Amoris Laetitia Doctrina Social de La Iglesia
Amoris Laetitia Doctrina Social de La Iglesia
Amoris Laetitia Doctrina Social de La Iglesia
AMORIS LAETITIA
5_ El Papa Francisco utiliza el llamado himno de la caridad escrito por san Pablo, para
explicar algunas características del amor verdadero:
Paciencia
Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita agredir. Es una
cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación también dentro de la vida familiar.
Los textos en los que Pablo usa este término se deben leer con el trasfondo del Libro de la
Sabiduría (cf. 11,23; 12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios para dar
espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta cuando actúa con
misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia con el pecador y manifiesta el
verdadero poder.
Actitud de servicio
Pablo quiere aclarar que la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una postura
totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una reacción dinámica y
creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y promueve a los demás. Por eso se
traduce como «servicial». En todo el texto se ve que Pablo quiere insistir en que el amor no es
sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que tiene el verbo «amar» en
hebreo: es «hacer el bien». Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en
las obras que en las palabras». Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite
experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse sobreabundantemente,
sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir.
Sanando la envidia
Significa que en el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien de otro
(cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia es una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos
interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio
bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a
centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una
amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene dones
diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino para
ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo.
Amo a esa persona, la miro con la mirada de Dios Padre, que nos regala todo «para que
lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), y entonces acepto en mi interior que pueda disfrutar de un buen
momento. Esta misma raíz del amor, en todo caso, es lo que me lleva a rechazar la injusticia
de que algunos tengan demasiado y otros no tengan nada, o lo que me mueve a buscar que
también los descartables de la sociedad puedan vivir un poco de alegría. Pero eso no es
envidia, sino deseos de equidad.
Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que, además, porque está
centrado en los demás, sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro. Literalmente
expresa que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No es sólo una obsesión
por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el sentido de la realidad. Se
considera más grande de lo que es, porque se cree más «espiritual» o «sabio», algunos se
creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos,
cuando en realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al
débil. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco
formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo contrario: los
supuestamente más adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e insoportables.
La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque para poder
comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y
cultivar la humildad. En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre
otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba
con el amor. También para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad unos
con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes» (1 P 5,5).
Amabilidad
Amar también es volverse amable. Quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no
actúa de modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos son
agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una
escuela de sensibilidad y desinterés», que exige a la persona «cultivar su mente y sus
sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar». Ser amable no es un
estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del
amor, «todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean». Cada día, «entrar
en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide la delicadeza de una
actitud no invasora, que renueve la confianza y el respeto [...]. Para disponerse a un verdadero
encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando
reina un pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar los propios
complejos. Una mirada amable permite que no nos detengamos tanto en sus límites, y así
podamos tolerarlo y unirnos en un proyecto común, aunque seamos diferentes.
Desprendimiento
Para amar a los demás primero hay que amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al
amor afirma que el amor «no busca su propio interés», o «no busca lo que es de él». Ante una
afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad al amor a sí mismo como si
fuera más noble que el don de sí a los demás. Una cierta prioridad del amor a sí mismo sólo
puede entenderse como una condición psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí
mismo encuentra dificultades para amar a los demás.
Perdón
Se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus
capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien necesita estar siempre
comparándose o compitiendo, incluso con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse
secretamente por sus fracasos. Cuando una persona que ama puede hacer un bien a otro, o
cuando ve que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría, y de ese modo da gloria a Dios,
porque «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). Nuestro Señor aprecia de manera
especial a quien se alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de
gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias necesidades,
nos condenamos a vivir con poca alegría, ya que como ha dicho Jesús «hay más felicidad en
dar que en recibir» (Hch 20,35). La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra
algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él.
Disculpa todo
Se diferencia de «no tiene en cuenta el mal», porque este término tiene que ver con el
uso de la lengua; puede significar «guardar silencio» sobre lo malo que puede haber en otra
persona. Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e
implacable: «No condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Aunque vaya en contra de
nuestro habitual uso de la lengua, la Palabra de Dios nos pide: «No habléis mal unos de otros,
hermanos» (St 4,11). Detenerse a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia,
de descargar los rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se
olvida de que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando afecta
gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. Los
esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado
bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para
no dañar su imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud interna.
Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las dificultades y los puntos débiles del
otro, sino la amplitud de miras de quien coloca esas debilidades y errores en su contexto.
Recuerda que esos defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro. Un hecho
desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se puede aceptar con
sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo
eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma razón, no le exijo que su amor
sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y cómo puede, con sus límites, pero que su amor
sea imperfecto no significa que sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por
eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá ni aceptará
jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de todas mis necesidades. El amor convive
con la imperfección, la disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado.
Confía
No se trata sólo de no sospechar que el otro esté mintiendo o engañando. Esa confianza
básica reconoce la luz encendida por Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa
que todavía arde debajo de las cenizas. El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo
todo, a poseer, a dominar. Esa libertad, que hace posibles espacios de autonomía, apertura al
mundo y nuevas experiencias, permite que la relación se enriquezca y no se convierta en un
círculo cerrado sin horizontes. Así, los cónyuges, al reencontrarse, pueden vivir la alegría de
compartir lo que han recibido y aprendido fuera del círculo familiar. Al mismo tiempo, hace
posible la sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en él y
valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es, sin ocultamientos.
Alguien que sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman
de manera incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y debilidades,
fingir lo que no es. En cambio, una familia donde reina una básica y cariñosa confianza, y
donde siempre se vuelve a confiar a pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad de
sus miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o la mentira.
Espera
No desespera del futuro. Conectado con la palabra anterior, indica la espera de quien
sabe que el otro puede cambiar. Siempre espera que sea posible una maduración, un
sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser germinen algún día.
No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica aceptar que algunas cosas no
sucedan como uno desea, sino que quizás Dios escriba derecho con las líneas torcidas de una
persona y saque algún bien de los males que ella no logre superar en esta tierra. Aquí, se hace
presente la esperanza en todo su sentido, porque incluye la certeza de una vida más allá de la
muerte. Esa persona, con todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del cielo. Allí,
completamente transformada por la resurrección de Cristo, ya no existirán sus fragilidades, sus
oscuridades ni sus patologías. Allí el verdadero ser de esa persona brillará con toda su
potencia de bien y de hermosura. Eso también nos permite, en medio de las molestias de esta
tierra, contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza, y
esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora no sea visible.
Soporta todo
6_ La virtud que destaca el Papa Francisco como necesaria para el amor conyugal, es la
caridad conyugal. Es el amor que une a los esposos, santificado, enriquecido e iluminado por la
gracia del sacramento del matrimonio. Porque es una «unión afectiva», espiritual y oblativa,
pero que recoge en sí la ternura de la amistad y la pasión erótica, aunque es capaz de subsistir
aun cuando los sentimientos y la pasión se debiliten. El Papa Pío XI enseñaba que ese amor
permea todos los deberes de la vida conyugal y «tiene cierto principado de nobleza». Porque
ese amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo, es reflejo de la Alianza inquebrantable entre
Cristo y la humanidad que culminó en la entrega hasta el fin, en la cruz: «El Espíritu que
infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como
Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado
interiormente, la caridad conyugal».
7_ El Papa Francisco afirma que el aspecto del amor conyugal que no debe ser excluido
ni despreciado es el matrimonio, porque, no se trata de disminuir el valor del matrimonio en
beneficio de la continencia, y «no hay base alguna para una supuesta contraposición [...] Si, de
acuerdo con una cierta tradición teológica, se habla del estado de perfección (status
perfectionis), se hace no a causa de la continencia misma, sino con relación al conjunto de la
vida fundada sobre los consejos evangélicos», una persona casada puede vivir la caridad en
un altísimo grado. Entonces, «llega a esa perfección que brota de la caridad, mediante la
fidelidad al espíritu de esos consejos. Esta perfección es posible y accesible a cada uno de los
hombres». Porque la virginidad tiene el valor simbólico del amor que no necesita poseer al otro,
y refleja así la libertad del Reino de los Cielos. Es una invitación a los esposos para que vivan
su amor conyugal en la perspectiva del amor definitivo a Cristo, como un camino común hacia
la plenitud del Reino. A su vez, el amor de los esposos tiene otros valores simbólicos: por una
parte, es un peculiar reflejo de la Trinidad. La Trinidad es unidad plena, pero en la cual existe
también la distinción. Además, la familia es un signo cristológico, porque manifiesta la cercanía
de Dios que comparte la vida del ser humano uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en
la Resurrección: cada cónyuge se hace «una sola carne» con el otro y se ofrece a sí mismo
para compartirlo todo con él hasta el fin. Mientras la virginidad es un signo «escatológico» de
Cristo resucitado, el matrimonio es un signo «histórico» para los que caminamos en la tierra, un
signo del Cristo terreno que aceptó unirse a nosotros y se entregó hasta darnos su sangre. La
virginidad y el matrimonio son, y deben ser, formas diferentes de amar, porque «el hombre no
puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada
de sentido si no se le revela el amor».