1646 ¿De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Género? Una Introducción Conceptual. Mattio
1646 ¿De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Género? Una Introducción Conceptual. Mattio
1646 ¿De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Género? Una Introducción Conceptual. Mattio
Una introducción
conceptual. Mattio
El autor muestra como el modo en que la noción de género ha proporcionado en
las últimas décadas una herramienta emancipatoria tanto a las luchas de los
movimientos de mujeres como a los colectivos LGTB -lesbianas, gays, trans y
bisexuales-.
En un primer momento considera la interpretación tradicional que ha hecho el
feminismo de dicha noción a partir de su distinción del término «sexo», y
explicita algunos beneficios y perjuicios teórico-políticos que supuso tal
diferenciación. Luego atiende otra significación que el feminismo materialista y
el transfeminismo han intentado recuperar respecto de la noción de género. Da
cuenta de sus orígenes biomédicos y de las consecuencias que tal apropiación
ha suscitado en las luchas del feminismo y de la diversidad sexual de las
últimas décadas. Finalmente, a modo de conclusión, propone una solución a la
difícil tarea de reconciliar ambas tradiciones del término género.
1. La distinción sexo-género en la tradición feminista: sus ventajas y
limitaciones
Simone de Beauvoir señala: No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino
biológico, psíquico o económico define la figura que reviste en el seno de la
sociedad la hembra humana; es el conjunto de la civilización el que elabora ese
producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino.
Únicamente la mediación de otro puede constituir a un individuo como un Otro.
Más allá de lo que Beauvoir haya querido significar con esa afirmación, lo cierto
es que muchas autoras feministas encontraron allí una distinción que se
volvería fundamental para el «feminismo de la segunda ola»: la distinción entre
sexo y género.
Como señala Judith Butler, ese conocido pasaje permitió suponer al feminismo:
(1) que el sexo es un atributo biológico, dado, necesario, inmutablemente
fáctico -ser macho, ser hembra-;
(2) que ser humano equivale a ser sexuado;
(3) que el «género», en cambio, es «la construcción cultural variable del sexo» -
ser varón, ser mujer-; y por consiguiente,
(4) que la categoría «mujeres», entonces, «es un logro cultural variable, un
conjunto de significados que se adoptan o utilizan dentro de un campo
cultural».
Con lo cual, es claro que «nadie nace con un género: el género siempre es
adquirido». En otras palabras, la distinción tradicional que el feminismo
defendió entre sexo y género supone concebir que los cuerpos nacen sexuados,
es decir, vienen a este mundo como machos o hembras y que sólo por un
proceso de socialización, históricamente variable, son constituidos
respectivamente como varones y mujeres.
El sistema de sexo/género es el conjunto de disposiciones por el cual una
sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad
humana y satisface esas necesidades humanas transformadas. Dicho esto, cabe
agregar que la distinción sexo-género no tuvo un carácter meramente
descriptivo, sino más bien una pretensión crítica y desestabilizadora respecto
de los modos de organización social de las relaciones.
En las décadas del setenta y del ochenta, las feministas se preguntaran cómo y
en qué condiciones se han definido los diferentes roles y funciones para cada
sexo; cómo los auténticos significados de las categorías «hombre» y «mujer»
variaron según las épocas y el lugar; cómo se crearon e impusieron las normas
reguladoras de la conducta sexual; cómo las cuestiones de poder y de los
derechos se imbricaron con las cuestiones de la masculinidad y de la feminidad;
cómo afectaron las estructuras simbólicas a las vidas y las prácticas de la gente
común; cómo se forjaron las identidades sexuales desde el interior y contra las
prescripciones sociales.
Es efecto, el estudio de los sistemas de género como sistemas binarios que
oponen la hembra al macho, lo masculino a lo femenino, no sobre la base de la
igualdad, sino más bien en términos jerárquicos y asimétricos, contribuyó a
desacralizar los roles sociales culturalmente asignados a varones y mujeres. Si
el género es una interpretación cultural y variable, no hay un modo unívoco de
entender la feminidad o la masculinidad. El «ser mujer» -y por extensión, el «ser
varon»- no puede ser entendido como una identidad «natural» o
«incondicionada», sino más bien como roles sociales culturalmente asignados,
que por su carácter contingente son susceptibles de ser resignificados.
No obstante, pese a que la noción de género permitió deconstruir el
«determinismo cultural» que canonizaba ciertos modos hegemónicos de
entender el binomio varón-mujer, las feministas de la segunda ola no fueron
igualmente enfáticas a la hora de derruir el «determinismo biológico» que se
resguarda en el binomio macho-hembra, con lo cual «las formulaciones de una
identidad esencial como mujer o como hombre permanecieron analíticamente
intocadas y siguieron siendo políticamente peligrosas». En otras palabras,
muchas feministas continuaron idealizando ciertas expresiones de género como
verdaderas y originales -concretamente, las de las mujeres blancas,
heterosexuales, de clase media-, dando lugar así a nuevas formas de jerarquía y
exclusión dentro de las filas del feminismo. Tal como ha mostrado Butler, ciertas
concepciones y prácticas feministas han permanecido sujetas a una perspectiva
heterocentrada en la que (1) el binarismo de género -varón/mujer- tiene como
correlato indiscutible la diferencia sexual biológica -macho/hembra-; (2) hay una
relación causal o expresiva entre sexo/género/deseo -si se nace macho,
entonces se es varón, por consiguiente, se desea a mujeres; o bien, si se nace
hembra, entonces se es mujer, por consiguiente, se desea a varones-; (3) se
presupone una coherencia o unidad interna entre sexo/género/deseo que
requiere de una heterosexualidad estable y de oposición.
Frente a esto, Butler sugería que la teoría feminista no debía «prescribir una
forma de vida con género» sino más bien «abrir el campo de las posibilidades
para el género sin dictar qué tipos de posibilidades debían ser realizadas».
Butler se proponía desestabilizar «el orden obligatorio de sexo/género/deseo»,
es decir, la pretendida naturalidad del vínculo causal o expresivo entre tales
términos. Un régimen de regularidad semejante, lejos de estar inscripto en la
naturaleza humana, es para Butler el producto contingente de lo que
denominaba matriz heterosexual, esto es, «la rejilla de inteligibilidad cultural a
través de la cual se naturalizan cuerpos, géneros y deseos». Es decir, un modelo
discursivo/epistémico hegemónico de inteligibilidad de género, que supone que
para que los cuerpos sean coherentes y tengan sentido debe haber un sexo
estable expresado mediante un género estable (masculino expresa macho,
femenino expresa hembra) que se define históricamente y por oposición
mediante la práctica obligatoria de la heterosexualidad.
Es decir, tal matriz de inteligibilidad funciona como un marco u horizonte en el
que los cuerpos son leídos y significados, y a partir del cual se regulan los
modos disponibles y viables de vivir y actuar «como mujeres» o «como
varones». De tal modo, aquellos cuerpos, géneros o deseos que transgredan de
alguna forma los modelos regulativos que tal matriz impone, están expuestos a
las más diversas formas de sanción social -burlas, persecuciones, descrédito
moral, falta de reconocimiento jurídico, social o cultural, e incluso, la muerte-.
Habida cuenta de tales propósitos, el aspecto más interesante de su propuesta
es la redescripción que ofrece de la noción feminista de género, es decir, su
concepción performativa del género. Contra la presuposición de sentido común
que concibe cualquier actuación de género como expresión de una determinada
identidad de género mayormente estable – actuamos como mujeres porque
tenemos una identidad femenina-, Butler toma en cuenta la sugerencia
nietzscheana de que «no hay ningún ‘ser’ detrás del hacer». Para esta autora,
entonces, el género no es un atributo sustantivo que precede a nuestras
actuaciones -performances- masculinas o femeninas.
En otras palabras, Butler entiende que, como en cualquier otro drama social
ritual, toda actuación -performance- de género no es más que el efecto de la
repetición de un conjunto de significados establecidos socialmente: El género no
debe interpretarse como una identidad estable o un lugar donde se asiente la
capacidad de acción y de donde resulten diversos actos, sino, más bien, como
una identidad débilmente constituida en el tiempo, instituida en un espacio
exterior mediante una repetición estilizada de actos.
Ahora bien, con esta redescripción crítica del concepto de género, la autora se
desmarca de dos malentendidos que su perspectiva podría suscitar. Por una
parte, Butler evita concebir al género de manera «voluntarista» -es decir, nadie
elige el género que ha de actuar frente a los demás como si se tratase de la
indumentaria con la que nos vestimos cada día-. En revisiones posteriores de su
teoría, Butler subraya el abordaje discursivo que implica su propuesta: «la
performatividad», aclara, «debe entenderse, no como un ‘acto’ singular y
deliberado, sino, antes bien, como la práctica reiterativa y referencial mediante
la cual el discurso produce los efectos que nombra». Es decir, desde que
venimos al mundo somos colocados en un horizonte discursivo heterocentrado
en el que somos reconocidos o como varones o como mujeres. Piénsese, por
ejemplo, lo que desencadena la afirmación de un ecógrafo o una obstetra
cuando anuncia: «¡Es una nena!». Según Butler, la emisión de dicho enunciado
no supone el reconocimiento de una identidad preestablecida, sino que produce
performativamente la identidad que nombra, en tanto coloca a esa porción de
carne humana bajo las regulaciones sociales que las categorías de género
presuponen.
En segundo lugar, su concepción performativa de género evita también todo
compromiso «constructivista». Es decir, su manera de entender el proceso de
generización no presupone una superficie de inscripción -el cuerpo- que estaría
sexuada de antemano. Butler explícita que la «sexuación» del cuerpo también
es un efecto performativo: «las normas reguladores del ‘sexo’ obran de una
manera performativa para constituir la materialidad de los cuerpos y, más
específicamente, para materializar el sexo del cuerpo, para materializar la
diferencia sexual en aras de consolidar el imperativo heterosexual». Eso no
quiere decir que el discurso origine, cause o componga de manera exhaustiva el
cuerpo sexuado; en todo caso, lo que Butler señala es que no hay un cuerpo
puro que descanse por debajo de las categorías sexuales, genéricas o raciales
con las que es marcado desde su nacimiento, sino que dicho cuerpo nos es
dado, se nos hace perceptible a la luz de categorías socialmente compartidas
que no sólo tienen un carácter descriptivo, sino que además tienen una fuerza
normativa ineludible. Es decir, tales regulaciones no sólo habilitan la
emergencia del «yo» como sujeto reconocible -por ejemplo, macho, blanco,
heterosexual-; la matriz discursiva de inteligibilidad al tiempo que «orquesta,
delimita y sustenta aquello que se califica como lo humano», produce
simultáneamente una esfera densamente poblada de sujetos ilegibles o
inviables a la que se priva todo reconocimiento. De allí, entonces, la necesidad
de reconocer la contingencia que supone dicho horizonte de inteligibilidad, y
con ello, la siempre abierta posibilidad de subvertirlo.
2. El género en el paradigma biomédico
Frente a la distinción tradicional entre sexo y género divulgada por el feminismo
de los setenta y de los ochenta, otras perspectivas posfeministas han puesto en
evidencia los orígenes biomédicos del concepto de género con el objeto de
devolver al término otras potencialidades emancipatorias, ignoradas por la
versión feminista clásica.
La política feminista de la «segunda ola» en torno al «determinismo biológico»
frente al «construccionismo social» y la biopolítica de las diferencias de
sexo/género tienen lugar dentro de campos discursivos preestructurados por el
paradigma de la identidad de género cristalizado en los cincuenta y sesenta. El
paradigma de la identidad de género era una versión funcionalista y una versión
esencializante de la frase de Simone de Beauvoir ‘una no nace mujer’.
Es decir, la distinción tradicional entre sexo y género no es una invención
original de la agenda feminista de los sesenta, sino que en realidad supone una
operación redescriptiva del feminismo sobre lo que Haraway ha denominado
«paradigma de la identidad de género», un horizonte transdisciplinario en el
que han confluido diversos componentes y tecnologías: una lectura
instintualista de Freud; el énfasis en la somática sexual y en la psicopatología
por parte de los sexólogos del siglo XIX y de sus seguidores; el continuo
desarrollo de la endocrinología bioquímica y fisiológica a partir de los años
veinte; la psicobiología de las diferencias de sexo surgida de la psicología
comparativa; las hipótesis múltiples sobre el dimorfismo sexual hormonal,
cromosómico y neural convergentes en los años cincuenta; y las primeras
cirugías de cambio de sexo alrededor de 1960.
Este panorama tan heterogéneo, posterior a la Segunda Guerra Mundial, es el
que Beatriz Preciado ha intentado referir con el nombre de «episteme
posmoneysta», en alusión al Dr. Money -polémico sexólogo norteamericano,
cuyas intervenciones teóricas acerca de la sexualidad habrían de reemplazar a
las de la sexología decimonónica o a las del psicoanálisis freudiano-.
En el primer volumen de la «Historia de la sexualidad» Foucault daba cuenta del
tránsito de una «sociedad soberana» a una «sociedad disciplinaria» mostrando
el desplazamiento desde una forma de poder que decide y ritualiza la muerte, a
una nueva forma de poder que desde el siglo XVII administra la vida -del cuerpo
individual y del cuerpo social- en términos técnicos de población, salud pública
e interés nacional. Esta nueva forma de biopoder, como la llama Foucault, tiene
un particular interés por normalizar un aspecto de la vida en que confluyen el
disciplinamiento de los cuerpos y la regulación de las poblaciones: la
sexualidad. De cara a tales afirmaciones, Preciado entiende que la descripción
del momento biopolítico presente propuesta por Foucault ha ignorado
sistemáticamente las tecnologías del cuerpo -biotecnológicas, quirúrgicas,
endocrinológicas, etc. y de representación -fotográficas, cinematográficas,
televisivas, etc. - que han proliferado durante la segunda mitad del siglo
pasado. Tales transformaciones exigen, según Preciado, la consideración de una
nueva forma de episteme, ni soberana ni disciplinaria, capaz de dar cuenta del
impacto de las nuevas tecnologías del cuerpo. Este modelo posmoneysta de
gestión de los cuerpos «se caracteriza no sólo por la transformación del sexo en
objeto de gestión política de la vida, sino sobre todo por el hecho de que esa
gestión se opera a través de las nuevas dinámicas del tecnocapitalismo
avanzado». Dicha episteme supuso la invención de la noción de «género», y con
ello, la disolución de la rígida noción de «sexo» del discurso médico
decimonónico. Utilizado por primera vez por John Money a inicio de los años
cincuenta, el término «género» permitió hablar de «la posibilidad de modificar
hormonal y quirúrgicamente el sexo de los niños intersexuales nacidos con
órganos genitales que la medicina considera indeterminados». En ese contexto,
el término «género» no sólo abre «la posibilidad de usar la tecnología para
modificar el cuerpo según un ideal regulador preexistente de lo que un cuerpo
humano (femenino o masculino) debe ser», sino que contiene en sí un efecto
disruptivo inesperado: permite una inédita auto-gestión biotecnológica del
cuerpo que no sólo pone en evidencia el carácter construido del sexo, sino que
se erige como una insospechada forma de resistencia, como una reapropiación
de las tecnologías del género capaz de producir nuevas formas de subjetivación.
Es decir, esta primera versión del término «género» no sólo ha sido un
mecanismo a través del cual la medicina intervino sobre ciertos cuerpos
considerados anómalos, justificando la adecuación quirúrgica de las personas
transexuales y de los niñes intersex según los cánones de heteronormalidad
vigente, sino que ha dado lugar, sobre todo entre las personas trans, a nuevas
formas de agenciamiento corporal -en concreto, el recurso a tecnologías
quirúrgicas y hormonales de transformación de sí-, inéditas antes de la
episteme posmoneysta.
En otras palabras, la utilización feminista de la distinción sexo-género supuso un
desplazamiento en el uso de la noción de «género». Lo que era una noción
«psicológica» proveniente del discurso biomédico de los años cincuenta, habría
de convertirse desde los sesenta en una noción «sociológica».
En consecuencia, en los «casos» de «transexualidad verdadera» se suponía que
el «género» era una convicción interior de que el sexo asignado al nacer era
incorrecto. La existencia de semejante convicción, monitoreada por la ciencia
médica, justificaba entonces la devolución de los cuerpos transexuales a la
normalidad del binomio macho-hembra, mediante una cirugía de reasignación
sexual. Como puede verse, tal operación supone otra concepción
completamente diferente del binomio sexo-género. Mientras que en el discurso
feminista de la segunda ola, el género se concibe como una forma variable y
contingente de relación social entre los sexos, y el sexo como una configuración
biológica mayormente estable y cierta que no determina las definiciones
colectivas de feminidad y masculinidad; en el discurso biomédico de los años
cincuenta el género es entendido como una convicción subjetiva, psicológica,
fija e inmodificable, independiente de la configuración del cuerpo sexuado. Este
último, en cambio, es percibido como un objeto maleable en virtud de los
avances tecnológicos producidos a lo largo del siglo XX. Tal concepción, que
sirvió para intervenir sobre ciertos cuerpos considerados anormales a fin de
sujetarlos a las demandas del contrato heteronormativo, es también, como lo
atestiguan los «Principios de Yogyakarta», un recurso emancipatorio que
posibilita la autotransformación del propio cuerpo en virtud de la identidad de
género autopercibida.
La tecnología heteronormativa -jurídica, médica o doméstica- por la que los
seres humanos son reducidos con mayor o menor violencia a «cuerpos-
varones» o «cuerpos-mujeres», es para Preciado una «máquina de producción
ontológica» que adquiere su eficacia de la invocación performativa por la que
los sujetos devienen cuerpos sexuados. Como ha subrayado Butler, emisiones
tales como «es una nena» no sólo tienen un carácter constatativo, sino que, en
tanto citaciones ritualizadas de la ley heterosexual, «son trozos de lenguaje
cargados históricamente del poder de investir un cuerpo, como masculino o
como femenino, así como de sancionar los cuerpos que amenazan la coherencia
del sistema sexo/género hasta el punto de someterlos a procesos quirúrgicos de
‘cosmética sexual’». Pese a las virtudes del planteo butleriano, Preciado
entiende que el género no sólo es performativo, es decir, no sólo sería «un
efecto de las prácticas culturales lingüístico-discursivas», sino que supone
ineludibles «formas de incorporación». A juicio de Preciado, Butler parece haber
olvidado la materialidad que involucra todo proceso de generización, la
inscripción corporal que conlleva toda «performance de género». Como han
objetado sus críticos transexuales o transgéneros, la incorporación de una
identidad de género no es tan sólo una «performance teatral» sino que
involucra «tecnologías de trans-incorporación» que quedan fuera de la escena,
y que no sólo acontecen en los cuerpos transgéneros y transexuales, sino que
operan en los cuerpos considerados «normales». De tal suerte, señala Preciado,
el género «es ante todo ‘prostético’, es decir, no se da sino en la materialidad
de los cuerpos. Es puramente construido y al mismo tiempo enteramente
orgánico». Como señalará en «Biopolítica de género», el análisis performativo
de la identidad cierra un ciclo de reducción de la identidad a un efecto del
discurso que ignora las tecnologías de incorporación específicas que funcionan
en las diferentes inscripciones performativas de la identidad. El concepto de
performance de género, y más aún el de identidad performativa, no permite
tomar en cuenta los procesos biotecnológicos que hacen que determinadas
performances «pasen» por naturales y otras, en cambio, no. El género no es
sólo un efecto performativo; es sobre todo un proceso de incorporación
prostético. Lo interesante de esta reformulación es que no sólo da cuenta del
carácter construido del género, sino que -contra todo resabio esencialista-
instala la posibilidad de intervenir en dicha construcción. Es decir, no sólo pone
de manifiesto la violencia física y discursiva que entraño todo proceso de
generización, sino que, en virtud de esa violencia, vuelve evidente la posibilidad
de resistirla. Si el género que se nos atribuye es una imposición performativa y
prostética, cabe la posibilidad de modificarlo, de subvertirlo, de reemplazarlo,
de intervenir sobre él: El hecho de que haya tecnologías precisas de producción
de cuerpos «normales» o de normalización de los géneros no conlleva un
determinismo ni una Imposibilidad de acción política. Al contrario. Dado que la
multitud queer lleva en sí misma, como fracaso o residuo, la historia de las
tecnologías de normalización de los cuerpos, tiene también la posibilidad de
intervenir en los dispositivos biotecnológicos de producción de subjetividad
sexual.
En fin, desarticulado el prejuicio metafísico que nos concibe portadores de una
naturaleza humana inalterable, se hace posible pensarnos como cyborgs, esto
es, como «animales tecnológicos» que a lo largo de su historia natural han
incorporado la tecnología en vista de los desafíos que les impone el entorno. En
el marco de este relato antiesencialista, Preciado asocia a la concepción
prostética del género una concepción tecnológica del sexo que radicaliza la
subversión de toda identificación sexo-genérica. Preciado piensa que el sexo, y
no sólo el género, «es una tecnología de dominación heterosocial que reduce el
cuerpo a zonas erógenas en función de una distribución asimétrica del poder
entre los sexos (femenino, masculino), haciendo coincidir ciertos afectos con
determinados órganos, ciertas sensaciones con determinadas reacciones
anatómicas». De esta forma, la tecnología sexual es para Preciado una especie
de «mesa de operaciones» abstracta que, dividiendo y fragmentando el cuerpo
de modo muy preciso, «recorta órganos y genera zonas de alta intensidad
sensitiva y motriz (visual, táctil, olfativa...) que después identifica como centros
naturales y anatómicos de la diferencia sexual». En la medida que el deseo, la
excitación sexual o el orgasmo son el resultado de una economía tecnológica
que identifica los órganos reproductivos como órganos sexuales, no sólo se
sacrifica en dicho altar quirúrgico la sexualización de la totalidad del cuerpo,
sino que se autoriza la explotación material de un sexo sobre el otro. Se
canoniza una heteropartición de los cuerpos que no sólo reduce la superficie
erótica de los cuerpos a los órganos sexuales reproductivos, sino que privilegia
al pene como «único centro mecánico de producción del impulso sexual». De
este modo, la maquinaria contra-sexual de Preciado se coloca más allá del
debate entre esencialistas y constructivistas. Es decir, ignora la habitual
identificación del género como la «construcción social de la diferencia sexual en
diferentes contextos históricos y culturales», correlativa del prejuicio según el
cual el sexo y la diferencia sexual serían dependientes de funciones biológicas
inalterables. Superando lo que podríamos llamar el «Mito -biológico- de lo
Dado», esto es, el presupuesto metafísico común a esencialistas y
constructivistas según el cual el cuerpo entraña una estructura mayormente
estable, como el código genético, los órganos sexuales, las funciones
reproductivas -fundamento último de la identidad de los sujetos sexuados, el
«último resto de la naturaleza»-, Preciado no sólo deconstruye la cartografía
«hetero» del cuerpo sexuado, una arquitectura precisa que regula «el contexto
en el que los órganos adquieren su significación (relaciones sexuales) y se
utilizan con propiedad, de acuerdo a su naturaleza (relaciones
heterosexuales)»; sino que vuelve borrosos los límites entre la naturalidad de
los cuerpos y la artificialidad de las tecnologías. Señalando los modos
específicos en que la tecnología se «hace cuerpo» -por ejemplo, a través de los
tratamientos hormonales, las dietas, el fitness, los trasplantes de órganos, las
siliconas, la ortodoncia, los implantes capilares, etc.-, es decir, evidenciando
«esta relación promiscua entre la tecnología y los cuerpos», se emplaza un
nuevo orden corporal -posthumano- en el que ni la biología, ni la cultura se
imponen como destino.
Conclusiones:
Como hemos visto hasta aquí, el término «género» no ha revestido una unívoca
significación en la historia reciente del feminismo. Más aún, diversas autoras
han puesto de manifiesto la pérdida de «su filo crítico», su reducción a la noción
de diferencia sexual o su completa irrelevancia teórica. Pese a eso, lo cierto es
que la noción de género sigue alentando las luchas del movimiento de mujeres
o del colectivo LGTB, no sin generar ciertas ambigüedades y conflictos.
Ya en su versión feminista clásica -el «sistema sexo-género»-, ya en la
apropiación transfeminista del paradigma biomédico, el «género» sigue
deportando beneficios emancipatorios que no habría que menospreciar. En la
definición del feminismo de la segunda ola, señalé, mientras que el género es la
interpretación cultural -variable y contingente- de la diferencia sexual -
mayormente estable-; en el marco del paradigma de la identidad de género, en
cambio, el género es una convicción subjetiva -fija y estable- que justifica las
modificaciones tecnológicas del cuerpo sexuado -mayormente maleable-. En el
primer caso, hemos visto, el feminismo encontró una manera de desestabilizar
la aparente inmutabilidad de roles sociales opresivos que garantizan la relación
jerárquica y asimétrica entre hombres y mujeres. En el segundo caso, el
transfeminismo halló una herramienta para adaptar los aparentes límites del
propio cuerpo a la identidad de género autopercibida. Es seguro que ambas
versiones del género presuponen compromisos teóricos disímiles y en conflicto;
es posible que una y otra perspectiva habiliten agendas políticas no fáciles de
reconciliar. Sin embargo, bajo una mirada pragmática y estratégica, es posible
pensar que uno y otro vocabulario, útiles para diversos propósitos sociales, aún
sigan siendo beneficiosos a la hora de modificar por medio de estrategias
siempre nuevas un imaginario patriarcal, androcéntrico y heteronormativo difícil
de desmoronar. Pensemos, por ejemplo, en el ideario maternalista que sigue
gobernando la vida de muchas mujeres en nuestro medio: mientras se siga
creyendo que su finalidad natural es la de ser madres, no habrá posibilidad de
que puedan atribuirse a sí mismas otras metas sociales -llevar una vida
profesional plena, aspirar a los mismos cargos y salarios que los varones, etc.- o
de que se conciban como propietaria» de su propio cuerpo -ser libres de abortar
cuando lo crean necesario, dedicarse al trabajo sexual sin coacciones y en
condiciones salubres, etc-. En ese sentido, la noción tradicional de género bien
puede seguir siendo útil para derruir ciertas concepciones universalistas acerca
de lo que la feminidad y la masculinidad deben significar. Por otra parte, es
claro que la apropiación subversiva de la noción biomédica de género cumple
otros propósitos emancipatorios no menos deseables. En la medida que
proporciona a cada sujeto la autonomía para gestionar la transformación del
propio cuerpo de acuerdo a la identidad de género autopercibida, no sólo hace
posible que cada persona pueda tramitar libremente los modos de vivir su
corporalidad y/o su subjetividad más allá del binomio macho-hembra, sino que
confiere a toda persona el derecho a percibir del Estado el reconocimiento legal
-en el más amplio sentido de la palabra- de la identidad de género adoptada,
aun cuando ésta no coincida con el género asignado al nacer o con el nombre y
sexo registrados en su documentación, sin que medien pericias patologizantes.
No otra cosa persigue una ley de identidad de género integral. ¿Podemos,
entonces, en vista de tales beneficios, darnos el lujo de abandonar una
herramienta -imperfecta e inestable- que aún sigue deparando provecho
emancipatorio? - Como puede suponerse, son muchas las demandas y las
necesidades que justifican la lucha de las mujeres y de las minorías sexo-
genéricas. Para satisfacerlas plenamente, tal vez no baste con aprender a
utilizar el término «género» en los modos convencionales, o con dotarlo de
nuevos y más beneficiosos significados. Nadie puede pensar que la
emancipación dependa de usar las palabras apropiadas. Pese a eso, tal vez así
se inicie la segura edificación de un escenario social más genuino, inclusivo y
democrático.