Fundamentos de La Bioética
Fundamentos de La Bioética
Fundamentos de La Bioética
Santiago M
INTRODUCCIÓN
La historia de la ética es tan antigua como la historia del hombre. Las ideas acerca de lo bueno, lo
justo, el deber o la virtud están presentes ya, de modo implícito o explícito, en los escritos de
Homero. La bioética en cambio -al menos en su formulación actual- tiene pocos años, nace en el
seno de la cultura norteamericana y se proyecta al mundo de la Medicina y la ciencia como una
disciplina que la necesidad social impone. Este presupuesto explica la aceptación y el
extraordinario desarrollo de la bioética en el mundo médico y su entorno en las últimas décadas.
La bioética, tal como se formula hoy en los documentos emanados del mundo de la Medicina y de
las ciencias de la vida, es un producto típico de la cultura norteamericana. Es allí donde nace y se
implanta como disciplina en gran número de universidades y centros de enseñanza. Pero es
importante subrayar que esta dimensión genuinamente americana de la bioética que,
principalmente a través de la teoría principialista, se ha difundido rápidamente por el entorno
médico, no representa el único modo de racionalizar la respuesta moral ante los modernos dilemas
éticos de la Medicina. De hecho ha pasado a ser contestada en la misma Norteamérica y en
Europa, donde la tradición ética es mucho más elaborada y conceptual. Como veremos más
adelante, en el momento actual operan en la Medicina diversas ópticas de filosofía moral en mayor
o menor medida asociadas o fundidas con la resolución epistemológica o científica de los dilemas.
Bien puede decirse que la Bioética ha atravesado su etapa infantil de la vida y se halla inmersa en
la complejidad y el debate moral de la edad adulta.
Tabla 1. Objetivos
Como es sabido el término bioética fue acuñado por el investigador en Oncología Van Rensselaer
Potter en su libro "Bioética: puente hacia el futuro", publicado en 1971; evento que ha sido
considerado como el disparo de salida de la bioética: ésta tendría pues un cuarto de siglo. El
término ha hecho fortuna porque es pretendidamente amplio y expresa claramente su contenido:
ética de la vida biológica. Se respondía así a la necesidad de formular un concepto que incorporara
una dimensión ética más abarcadora e interdisciplinar que aquellos otros, más históricos, como
"ética médica" o "deontología médica", que realmente venían a concluir acerca de los deberes del
médico para con sus pacientes. El término bioética vino a resolver la necesidad de un marco de
debate y de formulación moral al que se pudieran incorporar muchos otros profesionales
vinculados a las ciencias de la vida y su legitimación legal, como los biólogos e investigadores
básicos, los farmacéuticos, los expertos en Salud Pública, los juristas y, obviamente, los filósofos y
los teólogos, por aludir a los más motivados. Hoy nadie duda de que la bioética va a ocupar un
creciente papel en el marco de la filosofía moral, con decisiva repercusión sobre el ordenamiento
jurídico y social de los pueblos.
Es de justicia destacar el papel estelar que en estos primeros años de desarrollo de la bioética han
jugado instituciones como el Hastings Center de Nueva York (1.969), del que ha sido alma hasta su
jubilación Daniel Callahan, y el "Kennedy Institute of Ethics", vinculado a la Universidad
Georgetown de Washington D.C. (1.972), pero una meritoria labor de emulación, creación y
difusión de la bioética ha sido desarrollada desde entonces en otras instituciones de Francia,
Bélgica, Inglaterra, Italia y España (2).
La definición de bioética es menos universal. Abel la define como el "estudio interdisciplinar de los
problemas creados por el progreso biológico y médico, tanto a nivel microsocial como a nivel
macrosocial, y su repercusión en la sociedad y en su sistema de valores, tanto en el momento
presente como en el futuro"3; definición extensa, donde parece diluirse la figura del profesional
sanitario -que es el principal protagonista de la decisión ética- pero que tiene la virtud de destacar
el carácter interdisciplinar de la bioética -y la importancia de su repercusión para la sociedad y su
sistema de valores.
Entrambas definiciones configuran los cuatro rasgos definitorios de la bioética moderna: 1º) se trata
de un marco de reflexión ética interdisciplinar; 2º) es básicamente una ética práctica, de aplicación
inmediata en el mundo de la Medicina y su entorno, cuyos principales protagonistas son el médico
y el paciente; 3º) se trata de una reflexión ética que soporta, además, decisiones de Salud Pública
de gran repercusión social y legal; y 4º) nadie puede permanecer ajeno a la bioética, porque ésta
determina una praxis sanitaria e involucra a unos comportamientos que someten a prueba el
sistema de valores que opera en una sociedad.
Los cuatro rasgos aludidos cristalizan en los 4 campos o tipos de bioética: teórica, clínica, legal y
cultural, a las que aludiremos seguidamente.
TIPOS DE BIOÉTICA
Callahan (4) reconoce cuatro áreas de la bioética que poseen un contenido propio:
La bioética teórica o conceptual, para otros denominada meta-bioética, que se propone la reflexión
acerca de los fundamentos racionales de las acciones morales en el campo de la Medicina y de las
ciencias de la vida. Debate hoy si estos fundamentos -si la racionalidad de las decisiones médicas
y científicas ante los grandes dilemas- han de ser buscados en las tradiciones éticas y en la propia
práctica de estas profesiones, o si debe iniciarse a la luz de los grandes principios de la filosofía
moral o de la teología.
La bioética clínica, que se centra en la toma de decisiones éticas en el día a día de la práctica
profesional, en la consulta, en la cabecera de la cama del enfermo, en el quirófano -en el caso de
los médicos- o en la misma oficina de farmacia en el caso de los farmacéuticos. Se trata de una
ética muy vinculada a los casos clínicos concretos: ¿Se puede considerar competente a este
enfermo depresivo al tomar una decisión sobre sí mismo? ¿Se puede retirar el respirador a este
enfermo mantenido en estado vegetativo? ¿Cómo debe responder el obstetra ante una grave
malformación congénita del feto que puede hacer peligrar la vida de su madre? Estas y otras
muchas, semejantes por su complejidad, son las preguntas que se hace la ética clínica. Juega en
ella un papel estelar la figura del médico, al que corresponde el protagonismo de iniciar la toma de
decisiones, un proceso donde se ha de fundir la teoría moral y la práctica y donde el procedimiento
que articula la reflexión ética -lo que Aristóteles llamaba la razón práctica- juega un determinante
papel.
La bioética orientada a decisiones de Salud Pública y al debate con la justicia nos introduce en el
contexto de la Política sanitaria y de la leu ética clínica, ésta no suele localizar su interés sobre
casos individuales, sino más bien en la racionalidad de las soluciones sanitarias a los desafío,, de
la Salud Pública, al arbitrio de la política en el reparto de la justicia social y su correlato legal, a los
conflictos y a la articulación entre las técnicas y los progresos científicos y los fundamentos del
Derecho. En ella se inscriben desde las grandes decisiones políticas acerca de la distribución de
los recursos en el mundo de la sanidad hasta la esfera del derecho sanitario.
Por fin, las bioéticas culturales se orientan al esfuerzo sistemático de relacionar los dilemas de la
bioética con el contexto histórico, ideológico, cultura] y social en el que se han expresado. Es el
caso de¡ aborto, cuya irracionalidad era de reconocimiento generalizado en la ética médica
occidental, y que tuvo su primer apoyo social en la California liberal de los años setenta, en el seno
de una sociedad sometida a una convulsa revisión de valores. En este sentido, son evidentes las
diferencias culturales que han operado en el mundo anglosajón y en el área mediterránea o
centroeuropa. En el mundo norteamericano es manifiesto el énfasis que se ha concedido al
denominado "principio de autonomía", propio de las sociedades y de las culturas muy
individualistas, -políticamente liberales- frente al esfuerzo de solidaridad en la distribución de los
recursos en el área de la Salud Pública que ha prevalecido en las naciones europeas. Desde esta
perspectiva, autonomía y solidaridad son los valores más representativos de USA y Europa; que,
por su condición de consensuados, representan conquistas estables de la sociedad que es muy
importante no someter a los vaivenes de la novedad o de las disputas políticas. En suma, es papel
también de la bioética aquel de ayudar a reconocer el alma de los pueblos, contribuyendo al
proceso de integración de las nuevas conquistas de la ciencia con realismo, mesura y respeto a los
valores.
FUNDAMENTAClÓN DE LA BIOÉTICA
CONSIDERACIONES PREVIAS
Pero aún más importante, si cabe, es la duda acerca de qué perspectiva o teoría moral puede
ofrecer apoyo más consistente a la resolución de los grandes dilemas éticos a que se enfrentan los
médicos y los científicos de la vida. En el momento actual -y somos de la opinión de que esta
situación durará mucho tiempo- los médicos y científicos carecen de una visión uniforme y
universal acerca del modo de sancionar lo que es "bueno" y lo que es "malo" en el plano moral.
¿Ofrece una ética de virtudes o una ética de deberes la mejor perspectiva? ¿Proporciona el
utilitarismo, la casuística o la ética de los principios -por citar algunos modelos- una ruta de
reflexión moral que satisfaga a todos? La respuesta es negativa. Esto nos viene a decir que un
cuarto de siglo después de su arranque, cuando el interés por sus contenidos se ha generalizado,
la fundamentación teórica acerca de los principios filosóficos que deberían sostener las decisiones
morales en Medicina permanece irresuelta. Aunque ciertamente más que irresuelto deberíamos
decir que permanece plural y controvertida.
Tres hechos están detrás del desacuerdo l) El fuerte individualismo de las decisiones médicas,
asentado sobre una tradición de "deberes" específicos de los médicos y de los investigadores y
sobre una mentalidad escasamente sensible a los argumentos teóricos generados desde
disciplinas o instancias ajenas a la ciencia médica. Individualismo que, a su vez, se genera sobre la
experiencia de que las decisiones éticas aplicadas implican siempre al propio médico, que se
convierte, a su pesar, en el agente moral de la acción. Durante siglos, las determinaciones
utilitaristas de la Medicina vinieron orientadas por la herencia de la physis griega, por una
respetuosa contemplación de la naturaleza del hombre. Hoy, desde hace medio siglo, el núcleo
determinante de las acciones medicas es básicamente epistemológico, científico, crecientemente
asistido por la idea de dominio del hombre, de su corporeidad, de su reproducción, y de su muerte:
y ésta es una opción que el médico se ve obligado a aceptar o rechazar. 2) La fuerza coactiva y
determinante de la praxis, de los resultados, de los logros, que impresiona a la sociedad y
proporciona solidez a la visión utilitarista y horizontal de la vida en este final de siglo. El prestigio de
la ciencia es extraordinario y dota a las acciones del médico o del científico de un valor añadido
suficiente para muchas conciencias, que identifican sin mayor análisis "acción médica" o "avance
científico" con acción moralmente buena. Si un ginecólogo aconseja a una esposa un ligamiento de
trompas para resolver una situación de compromiso, una gran parte de las mujeres no se
interrogarán acerca de la eticidad de esa indicación: pensarán que procede de un especialista en la
materia, que la decisión posee una racionalidad en sí misma y esto para ellas será suficiente. En
un principio fue el médico quien creía que el dominio de la ciencia era suficiente para dominar el
juicio moral. Pero ahora es el paciente quien fácilmente lo estima así. Y 3) el pluralismo moral de la
sociedad democrática y liberal que, de hecho, ha trocado en virtual la vieja aspiración kantiana del
principio de universalidad. La modernidad ha elevado a dogma de nuestro tiempo el principio de
autodeterminación de la persona -el ejercicio de la libertad como simple elección y no como
búsqueda del bien- que ha remitido al dominio de la subjetividad sobre las realidades objetivas. El
telos de la conciencia médica, liberal y comprensivo, a veces sin recursos, ha sido frágil muro de
contención -cuando no parte interesada- de las contradicciones de la sociedad moderna, donde ha
hecho fortuna una exaltada interpretación de la libertad sobre la virtud, del "yo quiero" sobre el "yo
debo" o el "yo soy". Al borde del tercer milenio la crisis de fe en la razón incapacita al hombre para
acceder a un dialogo o debate radical sobre la naturaleza esencial del ser humano; y la
organización de la sociedad renuncia a buscar la verdad en sí misma, elevando el consenso, sobre
una base de tolerancia y relativismo, a valor clave de la convivencia. Se abre así paso la
conveniencia de dar por igualmente buenos y válidos los distintos modelos de obrar moral, que, a
modo de paradigmas, vendrían a representar "marcos" de pensamiento común que han de
coexistir en un espíritu de tolerancia. En este contexto, entre la necesidad de responder a las
exigencias sanitarias de una sociedad plural y el empuje del desarrollo tecnológico, la Medicina ha
ido poco a poco perdiendo conciencia acerca del significado moral de muchos de sus "hechos" o
acciones -preventivas o terapéuticas- elevando, como veíamos antes, los "hechos" a la categoría
de resolución moral.
RESPETO A LA VIDA
- Aborto - Eutanasia
- Destrucción de embriones - Investigación básica
- FIVET - Congelación de embriones
- Transplante de tejido fetal
TRANSMISION DE LA VIDA
- Esterilización anticonceptiva - Eugenesia
- Píldora abortiva - Inseminación artificial
- Diagnóstico prenatal - Consejo genético
- Terapia sexual - Elección de sexo
- Clonación
OTROS ÁMBITOS
- Anticoncepción - Enfermo terminal
- Ética pediátrica - Terapia génica
- Cirugía de la asignación de sexo - Asignación y limitación de recursos
- Secreto profesional - Ensayos clínicos
- Trasplantes - Modificación del comportamiento
- Drogadicción
Ha sido Gracia (7) el que ha detallado con más acierto el proceso de gestación de la denominada
"ética de los principios" o "principialismo". En efecto, fue en 1974 cuando el Congreso de EE.UU.
creó la National Commissionfor the protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral
Research, con la indicación de que llevara a cabo una amplia investigación y estudio a fin de
identificar los principios éticos básicos que deberían orientar la investigación con seres humanos
en las ciencias del comportamiento y en biomedicina. Cuatro años después, el grupo de expertos
publicó el que se puede considerar como el documento más importante de la bioética
norteamericana: el Informe Belmont. Los expertos, tras hacer hincapié en la dificultad de aplicar los
códigos históricos -como, por ejemplo, el de Nuremberg- al problema que les había sido
encomendado, elevaron a consideración de los legisladores unos "principios éticos básicos" entre
aquellos aceptados por la tradición del país, que consideraron particularmente relevantes: los
principios de respeto por las personas (hoy más conocido como "principio de autonomía"),
beneficencia y justicia.
La Comisión reconocía que otros principios también podrían ser relevantes, pero hacía énfasis en
el valor de estos tres. Además, entre las aplicaciones más inmediatas de los tres principios éticos
básicos destacaban el "consentimiento informado" (que debería contener tres elementos:
información, comprensión y voluntariedad), la "evaluación del riesgo y el beneficio", y la "selección
de los sujetos". En suma, un documento breve, que supuso un nuevo enfoque metodológico y
procedimental, en el modo de juzgar la validez ética de las acciones médicas.
Por "respeto a las personas" la Comisión establece dos convicciones éticas: la primera que todos
los individuos deberían ser tratados como entes autónomos, y la segunda que las personas cuya
autonomía está disminuida deben ser objeto de protección. Respetar la autonomía por parte del
profesional sanitario es dar valor a las opiniones y elecciones de las personas así consideradas y
abstenerse de obstruir sus acciones, a menos que estas produzcan un claro perjuicio a otros.
Como subraya Gracia, el concepto de autonomía de la Comisión Nacional no es kantiano -el
hombre como ser autolegislador- sino algo mucho más práctico, según lo cual una acción se
considera autónoma cuando ha pasado por el trámite del "consentimiento informado".
Cinco años después, en 1979, Beauchamp -que había participado en la Comisión Nacional- en
colaboración con Childress (8), un deontologista, aplicarían el modelo de los principios a la ética
clínica. Pese a que sus fundamentaciones éticas diferían consiguieron abocar a unas mismas
"reglas" sobre principios y procedimientos. Reconocen sus diferencias en los planos teóricos de la
ética, pero admiten que con los "principios" en la mano consiguen llegar a decisiones idénticas
sobre los mismos dilemas éticos. La novedad de su aportación a la bioética de principios es la
distinción tajante entre "no maleficencia" y beneficencia, una diferencia aceptada por la moral
tradicional. Como ejemplo de esta diferencia, los autores traen a colación el ejemplo de que en
Medicina no es igual matar (por ejemplo, la eutanasia activa) que dejar morir (eutanasia pasiva): la
primera, matar, es siempre inmoral -contradice el principio de no-maleficencia-; la segunda, dejar
morir, puede abundar en serios argumentos a favor de qué es lo que conviene hacer en algunos
casos, y podría significar lo mejor para el enfermo, sería pues una acción de beneficencia.
Una segunda novedad -y ésta es verdaderamente clave para entender la debilidad del
principialismo originario- es la solución propugnada acerca del modo cómo resolver el conflicto
generado cuando, tras el análisis de un caso clínico, la evidencia revela que dos principios, al
menos, se hallan enfrentados. Para resolverlo echan mano de la distinción que David Ross9
propuso entre deberes "Prima facie" y deberes "actual" (reales, efectivos). Los cuatro principios son
considerados obligatoriamente deberes prima facie -esto es, que si no aparecen enfrentados existe
siempre la obligación de respetarlos-, pero en caso de conflicto habrá que conceder prioridad a uno
de ellos sobre los demás, el cual pasaría a ser deber actual, esto es, efectivo, el que prevalece. En
el mundo norteamericano, en el espíritu del Informe Belmont, el principio de autonomía ha sido, de
hecho, el principio que ha prevalecido y que sigue deshaciendo los conflictos.
En nuestro país Gracia ha modificado el modelo originario de los principios, dotándoles de mayor
racionalidad ética y solidez doctrinal. El modelo, que vamos a denominar principialismo
jerarquizado 10 ancla sobre el modelo de estructura racional de la ética de Zubiri, donde el esbozo
moral -es decir, los cuatro principios- se jerarquizan en dos niveles (tabla 3), los cuales surgen de
modo natural del propio sistema de referencia. Según el autor los principios de no-maleficencia y
justicia son, de algún modo, independientes del principio de autonomía y jerárquicamente
superiores a él porque obligan moralmente siempre, incluso contra la voluntad de las personas, en
este caso de los enfermos: por ejemplo, nadie puede quitar la vida a un enfermo (principio de no-
maleficencia). Es en este primer escalón donde se postula la mayor exigencia del "bien común"
sobre el "bien particular" de la autonomía. En el segundo escalón, el principio de la beneficencia no
es enteramente separable del de autonomía. La no-maleficencia expresa, por otra parte, el criterio
universal de hacer bien a todos no haciéndoles el mal, mientras que la beneficencia proporciona un
concepto de bien que parece referirse, en la concepción del autor, a un bien particular. Por eso ese
bien particular está densamente adherido a la autonomía.
El primer escalón o nivel 1, constituido por no-maleficencia y justicia viene a representar una "ética
de mínimos", lo mínimamente exigible para dar carácter ético al acto médico o sanitario y siempre
un verdadero deber. Beneficencia y autonomía son el nivel 2 y cuando siguen al nivel 1 convierten
el acto médico en una "ética de máximos", transformando la acción de cumplir el mero deber en
satisfacción del paciente, en felicidad. El primer nivel es exigible por el Derecho, el segundo sería
específico de la Moral. El nivel 1 sitúa el acto médico ante un deber universal -de universalización-,
el nivel 2 en un rango de exigencia ética mayor pero de particularización.
Como puede apreciarse, dentro de las dificultades de las éticas formales, el principialismo de
Gracia racionaliza la acción moral y dota al procedimiento de un mayor rigor ético, constituyendo, a
juicio de su autor, una ética formal de bienes.
Otro marco ético de influencia en la Medicina es el utilitarismo. Este modelo filosófico ha sido
considerado como paradigma de la teoría consecuencialista y se le ha venido a considerar como
una doctrina coherente, aunque muy controvertida desde el punto de vista de otras perspectivas, el
consecuencialismo no aparezca tanto como una forma alternativa de justificación moral de la
conducta, cuanto como una alternativa a la moral misma, pues su propósito de integrar la
moralidad en una teoría general de la racionalidad práctica equivale, en realidad, a reducir la
moralidad a mera prudencia. La teoría consecuencialista sostiene que, en una situación dada, la
acción moralmente correcta es la que produce el mejor resultado global posible, desde una
perspectiva impersonal que concede igual peso a los intereses de todas las personas afectadas.
En suma, que la corrección moral de una acción depende de sus consecuencias buenas o malas.
El cientificismo positivista que impregna a la ciencia médica en el último siglo, al limitar el
conocimiento moral a registrar los "hechos" en un contexto de realidades científico-técnicas -
prescindiendo de sus significados en el plano moral- ha sido fácilmente captado por esta filosofía
utilitarista, sobre todo en el mundo de la Salud Pública, donde la limitación de los recursos
económicos para Sanidad impone a los administradores la expectativa de la elección de un destino
u otro para esos fondos. Es fácil comprender que la medida de las consecuencias, utilidad o
beneficio de una determinada decisión, se haya constituido en la base moral formal que determina
la decisión, y que la consecuencia -por ejemplo la relación costeleficacia- determine la base moral
de la política a seguir. Desprovista de una concepción moral previa de la vida y de la justicia, de
una correcta idea de la persona, el utilitarismo en Medicina puede conducir a graves excesos- *(1),
al siempre interpretar la naturaleza humana en sentido colectivo, de manera que "ser fin en sí
mismo" -axioma de las éticas contemporáneas- ya no es un atributo esencialmente inherente a las
personas individuales sino a los agregados de individuos que integran los estados sociales. La
fijación de prioridades en Medicina en una sociedad individualista y ultraliberal -una actividad plena
de sentido ético- podría quedar reducida, en el espíritu del utilitarismo, a mera racionalización
estratégica.
Una teoría competitiva del utilitarismo es la ética deontológica o kantiana, pues ésta hace énfasis
sobre la condición inviolable de la persona humana, a la que siempre habrá que considerar fin de sí
misma y nunca jamás como medio. Esta condición fundamenta su derecho inalienable a no ser
tratada de cierta forma por otros -por ejemplo, por los médicos o los investigadores- e impone la
prohibición estricta de tratarla de esa forma. Surgen así los derechos fundamentales de los
individuos, y para los profesionales de la Sanidad la cuestión de sus deberes y obligaciones
básicas respecto de los enfermos. Por lo tanto, desde esta perspectiva, determinados beneficios
para una comunidad deben ceder ante los inalienables derechos individuales de algunos de los
miembros de esa comunidad. Exponer la vida de un paciente sin su consentimiento expreso, para
experimentar un fármaco que se prevé que puede salvar la vida de muchos, es profundamente
inmoral desde esta ética deontológica.
Es obvio que esta defensa del interés particular, individual y personal, sobre los intereses
colectivos representa un indudable progreso moral. El interés del modelo deontológico sigue
vigente, aunque exige un esfuerzo por parte de los médicos para poner al día los códigos.
Para finalizar, aunque seguramente otros planteamientos de ética han influido en la bioética civil y
moderna, es interesante abordar en esta perspectiva de la bioética otras dos peculiares
concepciones éticas que configuran, en nuestros días, el horizonte de la filosofía moral en el
mundo sanitario y ciencias de la vida. Nos vamos a referir al paradigma moral dialógico, ética del
discurso o ética de la comunicación, y al neocontractualismo.
El paradigma moral dialógico se ha ido desarrollando en Alemania desde los años setenta,
inspirado en las pretensiones fundamentadoras de Kant, y como reacción contra el subjetivismo
radical existencialista y contra el emotivismo, doctrinas ambas que niegan radicalmente la esencia
y la existencia de cualquier verdad moral. Sus máximos exponentes, Apel (12) y Habermas (13),
retornan al reconocimiento de la validez y por tanto de la obligación de "lo bueno" como principio
de lo que "debe ser". En el ámbito práctico sostienen que es posible, desde la razón, un
conocimiento inter-subjetivo de las normas más correctas. Como otras éticas modernas se trata de
una ética formal, es decir, no viene a proponer normas de conducta o valores morales concretos
sino principios procedimentales, un método a través del cual elegir las normas a fin de que éstas
sean racionales y correctas. El procedimiento formal aquí no es otro que el diálogo entre los
afectados por una norma, en el que se parte ya de unos supuestos (que éste se produzca en un
clima de verdad, que el discurso sea inteligible por ambos, correcto, orientado al acuerdo, etc.), es
decir, en una situación ideal de diálogo (Habermas). La ética del discurso (del diálogo entre
discursos) se considera deontológica.
Aquí, como puede verse, tampoco el contenido u objeto* (2) de las acciones médicas determina su
corrección moral, sino que la moralidad del acto se hace depositar sobre el procedimiento de la
comunicación. En suma, adquirirían básicamente la condición de correctas sólo aquellas normas
que todos los hombres pudieran admitir.
El paradigma moral neocontractualista se ha relacionado con la ética biológica. Pues la tesis básica
de ambas tendencias neo-kantianas vendría a sostener que tanto la corrección o eticidad de las
normas como su justificación racional no se basan en una serie de verdades morales inmutables y
universales, que pueden ser conocidas por todos los hombres, sino que la rectitud y la racionalidad
de las normas depende, sobre todo, de si pueden llegar a ser consensuadas o acordadas por
medio de procesos argumentativos.
El plano de los interlocutores es el deseo de ser imparciales, configurar una posición simétrica y
abocar a un acuerdo entre individuos iguales, autónomos y libres. En el modelo propugnado con
Engelhardtl6 la única fórmula que asegura el contrato es la idea de vaciar de contenidos morales a
la ética, a fin de asegurar entre médico y enfermo o en la política sanitaria la lógica de una
negociación pacífica y civil. "El precio que hay que pagar por la libertad -dice el autor- son la
tragedia y la diversidad".
Otros modelos bioéticos de interés son el casuismo, el enfoque clínico y la ética sociobiologista,
cuyos fundamentos esenciales vamos a resumir.
a) El enfoque casuista ha sido vehiculado en EEUU dentro del mundo de la bioética civil por
hombres como Albert Jonsen y Stephen Toulmin, para quienes el procedimiento tradicional de la
ética médica había sido siempre la discusión de los casos o de los dilemas concretos a la luz de
unos mismos principios. Por esta razón histórica 10,s autores rechazan cualquier intento de
elaborar una teoría ética de carácter universal y con pretensiones de valor absoluto, que piensan
es irreal. Argumentan que en Etica el procedimiento no debe partir nunca de los principios sino de
las situaciones individuales. El resultado son juicios morales que sólo aspiran a ser probables, no
ciertos. Cuando la tradición moral de una profesión genera acuerdos masivos de conducta suelen
cristalizar "máximas" morales que todos sus agentes respetan y que tienen un indudable valor
moral. Estamos aquí ante la recuperación de la vieja sabiduría de las profesiones vinculadas a
responsabilidades entre personas directamente vinculadas por una decisión moral o norma. El
planteamiento casuista, aunque de formulación laxa, no deja de contener una profunda realidad
moral, que de alguna forma hace emerger un cierto celos de la conciencia médica, de una
"sabiduría" por encima de la retórica, los conceptos y las formulaciones a priori. Es un proceder
muy extendido en el mundo norteamericano y, por extensión, en muchos lugares del mundo.
b) El enfoque clínico es un modelo de racionalidad ética, también generado en el seno del mundo
médico norteamericano, cuya fundamentación no sigue el modelo de los principios ni tampoco las
éticas de la virtud. Su inspiración proviene directamente de la Medicina y más concretamente de la
clínica. En su formulación juega un papel importante la historia clínica del paciente, a la que
algunos convierten, de modo práctico, en el punto de partida para el proceso racional de toma de
decisiones: los datos médicos se convierten en una regla moral (Thomasma, 1978). En estos
procedimientos de análisis de la relación médico-enfermo, los autores intentan armonizar los
"hechos" objetivos (la enfermedad, el criterio terapéutico más científico, la condición social del
enfermo, etc.) y los "valores" en juego, tanto del enfermo, como de su familia y el médico. El
procedimiento aboca finalmente a una racionalización de las decisiones y ordena, con arreglo a
criterios prácticos, los valores a respetar. El modelo clínico está muy extendido y a él se inscriben
bioéticos tan prestigiosos como Edmund Pellegrino, Kieffer o Cortado Viafora entre otros. El
modelo cuenta con la simpatía del autor, aunque se reconoce en él una insuficiente delimitación de
los valores en juego.
Podría parecer superfluo detenerse en este punto. Y sin embargo, me parece que
actualmente no se puede, ni se debe, dar por supuesto, como veremos inmediatamente. Por
otra parte, si no se concuerda en esa afirmación mínima, elemental, de que la reflexión ética
y la bioética no pueden no surgir de un esfuerzo de comprensión de la realidad, es inútil
tratar de presentar unos principios bioéticos que sólo pueden fundarse sobre una
comprensión de la realidad, de la realidad de la persona humana: estaríamos construyendo
castillos en el aire.
Me parece oportuno e interesante tejer nuestra reflexión no en forma de monólogo
intelectual, sino dialogando con algunos autores. De ese diálogo dialéctico podrá surgir un
planteamiento más claro y más concreto de lo que intento decir.
El punto de partida de Engelhardt es muy claro: vivimos en una sociedad laica pluralista.
Una sociedad en la que no es ya posible pensar en la concordancia de las diversas y
contrastantes visiones éticas de los diversos grupos o personas. Predominan las
divergencias y controversias sobre temas como la contracepción, el aborto, la destinación
de los recursos sanitarios, etc.. Por otra parte, no podemos conformarnos con que cada uno
haga lo que le parece sin preocuparse por la rectitud ética de sus acciones. Se requiere un
esfuerzo de reflexión racional para justificar las propias opciones. No un esfuerzo de mera
descripción de lo que la gente piensa en una determinada sociedad, sino «un esfuerzo por
considerar las razones y determinar cuáles deberían ser aceptadas por individuos racionales
imparciales, libres de prejuicios y no condicionados por una cultura, interesados
únicamente por la coherencia y la fuerza de la argumentación racional».
Ahora bien, dada la situación de pluralismo en que nos encontramos, no podemos pretender
que valga más la visión de un grupo que la de los otros. En la sociedad hay diversas
«comunidades morales», cada una con «una visión concreta común del bien». Ninguna de
ellas puede pretender tener la verdad, ni menos aún lograr que los demás acepten su visión.
Sólo habría cuatro modos posibles para lograr resolver las controversias sobre la corrección
de las diversas líneas de conducta: el uso de la fuerza, la conversión de una parte a la
concepción de la otra, una argumentación sólida, o procedimientos concordados.
El uso de la fuerza debe ser excluido. «La fuerza, de por sí, no posee autoridad moral». La
conversión a los valores profesados por una comunidad se ha demostrado irrealizable.
Tomemos, por ejemplo, el enfoque llamado «consecuencialista». Engelhardt hace ver que
en el fondo presupone una ética no-consecuencialista, porque no es posible establecer qué
acción conviene realizar en función de sus consecuencias previsibles si no se sabe ya antes
qué consecuencias son mejores y cuáles peores, es decir, «para valorar las consecuencias es
necesario un criterio moral».
Algo parecido habría que decir del «intuicionismo», de la «teoría de la elección hipotética»,
del «análisis de la racionalidad, de la neutralidad o de la imparcialidad», y del recurso a la
estructura de la realidad propia del «derecho natural».
Todos esos intentos fracasan necesariamente porque «todas las opciones morales concretas
presuponen que se puede identificar un sentido moral particular dotado de autoridad. La
dificultad está en el dar fundamento a cualquier sentido moral concreto particular», «para
establecer racionalmente como moralmente autorizada una particular .
La conclusión parece clara y contundente: nos queda sólo un camino de solución, «la única
esperanza que queda es la solución a través del acuerdo». Estamos, pues, ante una
expresión singularmente pura de la llamada «ética contratualista».
Todo este razonamiento parece lógicamente perfecto. Y sin embargo hay en él una
contradicción intrínseca que me deja verdaderamente perplejo. Es admirable ver que el
autor no se da cuenta de que su propuesta adolece exactamente de lo mismo que achaca él a
los demás intentos. Según Engelhardt la solución por él propuesta, el contractualismo, es la
única válida por que es la única que «no compromete en relación con ninguna particular
visión moral concreta de la vida moralmente buena». Esta afirmación, simplemente no es
cierta. El autor tiene una visión moral concreta, y muy clara, determinante; para él hay un
valor fundamental: la tolerancia y la convivencia pacífica.
Toda su preocupación, desde el inicio del libro, está en lograr establecer una base para la
solución pacífica de las controversias en bioética. Para él «la noción de la comunidad
pacífica, ... es el núcleo de la ética laica». Por ello postula lo que él mismo llama «moral del
respeto recíproco». Por más que él niegue que esa ética está «fundada sobre una
preocupación condicional por la paz», y apele al concepto kantiano de «condición
trascendental, una condición necesaria de posibilidad para una esfera general de la vida
humana y de la vida de las personas en general», es evidente que toda su reflexión está
montada sobre la suposición de que debemos buscar por encima de todo la convivencia
pacífica, en la tolerancia, el respeto mutuo; por eso, por ejemplo, se debe respetar la
libertad de cada individuo, por eso se impone la práctica del consenso informado en la
asistencia sanitaria, por eso podemos hacer aquello en lo que están de acuerdo todos los que
están implicados en ello, por eso ninguno puede usar la fuerza con autoridad contra los
inocentes no conformes, etc.
Es tal la fuerza de su convicción en relación con ese valor que llega a afirmar que «aunque
gran parte de la ética es irremediablemente subjetiva y relativa, hay también un núcleo
conceptual objetivo y absoluto. Hay una estructura intersubjetiva de la ética en virtud de su
misma concepción como alternativa a la solución de las disputas mediante la fuerza». La
misma ética es concebida en función del valor de la convivencia pacífica, «como alternativa
a la solución... mediante la fuerza».
En una sociedad pluralista puede haber personas y grupos -de hecho los hay- que piensan
que es necesaria la instauración, aunque sea por la fuerza, de un orden moral conforme a
ciertos valores considerados por ellos irrenunciables; y prefieren la defensa de esos valores
a la tolerancia pasiva de ciertos desórdenes e injusticias que ellos consideran precisamente
«intolerables». Ellos son parte de la sociedad pluralista. No estarán dispuestos a establecer
un consenso en relación con algo que consideran «no negociable».
De las cuatro vías hipotéticas delineadas por Engelhardt ellos rechazan la última, la del
consenso, y prefieren la primera si es necesario: la imposición por la fuerza. ¿Cómo se les
puede convencer de que deben aceptar el consenso? ¿por la fuerza? Curiosamente,
Engelhardt diría que sí. El admite el uso de la fuerza contra quienes, no aceptando
plenamente su ética del consenso, violan la autonomía de los demás, porque no pueden
apelar coherentemente, para condenar el uso de la fuerza, a un principio que han rechazado.
Me parece evidente que su razonamiento se vuelve contra él: si alguien utiliza la fuerza
contra quien la utilizó porque rechazó el principio del no uso de la fuerza, está él mismo
rechazando ese principio y podría ser él mismo tratado con la fuerza.
Antes de presentar su solución, y tras haber descartado las otras, Engelhardt escribe un
párrafo que titula «al borde del nihilismo». El único modo de no caer en él sería acoger la
ética del consenso. Yo creo que acogiendo sus razones daríamos un paso al frente, y
caeríamos en él.
Engelhardt rechaza la posibilidad de resolver los dilemas morales apelando a las estructuras
de la realidad
No me interesa por ahora discutir su concepto de persona. Me interesa solamente hacer ver
que él hace exactamente lo que rechaza en teoría: establece unos criterios éticos en función
de su comprensión de la realidad: es la realidad del feto como no persona y la del adulto
consciente como persona la que establece una diferencia entre el comportamiento moral en
relación con uno o con otro: la realidad es, para él, moralmente normativa.
Engelhardt y la autonomía
Lo mismo habría que decir del principio de «autonomía» que constituye el principio
fundamental en el sistema ético del Autor. Se debe absolutamente respetar la autonomía de
cualquier persona. Pero ese principio supone la comprensión de la persona como ser
autónomo, libre; supone una antropología. Y supone también la convicción de que ese
modo de ser de la persona libre es normativo, debe ser respetado: estamos ante una
antropología normativa.
De hecho, Beauchamp y Childress anotan al inicio de su libro que la referencia a una teoría
ética que justifique los principios bioéticos depende de una determinada comprensión del
mundo y de la naturaleza del hombre (lo que ellos llaman «factual beliefs»). Pero se quedan
en esa observación, sin sacar sus consecuencias, y sin analizar la determinada comprensión
de los «factual beliefs» en los que se basa la teoría ética que justifica sus principios. De ese
modo, sus famosos principios de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia se
encuentran como suspendidos en el aire, sin un apoyo riguroso sobre el terreno de la
realidad; y sobre todo, no se posee un criterio claro y objetivo para establecer algún tipo de
jerarquía entre esos cuatro principios y resolver los frecuentes y difíciles conflictos que se
suelen producir entre ellos.
Algunos proponen, pues, como alternativa, la «bioética de las virtudes», que pone la
atención, no en unos principios externos a la persona sino en la experiencia subjetiva del
sujeto moral. Hay sin duda en ello un enriquecimiento real de la reflexión bioética. Sin
embargo, tampoco ese esfuerzo es suficiente.
El concepto de «virtud» dice relación al bien moral del sujeto: «virtuoso» es el hombre
bueno; no buen músico, buen literato o buen filósofo... sino bueno en cuanto hombre.
Solemos decir, simplemente, «es un buen hombre» o es un «hombre bueno», o una «mujer
buena», así, sin más. Es evidente que ese concepto de virtuoso, y por tanto el de virtud,
presupone una comprensión de lo que es bueno; pero para saber cuál es ese bien moral se
requiere una comprensión de lo que es un «buen hombre», de un buen hombre en cuanto
hombre; es decir, se requiere una comprensión de lo que es el hombre en cuanto hombre:
una comprensión de su ser y de su deber ser.
Por otra parte, la actuación virtuosa del sujeto moral, del médico por ejemplo, sería un
concepto vacío si no hiciera referencia directa al bien objetivo de la persona afectada por
esa actuación: el paciente. Pero, de nuevo, para saber cuál es el verdadero bien del paciente,
es preciso tener una comprensión de la realidad del ser humano.
Siguiendo a Zubiri, Gracia considera que el juicio moral se funda solamente «formalmente»
en la razón. El juicio moral nace del encuentro del sujeto con la realidad, pero en cuanto
que esta representa para el sujeto una posibilidad de autorealización, es decir, un valor. En
ese sentido, la aprehensión de la realidad, no es como dicen algunos, simplemente
«premoral», sino «protomoral».
Ahora bien, la razón especulativa se realiza verdaderamente sólo en la apertura al ser de las
cosas. No le basta buscar un acuerdo mínimo por consenso: se orienta necesariamente hacia
la búsqueda de lo que es. No basta que concordemos que 2 más 2 son cuatro o cinco... Me
interesa saber si es así en la realidad (si presté a alguien dos billetes de mil y luego otros
dos, no me importa si por consenso se estableció que suman 3: yo exijo cuatro).
Algo parecido sucede con la razón práctica: debe razonar en la apertura al ser para
comprender el deber ser. No basta el consentimiento, o la formulación de un juicio sobre
bases puramente formales. La conciencia ética, osea la razón práctica, se realiza
plenamente como tal cuando se abre intencionalmente al ser de las cosas, buscando la
verdad moral.
LA ANTROPOLOGIA METAFISICA
Insisto ante todo en que la pregunta antropológica específica y radical no es qué hace, o qué
parece ser el hombre, sino justamente qué es. A lo primero pueden responder la física, la
anatomía, la biología, la sociología y otras ciencias empíricas o fenomenológicas, cada una
a su manera. Pero dar cabal respuesta a la pregunta por el qué del hombre, sólo puede
hacerlo la ciencia que pueda “ver” mas allá de todo lo físico y fenomenológico, ha de ser
una antropología estrictamente meta-física, es decir, una disciplina que partiendo como las
ciencias empíricas, de los datos que ofrece la experiencia inmediata, sin embargo
argumente de un modo puramente racional hasta dar con la dimensión trascendente del ser
humano, sin la cual, en puridad, no hay hombre ni persona en el sentido profundo de estos
términos. La ciencia capaz de ello es lo que la gran tradición filosófica de Occidente ha
llamado desde hace 24 siglos, Metafísica (literalmente, “más allá de la física”, pero no
opuesta, ajena o en conflicto, sino distinta por su óptica y método). La razón sólo de modo
metafísico puede desvelar su propia dignidad y la del sujeto que la ejerce. O, si se prefiere,
habrá de ser una antropología de índole metafísica, por su método y por su alcance.
Las ciencias particulares, abordan al ser humano desde perspectivas muy ilustrativas, pero
siempre sectoriales. Por ejemplo, la psicología experimental estudia el aparecer de los actos
de inteligir y de querer, de elegir y de amar; alcanzan su aparecer, pero no “ven” —porque
no cuenta con un instrumento adecuado para ello el inteligir mismo, el querer mismo, la
decisión misma, en su brotar del núcleo personal, del fondo del alma humana. Por eso no
alcanza a descubrir la esencia de las facultades intelectuales (entendimiento y voluntad) y
menos aún el alma humana y el constitutivo formal de la persona, cuya dignidad
permanecerá para ellas siempre insinuada, pero también velada. La antropología metafísica
debe andar por senderos tan lejanos de las divagaciones líricas o crematísticas a lo Carl
Sagan sobre la condición o situaciones humanas, como del particularismo propio de las
ciencias empíricas.
LA EXPERIENCIA DEL YO
Un punto de partida válido es, entre otros, la experiencia rigurosa del yo. En cierto
momento me descubro diciendo “soy yo”. Me preguntan “¿quién llama, quién es? Y
respondo “soy yo” (si soy conocido en la plaza, con eso basta). Pero ¿quién es ese “yo”?
¿Qué significa la palabra “yo”? Dices que eres tú, pero ¿quién es tú? ¿Qué quiere decir esto
que parece ser una tautología: “yo soy yo”?
MISMIDAD Y ALTERIDAD
Por de pronto quiere decir que “yo no soy tú, ni ningún otro”.Yo soy lo “otro” que tú, y tú
eres lo otro que yo. “Yo” connota tanto mismidad como alteridad. Tú y yo somos “yoes” y
en esto coincidimos: en el modo de ser, en la naturaleza o esencia; pero hay algo en lo que
diferimos radicalmente, que es lo que se ha llamado acto de ser. El acto de mi ser o lo que
me hace ser en acto es justamente lo que me hace ser yo y es radicalmente mío y de nadie
más. Mi existencia, en efecto, se manifiesta incomunicable,como mismidad. Yo soy
radicalmente otro respecto a todo lo demás. En el diálogo con las demás “personas” me
experimento como una radical alteridad. Nadie puede decir yo en mi lugar ni yo puedo
decirlo en lugar de otro. Pues bien, al que puede decir “yo” con el sentido expuesto, no
como un papagayo le llamamos “persona”. La mismidad es una característica de la persona:
el “ser sí mismo”.”Mismidad” y “alteridad” son términos correlativos.
IDENTIDAD
Reflexionando sobre el contenido de la expresión “yo soy yo”, se advierte enseguida una
identidad entre sujeto y predicado, pero sólo es verbal, no semántica. El “yo sujeto” es el
mismo que el “yo predicado”. Pero no estoy expresando una tautología, como cuando digo
“la mesa es la mesa”. Tampoco se trata de una identidad sincrónica, porque al decir “(yo)
soy yo” quiero decir que el “yo” del que estoy hablando no es sólo el que ahora habla, sino
el mismo”yo” de ayer y de siempre, a pesar de la distancia o la diferencia:el mismo que fui
hace unos años y el que seré dentro de x años. Quizá por esto muchas veces nos parece que
“todo” fue “ayer” y que el tiempo no pasa (o lo que es lo mismo, que el tiempo pasa sin
sentir.
SUBJETIVIDAD ORIGINARIA
El “yo” no se dice de nadie más que de sí mismo. Mi yo es mío y de nadie más, de manera
que siempre es “sujeto”, nunca “predicado”. El coche es mío, la mano es mía, pero yo no
soy de la mano ni del coche ni de nadie. De mi yo se predican muchas cosas. Mi yo
entiende, mi yo quiere, mi yo come, mi yo decide... No solemos decir “mi entendimiento
entiende”, “mi voluntad quiere”, “mi imaginación imagina”. Porque bajo mi entendimiento,
mi voluntad, mi imaginación, mi cuerpo, está el yo: soy yo quien entiende por medio de mi
entendimiento y el yo quien entiende por medio de mi voluntad, y el yo quien puede hacer
una caricia o dar una bofetada.
No decimos, a no ser en broma: “perdona, chico, no he sido yo, mi mano te ha dado una
bofetada”. No: yo soy el sujeto de todos y cada uno de mis actos; yo estoy en todos mis
actos; yo me experimento como origen de mis actos. No son mis ojos los que miran, sino
yo; no es mi cuerpo el que acaso está hambriento, sino yo. Bien entendido que yo soy
sujeto (sub-iectum, subyacente) no sólo en el sentido de que estoy como “debajo”, como
activamente emanando y sosteniendo o sustentando mis actos, sino también en el sentido de
que yo estoy “en” todos y cada uno de ellos, dándoles vida real en su totalidad particular.
Es decir, yo no subyazgo como un substrato inerte, sino como sujeto originario, como
fuente de mis actos. Por eso son “míos” y de nadie más, me han de ser atribuidos, y, en
última instancia, sólo yo soy apto para “responder”, es decir, dar respuesta cabal sobre la
razón o porqué de mi conducta.
El río fluye del manantial. El manantial es origen del río, y de una cierta manera está
presente en todo el curso del río, el cual no existiría sin su fuente. La particularidad
trascendental del yo es que es un sujeto libre y, por eso, en cierto modo, creador de sus
actos (libres). En consecuencia: cada “yo” es sujeto originario y, además, autoposeedor y
responsable. En la persona se conjuga la perfección de una substancia con la excelencia de
una naturaleza intelectual.
UN CRASO ERROR: EL COLECTIVISMO
Nótese que toda persona es individuo, pero no todo individuo es persona. También son
individuos subsistentes el elefante, la hormiga, la planta; pero no son personas. La persona
implica racionalidad (o, mejor, intelectualidad), al menos capacidad de poder ser consciente
de sí (aunque no lo sea en acto), de su mismidad y de su alteridad respecto al mundo; y
llegar a decir “yo” con verdadero sentido. La persona tiene una individualidad peculiar,
extraordinariamente acusada por su naturaleza racional, que le presta tal capacidad de
iniciativa que puede dar origen a sucesiones insospechadas e imprevisibles de
acontecimientos en el cosmos.
AUTOPOSESION, DOMINIO DE SI
Siguiendo con la experiencia del yo, advertimos que “ser sí mismo” comporta la
experiencia del dominio sobre lo que uno hace. Yo vivo con la convicción de que poseo un
conjunto determinado de facultades y potencias con las que entiendo, quiero, actúo,
proyecto, etcétera, que son mías. Yo soy dueño y propietario de mis actos y por tanto de mí
mismo. “Ser sí mismo” equivale a “ser de sí mismo”. ¿De quién es la persona? Es una
pregunta que no tiene mucho sentido.
La persona no es ni puede ser de nadie más que de sí misma. El color es del pigmento, el
peso es del cuerpo, la medida es de la extensión, el yo no es de nada ni de nadie. La persona
es un ser que desde su inicio es completo, acabado, clausurado en su existencia (aunque no
en su operación, siempre abierta a nuevos actos, a nuevos horizontes y con necesidad de
enriquecerse en su ser con el trato con otras personas).
EXPERIENCIA DE LA LIBERTAD
La experiencia de ser origen y dueño de mis actos comporta la experiencia íntima de la
libertad: yo soy origen de mis actos, pero de tal manera que puedo originar una acto
determinado o no originarlo, según mi voluntad. Puedo querer o no querer. Puedo incluso
querer o no querer mi querer. Esto es lo específico de la libertad: la posibilidad no sólo de
querer, sino de querer reduplicativamente, es decir, de poder querer mi querer o no querer y
de poder no querer mi querer o no querer. Y si alguien me fuerza a hacer lo que no quiero,
entonces se me agudiza más la conciencia de mi pertenencia a mí mismo: me irrito ante la
negación de mi necesidad de ser origen de mis actos; me enoja el trato indigno, injusto del
que soy víctima; experimento la injusticia al menos por debajo del respeto que se me debe
porque corresponde a la categoría ontológica de mi ser. Yo siento la necesidad de hacer las
cosas fundamentales “desde mí mismo” y “por mí mismo”.
AUTONOMíA OPERATIVA
Yo puedo hacer esto o lo otro. Puedo escoger entre hacer o no hacer, entre hacer esto o
aquello. Es decir, la originalidad operativa, que me permite ser fuente de mis actos permite
también que yo normalmente sea dueño de mis actos. Y esta capacidad de”dominio” sobre
mis propios actos, de ser “dueño de mi”, de”poseerme”, de “pertenecerme”, de “autoserme”
es lo más relevante del ser personal (y supone todo lo anterior). Esto me hace capaz de
dominar no sólo mis actividades espirituales, sino también muchas corporales, y muchas de
las cosas que me rodean.
El hombre en cierta medida puede dominar el mundo porque es el único ser en el mundo
que es radicalmente “dueño de sí”, y por eso es “imagen hecho a semejanza de Dios”, como
leemos en el libro del Génesis (aunque pueda perder buena parte de ese dominio con el
abuso de su libertad)
Volviendo un poco atrás: Yo me distingo de todo lo demás, incluidos todos mis semejantes
otros “yo” , tanto como una manzana se distingue de otra manzana, como un tornillo se
distingue de otro tornillo. Pero hay algo más: mi yo es irrepetible. Un tornillo es distinto de
otro, pero se puede repetir indefinidamente y por eso es perfectamente sustituible. Pero la
persona, no. No hay otro yo como yo. No me distingo de los demás sólo como una manzana
a otra manzana, como un tornillo se distingue de otro tornillo, sino como algo que no se
puede multiplicar, que no se puede repetir.
UNIDAD EN LA COMPLEJIDAD
Yo soy un ser complejo: uno y complejo. Un ente compuesto de cuerpo material y alma
espiritual (irreductible a materia, trascendente a la materia, y por tanto inmortal).
La materia que hoy constituye nuestro cuerpo es totalmente “otra” de la que teníamos hace
unos pocos años. Sin embargo todos tenemos la íntima evidencia de continuar siendo
nosotros mismos, yo mismo: mi más íntimo ser permanece, a través del cambio, en cierta
modo inmutable. Incluso el anciano exhausto e inmóvil tiene conciencia clara de su
identidad personal a lo largo de toda su vida: es consciente de que algo suyo, inaprehensible
pero real, ha subsistido siempree intuye que siempre subsistirá. Es lo que designa con la
palabra”yo”, lo que subyace idéntico en todos los cambios y por eso necesariamente
distinto al cuerpo en incesante mudanza. La sustancia del yo y del ser que lo dice no puede
ser mudable como lo es el cuerpo, ha de ser una sustancia distinta a la corporal, y por tanto
también independiente.
La libertad es una demostración de la índole espiritual del alma humana. El acto supremo
en el que la libertad se manifiesta es aquél en el que demuestra su independencia, aún mas,
su dominio sobre el cuerpo. No está en el mero hecho de escoger, o en el que el hombre se
proyecte según sus posibilidades, como dice Heidegger. El hombre, al elegir o al
proyectarse, puede obedecer más o menos conscientemente a mil condicionamientos que le
son extrínsecos; elige, por ejemplo, ser médico o ser abogado quizá porque su padre o
alguno de sus parientes próximos ejerce esta o aquella profesión.Pero existe la libertad
suprema, signo de la espiritualidad del alma: la libertad de decir no, aun yendo
contracorriente de mi corporeidad y contra todos los condicionamientos imaginables.
Mi cuerpo, lo que en mí es pura materia, puede estar arrojado a un calabozo inmundo, mis
manos y mis pies encadenados, pero a pesar de ello sigo siendo libre, y aun cuando no sea
dueño de mi corporalidad siempre podré decir no a lo que se me pide. El hombre es libre
porque su espíritu está por encima de todos los poderes terrenos, y son muchos los seres
humanos que han demostrado así la victoria del espíritu sobre el cuerpo, el triunfo de lo que
no es visible en su ser, sobre aquello que podemos percibir con nuestros sentidos. Escribe
Sartre una frase en la que, sin darse cuenta, afirma la existencia del espíritu: “torturar a otro
es obligarlo a renegar identificándose con su cuerpo que sufre”. Mi yo, mi alma, que es la
que da vida a mi cuerpo informándolo, pero siendo distinto y superior a él, siempre puede
decir no y si acaso la tortura u otra fuerza extraña me vence, tengo la impresión de haber
traicionado mi ser, lo mas íntimo de mí mismo, y en el fondo, aun vencido y humillado,
continuo para mis adentros diciendo no. Y si aconteciera que este decir no, me llevara a la
muerte, marcharía hacia ella no como quien va a terminar su existencia, sino con la íntima e
intensa satisfacción de que al desligarse de la corporeidad, cuando mi cuerpo se convierta
en un cadáver, mi espíritu se verá libre de las ataduras temporales.
Sé que lo que no es materia sobrevivirá, como lo han sabido de un modo u otro pero
siempre los hombres de todas las civilizaciones que nos han precedido. Si yo soy ser
espiritual, no puedo morir del todo. Heráclito decía, con mucha razón, que si el sol fuese
consciente de su ocaso, sería inmortal. Gabriel Marcel gustaba decir: “yo soy mi cuerpo”.
Esto es verdad con tal de añadir: “pero mi cuerpo no es yo”, porque yo no soy sólo mi
cuerpo; yo soy más que cuerpo, soy también y ante todo, alma espiritual. Por mi cuerpo soy
mortal y por mi alma, inmortal. Mi cuerpo es una dimensión natural de mi yo, pero no tan
esencial como mi alma, que puede subsistir sin él.
¿Podría subsistir el ser humano en el mundo si fuese mera vida biológica? ¿Hubiera podido
llegar a multiplicarse y formar una pluralidad de miembros, si fuese un producto
meramente intracósmico? Es un lugar común la inferioridad de condiciones en que nace el
hombre en comparación con otras especies inferiores.Si fuese sólo animal no hubiera
podido subsistir.
El hombre es el único ser que no se vale por sí sólo. No nace, como los demás animales
sabiendo localizar el alimento y distinguir lo comestible de lo letalmente indigesto. Ya en el
siglo IV antes de Jesucristo,Platón escribió en Protágoras el mito de Epimeteo y Prometeo,
que son la descripción de la inviabilidad del ser humano como mera biología. La
experiencia histórica no ha hecho más que confirmarla intuición del filósofo griego. De otra
parte, la facultad intelectiva no puede entenderse como resultado evolutivo de formas
inferiores de vida, por lo mismo que la forma de vida del hombre no hubiese logrado
subsistir más que un breve tiempo, insuficiente a todas luces para el largo periodo que una
evolución semejante requeriría. La pervivencia biológica del hombre sólo se explica si él es
fundamentalmente espíritu, ser extra cósmico (es decir, substancia irreductible a materia),
que no tanto se adapta al medio, como hacen los brutos, sino que lo transforma y convierte
en habitable lo que no lo era.
LA SUPERSTICION MATERIALISTA
Es de advertir que esta concepción del hombre como trascendenteal cosmos es muy
razonable, aunque haya quienes no la comprendan. Me parece obvio que hay muchas
razones para sostenerla. En cambio, como escribe el premio Nobel de Medicina Sir John
Eccles el materialismo carece de base científica, y los científicos que lo defienden están, en
realidad, creyendo en una superstición. El materialismo lleva a negar la libertad y los
valores morales, pues la conducta sería el resultado de los estímulos materiales. El
materialismo niega el amor, que acaba siendo reducido a instinto sexual: por eso, Karl
Popper, uno de los pensadores actuales de más prestigio, ha podido decir que Freud ha sido
uno de los personajes que más daño han hecho a la humanidad en el último siglo.
Popper trabajó hace muchos años en una clínica de Viena donde se aplicaba el método
freudiano y tuvo ocasión de comprobar que el método de Freud no era científico. El
materialismo, si se lleva a las últimas consecuencias (que es lo que tiene que hacer
cualquiera si científico pretende ser), niega las experiencias más relevantes de la vida
humana. Si el materialismo fuera verdad,”nuestro mundo” personal sería imposible, no
habría podido llegar a ser. Quien conserve un cierto sentido metafísico por lo demás,
natural al ser humano desde que despierta al uso de razón, puede entender perfectamente lo
que dice seguidamente John Eccles: Del alma podemos conocer muchas cosas: los
sentimientos, las emociones, su percepción de la belleza, la creatividad, el amor, la amistad,
la libertad, los valores morales, los pensamientos, las intenciones... Es decir, todo “nuestro
mundo”; en otras palabras: lo más específicamente humano. Porque todo esto que acabo de
mencionar se relaciona con la voluntad. Y es en la experiencia de la voluntad donde se
estrella el materialismo y cae por su base. El materialismo no puede explicar el hecho de
que yo quiera hacer algo y lo haga.
De una parte, la actividad cerebral nos permite realizar acciones de modo automático. Hay
mucho automatismo en nuestra conducta. Pero también es claro que existe un nivel de
conciencia en el que la originalidad de la decisión es patente. Por ejemplo, cuando camino,
“quiero” ir más deprisa o más despacio. Incluso podemos envolver casi todo en la
conciencia: “quiero” andar con aire de Charlot, pensando cada paso y cada
movimiento...Sobre la fácil pero falsa reducción del alma a cerebro es también ilustrativo lo
que dice el eminente científico: Hasta hace poco, nada sabíamos de ondas
electromagnéticas y de áreas cerebrales, y hay gente que no lo sabe tampoco ahora. Pero
todos, y desde antiguo, sabemos de “nuestra vida”. Y nuestra vida la expresamos en
palabras y acciones, para lo cual necesitamos obviamente el cerebro, pero también
necesitamos muchas veces de la laringe o de los músculos de la mano; y ni la laringe ni la
mano son el origen o la explicación de “nuestra vida”. Tampoco lo es el cerebro. El cerebro
no explica qué es y cuál es el origen de “nuestra vida” humana, personal, inteligente y libre.
Desde luego es muy importante investigar sobre la físico química cerebral, pero quien sabe
de “nuestra vida” es nuestro “yo”, no el cerebro. Y nuestro “yo” no es en modo alguno un
producto físicoquímico.
CONCEPTO DE “ESPIRITU”
Las ciencias naturales sólo alcanzan objetos materiales y sensibles. Los buenos
científicos comprenden bien: que las ciencias naturales no puede decir nada sobre la
sustancia espiritual, que es natural que el hombre no reduzca su conocimiento a lo que
puede ser conocido, observado y experimentado por la ciencia natural (física, biología,
etcétera) que es muy plausible la afirmación de la espiritualidad del alma humana. No se
tambalean las pruebas de la espiritualidad del alma cuando algún científico la niega.
También lo niegan algunos labradores y poetas, con el mismo grado de competencia que
ellos en este asunto. Esto no es nuevo. En el siglo XIII Tomás de Aquino se refiere a la
creencia de muchos que pensaban que lo que no es cuerpo no tiene ser, los cuales no
tuvieron valor para trascender la imaginación, que versa únicamente sobre lo corpóreo.
Opinión que el libro de la Sabiduría (Sab 2, 2) atribuye a los”insensatos” (insipientium),
que dicen del alma: “humo y aire es nuestro aliento, y el pensamiento una centella del
latido de nuestro corazón. Sin embargo, los científicos empíricos son personas, y como
tales gozan de entendimiento y libre voluntad, por lo que como todo ser humano—, si
quieren, son capaces de pensar también al modo del filósofo y comprender que hay un
dimensión humana que es imposible explicar por medio de la ciencia empírica. Por
ejemplo,en el simposio de la Academia Internacional de Filosofía de las Ciencias celebrado
en Bruselas el año 1980 se trató el tema de “lo corporal y lo mental”. De ahí salió la obra
colectiva “Le mental et le corporel”. Allí la mayoría de los científicos y filósofos asistentes
todos especialistas conocidos admitían la existencia del espíritu humano, al extremo que
provocó cierta irritación en el pequeño grupo que lo negaba.
INTIMIDAD E INTERSUBJETIVIDAD
Ser libre quiere decir, pues: a) que no sólo se es capaz de optar o no optar y de elegir entre
diversas opciones. Esta libertad, meramente psicológica, seguramente también la tiene en
cierto grado el famoso asno de la fábula —falsamente atribuida al escolástico Buridán. Dice
que si un asno hambriento estuviera ante dos montones de paja exactamente iguales moriría
de hambre, porque ambos montones le atraerían con idéntica fuerza, lo cual para un ser
carente de capacidad de autodeterminación supondría una mortal perplejidad. No lo creo,de
ninguna manera. El asno también es libre de escoger entre dos montones de paja iguales, no
moriría de hambre en semejante coyuntura; seguro que elegiría uno u otro. Hasta ahí es
capaz de llegar el asno. b) Lo que no tiene el asno es el dominio de sus actos, y el hombre
sí. El hombre es dueño de sus actos en tanto que se encuentra radical y operativamente
abierto a la totalidad del ser, de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello. Con sus operaciones
de entender y querer —si bien imperfectamente— lo puede abarcar todo, incluso, como ya
hemos anotado, de alguna manera, a Dios, al que fácilmente llega si discurre correctamente,
guiado por una voluntad que aspira no tanto a bienes particulares como al Bien absoluto.
Esa apertura tensa de la subjetividad —sin dejar de ser intimidad— a todo el horizonte del
ser, es lo que confiere a la persona la superioridad esencial y la dignidad eminente en el
mundo; y revela un ser trascendente al mismo, radicalmente extracósmico.
La apertura al Bien absoluto origina una natural “tensión” de la voluntad a ese Bien, que no
puede “descansar” en ningún bien particular, finito o limitado. Por eso ninguno de éstos es
capaz de dominar o determinar nuestra voluntad, que ante lo limitado permanece siempre
dueña de sí. No por indiferencia ante los bienes parciales, sino porque goza de una tensión
más vigorosa al Bien total que le deja dueño de sus naturales inclinaciones a todo lo que,
siendo atractivo, no es el Bien absoluto. Al hombre puede atraerle mucho cualquier bien
finito, pero como su ser es “tendencialmente infinito” nunca queda determinado —
atrapado, encadenado— del todo por lo finito. Esta superioridad viene dada por la
categoría, “densidad” o, si se prefiere, “intensidad” de la sustantividad de su ser, que le
sitúa por encima de todas las posibilidades de los seres irracionales, por evolucionados que
sean, por perfectos que hayan llegado a ser.
Tomás de Aquino afirma que persona significa lo que hay de más perfecto en la naturaleza.
Es lo que participa más plenamente en el ser; es el más alto grado que puede darse de
participación en el ser. La persona es “más ser” que los demás seres no personales, hasta el
punto de que no puede derivar de nada anterior. La persona es de tal entidad que sólo puede
tener un origen divino, es decir, sólo puede proceder por creación “ex nihilo” (de la nada),
por la omnipotencia de Dios.
La persona es, pues, mucho más que un “simple individuo de una especie”. Ya hemos dicho
que posee “interioridad”, capacidad de “reflexión” y por ello de “autodeterminación”, de
“dominio de sí”. Es un sujeto “sui iuris”, como de antiguo se dice. Su “yo” es singular,
insustituible, intransferible e irrepetible. Nadie puede decir “yo” en su lugar. Llegamos así
al punto que nos habíamos propuesto desde el principio y que consideramos de enorme
interés. Quizá no se había llegado a una formulación precisa y coherente de ello hasta estos
últimos lustros. Y ha pasado al dominio general de los estudiosos gracias, principalmente, a
la antropología filosófica y teológica de Juan Pablo II. Con su magisterio, ha hecho posible
que ya nadie pueda pensar que ofende a Dios si dice que la persona es un fin en sí misma.
No hay dialéctica entre la gloria de Dios y la gloria del hombre, al contrario, la gloria de
Dios es como dice un Padre de la Iglesia precisamente “que el hombre viva”; en otros
términos, que el hombre llegue a ser todo lo que deba ser, que aparezca con toda la
dignidad que le corresponde por ser criatura, hecha por Dios a su imagen y semejanza.
Es Dios quien esta interesado en subrayar la dignidad de la persona humana, de modo que
no le hacemos ofensa, al contrario, cuando nosotros la subrayamos. Lo absurdo, o si se
prefiere, “in-sostenible” sería —es— presentar esa dignidad desvinculada de la dignidad de
Dios creador. Este fue el pecado de Eva y de Adán: quisieron ser como Dios, pero no como
los hijos se asemejan a sus padres, sino como dioses autónomos y autosuficientes; como si
pudiesen organizarse una existencia estupenda al margen de Dios, como si ellos pudieran
sostener por sí mismos su ser y su dignidad. Esto es el pecado, ésta es la gran mentira.
Nuestra dignidad es prestada, como nuestro ser. Lo que sucede es que Dios nos da el ser, y
con el ser la dignidad que le corresponde, y lo hace con tan generosa perfección, —por
decirlo de algún modo—, tan suavemente, que lo que es suyo —el ser y la dignidad— pasa
a ser, por participación, verdaderamente nuestro. De manera que mi yo sin Dios no es nada,
pero por El y sobre todo con El y ante El, mi yo es tan mío que es —si nos está permitido
hablar así— enteramente mío y yo mismo. Mi vida es un don divino, tan divino que parece
autosuficiente, tan divina que cabe sentir la tentación de querer “ser Dios”. Es ciertamente
algo tan divino la persona, que Dios me quiere por mí mismo. “El hombre —enseña el
Concilio Vaticano II y repite incansablemente Juan Pablo II—, es la única criatura que Dios
ha querido por sí misma”, es el único ser de este universo que Dios quiere por sí mismo.
Dios me ha creado no para servirse de mí. ¿En qué podría yo servir a Dios, en el sentido de
aportar algo a su Vida? ¿Hay algo que Dios no tenga que yo le pueda dar? Dios me ha
creado para darse El a mí, para que yo —querido por mí mismo— sea eternamente feliz
con El, en El y por El, con su Amor, en su Amor,por su Amor.
La persona, para Dios, no es un medio, sino un fin ; tiene dignidad no de medio, sino de fin;
no de instrumento, sino de sujeto con valor último. Con motivo infinitamente más grave,
ninguna criatura tiene derecho a tratar a otra persona como “su” medio o “su” instrumento.
La persona creada no puede considerarse como un simple medio para la perfección del
mundo o de una especie, aunque se trate de la humana. La persona no existe sólo para
representar una especie, como acontece a los individuos irracionales, que no tienen dominio
de sí, ni del mundo, ni saben lo que hacen, ni para qué lo hacen, ni para que sirven. La
persona no ha sido creada por otro fin distinto de ella misma. La persona no es “para” nadie
en el sentido de “medio” o “instrumento” utilizable para alcanzar los fines de “otro”, ni
siquiera de Dios.
Ahora bien, no es menos cierto que siendo la persona un fin en sí misma no es en modo
alguno fin de sí misma. Las personas creadas no son “último fin de sí mismas”. Ultimo fin
sólo es Dios. Pero insisto, Dios nos crea no como “medios” para obtener El algo que no
tenga o no pueda. Esto es imposible. Si decimos que el fin del hombre es dar gloria a Dios,
no queremos decir que Dios” necesite” que le demos gloria, sino que nosotros necesitamos
dar gloria a Dios para ser hombres cabales, perfectos, intelectual y afectivamente “satis-
fechos”. Dios no me ha creado para convertirme en “medio” de conseguir algo “para El”.
No; El me ha creado por amor, porque El es amor. Y me ha creado para el amor, para
amarme y para que yo encuentre en El la infinitud de la perfección, que no es otra cosa que
Amor. En rigor, a Dios sólo le interesa el amor, precisamente porque El es Amor. Tan es
así, tanto ama nuestra personeidad, y nuestra libertad, que incluso corre el riesgo de que la
usemos mal y nos condenemos eternamente a no amar ya nunca más; que elijamos la
aberración de no amarle. Porque lo único que le interesa es que amemos, y no de cualquier
manera, como, por ejemplo, el ratón ama el queso y va flechado a él si tiene hambre; sino
como seres libres, que quieren porque quieren, en otras palabras, que aman porque eligen
amar, es decir, que aman con un amor que no es de necesidad sino de á dileccióná. Este es
el amor más alto y perfecto, este es el amor con que Dios lo ama todo, que en la criatura
(que nunca pueda ser infinita en acto perfecto), con lleva el riesgo de poder elegir no amar
y no querer al Amor. Misterio no pequeño, ciertamente, es esa “predilección” de Dios por
el amor dedilección, que lo quiere de tal modo que corre el riesgo de la traición. Esto no lo
entendemos del todo porque no podemos tampoco entender hasta el fondo la hondura de un
Amor infinito. En la medida en que se conoce el Amor —es el caso de los santos— se
entiende la decisión divina. Cuando alguien está muy unido a Dios por el amor, entiende
más el amor, la libertad, el infierno y el cielo, en fin, el valor inmenso de cada persona, la
encarnación del Verbo, su nacimiento en Belén, su trabajo en Nazaret, su salir al encuentro
de las gentes, su pasión, su cruz y su resurrección.
LO JUSTO ES EL AMOR
El valor de la persona es tal —escribía el entonces Cardenal Karol Wojtila, hoy Romano
Pontífice Juan Pablo II— que ante ella sólo el amor es la actitud justa. Y el amor quiere al
otro por sí mismo, no porque le sirva o resulte útil. La persona no se encuentra en la lista de
las cosas “útiles” o “instrumentales”. Por eso dice A. Rodríguez Luño: “siempre que tu
acción se refiera a la persona, propia o ajena, no olvides que no estás ante un simple medio
instrumental; ten en cuenta, por el contrario, que ella tiene también su propia finalidad.”
Dios no nos crea y ama porque le resultemos “útiles”.
Dios nos amaría aunque estuviésemos paralíticos del todo, aunque “no sirviéramos para
nada”. Dios no nos ha creado para “servir-le” sino para amar, para amarnos y para que le
amemos. Y resulta que al amarle, nuestro mayor gozo es servir a sus designios de amor
sobre la Humanidad. En el fondo, cuando el hombre es generoso con Dios, al querer a Dios,
quiere lo que Dios quiere, y sin querer está sirviendo a toda la humanidad y a sí mismo.
Dios nos trata con gran “reverencia”, dice la Escritura. Pues bien, si esto es así, si Dios se
niega a tratarnos como “medios” o simples “instrumentos”, quiere decir que cuando la
criatura humana trata a otra criatura humana como “medio” de satisfacer sus caprichos o
sus apetencias personales, por legítimas que éstas sean de suyo, ofende gravemente al
Creador, porque está tratando a la persona como una cosa, está asumiendo un dominio
sobre el otro que ni siquiera Dios reclama para sí.
La pareja que se crea con “derecho” a “tener un hijo”, está negando al hijo la cualidad y los
derechos de la “persona”; niega de hecho que sea “ un fin en sí mismo” y lo convierte en
“medio” para satisfacer las propias apetencias, cosa que no hace ni el mismo Dios. No cabe
olvidar que en ningún caso el fin bueno justifica un comportamiento intrínsecamente malo.
Y, sin duda, tratar a la persona como medio, es muy grave.