajas, no harán jamás nada en la vida. En cualquier cosa, más o menos
importante, tendremos que pagar las ventajas aceptando o tolerando las desventajas. Quien se
niegue a aceptar desventajas jamás hará nada. Esto es muy importante. Aquí nos
encontramos ante un problema bastante serio hoy, problema que no nace de un aspecto
negativo, sino de una ventaja de nuestros tiempos. El hombre maduro es aquel que ha
redimensionado sus ideales y acepta desventajas para pagar las ventajas. El joven no las
acepta, es idealista y radical, plantea su ideal y no quiere hacer este juego de pagar las
ventajas con las desventajas. Esto le parece poco auténtico, desleal, insincero, y quiere con
radicalismo aceptar sólo las ventajas y eliminar todas las desventajas. Con este programa no
se realiza nada.
Esta actitud del joven pasa. Nosotros empezamos a realizar, en general, después de
jóvenes, no siendo jóvenes. Si dejamos la decisión y realización en manos de jóvenes, éstos
llevarán las iniciativas hacia las utopías sociales, que son inviables.
Una de las desventajas del Seminario que más se ha puesto de relieve es lo artificial
que resulta su ambiente. Pero yo me pregunto: ¿Existe la posibilidad de una formación
profesional sin artificialismo? Si pretenden hacer un Seminario menor en el que nada resulte
artificioso, no empiecen, están perdiendo el tiempo, porque tal posibilidad no existe. La
cuestión está en saber si la parte positiva es suficientemente fuerte para que valga la pena
cargar con las desventajas ineludibles. Y, naturalmente, hemos de hacer todo lo posible para
disminuir las desventajas y aumentar las cualidades.
Yo creo que, en ocasiones, cedemos excesivamente ante ciertas utopías y hacemos una
crítica meramente negativa de las instituciones reales, lo que nos lleva a tomar decisiones
equivocadas. Tendríamos que rectificar un poco en este terreno.
Por supuesto, hay regiones y regiones. En Francia cerraron los Seminarios y ahora
empiezan a abrirlos de nuevo, aunque todavía permanecen casi vacíos. Los criticaron tanto,
publicaron tanto sus defectos y aspectos negativos, que hoy la gente no tiene el coraje de
confiar sus hijos a una institución «tan negativa y desprestigiada».
En una nación, población o grupo humano fuerte en que son pocos los que hacen el
bachillerato, la decisión profesional del chiquillo se toma a los 10 ó 12 años y es,
prácticamente, irreversible. Cuando en una población la masa de la juventud accede al
bachillerato, la decisión profesional se hace a los 18, 19, 20 años. Y tanto la familia como
la sociedad, aceptan el que un joven de 18 años diga: «Todavía no me he decidido.» Al
contrario, en una población que no tiene la oportunidad de cursar el bachillerato, la
familia y la sociedad no aceptan el que un chiquillo de 12 años diga: «Todavía no sé qué
quiero ser en la vida; aún no me he decidido.» Y tiene que decidirse. Hay una presión
ambiental que empuja al chiquillo a decidirse. En el otro caso, no.
¿Cómo superar esto? ¿Cómo llegar a una fórmula de Seminario menor en que pueda
darse la formación sacerdotal o religiosa sin este inconveniente? Son preguntas graves, de
difícil solución.
Otro elemento interesante, señalado por la pedagogía y por las ciencias que estudian
el desarrollo de la personalidad, es que en las naciones con un alto nivel de vida la pubertad
se anticipa en dos años, respecto a lo que hasta ahora solía considerarse normal. Así, pues,
encuentra al individuo menos desarrollado humanamente que antes. Es una anticipación del
desarrollo fisiológico que incide en un individuo psicológicamente mucho menos
desarrollado que antes. El desarrollo fisiológico se completa, prácticamente, en dos años.
Por otro lado, el proceso de maduración psicológica se ha aumentado en cuatro años.
Antes, según las ciencias psicopedagógicas, se calculaban dos años de pubertad; más o
menos, de los 12 a los 14, de los 13 a los 15, de los 14 a los 16. Se aceptaba que durante este
período no había nada que hacer, había que esperar a que pasase, era una especie de
enfermedad y había que tener paciencia. La familia, la escuela, el Seminario, todos debían
tener paciencia; pero sabían que a los 14, 15 ó 16 años, pasaría tal situación.
Ustedes, los que están en el Seminario menor, tendrán que contar con este fenómeno:
han de ocuparse de una juventud que pasa todo su tiempo de Seminario en crisis,
prácticamente. En el Seminario de otros tiempos, los pequeños estaban tranquilos. Había
después un período en el que no se sabía qué hacer. Los mayores ya estaban de nuevo fuera de
la crisis. Es decir, la crisis se reducía a un grupo limitado. Ahora, prácticamente, todo el
Seminario, todos los seminaristas, están permanentemente en crisis durante todo el tiempo.
Esto hace que sea muy diversa la realidad a la cual se aplican los métodos que servían en
otros tiempos. Es una situación difícil, pero este mismo fenómeno se da en las escuelas y
en todos los campos de formación. El método para afrontar esto no existe todavía y decir,
que hay que tener paciencia, no resuelve el caso. Pero ya es un buen paso, identificar el
problema.
Como ven ustedes, se podría hablar mucho del Seminario menor. Hay otros muchos
asuntos que deben encontrar un camino de solución; el problema no es solamente tener o
no tener Seminario menor. ¿Los Seminarios menores tienen hoy todavía utilidad o no?
Decir que no, es la respuesta más simple; pero no existe una respuesta fácil a esta cuestión.
Yo creo que tendremos que aceptar este punto de vista: la Iglesia ha tenido clero y
religiosos sin esta institución, según el modelo actual al que nos estamos refiriendo; pero al
mismo tiempo, hemos de insistir en aquel mini-seminario menor en todas partes. Hay
regiones en que la Iglesia ha tenido clero y religiosos en abundancia sin esta institución;
pero, en otras muchas regiones en que se cerró el Seminario menor, se ha creado un hueco, el
vacío. Esta es la realidad.
Como ya he indicado antes, considero que han existido exageraciones, entre las
cuales se puede contar el declarar que todo acto de masturbacion, pura y simplemente, es
pecado mortal. A veces los confesores se limitaban a contar mecánica y matemáticamente el
número de actos, y concluían que había habido otros tantos pecados graves. Pero este
modo de proceder no es conforme con la doctrina tradicional, en la que hay un tratado
«De imputabilitate» que es uno de los más importantes de la Teología Moral.
En los últimos decenios, las ciencias del hombre han descubierto una serie de
elementos que condicionan la manera de juzgar en este terreno. Así por ejemplo y sin salir
del caso de la masturbación, tenemos la secreción de las glándulas endógenas, que antes era
desconocida. Hoy se sabe que hay una dosis de secreción (se cuenta en millonésimas de
gramo) más allá de la cual el individuo es moralmente incapaz de resistir. Esto es un
hecho comprobado que la moral católica moderna acepta. Es decir, nosotros tendremos que
aplicar muchísimo más el capítulo «De imputabilitate» y los viejos y sanos principios al
caso concreto.
Por otra parte, estos mismos principios valen igualmente para la impaciencia, el
orgullo y para todos. los pecados capitales. Creo que son más frecuentes éstos que la cuestión
del «sexto», aunque resulte más fácil la dirección espiritual en los otros campos. Si
nosotros desarrollamos la conciencia y hacemos comprender que no sólo existe el
«sexto», sino que el hombre tiene valores muchísimo más importantes a desarrollar en la
vida y conseguimos enriquecer la conciencia por la atención a estos otros puntos, virtudes
principales y vicios capitales, creo que podemos incidir muy positivamente en la
formación.
La solución, pues, no está ni en decir que siempre es pecado, ni tampoco en decir que nunca
es pecado. Hay que procurar distinguir, en cuanto es posible, cuándo es pecado y cuándo no
lo es. Y el director espiritual debe formar la conciencia del joven instruyéndolo y
orientándolo, haciéndole comprender lo que sucede y las dificultades que atraviesa,
aclarándole los principios sobre la imputabilidad y teniendo ambos paciencia, sin cargar
excesivamente los nervios del joven, que esto es peor, pero incitándole a hacer lo que
pueda y creando otros centros de interés y de atención. De esta manera es como le ayudará
a su maduración e integración personal.
Además hay que tener en cuenta las múltiples especializaciones de los religiosos. Si
hacen una lista de las especialidades y diversas finalidades que existen entre los
religiosos, que darán sorprendidos de la plurifor midad que de hecho existe en la Iglesia.
¡Esto es curioso! Tanto que se grita y se escribe para que se abran espacios para la
pluriformidad y no se tienen ojos para ver la que ya de hecho existe. Y toda esta
pluriformidad quedaría inmediatamente eliminada por la absorción de los centros
teológicos de los religiosos por los Seminarios diocesanos, lo que significaría otro gran daño
para la Iglesia. Este es uno de esos fenómenos raros que se dan a veces: se exige la creación de
lo que realmente ya existe. Se presenta como una necesidad y una exigencia una cosa y, al
mismo tiempo, se hace todo lo posible para eliminar esa misma cosa que ya tenemos; se pide
pluriformidad y se procede de forma y manera que quede eliminada la pluriformidad existente en
la' Iglesia. ¡Muy poco coherente!
Otro aspecto del asunto, y éste nos toca más de cerca a nosotros, es que en la
Iglesia hay una multiplicidad de teologías. La fe, la revelación, es una. Las maneras de
interpretarla y los enfoques de su estudio científico y sistemático, son diversos. Así que
partiendo de una fe, de una revelación, de un magisterio, ha existido, existe y debe continuar
en el futuro, la posibilidad de una pluralidad y multiplicidad de teologías. Nosotros
heredamos un patrimonio teológico riquísimo, que conocemos bastante mal. Creo que la
Teología que nos legaron los grandes maestros de la Orden, tiene todavía y continuará
teniendo en el futuro una misión en la Iglesia. Y esta teología seguramente no nos la enseñarán
en el Seminario diocesano.
Otro tanto puede decirse respecto a -la espiritualidad franciscana. Poco o nada se
hablará de ella en los Seminarios. Hay algunos que dicen: -«¿Para qué la espiritualidad
franciscana? Nosotros somos católicos y basta»-. Me parecería esto muy bien si la
espiritualidad peculiar fuese algo así como una secta; pero no veo por qué haya que definir
o entender una espiritualidad propia como algo sectario. Me parece que la diferenciación de
espiritualidades, o como quieran llamarlo, tiene una muy buena razón de ser en las infinitas
posibilidades y caminos diversos a partir del Evangelio; esa variedad constituye una gran
riqueza para la Iglesia. Y la espiritualidad franciscana ya ha dado abundantes frutos de
santidad, de perfección, de trabajo, etc.. Es un camino, pues, que merece ser estudiado y
difícilmente se lo enseñarán en los centros diocesanos.
Por tanto, yo creo que, en general, es mejor que los Institutos que tienen una
especialización de obra o de apostolado y los que tienen una herencia de teología o de
espiritualidad, como nosotros, no pierdan su identidad al ser absorbidos por el Seminario
diocesano.
Ahora bien, hay situaciones y situaciones; yo he hablado en términos generales.
Personalmente, al examinar ciertas situaciones, he aconsejado que aceptasen el entrar en el
Seminario, porque lo consideraba preferible a lo que se estaba haciendo.
Como principio, creo que sería mucho mejor que las Provincias franciscanas se
pusieran de acuerdo para unirse entre sí y crear un centro de estudios suficientemente grande;
desde el punto de vista de la formación, no conviene que sea demasiado grande. Lo
ideal sería una dimensión media, que permitiese un mayor contacto personal y promoviese
la seriedad en los estudios y en la investigación teológica. La unión con los Seminarios o
con centros de otros religiosos, en general, no la considero conveniente por los daños
que acarrearía a la Iglesia.
Según las leyes del tiempo a que usted se refiere, las entidades que podríamos
llamar seminarios, las escuelas, en gran parte eran de los re ligiosos; no del clero diocesano.
La Universidad era única en el país y en ella fueron profesores los maestros religiosos: San
Buenaventura, Santo Tomás, Escoto, etc.. Pero en aquel entonces, la escuela seguía al
maestro. Si uno era profesor de la Universidad, la correspondiente cátedra universitaria estaba
donde el maestro daba las clases. Y si era un religioso, muchas veces las daba en el convento.
Así, pues, el parangón entre aquel tiempo y el nuestro, tiene que acompañarse de una serie de
matices y observaciones. Por ejemplo: la Orden franciscana obtuvo una posición universitaria
en París cuando Alejandro de Alés, profesor de la Universidad, ingresó en la Orden; a partir
de aquel momento, la Orden tuvo su cátedra dentro de su convento.
La Universidad era única, pero muchas de sus cátedras estaban en los conventos. Si
hoy usted estudia en la Universidad, le obligan a ir allí, tiene que aceptar los profesores que
le nombren y le preguntan poco sobre lo que a usted le gustaría; usted pierde completamente
su identidad. Es una situación completamente distinta a la que se daba en tiempo de
nuestros primeros frailes. La Universidad o escuela medieval era muy personalista. Hoy
no podemos, en forma alguna, controlar cualquier aspecto de la Universidad. Si usted
obtiene hoy una cátedra en la Universidad, tendrá que ir a enseñar allí donde le manden, no
puede establecer su cátedra en el convento o donde usted quiera, tendrá que seguir unos
programas muy minuciosamente determinados en los que pocas variaciones podrá usted
introducir. Así, pues, existen puntos de contacto entre la situación universitaria medieval y la
actual, pero existen también muchos aspectos y elementos completamente diferentes y son
precisamente los que más cuentan para nosotros.
Así, pues, yo creo que es preferible, antes que perder la propia identidad dentro de
una organización gigantesca como es la Universidad moderna, garantizar la trasmisión y
evolución de nuestros propios valores. No es sólo la trasmisión, es también la evolución y
desarrollo lo que está confiado a nosotros.
Claro está que cuando en una Provincia no hay suficientes alumnos o profesores, hay
que unirse a otros; en tales casos lo mejor sería unirse a otras Provincias o centros
franciscanos, o formar estudiantados interprovinciales. Soy consciente y sé por experiencia
que, frecuentemente, es más fácil que un fraile se ponga de acuerdo con los hotentotes que
con los frailes de la Provincia vecina. Esta no es una de nuestras cualida des; es un defecto
de individualismo malsano y de particularismo muy grande que existe en nuestras
Provincias desde hace mucho tiempo, casi desde los principios.
Otro centro de estudios de extraordinario valor, que mantiene la Orden con medios
pobres, es el Instituto de estudios coptos que tenemos en Mouski (El Cairo), que ha
publicado varias colecciones de investigación de primer orden y que, en su especialidad, no
teme comparación.
En esta misma línea tenemos nuestro Instituto Bíblico de Jerusalén, más especializado
en la parte arqueológica y que, a pesar de mantenerse con medios pobres, es de lo mejor que
hoy existe. Y así podríamos continuar enumerando o t r o s centros e instituciones de la
Orden.
Lo que hoy hace falta y creo que deberíamos tomar conciencia de ello, no es tanto el crear
nuevas entidades cuanto el mantener con vida las que tenemos; éstas necesitan, no tanto la
ayuda económica, ya que trabajamos con medios pobres, cuanto el personal con vocación y
cualidades. ¡Hay mucho que hacer y es de gran valor!
El problema más grave del Seminario mayor está en la facultad de Teología porque
falta un modelo que corresponda a las exigencias que han nacido de la misma evolución de las
ciencias teológicas. Tomemos, por ejemplo, la dogmática que se considera la ciencia más
estable, más fija y más esclerosada. Lo que ha ocurrido es que durante decenios se han
acumulado verdaderas montañas de monografías, de investigaciones, y los manuales de
teología dogmática continúan tranquilitos su vieja manera de ser, como si nada hubiera pasado.
De ahí la distancia enorme entre los resultados de la investigación ya hecha y lo que se trasmite
en un manual o en un curso corriente de teología dogmática. Como ven, aquí hay mucho
trabajo por hacer.
Otro tanto ocurre entre nosotros. Los libros usados en nuestros Seminarios mayores
tienen relativamente poco de franciscanos. También en esto queda mucho trabajo por realizar
para encontrar la nueva fórmula, el nuevo modelo de Seminario mayor
Yo no tengo estadísticas generales, pero las pocas que tengo demuestran que son los
Institutos modernos, y no los viejos, los que están atravesando una crisis más grave de
vocaciones. Precisamente estos Institutos, que podrían considerarse los más acomodados a la
mentalidad moderna, son los que más sufren la crisis de vocaciones. He visto Institutos
seculares que son una forma reciente de vida evangélica (no quieren que se les llame
religiosos ni que se les hable de vida religiosa), que han tenido que cerrar muchas de sus
casas por falta de vocaciones. Esto, no obstante su perfecta inserción en el mundo y en los
medios de comunicación, la valorización de las personas, etc..
Además, yo desconfío cada vez más y soy más escéptico ante la planificación a gran
escala, porque donde la he visto, cuando los planes estaban terminados, las realidades a las que
había que aplicarlos habían cambiado tanto que los planes pasaban al archivo y se empezaba
una nueva planificación. En las cosas humanas, los cambios son tan rápidos y hay tantos
elementos imprevisibles que la gran planificación es muy difícil, por no decir imposible. En el
terreno de la técnica, las cosas son diferentes; un modelo de coche, por ejemplo, supone
años de investigación y tiene que planificarse para que sea bien acogido en el momento de
su lanzamiento; tienen que preverse los gustos y necesidades del público que, por otra parte,
pueden manipularse convenientemente.
En las cosas humanas esto es muy difícil, si no imposible. Y en la formación que se da en
nuestras Provincias, tenemos que reconocer que hay muchos defectos y mucho que mejorar.
Pero creo que también hay mucho, muchísimo que tomar del pasado, aceptarlo, vivirlo y
llevarlo adelante creativamente.
Yo creo que si en la Orden llegamos a tener un grupo de superdotados, con todas las
cualidades deseables, y que es capaz de llevar adelante un tipo de vida como estos que se
proyectan, y por mucho tiempo, creo que será una bendición; San Francisco, seguramente, lo
bendeciría cuanto puede y más que puede, como decía en cierta ocasión.
Así, pues, desde el punto de vista teórico, de los conceptos, de los proyectos, etc.,
muchas veces no hay ninguna objeción que hacer. La viabilidad práctica y empírica es lo
problemático.
¿Dar facilidades para conservar los candidatos o ser exigentes?
En una diócesis, se conceden todas las libertades a los seminaristas por temor a que
dejen el Seminario. En nuestro caso, ¿es bueno dejar el campo libre a los
formandos, o es preferible ser exigentes aun que haya pocas vocaciones?
Tal vez lo que habría que decir es que no se debe imponer una disciplina cuya
motivación, en general, no es clara para quien la debe observar. Eso de decir: «Esto está
prescrito y basta», me parece poco formativo; tal vez, deformante. Ahora bien, no imponer
nada y que cada uno campe a sus anchas, me parece errado.
Nuestro deber es dar las motivaciones. El problema no está en que la juventud de hoy
no acepta imposiciones; basta ver cómo observan las señales de tráfico en las ciudades. No
pasan cuando el semáforo está rojo, porque saben la motivación. La imposición se torna
razonable cuando se ve su razón de ser. Saben que cuando el semáforo está rojo no se
puede pasar. Podrían ponerse a discutir por qué se puede pasar cuando está verde y no
cuando está rojo; si se ponen en esta actitud, se rebelan contra el orden establecido. Pero al
final, aceptan; una vez estará rojo y otra verde; podría ser al revés, pero tiene que ser de una
manera u otra. Por la carretera ven una señal: «Prohibido girar a la derecha». ¿Por qué no se
tiene que poder girar a la derecha? No lo saben; pero sí saben que las señales de tráfico, en
general y en conjunto, son razonables, y por tanto suponen que también ésta es razonable.
Confían en el sistema y esta confianza se extiende incluso a aquellos casos en que no saben en
concreto el por qué del mandato o prohibición.
Ustedes me dirán: «El horario, por ejemplo, del Seminario no es claro ni existen
motivaciones completas para todo». En esto estamos de acuerdo. La motivación, muchas
veces, es más bien genérica; es una exigencia del vivir en grupo, que supone el ponerse
de acuerdo sobre muchas cosas. Podría ser a, b, c, d, pero no todo simultáneamente; hemos
de escoger una de las posibilidades que hay. ¿Y por qué tiene que ser ésta y no la otra? Podría
ser ésta o podría ser la otra; hay que escoger una de ellas. Lo que no se puede es tener las dos
a la vez o estar constantemente cambiando porque, de lo contrario, la vida del grupo no va
adelante ni se crean unos usos y costumbres, ni se crea este entrenamiento en la disciplina
necesaria para la vida de relación con los demás. En estos casos, la motivación es más general
y se aceptará el conjunto si nosotros creamos un ambiente de confianza, porque procedemos
razonablemente y explicamos
los motivos cuando y donde son explicables.
Dejar correr las cosas, creo que no es formar; al revés, creo que es muy
irresponsable. Dejar de exigir sólo por el temor a la resistencia, a la contestación, etc., no es
una forma correcta de proceder. Evidentemente, hay que tener mucha comprensión y
«saber hacer». Si ustedes tienen un gato que ha metido las uñas en la lana de la manta y tiran
con fuerza del gato, o matan el gato o arruinan la manta; si ustedes le hacen cosquillas,
salvan el gato y salvan la manta. Hay maneras y maneras de hacer.
Como todo el mundo sabe, los médicos, cirujanos, etc., hacen sus primeras experiencias
sobre cadáveres y en animales vivos. Sólo después trabajan con hombres. Y ya se está
entendiendo que hacer experiencias pastorales inmaduras con hombres vivos es un desastre
para los conejitos víctimas de estas experiencias. Además, en general no hacen bien a los
actores de estas experiencias. Por otro lado, no se sabe c ó m o hacer una experiencia de
éstas que no sea en vivo. Por esto, nos estamos convenciendo más y más de que en la
formación pastoral hay que llegar primero a una maduración psicológica y de formación
bastante avanzada antes de empezar los experimentos con personas vivas. También, que
estos experimentos tendrán que ser muy bien dosificados para no causar daños a las víctimas
de nuestras experiencias.
Durante los últimos años se están dando cambios y más cambios en los
métodos de formación, en los planes de estudios, incluso en cuanto a los
centros que frecuentan los jóvenes, que acaban por cansarse de tanto cambio.
¿Qué opina de esto?
No es que haya que negarse p o r principio a toda experiencia; hay iniciativas buenas,
que luego fallan por defectos humanos o p o r otras causas; otras van más o menos adelante.
Hace falta mucho equilibrio y sensatez.
En este asunto, lo que ha sucedido es que se ha hecho una crítica global contra el
sistema de formación. existente. Y esta crítica tan fuerte, una especie de slogan, ha creado
una situación en la que no era posible mantener la labor y estabilidad a que estábamos
habituados. Ahora, tras
tantas experiencias negativas como se han hecho, está empezando a calmarse el ambiente y a
volver la normalidad y estabilidad. Pero los que están en esta actitud, todavía tienen que
nadar contra la fuerte corriente de los slogans. Yo he seguido un poco el curso de estos
movimientos porque estaba metido en la cuestión de «Institutione» de la S. Congregación.
Por otra p a r t e, los cambios y transiciones han de hacerse porque ciertos sistemas
se desgastan con los años. Incluso programas de estudios muy buenos, con los años de
ejercicio, se desgastan en sus motivaciones y en sus fuerzas psicológicas. Y nosotros, los
hombres, necesitamos de tiempo en tiempo que lo nuevo nos dé empuje. Cuando nos
encontramos ante una tradición cansada y con polvo y viene la transición, sufro por los que
entran en estos años de transición.
De todos modos, veo la posibilidad de que los jóvenes, reflexionando sobre las
experiencias hechas, aún las negativas, saquen provecho; porque también de las experiencias
negativas se puede sacar provecho, en algunos casos, mayor que el de las experiencias con
éxito. Un proverbio alemán dice que «los hombres aprenden en sus fracasos». El hombre
se hace prudente por sus fracasos; pero a condición de que sean fracasos analizados,
criticados, digeridos y triturados hasta sacarles jugo positivo y provechoso. Si uno
simplemente se siente víctima de un fracaso, no sacará ningún provecho positivo de él.
Cuando uno sale del estudiantado, lo envían a una casa, más o menos numerosa, y
queda absorbido por ella. Uno tiene sus ideas, piensa que se podría hacer esto o lo
otro; pero, muchas veces, no encuentra acogida.
La entrada en la vida, en cualquier parte, suele ser así. Cuando los adultos han
construido algo, han realizado algo, si llegan los jóvenes, no pueden pretender éstos empezar
de cero, como si hasta entonces nada se hubiera hecho; tienen que partir de la realidad con que
se encuentran. Cuando nosotros entramos en la vida nos encontramos con un montón de cosas
realizadas y no por nosotros. Los mismos jóvenes, en el correr de su vida, tratarán de construir
algo, y el día de mañana, 10 ó 15 años después esperarán de los nuevos jóvenes que les acepten y
ayuden, que les respeten y tomen en consideración sus muchos y largos años de trabajo y
sacrificio. Los nuevos jóvenes, aceptando y ayudando a los que ya deja ron de ser tan jóvenes,
irán construyendo algo suyo con el tiempo y poco a poco. Pretender barrer todo cuanto
hicieron los otros y empezar por los cimientos, sería sembrar la humanidad de ruinas.
Piensen lo que sucedería si cada promoción de jóvenes arrinconara en el trastero las obras
de sus predecesores.
Si ustedes entran en un club de fútbol, lo encontrarán ya organizado y tendrán que
aceptar muchas cosas; con el tiempo y desde dentro, podrán ir renovando y mejorando. Esta
actitud de aceptar y tener comprensión hacia lo que otros han realizado es muy importante,
formativa y tiene una fuerza enorme de reconciliación y compenetración de las
generaciones. La tensión normal de la vida en las diferentes generaciones es un elemento
muy positivo para la maduración.
Yo creo que es natural que, al terminar su período de formación, los jóvenes sean
distribuidos entre las comunidades existentes y que su primera actitud tendrá que ser la de
aceptar la realidad que encuentren. Cuanto más los jóvenes vayan a las casas con espíritu
de comprensión e inserción, tanto más adquieren experiencia nueva y capacidad para luego
reaccionar e ir mejorando las Lasas mejorables. Esto me parece una situación normal de la
sociedad humana.
Un individuo que, por ejemplo, al acabar su carrera de ingeniero se emplea, tendrá que
aceptar muchas cosas que son diferentes de las novedades que él ha aprendido en la escuela; no
puede pretender transformarlo todo de golpe, sobre todo porque de la otra parte hay
personas, no cosas, y las personas no se pueden manejar de cualquier manera. También estas
personas tienen derecho a su personalidad, a sus convicciones y opiniones, a su trabajo y
experiencia; la reacción tiene que irse llevando a cabo con mucho espíritu de comprensión
mutua. Y esto, como decía, me parece uno de los elementos más preciosos para la maduración
humana en la familia, en la escuela y en todas partes.
Cuanto más los jóvenes vean la situación con lucidez y no tengan la impresión de que
lo ya hecho es para ellos simplemente un condicionamiento impuesto, tanto más se capacitan
para entrar en escena como actores. En todos los sectores de la vida empezamos como
aprendices.
¿No sería conveniente que, a los que tienen vocación y cualidades, los enviasen a
estudiar inmediatamente de terminado el Coristado y no enviarlos uno o más años a
un convento, con peligro de que pierdan el hábito del estudio? Otro caso similar:
¿No sería conveniente que quien lo desee marchase inmediatamente después del
Coristado a misiones o a la Custodia dependiente de la Provincia?
Yo soy partidario de que, después del período normal de estudios o de formación, los
jóvenes se inserten en la Provincia y trabajen allí dos o tres años; luego, ya con una nueva
experiencia y una remodelación de la persona, habrá posibilidades más amplias; antes, no.
Por otra parte, creo que, después de tantos años de estudio, una interrupción de un
par de años no hace daño, a condición de que luego tengan la posibilidad de continuar
estudiando; y esta posibilidad suele presentarse si el joven ha sabido construir la confianza en
torno a él. La confianza en uno no se exige ni se reclama, se construye y se conquista con la
propia vida. Al entrar el joven en la vida normal de la Provincia se encuentra en una
situación diferente a la del tiempo de formación. Durante la formación se le presta por
adelantado la confianza. En la vida, no; tiene que ganársela.
Hay muchos que inmediatamente después del período de formación marcharon, por
ejemplo, a misiones. Cuando después de muchos años regresan enfermos y ancianos, no tienen
raíces, no se sienten en casa en ninguna parte, se encuentran solos y desarraigados. Son
dramas y tragedias tremendas de hombres de 50, 60 ó más años. Por esto yo les digo a los
jóvenes: acepten insertarse en la vida de la Provincia, estrechar relaciones con los
hermanos, madurarse allí y adquirir un enriquecimiento de experiencias que luego les será
de gran utilidad. Y vayan donde vayan, tendrán siempre un punto de referencia, su propia
casa y su propia familia que es la Provincia.
Las motivaciones en los estudios superiores.
Como ustedes saben, la Orden tiene una gran tradición en el sentido de favorecer los
estudios superiores y una gran tradición en la formación de hombres eminentes. Y nada hay
que decir contra esto. Ahora bien, si uno se decide por una carrera universitaria, el juicio de
valor depende de la motivación que haya tenido. Si uno escoge las Ciencias Exactas, cabe
preguntarse: ¿Por qué escoge las Matemáticas? ¿Por qué quiere tener un doctorado? Si es
por vanagloria, está perdido. No es que el estudio no tenga su valor ni que el individuo
carezca de talentos, pero delante de Dios esto sólo no vale; no es criterio decisivo; no es un
motivo que valga en conciencia. La vanagloria es siempre un motivo negativo que puede
estropear las cualidades del individuo y desvirtuar el valor intrínseco del estudio.
Ahora bien, si el individuo desea una carrera y un título para mejor servir a los demás, a
la Orden y a la Iglesia; para potenciarse en el ejercicio del apostolado, etc., esto es correcto. Si
el motivo aducido es el desarrollo de la propia persona, hay que ir con cuidado; puede ser una
motivación correcta, pero también puede ser un sinónimo de vanagloria. Con tanto hablar
acríticamente del desarrollo y promoción de la persona, se ha eliminado la «discretio
spirituum» y, muchas veces, queremos dar gato por liebre pretendiendo justificar toda falsa
motivación, pegándole la etiqueta del desarrollo y promoción de la persona. ¡Cuidado! Hay que
analizar las motivaciones y no aceptar a ojos cerrados las falsas, negativas y humanamente
destructivas; esto sería poco formativo, cuando no deformante.
La tendencia a adquirir un doctorado puede y debe tener una motivación correcta que
prevalezca sobre todas las demás. Con los buenos motivos puede mezclarse la cizaña de la
ambición, pero allí debe estar el fraile para vencer y superar la ambición y no ceder ante ella. El
hecho de sentir la tentación de la vanagloria no quiere decir necesariamente que ella sea el
motivo. El fraile puede de forma consciente superarla y crear motivaciones correctas. Es este
un terreno resbaladizo y bastante delicado.
Entre las muchas motivaciones correctas está el aprovechar el talento que uno tiene para
favorecer el desarrollo de la ciencia, los motivos pastorales, el capacitarse para realizar una
obra de amor a Dios y a los hombres, el prestar un mejor servicio a la Orden y a la Iglesia, etc.,
etc. El estudio, el título en sí mismo es neutral, tiene un valor intrínseco no «contaminado»
por las falsas motivaciones subjetivas de los individuos. El matemático es el que puede
contaminarse por su falsa motivación. La ciencia, en sí misma, continúa incontaminada.
Ahora, la matemática sólo puede transformarse en un valor humano en el matemático; no,
en sí misma.
Creo que hoy día, dado el ambiente y el nivel profesional nacional, el sacerdote debe
encuadrarse en el nivel de la alta profesionalidad, que normalmente supone un doctorado
universitario. Por eso considero que la tendencia generalizada a la obtención del doctorado es
aceptable en sí misma, sin que tenga que intercalarse inmediatamente la cuestión de la
vanagloria. Es el individuo el que debe plantearse a sí mismo esta cuestión porque si no,
puede arruinar los mejores talentos en sí mismo.
Desearía nos informase sobre los que se salen de la Orden; estadísticas, causas
que alegan, etc. Por otra parte, a veces, se siente como una desazón o inquietud en
los que quedan. ¿Qué podría decirnos?
Estadísticas de otros Institutos que merezcan fe, no las tengo. Yo sé las nuestras. Así
por ejemplo, puedo decirles que en octubre de 1971 hemos llegado al caso mil de concesión
de dispensa del celibato, desde que empezaron a concederse estas dispensas. A veces, en la
misma Orden, se habla de muchos miles de salidas. Gracias a Dios, no pasa de ser una pura
fantasía. Desde finales del 63, en que empezaron las primeras dispensas, hasta otoño del 71, el
número de concesiones ha llegado al millar. Bastante menos de lo que suele decirse. Y en ese
millar se incluyen los que ya desde hacía tiempo se encontraban en una situación anómala.
Esto es lo que les puedo decir respecto a las estadísticas. Ustedes habrán visto algunas
estadísticas publicadas por ahí en las que nosotros quedamos bastante malparados. Los
mismos oficiales de la Congregación de Fe y Moral, a la que corresponde este asunto,
quedaron bastante sorprendidos ante tales estadísticas. Yo no sé cómo las hicieron.
Respecto a las causas que suelen alegarse en las peticiones, quisiera decirles algo.
Hace poco asistí a una asamblea de superiores locales que se celebraba en una Provincia
norteamericana. Invitaron al P. Silic, provincial yugoslavo, hombre muy capaz y muy bien
informado, y le preguntaron: «Por qué el 93 por cien de los frailes persevera y no se
sale?». Es una pregunta al estilo americano, pero que vale la pena planteársela. Nosotros
siempre preguntamos por qué se marchan tantos. A los americanos se les ocurrió
preguntar por qué no se marcha el 93 por cien. Yo no sé de dónde sacaron esta proporción;
pero así formularon la pregunta.
El hecho es éste, que la gran mayoría permanece, persevera. Ustedes dirán que una
buena parte persevera por fuerza de inercia. Y será verdad. Los que se marchan, en general,
tienen que tomar una iniciativa bastante dramática y dolorosa que supone, digámoslo, un
poco de coraje Entre los que se quedan están todos aquellos que no son capaces de una tal
iniciativa y que continúan por simple fuerza de inercia. Pero hay otros, y son la gran
mayoría, que no permanece sencillamente por fuerza de inercia; afirmar lo contrario sería
una calumnia, habría que probarlo.
En la publicidad y en las discusiones que suelen hacerse sobre la dispensa del celibato,
con frecuencia se pone de relieve una motivación humanamente aceptable, positiva. Así, este
grupo de unos 15 a 20 mil sacerdotes y religiosos que han recibido la dispensa, aparece como
un conjunto de hombres muy honorables, que por motivos válidos y humanamente
aceptables han dejado la vida sacerdotal. Sin tocar lo más mínimo a la reputación de cada
persona, yo todavía estoy buscando estos motivos en la documentación que leo en Roma,
documentación escrita por los mismos que piden la dispensa.
Y los motivos no eran tan honorables ni tan aceptables humanamente; eran bastante
diferentes. Yo creo que toda esta gran discusión que se está armando sobre la readmisión al
ministerio acabaría en seco si se publicara toda la documentación de los procesos. No toco
la honorabilidad y reputación de las personas; simplemente, refiero hechos. Yo
personalmente, por lo que he visto, desconfío bastante de las afirmaciones de la
publicidad y de las discusiones propagandísticas.
Muchas veces sucede que era mamá la que tenía la vocación, no él; mamá se murió,
la Iglesia concede la dispensa y... ¡Qué vamos a hacer! ¡Si es así, mejor que se marche! No
pueden imaginar el número de veces que se invoca este motivo. Es in-, creíble. Yo no lo
creería si no lo hubiera visto. La mamá, o la'familia, o la honorabilidad de la familia, y
papá y una tía vieja y un párroco viejo y enfermo, etc., etc. No tuvieron el coraje de dar
el paso atrás a su debido tiempo, se sintieron impotentes ante las circunstancias; ahora se
abre la puerta y se marchan.
En alguno de los casos que tuve entre manos, no se puede negar que el individuo se
siente como una especie de profeta cuya misión es crear hechos y antecedentes en la Iglesia
que la fuercen a tomar ciertas medidas y a modificar ciertas leyes. Estos casos son pocos.
Sería, digámoslo así, la categoría de los profetas que, con su propio sacrificio y con perder
su posición, quieren marcar hitos, hacer actos que sirvan de signo, crear situaciones de hechos
consumados que fuercen una modificación de las leyes.
Estas y otras son las motivaciones que yo he visto en los documentos. Ahora se está
haciendo una investigación en la que se quiere llegar al análisis de 3.000 casos de todo el
mundo. Será un sondeo más completo, tanto sobre las motivaciones para pedir la dispensa
como sobre la inserción posterior en la vida civil y, en especial, sobre la situación en que se
encuentran en el matrimonio los que obtuvieron la dispensa del celibato.
Ciertamente, sabemos poco o nada de lo que en verdad sucede con los que se marchan.
Ha habido casos dramáticos, trágicos, que se han divulgado. Pero, en general, sabemos muy
poco de lo que realmente pasa. Tal vez las cosas vayan mal; tal vez las cosas no vayan mal.
En los artículos de periódicos y de revistas y en otros medios de difusión, se hace una serie de
aserciones, se manifiestan unas opiniones, etc. Yo creo que hasta ahora nos falta una base
suficientemente analizada y verificada para poder dar una opinión objetiva y fundada.
Tomemos con ejemplo las Pequeñas Fraternidades. Tengo aquí un libro: Les
groupes informels dans l'Eglise (los grupos informales en la Iglesia). Recoge los estudios
de una reunión celebrada en l'Université des Sciences Humaines de Estrasburgo, en 1971. Allí
se reunieron algunos sociólogos, psicólogos, especialistas en la investigación de la
psicología de grupo para dar su parecer sobre los grupos informales. La realidad es que
los grupos informales, estudiados por especialistas en plan de investigación científica, son
bastante diversos de cómo nos los presentan la publicidad, el cartel y la pantalla que se
hace de ellos. Hay una diferencia tremenda entre la realidad que estos señores serios, fríos,
científicos detectan y el idealismo publicitario que se hace por ahí.
Otro tanto podemos decir respecto a las motivaciones alegadas para pedir la dispensa
del celibato. Desde luego, no se puede generalizar y les ruego que no generalicen, porque mi
base de información es limitada; no llega a los cien casos. Pero he leído un centenar sin
orden ni programa preconcebido, uno de aquí, uno de allá. Ahora, es cierto que no hubiera
hecho ningún esfuerzo por retener a ninguno de ese centenar cuya documentación he leído;
de los que no he leído, no puedo decir nada.
Entre los elementos más importantes para la perseverancia, yo veo estos: la vida de
oración, real y personal; la fe en el más allá y una noción correcta de la fe, que se acepte
vitalmente. Cuando existen estos elementos, creo que hay una base suficiente para
considerarse realizado en la vida religiosa y sacerdotal. Cuando faltan estos elementos, río
existe va una razón para permanecer en la vida sacerdotal y religiosa. Así que nos encontramos
ante elementos esenciales y fundamentales.
Hay que estar avisados de que la vida religiosa y sacerdotal, como nos enseña la
experiencia, sobre todo de los santos que han escrito su autobiografía, pasa por largos
períodos de oscuridad, de sequedad espiritual, de insensibilidad, de inapetencia..., en que la
experiencia de vida interior, en su dimensión afectiva o sensible, no existe. Entonces uno se
agarra a los textos del Evangelio, a un Padrenuestro, sin ninguna reacción afectiva ni emotiva.
Estos períodos son perfectamente normales. Si uno cree que la vida humana no tiene
sentido sin una resonancia afectiva y emotiva, es incapaz de perseverar en la vida interior y
en la vida sacerdotal y religiosa.
Aquí nos puede servir de ejemplo la imagen que hoy tenemos de Santa Teresita del
Niño Jesús. Las biografías modernas nos demuestran que Dios no concedió a esta alma
escogida la gracia de las consolaciones aquí en la tierra; nada de eso. Desde que entró en el
Carmen hasta su muerte, oscuridad completa. Vivió en la sequedad, en el desierto
espiritual, sin ninguna reacción emotiva ni afectiva en su vida espiritual. Y perseveró hasta
el fin.
Si no aceptamos corro posible para nosotros tal camino, si para nosotros lo que no
tenga resonancia afectivo-emotiva no tiene valor ni sentido, no tenemos nada que hacer en
la vida religiosa.
Así que muchas veces de estas investigaciones de las ciencias humanas, que son en sí
extraordinariamente positivas, nosotros, en lugarr de un provecho, sacamos un influjo negativo
por su mala aplicación o por una simplificación indebida. Hay que guardarse de estos
peligros. Creo que para la perseverancia hay que ser conscientes de que existe la posibilidad
de superarse y de vencerse.
En ese asunto, hay que partir de las personas y ver en concreto quién es el que se ha
salido. Algunos de los que se han salido no quieren mantener contacto alguno con nosotros,
sea por lo que fuere. Mientras continúen en esa actitud, hay que dejar les en paz, no hay que
forzarles a mantener relaciones con nosotros.
En muchos otros casos sucede que un individuo, una vez que está lejos, se reconcilia
con la vida franciscana, desaparecen los problemas y surge el deseo de contactos con sus
compañeros. En estos casos, yo creo que es cuestión de aceptarlos como cristianos y como
franciscanos De todas formas, hay que ver en cada caso lo que es conveniente.
Sé de uno que se salió por la situación conflictual con la comunidad. Se situó bien fuera y
ahora vuelve a la comunidad constituida por los mismos individuos que antes, y tiene tanta
amistad con ellos que les paga mucho de lo que les hace falta.
Como digo, hay que ver caso por caso y no se pueden dar reglas generales. La única
que yo daría es que si nosotros, como San Francisco, «abrazamos a los leprosos», ¿por qué
no a estos nuestros hermanos? Ahora bien, hay casos en que la conflictualidad interna del
individuo que se ha salido, puede arruinar toda una comunidad; que el veneno constante de
inconformidad en todo o de otras cosas puede comprometer la vida de una fraternidad o de
uno de sus miembros. La fraternidad tiene derecho a protegerse y los superiores la
obligación de defender a sus hermanos contra la acción deformante y negativa de éstos.
Hay que tener una cierta reserva cristiana y distinguir caso por caso, pues puede haber
individuos con enfermedades contagiosas.
Muchas veces, una vez dado el paso hacia afuera, tienen una nostalgia increíble de la
vida del convento. Está el caso de un fraile que se salió de la Orden hace más de 20 años.
Y salió de tan malas formas que la S. Sede decretó la irreversibilidad a la Orden y al
sacerdocio en cualquier hipótesis. Se marchó disparado lo más distante posible. Un año
después estaba empleado en la limpieza de su convento y allí sigue como donado. ¡Un
fraile admirable! Es viejo y toda su aspiración es poder celebrar la misa privadamente.
Creo que aquellos frailes que lo acogieron allí, después de una situación tan conflictual,
hicieron muy bien.
Así pues, les repito, vean caso por caso y no juzguen a todos por el mismo rasero.
Traten de crear en la Provincia una mentalidad de respe to y aprecio a las personas, de
atención diversificada a las personas.
- III -
Vamos a reflexionar unos momentos sobre lo que deberíamos hacer hoy como
religiosos y para ser de ve ras religiosos, es decir, sobre cuál debería ser la actitud o
conjunto de actitudes que convendría tomásemos hoy como religiosos.
Como es evidente, los contrastes entre lo de antes y lo de ahora no son absolutos; son
«un más o un menos» en ciertos aspectos, un «plus minusve». El antes-ahora no puede
radicalizarse; sería un modo errado de pro ceder. Se puede decir que lo que existe hoy,
existía ya antes; v lo que existía antes, continúa existiendo hoy. Esto no obstante, se da un
cambio o variación en la proporción o tonalidad de ciertos elementos. Esto hay que
tenerlo en cuenta cuando se hace el parangón entre lo de antes y lo de ahora y se quiere
poner de relieve las diferencias. En las cosas humanas no podemos hablar con la absolutez
con que hablamos al referirnos a las cosas físicas. Así por ejemplo, no podemos
hablar de la fraternidad de antes y de ahora, en los términos rotundos con que decimos
que en 1900 no existía la aviación y ahora sí. Hago esta aclaración previa para que
interpreten correctamente los contrastes que voy a comentar.
Hoy nos encontramos en una situación nueva, si se quiere; o por lo menos, en
una situación diferente a la de antes, años atrás. Me parece que la situación actual se
caracteriza, por contraste con la anterior, por la fluctuación que vivimos y
experimentamos. Antes teníamos la impresión de encontrarnos en una situación
estable, de que la estabilidad daba firmeza y continuidad a métodos, sistemas,
estructuras, ideas, doctrina, etc. Ahora nos encontramos eu una situación caracterizada por
la fluctuación; así al menos lo experimentamos y vivimos con mayor o menor
intensidad. Antes, nuestra vida religiosa discurría dentro de unos cauces bien delimitados,
eran claros sus contornos y límites; sabíamos dónde empezaba y dónde terminaba; sabíamos
cómo orientarnos se nos proponían unas orientaciones firmes y sin puntos interrogantes.
Hoy, to do cuanto se nos ofrece viene marcado con puntos de interrogación.
Esta es, digamos, la situación global. Y esto se da incluso en '..a misma teología; la
fluctuación la encontramos especialmente en la teología y en la fenomenología de la vida
religiosa. Si profundizamos un poco en el asunto, verificamos que la estabilidad de antes era
en parte una ilusión; de hecho, no existía; pero nos la imaginábamos y nos sentíamos
seguros. Hoy tenemos conciencia de la fluctuación, de la inseguridad, y necesitamos
encontrar la manera de vivir y de convivir con estos elementos que han irrumpido
fuertemente en nuestra existencia. Otro tanto. sucede en la espiritualidad.
Por otra parte, existe hoy una especie de pecado de intelectualismo, que ya es viejo
en la espiritualidad. En la interpretación vulgar de la Imitación de Cristo, se presenta como
uno de los grandes pecados, el pensar y hacer uso de la inteligencia. El Evangelio nos enseña
exactamente lo contrario; la «fides ex auditu», se interpreta en concordancia con aquello
de «scrutate Scripturas». Del Evangelio podemos sacar una cierta desconfianza hacia la pura
y simple afectividad y emotividad, aunque no su exclusión. La afectividad forma parte del
hombre, es uno de los elementos importantes del complejo humano. Pero no puede ser el
dominante. Cuando se enseñorea de nuestro espíritu y se convierte en el elemento
determinante, estamos perdidos.
Paralelamente a la formación intelectual, hemos de llevar adelante una formación
humanó actualizada. Nosotros podemos ver cuál es la imagen del hombre en el catálogo de
virtudes o cualidades que nos presenta una época concreta; en este catálogo podemos ver
reflejada, como en un espejo, la imagen del hombre que tiene esa época. El catálogo de
virtudes ha variado según los tiempos, al menos en cuanto a las prioridades, los matices o las
formas concretas de encarnar las virtudes. Así por ejemplo, en algún tiempo se daba una
importancia enorme a la «custodia oculorum», a la guarda de los ojos. Como
recordarán, había que llevar «manus inter manicas». las manos cruzadas dentro de las
mangas, los ojos bajos, sin mirar a derecha ni a izquierda, etc.; así había que ir por las
calles. Hoy..., esta sería la manera segura de acabar en el cementerio. La vida, la realidad de
hoy, nos exige llevar los ojos bien abiertos, mirar a todas partes, a izquierda y a derecha,
adelante y atrás. Sin embargo, los peligros contra los cuales la «custodia oculorum»
tradicio. nal nos quería proteger existen todavía y nosotros no podemos ignorarlos. Lo que
debemos hacer es elaborar críticamente un comportamiento nuevo que nos salve de los
coches y, al mismo tiempo, nos proteja contra los peligros de la dispersión de los sentidos.
Esta es una tarea seria. Imagínense, por ejemplo, lo que se exige hoy de un conductor de
taxi o de autobús en la ciudad, la atención activa que ha de prestar un hombre de éstos a un
complejo enorme de los más diversos elementos. La capacitación de un hombre así supone
un entrenamiento humano completamente diferente al que requería el hombre de otros
tiempos. Para que el conductor de un autobús urbano resista ocho horas diarias de atención
intensa y dispersa a un sinfín de circunstancias e imprevisibles, requiere una práctica y unos
hábitos que el hombre de antes no poseía ni necesitaba.
Otra de las cualidades necesarias al hombre moderno es el haber elaborado una especie
de filtro psicoló. gico contra los ruidos. Nosotros somos todavía excesivamente sensibles y el
ruido nos impide trabajar. Hoy vemos a los hombres, por ejemplo, en un gran despacho de
un Banco, donde hay mil ruidos, y esos hombres son capaces de concentrarse allí y trabajar
responsablemente, no les distrae ni les resta capacidad de trabajo el ruido. Nosotros
podríamos decir que todavía estamos en la época de las cavernas, en que no existía ruido; el
menor ruido nos distrae, nos imposibilita concentrarnos, reduce nuestra capacidad de
trabajo. De ahí que no podamos vivir en el mundo moderno con la formación y hábitos
psicológicos de otros tiempos.
Todo cuanto hemos dicho tiene sus reflejos sobre la vida religiosa. Si miramos la
historia, vemos que la vida religiosa refleja en cada período el ambiente y la situación
correspondiente. Los eremitas de la Tebaida reflejan la situación de paz entre el Imperio
Romano y la Iglesia, cuando repentinamente cesaron las persecuciones; entonces los eremitas
fueron a buscar la lucha con el diablo en el desierto, llevando una vida aislada e individual. La
vida cenobítica refleja la situación de emigración de aquel entonces. Durante la migración de
los pueblos germánicos se crearon los monasterios, que son una especie de microcosmos, en
el que se da una protección contra la fluctuación externa y se crea una protección interna; estos
monasterios son como un mundo en pequeño que se basta a sí mismo, que es autosuficiente en
lo material, político, cultural, social y religioso. Este era el ideal del monasterio: la
autosuficiencia. Al tener cubiertas todas las necesidades al interior del monasterio, se podían
cortar las relaciones con el exterior. El Abad no necesita del obispo y, pocas veces, del Papa;
la autosuficiencia se extendía incluso a los religiosos.
La vida religiosa de la época siguiente refleja el sistema feudal en sus diversas fases,
incipiente, maduro, decadente. El tipo de vida religiosa de nuestra Orden es un reflejo de la
tendencia a la autonomía, individualismo, personalismo, etc. de las ciudades medievales, en
las que apuntaba una incipiente tendencia a la democracia. Las estructuras de nuestra Orden
reflejan muchos aspectos de aquella situación.
Los Institutos religiosos de los siglos XVIII y XIX reflejan, en gran parte, el
centralismo de las monarquías absolutas. En los siglos XIX y XX, se dio el fenómeno raro
de que las fundaciones continuaron reflejando la sociedad de la monarquía absoluta cuando
el ambiente, la realidad, habían ya cambiado radicalmente. De aquí, aunque no como
causa única, la gran distancia entre la realidad, el mundo de una parte, y de otra, la
religión: los religiosos, el clero, los movimientos y asociaciones católicas, la pastoral, etc.
Esta distancia, cada vez mayor, ha tenido como consecuencia que la Iglesia se sintiese
y casi estuviese en un ghetto. Era necesario romper la situación a que se había llegado. El
hombre posiblemente más representativo de la tendencia a romper el cerco que nos rodeaba y
a actualizarse, es Pío XI. Casi todos los movimientos actuales tienen su origen o una
relación al menos con alguna iniciativa de este hombre.
Por lo que respecta a la vida religiosa, tendremos que actualizarla; pero poniendo la
atención en no perder lo que es la esencia de este tipo de vida. Es fácil perder lo sustancial
de la vida religiosa al intentar actualizarla. Las tentativas y experiencias de actualización
que se han llevado a cabo hasta hoy han resultado, en su conjunto, más bien negativas. En
casi todas partes se observa una disminución de la vida interior, cuando, según creo, la
situación en que vivirnos exige una vida interior mucho más intensa que la de antes y un
compromiso personal mucho mayor. Sin vida interior no se puede hablar de vida religiosa ni
de religiosos. Por supuesto, no se puede hablar de cristianos; pero mucho menos, de
religiosos. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que la situación actual pide más vida
interior, más vida de oración, que la situación anterior.
Al mismo tiempo, hoy tenemos que sentirnos más comprometidos en una acción que
llamamos social, en una preocupación por la justicia en el mundo. Ahora bien, esta
preocupación por la justicia en el mundo, para ser cristiana, debe cristalizar y partir del
esfuerzo personal por ser nosotros justos y no sólo de gritar contra las injusticias y de
exigir la justicia a los otros. En el momento en que empezamos a examinar nuestra
conciencia, la mía, sobre la justicia, hemos emprendido una gran labor en favor de la
justicia. Es inútil meterse a profeta de la justicia y de la paz si nosotros no somos justos. La
gran mayoría de estos profetas suelen pecar contra la justicia en sus mismas proclamas y
discursos porque hacen acusaciones, profieren injurias y calumnias, basadas en la
deformación de la realidad o en la poca información crítica y objetiva de la misma.
Mucho se salvaría si estos señores empezaran por ser justos en sus pensamientos, palabras y
obras. No debemos olvidar que los siete vicios capitales, con todas sus sequelas,
continúan vivos y activos en nosotros; no podemos ignorarlos y nos exigen la constante
conversión que ha de arrancar de lo más íntimo de cada uno de nosotros.
Todo esto que les he dicho, de forma rápida e indicando apenas algunos puntos,
sería suficiente para escribir un grueso volumen sobre cómo debería ser el religioso hoy día.
En este terreno hay mucho que reflexionar y mucho que llevar a la práctica.
Voy a intentar enumerar los varios sentidos que hoy día puede tener la palabra
carisma. La simple enumeración de estos sentidos nos ofrece la escala para medir la
confusión y los equívocos en que frecuentemente caemos al hablar del carisma. Sólo intento
hacer una breve enumeración.
El carisma puede ser un don de Dios más allá del orden natural, un don que supere el
orden de la naturaleza. En este sentido lo encontramos en la primera Carta de San Pablo a los
Corintios. Allí mismo encontramos la palabra carisma en el sentido de oficio o ministerio
dado por Dios. Es, pues, una acepción, diferente a la anterior. También encontramos en la
misma Carta la palabra carisma para significar un don de Dios, pero dentro del orden natural,
sin sobrepasar los límites de la naturaleza. Carisma puede ser el talento personal, las
cualidades que uno posee; de manera semejante, la individuación de la persona, la dotación
congénita con que la persona entra en la vida y proyecta su programa de acción. Ya tenemos
cuatro sentidos de carisma muy diversos.
Por carisma puede entenderse también una espiritualidad. Más aún: la vocación
decidida a una espiritualidad. Carisma puede llamarse la vocación sacerdotal o la vocación
religiosa en general. También damos el nombre de carisma a la vocación religiosa definida
específicamente hacia un determinado Instituto. La vocación cristiana en general es un
carisma: el carisma de ser cristiano. La especificación de la pluriformidad de esta vocación
nos lleva a hablar de la pluriformidad y multiplicidad del carisma cristiano. Incluso, a
veces, encontramos la palabra carisma aplicada a la vocación a una determinada profesión:
carisma de médico, de abogado, de maestro, etcétera. Todo, poco más o menos, es
carisma.
Unas veces, carisma significa los signos de los tiempos; otras, los hechos, sucesos,
acontecimientos, que son como un signo o síntoma de la realidad. Con frecuencia se
entiende por carisma la realidad, la situación global en que nos encontramos.
No es, pues, raro que a veces tengamos la impresión de que carisma es todo. Es ésta
una palabra que, sin saber el por qué, la gente la usa para significar las cosas más dispares.
Todos los significados que hemos visto, y tal vez algunos más, se encierran hoy día en la
palabra carisma. De ahí que cada individuo pueda, a título de su carisma, reclamar el
derecho a ser fiel y a seguir su propio carisma, lo que en la práctica puede equivaler a que
cada uno haga lo que le dé la gana. Cuando uno quiere algo, invoca su carisma; y del
carisma, da un salto mortal a su conciencia, apela a la intangibilidad y a los derechos
inalienables de la conciencia. Frente a un individuo de estos estamos ya bloqueados y nada
se puede hacer. Lo curioso es que, en estos casos, son siempre los «otros» los que deben
tener comprensión, los que deben ceder ante «mi carisma», ante mi conciencia, que se
constituye en monarca absoluto del mundo. Para los individuos que tan fácilmente apelan a
su carisma y a su conciencia, los otros son los incomprensivos, los legalistas, los que parece
que no tengan conciencia, los incondescendientes, etc.. Y entre éstos se encuentran
particularmente los superiores. Los «carismáticos» de este tipo, suelen creer que en el
mundo sólo existe su carisma, sus derechos, su conciencia; como si los demás, y en
especial los superiores, no tuvieran conciencia ni derechos que también deben ser respetados.
Para estos tipos la única obligación de los superiores es la de ceder ante el «carisma» del que
viene a hablar con ellos.
Esto, aunque un poco caricaturesco, nos describe én buena Darte la situación en que hoy
nos encontramos. Si alguien nos habla de carismas, hemos de intentar identificar de qué nos
está hablando en concreto. Si yo hablo de mi carisma, he de empezar por aclarar y definir
lo que pienso y lo que quiero expresar con esa palabra, porque las palabras de este tipo,
como los slogans, tienen esta característica: todo el mundo las usa, todos creen que las
entienden, cuando son muy pocos los que saben qué significan exactamente. Casi todos los
slogans son así, y éste es uno de los slogans postconciliares que ha invadido todos los
campos. Así que para empezar hay que reflexionar y tomar una actitud crítica, lo que no
quiere significar que tenga que rechazarse de plano, sino exigirse a sí mismo y a los
demás unos momentos de reflexión para aclarar y precisar de qué se trata, antes de entrar
en el diálogo o discusión.
Ya ven lo ambiguo y equívoco que resulta el principio de que cada uno tiene derecho
a seguir su carisma, de que cada uno tiene derecho a aprovechar los dones recibidos. Sí y no;
hay que discernir caso por caso. En San Pablo, cuando escribe a los de Corinto, ya vemos
que la autoridad eclesiástica tiene el derecho de impedir el uso mismo de los carismas que
son un don de Dios más allá del orden natural. La autoridad eclesiástica tiene el derecho y
el deber de interferir en este terreno de los carismas. Y San Pablo supone que sean
auténticos carismas, dones divinos que sobrepasan el orden natural y de ministerio. Así
pues, la invocación del carisma contra la autoridad es un absurdo; lo que no excluye que se
pueda analizar críticamente el modo cómo interviene la autoridad, pues ésta no tiene la
garantía de infalibilidad ni de impecabilidad; puede equivocarse y por eso cabe el análisis
crítico. Pero eso de invocar simplemente el carisma, mi carisma, y exigir que
inmediatamente los superiores inclinen la cabeza y pongan su firma y sello, eso no.
Hay que tener en cuenta un aspecto muy importante de los auténticos carismas: que
son concedidos para el servicio. Hoy que tanto se habla del servicio y que se exige de los
superiores que estén al servicio de los demás, se olvida con frecuencia que todo carisma es
para servir; no es para mí en primer lugar, es para servir a los otros. Si este punto de vista
se tuviese en cuenta, en la mayoría de los casos se invertiría la situación.
Además, el uso del carisma, para que sea un servicio, para servir a los demás, ha de
tomar en consideración el bien común y no sólo el bien de la propia persona. De lo
contrario, al no tenerse en cuenta los puntos anteriores, la invocación del carisma puede
identificarse con el egoísmo, lo que, por desgracia, sucede muchas veces.
Y Dios suele hacer ese juego de dar a uno del don de lenguas y a otro el de la
interpretación; generalmente no da ambos dones a un mismo individuo. Dios da y distribuye
sus carismas para unir, coordinar, para llevarnos a la unión, a la comunidad, a la caridad, a
la comprensión mutua, a la cooperación, a la corresponsabilidad; y no para destruir o
estorbar estos valores de primer orden. Así, pues, aún el mejor y el más alto de los
carismas, y a fortiori los demás, tiene un condicionamiento múltiple, jamás puede
considerarse aislado. Sólo dentro de este condicionamiento múltiple puede ser provechoso
el uso del carisma, sólo así puede ser útil. Nuestra cooperación al carisma consiste, en gran
parte, en prestar atención a todos estos elementos. Y no olvidemos que, con cierta
frecuencia, Dios da el carisma y el talento para pedirnos la renuncia a él. Así pues, afirmar
que el carisma o talento me da el derecho de aprovecharlo y desarrollarlo, no siempre
es exacto ni entra en los planes de Dios. Puede darse que nos lo haya concedido
precisamente para su renuncia.
El carisma franciscano.
Si vamos a hablar del carisma franciscano, para ver cómo debemos situarnos en el
mundo de hoy, lo primero que hemos de hacer es aclarar de qué clase de carisma hablamos,
determinar el sentido en que usamos esta palabra. ¿Nos referimos a la realidad franciscana
tal cual es?
Hay quienes al hablar del carisma franciscano, en el fondo hablan de sus ideas y de
sus opiniones y creen que automáticamente lo que ellos piensan u opinan es carisma
franciscano. Hay que ser críticos ante una tal pretensión y evitar de modo especial la
confusión genérica que el término implica. Hemos de discernir críticamente y ver cuáles
son las actitudes, cuáles los derechos y cuáles, sobre todo, los deberes activos. Como es
evidente, la variedad casi sin límites de sentidos que se da a la palabra carisma nos indica que
hay un fondo falso y un abuso de la palabra. De ahí la necesidad de adoptar una actitud
crítica, de análisis objetivo, con la decisión de llegar a sacar lo que haya de positivo. No
se trata de una crítica negativa, hecha con la intención de destruir y eliminar. No. En todo este
hablar de carisma hay algo de sano, aunque deformado por una serie de defectos. Se pone el
acento, se intensifica la atención en un punto de vista que había quedado un poco en el olvido
y que ahora vuelve a tomar relieve. En el fondo creo que está la fe en la intervención
constante de Dios en nuestra vida. Por una parte hoy se niega la Providencia; por otra, se la
mete debajo de este sentido del carisma. En este ambiente es fácil llegar a la convicción que
tenemos nosotros y que encontramos en los demás: que Dios personalmente y nuestra vida
individual tienen un valor.
Creo que si aceptamos este modo de hablar del carisma y vemos este aspecto
positivo de la inserción de Dios en la vida concreta, individual y personal, estamos
recuperando un gran terreno de religiosidad frente a la secularización y contra el
horizontalismo. Si cuando hablamos al mundo de hoy, lo hacemos en términos de
Providencia divina, de Dios que gobierna el mundo, de milagros, etc., nos exponemos a
perder el tiempo, porque nadie nos escucha. Si utilizamos la terminología del carisma,
podremos decir lo mismo y nos aceptarán. Y esto ya es una gran ventaja. Considero que
debemos aprovechar esta forma de hablar de carismas, en vez de ridiculizarla y pretender
descaradamente reformar la terminología que está en uso. Aceptemos la terminología,
metámonos en el barco y aprovechemos lo mucho que hay allí de aprovechable para
nosotros y para los otros.
Pero volvamos al tema. ¿Qué es el carisma franciscano? Empecemos por poner una
cosa en claro: este carisma es nuestro, lo que no quiere decir que sólo se nos concedió a
nosotros. Lo que es franciscano no quiere decir que sea exclusivamente nuestro; puede
también estar comprendido en el carisma de otros. Nuestro carisma resulta de la
composición armoniosa de una serie de elementos; cada elemento, por sí mismo, no
constituye lo característico y especificante. Por eso, casi todos los elementos, uno por uno,
se encuentran en diversos carismas.
Pero hay un modo, una manera de conjuntar, organizar, armonizar estos elementos que es lo
característico franciscano. Los elementos que integran un carisma son como materiales de
construcción que cada artista, cada arquitecto, combina de una determinada manera,
imprimiendo al conjunto su sello personal.
Me parece que los elementos constitutivos del carisma franciscano están, ante todo,
en una Regla de estilo evangélico. La forma de vida franciscana es actuar el Evangelio de
un modo directo; éste es nuestro compromiso. Nosotros, para hacernos franciscanos,
debemos definirnos por el compromiso de vivir la Regla y de actuar la forma vitae con
toda fidelidad, con todo esfuerzo y progresivamente.
Ahora bien, lo que caracteriza franciscanamente los votos y todos los elementos de la
vida religiosa, es que nosotros, ante todo y sobre todo, debemos SER, más que hablar «Plus
exemplo quam verbo». Nuestro testimonio no viene del hablar ni del hacernos patentes
ante los demás, sino del ser intensamente, de la intensificación de nuestro ser franciscano.
De ahí brotan un conjunto de actitudes, como el ser generosos, comprensivos, desprendidos,
pacíficos, mansos y humildes, benignos, moderados, hablando honestamente a todos, sin
litigar ni contender con palabras, ni juzgar a otros (Reg., cap. 3), etc..
De esa misma raíz brota también el espíritu de disponibilidad. Quieren que les
acompañemos una milla, pues vamos con ellos el doble; hoy quieren de nosotros esto y
mañana
aquello, pues de acuerdo. Nosotros no debemos estar' agarrados, fijados ni pegados a nada
de este mundo, sino siempre disponibles para lo que quieran. El único punto firme al que
hemos de agarrarnos irremoviblemente es Dios; en todo lo demás; absoluta disponibilidad.
Esto es en sí mismo difícil, tremendamente difícil. Y más hoy que se invoca
indiscriminadamente, contra la disponibilidad, la especialización, el carisma personal y no sé
cuántas cosas más. Mejor sería dejarse de tantos rodeos y aferrarse de corazón a la
disponibilidad, que es una gran virtud y uno de los elementos más característicos del carisma
franciscano.
- IV -
Ahora bien, esta relación a Dios, en nosotros que somos un grupo estructurado, no
puede ser una relación de individuos aislados. Ninguna vida de oración, ni entre nosotros ni
entre los ermitaños, si ha de ser cristiana, puede considerarse como «una audiencia privada
con Dios». En nuestra vida de oración deben estar presentes los otros, de manera que nuestra
relación a Dios incluya al otro y no lo excluya. Ahí está la vinculación del mandamiento
del amor de Dios con el mandamiento del amor del prójimo, que son, según la palabra de
Cristo, toda la ley y todos los profetas. Ahí está todo. La calidad de nuestra vida religiosa
depende de la preeminencia que damos a este elemento y de la intensidad con que
conseguimos actuarlo. Todo lo demás es muy secundario en comparación con esto.
Esto supuesto, la vida de relación con Dios puede tomar muchísimas formas diversas,
según el tipo de espiritualidad o el tipo de actuación del Evangelio que escojamos. El tipo
que nosotros hemos escogido es el fraternal, es decir, la actuación del amor al prójimo
entre nosotros debe ser de tipo fraterno, con las consecuencias descritas al hablar de la
vida en fraternidad. Y este carácter fraternal tiene que actuarse en la misma relación con
Dios; no pueden separarse ambas cosas. De ahí que no podamos considerar realizado el
ideal de la Orden en nosotros si la relación con Dios no tiene su dimensión de grupo, lo que
decimos «oración comunitaria»; el elemento de grupo y de la oración en grupo es
inseparable de nuestra vocación. No basta que cada uno individualmente tenga una vida de
oración en la que incluya al otro interiormente; es necesario practicar la oración en común,
lo que no excluye la oración en privado; las dos.
Oración personal no significa que nosotros, cada vez que hacemos oración, tenemos
una atención al cien por cien; esto sería inhumano; nuestra atención refleja fluctúa en más y
menos. Pero tenemos que estar presentes personalmente. Nuestra relación con el prójimo
tiene que estar embebida de esta relación con Dios, y en la misma medida en que toda
nuestra relación con el prójimo esté así empapada en la relación c o n Dios, se
transforma en oración.
Lo mismo vale de nuestro trabajo. Sabemos que es una cooperación con Dios. La
Providencia divina v su presencia activa gobiernan el mundo. Nosotros somos
contingentes; en todo nuestro trabajo El es la causa primera, es decir, cuanto hagamos es más
obra suya que nuestra. Debemos recordar y actualizar esta presencia activa de Dios en
nuestro trabajo, que al relacionarlo con Dios evidencia que nuestra actividad es una
cooperación muy secundaria, casi nada. El ver que cuanto podemos hacer es cooperar con la
acción principal, que es la de Dios, transforma nuestro trabajo en oración.
Imaginar que basta dejar espacio libre a la espontaneidad para que un grupo humano
empiece a crear, es una de esas utopías sociales que son las enfermedades que sufrimos
en nuestro tiempo; la realidad nos demuestra que la creatividad auténtica se da en casos
excepcionales; lo más frecuente es -que la espontaneidad no pase de la mediocridad. Y de
aquí viene la necesidad absoluta de fórmulas bien pensadas, que nacieron de un momento de
espontaneidad creativa, del que nosotros, pobrecitos, nos aprovechamos; si rechazamos
esto y queremos nosotros crear a toda hora, ¡estamos arreglados!
Hemos de estar muy atentos a la autenticidad de nuestra oración ante Dios. Si uno me
viene a pedir un favor, y lo pide con palabras insistentes, pero yo sé que no lo quiere, ¿qué
es esto? No es sincero. A los hombres los podemos engañar, a Dios no. Si nosotros usamos
palabras de petición ante Dios, ¡atentos a querer lo que pedimos! Y la prueba de quererlo
es hacer cuanto está en nuestras posibilidades. Cuando le decimos a Dios: «venga a nosotros
tu reino, hágase tu voluntad», ¿pedimos o no pedimos?, ¿queremos o no queremos lo que
decimos? Es tremenda la sinceridad total en las palabras «perdónanos nuestras deudas así
como nosotros perdonamos a nuestros deudores»; si no perdonamos, esto es pedir una
maldición. «No nos dejes caer en la tentación», ¿y nos exponemos a la tentación? Si
pedimos, la petición es seria cuando hacemos lo que podemos para cumplirla y que sea viable;
de lo contrario, no.
Bueno, por esto existe la regla vieja de todos los maestros espirituales de no
sobrecargar la vida con ejercicios de piedad, de mantener una medida humanamente
soportable. Ahora bien, la vida en grupo supone un cierto horario, la repetición a horario
fijo de ciertas fórmulas, normas, reglas. Por nuestra parte debe existir el esfuerzo por
corresponder a esta exigencia. Sin duda, se había exagerado, se había metido el oficio, la
Misa, no sé cuántas devociones, el vía-crucis, el rosario, etc., etc., Era una sobrecarga a la que
un hombre no podía corresponder con esta autenticidad; de acuerdo. Por eso mismo, la Iglesia
ha empezado a aliviar
esta carga y la ha disminuido mucho. Pero en la práctica, lo que ha sucedido en muchos
ambientes es que ha desaparecido todo, se ha descendido a cero. Antes las Constituciones
señalaban la oración que se debía hacer; ahora se ha eliminado el horario de meditación;
pero, ¿ la hacen o no? Si no la hacen están muertos; sin reflexión no existe vida espiritual.
Podrán seguir el método que quieran; pero si omiten la meditación, o si ésta no tiene la
suficiente frecuencia en la vida... ¡mal! Es el elemento psicológico de vida interior que
decide; si no hay reflexión están muertos.
A uno le puede apetecer más estar una temporada en oración, o hacer una o dos veces
al mes la oración en común si le apetece. ¿No sería más sincero hacerlo así?
Hay que decir aun esto: la racionalización que olvida la dimensión emocional,
afectiva, es también inhumana; ésta serviría para ángeles, no para nosotros. Los dos
elementos han de incluirse. Pero nuestra vida de oración debe tener su proe rama y su
estabilidad, independientemente de la emotividad. La relación con Dios, el amor de Dios
es un precepto, y la emotividad no puede caer bajo un precepto. Usted no puede
preceptuar el amor emocional; pero el amor, sí. Por eso el «cuando me apetece» tiene su
categoría y su importancia; si se le reduce a cero, se está fuera de lo humano; pero no puede
ser criterio último ni razón decisiva, porque el amor y la relación con Dios están en la
inteligencia y en la voluntad. La emotividad es incapaz de una relación directa con Dios; la
tiene sólo por la inteligencia que es previa al acto de voluntad; allí está el amor de Dios. En
el amor del prójimo tenemos esto mismo; de lo contrario, caeríamos en la cuestión de
simpatía o antipatía.
Si yo amo a Dios, ¿qué razón puedo tener para no encontrarlo hoy? Un amor que
debe ser «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, con toda la mente»
(Lucas, 10, 27), sobrepasa con mucho al amor de los enamorados. Así que no puede tener razón
de ser el «hoy no me apetece, no tengo ganas, no tengo tiempo». Otro asunto es el que yo
tenga el propósito de hacer media hora de meditación, pero un día por las confesiones,
ocupaciones, clases, enfermos, etc., no tenga tiempo; esto para Dios es claro, hay un motivo y
no se trata de apetecer o no apetecer. El amor apetece siempre a Dios en la inteligencia y
voluntad; puede no apetecer en el nivel emocional, y es el fenómeno de la sequedad. Santa
Teresa estuvo así 18 años. La pequeña Teresa de Lisieux, como sabemos hoy por los estudios
que han corregido la imagen devocionalista de la santa, desde el día en que entró en el
Carmen no tuvo una sola consolación, sino sequedad total, una eliminación práctica de lo
emocional; este es el camino de Santa Teresita; ha luchado permanentemente contra una
inapetencia espiritual. Si ustedes consultan los grandes maestros de la vida espiritual, verán
que son unánimes en la experiencia de la sequedad, y es en la sequedad donde crece de hecho
nuestra relación con Dios. En los períodos de fuerte emotividad fácilmente nos equivocamos.
Que todo este ideal y esta convergencia final de los elementos esté presente en la
mente y aceptado en el corazón, y que la vida sea un esfuerzo constante para llegar allí; esto
creo yo que sería lo más importante en la formación. En comparación con esto, lo demás es
secundario. Ser secundario no quiere decir que no tenga su peso y su valor, sino que los
tiene relativamente. El amor de Dios y de los hombres es todo, aquí está la ley y los profetas.
Después de haber estado haciendo oración desde pequeños, de haber oído todo esto
tantísimas veces, puede darse que, al hacernos mayores, tengamos la impresión de haber
fracasado en la vida de oración, sintamos como una frustración; ¿qué falla ahí? Muchas veces
entre nosotros falla la cooperación constante del individuo; nos inhibimos excesivamente,
somos perezosos y comodones; el esfuerzo de cada uno es relativamente pequeño para que
la ayuda del grupo sea intensa. ¿Cómo convencer al individuo para que haga este esfuerzo
cotidiano? No lo sé, francamente; he pensado muchas veces en esto y creo que no existe
para esto una píldora eficaz «ex opere operato»; intentar convencer, atraer, empujar, no
descansar... Basadas en la experiencia humana, se crearon extructuras para esto, que
actualmente se han eliminado; se sabía que los mejores propósitos de hoy, mañana están
olvidados. El examen de conciencia diario, las horas de meditación fijadas, la lectura
espiritual con horario establecido, el retiro mensual y anual, las fiestas, la renovación de
profesión, etc.; todos estos elementos nacieron de la experiencia para superar este nuestro
constante olvidar. Eliminar todo esto, sin nuevos elementos que lo sustituyan, sería reducir
a cero las esperanzas de un futuro mejor. Vemos que no tenían razón de ser algunas de las
estructuras anteriores, pero enseguida debemos comenzar a buscar nuevas formas de
expresión de nuestro espíritu, para superar la rutina y no quedarnos en el vacío.
Entre las fórmulas obligatorias tenemos las de la liturgia, que hoy son bastante
flexibles y dejan campo a la iniciativa del grupo; importa moverse en este campo de la
iniciativa, inventando las formas complementarias en variedad. No conviene
sobrecargarse de ellas. Lo que sí conviene y es necesario es crear fórmulas bien pensadas,
magistrales a ser posible, que contengan la espiritualidad franciscana; de lo contrario,
perdemos lo propio nuestro.
Yo creo que hay que alargar y dar todo su valor a estos momentos; yo
personalmente no consigo reflexionar en medio minuto; cuando el cerebro empieza a
funcionar y concentrarse ya pasó el medio minuto; hay que dar más tiempo porque esos
momentos son muy fecundos; deberían ser tiempos de cinco o seis minutos. Esto da vida a
las fórmulas porque se puede reflexionar sobre lo que se ha dicho, hacer aplicaciones,
disponer el ánimo... Incluso, tras un
tiempo de silencio, se puede dialogar unos momentos; entonces, cada uno puede proponer
una idea en forma de propósito o de petición, como en la oración de los fieles, o un
pensamiento fruto de la reflexión. Así se tiene un espacio de espontaneidad preparado por
la fórmula fija reflexionada y meditada.
Otro tanto se prevé ahora en el Oficio divino; se han abreviado y reducido las
fórmulas, no para disminuir el tiempo de oración,-sino para crear espacios de silencio y
de reflexión. Sin embargo, se está constatando un poco por todas partes que matamos estas
posibilidades con las prisas; tenemos miedo al silencio, que podríamos y deberíamos
aprovechar. En Francia, incluso entre los Hermanos de Taizé, he observado mucha
insistencia y mucho interés en dar toda su importancia a esos momentos de reflexión.
Considero una medida muy buena el dar espacio suficientemente largo a los momentos de
silencio y reflexión.
Tenemos también las homilías que debemos preparar bien; no se trata de que hay
que hablar y se habla, sino de que sean una verdadera aportación espiritual.
Muy buenas para la vida de oración en común son las celebraciones de la Palabra de
Dios. En Medellín ellas constituyeron los momentos cumbre. Hay que prepararlas bien, sin
fiarse demasiado de la espontaneidad del momento, que suele fallar o dar resultados pobres.
Una celebración de la Palabra, preparada cuidadosamente, no muy larga en sus fórmulas y con
estos momentos de silencio intercalados, es muy fecunda.
Objetivamente, no; subjetivamente, sí. Eso de estar todos a la vista era un poco
para el control del superior, y no me parece esencial aunque tenga su importancia. Era una
forma de ejercer una cierta presión sobre el individuo para que no se evadiese. Ahora bien,
sabemos que con este sistema no se producía automáticamente la meditación; posiblemente
muchos de los que estaban allí sentaditos, en pie o de rodillas, meditaban poco. Creo que se
había llegado a un cierto formalismo, que no era culpa del método; fácilmente nos
disculpamos con las estructuras, cuando el único pecador somos nosotros; en cualquier
sistema es necesario un esfuerzo constante. Hoy estamos descubriendo que esta manera
tradicional de meditar, como casi todas las estructuras que tan generosamente hemos echado
por la ventana, nacieron de una muy común experiencia humana y eran mejores de lo que
parecían, bastante protegidas contra unas ilusiones utópicas que hoy estamos sufriendo.
Nosotros estamos inclinados a creer que aquello que debería ser, lo es de hecho; cuando
argumentamos con lo que debería ser, tendríamos que ver con objetividad y realismo si
de hecho es así o no. Que muchas veces esto o aquello debería ser así o asá, es indiscutible;
pero que de hecho lo sea, es otra cuestión muy diferente. Y aquellas reglitas, estructuras,
disciplina, etc., nacieron de un esfuerzo por llevar a la actuación de lo que debería ser.
Ahora lo eliminamos todo y me temo que hagamos menos que antes; hemos creado un
hueco que es necesario llenar. Es cierto que se pueden utilizar métodos diversos; pero hay
que tener uno.
En cuanto al lugar más adecuado para meditar, depende mucho de cada persona. Hay
personas para las que va muy bien el meditar en la habitación y no les encaja hacerlo en
común. Hay otras que cuando están en grupo meditan mejor. Es necesario, pues, un poco
de flexibilidad, siempre a condición de que se medite de veras. Cualquier disciplina que
regule la meditación tiene como razón de ser el que se medite. No tiene sentido la
disciplina por la disciplina; así lo enseñan los maestros de la vida espiritual.
El método de San Pedro de Alcántara y otros son tentativas para llegar a reflexionar.
En su libro, San Pedro pone de relieve lo difícil que resulta recogernos interiormente;
vivimos distraídos; hasta llegar al punto de poder empezar a meditar, según San Pedro de
Alcántara, se pasa media hora; si todo el tiempo destinado a la meditación es media hora,
cuando empezamos a encontrarnos en el ambiente propicio de recogimiento, se acabó. Por
eso necesitamos un ambiente que nos prepare a la meditación, y esta es la razón de ser de
la clausura, de la vida privada y de la intimidad reservada al fraile, de la soledad. Si ustedes
llegan de la calle, entran en su habitación y dejan la puerta abierta, entran y salen, para arriba y
para abajo..., así no es posible estar recogidos. El recogimiento presupone como necesarias
una serie de condiciones humanas y ambientales; o se ponen seriamente las condiciones, o la
cosa no funciona. Imaginen que la meditación empieza inmediatamente después de venir de
la carretera o de un trabajo pastoral intenso... Primero hay que calmarse, limpiarse,
recogerse en el silencio, ambientarse...
Por esto me disgusta tremendamente el que con tanta facilidad se atente contra la
clausura. No siento ninguna veneración por la clausura en cuanto clausura, pero sí en cuanto
instrumento para la vida recogida. Hoy en algunos de nuestros conventos está la televisión
funcionando a toda hora, hay media 'docena de frailes con el transistor encendido y con
música de cualquier clase a toda potencia... No tienen el coraje de enfrentarse consigo
mismos, calmarse y empezar a recogerse, para poder meditar. Uno de nuestros mayores
defectos lo veo en la superficialidad e irresponsabilidad con que creamos, o no creamos, -
las condiciones previas indispensables humana y psicológicamente para la oración.
Otro tanto tenemos que hacer para la meditación. Cada' uno tendrá que buscar y
encontrar su método personal entre los muchos que son posibles. A unos les va mejor la
lectura espiritual meditada, van leyendo y meditando poco a poco. A otros les basta leer un
fragmento y enseguida ponerse a meditar durante media hora o más. Hay quien medita
mejor con el método dialogado. No falta quien le ambiente y -favorezca una fuga de Bach,
por ejemplo. Son tan diversos los métodos que el Capítulo del 67 decidió dejar al fraile que
hiciese la opción; ahora, esta libertad es otro de esos elementos que no son eficaces «ex
opere operato»; hay que cooperar y trabajar. Me parece que, en este terreno,
permaneceremos siempre en la condición de aprendices. Cuando nos cansamos de un método y
ya no nos sirve más, podemos pasar a otro.
Por cuanto sabemos de los maestros de la vida espiritual, la meditación tiene por
finalidad el llevarnos a actos de amor de Dios y del prójimo; para decirlo con la
terminología tradicional, tenemos que inflamar el corazón para estos actos de amor. Estos
actos no han de ser necesariamente emocionales o afectivos, aunque también pueden serlo si
llegan; pero aun en la sequedad y en el desierto se ama a Dios con la inteligencia y con la
voluntad. Y cuanto antes y más rápidamente se llega al amor de Dios, antes termina su
función la meditación; no hay que insistir en el reflexionar cuando el alma llega a actos de
amor; hay que permanecer en ellos cuanto se pueda. Así que conforme se va progresando en
la vida espiritual se va eliminando por sí misma la meditación. Según S. Juan de la Cruz,
se llega a un punto en que la meditación se hace imposible porque el alma inmediatamente
llega a actos de amor; y no es el caso apagar el fuego para enseguida encenderlo de nuevo.
La meditación es un método para encender el amor de Dios; si está ya inflamado, mejor
dejar de lado el simple instrumento. San Juan de la Cruz enseña de una manera explícita y
San Buenaventura de una forma magistral en el «Soliloquium» y en el «Itinerarium
mentis ad Deum», que con el progreso en la vida de oración, la función intelectual decrece
y la función de la voluntad crece; hasta el punto de llegar casi a la imposibilidad de
reflexión porque uno está inmediatamente inflamado en el amor de Dios. Es algo así
como lo que le sucedía a San Francisco. Un día le preguntaron por qué no tenía un
Evangelio, él que tanto hablaba del Evangelio, y por qué no lo leía. El santo respondió:
«lo poco que yo he leído y un poco que retengo en mi cabeza, ya es más de lo que puedo
realizar, ¿para qué leer más?»
Así pues, el pretender eliminar de las Constituciones todas las leyes para dar espacio a
la espontaneidad creativa, es una utopía. Ahora bien, el hecho de que en las Constituciones
que tenemos se haya dejado mucho campo a la creatividad e iniciativa de la comunidad local,
tal vez es un optimismo exagerado, tal vez sea un poco de utopía. Lo que se puede prever es
que, como siempre sucede en la historia de los grupos humanos, se pase de este gran espacio
dado a la libertad del individuo, a unas determinaciones más minuciosas; en lugar de parar
en un punto razonable, fácilmente se va a parar en la exageración de una minuciosidad
excesiva y formalizante. Una vez que se ha llegado a este punto de exageración en las
leyes, viene la reacción, y de nuevo se parte hacia el otro extremo de eliminar leyes y crear
espacios para la espontaneidad creativa. Y así se está -de un lado para el otro. Ya veremos
dónde quedamos en el Capítulo del 73. Una de las cosas que me sorprendieron mucho en el
Capítulo de 1971 fue que, prácticamente, las propuestas de modificación que se
presentaron, tendían a la centralización contra el movimiento descentralizador que ya estaba
cansando bastante.
Respecto a la vida de oración, se podría fijar por ejemplo: habrá por lo menos una
hora de oración diaria, que se podrá dividir en dos mitades. La Provincia hace su horario y
establece, por ejemplo, que media hora será por la mañana temprano y la otra media por
la noche antes de la cena. Esto hecho, se plantea la primera cuestión: ¿la comunidad, todos
los individuos, estarán presentes o no? Segunda cuestión: '¿los que estén presentes,
meditarán o no? Por muchas leyes que existan no se llega «ex opere operato»,
automáticamente, a una vida de oración; será siempre necesaria la cooperación personal y
responsable con la gracia, cooperación que ninguna ley puede suplir. Es evidente que si las
leves concretaran más detalles, los responsables del grupo, los superiores podrían urgir más
fácilmente ciertos puntos.
Pero yo creo que sería mejor y mucho más franciscano que los superiores se
pusieran a pensar en la buena realización del Capítulo conventual, y se preocupasen más de
despertar constantemente la responsabilidad y la respuesta de sus frailes ante las exigencias de
una vida franciscana auténtica. Estoy convencido de que se puede dar, más o menos, una
opinión sobre la calidad de vida interior y de vida franciscana de una Provincia mirando
sus Capítulos conventuales. Donde se hacen bien, todo el resto va bien. Donde no se hacen,
difícilmente las cosas pueden ir bien. Es una estructura básica de las CC. GG., de carácter
muy franciscano, muy acorde al espíritu de San Francisco que gustaba tratar sus cosas en
diálogo con los hermanos, y que puede ser de un efecto muy grande; pero supone un
esfuerzo también muy grande de parte del superior y de parte de toda la comunidad local.
Por esta razón puede encontrarse en algunas Provincias una cierta resistencia a
permitir que los frailes vayan a los eremitorios, ya que precisamente los frailes con
vocación para esto son los buenos, no los mediocres; y los buenos son apetecibles en todas
partes. Esto es otra seria dificultad.
¿Qué clase de formación habría que dar a los jóvenes que vienen a la Orden
para ser puramente contemplativos?
Pueden ustedes encontrar la respuesta en aquel opúsculo de San Francisco para los
eremitorios; allí verán el estilo más típicamente franciscano de vida en eremitorio. Lo
que el santo nos propone como base es la intermitencia de vida contemplativa y de vida
activa. Y esto mismo es lo que observamos en la vida de nuestros grandes contemplativos:
San Pedro de Alcántara, San Leonardo de Puerto Mauricio, San Pascual Bailón y otros;
todos ellos fueron alternando la vida contemplativa con la vida activa.
La Orden tiene, desde San Francisco, una estructura muy personalista. Se habla
de la pirámide de la autoridad. La pirámide en la punta es más fina y esto, como
metáfora, tiene su verdad para nosotros: en nuestra Orden, cuanto más se va para lo alto,
tanto menos existe potencia y autoridad concreta. El poder decisional concreto y eficaz
está en la base alargada; aquí es donde se trabaja y se decide. Cuanto más se sube por los
grados de la autoridad, tanto menos autoridad concreta y actuable encontramos. Siendo
nosotros así, por mentalidad, creo que podemos decir que somos muy modernos, porque
ésta es la manera moderna de concebir la organización y estructuración social.
Para todo esto, hay necesidad de una autoridad con funciones subsidiarias de
orientar, coordinar, crear condiciones, estimular y, eventualmente, interferir. Es decir, la
autoridad más alta del General y del Provincial tienen la misión de llenar los defectos del
grupo menor, local, de la persona, del fraile individual que no cumple su deber, que no
acepta ni responde a su responsabilidad. En el_ caso en que cada cual acepta su deber y
es consecuente con sus responsabilidades, puede y debe dejar de interferirse. Así, resulta
que el mayor poder decisional y la mayor incidencia de práctica de autoridad está en la
base, en la unidad menor que existe en la Orden, es decir, en el Capítulo conventual.
Este mismo sistema es el que ha querido renovar el Capítulo de 1967 con el C.C.,
cuya imagen está ya en los documentos primigenios de nuestra historia; allí hay que
mirar lo, que se hacía en tiempo de San Francisco y lo que él mismo hacía. Naturalmente
hay que prestar atención a que el primer grupo en torno a Francisco no era todavía la
Orden, sino más bien la Orden en gestación. Era un grupo informal que estaba buscando
su camino en la vida y se estaba aún formando. Este grupo informal llegó un día a ser
grupo formal, identificado, y por lo mismo tenía que definir un poco, lo necesario nada
más, sus estructuras jurídicas.
Nosotros, en la Orden, no nos encontramos en el período informal, sino a más de 700
años
para acá del parto y nacimiento del grupo, y hemos de tener en cuenta esta situación.
Como Nicodemo dijo al Señor, un hombre ya crecido no puede volver al vientre de su
madre; así, nosotros no podemos pretender volver atrás, hasta la gestación, y ser de
nuevo un grupo informal. Esto sería irreal e imposible. La realidad es que llevamos ya
750 años de historia y las estructuraciones hechas tienen su peso, son una realidad. Y si
queremos ser realistas, hemos de tener en cuenta esta realidad.
El art. 198 § 3 dice que es el C.C. el que gobierna, con el superior, la casa. El
C.C., por tanto, no es simplemente un elemento de diálogo ni un órgano consultivo sólo;
está asociado al gobierno de la casa, o mejor, el superior de la casa está dentro del C.C. y
gobierna con él. El art. 305 condiciona esto con la palabra «coopera»: «...ayuden a los
superiores en el gobierno del convento». Gobernar con, cooperar con; los dos aspectos
son importantes; gobernar en el sentido de cooperar. A veces, cuando en un grupo se
habla de poder de participación, cada uno piensa que quien gobierna es él, y que los
otros se tienen que acomodar a él. Cuando existe una contraposición, cuando el C. C. es
dominado por una oposición o hay negación de cooperación, la casa y la Orden no
podrán funcionar. Esta pieza de gobierno tiene como característica la cooperación de
amibas partes: tanto el superior local, que forma parte del Capítulo, como los restantes
componentes de la fraternidad, deben
abundar en la cooperación.
La actitud principal del individuo dentro del grupo, debe ser la de cooperar con
los otros, de modo que cada uno vea que los otros cooperan con él. En el momento en
que, en el grupo, cada cual piensa que él tiene derechos y los otros deberes, el grupo no
funciona, está muerto, se acabó. Un grupo humano funciona solamente cuando sus
componentes piensan en los derechos de los demás y no están allí reivindicando derechos
propios; piensan en los derechos ajenos y están atentos a los mismos. Si en el círculo del
grupo, cada cual está atento a los derechos de los otros, mis derechos están garantizados.
Si yo empiezo a gritar reivindicando mis derechos, los otros harán lo mismo y... ¡se
acabó el grupo! No existe la posibilidad de un grupo humano y, menos aún, de un grupo
fraternal, en un clima de reivindicación de derechos. Es, por esto, por lo que el mundo de
hoy no funciona; todos reclaman sus derechos y nadie piensa en sus deberes. Aunque
decir esto así es un tanto exagerado, el clima en que vivimos es el de la reivindicación de
derechos, el clima menos apto para una vida humana, para una cultura, para un desarrollo
humano. La reivindicación sistemática y pertinaz de derechos es destructiva. La atención
al propio deber y al derecho de los otros, ¡esto es constructivo!
Forman parte del C.C. todos los profesos solemnes (art. 311). Los novicios y los
profesos simples pueden tener una participación diversificada, que debe ser definida por
los Estatutos provinciales. ¿Por qué esta diferencia entre los profesos solemnes y los que
no lo son? ¿Por qué se hace tal discriminación? No es una discriminación; es que a los
derechos corresponden deberes y compromisos. El novicio todavía no ha asumido ningún
compromiso con la Orden; se le anticipan algunos derechos, pero no todos. Si se le
anticiparan todos, ya serían privilegios que falsifican su situación real; lo realista es que
no se le pueden dar al novicio más derechos que los compromisos que asume con el
grupo. El mismo principio vale para los profesos simples: todavía están en camino y aún
no asumieron un compromiso definitivo con la fraternidad, y no se pueden dar derechos
a los cuales no corresponden deberes. Por esto, sólo los que tienen todos los deberes de
la fraternidad tienen todos los derechos de la misma. Los que todavía no tienen todos los
deberes, no tienen el compromiso definitivo; tienen menos o pocos derechos. Es
correlativo: a compromisos provisionales, limitados, corresponden derechos limitados
dentro del grupo. Por otra parte, los profesos simples, y más aún los novicios, tienen una
facilidad enorme de marcharse; también, pueden «ser marchados» fácilmente. Sobre 100
profesos simples, hoy por hoy, no llegan a la profesión solemne más de 20. Esta
inestabilidad del vínculo, disminuye tanto el compromiso real, que deben
correspondientemente disminuir los derechos. Además, el individuo que tiene un
compromiso condicional, temporal, t i e n e una mentalidad diversa del individuo que ha
asumido un compromiso «ad vitam». Así, puede darse una comunidad en que los
profesos simples son mayoría, y podría acaecer que los profesos simples, que se
marchan, impusieran decisiones a los que se quedan. Esto no es aceptable, y ahí están las
razones de la diferencia.
El art. 311 § 2 dice que los Estatutos provinciales provean el modo de participación
de los que no son profesos solemnes. Las CC.GG., pues, prevén que se dé a novicios y
profesos
simples una cierta participación, proporcional a los deberes asumidos, y deja a los
Estatutos
la organización pluriforme de esto, según las situaciones particulares y las posibles
modalidades de participación; ni siquiera se excluye la posibilidad de dar una
participación a los alumnos del Colegio Seráfico, con tal que se mantenga el equilibrio
entre compromisos y derechos y no se cree una situación de privilegio para nadie.
En las casas mayores, donde, por las notables dimensiones, es más difícil reunir el
C.C. y las discusiones serían más largas y más difíciles, las CC.GG. prevén la
posibilidad de crear un Discretorio, es decir, un grupo más restringido que asume las
decisiones que deben tomarse rápidamente y con mucha frecuencia. Si todo ha de
discutirse en el grupo grande, probablemente el grupo no funcionará y todo se retardará;
para acelerar el gobierno y no perder mucho tiempo en las decisiones secundarias es para
lo que se prevé la posibilidad de este grupo más restringido, que asumirá ciertos poderes
decisionales restringidos. ¿Cuáles? Esto puede reglamentarse en los Estatutos
provinciales y, de un modo más particular, en un Estatuto local. Hay muchas decisiones
que deben tomarse inmediatamente o que son urgentes y no siempre se puede convocar
una comunidad numerosa para estas decisiones; igualmente, . hay muchas decisiones tan
secundarias que no vale la pena onerar el C.C. con ellas. Por esto, el art. 312 prevé la
posibilidad, no la obligatoriedad, del Discretorio.
Este artículo es el más importante, porque «ad finem construitur opus». Para que
el C.C. funcione, es necesario que todos los componentes estén dispuestos a caminar en
dirección a la meta; si no, en vez de un C.C. en el que se coopera, se tiene un órgano de
pelea que no vale la pena. La finalidad del C.C. es promover la concordia, promover la
cooperación activa y corresponsable de todos los componentes de la fraternidad,
promover las actividades de la fraternidad como fruto del diálogo y, más que todo,
promover la vida franciscana, la vida interior y de oración de la fraternidad. La finalidad
y la razón de ser del C.C. coincide con la razón de ser de la Orden y de la vida religiosa.
Y la razón de ser de la vida religiosa es el cultivo de la vida interior, de una intensa vida
de oración. Donde falta esto, no hay vida religiosa. Y como nosotros somos una Orden
fraternal, al C.C. incumbe, por fuerza, el
organizar la vida de oración común.
Donde no hay una vida de oración común intensa en la que todos los frailes
participan, allí ya se dejó de ser frailes; puede existir una forma exterior de fraile, pero la
sustancia ya no existe. Una comunidad local franciscana sin una intensa vida común de
oración, una comunidad local que no se encuentra fraternalmente en Dios con la
frecuencia e intensidad que es necesaria a hombres que buscan la perfección, ya dejó de
ser franciscana, no tiene más sentido. Y por esto al C.C. cabe, como primera finalidad y
más importante tarea, la de actuar y llevar a vitalidad e intensidad suficiente la vida de
oración de cada cual y del grupo en común: liturgia, Oficio divino, devociones,
meditación, ejercicios de piedad, y más que todo, como base, la vida de oración personal.
Para ello, el C.C. debe tener un secretario que, levante acta de la reunión y que,
en cuanto cabe, defina las decisiones aprobadas y por aprobar. Antes de terminar, el
secretario lee el acta con todas las conclusiones y decisiones, y el grupo se pronuncia
sobre si las ha definido bien, y se corrige o no, hasta que se llegue a un acuerdo común
sobre lo que se ha decidido. Hay que tener, pues, un secretario con esta función; no es
preciso que sea siempre el mismo; se puede decidir al principio de la sesión: -Para hoy
será A; para la próxima sesión será B. Ahora, si hay uno que tiene habilidad para esto, es
mejor dejarlo; no todos tienen este talento y si hay uno en el grupo que lo tiene, que haga
el sacrificio de ser secretario; tiene en el grupo una función fraterna muy importante.
Hay que saber quién tiene el derecho de promover. En el grupo informal todos
proponen, y esto puede funcionar hasta cierto punto. El día en que se arme un conflicto
sobre discutir o no un asunto, será necesario saber quién tiene el derecho de proponer y
quién no lo tiene. Como principio, toca al superior de la casa hacer el orden del día para
el C.C. Se supone que el superior tiene orejas para escuchar lo que desean sus frailes;
que tenga las orejas así, bien altas y abiertas, y no tapándole los oídos. Esta es una de las
grandes virtudes de los superiores, si la tienen. A veces vale más pensar. De esto resulta
el programa del Capítulo, pero debe quedar en pie el derecho que corresponde al superior
(art. 316 § 2). Así, si hay una controversia en esto, para no perder tiempo, el superior
decide y basta; se supone que lo hará razonablemente; cuanto más él escuche; mejor.
Las decisiones se toman normalmente por mayoría, pero cabe al superior una
decisión prudencial. Normalmente, él tiene la obligación de seguir a la mayoría; pero,
desde que los hombres son hombres y trabajan en grupo, puede darse, como sucede a
veces en la democracia, que la minoría tenga la razón; la mayoría puede equivocarse, y
hasta hoy no se ha encontrado todavía una salida democrática a este problema. «Pars
minor pars sanior eventualiter»; ya lo sabían los viejos romanos, griegos... Sócrates ya
hablaba de este problema. Pero dado el caso, ¿quién lo decide? Si la mayoría se
equivoca, ¿tiene el derecho de llevar a la totalidad al equívoco? ¿Quién es el árbitro?
¿Quién y cuál es el método para llegar a saber quién se equivoca, la mayoría o la
minoría? Hasta hoy ningún pensador, ningún organizador social, ninguna estructura, han
conseguido resolver este problema. Está abierto. Para concretar y no llegar a excesivos
problemas, se ha dado al superior el poder decisional en estos casos. Evidentemente, un
superior que cree constantemente que la minoría tiene razón contra la mayoría, es
probable que se esté equivocando él y es mejor que se ponga a pensar un poco. Si en un
C.C. acaece que el superior constantemente decide contra la mayoría, allí entra el poder
subsidiario del Provincial, cabe el recurso al Provincial. Normalmente hay que suponer
que la mayoría no se equivoca y por esto es mejor seguirla.
Mucho se puede salvar si el superior tiene unas manos muy hábiles en la práctica.
Si tiene las dos manos izquierdas es un desastre; con la mejor buena voluntad, con
espíritu de sacrificio y con un amor enorme para con sus frailes, meterá la pata
constantemente; no hay nada que hacer; hay de esos tipos. Los frailes, como diría San
Pedro (1 Petr. 2, 18), soporten a los superiores, incluso a los que son difíciles,. San
Francisco, en sus pequeños consejos, dice que si uno tiene obediencia o no, puede
comprobarlo en estos momentos. Cuando todo va bien, no se puede saber si uno es
obediente o no; la prueba de la obediencia viene en esta hora difícil. Gracias a Dios,
cuanto mejor funciona un C. C., tanto menos nos encontraremos en tales situaciones.
El C. C. suple las funciones del Discretorio en las casas menores o en las casas en
que no hay Discretorio; en las comunidades mayores, el Discretorio es apenas un órgano
supletivo para ciertas decisiones. Y el C. C., donde existen fraternidades con Discretorio,
es una instancia superior al Discretorio, tanto así que los frailes pueden apelar al C. C.
contra una decisión del Discretorio. El C. C., donde no hay Discretorio, debe asumir
todos sus deberes y todas sus atribuciones.
Para evitar posibles abusos por parte del superior que convocara el C. C. sólo
cuando se le ocurriera, están estas normas de las CC. GG. y de los Estatutos. Además, en
los Estatutos generalmente se dispone que la fraternidad misma puede pedir la
convocación, y si la mayoría de la comunidad lo pide, el superior está obligado a
convocar el C. C. Así que en corresponsabilidad y cooperación se puede llegar a un
equilibrio en los problemas que hubiesen en este asunto. La intervención del Provincial
puede corregir los abusos posibles en este terreno, porque allí, o existe una incapacidad
del hombre o existe una situación conflictiva entre el superior y los otros frailes. En uno
v otro caso, cabe la intervención del Provincial; para esto sirve su autoridad, que es
subsidiaria, pero que en este momento tiene la obligación de intervenir, a fin de corregir
tal defecto. Si se diese algún caso de abuso por parte del superior, cada uno de los frailes
deberían empezar por aplicar las leyes de la corrección fraterna, primero hablando con el
superior a solas; si él no escucha, tomando otro fraile y yendo a hablar con él; si tampoco
escucha, «dic Ecclesiae» («díselo a la Iglesia»), que aquí sería la fraternidad. En un C.
C., discutan, de una vez, sobre esto y tengan el coraje de decirle al superior: «usted
procede así y así, esto no es admisible»; y si esto tampoco resulta, recurso al Provincial.
Donde no hay Discretorio, prácticamente el C. C. tendrá que ser una vez al mes,
por las cuentas. Donde lo hay, puede ser menos veces, puesto que muchas decisiones ya
las toma el Discretorio; pero tres veces al año es muy poco; deben ser más.
Y, ¿cuáles son las atribuciones concretas del C. C.? Las hay estructurales,
jurídicas, de vida espiritual, de organización, decisionales, sobre el trabajo, etc.
En las casas en que hay Discretorio, tiene el derecho de proponer Discretos al
Definitorio provincial (a. 312-313).
Tiene el control de la administración (aa. 94, 98, 315, 317); el C. C. tiene una
atribución especial y más rigurosa en los casos de contraer deudas o de realizar ventas (a.
96). El que las CC. GG. hablen repetidamente de esto, tiene, más que una razón de
importancia objetiva, la razón del efecto psicológico. El C. C. funcionará si el superior es
sincero y pone las cuentas sobre la mesa; si el superior esconde cuentas, no se
establecerá la base de confianza en la comunidad. Ustedes podrán discutir si esto es
bueno o es malo, pero es un hecho. Lo mismo vale de los frailes; si cada uno de ellos no
pone sus cuentas sobre la mesa, la confianza mutua fraterna no se hace. Lo más
destructivo del «fraternismo» son de hecho estos secretos de administración, de cajas
privadas..., que destruyen toda la confianza. Ahora, si los frailes exigen del superior
sinceridad completa en esto y no la practican ellos, son fariseos y no frailes; si en el C.
C. se exigen cuentas responsables y fieles al superior, que
cada uno tenga conciencia de que él tiene el deber de presentar cuentas responsables y
fieles
a su superior sobre el uso que hace de dinero. ¡Son tantos los súbditos que acusan a los
superiores de esconder las cuentas, cuando son ellos los que constantemente están
escondiendo las suyas! ¡Esto no vale!
Otras incumbencias del C. C.: organizar el recreo y proveer de los medios aptos el
fomento de la familiaridad (a. 50 § 2); decidir sobre la actuación de la pobreza (aa. 94,
96, 98, etc.); ayudar en el gobierno del convento (a. 305); del artículo 314 ya hemos
hablado.
¿Cuál es la función del superior dentro del C. C.? Al superior cabe el deber de no
olvidar que su poder es subsidiario; no es para sustituir la iniciativa de las personas que
componen la fraternidad, sino para promover tal iniciativa, promover la cooperación y la
corresponsabilidad, y promover el que se llegue por mayoría a una decisión. Esto lo hará
dialogando, proponiendo el temario y aceptando el voto de la mayoría, aun en los casos
en que él está en minoría. No obstante, corresponde al superior, según el artículo 53, que
viene del «Perfectae caritatis», el tener muchas veces que decidir; y puede darse el caso,
como ya hemos visto más arriba, en que se crea obligado a decidir por la parte de la
minoría. En estos casos la mayoría tendrá que aceptar tal decisión. Creo que el superior
hará bien en pensar 10 veces antes de tomar una decisión contra la mayoría; ésta, en todo
caso, tendrá que acogerla. Evidentemente, dentro del diálogo y de la organización
fraternal, el superior tendrá que motivar esta su decisión. Esto es un deber psicológico;
desde el punto de vista de la obediencia que hemos prometido, la sumisión es
independiente de que el superior exponga o no la motivación.
Otro punto muy importante es el que se refiere a las personas que integran el C.
C., sus cualidades y disposiciones.
Ustedes lucharán inútilmente por hacer funcionar un grupo con personas que no
saben hacer: es perder el tiempo. Pero, gracias a Dios, se puede progresivamente ir
aprendiendo; yo creo que nosotros todos permaneceremos vitaliciamente en la situación
de aprendices en este trabajo en grupo. No hay nada más promocional, para las
cualidades del individuo, que someterse a este constante aprendizaje; desarrolla mucho al
individuo.
Otro tanto hay que decir de los restantes componentes del grupo. Si ustedes tienen
un grupo de 5 testarudos, de 5 tontos, de 5 radicales, de 5 que no están informados..., es
inútil. Allí hay una serie de elementos- que se presuponen para el trabajo en grupo; estos
elementos pueden aprenderse y adquirirse poco a poco, pero para empezar debe existir al
menos ya una disposición inicial, si no, no se empieza.
Al principio, las dificultades no son pocas y son inherentes al alto nivel humano
que este C. C., hasta cierto punto, presupone, pero mucho más promueve. Entre las
dificultades, la mayoría son inherentes, otras son dificultades del principio, de
entrenamiento, otras nacen de la falta de estructuras necesarias (el grupo que quiere
permanecer funcionando como informal, se mata); están además los defectos que todos
nosotros tenemos, etc.
Luego esta estructura es una consecuencia del modo de ser franciscano, muy
personalista y fraternal. Si intentamos traducir en estructuras este carácter personalista y
fraternal del ser franciscano, creo que difícilmente podremos hacer una estructura mejor
que ésta del C. C. Consiguientemente, me parece que es un elemento esencial en la
organización de la vida franciscana y una obligación severa para todos, superior y demás
componentes de la fraternidad.
Veamos algunos presupuestos humanos. Puede darse que existan individuos que,
por inclinación congénita, están, por así decirlo, predestinados al trabajo en grupo.
¡Gracias a Dios por ellos! En general, todos nacemos egoístas y cerrados sobre nosotros
mismos, y nos transformamos en fraternales sólo con una lucha prolongada para
dominarnos y vencer en nosotros una serie de defectos congénitos. Ustedes comprenden
que el comodismo, cobardía, ambición, envidia, celos, testadurez, orgullo, vanagloria. y
tantos otros defectos con que nacemos, son impedimentos fuertes contra esta estructura;
no son razón, sin embargo, para no intentar hacer el C. C. Si reconocemos que tenemos
todos estos defectos, ya estamos en tren de superarlos. Parece haber pasado de moda
hablar de los 7 vicios capitales, pero ahí están. La psicología moderna no quiere que se
hable de ellos, pero no por eso dejan de existir y son precisamente ellos los que hacen
difícil la vida fraternal; ténganlos en cuenta y
esfuércense en superarlos. Ya verán que todo mejora en la vida. Es una lección de
sabiduría
milenaria este elenco de vicios. Me parece que está ahí el secreto de la paz en el mundo,
de la justicia social, etc, Ustedes pueden estar hablando, hasta el último juicio, de las
estructuras, de cambiarlas y mejorarlas; si ustedes no cambian a los hombres en este
terreno, con cualquier estructura harán miserias y tonterías; si ustedes cambian a los
hombres, las estructuras resultarán secundarias, ya se corregirán y arreglarán por
añadidura. Mientras los hombres no se conviertan de los vicios capitales, no se alcanzará
nada; recurrir a las estructuras, es una evasión triste. En nuestros días, todo es culpa de
las estructuras; nosotros somos los beatificados, los canonizados, los santos; sólo nos
falta hacer milagros. Esta es la errada psicología de hoy. Nosotros, yo, soy el
responsable, si todo esto no funciona, y el primero que tiene que cambiar. En el C. C.
sucede esto mismo.
Después, hace falta, un poco, saber dialogar; para saber dialogar, el individuo ha
de tener unas «orejas» muy grandes y la boca pequeña; ha de saber escuchar. Los que
tienen boca grande y «orejas» pequeñas son especialistas del monólogo; recuerden las
caricaturas americanas. Hay que saber proceder colegialmente. Hay que saber aceptar ser
minoría. Y hay que aceptar las reglas del juego y atenerse a ellas; si ustedes quieren
jugar al fútbol, han de aceptar sus reglas o les despachan del campo. También resulta
útil, sobre todo las primeras veces, poner un árbitro que atienda a las reglas del juego y
al que se le den, al menos durante la sesión, poderes absolutos; no se le discute durante
la reunión; después, pueden pelearse con él. Esto es particularmente útil en las
comunidades mayores; se ahorran muchas discusiones que no hacen al caso; no pueden
imaginarse ustedes cómo esta medida, que parece un poco ridícula, puede promover una
sesión y hacerla ágil.
Las sesiones del C.C. no deben ser excesivamente breves. Para el desarrollo de un
Capítulo se requiere un cierto tiempo; yo creo que, en general, un par de horas. Con
menos, será difícil una buena realización del mismo. Ahora, si dura excesivamente,
cinco, siete o diez
horas, los frailes, después de tal sesión, dirán: la primera y la última vez. Como le
sucedió a
aquel caballero que se cayó del caballo y uno le preguntó si era la primera vez que
cabalgaba, y respondió: «No, es la última». Ahora, de las dos horas y al menos hasta que
tengamos un cierto entrenamiento, la primera media hora resultará algo fría; la segunda,
para el desahogo, discusiones apasionadas, violentas... después del precalentamiento de
la primera media hora; al empezar la tercera, alguno del grupo dirá que así no se puede
continuar, que hay que ser razonables y que hay que concretar un poco; en la cuarta
media hora, se llega a buenas conclusiones. Lo que acaece es que el Superior, en general,
o se desanima en la primera media hora y suspende la sesión sin llegar a nada; o si
supera la primera media hora, suspende la reunión en medio del desahogo de la segunda,
aplasta el bombardeo, y no se llega a nada. Los superiores que tienen el coraje y la
paciencia de superar las dos primeras medias horas y de llegar a la tercera, llegarán a la
cuarta, la de los buenos resultados. Es una regla práctica, al menos para las primeras
realizaciones.
Las actividades que el grupo desarrolla son un punto de revisión, para continuar
en la toma de conciencia de lo que se está haciendo, de cómo se hace, de cómo mejorar
las actividades que se presentan en el ambiente social, pastoral, espiritual, religioso, y que
tal vez necesitan un control, un trabajo en equipo y así sucesivamente. Otro punto: la vida
de oración en común, cómo mejorarla y hacer más espontáneas, tal vez, las
realizaciones. No se crean que toda espontaneidad es creativa; en la mayoría de los casos
es de un nivel mediocre. Para hacerla creativa, hay que trabajar mucho. Ni imaginen que la
creatividad es la situación normal durante las 24 horas del día; los momentos de
creatividad son pocos; gran parte de nuestra vida, la pasamos cargando con las
consecuencias de un momento de creatividad que tuvimos. Pasado ese momento feliz, hay que
seguir por la carretera que muchas veces pasa por la sequedad, por el desierto, por la
mediocridad, por la poca apariencia, etc. No hemos de medir cada sesión por sus momentos
de creatividad; posiblemente un Capítulo creativo dará trabajo a la fraternidad para 4 ó 5
años. Una cierta espontaneidad, sin embargo, hay que mantenerla.
También es muy importante, en cuanto al temario, tener en cuenta lo que dicen las
Constituciones sobre el tomar contacto con los documentos de los orígenes de la Orden;
leerlos en común, comentarlos, reflexionar sobre ellos, dedicarles un tiempo de la reunión;
una lectura de
un texto que enseguida se comenta. Así se podrían tomar, por ejemplo, la Regla, los escritos
de San
Francisco, Tomás de Celano... Y no olvidar las Constituciones, que tienen textos
espirituales y textos en forma jurídica, pero con fuerte carga espiritual. Como ejemplo, pueden
tomarse las prescripciones sobre el uso del dinero; aunque tengan forma jurídica, si ustedes
prueban a realizarlas concretamente, esto les llevará a la actuación de un punto fuerte de la
Regla. En la cuestión de la propiedad, hay que buscar formas reales y concretas de
desapropiación, no sólo formas legales, y que el hecho de no poseer se haga sentir en su
estrechez, sea una renuncia real. La preocupación por esto está en la Regla y Constituciones
como uno de los puntos sobre los que la fraternidad debe reflexionar.
Otros ejemplos para que vean cómo una lectura, con la respectiva reflexión, puede
llevar a grandes actuaciones: artículo 17: «Todos los hermanos celebren la Eucaristía... de
tal modo y con tales formas que.. puedan tener en los misterios y en las oraciones la
participación que les compete». Hay mucho trabajo que realizar para actuar esto.
Artículo 23: «Edúquese a los hermanos teórica y prácticamente para la oracón mental».
Esta ciertamente no es la principal forma de oración; pero es absolutamente
indispensable para que exista una vida interior; donde no hay meditación, no hay vida
interior. Hay muchos métodos de meditación, incluso está la forma dialogada; pero hay
que hacerla, de lo contrario el fraile está muerto. Artículo 24: «Compete al C.C.
determinar el lugar, el tiempo, la duración y otras circunstancias de la oración mental».
Como es tan importante lo que decida el C.C. sobre esto, tiene que obtenerse el
consentimiento del Ministro provincial.
Yo creo que si toman uno de estos puntos, u otros tantos que hay, como tema a tratar
en el C.C., ya no les faltará temario ni materia para el Capítulo.
Están además los documentos de la Santa Sede. Por ejemplo, leer en común y
comentar la Octogessimo adveniens o los documentos del Sínodo. Allí se puede tomar
la actitud de un análisis crítico negativo; pero también se puede tomar la actitud de
preguntarse qué hay de positivo para nosotros en esto. ¡Qué consecuencias tiene esto de
positivo para nuestra vida! Creo que no hace falta mucha fantasía para encontrar un
temario lleno de interés. Yo sé de algunas comunidades que pasaron a hacer sesiones
semanales del C.C.; cuando empezaron a estudiar las Constituciones, ya no les bastaba
el tiempo. Y se hacen florecientes estas fraternidades.
Para concluir
Creo que el C.C. les ofrece un elemento promocional admirable. Yo no puedo
imaginar nada más moderno y al mismo tiempo más tradicional en nuestra Orden; lo que
prueba que nuestra Orden no tiene necesidad de hacerse moderna, es moderna. Yo repito lo
que he escrito en aquel libro sobre la «Vida con Dios en el mundo de hoy»: el mal de la
Orden franciscana es que nosotros somos poco franciscanos, nada más; basta que nos
hagamos más franciscanos y la Orden estará bien hoy y en cualquier tiempo.
Naturalmente, mucho depende de cómo se actúe esta estructura. Es un instrumento de
constante promoción de la persona y del grupo, en una convergencia fraternal.
Yo creo que si una Provincia se pone sobre el camino de una realización
progresivamente mejorada del C.C., en pocos meses llegará a restablecerse en la renovación de
vida interior, de espíritu franciscano, de administración, de fidelidad a la Re gla... y se
iniciará una verdadera primavera, que rápidamente progresa. La preocupación de los
superiores: «La próxima semana hay C.C.; ¿Dios mío, de qué hablaremos? ¡Ya no sabemos de
qué tratar! », es una preocupación perfectamente inútil. Hay montañas de cosas para el
diálogo y la reflexión común fraterna y lo que hace falta es tiempo suficiente para tratar de
todo lo que es necesario. El hecho de no tratarlo, de dejarlo por el aire, es lo que hace tan
exigua nuestra vida comunitaria y lo que hace desaparecer la Provincia, al transformarla
en una simple estructura jurídica, con la que chocamos porque no está llena de vida.
Partiendo de los C.C. bien realizados, se forman verdaderas fraternidades, se llega a la
dimensión viva de Provincia, se pasa a las relaciones interprovinciales (que no están
sólo en las Conferencias de Ministros Provinciales), y se llega a intereses más generales. A
través de estas relaciones es como se construye la Orden viva y se llena de vida esta forma
jurídica que sin esto es la Orden.
Por todo lo expuesto es por lo que me parece que el C.C. es un instrumento de
constante promoción de la Orden, la estructura más importante de la Orden, el elemento
más eficaz para la renovación de la vida franciscana y para la promoción de las personas
y de los grupos, de las Provincias y de la Orden.
La primacía de lo espiritual
La fraternidad no se centra sólo en lo humano, necesita compartir la vida
espiritual; ¿no vale otro tanto para el C.C.?
Sí. Por esto, el punto más fuerte y la función y atribución objetivamente más
importante del C.C. es la promoción de la vida espiritual, aun que, como he dicho, por
razones psicológicas y para preparar el ambiente, sea conveniente empezar por la
administración. Pero lo más importante es la promoción de la vida común de oración. Una
fraternidad franciscana que no se encuentre en este punto, no es religiosa, no merece el
nombre de franciscana. Ahora, esto se plasmará de un modo diverso «secundum tempora et
loca et frigidas regiones». En los países latinos, los frailes tienen mucha más facilidad para
hablar de vida interior; los nórdicos de esto hablan con más dificultad. Si ustedes toman la
literatura espiritual nórdica, verán que la figura del director espiritual es muy tenue; si toman
la literatura espiritual latina, comprobarán que allí la figura del director espiritual tiéne la más
grande importancia, tanto así que se ha llegado a discutir si la dirección espiritual es «de
necessitate salutis» o no. En Inglaterra esta figura entró después de la Reforma, por influjo
francés, porque los frailes y casi todo el clero inglés que volvieron se habían formado en
Francia, y a partir de entonces los autores ingleses tienen esta doctrina. Así ya ven que un
C.C. de una fraternidad alemana será muy diverso de un C.C. de una fraternidad española,
por ejemplo. Hay pluriformidad. Ahora, si falta la vida de oración en común, no hay vida
religiosa ni franciscana.
3. AUTORIDAD-OBEDIENCIA, SERVICIO-CORRESPONSABILIDAD
Con frecuencia se da el hecho del choque, pero creo que muchas veces se
produce no sólo por culpa del superior; creo que hay que completar las cosas un poco.
Estoy de acuerdo en que los superiores tendrán la obligación de actuar con caridad, espíritu
comprensivo y de diálogo, de apertura, y creo que, si la comunidad funciona como C.C.
tal cual está previsto en las CC.GG., los abusos de poder de los superiores ya serán casos
excepcionales. Por el simple hecho de que el C.C. funcione bien, estos casos
excepcionales tendrán que ser de tal naturaleza que darán al Provincial con su Definitorio
una fácil posibilidad de intervención, de deposición, de traslado, etc., no sólo de los
súbditos sino también del superior. Pero hay veces en que el superior tiene razón, no
siempre la tiene el súbdito, no; y esto hay que considerarlo con mucha caridad, sí, pero
con mucha sinceridad también, y, cuando se llega a estos límites, con un cierto rigor
jurídico.
Es cierto que San Francisco no quería usar la palabra «superior»; no sólo no quería
la palabra, él no quería la función de superior dentro de la Orden; quería el servicio de los
hermanos en toda la extensión y sentido. Por esto evitó la terminología monacal, religiosa y
eclesiástica, respecto a los superiores. Nosotros empleamos esta terminología para abreviar el
discurso; pero fácilmente, con abreviar el discurso, sustituimos nociones y realidades. Todo
esto está bastante claro en las CC.GG.; bastaría observarlas; y no sólo en las actuales: si ustedes
toman las Constituciones anteriores y ven el «index rerum» encontrarán las exigencias que
se hacen al superior; incluso en estas Constituciones, la figura del superior era de servicio. En
las nuevas Constituciones, esto se ha acentuado bastante más en el texto y no aparece tan
claro en el «index rerum»; pero aún aparece, y, si hay defectos o abusos, no es por la
estructura de la Orden, sino por la defectuosa actuación y ejercicio de la misma. Si, en
fuerza de la Regla, los Ministros Provinciales, por simple mayoría, tienen derecho de
deponer al Ministro General en cualquier tiempo, si creen que no sirve a la Orden, creo que,
evidentemente, la comunidad tiene el derecho de hacer saber al Provincial y a su
Definitorio que un determinado superior no sirve, que no se está comportando como
servidor de la fraternidad, sino que se ha metido a «señor» de la comunidad. Esto me
parece coherente y evidente.
En los últimos escritos, sin embargo, San Francisco se ha dado cuenta de que la
obediencia presenta bastantes dificultades, y allí empiezan unos consejos a los que no están, en
este sentido, al servicio de la fraternidad, a los que no son superiores. Esto es bastante de los
últimos escritos del Santo.
Es muy importante para cada uno de nosotros el captar este espíritu de N. Padre,
cualquiera que sea la posición en que estemos, en la de obedecer o en la bastante menos
cómoda de tener que mandar.
La práctica y la experiencia de los que son Guardianes o Provinciales les enseña que
tienen tantos superiores cuantos son los frailes de su comunidad, y que están bajo las
exigencias de sus frailes. En la práctica de nuestros conventos, ¡cuántas veces el Guardián
humildemente acepta hacer lo que los otros no quieren! La Misa de horario menos cómoda, ir
a un enfermo, atender una llamada para el confesonario, etcétera. El número de veces que el
Guardián, para no crear problemas, carga con estas cosas es bastante grande. Creo que
debemos hacer justicia a nuestros Guardianes considerando la realidad de las cosas mucho
más que las apariencias. Cuántas veces un superior para la Misa de horario acude a uno, al
otro, al otro...; al final se cansa y va a celebrarla él. Si tenía que confesar a las Hermanas, les
telefonea para decirles que está impedido y que ya irá otro día, y se va a celebrar la Misa. Y
esto, sabiendo perfectamente que los otros hubieran podido celebrar sin hacer drama. ¡Puro
comodismo! Esto es el reverso de la medalla. ¡Cuántas veces, principalmente en las
comunidades grandes, los superiores son pobres perros apaleados por esta realidad triste, muy
triste, de tener que pasar de uno al otro, y escuchar escusas que no son escusas, que son muy,
muy transparentes! El sabe muy bien lo que tienen y no tienen que hacer, pero... Una vez, un
fraile bastante irónico me decía: «Cuando el Guardián me viene a pedir algo, se me ocurren
tantísimas cosas que yo tengo que hacer, que me parece absolutamente imposible acceder a la
petición del Guardián; y basta que el Guardián se marche y ya no se me ocurre nada más qué
hacer.»
Ahora, Vds. saben que todos estos elementos, en la familia concretamente, son
precarios; las luchas y enemistades entre hermanos son frecuentes. Así pues, nosotros aquí
hacemos la derivación de un concepto idealizado; nos imaginamos la familia ideal, el grupo
ideal de hermanos, y de ahí deducimos una serie de cualidades que trasferimos a una otra
situación, en la que se encuentran personas que no tienen vínculo de familia ni de sangre. No
se encuentran unidos por casualidad, sino por escogerse los compañeros libremente, y así
sucesivamente.
En este otro grupo, el nuestro en concreto, no existe un instinto fraternal; no existen
estas inclinaciones naturales que llevan a este tipo de relación humana que se da en la familia.
Por tanto, la forma fraternal de relación humana entre nosotros resulta de la adquisición de
hábitos. Esto es una diferencia muy notable; la fraternidad entre nosotros no nace, nosotros la
debemos fabricar; no viene espontáneamente de la naturaleza, sino de una más o menos
consciente creación de ciertas reacciones humanas de cada uno para con el otro.
Ahora bien, los elementos que trasferimos de la familia natural a la nuestra son: la
igualdad de derechos, la ausencia, a nivel del grupo, de una autoridad jurisdiccional
propiamente dicha y la ayuda mutua, es decir, prevalece la mentalidad de proteger o de
actuar el derecho del otro y no la de insistir sobre sus propios derechos. Por esto, ser
fraternal es principalmente una actitud y comportamiento de dar, no tanto de exigir; de
generosidad y de no pedir. ¿Qué resulta de esto? Si en un grupo de cinco, todos son
fraternales, todos dan y todos reciben; en un grupo de cinco idealizados, cuatro están atentos a
mis derechos; si cuatro, en amor, están atentos a mis derechos, mis derechos están mejor
salvaguardados que por diez jueces y por diez tribunales; están mucho mejor salvaguardados
que con mis peleas a favor de mis derechos. Así resulta que, por esta atención mutua a
los derechos de los otros, cada cual está protegido de una forma superlativa en sus derechos
dentro de la fraternidad. Esto sería el grupo fraternal.
En nuestro caso, la estructura fraternal está conjugada con el voto de obediencia, y del
voto de obediencia resulta, dentro de la estructura fraternal, la presencia de una autoridad
decisional en sentido propio. Esto no resulta de la naturaleza de la estructura fraternal; ésta
más bien lo excluiría; pero resulta de la libre decisión de los frailes de hacer voto de
obediencia, que tiene como consecuencia esta trasferencia de la opción de mi voluntad a la
voluntad de otro, que con esto tiene un poder de decisión bastante fuerte. Y este cruce de dos
tipos de estructura, la fraternal (que desde el punto de vista de la autoridad sería horizontal,
con igualdad de derechos, y las decisiones se tomarían colegialmente) cruzada con la estructura
que nace de la obediencia, crea ciertas dificultades.
Una estructura así, móvil, sin una clase de superiores y sin ninguna estabilización de
la autoridad en una persona, fluctúa mucho y la autoridad pasa de una persona a otra con mucha
frecuencia. Esta manera es posible en un grupo informal que está en gestión. La experiencia
de la vida humana, la práctica, muestra que una vez que el grupo está constituido, esta forma ya
no es posible, es excesivamente inestable para que el grupo pueda sobrevivir.
En el Capítulo de 1967 hubo una tendencia que propugnaba tres años de duración
para los Provinciales; así se evitarían los Provinciales eternos en caso de reelección, y se
aseguraría la juventud del Capítulo General. Esto, sin embargo, tiene el inconveniente de
que cambios tan rápidos pueden comprometer el éxito del Capítulo, y tiene sus aspectos
positivos el que los Provinciales formen un grupo, más o menos homogéneo y maduro. De
hecho, contra todas las apariencias y contra la apreciación de los frailes, la movilidad de la
autoridad en las personas es muy grande en la Orden; esto se comprueba en los
Capítulos Generales por la gente nueva que acude a ellos.
Ahora, cambien ustedes esto; la vida lo impone, no hay manera de cambiarlo. De ahí
viene que muchas veces, después de publicada la Tabla capitular, la Provincia grita: « ¡Pero
están locos en el Definitorio! ¿Qué hacen allí? Así no se puede hacer. ¿Cómo. se puede poner
a este hombre de superior?». ¡Eh! ¡Hagan ustedes el cálculo; intenten resolverlo! Es muy fácil
decir: «Debería ser así». De lo que se debe a lo que se puede hacer hay una gran diferencia. Y
esto muchas veces no se toma en consideración práctica cuando se hace la crítica. El
Definitorio dirá: «Sí, debería ser diferente, pero... ». -« ¡Pero podrían poner a éste aquí! »
-«Bueno, pongamos a éste aquí. ¿Y allí a quién ponemos?»... El Definitorio ha pensado, ha
optado por una solución discutible, pero tal vez la única posible.
Creo que en nuestra estructura, tal como está, el cruce de los dos sistemas, fraternal-
obediencia, queda bastante bien salvaguardado, y hay una solución que al menos en teoría
podría funcionar sin tensiones y sin choques. En la práctica de la vida, claro está, dependerá
mucho de las personas, de cómo actúen estas estructuras complejas. Los conflictos vienen
mucho de las personas y no sólo de las estructuras; cuando estos conflictos se verifican, las
personas quieren cambiar las estructuras en vez de modificarse y mejorar a sí mismas. Es una
especie de evasión; en vez de convertirme «yo» y acomodarme a las estructuras que yo
escogí. Cuando verifico que estoy por debajo del nivel, grito contra las estructuras; esto es
frecuentísimo; y las pobres estructuras tienen que cargar con culpas que, muchas veces, no
tienen. Los individuos, de hecho, han reflexionado muy poco; apenas saben cuáles son las
estructuras y cuáles las reglas del juego dentro del cual están. Evidentemente, sobre esta base es
muy difícil dialogar.
¿No cree que a veces se cambia a los individuos con perjuicio para la continuidad
de las obras y con disgusto de los Obispos? ¿No se busca a veces más el interés de
la organización que el del individuo?
Hay que distinguir casos y casos. En el conjunto de una Provincia, hay muchas
consideraciones y exigencias. Un individuo, por ejemplo, ha empezado una obra muy
buena; la Provincia lo necesita para Maestro de Novicios o de Coristas; esto es
preferencial, porque si no se atienda a con el mejor sujeto este sector, se mata la Provincia; aquí
no cabe discusión. La gente que piense lo que quiera; aquí está en cuestión la supervivencia
de la Provincia y con ella, la de todas las otras obras. Si la Provincia necesita a uno para
Maestro o Profesor, para Provincial o para los cargos que son vitales dentro de -la
Provincia, entonces no se puede esperar al placet del Obispo. Ahora, si Vds. tienen, por
ejemplo, media docena de buenos Maestros, no hay por qué destruir una obra; pero será
difícil que se disponga de tanta buena gente y, en general, son precisamente estos hombres,
que sirven para estos puestos muy bien, los que están enredados en tantas obras, y hay que
cortar y sacarlos aún con resistencias.
Ahora, para nosotros que hemos renunciado a la familia natural, ¿es nuestra
familia aquella en la cual actuamos? No. Nuestra familia es la Provincia, y es esta familia
la que tiene preferencia sobre las «ganas» que tienen los individuos. Nosotros tomamos un
compromiso con la Provincia y debemos tener presentes las necesidades de la Provincia; sin
embargo, lo que comprobamos siempre de nuevo es que los individuos olvidan la
Provincia y hablan sólo de su sector, de su casa; la Provincia que se arregle, el Provincial que
saque del cielo los frailes que necesita para la Provincia. Esto es muy frecuente. Creo que si se
ponen a analizar un poco el modo de proceder de los Provinciales, verán que ellos suelen
tener mucho más espíritu fraternal que los frailes singulares. Creo que aquí la cosa es un poco
al revés de lo que suele pensarse; aunque pueda darse lo contrario, no es tan frecuente, y los
Provinciales, en general, tienen una preocupación enorme por no herir a nadie y por atender las
necesidades; al mismo tiempo, encontrarán muy pocos frailes para los cuales la Provincia
existe. No tienen conciencia de pertenecer a un grupo y quieren que el grupo local sea
definitivo. No lo es; el grupo local en la Orden franciscana está en movimiento y bajo la
ley de la movilidad; no se estabilicen allí. El punto donde nosotros tenemos una estabilidad es
la Provincia, ésta es nuestra familia. Si perdemos de vista esta estructura, ya no somos
frailes franciscanos. Querer transformar el grupo local en la familia, es ignorar la
categoría de movilidad de la fraternidad local. Así es la estructura de nuestra Orden. No
tenemos una estabilidad local; cierta estabilidad provincial, sí. Pertenecemos a una
Provincia; ésta es nuestra familia.
Entonces, ¿sólo nos importa la Provincia y nada cuentan las personas? No; esto sería
una exageración. La Provincia es una organización de servicio, primero para la
espiritualidad, y este servicio la Provincia sólo puede prestarlo si sus estructuras
fundamentales están garantizadas; si no, se acaba. Heridas, las estructuras fundamentales de
supervivencia de la Provincia, ésta empieza a bajar y se acaba la fraternidad local y se acaba
el servicio a la gente. Nuestro amor a una estructura es por amor al grupo humano que se
llama Provincia. Las estructuras son todas secundarias, pero tienen que existir porque si no, el
grupo humano se hunde en la anarquía. No se trata simplemente de mantener estructuras; se
mantienen para mantener vivo el grupo humano y funcionante a fin de poder mantener los
servicios; ésta es la razón. Uno que quiere hacer un servicio, una obra, sin prestar
atención a la estructura a la cual pertenece, se atraviesa con los intereses de su grupo y
la cosa no funciona; pero es este individuo el que se está metiendo como no debe, el
que está tomando un rumbo en desacuerdo con su profesión; y viene el choque. Es en
este momento cuando las estructuras se convierten en pesadas y a veces crueles.
Cuando un individuo entra en una Orden o Provincia, se supone que acepta sus estructuras
y, consiguientemente, el acomodarse a ellas; basta esto para que prácticamente las estructuras
desaparezcan; basta el ponerse atravesado para que ellas sean como un elefante que aplasta.
En nuestra Orden, las estructuras de hecho son mínimas; si fuera menos, ya no existiría
más la Orden; disminuirlas entre nosotros es prácticamente imposible, porque estamos en el
mínimo posible para la supervivencia de un grupo.
El grupo supone que el individuo se interese por el grupo y no que el grupo esté
siempre atento sólo a él y a sus deseos. Esto no es fraterno; fraterno es atender a los derechos
y deseos de los otros, y los otros para nosotros, en primer lugar, es el grupo nuestro. Nuestra
familia está en la Provincia, y si ponemos en primer lugar los parroquianos, o un grupo de
juventud universitaria, o un grupo obrero, o un grupo equis, o los problemas de no sé quién,
ya estamos contra la inserción primaria y esencial que nosotros libremente escogemos, la
Provincia.
Vds. me pueden decir: « ¡Pero es que la Orden de Frailes Menores en esta Provincia... !
» Bueno, podría existir una expresión diversa de la vida franciscana, que es pluriforme;
permaneciendo en el ideal de San Francisco no llegamos necesariamente a este tipo de
estructuras. De acuerdo, pero si las estructuras de la Orden no le gustan y le gusta la vida
franciscana, ¿por qué no la vive de seglar? No tiene ninguna obligación de entrar en la
Orden para imitar a San Francisco; pero si entra, no se ponga atravesado, porque la
estructura lo mata; esto en cualquier sitio donde se meta. No existe grupo humano, tras el
período de gestación, sin estructuras. Eso sí, habrá que estar atentos para conservar las
estructuras sanas, reformarlas y acomodarlas a la realidad, etc.; pero no pueden eliminarse.
La Orden no tiene el monopolio de la vida franciscana; si uno, empero, quiere entrar en una
determinada Provincia, que acepte sus estructuras.
El día en que Vds. sean superiores, tendrán la experiencia cotidiana de que el superior
tiene que atender una serie de obligaciones, y pide al primero, y se excusa; pide al segundo, y
se excusa; pide al tercero, y se excusa; al cuarto, manda y no cede más. El pecado de falta de
caridad de los súbditos contra los superiores y las calumnias contra ellos son una montaña.
Hacen Capítulo, escogen por mayoría al Provincial; apenas elegido, le meten alrededor un
Definitorio contra él; por el simple hecho de haberlo escogido, el superior ya es un
enemigo. ¡Nosotros somos tontos! Si Vds. consideraran el sacrificio cotidiano que hace un
superior local para atender los deberes que tiene el grupo, ¡ ¡ ! ! ; al cabo de tres años éste
dice: «Arréglense o busquen otro esclavo para este servicio.» Es muy comprensible. Mientras
tanto, los demás piensan que éste apenas es un tirano que no hace más que pedir cosas
enojosas a cada uno. Pero, ¿qué pide?: «La Misa de 9? ¿La Misa de 11?. «No, no; tengo
esto, tengo aquello, tengo lo otro... » Son las cosas cotidianas en que el superior, por lo
general, se queda con la parte menos agradable en sus manos. Esta suele ser la realidad de la
vida de los superiores. Son pocos los frailes que tienen caridad para con su superior; sólo
exigencias, calumnias, desconfianzas, oposición. Le exigen todo, quieren de todo, y no tienen
en consideración que este pobre es una persona que tiene su estómago y sus nervios. Lo tratan
como si fuera una máquina. Y siempre ha sido así; si Vds. toman los libros de análisis de la
vida espiritual, desde la antigüedad ha sido así, ya desde los Padres del Desierto.
Los que todavía son muy jóvenes, no tienen experiencia; están empezando la vida
religiosa y, a veces, no conciben o no se explican estas cosas. Cuando uno entra en el
Definitorio, tiene la sorpresa de encontrarse con un elenco algo numeroso de frailes que nadie
quiere. ¿Por qué? Porque ponen siempre dificultades; Vd. puede pedirles lo que sea,
siempre tendrán un razonamiento para no aceptar lo que se les pide; son siempre incómodos.
Ya pasaron por muchas casas y son conocidos; ningún superior los acepta por eso. Estos son
los peores. Es horrible para un superior tener uno de este tipo; es el «no» a priori, muy
gentil, con mil excusas y razonamientos. Cuando el superior le dice de hacer algo, le
responde que tiene mil cosas urgentísimas que hacer; apenas el superior lo deja y va a pedirlo
a otro, desaparecieron todas las urgencias y se pone a leer el periódico; el superior pasa
por la sala común y ve que allí está el fraile que tenía tantas cosas urgentes. Esta es la realidad
de la vida.
En Brasil, muchas de nuestras casas comprendían grandes extensiones rurales y los
viajes, en los viejos tiempos, se hacían con mulas. Estas casas tenían la llamada «mangueira»,
el pasto para varias mulas, y se decía que allí estaban las mulas gordas y las mulas flacas; la
alimentación era igual para todas. Cuando venía el fraile para arreglar una y marcharse, las
mulas gordas permanecían a dos o tres pasos de distancia, no corrían; Vd. se acercaba, se
alejaban un poco más. Al final, Vd. iba a la mula mansa, la arreglaba y partía. Después de
hacer la tentativa con la mula gorda, tomaba la flaca; éstas eran las que estaban siempre a
disposición para todos los trabajos y no guardaban las distancias.
Vds. no se imaginan el número de frailes que tienen un arte tremendo para sustraerse a
la obediencia y para no hacer nada; son absolutamente negativos en la fraternidad y, en
general, son los que más protestan contra el superior, que, según ellos, está constantemente
incomodándolos; el superior es el tirano, pero ellos no tienen siquiera un detalle.
Cuando Vds. se quejan del superior, vayan a hacer examen de conciencia Vds.
primero, porque libremente, por el voto de obediencia, ante Dios y la Iglesia, Vds. se
comprometieron a aceptar la opción de otro, no a imponer la suya a los demás. Si quieren
seguir su propia opción, no hagan el voto de obediencia que significa esto: aceptar, en
campo de libre opción, la opción de otro. Si la obediencia significa sólo hacer la
obligación cuando otro nos la impone, no tiene sentido; a esto ya estoy obligado como
cristiano. El voto se refiere al campo de libre opción y lleva consigo aceptar la que otro
hace y no discutirla. San Francisco llevaba en serio este voto hasta el límite y campo de la
conciencia. ¿Para qué hace el voto de obedienca quien después se queja si tiene que
someterse a la opción de otro? ¡Que no haga el voto! ¡Que se quede libre ciudadano y
obedezca al patrono donde irá a trabajar! ¡Allí obedecerá, aceptará la opción de otro sin
voto!
Creo que este voto significa, en gran parte, la renuncia al diálogo. Si Vd. quiere
obedecer sólo cuando el superior consigue convencerlo, ¿para qué hace el voto? Esto al
menos en el sentido de la Regla de San Francisco; léanlo y vean cómo San Francisco
entendía la obediencia; es una renuncia a la voluntad propia; si no, no tiene sentido. Ahora,
para el superior, la cuestión es diversa; allí, el mismo San Francisco, con todo el peso .de sus
palabras, constantemente advierte que el superior no tiene derecho a lo arbitrario; él tiene que
responder de lo que hace ante Dios; su misión, según San Francisco, no es imponerse
tiránicamente, sino intentar trasformar la vida de obediencia en una vida de concordia; para
esto es muy útil al superior el diálogo. Pero que el súbdito exija, antes de obedecer, un
tiempo de diálogo, eso no y menos en asuntos de la vida cotidiana. ¡Cuántas veces en esto se
tienen pretensiones ridículas y se arman teorías enormes! Si uno hace el voto y enseguida
presenta exigencias ,y lo más difícil es obedecer, ¿para qué lo hace? Es libre; que lo
deje si no le gusta.
El diálogo tiene mucha utilidad cuando se trata de cosas más difíciles o especiales;
pero, para las nimiedades de la vida cotidiana, que es donde suelen producirse las
dificultades, no. Es excepcional que un súbdito tenga dificultades con su superior en cosas
importantes; el contraste entre ellos se da por ese conflicto diario de resistencia en cosas sin
importancia.
De todas formas no hay que minimizar este asunto centrándolo en los ejemplos que,
sólo como ejemplos, he puesto. Hemos de convencernos de que la obediencia es una renuncia
fuerte y difícil, que incide en el vivo de nuestra personalidad. Es la renuncia más fuerte, más
alta y más difícil que hay. Y es una renuncia que con los años se agrava. Ustedes son jóvenes,
están entrando en la Provincia y se encuentran en el momento especial de la vida en que
toman un rumbo dentro de la Provincia; por esto sienten el problema de un modo bastante
grave en este momento. Ustedes se decidieron a ser frailes, a ser sacerdotes, y ahora viene la
decisión de cómo actuar y en qué profesión actuar: profesor, teólogo, periodista, esto o
aquello. Esta decisión es un momento importante de su vida y un momento de diálogo, sí.
Pero no olviden que los que están de la otra parte, los están observando años y han calculado
un poco, no tanto en función de las necesidades momentáneas de la Provincia, sino mucho más
en función de los talentos que ustedes tienen o no tienen.
A continuación, la obediencia se va volviendo más difícil con los años. El día que
uno de su misma edad es superior, humanamente es más difícil obedecer. El día que
ustedes tengan 60 años y el superior 40, ¡ ¡ ! ! ; las cosas se van agravando en este terreno.
En otros terrenos, por una especie de entrenamiento y acomodación, con el «habitus», casi
todo se hace más fácil. En el campo de la obediencia, con los años, en general, las cosas se
hacen más difíciles. La renuncia es siempre más personal. Y si ustedes con los años no
llegan a la experiencia y convicción de que esta renuncia es un valor, no por ser renuncia
(que renuncia es negativo), sino por el desarrollo de fuerzas humanas y personales que esto
provoca en el individuo, se trasformarán en individuos «difíciles» en la Orden. Los
superiores se acomodarán un poco, habrá siempre algo de conflictualidad, aunque en
general se encuentra un «modus vivendi» con los años. Los superiores ya lo saben; cuando
viene el Padre tal hay estos y estos problemas, este Padre tal está siempre quejándose de
que los superiores no le hacen justicia y no dialogan con él. Y todos los otros frailes
saben que él es el difícil; sólo él no lo sabe. El cree que los «otros» son el problema.
Y adonde va se forma siempre la misma situación de conflictualidad.
Creo que obedecer es un sacrificio muy grande y una renuncia muy personal; pero
estoy
convencido de que vale la pena obedecer porque libera unas fuerzas de desarrollo personal y
humano que son increíbles. Las personas que siguen libremente su camino y hacen ellas
mismas
todas sus opciones, en general, no se desarrollan tanto, se quedan disminuidas. Esta tensión
de la
obediencia desarrolla. Si ustedes miran un poco las personalidades eminentes que han nacido
en las Ordenes por el voto de obediencia, ¡es enorme! El mundo seglar no ha producido un
porcentaje tan elevado de hombres eminentes. Y esto se debe en gran parte al sacrificio de la
obediencia, porque muchísimas veces (para volver de nuevo a esto y explicarlo psicológica y
humanamente) es que los otros ¡saben mejor qué cualidades tengo yo.
Si usted, por ejemplo, y me dirán que pongo un ejemplo secundario, se imagina que es
un gran predicador, busca ocasiones para predicar, y se queja de que no lo invitan, se queja
del superior porque jamás piensa en usted para una predicación solemne... Probablemente su
talento de predicador no es gran cosa. Otro ejemplo: hay que escribir un libro para
conmemorar el centenario de la Provincia, u otra cosa; -« ¿Por qué el superior no me lo
pide a mí? Tengo todas las cualidades para hacerlo...» Si lo piden a otro: -«Ése lo hará
mal. ¡Si me lo hubieran pedido a mí! ... » - . En general, en las cosas importantes, lo que los
superiores nos imponen o no nos imponen, pueden estar seguros de que es aquello para lo que
tenemos más talentos; pueden equivocarse, pero en eso «los otros» se equivocan mucho
menos que «yo». Y es por esto por lo que a veces y a contrapelo el individuo es
llevado y forzado a desarrollar las mejores cualidades que tiene, y que no hubiera
desarrollado en opción libre porque no es de su gusto; y no siempre gusto y talento
coinciden. Por ser dentro del grupo don de prácticamente se decide esto, y el superior ser
uno que capta la opinión del grupo por la convivencia' constante y cotidiana, aun si no
es por un diálogo explícito, de este hecho viene que en el voto de obediencia dentro de la
vida religiosa, en general, se desarrollan las mejores cualidades del individuo, sus mejores
talentos. También puede suceder al revés, pero menos. En la vida libre, el individuo, en
general, se acomoda a las necesidades para sobrevivir; toma como empleo lo que le gusta
dentro de lo que encuentra para poder vivir, y en lo demás sigue la vertiente del
comodismo, del gusto, de la inclinación natural; no hay este esfuerzo y mucho talento se
pierde allí enterrado.
Ahora, gracias a Dios, por la generosidad divina, prácticamente todos recibimos
muchos más talentos de los que podemos desarrollar; es decir, hay una pluriformidad de
posibilidades, de opciones, y nosotros no podemos realizarlas todas; tenemos que optar. Esta
opción significa la renuncia constante a muchas de las posibilidades personales que tenemos;
no es posible hacerlo todo y el individuo que quiere hacer todo aquello paró lo cual tiene
talento, en general, no llega a hacer nada en la vida; hay que optar. Y el dejar la opción en
manos de otros, por motivos sobrenaturales y por voto de obediencia, es nuestro camino.
También podría hacerse por otros motivos, por ejemplo, por saber que «nemo iudex in
causa propria».
Es difícil la obediencia, no se ilusionen. No quiero decirles que la obediencia es
fácil y que con los años se hace más fácil. En general, no.
¿Qué acaece con el tiempo libre? La disminución de horas de trabajo, del tiempo
necesario para obtener los medios de vivir, y la creación de horas libres para que el
individuo pueda dar largas a sus deseos personales y ejercitar su creatividad, ¿qué se hace
con estas horas libres? Cuántos millones de individuos, con el sábado y domingo libre por
delante, la única idea que tienen es meterse en el coche y correr unos centenares de
kilómetros; y vuelven el domingo por la noche... para reempezar el trabajo. ¿Qué han
hecho en estos dos días libres? Después del horario de trabajo vuelven a casa, ¿para ha cer
qué? ¿Televisión? ¿Cuál es el nivel humano que presenta la televisión? La edad psicológica
de los programas de televisión, en su gran mayoría, no pasa de los 4-5 años. ¡Y nosotros
allí horas... reducidos a niños! Creo que los hombres que trabajan y dirigen la televisión
tienen una función humana de una responsabilidad enorme.
- VI-
Si consultamos las estadísticas, sobre unas 2.500 casas de nuestra Orden, creo que no se
pueden calificar de grandes comunidades más de 300. Desde el punto de vista de la
estadística y del número, pues, tenemos más de 2.000 comunidades pequeñas; del 80 al
90 por cien de nuestras casas son ya pequeñas fraternidades y siempre lo fueron.
¿Decía usted que todas las iniciativas realizadas en la Orden hasta ahora han
fracasado en cuato a la creatividad?
No, no recuerdb haber dicho eso. He dicho sí, que todas las divisiones de la Orden
han venido de pequeñas fraternidades; no he dicho que todas las pequeñas fraternidades
produzcan divisiones en la Orden.
He hablado también de que es una ilusión imaginarse que toda espontaneidad es
necesariamente creativa; lo que suele llamarse espontáneo más bien es mediocre. La
verdadera creatividad no es cosa de todos los días, más bien es rara y puede comprometer toda
una vida.
Respecto a la vida religiosa, muchas de las experiencias de renovación hechas hasta
ahora, han fracasado porque les ha faltado vida interior, vida de oración. Consideradas
globalmente, las experiencias no han dado el fruto que se esperaba porque, con frecuencia, se
ha renovado todo menos la vida interior; más aún, lo que a veces se ha llamado renovación
o acomodación a los tiempos, ha consistido en una disminución de la vida de oración, de la
vida con Dios. Esto es un error y así no se puede ir adelante.
La vida religiosa ha reflejado siempre la realidad social de su tiempo. En nuestros días,
con los movimientos sociológicos actuales (v. g.: antes la mujer vivía recluida en el
hogar; hoy pasa mucho tiempo fuera de casa), en cada Institución van apareciendo cambios en
la vida; así por ejemplo, tenemos nosotros la exclaustración de la vida conventual, lo que
nos pasa ahora es que casi tenemos que vivir fuera del convento.
Con respecto a esto, debemos recordar que para San Francisco el recogerse
era una concesión a nuestras limitaciones humanas y en favor de la vida
interior. Su idea originaria era el vivir «bini et bini», de dos en dos
rodando por el mundo sin casa fija. Pero como esto es una forma de vida
superior a las fuerzas humanas, él mismo sintió la necesidad de largos
períodos de clausura y retiro para rehacerse en li virlz interior. El hablaba
del polvo que se pega a los pies en los caminos de la pastoral, del apostolado.
El había pensado, sí, en una vida peregrinante sin lugares ni casas estables.
Ahora bien, qué sea lo posible y conveniente para coordinar las dos cosas,
girar por el mundo y mantener la vida interior, depende mucho del
individuo, de las circunstancias, etc. De ahí que yo tengo que medir mis
posibilidades y mis facultades para tratar de mantener mi vida con Dios, la
vida interior, condición esencial del ser fraile, y para llevar adelante mi
trabajo; y esto lo tengo que buscar por los métodos y modos que son
posibles. Sabemos que la estructura tradicional de la Orden y de sus casas es
una ayuda muy grande para esto, aunque no constituye el ideal de la Orden; al
menos, no era ese el ideal de San Francisco.
¿Cómo se explica que mientras las P.F. tienen una duración tan corta, las comunidades
pequeñas, que siempre han sido tan numerosas entre nosotros, perduren?
Como he dicho, creo que las comunidades con un número de miembros reducido se
eleva a unas 2.000. Estas fraternidades se mantienen porque allí hay una obra o actividad que
es estable y los frailes se van turnando, van cambiando, para atender esa obra, actividad,
apostolado o lo que sea. La estabilidad no viene de la fraternidad en cuanto tal, sino de la
obra: parroquia, colegio, santuario, etc. Si un individuo se cansa y no quiere estar más allí, el
Provincial busca otro que le sustituya y lleve adelante la obra. El carácter de estabilidad no
procede del interior de la comunidad, sino de un elemento externo que es la obra;
desaparecida ésta, se deshace la fraternidad. Así lo explicaría yo.
En el otro caso, cuando nos referimos a las P. F., la inestabilidad viene de la dificultad
humana en perseverar; en estos casos la preponderancia la tiene el factor humano, no el factor
obra-actividad Si el factor humano no resiste, la P. F. se deshace en sí misma porque ya no hay
una razón para continuar. Las P. F. de tipo moderno encuentran una dificultad muy grande en
el cambio de personal, en que éste se vaya turnando. El Provincial, para hacer un cambio
allí, tendrá que buscar individuos con el carácter apropiado para este tipo de vida, y puede
darse que la Provincia no los tenga en ese momento, o al menos, no los tenga disponibles, o
también, que los que lo tienen prefieran no ir.
Dado que la Orden tiene ya experiencias positivas y negativas, para fomentar las
unas y evitar las otras, ¿no sería conveniente que desde arriba se dieran nor mas u
orientaciones a los Provinciales, alguna circular, etc.?
Yo personalmente confieso que soy absolutamente incrédulo ante las acciones
que vienen de arriba. Les extrañará que el P. General se lo diga, pero es así. Para nosotros,
lo que
no viene de la base, tiene poca acogida; lo que no tiene una acogida suficiente, aunque
contestada y conflictual, pero presente en la base, no nos va. Los decretos que vienen de
arriba... Las leyes óptimas, ideales, que hicimos en nuestra historia y que han quedado en
el papel son una masa enorme. Lo que hay en la Orden, viene de abajo. Por eso yo creo en
las iniciativas que vienen de allí y por eso tengo tanta confianza en los Capítulos
conventuales para renovar la mentalidad, dar curso a ideas y aumentar las sanas iniciativas.
Yo escribo Cartas Circulares porque la Orden cree que debo escribirlas; pero no creo
que tengan mucha eficacia. Creo mucho más en la eficacia de unos encuentros como éstos.
En las Circulares, confieso que tengo poca fe.
Por otra parte y descendiendo a lo práctico, tenemos que, en este terreno, una de las
dificultades estriba en que estas P. F. tienen mucho de grupos informales. El grupo informal
requiere individuos que tengan un tanto la cualidad de profeta, de carismático. Una de las
características de los profetas y carismáticos que andan por ahí es la carencia de «orejas», y
por esto no pueden «audire», «obedire», no pueden escuchar ni obedecer; les es difícil;
la obediencia para ellos, pasa con frecuencia a ser una especie de utopía. Allí hay que agenciar
las cosas de modo humano lo mejor que se pueda.
Si uno quiere ir a la P. F. y el Provincial lo impide por razones que cree buenas,
tendrá un problema humano en la Provincia; si le permite ir a uno que cree no debería ir,
igualmente tendrá un problema humano en la Provincia. Así que al Provincial no le queda más
remedio que escoger entre tener o no tener problema.
Cuando un individuo tiene un carisma verdadero, suele resultar relativamente fácil
arreglar las cosas, porque estos individuos tienen suficiente maleabilidad para obedecer; en
cambio, los que pretenden tener carisma y no lo tienen, son muy difíciles de tratar.
A veces, por lo que uno lee u oye, tiene la impresión de que los Hermanitos de
Jesús, los seguidores de Charles de Fou cauld y de R. Voillaume, son hoy los
que mejor encarnan la espiritualidad franciscana, ¿qué le parece?
He tenido muchos contactos con el P. Voillaume, hemos trabajado juntos en
comisiones, etc., así que nos conocemos bastante bien. En diversas ocasiones, incluso
algunos PP. Generales me han planteado poco más o menos esa misma cuestión.
Yo opino que, manteniendo todo el aprecio para con los Hermanitos de Jesús, los
fenómenos como éste, si se consideran en proyección histórica, no se juzgan en la primera
generación, hay que esperar a la segunda. Cuando nos encontramos ante un fenómeno en sus
orígenes, que tiene en sí mismo un valor enorme, para enjuiciar su estructura hemos de
esperar que llegue a la segunda generación. Muchas veces, los orígenes arrancan de un hombre
verdaderamente carismático, como lo es ciertamente Voillaume y otros en la Iglesia. En
general, estos carismáticos tienen, con el carisma, altísimas cualidades de líder; y los que se
unen a ellos, aceptan sin «contestación» su liderazgo y sus carismas; allí se da una sumisión
espontánea que tiene poco que ver con la obediencia, sumisión que es más bien de orden
psicológico y que garantiza el buen funcionamiento del grupo. Entonces se provoca aquel
fervor peculiar de los principios.
En la práctica se dan pocos ejemplos de sucesión en estos dos elementos de carisma y
de liderazgo. En general, el sucesor suele ser un administrador, y aquí empiezan los
problemas, porque él ya no tiene aquella fuerza fascinadora del carismático y del líder
natural que tiene el fundador. En esta segunda generación suelen repetirse exactamente los
mismos problemas que tuvo la Orden franciscana. Basta que un movimiento sea del
mismo tipo para que se reproduzcan las mismas reacciones, y esto porque siempre hay
un fondo humano común que permanece igual. Los hombres pueden andar a pie, a caballo o
en avión supersónico, cambiará esto, pero no los hombres, que cambian muy poco y
permanecen siempre casi los mismos, y reaccionan siempre casi del mismo modo. Por eso,
cuando nace un determinado tipo de experiencia e iniciativa, quien tiene conocimiento de
los grupos sociales -y hoy está todo esto investigado-, ya puede prever poco más o
menos cómo se desarrollará. Hay que esperar unos años y luego se puede enjuiciar. Sin
embargo, esto no resta valor a la iniciativa como tal ni disminuye las riquezas que
contiene para el presente y para el futuro.
Yo pienso que cuando una experiencia puede ser tan buena y positiva como las P. F., el que
tenga una duración limitada no es razón para no empezar. Yo soy siempre favorable,
¡empiecen! El bien que llevan consigo queda hecho. Como superior, yo no veo una razón
para impedir un bien que se puede hacer, sólo porque mañana no continuará; no es razón.
¡Hágalo! Si mañana no lo continúa haciendo, ¡bendito sea Dios por el bien que ya ha
hecho! Esta es mi actitud; Esto no quita que, al mismo tiempo, vea las cosas con
realismo.
- VII -
LA JUSTICIA EN EL MUNDO
La justicia en la S. Escritura
De cualquier manera, se trata de un asunto muy importante. Basta tomar la Sagrada
Escritura, sea el Antiguo o el Nuevo Testamento, para ver la importancia que allí se da a la
justicia. El número de veces que ya el Antiguo Testamento habla de Dios como el que hace
justicia del oprimido contra el opresor, del pobre contra el rico injusto, no contra el rico
simplemente, del individuo que está ante un juez inicuo, y así sucesivamente, es muy grande. Es
enorme el número de veces en que se nos presenta a Dios tomando partido a favor de la
justicia. Y lo mismo puede verse en el Nuevo Testamento; tanto es así que en el código
fundamental evangélico, entre las ocho bienaventuranzas, hay una que proclama
«bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia».
Si esto es claro en la Revelación, resulta, sin embargo, bastante compleja la noción
de justicia en la Sagrada Escritura. Es éste uno de los temas más difíciles de las ciencias
bíblicas. Por lo mismo, no debemos meternos en este terreno ingenuamente, con falta de
información y de análisis crítico, sino que debemos estar atentos a coincidir con la no
ción revelada de justicia. Evidente- te de la gracia santificante, y nada mente, hay que
distinguir de esta tienen que ver con el asunto que esrealidad-concepto aquella o t r a en
tamos tratando; la palabra es la misque, por ejemplo en San Pablo, la ma -justicia-, las
realidades que gracia de Dios es llamada justicia; se quieren expresar, diversas. en tales
pasajes se trata sencillamente de la gracia santificante, y nada tienen que ver con el asunto que
estamos tratando; la palabra es la misma -justicia-, las realidades que se quieren expresar,
diversas.
Sensibilidad actual hacia la justicia- injusticia
Es importante verificar que hoy los hombres han despertado para el problema de la
justicia, para el problema de las desigualdades entre los individuos, las regiones, los
pueblos, y que los hombres hoy no aceptan como un simple hecho inevitable tales
desigualdades, sino que quieren luchar para que desaparezcan. Los gobiernos, los partidos
políticos, los grupos humanos, las religiones, la misma Iglesia, están comprometidos en esta
lucha contra la injusticia.
Hoy se ha formado una mentalidad nueva. Una de las cosas más sorprendentes de la
historia del Cristianismo es que las desigualdades no son mayores hoy que en el pasado;
en el pasado, sin embargo, no golpearon tanto la conciencia de los cristianos; se aceptaban
los hechos; los que estaban en buena posición se sentían obligados a ayudar a los otros, pero
no se proponían resolver el problema en sí mismo. Hemos tenido muchísimas acciones de
ayuda y una tradición enorme de caridad, pero una exigua conciencia de justicia. No es que no
existiera; existía, sí, pero reducida, insuficiente. Esto sería lo característico hablando en
términos generales.
Hoy vivimos una exasperación de nuestra conciencia y de nuestra mentalidad ante
estos hechos. La guerra del Viet-Nam, por ejemplo, el problema del Medio Oriente, la
guerra del Paquistán, la situación en Nigeria, la problemática de América Latina y lo que
llamamos globalmente el «tercer mundo», las injusticias sociales entre las varias
regiones de una nación, etc., todo esto, matizado y concretado con una cantidad enorme de
elementos, nos golpea la conciencia y despierta en nosotros la convicción de que estamos
obligados a trabajar para mejorar la situación. Esta manera de ver las cosas y esta mentalidad
tan difundida, me parece un hecho nuevo que no existía antes.
Y hemos de aceptar que esta mentalidad es muy conforme al Evangelio en sus
elementos básicos, y que es una de las cosas incomprensibles el que no fueran los cristianos
los que primero descubrieran esto, sino que se despertaran a esta mentalidad empujados por
no cristianos. Con todos sus deméritos, tiene en esto sin duda un gran mérito Carlos
Marx; no que se acepte el marxismo, pero de allí vino un empuje muy grande que ha
llevado, en su desarrollo, a esta mentalidad.
La Iglesia, o más exactamente nosotros los hombres de la Iglesia, nos retardamos
bastante en asimilar esta mentalidad, y durante decenios en el siglo pasado hubo una serie de
luchas y forcejeos hasta que llegó la palabra oficial de la Iglesia en las Encíclicas de
León XIII, entre las que tiene una importancia especial la Rerum Novarum. Antes de
esto ya había habido hombres de la Iglesia que habían luchado en este campo y que por
ello mismo, habían incurrido en una cierta sospecha de ser rebeldes y revolucionarios,
contrarios a la Iglesia; podrían citarse muchos nombres de Italia, Francia, de aquí mismo
España, de Alemania, etc.; eran hombres eminentes que se adelantaron con mucho a la
doctrina de León XIII; pero no consiguieron una gran penetración. La misma doctrina social
propuesta por León XIII chocó con la mentalidad de muchos hombres eminentes también.
La posición y la doctrina de la Iglesia, no obstante, fue desarrollándose en las sucesivas
encíclicas sociales: la Quadragessimo Anno, la Divini Illius Redemptoris; más
recientemente, la Pacem in terris, la Mater et Magistra, la Populorum progressio, y
finalmente la Octogessimo adveniens, así como los trabajos del Sínodo que se ha ocupado
de este tema con bastante intensidad.
Nuestra Orden y la justicia
Nosotros en la Orden tenemos ciertamente una gran tradición de trabajo en este
terreno, y no sólo en el campo de las obras de caridad, sino que además tenemos ejemplos de
una intervención con intención de cambiar los mismos sistemas. Voy a recordar solamente la
actuación de Bernardino de Feltre, quien inventó e inició los «Montes de Piedad», y en
pocos años creó en Italia toda una red bancaria para hacer justicia en los mutuos contra la
usura que la red bancaria existente hacía con motivo de los préstamos que daba; fue una red
suficientemente potente para influir en la sociedad y en las estructuras. Podría citarse una
serie de ejemplos similares. Ustedes aquí en España, pueden examinar bajo este punto de
vista la fundación de la Universidad de Alcalá por el Cardenal Cisneros; es tremendo lo
que hay de profético en la organización dada a esta Universidad, en la cual todo el régimen y
el mismo tribunal de la Universidad estaba en manos de los estudiantes, no de los
profesores; los profesores allí, hablando en términos modernos, eran empleados de los
estudiantes; no duró mucho esta fundación, pero ésa era la concepción. Es interesante que un
franciscano, Cisneros, creara una obra, anticipación de ciertas ideas y fórmulas, con la
voluntad de incidir en modificaciones sistemáticas. Así que tenemos una realidad
histórica de nuestra Orden bastante fuerte.
Yo creo que no puede decirse que San Francisco haya tenido ideas de reformador
social, no me parece. Que él sentía profundamente la piedad para con los pobres, los
mendigos, que tenía un corazón inmenso para ayudar a cualquier necesitado, es indudable;
pero idea de reformador social, directamente, no me parece que se pueda decir.
Fundamentos para ello, sí; tanto que hombres eminentes de la Orden, Santos, nacieron
de esta orientación y coherentemente la desarrollaron en dirección a reformas sociales.
Yo creo que San Francisco, sin propósitos explícitos de reformador social, por la manera
original en que planteó y enfocó la Tercera Orden, hizo de ella el más eficaz instrumento
de reforma social durante siglos; prescripciones aparentemente muy secundarias, como
la obligación de hacer testamento, la renuncia a portar armas, al lujo, y otros elementos
semejantes que se encuentran en el enfoque original de la T.O.F., la convirtieron de hecho,
en el mundo medieval y durante siglos, en un potente instrumento de renovación y de
cambios sociales.
Hoy día nosotros tenemos muchísimos frailes que están comprometidos en la
cuestión de la justicia en el mundo; hay regiones en que tenemos iniciativas de un cierto
relieve; una manifestación del gobierno central de la Orden, un documento del General en
este sentido, sobre la justicia en el mundo, todavía no existe.
Experiencias personales
Hace años que estoy pensando en un tal documento y todavía no he tenido el
coraje de escribirlo, exactamente porque no me siento bastante especializado en este sector
para poder dar una orientación; lo intenté varias veces, pero no obtuve el que me parece se
debe hacer. Las dificultades que encuentro en esto proceden sobre todo de mi experiencia
personal. Como saben, procedo del «tercer mundo», de Brasil; durante 20 años viví en
Petrópolis, lugar de paso de la migración del Nordeste, la región problema de Brasil, hacia el
Sur industrializado; durante 20 años estuve en contacto con esta migración de arriba hacia
abajo y de abajo hacia arriba; los que venían, con la esperanza de superar la miseria; los que
subían, con desilusiones tremendas y arruinados.
Nosotros llamábamos a estos emigrantes «palo de arara» (arara es uno de los papagallos
grandes del Amazonas, muy colorido y con mucha cola; son pájaros de ornamentación
que viven sobre un palo); estos emigrantes venían en camiones y uno tenía la impresión de
que estaban sentados sobre palos como estos pájaros. Hombres, mujeres y niños hacían viajes
de hasta 3.000 kilómetros, durante una y dos semanas, por carreteras en aquel tiempo muy
malas, de tierra, hoy asfaltadas; algunos morían por la carretera; era una cosa horrible.
Y ¿por qué venían? Pues bien, un estanciero de café, cuando se acercaba la cosecha,
contrataba un intermediario para que le procurase 200 brazos, 200 personas para un trabajo
de estación, la cosecha del café; este intermediario, que recibía un tanto por cabeza, iba
al Noroeste y contrataba esta pobre gente y la trasportaba miserablemente al Sur; después,
desaparecía. Terminada la cosecha del café, esta gente, ya sin contrato, llenaba los Estados
del Sur, San Pablo y Paraná principalmente, de una masa de marginados, de desarraigados
de su región, sin preparación alguna para insertarse en la nueva situación. La cosecha del
café duraba dos meses, y después..., este subir y bajar de más de un millón de personas al
año.
Allí, en este cruce viví; trabajaba mucho los sábados y domingos en la filial de una
parroquia. Esta iglesia filial era propiedad de una fábrica de tejidos; toda la pequeña
población, unas 1.500 personas, dependían de la fábrica. Allí. tuve experiencia de lo que es la
vida difícil de los obreros de una fábrica de 4.a o 5.a categoría técnica, con maquinaria más que
vieja, mal situada, y con un sistema de asistencia saturado de paternalismo. El patrón era un
hombre muy bueno, de bolsillo abierto; pero derechos, los obreros no tenían; él hacía
muchas caridades y era increíble lo que su mujer hacía; pero derechos, las personas no
tenían. He reflexionado mucho sobre aquella situación; he pensado, me he informado sobre
lo que sucede, lo que se hace, lo que se podría hacer y sobre lo que no es posible hacer; hay
que ser muy críticos, estar muy bien informados y ver los pros y los contras de las
soluciones a corto y a largo plazo.
De aquellas tierras me vine, tengo mi experiencia en este terreno, y por eso me
preocupo; pero precisamente por haber vivido en este ambiente, tengo una reserva muy fuerte
contra mucho de lo que leo en las revistas europeas sobre esta situación. Creo que hay mucho
de superficialidad, de insuficiencia de información y de ingenuidad en lo que se escribe por
aquí, en lo que se propone como tesis y en lo que se pretende presentar como solución al
problema del tercer mundo.
Es muy difícil querer formular esta mi experiencia; lo intenté varias veces, pero la
formulación que conseguí inmediatamente me pareció de nuevo una deformación de la
realidad. Así es que hasta ahora no tuve el coraje de redactar un documento, a pesar de
haberlo intentado varias veces sin conseguirlo; y tampoco puedo aceptar lo que otros me
han propuesto como redacción, por la reacción crítica que me viene de esta mi experiencia.
La justicia en el mundo
Tratemos de ver esto. Con toda la reserva propongo estas formulaciones que no llego
a exprimir tal como me parecería correcto; de todas formas, voy a intentar explicarme un
poco.
No toda la diferencia que existe entre países ricos y pobres, regiones ricas y pobres,
es una injusticia. Hablar de la injusticia de los países desarrollados y ricos es hablar de un
hecho, sí; pero sólo de una parte de la cuestión y no es un diagnóstico completo. Tengo la
impresión de que no es justo poner en la exclusiva responsabilidad de las naciones
desarrolladas el que otras no lo sean. Son hechos históricos en los que muchas veces la
responsabilidad de los mismos pueblos y regiones no desarrolladas incide con mucho más peso
que la acción de los que se desarrollaron. Si ustedes preguntan, ¿por qué ciertas regiones se
desarrollan?; la respuesta que les darán en esta gritería sobre la justicia será: «porque roban a
las otras». ¿Es verdad? ¿o más bien es porque trabajan? Ahora bien, si se dice que es
porque trabajan, ¿quiere esto decir que los otros no trabajan? No. Lo que sucede es que
aparecen ciertos individuos que empiezan a reflexionar sobre los métodos de trabajo y su
eficacia, y los mejoran; con esto se enriquecen, mientras hay otros que no tienen estas
ideas ni esta inventiva.
Si ustedes van, por ejemplo, al centro de Africa, encontrarán aquellas tribus en las
que la mujer tiene que hacer todo el trabajo; los hombres no trabajan; ellos están en la
cabaña discutiendo la política de la tribu, los casos de justicia, etc.; pero trabajar, no. La
mujer, con el hijo pequeño sobre las espaldas, tiene, por ejemplo, que trabajar la tierra,
utilizando para la agricultura unos instrumentos de trabajo completamente ineficaces; no
consiguen profundizar en la tierra; plantan por entre los troncos de los árboles porque no
tienen posibilidad de limpiar y despejar un campo; la plantación es irregular. Y así siguen
cientos de años, sin ninguna idea mejor; no aparece uno allí que tenga imaginación ni
iniciativa para modificar este sistema de trabajo. Con el hijo a las espaldas, metidas en el
agua, lavan la ropa de una manera totalmente ineficaz y además se arruinan la salud; y no se
les ocurre hacer un pequeño muro, un embalse, algo que contenga el agua y les permita
trabajar con más comodidad y eficacia.
Yo no sé explicar el por qué, pero es una fatalidad, por llamarlo de al guna manera;
la palabra fatalidad no es cristiana, pero acaece que en ciertos pueblos no aparece uno a
quien le venga la idea de dar mayor eficacia al trabajo.
Yo creo que este hecho de la diferencia no es una injusticia; es un hecho, errado si se
quiere, pero decir que es una injusticia, ¿por qué? Y este hecho explica muchísimo de lo
que sucede. El desarrollo, por ejemplo, ha venido en gran parte de los EE. UU. que, por la
emigración europea del siglo pasado y del presente, ha formado un pueblo caracterizado por
la iniciativa personal. Y fue el empuje de las iniciativas personales lo que ha hecho de los
Estados Unidos lo que es hoy. ¿Injusticia? Que los americanos han cometido muchas
injusticias, de acuerdo; pero decir que la situación como tal es una injusticia... Hay que
distinguir críticamente.
Para ilustrar esto hay unas pequeñas narraciones brasileñas que son una caricatura de
la situación, pero que como todas las caricaturas tienen su parte de verdad. -Había una
vez dos cabañas miserables y un bienhechor les dio una cabra a cada una. Los de la cabaña A
se comieron la cabra en la primera refección. Los de la cabaña B no hicieron tal, sino que la
dejaron comer y al día siguiente vieron que la podían ordeñar y tener leche para sus hijos.
Al tercer día, los de la cabaña A protestaron contra la injusticia social de que los de la
cabaña B tenían leche para sus hijos y ellos no. -Bueno, sería una injuria y una calumnia
decir que siempre es así, que siempre sucede eso mismo; pero el número de casos en que lo
que se llama injusticia tiene una raíz similar al de la caricatura, es increíble. Hay que estar
avisados. El otro que tiene leche para sus hijos no ha cometido ninguna injusticia. Y
declarar que una situación dada es una injusticia de nadie..., ¿qué quiere decir injusticia de
nadie? Así la palabra pierde su sentido original y pasa a tener una serie de sentidos
indefinibles, en que ya no se puede operar con espíritu crítico.
La otra caricatura. -Un señor va por un camino y encuentra a un campesino que está
mirando su campo, y le pregunta: -« ¿Esta tierra es mala?. -«No». -«¿Y si usted
plantara maíz, crecería?». El otro responde: «Plantando, da; si se planta, crece».
«¿Y no plantando?». El campesino responde: «Elhos dan»: los otros me dan de
comer. -Caricatura, sí; pero son muchos los casos en que la miseria viene de esto. ¿Injusticia?
¿De quién? ¿De cuál sistema? No nos metamos ingenuamente a hablar de injusticia, sistema,
estructuras, mientras nos disculpamos y dispensamos de analizar exactamente lo que pasa.
Con tantos cartelones en que se grita: injusticia, sistema, estructuras..., no cambiaremos nada.
Es absolutamente ineficaz. Por eso a mí me repugna entrar en esta terminología tal como hoy
se usa, como slogans. Y es tan fuerte la repugnancia que siento, que hasta ahora no conseguí
superar nada. Yo personalmente no me encuentro en condiciones de una debida información
para hacer, digamos, la «revelación» que me parece se debería hacer. Ahí está mi
problema personal.
Igualmente, ante los grandes conflictos internacionales o internos de las naciones en
que está en juego la justicia política y social a gran escala, antes de tomar posiciones en un
caso concreto, creo que tendremos que buscar una información lo más completa posible
sobre tal caso. Cuando uno se mete a fondo y trata de ser crítico, frecuentemente se queda
con más puntos interrogativos que soluciones. Las situaciones son a veces muy complejas y no
podemos honestamente preconizar soluciones fundadas en nuestra ignorancia de las realidades,
o en nuestra escasa o deformada información.
Además, me parece que si nosotros intentamos dar la solución en el simple y desnudo
nivel de la justicia, nos encontraremos ante una complejidad de hechos, que no sabremos a
quién dar la razón. Todos estos problemas, a mi modo de ver, sólo tienen una solución
adecuada en el nivel más elevado de la mutua comprensión y del mutuo respeto, en el que
las personas empiezan a reaccionar conforme al Evangelio. De otra manera no se resuelven,
y la situación conflictiva cada día se agrava más.
Hay problemas para cuya solución, aun considerada fría y matemáticamente, no hay
caminos fáciles ni rápidos; hay casos en que todavía están por producir los medios
materiales y económicos más indispensables para superarlos; y esto requiere mucho tiempo
y paciencia, lo que nadie quiere aceptar; todos quieren la solución inmediata, mañana, y
basta, sin pensar ni considerar más. Esta presión me parece injusta. Yo preferiría que se
explicase a las poblaciones que se encuentran en tales circunstancias de subdesarrollo, la
situación integral, lo que se llama «concientización», para hacer comprender a toda esta
gente que se encuentra en una situación humana no aceptable; pero al mismo tiempo,
«concientizarla» sobre las dificultades de solucionarla, y no crear en la cabeza de estas
pobres gentes la ilusión de que bastaría un poco de buena voluntad por parte del gobierno o
de quien sea para resolverla. Crear tales ilusiones en las cabezas de estas gentes me parece una
injusticia por lo menos tan grave como la situación inhumana en que se encuentra esta
gente, porque crea en ella una idea completamente falsa de las posibilidades humanas
concretas de resolver el problema, y lo único que consigue es exasperarla. Hemos de
concientizarlos sobre los derechos y posibilidades, capacitándoles para ayudarse a sí mismos.
Queda todavía otro punto que ya expuse en la Circular de Navidad sobre la pobreza
en una sociedad de consumo. Como ya dije allí, tengo la impresión de que toda esta acción
en favor del desarrollo pretende llevar a todos al nivel de consumo de los países ricos, y esto
me parece una finalidad antievangélica. Hay que tener en cuenta que este ídolo del alto nivel
de consumo es antievangélico; nosotros debemos criticarlo y rechazarlo críticamente,
distinguir y analizar. Aceptarlo simplemente, como si fuera el Evangelio, es meternos en un
pseudoevangelio. Tengo la impresión de que incluso en el ambiente eclesiástico hace falta un
poco más de espíritu crítico en todo esto; aceptamos facilonamente una serie de slogans, de
ideales y de propuestas, que vienen a constituir como un antievangelio materialista,
secularizante, errado. Hay mucha confusión y no podremos llegar a una actuación correcta en
la cuestión de la justicia en el mundo sin aclarar antes equívocos, sin hacer la justicia de no
acusar de injusto a quien no lo es, y sin preservarnos de caer en un pseudoevangelio. Esto
me preocupa tanto que, como he dicho, no me ha permitido llegar a la redacción de un
documento para la Orden.
Pasemos ahora a considerar nuestra actuación y actitudes, nuestra aportación y
compromiso
Muchos de los que se encuentran oprimidos por una situación injusta no escu chan
cuando se les habla de Evangelio, de paz y de justicia, ¿qué hacer?
¡Paciencia! Pero creo que no se puede ceder, porque si cedo me uno a la injusticia
que están cometiendo. Los pobres pueden ser tan injustos como los ricos; la justicia no es
patrimonio de ninguna clase social o política, sino de las personas que se han convertido a ella.
También ellos son hombres, tienen ambición, codicia, envidia, odio. Si no me aceptan, no
puedo hacer más; si no quieren el Evangelio, no tengo otro camino ni otra solución para
ellos. No entro a identificarme con ninguna de las facciones ni partes en litigio.
¿Comprenden? El Señor ha predicado el Sermón de la Montaña a todos, y no la violencia ni
la revolución. Se modifican y transforman las situaciones a medida que el fermento del
Evangelio entra en la masa y es aceptado or griegos y troyanos.
Hemos de meternos en cualquier situación con el Evangelio y tratano de ayudar a
todos a resolver los conflictos; y esto se empieza por la conversión de cada uno, tanto si es
rico como si es pobre; no, cortando la cabeza de los ricos. San Francisco nos enseñó este
método: meternos en medio del pueblo, en medio de la situación, y allí vivir pura y
sencillamente el Evangelio. ¿Hablar... ? Sí, pero ocasionalmente, si se presenta una buena
ocasión. Este es el método de misión y de apostolado que él nos dio. Ahora, cuanto más
intensamente vivimos el Evangelio, tanto más somos fermento, y esto es lo que corrige la
situación.
Me dicen ustedes que en zonas obreras, pobres, oprimidas, etc., no escuchan el
Evangelio; por tanto, ¿deberíamos presentarnos pre-evangelizando o sencillamente con el
Evangelio? Si pre-evangelización significa que nos consagremos sólo al desarrollo, a la
justicia social y política, dejando el Evangelio para más adelante, no lo acepto; me quedo con
el método que nos enseñó San Francisco. Por supuesto, yo no soy infalible y sé
perfectamente que hay muchos y más calificados que yo, que tienen otras opiniones; pero
hasta ahora no he podido convertirme a tales opiniones.
Conozco desde hace años a alguno de los hombres eminentes que opinan de manera
diferente, he cooperado con alguno de ellos, los respeto, sé que son hombres sinceros,
generosos y todo lo que quieran... Pero no creo que se pueda resolver el problema por el
camino que piensan. Creo que la solución está en disminuir los odios en las dos partes en
litigio. Si ustedes consiguen convertir un Zaqueo habrán conseguido más que con mil
denuncias. Este es mi parecer, que deben interpretar. en el conjunto de todo cuanto he dicho..
- VIII -
Próximas investigaciones
Para completar el plan trazado a raíz del Consejo de 1969, estamos preparando una
segunda etapa que se está retardando por sus dificultades. Tendría como tema investigar
cuáles eran las ideas de pobreza evangélica y, correlativamente, de justicia social
(expresión moderna, pero aplicable) en el ambiente de San Francisco y en su propia
mentalidad. Nos encontramos ahora con una situación muy nueva porque en los últimos
decenios se han hecho estudios e investigaciones muy numerosas sobre los movimientos
evangélicos de finales del siglo XII y principios del XIII, que coinciden con la época y
ambiente de N. Padre. Para sorpresa nuestra existe un Instituto de alta investigación de estos
movimientos, en la Sorbona; el Instituto no tiene un interés particular por lo religioso,
exclusivamente le interesa el aspecto social e histórico para entender lo que ocurrió en aquellos
casi cien años. Ahora estamos buscando hombres que tengan la suficiente formación e
información para darnos el «status quaestionis» de estos estudios, en qué punto se encuentran
estas investigaciones, las conclusiones e ideas que nos permitan captar y entender mejor lo que
de hecho San Francisco pensaba.
Una tercera etapa, sobre la base de las dos anteriores, sus respuestas y conclusiones,
consistiría en un simposio en el que se plantearía y se buscaría una respuesta a la cuestión de
cómo situar las ideas de San Francisco (2.a etapa) y del Evangelio (1.a etapa) en el mundo
económico, financiero, social, humano de hoy día.
Creo que para nuestra Orden, ya que somos unos representantes muy cualificados del
ideal de pobreza evangélica, la aclaración de estos puntos tendrá que ser muy útil.
Posiblemente nos dará bastante luz para ver cómo situarnos en el mundo de hoy.
La pobreza en la situación socio-económica actual
En cuanto a la cuestión del capital y del capitalismo, podemos decir que la doctrina
o la ideología capita lista no está expresada ni formulada con la misma perfección que la
ideología opuesta, la marxista. Al capitalismo le ha faltado hasta hoy un autor, un filósofo
suficientemente capaz para formular su doctrina; nos encontramos ante uno de los
fenómenos que los sociólogos de hoy llaman un movimiento social todavía no formulado.
En el caso del marxismo tenemos el fenómeno de que un empuje social, un movimiento de
masas partió de una doctrina altamente formulada y cristalizada.
En el capitalismo, de todas formas, y no hablamos del capital ni del capitalista que son
cosas diversas, el bien supremo, el criterio de todo y para todo es el lucro, la renta, la
producción del capital. A este ídolo de la renta, del fruto del capital, se subordinan todos,
inclusive el capitalista. Esto tiene su expresión práctica en el hecho de que el capitalista, el
propietario, en la contabilidad figura como un gastador, un consumidor de capital; el punto
de referencia de propiedad propiamente dicha no es una persona, es la caja. Es un fenómeno
muy curioso esta inversión de personas por la caja que existe en el sistema de contabilidad
internacionalmente reconocido y que todos usan, aunque sin una relación explícita a la
ideología capitalista. Así tenemos allí, no formulada ni cristalizada, casi una hipótesis
del capital como supremo bien y como ideal, como un ídolo, diríamos, al cual todo debe
servir.
¿Hasta qué punto un capitalista considerado personalmente se somete o no a esta
idolatría? Habría que verificarlo caso por caso; no se puede suponer simplemente que un
hombre que dispone de un capital ya por esto mismo es un adorador del becerro de oro, del
capital; esto hay que comprobarlo en cada caso. Lo que sí es cierto es que de toda esta
ideología, mal o casi nada formulada, nació en el mundo moderno un sistema económico y
de producción en el cual el hombre no cuenta como finalidad, sólo como productor o
consumidor. El hombre, el individuo humano, incluso el capitalista, es un subordinado a
los intereses de una «res», el capital con su renta. De esta manera de considerar las cosas
nacieron una serie de desórdenes y de abusos contra la persona humana, privada de su
dignidad de persona y reducida a pura y simple «res» dentro del proceso económico,
financiero, productivo de la industria, tal como nosotros la conocemos.
Contra esta situación surgió el análisis y la oposición de Karl Marx; aunque no era el
único en su ambiente, es él el hombre sobre el cual ha cristalizado la doctrina que buscaba
romper aquella situación. En Marx el hombre sustituye al interés del capital; por esto,
desde el punto de vista de apreciación, tendríamos que conceder que la doctrina marxista
es bastante superior a la capitalista; sin embargo, hay que estar siempre atentos porque,
como he dicho, la ,ideología no está formulada ni cristalizada como la marxista.
Sabemos, por los análisis que se han hecho, que K. Marx no era un pontífice infalible; como
profeta que ha intentado prever el futuro, se ha engafado rotundamente; como intérprete
del pasado, ha reconstruido un poco los hechos de acuerdo con su teoría que no es muy fiel
a los hechos. Entre los millones de los que apelan a K. Marx, sean marxistas o no, se
pueden contar con los dedos tal vez de una mano los que han leído a Marx, son poquísimos;
muchos menos son todavía los que han entendido su grueso Kapital en dos volúmenes. Ahora
bien, durante un siglo o más, se desarrolló una lucha titánica entre las dos concepciones, lucha
por eliminar las deformaciones en la sociedad humana, lucha por dar a las personas el lugar que
les correspondía como personas.
Hoy debemos estar atentos a que en la época que vivimos, después de la guerra, el
capitalista prácticamente desapareció. El capital hoy en día, muchas veces ya no tiene
propietario. La noción de propiedad privada rápidamente está perdiendo contenido porque
desaparecen los propietarios. Las grandes acumulaciones de capital en nuestros días con
frecuencia no tienen propietario; cuando se indica un propietario, casi siempre se trata de
una ficción jurídica para conseguir incluir esta suma de capital dentro de una estructura
jurídica y política preexistente. Un ejemplo aclaratorio: hay una gran firma inglesa que
produce aparatos muy especializados para la alta industria, para los grandes complejos
industriales. Un hombre de negocios, que firmó un contrato muy grande con esta firma, me
ha narrado personalmente el siguiente episodio. Después de firmado el contrato, hicieron
una cena para celebrarlo; el director general de aquella empresa entonces era una señora.
Durante la cena alguien le preguntó a esta señora: «¿Quién es el propietario de la firma?»
La directora general respondió: «No lo sé». Entonces le dijo el otro: «¿Cómo es, pues,
usted la directora? ¿Quién le ha dado este empleo?» La señora respondió: «Un anónimo».
Prosiguió el otro: «Pero de todas formas, alguien le paga, ¿quién es?» A lo que la señora
le respondió: «No lo sé; yo sé solamente que si esto funciona me pagan, .y si no funciona
no me pagan».
Así que hoy día ya no es la cuestión del propietario, sino la del administrador la
que hay que tener en cuenta. Poco importa de quién sea el capital. En general, no es de
nadie; de hecho, realísticamente, ya no tiene propietario, sólo importa que esa montaña de
capital sea bien administrada; si es bien administrada, la firma continúa y se paga a los
directores, a los técnicos y a los obreros; si no funciona bien, todo se arruina y todos se
exponen al hambre. Un fenómeno raro y significativo en este terreno es el caso de la
Volkswagen alemana, que se desarrolló después de la guerra hasta constituirse en una firma
gigantesca cuando todavía estaba «sub iudice» la cuestión de las acciones; el gobierno
alemán había delegado simplemente a N. la administración de una fábrica con sus bienes, de
los cuales ni el gobierno ni los tribunales sabían quién era el propietario. Era
confesadamente de de nadie. Y en esta situación, que duró más de 15 años, la
Volkswagen surgió de las ruinas de la guerra para constituirse en una firma colosal.
Esto significa que en la economía moderna el capitalista ya no figura tanto, no
tiene mayor importancia; el administrador, el «manager» es el que importa. Y esto es una
situación completamente nueva, ante la cual la crítica marxista, que se dirige al capitalista
y al propietario, y que proclama que los bienes de producción han de ser de propiedad
común, ya no tiene más dónde meter su cuña crítica. Ahora, de esta suma de capital, todos,
desde el director general hasta el último empleado, pretenden recibir como fruto de su
trabajo el alto nivel de vida que todos desean en el mundo moderno. Hoy el programa es
sacar del capital y de los medios de producción, mediante la capacidad administrativa, un
núcleo suficiente para conceder a todos un alto nivel de vida. Así se forma una especie de
comunidad de intereses y de convergencia de intereses del trabajo y de la producción, que
entra en lucha y concurrencia con otros grupos. Y sucede que hoy, en los grupos mayores de
capital, los administradores, los «managers», tienen ya mucho más poder que los mismos
políticos; son estos complejos enormes los que hoy dominan la escena, complejos que no
tienen en absoluto los mismos confines y límites que los estados políticos. De ahí que
nuestras fórmulas de lucha contra el imperialismo económico de EE. UU. o de otra nación,
ya están parcialmente anticuados; ya no es una entidad política la que está en lucha o la que
hace el imperialismo, sino un administrador de una montaña de capital y de medios de
producción anónimos. Entonces, ¿por dónde vamos a entrar, a penetrar en esta nueva
estructura que se está formando para poder corregirla?
Esto ha tenido ya un reflejo muy interesante en las investigaciones sociales dentro de
la Iglesia. Se ha investigado cuándo en la Iglesia se aceptó como concepto fundamental de
la doctrina social la noción de propiedad privada. Y para gran sorpresa nuestra, se ha
verificado que esta ley natural del derecho a la propiedad privada es moderna, no tiene
raíces en la tradición. En la Patrística, en la Escolástica, y aún más tarde, la propiedad privada
era considerada como una consecuencia del pecado original, consecuencia que con el
crecer de la vida cristiana debería desaparecer, y no como una ley natural. Se han analizado
los . argumentos a favor de la propiedad privada, tal como los tenemos en nuestros
manuales; así se ha verificado que lo que se demostraba era una ley natural que se apoyaba,
como argumentos, en los vicios humanos y no en la naturaleza; el afán de lucro, la
ambición, la envidia, los celos, el egoísmo, la comodidad y otros vi cios más son los
que han servido de fundamento para probar que el hombre, el individuo y la familia tienen
necesidad absoluta de la propiedad privada para poder subsistir y sobrevivir. Hoy se discute
bastante Oeste principio del derecho a la propiedad privada, incluso en el mismo
ambiente de los investigadores católicos.
Bueno, estoy haciendo una exhibición y no era esa mi intención. Evidentemente les
he presentado todo esto de una forma muy resumida, muy generalizada, muy superficial;
son apenas unos síntomas de la trasformación enorme que se está produciendo en el campo
del quehacer de lo social, económico, industrial, financiero, en el mundo de hoy. En
estos últimos meses hemos asistido a la lucha por las monedas: el dólar, el marco, el yen,
etc.; vemos que estas monedas importantes son tratadas como un objeto de compra y venta;
casi están destituidas de su calidad de monedas y se las considera como si fueran un metal,
por ejemplo, sobre el cual se negocia el precio. Así que la misma moneda se está
trasformando en su categoría real y social.
Nosotros debemos estar muy avisados cuando nos interferimos con nuestras ideas, con
nuestros proyectos, con nuestros esfuerzos en todo este mundo, para no incidir de una manera
ya superada que proviene de una crítica, de una situación, que ya no existe más. Se puede
decir que, como doctrina global, difícilmente existe algo que esté tan superado como Marx.
Hay que encontrar nuevas fórmulas. Así que s.j nosotros nos metemos a hacer desde el
púlpito nuestras exposiciones, tendremos que informarnos antes de muchos hechos y de
muchos elementos nuevos para no hablar de una situación que pertenece a la historia pasada,
y hablar, en cambio, de lo que está acaeciendo ahora.
Como es claro, estas evoluciones son muy diversas de nación a nación; las diferentes
naciones se encuentran en un momento histórico de evolución muy diverso en todo esto.
De esta diversidad de momento histórico resulta una serie de incidencias, de luchas y de
dificultades al negociar una nación con otra. Las que más han progresado en esta evolución
usan cánones de negociación bastante diversos a los de las otras.
Todo esto, como es evidente, tiene su proyección y sus consecuencias, a corto y a largo
plazo, sobre cuestiones como la pobreza y la justicia en el mundo. Ya iremos viendo algo
de esto.
Pobreza en los edificios y servicio al prójimo, con especial referencia a las religiosas
Algunas religiosas jóvenes rechazan los grandes edificios, hospitales,
colegios, etc., como ostentación y antitestimonio; a ve ces apoyan su
actitud en los rumores que han circulado de que V.P. habría aconsejado
pasar tales edificios a otros y que los franciscanos trabajasen en los
suburbios, etcétera. ¿Qué nos puede decir?
Yo no sé de donde nació esta noticia sobre la venta de los grandes conventos y
colegios en Brasil; es una fantasía. Si ustedes van a ver los conventos, iglesias, colegios, etc.
que tenemos allí, se llevarán la impresión de estar en una barriada; son muy pocos los
edificios que merecerían ser cedidos o que encontrarían un comprador. Eso de que están
al servicio de las clases ricas, las más de las veces es una pura fantasía de quien no conoce
la situación. Yo no recuerdo haber dado una autorización o consejo semejante; pero el
hecho es que se va trasmitiendo a través de las revistas... .
Ahora consideremos, por ejemplo, el caso de las religiosas que van a misiones.
¿Deben ponerse al nivel de la gente de allí, vivir como la gente nativa? ¿O en su propio
edificio, que allí resulta mucho mejor que las cabañas de los nativos, pero que en cuanto
edificio no se admitiría aquí en Europa de tan pobre que es? Yo creo que la formación
que dan a las chicas y a las familias, los servicios que les prestan con los edificios que
han levantado allí, escuelas, hospitales, etc., constituyen un elemento promocional de la
gente de primer orden. Si se pusieran a nivel de las gentes nativas, no promocionarían nada,
porque nosotros, por más que respetemos los usos, costumbres, cultura, etc. de las tribus,
debemos comprender que el nivel primitivo en que estas tribus viven es infrahumano, y
que la ayuda al desarrollo es un servicio humano que viene junto con la evangelización. Si se
considera esto un poco, con una mirada global y una inserción en el conjunto, no veo que
haya objeciones a hacer.
En Katanga mismo visité varios hospitales, casas de maternidad, etc. que llevan las
religiosas, y creo que aquí en Europa la inspección de sanidad no permitiría que se recibiese
un solo enfermo o una sola parturienta en aquellas instalaciones. Allí, sin embargo, significan
una promoción enorme y una ayuda grande a la gente.
Yo quiero resaltar que existe este aspecto de la evangelización en la promoción que,
por fuerza, lleva al misionero o a la misionera a un nivel más elevado que el de la gente,
precisamenete para poder promocionarla; esto forma parte del programa promocional y no
es una demostración de fuerza o de potencia, de ostentación o de triunfalismo.
En otras situaciones, en Brasil por ejemplo, el gobierno no tiene medios para dar
escuela a todos; el aumento demográfico sobrepasa con mucho las posibilidades financieras
y económicas de construcción de escuelas. Consiguientemente, una gran parte de la
alfabetización es de iniciativa privada; y el gobierno, como no tiene plata suficiente, no
subvenciona las escuelas privadas, las no estatales, antes bien les cobra impuestos. Así que
los religiosos, religiosas o clero secular que hacen una escuela, tendrán que levantarla,
encuadrarse dentro de las exigencias del gobierno, pagar -al profesorado, correr con todos
los restantes gastos... y tendrán que hacerse pagar por todo esto; porque, al fin de cuentas, la
escuela no es una vaca que come en el cielo y se ordeña en la tierra. Resultado: la familia
es el único ente que puede subvencionar esta escuela. Los pobres ya no podrán entrar en
ella. Por la fuerza de las circunstancias, estas escuelas pasan a la clase media y a la clase
rica. Ustedes pueden escoger la opción de no hacer la escuela, y ¿a quién aprovecha esto?
Muchas veces, las hermanas sobre todo llevan una vida verdaderamente de esclavas
en sus escuelas; hacen que las familias les paguen, y con su trabajo personal consiguen
mantener una especie de escuela paralela para pobres, o consiguen economizar una serie de
bolsas con que poder acoger gratuitamente a los pobres en su colegio. Esto lo . hacen con
gran espíritu de sacrificio y es una vida durísima la que llevan. Yo conozco muchas de
estas instituciones y creo que es mejor no calumniarlas.
Lo mismo vale para los hospitales. En Brasil, el gobierno está lejos de poder
construir y mantener los hospitales que son necesarios. Los hospitales de las religiosas,
en general, son de apariencia grandiosa dentro del ambiente; pero para poder ser un
hospital y servir como
tal tiene que ser así. Las exigencias legales, la inspección estatal de sanidad, etc., piden un
cierto nivel en el instrumental, higiene, edificios, instalaciones, etc., para permitir su
funcionamiento; de lo contrario, no lo autorizan al menos en las ciudades. ¿Quién paga todo
esto? Los enfermos, las familias. De nuevo aquí cabe la opción de no hacer nada, y de nuevo
nos podemos preguntar: ¿a quién aprovechará el que no hagamos nada? Para hacerlo hay que
seguir por este camino, yo no veo otro.
Lo que sí he aconsejado a las religiosas, y suelen hacerlo en cuanto les es posible, es
que la propiedad sea de otros. Los hospitales propiedad de las Hermanas son relativamente
pocos; en general trabajan en hospitales del gobierno o de otras entidades privadas; tienen
la dirección, la administración y hacen con su obra hospitalaria una enorme obra pastoral.
Los sacerdotes que van a atender enfermos en los hospitales, desde que cruzan la puerta ya
saben si hay Hermanas o no en ese hospital.
Yo creo que en estos casos se hace una obra pastoral, una obra social y de justicia
social, que está muy calumniada con una facilidad, con una crueldad y con una ferocidad
que yo no sé explicarme. A veces yo me pregunto, ¿por qué estos términos tan fuertes y tan
duros contra esas iniciativas? Términos y maneras de escribir, incluso en revistas católicas,
que me parecen bastante poco evangélicos. Hay que intentar ver la realidad y examinar la
situación, hay que meterse allí dentro, que no son las cosas tan simples.
Por esto yo, más que aconsejar liquidar estas obras y actividades, lo que he hecho en
cuantos encuentros he tenido con superioras Generales, Provinciales, Capítulos, etc., ha sido
decirles siempre: «estudien bien los principios generales y enseguida estudien muy bien la
situación concreta, y no cometan imprudencias.» En algunos casos se llegó a la conclusión
de que era mejor abandonar un determinado colegio para meterse en otras actividades;
porque fácilmente sucede que se multiplican las obras en un cierto lugar y no hay una
distribución suficiente en otras partes. Y ya han corregido varias de estas situacijnes
deformadas, con gran espíritu de sacrificio por parte de las religiosas.
Así, pues, establecer como principio general que cierren colegios, hospitales, etc., no
me parece justificado; lo considero muy superficial y facilón. La cuestión es bastante más
compleja y hay muchísimos más elementos positivos en estas obras de lo que, en general,
se acepta en esa publicidad demoledora.
Lo que sí acaece, por ejemplo en Estados Unidos, es que los costes de la enseñanza
privada, parroquial; son tan elevados y la situación se ha agravado de tal manera con la
presión demográfica, que en este año de 1971, a la apertura del curso,, muchas escuelas
parroquiales no abrieron, cerraron las puertas por simple imposibilidad de manutención.
Las Universidades privadas están casi todas con el agua al cuello; no es posible
mantenerlas.
Este problema es más grave en las instituciones hospitalarias, porque los gastos de un
hospital hoy día son enormes si se quiere dar una asistencia sanitaria razonable a los
enfermos, tal como los médicos, los servicios sanitarios y la asistencia misma lo exigen
hoy. Y los precios para los enfermos se suben a las nubes. Como ustedes saben la situación
económica
de casi todos los hospitales estatales e incluso de la seguridad social, en muchas naciones, es de
tal manera deficitaria que casi ya no están en grado de mantenerse.
Así que me parece que en lugar de aconsejar el cerrar, hemos de prever que tendrán
que cerrar por otros motivos, porque no podrán mantenerse estas instituciones dentro de
poco tiempo. Y creo que bajo muchos puntos de vista, será un desastre.
Nos quejamos muchas veces, por ejemplo, de los colegios de los ricos, aireamos sus
defectos y sus puntos negativos; pero, ¿hicimos alguna vez un cálculo sobre cuánta
mentalidad cristiana, a pesar de todas las imperfecciones y defectos, ha pasado a los alumnos
y a las familias por la actuación de estos colegios? ¿Por qué vemos solamente lo que
llamamos un escándalo social? En cualquier iniciativa, repito una vez más, tendremos
que pagar las ventajas aceptando desventajas; el ideal de pura ventaja no existe.
Creo que deberíamos ser más críticos en esto y no aceptar tan fácilmente estas
objeciones. Que hay defectos e imperfecciones, que hay injusticias..., esto se concede así
globalmente; pero decir que la injusticia está aquí, en esta institución, en este
establecimiento..., antes de afirmarlo tendríamos que probarlo y no suponerlo
genéricamente. De lo contrario, cometemos una gran injusticia contra tanto espíritu de
sacrificio y tanta actuación verdaderamente evangélica como hay en estas obras y en las
personas que las llevan.
- IX -
DOS TEMAS BREVES
1. LA VIDA DE FRATERNIDAD EN TERRITORIO DE MISIONES
Algún Provincial pone dificultades que los jóvenes vayan a misiones en las que se
encontrarán solos por temor a los peligros que esta soledad lleva consigo. ¿Qué
solución podría darse a estos casos?
Aquí toca usted la cuestión de ver cómo arreglar la vida de los frailes en territorio
misional; sobre esto se ha discutido. ya mucho y ahora estamos buscando fórmulas
adecuadas de solución en las Vicarías misionales y en las Federaciones, creando encuentros
más o menos frecuentes y de diversos tipos para los misioneros. Hasta ahora había habido una
preocupación relativamente pequeña acerca de este asunto, y se había dejado que cada uno
siguiese por su camino, sin crear las oportunidades para que se encontrasen. Esto se está ahora
corrigiendo en el territotorio de misiones, promoviendo encuentros y forzando un poco a los
individuos a convivir, por lo menos una vez al mes durante uno o dos días en unión con sus
compañeros. De esta forma se va eliminando ese peligro de la soledad y sus consecuencias.
Yo creo que la formación del clero secular y la formación de los religiosos tienen un
carácter psicológico completamente diverso. El religioso, al menos nuestros frailes, se forma
para la vida en grupo, para la vida comunitaria; el sacerdote secular en el seminario ha
recibido una formación con vistas a una vida solitaria y aislada. Son pues, dos tipos de
formación que, bajo este punto de vista, corren en direcciones opuestas; y es evidente que
uno que ha sido formado para la vida en grupo, para la vida en fraternidad, y enseguida se
encuentra aislado, acusará la falta de entrenamiento, de las estructuras y de los hábitos
psicológicos para soportar la soledad. De ahí viene muchas veces el mal.
El Provincial tendrá que hacer todo lo posible para crear en sus misiones o en los
territorios en que exista el peligro del aislamiento, aquellas estructuras necesarias para
unos encuentros suficientemente frecuentes. Y ya se está haciendo en muchas partes. En el
pasado, posiblemente se pensaba poco en esto y toda la preocupación se centraba más en el
trabajo misional; y no faltaban quienes creían que si el misionero no está las 24 horas
del día presente dentro de su misión, el diablo se hace con la misión. Esto es más
imaginación que realidad. El misionero puede perfectamente ausentarse durante 3 ó 4 días para
un encuentro entre sus hermanos y volver más enriquecido a la misión; cuando llegue de
regreso, probablemente comprobará que no pasó nada malo mientras estaba conviviendo con
los demás misioneros. Cuando después de un viaje vuelvo a Roma, el problema que me surge
es la impresión de sentirme completamente superfluo, porque la Orden continúa tan bien
como antes y no se dañó por mi ausencia.
Muchas veces nosotros objetamos contra estas reuniones las muchas obligaciones
pastorales que tenemos. Creo que deberíamos ser bastante más realistas y comprender que
esas
mismas obligaciones pastorales incluyen la obligación de estos encuentros, no los excluyen;
la renovación y consolidación espiritual del misionero, su salud mental y espiritual, su
firmeza en la propia vocación, etc., son valores de primer orden para la misma misión, y
esos valores se adquieren, acrecientan o afianzan, según los casos, en esos encuentros
fraternos; de ahí que estas ausencias del misionero repercutan en beneficio de la misión. La
ausencia de la estación misionera, incluso durante una semana, no suele causar daños. Las
objeciones que se hacen son casi siempre de tipo pastoral: la obligación de atender a las
almas, la celebración diaria de la misa, la atención a los enfermos, etc. En realidad, las
cosas se pueden arreglar de muchas maneras y hay muchos modos de hacer. Yo creo que los
Provinciales y Superiores de misión tienen que preocuparse mucho de promover estos
encuentros y de empujar un poco (en Roma se dice «fare gentile pressione») a sus frailes
para que participen en estas convivencias.
-X-
VISIÓN PANORÁMICA DE LA ORDEN HOY Y PERSPECTIVA PARA EL
FUTURO
¿Y qué quiere decir amar al prójimo? ¿Interesarse por la conversión de una tribu
indígena de Nueva Guinea? Sí; pero el amor al prójimo empieza en el propio ambiente,
dentro del monasterio. Es fácil amar a quienes no conocemos ni con quienes nos encontramos;
el amor al prójimo ha de hacer su prueba dentro del convento, con la hermana, ésta es el
prójimo. Y hay que hacer de la vida, dentro del monasterio, un modelo de amor al
prójimo para que pueda ser aceptada por Dios. Sabemos por experiencia que todos nacemos
con los siete vicios capitales;
con ambición, envidia, celos... Y me parece que el elemento más importante de progreso
en la vida espiritual, es el vencerse a sí mismo, el superarse en este terreno, para hacerse
acompañar del prójimo más próximo en la vida de oración y aún en lo más íntimo de la vida
contemplativa. La prueba del amor de Dios está en el amor al prójimo. Si cuando llegue el
juicio, ustedes alegan haber observado la clausura, los votos, el silencio, la disciplina
monacal, etc., el Juez les argüirá: «Tuve hambre, sed, estuve enfermo»... Este es el
examen por el que tenemos que pasar. No es que el resto no cuente, sino que el amor del
prójimo, tal como está en el Evangelio, en la Epístola a los Corintios, en San Juan, etc., es
lo más importante en nuestra vida cristiana. Quien dice que ama a Dios y no ama al prójimo,
es mentiroso; no lo olvidemos.
El amor del prójimo puede seguir diversos caminos. Podemos practicarlo en familia,
como enfermera en un hospital, como profesora en una escuela... ¡Hay tantas maneras! Se
puede practicar ayudando a los pobres directamente, trabajando en misiones... Pero,
igualmente, la vida en el monasterio de clausura es un camino de amor al prójimo. El
prójimo dentro del monasterio, el prójimo con el cual entran en contacto hacia afuera,
aunque sea reducido, y el amor del prójimo, esto es lo más importante para la vida
contemplativa; el prójimo que entra en la oración, que va con nosotros en audiencia ante
Dios. Evidentemente, allí el prójimo no podrá estar con nosotros si no practicamos el
amor al prójimo, la visita a los enfermos, el perdón más que todo, el querer bien al
prójimo más próximo. Es sobre esta base, como se puede construir una vida de oración y
una vida contemplativa auténticamente evangélica. Ya saben ustedes que la vocación a la
vida contemplativa es preciosa en la Iglesia, y que tiene todos los fa vores y apoyo de la
Iglesia por ser una forma elevadísima de vida cristiana y de vida evangélica. Y lo es
precisamente porque incluye el amor del prójimo.
Conclusión
Si ustedes recomponen un poco todos los elementos de que hemos hablado, tendrán
un cuadro de conjunto que les sirva de punto de apoyo para algunas de las cuestiones
fundamentales de su vida. Con ello podrán poner en su lugar cada uno de los elementos
que integran su vida; podrán dar a cada uno de ellos su importancia relativa y podrán, más
fácilmente, componer un cuadro dentro del cual se reencontrarán, acusarán menos la crisis por
la cual estamos pasando hoy, y sentirán menos angustias y menos confusión.
Les deseo que sean muy valientes para progresar por estos caminos, que tengan
bastante lucidez mental siempre para poner cada elemento en su lugar, dar a cada elemento su
relativa importancia y componer con todos ellos el cuadro maravilloso de su vida
claustral. Les deseo igualmente que, teniendo todas como profesas el diploma de saber el
camino, avancen rápidamente por este camino y lleguen en su colaboración con la gracia
de Dios a un grado muy elevado de contemplación adquirida; es esta la razón de ser de
su vida.
- XII -
ALOCUCIONES A LAS RELIGIOSAS TERCIARIAS FRANCISCANA
- XIII -
ALOCUCIONES A LA T E R C E R A ORDEN FRANCISCANA
«En El nos eligió para que fuésemos santos e inmaculados ante El en caridad, y nos
predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo (Ef. 1, 4-5). «Vino a los suyos, pero
los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron, dioles poder de venir a ser
hijos de Dios» (Jn. 1, 11-12).
El Evangelio de San Juan, escrito unos 70 años después de la muerte de Jesucristo,
miraba a aquellos que le habían recibido en su tierra, en su casa, y miraba también a otros que
lo habrían de recibir en su corazón, y a quienes se les daría el poder, la gracia de ser hijos de
Dios. Cristo está presente en su casa. Hay otros que no lo recibieron.
Entre los que lo recibieron, uno de los que más se ha destacado es, ciertamente,
nuestro P. S. Francisco. Para él, la presencia de Cristo no era una presencia en el pasado, era
una presencia en el presente. El misterio de la Navidad para él, el Belén, el Nacimiento,
no era un acontecimiento perdido y lejano, sino que le pa recía presente y le era presente.
Esta presencia de Cristo, presencia que corresponde a la realidad, ha marcado tan
profundamente a San Francisco, que es una de sus características.
Nosotros, hijos de San Francisco, Primera, Segunda y Tercera Orden, hemos hecho el
compromiso de, al igual que Francisco, aceptar la presencia de Cristo. Después de 750 años,
el Belén es como una segunda Belén a donde miles y miles de peregrinos van a experimentar
este milagro de la presencia de Cristo.
Esta palabra de ser hijos de Dios tiene una dimensión y significación muchísimo
más vasta y más real de lo que pudiera parecer. Es que Dios, en su generosidad y en su manera
de pensar, tan superior a la nuestra, ha querido que, por una gracia, seamos injertados en la
vida divina. De tal manera que moramos en El y no de una forma metafórica. Somos
hijos de Dios en realidad. Tanto San Juan como San Pablo nos lo han recordado: somos
hijos de Dios en verdad. Y cuanto más pensamos en esto y lo tomamos en serio y, como San
Francisco, intentamos realizarlo y actualizarlo en esta vida, tanto más se manifiesta su gran
poder.
Es verdad que San Francisco ha tenido como pocos hombres una influencia
continuada por los siglos que nos sorprende. Yo creo que viene en gran parte de la suma
humildad y empeño en realizar en su vida esa filiación divina; Cristo se la había
hecho presente y Francisco responde aceptando su mensaje y comprometiéndose a vivir en
conformidad con él.
Para esto, no necesitamos de una gran organización, de mucho poder. Lo que hace falta
es la fe viva y la cooperación con la gracia de Dios; actuar en todas partes nuestra vida
en estas condiciones de la presencia de Cristo en su casa, en nosotros, y realizar su
presencia aceptando su mensaje, viviendo nuestra vida en conformidad con la de Cristo.
San Francisco lo ha hecho así. Lo ha hecho de una forma tan seria, que ha
despertado en muchos el deseo de imitarlo. Unos lo imitaron dejando su casa, sus
familiares, sus bienes, y siguieron la misma vida austera de pobreza en compañía de
San Francisco. Otros, sin embargo, no lo podían hacer así; por eso querían que San
Francisco les señalara un camino para poder realizar, al menos en espíritu, lo que él estaba
haciendo con sus seguidores más inmediatos: aceptar a Cristo. De aquí nació la TOF;
podríamos decir que la Tercera Orden no la fundó San Francisco, sino los mismos
terciarios; aquellos padres y madres que no podían abandonar su casa e hijos, como los
frailes, y, aunque tenían que seguir en sus hogares, querían vivir tras las huellas de San
Francisco. Por eso, le rogaron que les diera unas normas para poder vivir, si no como él, al
menos con aquel espíritu, en seguimiento de Jesucristo. San Francisco lo hizo dándoles en su
Regla de la TOF una pequeña indicación para tal forma de vivir. ¡Camino luminoso para
compenetrarse con Cristo!
La TOF no ha sido una gran organización, ni muchísimo menos una potencia en el
sentido de nuestro tiempo. Y, sin embargo, ha sido una de las fuerzas más vivas y más
eficaces de la actuación de la Iglesia. Lo que han sido los terciarios en la aceptación del
mensaje de Cristo en la Iglesia, es difícil de decir; sólo Dios lo sabe.
Algunos de los aspectos de su manera de actuar, los podemos ver en las ciudades
medievales. Fue una actuación de retorno al Evangelio en las costumbres, en la política, en la
vida social. Hoy admiramos la orientación que dio a la sociedad de su tiempo San
Francisco, en aquellos preceptos tan acertados que encontramos en las normas dadas a los
terciarios, que son como un testamento.
Nunca podremos imaginar el bien que ha hecho por todas partes en la Edad Media,
por ejemplo, aquel precepto de no llevar armas. En las ciudades medievales, la violencia
estaba a la orden del día, produciendo muchos muertos y aumentando un odio que despertaba
otro odio y agrandaba los deseos de venganza. San Francisco, muy simplemente, ha mandado a
los suyos que depongan las armas. -«Pero si deponemos las armas, dirían algunos, nos
matarán a nosotros». -«Y si usáis las armas, contesta Francisco, ¿no mataréis
vosotros? Y esto es mucho más fatal». Así hicieron miles y miles de terciarios en
muchas ciudades, y así empezó el camino del amor, la reconciliación de aquellas guerras en
que ardía la época.
Amados hermanos: sois terciarios de San Francisco; buscáis, en estos tiempos de la
Iglesia de hoy, vuestra posición; os preguntáis por las estructuras y queréis saber cómo
debéis organizaros para ser la fuerza de la Iglesia. La estructura y organización tienen su
importancia y significación; es bueno que os preocupéis de las estructuras. Pero es mucho
más importante que cada uno de los terciarios haga el compromiso de imitar a Cristo, de
aceptar su mensaje, de acoger el poder que Dios nos da de llegar a ser hijos suyos,
de creer en su nombre para realizar en sí mismo el mensaje de Cristo. Cuantos realizan
así el mensaje de Cristo, aceptando a Cristo, hospedando a Cristo, se transforman en
una fuerza viva y eficaz dentro de la Iglesia y en la sociedad entera. Aceptando y
realizando este ideal, tendrán esa palabra de amor para llevar la paz a los hombres. Y en
la misma medida en que recibamos a Cristo, con la misma intensidad, vuestras
actuaciones serán más profundas y penetrantes.
Esto es lo que os deseo a todos, y para todos pido que comprendáis las palabras del
Evangelio de San Juan, a semejanza de San Francisco, y las actuéis de la misma manera y con
la misma intensidad de San Francisco. Y que seáis llevados por el mismo amor para llegar a ser
como él: tal hijo de Dios en la paz y el bien, para el mundo de hoy. Así sea.