Cuento
Cuento
Cuento
1
Compilación: Leonor Bravo
Diseño gráfico: Aurelia León
Ilustración portada: Carolina Iturralde
Coordinación editorial: Komité Pensamiento Estratégico
Primera edición
Impreso en Quito
2100 ejemplares
Noviembre 2020
ISBN: 978-9942-8877-0-2
3
ÍNDICE
El árbol que hablaba........................................................................................7
El barco fantasma...........................................................................................11
Rayo de fuego..................................................................................................13
Su canto.............................................................................................................15
El oro y las ratas..............................................................................................17
Los ojos verdes................................................................................................19
El poder de la infancia..................................................................................27
La playa de las sirenas....................................................................................31
La sopa de piedra............................................................................................33
El pavo de Navidad........................................................................................35
El ave extraordinaria......................................................................................41
Leyenda de las guacamayas..........................................................................43
Cómo la sabiduría se esparció por el mundo...........................................47
El gallito de la catedral..................................................................................51
El gigante egoísta...........................................................................................55
El ojo del sol....................................................................................................61
El pequeño escribiente florentino..............................................................67
Historia del pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro.....75
La sirena del bosque......................................................................................83
El ser más poderoso del mundo.................................................................85
El respeto al fuego.........................................................................................87
Las enseñanzas del dios de la lluvia...........................................................91
Los gatos de Ulthar........................................................................................93
La semilla..........................................................................................................97
El gato negro..................................................................................................101
El Solitario.......................................................................................................111
El guaraguao...................................................................................................117
El árbol que hablaba
Leyenda africana
Tan pronto como hubo dicho estas palabras, alguna cosa que no
pudo ver lo golpeó y lo dejó inconsciente. No sabía durante cuánto
tiempo había estado allí tendido en el suelo, pero cuando despertó
estaba demasiado asustado para hablar. Se levantó inmediatamente y
empezó a correr.
7
El lobo y el antílope se acercaron hasta el árbol que hablaba. El
antílope dijo:
—Has dicho la verdad, lobo, hasta el día de hoy nunca me había
encontrado con algo tan raro como un árbol hablante.
Tan pronto como dijo esto alguna cosa lo golpeó y lo dejó in-
consciente. El lobo cargó con él a su espalda y se lo llevó a casa
para comérselo. “Este árbol que habla solucionará todos mis pro-
blemas”, pensó el lobo. “Si soy inteligente nunca más volveré a
pasar hambre.”
Inmediatamente fue golpeada por algo que no pudo ver y cayó in-
consciente. El lobo la arrastró hasta su casa y la puso en una olla.
Pensó en hacer una estupenda sopa.
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Contó la misma historia de siempre a la liebre y se ofreció para lle-
varla a ver ese árbol hablante. Fueron juntos hasta el lugar. Cuando se
acercaban al árbol el lobo le dijo:
—No olvides lo que te he contado.
—¿Qué me contaste? —preguntó la liebre.
—Lo que debes decir cuando llegues junto al árbol, o si no, morirás
—dijo el lobo.
—¡Oh!, sí —dijo la liebre.
Tan pronto como hubo dicho estas palabras, el lobo cayó incons-
ciente. La liebre se fue andando y mirando hacia el árbol y el lobo.
Luego sonrió:
—Entonces, este era el plan del señor Lobo —dijo—. Se pensaba
que este lugar era un comedero y yo su comida.
La liebre se marchó y contó a todos los animales de la selva el secre-
to del árbol que hablaba. El plan del lobo fue descubierto, y el árbol,
sin herir a nadie, continuó hablando solo.
9
El barco fantasma
Ciro Alegría
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El barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del
alto Ucayali vio a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan
en Pucallpa y sus contornos. Sucedió que tal indígena, perteneciente
a la tribu de los shipibos, estaba cruzando el río en una canoa cargada
de plátanos, ya oscurecido. A medio río distinguió un pequeño barco
que le pareció ser de los que acostumbradamente navegan por esas
aguas. Lo llamaron desde el barco a voces, ofreciéndole compra de los
plátanos, y como le daban buen precio vendió todo el cargamento. El
barco era chato, el shipibo se limitó a alcanzar los racimos y ni sospe-
chó qué clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas
brazas, oyó que del interior del barco salía un gran rumor y luego vio
con espanto que la armazón entera se inclinaba hacia delante y hun-
día, iluminando desde dentro las aguas, de modo que dejó una estela
rojiza unos instantes, hasta que todo se confundió con la sombría
profundidad. De ser barco igual que todos, los tripulantes se habrían
arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento. Ninguno lo
hizo. Era el barco fantasma.
El indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí
se fue derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos
le habían dado billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el produc-
to del encantamiento. Los billetes eran pedazos de piel de anaconda
y las monedas, escamas de pescado. La llegada de la noche habría de
proporcionarle una sorpresa más. Los billetes y las monedas de plata,
lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo pasando en los bares y
bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero mágico proce-
dente del barco fantasma.
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Rayo de fuego
Fábula de Escandinavia
Esto sucedió hace tiempo, en un lejano país del norte donde los
hombres eran grandes y fuertes como gigantes.
14
Su canto
Leonor Bravo
El ave cantó. Como todos los días. Como siempre desde que había
salido del cascarón, tal vez desde antes. El viento movió las hojas de
los árboles, desde las más diminutas que crecían casi al ras del suelo,
hasta esas orgullosas que conversaban a diario con las nubes y roza-
ban el cielo.
Las plumas de sus alas vibraron como siempre que cantaba. El mo-
vimiento empezaba en las largas plumas guías, avanzaba por todo su
cuerpo hasta llegar a las pequeñísimas que crecían junto a su pico.
Pero aún ahora, cuando otra ave le cubre la luz del sol con su vuelo,
vuelve a dudar de su canto, del color de sus plumas, de su penetrante
vista. Duda y deja que la melancolía y la desidia se instalen en ella, y
sabiendo que su canto es único y hermoso se hunde en el silencio o
15
hace que su voz se vuelva un susurro para que nadie la escuche, con
la secreta esperanza de que la descubran escondida entre la maleza.
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El oro y las ratas
Fábula de la India
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Los ojos verdes
Gustavo Adolfo Bécquer
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con
este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con
letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a
capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta
leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los
podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como
las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles
después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con
la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que
pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápi-
do como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose
entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.
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-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y pri-
mero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me
escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de
mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se distin-
gue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta;
déjame…, déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo… ¿Quién
sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al dia-
blo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo
mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu
serreta de oro.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede?
Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a
la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala
bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes pre-
cedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta
sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las maña-
nas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en
ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis
pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despo-
jos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os
quieren?
21
dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola
de sus palabras:
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo,
que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes
excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime:
¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy ex-
traña… Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es
posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a
revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a
esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce,
ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.
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Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos,
vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melanco-
lía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas,
en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus
de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu
del hombre.
Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma;
tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y
cuyos cálices parecen esmeraldas…; no sé; yo creí ver una mirada que
se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo
absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como
aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
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ces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas
tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la
tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanza-
rá su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado
sus ondas.
-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que tem-
blaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla,
mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III
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Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro.
Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los
pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el
cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeral-
das sujetas en una joya de oro.
-O un demonio… ¿Y si lo fuese?
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La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas
y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un lecho
de esmeraldas y corales…, y yo…, yo te daré una felicidad sin nombre,
esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede
ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras fren-
tes como un pabellón de lino…; las ondas nos llaman con sus voces
incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de
amor; ven…, ven.
Fernando dio un paso hacía ella…, otro…, y sintió unos brazos del-
gados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus
labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie, y cayó
al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo,
y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta
expirar en las orillas.
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El poder de la infancia
León Tolstoi
Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las
autoridades. Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.
“¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nues-
tras manos. Ahora lo tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, mo-
riremos. Por lo visto, tiene que ser así”, pensaba el hombre; y, enco-
giéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los gritos de
la multitud.
-¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para
qué llevarlo más lejos?
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El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza.
Parecía odiar a la muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.
-¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes
y a esos canallas! Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida…
-gritaban las mujeres.
El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su
cara se tornó aún más taciturna.
El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre;
y se abrazó a él.
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-¿Sabes lo que vas a hacer?
-¿Qué?
-¿Sabes quién es Catalina?
-¿La vecina? ¡Claro!
-Bueno, pues…, ve a su casa y quédate ahí… hasta que yo… hasta
que yo vuelva.
-¡No; no iré sin ti! -exclamó el niño, echándose a llorar.
-¿Por qué?
-Te van a matar.
-No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.
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-¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo -propuso una mujer.
-Es verdad. Es verdad -asintió alguien.
-¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! -rugió la multitud.
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La playa de las sirenas
Leonor Bravo
Hace mucho tiempo, cuando la tierra eran joven aún y estas playas
no conocían a los seres humanos, ni sus cantos ni sus gritos, ni su risa
ni su llanto, en estas cálidas aguas vivía un pueblo de sirenas.
Eso ocurría todos los años, las aguas de este lugar se llenaban de
cantos, de bailes, de saltos y de juegos; las ballenas disfrutaban del
sol, que en ese lugar brillaba más que en ningún otro, disfrutaban del
amor y del coqueteo, disfrutaban de ser mamás y de querer a sus be-
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bés; se quedaban un tiempo en este mar calientito y luego regresaban
hacia el helado sur, donde abundaba su alimento. Risas y sol aquí,
comida y descanso allá.
Las ballenas y las sirenas, amigas del tiempo, tenían una larga vida,
veían al sol despertar y dormir, a los vientos marcharse y llegar, al mar
ir y volver siempre nuevo, a las aves, a los animales y a las plantas de
la tierra cambiar, nacer y morir, mientras ellas esperaban la visita que
venía de las estrellas.
Cada cien años, las nubes se abrían y aparecía la luminosa nave que
traía a sus hermanos del cielo. Cubiertos de una suave pelusa violeta,
con largos y rasgados ojos turquesa, en medio de su cara redonda y
casi plana, sonreían siempre y su voz era un canto lleno de tonos,
suaves unas veces, largos y profundos otros. La nave, esfera de sólido
cristal, descendía sobre un mar, que se aquietaba con su llegada. Las
nubes cubrían el sol y alargaban la noche, en medio de la cual brillaba
la luna llena. Los juegos se detenían, la tierra entera escuchaba la mú-
sica de ese encuentro y se enteraba de los secretos del cosmos, de la
infinita belleza de las galaxias y de los seres que habitaban sus lejanos
planetas.
Cada cien años venían y durante cien años los esperaban. Pero cuan-
do los seres humanos aparecieron, las visitas de los hijos de las es-
trellas se fueron espaciando, hasta que un día dejaron de venir. Las
sirenas, temerosas de los recién llegados se marcharon hacia aguas
profundas y aunque el viento y el sol no las vieron más, cuentan las
mareas que viven en las grietas del fondo del mar. Las ballenas, sin
embargo, continúan su vida entre el hielo y el sol y vuelven cada año a
disfrutar de este cálido mar, a buscar el amor y a ser mamás.
Esta historia la narran los ceibos las noches de luna llena y unos
dicen que a ellos se las contaron los vientos que llegan de visita en el
verano y dicen otros que son las lluvias de invierno. Nadie sabe si ocu-
rrió en realidad o es una antigua leyenda inventada por los delfines,
pero recuerden que toda leyenda tiene algo de verdad.
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La sopa de piedra
Anónimo
Los campesinos se reían del fraile, pero le dieron el puchero para ver
hasta dónde llegaba su chaladura. El monje llenó el caldero de agua y
les preguntó:
-¿Les importaría dejarme entrar en su casa para poner la olla al fuego?
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Los campesinos lo invitaron a entrar y le enseñaron dónde estaba
la cocina.
-¡Ay, qué lástima! –dijo el fraile-. Si tuviera un poco de carne de vaca
la sopa estaría todavía más rica.
-Pues por si tengo que volver a usarla otro día. ¡Dios los guarde, familia!
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El pavo de Navidad
Mario de Andrade
Fue sin lugar a dudas por eso que me nació, en este caso sí, espontá-
neamente, la idea de hacer una de mis llamadas “locuras”. Esa había
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sido, en realidad, y desde muy niño, mi excelente conquista contra el
clima familiar. Desde muy temprano, desde los tiempos de la secun-
daria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un reprobado
todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía
diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principal-
mente desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, con-
seguí, en el reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama
conciliadora de “loco”. “¡Está loco, el pobre!” decían. Mis padres
hablaban con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela
me buscaba como ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel
placer de los que se convencen de alguna superioridad. No tenían
locos entre sus hijos. Pues esa fama es la que me salvó. Hice todo lo
que la vida me presentó y que mi ser exigía que se realizara con in-
tegridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco, pobrecito. El
resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la cual no
tengo nada de qué quejarme.
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mis dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron
mi vida. Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo
así se hacía pavo en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de
parientes ya preparados por la tradición, invadían la casa por el pavo,
las empanaditas y los dulces. Mis tres madres, tres días antes, lo único
que sabían de la vida era trabajar preparando carnes frías y dulces fi-
nísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela devoraba todo y
todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido venir. Mis
tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los
huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna,
oscuro, perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía,
elegía para el viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concreta-
mente qué era un pavo en nuestra casa, pavo restos de fiesta.
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mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en
ella, sentir ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos
también, estaban en el mismo ritmo violento de amor, todos domina-
dos por la nueva felicidad que el pavo iba imprimiendo en la familia.
De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé con tranquilidad que
mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá se
detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave,
sin resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumi-
do en una casi pobreza sin razón.
-No señora, siga cortando… y pedazos grandes ¡Yo solo me como eso!
-¡Yo sirvo!
-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si siempre mamá había
servido en esa casa!
Entre risas, los grandes platos llenos fueron pasando hasta mí y em-
pecé una distribución heroica, mientras mandaba a mi hermano a que
sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno de car-
necita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz
severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban
a su parte del pavo:
¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!, que ese era el plato suyo,
de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la existencia de
Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que hacía
sufrir!… El plato quedó sublime.
-Mamá, este es su plato. ¡No!… ¡No lo pase!
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Fue entonces cuando ella no pudo más con tanta conmoción y se
puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el siguiente plato
sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi hermana
también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se des-
parramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para
no llorar también, tenía diecinueve años… Diablo de familia tonta
que veía un pavo y lloraba… Esas cosas… Todos se esforzaban por
sonreír, pero ahora la alegría se tornaba imposible. El llanto había
evocado, por asociación, la imagen indeseable de mi padre muerto.
Mi padre, con su figura gris, vino a estropear para siempre nuestra
Navidad. ¡Me dio coraje!
Empezó una lucha baja entre el pavo y el bulto de papá. Supuse que
alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está claro, había tomado
decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen medios
escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé
al pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obs-
truyente.
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Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a hablar de papá. Su
imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita brillante
en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá
había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros,
había sido un santo que “ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que
deben a su padre”, un santo. Papá se transformó en santo, una con-
templación agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer.
No perjudicaba más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El
único muerto aquí era el pavo, dominador, completamente victorioso.
Nos levantamos. Eran casi las dos de la mañana, todos alegres con
dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a acostar, a dormir o a
dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un insomnio
feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había
prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir men-
tí, dije que iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo;
era una manera de contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las
otras dos mujeres sin guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!…
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El ave extraordinaria
Leonardo Da Vinci
Aseguraban los sabios que lucía el plumaje más blanco que se pu-
diera imaginar. Decían además que sus plumas parecían irradiar
luz, y que era tal su luminosidad que nunca nadie había visto su
sombra.
Su sombra voladora se dibujó sobre las aguas del lago. “Es sólo un
cisne” se dijo entonces el viajero, recordando que el ave extraordinaria
no tenía sombra.
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Leyenda de las guacamayas
Pueblo Cañari, Ecuador
Por estas tierras cañaris hay un altísimo cerro llamado Fasayñan que
cuando las lluvias causan inundaciones, sus cumbres se elevan dando
estirones hacia el cielo, de manera que parece una isla que nunca se
sumerge. Cuando el gran diluvio desbordó los mares y ríos, no que-
daron más que dos supervivientes, dos hermanos varones.
Al cabo de unos días, las lluvias cesaron, los dos hermanos se aso-
maron a mirar los valles y vieron que todo estaba cubierto de agua.
No podían bajar al lugar donde había estado su cabaña; recorrieron
la cumbre y encontraron una caverna en la que se refugiaron. Salie-
ron a buscar algo que comer, pero sólo hallaron unas hierbas duras
y raíces.
Los dos corrían entre las rocas levantando piedras para hallar algún
bicho, pero en la noche estaban tan hambrientos como al alba.
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Una tarde, al caer el sol, llegaron a la caverna sin aliento ya para
seguir viviendo.
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Pasaron varios días y las guacamayas no volvieron a aparecer ni a
traer comida y los hermanos se arrepintieron por su su imprudencia.
Todas las tardes se asomaban a los abismos para ver si el agua bajaba
en los valles; y así comprobaron que lentamente volvían a formarse
los ríos, las lagunas y los mares; la tierra se secaba y surgían las selvas.
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Cómo la sabiduría se esparció
por el mundo
Leyenda africana
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Pero… Padre Ananzi tenía un hijo que tampoco tenía un pelo de
tonto; se llamaba Kweku Tsjin. Y cuando éste vio a su padre andar
tan misteriosamente y con tanta cautela de un lado a otro con su pote,
pensó para sus adentros:
-¡Cosa de gran importancia debe ser ésa!
Y como listo que era, se puso ojo avizor, para vigilar lo que Padre
Ananzi se proponía.
Kweku vio pronto que Ananzi llevaba una gran jarra, y le aguijonea-
ba la curiosidad de saber lo que en ella había.
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-Padre -le gritó- ¿por qué no llevas colgado de la espalda ese jarro
preciado? ¡Tal como te lo propones, la ascensión a la más alta copa te
será empresa difícil y arriesgada!
Su decepción era tan grande que, con todas sus fuerzas, tiró el Jarro
de la Sabiduría todo lo lejos que pudo. El jarro chocó contra una pie-
dra y se rompió en mil pedazos.
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El gallito de la catedral
Leyenda tradicional ecuatoriana
En los tiempos en que Quito era una ciudad llena de aventuras ima-
ginarias, de rincones secretos, de oscuros zaguanes y de cuentos de
vecinas y comadres, había un hombre muy recio de carácter, fuerte,
aficionado a las apuestas, a las peleas de gallos, a la buena comida y
sobre todo a la bebida. Era este don Ramón Ayala, para los conocidos
“un buen gallo de barrio”.
Cuentan quienes vivieron en esos años, que don Ramón nunca más
volvió a sus andadas, que se volvió un hombre serio y muy responsable.
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Dicen, aquellos a quienes les gusta descifrar todos los misterios, que en
verdad el gallito nunca se movió de su sitio, sino que los propios veci-
nos de San Juan, el sacristán de la Catedral, y algunos de los amigos de
don Ramón Ayala, cansados de su mala conducta, le prepararon una
broma para quitarle el vicio de las mistelas. Se ha escuchado también
que después de esas fechas, la tienda de doña Mariana dejó de ser tan
popular y las famosas mistelas de a poco fueron perdiendo su encanto.
Es probable que doña Mariana haya finalmente aceptado a alguno de
sus admiradores y vivido la tranquila felicidad de los quiteños antiguos
por muchos años.
Es posible que, como les consta a algunos vecinos, nada haya cam-
biado. Que don Ramón, después del gran susto, y con unas cuantas
semanas de por medio, haya vuelto a sus aventuras, a sus adoradas
mistelas, a la visión maravillosa de doña Mariana, la “chola” más linda
de la ciudad y a las largas conversaciones con sus amigos. Lo que sí es
casi indiscutible, es que ni don Ramón, ni ningún otro gallito quiteño,
se haya atrevido jamás a desafiar al gallito de la Catedral, que sigue
solemne, en su acostumbrada armonía con el viento, cuidando con
gran celo, a los vecinos de la franciscana capital de los ecuatorianos.
53
El gigante egoísta
Oscar Wilde
-La primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos que-
daremos aquí todo el resto del año.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tam-
borileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor
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parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo
lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el
hielo.
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rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y
en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba
alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del
viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía
completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte
soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a pun-
to de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que
podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante,
y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
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-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese
niño que subí al árbol del rincón?
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo
habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el
Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo
volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los
niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se
acordaba de él.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las
flores más hermosas de todas.
59
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en
el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira y
dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
60
El ojo del sol
Anónimo egipcio
Ra, el rey de los dioses, sabía que su hija Hathor, cuando tenía apa-
riencia humana, era la diosa más agraciada en virtudes. Llenaba de
alegría y de encanto todos los lugares. Era la protectora de los dioses.
“El Ojo Del Sol” era el lado más negativo de la diosa Hathor. Ella ad-
quiría muy variadas formas. Cuando se enojaba todos los dioses la temían.
Un día Ra tuvo que discutir con su hija. El Ojo Del Sol tenía muchí-
simos celos de los dioses que creó su padre. Éste no pudo consentir
ese comportamiento tan injusto y Hathor se enfadó muchísimo y se
marchó hacia Nubia, teniendo que atravesar desiertos. La diosa ya no
mostraba su forma humana, tenía la apariencia de un gato salvaje o la
de una leona furiosa. Cualquier criatura que se le acercase sería vícti-
ma de ella. Cazaba y mataba, vivía de ese modo.
Un día uno de los pollitos se escapó del nido en una de las ausencias
de la madre, y al no saber volar fue a caer donde estaban los gatitos y
les quitó un poco de comida. La madre gata sin pararse a pensar atacó
al polluelo y lo hirió, después le dijo que se fuera.
El pequeñín no podía volar todavía porque era un pollito, pero le
dijo a la gata:
-¡Has roto el pacto y Ra te lo hará pagar!
62
Thot terminó de hablar y El Ojo Del Sol se quedó pensativa y re-
cordó lo poderoso y lo justo que era su padre. Hathor había cambiado
su carácter completamente. Thot le había recordado a su padre, a su
hermano Shu, a su tierra “Egipto“… Y en ese momento recordó lo
mucho que los hombres la adoraban.
63
Thot le dijo a El Ojo Del Sol:
-Tu propio padre es quien da bien por bien y mal por mal.
64
escapar. El diminuto animal comenzó a roer todas las redes, todas
las cuerdas. Y el león se fue lejos de aquel lugar, donde no le pudiese
atrapar el hombre. Pero la experiencia le hizo comprender que un ser
más débil puede ayudar al que tiene más fuerza.»
65
El pequeño escribiente florentino
Edmundo de Amicis
El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas mate-
rias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en
punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a
la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce,
sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento
paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se
vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el
quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había
un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los
suscriptores.
68
Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce,
se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo
varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una
vez, cenando, observó de pronto:
-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a
esta parte!
Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las no-
ches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba ren-
dido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos
abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido
sobre los apuntes.
-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al tra-
bajo!
69
Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había com-
prado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos
acogieron con júbilo.
Y añadió el padre:
-¡Treinta y dos florines!… Estoy contento… Pero hay otra cosa -y
señaló a Julio- que me disgusta.
-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en
llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.
70
Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba
por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: No, padre mío, no
te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor
que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siem-
pre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar
la vida y aligerarte de la ocupación que te mata.
71
Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al
pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en
otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues;
había muerto en el corazón de su padre.
¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora
acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo
te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que
suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidi-
do en mi resolución!
72
silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de
algún perro. Y siguió escribiendo.
73
Historia del pájaro que habla,
el árbol que canta
y el agua de oro
Las mil y una noches
Pero una feliz casualidad salvó la vida del inocente niño. El inten-
dente de los jardines, que llevaba largos años casado sin tener hijos,
vio la cesta flotando en el agua, la recogió, y al hallar al hermoso re-
cién nacido decidió llevarlo a su casa, buscarle una nodriza y criarlo
como si fuera hijo suyo Al año siguiente, la sultana dio a luz otro
75
príncipe, y las perversas hermanas lo colocaron también en otra cesta
y lo arrojaron al canal, diciendo al sultán que su hermana había dado
a luz un nuevo monstruo.
76
—El pájaro que habla, el árbol que canta y el agua amarilla, de color
de oro, de la cual basta una sola gota para hacer un surtidor que jamás
seconsume.
77
—Señor —respondió el derviche—, conozco ese lugar. Pero el pe-
ligro a que vais a exponeros es inmenso. Muchos valerosos caballeros
han pasado por aquí y me han hecho la misma pregunta, y ni uno solo
ha vuelto de la atrevida empresa. No sigáis adelante; volveos a vuestro
país.
—Tomad esta bola —le dijo—. Echadla a rodar y seguid tras ella
hasta la falda del monte donde se pare. Bajaos entonces del caballo,
que os esperará allí, y subid a la cumbre de la montaña. Encontraréis
a derecha e izquierda una multitud de piedras negras y oiréis una con-
fusión de voces que, con insultos y amenazas, tratarán de haceros re-
troceder. No miréis atrás, porque, si lo hacéis, os convertiréis al punto
en una piedra negra como las otras, que son otros tantos caballeros
encantados. Si lográis llegar hasta lo alto, allí veréis una jaula, y en ella,
al pájaro que habla; preguntadle, y él os dirá dónde están el árbol que
canta y el agua de oro. Ahora haced lo que os parezca, y que Alá os
proteja.
78
Pero Perviz era animoso y valiente, y no podía conformarse, como
ella, con llorar a su hermano. Así, pues, decidió intentar la misma
empresa, y se aprestó a partir enseguida, sin dar oídos a los lamentos
de Parizada, que temía perder a los dos y quedarse sola en el mundo.
Antes de partir, Perviz entregó a su hermana un collar de perlas con
cien cuentas, diciéndole:
—Repasa diariamente las cuentas de este collar. Si un día las perlas
no corren, como si se hubieran pegado unas a otras, será que me ha
ocurrido alguna desgracia. Llora entonces por mí —y abrazándola
amorosamente, montó a caballo y siguió el mismo camino que su
hermano.
Grande fue el dolor de Parizada cuando supo por las cuentas del
misterioso collar la desgracia de su hermano. Pero en su corazón
había decidido lo que habría de hacer llegado el caso, y, sobrepo-
niéndose a su dolor, montó a caballo, bien armada y vestida de
hombre, y se puso en marcha, siguiendo el mismo camino de sus
hermanos.
A los veinte días encontró al anciano derviche, al que hizo las mis-
mas preguntas que sus hermanos. De las indicaciones que recibió de-
dujo que lo más difícil de la empresa era lograr dominarse al oír las
voces, y su astucia de mujer le sugirió un ardid para librarse de ellas.
Y fue el de taponarse con algodones los oídos, hecho lo cual arrojó la
bola brillante, siguió tras ella hasta la falda del monte, dejó su caballo
y empezó a subir la cuesta.
79
Centenares de voces salían de todas partes; unas con insultos grose-
ros, otras con terribles amenazas, y la princesa las oía, a pesar de los
algodones. Su ánimo estuvo a punto desfallecer; empezó a temblar,
pero el recuerdo de sus hermanos le infundió nuevo valor, y apretan-
do el paso, entre un cerco de voces que a cada momento crecían y re-
sonaban cada vez más terribles, llegó a la cumbre, donde vio una jaula
con un pájaro de maravillosos colores. Inmediatamente se apoderó de
la jaula, llena de gozo, y preguntó al pájaro:
—Dime, ave maravillosa, ¿dónde está el agua de oro?
80
aprender el maravilloso canto. La rama se plantó en un cuadro del
mismo jardín; arraigó al instante, y en poco tiempo se hizo un árbol
frondoso, cuyas hojas producían los más dulces sonidos.
Cuando Parizada supo que su casa iba a ser visitada por el sultán,
no cabía en sí de gozo, y consultó al pájaro acerca de lo que debería
servirle a la mesa.
81
Tampoco a esto contestó la princesa, y lo condujo ante el pájaro que
habla.
—Esclavo mío —dijo Parizada—, he aquí al sultán. Salúdalo como
merece.
82
La sirena del bosque
Ciro Alegría
84
El ser más poderoso del mundo
Fábula de la India
85
Acudió el hechicero a la nube y le ofreció la mano de la joven.
—Hay una cosa más fuerte que yo —le respondió la nube—. El
viento me arrastra donde le place.
Pero luego vio el mago que la montaña era más poderosa que el
viento, pues, elevándose altiva entre las nubes, detenía con su mole los
más fieros vendavales.
—Alguien es más fuerte que yo —dijo la montaña—. Mira aquel
ratoncillo que me horada y vive en mi seno contra mi voluntad. Mi
poder, que divide las tormentas, no basta para infundir respeto a esa
bestezuela.
86
El respeto al fuego
Relato tradicional bantú
87
Al acercarse más, le pareció tan móvil y tan caliente que el ca-
zador pensó que debía de tratarse de un espíritu poderoso. Tras
observarlo largo rato y con muchas vacilaciones, se acercó al fue-
go y le habló:
–Te saludo, gran jefe. El Sol se ha puesto ya. ¿Cómo estás?
88
El hombre así se lo prometió, y aquella noche durmió cómodamente
al calor del fuego. A la mañana siguiente se despertó descansado y le
dijo:
–Adiós, fuego, muchas gracias. Volveré.
Al volverse, vio que el fuego lo seguía, mucho más grande que antes,
con llamas aterradoras. Gritó y huyó a la carrera.
El fuego atravesó el campo devorando primero las hierbas, luego los
arbustos y por fin los árboles. Parecía crecer y dividirse en varios to-
rrentes de fuego que corrían impulsados por el Viento hasta quemarlo
todo de un extremo a otro.
89
Daba la impresión de que el mismo cielo y las estrellas estaban a
punto de arder. Aunque el ladrón corrió con todas sus fuerzas, el fue-
go lo alcanzó con facilidad y lo rodeó, impidiéndole avanzar.
Pero cuando el fuego hubo pasado, el hombre comprobó que podía
seguir, pues el fuego nunca quemaba dos veces el mismo lugar: una
vez que había devorado una zona, no volvía a ella.
El fuego siguió extendiéndose hasta que un río lo detuvo, pero para
entonces había destruido ya varias aldeas. Los habitantes lograron sal-
varse vadeando el río. Cuando por fin se extinguió, regresaron con
aprensión a lo que quedaba de sus cabañas.
90
Las enseñanzas del dios de la lluvia
Cuento Masai (Kenia)
91
Pero el Dios de la Lluvia continuaba en silencio.
Pasaban los días y cada día era más seco que el anterior.
92
Los gatos de Ulthar
H. P. Lovecraft
Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún
hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras
contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque
el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre
no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias
de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores
de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África.
La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que
la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.
94
nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el
pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las
figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas
coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena
de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.
95
Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en
la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el
enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la
noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el bur-
gomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada,
como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo,
como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras.
Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta sólo encontraron lo
siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el
suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose
por las esquinas sombrías.
96
La semilla
Fábula China
Pasaron tres meses y nada brotó. La joven intentó todos los métodos
que conocía pero nada había nacido. Día tras día veía más lejos su
sueño, pero su amor era más profundo.
Por fin, pasaron los seis meses y nada había brotado. Consciente
de su esfuerzo y dedicación la muchacha le comunicó a su madre
que sin importar las circunstancias ella regresaría al palacio en la
fecha y hora acordadas sólo para estar cerca del príncipe por unos
momentos.
En la hora señalada estaba allí, con su vaso vacío. Todas las otras
pretendientes tenían una flor, cada una más bella que la otra, de las
más variadas formas y colores. Ella estaba admirada. Nunca había
visto una escena tan bella.
98
Entonces, con calma el príncipe explicó:
—Esta fue la única que cultivó la flor que la hizo digna de conver-
tirse en emperatriz: la flor de la honestidad. Todas las semillas que
entregué eran estériles.
99
El gato negro
Edgar Allan Poe
No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin em-
bargo, hacia Plutón sentía el suficiente respeto como para abstener-
me de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta
el perro, cuando, por casualidad o por afecto, se cruzaban en mi
camino. Pero mi enfermedad empeoraba- pues, ¿qué enfermedad
se puede comparar con el alcohol?-, y al fin incluso Plutón, que ya
empezaba a ser viejo y, por tanto, irritable, empezó a sufrir las con-
secuencias de mi mal humor.
102
Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después
de una de mis correrías por el centro de la ciudad, me pareció que
el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia,
me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí
una furia de diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de
mi alma se separaba de un golpe del cuerpo; y una maldad más que
diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser.
Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía
sujetando al pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué
un ojo. Me pongo más rojo que un tomate, siento vergüenza, tiemblo
mientras escribo tan reprochable atrocidad.
103
por el mal mismo, me empujó a continuar y finalmente a consumar el
suplicio que había infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre
fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un
árbol, lo ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el
más amargo remordimiento me retorcía el corazón; lo ahorqué por-
que recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no
me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al
hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro
mi alma hasta llevarla- si esto fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del dios más misericordioso y más terrible.
La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos
de «¡Fuego!» La ropa de mi cama era una llama, y toda la casa estaba
ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer,
un criado y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdie-
ron y desde ese momento no me quedó más remedio que resignarme.
104
Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi
crueldad contra el yeso recién encalado, cuya cal, junto con la acción de
las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que ahora veía.
105
gusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Procuraba
no encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo
de mi acto de crueldad me frenaban de maltratarlo. Durante algunas
semanas no le pegué ni fue la víctima de mi violencia; pero gradual-
mente, muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnan-
cia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si fuera un
brote de peste.
106
una rigurosa nitidez en sus contornos. Ahora ya representaba algo
que me hace temblar cuando lo nombro- y por eso odiaba, temía y me
habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-; repre-
sentaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del
PATÍBULO! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen,
de la agonía y de la muerte!
Y entonces me sentí más miserable que todas las miserias del mundo
juntas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante yo había destruido des-
deñosamente, una bestia era capaz de producir esa angustia tan inso-
portable sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del descanso!
De día, ese animal no me dejaba ni un instante solo; y de noche, me
despertaba sobresaltado por sueños horrorosos sintiendo el ardiente
aliento de aquella cosa en mi rostro y su enorme pesoencarnada pe-
sadilla que no podía quitarme de encima- apoyado eternamente sobre
mi corazón.
107
vieran. Se me ocurrieron varias ideas. Por un momento pensé descuar-
tizar el cadáver y quemarlo a trozos. Después se me ocurrió cavar una
tumba en el piso del sótano. Luego consideré si no convenía arrojarlo
al pozo del patio, o meterlo en una caja, como si fueran mercancías, y,
con los trámites normales, y llamar a un mozo de cuerda para que lo
retirase de la casa. Por fin, di con lo que me pareció el mejor recurso.
Decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los
monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
108
Pasaron el segundo y el tercer día y no volvía mi atormentador. Una
vez más respiré como un hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado
había huido de casa para siempre! ¡No volvería a verlo! Grande era
mi felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba poco. Se
hicieron algunas investigaciones, a las que me costó mucho contestar.
Incluso registraron la casa, pero naturalmente no se descubrió nada.
Consideraba que me había asegurado mi felicidad futura.
109
horror y de triunfo, como sólo puede surgir en el infierno de la gar-
ganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en
la condenación.
110
El Solitario
Horacio Quiroga
112
—¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para hala-
gar a su mujer! Y tú… y tú… ¡ni un miserable vestido que ponerme
tengo!
La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por
lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus
joyas, Kassim notó la falta de un prendedor, cinco mil pesos en dos
solitarios. Buscó en sus cajones de nuevo.
Kassim se demudó.
—Haces mal…, podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
—¡Oh! —cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente
la puerta.
113
Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante
más admirable que hubiera pasado por sus manos.
—Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.
Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente
sobre el solitario,
—Un agua admirable… —prosiguió él—; costará nueve o diez mil
pesos.
—¡Un anillo! —murmuró María al fin.
—No, es de hombres…, un alfiler.
114
—¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es
mío, Kassim, miserable!
115
Su mujer no lo sintió.
No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una
dureza de piedra y suspendiendo un instante la joya a flor del seno
desnudo, hundió firme y perpendicular como un clavo el alfiler entero
en el corazón de su mujer.
116
El guaraguao
Joaquín Gallegos Lara
Era una especie de hombre. Huraño, solo: con una escopeta de car-
gar por la boca un guaraguao.
Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes
uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.
Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que
huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir
el enjambre.
Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de
te escopeta de nuestra especie de hombre.
Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde
media poza las traía en las garras como un gerifalte.
Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos. Y a
vender las plumas conseguidas. Allá le decían “Chancho-rengo”.
—Ej er diablo er muy pícaro pero siace er Chancho-rengo...
Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los
chinos dueños de pulperías.
Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.
Chancho—rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no
necesitaba mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte.
Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.
Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el
guaraguao decía:
—Lo recogí de puro fregao... Luei criao donde chiquito, er nombre
ej Arfonso.
117
—¿Por qué Arfonso?
—Porque así me nació ponesle.
Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los
chinos le dieron cincuenta sucres.
Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que
sacaría lo menos doscientos.
Los Sánchez eran dos hermanos. Medio peones de Un rico, medio
sus esbirros y “guardaespaldas”.
Y cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho-rengo
se iba a su monte, lo acecharon.
Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guara-
guao, caminaba.
No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron
sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el
guaraguao.
Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogie-
ron el fajo de billetes que creían copioso.
De pronto. Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:
— ¡Ayayay! ¡Ñaño, me ha picao una lechuza! Pedro, el otro, sintió el
aleteo casi en la cara. Algo alado estaba allí. En la sombra. Algo que
defendía al muerto.
Tuvieron miedo. Huyeron.
Toda la noche estuvo Chancho-rengo arrojado en la hojarasca. No
estaba muerto: se moría.
Nada iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneado ciegamen-
te le dejó un mechoncillo de hilachas de vida.
El frío de la madrugada. Una cosa pesaba en su pecho. Movió casi
no podía la mano. Tocó algo áspero y entreabrió los ojos.
El alba floreaba de violetas los huecos del follaje que hacía encima
un techo.
Le parecía un cuarto. El cuarto de un velorio. Con raras cortinas
azules y negras.
Lo que tenía en el pecho era el guaraguao.
—Aja eres vos, ¿Arfonso? No... No... me comas... un... hijo... no...
muesde... ar...padre... loj...otros...
El día acabó de llegar. Cantaron los gallos de monte. Un vuelo de
chocotas muy bajo: muchísimas. Otro de chiques, más alto.
Una banda de micos de rama en rama cruzó chillando.
Un gallinazo pasó arribísima.
Debía haber visto.
118
Empezó a trazar amplios círculos en su vuelo. Apareció otro y co-
menzó la ronda negra.
Vinieron más. Como moscas. Cerraron los círculos. Cayeron en loo-
pings.
Iniciaron la bajada de la hoja seca. Estaban alegres y lo tenían seguro.
¿Se retardarían cazando nubes?
Uno se posó tímido en la hierba, a poca distancia.
El hombre es temible aún después de muerto.
Grave como un obispo, tendió su cabeza morada. Y vio al guaraguao.
Lo tomaría por un avanzado. Se halló más seguro y adelantóse. Vi-
nieron más y se aproximaron aleteando. Bullicio de los preparativos
del banquete.
Y pasó algo extraño.
El guaraguao como gallo en su gallinero atacó, espoleó, atropello.
Resentidos se separaron, volando a medias, todos los gallinazos. A
cierta distancia parecieron conferenciar: ¡qué egoísta! ¡Lo quería para
él sólo!
Encendía la mañana. Todos los intentos fueron rechazados. Un cho-
rro verde de loros pasó metiendo bulla. Los gallinazos volaron cobar-
demente más lejos.
Al medio día la sangre del cadáver estaba cubierta de moscas y
apestaba.
Las heridas, la boca, los ojos, amoratados.
El olor incitaba el apetito de los viudos. Vino otro guaraguao. Al-
fonso, el de Chancho—rengo, lo esperó, cuadrándose. Sin ring. Sin
cancha. No eran ni boxeadores ni gallos. Encarnizadamente pelearon.
Alfonso perdió el ojo derecho pero mató a su enemigo de un espo-
lazo en el cráneo. Y prosiguió espantando a sus congéneres.
Volvió la noche a sentarse sobre la sabana.
Fue así como...Ocho días más tarde encontraron el cadáver de Chan-
cho—rengo. Podrido y con un guaraguao terriblemente flaco —hue-
so y pluma— muerto a su lado.
Estaba comido de gusanos y de hormigas no tenía la huella de un
solo picotazo.
119