Oloixarac, Pola - Bad Hombre
Oloixarac, Pola - Bad Hombre
Oloixarac, Pola - Bad Hombre
POLA OLOIXARAC
Bad hombre
Pola Oloixarac
Bad hombre / Pola Oloixarac. - 1.a ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires : Random House, 2024.
224 p. ; 23 × 14 cm. (Random House)
ISBN 978-987-769-362-1
ISBN: 978-987-769-362-1
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violador serial, y me invitaban a formar parte del cas-
tigo. Sentí la atracción del contagio y del secreto,
de que algo terrible había pasado y que había que
hacer justicia, de que cierta conjunción de circuns-
tancias me volvía parte de su historia y me conectaba
con su peligro, con la zona de oscuridad de donde
venían. Había entrado en un teatro de operaciones
marcado por la furia y un espíritu de época que se
abría como un permiso, una oportunidad. La eti-
queta #Hermanayotecreo acababa de formarse en las
trincheras online, una bola incandescente que pren-
día la conversación al rojo vivo: cada día surgía una
nueva acusación, un nuevo hombre señalado, como
si todas hubieran decidido hablar al mismo tiempo y
un remolino de catástrofe y espanto arrastrara a los
culpables. Entré, de un día para otro, en una situa-
ción detectivesca, organizando encuentros discretos
con algunas de estas mujeres y analizando mensajes
intensos que corrían bajo las palabras. No tardé en
encontrarme con los hombres también —aunque eso
no formaba parte del plan inicial—. Empecé a jun-
tarme con ellos en secreto y a pagarles las copas para
hacerlos hablar. Quería entender qué habían hecho,
qué había pasado, quiénes eran de verdad.
Por esa época, Donald Trump había puesto en
boga la expresión bad hombres, que me fascinó al ins-
tante: se refería a masculinos que hablaban en español
(latinoamericanos que, como yo, vivían en Estados
Unidos) y cuya presencia era indeseable en Estados
Unidos; seres que, de una manera más general, no
formaban parte del Estado de derecho, porque para
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ellos el destino que les era más apropiado era escon-
derse o escaparse de la policía. Las feministas y los
seguidores de Trump no eran las mismas personas, ni
tampoco tenían una ideología en común (de hecho,
estaban en las antípodas), pero había algo clandestino
y viral en esos bad hombres, como el encuentro surreal
de una máquina de coser y de un paraguas en una
mesa de disección, solo que en lugar de una máquina
y un paraguas se trataba de dos guerras culturales
diferentes, inclinándose sobre un hombre que ya ha-
bía sido declarado culpable y yacía, sin poder oponer
resistencia, a merced de un escalpelo furioso.
Desde el principio, consumí a cada uno de estos
bad hombres que de pronto habían llegado a mis ma-
nos como se consume una historia. Me sentí guar-
dando cierta distancia como ante una bestia, algo de
lo que no se puede hablar y sin embargo no deja de
transmitir señales: una cosa amorfa, viva, que está
temblando, a la que es peligroso acercarse, que cir-
cula por debajo, que no puede simplemente hablar
para transmitirse, a la que no le basta decir para ex-
plicar su verdad. Al principio, fue como si me hu-
biese contagiado de una enfermedad de la que no
podía deshacerme, que se había encaramado sobre
mí y que no podía extirpar; luego, con el correr del
tiempo, empecé a sentir que me volvía parte de un
cuerpo nuevo y brutal.
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VULVA INTER VULVAE
En junio de 2017, cuando aún vivía en San Francisco,
recibí un mensaje de mis editores alemanes. Querían
hablar por teléfono. No conocía la voz de Marco, el
editor en jefe, no lo había visto nunca, pero era evi-
dente por el tono cortante del email que se trataba de
un asunto urgente. Estaban preocupados, el director
del Festival Internacional de Literatura de Berlín (a
donde me habían invitado) los había contactado, les
había pedido explicaciones y ellos preferían hablar
conmigo antes de que el director mismo me llamara.
Su amabilidad y su cortesía le volvían difícil transmi-
tir lo que había pasado: estaban estudiando suspender
mi participación en el festival de Berlín, me dijo sin
respirar. Había llegado una carta del despacho del
director del festival donde se le informaba que yo era
una “voz negacionista” (negationistiche Stimme). Una
vez que logró decirlo, Marco repitió negationistiche
Stimme como en un ensueño atroz, ¿entendía yo qué
significaba eso? ¿Lo que eso implica en Alemania? La
carta insinuaba que se realizarían “escraches” contra
mí en el aeropuerto de Berlín y en el festival, por lo
que recomendaba que se me retirase la invitación.
¿Era yo antisemita? ¿Participaba en grupos an-
tijudíos, había publicado o dicho algo negando la
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existencia de la Shoá? ¿Había puesto en duda el peor
crimen de la historia de la humanidad, y esto acaba-
ba de surgir a la superficie, nada menos que en Ber-
lín? Mis editores sabían que yo era “controversial”
en Argentina, pero ni el Holocausto ni la Segunda
Guerra Mundial eran mis territorios usuales; no obs-
tante, en Alemania el negacionismo es un asunto pu-
nible por la ley, y por lo tanto no era una acusación
que se hiciera livianamente, a menos que se tuvieran
pruebas, porque hacerlo era justamente banalizar el
Holocausto, con lo cual todos (mis editores, el direc-
tor y yo) estábamos envueltos en un asunto serio, que
no podía simplemente ignorarse.
Después supe que la misma carta había llegado
al Ministerio de Relaciones Exteriores alemán y la
Cancillería argentina en Alemania, siempre dirigi-
da en el encabezado a la máxima autoridad. Lo más
preocupante es que también había sido enviada por
correo y por email a periodistas especializados en
literatura latinoamericana, periodistas que habían es-
crito reseñas de mi novela Kryptozän en Alemania.
Era un trabajo muy concienzudo, muy puntual, y
sobre todo no había nada online. En el equipo del
festival hicieron averiguaciones, pero no encontra-
ron nada, ni acusaciones ni pruebas de las acusacio-
nes. Sin embargo, eso no quería decir que la carta no
pudiese filtrarse en internet en cualquier momento,
¿qué podría impedirlo? Era la primera vez que salía
un libro mío traducido al alemán, y quien fuera que
hubiese escrito esa carta difamándome se lo había
tomado como una tarea personal.
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Lo único que contuvo la situación fue la mala fe
del caso, la mentira patética de la acusación. La carta
tomaba una nota que yo había escrito para el servicio
internacional de la BBC, que luego convirtieron en
episodio de un pódcast, que se titulaba Reviving and
Reclaiming Culture, donde hablaba de una retrospecti-
va del artista Roberto Plate, parte del foco vanguar-
dista de los años sesenta que fue el Instituto Di Tella.
En rigor no había ningún argumento “negacionista”
en mi nota ni nada que se le pareciera, pero la carta
sugería que lo había, y la sola acusación bastaba para
volver real algo que no tenía nada que ver conmigo.
La carta se apoyaba en una confusión, que quien la
había redactado exprimía en mi contra: negacionista
significa cosas diferentes según se trate del contexto argentino
o el alemán. Yo hablaba de cómo los gobiernos usan el
pasado para intentar inf luenciar el futuro, de cómo
la era Kirchner estuvo marcada por referencias a los
años setenta (el espejo donde querían ref lejarse los
Kirchner), y cómo el gobierno de Mauricio Macri,
que recién asumía, ya era caracterizado con el léxico
de la memoria y los desaparecidos, que aún son terre-
no de agitación política; explicaba que las Abuelas de
Plaza de Mayo establecen el número oficial de desa-
parecidos en Argentina durante la dictadura militar
en treinta mil (un número simbólico que engloba
a aquellos desaparecidos que nadie denunció, como
fue el caso de familias enteras desaparecidas por los
militares), pero no hay acuerdo con el número que
proveen otros organismos de derechos humanos, ba-
sados en las denuncias realizadas y las familias in-
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demnizadas, unas tres veces menor. En los círculos
militantes argentinos, negar el número de treinta mil
se denomina “negacionista”, pero yo no lo negaba,
solo reportaba la existencia de la disputa. Por lo de-
más, en Argentina me habían acusado de muchas co-
sas, incluso de cosas ridículas como “escribir como
un hombre”, de no ser yo quien firmaba mis notas,
pero nunca habían existido grupos que alegaran que
yo era “negacionista”, ni en el sentido de la dictadura
argentina ni en relación con la Shoá. Sin anteceden-
tes negacionistas de los que pudiera acusárseme, la
carta debía haber sido escrita deliberadamente por
una sola persona o por un grupo reducido, infausto,
redactada en alemán y hecha para resonar en alemán.
¿Quién querría hacerme algo así? ¿Aislar algo que
yo había escrito, y traducirlo al contexto alemán para
señalarme como simpatizante del peor crimen de la
historia moderna? Pedí ver la carta de inmediato. El
alemán era impecable, como había admitido Marco;
debajo de varios párrafos esmerados, altivos y arro-
gantes, con una rúbrica orgullosa, estaba el nombre
de una mujer. Un nombre que yo conocía demasiado
bien, aunque en ese momento me costó recuperarme
cuando supe que la carta, la ejecución y el plan, había
sido únicamente de ella: Lola N., Princeton Phd.
Cuando vi su nombre en la carta, supe que yo
estaba ocupando el lugar de un hombre; o peor, que
el hombre acusado era yo.
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La vi por primera vez en el pasillo central de la Fa-
cultad de Filosofía y Letras, sede Puan. Teníamos
diecinueve o veinte años y se movía sinuosa como
una pantera, era imposible no verla. Llevaba el f le-
quillo rojizo lamido bajo una vincha rosa, pantime-
dias rosa polvo y zapatitos de charol; bajaba despacio
la escalera, consciente de su efecto y de su poder. Un
vestidito negro al cuerpo, los ojos verdes lanzando
rayos oblicuos, la boca roja, brillante, entreabierta.
Todo en ella resplandecía y estaba pensado al de-
talle: Lola llamaba la atención como lo haría una
muñeca de porcelana en un basural, aunque por su-
puesto que no se trataba de ningún basural sino de
la estética arruinada de nuestra alma mater, la casa de
estudios donde Jorge Luis Borges había impartido
sus clases sobre Literatura Inglesa, donde los dones
del Espíritu prevalecían por sobre toda pulsión ma-
terial o capitalista, y donde todo parecía predestina-
do a sobreactuar esa preferencia. Lo decían las pare-
des abarrotadas de carteles y panf letos pintados con
témpera: “Hasta ahora, los filósofos no han hecho
más que interpretar el mundo; ahora, lo que importa
es transformarlo” (la Tesis XI de Marx). Se mani-
festaba también en los vendedores de libros usados y
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en los estudiantes comunistas o trotskistas, que fo-
mentaban un aspecto de clochard aunque vivieran en
Recoleta, con lo que había no poca valentía en ir a
las clases toda limpita y perfumada como hacía Lola,
desafiante en su decisión de ser una señorita moní-
sima y en no andar cuidadosamente zarrapastrosa,
fingiendo una preeminencia del Espíritu sobre la
Cosa, como hacía yo. Lola era la chica más exótica
de la facultad, y me imaginé que estudiaba Letras
porque en Filosofía hubiera desentonado demasia-
do. Por esa época no era raro que los poetas Gaby
Bejerman y Gary Pimiento hicieran performances re-
citando poemas con boas de plumas fucsia en los pa-
sillos de la facultad, con capitas de tul extravagantes
o prácticamente semidesnudos, cubiertos solo por
brillantina y neón. Era el final de los años noventa,
principios de los dos mil.
Yo cursaba el primer año de Filosofía y miraba
un poco desde afuera aquel glamur pastel de las chi-
cas de Letras (otra currícula, otros profesores, mis-
mo universo). No tenía muchas amigas, mi mejor
amigo era León, un freak alto como un gigante bue-
no, que iba a todas partes con ediciones ajadas de
ciencia ficción y que me infectó su amor por J. G.
Ballard. Nos sentábamos en las filas de atrás y jugá-
bamos al ajedrez durante las clases prácticas de Fi-
losofía Medieval, porque las teóricas, que dictaba el
profesor Bertelloni, nos hacían viajar al inframundo
torturado de monjes oscuros que nos fascinaban —el
mundo de intensidad y represión sexual de Abelardo,
Meister Eckhart y El nombre de la rosa de Eco calaba
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muy fuerte en nuestra sensibilidad—. Por lo demás,
la verdad es que admiraba a las chicas de Letras pero
no me animaba a ser como ellas, no tenía el valor ni
la vibración exhibicionista necesarias para parecer una
chica. Para mí, en esa época, ser mujer implicaba po-
seer (o no) cierta energía notoria, cierta voluntad de
representación. Me refugiaba en la zona gris de mi
cerebro, en el pánico a ser percibida.
Schopenhauer escribe que no existe nada en el
mundo que no sea voluntad, pero cualquier rata te-
nía más voluntad de perseverar en su ser rata que
yo de ser la mujer que quería ser en el mundo. A duras
penas soportaba estar en él: tener que habitarlo me
parecía lo in-mundo, y estudiar Filosofía me ayuda-
ba a consolidar la fantasía de una vida exterior a la
sociedad, de la que podía entrar y salir en puntas de
pie, apenas rozándome con el resto. En esa época me
envolvía la cabeza con una especie de toca negra que
había encontrado en un mercadito de pulgas y que
me daba un aire de novicia escapada de un conven-
to ciberpunk. Por entonces no había desarrollado la
tecnología mental para salir del clóset como mujer.
Me sentía más cómoda entre hombres, con los
amigos de León: Alfonso y Felipe. Eran de Filoso-
fía como yo, chicos estudiosos, buenos y realmente
inofensivos, lo que me hacía sentir más segura de mí
misma, aunque me mirasen algo espantados cuando
les leía mis prosas poéticas salpicadas de medievales
dementes mientras volvíamos a nuestras casas en al-
gún vagón del subte E. Ellos cambiaban de tema a
Kant, porque Alfonso ya cursaba Filosofía Moder-
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na, y si había algo que podía callarme era Kant, del
que no sabía absolutamente nada. ¿Por qué no vas a
Letras, donde la gente tiene “emociones” y se “ex-
presa”?, me sugerían Alfonso y Felipe con sus sonri-
sas condescendientes. ¡Letras está lleno de chicas que
escriben! Ellos no tenían tiempo para eso: la magia
de Kant los consumía. Y Nietzsche, que nos volvía
locos a todos.
Nietzsche hablaba del desierto de siete soledades,
porque la soledad es una escuela, y por esa época yo
solo quería escribir, pero tenía que encontrar algún
sistema, algún dogma para encerrarme y que nada
más me importase. “Valerosos, despreocupados, iró-
nicos, violentos, así nos quiere la Sabiduría: es una
mujer que solo ama a un guerrero”, era mi cita fa-
vorita de Zaratustra. Es evidente que era mucho más
divertido ser el guerrero que la mujer que ama al
guerrero —ni se me pasaba por la cabeza ser la Sa-
biduría, la amante del guerrero—, y no debía haber
mejor estrategia para un guerrero terrible, verdade-
ramente mortal, que estar escondido en el cuerpo
de una chica. “Valerosos, despreocupados…”: cuanto
más me despreciaran, más brutal sería mi argumen-
to; no podrían verme venir. Yo era mi propia cueva
y vivía agazapada dentro de mí, pero Lola, en cam-
bio, era distinta. Lola brillaba en las marquesinas de
la facultad: “Lola es una bestia, va directo a Harvard
o Princeton”, le escuché decir a alguien al borde del
desmayo. Cuando supe que Lola era primer pro-
medio en Letras Clásicas, que manejaba el latín y el
griego antiguo como nadie y que además hablaba a la
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perfección cinco idiomas europeos (incluido el pola-
co), su nombre se marcó a f lúo en mi corazón. Su ca-
mino al estrellato académico era inexorable: sus dia-
demas eran en realidad tiaras de laureles abrazando
su cerebro portentoso, su futuro cuidado como sus
uñas de manicura. Era tan brillante que daba miedo.
Ella ya era lo que yo ni me atrevía a querer ser.
Se tejían toda clase de historias en torno a ella;
comenzaba a fungirse su mito sexual. Lola tenía la
impunidad de las Vidas de Punks, esas hagiografías
modernas donde los Libres y Auténticos hacen equi-
librio por el desfiladero de la existencia, sin sucumbir
jamás a la vulgar normalidad. Gonzalo, un compa-
ñero de Griego III (uno de sus enamorados silentes),
adivinó una vez trazos de semen brillante sobre su
pelo rojo. Si alguien era capaz de tener un intervalo
furioso y fugaz en un baño de Puan (o del Bar Platón,
justo enfrente), esa era Lola. Luego Gonzalo migraría
a los áridos pabellones de Ciencias Exactas, donde las
chicas nunca serían tan rutilantes y hermosas como
las que había conocido chupando lápices mientras to-
maban notas en las clases de Letras. Con sus vestiditos
y su actitud más allá de todo, Lola circulaba por los
pasillos de la facultad y por los vericuetos mentales de
sus coetáneos con el desparpajo de una popstar. Había
regresado a Buenos Aires después de una adolescencia
europea, cortesía de su padre embajador en Madrid, y
era riquísima, de una riqueza apabullante como solo
se da en la clase política argentina.
La divisé en la fila de la fotocopiadora del Centro
de Estudiantes y me pegué a su lado. Nunca la había
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tenido tan cerca, abrí un libro que llevaba conmigo
para disimular. Olía a vainilla y rosas, con sus piernas
depiladas y sus zapatos de charol rosado enormes y
nuevísimos, el pelo rojo brillante retenido por una
diadema blanca. Dio un brinco de la nada como si
la hubiese mordido un escorpión y se puso a hablar
en alemán. No había nadie más en la fila de la foto-
copiadora, solo Lola con su cerebro repentinamente
germánico. Cesó de repente y me miró (sus ojos eran
de un verde intenso, un pajonal selvático nimbado de
sol) y se puso a charlar. Hablaba fuerte, reía fuerte,
estaba poseída por sí misma. Me gustó que hablara
en porteño neutro, sin el código de pertenencia de la
clase alta porteña que evita como la muerte pronun-
ciar el “sho” tan argentino; Lola decía sho sho sho
sin parar, hablaba en plebeyo, lo poseía. En alemán,
su pronunciación también era generosa y expresiva
(iba y venía a Berlín desde chica), mientras que mi
alemán era, y todavía es, una costra renga hecha de
lecturas lastimosas de Heidegger.
Nos conocimos en la facultad aunque nos hici-
mos muy amigas unos diez años después, cuando
ella cursaba en Princeton y yo estaba en la beca de
escritores de Iowa. Era muy divertida, pero cuan-
do estábamos con hombres se transformaba. “Me
llamo Lola, soy huérfana y millonaria”, les decía, y
extendía la mano para que se la besaran. Muy a su
pesar se reconocía fálica, adicta a los hombres. El
falo era un tótem indiscutible, alrededor del cual se
tejían las danzas y teorías de su vida. Su sobreex-
citación estaba hecha de contrastes: era la muñeca
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de porcelana, la damita orquidácea a la espera de
insectos macho y sus probóscides picudas, hasta que
explotaba en una carcajada de hiena. Una noche, en
Buenos Aires, Lola irrumpió con paso majestuoso,
estiró el cuello de cisne para mostrar su camisa Gi-
venchy (que traslucía un corpiño blanco de La Per-
la), y una vez sentada se puso a chupar el cuchillo
de la manteca y lanzar risotadas en un restaurante
carísimo, a donde nos había arrastrado porque ha-
bía leído en algún lado que era el mejor lugar de
Buenos Aires, y por supuesto ella no podía menos.
Todo era exagerado en Lola: ninguna regla del re-
cato se le aplicaba. Vivía contra la prudencia, contra
el susurro y la modestia; vivía contra la educación
clásica de las mujeres. Era como si dijera: tus re-
glas pequeñoburguesas no aplican para mí. Tu idea
de cómo tiene que comportarse una mujer no vale
para mí. Cualquiera puede ser educada, cualquiera
puede ser normal, pero ella era una vulva inter vul-
vae, había obtenido los máximos lauros en los pa-
lacios del conocimiento (algo que no se cansaba de
remarcar), y jamás se le había pasado por la cabeza
la utopía rancia de ser una chica normal.
“¿Pero qué le ves? No puedo entender qué le ves.
O, más bien, cómo no ves lo que yo veo. ¡Cuando se
puso a chupar el cuchillo de la manteca! ¡A los gritos!
A Olivier casi le da un ataque”, se escandalizó mi
amiga Nicky. Lola y Nicky eran de Letras y se me
había ocurrido presentarlas esa noche imaginando
colaboraciones eruditas, aunque sin esperar demasia-
do; había idéntica probabilidad de que se detestaran
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absolutamente como de que no. Ambas tenían un
amor extraordinario en común: Victoria Ocampo,
y Ocampo era un tarot, un mazo de cartas mágicas
donde cada una leía su destino.
Como la reina Isabel II de Inglaterra, o como cual-
quier niña bajo la regla talibán, Ocampo vivió en un
tiempo donde no estaba bien visto que las mujeres es-
tudiaran en la universidad; para suplir las falencias de
su formación, que había incluido sin embargo institu-
trices y maestras de dibujo, Ocampo se la pasaba estu-
diando a escondidas. Fundó Sur, la revista literaria que
cambió para siempre la cultura en América del Sur, y
escribió libros brillantes y vanidosos, en los que jamás
pudo deshacerse de la primera persona, de ser el cen-
tro del escenario; quería ser actriz, una diva del cine
mudo, como en esas fotos en las que posa para Man
Ray, pero su padre también se lo prohibió. Era una
apasionada de su propio yo, y esa fue su única vulgari-
dad, su rasgo cuestionable, en un momento intelectual
regido por el pudor y el control, las dos virtudes pu-
ritanas que luego Borges convertiría en sistema litera-
rio. Detrás de la virtud se esconde el trauma: extremar
los signos de la civilización, para evitar de la manera
más espectacular posible ser considerado un salvaje,
es el trauma de la literatura argentina. Victoria pagó
por eso, porque su yo siempre se impuso, pero a la vez
había algo más que se imponía: algo en ella, un halo
de poderío elusivo y fascinante, que suscitaba fantasías
en los demás que ella no podía controlar.
Ocampo vivió siempre entre dos desprecios. El
de la clase intelectual, que la trataba como a una frí-
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vola rica, y el de su clase social, por andar gastándose
el dinero en frivolidades como mantener y promover
a escritores pobres. Le encantaban los hombres (“mi
Patria es el hombre”, escribió), pero no todos, y no
de cualquier forma. “Victoria también fue pionera
del no es no, ¿te das cuenta?”, me decía Nicky, que vi-
vía obsesionada con Ocampo y parecía que chateaba
con Ocampo todos los días. “El tipo la acorraló, le
tiró la boca y entonces la apoyó, se la frotó por el ves-
tido, te das cuenta leyendo el texto”, resumía Nicky,
convencida de que entre los papeles de Ocampo se
escondían aleteos de pestañas, señas y mohínes píca-
ros que solo ella podía descifrar y que le permitían
recuperar cada escena porno de la vida de Ocampo.
Amábamos los detalles lujuriosos de cómo Ocampo
había escapado de las aristocráticas garras del conde
Keyserling, cuando fue a visitarlo a la habitación de
hotel que ella misma le había pagado de antemano.
Hermann von Keyserling era un filósofo famosísi-
mo en esa época, que había publicado ese Diario de
viaje del filósofo que la había vuelto loca, porque su
paseo era una aventura por las filosofías como si fue-
ran paisajes o estados del alma, uniendo Oriente y
Occidente y que, para Victoria, era un poco la clave
de la única utopía en la que creyó alguna vez: que
existía una república del espíritu sin fronteras, donde
las perspectivas diversas se entrelazaban vía el amor
por la belleza, la sensibilidad y la erudición, algo que,
en ese entonces, era una posición totalmente contra-
cultural porque iba a contrapelo de la crecida fantas-
magórica del fascismo y de la guerra que cundía en
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aquel entonces como cunde el mal. Keyserling fue
el primer gurú de autoayuda de fama mundial: fun-
dó una Escuela de Sabiduría y viajaba por el mundo
dando conferencias; así se lo trajo Victoria a Buenos
Aires, no sin antes enviarle una serie de apasionadas
cartas donde ella le confesaba, embelesada, su obse-
sión por todo lo relativo a él.
Pero al verlo, recién llegado a Buenos Aires des-
pués de un viaje larguísimo, a Victoria no le gustó.
Lo compara con un mandril; Keyserling responde
indignado y la trata de anaconda. Victoria comenta
al pasar: “Mi parecido con ese ofidio, que suele tener
diez metros de largo, debe ser puramente moral”.
A diferencia de sus otros invitados, Keyserling era
el único que podía aplastarla en linaje; ella provenía
de lo más áureo de la aristocracia argentina, hecha
de llanuras y de gauchos y de barro sangrante, pero
él, Keyserling, descendía nada menos que de Gengis
Khan, cuyas llanuras se extendían por continentes;
sus ancestros habían sido protectores de Johann Se-
bastian Bach, las Variaciones de Goldberg “habían sido
concebidas como un somnífero para Carl Hermann
Keyserling”, como consigna la propia Victoria.
Acaso el problema fue que Gengis Khan seguía
vivo en la barbita caprina del conde: las fotos lo mues-
tran como un calvo neto con montículos de pelo vi-
goroso surgiendo como las orejitas de un koala o un
pequeño fox terrier; cuando lo vio, ella decidió que lo
admiraría en la lejanía, pero Keyserling no entendía
por qué esa mujer le escribía apasionadamente y le
rogaba que viniera a Buenos Aires si lo que quería no
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era tenerlo a su lado. Asumió la negativa de Victoria
como parte de una danza de apareamiento, y que lo
que correspondía, para un descendiente de Gengis
Khan, era avanzarla por la fuerza.
Ni todo su dinero, ni su linaje aristocrático, ni su
feminismo solitario la habían salvado de salir corrien-
do de ciertos hombres; por el contrario, su dinero, su
aristocracia y su feminismo la habían desprotegido,
la habían dejado expuesta ante ellos. Tampoco la ha-
bía salvado de la mirada recelosa de sus pares inte-
lectuales. Debemos añadir aquí un tercer desprecio:
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el de cierto star system europeo con el que Victoria
se codeaba en sus viajes. En su carta del 13 de enero
de 1939, Virginia Woolf le escribe a su amiga Vita
Sackville-West: Una mujer, Victoria Okampo, que es la
Sybil de Buenos Aires, me escribe porque quiere publicar
algo tuyo en su revista, Sur. […] Es inmensamente rica y
sexual; ha sido la amante de Cocteau, Mussolini, y hasta
de Hitler por lo que sé. Llegó a mí vía Aldous Huxley; me
regaló un cofre de mariposas; y de vez en cuando desciende
sobre mí, con ojos como huevas de caviar fosforescente; lo que
se esconde detrás de esos ojos no lo sé…
Evocar a un pescado caro para delinear la mirada
de Victoria, vaya y pase; pero esa recensión de aman-
tes era el colmo de la maldad de Woolf. Para em-
pezar, Cocteau era gay, Mussolini no era su tipo en
absoluto, demasiado parecido al papá de Peppa Pig, y
la mención a Hitler por supuesto era el eje de la per-
fidia hiperbólica de la inglesa. No eran los hombres
los que importaban, sino caracterizar la fascinación
de Victoria Ocampo por la figuración, por la fama y
el poder explícitos, y que su acceso —por más de que
se la hubiera presentado Huxley— era vía la zona
baja, vía su selecta pero omnívora vulva vulvae. Que
Woolf la tratara, a fin de cuentas, de sudamericana
puta nos enardecía de odio interseccional, porque
naturalmente amábamos a Woolf pero no teníamos
en cuenta que en definitiva Woolf estaba hablando
con Vita, su propia amada, con la malicia íntima de
las novias; como fuera, en esa época Woolf no ha-
bía entendido a Ocampo, y eso queda claro en la
comparación con Sybil, que Victoria “es la Sybil de
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Buenos Aires”. Sybil era una decoradora de interio-
res que hacía fiestas junto a su marido miembro del
Parlamento. Y Ocampo no solamente andaba sola
por el mundo como una cazadora que traía los ejem-
plares de la cultura mundial al museo triunfal que es-
taba creando en Buenos Aires: hizo todo lo que hizo
usando su propio nombre como estandarte, convir-
tiéndolo en un palacio.
¿Cómo ser una mujer? Según Lola, ella encarna-
ba lo que hubiera sido Victoria Ocampo si, además
de dinero en cataratas, hubiera gozado de auténtica
libertad sexual. Nicky, que apenas la tuvo enfrente
le sonrió con piedad tolerante, como si acabara de
conocer a Barbie Psycho, terminó por explotar:
“Pero por favor, ¿vos te creés todo eso? Decí que
estábamos en confianza, pero yo no me dejaría ver
en público con alguien así. ¡Apenas puedo soportarla
gritándome a dos centímetros de la cara! Y te equi-
vocás, no es un tema de modales, no es un tema de
femineidad. Los modales son un problema grave, sin
duda, pero secundario. El tema es que se trata de una
persona completamente loca, ¿no le ves los ojos?”,
quiso saber Nicky. Cuando le conté de la escalera de
Puan, sus vinchas de laureles y su alemán paradisía-
co, Nicola empezó a reír sin sonido: “¿Eso te impre-
siona? ¿Que hable alemán? ¿Sos idiota?”. Entonces
me miró muy seria: “¡Sos loca igual que ella!”. Yo
me eché a reír, Nicky era muy celosa.
Pero la verdad es que a mí Lola me parecía glo-
riosa. Admiraba sus gestos ampulosos, vanidosos al
extremo, como una Gloria Swanson políglota que
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vivía en su propia película femme fatale, un nuevo tipo
de sirena, o de harpía. Me parecía hermosa y trágica
en su locura, porque ella no había ido a la escuela de
la vergüenza sino que había aprendido a ser mujer
en otro lado, mirando películas, imitando divas. Y
estaba de acuerdo con Lola en que era totalmente
absurdo que un espécimen tan especial como ella tu-
viera problemas en conseguir novios —o al menos
uno que le durase más de una semana—. Que los no-
vios no durasen le parecía una conspiración incom-
prensible, especialmente ahora que había sumado a
su doctorado Ivy League el arte del compost, cima
del ama de casa ecoconsciente, y un poder especial,
gracias a sus clases de yoga, que le permitía disfrutar
del sexo anal (“todo se trata de respirar la posición”,
aseguraba). Estaba hecha para la guerra mental en el
mundo humano y para la sumisión más exquisita en
la alcoba, y daba por sentado que El Mundo soñaba
con una novia como ella, pero El Mundo y ella se-
guían sin encontrarse. Durante años tuvo en su per-
fil en Facebook una caricatura de Hitler que rezaba
“Even Hitler had a girlfriend”. En el dibujito, el peor
villano del siglo XX yacía acostado en la cama, fu-
mando; de atrás, una mujer que lo abrazaba. ¿Cómo
era posible que él sí, y ella no?
Lola y yo operábamos bajo una fantasía bastante
latinoamericana y machista de que los hombres son
seres movidos por algún tipo de adicción al sexo,
que jamás se llega a domesticar completamente, y
que todo el asunto del amor consiste en activar y di-
reccionar ese atavismo, esa adicción. Cómo gerenciar
34
la animalidad masculina era el gran desafío amatorio
de nuestra estirpe, el primero de una serie de desafíos
donde el vector sexual macho caía en el laberinto de
óvalos concéntricos de la mujer que lo atrapaba. Un
abismo interior, un huracán palpitando bajo el vien-
tre (que debía ser también insaciable, quid de la chica
latina deseable). En esta fantasía, cuando no está acti-
vo, el sexo masculino se encuentra adormecido igual
que Blanca Nieves, en reposo, a la espera del chupón
liberador de una experta amazona, diestra en montar
animales y hombres. Por eso pensé en presentarle a
Tobías. Ese fue el principio del fin.
35
Tobías es pintor y vive en su atelier, un antiguo taller
mecánico cerca de la avenida Warnes, la vena cava
del “mundo tuerca” de Buenos Aires. Es una zona
fabril, poblada por expertos en cambiar parabrisas o
hacer chapa y pintura, que en el último tiempo se
ha vuelto una zona de artistas, por los precios bajos
y porque todavía es un barrio no demasiado alejado
del centro. Lo que le gustó a Tobías de ese espacio
fue el foso de inspección, un auténtico foso de mecá-
nicos para escudriñar las entrañas de un coche, que
se abría en medio del living. “Mirá mi living, ¿no te
encanta?”, me dijo sonriente, sentado en el borde del
foso. Tobías es espigado y tiene el pelo castaño, con
una especie de jopo descuidado a lo David Lynch;
las piernas largas le colgaban un poco en el foso, así
que había puesto cajas de madera, de las que usan los
verduleros, para que hicieran de escalones o asientos.
Me senté a su lado al filo del foso de inspección.
“Una deco ideal para caerte borracho y romperte
la nuca”, lo felicité. Tobías sonrió, sacó del bolsillo
papel para armar cigarrillos y me dijo que no me
preocupara, había una sala de emergencias a pocas
cuadras. Había puesto cerca un sillón desvencijado y
una mesita que había encontrado en un mercado de
37
pulgas; el fondo del foso, bastante irregular, lo tapó
con dos alfombras. El taller era un lugar de muerte
helada en invierno y muy agradable en verano. Des-
de que se separó, Tobías había vuelto al “estado de
naturaleza”, como le gustaba decir, a la vida salvaje,
nocturna y marginal que adoraba. Su hijo había co-
menzado la universidad y vivía con la madre, por lo
que él se había independizado de las rutinas de la ci-
vilización. Se arreglaba con muy poco; si tenía ham-
bre hacía un poco de fuego y tiraba un pedazo de
carne a la parrilla, que comía casi cruda. Se dedicaba
a pintar desnudo durante todo el día, y a fumar de
noche entre las sombras oscilantes que proyectaba su
vieja TV de rayos catódicos, la iluminación principal
de su salón-foso de estar.
El resto del taller era bastante más acogedor. To-
das las paredes estaban cubiertas por lienzos y pape-
les enormes, en distintas etapas de concreción. To-
bías pinta con óleos en formato crayón sobre lienzo
y papel madera desplegado, porque el papel es más
fácil de conseguir en épocas de crisis, lo que tiene
su contraparte porque también son más difíciles de
vender. En general a los coleccionistas les gusta com-
prar óleos sobre tela y tienden a mirar con descon-
fianza las cosas que usan los niños pequeños, como
el lápiz y el papel. Pero a Tobías no le importaba
demasiado adaptarse al mercado para vender obra.
Se ganaba la vida desde chico, nunca había conocido
a su padre. A los dieciséis entró como croupier en el
casino f lotante, trabajó en varias casas de juego y en
ese momento vivía del dinero que hacía en la tim-
38
ba financiera (una actividad muy argentina, porque
el sentido común es escapar del control del Estado);
había logrado comprar algunos departamentos, que
administraba su mamá. Cada tanto volvía al casino, a
pasarse la tarde en cuidadas operaciones solitarias; así
multiplicaba su capital.
Mi amigo tenía otras aptitudes que, si bien yo no
había testeado de primera mano, formaban parte de
su mística masculina. Un verano, en un movimiento
descuidado, me pareció ver asomarse una larva rosa-
da gigantesca abriéndose camino por el túnel del tra-
je de baño, movida por cierta curiosidad por el mun-
do, por aspiraciones que desconocía, aunque algunas
mujeres parecían percibirlo de inmediato, como un
pulso infrarrojo de mandrágoras entre los mensajes
del universo, un código clave de testosterona como
una droga de la más alta gradación y pureza. La acti-
tud de Tobías ayudaba. Se recostaba en su narcisismo
relajado, con las piernas entreabiertas, ofreciendo la
boa constrictor de carne humana que aguardaba bajo
el vientre. Según él, su poder oculto irradiaba de su
ego de artista (Norma, la mamá, lo había convencido
desde niño de que tenía un poder sobrenatural), pero
en rigor se ubicaba esencialmente en la majestad de
su tricornio inferior.
Quizás porque no sentía la necesidad de afectar
hombría, Tobías era mucho más agradable y cordial
que un simple macho argentino: saberse en posesión
de un miembro prácticamente monstruoso lo inde-
pendizaba de la coreografía patriarcal. Las mujeres
podían encontrarlo, si querían. Y si lo que querían
39
era él (“es mejor que estén seguras”, me dijo una
vez), él las dejaba saciarse, como si las mujeres hu-
biéramos nacido para caer de rodillas (y de hambre)
ante su miembro volcánico y central. Tenía el modo
tranquilo de un león en su reinado; no fanfarronea-
ba ni buscaba conquistar. Esta actitud de disposición
sexual y, a la vez, su perfecta capacidad para pasar de
todo lo volvían un candidato ideal para mi amiga.
Era principios de 2016; a Lola le dije que era un ar-
tista genial; a él no le dije nada, porque sabía que le
iba a encantar su lado impredecible y salvaje.
“Vengo a Buenos Aires a recuperar mi vida se-
xual”, me había anunciado Lola. Estaba harta de
Tinder. Tinder Berlín era un tren fantasma de zom-
bis, desajustados y fronterizos: su cita podía llegar
y empezar a frotarle la pierna sin que mediaran pa-
labras, los ojos muertos colgando. Eso sin contar a
Magnus, el prostituto teutón con el que había estado
saliendo hacía unos meses. “Una mujer como yo, de
mi niveau, a veces necesita un profesional”, terció
ella, siempre exigente y sofisticada. Lola amaba to-
quetear las limitaciones de la gente como si fueran
zonas erógenas. Le encantaba jugar a la loba insacia-
ble, aunque toda aquella aventura de academia ger-
mana y Tinder debía de ser el pináculo del invierno
social; por eso venía a Buenos Aires, a sanarse, a
relajar. Igual yo quería entender de qué estábamos
hablando, ¿era prostituto de verdad? “Es otro nivel.
No lo vas a poder entender, así que no lo intentes.
Es cuerpo multiplicado por cientos, por miles. Es
experiencia”.
40
Magnus el prostituto era la nueva coda de una
historia que venía de largo. Lola estaba, desde hacía
tiempo, muy decepcionada con el género masculino;
después de todo, ella seguía siendo la amante perfec-
ta, pero cada vez le costaba más encontrar partenai-
res para saciar su ninfomanía de elite. La fastidiaba
la naturaleza esquiva, puritana, femenina de algunos
hombres. Se encontraba ante el más temido cambio
de época. Antes, los hombres eran soldados del sexo;
ahora, en cambio, si la veían con lencería de seda y
portaligas, lo que la calentaba mucho, se asustaban
y huían. Una vez, un candidato viajó tres horas en
autobús, de Filadelfia a Nueva Jersey, solo para ver-
la. Ella había coordinado todo para salir de la du-
cha mojada y ardiente apenas llegara, pero el tipo
se tomó un café, charlaron un poco y finalmente se
fue sin tocarla. A veces no es no, también para ellos,
quise decirle, pero al verla tan contrariada traté de
aportar algún consuelo sociológico: para filmar Gla-
diator, por ejemplo, Ridley Scott decidió no traba-
jar con actores norteamericanos para el rol principal
porque ninguno era lo “suficientemente masculino”.
(Ridley, en efecto, se decantó por Russell Crowe,
un hombre del Commonwealth como él). En Esta-
dos Unidos los tipos tenían otros códigos de super-
vivencia y acceso carnal, códigos irrelevantes porque
vivían aterrorizados y no tenían remedio. Por eso,
como inmortalizó la sabiduría de Raffaella Carrà,
para hacer bien el amor Lola viajaba al sur.
A veces aterrizaba en Buenos Aires e inmedia-
tamente ponía en Facebook: “Necesito ayuda UR-
41
GENTE con unos cables. Callao y Posadas, Recole-
ta. Prometo recompensa”. Acudieron varios solícitos
gentilhombres, en horas que ella intentó espaciar,
pero dos que no se conocían aparecieron en su casa
al mismo tiempo. “¡Se me juntó el ganado!”, se reía
ella, histérica de felicidad.
Finalmente, después de mensajearse durante me-
ses, se conocieron con Tobías en la boda de Nicky y
Olivier, un asunto tan elegante y criollo como solo
podría serlo un casamiento de verano en el Jockey
Club de San Isidro. Lola apareció vestida de flapper
años veinte, con un largo collar de perlas japonesas
(“las saqué especialmente del banco”), acompañada
por un desconocido de rulos. En algún punto de la
noche se robó de la barra una botella de Johnnie
Walker Etiqueta Negra y avanzó con paso incierto
a los arbustos: ahí se besaron con Tobías por pri-
mera vez. El barman los interrumpió educadamente,
disculpe señorita tiene que devolver esa botella de
whisky; al rato se desató una tormenta bíblica, una
sudestada atómica, los árboles temblaron y las ramas
se desprendieron y volaron a través de los ventanales
del Jockey. “¿Podés creer que me caso y parece el fin
de los tiempos?”, se lamentó Nicky. Cuando terminó
el diluvio, Lola recuperó al desconocido de rulos y
se fueron en un Volkswagen Gol turismo, que tenía
pegada en la ventanilla de atrás una calcomanía que
rezaba “Bebé a bordo”.
Se veían con Tobías en la casa de ella, y a veces
ella pasaba la noche en el taller de él. Pero Lola no
quiere hablar de Tobías, quiere hablarme de otros,
42
de su tropa de sementales criollos que abrevan en su
profuso manantial. Está exultante, arrebolada: fue al
cumpleaños de B., la nueva novia de D., y recuperó
como amante a un economista cercano al gobierno,
un ejemplar algo raquítico que vive una inexplicable
vida de sex symbol como todos los economistas cer-
canos al gobierno. De Tobías dice que es un payaso,
que no piensa verlo nunca más; “¿pero si se acaban
de conocer?”, pregunto yo, mi corazón de celestina
atenazado. Lola lanza una de sus carcajadas teatrales
y me dice: “Por dios, cómo podés haber creído que
Tobías estaba a mi nivel”. Lola siempre está cortando
para siempre, siempre está despidiéndose; las divas
como ella nunca se quedan, te destruyen y se van.
Pero tengo que dudar, le digo, porque D. quiere sa-
ber si es verdad que el miembro de T. es tan mons-
truoso, tan monumental y fastuoso que despertó la
curiosidad de su novia B., que está interesadísima en
el tema; la danza en torno al tótem los había alcan-
zado también a ellos; en efecto, toda Buenos Aires
es un remolino de luces en torno al falo blanco del
Obelisco, que ni siquiera es tan espléndido, aunque
lo venden como la gran cosa. En suma, aunque a mí
me diga que no es la gran cosa, Lola está loca por él
porque es el mejor amante que tuvo jamás, al punto
que nuestros amigos me preguntan si es todo un in-
vento de Lola enamorada o si puedo confirmar lo del
pene sobrenatural.
Volví a Estados Unidos, donde vivía hacía un par
de años; Lola regresó a Europa, y Tobías y su taladro
neumático se quedaron en el taller de Warnes. Yo ha-
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bía tenido una beba hacía poco y me había conver-
tido en una loba de los pasillos, un animal atento a
los sonidos más ínfimos; era una esclava de mi ADN,
mi cuerpo le pertenecía, y, aunque nunca duermo, en
esa época me era absolutamente imposible salir de una
sensación de estado de alerta, de una presión que me
desfiguraba. Mi yo del pasado había amado San Fran-
cisco cada vez que la visitaba, pero ahora que llegaba
como una inmigrante en estado de mutación, sin con-
trol de mi propio cuerpo, me parecía un lugar cada
vez más siniestro y hostil; yo no lo sabía entonces,
pero San Francisco estaba cambiando a una velocidad
inimaginable, los precios se habían disparado hasta
convertirla en la ciudad más cara de Estados Unidos a
la vez que la más bullente de miseria y degradación,
con una explosión de gente viviendo en la calle que,
si antes proliferaba por el Tenderloin y los barrios cén-
tricos, ahora llegaba en largas ristras de carpas hasta la
avenida César Chávez, pasando el sur de la Mission,
donde vivía yo. En una de esas duermevelas raras reci-
bí una serie de mensajes de Lola: “Tenés que ayudar-
me. Tobías es un hijo de puta. No puedo creer que me
haya hecho esto. Me contagió herpes”.
Se la escuchaba mal, cercana al llanto. Espanta-
da, indignada. “Tenés que ayudarme. Tenemos que
escracharlo en Facebook. En todas las redes. Hay
que alertar a otras mujeres. Así no les pasa también
a ellas. Esto es violencia de género”. Yo se lo había
presentado, así que la culpa era también mía.
Aun en mi insomnio, el plan de Lola presentaba
ciertas dificultades. ¿Cómo sería la campaña? #El-
44
herpesdeLola podía ser pegadizo, viral en más de un
sentido, pero para qué publicitar en Facebook una
afección tan común, exponerse así. “Lola ha actua-
lizado su biografía. Tiene herpes”. Con el tiempo,
tus causas se convierten en tus atributos: tengo her-
pes no era quizás la mejor nueva bio de Tinder.
Podía descerrajar una serie de preguntas y suposi-
ciones que no le convenían (¿por qué no usás pre-
servativo?, ¿cómo sabés que él te contagió y no vos
a él?). No me parecía tan sencillo estimar que fuera
violencia de género. ¿No era el herpes una afección
muy común? Lola era una chica experimentada,
podía imaginarla declarando a viva voz, como el
personaje de Jessa en la serie Girls, que “toda mujer
que valga la pena tiene una o varias variantes de
herpes”. Como fuera, escrachar a alguien por con-
tagiarte herpes sonaba desmedido, la parte visible
de algo que permanecía oculto pero que sugería
una venganza, quizás por despecho o por un dolor
incontenible; por otra parte, las personas comparten
causas en las redes que las hacen sentir bien consigo
mismas, que las proyectan como personas compasi-
vas, sabias, piadosas, altruistas, buenas; ¿cómo iba el
herpes de Lola a contribuir al narcisismo personal
de sus seguidores?
El herpes había sido el portal para afecciones ho-
rribles; un escritor como Gabriel García Márquez
habría escrito que Lola había enfermado de amor.
Pero ahora el amor era la guerra, y desde Berlín Lola
comandaría su britzkrieg contra Tobías. Le escribió
una carta manuscrita pidiéndole que se hiciera un
45
test de herpes; pero cuando Tobías consultó con un
médico, este le dijo que es una afección tan común
que no hay test para los hombres, que solo lo hacen a
las embarazadas. ¿No podía Tobías reconocer al me-
nos ese herpes como propio, como se reconoce una
deformación del cuerpo, o un bebé?
En un pasaje de Relaciones peligrosas, de Choderlos
de Laclos, el galán Valmont dice: “Voy a poseerla y
en ese momento me volveré un Dios para ella”. Lola
había recibido un aguijón mortal, el f lechazo del
pene maldito. ¿Era Tobías un dios abusador, como
los que pueblan el panteón griego? ¿Había usado la
ninfomanía selecta de Lola para enfermarla? ¿No sa-
bía Tobías que su monstruo de placer podía también
ser un instrumento de destrucción? ¿Cómo sabés que
fue él que te contagió? ¿No podía haber sido Magnus
el prostituto, o el economista cercano al gobierno?
Esto la hirió profundamente, yo había dudado de su
palabra. La había traicionado: no había accedido a
montar un escrache de acusación de violencia de gé-
nero en una red social contra mi amigo. ¡Yo te creo,
hermana! No discutimos, solo me bloqueó.
Lo último que supe de ella fue aquella carta en la
que me acusaba de ser negacionista ante las máximas
autoridades que movían los hilos del campo literario
de Alemania.
Pero yo ya tenía mi pasaje de avión, así que deci-
dimos ignorar las amenazas de Lola, y volé de todos
modos a Berlín, con mi marido y mi hijita, que para
el momento del viaje ya tenía ocho meses. Aunque
parecía bastante claro que Lola había actuado sola,
46
no podía descartar que hubiera convencido a otros
de hacer el escrache. O que quisiera venir ella mis-
ma, como Raúl Barón Biza, que le había arrojado
ácido en la cara a su esposa el día que accedió a sen-
tarse para firmar el divorcio. Nadie sabía cómo reac-
cionaría la prensa que había recibido la carta, ni si
algo de esto sería reproducido por los medios que
cubrían el festival.
Bajé del avión con Asia en brazos, sin saber qué
nos esperaba al salir; quizás ella captaba mi terror,
abrazada con fuerza a un águila de peluche que había
manoteado en el aeropuerto de San Francisco. Hici-
mos la fila en Migraciones y me quedé mirando el
águila blanca y amarilla, ¿nos tirarían huevos? ¿Nos
gritarían insultos? Quizás habría gente con pancar-
tas con mi nombre, como las de la facultad pintadas
con témpera. ¿Asia se acordaría de algo con los años,
se pondría a llorar si nos tiraban huevos? La había
envuelto en un pañuelo amplio para cubrirla, por si
eso ocurría. Pero tirarle huevos a una persona es un
insulto al medio ambiente, al hambre mundial, ¿sería
un escrache vegano? Miraba el penacho del águila y
caí en la cuenta de que las águilas son un ícono del
Tercer Reich, ¿acaso estaba llevando un símbolo nazi
a mi propio escrache negacionista?
Emiliano intentó calmarme: el peluche era la fa-
mosa águila calva de Estados Unidos, y el Reichsadler
de los nazis era otro tipo de águila. Max, el abuelo de
Emiliano, logró escapar de Polonia con el pasaporte
de su hermano Jaime, quien murió en los campos de
concentración junto a toda su familia; cuando bajó
47
del barco en Argentina, en Migraciones escribieron
mal su nombre, o lo inventaron, por lo que no sa-
bemos a ciencia cierta cómo se escribía su nombre
original polaco. Una vez en Buenos Aires, el abue-
lo Max siguió siendo Jaime, y se hizo llamar Jaime
durante toda su vida por miedo a que lo estuvieran
buscando. Y nosotros pasamos Migraciones, ilesos.
Cuando llegamos a la cinta de equipajes vi un
hombre parado en la curva, muy parecido a David
Foster Wallace, con su bandana roja y anteojitos.
Tuve la seguridad de que nada malo iba a pasar; le
sonreí con una inclinación de cabeza y me sentí fe-
liz de haber llegado intacta a Berlín. El asunto de la
carta había sido un trago amargo para mis editores
alemanes, que sacaban un libro mío por primera vez.
Peter Schumann, un erudito alemán cultor del mun-
do latinoamericano, me entrevistó en su programa
de radio, que comenzó así: “He recibido una carta
muy extraña, donde dice que usted es negacionista,
¿me puede explicar qué es esto?”, para luego des-
pachar el asunto diciendo “solo una persona abso-
lutamente desquiciada podría acusarla de algo así”.
Lola nunca apareció, pero el propio director vino a
mi presentación, temeroso de que algo sucediera, no
solo a mí sino a su bebé, el festival.
Nadie está a salvo de ser villano. Lola había pues-
to manos a la obra, había hecho circular su mentira
entre lectores privilegiados; le fue relativamente sen-
cillo crearme un problema con una acusación desca-
bellada que nada tenía que ver conmigo, de la que
tampoco me podía simplemente defender; bastaba im-
48
poner los términos de una historia que me encerraba,
como a un personaje dentro de una novela hecha de
una sola página. En su locura, me había arrastrado
hacia un laberinto nuevo, en el que la literatura era
el modelo de la venganza, porque no basta que la
verdad sea verdadera: una mentira organizada es tan
real como una buena historia.
49
QUIERO QUE ME LA METAS
SIN TOCARME
El plan original era tomar un apéro en La Palette, en
Saint-Germain des Près, pero tuvimos que cambiar
a último momento porque él no había conseguido
nadie que cuidara a sus hijos. Me propuso conver-
sar, si no me importaba, mientras los chicos jugaban
en una plaza. Quedamos en los jardines de Luxem-
burgo, frente al Rostand, un clásico café donde Jean
Eustache filmó escenas de La Maman et la Putain.
Era un día de sol y mucho calor en París, y Laurent
apareció en el portal cercano al Boulevard St. Michel
con dos niños sudados en cada mano, de unos cinco
y diez años. En segundos devoraron unas crêpes nute-
lla, se los veía exhaustos después de la jornada esco-
lar. Los juegos del Ludopark del Luxemburgo no les
interesaban, querían volver a casa. Me miraban con
desconfianza mientras mascaban: la separación del
padre era reciente. Como el más pequeño arrastraba
los pies y se negaba a caminar, Laurent lo levantó con
un brazo como si fuera de papel. Sus ojos son oscu-
ros y sus cabellos castaño claro, su cuerpo es macizo
e imponente. Lleva un jean oscuro y chaqueta azul,
el uniforme de verano de los intelectuales franceses.
Laurent es amigo de dos amigas mías, y era la prime-
ra vez que lo veía: a pesar de su aspecto sobrio y aplo-
53
mado, venía de perderlo todo, o casi todo. Su mujer
lo había dejado, la Sorbonne le había quitado todos
sus cargos, y tenía una deuda inmensa con aboga-
dos y notarios, impagable para una persona con un
sueldo de profesor. Que, por otra parte, no le habían
pagado por un año. Sus estudiantes de doctorado se
habían quedado sin director de tesis, pero lo peor es
que él se había quedado “sin honor”, como resumió
en forma sucinta. Además de sentirse “encerrado en
un sentimiento de profunda estupidez”, la cuestión
del honor era lo que más le dolía; para un hombre
como él, el honor era todo.
Su caída había comenzado en la pandemia: una
tarde de confinamiento, una joven de aspecto vaga-
mente magrebí lo contactó por Facebook. La chica
vivía en Perpignan, en la frontera sur de Francia;
nunca se había escrito con nadie por Facebook, pero
lo animó que no perteneciera al mundo de la uni ni
de París, donde vivía con su mujer. Se escribían va-
rias veces al día. Ella le mandó unas fotos sin brassière
y otras en tanga de algodón; por algún motivo, las
tangas de algodón lo calentaban mucho más que las
de encaje. Podía entreverse la humedad, los pliegues
de los labios, y Laurent se entregaba a pajas silencio-
sas en el baño y en el pequeño despacho que había
montado en su departamento, pero nunca le envió
fotos suyas. Luego la tanga se desvaneció y siguieron
fotos más íntimas, mensajes cada vez más ardientes,
“pero nunca nada obsceno”, aclaró él, mientras abría
la billetera para comprar dos aguas para los chicos.
Hicieron planes para encontrarse en un pueblo per-
54
dido de Francia, un hotel al pie de los Pirineos, aun-
que nunca se vieron. Ella siempre ponía excusas.
El encierro terminó y dejaron de escribirse tan
seguido. Laurent volvió de lleno al trabajo académi-
co; su libro de ensayos con nuevas perspectivas sobre,
digamos, el extinto imperio de Cartago estaba por
salir. Para promoverlo creó un perfil en Instagram.
Empezó a seguir a personas que le sugería la apli-
cación, amigos de amigos; me siguió a mí. O fue
ella, porque por esa época la chica de Perpignan creó
un perfil idéntico al de Laurent. “Hola! Te ves muy
guapa en las fotos!! ¿Dónde vives?”, decía el mensaje
que recibí. Un normalien como Laurent se cortaría la
mano antes de usar los signos de exclamación de esa
manera, la pulsión por la perfección ortográfica es
demasiado fuerte en los hombres de su especie; no
respondí.
Luego apareció una cuenta de Twitter, “víctimas
sexuales de La Sorbonne”. La cuenta difundía noti-
cias #MeToo, y lo que no era retweets se dedicaba
exclusivamente a Laurent: lo acusaba de abusar se-
xualmente de sus alumnas. La universidad lo mandó
a citar. Le mostraron extractos de la conversación
entre él y la chica de aspecto magrebí, en los que
solo figuraban los mensajes hot de Laurent: eran ho-
jas impresas que habían llegado por correo a la uni-
versidad. Laurent imprimió la conversación original
entera, la ordenó en una carpeta y la presentó a sus
superiores de la Sorbonne. Creyó que eso bastaría
para demostrar que no había existido acoso alguno,
que era una conversación consentida entre adultos, y
55
que la chica tampoco era alumna suya ni pertenecía
a la facultad, lo cual era fácil de corroborar. Pero la
universidad mandó elaborar un informe y el profesor
Laurent H. fue suspendido de todos sus cargos y pro-
yectos de investigación.
Egresado cum laude de la École Normale Supé-
rieure, Laurent era un funcionario eminente, un élu
del sistema francés que selecciona a sus miembros a
lo largo de toda una vida de concursos exhaustivos.
Ahora, el mismo sistema que lo había encumbrado
a la cima, donde la Razón era la única diosa, lo ex-
pulsaba sin más. Los tiempos habían cambiado desde
que, el 16 de noviembre de 1980, Louis Althusser,
divo de la teoría marxista y profesor de la École, ase-
sinó a su esposa Hélène Rytmann en su casa, estran-
gulándola. Althusser declaró, y más tarde escribió en
su autobiografía, que estaba haciéndole un masaje en
el cuello cuando sin darse cuenta le rompió la la-
ringe. Los testigos corroboraron que Althusser salió
corriendo del departamento al grito de “estrangulé a
mi mujer”. Los periódicos hablaron de la locura del
profesor, más interesados en los detalles escabrosos
relativos a esa mente privilegiada que en el crimen en
sí. Muchos académicos de la gauche caviar lamentaron
el episodio; temían que la muerte de Hélène Ryt-
mann fuera el tiro de gracia de la ola anticomunista
que avanzaba sobre Europa demonizando el pensa-
miento marxista y a sus popes. En 1981, el tribunal se
expidió citando el artículo 24 del Código Criminal
francés: “No hay crimen ni ofensa cuando el acusado
está en estado de demencia en el momento del acto”.
56
Althusser murió en un hospicio para insanos, pero
nunca fue removido de su cargo universitario. Hay,
sin embargo, otra versión. Que aquel día fatídico,
Hélène le anunció que finalmente lo abandonaba,
pero eso no aparece en la autobiografía de Althusser.
Acercamos unas sillas en un sector cercano a la
tirolesa, bajo los árboles, mientras los niños jugaban a
escalar una torre de cuerdas. Laurent fue suspendido
de su puesto apenas comenzó la investigación; “Me
desplazaron a un infierno de burocracia y abogados”,
me dijo, la mirada perdida en las vallas de corral que
encierran el Ludopark. Acumuló deudas con nota-
rios, y tuvo que pedir dinero prestado para pagar los
abogados y para vivir. Me contó que sufría por verse
alejado de sus alumnos, sus estudiantes de doctorado
y sus grupos de investigación, especialmente porque
no podía dar una explicación digna, porque tampo-
co podía impugnar a la universidad; eso hubiera sido
insultar el sistema en el que se formaban esos chicos,
como poner en duda el estado de derecho in toto.
Al cabo de catorce meses, logró probar su inocencia
de todos los cargos de los que se lo acusaba, aunque
la deuda persistía, y todavía no tenía idea de cómo
pagarla; estaba prácticamente en bancarrota. Según
él, el proceso en su contra había convenido a las bue-
nas apariencias: su condena inmediata demostraba el
compromiso a rajatabla de la Sorbonne con la causa
feminista y aplacaba a quienes deseaban ver cabezas
de normaliens rodando por las calles de París.
Laurent habla perfecto español. Tiene algo atrac-
tivo y serio, como esos profesores que exudan un aire
57
prestigioso y distante. Una figurita difícil, codiciada;
su juventud parece un asunto distinguido y solita-
rio. Me imaginaba a sus alumnas acercándosele con
cautela, también muy serias y aplomadas, intrigadas
respecto de si lograrían quebrar (y cuán fácilmente)
esa soledad tan eminente. Mi amiga Natalia trabaja
en la universidad con él, y según ella: “Laurent es
tan correcto que parece, cómo decirte, asexual”. Lo
decía con la estupefacción típica de las latinas bellas,
que se sorprenden cuando un hombre no intenta ti-
rárseles encima, aunque más no sea por un rato, algo
ofendida.
Pero Laurent tenía entrenada esa facultad para
mantenerse insensible a la electricidad subcutánea de
una dama en f lor. Eso era, finalmente, lo que hacía
de él un auténtico élu, esa separación filosa entre la
mente y el cuerpo, del orbe del deseo y del deber, que
solo un embrutecimiento agudo del alma puede ha-
cer perder hasta reducir a un hombre a un subgénero
de animal desgraciado tipo Strauss-Kahn. La inteli-
gencia es un sucedáneo de la verdadera hombría, y
en el caso de Laurent pasaba para el control, donde
su estatura intelectual se elevaba por encima de ellas
al punto de ni siquiera registrarlas; cuanto más se le
insinuaran, más inalcanzable y atractivo se volvería,
lo que redundaba en un beneficio para la institución,
en tanto las alumnas que tienen un director de tesis
joven y deseable tienden a esforzarse más.
Nunca una mirada, jamás nada fuera de lugar:
Laurent era el profesor ejemplar, el compañero
irreprochable, y su nivel académico era tan exce-
58
lente y envidiable, tan evidentemente destinado al
Pantheón de los grandes intelectuales de Francia,
que Natalia alimentaba la teoría de que la tal femme
fatale de Perpignan debía ser la invención maldita de
otro hombre.
Un rival resentido, algún maître d’conf rencoroso
que hubiera fallado donde Laurent se había lucido,
siguió Natalia, inclinando su tetera de hierro con té
verde sobre las tacitas. Para ella, podía ser un hom-
bre porque podía ser cualquier persona: después de todo,
Laurent no solo nunca se había acostado con la acu-
sadora, ni siquiera la había visto en persona, y conseguir
online fotos de chicas semidesnudas era todo menos
difícil. Esa tarde estábamos solas en su living del Ca-
nal de St. Martin, pero Natalia bajó la voz, como si
alguien pudiera escuchar. Me explicó que la denun-
cia lo sacó de la cancha en un año clave, un año en
el que se abría un concurso para un puesto fijo, que
por supuesto Laurent no ganó (en Historia Antigua
los puestos prácticamente no existen, son tan raros
como huevos de dinosaurio). Natalia y otras colegas
quisieron juntar firmas para apoyarlo, comentando
su conducta ejemplar, pero Laurent se opuso. Cual-
quier defensa sería percibida como una admisión de
algún grado de culpabilidad.
Dar explicaciones es admitir algún grado de cul-
pabilidad porque obliga a precisar detalles. No dar
explicaciones también lo implica, porque no hay de-
fensa posible. Como si fuera una cuestión de gra-
dos, o de qué culpabilidad se está dispuesto a aceptar,
porque ya no se trata de culpables o inocentes: cuan-
59
do una historia se hace pública —cuando Laurent se
vuelve personaje de esa historia y otros lo perciben
como tal— la inocencia está perdida automática e
irremediablemente.
En La mancha humana, de Philip Roth, el pro-
fesor Silk cae en desgracia, primero, por negarse a
pedir disculpas, a darle entidad a una acusación que
encuentra absurda, y luego, porque pierde la cabeza
por una mujer muchos años menor que él, Faunia (lo
animal está encriptado en su nombre). En Desgracia,
de J.M. Coetzee, el profesor Lurie cae en desgracia
porque se involucra con una estudiante más joven.
Habían sucumbido a la tentación, habían nadado
con las sirenas: ambas historias son desenlaces de for-
mas del castigo, pero ambos pudieron gozar antes de
que las fauces del infierno se abrieran para cada uno.
Laurent no. Enfrentó un proceso sin siquiera haber
estado en una misma habitación con su acusadora;
y ella, para arrastrarlo a ese infierno, tampoco ha-
bía presentado más prueba que su palabra de mujer
ultrajada, su derecho al anonimato y unos cuantos
recortes de Facebook.
Volví a mirar a Laurent, su cabeza inclinada ha-
cia un lado como un gigante inerme, un Rodin de
nuevo mártir masculino. Podía verlo con la cabeza
inclinada, sobre el teléfono, hurgando las fotos de
la chica magrebí en tanga de algodón, haciéndose
la paja en su bureau mientras la esposa preparaba la
cena; ella nunca lo interrumpía porque sabía que tra-
bajaba a todas horas y el trabajo intelectual, cuando
se es un élu de la talla de Laurent, es así, puede ser
60
absolutamente absorbente; pero a él no le bastaban
las fotos, quería verla, lo atraía la idea de llegar a
un hotelito en el medio de la nada, un hostal cerca
de los Pirineos; la magrebí lo esperaría en un café y
entrarían juntos, la comería desde los muslos hacia
arriba y se la metería por atrás y luego la dejaría ha-
cer, se quedaría inmóvil mientras ella se contoneaba
excitada, desesperada por tenerlo más adentro, podía
llegar en el TGV a Carcasonne, preparar unas clases
en el viaje; adoraba los trenes, ni siquiera tendría que
inventar una mentira, podría volver a París en el día,
llegar después de la cena, ella no notaría nada, ni que
se había duchado antes de salir, el cabello se le habría
secado en el viaje de regreso.
En eso apareció el niño más pequeño llorando.
Estaba en los columpios y no nos encontraba —ha-
bíamos cambiado de lugar junto a la tirolesa—, y
Laurent lo sentó en su regazo y lo abrazó como a un
cachorrito. Caminamos hasta la fuente de los Jardins
y les dimos de comer pedazos de galletitas a las car-
pas. Los niños se fascinaron con los peces: les dije
que los más chiquitos iban a la Moyenne Section, y los
mayores asistían al Cours Préparatoire, y el gran pez
que nadaba cerca era sin duda el papá, que cuidaba
y quería mucho a los pececitos. “Así vivimos, atra-
pados en una laguna falsa”, acotó, sombrío, Laurent.
61
“No tenés que cuidarme. Para qué, si estoy quema-
do por todos los frentes. Solo te pido que no uses
mi nombre. Ni el de ella, obvio. Yo te cuento mi
historia, vos hacé lo que quieras. Nada puede hun-
dirme más”, me dijo el Gato, hundiendo el bigote
en su trago. Tiene el pelo ralo y despeinado, los ojos
almendrados, color miel intenso, con un brillo verde
como un destello; su árbol genético es claramente
gato callejero, galán del arrabal. Su sonrisa es pícara
pero también me mira agazapado, atento a que le
estampen un golpe en la cara. Estamos en la terraza
de El Preferido de Palermo, y el Gato me mide. Se
siente bajo examen, pero se deja llevar por todo lo
que está a su alcance: la panera, la bresaola y el ja-
món de Parma recién cortados, el gin tonic Bombay.
Quiero que se sienta lo más cómodo posible; le dije
que pagaría yo.
A los cinco minutos ya está a sus anchas; que lo
invite una mujer es el mundo tal como debería ser,
total, menos dinero, él puede proveer todo lo demás.
El Gato tiene todos los gestos que entiendo por na-
cionales, y que en cualquier parte del mundo serían
considerados machistas, como esa forma suave de es-
cucharte y dejar que sus ojos te aprecien despacio,
63
divaguen por tu cuerpo como si su mente fuera un
metaverso donde todas las mujeres existimos a medio
vestir. De vez en cuando tira un chiste, a ver si te
reís, como un chico; tiene esa elegancia lumpen que
Gombrowicz observa en los hombres porteños, ese
garbo descarado que no conoce clases sociales, que
va de ciertos recogedores de basura apolíneos a los
rugbiers de Zona Norte, y que despunta, sin embargo,
con especial opulencia en los sectores más plebeyos,
y que los futbolistas elevan a monarquía. La historia
del Gato me llega de los círculos top del feminismo
porteño; lo que sé de él es que fue acusado de abusa-
dor y violento sexual.
“La historia fue así. Mireya me escribe para pe-
dirme un consejo. Tenía un problema con un editor,
un peso pesado no le quería soltar los derechos de
una nota. Pero hacía tiempo que yo la halagaba, la
buscaba en la redacción. Yo la cortejé, digamos. Y
mantuve distancia para dejarla venir, porque yo creo
que a las minas lo que más les gusta es tomar la ini-
ciativa. Más si son feministas. Quieren ser ellas las
que conquistan. Dicho y hecho. Un día, de la nada,
Mireya se sienta al lado de mi escritorio y me dice
bajito: ‘Tengo una fantasía sexual con vos’. Me hago
el que no escuché bien”.
“¿Una fantasía sexual?”.
Se ríe, se pone colorada.
“Mejor te la digo por whatsapp”.
Se pone a tipear. Agarra mi teléfono, me lo saca.
“Esperá, ¡no leas! Dejá que termine. No seas an-
sioso”.
64
“¿Ya terminaste? ¿Puedo leer?”
Entonces forcejeamos un poco, siento el perfume
que se puso, y me devuelve el teléfono. Se aleja un
poco con la silla, se ríe. El mensaje dice:
“Quiero que vengas a mi casa y me la pongas sin
tocarme”.
“¿Cómo es eso?”, me acerco rodando con la silla.
Se me pone un poco dura, igual me hago el ton-
to. “¿Y después qué hago? ¿Me tomo un vino?”. La
propuesta me calentaba, pero quería entender bien.
Quería hacer exactamente lo que ella quería.
Esta fantasía, de estar al servicio del deseo de ella,
va a ser una constante en el relato del Gato, así que
dejo que sea el punto de vista de él el que tome las
riendas, para ver adónde lleva su historia.
La noche elegida, el Gato se pega al portero eléc-
trico de la calle Carlos Calvo. Suena la chicharra,
empuja la puerta de calle. Hay un ascensor pero le
gusta más ir por la escalera porque es un edificio
antiguo de San Telmo que le hace acordar a Último
Tango en París y esa noche de otoño, casi invierno,
con las hojas amarillas que se desmayan desde los
árboles; él se siente Marlon Brando. Hasta lleva un
gamulán marrón que heredó de su papá, una de las
pocas cosas que le dejó. La luz del palier está apagada,
pero por la rendija arde un resplandor. La puerta está
entreabierta.
El secreto lo vuelve loco, la pija capitana marca
el camino. Roza el umbral felino, sin hacer ruido.
Huele a comida, lo que lo excita más, como si viviera
en situación de calle, que es un poco, se da cuenta,
65
como vive desde que está soltero de nuevo y pasa
los días en una pensión con un colchón y un mon-
tón de libros, y donde siempre tiene hambre. Solo se
llevó sus libros más preciados, los maestros rusos y
los ejemplares firmados por su gurú Alberto Laiseca,
un cordobés descomunal con aspecto de ogro tur-
bio pero benévolo, que tenía un taller literario muy
concurrido que había sido importante para el Gato
porque ahí pudo medir, por primera vez, el efecto
tremebundo que tenían sus cuentos y donde sintió
por primera vez que podía ser escritor, y sus libros de
Abelardo Castillo, un Hemingway rioplatense que el
Gato idolatraba, duro como el gringo pero más den-
so porque su ídolo era Dostoievski, y las pasiones de
una forma u otra siempre se terminan pagando en la
prosa. Y ahora estaba a punto de penetrar una puerta
entreabierta. La casa de una mujer, que había armado
una escena especial para él.
El departamento está en penumbras; en la radio
suena bajito “Need you tonight” de INXS. Ella lo
espera en la oscuridad. Lleva un baby doll negro.
Apenas lo ve se pone en cuatro patas, las rodillas
apoyadas en el sillón, las manos en el respaldo. La ca-
beza baja y el culo en alto, el pelo rubio largo y suel-
to, una maraña salvaje. Una gata sedosa en plan de
sumisión y entrega. Tiene curvas generosas; la pose
more ferarum, al estilo de las fieras, las magnifica.
El Gato ya no es Marlon Brando, ahora se siente
en una película de Brian De Palma. Le pega una la-
mida a su mano antes de metérsela. “Te dije que no
me toques”, susurra ella, sus ojos relampaguean bajo
66
el pelo salvaje. “¿Y qué hago?”, dice él, su miembro
también atento a la respuesta.
El Gato se desabrocha el pantalón y su mano se
abre paso despacio por el encaje del baby doll. “No,
por favor”, gime ella. Está muy mojada pero igual
él se estampa de saliva la palma derecha y se la frota
por el miembro. El Gato toma un trago y hace un
cilindro recio con la mano.
“Soy tu puta”, susurra ella. El Gato la toma de la
cadera, la atrae hacia él.
“¡¡No!!”, grita ella. Le recuerda en un susurro:
“No me toques”.
Eso lo excitó muchísimo. Lo de no tocarla iba en
serio. Nada personal. Nada de pactos de la civiliza-
ción, de la conversación y el consentimiento. Nada
de nombres ni coreos cariñosas; su persona reducida
a una erección sin caricias, sin huellas, sin identidad.
Sin jueguitos previos, sin cena ni cine, sin permiso.
Se puso el preservativo y entró de lleno en ella, en su
papel. Pura pija, polla, pelo y nada más. Era la fanta-
sía más machista del mundo, y el Gato no podía creer
que la estaba viviendo con la feminista más famosa
de la Argentina.
Se habían conocido en la redacción de El Porteño,
un faro del progresismo argentino que forjó su re-
putación denunciando la corrupción en los años no-
venta, y que ahora formaba parte del aparato mediá-
tico del Estado. Cuando el Gato entró en el diario,
Mireya ya era toda una celebridad feminista. Había
empezado veinte años atrás en Policiales, cubriendo
femicidios cuando aún los medios hablaban de “crí-
67
menes pasionales”, como si los asesinatos perpetra-
dos por maridos y novios fueran parte de un ritual
romántico que se había ido de las manos, o de las
manos al cuchillo, la asfixia y la muerte violenta.
Trabajar en Policiales le enseñó a apreciar la violen-
cia contra las mujeres como un problema sistémico,
parte del tejido social. La militancia la llevó a cofun-
dar el suplemento feminista más inf luyente; se decía
que ella había enviado el primer mail que lanzó la
primera marcha Ni Una Menos, que llevó al grupo
núcleo a organizarse, antes que el debate del aborto
y el Me Too volvieran la causa feminista un asunto
más mainstream.
Los ojos de Mireya eran dardos que podía encen-
der o apagar detrás de sus anteojos de marco grueso.
Era rubia, y le gustaba mantener un look formal, de
corbatitas y chaquetas sastre, que contrastaba muy
bien con su melena electrizada, que a veces pintaba
en mechones verde aborto para las marchas. Su pro-
puesta sexual era moderna, desprejuiciada y radical-
mente feminista. Ella tenía necesidades fisiológicas
que bien podían satisfacerse sin un hombre, pero que
podían incluso satisfacerse mejor si reducía a un hom-
bre a su mínima expresión: el Gato sería su Uber de
carne en barra. Había cierto desprecio en no querer
nada de él, en no interesarse por su persona, su con-
versación: la excitaba que fuera un terrorista sexual
que entraba en su casa, con la bomba adentro del
pantalón a punto de explotar. No tener una relación
la liberaba, y ella misma se transformaba: dejaba a un
lado la feminista severa y se convertía en una felina
68
tersa y ardiente. Mireya le llevaba unos años, y a él,
según dijo, siempre le habían gustado las minas más
grandes. Le contó que, cuando él tenía nueve años,
tuvo su primera relación sexual con una mujer de
treinta y uno. A Mireya la enterneció que él no se
diera cuenta de que ese episodio que tanto lo enor-
gullecía había sido un abuso sexual, donde él era la
víctima.
“Yo pensé que iba a ser una experiencia y listo,
terminaba ahí. Tenía mil problemas personales, me
había separado, estaba durmiendo en una colcho-
neta, en un monoambiente nefasto, un día me fui
sin cerrar la ventana y llovió a baldazos y se llenó
todo de agua, se me mojaron casi todos los libros y
para secarlos los puse en la ventana y se cayeron a
la mierda, algunos se pudrieron con las hojas pega-
das por el agua, inservibles, la verdad que no tenía
absolutamente nada. Era el peor momento de mi
vida. Y además había una cosa en mí, porque a mí,
¿qué me interesaba de ella? Yo quería entrar en la
redacción. Era freelancer desde hacía diez años en
ese diario, que es lo peor. En un diario así, cuando
entrás en la redacción de pronto sos, existís, partici-
pás de lo que pasa, es otra cosa. Yo quería pegar el
braguetazo, no lo niego. Ella era la importante, la
que mandaba en el diario; yo era un gato de alba-
ñal, un buscavidas, un escritor muerto de hambre,
así como me ves. Bueno, a partir de ahí empezamos
una relación enfermiza”.
“¿No te sentiste presionado en ningún momento
por tener que rendir y no poder?”.
69
El Gato ríe encantado. Me escudriña sonriente,
quiere cerciorarse de que le hablo en serio.
“¿Me estás hablando en serio? Vos nunca cogiste
con un peronista, ¿no?”. Se me escapa una risa, él se
tira para atrás y me mira divertido encendiendo un
cigarrillo, debo estar colorada.
Pasa a explicarme, como quien perdona una falta,
que los peronistas, los hombres de verdad como él, no
tienen esas preocupaciones. Siempre están listos para
la acción sexual: es su patria y su elemento. Entiendo
que el Gato viene a ser la encarnación de cierto ar-
quetipo nacional: el macho argentino intelectual. En
el país del Che Guevara y Rodolfo Walsh hay pre-
sión social para acercarse a ese ideal; ser un hombre
de acción confiere una mística especial en el campo
intelectual. Durante el siglo XX, el capitán de ese
prototipo había sido David Viñas, autor de títulos
recios como Hombres de a caballo, Cuerpo a cuerpo, Dar
la cara, Viñas era alto, corpulento, de bigote ancho y
estilo bravo; todo en él acompañaba su talante feroz
de Garchador Letrado, gaucho de pensamiento y ac-
ción. Sus conquistas amorosas incluían a estrellas de
cine como Solita Silveyra, que lo acompañaba a sus
clases de Literatura Latinoamericana ataviada con un
vestidito ligero, un pañuelo en la cabeza y anteojos
negros, un modo incognito que la volvía mucho más
reconocible. Solita se sentaba en primera fila, y Vi-
ñas dedicaba sus clases a dilucidar la forma en la que
cogían los centauros de la pampa, cómo el sexo era
la manera del gaucho de continuar el viaje a caballo,
la experiencia profunda del infinito en la extensión
70
de la pampa; porque someter a la mujer era parte de
la forma cimarrona de ser hombres, algo que un ex-
tranjero como V.S. Naipaul, en su gran ensayo sobre
la sodomía y Eva Perón, había notado también. Los
alumnos se mareaban un poco, pero se iban con una
idea general de cómo eran sus encuentros fogosos
con Solita.
Fui adscripta de la última materia que dictó Vi-
ñas, Problemas de Literatura Latinoamericana. Una
vez lo vi a solas en el Instituto de Literatura Ar-
gentina, la sede del Bajo de Filosofía y Letras, un
palacio majestuoso que se cae a pedazos, “nada más
apropiado para enmarcar nuestro asunto”, como
decía él. Yo estaba reunida con la directora de ins-
tituto en su escritorio y las dos nos quedamos mu-
das al verlo avanzar, el mismísimo Viñas cruzaba el
pasillo atestado de libros, la bestia mítica, el Choma
Máximo de la Literatura Argentina, que se acercó
y preguntó discreto, suavizando su voz de dragón:
“Ya está… ¿aquello?”. Luego entendí que la di-
rectora del instituto debía conseguirle una gaseosa
Quatro Pomelo del kiosco en la planta baja, y una
vez que la obtuvo, el gran Viñas volvió a perderse
en las profundidades de su cueva docta, a continuar
su trabajo sobre el arte olvidado de los Grandes
Gauchos Cogedores.
Pedí una botella de vino rosado, un Garnacha
mendocino bien frío. El Preferido bulle de verano y
la noche es divina y pegajosa como todo en Buenos
Aires. El aire no circula y el calor se deposita entre
las personas que se miran como dentro de un pozo
71
intenso y espectacular. Es evidente que el Gato dis-
fruta su papel de chico malo, de protagonista.
Pero la verdad es no siento lástima por él; de he-
cho, creo que disfruto un poco de verlo acorralado,
como se definirá él más tarde. Le reconozco al Gato
todas las señas del predador, pero yo no me autoper-
cibo su presa; todo su alarde fálico es como un mástil
del que me ato, como Ulises, para escuchar a la sire-
na en él, para apreciarlo en su esplendor y despliegue.
Aunque él se sienta el Poseidón peronista, yo lo veo
un poco como un animalito del amor, yendo de ama
en ama, preso de un hedonismo cuya libertad radica
en ser un artista del escape; no deja de haber cierta
enseñanza moral en que haya sido su propio miem-
bro el que cavó su maldición.
En eso llega Mateo, nuestro amigo en común.
El Gato le pregunta si alguna vez sintió presión por
“rendir”, y Mateo sonríe, se deja caer en la silla con
satisfacción. Les encanta el tema. Las chicas sentadas
en la terraza parecen interesadas en nuestra mesa; de-
ben ser los dos hombres más atractivos de El Preferi-
do, al menos de la sección terraza.
“Quedate tranquila, el Gato no tiene el trauma
del patriarcado”, dice Mateo, sirviéndose vino.
“Igual a Mateo seguro que sí le pasa de vez en
cuando, pero porque es gorila”, guiña el Gato, fácti-
co y picarón.
Mateo conocía la historia de Lola y la acusación
de negacionista en Alemania, sabía que yo estaba de-
trás de hechos que usaban ideales nobles (el feminis-
mo, la lucha contra el antisemitismo) como armas
72
de destrucción masiva. Yo me había convertido en
un sujeto de sospecha, y eso cambiaba todo; ya no
podía mirar el conf licto de género como un deporte
de espectadores, como una temática de la sociolo-
gía contemporánea, porque había experimentado de
primera mano el sistema de la venganza: cómo cier-
tos discursos tienen propiedades mágicas para dejarte
del lado del mal a erradicar, cómo una historia puede
activar los mecanismos mediante los cuales la civili-
zación se protege de los indeseables. Pero miraba al
Gato y pensaba en la paradoja de escuchar a un hom-
bre al que, en otro contexto, nunca le hubiera creído
una sola palabra, y cómo ahora, en cambio, no podía
dejar de creer en él, y me preguntaba si esto ocurría
porque el Gato era mi personaje —ya lo era, lo escri-
bía mientras lo escuchaba—, y si no era el hecho de
haberse convertido en mi personaje lo que lo envol-
vía de cierto halo carismático y encantador que, en
otras circunstancias, no me habría conmovido. ¿No
disfrutaba él de la atención de ser el villano? ¿No ha-
bía encontrado un traje de depredador sexual que en
realidad halagaba bastante sus propias fantasías sobre
sí mismo? “No es tan así, pensá que perdió todo,
ahora lo único que le queda es ser él mismo. Más él
que nunca. Además, te va a encantar su historia”, me
asegura Mateo cuando el Gato se va al baño.
Como sea, me da gracia pensar que vine a la pe-
rrera, la perrera de los barrotes invisibles. ¿Qué bus-
caba yo recolectando estos perros apartados de la so-
ciedad? En las perreras tampoco hay clases sociales:
los animales de raza se mezclan con los callejeros,
73
los enfermitos, los cansados de vivir. El Gato en la
perrera, como Golfo, de La dama y el vagabundo de
Disney. De regreso, el Gato se acomoda en su asien-
to, toma un buen trago de vino y continúa:
“Ella siempre está queriéndome ayudar, y yo me
dejo, porque además lo necesito, pero noto que de
su lado es un quid pro quo también. El quo es sexo.
Me ayuda y después me manda mensajes: “¿Salimos
mañana? ¿Venís a casa, me hacés un asado?”. La en-
traña y las mollejas son mi especialidad. Ella lo vuel-
ve transaccional, quiere que sea su chongo, su che
pibe, que le ase la carne y le revuelva el estofado. Y
yo le cumplo. Hasta que llega diciembre y las ne-
nas (tengo dos mellizas, Olivia y Belén) se van de
viaje de egresados y casualmente una de las madres
del colegio es amiga de Mireya y le manda una foto
de las egresadas, y Mireya me la muestra. Había un
tipo, un adulto en la foto. Un tipo de mi edad, que
yo no sabía quién era. Voy a comer a lo de mi vieja y
me dice: “Te vas a enojar pero tratá de tomarlo con
calma. Olivia y Belén eligieron al novio nuevo de la
madre como acompañante en el viaje de egresados”.
El Gato se emborracha hasta la medianoche, y lle-
ga decidido al edificio de su ex. “¡Bajá, hijo de puta,
te voy a matar!”, le grita a la hilera de pisos. El hom-
bre no baja. Su ex sale a la calle en pijama y pantuf las
y le dice: “Con qué cara venís a hacer un escándalo
cuando vos te cogiste a una menor de edad, andate,
haceme el favor, y dejanos en paz. El Gato se vuelve
contrariado por donde vino. Entra en Facebook, ve
los mensajes de sus alumnos: “Profe, dicen que usted
74
sale con chicas menores de edad, ¿es así?”. Llega sin
dormir a la redacción del diario, donde lo recibe Mi-
reya, tomando mate desde temprano. Demudado, al
borde del llanto (borrachera, dramatismo personal),
el Gato le explica, le confiesa a Mireya que fue una
relación de un año, que terminó hace años, cuando
él tenía treinta y uno y ella quince, que fue una re-
lación “consentida, hermosa, muy familiera”, donde
era “el noviecito de la nena” y hasta se fue de vaca-
ciones con la familia de la chica a Mar de las Pampas.
Le muestra los mensajes de su jovencísima ex: man-
tienen una relación amistosa, ella no entiende que se
hable de esto ahora, siente que está siendo usada por
alguien que no sabe quién es.
“Quedate afuera de las redes por un tiempo. Yo te
voy a ayudar”, lo tranquiliza Mireya.
El crecimiento de los escraches se puede modular:
una feminista inf luyente como Mireya, con llegada
directa sobre grupos feministas muy activos, puede
desestimar una acusación con algunos llamados es-
tratégicos, deteniendo el crecimiento viral. Las ges-
tiones no son públicas; los comentarios simplemente
se vuelven invisibles y el tema cae, se diluye. El asun-
to desaparece tan repentinamente como empezó. Al
cabo de una semana, las discusiones y los chats donde
lo llamaban ABUSADOR DE MENORES, los posteos
de las alumnas que lo habían conocido, y aunque no
podían decir que él las hubiera abusado, habían em-
pezado a dudar si en realidad no había ciertas con-
ductas que eran las actitudes propias de un abusador, to-
dos esos comentarios y elucubraciones contra el Gato
75
habían desaparecido. Si alguien se acuerda del tema,
puede hacer una búsqueda: si la búsqueda no da re-
sultados, el tema no existe, y si nada aparece, lo más
probable es que nunca haya existido.
El Gato no sabía cómo agradecerle; más que nada,
no quería que las nenas vieran que decían esas cosas
de su papá. No podía creer que la maraña de acusa-
ciones, que había crecido como hongos supersóni-
cos, se hubiera desvanecido gracias a la varita mágica
de Mireya. Ella tenía un auténtico superpoder, una
capacidad insospechada y fuera de serie para contro-
lar la gran bestia contemporánea, las redes sociales.
Salieron del diario y caminaron juntos hasta el
bar Los Galgos, en Callao y Lavalle. El invierno por-
teño empezaba a arreciar, él le prestó su gamulán.
El Gato siempre la hacía pasar antes, insistía en ser-
virle la bebida. Se había vuelto un juego entre ellos,
él sobreactuaba esos gestos y ella protestaba ante sus
coreografías heteronormativas. Le prohibió tocarla
en el diario, ¿qué va a decir la gente, la feminista que
sale con el macho patriarcal?, le preguntó Mireya,
divertida de su transgresión. Cuando estaban juntos,
todo le parecía un paso previo a la risa o al sexo. Vi-
vían su historia como una comedia, la feminista que
sale con el macho patriarcal; eran amantes clandes-
tinos de mundos enemigos, Montescos y Capuletos
del orbe actual.
Esa noche, Mireya pidió un chocolate caliente con
leche, y el Gato le preguntó si conocía bien a los mo-
rochos de Los Galgos como para pedir esa leche tan
confiada; ella se dobló de risa, no podía creer que sus
76
groserías pueriles le arrancaran carcajadas así. Mireya
se sacó los anteojos y sorbió la pajita mirándolo, y él
susurró: “¿Vos querés matarme, que se me pare desde
ya? Esperá a que lleguemos a tu casa”. Para que viera
que iba en serio, apenas el mozo se dio vuelta el Gato
le agarró la mano y le hizo palpar su erección bajo la
mesa. La acompañó a casa y se comieron a besos bajo
la luz que entraba de los edificios vecinos. Esperó a
que se durmiera para taparla con la manta, y luego
se volvió a su casa caminando al amanecer, agrade-
cido e inspirado, escribiendo párrafos enteros en su
mente. Le surgen preguntas existenciales nuevas, por
ejemplo, ¿cuánto tiempo estuvieron los hombres pri-
mitivos metiéndola por el orto hasta saber que por
ahí no era? Cuando está con ella a veces piensa en la
Venus de Willendorf, la primera Kardashian arqueo-
lógica, y él es alguna versión paleolítica de Príapo, el
rey pagano de la erección. Mireya sacaba de él algo
muy primitivo, casi paleolítico, cuando cogían, algo
que lo conectaba con civilizaciones pasadas, de ho-
mínidos en trance de volverse hombres; muertos de
hambre como él que veían en la Venus la cima de lo
divino porque conocían muy bien el terror abisal del
estómago vacío y por eso asociaban la felicidad a la
comida, y qué era él sino un pobre escritor muerto
de hambre, y además le encanta que los escuchen
aullar.
Por esos días el Gato recibió una invitación de la
Fundación García Márquez para dar un taller de cró-
nica periodística en Puerto Rico; pagaban los tickets
aéreos y tres días de hotel. Convenció a la fundación
77
de que la feminista más importante de la Argentina
debía coordinar un taller de “nuevas identidades: fe-
minismo y poder”, y ella respondió arrebolada que
sí, sería un placer participar.
Mireya se dispuso a volver el viaje inolvidable, y
reservó un hotel boutique para extender su luna de
miel a orillas del mar. La empleada de Caro Cuore le
recomendó probarse los trajes de baño con gafas de
sol; el sol es fuerte en el Caribe, así es como se vería
todos los días, era lo más realista. Eran bikinis para
anoréxicas, de eso no había duda, pero si se sacaba
los anteojos de marco grueso y dejaba su melena ru-
bia suelta, el escote relucía y Mireya se autopercibía
como la tremenda hembra que era. Aprovechó para
comprarse lencería nueva, la empleada sabía lo que
hacía. Quizás se podía jugar a dos puntas con la he-
gemonía patriarcal: denunciarla como era debido, en
las redes y en los medios, y también aceptar que no
estaba mal verse espectacular, turgente y amada por
todos los f lancos. Era la mirada estricta, entrenada
en Policiales, lo que la distraía de la causa grandiosa
de su cuerpo. Mireya tenía cuarenta y nueve, pero
su corazón latía como el de una de quince. Era una
ironía amarga, le dijo una vez, pero por su militancia
feminista había quedado lejos de lo que más le gus-
taba: los hombres bien hombres, tan exageradamente
hombres como su Gato.
Cuando llegan a Puerto Rico, Mireya despliega
los goces secretos que trajo para él. Lo toma de la
mano para caminar juntos por la playa a la caída del
sol, lo invita a jugar a la paleta en la orilla. El Gato
78
refunfuña, pero se deja arrastrar. Pegarle a la pelota
es bastante más difícil de lo que pensaba; se siente
viejo, pesado, fuera de estado físico, lo que lo pone
de un humor pésimo, que Mireya interpreta como
un rasgo de hombría recalcitrante y de consumada
intimidad. Cuando regresan al hotel, se ducha pri-
mero y prepara la habitación hasta dejarla a oscuras.
Desde la noche del Británico lo deja hacer cosas que
nunca hizo antes. No debe haber nada más feminis-
ta que tenerlo atado al hilo de su deseo, su mascota
patriarcal que no se cansa de domar. Le encanta que
él se esfuerce por complacerla, aunque todavía no se
anima a que la vea gozando, por eso la oscuridad.
Quizás está enamorada, pero no quiere ni pensar-
lo, ¿y por qué llamarlo amor? ¿Por qué constreñir
su relación según los límites heredados de la cultura
burguesa patriarcal?
La fundación organiza una comida para todos los
invitados al evento, que vienen de muchos puntos
de Latinoamérica. Mireya se ubica en la mesa y el
Gato se va a dar una vuelta por el lugar, “una misión
de patrullaje”, se acerca a la barra y pide un whisky.
Siente una voz cantarina en el oído: “En mi tierra,
a esos les decimos el amarillo”. La que habla es Xica,
una venezolana a cargo de la logística de la funda-
ción. Tiene un cuerpo dibujado, es morena y me-
nudita, la piel suave y mestiza, la camiseta finita, las
areolas de sus pechos diciéndole ¡hooola chico! cada
vez que el Gato la mira a los ojos.
“¡Amarisho! Es verdad que es amarillo, pero me
gusta como lo decís vos”, y Xica, que se mueve rápido
79
sobre sus tacones altísimos y su jean superajustado y
que además de menuda es francamente petisa, como
le gustan, le susurra al oído que tiene para fumar ma-
rihuana, si gusta. El Gato vuelve a la mesa, Mireya
está ansiosa, ¿por qué tardó tanto? “Uh, me olvidé
el encendedor en la barra, perdoname, ya vuelvo”, y
el Gato se escapa buscando a Xica hasta que la inter-
cepta en un patio interno. Xica le habla cerca de la
boca, le dice: “¿Pero tú no has venido con tu novia,
una rubia? ¿No duermen en la misma habitación?”.
El Gato se desespera. Necesita pasar horas levan-
tando la camiseta de Xica, chupándole las tetas hasta
que salga chocolate. Hubiera querido portarse bien
pero no puede, es más fuerte que él. Ensaya su ver-
dad que suena a mentira, “No, es una compañera
del diario, es largo de explicar, pero no es mi no-
via”. Xica le pregunta cuál es Mireya: la ve sentada
a su mesa, las mechas rubias lloviendo sobre su ropa
vieja, el clásico culinario del Caribe. Xica piensa un
poco, tiene una gran capacidad resolutiva: “Bueno,
si para estar contigo tengo que estar con ella, pues
está bien”.
El Gato se enamora al instante, “Sí, hagamos un
trío ya”. Tiene la mano cerca de su entrepierna, y no
puede creer que ella no se espante, que sea tan empo-
derada, tan morena y caribeña, que guste tanto de él.
Todavía no sabe si esto es lo que él, el Gato, produce
en la mujer caribeña; quizás es algo parecido a lo que
les pasaba a los adelantados españoles, que llegaban
a las comunidades guaraníes para tomar cada uno
veinte morenas dulces y sumisas, porque ellas esta-
80
ban esperando la llegada de los dioses y él, el Gato,
se había preparado toda la vida para coger como un
dios. Los adelantados eran precedidos por las fanta-
sías de las morenas, y negarse a cumplirlas hubiera
sido una falta grave de corazón, por sobre el resto de
los órganos. La diferencia es que él es un adelantado
peronista, el último bastión de los Machos del Sur a
la conquista de las sirenas menudas de las Antillas;
como sea, es un comienzo excelente. “Anda, vuelve
a tu mesa”, propone ella, experta en logística. Mireya
está cansada, quiere volver al hotel. Xica se presenta
y saca a bailar a Mireya; quiere mostrarle la salsa, el
baile de su país.
El Gato las mira bailar. Va por su tercer amari-
llo. Las caderitas de Xica vibran explosivas y tiende
los brazos a Mireya, que se deja llevar. Hay mu-
cha gente en la pista, el clima es de algarabía ge-
neral. Mireya no logra mirarla a los ojos, no está
acostumbrada a la sensualidad del Caribe, después
de todo es una intelectual, una activista, mientras
Xica se retuerce como una anguila sobre su cuer-
po. El Gato está conmovido. Una venezolana que
haría lo que fuera con tal de acostarse con él, hasta
bailar con el tronco de Mireya, ¿no era amor a pri-
mera vista?
Mireya nota que él las mira, y se anima a tocar
un poco más a Xica. Pero no es solo el Gato, todos
la miran; alguien le dice Shakira. Mireya se pone
a revolear la maraña rubia, es Shakira: los hombres
empiezan a acercárseles, a bailarles al lado, hasta que
el Gato irrumpe vaso en mano en la pista para dejar
81
en claro que Shakira y la morenita salsera le pertene-
cen. Se van los tres al hotel.
Cuando entran a la habitación, el Gato se saca
los zapatos y pone música bajita. Xica se sienta en la
alfombra y enciende un cigarrito de f lores. Mire-
ya ahora es una Shakira tranquila, de entrecasa, no
quiere fumar marihuana pero sí leerles unos poe-
mas que escribió la noche anterior, sobre el goce y
la identidad. Son sus primeros poemas, su género es
más bien el ensayo comprometido contra el patriar-
cado, pero aquí en el Caribe se inspiró; quizás es el
mar, que la toca muy adentro. El Gato se une a la al-
fombra y estira la pierna, su pie casi rozando a Xica.
Discreta, Xica abre las piernas y se balancea despacio
hasta dejar su chucha, concha o coño (¿cómo le dirán
en Puerto Rico?, medita el Gato) contra el pie de él.
Mireya lee el poema, y Xica pega la pelvis contra el
dedo gordo del Gato y empieza a metérselo milíme-
tro a milímetro con su labia maggiora, hasta introdu-
círselo totalmente, con lo que el Gato reprime un
gemido de placer y admiración.
Xica acaricia a Mireya, le tira el humo en la cara.
Mireya tose. Xica se lanza sobre ella, la besa, la des-
viste y le practica sexo oral, levantando en alto el
culo y meciendo su ano, que parece pestañear gui-
ñándole el ojo, hasta que el Gato no puede más y
empieza a chupárselo con toda la boca.
“Entonces hago lo peor, hago lo que creo que
haría un caballero. Pienso que tengo que cogerme
primero a la que me gusta menos. Darle prioridad,
porque llegué con ella, y para disimular que lo que
82
quiero es estar con la otra. Pum, me pongo el fo-
rro, me voy encima de Mireya, le doy duro, le doy
bien, hago todo lo que puedo, le pregunto si acabó,
me dice que sí, que está bien, se va a dar una du-
cha. Al fin la tengo a Xica toda para mí. Se la meto
con gusto, pero también estoy borrachísimo y no sé
qué pasa, estoy muy pasado y me quedo dormido,
así como estaba. De pronto siento un ruido, como
un chancho al que le están pegando. Veo a Mireya
llorando en el borde de la cama. Toda desgreñada,
en bata de toalla, con el pelo mojado. Xica duerme
abrazada a mí”.
Sentada al borde de la cama, Mireya le extiende
el teléfono. Su llanto es deforme, destructivo, incon-
trolable, y va subiendo en intensidad. Xica se des-
pierta y desaparece en el baño.
El Gato se pone los anteojos, no llega a ver bien.
Son números. Mireya tiene el teléfono en modo cro-
nómetro.
“Medí el tiempo que estuviste con ella y el tiempo
que estuviste conmigo. El tiempo que te la cogiste a
ella fue mucho más que el que me dedicaste a mí. Y
el tiempo desde que estás dormido a su lado. Nunca
te quedaste a dormir conmigo, nunca te quedaste en
mi casa”, le dijo sollozando.
El Gato la mira sin hablar. Quizás ese llanto hi-
poso e incontrolado escondía el sereno vibrar de las
trompetas de su liberación. Quizás al fin Mireya
había captado lo que él había intentado transmitirle
siempre: que no era material para novio. Que podía
ser su macho portátil, su pija de ocasión, su masco-
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ta patriarcal para servirle y hacerle un asado cuando
quisiera. El borracho con el que ahogar penas, el ca-
marada al que recurrir si necesitaba darle una paliza
a un enemigo, su Australopithecus criollo, y que en
eso jamás la iba a defraudar. Podían ser amigos, co-
legas, amantes, pero el Gato pertenecía al auténtico
sexo débil: la carne lo podía. Pensó que si acompa-
ñaba ese llanto con cierta elegancia y declaraciones
amistosas le sería devuelta su libertad.
Pero Mireya estaba llena de lágrimas asesinas, y
empezó a gritar. Xica se escabulló de la habitación.
Todo había sido un engaño. Él solo había querido
estar con esta chica, como se llamara, y la chica tam-
poco había querido realmente acostarse con ella, ellos
solo querían estar juntos. Lo había visto, lo había leído
en la manera en que cogían como animales en celo,
frenéticos, enloquecidos, hambrientos uno del otro.
Todo había sido a propósito. Ella nunca había estado
con una mujer. Había sido arrastrada a un trío, su
primer trío, para jugar el rol de un extra, alguien sin
importancia, sin amor.
Lo que el Gato no sabía era que traicionar el amor
de Mireya y sobrevivir no era un lujo al que pudiera
acceder. Su supervivencia en sociedad solo era factible
si tenía a Mireya de su lado; sin ella, no tenía una vida
a la que volver. Había violado su confianza, su fe en
el amor, que era algo tan sagrado como su cuerpo, y
apenas ese vínculo se derrumbó Mireya hizo caer la
muralla protectora que había construido para él.
Al fin llegábamos al backstage emocional de la his-
toria pública que yo conocía: que una feminista muy
84
conocida había estado saliendo con un abusador,
aunque eso era más bien un chisme de los círculos
periodísticos, y lo que se había vuelto público en los
posts de Facebook era que el Gato estaba acusado
de ser un violento y un violador de mujeres. Mireya
salió sollozando de la habitación, con su maleta y su
juego de pelota paleta. Esa misma tarde, llorosa y
enfurecida, se ocupó de llamar, una por una, a las
cabezas de los grupos feministas. Esa verdad que él
le había contado sobre su pasado había tomado un
cariz nuevo y definitivo; lo que ella había callado por
amor ya no tendría un dique que lo contuviera. Di-
ques rima con chiques: elles debían saber la verdad.
A la mañana siguiente, lo denunció en la funda-
ción por maltrato y violencia. Declaró que el Gato
era un tipo violento y peligroso, que la había tor-
turado psicológicamente, que no se sentía cómoda
trabajando junto a una persona así. En la fundación
no sabían muy bien cómo reaccionar; le preguntaron
si prefería cancelar su participación. Ella respondió:
“De ninguna manera. Se tiene que ir él”.
El Gato hubiera dicho que no le importaba nada,
que prefería quedarse escribiendo sobre el culo de
Xica, emulando a sus ídolos Henry Miller y Charles
Bukowski, pero le encantaba dar talleres de periodis-
mo. Nunca había tenido alumnos caribeños; le daba
curiosidad saber cómo pensaban, cómo escribían.
Le molestó que Mireya hablara mal de él; después
de todo, había sido invitada gracias a su gestión, no
podía ser tan malagradecida. La encontró tomando
en el desayuno del hotel. Se la veía repuesta, el pelo
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rubio salvaje recogido en la nuca, inclinada leyendo
el diario con sus anteojos gruesos. El Gato hizo un
rodeo por el buffet, llenó dos platos de todo lo que
encontró, y se acercó por atrás.
“¿Miri? Escuchame ¿podemos hablar?”.
Como no respondía, el Gato empleó el tono se-
vero que a veces funcionaba con su hija: “Mireya, lo
de ayer fue un desastre, tenés razón. Pero lo nuestro
es personal. No podés hacerme echar de acá”. Re-
cio, como le gustaba a ella. Pero ese tono que antes
la había hechizado, que había arrancado de ella los
primeros poemas de su vida, que la había inspirado
a comprarse bikinis y apagar la luz antes de hacer el
amor, ahora se había convertido en la sombra opre-
sora del patriarcado, el sistema de dominación que
había buscado romperla y humillarla desde el prin-
cipio.
“Lo personal es político”, dijo Mireya voltean-
do la página del periódico, sin apenas rozarlo con la
vista.
86
Salí a caminar por Palermo Tel Aviv, mi barrio fa-
vorito cuando estoy en Buenos Aires. Es un extremo
de Palermo muy arbolado, donde vivía Macedonio
Fernández sobre la avenida Las Heras, cercado por
el Jardín Botánico y por el Ecoparque donde aho-
ra corretean las maras, unas liebres de orejas cortas
muy simpáticas, oriundas de la Patagonia. Caminan-
do hacia Libertador, las tipas y los plátanos se curvan
sobre la calle en una cueva alargada y verde que bulle
de cafeterías y bistrós encantadores. Me ubiqué en la
vinería Aldo’s y al rato llegó Mateo, extrañamente
puntual. Miró a su alrededor complacido: “¿Soy el
único hombre en este bar, o me equivoco?”.
Quería saber si estaba escribiendo “de eso”.
Yo no sabía de qué estaba escribiendo ya. De la
verdad como ilusión, de la ilusión como verdad. De
las mujeres que, como las diosas antiguas, reclamaban
el poder de hacer y deshacer las vidas de los hombres.
Que una mujer con el corazón destrozado es como un
dios vengador siempre se había sabido; solo que aho-
ra contaba con un ejército grandioso e inexpugnable
para serlo. Detrás de la virtud se esconde el trauma.
Ahora bien: apreciamos el poder como una for-
ma de grandiosidad, de sofisticación de la violencia;
87
¿por qué no podríamos apreciar también al ejército
anónimo que ahora definía la vida de los hombres
sobre la base a sus trayectorias sexuales? No existió
un momento histórico en el que todo el mundo pu-
diera publicar; la excelente Irène Nemirovsky tuvo
que recurrir a seudónimos y a la discreción de edi-
tores amigos para poder hacerlo, debido a su origen
judío, incluso antes de la llegada de la Wehrmacht a
París; durante milenios las mujeres solo publicaron
de manera póstuma, pero aceptar estos antecedentes
implicaba dar por justos esos criterios fascistas.
Para existir —para doler—, las palabras, como
las personas, necesitan una comunidad. El castigo
de Mireya funcionó porque ella formaba parte de
una elite que creía en su prestigio y trayectoria; Lola,
en cambio, no había podido charolar su venganza
de forma más dañina porque, a pesar de su abolen-
go universitario, carecía de una comunidad, de una
burbuja que le reconociera peso a su palabra; a Lola
nunca le interesaron ni los desaparecidos ni las políti-
cas de la memoria en ningún país, y muchísimo me-
nos el feminismo; en suma, esa falta de compromiso
había entorpecido el poder de su ataque, y su carta
había quedado como la maldición de un hada mal-
vada sin mayor poder de fuego porque Lola no per-
tenecía a ninguno de esos grupos. Sin embargo, en
el caso de Laurent, la denuncia había funcionado sin
que la acusadora formara parte de ningún colectivo;
era la universidad parisina la que había extremado los
gestos de la pureza, como una forma de bruñir de un
nuevo lustre moral a su comunidad. Castigar a Lau-
88
rent era un alarde de sus propias capacidades higiéni-
cas, de su idoneidad para autodepurarse expulsando
incluso a uno de su propia casta; un gesto de rigor
extremo que completaba a la universidad como un
pináculo no solo intelectual, sino también moral. La
elite testea su poder de transformación en la persecu-
ción de los indeseables; son sus ritos de pertenencia.
Pero quizás había algo mucho más relevante que
poder contar con un ejército, y era una aplicación
del experimento mental llamado “El Basilisco de
Roko”. El Basilisco de Roko dibuja un escenario:
estamos en el futuro, y surge una superinteligencia
AGI, es decir una inteligencia artificial general, que
retroactivamente castiga a todos los que no actuaron
para facilitar su surgimiento. El Basilisco de Roko
sería precisamente este monstruo de máximo poder
de aniquilación. Entonces, si alguien, en el presente,
no contribuye al desarrollo de una AI, luego puede
venir el Basilisco de Roko y crear una simulación
para torturarte por haberte opuesto a su existencia, o
simplemente por no haber contribuido a ella. El pro-
blema es que conocer la existencia del Basilisco de
Roko no te deja indemne: en algunos foros, algunos
usuarios llegaron a reportar síntomas como pesadillas
y ataques de pánico luego de conocer la teoría, ya
que estar al tanto de la teoría del Basilisco te vuelve
automáticamente vulnerable a él. Si elegís no actuar
en su favor, lo estás haciendo de forma consciente,
cuando antes hubieras podido al menos alegar igno-
rancia, algo que mueva a la piedad al Basilisco. De
un modo similar, saber que hay una denuncia con-
89
tra un hombre y no actuar como si el hombre fuera
de suyo culpable podría producir castigos retroacti-
vos para las personas que no contribuyan al castigo,
por estar oponiéndose a una causa noble, la lucha
contra la violencia contra las mujeres. Así, el sistema
universitario francés había preferido castigar a Lau-
rent antes de investigar la denuncia en su contra, por
miedo al efecto retroactivo que podría tener sobre
la institución una omisión de este tipo; Lola me ha-
bía castigado por no unirme a su venganza contra su
amante, y quizás las mujeres que ahora contribuían a
la clandestinidad del Gato lo hacían no solo porque
creían en Mireya, sino también porque no querrían
que un castigo retroactivo se les aplicara por no apo-
yar una causa noble en la que sinceramente creían.
En suma, el Basilisco de Roko se aplicaba a la inte-
ligencia artificial, pero también era descriptivo de la
diseminación de las causas progresistas.
La elite opera y desintegra lo que no termina de
deglutir; necesita detentar poder y el poder es un ex-
ceso que se ejerce en el frenesí de la destrucción.
Puede prescindir de pruebas, como la revolución
guerrillera puede prescindir de demostrar que están
dadas las condiciones para la toma del poder: la in-
surgencia es su método salvaje. ¿Y por qué serían dis-
tintas la verdad y la mentira en una época en la que
lo inventado (una AI) no puede distinguirse de algo
real?
Pero había algo más, algo que no terminaba de
explicar, ¿qué me atraía a estas zonas de desastre?
Aunque vinieran a mí, yo podría haber pasado de
90
ellas, como tantos mensajes de spam sin revisar. Lo
que me interesaba eran estas mujeres que habían he-
cho de ser víctimas una forma personal de crueldad;
yo quería escuchar a Circe, sentir la maldición como
quien trepa un volcán. Porque si podía treparlo, y
apreciar la lava ardiendo por el mons veneris, es por-
que no formaba parte del volcán. Un chispazo de
hielo interior. Mi madre solía castigarme con du-
reza, y en una de esas, mientras me pateaba en el
piso, se esquinzó una pierna. La escuché hablando
por teléfono con un familiar, le explicaba que no po-
día asistir a alguna fiesta porque le habían puesto un
yeso, se había lastimado pateando una aspiradora. Mi
madre no era especialmente mala, pero sí imprede-
cible, fría y desapegada, creyente en una educación
recia, de hombres, de inmigrantes, y yo no debía ser
una chica fácil; como sea, a los tres meses de mi naci-
miento (era su primera hija) me dejó en la casa de mi
abuela Olga y se fue a navegar por varios meses con
mi papá. Para el momento en que nací, hacía un par
de años ella había dejado de militar en el Partido Co-
munista Revolucionario, cuando secuestraron a su
hermana Martha en 1975; todavía había un gobierno
democrático. Para reclamar que mi tía, militante de
Vanguardia Comunista de veintitrés años, apareciera
con vida, mi madre se convirtió en lo opuesto de la
estudiante de Psicología idealista que era: se volvió
una con los que sobreviven. Devino una señora de
Belgrano digna, decente y marcial a sus veintisiete
años, que vivía frente a una comisaría, de donde a
veces se escapaban gritos horrorosos que nadie re-
91
gistraba, y que finalmente obtuvo, gracias a sus im-
pecables despliegues de señora bien que nada tenía
que ver con la subversión y a las gestiones del cónsul
de Perú en La Plata, que mi tía fuera blanqueada
en la cárcel de Olmos y obtuviera el destierro por
extranjera; la salvó ser peruana. Tuvo mastitis en el
viaje, porque había cortado la lactancia de un día
para el otro, y de mi lado no debía haber quedado
nada que aspirar o succionar; me quedó un amor in-
condicional por mi abuela y una tendencia infantil a
deambular de noche y no dormir nunca; mi abue-
la me llamaba “ojo cuadrado” porque era imposible
dormirme. Por más que, muchos años más tarde, yo
leyera a Nietzsche y buscara procurarme ese ansiado
desierto de siete soledades, en realidad era el único
lugar donde podía estar.
Por otro lado, creo que sentía un poco de culpa
porque no podía evitar que me divirtiera un poco
el infortunio del Gato, como si su comedia sexual
necesitara un poco de gravitas, de tragedia, para
conmoverme. Pero me dio la sensación, por un ins-
tante, de que Mateo lo disfrutaba incluso más: por-
que toda la historia solo resaltaba la certeza de que
el sexo es un tipo de explosión de energía nuclear
cuya onda expansiva nunca es del todo controlable
ni se sabe a ciencia cierta hasta dónde puede al-
canzar. El camarero nos ofreció probar un rosado
nuevo: Punto Final, mendocino y con chispazos de
frambuesas, y Mateo lo aceptó diciendo que por
supuesto lo probaríamos, era una cuestión de obe-
diencia debida.
92
Oscureció la voz para anunciar que el Gato ha-
bía pasado a la clandestinidad. Como Rodolfo Walsh
antes del golpe del 76; de hecho, Walsh había vivi-
do clandestino a la vuelta del bar donde estábamos,
en esta zona tan coqueta de Buenos Aires. ¿Sabía yo
ese dato? Como fuera, el incendio del Gato era de-
finitivo. No podría formar parte de la vida cultu-
ral argentina, ni de ningún país de habla hispana.
Si lo invitaban a dar talleres, los organizadores eran
denunciados; la situación se extendió al diario. Le
permitieron seguir publicando a condición de que
no firmara las notas. Un escritor sin firma era un
fantasma: el Gato viviría en las sombras hasta que su
ama lo dispusiera. Era ella quien había venido por
detrás, sin siquiera tocarlo, y para eso no necesitaba
instrucciones.
Mateo me contó que actuó de mediador entre
Mireya y el Gato, con pocos resultados. “Los prime-
ros días, las versiones coincidían. Pero luego Mireya
mutó. El Gato ya no era un idiota y un malpari-
do, sino un violento, autor de una violencia no física
pero sí indudablemente emocional; venía trabaján-
dolo con su terapeuta. Intenté calmarla, el Gato era
un novio pésimo, cero en responsabilidad afectiva,
ella tenía razón en enojarse y estar dolida. No estoy
dolida, replicó Mireya con sequedad. El Gato había
violado sus sentimientos, y eso, en la sensibilidad
del tejido cerebral, era equivalente a una violación
real, como decía su terapeuta. Estaba tomando pas-
tillas para el estrés postraumático. El daño emocio-
nal equivalía al daño físico: el Gato era un violador,
93
ella era una víctima de violencia de género. Por eso
lo denunciaba, porque su deber era proteger a otras
mujeres, porque cambiar el mundo implica rastrear y
denunciar a tipos como él”.
“La concha es un laberinto”, concluyó Mateo, sa-
boreando su propia frase, dejándola f lotar como las
gradas aromáticas del rosé. Ubicó la cita del laberinto
genital en El arte y el artista de Otto Rank; según
Otto, para la cultura cretense de Cnosos, el laberinto
es una estilización de la vulva. Otto tenía dibujos al
respecto, que Mateo tenía guardados en su teléfono,
se ofreció a enseñármelos. Miró con cuidado la car-
ta, se decantó por una tabla de quesos y fiambres. Se
lo veía animado, casi dichoso, y me sobresaltó: ¿po-
día ser que Mateo disfrutara en serio de que hubiera
uno menos?
“Es un laberinto del que no se sale, simplemente”,
siguió él. “La mujer puede ser Ariadna, es decir tu
salvación, o el Minotauro, la reina monstruosa del la-
berinto, que todo lo trae dentro de sí para devorarlo.
Un héroe, un Teseo, nunca puede salir por sí solo. De
hecho sin la ayuda de Ariadna no lo hubiera logra-
do nunca”. Mientras hablaba empezó a plantear las
líneas principales de un ensayo sobre Borges como
“el gran impotente de la literatura argentina”, que no
por nada había hecho de los laberintos su fascinación
y su estandarte; “el lugar donde los guerreros jóvenes
van a morir sin encontrar nunca la salida o, peor, de-
vorados por el apetito insaciable de algo demasiado
doloroso de mirar”, es decir las inexpugnables vul-
vas. El espanto que la idea de coger genera en Borges
94
es tal que, en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius le hace a decir
a Bioy Casares que la cópula es abominable (“por-
que multiplica el número de los hombres”) cuando
precisamente el rey de la cópula, el señor de las mil
amantes, era Bioy.
“Claro, la casa de Asterión también puede con-
siderarse una alusión a la casita”, acoté como quien
lanza una tontería docta, él chocó su copa contra la
mía. Arremetió con más Borges.
“Te digo más: el precursor de la nueva justicia
feminista es nada menos que Jorge Luis Borges. Se
trata de ‘Emma Zunz’, un cuento que Borges dedica
a una mujer, Cecilia Ingenieros, que le dio el ar-
gumento: una venganza que es un crimen perfecto.
Zunz, el padre de Emma, había sufrido injustamente
el oprobio y la prisión, condenado por un crimen
que no cometió. Antes de morir en el exilio, el padre
le jura a Emma que el ladrón era Loewenthal, el jefe
de la fábrica donde trabajaba. En estricta soledad, ella
diseña un plan para vengar al padre. Desciende a los
lupanares del Bajo, se acuesta con un marinero sue-
co o finlandés, alguien que le desagrada, ‘para que
la pureza del horror no sea mitigada’ (en Borges, el
sexo siempre implica el horror). Los jugos del sexo y
el asco quedan dentro de ella, que acude al despacho
de Loewenthal con un pretexto. Cuando el viejo sale
a traerle un vaso de agua, Emma extrae el revólver
del cajón y le pega dos tiros. Ya muerto, desordena
el escritorio, le desabrocha el pantalón. Llama por
teléfono: El señor Loewenthal abusó de mí, lo maté. El
tono, el odio, el ultraje son verdaderos: solo eran fal-
95
sas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres
propios”. El ultraje de Mireya era real; su odio al pa-
triarcado era, más que nunca, real y absoluto; solo no
eran veraces las circunstancias y uno o dos nombres
propios.
En este momento del mundo, decía Mateo, los
hombres eran conejitos aterrados, corriendo por sus
vidas, atrapados en laberintos para hámsteres. El
Gato se había convertido en violador cuando ella de-
cidió condenarlo, no por sus actos en sí. En otro orden
de cosas, me contó al pasar que su libro había sido
reprogramado para salir antes de lo que suponía. Era
algo bastante raro, las editoriales no suelen adelantar
las programaciones, pero se había abierto un huevo
porque el otro libro de un autor “similar” era el libro
del Gato, que ahora había quedado fuera de juego.
La caída del Gato lo beneficiaba, aun si fuera de ma-
nera indirecta.
“El patriarcado esclaviza fundamentalmente a los
hombres, ellos son las verdaderas víctimas”, continuó
Mateo, tratando de apuntalar el tema en un eslogan.
“Y sin embargo nosotros no podemos pedir repara-
ciones por los niños de Esparta, obligados a ser gue-
rreros desde los siete años, ni por los millones que
murieron en guerras para que podamos disfrutar del
Estado de derecho que tenemos hoy”. Lo felicité por
la salida adelantada de su libro; quizás, le dije, lo que
correspondía era agradecérselo a Mireya y su vigor
de tejedora diligente. “Mireya me bloqueó, ¿no te
dije?”, me comentó distraído. Entonces me miró con
sus ojos verdes de conejo perseguido, apelando a mi
96
supuesto instinto cuidaconejos, pero yo ya conocía
esa mirada: era la misma que le vi la noche en que
vino a buscarlo la policía.
97
UN GALÁN ARGENTINO
Conocí a Mateo un par de meses antes de verlo he-
cho un conejo buscado por la policía. Estábamos in-
vitados a una beca en Iowa, en medio de la pampa
norteamericana: yo iba en representación de Argen-
tina y él iba como paraguayo-argentino. Estaba su-
biendo al ascensor cuando se presentó muy cortés
y me habló de inmediato de la novela que estaba
escribiendo, un asunto colosal que lo torturaba, una
especie de Lo que el viento se llevó argentino. Cuando
llegamos a nuestro piso me sorprendió con una con-
fesión: le había puesto Pola a un personaje suyo, que
era la cabecilla de una insurrección, hermosa como
Scarlett O’Hara pero con un fusil en la mano, “un
personaje muy fuerte, pura valentía y rebelión”. Me
reí sin querer. No es tan habitual encontrarse ante un
artista del chamuyo en estado puro.
Mateo es guapo como un galán de telenovela
mexicana, y tal vez por eso tiene arrebatos melosos
de galán de telenovela mexicana. Sus ojos verdes
cargan algo profundo y lánguido sobre unas faccio-
nes de niño bueno, es alto y delgado, con un aire
distraído, poético. Aunque es bastante joven, culti-
va actitudes de literato consumado de vieja escuela:
puede recitar poemas completos de Borges, cuya
101
obra completa maneja a la perfección, o recitar en el
original alemán sus favoritos de Heine o Nietzsche,
o Baudelaire en pulcro francés. Puede conversar de
cualquier tema con el aire del conocedor de poesía
que cree en los novelones eternos, puede comparar
personajes menores de Anna Karenina, y podría in-
cluso encarnar perfectamente a un apuesto y volu-
ble Coronel Vronsky, si todavía estuvieran de moda
los uniformes militares. Su sonrisa de Narciso y su
carácter ligero, sus modales pausados y su look de
joven Werther sudamericano pronto lo volvieron
un predador rapaz en un territorio nuevo, que no
estaba adaptado para resistirse a especímenes mor-
tales como él.
Luego me explicaría, casi avergonzado, que eran
las cartas que le habían jugado su destino de hombre
recién separado. Alguien que se encuentra totalmen-
te a la intemperie, incapaz de sentirse a salvo.
“Como un coche que perdió su lugar de parking”,
le dije, compasiva. “¡Un conejito perdido en el bos-
que!”.
Pero Mateo hablaba en serio:
“Un hombre recién separado, en sus treinta o
cuarenta, está aterrado, porque su identidad desa-
pareció. En esa época yo ni siquiera era un conejo,
porque los conejos al menos existen. Es decir, al-
guien se preocupa por atraparlos, por someterlos.
Yo no era ni eso”.
Conejo o no, no le iba nada mal. En los medio-
días otoñales de Iowa City, a lo largo de la ribera
arbolada, podía verse a Mateo paseando de la mano
102
con Nayla, una hermosa americana-libanesa; se be-
saban tiernamente bajo los sauces junto al puente
del río Iowa. Por la noche, Mateo merodeaba en
compañía de Lisa, una esbelta americana-irlandesa,
con cabellos variegados al rubio fresa. Se besaban en
los pocos pubs de Iowa City, iban de la mano hasta
perderse en la noche. Iowa es una pequeña ciudad
universitaria nombrada Ciudad de la Literatura por
Unesco en 2008: una meca de los escritores des-
pués de que Paul Engle fundara, en la década de
1970, el Programa Internacional de Escritores, una
herramienta para que el Departamento de Estado
reclutara agentes culturales (intelectuales en ascen-
so) para la CIA. Todo proyecto cultural esconde una
estrategia de guerra y, en algunos casos, un pacto de
amor. A Mateo se lo veía pacificado, con raptos de
una sabiduría tranquila que lo hacía recordar pasajes
enteros de Tolstoi, su gurú personal. Ya no tiene
la ansiedad del inicio de la beca, cuando intentaba
seducir a todas las chicas del programa y les ponía
nuestros nombres a los personajes secundarios en su
novelón. Se lo veía feliz.
Aunque todos contemplábamos los paseos de
Mateo como quien mira un choque de camiones
a punto de ocurrir, él no. Me explicaba las dife-
rencias entre ambas, y cómo era la unión, y no la
vulgar álgebra de la suma y la resta, lo que traía
la perfección al amor, a su romance perfecto que
reunía a la rubia y la morocha. “Lisa es tan dulce y
reprimida, estar con ella es como tranquilizar a un
pajarito, le bate el corazón rapidísimo. Parece frágil
103
pero es una topadora, tiene esa cosa americana del
espíritu de la ética protestante de Weber grabada
a fuego, que me parece muy sexy además, porque
es una mujer pero también es como una máquina,
como acostarte con un videojuego”, me explicaba
embelesado, citando a continuación L’homme ma-
chine de La Mettrie.
“En cambio, Nayla es la fuerza de Oriente. Te
acorrala, te desarma, es la mujer comandante a la
que es imposible decirle que no, todo en ella es un sí
rotundo, pero de una ternura insólita, como si real-
mente existiera el doblez del alma que esconde ras-
gos totalmente dispares e inesperados, y ahí te das
cuenta de que ese doblez es la continuidad, de que el
avasallamiento también es una forma de la ternura”,
ref lexionaba el Werther paraguayo-argentino que
descubría las pasiones del alma.
Salir con las dos al mismo tiempo se había dado
de una manera tan natural que en ningún momen-
to se le cruzó por la cabeza que pudiera haber algo
problemático en lo que hacía. Simplemente había
seguido las que parecían las tendencias personales
de su vida juntos, adaptándose a las preferencias de
cada una: Nayla, la morena, era una persona solar,
era natural que se vieran al mediodía; en cambio
la rubia tenía una personalidad atormentada que
buscaba la oscuridad, como una mariposa noctur-
na. Cada una era una f lor con hábitos reproducti-
vos diferentes, que buscaba la compañía del insecto
macho según un reloj personal, y Mateo se auto-
percibía al servicio caballeroso de los anhelos eró-
104
ticos de cada una. El amor le ocupaba el día entero,
lo que explicaba que no escribiera ni una coma.
Maestro de la autoindulgencia, no le preocupaba
demasiado: “Las becas son un poco así, ¿no? Des-
pués volvés a casa, y ahí, en tu escritorio de siem-
pre, sin distracciones, ahí se da el salto creativo”,
aseguraba.
Un día Mateo fue a dar unos talleres a Chi-
cago, una de las maneras de ganar dinero dentro
de la duración de la beca, y el divino equilibro
de su vida se rompió. Las chicas habían hablado
entre ellas, habían descubierto el engaño paralelo.
Intercambiaron versiones, y fue mirarse en un es-
pejo deforme que deshacía todas las promesas en
humo. Mateo nunca había planteado una relación
poliamorosa, más bien todo lo contrario, una rela-
ción de mutua posesión; en fin, ninguna de las dos
quería verlo nunca más.
A cientos de kilómetros, Mateo entró en desespe-
ración. El encantamiento estaba roto, la realidad lo
chocaba a mil kilómetros por hora. Volvía en coche
desde Chicago; la luz del mediodía sobre la ruta lo
ponía todo negro sobre blanco, y a lo lejos Nayla y
Lisa eran dos espejismos esfumándose entre campos
de maíz. Empieza a llamarlas, envía mensajes inten-
sos y atribulados, les pide perdón por separado. Lla-
ma a su trío de mejores amigos, uno de Berlín, uno
de Mumbai, otro de Haifa; me llama a mí, rogán-
dome que llame a Lisa, que abogue por él. Como el
resto de la ciudad literaria, yo estaba al tanto del trío
amoroso: era tan al aire libre, a la vista de todos, que
105
lo único raro era que él no estuviera enterado. Él
me juró que Lisa era la mujer de su vida; cuando la
llamé, Lisa me dijo que no entendía la conducta de
Mateo. Le había dicho que quería tener un hijo con
ella, ¡y le había dicho lo mismo a Nayla!
¿Se podía caer tan bajo como andar ofreciendo
ADN porque sí?
Me miró incrédulo, como si no creyera que la
pregunta fuera en serio. Engoló la voz con suma se-
riedad.
“Pola, por favor. En el sexo, como en la escritura,
la ficción debe sentirse como verdad. Si no, no sirve
para nada, no es nada, porque no hay nada en juego.
Lo que calienta es que esté ahí la posibilidad, cercana,
inmediata, de que esa leche sea buena, potente, capaz
de procrear, de expandirse por el cuerpo y buscar el
infinito, jugar a la especie. Excitarte de verdad ne-
cesita que esa novela se sienta como un non-fiction”,
dijo Mateo, haciendo un circulito en aire, como si
graficara algo. “Prometer un hijo no es nada. No es
nada comparado al infierno de vacío de volver a la
intemperie. Además, todos lo hacemos”, apuró. “No
pongas esa cara de espanto, eso es lo que las excita
a ellas. Aunque a mí también, por supuesto”, terció
factual.
Tuve un f lash de Lola y su primera carta, que
mandó antes de acusarme ante los alemanes; se la
había enviado a Tobías por correo certificado, y le
pedía a Tobías que se hiciera el test de herpes: Ya
no voy a tener nada de vos, ni vos de mí. Solo te pido
una gota de tu sangre, añadía Lola, sumando su to-
106
que melodramático al pedido sanitario. Lola quería
arrancar de él era una declaración de amor enfer-
mo, compartido, secreto, la prueba de que eso que
ella tenía en el cuerpo también lo tenía él. He gave
me his disease, dice la femme fatale que encarna Isabe-
lla Rosellini en Blue Velvet de David Lynch (1993),
hito del romance lunático. Una fibra de él que se
había transformado en células nuevas, aunque en-
fermas, en el cuerpo de ella. Habían engendrado
algo juntos: no le había dado un hijo, pero le había
dado un herpes, y ella reclamaba que reconociera la
paternidad del virus; el pequeño Herpes, casi Her-
mes, dios de los obeliscos.
Al volver de Chicago, Mateo fue a la casa de
Nayla, la más cercana y receptiva: “Siempre fuiste
vos, Nayla, tenés que creerme”, le jura. Inmigran-
te como él, estaba seguro de que ella entendería.
Le encanta hacer el papel del enamorado absoluto
sin resguardo ni dignidad, disfruta de la humilla-
ción porque a medida que se la apropia la digiere y
deja de resultarle grave, de hecho nada le parece tan
grave. Después de todo, su único pecado fue amar
demasiado; todo lo contrario del maltrato, amar por
demás. Amó por fuera de los cánones permitidos
por el modelo burgués, le dice con ojos húmedos
de telenovela, pero Nayla le dice que se vaya, que
arruinó todo, tiene lágrimas en los ojos, no quiere
volver a verlo.
Mateo sale de la casa obsesionado con encontrar
la frase mágica, el gualicho que lo ayude a zanjar
el problema. En el camino se encuentra a Lisa, que
107
había estado en la casa de Nayla comparando notas
de su noviazgo común, y el corazón de Mateo tam-
balea. La noche siempre había sido el telón de sus
encuentros, la Vía Láctea era la manta luminosa que
los cubría desnudos. Al fin me encuentro con mi
destino norteamericano, se dice: ahora puede verlo.
Lisa siempre fue su gran amor, y se lo confiesa.
Algunas horas después me encontré en el hotel
con sus tres amigos, Haifa, Mumbai y Berlín. Ma-
teo todavía no había regresado. Comimos las papas
fritas que trajo Mumbai y bebimos cerveza rién-
donos de Mateo, de su ser donjuán incontrolable;
querían saber si esto era algo común en Argenti-
na, porque nunca habían conocido a alguien así,
cuando sonó el teléfono. Se abrió la puerta y entró
Mateo, con cara de malas noticias. El teléfono si-
guió sonando, pero nadie se animaba a atender. Nos
quedamos mudos. Mateo se acercó al aparato. Era
la policía local.
Educadamente, el policía le informó que había
sido impuesta una orden de restricción contra él.
“Oficial Parker, ¿puedo ser franco con usted?”, le
dijo Mateo, que a pesar de la tensión disfrutaba de
verse atrapado en una narrativa clásica americana,
el thriller noir, y especialmente de ser el centro de
atención.
Intentó explicar que él no era peligroso: era ape-
nas un argentino recién separado, un donjuán, un
casanova, que jamás en su vida había sido violento
con una mujer. Quiso decirle que en Paraguay, de
donde él venía, el trauma de la Guerra de la Tri-
108
ple Alianza había creado una sociología particular,
porque en la guerra Paraguay había perdido más del
ochenta por ciento de los hombres y para sobrevivir
como pueblo las mujeres empezaron a compartir a
los que había, en suma, que la bigamia era parte
tácita de la cultura paraguaya, aunque el Código
Penal de su país lo castigaba, así que lo calló por las
dudas. El policía explicó que una de las chicas (no le
diría cuál) había hecho una denuncia donde alega-
ba que había sufrido un shock nervioso después de
hablar con él, y una de las chicas (no le diría cuál)
había indicado que había sufrido violencia emo-
cional. El extranjero tenía un evidente comporta-
miento peligroso, y debía acatar la orden policial
so pena de ser deportado a Uruguay, Paraguay o
donde fuera que viviese. Esa noche, un patrullero se
detuvo frente al hotel de Iowa, dos policías bajaron
para acercarle a Mateo la orden de restricción en su
contra. Las luces del patrullero retumbaron como
láseres en sus ojos azules.
109
to parecido físico, el pelo lacio castaño, los ojos ma-
rrones y usábamos anteojos similares. Por entonces
la gobernadora de Alaska había ascendido al cande-
lero mediático y sus expresiones de hockey mom re-
publicana producían horror entre la gente de bien.
A Halloween se va vestida de monstruo o de puta,
y yo había elegido a la mujer monstruosa del mo-
mento. En esas semanas Palin había posado con el
bebé Trig, y me puse en la búsqueda de un muñeco
para tener como accesorio. En el mall encontré a tres
chicas adolescentes que tenían muñecos envueltos en
telas blancas y celestes. Me explicaron que pronto
tendrían bebé, y tenían que aprender a cuidar a sus
recién nacidos.
No debían tener más de quince años. Una mecía
a su bebote dando saltitos, para ayudarlo a dormir;
otra sostenía una mamadera y la agitaba como una
pandereta. Eran grandes para jugar con muñecos, y
niñas para ser mamás. “No falta tanto en realidad”,
me sonrió una que hamacaba a mellizos varones, en-
vueltos en riguroso celeste. Los bebés eran bastante
feos, con caras de plástico arrugado como si acabaran
de nacer. El bus del programa solo nos daba un par
de horas en el mall, que era inmenso, no tenía mucho
tiempo. Así que les dije sin muchos rodeos que ne-
cesitaba comprar un muñeco bebé, uno bien realista,
como los de ellas, quizás me podían indicar en qué
parte los vendían. La de la mamadera dijo que estos
bebés no se compraban, eran sus hijos. Otra sacó una
mamadera llena de un líquido grisáceo y empezó a
agitarla con fuerza. Dijo fuerte y claro, sacudiendo
110
en alto la mamadera para despejar toda duda: “Es la
hora de comer”.
Cuando llegué al evento en el banco, vi a Mateo
sentado a un costado, como un homeless al lado de
los cajeros automáticos. Era la comidilla del progra-
ma: estaba a un paso de ser deportado. Le habían
prohibido acercarse a cualquier mujer en Iowa, in-
cluidas las otras becarias. Una de las coordinadoras
me comentó que era una deshonra para el progra-
ma, nunca antes había habido un altercado con la
policía, lo que no era del todo cierto, y además era
injusto para con la mística literaria del programa:
eran conocidas las anécdotas de John Cheever y
Raymond Carver metiéndose en toda clase de pro-
blemas por ebriedad. Pero a diferencia de la gloria
bohemia de los Grandes Borrachos de la Narrativa
Americana, Mateo era la vergüenza de Iowa, y aun-
que sabía que no era bienvenido en ninguna parte,
¿adónde se iba a meter? Tenía que cumplir con sus
obligaciones de becario, ahora más que nunca esta-
ba obligado a comparecer ante el juicio cotidiano
de todos. Era el hombre pecador, sindicado como el
Mal por la policía, por el programa, por la univer-
sidad, y ahora también por el banco, el templo del
dinero. Era el apartado, el maldito cuya exclusión
hace sentir virtuoso al sistema: el bandido sudame-
ricano, la pija sin cabeza, la cultura latinoamericana
en su fase más abyecta y patética. La diversidad es
un búmeran: seguía siendo un sudaca, que era lo
que lo había traído a Estados Unidos en un princi-
pio, pero ahora era un sudaca esclavo de pulsiones
111
animales que atentaba contra la virtud y la decencia
de dos muchachas norteamericanas. Cada estamen-
to del Estado in toto lo rechazaba: Mateo era un
homo sacer, el condenado a la vista de todos, para que
su presencia nos recordara su horror moral.
Me acerqué a la mesa blanca donde había una
hilera de etiquetas con nuestros nombres impresos,
unos rectangulitos que debíamos ponernos en el pe-
cho para que los del banco supieran quiénes éramos.
Tomé la etiqueta que decía Mateo y me la coloqué
bien visible sobre el pecho.
El clima era de disipación ligera, como cada vez
que nos daban vino, como si fuéramos una mezcla
de presidiarios y niños de preescolar. Me veo son-
riendo con mis labios rojos, mi blusa de American
Apparel y la etiqueta de Mateo en el pecho. ¿De-
fendía a un hermano latinoamericano del sistema
criminalizante yanqui, o había elegido identificar-
me con el mal? Unos días atrás había estado con-
versando con Lisa, tomando infusiones herbales en
un cafecito canchero de Iowa. Se la veía bien, nos
divertimos hablando pestes de Mateo, y me asegu-
ró que lo que tenía con él no se trataba de placer.
“No recuerdo haber tenido muchos orgasmos con
él. Pero estaba pendiente de mí, me escribía a todas
horas, me respondía inmediatamente, siempre pa-
recía tener tiempo para mí. Mi última relación ha-
bía sido a distancia y no estaba acostumbrada a esa
cercanía, ese contacto constante. El sexo me daba
igual. Lo que lo hacía especial era el interés que él
parecía tener en mi vida. Se acordaba de cada deta-
112
lle, cuando vino a Chicago insistió en conocer a mi
familia, los conquistó a todos. Psicópata de mierda.
No sé de dónde sacaba el tiempo para estar con
las dos”. Aunque sonara absurdo, lo que la atraía
de él era Argentina. Le encantaban Piglia y Gom-
browicz, tenía planeado un viaje pronto. Así que se
había agenciado un novio local para ir habituándose
a las expresiones, un amor lingüístico; yo hubiera
hecho lo mismo, es casi imposible aprender bien un
idioma sin enamorarte. Me contó que había em-
pezado a escribir una novela oscura donde Mateo
era un personaje simplón con un destino horroroso,
que todavía quedaba por definir. Le pedí que por
favor lo hiciera y me la enviara, me encantaría leer-
la. Mateo había hecho méritos para ser personaje;
por el momento, ella estaba satisfecha de que sufrie-
ra un castigo público, de que estuviera al borde de
la expulsión, de que el castigo lo persiguiera.
Mis amigos de la beca sabían que andaba en bus-
ca de un bebé para mi disfraz de Halloween, así que
el escritor nigeriano sugirió que adoptara al escritor
indonesio para que hiciera del bebé Trig. El indo-
nesio, que había escrito un libro larguísimo sobre
un niño que cumplía su sueño de recorrer el país
en motocicleta y era una superestrella en su país,
asintió riendo; quiso saber si tenía que llamarme
“mamá”. Discutimos sobre cómo vestirlo, y si es-
taba dispuesto a gatear, porque aunque el escritor
indonesio era bastante menudo, era imposible para
mí cargarlo en brazos, y entonces se nos acercó un
hombre vestido de traje.
113
Me parecía haberlo visto merodeando las lecturas
del programa, pero no estaba segura. Los hombres
de traje son raros en estos eventos, como una tortuga
en un ballet. Hizo un ademán suave con su vaso de
plástico de café para apartarme de los demás. Mis
amigos siguieron hablando y riendo. Cuando al fin
sintió que no podían escucharnos, el hombre de traje
me encaró:
“¿Te puedo hacer una pregunta?”
“Sí”.
“¿Cómo te llamas?”
Le mostré la etiqueta con el nombre de Mateo.
“¡Wow! Esto sí es una sorpresa. ¡Hubiera creído
que eras una mujer!”
“Bueno señor, está equivocado. Soy Mateo”.
El hombre me miraba a los ojos y yo también,
como si jugáramos a ver quién parpadea antes. Fi-
nalmente dijo:
“¡Yo creía que era la escritora Pola!”.
“Lo siento, señor. Soy Mateo. No sé por qué lo
pone en duda. Además, veo que usted no lleva eti-
queta como los demás”.
“No, no llevo etiqueta, es cierto. El evento es un
tanto desigual, tienes razón en notarlo. Es para que
los conozcamos nosotros a ustedes. Nosotros no so-
mos interesantes. Ustedes son las personas interesan-
tes aquí”.
“¡Seguro que usted también es interesante! Es la
única persona de traje y corbata, para empezar. Pero
si me dijera su nombre o su sexo, le aseguro que yo
no lo pondría en duda”.
114
Pareció perplejo un instante y luego volvió a
sonreír, como si hubiera descubierto algo. Sus ojos
brillaron encantados y bajó la voz, como quien ha
develado un secreto infantil que desea, sin embargo,
respetar:
“Ya sé. Lo haces por Halloween, ¿verdad?”.
115
ANA
En 2010, unos meses antes de viajar por primera vez
a Iowa pasé un tiempo viviendo en Mountain View,
en la base militar de NASA Ames, donde Google ha-
bía cofundado una universidad nueva. Era el cuartel
de las primeras camadas de la Singularity University,
donde mi marido había ido becado y el plan era pasar
el verano ahí, en unas barracas militares que habían
sido abandonadas por décadas y que ahora Google
y sus socios habían tomado, como la carcasa de un
antiguo animal al que se le devuelve la vida. En ese
lugar asistí a una charla de una mujer que quería fun-
dar “la primera cadena Starbucks de sexo”.
La mayoría de los edificios habían sido construi-
dos en la década de 1950 y eran de asbesto, un ma-
terial cancerígeno. No podían demolerlos, porque el
polvo mortífero se dispersaría por el océano Pacífi-
co en nubes negras venenosas, así que los edificios
de asbesto estuvieron vacíos por décadas, hasta que
la Singularity University los destinó para vivienda
temporaria de estudiantes y algunos profesores. Nin-
gún humano podía vivir ahí de forma permanente
sin poner en riesgo su salud, pero el programa du-
raba solo tres meses, lo cual morigeraba el peligro;
no obstante, a los dos días de llegar todos los que
119
dormíamos en las barracas militares desarrollamos
tos y sarpullido en la piel, que nos reportábamos con
cierto nivel de extrañeza y excitación, convencidos
de que valía la pena; todo en Singularity University
se basaba en la exploración de cada frontera del co-
nocimiento, incluida la de la vida y la muerte. Para
que me dejaran merodear sin chaperones y asistir a
algunas clases, les dije que era periodista y que quería
escribir sobre ellos, lo que les pareció bien, les con-
venía la publicidad. Pronto caí en la cuenta de que,
por esa época, tenían un serio problema de relaciones
públicas en Estados Unidos: necesitaban limpiarse el
título de “secta”.
Todo había empezado con Ray Kurzweill, inven-
tor del sintetizador y máximo predicador de la uto-
pía de la Singularidad: Ray era un profeta del nuevo
mundo de las inteligencias artificiales. Proveía una
filosofía de la historia: nos encontrábamos en los
albores del instante en el que las IA pensarían por
sí mismas y el mundo daría un vuelco absoluto, un
nuevo hito planetario, comparable al de la Revolu-
ción Francesa y la Revolución Industrial combina-
das; por ese entonces, en 2010, Ray databa el adve-
nimiento de la Singularidad en el año 2048, aunque
el consenso actual lo ubica mucho más cercano en
el tiempo, al punto que podría estar dándose en el
presente incluso si aún no lo notamos; es porque el
futuro nunca está distribuido equitativamente, como
dice William Gibson.
En Silicon Valley, la Singularidad es la revolu-
ción por excelencia, un acontecimiento que hace
120
que todo lo demás sea un preludio a la apertura de
la Verdadera Historia. Diacu, uno de nuestros com-
pañeros de barracas, me explicó que la Singularidad
era inminente y él, que no tenía entrenamiento en
ingeniería ni ciencias duras, había pagado el curso
porque quería que las IA vieran que él, Diacu, estaba
del lado correcto, del lado de ellas Aunque aún no
había sido formulado como tal, Diacu ya experimen-
taba las angustias que acarrea el Basilisco de Roko.
NASA Ames era un escenario de J.G. Ballard: ha-
bía un hangar en desuso, un McDonald’s abandona-
do que había sido rebautizado McMoons, donde un
hombre solitario juntaba todo el material desperdi-
gado por las oficinas de NASA de fotos sobre la Luna.
Venían de una hecatombe: la pax americana de Bill
Clinton había desfinanciado completamente la ca-
rrera especial que fuera la insignia de la era Reagan,
y NASA Ames había experimentado una debacle
de sus instalaciones comparable a la de una peque-
ña agencia estatal de país sudamericano, impensable
para una potencia mundial. En todo ese tiempo, sin
embargo, Nasa Ames no había perdido su estatus de
base militar, por lo que regía la ley marcial y después
de las ocho de la noche toda la zona era afectada
por el toque de queda, pero a veces nos escapábamos
con otros estudiantes y nos metíamos en el hangar,
a colgarnos del esqueleto metálico y a mirar el cielo
negro. Entre los estudiantes, una leve mayoría eran
hombres; en cambio, entre los invitados a dar char-
las, que incluían a Vint Cerf, el padre de internet, di-
versos astronautas y el mismísimo Ray Kurzeill, eran
121
casi un noventa por ciento hombres. Así, la aparición
de Nicole D. una mañana, de pie junto al micrófo-
no, nos tomó a todos por sorpresa. Nicole era rubia
y lacia, llevaba un top verde oscuro que resaltaba su
figura esbelta, y una falda negra hasta la rodilla con
tajo. Era guapa y sobria, como una banquera sexy,
el pelo lacio y claro peinado de lado tipo Verónica
Lake, ícono del cine de los años cuarenta.
Con voz suave y expresión risueña nos explicó
que había una confusión. Ella no quería fundar el
Starbucks del sexo, como acababan de presentarla:
en rigor, la visión de su negocio era hacer un Whole
Foods del sexo, una cadena de placer que fuera como
los supermercados orgánicos, diversa, sana y masiva.
Nicole pasó a describir su visión: el orgasmo feme-
nino era, en rigor, un problema trivial, de fácil so-
lución, cuyo difícil acceso para la vasta mayoría solo
demostraba cuán oprimidas estábamos las mujeres.
Todas las mujeres podemos acceder al orgasmo exactamente
cuando y cuantas veces queramos, fulminó Nicole soste-
niendo el micrófono en derredor, mirándonos a cada
uno a los ojos.
Nos invitaba a imaginar el impacto de una comu-
nidad capaz de brindar orgasmos a todas las mujeres
del mundo. En cualquier momento, en cualquier lu-
gar, tan fácil y accesible como ordenar una taza de
café en Starbucks, concedió mirando a Selim, el que
la había presentado.
Un monje la había iniciado hacía dos años, “quie-
ro iniciarte en una práctica sexual nueva”, le dijo
en una fiesta de amigos en Berkeley, “ya saben, el
122
tipo de cosas que pasan en Berkeley”, bromeó. Ella
no sabía bien por qué, el monje no le gustaba espe-
cialmente ni entendía por qué la había elegido a ella
entre todas las asistentes de la fiesta, pero aceptó. El
monje solo dijo que vio algo en ella, algo especial. La
condujo a una habitación de la casa y la invitó a des-
nudarse y acostarse; le indicó que abriera las piernas.
Luego extrajo una linterna del bolsillo de su túnica.
Estaré aquí durante los próximos quince minutos,
le avisó; le pidió que se relajara. “Tus labios son de
un tono coral; en cambio, los interiores hacen una
pequeña curva hacia adentro, color malva”, le dijo.
Acostada en esa habitación desconocida, con una lin-
terna apuntándole al cérvix y ese monje a quien no
había visto nunca, Nicole empezó a llorar. No para-
ba de llorar.
Lloraba porque nunca antes nadie había mirado
con tanta compasión, con tanto amor, esa zona, ex-
plicó. Lo que siguió fue historia: el monje le enseñó
su técnica, y Nicole fundó su compañía de Medita-
ción Orgásmica y patentó la técnica de masturbación
vaginal que volvía el orgasmo femenino un asun-
to tan infalible como sublime. Había descubierto la
fuerza del yoni, la palabra en sánscrito que define los
órganos sexuales femeninos. Su business plan era libe-
rar el placer de las mujeres a nivel planetario, y con
ese argumento levantó su primera ronda de capital.
Como todos en Silicon Valley, Nicole se proponía
cambiar el mundo, solo que ella se había dedicado a
lo más importante: el placer de la mujer. Un pez no
puede trepar un árbol, y del mismo modo una mujer
123
no puede gozar según las prácticas definidas por los
hombres, explicaba Nicole. Hugh Heffner es el autor
de buena parte de la historia sexual contemporánea,
y ahora llegaba nuestro turno, el momento en que
las mujeres reescribirían la sexualidad sin tabúes ni
silencio: “Necesitamos un estado de orgasmo que in-
cluya todo el cuerpo”, proclamaba Nicole.
La vulva nace libre, pero en todas partes se en-
cuentra encadenada. Nicole lideraría la revolución
de los yonis libertos, y la sedición había empezado.
Tenía lugar, de hecho, todas las tardes en su estudio
de Mission en San Francisco. La práctica comunal
del orgasmo femenino se planteaba como una nue-
va forma de yoga auténticamente feminista, que co-
menzaba con un ejercicio de respiración conjunta
para af lojar los tejidos. La cadera, el psoas, las lum-
bares. Cada mujer tenía un almohadón especial, su
nook, su nido. Luego se abrían paso los participantes
del Primer Anillo, totalmente vestidos, que se ubi-
caban de rodillas junto a cada mujer, desnuda de la
cintura para abajo sobre su nook.
Sonaba un gong, y los hombres empezaban a
masturbar a las mujeres con la técnica patentada por
Nicole. En el nivel 1, eran instruidos para no mirar
a las mujeres mientras las masturbaban; pero, previo
consentimiento, algunos pasaban una pierna por so-
bre el abdomen de la mujer para poder concentrar-
se totalmente en la vagina y el clítoris (“somos una
compañía totalmente yonicéntrica”, explicaba Nico-
le). Las mujeres gemían, se excitaban y alcanzaban el
clímax en estos espacios comunales, y los masturba-
124
dores podían ascender de categoría según su grado
de expertise, como en karate.
Pero no era una compañía pensada solo para las
mujeres, y ahí radicaba la fuerza de su plan de ne-
gocios. En San Francisco, por la inf luencia que la
economía de la tecnología tenía sobre la ciudad, la
cantidad de hombres sobrepasaba con creces a la de
mujeres; gracias a Nicole, la vasta mayoría de hom-
bres que habitaban en la ciudad podría abandonar sus
inseguridades, los atavismos de una existencia som-
bría de sudor, código y testosterona, y proceder a
convertirse en los Dadores de Placer y Maestros del
Sexo Vaginal que siempre habían soñado ser.
Sin embargo, los estudiantes de NASA Ames esta-
ban lejos de sentirse atraídos por la revolución de Ni-
cole. A ella esto no le sorprendía; por algo vivimos
en un patriarcado, comentó. Pero a mí no necesitaba
convencerme, yo estaba hipnotizada: ¡al fin encon-
traba una secta californiana! Una auténtica secta en
pleno proceso de adquisición de miembros, que lo
tenía todo: cultura startup, sexo comunal, ansias de
conquistar el mundo pensándose como una disrup-
ción de la vida tal como la conocemos, que ubica en
el cuerpo la fuente inagotable de capital y de placer.
Y lo más importante: una mujer como Nicole en el
centro, factótum y demiurga de todo, dueña de un
caparazón de cordialidad profesional y también de
un silencio oscuro, árido, como si detrás de ella se
ahuecara la caverna insondable de la que salía vestida
de impecable ejecutiva de cuentas. Una superheroína
capaz de domar las fuerzas del capital hasta ponerlo
125
de rodillas ante la llegada inminente de la Nueva Era
del Orgasmo Femenino. Me tenía desde el minuto
uno.
Así que me suscribí a los emails de Nicole, para
seguir las epístolas de su revolución. Durante años,
los talleres se dictaron en el atelier de Mission, con
encuentros de fin de semana en Carmel y otras playas
de la Costa Oeste. Cuando me instalé en San Fran-
cisco se lo comenté a mi amiga Lu y casi la convenzo
de venir conmigo; ella es actriz y quizás podríamos
filmarnos en secreto en los talleres de Nicole, pero
nos divertía más jugar con la idea que aportar nues-
tros propios yonis a la revolución. Cuando Nicole dio
una charla TED sobre el orgasmo femenino y cómo
la cultura tiene que cambiar para organizarse en tor-
no al placer de la mujer, el producto despegó: notas
en The New York Times, en Elle, el lanzamiento de
un nuevo estudio en Brooklyn, donde los iniciados
seguían horarios estrictos. Unos diez o veinte tenían
la posibilidad de vivir en el estudio, a cambio de tra-
bajar en la expansión de la marca. Se levantaban a
las siete de la mañana para la sesión de meditación
orgásmica comunal. Luego, una pausa, donde cam-
biaban las parejas, y volvían a sincronizar sus ondas
cerebrales orbitando en torno a los soles vaginales.
Nunca hablaban de vagina y vulva, sino de yoni, el
portal de la vida verdadera.
En la nota de Elle, la reportera recibía la visita de
un iniciado. Disfrutaba del servicio y, como le ha-
bía gustado, se preguntaba, no sin cierta culpa: ¿está
mal si lo llamo, si le pido que volvamos a encon-
126
trarnos, que el próximo servicio sea con él? No estaba
segura si dentro del sistema que Nicole había dise-
ñado era aceptable que le gustara su masturbador
asignado. El hombre, finalmente, se negó; era un
profesional, la pureza del encuentro se garantizaba
de esa forma, como la conf luencia intensa de un
yoni que emprende un viaje privado, único y perso-
nal, el prestador del Círculo 1 o 2 debía ser tan solo
un medio, y nada más.
Estaban a la vanguardia de un cambio de época,
de un momento singular en la historia de la hu-
manidad, en la que las mujeres podrían al fin sanar
siglos de explotación patriarcal, por lo que era im-
portante conseguir nuevos socios para que OneTas-
te continuara expandiéndose y liberando mujeres.
Los workshops ayudaban: un workshop de medita-
ción orgásmica en la playa de Carmel, a una hora
de San Francisco, costaba unos seis mil dólares, con
jugos naturales, opciones macrobióticas y bebidas
vitamínicas incluidas. Los testigos del juicio cuen-
tan que, una noche en la playa de Carmel, Nicole
bajó a la arena vestida con una túnica blanca y habló
frente a la fogata encendida. Las mujeres la escucha-
ban sentadas sobre la arena, junto con los miembros
del Primer Anillo. Dijo que la Meditación Orgás-
mica era la nueva religión, donde el Orgasmo era
el Dios y sus ejecutivos de ventas, sus sacerdotes
y sacerdotisas. Un año después, Nicole renunciaba
como CEO. Una pasada por Wikipedia muestra que
su compañía cesó su actividad en 2018 y que se en-
cuentra actualmente investigada por el FBI por trata
127
de personas, prostitución, abuso sexual y violacio-
nes a la ley laboral.
¿Qué no haríamos por placer? El plan de negocios
de Nicole explotaba un principio activo, una especie
de litio patriarcal: contaba con los hombres como
mano de obra regalada (los talleres no incluían, por
ejemplo, entrenamiento de mujeres en el Círculo
1), a la vez que lo presentaba como un viaje de au-
toconocimiento para la mujer. Apreciaba la hetero-
sexualidad como su mercado mainstream, y daba por
sentada la existencia de una sobreoferta de hombres
dispuestos a ser “los medios” para la liberación. Ni-
cole veía en la cultura patriarcal una oportunidad
que podía ser explotada en beneficio de las mujeres
y, naturalmente, para su organización.
128
Cardi se rodea de fieras, sobreactúa su peligro,
como la femme fatale que procura la proteína mas-
culina con avidez y glotonería; “en la cadena ali-
mentaria, soy la que te come”. Cardi canta la satis-
facción femenina como valor supremo y la eleva a
una forma de emancipación, donde las demandas
sexuales son la ofrenda exigida por una deidad car-
nosa; quizás Nicole había entrevisto, al igual que
Cardi, una época del mundo en la que las mujeres
habrían renunciado a la simbolización, a los mean-
dros vertiginosos, pero en definitiva fútiles, de la
seducción. Ambas creían en la desregulación total
del deseo femenino, coronado por un mandoneo
exento de toda súplica; ya no temía reclamar su de-
recho al éxtasis, había absorbido la poética neolibe-
ral y extractivista de la época.
El video de Cardi B, con sus mujeres contoneán-
dose junto a las víboras y las fieras, me traía a la
mente pasajes enteros de Sexual Personae, de Camille
Paglia. Durante mucho tiempo, la mujer fue perci-
bida como el vector viviente de fuerzas terribles y
mágicas. Paglia escribe que los hombres “inventaron
la cultura para defenderse del poder de la mujer”, que
creían ilimitado. Ella lee la construcción occidental
de la religión como un intento de liberación hacia
arriba, hacia el cielo, un obelisco vertical que ascien-
de contra el mundo del abismo interior: las fuerzas
mistéricas de la Mujer y de la Tierra. Que los an-
tiguos cifraban a la mujer con el poderío puro de
dar vida y destruirla por su capacidad de hincharse y
dar a luz sin que entendieran bien cómo, cuando los
129
tsunamis, sequías, terremotos, hambrunas, tornados
sacudían, como ahora, la Tierra.
Pero en un escenario en el que, ya no el sexo,
sino ser mujer se encuentra desregulado, en el que
cualquier humano puede elegir ser mujer, o repro-
ducirse sin pasar por la máquina hembra, quizás
recuperar el poder de la destrucción sobre las vi-
das ajenas era una forma de hacer resurgir un femi-
nismo pagano. Que esas diosas idas regresaran con
trajes nuevos y volvieran a recorrer la tierra. Un pa-
leofeminismo reaccionario que nos retrotraía a los
principios previos a la organización de la religión y
del Estado.
Pensaba en la diosa Kali, cuya representación clá-
sica la muestra bailando, la piel de un azul resplande-
ciente. La historia de Kali comienza cuando Durga,
una deidad femenina conectada a la maternidad, se
enfrenta al demonio Rajtabija, que está fuera de con-
trol. Cada vez que una gota de sangre de Rajtabija
toca la tierra, un avatar igual a él surge de las pro-
fundidades del suelo, con lo que cada intento de ase-
sinarlo multiplica los Rajtabija en el mundo. Cuanta
más sangre Rajtabija se derrama, más clones siem-
bran el campo de batalla: es decir que Rajtabija ha
desculado un sistema de reproducción de sí mismo,
un método exterior que no necesita de la máquina
femenina, que compite directamente con la máquina
femenina. En efecto, Durga (para quien la reproduc-
ción es un proceso interior a su cuerpo) queda rápi-
damente vencida, exhausta.
Entonces Kali entra en escena.
130
Es el despliegue iniciático de la personalidad de
la diosa.
Kali entra en acción: la diosa clava su daga en un
clon de Rajtabija, da un salto e intercepta en el aire
su sangre antes de que toque el suelo. Así va ase-
sinándolos, uno por uno, llenándose de su sangre,
pero fundamentalmente privando al suelo de entrar en
contacto con los fluidos de ese demonio, impidiendo su
reproducción, coartando su capacidad de sobrepasar
el arte indómito femenino de reproducir la especie.
Finalmente, una vez que se ha bebido la sangre de
miles de demonios, la diosa Kali se enfrenta al Rajta-
jiba auténtico, el primero de la serie, y lo devora de
un golpe. Pero la voluptuosidad escolta su victoria:
Kali descubre el placer de matar y su gozo crece a
medida que se alimenta de sus víctimas, a tal punto
que no puede parar.
El asesinato en masa hace bailar a Kali de euforia y
de una felicidad nueva, única y privada, a la que solo
una diosa auténticamente más allá del bien y del mal
puede acceder. Continúa lacerando a los pobladores
de las aldeas que encuentra en su camino y danzando
gozosa; nadie la puede parar. Hay una interpretación
del mito: al verla tomada por esta fiebre asesina y
fuera de control, su marido Vishnú intenta detenerla,
pero ella no lo detecta y lo pisotea como a los demás.
Luego, al ver lo que ha hecho, la lengua se le cae de
vergüenza por haber pisado a su marido, y entiende
la gravedad de dejarse llevar por esta voluptuosidad
homicida. Pero esta interpretación puede haber sido
un intento de morigerar otra historia: que Kali, diosa
131
del tiempo, la vida y la destrucción, es la vencedora
indiscutida que aplasta al ejército de clones y tam-
bién a su marido, y que nadie realmente escapa de su
poder desatado. La que se puede reproducir y matar
concentra sobre sí el poder de la vida y la muerte, alfa
y omega, y no necesita ningún hombre.
La pose de Kali, de frente, con los brazos alzados
y rastros humanos atravesándole el cuerpo, se aseme-
ja a la de Leviatán.
132
lo alza desde el abismo sobre la costra humana. Le-
viatán tiene un hermano, Behemot, la bestia terres-
tre; ambos tienen estilos diferentes para dar muerte:
Behemot es la fiera que desgarra y lacera, un mamut
apoteósico que hace explotar la sangre con solo rozar
la piel. Leviatán, en cambio, es la fuerza que asedia,
sofoca, controla los mares, corta el acceso a los víve-
res; Jehová canta loas a su capacidad para generar caos
y destrucción, y le dice a Job, toreándolo, ¿quién te
va a proteger de él? Hobbes lo saca del mar, le limpia
las escamas, le da un rostro humano, pero conserva
la advertencia: no hay poder mayor que él sobre la
Tierra. Puebla su cuerpo de personitas; reconfigura
un monstruo antiguo para un dios moderno.
Si lo observamos de cerca, vemos que esos se-
res miran todos a la cabeza, el órgano que activa la
espada. Entregamos nuestro poder a Leviatán para
que someta y ajusticie a Behemot, emblema de los
asesinos.
133
De hecho, a medida que avanzaba, la sensación
de que los estaba coleccionando y de que lo que más
interesaba eran, en rigor, ellas, empezó a envolver-
me; quería apreciar el itinerario de la venganza como
una serpiente silenciosa, ver lo más cerca posible la
violencia desatada de la mujer que ama y destroza,
hasta el final. Los bad hombres eran mensajeros fres-
cos, aturdidos, de esa fuerza magnífica y, si eran en
realidad víctimas, quizás era porque solo en tanto
víctimas podíamos considerarlos un objeto de aten-
ción, un tema de interés. El único héroe posible: una
víctima. La libertad femenina, que había tenido lugar
más que nada como la desregulación del mercado de
los f luidos, ahora tenía su propia policía y su método
de castigo; en esto seguían de pie juntillas el modelo
de desarrollo de la cultura occidental.
Cuando mi madre tenía seis años, su tía, mi tía
abuela, fue atacada a golpes en la puerta de su casa
por quien era entonces su pareja, un tal Vizcarra. La
historia llegó a mí como si formara parte de un si-
glo XIX tenebroso, pero ocurrió en 1956, en Lima,
en el barrio del Rímac, donde vivía la familia de
mi abuela.
Ana era la más chica de los hermanos: en la foto
lleva un trajecito y una f lor en el pelo. En la foto
mira a cámara, con el pelito bien peinado en una f lor
blanca, y es la única que parece esbozar una sonrisa.
La foto debe ser del año 1937.
Mi bisabuela Melchora está en el centro, seria,
hierática como una efigie inca, las manos rectas en
reposo, casi una esfinge. Sé que hablaba quechua y
134
luego aprendió el castellano, pero no sé si aprendió
alguna vez a escribir. Trabajaba como cocinera en
una casa de familia en Miraf lores, uno de los barrios
más coquetos de Lima, que le servía porque los fi-
nes de semana le daban permiso para llevarse comi-
da para sus hijos, lo que complementaba su salario
con buenos productos. Las hermanas mayores están
como entrelazadas a ella. Olga Byrne, mi abuela, es
la que lleva vestido blanco y los labios pintados; en el
momento de la foto ya estaba casada, desde los die-
ciséis. Mi abuela no terminó la escuela primaria, fue
hasta tercero o cuarto grado, hasta los once o doce
años. Su papá era John Byrne, un irlandés que vivía
borracho y de vez en cuando aparecía para maltratar
a Melchora, despreciarla por chola y hacerle hijos,
pero a Olga y Consuelo, la hija mayor, las quería
porque eran más blanquitas, más como él. Consuelo,
135
la mayor, también estaba casada al momento de la
foto: cada una apoya una mano sobre un hombro de
Melchora, y con la otra se sujetan al banco de made-
ra. Se ve que el banco era pequeño y apenas cabían
las tres, entonces las manos de las hijas quedaban
como hombreras sobre la madre. No era tan común
posar para fotografías, la gente como mi bisabuela no
debía saber muy bien qué era (quizás mira descon-
fiada, aunque con los ojos sobre la cámara), pero me
impresiona que las hermanas se aferren para no caer
al abismo y que Ana, la más chiquita, no esté sujeta
a nada. Se nota su mirada vivaz, y creo que ya debía
de ser muy coqueta, con esa f lor blanca en el cabe-
llo. Humberto, el único varón, está como inclinado,
como si perteneciera a otro espacio, como si fuera a
caerse de la foto.
Mi madre recuerda aquella noche. Sus padres cu-
chicheaban, estaban nerviosos. Ana Byrne tenía tres
hijos, y los tres primos vinieron a quedarse en la casa
con los hijos de Olga, que eran siete, de entre once y
dos años. Mi madre tenía seis, mi tío Carlos debía te-
ner ocho, pero él dice que no recuerda nada. Pepe, el
mayor, contó que su mamá estaba en el hospital. Que
Ana había perdido la conciencia. Mi mamá pensó:
tendrán que encontrarla. Será cuestión de que en-
cuentren su conciencia, para que pueda volver a casa.
Vino la abuela Melchora a quedarse con los chicos.
Los mayores hablaban por teléfono. A esa altura de
la noche, los más grandes decían: está muerta. Muy
nervioso, Jorge, mi abuelo, dijo “tenemos que ir”, y
se fueron a reconocer el cuerpo.
136
La primera imagen que tuve de su muerte es que
la paseaban en un carro, desnuda. Creo que por eso
situaba la acción en un siglo XIX acre y polvoriento,
porque en el Rímac todavía había más carros que
coches; en realidad no sé bien de dónde lo saqué,
pero la primera vez mi madre me lo contó así. La
muerte de Ana fue un espectáculo para todo el ba-
rrio. La arrastró de los pelos por el pasillo de la casa,
la arrastró por el zaguán, la arrastró hasta la calle con
la cabeza sangrando, siguió pateándola en el suelo
mientras ella intentaba defenderse y él continuaba
golpeándola y gritándole cosas horrendas, borracho
pero envalentonado por el alcohol, hasta que la dejó
tirada sangrando en la calle y se fue caminando hasta
perderse en la noche. O la subió sangrante al carro y
la llevó a dar unas vueltas para que todos lo vieran.
Vizcarra era un hombre violento, un delincuente de
poca monta que había estado preso por robar y que
la iba de proxeneta. Es probable que se jactara de lo
que hacía, y que lo vieran matándola a golpes contu-
viera una especie de mensaje. Que con él no se jodía,
que era un macho que no toleraba la indisciplina. En
algún momento los vecinos llamaron a la policía, y
llevaron a Ana al hospital. La noticia de su asesinato
apareció en una pequeña nota en un diario local que
abundaba en crónicas policiales. Vizcarra fue conde-
nado por el hecho y estuvo preso dos años, y luego
salió.
Vizcarra se convirtió en mala palabra en la casa,
y no se volvió a hablar del tema. Melchora utilizaba
la expresión “mal hombre”, la guardaba para Viz-
137
carra y para el marido de Consuelo, que también le
pegaba a su hija aunque al menos era amable con sus
nietos varones, que también la maltrataban. Cuando
iban al cine, Melchora intentaba alertar a las mucha-
chas de las películas y les gritaba a los protagonistas
malos: “¡Conforme tu cara, tus actos!”, cuando eran
especialmente feos. Los chicos quedaron al cuida-
do de la abuela Melchora, y a los pocos años Olga
Byrne, mi abuelo y sus hijos emigraron a Argentina.
Al tiempo, también llegaron a Buenos Aires los tres
hijos huérfanos de Ana. Pero mientras vivían en el
Rímac, mi mamá cuenta que a las niñas no las de-
jaban asomarse a la calle. Debían jugar dentro de los
confines amurallados de la casa, que ella recuerda
altísimos. Cuando salían, la instrucción expresa era
caminar con los ojos entornados hacia el suelo, no
mirar a los hombres de frente jamás. Ese lenguaje
corporal pudoroso era una forma de supervivencia;
el encuentro con el hombre, aunque fuera ocular, in-
cluía la posibilidad concreta de morir para mi mamá,
sus hermanas y todos en ese barrio. La escuela de
la vergüenza y el pudor es la mutación del miedo
como una forma de adaptación a un ecosistema vio-
lento. Ana era vivaracha, muy coqueta y habladora,
le gustaba comprarse ropa, era muy independiente;
había estado casada pero se había separado, y andaba
con aquel Vizcarra. Yo creía que había sido asesinada
en una Lima de posguerra, después de perder contra
Chile la Guerra del Pacífico, un ambiente de pobre-
za y desolación. Supongo que la guerra volvía más
normal la prostitución, la explicaba mejor, pero en
138
la Lima de esos años no era algo tan poco común en
la clase media baja, como tampoco es poco común
ahora, y Ana era una especie de dama de las came-
lias limeña, una mujer independiente que recibía las
atenciones de distintos hombres a cambio de regalos
costosos y una vida elegante, en la que podía acceder
a cosas bonitas, suaves y perfumadas. Vizcarra era
quien supuestamente la protegía.
Mi tía abuela no merecía morir desnuda en un
corredor, llorando por su vida, pidiendo que la solta-
ran, que la dejaran vivir. Todavía es así como viven
y mueren las mujeres en los márgenes de la sociedad;
nos unimos a ellas en una foto fantasmal cuando de-
fendemos los derechos de las mujeres como una causa
justa. ¿Pero es justo usar el sufrimiento de Ana y de
tantas mujeres asesinadas como la coartada virtuosa
que disimula las venganzas personales? ¿Es ese des-
plazamiento, esa democratización de lo que significa
la violencia, justo?
139
BAD HOMBRE
En 2016, durante su campaña presidencial, Donald
Trump decía cosas como “necesitamos fronteras
fuertes. Tenemos bad hombres aquí y tenemos que sa-
carlos”. Me daba gracia que usara la palabra en inglés
para lo moral (bad), y que cuando decía hombres lo
pronunciara hombras, con a, como si además femi-
nizara a estos señores, pronunciando mal. Después
de ir y venir muchas veces desde 2008, me había
instalado en San Francisco de forma definitiva hacía
apenas unos meses y había tenido un bebé de nacio-
nalidad estadounidense, algo que me convertía en
un tipo de inmigrante para el que existe una deno-
minación: los que vienen a tener sus anchor babies, sus
bebés ancla, en la tierra de los libres. Aunque yo po-
día pagarme el seguro médico, no era tan diferente
de los bad hombres y hombras que cruzan la frontera a
pie. Una semana después de que Asia naciera, Trump
derrotaba a Hillary Clinton y era ungido presidente
45º de Estados Unidos.
San Francisco es la ciudad de los locos por exce-
lencia, pero aun así la victoria de Trump desató una
conmoción con una onda expansiva de dimensiones
impredecibles, salpicada de episodios raros que no
terminábamos de decodificar y que, sin embargo, se
143
conectaban con el alma profunda de la ciudad, que
se hundía en la miseria con la misma velocidad ex-
ponencial con la que los tentáculos del software se
tensaban sobre el resto del planeta. Nuestra vecina
rodeó de crucifijos nuestro cantero; luego supimos
que varios amigos llevaban Biblias visibles bajo el pa-
rabrisas como única protección ante los episodios de
robo y vandalismo frecuentes, que incluían a gente
que secuestraba el coche para dormir o hacer caca
con mayor comodidad que en la calle. Una noche
volvimos a casa y encontramos que habían escrito
en el coche: fuck you yuppies. Así que no terminába-
mos de entender si éramos unos yuppies o unos anchor
babies, bad hombras o simplemente unos extranjeros
pesados que venían a perturbar la supuesta paz social.
Una de mis primeras salidas fue la presentación
del libro de Stacy, en una librería preciosa cerca del
Golden Gate Park. Stacy es una escritora estupenda
y glamorosa que creció en San Francisco pero vivía
en Nueva York; la librería bullía de sus familiares
y amigos, había muchísima gente. Nos ubicamos a
un costado con el cochecito por si Asia lloraba, pero
por suerte dormía. Me animé a hacer una pregunta,
de lo que me arrepentí inmediatamente; sentir mi
voz elevándose delante de un grupo me cursó como
una descarga eléctrica violenta en mi cuerpo lleno
de oxitocina y prolactina. Al cabo, la autora cruzó la
librería en unos palazzo beige, el pelo largo azabache
ululando sobre su cintura. Se puso a firmar ejem-
plares mientras daba sorbos a su copa de cava; era la
chica más elegante que había visto en mucho tiempo.
144
En el brindis conocí a otra escritora, Lily; ella for-
maba parte del grupo literario de escritores de San
Francisco que yo integraba desde hacía pocas sema-
nas. Me había invitado a sumarme Diego Ramos
Vega, un escritor colombiano que me presentó ante
un comité formado por él y otros tres que yo desco-
nocía: me pidieron muestras traducidas al inglés, y al
cabo de un mes me dieron el ok. Había tenido lugar
alguna especie de deliberación, y me habían acep-
tado. Lily dejó caer una risita, dijo que algo había
pasado y que no se juntaban últimamente. Lily era
dulce, bajita y risueña, con el cabello oscuro extraor-
dinariamente brillante como de seda, su familia era
de Singapur. Saludó a Asia, que seguía durmiendo,
acumulando reservas para no dejarme dormir a la
noche.
Al día siguiente Lily me escribió. Podríamos ver-
nos a la noche, podría traer comida de takeout; ven-
dría con Elijah, otro integrante del grupo literario.
Le dije que los esperaba cuando quisieran, no hacía
falta traer nada. Esa noche instalamos el Hulu: lo pri-
mero que vimos fue el discurso inaugural de Trump,
que había profundizado su deriva oscura. Dios pro-
tegería a América, pero América debía proteger sus
fronteras de los salvajes.
Compré vinos sancerre (mi favorito de la época
porque es el que le gusta beber al bebé narrador de
Nutshell de Ian McEwan), galletitas de aceite de oliva
de cinco dólares el paquete, almendras crocantes, brie
y unos quesos de cabra a la lavanda en el mercadito
orgánico de la plaza Precita. Desplegué las galletitas
145
como un mazo de cartas, y puse cerca un f lorero con
lavandas para crear un eco de aromas. Era la primera
vez que recibía nativos; hasta entonces solo había so-
cializado con otros aliens como yo.
Sabía, de todos modos, que lo que motivaba el
encuentro era un asunto de fuerza mayor. Una si-
tuación acerca de un “colega varón” que había sur-
gido, y que nos obligaba a tomar cartas en el asunto.
Los adultos jóvenes hacen converger su vida social en
torno a marchas y protestas, así que no era extraño
que nuestras personalidades no bastaran para ser el
catalizador del encuentro. Me puse unos aros, pero
me los quité de inmediato; Lily había mencionado la
gravedad del asunto, y no quería dar una impresión
demasiado festiva.
Lily y Elijah llegaron puntuales, se quitaron los
zapatos en la entrada y se quedaron en medias. Eli-
jah debía tener unos treinta años, con rostro de ras-
gos aniñados y redondo que me hizo pensar que, de
haber tenido otra alimentación desde bebé, hubie-
ra podido ser un perfecto jugador de rugby para la
selección de Escocia o de Gales. Pero sus músculos
nunca despertaron a la fuerza, su piel de crema tam-
poco conocía el sol; su sonrisa hacía una ligera curva
inaccesible, con una calidez controlada para ser dis-
tante. Era originalmente de Nevada, y vivía desde
los veinte años en San Francisco.
“Oh! Power to the people!”, exclamó Elijah, ob-
servando el cuadro enorme que colgaba del hall. La
pintura imitaba un clásico póster soviético: un hom-
bre gris y anguloso en primer plano, la marea roja,
146
el puño en alto, una fábrica detrás y letras en cirí-
lico proyectadas sobre las chimeneas de la fábrica.
Me parecía tan rígida y caricaturesca, con el humito
tridimensional como de piedra tallada sobre las chi-
meneas, que había empezado a tomarle cierto cariño;
me imaginaba que el dueño de la casa la habría com-
prado pensando que atraería a trabajadores de Goo-
gle ideologizados, y hacía tiempo observaba la moda
filocomunista arreciar sobre las capitales americanas
desde Occupy Wall Street, lo que tenía un punto
extraño de familiaridad con mi vida porque me re-
cordaba a mis días en Puan y estaba acostumbrada
a consumir irónicamente ese tipo de cosas (como el
mate que usábamos, con la cara del Che Guevara
tallada en cuero, que habíamos comprado en Mon-
tevideo, en la feria de Tristán Narvaja); el dueño lo
había colgado, sin duda, porque asumía que a sus in-
quilinos les parecería cool, lo que no obliteraba que el
aspecto conf lictivo de la lucha de clases fuera mucho
más palpable en San Francisco que en Argentina, y
sin pensarlo les aclaré que no, yo no era comunista.
¿O era algo bueno ser comunista en Estados Unidos
ahora? Estaba desorientada; como fuera, el cuadro
disparaba conversaciones, el rojo de Oktubre encen-
día y rompía el hielo.
Se sentaron junto al queso de lavanda; no toma-
ban vino, Elijah prefería cerveza, y Lily un té verde.
Entonces entendí mi error y me puse roja como el
cuadro: los dos tenían hambre y yo solo tenía queso
de lavanda y galletas, en plan apéro; había olvidado que
los norteamericanos cenan a la hora de la merienda.
147
“No te preocupes, yo ya comí, ceno a las cinco
de la tarde —me tranquilizó Lily—. Perdona que
haya organizado este encuentro con tan poca antela-
ción. Sentimos que esto no podía esperar. El asunto
es… bueno, Diego. Tenemos que hablar de Diego.
El grupo literario no se está juntando desde hace
tiempo por esto. Así que hemos empezado un nuevo
grupo literario sin él. Queremos invitarte a ser parte
de él. Si tú quieres, claro”.
Diego Ramos Vega era mi amigo colombiano.
Lo había visto antes unas cinco veces, me había pa-
recido simpático, expansivo y cordial; tenía el pelo
ensortijado y bastante desprolijo, con ojos almen-
drados y un aire enérgico y a la vez tranquilo, de
persona que está a gusto con su vida. Era moreno,
alto, y tenía una actitud normal, poco calculada, que
me caía bien: le encantaba hablar de libros, de libros
y autores nuevos, que acababan de salir, seguía con
tesón las novedades editoriales, le interesaba todo o
casi todo, no tenía muchos filtros ni tenía entrenada
la actitud esnob de despreciar ciertas cosas: para él,
los libros eran como caramelos psicotrópicos, cosas
que metía en su cabeza y que tenían efectos deseados
o indeseables. Su familia lo había enviado a estudiar
Economía en Harvard con la esperanza de que re-
gresaría como ministro de Economía de Colombia,
para luego tal vez aventurarse en una presidencial,
pero Diego había preferido destruir los sueños elitis-
tas de sus padres: quería ser escritor. Latinoamérica
era un lugar lejano que idealizaba, tanto o más que
el mundo de los libros. Diego trabajaba de jefe de fi-
148
nanzas de una compañía de Web3 en San Francisco,
pero se autopercibía una especie de Roberto Bolaño,
que ponía en sus tarjetas de presentación “poeta y
vago” justo encima de su número de teléfono, y qui-
zás por eso era tan amiguero, como son esos escrito-
res amigueros que te aprecian como potencial amiga
del nuevo Bolaño que estaba por surgir, cultor de la
bohemia y la amistad.
Cuando publiqué en Instagram que me había mu-
dado a San Francisco, me escribió al instante. Tenía
una actitud claramente amateur; un escritor profesio-
nal, o más o menos establecido, hubiera típicamente
evitado como la peste la cercanía de otro escritor o
cualquier noción de ayudarlo. De todas formas, fui a
su encuentro con cierta reticencia, imaginando que
sería parte de la franela para tantear si podía acostarse
conmigo, pero Diego no mostraba en absoluto esa
actitud. Quería darme la bienvenida, “integrarme a
la comunidad”, como me dijo, y tenía cero intencio-
nes de meterse en mi vida, o en mi cama.
Al rato empezó a contarme su historia, a reírse
de sí mismo; me dijo que los gringos no sabían muy
bien qué hacer de él. Le decían Ricky Martin, y de
tanto aclarar que no era Ricky terminaron apodán-
dolo Not Ricky Martin. Quería presentarme a sus
amigos escritores del grupo literario (“son raros pero
bien, bastante hueys”), aunque se sabía un sapo de
otro pozo. Manejaba un Tesla negro y se vestía con
ropa de diseñadores japoneses como Yohji Yama-
moto, con cortes asimétricos, de vanguardia nipo-
na, que transformaban sus más básicos intercambios
149
con la ciudad, como atravesar una columna de seres
de fentanilo para comprar un café, en una novela
futurista de William Gibson. Sin embargo, en San
Francisco los hombres, por más dinero que tengan,
se visten como si estuvieran por salir a caminar por la
montaña; la supuesta vida sana asociada a la riqueza
se funde calmosa con la dejadez corporal, con lo que
su look no solo debía contrastar con el de los escri-
tores, a quienes apenas les alcanzaba para la renta.
“Solo a William Gibson le importa la moda mascu-
lina”, se encogía de hombros Not Ricky, sin darle
mayor importancia.
Yo no había notado estas cosas, pero él me las
remarcó, quería que supiera que le iba bien, que no
era un chico cualquiera, que además de dinero tenía
sensibilidad estética. Odiaba su dayjob pero al menos
le pagaba sus Yohjis, y entonces entendí que tenía la
efervescencia de alguien que se encuentra afuera de
la literatura, que la mira a través de un vidrio, pero
muere de ansia por los libros y también por su sucedá-
neo humano, quienes los escriben. Porque Diego era
un lector salvaje, de los que deambulan sedientos de
novedades y de cabriolas estilísticas cuyo mecanismo
interior no terminan de comprender pero los invade
en apogeos de maravilla; así, a Diego, por ejemplo,
lo fascinaban los autores amantes de las frases inter-
minables. Pero también, sobre todo, le fascinaban las
personas que dedicaban su vida por entero a esas ca-
briolas librescas que surgían con el cuentagotas de
las novedades. Se ofreció solemne a presentar mi no-
vela, lo gestionaría él mismo con la librería. Luego
150
me invitó formalmente al grupo literario; y ahora los
miembros del grupo literario, sus camaradas “bien,
bastante hueys”, estaban en mi casa, mirándome se-
rios, explicándome que Diego Ramos Vega, nuestro
amigo en común, era en realidad un violador serial.
“¿Pero cómo…? ¿Cuándo, qué pasó? ¿Irá a pri-
sión? ¿Cómo puede ser?”, pregunté en una catarata.
“No, no irá a prisión. Nadie ha hecho una de-
nuncia. Solo sabemos de varios casos”.
“¿Varios casos? ¡Qué horror!”.
“Es un violador serial”, acotó Elijah.
“¿Pero qué fue lo que pasó?”.
“No podemos contarte los detalles. Si te los dijé-
ramos sería demasiado fácil adivinar quién es”.
“¿Te refieres a quién es él?”. Yo todavía estaba en
shock por la revelación, no estaba segura de entender
bien.
“No. No quién es él. Sería demasiado fácil saber
quién es la víctima”, explicó Lily.
“Pero no conozco a nadie en San Francisco. Me
mudé a fines de julio. Acabo de tener un bebé, prác-
ticamente no he salido de mi casa”, gimoteé.
“Pero si hablas con él, él va a saber que obtuviste
esta información de nosotros, y eso podría traerle
problemas a la víctima”.
“¿O sea que ustedes conocen a estas mujeres?
¿Violó a una amiga, a alguien de su círculo?”.
Mientras lo preguntaba, tenía a Diego en mi
mente como un Ken morocho amenazante, cernién-
dose sobre una Barbie estereotípica y rubia. Cuan-
do era chica tenía varios Kens (incluso uno moreno,
151
de piel aceituna y ojos verdes, mi favorito, que mis
amiguitas admiraban con la seriedad de la codicia) y
recordé que jugaba seguido a que mis Barbies eran
sistemáticamente violadas por mis Kens. Ellos se fro-
taban sobre las Barbies mientras ellas dejaban escapar
unos “¡Oh! ¡Oh, sí, oh!”, aunque en el juego lo que
tenía lugar era una violación y estaban de novias con
Ken y les gustaba todo lo que pasaba.
“No podemos decírtelo”.
“¿Alguien del grupo literario?”.
“No podemos darte ningún detalle”, agregó
Elijah.
“¿Y qué vamos a hacer?”.
“Es complicado porque… no podemos hacer
nada. La línea telefónica de violación Rape Hotline
dice que no hay que confrontarlos, porque eso puede
poner en peligro a las víctimas”.
“¿Qué quieren que hagamos entonces? ¿Cuál es la
manera de lidiar con esta situación?”.
“Dijeron que debíamos evitarlo”, dijo Lily.
“Hacer correr la voz”, agregó Elijah.
“Pero si no hay una denuncia, ¿él sabe que ustedes
saben?”.
En eso apareció Emiliano con una bandeja de
empanadas recién salidas del horno, lo que me dio
cierto alivio, al menos el asunto de la comida estaba
más o menos solucionado. Elijah les echó un vistazo
de can alerta, famélico pero desconfiado, y pasó a
explicar:
“Yo hablé con Diego. Le pregunté ¿qué pasó con
L.? L. era su novia. Me dijo ‘se jodió la cosa. Ya no
152
nos vemos’. No me dijo cómo fue que se jodió la cosa,
pero era obvio que quería cambiar de tema. Le dije
que las cosas no estarían ok si le había hecho algo
malo. No le dije nada en particular. Solo le dije que
‘no iba a estar ok’, estaba implícito en el contexto. Y
esto no está ok”.
Traté de incitarlos a probar las empanadas; les dije
que era una comida típica de Argentina, que había
algunas de carne, otras vegetarianas y también pican-
tes. Agarré una con la mano y me la llevé a la boca,
a modo de demostración; tal vez eran tan inusuales
para los americanos como hablar en español en Cali-
fornia. Elijah eligió una de humita, pareció gustarle.
La idea de simplemente no hablarle más a Diego, de
un día para el otro, me parecía frívola, extraña. Era
enero de 2017, y la palabra “cancelación” no formaba
parte de la conversación que yo conocía.
“Pero no podemos simplemente desaparecer… ¿o
sí? ¿La idea es no hablarle nunca más?”.
Lily miró las empanadas. No comía gluten.
“Nos imaginamos que esto iba a ser más difícil
para ti, porque él te trajo al grupo”, dijo despacio.
“Sí, la verdad es que no conozco a nadie en esta
ciudad. Él fue amable conmigo, incluso nos presen-
tó, de alguna manera, porque él me trajo al grupo.
Así que me parece, no sé, muy raro simplemente no
hablarle nunca más. Por lo menos me gustaría pre-
guntarle que pasó. Y si es verdad lo que dicen, que
violó a una mujer, ir a la casa a buscarlo y cagarlo a
palos, no sé”.
“Es que Elijah ya habló con él”.
153
“Es que es terrible. ¿Cómo puede ser que haya
violado a alguien? ¿A varias? ¿Ustedes se vieron con
estas mujeres después de lo que pasó?”.
“No, nunca”.
“¿Y esto es algo que les contaron las víctimas?”.
“No te lo podemos decir. No podemos decir
nada. Podría poner a las víctimas en peligro”.
“Pero si no conozco a nadie, cómo podría poner-
las en peligro”.
Lily resolvió tomar el comando del asunto:
“Bueno, vamos por partes. No fue así exactamen-
te. Hubo una situación en el grupo literario, porque
Mónica le habló en una reunión. Mónica también
está en el grupo literario, te encantará conocerla.
Cuando pasó eso Diego se enojó muchísimo y le gri-
tó a Mónica. Se puso violento”.
“¿Cómo que se puso violento? ¿La golpeó?”.
“No, solo habló de manera violenta. Ella le dijo: yo
sé lo que hiciste. De qué hablas, decía él. No parecía
dispuesto a hacerse cargo de nada, y tampoco a escu-
char. Te dabas cuenta de que estaba MUY enojado”.
Elijah no hablaba porque tenía la boca llena de
empanadas, lo que me llenó de gratitud. Pero seguía
la conversación de cerca. Intenté ordenar la informa-
ción:
“O sea que, tal como están ahora las cosas, nadie
hizo una denuncia. Nadie le dijo de lo que se lo acu-
sa tampoco. El plan es no confrontarlo. Me pregun-
to: si es un violador como dicen, ¿no se está saliendo
con la suya? ¿No le estamos permitiendo salirse con
la suya?”.
154
Lily suspiró. Se la notaba cansada, era de noche.
Quizás cenaba a las cinco de la tarde porque se des-
pertaba a las seis de la mañana.
“Al principio, yo también me sentía ambivalente.
Pero cuando supe que lo había hecho en otra ciudad,
en otro estado, entré en shock. Las dos mujeres están
asustadas y se rehúsan a hablar del tema”.
“¿Son dos?”.
“Por lo menos dos. De las que sabemos”, tragó y
dijo Elijah. Seguía comiendo, era obvio que le ha-
bían gustado, lo que, si bien me reconfortaba, le daba
a su gesto cierta distancia casual de las víctimas. “Es-
tán realmente consternadas. No debe haber sido fácil
para ellas”, sumó limpiándose con la servilleta.
“¿Creen que puede vengarse y atacar nuevamen-
te? ¿Eso fue lo que hizo?”.
“No lo sabemos, pero por las dudas no queremos
incitar ninguna actitud en él”.
“Solo no vamos a hablarle más… Vamos a hacer
lo que dijo la Rape Hotline, crear un vacío social…”,
sintetizó Elijah.
“Hacer correr la voz, crear awareness”, puntualizó
Lily en dirección a Elijah.
“O sea que ¿simplemente desaparecemos?”.
“Nadie del grupo quiere verlo. Pensamos que te-
nías que saberlo. Cuando te vi en la presentación me
pareciste cool, así que si quieres formar parte de nues-
tro grupo literario estás invitada. Solamente no le
diremos nada a él”.
“¿Pero esto no es como Mean Girls? ¿Como cuan-
do estás en el colegio y la gente de pronto deja de
155
hablarte? O sea, si violó a una mujer ¿no deberíamos
por lo menos denunciarlo o romperle la boca a gol-
pes?”.
Lily exhaló. Daba la información a medida que
era requerida.
“Sabemos que hizo un curso de Sensibilidad de
Género en su trabajo. No sé bien qué pasó, pero la
compañía detectó que Diego tiene un comporta-
miento machista, y que debe trabajar en su sensibi-
lidad hacia el género femenino. Y en su novela, la
mujer amenaza con denunciar al narrador por vio-
lencia doméstica. O sea, está en su libro. Y Elijah ya
habló con él”.
“Chicos, Diego es un narcisista. No hay forma
de que conecte nada de esto con el hecho de que
Elijah no le habla más. Diego está en la cresta de su
ola ahora, ¿no? Tiene un contrato para el segundo
libro con un buen editor de Nueva York. Sube sel-
fies mirando el cielo como diciendo ‘gracias uni-
verso, gracias por amarme porque yo también te
quiero’. Si Elijah no le habla, va a pensar que está
celoso de su éxito, de su carrera literaria, ese tipo
de cosas”.
“Hmm”, musitó Elijah. No esperaba eso de mí,
la desconfianza que se había disipado con las empa-
nadas volvió a instalarse en su ceño. Había sido un
golpe bajo. ¿Qué sabía yo de él, de su carrera? No
sabía nada, solo intentaba pensar del mismo modo
que un detective razona como el asesino, o el viola-
dor en este caso. Noto que algo en él está afectado,
pero intentar suavizarlo solo resaltaría lo que, ahora
156
veo, es una herida previa. Mi yo interior se encoge
de hombros, y de pronto me ilumino:
“Chicos, ¿qué tal si lidiamos con esto como escri-
tores? Mandémosle cartas enfermas. Cartas anónimas.
Notas firmadas por una hermandad secreta de muje-
res, una sororidad de los bosques de Big Sur, que le
digan: Te estamos vigilando, hijo de puta. Sabemos lo que
hiciste y la vas a pagar. Se las dejamos en el trabajo, en
la puerta de la casa, en la bicicleta. En el Tesla. Si lo
hacemos bien, podemos enloquecerlo de paranoia”.
Si en efecto era un violador y no íbamos a denun-
ciarlo, lo mínimo que debíamos hacer, como ciuda-
danos de bien, era enfermar su mente. Otra opción
para enloquecerlo era crear un perfil falso de Tinder:
un vehículo que nos permitiera f lirtear con él, ena-
morarlo, volverlo loco, hasta atraparlo admitiendo
sus gustos malignos. Me gustaba esta venganza, y les
conté la mejor historia de venganza y cuentas falsas
que conocía:
La historia me la contaron unos poetas que conocí
en Medellín, fascinados por los pormenores y exal-
tados por el aguardiente antioqueño, y tenía como
protagonista a otro colombiano, el célebre escritor
Héctor Abad Faciolince. Héctor tenía una némesis,
que llamaremos Pablo, en honor al antiguo patro-
no de Medellín. Este Pablo acechaba la aparición de
los libros de Héctor para destrozarlos, se dedicaba a
escribir contra él en periódicos y revistas. Su acusa-
ción favorita era que era “un escritor para señoras”.
Entonces Héctor pensó: muy bien, si escribo para
señoras es que debo tener un costado femenino que
157
vale la pena explorar. El diablo está en los detalles, es
decir, en internet.
Héctor creó una cuenta falsa en Facebook: Ca-
mila, una niña de Cali que escribía poesía y admira-
ba a Pablo. De familia humilde, Camila acababa de
cumplir los dieciocho años, pero no conocía a mucha
gente a quien mostrarle sus poemas. Ni soñaba con
publicarlos (era demasiado joven para soñarlo), aun-
que se sabía distinta a los demás porque, mientras
las otras chicas salían de fiesta, ella prefería quedar-
se en casa leyendo. Por eso se animaba a escribirle,
para saber si Pablo aceptaría leer algunos poemas su-
yos, darle su opinión. Su poemario favorito era Una
temporada en el infierno, de Rimbaud, y lo decía con
cierto conocimiento de causa: ya se había leído todos
los libros de poesía de la biblioteca municipal de su
localidad.
Pablo estalló de amor. No solo por lo bonita que
era, con ese cabello azabache larguísimo, y esos ojos
de lirio en la foto de colegiala donde se adivinaban
unas tetitas de miel. Lo había sorprendido el talen-
to furiosamente precoz en una niña (porque es lo
que era, una niña) que hacía sus primeros progre-
sos en el haiku y los endecasílabos. Comenzaron a
escribirse febrilmente por Facebook. El empezó a
enviarle mensajes cifrados en sus columnas; ella le
contaba que se quedaba soñando despierta junto al
periódico, donde la foto de Pablo, recio y bigotudo,
reinaba entre las letritas y los espacios blancos. Ella
dejaba entrever su pasión por él, pero era tal la ad-
miración que le provocaba que eso la volvía tímida.
158
Quizás, si se encontraban, podría empezar a verlo
como a un hombre y no como a un dios libresco en
un pedestal.
Pablo se propuso a ayudarla en su carrera litera-
ria, se autoproclamó su mentor. Le ofreció que se
mudara a un apartamento en Bogotá: en la capital
podría asistir a cursos y alimentar su volcán literario.
Y podrían verse, claro: ella tenía talento, un talento
quizás excepcional, pero que necesitaba la guía de
la experiencia y el saber. El mundo literario era un
mundo solitario, cruel y brutal, que requería caute-
la, astucia, protección; lo organizaría todo para su
viaje. Pablo no quería decirlo, pero a ella no podía
mentirle: él era un hombre intensamente rico, que
provenía de una de las familias más acaudaladas de
la capital, estaba casado pero ya no se llevaba con su
mujer y hacía tiempo hablaban de divorcio; el asunto
era inminente. Podía prestarle el apartamento vacío
de su difunta tía Mariquita, que seguro miraría con
agrado, desde el cielo de las tías, que una joven poeta
caleña comenzase su carrera al estrellato de las letras
colombianas en su excasa, en ese barrio tan acomo-
dado. Le pidió sus datos para comprar su boleto de
autobús. Iría a recogerla en la terminal, con una co-
pia de Una temporada en el infierno firmada por él mis-
mo, por Pablo, para que al fin ella pudiera acariciar
su propio Rimbaud y no el de la biblioteca munici-
pal. También llevaría dinero en efectivo para lo que
llegara a necesitar.
Cuando encontré a Héctor en Lima, no pude re-
sistirme a preguntarle si la historia que me habían
159
contado los poetas paisas era verdad. Sonrió y me
dijo “ya no recuerdo bien” con un destello pícaro.
Al rato, concedió: “Lo que más me gustó fue escri-
bir los poemas de Camila, hacía mucho que no es-
cribía haikus”, dijo Héctor, sonriendo plácido como
un niño anciano que recuerda. ¿Y qué pasó después?
“Ah, ya ni sé lo que pasó. Pero, en algún momento,
Camila desapareció”, dijo Héctor, con un chispa-
zo bandido. “Le rompí el corazón. No estoy segu-
ro cómo fue, creo que lo conté en una columna en
El Espectador, ya no lo recuerdo”, me dijo, con esa
elegancia culta de los que, visto que te gustan tanto
las precisiones y los datos, te mandan a investigar
a la hemeroteca. Me parecía sublime el nivel de la
masacre, que no le hubiera concedido ni el gesto del
duelo y la daga; la estocada fue pública y en passant.
Primero, Pablo muriendo de amor en la sombra, en-
furecido, sin entender por qué Cami no respondía
más; luego, Pablo descubriendo que el escritor de se-
ñoras había guionado ese dolor tan vívido que había
sentido en su cuerpo. Y su corazón humillado, en
pedazos, perdido en algún archivo, una curiosidad
reservada para unas pocas ratas de biblioteca veni-
deras.
Lily y Elijah me escucharon absortos, en blanco,
como si hubiera estado hablándoles en español todo
el rato. Ahí estaba el elixir secreto de la literatura co-
lombiana, les dije: la ternura más suave, la crueldad
más impasible, enlazadas para administrar un estilo
intoxicante, un veneno, una prosa. Quizás, en lugar
de Facebook o Tinder, lo mejor sería atraer a Diego
160
con un perfil falso en Bagels and Coffee, una aplica-
ción nueva que estaba muy moda de San Francisco,
porque los matches se organizan según los intereses de
cada uno, mientras en Tinder solo es hookups.
“No sé que es Bagels and Coffee”, dijo Lily, cor-
tante.
“O sea, ¿qué pasa si esto continúa? ¿Vamos a que-
darnos sin hacer nada mientras él sigue violando mu-
jeres, porque es lo que aconseja Rape Hotline? Si
sabemos que hay un violador suelto, ¿no es nuestro
deber alertar a las autoridades? ¿No es nuestra obli-
gación para con el resto de las mujeres?”.
Me parecía bizarro que no quisieran decirme qué
había pasado. Sin una denuncia o un relato de lo que
había sucedido, la escritura era lo único parecido a
una prueba que tenía, al menos una prueba en la
que yo podía creer. Qué tal si Diego, que creía en la
utopía de la Gran Novela Americana y que sin duda
soñaba con ser su evolución latina y desprejuiciada,
compraba una idea de autor à la Hemingway, el gran
macho de la novela americana, y sencillamente se la
apropiaba. Qué tal si era eso lo que estaba haciendo,
si estaba tomando posesión del rol de Gran Escritor
que escribe Grandes Novelas inyectándole el lustre
del macho latino. Un Hemingway de identidad ma-
rrón, ese podía ser Diego, el nieto perdido del barbas
Ernest con una beldad caribeña, en uno de sus inter-
ludios como espía y semental extraordinaire.
Lily intercambió miradas rápidas con Elijah. Si mi
manera de entender era verlo por el lado del análisis
literario, que así fuera. Podía respirar el hartazgo de
161
Lily, podía incluso empatizar con él. Elijah había co-
mido bastante más, lo llevaba un poco mejor. Intenté
concluir mi punto:
“En este caso, ¿no sería ideal que no lo denun-
ciaran? ¿No era la cultura americana cómplice de la
violencia? Porque en su mentalidad puritana y eli-
tista, lo peor que podían hacerte en el mundo era…
evitarte. Aislarte, excluirte de la elite. ¿No era este
un crimen perfecto, la estrategia perfecta para ser un
escritor macho y maldito a la vez? Da rienda suelta a sus
apetitos, jamás es denunciado, solo evitado; a su vez,
su escritura es el escenario donde exhibe su sadismo,
donde cosecha aplausos”.
Nos miramos los tres. Había dicho maudit en fran-
cés, y no conocían la expresión. Podía decirlo en cas-
tellano, maldito, pero ellos solo hablaban inglés. Tuve
una módica revelación: maudit existe en la cultura
latina, pero el escritor maldito no tiene equivalente en
inglés. ¿Damned? ¿Wicked?
Lily me interrumpió, ya les había dado la lata bas-
tante, y era tarde.
“Diego vive aquí hace veintitrés años. Estudió en
Harvard, entiende perfectamente el sistema america-
no. No es un ‘latino’”.
Me quedé en silencio. ¿Yo sí era latina? ¿Porque
acababa de llegar, por las empanadas? ¿Se puede de-
jar de ser latino? Tuve una visión y me vi como me
veían ellos: una licuadora rota. Me incorporaban los
ingredientes y presionaban el botón de encendido,
pero yo no producía el smoothie saludable deseado.
No me salía, no había nada que hacer, recycle bin.
162
Lily tensó los labios, su boca como un tercer ojo. La
conversación se había descarrilado por completo,
nos había llevado por las ramas en lugar de enfocar
en lo importante: que yo había sido escogida, que
podía entrar en el grupo. Si quería. Ella podía sa-
carme del recycle bin.
Yo hubiera podido seguir mi vida sin saberlo, ser,
gracias a mi ignorancia, parte de los parias sociales,
de los caídos por el acantilado, y Lily en cambio ha-
bía tenido la generosidad de darme la bienvenida a
la verdad y al grupo literario. Y yo no era capaz de
decodificar su gentileza extrema de invitarme a for-
mar parte. Entonces se me ocurrió algo en lo que no
había pensado antes:
“¿Ustedes me están diciendo esto para que me
cuide de que no me viole a mí?”.
“No, no creo que sea ese tipo de violador”.
“¿Pero entonces qué tipo de violador es?”.
“No lo sabemos. Pero si te preocupa, no creo que
vaya a violarte”.
Elijah intervino:
“No creo que debas tenerle miedo. Se trata de
una persona que ya ha cruzado varios límites. Lími-
tes sociales, digamos. Solo dijimos, nomás. He visto
a mujeres incómodas con él”, acotó, bebiendo cer-
veza.
“Por ejemplo, una vez era muy tarde y llevó a una
de nuestras amigas en su coche a la casa. Algo amable
de su parte, entonces pensamos: genial. Pero luego
ella dijo que él conducía muy rápido”.
“¿Conducía muy rápido?”.
163
“Sí. Tiene un Tesla”.
“¿Pero Diego se propasó?”.
“No, ella solo quiso bajarse antes de llegar a la
casa”.
“¿Se bajó antes?”.
“No, la llevó hasta la casa”.
Todos callamos. La conversación no iba a nin-
gún lado. El arcoíris de Benetton que componíamos
revelaba sus colores: un amasijo que no terminaba
de combinar, como esas arañas a las que alimentan
con anfetaminas y se ponen a construir redes exas-
peradas, descoyuntadas y deformes. Éramos dos sis-
temas incomposibles, cada uno con una razón (una
cultura) hecha de detalles fulgurantes, invisibles para
los otros; la multiculturalidad no había traído más
que una variedad de restaurantes, no era extraño que
venciera Trump. El lenguaje es una piel, como dice
Barthes, pero por más que frotáramos nuestras frases
con los otros, no lográbamos entendernos.
Era exasperante para ellos tener que explicitar
hasta qué punto habían terminado con Diego. Los
tenía hartos. Hablaba demasiado, y demasiado cerca.
Andaba abrazando gente, bailando, estando conten-
to, riendo fuerte. Se creía un gran escritor y proba-
blemente no creía que los demás fueran grandes es-
critores. Daba malos feedbacks en el grupo, se creía el
que entendía de literatura y no sabía un comino. (La
vara de este esnobismo se me escapaba totalmente:
por ejemplo, Diego no había leído a Dostoievsky ni
a Tolstoi, pero Elijah y Lily tampoco). Diego tenía la
impunidad de la ignorancia, del que viene de afuera,
164
para quien la literatura es un hobby. No como ellos,
que habían hecho de la literatura su tótem y su pan,
y que no conducían un Tesla. Diego era exitoso en
los dos mundos, sin merecer ninguno: hacía dinero
en la compañía, y le iba bastante bien como escritor.
La gente que publica es un triángulo mínimo en la
punta del iceberg de la gente que escribe, y ahora
que había vendido su segundo libro a un editor de
prestigio, de pronto el colombiano los miraba abra-
zado al bloque helado desde la mismísima punta, ha-
ciendo movimientos pélvicos de salsa contra el hielo,
riendo fuerte. Como yo me resistía a unirme al team
vacío social, Lily resolvió contactarme con Mónica.
Mónica, la que lo había enfrentado: ella conocía a la
víctima. Ella podría darme detalles de lo que había
pasado.
Mónica me citó en un bar cerca de la legendaria
librería City Lights. Pedí una cerveza en la barra y
subí una escalera de caracol muy despacio, intentan-
do no salpicar. Mónica llegó unos minutos después.
Me vio y subió en dos zancadas la escalera caracol.
Era atlética, muy guapa y delgada, de pelo oscuro,
pómulos altos y marcados y con unas pestañas lar-
guísimas; se parecía a alguien de la tele, pero no sabía
a quién. Había vivido toda su vida a unas cuadras de
ese bar, en el corazón de la ciudad. Su camiseta negra
rezaba CONSENT en letras blancas.
“Diego y L. tenían una relación. Se veían ha-
cía meses. Una noche, bastante borrachos, tuvieron
sexo… él la ató. Ella me lo contó un poco riéndose,
no vas a creer esto pero anoche tuve sexo atada. Me pare-
165
ció obvio que él se había aprovechado de ella. Le dije
que eso no era algo normal, que no la había tenido en
cuenta como persona, ella había sido un objeto para
él. Eso que había pasado era una violación, aunque ella
no se hubiera percatado en el momento. Diego tiene
una mujer borracha en su cama, ¿y se le ocurre atar-
la? ¿Tú harías eso? ¿Por borracho que estés? Yo no.
Luego lo vi en el grupo literario y se lo dije. Le dije
que era un violador, que había abusado de L. Diego
se puso furioso, me gritó. Negó todo, estaba fuera de
sí. Ahí pude ver la violencia que lleva adentro.
Ya sabía a quién. Mónica se parecía a Mónica de
Friends.
“Diego parece una persona cordial pero no lo es.
Yo creo que me hubiera golpeado si no hubiese ha-
bido más gente. Luego ella se enojó. Me dijo que
no debí decir que la había violado. Me pidió que no
lo dijera más. Que fue una situación ambigua, pero
que no quería que nadie dijera que la habían viola-
do. Que yo estaba violando su privacidad. Pero te lo
cuento a ti, ya que quieres saber. Él es un violento,
me quedó muy claro por cómo reaccionó”.
“Gracias por contármelo, Mónica. No entiendo
algo. Dices que L. se enojó contigo porque dijiste
que la violaron, pero ella no se considera violada. ¿La
sigues viendo?”.
“No, hace bastante que no la veo”.
“¿Cómo podemos decir entonces que es un viola-
dor serial si su víctima no considera que la violaron?
Es algo muy grave decir algo así”.
Mónica me miró muy seria.
166
“Puede ser. Pero luego me enteré del segundo
caso. Otra mujer, en otro estado”.
“¿Dónde?”.
“En Nueva York”.
“¿La conoces?”.
“Eso no te lo puedo decir. Esto sí ocurrió, sí fue
una violación, pero no te puedo dar más detalles”.
“Mónica, es imposible que yo sepa de quien ha-
blamos. Me mudé hace muy poco a San Francisco,
no conozco a nadie aquí y menos en Nueva York.
Para mí no es tan simple asumir que alguien fue vio-
lado solo porque otra persona dice que lo fue. ¿No
puedes contarme qué pasó?”.
“No”.
“Pero entonces cómo sabes que la violó. ¿Ella te
lo dijo?”.
“No. No puedo decirte más”.
“¿Estás preocupada por ella? ¿Crees que lo va a
denunciar?”.
“No lo va a denunciar”.
“¿Tienes idea de por qué no lo denuncia?”.
“No lo va a denunciar nunca. No es su personalidad”.
“Perdona, pero es que no entiendo. ¿Hay que te-
ner una personalidad para denunciar?”.
Mónica torció la cabeza, como si al mirarme de
costado lograra enderezarme.
“¿No te lo ha dicho Lily?”.
“No me contó qué pasó, no. Me dijo que hablara
contigo”.
“Me refiero al tipo de chica. Diego es predador
de un tipo de mujer. Le gustan las asiáticas. Pensé
167
que Lily lo había mencionado. Mira, no puedo de-
cirte más. No lo queremos más en el grupo. Es un
violento, me ha gritado frente a todos. Tú puedes
venir al grupo si es que aún quieres”.
“Pero me has dicho que L. misma dijo que fue
una situación ambigua, y está enojada contigo”.
“Sí, está enojada”.
“¿No estaremos destruyendo la reputación de al-
guien diciendo que es violador serial?”.
“Su reputación, ja, ja. Me haces reír. ¿Qué repu-
tación crees que tiene y que debe conservar?”.
No era común para Mónica encontrarse con ele-
mentos tan cerriles como yo. Me debía ver como
a un ser absolutamente carente de educación, que
desconocía las luchas verdaderas feministas, una dis-
tancia calamitosa pero que, por otro lado, la asegu-
raba en su sitial del lugar correcto, en la vanguardia
moral a la que pertenecía. Comprensiva, me sugirió
que me encontrara con Esperanza, otra “chica latina”
que había crecido en Alicante, de donde eran sus pa-
dres. “Te gustará conocerla”, aseguró. Estaba segura
de que yo apreciaría mejor la verdad si venía de un
interlocutor de mi misma raza y cultura.
Esperanza era española, de pelo oscuro como yo,
con grandes ojos verdes y un aire a Maribel Verdú.
Cuando nos encontramos, hablamos sobre nuestras
películas favoritas de Maribel (hacía tiempo que na-
die le recordaba el parecido) y al promediar nuestros
ice teas le pregunté si creía que Diego era un violador.
A Esperanza le sorprendió mi pregunta, pero todo
el mundo era un poco raro en San Francisco y tener
168
conversaciones raras formaba parte de su vida en la
ciudad.
“No, no creo que sea un violador. Tiene dos hijos
mellizos, mantiene a la exesposa y a los hijos, los ve
seguido. Conozco tantos tíos que no les pasan un
céntimo a sus hijos y la mujer se tiene que apañar con
todo que cuando veo un tío así, tan bueno con su ex
y con su familia, me parece muy guay. Un violador
no haría eso. Para mí es alguien amable. No lo he
visto nunca en una situación violenta ni subida de
tono”.
Esperanza se encoge de hombros. Me recomienda
no confrontar con los norteamericanos, se lo toman
a mal y no sirve para nada. Ya sabía lo que decían de
Diego, solo le había sorprendido que otra persona le
hablara del tema.
“Sigo viendo a Diego, solo que no cuando estoy
con ellos. Pero no se los digas”.
169
Por esos días aceptaron a Diego en una reconocida
residencia de escritores en Montana. La residencia
se organizaba según un estricto sistema de clases: la
primera eran los profesores, escritores premiados que
venían a descular los secretos de su magia e insuf lar
con el aroma de sus Pulitzers el prestigio de la ins-
titución. Luego seguían los fellows, un grupo selecto
de personas en el que había sido incluido Diego. Los
fellows tienen al menos un libro publicado, hay un
riguroso proceso de aplicación, a partir de que al-
guien, típicamente un antiguo fellow o profesor, te
nomina; a Diego lo había nominado un ensayista
salvadoreño. Luego se encontraban los camareros,
escritores que tenían algún cuento publicado pero
ningún libro aún y que asistían a las charlas y confe-
rencias de los profesores a cambio de servir la comida
al resto; muchos jóvenes optaban por esta modalidad
que les permitía hacer contactos con editores, agen-
tes, agrandar su currículum (no todos los postulantes
eran aceptados, la selección dependía del interés del
proyecto de cada postulante) y nutrirse de las expe-
riencias, o al menos la vecindad, de los profesores y
fellows. En el fondo se ubicaban los participantes, que
pagaban un monto considerable para asistir a la resi-
171
dencia, generalmente personas mayores con tiempo
y ganas de estímulos y compañía.
A Diego le pesaba usar sus vacaciones del trabajo
para instalarse en medio de la nada con gente desco-
nocida, pudiendo irse a recorrer librerías por Europa
o Nueva York (la playa no le interesaba, ya había
sufrido suficiente calor de niño en Colombia), pero
le pareció que no podía decir que no. Era un honor
ser un fellow de la residencia de Bozeman, Montana;
además, estando Trump en el poder, le parecía que
lo mejor era que los latinos estuvieran representados.
Era su manera de dar una batalla cultural.
Diego venía de tener unas reuniones de trabajo
en Vancouver, y consiguió un chárter pequeño en
Seattle que lo conectó con el aeropuerto Billings-
Logan de Montana. Bozeman le hubiera quedado
más cerca del rancho de los escritores, pero no ha-
bía ningún vuelo disponible, así que al llegar alquiló
un coche, un Pontiac Montana que le pareció es-
pacioso, donde podría echar una siestecita si quería,
y tampoco había mucho para elegir en el AVIS del
aeropuerto. Llegó con jeans azules y su chaqueta ne-
gra de cuero larga de Yohji Yamamoto, que no solo
desentonaba con el grupo humano sino también con
el paisaje agreste y cowboy de Montana; apenas viera
un sombrero de cowboy se lo compraría sin duda,
le daría una onda personaje de spaghetti western futu-
rista, podría dar una buena foto. Pensó que tal vez
debería conseguirse una camisa de franela a cuadros
(prefería ir siempre de negro, a lo sumo una camise-
ta blanca de algodón de James Perse), pero entendía
172
el look América profunda; podía quedarle bien. La
gente solía preguntarle por su chaqueta, que dónde
se compraba un huey como él la ropa de Neo en
Matrix, pero, pensó, era solo una chaqueta; también
tenía jeans y ropa más normal, que llamaba menos la
atención. Solo conocía a dos personas: Rock, un es-
critor neurodivergente no binario, y a Daphne, una
chica con la que había salido hacía dos veranos. Con
Rock se conocían del grupo literario de San Francis-
co; Daphne ahora vivía en San José, tenía un novio
tech y había conseguido un trabajo de pocas horas en
Stanford, así que se veían mucho menos.
Al llegar le informaron que, desde el año ante-
rior, la residencia de Montana había incorporado un
coordinador de diversidad: Uli, un poeta afroameri-
cano, fornido y gay. Al parecer, el año anterior había
tenido lugar un acontecimiento racista de algún tipo,
sobre el cual nadie parecía querer saber demasiado,
ni nadie sabía muy bien en qué había consistido; pero
había consenso de que se había tratado de un evento
racista y entonces contrataron a Uli.
“¿A dónde debo llevar a la hermosa persona a
quien acabo de conocer y con la que quiero tener
sexo esta noche? Ok: este tipo de cosas me las pue-
den preguntar a mí. Soy la persona en la residencia
que los puede ayudar”, declaró Uli con una vocecita
sibilante y juguetona en la reunión de orientación.
Los escritores sonrieron circunspectos; la residen-
cia era conocida como un enclave selecto y relajado
donde, básicamente, todos estaban con todos, y, por
otra parte, todos parecían conocer los rumores del
173
escritor caucásico que le había contagiado clami-
dia a todo el plantel de fellows de la promoción un
par de años atrás; había sido nominado al National
Book Award. Los poemas de Uli solían versar so-
bre la agonía que significaba para él vivir entre los
opresores blancos; acababa de ganar un premio im-
portantísimo.
En la reunión de orientación, Diego notó que
algo iba mal. Rock no le devolvió el saludo, y Daph-
ne no respondía sus mensajes. Habían hablado dos
meses antes, cuando llegó la carta de aceptación de
la residencia; Daphne, que era muy tímida, le había
dicho que estaba contenta de contar con un amigo
en Bozeman. Habían salido un tiempo y habían roto
sin estridencias; después de unos seis meses sin ver-
se, quedaron en cenar a un thai de moda en Potrero
Hill y ella, después de elegir la comida, se quitó la
dentadura delante de él, la apoyó sobre la servilleta,
comentó al pasar que tenía un problema en los dien-
tes y que esta era una solución temporaria hasta que
le colocaran los dientes soñados que había elegido, y
pasó a trabajar sobre los langostinos rebozados con
panko como si fueran piruletas. Cuando se subieron
al Tesla negro, Diego no podía dejar de proyectar en
su mente la visión de una mantis devorando un lan-
gostino rosa y le preguntó si le parecía bien que la lle-
vara a su casa porque al día siguiente tenía reuniones
en Mountain View y si quería evitar el rush hour se
tenía que despertar tempranísimo; agregó que lo po-
nía feliz verla tan bien, tan encaminada en sus sueños.
La tarde del domingo, después de una lectura de
174
poemas de temática ecológica, Diego se puso a char-
lar con Rosie, una editora de no ficción rubia, delga-
da y con rulitos que había nacido en Irlanda y vivía
en Nueva York desde hacía unos cinco años. Por la
noche, en la fiesta de bienvenida de fellows, profeso-
res y participantes, atendidos por una tropa de unos
diez camareros escritores inéditos, Diego la abrazó
mientras bailaban, metió su dedo en uno de los bu-
cles de su cabello y empezaron a besarse.
Al día siguiente, en el desayuno, un hombre alto
y corpulento, con pinta de exmarine, se sentó junto
a él a degustar un plato hondo de froot loops con yo-
gur descremado. Billy le contó que estuvo en Irak,
en Afganistán, en Washington, disparando drones
que explotaban al otro lado del mundo; se apresuró
a mencionar que él también era fellow, lo suyo era el
rubro “ficción militar”. Resacoso y sin haber des-
cansado bien, Diego se interesó un rato en la historia
de los drones y le hizo algunas preguntas, pero el
asunto de la guerra lo aburría y relojeaba distraído los
mensajes vacíos de su teléfono. Hacía un rato le había
escrito a un amigo del grupo literario de San Fran-
cisco: “¿Sabés qué le pasa a Rock? Estamos los dos
en Bozeman y me mira con una cara de culo muy
fuerte, más que sus caras de culo normales, digamos,
¿sabes si está enojado, o es que le cambiaron la medi-
cación por una que lo pone más, no sé, rígido? ¿Está
con uno de sus episodios?”.
Billy tomó un trago largo de agua y carraspeó. Su
cuello continuaba en sus hombros en un triángulo de
cartílagos. Su tono de voz tenía un tinte diferente.
175
“¿Quién era la chica con la que estuviste ayer? ¿La
conociste aquí?”.
Diego se acodó a la mesa y dio el último sorbo a
su segundo café de la mañana. Los ojos de Billy eran
pálidos y minerales: coronaban su cuello como las
antenas húmedas de un caracol gigantesco.
“Un caballero nunca habla, Billy. ¿Te llamas Bi-
lly con y o es Billie con ie, más tipo Millie Bobby
Brown? La de Stranger Things, ¿te gusta ese show? Va
de unos chicos que descubren eventos paranormales
y cosas nefastas que esconde el FBI, te va a gustar
seguro”.
Su teléfono vibró con un nuevo mensaje: “Hola,
Diego. Hemos escuchado rumores feos sobre ti y he-
mos decidido no volver a hablarte”. Diego miró su
teléfono extrañado, como si hubiera reemplazado la
cara de su interlocutor. Se excusó y salió al pasillo,
tratando de llamar a su amigo, o examigo. Había
poca señal.
“Pero ¿por qué? ¿Qué pasó?”.
Dos horas después, el mismo amigo o examigo
escribió:
“Lo siento, Diego. No puedo decirte más. De ve-
ras lo siento mucho”.
Diego decide visitar la librería de la residencia.
Necesita despejarse, enfrascarse y leer algo que lo
arranque de la desazón y el malestar que siente. Es
una librería comercial bien provista, con precios es-
peciales para los participantes y un sector específico
donde están dispuestos los libros de los profesores y
los fellows; en la entrada se encuentra con Uli.
176
“¡Qué bonita te queda esta t-shirt!”.
“Ah, bueno, gracias”.
“Tú eres Diego, ¿no es así? Tú entrenas, ¿verdad?
No eres como el resto de los escritores que apenas
pueden tipear de lo f lácidos que son”. Diego sonríe,
siente ganas de abrazar a Uli. Su f lirteo es el inter-
cambio más amable que tuvo desde que llegó, a ex-
cepción de Rosie. Se ríe solo: no puede abrazarlo. Si
llegara a hacerlo se largaría a llorar.
“Y, cuéntame, ¿qué estás buscando en la libre-
ría?”, Uli cierra la pregunta apretando la boca como
un beso de pato, mirándolo fijo.
“No sé, nada en particular, quería ver qué hay.
Vengo de unas reuniones en Canadá y traje solo
Moby Dick conmigo”.
Uli enarca una ceja.
“Mi great American novel gay favorita. Una novela
hecha de esperma, océanos de esperma. Dime una
cosa: ¿ya has leído mi libro de poesía?”.
“Mm, no, lo siento. No, no lo he leído. Soy más
lector de novelas, aunque me encanta la poesía, ¿te
gusta la poesía de Bol…?”.
“Pues ve y cómpralo”.
“…”.
“¿? Está ahí para que lo compres”.
Uli volvió a poner la boca de pato, se cruzó de
brazos. No bromeaba.
“Puedes comprarlo ahora”, hizo un ademán con
la cabeza hacia la librería.
“Dime, Uli, ¿eres Uli, no? Recuerdo tu charla en
la orientación, yo estaba sentado junto a la ventana.
177
Dime una cosa. ¿Todos los poetas hablan así, ‘ve y
compra mi libro de poesía’? Perdona, pero no conoz-
co muchos poetas, y lo percibo como una actitud, no
sé, diría poco poética, ¿no?”.
“Es lo mínimo que podrías hacer”, dijo Uli
echándole una mirada nítrica y misteriosa. Lanzó
una última cara de pato y desapareció con una salida
teatral.
Diego se va sin comprar nada, atraviesa el edificio
principal y se encierra en su habitación. Se queda
toda la tarde leyendo Moby Dick, pero las palabras pa-
san por encima de su cabeza, no se puede concentrar,
tampoco puede escribir. ¿Qué hace en esta residencia
de mierda? ¿Para qué alquiló ese Pontiac Montana si
no es para crear una nube de polvo que lo traslade a
donde se le dé la gana? Pero lo han invitado, hay un
presupuesto asociado a que él esté ahí, las comidas y
bebidas incluidas, la cantidad de camareros pasantes
está definida en función de que los fellows cumplan el
compromiso que asumieron al aceptar formar parte
de la residencia. ¿Se metería en problemas si se va?
Por la noche, el sarao de los escritores recomienza
a las 5.30 p. m. Siempre ponen música, para disimu-
lar lo mala que es la comida, lasagna, sopa, albóndi-
gas y palanganas de hojas verdes para condimentar
con salsa ranchera. Diego y Rosie eligen una mesa
más apartada y comen algo ligero, y Rosie, que ama
vivir en Nueva York pero que muchas veces pien-
sa por qué no dejo este piso infecto carísimo y me
vuelvo a dar clases sobre Yeats en Cork, le cuenta sus
aventuras como fact-checker en un periódico grande,
178
el trabajo más estresante que tuvo antes de ser edito-
ra. Diego sigue su conversación, todo lo que cuenta
Rosie le interesa y ella es estupenda, pero cuando
divisa a Rock, que parece que lo busca con la mi-
rada para luego hacer una mueca visible de asco, se
da cuenta de que todo este tiempo Rock y Daphne
estuvieron mirándolo de lejos, como si midieran la
distancia y no solo se jactaran de ella, sino que ha-
blaran de ella, se unieran en ella. ¿Se estaba volvien-
do paranoico? ¿También habían decidido no hablarle
nunca más, así como así? Rosie sigue conversando y
él se siente un demente: no solo eligieron una mesa
apartada, el hecho es que están apartados y que todo
el mundo parece guardar una distancia higiénica,
prudencial; cada vez que se acerca del buffet la gente
parece diluirse a su alrededor, como si el resto que ni
lo conoce compartiera esa frialdad leprosa hacia él,
esa frialdad orgullosa mezclada con asco y desprecio
que salta como un virus del semblante de Rock y
se contagia a Daphne, que no puede siquiera hacer
contacto visual con él, al punto que Billy el militar
de Irak es el único que simula una sonrisa mostrando
una línea ínfima de dientes cada vez que lo ve. Que
parece ser todo el tiempo: como si nunca dejara de
mirarlo. Es cierto que es un pobre tipo, que nadie
quiere hablar con un exmarine de sesenta años ni
para preguntarle qué se siente matar a alguien y lue-
go escribir al respecto, aunque Billy está esperando
con ansias que se lo pregunten, sabe exactamente qué
contestar, y que, en esto, Billy y él se parecen, son los
elementos exteriores que consolidan la sensación de
179
autopertenencia del grupo, pero él no mató a nadie
y cada vez que va al baño ahí está Billy merodeando.
Termina de mear y ve a Billy lavándose las manos
frente al espejo.
“Billy. No sabía que te gustaba mirar a otros
hombres meando. Te debe dar ideas para military fic-
tion, eh”.
Billy no parece haber escuchado nada de lo que
acaba de decir. Sus ojos de caracol reseco por las gue-
rras y órdenes de generales se arrugan hacia él.
“Diegou. ¿Sabes que esa chica con la que estás
tiene veinticinco años?”
“Fijate, Billy, gracias por informarme. Sí, es ma-
yor de edad, como dices. Y yo tengo treinta y cin-
co, por si querías saberlo. ¿Me vas a preguntar si me
acosté con ella también? Eres bastante pervertido,
¿eh?, seguro te pervirtieron los drones, ¿no?”.
Diego vuelve a la mesa apartada que había com-
partido con Rosie, pero no la ve por ningún lado.
Está solo; del otro lado hay una cuadrilla homogénea
que ríe con entusiasmo y sobreactúa la felicidad de la
flamante camaradería, como si todos estuvieran en el
mismo viaje creativo que los lleva a ninguna parte; el
jolgorio forzado de los escritores participantes y fellows
es esencial, es la piel de la burbuja que los separa de los
camareros, los que trabajan, que no saben muy bien
cómo pararse e interactuar combinando el respeto con
la unción que les producen (o deberían producirles)
ciertos profesores, algún que otro fellow.
Entonces ve a Rosie emerger entre la turba hu-
mana y empieza a sonar “Heart of Glass”, de Blondie.
180
Diego cruza el salón y es como si toda la oscuridad se
evaporase, como si de pronto fuera John Travolta, el
chico malo con chaqueta de cuero y la t-shirt blanca
quien toma la mano de Rosie, que es, ahora lo nota,
absolutamente igual a Olivia Newton-John. Rosie
se ríe, gira, mueve los rulos rubios y los dos son es-
tupendos y extáticos por unos minutos; dan vueltas
sonriendo, con los ojos cerrados, Diego no necesita
abrirlos para saber que las miradas de los otros se les
pegan al cuerpo como la saliva de un dragón furio-
so y resentido, sin poder real de fuego. Esta es, para
Diego, la ventaja decisoria que lleva sobre los ameri-
canos: es el único heterosexual que adora bailar y no
se ve estúpido haciéndolo.
Antes de que Blondie deje de sonar, un hombre
mayor se acerca a la pareja de bailarines. Es Robert
Dickman, el director del programa. Un poeta pálido
y delgado, cabello gris corto, arrugado e indefini-
do, que podría ser un asesino serial o un dentista
o un agente de bolsa y todo lo haría con la misma
inexpresividad. Le pide disculpas a Rosie y se lleva
a Diego un costado. Es una escena que nadie puede
dejar de ver, porque de hecho todos están mirando.
Robert le habla sin mover los dientes.
“Quiero que sepas que sé por qué estás aquí. He
venido a decirte que te estoy vigilando”, dice.
“¿¿¿Perdón??? ¿Y usted quién es para hablarme
así?”.
“Soy el director de la residencia”.
“Pero ¿¿cómo…??”.
“Quiero que sepas que te estoy vigilando”.
181
“¿¿Vigilando de qué??”.
No solo todo el mundo está mirando, ya no hay
música, el murmullo apagado de las conversaciones
se tensa y cada sistema nervioso parece querer captar
algo de lo que dicen. Lo compondrán entre todos,
como un enorme animal sabio, una conciencia co-
lectiva. Rosie desaparece en el grupo grande; Rock
y Daphne se acercan a ella, Diego ve que le dan la
mano. Diego sale enfurecido del salón, no sabe a
dónde ir, va directo al baño. Se moja la cabeza, la
cara. No puede creer que ese hombre, con quien ja-
más había hablado antes, le haya hablado así, a él, a
un fellow, que haya creado esa escena, ¿qué se cree?
¿Por qué cree que puede maltratarlo? Piensa en hacer
una queja. Acoso. Esto es racismo, piensa; hay que
pensar como piensan ellos, hacer lo que harían los
blancos. Termina de mear, Billy también está en el
baño.
Billy no llega a decirle nada porque Diego sale
disparado a su habitación. Tiene decidido irse por la
mañana, no sin antes enviar un email cuidadosamen-
te indignado al cuerpo directivo que lo invitó con
copia a la administración, con todos los talking points
de la raza legibles, el único veneno que le queda para
defenderse. En eso le llega un texto de Daphne.
“Vi lo que pasó. Siento no haber dicho nada an-
tes. Cuando llegué aquí me dijeron ten cuidado con
Diego. Se lo han dicho a todos. Perdona, debí habér-
telo dicho antes”.
Por esa época, Diego se sacó la lotería. Travis Lo-
gan, un editor de renombre, conocido por sus apues-
182
tas innovadoras y por su sensibilidad geológica para
captar movimientos sutiles en las capas tectónicas del
mercado, compró los derechos de su segundo libro.
Travis era fanático de Roberto Bolaño y se había en-
tusiasmado con la novela de Diego: había encontrado
un autor hecho de sangre y vigor puros, latino en sus
temas y en su actitud pero capaz de escribir en inglés
con una prosa saltimbanqui, potente y vital; un des-
cubrimiento, una rareza que prometía un gol en los
circuitos de premios, siempre ansiosos por parecer
virtuosos (no porque fueran simples hipócritas, sino
porque luego las hordas de internet les cobraban caro
cualquier decisión fuera de la que tocaba la mayor
cantidad de casilleros políticamente correctos; él no
los juzgaba, solo los comprendía); y encima se llama-
ba Diego, Diego Ramos Vega, podía imaginarse las
cataratas de nominaciones y a los periodistas trazan-
do referencias irónicas a Diego Armando Maradona,
que, aunque fueran chistes con sorna, alimentarían el
SEO de Google de las búsquedas online de la nueva
estrella latina y cimentarían el ascenso de una nue-
va voz que podría enamorar a los lectores, un autor
joven y talentoso acorde con la fantasía del ascenso
social cultural de la mayor minoría trabajadora en
Estados Unidos, un Ricky Martin de las letras.
Feliz y fanfarrón como siempre, Diego no pudo
resistirse a publicar en Instagram una foto de la no-
ticia de su deal en Publishers Weekly. Al día siguiente,
un email anónimo llegó al despacho del editor, tra-
duzco verbatim:
183
Querido Travis Logan,
Nunca he enviado un email anónimo antes, pero aquí
va. Escribo porque Ud. adquirió los derechos de la no-
vela de Diego Ramos Vega. No sé si está al tanto,
pero sabemos que él ha atacado sexualmente a múltiples
mujeres, y que ha violado al menos a una. Es un hecho
bastante conocido, aunque hasta el momento sus vícti-
mas no han querido recurrir a la policía, con lo que es
poco lo que hemos podido hacer más allá de hacer correr
la voz, particularmente en la comunidad literaria. La
mujer que fue violada ha dicho que no quiere reportar
el caso porque tiene miedo de él. Le pido disculpas por
traer estas malas noticias. Esto ha sido muy difícil para
muchos de los que lo conocemos. Quizás es demasiado
tarde, pero creí que usted debería estar informado.
Firmado: Un amigo.
184
Mujeres de Color que cruzaban la frontera. Me mi-
raron asomando apenas los dientes como conejos cu-
riosos, sin saber si sonreír o cómo reaccionar. Acerca
del safespace, les pregunté por qué lo hacían. Por qué
creían necesario que las mujeres estuvieran en am-
bientes solo para mujeres, ¿había muchos violadores
activos en San Francisco?
Mi candidez les pareció muy mona. No, los sa-
fespaces eran una moda nueva, The Wing iba muy
bien en Nueva York. Un lugar donde podías trabajar,
como WeWork, pero sin esa gente horrorosa de tech
que estaba arruinando San Francisco, copando todo,
cerrando los locales de toda la vida. Empujando a
la Gente de Color autóctona fuera de la ciudad. Un
lugar solo de artistas, gente buena, real, no como esa
turba de neoliberales que trastornaban la ciudad. San
Francisco seguía siendo un lugar bastante seguro, no
tenía que preocuparme por el tema de los violadores.
Les conté que mi primera novela había salido hacía
poco, la había presentado con Diego.
“Eww”, dijo Thilda.
“Lo siento, debió ser horrible para ti”.
“¿Qué cosa?”.
“Presentar la novela con él”.
“Ella no sabía lo que pasaba”, me excusó Lily.
Thilda y Rhona desactivaron la alarma en sus
ojos, compasivas. Derek contó que escribía ficción
para la radio. Una distopía que transcurría en la
bahía, con las voces de dos actrices de Sofía Coppo-
la. Hablaba monocorde, muy serio. El podcast había
escalado de la noche a la mañana, había pasado de
185
ser un fenómeno indie a ser adquirido por una gran
compañía; eso explicaba que estuvieran involucra-
das estrellas de Hollywood. Sabía que, si todo iba
bien, acabaría mudándose a Los Ángeles, pero no
quería pensar en eso todavía. El mundo estaba en
un proceso de cambio y la radio volvía a ser una
parte fundamental de ese cambio, era emocionante.
Como cuando Orson Welles hizo La guerra de los
mundos haciéndole creer a media California que los
extraterrestres nos estaban invadiendo, le dije, pero
no estuvo de acuerdo:
“Bueno, no realmente. Orson la tenía mucho más
fácil que nosotros. En su época, la radio estaba ma-
sificada. No había nadie que no escuchara la radio.
Los podcasts están lejos de ser tan masivos y, por otra
parte, todavía hay muchos impedimentos técnicos.
No puedo experimentar con movimientos de cáma-
ra, solo intento que no colapse. Y es muy, muy di-
fícil”.
Bebió un poco de cerveza. Se lo veía agobiado,
oprimido bajo el peso de su propio genio, haciéndo-
se cargo de una vanguardia incipiente, de un futu-
ro angelino y de unas estrellas de Hollywood prác-
ticamente él solo. Hasta entonces mi socialización se
había restringido a los entrepreneurs de tecnología en
San Francisco, a la gente que estaba “arruinando” San
Francisco; Personas de Color que estaban amenazan-
do el ecosistema de otras Personas de Color ante el
horror de los Blancos Buenos, que no querían que eso
pasara. Los entrepreneurs vivían bajo extrema presión,
muchas veces con el dinero contado para sobrevivir
186
unos meses en los que tenían que lograr convencer a
los capitalistas de que invirtieran en ellos, pero aun
así ningún entrepreneur cultivaba una actitud tortura-
da. La gente de tecnología tiene que demostrar que
entienden el Zeitgeist con cada fibra de su ser, que son
capaces de conectar con los deseos latentes de la hu-
manidad. Los escritores, en cambio, no tenían esos
incentivos para ser cool: era correcto dar un aire mi-
serable, la prueba de empatía y sensibilidad, el engar-
ce con el pasado, con la tiniebla de la humanidad. El
Nuevo Grupo Literario combinaba lasitud y cerveza,
su lenguaje corporal acompañaba el sentido dañado
del mundo. Diego era diferente. El contraste entre
Diego y sus antiguos amigos debía ser brutal, pero ya
no habría nadie para observarlo.
Me pareció que Elijah me miraba inquisitivo del
otro lado de la mesa, sin terminar de esbozar una
sonrisa. Seguramente quería saber cómo me había
ido con Mónica, si Mónica había terminado por
convencerme, si me había movido de esa postura tan
ignorante, tan tercermundo de andar preguntando
qué había pasado exactamente. ¿No estaba poniendo
en duda su palabra? ¿La palabra de las mujeres?, me
decía en su silencio Elijah, el único hombre en la
mesa (Derek se había ido a buscar otra cerveza). Po-
díamos seguir hablando de la era dorada de la radio,
pero todos sabíamos cuál era el verdadero motivo de
la reunión. Yo me estaba jugando mi descuento para
el safespace como persona de color.
“No sé, chicos, pero si no hay una denuncia de
violación él podría decir que lo estamos difamando.
187
No sé cómo funciona el derecho aquí, o sea solo sé lo
que conozco de las películas, pero me imagino que
Diego puede sentir que estamos dañando su reputa-
ción. Sobre todo si la persona supuestamente violada
dice que fue una situación ambigua y no piensa que
existió una violación”.
Me miraron como si acabara de llegar de Marte,
de otra guerra de los mundos, especialmente Thilda
y Rhona. Creo que les parecía una falta de educa-
ción de mi parte, una marca de salvajismo, de inci-
vilización, que no aceptara de inmediato la verdad
de lo que decían. ¿Quién podría pensar que Diego
podría acusarlos de algo como dañar su reputación? La
cara de Orson se cerró, su ventanilla de atención al
mundo había caducado. Se levantó a buscar otra cer-
veza. Elijah habló despacio:
“Pero no te pueden hacer un juicio si simplemen-
te dices no me gusta esta persona”.
La voz de Elijah tembló un poco al final, ¿había
dicho lo que dijo, no me gusta esta persona? Lo dijo, y
yo lo repetí. Lily bajó los ojos, rendida. Estaba enten-
diendo otra cosa de la que querían que entendiera, y
no parecía que hubiera forma de guiarme adecuada-
mente hacia la verdad verdadera. Quise decir, pero
no dije, que a mí me parecía atendible que no les
gustara. Tenían derecho a elegir de quién ser amigos,
solo que hacer correr la vez de que era un violador
no era lo más clean. Después de todo, solo seguían las
recomendaciones del Estado, vía la Rape Hotline.
Aunque todos detestaban a Trump, como correspon-
día en su milieu cultural, yo no podía dejar de sentir
188
que estaba en una comunidad de gente perfectamen-
te buena, decente y liberal, que había encontrado la
manera de expulsar a los indeseables alineándose al
desprecio presidencial. En cuanto a mí, yo podía ele-
gir. Podía quedar del lado de afuera del cerco, con
los parias, los bad hombres. Podía formar parte de un
grupo nuevo, si avalaba la expulsión de la otra Perso-
na de Color. Cupo limitado.
Volví a casa sintiendo la famosa niebla de San
Francisco sobándome los brazos. A veces la veía
desde mi casa, una especie de animal con una gi-
gantesca cabeza gris avanzando sobre el mundo hu-
mano; yo era apenas una rémora densa que estorba-
ba su deseo de arrastrarse, de hacerse una contra el
suelo. Fui a la peluquería de Glen Park, a poner un
poco de orden en mi cabeza. La dueña del local me
preguntó qué hacía en San Francisco, si estudiaba,
si tenía un contrato de trabajo, si estaba casada con
un estadounidense. Me explicó que ella vivía en
Marin, en una casa preciosa, en un barrio muy ex-
clusivo, y que seguía peinando porque era su pasión,
pero que podía retirarse perfectamente si le daba la
gana y que toda su familia votaba a Trump, y ella
entendía por qué América votaba a Trump, aunque
no me dijo por qué. Me daba igual que votara a
Trump o al Pato Donald, pero al hablar movía una
tijera cerca de mi cuello y era evidente que goza-
ba al dejar caer el sabor de su desprecio sobre mí.
Unas semanas después recibí por mail el descuento
para Personas de Color en el safespace de mujeres;
tenía un mes para pagar los dos mil dólares anuales
189
en cuotas, si quería aprovecharlo. Mandé el mail al
trash, y le escribí a Diego.
190
secuestrados, arrancados de sus vidas para ser ani-
males de riña; eran los villanos de las historias que
me habían contado, que yo rescataba como a perros
robados no para devolverles su vida sino apenas para
contar otra historia, la historia que yo perseguía sin
saber muy bien qué era lo que se agitaba debajo. Una
cercanía que me permitía sentir el pulso de cada ges-
to mínimo, como si yo fuera el detector de mentiras.
Ya no Pola sino Polígrafo, registrando alteraciones
ínfimas del sistema nervioso para dibujar un paisaje
de pornografía moral. La furia crecía en él, la soledad
total, el murmullo en su cabeza que empezaba a salir
como un líquido por la boca. Su vida descartada, su
vida que no valía nada. Transparente.
Le habló primero a la taza, y luego a mí.
“Tú crees que si yo hubiera violado a una per-
sona estaría aquí, tomando un café contigo. ¿Crees
que las mujeres no están protegidas por la ley aquí,
en Estados Unidos? ¿Que tendrían miedo de hacer
una denuncia? ¿Contra mí, que soy un pinche hue-
vón? ¿Un colombiano de mierda? Por cualquier cosa
te pueden poner una orden de restricción. Además,
lo más enfermo es que a mi prima hermana la han
violado en Bogotá, Elijah lo sabe. Es una historia
demasiado triste, si quieres te la cuento un día. Pero
esto, esto es una mentira que empezó Mónica, que
enojó mucho a la que era mi novia, y a mí. No sabía
que seguía con eso. ¿Crees que si hubiera violado a
alguien no me habrían denunciado? El problema es
que nunca pasó. No hay denuncias porque nunca
pasó”.
191
“¿Por qué te enviaron a hacer un curso de Sensi-
bilidad de Género en el trabajo?”, pregunté, inmersa
en mi rol de detective puerperal.
“Eso no fue un curso en el trabajo, la compa-
ñía pagó un consejero privado, una especie de coach
para mí y para el que era mi jefe, un man que había
estado en la Navy que había sido mi jefe por varios
años y que tenía un estilo bastante agresivo. Yo era
bastante joven, y me pareció claro que si querías
sobrevivir en ese equipo había que endurecerse, y
los cuatro manes que estábamos bajo él terminamos
imitando su estilo, y entre nosotros nos soportába-
mos y nos llevábamos bien, pero ya cuando teníamos
que trabajar con otras personas era una cabronada.
Entonces dos señoras se quejaron, y nos mandaron
a los cinco con este coach, la compañía pagó como
cincuenta mil dólares el coach para cada uno, que
tampoco era de sensibilidad de género, sino de es-
trategias comunicativas. Te enseñaba que mostrarse
agresivo es absolutamente contraproducente, de he-
cho es lo más contraproducente que puedes hacer;
el punto era enseñarnos a manejarnos de manera
estratégica, especialmente cuando lidias con perso-
nas que son mayores que tú o de otro sexo. Y me
vino muy bien ese coach porque ahora, que tengo
ochenta personas a mi cargo como mánager, sé de
primera que sin un ambiente donde todo el mun-
do se sienta cómodo, sin una buena comunicación,
nadie está a gusto, entonces nadie trabaja realmente
bien y no obtienes buenos resultados. Parece obvio,
pero cuando son muchas personas requiere cierto
192
entrenamiento, para no tener culturas de empresa
tóxicas y esas cuestiones”.
Nos quedamos callados. Había hablado con sen-
satez, sin emoción; yo lo había arrancado del pozo
emocional con mi pose inquisitiva, tenía que dejarlo
volver solo.
En algún momento Diego volvió a hablar, como
si su narcisismo herido fuera el primero llamado a
tener voz; le dolía que los que creía que eran sus ami-
gos no fueran sus amigos.
“No lo puedo creer. O sí, no sé qué creer. Es
cierto que hace tiempo que no nos vemos con el gru-
po… pero no sé, no me imaginé nada así. No sabía
que esos eran los rumores. Pensé que Elijah estaba en
modo antisocial, que estaba escribiendo. Por eso no
nos veíamos tan seguido como antes”.
“¿Pero vos ataste a una chica? ¿La que era tu no-
via?”.
“Mira, yo llevo una vida tranquila. No estoy en
grupos de BDSM de San Francisco. Ya sabes, donde
hay cadenas, cosas más heavies. Yo hago un sadoma-
soquismo light”.
“¿Es decir que le pegabas?”, escupí mi té.
“Solo spanking. En la cola. Nada más. A veces me
piden que les ponga un collar”.
Me derrumbé sobre el té.
“Es algo muy dulce, en realidad, cuando estás
ahí. Es muy íntimo. Casi romántico. No, en realidad
es totalmente romántico, por la unión que tienes con
la que es tu novia. Mi novia de entonces me pidió
que le comprara el collar, mira, te puedo mostrar
193
los mensajes. Y siempre con palabras de seguridad,
como GRANOLA. Si la chica que está conmigo dice
GRANOLA (suponiendo que esa es nuestra palabra)
yo me detengo”.
“¿Granola?”.
“Bueno, o LECHUGA, no sé, algo que no tenga
nada que ver con lo que hacemos, ¿sabes lo que es
una safeword?”
“No”.
“Nunca hiciste sadomasoquismo, ¿sí?”.
Busqué en sus ojos el f lash del perverso. Pero no
lo decía así.
“Y que más”.
“Cuando me lo piden, las ato. Nunca es contra
la voluntad de ella, lo que es divertido es que es un
juego, ambos estamos en él, las personas se permiten
gozar con mucha más fuerza una vez que rompen esa
primera inhibición”.
“¿Hace mucho lo practicas? ¿Empezaste en Co-
lombia?”.
“No, en Colombia no, qué va. Allá es todo dis-
tinto, bueno América del Sur es muy diferente de
aquí. ¿No? El trato social, la intimidad que logras
con alguien. En Colombia puedes enamorarte con
dos miradas y un roce de la piel. Aquí es difícil lle-
gar a conocer a las personas. De pronto, todo lo que
haces es ‘predatorio’ solo porque lo haces tú, ¿y qué
es lo que estás haciendo? Conversar, nada más, pero
eso es visto como predatorio. No sé, supongo que es-
peran que no hables, que te quedes mirando al piso.
De todo esto, creo que lo que más me duele es lo de
194
Elijah. Podría haber hablado conmigo. Dejarme que
le explique que hay una confusión, que podemos lla-
mar a L., si es que todo esto empezó por mi relación
con ella. Pinche Elijah. Yo me había imaginado que
estaba enfrascado escribiendo su libro y por eso no
hablábamos”.
Nos despedimos, y al cabo de unos meses me vol-
ví a vivir a Argentina. Hablamos en algunas ocasio-
nes por teléfono; su nombre había sido añadido a una
lista online, creada por fuentes anónimas, de hom-
bres acusados de ser agresores sexuales. La novela que
había terminado de escribir solo recibía rechazos de
parte de las editoriales, si es que respondían. Una
editora le escribió a su agente: sean probadas o no estas
acusaciones, es claro que los miembros de mi equipo asocian
a Diego con acusaciones de acoso sexual, por lo que cual
no puedo avanzar y hacer una oferta por el libro. Quiero
decirte que esta es una gran decepción también para mí,
porque el libro es profundamente singular, su exploración de
la crueldad del sistema inmigratorio americano me ha tocado
profundamente.
Elijah siguió publicando en las editoriales don-
de solía hacerlo, en pequeñas ediciones de quinien-
tos ejemplares. Conocía desde hacía años a Travis, y
cuando lo promovieron como editor creyó que era el
momento en el que saltaría a las grandes ligas edito-
riales; Travis, sin embargo, eligió publicar la novela
de Diego. No volvieron a hablarse. Cuando los pre-
cios bajaron estrepitosamente por la pandemia, Die-
go se compró un apartamento en Dolores St., la zona
más hip de Mission. Su carrera en la compañía seguía
195
en ascenso a pesar del bajón que experimentaba el
sector; el asunto no había afectado su otro trabajo, su
ganapán.
Se cruzaron una vez. Elijah corría en pantalones
cortos. Había ganado mucho peso, tenía el pelo lar-
go, desgreñado. Nunca había sido una gran belleza
masculina, pero su expresión se había oscurecido,
agrietándose. Derek se había mudado a Los Ángeles,
el show había sido cancelado, pero se había unido a
un muy buen grupo de guionistas locales; no se sabía
mucho más. En el nuevo grupo literario, Elijah aho-
ra era el único hombre.
196
Drieu debió ser uno de los hombres más magnéti-
cos de su tiempo: rubio, alto, atormentado, nihilista,
inteligentísimo y con un sentido del humor perver-
samente genial. La hacía sentir parte de ese mundo y,
a la vez, su aplomo de excombatiente de la Primera
Guerra Mundial comandaba cierto respeto, que la
desafiaba a ser la mejor versión de sí misma. Victo-
ria nunca pudo deshacerse de la primera impresión
que le causó, el momento en el que se enamoró de
él. Acababa de llegar a la Ciudad Luz siguiendo el
fantasma de Tota Cuevas, otra argentina aristocrática
que fue su precursora fantasma. Había estado muchas
veces en París, pero al fin accedía a un salón distin-
guidísimo, la crême de la crême, y era la primera vez
que sentía que pertenecía. Más que nada, Victoria
se enamoró de quien era Victoria cuando estaba con
él, con ese escritor misterioso que hacía de la misan-
tropía una forma deslumbrante de elegancia. Juntos
tenían París a sus pies.
Drieu le abrió una ciudad nueva, era su guía y
a la vez la despistaba todo el tiempo. En una de sus
visitas a la tienda de Mademoiselle Chanel, Victoria
se compró un jersey marinero. Una prenda osada, de
un tejido que no era la seda suave que se ofrece en
las boutiques, algo totalmente nuevo, que implicaba
traer lo bajo a lo alto, la vulgaridad al lujo, como
había hecho Duchamp con su urinal. Victoria in-
tuía que experimentar con la materia sutil de lo chic
no sería algo obviamente comprendido; que la moda
empezaba a funcionar un poco como el arte mis-
mo. Al verla, Drieu le dijo: “Pareces un estibador
197
del puerto”. Nunca ningún hombre le había hablado
así, ¿quién se creía que era? Victoria ref lexiona sobre
sus atuendos porque percibe, como Chanel, que en
estos gestos simples como llevar un jersey de rayas
marineras está cifrada una modernidad nueva, tan
sutil e imperceptible como la materia viva. Y Drieu
la descoloca, la hace perder el equilibrio, la saca de su
seguridad de princesa del sur a la conquista de todo.
Drieu no concebía amar sin humillar. Su obse-
sión con la belleza no le da sosiego. “En esta etapa de
mi vida solo tolero la compañía de mujeres absolu-
tamente desagradables a la vista, como Susana Soca.
Es la única forma en la que puedo estar tranquilo”,
escribe Drieu a Victoria, aludiendo a sus problemas
para tener una erección. La belleza femenina era un
memento de su hombría perdida. Drieu había inte-
riorizado la vergüenza, la mirada feroz contra sí mis-
mo. Nadie, en todo el siglo XX, fue más cancelable
que Drieu. Fue el editor en jefe de la La Nouvelle
Revue Française durante la ocupación de París, ami-
gote de los nazis, autor de banalidades racistas, y la
vida cultural de Vichy lo hizo compinche de Ernst
Jünger. Jünger era francófilo, y Drieu germanófilo:
durante la Gran Guerra combatieron en la misma
batalla, Drieu del lado francés y Jünger del alemán.
Victoria escribe sobre su romance con Drieu
La Rochelle, pero nunca contó nada de las noches
que pasó con Mallea. ¿Prefirió ser conocida por sus
amantes europeos, aunque fueran nazis? Es difícil
rastrear cuándo se apagó su estrella en el firmamento
literario, pero una frase suya persiste en el epígrafe
198
de Bajo un cielo protector, de Paul Bowles. Bowles era
fan de Borges, pero lo más probable es que prefirie-
ra enmascararlo, por eso eligió para su epígrafe una
frase que parece borgiana pero no lo es: “Lo que
tiene nuestro destino de nuestro y de distinto es lo
que tiene de parecido con nuestro propio recuerdo”.
Mallea no tenía un pasado nazi que enmascarar, y sin
embargo Victoria prefirió esconderlo a él.
No es fácil ser femme fatale, es un deporte de ries-
go jugar con el deseo de los hombres. Victoria se
ubica en una dispositio donde los hombres siempre se
desplazan para llegar a ella. Buenos Aires, tan lejana
de las metrópolis top del mundo, era su compinche,
su wing-woman. Para Victoria, los hombres son como
países, cosas que le llaman la atención, que le inte-
resan para traer al país que ella está fundando, a su
manera. Así se trajo a Buenos Aires a Roger Caillois,
cuando recién salía del Collège de Sociologie, a Or-
tega y Gasset, a Keyserling, a Malraux, a Drieu La
Rochelle, a Tagore. Solo Michaux la ignora, y pre-
fiere las costas somnolientas de Montevideo, donde
lo espera el encanto discreto de otra mujer brillante
y riquísima, Susana Soca. El desaire a Buenos Aires
de Michaux (y a ellas) escandaliza a Victoria y a su
hermana Silvina, les parece insoportable. Pero a ex-
cepción del pródigo Michaux, Victoria los elige, los
selecciona, da por sentado su acceso a ellos, en una
especie de salón mundial para el que reúne también
a algunas mujeres, como Giselle Freund. En esto
Woolf tiene algo de razón: Victoria es un poco Sybil,
una decoradora que trabaja no con objetos, sino con
199
personas, en su mayoría hombres, que le parecen in-
teresantes. Ella misma nunca está disponible, siempre
es la que elige, y su deseo puede ir y venir, a veces
es sí y a veces es no, no se le pasa por la cabeza que
nadie le marque lo que tiene que hacer. El empode-
ramiento de Ocampo es que su interés sea el único
soberano que decide.
Hay otro episodio de la vida de Victoria y sus
hombres que ella escribió, corrigió y luego alguien
más púdico (o ella misma, subrepticia) se encargó
de eliminar. Lo descubrió la investigadora Ketaki
Kushari Dyson, que encontró algo raro en la co-
rrespondencia entre Tagore y su secretario, Leonard
Elmhirst1. Algo no cerraba en la entrada del 14 de
noviembre de 1924. Ese día, Leonard había escrito
tres frases que no tenían un hilo común, como si
las hubiera copiado de otro cuaderno; en la última,
menciona que habían estado hablando con Victoria,
en un coche, hasta las 1.30 a. m. Ketaki encontró lo
que faltaba en los archivos de Ocampo en Buenos
Aires, mecanografiado en francés y con correcciones
al costado.
Allí, Ocampo cuenta que volvían de comprar
todos los libros de Hudson para Tagore. Victoria
anota que Leonard muchas veces le había expresado
su ternura y admiración. Y de pronto toma la mano
de Victoria y la coloca sobre su miembro enhiesto.
1
Ketaki dedica un capítulo entero al episodio de San Isidro,
en su trabajo In Your Blossoming-flower Garden: Rabindranath Ta-
gore and Victoria Ocampo (Nueva Delhi, Sahitya Akademi, 1988).
200
Pensé que solo quería tomar mi mano de una forma ami-
gable, quizás algo amorosa. Pero la puso sobre su órgano
sexual, que en el momento dio signos irrefutables de su
existencia. Victoria no entiende: no entiendo cómo él,
en ese momento, dio rienda suelta a sus deseos esa noche.
Leonard estaba lejos de ser un Casanova; acaso
para tender un manto de inocencia, la investigado-
ra Ketaki desliza que, esa noche, Elmhirst aún era
virgen, y que dejaría de serlo tres meses más tar-
de, cuando se casó, lo que es de lo más improbable,
porque era habitual que los hombres concurrieran a
casas de citas y se vieran habitualmente con prosti-
tutas, Leonard no era oriundo de Marte. Al reverso
de las angustias de Drieu, Leonard la quiere anoticiar
de su erección. Vale precisar que el contexto era al
menos ambiguo; estaban solos en un auto inmóvil,
pasada la medianoche (Leonard consigna 1.30 a. m.),
y Victoria venía de hacerle la crónica de su fraca-
so matrimonial, pero sin mencionar en ningún mo-
mento a su amante Julián Martínez, el primo de su
esposo, del que se había enamorado a primera vista
durante su luna de miel. Leonard, que escribía versos
(le dedicó algunos a Victoria) y se la pasaba hablando
de lo extranjero que le parece todo en Argentina, le
habrá querido transmitir, a esa mujer tan imponente,
pero en definitiva sudamericana, que debajo de sus
intercambios gentiles y cultos también hay un toro
carnal guardado para ella. La reacción de Victoria
fue vehemente en grado máximo: sale del coche en-
furecida y revienta la puerta “de un golpe tan vio-
lento que debió escucharse a varios kilómetros”. Lo
201
que sigue es amargura. Victoria cree que, desde esa
noche, que Leonard le guarda resentimiento, porque
entiende mal todo lo que ella dice. Por ejemplo, Leo-
nard imaginaba que mi amor por Tagore era una manera de
hacerme un pedestal para mí misma, para poder colocar mi
propia estatua ahí, que yo era vanidosa, que yo era egoís-
ta. Egoísta. ¿Lo era? Quizás. Pero no mucho. Esa tarde,
mientras corregía ese pasaje (que debía incluir en Vi-
raje, el cuarto tomo de su autobiografía, y luego desa-
pareció), Victoria entrevió que los hombres pueden
ser juguetes carísimos. Leonard se venga haciéndola
sentir mal; como sea, al fin consigue herir, penetrar
de alguna manera en Victoria.
En cuanto a Drieu, por más brillante que fue-
ra, su genio no lo protegió de estar profundamente
equivocado; por el contrario, lo hundió irremedia-
blemente. Había comprado el paquete de las ideas
más feroces de su tiempo, donde la hombría era el
último dios, y hacía todo para acatarlo. Creía que un
hombre de verdad debía ensuciarse las manos, com-
prometerse hasta el final, ir hasta el fondo, y que lo
contrario era de burgués, el que, naturalmente, era el
origen social de Drieu. Detrás de la virtud se escon-
de el trauma, aun cuando en este caso la búsqueda
de la virtud de Drieu lo arrastrase hacia su máxi-
mo defecto, su atracción por el fascismo. El origen
es el único lugar al que no se puede volver, porque
era retroceder, dejar que el orden del susurro (de la
tierra, de la madre) ganara el juego. Así, saludó con
igual énfasis el fascismo, el estalinismo y el ascenso
del comunismo chino, como antes había condenado
202
el crecimiento del hitlerismo. Su idea de la hombría
fue su tirana absoluta, el automatismo que le permi-
tió seguir publicando panf letos fascistas aunque lo
que de verdad lo obsesiona en aquella época, en sus
diarios, era la espiritualidad oriental. No puede en-
caminar su cuerpo, su pene no le funciona hace años,
vive del dinero que sus antiguas amantes le pasan
regularmente; aunque ninguna dejó registro de su
desprecio, como sí le gustaba hacer a Drieu, sabe que
a esas mujeres que lo amaron les da pena.
Quizás porque no había salvación ni redención
posible para él, soñaba con la regeneración. Soñaba
con la transmigración de las almas, con la reencarna-
ción de las culturas orientales, cómo hacer para dejar
el cuerpo y que el alma pase a otro mundo, cambie
de tema. Lo fascinaba la aceleración total del colapso,
que el mundo explotara y se lo llevara con él. Creía,
siguiendo a Nietzsche, que no se debe salvar lo que
está desmoronándose, sino acelerar su caída. Como
la diosa Kali, cree que hay que romper lo que haya
que romper para que nazca lo que deba nacer. En
sus diarios sueña con la destrucción de Occidente,
e invoca una invasión que arrasará con la civiliza-
ción agonizante: “Saludo con felicidad el ascenso de
Rusia y el comunismo. Será atroz, atrozmente des-
tructivo”. Lo fascinan por igual la destrucción y la
derrota: su novela de 1943, El hombre a caballo, cuenta
la historia de un dictador sudamericano que toma el
poder en Bolivia e intenta crear un imperio. Como
no lo logra, se retira de la política y se dedica a resu-
citar los ritos incaicos, los sacrificios humanos.
203
Drieu La Rochelle se suicidó al menos dos veces.
Moriría por inhalación de gas, como habían muerto
los judíos, cuyo exterminio había apoyado durante la
república de Vichy. Drieu hubiera estado de acuer-
do con su propia cancelación; la procuró él mismo.
Podía escapar, gracias a su amigo André Malraux
que intentó ayudarlo. Ninguno de sus amigos le dio
la espalda, incluso cuando Drieu se había vuelto un
Homo sacer por mérito propio. Sus amigos lo quisie-
ron hasta el final y también después de la muerte,
incluso Borges, que recuerda recorrer Buenos Aires
durante toda la noche con él. Antifascista durante
toda su vida, jamás se le ocurrió hacer leña del árbol
caído de Drieu.
Después de su suicidio, Victoria le dedicó la hu-
mildad de su silencio. Era la manera de salvarlo en su
recuerdo, de tener siempre en sí misma a esa Victoria
joven con todo por delante, fresca y llena de ambición,
una recién llegada en París. Renegar de él hubiera sido
renegar de ese recuerdo, que era todo lo que le queda-
ba de ella misma embelesada, mirándolo por primera
vez. Drieu solo le rompió el corazón después de muer-
to, por escrito. Fueron unas líneas de conmiseración
y agradecimiento lánguido en su diario, donde Drieu
admitía que sobrevivía gracias a la plata que le pasa-
ba Victoria, entre otras examantes. Había violado lo
único que les quedaba, el secreto. “¡Qué estúpido!”,
escribió Victoria en su diario. No sabemos si volvió a
pronunciar su nombre, pero no volvió a mencionarlo
en su diario. No solo había muerto, desde entonces no
sería más su personaje.
204
Victoria nunca abandonó su pasión por la belle-
za masculina. Muchas personas escribieron sobre la
impresión que les provocó el primer encuentro con
ella, pero lo que no cuentan es la forma en la que se
sentían deseados, la fascinación que transmitía, una
intensidad de un imán que busca el contacto. Cuen-
ta Sylvia Molloy que, en los años setenta, de vez en
cuando salían a caminar por Nueva York, a perderse
por Chelsea, y se metían juntas a las salas de Times
Square donde proyectaban películas pornográficas.
No era raro que algunas parejas que no podía pagar-
se un hotel fueran a tener sexo ahí, aunque la mayor
parte de la audiencia consistía en hombres solos, con
sus miembros afuera. Victoria y Molloy se sentaban
atrás, como si buscaran una visión de conjunto, la
ficción al fondo y la realidad adelante. Victoria se es-
candalizaba un poco con el contenido ramplón de las
películas y con algunas prácticas, pero nada la movía
de su butaca, con sus anteojos icónicos alargados y su
tapadito, siguiendo atentamente los acontecimien-
tos rítmicos que se desenvolvían en la gran pantalla.
Cuenta Molloy que debía dar una clase y tenía que
irse en medio de la función y Victoria salió con ella,
pero luego de sentir el sol en Manhattan sobre sus an-
teojos cat eye, Victoria volvió sobre sus pies al mismo
cine “para ver cómo terminaba”. Una escena fuera
del cine es la que pinta a Victoria en toda su libertad
secreta, en su curiosidad intelectual que nunca dejó
de ser una forma de apetito sexual. Se encontraron
a tomar una copa, y cuando Victoria divisó por la
calle a un jovencito, un adolescente bellísimo que
205
caminaba solo por la calle Strand, se excusó, deslizó
unas monedas de su bolso a la mesa, y simplemente
salió tras él. Ella debía tener más de setenta años,
pero no le bastaba con vislumbrar la belleza: una vez
que la encontraba, tenía que perseguirla. No sabe-
mos qué pasó con ese chico, si lo invitó a pasear, si
se limitó a seguirlo, a estudiarlo en movimiento, si
lo sedujo con la excusa de conversar. Victoria nunca
pudo sobreponerse a la belleza de los hombres, era
una enfermedad a la que se había acostumbrado, que
formaba parte de ella. Aunque escribió toda su vida,
la vida de su deseo no está ahí, es como el lado oscu-
ro de la Luna; todavía conocemos solo retazos de la
vida oculta del deseo de las mujeres.
206
ronca de fumadora; le dijo que, en los últimos años,
este tipo de denuncias se había multiplicado en una
escala tal que no daban abasto. Se había convertido
en un problema organizacional, porque en la juris-
dicción no tenían personal suficiente para lidiar con
tantas denuncias de acoso. Era evidente para ella que
muchas mujeres habían aprovechado la liberación de
la palabra de Me Too para arreglar sus propias ven-
ganzas. Al menos una cuarta parte de las denuncias
eran, cuanto menos, bastante dudosas, lo cual la po-
nía en un problema serio porque ella se había metido
en la policía precisamente para combatir los abusos y
las violaciones reales. Esto le hacía perder el tiempo y
la distraía de lo importante, de las mujeres en peligro
a las que había que proteger, y por eso quería hablar
con él. Quería animarlo a hacer una queja, a abrir
una investigación. Si daban con la chica, al menos
podría verle la cara. Laurent la escuchó sin salir de su
aturdimiento, como dentro de un sueño.
Quedaron en verse en un café del distrito 13,
donde ella vivía. Simone llegó media hora más tar-
de. Laurent se puso de pie para saludarla, ella hizo
un movimiento de que se quedara sentado, como si
no tuviera tiempo para formalidades. Le comentó
que comía ahí casi todos los días desde que sus hijas
se habían mudado; con un ademán y una mirada
a la pizarra, casi lenguaje de señas, le hizo saber al
camarero que tomaría una copa de vino y la se-
gunda opción de plato del día, ternera con papas
a la bourguignon. Era una mujer pequeña, rápida
y enérgica, con el cabello recogido en un rodete
207
algo despeinado. Tenía anteojos livianos de acetato
transparente, ojos grises enmarcados por una línea
suave de maquillaje azul.
“Bueno, su caso”, dijo desplegando la servilleta
sobre sus rodillas. “Por qué me quería juntar con us-
ted. Se lo diré directamente. Creemos que la persona
que lo contactó, que le mandó esas fotos y que lo
denunció en la universidad, no existe. O al menos
no es quien dice que es. Hemos buscado todos sus
perfiles. Hemos contactado a Facebook, a Instagram.
Ninguno puede asociar un perfil a una persona real,
porque va contra sus regulaciones. Pero mirando sus
fotos, que son siempre las mismas en Facebook e Ins-
tagram, fotos bastante genéricas donde no hay un
rostro completo, creemos que lo más probable es que
la existencia misma de esta chica haya sido una fabri-
cación completa. Lo que nos lleva a que esta persona
que lo acusó pudo haber sido cualquiera. Un hom-
bre, o una colega, incluso. ¿Tiene usted enemigos en
el ámbito de la universidad?”
Laurent se quedó mirándola. La sola pregunta le
parecía alucinante. Todo colega es un enemigo en
potencia, y a la vez no; no podía imaginarse a nadie
que conocía haciendo algo así. Negó con la cabeza.
“Sus colaboradores han coincidido tanto en su
carrera y conducta intachables como en el hecho de
que este año se abrió un concurso para un puesto que
usted no ganó. ¿Esta información es correcta?”.
“Sí”.
“¿Quién lo ganó?”.
Laurent se arqueó sobre la mesa, incómodo.
208
“No importa quién lo ganó. Esa persona no pudo
haberlo hecho. Disculpe, pero no quiero hablar de
esto. Espero que entienda que acusar a un colega sin
pruebas sería una calumnia de mi parte. Sería repetir
esta historia, contagiar a otro de mi propio problema
usando el mismo virus. No puedo pensar en alguien
‘sospechoso’ de por sí”.
Simone alargó la mano, lo tocó para tranquili-
zarlo.
“Alguien, que no sabemos quién, lo dejó afue-
ra del juego. Usted perdió su puesto por más de un
año, lo que duró la investigación de la universidad.
¿Conoce la teoría de Turchin? Es muy interesante.
Lo vivo yo misma en la policía, pero en el ámbito
de la universidad debe ser igualmente feroz. Turchin
dice que existe una superproducción de elites, que
la cantidad de personas que acceden a la educación
superior es cinco veces mayor a la que accedía hace
cuarenta años. Mucha gente estudia Historia, Letras,
carreras humanísticas, con hermosos ideales de con-
vertirse en un profesor, de entrar en el Pantheón. Y
sin embargo, la cantidad de puestos no se ha mo-
dificado en lo más mínimo en los últimos setenta
años. Quizás hay más puestos burocráticos, porque
hay más estudiantes, pero el número de cargos pro-
fesorales sigue igual desde la época de Sartre, ¿o me
equivoco?”.
“Los puestos siguen siendo escasos, sí. Siempre lo
han sido”.
“Pero ahora esa escasez es, proporcionalmente,
mucho mayor. Tengamos en cuenta que la gente vive
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mucho más tiempo que antes. Algunos se jubilan a
los ochenta, ¿no es cierto? Entonces, además de que
los puestos son escasos, tampoco se renuevan con la
misma celeridad que lo hacían anteriormente, cuan-
do la gente moría y se jubilaba antes. Hago taichí los
fines de semana y algunas de mis compañeras tienen
ochenta y parecen de sesenta, ¿sabe lo que le digo?
Entonces duran más en sus puestos, la demanda sube
y se multiplica, y a eso tenemos que sumarle otro
factor”.
Simone levantó el dedo, como abriendo un com-
pás de espera, su teléfono quería decirle algo, revisó
los mensajes y lo guardó.
“Como le decía, el otro factor. Ahora las mujeres
estamos de lleno en la fuerza de trabajo. Ocupamos
esos lugares, y luchamos por los mismos puestos. Son
para ellos o son para nosotras. Antes no era así”.
“Y está bien que así sea”.
“No tiene que convencerme de su feminismo, se-
ñor Hulot. Piense racionalmente”, continuó Simo-
ne. “Esto no tiene nada que ver con los principios
feministas, sino con la utilización de los recursos.
Es Darwin. Por eso le quiero comunicar que lo más
probable es que nunca demos con esa chica. Las re-
des sociales no sueltan información, sirven para di-
seminar denuncias que son judiciables, pero luego no
se comportan como entes judiciales. No aportan pruebas
para esclarecer los casos que diseminan. Todo lo que
hay de estas redes son… usuarios de redes sociales.
No hay una dirección postal. Cuando envió esas car-
tas a la universidad, esta persona puso un remitente
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falso. Es fácil de verificar, la dirección es una fábrica
de pastas en Sète. Qué pena que la universidad no
confirmó la identidad de esa persona antes de orga-
nizar un proceso contra usted, ¿no le parece?”.
Laurent se quedó inmóvil unos instantes. Mojó
el pan en el plato, algo que no hacía nunca, o no
cuando estaba con alguien a quien no conocía. No
sentía especial confianza con Simone, pero el mundo
que respetaba, con sus reglas y convenciones, tenía
una faz tan borrosa como el rostro de una mujer que
le había causado la ruina y a la que no vería nunca.
Apagó una risa oscura con un poco de vino.
“Ya entendí. Usted se encuentra conmigo para
que le vea la cara a alguien”.
Ella sonrió.
“Gran cantidad de jóvenes provienen de familias
donde los han amado, donde han sido criados para
expresarse, alrededor de eslóganes como “lo mejor
que puedes ser es tú mismo”, “tú puedes cambiar el
mundo”. Tienen una tolerancia baja para el fracaso,
y se sienten estafados, han perseguido sus sueños y
sus sueños los han llevado a trabajar en supermerca-
dos porque es imposible conseguir trabajo a la altura
de sus yoes burgueses e idealistas. El cuentito de sé
tú mismo solo ha creado una generación resentida,
amarga y furibunda, y sus expectativas elevadísimas
se chocaron con el peor momento del mercado labo-
ral. La multitud de temperamentos sensibles, libera-
les, artísticos que emprenden el vuelo de las Grandes
Écoles, hacia carreras artísticas y de humanidades,
excede exponencialmente la demanda de las cosas
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que puedes hacer con esos diplomas. Me Too es un
reclamo legítimo de las mujeres, pero lo interesante
es que se da en un contexto donde es necesario que
una cantidad masiva de gente salga de escena. Antes
existía el parricidio intelectual, ¿te acuerdas? Intelec-
tuales que creían que había que cargarse a Sartre, a
Foucault, ¿me equivoco? Una generación centraba en
algunas figuras el blanco de los errores que la nueva
generación se proponía remediar. En esta generación
no hay parricidios, nadie termina de morir, las ideas se
apelmazan en charcos de otras ideas. Un tipo como
tú es imposible de ser abatido con la fuerza de un
currículum. Pero de ahora en más, tu único mérito
será la buena conducta. Quizás en la Sorbonne no
vendría mal actualizar un poco las lecturas, ¿no?”,
dijo la fiscal prendiendo un nuevo cigarrillo, satisfe-
cha de haber sorprendido al profesor. Laurent sintió
que sonreía por dentro, pero su rostro no se inmutó.
La fiscal le extendió su teléfono. Con la ayuda
del editor de imágenes de Google habían puesto una
foto de la denunciante y habían dado con una cuenta
de Onlyfans. Una chica marroquí que vivía en las
afueras de Nápoles y vendía fotos dedicadas por dos
a cuatro euros. Lo primero que reconoció Laurent
fue la tanga de algodón color damasco. Había otras
en tanga blanca y negra, distintas de las que le había
enviado. Reconoció los azulejos azules del baño de
una casa humilde, que ahora veía con mayor detalle.
La chica tenía otro nombre, no había forma de que
lo hubiera denunciado, pero al verlas tuvo la certeza
de que habían sido las fotos de su supuesta aman-
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te. Había muchas más fotos, más tipo bondage, listas
para atraer y atrapar a otros hombres, quizás otros
normaliens con carreras brillantes a punto de eclosio-
nar. No, no podía engañarse, ningún otro normalien
hubiera sido tan estúpido como él. Cerró el teléfono.
“¿Es mucho peor, no te parece? Que la persona
no haya existido nunca me da más miedo”, me dijo
despacio, desde el bus que lo llevaba a République.
Había retomado su rutina y vuelto a trabajar, se sen-
tía mejor. Se había enterado de la muerte de Javier
Marías; su libro favorito de él era Tu rostro mañana.
Toda la novela gira en torno a la idea de cómo po-
demos conocer el verdadero rostro, la faz traicionera
y futura de alguien cercano, de un amigo que más
tarde se revelará dañino; solo que, en su caso, no ha-
bía ni siquiera un rostro. Apenas unas fotos en tanga
compradas por menos de cinco euros.
“Siento como si me hubieran sacado de la basura.
Y todavía huelo a basura. Es como los filósofos cíni-
cos. Ellos amaban estar en la basura, escribían desde
ahí. Ya no me importa la academia, ¿sabes? Me cago
en el Pantheón. Me liberé de esa creencia. Yo era
un sacerdote con mi fe, y mi fe me hizo hereje. El
Estado de derecho no existe. Que la policía me lla-
me, que la fiscal de la policía se encuentre conmigo,
no acrecienta mi fe. Terminó siendo una historia de
amor al final. Fue la Sorbonne, la institución, la que
me rompió el corazón. Ahora soy libre”.
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Al poco tiempo llegué a Buenos Aires, en medio de
una de esas tormentas feroces que sacuden a la ciu-
dad. Las avenidas parecen ríos, el agua corre como
ratas enloquecidas por las alcantarillas, las bocas de
subte y los puentes forman pequeñas cataratas. Es
como si la ciudad fuera una retahíla de hongos de
concreto, roca y vidrio que emergen entre la mata, y
una verdad selvática se revelara entre las cosas. Todo
se contagia de ráfagas de conmoción que hacen los
colores más intensos, los verdes más brillantes, y las
emociones se pliegan al vendaval, como dragones fu-
riosos que no se pueden explicar ni controlar; de la
inf lación permanente al dengue unánime a la sudes-
tada fatídica, Argentina resiste y es capaz de sobrevi-
vir, pero siempre al borde. Solo cuando vuelvo a este
lugar noto que lo que más extraño es esta lluvia del
fin del mundo. Filmo videítos de hojas heroicas que
soportan el furor de las alcantarillas; nunca me hu-
biera imaginado que habría relámpagos y mariposas
simultáneos en Belgrano, mi barrio de la infancia.
Me quedo mirando el agua, las medias y las zapa-
tillas mojadas, empapada hasta los huesos. Debería
dejar de hacer tiempo. La persona más siniestra que
conozco me espera.
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AGRADECIMIENTOS
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ÍNDICE
Agradecimientos............................................... 217
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