Todos Nuestros Recuerdos - Melissa Wiesner
Todos Nuestros Recuerdos - Melissa Wiesner
Todos Nuestros Recuerdos - Melissa Wiesner
ISBN: 978-84-10159-13-6
Pum. Pum.
Anna procuraba concentrarse en el libro de economía que tenía ante sí,
pero era imposible con Gabe, que iba de un lado a otro del despacho e
intentaba acertar en la papelera con pelotas de papel arrugado.
Pum.
A principios de esa semana, cuando hablaron de ponerse con el proyecto,
Anna había sugerido que quedaran en la biblioteca. Podrían trabajar juntos
y luego irse cada cual por su lado sin verse absorbida por las bromas y la
familia de él. Pero Gabe había protestado que en la biblioteca estarían
incómodos. Deberían susurrar o molestarían a otros estudiantes, y no
dispondrían de un sitio para desplegar sus cosas.
Una antigua lista de tareas pendientes se descolgó de la pared y aterrizó
en la papelera con otro pum. Gabe extendió los brazos y dio un salto, como
si acabara de marcar la canasta definitiva de la final de un campeonato.
Quizá tenía razón al decir que en la biblioteca molestarían a la gente.
—¿Qué tal si te concentras un poco? —Anna le mostró un libro, y un
puñado de papeles arrugados volaron en su dirección.
—Relájate un poco, pequeña —repuso él con una sonrisa—. Llevamos
horas trabajando.
Anna recogió las pelotas de papel con las dos manos y se las arrojó. Gabe
se agachó, y las bolitas volaron tras él. Con un rápido movimiento, se giró y
agarró la papelera. Antes de que ella pudiera reaccionar, la volcó sobre su
cabeza. Una lluvia de pelotas de papel cayó sobre el regazo de Anna.
—¡Madre mía! —Se quedó boquiabierta.
Los ojos plateados de Gabe brillaban, divertidos, y el estúpido corazón de
ella dio un vuelco.
En la biblioteca no habría ocurrido nada de eso.
Anna se levantó y dejó que los papeles cayeran al suelo.
—Supongo que eso significa que hemos terminado, ¿no? —Se apoderó de
la papelera y se agachó para limpiar el desastre de la alfombra.
Entre risas, Gabe se dispuso a ayudarla y le dio un golpecito en el hombro
con el suyo. Un rubor le tiñó lentamente las mejillas a Anna. El aroma
silvestre de él la envolvió, y enseguida metió las últimas pelotitas en la
papelera y se puso en pie.
Necesitaba tranquilizarse y dejar de actuar como una tonta adolescente
enamoriscada. Gabe era su compañero, nada más. ¿Qué importaba que
fuese el chico más inteligente con el que hubiera trabajado nunca y que
estuvieran completamente de acuerdo con la línea de trabajo del proyecto?
Como tampoco importaba que se riese por sus absurdas bromas y que en
realidad la considerase divertida. Eso no quería decir que fueran amigos.
Gabe era mayor, popular y confiaba en sí mismo de formas que ella jamás
podría imaginar siquiera. Los chicos como Gabe no entablaban amistad con
las chicas como ella, y Anna sabía de sobra que no debía distraerla. Le
faltaban menos de dos años para graduarse, y sería una idiota si perdía de
vista su objetivo por el simple hecho de que un chico guapete fuese
agradable con ella.
O porque tuviera la familia con la que ella siempre había soñado.
La madre de Gabe le propuso que se quedara a cenar una vez más, y Anna
supo que debía declinar la invitación con educación e ir a buscar el
siguiente autobús que la llevase a casa. Sin embargo, los olores que
procedían del horno resultaban demasiado tentadores, y enseguida se vio de
nuevo en la cocina, riéndose con Gabe y sus hermanos.
Julia, la novia de Matt, también estaba allí y la saludó con una sonrisa
afable.
—Bienvenida al circo, Anna —murmuró.
Y Anna se sintió bienvenida y cómoda de un modo que era incapaz de
explicar, pero que no había experimentado desde que todo se desmoronara.
Pero aquel no era su lugar y, en tanto las bromas y los chistes y el caos
general seguían durante la cena, notó cierta tensión en el pecho. Podría
acostumbrarse a eso. Y era lo bastante lista como para saber que sería una
idea espantosa.
Después de que recogieran los platos de la cena y la familia se dividiera
en conversaciones más pequeñas, Anna salió de la cocina de puntillas y se
dirigió al pasillo. Sabía que en el porche delantero, junto al jardín,
encontraría un lugar tranquilo. Gabe le había dicho que las plantas y las
flores eran cosa de Dorothy, y la anciana había estado encantada de
cuidarlas, durante más tiempo del esperado tras el diagnóstico. John y
Elizabeth habían contratado a un jardinero para que acudiese una vez a la
semana. Aun así, a Dorothy le gustaba sentarse allí por la noche, después de
cenar, y observar unas flores que ya no recordaba haber plantado.
Con aquella idea en mente, Anna recogió la mochila del despacho antes
de encaminarse hacia la puerta principal para acompañar a Dorothy en su
sitio habitual. Cuando la semana anterior conoció a la anciana, algo se había
encendido en su mente, algo que llevaba una buena temporada dándole
vueltas a la cabeza. Aquella mañana, Anna había ido a la biblioteca, y le
traía una especie de regalo a Dorothy.
—Hola. —Se detuvo delante de la anciana, retorciendo la correa de la
mochila con las manos.
—Hola —murmuró Dorothy, que se giró hacia ella sin expresión alguna
en el rostro, y a continuación se volvió de nuevo hacia el patio delantero.
—¿Le gusta escuchar música? —Anna se desplomó en la silla que había
delante de la mujer.
Dorothy asintió, pero Anna no sabía si estaba respondiendo a la pregunta
o meciéndose como tenía por costumbre.
Anna metió una mano en la mochila y sacó un par de CD de música. Le
mostró las cajas de plástico a la anciana.
—¿Los conoce? ¿Frank Sinatra, Dean Martin, Ella Fitzgerald?
Dorothy tendió la mano para agarrar un CD y recorrió con el dedo la
mejilla de un sonriente Dean Martin. Asintió ligeramente.
El año anterior, al volver a casa del instituto, Anna había comprado un
viejo discman en un rastrillo, y había merecido cada centavo; si se ponía los
auriculares en el comedor del instituto, era capaz de estudiar sin oír los
comentarios de sus compañeros sobre la mochila que ella llevaba desde la
primaria, los zapatos que habían pasado de moda dos años antes o sus tiques
para comer gratis.
El reproductor de CD la había ayudado a superar muchos momentos de
soledad, y nadie podía estar más sola que una anciana atrapada en sus
recuerdos.
—¿Le apetece escuchar un poco? —Anna se le acercó y le puso los
auriculares en los oídos, con cuidado para no destrozar su plateada
permanente.
Dorothy alzó las manos para tocar los cascos que le cubrían las orejas,
pero permaneció en silencio.
Anna pulsó el botón de reproducir, y las primeras notas de piano
tintinearon débilmente por los diminutos altavoces. Dorothy siguió
sujetándose los auriculares sobre los oídos y contempló el jardín. Al cabo
de un minuto, miró a Anna con una sonrisa.
Anna se quedó tan sorprendida que se recostó en el asiento. Dorothy se
mecía adelante y atrás, pero esa vez parecía moverse al son de la música.
Un minuto más tarde, sonó un gruñido procedente de la anciana. Un
zumbido grave y gutural. La canción terminó y comenzó otra. Dorothy
siguió tarareando y, cuando la canción llegó al estribillo, abrió la boca y
empezó a cantar.
Sorprendida, Anna se tapó la boca con una mano. La voz de Dorothy era
áspera, probablemente porque hacía tiempo que no la usaba, pero tenía un
tono agradable y las notas sonaban afinadas. Le cambió la cara al cantar, se
le colorearon las mejillas y le brillaron los ojos. Anna se llevó las manos a
las sienes para contener el inesperado escozor que notaba en los ojos.
Dorothy iba por la mitad de la siguiente estrofa cuando la voz
amortiguada de Gabe desde el interior de la casa devolvió a Anna a la
realidad.
—¿Habéis visto a Anna?
—Hace nada estaba aquí —contestó Elizabeth—. ¿Oís cantar a alguien?
Un par de pasos avanzaron por el pasillo. Anna contuvo la respiración y
se irguió en el asiento. Elizabeth apareció tras la puerta y parpadeó al ver a
una Dorothy que seguía cantando; pasó la vista a Anna y luego de regreso a
su madre. Abrió la boca y aferró el delantal con una mano.
—¡Santo cielo!
—¿Mamá? ¿Qué pasa? —Unos pasos más fuertes corrieron por el pasillo,
y Gabe apareció junto a su madre. Al comprender que la que estaba
cantando era su abuela, abrió los ojos como platos—. Dios mío.
Anna vio cómo Gabe y Elizabeth abrían la puerta mosquitera y salían al
porche en un silencio de perplejidad. A ella se le aceleró el corazón y su
mente quiso encontrar una explicación, pero no había ninguna. No conocía
de nada a la familia de Gabe. Que la semana anterior la hubiesen recibido
con los brazos abiertos no le daba ningún derecho a molestar a su enferma
pariente. ¿En qué había estado pensando?
Gabe se giró hacia Anna.
—¿Frank Sinatra?
Anna se secó las manos sudadas sobre los vaqueros y agarró la caja de
CD, temblorosa.
—Pensé que quizá fuese de su época.
En ese momento, Rachel apareció frente a la puerta.
—¿Quién está cantando? —quiso saber. Y añadió—: ¿La abuela? —
Abrió la puerta de par en par.
La canción de Dorothy llegó al final y, durante unos instantes, en el
porche se hizo un silencio sepulcral. Ningún coche pasó por la calle, ningún
pájaro cantó desde los árboles. Anna se encogió en la silla y deseó que
existiera una manera de escabullirse de allí sin que nadie se diera cuenta.
Pero estaba atrapada, y era solamente culpa suya.
Dorothy miró a los ojos a Elizabeth y sonrió.
—¿Te acuerdas de esta canción, Lizzie? A tu padre y a mí nos gustaba
bailarla en el comedor.
Elizabeth soltó un grito ahogado detrás de la mano con la que se tapaba
los labios, y su rostro se arrugó. Con un reguero de lágrimas en ambas
mejillas, corrió junto a su madre y se sentó a su lado en el sofá.
—Sí, me acuerdo, mamá —le susurró tomándole una mano.
—¡Joder! —masculló Rachel desde la puerta, y dio media vuelta para
entrar en la casa, seguramente a informar al resto de la familia.
Anna estaba sobrepasada por la necesidad de echarse a llorar y respiró
hondo, temblando, para intentar contenerse. Tal vez fuera la inesperada
presencia de Dorothy o la forma en la que Gabe la estaba mirando, con cara
indescifrable. Deseaba retroceder dos semanas en el pasado, antes de que le
asignaran a Gabe como compañero, antes de que empezara a comportarse
como aquella persona impulsiva a la que no reconocía.
—A lo mejor habría que darles unos minutos. —Anna se puso en pie,
pasó por delante de Gabe y huyó dentro de la casa. Notó que él la seguía,
pero aceleró el ritmo por el pasillo. No sabía hacia dónde se dirigía;
tampoco es que hubiera algún sitio donde esconderse. Sin embargo, siguió
caminando hasta que Gabe le puso una mano en el codo y la giró
suavemente para mirarla a los ojos.
—¿Cómo sabías que la música le activaría la memoria de ese modo?
Anna se removió y se quedó mirando la mano de él sobre su brazo.
—No lo sa-sabía. —Procuró que los temblores abandonaran su voz—. No
del todo. O sea, un día leí en un libro de neurociencia que los receptores del
cerebro que recuerdan la música y que responden a ella son los últimos en
deteriorarse cuando alguien tiene alzhéimer. Por eso se me ha ocurrido que
los CD quizá la ayudaban a conectar con algo. —Se miró los pies. Tenía un
agujero en el calcetín en el que no se había fijado.
—¿Lo leíste en un libro de neurociencia?
Cuando él lo decía en voz alta, sonaba todavía más raro.
—Sí.
Gabe guardó silencio y, cuando Anna levantó la vista, la estaba mirando
de forma extraña.
—¿Qué? —le preguntó, cautelosa.
—Nada. Es que… me sorprendes.
Anna no sabía a qué se refería con eso y le daba demasiado miedo
preguntar. Se escabulló, entró en el despacho a recoger las cosas y, cuando
ya no pudo seguir evitándolo, cruzó el pasillo rumbo a la cocina para
despedirse.
La conversación se detuvo en cuanto entró. Obviamente, estaban
hablando de ella.
Se quedó junto a la puerta y, al final, fue Rachel la que rompió el silencio.
—Ha sido estupendo, en serio.
—¡Eres igual que la mujer del libro que leemos sobre Helen Keller en la
escuela! —Leah daba saltitos sin parar.
John la llevó a un lado y le dijo que no se hacía una idea de lo importante
que era lo ocurrido para Elizabeth, y que nadie en la familia lo olvidaría
jamás.
Cuando Gabe y ella se marchaban, Elizabeth fue a su encuentro y le dio
un fuerte abrazo. Acto seguido, le dio un apretón en la mano.
—Por favor, vuelve la semana que viene. En esta casa siempre serás
bienvenida, siempre.
Anna le devolvió el apretón, sintiéndose translúcida y frágil, como las
hojas de un jardín después de la primera helada. Un fuerte viento podría
hacerle un agujero en el cuerpo. Deseaba regresar a esa casa la semana
siguiente. Deseaba tener un lugar donde siempre fuera bienvenida, siempre.
Una tarde de finales de abril, Gabe detuvo el coche delante del edificio de
Anna y aparcó con los ojos clavados en el porche delantero. Siempre que
iba a recoger a Anna para trabajar en su proyecto, estaba atento para vigilar
a Don, y en un par de ocasiones lo había visto fumando delante de la casa.
Pero Anna siempre cruzaba el porche y subía al coche sin siquiera mirar en
dirección a Don y afirmaba que no la había molestado desde el día de
Navidad.
Gabe sabía que, al cabo de un par de meses, ya no iba a estar por ahí para
seguir protegiendo a Anna, así que esperaba que su madre hubiera arreglado
la situación del todo.
Era extraño pensar que no la vería cada pocos días o que no sabría lo que
le ocurriría en la vida. Seis meses antes, a Gabe lo había molestado que
Anna fuera su compañera en el proyecto, y de pronto casi temía el momento
en el que ya no iban a discutir sobre teorías económicas y sobre a quién le
tocaba analizar una hoja de cálculo. A principios de ese mes, había
formalizado la matrícula con la Universidad de Chicago. En otoño,
empezaría un máster y trabajaría como ayudante de uno de los profesores
más prestigiosos del campo. Pero a veces se preguntaba si allí encontraría a
alguien con quien trabajase tan bien como con Anna.
Con eso en mente, echó un nuevo vistazo al porche. Anna no lo esperaba
donde siempre, así que Gabe bajó del coche para esperarla. Se acercó a la
puerta, pero se detuvo cuando oyó una discusión procedente del interior del
edificio.
Alguien estaba gritando, y ese alguien sonaba muy parecido a Anna.
Gabe subió las escaleras de dos en dos, tropezó con un libro y golpeó la
puerta con el hombro. Al abalanzarse hacia delante, la puerta se estampó
contra la pared con un chasquido.
Anna y el casero ni siquiera miraron en su dirección.
—¡Usted sabe que estaba todo ahí! —chilló Anna cuando Gabe se le
acercó. Se encontraba en el extremo opuesto del pasillo con las manos en
las caderas y una mirada asesina.
Don apoyó el brazo en la pared, delante de ella, y le impidió acceder a la
puerta.
—Lo que sé es que en el sobre solo había doscientos dólares. Eso
significa que me debes otros doscientos. —Don se tambaleó hacia Anna, y
ella se echó hacia atrás y se dio un golpe con la pared.
Gabe echó a correr por el pasillo y empujó a Don hasta colocarse junto a
Anna.
—Eh. ¿Qué está pasando?
—¡Le he visto abrir el sobre y mirar el contenido! —Anna seguía
taladrando a Don con la mirada.
—Sí, pero no lo he contado. —Don hablaba arrastrando las palabras—.
Cuando luego he vuelto a casa, lo he contado y he visto que faltaba dinero.
—¡Miente! ¡Faltaba dinero porque usted se lo ha quedado!
—¿Ah, sí? Y ¿cómo lo vas a demostrar? —Don dio una calada al
cigarrillo y soltó el humo en dirección a ella.
Anna se puso un brazo sobre la barriga y se tapó la boca con la otra mano.
Las lágrimas que amenazaban con derramarse por sus mejillas hacían un
ardiente agujero en las entrañas de Gabe.
—Anna. —Le sujetó un brazo.
Ella siguió mirando a Don como si no lo hubiera oído.
—Le he dado…, le hemos dado todo lo que tenemos. Era la cantidad
total. No puedo…, no podemos pagarle más.
—¿Se trata otra vez del alquiler? —Gabe se giró hacia Don.
—Exacto. —Y fue como si en la cabeza del casero se hubiera encendido
una bombilla—. ¿Llevas algo de dinero?
Al final, Anna reparó en la presencia de Gabe y se giró.
—¡No te atrevas a darle dinero! ¡Yo ya le he pagado! ¡Está mintiendo!
Gabe miró a Don, bastante seguro de que estaba borracho. Debería darle
el dinero necesario para que dejara tranquila a Anna, pero su amiga lo
mataría si sacaba la cartera. Negó con la cabeza.
—Mira, cuando la madre de Anna vuelva a casa, lo habláis y ya está.
—Cuenta con ello. ¿Dónde está tu madre, genio?
—Trabajando.
—Me da igual que se haya unido a un maldito circo. Quiero mi dinero. Y
este mes no lo habéis pagado todo.
—¡Que sí!
—Verás, a mí me parece que tenemos tres opciones. —Don contó con sus
gordos dedos—. Uno: me pagáis el dinero que me debéis. Dos: os echo de
una patada en el culo. O tres… —Hizo una pausa y una sonrisa se abrió
paso en su rostro rubicundo.
Gabe tuvo un claro presentimiento de a qué se refería. Le agarró el codo a
Anna y la empujó hacia la puerta.
—Anna, vámonos.
Don intentó sujetarle el brazo también, pero no lo consiguió y se
tambaleó hacia delante. No solo había bebido, sino que estaba como una
cuba.
—O tres —farfulló—, te dejas la piel. Te pasas luego por mi casa, y te
muestro una forma fácil de ganar unos cuantos cientos de dólares. Espero
que tu madre te enseñase sus trucos.
Sin pararse a pensarlo, Gabe se le acercó y lo estampó contra la pared. El
cigarrillo salió disparado de la boca de Don y cayó al suelo.
—¿Eres un puto pervertido? —Gabe le clavó el antebrazo en el pecho
para inmovilizarlo contra la pared—. ¡Tiene dieciséis años!
—¡Gabe, para! —Anna tiró de su brazo, pero él la apartó sin cambiar de
postura.
—¡Suéltame! —gritó Don al intentar forcejear. Pesaba por lo menos
treinta kilos más que Gabe, pero él era un palmo más alto y estaba en
mucha mejor forma física.
—No te acerques a ella ni un pelo —le advirtió con voz grave, más cerca
aún del hombre.
—Gabe, para. —Anna le dio otro tirón—. ¡Gabe! Por favor.
En ese «por favor» había algo, como si apenas pudiera respirar, que hizo
que Gabe girara la cabeza hacia ella.
—Por favor. Vámonos y ya está —susurró, más derrotada de lo que nunca
la había visto. En el pecho de él se removió algo, y asintió.
Después de darle un buen empujón, Gabe se apartó de Don y le agarró el
brazo a Anna.
—Vamos. —La urgió a recorrer el pasillo y a cruzar la puerta.
Don recuperó el cigarrillo y los siguió a trompicones hasta la barandilla
del porche.
—Más te vale que me des mi dinero o iré yo mismo a buscarlo. —La
amenaza había sonado alta y clara.
Se metieron en el coche y Gabe arrancó para salir disparado por la calle.
A unas cuantas manzanas de la casa de Anna, viró hasta la acera y apretó el
freno.
—Anna. —Se giró en el asiento para mirarla a los ojos.
Estaba sentada con los brazos cruzados y los huesudos hombros
levantados hasta las orejas.
—Anna —lo intentó de nuevo con tono más amable—. Sé que tu madre
trabaja mucho, pero ¿por qué no se encarga de esas cosas? Tú eres una niña.
No debería ser problema tuyo.
—No soy ninguna niña. —Se le aceleró la respiración.
—Tienes dieciséis años. No deberías soportar las tonterías de ese imbécil.
—Las tonterías de ese imbécil no son nada comparado con todo lo que he
tenido que soportar. —Finalmente, lo miró a la cara—. Nunca he podido ser
una niña.
Gabe analizó su rostro en busca de una pista para comprender lo que no
entendía.
—¿Qué pasa?
Sin duda, algo oscuro y terrible. Sin embargo, Anna se apartó de él y se
quedó mirando por la ventanilla de su lado.
—Nada. Da igual.
Gabe no sabía qué ocurría, pero odiaba que Anna tuviera que gestionarlo
sola.
—Oye. —Extendió un brazo y le agarró la mano.
Anna aseguraba que no era ninguna niña, pero en esos instantes parecía
una niña perdida. Estaba muy delgada, la ropa prácticamente le iba enorme
y sus ojos desprendían miedo.
Él se sintió como una mierda por haberla agarrado y arrastrado antes para
apartarla de Don. Podría haberle hecho daño.
—¿Podemos dejar de hablar de esto, por favor? —Ella se apartó un poco
—. Yo me encargaré de solucionarlo, ¿vale? Hablemos de nuestro proyecto.
—Me importa un bledo nuestro proyecto.
—¡Pues a mí no! Terminarlo es lo único que me importa. Déjalo de una
vez.
Gabe abrió la boca para protestar, pero la cerró al poco. Anna lo
fulminaba con la mirada, con los brazos cruzados, y él la conocía lo
suficiente como para saber que no iba a sacar nada en claro. Negó con la
cabeza y arrancó el coche. Anna no pronunció ni una sola palabra en todo el
trayecto hasta la casa de los padres de Gabe.
Cuando llegaron, se sentó delante del ordenador sin decir nada y repasó
su presentación. Comentaron varios cambios sin importancia en el diseño,
pero ella hablaba con voz plana e inexpresiva, como si no le importase
nada. En cuanto terminaron, huyó del despacho para ir a hablar con Rachel,
y Gabe se dirigió hacia la cocina para ayudar a su madre con la cena.
Gabe llevó a Anna a casa, y lo alivió que el casero no estuviera por ninguna
parte. Insistió en acompañarla hasta su piso y le hizo prometer que cerraría
la puerta con llave y pestillo, y que hablaría con su madre acerca de lo que
había ocurrido unas horas antes. Quizá estaba perdiendo el tiempo. Era
evidente que hablar con su madre no servía de nada, y tenía la sensación de
que en la historia de Anna había mucho más de lo que esta contaba.
En los dos últimos semestres, Gabe se había pasado mucho más tiempo
con Anna que con cualquier otro de sus amigos, pero seguía sin saber gran
cosa de su vida familiar. Era obvio que era pobre. Aparte de los
encontronazos con el casero sobre el alquiler, también había que contar el
destartalado edificio, así como el hecho de que trabajase casi todas las
tardes/noches en el supermercado, al salir de clase.
Después de que la madre de Anna no hubiera podido acudir a la cena de
Navidad, su familia no había llegado a conocerla. La habían invitado varias
veces, pero Anna siempre inventaba alguna excusa. Era raro que a su madre
no le preocupase que su hija de dieciséis años estuviera fuera de casa hasta
tarde, o que no hubiera querido conocer al joven universitario con el que
Anna pasaba tantísimo tiempo.
Y luego estaba el problema con el casero. La forma en la que acosaba a
Anna era inquietante, pero las amenazas y los asquerosos comentarios
sexuales parecían igual de peligrosos.
Cuando regresó en coche a su casa, Gabe se preguntó si debería haber
llamado a la policía. A fin de cuentas, el casero estaba borracho y había
amenazado a Anna, que era menor de edad. Pero era la palabra del casero
contra la suya, y no se había cometido ningún delito. Gabe no quería irritar
más al tipo y que estuviera al acecho la próxima vez que Anna regresara
una noche tarde a casa.
No, no necesitaba que los policías hicieran nada por allí.
Lo que necesitaba era respuestas. Unas que lo ayudarían a asegurarse de
que Anna estaba a salvo y de que alguien la cuidaría cuando él se marchase
de la ciudad.
Tan pronto como Anna entró en su oscuro piso, supo que le habían vuelto a
cortar la luz. Soltó una maldición y avanzó a tientas en la negrura; se dio un
golpe en la cabeza con un armario al buscar una vela debajo del fregadero
de la cocina.
En cuanto encendió la vela y la puso sobre la mesita de centro, oyó que
alguien llamaba a la puerta. A Anna le dio un vuelco el corazón al pensar
enseguida en el casero. Al regresar a casa, le había pagado el dinero que
según él le debía, aunque sabía que se lo había pagado todo la primera vez.
Pero no podía demostrarlo, y no tener luz durante un rato no era nada
comparado con que la echaran de allí. No tendría ningún sitio al que ir.
Anna respiró hondo. Seguro que Don estaba en su casa, regodeándose con
el dinero caído del cielo. La dejaría en paz durante un par de semanas, por
lo menos hasta que tuviera que pagarle el alquiler de nuevo.
Volvieron a llamar a la puerta, y a ella se le formó un doloroso nudo en el
pecho. Antes de que pudiera evitarlo, la imagen de su madre se encendió en
su mente.
«No». Su madre no llamaría, ¿verdad que no? ¿Ni siquiera después de
tanto tiempo? Probablemente fuese la señora Janiszewksi, la anciana de la
planta de arriba. A veces Anna la ayudaba con cosas, y a la señora
Janiszewksi le gustaba llevarle galletas para darle las gracias. Unas galletas
estarían muy bien, ya que en el piso casi no tenía nada que comer. Además
del recibo pendiente de la luz, la mayor parte del dinero para la comida de
ese mes había terminado en manos de Don.
Anna abrió la puerta, y una sorpresa la zarandeó.
No era la señora Janiszewksi.
Gabe se encontraba en el umbral. La tenue luz del fluorescente del pasillo
le convertía el pelo oscuro en un negro azulado. ¿Qué estaba haciendo allí?
—¡Gabe! ¿Cómo has entrado en el edificio? —Se apoyó en el marco de la
puerta y entornó la puerta para que él no viese el interior de su casa.
—Alguien había vuelto a dejar la puerta abierta con un libro —gruñó—.
Te diría que le comentaras a vuestro casero que no es una decisión
demasiado segura, pero me da la sensación de que le importaría una mierda.
¿Puedo pasar?
—Pues… —«Madre de Dios. No». Anna miró tras de sí. Sobre la mesa
había una solitaria vela. No quería que Gabe entrase, sobre todo en ese
instante—. Ahora no es un buen momento.
—Ahora es un momento perfecto —comentó Gabe, y, antes de que ella
pudiera impedírselo, la apartó y entró en su piso.
Anna respiró hondo. Su estómago revuelto no tenía que ver con que no
hubiera comido nada.
Gabe se quedó en el centro del comedor y parpadeó para adaptarse a la
oscuridad. Una ventaja de que le hubieran cortado la luz era que por lo
menos él no vería el cuchitril que era su piso.
—¿Por qué está tan oscuro? —Gabe se acercó a la pared y se dirigió al
interruptor. Lo accionó, pero no ocurrió nada. Y luego probó con la lámpara
de la mesita—. ¿Por qué no hay luz?
—Dentro de unos días me la devolverán. —«O el mes que viene».
Gracias a Dios, era primavera, pues de lo contrario moriría congelada.
—¿Por qué no tienes luz ahora?
Anna se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada. ¿Qué derecho tenía a
aparecer en su piso para lanzarle preguntas? Gabe la miró a los ojos e imitó
su expresión hasta que ella —«maldito sea»— apartó la vista.
—No he podido pagar la factura, ¿vale? Le he tenido que dar al casero el
dinero que según él le debía, o me echaría a la calle.
—¿Te echaría a ti? ¿Qué pasa con tu madre?
«Claro».
—Nos echaría, quiero decir.
—Ya. —Gabe deambuló hacia el dormitorio y se quedó en el umbral de la
puerta, escrutando la oscuridad—. Y ahora mismo ¿está trabajando?
—Sí —respondió Anna con cautela.
—¿En la residencia?
—Mmm. Sí.
—¿En serio? —Gabe se giró y la miró nuevamente a los ojos—. Es
curioso, porque he pasado por la residencia y me han dicho que lleva años
sin trabajar allí.
Toda la sangre le abandonó la cabeza, y Anna tuvo que sujetarse al
respaldo del sofá para no desplomarse.
—¿Que tú qué?
—¿Dónde está tu madre? —le preguntó Gabe en voz baja.
—Está… No es asunto… —balbuceó Anna—. ¿Qué derecho tienes a
hurgar en mi vida?
—Anna. ¿Dónde está? —La voz de Gabe sonó más amable, algo que no
hizo sino empeorar la situación.
Ella apartó la mirada. «Lo sabe». No serviría de nada negarlo.
—No lo sé, ¿vale?
—¿Qué significa que no lo sabes? —Gabe la observaba fijamente.
¿De verdad iba a conseguir que se lo contase todo? Anna movió una
mano en el aire.
—Se marchó. Huyó. Lo último que sé es que estaba en California.
—¿Cuándo se marchó?
—Hace tiempo. —Anna se apretó las sienes con las manos porque le
había empezado a martillear la cabeza. «Esto no está pasando».
Gabe estaba delante de ella, con los brazos cruzados, y no pensaba ceder.
—Hace dos años. —Suspiró.
—Es decir, ¿llevas dos años viviendo aquí tú sola? —Gabe dio un paso
atrás.
Anna se encogió de hombros.
—¿Y el alquiler y las facturas y todo lo demás?
—Llevo desde los trece trabajando en el supermercado. Me pagan en
negro.
—Por Dios, Anna.
Tampoco es que tuviera otra alternativa. ¿Por qué la miraba como si fuera
culpa suya?
—¿A ti qué más te da? Vamos a sacar un sobresaliente en nuestro
proyecto. No tienes que preocuparte por mi desgraciada vida. Todavía no se
ha interpuesto en mis estudios.
—A mí no me preocupa una nota. —Gabe entornó los ojos.
—Entonces, ¿qué más te da? —Había alzado la voz.
—En este momento, no lo tengo claro.
Anna dio una palmada en el respaldo del sofá.
—Pues ¡deja de meterte! ¡Mi vida no es asunto tuyo!
—Es asunto mío cuando un tipo borracho te amenaza y tengo que
intervenir para sacártelo de encima.
—¡Nadie te pidió que lo hicieras!
—¿Sabes una cosa? —Gabe empezó a caminar por el comedor—. Para
ser tan lista, estás siendo muy tonta.
—¡Porque no quiero que investigues a mis espaldas y revuelvas las cosas!
Si alguien se entera de que mi madre… —Anna bajó la voz. Las paredes de
aquel viejo edificio no eran tan gruesas—. Mira, mi madre se fue y estoy
viviendo sola. ¿Cómo crees que va a terminar la cosa? ¿Dónde crees que
voy a terminar yo?
—No lo sé, Anna. —Se detuvo en seco—. Pero no puedes seguir
viviendo así.
Se lo quedó mirando con incredulidad. ¿Tan ciego estaba?
—¿Lo dices en serio? ¿Qué me propones que haga? ¿Cuáles son mis
opciones, Gabe?
—¿No tienes más familia?
Anna recordó el día en el que los asignaron como compañeros en clase,
cuando pensó que él era un muchacho arrogante que no tenía ni idea de lo
difícil que era todo.
—Mi madre huyó de sus padres maltratadores cuando tenía dieciséis
años. Y en cuanto a mi padre… —Se rio porque la mera idea de tener un
padre era ridícula—. Bueno, elígelo tú. A lo mejor fue un doctor casado con
el que mi madre tuvo una aventura cuando trabajaba en la residencia. O
quizá uno de sus numerosos novios vagos que estuvieron yendo y viniendo.
O tal vez sea la hija de un camello. ¿Quién demonios lo sabe?
—Yo apuesto a que fue el doctor. —Gabe se la quedó mirando un buen
rato.
—Ah, gracias. Muy útil.
Se taladraron con la mirada el uno al otro desde extremos opuestos del
comedor hasta que Gabe dio media vuelta, agarró la vela de la mesa y se
dirigió hacia la cocina. Abrió la puerta de la nevera. Anna pensó en gritarle
que lo dejase correr, pero sería en vano. Se quedó observando con
impotencia cómo Gabe analizaba la vacía nevera y luego abría y cerraba un
par de armarios llenos de platos desparejados y latas abolladas.
Se detuvo cuando encontró una solitaria lata de guisantes y un paquete de
macarrones con queso.
—No tienes luz. Y ¿esta es toda la comida que tienes en casa?
Anna apretó los labios y contempló la vela titilante, que se reflejaba en la
ventana.
—Y por no hablar de tu casero. ¿Quién sabe lo que podría pasarte un día
que llegues sola y tarde a casa? Aquí no estás a salvo.
—Tendré suficiente comida cuando me paguen dentro de unos días. —
Pero aquello no era del todo cierto. Se vería obligada a guardar la mayor
parte del sueldo para el alquiler del mes siguiente. Y para la factura de la
luz. Apartó aquella verdad de su mente—. Lo de la luz es algo temporal.
—Y ¿qué pasa con el casero?
—Con el casero puedo arreglármelas yo.
—¿Cómo piensas hacerlo? ¿Pagándole de más cada vez que te engañe?
¿O haciéndole los «favores» que quiere en lugar de pagar? —Utilizó los
dedos para hacer las comillas en el aire, con la voz teñida por la repulsa.
¿Cómo se atrevía a usar ese tono de burla cuando no tenía ni idea de lo
que significaba sobrevivir? «Ni puñetera idea».
—¡Quizá sí! ¡Si es lo que hace falta! —Si seguía alzando la voz, los
vecinos la oirían, pero ya le importaba un comino. No sería la primera vez
que los vecinos oían una discusión desde su piso. Por lo general, subían el
volumen de la televisión para dejar de oírlas—. Me queda solo un año. Uno.
Y ya tendré casi dieciocho años y habré terminado el instituto. Si consigo
pasar este año, sé que empezará la cuenta atrás para acabar la universidad.
Es mi única opción. —Su voz se volvió fría y lo miró con los ojos
entornados—. Pero tú no sabes nada de lo que se siente. Nunca has tenido
que trabajar. Por lo tanto, no me sueltes sermones sobre mi vida cuando tú
te la has pasado dejando que tus padres te lo dieran absolutamente todo.
—Vaya. —Gabe retrocedió.
La rabia de Anna se derramó antes de que pudiera evitarlo.
—Deja de tratarme como si fuera tu proyecto de servicios sociales. No te
necesito. Me he cuidado sola durante toda la vida.
—¿Estás de broma? —Gabe subió la voz—. ¿Crees que quedo contigo
porque para mí no eres más que un proyecto?
—No lo sé. No me importa. Déjame en paz.
—Anna…
Se giró hacia él y le gritó:
—¡Sal ahora mismo o te juro por Dios que llamaré a la policía!
Era mentira. De ninguna manera llamaría a la policía. Lo primero que
harían sería preguntarle dónde estaba su madre. Gabe también debía de
saberlo, pero no protestó. Se limitó a quedarse donde estaba, con un puño
apretado y un temblor en un músculo de la mandíbula. Acto seguido, dejó la
vela sobre la mesita de centro y salió del piso dando un buen portazo tras de
sí.
Anna se desplomó en el sofá. No se acordó de cenar, no tenía hambre. El
latido de la cabeza casi se había transformado en una migraña con todas las
de la ley a medida que empezaba a asimilar la gravedad de lo ocurrido. No
solo Gabe sabía ya que le había mentido sobre su madre, sino que no tenía
ni idea de lo que iba a hacer él con esa información.
¿Y si cometía alguna estupidez como entregarla a los servicios sociales
pensando que lo hacía por ella? No tenía ni idea de que eso le arruinaría la
vida por completo. Legalmente, seguía siendo menor de edad, y la
mandarían a un hogar de acogida a vivir con una familia a la que no conocía
y de la que no podría fiarse. Pero aquello no era lo peor de todo.
Lo peor de todo era lo que tal vez saldría a la luz si alguien empezaba a
hurgar en el pasado de su madre. En su propio pasado.
Cuántos secretos espantosos podrían llegar a desenterrar.
Media hora más tarde, Anna estaba en el mismo lugar del sofá, observando
el titileo de la vela sobre la mesa y la cabeza dándole vueltas. Dio un brinco
cuando alguien llamó a su puerta. ¿Gabe ya había llamado a la policía? O
quizá era un vecino que se había quejado al casero por los gritos de antes.
No había ningún sitio donde esconderse. No había cerrado la puerta con
el pestillo, ni siquiera recordaba si con llave, así que quienquiera que fuese
podría entrar sin más. Con las manos temblorosas, se incorporó y abrió la
puerta.
Gabe estaba al otro lado, esa vez con dos bolsas de la compra en las
manos.
Anna se armó de valor para comenzar una nueva discusión con él, pero
Gabe tan solo le puso las bolsas en las manos, se giró y se marchó sin
pronunciar palabra.
Ella se quedó en el umbral de la puerta en tanto los pasos de él se perdían
por las escaleras y se oía el portazo del portal, y a continuación cerró la
puerta de su piso con llave. Se dejó caer sobre el sofá y, bajo la tenue luz de
la vela, sacó cosas de las bolsas y las puso sobre la mesa. Una hogaza de
pan. Un paquete de galletas saladas. Tres tarros de manteca de cacahuete.
Una docena de latas de sopa, judías y verduras. Una bolsa de manzanas.
Se recostó en los cojines del sofá y contempló la comida que abarrotaba
su mesa de centro, sin molestarse siquiera en enjugarse las lágrimas que no
dejaban de manar sobre sus mejillas.
11
Esa misma tarde, se pusieron con el proyecto por última vez. Lo único que
quedaba era presentarlo ante la clase a la semana siguiente. Pero Anna no
tenía ninguna prisa por que terminase, así que se entretuvo en el despacho
de John para comentar los detalles más nimios. Como Gabe le había
propuesto repasarlo todo de nuevo, por tercera vez, quizá él tampoco tenía
ninguna prisa.
Cuando no encontraron nada más que hacer, Gabe se fue a la cocina para
preparar unos sándwiches, y Anna se desplomó en la butaca de lectura del
rincón. Observó la habitación que en los últimos meses se había vuelto tan
familiar para ella. Tal vez fuese una de las últimas ocasiones en las que se
sentaba allí. El proyecto estaba terminado, y ya no habría más excusas para
acudir a una cena en esa casa. Gabe se iría a estudiar a Chicago al cabo de
un par de meses, y ella se concentraría en la selectividad y en las solicitudes
para las universidades. Por no hablar de que seguiría trabajando en el
supermercado e intentando ahorrar el suficiente dinero para pagar el alquiler
y las facturas todos los meses. Se hundió en la butaca bajo el peso de tantas
responsabilidades.
Trabajar en el proyecto había sido una inesperada vía de escape a su vida
real, pero había llegado a su fin. El año siguiente se extendía ante ella sin
que los martes por la mañana trabajase en el proyecto con Gabe ni los
domingos por la noche cenara con los Weatherall.
Había pasado una buena parte de su vida sola, pero hasta ese momento no
se había dado cuenta de lo sola que había estado.
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que, para cuando se dio
cuenta de que Gabe no había regresado al despacho, habían transcurrido ya
diez minutos. Quizá su madre y su padre habían vuelto del trabajo por la
puerta trasera. Era probable que se hubiera puesto a hablar con ellos en la
cocina. Anna suspiró y se puso en pie para ir a saludarlos. «Hoy se acabó el
obsesionarse». Estaba decidida a disfrutar de los últimos días que pasaría
con los Weatherall. Más tarde ya habría tiempo suficiente para sentir
tristeza.
Anna salió del despacho y encaminó el pasillo hacia la cocina; al avanzar
por el corredor, oyó la voz grave de Gabe, seguida de murmullos de John y
Elizabeth. Por lo visto, había estado en lo cierto, y los padres de él habían
regresado. Anna se detuvo cuando oyó la palabra «preocupada» en voz de
Elizabeth y «problema» en voz de John. El tema que estuvieran tratando
parecía serio, y Anna pensó que tal vez no debería interrumpirlos.
Iba a girarse para volver al despacho cuando oyó a Gabe pronunciar su
nombre.
Anna se quedó paralizada. Estaban hablando sobre ella. Sin hacer ruido,
avanzó de puntillas hasta la puerta de la cocina.
—Creo que Gabe debería decírselo —susurró Elizabeth.
—Estoy de acuerdo —convino John—. Será más fácil si se entera por él.
—Debe saber que no puede seguir en esa situación. —La voz de
Elizabeth voló hasta el pasillo.
Conmocionada, Anna se tapó enseguida la boca con las manos. Sabía sin
miedo a equivocarse de qué iba aquello. Estaban planeando tenderle una
emboscada. Había confiado en Gabe, y él había corrido a contárselo todo a
sus padres. Anna se quedó observando el suelo, y las lágrimas amenazaron
con derramarse. La traición dolía casi tanto como darse cuenta de que
estaba a punto de perder todo lo que le había costado tantísimo conseguir.
—Seguro que, en cierto modo, será un alivio —continuó Elizabeth.
«¿Un alivio?». Ay, Dios. Había llegado el momento en el que empezarían
a hablar de servicios sociales y hogares de acogida como si no fuera para
tanto, como si fuera un lugar seguro.
«Como si no fuera el fin de todo».
Confiar en Gabe había sido el error más grande que había cometido en
toda su vida. Confiar en esa familia había sido el error más grande que
había cometido en toda su vida. Y lo peor de todo era que lo había sabido
desde el principio.
Anna dio media vuelta y se alejó con el mayor sigilo posible para regresar
al despacho. Se detuvo en el umbral de la puerta y lo observó por última
vez. El ordenador de la mesa seguía abierto con la presentación en la que
Gabe y ella habían estado trabajando unos minutos antes.
Todos los sacrificios que había hecho, las incontables horas de trabajo que
había invertido en ese proyecto pensando que podría ser un trampolín a su
futuro, a becas y a una oportunidad para tener una vida mejor. Una vida
como la que tenían los Weatherall.
Lo más irónico de todo era que serían precisamente ellos quienes
arruinarían su futuro.
Anna no pensaba asistir a la presentación. No pensaba ir a clase, por lo
que todos sus esfuerzos, sus madrugones y las horas durmiendo en la
biblioteca entre libros habrían sido en vano. Y no solo la clase de Economía
Mundial, sino todo por lo que había trabajado en los últimos años. Si se
marchaba, sería una sintecho, una fugitiva, una desertora del instituto. ¿Qué
universidad aceptaría a una chica como ella?
Todo se habría terminado.
Pero si se quedaba allí también habría terminado. Se la llevarían y la
mandarían con los servicios sociales, con los que iría de un hogar de
acogida a otro sin tener voz ni voto. Sería una estadística de un sistema que
no se preocupaba por la gente pobre como Anna o su madre. De lo
contrario, hacía tiempo que alguien se les habría acercado para ayudarlas.
El corazón de Anna se estrujó de pronto al caer en la cuenta de otra cosa
horrible. ¿Y si aparecía la policía y empezaba a hacer preguntas? Alguien
podría rastrearlas a ella y a su madre hasta aquella fatídica tarde…
Anna negó con la cabeza como si así fuera a expulsar el pensamiento de
su cabeza. «Si se enteran de lo que he hecho, me enviarán a sitios peores
que a hogares de acogida». No tendría ninguna opción independientemente
del camino que tomase. Pero si huía por lo menos tendría una oportunidad.
Recogió la mochila y se la puso en el hombro. Le temblaban las manos y
sus piernas amenazaban con no sostenerla, pero debía seguir adelante,
seguir moviéndose.
«Como has hecho siempre».
Con el mayor sigilo posible, salió por la puerta principal de la casa de los
Weatherall. Para siempre.
En la calle, echó a correr y dobló la primera esquina para salir disparada
hacia un callejón, donde era menos probable que la localizaran si iban a
buscarla. Siguió moviéndose sin un destino real en mente, avanzando a toda
prisa por el laberinto de callejones, hasta que le ardieron los pulmones y las
pantorrillas le imploraron descansar un poco. Jadeando, se detuvo y se
recostó en la puerta del garaje de una casa adosada. Durante unos segundos,
no pudo hacer más que aferrarse a la pared y boquear en busca de aire. Al
final, cuando el corazón empezó a latirle con un ritmo más lento y normal,
se sentó en la acera y se obligó a concentrarse.
¿Qué debía hacer?
No podía volver a su piso. Sería el primer sitio en el que la buscarían. De
hecho, no la sorprendería que se hubieran percatado de su ausencia y que en
esos instantes ya se dirigieran hacia allí.
Se rodeó la barriga con las manos y de pronto se estremeció, a pesar de
que unos segundos antes le corría sudor por la espalda a consecuencia de la
carrera. ¿Iba a abandonar su piso para siempre? Tal vez fuera viejo y
andrajoso, pero era el único hogar que había conocido. En ese piso estaban
todas sus cosas. La mayoría no valía nada —su madre había vendido años
antes todo lo que tenía cierto valor—, pero lo que quedaba era suyo. Sus
libros favoritos, su discman, el conejo de peluche con el que se dormía
como si fuera una niña pequeña. Además, estaban las fotos de su madre. No
eran muchas, sino un par de imágenes antiguas que alguien había tomado
antes de que Anna naciera.
¿Podría arriesgarse a volver a casa a hurtadillas y recuperar esas cosas?
Era demasiado peligroso. Debería abandonarlo todo. Por suerte, tiempo
atrás había aprendido a no encariñarse demasiado con los objetos
materiales.
Si hubiera seguido aquel mismo principio con la gente, no estaría en
aquel lío.
«Concéntrate. ¿A dónde puedes ir?».
No tenía a nadie. «A nadie».
Salvo…
Anna se llevó una mano al collar.
Agarró la mochila de la acera y hurgó en el bolsillo lateral hasta encontrar
una hojita de papel doblada. Había sido blanca, pero después de llevarla en
la mochila en los dos últimos años, el papel se había vuelto gris y casi se
había desgarrado por las dobleces. Aun así, todavía se leía la dirección que
estaba escrita en la hoja. Y, de todos modos, hacía tiempo que ella misma la
había memorizado.
—Dentro de dos horas sale un bus nocturno hacia Chicago. —La mujer de
mediana edad detrás del mostrador escribió algo con el ordenador—.
¿Quieres subirte a él?
Anna miró hacia atrás. El autobús que la alejase cuanto antes de la
ciudad, ese era el autobús al que quería subirse. Desde Chicago, le resultaría
fácil comprar un billete hasta San Francisco. Agarró el monedero de tela
raída que llevaba consigo a todas horas; era más seguro portarlo que dejarlo
en el piso, donde el casero tal vez lo encontraría. Contenía 518,92 dólares.
Todo su dinero. Había planeado pagar el alquiler al día siguiente, pero Don
no iba a recibir el dinero aquella semana, quizá jamás.
—Me va bien. —¿Había sonado demasiado ansiosa? ¿La mujer de la
taquilla se preguntaba si era lo bastante mayor como para comprar un
billete? Anna se irguió y le lanzó su sonrisa más confiada mientras dejaba
su carné universitario encima del mostrador—. Aquí tiene mi identificación.
—Nadie esperaría que una alumna de universidad tuviera menos de
dieciocho años.
La mujer apenas se la quedó mirando mientras aceptaba la tarjeta y
escribía la información en el ordenador. Mientras tanto, Anna se giró y echó
un nuevo vistazo relajado a la estación de autobuses. Una madre joven
estaba sentada cerca de la máquina expendedora y miraba el móvil mientras
su hijo intentaba llegar al dispensador y hacerse con alguna golosina. Un
sintecho dormitaba en un banco cerca de un carrito de supermercado lleno
con sus pertenencias. Y en una caseta al otro lado, un guardia de seguridad
hojeaba una revista. Nadie parecía en absoluto interesado en ella, y eso era
justamente lo que Anna deseaba.
Dos horas más y se habría marchado para siempre.
Cuando Anna recogió el billete de la taquillera, le rugieron las tripas.
Habían pasado varias horas desde que hubiera comido algo. Se acercó a la
máquina expendedora, y la madre del niño tendió una mano hacia el
pequeño.
—Ven, cariño. No estorbemos a esta chica.
El niño, que debía de tener tres o cuatro años, se giró hacia su madre.
—¿Puedo comerme unos M&M? —preguntó con carita esperanzada.
Su madre se levantó y lo alzó en brazos para situárselo sobre la cintura.
—Ahora no, cariño. —Suspiró y se pasó una mano por los ojos rojos y
cansados—. No tengo dinero para comprarlos. —Negó con la cabeza, y las
espantosas luces de los fluorescentes no hicieron sino acrecentar las arrugas
que le rodeaban los labios—. Lo siento —susurró, y se recolocó al pequeño
mientras con una mano le apartaba un mechón de la cara—. Quizá cuando
lleguemos con la abuela te dará alguna chocolatina. —Hablaba con voz
reconfortante, pero su rostro lucía tensión e inseguridad.
La mirada de Anna pasó brevemente de los zapatos deshilachados de la
mujer al andrajoso jersey gris, y de vuelta al niño que tenía en brazos. En
lugar de patalear como ella esperaba, el pequeño apoyó la cabeza en el
hombro de su madre y asintió, casi como si estuviera resignado.
—No pasa nada, mamá.
La madre sonrió con tristeza y volvió a acariciarle la cabeza a su hijo. Esa
imagen estrujó el corazón de Anna. Había algo en esa escena que le
resultaba dolorosamente familiar. La madre agotada que intentaba no perder
los estribos, el hijo que la tranquilizaba para que no estuviera tan triste.
Anna agarró el colgante que llevaba en el cuello. «Hace diez años, esas
podríamos haber sido mi madre y yo». Igual que ese niño, Anna también
había sabido que su madre lo pasaba mal y que todos y cada uno de los días
eran un suplicio. Anna había hecho cuanto había podido para facilitarle las
cosas, pero no había bastado.
Pero quizá por fin tenía una oportunidad para encontrarla y arreglarlo
todo. Por lo menos, así era como le gustaba imaginarse que iría. Dolía
menos que la alternativa.
Anna sacó de nuevo el monedero. Necesitaba todo su dinero, pero llevaba
años ahorrando, y unos cuantos dólares no iban a marcar tantísima
diferencia.
—¿Le puedo comprar a su hijo una chocolatina? —murmuró a la mujer, y
el pequeño se irguió de repente.
La madre abrió la boca.
—Ah, no es necesario…
—¿Por favor? —insistió. Se volvió hacia la máquina expendedora, metió
unas cuantas monedas y compró los M&M, un Snickers y una bolsa de
patatas fritas—. Tenga —dijo, y le tendió a la mujer las dos chocolatinas. Y,
antes de que pudiera cambiar de opinión, le dejó un billete de cinco dólares
en la palma de la mano, se metió la bolsa de patatas en el bolsillo de la
chaqueta y salió disparada de allí.
Anna encontró un asiento libre en la pared opuesta, se comió las patatas y
se recostó en la barata silla de plástico a esperar. El agotamiento la invadió
como una ola, y cerró los ojos.
Tan solo había empezado a adormecerse cuando el pitido de un teléfono
la despertó. Anna se incorporó y abrió los ojos.
El guardia de seguridad dejó a un lado el ejemplar de la revista People y
levantó el auricular de un teléfono negro antiguo. Anna estaba demasiado
lejos como para oír la conversación, pero lo vio asentir en repetidas
ocasiones. Y luego levantar la vista y clavarla en Anna. A ella le dio un
vuelco el corazón, y se hundió en la silla como si aquel poco espacio extra
entre ambos fuera a ayudarla a pasar desapercibida.
El guardia asintió a lo que le decía la persona al otro lado de la línea y, al
final, colgó el auricular sin dejar de mirarla fijamente desde lo lejos.
Anna se levantó y echó a caminar a paso vivo por un pasillo donde un
cartel indicaba que había lavabos. En cuanto estuvo a salvo en el servicio de
señoras, se cruzó de brazos y se apoyó en la pared del fondo. ¿El guardia
sabía quién era ella? ¿Por eso la había mirado con tanta intensidad? ¿O
estaba siendo paranoica?
La puerta del lavabo se abrió, y Anna dio un brinco, pero se dio cuenta de
que eran la mujer y el niño a los que acababa de conocer. La mujer le sonrió
y guio a su hijo hacia un cubículo.
—Disculpe. —Anna extendió una mano—. ¿Por casualidad al entrar no
habrá visto al guardia de seguridad delante del lavabo?
Sorprendida, la mujer parpadeó, y luego suavizó la expresión al
comprender la situación. Era probable que supiera que, cuando una andaba
sola por ahí, nunca podía bajar la guardia.
—Hace un minuto estaba en la caseta. —La mujer abrió la puerta del
lavabo y echó un vistazo al pasillo—. Aquí no hay nadie.
—Gracias. —Anna soltó un fuerte suspiro. Probablemente sí que estaba
siendo paranoica. La llamada podría haberla hecho cualquiera. Quizá la
esposa del guardia de seguridad quería que al volver a casa fuera al súper a
por un cartón de leche. No había ninguna razón para pensar que se hubiera
fijado en ella. Anna se miró el reloj. Treinta minutos más y se habría subido
a un autobús hacia Chicago. Y de ahí a San Francisco, donde a nadie se le
ocurriría reparar en ella.
Anna salió del lavabo y recorrió el pasillo. En la entrada de la sala de
espera, miró de reojo hacia la cabina del guardia de seguridad. El hombre
seguía allí, sentado sin más en su silla, leyendo de nuevo la revista. Los
hombros de ella se relajaron.
«Está claro que estoy siendo paranoica».
Se detuvo junto a la máquina expendedora y compró una botella de agua
para el trayecto en autobús. Justo cuando se la guardaba en la mochila, notó
que alguien se removía tras ella. Antes de que pudiera reaccionar, esa
persona le sujetó el brazo y tiró de ella para girarla sin miramientos.
14
Gabe estaba sentado en una silla de lino azul a un lado de la chimenea del
salón de sus padres y fingía estar absorto en el libro que había agarrado de
las estanterías de su padre. En realidad, observaba cómo Anna hojeaba las
páginas de un álbum con tapas de cuero deshilachadas mientras su abuela
señalaba con el dedo arrugado una fotografía de color sepia y una sonrisa le
profundizaba las líneas que le rodeaban los labios.
—Benjamin —dijo Dorothy con voz áspera por la falta de uso.
—Por cómo sonríe a la imagen, veo que era su hermano favorito. —Anna
alisó la curvada fotografía, y Gabe entrevió la imagen de una niña con
vestido de marinera y calcetines hasta las rodillas junto a un muchacho con
traje de tweed y sombrero a juego. Con los años, la había visto una docena
de veces, pero nunca se le había ocurrido sentarse y preguntar a su abuela al
respecto. Pero a Anna sí. Le había preguntado a Dorothy sobre todas las
fotos del álbum y en unos pocos meses había aprendido más de la historia
de la anciana que él en toda su vida.
Gabe seguía asombrado por que Anna hubiera invertido el tiempo
suficiente para aprender a llevar a su abuela de esa forma. Pero si era
sincero consigo mismo, tal vez no era por la información que había sacado
de un libro de neurociencia.
Tal vez era porque era Anna.
Cuando un par de meses antes se había ido a vivir con sus padres, Anna
había encontrado unos álbumes de fotos antiguas, y Dorothy y ella iban
estudiándolas todas para juntar las piezas del puzle de la infancia de la
anciana. Aunque en el presente su abuela casi nunca reconocía a sus
parientes, Anna había descubierto que recordaba muy vivamente a la gente
de su pasado. Y aunque Dorothy no hablase demasiado, Anna había
conseguido comunicarse con ella sin problemas.
La abuela de Gabe empezó a tirarse de la camisa, señal de que se estaba
cansando y de que pronto regresaría al interior de su propio mundo. Anna lo
comprendió de inmediato y cerró el álbum de fotos.
—Más tarde miraremos unas cuantas más, ¿vale?
Dorothy le dio una palmada en la pierna, y la hilera de brillantes anillos
de diamantes resplandeció en su mano ajada, llena de manchas del sol.
Últimamente lo hacía mucho: le daba palmadas a Anna en la pierna, le
apretaba la mano, le apartaba el pelo de la cara. Dorothy se encariñaba con
Anna aun sin saber quién era. Y por la cara que ponía la joven, estaba claro
que el aprecio era mutuo.
Gabe retomó la lectura del libro, sorprendido ante la emoción que sentía
en el pecho. Era un gran alivio ver a Anna tan cómoda y relajada, feliz
incluso, en lugar de siempre a la defensiva, como había estado durante
buena parte del tiempo que hacía que la conocía. Desde que se había ido a
vivir con sus padres, había ganado unos kilitos, las manchas oscuras
alrededor de los ojos habían desaparecido y su sonrisa aparecía con mucha
más frecuencia.
Bueno, siempre y cuando no fuera para dedicársela a Gabe.
Para él Anna reservaba una sucesión de silencios, miradas fulminantes y
una clara hostilidad. En cierto modo, Gabe lo entendía. Había sido el que
había encendido la cerilla que había prendido fuego a su antigua vida. A
pesar de las pruebas fehacientes que daban fe de lo contrario, Anna seguía
creyendo que tenía controlada la mierda de situación que vivía con su
casero, y era imposible hacerla entrar en razón. Había jurado que nunca
perdonaría a Gabe, y estaba cumpliendo la promesa. Llevaba diez minutos
en la misma habitación que ella y Anna ni siquiera había reparado en su
presencia.
Aun así, él no dejaba de intentarlo.
—Oye, pequeña, ¿cómo va la clase de verano? —le preguntó mientras
dejaba a un lado el libro. Él se había graduado de la universidad la
primavera anterior y al cabo de un mes se iría a estudiar un máster, pero
Anna se había apuntado a otra asignatura. En otro momento, se lo habría
contado con todo lujo de detalles, le habría pedido consejo con los trabajos
o algo. Pero apenas le dirigía la palabra.
—¿A ti qué más te da? —Anna se cruzó de brazos y lo taladró con la
mirada.
Con una sonrisa, él se levantó y se acercó a su lado de la sala.
—¿Sabes una cosa? Deberías tener cuidado. Como pongas cara de perro
tan a menudo, se te podría congelar la expresión. Y terminarías
lamentándolo.
Los labios de Anna se torcieron en una media sonrisa, y Gabe sintió una
punzada de triunfo. Había sido de lejos la reacción más prometedora que
había conseguido arrancarle a lo largo de todo el verano. Anna se tapó la
boca con una mano, pero fue demasiado tarde. Gabe sabía que había hecho
una grieta diminuta en su coraza. Echó atrás los hombros y se estiró, como
si acabara de vencerla en un combate cuerpo a cuerpo.
—Sabía que echabas de menos mis bromas.
—Lo que tú digas. —Anna puso los ojos en blanco, y enseguida se
envolvió de nuevo con su coraza.
Gabe se la quedó mirando durante unos segundos y al final se sentó en la
butaca al otro lado de la mesa de centro, delante de ella.
—Anna, una cosa. Me gustaría comentarte algo. He hablado con mi
nueva tutora de la universidad y me ha sugerido que asista a la conferencia
de Hastings sobre economía y justicia social que habrá este verano. —En
realidad, su tutora le había sugerido que asistiera a alguna de las numerosas
conferencias. Él había seleccionado la de Hastings por una razón muy
específica.
—Muy bien. —Anna se encogió de hombros. Entre líneas, en sus
palabras se leía: «¿Por qué me lo estás contando?». Era una rencorosa de
nivel experto. Gabe la admiraría por eso si esa ira no estuviera dirigida
hacia él. Y si no echara de menos su vieja amistad.
—La conferencia tendrá lugar en San Francisco.
Anna irguió la cabeza. Ese detalle había llamado su atención.
—¿En serio? —preguntó sin aliento.
—Sí. Y se me ha ocurrido que a lo mejor me podrías dar la dirección que
tienes de tu madre. Y podría ir a echar un vistazo.
En un solo instante, todo un arcoíris de emociones cruzó el rostro de ella:
asombro, terror y, finalmente, esperanza.
—¿De verdad? ¿No estás de broma? ¿Lo harías por mí en serio? —Se
encogió de hombros y se agarró las manos con fuerza, nerviosa.
¿Por qué parecía tan sorprendida? ¿Acaso creía que, cuando Gabe había
revelado su secreto, fue porque no le importase lo más mínimo? ¿No
comprendía que lo había hecho solo porque le importaba mucho?
—Pues claro que sí, Anna —le espetó—. ¿Qué pasa? ¿Crees que te estoy
tomando el pelo?
—No. —Anna parpadeó—. Es que… —Bajó los hombros—. Perdona. Sé
que no lo harías. Es que no me lo puedo creer. Pensaba que pasarían años
hasta que pudiera localizarla.
Gabe se frotó la nuca. Tenía ciertas reservas sobre aquel asunto. Para ser
una persona muy perspicaz con los demás, Anna parecía llevar una venda
en los ojos en lo que se refería a su madre. Según el punto de vista de Gabe,
la mujer había abandonado a su hija, y punto. Lo que hubiera ido a buscar al
marcharse a Carolina no era una vida mejor para Anna. Gabe tenía dudas de
que aquel viaje fuese a conseguir algo que pudiera considerarse una buena
noticia. Pero Anna ya tenía diecisiete años y al cabo de menos de un año se
graduaría del instituto. Tal vez fuera mejor para ella que supiera la verdad y
pudiese pasar página y seguir con el resto de su vida.
—Podría acercarme en una pausa entre sesiones de la conferencia —le
comentó—. Te llamaré en cuanto llegue.
—Gracias, Gabe. En serio. Significa mucho para mí. —Y fue entonces
cuando le lanzó la primera sonrisa real que él le había visto esbozar durante
varios meses.
Anna
Pues he ayudado a tu madre a limpiar tu antiguo dormitorio para
cuando vuelvas a casa. Debajo de la cama he encontrado una
montaña de viejos catálogos de Victoria’s Secret y media botella
de Jim Beam, restos de tu depravada adolescencia. Te gustará
saber que he conseguido tirarlo todo antes de que tu madre lo
viera. Para ella sigues siendo su perfecto hijito. De nada.
Gabe
Gracias por cuidar de mí, pequeña. Pero no tendrías que haber
tirado la botella de Jim Beam. Nunca se sabe cuándo
podríamos necesitarla.
Anna
No te preocupes, he guardado un montón de tesoros… Como la
foto de sexto de primaria que he encontrado en un cajón, en la
que sales con aparatos en los dientes y peinado de casco, por
si alguna vez necesito chantajearte.
Gabe
Gracias a Dios que no has encontrado las fotos de primero de
universidad, cuando pasé por una fase de llevar monos sin
camiseta debajo.
Anna
Uy, sí que las he encontrado, sí. Matt y Rachel están
enfrascados en una subasta.
Gabe
Mierda. Me voy un semestre y te vuelves en mi contra en menos
de lo que canta un gallo.
Anna levantó la vista y vio que su profesor de cálculo la miraba con cara
de pocos amigos. Apretando los labios para ocultar la sonrisa, se guardó el
móvil en el fondo de la mochila y procuró fingir que se concentraba en la
clase.
Cuando Gabe les contó a sus padres que vivía sola, Anna se sintió tan
traicionada que juró no volver a dirigirle la palabra jamás. Pero debía
admitir que irse a vivir con John y Elizabeth había terminado siendo muy…
interesante. Por primera vez, se tumbaba en la cama por las noches sin
preocuparse por cómo iba a pagar el alquiler ni ahorrar como una
hormiguita para la factura de la luz. Ya no oía extraños ruidos en el exterior
ni saltaba de la cama cada dos por tres a oscuras para comprobar que
hubiera cerrado la puerta con llave y pestillo. Y había podido dejar su
trabajo en el supermercado para concentrarse más en los estudios.
Pero el factor decisivo que la llevó a capitular fue que Gabe había ido a
visitar la casa de San Francisco. Anna nunca olvidaría la voz de él cuando
le dijo que la casa estaba vacía y que pronto iban a derruirla. Durante unos
segundos, ella no pudo respirar, consciente de que la dirección a la que
llevaba años aferrándose, su única esperanza para encontrar a su madre,
había resultado un callejón sin salida. Pero acto seguido oyó la voz de
Gabe, que le decía que lo sentía, como si para él aquello también fuera
importante.
Por primera vez, Anna tuvo la sensación de que otra persona se
preocupaba por lo que le había sucedido a su madre. Como si en aquel
asunto ya no estuviera sola.
Para ella había sido un detalle enorme. ¿Cómo iba a estar enfadada con él
después de eso?
Y al cabo de un rato lo encontraría en casa cuando volviese de las clases.
Anna quería contarle un millón de cosas, anécdotas que había reservado
para cuando lo viera en persona. Además, había tomado una gran decisión
sobre dónde estudiar al año siguiente, y si había alguien con quien deseara
compartirla, ese era Gabe.
Era probable que sus noticias no lo sorprendieran. El viaje de Gabe a la
casa de Capp Street le habían demostrado que él comprendía por qué ella lo
necesitaba.
Por fin sonó el timbre, y Anna se levantó de un salto y se dirigió hacia la
puerta sin siquiera molestarse en ponerse el abrigo.
Anna corrió para no perder el autobús; sus pies crujieron sobre el césped
congelado del patio mientras los primeros copos de nieve del año se
arremolinaban a su alrededor.
—Ey, Anna, espera —la llamó una grave voz masculina cuando Anna salió
por la puerta de su clase de Biología Avanzada.
La compañera de laboratorio y de piso de Anna, Sofia, miró tras de sí y le
dio un codazo. Anna se giró y vio que otro de sus compañeros, Sam Briggs,
se le acercaba. Se detuvo a unos pasos delante de ella, y Anna tuvo que
echar atrás la cabeza para mirarlo a los ojos. Sam era muy alto, más de un
metro ochenta por cómo se cernía sobre ella, y ancho de espaldas, y tenía la
piel oscura y también los ojos.
—Has hecho un trabajo estupendo —le dijo Sam con una sonrisa, y le
mostró una hilera de dientes blancos perfectísimamente rectos. Anna sabía
que se refería al experimento de laboratorio que había hecho minutos antes
en la clase.
—Gracias. —Le devolvió la sonrisa con seguridad. Ahora que se
encontraba en su último año del programa de la UCSF y cualquier día
recibiría una carta de aceptación en una facultad de Medicina, Anna no se
molestó en ser modesta. Sam y ella a menudo competían para ser el primero
de la clase de las asignaturas que cursaban juntos, y, aunque su rivalidad era
amistosa, Anna debía admitir que le gustaba ir un paso por delante.
—Oye —siguió Sam mientras se pasaba la mochila de un brazo al otro—,
¿hay alguna posibilidad de que estés libre este sábado? He pensado que a lo
mejor podríamos salir y hablar de algo que no sea la división celular para
variar un poco.
Sofia volvió a propinarle un codazo a Anna en el costado.
—Mmm. —Anna se mordió el labio—. Tendré que mirar el horario del
trabajo.
—Vale, sin problemas. Mándame un mensaje —dijo Sam, y levantó una
mano para despedirse—. Nos vemos.
En cuanto desapareció por el pasillo, Sofia se giró hacia Anna.
—¡Sabía que le gustabas! —Arqueó las cejas—. ¿Vas a salir con él?
—Puede. —Anna se mordió el labio.
—A ver, ¿te gusta?
Anna vaciló, y sus labios se torcieron en una sonrisa.
—Puede.
Sam era alto y musculoso, y tenía unos rasgos cincelados a la perfección
que hacían que incluso los profesores se detuvieran y parpadearan al oírlo
responder correctamente a una pregunta en clase, que solía ser muy a
menudo. También era muy inteligente, claro, y había pedido acceso en las
mismas facultades de Medicina que Anna, así que tenían eso en común.
Pero lo que la frenaba para salir con él no era solo su horario de trabajo.
Sam irradiaba una confianza en sí mismo que rayaba en la arrogancia y que
le recordaba a alguien. A alguien a quien llevaba los últimos tres años
intentando olvidar.
Anna siguió a Sofia hasta salir del edificio, y se detuvieron en la
intersección de dos caminos que cruzaban el campus. Era el punto donde
solían tomar direcciones diferentes después de la clase de Biología
Avanzada.
—Nos vemos para cenar, ¿no? —le preguntó Sofia—. Hoy es martes y
toca cenar tacos.
—Pues claro. —San Francisco era una ciudad famosa por la comida
mexicana, y Sofia y ella habían emprendido la misión de probar todos los
restaurantes mexicanos posibles. Todo empezó cuando asistieron a su
primera clase de Biología, y Sofia había admitido durante un experimento
de laboratorio que echaba mucho de menos la cocina de su madre, que era
de Texas. En los últimos años, habían convertido aquellas cenas en un ritual
semanal—. Te toca elegir a ti —le recordó Anna.
—Iremos a algún sitio de Mission. —Sofia puso los ojos en blanco, pero
su risotada demostró que bromeaba—. Como es tu barrio preferido…
Era cierto que, cuando era su turno para escoger restaurante donde cenar,
Anna escogía con frecuencia el distrito de Mission. En sus calles servían la
mejor comida mexicana de la ciudad. Y se podía observar a la gente. Sobre
todo si una buscaba a una persona en particular.
Pero Sofia no tenía ni idea.
—Perfecto —le confirmó Anna—. Te veo en casa a las seis.
Sofia echó a caminar por el camino que la conducía a su siguiente clase, y
Anna se movió en dirección a la biblioteca. No habían pasado ni diez
segundos cuando oyó la voz de Sofia:
—¡Oye!
—¿Sí? —Anna se giró para mirar a su amiga.
—Deberías decirle que sí a Sam. Es un partidazo.
Anna se rio. Con un gesto que no la comprometía a nada, dio media
vuelta y siguió caminando. Sofia era una buena amiga, pero Anna no sabía
cómo explicarle por qué era reacia a salir con Sam. Ninguno de sus
compañeros de la universidad conocía la historia de Gabe ni de los
Weatherall. Anna le había contado a todo el mundo que su madre había
fallecido y que la había criado un pariente lejano. Era más fácil que explicar
la verdad.
Continuó andando y, a medio camino de la biblioteca, le vibró el móvil
con un mensaje de texto. Lo agarró de la mochila y se quedó mirando la
pantalla. «Sam Briggs», decía el mensaje.
Anna sonrió. ¿Por qué Sam estaba tan seguro de sí mismo? Aunque debía
admitir que el interés que mostraba por ella era halagador. Sí que era un
buen partido, y sería tonta si lo rechazaba solo porque le recordaba un poco
a Gabe.
Incluso tras varios años de silencio.
Anna seguía en contacto con el resto de los Weatherall, y sabía que Gabe
hacía una tesis doctoral en la Universidad de Chicago. Pero no habían
hablado desde que ella cursaba el último año de instituto. No desde que se
había negado a apoyarla al escoger la UCSF y querer ir a buscar a su madre.
Pero Sam no era Gabe, y ella ya no era una adolescente con un
encaprichamiento indeseado. «Sam no te tratará como una niña pequeña, se
comportará como si supiera lo que es mejor para ti ni te intentará decir qué
debes hacer. No traicionará tu confianza». Y, si lo hacía, no la tomaría por
sorpresa, porque no pensaba permitir encariñarse demasiado. Anna había
aprendido la lección tiempo atrás.
Antes de que empezase a darle demasiadas vueltas, empezó a escribir una
respuesta.
Anna
¿Estás libre para cenar hoy? ¿Te gusta la comida mexicana?
Sam
Me encanta. Nos vemos esta noche.
Anna no estaba preparada para las emociones que sintió cuando vio al fin a
los Weatherall. Llegó en taxi desde el aeropuerto a tiempo de cenar con
ellos el viernes. Cuando entró en el viejo y familiar caos de la cocina, todos
la rodearon armando tal escándalo que cualquiera que pasara por delante y
los viera por la ventana pensaría que Anna acababa de volver de la guerra.
¿Por qué diantres se había pasado tanto tiempo alejada de esa gente?
Después de que Rachel la abrazara y Matt la levantara en volandas, John
quiso que le contara con todo lujo de detalles sus solicitudes a facultades de
Medicina, y Elizabeth le ordenó a Rachel que le preparara una copa y algo
de comer. Y Leah, que ya casi era tan alta como Anna, se dispuso a contarle
el baile que estaba preparando.
Al final, Anna se giró para mirar a Gabe, que se había quedado junto a los
fogones en los que había preparado la cena.
—Hola, pequeña. —Se limpió las manos en el viejo delantal de su madre,
que llevaba atado alrededor de la cintura.
—Hola. —Anna miró a sus ojos azul plateado, un color muy parecido a la
niebla que cubría la bahía de San Francisco cuando salía a correr de buena
mañana. Cuando recordar esos ojos le había dolido demasiado, cambió el
trayecto y empezó a ir al parque del Golden Gate.
—Me alegro de que hayas podido venir.
—Siento mucho que tu abuela se haya ido. —Anna respiró hondo,
temblorosa. Miró hacia el rincón del desayuno, donde solía sentarse
Dorothy—. Era una mujer increíble.
—Pues sí. —Gabe asintió con tristeza—. Y ella pensaba lo mismo de ti.
Anna se tapó la boca para contener un sollozo, abrumada por los
recuerdos que la envolvían en aquella cocina. En cuestión de tres segundos,
Gabe se plantó delante de ella y, en otro segundo más, la rodeó con los
brazos y con ese olor suyo tan especial. Anna recostó la mejilla en su fuerte
pecho. Y, por mucho que odiara admitirlo, por mucho que prefiriese que no
fuera verdad, tuvo la sensación de que por fin había vuelto a casa.
Anna
¿Sigues haciendo cola en el aeropuerto?
Gabe
Por desgracia, sí.
Anna
¿No has tenido suerte ligando con la azafata para saltarte la
cola?
Gabe
Tiene sesenta y dos años, y, por lo visto, cuatro nietos.
Anna
Jajaja. Bueno, sé que te da rabia no estar aquí, pero Rachel y
yo lo tenemos todo controlado. Está limpiando la plata y yo me
he ofrecido voluntaria a conducir hasta la bodega de la otra
punta de la ciudad para ir a buscar una caja del cabernet
preferido de tu padre.
Gabe
¿Acaso lo mataría beber un merlot normal y corriente?
Anna
Pues creo que es probable que sí.
Gabe
Me alegro de que estés ahí, pequeña.
Anna
Relájate, bébete una copa en el bar del aeropuerto y nos vemos
pronto.
Había avanzado en la cola, con una sonrisa al ver las palabras de ella en la
pantalla del móvil. Gabe casi podía oír la voz de Anna diciéndoselas en alto
con tono de broma y burlón. Él se lo había dicho en serio: sí que se alegraba
de que estuviera en la casa de sus padres, y no solo porque era una
presencia que inspiraba calma en medio del caos de la boda. Habían pasado
siete años desde que Anna y él habían sido compañeros en un proyecto de
clase, y nunca había tenido una amiga como ella. Era una persona con la
que podía hablar, que le hacía reír, que lo entendía y no le dejaba pasar ni
una. Era casi como una hermana. Y eso no era moco de pavo, teniendo en
cuenta lo bien que se llevaba con Matt, Leah y Rachel.
Aun así, con su nuevo trabajo en Washington, y estando Anna en tercero
de Medicina en Stanford, hacía siglos que no la veía. Sus conversaciones
tenían lugar de noche, cuando él se iba a acostar y ella hacía una pausa entre
tanto estudio. Gabe no la había visto en persona desde el funeral de su
abuela. Anna seguía yendo de voluntaria a viajes médicos internacionales
durante las vacaciones y no había regresado a Pittsburgh. A él le había
preocupado un poco que no llegase a tiempo para la boda.
A veces, Gabe se preguntaba si Anna se cerraba intencionadamente en
banda a su familia, si su trabajo de voluntaria era en parte una excusa para
evitar las vacaciones y las celebraciones familiares. O tal vez todavía la
persiguiera su infancia. O a lo mejor solo deseaba huir un poco. Ojalá no
significara que también quería huir de su familia.
—Pues serán cuarenta dólares. —La voz del taxista lo devolvió al
presente.
Gabe le dio un billete de cincuenta y bajó del coche. Al dirigirse hacia el
camino de entrada de la casa de sus padres, el crepúsculo se instaló sobre el
patio y se encendieron las farolas. A media altura, Gabe redujo el paso al
ver a una persona sentada sola en el balancín del porche con la espalda
apoyada en el reposabrazos y el cuerpo girado hacia la casa. Él se detuvo en
el camino de entrada y entornó los ojos para intentar ver quién era en
aquella semipenumbra. Parecía una mujer, quizá casi de su edad por lo que
apreciaba en la creciente oscuridad, pero le resultaba desconocida.
La mujer se había sentado sobre una pierna, y pasó la otra por el lado del
balancín para apoyar en el suelo un pie descalzo e impulsarse. El gesto hizo
que el vestido se le subiera por el muslo y dejase al descubierto unas piernas
largas y definidas. Acto seguido, se removió en el asiento y una cortina de
pelo espeso y ondulado le cayó sobre el hombro.
Gabe sintió la extraña necesidad de revolverle los mechones con las
manos.
¿Era una amiga de Julia que asistía a la boda? ¿Se habrían conocido en
alguna otra celebración? Él nunca se había sentido tan atraído por una
completa desconocida, sobre todo por una a la que apenas veía.
Gabe negó con la cabeza. «Seguramente solo estoy cansado». Había sido
un día largo, y todavía debía pasar varias horas mezclándose entre los
invitados a la fiesta.
Se recolocó la corbata y se dirigió a la puerta. Cuando llegó a los
escalones del porche, se detuvo.
—¿Hola? —murmuró.
La mujer levantó la vista cuando la voz de él atravesó el silencio. Y
reconocerla lo golpeó como si lo hubiera arrollado un camión.
—¿Anna? —consiguió balbucir.
—¡Gabe! —Se levantó con los ojos como platos y se iluminó con una
sonrisa radiante—. No sabía si llegarías hasta más tarde.
Durante unos segundos, lo único que pudo hacer él fue observarla. En
parte era como si viera a Anna por primera vez. ¿Cómo podía ser la misma
y, al mismo tiempo, totalmente diferente? Antes de acercarse, no había
tenido ni idea de que era la chica rara en la que pensaba como si fuera una
hermana. Había que aceptar que ya no era una chica, que ya no era nada
rara y que estaba más claro que el agua que no era su hermana.
Intentó guardar aquel pensamiento en el lugar del que había procedido.
—Es que… he podido conseguir un asiento en un vuelo antes. Anna,
estás… —Dejó la frase inconclusa.
Anna se miró el vestido y se alisó una arruga de la falda.
—¿Qué? —Se mordió el labio, y en el estómago de él se formó un nudo.
«Estás… preciosa». Gabe meneó la cabeza para despejársela. Por Dios.
Que era Anna. «Contrólate».
—Estás guapa —terminó diciéndole, para su vergüenza. No podía
quitarle los ojos de encima.
—Gracias. —Sonrió y se pasó un mechón de pelo brillante detrás de la
oreja. Durante unos segundos, él no pudo respirar. Y entonces Anna
ensanchó la sonrisa—. Tú estás feísimo, como siempre.
Gabe contuvo una carcajada, y el mundo regresó a su posición habitual.
—No pierdo la esperanza de mejorar un poco —dijo con un exagerado
encogimiento de hombros.
Anna se apoyó en la barandilla del porche y negó con la cabeza con
fingida pena.
—Sí, bueno. Yo nunca he perdido la esperanza de que desarrolles un buen
carácter que compense ese físico tan poco atractivo.
Con una risotada, Gabe subió los escalones de dos en dos y le dio un
abrazo de oso.
—Yo también me alegro de verte, pequeña.
Durante el resto del fin de semana de la boda, Gabe echó vistazos a Anna
cuando no lo estaba mirando. En la cena de ensayo de la noche siguiente,
estaba tan despampanante como en la fiesta de recepción, esa vez con un
vestido veraniego rosado y sandalias con tiras. Pero no era solo la ropa. A
Gabe lo distrajo incluso con unos pantalones de pijama normales y una
vieja camiseta de manga corta en la cocina de sus padres durante la mañana
de la boda. Cuando se dio cuenta de que la estaba contemplando, salió
disparado de allí y corrió a darse una ducha.
En cuanto hubo regresado a la planta baja, Anna y sus hermanas ya se
habían marchado hacia la boda, y él no las volvió a ver antes de la
ceremonia. En ese momento, debía asegurarse de que su hermano y los
otros padrinos ocupaban su lugar, y que el niño de cinco años que llevaba
los anillos no los lanzara por accidente por el váter.
La boda de Matt y Julia se celebraba en un viejo establo de piedra con
altas vigas de madera en el techo, suelos rústicos de madera de pino y
puertas enormes que permitían que entrara la brisa de principios de verano.
Comenzó la ceremonia, y Gabe se tragó el nudo de la garganta al ver la
expresión que puso Matt al ver acercarse a Julia. La novia estaba preciosa
con su vestido y la larga melena oscura en un elaborado recogido, pero Matt
sonreía con tanto cariño que Gabe sospechaba que su cuñada podría haberse
puesto un vestido de papel y su hermano no se habría dado ni cuenta. Tan
pronto como se le aproximó, ella le sonrió como si los dos compartieran
alguna broma privada.
Era otro ejemplo que su hermano mayor había dejado en su camino. Uno
en el que su compañera de vida era también su mejor amiga.
La vista de Gabe voló hasta los invitados, sentados en los bancos.
Encontró a Anna y, como si ella hubiera percibido la mirada, clavó los ojos
en él. Lo observaba sin pestañear, y todo el aire abandonó los pulmones de
Gabe. Pasó un segundo, luego otro, y fue como si una horda de caballos
galopase lentamente sobre su pecho.
Por suerte, el oficiante de la boda se dispuso a dar comienzo a la
ceremonia, y los dos apartaron la vista. Gabe respiró tan hondo que el
padrino que tenía a su izquierda se lo quedó mirando, extrañado.
A lo largo de la ceremonia, se concentró en Matt y en Julia mientras se
leían los votos e intercambiaban los anillos. Después de las fotografías y de
la cena, Gabe bailó con su madre y también con todas las mujeres de
avanzada edad, que se rieron y se llevaron una mano al corazón cuando él
las sacó a la pista. A continuación, bailó con Leah y con una de las primas
adolescentes de Julia. Como su hermana también era adolescente, Leah se
comportaba como si Gabe la avergonzara, aunque él sabía que en el fondo
le encantaba tenerlo de nuevo en casa.
Al final, pudo escabullirse e ir a buscar una cerveza para disfrutar de un
minuto a solas. Apoyó el hombro en un poste de madera que sostenía el
tejado centenario. En la pista de baile, Matt y Leah se entregaban a una
canción de los años ochenta, y en la barra Rachel y su nueva novia, una
compañera de Derecho que se llamaba Aaliyah, bebían chupitos de algo.
Al poco, divisó a su madre y a su padre en la pista, y no pudo evitar
echarse a reír. Su madre no dejaba de detenerse para inclinarse y agarrarse
la barriga por las carcajadas que le provocaban los pésimos pasos de baile
de su padre. Cuanto más se reía ella, peores se volvían los gestos de él,
hasta que se desternillaron demasiado como para seguir hablando. Era raro
ver a su padre tan relajado haciendo tonterías, pero Gabe sabía que su
madre era la única capaz de arrancarle ese comportamiento.
A Gabe se le ocurrió que sus padres siempre habían sido otro ejemplo de
una relación feliz y sólida. ¿Qué significaba que él hubiera llegado a los
veintiocho sin ni siquiera acercarse a encontrar nada parecido a eso?
Cuando terminó la canción, su padre se acercó y le dio una fuerte
palmada en la espalda.
—Has hecho un buen discurso en el brindis.
Una intensa calidez inundó a Gabe. Se había pasado semanas practicando
el brindis y sabía que lo había hecho muy bien; había provocado unas
cuantas carcajadas al principio y luego unas pocas lágrimas durante la parte
sentimental del final. Pero a veces seguía siendo un niño que ansiaba la
aprobación de su padre.
—Gracias. Significa mucho para mí que me lo digas.
—Tu hermano parece feliz.
—Pues sí. —Gabe se preguntó qué pensaba su padre al respecto. Había
pasado cerca de una década desde que Matt hubiera dejado Medicina, y
costaba imaginárselo haciendo algo que no fuera construir casas. Pero ¿su
padre todavía lamentaba lo que podría haber sido y no fue? Por lo visto, se
había suavizado al llegar Anna con sus sueños de ser médica.
Gabe bebió otro sorbo de cerveza y barrió la multitud hasta encontrarla
sentada a una mesa a pocos metros de la pista de baile. Se había quitado los
zapatos de tacón de aguja y flexionaba los dedos de los pies como si al fin
hubieran alcanzado la libertad.
Maldita sea, en las horas en las que él no la había mirado no había vuelto
a convertirse en la rara adolescente que había sido. Gabe deseó que se
hubiera transformado, pues los sentimientos que experimentaba por ella
eran incómodos… y raros… y quizá un poco intrigantes.
—Deberías volver a la pista de baile. —Su padre asintió en dirección a
Anna, y Gabe notó cómo se sonrojaba. ¿Acaso su padre sospechaba que
sentía cosas por Anna? ¿Tan obvio era?
«No», se dijo Gabe. Su padre siempre había protegido mucho a Anna y
seguramente acababa de ver que estaba sola. Habría hecho lo mismo por
Leah.
Terminaron los últimos acordes de la canción pop y comenzaron las
primeras notas de una balada lenta que se apoderó de la sala. Su padre le dio
otra palmada y echó a caminar rumbo a su esposa.
El cuerpo de Gabe se movió hacia Anna antes de que su cerebro fuera del
todo consciente de lo que estaba haciendo. Solo había dado veinte pasos
antes de que se detuviera en seco en el pasillo, entre dos mesas. Uno de los
primos de Julia —Kyle o Cal o algo parecido— se había colocado delante
de la silla de Anna y se había inclinado para decirle algo al oído que la
había hecho reír. Y luego —comoquiera que se llamase— le había tendido
una mano. Anna la agarró y Kyle-Cal la llevó hasta la pista de baile. Se le
acercó para susurrarle algo al oído y ella se echó a reír de nuevo.
Gabe había conocido al primo de Julia en la fiesta de recepción de la otra
noche. Supuso que, objetivamente, era un tipo guapo si te gustaban los
rubios elegantes que parecen jugadores profesionales de lacrosse. Kyle-Cal
le comentó a Gabe que había estudiado en Los Ángeles y que estaba
cursando un máster en Administración de Empresas para tarde o temprano
entrar a trabajar en la empresa de su padre. Gabe intentó recordar de qué
clase de negocio se trataba… ¿Contabilidad, quizá? Parecía un chico un
poco aburrido para alguien tan interesante como Anna, pero en fin.
Gabe se quedó como un pasmarote en el pasillo, revuelto por los
sentimientos que se arremolinaban en su interior. Tal vez estaba un poco
celoso. Nunca había visto a Anna con ningún hombre. Ni siquiera pensaba
en ella de esa forma. Era más que probable que hubiera tenido algún novio
en el instituto o en la universidad, pero era un tema del que nunca hablaban
por teléfono ni por mensajes de texto.
Y, aparte de celoso, estaba sorprendido y puede que un poco aliviado. ¿En
qué estaba pensando al acercarse a sacarla a bailar una balada delante de
toda su familia? Dios, se lo habrían echado en cara hasta la saciedad. Que
estuviera sufriendo unos instantes de locura transitoria por Anna no
significaba que fuera buena idea hacer algo al respecto.
En ese momento, alguien lo golpeó desde atrás. Se giró y vio a una chica
guapa de pelo oscuro que tendía un brazo y se agarraba a él para no caerse.
Se presentó como Nadia, una amiga de Julia de la universidad, y luego se
inclinó sobre su oído para felicitarlo por el discurso de brindis que había
hecho.
Gabe miró hacia Anna. Seguía bailando con los brazos alrededor de la
cintura de Comosellame. Él se quedó mirando a Nadia y reparó en sus ojos
oscuros y sus labios carnosos.
Gabe se pasó el resto de la fiesta bailando con Nadia y no observando a
Anna y a Kyle-Cal hablando en un oscuro rincón. Matt y Julia se fueron de
luna de miel, y los invitados empezaron a marcharse con sus respectivos
coches. Gabe tomó la mano de Nadia al salir por la puerta y se detuvo
brevemente en el porche para que su acompañante encontrara las llaves de
su coche en su bolso. En ese preciso instante, Anna abrió la puerta y salió.
—¡Gabe! Rachel y yo te estábamos buscando. ¿Vienes con nosotras o
vuelves con tus padres?
¿Anna le había dado su número a Comosellame? Si él no se lo había
pedido, era un idiota. En ese momento, Nadia encontró las llaves y se
colocó a su lado.
—No te preocupes. —Gabe se aclaró la garganta—. Ya tengo quien me
lleve.
Los ojos de Anna volaron de Gabe a Nadia y de vuelta a él.
—Ah. Vale. —Aun bajo aquella poca luz. Gabe pudo ver cómo las
mejillas de Anna se coloreaban un poco. Le lanzó una sonrisa de labios
apretados—. Pásalo bien. —Asintió en dirección a Nadia y se marchó por el
camino iluminado que conducía al aparcamiento sin pronunciar más
palabras.
Gabe se la quedó observando unos segundos antes de girarse hacia la
mujer que tenía al lado. Era mejor así.
21
TRES AÑOS MÁS TARDE
Anna ya estaba cansada cuando atravesó las paradas del mercado al aire
libre rumbo al portal de su edificio, y la estrecha escalera que ocupaba las
cuatro plantas hasta su piso pareció burlarse de ella. Subirlas era como bajar
al infierno, solo que al revés. La temperatura ascendía casi tres grados en
cada rellano y la dejó casi sin aliento frente a la puerta de su casa, sudando
y jadeando.
Siempre dejaba abierta la puerta del estrecho balcón para que, si bien el
piso seguía siendo un horno, estuviera un poquito más fresco que en el
pasillo. Encender el ventilador del techo bajó la temperatura unos cuantos
grados más, y, si se quitaba la camisa y se desplomaba en el sofá sin
moverse en absoluto, casi podría recuperar el aliento.
Se quedó ahí sentada, con los ojos cerrados, e intentó desconectar el
cerebro. En esa cuarta planta, las cabras que balaban, los hombres que
discutían mientras jugaban a backgammon y las mujeres que vendían de
todo —desde gallinas hasta alfombras persas— se convirtieron en un ruido
blanco que entraba por la puerta abierta. El aroma a cebolla frita, mezclado
con el del incienso que quemaban en el piso de al lado, era intenso pero
reconfortante después de haber pasado las últimas semanas en campos de
refugiados, donde siempre resultaba complicado disponer de medidas de
higiene personal.
Aunque estaba destinada a un hospital de Irbid, Jordania, que atendía a
los refugiados que habían entrado en el país desde Siria, todos los médicos
se turnaban para viajar a la frontera del sur, donde trabajaban en
improvisadas tiendas de campaña en los campos de refugiados. Los turnos
eran extenuantes y, al principio, volver a ese sofocante piso había sido una
especie de descanso. Pero últimamente solo servía para deprimirla.
Su trabajo era ayudar a bebés a llegar a un mundo que a Anna le
recordaba una y otra vez que la gente era capaz de hacerse cosas de lo más
espantosas. La mayor parte del tiempo, agachaba la cabeza, seguía
trabajando e intentaba no obsesionarse. Sus compañeros se enfrentaban a
las mismas tragedias diarias que ella, así que verter en ellos su tristeza no le
haría bien a nadie.
Ojalá pudiera hablar con Adrien. Llevaban un año saliendo, si es que se
podía considerar salir con alguien quedar un par de noches a la semana para
cenar y dormir juntos. Pero Adrien era un cirujano especializado en trabajar
en zonas en guerra. Diez años mayor que ella, para él la gente era una
sucesión de órganos que reparar y casi nunca se fijaba en las tragedias
humanas.
Gabe pareció percibir su extenuación y le había preguntado al respecto en
la última llamada. Pero Anna no podía contarle la clase de cosas que veía a
diario, ya que estaban a varios miles de kilómetros de distancia. No podía
hablarle de las mujeres cuyos esposos eran encarcelados o asesinados y que
no tenían más remedio que abandonar sus hogares con un montón de niños
o con más bebés en camino. Tampoco de las mujeres a las que grupos
terroristas habían secuestrado y violado antes de que lograran escapar y
llegar hasta el campo de refugiados. Ni de las madres y bebés a los que
había perdido, las mujeres y los niños que fácilmente habrían superado un
parto difícil con intervenciones médicas que se practicaban sin problemas
en los Estados Unidos, a quienes no había podido salvar por culpa de las
limitadas instalaciones quirúrgicas y neonatales.
Abrió los ojos y se quedó mirando el ventilador, que daba vueltas en el
techo. Suerte que había querido desconectar el cerebro. Se incorporó y soltó
un suspiro antes de levantarse del sofá y sacar el móvil de la mochila. En
los últimos tiempos, el wifi funcionaba bastante bien, y enseguida recibió
una alerta. Tres videollamadas perdidas de Gabe, una tras otra. Anna abrió
los mensajes y pulsó el primero que había recibido de él. Y, de pronto, se
quedó sin aire.
Yo también a ti.
Varios días más tarde, Anna subía las mismas sofocantes y sudorosas
escaleras cuando empezó a sonarle el móvil sin descanso. En los últimos
días, Gabe la había mantenido al corriente del estado de John, pero su
mierda de cobertura dificultaba que pudieran hablar.
Anna sacó el móvil del bolsillo y esperó ver el nombre de Gabe en la
pantalla, pero lo que vio fue un número que no reconoció.
Un número de San Francisco.
Anna subió los últimos escalones de dos en dos y se detuvo delante de la
puerta de su piso, donde respondió al teléfono.
—¿Diga? —preguntó sin aliento.
—Hola —dijo una voz masculina desconocida—. Estoy buscando a Anna
Campbell.
A Anna le cayó el alma a los pies. Después de tantos años, una pequeña
parte de ella seguía esperando oír la voz de su madre. ¿Algún día se rendiría
del todo?
—Soy yo —contestó, con cierta curiosidad. Por el prefijo, debía de ser
alguien de la UCSF. Todos los años recibía correos sobre la asociación de
antiguos alumnos. A lo mejor solo querían preguntarle si seguiría donando
dinero a la asociación.
—Señorita Campbell, soy el agente Deacon, del Departamento de Policía
de San Francisco.
Anna se agarró al pomo de la puerta de su piso para no perder el
equilibrio. No era su madre. Pero ¿sería la otra llamada que llevaba toda la
vida esperando?
—¿Sí? —consiguió balbucir al fin.
—Vino hace unos años a denunciar la desaparición de Deborah Campbell,
¿no es así? Tengo entendido que es su madre.
—Sí. —Se le nubló la visión—. Es mi madre. ¿Ha habido alguna novedad
en el caso?
—Verá, no estoy del todo seguro de si ha habido o no alguna novedad. —
El agente respiró hondo—. Estaba investigando archivos de mujeres sin
identificar, y puede que haya encontrado algo. Hace años, encontramos el
cuerpo de una mujer en un parque del barrio de Tenderloin. No llevaba
identificación, pero encaja con la descripción de su denuncia de
desaparición. Tenía más o menos la edad que tendría su madre en aquella
época, de ascendencia caucásica, con el pelo castaño oscuro y los ojos
marrones.
Anna apoyó la espalda en la pared y se deslizó hasta llegar al suelo.
—¿Cómo podríamos saberlo con seguridad?
—Podría hacerse una prueba de ADN para que pudiéramos identificarla.
El olor del incienso que procedía del piso de al lado le recordó que estaba
a miles de kilómetros.
—Ahora mismo no estoy en San Francisco. ¿Cómo se haría exactamente?
—Puedo darle toda la información, hay laboratorios por todo el país. Le
harán una prueba y la compararemos con la muestra extraída de la mujer
desconocida cuando llegó a la morgue.
«La morgue».
¿Su madre había estado en la morgue? Y ¿dónde estaba en esos
momentos? Era probable que en alguna tumba sin nombre ni fecha.
—¿Señorita Campbell? —La voz del agente Deacon interrumpió sus
pensamientos.
—Disculpe. Ahora mismo no estoy en el país. —Anna se llevó las manos
a las sienes—. Trabajo en el extranjero.
—¿Volverá pronto para hacer una visita? ¿De vacaciones, quizá?
Anna pensó en el infarto de John. En el sueño que tuvo de la cocina de los
padres de Gabe. En la sonrisa de él. ¿Podría tomarse unas semanas?
—Voy a tener que consultarlo.
—Muy bien. Tengo aquí apuntada su dirección de correo electrónico. Le
enviaré toda la información para la prueba, y ya me contactará cuando sepa
algo.
Se despidieron, pero justo antes de que colgaran el teléfono, Anna se
apretó el móvil contra el oído.
—Un momento.
—¿Sí?
—¿Cómo murió la mujer del parque?
Desde el otro lado de la línea, Anna oyó revuelo de papeles.
—Aquí pone que… por paro cardíaco.
—No fue… —Anna irguió la espalda—. ¿No fue por una sobredosis?
—No. Había una ligera cantidad de opiáceo en su sistema. Según el
informe, cuadra con la dosis normal para controlar los dolores. Pero esa no
fue la causa de su muerte.
—¿Cuándo la encontraron? ¿Qué día fue?
El agente de policía volvió a hurgar en el informe.
—A ver, un segundo. —Y luego le dio una fecha.
Era solo un par de semanas después de que su madre se hubiera
marchado. Más o menos cuando dejó de recibir sus llamadas telefónicas.
A Anna le latía el pulso en las sienes. Si su madre había muerto de un
ataque al corazón, ¿por eso no había podido regresar? Quizá no tenía nada
que ver con drogas ni con todas esas cosas espantosas que Anna se había
imaginado con los años. Quizá su madre sí que había planeado aceptar el
empleo que la había llevado hasta San Francisco y volver más tarde a por
Anna. Y en un horrible giro de los acontecimientos, había muerto en el
parque sin ningún carné de identificación, y había sido imposible que Anna
lo supiera.
Tal vez… Tal vez su madre no había querido estar alejada de su hija
eternamente.
25
Anna abrió los ojos y rodó por la cama para mirar la hora. Las ocho de la
mañana. No recordaba la última vez que se había despertado tan tarde.
Durante cuatro años, cada mañana se había levantado antes del alba al oír
el adhan o la llamada islámica a la oración, que se transmitía por unos
altavoces desde la mezquita local. Al poco, enseguida empezaban a entrar
por la ventana los ruidos de la ciudad al despertarse: el tintineo del cazo de
la mujer de la puerta de al lado que preparaba el desayuno para toda la
familia, otro vecino que golpeaba una alfombra en el estrecho balcón del
piso, comerciantes que colocaban sus mercancías en el mercado de la
calle…
Anna se incorporó en la cama y se quedó escuchando, pero más allá del
ruido de algún que otro coche que pasaba por delante de la casa de los
Weatherall o algún pájaro que cantaba desde un árbol, no oyó más que
silencio. Anna echaba de menos el escándalo, sobre todo las cinco llamadas
diarias a la oración. A ella no le habían inculcado ninguna tradición
religiosa ni espiritual, pero durante esas llamadas detenía lo que estuviera
haciendo y daba gracias en silencio a Dios, a Jesús, a Alá o a quienquiera
que estuviera ahí arriba y que estuviese cuidando de ella.
Se dispuso a dar gracias mentalmente en ese momento por haber vuelto a
casa sana y salva y por tener a los Weatherall, que la habían recibido con los
brazos abiertos. Después de que Gabe la hubiera sorprendido en el
aeropuerto, la había llevado a la casa de sus padres. Su vieja habitación
tenía el mismo aspecto que cuando iba al instituto.
A continuación, Anna rezó mentalmente por otro motivo: esa vez, por su
madre. Dondequiera que estuviese, Anna esperaba que supiera que su hija
nunca la había olvidado ni se había rendido. Con una mano, aferró el
colgante de oro que llevaba al cuello. Por triste que estuviera al pensar que
su madre se había ido de verdad, había sido en parte una especie de
consuelo también. Lo peor de todo siempre había sido la incógnita. El
desconocimiento. Y todos los escenarios horribles que había imaginado.
Quizá por fin estaba a punto de encontrar las respuestas que llevaba
media vida persiguiendo.
Anna saltó de la cama, se cepilló los dientes y se dirigió a la planta baja.
La noche anterior, Gabe la había llevado a casa del aeropuerto pasadas las
dos de la madrugada, y John y Elizabeth ya estaban durmiendo. La madre
de Gabe había dejado una nota para que los despertaran cuando volviera a
casa, pero después del infarto de John de hacía un par de meses, Anna sabía
que necesitaban descansar.
Se detuvo en la puerta de la cocina y los vio a los dos sentados en sendos
taburetes, con la cabeza gacha sobre el crucigrama del periódico. John
siempre había sido un hombre muy fuerte y recio; costaba creer que dos
meses atrás hubiera estado a punto de morir. Después del infarto, se había
recuperado en tiempo récord y seguía aparentando diez años menos de los
sesenta y cinco que tenía en realidad. Pero lo cierto era que tanto él como
Elizabeth se iban volviendo más viejos y frágiles. Además de haber
padecido un infarto, un año antes John se había retirado de los quirófanos
porque su vista ya no era la de siempre. Y Elizabeth se había caído y se
había roto el brazo unos meses antes. Todavía llevaba vendada la mano
izquierda.
Anna sintió dolor en el corazón al verlos.
Había regresado a Pittsburgh para hacerse una prueba de ADN y obtener
algunas respuestas sobre su madre. Pero si era sincera consigo misma, aquel
era también su hogar. Esa familia significaba muchísimo para ella —tanto
John como Elizabeth y los demás—, incluso después de tanto tiempo y la
distancia que los separaba. La idea de perder a su madre, de forma
definitiva esa vez, se lo había recordado.
Tragó saliva con dificultad al entrar en la estancia.
—Hola.
John dejó a un lado el periódico y Elizabeth saltó del taburete para correr
por la cocina y rodear a Anna con los brazos.
—Ay, cariño, gracias a Dios que estás en casa por fin. —Le pasó el pelo
detrás de la oreja, le puso las manos sobre ambas mejillas y se apartó para
observarla de arriba abajo—. Mírate. Estás muy delgada. John, pásale a
Anna un bollito de canela.
—Yo la veo perfecta —terció él con un brazo protector sobre el hombro
de ella—. Por lo menos deja que la pobre se siente antes de preocuparte por
tonterías. —Se inclinó y le susurró al oído—: En los últimos meses,
Elizabeth se ha vuelto una experta en preocuparse por tonterías.
Anna se rio.
—Y ¿verdad que es una suerte para ti?
—Pensaba que por lo menos tú estarías de mi parte. —John soltó un
exagerado suspiro.
—Sé que los doctores somos los últimos en cuidar de nosotros mismos.
—Anna se puso seria de pronto—. Más te vale hacer todo lo que te indican.
—Sabía que debería haberte presionado para que fueras abogada. —Negó
con la cabeza.
—Ay, déjalo ya. —Elizabeth le dio un manotazo en broma—. No le hagas
ni caso. Nos ha llegado al corazón que hayas vuelto a casa para ver cómo
está tras el infarto. Es que a mi querido esposo no le gusta ponerse
sensiblero.
Anna se miró las manos. No le había contado a ningún Weatherall el otro
motivo de su viaje. Ni siquiera a Gabe. No habían hablado sobre su madre
desde aquel día en la playa, hacía varios años. Y Anna nunca había
comentado nada con el resto de la familia. Siempre le habían dado miedo
las preguntas que pudieran hacerle… y la forma en la que a lo mejor
reaccionaban al conocer las respuestas.
En los últimos meses, sin embargo, su perspectiva del pasado había
empezado a cambiar. Quizá su madre siempre la había querido y quizá
tantos años separadas se habían debido solamente a un paro cardíaco y a
una tragedia horrible.
Quizá por fin podría empezar a perdonarse a sí misma por el papel que
había tenido en la desaparición de su madre y pasar página.
Elizabeth cruzó la cocina para ponerle un bollito de canela delante.
—Seguro que sigues agotada del larguísimo vuelo. Y llevas cuatro años
cuidando a todo el mundo allí sin parar. Relájate y deja que te cuide yo
mientras estés aquí.
Anna sintió que algo se liberaba en su interior: una tensión que
acumulaba desde hacía años. Décadas, tal vez. Estaba tentada a
abandonarse a los brazos de Elizabeth y darle las gracias por la atención que
siempre le había dedicado.
En ese momento, varios pasos retumbaron por el porche delantero. La
puerta se abrió, y Matt y Gabe entraron enfundados en unas viejas
camisetas y unos pantalones cortos manchados de pintura.
—Anna-a-a-a-a-a-a-a —entonó Matt en tanto la rodeaba con sus
musculosos brazos. Cuando finalmente la soltó, Gabe se inclinó para darle
un apretón menos asfixiante.
—¿Qué hacéis tan temprano ya por aquí? —les preguntó Anna. Se fijó en
la ropa que llevaban—. Parecéis los meses de junio y julio de un calendario
de albañiles sexis.
Gabe sonrió al servir una taza de café, añadirle la cantidad exacta de leche
y tendérsela. Qué curioso que, tantos años después, todavía recordara cómo
le gustaba el café a ella.
—Hace unos días, durante una tormenta gigantesca cayó una rama del
viejo árbol del patio delantero. Hizo unos cuantos destrozos en el techo.
Hemos venido a arreglarlo.
—¿Qué tienes pensado hacer hoy? —le preguntó John a Anna.
—Había pensado en ir a alquilar un coche que pueda usar en las próximas
semanas.
—No olvides contratar el seguro extra —le aconsejó Matt desde la isla de
la cocina.
Gabe se rio por la nariz y Anna puso los ojos en blanco. Matt le había
enseñado a conducir cuando vivió con los Weatherall durante el último año
de instituto. Anna estaba segura de que Matt nunca permitiría que nadie se
olvidara lo cerca que había estado de estamparse en una valla metálica.
John ignoró las risas de sus hijos y se concentró en Anna.
—¿Quién te acompañará a por el coche? ¿Rachel?
—No, creo que hoy a Rachel le toca asistir a un juicio.
—No sé si es buena idea que vayas sola. —John frunció el ceño—. Ya
sabes cómo son esos tipos, sobre todo cuando ven a una mujer joven y sola.
Intentarán que pagues un ojo de la cara. —Se frotó la barbilla—. Tal vez
debería acompañarte yo.
Antes de que contestara, Matt y Gabe comenzaron a hacer gestos detrás
de su padre. El segundo asentía con la cabeza y articuló «Di que sí» con los
labios.
—Bueno. —Anna pasó la vista hacia John—. Si no te importa
acompañarme, sería estupendo.
—Creo que es muy buena idea —intervino Matt.
—Sí, no nos gustaría que a Anna le tomaran el pelo —añadió Gabe.
—¿Seguro que no tendréis problemas con lo del techo, chicos? —John se
giró hacia sus hijos.
Matt se puso serio.
—Creo que lo arreglaremos en un periquete —afirmó el hombre que
llevaba casi veinte años construyendo casas.
—Sí, será visto y no visto. —Gabe se encogió de hombros de forma
exagerada.
—Muy bien. —John asintió—. Pues me voy a cambiar. —Desapareció
por el pasillo, y Anna se giró hacia Matt y Gabe.
—¿Tenía la intención de ayudaros a arreglar el techo?
—Ya lo sé. —Matt agarró un bollito de canela de la bandeja de la
encimera y arrancó un pedazo—. Hace dos meses tuvo un infarto.
—Solo tenía permitido supervisaros. —Elizabeth suspiró.
—Y eso habría sido peor que nos ayudara. —Gabe negó con la cabeza—.
Gracias por llevártelo.
—De nada.
Lo cierto era que le encantaba que la acompañase John. Este tenía
tantísimas ganas de ayudarla que Anna no se atrevía a recordarle que no se
comprometía a comprar un coche que le durase toda una década, sino a
aceptar un alquiler a corto plazo. John insistió en que probara todos los
coches del aparcamiento, le formuló al vendedor un millón de preguntas
sobre el kilometraje y luego dio varias vueltas para patear neumáticos y
mirar debajo de los capós.
Era precisamente lo que se imaginaba que haría su padre si lo hubiera
conocido. Anna siempre se había dicho que, algún día, su madre le daría
más información sobre su padre. Pero si su madre se había ido de verdad,
Anna tal vez hubiera perdido aquella oportunidad también. Era posible que
se hubieran roto todos los hilos que la ataban a quien era antes y al lugar del
que procedía.
Como se había sentido un rato antes en la cocina con Elizabeth, de
repente la embargó la necesidad de agarrarle la mano a John y darle las
gracias por estar ahí. Sabía que al padre de Gabe no le interesaba realmente
encontrar el mejor coche de alquiler. Era su forma de demostrar que se
preocupaba por ella, y eso significaba un mundo.
—Creo que esta es la mejor opción —dijo John mientras daba golpecitos
al techo de un fiable sedán Honda—. ¿Qué te parece?
—Creo que, si tiene tu aprobación, es perfecto. —Anna le dedicó una
sonrisa cariñosa.
—Nos lo llevamos. —John asintió en dirección al vendedor.
Anna enlazó el brazo con el de John, y los dos se dirigieron al interior a
firmar los papeles.
Gabe vio cómo Anna reía con su familia y notó una sensación de calma que
se le instalaba en el pecho y que no había experimentado desde que ella se
había trasladado a Oriente Medio. Cuando le había preguntado a las claras
hasta qué punto estaba a salvo y qué clase de riesgos solía tomar, Anna le
había dicho que estaba bien y había cambiado de tema, algo que no lo había
sorprendido lo más mínimo. Ella siempre insistía en que podía cuidarse
sola. Y él sabía que, si había alguien capaz, esa era Anna. Aun así, había
cosas que no siempre estaban bajo su control.
La manía obsesiva de Gabe de leer noticias sobre la guerra en Siria y la
ayuda en Oriente Medio no lo había tranquilizado del todo ni le hacía
pensar que Anna estuviera fuera de peligro. En los últimos meses, habían
bombardeado dos hospitales, y en las noticias aparecían con una frecuencia
alarmante historias de médicos desaparecidos, probablemente secuestrados
por grupos terroristas.
La noche anterior había sido la primera en cuatro años que había podido
dormir sin una ligera sensación de miedo en el pecho. Cuando Anna se
marchó, se había pasado muchísimas noches en vela, dando vueltas en el
balcón con la vista clavada en el cielo nocturno, mientras se preguntaba si
ella vería las mismas estrellas desde la otra punta del mundo.
Gabe vio cómo Anna agarraba una porción de pizza y se sentaba en el
rincón del desayuno con Julia y los niños.
—Hola, Henry. —La voz de Anna llegó hasta él desde el otro lado de la
cocina—. ¿Sabes qué le dice un techo a otro?
—¿El qué? —preguntó la vocecilla de Henry.
—Techo de menos.
Gabe se rio por la nariz, pero Henry se desternilló de risa hasta el punto
de caerse de la silla y derramar el zumo sobre el brazo de Julia.
—¡Henry! —Julia se levantó de un salto y alargó el brazo hacia las
servilletas que había en el centro de la mesa.
—Perdón. —Anna exageró una mueca lastimera.
Gabe volvió a reírse.
—¿Quieres una?
Al levantar la vista, vio que su padre estaba a su lado con dos cervezas en
la mano.
—Vale. Gracias.
Aceptó una, y su padre se sentó en el taburete más cercano e inclinó la
botella.
—¿Ya puedes beber eso? —Gabe señaló la cerveza.
—Me siento mejor incluso que antes del infarto. Tu madre ya no me deja
comer nada bueno. No intentes quitarme también la cerveza. —Bebió otro
trago y asintió en dirección al rincón del desayuno—. Es estupendo tener a
toda la familia reunida de nuevo.
Gabe miró a Anna y luego de vuelta a su padre.
—Pues sí.
—Estoy muy orgulloso de ella.
—Al final has conseguido que haya un médico en la familia. —Las
palabras salieron de su boca antes de que pensara en lo que iba a decir. Era
un tema que no habían sacado a colación durante mucho tiempo, uno en el
que no le gustaba obsesionarse demasiado. La verdad era que ese barco
había zarpado años atrás. Gabe estaba a punto de recibir la oferta de una
plaza fija en la universidad, lo invitaban a dar charlas y conferencias por
todo el país y había publicado sus investigaciones en las principales
revistas. Pero por lo visto todavía albergaba una pizca de… No de
amargura, sino más bien fastidio por la presión que sintió cuando era más
joven para que se dedicara a la medicina.
Su padre se lo quedó mirando.
—Me alegro de que Anna forme parte de la familia. Pero no habría sido
el fin del mundo que no hubiera ningún médico, ¿eh?
Gabe arqueó una ceja. Su padre debía de haberse golpeado la cabeza
cuando le dio el infarto, ya que aquella actitud tranquila no era la que él
recordaba.
—Sé que no te lo digo a menudo, pero no podría estar más orgulloso de
ti. —Su padre se aclaró la garganta—. Siento mucho no habértelo dejado
claro cuando eras más joven. —Hizo una pausa y se rascó la nuca como si
las palabras le dolieran físicamente—. Mi familia no tenía mucho dinero
durante mi infancia y adolescencia, y mi madre pasaba apuros. Después de
que muriera mi padre, no éramos clase trabajadora. Éramos pobres. Mi
madre tenía dos empleos, a veces no había suficiente comida en la casa y
nos acostábamos hambrientos. Quería que mis hijos emprendieran carreras
en las que sabía que no pasarían por esos aprietos. Pero puede que se me
fuera un poco de las manos.
Gabe se meció en el asiento. Sabía que su abuelo había sido obrero de una
metalurgia y que había muerto joven. Pero en realidad nunca había pensado
en lo que debía de haber sido para su padre crecer con una madre soltera
con dos trabajos. Jamás hablaban de eso. Cuando Gabe la conoció, nunca le
había parecido que su abuela pasara por apuros económicos.
De repente, Gabe dedujo cuánto le tocó trabajar a su abuela para alcanzar
esa situación.
—Sé que fui muy pesado contigo, y más todavía con Matt. —La voz de
su padre interrumpió sus pensamientos—. A él ya se lo he dicho, y ahora te
lo digo a ti. Lo siento.
Gabe se pasó una mano por la frente mientras intentaba asimilar ese
cambio de perspectiva.
—No hace falta que lo sientas. No estaría donde estoy ahora si no me
hubieras presionado.
—Bueno. —Su padre ladeó la cabeza—. En ese caso, espero que
perdones a un hombre que acaba de ver pasar toda la vida en cuestión de
segundos y que te va a presionar otra vez. —Señaló hacia Anna con la
barbilla—. No la tendrás toda la vida por aquí.
A Gabe le dio un brinco el corazón. Sus ojos se clavaron en Anna; como
si ella lo hubiera percibido, levantó la vista y le dedicó esa sonrisa que le
iluminaba la cara. Desde un lugar muy lejano, oyó añadir a su padre:
—A no ser que alguien le dé una buena razón para quedarse.
Gabe giró la cabeza. Su padre lo miraba fijamente a los ojos.
—Mírame a mí. La vida puede cambiar en un segundo. No dejes escapar
las oportunidades.
Gabe abrió la boca y la cerró. Y, como no lo pudo evitar, se echó a reír.
Como siempre, su padre se acercaba y creía saber lo que le convenía. Le
indicaba a uno de sus hijos de forma sutil, o quizá no tan sutil, la dirección
que en su opinión debía tomar.
Pero esa vez Gabe no pudo enfadarse. Porque esa vez sospechaba que su
padre estaba en lo cierto.
—Gracias por el consejo.
Su padre le dio un apretón en el hombro y saltó del taburete. Gabe lo vio
cruzar la cocina y colocarse junto a su madre frente al horno, donde la
rodeó para hacerse con un champiñón de una de las pizzas. Su madre le dio
una palmada en la mano, y su padre se rio y la rodeó con el brazo mientras
le daba un beso en la mejilla.
Gabe bebió un buen trago de cerveza al presenciar el caos de su familia,
que se desataba a su alrededor: sus sobrinos se reían por un chiste, Leah y
Julia comentaban nombres de bebés y su padre soltaba una risilla al
coquetear con su madre.
¿Cómo era posible que hubiera crecido en una casa en la que la familia lo
era todo y no hubiera encontrado a nadie con quien compartirlo? La mirada
de Gabe se detuvo en Anna. Quizá se había pasado la mayor parte de su
vida adulta comparando a todas las mujeres a las que conocía con una
persona en particular.
27
Gabe llevaba tanto rato con los ojos clavados en los datos de su última
investigación que empezaba a bizquear. Cuando le sonó el móvil, agradeció
la distracción. Apartó la atención de los precios de las casas y de los niveles
de ingresos, y se encontró con un mensaje de texto de Rachel.
Gabe miró el reloj de la pantalla. Eran las siete y media. Pasó la vista de
la hoja de cálculo al teléfono móvil.
La decisión era evidente.
Al cabo de veinte minutos, Gabe conducía por Lawrenceville, el viejo
barrio de Anna. Al detenerse en un semáforo de Butler Street, vio a un
grupo de veinteañeros trasteando con sus iPhones mientras esperaban en la
entrada de un abarrotado restaurante mexicano. Dos puertas más allá, había
una cola de niños con sus padres para pedir helados en la heladería.
En los últimos años, Gabe había visitado Lawrenceville decenas de veces,
pero aquella era la primera ocasión en mucho tiempo en la que pensaba en
lo mucho que se había transformado el barrio desde que Anna viviera allí.
En primer lugar, muchos artistas se habían mudado a esas calles, atraídos
por los pisos baratos y los locales vacíos que convirtieron en galerías.
Luego fue el turno de las boutiques, los bares y los restaurantes de moda,
propiedad de chefs prometedores que nunca habrían podido permitirse un
negocio propio en ciudades más grandes y caras. Por último, las familias
jóvenes se habían fijado en el barrio y habían empezado a comprar los pisos
de los promotores inmobiliarios más rápido de lo que estos tardaban en
rematarlos. Su hermano tenía un despacho en Lawrenceville, y su empresa
de construcción era famosa por haber hecho algunas de las reformas de
mayor calidad de todo el barrio.
Gabe viró con el coche hacia Main Street y aparcó en lo alto de la colina.
A su izquierda, las nubes se metamorfoseaban en franjas rosas y naranjas
bajo la silueta de la ciudad; y, a su derecha, el sol que se ponía se reflejaba
en las relucientes ventanas de los nuevos edificios de pisos.
¿Qué pensaría Anna cuando pasara por delante de sus viejos lugares
favoritos, remodelados y cubiertos recientemente con pintura? Su infancia
no era de esas que al cabo de un tiempo se difuminaba en una rosada
neblina de recuerdos como la de Gabe. Era de esas que persistían como el
olor acre del humo de cigarrillos atrapado en una camisa que no quiere
abandonar, por más veces que se lave en una lavadora.
¿Acaso esa puesta de sol por la que la gente pagaba cientos de miles de
dólares desde unos balcones nuevecitos le recordaría a Anna el miedo que
había sentido cuando se hacía de noche y debía andarse con cuidado al
volver a casa? ¿Recorrería esas calles abarrotadas de niños y de familias
jóvenes, y se encogería en las intersecciones donde los camellos solían
incordiarla?
Gabe no tenía ni idea de lo que le había ocurrido a la vieja casa de Anna;
no sabía si seguía siendo un edificio en ruinas gestionado por el mismo
casero borracho o si algún promotor lo había renovado hasta convertirlo en
una casa unifamiliar y venderla por un millón de dólares. Era probable que
Anna hubiera evitado esa zona en particular del barrio como evitaba hablar
de su madre. ¿Mudarse a la otra punta del mundo la habría ayudado al fin a
hacer las paces con su infancia? ¿O seguía barriendo la multitud en busca
de mujeres con rasgos familiares?
Gabe sabía que se le acababa el tiempo para seguir guardando silencio
sobre el colgante de su madre. Aunque Anna no quisiera hablar de ella,
aunque no quisiera conocer la verdad del colgante, él tenía que contárselo.
No podía pedirle que se quedara con aquel secreto entre ambos. Por más
que a lo mejor fuera el motivo por el que la viera dar media vuelta y
marcharse.
Se giró de la puesta de sol y caminó media manzana hasta el Tram’s, un
restaurante vietnamita que, a pesar del auge del barrio, se había mantenido
fiel a su esencia.
El local estaba atestado cuando Gabe abrió la puerta y entró. Anna estaba
sola sentada a una mesa, estudiando el menú. Levantó la cabeza al oírlo
sentarse delante de ella.
—¡Gabe! ¡Hola! No sabía que venías.
—Rach pensaba que no te importaría.
—Claro que no me importa.
Gabe se acomodó en la silla y la miró desde el otro lado de la mesa.
—Para toda mi familia ha sido un enorme detalle que hayas vuelto
después del infarto de mi padre. —Para él también lo había sido.
Gabe se había quedado más que un poco sorprendido al recibir el mensaje
de ella que lo informaba de que por fin había decidido regresar. Casi había
olvidado aquella posibilidad cuando vio que el tiempo que pasaba Anna en
Oriente Medio se alargaba tres años, y luego cuatro. Por lo visto, había
empezado a salir con un cirujano, un tal Adrien o algo parecido. Durante
una cena de domingo, había escuchado cómo Leah comentaba que lo había
conocido en una videollamada por Zoom.
Pero Anna estaba allí y ese cirujano, en la otra punta del planeta.
Lo único que debía lograr él era que decidiera quedarse.
—Es un placer volver a casa de visita —admitió Anna mientras servía
dos copas de vino con la botella de la mesa.
«De visita».
—Ya llevas cuatro años por allí. Eso es mucho tiempo. ¿Nunca has
pensado en asentarte?
—¿Qué significa «asentarse»? —Entornó los ojos—. ¿Volver a los
Estados Unidos?
—Volver a casa. A Pittsburgh. —Se inclinó hacia delante—. Y casarte,
tener hijos, todo eso.
—No sé. —Anna se irguió en la silla—. Yo no crecí jugando con
muñecas ni soñando con mi boda. Siempre soñé con ser médica, con tener
una vida lejos de… En fin, lejos de este barrio, en realidad.
—Sí, pero ya lo conseguiste. Hace mucho tiempo. ¿Qué pasa con tus
sueños nuevos?
—No sé si tuve los mejores ejemplos en lo que se refiere a casarse y ser
madre. —Agarró los cubiertos y los colocó y recolocó sobre la servilleta.
Era lo más cerca que había estado en muchos años de hablar de su madre.
Gabe apretó los labios con fuerza, con la esperanza de que su silencio la
animara a proseguir.
Al final, Anna se encogió de hombros.
—No creo que pudiera hacer que una relación funcionara ni preocuparme
por unos niños pequeños.
Gabe se la quedó mirando. ¿Lo decía en serio? ¿Cómo era posible que
pensara eso?
—Eres una médica brillante, y no solo porque eres inteligente, sino por
ser como eres: paciente y entregada a los demás. Como con mi abuela,
cuando te pasaste horas repasando los álbumes de fotos con ella. O con
Leah, que siempre te ha admirado muchísimo. ¿Sabes? Se echó a llorar al
saber que estaba embarazada porque pensaba que no estarías ahí para
ayudarla en el parto.
El gesto de Anna se torció por la tristeza.
—Y luego estoy yo. —Gabe respiró hondo.
—¿Qué quieres decir?
—Eres la mejor amiga que he tenido nunca. No me imagino la vida sin ti.
—Se inclinó hacia delante, preso de una repentina intensidad—. Anna,
piensa en la posibilidad de quedarte en Pittsburgh.
Anna agitó las cucharas con las manos.
—Gabe, allí tengo mi vida…
—Aquí tienes tu vida… —Se detuvo y respiró hondo de nuevo—. Por lo
menos quédate hasta que nazca el bebé de Leah. —Lo abrumaba la
necesidad de que le dijera que sí—. Y después de eso… —Extendió un
brazo y puso una mano sobre la de Anna para detener su gesto nervioso.
Ella levantó la vista al notar la presión, y los dos se miraron a los ojos—.
Después de eso, piensa en la posibilidad de quedarte por mí.
Anna no contestó, pero tampoco apartó la mirada. El ambiente se espesó
mientras se miraban a los ojos, pero antes de que él pudiera decir nada más,
una voz los interrumpió.
—Siento llegar tarde.
En un visto y no visto, Anna apartó la mano de debajo de la de Gabe.
Rachel estaba junto a ellos con un serio traje gris y zapatos de tacón
negros. Se quitó la chaqueta y la colgó en la silla; debajo llevaba una blusa
sin mangas que enseñaba los seis o siete tatuajes que le recorrían los brazos.
Se desplomó en la silla al lado de Anna y se vertió algo de vino en la copa.
—Había muchísimo tráfico.
Pero Gabe apenas si la oyó, ya que su corazón daba volteretas tras haber
visto una diminuta y esperanzadora sonrisa que curvaba los labios de Anna.
28
—¿Doctora Campbell? —la llamó una voz desde la espalda cuando empezó
a recorrer el pasillo azul de la clínica de maternidad. Al girarse, vio que
Constance, una de las enfermeras de partos, se le acercaba—. La mujer de
la habitación 321 ya se ha instalado. Tiene contracciones cada tres minutos.
—Gracias. —Anna sonrió a su nueva compañera—. Llámame Anna. —
En los campos de refugiados, estaba acostumbrada a un trato bastante más
llano con la gente. Tardaría cierto tiempo en readaptarse a las formalidades
y a las políticas de un gran hospital moderno.
La estancia prolongada de Anna en Pittsburgh había salido a las mil
maravillas. John le había presentado al jefe de obstetricia del hospital, y en
el centro estuvieron más que encantados de ofrecerle un contrato temporal
en la clínica de maternidad. Y Rachel la había ayudado a encontrar un pisito
amueblado en un tranquilo barrio cercano al hospital. La propietaria, una
profesora de universidad amiga de Rachel, había cruzado el charco para
tomarse un año sabático y le había ofrecido a Anna un alquiler de seis
meses.
Era el período perfecto para que ayudara a Leah a dar a luz y esperar los
resultados de la prueba de ADN que se había hecho la semana anterior. Y
después de eso…
Bueno, después de eso habría que ver.
Gabe quería que se quedara allí. «Por él». Aunque no se lo había vuelto a
comentar, aquella posibilidad siempre entró en su abanico de opciones. Ese
ligero zumbido que sonaba cada vez que se reunían en una habitación,
como si los dos estuvieran en una frecuencia un tanto diferente que los
demás, no era nuevo. Pero por primera vez Anna se abría a aquella
posibilidad. A la de que Gabe la amara. Y que ella mereciera su amor. Por
primera vez, estaba abierta a contárselo todo: su pasado, cosas de su madre
y por qué la había abandonado.
Desde que había respondido a la llamada del agente de policía de San
Francisco, era como si alguien hubiera girado una válvula para interrumpir
la presión que le llenaba el pecho. Anna llevaba media vida preparándose
para lo peor. Si su madre había muerto de un paro cardíaco en el parque, la
aliviaría saber que se había ido de forma pacífica. Sin sufrir. Y que no había
querido pasarse la vida alejada de ella.
Tal vez su madre siempre tuvo pensado regresar.
Y tal vez no fuera todo culpa de Anna.
Y si todo eso fuese cierto, tal vez Anna sí que podría tener todas aquellas
cosas que habló con Gabe unas semanas atrás. Matrimonio, hijos. Una
familia.
Y tal vez podría tener todo eso con Gabe.
—¿Anna? —La voz de Constance atravesó sus pensamientos—. En la
316 hay una paciente a la que creo que deberías visitar enseguida. Una
mujer de veinticinco semanas. —La preocupación le demudó el rostro—.
Dice que se ha caído por las escaleras, pero sus heridas no cuadran con una
caída. Creo que es víctima de maltratos, pero no habla. Todavía no la ha
visitado ningún obstetra, y no tiene seguro médico.
—Voy enseguida.
Anna se apresuró por el pasillo, y Constance la llevó a la habitación de
una joven embarazada de veintipocos años.
—Hola —la saludó—. Soy la doctora Campbell, pero me puedes llamar
Anna. Soy obstetra, así que me han pedido que viniera a examinarte. ¿Te
parece bien?
La joven se la quedó mirando desde debajo de unas cinco capas de rímel
negro y terminó asintiendo con la cabeza.
—Me llamo Hayleigh.
Anna leyó a toda prisa el historial de Hayleigh y luego observó el
moratón lila que se formaba alrededor de su ojo y el corte de una mejilla,
que empapaba de sangre una venda.
—La enfermera vendrá dentro de poco para coserte el corte de la mejilla,
pero primero tengo que comprobar que tu bebé esté bien, ¿de acuerdo?
Anna le pidió que se tumbara para poder comprobar la frecuencia
cardíaca del bebé. Hayleigh puso una mueca de dolor y se apretó el pecho al
moverse en la camilla; en las zonas de los antebrazos que aparecieron bajo
la camiseta, tenía moratones con forma de dedos.
Cuando se acercó a Hayleigh, Anna percibió un hedor acre de humo de
cigarrillo, y un recuerdo vívido la golpeó. Se quedó paralizada cuando el
olor a tabaco la envolvió, el mismo que solía rodearla cuando su madre se
tumbaba en el sofá a su lado o se le acercaba para darle un abrazo. A pesar
de lo punzante del olor, a Anna le causó un extraño consuelo. Era el olor de
su infancia. De su madre. Haber regresado a Pittsburgh parecía dar más
fuerza a sus recuerdos.
Le temblaron las manos cuando levantó la camiseta de Hayleigh para
exponer la barriga hinchada.
—¿Me va a doler? —preguntó la joven al ver la máquina que llevaba
Anna en las manos.
—¿Esto? —Anna le enseñó el monitor Doppler—. No, qué va. Te lo
apoyaré en la barriga para que oigas el latido. ¿Te parece bien?
—Supongo. —Hayleigh se encogió de hombros.
—Si notas alguna incomodidad, tú avísame.
Anna apretó el vientre de Hayleigh varias veces, primero con las manos y
luego con el aparato. Al cabo de un rato, un fuerte y constante latido, como
un tren en plena circulación, se adueñó de la sala.
—Son los latidos de tu bebé. —Anna sonrió—. 135 por minuto, una cifra
perfecta.
Hayleigh puso otra mueca al intentar incorporarse sobre los codos.
—¿En serio? ¿Eso es un latido?
—Sí. —Anna asintió—. ¿Es la primea vez que lo oyes?
—Pues… —Hayleigh asintió y apartó la vista— sí.
—¿Te ha visitado algún médico durante el embarazo?
Hayley negó con la cabeza.
—Tardé un poco en darme cuenta de que estaba embarazada, y luego…
Iba a buscar a uno pronto.
Hayleigh estaba en estado avanzado, pero Anna sabía que debía andarse
con pies de plomo. Regañarla por no haber buscado atención prenatal antes
no haría sino animarla a no regresar al hospital.
—No pasa nada. Por los cálculos de tu último periodo, parece que estás
de unas veinticinco semanas, así que es un buen momento para empezar a
ver a alguien de forma regular.
Ayudó a Hayleigh a sentarse y le enumeró los cuidados que le
proporcionarían en la clínica. Acto seguido, acercó el taburete para así
poder mirar a la joven a los ojos.
—El latido del bebé suena bien, pero me gustaría que te hicieran una
ecografía para asegurarnos de que todo va bien. Y así podremos tener una
idea más precisa del día que sales de cuentas.
Hayleigh asintió.
—¿Me podrías decir qué te ha pasado? —le preguntó Anna con suavidad.
Hayleigh se quedó mirando sus falsos botines Uggs.
—Me he caído por las escaleras —murmuró.
A Anna se le formó un nudo en el estómago, y un nuevo recuerdo se
encendió en su mente.
Unas escaleras desvencijadas que conducían a un sótano oscuro. Pero allí
nadie se había caído. No exactamente.
Expulsó aquel recuerdo y se concentró en su paciente. Le puso una mano
en el brazo a la joven con suma amabilidad.
—Cuando yo era pequeña, mi madre se peleaba a menudo con sus novios.
A veces llegaban a las manos, y sus heridas se parecían mucho a las tuyas.
—Hayleigh irguió la cabeza y Anna prosiguió—: ¿Alguien te ha hecho
esto?
—Si se lo cuentas a alguien, lo negaré. —Hayleigh entornó los ojos
maquillados con kohl.
—Vale. —Anna asintió—. Te lo prometo. —Si la joven no confiaba en
ella, Anna no volvería a verla. Y, entonces, ¿qué le pasaría a Hayleigh? ¿Y a
su bebé?
Hayleigh suspiró y bajó la vista al suelo con una expresión que le hacía
aparentar menos de los veintipocos años que tenía.
—No puedo dejarlo, así que no te molestes en decírmelo. Nunca me va a
dejar irme, sobre todo cuando llegue el bebé.
—Si le cuentas a la policía lo que ha pasado y lo denuncias…
—No puedo. —La cabeza de Hayleigh iba de un lado a otro—. Eso
arruinaría su vida. Él no es así. Es porque su padre le solía pegar bofetones,
no conoce otra manera. Lo siente. Yo lo sé. Y sé que en el fondo me quiere.
Anna se apartó en el taburete al oír el eco de una voz familiar. «Está
cansado. Está drogado. Lo siente». Siempre estaba cansado. Siempre lo
sentía. Hasta que volvió a hacerlo.
¿Acaso funcionaría que le comentase a Hayleigh la necesidad de proteger
a su hijo? ¿Funcionaba eso alguna vez? Anna no disponía de muchas más
opciones.
—Me preocupa que le pueda hacer daño al bebé.
—¡Nunca le haría daño al bebé! —Hayleigh abrió los ojos como platos
—. Es que a veces yo soy un poco irritante y hago tonterías para fastidiarlo.
—Los bebés a veces son bastante irritantes, sobre todo por el caos y los
llantos. —Anna le sostuvo la mirada.
—Mira, tú no tienes ni idea de mi situación —le espetó Hayleigh—. Si
hubiera una forma de mantener al bebé yo sola, lo haría. Pero ¿cómo voy a
hacerlo? No tengo nada, joder. Y nadie quiere ayudar a una persona como
yo.
¿Cómo iba a rebatir Anna ese argumento cuando se había pasado la vida
entera con su propia versión de la misma historia? Debía de haber otro
camino. Debía de haber algo que pudiera hacer.
Anna extrajo una de sus tarjetas del bolsillo delantero de la bata.
Garabateó un nombre y un número de teléfono en el dorso y se la dio.
—Este es el número de mi amiga Rachel. Es abogada y tiene mucha
experiencia con situaciones como la tuya, y a veces acepta casos gratis. Si
quieres ayuda, o aunque solo sea comentar tus opciones, habla con ella.
Hayleigh aceptó la tarjeta y se la quedó mirando un rato. Al final, asintió
y se la guardó en el bolso.
—Gracias.
Anna se dispuso a pedir una ecografía y llamó a la enfermera para que le
cosiera el corte de la mejilla, pero en todo momento se le partía el corazón.
Hayleigh creía que merecía acudir a Urgencias por ser irritante, y al cabo de
unos meses nacería su bebé en su misma situación. Pero nada de aquello era
culpa de Hayleigh. Anna lo sabía.
Cuando llegó la enfermera para llevar a Hayleigh a la sala de las
ecografías, Anna se quedó rezagada, con escalofríos a pesar del aire caliente
que salía por los conductos de ventilación. Si veía con tanta claridad la
situación de aquella joven, ¿por qué contemplaba su propia vida como si
una neblina la cubriera? ¿Algún día se permitiría perdonarse por lo que
había hecho? ¿O la culpabilidad persistiría eternamente, como el olor del
humo de los cigarrillos que seguía impregnando sus recuerdos?
29
Gabe volvió a casa tras salir a correr por el camino de North Shore y entró
en su piso justo cuando fuera empezaba a llover. Era un domingo atípico, ya
que no iba a cenar en casa de sus padres; John y Elizabeth se habían ido a
Connecticut para la reunión de universitarios de su padre. Matt y Julia se
habían llevado a los niños a visitar a la familia de Julia y Josh, el marido de
Leah, se había marchado esa tarde a Nueva York en un viaje de negocios.
La tarde-noche se extendía ante él. Quizá le mandara un mensaje a Anna
para preguntarle si le apetecía quedar para cenar. Últimamente había estado
tan ocupada con su nuevo trabajo que solo la había visto en casa de sus
padres durante la cena de los domingos. Y no era del todo una situación que
los invitara a explorar su futuro. La última vez que habían hablado, Gabe
tuvo la sensación de que quizá Anna se lo estaba pensando.
Solo necesitaba encontrar el momento adecuado para contarle lo del
colgante. Porque hasta que no se lo contase no se imaginaba compartiendo
el futuro de verdad con ella.
Alguien llamó a la puerta. Como si él la hubiera invocado, Anna se
encontraba ante el felpudo con una bolsa de comida china en la mano. Gabe
reparó en sus mejillas sonrojadas, sus labios curvados en una sonrisa y el
pelo oscuro que caía sobre su espalda en ondas. Estaba tan contento de verla
que era hasta ridículo.
Anna pasó junto a él y entró en el piso, y Gabe la vio dirigirse hacia la
cocina. Se giró para cerrar la puerta y vio a Rachel con una botella de vino.
Maldita sea. Anna no se había presentado sola.
—Ah, no hace falta que llaméis antes ni nada —masculló, más
enfurruñado por ver a su hermana de lo que debería.
—Los domingos son para compartirlos en familia. —Rachel le dio la
botella de vino.
—¿No tienes una prometida con la que salir por ahí?
—Aaliyah está de viaje. —Su hermana se encogió de hombros—. En
Londres.
Gabe se volvió hacia la puerta justo cuando entraba una Leah embarazada
de ocho meses.
—Hola. Nosotras también nos hemos apuntado —dijo mientras se frotaba
la barriga.
A diferencia de Rachel, su hermana pequeña nunca lo irritaba. Gabe
sonrió y le dio un abrazo teniendo cuidado con el enorme barrigón.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal la parásita?
—Está bien. Faltan tres semanas y media de horno.
Gabe siguió a Anna y a sus hermanas hasta la cocina, dejó el vino sobre
la encimera y se metió en la ducha para quitarse el sudor de la carrera.
Cuando regresó, las tres estaban sentadas alrededor de la isla de la cocina
comiendo rollitos de primavera y hablando entre susurros.
—¿De cuánto estaba? —preguntaba Leah, con una mano sobre la barriga
y expresión de espanto.
—De unas veinticinco semanas.
—¿De cuánto estaba quién? —se interesó Gabe mientras se acercaba a la
nevera a por una cerveza.
—La paciente de Anna cuyo novio le dio una paliza —masculló Rachel
con voz seria.
—Mierda. —Gabe dejó la cerveza—. ¿El bebé está bien?
—Sí, esta vez sí. —Anna asintió—. Con suerte, no habrá una próxima
vez. Rachel, le di tu teléfono. Espero que no te importe. Resumiendo,
necesita una orden de alejamiento contra el maltratador. Pero cuando nazca
el bebé habrá que gestionar temas de custodia y demás.
—Sí, claro. Me encantaría echar una mano para evitar que ese
desgraciado se acerque a ella y al bebé.
Gabe le lanzó una sonrisa cariñosa a su hermana. Para compensar los
casos de mujeres ricas con maridos infieles a quienes Rachel ayudaba a
ganar acuerdos multimillonarios, aceptaba el mismo número de casos sin
cobrar de mujeres de un centro de acogida, y también lidiaba con
adopciones de hogares de acogida.
—Gracias, Rach —dijo Anna—. Espero que te llame esta semana. Me ha
parecido una de esas situaciones en las que la mujer no deja de inventar
excusas para perdonarlo a él y volver a su lado. —La oscuridad le
ensombreció las facciones, y Gabe se preguntó si estaría pensando en su
madre. Nunca olvidaría que Anna le había hablado acerca de los hombres
violentos que solían visitar su piso cuando era pequeña.
—Bueno, a lo mejor el bebé es el catalizador que necesita para
abandonarlo de una vez —terció Rachel—. Estaré encantada de ayudar
como sea.
—Gracias. —Anna extendió el brazo y le dio a Rachel un apretón en la
mano.
Gabe apartó un montón de cartas y agarró un plato para llenarlo de
comida. Rachel abrió un sobre de color crema de la pila y sacó una
invitación de boda.
—¿Quiénes son Chad y Katie? —preguntó.
—Sabes que es ilegal abrir el correo de otra persona, ¿verdad? —Gabe la
fulminó con la mirada desde su ración de lo mein.
—Sí, sí. Denúnciame —pio Rachel mientras examinaba la invitación—.
Uh, es en un elegante hotel de Chicago. ¿A quién llevarás como
acompañante?
—No lo he pensado. —Gabe se encogió de hombros. Mentía como un
bellaco. En cuanto le había llegado la invitación de sus amigos de la
universidad, pensó en invitar a Anna.
—Todo el mundo sabe que no puedes ir a una boda sin una cita. Como
haya damas de honor solteras o primos gais, serás un trozo de carne delante
de un león famélico.
—Muy bien, Rachel. —Gabe puso los ojos en blanco—. Qué feminista
eres.
—Solo digo la verdad… —musitó Rachel, pero su frase se vio
interrumpida por Leah, que bajaba del taburete con las manos sobre la
hinchada barriga.
—Chicos, creo que no tendría que haberme comido ese rollito de
primavera.
Gabe se fijó en la expresión de angustia de su hermana.
—Leah, ¿te encuentras bien?
—Voy corriendo al cuarto de baño… Ay, no —jadeó, y se miró los pies.
Un rubor le subió por las mejillas cuando bajó líquido por las patas del
taburete cromado de él—. Qué vergüenza. Gabe, creo que me acabo de
hacer pis en tu suelo. No me puedo creer que nadie te advierta de cosas
como esta. Desde que estoy embarazada que estornudo y me meo sin parar.
—Y con esa información ya es oficial: nunca voy a tener hijos —
intervino Rachel con las manos sobre la barriga.
Sin que sirviera de precedente, Gabe estaba de acuerdo con Rachel. Con
dos hermanas, se había pasado toda la vida oyendo más problemas
femeninos de los que habría querido enterarse. Pero aquello era el colmo.
Y cuando Anna habló, la situación no hizo sino empeorar.
—Cielo, no creo que te hayas hecho pis. Creo que acabas de romper
aguas.
A Gabe le temblaban las manos cuando apareció ante ellos por fin el cartel
del hospital. En tanto la lluvia anegaba el parabrisas, Leah jadeaba y se
estremecía por las contracciones, y Rachel conducía, jamás había estado tan
contento cuando vio el cartel rojo luminoso de Urgencias.
—¡Josh! ¡Necesito a Josh! —Los ojos aterrorizados de Leah iban de Gabe
a Anna mientras la ayudaban a bajar del coche y a sentarse en una silla de
ruedas. Habían llamado al marido de Leah desde el piso de Gabe. El avión
de Josh había aterrizado en Nueva York una hora antes, y estaba haciendo lo
imposible por subirse a otro para volver a casa.
—Vendrá en cuanto pueda —la tranquilizó Gabe por decimoquinta vez.
—Las madres primerizas soléis tardar bastante. —Anna le frotó el brazo
—. Si Josh consigue subirse a un avión enseguida, es probable que llegue
con tiempo de sobra.
—Es demasiado pronto para que nazca el bebé. —En la voz de Leah
había un matiz de miedo que repitió los propios pensamientos de Gabe. Le
había dicho que faltaban tres semanas todavía. No podía ser bueno,
¿verdad?
—Estás de casi treinta y siete semanas, un embarazo casi completo. —La
voz de Anna sonaba baja y reconfortante—. Es un poco antes de lo que
pensábamos, pero al bebé no le pasará nada. —Anna se irguió y miró a
Rachel y a Gabe—. Josh tardará horas en venir y vuestra madre está fuera
de la ciudad. —Pasó la mirada de uno a otro sin parar—. Alguien tiene que
entrar en el paritorio y ayudar a Leah durante las contracciones.
—A mí no me mires. —Gabe dio un tambaleante paso atrás.
—¿Rach? —Anna se giró hacia ella—. ¿Te ves capaz?
—Sí. —Rachel cerró los ojos con fuerza—. Claro. Es mi hermana
pequeña. Claro que puedo. Por supuesto. —Parecía estar convenciéndose a
sí misma, pero Gabe no disponía de tiempo para preocuparse por ello.
Al poco, metieron a Leah en el ascensor y subieron a la segunda planta.
Gabe comprobó que a su hermana la instalaran en un paritorio y salió
disparado hacia la sala de espera. Casi había cruzado la puerta cuando Anna
lo llamó. Al girarse, la vio con la cabeza inclinada hacia Rachel.
«Mierda».
Rachel se encontraba en el centro de la estancia, aferrada al respaldo de la
silla de ruedas de Leah. Estaba blanca como las sábanas del hospital y tenía
la mirada perdida en la pared. Leah soltó un grave gemido cuando tuvo otra
contracción, y Rachel se balanceó y gimoteó al unísono.
Gabe enseguida cruzó la sala y agarró a Rachel por los hombros para
ayudarla a sentarse en una silla antes de que cometiera alguna estupidez,
como desmayarse. Rachel se inclinó hacia delante y colocó la cabeza entre
las rodillas mientras respiraba hondo.
De repente, Gabe recordó por qué Rachel nunca había podido ser la
médica de la familia. Ni siquiera su padre había insistido después de verla
caerse de la bici en cuarto de primaria y vomitar al ver el rasguño que se
había hecho en la rodilla.
Se giró hacia Leah y se agachó a su lado.
—Mmm… Respira. —Era lo que había que decir, ¿no? Tenía la
impresión de que las películas en las que aparecían mujeres dando a luz no
eran del todo precisas, pero tampoco disponía de muchas más referencias a
las que recurrir.
La contracción de Leah se pasó, y se recostó en la silla para recobrar el
aliento. Anna se inclinó hacia delante y le susurró al oído a Gabe:
—Acompaña a Rachel a la sala de espera. No necesito a dos pacientes
aquí.
La sala de espera era una idea estupenda. Gabe se moría por esperar allí.
Sin embargo, antes de que pudiera huir, Anna le agarró el brazo.
—Pero tú tendrás que volver.
—¿Cómo? —siseó.
—Leah te necesita. Tiene que haber alguien con ella.
Gabe miró a Leah, que había cerrado los ojos con fuerza y resoplaba en
alto.
—Te tiene a ti.
—Ahora mismo no soy su amiga. Soy su doctora.
—¿No hay ninguna enfermera?
—Constance tiene que visitar a un par de pacientes. Leah necesita a
alguien que le sujete la mano en todo momento. Te necesita a ti.
Malditos fueran su madre y Josh por haber tenido la poca decencia de irse
de la ciudad estando Leah embarazada. Su madre, sobre todo, debería haber
sabido lo volátiles que eran las mujeres en ese estado. Por lo visto, la fecha
de salir de cuentas era una mera suposición, y podían dar a luz en cualquier
momento.
Sujetó el brazo de Rachel y la condujo por el pasillo hacia la sala de
espera. Su hermana se tambaleaba, seguía estando pálida y temblando.
—Gabe —balbuceó—, creo que voy a vomitar.
—Rachel, como vomites ahora, te mato.
Rachel se desplomó en un sofá y, tras echar un último vistazo de anhelo a
la sala de espera, Gabe regresó junto a Leah.
En su ausencia, Anna se había puesto una bata de médico, le había dado a
Leah una de paciente y la había tumbado en la cama. Otra contracción
sacudió a su hermana, y Gabe se quedó al lado de la puerta mientras Anna
aferraba la mano de la parturienta y le hablaba entre murmullos. Cuando
pasó la contracción y Leah se estiró para descansar, Anna le hizo señas para
que se acercase y le indicó que la sustituyera. Gabe no tenía alternativa, así
que se sentó en la silla junto a la cama y agarró la mano de su hermana.
—¿No debería llevar una bata o algo esterilizado y tal? —En las
películas, todo el mundo llevaba batas de hospital, guantes y unos gorritos
rarísimos.
—¿Por qué? —Anna contempló sus vaqueros y su descolorida camiseta
gris—. ¿Tienes intención de participar?
—¡No, por Dios! —Se echó atrás.
—Así estás bien. —Los labios de Anna esbozaron una sonrisa.
Gabe tenía la impresión de que ella estaba disfrutando al verlo tan
abrumado. Y no pasaba nada. Podía admitir que estaba fuera de lugar. No
era una cuestión en la que quisiera sobresalir.
Durante las próximas horas, se limitó a improvisar: le agarró la mano a
Leah, le dijo que lo estaba haciendo genial y le recordó que respirara. Al
final, se acostumbró a su papel de ayudante: le limpiaba la frente a Leah
con una gasa fría, le daba vasos de agua helada y la ayudó a levantarse de la
cama y andar por el pasillo cuando Anna sugirió que caminar un poco podía
acelerar el parto.
Anna vigilaba la frecuencia cardíaca de Leah y del bebé, comprobaba los
centímetros de dilatación —mientras Gabe pretendía que necesitaba ir a
hacer pis y se iba de la sala— y no dejaba de tranquilizar a los dos
hermanos y asegurarles que lo estaban haciendo muy bien.
Gabe no sabía si era la pura verdad, ya que al cabo de varias horas Leah
seguía de parto y él, hecho un desastre. Tenía la ropa arrugada y sudada, y
su voz sonaba áspera por haber gritado palabras de aliento durante las
contracciones. Las contracciones de Leah fueron aumentando de intensidad
y de frecuencia, y Gabe observó impotente cómo se retorcía en la cama,
gimiendo que iba a morir. Sus ojos aterrados se clavaron en Anna, que
estaba sentada junto a la cama ajustando un monitor que detectaba los
latidos fetales en la barriga de Leah. Ni siquiera se había despeinado lo más
mínimo.
Anna alzó la sábana para echar un nuevo ojo a la situación, pero a esas
alturas Gabe estaba demasiado preocupado como para salir de la habitación.
Se inclinó sobre su hermana y le dijo que todo saldría bien, rezando por que
fuera cierto. Anna levantó la vista y asintió.
Reajustó las sábanas sobre las piernas de Leah para poder tener acceso
a… lo que sea que necesitara. Gracias a Dios, lo tapaba todo.
—Cielo, estás de diez centímetros —murmuró Anna—. Cuando tengas la
próxima contracción, quiero que apretes la mano de Gabe y que empujes lo
más fuerte que puedas. No sé tú, pero yo tengo ganas de conocer al bebé.
Gabe en la vida había tenido tantas ganas de algo. Pero Leah lo
sorprendió poniéndose de lado y gritando:
—¡No!
Tanto Anna como Gabe se giraron para mirarla. Leah se obligó a hablar
entre resoplidos.
—¡No pienso parir al bebé hasta que llegue Josh! Anna, no puedo. Él
tiene que estar aquí. ¡No me obligues!
En las últimas seis horas, Gabe había hablado por teléfono con Josh cada
veinte minutos. Por culpa de los aguaceros de la Costa Este, todos los
vuelos desde Nueva York se habían cancelado, pero Josh había logrado
alquilar un coche y hacía cuanto podía para llegar a la mayor brevedad. En
la última conversación que mantuvieron, Josh estaba en la autopista, a
treinta kilómetros de Monroeville. No estaba tan lejos, pero con la lluvia no
sabían cuánto tardaría.
Anna le apartó el pelo sudado a Leah de la frente.
—No depende de mí, cielo. El bebé saldrá cuando esté preparado. Lo más
seguro para ti y para la pequeña es que no os resistáis y que la ayudemos a
salir.
Con otra contracción, Leah se hizo un ovillo y gimió. Cuando pasó,
jadeó:
—No voy… a empujar… ¡hasta que llegue Josh!
El monitor de la pared empezó a soltar un pitido largo y estridente.
Gabe dio un brinco y miró a Anna, alarmado.
Anna pulsó varios botones del monitor.
—Leah, tu frecuencia cardíaca está subiendo. Es importantísimo que
ahora mismo me escuches. Debes respirar hondo y tranquilizarte. ¿Te ves
capaz de hacerlo?
¿Cómo podía estar tan serena? Aquel era el momento más espeluznante
de la vida de Gabe. Pero no iba sobre él. Hizo lo imposible por canalizar
una parte de la calma de Anna y se concentró en su hermana.
—Escúchame, Leah. Josh viene lo más rápido que puede. Pero nunca
querría que hicieras nada que os pusiera en peligro a ti y a vuestra hija.
Sabes que tengo razón, ¿verdad?
Leah vaciló, y Gabe contuvo la respiración.
Al final, la vio asentir.
—Vale.
Anna le sonrió y se colocó a los pies de la cama. Al cabo de un minuto,
hubo otra contracción, y Anna levantó la sábana y dijo:
—Vale, ha llegado la hora. Quiero que empujes lo más fuerte que puedas.
Vamos, cielo, tú puedes.
Leah le apretó tantísimo la mano a Gabe que él pensó que le había roto un
par de dedos, pero le dio igual. Anna estaba ocupada haciendo cosas
misteriosas debajo de la sábana, pero a Gabe eso también le dio igual.
Estaba completamente concentrado en ayudar a su hermana y a su sobrina.
Se inclinó y la animó, le dijo que era increíble, que lo estaba haciendo
genial, que estaba orgullosísimo de ella.
Leah empujó durante una hora, algo que sin lugar a dudas no ocurría en
las películas. Para cuando Anna les confirmó que el bebé empezaba a salir,
el sudor empapaba la bata de Leah y los brazos de Gabe estaban doloridos y
amoratados por los apretones de su hermana.
—Muy bien, Leah —le dijo Anna—. Unos cuantos empujones más y ya
está. Tú puedes.
Leah se preparó para empujar de nuevo cuando la puerta se abrió de
pronto y Josh irrumpió en la sala. Miró alrededor, con los ojos como platos,
y corrió hasta su mujer.
—¡Lo has conseguido! —exclamó Leah, y le aferró una mano con
lágrimas en las mejillas.
—Bienvenido, papá. —Anna le lanzó una sonrisa—. ¿Preparado para
conocer a tu hijita?
Josh asintió y se inclinó sobre Leah. Le apartó el pelo y le murmuró algo
que Gabe no pudo oír.
Anna volvió a alzar la sábana.
—En la próxima contracción, un último empujón, ¿vale?
Leah asintió y Josh le agarró la mano. Gabe dio un paso atrás para darles
algo de espacio, pero entonces la otra mano de Leah se agitó por los aires y
se movió a ciegas buscándolo.
—¡Gabe! ¡A ti también te necesito aquí!
Gabe parpadeó para soportar el escozor de ojos. Anna levantó la vista y
sonrió. Él volvió a sujetar la otra mano de su hermana, y todos la animaron
cuando tuvo la próxima contracción. Leah empujó con todas sus fuerzas. Al
cabo de unos instantes, se desplomó en la cama y soltó un fuerte jadeo
cuando Anna extrajo de debajo de la sábana un bebé ensangrentado y
empapado que se retorcía y lo colocó en los brazos de Leah.
—Felicidades, mamá —dijo Anna, sonriendo y llorando al mismo tiempo
—. Has tenido una hija preciosa.
Leah y Josh se apiñaron junto al bebé, los dos con regueros de lágrimas
en la cara. Anna se dispuso a comprobar el buen estado de la pequeña y
regresó debajo de la sábana. Acto seguido, se movió por la sala haciendo lo
que debían hacer los médicos después de que naciera un bebé.
Gabe se recostó en la pared y se quedó contemplando a la pequeña. Esa
criatura resbaladiza, asquerosilla y gritona era lo más increíble que hubiera
visto nunca. No podía creerse que la hubiera ayudado a llegar al mundo. El
trabajo de Anna como médica siempre lo había impresionado, pero no tenía
ni idea de lo maravilloso que era que hiciese aquello a diario.
Al cabo de un minuto, Anna se colocó a su lado.
—Felicidades, tío Gabe.
Cansado, Gabe apartó la vista del bebé y miró a Anna a los ojos.
—Gracias —murmuró con voz ronca.
—Aquí ya he terminado, y Leah están en buenas manos con Constance.
—Anna señaló hacia la familia reunida sobre la cama—. ¿Te parece que les
demos un poco de tiempo a solas?
Gabe asintió, todavía impresionado, y siguió a Anna hasta el tenue
pasillo. Se miró el reloj; eran las tres de la madrugada. Anna se dirigió hacia
la sala de espera, pero Gabe se detuvo y la agarró del brazo para que se
diera la vuelta.
—Anna. Ha sido…, ha sido increíble. Has estado increíble.
—No he hecho más que recibir al bebé. —Anna sonrió—. Leah y tú
habéis hecho lo más difícil. —Le dio un apretón en la mano—. Has estado
genial, Gabe. En serio —susurró.
Gabe no le soltó la mano. Debía contarle la verdad. Debía confesarle lo
que había pasado con el colgante.
Y luego debía suplicarle que se quedara.
Por suerte, una puerta se abrió en el pasillo y lo salvó de contarle todos
sus secretos allí mismo, en un hospital, a las tres de la madrugada. No era el
momento adecuado. Pero tenía que hacerlo pronto.
Anna lo llevó hasta la sala de espera.
—Vamos. Vayamos a decirle a Rachel que vuelve a ser tía.
—Espera. —Se giró y la miró a los ojos—. Anna, acompáñame a la boda
en Chicago. Sé mi más uno. —Contuvo la respiración.
Y, de pronto, la vio curvar los labios en una sonrisa.
—Me encantaría acompañarte.
Gabe relajó los hombros. Con dos días solos en Chicago, por fin podrían
hablar. Hablar de verdad.
Y por fin podrían dejar todos los secretos tras de sí.
30
Esa misma tarde, regresaron al hotel para arreglarse para la boda. Anna
cerró la puerta del dormitorio mientras Gabe se duchaba y luego se vistió en
la salita. Por lo general, estaba lista en veinte minutos, pero tardó casi una
hora porque no dejaba de contemplar la pared y recordar las palabras que le
había dicho Gabe unas horas antes.
«Quiero que a partir de hoy eso cambie».
Por primera vez en mucho tiempo, Anna albergó esperanzas. Estaba
orgullosa del trabajo que hacía en el hospital con pacientes como Hayleigh.
Verla de nuevo unas semanas antes para un chequeo prenatal le había dado
una gran alegría. Cualquier día de esos recibiría los resultados de la prueba
de ADN de su madre, después de un retraso de los laboratorios y meses de
espera. En breve Anna tendría la respuesta que ansiaba obtener. Y haber
invertido los últimos meses haciendo las paces con el hecho de que su
madre tal vez se hubiera ido la había ayudado a dar gracias por la gente que
seguía en su vida. Sobre todo por los Weatherall.
Y por Gabe.
Le zumbaba el cuerpo como si hubiera ingerido más cafeína de la
recomendada; sin embargo, el único factor que estimulaba su cuerpo era el
hombre de la otra estancia. Ella ya no era la adolescente pobre y
desesperada que se enamoriscaba del popular chico de la universidad. Era la
clase de mujer por cuya atracción Gabe debería sentirse afortunado. Tal vez
había llegado el momento de hacer algo al respecto e ir en busca de lo que
deseaba.
Se puso el vestidito negro, se miró por última vez en el espejo y abrió la
puerta de la salita. Gabe estaba en el sofá bebiendo una botella de agua del
minibar y hojeando una revista. Con su perfecto traje a medida, chaleco y
corbata, y con un pie sobre la rodilla contraria, parecía recién salido de un
reportaje de moda de una elegante revista masculina.
Gabe levantó la vista y se quedó paralizado, con la botella a medio
camino de la boca.
—Dios —masculló. Le contempló el rostro, bajó la mirada por su cuerpo
y la volvió a subir—. Estás espectacular.
—Tú también estás muy guapo. —Le sonrió—. Hacemos muy buena
pareja.
—Pues sí.
Gabe se despertó cuando el sol se colaba entre las ventanas y le dio en toda
la cara. Entornó los ojos y se estiró, feliz y cansado por los bailes y por los
otros… ejercicios que había hecho esa noche. Y, de repente, todos los
recuerdos regresaron a su mente.
«Anna».
No lo sorprendió que pasara; era algo que llevaba cociéndose entre ambos
desde hacía mucho tiempo. Y tampoco lo sorprendió que fuera mejor
incluso de lo que imaginaba. No, la sorpresa llegó cuando se dio cuenta de
lo tranquilo y sereno que estaba al respecto. Nunca había estado tan seguro
de algo como se sentía en ese momento.
Un estallido de felicidad explotó en su pecho. Anna era lo que siempre
quiso. Estaba más guapa con una camiseta vieja y el pelo recogido en una
coleta que cualquier mujer a la que hubiera visto. Podía ponerlo en un
aprieto en cualquier discusión sobre economía, política o el estado del
mundo, pero al mismo tiempo no dudaba en reírse con un chiste subido de
tono. Le ponía los puntos sobre las íes y no le dejaba pasar ni una. Era
brillante y cariñosa y sexi hasta la saciedad.
Gabe quería que todos los días fuesen como el anterior. Quería quedarse
dormido junto a ella y despertar sabiendo que era suya. Quería hacerla feliz,
hacerla reír, hacerla jadear de placer y que soltase el control, como había
hecho la noche anterior en repetidas ocasiones.
Y estaba convencido de que Anna sentía lo mismo. A pesar de los muros
que había construido a su alrededor para protegerse, él había sido la única
persona que siempre había logrado resquebrajarlos. El vínculo que tenían
había desafiado todas las barreras que deberían haberse interpuesto entre
ambos. Y ahora que por fin todo quedaba en el pasado, había llegado el
anhelado momento de que aceptaran lo que habían tenido delante de las
narices desde hacía mucho tiempo.
Rodó por la cama, ansioso por estar cerca de ella, por tocarla, por verla
dormir a su lado con el pelo oscuro desparramado sobre la almohada. Sin
embargo, a excepción de una arrugada sábana de hotel, el lado de Anna de
la cama estaba vacío.
Gabe no había esperado que ya se hubiera despertado, sobre todo después
de lo poco que habían dormido esa noche. Ladeó la cabeza hacia el cuarto
de baño y prestó atención por si oía el sonido del agua corriente, pero no le
llegó más que un silencio absoluto. Su avión no salía hasta esa tarde, y
faltaban un par de horas para que tuvieran que dejar la habitación del hotel.
Saltó de la cama y se dirigió a la salita. Disponía de muchísimo tiempo para
convencerla de volver a la cama.
Pero la salita también estaba vacía.
Era probable que Anna hubiera ido a la cafetería del vestíbulo. Gabe fue a
buscar el móvil para mandarle un mensaje cuando sus ojos se fijaron en su
maleta.
«No. Mierda».
En lo alto de todo, junto a su neceser, estaba la barata cajita de terciopelo
de la casa de empeños. La tapa estaba abierta y lo que contenía, esparcido.
El colgante.
Anna había encontrado el colgante.
Gabe lo había llevado hasta allí con la esperanza de hallar el momento
adecuado para dárselo. Con el corazón desbocado, se giró para mirar hacia
el dormitorio.
Todas las cosas de Anna habían desaparecido.
Gabe pulsó el botón de llamada junto al nombre de ella. La línea dio un
par de tonos, y al poco saltó el contestador. Anna había rechazado la
llamada y lo había remitido al buzón de voz. Vale, la cosa iba mal. Iba fatal.
Era un imbécil. Debería haberle contado lo del colgante la noche anterior.
Joder, debería habérselo contado años atrás.
Le mandó un mensaje de texto a toda prisa.
Nada.
Los puntitos reaparecieron en la pantalla, y al fin recibió una respuesta.
Hayleigh regresó a Urgencias con un brazo roto y otro ojo morado. A Anna
la avisaron el lunes por la mañana, cuando llegó al hospital para su turno.
Corrió a examinar a la joven y, por obra de algún milagro, el bebé seguía
estando bien.
Después de evitar mirar a Anna a los ojos y de intentar cambiar de tema,
Hayleigh terminó admitiendo que no había llamado a Rachel para que la
ayudara a dejar a su novio. Anna no era quién para presionarla, pero el parto
estaba previsto para al cabo de un par de semanas. Al final, lo único que
pudo hacer fue darle a Hayleigh otra tarjeta con el número de Rachel. Y
luego se metió las manos en los bolsillos para obligarse a no marcar el
número ella misma y pasarle el teléfono a la futura madre.
Anna fue directamente de la habitación de Hayleigh a una paciente que
estaba de parto dos meses antes de tiempo, y luego a otra con preeclampsia
que necesitaba una cesárea urgentemente. Pero ni siquiera correr de una
punta de la clínica de maternidad a la otra podría distraerla de la gran
sorpresa del fin de semana pasado.
La maravillosa y espantosa sorpresa.
A última hora de esa misma tarde, Anna pudo al fin comprar una barrita
de cereales de la máquina expendedora y dirigirse a la sala de los médicos
para descansar un poco. Casi lamentó que no hubiera ninguna otra
emergencia con la que lidiar, ya que en cuanto encendió el móvil recibió
cinco mensajes de Gabe, todos ellos suplicándole que le contestara.
Anna no podía siquiera imaginar lo que querría decirle. Hacía años que
Gabe tenía consigo aquel colgante. Más de una década. Le había permitido
que pensara que estaba loca por mudarse a San Francisco, por buscar entre
la multitud a mujeres con los rasgos de su madre. Y en todo momento había
sabido que la madre de Anna sí que había vivido en aquella casa de Capp
Street. ¿Y si ella le hubiera hablado de la mujer del parque y de la prueba de
ADN? ¿Él le habría seguido mintiendo y le habría dejado creer que quizá su
madre no había querido abandonarla para siempre?
Anna estaba a punto de apagar el móvil cuando empezó a sonar el tono de
una llamada. Sin duda, era Gabe de nuevo. Con un suspiro, Anna le dio la
vuelta al teléfono. Pero no. El número era uno que recordaba vagamente.
Un número con un prefijo de la zona de San Francisco.
Con las manos temblorosas, se dispuso a responder.
—Señorita Campbell, al habla el agente Deacon —la saludó la voz al otro
lado de la línea.
Poco a poco, Anna se hundió en el sofá, agradecida por que la sala
estuviera vacía.
—¿Sí? ¿Ha habido alguna novedad en el caso?
—Así es. —El agente Deacon vaciló, y Anna oyó los latidos de su propio
corazón. Aquel era el momento que deseaba y temía a partes iguales. Al
poco, el hombre prosiguió—: Me alegra informarle de que la prueba de
ADN no correspondía.
—Ah. —Todo el aire salió de pronto de los pulmones de Anna.
—La mujer que encontramos en el parque no era su madre.
—Eso es… —A Anna le temblaba la voz—. Es genial. Estoy…, es
genial. —En ese caso, ¿por qué estaba tan a punto de echarse a llorar?
—Obviamente, su denuncia de desaparición sigue activa, y nos
pondremos en contacto con usted si encontramos alguna otra pista —
continuó el agente de policía—. Ahora que disponemos de una muestra de
su ADN, descubriremos antes si comparte genética con alguna otra mujer
sin identificar.
Perpleja, Anna asintió.
—¿Señorita Campbell? —insistió el agente.
—Sí, estoy aquí. Disculpe. Sí. Llámeme si tiene alguna otra pista, por
favor. —Anna colgó el teléfono y barrió la sala con la mirada. Si aquella
mujer no era su madre…
Entonces, era probable que su madre siguiera por ahí. Viviendo su vida.
«Sin mí».
Tampoco era que Anna hubiera deseado que su madre hubiese muerto…
La cuestión era que se había aferrado al clavo ardiente de la posibilidad de
que, en realidad, su madre nunca hubiera tenido la intención de
abandonarla. Pero de repente… regresaba a la casilla de salida. Seguía sin
saber si su madre estaba por ahí. Sin saber si podría volver y lo que ocurría
era que no quería.
Anna cerró los ojos y visualizó la barata cajita de terciopelo con el
colgante de su madre. La casa de empeños llamada Fiebre del Oro. ¿Su
madre había empeñado el colgante para pagar a su camello? ¿Para comprar
drogas? ¿Para seguir viviendo en la otra punta del país mientras su hija
adolescente intentaba a duras penas sobrevivir? Anna no sabía qué traición
era la peor.
Que su madre se hubiera librado de ella tan fácilmente o que Gabe se lo
hubiera ocultado durante tantísimo tiempo.
Cuando esa misma noche oyó que alguien llamaba a su puerta, Anna supo
sin lugar a dudas de quién se trataba. Había esperado sentir algo al tenerlo
ante su casa —rabia, tristeza—, pero fue un alivio descubrir que todas sus
emociones se habían cansado y tan solo la embargaba una estupenda
insensibilidad.
Después de respirar hondo, abrió la puerta. Gabe estaba sobre su felpudo,
con las manos apoyadas a ambos lados del marco de la puerta como para
intentar evitar que ella saliera huyendo. Y, ahora que lo pensaba, tal vez era
su intención. Llevaba vaqueros y una sudadera de un azul intenso con el
mismo color de sus ojos. Con el pelo oscuro peinado a un lado, hacía un par
de días que no se afeitaba, pero incluso aquel aspecto desaliñado le quedaba
genial.
Se inclinó hacia delante, y el corazón de ella dio un brinco. Vale, quizá no
era insensible del todo.
—Anna, por favor, dime algo.
Ella evitó mirarlo a los ojos y regresó al piso, pero dejó la puerta abierta
como única señal de que él podía entrar. Gabe la siguió a la cocina, donde la
vio poner agua a hervir, seguramente para tener algo que hacer con las
manos.
—Anna —le dijo desde el umbral—. No te culpo si me odias.
—¿En serio? —Anna agarró una taza de un armario y la estampó contra
la encimera—. Después de tantos años, ¿por fin me vas a dar el privilegio
de decidir mis propios sentimientos?
Desde detrás de ella, lo oyó respirar hondo.
—Debería habértelo contado enseguida.
—¿Cómo se te ha ocurrido ocultarme algo así? —Introdujo una bolsita de
té en la taza.
Gabe se colocó a su lado y, cuando ella se giró, se estampó contra su
pecho. Él la agarró de los brazos, y el corazón le dio otro vuelco. «Mierda».
—Pensaba que te estaba protegiendo. Cuando encontré el colgante, tú
tenías diecisiete años y todo tu mundo se había vuelto patas arriba. No supe
cómo decirte que era probable que tu madre hubiera empeñado el colgante.
—Pues solo tenías que abrir la boca y decirlo. —Se apartó de él. Ardía
por la humillación y por una profunda e impenetrable tristeza. Cada vez que
pensaba que había llegado al fondo de su lúgubre infancia, conseguía bajar
un poco más. Gabe lo había sabido, pero había dejado que encontrase el
camino por su cuenta—. ¿Tenías la intención de contármelo algún día?
—Lo intenté. —Sus ojos se clavaron en los suyos—. El día que fuimos a
Stinson Beach, intenté contártelo, pero me dijiste que no querías oírlo.
Anna se mordió el labio al recordar el casi beso que se dieron en la playa
y cómo él se había apartado y le había dicho que debían hablar. Ella lo
interrumpió y le dijo que se marcharía.
—Llevé el colgante a Chicago porque me prometí a mí mismo que te lo
contaría antes de que terminara el fin de semana. Debería habértelo contado
antes de que… —Ladeó la cabeza—. Pero fue un día perfecto, y después…
—Bajó la voz—. Fue una noche increíble. Y no quise arruinarla. Ni
provocar que salieras pitando.
—Debería haber sido decisión mía.
—Tienes razón. —Gabe se metió las manos en los bolsillos traseros—. La
he cagado por todo lo alto. Y no te culpo si no me perdonas nunca. Pero
espero que me des otra oportunidad.
—¿Cómo voy a volver a confiar en ti?
—Anna. Cometí un error. Pero me conoces. Y sabes lo mucho que
significas para mí. Y sabes que tú y yo nunca encontraremos nada tan bueno
como lo que tenemos. —Algo cruzó la expresión de él, una vulnerabilidad
que ella no había visto jamás.
Anna intentó dar un paso atrás, pero la encimera se le clavaba en la
espalda y no tenía dónde ir. Giró la cabeza y cerró los ojos. Era demasiado.
Necesitaba que Gabe se pusiera difícil y sarcástico, y que discutiera con
ella. Porque había un millón de motivos por los cuales aquello era una
pésima idea. Pero cuando la miraba de esa forma costaba encontrar uno.
La mano de Gabe le acarició la mejilla y, con suma suavidad, le giró la
cara en su dirección.
—Anna. —Fue prácticamente un susurro. Estaba tan cerca de ella que
Anna notó el aliento de él sobre su oído—. Mírame. Por favor.
Abrió los ojos y observó los de Gabe. Muchos años de deseo la golpearon
como un tren descarrilado. La fuerza del anhelo le arrancó todo el aire de
los pulmones. Se aferró a la encimera, pues no sabía si las piernas la
sostendrían. Antes de que le fallaran las rodillas, el brazo de Gabe le rodeó
la cintura y la atrajo hacia su cuerpo. Le pasó una mano por el pelo y sus
labios se posaron sobre los suyos, ásperos y cálidos y apremiantes.
La encimera se le clavó en la espalda y la cara sin afeitar de él le raspó la
mejilla. Anna le acarició los hombros con las manos y le recorrió los
músculos tensos. Con un movimiento rápido, Gabe le había desabrochado y
bajado los pantalones del trabajo hasta el suelo. Anna se los quitó de un
puntapié y, justo cuando él la subía a la encimera y se colocaba entre sus
piernas, la tela áspera de los vaqueros le rozó a ella los muslos. Anna le
quitó la sudadera y la arrojó al suelo. Después de librarse también de la
camiseta, buscó a tientas la cintura de los vaqueros en tanto él le dejaba un
reguero de besos ardientes por el cuello.
Las manos de Gabe estaban por todas partes: debajo de su camiseta,
encima de su piel. Anna se afanó con la hebilla del cinturón, y él la soltó los
segundos necesarios para bajarse la cremallera de los pantalones y quitarse
también los calzoncillos. Ella lo rodeó con las piernas y jadeó contra su
boca cuando Gabe entró en su interior, con un ritmo tan intenso que, por
más que la casa se hubiera prendido fuego a su alrededor, no habría podido
igualar el calor que desprendían ambos cuerpos. Anna se aferró a él
mientras la agarraba por las caderas y empujaba fuerte, hasta que los dos
alcanzaron el clímax a la vez.
Al cabo de unos segundos, Anna se recostó en su pecho, con el corazón
vibrando ante los latidos del corazón de Gabe. Él la sujetó, con una mano
todavía en su pelo y la otra sobre su espalda. Anna cerró los ojos y, todavía
aturdida, se abandonó a las sensaciones. Permanecieron así, sin decir nada,
hasta que la respiración de los dos se recobró.
Gabe se apartó un poco y se llevó consigo su calor. Anna abrió los ojos;
deseaba que el mundo siguiera desaparecido un rato más. Pero el sol
escogió aquel preciso instante para empezar a ponerse al otro lado de la
ventana e incidir en su cara para devolverla de golpe a la realidad. «Dios
mío». ¿Qué habían hecho?
—Anna —murmuró Gabe en voz baja—. Creo que deberíamos hablar.
Hablar de verdad. Quiero que seamos totalmente sinceros el uno con el otro.
Ella se recostó en la encimera, lejos de él. «Sinceros». Gabe quería que
fueran sinceros. ¿A qué se refería exactamente?
Su relación se había basado tan solo en un enorme y resquebrajado pilar
de mentiras y secretos, ya desde el momento en el que se conocieron. Y
Gabe ni siquiera sabía de la misa la mitad. Pensaba que el hecho de que su
madre vendiera el colgante en una casa de empeños era tenebroso y sórdido,
ni siquiera había podido sincerarse con ella al respecto. Pero no tenía ni idea
de lo que era tenebroso y sórdido en realidad.
Gracias a Dios que la otra noche, en Chicago, Anna no se lo había
contado todo. ¿Cómo había podido llegar a pensar que estaba a salvo con
Gabe, que podía confiar en él?
Sintiéndose vulnerable y expuesta, Anna hizo un vano intento por recoger
la camiseta con un pie. Al percibir su incomodidad, Gabe dio un paso atrás
y agarró sus pantalones del suelo para dejárselos sobre el regazo.
Se giró y se subió los suyos.
—Te espero en el salón, ¿vale? Tenemos mucho de lo que hablar.
En cuanto se marchó de la cocina, Anna bajó de la encimera y salió
disparada. En el cuarto de baño, se vistió y se echó agua a la cara. Cuando
se apartó la toalla de los ojos, su propio reflejo le devolvía la mirada desde
el espejo.
¿Cuándo aprendería que solo podía fiarse de sí misma?
Anna encontró a Gabe de pie en el centro de su salón, observando las
cajas colocadas sobre el sofá. Durante los meses que había vivido allí, Anna
había acumulado muchas más cosas de las que esperaba: una sucesión de
novelas que se apilaban en las estanterías, un conjunto de velas con su olor
preferido, un par de cuencos artesanales que había comprado en una feria
porque eran demasiado bonitos como para contenerse. Lo había guardado
todo en cajas cuando ese mismo día había vuelto a casa del hospital, con la
intención de dejarlas al día siguiente en una tienda de caridad.
—¿Y esto? —le preguntó Gabe con voz calmada—. ¿Estás… haciendo
las maletas?
—Pronto tengo que dejar la casa.
—La amiga de Rachel no volverá hasta terminada la primavera. Seguro
que está dispuesta a alargar el contrato. —Hizo una pausa y la miró desde el
pequeño salón—. Si quieres, claro.
Anna no lo miraba a los ojos.
—¿Anna? —Gabe dio un paso hacia ella—. ¿Qué está pasando?
—Siempre has sabido que pensaba volver.
—¿Volver? —Irguió la cabeza—. ¿A Oriente Medio?
Anna asintió.
—Y ¿qué pasa con esto? —Los señaló a ambos—. ¿Qué pasa con
nosotros?
Anna levantó una mano hasta el colgante que solía llevar en el cuello y
con el pulgar quiso tocar el patrón tallado, en busca del consuelo que
llevaba dos décadas proporcionándole. Pero sus dedos no encontraron nada.
Se había quitado el colgante y lo había metido en una de las cajas del
sofá. Su madre se había ido, la había abandonado y había empeñado todo lo
relacionado con su única hija. Y si Gabe llegara a descubrir lo que Anna
había hecho, él también querría huir de su lado. Y empeñar todo lo
relacionado con la existencia de ella.
—No hay ningún «nosotros», Gabe. Fue un error regresar y un error
todavía más grande quedarme tanto tiempo.
—Pero no lo piensas de verdad, ¿no? —Gabe se pasó una mano por el
pelo—. No te arrepientes de haber venido después del infarto de mi padre ni
de ayudar a Leah a dar a luz. Ni de pasar tiempo con Rachel y con mi
madre, o con los hijos de Matt. —Gabe cruzó la estancia con tres zancadas
y la sujetó por los hombros—. Y me juego lo que quieras a que no te
arrepientes de haber estado conmigo.
Anna apartó la mirada. No podía mentirle, no sobre eso.
—Da igual. Este no es mi lugar. Nunca lo ha sido.
Gabe se apartó y negó con la cabeza, frustrado. Recorrió de un lado a otro
el salón y se giró de repente para mirarla a los ojos.
—Yo no fui el que te abandonó. —Se volvió a pasar una mano por el pelo
mientras iba alzando la voz con cada palabra—. Estoy justo aquí, Anna.
Estoy justo aquí. —Y, dicho esto, se le quebró la voz y pareció perder
ímpetu—. Siempre he estado aquí. —Bajó los hombros y, cuando la miró a
los ojos, ella vio los suyos enrojecidos—. Anna, sé que has vivido muchas
cosas y que te han hecho mucho daño. Pero ¿cuándo vas a encontrar la
manera de dejar atrás el pasado y permitirte ser feliz?
Estaba cruzado de brazos, con los bíceps flexionados debajo de la
camiseta a la que hacía unos minutos ella se había aferrado. Al revolverse el
pelo, se lo había dejado levantado, y le brillaban los ojos plateados. Anna
odiaba que, incluso en esos momentos, la atracción que sentía por él fuera
tan intensa que pareciese una presencia física. Hizo lo único que pudo
hacer.
Atacarlo.
—¿Y asumes que tú me harías feliz?
Gabe se encogió como si le hubiera propinado un bofetón.
—Sí. Vale. —El destello de dolor que le atravesó el rostro fue un puñal
que se hundía en el corazón de ella—. Tienes razón. Soy un imbécil por
pensar que algún día te permitirías ser feliz conmigo.
Anna giró la cabeza y se quedó mirando por la ventana. Pero lo notaba a
él en el centro del salón, contemplándola. Mentalmente, maldijo su propia
debilidad. Nunca habrían tenido que meterse en aquel lío.
Y fue entonces cuando Anna oyó los pasos de Gabe. Al cabo de unos
segundos, la puerta principal se abrió y se cerró de golpe.
El dolor que sentía en el corazón era tan familiar como el mero hecho de
respirar. Si era verdaderamente sincera consigo misma, llevaba media vida
intentando llenar el agujero con forma de Gabe perfilado en su corazón. Al
vivir a miles de kilómetros de distancia, había sido capaz de guardar bajo
llave esos sentimientos en el fondo de su conciencia, como un sueño que de
día parece borroso y vago. Se había pasado una década y media haciendo lo
imposible por mantenerlo a cierta distancia de sí misma. Porque si lo amaba
lo perdería.
Como había perdido a todos a los que había querido.
34
Anna estaba en la sala de los médicos descansando entre una paciente y otra
cuando el teléfono que llevaba en el bolsillo de la bata empezó a sonar.
—Hola, al habla la doctora Campbell.
—Hola, doctora —la saludó la voz de Constance.
—Es imposible que Helen de la 315 esté preparada para empujar ya. —
Anna había dejado a su paciente viendo tranquilamente The Bachelor
después de haberle puesto la epidural una hora antes. Constance le había
dicho que la llamaría cuando la paciente hubiera progresado.
—No. Tiene contracciones cada cuatro minutos, y se encuentra bien. Pero
el soltero del programa no le ha dado una rosa a Sue Ellen, así que será una
noche dura para ella.
Anna sonrió. Le gustaba aquel trabajo y echaría de menos a sus
compañeras cuando se marchase al cabo de un par de semanas. Había
avisado de su renuncia el martes, la mañana siguiente de que Gabe se
hubiera ido de su casa, y le había costado más de lo que esperaba.
—En el mostrador principal han recibido una llamada para ti —le dijo
Constance—. Ahora mismo te la paso.
Anna cruzó la sala y abrió la puerta de la nevera en la que había guardado
la comida. Seguramente debería comer ya, antes de que las contracciones de
Helen fueran a más. Y era probable que la llamada estuviera relacionada
con otra paciente de parto. A veces se asustaban y llamaban directamente al
hospital, en lugar de a su extensión.
—¿Diga? —Anna sujetó el móvil entre la mejilla y el hombro para
apartar la ensalada de alguien y alcanzar la suya, que estaba detrás.
—¿Hola? —dijo una voz ronca con un fuerte acento de Pittsburgh.
Parecía la voz de una anciana que se había pasado unas cuantas décadas
fumando. Estaba claro que no era el tono apremiante de una paciente de
parto—. ¿Eres…? —prosiguió la mujer—. Estoy intentando localizar a
Anna. A Anna Campbell.
—Soy Anna Campbell —masculló con el ceño fruncido. Había detectado
algo familiar en aquella voz—. ¿Con quién hablo?
—Ah, vale. Pues yo…, mmm, verás… —A la mujer se le atragantaban
las palabras—. Anna, soy… soy tu madre.
Anna se quedó paralizada. El teléfono se le escurrió, y lo agarró justo
antes de que cayera al suelo. Cerró de golpe la puerta de la nevera y aferró
el móvil con una mano sudada mientras regresaba a la mesa y se sujetaba a
una silla con la otra mano.
Una vez sentada, tomó una temblorosa bocanada de aire.
—¿Es una broma? ¿Con quién hablo?
Hubo una pausa. Y al poco…
—Soy… soy tu madre.
Su madre estaba muerta.
Bueno, Anna no lo sabía a ciencia cierta, claro. Pero se había pasado los
últimos seis meses convenciéndose de que su madre había muerto de un
paro cardíaco en el parque, y en su mente esa era ya la verdad. En cuanto le
dieron los resultados de ADN y descubrió lo del colgante, decidió que era
mejor seguir con aquella idea. Dondequiera que hubiese terminado su
madre, había decidido no tener a Anna en su vida. Y había llegado el
momento de que Anna pasara página de una vez por todas.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber.
—Deb. Deb Campbell. Anna, soy yo.
Anna apretó con fuerza el reposabrazos de la silla con la mano que tenía
libre para que dejara de temblarle. Esa voz. Esa voz era muy familiar. Cerró
los ojos para reprimir la oleada de vértigo.
—¿Qué quieres? —consiguió balbucir.
—Pensaba que quizá podríamos vernos para hablar.
—¿Vernos? —Anna abrió los ojos—. ¿Dónde estás?
—En Pittsburgh. Es que… —Su madre se interrumpió con un ataque de
tos que duró casi un minuto entero. Al final, consiguió recomponerse—.
Perdona.
—¿Estás en Pittsburgh? —le preguntó Anna, consciente del matiz de
histeria que teñía su voz—. ¿Desde cuándo?
—Uy, desde hace años.
«Años». Su madre vivía allí, en Pittsburgh, desde hacía años. ¿Acaso
había intentado encontrar a su única hija? ¿Había recorrido su viejo barrio y
había indagado? No le habría resultado difícil localizar a Anna de haberlo
querido.
«Y eso significa que no ha querido».
—Ajá. —La voz de Anna hacía gala de una milagrosa calma, teniendo en
cuenta que se le habían revuelto las tripas y le temblaba todo el cuerpo—. Y
¿ahora quieres que nos veamos? ¿Por qué ahora?
Pero, de repente, Anna comprendió por qué. Era la misma razón por la
que su madre había empeñado el colgante tantos años atrás.
Su madre se aclaró la garganta.
—Bueso, es que… he pensado que podríamos hablar de eso en persona.
Ahí lo tenía.
—Claro. Porque por teléfono no te puedo dar dinero. Ni… Ya. Es verdad,
me has llamado al trabajo. Sabes que soy médica. ¿Esperabas que te diera
medicamentos?
—A ver, en realidad yo… —Su madre empezó a toser de nuevo.
Anna se quedó escuchando aquel espantoso sonido, y su sorpresa inicial
se fue transformando poco a poco en rabia. Y eso la alivió, ya que era capaz
de gestionar la rabia. Era una adulta de éxito, no una niña asustada que
intentaba sobrevivir a la desesperada. Y no necesitaba darle a esa mujer ni
un segundo más de su energía.
—Mira, de mí no vas a sacar ni dinero ni medicamentos. No vuelvas a
llamarme. —Pulsó el botón de colgar y lanzó el teléfono a la mesa que tenía
justo delante.
Anna se encogió en el asiento y apartó la silla hasta que la estampó con la
pared.
¿Quién le garantizaba que aquella mujer fuese su madre? Anna no la
había oído en casi veinte años, y ¿de repente la llamaba, de la nada? Si era
su madre de verdad, la única explicación era que la había buscado en
Google, había visto que su hija era médica y que estaba de vuelta en
Pittsburgh, y que era una vía fácil para obtener dinero. Pues que se lo
quitara de la cabeza.
Sin embargo, allí sentada, con temblores en las manos, las dudas
comenzaron a emerger. Tal vez no debería haber sido tan dura y no debería
haberle colgado de esa forma. La llamada había entrado en el enorme
sistema telefónico del hospital. ¿Habría alguna manera de rastrearla? Si
algún día Anna quería respuestas de dónde había estado su madre desde que
ella era una adolescente, ¿había perdido la oportunidad al colgar en un
arrebato?
Respiró hondo, temblorosa. ¿Acaso importaban las respuestas? Quizá lo
único bueno que había hecho su madre por ella en toda su vida fue
abandonarla cuando era joven.
Se levantó de la silla y recorrió la sala, pero antes de que pudiera decidir
qué hacer, la puerta de la estancia se abrió. Apareció Constance, con la
respiración acelerada y el pelo desmadejado del moño impoluto que solía
llevar en la coronilla.
—Anna —jadeó, con una mano sobre el pecho—. Te necesitamos ahora
mismo.
Anna dio un tambaleante paso hacia su compañera de trabajo.
—¿Es Helen? —Se frotó las sienes e intentó que su cerebro regresara al
presente. Sus pacientes la necesitaban.
—No. —Constance volvió a tomar aire—. Es otra paciente. Una chica
llamada Hayleigh.
«Hayleigh».
—¿Está de parto?
«Por favor, no me digas que su novio le ha dado otra paliza».
—No. —Constance negó con la cabeza—. No, no está de parto. —Las
arrugas que le rodeaban los ojos se intensificaron y, durante unos segundos,
pareció estar muy a punto de echarse a llorar.
A Anna empezó a martillearle el corazón. Constance llevaba treinta años
trabajando en Maternidad y lo había visto todo. No podía ser nada bueno.
—¿Qué ha pasado?
—Su novio le ha… —La enfermera bajó los hombros, enfundados en una
bata médica—. Le ha disparado. Y la muchacha no va a sobrevivir.
Necesitamos que hagas una cesárea para que nazca su bebé.
35
Anna se despertó sola. Era por la mañana, y el sol entraba por su ventana y
caía sobre la almohada. Entornó los ojos y rodó por la cama. No había
ningún indicio de que Gabe hubiera dormido a su lado. ¿Acaso había
soñado que él había ido a su casa la noche anterior? No, era demasiado real
como para que fuera un sueño, y todavía percibía su olor en la almohada. La
abrazó contra el pecho.
Le vibró el móvil, y lo agarró de la mesita de noche.
Gabe
Ey, siento haberme tenido que ir. Tenía una reunión a la que no
podía faltar. Debo advertirte que no estarás sola durante mucho
tiempo. Los Weatherall están de camino. Nos vemos pronto.
Aquel domingo, Anna volvió tarde a casa del turno del hospital y entró a
toda prisa para quitarse la ropa del trabajo. En teoría, debería haber ido una
hora antes a casa de Elizabeth y John para cenar, pero una cesárea de
emergencia la había retrasado. Anna le había mandado un mensaje a Gabe
desde el hospital y le había dicho que llegaría al cabo de cuarenta y cinco
minutos.
De camino al dormitorio, tropezó con las cajas. Gabe no le había
preguntado de nuevo al respecto, y ella sabía que intentaba darle espacio
para que decidiera lo que quería hacer. Anna miró el reloj. Ya llegaba tarde,
así que ¿qué importaban unos pocos minutos?
Tardó unos cinco en volver a colocar sus libros en la estantería, las velas
en la mesita y las fotografías sobre la repisa de la chimenea. Al ver sus
cosas donde debían estar, notó cómo se quitaba un peso de encima.
Iba a decirle a Gabe que esa vez sí que estaba saliendo de casa cuando
alguien llamó a la puerta. Quizá él había ido a buscarla. Sonrió y corrió
hacia el comedor para abrir la puerta.
Y se quedó paralizada.
No era Gabe.
Frente a la puerta se encontraba una mujer tan encorvada que sus
hombros parecían plegarse sobre sí mismos. Estaba delgada, casi
esquelética, con las mejillas hundidas y oscuras ojeras bajo los ojos. Su
larga y lacia cabellera estaba salpicada de canas, y la sencilla camisa de
franela y los vaqueros raídos casi engullían su cuerpo.
Anna dio un paso atrás y se aferró al pomo de la puerta, incapaz de
contener las lágrimas. Abrió la boca, pero no emergió ningún sonido.
Al final, consiguió susurrar:
—Mamá.
—Hola, cariño. ¿Puedo pasar?
39
Era imposible que Anna lo hubiera oído bien por culpa del escándalo de la
cocina. Durante unos segundos, se quedó sin habla, y al final consiguió
balbucir:
—¿Qué?
Los labios de Gabe esbozaron una sonrisa, y esa vez habló con una voz
alta y clara que se sobrepuso al alboroto de risas y cháchara de su familia.
—Anna, ¿quieres casarte conmigo?
Las conversaciones se interrumpieron cuando todo el mundo se giró para
observarlos.
—Ahí va —masculló Matt, y Julia lo acalló.
Se oyó un «¡Dios mío!» susurrado que pareció provenir de Leah y alguien
soltó un jadeo. Al poco, en la cocina se hizo el silencio.
Gabe no levantó la vista ni reparó en el público. Se limitó a meterse una
mano en el bolsillo y a sacar una cajita de terciopelo, que dejó en la mano
de ella. Perpleja, Anna la abrió y vio y reconoció la joya familiar.
El precioso y antiguo anillo de bodas de su abuela, el que Anna se había
negado a aceptar cuando Elizabeth intentó dárselo unos años antes.
Gabe lo llevaba en el bolsillo. Debía de haberlo planeado. Anna se lo
quedó mirando. Le estaba costando respirar.
—No hay nadie más en este mundo con quien quiera hablar de todo. —
Gabe no dejaba de observarla—. Ni que me haga reír como tú. Ni que me
vuelva tan loco. —Hizo una pausa y le dedicó una sonrisa torcida—. Ni a
quien vaya a querer como te quiero a ti.
Las lágrimas que se habían ido acumulando empezaron a verterse.
Gabe se inclinó y le sujetó la cara con la mano para apartarle las lágrimas
con el pulgar.
—Y ya sabes que no soy el único que te quiere. Mira a tu alrededor,
pequeña.
Señaló a sus familiares, a quienes Anna notaba contemplándolos,
cautivados por completo, pero ella no se veía capaz de apartar los ojos de
los de Gabe.
—Anna, formas parte de esta familia tanto como yo, así que cásate
conmigo y hagámoslo oficial.
Las lágrimas fluían ya libremente y le caían por la barbilla para aterrizar
sobre su camiseta. Miró a la familia Weatherall, en pie alrededor de la isla
de la cocina. Sus ojos pasaron de Elizabeth, que también estaba llorando, a
John, que rodeaba a su esposa con un brazo y le lanzaba a ella una sonrisa
cariñosa. Leah aferraba la mano de Josh mientras sacudía los hombros con
silenciosos sollozos y Rachel sonreía a punto de echarse a llorar. Matt le
dedicó una sonrisa alegre y Aaliyah y Julia asentían como si estuvieran de
acuerdo con todo lo que había dicho Gabe.
Anna se giró de nuevo hacia Gabe, que seguía con los puños apretados y
los hombros tensos. Lucía una expresión de vulnerabilidad y de esperanza,
y Anna nunca lo había amado tanto como en aquel preciso instante. Se
miraron sin parpadear, mientras la familia de él permanecía inmóvil, como
estatuas, por la cocina.
Y fue entonces cuando una oleada de felicidad la inundó, y no pudo evitar
sonreír. Antes de que dijera nada, Gabe la sujetó por los hombros y la besó.
Desde lejos, un potente grito se adueñó de la cocina, pero Anna tan solo
podía pensar en Gabe. Le puso la mano en la barbilla y le devolvió el beso,
embargada por quince años de deseo, de pena y de amor.
Cuando se separaron, Gabe apoyó la frente en la de ella y murmuró:
—¿Eso es un sí? Más te vale que sea un sí.
—¡Sí! —Anna reía y lloraba al mismo tiempo.
Gabe agarró el anillo de Dorothy y se lo puso en el dedo, y acto seguido
la besó de nuevo.
De repente, la familia los envolvió. Los hijos de Matt y Julia se le
pegaron a la cintura cuando John se le acercó para darle un abrazo a Anna.
Ella se soltó y se chocó con Leah, que daba saltos de alegría. Matt abrazó a
Gabe y le dio una fuerte palmada en la espalda, y después de giró y la
levantó a ella en volandas. Julia se acercó para agarrarle la mano y
sorprenderse al ver el anillo, y luego Rachel la sustituyó y rodeó a Anna con
los brazos.
Al separarse de ella, Rachel la miró con solemnidad.
—Ya sabes que es mi hermano mayor y que lo quiero más que nadie.
Anna asintió. Rachel sonrió.
—No creo que le hubiera dejado estar con nadie que no fueras tú.
Anna volvió a abrazarla, y entonces apareció Elizabeth. Le sujetó la mano
y le acarició el anillo con el pulgar.
—El anillo de mi madre te queda estupendo —comentó la madre de
Gabe.
—Muchas gracias por dármelo —dijo ella con voz ronca.
—¿Sabes una cosa? —Elizabeth le puso una mano sobre la mejilla—.
Cuando me dijiste que se lo diera a una de mis hijas, no comprendiste que
efectivamente se lo estaba dando a una de mis hijas.
Y entonces Anna se echó a llorar de nuevo y el brazo de Gabe la rodeó y
la atrajo hacia sí.
Breve y fugazmente, Anna pensó en Deb Campbell.
Al final, que su madre la abandonara había sido un regalo. Uno que la
había llevado a ella hasta allí. Anna se echó atrás para mirar a Gabe a los
ojos.
—¿Sigues teniendo el colgante?, ¿el que era de mi madre?
—Pues claro que lo tengo. —Ladeó la cabeza con gesto interrogativo.
—Creo que debería devolvérselo —musitó. Su madre solo disponía de
unos pocos meses de vida y estaba totalmente sola. Tal vez aquello pudiera
consolarla.
Gabe enarcó las cejas.
—¿Has…? —«¿Has vuelto a hablar con ella?».
Anna asintió.
Gabe le sujetó la cara con las manos como si quisiera cerciorarse de que
estaba bien. Ella sonrió para tranquilizarlo.
—Luego te lo cuento todo. Pero ¿crees que me podrás acompañar si voy a
verla?
—Te acompañaré a donde quieras —respondió, y le cubrió los labios con
los suyos. Anna le rodeó el cuello con el brazo y le devolvió el beso.
—Idos a un hotel —terció desde lejos la voz de Rachel.
Anna se echó a reír, se apartó un poco y se detuvo en medio de todo aquel
caos para observar a la familia enorme, ruidosa, cariñosa y encantadora de
Gabe.
«No», se corrigió. «No es la familia enorme, ruidosa, cariñosa y
encantadora de Gabe».
«Es mi familia».
Sonrió y se acercó para besarlo de nuevo.
UNA CARTA DE MELISSA
Querida lectora:
Estoy muy feliz por compartir esta novela contigo y quiero darte las gracias
de corazón por haberla escogido. Si te ha gustado la historia y has
conectado con los personajes, me encantaría que me lo comentaras. Puedes
mandarme un mensaje en redes sociales, un correo a la web o apuntarte a
mi boletín de novedades para recibir información sobre mis nuevas
publicaciones. Además, siempre agradezco una breve reseña, que ayuda a
que nuevas lectoras descubran el libro.
www.bookouture.com/melissa-wiesner
Te deseo lo mejor,
Melissa Wiesner
AGRADECIMIENTOS