Hegel - Judios.
Hegel - Judios.
Hegel - Judios.
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Cultura
Pablo Cúneo
El caso más evidente fue el de Voltaire cuyo antisemitismo virulento llenó páginas de su
Diccionario Filosófico. Muchos otros después de él, con diferentes grados de antipatía, se
detuvieron para expresar su rechazo, e incluso para hacer de una reflexión sobre la temática
judía un contrapunto con su filosofía en construcción.
Sus escritos de juventud sobre el tema judío son una serie de textos donde Hegel aborda el
tema del judaísmo y del cristianismo; algunos de ellos tienen una primera versión para
luego ser elaborados en una segunda instancia en años posteriores. Estos estudios se
enmarcan en la preocupación general de Hegel quien busca la humanidad en el espíritu de
un pueblo.
Nos dice Jean Hippolite (1970) que lo primero que estudia Hegel en su juventud es a la
religión, la que será para él la expresión más trascendente justamente del espíritu de un
pueblo. Cito a Hippolite en relación a lo que será la concepción hegeliana: “…la filosofía
de la historia como el desenvolvimiento del espíritu del mundo a través de sus momentos
particulares que serán los espíritus de los pueblos individuales” y “El espíritu –la realidad
supraindividual- es definido como la razón realizada, devenida ser concreto”.
Los textos en los que me voy a detener para dar un panorama general son
fundamentalmente El espíritu del cristianismo y su destino de 1798 - 1800, que incluye el
primer capítulo denominado El espíritu del judaísmo que es vuelto a trabajar del primer
borrador de los años 1796-1798, y Esbozos para “El espíritu del cristianismo” de 1798-
1799 que debe ser ubicado luego del capítulo nombrado.
Hegel sostiene que el pueblo judío es incapaz de amar, destacando que la característica
principal del “alma de la nacionalidad judía” es el odio al género humano y a la naturaleza,
lo que lo ha llevado a separarse del resto de los pueblos. Humanizarse, afirma, sería salir de
lo judío, mezclarse con los otros pueblos y sus dioses, lo que implicaría superar el odio que
se le habría fijado. Sería desembarazarse del “antiguo pacto de odio”.
Incapaz de amar siquiera a su hijo, siempre rechazó toda relación de gratitud hacia el resto
de las naciones ubicándose en cambio en una relación de dominación a través de su ideal,
su Dios y despreciando al resto del mundo al ser el pueblo elegido.
Debido a esa hostilidad universal el pueblo tiene una dependencia física propia de la vida
animal; su vida es comer, copular y sobrevivir como los animales. Son esclavos de la
necesidad pues no tienen vida espiritual.
Solo se acercaron a un estado de felicidad cuando se acercaron a los dioses ajenos, lo que
les permitió en un momento tener “sentimientos humanos”, relacionarse amistosamente y
llegar a tener un espíritu de belleza, pero ello fue catalogado como idolatría para “retornar a
su propio Dios” y volver al espíritu de hostilidad propio del estado de necesidad que los
caracteriza.
Justamente es en este punto donde Hegel parece reproducir con mayor énfasis el discurso
teológico cristiano al oponer a Jesús al judaísmo, a la autonomía moral del individuo
representada por las enseñanzas de Jesús a la legalidad judía. Alguien tenía que venir a
atacar directamente al mismo judaísmo, afirma, sin encontrar entre los mismos judíos nada
en que apoyarse. A la esclavitud ante una ley exterior que funciona como Amo, Jesús viene
a traer la salvación a través del amor[1].
El verdadero ideal del joven Hegel era la vida en la antigua Grecia, había allí una armonía
entre la vida individual y la vida en la colectividad. Sostiene que esa armonía se rompe con
la irrupción del cristianismo separando esos dos mundos. El cristianismo entra como
religión privada apuntando a salvar al individuo, trae aparejado como efecto la
descomposición de esa armonía entre el individuo con lo colectivo, tan propio del
paganismo griego, creando lo que Hegel denomina “la consciencia desgraciada”.
A diferencia de Hegel que fue tocado positivamente por la Revolución Francesa, el joven
Maurice Blanchot a mediados de los años 30, reniega de ella. Participa activamente como
periodista político en grupos de la extrema derecha francesa, antisemitas, que veían en la
Ilustración la decadencia de Francia. Contra el republicanismo opone las experiencias de
Italia, Alemania y la del mismo Franco.
Si bien en sus primeros escritos periodísticos denuncia las “persecuciones bárbaras” de los
nazis contra los judíos (Martinez Gonzalez, 2009), en escritos posteriores, en su crítica
feroz al socialista León Blum, se refiere a él como perteneciente a una “raza extranjera” y
en otro escrito sobre el mismo tema denuncia una “alianza sagrada…de soviéticos, judíos e
intereses capitalistas” (Gonzalez Varela, 2016).
Seguramente esa reflexión solo pudo hacerla desde su propia experiencia anterior de
rechazo, para pensar ya no sólo lo judío sino la vida misma desde los eslabones
conceptuales de esa serie de pensadores judíos, que van desde el Prójimo de Cohen al Otro
de la filosofía de Levinas. En otras palabras, es el tema de la alteridad que estos pensadores
judíos sabrán delinear como enseñanza esencial del mensaje judío, lo que influirá
decisivamente en la obra de Blanchot.
Vayamos pues al texto Ser judío de Blanchot (2008). Oprimido y acusado, generador de
malestar y desgracia e identificado en el marco de la carencia, el judío parece ser definido
siempre por una condición negativa. Se pregunta si el judío es más qué eso, y apunta que el
solo hecho de plantear la interrogante es ya un signo de barbarie. El judío no puede ser algo
meramente negativo o producto reactivo del antisemitismo como lo plantea Sartre.
Blanchot reclama por una significación positiva del mismo.
Lo que Hegel ve como un signo negativo en Abraham, como prototipo del carácter
hebreo y judío posterior, es reivindicado por Blanchot: “Abraham es plenamente un
hombre, es un hombre que se va y que, por esta primera partida, funda el derecho humano
al comienzo, única creación verdadera”.
Esta errancia que es propio de lo judío no es la privación de una morada, es una forma
de residir que no liga al suelo seguro y permanente, como si lo verdadero fuera el
sedentarismo. El éxodo y el exilio señalan algo positivo que lleva a una exterioridad más
allá de lo propio nuestro, indica un Afuera que requiere de algo más que trasciende la
posesión y pertenencia a la tierra. Es aquí donde Blanchot afirma la importancia que trae el
Dios de Israel y que sorpresivamente no es la de la revelación de ser Dios único, sino la del
habla.
Dice Blanchot: “Pero diré con brutalidad que lo que le debemos al monoteísmo judío
no el la revelación del único Dios, sino la revelación del habla como lugar donde los
hombres se mantienen en relación con lo que excluye toda relación: lo infinitamente
Distante, lo absolutamente Ajeno. Dios habla y el hombre le habla. He aquí el gran hecho
de Israel. Cuando Hegel, interpretando al judaísmo declara: ‘El Dios de los judíos es la
más alta separación, excluye toda unión’ o bien ‘Hay en el espíritu del judío un abismo
insuperable’, sólo está omitiendo lo esencial cuya expresión llevan desde hace milenios los
libros, la enseñanza y una tradición viva: sucede que si, en efecto, hay separación, le
corresponde al habla hacer de ella el lugar de la escucha; y si hay abismo insuperable, el
habla atraviesa el abismo. La distancia no es abolida, ni siquiera queda disminuida, sino
que, por el contrario, se mantiene preservada y pura por el rigor del habla que sostiene lo
absoluto de la diferencia”.
El encuentro con el Otro es posible solo en la diferencia y a través del habla: "Hablar
con alguien es aceptar no introducirlo en el sistema de las cosas por saber o de los seres por
conocer, es reconocerlo como desconocido y acogerlo como extranjero, sin obligarle a
romper su diferencia." Hablar es la verdadera tierra de promisión, nos dice Blanchot, donde
el extranjero se expresa sin renunciar a serlo, es ahí donde el exilio tiene su verdadera
morada. Esta es la problemática que se abre: “Quien encuentra al prójimo no puede
relacionarse con él más que por la violencia mortal o por el don del habla en su acogida”.
Para entender al judaísmo y su historia hay que entender los efectos de esa distancia que
separa a un hombre de otro hombre cuando se está en presencia del Prójimo, a lo que
agrega Blanchot: “Los judíos no son diferentes a los demás, a la manera en que quiere
convencernos el racismo, sino que prestan el testimonio de la relación con la diferencia…”
Si se puede ver el surgimiento del sionismo como una consecuencia del fracaso de la
alteridad en Occidente, siendo una respuesta válida en tanto podría asegurar una existencia
libre al decir de Blanchot y más todavía luego del Holocausto, nos advierte, sin embargo,
que no puede identificarse la cuestión del Estado de Israel con la cuestión planteada en los
términos ser-judío. La solución estatal no puede dar respuesta a la problemática que
plantea el ser - judío como cuestión universal; en otras palabras la cuestión es siempre la
de la diferencia, la de la alteridad, la de la presencia del Prójimo sea este judío o no.
BIBLIOGRAFÍA
http://www.mensuarioidentidad.com.uy/judaismo/corriente-judeo-humanista/el-amor-en-
jesus-y-en-el-judaismo-ruptura-o-continuidad
http://www.polvo.com.ar/2016/12/blanchot-nicolas-gonzalez-varela/