Capítulo 3 Y 4 Tomo III

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Capítulo 3.

Formación y estructura económica de la hacienda en


Nueva España, por ENRIQUE FLORESCANO

TRANSFORMACIÓN ECONÓMICA
La primera revolución que transformó el suelo en Mesoamérica fue la invención de la propia
agricultura y unas décadas después de la conquista se produjo la segunda revolución, al combinarse
el descenso brutal de la población nativa con la penetración de los españoles en el territorio y la
propagación en éste de las plantas y animales europeos. La rapidez de este proceso puede quizás
explicarse por la previa aclimatación de la flora y fauna europeas en las islas Canarias y en las del
Caribe y por las condiciones naturales que presentaba el suelo americano, pues ofrecía múltiples
nichos ecológicos para la reproducción de plantas y animales.
Los granos europeos se expandieron por las tierras altas e irrigadas del sur de Puebla (Atlixco-
Tepeaca) y del norte de Ciudad de México. En pocos años el grano transformó el paisaje tradicional
de los campos indígenas, inauguró la explotación de riquísimas tierras, introdujo el uso permanente
de técnicas de cultivo españolas, tales como el arado, el riego y las yuntas.
La caña de azúcar fue otro de los vehículos que contribuyó a la gran transformación del medio
natural y social. Se introdujo desde la década de 1530 en las tierras templadas y cahentes del sur de
la capital. Al margen de sol, de agua y tierras extensas y llanas, la zafra exigió también de grandes
inversiones para convertir el jugo de la caña en cristales azucarados. Por lo tanto, desde un
principio, la explotación y procesamiento de la caña estuvo asociado a los señores poderosos.
Hernán Cortés fue uno de los primeros introductores de la caña de azúcar en Cuemavaca y en las
tierras bajas de Veracruz, y a su ejemplo otros encomenderos y funcionarios ricos invirtieron
elevadas sumas de dinero en la adquisición de tierras, construcción de extensos sistemas de
irrigación, importación de maquinaria para rudimentarios «trapiches» o los más complejos
«ingenios», y edificación de la «casa de prensas», la de calderas, las «casas de purgar» donde se
refinaba el producto, además de las viviendas que albergaban a los administradores y numerosos
esclavos. Se estima que el coste de un ingenio azucarero era de 50.000 pesos o más al finalizar el
siglo xvi. La mayor parte de la producción quedaba en Nueva España, Otra parte, la que se
elaboraba en la costa de Veracruz, iba a España.
La penetración europea en las tierras templadas y calientes fue también estimulada por la demanda
de productos tropicales, como el tabaco, el cacao, el índigo, el añil, el palo tinte y otras plantas, que
desde la segunda mitad del siglo XVI pasaron a explotarse a escala comercial. Sin embargo, el
impacto más violento en el paisaje natural y cultural de Nueva España lo produjo la introducción
del ganado, que llegó a través de las Antillas, siguiendo el camino de los otros conquistadores del
suelo. Durante las dos décadas que siguieron a la conquista, el ganado europeo se esparció
rápidamente por toda la cuenca de México y los valles de Toluca, Puebla, Tlaxcala, Oaxaca y
Michoacán. En estas áreas densamente pobladas por agricultores indígenas tradicionales, los
animales europeos invadieron y destrozaron los cultivos abiertos de los indios, transformaron tierras
de cultivo en campos de pastoreo, dislocaron el sistema de asentamiento y redujeron los recursos
alimentarios indígenas. Es cierto que los indios pronto incorporaron a los cerdos, ovejas, cabras y
gallinas a sus modos de vida, pero resultaron más perjudicados por los cambios que transformaron
su relación con el medio.
La presencia de caballos, vacas y mulas, cambiaron las planicies costeras de Veracruz y del
Pacífico en áreas de «ganado mayor», llamadas «estancias» por los españoles, donde vacas, caballos
y muías pudieron reproducirse. No obstante, la expansión del «ganado mayor» (principálmente
ovejas y cabras) fue más atractiva en las extensas praderas del norte, abiertas por la colonización
minera. Desde 1540, los rebaños siguieron la ruta del norte de los buscadores de plata y, después de
1550, se desbordaron por las llanuras semiáridas del norte del Bajío.
A finales del siglo xvi, en todos esos nuevos territorios, había ya cientos de miles de ovejas,
cabras, caballos y vacas. Una nueva y extentísima porción de tierra fue así incorporada a la
economía colonial.
La expansión y multiplicación del ganado permitió la introducción de las técnicas españolas de
pastoreo: la utilización común de los pastos, montes y baldíos y la mesta o agrupación de
ganaderos. Estos últimos fueron quienes establecieron las reglas de pastoreo, tránsito y arcaje del
ganado y las normas para solucionar los conflictos entre los ganaderos. En Nueva España también
se desarrolló una nueva técnica de cría y selección de los animales: el «rodeo», sistema queconsistía
en acorralar anualmente a las crías para marcar y seleccionar las que debían ser destinadas a la
venta y las que debían ser sacrificadas.
Estas nuevas actividades crearon el hombre a caballo, el vaquero, que junto al minero y el
misionero, fue una de las figuras centrales de la colonización del norte. Al mismo tiempo, las
carretas y carros tirados por bueyes, caballos o mu-las revolucionaron el sistema de transportes,
acortando distancias y facilitando el traslado de mercancías y productos. Estos animales fueron la
primera fuerza de tracción no humana que se utilizó en México, y con ellos se comenzaron a mover
molinos para triturar minerales, trapiches e ingenios, para el prensado y procesamiento del azúcar.
Las pieles de oveja y cabra dieron lugar a un activo comercio de exportación, y proporcionaron
artículos indispensables para la extracción y transporte de los minerales. La lana de los borregos
creó la manufactura de telas y vestidos cuyo uso se generalizó entre la población blanca y entre
indios y mestizos. La carne de vaca, abundante y barata, hizo de los españoles y criollos del norte
hombres carnívoros, y la de cerdos, gallinas, corderos y cabras transformó rápidamente los hábitos
alimentarios de la población aborigen.
El fraile evangelizador fue otro de los agentes que contribuyó a la gran transformación ecológica
que se experimentó en Nueva España. Franciscanos, dominicos y agustinos, y más tarde jesuítas y
carmelitas, y todos los misioneros, fueron sumamente activos en la introducción y adaptación de
plantas y animales, de las técnicas agrícolas y de regadío. Cada misión, convento, monasterio o
pueblo de indios, que los misioneros fundaron, vio nacer su huerto de árboles frutales europeos,
tales como naranjos, limoneros y perales, como también viñedos y huertas con nuevos tipos de
vegetales. Además, la incorporación de sistemas de diques, acueductos, acequias y presas permitió
la extensión de tierras cultivables e incrementó la oferta estacional de productos de la tierra.

DISTRIBUCIÓN DE LA TIERRA
Los españoles no se interesaron por la agricultura. Por entonces, la agrícultura indígena era más
que suficiente para satisfacer la demanda.
La primera distribución regular de tierras fue hecha por los oidores de la Segunda Audiencia
(1530-1535). Siguiendo la tradición de la Reconquista en España, y con el propósito de estimular la
«guarda y conservación de la tierra», se autorizó a los cabildos de los nuevos pueblos y villas la
concesión de mercedes de tierras a todo aquel que deseara asentarse en ellas permanentemente. Así,
los cabildos, y más adelante los virreyes, repartieron títulos de vecinos a los nuevos pobladores, con
derecho a disponer de un solar donde poder construir una casa junto a un huerto, a la vez que se les
otorgaba merced de una o dos caballerías para «romper y cultivar la tierra». Además, las nuevas
poblaciones recibieron un terreno amplio para ejidos y pastos. Este fue el modelo que se adoptó en
la fundación, en abril de 1531, de Puebla de los Ángeles, desde 1573.
A partir de la segunda mitad del siglo xvi, el desinterés de los españoles por la tierra y las
actividades agrícolas cambió repentinamente, y empezaron, cada vez más, a solicitar nuevas
mercedes de tierras. Se generalizó la distribución de caballerías de tierra cultivable, cuya superficie
quedó fijada en poco menos de 43 hectáreas, y desde mediados hasta fines del siglo xvi hubo una
ininterrumpida concesión de este tipo de mercedes. Por medio del sistema de concesiones de
mercedes, se repartieron 12.742 caballerías de tierra cultivable a los españoles, y 1.000 a los
indígenas, que en total se aproximan a las 600.000 hectáreas. El fundo legal limitó la extensión de
cada uno de los nuevos pueblos de indios a un máximo de 101 hectáreas, tal y como especificó una
orden virreinal de 1567. La tierra de estos pueblos debía distribuirse siguiendo unas directrices
concretas: una parte debía reservarse al núcleo del pueblo, es decir, casas, huertos y solares
individuales para los habitantes de éstos; otra debía ser de tipo comunitaria, destinada a actividades
agrícolas y ganaderas; las consistentes en áreas no cultivables, tales como laderas, bosques, pastos y
las dedicadas a plantas y frutos silvestres; por último, la parte más importante fue dividida en
solares individuales para cada cabeza de familia, como propiedad privada, pero con limitaciones,
pues, al igual que en los tiempos prehispánicos, los beneficiarios sólo poseían el usufructo de la
tierra, por lo tanto, ello no implicaba propiedad, tal y como era concebida en el derecho romano. El
reparto de tierras a gran escala dio lugar a que cientos de nuevos colonos se beneficiaran de ello,
dando lugar a la aparición de un nuevo grupo de propietarios agrícolas, que casi siempre fue
antagónico al de los grandes encomenderos, quienes, por otra parte, también se beneficiaron de la
distribución de la tierra. A la vez, ambos grupos entraron en disputa, tanto por la obtención de
tierras como para conseguir trabajadores y mercados.
El alza de los precios de los productos alimentarios y la abundante disponibilidad de tierra,
estimuló la formación de haciendas y ranchos mixtos, es decir, agrícolas y ganaderos, que rodearon
las ciudades y capitales administrativas del centro y sur del virreinato. Bajo estos estímulos, las
haciendas ganaderas empezaron a incluir dentro de sus límites a las manadas errantes de caballos,
ovejas, cabras y vacas, que siguiendo la tradición medieval española se les permitía pastar
libremente en los yermos, e incluso introducirse en las tierras labrantías después de la cosecha, para
alimentarse con los rastrojos. En Nueva España, esta costumbre dio lugar al reconocimiento de los
pastos, bosques y tierras cubiertas con rastrojos como tierras de uso comunal. Ello tuvo como
consecuencia prolongadas querellas de los indios agricultores en contra de la invasión en sus
campos abiertos de manadas de ganado.
En el siglo xvi, la ocupación de la tierra sin título legal fue la práctica más común para extender la
propiedad. Sin embargo, la ocupación ilegal empezó a ser regulada por la corona entre 1591y l615,
al dictar ésta nuevos procedimientos para la adquisición de la tierra. En este sentido, la disposición
más importante fue la ordenanza de 1591 bajo la cual todas las tierras poseídas de forma irregular,
tales como las compradas ilegalmente a los indígenas, las «sobras», «demasías» y malos títulos,
pudieron legalizarse mediante el procedimiento de la composición, que consistía en pagar al fisco
una cantidad de dinero. A lo largo del siglo xvii, la mayoría de las grandes haciendas agrícolas,
estancias ganaderas y las grandes propiedades eclesiásticas fueron regularizadas a través del sistema
de la composición. Así, en poco menos de un siglo la corona española realizó un vasto programa de
redistribución del suelo, que sentó las bases del desarrollo posterior de la agricultura y de la
propiedad en la colonia.

MANO DE OBRA
La hacienda logró estabilizarse cuando consiguió crear su propio sistema de atracción,
mantenimiento y reposición de los trabajadores. Tardó poco más de un siglo en lograrlo, debido a la
lucha constante mantenida por la comunidad indígena, surtidor principal de energía humana durante
esa época.
De 1521 a 1542, los encomenderos dispusieron libremente de la energía de los indios de
encomienda. No se modificó el sistema aborigen preexistente para la producción de bienes y la
prestación de servicios. Bajo el sistema de encomienda, el indígena conservó sus vínculos con el
pueblo y grupo al que pertenecía, estableciendo con el encomendero una relación temporal, que
consistía en un trabajo estacional y sin especialización, que debido al carácter político de vasallaje
no implicó remuneración salarial alguna. Los indios encomendados se alimentaban con lo que
producía la comunidad, y ésta tenía que sufragar los gastos que ocasionaba el traslado de los
trabajadores desde su pueblo de origen hasta el lugar donde prestaban sus servicios. En suma, los
indios de encomienda continuaron siendo productores campesinos, radicados en su aldea, que de
manera forzada y temporal realizaban trabajos múltiples para el encomendero. Este sistema
aumentó la explotación de los indígenas ya que los pueblos y familias campesinas tenían que
producir para su propia subsistencia y reproducción, además del excedente que se transfería a los
encomenderos, sin recibir por ello ningún beneficio a cambio.
Esta situación empezó a cambiar, cuando la corona, en la medida en que estas actividades
necesitaban una mano de obra fija y permanente que la encomienda no podía proporcionar, los
españoles introdujeron el esclavismo, tanto para los indios como para los africanos. La explotación
inicial de placeres de oro, minas de plata e ingenios azucareros fomentó la formación de una
significativa población de esclavos en Nueva España, que hacia 1550 pasó a ser la fuerza de trabajo
permanente en esas actividades. En 1548, se prohibió la esclavitud de los indios, y muchos de los
indios liberados se convirtieron en los primeros «naborías», quienes vivieron y trabajaron
permanentemente en las haciendas y en las minas a cambio de un salario.
Los esclavos africanos conformaron una parte importante de la fuerza de trabajo permanente, pero
el desarrollo de la agricultura, ganadería y minería hubiera resultado imposible sin la disponibilidad
de un número elevado de trabajadores temporeros, que en este caso sólo podían ser indios. Para
terminar con el monopolio de la mano de obra india, la corona, en 1549, decretó la abolición de los
servicios personales de las encomiendas. En 1550, se ordenó al virrey Velasco la implantación de
un sistema, mediante el cual los indios debían trabajar a jornal en las explotaciones españolas,
disponiendo a la vez, que si no lo hacían voluntariamente las autoridades deberían forzarlos a
hacerlo. Este sistema, conocido como «repartimiento» o coatequitl, pasó a generalizarse desde 1568
a 1630.
Durante la mayor parte del año, las comunidades de indios fueron obligadas a contribuir, entre un
2 y un 4 por 100 de su mano de obra activa, y en un 10 por 100 en las épocas de escarda y cosecha.
Este porcentaje de trabajadores se distribuía en tumos semanales, así que cada trabajador cumplía
con una media de tres o cuatro semanas anuales, pero distribuidas en plazos cuatrimestrales. Los
indios debían ser bien tratados, y ellos sólo estaban obligados a cumplir con el trabajo asignado en
el momento de hacer el requerimiento. A cambio, ellos debían ser compensados con un jornal
diario, el cual varió entre 1575 y 1610, de medio real a un real y medio (1 peso = 8 reales). Entre
1550 y 1560, también fue decretado que, en lugar de pagar los tributos mediante productos
diversificados, éstos deberían pagarse sólo a través de dos formas: pagos en dinero y pagos en
especie, los últimos preferentemente en productos agrícolas, como, por ejemplo, maíz y trigo. Esta
disposición fue otra de las maneras de forzar a los indios a trabajar en las explotaciones españolas.
Con la imposición del repartimiento, los indígenas se vieron obligados a trabajar en sectores
sumamente especializados de la economía española (minería, agricultura y ganadería), con medios
de producción ajenos.
Bajo el sistema de repartimiento, el pueblo de indios asumió la función de reproducir, con sus
propios medios, la fuerza laboral requerida por las empresas españolas y la de suministrar los
trabajadores temporeros en las diferentes haciendas, minas, obras púbLIcas y las crecientes
actividades de las órdenes religiosas. La transferencia masiva de trabajadores a la economía
española redujo la capacidad de autosostenimiento que la comunidad de indios había disfrutado
anteriormente. La extracción constante de trabajadores impidió a las comunidades producir para su
propio consumo, por lo tanto, incrementó su dependencia de los bienes producidos por la economía
española. De este modo, para poder substituir lo que dejaban de producir los indios que iban a
trabajar para los españoles, las comunidades se vieron obligadas a exigir más trabajo e incremento
de la producción de sus miembros, para así compensar estos desequilibrios. Por añadidura, una gran
parte de esta producción tenía que ser destinada a los mercados españoles, para poder obtener los
ingresos necesarios para hacer frente a los pagos monetarios, exigidos a los pueblos en forma de
tributos, y, a la vez, comprar aquellos bienes que ellos habían dejado de producir o los que la
coacción política de los dominadores les obligaba a adquirir.
A fines del siglo xvi y en las primeras décadas del xvII, los hacendados empezaron a oponerse al
reparto forzoso de los trabajadores indígenas llevado a cabo por los corregidores y reclamaron el
derecho de contratación en un mercado libre de trabajo, sin interferencias de las autoridades.
Exigían que los indios fueran «libres para trabajar como quieran y en cualquier actividad que elijan,
y a ir con aquellos patrones que ofrecieran las mejores condiciones». Los hacendados necesitaban
más trabajadores para poder dar abasto a la demanda de productos agropecuarios que los mercados
nuevos y más amplios requerían, y que, por otra parte, las comunidades indígenas no podían
satisfacer, ya que éstas estaban doblemente debilitadas, tanto por las catástrofes demográficas como
por la sustracción de trabajadores a la que estaban sujetas. Así, los hacendados empezaron a retener
a los trabajadores indios en sus haciendas y a compensarles con un jornal. En 1632, la corona
ratificó este sistema nuevo de trabajo, al decidir la supresión del repartimiento forzoso de
trabajadores agrícolas, y aprobar la contratación voluntaría de los mismos mediante el pago de un
jornal. Así, los propietarios de grandes haciendas agrícolas y ganaderas pudieron disponer, por
primera vez, de una fuerza de trabajo permanente, y no esclava, a lo largo de todo el año.
Desde entonces, los propietarios se convirtieron en amos, jueces y legisladores de los habitantes
que residían en la hacienda. La hacienda dejó de ser una mera «tierra de labor» o «estancia de
ganado», tal y como la documentación del siglo xvi y principios del xvii la menciona, para
transformarse en una unidad de producción independiente. En adelante, ésta pasó a ser un territorio
permanentemente habitado, con zonas de barbecho y cultivo, trojes donde guardar los productos de
las cosechas, viviendas para los propietarios y administradores, chozas para los trabajadores e
instalaciones para las herramientas y pequeñas artesanías.
No obstante, en el norte, donde no había poblaciones de indios sedentarios susceptibles de ser
forzados a trabajar en las empresas españolas, los ranchos agrícolas, haciendas ganaderas y minas se
activaron inicialmente, mediante el desplazamiento obligado de los indios sedentarios del sur, la
adquisición de esclavos negros y la esclavización de cientos de indios nómadas. Posteriormente, la
propiedad de las minas y la expansión de las haciendas que las abastecían atrajeron un flujo
continuo de hombres desarraigados, producto del mestizaje étnico y cultural.
Sin embargo, las investigaciones disponible muestran que, incluso en el norte, donde existía una
gran movilidad laboral, el medio más común para atraer a los trabajadores fue a través del «peonaje
por deudas», que consistía en adelantar dinero y ropa a cuenta del futuro jornal. Además, en la
medida en que se les continuaba avanzando dinero o artículos, el endeudamiento se convertía en la
forma más habitual de mantener a sus trabajadores permanentemente entrampados, retenidos y
atados a la hacienda.
Si bien las haciendas ganaderas requerían principalmente trabajadores fijos, en contraste, el gran
problema de las agrícolas era el de disponer de un número considerable de jornaleros estacionales
para las temporadas de siembra, escarda y cosecha. En el siglo xvii, los hacendados del Bajío
resolvieron el problema, mediante el arrendamiento de parte de sus tierras a los campesinos, bajo un
compromiso por el cual éstos se comprometían a trabajar para la hacienda durante los períodos
estacionales. Esta solución fue seguida en muchas otras zonas de frontera, y también en las regiones
indígenas del centro y sur, y dio lugar a la existencia de los llamados «arrimados» y terrazgueros,
como también a formas de tenencia de la tierra, que en realidad encubrían relaciones laborales, tales
como el peonaje por deudas y la «tienda de raya» (comercio dentro de la hacienda donde los
salarios eran pagados en especie).
En el centro y sur del virreinato, en general las haciendas formaron sus plantillas permanentes de
trabajadores con individuos fruto del mestizaje de indios, negros y europeos, quienes no recibían un
salario específico, sino adelantos en dinero, ropa o compensaciones en especie, tales como raciones
suplementarias de maíz, vivienda y una pequeña parcela de tierra dentro de la hacienda, para que la
explotase el propio trabajador.
Otras formas de relaciones laborales sumamente arraigadas, durante los siglos XVII y xviii, en el
México central, fueron la retención de las retribuciones monetarias o parte de ellas (es el caso de
varias haciendas endeudadas con sus trabajadores), la negativa de los propietarios a aceptar la
liquidación de las deudas contraídas por los operarios para así poder abandonar la hacienda.
Teniendo en consideración todo lo dicho hasta aquí, lo que hoy se sabe sobre los mecanismos
usados para atraer y retener a los operarios de forma permanente en las haciendas, indica la
inexistencia de un mercado libre de trabajo y el predominio. Es importante también observar que la
fuerza laboral permanente de las haciendas no fue extraída de los pueblos de indios, que
conservaron sus propios medios de producción y que practicaron una economía corporativa y de
autosubsistencia, sino de aquellos grupos racialmente mezclados que por su origen carecieron de
derecho a la tierra.
La presión que las haciendas del centro y sur ejercieron sobre las comunidades indígenas recayó
sobre los trabajadores estacionales. En un principio, el pueblo de indios pudo eludir esta presión,
mientras la extensión de sus tierras productivas y el tamaño de la población estuvieron equilibrados,
pero cuando la tierra no fue suficiente para mantener a los habitantes de la comunidad, los indios
tuvieron que emigrar a las haciendas, a las minas o a las ciudades. De ahí que una de las principales
estrategias de los hacendados para hacerse con trabajadores fue precisamente la de apoderarse de las
tierras de la comunidad. Otra, pero ya impuesta por la corona desde la segunda mitad del siglo xvi,
fue la de requerir a los indios el pago del tributo en dinero.
La mayoría de los pueblos del centro-sur aceptaron pacíficamente esta relación que el sistema de
dominación impuso sobre ellos. En aquellas zonas donde los trabajadores escaseaban más, ellos
incluso lo usaron en su propio beneficio, exigiendo a los propietarios a que les dieran acceso a los
bosques, canteras y aguas, que la hacienda se había apropiado. Todo ello a cambio de
proporcionarles trabajadores en las temporadas de siembra, escarda y cosecha. En otros casos, los
hacendados arrendaban una parte de sus tierras a los pueblos de indios a cambio de trabajadores
estacionales. Otras veces, los hacendados establecieron un sistema de reclutamiento temporal de
trabajadores, usando para ello a un enganchador o contratista, que visitaba los pueblos, y con la
complicidad de los caciques y gobernadores indios reunía cuadrillas de jornaleros para laborar en
las haciendas.
Los medios de subsistencia que realmente sustentaban a los trabajadores estacionales provenían de
su propio trabajo en las parcelas de la comunidad indígena. De forma semejante, los peones o
trabajadores estables de las haciendas produjeron la mayor parte de sus medios de subsistencia,
pues las raciones de maíz, los terrenos que el hacendado les asignaba dentro de la hacienda, junto al
trabajo de otros miembros de sus familias, constituían los verdaderos recursos de sostenimiento.
Así, gran parte del éxito económico de la hacienda fue consecuencia del valor excedentario extraído
de la larga jornada laboral de los peones, de la explotación de la familia y de la comunidad
campesina. El resto vino dado por la adaptación de la hacienda al mercado.

EL MERCADO Y EL FUNCIONAMIENTO ECONÓMICO DE LA HACIENDA


La hacienda surgió para satisfacer la demanda interna de los mercados urbanos y mineros. Ciudad
de México fue el primer mercado que impulsó a su alrededor la formación de un cinturón de
haciendas mixtas, agrícolas y ganaderas. Más tarde, el continuo crecimiento de la población dio
paso a la creación de una red comercial que canalizó hacia la ciudad los suministros de azúcar,
algodón, cacao, frutos tropicales y ganado del norte, de la costa del Pacífico y de Vera-cruz; la lana,
las ovejas y carneros del noroeste; los trigos y granos de Puebla y del Bajío; y maíz y alimentos
básicos de las tierras fértiles que rodeaban la propia capital. Los grandes centros mineros de
Zacatecas, Guanajuato, San Luis Potosí, Parral y Pachuca, junto a otros centros más pequeños que
en un principio fueron alimentados por las regiones agrícolas indígenas del centro.
El gran mercado de la capital, que concentraba el mayor número de habitantes y gran parte de los
beneficios monetarios de la actividad económica del virreinato. Aún así, la capital no pudo competir
con los dinámicos mercados mineros, donde se realizaban las inversiones más elevadas, se pagaban
los salarios más altos y la mayoría de la población usaba dinero o créditos para sus actividades
comerciales. El resto del virreinato fue tierra de pequeños agricultores y de comunidades de indios,
de población productora y consumidora de sus propios productos agrícolas.
El sector agrícola mercantil de Nueva España se concentró, pues, en torno a dos ejes que
vinculaban la colonia con la metrópoli: los complejos mineros y los centros político-
administrativos. La producción agrícola estaba condicionada, no sólo por el área cultivada, sino
también por las frecuentes oscilaciones climáticas: Nueva España dependía exclusivamente de la
producción agrícola interna para satisfacer sus necesidades, las abismales fluctuaciones cíclicas
determinaron el volumen de la oferta, las características de la demanda, el nivel y fluctuación de los
precios y la estructura del mercado de los productos de primera necesidad: maíz, trigo y carne. En
los años de lluvias abundantes y regulares se recogían buenas cosechas que daban lugar a generosas
ofertas de granos y productos agrícolas en los mercados. En estos años de abundancia, el comercio
de granos disminuía considerablemente en los mercados urbanos, debido a que buena parte de la
población indígena y mestiza podía contar con sus propios cereales, cultivados en pequeñísimas
parcelas de propiedad familiar o individual. Así pues, una buena cosecha significaba maíz
abundante y barato y contracción del mercado debido al autoconsumo.
Sin embargo, los años de buenas cosechas fueron interrumpidos por años de lluvias escasas,
sequias prolongadas, heladas tempranas, granizadas o una combinación de varios de estos factores.
Aunque el mal temporal golpeaba parejo a todas las tierras, sus efectos eran desiguales. Las tierras
fértiles, irrigadas, bien fertilizadas y sembradas con las mejores semillas, eran siempre las menos
dañadas; pero, en cambio, el mal tiempo afectaba duramente a las tierras pobres, propiedad de
indios y pequeños agricultores. En años de crisis de la agricultura, los primeros granos que llegaban
a los centros urbanos y mineros provenían de los agricultores indígenas y de los pequeños
propietarios mestizos y criollos. Éstos llevaban al mercado lo poco que habían podido salvar de las
cosechas, para obtener el dinero con que pagar los tributos, las deudas, o liquidar los créditos
adquiridos para la siembra, viéndose por ello obligados a imponer el resto del año una dieta rigurosa
a sus familias. Por otra parte, los grandes hacendados retenían sus cosechas en los graneros, y sólo
las colocaban en el mercado en la época en que los precios llegaban a su nivel más alto (de mayo a
octubre), les permitía, en tanto que únicos suministradores, imponer la «ley de los precios».
En otras palabras, los grandes hacendados obtenían sus mayores beneficios precisamente en las
épocas en que la mayor parte de la población sufría los estragos de la carestía, el hambre y la
desocupación.
Los años de malas cosechas significaban una escasez general de productos alimentarios básicos,
una subida galopante de los precios y dilatación del mercado de productos agrarios. En estos años,
el volumen de las ventas de grano de los mercados urbanos y mineros duplicaba o triplicaba al de
épocas de buenas cosechas. Aquellos que en épocas de abundancia nunca compraban, por ser
productores y autoconsumidores de sus propios frutos, en períodos de malas cosechas se convertían
en puros consumidores de productos ajenos. Además, en años de crisis agrícolas, todo el sistema de
abastecimiento de alimentos funcionaba a favor de los centros urbanos y mineros, dotados de
pósitos, cuya función consistía en acaparar grano con fondos municipales para mantener un
suministro constante y barato, y de alhóndigas o mercados municipales, donde los agricultores
estaban obligados a vender sus granos. De manera particular, los precios elevados de los mercados
urbanos hacían rentable el transporte de larga distancia de los productos agrarios, cosa que en
tiempos normales no lo era. En el corto plazo, la estrategia seguida por la hacienda consistió en
sacar el máximo beneficio de la tendencia estacional de la oferta, demanda y precios agrícolas,
mediante la construcción de enormes graneros, que permitían a los hacendados almacenar la
cosecha, en lugar de venderla durante los meses de precios bajos. Sin embargo, para combatir los
obstáculos que ocasionaba la variedad de las cosechas, la estrechez de los mercados y la oferta
masiva y barata de los productores indígenas y de los pequeños agricultores, la hacienda fue
desarrollando una estrategia cada vez más elaborada.
Al igual que toda empresa dedicada a la venta de sus productos, los hacendados necesitaban
aumentar los beneficios en concepto de ventas y reducir al mínimo la compra de insumos, para así
poder mantener su rango y condición social y adquirir los artículos europeos que ellos no producían.
Una manera de alcanzar estos objetivos era a través de la ampliación territorial de la hacienda.
En el acaparamiento de la mayor variedad posible de tierras (regadío, estacionales y pastoreo) y de
recursos naturales (ríos, manantiales, bosques y canteras), los propietarios buscaban precisamente
una economía equilibrada, de la que carecía la estructura agraria de Nueva España. Por una parte, la
multiplicidad de recursos hizo disminuir la adquisición de insumos del exterior y, por otra, dotó a la
hacienda de mayores defensas frente a las fluctuaciones del clima. Todas las haciendas estudiadas
de Nueva España muestran la característica del policultivo: al lado de los cultivos comerciales (caña
de azúcar, maíz, trigo, maguey o ganaderia), aquéllas produjeron una serie de cultivos destinados al
autoconsumo (maíz, frijol, chile) y también explotaron todos los otros recursos de la hacienda, tales
como los bosques, hornos de cal y canteras. La adquisición de extensiones enormes de tierra sirvió a
los hacendados para combatir a sus competidores en el mercado. Así, cada parcela de tierra que
perdía el pequeño agricultor o el ranchero y las que arrebataban a las comunidades, ampliaba los
mercados de los grandes propietarios. La usurpación de las tierras de los indios vino a ser la mejor
forma de crear manos trabajadoras para la hacienda y el medio adecuado de multiplicar los
consumidores de sus productos. Para los indios despojados de sus tierras no había otra alternativa
que la de alquilarse como peones en las haciendas, ir a las ciudades y engrosar el número de
consumidores urbanos, o bien huir y refugiarse en las zonas aisladas del país.
Por otra parte, la división de los extensos territorios de la hacienda en distintas áreas de cultivo:
comercial, autoconsumo y barbecho, posibilitó a los propietarios una serie de combinaciones,
mediante las cuales podían hacer frente a los problemas que la estructura agraria y comercial de la
colonia planteaba. Así, durante los siglos xvi y xvii, cuando los mercados eran pequeños, la
demanda débil y los precios bajos, la mayoría de los agricultores se concentró en el
aprovechamiento máximo de los sectores reservados al autoconsumo y los dejados en barbecho,
reduciendo los dedicados a actividades comerciales. Los terrenos empleados para el consumo
doméstico excedían a los que se usaban para fines comerciales, para evitar precios bajos y la
compra de insumos en el exterior. También, se explotaron al máximo las posibilidades de
diversificación de los cultivos, pues así, la suerte de la hacienda no dependía exclusivamente de un
solo producto, que en caso de clima desfavorable podía resultar ruinoso. En los años de demanda
escasa y precios bajos, a menudo los propietarios arrendaban una buena parte de las tierras incultas
de la hacienda, con el doble propósito de asegurarse otros ingresos, y disponer de trabajadores que,
a cambio de tierras arrendadas, trabajaban las de la hacienda sin recibir remuneración en dinero.
Como lo más importante era evitar los pagos en dinero fuera de la hacienda, los propietarios
limitaron los desembolsos en efectivo a lo estrictamente necesario: adelantos en dinero para atraer
mano de obra.
En períodos de expansión demográfica, crecimiento de los mercados, incremento de la demanda y
alza de los precios, se modificaban las combinaciones y usos de los recursos de la hacienda. El
empleo de tierras marginales aumentaba y generalmente las ya cultivadas se ampliaban, pues había
que incrementar el volumen de los bienes destinados al mercado, como también los de autoconsumo
para poder abastecer a un mayor número de jornaleros que se empleaban en la hacienda. Entonces,
los propietarios elevaban el precio de los arrendamientos, exigían mayores prestaciones de trabajo a
los arrendatarios o simplemente los desalojaban para explotar directamente la tierra y beneficiarse
del alza de los precios en los mercados urbanos.
El propietario de la hacienda trataba de reducir al máximo las erogaciones monetarias en concepto
de insumos; y por otra parte, aumentar los ingresos monetarios mediante las ventas directas en el
mercado. Esto quiere decir que los límites económicos de la hacienda los fijaban, por un lado, los
costos monetarios de los insumos, y por otro, los ingresos en efectivo que obtenían a través de la
comercialización de las cosechas en el mercado. En el caso del propietario de grandes extensiones
de tierras diversificadas, éste trasladaba a los peones y jornaleros estacionales la carga de la
producción destinada al consumo interno y la dirigida a la comercialización; pero en cambio, en el
caso de los pequeños agricultores o rancheros, era la propia familia la que asumía esta carga.
Las grandes propiedades territoriales y las pertenecientes a las órdenes religiosas, además de ser
autosuficientes en granos y productos ganaderos, se autoabastecían de muchos otros artículos
básicos, pues las haciendas poseían talleres de carpintería y herrería, donde se fabricaban
instrumentos agrícolas y carretas, fábricas de jabón, curtidurías y obrajes.
Las haciendas crearon, en beneficio propio, un complejo productivo complementario e
interrelacionado. El dinero fue usado como medida de valor, pero sin que éste cambiara
efectivamente de manos. Esta práctica, que pasó a generalizarse en el siglo xvii, regulaba las
relaciones entre los grandes hacendados y los poderosos comerciantes de Ciudad de México, siendo
estos últimos quienes acaparaban la mayor parte de la moneda circulante, controlaban el sistema de
crédito y disfrutaban del monopolio de las mercancías importadas de Europa. Así, por ejemplo, los
propietarios de los inmensos latifundios del norte, dueños de enormes manadas de ovejas y cabras,
mandaban ganado en pie, pieles y lana a los obrajes de Querétaro, San Miguel y Ciudad de México,
recibiendo a cambio tejidos, ropa, zapatos, artículos de piel y otras mercancías. El saldo a favor de
uno u otro lo efectuaba el comerciante de la capital, quien actuaba para ambos como casa de crédito
y cámara de compensación. Dicho mecanismo funcionaba así: el dueño del obraje abría una cuenta
de crédito en una casa comercial de Ciudad de México en favor del ganadero, por el valor de pieles,
leña o ganado recibidos. A su vez, cuando el propietario ganadero recibía los tejidos y otros
artículos remitidos por el obrajero, el primero expedía un crédito o «libranza» en favor del último
por el importe de las mercancías, que se liquidaba en las casas comerciales de la capital, o bien se
negociaba por otro crédito. Esta clase de operaciones se hizo común entre los hacendados y entre
éstos y los comerciantes, pero los últimos, terminaron por monopolizar las transacciones con los
productores.
Los que producían azúcar, algodón, cereales y otros bienes agrícolas en el interior del país
mandaban grandes volúmenes de sus cosechas a los comerciantes de la capital, quienes a cambio les
remitían artículos manufacturados locales e importados. Estos últimos, entonces, hacían negocio
doble, y por lo tanto, sus ganancias eran considerables; ya que, por una parte, revendían los
productos agrícolas a precio de monopolio en los mercados controlados de la capital y de los
centros mineros, y por otra parte, sacaban sustanciosos beneficios del intercambio de alimentos y
materias primas por artículos manufacturados y de importación. Sin embargo, también el productor
a gran escala de alimentos, cereales y productos agrícolas de primera necesidad, obtenía ganancias
considerables. Primero, porque a pesar del intercambio desigual con el comerciante, este último era
un comprador regular, que anualmente aseguraba la salida de los excedentes y el pago inmediato de
los mismos, o su equivalente en mercancías o crédito. En segundo lugar, debido a que el
comerciante surtía al hacendado de ropa, tejidos, zapatos y artículos manufacturados, que éste
revendía a sus trabajadores a precio más alto y a menudo a cuenta del salario. Y también, porque a
veces el propio hacendado abría una tienda en la región, y trataba con los otros productores en los
mismos términos que lo hacía el comerciante de la capital: recibía productos agrícolas a cambio de
bienes manufacturados. Finalmente, el propietario de la hacienda no perdía porque el costo del
intercambio desigual recaía sobre la mano de obra y la comunidad indígena. En última instancia
ganaba la metrópoli, donde finalmente iban a parar los excedentes del conjunto social. Ganaban la
ciudad y los intermediarios. Perdían los agricultores y, sobre todo.
Los agricultores, además de vender grandes volúmenes de sus cosechas a los comerciantes,
disponían de mercados locales, que a lo largo del año les permitía obtener ingresos monetarios.
Muy pronto, los grandes terratenientes controlaron el monopolio de la oferta, debido al
acaparamiento que hicieron de las mejores tierras cercanas a los mercados urbanos, el acceso que
tenían al crédito, y también gracias a los nexos familiares y económicos que éstos habían contraído
con los funcionarios encargados del abastecimiento alimentario de las ciudades.
A lo largo del siglo xviii, todas las ciudades medianas y grandes mostraban el mismo proceso de
concentración de la oferta del maíz en manos de los grandes hacendados. Además, una buena parte
de la producción de maíz y de cereales de los indígenas y de los pequeños agricultores era, también,
acaparada por los hacendados, comerciantes y funcionarios que los revendían en los mercados
urbanos. Este proceso se consolidó por la continua simbiosis de intereses entre los hacendados y las
autoridades de la ciudad, que permitió a los primeros ocupar los cargos principales del cabildo, lo
cual dio como resultado que los reglamentos que regulaban el sistema de abastos favorecieran a los
grandes propietarios.
La preeminencia productiva de los grandes terratenientes los indujo a construir molinos para la
molienda del trigo, que se convirtieron en los mercados y en los centros de almacenamiento de la
harina que se consumía en las ciudades.
La matanza y venta del ganado estaban también controladas por las autoridades municipales, entre
cuyos principales funcionarios había agricultores y ganaderos. El «abasto de carne» era un
monopolio municipal que controlaba las entradas y ventas de toda la carne que se consumía en la
ciudad, y que las autoridades cedían bajo contrato a un individuo, generalmente ganadero, que
estaba obligado a introducir una cantidad fija de cabezas de ganado, durante un número específico
de años. En la segunda mitad del siglo xviii, los hacendados del valle de México decidieron explotar
las enormes potencialidades que ofrecía el mercado de la capital, que por entonces aglutinaba a
unos 100.000 habitantes, a través de la venta del pulque, que era la bebida popular entre los indios y
castas o grupos mezclados. Para aprovechar este mercado, transformaron el uso de las tierras
semiáridas del norte y noreste de la capital, dedicadas en un principio al pastoreo y ocasionalmente
al cultivo del maíz, en magueyales. El monopolio de la producción se completó con el control del
mercado urbano, pues las mismas familias que ostentaban la propiedad de las haciendas habían
acaparado las principales tiendas de la ciudad autorizadas para vender pulque.
Sin embargo, a lo largo del siglo xviii, el monopolio de los grandes hacendados se fue
desintegrando en la capital del virreinato, como también en otras ciudades importantes de la
colonia. Casi todos los centros urbanos presenciaron cómo los comerciantes iban suplantando a los
productores en el suministro de la carne, comercialización del maíz, trigo y harina, y también en la
venta al por mayor del azúcar, cacao, pieles y lana. Todos los casos estudiados muestran que los
grandes comerciantes desplazaron a los pequeños y medianos productores de la comercialización y
venta directa de sus productos. Este proceso se llevó a cabo, por una parte, a través de los préstamos
o «habilitaciones» que adelantaba el comerciante al productor, bajo condición de que la mayor parte
de la cosecha debía ser vendida al comerciante. Este último, gracias a la capacidad de liquidez de
que disponía, era el único que podía comprar en efectivo el total o la mayor parte de la producción
del hacendado. Cualquiera que sea el procedimiento adoptado, de lo que no hay duda es del hecho
de que a fines del siglo xviii las principales transacciones comerciales estaban en manos de los
comerciantes.

EL CRÉDITO
Era muy difícil reunir en una sola persona todas las condiciones necesarias que aseguraran la
estabilidad de la hacienda, tal y como han demostrado los estudios recientes. En éstos se observa
que, después de dos o tres generaciones, muy pocas familias lograban conservar intactas las
haciendas creadas por sus progenitores.
El problema central en la formación de la hacienda fue, sin duda, la disponibilidad de dinero en
efectivo para crear, desarrollar y mantener la hacienda. Todo lo que hoy sabemos de la economía
colonial de Nueva España indica que las grandes propiedades no surgieron solamente de los
recursos generados por la agricultura, sino de la inversión en ésta de los ingresos provenientes de la
encomienda, los cargos públicos, la minería y el comercio. Los fundadores de los enormes
latifundios del norte eran hombres del mismo calibre: primero, capitanes y gobernadores de vastas
provincias que conquistaron y pacificaron, luego, prósperos mineros, y finalmente propietarios de
verdaderos estados territoriales, donde pastaban miles de cabezas de ganado y crecían los cultivos
que alimentaban a los establecimientos de extracción y beneficio de metales. Más tarde, cuando
terminó la era de la conquista y pacificación, los virreyes, oidores, funcionarios reales, cabildos y
funcionarios municipales, adquirieron tierras y, gracias a su posición, recibieron indios de
repartimiento, créditos y concesiones especiales que les permitió especular en los mercados. Los
descendientes de los conquistadores-encomenderos se unieron mediante lazos matrimoniales y
relaciones político-económicas con este poderoso grupo que otorgaba tierras, concedía trabajadores
y el acceso a los mercados controlados de las ciudades, y en este sentido, los más afortunados
pudieron mantener e incluso ampliar los patrimonios territoriales. A fines del siglo xvi y a lo largo
del xvii, la generación de grandes terratenientes pudo resistir y hacer frente al ascenso de una nueva
generación de hombres ricos y poderosos: mineros, comerciantes y obrajeros, ante quienes, sin
embargo, tuvieron finalmente los primeros que doblegarse y pactar nuevas alianzas matrimoniales,
económicas y políticas para poder sobrevivir.
La base de la progresiva simbiosis entre hacendados, funcionarios, mineros, comerciantes y
miembros de la Iglesia fue el crédito. Las características del mercado antes mencionadas muestran
que la principal dificultad afrontada por los hacendados era la de obtener dinero en efectivo para la
siembra, compra o alquiler de aperos de labranza y el pago de trabajadores estacionales. En estas
circunstancias, la escasez de liquidez y la ausencia de transacciones de dinero obligaba a los
agricultores a solicitar préstamos. Ante la inexistencia de instituciones crediticias, durante los siglos
xvi y XVII, los agricultores tenían que recurrir a los funcionarios, propietarios mineros y
comerciantes o miembros de la Iglesia para obtener créditos. Como garantía, el agricultor era
avalado por una persona económica y socialmente solvente, o dejaba que sus propiedades urbanas o
rurales quedaran hipotecadas. Es decir, el agricultor tenía que recurrir a personas ajenas a la
agricultura para conseguir dinero o créditos. Esta situación parecería apoyar la tesis de que la
agricultura colonial, por sus características intrínsecas, era incapaz de producir ganancias
monetarias suficientes para cubrir los gastos de explotación de la hacienda, para proporcionar al
propietario un excedente que le permitiera ahorrar, hacer inversiones productivas o dedicarlo a
gastos suntuarios. Fue la decisión de la corona de apropiarse de casi todo el oro y la plata acuñados
en Nueva España la que frustró el desarrollo de una verdadera economía mercantil, ya que ello creó
un flujo permanente de desmonetización. Además, a todo esto hay que añadir la concesión otorgada
al gremio de comerciantes del monopolio de la escasísima moneda circulante que quedaba en la
colonia.
La concesión del monopolio a los comerciantes del consulado de Ciudad de México del tráfico
mercantil con España, Asia y temporalmente con las posesiones del sur del continente y del Caribe,
permitió a éstos realizar las mayores transacciones en dinero y recoger las más altas ganancias
resultantes del intercambio desigual del comercio entre España y su colonia. Para la agricultura,
dicha política económica comportó la transferencia del excedente generado en este sector a los
comerciantes, escasez permanente de circulante monetario en los mercados y la dependencia del
productor respecto al capital y al crédito monopolizados por los comerciantes.
La relación entre la Iglesia y la agricultura agudizó las distorsiones del desarrollo agrario e hizo
más inestable la situación de la hacienda. Incapaz de financiar con recursos propios el proceso de
adoctrinamiento, pacificación, reorganización social y legitimación política emprendida por la
Iglesia, la corona otorgó a ésta el derecho de recaudar en su propio provecho el diezmo. De este
modo, la Iglesia sustrajo el 10 por 100 de la producción agropecuaria, debiéndose pagar este
impuesto sin deducir «simiente, ni renta, ni otro gasto alguno», y del que no escapaba ningún
agricultor, ni tan siquiera los miembros del clero regular o secular. El desarrollo agrario fue todavía
más gravado por las innumerables y a veces sustanciosas donaciones monetarias hechas por los
agricultores a las iglesias, conventos, monasterios, hermandades, cofradías, hospitales y a otras
instituciones religiosas; pero teniendo en consideración que los hacendados no disponían de dinero
en efectivo, éstos recurrían al procedimiento de gravar sus propiedades con censos, los cuales
podían ser redimibles o perpetuos.
En resumen, aun cuando la agricultura producía excedentes, éstos eran canalizados fuera de ella, lo
que desencadenó un continuo drenaje de capital que, sumado a la ausencia de operaciones
comerciales en moneda, convirtieron a la hacienda, y especialmente al rancho, en unidades
productivas extremadamente vulnerables a las fluctuaciones del ciclo agrícola y del mercado. La
combinación de estos procesos, junto a la falta de acceso al crédito, parecen ser hoy la mejor
explicación de las continuas bancarrotas y desmembraciones de los ranchos y haciendas.
Sin embargo, los grandes propietarios encontraron medios eficaces para combatir estos males y
asegurar la estabilidad de la hacienda a expensas del pequeño y mediano agricultor. En primer
lugar, los grandes propietarios trataron de conseguir que la generación siguiente heredara íntegro el
patrimonio territorial acumulado por ellos. La partición de tierras en pequeños fragmentos
determinaba la pérdida futura del patrimonio. Ante esta amenaza, muchos hacendados adoptaron en
Nueva España la institución española del mayorazgo, a través del cual las propiedades urbanas y
rurales de una familia se convertían en bienes indivisos, que se transmitían de generación en
generación, por vía del hijo mayor.
En los siglos xvii y xviii, los hacendados ricos, mineros, comerciantes y funcionarios compraron
títulos nobiliarios y los vincularon a uno o más mayorazgos. De este modo, tierra, riqueza, prestigio
social y poder político se fusionaron en tomo. De este modo, tierra, riqueza, prestigio social y poder
político se fusionaron en tomo a pequeños núcleos familiares, que en el siglo xviii poseían los
territorios más extensos y fértiles, monopolizaban el control de los mercados urbanos y mineros,
controlaban las únicas fuentes crediticias disponibles y obtenían los mayores ingresos monetarios
por la manipulación de las redes del comercio interior y exterior.
El fundamento de esta oligarquía fue la fusión de los grandes terratenientes con los acaparadores
de los ingresos monetarios procedentes de la minería y del comercio. La integración de grandes
haciendas y de conjuntos de haciendas en manos de una sola familia, transformó la inestabilidad de
la pequeña y mediana propiedad en una institución estable, poseedora de múltiples recursos y capaz
de enfrentar los desafíos del mercado, si disponía de crédito. Éste llegó a las familias poseedoras de
grandes propiedades, tanto por las continuas alianzas matrimoniales que unieron a sus hijos con
ricos mineros y comerciantes, como por la tierra misma que habían acumulado.
Los nuevos funcionarios, mineros y comerciantes enriquecidos, no fueron los únicos que
cooperaron en la consolidación de los grandes patrimonios territoriales creados por los primeros
hacendados, puesto que la Iglesia y las órdenes religiosas convirtieron la propiedad rural y urbana
en la «caja de seguridad» de las innumerables donaciones que recibieron de los particulares. Una
parte de los ingresos monetarios recibidos en concepto de censos, donaciones piadosas, legados y
capellanías, fue invertido por la Iglesia y las órdenes religiosas en fincas urbanas y rurales; otra
parte considerable, fue destinada a la concesión de préstamos a toda aquella persona que pudiera
ofrecer, como prenda o hipoteca, propiedades urbanas o rurales, que a fin de cuentas resultaban ser
la garantía más aceptada de la época. De esta manera, el dinero que los hacendados, mineros,
comerciantes, fabricantes de productos manufacturados y funcionarios donaban a la Iglesia a modo
de donaciones piadosas, retornaba a las familias más ricas bajo la forma de préstamos garantizados
por sus propiedades.
El hecho de estar los comerciantes estrechamente ligados al sistema económico que volcaba hacia
España la mayor parte del excedente que producía la colonia, impidió a éstos fusionarse totalmente
con los hacendados, mineros y manufactureros locales, y formar conjuntamente una oligarquía
colonial con intereses comunes. Además, los privilegios que la corona otorgó a los comerciantes,
los colocó en la cima del sistema económico colonial dominante, y la nueva posición económica,
política y social que alcanzaron a lo largo del siglo xviii terminó por enfrentarlos a los otros
miembros de la oligarquía. La concentración del crédito y moneda circulante en manos de los
comerciantes les otorgó un poder político superior a la de cualquier otro sector de la oligarquía,
tanto porque hizo depender de ellos a los funcionarios virreinales, provinciales y locales que
requerían fianzas en dinero para comprar los puestos públicos, como porque la enorme riqueza de
los comerciantes les permitía adquirir puestos en beneficio propio y presidir las principales
instituciones civiles. Además, esta misma riqueza acumulada empezó a financiar las actividades de
los cabildos municipales, de la hacienda virreinal y hasta las del propio rey de España.
A cambio de créditos y mercancías que suministraban a los mineros, los comerciantes terminaron
apropiándose de la mayor parte de los excedentes generados por el sector minero. Crédito, más
dinero, más monopolio del comercio exterior, fueron también los instrumentos claves para
subordinar a los productores agrícolas. Primero, los comerciantes impidieron a los agricultores
participar en el comercio de exportación; luego, los desplazaron del mercado interno. A lo largo del
siglo xviii y hasta la independencia de Nueva España, los grandes hacendados dependieron
económicamente de los créditos y capitales acumulados por los comerciantes.

Capítulo 4. Economía rural y sociedad colonial en las posesiones


españolas de Sudamérica, por MAGNUS MÓRNER

En las tierras altas de los Andes centrales (la parte de la sierra de lo que hoy constituye Perú,
Bolivia y Ecuador), la vegetación, la fauna y las condiciones humanas están determinadas ante todo
por la altitud. El porcentaje de tierra cultivable es extremadamente pequeño. Además, la zona
agrícola antes de la conquista estaba confinada entre los 2.800 y los 3.600 m sobre el nivel del mar.
Después de 1532, el trigo y otras plantas se añadieron a los cultivos nativos del maíz y los
tubérculos. Por encima de dicho nivel, la tierra sólo podía ser destinada al pastoreo. La ceja de
montaña oriental y los valles profundos presentan zonas apropiadas para el cultivo de una gran
variedad de productos tropicales, tales como azúcar, cacao y café. Más al norte, la costa de Quito
(Ecuador) comprende tierras bajas calientes y húmedas, particularmente adecuadas para cultivos de
plantación.
Al sur de los Andes centrales, Chile es una franja estrecha que se extiende a lo largo del océano
con tres zonas contrastantes: desierto, al norte; un área central mediterránea óptima para la
agricultura; al sur, una zona húmeda de bosques. Las tierras altas del noroeste argentino forman una
continuación de la sierra andina central, pese a lo cual las áreas de Tucumán y Mendoza constituyen
enclaves fértiles y húmedos. Más hacia el sur y hacia el este se hallan los ondulados llanos de
Paraguay, que estaban habitados bastante densamente por una población indígena campesina. Por
otro lado, las llanuras de pastos (pampas) de Argentina carecían prácticamente de habitantes durante
la época de la conquista y así permanecerían durante mucho tiempo.

TENENCIA DE LA TIERRA, FUENTES DE CAPITAL Y MANO DE OBRA


Durante la conquista, la adquisición de tierra no fue el principal objetivo de los españoles. Ante
todo, los españoles quisieron establecer en el Nuevo Mundo una sociedad organizada en tomo a
núcleos urbanos, a semejanza de los existentes en el sur de España. Estos pueblos dispondrían en
sus alrededores de una población indígena campesina, sujeta a un sistema de dominio colonial
indirecto, que proporcionaría el abastecimiento de alimentos. El sistema de «encomienda» parecía
ser la fórmula ideal para las relaciones hispanoindias. Así, los encomenderos percibirían tributos o
servicios personales. A cambio de ello, el encomendero debía cuidarse de la instrucción y
evangelización del indio encomendado. Como institución legal, la encomienda no implicó derechos
sobre las tierras de los indios.
No obstante, el instrumento legal para la redistribución de la tierra fue un rasgo propio del proceso
mismo de la fundación de pueblos. Justo al recibir los vecinos sus parcelas de tierra a través de la
«merced real», ellos tenían derecho a obtener grandes o pequeños terrenos en las áreas circundantes
del pueblo que todavía no habían sido cultivadas por los indios. Estas concesiones tuvieron el
carácter de «mercedes de tierra» y debían ser usadas para la subsistencia de los propios
concesionarios. Dependiendo del posible uso que se pudiera hacer de tales donaciones, éstas fueron
calificadas como «mercedes de labor» o «mercedes de estancias de ganado», respectivamente.
Originalmente, una «peonía» era una pequeña porción de tierra labrantía cedida a los soldados de a
pie; y una «caballería» era la que se concedía a los hombres de a caballo, y era cinco veces más
grande que la peonía. Sin embargo, una simple merced, a menudo, podía comprender más que una
de dichas unidades.
Hacia mediados del siglo xvi, la emigración española hacia el Nuevo Mundo alcanzó niveles
elevados y de manera acelerada aparecieron pueblos de españoles. Aumentó la demanda de
alimentos, en particular de aquellos productos que todavía los agricultores indígenas no podían
suministrar, tales como carne, trigo, azúcar y vino. Un número creciente de españoles
encomenderos, como también otros menos privilegiados, se aprovecharon del mecanismo de la
distribución de tierra. Si bien en un principio la terminología al respecto fue imprecisa, con el
tiempo a las tierras destinadas para pastos se las conoció como «estancias», mientras que las
dedicadas a los viñedos, cultivo de granos y vegetales se las denominó «chacras».
El tipo de mano de obra utilizada para el desarrollo de la producción, todavía en pequeña escala,
fue diversa. Algunos encomenderos hicieron uso de los indios, pero desde 1549 ello quedó
prohibido. A otros, se les concedió parte de los repartos oficiales de indios mitayos que servían por
tumos en trabajos privados como también en los de necesidad pública. Había asimismo reserva de
mano de obra de jornaleros indígenas. Otra fuente de trabajo fue la de los indios yanaconas,
institución de origen incaico. Los negros que bajo otras circunstancias eran importados para servir
como criados y como artesanos urbanos, también compartieron las faenas rurales de los alrededores
de los pueblos españoles. Sin embargo, el elevado coste de la compra de esclavos limitó claramente
el uso de éstos a aquellas empresas agrícolas económicamente rentables.
Mientras tanto, después de la primera mitad del siglo xvi, la encomienda fue declinando
aceleradamente, al menos en las áreas nucleares, no sólo como sistema de trabajo, sino también
como vía fácil de enriquecimiento y dominación. En cierto modo, ello fue consecuencia del drástico
descenso de la población indígena. El suministro de mano de obra a través del «repartimiento» se
volvió cada vez más necesario en vista de la rápida expansión del sector minero, después del
descubrimiento de la rica mina de Potosí, en el Alto Perú, en 1546. Al mismo tiempo, la
concentración en Potosí de miles de personas, elevó estrepitosamente la demanda de alimentos,
agua, ropa y estimulantes como el vino, aguardiente, hojas de coca y yerba mate, todos ellos de gran
utilidad para el clima frío de la zona en cuestión. Además, dicho centro minero requería
combustible, materiales de construcción y bestias de carga. El crecimiento gradual de la agricultura
y de la ganadería comercial en gran escala tiene que ubicarse dentro de este contexto.
Al igual que en Nueva España, las grandes haciendas parecen haberse desarrollado como unidades
integradas dentro de los mercados de las áreas circundantes de los centros mineros y político-
administrativos. A medida que se ampliaron los mercados agrícolas, los grandes hacendados
trataron de extender sus propiedades, especialmente cuando hubo tierra disponible, como
consecuencia de la despoblación de los indios y de los precios bajos de la tierra. Así, el elemento
especulativo pudo cooperar con la creación de una hacienda. Sin embargo, el principal incentivo de
los terratenientes en la adquisición de más tierra fue, lo más probable, eliminar la competencia de
otros terratenientes o forzar a los indígenas, una vez despojados de sus tierras, a proporcionarles
mano de obra barata. Los grandes latifundios se formaron mediante la usurpación de tierras
colindante, a menudo de los indígenas, como también a través de la donación de mercedes de tierra
y compras. No obstante la irregularidad de los títulos de propiedad de la tierra, desde 1590
empezaron a legalizarse a consecuencia de las crecientes necesidades financieras de la corona.
Después de las debidas inspecciones, los terratenientes pudieron ver confirmados sus hasta
entonces cuestionables derechos de propiedad a través del sistema de «composición» de tierra, que
consistía en un pago a la Hacienda Real.
Algunos hacendados, en particular los grandes, no vivían en los pueblos, pues arrendaban sus
propiedades o las dejaban en manos de los mayordomos. No obstante, la gran mayoría
probablemente residió en sus propiedades, al menos durante una buena parte del año. Algunos
trataron de asegurar que su patrimonio se transmitiera completo y sin divisiones de generación en
generación, aprovechando para ello la institución española que vinculaba las propiedades a un
mayorazgo. Pero las investigaciones recientes sugieren que incluso era más común el fenómeno
opuesto, el de frecuentes cambios en la propiedad mediante compra-venta.
Las restantes respondieron a composiciones, donaciones y dotes. A menudo, también, los cambios
en la propiedad se debieron a los elevados niveles de endeudamiento de los propios latifundistas. En
el siglo xviii, al menos, los comerciantes se arriesgaron a ceder préstamos a terratenientes sin
suficiente solvencia económica como para recibir créditos de la Iglesia, pero éstos se realizaron con
un elevado porcentaje de interés. Una variedad del crédito fue la «habilitación» (institución que
combinaba las características de la comisión y del préstamo) que los comerciantes otorgaban.
El tamaño e importancia relativa de las grandes extensiones, normalmente denominadas
«haciendas», desde el siglo xviii en adelante no debería exagerarse. En primer lugar, la mayoría de
las fincas así llamadas, eran probablemente bastante modestas y pequeñas, y sólo disponían de un
simple puñado de trabajadores. En segundo lugar, los asentamientos indígenas, reorganizados en
«reducciones» o «pueblos de indios», desde 1600, controlaban la mayor parte de las tierras altas y
quedaron integrados a los mercados regionales en desarrollo. A menudo, el descenso de la
población aborigen llevó consigo una discrepancia entre, por una parte, la disminución del número
de asentamientos indígenas y, por otra, por la tenencia legal e inalienable de la tierra que éstos
poseían. Pero algunos colonizadores, a pesar de la prohibición legal, se establecieron entre los
indios y cultivaron parte de sus tierras.
Durante el período colonial, la Iglesia y, en particular, las órdenes religiosas, tales como los
jesuítas, fueron los que más sobresalieron de entre los terratenientes. El estímulo que había detrás
de la adquisición de tierras por parte de los jesuítas provenía de la necesidad de asegurarse ingresos
constantes para mantener los colegios y otras actividades urbanas. Las donaciones de tierra y de
dinero hechas por los miembros de la élite cooperó en la acumulación de tierra a favor de la
Compañía de Jesús. A veces, también la transferencia de la tierra a la Iglesia era consecuencia de
que el hacendado no podía cumplir con las obligaciones financieras contraídas con algún cuerpo
eclesiástico, pues éstos eran la principal fuente crediticia rural hasta finalizar, al menos, el siglo
xviii. La política de adquisición de tierra llevada a cabo por los jesuítas era, a menudo,
notablemente sistemática, de modo que sus explotaciones se especializaron en distintos productos,
que se complementaban unas con otras. Por norma, los jesuítas administraron sus posesiones
directamente. Las propiedades eclesiásticas abarcaban una gran parte de las mejores tierras bien
situadas en relación a los principales mercados.
En 1767, la corona decretó la expulsión de la Compañía de Jesús de Hispanoamérica y confiscó
todas sus propiedades. Éstas pasaron a control estatal, bajo la administración del Ramo de
Temporalidades. Tarde o temprano, sin embargo, las antiguas posesiones de los jesuítas pasaron a
manos particulares. Por lo que respecta a la mano de obra rural también se sabe mucho más de
Nueva España que del sur de Hispanoamérica. En términos generales, los esclavos negros
desempeñarían un papel importante en el laboreo de las tierras bajas tropicales, mientras que indios
y mestizos proporcionarían la mayor parte de la fuerza de trabajo en las tierras altas. Después de la
desaparición de la mita, la mano de obra rural fue legalmente libre. Para Nueva España, el peonaje
por deudas había sido el mecanismo por el cual los terratenientes retenían la mano de obra indígena
en las haciendas.
En el caso del Perú, es claro que el fenómeno opuesto, la retención de salarios, pudo haber servido
exactamente para los mismos propósitos. Sin embargo, a partir de mediados del siglo xvii, las
condiciones del trabajador de una hacienda, indio u otro, que recibía en usufructo una parcela de
terreno de la que podía obtener alimentos y algunos ingresos en efectivo o en especie, eran
simplemente menos duras que las del trabajador de una mina. El descenso de la población indígena
como trabajadores rurales se sustituyó con la importación de esclavos.
La expansión territorial de estas haciendas fue sumamente facilitada por el continuo descenso de la
población indígena que dejó las tierras de comunidad vacías. Por ejemplo, en la comunidad de
Aucallama (Chancay) fundada en 1551, con 2.000 habitantes, en 1723 ya no quedaban indios y sus
tierras fueron poco a poco subastadas.
Al lado de la propiedad laica, se desarrolló la de carácter eclesiástico. El crecimiento de la
propiedad eclesiástica, como también la reducción de los ingresos de los hacendados particulares a
causa de los gravámenes de sus propiedades en censos y capellanías, fue principalmente resultado
de las donaciones piadosas. Pero, en particular, los jesuítas también adquirieron muchas
propiedades mediante compras financiadas por sus propios beneficios o a través de préstamos
obtenidos dentro o fuera de la Compañía.
Los esclavos negros configuraron una parte importante de la fuerza de trabajo rural en la costa
peruana. Los jesuítas, en 1767, empleaban a 5.224 esclavos, de los cuales un 62 por 100 estaba
destinado a las plantaciones de azúcar y un 30 por 100 trabajaba en los viñedos. A menudo, los
esclavos recibieron parcelas para cultivar sus propios alimentos, al igual que los trabajadores
indígenas permanentes (agregados a las haciendas). Progresivamente, se incrementó la participación
de los negros libres, mulatos y mestizos como fuerza de trabajo.
En el interior del norte de Perú, en la sierra central andina, la expansión de la ganadería dio lugar a
la creación de numerosas estancias, como también de obrajes y chorrillos. Al igual que lo que
ocurrió en la costa, las haciendas españolas se extendieron a expensas de las tierras indígenas. Los
indígenas configuraron la principal fuerza de trabajo de las estancias ganaderas, así como de los
obrajes. Al mismo tiempo, la población no india iba incrementando de manera continua, de modo
que al finalizar el período colonial igualaba en número a la población indígena, la cual, por otro
lado, se había convertido en el peonaje de las grandes haciendas al pasar sus tierras a manos de los
españoles.
De manera frecuente, las haciendas se establecieron alrededor de las minas a las que abastecían
con alimentos. A la vez, las comunidades indígenas también fueron atraídas dentro de esta red
comercial de carácter local. La mayor parte de las haciendas eran probablemente bastante modestas
y pequeñas. En 1689, una mano de obra de 15 a 20 indios adultos parece haber sido un número
frecuente en las haciendas de Cuzco. Además, en vísperas de la independencia, la mayoría de los
indígenas estaba viviendo todavía en sus comunidades. La población no india de la región de Cuzco
incrementó lentamente pasando de un 5,7 por 100, en 1689, a un 17,4, en 1786.
En la región fría de Puno, la cría de llamas y ganado lanar de las comunidades indígenas fue la
principal característica de la sociedad rural, aunque allí también había estancias españolas dispersas.
En el Alto Perú, el valle de Cochabamba fue uno de los principales graneros de Potosí.
La fuerza de trabajo existente en las haciendas, situadas en la sierra central andina, comprendía
tres categorías principales: los mitayos (o séptimas) de las comunidades indígenas, que servían por
turnos en las haciendas, del mismo modo que lo hacían en las minas; los yanaconas, institución de
origen inca que se usó cada vez más a lo largo del período colonial, constituían una mano de obra
adscrita de manera permanente a la hacienda y, de hecho, atados a ella, recibían en usufructo
pequeñas parcelas de tierra para su propia subsistencia, pero sin remuneración salarial alguna; por
último, habían algunos trabajadores o jornaleros libres que se alquilaban de manera voluntaria y se
les compensaba casi o totalmente en especie y frecuentemente estaban endeudados con los
hacendados. Por otra parte, los arrendatarios o subarrendatarios realizaban ciertas jomadas en las
tierras administradas por el propietario (demesne).
En ausencia de minería, la vida económica de la audiencia de Quito (actual Ecuador) se ajustó a la
especialización de dos productos: cacao en la húmeda provincia tropical de Guayas, y tejidos de
lana en la sierra. En la costa se desarrollaron plantaciones trabajadas por esclavos. En la sierra, las
haciendas y, en menor grado, los pueblos de indios, intentaron combinar la agricultura de
subsistencia y la ganadería con la producción textil. Al igual que en Perú, la mano de obra rural
derivaba de las instituciones incaicas de yanaconaje y mita. Pero en Quito, los yanaconas
prácticamente desaparecieron a lo largo del siglo XVII. En su lugar, los mitayos, aquí llamados
«quintos», configuraron el grueso de la mano de obra. En el caso concreto de Quito no hubo
competencia procedente de la demanda laboral de las minas. Mediante la concesión, en usufructo,
de pedazos de tierra, denominadas aquí huasipungos, y haciendo que los mitayos contrajeran
deudas, los hacendados lograban, a menudo, desplazar a los indios de sus pueblos, atándolos a las
haciendas. Aquellos indios, o cualquiera que sea el origen, que estuvieron atados a las haciendas
empezaron a ser conocidos como «conciertos», término algo irónico, puesto que ello implica
contrato.
En Nueva Granada, después de la conquista (1537), los encomenderos jugaron un papel decisivo
en el proceso de apropiación de la tierra. Mediante el control de los cabildos, los encomenderos se
asignaron tierras de sus encomiendas. La evolución de la estructura agraria de Nueva Granada
muestra considerables variedades, debido a la heterogénea naturaleza del área. Antes de la última
década del siglo XVI, la mitad del altiplano, denominado la sabana, de los alrededores de Santa Fe
de Bogotá había pasado a manos de los encomenderos, al ser los indios congregados en
reducciones, llamadas en este caso «resguardos». La consolidación de las haciendas españolas se
llevó a cabo mediante el sistema de composición. De este modo, un aristócrata obtuvo la
legalización de la propiedad de 45.000 hectáreas, simplemente con 568 pesos de oro. Sin embargo,
los mayorazgos fueron pocos y, a lo largo del siglo xvii, algunas tierras fueron ocupadas por
hacendados más modestos. La Iglesia también adquirió aproximadamente la mitad de la tierra. Los
pueblos indígenas desaparecieron en su mayoría.
Hasta la última década del siglo xvi, los indios de encomienda configuraban el principal recurso
laboral de la sabana. Posteriormente, la mita pasó a ser el medio de reclutamiento laboral para las
tareas agrícolas, como también para la minería y servicios urbanos. Al igual que en Quito, los
hacendados, de manera frecuente, convirtieron a los trabajadores «concertados» por seis meses en
peones residentes y permanentes de las haciendas. En el siglo xviii, también apareció la mano de
obra libre, voluntaria,
Los más humildes, los campesinos sin tierra, y los indios al igual que los mestizos empezaron a ser
conocidos como «agregados».
Las regiones menos habitadas presentaban algunas características distintas. En el valle del Cauca,
el control de los grupos de indios de encomienda existentes fue el punto de partida para la
formación de los enormes latifundios que pronto fueron ocupados por ganado. En el siglo xviii,
estas enormes extensiones territoriales fueron fragmentadas en unidades de tamaño más racional,
dedicadas en su mayoría a plantaciones azucareras. Éstas fueron trabajadas por esclavos negros,
provenientes, en parte, del sector minero. Mineros y comerciantes fueron notables entre los
terratenientes, y las tierras que los primeros adquirieron fueron utilizadas como garantía para la
obtención de préstamos a bajo interés. De este modo, los tres sectores económicos estuvieron tan
diversamente entrelazados que el declive de la minería, hacia finales del siglo xviii, afectaría
negativamente a la agricultura de Cauca. integrada en su mayoría por mestizos, que por entonces
constituían el grueso de la población.
Durante el siglo xvi, el proceso de colonización española fue particularmente desordenado y
destructivo. La población indígena, nunca densa, vióse severamente reducida. Dedicados a la
infructuosa búsqueda de minas o absorbidos por la industria de perlas, los colonizadores
satisficieron sus necesidades a través de los tributos de la encomienda. Sin embargo, hacia 1600,
con el cultivo del cacao, que se extendió desde Caracas a los valles de la costa central, la estructura
de la economía venezolana se estabilizó hasta finales del siglo xviii. Al mismo tiempo, la ganadería
se extendió de las tierras altas hacia el sur, en las zonas norteñas de los llanos. Las mercedes de
tierra se concedieron en primer lugar a muchos de los individuos que habían recibido encomiendas.
El proceso de concentración de la tierra destinada de manera predominante al cultivo comercial del
cacao continuó hasta finales del siglo xviii.
Claramente, la agricultura comercial en Venezuela pasó a depender cada vez más de la mano de
obra esclava africana. Aparte de las extensas zonas misioneras, en el este y extremo sur de
Venezuela, el resto de los indígenas se recluyeron en las antiguas unidades familiares que
practicaban una agricultura de subsistencia, basada en la mandioca, el maíz, las legumbres y
plátanos, perpetuada a través del sistema de roza. También muchos mestizos pobres, negros libres y
mulatos se convirtieron en «conuqueros» (minifundistas) en lugar de alquilarse como jornaleros.
Por lo tanto, los esclavos negros eran imprescindibles para la producción de cacao, cuya
productividad era relativamente alta.
En Chile, la población aborigen disminuyó bajo el dominio de los españoles; de este modo, un
pequeño número de encomenderos y otros españoles pudieron obtener mercedes de tierra y
repartirse entre ellos las tierras más fértiles del Chile central. En 1614, Santiago estaba rodeada por
cerca de 100 chacras productoras de vegetales y granos, y 350 estancias de ganado y también
productoras de grano. La mano de obra estaba integrada por indios de encomienda, indios mapuches
del sur hechos prisioneros y convertidos en esclavos, indios procedentes del otro lado de la
cordillera, negros y mestizos. Sin embargo, los pueblos españoles proporcionaban sólo un exiguo
mercado para la producción agrícola. El principal producto de exportación era el sebo, el cual podía
ser vendido de manera rentable en Perú, donde era usado para la fabricación de velas,
indispensables para la minería. La cría extensiva de ganado para la obtención de sebo tenía también
la ventaja de requerir muy poca mano de obra, recurso sumamente escaso en el Chile del siglo xvii.
También se puso en práctica una nueva manera de asegurar la mano de obra. En el marco de una
ganadería extensiva, los terratenientes, a menudo concedían derechos de usufructo en pedazos de
tierra marginal a españoles o mestizos con escasos recursos, a cambio de la realización de ciertas
tareas no dificultosas relacionadas, por ejemplo, con los rodeos, a lo que se le llamó «préstamo de
tierra».
Obligados a pagar pesados arrendamientos en especie o dinero, de los terrenos marginales, los
arrendatarios pronto tuvieron que optar por alquilarse en forma de jornaleros. Hacia fines del siglo
xviii, en algunas zonas, los llamados «inquilinos» ya constituían un recurso laboral más importante
que el de los habituales peones agrícolas.
En el Chile central, la hacienda más grande se transmitió intacta de una generación a otra, entre
1670 y 1880. Algunas veces, los mayorazgos contribuyeron a mantener los bienes patrimoniales
dentro de la familia, pero normalmente éstas no lo necesitaban. Aunque en otros casos, la repetida
fragmentación de la propiedad inició un proceso que dio lugar al minifundio contemporáneo.
Finalmente, la composición del grupo terrateniente fue considerablemente modificado en el
transcurso del siglo xviii, cuando los inmigrantes españoles reemplazaron, en parte, a las antiguas
familias descendientes de los encomenderos.
La inmensa región del Río de la Plata cosechó frustraciones al no encontrarse allí minas. En la
parte norte occidental, la colonización fue meramente una extensión de la del Perú y de Chile. Entre
1553 y 1573 se fundaron todos los pueblos importantes, se distribuyeron indios agricultores
sedentarios en encomiendas y en las áreas de los alrededores de los pueblos se repartieron mercedes
de tierra. Mientras tanto, las expediciones directas de España sólo consiguieron establecer un centro
permanente: el de Asunción, en 1541. En Paraguay, una población indígena, bastante densa, pudo
abastecer a los españoles con productos agrícolas: maíz, mandioca y batata. Una generación
posterior, la de los paraguayos mestizos, fue la fundadora de Buenos Aires, en 1580, pero después
de la clausura de su puerto, catorce años después, la ciudad permaneció como si fuera una isla en
medio del mar de los pastizales de la pampa, dependiendo del contrabando para poder sobrevivir.
Los pueblos occidentales del norte se vincularon, casi desde los inicios, al mercado peruano,
especialmente con Potosí. En un principio, éstos sirvieron como abastecedores de tejidos, hechos
con la lana de Córdoba y con el algodón de Tucumán y Santiago del Estero; luego, como
suministradores de ganado, especialmente muías. En el siglo xvii, Paraguay también participó en la
red comercial de Potosí, como proveedora de yerba mate, cuyas hojas se usaban para preparar una
bebida estimulante. La yerba mate llegaba de dos lados: de los ciudadanos de Asunción y otros
pueblos, que usaban indios de encomienda para realizar el duro trabajo que requería la cosecha de la
yerba en los lejanos bosques, y de las misiones jesuítas, al sur y este del área.
Los otros productos comercializables del Río de la Plata eran pastoriles. Hacia mediados del siglo
xvii, se formaron rápidamente rebaños, medio salvajes (ganado cimarrón) que al parecer
constituyeron inagotables vaquerías hacia el suroeste de Buenos Aires, en Entre Ríos y en la costa
norte del Río de la Plata, en la Banda Oriental (Uruguay). El modo de explotación de las vaquerías
era brutal. Los vecinos de Buenos Aires o de Santa Fe, en lo alto del río, solicitaron al cabildo una
licencia («acción») para acorralar y matar cierto número de bestias. Pero sólo tenían valor comercial
las pieles, lenguas y sebo, debido al incremento de la demanda extrema. No fue hasta mediados del
siglo xviii que un considerable número de estancias fueron establecidas por las misiones jesuítas
alrededor de los pueblos españoles, los cuales incluían Montevideo, en la Banda Oriental. A
menudo, las acciones previas fueron tomadas como base para reivindicar la propiedad de la tierra
(«denuncias»). La unidad mínima, la «suerte de estancia», constaba de unas 1.875 hectáreas con
capacidad para 900 cabezas de ganado.
Por norma, los propietarios vivían en los pueblos cercanos. Estos estancieros estuvieron
claramente subordinados al sector de los ricos comerciantes. Alrededor de 1800 decíase que una
estancia de 10.000 bestias no necesitaba más de un capataz y diez peones para funcionar. Mientras
la mano de obra urbana era en gran parte esclava, los peones ganaderos eran normalmente libres
con un nivel salarial alto, en términos de Hispanoamérica.

PRODUCCIÓN
Los cultivos básicos precolombinos eran tubérculos, como mandioca y patata, y también maíz,
calabazas y frijoles. Los animales domésticos eran escasos y satisfacían sólo una pequeña parte de
las necesidades alimentarias. Los españoles, sin embargo, se negaron a depender de los cultivos
americanos nativos. En 1532, se requería que cada barco que salía hacia el Nuevo Mundo
transportara semillas, plantas vivas y animales domésticos para asegurar el abastecimiento de todos
los alimentos que normalmente consumían los españoles. En las tierras altas, los cultivos europeos
fueron cuidadosamente adaptados al sistema de altura de la agricultura precolombina. El trigo podía
crecer a 3.500 m sobre el nivel del mar, la cebada a 4.000. El gobierno disuadió, sólo algunas veces,
la producción en el Nuevo Mundo de unos pocos cultivos comerciales porque ello afectaba
negativamente a las propias exportaciones de aceitunas, sedas, cáñamo y vino. El hecho de que los
españoles exigieran que los tributos indígenas en especie incluyeran trigo y otros productos
europeos, hizo que los nativos tuvieran que aprender a producirlos. Obviamente, el proceso de
aculturación fue más rápido y profundo cuando los españoles dirigieron directamente la producción
en las chacras o haciendas.
La propagación de los animales domésticos del Viejo Mundo fue todavía más revolucionaria
debido a la ausencia de animales semejantes, a excepción de las llamas de los Andes centrales. El
ganado se multiplicó con una increíble rapidez en los pastizales de América del Sur. Las ovejas
fueron más aceptadas por los indios de las tierras altas debido a su similitud con las llamas. Los
caballos también fueron aceptados, incluso por los más encarnizados enemigos de los españoles,
tales como los indios mapuches. La carne no sólo proporcionó el principal alimento de la población
no india, sino que también el libre suministro de ella se convirtió en una condición frecuente fijada
por las tribus indígenas al permitir que los misioneros los congregaran en reducciones.
La organización de la producción en las comunidades indígenas de la sierra siguió el modelo
precolombino, sólo ligeramente modificado por la introducción de instituciones municipales
hispánicas. En las chacras, estancias, haciendas y plantaciones prevalecieron los sistemas europeos.
Se introdujo el arado, pero prácticamente sólo se usaba en las estancias españolas. En las laderas de
los Andes, la chaquitaccla o arado a pie incaico fue claramente superior. La transferencia de la
tecnología europea del momento estuvo lejos de ser completa. Mientras, por ejemplo, se introdujo
la trilla con el uso de bestias, la irrigación con la ayuda de la noria tirada por caballos no llegó.
Debido al bajo nivel tecnológico, capitalización y administración, el número de trabajadores fue el
principal determinante de la producción agrícola.
En la costa peruana, el proceso de cambio de la producción agraria, después de la conquista, fue
particularmente profundo. Los principales cultivos, como el de la caña de azúcar y el de la vid,
junto a los animales domésticos, las técnicas agrícolas y la mayoría de los propios productores y
consumidores llegaron de fuera.
El cultivo de la vid y la producción de aguardiente y vino se concentró en lea y Moquegua, al sur
de la región costera. La cría de ganado abarcó toda la variedad de los animales domésticos del
Mediterráneo. Plantas forrajeras, como la avena y la alfalfa, se cosecharon en gran escala. Aunque
el maíz permaneció como alimento importante, los colonos blancos prefirieron el trigo, que creció
en grandes cantidades, a pesar de que el clima era menos que ideal. Desde el siglo xvii el algodón se
extendió en gran escala y se usó para la preparación de mantas.
De modo considerable, en la sierra central andina se conservaron más características de
producción precolombina que en la costa. Un cronista del siglo xvii subraya que en el Alto Perú, el
arado español tirado por bueyes y la chaquitaccla nativa se usaban uno junto a la otra. La
combinación de dos tradiciones agrícolas se expresó igualmente en la dicotomía de maíz-trigo,
habas-patatas, coca-azúcar y llama-oveja.
Una característica sorprendente de la sociedad rural andina era la gran extensión de la producción
textil basada en la lana de las llamas, vicuñas, alpacas y ovejas. Tanto los pequeños como los
grandes obrajes textiles de las haciendas o comunidades estuvieron, a excepción de algunos
pueblos, estrechamente integrados en la economía rural. Donde no se desarrolló la minería, la
producción textil o, tal vez, la de azúcar, ilimitada a los profundos valles templados, o la coca
producida en las laderas orientales de los bosques, proporcionaron el dinamismo de la sociedad
rural.
En Chile, a principios del siglo xvii, la producción agrícola en las áreas de los alrededores de
Santiago ya era bastante variada, aunque los únicos mercados para la mayoría de los productos,
tales como granos, vegetales y vino, eran los de la propia ciudad, todavía relativamente pequeña, y
el ejército en la frontera con los mapuches. La agricultura estuvo principalmente condicionada por
la minería, la cual experimentó una recuperación a lo largo del siglo xviii.
La población en el Río de la Plata, permaneció sumamente dispersa a lo largo del período colonial.
La gran excepción fueron las 30 misiones guaraníes de los jesuítas, situadas entre el alto Paraná y el
alto Uruguay. En el siglo xviii, su población alcanzó y, ocasionalmente sobrepasó, los 100.000
habitantes. Éstas estuvieron económicamente bien organizadas y eran mayoritariamente
autosuficientes, aunque producían yerba mate en gran medida destinada a la exportación. En
conjunto, la ausencia de mercados internos restringió la producción de la mayoría de las mercancías
agrícolas. Aquellas ramas que lograron desarrollarse estaban ajustadas a la demanda exterior. En la
provincia de Tucumán, se producían tejidos para Potosí hasta que disminuyó la mano de obra, a
principios del siglo xvii, y los productores mejor situados asumieron el control de este mercado.
Entonces, Tucumán se convirtió en una región productora de muías para el mercado de Alto Perú.
La excesiva explotación de las vaquerías de las pampas, en la primera mitad del siglo xviii estaba
adaptada a la demanda de ultramar.

MERCADOS Y ACTIVIDAD COMERCIAL


Debido a la pobreza de las comunicaciones terrestres y al gran volumen de las mercancías
agrícolas y ganaderas, la distancia a los centros de población española se convertía en un factor
crucial, que en gran parte condicionaba el valor de la tierra y el de la producción. Cuando decaía la
minería o descendía la población de una ciudad, inevitablemente ello afectaba de manera negativa
al sector rural de las áreas circundantes. Por otra parte, la producción especializada de artículos de
escaso volumen y de elevado valor a la vez, como el vino y el azúcar, que se prestaba al comercio
de larga distancia, aun así proporcionaba considerables beneficios. También el transporte de
animales vivos, muías y ganado, a pesar de la lentitud, podía ser un negocio a larga distancia.
Finalmente, la comunicación marítima, si estaba disponible, reducía considerablemente el problema
del transporte de las mercancías agrícolas a los mercados. Tanto el Pacífico como los grandes ríos
cumplieron con esta función. Por otra parte, en relación a los costos de producción de muchos
bienes locales, la existencia de un gran número de impuestos sobre el consumo y los aranceles
internos, siempre obstaculizaba el comercio de larga distancia.
Los grandes hacendados, tanto los laicos como los eclesiásticos, vendían la mayor parte de sus
mercancías a través de sus agencias corresponsales en Potosí y otros pueblos («remisiones»). Otros
preferían realizar las ventas de sus productos en su propio lugar o en el de los compradores. El
sistema de celebración de ferias regulares desempeñaba un papel clave en algunas actividades
comerciales, tales como las relacionadas con la venta de muías y ganado. Los religiosos, en general,
parece ser que preferían vender sus artículos directamente a los consumidores, en lugar de depender
de los comerciantes. El sistema llamado «repartimiento forzoso de mercancías» a los indios y
mestizos pobres constituyó el elemento más importante del comercio interior, hasta que dicho
sistema se suspendió legalmente, en 1780. En Perú, las muías procedentes del RÍO de la Plata y los
tejidos de Quito y Cuzco integraban las principales mercancías de este tipo de comercio. Se ha
calculado que los repartos, en Perú, eran más importantes, como medio de desplazamiento de la
mano de obra indígena al sector español de la economía, de lo que representaban los pagos en
tributo o las obligaciones que imponía la mita. El reparto implicó una masiva redistribución de las
mercancías andinas, tales como el tejido y la coca, desde las áreas productoras a las no productoras.
El comercio interregional abarcó una amplia gama de bienes agrícolas, al igual que tejidos.
Posiblemente, un tercio de la producción azucarera de los valles occidentales del Cuzco, todavía en
1800, se dirigía al mercado de Potosí. La sierra peruana estaba suministrada por continuas
importaciones de muías en gran escala, criadas en los llanos y colinas andinas del área rioplatense,
como también de yerba mate procedente del Paraguay. Chile exportaba trigo a la costa peruana. Por
otro lado, los productos agrícolas representaban una mínima, aunque creciente, parte del comercio
exterior de la Sudamérica española. A lo largo del siglo XVIII se amplió vigorosamente el comercio
de exportación con Europa y Nueva España, a través de las pieles del Río de la Plata y del cacao de
Venezuela. Aparte de eso, el aislamiento geográfico de Sudamérica puso a los productores en
desventaja, en comparación con los que en Nueva España se dedicaban al comercio de ultramar, de
manera que las importaciones que llegaban a la América del Sur española tenían que ser pagadas en
metálico.
Desde la costa norteña se exportaba azúcar a Guayaquil y a Panamá, y también a Chile. Los barcos
que transportaban azúcar a Chile regresaban con cargas de trigo, de esta manera reducían costos. En
Lambaye que, donde había pocas haciendas, incluso las comunidades indígenas aprendieron a
producir azúcar para comercializarlo. El algodón se exportaba a los obrajes de Quito. Desde la costa
sureña se mandaba pisco a los mercados de Nueva Granada y a los de Chile, y los vinos lograban
incluso introducirse en Nueva España. Entre las regiones de Cuzco, Puno y Arequipa se desarrolló
otro conducto comercial con Alto Perú y el Río de la Plata. Se ha dicho que en los años setenta del
siglo xviii, los plantadores azucareros de Cuzco y Arequipa competían en el mercado potosino. La
coca de la ceja de montaña del Cuzco también tropezó con una creciente competencia procedente de
los productores altoperuanos.
Las tendencias cambiantes a nivel regional, por lo que respecta al intercambio comercial en el
plano local y provincial, viéronse menos afectadas directamente. Las zonas que sufrían un déficit
crónico de granos o de carne tenían que adquirir los productos procedentes de los vecinos mejor
situados a cambio de productos artesanales u otros artículos. Allí también había grupos de mineros
dispersos, trabajadores de los obrajes y de las plantaciones azucareras quienes tenían que ser
alimentados y vestidos. Así, que en esta clase de comercio, no sólo participaron las grandes y
pequeñas haciendas, sino que también lo hicieron las comunidades indígenas.
Del propio intercambio comercial se derivaron necesidades especiales. Algunas regiones se
especializaron en el suministro de muías y en los instrumentos de los arrieros para llevar a cabo el
transporte. Éstas sirvieron en las rutas terrestres, entre el puerto nórdico de Paita y la ciudad de
Lima, y entre Cuzco, Arequipa, Arica y Potosí. Las muías procedentes del Río de la Plata se
compraban en las ferias de Salta, Jujuy y Coporaque.
Viniendo de Perú y Quito hasta la provincia de Mérida, en Venezuela, el Camino Real atravesaba
Nueva Granada pasando a través de Pasto, Popayán y Bogotá. Este trayecto, con sus terrenos
increíblemente accidentados, se realizaba con animales de carga, donde a menudo incluso
resbalaban hasta las muías más resistentes. Los transportistas, tanto de personas como de carga,
eran una visión común en las tierras altas de Nueva Granada. Así, la navegación fluvial, cuando era
viable, demostró ser más atractiva que el viajar por vía terrestre, a pesar de la lentitud de las
embarcaciones (champanes), que navegaban a lo largo de los ríos Magdalena y Cauca. En los
centros mineros, los precios de los alimentos eran frecuentemente altos. Sin embargo, y a pesar de
la inmensa variedad ambiental de Nueva Granada.
Hasta mediados del siglo xviii, al menos en el Río de la Plata, coexistió una economía monetaria
extema con una economía natural en la esfera doméstica, caracterizada por el comercio de trueque e
incluso el uso de «moneda de la tierra». El desarrollo del comercio noroccidental era claramente
dependiente de la minería altoperuana. Las exportaciones anuales de muías pasaron de 12.000
bestias en 1630, a 20.000 en 1700. Pero a partir de aquí y hasta mediados de siglo, las exportaciones
descendieron considerablemente, coincidiendo con el período en el cual la minería estaba en su
punto más bajo. No obstante, a finales de la centuria posterior, se alcanzó un nivel de 50.000-60.000
animales.
Mientras tanto, las exportaciones de pieles y otros productos ganaderos a través de Buenos Aires,
aunque en cierta medida obstaculizadas por las restricciones legales, lograron su nivel más alto
después de las reformas administrativas comerciales de 1776-1778. A partir de estos momentos se
confirmó la gradual conquista del mercado altoperuano y se incrementó la ya importante salida de
plata vía Buenos Aires. La población de Buenos Aires alcanzó los 22.000 habitantes en 1770, y, en
1810 logró llegar alrededor de los 50.000. A la vez, ascendió la prosperidad de la ciudad. Si bien,
por una parte, incrementó el valor del mercado de la ciudad por parte de los productores del interior
de vino y trigo, por otra, los fletes de los transportes a través de la pampa, cada vez más elevados,
hizo que resultara más conveniente para los habitantes de Buenos Aires importar los suministros del
exterior. En el Río de la Plata, las comunicaciones terrestres eran lentas. Los medios de transporte
más usuales eran, además de las recuas de muías, las caravanas de carretas tiradas por bueyes,
capaces de defenderse a sí mismas contra los ataques de los indios. El primer tramo, desde Buenos
Aires a Córdoba, que un hombre a caballo podía recorrerlo fácilmente en cinco días, en general se
tardaba un mes en hacerlo. El tráfico, vía Mendoza a Chile, tenía que cruzar el impresionante paso
de Uspallata a 4.000 m de altura.
Ritmo y duración del proceso de conquista varió de un área a otra. Las plantas y animales del Viejo
Mundo cambiaron completamente la base de los recursos del continente de América del Sur.
Después de un primer período de dependencia de los alimentos indígenas, obtenidos en forma de
tributos de encomienda, los españoles se mudaron de los pueblos y establecieron redes de huertas y
estancias ganaderas. De este modo, una economía de tipo europeo, basada en el valor de cambio, se
impuso sobre la economía indígena tradicional, basada en el valor de uso, en el trabajo colectivo y
en la práctica del trueque. El desarrollo de los grandes latifundios estuvo estrechamente relacionado
con el descenso de la población nativa americana y el aumento del número de españoles y mestizos
y, sobre todo, con la expansión de la minería. Las exportaciones de larga distancia, como por
ejemplo el trigo de Chile y el cacao de Venezuela, también fomentaron el surgimiento de grandes
fincas. Hacia fines del siglo xvii, las instituciones rurales básicas habían logrado estabilizarse y fijar
la pauta para el resto del período colonial. En general, el siglo xviii presenció la expansión de la
agricultura. La tendencia demográfica ascendente amplió los mercados y aseguró un constante
suministro de mano de obra, a pesar de los altibajos de la minería. Durante el período colonial, en
las posesiones españolas de América del Sur muy raras veces las empresas ganaderas y agrícolas
llegaron a ser capaces de explotar su potencialidad máxima, sobre todo debido a que el tamaño del
mercado no lo permitía.
La composición de la élite terrateniente no fue homogénea ni estable. Las • propiedades
territoriales variaron considerablemente entre sí respecto al tamaño, producción, deudas, acceso a
los mercados y disponibilidad de mano de obra. La sucesión del patrimonio territorial a través de la
herencia parece haber sido menos frecuente que la adquisición territorial mediante compra. La
relativa importancia de las haciendas, en comparación a las propiedades de tamaño pequeño y
mediano y a las comunidades indígenas, también varió en relación al tiempo y al espacio. Los
grandes terratenientes eran, a menudo, simultáneamente funcionarios públicos, comerciantes y
mineros que gozaban de un gran poder local, pero, sin embargo, dependían de las fuentes de
ingresos no agrícolas o de los créditos de la Iglesia o de los comerciantes urbanos. Los latifundistas
orientaron sus explotaciones hacia la obtención de beneficios y sus haciendas se integraron dentro
de la economía de mercado, hicieron uso de sistemas laborales coercitivos, aunque, a menudo,
paternalistas. Sus empresas no alcanzaron elevados niveles de rentabilidad y su riqueza pocas veces
era encauzada hacia usos productivos.

Gibson-capitulo 6
Las sociedades indias bajo el dominio español.

Los contactos iniciales y las instituciones coloniales


El primer encuentro que tuvieron los indios con los españoles ocurrió en 1492. A partir de este
momento y durante un período de 25 años, la expansión española hacia otras zonas, y el aumento
de los contactos entre españoles e indígenas se dio de forma gradual, el número de nativos que se
encontraba en asociación directa o indirecta con los españoles probablemente alcanzaba menos de
un 10 por 100 del total de la población aborigen de América. En los siguientes 25 años, entre 1517
y 1542, con las rápidas incursiones españolas en la América central, México, Perú, el norte de
Sudamérica y el norte de Chile.
En general, los primeros encuentros que tuvieron lugar entre los españoles e indios en las Indias
occidentales y en las zonas costeras de tierra firme. Los nativos de las islas occidentales eran
agricultores sedentarios distribuidos en comunidades de pequeño y mediano tamaño, en las que
había clases sociales, curas, una religión desarrollada, preparación guerrera, un comercio servido
por canoas, y autoridades locales hereditarias o elegidas. La primera isla que cobró importancia en
las Indias occidentales fue La Española, en la que indios pertenecientes a todas las clases sociales
fueron capturados, esclavizados y forzados a trabajar en la agricultura, minería, transporte,
construcción y en otras tareas relacionadas con las anteriores. ya desde el principio la población de
las islas emprendió un precipitado descenso que, en pocas generaciones, terminaría con la
desaparición total de los indios de esta parte de América. Como la población descendía, las
incursiones españolas en busca de esclavos se trasladaron a las islas más lejanas, y una zona
todavía más extensa cayó bajo el dominio español. Diversas incursiones militares en otras islas
culminaron en la conquista militar de Cuba (1511). La conquista en su fase principal, terminó en
1542 con la expedición de Coronado hacia el oeste americano y la expedición de Orellana
descendiendo el Amazonas. En general, la conquista procedió con mayor rapidez y probó ser más
efectiva contra los estados indígenas que estaban organizados, porque éstos cayeron en manos
españolas como entidades unificadas. Cuando caía una capital urbana, el resto de la zona imperial
perdía mucho poder para ofrecer resistencia. En las sociedades más disolutas, por otra parte, los
indios podían seguir luchando y cada comunidad podía resistir separadamente.
Las rebeliones indígenas (Perú en los años de 1530 y en el siglo XVIII Nuevo México a fines del
siglo XVII, y muchas otras) desbarataron los controles españoles después de que éstos se hubieran
logrado imponer, devolviendo a las selectas sociedades indígenas, siempre temporalmente, una
posición independiente y hostil. Personas y grupos, y en el Perú del siglo XVI un “Estado” indio
entero, a veces eran capaces de huir de las zonas que se hallaban bajo control español y encontrar
refugio en zonas remotas.
La conquista no era un antecedente necesario para la conversión al cristianismo, pero en la
práctica, en la experiencia indígena, aquella estuvo seguida de cerca por la conversión, y tanto
desde la perspectiva española como desde la indígena, hubo una conexión entre ambas. Para los
indios el cristianismo parecía ser lo que hacía fuertes a los españoles. Del lado español, los
misioneros cristianos respondieron al inmenso desafío de la América pagana con un esfuerzo de
conversión sin precedentes en los 1.500 años de cristianismo. los españoles estaban decididos a que
los indios debían ser incorporados a la sociedad colonial como vasallos cristianos de la monarquía.
La encomienda o repartimiento fue la institución secular más importante que reguló las relaciones
entre españoles e indios. Su rasgo básico y universal fue la asignación de grupos de indios a
colonos españoles escogidos (encomenderos) para recibir tributos y mano de obra. Los términos
encomienda y repartimiento se referían esencialmente a la misma institución, aunque el último
remarcaba literalmente el acto de distribución y asignación de indios; mientras que el primero
enfatizaba la responsabilidad del encomendero hacia sus indios. La palabra encomienda era el
término preferido en la legislación española y en el uso metropolitano ordinario. La
responsabilidad del encomendero incluía la asistencia cristiana de sus indios encomendados, y esto
implicaba que tenía que haber un clérigo residente o itinerante que la proveyera. El carácter
básicamente secular de la encomienda sin embargo nunca fue cuestionado.
La encomienda se desarrolló en las Indias occidentales durante la segunda década del siglo XVI.
Empezó como un sustituto de la esclavitud, desde el norte de Venezuela a La florida, las primeras
encomiendas sirvieron de cobertura para continuar con las incursiones armadas, las capturas,
traslados y esclavitud de los primeros años. Las encomiendas de México y de la América Central se
diferenciaban del prototipo insular en su énfasis sobre la comunidad indígena, establecida como la
unidad de asignación, y en su dependencia de los recursos y estructuras sociales de las
comunidades. De este modo, en el continente, la vida india sedentaria se mantuvo de forma más
estable que en las islas. Donde la población era poco densa, donde los habitantes eran parcial o
totalmente migrantes, la encomienda era inapropiada o apropiada sólo como mecanismo de
captación de esclavos. En casos extremos, la encomienda sólo proporcionó un permiso para
comerciar con la población india asignada. Así la institución tomó una variedad de formas,
dependiendo del grado de presión por parte española, y del tamaño y carácter de la población india.
Pero el tipo clásico, el que se desarrolló en las áreas de influencia inca y azteca y sus regiones
adyacentes en el México occidental, América Central, Venezuela, Colombia, Ecuador y norte de
Chile, fue la institución explotadora a gran escala, que abarcaba una sociedad indígena desde ahora
fragmentada en comunidades independientes, cada una de ellas dominada por un encomendero
español y su séquito.
El declive de la encomienda en la segunda mitad del siglo XVI fue consecuencia de varios
factores. Por una parte, el catastrófico descenso de la población indígena redujo el valor de las
propiedades rurales; por otra, la legislación real progresivamente más efectiva, motivada por el
humanitarismo cristiano para con los indios y el temor de que creciera en América una clase de
encomenderos, controló la encomienda con regulaciones todavía más estrictas. La exigencia del
tributo y las demandas de mano de obra fueron cada vez más limitadas. La transmisión, vía
herencia, de una generación a otra fue regulada o prohibida.
En la medida que las encomiendas individuales fueron revirtiendo a la corona, sus indios cayeron
bajo la autoridad real directa. Ésta normalmente tomó la forma de corregimiento (o alcaldía
mayor), en la que un oficial real nombrado corregidor (o alcalde mayor) era designado para ejercer
el cargo de la jurisdicción colonial local. Sus deberes incluían el ejercicio de la justicia local, la
exacción de los tributos de los indios, la ejecución de la legislación real y el mantenimiento del
orden en la comunidad indígena. Aunque, algunas veces, el corregidor estaba ayudado por
tenientes y otros miembros de su séquito, él era considerado el funcionario real que poseía el
control más directo de las localidades indígenas. Los corregidores representaban la autoridad real
en lugar de la personal, de la autoridad privada de los encomenderos, y la intención era que ellos
trataran a los indios de forma más humanitaria. En la práctica, la explotación de los indios por los
corregidores, con desprecio de la ley pasó a ser aceptada e institucionalizada.

Estructuras políticas
La dominación española rápidamente fragmentó todas las grandes estructuras políticas de la
América nativa. La unidad indígena mayor que sobrevivió al proceso de fragmentación fue
generalmente el “pueblo”, o la localidad principal, llamada “cabecera”. La teoría española postulaba
una alianza entre el rey y el soberano indígena local, entendiendo que cada uno de ellos era un
“señor natural”, en oposición a la ilegítima y ahora rechazada burocracia imperial de los aztecas e
incas y otros señores indios.
El cambio del gobierno precolonial al colonial supuso una “decapitación” de la estructura
aborigen, realizando este corte precisamente por encima del nivel de la comunidad local. En el
lugar de Moctezuma, Atahualpa y sus consejeros, servidumbre y auxiliares, así como el equivalente
de todo esto en otras zonas, la organización colonial introdujo virreyes españoles y el aparato
colonial subordinado al corregidor o a su teniente.
El término cabecera, pueblo principal, es más específico que el término pueblo, que puede
referirse a cualquier localidad, incluyendo una población subordinada a la cabecera. En los casos
normales, se permitió subsistir a las organizaciones políticas subsidiarias por debajo del nivel de la
cabecera. En la terminología española, los pueblos más pequeños que estaban incluidos dentro de
la jurisdicción de la cabecera eran sus “sujetos”, y se entendía que éstos debían lealtad a la
cabecera y que eran gobernados por ella. Los sujetos podían ser por ejemplo, barrios, barriadas,
distritos o subdivisiones de la misma cabecera o, también, podían ser estancias, ranchos o
rancherías situados a una cierta distancia. Otros términos podían ser sustitutos de éstos, pero el
concepto básico de pueblo de indios independiente, subdividido en barrios y que gobernaba a una
red local de poblados satélites o de familias, aparecía como un principio fundamental y universal
de la estructura política colonial. Ello fue aceptado por ambas partes, los indios y los españoles. En
general fue esta unidad política, individualmente o en combinación de dos, tres, o más, la que fue
dada en encomienda, la que se convirtió en parroquia en la organización eclesiástica colonial, y la
que pasó a ser objeto de la jurisdicción de un corregimiento en la organización política colonial.
En teoría, los caciques de estas unidades -con los títulos de tlatoani en México y curaca en Perú,
y con otras denominaciones en otros lugares- heredaron sus posiciones de acuerdo con las normas
de sucesión indígenas. Pero incluso en los inicios del período colonial, fue frecuente que algunos
de estos caciques fueran intrusos. Esto ocurría porque las normas de sucesión eran flexibles y
manipulables, ya que las dinastías locales llegaron a su fin con la conquista o en el período
inmediatamente posterior a ella, y porque los encomenderos y otros españoles tuvieron interés en
introducir a sus propios indios “protegidos” como autoridades locales.
Los jefes indígenas locales, fuera cual fuera su título, eran instrumentos en la promoción de las
instituciones españolas de la Iglesia, la encomienda y el corregimiento. El clero, los encomenderos
y los corregidores dependían de los gobernadores locales para hacer efectivas las instituciones
coloniales. Los caciques locales, incluso los ilegítimos, eran personas que ostentaban un tremendo
poder en sus comunidades, y los españoles se los ganaron deliberadamente, bien sea a través de
favores o bien por la fuerza.
Una nueva hispanización política en los pueblos de indios tuvo lugar a mediados y a finales del
siglo XVI. Empezó en Nueva España, donde los pueblos fueron inducidos -por virreyes, clero,
encomenderos y corregidores- a desarrollar las instituciones gubernamentales de los municipios
peninsulares ibéricos. Esto supuso cabildos (consejos municipales) con alcaldes (jueces), regidores
(concejales) y otros funcionarios inferiores, todos indios. Los pueblos de indios respondieron
positivamente a las demandas de tal política hispanizadora, y también pudo reflejar la presión
ejercida por los españoles sobre los principales jefes indios y la presión equivalente ejercida por
éstos sobre las comunidades. Hacia fines del siglo XVI, las cabeceras grandes en Nueva España
comúnmente apoyaban cabildos con 2 o 4 jueces indios, y con 8, 10 o 12 regidores indios.
Las cabeceras menores podían contar solamente con un juez, y 2 o 4 regidores. Todos ellos
pertenecían a la clase alta de la sociedad indígena. Normalmente, los jueces y regidores eran
elegidos por el mismo cabildo del pueblo o por un grupo de votantes indios los vecinos o vocales
de la comunidad indígena.
En el siglo XVI, el nuevo gobierno nativo por medio del cabildo pasó a servir como principal
intermediario entre el Estado español y la población india. Este nuevo funcionario indio presidía el
cabildo y, a la larga, rivalizaba y sobrepasaba al cacique en poder e influencia local. Cada vez más
estos caciques fueron derrotando a los consejos de los pueblos en la lucha por el control político, lo
que significó un declive en el principio del cacicazgo hereditario. Así, en el gobierno interior de los
pueblos de indios, la adopción de los principios españoles de institucionalidad, ya sea a través de
elección o mediante nombramiento del consejo de gobierno, prevalecieron por encima del principio
indígena original de gobierno personal, dinástico y hereditario.
En grandes pueblos de indios de Nueva España, la hispanización política del siglo XVI fue todavía
más allá. Los consejos municipales fueron instalados en las casas del cabildo construidas siguiendo
los estilos de los municipios españoles. Los procedimientos españoles de llamar al orden, registro,
discusión y voto, fueron imitados en los consejos municipales indios.
Debe recordarse, no obstante, que un cabildo indio, por muy hispanizado que estuviera, nunca fue
una institución verdaderamente poderosa. Su autoridad estaba limitada a una reducida serie de
opciones. Las principales decisiones locales eran tomadas por el clero local, el encomendero y el
corregidor,, de forma singular o en conjunto. Además, al igual que muchos otros aspectos de la
historia colonial de la América española, el siglo XVII y principios del XVIII presenciaron un
estancamiento o retroceso con respecto a la hispanización política. Ello no parece que sea una
cuestión de retorno a las prácticas originales indias de gobierno comunitario, puesto que la mayoría
ya estaban olvidadas en el siglo XVII. Los cabildos en todo el mundo hispánico, tanto en la
sociedad blanca como en la india, perdieron algo de su significado en el siglo XVII, y pasaron a ser
todavía más formales, conservadores y limitados.
Los recursos económicos correspondientes a los gobiernos de los pueblos de indios fueron
siempre precarios, y los consejos locales estaban constantemente al acecho para obtener fuentes de
ingresos suficientes. Los fondos comunitarios estaban constituidos por las cajas de comunidad, al
igual que en los pueblos españoles. Recibían ingresos de cada cabeza de familia indígena, que
contribuía con una cantidad fija para mantener al gobierno local, a menudo mediante el mismo
proceso por el que se hacían los pagos del tributo al gobierno español. Los rebaños de ovejas u
otros animales en las propiedades del pueblo y el arriendo o venta de las tierras comunitarias a los
españoles u otros indios, eran métodos adicionales mediante los cuales las localidades obtenían
fondos.
Los gobiernos de pueblos de indios proporcionaron, además, una estructura para el
mantenimiento de los sistemas de las clases indias. En el centro de Nueva España, se distinguía
entre los indios pertenecientes a la clase alta, llamados generalmente “principales” y los
pertenecientes a la clase baja, llamados generalmente macehuales. Los principales eran los
descendientes de los aztecas de la clase alta de antes de la conquista, cuyos miembros eran
denominados pipiltin (en singular piIIi). Los numerosos militares especializados y los otros títulos
de los pipiltin cayeron en desuso o desaparecieron totalmente durante el siglo XVI. Pero en los
gobiernos municipales hispanizados solamente los principales eran elegibles para ocupar cargos en
el cabildo. Los principales sirvieron como funcionarios del cabildo a mediados del siglo XVI y
después, y para la mayoría, la posesión de dicho cargo era testimonio de pertenecer a la clase alta.
Pero la restricción de tales puestos a los principales pronto estuvo cuestionada, ya que las normas
españolas también requerían elecciones anuales y prohibían la reelección de las mismas personas
para servir en el cabildo. Así, a pesar de la ley, una aristocracia indígena local controló con éxito
los gobiernos de los pueblos durante un tiempo, y las mismas personas, año tras año, ocuparon los
nuevos cargos.
De forma progresiva, cabildo tras cabildo, y en la sociedad en general, se fueron desvaneciendo
las distinciones entre principales y macehuales. El declive de los cabildos en el siglo XVII fue
paralelo al declive de los principales y la eliminación o abandono de sus privilegios.
En Perú, los curacas surgieron como poderosas autoridades locales en el mundo posterior a la
conquista, y desempeñaron el papel de cacique universal como “gobernantes títeres”, haciendo de
“mediadores entre la sociedad española e india. En el siglo XVI, sus territorios coloniales
normalmente retenían las subdivisiones existentes antes de la conquista y los cargos subalternos
continuaban funcionando de forma ininterrumpida. Hacia 1565, la ciudad de Lima tenía tres, uno
para los residentes indios, otro para aquellos que habían inmigrado procedentes de cualquier lugar
y un tercero para los habitantes de los alrededores más próximos. Las atribuciones de los cabildos
tenían que ver con las propiedades, mercados, cárceles y otros asuntos locales, por supuesto bajo la
jurisdicción superior de las autoridades españolas. Los alcaldes indios administraban justicia en
primer lugar y los alguaciles constituían el cuerpo de policía local. La mayoría de las comunidades
tenía dos alcaldes, pero Cuzco, a principios del siglo XVII, contaba con ocho, y Huancavelica, en
el siglo XVIII, disponía de 18 alcaldes de minas.
Los curacas eran capaces de sacar provecho de su situación de una forma que sus equivalentes en
México nunca consiguieron. Empezando por los años sesenta del siglo XVI, los indios nobles del
Perú solicitaron y recibieron títulos de alguaciles y alcaldes mayores. Una petición típica describía
el linaje aristocrático y los servicios que el indio interesado había prestado a Pizarro u otros
conquistadores. Un candidato elegido para el cargo de alcalde mayor tenía autoridad para nombrar
anualmente jueces y regidores, y para administrar justicia local en nombre del rey. A otros se les
otorgaba la responsabilidad del mantenimiento de los caminos, puentes y tambos construidos en el
imperio incaico. Hacia 1600, los alcaldes indios se habían instalado por toda el área de influencia
incaica, desde Quito a Potosí. Los cargos pasaron, en efecto, a estar monopolizados por los curacas,
quienes podían prevenir que estos puestos cayeran en manos de indios inferiores. De este modo, la
institución peruana sirvió para apoyar y prolongar a la clase de los curacas más que a ninguna otra
clase. Pero hacia finales del período colonial, ésta también se había deteriorado. Españoles y
mestizos se apropiaron de algunos cargos del cabildo e, incluso, del de alcalde mayor.

Religión
Fue con respecto a la religión que los españoles realizaron su más enérgico esfuerzo para
modificar la sociedad indígena. Esto fue debido a que muchos aspectos de su religión resultaban
ofensivos desde el punto de vista del cristianismo, y porque el cristianismo era considerado por los
españoles la única religión verdadera.
Las religiones americanas nativas estaban lejos de ser uniformes, pero se pueden caracterizar
fundamentalmente por ser politeístas y animistas, con veneración de cuerpos celestiales y
fenómenos naturales, propiciación de deidades, chamanismo y participación ceremonial. Las
religiones americanas más sofisticadas incluían objetos de culto, calendarios complejos, templos y
edificios religiosos igualmente complicados, clases sacerdotales y literatura narrativa y astrológica
sumamente ricas. Algunos elementos fueron adoptados por los españoles por la existencia de
aspectos similares a los del cristianismo, especialmente el bautismo, la confesión, el matrimonio y
el símbolo de la cruz.
La tarea principal de los misioneros era eliminar las evidencias más relevantes del paganismo y
frenar o reducir el poder de los sacerdotes nativos, y en su mayor parte, estos pasos fueron
satisfactoriamente cumplidos durante la primera generación. Después, los misioneros pusieron un
gran énfasis en los dogmas esenciales y en los rasgos más visibles de la religión cristiana.
Con respecto a la creencia religiosa indígena, el resultado final fue el sincretismo, es decir, la
fusión de la fe cristiana y de la pagana. Éste se dio de distintas formas. Los indios podían mantener
una posición politeísta mediante la aceptación cristiana como un miembro adicional del panteón, o
prestando la atención principal a la santísima trinidad o a la comunidad de santos más que al dios
cristiano. La crucifixión podía parecer como una forma de sacrificio humano.
Elementos de la fe cristiana podían ser incorporados dentro de la perspectiva de un mundo
esencialmente pagano. A lo largo del período colonial, el clero buscó y descubrió evidencias del
paganismo que sobrevivía en objetos de culto escondidos o en prácticas encubiertas.
Los primeros misioneros iban de ciudad en ciudad y de una zona a otra, pero, a medida que su
número aumentaba, fue desarrollándose un sistema episcopal- y parroquial disciplinado con un
clero residente en las comunidades indígenas mayores. Frecuentemente, en el siglo XVI, el clero
local funcionaba dentro de la institución de la encomienda.
En el siglo XVII, en cualquier comunidad indígena de la América española, el cristianismo jugaba
un papel dirigente. Estaba prohibido que los indios fueran ordenados sacerdotes, peno todas las
tareas menores eran llevadas a cabo por ellos, y, para el mantenimiento de la comunidad religiosa,
era básica la existencia de una jerarquía de cargos ocupados por los indios. Los principales ritos
religiosos, incluyendo bautismos, matrimonios y funerales, tenían lugar en la iglesia y
proporcionaban un ritual ordenado y previsible para la vida de los indios.

Tributos
El hecho de que los indios tuvieran que pagar tributos fue una de las primeras y más
fundamentales convicciones españolas en el mundo colonial. La tradición provenía de España,
donde los campesinos eran pecheros, pagadores de pecho o tributos. En América, donde los
colonos no pagaban pecho, la obligación de pagar el tributo cayó sobre la nueva clase baja no
española. En teoría, los indios pagaban el tributo como obligación de “vasallos” de la corona (este
término fue usado en el período colonial) a cambio de beneficios, o supuestos beneficios, de la
civilización española. En la época anterior a la conquista, muchos indios tenían que pagar tributo,
hecho que facilitó en teoría y en la práctica la exacción tributaria. El rey concedía a un
intermediario, el encomendero, el privilegio de recibir el tributo que, de otra manera, los indios
debían a la corona. El tributo se convirtió en uno de los principales mecanismos de control ejercido
por los encomenderos sobre los indígenas, y sus recaudadores tributarios, que normalmente eran
indios, se hallaban entre los agentes de los encomenderos más temidos.
Al igual que en otros aspectos de la encomienda, los excesos que se hacían en la recaudación del
tributo fueron posibles debido a la dependencia de los encomenderos respecto de los jefes indios
locales. Durante el primer período, el tributo era entregado al cacique, y bajo su dirección se extraía
una parte del mismo, para luego transferirla al encomendero. En la ausencia de dicha cooperación
de los caciques o de sus equivalentes, los españoles no tenían los medios adecuados para exigir de
los indios los pagos del tributo. Por otra parte, esta cooperación también permitía a los caciques
absorber gran parte de los tributos indígenas para su propio enriquecimiento.
La sustitución del gobierno del cacique por el del cabildo fue un paso significativo en el proceso
del establecimiento del control real sobre la exacción tributaria.
Los cabeza de familia eran tributarios plenos en la sociedad indígena colonial. Viudos, viudas,
solteros y solteras eran medios tributarios. La cantidad tributaria se componía normalmente de un
pago en dinero y de un pago en especie, y los valores de éstos variaban considerablemente de un
lugar a otro.
Dentro de la comunidad india, las exacciones tributarias tenían una influencia importante sobre la
productividad local. Muchos artículos producidos por indígenas -maíz, cacao, tejidos nativos y
muchos otros productos- continuaron siendo pagados como tributo. Algunas veces, los
requerimientos del tributo eran para pagar en productos europeos, tales como trigo, tejidos de lana,
dinero, pollos o huevos. Los indios producían artículos europeos para poderlos vender a cambio del
dinero que necesitaban para pagar el tributo. Indudablemente el cultivo o fabricación de productos
europeos constituía un paso en dirección a la hispanización. Aunque está claro que los bienes eran
producidos o hechos exclusivamente por indios como artículos tributarios, no había ninguna
intención de integrarlos en la vida indígena.

Mano de obra
La esclavitud legal e ilegal de los indígenas como mano de obra se dio principalmente en las
Indias occidentales y en la parte adyacente de tierra firme, desde la América Central hasta
Venezuela. En México y Perú, los conquistadores estuvieron más preocupados con la encomienda
que con la esclavitud declarada, pero convirtieron en esclavos a indios capturados en las guerras,
justificando la acción a través del requerimiento (el cual amenazaba con la esclavitud a los indios
que rehusaran someterse y recibir el evangelio cristiano) o por el principio de que los cautivos
hechos en una guerra justa y cristiana podían ser legítimamente esclavizados. Los conquistadores
también sostenían que los indios que eran esclavos en su propia sociedad nativa debían continuar
siéndolo después de la conquista, puesto que esto implicaba simplemente la perpetuación de una
posición preexistente y no un acta nueva de esclavitud. Durante un tiempo, la corona permitió la
esclavitud de los indios en casos de rebelión y como castigo por delitos concretos. A lo largo del
siglo XVI y durante el XVII encontramos ejemplos de esclavitud indígena entre los cautivos que
habían sido capturados en guerras de frontera y entre individuos sentenciados por crimen. Pero, en
general, después de las Leyes de Burgos (1512), el principio prevalente fue que los indios fueran
personas libres y no esclavos.
Las principales categorías de trabajo eran: la explotación de las minas, transporte, agricultura,
construcción y servicio militar. En las Indias occidentales las encomiendas concluyeron al cabo de
dos generaciones, debido a la extinción de la población aborigen.
En el continente, la encomienda fue una institución onerosa para los indígenas, pero en las zonas
principales su componente laboral estuvo limitado a las primeras generaciones coloniales. Desde el
principio, la corona consideró la parte laboral de la encomienda como un expediente temporal e
insatisfactorio, pendiente del establecimiento de una mano de obra asalariada libre; fue esta
posición real la que tuvo como resultado la supresión del control de los encomenderos sobre la
mano de obra indígena. Esto tuvo lugar a mediados del siglo XVI en la parte central del virreinato
de Nueva España y una generación después en los Andes centrales. De este modo, hacia fines del
siglo XVI, en las zonas densamente pobladas, la encomienda se había convertido en una institución
para la exacción del tributo, que ya no podía ser considerada como una fuente de trabajo privado.
Los encomenderos, deseosos de poseer indios como mano de obra en esas áreas, estaban ahora
obligados a depender en la nueva institución de la mita o “repartimiento”.
El repartimiento laboral, como fue llamado en Nueva España, o mita, acabó siendo usado en el
Perú y fue la nueva institución diseñada para regular la mano de obra de los indios en el sector
público, tras la separación de este trabajo del sector privado o encomienda. El repartimiento fue
una respuesta al incremento del número de españoles y al reducido número de trabajadores
indígenas. Este fue un sistema más económico para la distribución de trabajadores indígenas,
después de los excesos y desgaste de la mano de obra de la encomienda. En el repartimiento, cada
comunidad indígena se responsabilizaba de liberar una parte de su población masculina para
trabajar por intervalos periódicos. Cada grupo laboral trabajaba para su patrón durante un período
concreto, que iba de una semana a cuatro meses o más. Los trabajadores indios recibían un salario
modesto y regresaban a sus comunidades al tiempo que un nuevo contingente, reclutado y asignado
de la misma manera, ocupaba sus puestos. Como se ha visto, los encomenderos de las áreas
principales estaban ahora obligados a solicitar trabajadores de repartimiento, de la misma manera
que otros españoles.
La mita laboral, para las minas peruanas de Potosí, representa el repartimiento en su forma más
impresionante. A fines del siglo XVI y durante el XVII, el flujo de trabajadores, hacia y desde la
mina, asumió las proporciones de migraciones masivas. Los funcionarios indígenas locales dirigían
la selección y organización. Cuando llegaba el día señalado, los trabajadores formaban una enorme
procesión con sus familias, llamas, y otras provisiones. Desde una provincia lejana, el trayecto
requería varios meses. A lo largo del siglo XVII, miles de personas y animales estaban
constantemente yendo y viniendo de Potosí. Los trabajadores y sus familias estarían alejados de sus
comunidades durante un año o más.
De este modo, a fines del siglo XVII y en el XVIII, en el centro de Nueva España, la mayor parte
de la mano de obra indígena era “libre”. En la medida en que la población nativa volvió a
incrementarse, las condiciones del mercado de trabajo rural se invirtieron en relación con lo que
habían sido. Ahora había demasiados trabajadores respecto a la oferta de trabajo. Los trabajadores
sin empleo desbordaban de sus pueblos y erraban por el campo. Debido a la competencia en el
empleo, el salario de los trabajadores rurales, que había aumentado regularmente desde principios
del siglo XVI hasta mediados del XVII, permaneció casi constante durante los 150 años
posteriores. Esta situación fue ventajosa para los hacendados, que mantenían un núcleo de
trabajadores en sus propiedades durante todo el año laboral y podían alquilar un número adicional
de trabajadores para hacer frente a las tareas estacionales.
En la zona central de los Andes prevaleció una situación diferente. La mita continuó siendo el
principal instrumento para reunir a los trabajadores en Potosí y otras minas. las propiedades
agrícolas del Perú se acomodaron a una clase especial de trabajadores, los yana o yanaconas,
antiguamente sirvientes y trabajadores de la clase alta incaica. Los yanaconas aumentaron en
número relativamente, si no absolutamente, en el siglo XVI, puesto que otros indígenas escaparon
de las presiones de la vida comunitaria para juntarse con ellos. Estaban protegidos por la ley
favorecidos por los españoles dispensados al menos en teoría del tributo y de la mita y ligados a la
tierra.
De manera harto frecuente, los investigadores han identificado el peonaje como la forma de mano
de obra clásica de la América española rural. La hipótesis ha sido que los hacendados y otros
terratenientes, de forma característica, forzaban a los indios a trabajar para ellos mediante el
sistema de adelantarles dinero y exigirles su reembolso en trabajo. La servidumbre “clásica” la
constituyen: 1) un hacendado autoritario incapaz o poco dispuesto para mantener una fuerza laboral
de trabajadores contratados, y 2) un grupo de trabajadores indios necesitados deseosos de salir de
sus apuros, pero retenidos a través de sus deudas contraídas. Mediante una serie de préstamos
posteriores, el hacendado se aseguraba de que la deuda nunca fuera pagada del todo. Un indio del
siglo XVII sin tierra sin capaz de pagar su tributo sin recursos para alimentar a su familia, estaba
dispuesto a trasladarse de su pueblo a la hacienda. Él podía considerarse afortunado de llegar y
permanecer allí, de trabajar una parcela de terreno, recibir un salario o un adelanto del salario, y de
estar bajo la protección del propietario. La hacienda, algunas veces, asumía la responsabilidad del
pago de su tributo y funcionaba además como una institución de crédito, que le permitía atrasarse
en los pagos de sus obligaciones sin ser castigado o perder su trabajo.
En las ciudades de la América española al igual que en las zonas rurales los indios realizaban la
mayor parte del trabajo. Las ciudades necesitaban constantemente trabajadores. Había que construir
y mantener las casas en buenas condiciones. La construcción de iglesias y catedrales duraba
décadas. Las tiendas y edificios públicos, calles y puentes, los sistemas de suministro y drenaje del
agua requerían mano de obra, primero para la construcción, después para la reparación y finalmente
para la reconstrucción.
Una diferencia importante existente entre la mano de obra indígena en las ciudades, en los
pueblos y en el campo se refiere a los oficios y a los gremios. Los oficios en las áreas rurales
estaban centrados en las artes utilitarias de la vida doméstica y agrícola nativas: el tejido de telas, la
fabricación de cerámica y cestos, todos ellos realizados con herramientas simples. Los oficios en las
ciudades eran mucho más complejos. Los españoles estaban sorprendidos de la rapidez con que los
indios adquirían las técnicas de fabricación españolas. En Ciudad de México, los indios
aprendieron con rapidez a fabricar guantes, zapatos, sillas de montar y artículos de vidrio y de
hierro.
Todavía hay otra institución de trabajo que es relevante en la vida indígena. Se trata del “obraje”,
un taller creado especialmente para la producción de tejidos de lana. Los obrajes comenzaron a
desarrollarse en el siglo XVI con mano de obra indígena.

Tierras
En teoría, el gobierno imperial español respetó la propiedad de la tierra de los indígenas, y trató
de limitar la de los españoles a las zonas vacías o a extensiones cuya transferencia a manos
españolas no perjudicara los intereses indígenas. Pero en la práctica este principio no se cumplió.
Naturalmente, los españoles se apropiaron de las valiosas zonas urbanas conquistadas en
Tenochtitlan y Cuzco, y los indígenas se vieron totalmente incapaces para resistir la apropiación de
los bienes que, en estas ciudades y en otras, llevaron a cabo Cortés, Pizarro y sus respectivos
seguidores. Las autoridades del gobierno colonial español que se ocuparon de la concesión de
tierras -cabildos, virreyes y sus agentes- se caracterizaron por anteponer los intereses españoles a
los indígenas. Los colonos españoles sostenían que ellos necesitaban más tierra para la agricultura a
gran escala y para los pastos del ganado que la que requerían los indígenas para sus cultivos
intensivos a pequeña escala. Desde la perspectiva de los españoles, las tierras que los indígenas
usaban para cazar u otros menesteres comunitarios estaban “vacantes” y, por lo tanto, disponibles
para ellos. Existe la idea de que todas las tierras de América, que a la larga pasaron a manos de los
españoles, fueron usurpadas a los indios. No obstante, hubo una amplia diversidad de
“usurpaciones”, que incluyó la compra, el comercio y la donación voluntaria por parte de los indios.
En este sentido, resulta extremadamente compleja la cuestión de las “reclamaciones” contrarias de
indígenas y españoles.
En buena parte, la atención histórica se ha centrado en la enajenación de las “tierras de los
pueblos” (tierras que antiguamente estaban bajo la jurisdicción de las comunidades indígenas y que
después perdieron), normalmente por los hacen dados blancos u otros terratenientes.
En un principio, los colonizadores españoles fueron atraídos hacia las zonas densamente pobladas
del México central y de los Andes centrales, donde dieron más importancia al botín, mano de obra y
tributos que a la tierra. Por consiguiente, fueron estas zonas las que sufrieron las conquistas
mayores y las que más pronto se vieron afectadas por las encomiendas más prolongadas del
continente. Una de las primeras y más consistentes consecuencias del descenso demográfico
indígena fue la toma de tierras abandonadas por parte de los colonos españoles.
El proceso no fue sencillo. En la tradición indígena, una parcela de tierra vacante por muerte de su
ocupante, normalmente, revertía a la comunidad, hasta que ésta asignara un nuevo titular. La
disponibilidad de ocupación no era considerada motivo para que fuera ocupada desde fuera. Si no
había dentro de la comunidad un candidato al que se le pudiera asignar la parcela, los ancianos, el
cacique, o el cabildo indígena, podían mantenerla como un bien comunitario, hasta que apareciera
un titular adecuado. En cualquier caso, el poseedor sólo dispondría del usufructo de la propiedad.
Podía mantenerla mientras la cultivara y la usara para mantener a su familia. La forma de considerar
el uso de la tierra que tenían las comunidades indígenas estaba en conflicto con la noción de
propiedad absoluta que tenían los españoles, y complicaba cualquier simple sustitución de
propiedad hispánica por propiedad india cuando la tierra llegaba a estar inocupada hasta la muerte.
La ley colonial española, que al principio apoyaba y protegía a la propiedad indígena,
posteriormente aportó nuevos medios para la transmisión de las tierras indígenas a manos
españolas. Tanto en México como en Perú, la política de “congregación” (reducción), a fines del
siglo XVI y XVII, supuso la destrucción de emplazamientos indígenas enteros, el traslado de sus
ocupantes a otros lugares y la confiscación de sus tierras. La justificación era que los indígenas
debían vivir en unidades sólidas para alcanzar el orden social y político, la instrucción religiosa, el
control municipal y una aceleración del proceso civilizador. En principio, todos los propietarios
indígenas reubicados en la congregación tenían que conservar sus posesiones, o si el lugar del
nuevo establecimiento estaba demasiado lejos, tenían que ser compensados con tierras equivalentes
cerca de la nueva localización. Los españoles siempre negaron que la congregación fuera ideada
como medio de transferir la propiedad pero ésta fue su consecuencia universal.
Cuando la congregación fue, además, llevada a cabo mediante los mecanismos legales de la
“denuncia” y la “composición”, para las tierras indígenas el resultado fue todavía más negativo. La
denuncia permitía a cualquier colono español reclamar las tierras desocupadas, y después de
algunas formalidades y del pago de los derechos de propiedad, mantenerla como propietario legal.
La composición le permitía ganar la plena posesión legal de cualquier parte de su propiedad que
padeciera títulos de propiedad incompletos o defectuosos. La denuncia y la composición eran
particularmente apropiadas en el siglo XVII, período de población indígena reducida, en que
abundaban las tierras desocupadas y la resistencia indígena se había debilitado. Aquellas tierras que
permanecían desocupadas por la despoblación podían ser denunciadas o simplemente ocupadas y
mantenidas, y posteriormente compuestas. Es cierto que los indios, y no sólo los blancos, estaban
autorizados para emplear ambos medios para asegurarse la propiedad. Pero, de hecho, muy pocos
indios lo hacían, ya que, en general, desconocían la ley, carecían de los fondos requeridos y tenían
relativamente pocas oportunidades para cambiar la situación a su favor.
Al margen de las transferencias legales, los registros coloniales sobre las transacciones de tierras
están repletos de pruebas falsas, amenazas y otras prácticas ilegales. Los indígenas fueron
persuadidos para que “vendieran” a los españoles porciones de las tierras del común de las
comunidades. Los españoles negociaban la venta de una propiedad y recibían, o tomaban, otra más
conveniente. Los españoles sobornaban o forzaban a los indios para que donaran tierras. Los indios
alquilaban tierras a los españoles y, después de recibir el pago del alquiler durante unos años, se les
daba a entender que ellos habían estado recibiendo los plazos de una venta, y que ahora se les exigía
la plena transferencia de la propiedad. Contra tales prácticas, algunas veces, la comunidad indígena
era capaz de ofrecer resistencia o retrasar el efecto. Se sabe que los indios subrepticiamente
cambiaban de lugar los mojos, presentaban títulos de propiedad falsificados y, de otras maneras,
intentaban engañar a los españoles. Las comunidades indígenas con recursos suficientes para hacer
frente a los gastos, emprendían acciones legales, y sabemos de muchos casos en los que las
comunidades indígenas ganaron pleitos en los tribunales coloniales contra los colonos españoles
que les habían arrebatado sus tierras. Pero a la larga, el lado español salía favorecido, ya que los
españoles eran más ricos y más poderosos, podían ofrecer sobornos y precios más elevados,
disponían de abogados más hábiles y podían aguardar la próxima oportunidad que les favoreciera.
Las tierras que llegaban a caer bajo el dominio de los españoles, raramente revertían a manos de los
indígenas.

Aculturación
La mayoría de las instituciones educacionales que los españoles establecieron para los indígenas,
estaban asociadas con las campañas destinadas a la conversión religiosa. Este era el caso en las
zonas con densa población indígena durante el período inicial, y más tarde, en las fronteras, donde
los misioneros continuaban contactando con los indios no conversos. Además de la instrucción
religiosa, en las escuelas de las misiones se llevaron a cabo algunos esfuerzos encaminados a
proporcionar los rudimentos de una educación laica. De estas escuelas salieron miembros escogidos
de la clase alta indígena, especialmente hijos de caciques, con conocimientos de la lengua castellana
y con la habilidad para leer y escribir. Una escuela ejemplar y destacada de este tipo fue la de Santa
Cruz de Tlatelolco.
La adaptación de los nativos, en lo que al lenguaje, indumentaria, actividades sociales,
productividad económica y vida cotidiana se refiere, dependía de la clase y posición que disfrutaran
los indios, su proximidad a los centros de población española y el carácter de las relaciones
relevantes entre indios y españoles.
En el siglo XVI, los indígenas de la clase alta, particularmente los caciques, fueron quienes
tuvieron las mayores oportunidades para la hispanización. Los caciques sabían que jugando el papel
de gobernador local títere obtendrían privilegios, y fueron rápidos en explotar esas posibilidades. A
los caciques, y a otros miembros de la clase alta india, se les permitía llevar armas de fuego,
espadas, usar vestimenta de corte español montar a caballo y confraternizar con colonos blancos.
El declive de los caciques en los siglos XVII y XVIII fue resultado del cúmulo de nuevas
circunstancias en las postrimerías de la historia colonial.¡ Los caciques perdieron a sus criados, bien
por enfermedad, en el repartimiento, o en las haciendas de los españoles. Su poder político se vio
afectado por la competencia de los cabildos que habían sido hispanizados en las ciudades. Sus
comunidades dejaron de apoyarles y fueron dejados a merced de empresarios blancos o mestizos.
Para la inmensa mayoría de la población indígena, la adopción de rasgos y productos españoles fue
un proceso mucho más lento y más selectivo que para los caciques u otros indios pertenecientes a la
clase alta. La mayoría de los indígenas no aprendió la lengua castellana. Las lenguas nativas
llegaron a incluir términos en español, pero se trataba principalmente de palabras prestadas para las
que estas lenguas no tenían equivalente. La mayor parte de las casas indias y de los métodos de
construcción que se usaban en el siglo XVIII, difería muy poco de los del siglo XV. En lo que a la
indumentaria se refiere, algunos indios usaban pantalones, camisas, sombreros y tejidos de lana,
mientras otros conservaban completamente o en parte la vestimenta india originaria.
Durante la colonia se generalizó el consumo de muchos productos que en la época anterior habían
estado limitados a las clases dirigentes, siendo ejemplos destacados de ello el pulque, en México, y
la coca y la chicha en Perú. Los indios criaban cerdos y ovejas a escala limitada. Parece ser que la
crianza de caballos y de ganado se convirtió en una costumbre india más propia del Perú que del
México central quizá debido a que la llama nativa sirvió como una preparación psicológica. Pero,
como es bien sabido, los caballos se convirtieron en un complemento importante de la vida india
migratoria, más allá de la frontera mexicana, entre los navajos y los apaches, ya que estos animales
facilitaban las incursiones el robo y el contrabando.
Para los indios, las prácticas agrícolas estaban íntimamente relacionadas con las ceremonias
tradicionales y con el comportamiento del grupo. Dada la situación global, no es sorprendente que
los indios en el siglo XVI prefirieran la nativa estaca de cavar de tipo familiar. La comunidad
indígena misma era una institución conservadora que impedía la aculturación. Tanto el
compadrazgo como las cofradías indias pueden considerarse como instituciones defensivas.
Los indios fueron familiarizándose progresivamente con los métodos agrícolas españoles en el
repartimiento laboral del siglo XVI y en las haciendas y plantaciones del XVII. Las haciendas
destinadas a la producción de trigo y las plantaciones azucareras eran las dos instituciones clásicas,
pero había muchas otras. Aparte de la agricultura, la migración acelerada hacia las ciudades, la
mayor penetración de los españoles hacia el interior, la extensión del mestizaje, los numerosos
productos españoles que se abrían camino en los mercados indios, eran, todos ellos, factores que
provocaban una progresiva aculturación. Con el tiempo, aquellos que abandonaban el pueblo y
hablaban español serían considerados como mestizos, y los que se quedaban y hablaban lenguas
nativas serian considerados como indios. De este modo, el criterio cultural sustituyó al criterio
biológico, y la sociedad que fue denominada “india” permaneció como un residuo en proceso de
disminución constante. Una y otra vez, los rasgos de este residuo, incluso aquellos que eran de
origen europeo, eran identificados como rasgos indios.
Durante los siglos posteriores a las conquistas, la vida en las comunidades indígenas tendió a ser
abiertamente pacífica, pero, algunas veces, estallaron rebeliones locales, dirigidas contra controles
específicos, tales como nuevos impuestos, demandas laborales, repartimiento de efectos y
usurpaciones de tierras.
Las populosas y organizadas sociedades de las tierras altas mexicanas y andinas, resistieron
vigorosamente a la conquista española, pero sucumbieron relativamente intactas. Al caer en manos
españolas, sus estructuras e instituciones internas todavía estaban en funcionamiento, al menos a
nivel local. Ello supuso que las familias e individuos indígenas raramente llegaron a entrar en
contacto directo con los españoles. Las familias y pueblos de indios sobrevivieron, y los individuos
mantuvieron sus relaciones con sus familias y sus pueblos. La capacidad que la sociedad tenía para
satisfacer el tributo y distribuir mano de obra, básicamente, no fue modificada por la conquista. Los
indios habían entregado tributos y mano de obra a sus propios gobernantes, y así continuaron
haciéndolo hasta después de la drástica despoblación y las presiones sufridas a fines del siglo XVI y
en el siglo XVII. Tanto la despoblación como las presiones que se dieron en las zonas centrales de
los dos virreinatos fueron aproximadamente paralelas, y las reacciones de los indios continuaron
siendo básicamente similares. A partir de la época de la conquista, podemos apreciar un retraso
cronológico entre México y Perú, y ya hemos hablado de algunos puntos diferenciales concretos,
pero incluso en los siglos XVII y XVIII las áreas centrales de México y del Perú pueden ser
clasificadas juntas y contrastadas con otras zonas.
Lo que sobrevivió de la cultura india en la América española puede identificarse principalmente a
nivel individual, familiar y de comunidad. Para las comunidades, la tendencia fue a independizarse
una de la otra, resistir las presiones españolas de forma colectiva, y sobrevivir como depositarias de
los vestigios del indianismo. La cultura de la clase alta nativa desapareció, no, como pensaba
Humboldt, a causa de las muertes durante la época de las conquistas, sino gradualmente con el paso
del tiempo, y a través de los procesos históricos de extirpación y adaptación. Salvo algunas
excepciones, los caciques, principales conductores de la hispanización, abandonaron a la sociedad
indígena por sus propios intereses privados Otros que no eran caciques, ni tan sólo principales,
abandonaron los pueblos para incorporarse a las haciendas, plantaciones, minas, o ciudades, o para
ocultarse en los bosques, o para errar por los caminos.

Capítulo 3. Organización y cambio social en la América española colonial, por JAMES


LOCKHART

ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA AMERICANA


Algunos rasgos importantes de la organización social de la América española no cambiaron
perceptiblemente durante los 300 años del período colonial. Además, hubo muchas formas que,
aunque no fueran exactamente universales o inalterables en su forma dada, fueron inmanentes; bajo
condiciones óptimas, éstas aparecieron regularmente y se estabilizaron.

El mundo español
Concebido en la ley como «república de los españoles», el mundo español fue también una unidad
en la práctica social, sostenido por múltiples lazos de refuerzos mutuos, a pesar de su considerable
diversidad y fragmentación espacial. Incluso en la generación de los conquistadores, este sector
integró a no españoles, no sólo extranjeros europeos, sino también africanos y siervos indígenas. El
mundo español incluyó a todos aquellos que hablaban bien el castellano, se vestían y comportaban,
más o menos, de acuerdo al estilo europeo, y normalmente departían con los españoles. Este grupo
(hispánicos en mi terminología) tendió a autodesignarse con el lisonjero término de «gente de
razón», o aquellos que llevaban una vida racional y ordenada, tal y como era entendida por los
europeos.
La sociedad española en América fue esencialmente urbana. La gran masa de la gente hispánica e
hispanizada, especialmente en la primera mitad del período, habitó en los centros urbanos.
Ampliamente dispersas, las ciudades españolas estaban separadas por grandes fajas de campiñas
indígenas, que iban de las densamente pobladas a las casi vacías.
La ciudad misma fue siempre el lugar preferencial de la sociedad hispánica, la cual alargaba sus
calles y muros hasta incorporar en ella a los pobladores hispánicos de toda la provincia, terminando
sus límites cuando empezaban los de otro municipio. No existió ningún tipo de rivalidad ciudad-
campo o urbano-rural; el único y verdadero contrapeso que tuvo la ciudad fue el campo habitado
por indígenas. La ciudad no solamente dominaba en lo relativo a los aspectos legales, con su
consejo representando a toda la jurisdicción, sino que en todas las situaciones cotidianas se repetía
el mismo patrón: lo alto y lo medio en las ciudades y lo bajo en el campo. Las organizaciones más
grandes, incluyendo las propiedades agrarias, tuvieron sus centros de decisión en las ciudades. El
comercio a gran escala y la producción artesanal, así como el desempeño de profesiones letradas,
tendieron a localizarse enteramente en ellas.
El conjunto del sector hispánico de cualquier provincia hizo de la ciudad una unidad centralizada e
indivisible para todos los aspectos sociales, económicos e institucionales. Las familias dominantes
formaron y crearon a través de los matrimonios entre sí extensos grupos de parentesco a nivel
provincial o, algunas veces, grupos rivales. Cada una de estas familias trataba de colocar a uno o
más miembros en la altas esferas de cada jerarquía provincial y, a su vez, éstos y otros miembros
también dirigirían un conjunto de empresas económicas integradas entre sí. Además, cada familia
tenía parientes pobres, dependientes y semidependientes, a quienes utilizaban apropiadamente en
sus diversos asuntos. Los nuevos ricos o poderosos eran atraídos por las viejas familias dominantes
y viceversa, siendo lo más común que aquéllos fueran absorbidos a través del vínculo matrimonial.
La naturaleza de las entidades familiares que se hallaban aliadas, en competencia o en coexistencia
dentro de la esfera de la ciudad-provincia, afectó profundamente al funcionamiento de toda la
estructura y rangos suprafamiliares.
La organización familiar fue inclusiva, creando solidaridades entre elementos que algunas veces
eran completamente dispares, otorgándoles al mismo tiempo, a cada uno su propio peso,
conservando distinciones.
Apellido y linaje fueron tan importantes entre la familia ibérica como en cualquier otro lado, pero
ésta no fue unilineal ni siquiera predominó el aspecto dual (maternal-paternal) de la familia nuclear.
Los apellidos de algunos linajes fueron tomando cuerpo a través de sucesivas generaciones, y esta
actitud también se reflejó en las propiedades separadas en el interior de las familias. Un matrimonio
era una alianza entre dos linajes; el hecho de que una parte estuviera representada por una mujer no
afectaba de ninguna manera a la igualdad del arreglo, y la familia de la novia vigilaba muy de cerca
las propiedades que ella aportaba como dote.
Tampoco existía una estricta primogenitura típica; al margen de algunos mayorazgos, la norma,
hasta para los más ricos, consistía en una relativa redistribución igualitaria de la herencia entre
todos los herederos legítimos, hombres y mujeres. Cada cual trataba de encontrar para sí mismo un
espacio en la estrategia global familiar, que colocaba a los hombres en las diferentes ocupaciones de
los negocios comunes y encontraba las mejores alianzas posibles para las mujeres. Un exceso de
hijos podía tener como resultado que algunos de ellos ingresaran en los conventos de monjas o
engrosaran las filas del sacerdocio.
Otro medio de mantener la coherencia dentro de la diversidad y flexibilidad fue a través de juntar a
todos los miembros de la familia, algunas veces bajo el mismo techo y otras bajo el liderazgo del
varón más viejo (aunque no necesariamente), durante tres o cuatro generaciones.
El sentido de la cohesión familiar englobaba diferentes niveles así como diferentes linajes.
Especialmente, en las posiciones sociales altas y medias, los hombres contraían matrimonio cuando
cumplían con los requisitos establecidos, viviendo frecuentemente hasta entonces en uniones
informales con mujeres de posición más baja con quienes solían procrear hijos naturales. Una vez
casados, los hombres a menudo solían mantener un segundo hogar. Como resultado de esto, casi
todas las familias extensas tenían numerosos parientes ilegítimos. El núcleo familiar no los
rechazaba, pero tampoco los trataba como iguales, manteniéndolos como sirvientes o
administradores.
El papel de la mujer en la familia era similar al de la del sur de Europa en los inicios del período
moderno. Las mujeres inmigrantes tomaron parte en la ocupación temprana de la América española;
en las áreas centrales, las mujeres españolas empezaron a equipararse, en número, a los hombres a
partir de la segunda generación. Efectivamente, en muchos lugares y épocas existían más mujeres
que posibilidades de realizar un buen matrimonio, de este modo quedaban muchas mujeres solteras
y viudas.
En la práctica, no era nada extraño para una mujer, especialmente si pertenecía a un rango
económico o social superior, controlar las propiedades o negocios del marido de manera informal,
hasta en los detalles. Las viudas podían dirigir abiertamente empresas y desempeñar completamente
el papel de cabeza de familia. En el caso de las mujeres solteras, ellas realizaban sus propias
inversiones en propiedades reales y otros rubros. Lo cierto es que su posición dominante era a
menudo, en gran parte, derivada de su origen familiar, pero ello ocurría también en el caso de los
hombres.
La idea de distinción o nobleza jugó un papel preponderante en las discusiones sobre la posición
social de los individuos. A través de la velada, copiosa y constantemente cambiante terminología
que se fue usando, el concepto mismo quedó completamente claro, así como el estilo de vida que
todo ello implicaba, pero el rango exacto de aplicación era tan sistemáticamente ambiguo que se
podía llegar a hacer un máximo de distinciones. Los círculos más altos eran sumamente
exclusivistas y estaban restringidos a los niveles más altos del pequeño número de familias
prominentes, ya de antiguo establecidas; solamente se podía lograr acceder a ellrs a través de un
gran aumento efectivo de riqueza u ocupando las posiciones oficiales más altas. No obstante, es
difícil hablar de una nobleza estrictamente cerrada con un fuerte espíritu de cuerpo. En la cúspide
había unos pocos, con toda la serie de contrastes externos establecidos, quienes a ojos de todos
representaban la quintaesencia de la nobleza. En la base del mundo español estaba, obviamente, la
«gente baja»: taberneros, arrieros, marineros. Hubo personas modestas que vivían holgadamente y
eran respetadas, tales como artesanos, capataces, detallistas y otros similares, pero nunca pensaron
en reclamar el rango de caballeros para sí mismos. Pero aquél que en el sector hispánico lograba
alcanzar una cierta prominencia o posición se convertía, de alguna manera, en noble, a sus propios
ojos y a los del resto.
La distinción era el modo por el cual se percibía la prominencia, dando a la persona así
considerada una ventaja en la obtención de posiciones y acceso a conexiones. Una familia noble
completamente arraigada tenía más conexiones, tanto entre sus iguales como entre sus inferiores,
que los que se encontraban en los lugares más bajos de la escala. Los atributos manifestados por
cualquier aspirante a noble diferían poco de los mostrados por los nobles europeos. El ideal de
poseer una magnífica residencia urbana, un numeroso séquito y una permanente riqueza derivada de
una amplia base de propiedades localizadas en todos los sectores productivos o rentables de la
economía local, cobraba un significado social sumamente especial. La nobleza se distinguía de la
riqueza, pero ambas se atraían de manera irresistible. Una riqueza grande y duradera, cualquiera que
fuera su naturaleza, creaba una posición nobiliaria para sus poseedores, y así las familias nobles ya
constituidas usaban cualquier factor viable que redundara en favor de sus riquezas, incluso
industrias consideradas plebeyas como los obrajes textiles (en Quito) o la elaboración del pulque.
Uno de los rasgos más característicos de la idiosincrasia de la nobleza que se forjó en el Nuevo
Mundo, fue su estrecha asociación con las primeras etapas de la ocupación española de América.
Este hecho, no solamente llevó a que fueran los primeros conquistadores y colonizadores de
cualquier región, incluyendo algunas personas de comprobada modestia, los que reclamaron títulos
nobiliarios durante su vida, obteniendo escudos de armas y otros signos de distinción, sino que
incluso sus sucesores continuaron reclamando a lo largo del período colonial.
El principio de la posición nobiliaria adquirido a través de la participación en los grandes
acontecimientos y realzado por la antigüedad no era nuevo, aunque ello confirió a cada región y
sub-región de la América española algo similar a una nobleza hispánica específica.
El concepto de plebeyo es todavía más difícil de precisar que el de nobleza, pues aquel, por
supuesto, no redundaba en un conjunto de ideales bien definidos; más bien eran los ideales de la
nobleza los que predominaban como generales o españoles, y el plebeyo se apropiaba de ellos hasta
donde podía. En la mayoría de lugares y épocas, trató a un amplio conjunto de españoles como
comunes, menos privilegiados que aquellos que estaban por encima de ellos. El mundo hispánico, e
incluso el segmento más estrecho de él que únicamente incorporaba a los totalmente españoles,
integró un amplio espectro social y numerosas distinciones sociales.
Existió una fuerte presunción de que cualquier persona plenamente establecida en la cúpula del
mundo español debía ser propietario o copropietario de una gran propiedad. Sin embargo, es
necesario tener en cuenta dos cosas para no asociar automáticamente esta propiedad con la tierra.
Primero, el prestigio y la influencia del titular de propiedades estuvieron, tal vez, asociados más que
con cualquier otra cosa, con el papel de jefe de un grupo de gente, y, luego, con el objeto de su
principal inversión, fuera ésta maquinaria, ganado o esclavos. Segundo, el negocio de una
propiedad estaba normalmente asociado con cualquier rama de la empresa local que produjera las
ganancias fijas más elevadas. Debido a que la propiedad estaba invariablemente diversificada, ésta
siempre estaba relacionada con algún aspecto agrario, pero la base de la misma podía ser un molino
para refinar plata en Potosí, un obraje en Quito o una cuadrilla de esclavos que extraían oro en
Antioquia. Tanto las rentas como el prestigio, estuvieron asociados con la ganadería mucho antes
que con la tierra; en la medida en que los mercados urbanos fueron creciendo, la tierra empezó a
cobrar valor, producir ingresos y pasó a ser una base completamente distinta de la propiedad. Los
propietarios de las empresas más adelantadas de una economía regional comúnmente dominaban los
cabildos.
Las profesiones letradas, como derecho, carrera eclesiástica y (en menor medida) medicina,
gozaban de un doble aspecto a su favor. En primer lugar, las familias más grandes y más nobles no
vacilaban en mandar a sus hijos a ejercer en estos campos, donde podían esperar un rápido avance
hacia altas posiciones; al mismo tiempo que la práctica profesional no imposibilitaba del todo
sostener propiedades. En segundo lugar, y más en la línea con la imagen usual que reflejaban estas
profesiones, los sectores medios las usaban como un mecanismo de ascenso social.
De todas las ocupaciones, la de comerciante era a la que resultaba más difícil de otorgar una
valoración social más o menos fija, dentro del mundo español. Incluso restringiendo la noción de
comerciante, tal y como los propios españoles hacían, a alguien involucrado a gran escala en el
comercio a larga distancia de artículos de elevado valor en el mercado (normalmente de estilo u
origen europeo), nos encontramos con que la persona así definida, aunque siempre letrada y, en
algún sentido, respetada, se diferenciaba en tiempo y lugar del extranjero recién llegado, era distinto
de un plebeyo, de un titulado, así como de los propietarios que constituían los pilares de la sociedad.
El comercio a larga distancia, particularmente su estrecha conexión con Europa, tendía a impedir al
comerciante su identificación con cualquier lugar y hacía de él un constante advenedizo. Algunas
grandes empresas comerciales tendieron, en realidad, a solidificar sus bases en España, y fue allí
donde los comerciantes prefirieron establecer sus familias y sus propiedades duraderas. Pero
también podía ocurrir, y de hecho ocurrió, que el comercio pasara a ser la fuente más regular en la
obtención de grandes ingresos de una provincia y que las firmas comerciales, a la vista de un
volumen fijo, la escogieran como su principal centro de operaciones. En este sentido, ello ofrecía al
comerciante las condiciones para situarse en los niveles más altos.
Siempre distinto del verdadero comerciante era el pequeño negociante local, conocido, entre otros
términos, como «tratante». Humilde, a menudo ubicado en el último escalón de la jerarquía
española y probablemente analfabeto, el tratante comerciaba principalmente con aquellos bienes
que circulaban dentro de la economía regional, careciendo de capital y de las extensas redes a larga
distancia de que disfrutaba el comerciante. Sin embargo, cuando había una elevada demanda de
productos locales disponibles, tal y como algunas veces ocurría, el tratante podía avanzar hacia
niveles más altos del comercio y de la sociedad.
Los artesanos, de los cuales había una gran variedad en las zonas ricas, estaban integrados por
gente humilde. Los plateros, altamente especializados y con capital, podían actuar casi como
banqueros y los barberos-cirujanos casi como profesionales; el administrador de un próspero
almacén de cualquier ramo podía ser respetado y considerado como un hombre de bien. Sin
embargo, había algunos oficios, como el de carretero, donde prácticamente todos los que ejercían
esta profesión eran completamente plebeyos. El sistema de talleres en que el propietario ejercía
como encargado, empleaba tantos jornaleros y aprendices como permitiera el tamaño de su
clientela, convirtiendo al artesano afortunado en una persona considerada. Al igual que los tratantes,
los artesanos eran pequeños minoristas y trataban con géneros manufacturados localmente (aunque,
a menudo, hechos con materiales importados). También los artesanos entraban algunas veces a
formar parte en relaciones comerciales más amplias y, de manera frecuente, intentaban alcanzar una
cierta posición personal en la economía territorial de la región. Los artesanos tendían a enraizarse en
la sociedad hispánica local en un nivel más elevado que los tratantes, algunos de los cuales sólo
llegaban a alcanzar la consideración de transeúntes.
En muchos casos, lo esencial de la actividad de una persona carecía de importancia o,
simplemente, era cambiante, y la cuestión básica consistía en que uno trabajaba para alguien más,
quizá supervisando a otros en nombre del empleador. Muchas personas eran definidas simplemente
como empleadas, en algún nivel, de otros. Estas personas podían ser llamadas «sirvientes», pero
ello no implicaba ni siquiera que fueran criados personales de quienes, en su mayoría, ocupaban los
estratos más bajos del mundo español; normalmente no eran españoles o, a lo más, mestizos, al
igual que aquellos que funcionaban como parte de una estructura de propiedad. Trabajar en tal tipo
de institución podía tener, sin duda, el aspecto de un servicio personal, puesto que el personalismo y
las relaciones familiares penetraron completamente en la propiedad. La propiedad era una estructura
más amplia, el conducto a través del cual un individuo o una familia lograban introducirse en el
medio ambiente, tanto físico como social, en el intento de sacar beneficio y dominar. La
organización de la propiedad era el vehículo social de prácticamente toda la actividad económica
española. La propiedad aparece dirigida y ajustada a su propósito respectivo en distintas formas
fácilmente reconocibles en todo lugar, desde el rancho ganadero a la producción textil y la minería
de la plata, tomando tanto la forma de empresas pequeñas como grandes.
Los propietarios, a menudo, tomaban parte muy activa en sus negocios, pero en la medida de lo
posible prestaban más atención al conjunto general, a los asuntos mayores más que a los detalles de
la vida cotidiana, y defendían la propiedad en la esfera más amplia de otras propiedades, familias y
organizaciones. El principal objetivo del propietario era la consolidación general de un elevado y
permanente lugar en todos los aspectos básicos de la economía, sociedad y gobierno provincial.
La supervisión de las operaciones de alto nivel, con frecuencia se delegaba a los parientes jóvenes
del propietario, a los colaterales no herederos, o a los parientes realmente pobres o ilegítimos,
quienes podían aparecer en un lugar bastante bajo de la estructura. Pero también había el tipo
específico de supervisor administrador de alto nivel, una persona de consideración, pero sin ninguna
pretensión nobiliaria, hábil para leer y escribir, y cualificado en el manejo de la contabilidad. Las
propiedades conglomeradas, verdaderamente extendidas, podían tener un administrador que, desde
el punto de vista social, estaba al mismo nivel que el propietario, pero el mayordomo común,
responsable de la producción y de la venta al detalle, estaba por debajo del propietario, aunque, por
supuesto, tenía sus propias ambiciones.
Los mayordomos, incluso, tenían responsabilidades generales y vivían en constante movilidad.
Los supervisores secundarios y terciarios, al nivel de capataces, estaban más vinculados a cierto
proceso o subdivisión del trabajo y en un continuo contacto directo con los trabajadores.
Verdaderamente humilde fue el papel que jugó el mayordomo en el seno del mundo español,
estando asignado a ciertas gentes relativamente marginales de diversos tipos, con poca educación
formal, y su función era la más baja.
El siguiente escalón hacia abajo era el del trabajador permanente, normalmente aquel que disponía
de una habilidad u oficio específico para la empresa. Dondequiera que el mundo español estuviera
inmerso en el de los indios, ésta era su posición más baja y en raras ocasiones estaba ocupada por
personas étnicamente españolas.
En el escalón más bajo de la estructura, en muy diversos tipos de propiedades, estaban los
trabajadores temporeros, ocupados por corto tiempo, migrantes, que realizaban las tareas que
requerían una menor destreza, especialmente durante los períodos álgidos del trabajo estacional. En
la clásica propiedad rural de la América española colonial, tales trabajadores constituían la mayoría
del conjunto.
El tipo de organización descrita tiende a extenderse más allá de lo que, haciendo un esfuerzo de
imaginación, podríamos llamar propiedad, hasta organizaciones más amplias de todo tipo,
incluyendo las gubernamentales, incluso las eclesiásticas, y, hacia el período colonial tardío, las
militares.
La propiedad y la familia condicionaron poderosamente el funcionamiento de los otros principios
de la organización social. Las categorías funcionales existieron más como agrupaciones que como
grupos cohesivos. Su unidad estuvo en el centro de la atención. En este sentido mantuvieron una
gran importancia, asegurando a cada categoría el tratamiento bien definido que convencionalmente
le correspondía; de aquí la insistencia en el uso de epítetos y títulos de muchas clases.
Una característica muy destacada del mundo español fue el uso abundante de auxiliares, personas
que entraban a formar parte de este grupo, realizando muchas de las funciones de bajo y medio
nivel, que ya se han expuesto, pero que desde el punto de vista étnico no formaban del todo parte
del mundo español. Es necesario tratar aquí a un segmento de la población auxiliar —personas de
descendencia africana—, no solamente por no haber tenido ninguna relación genética con el mundo
indígena, sino que por haber estado, aunque internamente diferenciado, totalmente dentro del sector
hispánico."
En la mayor parte de la América española no hubo un mundo africano en el sentido que hablamos
de la existencia de un europeo y otro indígena, con excepción quizá de algunas partes del Caribe.
Más que existir como un sector separado, los negros eran normalmente distribuidos entre las
familias hispánicas y sus propiedades. Aunque a menudo nosotros detectemos un contenido cultural
africano en sus vidas, no exhibían un conjunto de patrones sociales distintivos; más bien ellos
adoptaban aquellos que podríamos esperar de los españoles marginales. La razón por la cual los
negros llegaban a convertirse en un subsector cerrado (con miles de excepciones), fue por la
tendencia que tenían a casarse entre ellos mismos y organizar sus propias asociaciones.
Las posiciones arquetípicas para los negros fueron las de artesano y las de supervisor de escaso
nivel (los sirvientes personales de confianza constituían un sub-grupo del último). El comercio al
detalle, al nivel del tratante, fue otra de sus especialidades, principalmente entre las mujeres. Con
frecuencia descendían hasta el nivel de mano de obra permanente y especializada, pero siempre en
algo intensivo y bien capitalizado.
En segundo lugar, la cuestión de la libertad o esclavitud marcó pocas distinciones en el papel
social de los negros. No sólo por el hecho de que los negros y mulatos continuaron siendo
artesanos, capataces y sirvientes de confianza, sino que hay que tener en cuenta la otra cara de la
moneda, ya que algunas veces los negros, mientras continuaban siendo esclavos, llegaban a alcanzar
funciones tan altas como las de supervisor general. Dentro del conjunto de la sociedad
hispanoamericana, el esclavo, al margen de algunas obvias desventajas, disfrutaba de un nivel más
bien medio.

El mundo indígena
Se van a bosquejar brevemente tres tipos de situaciones comúnmente vistas, mirando en cada uno
de ellas primero la forma de la sociedad anterior a la conquista y su posterior desarrollo colonial.
En nuestro primer tipo, la sociedad completamente sedentaria, los modos de organización se
superpusieron, en muchos aspectos básicos, con los de la sociedad ibérica, hecho que no pasó
inadvertido a los españoles. Las zonas sedentarias disfrutaban de una unidad provincial bien
definida, en general más autónoma e independiente que el equivalente español, con una cabeza
dinástica autorizada para exigir trabajo y tributo (podía darse un asentamiento urbano central fuerte
y dominante, o una carencia casi absoluta del mismo). La distinción noble-plebeyo también existió
aquí, estando en cualquier caso más profundamente arraigada e insistente que entre los españoles.
La mayoría de las sociedades sedentarias de América, desde las grandes islas del Caribe hasta
México y Perú, también conoció el tipo social de persona que, al ser dependiente de un gobernante
o de algún noble, estaba fuera del marco general de los derechos y deberes públicos. En el sistema
español, algunos españoles eran vasallos de un señor en lugar de serlo directamente del rey.
La posición de los dependientes indígenas permanentes era algo ambigua; podían ser considerados
por debajo de los plebeyos comunes, ya que normalmente así lo estaban, pero en casos individuales
podían ser poderosos y partidarios bien recompensados de un señor noble. Dado que algunas veces
pertenecían a un grupo étnico minoritario o recién conquistado o buscaban refugio al superpoblarse
su espacio vital, parece ser que los dependientes se originaban en situaciones principalmente
marginales y que eran, en esencia, una variedad de la gente común.
En La Española, el término fue naboría, y en los Andes centrales yana, plural del singular
yanacona; palabras todas ellas que se incorporaron al vocabulario general de la América española.
Una ciudad-provincia española, especialmente en la forma existente en el mundo español de las
Indias, carecía de subdivisiones firmes, caracterizándose más bien por un gran número de
ramificaciones y estructuras que partían de un núcleo y se extendían hacia los márgenes. La
provincia indígena en realidad tenía, hasta cierto punto, estructuras equivalentes, pero estaba
organizada de forma más celular. En el interior de la provincia existía un número de subdivisiones
territoriales, al igual que sociales, siendo cada una de ellas un razonable microcosmos del conjunto
(dos nombres bien conocidos para tales unidades son el calpulli en el México central y el ayllu en el
quechua hablante de los Andes). Con cada subunidad firmemente enraizada en un territorio y con
un acentuado sentimiento de microsolidaridad, el mundo indígena, a nivel local, era muy resistente
y estable, incluso en aquellos momentos que las presiones causaban movimientos masivos de gente
hacia dentro y fuera de las unidades o reducciones del número global de sus habitantes.
Otras peculiaridades de la organización social derivaban del principio básico de la subdivisión
igualitaria. La típica unidad provincial estaba estructurada por una distribución algo simétrica de las
subunidades, las cuales podían entonces dar y recibir funciones recíprocas dentro del conjunto
mayor en que se hallaban. La división provincial en cuatro partes era un mecanismo clásico. Con
bastante frecuencia, la provincia estaba dividida en dos partes, no en un sentido estrictamente
territorial, sino que cada mitad estaba representada por subunidades en todos los sectores del
territorio, y cada una de ellas encabezada por distintos linajes dinásticos. En muchos casos, estas
divisiones correspondían a subgrupos étnicos históricamente separados, de lo cual los habitantes
locales todavía eran conscientes. Otro artificio de la organización provincial española era que una o
más de las subunidades podía no ser contigua con las restantes, ello era normal en los Andes
centrales.
Al nivel de lo individual, todavía existieron más diferencias. Hubo grandes diferencias, tales como
un menor énfasis en las herencias de padres a hijos que en las del hermano mayor al menor. Para los
hombres prominentes, la poligamia era formal, pero entre los españoles era más bien informal.
El principio de la progresión u orden cronológico fue, de lejos, más sistemático en muchas
sociedades indígenas que entre las españolas, ordenando funciones personales y tipo de actividades
de modo más rígido y con mayor detalle. En ningún lugar, la división sexual de funciones fue
idéntica a la de los españoles, ni las relaciones consanguíneas fueron conceptualizadas de la misma
manera, con las consecuentes diferencias en la definición del papel del parentesco. Cualquier
función eclesiástica o nobiharia tenía prerrogativas específicas, las cuales no se correspondían
totalmente con las de los españoles, y lo mismo sucedía con las ocupaciones; los mexicanos del
centro, por ejemplo, se inclinaban a considerar algunos oficios como condición intrínseca de
nobleza.
Cuando los españoles llegaron a ocupar las zonas sedentarias continuaron con el funcionamiento
de la sociedad provincial indígena como base del proyecto global. Reconociendo una «república de
indios» separada, los españoles en cada sub-región dividieron la comunidad indígena en muchos
municipios distintos, organizados casi al estilo español, constituyendo juntos el hiníerland de una
ciudad española. Se pretendía que los indígenas vivieran aislados de los españoles, y al menos en
los inicios del período, los patrones sociales españoles relacionados con la nuclearización urbana se
sustentaron en gran medida en esta pretensión. El papel de la nobleza, al igual que el pago del
tributo y el suministro de mano de obra, encontró un amplio espacio en el nuevo sistema. La unidad
provincial indígena fue entonces, no sólo el campo de su propia vida interna tradicional, sino
también el de casi todas las estructuras internas españolas; sus límites dictaron la encomienda, la
parroquia, el pueblo indígena de estilo hispánico y la unidad administrativa local con sus
mecanismos que hicieron funcionar todas estas estructuras.
El impacto en la sociedad indígena corporativa fue sólo un lado de la cuestión; el otro, la absorción
de los indígenas individuales dentro del mundo español como servidumbre permanente,
trabajadores y dependientes de varios tipos —un movimiento facilitado por el papel previamente
existente del naboría o yanacona— fue a largo plazo igualmente significativo.
Un segundo grupo incluye lo que podríamos llamar las sociedades semiseden-tarias, a menudo
localizadas en las áreas boscosas; los tupí de Paraguay y de la costa brasileña son, quizás, los más
conocidos y estudiados, pero el tipo general está ampliamente distribuido, en el entorno de pueblos
plenamente sedentarios y en otros lugares. Al igual que en las sociedades sedentarias, allí también
hubo poblados y se practicó la agricultura, pero, en cambio no hubo mayores puntos de
coincidencia con la organización española. El cultivo cambiaba de lugar rápidamente, y con el
tiempo ocurría lo mismo con los poblados.
No disponían de jefes dinásticos que exigieran tributo, que dieran estabilidad a la unidad y
unificaran la dirección. No había ninguna distinción entre gente noble y plebeya, como tampoco
había otros grupos especializados. La unidad más sólida de la sociedad radicaba en el grupo extenso
del mismo linaje, que a veces vivía bajo el mismo techo en una casa grande y normalmente bajo el
liderazgo del varón más viejo. Esta unidad estaba tan vagamente integrada en el poblado que los
individuos a veces abandonaban el asentamiento para juntarse a otro grupo o para vivir aislados. La
progresión cronológica, las convenciones de parentesco y la división sexual, determinaban casi
todas las funciones de los individuos. Un aspecto sorprendente de la división sexual del trabajo fue
que, mientras en las sociedades sedentarias el hombre ejercía las tareas más duras del trabajo
agrícola, en las semisedentarias era la mujer la que asumía esta función, ayudada por el hombre en
tareas tales como la limpieza, puesto que el hombre, más que agricultor, era cazador, pescador y
guerrero.
En el modelo social que los españoles, no sólo estaban ausentes los mecanismos del tributo y
dominio, sino que tampoco había ninguna estructura indígena permanente, del tipo que fuera. Las
diferencias entre la sociedad india local y la sociedad española eran demasiado grandes como para
otorgar beneficios significativos a los españoles sin tener la contrapartida de algún tipo de
intervención drástica directa de éstos.
Los españoles intentaron crear sólidas jefaturas dinásticas con la finaUdad de reorganizar las
formas de gobierno, en las cuales la encomienda vendría a ser el equivalente de las unidades
provinciales de las áreas centrales, y desde el campo circundante remitían bienes y mano de obra al
interior de la ciudad española. En Paraguay trataron de propagar específicamente la mita andina
central, o reclutamiento rotativo de mano de obra a larga distancia, mecanismo que implicaba una
base organizativa social totalmente distinta a la de los guaraníes locales.
En esencia, el modelo de sociedad doble colapso. Por una parte, los españoles penetraron
profundamente en la sociedad indígena; en las etapas más tempranas, algunos fueron tan lejos que
llegaron a ser cabezas de linaje, siendo el parentesco el único medio efectivo para ejercer autoridad.
Los españoles, incluyendo los de rango más elevado, experimentaron la mezcla racial mucho antes
que en las áreas centrales, y absorbieron mucho más las técnicas, comida y lenguaje indígenas. Por
otra parte, puesto que la organización local indígena, incluso con todas las adaptaciones, no servía
muy bien a los intereses españoles, y la población aborigen total era mucho más reducida que en las
áreas centrales, los indígenas tendían a ser atraídos al interior de la sociedad española local
(entonces algo modificada), algunas veces hasta el punto de que un sector indígena separado dejaba
de existir completamente. Dentro de las estructuras españolas, los indígenas se convirtieron en
siervos dependientes y en otro tipo de trabajadores permanentes, muy similares a los naboría-
yanaconas de las áreas centrales, aspecto que los españoles captaron con rapidez.
Nuestro tercer tipo de sociedad indígena fue el de la población no sedentaria, que erraba en su
territorio en pequeñas bandas, viviendo de la caza o de la recolección. Sus lenguas y muchos
elementos de su tecnología y cultura estaban estrechamente relacionados con los de otras
sociedades americanas, pero debido a su alta movilidad, a su completa carencia de asentamientos
estables, a su adaptación a un medio natural específico (con su correspondiente carácter distintivo)
y a su naturaleza belicosa, tuvieron pocos puntos de contacto social con la población sedentaria,
fuera indígena o europea.
Se mantuvieron independientes mediante una constante resistencia, experimentando sólo un cierto
tipo de cambio social autogenerado, tal como el de la evolución hacia confederaciones más grandes
y liderazgos más sólidos para propósitos militares.
Cuando los españoles estaban presentes entre grupos de población no sedentaria, el orden
imperante era normalmente el constante y duradero hostigamiento y conflicto mutuo, al tiempo que
casi todos los mecanismos sociales mediante los cuales los españoles intentaban dominarlos,
absorberlos o explotarlos, tomaban la forma de eliminación brutal y total de su propio contexto.
Como individuos, puesto que los mecanismos del naboría-yanacona no funcionaban, los españoles
regularmente recurrían a la esclavitud para someter a este tipo de población en los límites no
sedentarios, desde el sur de Chile hasta el norte de México.
Ello fue una verdadera esclavitud, mantenida con ventas y reventas. Al esclavo casi siempre lo
mandaban a las lejanas áreas centrales, donde no le quedaban otras alternativas que la de adoptar la
lengua española y la vida sedentaria. Una vez allí, el esclavo indígena era casi tan extranjero como
el esclavo africano, y ocupaba un nivel social ligeramente más bajo, aunque realizaba las mismas
funciones que el africano.
La otra institución, más corporativa, para convertir a los grupos no sedentarios en población
sedentaria, fue la creación de un asentamiento totalmente nuevo, llevada a cabo bajo los auspicios
oficiales (en general eclesiásticos), en lugar arbitrariamente escogido y con gente recogida de
cualquier subgrupo que lograban atraer hacia el mismo. El establecimiento, «misión», carecía de
una compleja subdivisión interna. la misión estuvo inspirada en las formas indígenas de estilo
hispánico de las áreas centrales y disfrutó exteriormente del mismo tipo de gobierno y oficiales
indígenas. Lo que se intentó fue una revolución social total sin una gran fuerza de ocupación, un
movimiento destinado desde el inicio al fracaso o como máximo a tener un éxito muy limitado. La
fuga individual y masiva desde los nuevos asentamientos fue endémica, y las enfermedades en tales
concentraciones de gente, pequeñas en su totalidad, causaron a menudo su casi extinción.
Tales áreas casi siempre contaron con algún tipo de presencia civil española, y una vez que las
misiones empezaron a generar gente susceptible de ser empleada, los españoles adquirieron algunos
de ellos como sirvientes y trabajadores. Sin embargo, hubo límites severos para la magnitud de esta
clase de interacción.

La interacción de los dos mundos


El concepto social que abarcaba casi todos los aspectos de las Indias españolas era el de la
jerarquía en la cual cada uno de los tres grupos étnicos principales —europeos, africanos y
amerindios— tenía su posición fija. Este, por supuesto, fue un concepto hispanocéntrico; el
principio general de su construcción era que cuanto más español fuera uno, en cualquier sentido,
más alta sería su posición. Las tres categorías eran concebidas como español, negro e indio. Se ha
de remarcar el hecho de que la cúpula es española en lugar de blanca. Los indígenas se parecían
más a los españoles, los negros se comportaban más como ellos. El uso de la categoría «negro»,
más que algunos términos tales como el de «moro» o «guineo», sirvió, en este caso, como un
indicador por el cual la distinción física era considerada la más importante. La categoría «indio» es
interesante en el sentido que creó una unidad donde no existía e ignoró vastas distinciones de
sociedades muy diversas, haciendo posible una evaluación y un trato uniforme de toda la infinita
variedad de gente que fue identificada por el hecho de estar habitando en el hemisferio occidental.
Los indios eran notablemente reacios a aceptar esta designación, ni para ellos ni para otros así
denominados (a excepción de cuando ocasionalmente hablaban español). En inscripciones
coloniales hechas en náhuatl, la lengua del México central, la población aborigen estaba
identificada a través de subunidades o unidades provinciales y, algunas veces mediante negocio,
oficio o por la categoría noble-plebeyo, pero no como «indios». En el caso del náhualt, hacia
mediados del período colonial, la palabra macehualli, que originalmente significaba plebeyo,
vasallo, empezó a usarse como una designación de grupo, aproximadamente con el mismo campo
de referencia de «indio», aunque sin las mismas connotaciones. En el caso de los negros, ellos, sin
lugar a dudas, tuvieron sus propias evaluaciones internas. pero, a juzgar por los signos externos,
parece que éstos captaron, utilizaron y, en este sentido, aceptaron el esquema imperante.
Una faceta crucial del esquema étnico hispanoamericano fue el del reconocimiento del mestizaje
en el sentido amplio del término. Por otra parte, en el esquema, ciertas mezclas fueron concebidas
como grupos étnicos separados, mantenidas bajo actitudes y terminologías uniformes fijas. Las
categorías de mestizaje, aunque en general a simple vista parezcan referirse principalmente al cruce
biológico, tuvieron connotaciones culturales importantes.
Nada podía ser más claro que las mezclas, por su sola existencia, fueron la principal, y en última
instancia la indiscutible amenaza a la estructura de sociedad doble. La opinión despectiva, entonces,
es más una posición política que parte de un concepto social; quizá como estereotipo público podría
haber sido la primera opinión vertida por cualquier indígena o español en torno al tema en cuestión.
Pero también existió una evaluación más privada, posiblemente menos consciente, de las categorías
mixtas, la cual puede ser corroborada desde su posición relativa en las jerarquías existentes en las
propiedades españolas y similares. En este sentido, las gentes identificadas por términos que
indicaban mezcla normalmente estaban por encima de aquellos que respondían a las categorías de
negro e indio, al tiempo que estaban por debajo de aquellos que eran llamados españoles.
Entonces, y dadas las ambigüedades observadas en la posición relativa de negros e indios, se
podría considerar el esquema empezando con los españoles en el vértice y bifurcando hacia abajo
dos líneas: una, atravesando al mestizo para llegar al indio, y otra, atravesando al mulato para llegar
al negro. La combinación resultante es simple, lineal y sin ambigüedades; la progresión es español,
mestizo, mulato, negro, indio. Notamos que las dos agrupaciones étnicas subordinadas invierten la
posición después de las mezclas. Los integrantes de ambas categorías mezcladas normalmente eran
instruidos bastante a fondo en la cultura española, de este modo ello podía ser decisivo para el
fenotipo que tuviera a un nivel más compacto, mientras que esto no ocurría con los grupos básicos.
Después del período de conquista, la sociedad española manipuló las categorías étnicas cada vez
que tuvo la necesidad de hacerlo, de este modo una persona no era necesariamente identificada
mediante la designación que la estricta aplicación del criterio de descendencia biológica dictaba.
Ello permitió flexibilidad en los límites de las categorías, aunque retuvo —verdaderamente reforzó
— sus connotaciones y alineamientos. Al darse la primera gran manipulación, una gran parte de las
primeras generaciones de mestizos fue aceptada (con algunas reservas) como española, habiendo,
sin embargo, plena conciencia de la relación de sangre con los individuos españoles.
Sin embargo, más común que el uso concreto de una designación nueva, especialmente una vez
que la persona era colocada en una cierta categoría, fue el abandono de la designación antigua a
través del concenso de la costumbre local. Una persona que tuviera cualquier tipo de contacto con el
mundo español, normalmente era denominada mediante un epíteto étnico en cualquier ocasión
imaginable, tanto es así que con los negros e indios la designación frecuentemente desplazaba al
apellido. La única categoría cuyo uso tuvo menos consistencia fue la de español. Puesto que
«español» era el punto de referencia, cuando se usaba un nombre sin epíteto étnico, se asumía que
éste pertenecía a una persona de la categoría mencionada, quien emplearía como signo de posición
más alta, en lugar de la designación étnica, el nombre de un oficio u ocupación, un título académico
o militar, «don», o en el caso de las mujeres, el estado civil. Cuando una persona ubicada en una de
las categorías étnicas más bajas alcanzaba una cierta riqueza, prominencia o grado de hispanización
mayor que la que estaba en consonancia con el estereotipo de su categoría, la comunidad omitía la
categoría y dejaba su nombre inmodificado, y el resultado de ello, entonces, era que éste sonaba
como si fuera español.
Si comparamos la escala étnica con la funcional, nos encontramos con que cada categoría étnica
combinaba con diversas funciones. Si bien las personas llamadas «españolas» tendieron a
monopolizar las funciones altas (en raras ocasiones, junto a indios hispanizados pertenecientes a la
alta nobleza), también es cierto que éstas aparecieron ocupando rangos medios y bastante más
bajos. Y si los «indios» tendieron a ser habitualmente labradores, también ejercieron muchísimas
otras funciones en ambos mundos. Solamente las unidades locales de indígenas en el campo, al
margen del mundo español, representaron grupos que funcionaban totalmente separados. Las
personas de categorías mezcladas eran más fácil de caracterizar como las que realizaban
principalmente las funciones de nivel intermedio. Dejamos de lado al grupo combinado de negro-
mulato como uno en los que regularmente coincide bastante bien la etnicidad y función, dado que
entre los así designados hubo una masiva tendencia (como ya se ha visto anteriormente) a
involucrarse en ocupaciones arte-sanales u otros trabajos intensos, que requerían una especial
destreza, o como supervisores de bajo nivel, todos ellos situados de la misma forma en el mundo
español.
Quizás el modo por el cual los grupos étnicos alcanzaban más fielmente la realidad de grupo, fue
mediante las interrelaciones matrimoniales básicas. Dicho de otra manera, la mayoría de los
integrantes de todos los grupos étnicos escogían su pareja matrimonial dentro de su propio grupo, y
en consecuencia, los parientes más cercanos, las amistades y otros semejantes sustentaban la misma
designación étnica de los contrayentes. Sin embargo, no siempre había disponible una pareja
adecuada dentro del grupo, y de acuerdo con lo que dictaba la posición y riqueza, la gente buscaba
casarse con alguien perteneciente al grupo más cercano, más alto o más bajo, según fuera el caso.
Entre los españoles, entre los indígenas campesinos y hasta en las grandes concentraciones
indígenas en los márgenes de las ciudades, se tendía con mucha frecuencia a contraer matrimonio
dentro de su propio grupo, pero no se puede olvidar la costumbre de uniones informales y la
existencia de hijos ilegítimos; en este tipo de uniones, generalmente la mujer era escogida de
cualquier categoría más baja que la del hombre. El «compadrazgo», o parentesco ritual a través del
padrinazgo, mostraba las mismas ambigüedades. Aunque posiblemente el uso más frecuente de tal
mecanismo fuera para reforzar los vínculos existentes dentro del mismo grupo étnico, éste también
a menudo siguió las especialidades ocupacionales sin considerar el origen étnico, y sirvió para crear
o fortalecer los lazos patrón-cliente entre personas muy separadas en la escala étnica.
Los aspectos de la formación de la subcomunidad étnica pueden verse también en la historia de las
cofradías o hermandades religiosas, las cuales otorgaban a ciertos grupos de la población un lugar
de encuentro, festividades comunes, proyectos de grupo, facilidades de ayuda mutua y espíritu de
cuerpo. Al igual que con el parentesco ritual, este elemento organizativo, ya en el período colonial
avanzado, se expandió por toda la sociedad, incluyendo al sector indígena, facilitando la creación de
pequeñas cofradías.
Muy pronto proliferarían nuevas fundaciones en las ciudades españolas, especializándose de
acuerdo con dos líneas: de profesión (por ejemplo, sastres) y grupo étnico (por ejemplo, negros).
Posteriormente, pasó a haber tantas cofradías en el mundo español que, algunas veces, la
especialización llegó a realizarse incluyendo los dos criterios: el étnico dentro del profesional, y
también por sexo. Entre la población designada como española también existió este tipo de
solidaridad basada en el nivel de riqueza y prestigio social. En las ciudades más grandes hubo, por
lo tanto, cofradías especializadas para cada grupo étnico, llegándose a situaciones tan extremas
como la formada por negros procedentes de una parte específica de África. La excepción, sin
embargo, fue la de los mestizos, quienes muy raramente conformaban cofradías específicas, hecho
que cuadra con su falta de existencia corporativa, mencionada anteriormente. En el mundo indígena,
después del período de transición en el cual hubo sólo una cofradía por unidad provincial, con gente
prominente de todo el área comprendida, cada subunidad o aldea desarrolló la suya propia, hallando
en este hecho una clara expresión de su propia potencia organizativa social. De este modo, mientras
algunas veces las cofradías dieron una expresión corporativa separada de los grupos étnicos, en
otras la categorización siguió otros criterios, y allí donde no hubo un ámbito suficientemente
adecuado para la especialización, la organización actuó en un sentido diametralmente opuesto,
uniendo los diferentes grupos en un marco único.
Con los patrones de residencia, el cuadro que se presenta es otra vez muy similar. Desde la época
de su fundación, las ciudades españolas estuvieron divididas en una sección central, la «traza», para
los españoles, y los suburbios, para los indígenas (que iban desde los municipios indígenas
totalmente organizados a las aglomeraciones desordenadas de chozas). En las zonas residenciales y
comerciales de la sección española vivía y trabajaba gente de todas las categorías étnicas, agrupada
de forma más vertical que horizontal. A medida que crecía la ciudad, ésta se expandía hacia la zona
indígena, de modo que siempre había gente que habitaba en los límites del mundo español,
incluyendo a españoles, gente de raza mezclada y negros, que vivían y disfrutaban de sus
propiedades entre los indígenas. Por otra parte, los indios que vivían en los márgenes de la ciudad
se ganaban la vida principalmente trabajando para la gente que habitaba en el centro o vendiendo
artículos en el mismo, de tal manera que, aunque tuvieran sus casas en la zona indígena, muchos
pasaban más tiempo en la traza que en su propio hogar.
Una ciudad grande, establecida desde tiempo y relativamente floreciente, pudo desarrollar un
esquema residencial algo más especializado, en aquellos lugares en que los negros eran
especialmente numerosos, pudo desarrollarse una zona de la ciudad para la gente negra y mulata,
como en el caso de Lima. No obstante, al igual que en el sector indígena, ésta no incluyó todos los
negros de la ciudad. Muchos de los que vivían en esta zona trabajaban en otros lugares al tiempo
que aquí había también residentes no negros.
Un tipo importante de interrelación entre el mundo español e indígena, básica para su
acercamiento gradual, estuvo en manos del grupo de gente que funcionó en el sector español, pero
que provino originariamente del sector indígena. A éstos los hemos venido llamando naboría-
yanacona. La existencia de un papel análogo en las sociedades sedentarias, seguramente facilitó el
ascenso del naboría-yanacona; al parecer, cuando se llevó a cabo el primer encuentro entre
españoles y americanos en la isla de La Española, ellos en realidad eran naborías de individuos
pertenecientes a la nobleza indígena, apropiados luego por los españoles. Casi inmediatamente, los
españoles, de una manera u otra, tomaron para sí mismos muchos indios que nunca habían sido
naborías, pero la familiaridad que éstos tenían en este tipo de papel en sus propias sociedades, hizo
posible, sin embargo, que los nuevos dependientes se adaptaran rápidamente a la situación, en
algunos casos con una buena dosis de convicción. El precedente aborigen debe haber jugado un
papel importante en el origen de la práctica americana española, por medio de la cual los indígenas
que fueron vinculados a los españoles estuvieron libres de las obhgaciones corporativas indígenas,
ya sea de la unidad provincial, encomendero, corona, o sea en trabajo o tributo, Este tipo social
pasó a ser tan generalizado e importante dentro del esquema general, incluso en áreas que nunca
habían conocido algo análogo durante la época que precedió a la conquista, que debemos
considerarlo, a pesar del precedente, como algo resultante de las necesidades del mundo español.
El naboría-yanacona era movilizado, y con frecuencia llevado fuera de su contexto geográfico. A
menudo seguía los pasos de su amo español, y al cortarse los lazos que mantenía con su propia
unidad provincial, podía entonces errar libremente y lejos, en busca de oportunidades en el mundo
español. Sus habilidades especiales podían ser requeridas en cualquier lugar.
Sin embargo, el desplazamiento físico no fue un requerimiento absoluto. Cuando una parte del
mundo español se sumergía en una unidad indígena, se lograba casi el mismo efecto. Una estancia
ovejera podía ocupar una cierta área que contuviera dos o tres cabañas, cuyos habitantes serían
considerados por los españoles como vigilantes del rebaño antes que como miembros de una
comunidad indígena local. Este proceso afectó, sobre todo, a los habitantes que a menudo estaban
firmemente organizados que vivían en los lugares que los españoles escogieron para fundar sus
ciudades. Con el tiempo, y dado que estaban ubicados en el mismo centro del mundo español y
rodeados por indígenas empleados de los españoles, los habitantes locales pasaron a comportarse
igual que el resto. De hecho, en Perú, algunos usaron el término yanacona para designar a todos los
pueblos indígenas, y es cierto que incluso aquellos que no estaban empleados por los españoles,
pero ejercían oficios o alguna actividad comercial por su cuenta, generalmente lo hacían usando
técnicas españolas o con el mundo español como mercado.
Consecuentes con su razón de ser original, los naboría-yanaconas se caracterizaron por hacer todas
las mismas cosas que hacían los negros, generalmente en un nivel algo inferior. En los años
iniciales y durante el siglo xvii, una imagen común era encomendar a un negro los principales
trabajos cualificados y responsabilidades de una unidad intermedia y diversos indígenas como sus
ayudantes; esta disposición se dio en los talleres artesanales, en los obrajes y en las casas urbanas
españolas.
El dominio de la lengua indígena fue en realidad una ventaja para el naboría-yanacona al servir
ésta de mediadora en sus contactos con los trabajadores temporeros (en las primeras épocas y en
regiones aisladas, la ruptura del idioma era posible al nivel de los capataces, pero incluso entre los
trabajadores permanentes hablaban poco o nada la lengua castellana). Tanto en México como en
Perú, las disposiciones laborales al nivel de trabajadores permanentes y temporeros incluyeron una
gran cantidad de ambas terminologías y de sistemas de organización aborigen, mostrando que la
cultura indígena estaba todavía claramente viva y capacitada para imponer su costumbre o estilo en
esta parte del mundo español.
Nuevamente, aunque no podemos hablar de los indígenas del mundo español sin mencionar los
cambios que se produjeron en el transcurso del tiempo, los indígenas en las ciudades españolas y
otras estructuras fueron ganados en favor de la cultura española y en detrimento de la indígena, de
manera lenta cuando el interior indígena era sólido, y de forma rápida cuando era débil.
La mezcla racial no es sólo inseparable de la mezcla y fusión cultural, sino que es más una función
de otros procesos que un proceso autónomo y bien definido en sí mismo.'" La formación de núcleos
españoles en los lugares en que había bienestar, el uso que hicieron de numerosos auxiliares
procedentes de otros grupos étnicos.
La organización de la familia ibérica, transpuesta al Nuevo Mundo, favoreció el reconocimiento
limitado y la absorción parcial de personas étnicamente mezcladas entre los españoles, que son el
fruto inevitable cuando grupos de origen étnico distinto entran en estrecho contacto durante largo
tiempo. Como hemos visto anteriormente, el hombre español de todos los niveles altos ha
mantenido tradicional-mente relaciones secundarias con mujeres de una posición algo inferior, en
especial antes de contraer matrimonio legítimo, reconociendo el fruto de tales uniones mediante la
adjudicación a los vastagos ilegítimos de un lugar entre los sirvientes y los parientes. En América,
al principio, estas mujeres de posición más baja fueron mayormente sirvientas indígenas
permanentes o negras esclavas, y sus hijos mestizos y mulatos, respectivamente, heredaron
naturalmente las mismas funciones que la descendencia ilegítima de las uniones secundarias en la
península ibérica, llevando el apellido familiar, ejerciendo como administradores de la familia,
trabajando en los negocios, o recibiendo una porción de la propiedad para sí mismos, pero
marcadamente subordinada, sin competir con los legítimos y plenos herederos españoles.
Existen ciertas tendencias y secuencias generales que, grosso modo, son suficientemente claras. En
lugares periféricos, donde había muy pocos españoles entre un elevado número de indígenas,
cualquier persona con influencia cultural y rasgos reconocibles como europeos era considerada
española, al tiempo que la categoría de mestizo apenas existió. En el caso de Paraguay, tal y como
normalmente nos han descrito, se dio una situación de este tipo. En un aspecto importante, el trato
de los mestizos en la periferia fue un caso especial de la tendencia general encaminada a minimizar
distinciones ante la ausencia de riqueza o de numerosos españoles. Los extranjeros europeos y los
negros también entraron más fácilmente a formar parte de la población española general, y a niveles
más altos en las zonas marginales. En cambio, en las sociedades hispánicas locales ricas y bien
desarrolladas, los mestizos estuvieron más claramente subordinados y más propensos a ser
designados como tales; una muestra más de la elaboración general y complejidad de estas
situaciones.
Es necesario enfatizar un último aspecto de la relación entre los dos mundos. A nivel provincial o
regional, desde el principio el sector español fue el heredero de las grandes confederaciones e
imperios que desaparecieron de la escena con la conquista. No debemos ignorar el constante
movimiento de gente que salía de una unidad provincial indígena y entraba en otra; ni los continuos
conflictos de larga duración entre unidades vecinas por la posesión de las subunidades; ni las redes
mercantiles indígenas de alcance regional; ni los matrimonios interdinásticos que prevalecieron por
generaciones y, en algunos lugares, durante todo el período colonial, ni las uniformidades en los
desarrollos lingüísticos en grandes áreas indígenas, impUcando todo ello una interacción
continuada.'^ Por otra parte, incluso en el caso en que toda una provincia había estado unida de
alguna manera antes de la llegada de los españoles, ésta, en muchos aspectos, después de la
conquista continuó siendo una entidad sólo en función de sus vínculos con la ciudad española. La
mayor parte de los contactos que una unidad provincial indígena mantenía con el exterior,
normalmente consistía en la confrontación con los representantes de los niveles más bajos de las
diversas jerarquías españolas asentadas en la ciudad. En este sentido, la unidad sociopolítica
indígena del período colonial avanzado, incluso la unidad estable y definida de las áreas centrales,
fue incompleta. A través del mundo español se dio una integración más amplia; hasta los miembros
pertenecientes a la alta nobleza indígena lo reconocieron a su debido tiempo por su tendencia a
establecerse ellos mismos en la ciudad española.

LAS DINÁMICAS DEL CAMBIO SOCIAL

Otros elementos esenciales, que no se han discutido, son los patrones demográficos y el constante
cambio de los mercados europeos para las exportaciones coloniales. Entonces se produjo un
constante crecimiento global del mundo español, alimentado desde dentro mediante los recursos
indígenas y europeos —un aspecto de la situación que motivó muchos procesos de la evolución
social, siendo éste indispensable para entenderlos y requiriendo, a su vez, una explicación—.

Atracción
Empecemos por considerar algunos de los tipos regulares de desplazamiento físico-social de
individuos relativos al núcleo del mundo español. Tkl vez la manera fundamental bajo la cual las
dos sociedades estuvieron conectadas fue mediante el desplazamiento de individuos hacia fuera del
mundo indígena para trabajar, durante períodos cortos, en el interior de las organizaciones
españolas, regresando después a sus hogares. La distancia que ello podía implicar era de medio
kilómetro, si era hacia una posesión española cercana, o muchos, si se trataba de una ciudad o un
centro minero. En un principio, en el lado español, el mecanismo formal por el cual se hizo frente a
la obligación del tributo fue mediante el sistema de encomienda, mientras que en el lado indígena,
dicha obligación tomó la forma de reclutamiento rotativo de mano de obra.
Fuera la ciudad, la hacienda o la mina el lugar común, lo cierto es que la relación entre estos dos
grupos, el temporal y permanente, fue clave para el cambio social en la América española. Los
trabajadores temporeros engrosaron el cuerpo de mano de obra permanente y, por lo tanto, el del
mundo español; en las minas de Potosí, algunos trabajadores de la mita se quedaron para convertirse
en yanaconas, y lo mismo ocurrió en todas las áreas y con cada grupo, desde los sirvientes
domésticos hasta los pastores. Incluso en aquellos lugares en que no había indígenas sedentarios, y,
de esta manera, tampoco existía una fuente obvia de trabajo temporal, a menudo solía aparecer
alguna forma del mecanismo habitual para satisfacer las necesidades. De este modo, las minas de
plata del norte de México fueron explotadas casi enteramente por trabajadores a tiempo completo,
separados del espacio interior indígena. Aún con una fuerza de trabajo dividida en dos partes y
cambios relativamente rápidos, una fracción de los trabajadores fue reclutada para desempeñar las
tareas permanentes y especializadas de las refinerías.
Debido a que los mercados y la rentabilidad eran limitadas, las empresas españolas mantenían la
plantilla de trabajadores permanentes tan reducida como les era posible.
Los desplazamientos laborales también dieron origen a migraciones que no estuvieron conectadas
con un empleo específico, como los indígenas que en tiempos de poca actividad o dificultad se
movilizaban hacia los límites de los asentamientos españoles con la sola esperanza de encontrar un
trabajo, convirtiéndose algunos de ellos en un sector permanente de la población indígena urbana.
Cuando las haciendas u otras propiedades estuvieron cerca de las unidades indígenas y la situación
fue lo suficientemente estable, hubo un largo período intermedio en el que los trabajadores de
períodos cortos fueron empleados por tiempos más largos, casi como permanentes, aunque
mantuvieran la residencia y afiliaciones tradicionales, saliendo de su mundo indígena para realizar
trabajos limitados y permaneciendo subordinados a una plantilla permanente mejor remunerada.
Empezando desde una distancia a las afueras de la ciudad, cada pueblo (al menos, nominalmente
indígena) servía como avanzada para el siguiente más cercano a ella, hasta que finalmente desde el
pueblo más próximo la gente se desplazaba hacia la misma ciudad. Aquellos que llegaban a la
ciudad podían haber pasado años en diversas estaciones del camino, progresivamente más
hispanizadas, incluso, a veces, la migración podía llegar a avanzar una etapa por generación,
reemplazando un pueblo dado a la gente que la barriada había perdido a través de los matrimonios
con los recién llegados procedentes del pueblo inmediatamente anterior de la cadena.
Si el efecto mayor del vínculo laboral permanente-temporal fue el crecimiento del mundo español,
también se dio un impacto correspondiente en el mundo indígena. Los constantes movimientos
hacia dentro y hacia fuera relajaron las estructuras locales autocontenidas, y mientras los
trabajadores temporeros llevaron consigo su propia lengua y costumbres organizativas a las
empresas españolas, también regresaron a sus puntos de origen influenciados por algunas formas
organizativas españolas, enlazando los dos mundos en una unidad más compacta. Las propiedades
organizadas más a la manera española, al reclutar los trabajadores del mismo conjunto y servir a los
mismos mercados, consiguieron subsistir dentro del mundo indígena, dominado generalmente por la
nobleza. Los indígenas comunes se involucraron en el pequeño comercio regional de la misma
manera que lo hicieron los tratantes españoles y arrieros.
La gente que ejercía en diversos tipos de comercio y en la administración local hacía lo mismo, y
si un modesto propietario que vivía en un pueblo nominalmente indígena prosperaba más allá de
cierto punto, podía reubicar su residencia en la ciudad junto a los propietarios realmente grandes.
Los ideales y vías de promoción centrados en torno a un eje urbano fueron básicos para tales
desplazamientos, pero también existió un mecanismo específico de movimiento físico en las
actividades mencionadas, que al estar conectadas con varias jerarquías de base urbana, las condujo
constantemente hacia la ciudad. Este mismo proceso se repitió en una escala regional más amplia,
consiguiendo éxito a lo largo de las diversas redes, que iban desde las ciudades provinciales hasta la
capital.

Marginalización
Los procesos de atracción ayudaron al crecimiento y nuclearización del mundo español de un
modo muy directo. La marginalización, es decir, la expulsión de la población española marginal
desde el centro a los límites de la ciudad, pudo, en principio, actuar en sentido contrario, pero en
realidad ello ayudó a la nuclearización mediante el principio de congregar a las personas de nivel
más alto en la ciudad, y forzar a las de nivel más bajo hacia el interior indígena, reforzando de este
modo el entretejido español.
El envío, por parte de organizaciones y familias, de sus miembros jóvenes y de sus pobres
contratados para realizar tareas subordinadas en el campo, puede ser visto, en principio, como un
mecanismo cíclico de renovación, ya que en última instancia, la mayoría de los que habían
mandado solían regresar una vez cumplido con el trabajo. Pero no todos volvían. Solía enviarse al
campo, para regresar a la ciudad al jubilarse, o incluso para no regresar nunca.
El proceso general —asignando las funciones de nivel más bajo a aquellos que momentáneamente
pertenecían a un rango social inferior— fue más visible en el movimiento hacia fuera de aquellos
que estaban ubicados en los niveles más bajos del mundo español. Los hispanos de rango social
bajo, voluntaria o involuntariamente, adoptaban tipos de actividades que eran básicamente rurales,
que requerían viajar por el campo o que resultaban más fáciles para abrirse paso en él. Las
supervisiones de baja categoría, pequeño comercio o transporte, y las funciones gubernamentales
inferiores, al nivel de alguacil o subastador, cubrían la mayoría de las posibilidades. La actividad
podía ser practicada de forma independiente o como parte de una organización; un hortelano podía
ser casi lo mismo que un patrón de hacienda, y se podía oscilar entre las dos funciones, e incluso
desempeñarlas simultáneamente. El pequeño comercio normalmente se desarrolló sobre una base
independiente.
De forma arquetípica, la persona marginal ambiciosa empezaba de la nada, ahorrando algo a través
de su trabajo en alguna de las jerarquías urbano-rurales, para después independizarse de manera
humilde. En la medida que éstos adquirían alguna posición, fuera dependiente o no, al carecer de
conexiones urbanas, tendían irrevocablemente hacia la vida campestre.
De acuerdo con la naturaleza de la ciudad-provincia española, el proceso de marginalización
actuaba con completa uniformidad y en la misma dirección sobre el conjunto, empezando en el
centro y extendiéndose hacia los bordes. La gente que habitaba en los márgenes de la ciudad era de
la misma clase que aquellos que ocupaban las estructuras rurales españolas y estaban allí por las
mismas razones; el crecimiento de la ciudad y la hispanización de la zona rural formaban parte del
mismo movimiento.

Inmigración
Los inmigrantes no gravitaron sobre todos los españoles de la primera generación en América,
sino específicamente sobre la población procedente de su propia región de origen. Ello fue como si
el mismo regionalismo español simplemente se hubiera extendido a las Indias, y que todas las
diversas regiones de ambos hemisferios construyeran un sistema único artificial en el cual no
hubiera una aguda dicotomía.
Aunque la inmigración en realidad se dio con frecuencia, las conexiones familiares —y en
ausencia de éstas, aquellas que procedían del mismo lugar de origen— parecen haber sido la norma
general; en cualquier caso, también podía ocurrir que uno que ya estuviera en América realizara una
invitación específica a alguien que estuviera en España. Este parece haber sido el mecanismo para
prácticamente toda la inmigración femenina. Las mujeres recién llegadas ascendían dentro del
círculo social de sus parientes o amigos y rápidamente contraían matrimonio, si es que no llegaban
para reencontrarse con su marido o, en gran parte, venían ya casadas. Pero a pesar de la importancia
capital de las mujeres inmigrantes en la ayuda a la creación de una subcomunidad en el Nuevo
Mundo, la cual fue completamente española étnica y culturalmente, a través de los siglos la
corriente más importante de inmigrantes estuvo constituida por hombres jóvenes solteros.
Muy a menudo, los nuevos españoles llegaban a través de la clásica secuencia tío-sobrino, la cual
primero fue totalmente identificada como específica del mundo del comercio de importación del
siglo xviii, y luego fue considerada como característica de todo el período y de personas de toda
clase de ocupación. El inmigrante afortunado necesitaba personas dignas de confianza para ayudarle
en sus negocios, pero una vez casado y establecido, y en ausencia de hijos adultos, optaba por
escribir a su casa en solicitud de un sobrino. Con los años, el sobrino se convertía en socio, muy
apropiado para contraer matrimonio con su prima nacida en América (hija de su tío), y ambos
terminaban encabezando el negocio en la generación posterior, mientras los hijos del tío estaban
destinados a ocupar un puesto más alto en la escala social local. El ciclo podía entonces repetirse.
No necesariamente tenía que ser un sobrino; cualquier hombre joven desligado de su hogar estaba
en condiciones de cumplir con este papel, ya que los vínculos regionales eran casi tan fuertes como
los familiares.
Otro tipo de inmigrantes recibía su entrada por haber sido nombrado desde fuera para ejercer un
puesto en las redes transimperiales, o del gobierno o de la Iglesia. Por otro lado, ellos también eran
en algún sentido forasteros; de ninguna manera se les puede considerar como la cumbre de la
sociedad. Casi todos llegaban profundamente endeudados. Como todos sabían, muchos
permanecían en un lugar determinado durante un cierto período y después iban a otra parte de
acuerdo con la costumbre de su jerarquía. A menudo, al llegar, se introducían en un círculo
familiar-regional, inmediatamente se empeñaban en establecer vínculos fuera del mismo y, puesto
que tenían mucho que ofrecer a cambio, generalmente tenían éxito.
Una minoría de inmigrantes regresaba a España; los que más solían hacer esto eran los de nivel
social más elevado, de mayor liquidez y con vínculos más estrechos con las redes transoceánicas.
Los virreyes y los comerciantes internacionales eran figuras típicas de aquellos que regresaban,
mientras que los españoles nuevos desconectados y humildes eran los que más a menudo y
rápidamente quedaban marginados en ocupaciones rurales de las cuales raramente salían.
Aparte de representar un movimiento de población mayor y más duradero, la inmigración española
fue un mecanismo común del proceso de renovación familiar en América.
Estos tres procesos juntos —atracción, marginalización e inmigración— hicieron de las Indias
españolas un mundo en el cual lo normal era una gran movilidad, y en el que personas de todos los
niveles sociales a menudo vivían y trabajaban en lugares que, muchas veces, no serían su último
destino. Cuando se abría una nueva región o una nueva oportunidad económica, tal movilidad se
aceleraba rápidamente. En estos y otros tiempos, el proceso de atracción tenía una gran tendencia a
sobrepasar los límites de la necesidad, dejando a personas momentáneamente sin trabajo en el lugar
de atracción. Estos fenómenos causaban el vagabundeo tan frecuentemente mencionado en los
informes de los funcionarios y en las relaciones de la época.

Consolidación y dispersión
Dado el marco y procesos organizativos ya descritos, la sociedad española tuvo la tendencia a
formar núcleos, desarrollarse y estabilizarse dondequiera que hubiera una constante fuente de
riqueza negociable. Este proceso puede ser llamado consolidación. En aquellos lu-
gares donde escaseaba la riqueza, la sociedad tendía a ser difusa. Puesto que los hispánicos no se
asentaban allí donde no hubiera ningún tipo de riqueza, todo lugar en que los españoles hubieran
estado durante un largo período estaba destinado a tener un cierto grado de consolidación. Las
variables decisivas, tal y como hemos mantenido, eran económicas; factores de distancia a menudo
se traducían en económicos, ya que ciertas actividades que resultaban rentables en un área aislada
no podían resistir la competencia de una metrópoli cercana, mientras que por otro lado, productos
que podían venderse de manera provechosa cerca de un gran centro, se devaluaban con la distancia.
Posiblemente podría resultar útil dar definiciones a ciertos grados de consolidación. Los que
podríamos llamar «consolidación menor» ocurre cuando un área comprendida en la esfera de una
ciudad española ya existente manifiesta determinados aspectos suficientemente aptos para que la
gente de nivel bajo y medio se identifique con ella de forma persistente, aunque permanezca la
dependencia del conjunto hacia la ciudad más grande, en la que reside cualquier persona que esté
por encima de un determinado nivel socioeconómico, la cual continúa siendo la base de jerarquías
mayores de todo tipo. Hasta este punto, personas de propiedades de nivel medio y pequeños
comerciantes veían todas las actividades en el área como temporales
Para un establecimiento dado, convertirse en una ciudad española con su propio concejo municipal
autónomo era a menudo el símbolo de un grado mayor de consolidación, pero, en épocas de
fundaciones efímeras o menores se superaba este contraste; en este sentido debemos buscar otros
síntomas de «consohdación normal», lo cual ocurre cuando una ciudad pasa a ser el centro
economicosocial principal de un área grande circundante. Las familias prominentes estrechaban sus
lazos a través del matrimonio, desarrollaban aristocracias locales orgullosas de sí mismas, incluso si
en algún sentido se incUnaban por una gran capital lejana, establecían capellanías y mayorazgos,
adquirían títulos nobiliarios y funciones honoríficas, construían palacios, y se aseguraban de que el
personal que tenia que ocupar los puestos gubernamentales y las organizaciones eclesiásticas
locales procediera de sus propios círculos. Una independencia llegaba o se trataba de alcanzar en
muchas ramas de actividad: un número considerable de combinaciones mercantiles hacían de la
ciudad su base principal; se alcanzaba una relativa autosuficiencia en las artesanías y profesiones; la
ciudad podía disponer de un obispo, y si no, su establecimiento religioso principal bien podía
convertirse en catedral.
La «consolidación mayor» responde al mismo fenómeno que el de la consolidación normal, pero a
un nivel macrorregional, teniendo lugar bajo el estímulo de grandes y duraderos bienes de capital de
la economía internacional. Una ciudad predominante acoge a las otras dentro de su órbita, y al
tiempo que les concede una autonomía interna, tiende a apartar a sus habitantes más ricos o los
integra en las familias, negocios y otras jerarquías radicadas en la capital. Se levantan magníficos
establecimientos sociales y físicos como centros de operación regional de cada jerarquía. A través
de todo el entramado que desde la capital se extiende hacia el exterior en todas direcciones, el área
entera se convierte en un entretejido mucho más estrecho, y la convergencia personal-familiar en
los niveles altos llega al máximo. En la capital se da una extrema especialización ocupacional en
todos los niveles. El poder de succión que ejerce el centro mayor es tal que impide que en una
extensa área alrededor del mismo se pueda dar una consolidación normal.
Para la América española colonial los dos ejemplos de consolidación mayor son, por supuesto.
Ciudad de México en lo que respecta a la órbita mexicana, y Lima para una amplia área
sudamericana, estando ambas ciudades a medio camino entre los grandes centros mineros
argentíferos y los puertos atlánticos principales.
Dondequiera que hubo indios sedentarios, se dio alguna forma de consolidación normal, e incluso
entre las sociedades semisendentarias hubo ciudades que se desarrollaron como núcleos españoles
(aunque débiles, no desarrollados e inestables); los dos casos siempre permitieron a los españoles la
posibilidad de conseguir alguna ventaja económica. Pero donde no había indios o eran no
sedentarios y otros bienes económicos eran extremadamente débiles, pudo darse una dispersión
bastante radical. Tales áreas podían carecer totalmente de los dos elementos esenciales para la
nuclearización: la ciudad-provincia y la propiedad urbana-rural. La migración hispánica hacia estas
zonas fue mínima, ya que ésta estuvo motivada y subsidiada por el interés general de autoprotección
y expansión de las áreas más centrales. Los establecimientos eclesiásticos y militares cobraron
mucha importancia, constituyendo núcleos separados y conteniendo personas del rango social más
alto, quienes permanecieron como forasteros comprometidos con sus propias jerarquías en lugar de
convertirse en habitantes locales. Los asentamientos urbanos para la población hispánica
contuvieron principalmente personas muy humildes, y lejos de dominar una región, raramente
mostraron signos de consolidación menor. Al no haber mercados locales apreciables, las
propiedades no eran ni beneficiosas ni prestigiosas; un cierto número de personas del tipo de las que
en cualquier otro lugar proporcionaba supervisores de nivel bajo, mantenía propiedades rurales en
las que, con pocos o ningún empleado, vivían y trabajaban relacionados tanto con los
establecimientos oficiales como con los pueblos españoles.

Variación regional
Casi todas las diferencias sociales entre las regiones no directamente atribuibles a la base indígena,
son producidas por los mecanismos que ya se han examinado: atracción-marginalización,
inmigración y consolidación como respuesta a la riqueza. Todas las Indias españolas fueron un
único campo de acción social, en las cuales lo alto fue hacia el centro y lo bajo hacia la periferia, y
en lo que respecta a la inmigración, fue atraída hacia las regiones ricas y no hacia las pobres. Las
zonas de mayor riqueza rápidamente se encaminaron hacia una elaboración y nucleariza-ción
máximas, estabilizándose en lo que ha sido llamado fase de consolidación mayor, mientras que en
otras áreas, correspondientes al grado de relativa pobreza, la sociedad fue truncada, menos
diferenciada y más difusa o fragmentada.
Con el tiempo, la diferencia entre el centro y la periferia tendió a crecer, ya que el cambio que
operaba en el centro fue mucho más rápido, debido a que fue el sitio donde se dio en primer lugar el
incremento de población hispánica, y la inmigración se dirigió de forma abrumadora hacia el centro
como el lugar de riqueza. A lo que siguió, se le podría llamar crecimiento en lugar de cambio,
puesto que en conjunto fue simplemente la consolidación inherente a cualquier sociedad hispánica,
coloreada por la absorción de componentes étnicamente distintos. Pero aún en el caso en que las
estructuras básicas fueran constantes, las formas evolucionaron hacia la complejidad y adaptación
flexible para los intereses más variados. En el centro, la primera forma de propiedad dominante, la
encomienda, disminuyó rápidamente bajo la presión de demandantes nuevos, algunos desde fuera y
otros desde dentro. Casi inmediatamente, los encomenderos perdieron el derecho a la mano de obra,
seguido de los ingresos en concepto de tributos, y, antes de muchas generaciones, incluso llegaron a
perder la capacidad para heredar. En la periferia, por otra parte, la encomienda (aunque en gran
medida modificada para adaptarla a las poblaciones indígenas, como ya se ha visto anteriormente)
tendió a permanecer como institución importante, reteniendo tanto la fuerza laboral como la
transmisi-bilidad hasta fines del período colonial. Así sucede también en otros aspectos: en los
períodos medianos y tardíos se espera encontrar en la periferia muchos rasgos sociales arcaicos no
característicos del centro desde el siglo xvi. Verdaderamente, a excepción de los rasgos tomados
directamente de la base indígena local, mucho de la diferenciación regional puede reducirse a lo
cronológico, ya que formas y procesos similares aparecieron en todos los lugares y en la misma
secuencia, pero en proporción distinta.

Pautas cronológicas
Los hombres en todas las categorías, desde los españoles hacia abajo, continuaron produciendo
niños a través de uniones informales con mujeres de categorías más bajas que ellos, mientras que en
lo que respecta a las categorías medias e indígenas entre españoles los matrimonios mixtos fueron
tan prevalentes como para convertirse en la norma.
El sistema de categorización étnica del período colonial tardío de toda la América española,
respondía naturalmente por las mezclas posteriores a través de otros reconocimientos, es decir,
creando distinciones más sutiles.
Con el transcurso del tiempo, empezaron a proliferar categorías para definir grados sutiles de
mezclas y entrecruzamientos, teniendo su apogeo a fines del siglo XVIII. Un subgrupo étnico tenía
que lograr una cierta importancia numérica antes de recibir una denominación y un estereotipo. Los
grupos escindidos jugaron contra una cierta realidad de la opinión pública. Algunas veces aparecían
incluidos en cofradías separadas o eran tenidos en cuenta en sobrios registros parroquiales. Aunque
la larga lista de tipos, denominados de forma sumamente extraña, fue reunida por curiosos
extranjeros a fines del período colonial, nunca llegó a constituir una descripción seria de la
sociedad. Al mismo tiempo que fueron multiplicándose las distinciones, los grupos étnicos más
bajos del interior del mundo hispánico fueron progresivamente asimilándose mutuamente, tanto en
lo que afecta a las funciones que desempeñaban como a la subcultura. Y de hecho, la sociedad cada
vez más los reconoció como grupo bajo el concepto de castas, término que incluía todas las mezclas
además de los negros, o dicho en otras palabras, a todo el mundo, a excepción de los españoles e
indios.
El dinamismo de algunas de estas distinciones nuevas cortó vías de ascenso. Desde los inicios del
período colonial tardío, los artesanos empezaron a crear gremios y prohibir a los étnicamente
mezclados su ingreso en calidad de miembros plenos o adquirir la posición de maestro. Hacia fines
del período existía un considerable cuerpo de ordenanzas que excluía a los grupos étnicos más bajos
de las funciones altas, por ejemplo, negando a cualquiera que tuviera ascendencia africana acceso a
la universidad. En este sentido, sobre el papel, el período último parece más restrictivo que el
inicial. Sin embargo, no hubo ningún ajustamiento nuevo involucrado en ello. En el período inicial,
no hubo ocasión de entrever restricciones, por la simple y obvia ausencia de cualificaciones en los
grupos más bajos. La legislación última representa un intento algo alarmante e ineficaz para
mantener el status quo, frente al reto de quienes varios siglos de cambio cultural calificaban
totalmente para hacer lo que hacían los españoles locales; su creciente acceso es la razón verdadera
de las restricciones. Otra evidencia de la fuerza y aculturación de las castas (junto con los indios
hispanizados) fue el desplazamiento gradual de los negros, al cual ya se ha aludido anteriormente.
Hacia fines del período colonial, ciertos tipos de trabajo intensivo especializado, que antes habían
sido un verdadero monopolio de los negros, los estaban desempeñando personas de ascendencia
mezclada o indios. La proporción de la importación de esclavos disminuyó y, a excepción de las
costas y las antiguas periferias que estaban ahora expandiéndose, personas de discernible
descendencia africana empezaron a retroceder, a través de las entremezclas, como elemento de la
población.
Para los indios que todavía se mantenían dentro de las unidades provinciales, su categoría étnica
no era más problemática a fines del período colonial de lo que lo había sido en las centurias
anteriores, tal vez menos entonces, ya que la autoconciencia de la ciudad-estado local se había
agotado algo a través de la mezcla de las estructuras españolas provinciales, y se incrementó el
contacto con los hispánicos de diversos tipos que tenían un conocimiento mayor de la etnicidad
india en general. Pero en áreas anteriormente ocupadas por población no sedentaria, tales como el
norte de México, había mucha gente llamada india cuyos antepasados habían migrado de otras
regiones generaciones antes, quienes hablaban principalmente, o exclusivamente, español y
desempeñan las mismas funciones que las castas. En el interior y alrededor de las grandes ciudades
de las áreas centrales, había indios que desempeñaban funciones idénticas entre las castas e incluso
entre los españoles humildes. El «indio entre españoles» desarrolló las connotaciones del
estereotipo; en la medida en que los españoles lo ciñeron y subordinaron por debajo del nivel de
otras castas, él fue, con razón, uno de los elementos más volátiles y que llevó el descontento a la
sociedad colonial tardía.
Con los españoles, al igual que con otras categorías, en la última parte del período se tendió a
elaborar más distinciones. Español significa el español de la época, persona supuestamente
española, sin considerar si había nacido en el este o en el oeste del océano Atlántico. Hasta el día de
la independencia, no hubo una distinción radical, ni una división aguda de funciones. Criollo,
término tan corriente en el vocabulario académico actual, permaneció como un apodo derogatorio,
tomado originalmente del término para nombrar a los africanos nacidos fuera de África; hacia fines
del período colonial, los nacidos localmente algunas veces se apropiaron del término para sí mismos
en declaraciones políticas públicas, pero incluso en esta época «criollo» carecía de una posición
legal y de modo cotidiano no era usado por nadie para definirse a sí mismo. En el transcurso de
siglos, los españoles nacidos en América fueron ocupando cada vez más funciones, no con el
espíritu de eliminar a los rivales, sino como parte de un proceso de maduración y crecimiento
natural, el mismo que causó que algunos inmigrantes regresaran a su tierra natal. Hacia el último
tercio del siglo xviii, los criollos controlaban y dominaban todos los cargos y actividades,
incluyendo los gubernamentales y eclesiásticos, salvo aquellos que tenían representaciones en
ambos lados del Atlántico. Solamente el virrey, el arzobispo y los grandes comerciantes
importadores continuaron siendo predominantemente peninsulares. Tal situación llegó al extremo
que produjo una reacción, en la cual la madre patria repobló muchos altos cargos con gente nacida
en España. Esto, posiblemente, aceleró la polarización. En el último período colonial empezó a
reconocerse una categoría de censo separada de los peninsulares o europeos distinta de !a de los
españoles nacidos en América. Con la independencia, algunos de los peninsulares fueron
expulsados. Sin embargo, la distinción nunca fue tan aguda, ni la enemistad tan grande, como
podría imaginarse de las consignas políticas del período de la independencia.
Al finalizar la época colonial, la estructura social consistente de dos mundos separados, articulada
por una jerarquía étnica bien definida estaba en ruinas, en el sentido de que ambos se habían
penetrado mutuamente de forma irreversible, como era previsible desde un principio. Pero todos los
procesos que habían provocado este estado de cosas continuaron estando totalmente en vigor, al
igual que las estructuras organizativas básicas e incluso la multitud de distinciones, pero desde
entonces de un modo más flexible. Mientras tanto, las zonas más aisladas de la América española
continuaron evidenciando los rasgos del sistema clásico hasta muy adelante.

El mestizaje en la conquista de América.- Salas, Alberto

La mujer estuvo ausente en las naves que se lanzaban hacia el mar desconocido, en una de las
encrucijadas más sorprendentes de la cultura occidental. Fue una aventura de hombres, de
aventureros, de segundones y de pobres con ambiciones de riquezas y de señoríos. Las mujeres
quedaban aguardando el regreso de sus hombres que, atrapados en las nuevas tierras, con frecuencia
las olvidaban, derrotadas por toras mujeres distintas y por una vida más libre, que seduce y
conquista.
Las mujeres blancas son más frecuentes cuando las expediciones exploradoras conquistan y se
asientan en las nuevas tierras, cuando surgen las primeras ciudades. Entonces acuden doncellas
casaderas al amor de las riquezas, de señoríos y encomiendas de indios. Son las mujeres que vienen
a ennoblecer las ciudades, a formalizar las familias desplazando a esas otras mujeres de la tierra que
en el espacio de muy pocos años habían generado la América mestiza e ilegítima, creando entre el
rapto, la violación y el consentimiento, una población nueva, que aún en nuestros días está abierta a
una mezcla incesante y singular.

El hombre de la conquista
El español del Descubrimiento, y luego de la Conquista, es un individuo que está bien preparado
para la experiencia etnográfica que vivirá a partir del 12 de octubre de 1492. Lleva ya varios siglos
de lucha y de contacto con los árabes y está habituado a los contrastes y a sus formas de
conciliación, de mestizaje, diríamos. Ahora entre las indias que poblaban la tierra americana, ante
las ninfas desnudas en algunas regiones, vestidas en otras, el español se comportó elementalmente,
sin desdeñar a esa mujer, haciendo de ella, con el señorío del dominador, la madre de sus
numerosos hijos mestizos, la madre ilegitima de América.
De esta manera se está perfilando el destino de las poblaciones de América, cualquiera sea su
cultura y el grado de su resistencia al dominio que imponen nuevos hombres que irrumpen en sus
territorios, en una aventura épica y geográfica casi inconcebible. Sobre las poblaciones sometidas se
levanta un nuevo señor que suple al cacique, al curaca, que se sobrepone a los incas y a los
guerreros y sacerdotes de la Nueva España: es el Conquistador, luego el encomendero, el estanciero
que prospera con el trabajo compulsivo que arroja al indio de su ocio peculiar, de su pereza que
corrompe y evidencia.
Este conquistador, vencedor de las indiadas, a todo lo largo y ancho de las tierras de América, a
veces con algunos fracasos, pero siempre triunfador, halló en la mujer indígena, parte
incuestionable del botín, el primero de sus premios, la manceba en que engendrará sus hijos
mestizos, casi siempre ilegítimos, la mujer que lo rodeará de algún cuidado, de algún bienestar en
expediciones y campamentos, en los rancheríos que después serán las ciudades; la mujer que molerá
el maíz, etc.

El mundo indígena y la mujer frente al europeo


El sometimiento pacifico de los tainos, es en realidad excepcional, diríamos que único. En general
el indio, aunque esperara el regreso de Quetzalcóatl o del viracocha, defendió duramente su
territorio. La guerra fue el contacto generalizado e inevitable.
Indios y españoles, envueltos en su lucha, modificaron su cultura, se mestizaron en todo el sentido
de la palabra, adoptaron nuevas formas de vida, a veces sutiles, casi inadvertidas. Los españoles ya
son, a pesar de todo, los indianos, sus hijos serán los mestizos o criollos, serán los hijos de la tierra,
de una tierra distante de la España, de la Corte, de las fuentes de derecho. Rápidamente, en menos
de treinta años, se ha generado una vida nueva, un estilo distinto, se modificó el idioma, el traje, la
familia se relaja y se bastardea, se come, se vive distinto, han nacido nuevos señores, han resucitado
en Indias instituciones señoriales ya fenecidas en España. Todos, al decir de Las Casas, hasta los
desorejados por la justicia, quieren ser señores de indios, de encomiendas, de plantíos, señores de
socavones.
En estas sociedades indígenas, conmovidas u desordenadas por la aparición del hombre occidental,
la mujer es un ente meramente secundario dentro del conjunto tribal; es la que carga con los
trabajos propios de su sexo más los de hilar, moler el maíz, recoger la yuca y hacer el pan cazabe.
Habitualmente integra una sociedad dominada por los guerreros, los cazadores, los sacerdotes y
chamanes por el hombre, en una palabra, que es el ser dominante e indiscutible. Y aunque
generalmente existe una institución matrimonial que admite la existencia de una esposa legitima i
principal, el cacique, los guerreros y los hábiles cazadores suelen tomar cuantas mujeres pueden
mantener. La poligamia en sus muy diversas formas y estatutos impera en el mundo indígena, así
como la monogamia impera en el mundo que ahora avanza sobre América.
Con algunas excepciones, esta mujer indígena es un ser anónimo, sometido al domino viril,
situación que no podemos comparar con la que tenía la mujer en el continente europeo, tal como lo
manifiestan la literatura y la historia de los siglos y reclama la igualdad con el hombre.
La situación de la mujer indígena ante el nuevo hombre y señor que se apropiaba de ella sin respetar
hábitos y costumbres, atropellando tabúes, o que era donada en prenda de paz y de alianza, no vario
ostensiblemente respecto de su anterior estado. El triunfador reemplazo a los señores de México, a
los Inca, a los caciques y reunió en su torno todas las mujeres que podía sustentar, rodeándose de un
servicio numeroso, con frecuencia exagerado y escandaloso.
El conquistador no solo impuso sus valores culturales, sino que encarno de inmediato la
preeminencia social, la jerarquía más alta de la nueva entidad que estaba construyendo. De hechos
es el dador de todo, desde la violencia y la crueldad hasta el prestigio y los pequeños objetos
codiciados. Solo junto a él, adoptando sus costumbres, hablando su lengua, adorando a su dios, se
puede escapar de los repartimientos y del trabajo compulsivo. La mujer indígena, recibida en
donación, o apañada y obligada al amor, mejoro en el su situación social, superando la que tenía en
su grupo avasallado. Con los primeros hijos mestizos las relaciones entre el señor blanco y sus
mujeres aborígenes y exóticas debieron variar sensiblemente, asegurando el nuevo estamento social
de las mancebas.
Pronto supo la india que los hijos habidos del español mejoraban ostensiblemente la codician del
mero indio. Sus hijos, de piel más clara, legítimos o ilegítimos, eran siempre una aproximación
hacia el mundo del dominador, una lente penetración en las casa señoriales y el los blasones.
Escapaban a la esclavitud de los lavaderos de oro, del tributo, de la encomienda, de las infinitas
opresiones y cargas que en la práctica sufría la raza vencida. De esta manera, las mujeres indígenas
fueron el vehículo más activo y eficaz de la colosal experiencia de transculturación que supo la
conquista de América.

La mujer española y el mestizaje


En oposición a la conducta del hombre, que en Indias abandona muchas inhibiciones y se olvida de
la mujer e hijos que dejo en España, la mujer española actuó en el sentido absolutamente inverso.
Voluntariamente no se mezcló con el indio porque ello suponía su desprestigio social y el
desprestigio de sus hijos, que saltaba hacia atrás en la escala de valores de aquella sociedad
naciente. Es posible que hayan existido relaciones voluntarias y hasta algunos matrimonios, pero
resulta evidente que el mestizaje lo realizo el varón español, como gesto voluntario. Si la mujer
española participo en esta mezcla de razas fue de manera involuntaria, forzada, como la presa
apetecida de las indiadas que asolaron las ciudades del sur de Chile.
La generalidad de las uniones de españoles con indias son amancebamientos, más o menos
perdurables, y la mayor parte de los mestizos son, en consecuencia, ilegítimos, circunstancia que los
disminuye notablemente, los sume en una masa común y anónima, en la que incidieron
poderosamente otros elementos raciales. Os mestizos ilustres, los descendientes de los grandes
señores de México y Tezcuco, del Cuzco, de Cortés y de los Pizarro, en que se mezclaron los
Yupanquis y los Moctezuma, conformaron una elite que la madre patria reconoció y acogió en sus
blasones.

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