Memorias Fotograficas Imagen y Dictadura

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Memorias fotográficas

Imagen y dictadura
en la fotograía argentina
contemporánea

Natalia Fortuny
Memorias fotográficas
Imagen y dictadura
en la fotograía argentina
contemporánea
Sello editorial de la Feria de Libros de Fotos de Autor
www.fotolibrosdeautor.com/[email protected]

Memorias fotográicas
Imagen y dictadura en la fotografía argentina contemporánea

Autor: Natalia Fortuny


Dirección editorial: Julieta Escardó y Eugenia Rodeyro
Edición fotográica: Julieta Escardó
Corrección: Jorgelina Núñez
Coordinación de Producción gráica: Eugenia Rodeyro
Diseño: Estudio HolböllQuintiero
Fotografía de Tapa: Hugo Aveta

Se terminó de imprimir en Contartese Gráica S.R.L.


Av Vieytes 1709 - CABA - Argentina
Buenos Aires, Argentina, en julio de 2014.

Fortuny, Natalia Soledad


Memorias fotográicas : imagen y dictadura en la fotografía argentina
contemporánea . - 1a ed. - Buenos Aires : La Luminosa, 2014.
144 p. ; 24x17 cm.
ISBN 978-987-3751-00-4
1. Investigación. 2. Fotografías. 3. Dictadura. I. Título
CDD 323

Fecha de catalogación: 11/06/2014

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser
reproducida o almacenada en sistemas electrónicos recuperables, ni
transmitido por ninguna forma o medio, electrónico, mecánico, incluyendo
fotocopias, grabaciones, u otros, sin previa autorización por escrito del
Editor. Las infracciones serán procesadas bajo las leyes 11.723 o 25.446

Esta tirada de 500 ejemplares cuenta con el apoyo del proyecto


de divulgación del Conicet “Archivos públicos, archivos en uso.
Producciones artísticas y medios masivos en dictadura y
posdictadura”, dirigido por Ana Longoni y radicado en el Instituto
de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales
de la Universidad de Buenos Aires.

Una versión anterior de este texto recibió la 1era Mención Honorífica en


el género Ensayo del Concurso Régimen de Fomento a la Producción
Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial, del Fondo
Nacional de las Artes, Año 2012, otorgado por el jurado compuesto
por Graciela Speranza, Germán García y Silvio Maresca.
A la memoria de José Nicasio Fernández Álvarez, mi tío Pepe,
secuestrado el 9 de noviembre de 1976 en su casa de Wilde
y desaparecido desde entonces.
ÍNDICE

7 PRÓLOGO por Ana Longoni

9 INTRODUCCIÓN

17 MEMORIAS FOTOGRÁFICAS

49 CAPÍTULO 1 DE RESTOS Y HUELLAS:


LA DESAPARICIÓN EN EL ESPACIO PÚBLICO

61 CAPÍTULO 2 MÁQUINA FOTOGRÁFICA:


LOS DISPOSITIVOS Y LAS TECNOLOGÍAS DE LA REPRESIÓN

78 CAPÍTULO 3 FOTOS DE FAMILIA: DEL ÁLBUM INCOMPLETO


A LA FOTO RECONSTRUIDA

105 CAPÍTULO 4 CAJAS CHINAS: LA FOTO DENTRO DE LA FOTO


Y EL RETRATO COMO TESORO

116 CAPÍTULO 5 PALABRAS FOTOGRÁFICAS: IMAGEN,


ESCRITURA Y MEMORIA

136 COMPLETANDO EL ÁLBUM COLECTIVO

138 BIBLIOGRAFÍA

144 AGRADECIMIENTOS
Pasaron minutos, dijo Austerlitz, en los que me pareció ver también
la nube dirigiéndose al valle, hasta que oí a Vera seguir hablando
de la impenetrabilidad que parece propia de esas fotografías surgidas del
olvido. Se tenía la impresión, dijo, de que algo se movía dentro de ellas,
de que se percibían pequeños suspiros de desesperación, gémissements de
désespoir, dijo ella, dijo Austerlitz, como si las imágenes tuvieran su propia
memoria y se acordaran de nosotros, de cómo fuimos antes nosotros, los
supervivientes, y los que ya no están entre nosotros.
W.G. SEBALD, AUSTERLITZ

Sentía a través de la fuerza de mis reacciones, de su desorden, de su azar,


de su enigma, que la fotografía es un arte poco seguro, tal como lo sería
(si nos empeñáramos en establecerla) una ciencia de los cuerpos objeto
de deseo o de odio.
ROLAND BARTHES, LA CÁMARA LÚCIDA
PRÓLOGO
Ana Longoni

Hace ya varios años, Natalia Fortuny empezó a trabajar en torno a los complejos lazos
entre arte e historia, imagen y memoria o, más precisamente, desaparición forzada de
personas y fotografía. Lo hizo a partir de unas pocas series de fotos que la inquietaban
y conmovían, y aún no dejan de hacerlo. En el largo proceso de investigación, fue en-
contrando e incorporando otras series, que de golpe pasaron a integrar y completar ese
álbum singular.
Deinitivamente, esas fotos no resultaron mudas: hablan del silencio (personal y
colectivo) y del bloqueo del trauma, de lo indecible y lo invisible, de lo evidente que pre-
ferimos no ver. Las preguntas que desatan esas fotos son muchas y el paciente trabajo
de interpretación que tejió Natalia a partir de ellas no las cerró, sino que las articuló,
les dio cabida y escucha, las multiplicó. La escritura fue asumiendo distintas formas
(artículos, ponencias, curadurías, clases, una brillante tesis doctoral) y aquí, en este li-
bro, esa madurez se despliega con nuevos destellos. No es nada menor el dato de que
su autora −además de investigadora del Conicet y profesora universitaria− sea poeta y
fotógrafa. Los modos como se dispone al riesgo de pensar la materialidad compleja de
las imágenes, la inteligencia intuitiva que despliega en su labor, no sólo se alimentan en
un ejercicio de rigor crítico sino en una sensibilidad afín, cómplice, y en la orfebrería de
las palabras.
En los últimos tiempos se han dado a conocer varios ensayos sobre fotografía y
desaparición en la Argentina y América Latina. Este libro no se centra en los recursos
creativos emprendidos por el movimiento de derechos humanos a partir del archivo fo-
tográico de los desaparecidos ni en el trabajo de los fotorreporteros por hacer visibles
las primeras movilizaciones contra la dictadura y la represión vigente –aunque sin duda
dialoga con esas otras experiencias y memorias fotográicas próximas−, sino en produc-
ciones concebidas como obras artísticas.
Los cruces entre fotografía artística y violencia de Estado en la Argentina le per-
miten a Natalia conigurar un corpus notablemente articulado de ensayos fotográicos
realizados desde el in de la dictadura en adelante. No fueron gestados durante, sino
después: en medio de las instancias difíciles de elaboración de las memorias de la repre-
sión. Con una escritura que conjuga su condición poética y a la vez crítica, indaga inci-
sivamente en torno a una serie de producciones artísticas que optan por el dispositivo
fotográico para preguntarse sobre su capacidad de ser huella o resto de lo que dejó el
horror entre nosotros, y a la vez catalizan la construcción de nuevos sentidos y elabora-
ciones. Son ejercicios de memoria personales, persistencias y ubicuidades del dolor y de
la ausencia.
Natalia arma secuencias inestables y para nada ijas o permanentes, un rompe-
cabezas aleatorio, posible e imposible al mismo tiempo, a partir de constelaciones que
no responden a una lógica cronológica ni geográica ni a un agrupamiento meramente
autoral, sino a los lazos que tienden entre sí las fotos al ser contempladas activamente
desde el hoy.
El fotógrafo tucumano Julio Pantoja ha señalado alguna vez que con los HIJOS
es con quienes con mayor pasión suele discutir acerca de la fotografía. Quizá porque la
mayoría de ellos conoció a su padre o su madre a través de esas pocas y ajadas fotos ate-
soradas y escondidas, documentos que testimonian que ellos existieron y también actos
de memoria de quienes los revisitamos desde un presente que los halla siempre jóvenes
y vitales. No es casual por ello que muchos fotógrafos aquí analizados sean hijos o her-
manos de desaparecidos y hayan devenido artistas-fotógrafos como una de las estrate-
gias para ejercer la memoria. No lo es tampoco que Natalia haya elegido este camino, el
de reunir estas fotos, pensarlas y escribir amorosamente sobre ellas, como un acto en
memoria de su ausente.
INTRODUCCIÓN

La humanidad también ha inventado en su extravío crepuscular,


es decir, en el siglo XIX, el símbolo del recuerdo;
ha inventado lo que hubiera parecido imposible;
ha inventado un espejo dotado de memoria.
Ha inventado la fotografía.
1
CITADO POR WALTER BENJAMIN

El último gobierno militar abarcó largos y sangrientos años de la historia argentina y


estuvo signado por la represión, el terror y la censura.2 Planeó y acometió la desapa-
rición forzada de 30 mil personas, secuestradas y torturadas en centros clandestinos
de detención y cuyos cuerpos −en su mayoría− no han sido recuperados y permanecen
desaparecidos. Desde los años de la dictadura en los que tuvo un rol protagónico, y con
más fuerza una vez vuelta la democracia, se gestó en nuestro país un movimiento social
de Derechos Humanos, denunciante de la violencia estatal dictatorial y ubicado en la
vanguardia internacional de este tipo de organizaciones. Junto a las vías jurídicas, po-
líticas y simbólicas, en nuestro país el arte ha resultado también un modo de tramitar
individual y socialmente las violencias de esos años, produciendo artefactos que con-
jugan lo estético y lo político, las memorias y la historia. Dentro de estos, un hecho es
indiscutible: los reclamos de justicia y memoria han sido muy pronto e insistentemente
acompañados por imágenes fotográicas. Desde el comienzo de la dictadura, las organi-
zaciones de Derechos Humanos, encabezadas por las Madres de Plaza de Mayo y otras
agrupaciones de familiares de desaparecidos, vienen recurriendo en diferentes soportes
a los retratos de las víctimas para exigir justicia, como denuncia y también como consta-
tación de la existencia de la persona desaparecida (negada por el dispositivo burocrático
dictatorial). Por otra parte, desde la prensa gráica, numerosos fotoperiodistas han re-
gistrado parte de este despliegue de recursos visuales al documentar las movilizaciones,
las pancartas, las rondas de los jueves, las siluetas, los escraches y tantísimos otros even-
tos que forman parte del reclamo sostenido a lo largo de los años.
En relación con el uso de la fotografía por parte de familiares y de fotorreporte-
ros, se estudiará aquí un tercer uso: aquellas obras de artistas que, desde el regreso de
la democracia hasta nuestros días, han construido un repertorio de imágenes que in-
dagan perturbadoramente y tornan visible la relación con el pasado traumático a par-
tir de diferentes ensayos fotográicos. Bajo la premisa de que la fotografía es siempre

1 Esta cita, sin mención del autor, aparece en el fichero con la letra “Y” de El libro de los pasajes (Benjamin, 2005: 138).
Benjamin extrae el fragmento de un pasaje de Montesquieu leído en una vitrina de la exposición de Guys en París en
1937, pero aparentemente no recuerda o no sabe el nombre del autor de la frase. Rastreando la cita, fue posible dilucidar
que pertenece a una nota de Oliver Wendell Holmes sobre el daguerrotipo titulada “Sun-Painting and Sun-Sculpture”
y publicada en 1861 en Atlantic Monthly. Wendell Holmes también hace referencia al daguerrotipo como “espejo con
memoria” (mirror with a memory) en la página 129 de su libro Soundings from the Atlantic (Wendell Holmes, 1864).
2 La última dictadura cívico militar se extendió desde el 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983, aunque
se constatan desapariciones y asesinatos previos y posteriores a esos años.
INTRODUCCIÓN

producción y no meramente registro, se verán obras que dialogan, potencian o incluso


contradicen otros usos del dispositivo fotográico (más ligados a la denuncia en contex-
tos de movilización por los DDHH o al registro documental de los fotorreporteros) y que
fundamentalmente tienen que ver con la producción de sentidos visuales inesperados,
estrategias para hacer visible aquello negado, oculto o improcesable.
Producciones artísticas y sujetos que estarán, además, atravesados no sólo por
la vivencia de un pasado colectivo doloroso sino por contextos políticos de memoria y
justicia que, en diferentes períodos, coniguraron los escenarios presentes desde donde
poder evocar y elaborar lo vivido, tanto colectiva como íntimamente. Así, un momento
más caliente de memoria como, por ejemplo, el de mediados y ines de los años 90 ten-
drá su correlato en una profusión de obras fotográicas sobre el pasado reciente, muchas
de ellas producidas por familiares de desaparecidos. Más allá de tener siempre presente
cada contexto singular de producción, los diferentes trabajos no están agrupados aquí
cronológicamente sino de modo transversal, en el que cada capítulo ofrece un recorte en
función de problemas, temas y recursos visuales de las propias obras.
A partir de encontrar en la fotografía argentina artística posdictatorial una insis-
tencia de la memoria de la dictadura, se hace necesario plantear una pregunta: ¿por qué
la foto parece particularmente fértil para estas evocaciones? Una posible respuesta es
que la imagen fotográica conjuga su estatuto de huella de lo real −de residuo de lo que
fue− con un uso no estrictamente documental, es decir, con una amplia posibilidad me-
tafórica y de construcción de imagen. La hipótesis principal de este trabajo es, entonces,
que la duplicidad propia del medio fotográico –huella de lo real y metáfora− es explota-
da por un conjunto de obras para erigirse en artefactos de memoria y, puntualmente, en
memorias fotográicas del pasado dictatorial.

ESPEJOS CON MEMORIA


La cita que abre esta introducción contiene una síntesis de los dos problemas que dan
vida a lo fotográico: su relación con lo real −¿un espejo?− y con el tiempo pasado –la
fotografía como símbolo del recuerdo, con un don de memoria. De esta manera, una cita
sagazmente retomada por Benjamin, uno de los primeros pensadores que articuló un
discurso crítico sobre la fotografía, permite disparar dos cuestiones teóricas clave para
la teoría de la fotografía del siglo XX, que dan además sustento a esta investigación sobre
las memorias de la dictadura en la fotografía artística posdictatorial argentina.
Las discusiones sobre la memoria y los relatos de la historia han marcado en el
siglo XX la aproximación teórica al arte y sus posibilidades de decir. En nuestro país,
numerosos trabajos recientes se abocan a temas referidos a la memoria colectiva y sus
manifestaciones artísticas. Al comienzo de su libro Los trabajos de la memoria, Eliza-
beth Jelin establece como una de sus premisas la de “reconocer a las memorias como
objetos de disputas, conlictos y luchas, lo cual apunta a prestar atención al rol activo y
productor de sentido de los participantes en esas luchas, enmarcadas en relaciones de
poder” (Jelin, 2002: 2). Así, toda sociedad que haya atravesado un hecho social traumá-
tico, asiste en su seno a las permanentes ‘batallas de la memoria’: luchas por imponer
sentidos sobre el pasado, en medio de políticas de memoria y de silencio. Diversos re-
13

latos sobre un pasado que no está, por supuesto, cristalizado, sino en permanente rede-
inición y cuestionamiento, ya que cada nueva generación, cada sector social, participa
–con diverso peso− en la construcción narrativa de las memorias.
En estas batallas intervienen, es claro, los objetos culturales y estéticos. En el con-
junto de obras visuales que reelaboran el pasado argentino, se destacan las fotografías,
precisamente por ser una de las matrices privilegiadas de representación de la historia
(Kossoy, 2001; Burke, 2005) gracias a todos los juegos que pueden desplegar en torno
a las presencias y ausencias y que vuelven la técnica fotográica uno de los dispositivos
paradigmáticos de representación del ausente. Como se verá en este libro, hay nume-
rosas estrategias, recursos visuales y vínculos que las obras establecen en relación con
el pasado reciente de violencia política, represión y terrorismo de Estado. Un pasado
traumático al que ciertos artistas pensarán a partir de artefactos fotográicos.
En la Argentina, el uso de la fotografía como recurso de la memoria tiene una lar-
ga historia en la pelea por los Derechos Humanos, por lo menos desde que en 1977 las
Madres de Plaza de Mayo comienzan su lucha por encontrar a los hijos desaparecidos.3
Desde ese momento, las fotografías de los ausentes han acompañado su búsqueda en
pancartas, pañuelos, banderas, remeras, recordatorios en periódicos y otros soportes.
Esta forma privilegiada de representación del desaparecido, que podría considerarse un
uso de denuncia de la técnica fotográica, ligado a un reclamo de justicia y memoria, se
instaló también en otros países de la región. En estos usos, la foto es documento y testi-
monio: “este es mi hijo desaparecido” y, muchas veces, “esto es lo único que queda de él”.
Las particularidades de la desaparición forzada de personas como forma de vio-
lencia estatal hacen que la dolorosa ausencia del desaparecido sea para su entorno difícil
de tramitar, siendo muchas de las veces sencillamente imposible. La desaparición, cuyo
mismo estatuto impide realizar el duelo, es entendida por Héctor Schmucler (1996) co-
mo una suspensión de la muerte, una espera, un puro dolor. La categoría desaparecido
representa, según Ludmila da Silva Catela (2001), una triple condición: la falta de un
cuerpo, la falta de un momento de duelo y la de una sepultura. Esta falta por triplicado
será la marca constitutiva de la lucha por la memoria en nuestro país, que aparecerá por
supuesto en muchísimas producciones artísticas posteriores.
La fotografía se convierte así en un símbolo político de la reivindicación de la existen-
cia de los cuerpos negados por el Estado desaparecedor y en una de las matrices privilegia-
das de representación de los desaparecidos tanto en las estrategias del movimiento de De-
rechos Humanos argentino como en otros contextos latinoamericanos (Longoni, 2010). La
investigadora chilena Nelly Richard (2000) sostiene incluso que, ante la técnica de la des-
aparición política, lo fotográico se vuelve emblema político de la desaparición de los cuer-
pos. Así, una pequeña foto en blanco y negro, en muchas ocasiones tomada del Documento
Nacional de Identidad y con las evidencias propias de haber sido ampliada numerosas veces
(su ‘mala calidad’ está a la vista) se vuelve signo del desaparecido, un símbolo reconocido
mundialmente, “parte de un lenguaje simbólico universal” (Langland, 2005: 88).

3 Desde 1977, cada jueves las Madres de Plaza de Mayo realizan su ronda en la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada
sede del poder ejecutivo argentino, reclamando por sus hijos desaparecidos.
INTRODUCCIÓN

El fotoperiodismo, a partir del arriesgado trabajo de los fotorreporteros, ha apor-


tado de manera fundamental denunciando las violaciones a los Derechos Humanos,
documentando los reclamos de justicia y haciendo visible el uso de las fotos en manifes-
taciones y protestas (Gamarnik, 2013). Por otra parte, la instalación de la foto del des-
aparecido como símbolo ha sido reforzada también por la periódica publicación de los
recordatorios de los familiares en el diario Página/12, en la mayoría de los casos acom-
pañados por la fotografía del ausente. Estas pequeñas publicaciones repetidas a diario
fueron inaugurando un género novedoso, (in)ubicable entre el obituario, el reclamo de
justicia y la obra conceptual. Terreno de intersección de lo público y lo privado, los re-
cordatorios trabajan la insistencia: tematizan cada día la ausencia de los desaparecidos
mediante un reclamo repetido, a la vez general y singular.
Por otra parte, la fotografía fue sin dudas protagonista de reelaboraciones artísti-
cas de los procesos y ocurrencias visuales de la memoria colectiva. Así, formas visuales
impulsadas en las luchas por los Derechos Humanos –fotos que podemos designar como
‘militantes’− han sido retomadas desde terrenos más ligados al campo institucional del
arte. Desde el regreso de la democracia, numerosos artistas evocan en sus obras cues-
tiones paradigmáticas de la desaparición (consignas, siluetas, escenarios) profundi-
zando cruces, préstamos, superposiciones, contaminaciones, apropiaciones. Es lo que
Andreas Huyssen entiende como un “pequeño boom”, dentro de la creciente notorie-
dad de las artes visuales latinoamericanas, “de obras que abordan el trauma histórico
y la memoria de las dictaduras de los años setenta y ochenta, y cuya resonancia es muy
poderosa fuera de Latinoamérica” (Huyssen, 2001:7). De esta manera, se ha ido confor-
mando un territorio complejo donde conviven las manifestaciones visuales generadas
tanto en el ámbito de un taller de artista o un museo como en medio de una marcha o
en la sede de HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio).
Obras transversales, iniltradas, muchas veces inubicables entre lo privado y lo público;
construcciones artísticas que, a partir de procesamientos y metáforas, ponen en juego
representaciones diversas del pasado común, muchas veces como narrativas del dolor
y del trauma. Este ida y vuelta puede leerse, por ejemplo, en las circulaciones primeras
de algunas de estas imágenes de artistas: aunque varias se expusieron inicialmente en
galerías o centros culturales, otras lo hicieron en el contexto de marchas o escraches.4

MEMORIAS FOTOGRÁFICAS
Para describir la especiicidad de estas obras dentro del conjunto de dispositivos memo-
riales propongo utilizar el concepto de memorias fotográficas de la dictadura. Con esta
invocación, me reiero a los artefactos visuales artísticos basados en el recurso de la fo-
tografía que se construyen en diálogo con el pasado reciente. Las memorias fotográicas
condensan tres peculiaridades indisociables: su calidad de memorias sociales de un pa-
sado en común –en un juego entre las vivencias y memorias individuales y la historia−, su
formato visual fotográico –con todas las potencialidades temporales, estéticas y políti-

4 Los ‘escraches’ han sido una práctica iniciada y sostenida por el colectivo HIJOS para señalizar en qué puntos de la
ciudad habitaban impunemente los represores sin condena (bajo el lema de “Si no hay justicia, hay escrache”). Una
vez tomada por otras organizaciones y para otros motivos de protesta, HIJOS abandonó esta modalidad de protesta.
15

cas que este lenguaje comporta− y su elaboración artística –ya que su producción se dis-
tingue por la creación y puesta en marcha de recursos visuales singulares en cada obra.
Para comenzar, hay que recordar que el vínculo entre imagen y memoria ha sido
estrecho desde las primeras conceptualizaciones. En el Teeteto de Platón, Sócrates dice
que la memoria es de algo y de algo que se ha aprendido o percibido: usa la imagen de la
marca o huella dejada por un sello en el bloque de cera del alma (la memoria como ras-
tro presente de una cosa ausente) (Platón, 2000: 270). Según Aristóteles, por su parte,
la reminiscencia pertenece a la imaginación, pues lo que trae son imágenes (Aristóteles,
1995: 135). El traer voluntariamente la presencia de una ausencia a partir de un trabajo
con imágenes es lo que permite subrayar las relaciones cercanas entre la tarea de reme-
moración y la puesta en juego de las imágenes. Siglos después, las ‘artes de la memoria’
(artes memoriae) intentaron a través de las imágenes generar recuerdos, sea para guiar
al orador o para transmitir enseñanzas a otros –los evangelios visuales y los catecismos
pictográicos utilizados en América durante la conquista son paradigmáticos, como
lo muestra el hermoso libro de Frances Yates (1974). A los ines de esta aproximación,
la indagación voluntaria para hacer presente una ausencia implicando un trabajo con
imágenes permite pensar las producciones artísticas como intentos de reminiscencia o
rememoración, como memorias visuales. Teniendo en cuenta, por supuesto, que la me-
moria es siempre colectiva, selectiva, transmisible y plural, y que hay a menudo varias
memorias en pugna, cada una de ellas además en construcción (Halbwachs, 2004). Así,
estas fotografías presentadas como memorias sociales ocupan un interesante lugar de
intercambio entre una zona individual y otra que es necesariamente colectiva.
¿Y por qué, entonces, la memoria parece entenderse tan bien con la fotografía?
En principio, las obras fotográicas mantienen una singular relación con el tiem-
po: la fotografía es aquello que puede presentar aquí y ahora aquello que ya no es. Ro-
land Barthes (2006) considera que la fotografía es el reino de la contingencia, ya que
repite mecánicamente algo que jamás podrá repetirse existencialmente. Por eso la foto
es el retorno de lo muerto, el spectrum. Al igual que el haiku, presenta ante el espectador
una inmovilidad viviente, un tiempo atascado. Habría en la fotografía, a la vez, realidad
y pasado: lo que se ve está diferido pero ha estado presente, allí, delante de la cámara.
Verdad y realidad se confunden en una emoción única, la del ‘esto ha sido’. Es la ‘loca
verdad’ de la emanación de lo real en el pasado, más magia que arte. En esta línea, John
Berger (1998) sostiene que la foto tiene la evidencia de la huella, de lo que ‘estuvo ahí’ y
dejó su marca real, imprimiendo su relejo de luz sobre material fotosensible.
Sin embargo, el hecho de considerar la fotografía como traza de lo real y “rastro del mun-
do” (Belting, 2007) no niega, bajo ningún aspecto, la matriz cultural y la gramática de la visión
en que toda fotografía se inscribe, ni los esfuerzos de construcción que supone o los ‘efectos
de real’ que constituyen a in de cuentas su riqueza (Ribalta, 2004; Tagg, 2005; Sontag, 2006).
Índice y a la vez metáfora privilegiada de imágenes pasadas, la fotografía se articula siempre
con el mundo, más allá de los deseos y la voluntad del fotógrafo. Hay normas que organizan la
captación fotográica del mundo ya que participan de la simbólica de una época, de una clase o
de un grupo artístico (Bourdieu, 1989).
Las fotografías serán tomadas entonces menos como documentos que como ar-
INTRODUCCIÓN

tefactos sociales, cuya verdad no reside en la adecuación a un suceso objetivamente re-


gistrado sino en su particular construcción, en las estrategias y los procedimientos de
producción de sentido que animan estas memorias fotográicas. Memorias que se va-
len de múltiples recursos visuales propios del hecho artístico: el montaje, el reciclaje, la
imagen movida, la reconstrucción, el collage, las intertextualidades, entre otros.
Por otra parte, y en relación con lo anterior, estas memorias fotográicas tienen un
profundo vínculo con la política. En principio, por el hecho obvio de que todas ellas –de
manera más o menos explícita, más o menos velada− contienen alusiones a la violencia
política, la represión, la desaparición y otras características y consecuencias de la últi-
ma dictadura. En ellas lo público, la historia, en in, la dimensión histórico-social está
siempre aludida, aun en aquellas que se abocan a narrar visualmente cómo estas situa-
ciones repercutieron en la propia vida del artista. Por otro lado, esto resulta así porque
la fotografía como recurso es altamente permeable a convertirse en herramienta polí-
tica y estas series de imágenes –como el extenso uso político de la foto en la Argentina
y América Latina− así lo comprueban. Según Jorge Ribalta (2004), la autonomía pro-
blemática de la fotografía –a medio camino entre la autonomía de las bellas artes y la
instrumentalidad archivística de los medios de comunicación− la convierte en un medio
especialmente adecuado para plantear posibilidades de articulación entre arte y políti-
ca. Las potencialidades políticas que posee toda imagen, en las que “hasta el encuadre es
político” (Didi-Huberman, 2008b), son subrayadas en y por estas obras. La politicidad
de los artefactos fotográicos encuentra en estas series sus más variadas posibilidades.
En tanto memorias y en tanto imágenes artísticas, estas memorias fotográicas
están lejos de poder comprenderse o decodiicarse por completo. Por su propia entidad
visual, resultan fragmentarias e inacabadas, y se sustraen al cierre del sentido. En estas
memorias fotográicas, a menudo la dictadura o la desaparición se tematizan desde acer-
camientos caracterizados por formas veladas y transversales, que aluden a aquello que no
muestran. Cada evocación visual de la dictadura y su régimen represivo despierta además
ecos del debate acerca de la (im)posibilidad de decir el horror. Esta cuestión, aludida en
cada producción fotográica, está presente en nuestra sociedad y posee diferentes dimen-
siones, entre ellas: cuál es el lenguaje para expresar lo sucedido, cómo expresar el horror
haciéndolo narrable y visible, cómo transmitir la experiencia sin profanar ni trivializar o
estetizar la memoria del acontecimiento y cuáles son las consecuencias políticas de las
representaciones públicas de la memoria (Feld y Stites Mor, 2009).
Al igual que el nazismo intentó, en sus campos de exterminio, producir un mundo
“sin palabras ni imágenes” (Didi-Huberman, 2004: 39), la dictadura argentina también
hizo todos los esfuerzos por borrar las huellas de desapariciones y desaparecidos (tanto
de las instancias del secuestro como de las biografías anteriores de los secuestrados, la
negación de su propia existencia). Una verdadera “guerra contra la memoria”, en pa-
labras de Primo Levi (2006). Por eso es señal de elaboración colectiva la existencia de
estas imágenes, el trabajo permanente de crearlas y recrearlas.
Desaiar la clausura del adjetivo ‘irrepresentable’ es la tarea de las obras aquí analiza-
das. Artefactos artísticos que, a partir del dispositivo fotográico, ofrecen zonas para poder
asomarse a las memorias y, desde allí, elaborarlas, procesarlas, debatirlas y entenderlas.
17

“Mar del Plata”, Juan Travnik, 1984.


MeMorias foToGráfiCas

“Buenos aires”, Juan Travnik, 1989.


19

“Buenos aires”, Juan Travnik, 1985.


MeMorias foToGráfiCas

¿Dónde están?, res, 1984-1989.


21

¿Dónde están?, res, 1984-1989.


MeMorias foToGráfiCas
23

“Calle 30 Nº 1134”, Espacios sustraíbles, Hugo aveta, 1998.


MeMorias foToGráfiCas

Treintamil, fernando Gutiérrez, 1996.

Treintamil, fernando Gutiérrez, 1996.


25

Secuela, fernando Gutiérrez, 2001.


MeMorias foToGráfiCas

“falcon incendiado con dos personas no identiicadas dentro. se trata presuntamente de dos desaparecidos”,
Desapariciones, Helen Zout, 2000-2006.

“interior de un avión similar a los usados en los vuelos de la muerte”, Desapariciones, Helen Zout, 2000-2006.
27

“Nilda eloy, sobreviviente del centro clandestino arana, La Plata”, Desapariciones, Helen Zout, 2000-2006.
MeMorias foToGráfiCas

“Cristina Gioglio, sobreviviente del centro clandestino arana”, Desapariciones, Helen Zout, 2000-2006.

“Mancha de sangre y irma en un expediente judicial de 1976”, Desapariciones, Helen Zout, 2000-2006.
29

ESMA, inés Ulanovsky, 2011.


MeMorias foToGráfiCas

El matadero, Paula Luttringer, 1995.

El matadero, Paula Luttringer, 1995.


31

Bajé alrededor de 20 ó 30 escalones, se oyeron cerrar grandes


puertas de hierro. supuse que el lugar estaba bajo tierra;
que era grande, ya que las voces retumbaban y los aviones
carreteaban por encima o muy cerca. el ruido era enloquecedor.
Uno de los hombres me dijo: ¿así que vos sos psicóloga?
Puta, como todas las psicólogas. acá vas a saber lo que es
bueno. Y empezó a darme trompadas en el estómago.

Marta Candeloro fue secuestrada en la ciudad de Neuquén


el 7 de junio de 1977, y trasladada luego al Centro Clandestino
de Detención La Cueva.

El lamento de los muros, Paula Luttringer, 2000-2010.


MeMorias foToGráfiCas

Santa Lucía. Arqueología de la violencia, Diego aráoz, 2001-2008.


33

fragmento de Imágenes en la memoria, Gerardo Dell’oro, 2007.

fragmento de Imágenes en la memoria, Gerardo Dell’oro, 2007.


MeMorias foToGráfiCas

Arqueología de la ausencia, Lucila Quieto, 1999.


35

Arqueología de la ausencia, Lucila Quieto, 1999.

Arqueología de la ausencia, Lucila Quieto, 1999.


MeMorias foToGráfiCas

1968

roberto ismael sorba


Jorge Cresta
azucena sorba
37

2006

*
Jorge Cresta
azucena sorba

Ausencias: detenidos-desaparecidos y asesinados de la provincia de Entre Ríos.


1976-1983, Gustavo Germano, 2008.
MeMorias foToGráfiCas

“Conversación con antonio”, Recuerdos inventados, Gabriela Bettini, 2003.

“Mi tío Marcelo”, Recuerdos inventados, Gabriela Bettini, 2003.


39

“La clase”, Buena memoria, Marcelo Brodsky, 1996.


MeMorias foToGráfiCas

flor de san Carlos


Puente de Bariloche, de Bariloche,
en río Negro. en río Negro.

Patio de la casa familiar


en Ucacha, donde jugaban acceso a Ucacha,
mis tíos y mi papá. donde nació mi papá.

Plaza 25 de Mayo de ex Club italiano y ex cine rex


Las Perdices, lugar de Las Perdices. Quedaba
de encuentro a la salida en diagonal a la casa de mis
de la iglesia. abuelos.

Laguna setúbal, visión Costanera de santa fe,


acuática de los paseos adonde iban a caminar
santafesinos. mi papá y mi mamá.

estación de ferrocarril de
Concordia. Desde allí mi Parque san Carlos,
mamá hizo la mudanza hacia en Concordia. Lugar
Córdoba, en febrero de 1976. de paseo de mis viejos
y mi hermano.

Centro Clandestino de
Detención y exterminio
“La Placita”. Quedaba a “La Perla”, donde mi papá
dos cuadras de la casa fue visto por última vez. está
en la que vivíamos con sobre la ruta 20, a la salida
mi papá, mi mamá y de Córdoba y camino a
mi hermano en Córdoba. Carlos Paz.

Casa de mis abuelos


Colegio Nuestra señora maternos, en donde vivimos
de Guadalupe de santa fe, con mi mamá y mi hermano
donde mi hermano cursó desde que volvimos a
la primaria y la secundaria. santa fe.

facultad de Humanidades
y arte de la Universidad Cine Madre Cabrini de
Nacional de rosario. rosario. allí fui por primera
allí me inicié en la filosofía y vez al cine con Manolo,
las Letras argentinas. mi compañero.

Cómo miran tus ojos, soledad Nívoli y Gustavo Dassoro, 2007.


41

El Rescate, Verónica Maggi, 2007.


MeMorias foToGráfiCas

“Cuánto lamento no haber estrechado antes mi vínculo con vos”

El viaje de Papá, Pedro Camilo Pérez del Cerro, 2005.


43

Fotos tuyas, inés Ulanovsky, 2006.

Fotos tuyas, inés Ulanovsky, 2006.


MeMorias foToGráfiCas

Laura romero, 26 años.


estudiante de artes,
2001

Los hijos. Tucumán veinte años después (1996 - 2001), Julio Pantoja, 2001.

alejandra Leiva, 22 años.


estudiante de psicología,
1997

Los hijos. Tucumán veinte años después (1996 - 2001), Julio Pantoja, 1997.
45

Damián es duro, pero se nota que ama a su hermana. Jorgelina-Carolina es expresiva,


afectuosa, lo ama.
Cuando Jorgelina-Carolina tenía 15 años, Damián viajó a Buenos aires para buscar a
su hermana.
Cristina era la madre de ambos. Cuando la secuestraron, en mayo de 1977, vivía en
Lomas de Zamora con su hija y una señora que la cuidaba. Pero un día Cristina se fue
y Jorgelina-Carolina nunca más supo de ella.
Jorgelina-Carolina fue entregada a un orfanato donde la adoptó una familia.
Con ellos vivía cuando Damián fue a buscarla para decirle que era su hermano.
ella le cerró la puerta en la cara.
Pasaron muchos años y muchos momentos difíciles en su relación para llegar a estar
como se ven en las fotos.
Después de varios años, cuando ya había ingresado al noviciado, Jorgelina-Carolina le
envió una carta a Damián para, lentamente, reencontrarse con su pasado.
así supo que su madre era de Paraná, que tienen distintos padres, que el papá de ella
era un guerrillero del erP y que lo mataron en Catamarca, en 1974.
Jorgelina-Carolina quiere saber más cosas de su pasado. Ya visitó el orfanato
donde la dejaron y está buscando a la señora que la cuidaba. ella es valiente y está
queriendo deinir quién es ahora y quién fue antes. Dejó el noviciado y ahora tiene un
marido y dos hijos.

Paraná, entre ríos, 20 de julio de 2002: Jorgelina Planas (Carolina sala)


y su hermano Damián sarrabayrrouse.

Cristina Planas, secuestrada el 15 de mayo de 1977.

ADN, Martín acosta, 2008.


MeMorias foToGráfiCas
47

Pozo de aire, Guadalupe Gaona, 2009.


MeMorias foToGráfiCas

“árbol V.” (2000), Nexo, Marcelo Brodsky, 2001.


1
DE RESTOS Y HUELLAS:
LA DESAPARICIÓN EN EL ESPACIO PÚBLICO

...excepto una presencia


que cuesta definir, un rastro, como el olor del césped
tras la lluvia nocturna, o el resto de una voz que nos avisa,
sin tener que explicarlo abiertamente, que no desesperemos,
y que si llega el fin, pasará eso también.
MARK STRAND

En su trabajo con producciones de discurso que testimonian en primera persona la vida


bajo el regimen nazi en los campos de concentración, Michael Pollak (2006) ha investi-
gado las maneras en que ciertas memorias sobreviven y se transmiten aun sin salir por
completo a la luz. Pollak describe los mecanismos de las memorias subterráneas y los
múltiples silencios –que funcionan como resguardo identitario− y resalta el espacio del
entre para indagar cómo se dan las construcciones, las apropiaciones, las posibilidades
de decir y comunicar un hecho que pone en cuestión a toda una sociedad. Las memorias
subterráneas suponen siempre razones históricas, políticas, sociales e incluso persona-
les para su ocultamiento y, a la vez, para su continuidad por lugares menos evidentes.
Son memorias que pueden luego alorar a la luz, en una coyuntura diferente.
Las memorias fotográicas de este capítulo, en especial las de Res y Travnik, pare-
cen presentar muchas veces memorias subterráneas, visibilizaciones difusas y fragmen-
tarias de un pasado doloroso. Obras que traen formas de insistencia de la memoria de la
represión y la desaparición, que exploran lo urbano con mirada perpleja y subrayan las
huellas del trauma en la ciudad. Cabe recordar, en relación con esto, que gran parte de
estas fotos corresponden al período inmediatamente posterior a la dictadura –en el que
el pasado doloroso aún no era claramente ‘pasado’. Ciertamente una etapa temprana
donde, ‘show del horror’ mediante, todavía era difícil procesar desde una posición sen-
sible y no sensacionalista los oscuros años vividos.5
Estas vistas extrañadas de la ciudad exponen las ausencias y ofrecen la desolación
de los escenarios urbanos de la primera posdictadura. De allí que resultan memorias foto-
gráicas interesadas en desnaturalizar y deshabituar la mirada hacia el paisaje cotidiano:
en el espacio público como espacio amenazante, se mostrarán los restos de lo que hubo.

EXTRAÑOS MUNDOS (NOCHES BLANCAS)


Entre 1984 y 1989 y de regreso de su exilio en México, el fotógrafo Res (Córdoba, 1957)
produjo la serie de imágenes ¿Dónde están?, una de las primeras obras fotográicas que

5 Se llama ‘show del horror’ a la escandalosa mostración de cadáveres, exhumaciones y hallazgos macabros de la
represión dictatorial por parte de los medios de comunicación (TV y prensa gráfica), especialmente durante 1984 y
1985. Una espectacularización que, en lugar de informar, producía horror y saturación en el público (Feld, 2010).
DE RESTOS Y HUELLAS

abordaron el tema de los desaparecidos durante la última dictadura militar. En su pági-


na web personal, Res dice que el título de este conjunto “es la consigna sostenida en los
80 por las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos. Se trata de una serie
de imágenes hechas de noche en las proximidades de un tramo de autopista que va de
Paseo Colón a la Estación del Ferrocarril Roca en Constitución −los nombres hablan por
sí mismos” (Res, 2010). En medio de una lamante democracia, Res crea estos extraños
paisajes en blanco y negro, con fondo de autopista y ciudad desolada y vacía. En las imá-
genes se autorretrata como una mano sin cuerpo –con un cuerpo desvanecido, fantas-
magórico, invisibilizado; en in, desaparecido− que sostiene una foto también extraña:
la de un animal nonato dentro de un frasco (la imagen de un feto de tapir en formol). El
entorno urbano se presenta así sórdido, desértico y amenazante: los trazos monumen-
tales de la autopista inconclusa, el blanco del hormigón, los alambrados de las veredas.6
Y sobre este espacio se imprime el espacio fantástico de una foto que sale de ninguna
parte, que alguien −¿o algo?− mantiene en el aire increíblemente.
¿Dónde están? es un conjunto de fotos signado por el extrañamiento. En el sentido
de ostranenie o extrañeza de la que hablaban los formalistas rusos de principios de siglo
XX: algo en la obra (en este caso la fotografía, no ya la literatura) quiebra la expectativa
de quien mira, rompe con la percepción automática.7 Algo disruptivo logra que lo habi-
tual se convierta en extraño.
Lo habitual y cotidiano de esta serie son la ciudad y las autopistas, las veredas mil
veces vistas de noche. Aunque sea necesario recordar que la ‘normalidad’8 de esas vere-
das nocturnas, prohibiciones represivas mediante, no era fácilmente transitable ni foto-
graiable durante la dictadura. Y es esa foto sostenida a su vez dentro de la foto por una
igura fantasmal la que rompe con lo conocido y nos instala en el terreno de lo extraño,
de lo siniestro. Un terreno siniestro que estaba ya bajo la supericie de la ciudad pero
aún no salía a la luz, porque recién comenzaba a ser revelado.
Estos escenarios marcan, además, el regreso del exilio: vuelta la democracia, las ca-
lles de noche son un paisaje recuperado y novedoso para transitar tras años de censura, es-
tado de sitio, persecución y muerte. Volver y poder salir a la calle es todo un síntoma, y sin
embargo en estas fotos parece todavía algo pronto. La calle está vacía, como si a ella sólo la
habitaran los restos de lo que fue. Pareciera que esta serie fotográica de Res intenta inco-
modar la comodidad cotidiana y la normalidad citadina, introduciendo una isura en el en-
tretejido urbano. Y no sólo por la exhibición monumental y trágica de las construcciones
sino, fundamentalmente, por la irrupción de la imagen del feto dentro de la foto misma.
La autopista a medio terminar y los alambrados9 que son protagonistas de estas
fotos se ubican en un sitio muy particular de la ciudad: en los alrededores de donde fun-

6 No está de más recordar que efectivamente el gobierno militar se destacó por sus construcciones monumentales, todo
un ‘progreso’ urbano muchas veces inconcluso que fue además una de las razones de la ingente deuda externa posterior.
7 Según los formalistas rusos, la literatura es considerada una especie de producción, en tanto el poeta cuenta con
un sistema, la lengua, y una serie de procedimientos que puede elegir y combinar. La tarea del autor será quebrar,
mediante esta combinatoria, la automatización en la percepción del lenguaje. Debe provocar la ostranenie, la
extrañeza, logrando que lo habitual se convierte en extraño (Erlich, 1969). Pueden encontrarse mecanismos similares
en el montaje del surrealismo y en la extrañeza brechtiana.
8 Para un interesante análisis de la construcción fotográfica mediática de la normalidad y la normalización del país luego
del golpe de Estado de 1976, véase Gamarnik (2011).
9 El motivo del alambrado recuerda también las pinturas y fotografías intervenidas de Diana Dowek, quien viene trabajando
en este sentido desde los años de la dictadura.
51

cionó el centro clandestino de detención ‘El Club Atlético’ o ‘El Atlético’ –Paseo Colón al
1200. Este ediicio fue demolido para construir la autopista 25 de Mayo que aparece en
las fotos y sólo con posterioridad –gracias a un movimiento de sobrevivientes, familiares
y vecinos− se encontraron sus ruinas a partir de excavaciones. Lentamente, se recuperó
como espacio de memoria.10 Que el sitio saliera a la luz –literalmente− años más tarde
explica esto casi increíble que cuenta Res (2010): “Años después supe que en el lugar
donde estaba parado funcionó, durante la dictadura, un centro clandestino de detención
llamado El Atlético”. Es decir, el artista –como casi todos− desconocía el emplazamiento
de ese centro clandestino y sin embargo eligió intuitivamente ese sitio para realizar una
obra sobre la represión y los desaparecidos, como si la experiencia represiva estuviera
todavía lo suicientemente viva. Por eso aparece allí, sin necesidad de marcas mayores,
espontáneamente junto a esos casi-cuerpos fantasmales debajo de la autopista.
Uno de los nudos de sentido de esta serie tiene que ver justamente con los cuerpos
fantasmáticos que pone en juego. Como sostiene lúcidamente Pilar Calveiro, no hay me-
táfora en la noción del desaparecido ya que la desaparición no es un eufemismo sino una
alusión literal: “una persona que a partir de determinado momento desaparece, se esfu-
ma, sin que quede constancia de su vida o de su muerte. No hay cuerpo de la víctima ni del
delito” (Calveiro, 2008: 26). Señalando lo desaparecido por su falta (de cuerpos) y a partir
de esceniicar su propia corporalidad en huida, Res crea en esta serie muchos y diferentes
semi cuerpos. En una foto se ve un cuello de camisa y una mano que al parecer obtura la
cámara a distancia. En otra se ven –junto a un alambrado− cuatro manos sin cuerpo ni
cabeza, las palmas abiertas hacia el espectador, como si mediara un vidrio, una insonori-
zación entre el adentro y el afuera: hay algo de ruido sostenido y acallado en esas manos-
cuerpos. “Las exposiciones fueron lo suicientemente largas como para darme tiempo a
aparecer como un fantasma en las imágenes”, ha airmado Res (2010). Se trata de cuerpos
‘desaparecientes’: incompletos, múltiples, desarmados, dolorosos, fantasmagóricos, en
movimiento. Esta superposición de capas de sentido, ocultas a la vez por su misma ilegi-
bilidad y su quebrada visibilidad, adquieren apariencia en las fotos de Res en este recur-
so de la exposición múltiple. Son fotografías palimpsestos cuyos pliegues contienen las
memorias (González, 2003). Es la lentitud de las fotos de Res la que provoca la ausencia
y hace que el tiempo juegue un rol fundamental en estas obras. Es el tiempo pasado, que
se rememora y revisa, lo que aparece en la memoria siempre reiniciada de las fotografías.
Y como visible contrapunto del cuerpo humano desvanecido y borrado, aparece y
reaparece dentro de estas imágenes la fotografía del feto de un tapir sin vida dentro de
un frasco con líquido. ¿Qué cosas presenta esta insistencia de la muerte sino la muerte
misma? Una muerte ya sospechada ante la desaparición del cuerpo, pero que ahora en
su reiteración es siempre la muerte de un nonato, la interrupción del puro futuro. Es
decir, no es meramente la muerte sino lo interrumpido, la gestación detenida. Esta de-
tención también puede hablar de procesos sociales colectivos arrancados en plena ges-
tación, detenidos. En primer lugar, el motivo de lo no nacido sumado al título de la serie

10 El centro clandestino de detención ‘El Atlético’ funcionó entre febrero y diciembre de 1977 en el sótano de un edificio
de tres plantas, ubicado en la avenida Paseo Colón entre Cochabamba y San Juan. El edificio fue demolido en
1979 para construir la autopista 25 de Mayo y, aunque desde 1996 estaba la iniciativa de recuperarlo como sitio de
memoria, recién en 2002 se hicieron las excavaciones arqueológicas.
DE RESTOS Y HUELLAS

remite fuertemente a la pregunta de las Abuelas de Plaza de Mayo acerca del paradero
de sus nietos, centenares de niños paridos por embarazadas detenidas en condiciones
aberrantes en los centros clandestinos de detención y luego apropiados, falseando sus
identidades. Por otra parte puede pensarse, con mayor abstracción, en las utopías y los
sueños de una generación que se vieron interrumpidos por la dictadura militar. En ter-
cer lugar, el cuerpo evanescente del fotógrafo sostiene la foto del feto tal como las Ma-
dres llevan las de sus hijos desaparecidos y cargan la foto del ausente, de tamaño similar
a la del feto. Así, esta autorreferencia de la foto dentro de la foto se vuelve también una
referencia al mundo: a las marchas y los pedidos de aparición de familiares, en in, a los
usos de la fotografía dentro del movimiento de Derechos Humanos. Nuevamente, algo
de lo real irrumpe en la foto, aunque mutado y trastrocado.
Por último, a todos estos juegos visuales se suma aquello que las aglutina y recon-
duce a otros sentidos: el título. La consigna ¿Dónde están?, que Res tomó para nombrar
esta serie, era una consigna que sonaba fuerte desde los últimos años de la dictadura
argentina. Las Madres junto a otros familiares reclamaban conocer el destino de sus se-
res queridos desaparecidos. En rondas y marchas, en habeas corpus y hasta en algunos
medios, la pregunta “¿dónde están?” se repetía incansablemente.
Las fotografías de Res constituyen unas de las primeras representaciones artísti-
cas fotográicas de ese mundo traumático y reciente, y dejan traslucir silencios e indi-
cios. Muestran los comienzos de una memoria fotográica en permanente cambio.

LOS RESTOS CAPTURADOS


Los restos pueden ser muchas cosas. Aquello que queda luego de que algo se ha ido. Algo
que sobra. Un resto, en matemática, es el resultado de la operación de restar y también
el número obtenido tras una división. Los restos pueden ser basura, residuos, lo inser-
vible. Pero también los indicios, la huella, las migas. Es el resto del lenguaje que escapa a
la signiicación, siempre en fuga. Y lo que aún queda de humano en un cadáver, el cuerpo
después de muerto: restos recientes, restos fósiles.
Entonces, ¿puede la imagen fotográica ser o traer un resto?
Toda foto es un recorte, la decisión de tomar algo para dejar afuera lo otro, despre-
ciando lo no encuadrado –aunque muchas veces esto sobrevive metonímicamente en la
foto inal: lo que no se ve late en lo que se ve. Sin embargo, aunque en ocasiones puedan
superponerse, la idea de encuadre o recorte no es del todo idéntica a la de resto. El resto
supone una acción anterior: algo fue quitado-sustraído-arrebatado mientras que algo
quedó. Hay un sentido eminentemente temporal en la idea de resto, una marca del paso
del tiempo inequívocamente contenida en lo que permanece. Así, toda foto es un recorte
y también un resto.
En la quinta de sus tesis sobre el concepto de ‘historia’, Walter Benjamin sostiene
que “la imagen verdadera del pasado pasa de largo velozmente. El pasado sólo es atrapable
como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reco-
nocible” (Benjamin, 2007: 25) A continuación se analizarán las fotos de Juan Travnik, en-
tendiendo precisamente que se entretejen con la historia a partir de proponer alusiones
y refulgencias del pasado cercano. Porque articular históricamente el pasado no implica
53

conocerlo “tal como verdaderamente fue” sino más bien apoderarse de un destello en su
instantaneidad (Benjamin, 2007: 25). Y, justamente, la fotografía puede ubicarse en esta
captación siempre inacabada de la verdad de lo que fue. Esa riqueza, ese fulgor indetermi-
nado puede leerse en la serie de fotografías de Juan Travnik (Buenos Aires, 1950) tomadas
a partir de 1984 y muchas de ellas compiladas en el libro Los restos (Travnik, 2007).
Cada foto tiene un tiempo de toma sugerido-exigido por las intenciones del artis-
ta y por la materia misma a ser fotograiada. Hay fotos instantáneas, rapidísimas, que
captan lo extraordinario del tiempo puesto en pausa: un pie antes de terminar el salto y
tocar el agua, una estrella de cine al sumergirse en su limusina, un soldado justo antes
de caer al suelo. Otras fotografías precisan tiempos más largos: son fotos lentas, menos
interesadas en la captación milimétrica del acontecimiento extraordinario (el instante
decisivo) que en la demora detallada de una forma, de un lugar, de un rostro. Hacen que
lo normal se vea extraño; obligan a detenerse a mirar, a escudriñar las luces, a encontrar
los restos. Ubicables en este segundo grupo, las fotos de Travnik muestran diversos es-
pacios, siempre vacíos de presencia humana.
En muchas de estas fotos se recorre la ciudad. Allí, en el blanco y negro caracterís-
tico de las imágenes de Travnik, se observan anodinas escenas del paisaje urbano que
sin embargo terminan creando climas y situaciones ambiguas y misteriosas: una casa
con puerta y ventanas de cortina metálica cerradas aunque sin paredes detrás, árboles
reales confundidos con dibujos de árboles, construcciones cerradas y puertas tapiadas,
vegetales trepando a carteles o apareciendo apenas en medio del hormigón de las casas.
Naturalezas muertas de la ciudad, postales que parecen las ‘vistas’ de los viajeros de an-
taño pero desesperanzadas. Arquitecturas sin gente pero con restos de gente: ¿vivirá
alguien detrás de esos muros?
Y sobre todo, ¿convive alguien día a día con la oscuridad que se cierne sobre estos
escenarios? Porque los tonos de estas imágenes callejeras de cielos encapotados, días
nublados y anocheceres grises instalan al espectador en una zona indecisa. Este clima
ensombrecido, provocado más por la construcción general de las fotos que por el efec-
tivo momento del día en que fueron tomadas, será una de las características principales
de las fotos de Travnik aquí analizadas. Leídas en clave del contexto sociopolítico en el
que la serie fue comenzada, es decir, la Argentina de los primeros años 80 en plena salida
de la dictadura, tal como la obra de Res, las fotos podrían esceniicar visualmente el en-
rarecimiento propio y la inquietud de una ciudad aún asediada por lo horroroso.
Este estado de inquietud se aprecia, por ejemplo, en la foto donde se ve un mono-
lito solo al costado de una ruta, futuro pilar de la autopista Buenos Aires-La Plata. El
motivo de la autopista inconclusa, ese resto de algo que no ha terminado de aparecer
−o que no ha empezado aún a salir a la luz− remite a la serie de Res. En ambos casos
está presente el gris del hormigón que acecha sobre una ciudad de sujetos ausentes. En
ambos casos, la ciudad como espacio público –espacio político en sentido estricto− es el
fondo trágico y opresivo sobre el que se recortarán los acontecimientos.
En otras fotos, Travnik presenta paisajes del interior de la provincia de Buenos
Aires. Ya no es la ciudad, sino el campo o alguna ciudad del interior del país. En ellas se
observan los efectos del paso del tiempo: construcciones avejentadas y abandonadas,
DE RESTOS Y HUELLAS

oxidadas por el efecto corrosivo del viento y ganadas por la ubicuidad del pasto y la ve-
getación trepadora. Son monumentos inútiles en medio del campo, elementos que ya
nadie usa, semicosas, dispositivos afuncionales que no sirven para lo que fueron con-
cebidos. Carteles sin cartel, columna sin autopista, maquinarias colonizadas por el pas-
to, cubos de hormigón, construcciones sin puertas ni ventanas invadidas por la hierba,
casas con puertas tapiadas, un auto volcado, una chimenea de cemento en un médano.
Estos rastros/restos hablan de un sujeto doblemente ausente: no está en la foto, ni tam-
poco conviviendo con su paisaje. El sujeto se ha ido dos veces: se encuentra desapareci-
do-borrado de la foto pero también de la faz de la tierra, al parecer.
Así, sin nadie que las use o habite, las cosas se convierten en monumentos ar-
queológicos, en restos fósiles contemporáneos ofrecidos, vía la cámara de Travnik, a la
inteligibilidad visual del espectador. Las maquinarias agrícolas, por ejemplo, aparecen
oscurecidas y semejan tanquetas, cañones y otras máquinas de guerra. Su carácter de
herramientas se adivina apenas bajo sus apariencias amenazantes. Así como en las últi-
mas décadas del siglo XIX las fotos de Antonio Pozzo construyeron la idea de un desier-
to a conquistar y las de Christiano Junior ayudaron a forjar la imagen de la incipiente
Argentina moderna, las fotos de Travnik presentan más bien una tierra yerma, que sin
embargo posee todavía las resonancias residuales de una producción agrícola previa.
Muestra sus restos, sus migajas, sus ruinas.
Otras fotos de Travnik continúan los temas y las formas ya mencionadas, pero pre-
sentan indicios acaso más explícitamente políticos o más fácilmente ubicables en rela-
ción con las coordenadas históricas de la dictadura. La silueta del desaparecido11 aparece
por ejemplo en una foto de 1985 que muestra un ediicio que alterna siluetas y agujeros
negros en su fachada –donde la repetición como pattern visual subraya la insistencia de
la desaparición. O en otra foto de 1984 en donde se ve la huella agujereada de una igura
humanoide arrancada de una pared de madera. La picana y la capucha son otros dos mo-
tivos que pueden leerse evocados en sus imágenes, ya en el póster de una película donde
se ve a una chica con unos cables de electricidad hundidos en su sien, ya en la escultura
de un caballo con una bolsa plástica atada en la cabeza.
Se advierte una llamada político-temporal en estas fotos: el presente está lleno de
restos del pasado a desentrañar. Las huellas y los restos, incompletos por sí mismos, po-
nen en relación dos tiempos, como pequeñas marcas materiales de una memoria borro-
sa que habrá que deshilvanar (en contraposición a un régimen represivo que se ocupó
sistemáticamente de borrar huellas y restos de la represión). Siguiendo a Richard en su
análisis de algunas obras chilenas contemporáneas, se pueden pensar las formas visua-
les de las fotos de Travnik como ‘iguras de la desaparición’. Figuras de la ausencia, de
la pérdida, de la supresión y del desaparecimiento que son propias de la posdictadura y
a las que rodean “las sombras de un duelo en suspenso, inacabado, tensional, que deja
sujeto y objeto en estado de pesadumbre y de incertidumbre, vagando sin tregua alrede-

11 En 1983, durante la tercera Marcha de la Resistencia de las Madres de Plaza de Mayo, se llevó a cabo la acción
colectiva ‘siluetazo’, un fenómeno político-artístico de carácter colectivo que alentó la participación de los
manifestantes en la elaboración de siluetas de tamaño natural para colgar en la plaza y sus alrededores. Esta
intervención visual en el espacio público se ha repetido cientos de veces desde entonces, en los más variados
contextos, logrando que la silueta del cuerpo humano, en general sin identificaciones ni marcas de edad o género,
funcione como el mayor icono del desaparecido. Véase Longoni y Bruzzone (2008).
55

dor de lo inhallable del cuerpo y de la verdad que faltan y hacen falta” (Richard, 2007:
138). Este cuerpo ausente, ausentado, desaparecido es presentado aquí por sus restos,
por su incompletitud necesaria, por la evocación de las siluetas. No es casual, además,
que silueta y fotografía vayan de la mano. Históricamente, la silueta –el dibujar y luego
recortar el contorno de un rostro a partir de su sombra proyectada− ha sido uno de los
antecedentes si no técnicos, al menos conceptuales de la fotografía (Freund, 2006). Am-
bas se suponen representaciones del ausente provocadas por un contacto efectivo con el
cuerpo: a partir de la sombra en un caso, por sus emisiones de luz, en el otro.
En las imágenes de Travnik tomadas luego del regreso de la democracia lo que se
daña son diversos cuerpos simbólicos: una escultura, una foto publicitaria, la igura hu-
mana del cartel de una estación de servicio, la estatua de un caballo. Este corrimiento
es a la vez lo que convierte a estas fotos en “testimonios de una extendida e inevitable
presencia urbana” de la violencia dictatorial, en palabras del artista (Travnik, 2006). El
cuerpo ausente pero presente en la ciudad, lo desaparecido como el no-cuerpo que es-
tá, sin embargo, signiicativo como cuerpo aludido. Al contrario de la cosiicación de los
cuerpos provocada por la tortura, las fotos animan y corporizan los objetos hasta casi
volverlos personas. Esta conversión −característica quizá de la fotografía en tanto trans-
forma a un sujeto en una igura de papel− puede leerse profundizada en los casi-cuerpos
de las fotos de Travnik y los semicuerpos de la obra de Res.
En el espacio fotográico en “ambigua y confusa relación con lo real” (Travnik,
2006), esta obra construye sus sentidos. El desplazamiento del autor y el corrimiento de
su subjetividad en un falso juego de objetividad, toma neutral y misterio revela el gesto
siempre doble (cuando no múltiple) de sus imágenes.

LOS RESTOS CREADOS


¿Qué es real y qué no lo es cuando se trata de memorias? ¿Puede un espacio soportar la
carga del recuerdo? ¿Pueden crearse –esto es, inventarse− los restos del pasado recien-
te? ¿Será el artiicio un límite para la fotografía como medio de evocación del pasado?
Al analizar los modos en que la violencia y el terror repercuten en la traza urbana,
Estela Schindel (2006) diferencia las pequeñas memorias que habitan las calles de Ber-
lín y de Buenos Aires. Mientras Berlín sufrió los bombardeos de la guerra –cuyas ruinas
transformaron visiblemente el espacio público y modiicaron su topografía−, Buenos Ai-
res ha asistido a los horrores más silenciosos de la violencia represiva y la desaparición for-
zada de personas. Entonces surge la pregunta de cuáles pueden ser las marcas de la pasada
dictadura en una ciudad, ¿son invisibles? Schindel señala como posible respuesta ciertos
antimonumentos o monumentos en movimiento para recordar a los desaparecidos (el ‘si-
luetazo’, los recordatorios en Página/12, las rondas de las Madres) que convocarían la idea
de una memoria activa, participativa y en permanente movimiento. Una memoria viva.
Entre las marcas de la dictadura y la desaparición, sobresale en la ciudad de La Pla-
ta una casa atacada por las FFAA que aún conserva las señales originales de su destruc-
ción. En esta vivienda platense vivió la familia Mariani-Teruggi y funcionó durante algún
tiempo la imprenta clandestina que editaba la revista Evita montonera, a la que se accedía
a través de un soisticado mecanismo oculto bajo una fachada de cría de animales, de ahí
DE RESTOS Y HUELLAS

que se la conociera también como ‘la casa de los conejos’.12 El 24 de noviembre de 1976,
un grupo de tareas atacó el lugar, en un operativo que duró cerca de cuatro horas. Allí
murieron cinco militantes montoneros y fue secuestrada una beba de tres meses, Cla-
ra Anahí Mariani, quien continúa siendo buscada desde entonces. Como parte de esta
búsqueda, su abuela Chicha Mariani fundó la Asociación Clara Anahí que, entre muchas
otras acciones, recuperó el inmueble para convertirlo en Casa de la Memoria, hoy Monu-
mento Histórico Nacional y Patrimonio Cultural de la Provincia de Buenos Aires.
Esta singular casa en la que “persisten aún en las paredes las marcas de los impactos
de bala de todos los calibres” 13 es evocada en la obra Calle 30 Nº 1134 (1998) del fotógrafo
Hugo Aveta (Córdoba, 1965). En la imagen se ve, en una primera mirada, una casa con
sus envejecidas paredes blancas y el portón del garaje plagados de agujeros de bala. En el
lugar donde se adivina que debería haber una ventana hay un boquete, como si una bomba
hubiera hecho estallar esa estructura, lo que se conirma al ver que hay vidrios rotos por
el piso. También se ve el marco vacío de una puerta, sin puerta. Toda la escena está ilu-
minada extraña y artiicialmente: más en la línea de la iluminación cinematográica que
de la luz nocturna natural, las lámparas urbanas o el lash. Además, mientras las paredes
se destacan en su presencia, la casa está encerrada entre un homogéneo cielo negro por
arriba y un también muy parejo, largo y negro piso por debajo. Esto produce un primer ex-
trañamiento, algo que rompe con la percepción automatizada lista para decodiicar cual-
quier foto documental de un sitio arrasado. En una segunda mirada, se agrava esta sospe-
cha con otros indicios extraños. Por ejemplo, ¿por qué si la casa muestra evidentemente
el paso del tiempo y el deterioro de las paredes, los vidrios parecen recién caídos sobre
el piso? ¿Por qué no se ven las veredas ni las casas vecinas ni ningún otro dato del barrio
alrededor? ¿Cómo es que la vereda releja tan impecablemente la casa bombardeada?
La respuesta es simple: la fotografía es la imagen de una maqueta de la casa de la Ca-
lle 30 y no una toma directa in situ de esta propiedad. La obra de Aveta no habla sólo del
pasado sino que, para hablar del pasado y fundamentalmente de la posibilidad de cons-
truir memorias sobre él, habla también del dispositivo de creación de lo real –incluso de
aquello que puede llamarse ‘lo real fotográico’. Esta foto problematiza la relación con el
mundo con que la fotografía ha lidiado desde sus inicios, considerada un dispositivo, por
antonomasia, mimético. ¿Qué es real y qué no lo es en el juego de esta obra? Son posibles
dos miradas simultáneas. En primer lugar, se trata de una foto que muestra lo que tiene
delante de la cámara, es decir, algo que efectivamente estuvo ahí. En segundo lugar, lo
que se exhibe es una maqueta, una construcción a escala −similar a la arquitectura utili-
zada en ferromodelismo− fotograiada con verosimilitud. El efecto de sentido continúa
siendo complejo e inestable, y sólo puede comprenderse en su riqueza haciendo a un la-
do el par verdadero/falso para pensar más bien los procedimientos de construcción de
lo real. Así como Michel Foucault (1996) ha reconocido el simulacro como lo propio de
las obras contemporáneas, Joan Fontcuberta (1997) airmará que la fotografía es, como
toda producción artística, una mentira que nos permite decir la verdad (el Guernica de

12 La historia de esta casa platense está contada en la novela autobiográfica La casa de los conejos de Laura Alcoba (2008).
13 Tomado de la historia de esta casa narrada en la página web de la Asociación Clara Anahí. Disponible en
http://fundacionanahi.wordpress.com/casa− mariani− teruggi/
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Picasso, por ejemplo, como uno de los testimonios más acabados de la guerra, o el uso
de fotografías intervenidas o retocadas para narrar con idelidad un acontecimiento). Se
trata de artiicios, icciones que construyen sentidos sobre el pasado. Así, tanto una fo-
to digital como una analógica –una maqueta o una toma directa, en este caso− tienen la
posibilidad de crear un relato sobre algo, de construir verdad. Además del relato sobre el
mundo, entonces, la foto de Aveta se vuelve una ars poetica que discute el lugar de la fo-
tografía como relejo mimético de algo. ¿No es, a in de cuentas, la indeterminación entre
la maqueta y la casa lo que genera el efecto expresivo de esta imagen?
La foto muestra las huellas icticias, las marcas inventadas de un hecho que ocu-
rrió y fue documentado. Presenta, en relación con las otras obras de este capítulo, los
restos creados de ese pasado traumático. Como si sólo pudiera aludirse a ciertos hechos
a partir de una zona ambigua entre la creación y el documento, explicitando lo que toda
foto tiene de construcción y icción.
Por su parte, Ribalta considera que la fotografía que es compuesta, manipulada
y iccionalizada de forma autorrelexiva, se basa en la estrategia de “utilizar la aparen-
te veracidad de la fotografía en su propia contra” (Ribalta, 2004: 160). Así, este tipo de
imágenes crea las icciones a través de una aparente realidad sin costuras en donde se
ha tejido una dimensión narrativa. Esa zona intermedia en que se ubica Aveta –según
él mismo, esa “doble vía de la realidad y la icción (...) sin sostener ninguna verdad ni
descartar algún engaño” (Aveta, 2010)− es asimismo lo que implica un trabajo del es-
pectador, forzado a poner en relación hechos y icciones para dar sentido a la obra. En
sintonía con el trabajo de la memoria, que implica una constante tarea por parte de los
sujetos, se presentan estas maquetas reales y sus huellas icticias a medio camino entre
verdad y icción, para dejarse completar por el que mira. Antes que de pruebas fotográ-
icas se trata de una memoria algo distorsionada, a in de cuentas como toda memoria.
Incluso también una memoria viva, como lo conirma un video que forma parte de esta
serie. En esta ilmación se interviene ligeramente la imagen de la maqueta de la casa,
que se va tiñendo de negro mientras por el techo y las paredes chorrea una negrura em-
petrolada y densa que oscurece todo.14 No se ve de dónde viene esta mácula que brota
espesa, lenta y repetidamente, ni por qué sigue brotando aún hoy. El video refuerza en-
tonces el carácter presente de la injusticia y el terror –ya que Clara Anahí Mariani aún
no ha aparecido y vive desconociendo su verdadera identidad− y la consecuente necesi-
dad actual de la memoria.
Por otro lado, la serie mayor a la que pertenece esta foto se llama Espacios sustraí-
bles (2008-2012), un conjunto formado por 18 fotografías de maquetas construidas y fo-
tograiadas. Bajo la misma atmósfera oscura y enrarecida, Aveta presenta sus ‘maquetas
reales’ de sitios urbanos emblemáticos, vacíos de gente y extrañados. Algunos de estos
sitios son el subte, el Hotel de los Inmigrantes visto desde el agua (el mismo hotel que a
principios del siglo XX hospedaba en el puerto de Buenos Aires a quienes llegaban desde
Europa), el Hospital Santa María de Córdoba (creado para tratar la tuberculosis y usado
luego como hospital psiquiátrico, actualmente en estado de semiabandono), el casi de-

14 El video dura 2,19 minutos, lleva un título en francés (“1134 rue 30. La Maison aux Lapins”) y fue tomado de la página
web del artista (http://hugoaveta.wix.com/www#!videos).
DE RESTOS Y HUELLAS

rruido complejo habitacional de un plan de vivienda estatal, entre otros. Todos lugares
urbanos desérticos lindantes con la desidia y el olvido, y que en sus propias construccio-
nes develan decisiones estéticas y políticas de épocas pasadas. Las fotos de Aveta funcio-
nan menos entregando el presente (fotografía de calle, de lo cotidiano o del instante deci-
sivo), que presentando “una distorsión temporal que pone los espectadores en contacto
con un pasado que se ha encontrado demasiado tarde” (Krauss, 2004: 234).
La propia idea de espacio sustraíble, con su connotación de resto, se emparienta
con la idea de un espacio público relacionado con una falta, parece nombrar aquellos si-
tios que se pueden sustraer al recuerdo y a la historia. ¿Qué es aquello que se ha quitado
o que puede quitarse de estos lugares? ¿O son ellos los que pueden sustraerse sin que
nadie lo note, como monumentos olvidados? Aun los más identiicables de estos lugares
–por ejemplo, la foto de la ‘casa de los conejos’− funcionan además como abstracciones,
generalidades, como universalizaciones de algo que no está claro (una de las imágenes
de la serie es nombrada, en la página web del artista, sencillamente como “un lugar”).
Lo real, la creación, la memoria y la historia conviven en estas obras para airmar
que sólo en la ambigüedad y la confusión habita el sentido de lo que fue.

RECORTES DE MEMORIA
Como coda a este corpus fotográico, es interesante ponerlo en diálogo con algunas es-
trategias presentes en la obra de Fernando Gutiérrez (Buenos Aires, 1968) tanto por sus
características formales como por el lugar donde posa su mirada.
En 1996, Gutiérrez recibe en Cuba el Premio Ensayo Casa de las Américas por su
ensayo fotográico Treintamil que un año más tarde publica en formato libro. Terrenos
de ambigüedades, de extrañezas visuales presentadas por toma directa en blanco y ne-
gro, las fotos de Gutiérrez se alinean con las ya trabajadas porque presentan un mundo
de restos. La carcasa de un auto en medio de una abundante vegetación; varias tomas
desde un coche en movimiento; paisajes vagos, las gotas de lluvia en los vidrios que no
dejan ver bien el afuera; una ruta, montañas, árboles. Una segunda parte muestra som-
bras en muros, restos de ediicios, el rostro de un hombre apareciendo fantasmalmen-
te en la oscuridad o relejándose; ventanas tapiadas con cemento, muros escritos pero
ilegibles y atrás, construcciones abandonadas o interrumpidas (pilares como ruinas de
algo que nunca fue); un avión detenido, alambres de púa y camiones del ejército estacio-
nados en la vereda. La tercera parte muestra campos o ríos, o ríos que parecen campos;
bosques inundados de agua; tulipanes en primer plano por delante de una montaña. Por
último, la foto que cierra el libro ofrece tres pares de zapatos puestos en línea junto a los
pies desnudos del fotógrafo.
La sucesión de fotos se ve interrumpida en tres ocasiones por textos, con muchí-
simo peso dentro de la breve serie ya que se vuelven ordenadores de la lectura de las
imágenes de cada apartado. El primero de ellos abre el libro junto a la primera foto –los
restos de un auto abandonado en el campo− y cuenta una anécdota de infancia en la
que policías amenazan de muerte al fotógrafo y dos amigos, sin razón aparente. El se-
gundo texto combina la cita de un ex gobernador de facto de Buenos Aires y unas líneas
sobre la existencia de los centros clandestinos de detención. El tercero es una cita (sin
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fuente) que explica el modo como se arrojaba a los cuerpos de los secuestrados al río
en los ‘vuelos de la muerte’. La presencia fundamental del texto acompañando las imá-
genes ya se observa en el Treintamil del título, que se pliega al ¿Dónde están? de Res,
en tanto consigna de los organismos de DDHH y piedra fundamental de su reclamo. 15
La primera parte del libro construye un clima de acecho o miedo vivido desde el auto,
la soledad de la ruta, del vidrio empañado; la intimidad del automóvil aparece apenas
como una forma de pobrísima libertad. La segunda parte alude a la detención a partir
de los muros de ediicios que alojaron a detenidos, las maquinarias de la captura (los
camiones, el avión del ejército), los restos de algo, las ruinas. La tercera parte es el inal:
el río, el agua; es un inal anticipado por las gotas del parabrisas en las primeras fotos.
En tanto, la foto última de los pies y zapatos parece cerrar y resumir estos tres momen-
tos. Por un lado, la aparición del fotógrafo ancla la perspectiva de un sujeto (antes sólo
se había adivinado en la mano sobre el volante y, por supuesto, en el texto), instala un
yo con el que regresar a las fotos anteriores. Por otra parte, los tres pares de zapatos
usados –alineados como en una línea temporal de pasado, presente y futuro− son de-
cisivos para hablar de los ausentes. Esta elección se inscribe en una larga tradición de
monumentos y recordatorios de víctimas de distintas matanzas que incluyen calzados
vacíos para referir la ausencia. La relación entre las cosas –presentes− y los individuos
–que faltan− es de índole similar a la fotografía, según Cristian Boltanski. “Uso fotos
porque estoy muy interesado en la relación sujeto-objeto. Una foto es un objeto, y su
relación con el sujeto se ha perdido. Tiene también una relación con la muerte” (Semin
y otros, 1999: 25, traducción propia). Boltanski agrega además que la ropa, la fotografía
y el cuerpo muerto comparten una característica: ya no hay nadie allí. La exposición de
la ropa convoca siempre al ausente y fuerza algunas preguntas: ¿qué une al objeto con
su usuario?, ¿cómo el objeto repone, si es factible, a ese dueño ausente? y, inalmente,
¿qué relación es posible entre sujeto y objeto?
La obra de Gutiérrez apuesta por lo residual desde las ambigüedades del espacio pú-
blico y sirve además de bisagra y puente hacia el próximo capítulo al adelantar sutilmente
la cuestión del campo de detención como máquina de muerte. En lo pausado de su mirada,
en el exponer la ausencia, en el título, en la intimidad de sus imágenes y en su trabajo con
los territorios de memoria, la serie también convoca los restos de un pasado en el espacio
colectivo, un espacio que será, a la vez, siempre necesariamente personal e íntimo.

INDICIOS FOTOGRÁFICOS
Las series de fotos de este capítulo son apariciones estéticas que construyen memorias
incompletas, con suturas y parciales, elaboradas a partir de icciones, claroscuros y si-
lencios. Memorias en imágenes que irrumpen en lo habitual, que deshabitúan y vuelven
extraño lo cotidiano para instalar en quien mira un interrogante. Ante una política de
desaparición sistemática de personas emprenden una estética de la desaparición. La
insistencia en la deshabituación se hace evidente, por ejemplo, en las maneras en que
estas fotografías muestran, en plena primavera democrática, lo que no se veía aún pero

15 La afirmación de que fueron 30 mil los desaparecidos ha sido negada o puesta en tela de juicio desde voces de diverso
origen y aún hoy es materia de discusión.
DE HUELLAS Y RESTOS

permanecía latente en el paisaje urbano desolado. Una ciudad en la que permanecían los
efectos del dispositivo concentracionario sobre la vida cotidiana. Estos eran percepti-
bles en las dos dimensiones por las que se dispersa el terror: el secreto y el conocimien-
to; en suma, un secreto a voces para diseminar el miedo (Calveiro, 2008). Algo de este
doble régimen de lo visible se juega en estas fotos, plagadas de rastros subterráneos del
dispositivo aterrorizante instalado por la dictadura.
Las obras fotográicas tempranas de los artistas analizados aquí muestran lo que
no se puede explicitar todavía en esos años, pero se percibe en la atmósfera enrareci-
da, en aquello que por entonces no salía a la luz por completo. Por supuesto que esto
no implica que en esos años no se supiera lo que estaba pasando. Paradójicamente el
nacimiento de algunas de estas series coincide con el momento mediático conocido co-
mo ‘show del horror’ por la funesta espectacularización de los hallazgos de la represión.
Antes que de un desconocimiento o un espectáculo macabro del pasado, estas fotos dan
cuenta de las huellas del terror inscriptas en la cotidianeidad y en el espacio público.
Giorgio Agamben sostiene que “verdaderamente histórico es lo que cumple el
tiempo no en la dirección del futuro ni simplemente hacia el pasado, sino en el exceder
un medio”, en presentar un tiempo como resto (Agamben, 2000: 156). El resto agambe-
niano es menos un residuo que un espacio testimonial y habitable (Agamben, 2006). Es-
tas fotos, “verdaderamente históricas”, no sólo tematizan lo que queda sino que rodean
y presentan las resonancias para armar el rompecabezas, para poder saber. Vienen y van
desde y hacia otros tiempos. Hacen historia con los restos, con los detritos de esa misma
historia, permitiendo que se produzca el “secreto compromiso de encuentro” entre la
generación del pasado y la nuestra (Benjamin, 2007: 23).
Para todo ello, el recurso elegido es la fotografía. Quizá porque la imagen fotográ-
ica comparte con fantasmas y espectros el ambiguo y perverso registro de lo presen-
te-ausente, de lo real-irreal, de lo visible-tangible, de lo aparecido-desaparecido, de la
pérdida y del resto (Richard, 2006: 165). Los cuerpos desaparecientes en Res, los claros-
curos de Travnik, el resto construido de Aveta y los recortes desenfocados de Gutiérrez
refuerzan esto. En Res, el cuerpo es una presencia fantasmática evanescente en medio
de un enrarecido clima urbano. En Travnik, el resto se evidencia en los cuerpos doble-
mente ausentes y simbolizados, en las calles espectrales de una ciudad silenciada, en las
siluetas livianas que persisten en las paredes, en las extrañas arquitecturas a medio ter-
minar. En Aveta, son las maquetas reales y las huellas icticias, a mitad de camino entre
verdad e invención, las que estimulan la memoria. En Gutiérrez, el miedo desenfoca los
recuerdos de por sí borrosos de la infancia. Además, los artistas despliegan tiempos mo-
rosos en sus imágenes: Travnik ofrece la lentitud de la mirada y el escrutinio del detalle;
Res, la larga exposición, partera de fantasmas y dobles; el tiempo paralizado del instante
se advierte en Aveta y en Gutiérrez es el mecanismo descalibrado que favorece la falta
de detalles nítidos en las fotos.
Fotografías, en suma, que recuperan los restos para hacerlos hablar, deshabitúan,
desnaturalizan. Porque los restos son, sobre todo, una multiplicidad inagotable que exi-
ge del que mira una tarea: desenrollar el ovillo desde el presente de la imagen hacia los
nudos de un pasado que no ha dejado de doler.
2
MÁQUINA FOTOGRÁFICA: LOS DISPOSITIVOS
Y LAS TECNOLOGÍAS DE LA REPRESIÓN

Torturábamos lo más humanamente posible


ANTONIO PERNÍAS, EX OFICIAL DE INTELIGENCIA 16

Dentro del universo de la fotografía argentina contemporánea que tematiza el pasado


dictatorial traumático, un subconjunto se conforma a primera vista: aquellas fotos que
tienen como objeto las máquinas o dispositivos de muerte, los mecanismos técnicos y
los espacios racionalmente planiicados y puestos en marcha como máquinas de matar.
Puntualmente, las maquinarias del horror que toman visibilidad en las fotografías
aquí analizadas son los automóviles Ford Falcon, los aviones y los centros clandestinos
de detención como lugares maquínicos de exterminio. Por último, se verán fotos que
exponen la máquina torturante a partir de sus secuelas: los sobrevivientes y las marcas
que quedaron en ellos.
Aunque posiblemente no pueda equipararse la maquinaria burocrático-adminis-
trativa y asesina del Holocausto a la que impusieron los militares argentinos, tampoco
hay que desdeñar la sistemática planiicación de la desaparición, la tortura y la muerte
llevada a cabo a diario en los centros clandestinos de detención de las Fuerzas Armadas.
Según Alejandro Kaufman (1997) el éxito de la represión argentina radicó en haber pro-
ducido desaparecidos en forma deliberada y técnicamente planeada. ¿De qué manera
entonces narrar visualmente el funcionamiento de maquinarias represivas tan centra-
les para la dictadura? Precisamente, la fotografía en su calidad de técnica y máquina ha
resultado uno de los soportes elegidos para poner el pasado traumático en imágenes. El
uso de la cámara misma, en tanto dispositivo mecánico, otorga a su vez a estas fotos un
nivel metarrelexivo sobre la propia disciplina fotográica.
Ya en sus inicios, la fotografía como técnica fue una herramienta clave para la vigi-
lancia y el control social en los estados modernos. Desde inales del siglo XIX, la técnica
probatoria de la foto en tanto tecnología de vigilancia ha sido vehículo y compañera del
poder disciplinador, tanto en el interior de las sociedades –retratando delincuentes y
luego ciudadanos comunes− como en los emprendimientos colonizadores e incluso en
los usos de la etnografía clásica (Crenzel, 2010: 285). Basta como ejemplo, en primer lu-
gar, la foto en el documento de identidad: la foto del DNI como claro registro y dominio
estatal sobre el cuerpo. Paradójicamente, la misma foto que, ampliada, será usada en
marchas y recordatorios para poner en evidencia en la escena pública la humanidad y la
previa existencia de los desaparecidos. Por otra parte, la dictadura ha llevado a su máxi-

16 Declaración del miembro del Grupo de Tareas 3.2.2 ante el Tribunal Oral Federal 5 en el juicio a 17 represores por los
crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA durante la dictadura. En la edición del 26 de agosto de 2010 del
diario digital MinutoUno.com.
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

ma expresión el poder identiicatorio estatal al fotograiar y ichar, dentro de los centros


clandestinos de detención –en adelante, CCD−, a los secuestrados incluso tras sesiones
de tortura. Así lo prueban los negativos sacados de contrabando de la ESMA, con riesgo
de vida, por Víctor Melchor Basterra, que se vuelven una parodia amarga de la ‘normali-
dad’ de las fotos del DNI y se asemejan también a las fotografías de prontuario policial,
aunque con las marcas propias de la clandestinidad: los detenidos fotograiados tienen
signos de golpes, están despeinados y llevan, por ejemplo, los cordones de los zapatos
desatados. Las fotos muestran retratos de personas secuestradas, hombres y mujeres
agotados y con evidentes marcas de la violencia física de la tortura, de frente mirando a
la cámara y en blanco y negro. Estas imágenes han sido de los primeros y escasos regis-
tros de fotos de desaparecidos durante su detención de los que se tiene noticia (Longoni
y García, 2013).
Las obras de este apartado, cercanas a algunas fotos del capítulo anterior por
cuanto señalan los restos o presentan fósiles de un pasado a desentrañar, van a escarbar
allí donde las coniguraciones del poder no pueden esconderse: en las máquinas que lo
componen. Dentro de este conjunto, merecen una atención especial los CCD, que son
los dispositivos tecnológicos espaciales paradigmáticos de la represión, en tanto luga-
res donde la maquinaria represiva dictatorial llevó adelante de manera organizada su
plan sistemático de desaparición, tortura y muerte. Décadas después, muchos de estos
lugares del horror han sido recuperados como espacios de memoria. En este capítulo se
verá también cómo estas máquinas ijas son evocadas fotográicamente, evidenciando
así que los lugares y las marcas territoriales son elementos fundamentales para la cons-
trucción de memorias y relatos sobre el pasado. En ellos se dan las disputas acerca de
los sentidos sobre la historia y sobre el presente, volviéndose protagonistas centrales
de la construcción política del recuerdo, dentro de los cuales el emplazamiento del me-
morial es el ejemplo por excelencia (Nora, 1984; Silvestri, 2000; Jelin y Langland, 2003;
Guasch, 2005; Fleury y Walter, 2011).
Si se cree, con Pilar Calveiro (2008: 25), que los mecanismos y las tecnologías de la
represión revelan la índole del poder y la forma en que se concibe a sí mismo, es vital el
trabajo de estas memorias fotográicas que, al presentar imágenes de estas singulares y
siniestras tecnologías, ayudan a entender la estructura toda del poder.

I − MÁQUINAS MÓVILES: EL FALCON


En octubre de 1908, Henry Ford lanza al mercado el auto modelo Ford T: producido en
serie, sencillo, barato y destinado al consumo masivo de la clase media norteamericana.
Rápidamente esta máquina se vuelve un símbolo de la técnica de producción fordista,
de la sociedad de consumo basada en el american way of life, de la cultura de masas y
de otros rasgos del liberalismo capitalista propios de la primera mitad del siglo XX. A
inales de la década del 50, la empresa Ford comienza a comercializar un auto compacto
de 6 cilindros y con capacidad para seis pasajeros: el Falcon. En nuestro país, este auto-
móvil se comercializa desde el año 1963 y ha sido el más vendido en los años 1965, 1971,
1972, 1974, 1979 y 1983 (Seoane, 2006; Dandán, 2006). Durante la última dictadura, el
Falcon se convierte en el vehículo utilizado por las patrullas policiales y parapoliciales
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que llevan a cabo sus ‘operativos’ de asesinato, traslado, secuestro y desaparición. En un


decreto de 1977, el ministro del Interior de la dictadura Albano Harguindeguy da la or-
den para adquirir 90 unidades de Falcon verdes para equipar a las policías provinciales,
con la instrucción de que no fueran identiicables –es decir, que fueran autos privados,
de particulares, para civiles; autos nacidos para operativos ilegales.17
El fotoperiodismo ha documentado la extensa presencia de este vehículo antes y
durante la dictadura. Baste como ejemplo la famosa foto de 1974 que muestra tres cadá-
veres tirados en la vereda junto a un Falcon sin identiicación y una decena de hombres
sin uniforme (Cerolini y Reynoso, 2006). Las líneas del Falcon, desde esos años, van
entonces claramente unidas al accionar represivo, volviéndose nudo de signiicaciones
amargas y de recuerdos dolorosos. Asimismo, el Falcon será un motivo retomado por el
universo de las producciones artísticas. Una de las obras recientes y de gran visibilidad,
seguramente nacida en diálogo con algunas fotografías de este apartado, es la instala-
ción Autores ideológicos (2006). Realizada por Omar Estela, Javier Bernasconi, Marcela
Oliva, Marcelo Montanari, Luciano Parodi y Margarita Rocha, se trata precisamente de
la deconstrucción a tamaño real de un Ford Falcon (sus medidas son 6,90 x 4,50 x 3,00
m). La obra ofrece las partes desarmadas de un Falcon pintadas de blanco y dispuestas
de tal modo que las personas pueden incluso transitar por el medio (a lo largo del coche)
y ver por dentro los detalles de ese esqueleto de la represión.
En el ámbito de la fotografía, en 2001 Fernando Gutiérrez produce una de las
obras de su serie Secuela. Se trata de una instalación sin título de 12 fotos de tomas di-
rectas de diferentes Ford Falcon estacionados en medio de la nada, con el chasis ilumi-
nado en oscuras y anónimas calles de las que nada se muestra. En las fotografías de los
autos, prevalece el blanco y negro, excepto en tres coches que son de un azul metalizado,
policial. Algunos de los vehículos están abollados, despintados, chocados: los objetos re-
tratados llevan las marcas del paso del tiempo y de cierta violencia ejercida sobre (con)
ellos. La obra de Gutiérrez trabaja a partir de la repetición obsesiva del icono. Como en
un grabado pop, cada uno es igual y diferente de los otros. Y, en medio de la repetición, la
memoria del dolor que ‘se cuela’, que insiste en este conjunto de repetición y diferencia.
En palabras del propio fotógrafo, la serie “trabaja sobre esta cosa de la reiteración, la
repetición. Una especie de bombardeo, como un martillazo que golpea tuc, tuc, tuc... una
y otra vez en el mismo lugar” (Gutiérrez, 2003). Como también sucedía con los restos,
una secuela trata siempre de algo anterior: residuos de un auto, ierros oxidados, restos
de memoria, trazos del pasado que sobreviven y punzan desde las fotografías. Aquí no es
un cuerpo humano deteriorado, sino el cuerpo arrumbado de la máquina: el dispositivo
de muerte en descomposición.
Otra de las obras que alude al Falcon como signo de la dictadura es la fotografía
“Falcon incendiado con dos personas no identiicadas dentro. Se trata presuntamente
de dos desaparecidos” (2000-2006) de la fotógrafa Helen Zout (Santa Fe, 1957). Esta
imagen fue posteriormente incluida en el libro Desapariciones en el que Zout (2009)

17 También hay que recordar a los 25 delegados de la Ford argentina desaparecidos durante los primeros meses de la
dictadura, hecho en el que estarían involucrados los ex directivos de la compañía, sobre los que pesa una demanda
civil, un pedido de indagatoria y de prisión (entre ellos, el jefe de seguridad, un teniente coronel retirado). Para este
tema, véase Basualdo (2006).
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

armó un recorrido elocuente por algunos momentos de las luchas políticas en torno a la
memoria en los años de posdictadura. La foto, además de referir al automóvil emblemá-
tico de la represión, abre otras cuestiones en las que merece detenerse.
En principio, se trata de la fotografía de una fotografía: la toma directa de una ima-
gen extraída de un archivo policial. A eso se debe el deterioro de la imagen, su pobreza
visual evasiva, el blanco y negro granulado y evanescente. La foto es confusa, indetermi-
nada, próxima a desaparecer. El título, que proviene de la jerga policial, marca la inesta-
bilidad e indecisión de la imagen (“no identiicadas”, “presuntamente”). Nada es certero
en ella. No pueden observarse los restos humanos en el auto incendiado, sus espectros
se advierten apenas entre el blanco de los ierros del auto paradigmático de los opera-
tivos represivos. Ni siquiera el cuerpo del auto está completo: el baúl y las ruedas son
absorbidos por el fondo negro. Máquina asesina, víctimas y fotografía se evaporan a la
vez: se resisten a ser vistos y esta resistencia es, aunque pobre e insuiciente, su única
visibilidad posible.
La fotografía original no es, además, una imagen cualquiera, y marca un claro mo-
mento histórico de las reivindicaciones de los DDHH en la Argentina: la apertura de
diversos archivos policiales −instrumentos de control, persecución y muerte− que in-
cluyen no sólo documentos escritos, sino también fotográicos. Precisamente, el trabajo
de Zout con el material de archivo policial es extenso, ya que ha sido la curadora de la
muestra “Imágenes robadas/ Imágenes recuperadas”, una serie de fotografías tomadas
por agentes de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires
(DIPPBA) entre los años 1936 y 1998. El archivo de la DIPPBA (2003), gestionado por
la Comisión por la Memoria, es el primer archivo de Inteligencia policial recuperado y
abierto de nuestro país. Es un largo registro de persecución político-ideológica sobre
hombres y mujeres a lo largo de medio siglo.
La riqueza de estas imágenes de archivo radica en todo lo que puede rastrearse en
ellas acerca de los modos de producción de los acontecimientos: la persecución, la toma
fotográica, el tipo de imagen, el dentro y fuera de cuadro, las marcas posteriores. Según
Jacques Derrida (1997: 24), “la estructura técnica del archivo archivante determina asi-
mismo la estructura del contenido archivable en su surgir mismo y en su relación con
el porvenir. La archivación produce, tanto como registra, el acontecimiento”. En esta
senda, la obra de Zout subraya y revela que el hacer fotográico es siempre producción.
Un hacer que colabora para clasiicar y deinir, tal como hace este archivo al catalogar las
imágenes, los roles especíicos de ‘delincuente’, ‘subversivo’ o ‘madre de terrorista’. Asi-
mismo –y especialmente−, la obra de Zout airma que cada archivo, además de ser pro-
ductor de cierto pasado, construye también el tiempo presente: el horizonte de sentido
desde el que se abren e interpretan los materiales pretéritos. Por esto, es interesante
constatar la manera en que archivos, fotografías y huellas del pasado se van resignii-
cando en sus distintos recorridos. Al principio, frente a los expedientes que llegaban a
sus manos, Zout reproducía la foto tal cual pero el resultado, según ella, no funcionaba
visualmente o no tenía suiciente potencia. Es entonces cuando, según la fotógrafa, apa-
reció un expediente con la foto “de un Falcon donde habían incendiado a dos personas
que habían muerto adentro. Entonces yo invertí la imagen porque creía que esa situa-
65

ción había sido de noche. Empecé a tomar todas las fotos como lo que yo sentía de esa
situación, las empecé a invertir. Yo ya no era la documentalista que documentaba ese
expediente sino la persona que revivía esa escena a partir de mi propia experiencia y mi
imaginación” (Zout, 2011).
Anna María Guasch airma que, desde inales de la década de los 60 del siglo XX,
existe una constante creativa: un giro hacia la obra de arte “en tanto que archivo” o “co-
mo archivo” (Guasch, 2005: 157). Se trata de artistas que comparten un común interés
por el arte de la memoria, tanto la memoria individual como la memoria cultural y la
memoria histórica. Frente a la violencia del archivo –en especial de los archivos policia-
les−, el artista se erige como el sujeto que subvierte el archivo, que selecciona y recombi-
na sus documentos para crear una narración diferente. Así, Zout reencuadra, invierte la
luz, reinterpreta y resigniica el material. De esta manera, se introduce en el archivo del
poder, pura cristalización y determinación de signiicado, para generar sentidos tamba-
leantes y nuevos en esas imágenes, ya que no apunta a la claridad del concepto o al aná-
lisis teórico, sino que expone una memoria desenfocada y viva, siempre en movimiento.

II − MÁQUINAS MÓVILES: EL AVIÓN


En marzo de 1995, aparecen publicadas en el libro El vuelo, de Horacio Verbitsky, las de-
claraciones del ex militar Adolfo Scilingo sobre su participación, entre 1976 y 1977, en el
centro clandestino de la ESMA y en vuelos militares durante los cuales se lanzó al mar,
vivos y desnudos, a detenidos ilegalmente. La información brindada sobre estos ‘vuelos
de la muerte’, por primera vez pública, fue la clave para que el juez español Baltasar Gar-
zón pidiera en 1997 la extradición del represor, quien sería luego condenado a 1084 años
de prisión por sus crímenes.18
Instrumento de estos terribles vuelos, el avión de las Fuerzas Armadas será otra
de las máquinas de matar de las que dará cuenta la fotografía artística argentina con-
temporánea.
Una de las imágenes de la serie Treintamil, de Fernando Gutiérrez (1997) muestra
una fotografía en blanco y negro de un avión a hélice detenido y con un paño negro que
le cubre el parabrisas. La trompa del avión apunta al cielo, y deja en oscuridad la parte de
abajo del fuselaje. Estacionado en un lugar sin referencias (¿qué lugar es este?, apenas
se ven detrás unas construcciones bajas), espera cumplir su destino a la intemperie, solo
y oscuro. No es difícil pensar que el avión aparece aquí como tabicado: si la trompa ase-
meja una nariz y el parabrisas cumple el papel de los ojos, entonces el paño negro podría
ser una venda. A la vez, máquina y metáfora. Metáfora doble, triple, múltiple: la máqui-
na-detenida-tabicada, máquina de muerte en estado de reposo, sin señas de ubicación
espacio temporal, apunta su trompa al cielo. No hay por ahora fotos de los ‘vuelos de la
muerte’, pero mientras tanto esta imagen se pregunta: ¿qué queda de aquellos vuelos en
estas máquinas cuando descansan?
La exterioridad del avión militar se vuelve interior en una de las fotografías de
Helen Zout que parece responder exactamente a esa misma pregunta. En “Interior de

18 Las declaraciones de Scilingo se dieron en el contexto de un momento caliente de memoria, caracterizado por la
instalación del tema de la pasada dictadura en la esfera pública (Crenzel, 2010).
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

un avión similar a los usados en los vuelos de la muerte”, se observa o adivina la parte
interna de un avión, prácticamente vacía salvo por algo así como unas tablas o asientos
al fondo, movida, en blanco y negro difuso, fuera de foco. La imagen inestable muestra
el lugar donde habrían sido llevados los cuerpos dormidos de los desaparecidos en su
último vuelo antes de ser arrojados con vida a las aguas. La foto convoca los fantasmas
de fantasmas porque el desaparecido es ya una presencia difusa, lo que hace a la foto
doblemente espectral.
Esta obra de Zout expone una memoria subjetiva y desenfocada, en movimien-
to, que no clariica ningún hecho puntual. La falta de claridad de una imagen movida,
con su difuminado y su confusión, expone una fuerza ambigua que es interesante pa-
ra pensar las memorias. Las imágenes movidas se atreven a la línea, la profundidad y
la duración, y su expresividad tiene que ver con el grado cero de la imagen movida: el
estremecimiento (Bellour, 2009: 91). Este estremecimiento es entre móvil e inmóvil y
pone en escena una dureé, instala una duración, hace al tiempo visible. Por otra parte, si
hay tiempo puede haber relato y en este sentido pareciera que las imágenes movidas de
Zout están efectivamente narrando algo. Hay un tiempo atascado y móvil que otorga a
estas imágenes incluso un poder de dramatización y icción. Se sabe que el ojo humano
no ve en movimiento y, por eso, la imagen movida bajo su disfraz de transmisora real de
una presencia movediza delante de la cámara certiica extrañamente a la foto como in-
vención. Según Bellour, “es una de las maneras más seguras que tiene la fotografía para
designarse como artiicio, para desearse como arte” (Bellour, 2009: 87) y para captar un
efecto de lo real sin tomarlo como realidad. Así, y aunque sean dos recursos claramente
diferentes, en su artiiciosidad vedada al ojo humano se asemejan la imagen movida –el
rastro del movimiento− y lo borroso de lo desenfocado. Ambos recursos son puestos por
Zout en estas fotos para generar un efecto singular de afección.
En las fotografías de Zout, el título tiene una importancia central, hace las veces
de epígrafe y aquí refuerza incluso la idea del artefacto artístico como doble inexacto:
este avión es similar, no es el mismo de los ‘vuelos de la muerte’, sino uno equivalente.
Se trata de un corrimiento para subrayar que no hay nada seguro o visible: ni los cuer-
pos, ni el avión propiamente utilizado en aquellos vuelos, ni hay tampoco nitidez para la
contemplación de este avión similar. Aquel ‘presuntamente’ que Zout toma de la jerga
policial para el título de la foto del Falcon, se confunde con otros sentidos, da a sus obras
el espesor de una memoria plena de silencios, huecos y fracturas, inestable y movida.
Respecto del movimiento de la imagen, la artista se reiere así a la génesis de la
foto del interior del avión: “Llegaba un momento en que perdía la conciencia, perdía el
pensamiento lógico. Parece que la foto estuviera inclinada y esa sensación la tuve cuan-
do saqué el interior del avión. Y creo que caí con la cámara. Fue algo físico lo que yo sentí
adentro del avión” (Zout, 2011). Estas palabras de Zout al narrar el momento de toma
describen una metodología de trabajo basada en una búsqueda intuitiva y experiencial.
Parece haber, al instante de obtener la imagen, algo ligado a la pérdida de la razón y al
luir de una memoria corporal –proustiana− que implica necesariamente el cuerpo del
fotógrafo embarcado en la tarea del retrato (hay incluso artistas que ven en el gesto de
fotograiar “un momento de trance”, Bellour, 2009: 89).
67

Zout fotografía este avión en otras versiones. Son dos fotos del avión de frente vo-
lando sobre el río hacia el espectador, con extraños cuerpos fantasmales como presen-
cias agregadas a la escena (de la serie de 2003, El agua como tumba) y una imagen mo-
vida del exterior del avión estacionado (de la serie de 2002, Descubrimientos, la misma
serie a la que perteneció originalmente la foto del interior del avión, a la que por cierto
complementa). Esta última fotografía tiene una peculiaridad en la textura de la igura
del avión recortada sobre lo negro. Y es que la fotógrafa, tal como ella misma explica,
superpuso esta foto a una imagen de sus propios cabellos, inspirada en el relato de un
represor arrepentido quien contó que el pelo y la sangre eran lo más difícil de limpiar
del fuselaje tras cada ‘vuelo de la muerte’. Es notable este uso de la imagen doble, donde
una de las imágenes subyace latente. Además, nuevamente, es el propio cuerpo de la
fotógrafa lo que está implicado: su pelo es también el pelo de las víctimas. Desde dentro
o desde fuera de la foto, su cuerpo se afecta al momento de lograr la toma.

III − MÁQUINAS FIJAS


En 1998, de regreso de un largo exilio, la fotógrafa y ex detenida desaparecida Paula Lut-
tringer (La Plata, 1955) presenta El matadero, su primera exposición, en la Fotogalería
del Teatro Municipal General San Martín. Allí construye, a partir de las faenas del sacri-
icio animal para consumo humano, un sutil trabajo alegórico respecto del dispositivo
estatal desaparecedor de personas durante la última dictadura, aludiendo especíica-
mente a sus maquinarias de tortura y muerte.
Las fotos en blanco y negro presentan la actividad cotidiana de un frigoríico: va-
cas corriendo, vacas encadenadas, manchas de sangre y unos pocos encapuchados anó-
nimos que acompañan de soslayo estas tareas. Muchas de las tomas se concentran en
detalles y utilizan la luz ambiente para mostrar primeros planos parcialmente desen-
focados o en movimiento de las vacas en el momento inmediatamente anterior y pos-
terior a la muerte. Las fotos muestran la indefensión del animal frente a la planiica-
ción y consumación del asesinato. Es la victoria de la razón técnica: la administración
de la muerte se planea por anticipado, con métodos, ines y racionalización de gastos.
Y de manera anónima, ya que en la serie no aparecen los rostros de los trabajadores del
frigoríico. Cuando aparecen iguras humanas, lo que se ve son cuerpos enfundados en
plástico blanco: botas, delantales y máscaras que cubren por completo la cabeza y no
permiten ver la carne humana. Los operarios son engranajes del mismo material que la
maquinaria; son objetos, partes, cosas de la muerte en el matadero. La deshumanización
conigura a estos trabajadores/victimarios.
Cada tanto, en medio del movimiento −las vacas se aplastan, luchan contra su des-
tino, se suben unas a otras− y el fuera de foco, un ojo de vaca mira a cámara, claramente
enfocado. Un ojo delator que interpela al que ve. Ese ojo vacuno se vuelve un ojo huma-
no, un ojo víctima y denunciante. El ojo hace ver.
¿Tienen estas fotos de Luttringer un tratamiento más crudo o precisamente más
distanciado, trópico? Dentro de este capítulo, las fotos de Luttringer exponen una má-
quina actualmente en uso, que opera, funciona y mata. Aunque esta única máquina en
funcionamiento no mate personas sino vacas, no deja de ser un dispositivo propio de las
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

sociedades actuales y permite pensar una continuidad entre las matanzas programadas
de animales y el exterminio humano. Estas imágenes pueden remitir también al registro
de escritura teórica de Pilar Calveiro, también desaparecida durante la dictadura y so-
breviviente, que preiere usar la tercera persona para mencionarse –apenas− a sí misma
en Poder y desaparición (Calveiro, 2008), extraordinario análisis del terror concentra-
cionario en la Argentina. En cierta forma, Calveiro y Luttringer describen la máquina
represiva sin poner en primer plano el testimonio personal, pero a la vez evidenciando
un profundo y detallado conocimiento (vivencial).
Por otra parte, cuando Luttringer habla de esta serie no aparece en el origen una
búsqueda consciente de exponer la temática de la dictadura: “te mentiría si, quince años
después, te digo que tenía una idea preconcebida de que iba a transmitir el horror de la
represión a través de fotos del matadero” (Luttringer, 2011). También ha dicho que en
su trabajo no ha intentado hacer imágenes violentas, sino que eligió la carne porque era
un tema que para ella representaba lo argentino. Fue cuando consiguió entrar a un ma-
tadero y compartir los diferentes aspectos de la faena cuando se dio cuenta de que se
trataba del lugar apropiado para lo que quería decir. En sus palabras, “El matadero son
las primeras 48 horas que pasé en detención, mi búsqueda de ver lo que quedaba de aque-
llos recuerdos” (Luttringer, 2006). Nuevamente como en Zout, la búsqueda comporta
la intuición, lo corporal y la mirada en un tanteo que se acerca a su objeto sin completa
conciencia del objetivo de la obra inal. Incluso El matadero de Esteban Echeverría, el
relato fundacional que junto a las pinturas de Carlos Alonso constituyan quizá los inter-
textos más precisos de esta serie, no fue leído por Luttringer sino hasta después de haber
terminado el trabajo. En sus palabras, “no hubo una búsqueda intelectual para llegar a
esto” (Luttringer, 2011).
Las imágenes de esta serie muestran la violencia de la maquinaria del matadero:
marcas de sangre en las paredes, los guardapolvos y el piso; el sello sobre las reses que
dice ‘consumo especial’; el movimiento de las vacas tratando de escapar; las cadenas y
grilletes que sostienen los cuerpos vacunos inertes que cuelgan del techo; los encapu-
chados. Se trata de una visión movida, sesgada y fragmentaria del espacio de muerte del
matadero. Es un trabajo con el movimiento, con el fuera de foco y con el fragmento, con
lo que no se ve o no puede verse del todo. Al preguntarle por estas características, Lut-
tringer encuentra las razones de sus elecciones estéticas con posterioridad a la toma:

Nunca entendí que hacía fragmentos, nunca pretendí hacer fragmentos. Hasta que un día
recordé que cuando estás secuestrado tenés una venda en los ojos, esa venda te impide ver
pero no te impide ver todo. Porque cuando vos tenés una venda siempre ves hacia abajo.
Normalmente no ves nada, pero cuando estás secuestrado y no tenés un guardia enfrente,
lo primero que hacés es desajustarla para tener la posibilidad de ver tus pies. No te sirve
para nada, no ves si llega un golpe, no ves nada, pero eso te da un poco de libertad. Te hace
ganar terreno contra el torturador que tenés enfrente. Porque ya no estás completamente
sin vista, sino que sin que él lo sepa vos estás viendo algo. Un día dije “lo de los fragmentos
es porque yo vi fragmentos”. Vi fragmentos de mis pies, fragmentos del cuarto donde estaba,
todo era fragmentos. (Luttringer, 2011)
69

Se trata de nuevo de una puesta corporal de la memoria y de una manera de mi-


rar que está en relación con hechos clave de su propia experiencia traumática antes que
orquestada por elecciones estéticas previas. Y es por eso mismo que el movimiento ins-
crito en los efectos de movido y borroneado, en el fragmento y lo sesgado, conforman
elecciones visuales pertinentes y precisas para transmitir la experiencia del horror, el
trauma que late.
Así como los posibles sentidos de la serie se cuelan a través del detalle, así las fotos
de El matadero de Luttringer funcionan metafóricamente, desnudando las tecnologías
de la represión con la cámara, justamente el dispositivo técnico que puede servir tam-
bién como herramienta de control estatal y como productor de pruebas jurídicas y po-
liciales legítimas. Los fragmentos de máquinas y animales en movimiento, la atmósfera
enrarecida en blanco y negro, extraña y oscura, en in, todo en estas fotos convoca elípti-
camente la percepción de muerte y de horror de la dictadura.
Las otras máquinas ijas fotograiadas para referir el pasado de tortura y muerte
son precisamente los centros clandestinos de detención (CCD): aquella red de lugares
que llevaron adelante la tarea de ocultar a los desaparecidos, deshumanizarlos median-
te tortura física y psíquica, y llevarlos por último a su destino inal. Los CCD, preanun-
ciados aquí por el matadero de Luttringer, aparecen como el motivo central de las si-
guientes series de fotos, que exploran de maneras diversas estos emplazamientos del
horror, algunos reconvertidos ahora en lugares de memoria.
¿Cómo se fotografía un espacio de desaparición? ¿Cómo abordar el lugar que ha
visto por última vez al desaparecido? ¿Cómo contar los hechos a partir de las paredes
que pueden dar testimonio? ¿Cómo desandar la huella sobreviviente para así poder
construir un relato? ¿Cómo mostrar, tal como concebía Calveiro, la máquina para ha-
blar del poder?
En Santa Lucía. Arqueología de la violencia (2001-2008), Diego Aráoz (Tucumán,
1978) presenta un ensayo de fotos en blanco y negro de sitios rurales vacíos y semia-
bandonados donde no aparecen personas. Sus fotos comparten algunas estrategias con
las de Travnik, tanto por su factura visual como por la investigación de las huellas y los
restos.19 Aráoz − quien ha estudiado Arqueología−, ofrece indicios de lo que se ha vivido
en un escenario donde la represión atacó con violencia y ferocidad: el pueblo tucumano
de Santa Lucía y el ingenio azucarero que lleva el mismo nombre y que alojó durante la
dictadura una base militar y CCD. En esta serie pueden verse: una gran pared gris que
se extiende por los cuatro lados de la imagen –haciéndose ininita− llena de marcas y
agujeros, con una pequeña ventana rectangular como tragaluz; una cruz con la pintu-
ra descascarada cayendo sobre el espectador en contrapicado; las paredes sin techo y
en ruinas de varios ambientes con trozos de ladrillos sobre el piso; cinco fotos con res-
tos de textos e inscripciones; un boquete sobre una pared de ladrillos grandes que fue
rellenado con ladrillos más pequeños; ventanas o grandes huecos en los que asoma la
vegetación del exterior en contraste con las ruinas oscuras; cuatro grandes heladeras
blancas, sucias y amontonadas en desuso sobre un piso de tierra; huellas en el pasto y las

19 Travnik fue –el dato no es menor para pensar las coincidencias− el curador de esta muestra en la Fotogalería del Teatro
General San Martín, en marzo/abril de 2010.
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

baldosas de un camino; el interior de una monumental construcción vacía y sin techo;


dos esqueletos de colectivos quemados junto a unos eucaliptos; una cadena que sale de
un oriicio en la pared; una chimenea, sombras y, al inal, unas cañas que se recortan en-
trelazadas sobre un cielo nublado, conforman la última imagen de la serie.
Las fotos de Aráoz muestran construcciones abandonadas que se erigen solitarias
sobre un fondo de campo junto a detalles que proporcionan claves de lectura, en una es-
cala que va desde primeros planos de chapas agujereadas hasta la panorámica de los edii-
cios en un paisaje nuboso. En estas imágenes sobresale un trabajo con lugares deshabita-
dos y carcomidos por el tiempo, donde justamente puede leerse la historia reciente. Aráoz
se interesa por narrar la dictadura en medio del campo y no exclusivamente en los CCD
más emblemáticos de Buenos Aires y otros centros urbanos. El fotógrafo cuenta que “re-
lejar lo que fue el terrorismo de Estado en ámbitos rurales” fue una decisión que estuvo
desde el origen. Y también que “desde un inicio tenía la decisión tomada de que no foto-
graiaría personas. Quería reforzar la sensación de vacío y ausencia que inalmente resul-
tó del terrorismo de Estado” (Aráoz, 2011). Esta decisión de no mostrar personas se repite
en las fotos sobre maquinarias trabajadas en este capítulo, exceptuando por supuesto el
último apartado con las fotos de Zout de los sobrevivientes. Salvo alguna mínima excep-
ción –en cuyo caso la aparición de la persona se borra por el movimiento o la vestimenta
o la falta de nitidez−, se trata de máquinas y sitios sin sujetos, o con sujetos deshumaniza-
dos. Aunque su presencia se pueda intuir por sus huellas, aquí los protagonistas no son las
víctimas ni los victimarios, sino las tecnologías de poder que llevaron adelante los horro-
res de la violencia política, la tortura y el asesinato durante la dictadura.
Es indispensable mencionar también la serie de Paula Luttringer El lamento de los
muros (2000-2010). Este conjunto de fotografías realizado tras la serie El matadero, in-
vestiga visualmente los interiores de los ex CCD −sus muros, las inscripciones ilegibles,
los restos de objetos, los rastros en las paredes− y los pone en relación con fragmentos
de testimonios de mujeres víctimas de la dictadura que funcionan como largos epígra-
fes. Las imágenes en blanco y negro muestran fragmentos de construcciones edilicias
corroídas por el tiempo, trazos de letras desdibujados, sitios oscuros y húmedos. Y tam-
bién objetos de uso cotidiano que aparecen aquí extraños y transformados: una ventana
inalcanzable, una pelota de fútbol endurecida, algunos peldaños de una escalera, una
cerradura, una lamparita encendida. Sólo una hormiga y un cuerpo humano −que, en
virtud del movimiento de la toma, carece de cabeza− parecen ser lo único que tiene (algo
de) vida en esta serie. Sobre el origen de esta obra Luttringer ha dicho que:

...en ese lugar donde pasó lo que pasó, algo había quedado. Yo venía de ser gemóloga. Tengo
una colección de piedras con imágenes, de las que había en los gabinetes de curiosidades.
Roger Caillois escribió un libro hermoso donde habla de esas piedras llamadas les pierres
de rêve. También los chinos tienen una tradición de piedras con imágenes donde ellos dicen
que se abisman, que caen en el abismo de la contemplación. Cuando tuve que buscar un
tema, tenía dos cosas muy claras: que yo tenía que volver a los lugares donde estuvimos y ver
qué quedó; y por otro lado tenía que preguntarles a otras mujeres qué recuerdos quedaban
en sus memorias (Luttringer, 2011).
71

Se trata de ir hacia los recuerdos que quedaron impregnados en los lugares, hacia
las piedras con imágenes que hacen caer en el abismo de la contemplación y que fun-
cionan en paralelo con las memorias de las mujeres violentadas. Hay una fascinación
de Luttringer por el rastro y los lugares, por los restos –y aquí tampoco es menor la im-
pronta de la obra de Travnik, quien fue su maestro. Pierre Nora dirá incluso que “los
lugares de la memoria son, en primer lugar, restos” (citado en Ricoeur, 2008: 522) y
también que todos los lugares de memoria son ‘objetos en abismo’, por ser su propio re-
ferente y duplicarse en espejos (Nora, 1984). En este sentido, las imágenes que presenta
Luttringer se alejan también de la idea de la fotografía como prueba y constatación, co-
mo vehículo de una verdad del pasado que las imágenes tomadas con la cámara vendrían
a reponer. En sus palabras:

Creo que mucha gente usa la fotografía como prueba. En El lamento de los muros hay alguna
foto que no es de un centro de detención. Y yo nunca dije cuál es, ni me interesa decirlo.
Fue una manera de decir: poco importa que yo fotografíe adentro o afuera de un centro
clandestino de detención. Porque del centro de detención yo estoy todavía adentro. Una
vez un editor inglés me propuso hacer un libro y me pidió que pusiera el lugar donde saqué
cada foto. Yo le dije “eso no lo pienso hacer”. Yo estuve secuestrada en un lugar que ignoré
durante años donde había estado. Me enteré diez años después de que me liberaron donde
había estado secuestrada. Yo no le voy a dar al que recibe mi proyecto esas certezas. No
tengo por qué dar la certidumbre a quien va a observar mi trabajo cuando todo mi proyecto
es acerca de la incertidumbre, de no saber. Yo no sé dónde están enterrados mis amigos
muertos. Hay muchas cosas que no tienen cierre en Argentina, y yo no quiero que mi trabajo
tenga un cierre (Luttringer, 2011).

La incertidumbre en la obra de Luttringer viene a corresponderse entonces con


la atmósfera que quiere narrar, con la falta de cierre del propio mecanismo de la desa-
parición y con la imposibilidad de duelo que perpetúa el trauma. Ella subraya que es
su mirada y lo que su mirada construye lo que delinea el campo de concentración, más
que la objetividad de la piedra que se muestra. Aunque la piedra que se muestra –salvo
una− corresponda a la vez efectivamente al sitio donde ocurrieron los hechos. Si Zout
temblaba al fotograiar el avión, aquí hay también una vibración involuntaria, una intui-
ción poética visual a la vez que a un trabajo previo con los testimonios de otras mujeres,
con otras voces.
Las fotos de Aráoz y Luttringer retratan la manera en que aún resuenan los sentidos
en los lugares donde el pasado tensó la cuerda. Otra serie que muestra no sólo un CCD
sino quizá el sitio paradigmático de la represión en la Argentina es ESMA de Inés Ulano-
vsky (Buenos Aires, 1977), expuesta en 2011 en la Fotogalería del Teatro San Martín.
El ediicio de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) ha obtenido su cele-
bridad como centro de detención clandestina por su gran tamaño (se calcula que pasa-
ron por la ESMA alrededor de 5000 detenidos desaparecidos, de los cuales sólo sobre-
vivieron aproximadamente 200), por su emplazamiento en una zona residencial de la
ciudad de Buenos Aires, por ser la maternidad clandestina más grande de la dictadura
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

(el robo de bebés ha sido un novedoso plan organizado) y porque era el lugar donde los
cadetes de todo el país venían a ser entrenados y puestos en contacto –y de esta forma
convertidos en cómplices− con un centro modelo de torturas, desaparición y muerte en
la clandestinidad. La ESMA ha sido además un nodo neurálgico de operaciones de in-
formación durante la dictadura, una usina de producción de fotos y papeles para la que
se ocupaba a los mismos detenidos, en grupos denominados ‘staf’ y ‘mini-staf’, en una
suerte de rehabilitación y apropiación de prisioneros con altas caliicaciones intelectua-
les y políticas (Calveiro, 2008; Schindel, 2003; Jelin, 2010).
La serie de fotos de Ulanovsky muestra detalles del ediicio a partir de los cuales
se iniere el funcionamiento completo de la ESMA durante la dictadura, en un sentido
general –y no sólo del Casino de Oiciales donde se mantenía y torturaba a los secues-
trados. Antes que –o además de− un ensayo sobre la desaparición, este es un interesante
ensayo sobre los restos de los usos anteriores de ese predio, sobre la transición de un
lugar castrense que está mutando a sitio de memoria. Es un relevamiento justo antes de
que algo cambie, de que ese espacio se transforme en otra cosa, e incluso se olvide. “Hay
muchos de los espacios que fotograié que ya no existen”, sostuvo Ulanovsky (2010) al
explicar su ansiedad y premura para tomar las imágenes. “La idea era registrar ese mo-
mento anterior, lo que quedaba en los ediicios y distintos lugares antes de que empe-
zaran los arreglos, los cambios de aspecto en general y la ocupación y la presencia de
gente” (Forster, 2011). Ulanovsky empieza esta serie en el 2008 –le llevará dos años con-
cluirla− mientras trabaja en el Área audiovisual del Archivo Nacional de la Memoria que
está ubicado en uno de los ediicios del predio de la ex ESMA. Es entonces cuando, al ver
que se estaba perdiendo para siempre la isonomía del lugar tal como era usado por los
militares, decide documentar la transición y fotograiarlo todo, casi taxonómicamente.
Para ello, emplea el formato medio que tiene tiempos lentos y laboriosos de toma: “tenía
que esperar la luz, el momento justo, incluso el momento preciso del año” (Ulanovsky,
2010). Cada rollo de película tiene sólo 12 fotogramas por lo que hay que controlar las
variables antes del disparo. Además, por la calidad y el nivel de detalle, este formato está
habitualmente ligado a una imagen más imparcial, que da cuenta de aquello que está
delante de la cámara con idelidad y con bajo nivel de ruido.
Este impulso por la descripción −sin dudas estas fotos describen más que na-
rran− se percibe en las fotos de Ulanovsky que muestran la ESMA. Allí pueden verse,
entre otros, la capilla, la pileta de natación con venecitas, los escalones que llevaban a
la tortura,20 el garaje (donde les cambiaban las patentes a los autos de los detenidos, a
los que luego se les proveían las cédulas verdes que se imprimían en la imprenta de la
ESMA), el polígono de tiro con objetos agujereados de bala, el pasillo que lleva a “los
Jorge” (las oicinas así llamadas de Vildoza, Radice y Acosta), la casa donde vivía con

20 La foto alude en cierta manera a la gran cadena de conocimiento y complicidad en el interior de la Armada, que
se extendía por todo el país. Los cadetes de toda la Argentina pasaban tres meses alojados en el mismo Casino de
Oficiales donde se mantenía secuestrados a los desaparecidos. Los detenidos ocupaban la planta alta del 3er piso (los
sectores de Capucha y Capuchita) y eran torturados en el sótano, por lo que cualquiera que conviviera en ese edificio
los veía pasar de ida y vuelta por las escaleras, desde y hacia la tortura, encadenados y con grilletes. De estos grilletes
son precisamente las marcas en los escalones del Casino de Oficiales de la ESMA. Es interesante la relación que se
puede establecer con la foto de los escalones de Luttringer.
73

su familia Rubén Jacinto Chamorro,21 la Boîte refaccionada en los 70, el Salón Dora-
do del Casino de Oiciales donde se planiicaban las operaciones de secuestros, el gran
gimnasio del Pabellón Delta (actualmente cedido a la agrupación HIJOS), un sillón de
dentista en una habitación vacía (donde les arreglaban los dientes a los secuestrados),
el jardín en lor iluminado por un benévolo sol, la cantina con sus sillas de cuerina y,
en otra foto, el detalle de su empapelado de barquitos. Cada imagen lleva un epígra-
fe sobrio, en consonancia con el matiz descriptivo de las imágenes. El título de la foto
solamente aclara el nombre del lugar retratado y ancla la imagen en la nominación de
cada espacio.
Todas las fotos son a color y muestran espacios vacíos, bien iluminados. En las an-
típodas de las fotos casi ‘en trance’ de Luttringer o Zout, no prevalece el movimiento
ni el claroscuro del blanco y negro ni el fuera de foco o el pulso tembloroso de la mano.
Tampoco se parecen a la investigación más fantasmagórica de Aráoz, que buscaba en las
ruinas del CCD las presencias o visiones alegóricas de lo sucedido. Ulanovsky simple-
mente parece decir: “la ESMA es esto que muestro”. Las ruinas coloridas y francas de
sus fotos son algo menos ruinosas ya que se advierte que fueron recientemente aban-
donadas –en la percha colgada y vacía, en las lores de plástico, en los armarios azaro-
samente abiertos. Lo terrible y lo siniestro se presentan aquí en medio de singulares y
elegantes decorados: en la delicadeza de los empapelados, el brillo rancio de la cuerina
de los asientos, la sobria y atroz alcurnia del Salón Dorado. Toda una indagación en la ar-
quitectura y el diseño del espacio del poder en el que se decidía a diario sobre la vida y la
muerte. Ulanovsky ha dicho que quiso relejar “la estética muy propia del lugar, propia
de la Marina, entre naif y espeluznante” (Ulanovsky, 2010) y también que decidió usar
trípode para hacer un registro bien frontal, en el que su mirada quedara lo más desaper-
cibida posible. “Ya me parecía tan impresionante lo que yo veía, las paredes o los lugares
o los colores, cómo estaban pintadas o las lores que había, que me parecía que tenía que
ser bien frontal con la cámara derecha, sin ninguna angulación ni contrapicado ni pica-
do no, lo más directo posible” (Arenas Fernández, 2010: 3). En sintonía con este corri-
miento de su propia mirada, Ulanovsky subrayó que se siente fotógrafa y no artista, más
cercana a la fotografía documental clásica. Sin lugar a dudas, esta inluencia es medular
en la mirada contemplativa y austera que dio lugar a la serie.
Un contrapunto notable que sobresale en la serie ESMA es el contraste entre los
cálidos espacios verdes bañados de luz natural y la frialdad de los interiores –recién−
abandonados, de los ambientes azulejados donde sucedió la represión puertas adentro.
Esta belleza del jardín frente a lo siniestro y desangelado del interior –aunque su arqui-
tectura petulante sea muchas veces pretendidamente bella− problematizan un punto
interesante: el adentro y el afuera del centro clandestino de detención, la tensión entre
visibilidad y secreto, entre lo que se muestra y lo que se oculta (Feld, 2013).

21 Chamorro fue director de la ESMA durante los primeros años de la dictadura y se alojaba con su familia en una
vivienda a la entrada del Casino de Oficiales. Algunos sobrevivientes narraron incluso haber comido las sobras del
cumpleaños de quince de su hija, que se festejó en la ESMA. Información tomada de la página web del Centro de
Estudios Legales y Sociales (CELS), disponible en http://www.cels.org.ar/esma/responsables.html
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

IV – LOS SOBREVIVIENTES
Como apéndice al tema de las máquinas y los sitios donde funcionó la maquinaria repre-
siva, las consecuencias de su accionar pueden verse también en los cuerpos de los sobre-
vivientes que denuncian y atestiguan en persona las atrocidades cometidas. Fotos que
hacen evidente el rastro de la máquina torturante en quienes fueron su objeto y materia
de daño. Esta difícil tarea la emprendió Helen Zout en las fotos de su libro Desaparicio-
nes y en la exposición homónima que se realizó en la Fotogalería del Teatro San Martín
en 2011 –que incluye las fotos del libro, además de muchas otras.
Zout muestra a las víctimas de la desaparición forzada, a quienes estuvieron dete-
nidos en los centros clandestinos de la última dictadura y lograron sobrevivir.22 La ar-
tista, compañera de militancia y amiga de muchos desaparecidos de La Plata, reiere a
menudo el hecho de que los militares la fueron a buscar a su casa pero, como ella no esta-
ba, logró esconderse y, de esa manera, salvarse. Este suceso, según sus palabras, la mar-
có profundamente y es por ello que se considera también ella misma una sobreviviente.
Precisamente, en sus fotos se ve con claridad esta perspectiva generacional y biográica
empática con el desaparecido. Zout airmó que su “lugar es el lugar que hubiera tenido el
desaparecido: la persona torturada, tirada al río. Cada cual hace su trabajo desde su lugar”
(Zout, 2011). Una perspectiva emparentada con las fotos de Luttringer en cuanto al acer-
camiento al objeto, tal como se ha dicho. Si Luttringer hacía entrar en sus fotos los testi-
monios de mujeres que habían estado desaparecidas durante la dictadura, Zout retrata
directamente a los sobrevivientes. Muestra sus cuerpos, sus rostros, los lleva al lugar don-
de estuvieron detenidos para retratarlos, hace varias tomas fotográicas que superpone.
Incluso, algunas de estas fotos esceniican el espacio de los CCD de una manera diferente
de las fotos mencionadas anteriormente. En general, Zout siempre elige una acción que
moviliza la imagen: un sobreviviente caminando o el equipo de antropólogos recorriendo
el lugar, mientras el centro clandestino aparece como pesado fondo de la imagen.
Una de estas fotos muestra a Cristina Gioglio, sobreviviente del centro clandestino
platense Pozo de Arana, en medio del plano general de un cementerio de autos en un des-
campado. La imagen está tan movida que la retratada, rodeada de autos viejos encimados
y chatarra, se transparenta y su presencia parece a punto de borrarse. Con poca claridad,
llega a verse el contorno de un cuerpo y la mano que sostiene un abrigo; y con casi ningu-
na nitidez un rostro borrado mira a cámara. Su peril vibrante y difuminado se funde con
el paisaje debajo del cual, según Zout, hay un cementerio de NN. El temblor de la mirada
crea una incertidumbre que impide clariicar, sin embargo, este o ningún otro hecho. La
molestia y el ruido presentes en esta foto la hacen trabajosa para quien mira.
M. –tal como aparece mencionada en el epígrafe− y Nilda Eloy son otras dos so-
brevivientes retratadas por Zout con un recurso frecuente en su obra: el de la doble
exposición. En el caso de M., su cara doblemente expuesta y superpuesta (unos segun-
dos ojos aparecen en sus mejillas) mira a cámara desde el centro iluminado de una foto
oscurísima y movida, donde ella está vestida de negro sobre un fondo también negro.

22 Zout incluso ha retratado en su libro a quien acaso sea uno de los más tristemente célebres sobrevivientes de la dictadura:
Jorge Julio López, ex detenido-desaparecido y sobreviviente, vuelto a desaparecer en el año 2006 tras atestiguar en la
causa que condenó a Miguel Etchecolatz a prisión perpetua. López continúa desaparecido desde entonces.
75

Como un contrapunto de esta imagen, la foto de Nilda es predominantemente blanca,


tanto en el fondo como en la vestimenta de la retratada. En ella, Nilda mira a cámara de
frente, con el pelo suelto largo y canoso y, aunque en una primera mirada parecería un
retrato convencional, pronto se observa alguna rareza que provoca extrañamiento. En
un segundo momento, se aprecia que la cara de Nilda también está atravesada y arañada
por su propio cabello, ya que Zout hizo una doble exposición del negativo, retratándola
a la vez de frente y de espaldas. Así, la textura del cabello se sobreimprime a la foto toda,
dando un aire extrañado, quizá como las huellas que el trauma dan al sobreviviente. En
este sentido, Zout ha dicho que “Nilda es una persona que tiene el cabello muy largo y
muy canoso. Y para mí ese cabello signiicaba una insistencia de su juventud, una resis-
tencia a envejecer. Como esas personas que en algún punto quedaron ijadas después de
un hecho traumático en esa edad. (...) A mí me surgió que el cabello de Nilda tenía que
estar muy presente. La retraté dos veces en el mismo negativo” (Zout, 2011).
Las exposiciones lentas –porque, según Zout, el tiempo tiene que luir en las fo-
tos− y las exposiciones dobles conieren a las imágenes y a los retratados esa atmósfe-
ra movida y confusa que habitaban las otras fotos analizadas de Zout y de Luttringer.
¿Cómo fotograiar a un sobreviviente? Encontrar el modo de hacerlo es el desafío que
se propone la artista. Y sin embargo, aún cabe la pregunta por la falta de claridad de los
rostros de los sobrevivientes. ¿Por qué no se muestran bien a cámara? ¿Por qué siempre
el movimiento o algún otro recurso les añade confusión? Hay una posible respuesta en
la relexión de Judith Butler sobre las fotos de torturas por parte de soldados estadouni-
denses en la prisión iraquí de Abu Ghraib, donde ve la difusa huella visual de lo humano
en el rostro ensombrecido y el nombre ausente de los torturados –en las fotos de Zout
algunos sobrevivientes sólo se nombran por la inicial. “Los humanos torturados no se
conforman fácilmente del todo a una identidad visual, corpórea o socialmente recono-
cible, sino que su oclusión y obliteración se convierten en el signo continuador de su
sufrimiento y de su humanidad”, según Butler (2010: 136). Como si el hecho mismo de la
tortura estuviera reñido con una manifestación visual clara o estable.
La incertidumbre visual que Zout elige para hablar de los sobrevivientes y de su
sufrimiento permanente es similar a la que elige para hablar de las maquinarias que lle-
varon a cabo y pusieron en marcha el horror. En cierta forma, Zout fotografía con recur-
sos similares los aviones, los lugares y las personas, buscando en ellos las resonancias de
un mismo dolor. “Creo que mi trabajo Huellas de desapariciones releja la búsqueda de
esas marcas que esas personas desaparecidas dejaron en los sobrevivientes, en sus pro-
pios familiares y en los lugares en los que ocurrieron sus secuestros durante la dictadura
militar” (Fanjul, 2006). Las fotografías de sobrevivientes de Zout invocan los mismos
recursos sencillos que pone en práctica para retratar las máquinas –presentando imá-
genes movidas, morosas o superpuestas− y complejiza así el problema representacional
de los desaparecidos, abordando a la vez diferentes planos, tiempos, actores y procesos.

MAPAS DE MEMORIA
Tras analizar las obras fotográicas que tienen como objeto las máquinas y los dispo-
sitivos de muerte de la dictadura, sobresalen algunos puntos relevantes. En principio,
MÁQUINA FOTOGRÁFICA

en estas fotografías no hay sujetos: no hay cuerpos –vivos ni muertos−, no hay retratos,
no hay sobrevivientes. Y cuando los hay, en especial en el particular último apartado
dedicado a las fotos de Zout de las víctimas, los sobrevivientes aparecen afectados en
el rasgo identitario más propio como es el rostro (que asoma borroneado, desdibujado,
movido, tapado). De esta manera, las fotos instalan como tema central la deshumaniza-
ción que genera el aparato técnico represivo. Las víctimas son convertidas y modeladas
en el interior de estas maquinarias en iguras, en no-hombres (Primo Levi, 2006; Agam-
ben, 2000). La desaparición forzada de personas supone, en palabras de Héctor Sch-
mucler, “un acto que es peor que la muerte y que no encuentra explicación en ninguna
contingencia histórica: negar la posibilidad de morir como un ser humano, desdibujar
la identidad de los cuerpos en los que la muerte puede dejar testimonio de que ese que
murió había tenido vida” (citado en Feld, 2010: 34). El mismo sentido opera en la pér-
dida del nombre de cada prisionero y su reemplazo por un número dentro de los CCD
argentinos. Los números reemplazaban los nombres y apellidos de “personas vivientes
que ya habían desaparecido del mundo de los vivos y ahora desaparecerían desde dentro
de sí mismos, en un proceso de ‘vaciamiento’, que pretendía no dejar la menor huella.
Cuerpos sin identidad; muertos sin cadáver ni nombre: desaparecidos” (Calveiro 2008:
99). El desaparecido, cuando habita estas fotos sobre las tecnologías de la represión, lo
hace cosiicado e invisibilizado (Schindel, 2003). Además, como otra cara de esto, cuan-
do aparecen quienes mueven los engranajes de estas máquinas –los represores, los ma-
tarifes− lo hacen también de una manera deshumanizada y ocultada. Aunque quizá el
terrible epígrafe de este capítulo lo contradiga sádicamente, la máquina deshumaniza
también al verdugo. Ya que la administración político-burocrática, dirá Hannah Arendt,
es el imperio de Nadie: es “esencial en todo gobierno totalitario, y quizá propio de la
naturaleza de toda burocracia, transformar a los hombres en funcionarios y simples
ruedecillas de la maquinaria administrativa, y, en consecuencia, deshumanizarlos”
(Arendt, 2003: 172).
Por otra parte, algunas de las máquinas exploradas aquí se han convertido en lu-
gares de memoria (los CCD fotograiados por Luttringer y Ulanovsky están recuperados
como tales, no así el fotograiado por Aráoz en Tucumán). Y sin embargo, los fotógrafos
que se ocupan de ellos no documentan todavía este pasaje sino que buscan en ellos, de
diferente modo, las huellas del pasado reciente traumático que en ellos aconteció –o,
más bien, del pasado que estos sitios colaboraron en llevar adelante. Su búsqueda trata
de ir hacia las piedras, las paredes, los objetos: ir hacia la coniguración espacial del po-
der para exponerlo y revelarlo.
En cuanto a los recursos visuales, muchas de las fotos de este apartado utilizan
recursos técnicos para generar incertidumbre en la mostración de los dispositivos re-
presivos. Abundan las imágenes movidas, borroneadas, llovidas, morosas, superpuestas,
fragmentarias, temblorosas que tienen que ver con las memorias subterráneas que no
transmiten ningún hecho puntual, sino constelaciones de sentidos indeinidos e inesta-
bles. En relación con este punto, algunos artistas incluso hablan de una búsqueda intui-
tiva y un acercamiento corporal no completamente consciente a la imagen fotográica
inal. Zout y Luttringer describen el trance y el abismo en el que caen al realizar algunas
77

de estas fotos, hecho seguramente relacionado con su condición de sobrevivientes y con


el acercamiento a la experiencia traumática vivida que necesariamente supone cada to-
ma. Por último, el efecto es notable en el trabajo con los archivos policiales en el caso de
Zout, ya que acude a ellos y los presenta para entender visualmente los mecanismos de
la represión, indagando en sus imágenes, apropiándolas y resigniicándolas.
En palabras de Jameson, quien imagina el nuevo arte político con la difícil misión
de trazar mapas en medio de un espacio global posmoderno, todas estas obras sobre ma-
quinarias y espacios podrían conformar una estética del trazado de mapas cognitivos.
Son estos modos de representación los que permitirán “aprehender nuestra ubicación
como sujetos individuales y colectivos y recobrar la capacidad para actuar y luchar que
se encuentra neutralizada en la actualidad por nuestra confusión espacial y social” (Ja-
meson, 1991). Esta tarea de ubicación puede extenderse al plano de las memorias. Lan-
gland (2005) ve la fotografía como herramienta para las luchas por la memoria: por su
relación con la ‘verdad’, por su impacto emocional y por su posibilidad de reproducción,
útil para implementar políticas de memoria.
En esta construcción, las obras fotográicas de estos artistas posibilitan la discu-
sión, la instalan desde el campo estético, denuncian la estrechez del vínculo entre má-
quinas y espacios y poder represivo, y dibujan un trazo siempre abierto en medio de los
debates por el sentido de lo pasado. Y de esta manera se constituyen en memorias fo-
tográicas: obras como tecnologías de memoria que, de manera diversa, exponen algu-
nas de las tecnologías para la muerte. Porque el campo de detención no es exactamente
una máquina de olvido sino una máquina que reformatea la memoria y la amolda a sus
necesidades. “Su objetivo es borrar, vaciar y regrabar” (Calveiro, 2008: 106). Como en
el relato de Franz Kaka (1995) “En la colonia penitenciaria”, donde un oicial explica
al visitante las bondades de una nueva y peculiar máquina de tormento para asesinar
condenados. Se trata de un mecanismo en donde el culpable se acuesta y la máquina va
escribiendo con agujas sobre el cuerpo cuál fue el delito cometido, desangrándolo hasta
provocarle la muerte. La máquina graba sobre la piel del reo, ‘explica’ en el último ins-
tante las razones de la condena. Graba en imperativo, como en un pizarrón escolar −“no
debo hacer esto, no debo hacer aquello”− hasta que la letra entre deinitivamente en la
carne. Y, entonces, sólo queda sobre las sábanas una mezcla de tinta, sangre y piel: icono,
fotografía o mapa de la maquinaria del poder sobre los cuerpos.
3
FOTOS DE FAMILIA: DEL ÁLBUM INCOMPLETO
A LA FOTO RECONSTRUIDA

A las cosas no les importan los mortales.


Ayer encontré esa foto
que ni recordaba,
y te juro que parecíamos tranquilos
en ese simulacro del papel y de la luz.
FABIÁN CASAS

La familia es núcleo de transmisión de la cultura, de formación de identidades, ámbito


primero de pertenencia y de construcción de la subjetividad, y también lugar de trans-
misión de silencios, vergüenzas y secretos. En todos esos roles, la fotografía juega un
lugar fundamental para la conformación identitaria del grupo y de cada uno de sus com-
ponentes. Todos tenemos o tuvimos un álbum, caja, lata o cajón lleno de fotos nuestras
y de nuestros seres queridos. ¿Qué clase de padre es aquel que no retrata a sus hijos?,
podría preguntarse con Susan Sontag (2006). La fotografía –la análogica antes, tanto
como hoy la digital− es un imperativo familiar: el álbum del recién nacido, las fotos de
la infancia, del casamiento, los rituales religiosos, los actos escolares, las vacaciones, las
iestas, las fotos antiguas de abuelos y tíos, etc., son imágenes que acompañan el devenir
de cada persona. La foto anual escolar, por su parte, aumenta año a año el stock familiar
fotográico, lentamente pero con mucha relevancia. Los álbumes, muchas veces con evi-
dentes libretos ceremoniales que los guían, arman una narración visual a partir de ritos
aprendidos y reproducidos en el seno de la familia. Por generaciones, portan los secre-
tos familiares a la vez que los ocultan, relacionando siempre el tiempo íntimo o familiar
con la historia social. Los álbumes son el paso del tiempo para una familia.
Así, las fotos van armando una narrativa visual donde se guarda mucho de la me-
moria colectiva familiar y en la que la familia construye una crónica-retrato de sí misma
para subrayar la irmeza de sus lazos (Jonas, 1996; Sontag, 2006). La salvaguarda de los
recuerdos familiares, el depósito identitario del grupo y la creación de un pasado común
son algunas de las funciones que estos álbumes poseen. Según Pierre Bourdieu (1989),
la práctica fotográica funciona como solemne ritual de consagración del grupo y del
mundo. Los padres preparan el álbum como un valioso legado al futuro, transiriendo
allí las imágenes de lo que ha sido. Esta conservación conirma la unidad del grupo en el
pasado, refuerza la unidad familiar en el presente y proyecta el grupo hacia el futuro. Sin
embargo, aunque los recuerdos visuales de cada familia parezcan únicos al referir mo-
mentos compartidos por pocos, nada hay más estereotipado que un álbum fotográico.
Es la paradoja de la toma instantánea ritualizada: en cada fotografía hay convenciones
que la regulan, dispuestas en ángulos, encuadres, sujetos fotograiados, acontecimientos
79

fotograiables y, por supuesto, las poses y los gestos de estos sujetos como sonrisas, abra-
zos, mirada a cámara, etc. Las fotografías familiares son objetos no solamente privados,
sino impersonales y estereotipados que en general muestran exclusivamente situacio-
nes felices y personas sonriendo (Odin, 2003). Las imágenes de familia –pura diversidad
dentro de la estereotipia−, registran, presentan y re- presentan los buenos momentos
vividos. Es un mundo de sol perpetuo (Jonas, 1996: 105). Además, otra de las caracterís-
ticas de estas fotografías es que, a diferencia del arte, en ellas la exhibición de los afectos
prevalece sobre la búsqueda de lo bello por sí mismo. En términos de Bourdieu (1989),
la fabricación y contemplación de la fotografía de familia ponen entre paréntesis todo
juicio estético, ya que prevalecen el carácter sagrado de lo fotograiado y la relación que
tiene con el fotógrafo. Este primado de la dimensión funcional-afectiva por sobre la es-
tética es propia de la fotografía íntima. Según Hirsch (1997), las fotografías se localizan
precisamente en el espacio de la contradicción entre el mito de la familia ideal y la rea-
lidad vivida de la vida familiar (muestran lo que se quiere que la familia sea y, a la vez,
lo que ella no es). En la misma dirección, las fotos familiares son el lugar donde se traza
la intersección entre historia pública y privada, entre las memorias individuales o de
grupo y la historia social. “Si el álbum es rito, es memoria. Pero esa memoria ha de en-
tenderse relacionada al olvido, pues los acontecimientos que guarda la familia en fotos
no son todos los de su vida, sino algunos que pasaron el proceso selectivo puesto en el
tiempo” (Silva, 1998).
Se conforma así una memoria selectiva en imágenes: no todas las situaciones se
retratan, no todas las fotos se conservan o se imprimen, no todas las fotografías impre-
sas se guardan en el álbum. Las fotos que quedan hablan también de las fotos que hubie-
ran podido ser y no fueron, y en las imágenes grupales pueden evidenciarse las ausen-
cias de ciertos miembros de la familia. El álbum colabora con el establecimiento de un
pasado que es construido y dinámico, ya que los cambios son posibles: se puede agregar
fotos, quitar otras o cambiarlas de lugar.

FOTOGRAFÍA Y RECONSTRUCCIÓN
Como se ha dicho, las fotografías familiares transitan siempre entre los mundos de lo
privado y lo público. Pero en ocasiones, sin embargo, la intrusión de la historia en la vida
familiar es superlativa. ¿Qué pasa cuando las fotos familiares sirven para exponer un
quiebre social?
En su análisis de las fotografías como narrativas visuales de las generaciones si-
guientes al Holocausto, Marianne Hirsch examina “la idea de ‘familia’ en el discurso
contemporáneo y su poder para negociar y mediar algunos de los cambios traumáticos
que han dado forma a las mentalidades posmodernas, y para servir como una coartada a
su violencia” (Hirsch, 1997: 13, traducción propia). Una de las herramientas que la fami-
lia tendrá para ello será la fotografía, ubicada entre las memorias sociales y personales,
entre los mitos colectivos y lo no consciente. Nuestra memoria nunca es nuestra, ni las
fotos son representaciones inmediatas de nuestro pasado: mirándolas se construye un
pasado y también se estudian las huellas de posibles versiones diferentes de ese tiem-
po anterior. La fotografía familiar media entre la memoria familiar y la posmemoria,
FOTOS DE FAMILIA

gracias a su “poder emotivo” (Hirsch, 1997). Precisamente respecto de las memorias de


los hijos de las víctimas de la dictadura, Beatriz Sarlo (2005) discute y resigniica tanto
el concepto tradicional de memoria como el de posmemoria instalado por Hirsch para
pensar la memoria de la generación siguiente a la que sufrió un genocidio u otro momen-
to histórico traumático. Sarlo polemiza con el carácter de ‘pos’ y sostiene que la memo-
ria de los hijos simplemente se trata de una memoria diferente, marcada por una fuerte
subjetividad y relacionada más con lo privado y con la reconstrucción que con lo público.
Para iluminar, entonces, las memorias de los familiares de desaparecidos a partir
de los recursos fotográicos de sus trabajos, se retomará el concepto de reconstrucción.
Creyendo, sin embargo, que las memorias de la segunda generación no están reñidas
con lo público sino que, más bien, entremezclan de diferentes y nuevas formas las ins-
tancias de lo público y lo privado en la propia visualidad y circulación de las obras. La
categoría de reconstrucción es clave también porque luego del proceso dictatorial, en
que el concepto mismo de persona se ha trastrocado, debe sobrevenir la tarea de recons-
truir, entre otras dimensiones, lo identitario (Da Silva Catela, 2001). Y precisamente las
memorias y reinterpretaciones son clave en los procesos de (re)construcción de identi-
dades individuales y colectivas (Jelin, 2002: 5). Incluso el Equipo Argentino de Antro-
pólogos Forenses (EAAF)23 denomina reconstrucción a su trabajo: “La reconstrucción
embiste contra [la negación de la existencia pasada de la persona desaparecida], niega
esa negación, airmando la existencia del ausente como portador de una historia, de su
historia, que no termina en ausencia” (Somigliana, 2005: 83). Sin dudas, en el mismo
sentido –reconstructivo− operan las fotografías del álbum familiar del desaparecido al
ser exhibidas como evidencia y prueba de la biografía del ausente.
Los HIJOS, que aparecen como tales en la arena política en 1994 (Da Silva Catela,
1999), y otros familiares han acompañado desde tempranamente su reclamo con foto-
grafías, tal como lo venían haciendo las Madres y Abuelas desde la dictadura. Sin em-
bargo, añadieron al reclamo una potencia expresiva y estética –otras imágenes, otros
recursos visuales− que ha caracterizado sus producciones desde el principio. Ana Ama-
do sostiene que “los familiares de las víctimas de la dictadura genocida recurrieron, en
sus intervenciones públicas, a creativas formas de expresión para compaginar la agita-
ción y la denuncia de los crímenes con las imágenes íntimas del dolor y el trabajo de
duelo” (Amado, 2004: 43). Y también que los hijos forman parte de una generación que
privilegia las expresiones visuales y que explora distintos lenguajes artísticos “a modo
de pacto con los espectros amados y con su memoria, para sustraerse, como herederos,
al imperativo compacto de un legado que abarca una dimensión familiar e ideológica”
(Amado, 2004:49). Respecto de la inclinación de este grupo hacia lo visual, Pantoja
(2006) reiere el siguiente diálogo entre dos hijos de desaparecidos:
−Mi viejo es color sepia, ¿y el tuyo?
−¡Aguante el blanco y negro!, la foto de mi viejo es la del documento.

23 El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) es una organización científica, no gubernamental y sin fines de
lucro que aplica la antropología y arqueología forenses a la investigación de violaciones a los derechos humanos.
El equipo se formó en 1984 para investigar los casos de desaparecidos argentinos, y desde entonces ha trabajado
ininterrumpidamente en América Latina, África, Asia y Europa.
81

La llamada segunda generación construye su reclamo y sus icciones visuales para


exponer la ausencia, ubicada en un terreno ambiguo, a caballo entre las esferas de lo
público y de lo privado, de lo artístico y lo popular. Las fotografías analizadas a conti-
nuación, aunque no todas correspondan a los hijos sino también a otros familiares de
desaparecidos, problematizan constantemente estas ambigüedades: múltiples sentidos
se abren al exponer fotos familiares al público, ya que transparentan a la vez que mo-
diican su funcionalidad anterior, salen del álbum para insertarse en otra serie. Y este
movimiento denuncia y expone en la escena pública un retazo del orden familiar antes
de ser quebrado por la violencia estatal (Longoni, 2010). Dado que los familiares llevan
adelante hegemónicamente su reclamo de justicia en la esfera pública, entonces no es
de extrañar la centralidad del uso de la fotografía –precisamente de familia− en sus pro-
ducciones estéticas, donde se vuelve entonces la herramienta perfecta.
En torno del análisis de las nuevas memorias y las producciones artísticas que las
expresan, Leonor Arfuch (2008) describe el fenómeno de la autoicción cuando, me-
diante un novedoso régimen de verdad, se construye una narrativa autobiográica que
sin embargo no promete idelidad a lo real o a los hechos de una vida. La autoicción, que
atraviesa asimismo las fotos de este capítulo, puede entenderse como aquella compul-
sión de realidad que “no necesariamente oculta el artiicio de sus procedimientos, más
bien –y éste es quizá uno de sus rasgos diferenciales− a menudo los muestra, postulan-
do otros regímenes de verdad” (Arfuch, 2008: 114). La antropóloga Paula Sibilia (2008),
en su análisis del fenómeno contemporáneo de exhibición de la intimidad, llama “ex-
timidad” (intimidad exhibida) a la exposición del yo en nuevas formas de expresión y
comunicación, como por ejemplo las propiciadas por Internet y sus posibilidades. “Es-
pectacularizar el yo consiste precisamente en eso: transformar nuestras personalidades
y vidas (ya no tan) privadas en realidades iccionalizadas con recursos mediáticos” (Si-
bilia, 2008: 223). Este giro del arte sobre la subjetividad opera entonces en la línea del
afecto, poniendo en práctica mecanismos identiicatorios que apuntan al grupo. Por su
parte, Ana Amado (2004), analiza de qué manera el trabajo memorialista de los familia-
res de las víctimas hace eje en la iliación, la genealogía y las imágenes para construir los
relatos sobre el pasado violento y traumático.
Estos nuevos regímenes de verdad parecen funcionar para explicar gran parte de
la fotografía de este capítulo, cuyos ensayos erigen una verdad que diiere de la simple
mostración de los hechos y que a la vez ponen en cuestión la transparencia del disposi-
tivo fotográico, especialmente en cuanto al no-ocultamiento de sus recursos y en el ha-
cerse cargo de su condición de artiicio. Son obras que se ubican mejor, siguiendo a Ticio
Escobar (2005), del lado de una memoria construida con residuos y pliegues, con silen-
cios y icciones, antes que proponiendo una versión verdadera y deinitiva de ese pasado.
La fotografía, de por sí ligada a los procedimientos de construcción de lo real, se
vuelve reconstrucción de un pasado en las fotos aquí trabajadas. El doble movimiento que
constituye a estas imágenes muestra la duplicidad inabarcable de dos tiempos, inevitable
e imposiblemente coexistentes. Las obras que siguen fueron realizadas por familiares de
desaparecidos argentinos –puntualmente, tres artistas son hermanos pertenecientes a la
generación de los desaparecidos mientras que seis artistas pertenecen a la segunda gene-
FOTOS DE FAMILIA

ración, la de los hijos. La mayoría de ellos ha tenido además militancia en organizaciones


de DDHH, por lo que pueden pensarse como artistas-activistas y sus obras acuden a las
fotos de sus propios álbumes familiares para abrir una rica y compleja zona donde se in-
tersectan lo social y lo individual, la historia y las trayectorias singulares.
Estas series fotográicas fueron realizadas en el amplio abanico temporal que va
de 1997 a 2010. Es decir, empezaron a ser pensadas y concebidas recién a partir de la
segunda mitad de los años 90. Precisamente, hay bastante coincidencia en establecer,
a partir de mediados de esa década, el surgimiento de un tiempo más intenso y abierto
de memoria frente al anterior clima de impunidad que instalaron las leyes del perdón y
los indultos (Da Silva Catela, 2001; Jelin, 2005; Bonaldi, 2006; Schindel, 2003; Lvovich
y Bisquert, 2008; Casullo, 2009; Crenzel, 2010; entre muchos otros). Esto, por supuesto,
no indica que anteriormente el silencio fuera absoluto, baste nombrar la persistencia de
las rondas de las Madres desde 1977 y de los reclamos de otras organizaciones de DD-
HH, el tratamiento escandaloso de las exhumaciones de fosas masivas de NN en 1984 o
el desarrollo del Juicio a las Juntas en 1985.
Alrededor del vigésimo aniversario del Golpe, en 1995, ocurren una serie de he-
chos que llevan a hablar de un momento caliente de memoria, donde el tema de la dic-
tadura militar y los desaparecidos vuelve a instalarse en la esfera pública.24 Se crea el
colectivo HIJOS, se publican las declaraciones del ex militar Adolfo Scilingo sobre los
‘vuelos de la muerte’ en el libro El vuelo de Horacio Verbitsky y el entonces jefe del Ejér-
cito general Martín Balza realiza su ‘autocrítica’. En 1996, las Abuelas de Plaza de Ma-
yo presentan una querella criminal por el delito de sustracción de menores durante la
dictadura militar, dado que sostienen que este crimen no prescribe. Aparecen también
documentales cinematográicos y libros testimoniales sobre los años 70: en 1994, An-
drés Di Tella estrena Montoneros, una historia, en 1996 aparece la película Cazadores
de utopías de David Blaustein y en 1997 se publica el primer tomo de La voluntad. Una
historia de la militancia revolucionaria de Eduardo Anguita y Martín Caparrós. Asimis-
mo, los tribunales españoles juzgan la responsabilidad de los militares argentinos en las
desapariciones de sus ciudadanos a partir de la igura de crímenes de lesa humanidad y
comienzan en la Cámara Federal de La Plata los Juicios por la Verdad. Por otra parte, se
redobla la aparición pública del problema de la “recuperación material, expresada en la
búsqueda de restos de desaparecidos así como de los hijos de prisioneras secuestrados
al nacer y dados en adopción bajo una falsa identidad” (Schindel, 2003: 282). En suma,
desde 1995, se da un claro aumento en la visibilidad pública del pasado dictatorial, con
el fundamental lorecimiento de los testimonios de las víctimas: la posibilidad de tomar
la palabra, de recuperar la voz, y de que se reconozca, entre otras cuestiones silenciadas,
la vida política de los desaparecidos. Es en este contexto donde los artistas aquí anali-

24 La profusión de memorias familiares que se da en las fotografías producidas a partir de la segunda mitad de la
década del 90 funciona en paralelo con un importante momento de memoria en relación con la pasada dictadura. En
medio de una década signada por la impunidad a la que coadyuvaron las leyes del perdón y los indultos, se producen
cambios en los marcos políticos, culturales y sociales (en el sentido de Halbwachs, 2004) y en las coyunturas de
escucha –social, política, cultural− (de las que habla Pollak, 2006) que ofrecen un terreno fértil para que afloren los
posicionamientos –visuales, en este caso− sobre el pasado traumático, dando lugar a discusiones que la sociedad
aún no se había permitido. La creación de HIJOS, por ejemplo, parece haber funcionado como un importante
encuadramiento social de memoria, promoviendo entre sus integrantes y allegados producciones artísticas en diálogo
explícito con el pasado de represión, la desaparición de sus padres y sus propias memorias familiares.
83

zados comienzan a desarrollar sus obras, muchos de ellos en paralelo a su militancia en


HIJOS u otras asociaciones de familiares de desaparecidos, en ocasiones emergiendo a
la par como sujetos políticos y sujetos artistas. Se entiende, entonces, que a partir de los
veinte años del Golpe, se abra un tiempo histórico y biográico que habilita a empezar a
procesar la experiencia traumática con una centralidad importante de las nuevas gene-
raciones. Las obras fotográicas que siguen así parecen conirmarlo.

EL ÁLBUM COMENTADO
Es necesario comenzar el análisis de los artistas a los que se dedica este capítulo con un
antecedente indiscutido de quienes retoman sus fotografías familiares para evocar al des-
aparecido. Se trata de una obra de Marcelo Brodsky (Buenos Aires, 1954), cuya trayectoria
extensa dentro del arte ligado a la memoria comienza en 1997 con la exposición en el Co-
legio Nacional de Buenos Aires y posterior libro Buena memoria, en homenaje a alumnos
y ex alumnos desaparecidos.25 Dentro de las producciones visuales argentinas referidas
a la memoria del pasado reciente, esta obra fotográica y las posteriores realizaciones de
Brodsky han sido probablemente las que han tenido mayor visibilidad y presencia en la
crítica y la prensa nacionales e internacionales (Huyssen, 2001; Battiti, 2007; Bystrom,
2009, entre otros análisis). La primera parte del libro Buena memoria (Brodsky, 2006) está
compuesta casi por completo por textos de Martín Caparrós, José Pablo Feinmann, Juan
Gelman y del propio Brodsky (donde explica el proceso de trabajo de las fotos del libro).
De regreso de su exilio en España, Brodsky realiza una gigantografía del retrato grupal de
su división de primer año del Colegio Nacional de Buenos Aires tomado en 1967. Luego,
interviene este retrato con relexiones escritas. Sobre la foto, dibujados con colores, nu-
merosos círculos tachan las cabezas de los que ya no están o simplemente rodean y sacan
lechas y comentarios. Junto a cada compañero, aparecen datos y pareceres sobre su vida:
los que se exiliaron, los que se quedaron, los que murieron en un enfrentamiento, los que
no quieren hablar, los que estuvieron presos, los que se dedican a la política y, en especial,
su mejor amigo Martín, desaparecido veinte años atrás. Tras esta foto, el libro presenta los
retratos actuales de sus ex compañeros, delante de la foto grupal o con la foto en la mano,
junto a breves textos que narran sus vidas desde entonces. Las fotos nuevas son retratos
clásicos, a color y sin ninguna puesta en particular de recursos visuales. Las fotos de antes
aparecen reproducidas enteras sin retoques ni intervenciones, salvo la mencionada foto
grupal. El siguiente momento del libro, en un giro recursivo, muestra a los alumnos del
colegio mirando la muestra de Brodsky, relejados observando sobre las mismas fotos que
acaban de verse en el libro, mientras se suceden sus testimonios acerca de qué les provocó
ver las imágenes (se subraya en estos testimonios la empatía que provoca en los jóvenes
de ahora ver a aquellos jóvenes de los 70 en los mismos pupitres y poses que ellos). Dos pá-
ginas constituyen un apartado especial titulado “Martín, mi amigo” y dedicado al compa-
ñero de curso desaparecido, con quien Brodsky mantenía una estrecha amistad. La última
parte del libro “Nando, mi hermano” está dedicada al hermano desaparecido del fotógrafo

25 Ya son 105 los alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires desaparecidos, aunque el número sea posiblemente
mayor ya que la lista se actualiza periódicamente con nuevas denuncias.
FOTOS DE FAMILIA

y es un recorrido por fotos viejas del álbum familiar −de infancia y juventud− donde pre-
senta la vida de su hermano ausente y sus recuerdos de momentos juntos. Los textos se
centran, muchas veces, en las descripciones de las fotos: quién la sacó, si salió movida, si la
madre ganó un premio con ella, cómo es la pose del retratado, etc. En medio de este con-
junto, aparece la que hasta ahora es la última foto con vida de Fernando Brodsky: el retrato
tomado en la ESMA por los militares y que Víctor Basterra logró sacar clandestinamente.
El libro cierra y abre con fotos del Río de la Plata, en alusión al destino inal de los desapa-
recidos arrojados con vida al agua, en los ‘vuelos de la muerte’.
Esta muestra-libro, que se expuso cientos de veces en la Argentina y el mundo,
acude al álbum para reconstruir desde ahí, por un lado, los recuerdos de los desapare-
cidos y, por otro, las trayectorias posteriores de los sobrevivientes, relexionando sobre
las marcas de una generación signada por las desapariciones y la violencia del terroris-
mo de Estado. Las fotografías intervenidas relacionan lo social con lo individual: la foto
del grupo en el pasado se acompaña de la foto individual actual, que marca el paso del
tiempo tanto en la experiencia singular como en la colectiva. La primera foto habla de
un grupo afectado por las mismas experiencias históricas y luego cada caso adentro del
libro desarrolla el trazo singular de cada vida “después de” la foto escolar, es decir, des-
pués de la catástrofe. Lo singular está dado por cada rostro y por el trazo de las letras
que intervienen la foto. Andreas Huyssen ha dicho que en esta obra los textos añaden
a los rostros adolescentes una dimensión fantasmal, “como si la foto fuera visitada por
el espectro de un futuro aterrador, representable menos en imágenes que en palabras”
(Huyssen, 2001: 8). Lo escrito es el futuro de esa foto, lo que los jóvenes –casi niños− de
1967 aún desconocen. Las palabras y en especial las tachaduras graican el hueco, la te-
rrible futura y temprana ausencia de los desaparecidos en el grupo y en el tejido social.
La mirada generacional de esta serie se contacta y abre a su vez con otros grupos etarios
ya desde el centro mismo del libro. Los relejos de las caras de los actuales estudiantes
del colegio sobre el vidrio de las imágenes que son incorporados a la obra instalan el
problema de la transmisión de la experiencia traumática entre generaciones. Incluso
Brodsky airma que “no tenía una pretensión artística sino de comunicación cuando pu-
se por primera vez la foto en el colegio” (Brodsky, 2009). Ya que la obra supone funda-
mentalmente una entrada consciente en el debate sobre el pasado dictatorial y la cons-
trucción de sus memorias.
Otra obra que evoca un álbum comentado es la muestra y el libro Imágenes en la me-
moria (2007) de Gerardo Dell’Oro (La Plata, 1966), hermano de una joven desaparecida.
La serie abre con un retrato de sus padres y a partir de allí presenta tres conjuntos de imá-
genes diferenciadas en cuanto al tema y al tratamiento visual, cada uno bajo un subtítulo.
El primer conjunto −“Pasado”− es un compendio de fotos familiares de su herma-
na Patricia sacadas por el padre de ambos, también fotógrafo. Las fotos ilustran desde su
niñez hasta la adolescencia y el casamiento con Ambrosio, a los 20 años. También hay
fotografías nuevas de recuerdos materiales de Patricia: el boletín de la escuela primaria
(donde se reclama presentar más deberes a Religión), anotaciones manuscritas, dibu-
jos en cuadernos, cuentos y una carta –con foto− de su compañero Ambrosio mientras
hacía el servicio militar –luego, él habrá de ser secuestrado junto a ella. Como ocurrirá
85

también en el resto de la serie, algunos textos funcionan como epígrafes explicativos


de las fotos. Al inal de este apartado, un texto comunica el secuestro de ambos cuando
su primera hija tenía apenas 25 días y la inexistencia de fotos de Patricia con la beba ya
que “seguramente estaban sin revelar, en la Rollei que también se llevaron quienes los
secuestraron” (Dell’Oro, 2011).
La segunda parte −“Mariana”− corresponde a fotos que el fotógrafo tomó de su
sobrina Mariana, hija de Patricia, que conoció por fotos a sus padres. En paralelo a la
línea de tiempo que formaban las fotos de su madre, aquí vemos fotos de Mariana joven,
muchas de ellas a los 21 años, la misma edad en que desapareció su madre, y tomadas
en la casa quinta de Villa Elisa donde los secuestraron mientras vacacionaban con toda
la familia. En otras fotos, Mariana está con su abuela, con su novio, embarazada y inal-
mente con su beba. Las fotos nuevas se interrumpen algunas veces por la aparición de
fotos viejas de Patricia. Al principio, una foto rectangular recorta los ojos de Patricia, y
luego una similar hace lo mismo con los de Mariana. Más adelante, una foto de Mariana
con su novio está colocada al lado de una foto de sus padres, en una pose similar. Por
otra parte, sobresale, en toda esta serie, el enorme parecido físico de madre e hija: en
el rostro, en el pelo y la forma de peinarse, en los ojos. Todo ello acentúa la continuidad
narrativa entre la madre y la hija que las imágenes proponen, casi en una búsqueda de
las huellas de la madre-hermana en la hija-sobrina. Dos veces la foto de Patricia aparece
dentro de la imagen: rodeada de velas y también en una foto carnet sostenida por una
mano sobre el dibujo de una silueta. Esta silueta pertenece a un cuadro de la madre y, tal
como se advierte en otra imagen, la hija la lleva tatuada sobre el hombro. La aparición
de la foto carnet de Patricia se une a otro de los textos que abre este conjunto de fotos: el
recordatorio que la hija ha publicado en Página/12 para conmemorar la desaparición de
su madre. Por último, tres imágenes retratan a Mariana de joven, arriba de una hamaca,
subrayando su calidad de niña o hija.
La tercera y última parte −“Árboles”− es un ensayo sobre los últimos días de Patri-
cia, asesinada junto a su compañero en el CCD Pozo de Arana un mes después de su se-
cuestro. La familia se entera de este hecho en 1999, cuando ya llevaba 23 años de incan-
sable búsqueda. Dell’Oro fotografía sin saberlo, “intuitivamente” según sus palabras, los
árboles cercanos al último lugar que habitó su hermana, en el mismo año en que se dan
los Juicios por la Verdad en La Plata –lo que el fotógrafo describe como ‘el marco emo-
cional’ de estas imágenes. En estas fotos no prevalecen retratos sino que muestran ár-
boles y escenarios nocturnos llenos de vegetación, tomados temblorosa y morosamente.
Se hace presente aquí la misma falta de luz que hace que el tiempo luya con movimiento
en las imágenes de Zout y Luttringer. Es de noche y la luz viene de un siempre imperfec-
to lash, o de los faros de un auto, o del sol quebrando el horizonte apenas. Sobre estas
imágenes, Dell’Oro sostuvo que “la idea de incluirlas tiene que ver con los altibajos en la
búsqueda de justicia, la esperanza y la derrota. Algunas son oscuras y movidas, otras tie-
nen formas de tumbas, de siluetas y hasta de un puño en alto” (Meyer, 2008). Los árbo-
les, también presentes en algunas fotos de Zout y de Brodsky, son también la dramática
constatación de la continuidad de la vida, aún allí donde el horror aconteció. Luego de
estas fotos de la huella del horror en la intemperie, Dell’Oro fotografía –ahora con cla-
FOTOS DE FAMILIA

ridad− lo que parece una carpeta de expediente, y luego dos manuscritos con dibujos y
anotaciones hechos por Jorge Julio López, compañero de militancia desaparecido en el
mismo CCD y que, como testimoniante, narró el asesinato de Patricia y su compañero.
El testimonio del padre de Patricia y el testimonio de López acompañan este conjunto
de fotos. El fotógrafo cree que López, quien llevó a su familia un mensaje de amor para
su beba, que le había dado Patricia horas antes de morir, le “dio la foto que me faltaba,
una imagen relatada que estaba en su memoria” (Meyer, 2008). Este motivo de la foto
que falta es posiblemente el impulso principal de todas las fotos de este capítulo, que
exponen el hueco no sólo por la ausencia del desaparecido sino por el hueco en el álbum
que esa ausencia ha provocado –la falta de la foto de Patricia con su hija, en este caso.
En su serie, Dell’Oro reconstruye la biografía de su hermana a partir de la mirada
de su padre y la biografía de su sobrina hija de desaparecidos a través de la mirada pro-
pia, a la vez que da cuenta del terror al explorar visualmente escenarios siniestros junto
al testimonio de las torturas inligidas a su hermana y cuñado, y del asesinato de ambos.
El caso López cierra el libro y deja en evidencia qué nuevas-viejas formas continúan aún
hoy difuminando el terror en nuestra sociedad.
Tanto Brodsky como Dell’Oro buscan en el álbum fotográico el recuerdo de sus
hermanos desaparecidos. Buscan respuestas en la reconstrucción de la biografía del au-
sente a partir de las fotos y también –especialmente− en la reconstrucción del tiempo de
vida desde ahí, para hablar de esa manera de la ausencia provocada por la desaparición.
Aunque todo álbum posiblemente esté hecho para ser comentado y rearmado según sea
el relato que lo conduce, casi ninguno está hecho para exponerse al público. Y este es
precisamente el movimiento que intentan estos artistas en sus trabajos.

EL MONTAJE DE LA AUSENCIA
El primer conjunto de fotografías de este apartado corresponde a la ya célebre serie Ar-
queologías de la ausencia de Lucila Quieto (Buenos Aires, 1977).26 Es hija de Carlos Quie-
to, desaparecido por la dictadura militar cuando ella estaba aún en la panza de su mamá.
La idea de estos retratos surge a partir de una falta: en su álbum de fotos, ella no tenía
ninguna foto junto a su padre. “Lo que tengo que hacer”, se dijo, “es meterme en la ima-
gen, construir esa imagen que siempre había buscado” (Quieto, 2009: 2). Entonces, en
1999, y como trabajo de tesis de la escuela de fotografía, escaneó las imágenes que tenía
de su padre, las proyectó sobre la pared, y se metió en medio para tomar una nueva foto-
grafía, una imagen doble e imposible, que los contuviera por primera vez a ambos. Luego
de ver el resultado y la reacción emocionada de algunos de sus compañeros, puso un car-
tel en la sede de HIJOS de la calle Venezuela que decía: “Si querés tener la foto que siem-
pre soñaste y nunca pudiste tener, ahora es tu oportunidad, no te la pierdas. Llamame”.
Y así el juego con las fotos empezó a hacerse colectivo. Doblemente colectivo porque
además Quieto deja que el retratado intervenga activamente en el proceso de construc-
ción de la nueva imagen, eligiendo con ella cuál foto usarán, en dónde la proyectarán,

26 Estas fotos, que fueron además compiladas en formato de libro (Quieto, 2011), han sido largamente analizadas.
Véase, entre otros: Amado (2003), Arfuch (2008), Durán (2008), Blejmar (2008) y Longoni (2010b). También el film
H.I.J.O.S.: El alma en dos (2002), de Marcelo Céspedes y Carmen Guarini.
87

en qué posición se colocarán delante de la proyección, con qué gestos. En palabras de la


artista: “Las fotos se fueron haciendo entre todos, en cómo se armaba, las propuestas de
cada uno (‘quiero que la foto sea en la terraza, que esté mi hijo, mi hermana, etc.’). Era
parte de un proceso de 25 años de poder generar una imagen, después de haber pasado
por la experiencia de HIJOS, como espacio colectivo. No hubiese sido lo mismo si yo
hubiese hecho sola las fotos, no terminaba de transmitir cuál era el carácter de peso de
toda una generación desaparecida” (Quieto, 2009: 3). La serie completa está conforma-
da por 35 fotografías en blanco y negro de trece hijas e hijos de desaparecidos. En todas
hay una notable centralidad de la composición, ya que la foto proyectada por detrás re-
crea un mundo virtual con el que los sujetos y objetos del mundo actual efectivamente
dialogan. Ese mundo proyectado es muchas veces el mundo de la infancia: el mundo que
iba a quebrarse con la desaparición, retratado justo un poco antes del quiebre.
Dos de estas imágenes pueden funcionar como representativas del resto de la serie.
Una es un autorretrato de Lucila Quieto con su padre. Sobre la derecha, se proyecta la
imagen de un hombre sonriente que mira a cámara. Lleva traje y bigotes, y lo acompaña
una mujer de peril que también sonríe, casi fuera de cuadro. El resto de la proyección de
la foto –la parte más clara e iluminada− cae sobre la pared y sobre el cuerpo de una mu-
chacha que ¿asustada? mira al hombre. Lleva una remera blanca en donde se proyectan
sombras informes y nadie parece advertir su presencia. Otra foto muestra un plano me-
dio de una joven con el torso desnudo, de espaldas contra una pared. Tiene los ojos cerra-
dos y un gesto complacido. Sobre su cuerpo y sobre la pared se proyecta una fotografía.
Lo que cae sobre la pared parece un fondo de ciudad: árboles, otras casas, gente mirando
por una ventana. En su espalda, se dibujan con gran detalle las iguras de una pareja joven
con un bebé: el padre y el bebé están serios y la madre sonríe. Los tres miran a cámara.
Las fotos, en principio, fueron producidas para suplir la ausencia que se da no sólo
en la vida cotidiana del entorno del desaparecido, sino también en el álbum familiar: la
desaparición de un cuerpo reforzada por la ausencia de su retrato. “Me aferré a la ima-
gen porque fue algo que me faltó de mi papá y que siempre agrandó el vacío que ya de por
sí existía por su ausencia física” (Bullentini, 2010). Muchos familiares se ven afectados
por esta carencia de imágenes de ellos junto a sus padres. El escritor Félix Bruzzone, hi-
jo de una desaparecida, narra en uno de sus textos algo de esta falta al mencionar cómo
el sol de Campo de Mayo −barrio donde él vive pero también donde estuvo secuestrada
su madre− le va borrando la única imagen que conserva cerca de ella (Bruzzone, 2011).
Las fotos familiares que eligen proyectar los hijos en esta serie de Quieto corres-
ponden en principio a la dimensión íntima, máxime cuando muestran retratos de fa-
milias jóvenes, de iestas, de momentos cotidianos. Sin embargo, Quieto no idea la serie
sólo para ella, sino también para sus compañeros de HIJOS y para evidenciar la tremen-
da falta de una generación desaparecida. Incluso la circulación pública de las obras está
prevista antes de su hechura, tal como lo demuestran los primeros contextos en que se
mostró la serie: en actos y escraches del colectivo HIJOS, antes de su circulación poste-
rior en galerías y museos.
Son fotos para los hijos pero también para el mundo. Son fotos que no se presentan
como documentos, sino como objetos estéticos (pero tampoco nunca sólo como tales, y
FOTOS DE FAMILIA

en este indeterminado consista quizá su riqueza). Puede pensarse que esta zona inter-
media entre las esferas de lo público y lo privado es compartida por muchas de las asocia-
ciones de familiares de desaparecidos que operan en el mundo de lo público deiniéndose
por fuera de la esfera doméstica con un rótulo que es válido más bien para los espacios
íntimos, es decir, por el vínculo de parentesco con las víctimas directas –hijos, madres,
abuelas, hermanos. No es casual esta “identiicación familística” de las organizaciones de
DDHH en la esfera pública (Jelin, 2002). Así como las actividades de las organizaciones
se instalan desde la esfera privada justamente para traspasarla y derramarse en lo públi-
co (como Antígona que se hace política por reivindicar los lazos de sangre), de la misma
manera las fotos de Quieto son producidas para y recibidas por un público amplio y hete-
rogéneo dentro y fuera de nuestro país. Las fotos de esta serie airman que no se trata de
una memoria solamente privada, sino profundamente política y social.
Aunque también trabaja con otros materiales como el collage y la pintura, Quieto
eligió la cámara fotográica como dispositivo técnico para realizar esta serie. La artista
explica su elección en la ligazón de la fotografía a la memoria. “Inconscientemente me
acerqué a la fotografía como la mejor herramienta posible de usar, creo que es lo mejor
para certiicar la memoria, es decir, registrarla de alguna manera” (Amado, 2004: 54). Al
hacerlo, sus imágenes se inscriben en esas tradiciones anteriores, pero con un fuerte ma-
tiz lúdico. Un componente de juego no presente, por ejemplo, en aquellas fotos de los
desaparecidos en marchas o pancartas, y más emparentado con la modalidad del escra-
che y otras actividades creativas de protesta de los HIJOS que señalan la impunidad y
visibilizan la identidad del torturador en su entorno barrial. Tal como explica Pablo Bo-
naldi (2006), durante los escraches se satirizaba a los represores, siempre con un espíritu
festivo, ligado a las representaciones teatrales, el circo y el carnaval. Se ponía en escena
una imagen de los HIJOS más ligada a la alegría que al dolor o la tristeza. En relación con
esto, Quieto narra que frente a sus fotos, a veces veía gente llorando y que eso le daba
bronca. “Para mí el trabajo fue reparador. Reparó esa obsesión que tuve durante años de
no tener la foto. Ahora la tengo. Eso es buenísimo. Había cerrado un ciclo. Encontré en un
recurso técnico la forma de resolver una angustia, una fantasía de muchos años” (Quieto,
2009: 6). Sus fotos no quieren ser tristes, sino que documentan un momento feliz y ansia-
do, y son “reparadoras” –en un contexto de crímenes de lesa humanidad, el concepto de
reparación no es menor. Recrean los recuerdos familiares para reconstruir recuerdos ic-
ticios, reparadores, bellos y alegres. Las fotos de Quieto reconstruyen la escena familiar
imposible, el encuentro con su padre que no ha podido ser (“la foto que nunca tuve”), y a
la vez constituyen un testimonio colectivo al presentar las fotos de –y para− otros hijos de
desaparecidos.27 Estas escenas familiares reconstruidas vienen a ocupar el lugar vacío en
el conjunto incompleto del álbum. Las fotos son la foto que no fue.

27 Ludmila da Silva Catela ha presentado una hipótesis generacional al pensar los usos diferenciados de las fotos del
desaparecido. “Es interesante notar que hay diferencias generacionales a la hora de ‘mostrar’ las fotos de los familiares
desaparecidos. Los hijos de desaparecidos, siempre que les es posible, exhiben imágenes de sus padres en situaciones
cotidianas, donde está retratada la familia y principalmente en las cuales aparecen ellos en brazos de sus padres.
Por otro lado, muestran a sus padres, de ser posible, en fotos a color. En sus casas o departamentos, raramente
encontramos que la foto elegida para recordarlos sea la misma que se lleva a las marchas. Esto marca, de alguna
manera, no tanto la necesidad de testimonio y certificación de las fotos carnet, más usadas por la generación de las
madres de los desaparecidos, sino la necesidad de marcar la singularidad que remite a esa huella física que ya no
está, a ese individuo que fue particular y único” (Da Silva Catela, 2009: 350).
89

Además, el hecho de que esté a la vista la diferencia de materialidades entre la pro-


yección y el hijo retratado (un haz de luz frente a un cuerpo tomado en todo su volumen)
hace que estos roles se mantengan pero con un corrimiento. El montaje no se esconde sino
que se presenta, precisamente para hacer evidente el encuentro fallido. Por ejemplo, el do-
blez y lo ajado de la foto proyectada subraya la materialidad de la foto y las marcas de su uso
por parte de los hijos –quienes desde niños buscan, miran y tocan la única foto con su pa-
dre o madre desaparecidos. Según Durán, la particularidad es que Quieto “no busca borrar
las marcas del montaje. Las dos partes de las imágenes, claramente tomadas en distintas
épocas, desnudan la imposibilidad real de esa unión. De esta forma, su ensayo da cuenta
de una tensión particular entre pasado y presente” (Durán, 2008: 137). Algo está mal en la
imagen, algo falta, sobra o se tambalea, como en una foto movida. La reunión de las imá-
genes no prioriza el pasado ni el presente, sino una nueva ocurrencia temporal. La misma
Quieto sugiere que sus fotos presentan un tercer tiempo irreal “que no es ni el tiempo de
la foto del pasado, ni la foto del hijo sosteniendo la foto de su padre ausente mostrándola
hoy. Un tercer tiempo iccionado, que no está claro” (Quieto, 2009: 4). Este tiempo puede
describirse como un tiempo anacrónico, ya que el anacronismo permite pensar en aque-
lla supervivencia o latencia que en la imagen interrumpe la linealidad temporal del relato
histórico, montando y superponiendo a la vez dos o más tiempos heterogéneos. Didi-Hu-
berman piensa el anacronismo, con clara inluencia warburgiana, como una latencia y una
memoria enterrada que hace que las imágenes se encuentren sobre y predeterminadas por
un “montaje de tiempos heterogéneos que forman anacronismos” (Didi-Huberman, 2008:
39). Es la intrusión de una época en otra, la coexistencia de tiempos diversos que rompe la
linealidad de lo histórico e invita a leer, con Benjamin, la historia a contrapelo.
Según Quieto, estas fotografías muestran “algo que ya no existe pero que existió,
que sucedió alguna vez. Y permite volver a reinventar, a recordar lo que sucedió en al-
gún momento” (Quieto, 2009: 5). No se trata entonces de una foto del presente, sino de
presentar una distorsión temporal que ponga al espectador en contacto con “un pasado
que se ha encontrado demasiado tarde” (Krauss, 2004: 234). Precisamente, el monta-
je es válido no cuando esquematiza la historia sino “cuando inicia y vuelve compleja
nuestra aprehensión de la historia (...). Cuando nos permite acceder a las singularida-
des del tiempo, luego a su esencial multiplicidad” (Didi-Huberman, 2004: 180). Es su
impacto sobre la misma supericie de elementos heterogéneos, incluso conlictivos, lo
que constituye precisamente la riqueza artística y política del collage y del fotomonta-
je (Rancière, 2010: 31). Como el resto de las fotos de este capítulo, que usan materiales
de la propia vida desplegados sin ocultar lo artiicioso de sus procedimientos, las fotos
de Quieto proponen nuevos regímenes de verdad. Estos están ligados a la reconstruc-
ción –“siempre estoy reconstruyéndome, reconstruyendo la historia que me generó”,
ha dicho Quieto (Bullentini, 2010)−, a la autoicción y al montaje como formas estético-
políticas de intervenir en la construcción de las memorias. 28
Un arqueólogo trabaja con restos: con indicios, huellas, marcas del pasado que se
descubren en el presente. Un fotógrafo produce esas huellas. Así, Lucila Quieto indaga

28 Para un análisis comparativo de las figuras del montaje y la alegoría en Benjamin, véase García (2010).
FOTOS DE FAMILIA

en esos restos mientras los causa: rodea con imágenes cada ausencia, precisamente para
que salga a la luz en cada fotografía. Arqueóloga productora de restos visuales, Quieto
ofrece sus fotos sin pretensión de verdad-objetiva o verdad-documento, más bien con
la certeza de que cada foto reconstruye el mundo que muestra, a la vez que lo interpela.
Visualmente relacionada con la serie de Quieto, en 2007, Verónica Maggi (Córdo-
ba, 1976) presenta El rescate, un conjunto de fotos a color donde su cuerpo desnudo es
escenario del pasado, recibiendo sobre la piel las fotos de la madre previas a su desapa-
rición. Maggi airmó, en comunicación personal, desconocer la obra de Quieto al tomar
las imágenes de El rescate, a pesar de que ambas series se valen del mismo recurso de
proyectar las fotos familiares sobre el hijo del desaparecido. Esta similitud y este des-
conocimiento no hacen más que reforzar una tendencia generacional y grupal, fruto
de una misma falta, que acerca a los hijos de desaparecidos a la fotografía como herra-
mienta de experimentación, en primer lugar, a las fotos familiares en segunda instancia
−como tesoros del pasado con los que realizar productos estético/temporales de otro
orden− y por último, a una puesta del cuerpo propio en cada obra.
La serie de Maggi se compone de 14 fotos a color del cuerpo desnudo de la artista
sobre un fondo blanco –sin muebles u otros objetos que se interpongan− sobre los que
se proyectan coloridas fotos familiares de los años 70. Las imágenes muestran en todos
los casos a su madre: la mayoría de las veces de vacaciones, en el mar, en la montaña, en
traje de baño, corriendo hacia la cámara, gritando, jugando con un perro; en varias apa-
rece con su pareja –abrazados o besándose−, en otra el ojo de la madre se metamorfosea
con el de la hija monstruosamente y en otra, la hija parece observar detenidamente y
desde afuera la escena familiar que se dibuja en su propio pecho.
Las fotos se recortan en la oscuridad y se imprimen sobre los fragmentos del cuer-
po de la fotógrafa. Estos fragmentos precisamente se perciben como tales con diicultad,
y en una segunda mirada, ya que en un primer momento prevalece el extrañamiento. La
foto que abre la serie, por ejemplo, sólo se comprende por las otras fotos, ya que muestra
una forma imprecisa similar a un rectángulo con una pareja a color en ropa de playa.
Que ese extraño rectángulo en algún momento, y sólo por contigüidad de sentido con las
otras imágenes, se convierta en el cuerpo de la hija es toda una declaración de principios
de la serie. Será sobre el cuerpo fragmentado y roto de la hija que se proyecta la ausencia
de la madre –o su presencia fotográica, a in de cuentas lo mismo−; sobre sus desnudos
retazos corporales se acunan las fotos de la memoria familiar.
En muchas de estas imágenes, no se trata tanto de la voluntad de inmiscuirse en
una foto del pasado como el deseo de ser la arcilla que anime el cuerpo de la madre, para
destacarlo y recortarlo de un fondo de oscuridad. Si en las series de Quieto y de Dell’Oro
el espectador estaba invitado a encontrar los parecidos físicos entre padres e hijos, dada
la continuidad visual de sus retratos, en El rescate dos fotos presentan esta perspectiva:
en una, la hija mira de frente a cámara y se superpone sobre el cuerpo de la madre en
pose similar; en la otra, ambas miran a cámara por el mismo ojo, un extraño, doble y
siniestro ojo. En toda la serie, Maggi se vale de viejas fotos familiares, las fotos de su
madre desaparecida, para reconstruir una vida anterior sobre los pedazos de su cuerpo,
una vida de vacaciones y feliz.
91

En el texto de presentación de su serie, Maggi airma que a través de viejas diapo-


sitivas proyectadas sobre partes de su cuerpo desnudo: “puedo intentar esbozar un pa-
sado −el mío− y al mismo tiempo un futuro −el de mi madre−. Ambos ineludibles. Y aquí
ya con esto, parece que empezara a primar lo autorreferencial” (Maggi, 2007). Esta bús-
queda “autorreferencial” por encontrarse a sí misma a partir de desnudarse y proyectar
sobre sí la imagen de su madre es sin dudas también una búsqueda anacrónica, ya que le
permite reunir el pasado de la hija –viva− y el futuro de la madre –asesinada. Tiempos
a contrapelo que se juntan y se interconectan en una misma imagen gracias al montaje.
El interés por conectar con –e incluso de ser− el futuro de la madre asesinada su-
braya la igura de los hijos como continuidad de los padres, sin dudas. Pero también gra-
ica un cierto intercambio de roles, que puede verse en una foto donde la mano de Maggi
parece sostener la mano mínima de un bebé, cuando en verdad es la mano de la fotógrafa
sosteniendo el brazo de su madre que, por cuestiones de escala de la proyección, se ase-
meja a la mano de un recién nacido. Algo de esta imposible “certiicación del futuro” y
“reconstrucción del pasado para el presente y el futuro” de las que habla Maggi, aconte-
cen aquí. Un trastrocamiento de los roles ‘naturales’ del ciclo de la vida. En su análisis
sobre la generación de los hijos de desaparecidos, Gabriel Gatti sigue a Butler para pen-
sar los modos paródicos en que los hijos de desaparecidos rearman los mandatos y los ri-
tos familiares. “Se trata de un acatamiento distanciado (...), de la obediencia respetuosa
pero con dudas de esas icciones magníicas, eicaces llamadas mis orígenes, mi identi-
dad, mi historia, mi herencia, mi sangre, mis deberes iliales, mis lealtades” (Gatti, 2008:
148). Gatti cree que toda identidad es icción e implica un trabajo de distanciamiento. Y
cree también que, en paralelo a aquel acatamiento distanciado, los hijos de desapareci-
dos se construyen a su vez en una continuidad con sus progenitores –coincidiendo con
sus gustos culinarios, por ejemplo. Es decir, se da un doble movimiento de identiicación
y distancia paródica con la generación de sus padres. Una duplicidad que puede verse
en algunas de las fotos de este apartado, cuyas reconstrucciones de las fotos familiares
nunca son exactamente lo que se espera del álbum y cuyo trastrocamiento hacia lo ines-
perado es justamente su riqueza.
Otras de las series fotográicas que utiliza fotos familiares para evocar la ausencia
del desaparecido en la propia vida es Recuerdos inventados (2003), en donde Gabriela
Bettini (Madrid, 1977) presenta –y se presenta junto a− su abuelo y su tío desaparecidos.
Ex militante de la sede de Madrid de HIJOS, ella es nieta, sobrina y bisnieta de desapa-
recidos. Este triple emplazamiento vincular suyo –que en verdad es mayor, ya que en
total son cinco los desaparecidos en su familia−, se suma al hecho de que sus padres y
ella se exilian desde Mar del Plata (donde vivían) a España, una vez acontecidas las des-
apariciones. Al igual que Brodsky, Luttringer y Germano, Bettini es también una exilia-
da, aunque a diferencia de ellos se ubica en la segunda generación de víctimas. Así, los
temas del exilio, el trauma y la memoria estarán presentes en muchas zonas de su obra,
fundamentalmente pictórica y objetual –hace instalaciones con muebles, con pasto ar-
tiicial, con espejos y otros materiales. Por ejemplo, su muestra Cuarto y mitad (2008)
investiga con mirada aguda el exilio y sus consecuencias en el espacio doméstico a partir
de objetos atravesados por el ilo del espejo (por ejemplo, un sillón partido al medio so-
FOTOS DE FAMILIA

bre un espejo, con una mitad real y la otra especular o imaginaria, intangible).
En la serie fotográica Recuerdos inventados, Bettini pone en juego un humor lúdi-
co y teatral al presentar al tío y al abuelo desaparecidos –en rigor, sus retratos fotográ-
icos− en diálogo con el cuerpo de la artista, mientras en contrapunto se ofrecen textos
legales sobre los hechos de estas desapariciones. De las diez fotos que componen esta
serie, tres muestran a la artista en diálogo histriónico con las fotografías de su abuelo
Antonio y su tío Marcelo, enmarcadas y colgadas en la pared; dos muestran cuerpos de
hombre que, a modo de máscaras, exhiben sobre sus rostros cuadros con retratos en ta-
maño natural de los desaparecidos (quien porta la foto del tío gesticula con su mano la
V de la victoria peronista); cuatro son fotos de textos (tres del informe de la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas -Conadep-, una de la carátula de un libro de
poemas de Edgar Allan Poe irmado por el abuelo); y por último, la que cierra la serie se
llama “foto de familia” y muestra a Gabriela sentada en una típica playa de la costa at-
lántica argentina delante de una enorme foto de familia en tamaño natural, donde se ve
a una pareja y sus tres pequeños hijos. La continuidad puzzle de la foto inal, el montaje
de dos tiempos en las imágenes del diálogo icticio e imposible y el uso de las fotos del
álbum familiar para reconstruir la ausencia acercan las fotos de esta serie a las del resto
del capítulo. Incluso la serie puede entenderse como un álbum ella misma, ya que las
fotos tienen la medida justa de las fotos de los archivos familiares, “fotos para estar en
un cuaderno o colgadas en un marquito en una casa; incluso también por la idea de las
fotos antiguas, que son más pequeñas aún” (Bettini, 2011).
El juego con la reconstrucción se profundiza cuando Bettini, para evocar el cuerpo
ausente, lo reconstruye a partir de otro cuerpo: un cuerpo real con una foto que reempla-
za su cabeza. Como no hay cuerpo del desaparecido, hay que encontrarle uno, ponerle a
esa cabeza/fotografía un cuerpo cualquiera, reanimarlo. En este sentido, la serie profun-
diza la puesta en juego del humor lúdico y teatral de algunas de las imágenes revisadas.
Especialmente cuando Bettini elige las fotos de los desaparecidos y las ubica para que los
gestos de los retratados dialoguen con ella: le sonríen, parecen estar leyendo el Nunca
más de su mano, miran hacia donde ella les señala o hacen el gesto peronista por exce-
lencia. Incluso hay una puesta que raya el humor negro al concederle un nuevo cuerpo al
desaparecido, llevando así el retrato del ausente hacia un borde que incomoda o da risa.
El trasfondo de estas falsas instantáneas de falsos momentos vividos por abuelo,
tío y nieta-sobrina contiene la verdad de lo imposible. Estas fotos existen para ser la
prueba y la constatación de su imposibilidad, y el artiicio evidente del mecanismo así
lo conirma. Reiriéndose a la foto familiar tomada en la playa donde está sentada junto
a su padre y sus tíos de niños, Bettini (2011) recordó lo trabajoso de este dispositivo a
la vista: “para poder ser parte de la familia tengo que hacer un artiicio tan forzado que
hasta yo soy mayor que mi padre”. Como en las series anteriores, estos autorretratos
son verdaderos como icciones, autoicciones, que apuntan a la ausencia y a aquello que
no pudo vivirse por la irrupción de la violencia estatal en la vida familiar. Imágenes de
situaciones hipotéticas –una charla, unas vacaciones− generadas, según la artista, pa-
ra “reparar”. Una vez más, el poder reconstructivo y reparador de la fotografía viene a
suplir la ausencia y su correlato en la falta de fotos y otros recuerdos. Bettini (2011) ha
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tenido que inventar, en sus palabras, “cómo hubiera sido la relación con esas personas si
las hubiera conocido. Tiene que ver con la idea de completar recuerdos que para mí son
incompletos”. Y es en este camino donde acude a recuerdos fotográicos icticios –aun-
que todo recuerdo sea siempre una icción, un invento.
La otra serie analizada aquí es Ausencias: detenidos-desaparecidos y asesinados de
la provincia de Entre Ríos. 1976-1983 de Gustavo Germano (Chajarí, 1964), quien es her-
mano de un desaparecido. La muestra se exhibió en diferentes ciudades del mundo y,
en el verano de 2008, se presentó en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires. Un
ejemplo basta para entender la dinámica de la serie, que en total consta de 14 dípticos.
En la primera foto de este díptico, la de la izquierda, se ve a dos jóvenes bajar corriendo
un terraplén de pasto, con horizonte de cielo detrás y un alambrado bajo, apenas visible.
Uno de los jóvenes, el de la derecha, lleva bigote y el corte de la foto impide ver la parte
de arriba de su cabeza. En la foto de al lado, tomada por Germano treinta años después,
se ve un adulto de bigotes, bajando solo el mismo terraplén pero ahora con un alambra-
do alto y nuevo detrás, con idéntica proporción de cielo y pasto, con el mismo encuadre
que deja fuera la parte de arriba de su cabeza, ahora pelada. Nadie hay a su lado esta vez.
A partir de presentar dos fotos casi idénticas Germano recrea, treinta años des-
pués, viejas fotos familiares de desaparecidos de su provincia, la misma donde desapare-
ció su hermano: mismos lugares, mismo encuadre, misma luz, mismos gestos y mismos
retratados salvo uno, el desaparecido, que en la foto segunda es siempre un vacío, una au-
sencia. Las primeras fotos son, en su mayoría, en blanco y negro, mientras que las fotos
segundas fueron sacadas en color en todos los casos. Unos pocos datos acompañan cada
par de imágenes: sólo el año de toma de cada foto, los nombres de las personas retratadas
y, en el caso del desaparecido, un asterisco debajo de la segunda foto en lugar de su nom-
bre. Nada se dice de lugares, parentescos o profesiones. Donde sí se habla de las vidas
de los retratados es en una publicación del diario Página/12, repartida gratuitamente a
manera de catálogo durante la exposición. Allí, además de un prólogo escrito por Hora-
cio Verbitsky, pueden verse algunos de los pares de imágenes acompañados de pequeños
textos que narran la historia de cada secuestro y describen las vidas de los fotograiados.
Sin embargo, este paratexto que hace las veces de catálogo liviano e incompleto (con el
que puede recorrerse la obra en paralelo) no es indispensable para indagar los signiica-
dos y alcances de las obras, que funcionan por sí solas de manera muy potente. Por últi-
mo, la muestra va acompañada de un video en loop permanente que muestra el detrás de
cámara de las fotos: con la canción “Desapariciones” de Rubén Blades de fondo, se ven
imágenes de Germano viajando por Entre Ríos, eligiendo fotos junto a los familiares, en-
cuadrando una y otra vez para que la foto de ahora copie ielmente a la de antes.
En una primera mirada, sucede con las fotos de Germano como con el juego de las
diferencias. Es inevitable, al recorrerlas, buscar desigualdades y continuidades ligadas
al paso del tiempo, no sólo en rostros y cuerpos: que si la cochera con techo de chapa de-
trás de las retratadas ahora es un garaje con losa, si el jarrón y el espejo son los mismos
treinta años después, si lo que antes era horizonte de río hoy es represa, si el alambrado
del campo es más fuerte y alto, si ampliaron la iglesia, si pusieron rejas en la casa. Mar-
cas de la modernización y del avance temporal que se vuelven carga y opresión para los
FOTOS DE FAMILIA

retratados, cuando se hace evidente que para ellos el tiempo continuó −y continúa− tras
la interrupción abrupta de otra vida. De hecho, la angustia de no poder ver a su hermano
envejecer fue uno de los disparadores del proyecto de Germano (Blejmar, 2008b). Hay
en esta serie una intención similar a la obra de Brodsky al visibilizar las trayectorias
interrumpidas de los desaparecidos, destacando las trayectorias de los sobrevivientes
que siguieron su curso vital.
Veamos algunos juegos visuales que pone en marcha la serie. Respecto de las pri-
meras fotos, estrictamente familiares en su origen, sucede como en el resto de las obras
de este capítulo: se produce una refuncionalización. La foto sale del ámbito de lo priva-
do para pasar a la esfera pública, con un marco institucional y artístico. La primera foto
genera preguntas que no tienen respuesta (¿quién dispara la foto? ¿Cuál es la situación
de toma? ¿Por qué el familiar eligió justo esta para retratar al desaparecido?) y, al ser
puesta en el contexto de una obra artística, se despega de su función anterior ligada a la
construcción identitaria familiar. Así, liberada de lo anecdótico, se generaliza. Es decir,
enfatiza los roles por sobre los sujetos −padre, madre, hijo, hija, amigos, novia, herma-
nos− por lo que, a pesar de que no estén los datos precisos, las poses tantas veces vistas
en álbumes propios y otros indicios hacen que las iliaciones se intuyan.
Mientras la primera foto sacude con preguntas sin respuestas, de la segunda foto
se sabe todo. Porque la intención del artista es franca, evidente en el conjunto: ubicar,
frente a la espontaneidad de la instantánea primera, una segunda fotografía que eviden-
cie la falta, que explore la ausencia hasta un borde ridículo. Una reconstrucción forza-
da, teatral, falsamente mimética. Una reconstrucción imposible donde sus personajes
están puestos para remedar la fugacidad de aquel instante: no sólo el cuerpo ausente lo
impide, ni el evidente paso del tiempo en objetos y personas, también los gestos endure-
cidos, la tristeza, las caras –esta vez sin sonrisa ni alegría. No se trata ya del álbum fami-
liar –Bourdieu (1989) dirá que la foto popular es un arte sin artista− sino de la produc-
ción artística de un sujeto. Germano logra homologar las primeras imágenes entre sí,
disímiles en su origen, a partir de un dictamen implícito: “ahora son todas fotos de des-
aparecidos”. Se produce un quiebre en la expectativa de las fotos; la segunda subvierte
la primera, modiica el esquema de lectura que la primera preveía; la hace devenir otra.
Sin embargo, la primera también tiene efectos sobre la segunda, convierte la ima-
gen de un fotógrafo profesional en una foto de un −falso− álbum de familia. ¿Se trata de
la foto que le falta o que le sobra al álbum? ¿Por qué el álbum necesita de estas imágenes?
Frente a la funcionalidad de las fotos familiares, hay algo de inútil en la foto segunda.
Este efecto encuentra su expresión más trágica quizás en la foto de un casamiento que
muestra a una mujer sola arrodillada sobre un reclinatorio doble en una iglesia, con una
rosa roja en la mano, y a un cura parado delante de ella. Esta foto explicita la falta por
sí sola, la imposibilidad del rito ante la ausencia del otro: alguien puede estar sentado
solo en una vereda, pero es imposible que una mujer se case sola –o con un fantasma. La
mirada de esta novia, treinta años después, aparece con una tristeza quizá sólo equipa-
rable al gesto de la madre que en el pasado acompañaba de pie a su hijo sentado y ahora
está frente a la silla vacía, mirando terriblemente a cámara. Infectadas y contaminadas,
las fotos de antes y las fotos de ahora se resemantizan de ida y de vuelta, generando una
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confusión alejada del equilibrio y poniendo en evidencia el hueco de la desaparición. Un


movimiento similar al que anima a las madres de desaparecidos chilenos cuando bailan
“la cueca sola”, un baile de a dos que ellas bailan sin pareja dejando en evidencia la falta
del ausente –voluminosamente− en el espacio de la danza (Carvajal, 2011).
Mientras que la primera imagen corresponde a la espontaneidad y lo cotidiano del
álbum familiar, las fotos segundas corresponden, según el fotógrafo a “situaciones ge-
neradas premeditadamente en las que alguien posa frente a la cámara –con naturalidad
y sinceramente– y que fueron tomadas con una intencionalidad clara y deinida: guar-
dar/revelar en ese instante treinta años de ausencias” (Ranzani, 2008). De estas fotos
de Germano puede decirse, con Butler, que “gracias a estas imágenes, el acontecimiento
no ha cesado nunca de ocurrir” (Butler, 2010: 125). La desaparición aparece perpetuada
densa y palpablemente entre una foto y otra. Quizá sea por el uso de una falsa instantá-
nea para construir la segunda imagen, que evoca precisamente esos instantes de verdad
que surgen cuando falta la verdad, según Hannah Arendt (Didi-Huberman, 2004: 57).
Las imágenes de Germano constituyen una obra sobre el tiempo y las maneras como la
ausencia provoca una extraña suspensión temporal, cercana al anacronismo y su mon-
taje heterogéneo. Las fotos, además, se proponen abstractas al aludir a toda una gene-
ración, tal como Brodsky y Quieto también se habían propuesto. Por ejemplo, al elegir
la foto junto al familiar del desaparecido, Germano evaluaba lo que fuera mejor para el
conjunto del proyecto, para “poder rescatar a través de las particularidades la universa-
lidad de esas 30.000 ausencias” (Ranzani, 2008).
La tarea de Germano puede equipararse, para usar una metáfora cinematográica,
con aquel director que ilma la remake de una película ya existente: tiene un guión que
no le pertenece y cuenta con elecciones de luz, actuación, encuadres, etc. que le antece-
den (a Germano la foto anterior le viene dada, a lo sumo fue elegida entre varias). Las
fotos de esta serie intentan ajustarse tanto a la anterior, que el rehacer de la foto se pare-
ce a la tarea de un Pierre Menard visual. El volver a poner en escena el modelo anterior
intenta ser tanto más exacto, cuanto más imposible sea en virtud de la ausencia, cuanto
más inútil devenga el resultado.

LA MEMORIA DE VIAJE, LA MEMORIA EN EL PAISAJE


Décadas atrás, por el costo de los materiales y el revelado, la fotografía analógica se re-
servaba para momentos especiales: casamientos, cumpleaños, viajes y vacaciones con-
formaban el valioso legado de las fotos familiares. Así, entre los ejercicios de memoria
que utilizan las fotos familiares, se destaca un nuevo conjunto: el de aquellas obras que
reconstruyen el viaje del desaparecido, buscando su memoria en los paisajes fotográi-
cos donde posó su mirada antes de la desaparición.
El viaje de Papá (2005) es una serie de imágenes fotográicas de Pedro Camilo Pé-
rez del Cerro (Buenos Aires, 1975). Se trata, en palabras del artista, de un “ensayo foto-
gráico con fotomontajes de las fotos del viaje por todo el mundo en la década del 60 de
Hernán Pérez del Cerro y autorretratos míos, su hijo” (Pérez del Cerro, 2005). Cada foto
tiene además en su borde inferior, formando parte de la obra y escrito en letra manus-
crita, un fragmento de la carta que su tía Magdalena le escribió a su padre, un mes des-
FOTOS DE FAMILIA

pués de que este fuera asesinado por la dictadura militar el 9 de junio de 1977. Además
de las palabras de la carta desglosada que acompañan cada foto, Pérez del Cerro intro-
duce y cierra la serie con textos –en la presentación de la serie, directamente se dirige en
primera persona a su padre.
Las veinte fotografías que la componen muestran interiores de hoteles o pen-
siones, gente extranjera (hombres con turbantes, niños y adultos orientales, negros),
pescadores, una mezquita, unos niños saliendo desnudos del mar. En casi todas ellas
aparece también un hombre joven y laco, de barba: es el padre desaparecido de Camilo,
quien documentó sus viajes por el mundo desde detrás y delante de la lente. En diez de
esas fotos, Camilo se entremezcla a partir del fotomontaje con las fotos que retratan a
su padre. El hijo aparece por abajo, por detrás, como fantasma, como retrato en la pared,
como otro comensal, como protagonista, como espectador. La aparición a color del hijo
en las fotografías en blanco y negro del viaje del padre es a la vez extraña y natural, como
lo es el parecido de estos hombres de edad aproximada.
Las fotos del padre, la carta de la tía y las intervenciones fotográicas del hijo crean
un diálogo de tres voces y tres tiempos, construyen una voz múltiple. Además, al igual
que en todas las obras que se valen de fotografías familiares, hay en esta un trabajo co-
lectivo con quien tomó las fotos anteriores. “Este trabajo fotográico lo hicimos juntos,
papá”, dice el hijo al principio de la serie, e incluso pone al padre en los créditos de la
obra, como coautor.
El trabajo de reconstrucción se hace evidente ya desde el uso del texto: lo primero
que se advierte es que, foto a foto, se reconstruye la narración de una carta. En segundo
lugar, por supuesto, se reconstruye el viaje del padre. La reconstrucción de los lugares,
las comidas y las personas de ese viaje se logra aquí no por un traslado físico del hijo
hacia esos horizontes –como en el caso de las series de Gaona y Nívoli analizadas a con-
tinuación− sino por una reconstrucción formal, en el sendero del montaje de las fotos de
Quieto, Maggi y Bettini. Inmiscuirse en las imágenes viejas permite trastrocar el tiempo
y la verdad de lo que muestran. Reconstruir esa foto faltante del álbum para que padre
e hijo puedan compartir una anacrónica instantánea de viaje donde, paradójicamente,
ambos tienen una edad similar. Tanto la edad como el parecido físico acentúan una de
las características que propone la serie: la continuidad entre el padre y el hijo, que será
permanentemente aludida y a la vez conirmadamente imposible, como lo prueban, por
ejemplo, la distancia entre el color y el blanco y negro de las fotos. Esta continuación se
maniiesta ya desde el texto de presentación, donde la lucha heroica parece ser retoma-
da por el hijo: “Porque de adolescente seguí el ejemplo de tu rebeldía ante las injusticias.
/ Porque ahora entrando a la adultez puedo mantener mis convicciones. / Porque segui-
ré creciendo y luchando para ser tan humano como vos papá” (Pérez del Cerro, 2005).
En algunas de las fotos, el hijo imita la pose del padre. E incluso colabora en esta identi-
icación el intercambio de protagonismo que se da en tres de las imágenes, donde el hijo
pasa a ocupar el lugar central en las fotos del viaje de su padre. En la primera de estas
tres, se ve al hijo poniendo manteca a una tostada mientras detrás de él hay un cuadro
colgado en la pared con la foto de su padre; en la segunda, el hijo de pie y de espaldas mi-
ra a través de una ventana la imagen fantasmal y gigante del padre; por último, la terce-
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ra es un autorretrato desenfocado donde se ve nítidamente detrás un primer plano del


rostro del padre –peculiar autorretrato del hijo que no enfoca al hijo sino al padre. Estas
imágenes parecen estar contando la vida del hijo más que los viajes del padre. Confun-
didos, igualados y distantes, padre e hijo aparecen en esta serie para exponer la ausencia
y la falta del álbum. Y para subrayar, como el resto de los artistas, la importancia central
de las fotos en la reconstrucción de la igura del padre desaparecido.
El libro Pozo de aire (2009) de Guadalupe Gaona (Buenos Aires, 1975) presenta
también imágenes de su álbum familiar –algunas, previas a la desaparición de su padre−
junto con nuevas fotos propias y poemas escritos por ella. Hay fotos de árboles, fotos fa-
miliares, un lago, montañas, dos chicos fuera de foco, un Renault 4R y su conductor vic-
toriosos, una casa grande, una nena sobre un bote, de la mano de su padre. Hay también
breves textos poéticos entre las imágenes, que ofrecen recuerdos y anécdotas vagas, y en
los que conviven voces de niña y de mujer, confundidas con los ruidos del agua y el bos-
que. Los paisajes fotográicos/poéticos que conforman esta obra generan incomodidad y
empatía. Desde las primeras páginas, Gaona introduce al lector/mirante en las imágenes
que va a encontrar mediante un breve texto poético que hace las veces de prólogo esqui-
vo. El texto explicita sin explicar; como al pasar describe aquello que está en el origen.

Con escaso equilibrio me paro en la proa del bote, mi papá en la isla, un conquistador en
malla, me da la mano. Mi mamá corre a buscar la cámara. Clic. Esta es la única foto que voy
a tener sola con mi papá.
El invierno llega más rápido de lo esperado y se lleva todo. El 21 de marzo de 1977
desaparece mi papá. Pero esa foto queda. Y muchas fueron las veces que revisé el cajón de
la mesita de luz de mi mamá para mirarla. Es en la imagen que más confío. (Gaona, 2009)

Esta imagen amuleto, el único retrato a solas de Gaona con su padre desaparecido
poco después de aquellas vacaciones en el Sur, será el nudo y sostén de todo el libro. A
esta imagen del bote la rodean otras fotos. Las ‘de antes’ muestran diferentes vacaciones
de la familia en su casa de Bariloche, vacaciones previas y posteriores a la desaparición
de su padre. Junto a esas fotos de álbum hay otras, mezcladas. Son las fotos que Gaona,
ya mujer y fotógrafa, toma muchos años después, cuando regresa a la casa de sus vaca-
ciones familiares. Salvo por indicios cromáticos o por las poses y la ropa, nada explicita
en el libro cuáles son fotos viejas del álbum familiar y cuáles nuevas. Aunque se pue-
de adivinar. Por ejemplo, las fotos actuales presentan paisajes vacíos de personas: a lo
sumo un joven a lo lejos, una mujer sentada en un banco de madera, unas siluetas en
una ventana. Paisajes de la quietud y lo deshabitado que la autora ya había explorado en
obras anteriores (por ejemplo en la serie sobre la casa vacía de su abuela). Y la dinámica
de la serie hace que importe poco distinguir cuáles son fotos nuevas y cuáles no, sino
más bien permite intuir lo que pasó entre ellas: la percepción de ese tiempo atascado, la
captación imperceptible de esa diferencia.
Como hija de desaparecido –al igual que otros artistas/hijos−, Gaona parte de una
falta y de un hueco: la ausencia de su padre, reforzada por la ausencia de fotografías
con él. Así, con su cámara, sale a buscar lo que no tiene: fotos. Y en este salir, cámara y
FOTOS DE FAMILIA

álbum en mano, va a escarbar para ver dónde estaba aquella felicidad, el rayo de luz de
ese pasado que se escapa para siempre. Gaona fotografía para encontrar y reconstruir
algo de esa imagen del bote, algo del momento feliz en esa huidiza refulgencia del pasa-
do. Para ver si aparecen en los pastos las marcas, las huellas de esas vacaciones y de las
fotos. Intentando atrapar el pasado no ‘tal como verdaderamente fue’ sino apenas en
un destello antes de que se escape. Justamente en la captación siempre inacabada de la
verdad de lo que fue puede ubicarse la fotografía. Por ello estas fotos de paisajes vacíos
se convierten en intentos repetidos que buscan –una y otra vez− reponer el telón de
fondo donde algo transcurrió: las luces del bosque en un claro, unas rosas o margaritas,
la supericie brillante del lago, las montañas nubosas. Un trabajo similar al de las fotos
hacen también los poemas, tanteando en las imágenes de la memoria para (re)construir
un momento en fuga.
La imagen que cierra el libro es una foto de un claro de bosque. Entre nubes, mon-
tañas y árboles, lo que vemos por último es un hueco de pasto seco, un terreno limpiado
por el hombre. Unas páginas atrás, uno de los primeros poemas anticipaba:

La familia que choca sus copas


y ríe a carcajadas apenas me arrulla.

Entre ellos y yo
hay un pozo de aire.

Aquella última foto podría ser también la foto de un pozo de aire: un hueco o una
falta que evoca y distancia –a la vez− la experiencia propia y la memoria familiar. Es jus-
tamente esta distancia entre ella y los otros, entre la vivencia actual y el pasado que se
resiste a volver, entre su mirada y las miradas de otros, aquello que hace rica y proble-
mática esta obra. Son los hechos del pasado –la tragedia que late en la mirada del pa-
dre− lo que mira Gaona a través del lente, años después. La yuxtaposición anacrónica
de las imágenes de antes y las de ahora crea ese tercer tiempo del que hablaba Quieto y
que, al igual que en Germano, habita el espacio del entre de las fotos. La repetición de la
forma conirma la imposibilidad de su repetición en el tiempo, pero también conirma
la brecha que se abrió en el mundo doméstico con la intrusión de la historia en forma
terrible. Respecto de la fotografía como técnica, las fotos de Gaona hacen tambalear el
estatuto de original y copia, de pasado y presente. Esta ambigüedad parece la condición
de posibilidad para evitar una mirada melancólica del pasado, al tiempo que evidencia
la riqueza de la fotografía.
Si las fotos de su padre, que originan las nuevas fotos, no son –no pueden ser− leí-
das como originales; las suyas propias, las del presente, tampoco pueden ser deinidas
como copias (¿de qué serían copias?). Unas y otras arman simplemente series –corres-
pondencias, diálogos− donde ninguna conserva un valor sagrado, intocable, irreprodu-
cible. La foto además no es aquí meramente un objeto de bella contemplación: el libro
tiene una factura impecable pero no lleva papel ilustración ni fondo negro (las fotos
aparecen al corte, completan cada página) e incluso tiene tamaño de agenda, cabe en
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una cartera. En todos los aspectos, incluso en éste, Gaona ha buscado que sea un libro
familiar, doméstico.
Un espíritu hermano al de la serie de Gaona anima la muestra Cómo miran tus ojos
(2007) en memoria de Mario Alberto Nívoli, nacido en Ucacha (Córdoba) y detenido-
desaparecido en 1977, en la ciudad de Córdoba. Este ensayo fotográico fue realizado por
su hija María Soledad Nívoli (Córdoba, 1976) en colaboración con el fotógrafo Gustavo
D’Assoro (Rosario, 1969). Dentro de los casos estudiados aquí, es el único en que la res-
ponsable del proyecto fotográico no es ella misma fotógrafa, por lo que ha debido con-
vocar a un tercero en calidad de coautor para que tome las fotografías actuales.
El origen de esta obra es el encuentro de la hija con sesenta diapositivas del padre,
tomadas durante un viaje de estudios a Bariloche en 1965. Sorprendida y desilusionada,
Nívoli advierte que de las sesenta imágenes, el padre sólo aparece en ocho: mirando para
un costado, de lejos o apenas visible en medio de los árboles. El resto de las fotos corres-
ponde a paisajes patagónicos, retratados por su cuidada mirada de aicionado. Son estos
paisajes, que contienen ya no a su padre pero sí su mirada, los que inalmente susten-
tarán Cómo miran tus ojos. Nívoli presenta la muestra diciendo que comprendió “muy
tarde que persiguiendo las huellas de su muerte había olvidado buscar las de su vida”. Y
entiende que, a pesar de que en la mayoría de esas dispositivas su padre no aparece re-
tratado, “allí estaba su mirada, su perspectiva particular, y un modo de representarse el
mundo a través de la cámara”. Que “la experiencia efímera de la mirada −que hace reco-
nocer la vida− estaba impresa en las imágenes que él había elegido sacar” (Nívoli, 2008).
Entonces, y como puntapié para la nueva obra, Nívoli y su colaborador eligen siete de
las imágenes de paisajes tomadas por el padre en Bariloche: un bosque de arrayanes, la
baranda de un puente sobre un río, una calle, una lor en medio del pasto, el frente de un
hotel de cuatro pisos, la Catedral al inal de una calle y unas ramas de la isla Victoria que
cubren toda la imagen. Decididos los encuadres, Nívoli y D’Assoro intentaron repetir
esa manera de encuadrar el mundo recorriendo los lugares por donde transcurrió la vi-
da del padre, buscando –con su mirada como referencia− calles, lores, árboles, frentes,
ramas y barandas interpuestas. El equipo trabajó durante dos años y medio siguiendo el
recorrido de la biografía del padre a lo largo de seis ciudades distintas, en un intento de
Nívoli por ver con los ojos del padre los lugares en los que vivieron él y su familia, algu-
nos de los cuales fueron un refugio cuando ya sentía la persecución a sus espaldas. Así,
consiguieron dobles inexactos de los paisajes rionegrinos en los siguientes lugares: Uca-
cha (donde nació el padre), Las Perdices (donde vivió con sus padres), Santa Fe (donde
estudió), Concordia (a donde se mudó con la madre de Nívoli tras sufrir un atentado
del Comando Anticomunista de Litoral), Córdoba (donde vivió la familia: el padre, la
madre, ella –nacida allí− y su hermano), nuevamente Santa Fe (tras la desaparición del
padre, la madre y sus dos hijos vuelven a esta ciudad a vivir con los abuelos maternos) y
Rosario (donde Soledad estudió Psicología y vive actualmente).
Las fotos, de tamaño relativamente pequeño, se ubican en la muestra formando
un entramado de imágenes, de la siguiente manera: arriba una línea horizontal con las
fotos del padre, las fotos antiguas, y debajo de cada una cuelga una línea vertical con
esa misma foto repetida en las diferentes ciudades. La muestra puede recorrerse ho-
FOTOS DE FAMILIA

rizontalmente, apreciando el espacio: los distintos lugares y los hitos de la vida fami-
liar que transcurrieron en cada sitio. O verticalmente, apreciando el paso del tiempo: al
transportar la mirada del padre desde su fotografía en Bariloche a los otros sitios donde
transcurrió la vida familiar, incluida la desaparición. El doble efecto de lectura es re-
forzado por el hecho de que cada foto se acompaña de una breve descripción de lo que
se muestra (“Costanera de Santa Fe, adonde iban a caminar mi mamá y mi papá”; “En-
trada al pasillo de nuestro depto. en Córdoba. Allí lo secuestraron el 14 de febrero de
1977”, “Facultad de Psicología de la UNR, a la que ingresé en 1995 y de la que soy egre-
sada y docente desde el año 2000”, entre otras). Nívoli presenta visualmente un cuadro
de imágenes de doble entrada con el periplo biográico de su padre y el suyo propio –sus
mudanzas, sus trabajos, los nacimientos−, y todo a partir de la mirada que el padre des-
plegó años antes. Lo que Jordana Blejmar ha llamado un “crossword iconográico de la
memoria” (Blejmar y Fortuny, 2011).
Al igual que Gaona, Nívoli vuelve a los escenarios en busca de un imposible: las
huellas del padre en aquello que miró, los ecos de su mirada en el paisaje. En un montaje
de presentes y pasados, las imágenes testimonian de una manera singular el paso del
tiempo y cómo la trayectoria familiar se ha visto afectada por la violencia política y la
represión estatal. Mientras algunos escenarios permanecen casi intactos respecto del
recuerdo de la vida familiar en ellos, otros han desaparecido o se vieron notablemente
modiicados −como el CCD “La Perla”, convertido en Espacio para la Memoria desde el
2007. Por otra parte, la propia mirada desde el presente modiica y resigniica la visión
de esos sitios, ignorante del próximo futuro siniestro: la mirada de las fotos que mues-
tran Bariloche desconocía lo que iba a acontecer en los años siguientes, y sin embargo
es imposible no bucear en ellas desde el conocimiento de la posterior desaparición. Casi
buscando la resonancia del horror que está por venir.
Por último, la muestra se acompaña de dos paneles con fotos del backstage de la
producción fotográica, que muestran los encuentros de Nívoli con parientes y amigos,
entre otras imágenes. Este modesto apéndice de la muestra da otra clave de lectura, y
es que el ensayo se convierte también en el motor y la excusa que le permite a la hija
regresar –o ir por primera vez− a los lugares más signiicativos de la vida del padre y de la
familia toda. Tal como ella lo relata, Nívoli se acerca a la gente, recoge testimonios, inda-
ga en ciertos sitios que hasta entonces sólo existían en el relato familiar pero en donde
ella nunca había estado. Por empezar, viaja por primera vez a Ucacha para tomar la foto
y allí conoce la casa donde nació su padre –incluso un tiempo más tarde expondrá allí la
muestra, cumpliendo un objetivo largamente ansiado. Además, en la producción de esta
serie hubo un hecho que marcaría un antes y un después en la historia familiar. Así lo ex-
plica Nívoli: “Durante el viaje pude conocer, por ejemplo, a la última persona que lo vio
con vida, en La Perla. Él nos conirmó que a mi papá lo habían matado tres días después
de su detención. Hasta ese momento nosotros no sabíamos si estaba muerto” (González
Cortiñas, 2007). Si, tal como se ha visto, el armado de una imagen permite muchas veces
a los hijos de desaparecidos empezar a realizar el duelo o suturar la falta, aquí el camino
hacia la imagen colabora explícitamente con la tramitación de la ausencia.
Desandando los caminos de su padre detrás del lente de una cámara, Nívoli (2008)
101

cree que las fotos “me ofrecieron la ocasión de encontrarlo un poquito en sus lugares,
recuperar fragmentos de su vida y sentir –aunque sea fugazmente− cómo miran sus
ojos”. La identiicación ya referida para otras obras de hijos de desaparecidos pasa aquí
por compartir un ojo, por andar en la mirada del padre, que es también una forma de
ponerse sus zapatos.

TIEMPOS RECONSTRUIDOS
Recapitulando, este conjunto de memorias fotográicas trabaja con las fotos familiares
para exponer los efectos de la represión como interrupción de una trayectoria biográ-
ica singular. Las consecuencias de este quiebre en la vida familiar y el entorno íntimo
del desaparecido hacen que hijos, hermanos, nietos recuperados y otros familiares sean
los protagonistas de estas imágenes. Para visibilizar las repercusiones de la desapari-
ción, estas obras retoman y reconstruyen aquellos retratos informales y ritualizados
que se toman en el interior de la vida cotidiana para construir una memoria familiar
fotográica: instantáneas de la vida corriente, de un tiempo anterior, donde no se veía
relumbrar el instante de peligro. En los casos de estas familias, una memoria en imáge-
nes que necesariamente tiene un hueco, una falta constitutiva. Como sostiene Joon Ho
Kim (2003), las comunidades imaginarias también son mediadas por las ausencias –por
las fotos que faltan y por quienes faltan en las fotos. Para reparar la ausencia de sus fa-
miliares es que estos artistas proponen sus fotografías, alejándose además del lugar de
fotógrafo único: comparten su estar detrás de cámara con aquellos familiares –o anóni-
mos casuales− que tomaron las primeras fotos. Así, hay siempre dos fotógrafos: juntos
en la misma imagen en la obra de Quieto, Maggi, Pérez del Cerro y Bettini; en diálogo en
conjuntos entremezclados en Dell’Oro, Gaona y Brodsky; separados en dos copias casi
idénticas en los casos de Germano y Nívoli. En algunas obras como las de Quieto y de
Germano, hay además una gestación colectiva en tanto las fotos primeras son elegidas
por los hijos, familias o amigos de los desaparecidos, e incluso los hijos comparten elec-
ciones respecto de la composición inal de la imagen.
Al usar las fotos familiares para reconstruir la foto que falta en el álbum, los artis-
tas evidencian con nuevas imágenes el hueco de la ausencia. Aquí la imagen se vuelve
reconstrucción de una foto y un pasado imposibles de rehacer (donde los padres verían
crecer a sus hijos y registrarían esos momentos para el álbum). Constituido por dos
tiempos imposiblemente coexistentes, el montaje iccional anacrónico funciona a la
vez como exposición del dolor y a veces como sutura simbólica de una tremenda fal-
ta. En estas fotos no prevalece lo falso, aunque sí muchas veces lo actuado: en las obras
de Germano, Pérez del Cerro, Bettini, Quieto y Maggi, por ejemplo, hay una actuación
que no oculta su procedimiento iccional (como cuando la actriz Analía Couceyro hace
de Albertina Carri en la película Los rubios, 2003). Los artistas que usan las fotos fami-
liares no intentan tanto representar el horror o el destino de los desaparecidos, como
la personalísima falta que han dejado, la ausencia en las redes familiares propias o del
familiar que retratan. Por eso rescatan las fotos de la vida anterior al secuestro, bucean
en el instante feliz del pasado anterior a la tragedia. Las fotos no muestran mártires ni
héroes, sino personas comunes en situaciones cotidianas y aun cuando alguna foto deja
FOTOS DE FAMILIA

traslucir la carga política del contexto histórico, lo que prima en ellas es el encuentro
íntimo entre padre e hijo.
Estos fotógrafos, hijos y hermanos de desaparecidos, intentan en sus obras dar
cuenta de la vida del ausente –de su biografía antes de la tragedia, sus gustos, su manera
de mirar al mundo− y del quiebre familiar y el vacío provocados por su desaparición. Los
artistas acuden al álbum como reservorio familiar de imágenes, como imperfecta prue-
ba de felicidad pasada. Distintas de las obras de los dos capítulos anteriores, focalizadas
en las huellas de la desaparición en el espacio público y en los dispositivos maquínicos
que llevaron adelante la represión, las obras de este capítulo –y también las del próxi-
mo− hacen pie en una búsqueda que comienza en lo subjetivo y lo familiar, incluso por lo
afectivo, evidenciando la trayectoria interrumpida de la persona desaparecida. Estos ar-
tistas exponen sus memorias ahuecadas para ir de lo familiar a lo público. Reparando y
evidenciando la ausencia, se inmiscuyen en las imágenes viejas para trastrocar el tiem-
po y denunciar la irrupción de la historia colectiva en sus vidas. Sucede lo que sostiene
Amado (2005: 225) para la serie de Quieto, que “no restituye ni colma el vacío con nin-
gún efecto de presencia”, sino que sólo puede registrar ausencia. Y, al relexionar sobre
la ausencia, estos artistas exponen un trabajo sobre sus propias memorias: sus inicios,
sus quiebres, sus faltas. Las obras fotográicas parecen dar cuenta de la “socialización
en ausencia”, que es un rasgo característico de los hijos de desaparecidos, capaces de
hacer identidad en el trauma: ese lugar lleno de heridas que puede ser a la vez habitable
y narrable (Gatti, 2008: 113). Lo lúdico –especialmente en las obras de Quieto, Maggi,
Germano y Pérez del Cerro− y hasta el humor negro en el caso de Bettini colaboran en la
tramitación visual de esta experiencia traumática.
Por otra parte, como se ha dicho, la generación de los hijos ha estado muy ligada
al uso de la imagen en sus intervenciones públicas de reclamo. Los artistas familiares
ponen numerosos recursos visuales en juego en estas fotografías, principalmente el uso
del montaje. Esta puesta en conjunto de dos tiempos en una misma imagen –a lo sumo
en un díptico−, convoca la extraña aparición de un tiempo que no coincide exactamen-
te con el presente ni con el pasado. Este nuevo tiempo, tercero y anacrónico, expone
el doblez y el quiebre en la historia reciente, tanto familiar como colectiva. Las fotos
familiares reconstruidas dialogan con el dictamen barthesiano del ‘esto ha sido’, al ser
precisamente un documento de lo que nunca fue, de lo que fue interrumpido (en algu-
nos casos hasta es un documento de lo que se muestra a pesar de no haber sucedido).
Este intento repetido de reconstruir un momento imposible, lejos de anular el valor de
verdad de estas fotos, expone la verdad de lo perdido al jugar con el tiempo, al presentar
un nuevo tiempo que desnuda la ausencia. Si lo propio de las fotografías es ese momento
irrepetible que captan, en las obras de estos artistas lo irrepetible también sucede: en
ese encuentro nuevo entre padres e hijos, en el modo único en que la luz de la foto más
antigua cae aquí y ahora sobre el cuerpo de los hijos (Quieto, Maggi), en la distancia que
media entre las fotos de antes y ahora (Germano, Gaona, Nívoli, Dell’Oro), en el compar-
tir un viaje (Pérez del Cerro), en la instantánea del diálogo con los familiares ausentes
(Bettini) y en la explicitación de la trayectoria truncada (Brodsky).
Proponiendo nuevos regímenes de verdad metarrelexivos, plegados y autoiccio-
103

nales, estas series mezclan, funden y confunden fotos de antes −que es siempre antes
de la desaparición de sus seres queridos, ocurrida durante la infancia o la juventud de
los artistas− con fotos de ahora. La puesta en común de dos tiempos tiene mucho de
distancia extrañada y anacrónica, de imposible encuentro entre dos miradas. Mientras
las fotos de ahora intentan alcanzar-rememorar algo de las de antes, es precisamente
la totalidad de cada una de estas series lo que documenta la imposibilidad de lograrlo.
Justamente porque exponen la lejanía, el hueco, el espaciamiento, el hiato entre el que
mira (o miró) y lo mirado. A la vez que estas obras intentan achicar la distancia, nos
perturban con la mostración de esa distancia, correlato de la grieta que se abrió con la
desaparición. En el espacio del entre de las imágenes del pasado y del presente, en esa
confusión, se genera un tiempo atascado que se vuelve precisamente el corazón de ca-
da serie. Necesariamente imposibles, estas miradas anacrónicas remontan la pérdida a
partir de lo poco que queda: apenas algunas fotos como restos de lo que fue. Y tras esas
huellas del pasado parten, con la cámara, para seguir produciendo huellas.
Además, al tematizar la ausencia del cuerpo del desaparecido, estas series de imá-
genes presentan muchos y diferentes cuerpos: de papel, de carne, de luz. En Quieto y
Maggi, los duros tiempos de felicidad perdida –los tiempos del nacimiento y de la infan-
cia, o incluso muchos previos− aparecen proyectados sobre el cuerpo de los hijos. Ellos,
duplicados y crecidos, dan testimonio del tiempo que se interrumpió. Sobre los hijos se
proyectan las fotografías de los desaparecidos, así como en las marchas los familiares
cargan en sus cuerpos las fotos de los ausentes. La piel desnuda o la ropa son el soporte
material de estas imágenes, y se vuelven huella en un doble sentido: huella fotográica
y también huella de los padres −la huella familiar− sobre los cuerpos de los hijos: una
marca real, una huella de luz indeleble (como en un rollo de película, los hijos se ‘expo-
nen’ a la luz que proyectan sus padres). En el viaje reconstruido de Pérez del Cerro, los
cuerpos de padre e hijo, semejantes en edad y parecido físico, conforman un juego de
dobles que deja a la vista, a la vez que el artiicio del montaje, la puesta del cuerpo del
hijo. También Bettini pone el cuerpo propio en estas fotos, aunque ya no es tanto entrar
en las imágenes viejas de álbum para subvertirlas desde adentro, sino armar con ellas un
escenario de diálogo en donde se pueda poner en palabras y explicar –a ella misma, a los
desaparecidos− el pasado doloroso. Otro recurso visual que elige Bettini es el reemplazo
del cuerpo, el agregado de la cara del desaparecido –a partir de la foto− a un cuerpo real,
absurda y tristemente convertido ahora en el ausente. Si Germano evidencia la falta del
cuerpo a partir de esceniicar su falta, Bettini propone una reconstrucción/reanimación
del cuerpo del otro a partir de un nuevo cuerpo. Por su parte, las series de Gaona y Nívoli
buscarán en el paisaje las marcas y huellas de la mirada de su padre –casi como último
atributo físico paterno con el que se cuenta.29 En el caso de Germano es la falta de cuer-
po lo que queda en evidencia, la prueba de la falta de pruebas, la muerte como abrazo a
la nada, como foto de veraneo sin gente y como puntos en lugar de nombres. Cobra im-
portancia lo que no puede verse, el vacío subrayado por los sobrevivientes en acciones

29 Así como la mirada es rescatada por estas series como un rastro identitario que les permite a las hijas un
acercamiento a las figuras del padre, la voz grabada del desaparecido (y escuchada por su hijo y su nieto) genera en
la obra Mi vida después (2009) de Lola Arias, un efecto parecido.
FOTOS DE FAMILIA

inútiles y repetidas, gastadas. Todos son intentos de esceniicar el primer componente


de la triple falta –cuerpo, duelo y sepultura− constitutiva de la desaparición.
Desde los juegos con la imagen y el tiempo, cada serie reinventa paisajes particula-
res, logrando construir memorias fotográicas del pasado doloroso. Las obras parten de
la incompletitud del álbum, de una memoria familiar en imágenes que tienen un hueco,
una falta constitutiva e irreparable. Será con la creación de nuevos artiicios visuales,
ya subrayando o remediando la falta, que se intente cerrar el círculo familiar quebrado.
Son artiicios que, al trastrocar el orden de las cosas, desafían momentáneamente a la
historia e indagan en el pasado reciente desde la vivencia propia. Antes que proponer
una versión verdadera y deinitiva de ese pasado doloroso, estos ejercicios fotográicos
de memoria toman la forma de singulares reconstrucciones que proponen juegos tem-
porales y montajes. Así, estas obras se valen de la fotografía para presentar la verdad
anacrónica de la ausencia y para forjar como un laborioso constructo una identidad fa-
miliar contra los avatares de la historia que la ha impedido de hecho. No desean el regre-
so al pasado, ni se instalan en la melancolía. Se abocan a la construcción de un tiempo
presente y nuevo, donde lo que duele está vivo, y duele como falta.
105

4
CAJAS CHINAS: LA FOTO DENTRO
DE LA FOTO Y EL RETRATO COMO TESORO

De la misma manera que el niño agrupa por primera vez


sus miembros al mirarse en un espejo, nosotros oponemos a la
descomposición de la muerte la recomposición por la imagen.
RÉGIS DEBRAY

Como se ha visto, la fotografía es la técnica artística paradigmática para evocar al ausen-


te. Su –tan discutida− relación con lo real y su calidad de huella del sujeto plasmada en el
material fotosensible la convirtieron en verdadero registro y garantía de perduración del
pasado. Por esta razón, será con la muerte –aquella ausencia máxima− con quien la foto-
grafía mantendrá estrechos y variados vínculos desde sus inicios. Según Barthes (2006) el
punctum de la fotografía es ‘va a morir’, ya que la fotografía expresa la muerte en futuro. En
cada foto, ocurre a la vez la presencia −la seudopresencia− del objeto en imagen, además
de la certera ausencia de este: el signo de la ausencia es, precisamente, la propia fotografía.
Es decir, se produce en ella, simultáneamente, un atascamiento de la imagen en el tiempo
y la consecuente desaparición del futuro como posibilidad, anticipando sin embargo el fu-
turo de la propia ausencia en el mundo. Así, la fotografía constata, en la seguridad del ‘algo
ha sido’, el certero ‘ya no será’. En la misma dirección, Susan Sontag (2006) cree que toda
la foto es un memento mori, ya que certiica el paso del tiempo.30
A ines del siglo XIX y comienzos del XX, debido al alto costo de las primeras tomas
y a lo poco frecuente del evento fotográico, muchas veces algún integrante de la familia
fallecía sin haber sido retratado. La última oportunidad de hacerlo era durante las prime-
ras horas que seguían a la muerte, dentro de un género preciso y muy usual por entonces:
el retrato fotográico de difuntos. Respecto de la importancia de la foto mortuoria para el
duelo, Virginia de la Cruz Lichet sostiene que “la fotografía funciona en cierto modo como
una compensación (...); ocupa así un lugar en un ceremonial que cumple su función social
y constituye su último acto. Permite a la vez recordar y dar licencia para olvidar” (De la
Cruz Lichet, 2005: 166). Por su parte, Piroska Csúri (2004) airma que fotograiar a los
familiares muertos era una costumbre general después de la difusión del proceso fotográ-
ico, ya que permitía tener un último recuerdo a la gente que no tenía los medios econó-
micos para acceder a retratos pintados de sus seres queridos. “Cuando la muerte natural
gradualmente se retiró del hogar familiar y se trasladó al hospital, la representación del
cadáver también se retiró poco a poco de la narrativa visual de la familia” (Csúri, 2004).
En paralelo a los retratos fotográicos de difuntos era también costumbre tomar
retratos de personas o familias fotograiadas durante el luto por el ser querido, hecho

30 Agradezco a Gustavo Tudisco, Norberto Salerno y Diego Guerra el haberme proporcionado para este capítulo, incluso
antes de empezar a escribirlo, valiosos aportes en ideas e imágenes antiguas.
CAJAS CHINAS

indicado no sólo por la vestimenta negra de los familiares o la gravedad de su pose, sino
fundamentalmente por la aparición del retrato fotográico del difunto –retrato, en ge-
neral, tomado en vida− acompañando como si estuviera allí con su familia.31 Como es de
sospechar, no fue la técnica fotográica sino la pintura el medio donde nació el ‘retrato
con retrato del familiar ausente’: tanto las pinturas como los daguerrotipos con retratos
pintados del familiar ausente anteceden y coexisten con las fotografías de los deudos
sosteniendo fotos.32 Parafraseando la cita de Régis Debray (1994) que abre este capítu-
lo, el objetivo de estos retratos es evidente: recomponer físicamente el cuerpo ausente
mediante el artiicio de recomposición de lo real más acabado y más barato, es decir, la
fotografía. Una vez recompuesto, se fotograiará ese cuerpo de papel impresionado por
la luz junto a los otros cuerpos, los reales, para convertir al conjunto familiar en un nue-
vo momento detenido en una imagen.
Estos retratos conirman la icción de la reunión de la familia a pesar de la muer-
te y la ausencia física. Por supuesto, nunca se los ha considerado una falsiicación, sino
una muestra de unidad simbólica. En su libro sobre fotografía y remembranza, Geofrey
Batchen (2004) cree asimismo que las personas que sostienen álbumes en las fotos re-
presentan su relación con la dinastía familiar. “Sostener una fotografía dentro de una
fotografía responde a la necesidad de incluir la presencia virtual de aquellos que, de otra
manera, están ausentes” (Batchen, 2004: 12, traducción propia). Por ello, el luto es una
de las principales razones para tomar uno de estos retratos dobles, que permiten que la
vida y la muerte estén cara a cara frente a la cámara. Estos retratos convierten la expe-
riencia de ser fotograiado en un acto explícito de recuerdo.
Acerca de estas imágenes, Andrea Cuarterolo sostiene que “el retrato dentro del
retrato funciona como un ‘objeto transicional’, es decir, un objeto mediador que permi-
te poseer simbólicamente el cuerpo del otro, del ser amado que ha partido. La segunda
fotografía resume así, de alguna manera, la función de la primera: la representación y el
recuerdo de la persona amada. Este tipo de retratos tenía además otro propósito. El luto
era casi un mandato social. Las mujeres seguían vistiendo de negro, pasados incluso va-
rios años de la muerte de sus esposos o hijos. La fotografía mostraba así que las mujeres
eran buenas y cumplían las pautas y costumbres establecidas para la gente de su clase”
(Cuarterolo, 2003: 98). Así estas fotografías, engarzadas en las convenciones propias de
la época, retoman y profundizan los roles del retrato familiar. La foto dentro de la foto

31 Las capas burguesas, en su afán de representación y de obtener signos que confirmaran su reciente seguridad
material, fueron la clientela dilecta del retrato fotográfico, democratizándolo de manera definitiva –antes, el retrato
pictórico era un lujo exclusivo de la clase más acomodada; ahora, la posesión de un retrato fotográfico otorgaba
al burgués cierto status social y económico (Freund, 2006). En los principios de la fotografía las imágenes, que
necesitaban largos tiempos de exposición, se tomaban en los interiores del estudio del fotógrafo (en general, un
pintor o comerciante seducido por los beneficios económicos de la nueva técnica). Esto, sumado a los estereotipos
propios del género pictórico al que quería emparentarse el retrato fotográfico, establecieron pautas rígidas que debían
seguirse al tomar la imagen, reguladas por fuertes convenciones respecto de ángulos, encuadres, iluminación, fondos,
escenografías, vestimenta, accesorios y, fundamentalmente, las poses y gestos de los sujetos.
32 En cuanto a la pintura, no hubo sólo retratos mortuorios (pintados estando la persona ya muerta, muchas veces con
el agregado de su propio cabello en la pintura) sino también de retratos pintados de los deudos mostrando el retrato
pintado del difunto (en la mano, en una mesita contigua). Por otra parte, es necesario mencionar que el daguerrotipo
se distingue de la fotografía con negativos por su calidad de objeto único del que no se pueden hacer copias (la
imagen se formaba en él sobre una superficie de plata pulida como un espejo). Su cualidad de original lo hacía muy
valioso, un objeto único, imposible de reproducir, que atesoraba muchas veces la única imagen de una persona. Quizás,
el fotografiar un daguerrotipo haya sido una inteligente manera de reproducirlo y de multiplicar así las posibilidades
limitadas de circulación de esa imagen.
107

hace que el propio retratado no sólo maniieste su condición de individuo mostrado en


su singularidad (con los atributos que correspondan a su posición, por ejemplo) sino que
se presente fundamentalmente en virtud de la relación que lo une a la persona ausente:
son claramente retratos de hijos, madres, padres, esposos, hermanos. Retratos de deu-
dos. Por el pequeño espacio de la foto del muerto se cuela un sentido nuevo que impregna
todo, como lo hacen las señales de luto. Algo ineludible que ubica la falta en primer plano.
Retomando los conceptos de Hirsch (1997) acerca de cómo las fotografías se loca-
lizan en el espacio de la contradicción entre el mito de la familia ideal y la realidad vivida
de la vida familiar, puede airmarse que el ideal de familia al que apuntan estas fotos
es, en principio, el de la familia completa. Aquí, la completitud es claramente un rasgo
perdido y es la fotografía la que viene, por partida doble, a remediar esta eventualidad, a
cerrar gracias a su artiicio visual el círculo familiar quebrado.
Por otra parte, estas fotos de deudos con fotos subrayan el carácter material de la
fotografía. Según Batchen, en las fotos dentro de fotos pareciera que “los sujetos qui-
sieran llamar nuestra atención no sólo hacia la imagen que sostienen, sino también a
la fotografía misma como una entidad tangible, a la solidez reconfortante de su función
memorial” (Batchen, 2004: 14, traducción propia). La foto, por supuesto, no es sólo una
imagen en dos dimensiones sino una cosa en tres dimensiones. Es innegable que des-
de el instante que un cuerpo es fotograiado, el papel fotográico comienza a amarillear
(Belting, 2009: 228). Toda foto es, a la vez, una imagen y un objeto físico, ya que tiene vo-
lumen, opacidad, tactilidad y una presencia física en el mundo, además de estar inmersa
en interacciones subjetivas y corporales (Edwards y Hart, 2004). Las fotos son objetos
que existen en el tiempo y en el espacio, que se atesoran y se avejentan, incluso que se
pierden. Sin embargo, esta cualidad objetual de la foto no aparece en primer plano cuan-
do se la mira. La transparencia del medio es tal que, siguiendo a Batchen, para poder ver
aquello acerca de lo que es la fotografía debemos primero suprimir nuestra consciencia
de lo que la fotografía es en términos materiales.
Este interesante y temprano uso de la fotografía dentro de la fotografía modelará un
formato cuyos ecos pueden imaginarse en algunas elecciones estéticas actuales, bajo la
premisa de que existe una “pos-vida, o capacidad (...) que tienen las formas de jamás morir
completamente y resurgir allí y cuando menos se las espera” (Didi-Huberman, 2008: 17).
La fotografía en su condición material será abordada entonces por ciertos artistas, en es-
pecial para documentar la relación de los familiares de desaparecidos con la imagen del au-
sente, en todo su espesor de papel fotográico. Esta comparación intenta promover un diá-
logo y una relación que no será ni lineal ni determinista sino anacrónica (Didi-Huberman,
2008) entre los viejos formatos y algunas iguras contemporáneas de los desaparecidos.

EL RETRATO DEL DESAPARECIDO COMO GÉNERO


Como se ha airmado, la fotografía como recurso de la memoria tiene una larga historia
junto a los movimientos de DDHH, en especial en el reclamo de las Madres de Plaza de
Mayo y otros familiares por conocer el destino de sus hijos desaparecidos. Llevar sobre el
pecho la foto del desaparecido se ha convertido en parte de la iconografía de este reclamo,
reconocida mundialmente. Y puede relacionarse con el uso antiguo de llevar la foto de un
CAJAS CHINAS

ser querido muerto en un medallón. “La imagen del desaparecido transportada sobre el
cuerpo es una forma minimalista de exhibición pública que denota la fuerza del vínculo
familiar primordial”, airma Ludmila da Silva Catela (2009: 352). La publicidad de la emo-
ción privada se constituye así en parte del reclamo. Por su parte, Nelly Richard asegura
que el compromiso con el recuerdo es la clave central de las elaboraciones simbólicas de
los familiares de las víctimas que “frente a la ausencia del cuerpo deben prolongar la me-
moria de su imagen para mantener vivo el recuerdo del ausente” (Richard, 2007: 144). A
su vez, los retratos colgados en los cuerpos de los manifestantes –retratos que sí dan la
cara− se vuelven acusadores del anonimato que protege muchas veces a los victimarios
(Richard, 2007: 168). Es la mirada de los ausentes la que acusa y clama por justicia.
Una vez más, la técnica fotográica es pensada como dispositivo paradigmático de
representación de la ausencia, a la vez que herramienta de lucha por la memoria y la
justicia, como estandarte político de la desaparición de los cuerpos. La foto, entonces,
bandera acusadora que viste un cuerpo, aparece en el espacio público en un intento de
quebrar tanta invisibilidad. La foto se vuelve una prueba de vida ante la fuerza desapare-
cedora que borra personas y, junto a ellas, borra también sus huellas. Si los militares “no
sólo habían desaparecido a las personas sino que después desaparecieron a los desapa-
recidos” al borrar sus huellas (Calveiro, 2008: 163), precisamente las fotos −contigüida-
des de luz de esos cuerpos y esas vidas− se convierten en una herramienta de identidad
y memoria. Las fotos extraídas del álbum familiar o del documento de identidad han
tenido como efecto denunciar no sólo las circunstancias de la desaparición de miles de
personas sino el hecho de que esas personas tenían una vida, una identidad, un nombre
y una biografía previa al secuestro (Longoni y Bruzzone, 2008: 52).
Precisamente y como se ha visto, en este uso de la fotografía como herramienta de
reclamo y lucha por la memoria hay una fuerte puesta en primer plano de los vínculos
familiares. Serán los integrantes de la familia del desaparecido –en sus roles de madres,
hijos, abuelas, hermanos−, quienes reclamen por la aparición con vida del ser querido.
La memoria del desaparecido, resguardada en su retrato fotográico, aparecerá entonces
fuertemente acompañada por los restos de una familia necesariamente incompleta. Es-
te hecho se ve prontamente relejado en manifestaciones artísticas, muchas nacidas de
los relatos visuales que los propios familiares van armando acerca del ausente. A conti-
nuación, se analizarán tres series de fotografías que, además de dialogar con la herencia
de estas ‘fotos del desaparecido’, arman visualmente una escena que no es extraña al
género comenzado por aquellos daguerrotipos y primeras fotos de familias sosteniendo
las imágenes del ausente.

LA FOTO COMO TESORO


Antes de emprender su trabajo sobre la ex ESMA, Inés Ulanovsky presentó en 2006 la
muestra y libro Fotos tuyas, donde indaga la relación de las familias de los desapareci-
dos con las fotos de los ausentes. Las fotos muestran a hijos, hermanos, padres junto a
portarretratos, junto a fotos en cajas o sobre la mesa. Muestran qué hace cada uno con
las fotos, que es preguntar también qué hace cada uno con la ausencia. Qué fotos con-
servan, cómo las guardan, cómo posan junto a ellas y otras cuestiones atraviesan estas
109

imágenes, divididas en nueve secciones, nueve grupos familiares. Cada uno de estos gru-
pos está además antecedido por una pequeña esquela manuscrita de alguno de los retra-
tados: “Mi querido hermano Mario, mi amigo, fue asesinado...”; “mi hermana... habita
el río desde entonces...”; “Mi viejo. Se iba mientras yo llegaba. Nunca pudimos vernos
las caras. A veces puedo sentirlo, a través de sus fotos...”. En el texto que acompaña a la
muestra, la curadora Julieta Escardó explica que las fotos exploran el lugar que ocupan
“las fotografías de los desaparecidos, atesoradas por sus hijos, hermanos o padres. Acer-
cándose a ellos íntimamente, los confronta con esas imágenes y bucea en la relación
particular que surge entre el familiar y sus fotografías” (Escardó, 2006).
La foto aquí no es solamente una evidencia o la salvaguarda de un recuerdo: es
además y principalmente un objeto. Una cosa que ocupa espacio, se atesora, se apila, se
avejenta. La foto aparece como objeto de cuidado, de descuido, olvido y memoria. Hay
fotos de cajas y cajones llenos de fotografías, de fotos en álbumes, en repisas, en paredes.
Estas fotos/objetos van acompañadas por partes de cuerpos de los familiares: espaldas,
cabezas, torsos, brazos y manos que las sostienen. Aunque muchas veces también apa-
recen retratos de sujetos de cuerpo entero (uno o varios), el efecto metonímico refuerza
la idea de resto, de recorte o retazo, y conirma que el protagónico del ensayo lo tiene la
relación con las fotos del desaparecido. Fotos que son tuyas en dos sentidos: porque el
familiar podría nombrar así las fotos del ausente −“son tus fotos las que conservo”−, pe-
ro también porque no son autobiográicas de la artista sino que son de otros − “tuyas”−,
de los familiares del ausente a quienes se propone retratar.
Algunas de estas fotos proponen un juego de cajas chinas, especialmente al tomar
las fotos del pasado como objetos que son, en suma, cosas fotograiables. Por ejemplo, el
noveno y último grupo de fotos presenta a la familia de un joven desaparecido: hay una
foto de una foto en blanco y negro del muchacho con las manos en los bolsillos. Luego
esa misma foto se ve en las manos de una mujer que podría ser su hermana o su esposa,
y también colgada de una soga sobre las cabezas de su ¿madre? y ¿tía o hermana? La
visión de la foto sola y luego sumada a la foto en manos de otros refuerza la ausencia −no
haría falta la foto en mano si estuviera la persona− y el vínculo –claramente, estas muje-
res son la familia del desaparecido.
En otros casos, aparecen sólo las fotos. Fotos de fotos, fotos de portarretratos de
marco brillante, que sobresalen sobre fondo oscuro como los fotogramas de una memo-
ria. Este efecto de quitar todo alrededor a una imagen, de despojarla de los familiares
que la atesoran y de los lugares donde las guardan, no quita sin embargo y debido al efec-
to de la serie, las marcas de lo que falta. Por ejemplo, hay una foto vieja en donde se ve a
una mujer con dos niños, todos con una mueca grave o triste en la cara. La ausencia del
padre, reforzada por la carta de la hija hablando de su padre asesinado y por el resto de
las fotografías de este grupo, hace que se resigniique la lectura de la foto sola. Y que se
abran otras preguntas: ¿Qué pasaba en ese momento? ¿Se parece esta foto a la de cual-
quier álbum? ¿Quién, la fotógrafa o la hija, eligió esta imagen entre tantas?
De esta manera, tal como ocurría con otras fotos, se produce una salida de la foto
del álbum familiar y una reinserción en la nueva serie de ‘fotos del desaparecido’ que las
reubica y trastroca. Ocurre también aquí una refuncionalización de fotos que en princi-
CAJAS CHINAS

pio eran estrictamente familiares y que, frente a la desaparición, se modiicaron al tener


que salir al ámbito de lo público. La propia Ulanovsky reiere que se imaginaba el mo-
mento en que habían sido sacadas esas fotos familiares. En una tarde de sol, o durante
un cumpleaños, o en alguna noche aburrida, alguien capturó esas imágenes, sin imagi-
nar cuál sería, inalmente, su destino (...) hasta que un día se convirtieron en algo más:
ahora son pruebas, son símbolos, son historia” (Ulanovsky, 2006).
En este espacio ambiguo entre lo doméstico-familiar y la historia colectiva tam-
bién se ubican los textos manuscritos que acompañan y abren cada subconjunto de la
serie. En principio, permiten el anclaje de los roles de los sujetos fotograiados. Que ha-
blen de un hijo, un hermano o un padre genera un horizonte de expectativas en quien
mira y ayuda a imaginar los lazos que unen al retratado con el ausente. Además, aunque
cada texto es diferente y extremadamente singular, todos cuentan las circunstancias de
la pérdida y de esa manera se universalizan en su especiicidad. Lo que cuenta cada fa-
miliar allí es único, aunque esta misma construcción de sentido los convierta a todos en
familiares de desaparecidos.
Así, la serie permite adentrarnos en la singular relación de cada grupo familiar con
sus fotos, ya que expone indicios sobre el tipo y la cantidad de fotos de los ausentes; so-
bre el lugar de la casa en que ubican las imágenes; las maneras en que se paran frente a
ellas; el cuidado posterior de esas imágenes (si están recortadas, fotocopiadas, enmar-
cadas, en álbum); si conviven con los objetos cotidianos o tienen un lugar destacado. Las
fotos son las respuestas visuales a las preguntas que Ulanovsky les hacía a los familiares
en sus visitas, durante las que indagaba acerca del vínculo con las fotos, cuáles eran sig-
niicativas y por qué, con qué frecuencia las veían, de qué manera las conservaban. De
esos diálogos mientras se tomaban las imágenes dan cuenta unos textos más largos que
el libro de Ulanovsky (2006) tiene como cierre al inal de cada historia familiar y donde
cuenta lo que los familiares les decían de su relación con las imágenes. En realidad, Ula-
novsky quería que ese fuera el tema de las esquelas manuscritas, pero todos los retrata-
dos preirieron escribir sobre el ausente, sobre las circunstancias de su desaparición y,
en algunos casos, sobre la propia vida como familiar de desaparecido.
Las fotos de los familiares retratados por Ulanovsky, en su mayoría hermanos e hi-
jos, se distinguen de los usos más experimentales y anacrónicos de la fotografía vistos en
el capítulo anterior. Aquí más bien, la foto familiar del ausente es conservada como un
tesoro y este gesto es subrayado por la cámara de Ulanovsky al darle protagonismo a cada
imagen. En la entrevista, la artista airmó que “muchos de los hijos conocieron a sus viejos
por las fotos. La típica caja de zapatos con fotos es su tesoro. (...) Es un vínculo más largo y
desarrollado en el tiempo con el objeto foto que con la persona. (...) A mí me impresionaba
mucho la escena del pibe agarrando una y un millón de veces la foto, buscando algo que no
haya visto, porque es lo único que tiene a mano de su padre” (Ulanovsky, 2010). Al retratar
la relación con el objeto fotográico, las imágenes de esta serie vienen a presentar –y ayu-
dan a reconstruir− lo que el aparato desaparecedor interrumpió: una vida anterior, una
historia singular de la que muchas veces no queda casi nada, salvo unas huellas en papel.
Otra serie que presenta a los familiares en relación con las fotos del ausente es Los
hijos. Tucumán veinte años después (1996-2001) de Julio Pantoja (Tucumán, 1961). Se
111

trata de 38 retratos clásicos de hijos de desaparecidos tucumanos que miran ijamente


a cámara en casi todos los casos. Del total de retratados, doce hijos han elegido sostener
una o varias fotografías de su padre o madre desaparecidos, muchas veces junto a ellos
mismos de bebés. Al presentar este conjunto, Julieta Escardó destaca el formato clásico
que retrata de manera frontal y sin artiicios y sugiere que “Pantoja se vale en algunos
casos de fotos heredadas que los hijos portan como estandartes. Uno tras otro, los ges-
tos orgullosos de los retratados, van revelando con contundencia la continuación de un
‘linaje’” (Escardó, 2006).
En estas imágenes, la continuidad visual con el formato antiguo es mayor que en
el caso de Ulanovsky. La cámara de Pantoja se pone a la altura de la mirada, sin experi-
mentar con angulaciones ni encuadres, más en sintonía con el retrato clásico y con su
formación de fotoperiodista. Los sujetos, en el centro de la foto en casi todos los casos,
están claramente posando ante la lente, con mirada ija. Seriamente, ofrecen a la lente
la imagen de su cuerpo y algunos recuerdos: una foto, un lugar de la casa, un piano, un
cuadro. Escardó acierta cuando habla de estandartes y de linaje, ya que hay cierto orgu-
llo exhibitorio en los retratos de Pantoja, algo que refuerza la idea de hijos, la deinición
identitaria en función del ausente. En cada foto se unen dos tiempos, dos generaciones.
En el texto que acompaña a la muestra Pantoja habla de un vaso comunicante: “en aquel
entonces sus padres tenían aproximadamente las edades que ellos tienen hoy” (Pantoja,
2006). Esta homologación con el universo congeladamente joven de los padres propicia
el efecto de compartir un mismo y nuevo tiempo –al menos en el breve instante de una
foto. Este hecho puede apreciarse en algunos recursos visuales de estas imágenes, por
ejemplo, en la foto de una chica bajo un árbol con un retrato del padre contra la cara. Es-
ta imagen crea una continuidad de sombras entre la foto sostenida (un hombre a medio-
día, con sombra sobre su pelo y cara) y el fondo del árbol que rodea a la hija (con efecto
de claroscuro similar). Como si la continuidad espacial pudiera efectuar o reforzar una
cercanía temporal, permitiendo compartir un imposible mismo tiempo. La fotografía se
vuelve posibilitadora de esta reunión, gestada colectivamente al igual que en los casos
de Quieto, Germano y Ulanovsky. Así lo explica Pantoja: “tomar cada una de estas fo-
tografías llevó horas, y hasta días, de charlas y conidencias con desteñidos álbumes de
fotos también descoloridas sobre nuestras manos” (Pantoja, 2006). Amuleto familiar y
vehículo de recuerdos, al igual que en la serie de Ulanovsky, la fotografía habla aquí so-
bre la fotografía para conseguir su objetivo y airmar el estrecho vínculo de las familias
de los desaparecidos con la imagen revelada. En este sentido, Pantoja también entien-
de como una característica notoria el gran vínculo de los hijos de desaparecidos con la
imagen y con la fotografía en particular. “A sus padres los conocieron por fotos. Los re-
cuerdos reieren a fotos. También sus reliquias son álbumes con fotos familiares. (...) No
es casual que un gran número de Hijos se hayan acercado de modo amateur o inclusive
profesionalmente a la fotografía o al cine. Con miembros de ningún otro grupo humano,
con excepción de los fotógrafos, me descubrí conversando tan apasionadamente y du-
rante tanto tiempo sobre aspectos vinculadas a la fotografía” (Pantoja, 2006).
Frente a la desaparición de los cuerpos –de los padres− y con la idea de reclamar
desde el quiebre provocado en sus vidas por la ausencia, la fotografía se vuelve emble-
CAJAS CHINAS

ma político de la desaparición de los cuerpos y permite la reconstrucción de un relato


familiar imposible. Como en las obras analizadas en el capítulo anterior, también aquí
se puede pensar en los términos de una ‘foto familiar reconstruida’. Por otra parte, tam-
bién el juego de cajas chinas se reitera aquí –profundizado− en una foto triple en que se
ve a una chica sosteniendo dos fotos: en la primera, una pareja sujeta a un bebé; en la
otra (de tamaño mayor), una nena pequeña muestra la foto de la pareja con el bebé. Cla-
ramente, se trata de sus padres y de ella, y esta segunda foto suma un escalón temporal
–intermedio−, agravando el efecto de ausencia: convierte a esa niña ya en hija, mostran-
do tempranamente la forma del retrato ‘hijo de desaparecido con foto del ausente en la
mano’ y evidenciando la falta todo a lo largo del tiempo de una vida.
En otra foto, hay una chica sobre un fondo ininito −puede ser cualquier lugar, lo
que es decir, ninguno− con una suerte de estuche de papel en donde se recorta un círculo
con la pequeña foto de un hombre, al parecer es la foto de su documento. El tratamiento
que se le da, desde el montaje de la fotito del desaparecido hasta la factura de la foto inal
–la mirada grave y estática, casi en un gesto de dolor, la falta de datos de tiempo/espacio
(salvo quizás el vestuario: la remera como único dato certero, sin contar el texto que
acompaña a la foto) y la relación de tamaño entre el cuerpo real y el fotograiado− hacen
de esta imagen una continuación clara del formato clásico de la foto de duelo.
Por último, en su entrevista, Pantoja (2010) remarcó el peso temporal de estas fotos,
en “esa especie de anillo de Moebius que se daba a partir de las fotos, [al] abrir la puerta al
túnel del tiempo. Era la puertita donde se articulaban los espacios y los tiempos”. La visión
de la foto más vieja produce un giro con que regresar para reexaminar la foto del hijo, una
recursividad anacrónica que conecta los dos tiempos en uno nuevo: el tiempo de la ausencia.
En tercer lugar, la serie ADN (2008) de Martín Acosta (Buenos Aires, 1960) pre-
senta un uso de la foto familiar que se relaciona tanto con las obras de este capítulo como
con las del anterior. La novedad de esta serie es que es la única de todas las analizadas
que presenta el tema de la apropiación de al menos cuatrocientos bebés durante la últi-
ma dictadura y la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo por recuperarlos. Desde agosto
de 2001, Acosta ha retratado a los jóvenes restituidos junto al familiar que trabajó en
ese proceso de búsqueda y recuperación. La serie es novedosa no sólo por su temática,
sino además por la forma en que la presenta haciendo uso de fotos familiares. Se trata
de doce cuadros en total, doce trípticos enmarcados compuestos por, de izquierda a de-
recha: un texto que narra la historia del nieto recuperado y contiene los dos epígrafes
(con nombres y fechas), una foto actual en formato medio tomada por Acosta del nieto
recuperado junto al familiar que llevó adelante la búsqueda y, por último, una foto más
pequeña del padre o madre desaparecidos, a veces junto al niño antes de la desaparición.
La serie, cuyo desarrollo llevó unos siete años, supuso una difícil tarea para el autor, tan-
to por la diicultad de contactar a los nietos –tarea en que fue asistido por la Asociación
Abuelas− como por la misma característica del formato medio que supone una prepara-
ción más compleja de la situación retratada. Además, en cada foto siguió adelante una
metodología de trabajo que consistía en una primera entrevista, una sesión de fotos y
luego una entrevista inal, lo que no pudo hacerse en todos los casos. El formato que
relaciona dos imágenes y un texto en una misma obra convoca tanto algunas series con-
113

temporáneas fotográicas más conceptuales y artísticas –que integran el texto dentro


del marco de la obra fotográica−, como a la tarea del fotoperiodismo, terreno donde la
imagen está siempre en función de un texto que la conduce.
Basta tomar como ejemplo una de estas doce obras para entender la dinámica de
la serie. Se trata del primero de los cuadros, “Paula”, cuyo texto, además de indicar los
epígrafes de las dos fotos que lo acompañan, incluye el testimonio del nieto o la nieta
recuperados:

“Cuando me vio por primera vez gritó ‘¡Paula!’. La abuela Delina es la única persona que
me llama Paula. A los tres años me enteré que era adoptada. A los doce más o menos, tenía
pesadillas con hechos de violencia. Empecé a asociar las fechas y le pregunté a mi mamá si
yo era hija de desaparecidos. Lloré como una condenada, pero fue un gran alivio. En 1995,
comencé a buscar. Una señora me vio en canal 3 de Rosario. Enseguida pensó que era la
nieta de Agustín, mi abuelo, el papá de Enrique. Ella ubicó mi teléfono por la guía. Habló con
mi mamá y se encontraron. Fueron a ver a Delina, y ella le mostró una foto de Blanca. Ahí
mi mamá pensó que podía ser posible”. Paula-Carolina trabaja por saber sobre sus padres
y encontrar a su hermano, o hermana. Blanca, su mamá, estaba a punto de parir cuando la
secuestraron. Dos años después de recuperar su identidad, Paula-Carolina encontró los
restos de Blanca y los enterró en el cementerio de Venado Tuerto. “Estuvimos juntos hasta el
inal. Blanca era una madraza. Me encanta saber que ellos tenían una idea y creían en ella. Me
encanta saber que ellos trabajaban en las villas. Estoy orgullosa de lo que hicieron mis viejos.”

La foto principal que acompaña a este texto muestra a una mujer anciana de pelo
blanco y anteojos acariciando el pelo de una joven que está sentada a su lado. Ambas tienen
los ojos cerrados, no se miran entre ellas ni tampoco miran a cámara. Parecen compartir
un silencioso momento íntimo. A la derecha de esta imagen central, hay una pequeña y
más vieja foto de una pareja sonriente, cuyas sonrisas permiten liberar algo de la pesada
carga de la foto actual. Incluso la mirada del padre hacia el fuera de campo de la izquierda
crea la extraña ilusión de que el padre parece ver la imagen de la nieta con su abuela.
Aunque la foto tomada en la actualidad tenga, obviamente, mayor lugar en la com-
posición, es claro que Acosta ideó una obra compuesta de tres partes indisociables. Aquí
la foto familiar entra en un juego triple donde no puede faltar nada: texto, foto de ahora y
foto de antes están enmarcados por igual bajo el vidrio que conirma su unidad. De hecho,
en la entrevista, Acosta (2011) mencionó repetidamente cómo algunos medios de comuni-
cación, aun con buenas intenciones, habían reproducido las fotos de los nietos de manera
independiente, extirpadas de su contexto triádico. Si Ulanovsky y Pantoja obligaban a mi-
rar en paralelo dos tiempos en una misma imagen, la serie de Acosta sutura dos imágenes
y el texto en un mismo cuadro. Se trata, en todos los casos, de la unidad mínima de la ex-
posición, aquello que no debiera separarse. Este mismo gesto parece un recurso alegórico
para plantear la separación a la que fueron sometidos padres e hijos. Como un estuche
doble de daguerrotipo, cada obra reúne y documenta esta vuelta –en la fotografía con el
familiar reencontrado−, a la vez que establece la imposibilidad de separarla visualmente
del familiar desaparecido. Como una distancia que no debiera volver a instalarse jamás.
CAJAS CHINAS

Al hablar de la serie, Acosta reconoce como inspirador al trabajo de Pantoja sobre


los hijos y a sus charlas como ayuda para dar con el objeto de sus fotos. “Quería mostrar
en términos políticos el proceso de la derrota, pero no quería hacer un trabajo que fuera
un lamento. (...) No quería armar un trabajo fotográico donde la gente saliera conmovida
llorando. De golpe tuve la idea: son los hijos” (Acosta, 2011). Acosta retrata a los nietos
que documentan una pequeña victoria dentro de la gran derrota. La lucha por encon-
trar a los nietos y de los nietos por conocer su identidad contiene en paralelo, como la
obra misma, el pasado, el presente y el futuro. Sus propias biografías e identidades fueron
temporalmente dislocadas, y los textos que componen cada obra así lo conirman: en sus
apariciones en el presente de un nuevo pasado, que no era el pasado que los había forjado
como personas y del cual, en algunos casos, había señales o indicios, como pesadillas.
Por último, la hechura de esta obra supuso, como en varios de los casos ya vistos,
una gestación colectiva manifestada en que los nietos elegían junto a Acosta la imagen
antigua e incluso las condiciones de toma de la imagen actual en formato medio. Una
nieta recuperada, por ejemplo, eligió una foto escolar de su padre cuando niño porque
“detrás se ve un cuadro del 25 de mayo que tiene unos dibujos con unas mujeres con
pañuelos blancos” (Acosta, 2008). En este testimonio vuelve a hacerse evidente la su-
perposición de tiempos heterogéneos que logra esta obra.

FOTOS DE ANTES, FOTOS DE AHORA


Como ocurría en el capítulo anterior, los artistas utilizan las fotografías del álbum para
retratar a los familiares de desaparecidos y exponer principalmente el quiebre en la vida
familiar −Ulanovsky situada desde la generación de los hijos, y Pantoja y Acosta, desde
la de los sobrevivientes. Verdaderas memorias fotográicas, los retratos funcionan no
tanto para narrar la desaparición, sino las vidas de los familiares y víctimas –más aún en
el caso de los nietos recuperados− en relación con su tragedia identitaria y la ausencia
del ser querido, la falta singular de esa persona.
Estas imágenes propician notables juegos temporales, ya que fotograiar una foto-
grafía agrega al tiempo propio de la imagen –como pasado que se mira en un presente−
otro tiempo pasado y crea un efecto de cascada. Sin embargo, el pasado anterior subrayado
por la foto dentro de la foto tiene siempre características singulares. Por ejemplo, en las
imágenes de principios de siglo, la muerte del familiar había acontecido poco tiempo antes
de la toma por lo que la foto reemplaza en cierto modo el cuerpo del ausente reciente –esta
contigüidad se observa cuando la imagen del muerto es ubicada en el lugar que le hubiera
correspondido al sujeto en la foto familiar: en el centro si se trata del padre, sobre la sillita
si es el bebé, etc. En las fotos antiguas, se ve además la fuerte estructura de la familia tra-
dicional (completa, patriarcal, cerrada y durable a lo largo del tiempo) y las consecuente-
mente rígidas reglas del género ‘foto de familia’ (lugares preijados, poses, etc.).
En el contexto de toma de las fotos de los familiares de desaparecidos sosteniendo
fotos se trata, por supuesto, de un cuerpo desaparecido y ya no de un cuerpo muerto.
Un cuerpo faltante que no se ha recuperado en la mayoría de los casos, dejando abierto
y sin suturar el duelo por el ausente. Las diferencias entre difunto y desaparecido, aun-
que obvias, deben ser subrayadas ya que las desapariciones son posiblemente los hechos
115

más dolorosos de la dictadura argentina. De hecho, incluso un sector de las Madres de


Plaza de Mayo se opone a pensar en términos de ‘duelo’ argumentando que sería dar por
muertos a los desaparecidos. Insisten, entonces, en los reclamos de ‘aparición con vida’
y en la no aceptación de la reparación económica a las familias de las víctimas.33 Al res-
pecto, estas imágenes tienen una inestabilidad parecida a la de los recordatorios de Pá-
gina/12 que, como explica Celina Van Dembroucke (2005 y 2013), condensan en un solo
texto y un solo destinatario el obituario por la muerte de un ser querido y la búsqueda de
paradero del ausente. Es decir, no pueden ser nunca solamente el recuerdo del ausente
sino que conllevan un pedido de justicia –aun cuando esté implícito simplemente en la
circulación pública de estas imágenes familiares.
Por otra parte, cuando se hicieron las series fotográicas, habían pasado más de dos
décadas desde la ausencia del familiar. El hecho de que, por ejemplo, los hijos retratados
tengan a veces la misma edad que sus padres impide notar los roles con claridad, propi-
cia dudas e inestabilidad. En las fotos contemporáneas, las iliaciones son complicadas
y los límites de las familias más difusos que antes. Pero aunque se trate de una estructu-
ra familiar más laxa, las fotos exponen la misma incompletitud. La falta permanece; la
imagen fuga hacia la ausencia a través de la foto del que no está.
Además, el hecho de que muchas de estas fotografías sean la foto de una foto insta-
la al espectador ante una doble ausencia. Como airma Willy Thayer (2006), el negativo
que deriva de una foto tiene lo umbrío de un papel inanimado (en lugar de la luz de la
vida del rostro humano), asemejándose así a cadáveres solares.
Como se ha visto en el capítulo anterior, las fotos de Ulanovsky, Pantoja y Acosta
también retoman aquellos retratos informales y ritualizados de la vida cotidiana (en los
casos de estas familias, una memoria en imágenes que tiene un hueco). Qué fotos faltan
y quién falta en cada foto es algo que estas segundas fotografías de artistas parecerían
venir a exponer a la vez que enmendar. Tanto las fotos previas de luto como estas otras
intentan la reconstrucción de un retrato-relato familiar imposible, en un juego de do-
bles y fotos multiplicadas. La recursividad construye en la foto una mueca temporal, que
además cimienta la pertenencia a un grupo: viudo, viuda o huérfanos, en un caso; fami-
liar de desaparecido o nieto recuperado, en los otros. En estas obras, claramente atra-
vesadas por las dimensiones de la estética y la política, la foto del cuerpo no reemplaza
el cuerpo porque no hay cuerpo muerto. Por eso no se trata de epitaios familiares o de
papel, sino de relaciones que entablan los presentes, desde el presente, con el recuerdo
de la vida del ausente materializado en sus fotografías, y con su ausencia.
Serán las fotos del otro –las fotos tuyas− las que hablen del retratado, lo deinan iden-
titariamente y agraven la propia ‘fuga de muerte’ que toda imagen fotográica impone.

33 Claudia Feld explica esta cuestión central y divisoria del movimiento de DDHH: “En repetidas ocasiones, los militares
intentaron ‘cerrar la cuestión’ de los desaparecidos declarándolos muertos sin dar ninguna otra explicación al respecto.
El movimiento de DDHH se opuso a esta declaración genérica de muerte y reclamó la investigación para todos
los casos. A partir de la transición democrática y de las diversas investigaciones y causas judiciales que se fueron
abriendo, las posiciones en el interior del movimiento se fueron diversificando” (Feld, 2010: 30).
5
PALABRAS FOTOGRÁFICAS:
IMAGEN, ESCRITURA Y MEMORIA

Tengo la sensación de que la fotografía


me ha devuelto la palabra
PAULA LUTTRINGER

La relación entre las imágenes artísticas –puntualmente, fotográicas– y el mundo de


la palabra no es nueva en el arte contemporáneo, máxime desde el auge del arte con-
ceptual a partir de los años 60, un arte basado casi exclusivamente en el lenguaje y el
desarrollo de una idea.34 La incorporación de textos escritos alrededor o dentro mismo
de las obras ha sido desde entonces una de las posibilidades de lo fotográico. Una de
las obras emblemáticas que tematizaron el problema de la representación en el arte a
partir de la fotografía y el lenguaje ha sido la instalación One and three chairs (Una y
tres sillas), presentada por el estadounidense Joseph Kosuth en 1965. La obra mostraba
tres elementos: en el piso, una silla marrón de madera plegable; a la izquierda, sobre la
pared, una foto a tamaño natural en blanco y negro de esa misma silla allí colocada (con
sus sombras exactas) y, a su derecha, un panel de texto que reproducía la deinición del
diccionario de la entrada “chair” (silla) (Ruhrberg et al., 2001: 535). Los tres elementos
invitaban a problematizar la relación entre las cosas y su representación, a relexionar
en paralelo sobre el estatuto de verdad de la palabra y de la fotografía (y, en suma, del
arte en general). Por otra parte, desde sus inicios como imagen de prensa, el fotoperio-
dismo también se ha valido en extenso de la relación de las imágenes con las palabras,
aunque a menudo de una manera diferente de la que interesa aquí: más bien supedi-
tando la fotografía –precisamente, en su calidad de ilustración– al texto de la noticia, su
núcleo principal.
Al examinar con cuidado las obras fotográicas de los capítulos precedentes, so-
bresale una constante: en gran medida las fotografías que reieren el pasado traumáti-
co están íntimamente acompañadas por palabras. Textos como explicación, textos de
otros, textos manuscritos, textos borrados o ilegibles, textos viejos, textos jurídicos, tex-
tos íntimos se vuelven, a in de cuentas, protagonistas de estas imágenes alusivas al pa-
sado dictatorial reciente. Así, de manera transversal, es posible volver a revisar algunas
de esas obras que incluyen a la palabra en –o alrededor de− las fotografías.
Las palabras, desde dentro y desde fuera de las fotografías aquí analizadas, com-
plejizan las imágenes tanto como las fotos interieren –y no meramente ilustran– lo que
airman los escritos que las rodean. Entonces, ¿cómo entender las sucesivas apariciones
de las memorias del pasado traumático en fotografías que se presentan unidas al discur-

34 Una versión de este capítulo fue publicada en Blejmar, Fortuny y García (2013).
117

so escrito? ¿Cómo se dan las relaciones de solidaridad y la tensión entre imágenes y pa-
labras para convocar las memorias? ¿Puede una foto ser un testimonio visual? ¿Puede
una imagen “tomar la palabra”?

LOS RESTOS TEXTUALES


Ya se ha mencionado la serie El lamento de los muros (2004) donde Paula Luttringer
rastrea la historia en los muros e interiores de los ex centros clandestinos de detención
(CCD). La particularidad de esta serie es que cada foto va acompañada por el testimonio
de una víctima de la dictadura, en un doble juego que dibuja un mapa de memoria situa-
do entre lo visible y lo decible. Esta duplicidad se encuentra ya en el título, que evoca el
Muro de los Lamentos, es decir, la piedra donde se dejan palabras en forma de rezos o
pedidos, precisamente en otros restos: los del Templo de Jerusalén.
Una de las fotografías de esta serie muestra una escalera, motivo recurrente en
los relatos de muchos de los desaparecidos que lograron sobrevivir y que, por ejemplo,
se repetirá unos años más tarde en una de las fotos de la serie ESMA, de Inés Ulano-
vsky.35 La foto de Luttringer presenta, en tonos grises, tres escalones de una escalera
de cemento unida a dos paredes del mismo material y color. La pared que tiene mayor
protagonismo, al costado izquierdo de la foto, lleva unas inscripciones hechas con obje-
tos punzantes. Son letras mezcladas, superpuestas, borradas o tachadas; letras clavadas
en el muro pero que no llegan a formar alguna palabra legible (incluso algunas parecen
números). Como en el juego de encontrar formas en las nubes, es inevitable buscar aquí
palabras, intentar descifrar estas marcas incomprensibles e inestables, y sin embargo
altamente signiicantes. Estas huellas lingüísticas –¿poslingüísticas, acaso?– son los
restos del pasado traumático que resisten el paso del tiempo y persisten en la materia-
lidad de los lugares. Similares a las inscripciones habituales de cualquier sitio público,
como monumentos o escuelas, estas son sin embargo “los rastros que han quedado en
las piedras en los lugares violentos”, según Luttringer (2006). Son el grito grabado, algo
que no necesariamente tiene que ver con lo expresable.
En su análisis sobre el rumor carcelario –o “bemba”–, Emilio de Ípola (2005) dei-
ne la cárcel política como una máquina de desinformación que toma numerosos recau-
dos para garantizar su buen funcionamiento. Entre ellos, sobresalen la requisa periódi-
ca de papeles escritos del detenido en su celda y el silencio obligado entre los detenidos
de distintos pabellones o patios, así como entre detenidos y guardiacárceles. Sin em-
bargo, “en ese ámbito cerrado que lleva hasta el paroxismo las medidas para asegurar
el desconocimiento y la desinformación más integrales, los mensajes proliferan. En ese
mundo, donde los signos están prohibidos o rigurosamente controlados, todo es signo
y mensaje: todo es inevitable y enfáticamente signiicante. Y a su vez todo preso polí-

35 Respecto de su fotografía, Luttringer ha dicho que “la escalera tiene un significado muy fuerte, no sé por qué. La
mayoría de la gente nunca fue torturada en el mismo piso. Todo el mundo cuenta que lo hacían subir o bajar la
escalera. La escalera es muy traumática, porque es cuando te llevan a torturar. Cualquier sobreviviente sabe lo que
esa escalera significa. Hay quiebres en el espacio, no sólo en el tiempo, en las primeras horas del secuestro. Porque
ya estás vendada cuando entrás a esos lugares y ya el espacio no es lo que vos conocés. No sé qué más decirte de las
escaleras. La mayoría de la gente las subió y las bajó sin verlas. Las escaleras tienen principio y fin: uno sabe si tienen
10 escalones o 20 o 30. Y mucha gente se acuerda de cuántos escalones tenían. Hay una cosa de saber que cuando el
último escalón llega, sabés que te van a torturar. Creo que está ligado a cosas muy primitivas.” (Luttringer, 2011).
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

tico se convierte, desde que se incorpora al medio carcelario, en un lector, un descifra-


dor, un hermeneuta hipersensibilizado” (De Ípola, 2005: 29). Cada detenido puede ser
entendido así como un descifrador perspicaz; cualquier posibilidad de adelantarse a lo
que iba a suceder era tomada como una ventaja, por más mínima que fuera. Así, dentro
del compartimentado espacio carcelario, se produce la rápida circulación de numerosos
mensajes, que desafían y transgreden las reglas de la cárcel. Incluso otro factor de con-
trol sobre los presos políticos es que las propias reglas de la cárcel se mantengan en su
mayoría implícitas, contribuyendo al silencio general de la prisión. Según De Ípola, las
bembas constituyen “el grado cero de la resistencia interna de los presos políticos a la
desinformación erigida en sistema; la forma primera y más elemental de oponerse ma-
terialmente (y colectivamente) a la violencia de la incomunicación regimentada” (De
Ípola, 2005: 59).
Aunque las marcas en los muros de los espacios de detención y tortura se diferen-
cian del rumor carcelario (en principio, su producción no es necesariamente colectiva
y su materialidad es –algo– menos perecedera), ambas son estrategias de los detenidos
frente al silencio erigido como norma. Muchas de las inscripciones en los muros de los
CCD conforman capas de sedimento presentes, aunque no visibles, en las paredes y es-
tán siendo descubiertas a lo largo del tiempo. Desde hace unos años, los equipos de tra-
bajo se encargan de relevar en los ex sitios de detención también las irmas y fechas que
apenas se dejan ver, por ejemplo en el Casino de Oiciales de la ex ESMA, en las celdas
desenterradas de El Atlético y en ex centros de detención de Córdoba y Rosario (Mar-
tínez, 2008). Los muros, convertidos en verdaderos palimpsestos, contienen las marcas
que soportan –y dan vida– a la memoria. Y sus escrituras casi invisibles están siendo
encontradas, descifradas y recuperadas para el relato del pasado.
Por otra parte, estos restos de textos y dibujos fotograiados por la cámara de Lut-
tringer –rumorosos, anónimos– también apuntan al ya mencionado enmudecimiento
instalado en gran parte de la sociedad durante el régimen represivo dictatorial y la pér-
dida de los marcos narrativos para procesar ciertos acontecimientos traumáticos –la
tortura, la desaparición– en la época democrática siguiente (Jelin, 2002). Dan cuenta de
desfavorables contextos de habla y de escucha, que impiden que los testimonios aloren,
que sean decibles y audibles. Cuando lo traumático vivido aún no sale a la supericie y
aunque la memoria sea todavía subterránea, siempre hay fragmentos que logran mani-
festarse y que pueden anticipar el testimonio futuro. Tal como sugiere Nelly Richard al
caracterizar la Escena de Avanzada chilena, las obras compuestas por fragmentos suel-
tos y desparramados conirman que la historia de los oprimidos es una discontinuidad.
Y que “sólo una precaria narrativa del residuo fue capaz de esceniicar la descomposi-
ción de las perspectivas generales, de las visiones centradas, de los cuadros enteros: una
narrativa que sólo ‘deja oír restos de lenguajes, retazos de signos’, juntando hilos corri-
dos y palabras a maltraer” (Richard, 2007: 124).36
También los restos de lenguaje en estas obras de Luttringer ofrecen una narrati-

36 Nelly Richard entiende por “Escena de Avanzada” a cierta producción artística chilena vanguardista -desarrollada
aproximadamente entre los años 1977 y 1982- que con un lenguaje críptico y complejo buscaba evadir la censura
impuesta por la dictadura de Pinochet.
119

va histórica residual, indeterminada y fragmentaria que, de todas maneras, surge en un


tiempo más intenso y abierto de memoria frente al anterior clima de silencio. Como ya
se ha visto, numerosas memorias fotográicas (y cinematográicas, literarias, pictóricas,
teatrales) se inician pasada la mitad de los años 90, justo cuando algunos sucesos claves
se dan lugar en nuestro país y reconiguran –en diferente medida– el escenario de me-
moria, el horizonte desde el que se reactivarán las memorias sobre los hechos del pasa-
do. Las palabras de Luttringer sobre su propia obra son elocuentes al respecto:

He tardado dos años en querer mostrar El matadero [la serie se expuso en 1998], porque
a mí también esas imágenes me resultan muy violentas. Por otro lado, si yo soy honesta
conmigo misma, mi mundo interior es así, sé que la mirada que tengo sobre el mundo es esa.
Por primera vez a pesar mío, mi interior está saliendo hacia afuera, es como que te sientes
un poco desnuda ante los otros. Tengo la sensación de que la fotografía me ha devuelto la
palabra (Luttringer, 2006).

Luttringer inscribe así su obra de 1998 en un momento histórico que empieza a


propiciar la posibilidad de tomar la palabra, de recuperar la voz, y de que sea reconocida,
entre otras cuestiones silenciadas, la vida política de los desaparecidos. Acerca de la re-
levancia de la fotografía como medio para empezar a dar testimonio y tomar la palabra,
Luttringer reiere la importancia de una muestra de Adriana Lestido sobre mujeres pre-
sas con sus hijos. La muestra, que Luttringer vio al regresar a la Argentina tras quince
años de exilio, cuando aún no era fotógrafa, le permitió descubrir que podía hablar de
su terrible experiencia de desaparición como detenida ilegal, en un cautiverio que se
prolongó por cinco meses y en el que dio a luz a su primera hija. En sus palabras: “Ahí
hay un quiebre. Cuando yo vi esas fotos pensé: se puede hablar de lo que me pasó. Ahí
descubrí que se podía hablar con fotografía del trauma. En esa época yo no lo llama-
ba trauma, lo llamaba recuerdos que te invaden, le ponía otros nombres” (Luttringer,
2011). Helen Zout también relaciona la fotografía con los inicios de su testimonio: “Yo
comencé a estudiar [fotografía] cuando no me salían palabras, porque estaba escondida.
La fotografía pasó a ser mi forma posible para contar lo que sentía a través de imágenes,
hice cursos para sobrevivir a una situación de encierro y de miedo. Y ahí apareció esa
doble sensación de meterme para adentro, pero al mismo tiempo sacar todo de alguna
otra manera” (en Fanjul, 2006). Ambas fotógrafas dan así con su oicio precisamente en
el camino desde el silencio hacia la narración (visual) de lo traumático.
Unos años después de El matadero, las fotos de El lamento de los muros vienen a
presentar esas voces acalladas, cuyos ecos rebotan aún en las paredes de los espacios
de detención y tortura. Estas fotografías de Luttringer –que son también el testimonio
de la experiencia de la artista– muestran los restos de otros testimonios en formas de
lamento o de quejido inscriptos en la pared (contra el silencio). Y es así como la imagen
puede empezar a dar la palabra: hace ver, hace saber.
Será en el vínculo entre imagen y escritura donde se pueda empezar a dar la re-
construcción del sentido: en el pasaje de la materialidad cruda de un signiicante sin
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

signiicado hacia la voz articulada del lenguaje signiicativo, la del testimonio. En un es-
fuerzo por trazar la parábola inversa a la que plantearon los militares: ya no del discurso
articulado a la materia bruta del chillido, sino de lo confuso e inarticulado del trazo y de
la imagen a la palabra signiicativa. En este proceso anamnético, entonces, ciertas estra-
tegias fotográicas ponen a la foto como mediadora, como operadora del tránsito entre
la palabra y el quejido, entre la letra y el garabato, de la mancha a la escritura. La foto-
grafía aparece aquí comunicando ambos mundos, el fondo de sinsentido y horror con la
posibilidad de empezar a articular un discurso que dé forma, signiicación y, por tanto,
posibilidad de superación del trauma y postulación de nuevas aventuras signiicativas.

LA PALABRA BORRADA
Si el apartado anterior se refería a lo inscripto y silenciado, a lo decible quebradizo, este
se detendrá en una zona aledaña: el borramiento de la letra que recuerda. Fotos que
abordan ya no la diicultad del testimonio de la víctima sino el estatuto de la memoria
–escrita– de las generaciones posteriores.
La relación entre palabra e imagen está presente con fuerza en muchos de los tra-
bajos de Marcelo Brodsky, salvo quizás en sus últimos libros de correspondencias donde
la palabra está aludida por completa omisión, y es precisamente lo que se deja afuera
voluntariamente en una serie de cartas visuales). Ya en Buena memoria (1997), Brodsky
intervenía con palabras una foto de sus compañeros de colegio y presentaba testimo-
nios y largos epígrafes junto a las imágenes. Los libros fotográicos y las instalaciones
que los anteceden o suceden se conforman en gran parte por textos, del propio artista
y de otros, que incluso se traducen al idioma local con cada nuevo viaje de la obra. Hay
una voluntad explicativa y expositiva en los textos que Brodsky coloca alrededor de sus
fotos, lo que evidencia una clara estrategia de trasmisión intergeneracional –de hecho,
Buena memoria se expone en el Colegio Nacional de Buenos Aires cada cinco años, pa-
ra las sucesivas camadas de alumnos. En esta serie, la palabra instala a las imágenes en
coordenadas.
En su libro Nexo (2001), Brodsky compone un ensayo sobre cómo se recuerda:
fotos del exilio, objetos, formas del recuerdo. Y también sobre cómo se construye una
identidad, sobre las formas de la memoria lastimada. El libro incluye producciones fo-
tográicas diversas del artista, que fueron realizadas en el amplio arco temporal de su
carrera: algunas se remontan hasta ines de la década del 70, mientras que otras llegan
hasta el año de edición, pasando por diferentes momentos intermedios (exilios, regre-
sos, viajes, instalaciones). A in de explorar la relación entre palabra e imagen, se toma-
rán aquí dos momentos de este libro que resultan muy pertinentes: “El bosque de la me-
moria” y “Los condenados de la tierra”.
“El bosque de la memoria” alude al terreno cedido por la Universidad Nacional de
Tucumán, en 1996, a los familiares de desaparecidos de esa provincia. Allí, cada familia
plantó un árbol y lo identiicó de alguna manera: con carteles, piedras, papeles plasti-
icados. A lo largo de los años, los árboles fueron creciendo, con mayor o menor suerte
(algunos sucumbieron a las plagas o la sequía), a la vez que las palabras de los carte-
les expuestas al viento, el sol y la lluvia también se fueron perdiendo y confundiendo
121

lentamente. La cámara de Brodsky retrata precisamente este deterioro de lo escrito, las


memorias lingüísticas que se han ido borrando con el avance del tiempo, pero que no se
borran del todo y persisten de manera difusa.
En el libro, la serie está compuesta por siete fotografías. La que abre la sección
muestra la silueta de un árbol recortada sobre el cielo blanco y mediada, para el espec-
tador, por un borroso alambrado. Los rombos de alambres, ubicados entre la lente y el
paisaje, están fuera de foco e interieren la escena ligeramente. Otras cinco fotografías
–el cuerpo principal de la serie– muestran papeles escritos a máquina, notas manuscri-
tas y recortes de diarios, todos ellos cubiertos por plásticos amarronados y húmedos,
que cuelgan de ramas y troncos o se apoyan en el pasto. En algunos de estos anuncios
hay trazos de caligrafías legibles, que milímetros después se engrosan o se deshacen,
hasta convertirse casi en dibujos. Hay también titulares o letras en negrita que sobrevi-
ven mejor a las inclemencias del tiempo. Algunas de las coberturas plásticas están rotas,
invadidas por manchas que dialogan con las palabras y con las irmas de esposas, hijos,
madres, hermanos. Uno de los carteles transcribe una oración de San Francisco de Asís.
Otro proclama el orgullo hacia el “corto pero signiicante paso por la vida” del desapare-
cido. Los carteles están, además, en plena relación con la foresta: rodeados por hojas y
ramas, parecen también tremendos carteles indicadores de botánica que deberían acla-
rar simplemente “esto es x”, “esto es y”, como en una irónica función de anclaje. En el
texto que las acompaña, el autor se lamenta porque “hoy los carteles se han deteriorado
casi por completo y suponen una especie de segunda desaparición de aquellos a los que
se quiso recordar” (Brodsky, 2001: 67). No es menor que esta serie ofrezca junto a las
fotos las palabras explicativas de Brodsky, casi en un intento por ijar desde afuera las
coordenadas de lectura de la obra, entrando además explícitamente en los debates ac-
tuales sobre la memoria.
También hay una imagen que, ubicada entre las fotos del bosque, funciona como
“intermedio” y dispara y abre nuevas cuestiones: se trata de la foto de unas inscripciones
borradas sobre una lápida. Más precisamente, es el primer plano de una piedra tallada
en el siglo XIII en forma de lápida de la –ya derruida– catedral irlandesa de Glendalough.
Mientras que las letras ahuecadas en la piedra se pierden, confundidas con nuevos golpes
y erosiones, el texto que acompaña la foto airma que “fue necesario que transcurrieran
setecientos años y que la catedral se derrumbara para que el texto quedara en este estado.
El Bosque de la Memoria de Tucumán tiene apenas cuatro años. Sin embargo, las pala-
bras ya se encuentran en un estado similar de deterioro” (Brodsky, 2001: 70).
¿Cuántos años tarda en borrarse una memoria? ¿Cuatro? ¿Setecientos? Esta es
la pregunta que se hacen textos y fotos. Brodsky habla del “deterioro” que es producido
también por el material que sostiene la inscripción: no duran igual las memorias en pie-
dra o mármol que las memorias en papel –que puede funcionar como metáfora de la fo-
tografía, también memoria de papel. En su libro Epitafios, Luis Gusmán sostiene: “Que
el epitaio exista es insoslayable para la identidad. Saber quién es el muerto y dónde está
su tumba es un derecho. La apelación a ese derecho en la antigua Grecia se conocía co-
mo el ‘derecho a la muerte escrita’ –como si el acto de morir reivindicara póstumamente
un ejercicio absoluto del derecho” (Gusmán, 2005: 17). Sin homologar árboles y tumba,
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

los carteles semiescriturales del Bosque de la Memoria vienen, sin embargo, a ejercer
precisamente ese derecho a la muerte y a la memoria escritas. La pregunta por cuánto
duraron o durarán parece, no obstante, menos relevante que el gesto de la efectiva ins-
cripción del recordatorio, el saludo y la plegaria, nada menos que junto a árboles que
crecerán y se metamorfosearán en el tiempo, manteniendo vivo el recuerdo, incluso
aunque ya nada en ellos así lo indique.
La lápida −más en la línea de las baldosas por la memoria o el monumento central
del Parque de la Memoria− y el cartel del árbol son simplemente dos modos distintos de
hacer presente lo pasado. Quizá los modos efímeros no sean tanto una forma del olvido
como la evidencia de la propia evanescencia de la memoria, la particular condición efí-
mera de la construcción de las memorias de los desaparecidos. El hecho mismo de que
los carteles sean precisamente carteles y no lápidas remite a discusiones abiertas, por-
que se trata de cuerpos desaparecidos y no meramente muertos. Cuerpos faltantes que
no se han recuperado en la mayoría de los casos, dejando abierto y sin suturar el duelo
por el ausente.
Una no-lápida liviana y perecedera, en metamorfosis con la vegetación, amarro-
nada de tierra, cuyas letras se vayan diluyendo paulatinamente y luego se sequen con el
sol puede ser entonces menos la evidencia del olvido y mucho más la forma precisa en
que se desenvuelve y permanece la siempre particular memoria de los desaparecidos. La
palabra borrada, palabra desaparecida, dice aquí mucho más que lo que enuncia.
En Los condenados de la tierra, Brodsky (2001) continúa la exposición de la pala-
bra borrada y, en este caso, recuperada. Se trata de un conjunto de fotos de la instalación
homónima que consiste en cajas de tierra con fragmentos de libros: tapas y hojas rotas,
sueltas y comidas por los años de entierro. Los cuatro libros allí expuestos fueron ente-
rrados en 1976, en el jardín de una casa marplatense por Nélida Valdez y Oscar Elissam-
buru por miedo a que la dictadura les encontrase libros considerados “subversivos”. Esos
mismos ejemplares –Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon; La sociedad industrial
contemporánea, de Erich Fromm y otros; La revolución teórica de Marx, de Louis Althus-
ser, y un cuarto libro que no permite ser identiicado– fueron a su vez desenterrados, en
1994, por los hijos adolescentes de quienes habían decidido esconderlos bajo tierra. Se
trata de libros de inclinación marxista, entre los que se destaca aquel que da título a la
serie. En los años 60 y 70, muchos jóvenes de América Latina leyeron en Los condenados
de la tierra de Fanon, y especialmente en el prefacio que Sartre escribió para el libro, una
incitación a la violencia como única arma contra la fuerza de los opresores.
Tres tipos de imágenes componen esta sección del libro de Brodsky. En primer lu-
gar, las fotografías de la instalación: las cajas repletas de tierra y los libros –lo que queda
de ellos– apoyados entre los terrones. A este mismo conjunto pertenecen los fotogramas
del video que acompañaba a la instalación y donde se veían planos detalle de los libros,
de sus tapas y de sus interiores, permitiendo que se leyeran palabras sueltas y hasta al-
guna frase entre los tonos ocres que la humedad y el óxido del tiempo les dieron a las ho-
jas. En segundo lugar, se reproduce el facsímil de la carta-testimonio de Nélida Valdez,
donde relata su alegría por la “búsqueda del tesoro” realizada por sus hijos Leonardo y
Javier, de 16 y 13 años. Esta inclusión manuscrita narra la (su) historia, a la vez que sirve
123

como contrapunto de la letra de molde de los libros enterrados, en los que ya no es po-
sible leer nada. Por último, el libro incluye fotografías de algunos espectadores de esta
muestra, de sus rostros relejados en los vidrios de las fotos, mirando absortos. Al igual
que Buena memoria, este libro incluye recursivamente las imágenes de los espectadores
observando la exposición de las imágenes del libro. Salvo el testimonio de Nélida, todas
estas imágenes van acompañadas por textos de Brodsky en los que relata, entre otras
cosas, el miedo que llevó a su generación a quemar los libros y la anécdota de que, en la
exhibición, un padre le explicó a su hijo cómo quemó sus propios libros. Brodsky airma
que los libros “desenterrados por sus hijos, son un testimonio de lo que tuvimos que pa-
sar. Estos libros no pueden cumplir la función para la que fueron concebidos. Sus hojas,
palabras y signos se han convertido en la memoria de lo que fueron y en testimonio res-
catado por una nueva generación” (Brodsky, 2001: 77).
Testimonio rescatado y fragmentario, los libros son la palabra impresa transmiti-
da de mano en mano entre generaciones, como una metáfora tomada en su literalidad.
Así, los testimonios –siempre constitutivos de las identidades singulares, familiares y
sociales– se materializan en estas imágenes en verdaderos libros condenados a la tierra,
pero también dispuestos a ser rescatados para ver la luz casi veinte años después. De he-
cho, la foto de un padre con su hijo mirando la muestra refuerza esta idea de trasmisión
generacional, aunque quizás haga evidente algo que la propia obra de Brodsky mostraba
de manera menos obvia y autorreferencial.

LA IMAGEN MANUSCRITA
Otras de las formas en que la palabra aparece en las fotos es como letra manuscrita. En
tanto huella de una mano que ha escrito, la grafía comparte con la fotografía su carácter
indicial −estatuto, por supuesto, no exento de problemas aunque operativo en ambos
casos. Palabras a mano y fotos se hallarían así ligadas desde un principio y, como se verá
a continuación, varias obras documentan esa hermandad.
Las fotos intervenidas de El viaje de Papá (2005) de Pérez del Cerro están hiladas
por el relato que construyen los fragmentos de la carta de despedida escrita al padre por
Magdalena −tía del hijo, cuñada del padre. La epístola que aparece desglosada en letra
manuscrita en los bordes inferiores de cada imagen, conforma una parte central de la
obra fotográica. Además de estas palabras que acompañan el imposible viaje de padre e
hijo, Pérez del Cerro introduce y cierra la serie con textos. Incluso antes de mostrar las
imágenes, transcribe foto por foto la carta de su tía como prólogo a la obra. Es decir, hay
una inclinación a la escritura en este trabajo, tanto desde el paratexto de la serie como
desde la constitución de cada imagen singular.
Así, las palabras que lleva inscripta cada imagen en su inferior −sobre un marco
blanco interno a la fotografía− al ser leídas foto a foto conforman la unidad de la carta de
la tía. Esta narración es vital para construir la memoria del asesinato del padre. Pudien-
do escribir él mismo una carta propia, elige usar una carta que él atesora, una carta que
viene del pasado y se conigura como testimonio clave de su historia. Se trata de un texto
de otro −su tía− para otro −su padre−, al que las fotos no ilustran −o, a lo sumo, ilustran
evasivamente−, pero con el que las fotos entablan un diálogo alegórico. Las fotos del pa-
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

dre, la letra manuscrita de la tía y los fotomontajes del hijo combinan en una sola ima-
gen tres voces y tres tiempos. Los testimonios visuales y escriturales se entremezclan
para hacer advenir la obra (la memoria) polifónica.
Esta serie refuerza y evidencia, desde el uso del texto, la reconstrucción particular
que emprenden muchas de las obras fotográicas −especialmente de los familiares de
desaparecidos− que aluden a la violencia política y a los efectos de la dictadura en la vida
familiar tomando imágenes de los álbumes para armar unas nuevas imágenes, recons-
truyendo fotos imposibles y faltantes. En este caso, Pérez del Cerro reconstruye, foto a
foto y simultáneamente, el viaje del padre y la carta: en el pasaje de una foto a otra, el es-
pectador podrá ir conociendo el contenido de la epístola, su testimonio, mientras viaja
con el padre de la mano del hijo. La carta y las fotos del álbum −ambos objetos privados
expuestos aquí a la esfera pública en una nueva coniguración− conforman una obra que
da cuenta de la historia. Además, el viaje y la carta están estrechamente ligados, tal como
sostiene Carlos Bruck (1992), porque la escritura epistolar se entiende muy bien con la
idea de una movilidad viajera.
La carta es además el caso paradigmático de lo escrito a mano: en ella se escribe
para un otro lector (toda carta tiene un destinatario) y para ser leído en otro tiempo
(aunque muchas veces la carta es urgente, nunca se lee por supuesto en el mismo mo-
mento de su escritura). Además, el propio gesto de escribir la carta inscribe la singular
subjetividad del remitente en su inconfundible caligrafía. La carta, por más íntima que
sea –en especial porque es íntima−, no existe sin imaginar y convocar a otros, no existe
sin anticipar desde su propia producción las posibilidades de su circulación social pos-
terior e incluso las posibilidades de una circulación fallida. Que la carta no llegue o lle-
gue tarde, que la lea el destinatario equivocado o que se haga pública por accidente son
eventualidades que pueden ocurrir. Así que la carta, como la foto de álbum familiar, ya
desde su nacimiento lleva implícita una carga identitaria, a la vez que corre el riesgo de
ser leída en un contexto distinto del esperado o aun de convertirse en cosa pública. En
su trabajo sobre el tipo de subjetividad que construyen las cartas de militantes políticos
a sus hijos durante los años 70, Jordana Blejmar sostiene que los mismos militantes ad-
vierten el carácter testimonial de las cartas “al dirigirse a sus hijos no sólo en tanto hijos,
sino también en su condición de futuros revolucionarios, que terminarían la tarea que
ellos habían comenzado. (...) Esas cartas son, también, textos dirigidos a la Historia y es
ese doble destinatario (privado y público) el que hace de ellas un documento invalua-
ble para debatir sobre el pasado reciente” (Blejmar, 2009: 6). Esta consideración resulta
muy pertinente en este caso particular en que el destinatario de la carta −siempre diferi-
do, por deinición− ha sido desde el origen uno imposible o ideal, un verdadero y radical
ausente que al momento de la escritura ya llevaba un mes de asesinado. Por lo tanto, es
posible pensar que esa carta fuera escrita por la tía para algunos otros destinatarios di-
ferentes de su destinatario explícito: la esposa y los hijos, seguramente, pero quizá tam-
bién las generaciones venideras −muchas de las cartas escritas desde la clandestinidad
justiicaban la lucha y el sacriicio en pos de un mejor futuro para los hijos y las genera-
ciones futuras. A la vez, este difuso destinatario toma una forma nueva a partir de la in-
tervención del hijo/sobrino, multiplicándose en otros nuevos corresponsales: anónimos
125

mirantes y lectores de la nueva obra hecha con fotos. Algo similar a lo que sucede con el
estatuto de las fotos del viaje del padre en su circulación posterior hacia un público no
familiar, imprevisto.
Por otra parte, Blejmar cree que, al ser un diálogo diferido, la carta permite a los hi-
jos de desaparecidos retomar una comunicación con sus padres e incluso responder las
cartas que ellos les dejaron (Blejmar, 2009). Por ejemplo, en la película Papá Iván (2004),
María Inés Roqué usa el mismo recurso que Pérez del Cerro ya que hilvana la narración
cinematográica a partir de una carta, en este caso la de su padre desaparecido.
Otra variante de la letra manuscrita son las esquelas que Inés Ulanovsky intercala
en Fotos tuyas (2006) sobre la relación de las familias de los desaparecidos con las fotos
de los ausentes. Qué fotos conservan, cómo las guardan, cómo posan junto a ellas y otras
cuestiones atraviesan estas imágenes, divididas en nueve secciones, cada una antecedi-
da −o intercalada− por un pequeño texto escrito a mano por uno de los retratados. Estos
escuetos textos no acompañan la obra como paratextos sino que constituyen parte nu-
clear de ella. Son palabras que aparecen fotograiadas y presentadas de la misma manera
que el resto de las fotos y que llevan siempre la carga fuerte de la primera persona, re-
cordando al ausente desde un punto de vista dolorosamente privilegiado. Las esquelas
hablan del desaparecido, contando la historia y explicando las fotos, las circunstancias
de la desaparición o incluso los sentimientos de quien narra: “Mi papá (…) fue militante
peronista. (…) Todavía lo extraño”; “Nunca me acostumbré a esa ausencia. Están conmi-
go en cada momento de dolor y alegría”; “No podremos nunca más escuchar su voz, ni
conocer cómo el tiempo se marcó en sus rostros”. Sólo una de estas esquelas se diferen-
cia del resto por dirigirse ya no a quien mira la foto sino a la hija desaparecida: “Cris: Te
buscamos, no te encontramos, acá estamos. Mamá y papá”. Como en muchos recorda-
torios, el hecho de que el que escribe la carta se dirija a una segunda persona hace que
el lector ocupe además momentáneamente ese lugar del ‘tú’, en este caso el lugar del
desaparecido.
La serie de Ulanovsky retrata precisamente el tránsito desde esas fotos familia-
res hacia su conversión en las ‘fotos del desaparecido’, hecho que las transforma. En ese
espacio ambiguo entre lo doméstico-familiar y lo público, también se ubican los textos
manuscritos que acompañan y abren cada subconjunto. La existencia del texto agrega
siempre información con que volver a revisar la imagen; incluso la letra y los indicios
que en ella pueden leerse aportan información de quien escribe −con un pulso nervioso,
cansado, aniñado, tembloroso o irme al recordar al ausente. La letra manuscrita deja
ver al testigo que atestigua, que da testimonio ya no de la verdad de los hechos objetivos
–aunque cuente las circunstancias de la desaparición o el asesinato−, sino de la verdad
propia de la ausencia, que afortunadamente viene a ser interrumpida por recuerdos y
fotos. La imagen y el texto aluden y conirman solidariamente lo que el aparato desapa-
recedor interrumpió: una vida anterior, una historia singular de la que muchas veces no
queda casi nada, salvo unas fotos.
Además, otros textos diferentes acompañan en el libro a cada grupo de imágenes:
más explicativos, van impresos junto a las imágenes y en la mayoría de los casos aportan
los detalles de la biografía del desaparecido y retoman los testimonios de los familiares
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

acerca de su relación con las fotos. Sería interesante pensar si lo que refuerza el texto
aquí no es también cierto efecto explicativo y de verdad, cierta certeza de los dichos (de
los hechos- dichos) en medio del horizonte de desconocimiento e imprecisión propio
de toda desaparición. El texto asevera, conirma, quita polisemia a las imágenes, esta-
blece tiempos y vínculos y, aunque también dispara cuestiones nuevas, puede funcionar
como anclaje de lo visual. Al ser entrevistada, Ulanovsky ha dicho que le otorga mucha
importancia a la información y a la contextualización. “Hay toda una corriente de no
información y arte y no sé qué. Yo no creo en eso. No me interesa. Me parece que este era
un libro documental, si bien tiene algunas licencias estéticas. (...) Dije: ¿qué hago con la
información, cómo la agrego? Sólo un epígrafe me parecía medio frío, medio afuera. Así
que les pedí a ellos, los familiares, que escribieran algo acerca del desaparecido. Que me
contaran de alguna manera quién era, qué había pasado, algo sobre las fotos” (Ulano-
vsky, 2010). Es decir, en el libro, la letra manuscrita va acompañada por otra letra, más
propiamente explicativa, que agrega información sobre la historia del desaparecido y la
relación de sus familias con las fotos.
Si el caso paradigmático de la escritura a mano lo constituye la carta, la irma re-
sulta una interesante y fronteriza expresión de lo manuscrito. Derrida (1994) airma que
el hecho de que el individuo estampe su nombre en un papel, que se instaure como pre-
sencia, no hace más que conirmar su radical ausencia. Esta ausencia-muerte del sujeto
derrideano de la escritura se fundamenta, en parte, en el hecho de que el sujeto esté
preso de la muerte desde su nacimiento. Es por ello que instala su presencia a través de
la ausencia de la escritura y la irma. La descripción de Derrida de la escritura como pre-
sencia de una ausencia coincide en mucho con la manera como habitualmente se piensa
la fotografía. Si quien escribe inscribe su ausencia, borrándose; si la letra mata y la irma
es el último intento de una para-siempre ausencia, ¿no funciona del mismo modo la fo-
tografía, muda señaladora de una vida ya ausente, instaladora de “la muerte en futuro”
al decir de Barthes (2006)?
Una foto de Helen Zout presenta dramática y explícitamente esta paradójica apa-
rición conjunta de ausencia y presencia del sujeto en la irma y en la fotografía: si hay
irma o foto es porque no hay persona y a la vez porque hubo persona. La foto, que perte-
nece a su libro Desapariciones (2009), muestra en blanco y negro y en primerísimo pla-
no una rúbrica de lapicera sobre una mancha en el papel. Una línea punteada también
manuscrita −con la misma tinta− pasa por debajo de la mancha y de la irma: es una línea
de guiones que organiza el espacio y marca el vacío a completar. El título/epígrafe de la
foto es “Mancha de sangre y irma en un expediente judicial de 1976”. Leerlo conirma la
sospecha de que se trata de sangre y, además, que la irma no está extraída de cualquier
documento sino de un expediente judicial. Una vez más, Zout fotografía los archivos
utilizando el recurso de la doble exposición. Por un lado, la mancha de sangre que es
en verdad la gran silueta que dejó sobre el piso el cadáver al ser removido (un doble del
cuerpo, una sombra fotograiada). Por otro lado, la irma de la burocracia asesina que
certiicó esta muerte. Zout eligió esta foto dentro de una serie de imágenes del cadáver
tomadas por el fotógrafo policial. Según las palabras de la fotógrafa, “la irma corrobora
la imposibilidad de identiicar este cuerpo. Es un muchacho muy joven que aparece ta-
127

bicado. El fotógrafo de la policía (...) levanta el cuerpo y fotografía la mancha de sangre


que quedó en el piso. Era un exceso de documentalismo de parte de la policía. (...) Esta es
la irma que corroboró que este muchacho nunca se va a poder identiicar” (Zout, 2011).
La sangre que acompaña la irma subraya a la vez la aparición del cuerpo –la humanidad
del asesinado, la realidad del desaparecido−, mientras alude a la tortura y a la muerte
certiicada como NN por la irma.37 Por último, es interesante que en una obra como la
de Zout −plena de referencias al archivo, los legajos y las pruebas− la irma del expe-
diente judicial del año 1976 venga a ocupar un lugar intermedio de inteligibilidad entre
el lenguaje verbal y un no-lenguaje. Verdadero trazo no completamente lingüístico (la
irma no es un texto), es identiicable, sin embargo, como signo y expresión de una per-
sona singular (una irma no es una mancha), en este caso de la persona que corrobora el
delito, estampándolo.

ANTE LA LEY
En el libro de Zout (2009), en la página opuesta a la de la foto con la irma, aparece un
primer plano del rostro de un joven muerto con los ojos y la boca entreabiertos y algu-
nas manchas en la piel −llega a verse también su cabello enrulado. Sobre la foto o, más
bien, por dentro mismo de la foto, se transparentan algunas palabras escritas a máquina
que cubren la cara y el pelo, y aunque son difíciles de leer no entorpecen la visión de
los detalles (“telegramas” (...) “21.34 y 24” (...) “que solicita se informe” (...) “Homicidio
N.N.” (…) “referido expedien” (…) “Lomas de Zamora”, entre otras). La imagen se llama
“Joven asesinado no identiicado. Expediente judicial de 1976” y ya desde la puntuación
del título −partido en dos oraciones− se habla al espectador sobre el recurso fotográico
de la doble exposición: poner juntas dos partes en un todo nuevo. Las letras de molde del
expediente se combinan aquí con el rostro del muchacho asesinado y desconocido; y la
sigla NN cae justo sobre uno de los ojos.
Zout fotografía en un mismo negativo fotos y palabras: el expediente y la foto que lo
acompaña. Estos documentos elegidos para poner al frente de la cámara marcan un mo-
mento histórico de las reivindicaciones de los derechos humanos en la Argentina: la lenta
apertura de diversos archivos policiales −instrumentos de control, persecución y muerte−
que incluyen no sólo documentos escritos, sino también fotográicos. Precisamente, como
se ha visto, Zout ha trabajado de manera extensa con materiales del archivo policial.
En esta foto, la artista se apropia del archivo al reinstalar la imagen y las palabras
en otra serie, subrayando precisamente la violencia del archivo estatal-policial y de su
discurso: son las palabras del expediente que se sobreimprimen sobre la víctima las que
lo deinen como −y lo convierten en− asesinado y NN. Aquellas palabras que Zout toma
literalmente de la jerga policial para dar título a su foto se cargan con nuevos sentidos
en este nuevo uso, a la vez que le dan a la foto la constatación de lo sucedido en tanto
que fue registrado y archivado por las fuerzas de seguridad. Pensando en la presencia
de lo textual en sus fotografías, Zout ha dicho sin embargo que su trabajo se fue despo-
jando de palabras. “Cuando empecé a mostrarlo abajo tenía unos textos enormes que

37 Gilles Deleuze (1991) considera la firma como uno de los dos polos de las sociedades disciplinarias (el otro es el
número de matrícula, en un doble juego de individualización y masificación).
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

realmente competían muchísimo con la imagen. Y poco a poco fue teniendo cada vez
menos” (Zout, 2011). Lo fotográico lentamente se va autonomizando y deja de necesi-
tar una explicación que sostenga desde fuera las imágenes. Para poder trabajar incluso
en esta serie la palabra y la irma del poder represivo desde el interior mismo de la foto.
Otras palabras del léxico jurídico-administrativo aunque provenientes de otro ori-
gen aparecen en Recuerdos inventados (2003), la serie en que Gabriela Bettini presenta
−y donde se presenta junto a− su abuelo y su tío desaparecidos. Entre las diez fotos que
componen este trabajo, donde también se superponen imágenes del pasado con accio-
nes en el presente, hay cuatro que son fotos de textos: tres del informe Conadep; una de
la carátula de un libro de poemas de Poe irmado por el abuelo. Si las instantáneas de fal-
sos momentos vividos por el abuelo y el tío con la nieta/sobrina, al montar dos tiempos,
contenían la verdad de lo imposible, entonces, ¿qué lugar juega el texto aquí? A diferen-
cia de la palabra manuscrita, propia o ajena, Bettini se vale de testimonios ya dichos, ya
escritos, para dar su propio testimonio. Aquí no se trata tanto de una voz familiar –salvo
en la foto de la tapa del libro que lleva inscrita la subjetividad del desaparecido en la ir-
ma− sino del informe ‘objetivo’ acerca de cómo sucedieron las desapariciones. Es decir,
son fragmentos del Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas
(Conadep) creada por el gobierno nacional en 1983 para investigar la desaparición for-
zada de personas. Informe que dio origen, precisamente, al libro que se ve en otras de
estas fotos, el Nunca más, publicado en septiembre de 1984 (Crenzel, 2008).
¿Qué reenvíos genera esta intromisión de la palabra de orden legal o jurídico, la
palabra ‘verdadera’? Siguiendo a Luis García (2011: 94), “la farsa teatralizada en las imá-
genes se golpea contra el prosaico registro administrativo de esas muertes”. Los dos ór-
denes –el visual y el escrito− se ubican a su vez en dos registros diferentes. Las palabras
burocráticas presentadas en esta serie se combinan así con fotos que son documentos
falsos: imágenes que prueban y muestran lo que no ha sucedido. O, para decirlo mejor,
aquello que no ha podido suceder porque el terrorismo de Estado lo impidió. En rela-
ción con esto, la tercera de las fotos, titulada “Conversación con Antonio”, muestra a
la nieta señalando una página del libro Nunca más mientras el abuelo mira con grave-
dad el texto que cuenta su asesinato. Esta imagen es quizá la pieza clave del conjunto, al
funcionar como puente de las fotos y los textos. La recursividad surrealista de esta foto,
donde la nieta le presenta al abuelo-desaparecido los hechos de su desaparición, conec-
ta la lectura de lo escrito con las imágenes, lo dicho con lo visible, la verdad de la imagen
con la verdad de las palabras, para desestabilizar todo el conjunto. La foto aparece aquí
como prueba subvertida: es prueba de lo que no se puede probar, de las desapariciones
y de un tiempo imposible.
Las palabras de la ley están aquí de maniiesto: en la foto de Zout es la ley ilegítima
del expediente secreto; en las de Bettini son las palabras de la Conadep que ha tomado
el camino legal para conseguir información y justicia y se ha valido in extenso de testi-
monios. Los discursos, el legal y el ilegítimo, se presentan fragmentarios y combinados
con fotos, demostrando, en un caso, la complicidad de la foto y la palabra al momento de
poner en marcha la burocracia asesina; y haciendo tambalear, en el otro, la extendida
idea de la fotografía como relejo de lo real.
129

CONTRATEXTOS
Por último, otra de las formas en que la escritura acompaña las fotos es a partir de la
presencia de la palabra testimonial alrededor de las imágenes.
Una llamativa combinación de testimonios y fotos se da en el libro Pozo de aire de
Guadalupe Gaona (2009), que presenta imágenes de su álbum familiar –especialmente,
las últimas vacaciones de la familia en Bariloche antes de la desaparición del padre– con
fotos propias de los mismos escenarios y con poemas. Estos breves textos poéticos in-
tercalados entre las imágenes ofrecen recuerdos y anécdotas vagas, mezclando voces de
niña y de mujer –a veces son madre e hija. Al principio del libro, un breve prólogo poé-
tico narra un momento de felicidad. El texto describe con palabras su imagen favorita
y amuleto: la única foto que tiene Gaona a solas con su padre y que ha sido tomada al
borde del lago durante las vacaciones familiares.
Junto a la doble costura de presente y pasado de las fotos de Gaona, los poemas
realizan un trabajo similar al buscar en las imágenes de la memoria para reconstruir
un momento en permanente fuga. Intercalando textos entre las fotos presenta difusa-
mente algunos momentos vividos, siempre entremezclados con percepciones presen-
tes. ¿No son acaso los poemas imágenes hechas con palabras? La poesía es, dentro de la
literatura, quien trabaja íntegramente con imágenes, hecho que aquí otorga a poemas
y fotografías una gran empatía. Las palabras subrayan los contactos entre los mundos
de ahora y del pasado que las fotos proponían y, así como las fotos, fallan justo al querer
reponer un sentido:

A sus espaldas una frase


está por salir de la luz.
Su boca polar
le dice algo.

Pero las palabras se pierden


entre los escasos dedos de una mujer.
Los ojos de ella
se las devuelven igual
que el eco.

Limpias de signiicado.

Aquello que las bocas quieren decir no puede decirse. Las palabras nacen limpias
de signiicado, como un eco. Esta imposibilidad del habla denuncia la pérdida y el trau-
ma. Y sin embargo es una imposibilidad de decir que se anuncia, como la foto movida
que muestra a dos niños –Gaona y su hermano– bajo una vibración desenfocada. Hay
una expectativa sobre ellos, una tensión que los acecha y que fotos y poemas se niegan a
develar completamente.
En la página opuesta a la de la foto de la entrada a un bosque con un camino apenas
marcado y algo de pasto quemado en el piso se lee:
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

Durante años.
Espera atrás de una línea amarilla.
Todavía no puede pasar.

Los ojos
vendados por el calor.
Una loca adentro.

Dos hijos.
Los sacude.
Suenan como cascabeles.

El bosque ofrece, en la foto, la entrada que no será franqueada –o, al menos, eso
dice el poema. El bosque se vuelve así un escenario atractivo pero impedido. Algo a lo
que será imposible regresar. El uso de la foto familiar se duplica en estos “poemas fami-
liares”, que aluden también a la narración oral y repetida que hilvana las fotos familiares
de los álbumes. Por otra parte, se destaca tanto en imágenes como en poemas la igura de
la madre. Frente a la foto de una enramada en el bosque, Gaona elige estos versos:

El ruido
de una rama desprendiéndose.
Vuela por los aires
una cachetada.
Proviene de mi madre
y no del bosque.

El paisaje-madre resuena aquí en rama-cachetada. Quien habla no parece saber


del todo de dónde viene pero sí conoce el sonido y el dolor de ese golpe. Los recuerdos
son presentados en los poemas de Gaona a través de percepciones táctiles y sonoras,
como una involuntaria memoria proustiana de lo perdido, y van construyendo junto a
las fotos ese paisaje añorado y temido de las vacaciones previas a la ausencia del padre.
Un fragmento de Treintamil de Fernando Gutiérrez (1997) también recuerda en-
rarecidos climas de infancia en una mixtura de fotos y palabras. En la página opuesta
a la fotografía en blanco y negro de la carcasa oxidada y abandonada de un auto en un
descampado, Gutiérrez escribe:

Santi era Batman; Beto, Robin y nosotros atacábamos al batimóvil, un auto abandonado a
orillas del río Reconquista. Tomé el volante cuando miré hacia atrás, vi por entre los árboles
acercarse un patrullero. El relejo fue escapar. Carrera de cien metros en diez segundos, que
fue interrumpida por el seco ruido de disparos. Manos en alto. Fuimos obligados a volver.
Parados uno al lado del otro contra unos arbustos, desconcertados, escuchamos: “si no nos
dicen quién fue, los partimos en dos y los tiramos al río. López traiga la ametralladora”. Lo
seguí con la mirada. Fue hasta el auto y volvió enseguida. No podía más que mirar el caño
131

del arma con que nos apuntaba. Más preguntas y más gritos desesperaron a Santi que,
arrodillado y llorando, les pidió por favor que no nos matara, que no sabíamos nada. Nos
dejaron ir. Esta vez no corrimos. Teníamos doce años y era el verano del 80.

Tanto Gaona como Gutiérrez demuestran con fotos y textos que han sido testigos
infantiles, niños que sin entender las razones han vivido el horror, la amenaza y el peli-
gro. Esta temerosa –y temblorosa– confusión habita también sus obras.
Otras dos series que ofrecen una combinación de testimonio escrito y fotos son
las de Gerardo Dell’Oro y Martín Acosta. Aunque de manera diferente, ambos recons-
truyen la historia del retratado a partir de narraciones que tienen el mismo estatuto que
las fotografías.
En Imágenes en la memoria, Dell’Oro trama las fotos con testimonios suyos sobre
su hermana, su familia, su sobrina y sobre Julio López. También agrega fotografías de re-
cuerdos escritos de la vida de su hermana: una nota de la maestra, un cuento de cuando
estaba en tercer año, la carta de su cuñado desde la conscripción –nuevamente la epísto-
la como un importante tesoro familiar−, las anotaciones de López con letra temblorosa.
Todas estas apariciones de lo manuscrito subrayan, como se ha visto, la aparición de la
persona detrás de la letra. Y marcan también la materialidad de estos escritos realizados
en un boletín, en una hoja de carpeta, en un papel arrugado y conservados como prueba
de una vida. Todo este conjunto es, al igual que las fotos, ordenado pacientemente por el
relato propio que Dell’Oro intercala en las fotos.
Por su parte, Acosta narra en ADN el camino del nieto recuperado desde la des-
aparición de sus padres hasta la restitución de su identidad, incorporando en su narra-
ción algunos testimonios de nietos recuperados. Aquí la relación con el texto es algo más
distanciada, ya que no se trata del testimonio en primera persona del testigo o familiar,
sino de la tercera persona del fotógrafo –la mirada del reportero− que intercala incluso
pareceres propios sobre el retratado, presentando, a in de cuentas, su singular perspec-
tiva. Respecto de la centralidad del texto en su trabajo, Acosta ha dicho que le incorporó
texto porque se dio cuenta de que faltaba, que era necesario. “¿Por qué? Porque yo soy
fotoperiodista. Concibo al lenguaje no como un lenguaje visual exclusivamente: la parti-
cipación de la palabra es fundamental. Yo no soy un artista (...) El trabajo es como vos lo
ves, no es sin foto histórica o sin texto. Es indivisible” (Acosta, 2011). Conirmado por sus
dichos, esta obra de Acosta se acerca a lo que Ribalta llama un patrón documental social,
en el que “las imágenes se articulan con textos y el formato de la página impresa man-
tiene una tensión dialéctica con el espacio expositivo” (Ribalta, 2004, 15). La referencia
de esta obra es el periódico y la centralidad y organización visual de las zonas textuales.
Las intenciones explicitadas por Acosta se relacionan con las razones de la –breví-
sima− aparición del texto en la serie de Julio Pantoja, en la que cada foto de los hijos tu-
cumanos lleva como epígrafe el nombre del retratado, su edad, ocupación y el año de to-
ma de la foto. En la presentación de la muestra, Pantoja (2006) sostiene que “otro punto
importante siempre, pero vital en este caso, es la relevancia del nombre que acompaña
cada retrato, porque permite preservar la identidad y la historia de cada uno. Las fotos
sin nombre son fotos de NN, como caliicaban los militares a sus víctimas. Y debía ubi-
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

carme en las antípodas”. De esta manera, el texto esclarecería identidad, hecho siempre
negado por el aparato represor.
Por último, y como se ha mencionado, los restos de textos no son los únicos ele-
mentos lingüísticos presentes en la serie El lamento de los muros de Paula Luttringer,
ya que un conjunto de frases en primera persona conforma también la muestra. Cada
foto está acompañada por un largo epígrafe con el testimonio de una mujer secuestrada
durante la dictadura. Las voces de las ex detenidas desaparecidas ofrecen desde fuera
de los marcos un contrapunto a esas huellas difícilmente codiicables que habitan en las
paredes. La foto de los escalones, por ejemplo, lleva el siguiente testimonio:

Bajé alrededor de 20 o 30 escalones, se oyeron cerrar grandes puertas de hierro. Supuse


que el lugar estaba bajo tierra; que era grande, ya que las voces retumbaban y los aviones
carreteaban por encima o muy cerca. El ruido era enloquecedor. Uno de los hombres me dijo:
¿así que vos sos psicóloga? Puta, como todas las psicólogas. Acá vas a saber lo que es bueno. Y
empezó a darme trompadas en el estómago.
Marta Candeloro fue secuestrada en la ciudad de Neuquén el 7 de junio de 1977, y trasladada
luego al Centro Clandestino de Detención La Cueva.

De una manera similar a como Pilar Calveiro (2008) entrelaza en su libro los testi-
monios de otros sobrevivientes sin partir nunca de su propia experiencia, pero eviden-
ciando un conocimiento al detalle de la maquinaria represiva, Luttringer se vale de los
testimonios de otras mujeres para narrar su historia. Hay en ambos casos un alejamien-
to del lugar de víctima –del lugar testimonial subjetivo– y un recurrir al testimonio de
los otros para mostrar esa parte terrible del pasado colectivo y de sus biografías. Tal co-
mo sostiene la propia fotógrafa: “nunca me ha gustado usar como estandarte el hecho de
estar desaparecida, para que sea reconocida mi fotografía” y “no estoy hablando de mí,
pero al mismo tiempo hablo de mí” (Luttringer, 2006 y 2011). Para narrar lo vivido, Lut-
tringer se vale del testimonio del trauma de otras mujeres para presentar la historia y su
historia –que haya elegido sólo a mujeres refuerza el hecho de que se trata de su historia.
“Tenía que preguntarles a otras mujeres qué recuerdos quedaban en sus memorias. (...)
No me interesaba nunca saber la exactitud del recuerdo sino preguntarles: ‘Cuando te
despertás mal en medio de la noche, ¿de qué te acordás?’” (Luttringer, 2011).38
La memoria del acontecimiento traumático, inexorable e incompletamente unida
a la palabra, será necesariamente recreada y transformada en su pasaje a lo discursivo.
El testimonio se vuelve la estructura fundamental de transición entre la historia y la
memoria, ya que el sentido de lo que pasó no está ijado de una vez por todas (Ricoeur,
1999). Según Dominick LaCapra (2005), elaborar el trauma es lo que permite escapar
a la repetición anclada en el pasado, a partir de reorganizar los sentidos sobre lo vivido

38 Respecto de la elección de testimoniantes mujeres, Luttringer (2011) explicó que al principio entrevistaba a hombres
y mujeres, pero luego: “no pude enfrentar a los hombres. No pude enfrentar cuando los hombres empiezan a contar,
se quiebran y lloran. Esa fue una falencia mía. No sabía cómo consolarlos, no entendía por qué lloraban tampoco. No
supe cómo manejarlo, y de pronto empecé a abandonar eso. Cuando empecé a hablar sólo con mujeres, entendía
de qué me estaban hablando. Además, mucho tiempo después me di cuenta de que la mujer no transmite la misma
memoria que el hombre. La mujer tiene una memoria que tiene relación con colores, con olores, con sensaciones, con
algo más ventral, del vientre. Y era lo que yo estaba buscando”.
133

para reubicarse en la vida presente y futura. El trauma, en tanto intransferible, se dice


siempre y obligatoriamente en primera persona.
Entonces, ¿qué nuevos reenvíos crean estos testimonios en primera persona que
subrayan la singularidad del sujeto que ha experimentado la tortura? ¿De qué manera
modiican las fotos? Sin dudas, entablan un ida y vuelta entre cierta airmación y claridad
del testimonio –una claridad que no completa, sino que admite huecos, cosas no dichas
y isuras– y la opacidad de la fotografía. El juego entre lo dicho y lo no dicho, entre pala-
bra y foto, arma un conjunto que tiene que ver con las memorias subterráneas y la oscu-
ridad que caracteriza a los testimonios (Pollak, 2006). Luttringer no usa los dichos de las
mujeres para explicar la foto. Una vez que se los ha leído, es más un clima o atmósfera de
recepción de las fotos lo que se crea, que una descripción de lo que se ve (aunque haya un
motivo que las aúna, en este caso los escalones, por ejemplo). El modo como se relacionan
es el fragmento: dos partes diferentes puestas juntas para construir una nueva obra, ni
plenamente clara ni caótica por completo. Fragmentos que hablan de una composición, de
un todo abierto que sirve como mapa a medio camino entre lo decible y lo visible. Las pala-
bras acompañan las fotos y expresan sin explicar. El testimonio deja oír el lamento de los
muros para que persista como rumor. Un rumor que ni siquiera los testimonios de las mu-
jeres que han estado detenidas logran, desde el otro lado del marco, explicar ni aclarar.39
Luttringer establece además la importancia de las palabras testimoniales en su di-
mensión fónica, en su forma y su sonoridad, más allá de lo que las palabras signiiquen.
Prueba de esto es que cuando estas obras han sido mostradas en el extranjero y hubo
que leer los testimonios a un público no hispanohablante la artista pidió que se leyeran
primero en español, aunque el auditorio no las comprendiera. “Necesito dar mi voz, mi
propia lengua, y luego compartir con ustedes en su idioma lo que pasó en mi país” (Dia-
mond, 2008, traducción propia). La palabra es más que lo que dice, ya que es el testimo-
nio de alguien en singular y lleva sus marcas enunciativas, en las que pueden rastrearse
los rasgos identitarios e incluso sus isuras.
El relato, motor de memorias y encargado del pasaje de la memoria individual a
la memoria colectiva, es también voz y grafía, sonido e imagen que pueden conducir al
testimonio. La necesidad de mostrar y de decir por parte del testigo aparece con fuerza
en la serie de Luttringer. Incompletas e insuicientes, las palabras de las víctimas apun-
talan la obra desde afuera.

PALABRA DEVUELTA
Desde la concepción platónica de la huella y la teoría aristotélica de la reminiscencia
hasta nuestros días, la memoria ha estado profundamente relacionada con las imágenes
como elemento central para su deinición. Asimismo, y por otra parte, la palabra tam-
bién resulta un vehículo central como hacedora y transmisora de memorias a lo largo
de generaciones, como expresión –potente aunque inacabada– de la experiencia trau-
mática. Entre muchos otros, Paul Ricoeur (2008) y Elizabeth Jelin (2002) piensan las

39 Primo Levi se ha referido también al lamento: “De hombres que han conocido esta privación extrema no podemos
esperar una declaración en el sentido jurídico del término sino otro tipo de cosa, que está entre el lamento, la
blasfemia, la expiación y el intento de justificación, de recuperación de sí mismos” (citado en Agamben, 2000: 25).
PALABRAS FOTOGRÁFICAS

narrativas como la manera primordial como los sujetos construyen, evocan y modelan
su pasado. Dada esta importancia de las formas lingüísticas en la construcción del pasa-
do, no es nunca azarosa su utilización en fotos que tematizan una cesura histórica. Por
su parte, Beatriz Sarlo (2005) cree que el testimonio está ubicado en un lugar de “icono
de la verdad” en esta época, por lo que es el recurso principal para la reconstrucción del
pasado por parte de la generación siguiente a la de los desaparecidos. Sumado a esto, el
efecto de testimonio que Barthes (2006) le adjudica a la foto y la idea de Ricoeur (2008)
de que la huella es la raíz común al testimonio y al indicio permite comprender por qué
estas fotografías, a in de cuentas verdaderos testimonios visuales, arman junto a la pa-
labra poderosos artefactos de memoria.
De hecho, las fotografías comparten en su mayoría las características pensadas
para los testimonios verbales: suponen una primera persona –una perspectiva: la mi-
rada de un ojo que establece un punto de vista particular–; hay en ellas tensión entre
lo singular y lo social, y hay por supuesto en ambas ambigüedad, cosas no dichas, re-
construcción, silencios, incompletitud. En el lugar de intercambio entre lo individual y
lo colectivo, las fotografías como testimonios visuales se ubican a medio camino entre
una historia exterior y los esfuerzos siempre incompletos de una memoria. Y pueden
ser, como se ha visto, un interesante escenario donde desplegar los testimonios escritos.
Porque, tal como cree Huyssen (2009), en lugar de oponer palabra a imagen debemos
reconocer que la imagen y la palabra están entrelazadas en las prácticas de representa-
ción y cuando una de ellas falla, la otra puede iluminar la escena.
Las series revisadas otorgan a la palabra un lugar relevante en el armado inal de
la obra. Luttringer combina los trazos lingüísticos en una pared con el testimonio de las
víctimas, problematizando incluso el lugar del testigo. Brodsky juega con la superviven-
cia de la memoria, con la letra del olvido. La carta de la tía al padre asesinado es el anda-
miaje que sostiene la serie de fotos de Pérez del Cerro, así como las esquelas manuscri-
tas de Ulanovky dan entidad biográica a la pérdida. Zout fotografía palabras policiales
y fotos secretas para abrir el entramado de silencio y el texto de la Conadep le permite
a Bettini complejizar en sus fotos las cuestiones de lo verdadero/falso. Los poemas de
Gaona arman con las imágenes una costura que sumerge al lector en un ir y venir del
presente al pasado, y Acosta y Dell’Oro narran las biografías previas de los desapareci-
dos a la vez que las historias de los hijos.
Algunas de estas fotografías ofrecen apariciones veladas de la palabra, muchas
veces ilegibles o en diálogo con la ilegibilidad, donde ciertos sentidos sobrevienen y so-
breviven –en las paredes, en los muros de las prisiones, bajo las inclemencias del tiem-
po– para poder leerse de manera transversal desde el presente. “Se trata de una letra
pero fuera del lenguaje. Lo que se transmite es del orden de lo no-dicho, pero se escribe”
(Rousseaux, 2007: 381). Aquí, entonces, las fotos –complejas huellas de lo real– mues-
tran a su vez huellas lingüísticas y se presentan incompletas, aunque desbordantes de
sentido. La letra funciona y se transmite más en la línea de la imagen y de las memorias
subterráneas que como información explícita. La imagen fotográica evidencia el grito
y el quejido, la phoné donde aún no se articula lenguaje alguno, pero que gracias a la fo-
tografía ha comenzado su camino al testimonio. Jacques Rancière retoma la distinción
135

aristotélica entre phoné –el grito o el ruido animal, que expresa placer o displacer– y lo-
gos –la palabra humana, que expresa discernimiento. “La política consiste (...) en hacer
visible aquello que no lo era, en escuchar como seres dotados de palabra a aquellos que
no eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière, 2005: 15). Algunos
de los artefactos fotográicos de este capítulo se proponen justamente comenzar a dar
palabras allí donde sólo había ruido. Y así dar sentido a esas “imágenes sufrientes, a la
espera de una posible, de una futura legibilidad” (Didi-Huberman, 2008: 48).
Incluso cuando, como es el caso de la letra manuscrita, las palabras cuentan algo,
el pulso de la letra y su caligrafía singular ayudan a reponer el espesor no completamen-
te decible de la ausencia y de quienes la sufren: los sujetos reales, con un cuerpo y una
mano que escribe. Las palabras de estas obras, aun aquellas más narrativas, no explican
las imágenes sino que agregan otro nivel de discurso. Ya que para explicar se necesita im-
plicar las emociones, palabras e ideas en la presentación de las imágenes mismas (Didi-
Huberman, 2008: 48).
Por otra parte, la memoria está compuesta por fragmentos y a su vez cada foto es
fragmentaria (es índice y recorte, el fuera de campo es central en la deinición de la fo-
tografía: es imposible no dejar algo afuera). Precisamente son los fragmentos textuales
los que componen estas obras: la palabra rota o que ya no se lee, pero también el frag-
mento de testimonio, cuando la anécdota puntual no describe panorámicamente sino
que cuenta partes mínimas, los pedazos de una carta, una breve esquela. Por todo esto,
muchas de las fotos de estas series, antes que una visión totalizante, proponen una en-
trada incompleta y plena de lagunas como la memoria.
En estas imágenes, los sobrevivientes y familiares que portan su palabra lo ha-
cen sin poder sustraerse de narrarlo una y otra vez, pero a la vez sabiéndose fatalmente
imposibilitados de dar completa cuenta de lo vivido. Palabras fotograiadas y palabras
escritas recrean y reconstruyen la experiencia del horror, siempre a mitad de camino
entre la historia y la memoria individual, para ser y hacer memorias. Para devolver la
palabra y, de esta manera, comenzar a elaborar el trauma.
Instaladas en espacios comunes a la fotografía y al testimonio –fragmentariedad,
tiempo pasado, construcción identitaria, indicios de un haber estado ahí–, estas obras
se comportan tal como describe Michel Foucault (1993: 80) la pintura de Magritte, de-
jando “que el discurso caiga según su propia gravedad y adquiera la forma visible de las
letras. Letras que, en la medida en que están dibujadas, entran en una relación incier-
ta, indeinida, embrollada con el propio dibujo, pero sin que ninguna supericie pueda
servirles de lugar común”. Así, palabras y fotografías –cada lenguaje en su irreductible
singularidad pero embrollados–,contraen aquí una unión nueva, que encuentra su pun-
to justo precisamente por no tener equilibrio alguno. Poner textos en los muros de una
exposición no es desterrar las imágenes, sino que, tal como piensa Rancière, las pala-
bras también son materia de imagen y modelan formas visibles. “El arte y la política co-
mienzan cuando (...) las palabras se hacen iguras, cuando llegan a ser realidades sólidas,
visibles” (2008: 83). Frente al silencio y al enmudecimiento heredados del dispositivo
represivo, estas obras enlazan imágenes fotográicas y testimonios en artefactos capaces
de devolver(nos) la palabra.
COMPLETANDO EL ÁLBUM COLECTIVO

...creo que nuestra sociedad intenta completar su álbum de fotografías,


quizá se trate sencillamente de eso.
DIEGO ARÁOZ

Óscar Muñoz es un artista colombiano que ha trabajado sobre la memoria a partir de


diversos soportes de la imagen, entre ellos la fotografía. Una de sus obras es Proyecto
para un memorial (2005), una videoinstalación donde se documenta la ejecución de una
tarea inútil: Muñoz pinta retratos con agua sobre el pavimento caliente de Cali, copian-
do algunas fotografías de la sección necrológica del diario. Cuando se acerca el momento
de completar el dibujo los primeros trazos empiezan a desaparecer, a evaporarse, por
lo que hay que empezar de nuevo otra vez. Esta acción de dibujar con agua sobre una
piedra al sol las caras de muertos que desaparecen incesantemente y que es vuelta a re-
comenzar cada vez –en loop, como una tarea inacabable y a la vez indetenible− sirve para
subrayar el pertinaz trabajo de la memoria desde el presente y con la imagen. Un trabajo
repetido –quizás a primera vista vano− que vuelve a arrancar una y otra vez, y que com-
promete al espectador en un ejercicio de rememoración efímero pero obstinado.
Entre los trabajos con imágenes que, como el de Muñoz, son verdaderos esfuerzos de
memoria y apelan al espectador desde lugares no evidentes ni completamente conscientes
o cristalizados, se encuentra el conjunto de obras fotográicas que a lo largo de estas páginas
se presentaron y pusieron en diálogo. Entenderlas como memorias fotográicas resulta fruc-
tífero para estas producciones que son, a la vez, memorias sociales de un pasado en común,
artefactos fotográicos –con sus particularidades temporales, estéticas y políticas− y elabo-
raciones artísticas creadoras que ponen en marcha recursos visuales singulares.
Desde sus orígenes, las artes de la memoria han intentado generar recuerdos a tra-
vés de las imágenes, ya guiando al orador en su discurso, ya transmitiendo enseñanzas
a destinatarios no familiarizados con la escritura. En una línea no demasiado alejada de
esta matriz, aunque por supuesto menos estrictamente pedagógica y más autónoma, los
artistas aquí revisados toman y producen imágenes de su memoria –personal y colecti-
va− para traerlas e instalarlas en otros, para tocar una ibra de la sociedad y para inal-
mente intervenir en la construcción del recuerdo, es decir, para tomar la palabra y hacer
memorias. Estas obras suponen construcciones y reconstrucciones del pasado desde un
presente y contienen también miradas hacia el futuro, en medio de variados contextos
memoriales y de diversas condiciones históricas de decibilidad.
En estos trabajos, la fotografía es la técnica recurrente para la insistencia de la me-
moria del horror de la dictadura, especialmente para la evocación de la desaparición.
Cada una de estas obras explota la duplicidad propia de la imagen fotográica, a la vez
huella de lo real y construcción. Las fotografías funcionan como artefactos de memoria
precisamente en esa condición dual. En este reconocerse, en primer lugar, como indi-
137

cios y restos de vidas interrumpidas por la violencia del secuestro y la desaparición. Pero
también, como la abierta posibilidad de creación de sentidos nuevos para revisitar aque-
lla traumática experiencia desde el presente, para indagarla desde sus secuelas.
Asimismo, en las obras se destaca la evocación del desaparecido, en especial a par-
tir de la alusión y esceniicación de su ausencia, esto es, de la construcción de un recurso
que evidencia en sus mismos procedimientos la consecuencia principal del exterminio
represivo. La igura del desaparecido condensa el horror de la dictadura por antonomasia:
ha sido arrancado violentamente de la calle, del aula, de la fábrica, de su casa, de la vida y
jamás regresará. En su lugar queda un vacío, y ya no se le reconocerá cuerpo ni historia
desde entonces. En estas fotos, el cuerpo ausente se presenta como una identiicable pre-
sencia urbana; lo desaparecido carece de cuerpo y sin embargo signiica y está presente,
se torna perturbadoramente visible. El cuerpo ausentado y desaparecido es evocado aquí
por su necesaria incompletitud. Baste pensar, entre otros, en los cuerpos desaparecientes
de Res; los cuerpos ausentes, las siluetas y las iguras humanoides en Travnik; los zapa-
tos vacíos de Gutiérrez; las imágenes movidas del cuerpo lastimado del sobreviviente en
Zout; los cuerpos animales torturados en Luttringer; los cuerpos faltantes en Germano;
los cuerpos de los hijos que soportan en su piel las imágenes de los padres ausentes en las
fotos de Quieto y Maggi; el cuerpo suplantado en Bettini; los cuerpos de papel fotográico
en Pantoja y Ulanovsky; el cuerpo recuperado de los nietos en Acosta.
Por otra parte, ciertas memorias fotográicas evocan la represión a partir de la vi-
sualización de la violencia política, tanto mediante la mostración de los instrumentos
y las tecnologías del poder que llevaron adelante la desaparición y las torturas, como
haciendo visibles las huellas de la represión en el espacio público. Este conjunto de
memorias convoca el dispositivo desaparecedor de personas y cuerpos a partir de sus
maquinarias y restos: las huellas en una ciudad vacía; el Falcon; el avión de las FFAA;
el matadero; el archivo policial; la picana; la capucha y los restos de los centros clandes-
tinos de detención. Evidenciando la coniguración espacial y técnica del poder, muchas
muestran de soslayo las marcas del trauma en la ciudad, en el espacio público, los terri-
torios de memoria y las heridas, como sentidos de un sinsentido en el que se arraigan y
del que, de alguna manera, son manifestación y presencia.
Otro gran conjunto de memorias fotográicas, por su parte, trabaja con las fotos fami-
liares para exponer los efectos de la represión como interrupción de una trayectoria biográ-
ica singular. Las consecuencias de este quiebre en el entorno íntimo del desaparecido hacen
que hijos, hermanos, nietos recuperados y otros familiares recurran a las fotos del álbum pa-
ra realizar unas nuevas imágenes, guiados por una voluntad anacrónica de reconstrucción.
Por último, la palabra y el testimonio aparecen también en muchas de estas obras.
En algunas, la letra se transmite más en la línea de la imagen y de las memorias subte-
rráneas, mientras que en otras aparece como información que forma parte de la obra. La
palabra fotograiada reconstruye junto a las fotos la inijable memoria del horror, siem-
pre entre la historia y las vivencias individuales.
Estas memorias fotográicas conmueven e intranquilizan porque develan un terri-
torio escondido en los pliegues de la experiencia colectiva a partir de mecanismos esté-
ticos que suponen siempre la generación de formas, espacios e interrogantes abiertos.
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__ , (2011), “Entrevista personal”, 28 de abril. Mimeo.
AGRADECIMIENTOS

A Ana Longoni y Felisa Santos, por guiarme en los caminos del pensamiento, por su
amistad y por enseñarme, además, la manera en que el trabajo de escribir y la maternidad
pueden acompañarse mutua y felizmente.
A las y los artistas que permitieron que escribiera sobre sus fotos, me enviaron las obras,
abrieron sus talleres y casas, me contaron sus historias y respondieron mis preguntas.
A mis compañeras y compañeros de estudio y trabajo en estos años. En especial a
Jordana Blejmar, Luis Ignacio García, Claudia Feld, Cora Gamarnik y a quienes forman
parte del grupo Ubacyt.
A Gabriel Valansi, Karin Idelson y Pablo Caligaris, que me impulsaron hacia la fotografía.
A Jacqui Behrend por sus charlas metodológicas.
A Julieta Escardó y Eugenia Rodeyro que acompañaron pacientemente la edición de este
libro, y muy especialmente a Malena La Rocca por comentar puntillosa la versión inal.
A Gabi Franco por sus consejos editoriales y poéticos.
A mi prima Paula por sus traducciones y por estar cerca.
A mis amigas y amigos de la vida.
A mi tía Ro, por su presencia constante.
A mis hermanas Lau y Ani, y mi sobrina Meyu, que siempre traen alegrías y ayudas.
A mis padres, por acompañarme cada vez y todas las veces. Y por enseñarme a no olvidar.

A Diego y Simón que, con ininita paciencia en largas horas y largos días, me dieron
cariñosamente mucho más que el apoyo y el tiempo necesarios para cursar, leer,
investigar y escribir. A la hermosa Eloísa, que llegó justo después
de la tesis. Con ellos, que comparten mi vida, se queda todo mi amor.

Agradezco también al Consejo Nacional de Investigaciones Cientíicas y Técnicas por


haber inanciado la investigación y escritura de la tesis doctoral cuyas principales ideas y
capítulos fueron condensados en este libro. El Doctorado en Ciencias Sociales fue dirigido
por Ana Longoni en el ámbito del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias
Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
Los cruces entre fotograía artística y violencia de Estado en la Argentina
coniguran en este libro un corpus notablemente articulado de ensayos
fotográicos realizados desde el in de la dictadura en adelante. No fueron
gestados durante, sino después: en medio de las instancias difíciles de
elaboración de las memorias de la represión. Con una escritura que conjuga
su condición poética y a la vez crítica, Natalia Fortuny indaga incisivamente
en torno a esta serie de producciones artísticas que optan por el dispositivo
fotográico para preguntarse sobre su capacidad de ser huella o resto de lo
que dejó el horror entre nosotros, y que a la vez catalizan la construcción
de nuevos sentidos y elaboraciones. Son ejercicios de memoria personales,
persistencias y ubicuidades del dolor y de la ausencia.
Ana Longoni

Natalia Fortuny es poeta, docente e investigadora del Conicet. Estudió


Comunicación (UBA) e Historia del Arte (IDAES/UNSAM) y es Doctora en
Ciencias Sociales (UBA). Ha coeditado junto a Jordana Blejmar y Luis Ignacio
García el libro Instantáneas de la memoria: fotograía y dictadura en Argentina
y América Latina (Libraria, 2013). También publicó los libros de poesía Hueso
(Ediciones En Danza, 2007) y La construcción (Gog y Magog, 2010).

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