Cuento

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Bienvenido a bordo

Ahora, que creces en medio de una infinidad de preguntas y de


descubrimientos queremos llegar a tu lado con una compañía espe-
cialmente importante: la lectura.

Entre las letras de las lecturas que te entregamos, encontrarás un


mundo en el cual ver reflejadas tus inquietudes, tus entusiasmos, tus
angustias, tus ganas a veces de gritar y otras de simplemente dejarte ir.

Hay quienes buscan en los libros respuestas a sus interrogantes.


Hay quienes encuentran en ellos cada vez preguntas más profun-
das. Hay quienes simplemente disfrutan de la palabra, hay quienes
encuentran reflexiones profundas. Hay quienes se sienten reflejados
y quienes hallan razones para cuestionar el mundo. Pero siempre,
todos, encuentran en el libro un compañero para crecer.

Bienvenido a viajar a bordo de las palabras; el libro es la nave, el


destino lo eliges tu.

1
Compilación: Leonor Bravo
Diseño gráfico: Aurelia León
Ilustración portada: Carolina Iturralde
Coordinación editorial: Komité Pensamiento Estratégico

Primera edición

Impreso en Quito
2100 ejemplares
Noviembre 2020

ISBN: 978-9942-8877-0-2

Una producción del Centro de Desarrollo y Autogestión DyA en cooperación


con Unicef.
Las Rondas de lectura son una iniciativa de Edupasión y DyA con el apoyo ope-
rativo del instituto IDEA (USFQ) y Artisteca.
Edupasión es una iniciativa de la Alianza Diners Club-Unicef y busca construir
una nueva utopía sobre la educación.
¿Para qué leer?
Leer para crecer. Leer para compartir. Leer para soñar. Leer para
descubrirse. Leer para llorar. Leer para crear. Leer para construir.
Leer para jugar. Leer para conocer. Leer para simplemente leer, para
sentir el placer, la tensión, la intensidad, el reto, la frustración y el
logro, la emoción. Leer para recuperar, en resumen, ese espacio per-
sonal en el que no hay respuestas correctas ni exámenes que superar,
solo esa relación que por instantes es capaz de transportarnos a bordo
de las letras, a lo más profundo de nuestra imaginación, de nuestros
valores o de nuestros anhelos.

Para eso están las Rondas de Lectura.


Porque la Lectura es una Felicidad, que se Contagia Leyendo.

3
ÍNDICE
El árbol que hablaba........................................................................................7
El barco fantasma...........................................................................................11
Rayo de fuego..................................................................................................13
Su canto.............................................................................................................15
El oro y las ratas..............................................................................................17
Los ojos verdes................................................................................................19
El poder de la infancia..................................................................................27
La playa de las sirenas....................................................................................31
La sopa de piedra............................................................................................33
El pavo de Navidad........................................................................................35
El ave extraordinaria......................................................................................41
Leyenda de las guacamayas..........................................................................43
Cómo la sabiduría se esparció por el mundo...........................................47
El gallito de la catedral..................................................................................51
El gigante egoísta...........................................................................................55
El ojo del sol....................................................................................................61
El pequeño escribiente florentino..............................................................67
Historia del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro.....75
La sirena del bosque......................................................................................83
El ser más poderoso del mundo.................................................................85
El respeto al fuego.........................................................................................87
Las enseñanzas del dios de la lluvia...........................................................91
Los gatos de Ulthar........................................................................................93
La semilla..........................................................................................................97
El gato negro..................................................................................................101
El Solitario.......................................................................................................111
El guaraguao...................................................................................................117
El árbol que hablaba
Leyenda africana

Había un lobo en la selva. Un día, cuando estaba afuera paseando,


encontró a un árbol que tenía unas hojas que parecían caras de perso-
nas. Escuchó atentamente y pudo oír al árbol hablar.

El lobo se asustó y dijo:


—Hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro
como un árbol hablante.

Tan pronto como hubo dicho estas palabras, alguna cosa que no
pudo ver lo golpeó y lo dejó inconsciente. No sabía durante cuánto
tiempo había estado allí tendido en el suelo, pero cuando despertó
estaba demasiado asustado para hablar. Se levantó inmediatamente y
empezó a correr.

El lobo estuvo pensando acerca de lo que le había ocurrido y se dio


cuenta de que podía usar el árbol para su provecho. Se fue paseando
de nuevo y se encontró a un antílope. Le contó lo del árbol que habla-
ba, pero el antílope no le creyó.

—Ven y lo verás tu mismo —dijo el lobo—, pero cuando llegues


delante del árbol asegúrate de decir estas palabras: “Hasta el día de
hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol ha-
blante”. Si no las dices, morirás.

7
El lobo y el antílope se acercaron hasta el árbol que hablaba. El
antílope dijo:
—Has dicho la verdad, lobo, hasta el día de hoy nunca me había
encontrado con algo tan raro como un árbol hablante.

Tan pronto como dijo esto alguna cosa lo golpeó y lo dejó in-
consciente. El lobo cargó con él a su espalda y se lo llevó a casa
para comérselo. “Este árbol que habla solucionará todos mis pro-
blemas”, pensó el lobo. “Si soy inteligente nunca más volveré a
pasar hambre.”

Al día siguiente el lobo estaba paseando como de costumbre. Al


cabo de un rato se encontró con una tortuga. Le contó la misma
historia que le había contado al antílope, y la llevó hasta el lugar. La
tortuga se sorprendió cuando vio al árbol hablante.
-No creía que esto fuera posible -dijo- hasta el día de hoy nunca me
había encontrado con algo tan raro como un árbol hablante.

Inmediatamente fue golpeada por algo que no pudo ver y cayó in-
consciente. El lobo la arrastró hasta su casa y la puso en una olla.
Pensó en hacer una estupenda sopa.

El lobo estaba orgulloso de sí mismo. Después del antílope y


la tortuga cazó un ave, un jabalí, y un ciervo. Nunca antes había
comido mejor. Siempre usaba la misma estrategia. Contaba a sus
presas que debían decir que nunca antes habían visto a un árbol
hablar y que si no lo decían morirían. Todos ellos hicieron lo que
el lobo les dijo y todos ellos quedaron inconscientes. Luego el
lobo cargaba con ellos hasta su casa. Era un plan perfecto, él lo
creía simple e infalible, y agradecía a las estrellas el hecho de ha-
ber encontrado a ese árbol. Esperaba comer como un rey durante
el resto de su vida.

Un día, que se sentía con algo de hambre, el lobo fue a pasear de


nuevo. Esta vez se encontró con una liebre. El lobo le dijo:
—Hermana liebre, he visto algo que tú no has visto desde el tiempo
de tus antepasados.
—Hermano mayor, ¿qué puede ser? —preguntó la liebre.
—He visto un árbol que habla en la selva —dijo el lobo.

8
Contó la misma historia de siempre a la liebre y se ofreció para lle-
varla a ver ese árbol hablante. Fueron juntos hasta el lugar. Cuando se
acercaban al árbol el lobo le dijo:
—No olvides lo que te he contado.
—¿Qué me contaste? —preguntó la liebre.
—Lo que debes decir cuando llegues junto al árbol, o si no, morirás
—dijo el lobo.
—¡Oh!, sí —dijo la liebre.

Y empezó a hablar con el árbol.


—¡Oh!, árbol, ¡oh!, árbol — dijo la liebre—. Eres un árbol precioso.
—No, esto no —dijo el lobo.
—Perdona —dijo la liebre. Entonces habló de nuevo—. Árbol, ¡oh!,
árbol, nunca pensé que pudieras ser tan maravilloso.
—¡No, no! —dijo el lobo—, no un árbol precioso, un árbol hablan-
te. Te dije que tenías que decir que nunca habías visto antes a un árbol
hablante.

Tan pronto como hubo dicho estas palabras, el lobo cayó incons-
ciente. La liebre se fue andando y mirando hacia el árbol y el lobo.
Luego sonrió:
—Entonces, este era el plan del señor Lobo —dijo—. Se pensaba
que este lugar era un comedero y yo su comida.
La liebre se marchó y contó a todos los animales de la selva el secre-
to del árbol que hablaba. El plan del lobo fue descubierto, y el árbol,
sin herir a nadie, continuó hablando solo.

9
El barco fantasma
Ciro Alegría

Por los lentos ríos amazónicos navega un barco fantasma, en


misteriosos tratos con la sombra, pues siempre se lo ha encon-
trado de noche. Está extrañamente iluminado por luces rojas, tal
como si en su interior hubiese un incendio. Está extrañamente
equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de ha-
macas que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes
gigantescos. Sus tripulantes son bufeos vueltos hombres. A tales
peces obesos, llamados también delfines, nadie los pesca y me-
nos los come. En Europa, el delfín es plato de reyes. En la selva
amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en ríos y
lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica
como plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ningu-
no osaría arponear a un bufeo, porque es pez mágico. De noche
se vuelve hombre y en la ciudad de Iquitos ha concurrido alguna
vez a los bailes, requebrando y enamorando a las hermosas. Se dio
el caso de que una muchacha, entretenida hasta la madrugada por
su galán, vio con pavor que se convertía en bufeo. Pudo ocurrir
también que el pez mismo fuera atraído por la hermosa hasta el
punto en que se olvidó su condición. Corrientemente, esos visi-
tantes suelen irse de las reuniones antes de que raye el alba. Se
sabe de su peculiaridad porque muchos los han seguido y vieron
que, en vez de llegar a casa alguna, se fueron al río y entraron a
las aguas, recobrando su forma de peces.

11
El barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del
alto Ucayali vio a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan
en Pucallpa y sus contornos. Sucedió que tal indígena, perteneciente
a la tribu de los shipibos, estaba cruzando el río en una canoa cargada
de plátanos, ya oscurecido. A medio río distinguió un pequeño barco
que le pareció ser de los que acostumbradamente navegan por esas
aguas. Lo llamaron desde el barco a voces, ofreciéndole compra de los
plátanos, y como le daban buen precio vendió todo el cargamento. El
barco era chato, el shipibo se limitó a alcanzar los racimos y ni sospe-
chó qué clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas
brazas, oyó que del interior del barco salía un gran rumor y luego vio
con espanto que la armazón entera se inclinaba hacia delante y hun-
día, iluminando desde dentro las aguas, de modo que dejó una estela
rojiza unos instantes, hasta que todo se confundió con la sombría
profundidad. De ser barco igual que todos, los tripulantes se habrían
arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento. Ninguno lo
hizo. Era el barco fantasma.

El indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí
se fue derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos
le habían dado billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el produc-
to del encantamiento. Los billetes eran pedazos de piel de anaconda
y las monedas, escamas de pescado. La llegada de la noche habría de
proporcionarle una sorpresa más. Los billetes y las monedas de plata,
lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo pasando en los bares y
bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero mágico proce-
dente del barco fantasma.

Sale el barco desde las más hondas profundidades, de un mundo


subacuático en el cual hay ciudades, gentes, toda una vida como la que
se desenvuelve a flor de tierra. Salvo que esa es una existencia encan-
tada. En el silencio de la noche, aguzando el oído, puede escucharse
que algo resuena en el fondo de las aguas, como voces, como gritos,
como campanas…

12
Rayo de fuego
Fábula de Escandinavia

Esto sucedió hace tiempo, en un lejano país del norte donde los
hombres eran grandes y fuertes como gigantes.

El rey, Erico el Viejo, se sintió un día muy cansado y buscó un


sucesor. Llamó entonces a los máximos héroes de su país y les pi-
dió que contaran sus hazañas para saber cuál de ellos merecía ser el
nuevo rey.

Primero habló Trym, el de la barba roja:


—Un día, para salvar mi barco en una tormenta, me zambullí en el mar,
lo alcé con una mano y, nadando con un brazo, lo llevé hasta la costa.

—¡Formidable! —dijo el rey.

Y escuchó a otro de los héroes:


—Mi tormenta fue aún peor —dijo Trom, el de la barba negra—.

El viento era tan fuerte que de nada sirvió zambullirme y tratar de


sostenerlo con una mano...

—¿Qué hiciste? —preguntó Erico el Viejo—. Lo sostuve con las


dos manos y me mantuve a flote pataleando hasta llegar a la costa.

—¡Qué notable! —se admiró el rey.


13
Le tocó el turno al último aspirante al trono. Este era Trum, el más
ambicioso de los tres.
—A mí también me sorprendió el temporal —afirmó—. Pero mis
manos no bastaban porque yo comandaba toda una flota.

Trym, Trom y Erico el Viejo lo escucharon con atención:


—¿Qué hice entonces? Llamé a Rayo de Fuego, mi caballo que anda
por la tierra y el mar... Lo monté y recorrí con él el fondo del mar,
hasta llegar a la costa. Entonces tomé las raíces de todos los árboles,
hice una trenza con ellas, las até a la cola de mi caballo y remolqué al
país entero hasta donde estaban los barcos.

—¡Increíble! —se sorprendió el rey.

—Así es señor; puesto que las naves no podían llegar a la costa, yo


acerqué la costa hasta ellas.

—¡Extraordinario! —dijo el rey.

Trum miró a su alrededor, seguro de haber ganado el derecho al tro-


no. Pero no encontró caras felices; el pueblo sabía que era prepotente
y ambicioso.
Erico el Viejo supo interpretar el sentimiento de su gente y dijo sa-
bias palabras:
—Tu hazaña es muy grande pero hay alguien que demostró ser más
fuerte que tú.

—¿Quién? —rugió Trum.

—Tu caballo Rayo de Fuego —afirmó el rey—. ¡Salvó a toda la flota


y merece ser el rey! El pueblo aplaudió, feliz de haberse librado de
Trum. Dicen que el caballo gobernó muy bien. Rápido como el rayo,
viajó por todo el país, se enteró de los problemas y cuidó la paz.

Algunos dirán: —¿Rey un caballo? ¿Por qué no? Es mejor que un


tirano.

14
Su canto
Leonor Bravo

El ave cantó. Como todos los días. Como siempre desde que había
salido del cascarón, tal vez desde antes. El viento movió las hojas de
los árboles, desde las más diminutas que crecían casi al ras del suelo,
hasta esas orgullosas que conversaban a diario con las nubes y roza-
ban el cielo.

Las plumas de sus alas vibraron como siempre que cantaba. El mo-
vimiento empezaba en las largas plumas guías, avanzaba por todo su
cuerpo hasta llegar a las pequeñísimas que crecían junto a su pico.

Ese movimiento era el que le guiaba en el intrincado mundo de


los sonidos. Tal vez por eso su canto era diferente al de las otras
aves. Eso al principio fue para ella fuente de enormes pesares. Ser
diferente había sido al inicio sinónimo de malo, de deficiente, de
incorrecto.

Más adelante, cuando otras aves reconocieron en su canto los rasgos


de la belleza y la originalidad empezó a valorarlo, a gustar de él, a po-
tenciarlo. A amar su canto, a creer en él y a cantar más.

Pero aún ahora, cuando otra ave le cubre la luz del sol con su vuelo,
vuelve a dudar de su canto, del color de sus plumas, de su penetrante
vista. Duda y deja que la melancolía y la desidia se instalen en ella, y
sabiendo que su canto es único y hermoso se hunde en el silencio o
15
hace que su voz se vuelva un susurro para que nadie la escuche, con
la secreta esperanza de que la descubran escondida entre la maleza.

El ave cantó pero su canto no sonaba como siempre. Su poderoso


canto era un rumor deslucido y triste. El ruido del viento entre las ho-
jas sonaba con más fuerza, el sonido del río entre las piedras era más
claro, el chirrido de los saltamontes era más sonoro.

El ave se alejó de la selva, dejó atrás las altas montañas cubiertas


de bosques y solo descansó cuando sus alas adoloridas se negaron a
seguir volando. Abajo la esperaba una tierra amarilla, solo polvo y
piedra. En ese desierto el ave cantó.

Y su cuerpo se reconoció en esa voz, en esa melodía, en esa música


que era solo suya. Y cantó. Y su canto fue su alimento y su aire, su
trabajo y su reposo. Fue su noche y su día.

El ave descansó y en medio de su sueño escuchó muchas voces,


muchos cantos, muchas melodías. Y su antiguo miedo la despertó,
empezó a trepar por sus patas aún dormidas y quiso continuar hacia
arriba. Pero el canto fue más rápido, recorrió el intrincado mundo de
los sonidos a gran velocidad, surgió poderoso de su pico y se unió sin
temor a las otras voces que interrumpían su sueño.

16
El oro y las ratas
Fábula de la India

Había una vez un rico mercader que, a punto de hacer un largo


viaje, tomó sus precauciones. Antes de partir quiso asegurarse de que
su fortuna en lingotes de oro estaría a buen recaudo y se la confió a
quien creía un buen amigo.

Pasó el tiempo, el viajero volvió y lo primero que hizo fue ir a recu-


perar su fortuna. Pero le esperaba una gran sorpresa.

—¡Malas noticias! —anunció el amigo—. Guardé tus lingotes en


un cofre bajo siete llaves sin saber que en mi casa había ratas. ¿Te ima-
ginas lo que pasó?
—No lo imagino —repuso el mercader.
—Las ratas agujerearon el cofre y se comieron el oro. ¡Esos anima-
les son capaces de devorarlo todo!
—¡Qué desgracia! —se lamentó el mercader—. Estoy completamente
arruinado, pero no te sientas culpable, ¡todo ha sido por causa de esa plaga!
Sin demostrar sospecha alguna, antes de marcharse invitó al amigo a
comer en su casa al día siguiente.

Pero, después de despedirse, visitó el establo y, sin que lo vieran, se


llevó el mejor caballo que encontró. Cuando llegó a su casa ocultó al
animal en los fondos.
Al día siguiente, el convidado llegó con cara de disgusto.
17
—Perdona mi mal humor —dijo—, pero acabo de sufrir una gran
pérdida: desapareció el mejor de mis caballos. Lo busqué por el cam-
po y el bosque pero se lo ha tragado la tierra.
—¿Es posible? —dijo el mercader simulando inocencia—. ¿No se
lo habrá llevado la lechuza?
—¿Qué dices?—se extrañó el amigo.

—Casualmente anoche, a la luz de la luna, vi volar una lechuza lle-


vando entre sus patas un hermoso caballo —respondió el mercader.

—¡Qué tontería! —se enojó el otro. ¡Dónde se ha visto, un ave que


no pesa nada, alzarse con una bestia de cientos de kilos!

—Todo es posible —señaló el mercader—. En un pueblo donde las


ratas comen oro, ¿porqué te asombra que las lechuzas roben caballos?
El mal amigo, rojo de vergüenza, confesó que había mentido. El oro
volvió a su dueño y el caballo a su establo. Hubo disculpas y perdón. Y
hubo un tramposo que supo lo que es caer en su propia trampa.

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Los ojos verdes
Gustavo Adolfo Bécquer

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con
este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con
letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a
capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta
leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los
podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como
las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles
después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con
la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que
pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

-Herido va el ciervo…, herido va… no hay duda. Se ve el rastro de


la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos
han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza por don-
de otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto mejor
golpe… Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por
esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar
los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares:
¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes
de morir podemos darlo por perdido?
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Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las
trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes
resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos
y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los mar-
queses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el
paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápi-
do como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose
entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!… ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de


Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles


dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fer-


nando de Argensola, el primogénito de Almenar.

-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se


pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-.
¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera
que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que
vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a
matar ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este


punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los


Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del
mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya
la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer
sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores so-
mos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se
refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.

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-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y pri-
mero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me
escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de
mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se distin-
gue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta;
déjame…, déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo… ¿Quién
sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al dia-
blo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo
mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu
serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la


vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en
derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:


-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los
pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el
diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta;
de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a
la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala
bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes pre-
cedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta
sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las maña-
nas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en
ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis
pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despo-
jos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os
quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba ma-


quinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de


la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó,

21
dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola
de sus palabras:
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime:
¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito


en hito.

-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy ex-
traña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es
posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a
revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a
esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce,
ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta co-


locarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los
espantados ojos… Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:
-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la
fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que
vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo
de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno


de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y
flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas
gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como
las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurran-
do, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban
en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce,
y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan
sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras,
con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor
indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que
he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el
peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para es-
tancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el
viento de la tarde.

22
Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos,
vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melanco-
lía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas,
en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus
de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu
del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigir-


me al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos
de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus
ondas… no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Re-
lámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy
extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma;
tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y
cuyos cálices parecen esmeraldas…; no sé; yo creí ver una mirada que
se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo
absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como
aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño…; pero no,


es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora…;
una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que
llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa
sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas
brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas
unas pupilas que yo había visto…, sí, porque los ojos de aquella mujer
eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color
imposible, unos ojos…

-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incor-


porándose de un golpe en su asiento.

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo


que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?

-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis


padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil ve-

23
ces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas
tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la
tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanza-
rá su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado
sus ondas.

-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos,


por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las
de un servidor, que os ha visto nacer.

-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría


yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el
cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una
mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Mira cómo podré dejar
yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que tem-
blaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un


día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a
los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso
velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y,
noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban


a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la
fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago,
comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomar-
se en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando,
el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa aman-
te, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

24
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro.
Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los
pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el
cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeral-
das sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como


para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un sus-
piro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al
morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperan-


za-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!…
Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amar-
te, si eres una mujer…

-O un demonio… ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros;


sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella
mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en
un arrebato de amor:
-Si lo fueses.:., te amaría…, te amaría como te amo ahora, como es
mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una


música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta
un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que
existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los
demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como
ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus
pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes
lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersti-
ciones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso
extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de
su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se
aproximaba más y más al borde de la roca.

25
La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas
y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un lecho
de esmeraldas y corales…, y yo…, yo te daré una felicidad sin nombre,
esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede
ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras fren-
tes como un pabellón de lino…; las ondas nos llaman con sus voces
incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de
amor; ven…, ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la su-


perficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos
verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren
sobre el haz de las aguas infectas… Ven, ven… Estas palabras zum-
baban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven… y la mujer
misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y
parecía ofrecerle un beso…, un beso…

Fernando dio un paso hacía ella…, otro…, y sintió unos brazos del-
gados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus
labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie, y cayó
al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo,
y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta
expirar en las orillas.

26
El poder de la infancia
León Tolstoi

-¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese


canalla…! ¡Que lo maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo
maten, que lo maten…! -gritaba una multitud de hombres y mujeres,
que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste avanzaba
con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba
desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.

Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las
autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.
“¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nues-
tras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, mo-
riremos. Por lo visto, tiene que ser así”, pensaba el hombre; y, enco-
giéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de
la multitud.

-Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros -ex-


clamó alguien.

Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que es-


taban aún los cadáveres de los que el ejército había matado la víspera,
la gente fue invadida por una furia salvaje.

-¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para
qué llevarlo más lejos?
27
El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza.
Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.

-¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes
y a esos canallas! Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida…
-gritaban las mujeres.

Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.

Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se


oyó una vocecita infantil, entre las últimas filas de la multitud.

-¡Papá! ¡Papá! -gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima


viva, mientras se abría paso, para llegar hasta el cautivo-. Papá ¿qué te
hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo, llévame…

Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que venía


el chiquillo. Todos se apartaron de él, como ante una fuerza, dejándo-
lo acercarse a su padre.

-¡Qué simpático es! -comentó una mujer.


-¿A quién buscas? -preguntó otra, inclinándose hacia el chiquillo.
-¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! -lloriqueó el pequeño.
-¿Cuántos años tienes, niño?
-¿Qué van a hacer con papá?
-Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre -dijo un hombre.

El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su
cara se tornó aún más taciturna.

-¡No tiene madre! -exclamó, al oír las palabras del hombre.

El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre;
y se abrazó a él.

La gente seguía gritando lo mismo que antes: “¡Que lo maten! ¡Que


lo ahorquen! ¡Que fusilen a ese canalla!”

-¿Por qué has salido de casa? -preguntó el padre.


-¿Dónde te llevan?

28
-¿Sabes lo que vas a hacer?
-¿Qué?
-¿Sabes quién es Catalina?
-¿La vecina? ¡Claro!
-Bueno, pues…, ve a su casa y quédate ahí… hasta que yo… hasta
que yo vuelva.
-¡No; no iré sin ti! -exclamó el niño, echándose a llorar.
-¿Por qué?
-Te van a matar.
-No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.

Despidiéndose del niño, el reo se acercó al hombre que dirigía a la


multitud.

-Escuche; máteme como quiera y donde le plazca; pero no lo haga


delante de él -exclamó, indicando al niño-. Desáteme por un momen-
to y cójame del brazo para que pueda decirle que estamos paseando,
que es usted mi amigo. Así se marchará. Después…, después podrá
matarme como se le antoje.

El cabecilla accedió. Entonces, el reo cogió al niño en brazos y le


dijo:
-Sé bueno y ve a casa de Catalina.
-¿Y qué vas a hacer tú?
-Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a dar una vuelta;
luego iré a casa. Anda, vete, sé bueno.

El chiquillo se quedó mirando fijamente a su padre, inclinó la cabe-


za a un lado, luego al otro, y reflexionó.
-Vete; ahora mismo iré yo también.
-¿De veras?

El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó fuera de la multitud.

-Ahora estoy dispuesto; puede matarme -exclamó el reo, en cuanto


el niño hubo desaparecido.
Pero, en aquel momento, sucedió algo incomprensible e inesperado.
Un mismo sentimiento invadió a todos los que momentos antes se
mostraron crueles, despiadados y llenos de odio.

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-¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo -propuso una mujer.
-Es verdad. Es verdad -asintió alguien.
-¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! -rugió la multitud.

Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que aborreciera a la


muchedumbre hacía un instante, se echó a llorar; y, cubriéndose el
rostro con las manos, pasó entre la gente, sin que nadie lo detuviera.

30
La playa de las sirenas
Leonor Bravo

Hace mucho tiempo, cuando la tierra eran joven aún y estas playas
no conocían a los seres humanos, ni sus cantos ni sus gritos, ni su risa
ni su llanto, en estas cálidas aguas vivía un pueblo de sirenas.

En sus casas de coral y madreperla tejían algas, dibujaban estrellas


de mar y les contaban cuentos a los delfines, y cuando el agua dejaba
de ser mansa y soplaba el viento, se preparaban para las fiestas. Las
jóvenes sirenas repasaban con las viejas maestras, casi tan viejas como
las olas y las mareas, las antiguas danzas y canciones con que recibían
a las ballenas que venían de las tierras del hielo a conocer el amor y a
ser mamás.

En su largo viaje desde el remoto sur, las ballenas inventaban cantos


nuevos y, con sus pequeños ojos, miraban todo con mucho cuidado,
las formas y los colores, los tamaños y las texturas; miraban y escu-
chaban, escuchaban y olían, olían y sentían, todo lo que ocurría a su
alrededor y lo guardaban en sus enormes memorias y, un poco antes
de dormir, con todo lo visto y aprendido creaban historias para diver-
tir a las curiosas sirenas.

Eso ocurría todos los años, las aguas de este lugar se llenaban de
cantos, de bailes, de saltos y de juegos; las ballenas disfrutaban del
sol, que en ese lugar brillaba más que en ningún otro, disfrutaban del
amor y del coqueteo, disfrutaban de ser mamás y de querer a sus be-
31
bés; se quedaban un tiempo en este mar calientito y luego regresaban
hacia el helado sur, donde abundaba su alimento. Risas y sol aquí,
comida y descanso allá.

Las ballenas y las sirenas, amigas del tiempo, tenían una larga vida,
veían al sol despertar y dormir, a los vientos marcharse y llegar, al mar
ir y volver siempre nuevo, a las aves, a los animales y a las plantas de
la tierra cambiar, nacer y morir, mientras ellas esperaban la visita que
venía de las estrellas.

Cada cien años, las nubes se abrían y aparecía la luminosa nave que
traía a sus hermanos del cielo. Cubiertos de una suave pelusa violeta,
con largos y rasgados ojos turquesa, en medio de su cara redonda y
casi plana, sonreían siempre y su voz era un canto lleno de tonos,
suaves unas veces, largos y profundos otros. La nave, esfera de sólido
cristal, descendía sobre un mar, que se aquietaba con su llegada. Las
nubes cubrían el sol y alargaban la noche, en medio de la cual brillaba
la luna llena. Los juegos se detenían, la tierra entera escuchaba la mú-
sica de ese encuentro y se enteraba de los secretos del cosmos, de la
infinita belleza de las galaxias y de los seres que habitaban sus lejanos
planetas.

Cada cien años venían y durante cien años los esperaban. Pero cuan-
do los seres humanos aparecieron, las visitas de los hijos de las es-
trellas se fueron espaciando, hasta que un día dejaron de venir. Las
sirenas, temerosas de los recién llegados se marcharon hacia aguas
profundas y aunque el viento y el sol no las vieron más, cuentan las
mareas que viven en las grietas del fondo del mar. Las ballenas, sin
embargo, continúan su vida entre el hielo y el sol y vuelven cada año a
disfrutar de este cálido mar, a buscar el amor y a ser mamás.

Esta historia la narran los ceibos las noches de luna llena y unos
dicen que a ellos se las contaron los vientos que llegan de visita en el
verano y dicen otros que son las lluvias de invierno. Nadie sabe si ocu-
rrió en realidad o es una antigua leyenda inventada por los delfines,
pero recuerden que toda leyenda tiene algo de verdad.

32
La sopa de piedra
Anónimo

Un monje estaba haciendo la colecta por una región en la que las


gentes tenían fama de ser muy tacañas. Llegó a casa de unos campe-
sinos, pero allí no le quisieron dar nada. Así que como era la hora de
comer y el monje estaba bastante hambriento dijo:
-Pues me voy a hacer una sopa de piedra riquísima.

Ni corto ni perezoso cogió una piedra del suelo, la limpió y la miró


muy bien para comprobar que era la adecuada, la piedra idónea para
hacer una sopa. Los campesinos comenzaron a reírse del monje. De-
cían que estaba loco, que vaya chaladura más gorda. Sin embargo, el
monje les dijo:
-¡Cómo! ¿No me digan que no han comido nunca una sopa de pie-
dra? ¡Pero si es un plato exquisito!
-¡Eso habría que verlo, viejo loco! –dijeron los campesinos.

Precisamente esto último es lo que esperaba oír el astuto monje.


Enseguida lavó la piedra con mucho cuidado en la fuente que había
delante de la casa y dijo:
-¿Me pueden prestar un caldero? Así podré demostrarles que la sopa
de piedra es una comida exquisita.

Los campesinos se reían del fraile, pero le dieron el puchero para ver
hasta dónde llegaba su chaladura. El monje llenó el caldero de agua y
les preguntó:
-¿Les importaría dejarme entrar en su casa para poner la olla al fuego?
33
Los campesinos lo invitaron a entrar y le enseñaron dónde estaba
la cocina.
-¡Ay, qué lástima! –dijo el fraile-. Si tuviera un poco de carne de vaca
la sopa estaría todavía más rica.

La madre de la familia le dio un trozo de carne ante la rechifla de


toda su familia. El viejo la echó en la olla y removió el agua con la
carne y la piedra. Al cabo de un ratito probó el caldo:
-Está un poco sosa. Le hace falta sal.

Los campesinos le dieron sal. La añadió al agua, probó otra vez la


sopa y comentó:
-Desde luego, si tuviéramos un poco de berza los ángeles se chupa-
rían los dedos con esta sopa.

El padre, burlándose del monje, le dijo que esperase un momento,


que enseguidita le traía un repollo de la huerta y que para que los án-
geles no protestaran por una sopa de piedra tan sosa le traería también
una patata y un poco de apio.
-Desde luego que eso mejoraría mi sopa muchísimo -le contestó el
monje.

Después de que el campesino le trajera las verduras, el viejo las lavó,


troceó y echó dentro del caldero en el que el agua hervía ya a borbotones.
-Un poquito de chorizo y tendré una sopa de piedra digna de un rey.

-Pues toma ya el chorizo, mendigo loco.

Lo echó dentro de la olla y dejó hervir durante un ratito, al cabo


del cual sacó de su zurrón un pedacillo de pan que le quedaba del
desayuno, se sentó en la mesa de la cocina y se puso a comer la sopa.
La familia de campesinos lo miraba, y el fraile comía la carne y las
verduras, rebañaba, mojaba su pan en el caldo y al final se lo bebía.
No dejó en la olla ni gota de sopa. Bueno. Dejó la piedra. O eso
creían los campesinos, porque cuando terminó de comer cogió el
pedrusco, lo limpió con agua, secó con un paño de la cocina y se lo
guardó en la bolsa.
-Hermano, -le dijo la campesina- ¿para que te guardas la piedra?

-Pues por si tengo que volver a usarla otro día. ¡Dios los guarde, familia!

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El pavo de Navidad
Mario de Andrade

Nuestra primera Navidad en familia, después de la muerte de papá


ocurrida cinco meses antes, fue de consecuencias decisivas para la
felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una familia feliz, en ese
sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar
sin peleas internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en
parte a la naturaleza gris de mi padre, ser desprovisto de todo tipo de
lirismo, instalado en la mediocridad, siempre nos había faltado ese dis-
frute de la vida, ese gusto por las felicidades materiales: un buen vino,
un balneario, el refrigerador, cosas así. Mi padre había sido un gran
equivocado, casi dramático, el pura-sangre de los esfuma-placeres.

Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc. Cuando ya nos acercába-


mos a la Navidad, yo no sabía qué hacer para poner distancia con esa
memoria del muerto que obstruía, que parecía haber sistematizado
para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada comida,
en cada mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera
al cine a ver una película. ¡Se puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine
estando de luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las apariencias, y
yo, que siempre había querido bien a papá, más por instinto filial que
por espontaneidad del amor, me veía a punto de detestar al bueno del
muerto.

Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontá-
neamente, la idea de hacer una de mis llamadas “locuras”. Esa había
35
sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente conquista contra el
clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secun-
daria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado
todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía
diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principal-
mente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, con-
seguí, en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama
conciliadora de “loco”. “¡Está loco, el pobre!” decían. Mis padres
hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela
me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel
placer de los que se convencen de alguna superioridad. No tenían
locos entre sus hijos. Pues esa fama es la que me salvó. Hice todo lo
que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con in-
tegridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El
resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la cual no
tengo nada de qué quejarme.

Siempre teníamos la costumbre, en la familia, de realizar la cena de


Navidad. Cena insignificante, ya puede usted imaginarse; cena tipo mi
padre: castañas, higos, pasas después de la Misa de Gallo. Empachados
de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres hermanos por
el cascanueces…), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos
a la cama. Fue al recordar esto que arremetí con una de mis “locuras”.
-Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.

Hubo una de esas sorpresas que nadie se imagina. Luego, mi tía


solterona y santa, que vivía con nosotros, advirtió que no podíamos
invitar a nadie debido al luto.

-¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa manía… ¿Cuándo co-


mimos pavo en nuestra vida? Pavo aquí en casa es plato de fiesta,
viene toda esa parentela del demonio…
-Hijo mío, no hables así…
-Pues hablo y ya.
Y descargué mi helada indiferencia sobre nuestra parentela infinita,
dizque descendiente de bandeirantes, que poco me importa. Era el
momento para desarrollar mi teoría de loco, pobrecito, y no perdí la
ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita,

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mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron
mi vida. Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo
así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de
parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo,
las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único
que sabían de la vida era trabajar preparando carnes frías y dulces fi-
nísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela devoraba todo y
todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis
tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los
huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna,
oscuro, perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía,
elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concreta-
mente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.

No, no se invitaba a nadie, era un pavo para nosotros cinco, cinco


personas. Y tenía que ser con dos farofas, la gorda con los menudos y
la seca, doradita, con bastante mantequilla. Quería el buche rellenado
sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra, nue-
ces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi
querida compañera. Está claro que omití decir dónde había aprendido
la receta y todos desconfiaron. Y todos se quedaron en ese aire de in-
cienso soplado…¿no sería tentación del Diablo aprovechar una receta
tan sabrosa? Y cerveza bien helada, garantizaba yo casi a los gritos.
Lo cierto es que con mis “gustos” ya bastante refinados fuera del ho-
gar, primero pensé en un buen vino bien francés. Pero la ternura por
mamá venció al loco, a mamá le encantaba la cerveza.

Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta, todos estaban felicísi-


mos, con un inmenso deseo de hacer aquella locura con la que había
irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero todos se imagina-
ban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar
encima mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose
unos a otros, tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi her-
mana asumió el consentimiento general:

-¡Aunque esté loco!…


Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y después de una Misa
de Gallo muy mal rezada, tuvimos nuestra Navidad más maravillosa.
¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente iba a lograr que

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mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en
ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos
también, estaban en el mismo ritmo violento de amor, todos domina-
dos por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo en la familia.
De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que
mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se
detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave,
sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumi-
do en una casi pobreza sin razón.

-No señora, siga cortando… y pedazos grandes ¡Yo solo me como eso!

Era mentira, el amor familiar, estaba incandescente en mí de tal for-


ma, que hasta era capaz de comer poco, sólo para que los otros cuatro
comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el mismo. Aquel pavo
comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la coti-
dianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión
de hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa
de burgueses muy modestos, se estaba realizando un milagro digno
de la Navidad de un Dios. La pechuga del pavo quedó enteramente
reducida a rebanadas grandes.

-¡Yo sirvo!
-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había
servido en esa casa!

Entre risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y em-
pecé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a que
sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno de car-
necita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz
severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban
a su parte del pavo:

-¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!

¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo,
de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la existencia de
Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que hacía
sufrir!… El plato quedó sublime.
-Mamá, este es su plato. ¡No!… ¡No lo pase!

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Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se
puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el siguiente plato
sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi hermana
también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se des-
parramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para
no llorar también, tenía diecinueve años… Diablo de familia tonta
que veía un pavo y lloraba… Esas cosas… Todos se esforzaban por
sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había
evocado, por asociación, la imagen indeseable de mi padre muerto.
Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para siempre nuestra
Navidad. ¡Me dio coraje!

Bueno, empezamos a comer en silencio, consternados, y el pavo es-


taba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy tenue, se mezclaba
entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en cuando herida,
molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de la
pasa negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá
estaba sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga,
una incapacidad. Y el pavo estaba tan rico, y mamá que por fin sabía
que el pavo era un manjar digno de Jesucito nacido.

Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que
alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado
decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen medios
escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé
al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obs-
truyente.

-Sólo falta su papá.

Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo perfecto, tanto me


interesaba esa lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar a papá. Y
ni sé qué inspiración genial de repente me volvió hipócrita y político.
En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé
aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.
-Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto trabajar para no-
sotros, papá allí en el cielo debe estar contento -dudé, pero resolví
no mencionar más al pavo-, contento de vernos a todos reunidos en
familia.

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Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su
imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita brillante
en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá
había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros,
había sido un santo que “ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que
deben a su padre”, un santo. Papá se transformó en santo, una con-
templación agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer.
No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El
único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.

Mamá, tía, nosotros, todos inundados de felicidad. Iba a escribir


“felicidad gustativa”, pero no era sólo eso. Era un felicidad mayús-
cula, un amor de todos, un olvido de otros parientes que distraen del
gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el seno
de la familia fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más
completo, más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso. Nació
entonces una felicidad familiar para nosotros que, no soy exclusivis-
ta, algunos tendrán igual de grande, sin embargo más intensa que la
nuestra, me es imposible concebir.

Mamá comió tanto pavo que en un momento imaginé que podría


hacerle mal. Pero enseguida pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque se mue-
ra, pero por lo menos que una vez en la vida coma pavo de verdad.
Tamaña falta de egoísmo me había transportado a nuestro infini-
to amor… Después vinieron una uvas ligeras y unos dulces, que allí
en mi tierra llevan el nombre de “bien-casados”. Pero ni siquiera ese
nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya
había convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de con-
templación.

Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con
dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a
dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un insomnio
feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había
prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir men-
tí, dije que iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo;
era una manera de contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las
otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!…

40
El ave extraordinaria
Leonardo Da Vinci

Hace mucho tiempo, un viajero recorrió medio mundo en busca del


ave extraordinaria.

Aseguraban los sabios que lucía el plumaje más blanco que se pu-
diera imaginar. Decían además que sus plumas parecían irradiar
luz, y que era tal su luminosidad que nunca nadie había visto su
sombra.

¿Dónde encontrarla? Lo ignoraban. Desconocían hasta su nombre.


El viajero recorrió el bosque, la costa, la montaña.

Un día, junto al lago, distinguió un ave inmaculadamente blanca. Se


acercó con sigilo, pero ella sintió su presencia y levantó vuelo.

Su sombra voladora se dibujó sobre las aguas del lago. “Es sólo un
cisne” se dijo entonces el viajero, recordando que el ave extraordinaria
no tenía sombra.

Algún tiempo después, en el jardín de un palacio, vio un ave bellí-


sima. Estaba en una gran jaula de oro y su plumaje resplandecía en el
sol.

El guardián del jardín adivinó lo que pensaba y le advirtió:-Es sólo


un faisán blanco, no es lo que buscas.
41
El viajero incansable recorrió muchas tierras, países, continentes...

Llegó hasta el Asia y allí, en un pueblo, conoció a un anciano que


dijo saber dónde se encontraba el ave extraordinaria.
Juntos escalaron una montaña. Cerca de la cumbre, vieron al gran
pájaro incomparable. Sus plumas, esplendorosamente blancas, irradia-
ban una luz sin igual.

—Se llama Lumerpa —dijo el anciano—. Cuando muere, la luz de


su plumaje no se apaga. Y si alguien le quita entonces una pluma, ésta
pierde al momento su blancura y su brillo.

Allí terminó la búsqueda. El viajero volvió a su tierra, feliz, como si


una parte de aquel resplandor lo iluminara por dentro. Y aseguró que
el plumaje de Lumerpa era como la fama bien ganada y el buen nom-
bre y honor que no pueden quitarse a quien los posee y que siguen
brillando aún después de la muerte.

42
Leyenda de las guacamayas
Pueblo Cañari, Ecuador

Por estas tierras cañaris hay un altísimo cerro llamado Fasayñan que
cuando las lluvias causan inundaciones, sus cumbres se elevan dando
estirones hacia el cielo, de manera que parece una isla que nunca se
sumerge. Cuando el gran diluvio desbordó los mares y ríos, no que-
daron más que dos supervivientes, dos hermanos varones.

Cuando vieron que el mar comenzaba a cubrir la tierra, el hermano


mayor tomó de la mano al menor y corrieron hacia la cumbre salva-
dora que los libró de ahogarse. Toda la montaña temblaba con cada
estirón y los hermanos tuvieron que quedarse agarrados a las raíces y
a las rocas para no rodar hasta los abismos.

Al cabo de unos días, las lluvias cesaron, los dos hermanos se aso-
maron a mirar los valles y vieron que todo estaba cubierto de agua.
No podían bajar al lugar donde había estado su cabaña; recorrieron
la cumbre y encontraron una caverna en la que se refugiaron. Salie-
ron a buscar algo que comer, pero sólo hallaron unas hierbas duras
y raíces.

—¡Ay! —lloró el hermano menor—. ¡Me duelen las tripas de hambre!


—A mí me gustaría tener papas y frutas —suspiró el mayor.

Los dos corrían entre las rocas levantando piedras para hallar algún
bicho, pero en la noche estaban tan hambrientos como al alba.
43
Una tarde, al caer el sol, llegaron a la caverna sin aliento ya para
seguir viviendo.

Entonces vieron sobre la piedra donde machacaban las raíces un


mantel de hojas frescas y sobre ellas, frutas, carnes, mazorcas de maíz
y todo lo que habían soñado comer durante tantos días.

— ¡Mira!, ¿quién habrá traído esta comida? —gritó el hermano


menor.
— No lo sé —contestó el mayor y se abalanzó sobre los alimentos
sin hacer preguntas.

El menor hizo lo mismo y cuando estuvieron satisfechos se pusie-


ron a dormir.

En sueños oyeron gritos y risas de los guacamayos, esos grandes


loros que habitan en las oscuras selvas cercanas a los valles.

Todas las tardes los hermanos siguieron encontrando alimentos


sabrosos en slu morada, sin que ellos supieran de dónde venían.
Los misteriosos seres que se los traían acudían sólo cuando los
hermanos dormían o se alejaban de la caverna. Nunca alcanzaban
a verlos.
Los hermanos empezaron a sentir curiosidad de saber quiénes eran
los que con tanta generosidad los alimentaban, por lo que decidieron
esconderse para descubrir quienes eran

Antes del amanecer ambos se escondieron junto a la caverna. Esta-


ban nerviosos e impacientes. Pasaron varias horas sin que nada ocu-
rriera, cuando de pronto, algo tembló en el aire como un arco iris.
Al poco rato oyeron un fuerte aleteo y gritos sonoros. Se asomaron
con cuidado y vieron unos grandes guacamayos cerca de su antigua
cabaña.

Se acercaron para mirarlos mejor y descubireron, con asombro,


que eran dos hermosisimas guacamayas con rostro de mujer. Sin
embargo a las guacamayas no les gustó haber sido descubiertas. Con
las plumas erizadas y los ojos chispeantes volaron lejos, llevándose
la comida.

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Pasaron varios días y las guacamayas no volvieron a aparecer ni a
traer comida y los hermanos se arrepintieron por su su imprudencia.
Todas las tardes se asomaban a los abismos para ver si el agua bajaba
en los valles; y así comprobaron que lentamente volvían a formarse
los ríos, las lagunas y los mares; la tierra se secaba y surgían las selvas.

Al cabo de un tiempo las guacamayas volvieron a la rutina habitual


y trajeron nuevamente comida sobre sus alas. Los hermanos, sin per-
der el tiempo las atraparon y entonces las aves se convirtieron en dos
hermosas mujeres que aceptaron casarse con ellos.

Estas dos parejas sobrevivientes del diluvio, repoblaron la tierra de


los Cañaris. Desde entonces, los guacamayas son aves sagradas para
los indígenas.

45
Cómo la sabiduría se esparció
por el mundo
Leyenda africana

En Taubilandia vivía en tiempos remotos, remotísimos, un hom-


bre que poseía toda la sabiduría del mundo. Se llamaba este hombre
Padre Ananzi, y la fama de su sabiduría se había extendido por todo
el país, hasta los más apartados rincones, y así sucedía que de to-
dos los ámbitos acudían a visitarlo las gentes para pedirle consejo y
aprender de él.

Pero he aquí que aquellas gentes se comportaron indebidamente y


Ananzi se enfadó con ellos. Entonces pensó en la manera de casti-
garlos.

Tras largas y profundas meditaciones decidió privarles de la sabidu-


ría, escondiéndola en un lugar tan hondo e insospechado que nadie
pudiera encontrarla.

Pero él ya había prodigado sus consejos y ellos contenían parte de la


sabiduría que, ante todo, debía recuperar. Y lo consiguió; al menos así
lo pensaba nuestro Ananzi.

Ahora debía buscar un lugarcito donde esconder el cacharro de la


sabiduría; y, sí, también él sabía un lugar. Y se dispuso a llevar hasta
allí su preciado tesoro.

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Pero… Padre Ananzi tenía un hijo que tampoco tenía un pelo de
tonto; se llamaba Kweku Tsjin. Y cuando éste vio a su padre andar
tan misteriosamente y con tanta cautela de un lado a otro con su pote,
pensó para sus adentros:
-¡Cosa de gran importancia debe ser ésa!

Y como listo que era, se puso ojo avizor, para vigilar lo que Padre
Ananzi se proponía.

Como suponía, lo oyó muy temprano por la mañana, cuando se le-


vantaba. Kweku prestó mucha atención a todo cuanto su padre hacía,
sin que éste lo advirtiera. Y cuando poco después Ananzi se alejaba
rápida y sigilosamente, saltó de un brinco de la cama y se dispuso a
seguir a su padre por donde quiera que éste fuese, con la precaución
de que no se diera cuenta de ello.

Kweku vio pronto que Ananzi llevaba una gran jarra, y le aguijonea-
ba la curiosidad de saber lo que en ella había.

Ananzi atravesó el poblado; era tan de mañana que todo el mundo


dormía aún; luego se internó profundamente en el bosque.

Cuando llegó a un macizo de palmeras altas como el cielo, buscó la


más esbelta de todas y empezó a trepar con la jarra o pote de la sabi-
duría pendiendo de un cordel que llevaba atado por la parte delantera
del cuello.

Indudablemente, quería esconder el Jarro de la Sabiduría en lo más


alto de la copa del árbol, donde seguramente ningún mortal había de
acudir a buscarlo… Pero era difícil y pesada la ascensión; con todo,
seguía trepando y mirando hacia abajo. No obstante la altura, no se
asustó, sino que seguía sube que te sube.

El jarro que contenía toda la sabiduría del mundo oscilaba de un


lado a otro, ya a derecha ya a izquierda, igual que un péndulo, y otras
veces entre su pecho y el tronco del árbol. ¡La subida era ardua, pero
Ananzi era muy tozudo! No cesó de trepar hasta que Kweku Tsjin,
que desde su puesto de observatorio se moría de curiosidad, ya no lo
podía distinguir.

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-Padre -le gritó- ¿por qué no llevas colgado de la espalda ese jarro
preciado? ¡Tal como te lo propones, la ascensión a la más alta copa te
será empresa difícil y arriesgada!

Apenas había oído Ananzi estas palabras, se inclinó para mirar a la


tierra que tenía a sus pies.

-Escucha -gritó a todo pulmón- yo creía haber metido toda la sabi-


duría del mundo en este jarro, y ahora descubro, de repente, que mi
propio hijo me da lección de sabiduría. Yo no me había percatado de
la mejor manera de subir este jarro sin incidente y con relativa como-
didad hasta la copa de este árbol. Pero mi hijito ha sabido lo bastante
para decírmelo.

Su decepción era tan grande que, con todas sus fuerzas, tiró el Jarro
de la Sabiduría todo lo lejos que pudo. El jarro chocó contra una pie-
dra y se rompió en mil pedazos.

Y como es de suponer, toda la sabiduría del mundo que allí dentro


estaba encerrada se derramó, esparciéndose por todos los ámbitos
de la tierra.

49
El gallito de la catedral
Leyenda tradicional ecuatoriana

En los tiempos en que Quito era una ciudad llena de aventuras ima-
ginarias, de rincones secretos, de oscuros zaguanes y de cuentos de
vecinas y comadres, había un hombre muy recio de carácter, fuerte,
aficionado a las apuestas, a las peleas de gallos, a la buena comida y
sobre todo a la bebida. Era este don Ramón Ayala, para los conocidos
“un buen gallo de barrio”.

Entre sus aventuras diarias estaba la de llegarse a la tienda de doña Ma-


riana en el tradicional barrio de San Juan. Dicen las malas lenguas que
doña Mariana hacía las mejores mistelas de toda la ciudad. Y cuentan
también los que la conocían, que ella era una “chola” muy bonita, y que
con su belleza y sus mistelas se había adueñado del corazón de todos los
hombres del barrio. Y cada uno trataba de impresionarla a su manera.

Ya en la tienda, don Ramón Ayala conversaba por largas horas con


sus amigos y repetía las copitas de mistela con mucho entusiasmo.
Con unas cuantas copas en la cabeza, don Ramón se exaltaba más que
de costumbre, sacaba pecho y con voz estruendosa enfrentaba a sus
compinches: “¡Yo soy el más gallo de este barrio! ¡A mí ninguno me
ningunea!” Y con ese canto y sin despedirse bajaba por las oscuras
calles quiteñas hacia su casa, que quedaba a pocas cuadras de la Plaza
de la Independencia. Como bien saben los quiteños, arriba de la iglesia
Mayor, reposa en armonía con el viento, desde hace muchos años, el
solemne “Gallo de la Catedral”.
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Pero a don Ramón, en el éxtasis de su ebriedad, el gallito de la Ca-
tedral le quedaba corto. Se paraba frente a la iglesia y exclamaba con
extraño coraje: ¡Qué gallos de pelea, ni gallos de iglesia! ¡Yo soy el más
gallo de todos! ¡Ningún gallo me ningunea, ni el gallo de la Catedral!
Y seguía su camino, tropezando y balanceándose, hablando consigo
mismo. ¡Qué tontera de gallo!

Hay personas que pueden acabar con la paciencia de un santo, y la


gente dice que los gritos de don Ramón acabaron con la santa pacien-
cia del gallito de la Catedral. Una noche, cuando el “gallo” Ayala se
acercaba al lugar de su diario griterío sintió un golpe de aire, como
si un gran pájaro volara sobre su cabeza. Por un momento pensó que
solo era su imaginación, pero al no ver al gallito en su lugar habitual,
le entró un poco de miedo. Pero don Ramón no era un gallo cualquie-
ra, se puso las manos en la cintura y con aire desafiante, abrió la boca
con su habitual valentía.

Pero antes de que completara su primera palabra, sintió un golpe de


espuela en la pierna. Don Ramón se balanceaba y a duras penas podía
mantenerse en pie, cuando un picotazo en la cabeza le dejó tendido
boca arriba en el suelo de la Plaza Grande. En su lamentable posición,
don Ramón levantó la mirada y vio aterrorizado al gallo de la Catedral
que lo miraba con rencor.
Don Ramón ya no se sintió tan gallo como antes y solo atinó a pedir
perdón. El buen gallito se apiadó del hombre y con una voz muy grave
le preguntó:
—¿Prometes que no volverás a tomar mistelas?
—Ni agua volveré a tomar —dijo el atemorizado don Ramón.
—¿Prometes que no volverás a insultarme? —insistió el gallito.
—Ni siquiera volveré a mirarte —respondió muy serio.
—Levántate, pobre hombre, pero si vuelves a tus faltas, en este mis-
mo lugar te quitaré la vida, sentenció muy serio el gallito antes de
emprender su vuelo de regreso a su sitio de siempre. Don Ramón no
se atrevió ni a abrir los ojos por unos segundos. Por fin, cuando dejó
de sentir tanto miedo, se levantó, se sacudió el polvo y sin levantar la
mirada, se alejó del lugar.

Cuentan quienes vivieron en esos años, que don Ramón nunca más
volvió a sus andadas, que se volvió un hombre serio y muy responsable.

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Dicen, aquellos a quienes les gusta descifrar todos los misterios, que en
verdad el gallito nunca se movió de su sitio, sino que los propios veci-
nos de San Juan, el sacristán de la Catedral, y algunos de los amigos de
don Ramón Ayala, cansados de su mala conducta, le prepararon una
broma para quitarle el vicio de las mistelas. Se ha escuchado también
que después de esas fechas, la tienda de doña Mariana dejó de ser tan
popular y las famosas mistelas de a poco fueron perdiendo su encanto.
Es probable que doña Mariana haya finalmente aceptado a alguno de
sus admiradores y vivido la tranquila felicidad de los quiteños antiguos
por muchos años.

Es posible que, como les consta a algunos vecinos, nada haya cam-
biado. Que don Ramón, después del gran susto, y con unas cuantas
semanas de por medio, haya vuelto a sus aventuras, a sus adoradas
mistelas, a la visión maravillosa de doña Mariana, la “chola” más linda
de la ciudad y a las largas conversaciones con sus amigos. Lo que sí es
casi indiscutible, es que ni don Ramón, ni ningún otro gallito quiteño,
se haya atrevido jamás a desafiar al gallito de la Catedral, que sigue
solemne, en su acostumbrada armonía con el viento, cuidando con
gran celo, a los vecinos de la franciscana capital de los ecuatorianos.

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El gigante egoísta
Oscar Wilde

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín


del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y
cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba,
se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros
que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y
nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados.
Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con
tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo


el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos
siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se te-
nían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió
el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los
niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el


mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
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Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un
cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA


BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta…

Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la


prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba
plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor
del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgica-
mente lo que había detrás.

-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.

Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y


flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el
invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los
árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una lindísima flor se
asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por
los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.

-La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos que-
daremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha


cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el
Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y
llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo
por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derriban-
do las chimeneas.

-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo


que venga a estar con nosotros también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tam-
borileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor

56
parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo
lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el
hielo.

-No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí


-decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su
jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño


dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no
le dio ninguno.

-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.

De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en


el invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve
bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que


una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en
sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba
por allí. En realidad, era solo un jilguerito que estaba cantando frente
a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba
cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más
bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento
del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las
persianas abiertas.

-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y


saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una


brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a
los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan
felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de
flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas in-
fantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los
pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Solo en un

57
rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y
en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba
alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del
viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía
completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte
soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a pun-
to de quebrarse.

-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que
podía. Pero el niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no


quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después
voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar
de juegos para los niños.

Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa y


entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron,
salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Solo aquel
pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan
llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se
le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió
al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar
en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los
otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron
corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín.

-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante,
y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron


ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que
habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños


fueron a despedirse del Gigante.

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-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese
niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había


dado un beso.

-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.

-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo
habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el
Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo
volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los
niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se
acordaba de él.

-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas


se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón,
miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las
flores más hermosas de todas.

Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya


no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la
primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró,


miró…

Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más


lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blan-
cas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata.
Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echa-
do de menos.

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Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en
el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y
dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y


también había huellas de clavos en sus pies.

-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para


tomar la espada y matarlo.

-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.

-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un ex-


traño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:

-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el


jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muer-


to debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores
blancas.

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El ojo del sol
Anónimo egipcio

Ra, el rey de los dioses, sabía que su hija Hathor, cuando tenía apa-
riencia humana, era la diosa más agraciada en virtudes. Llenaba de
alegría y de encanto todos los lugares. Era la protectora de los dioses.

“El Ojo Del Sol” era el lado más negativo de la diosa Hathor. Ella ad-
quiría muy variadas formas. Cuando se enojaba todos los dioses la temían.

Un día Ra tuvo que discutir con su hija. El Ojo Del Sol tenía muchí-
simos celos de los dioses que creó su padre. Éste no pudo consentir
ese comportamiento tan injusto y Hathor se enfadó muchísimo y se
marchó hacia Nubia, teniendo que atravesar desiertos. La diosa ya no
mostraba su forma humana, tenía la apariencia de un gato salvaje o la
de una leona furiosa. Cualquier criatura que se le acercase sería vícti-
ma de ella. Cazaba y mataba, vivía de ese modo.

Ra entristeció y cayó en una profunda melancolía, hasta tal punto


que “ El dios Sol” ocultó su rostro y la tierra se quedó sin luz, en una
profunda oscuridad.

Yo me pregunto una cosa:


-¡Ra! ¿Cómo pudo ocurrir tal cosa, tú, que eres el que envía la alegría
al mundo y ahuyentas las desgracias y las penas?
Egipto estaba desconocido. Era muy cruel ver ese panorama en la
tierra. ¡Qué tristeza!
61
Ra pidió ayuda a los dioses y le dijo a Thot, el dios más sabio, uno
de mis dioses favoritos, que fuera a Nubia a convencer a Hathor para
que volviera a Egipto. Thot estaba atemorizado, pues sabía que en
cuanto lo viera, Hathor lo mataría. Entonces pensó que lo mejor sería
adquirir la forma de un mandril para ser más insignificante.

Después de seguir los pasos de la diosa, la encontró y se acercó a


ella. Thot le dio conversación haciendo referencia a Ra y recordándole
que era la hija del sol, pero ella bajo la forma de gato salvaje le dijo:
-¡Dime lo que tengas que decir y muere!

Thot comenzó a contarle una historia para distraerla y a su vez para


recordarle que el rey de los dioses, Ra, su padre, siempre hacía justicia.
Comenzó contándole la historia de un buitre hembra que había tenido
pollitos y una gata que había tenido gatitos. Ambas mamás habían he-
cho un pacto y habían jurado por Ra que ninguna atacaría a las crías
de la otra.

Un día uno de los pollitos se escapó del nido en una de las ausencias
de la madre, y al no saber volar fue a caer donde estaban los gatitos y
les quitó un poco de comida. La madre gata sin pararse a pensar atacó
al polluelo y lo hirió, después le dijo que se fuera.
El pequeñín no podía volar todavía porque era un pollito, pero le
dijo a la gata:
-¡Has roto el pacto y Ra te lo hará pagar!

El polluelo murió. Su madre lo buscó y finalmente lo encontró en la


otra montaña muerto. El buitre se dirigió enseguida hacia los gatitos y
cuando estuvo ausente la gata, entonces los mató y se los llevó al nido
como alimento para sus polluelos.

La gata se enfureció y le pidió a Ra vengar al buitre. El dios Sol de-


cidió castigar a las dos mamás por haber roto el juramento que habían
hecho en su nombre. Entonces ocurrió lo siguiente: El buitre vio a un
cazador que se estaba asando una pierna para comérsela. Enseguida se
lanzó a cogerla para llevársela a su nido como alimento, pero resulta
que la carne contenía todavía brasas que estaban encendidas y éstas
cayeron sobre los pollitos, muriendo éstos y sin poder hacer nada la
madre por ellos.

62
Thot terminó de hablar y El Ojo Del Sol se quedó pensativa y re-
cordó lo poderoso y lo justo que era su padre. Hathor había cambiado
su carácter completamente. Thot le había recordado a su padre, a su
hermano Shu, a su tierra “Egipto“… Y en ese momento recordó lo
mucho que los hombres la adoraban.

También el más sabio de los dioses le comentaba cómo estaba Egip-


to sin ella: en tinieblas, triste, sin alegría…

Pero cuando más confiado estaba Thot en hacerla regresar, ésta se


dio cuenta de que el mandril quería disuadirla para volver a Egipto y
entonces montó en cólera por haberla hecho llorar, y se enfureció de
tal manera que se convirtió en una enorme leona.

-¡En nombre de Ra, perdóname! ¡Antes de atacarme escucha la his-


toria que te voy a contar! -dijo Thot.

Mi sabio Thot comenzó enseguida a contarle otra historia para tran-


quilizarla:
«Dos buitres se pasaban el tiempo discutiendo sobre cual de ellos
poseía más dones:
-Yo soy capaz de… -decía uno de ellos.
-Pues yo puedo… -replicaba el otro.
De repente uno de ellos se empezó a reír y dijo :
-Si supieras lo que he visto.
-¿Qué has visto? -contestó el otro.
-Como tú ya sabes tengo una poderosa vista y he podido contemplar
lo siguiente: He visto cómo una lagartija se comía una mosca. Des-
pués una serpiente se comía la lagartija y posteriormente un halcón se
llevaba la serpiente, pero como ésta pesaba mucho, el halcón cayó al
mar y los dos fueron comidos por un pez. Y seguidamente ha pasado
un pez más grande y se ha comido al primero. El pez grande se había
acercado a la orilla del mar y había sido capturado por un león. Des-
pués apareció una criatura extraña, mitad león y mitad águila, y se lo
ha llevado a su nido para comérselo.
Uno de ellos dijo:
-Seguramente que esa criatura extraña es un mensajero de Ra. Los
que matan mueren. Y no hay nada que se pueda comparar con la jus-
ticia del rey de los dioses.»

63
Thot le dijo a El Ojo Del Sol:
-Tu propio padre es quien da bien por bien y mal por mal.

En ese momento la diosa se sintió muy orgullosa de su padre y le


dijo al mandril:
-No te preocupes que no te voy a matar.

El sabio Thot emprendió el viaje hacia Egipto acompañado por el


gato salvaje (la diosa). Como no se fiaba todavía de ella comenzó a
contarle otra historia:
-“Dos chacales que vivían en el desierto…”

Cuando terminó de contarle la historia le dijo:


-Como me has perdonado la vida yo te protegeré durante todo el
camino.

La diosa se empezó a reír y le dijo que El Ojo Del Sol no necesitaba


su protección, pues el mandril era mucho más débil que ella.

El mandril, es decir, Thot, comenzó a hablar:


-Te voy a recordar una historia: «Trata de un león que buscaba des-
esperadamente al hombre para matarlo. El león pensaba que él era el
más fuerte. Se había enfurecido pensando que una criatura que no
conocía, “el hombre”, pudiera con una pantera que se había encon-
trado medio muerta. Con un león y con varias criaturas que se habían
cruzado por el camino y que habían sido víctimas del hombre. Con lo
que no contaba el león era con el arma más poderosa del hombre: ”la
astucia”. En su búsqueda desesperada se encontró con un ratoncillo,
y éste le dijo:
-Oiga, por favor, no me aplaste. Si me aplasta para luego comerme,
no le va ha merecer la pena, pues soy tan diminuto que no le voy a
saber a nada. Dejándome en libertad algún día le devolveré el favor.

El león no lo mató y se fue riéndose a carcajadas.


-Un ratoncillo ayudarme a mí, ja, ja,ja -dijo el león.
Al poco tiempo sucedió que el león fue a caer en una trampa que
había preparado el hombre. El león cayó en un agujero que estaba
tapado con ramas, y éste había quedado atrapado en una red. Queda-
ba poco tiempo para que el hombre lo matara. A media noche pasó
el ratoncillo por allí y enseguida ayudó al león para que éste pudiera

64
escapar. El diminuto animal comenzó a roer todas las redes, todas
las cuerdas. Y el león se fue lejos de aquel lugar, donde no le pudiese
atrapar el hombre. Pero la experiencia le hizo comprender que un ser
más débil puede ayudar al que tiene más fuerza.»

Hathor lo escuchó y comenzó a tenerle mucho más respeto al man-


dril.

En El-Kab, al pasar la frontera de Egipto, Hathor tomó la aparien-


cia de un buitre, y en el siguiente pueblo volvió a cambiar de aspecto.
Hasta acercarse a Tebas, allí adquirió la apariencia de un gato salvaje.

Todo Egipto estaba pendiente del regreso de su bella diosa. También


estaban los enemigos de Ra, y mientras Hathor dormía, una serpiente
venenosa se le acercó, pero Thot, que estaba vigilante, avisó a su diosa
y ésta saltó como una fiera hacia la serpiente y la mató.

Hathor recordó la historia del ratón y el león y se fue dándole las


gracias a su amigo el mandril.

Al llegar a Tebas por la mañana se transformó en una bella mujer,


llena de bondad y alegría, como ella era. La bella Hathor se juntó con
su padre en la ciudad sagrada de Heliópolis y se dieron un fuerte abra-
zo. Todo Egipto saltó de alegría. Thot volvió a mostrar su apariencia
normal y la diosa lo reconoció.

Ra agradeció a Thot el regreso de El Ojo Del Sol y formaron una


gran fiesta.

Como se puede ver, Thot tenía una gran sabiduría.

65
El pequeño escribiente florentino
Edmundo de Amicis

Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático


niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto
empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un
escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y
era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se
refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante
severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro
empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba tra-
bajar mucho en poco tiempo.

Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siem-


pre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo
había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a
las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en
su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de
copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte
de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y
periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre
y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada qui-
nientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y
regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo
con la familia a la hora de comer.
-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba
conmigo.
67
El hijo le dijo un día:
-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tan-
to como tú.

Pero el padre le respondió:


-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importan-
te que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una
hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.

El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas mate-
rias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en
punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a
la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce,
sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento
paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se
vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el
quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había
un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los
suscriptores.

Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre.


Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas
aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las
manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y son-
riente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se de-
tuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama
de puntillas.

Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No


había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando
las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas
escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y
poniendo la mano en el hombro del hijo:
-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos
horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La
mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber.
Julio, contento, mudo, decía para sí: ¡Pobre padre! Además de la
ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse
rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!

68
Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce,
se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo
varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una
vez, cenando, observó de pronto:
-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a
esta parte!

Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo


nocturno siguió adelante.

Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las no-
ches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba ren-
dido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos
abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido
sobre los apuntes.

-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al tra-
bajo!

Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días si-


guientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros,
se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones
con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a
observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo.
Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.

-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de


otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se ci-
fraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?

A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido,


el muchacho se turbó.

-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es


menester que el engaño concluya.
Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre
exclamó con alegría:
-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el
mes pasado!

69
Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había com-
prado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos
acogieron con júbilo.

Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:


¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos
para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para
ti y para todos los demás!

Y añadió el padre:
-¡Treinta y dos florines!… Estoy contento… Pero hay otra cosa -y
señaló a Julio- que me disgusta.

Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágri-


mas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón
cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose
un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se
prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al mu-
chacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por
él al maestro, y éste le dijo:
-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan
aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus
apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero
mucho más.

Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones


más severas que las que hasta entonces le había hecho.
-Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la
familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus her-
manos, ni aún de tu madre.

-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en
llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.

Pero su padre lo interrumpió diciendo:


-Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad
de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi
trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de
cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la
tendré.

70
Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba
por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: No, padre mío, no
te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor
que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siem-
pre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar
la vida y aligerarte de la ocupación que te mata.

Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna


y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas
reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco
a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un
hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de
encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su
padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo
la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto
el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligán-
dolo a descuidarse cada vez más en sus estudios.

Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la


noche que dijera: Hoy no me levanto; pero al dar las doce, en el instan-
te en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remor-
dimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber,
que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando
que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o
que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces
terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual
no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación.

Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra


que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba
más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo:
-Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al
padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!… ¡Julio mío! ¿Qué
tienes?

El padre lo miró de reojo y dijo:


-La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuan-
do era estudiante aplicado e hijo cariñoso.
-¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá.
-¡Ya no me importa! -respondió el padre.

71
Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al
pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en
otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues;
había muerto en el corazón de su padre.

¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora
acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo
te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que
suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidi-
do en mi resolución!

Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la cos-


tumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver
por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel
cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno
de satisfacción y de ternura.

Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz


encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a
escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sa-
bía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió
la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la
mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado.
Si su padre se despertaba… Cierto que no lo habría sorprendido
cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido con-
társelo todo; sin embargo… el oír acercarse aquellos pasos en la oscu-
ridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su
madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto
su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia des-
cubriéndolo todo…, todo esto casi lo aterraba.

Aguzó el oído, suspendiendo la respiración… No oyó nada. Escu-


chó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa
dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir.
Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso caden-
cioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de
carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo,
el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde

72
silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de
algún perro. Y siguió escribiendo.

Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando


se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubier-
to el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta;
y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio.
Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había
recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una
ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó
la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al
ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón.
-Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo
comprendo todo. Ven a ver a tu madre.

Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer


que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la
cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos
meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ven-
tana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza
gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su
hijo querido.

73
Historia del pájaro que habla,
el árbol que canta
y el agua de oro
Las mil y una noches

Hubo en otro tiempo un sultán de Persia, llamado Koruscha, al


que agradaba recorrer de noche, disfrazado, las calles de su ciudad en
busca de aventuras. Una noche conoció a una muchacha de familia
humilde, pero tan discreta y hermosa, que se prendó ciegamente de
ella y decidió hacerla su esposa, celebrándose poco después las bodas
fastuosamente.

Las dos hermanas de la elegida, llenas de celos y envidia, resolvie-


ron vengarse de la nueva sultana a toda costa. Y valiéndose de toda
clase de intrigas consiguieron apoderarse del primer hijo que tuvo su
hermana, arrojando al agua al recién nacido, dentro de una cesta, en
el canal que pasaba por los jardines de palacio. Luego fueron a ver al
sultán y le dijeron que su hermana había dado a luz un gato. Mucho se
dolió el sultán al recibir tan triste noticia, y mandó que sobre ello se
guardara el mayor secreto.

Pero una feliz casualidad salvó la vida del inocente niño. El inten-
dente de los jardines, que llevaba largos años casado sin tener hijos,
vio la cesta flotando en el agua, la recogió, y al hallar al hermoso re-
cién nacido decidió llevarlo a su casa, buscarle una nodriza y criarlo
como si fuera hijo suyo Al año siguiente, la sultana dio a luz otro
75
príncipe, y las perversas hermanas lo colocaron también en otra cesta
y lo arrojaron al canal, diciendo al sultán que su hermana había dado
a luz un nuevo monstruo.

Afortunadamente, el niño fue recogido del mismo modo por el in-


tendente de los jardines. Finalmente, la sultana dio a luz una hermosa
princesa, y la inocente criatura corrió la misma suerte que sus herma-
nos: fue arrojada al canal y recogida por el intendente.

El sultán, desesperado por tanta desgracia, concibió un gran odio


contra la sultana, y ordenó al gran visir que la hiciese encerrar en una
jaula de madera, vestida con groseras telas, y que quedara expuesta así
al escarnio público en la puerta de la mezquita, para que todo musul-
mán le escupiera en el rostro al ir a hacer sus oraciones.

El intendente crió a los príncipes con ternura paternal, que au-


mentaba a medida que crecían en edad y revelaban todos ingenio
extraordinario, y la princesa, una belleza sorprendente. Los tres
hermanos, llamados ellos Baman y Perviz, y la princesa, Parizada,
estudiaron con un preceptor geografía, poesía, historia y ciencias,
haciendo tales progresos en poco tiempo que pronto aventajaron
a su maestro. También aprendieron toda clase de juegos: montar
a caballo, cazar, danzar y arrojar la jabalina. Así crecieron y se
educaron aquellos príncipes, alegrando los últimos años del buen
intendente al que creían su padre, el cual murió sin revelarles el
secreto de su nacimiento, dejándolos herederos de sus riquezas,
de una magnífica casa de campo rodeada de jardines y un ancho
bosque lleno de ciervos y leones.

Un día en que los dos príncipes habían salido de caza y Parizada


quedó sola en el palacio, llegó una peregrina musulmana rogándole
que le permitiera entrar para hacer sus oraciones. La princesa la aten-
dió solícitamente, dándole la hospitalidad que manda la ley y ofrecién-
dole presentes y agasajos. Cuando la anciana iba a retirarse, agradecida
por tantas atenciones, dijo a la princesa:
—Señora, vuestra casa es espléndida, alhajada con magnificencia y
situada en un paraje encantador. Sólo tres cosas le faltan para ser el
más delicioso palacio del mundo.

—¿Y qué cosas son esas, mi buena madre? —preguntó Parizada.

76
—El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua amarilla, de color
de oro, de la cual basta una sola gota para hacer un surtidor que jamás
seconsume.

—Hermosas cosas son esas, mi buena madre. Pero, ¿cómo saber


dónde se hallan?

—Las tres se hallan juntas en el mismo lugar, en los confines de


este reino. La persona que quiera encontrarlas no tiene más que ca-
minar veinte días sin descanso, siguiendo siempre el camino que pasa
por delante de esta casa. Al cumplirse los veinte días encontrará a un
anciano, y él le dirá dónde se hallan las tres maravillas. Y dicho esto
desapareció.

Hondamente preocupada quedó la princesa con esta revelación,


y en cuanto regresaron sus hermanos les contó todo lo sucedi-
do. El príncipe Baman se levantó de repente, diciendo que había
resuelto ir en busca del pájaro, del árbol y del agua de oro para
tener el placer de regalárselos a su hermana. De nada sirvieron
las palabras y ruegos de sus hermanos para hacerlo desistir de tan
arriesgada empresa. En un momento hizo Baman sus preparati-
vos, y al despedirse, entregó a su hermana un cuchillo envainado,
diciéndole:
—Mira de cuando en cuando la hoja de este cuchillo. Mientras
la veas brillante, nada temas. Pero si ves que se empaña y gotea
sangre, será que alguna desgracia me ha ocurrido. Llora entonces
por mí.

Y abrazando a sus hermanos por última vez, el valeroso Baman


montó a caballo y se alejó en línea recta por el camino que la anciana
había indicado. Atravesó toda la Persia, y al cumplirse los veinte días
encontró a un anciano de larga barba blanca, sentado bajo un árbol,
cubierto con una mísera estera y tocado con un sombrero de anchas
alas en forma de quitasol. Era un sabio derviche retirado de las vani-
dades del mundo.
El príncipe echó pie a tierra y le habló así:
—Buen derviche, vengo de lejanas tierras en busca del pájaro que
habla, el árbol que canta y el agua de oro. ¿Podríais indicarme dónde
se encuentran?

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—Señor —respondió el derviche—, conozco ese lugar. Pero el pe-
ligro a que vais a exponeros es inmenso. Muchos valerosos caballeros
han pasado por aquí y me han hecho la misma pregunta, y ni uno solo
ha vuelto de la atrevida empresa. No sigáis adelante; volveos a vuestro
país.

—No conozco el miedo, ni me importan los peligros. Os suplico


que me indiquéis el camino.

Viendo el derviche que de nada servían sus prudentes consejos,


sacó una bola brillante de un saco que tenía junto a sí y la presentó
al joven.

—Tomad esta bola —le dijo—. Echadla a rodar y seguid tras ella
hasta la falda del monte donde se pare. Bajaos entonces del caballo,
que os esperará allí, y subid a la cumbre de la montaña. Encontraréis
a derecha e izquierda una multitud de piedras negras y oiréis una con-
fusión de voces que, con insultos y amenazas, tratarán de haceros re-
troceder. No miréis atrás, porque, si lo hacéis, os convertiréis al punto
en una piedra negra como las otras, que son otros tantos caballeros
encantados. Si lográis llegar hasta lo alto, allí veréis una jaula, y en ella,
al pájaro que habla; preguntadle, y él os dirá dónde están el árbol que
canta y el agua de oro. Ahora haced lo que os parezca, y que Alá os
proteja.

Agradeció Baman las palabras del anciano; tomóla bola, y echándola


a rodar, siguió detrás hasta la falda de una montaña. Dejó allí su ca-
ballo y comenzó la ascensión entre las filas de piedras negras. Apenas
había dado cuatro pasos cuando comenzó a oír las voces de que le
había hablado el derviche; unas se burlaban de él, otras lo insultaban,
otras proferían terribles amenazas. El príncipe siguió subiendo intré-
pidamente, pero las voces llegaron a hacer tan amenazador estruendo
rodeándolo, que sus rodillas empezaron a temblar.

Volvió la cabeza para retroceder, y al instante quedó transformado


en una piedra negra, lo mismo que su caballo.
Parizada llevaba siempre a la cintura el cuchillo que su hermano le
entregó al partir. Un día, al mirar su hoja, la vio chorreando sangre, y
la pobre princesa lloró amargamente la desgracia de Baman.

78
Pero Perviz era animoso y valiente, y no podía conformarse, como
ella, con llorar a su hermano. Así, pues, decidió intentar la misma
empresa, y se aprestó a partir enseguida, sin dar oídos a los lamentos
de Parizada, que temía perder a los dos y quedarse sola en el mundo.
Antes de partir, Perviz entregó a su hermana un collar de perlas con
cien cuentas, diciéndole:
—Repasa diariamente las cuentas de este collar. Si un día las perlas
no corren, como si se hubieran pegado unas a otras, será que me ha
ocurrido alguna desgracia. Llora entonces por mí —y abrazándola
amorosamente, montó a caballo y siguió el mismo camino que su
hermano.

A los veinte días encontró al derviche en el mismo lugar, bajo el


mismo árbol; le hizo iguales preguntas, recibió las mismas indicacio-
nes y consejos, y tomando la bola brillante que el anciano le entregó,
la echó a rodar y siguió tras ella hasta la falda del monte. Descabalgó
allí y comenzó a subir a pie la cuesta bordeada de piedras negras.
Pero apenas había dado unos pasos oyó una voz amenazadora que
decía:
—¡Aguarda, cobarde, no huirás de mi venganza!

El príncipe era impulsivo y valiente, y al oír tal amenaza tiró de su


espada sin poder contenerse y se volvió para castigar al insolente. Y
apenas lo hubo hecho, quedó convertido en piedra negra, lo mismo
que su caballo.

Grande fue el dolor de Parizada cuando supo por las cuentas del
misterioso collar la desgracia de su hermano. Pero en su corazón
había decidido lo que habría de hacer llegado el caso, y, sobrepo-
niéndose a su dolor, montó a caballo, bien armada y vestida de
hombre, y se puso en marcha, siguiendo el mismo camino de sus
hermanos.

A los veinte días encontró al anciano derviche, al que hizo las mis-
mas preguntas que sus hermanos. De las indicaciones que recibió de-
dujo que lo más difícil de la empresa era lograr dominarse al oír las
voces, y su astucia de mujer le sugirió un ardid para librarse de ellas.
Y fue el de taponarse con algodones los oídos, hecho lo cual arrojó la
bola brillante, siguió tras ella hasta la falda del monte, dejó su caballo
y empezó a subir la cuesta.

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Centenares de voces salían de todas partes; unas con insultos grose-
ros, otras con terribles amenazas, y la princesa las oía, a pesar de los
algodones. Su ánimo estuvo a punto desfallecer; empezó a temblar,
pero el recuerdo de sus hermanos le infundió nuevo valor, y apretan-
do el paso, entre un cerco de voces que a cada momento crecían y re-
sonaban cada vez más terribles, llegó a la cumbre, donde vio una jaula
con un pájaro de maravillosos colores. Inmediatamente se apoderó de
la jaula, llena de gozo, y preguntó al pájaro:
—Dime, ave maravillosa, ¿dónde está el agua de oro?

El pájaro le indicó el camino, y la princesa llenó en el agua amarilla


un pequeño frasco de plata. Luego le preguntó por el árbol que canta,
y el pájaro respondió:
—Ahí, en medio del bosque, lo hallarás. Corta una rama y plántala
en tu jardín; pronto crecerá y será un árbol frondoso, con la misma
virtud que el árbol padre.

Guiada por el mágico concierto, no tardó la princesa en hallar el


árbol sonoro, cuyas hojas, al ser movidas por la brisa, producían una
dulce música. Cortó una pequeña rama sonora, y vuelta junto al pája-
ro, preguntó otra vez:
—Mis hermanos están aquí encantados, convertidos en piedras ne-
gras. ¿Qué haré para salvarlos?
—Derrama una gota del agua maravillosa sobre cada piedra.

Así lo hizo Parizada, y con la jaula, la rama de árbol y el frasco de


plata comenzó a bajar la ladera, derramando una gota de agua ama-
rilla sobre cada piedra. Al instante el encantamiento se desvanecía,
y en lugar de cada piedra negra aparecía un caballero. De este modo
volvieron a la vida los príncipes Baman y Perviz, los cuales abrazaron
a su hermana con lágrimas de gozo.

Y en posesión de las tres maravillas regresaron a su palacio, escol-


tados por todos los caballeros salvados por el valor de la princesa, los
cuales le rindieron pleitesía y la colmaron de bendiciones.
Llegados a su casa, Parizada puso la jaula en su jardín, y apenas
el pájaro comenzó a cantar cuando los ruiseñores, las alondras, los
pinzones y malvises, todos los pájaros del cielo, vinieron a su lado a

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aprender el maravilloso canto. La rama se plantó en un cuadro del
mismo jardín; arraigó al instante, y en poco tiempo se hizo un árbol
frondoso, cuyas hojas producían los más dulces sonidos.

Y en medio del parque se levantó una taza de mármol blanco, donde


Parizada derramó su frasco de agua de oro, elevándose al momento
un surtidor de veinte pies de altura, que nunca se agotaba.

La nueva de tales portentos cundió pronto por todo el reino, y llegó


hasta el mismo palacio del sultán, el cual, al saber que los dueños de
aquel jardín eran los hijos de su antiguo intendente, mostró deseos de
conocerlos, y decidió ir en persona a admirar la casa maravillosa.

Cuando Parizada supo que su casa iba a ser visitada por el sultán,
no cabía en sí de gozo, y consultó al pájaro acerca de lo que debería
servirle a la mesa.

—Lo que más le agrada —respondió el pájaro—, es un plato de


calabazas, con relleno de perlas.

Suspensa quedó la princesa ante esta peregrina respuesta y sin saber


qué pensar. Pero el pájaro insistió, diciendo:
—Cava de madrugada al pie del primer árbol del jardín. Allí encon-
trarás las perlas que necesitas. Así lo hizo Parizada, encontrando un
cofrecito de oro lleno de perlas, todas iguales y hermosísimas.

Enseguida dispuso un espléndido banquete para obsequiar al sultán,


mientras sus hermanos fueron a la corte para unirse a su séquito.

Llegados a la casa, el sultán conversó largamente con Parizada y sus her-


manos, quedando encantado del ingenio y discreción que en los tres se des-
cubría. También hizo grandes elogios de la casa y el jardín, que comparó
a su propio palacio. Cuando vio el surtidor de oro, se detuvo maravillado:
—¿Dónde está el manantial de este surtidor que no tiene igual en el
mundo?
La princesa no contestó a esta pregunta, y lo condujo ante el árbol
que canta. Allí creció el asombro del sultán:
—¿Dónde están los músicos que producen este armonioso concier-
to? ¿Cómo es que no los veo? ¿Están bajo tierra o invisibles en el aire?

81
Tampoco a esto contestó la princesa, y lo condujo ante el pájaro que
habla.
—Esclavo mío —dijo Parizada—, he aquí al sultán. Salúdalo como
merece.

Dejó el pájaro de cantar y respondió:


—Sea bienvenido el sultán de Persia, a quien Alá colme de venturas.

El sultán no salía de su asombro ante tales portentos, y apenas se


atrevía a dar crédito a sus ojos y a sus oídos. Se sentaron luego a la
mesa, y cuando vio la calabaza rellena de perlas se quedó pasmado,
mirando alternativamente a los príncipes y a la princesa, sin compren-
der la razón de tan extraño guiso.

—Señor —dijo entonces el pájaro—, ¿os maravilláis de ver un re-


lleno de perlas y no os maravillasteis de que vuestra esposa diera a luz
tres monstruos?

—Así me lo aseguraron —respondió el sultán sorprendido.

—Sí, pero fue un engaño de las hermanas de la sultana, envidiosas


de su suerte. Vuestra esposa dio a luz una hermosa hija y dos hijos,
que fueron arrojados al agua por sus hermanas y recogidos y educados
por el intendente de vuestros jardines. Y vuestros hijos son esa bella
princesa y esos dos príncipes que tenéis a vuestro lado.

Al oír estas palabras, el sultán y sus hijos se abrazaron, derramando


lágrimas de alegría, y su corazón estallaba de felicidad. Al día siguien-
te, el sultán hizo prender a las dos envidiosas hermanas, las cuales
confesaron su crimen; pidió públicamente perdón a su esposa, y la
inocente sultana fue sacada de su cárcel de madera y vuelta con sus
hijos, a sus honores y a la felicidad de su palacio. El pueblo, al saber
tan fausto acontecimiento, se agolpaba por las calles aclamando a sus
jóvenes príncipes.

Así vivieron felices largos años. Y en sus jardines siguió cantando


el pájaro maravilloso, atrayendo a los ruiseñores y a las alondras, los
malvises y pinzones, que de toda Persia venían a aprender su canto.

82
La sirena del bosque
Ciro Alegría

El árbol llamado lupuna, uno de los más hermosos de la selva ama-


zónica, “tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que
creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente. Disfru-
tan de tal privilegio los árboles bellos o raros. La lupuna es uno de los
más altos del bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo,
de color gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una
especie de aletas triangulares. La lupuna despierta interés a primera
vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una sensación de ex-
traña belleza. Como “tiene madre”, los indios no cortan a la lupuna.
Las hachas y machetes de la tala abatirán porciones de bosque para
levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o
abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así
no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su altura y particular con-
formación. Se hace ver.

Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita


dicho árbol, es una mujer blanca, rubia y singularmente hermosa. En
las noches de luna, ella sube por el corazón del árbol hasta lo alto de
la copa, sale a dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre
el océano vegetal que forman las copas de los árboles, la hermosa
derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa, llenando la
solemne amplitud de la selva. Los hombres y los animales que la es-
cuchan quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar
sus ramas para oírla.
83
Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal
voz. Quien la escuche, no debe ir hacia la mujer que la entona, porque
no regresará nunca. Unos dicen que muere esperando alcanzar a la
hermosa y otros que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese
su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz fascinante, so-
ñando con ganar a la bella, regresó jamás.

Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo me-


jor que puede hacerse es escuchar con recogimiento, en alguna noche
de luna, su hermoso canto próximo y distante.

84
El ser más poderoso del mundo
Fábula de la India

Paseaba cierto día un nigromante indio por la orilla del Ganges,


cuando acertó a volar sobre su cabeza un búho que llevaba un raton-
cito en su corvo y agudo pico.

Asustada el ave, soltó la presa, y el nigromante, que era hombre de


delicados sentimientos, tomó el magullado ratoncito, y después de
curarlo lo transformó en una encantadora joven.
—Ahora, amiga mía, se trata de buscaros un esposo. ¿A quién os
placería dar vuestra mano? Sabed que yo soy un gran mago y poseo
el don de ejecutar los mayores portentos y satisfacer todos vuestros
deseos.

Mirábale la hija adoptiva contenta, y sus ojos brillaban de alegría.


—Pues bien: me gustaría ser la esposa del ser más poderoso del uni-
verso —le respondió ella.

—Nada hay en el mundo más grande y excelso que el Sol —replicó-


le el encantador—. Así, pues, os casaré con el astro rey.

Y el mago suplicó al Sol que aceptara la mano de su protegida.


—Yo no soy el ser más poderoso —respondió el Sol—. Mirad si no
cómo basta una nube para cubrirme y velar mi luz. Ella es más fuerte
y su poder sobrepasa al mío.

85
Acudió el hechicero a la nube y le ofreció la mano de la joven.
—Hay una cosa más fuerte que yo —le respondió la nube—. El
viento me arrastra donde le place.

Pero luego vio el mago que la montaña era más poderosa que el
viento, pues, elevándose altiva entre las nubes, detenía con su mole los
más fieros vendavales.
—Alguien es más fuerte que yo —dijo la montaña—. Mira aquel
ratoncillo que me horada y vive en mi seno contra mi voluntad. Mi
poder, que divide las tormentas, no basta para infundir respeto a esa
bestezuela.

Quedó el mago entristecido por el fracaso de sus tentativas, pen-


sando que su protegida no consentiría descender a ser la esposa de un
ratón. No obstante, acababa de aprender que el ratón era el ser más
poderoso del mundo. La convirtió de nuevo en una ratita y la casó con
el ratón de la montaña, que la hizo feliz, y así vivieron ambos dichosos
largos años.

86
El respeto al fuego
Relato tradicional bantú

Hace mucho tiempo, la gente no conocía el fuego. No podían


cocinar, ni forjar el hierro, ni cocer cacharros de arcilla, y tenían
que comer la carne cruda. En aquella época, había un cazador que
se había alejado mucho de su casa persiguiendo un hermoso pája-
ro de brillantes colores, pero lo había perdido de vista y no sabía
si regresar con las manos vacías o seguir buscando, cuando vio
algo que no había visto nunca: una delgada nube que se elevaba
verticalmente en el aire.

El cazador se preguntó qué podía ser aquello y se acercó a lo que


ahora sabemos que era una columna de humo.

Tardó en llegar mucho más de lo que había esperado, pues una


nube de humo puede verse a mucha distancia. Se hizo de noche y el
cazador dejó de ver el humo, pero cuando estaba a punto de regresar
vio una luz en el horizonte. El hombre nunca había visto más luces
que las de las estrellas, y las estrellas no pueden estar por debajo del
horizonte. De modo que se encaminó hacia este nuevo fenómeno
para ver qué lo ocasionaba.

Al acercarse, vio que la luz tenía un brillo variable, como el de una


estrella, pero, a diferencia de las estrellas, tenía lenguas que salían de
ella y desprendían humo.

87
Al acercarse más, le pareció tan móvil y tan caliente que el ca-
zador pensó que debía de tratarse de un espíritu poderoso. Tras
observarlo largo rato y con muchas vacilaciones, se acercó al fue-
go y le habló:
–Te saludo, gran jefe. El Sol se ha puesto ya. ¿Cómo estás?

El fuego le respondió con voz cascada:


–Bienvenido, humano. Puedes pasar la noche cerca de mí y calentar-
te. Pero tendrás que alimentarme con ramas, troncos, cañas y hierbas
secas.

Asombrado, el cazador se puso a recoger ramas secas que iba arro-


jando al fuego, una a una, cuando aquél se lo pedía. Al echar una rama
muy grande, vio con inmensa sorpresa que el fuego crecía con gran
rapidez hasta llegar a alcanzar proporciones gigantescas.
–Si quieres comer, mira detrás de ti –le dijo el fuego.

El cazador se volvió y vio una liebre que miraba fijamente el fuego,


hipnotizada por su resplandor. La mató rápidamente de un flechazo
y, cuando se disponía a comérsela cruda, como era su costumbre, el
fuego volvió a hablarle:
–Acércate y asa tu comida. Así te gustará más.
El cazador nunca había oído la palabra asar y no sabía cómo hacerlo.
Al cabo de un rato descubrió que el mejor sistema era ensartar la carne
en su lanza. Después de probarla, decidió que jamás volvería a comer
carne cruda.

Mientras comía, también tomó la decisión de llevarse el fuego a


casa, para gozar de luz y de calor y poder asar carne cada noche. Se
lo propuso al fuego, prometiéndole alimentarlo bien y cuidar de él
durante el resto de su vida.

Con cortesía, pero con firmeza, el fuego se negó a hacerlo usando


las siguientes palabras:
–No puedo viajar. Sería tan peligroso para ti como para todos los
demás seres vivos. Me quedaré aquí, donde Dios me creó. Y no trates
de trasladarme. Puedes venir siempre que quieras a calentarte, alimen-
tarte y asar tu carne, pero no se lo digas a nadie, porque podrían venir
con intención de robarme.

88
El hombre así se lo prometió, y aquella noche durmió cómodamente
al calor del fuego. A la mañana siguiente se despertó descansado y le
dijo:
–Adiós, fuego, muchas gracias. Volveré.

Cuando volvió a casa, le dio a su mujer un poco de la carne asada


que había traído, pero en mala hora se le ocurrió hacerlo, pues a partir
de ese momento ella no hizo otra cosa que pedirle más y más.

El hombre volvió a visitar al fuego, cada vez con más frecuencia,


para calentarse y asar carne. Poco a poco fue aprendiendo a mantener
una buena fogata con troncos, y a revivirla con hojas secas cuando la
había dejado abandonada demasiado tiempo y la encontraba reducida
a cenizas.

Naturalmente, la mujer le contó a un amigo que su esposo se ausen-


taba y traía a casa una carne deliciosa, y el amigo decidió seguir un
día al cazador.

Lo siguió a una distancia prudente hasta ver primero el humo y


después el fuego. Mientras caía la noche se fue arrastrando, acer-
cándose cada vez más, hasta que vio cómo el cazador añadía leña al
fuego.
Cuando el cazador se echó a dormir, creyó llegada su oportunidad:
se acercó sigilosamente, agarró una de las ramas que sobresalía de
la hoguera y escapó con ella a toda velocidad, dejando a su paso una
estela de chispas.

Pero mientras corría, el fuego iba consumiendo la rama hasta que


le quemó la mano. Con un grito de dolor la dejó caer y siguió co-
rriendo. No había avanzado mucho cuando oyó a sus espaldas un
gran rugido.

Al volverse, vio que el fuego lo seguía, mucho más grande que antes,
con llamas aterradoras. Gritó y huyó a la carrera.
El fuego atravesó el campo devorando primero las hierbas, luego los
arbustos y por fin los árboles. Parecía crecer y dividirse en varios to-
rrentes de fuego que corrían impulsados por el Viento hasta quemarlo
todo de un extremo a otro.

89
Daba la impresión de que el mismo cielo y las estrellas estaban a
punto de arder. Aunque el ladrón corrió con todas sus fuerzas, el fue-
go lo alcanzó con facilidad y lo rodeó, impidiéndole avanzar.
Pero cuando el fuego hubo pasado, el hombre comprobó que podía
seguir, pues el fuego nunca quemaba dos veces el mismo lugar: una
vez que había devorado una zona, no volvía a ella.
El fuego siguió extendiéndose hasta que un río lo detuvo, pero para
entonces había destruido ya varias aldeas. Los habitantes lograron sal-
varse vadeando el río. Cuando por fin se extinguió, regresaron con
aprensión a lo que quedaba de sus cabañas.

Allí descubrieron que sus reservas de alimentos se habían quemado,


mas como tenían mucha hambre trataron de aprovechar lo que que-
daba. Con gran sorpresa descubrieron que lo que no estaba totalmente
carbonizado sabía mucho mejor que la comida cruda a la que estaban
acostumbrados.

También descubrieron que sus cacharros de arcilla no se habían que-


mado, sino que estaban más duros que antes. Desde entonces, los
alfareros cuecen todas sus piezas al fuego para endurecerlas.

Mientras tanto, ¿qué le había ocurrido al fuego original? Cuando el


cazador oyó el rugido del incendio, se despertó sorprendido. El fuego
original, que seguía allí, quemando tranquilamente la leña que él le
había echado, le dijo lo siguiente:

–Vino un hombre y trató de robarme. Ya ves lo que sucede cuando


salgo de este lugar rocoso: la naturaleza queda destruida. Pero tam-
bién puedo ayudarlos a hacer más cosas: endurecer sus vasijas para
que puedan cocinar en ellas y fundir el hierro para que fabriquen ar-
mas y cacen con ellas mejor. Y con ese hierro llegarán a hacer carros
de fuego que yo moveré con mi calor y que se arrastrarán por toda la
tierra.

Desde entonces, el fuego ha permanecido con nosotros y siempre ha


sido un buen aliado cuando se le trata con respeto.

90
Las enseñanzas del dios de la lluvia
Cuento Masai (Kenia)

Un día, hace muchos años, el elefante le dijo al Dios de la Lluvia:


—Debe usted estar muy satisfecho, porque se las arregló para cubrir
toda la tierra de verde; ¿pero qué pasaría si arranco toda la hierba,
todos los árboles y los arbustos? No quedará nada verde. ¿Qué haría
usted en ese caso?

—Si dejara de enviar la lluvia, no crecerían más plantas y no tendrías


nada para comer. ¿Qué sucedería entonces? —le contestó el Dios de
la Lluvia.

Pero el elefante quería desafiarlo y comenzó a arrancar todos los


árboles, los arbustos y la hierba con su trompa, para destruir todo lo
verde de la tierra.

Así pues, el Dios de la Lluvia, ofendido, hizo que cesara la lluvia y


los desiertos se extendieron por todas partes.

El elefante se moría de sed; intentó cavar por donde pasaban los


ríos, pero no pudo encontrar una gota de agua.

Al final alabó al Dios de la Lluvia:


—Señor, me he portado mal. Fui arrogante y me arrepiento. Por
favor, olvídelo y deje que vuelva la lluvia.

91
Pero el Dios de la Lluvia continuaba en silencio.
Pasaban los días y cada día era más seco que el anterior.

El elefante envió al gallo en su lugar para que alabara al Dios de la


Lluvia. El gallo lo buscó por todas partes, al final lo encontró escon-
dido en una nube. Le dijo quién era y lo alabó por la lluvia con tanta
elocuencia que el Dios de la Lluvia decidió enviar un poco de lluvia.

La lluvia cayó tal como el Dios de la Lluvia le había prometido al


gallo y se formó un pequeño charco cerca de donde vivía el elefante.
Ese día, el elefante fue al bosque a comer y dejó a la tortuga encar-
gada de proteger el charco con estas palabras:
—Tortuga, si alguien viene aquí a beber, les dirás que éste es mi
charco personal y que nadie puede beber de aquí.

Cuando el elefante se fue, muchos animales sedientos vinieron al


charco, pero la tortuga no les dejó beber diciendo:
—Esta Agua pertenece a su majestad el elefante; no pueden beberla.
Pero cuando llegó el león, no le impresionaron las palabras de la
tortuga. La miró, le dijo que se fuera y bebió agua hasta calmar su sed.
Luego se fue sin decir palabra.

Cuando el elefante volvió quedaba muy poca agua en el charco. La


tortuga intentó defenderse:
—Señor, soy apenas un animalito y los otros animales no me respe-
tan. Vino el león, y yo me aparté. ¿Qué podía hacer? Después de eso,
todos los animales bebieron libremente.

El elefante, furioso, levantó la pata sobre la tortuga con la intención


de aplastarla. Afortunadamente, la tortuga es muy fuerte y pudo arre-
glárselas para sobrevivir. Pero desde entonces la tortuga tiene su parte
inferior plana.

De pronto todos los animales oyeron la voz del Dios de la Lluvia


que les decía:
—No hagan como el elefante. No desafíen a los más fuertes, no des-
truyan lo que puedan necesitar en el futuro, no pidan a los débiles que
defiendan su propiedad y no castiguen al criado inocente. Pero, sobre
todo, no sean arrogantes y no intenten apropiarse de todo; permitan
que los necesitados compartan su fortuna.

92
Los gatos de Ulthar
H. P. Lovecraft

Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún
hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras
contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque
el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre
no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias
de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores
de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África.
La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que
la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de


los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban
en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no
lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les
parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al
atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se delei-
taban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y,
a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios
lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremada-
mente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo
y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y
porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida
bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La
verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas
93
extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como
asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mas-
cota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota caba-
ña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido
algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después
del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría
agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa
manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no
sabía de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur


entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran
aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasa-
ban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna
a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes.
Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se
les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los
costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con
cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la carava-
na llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los
cuernos.

En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni ma-


dre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había
sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa
para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encon-
trar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De
esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía
más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando
con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de ma-
nera extraña.

Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar,


Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz
alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mu-
jer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus
sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró
sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano
pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su
atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las

94
nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el
pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las
figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas
coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena
de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.

Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nun-


ca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que
en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar
había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises,
rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre,
juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como ven-
ganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y
al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo
campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos;
pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese
a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal,
el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar
al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en
círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una
línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha
oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan peque-
ño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos
hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta
encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.

De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuan-


do la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de
vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, gri-
ses, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy
brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciu-
dadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravi-
llaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era
la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no
volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estu-
vieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a
comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era
extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de
Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que sola-
mente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

95
Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en
la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el
enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la
noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el bur-
gomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada,
como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo,
como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras.
Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo
siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el
suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose
por las esquinas sombrías.

Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de


Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto no-
tario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas.
Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente inte-
rrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron
del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregri-
nos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes
y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche
en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña
bajo los árboles, en aquel repugnante patio.
Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley,
la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los
viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a
un gato.

96
La semilla
Fábula China

Se cuenta que allá para el año 250 A.C., en la China antigua, un


príncipe de la región norte del país estaba por ser coronado empera-
dor, pero de acuerdo con la ley, él debía antes casarse.

Sabiendo esto, decidió hacer una competencia entre las muchachas


de la corte para ver quién sería digna de ser su esposa.

Al día siguiente, el príncipe anunció que recibiría en una celebración


especial a todas las pretendientes y lanzaría un desafío. Una anciana
que servía en el palacio hacía muchos años, escuchó los comentarios
sobre los preparativos. Sintió una leve tristeza porque sabía que su
joven hija tenía un sentimiento profundo de amor por el príncipe.

Al llegar a la casa y contar los hechos a la joven, se asombró al saber


que ella quería ir a la celebración. Sin poder creerlo le preguntó:
—¿Hija mía, que vas a hacer allá? Todas las muchachas más bellas y
ricas de la corte estarán allí. Sácate esa idea insensata de la cabeza. Sé
que debes estar sufriendo, pero no hagas que el sufrimiento se vuelva
locura.

Y la hija respondió: —No, querida madre, no estoy sufriendo y tam-


poco estoy loca. Yo sé que jamás seré escogida, pero es mi oportuni-
dad de estar por lo menos por algunos momentos cerca del príncipe.
Esto me hará feliz.
97
Por la noche la joven llegó al palacio. Allí estaban todas las mucha-
chas más bellas, con las más bellas ropas, con las más bellas joyas y
con las más determinadas intenciones.
Entonces, finalmente, el príncipe anunció el desafío:
—Daré a cada una de ustedes una semilla. Deben cultivarla con
amor y hacerla crecer. Aquella que me traiga la flor más bella dentro de
seis meses será escogida por mí, esposa y futura emperatriz de China.

La propuesta del príncipe seguía las tradiciones de aquel pueblo,


que valoraba mucho la especialidad de cultivar algo, sean: plantas,
costumbres, amistades o relaciones.

El tiempo pasó y la dulce joven, como no tenía mucha habilidad en


las artes de la jardinería, cuidaba con mucha paciencia y ternura de su
semilla, pues sabía que si la belleza de la flor surgía como su amor, no
tendría que preocuparse con el resultado.

Pasaron tres meses y nada brotó. La joven intentó todos los métodos
que conocía pero nada había nacido. Día tras día veía más lejos su
sueño, pero su amor era más profundo.

Por fin, pasaron los seis meses y nada había brotado. Consciente
de su esfuerzo y dedicación la muchacha le comunicó a su madre
que sin importar las circunstancias ella regresaría al palacio en la
fecha y hora acordadas sólo para estar cerca del príncipe por unos
momentos.

En la hora señalada estaba allí, con su vaso vacío. Todas las otras
pretendientes tenían una flor, cada una más bella que la otra, de las
más variadas formas y colores. Ella estaba admirada. Nunca había
visto una escena tan bella.

Finalmente, llegó el momento esperado y el príncipe observó a cada


una de las pretendientes con mucho cuidado y atención. Después de
pasar por todas, una a una, anunció su resultado.
Aquella bella joven con su vaso vacío sería su futura esposa. Todos
los presentes tuvieron las más inesperadas reacciones. Nadie entendía
por qué él había escogido justamente a aquella que no había cultivado
nada.

98
Entonces, con calma el príncipe explicó:
—Esta fue la única que cultivó la flor que la hizo digna de conver-
tirse en emperatriz: la flor de la honestidad. Todas las semillas que
entregué eran estériles.

“Si para vencer, estuviera en juego tu honestidad, pierde. Y serás


siempre un vencedor”

99
El gato negro
Edgar Allan Poe

No espero ni pido que nadie crea el extraño aunque simple relato


que voy a escribir. Estaría completamente loco si lo esperase, pues
mis sentidos rechazan su evidencia. Pero no estoy loco, y sé perfec-
tamente que esto no es un sueño. Mañana voy a morir, y quiero de
alguna forma aliviar mi alma. Mi intención inmediata consiste en
poner de manifiesto simple y llanamente y sin comentarios una serie
de episodios domésticos. Las consecuencias de estos episodios me
han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido.
Pero no voy a explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros
resultarán menos espantosos que barroques. En el futuro, quizá
aparezca alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a luga-
res comunes, una inteligencia más tranquila, más lógica y mucho
menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que
voy a describir con miedo una simple sucesión de causas y efectos
naturales.

Desde la infancia sobresalí por docilidad y bondad de carácter.


La ternura de corazón era tan grande que llegué a convertirme en
objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban, de forma sin-
gular, los animales, y mis padres me permitían tener una variedad
muy amplia. Pasaba la mayor parte de mi tiempo con ellos y nunca
me sentía tan feliz como cuando les daba de comer y los acariciaba.
Este rasgo de mi carácter crecía conmigo y, cuando llegué a la ma-
durez, me proporcionó uno de los mayores placeres. Quienes han
101
sentido alguna vez afecto por un perro fiel y sagaz no necesitan que
me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la satisfac-
ción que se recibe. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un
animal que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha
probado la falsa amistad y frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi mujer compartiera mis


preferencias. Cuando advirtió que me gustaban los animales domés-
ticos, no perdía ocasión para proporcionarme los más agradables.
Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un
mono pequeño y un gato.

Este último era un hermoso animal, bastante grande, completa-


mente negro y de una sagacidad asombrosa. Cuando se refería a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa,
aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera
en serio, y sólo menciono el asunto porque acabo de recordarla.

Plutón- pues así se llamaba el gato- era mi favorito y mi camarada.


Sólo yo le daba de comer, y él en casa me seguía por todas partes.
Incluso me resultaba difícil impedirle que siguiera mis pasos por la
calle.
Nuestra amistad duró varios años, en el transcurso de los cuales
mi temperamento y mi carácter, por causa del demonio Intemperan-
cia (y me pongo rojo al confesarlo), se habían alterado radicalmente.
Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indife-
rente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a usar palabras
duras con mi mujer, y terminé recurriendo a la violencia física. Por
supuesto, mis favoritos sintieron también el cambio de mi carácter.

No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin em-
bargo, hacia Plutón sentía el suficiente respeto como para abstener-
me de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta
el perro, cuando, por casualidad o por afecto, se cruzaban en mi
camino. Pero mi enfermedad empeoraba- pues, ¿qué enfermedad
se puede comparar con el alcohol?-, y al fin incluso Plutón, que ya
empezaba a ser viejo y, por tanto, irritable, empezó a sufrir las con-
secuencias de mi mal humor.

102
Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después
de una de mis correrías por el centro de la ciudad, me pareció que
el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia,
me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí
una furia de diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de
mi alma se separaba de un golpe del cuerpo; y una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser.
Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía
sujetando al pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué
un ojo. Me pongo más rojo que un tomate, siento vergüenza, tiemblo
mientras escribo tan reprochable atrocidad.

Cuando me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo


disipado los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mez-
claba con el remordimiento ante el crimen del que era culpable, pero
sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma.
Otra vez me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los recuer-
dos de lo sucedido.

El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo per-


dido presentaba un horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no
sufría. Se paseaba, como de costumbre, por la casa; aunque, como se
puede imaginar, huía aterrorizado al verme.
Me quedaba bastante de mi antigua forma de ser para sentirme agra-
viado por la evidente antipatía de un animal que una vez me había
querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación.
Y entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu
de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu.
Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón huma-
no... una de las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimien-
tos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido
a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía una acción
estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla?
¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con
el sentido común, a transgredir lo que constituye la Ley por el sim-
ple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se presentó,
como he dicho, en mi caída final. Y ese insondable anhelo que tenía el
alma de vejarse a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal

103
por el mal mismo, me empujó a continuar y finalmente a consumar el
suplicio que había infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un
árbol, lo ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el
más amargo remordimiento me retorcía el corazón; lo ahorqué por-
que recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no
me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al
hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro
mi alma hasta llevarla- si esto fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del dios más misericordioso y más terrible.

La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos
de «¡Fuego!» La ropa de mi cama era una llama, y toda la casa estaba
ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer,
un criado y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdie-
ron y desde ese momento no me quedó más remedio que resignarme.

No caeré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto


entre el desastre y la acción criminal que cometí. Simplemente me
limito a detallar una cadena de hechos, y no quiero dejar suelto nin-
gún eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas. Todas las
paredes, salvo una, se habían desplomado. La que quedaba en pie era
un tabique divisorio, de poco espesor, situado en el centro de la casa,
y contra el cual antes se apoyaba la cabecera de mi cama. El yeso
del tabique había aguantado la acción del fuego, algo que atribuí a
su reciente aplicación. Una apretada muchedumbre se había reunido
alrededor de esta pared y varias personas parecían examinar parte de
la misma atenta y minuciosamente. Las palabras «¡extraño!, ¡curioso!»
y otras parecidas despertaron mi curiosidad. Al acercarme más vi que
en la blanca superficie, grabada en bajorrelieve, aparecía la figura de
un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente
extraordinaria. Había una cuerda alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición-ya que no podía considerarla otra cosa-


el asombro y el terror me dominaron. Pero la reflexión vino en mi
ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín colindante
con la casa. Cuando se produjo la alarma del incendio, la gente invadió
inmediatamente el jardín: alguien debió cortar la soga y tirar al gato
en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda habían tratado así
de despertarse.

104
Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi
crueldad contra el yeso recién encalado, cuya cal, junto con la acción de
las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que ahora veía.

Aunque, con estas explicaciones, quedó satisfecha mi razón, pero no


mi conciencia, sobre el asombroso hecho que acabo de describir, lo
ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante meses
no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó
mi espíritu un sentimiento informe, que se parecía, sin serlo, al re-
mordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar,
en los sucios antros que habitualmente frecuentaba, otro animal de la
misma especie y de apariencia parecida, que pudiera ocupar su lugar.

Una noche, medio borracho, me encontraba en una taberna pesti-


lente, y me llamó la atención algo negro posado en uno de los grandes
toneles de ginebra, que constituían el principal mobiliario del lugar.
Durante unos minutos había estado mirando fijamente ese tonel y me
sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra
de encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano. Era un gato negro,
un gato muy grande, tan grande como Plutón y exactamente igual a
éste, salvo en un detalle. Plutón no tenía ni un pelo blanco en el cuer-
po, mientras este gato mostraba una mancha blanca, tan grande como
indefinida, que le cubría casi todo el pecho.
Al acariciarlo, se levantó enseguida, empezó a ronronear con fuerza,
se restregó contra mi mano y pareció encantado de mis cuitas. Había
encontrado al animal que estaba buscando. Inmediatamente propuse
comprárselo al tabernero, pero me contestó que no era suyo, y que no
lo había visto nunca antes ni sabía nada del gato.

Seguí acariciando al gato y, cuando iba a irme a casa, el animal se


mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, parán-
dome una y otra vez para agacharme y acariciarlo. Cuando estuvo en
casa, se acostumbró en seguida y pronto se convirtió en el gran favo-
rito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí que nacía en mí una antipatía hacia el
animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo había esperado,
pero- sin que pueda justificar cómo ni por qué- su evidente afecto por
mí me disgustaba y me irritaba. Lentamente tales sentimientos de dis-

105
gusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Procuraba
no encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo
de mi acto de crueldad me frenaban de maltratarlo. Durante algunas
semanas no le pegué ni fue la víctima de mi violencia; pero gradual-
mente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnan-
cia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si fuera un
brote de peste.

Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el ani-


mal fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que
aquel gato, igual que Plutón, no tenía un ojo. Sin embargo, fue preci-
samente esta circunstancia la que le hizo más agradable a los ojos de
mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos
humanitarios que una vez fueron mi rasgo distintivo y la fuente de
mis placeres más simples y puros.

El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma propor-


ción que mi aversión hacia él. Seguía mis pasos con una testarudez
que me resultaría difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que
me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me ponía a pasear, se
metía entre mis pies y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y
afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de un golpe, me
sentía completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen ante-
rior, pero sobre todo- y quiero confesarlo aquí- por un terrible temor
al animal.

Aquel temor no era exactamente miedo a un mal físico, y, sin em-


bargo, no sabría definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado
de admitir- sí, aun en esta celda de criminales me siento casi avergon-
zado de admitir que el terror, el horror que me causaba aquel animal,
era alimentado por una de las más insensatas quimeras que fuera po-
sible concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención
sobre la forma de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado,
y que constituía la única diferencia entre este extraño animal y el que
yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque era
grande, había sido al principio muy indefinida, pero, gradualmente,
de forma casi imperceptible mi razón tuvo que luchar durante largo
tiempo para rechazarla como imaginaria, la mancha iba adquiriendo

106
una rigurosa nitidez en sus contornos. Ahora ya representaba algo
que me hace temblar cuando lo nombro- y por eso odiaba, temía y me
habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-; repre-
sentaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del
PATÍBULO! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen,
de la agonía y de la muerte!

Y entonces me sentí más miserable que todas las miserias del mundo
juntas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante yo había destruido des-
deñosamente, una bestia era capaz de producir esa angustia tan inso-
portable sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del descanso!
De día, ese animal no me dejaba ni un instante solo; y de noche, me
despertaba sobresaltado por sueños horrorosos sintiendo el ardiente
aliento de aquella cosa en mi rostro y su enorme pesoencarnada pe-
sadilla que no podía quitarme de encima- apoyado eternamente sobre
mi corazón.

Bajo la opresión de estos tormentos, sucumbió todo lo poco que


me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban de
mi intimidad; los más retorcidos, los más perversos pensamientos. La
tristeza habitual de mi mal humor terminó convirtiéndose en aborre-
cimiento de todo lo que estaba a mi alrededor y de toda la humanidad;
y mi mujer, que no se quejaba de nada, llegó a ser la más habitual y
paciente víctima de las repentinas y frecuentes explosiones incontro-
ladas de furia a las que me abandonaba.

Un día, por una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja


casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió es-
caleras abajo y casi me hizo caer de cabeza, por lo que me desesperé casi
hasta volverme loco. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los te-
mores infantiles que hasta entonces habían detenido mi mano, lancé un
golpe que hubiera causado la muerte instantánea del animal si lo hubiera
alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Su intervención
me llenó de una rabia más que demoníaca; me solté de su abrazo y le
hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido.
Consumado el horrible asesinato, me dediqué urgentemente y a san-
gre fría a la tarea de ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de
casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que los vecinos me

107
vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé descuar-
tizar el cadáver y quemarlo a trozos. Después se me ocurrió cavar una
tumba en el piso del sótano. Luego consideré si no convenía arrojarlo
al pozo del patio, o meterlo en una caja, como si fueran mercancías, y,
con los trámites normales, y llamar a un mozo de cuerda para que lo
retirase de la casa. Por fin, di con lo que me pareció el mejor recurso.
Decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los
monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se prestaba bien para este propósito. Las paredes eran


de un material poco resistente, y estaban recién encaladas con una
capa de yeso que la humedad del ambiente no había dejado endurecer.
Además, en una de las paredes había un saliente, una falsa chimenea,
que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano.
Sin ningún género de dudas se podían quitar fácilmente los ladrillos
de esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de
forma que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Con una palanca saqué fácilmen-


te los ladrillos y, después de colocar con cuidado el cuerpo contra la
pared interior, lo mantuve en esa posición mientras colocaba de nuevo
los ladrillos en su forma original Después de procurarme argamasa,
arena y cerda, preparé con precaución un yeso que no se distinguía
del anterior, y revoqué cuidadosamente el enladrillado. Terminada la
tarea, me sentí satisfecho de que todo hubiera quedado bien. La pared
no mostraba la menor señal de haber sido alterada. Recogí del suelo
los cascotes más pequeños. Y triunfante miré alrededor y me dije:
«Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano»

El paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había causa-


do tanta desgracia; pues por fin me había decidido a matarla. Si en
aquel momento el gato hubiera aparecido ante mí, habría quedado
sellado su destino, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por
la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer
mientras no se me pasara mi mal humor. Es imposible describir, ni
imaginar el profundo y feliz sentimiento de alivio que la ausencia
del odiado animal trajo a mi pecho. No apareció aquella noche, y así,
por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda
y tranquilamente; sí, pude dormir, incluso con el peso del asesinato
en mi alma.

108
Pasaron el segundo y el tercer día y no volvía mi atormentador. Una
vez más respiré como un hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado
había huido de casa para siempre! ¡No volvería a verlo! Grande era
mi felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba poco. Se
hicieron algunas investigaciones, a las que me costó mucho contestar.
Incluso registraron la casa, pero naturalmente no se descubrió nada.
Consideraba que me había asegurado mi felicidad futura.

Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en la


casa intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa inspección.
Seguro de que mi escondite era inescrutable, no sentí la menor inquie-
tud. Los agentes me pidieron que los acompañara en su registro. No
dejaron ningún rincón ni escondrijo sin revisar. Al final, por tercera
o cuarta vez bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo.
Mi corazón latía tranquilamente como el de quien duerme en la ino-
cencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Había cruzado los
brazos sobre el pecho e iba tranquilamente de acá para allá. Los po-
licías quedaron totalmente satisfechos y se disponían a marcharse. El
júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser reprimido. Ardía
en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo y
de asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia.

-Caballeros- dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me


alegro de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco
más de cortesía. Por cierto, caballeros, esta casa esta muy bien cons-
truida... (En mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad, no me
daba cuenta de mis palabras.). Repito que es una casa excelentemente
construida. Estas paredes... ¿ya se van ustedes, caballeros?... estas pa-
redes son de gran solidez.

Y entonces, empujado por el frenesí de mis bravatas, golpeé fuerte-


mente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared de ladrillo
tras la cual estaba el cadáver de la esposa de mi alma.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio!


Apenas había cesado el eco de mis golpes, y una voz me contestó
desde dentro de la tumba. Un quejido, ahogado y entrecortado al
principio, como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente
hasta convertirse en un largo, agudo y continuo grito, completamente
anormal e inhumano, un aullido, un alarido quejumbroso, mezcla de

109
horror y de triunfo, como sólo puede surgir en el infierno de la gar-
ganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en
la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento es una locura. Presa de vér-


tigo, fui tambaleándome hasta la pared de enfrente. Por un instante el
grupo de hombres de la escalera se quedó paralizado por el espantoso
terror. Luego, una docena de robustos brazos atacó la pared, que cayó
de un golpe. El cadáver, ya corrompido y cubierto de sangre coagula-
da, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza,
con la roja boca abierta y el único ojo de fuego, estaba agazapada la
horrible bestia cuya astucia me había llevado al asesinato y cuya voz
delatora me entregaba ahora al verdugo. ¡Había emparedado al mons-
truo en la tumba!

110
El Solitario
Horacio Quiroga

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no


tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su
especialidad el montaje de piedras preciosas. Pocas manos como las
suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad co-
mercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en
su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.

Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala


barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La
joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más
alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres
y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente
a Kassim.

No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido hábil —artista


aún— carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por
lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella,
de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para
arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al
transeúnte de posición que podía haber sido su marido.

Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos


trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando
María deseaba una joya —¡y con cuánta pasión deseaba ella!— traba-
111
jaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María
tenía sus chispas de brillante. Poco a poco el trato diario con las gemas
llegó a hacerle amar la tarea del artífice, y seguía con ardor las íntimas
delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida —debía
partir, no era para ella— caía más hondamente en la decepción de su
matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin
la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus
sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
—Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti —decía él al fin triste-
mente…

Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente


en su banco.

Esas cosas se repitieron tanto que Kassim no se levantaba ya a con-


solarla. ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim
prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.

Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su


mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda
tranquilidad.
—¡Y eres un hombre, tú! —murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
—No eres feliz conmigo, María —expresaba al rato.
—¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz conti-
go?… ¡No la última de las mujeres!… ¡Pobre diablo! —concluía con
risa nerviosa, yéndose.

Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer


tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los
labios apretados.
—Sí… ¡no es una diadema sorprendente!… ¿cuándo la hiciste?
—Desde el martes —mirábala él con descolorida ternura—; mien-
tras dormías, de noche…
—¡Oh, podías haberte acostado! ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim monta-
ba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y,
apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque
de sollozos:

112
—¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para hala-
gar a su mujer! Y tú… y tú… ¡ni un miserable vestido que ponerme
tengo!

Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede


llegar a decir a su marido cosas increíbles.

La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por
lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus
joyas, Kassim notó la falta de un prendedor, cinco mil pesos en dos
solitarios. Buscó en sus cajones de nuevo.

—¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.


—Sí, lo he visto.
—¿Dónde está? —se volvió extrañado.
—¡Aquí!

Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el


prendedor puesto,
—Te queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardémoslo. María
se rió.
—¡Oh, no!, es mío.
—¿Broma?
—¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser
mío!… Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.

Kassim se demudó.
—Haces mal…, podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
—¡Oh! —cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente
la puerta.

Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó


y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada
en la cama.
—¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
—No mires así… Has sido imprudente nada más.
—¡Ah! ¡Y a ti te la confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un
poco de halago, y quiere… me llamas ladrona a mí! ¡Infame!

Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.

113
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante
más admirable que hubiera pasado por sus manos.
—Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente
sobre el solitario,
—Un agua admirable… —prosiguió él—; costará nueve o diez mil
pesos.
—¡Un anillo! —murmuró María al fin.
—No, es de hombres…, un alfiler.

A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su es-


palda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en
su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con
el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes
vestidos.
—Si quieres hacerlo después… —se atrevió Kassim un día—. Es
un trabajo urgente.

Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.


—¡María, te pueden ver!
—¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!

El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso. Kassim, lí-


vido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada
a su mujer.
—Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
—No —repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las
manos le temblaban hasta dar lástima.

Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena


crisis de nervios. La cabellera se había soltado y los ojos le salían de
las órbitas.
—¡Dame el brillante! —clamó—. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos!
¡Para mí! ¡Dámelo!
—María… —tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
—¡Ah! —rugió su mujer, enloquecida—. ¡Tú eres el ladrón, el mi-
serable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me
iba a desquitar… cornudo! ¡Ajá! —se llevó las dos manos a la garganta
ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcan-
zando a cogerlo de un botín.

114
—¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es
mío, Kassim, miserable!

Kassim la ayudó a levantarse, lívido.


—Estás enferma, María. Después hablaremos…, acuéstate.
—¡Mi brillante!
—Bueno, veremos si es posible… acuéstate.
—Dámelo.

La crisis de nervios retornó.


Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
seguridad matemática, faltaban pocas horas ya para concluirlo.

María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con


ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.
—Es mentira, Kassim —dijo.
—¡Oh! —repuso Kassim, sonriendo—, no es nada.
—¡Te juro que es mentira! —insistió ella.

Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano y se


levantó para proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos,
lo siguió con la vista.
—Ya no me dices más que eso… —murmuró. Y con una honda
náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a
su cuarto.

No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido


continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
—¡Dámelo!
—Sí, es para ti; falta poco, María —repuso presuroso, levantándose.
Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.

A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea;


el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso si-
lencioso fue al dormitorio y encendió la veladora, María dormía de
espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.
Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi des-
cubierto y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón
desprendido.

115
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una
dureza de piedra y suspendiendo un instante la joya a flor del seno
desnudo, hundió firme y perpendicular como un clavo el alfiler entero
en el corazón de su mujer.

Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de


párpados. Los dedos se arquearon y nada más.

La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un


instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el so-
litario quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró, cerrando tras
de sí la puerta sin hacer ruido.

116
El guaraguao
Joaquín Gallegos Lara

Era una especie de hombre. Huraño, solo: con una escopeta de car-
gar por la boca un guaraguao.
Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes
uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.
Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que
huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir
el enjambre.
Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de
te escopeta de nuestra especie de hombre.
Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde
media poza las traía en las garras como un gerifalte.
Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos. Y a
vender las plumas conseguidas. Allá le decían “Chancho-rengo”.
—Ej er diablo er muy pícaro pero siace er Chancho-rengo...
Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los
chinos dueños de pulperías.
Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.
Chancho—rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no
necesitaba mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte.
Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.
Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el
guaraguao decía:
—Lo recogí de puro fregao... Luei criao donde chiquito, er nombre
ej Arfonso.
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—¿Por qué Arfonso?
—Porque así me nació ponesle.
Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los
chinos le dieron cincuenta sucres.
Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que
sacaría lo menos doscientos.
Los Sánchez eran dos hermanos. Medio peones de Un rico, medio
sus esbirros y “guardaespaldas”.
Y cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho-rengo
se iba a su monte, lo acecharon.
Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guara-
guao, caminaba.
No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron
sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el
guaraguao.
Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogie-
ron el fajo de billetes que creían copioso.
De pronto. Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:
— ¡Ayayay! ¡Ñaño, me ha picao una lechuza! Pedro, el otro, sintió el
aleteo casi en la cara. Algo alado estaba allí. En la sombra. Algo que
defendía al muerto.
Tuvieron miedo. Huyeron.
Toda la noche estuvo Chancho-rengo arrojado en la hojarasca. No
estaba muerto: se moría.
Nada iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneado ciegamen-
te le dejó un mechoncillo de hilachas de vida.
El frío de la madrugada. Una cosa pesaba en su pecho. Movió casi
no podía la mano. Tocó algo áspero y entreabrió los ojos.
El alba floreaba de violetas los huecos del follaje que hacía encima
un techo.
Le parecía un cuarto. El cuarto de un velorio. Con raras cortinas
azules y negras.
Lo que tenía en el pecho era el guaraguao.
—Aja eres vos, ¿Arfonso? No... No... me comas... un... hijo... no...
muesde... ar...padre... loj...otros...
El día acabó de llegar. Cantaron los gallos de monte. Un vuelo de
chocotas muy bajo: muchísimas. Otro de chiques, más alto.
Una banda de micos de rama en rama cruzó chillando.
Un gallinazo pasó arribísima.
Debía haber visto.

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Empezó a trazar amplios círculos en su vuelo. Apareció otro y co-
menzó la ronda negra.
Vinieron más. Como moscas. Cerraron los círculos. Cayeron en loo-
pings.
Iniciaron la bajada de la hoja seca. Estaban alegres y lo tenían seguro.
¿Se retardarían cazando nubes?
Uno se posó tímido en la hierba, a poca distancia.
El hombre es temible aún después de muerto.
Grave como un obispo, tendió su cabeza morada. Y vio al guaraguao.
Lo tomaría por un avanzado. Se halló más seguro y adelantóse. Vi-
nieron más y se aproximaron aleteando. Bullicio de los preparativos
del banquete.
Y pasó algo extraño.
El guaraguao como gallo en su gallinero atacó, espoleó, atropello.
Resentidos se separaron, volando a medias, todos los gallinazos. A
cierta distancia parecieron conferenciar: ¡qué egoísta! ¡Lo quería para
él sólo!
Encendía la mañana. Todos los intentos fueron rechazados. Un cho-
rro verde de loros pasó metiendo bulla. Los gallinazos volaron cobar-
demente más lejos.
Al medio día la sangre del cadáver estaba cubierta de moscas y
apestaba.
Las heridas, la boca, los ojos, amoratados.
El olor incitaba el apetito de los viudos. Vino otro guaraguao. Al-
fonso, el de Chancho—rengo, lo esperó, cuadrándose. Sin ring. Sin
cancha. No eran ni boxeadores ni gallos. Encarnizadamente pelearon.
Alfonso perdió el ojo derecho pero mató a su enemigo de un espo-
lazo en el cráneo. Y prosiguió espantando a sus congéneres.
Volvió la noche a sentarse sobre la sabana.
Fue así como...Ocho días más tarde encontraron el cadáver de Chan-
cho—rengo. Podrido y con un guaraguao terriblemente flaco —hue-
so y pluma— muerto a su lado.
Estaba comido de gusanos y de hormigas no tenía la huella de un
solo picotazo.

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