Nosotros Con Buena Suerte

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ALINA NOT

Nosotros, con buena suerte


¿Es el destino el camino
a la felicidad?

r o s ,
Beth vuelve a la ciudad universitaria tras más de un año

s o t
«Y pienso en las dos noches de tormenta

o
fuera. Esta vez sabe quién es y está dispuesta a crearse

N
en que mi corazón de repente latió a otro
su propio destino a medida día a día y a dejar que las
ritmo sin habérmelo esperado. En las ganas
mariposas desaten su efecto si es así como tiene que ser.
que le ganaron la batalla al miedo. Y en
@ Carlos Ruiz
todo lo bonito que nos dejó retar al destino.
Ben sabe que ya se metió una vez de lleno en la boca del
Es hora de que el azar juegue sus cartas.
lobo y ni siquiera le preocupa que no exista la salida,
Y, si tengo un poco de suerte, dejará volar
porque tiene claras sus prioridades: no hay nada que Alina Not nació en Logroño, se licenció

a
lejos a esas viejas mariposas, y traerá en Veterinaria por la Universidad de

n
pueda interponerse entre él, el teatro y las personas a

u e
nuevos comienzos y un cosquilleo que Zaragoza y se especializó en Bienestar

b
las que quiere.

co n
aún no ha sido bautizado. Animal. Sin embargo, su principal afición
Creo que estoy preparada para volver desde su infancia ha sido la lectura,
Y Chris… Chris hace tiempo que perdió la esperanza de
a empezar.» a la que muy pronto se uniría la escritura.
que un «para siempre» no sea tan solo un imposible más.
Tras ser seleccionada en la convocatoria
Nuevo Talento Crossbooks, su trilogía
Bad Ash, a la que siguió la bilogía Suelo
Sagrado, se convirtió en un repentino

e
Descubre la trilogía Azar

r t
fenómeno editorial.
Al enfrentarse

su e
A esta serie le siguieron la bilogía
al destino y elegir el amor, Cómo llamarte amor y Fin de gira.
Nosotros, con buena suerte es el
¿bastará con una último volumen de la trilogía Azar.

ALINA NOT
pizca de suerte?

10350692

planetadelibros.com
@crossbookslibros Imagen de cubierta: ©Shutterstock
ALINA NOT

No s o t r o s
c o n b u e n a
su e r t e
Nosotros, con buena suerte.indd 3 8/7/24 12:02
CROSSBOOKS, 2024
[email protected]
www.planetadelibros.com
Editado por Editorial Planeta, S. A.

© del texto: María Pascual Alonso, 2024


© Editorial Planeta, S. A., 2024
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona

Primera edición: septiembre de 2024


ISBN: 978-84-08-29211-1
Depósito legal: B. 12.453-2024
Impreso en España

Canciones del interior:

Pág. 396: Hungry Eyes © Sony/atv Tunes Llc, Knockout Music, R. U.


Cyrius Publishing, Knockout Music Company, R. U. Cyrius Publishing,
1987. Creada por Franke Previte / John Denicola e interpretada por
Eric Carmen.

El papel de este libro procede de bosques gestionados de forma sostenible


y de fuentes controladas.

La lectura abre horizontes, iguala oportunidades y construye una sociedad mejor.


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Un año más tarde

La muerte es gélida. Como cuando un hielo punzante se te


clava entre los ojos al tomar algo muy frío de golpe. Puede
hacer calor fuera y, aun así, seguirás sintiendo que no hay
manera de templarte por dentro. No sé si eso alguna vez
desaparece o si, por el contrario, simplemente nos acostum-
bramos a la nueva sensación térmica que llevamos bajo la
piel. Por eso sudaba en el traje, a pleno sol en el cementerio,
y, sin embargo, un escalofrío me recorrió la columna cuando
tomé su mano entre las mías y el frío se transfirió entre nues-
tros dedos. Me miró solo un segundo, cambió el peso del
cuerpo de pierna y se recostó con delicadeza contra mi cos-
tado.
No podía ni imaginarme cómo se estaría sintiendo ella.
Si hubiera tenido que apostar habría soltado tres palabras
con las que probablemente ni me acercaría a describirlo: des-
trozada, vacía y helada. Y lo único que yo podía hacer era
permanecer plantado a su lado y compartir el frío, por si así
resultaba más llevadero.
Había venido mucha gente. Mi familia, respetuosos y en
silencio en un rincón. Sus vecinos, todos los que lo habían
conocido y apreciado. Incluso Matt y Oscar estaban en un

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segundo plano, bien vestidos y con gesto solemne. Sí, la
muerte también era eso: reconciliadora. Por eso Oscar ya no
hablaba mal de ella, ni siquiera bromeando, y hasta le había
dado un abrazo en la puerta de la pequeña iglesia de su ba-
rrio.
Hacía un año, Carol y yo estábamos en estado de espe-
ra, dejando pasar los minutos mientras atendíamos a nues-
tras responsabilidades con las personas que más queríamos
en el mundo y rascando segundos para encontrarnos y
aprovechar ese espacio en el que estaba permitido admitir
que no éramos tan fuertes. Ahora mi padre iba a nadar dos
veces por semana y jugaba al tenis con sus amigos, y el
suyo... Al suyo lo metían despacio en un nicho de piedra
glacial.
Pensé en Beth de forma repentina e inesperada mientras
sellaban la losa, aún sin placa conmemorativa, y esquirlas
de hielo rodaron tras mis costillas. Me la imaginé entonces,
cuando aún quedaba tanto para encontrarnos, con dieciséis
años y oscuridad en la mirada. Sin sonrisa y sin brillo. En el
momento en que murieron todas sus mariposas. Me dolió
como dolía antes, como cuando se fue y se llevó con ella mis
dibujos y toda esa esperanza que había prometido devol-
verme. Sin embargo, seguía habiendo algo cálido en el re-
cuerdo. En la sonrisa y las canciones. En unos ojos azules
infinitos que iba a llevar para siempre tatuados en el cora-
zón. Había pasado un año entero desde la última vez que la
vi. Y cada vez era más nostalgia y menos llama prendida en
el pecho. Debía ser así.
La muerte es gélida y tienes que acostumbrarte al frío si
quieres seguir viviendo. Lo mismo pasa con el desamor. Las
lágrimas acaban por regar sonrisas y tienes que hacerte a la
idea de que entregaste una parte de ti sin posibilidad de re-
clamar. Atesoras lo bueno que viviste. Encierras lo malo bajo

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llave. Y luego haces hueco para poder construirte esperanza.
A eso lo llaman olvidar, supongo.
A pesar de que, como a aquellos a los que ya solo nos
queda llevar flores, cuando has amado de verdad nunca ol-
vidas.

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La vuelta a casa

Beth

Miro los números que refleja el panel del salpicadero del vie-
jo coche de Noah y suelto un resoplido. Voy a perder el vue-
lo. Seguro. Hace cinco minutos ya que se ha cerrado la factu-
ración. La culpa es mía, en realidad. A veces me olvido de
que «Caos» no solo es un apodo cariñoso.
—Debería haber pillado un taxi —me lamento entre
dientes.
—¡Eh! Te dije que te traería yo.
—Me dijiste que me traerías a tiempo.
—Se me ha complicado el desayuno.
—Se te ha complicado el monitor de body combat que te-
nías entre las sábanas.
Suelta una risita desvergonzada. No sé de qué me sor-
prendo. En el año que hace desde que somos amigos me ha
dado tiempo a conocerlo bien y no tenía dudas de que esto
podía llegar a pasar. Sobre todo, porque la complicación en-
tre sus sábanas a primera hora de la mañana he sido yo en
más ocasiones de las que puedo contar con los dedos de las
manos.

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—Te dije que me apuntaba al gimnasio para ponerme en
forma, no especifiqué el tipo de ejercicio al que iba a dedi-
carme.
—Me lo pude imaginar desde el principio.
Se ríe un poco más, y luego hace una maniobra brusca
para esquivar un coche que quiere incorporarse al carril y para
de cualquier manera unos metros más adelante, en la puerta
de la terminal de salidas del aeropuerto de Newark.
—Te voy a echar de menos, Beth.
Lo miro a los ojos en el momento en que apaga el motor.
—Ojalá tuviera tiempo para despedidas, Caos —digo
con falso dramatismo.
—¡Mierda! ¡Sí! ¡Vamos! ¡Pilla la bolsa, te llevo la maleta!
Salimos de forma apresurada y cada uno nos encarga-
mos de una parte del equipaje. Voy riéndome mientras me
esfuerzo por seguir el ritmo de sus largas zancadas. Pide
perdón cada dos segundos porque no para de atropellar a
gente en la carrera. Yo también voy a echarlo mucho de me-
nos.
—¡Te van a poner una multa! —le advierto cuando está a
punto de alcanzar el mostrador de facturación.
—Te reclamaré el dinero cuando me llegue —bromea.
Suelta la maleta sobre la cinta de equipajes y apoya las
manos en el mostrador. Intento recuperar el aliento cuando
llego a su lado. Él no parece fatigado en absoluto, a lo mejor
debería copiarle esa manera de ponerse en forma de la que
presume.
—Perdón, disculpa..., Heather —habla con la chica que
hay al otro lado, tras leer la placa que lleva en la blusa—. Es
posible que lleguemos tarde, pero mi amiga necesita coger
ese avión y esta es su maleta. Es cuestión de vida o muerte.
—Ella alza una ceja, incrédula, aunque creo que está intriga-
da y divertida, también. Es un efecto que Noah suele produ-

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cir—. Este vuelo es su última oportunidad de impedir una
boda que no debe celebrarse.
—¿Por qué no debe celebrarse? —le sigue el juego Hea-
ther, con los brazos en jarras.
—¡Porque quien debería ocupar el lugar de la novia está
aquí!
Suelto un bufido bajito. Será buen músico, pero como ac-
tor es un desastre. Por supuesto, se le da de pena la improvi-
sación. Infinitamente peor que a mí. Pero la chica se ríe, sacu-
de la cabeza y extiende la mano con la palma hacia arriba
como forma de pedirme el billete. Lo saco rápido y se lo doy.
Noah se gira y me guiña un ojo, como si de verdad creyera
que esto lo ha conseguido su patético teatrillo.
Me sigue hasta el control de seguridad y hace cola a mi
lado con una sonrisa orgullosa hasta que ya no puede ir más
allá. Dejo el equipaje de mano en el escáner y me vuelvo para
darle un abrazo rápido.
—Gracias por traerme.
—Ahora todo es «gracias por traerme» y no «qué poca
vergüenza tienes, Caos», ya veo cómo cambia la historia
cuando las cosas salen como tú quieres.
—No tienes ni una pizca de vergüenza, Caos, pero me
gustas así.
Se ríe. Deja un beso breve en mi frente.
—Llámame, ¿vale? Que tengas buen viaje.
Le sonrío con aire triste. Me da mucha pena no ir a verlo
casi a diario.
—Pórtate bien. Y tienes que venir a verme, ¿eh? Estás in-
vitado siempre que quieras. Lydia protestará un poco, pero
así es más divertido.
—Por supuesto. No perdería la oportunidad de volver a
ver a Sam y a Oscar.
—Sobre todo a Oscar.

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Dibuja una sonrisa pícara. Lleva preguntando por Oscar
demasiado a menudo desde que Samira y él estuvieron aquí
de visita en fin de año. Han pasado ocho meses y aún no lo
ha olvidado. Y creo que Oscar tampoco. Fue un detalle que
controlaran esa tensión sexual que flotaba entre los dos, por-
que por entonces Noah y yo aún nos acostábamos esporádi-
camente y habría sido un poco raro. Ahora no puedo parar
de pensar en la buena pareja que harían.
Un carraspeo a mi espalda me mete prisa. Creo que estoy
retrasando al resto de los pasajeros que quieren acceder al
otro lado del control de seguridad. Noah me da un empujon-
cito juguetón.
—Venga, lárgate.
Le sonrío por última vez. No me imagino cómo habría
sido todo este último año sin él. Sin duda, mucho más abu-
rrido.
Paso por el detector de metales y recojo el equipaje de
mano al otro lado. Me vuelvo una sola vez a mirar atrás. Mi
amigo levanta la mano a modo de despedida.
—¡Te quiero! —grita sin ningún reparo ni vergüenza.
Se me escapa una risita entre todas las ganas de llorar
que se me amontonan tras los párpados.
—¡Te quiero! —le grito también.
Luego me cuelgo el bolso al hombro, cargo con el resto de
mis cosas y recorro los recovecos del aeropuerto a toda prisa
hasta dar con la puerta de embarque.
He pasado un año y casi tres meses en Nueva York. Y me
siento muy distinta a la chica que era cuando llegué. Hay
algunos cambios evidentes, como el hecho de que ahora sé
conducir y me gusta hacerlo, ya no me vence la ansiedad en
la carretera y he conseguido un certificado con mención es-
pecial al haber terminado el curso avanzado de Teatro de la
universidad. Y luego están las cosas que llevo por dentro y

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no comparto en voz alta, pero que me hacen sentir mucho
más orgullosa: ya no estoy perdida. Me he reconciliado con-
migo misma. Tengo el control de mi vida.
Nunca me había sentido mejor.
Me acomodo en el asiento junto a la ventanilla. Es enton-
ces cuando me invade una sensación cálida que se enreda
con la melancolía de abandonar el lugar donde he crecido y
sido feliz el último año: ahora vuelvo a casa. Dejo cosas aquí,
pero allí me esperan unas cuantas con las que estoy desean-
do reencontrarme. Cuando me fui no entraba en mis planes
no volver en todo este tiempo. Pensé que haría una visita a
casa a mitad de curso, o quizá en Navidad. Me olvidé de que
esto es Nueva York y todo el mundo iba a querer venir a
verme, no que yo fuera a verlos a ellos. Sam y Lydia vinieron
juntas en tres ocasiones: para celebrar mi cumpleaños, en las
vacaciones de primavera y a principios de verano. Mi madre
y Rafael me visitaron en Navidad y por eso yo no volví a casa
para los días festivos. Y en fin de año, Samira y Oscar se pre-
sentaron en mi puerta dispuestos a quemar la ciudad conmi-
go; Lydia y Matteo no pudieron librarse de la fiesta anual de
los Rivera a la que Matt, esta vez, acudió como novio de ver-
dad. Ben me hizo compañía el día en que se cumplieron cinco
años desde el accidente, y fuimos a ver El fantasma de la ópera
en Broadway. Fue catártico en cierto modo, y tuvo todo el
sentido que fuera él quien estuviera a mi lado. Quizá por eso
ahora es él la primera persona a la que quiero ver en cuanto
aterrice.
Vines es el único al que he avisado de que llego hoy. Mis
amigas creen que vuelvo la semana que viene. Espero que la
sorpresa sea buena y no descubra al llegar que han transfor-
mado mi cuarto en su nuevo gimnasio, o algo parecido. Ya
tengo ganas de verlas.
El viaje es largo y no puedo dormir. Me entretengo con

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una de esas películas que ofrece la compañía aérea para que
los pasajeros no den demasiado trabajo al personal de cabina.
Se me aceleran los latidos cuando el aviso por megafonía
informa de que quedan quince minutos para aterrizar.
La impaciencia crece mientras espero a que nos dejen ba-
jar del avión y luego cuando me toca esperar a un lado de la
cinta de equipajes para recuperar la maleta. Aprovecho para
enviar un mensaje de audio a Noah y avisarle de que he ate-
rrizado, para escribir a mis compañeras de la residencia de
Nueva York y para llamar a mi madre. Cuando cuelgo, ten-
go un mensaje nuevo de Ben: una foto de la puerta de la ter-
minal de llegadas por la que ya debería estar saliendo yo.
Arrastro el equipaje a toda velocidad cuando por fin lo tengo
todo conmigo. Hay mucha gente esperando al otro lado,
pero lo veo enseguida. Lleva una camiseta negra y gafas de
sol. Gafas de sol dentro del aeropuerto, en serio, es insopor-
table. Sonríe cuando me ve, de verdad y con todo, no solo
con los ojos, que deben de estar brillando escondidos tras los
cristales oscuros. Y a mí se me escapa la sonrisa y me olvido
de las cosas con las que cargo, las abandono y corro hasta él
para saltarle encima. Se ríe, ahogado por la presión de mis
brazos en el cuello, y me estrecha con fuerza por unos segun-
dos.
—Cuidado, aspirante, cualquiera podría pensar que has-
ta te caigo bien.
Se quita las gafas de sol cuando me aparto y lo miro a la
cara. Arrugo la nariz en una mueca.
—Qué equivocados estarían.
Los dos sonreímos al mismo tiempo. Y esto solo es un
aeropuerto, pero ya siento que he llegado a casa. En su iro-
nía. En su sonrisa. En sus ojos.
Mi alma gemela. No podríamos ser más diferentes y, aun
con todo, latimos igual.

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De alguna extraña y enredada manera no ha terminado
siendo lo que esperaba, pero es tanto que no lo cambiaría por
ninguna otra cosa.
—¿Tienes hambre? —pregunta mientras recupera mi
maleta más grande—. Hay un tailandés nuevo que tienes
que probar.
Alzo una ceja y cargo con el equipaje de mano para cami-
nar a su lado hacia la salida.
—¿Tú has salido a comer a un restaurante? ¿Con gente?
¿Por propia voluntad?
Suelta un resoplido molesto al recordar el momento en
que tuvo que socializar arrastrado por las circunstancias.
Apuesto a que hasta le dolió.
—Era el cumpleaños de Nico. Rebeca me obligó.
Me río y acelero el paso para no quedarme atrás.
—Seguro que ya están planeando tu fiesta de despedida
—me burlo, pero me da un pequeño pinchazo tras las costi-
llas cuando pienso que en solo unos meses se marchará de
vuelta a Londres.
—Están todos supercontentos por mí —ironiza.
Ya. «Supercontentos» porque se va el mayor engreído del
grupo. En el fondo, sé que no es así. A Vines se le coge cariño
y desde que consiguió la beca ha relajado la vena competiti-
va que le hacía ser un grano en el culo. Sigue siendo un poco
capullo, claro, pero es nuestro capullo y sé que todo el grupo
lo echará de menos cuando se vaya.
Encajamos todo en el maletero de su coche y me monto
enseguida en el asiento del acompañante. Me mira de medio
lado cuando se acomoda tras el volante.
—¿Todo bien? —intenta asegurarse.
Hago una mueca de irritante superioridad. Él ya sabe
que los coches han dejado de ser un problema... casi del todo.
—¿Puedo conducir yo?

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Se le escapa una sonrisa de medio lado.
—Otro día, Walls.
—Otro día.
—Te he echado de menos, ¿sabes?
Lo miro a los ojos. Asiento.
—Lo sé.
Y no hace falta que yo diga lo mismo en voz alta. Los dos
sabemos que, entre nosotros, es más fácil entendernos en si-
lencios compartidos.
Es casi media tarde cuando Ben me deja en el portal de la
casa de los Rivera que durante todo el primer año de univer-
sidad se convirtió en mucho más que eso y pasó a ser un
hogar. Me ayuda a llevar las maletas hasta el ascensor y nos
despedimos con un abrazo mientras me esfuerzo por mante-
ner la puerta abierta y que no me robe mis cosas ningún ve-
cino.
—Tienes que pasar a hablar con Sofía para lo de la beca,
¿eh?
Pongo los ojos en blanco y él frunce los labios.
—Sí, señor.
Suelta un suspiro cargado de malas intenciones.
—Ese es un juego que deberíamos haber jugado el año
pasado en otras circunstancias, aspirante.
Le doy un empujón con la cadera para apartarlo y se ríe
con ganas.
—Lárgate.
Me guiña un ojo.
—¿Nos vemos mañana?
Le sonrío con cariño.
—Claro. Gracias por recogerme, por traerme y por la co-
mida.
—Te has vuelto muy educada en Nueva York. No sé si
me gusta, Walls.

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Le dedico un bufido y los ojos le brillan divertidos.
—Piérdete.
—Eso está mejor.
Tengo que luchar por controlar la sonrisa incluso cuando
ya se ha ido y yo subo en el ascensor. El estómago me burbu-
jea en una sensación de emocionada anticipación. Me en-
frento a la puerta de entrada haciendo equilibrios con el
equipaje para poder encajar la llave en la cerradura. Todo
está igual y, sin embargo, lo siento renovado. Nada ha cam-
biado, excepto yo.
La puerta está cerrada con llave, lo que significa que,
como esperaba, Lydia y Sam no están en casa. Me quedo pa-
rada en la entrada en cuanto consigo meter todo y cerrar.
Miro alrededor. Todo sigue tal y como lo recordaba. Y siento
que, de nuevo, estoy donde tengo que estar. La vida son eta-
pas y Nueva York ha sido una bonita, provechosa e impor-
tante. Pero mi vida, la de verdad, la que me toca vivir —y
tengo muchas ganas de hacerlo—, está aquí. Con ellas. Con
Ben por el tiempo que aún le queda en la ciudad. Con Oscar
y con Matteo. Y supongo que también con él.
No hay ni rastro de los gatos y, aunque siento una pun-
zada de nostalgia porque antes siempre salían a recibirme al
llegar, entiendo que hace demasiado que no me ven y vamos
a tener que volver a hacernos amigos poco a poco. A lo mejor
con ese chico que una vez fue todo y hace tiempo que dejó de
arañarme con tanta fuerza los pensamientos pasa lo mismo.
Tendremos que volver a reencontrarnos. Y, por fin, ser ami-
gos, ahora que ha dejado de doler.
Hago un par de viajes para despejar la entrada y dejarlo
todo en mi cuarto. Está vacío y solitario, como si nadie hu-
biera entrado aquí desde que me fui. Sé que lo han hecho,
porque todo está limpio y porque en alguna ocasión he reci-
bido fotos de Oscar ocupándome la cama cuando una cena

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se les iba de las manos y acababa borracho sin ganas de vol-
ver hasta su casa. Su nueva casa. Ese piso que alquilaron
para los tres y Ouija cuando yo ya me había ido. Solo lo he
visto en fotos. No termino de hacerme a la idea de cómo es
de verdad.
Oigo el maullido primero. Dejo lo que tengo entre las
manos y me siento en el suelo para esperar. En solo unos
segundos Runa aparece en el umbral de la puerta y me mira
con desconfianza.
—Hola, chica.
Estiro la mano para que pueda acercarse a olerme y lo
hace despacio, con prudencia. No tarda nada en empezar a
ronronear y restregar la cabeza contra mi palma. Se me lle-
nan los ojos de lágrimas y sonrío. A lo mejor no se había ol-
vidado de mí del todo, ¿verdad? La acaricio y le hablo con
cariño, hasta que alcanza la confianza suficiente para subirse
a mi regazo. Y entonces entra Tarot. Está enorme. Ya es más
grande que su madre, aunque sigue teniendo cara de gatito.
Me pregunto si alguna vez eso cambiará.
—Tarot, pequeño, pero ¡cómo has crecido!
Trota hasta mí y se detiene a unos centímetros. No duda
demasiado antes de ponerse en marcha de nuevo y restre-
garse con mi rodilla.
El sonido de la puerta principal hace que los tres volva-
mos la cabeza.
—¿Por qué has dejado la puerta abierta? —oigo pregun-
tar a Lydia desde la entrada.
—No he dejado la puerta abierta, he cerrado con llave
—le responde Sam, indignada ante la acusación.
—Ah, ¿sí? ¿Estás segura?
—Segurísima.
—Qué raro... ¿Matt? —llama Lydia entonces.
Me pongo de pie. Los gatos salen al pasillo antes que yo.

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Me asomo al umbral de la puerta cuando oigo los pasos de
mis amigas adentrándose en la casa.
Se quedan paradas al verme. Intento mantenerme seria,
pero se me escapa la sonrisa. Y entonces reaccionan las dos a
la vez. Sueltan sendos grititos emocionados y corren para
lanzarse sobre mí y abrazarme, con tanto ímpetu que las tres
acabamos en el suelo entre risas.
—¿Qué haces aquí?
—¿Cuándo has llegado?
—¿Por qué no nos has dicho nada?
—¿Por qué no has llamado?
Apenas puedo hablar con sus cuerpos aplastándome
contra el suelo de madera. Runa y Tarot trepan por la monta-
ña que formamos y nos hacen reír un poco más. Rescato mi
voz para poder hacer la pregunta que más me interesa:
—Lo primero y más importante, ¿desde cuándo tiene
Matteo llaves de casa?
Lydia suelta un gruñido bajo y Sam una risita.
—Ay, Beth, tenemos demasiadas cosas de las que hablar
—dice mi mejor amiga.
Se pone de pie y me tiende la mano. Lydia rueda sobre sí
misma para quedar tendida de espaldas. La cojo de la mano
en cuanto Sam me ha ayudado a levantarme. Quedamos
frente a frente, y me vuelven a abrazar, Lydia en condiciones,
Sam por la espalda y rodeándonos a las dos con los brazos.
—Te hemos echado mucho de menos —asegura Samira
con la voz amortiguada contra mi hombro.
—Yo también —suspiro.
Lydia aprieta un poco más, pero no me quejo, aunque me
dificulte la respiración. Este es justo el sitio donde quiero estar.
—Bienvenida a casa, Beth.

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