Criterios y Estrategias de Desarrollo Cultural

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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

Criterios y estrategias
de desarrollo cultural

Jesús Martín-Barbero

Conferencia
(Formulación de un plan de desarrollo cultural del Valle
del Cauca, Seminario-taller de Planeación Departamental
y Univalle; publicada en las Memorias del Seminario, 1990,
y luego en Pre-textos, Univalle Cali, 1995)

« No hay otra forma de afirmarnos que asumiendo la


conflictiva relación que nos transforma. De ahí que un
plan de desarrollo cultural tenga que trazar políticas de
conservación pero sabiendo que lo que hay que
conservar es lo que nos queda de cultura viva, capaz no
sólo de dar continuidad al pasado, sino de construir el
futuro. Y en esa dirección la idea de “autenticidad”
puede convertirse en obstáculo para desarrollar la
cultura; porque nuestras culturas nunca fueron “puras”,
fueron y son mestizas –como lo es el patrimonio y la
memoria de estos pueblos–. Si las culturas populares
están vivas es porque aún son capaces de transformarse,
de enriquecerse con el aporte de las otras culturas, de
apropiarse de la modernidad e inventar nuevos modos de
convivir.»
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Lo que aquí presento es una reflexión sobre criterios básicos


a la hora de elaborar un plan de desarrollo cultural, y algu-
nas propuestas referidas a etapas y tareas en su elaboración.
Comenzaré planteando mis dudas y temores acerca de la
idea misma de “desarrollo” en el campo cultural. En Amé-
rica Latina tenemos una larga experiencia de frustración
ligada a procesos que llevaron ese nombre pero sirvieron
más para imponernos modelos que para posibilitarnos cre-
cer desde nuestra situación y nuestras realidades sociales; y
si algo no puede ser desarrollado conforme a modelos es la
cultura, ella produce sus propios modelos al hacerse y re-
crearse al interior de las comunidades y los pueblos. La idea
de planificar la cultura es en cierta manera contradictoria,
pues la vida cultural de una región o de un país no puede
ser desarrollada artificiosamente, ella tiene sus ritmos y sus
formas de crecer. Ser consciente de esto significa que un
plan que no quiera ser obstáculo al desarrollo real de las
culturas de nuestro país o nuestra región, deberá romper
clara y explícitamente con aquellas tendencias desarrollis-
tas-modernizantes que confunden desarrollo cultural con
poner comunidades a la “altura” o moda de los comporta-
mientos y los modelos que nos llegan de fuera. En la
medida en que la idea de desarrollo ha implicado una fuerte
fascinación por lo de “afuera”, deberemos estar muy aten-
tos a esa contradicción: hoy no podemos pensar aislada-
mente ninguna dinámica cultural, lo que nos pasa tiene que
ver con lo que está pasando en el resto del mundo, pero una

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cosa es asumir la ineludible relación con los otros y otra la


incapacidad de pensarnos a nosotros mismos en esa rela-
ción.

Hay un segundo plano en el que debemos problematizar


las evidencias: ¿qué realidad y qué sentido tiene un depar-
tamento como el Valle del Cauca en cuanto territorio
cultural para que hablemos de un plan de desarrollo? ¿Qué
relaciones pueden establecerse entre la demarcación políti-
co-administrativa de un departamento y la espacialidad
territorial de las culturas? ¿Qué implica hablar de un plan
cuando las realidades culturales son diversas no sólo en el
sentido étnico, sino en los modelos de relación con las tra-
diciones, con la modernidad, con el centro? Y hay otra
cuestión que viene a problematizar la idea de un plan en su
tendencia centralizante y homogenizadora: me refiero a la
capacidad de decisión ganada por los municipios, ganada
en buena parte a expensas del centralizado poder tanto del
orden nacional como departamental. Planificar el desarrollo
cultural exigirá entonces, redefinir los modos propios de
operación del departamento y sus formas de relación con
los municipios.

Con los anteriores interrogantes no estamos negando la


necesidad y la pertinencia de planificar el desarrollo cultural
a nivel del departamento, estamos alertando contra las
inercias burocráticas y los automatismos de la administra-
ción, contra la tentación centralista que se disfraza de
racionalidad operativa o financiera, contra el paternalismo
de un Estado que halla complicidad en los modos como la
sociedad civil se relaciona con él. Esbozado ese ámbito de
problemas podemos ahora sí pasar a establecer algunos
criterios, que ubicaremos en cuatro planos:

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 De la cultura como campo específico de producción de


bienes y servicios a la cultura como experiencia coti-
diana.
 La relación entre la cultura propia y las culturas de los
otros, o las “otras” culturas.
 La articulación entre tradición y modernidad.
 La incorporación al campo de la cultura de la ciencia y
la tecnología.

A la hora de pensar un plan de desarrollo lo normal sería


quedarse únicamente con la cultura-producto, bienes y
servicios, que es lo que a primera vista puede abarcar la
planificación. Pero pensar los productos al margen de las
prácticas y los usos, es decir, de la experiencia cotidiana, es
olvidar que la validez social y el sentido cultural de los
bienes y servicios no se halla en ellos mismos, sino en sus
modos de inserción en la cotidianidad de la gente, que es
donde demuestran su capacidad de alentar y transformar la
vida. La pregunta fundamental, entonces, es ¿en qué medi-
da “planificar el desarrollo” de la danza, la plástica, de las
artesanías o la música, de la comida autóctona o del teatro,
va a ayudar a enriquecer la experiencia cotidiana de la gen-
te, a ampliar su visión del mundo, a acrecentar su tolerancia
y su capacidad de convivir, su diaria cultura democrática?
El desarrollo cultural exige administración, gerencia, pla-
neación, pero no puede ser pensado/diseñado únicamente
desde aquello que se deja administrar gerencialmente, pues
lo que ahí –en el desarrollo cultural– está de verdad en jue-
go, es la capacidad de movilizar a las comunidades para que
asuman la cultura como un espacio vital de participación,
organización y decisión. Pues la experiencia cotidiana está
hecha de visiones del mundo, de maneras de ver que son
también maneras de sentir, y de prácticas, esto es, modos de
trabajar y descansar, de habitar y de hacer el amor, de jugar
y de hacer política; un plan de desarrollo no puede reducir
la cultura pensándola sólo en términos de cosas, de libros a

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colocar en las bibliotecas o de espectáculos a montar en los


barrios o en los pueblos, sino que se deberá pensar en tér-
minos de relaciones entre producción y usos sociales de los
productos, entre prácticas y actores, entre bienes y compe-
tencias, entre servicios y usuarios, entre programación,
apropiación y reconocimiento cultural. Y en un país como
el nuestro hoy el desarrollo cultural no puede ser pensado al
margen o por fuera del proceso de convivencia, de solidari-
dad y tolerancia, de lo que en la cultura cotidiana
obstaculiza la convivencia y de lo que la alienta y enrique-
ce. Otra vez debemos adelantarnos a los malentendidos: un
plan de desarrollo cultural promociona actividades, propor-
ciona bienes, irriga servicios, pero el problema es que todo
eso puede hacerse formalmente, esto es, de forma que no
afecte ni toque la cultura viva de la gente, ésa en la que se
hallan cotidianamente entrelazados los modos de ver y los
prejuicios, los saberes y las destrezas, los gustos estéticos y
las culturas políticas.

En cuanto a la relación entre cultura propia y culturas de


los otros, la tendencia fuerte es aún la que plantea esa rela-
ción en forma exclusiva: afirmar lo propio es negar lo otro.
Desde las cartillas de historia en la escuela primaria la de-
fensa de lo nuestro se halla ligada al desprecio, la
desvalorización y hasta el desconocimiento de los otros; lo
colombiano versus lo venezolano o lo ecuatoriano. Y hoy
aún más, cuando la homogenización transnacional parece-
ría no tener otra respuesta que en el repliegue y la defensa
de lo autóctono. Un plan de desarrollo cultural deberá en-
frentar lúcida y explícitamente la tentación narcisista de
afirmar lo propio provincianamente, esto es, desconociendo
que una cultura está viva mientras es capaz de transformar-
se en el intercambio –así sea conflictivo– con las demás
culturas, tanto en el ámbito nacional como internacional. Y
puesto que en la cultura cotidiana de la casa y de la escuela
la gente ha sido formada, moldeada por visiones racistas,

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machistas y xenófobas, el plan de desarrollo deberá plan-


tearse cómo enfrentar las múltiples y tenaces formas de
exclusión, de negación del otro sexo, de la otra clase social,
de la otra raza, de la otra región, de la otra nación. Porque
una cosa es cuestionar la pseudo-modernización que se nos
trató de imponer a través de la difusión de innovaciones en
la época candente del desarrollismo –una modernización
que consideraba a nuestras culturas como expresiones del
atraso y obstáculos al desarrollo–, y otra, bien distinta,
pensar que lo que en verdad somos es lo que nos queda de
antes de la Conquista o la Colonia. Lo que somos no es sólo
lo que fuimos, sino lo que hemos ido siendo a lo largo de
una historia de lucha por sobrevivir culturalmente. Y en esa
lucha por sobrevivir está la modernidad, una modernidad
en la que se apoyó la razón dominadora, pero en la que se
apoyaron también las búsquedas de liberación. Desde co-
mienzos de este siglo esa contradicción ha estado hora-
dando nuestro desarrollo cultural, pues la manera como los
latinoamericanos proclamaron su independencia fue demos-
trando que también eran modernos, que sabían hacer
música, poesía y pinturas modernas. Y eso lo demostraron
enviando sus obras a París o Nueva York para legitimarlas
en los museos y las salas de concierto de los otros. No hay
otra forma de afirmarnos que asumiendo la conflictiva
relación que nos transforma. De ahí que un plan de desarro-
llo cultural tenga que trazar políticas de conservación pero
sabiendo que lo que hay que conservar es lo que nos queda
de cultura viva, capaz no sólo de dar continuidad al pasado,
sino de construir el futuro. Y en esa dirección la idea de
“autenticidad” puede convertirse en obstáculo para desarro-
llar la cultura; porque nuestras culturas nunca fueron
“puras”, fueron y son mestizas –como lo es el patrimonio y
la memoria de estos pueblos–. Si las culturas populares
están vivas es porque aún son capaces de transformarse, de
enriquecerse con el aporte de las otras culturas, de apropiar-
se de la modernidad e inventar nuevos modos de convivir.

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Por último, hablaré de la incorporación al campo de la


cultura –hasta ahora concebida casi siempre en términos
literario-artísticos– de la ciencia y la tecnología. En la últi-
ma asamblea del Consejo Latinoamericano de Ciencias
Sociales (CLACSO) hubo consenso en que las posibilidades
que América Latina tiene de salir de la encrucijada actual
de crisis no se halla en explotar más aceleradamente sus
materias primas o mantener bajos los salarios, sino en ser
capaz de participar activamente en la revolución científica y
tecnológica. Lo que no implica sólo un reto económico sino
cultural, de modo que el trabajo científico deje de ser mira-
do como un lujo sólo accesible a los países desarrollados/
ricos. Necesitamos entonces que desde la escuela primaria
se produzca una reconceptualización de la cultura. Necesi-
tamos que Colciencias se ligue explícitamente a los planes
de desarrollo cultural para ayudar a transformar las concep-
ciones de saber, de conocimiento, de creatividad; y para que
las decisiones en materia tecnocientífica sean conocidas y
puedan ser debatidas por la sociedad y no reservadas al
criterio único de los expertos. Este conjunto de criterios
busca en últimas una sola cosa: que no se confunda el desa-
rrollo cultural con el crecimiento del número de funcio-
narios de la cultura, pues habrá desarrollo cultural sólo si el
plan logra interpelar a las comunidades de forma que la
cultura sea asumida como una dimensión fundamental de
la vida y del desarrollo social.

Pasemos ahora a las estrategias de elaboración e imple-


mentación del plan. La primera de ellas deberá ser la
estrategia de coordinación. En un campo como el de la cultu-
ra, en el que son tan diversas y dispersas las iniciativas e
instituciones, un plan requiere ante todo un sistemático
esfuerzo de convocatoria y coordinación de las organiza-
ciones, asociaciones e instituciones que en el plano mu-
nicipal o departamental, académico o comunitario, público

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o privado, trabajan en ese campo; coordinación para definir


el proyecto: esto es, qué áreas culturales configuran territo-
rialmente el departamento y cuáles deben ser los campos
temáticos (patrimonio, artes, artesanías, tradiciones, ciencia
y tecnología, teatro y cine, etc.) y las actividades (investiga-
ción, capacitación, comunicación y difusión, etc.) prio-
ritarias.

La segunda estrategia es la apropiación del proyecto por parte


de las comunidades. Se trata de posibilitar que las comunida-
des asuman el proyecto y elaboren, desde su contexto, el
verdadero plan de desarrollo. Es obvio que las comunidades
designan aquí a las organizaciones e instituciones que en
cada municipio o vereda, en cada ciudad y barrio producen,
alientan, vehiculan proyectos culturales. Pero también es
necesario que las instituciones representativas de la comu-
nidad en el orden político y de la administración del Estado,
sean movilizadas para que se pronuncien y tomen posición
acerca del plan; para que formulen demandas y posibilida-
des de apoyo, modos de participación y formas de coor-
dinación.

La tercera estrategia es la elaboración de líneas de trabajo y


de intercambio. Retomando las propuestas que vienen de las
comunidades y sus redefiniciones, podrá entonces pasarse a
organizar las líneas específicas de trabajo y sus plazos. Para
todo ello deberá tenerse muy presente la propuesta de Col-
cultura sobre fundamentos de política cultural en lo
referente a que un plan es un plan de intercambio entre las
diferentes comunidades y regiones. Si algo justifica el plan
es precisamente la puesta en común de demandas culturales
y de acciones, la ruptura de los ghetos y aislamientos.

Al colocar como ejes estratégicos del diseño del plan la


coordinación, la apropiación por parte de las comunidades,
y la organización del intercambio, se está buscando quebrar

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el viejo eje del clientelismo y el paternalismo, según el cual,


planificar la cultura era organizar cómo llevar cosas a la
gente, organizar el flujo de productos o actividades en una
sola dirección, productos y actividades que en muchos
casos poco o nada tenían que ver con la cultura vital y coti-
diana, y mucho con las imágenes que de esa cultura se
elaboran en el “centro”. De ahí que pensar en estrategias de
intercambio es pensar cómo las comunidades barriales o
municipales se movilizan entre ellas para enriquecerse cul-
turalmente. Si de algo pueden servir las nuevas tecnologías
de comunicación –una red de microondas, por ejemplo– es
para que las comunidades puedan comunicarse entre ellas
sin pasar por Cali, como ya está sucediendo cuando el Valle
se comunica con la Costa sin pasar por Bogotá. Puesto que
la tendencia dominante es hacer de la planificación una
justificación de la dirección centralizada, el proyecto de
desarrollo cultural debe darse estrategias claras que incenti-
ven la participación y la democratización.

Esas estrategias van a exigir, en primer lugar, una investi-


gación que sistematice la información dispersa en las
diferentes instituciones de orden departamental y munici-
pal. Se trata de una investigación que permita articular la
información sobre tres planos básicos: primero, sobre los
agentes culturales, públicos, privados o grupales, esto es,
sobre instituciones y organizaciones, que van desde una
facultad universitaria a la asociación cultural de un sindica-
to y desde una empresa de radio o prensa a una organi-
zación barrial; en segundo lugar, sobre recursos, tanto de
bienes, de servicios como de medios; y, en tercer lugar,
sobre prácticas y usos. Me referiré en especial a esto último
por ser lo menos abordado usualmente. Por primera vez en
América Latina CLACSO está impulsando la realización en
nuestros países de una investigación sobre consumos cultu-
rales; y ello como una estrategia clave de la
democratización, como modo de romper el paternalismo

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elitista según el cual los intelectuales y los políticos son los


que saben lo que la gente necesita. Colcultura está aseso-
rando y poniendo en marcha esa investigación en Colom-
bia. Sin embargo, es necesario que desde los departamentos
el diseño de planes de desarrollo cultural sea la ocasión para
llevar a cabo una investigación sobre las prácticas a través
de las cuales las gentes usan los productos culturales, las
prácticas con que resisten a la destrucción de su mundo
cultural y las prácticas que inventan y renuevan su patrimo-
nio cultural. El diagnóstico que necesitamos no puede ser
sólo de los bienes y servicios que ahora tienen, sino de los
usos que la gente hace de ellos, de los que echan de menos,
de los que demandan y de los que la gente misma está dis-
puesta a proporcionar.

La segunda tarea sería el diseño de políticas, pues no pode-


mos dejar que sea únicamente el Estado Nacional el que
diseñe políticas culturales. También los departamentos
pueden trazar políticas que respondan más específicamente
a su entorno cultural; políticas que respondan a tres pregun-
tas:

 ¿Qué es lo que debe ser rescatado del olvido, de la


frivolidad, de la homogenización, qué es lo que debe
ser entonces conservado y protegido?
 ¿Qué dimensiones de la vida de las comunidades
necesitan ser preservadas?
 ¿Qué es lo que merece ser promocionado impulsando
sus iniciativas?
 ¿Qué dimensiones nuevas, qué prácticas nuevas mere-
cen introducirse para dinamizar los procesos y poner
a una comunidad en contacto con el resto del país y
del mundo?

El diseño de políticas requerirá a su vez repensar algunos


conceptos básicos en relación con los campos de activida-

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des. Así, el concepto de patrimonio, usualmente atrapado


en una concepción sustancialista y arcaizante, debe pasar a
significar el capital cultural del país o una región, y el pro-
ceso social de su gestación, de modo que pueda incluir no
sólo el pasado sino el presente, esto es, el proceso de apro-
piación y aquella diversidad en que se expresa la “riqueza”
cultural, esa que no está hecha únicamente de monumentos
sino de prácticas y movimientos. Así, el concepto de tradi-
ción y memoria oral, atrapado en una concepción que la
confunde con lo elemental y el analfabetismo, incapaz de
pensar la relación entre oralidad y escritura de una forma
no excluyente. Repensar el concepto de comunicación,
reducido a ser un movimiento de difusión y propagación,
que desconoce la naturaleza comunicativa de la cultura,
esto es, la comunicación como movimiento de transforma-
ción de las identidades y disolución de las barreras sociales
y simbólicas. Repensar el concepto de recreación, para
rescatarlo de su reducción a actividades de evasión y des-
canso y proyectarlo productivamente. Frente a una con-
cepción que liga la cultura sólo al tiempo del ocio, necesi-
tamos pensar la cultura del trabajo, la creatividad de las
gentes durante la jornada, pues la cultura decisiva no puede
seguir siendo la del fin de semana, debe ser la de todos los
días.

Es obvio que las políticas de que estamos hablando re-


plantean no sólo viejas concepciones de la cultura, sino
también de la política, ya que su eje está más en lo público
que en lo estatal; esto es, en el “espacio” conformado por
demandas y propuestas culturales que vienen de la sociedad
civil en la multiplicidad de sus instituciones grandes y pe-
queñas, religiosas y laicas. La propuesta política que busque
materializar democráticamente la nueva concepción no
podrá, entonces, ser una que se contente con rescatar raíces
e impedir contaminaciones que deterioran la memoria ofi-
cial; será aquella otra que sostenga y apoye toda la práctica

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y movimiento cultural que fortalezca el tejido social; aque-


lla que estimule las formas de encuentro y reconocimiento
comunitario, no tanto para rememorar el pasado funciona-
lizado partidariamente, sino para posibilitar experiencias
colectivas que contrarresten la atomización urbana y alien-
ten la solidaridad.

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