Todos Nuestros Recuerdos - Melissa Wiesner

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 337

Traducción de Xavier Beltrán

Argentina • Chile • Colombia • España


Estados Unidos • México • Perú • Uruguay
Título original: It All Comes Back to You
Editor original: Bookouture. An imprint of Storyfire Ltd.
Traducción: Xavier Beltrán

1.a edición Mayo 2024

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización


escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

Copyright © 2023 by Melissa Wiesner


All Rights Reserved
© 2024 de la traducción by Xavier Beltrán
© 2024 by Urano World Spain, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.titania.org
[email protected]

ISBN: 978-84-10159-13-6

Fotocomposición: Urano World Spain, S.A.U.


Para Sid.
Este libro solo podía ser para ti.
Gracias por ser mi inspiración.
PRÓLOGO
VERANO, ACTUALIDAD

La doctora Anna Campbell se había pasado la última década y media


intentando no regresar a casa. Pero al otro lado de las puertas de salida de
ese aeropuerto se encontraba Pittsburgh, Pensilvania, la ciudad de la que
había querido escapar durante toda su infancia.
Para armarse de valor, Anna aferró el colgante de oro que hacía dos
décadas que llevaba alrededor del cuello y acarició con el pulgar las
delicadas líneas talladas en la superficie. Ya no era una niña asustada y
desesperada, y ese viaje era su oportunidad para encontrar al fin las
respuestas que llevaba media vida queriendo obtener.
Y para dejar atrás su pasado de una vez.
Anna cuadró los hombros y siguió a los demás pasajeros agotados hacia
las escaleras mecánicas, que dudaban de si ir a las cintas de equipaje o
cruzar las puertas correderas, donde los recogerían sus amigos y familiares.
Ella no había facturado ninguna maleta. Todas sus pertenencias cabían en la
mochila que llevaba a la espalda, y nadie iba a ir a buscarla en una hora tan
tardía. Así pues, echó un vistazo a los carteles en busca del que le indicaría
dónde se encontraba el puesto de los Uber.
Estaba a punto de encaminarse hacia las puertas cuando oyó una voz
grave que exclamaba desde detrás de ella:
—¿Puede alguien llamar a un médico?
Anna dio media vuelta, olvidados todos los recelos al pasar la vista hacia
el hombre más atractivo al que hubiera visto nunca, y que estaba a tan solo
un par de metros observándola. Se quedó allí, paralizada, en tanto la
mochila se le deslizaba por el hombro y caía al suelo.
Los labios del hombre esbozaron una sonrisa.
—¡Gabe! —gritó Anna, y se lanzó a sus brazos. Él también se había
precipitado hacia delante y la levantó del suelo para dar vueltas con ella.
Gabriel Weatherall, su mejor amigo en el mundo entero.
—No me puedo creer que estés aquí —le dijo Anna cuando al fin volvía a
tener los pies en el suelo.
El avión había aterrizado pasada la medianoche, y ella le había dicho que
tenía pensado alojarse en un hotel cerca del aeropuerto y descansar un poco.
Debería haber sabido que su amigo no le haría caso.
—No pensarías en serio que después de tanto tiempo podrías entrar a
hurtadillas en el país, ¿no? —le preguntó Gabe.
—A ver, a hurtadillas no. —Le lanzó una sonrisa torcida—. Quizá solo de
puntillas.
Gabe negó con la cabeza y suspiró, un gesto acompañado de diversión,
pero también de una pizca de algo más. De exasperación, probablemente.
—Sabes que mi familia ha ido contando los días que faltaban para tu
llegada, ¿verdad?
A Anna el corazón le dio un vuelco inesperado. La familia de Gabe, los
Weatherall; la familia enorme, ruidosa, cariñosa, encantadora y controladora
de Gabe. Habían formado parte de su vida desde que era una adolescente, y
contar con la compañía de todos sus familiares había sido lo mejor que le
había ocurrido nunca. Aun así, había veces, como ese día, en las que sabía
que jamás sería como ellos. Para los parientes de Gabe, todas las
transiciones en la vida eran motivo de celebración, y cuanto más
estruendosa y abarrotada, mejor. Sin embargo, no había nada que Anna
desease más que esconderse hasta que se le ocurriera qué hacer a
continuación.
—Has tenido suerte de que mi familia al completo no se haya presentado
frente a las puertas con una banda de música y fuegos artificiales —le dijo
Gabe como si le hubiera leído la mente. Enarcó las cejas y la miró de reojo
—. Les comenté que eso a lo mejor te agobiaba.
Estaba exagerando, pero solo un poco. Y, como siempre había ocurrido,
Gabe la conocía mejor que nadie. Comprendía su pasado, su infancia, así
como todas las razones por las cuales le resultaba complicado abrirse a la
gente con la libertad y tranquilidad con que lo hacía la familia de él.
Bueno, lo comprendía casi todo. Había algunas cosas que Anna nunca le
había contado a nadie.
Aun así, sabía que su cautela en ocasiones lo frustraba.
Le lanzó otra mirada mientras recogía la mochila del suelo. Habían
pasado cuatro años desde la última vez que se vieron. Con treinta y tantos,
Gabe lucía unas cuantas arrugas alrededor de los ojos y, aunque siguiera
siendo un tipo esbelto, había ganado algo de peso en su ausencia. Y eso no
hacía sino conseguir que fuera más atractivo, claro está.
Gabe se giró y la sorprendió contemplándolo.
De algún lugar lejano sonó un grave zumbido, que empezó leve y fue
ganando intensidad. Durante unos segundos, Anna pensó que la cinta de
equipaje había empezado a moverse, pero no. Era ella, era esa sensación de
temblor y mareo que siempre le embargaba las extremidades cuando estaba
cerca de Gabe.
Por el diminuto tic que percibió en las comisuras de un ojo de él, Gabe
también lo había experimentado.
Y así fue como Anna retrocedió a la última vez que lo había visto, una
noche de junio de cuatro años antes. Los dos se encontraban en el porche
delantero de la casa de los padres de él, donde esos tablones de madera que
los separaban eran un abismo más ancho que el océano que acababa de
atravesar. Y recordó la expresión de perplejidad de Gabe y el dolor que
irradiaban sus ojos cuando ella se apartó de todas las líneas que habían
estado a punto de cruzar juntos.
Se alejó de nuevo de ese recuerdo y se agachó para recoger el abrigo y
hurgar en los bolsillos, como si encontrar el pasaporte fuera, de pronto, muy
urgente. Gabe soltó un suave resoplido, aparecía de nuevo aquella
exasperación tan suya.
Por la millonésima vez desde la noche de primavera tormentosa en la que
se había marchado del país, Anna se preguntó cómo habrían cambiado, con
el tiempo y la distancia, los sentimientos de Gabe desde su último
encuentro. ¿También estaba contento por que se hubieran frenado antes de
que pasara algo entre ellos?
¿Y también estaba arrepentido?
Anna no se lo preguntaría nunca.
Hablaron de todo. De todo menos de esa electricidad que zumbaba entre
ambos. Ese tema estaba descartado por completo. Porque, si había algo que
para ella fuera más importante que todo lo demás, algo por lo que se
pondría delante de un tren en marcha para protegerlo, era su amistad con
Gabe.
Era lo único en lo que había sido capaz de confiar durante toda su vida.
PARTE I
1
OTOÑO, QUINCE AÑOS ANTES

Anna respiró hondo para calmar el martillo neumático que le taladraba el


pecho mientras su profesora recitaba una lista de nombres desde el estrado.
El chico sentado a su derecha se quedó mirando sus zapatillas raídas, y ella
se puso una mano sobre la pierna para detener el temblor nervioso.
La persona cuyo nombre iba a pronunciar su profesora no tenía ni idea de
que el futuro de Anna dependía de ello. Como una de los pocos estudiantes
de instituto que tenían las notas suficientes para ese programa universitario
gratuito, ese proyecto era su opción a obtener una beca y una vida en la que
no siempre tuviera que mirar hacia atrás.
El sonoro crujido del papel que la doctora McGovern tenía en las manos
retumbó por el auditorio cuando pasó el dedo por la hoja y se detuvo.
Anna se aferró al dobladillo de la camiseta de segunda mano, esperando
conocer el nombre del compañero de su nuevo proyecto.
—Gabriel Weatherall.
Los ojos de ella barrieron la sala hasta clavarse en el chico alto de pelo
oscuro encorvado sobre el asiento, que hacía girar el bolígrafo, distraído.
El joven levantó la barbilla para mirarla y luego apartó la vista. Al cabo
de menos de un segundo, giró la cabeza y la observó con la boca abierta en
un acto casi cómico en el que la miraba por segunda vez.
Bueno, habría sido cómico si la vida de Anna no estuviera colgando de un
hilo.
Se obligó a lanzarle una sonrisa amistosa.
Al verlo enarcar las cejas y curvar los labios con desdén, Anna notó cómo
la beca se le escurría de los dedos.
La doctora McGovern emparejó al resto de los estudiantes de la lista y
luego empezó la clase, pero Anna no oyó ni una sola palabra de la lección.
Apoyó el codo en la mesa y se tapó la cara con la melena castaña, como si
cosas absurdas como las puntas abiertas le preocupasen lo más mínimo.
Mirando entre sus largos bucles, reparó en el pelo espeso y negro de Gabe,
su camiseta de una fraternidad y los brazos cruzados sobre el ancho pecho
en una postura de absoluta confianza en sí mismo. La mitad de las chicas de
la clase matarían para trabajar con Gabe durante los dos siguientes
semestres, pero Anna deseaba que le hubieran asignado a casi cualquier otra
persona.
Era la segunda clase a la que asistían juntos, aunque él nunca se habría
fijado en ella, sentada en las últimas filas del aula. Pero Anna sí sabía quién
era él. Gabe era la personificación del chico que lo tiene todo facilísimo.
Caminaba y hablaba con tanta confianza que era evidente que nunca había
pasado por apuros, y era la clase de muchacho cuyos padres le habían dicho
que era inteligente y especial desde el día en el que nació. Todo lo que hacía
daba fe de ello, desde su forma de discutir una teoría con un profesor hasta
el modo en el que las chicas revoloteaban a su alrededor, y él les prestaba la
suficiente atención como para que lo siguieran, pero nunca la suficiente
como para limitar sus opciones.
A ver, Gabe era inteligente, sí, y en más de una ocasión Anna había
estado de acuerdo con él cuando había verbalizado su opinión en clase. Pero
también era demasiado guapo, demasiado arrogante y demasiado
irrefrenable. Necesitaba a un compañero que fuera a agachar la cabeza, no a
llamar la atención, y que trabajase como un loco. O, mejor aún, que diera un
paso atrás y le dejara a ella tomar las riendas. Gabe Weatherall no iba a
hacer nada de eso.
Después de clase, Gabe se dirigió hacia la puerta rodeado por el grupo
con el que siempre se sentaba, y no se molestó en lanzarle ni una mirada a
Anna. Ella se tomó su tiempo para guardar los libros en la mochila. Si tenía
suerte, Gabe estaría demasiado distraído como para recordar esperarla, y
quizá conseguiría escabullirse y hablar luego con él sobre el proyecto. Si
hacía una investigación previa, podría planear lo que quería decirle para
cuando se vieran en persona.
Cuando salió del aula, sin embargo, Gabe estaba apoyado en la pared,
solo, y contemplaba la puerta. Clavó los ojos en los suyos, y el estómago de
Anna dio un lento vuelco. Eran de un azul muy claro, que rayaba en el
plateado. Unos ojos como esos no eran habituales en una persona con el
pelo tan oscuro, pero resultaba que así era. La miraban como dos nubes de
tormenta que apenas dejan pasar la luz del sol. ¿Cómo era posible que Anna
no se hubiera fijado nunca?
Se dio un bofetón mental.
«¿Nubes de tormenta? Calla, anda».
Gabe levantó un poco una mano para saludarla a medias, y ella redujo el
ritmo de sus pasos.
—Hola. —Se detuvo delante de él y se obligó a sonreír—. Supongo que
seremos compañeros en este proyecto.
Gabe no se molestó en devolverle la sonrisa. Se limitó a mirarla de arriba
abajo.
—¿Cuántos años tienes?
Anna se apoyó la libreta en el pecho para ocultar su ridícula camiseta
extragrande. Uno de los novios de su madre se la había dejado en casa
después de que su madre lo echara a patadas. Era fontanero, y a Anna le dio
pena verlo marchar. Había sido uno de los pocos que eran agradables, y fue
el único momento en el que el radiador había funcionado bien sin tener que
asestarle golpes con una lata de judías. La camiseta era demasiado holgada,
pero era lo que tanto le gustaba. Resultaba fácil ocultarse en el interior.
Pero ¿por qué no había recordado que ese día era el día en el que le
asignarían a su compañero y por qué no se había esforzado un poquito más?
De repente, era consciente de que nadaba en el interior de esa camiseta
gigantesca, sobre todo porque estaba bastante convencida de que
recientemente había perdido algo de peso. Y medir un metro setenta y cinco
tampoco ayudaba. La mayor parte de las veces, su altura no hacía sino
subrayar su rareza. Un chico del instituto le dijo un día que con esas rodillas
huesudas y esos enormes ojos marrones le recordaba a Bambi. Y pensó que
la estaba piropeando.
En fin, lo mejor que podía hacer era aparentar confianza. Por suerte, en
los últimos tiempos se le había dado bastante bien. Se aclaró la garganta.
—Encantada de conocerte. Soy Anna Campbell.
—¿Eres estudiante de primero? —Gabe parpadeó.
—Y… ¿cómo dices que te llamas? —Anna echó atrás los hombros y se
irguió cuan alta era. Eso siempre le funcionaba en su trabajo en el
supermercado cuando debía enfrentarse a un cliente enfadado. «Pero
maldita sea». Gabe era casi un palmo más alto y no pareció intimidado en
absoluto, sino divertido.
—Gabriel Weatherall. Mis amigos me llaman Gabe.
—Muy bien, Gabriel. Me da la impresión de que vamos a trabajar juntos
durante los dos próximos semestres. A lo mejor deberíamos darnos los
correos electrónicos y organizar un plan para quedar.
Gabe dudó durante tanto tiempo que Anna se removió. ¿Estaba pensando
cómo podría librarse de ella? Al final, le arrebató la libreta de las manos y
la abrió por una hoja en blanco. Tras garabatear su nombre, su correo
electrónico y su número de teléfono, le murmuró:
—La mejor manera de contactarme es mandarme un mensaje.
Gabriel le devolvió la libreta, y Anna escribió lentamente su número de
teléfono y su correo electrónico. Lo vio tender la mano para aceptar la hoja,
pero vaciló.
No podía mandarle un mensaje. No tenía móvil, tan solo una cutre línea
de fijo inalámbrico que ya estaba en el piso cuando se mudaron. Flexionó
los dedos de los pies dentro de las zapatillas y olvidó que en teoría debía
aparentar confianza.
—Pues es que… A mí lo que me va mejor es el correo electrónico, si no
te importa. —Tampoco tenía ordenador. Ni wifi. Pero prácticamente vivía
en la biblioteca, y allí podría utilizar uno.
Gabriel agarró el papel con sus datos de contacto y se lo quedó mirando
como si la hoja contuviera alguna pista de quién era ella.
—Vale, como quieras. Dime, ¿cuándo te va bien quedar?
Anna apretó los labios. A él no le iba a hacer ninguna gracia.
—Verás, durante la semana no puedo quedar. Solo vengo al campus los
martes para ir a clase.
Gabe se pasó una mano por el pelo y se lo peinó de lado. Por lo menos no
era uno de esos chicos que se embadurnaba el cabello con cincuenta kilos
de gomina.
—Vale. Tengo coche —dijo—. ¿Dónde vives? Podemos quedar por tu
barrio o trabajar en tu casa.
Anna se quedó sin habla ante la idea de que aquel joven universitario,
guapo, confiado y obviamente rico fuese a su piso a trabajar en su proyecto.
Pensaría que… Le ardieron las mejillas. Ni siquiera podía imaginarse lo que
pensaría. No importaba porque era algo que no iba a suceder jamás. Pero a
lo largo de los dos siguientes semestres sí que iban a pasar mucho tiempo
juntos. Por lo tanto, debía decirle por lo menos algo sobre sí misma, por
mucho que le doliera.
—A ver, entre semana no puedo quedar. Estoy todo el día en clase. Y
después de clase, trabajo.
Vio cómo la confusión se abría paso en el rostro de él.
—Estás todo el día en clase. ¿En clase de…?
—En clase, en el instituto.
—¿En el instituto? —Echó atrás la cabeza como si le hubiera propinado
un golpe—. ¿Qué estás haciendo en Economía Mundial? Por lo general,
solo los alumnos de último curso hacen esa asignatura. —Gabe se rio, pero
su expresión era seria—. Alumnos de la universidad.
—Estoy en un programa becado para prometedores estudiantes de
instituto. —Anna no mencionó la parte del programa dirigida a estudiantes
«de bajos ingresos» o «en situación de riesgo». Detestaba la palabra riesgo.
No necesitaba que nadie le recordase los riesgos que implicaba su situación
en esos momentos—. Es supercompetitivo. He asistido a clases desde la
secundaria. Cuando me gradúe del instituto, podré utilizar los créditos para
mi diplomatura.
Y ni que decir tiene que, si sobresalía en ese proyecto, su nombre estaría
en la cabeza de todos los profesores para cuando solicitara una beca.
Los chicos como Gabe no debían preocuparse por las becas.
—Desde la secundaria —repitió él—. Y ¿ahora estás en…?
—En último curso. —Suspiró—. Tengo dieciséis años. —Gabe era
estudiante universitario, probablemente ya había cumplido los veintiuno, así
que Anna podía entender la sorpresa que se había llevado al saber que su
compañera de proyecto era una chica de instituto. Pero seguro que sabía que
la doctora McGovern no le permitiría estar en su clase si no lo mereciera.
Gabriel se alejó de la pared y dio un paso en su dirección.
—¿En serio? ¿Dieciséis? Es el proyecto más importante de mi carrera y
¿mi compañera todavía no ha empezado con la pubertad?
Quizá Anna solo tuviera dieciséis años, pero de repente el cuerpo le dolía
como si tuviera noventa. La noche anterior, había descargado cajas en el
supermercado hasta las diez y luego se había quedado hasta medianoche
haciendo deberes. Esa semana, todas las noches serían iguales. No tenía por
qué quedarse allí y aguantar aquellas palabras.
Con las manos sobre las caderas, lo fulminó con la mirada. De cerca, sus
ojos no eran tan especiales. Decir que eran plateados había sido exagerar.
No eran sino grises. Un gris lodoso de agua de fregar.
—Mira, lo voy a hacer muy bien. Me han puesto sobresalientes en todas
las clases a las que he asistido. Me esfuerzo mucho. No voy a ser ningún
lastre para ti. Y seguirás teniendo tiempo para salir con tus amigotes y para
ligar con chicas de la universidad borrachas de cerveza barata o lo que sea
que hagáis los chicos de una fraternidad en vuestro tiempo libre.
Se arrepintió de haberlo dicho en el instante en el que las palabras
salieron por su boca.
—Vaya. —Gabe dio un paso atrás.
¿Podría haber ido peor? No la sorprendería que él fuese a hablar con la
doctora McGovern y exigiera un cambio de compañera. Anna
prácticamente había tenido que suplicar para que la dejasen asistir a esa
asignatura, y si Gabe se iba con otro grupo estaría en serios problemas.
—Siento decepcionarte, pero te has equivocado del todo. —Gabe frunció
el ceño. Anna estaba a punto de tartamudear una disculpa, pero los labios de
él esbozaron una sonrisa—. Los chicos de mi fraternidad tenemos
demasiada clase como para invitar a cerveza barata. Solemos preferir
cócteles.
Anna se miró las zapatillas para ocultar la sonrisa.
—A ver, no nos queda más remedio que estar juntos, así que habrá que
ponerse. —Gabe suspiró—. ¿Los domingos trabajas?
Ella negó con la cabeza.
—Pues quedamos en la biblioteca. ¿A mediodía?
Anna asintió, si bien una parte de sí misma seguía esperando que él
intentara cambiar de compañera.
—Haré todo lo posible por levantar el culo borracho de la cama. —Echó
a caminar por el pasillo y, sin girarse, añadió—: Intenta que no te castiguen
entre hoy y el domingo.
Mientras Anna observaba cómo el alto cuerpo de él doblaba una esquina,
se recostó en la pared. ¿Cómo iban a trabajar juntos sin matarse?
Si los últimos cinco minutos servían como indicativo, iba a ser un año
muy pero que muy largo.
2

El sábado por la noche, los compañeros de piso de Gabe llegaron con un


grupo de chicas de la sororidad hermandada con su fraternidad. Se quedaron
en el porche delantero de la vieja casa de ladrillos de la fraternidad,
bebiendo cerveza en vasos de plástico y empapándose de lo que tal vez
fueran los últimos rayos de sol veraniego antes de que irrumpiese el otoño.
Normalmente, él formaba parte del grupo —diciendo tonterías con Jake y
con los demás, ganando a cualquier juego que involucrase cerveza—, pero
era su último curso y, como le gustaba recordarle su padre, había llegado el
momento de pensar en el futuro. Y eso significaba solicitar cuanto antes
plaza en algún máster para ser uno de los mejores candidatos ante una
vacante.
Gabe se dirigió a la puerta con la mochila sobre el hombro y saludó a sus
amigos del porche. Ya había cruzado la mitad del patio delantero cuando
una de las chicas de la sororidad lo llamó por su nombre. Él se giró mientras
ella bajaba los escalones del porche con sus sandalias de tacón y se pasaba
el pelo rubio detrás del hombro, presumiendo del bronceado que
seguramente había perfeccionado durante el verano en la piscina.
—No te irás a marchar, ¿verdad? —La chica jugueteaba con un
pendiente.
Gabe levantó la vista hasta la cara de ella y le lanzó una sonrisa.
—Lo siento, cielo. Me encantaría quedarme y estar contigo, pero tengo
trabajo que hacer.
Detrás de la chica, Jake puso los ojos en blanco y simuló un ataque de
náuseas. Gabe estaba bastante seguro de saber qué estaba pasando. Todos
sus amigos se metían con él porque cuando olvidaba el nombre de una chica
se limitaba a llamarla «cielo».
A esa chica en particular no pareció importarle. Esbozó una sonrisa de
oreja a oreja.
—Es sábado por la noche. Ya harás el trabajo mañana. Quédate y tómate
algo. —Le acarició el antebrazo con los dedos.
Era una noche estupenda, y la idea de quedarse con ella era bastante
tentadora. Sin embargo, al día siguiente era domingo, y en teoría se iba a
encontrarse con la muchacha del instituto para ponerse con el proyecto. No
le apetecía pensarlo siquiera. Y, además, tenía cosas de familia que hacer.
—Lo siento, pero me tengo que ir. —La miró de soslayo—. Pero, mira,
haré todo lo posible por terminar cuanto antes y volver a tiempo para que
estemos un rato juntos.
—Genial. —Le dedicó una sonrisa de satisfacción—. Aquí estaré.
Después de despedirse con un gesto, Gabe echó a caminar por la calle
hacia el campus.

Cuando llegó a la biblioteca, se dirigió hacia la zona de estudio principal.


Un grupo de alumnos con gafas y bufandas en el cuello estaban sentados en
un rincón debatiendo los méritos de un libro superventas reciente. Tres
chicos delgados, seguramente estudiantes de Informática, ocupaban otro
rincón y hablaban sobre un programa que alguien estaba desarrollando con
su portátil.
La otra única alumna estaba sentada dando la espalda a los demás. Su
pelo largo y oscuro se balanceaba sobre sus hombros en tanto hacía una
criba de una enorme montaña de libros y garabateaba algo en una libreta.
Hacía buena noche y todavía estaban a principios del semestre. La
mayoría de los estudiantes tenían mejores cosas que hacer que verse en la
biblioteca un sábado por la noche. Si sus solicitudes para un máster no
fueran tan importantes, sería el último sitio en el que se encontraría él.
Gabe se frotó la nuca y suspiró mientras sacaba el portátil del maletín. Iba
a solicitar una plaza en programas de posgrado de Economía y valoraba
apuntar a algunas de las mejores universidades: Harvard, el Instituto
Tecnológico de Massachusetts, Chicago, Stanford. Era uno de los mejores
estudiantes de su curso. Si conseguía entrar en un posgrado de primera y
publicaba su investigación con la mayoría de los economistas más
reputados del campo, tendría carta blanca para hacer cuanto quisiera. Pero
primero debía aprobar Economía Mundial, que de repente no parecía algo
con lo que pudiese contar.
Había pensado en ir a hablar con la doctora McGovern y pedirle un
cambio de pareja, pero quejarse no era su estilo y no serviría para
impresionar a nadie. Así pues, se tragó las ganas de hacerlo y consintió en
quedar con la chica del instituto. Con Anna. No pensaba llamarla «cielo».
Lo que necesitaba era un plan. Podía tomar las riendas del proyecto y
asignarle a Anna algunas tareas fáciles —llevar a cabo una investigación
básica sobre los temas que él apuntase, pulir el formato de los gráficos,
cosas así— y conducir el proyecto en la dirección que quería. Al final,
podría salir beneficiado. Una chica de instituto nerviosa e intimidada tal vez
fuera más fácil de convencer que uno de sus compañeros de último curso.
Podría decirle a Anna lo que quería que hiciese y ella aceptaría lo que le
encargase.
Se frotó las sienes al notar que disminuía el peso que sentía. Había
llegado el momento de ponerse a trabajar. Se concentró en sus solicitudes y
empezó a esbozar su carta de presentación.
Al cabo de tres horas, cerró el portátil y se estiró en la silla. Los frikis de
la informática ya hacía rato que se habían marchado, pero la chica de pelo
oscuro seguía sobre su libreta, y su enorme colección de libros se había
triplicado.
Por la ventana vio a un par de chicos con sudaderas y vaqueros que
pasaban por delante de la biblioteca en dirección al Greek Row.
Seguramente eran posibles miembros de la fraternidad que iban a la fiesta
de bienvenida de la organización de la que querían formar parte. Su propia
fraternidad celebraría esas fiestas en las siguientes semanas. Un grupo de
chicas también pasó por allí, y el sonido de sus risotadas se coló por la
ventana abierta. Llevaban vestidos veraniegos, vaqueros o tops, como si no
les preocupara que la temperatura fuese a desplomarse después de
medianoche, y se pasarían el camino de vuelta a casa temblando y
congeladas.
Miró la hora en su reloj. En su casa, la fiesta estaría a punto de llegar a su
apogeo. Quizá todavía tenía tiempo de estar un rato con aquella chica de la
sororidad.
Gabe guardó las cosas en su mochila y se dirigió hacia la puerta. Justo
cuando pasaba detrás de la chica de pelo oscuro, ella extendió un brazo para
hacerse con un libro de la mitad de la pila. La montaña se inclinó y los
libros se volcaron y se desparramaron por el suelo. El tomo más grueso
aterrizó en el zapato de él.
—¡Por Dios! —Se agarró el pie al notar una punzada de dolor.
—¡Madre mía, lo siento! —La chica se tapó la boca, horrorizada, y se
agachó debajo de la mesa para recoger los libros.
—No pasa nada. Estoy bien —dijo, y se acercó cojeando para echarle un
mano. Al inclinarse, vio un atisbo del rostro ruborizado de ella y retrocedió
un poco.
«Vaya, hombre. Tenía que ser ella».
Debería haber imaginado que Anna, la del instituto, sería la que le
lanzaría libros. Tenía la sensación de que en los meses venideros le iba a
provocar muchísimo dolor.
—Hola, pequeña.
Anna irguió la cabeza y se puso más colorada todavía.
—Hola. —Se mordió el labio—. Me llamo Anna, por cierto.
—Ya lo sé. —Le sonrió.
Anna se aclaró la garganta y se agachó para recoger el resto de los libros.
Gabe la ayudó, y enseguida los dispusieron en dos nuevas montañas sobre
la mesa.
—¿Qué haces aquí tan tarde? —Gabe se fijó en el libro que tenía en las
manos y observó la cubierta. El banquero de los pobres: Los microcréditos
y la batalla contra la pobreza en el mundo, de Muhammad Yunus—.
Conque Muhammad Yunus, ¿eh?
—Sí. —Anna le arrebató el libro—. ¿Qué pasa?
Gabe sabía que Muhammad Yunus era uno de los pioneros de las
microfinanzas modernas, la práctica de prestar pequeñas cantidades de
dinero para ayudar a emprender negocios a gente pobre que no solía tener
acceso a los préstamos habituales. ¿Para qué clase estaba leyendo ese libro?
Había unos cuantos volúmenes más sobre microfinanzas, y luego se fijó
en uno llamado La construcción de Haití.
Un momento… ¿Haití? La doctora McGovern había asignado un país a
cada grupo, y su proyecto debía centrarse en investigar y diseñar una
estrategia para mejorar el crecimiento económico.
A principios de esa semana habían recibido un correo, y a ellos les habían
asignado Haití.
—¿Todo esto es para nuestro proyecto?
—Sí. —Anna quiso recuperar el libro, pero Gabe lo sostuvo lejos de su
alcance—. Todavía estoy pensando en varias opciones. —Cuadró los
hombros y lo miró a los ojos—. Pero… sí. Creo que sería una buena opción
concentrarse en microfinanzas.
—Mmm —murmuró, y arqueó una ceja—. Pues no sé. —Ya se le habían
ocurrido varias ideas para su proyecto, y las microfinanzas no figuraban en
la lista.
Esa vez, Anna consiguió quitarle el libro.
—Oye, no la rechaces solo porque no sea idea tuya.
—No se trata de quién es la idea…
—Mira —lo interrumpió—. He visto un montón de proyectos de los
últimos años, y casi siempre se centran en el crecimiento económico
nacional, en aspectos como crear fábricas y puestos de trabajo en las
ciudades.
Sí, eso iba en la línea de lo que había pensado él.
Anna negó con la cabeza como si le hubiera leído la mente.
—Pero en un lugar como Haití, mucha gente vive en zonas rurales. No
tienen acceso a esos puestos de trabajo, así que los más pobres siguen
marginados. —Su voz adquirió más velocidad—. Creo que deberíamos
centrar nuestro plan en las microfinanzas, para empoderar a mujeres de las
zonas rurales para que aumenten sus ingresos a través de pequeñas
empresas y negocios. Así podrán costear la educación de sus hijos, que
estarán más cualificados para trabajos de nivel más alto, y servirá para
construir una clase media estable. —Lo miraba a los ojos sin pestañear—.
Esta noche tenía pensado echar un vistazo a unos cuantos libros para
elaborar una especie de borrador para mañana. Pero ya entiendes la idea que
tengo en mente.
La vista de Gabe analizó a la chica que de repente tenía su carrera
académica en las manos, y la palabra que se le ocurrió era tímida. Era
delgada, demasiado, o quizá se trataba de que de nuevo estaba nadando
dentro de otra camiseta demasiado grande y de unos vaqueros holgados que
le cubrían los tobillos. Las marcas moradas de debajo de los ojos parecían
más pronunciadas que la semana anterior, y llevaba la larguísima melena
sobre la espalda, que se interrumpía en las puntas como le pasaba a su
propia voz al hablar.
Bueno, como le pasaba a su propia voz al hablar… antes de que empezase
a hablar del proyecto.
Gabe se rascó el picor que sentía en la nuca. La sugerencia de ella era
razonable. De hecho, era una idea buenísima. Sería diferente de lo que
estaban haciendo los demás grupos y así conseguirían destacar. Y tampoco
era un rumbo por el que hubiese optado él de haberlo hecho por su cuenta.
Quizá Anna no estaba tan nerviosa ni intimidada como le había parecido.
Se sentó en una silla y agarró uno de los libros.
—Vale. Cuéntame qué más cosas se te han ocurrido.
Anna sonrió y se dejó caer en la silla junto a Gabe.
—Pues… —Le contó lo que había leído y le mostró varias páginas de
notas. Él le hizo preguntas y varios comentarios, además de añadir unas
cuantas ideas propias, que ella anotó en la libreta.
Se pasaron más de tres horas allí sentados hablando.
Cuando terminaron, habían diseñado todo un plan para el proyecto,
escrito en la libreta de Anna, con una lista de próximos pasos y una
cronología para saber cuándo había que terminar cada una de las fases.
Gabe se recostó en la silla y se quedó mirando a Anna con un reacio
respeto. No solo tenía buenas ideas, sino que también era muy organizada.
Quedaron en verse al día siguiente, pero la biblioteca no estaría tan vacía
como esa noche, y no podrían hablar y debatir sin molestar a la gente. Gabe
pensó momentáneamente en la sala de estudio de la casa de la fraternidad,
pero llevar a Anna hasta allí el domingo siguiente a una gran fiesta quedaba
descartado. La casa sería un desastre de botellas de alcohol, cartones de
pizza y gente desmayada en los sofás del comedor. Anna ya pensaba que era
un chico irresponsable.
Aunque a él le daba igual lo que pensara.
—Podemos vernos en la casa de mis padres. Viven cerca, y mi padre tiene
un despacho. Podemos hablar y desplegar nuestras cosas, y nadie nos
molestará.
—¿En la casa de tus padres? —Anna se mordió el labio—. ¿No los
molestaremos nosotros a ellos?
Gabe ni siquiera había pensado que sus padres fuesen a dar importancia si
iba a su casa a estudiar con una compañera de clase. Sus hermanos y él se
habían pasado toda la vida yendo y viniendo con un flujo constante de
amigos. Su madre no sabría qué hacer sin una multitud habitual a la que
alimentar y entretener.
—No, claro que no. De todas formas, suelo ir todos los domingos.
—¿En serio? —Anna abrió mucho los ojos—. ¿Para qué? ¿Tu madre te
hace la colada?
Gabe suspiró. Después de tres horas de colaboración, y muy amigable,
acerca del proyecto, esperaba que Anna hubiera desarrollado un poco más
de respeto hacia él.
—Yo mismo hago mi colada, gracias.
Anna curvó los labios en lo que podría considerarse una sonrisa. ¿Estaba
burlándose de él?
—De hecho, voy a cenar con ellos. —Gabe se puso en pie y recogió su
mochila—. Mi hermano y mis hermanas también suelen ir. La cena del
domingo es una especie de ritual familiar. —Se encogió de hombros—.
¿Qué me dices de tus padres? ¿No les importa que estés fuera hasta…? —
Miró la hora en el móvil—. Dios. ¿Hasta la una de la madrugada?
—Ah, es que solo estamos mi madre y yo. —Anna se quedó
contemplando los libros que tenía en las manos—. Y por lo general trabaja
por las noches en una residencia, así que… —Dio media vuelta y llevó los
libros a un carrito de la biblioteca.
Gabe enarcó las cejas. Sus hermanos y él debían obedecer un estricto
toque de queda cuando iban al instituto. Y ¿dónde estaba el padre de Anna?
La siguió con una montaña de libros.
—¿Cómo vuelves a casa?
—En autobús. Creo que como es sábado por la noche todavía habrá línea.
Si su madre trabajaba por la noche, tal vez no supiera que Anna salía
hasta tan tarde. Era imposible que quisiera que su hija se subiera al autobús
a la una de la madrugada con la gente rara.
—Yo te llevo.
—Uy, no, no hace falta. —Anna levantó la vista de pronto—. El autobús
me va bien, de verdad. Lo uso muy a menudo.
—Mira, pequeña, sé que piensas que soy un imbécil de fraternidad…
—¡No lo pienso!
—Pero no voy a dejar que vuelvas a casa sola en autobús a la una de la
madrugada, ¿vale?
Anna vaciló y finalmente asintió.
—Vale. Gracias.
Salieron por la puerta de la biblioteca y llegaron a la calle. La temperatura
había bajado unos diez grados desde que se había puesto el sol, y Anna
cruzó los brazos por encima de la descolorida camiseta. Gabe se quitó la
sudadera y se la tendió. Ella le lanzó una mirada de reojo y lentamente
extendió una mano para aceptarla.
—Gracias.
Caminaron durante unos minutos, y al final fue Gabe quien rompió el
silencio.
—Oye, ¿cómo conseguiste que McGovern te admitiera en la clase? Sé
que eres la mejor y la más lista y tal, pero la mayoría llevamos tres años
cumpliendo prerrequisitos.
—Ah, pues ya sabes. —Anna le dedicó una sonrisa torcida—. Me he
acostado con ella.
Sorprendido, Gabe soltó una carcajada. La doctora McGovern se había
casado con uno de sus antiguos ayudantes, y se rumoreaba que la aventura
empezó mientras el ayudante era todavía un alumno. Gabe no imaginó que
Anna prestara atención a los rumores y mucho menos que bromeara al
respecto.
—El sofá soso de su despacho es mucho más cómodo de lo que parece —
remató Anna.
Gabe negó con la cabeza, entre risas.
—No volveré a ver con los mismos ojos a esa mujer.
Caminaron en silencio durante otro minuto, y entonces Anna dijo en voz
baja:
—En realidad, leí su libro.
—Ahora sí que sé que me mientes. —Gabe se detuvo—. Es imposible
que hayas leído Los nuevos principios de la economía.
El libro de la doctora McGovern era una leyenda entre los alumnos de
Economía. Muchos habían intentado leerlo, Gabe incluido, pero nadie a
quien él conociese había llegado al segundo capítulo. Con 750 páginas, era
un tomo de pura palabrería que divagaba con términos opacos e imposibles
de seguir. En esos momentos, el ejemplar de Gabe mantenía abierta la
ventana de su habitación.
—Sí, y luego fui y le pregunté si podíamos comentarlo. Me pasé dos
horas y media sentada en el sofá de su despacho. Retiro lo de antes. No es
más cómodo de lo que parece.
Gabe sonrió con admiración. Lo había impresionado por el mero hecho
de leer aquel espantoso libro, pero hablar sobre el texto requería muchas
más agallas de las que pensaba que tendría Anna.
—También cumplí algunos prerrequisitos, así que le pregunté si podía
asistir a su clase. Firmó mi inscripción enseguida. —Anna se rio, y a Gabe
le recordó a su hermana pequeña, lo cual le resultó en parte novedoso. Anna
parecía tan seria y reservada que costaba recordar que era casi una niña—.
Créeme, acostarme con ella habría sido más fácil.
—Lo tendré presente para cuando deba pedirle una carta de
recomendación. —Se rio.
Llegaron junto al coche de Gabe, y él le abrió la puerta. Anna lo guio
hacia su barrio y luego le preguntó sobre la universidad. Gabe le habló de
las solicitudes y de la carta de presentación que había escrito. Por segunda
vez aquella noche, Anna lo sorprendió. Era fácil hablar con ella y tenía
ideas muy buenas. La mayoría de sus amigos de la fraternidad eran
estudiantes de Ingeniería o de Informática, así que no estaban preparados
para comentar teorías económicas. Además, los chicos y él no tenían esa
clase de relación.
Los diez minutos que duraba el trayecto hasta la casa de Anna pasaron
rapidísimo. Cuando cruzaron el puente de Bloomsfield para llegar al barrio
de Lawrenceville de Pittsburgh, Gabe se dio cuenta de que había crecido a
solo unos pocos kilómetros del sitio en el que vivía ella, pero nunca había
tenido motivos para acercarse hasta allí.
Alguien le había dicho que, treinta años antes, Lawrenceville era un
barrio bonito con robustas casas adosadas de ladrillo. Pero Gabe sabía que
en esos tiempos era famoso por la droga, los crímenes y la prostitución. En
tanto avanzaban por la calle con el coche, dejaron atrás más de una ventana
rota y más de un porche derruido.
Gabe detuvo el coche y, mientras Anna se quitaba su sudadera y recogía
la mochila, se quedó contemplando su casa. Vivía en una enorme casa
victoriana que unos diez años antes probablemente hubiera sido el hogar de
una familia rica, pero en algún punto se había transformado en varios pisos,
que resultaba evidente gracias al número de buzones cochambrosos pegados
en la pared de ladrillos. El porche llevaba por lo menos tres décadas sin
disfrutar de una buena mano de pintura, y los escalones que daban a la
puerta principal parecían a punto de salir volando en cuanto se levantase
una buena ráfaga de viento.
Gabe intentó no ser un esnob. Quizá por dentro era muy bonita.
Quedaron en que iría a recoger a Anna al día siguiente, y ella bajó del
coche. Gabe no arrancó hasta asegurarse de verla entrar en la casa. Cuando
se dirigía hacia la puerta, la vio sortear un traicionero tablón de madera en
las escaleras y esquivar una vieja lata de café instantáneo que parecía hacer
las veces de cenicero. Anna metió la llave en la cerradura y se despidió de
él.
En el momento en el que iba a cerrar la puerta, Gabe bajó la ventanilla.
—Oye, pequeña.
—¿Sí? —Anna abrió la puerta un poco más.
—Hoy lo has dado todo. —Le sonrió.
—Tú también. —Cuando se relajaba, la sonrisa le iluminaba toda la cara.
Gabe observó cómo entraba en la casa y se marchó, riéndose al recordar
lo del libro de McGovern.
No fue hasta que iba de camino a casa cuando soltó una maldición entre
dientes y golpeó el volante. Había olvidado por completo a la chica de la
sororidad con la que había quedado en la casa de la fraternidad.
3

Al cabo de menos de veinticuatro horas, Anna volvía a estar sentada en el


coche de Gabe en dirección a la casa de los padres de él.
El barrio se encontraba a solo quince minutos de su piso, pero fue como
viajar a otro planeta. ¿Qué hacía la gente con tantísimo espacio en el
interior de esas mansiones gigantescas?
Era humillante imaginar lo que Gabe debió de pensar la noche anterior
del estado del edificio en el que vivía ella cuando la llevó a casa en coche,
sobre todo porque Anna tenía la sensación de que la familia de él vivía en
una de esas casas tan elegantes. Podría haber insistido en ir en autobús para
que Gabe no la hubiera visto, pero no pareció que él estuviese dispuesto a
aceptar un no como respuesta, un hecho que la sorprendió. Anna habría
dicho que él se moría por dejarla de una vez y volver a la fiesta o al bar que
soliese frecuentar los sábados por la noche.
Se cruzó de brazos y recordó la inesperada suavidad de la sudadera de él,
así como el aroma silvestre que la había envuelto cuando se la había
entregado. ¿Era posible que se hubiera equivocado con Gabe? Lo cierto era
que, la noche anterior, el chico al que tan solo unos días antes había
considerado uno más de esos superficiales de fraternidad se había
preocupado más por su bienestar que nadie en…
En fin, en más tiempo del que le apetecía pensar.
La noche anterior, Anna no se había obcecado con volver a casa en
autobús porque estaba cansada de mirar por encima del hombro. Por una
vez quería saber que alguien necesitaba comprobar que llegase bien.
Gabe viró con el coche hacia una calle tranquila y luego estacionó en un
camino de entrada junto a un enorme y desparramado arce. Mientras
recogía sus libros, Anna contempló la casa.
El hogar en el que Gabe pasó la infancia era una casa victoriana de tres
plantas con un porche gigante que abarcaba toda la entrada. En parterres
colocados delante de la casa, crecían plantas y flores a su antojo, como si
alguien hubiera lanzado puñados de semillas para ver qué terminaría
saliendo. Por sus intentos por hacer crecer una hiedra amarillenta y lánguida
en macetas de terracota en el estrecho alféizar de la ventana de su piso,
Anna sabía que alguien debía invertir mucho tiempo y cariño para que aquel
jardín pareciese espontáneo.
Bajó del coche y se encontró sobre un camino de entrada de ladrillos
rojos con patrón de espinapez que conducía hacia el garaje anexo. En la
pared sobre las puertas del garaje se alzaba un aro de baloncesto, y había
una pelota en un tiesto en el extremo del patio. La bicicleta de una niña
pequeña estaba apoyada en la pared, adornada con unas cintas amarillas y
blancas que ondeaban desde los manillares.
Anna tardó unos instantes en reconocer la roca que se había asentado en
su pecho.
Anhelo.
¿Cómo habría sido crecer en una casa como esa?
No era una sensación que se permitiese experimentar demasiado a
menudo. Obsesionarse con lo que tenía la gente no le hacía ningún bien. Y
sabía mejor que nadie que algo tal vez fuera bonito por fuera, pero a saber
qué era lo que ocurría realmente debajo de la superficie.
Subieron los escalones del porche y se dirigieron a la puerta principal.
Anna no se fijó en la anciana sentada en el sofá de mimbre hasta que los
diamantes de su arrugada mano resplandecieron bajo la luz del sol.
La mujer miraba hacia el patio delantero y asentía una y otra vez con la
cabeza de pelo cano.
—Hola, abuela —la saludó Gabe, y se inclinó hacia delante para darle un
beso en la mejilla.
La abuela de Gabe parpadeó y se quedó mirando al joven con rostro
inexpresivo. Parpadeó varias veces y luego ladeó la cabeza.
—¿Cómo me has llamado?
—Te he llamado abuela. —Gabe le recolocó un extremo de la manta, que
se le escurría sobre el regazo—. Soy tu nieto Gabe.
La anciana se lo quedó observando durante un rato, y Anna tuvo la
sensación de que no lo estaba viendo. Al final, se encogió de hombros y
negó con la cabeza.
—Te presento a mi amiga Anna. —Gabe señaló en su dirección—. Ha
venido a trabajar en un proyecto de clase conmigo. Anna, esta es mi abuela,
Dorothy.
—Hola, encantada de conocerla.
Dorothy contempló a Anna, asintió con una ligera sonrisa y luego giró la
cabeza de vuelta al jardín. Se meció adelante y atrás como si el sofá de
mimbre fuera un balancín.
—Vamos a ponernos a estudiar —dijo Gabe—. Pero nos vemos luego,
¿vale?
Indicó con la barbilla la puerta delantera para que Anna lo siguiera.
—¿Alzhéimer? —susurró ella cuando Dorothy ya no podía oírlos.
—Sí. Comenzó hace unos años, pero este último año ha empeorado
bastante. Antes era la abuela con más energía del mundo, siempre acudía a
nuestros partidos y a las funciones teatrales, y le encantaba que todos
pasáramos el fin de semana con ella, ¿sabes?
Anna no lo sabía. Ni lo más mínimo. Pero asintió de todos modos.
—Ahora ni siquiera nos reconoce. Mi madre lo está pasando bastante
mal.
—Lo siento —murmuró Anna mientras veía cómo Dorothy tiraba de la
manta—. Debe de ser como si ya la hubierais perdido, aunque siga ahí
sentada.
Gabe le lanzó una mirada de reojo, y Anna se sonrojó. Dios, debería
cerrar el pico. ¿Era de mala educación insinuar que su abuela ya se había
ido si estaba sentada delante de ellos? Se había pasado tanto tiempo
intentando no hablar con la gente que de pronto no tenía idea de cómo
hacerlo.
—Sí. —Los ojos plateados de Gabe se nublaron con pena al inspirar
hondo—. Es justo lo que parece. ¿Cómo lo has sabido?
«Porque es lo que sentí con mi madre durante muchos años».
Antes de que pudiera decirlo en alto, se encogió de hombros.
—Pues su-supongo que me lo puedo imaginar —masculló. Sí,
definitivamente había llegado el momento de cerrar el pico.
Al cruzar el porche, sin embargo, Anna se detuvo y echó un último
vistazo a Dorothy. Tiempo atrás había leído un poco sobre el alzhéimer, un
día en el que perdió el último autobús y tuvo que pasar la noche en la
biblioteca. Le gustaba merodear en la sección de libros de medicina y soñar
que algún día sería médica. ¿Debería contarle a Gabe lo que había leído?
—¿Vienes? —la llamó él.
Anna rechazó aquella idea. Era probable que a Gabe no le hiciera gracia
que una chica de dieciséis años pensara que sabía algo del estado de su
abuela.
Gabe abrió la puerta delantera y le hizo señas para que entrase la primera.
Anna atravesó la puerta y sus mugrientas zapatillas se hundieron en la
lujosa alfombra que se extendía por encima de un suelo de madera
reluciente. Se las quitó y procuró contemplar de una sola vez tanto como le
fuese posible. A la izquierda se encontraba un comedor que Anna prometió
evitar. Aun delante de la puerta principal, la puso nerviosa ver una
mantelería impoluta de color crema y azul claro. Pero, claro, quizá se
arriesgaba si eso significaba que podría echar un ojo a las fotografías
enmarcadas sobre la repisa de la chimenea en las que aparecía un Gabe más
joven, y seguramente sus hermanos. Gabe seguro que había pasado por una
fase rara. De lo contrario, sería de lo más injusto.
La habitación a la derecha, con una gigantesca mesa de caoba y un
enorme y brillante ordenador, debía de ser el despacho de su padre. En un
rincón había una butaca con una lámpara de lectura, y estanterías con libros
que ocupaban toda una pared. Gabe no bromeaba cuando le dijo que sus
padres disponían de mucho espacio para que pudieran estudiar sin que los
molestaran.
Condujo a Anna por el pasillo rumbo a la parte trasera de la casa, donde
llegaron a una cocina soleada y centelleante con armarios blancos, encimera
oscura y una isla rodeada por taburetes. Unos enormes ventanales daban al
patio de atrás y, detrás de las puertas cristaleras, había una terraza. En un
rincón se alzaba una acogedora barra de desayuno.
La cocina era casi tan grande como todo el piso de ella, y era el lugar más
cálido y bonito que hubiera visto nunca. Encima de la isla había hierbas y
un colorido cuenco con fruta, los paneles de cristal de los armarios
superiores mostraban unas filas impolutas de objetos de alfarería hechos a
mano y unas preciosas cortinas de lino cubrían las ventanas.
Delante de un fogón más propio de un restaurante se encontraba una
mujer rubia de mediana edad, removiendo algo en una cazuela que olía
delicioso. Levantó la vista al oírlos y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Gabriel! —Se limpió las manos con un delantal decorado con huellas
de niños pequeños y corrió a darle un abrazo a Gabe.
—Hola, mamá. —Él correspondió al abrazo.
Un nuevo pedazo de anhelo se introdujo en el corazón de Anna. Habría
dado cualquier cosa por volver a casa y ver que su madre la esperaba,
contenta de verla.
Gabe soltó a su madre y le puso una mano a Anna sobre el hombro.
—Mamá, te presento a Anna.
Aunque la madre de Gabe iba vestida de manera informal, con unos
pantalones negros de yoga y una sudadera turquesa con cremallera —
además del delantal atado alrededor de la cintura—, se movía con la
elegancia propia de una persona acostumbrada a la riqueza y a la
comodidad. En su corta melena rubia no había ni un atisbo de canas, como
tampoco un kilo de más en su cuerpo esbelto y fibroso. En el cuello llevaba
un colgante de oro, y en sus orejas brillaban un par de pendientes de
diamantes.
De forma inconsciente, Anna se tocó su propio colgante y se arrebujó la
chaqueta de punto, feliz por haber caído en ponerse esa mañana sus mejores
vaqueros y jersey. Pero la madre de Gabe no se quedó mirando la ropa de
Anna. Sus ojos azul claro se clavaron en los de Anna, y su sonrisa radiante
irradiaba calidez.
—Gabriel me ha hablado de vuestro proyecto. Bienvenida.
—Gracias por dejarnos usar su despacho, señora Weatherall —dijo Anna.
—Ay, llámame Elizabeth y tutéame. Estoy encantada de recibir a Gabe y
a sus amigos. Os vais a quedar a cenar, ¿verdad?
Anna deseaba hacerse un ovillo en la barra de desayuno y no marcharse
jamás de allí, pero no había crecido en un mundo en el que la gente la
invitase a hacer nada. ¿Elizabeth solo estaba siendo educada?
—Uy, no quiero… molestar.
—Quédate a cenar. —Gabe sonrió—. Mi madre siempre prepara comida
para cincuenta personas. Y le encanta que haya invitados para que así mis
odiosos hermanos deban comportarse.
—Querrás decir para que mi odioso hijo deba comportarse. —Elizabeth
puso los ojos en blanco y miró a Anna como si formara parte de la broma
—. Quédate, anda. Tenemos comida de sobra, y nos encantaría que nos
contaras más cosas sobre el programa universitario en el que estás
participando.
Un prometedor aroma a ajo y tomate se elevaba de la cazuela del fogón, y
a Anna se le hizo la boca agua. Lo único que había comido en su casa había
sido un tazón de cereales y un par de latas de atún. No podría comprar nada
más hasta que le pagaran el sueldo el viernes siguiente, así que esa iba a ser
su cena para toda la semana.
—Me encantaría. Gracias.
Gabe agarró un par de refrescos de la nevera y le pasó uno a Anna.
—Estaremos en el despacho. Gracias, mamá.

Se sentaron delante del ordenador y repasaron los detalles de su proyecto;


buscaron datos en internet que respaldaran su idea y en algún que otro
momento discutieron brevemente. Y fue entonces cuando a Anna le
rugieron las tripas, y deseó haber tenido alguna barrita de cereales o algo en
casa que llevarse en la mochila. Elizabeth entró de puntillas y dejó una
bandeja con sándwiches y fruta sobre la mesa, al lado de ellos.
Anna no quería parecer avariciosa, así que se puso dos mitades de
sándwich y un puñado de uvas en el plato. Pero más tarde, cuando Gabe se
fue al cuarto de baño, agarró otro sándwich, lo envolvió con una servilleta y
lo guardó en el fondo de la mochila, junto a una manzana.
Se sentó en la butaca del rincón y contempló la habitación. Encima del
ordenador estaba colgado un mapa antiguo de los Estados Unidos, y la
atención de Anna se dirigió al margen izquierdo de la ilustración, cerca pero
no dentro del océano Pacífico. California. Cada vez que pasaba junto al
globo terráqueo del vestíbulo de la biblioteca, le daba vueltas y colocaba el
dedo encima del puntito negro que indicaba la ciudad de San Francisco.
Los pasos de Gabe retumbaron por el pasillo, y Anna se incorporó, con la
atención puesta sobre su ubicación actual.
—¿Qué opinas? ¿Ya hemos hecho suficiente por hoy? —le preguntó
Gabe cuando hubo regresado a su silla.
En ese momento, la puerta del despacho se abrió de repente y una chica
unos pocos años mayor que Anna irrumpió en la estancia.
—¡Gabe! ¡Mamá me ha dicho que has invitado a una chica a cenar! —
Vio a Anna—. Uy… Lo siento.
Anna parpadeó al observar las botas de la chica, los pantalones holgados
de camuflaje y la ceñida camiseta negra con las palabras: LAS CHICAS SOLO
QUIEREN TENER DERECHOS FUNDAMENTALES, que parafraseaba el célebre título
de la canción de Cindy Lauper, estampadas en la parte delantera. Llevaba el
pelo teñido de color plata y casi tan corto como Gabe, y se levantaba en
esmerados picos. Un grueso lápiz de labios negro le rodeaba los ojos azul
plateado, y en las dos orejas lucía una hilera de diminutos aros. Debía de ser
la hermana de Gabe. No solo se parecían en el color de los ojos: también era
muy guapa y desprendía confianza y seguridad en sí misma.
Gabe la señaló.
—Anna, te presento a mi hermana Rachel. Rachel, es Anna, de mi clase
de Economía.
—Hola. —Anna se pasó un mechón de pelo detrás de la oreja y se
arrepintió en el acto de haber hecho ese gesto nervioso. Se puso las manos
sobre el regazo.
En lugar de devolverle el saludo, Rachel se volvió hacia Gabe con los
ojos brillantes.
—¡Por Dios, Gabe! —Se le acercó y le dio un buen puñetazo en el brazo.
—¡Ay! Joder, Rachel, ¿qué haces?
—¿Se puede saber de qué vas? ¡Debe de tener catorce años! Has caído
demasiado bajo, incluso siendo tú. ¿Qué pasa? ¿Te has quedado sin chicas
de tu edad o qué?
Anna pasó la vista de Rachel a Gabe. Madre de Dios, Rachel no sabía que
estaban trabajando en un proyecto de clase. Creía que Anna salía con Gabe.
Se pasó el pelo delante de la cara para ocultar las mejillas al rojo vivo.
Gabe se irguió en la silla y puso los ojos en blanco.
—Cálmate, Rachel. Es mi compañera para un proyecto de clase.
Estábamos trabajando hasta que has venido a interrumpirnos.
Rachel dio un paso atrás y examinó los papeles que estaban esparcidos
por la mesa y la hoja de cálculo abierta en la pantalla del ordenador.
—Ah. —Esbozó una minúscula sonrisa de molestia—. Vaya. Mamá no
me ha comentado esa parte. —Se giró hacia Anna y la miró de arriba abajo.
Esta se removió bajo el escrutinio—. ¿Cuántos años tienes? —quiso saber
Rachel.
—Pues…
—Tiene dieciséis —resumió Gabe.
—¿En serio? —Rachel se la quedó mirando de nuevo—. ¿Eres una
especie de genio o algo?
Anna abrió la boca para explicarse, pero antes de que pudiera Gabe la
interrumpió:
—Sí, es un prodigio. —Hizo un gesto hacia su hermana—. Anna, Rachel
estudia primero en la facultad de chicas de Shadyside. Estudios de la Mujer,
claro. Y en el mes que lleva allí ha decidido que yo represento al malvado
patriarcado.
Anna echó los hombros hacia atrás, decidida a recuperar el control de la
conversación. Antes de que pudiera pensarlo mejor, soltó:
—¿No es más habitual que se llame «facultad de mujeres», no de chicas?
No es preescolar.
Rachel se rio por la nariz.
Gabe se pasó una mano por el pelo, se lo peinó con la raya en el medio y
se giró hacia su hermana.
—Rachel, como ya habrás visto, Anna también siente un fuerte desdén
hacia los chicos de las fraternidades y solamente trabaja en este proyecto
conmigo porque cree que la puedo ayudar a conseguir un sobresaliente. De
lo contrario, no se me acercaría ni con un palo. Las dos tenéis mucho en
común.
«¿De veras?». Anna arqueó una ceja.
—De hecho, yo lo ayudo a él a obtener un sobresaliente en la clase. Pero
todo lo demás que ha dicho es bastante acertado.
Gabe apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y suspiró cuando Rachel
echó a reír.
—Ay, esto no tiene precio —dijo entre risas—. ¿Ya habéis terminado?
Anna, ven a sentarte conmigo en el porche. Creo que seremos grandes
amigas.
Gabe le hizo un gesto para que se marchase, y Anna siguió a Rachel hacia
el pasillo. Oyó tras de sí cómo Gabe chillaba:
—Rachel, para ti también es demasiado joven, así que ¡ni se te ocurra
salir con ella!
—¡Cállate, Gabe! —le respondió Rachel a voz en grito.
Anna volvió a ruborizarse.

Anna y Rachel se sentaron en el porche y hablaron sobre la carrera de


Rachel, los planes de Anna para solicitar plaza al año siguiente y los libros
preferidos que tenían en común. En otro mundo, Rachel habría sido la clase
de chica con la que habría entablado amistad. Anna se sentó con las piernas
cruzadas en tanto chismorreaban sobre clases y profesores, y se permitía
aparentar durante un rato.
Sin embargo, Rachel enseguida le preguntó por sus padres. Era una
especie de curiosidad habitual para saber de dónde venía y a qué se
dedicaban sus padres, pero las preguntas arrancaron a Anna de su fantasía.
Por eso evitaba esas conexiones con la gente. Los amigos esperaban
conocer información normal sobre tu vida, y en la vida de Anna no había
nada que fuera normal. Rachel no se dejó convencer por las respuestas
vagas ni por sus intentos por cambiar de tema, así que Anna huyó al interior
de la casa con la excusa de ir al cuarto de baño.
Elizabeth se la encontró deambulando por el pasillo y, como si intuyese
su inquietud, le preguntó si quería ayudarla a preparar una ensalada. Anna
estuvo encantada de aceptar. Estaba frente a la isla de la cocina, cortando
zanahorias y pepinos, cuando un hombre que debía de ser el padre de Gabe
entró por la puerta trasera y se detuvo junto a los fogones para darle un beso
a su esposa. Se pasaron un minuto hablando de su torneo de golf, y luego él
se giró hacia Anna.
—Gabe dijo que traería a una amiga. Soy John. —Tendió una mano para
estrechársela.
Anna parpadeó, sorprendida por la formalidad, y dejó el cuchillo sobre la
mesa de cortar para devolverle el apretón de manos a John. Intentó no
quedárselo mirando cuando lo vio tomar asiento en un taburete al otro lado
de la isla.
Gabe había comentado que su padre era doctor, pero John se parecía más
a un doctor de una serie de televisión que ningún otro al que hubiera visto
en la vida real. Era tan alto como Gabe y solo un poco más entrado en
carnes, con la solidez propia de la edad. Tenía los ojos de un azul más
oscuro que Gabe, y su pelo casi negro estaba surcado por mechones
plateados, pero la nariz recta y la mandíbula cuadrada eran idénticas a las de
su hijo. Era como ver al Gabe futuro al cabo de treinta años.
John la contempló desde el otro lado de la isla y la bombardeó con
preguntas. «¿En qué instituto estudias? ¿En qué programa universitario te
has apuntado? ¿Qué notas sacas? ¿Preparada para la selectividad? ¿En qué
universidades te gustaría estudiar?». Conforme Anna tartamudeaba las
respuestas, él asentía. Fue más una entrevista de trabajo que una
conversación de cena de domingo, y esperaba haberle dado las respuestas
correctas.
Después de unos minutos de muchos nervios, John se levantó para ir a
buscar una cerveza de la nevera y le dijo que creía que sus expectativas eran
buenas, así que Anna pensó que había superado la prueba. Aun así, se
alegró cuando Gabe entró en la cocina, le dio a John una mezcla entre
medio abrazo y palmada en la espalda y se hizo con la atención de los
presentes.
—¿Cómo van tus solicitudes? —John dejó la cerveza en la encimera.
—Bien. —La sonrisa de Gabe desapareció.
—¿Has terminado la carta de presentación?
Gabe se dirigió a la nevera, la abrió y la cerró sin haber agarrado nada.
—¿Gabe? —insistió John.
—Ayer escribí un borrador. —Gabe suspiró.
Anna peló un pepino y lo siguió con la mirada. La noche anterior,
mientras la llevaba a casa, parecía muy contento de hablar de sus
solicitudes, así que se preguntó a qué se debía aquella repentina reticencia.
—Muy bien. —John asintió—. Asegúrate de que alguien les eche un
vistazo antes de mandarlas.
Algo atravesó el rostro de Gabe; ¿fastidio, quizá? Acto seguido, puso los
ojos en blanco casi imperceptiblemente.
—Pues claro.
Anna estaba tan ensimismada en esa conversación entre padre e hijo que
no reparó en el hombre fornido y alto que entró en la cocina hasta que hubo
cruzado media estancia. Llevaba una camiseta manchada de pintura, unos
pantalones Carhartt raídos y botas marrones. En un primer vistazo, Anna
pensó que lo habían contratado para trabajar en la casa, pero lo vio saludar a
Gabe con un puñetazo en el brazo, y cuando estuvieron juntos el parecido
resultó más que evidente.
El hermano de Gabe. Era diferente, sobre todo al lado del polo de golf de
John y los diamantes de Elizabeth. Anna se sintió un poco mejor con sus
vaqueros y su chaqueta de bazar. El chico se inclinó para darle a John uno
de esos medio abrazos, pero el gesto terminó siendo más bien una abrupta
palmada en la espalda.
—¿Crees que podrías adecentarte un poco antes de entrar en la cocina? —
masculló John con voz tan baja que Anna casi no lo oyó—. Por lo menos
quítate esas botas tan sucias.
Gabe y su hermano intercambiaron una mirada, y Gabe negó con la
cabeza. Elizabeth se le acercó y le dio un apretón en el hombro al hermano.
Antes de que Anna intentara analizar ese gesto, el chico se fijó en ella.
—Hola, soy Matt.
—Yo Anna. Hola. Estoy trabajando con Gabe en un proyecto de clase. —
Lo soltó antes de que nadie más asumiera que Gabe era una especie de
pervertido que llevaba a casa a chicas adolescentes.
—Anna va al instituto —se apresuró a añadir Gabe—. Está en un
programa especial en el que asiste a clases de la universidad.
—Ah, vaya, cuánto lo siento. —Matt arrugó la nariz y negó con la cabeza
—. Si has entrado en un programa como ese, debes de ser muy lista. ¿Cómo
has terminado con el más tonto de la clase como compañero?
Anna se encogió de hombros y se mordió el labio para ocultar la sonrisa.
—Perdí en una ronda de piedra, papel y tijera.
Matt se rio y Gabe la miró con fingida rabia mientras levantaba las manos
en un gesto que significaba: «¿Qué demonios dices?».
Al cabo de unos minutos, Rachel apareció en la cocina. Matt le dio un
abrazo y recolocó el brazo para rodearle el cuello como si quisiera hacerle
una llave.
—Anna, ¿ya conoces a Rachel?
Rachel le asestó un codazo en las costillas, y él la soltó con un gruñido.
Anna se apoyó en la encimera y disfrutó de las bromas entre hermanos.
Siempre había querido tener un hermano o hermana, pero jamás había
tenido a nadie más que a su madre. ¿Cómo habría sido crecer formando
parte de un gran grupo de gente que cuida unos de otros, en lugar de estar
sola en todo momento? ¿Las cosas habrían salido diferente? ¿O acaso su
madre habría terminado en una situación más desesperada con más hijos de
los que ocuparse?
Notó movimiento a su lado y, al bajar la vista, vio a una niña de unos
once años. Tenía el pelo rubio como Elizabeth y los ojos azules de la
familia. Seguramente fuera la propietaria de la bicicleta amarilla de la
entrada. ¿Cuántos miembros había en esa familia? Al parecer, cada vez que
se giraba aparecía otra persona, como si fuera una de esas gigantescas
familias de serie de televisión a las que les pasan muchas locuras pero que,
cuando termina el capítulo de treinta minutos, todo acaba saliendo bien.
Y quizá, para algunas personas afortunadas, todo acababa saliendo bien.
—¿Tú quién eres? —quiso saber la niña.
—Me llamo Anna. Soy amiga de Gabe.
—Yo soy Leah. —Dio un paso atrás y se la quedó mirando—. No te
pareces a las otras novias de Gabe.
Anna no sabía si reírse u ofenderse. Se conformó con una sonrisa burlona.
Leah no hacía más que decir la verdad.
—Sí, solo somos amigos.
Leah asintió como si eso tuviera más sentido.
—Leah, cariño, ¿por qué no te lavas las manos y pones la mesa, por
favor? —intervino Elizabeth—. La cena estará lista dentro de diez minutos.
—Deja que te ayude. —Anna se apartó de la isla de la cocina y siguió a
Leah al comedor con una montaña de platos mientras Gabe y los demás se
quedaban en la cocina, sirviendo bebidas y aliñando la ensalada. Anna dio
gracias por aquel momentáneo respiro. En los últimos diez minutos en la
cocina de los Weatherall había habido más conversaciones, risas y ruidos
que en su propio piso en el último año. Era abrumador. Y maravilloso.
Se había pasado todo el día intentando hacer y decir lo correcto, buscando
ideas inteligentes y creativas para su proyecto y siguiendo la corriente a las
bromas de los hermanos de Gabe. Por no hablar del interrogatorio de John.
En cierto modo, en las últimas horas había desarrollado un extraño deseo
por impresionar a Gabe y a su familia, y no tenía la más remota idea de
dónde procedía esa sensación.
Siempre le había traído sin cuidado encajar en un sitio. Por lo general,
esperaba que nadie le prestara ninguna atención. Cuanto más desapercibida
pasara, menos probable era que alguien le formulara preguntas acerca de
quién era.
O que husmeasen en su vida y descubrieran lo que había hecho.
4

Pum. Pum.
Anna procuraba concentrarse en el libro de economía que tenía ante sí,
pero era imposible con Gabe, que iba de un lado a otro del despacho e
intentaba acertar en la papelera con pelotas de papel arrugado.
Pum.
A principios de esa semana, cuando hablaron de ponerse con el proyecto,
Anna había sugerido que quedaran en la biblioteca. Podrían trabajar juntos
y luego irse cada cual por su lado sin verse absorbida por las bromas y la
familia de él. Pero Gabe había protestado que en la biblioteca estarían
incómodos. Deberían susurrar o molestarían a otros estudiantes, y no
dispondrían de un sitio para desplegar sus cosas.
Una antigua lista de tareas pendientes se descolgó de la pared y aterrizó
en la papelera con otro pum. Gabe extendió los brazos y dio un salto, como
si acabara de marcar la canasta definitiva de la final de un campeonato.
Quizá tenía razón al decir que en la biblioteca molestarían a la gente.
—¿Qué tal si te concentras un poco? —Anna le mostró un libro, y un
puñado de papeles arrugados volaron en su dirección.
—Relájate un poco, pequeña —repuso él con una sonrisa—. Llevamos
horas trabajando.
Anna recogió las pelotas de papel con las dos manos y se las arrojó. Gabe
se agachó, y las bolitas volaron tras él. Con un rápido movimiento, se giró y
agarró la papelera. Antes de que ella pudiera reaccionar, la volcó sobre su
cabeza. Una lluvia de pelotas de papel cayó sobre el regazo de Anna.
—¡Madre mía! —Se quedó boquiabierta.
Los ojos plateados de Gabe brillaban, divertidos, y el estúpido corazón de
ella dio un vuelco.
En la biblioteca no habría ocurrido nada de eso.
Anna se levantó y dejó que los papeles cayeran al suelo.
—Supongo que eso significa que hemos terminado, ¿no? —Se apoderó de
la papelera y se agachó para limpiar el desastre de la alfombra.
Entre risas, Gabe se dispuso a ayudarla y le dio un golpecito en el hombro
con el suyo. Un rubor le tiñó lentamente las mejillas a Anna. El aroma
silvestre de él la envolvió, y enseguida metió las últimas pelotitas en la
papelera y se puso en pie.
Necesitaba tranquilizarse y dejar de actuar como una tonta adolescente
enamoriscada. Gabe era su compañero, nada más. ¿Qué importaba que
fuese el chico más inteligente con el que hubiera trabajado nunca y que
estuvieran completamente de acuerdo con la línea de trabajo del proyecto?
Como tampoco importaba que se riese por sus absurdas bromas y que en
realidad la considerase divertida. Eso no quería decir que fueran amigos.
Gabe era mayor, popular y confiaba en sí mismo de formas que ella jamás
podría imaginar siquiera. Los chicos como Gabe no entablaban amistad con
las chicas como ella, y Anna sabía de sobra que no debía distraerla. Le
faltaban menos de dos años para graduarse, y sería una idiota si perdía de
vista su objetivo por el simple hecho de que un chico guapete fuese
agradable con ella.
O porque tuviera la familia con la que ella siempre había soñado.
La madre de Gabe le propuso que se quedara a cenar una vez más, y Anna
supo que debía declinar la invitación con educación e ir a buscar el
siguiente autobús que la llevase a casa. Sin embargo, los olores que
procedían del horno resultaban demasiado tentadores, y enseguida se vio de
nuevo en la cocina, riéndose con Gabe y sus hermanos.
Julia, la novia de Matt, también estaba allí y la saludó con una sonrisa
afable.
—Bienvenida al circo, Anna —murmuró.
Y Anna se sintió bienvenida y cómoda de un modo que era incapaz de
explicar, pero que no había experimentado desde que todo se desmoronara.
Pero aquel no era su lugar y, en tanto las bromas y los chistes y el caos
general seguían durante la cena, notó cierta tensión en el pecho. Podría
acostumbrarse a eso. Y era lo bastante lista como para saber que sería una
idea espantosa.
Después de que recogieran los platos de la cena y la familia se dividiera
en conversaciones más pequeñas, Anna salió de la cocina de puntillas y se
dirigió al pasillo. Sabía que en el porche delantero, junto al jardín,
encontraría un lugar tranquilo. Gabe le había dicho que las plantas y las
flores eran cosa de Dorothy, y la anciana había estado encantada de
cuidarlas, durante más tiempo del esperado tras el diagnóstico. John y
Elizabeth habían contratado a un jardinero para que acudiese una vez a la
semana. Aun así, a Dorothy le gustaba sentarse allí por la noche, después de
cenar, y observar unas flores que ya no recordaba haber plantado.
Con aquella idea en mente, Anna recogió la mochila del despacho antes
de encaminarse hacia la puerta principal para acompañar a Dorothy en su
sitio habitual. Cuando la semana anterior conoció a la anciana, algo se había
encendido en su mente, algo que llevaba una buena temporada dándole
vueltas a la cabeza. Aquella mañana, Anna había ido a la biblioteca, y le
traía una especie de regalo a Dorothy.
—Hola. —Se detuvo delante de la anciana, retorciendo la correa de la
mochila con las manos.
—Hola —murmuró Dorothy, que se giró hacia ella sin expresión alguna
en el rostro, y a continuación se volvió de nuevo hacia el patio delantero.
—¿Le gusta escuchar música? —Anna se desplomó en la silla que había
delante de la mujer.
Dorothy asintió, pero Anna no sabía si estaba respondiendo a la pregunta
o meciéndose como tenía por costumbre.
Anna metió una mano en la mochila y sacó un par de CD de música. Le
mostró las cajas de plástico a la anciana.
—¿Los conoce? ¿Frank Sinatra, Dean Martin, Ella Fitzgerald?
Dorothy tendió la mano para agarrar un CD y recorrió con el dedo la
mejilla de un sonriente Dean Martin. Asintió ligeramente.
El año anterior, al volver a casa del instituto, Anna había comprado un
viejo discman en un rastrillo, y había merecido cada centavo; si se ponía los
auriculares en el comedor del instituto, era capaz de estudiar sin oír los
comentarios de sus compañeros sobre la mochila que ella llevaba desde la
primaria, los zapatos que habían pasado de moda dos años antes o sus tiques
para comer gratis.
El reproductor de CD la había ayudado a superar muchos momentos de
soledad, y nadie podía estar más sola que una anciana atrapada en sus
recuerdos.
—¿Le apetece escuchar un poco? —Anna se le acercó y le puso los
auriculares en los oídos, con cuidado para no destrozar su plateada
permanente.
Dorothy alzó las manos para tocar los cascos que le cubrían las orejas,
pero permaneció en silencio.
Anna pulsó el botón de reproducir, y las primeras notas de piano
tintinearon débilmente por los diminutos altavoces. Dorothy siguió
sujetándose los auriculares sobre los oídos y contempló el jardín. Al cabo
de un minuto, miró a Anna con una sonrisa.
Anna se quedó tan sorprendida que se recostó en el asiento. Dorothy se
mecía adelante y atrás, pero esa vez parecía moverse al son de la música.
Un minuto más tarde, sonó un gruñido procedente de la anciana. Un
zumbido grave y gutural. La canción terminó y comenzó otra. Dorothy
siguió tarareando y, cuando la canción llegó al estribillo, abrió la boca y
empezó a cantar.
Sorprendida, Anna se tapó la boca con una mano. La voz de Dorothy era
áspera, probablemente porque hacía tiempo que no la usaba, pero tenía un
tono agradable y las notas sonaban afinadas. Le cambió la cara al cantar, se
le colorearon las mejillas y le brillaron los ojos. Anna se llevó las manos a
las sienes para contener el inesperado escozor que notaba en los ojos.
Dorothy iba por la mitad de la siguiente estrofa cuando la voz
amortiguada de Gabe desde el interior de la casa devolvió a Anna a la
realidad.
—¿Habéis visto a Anna?
—Hace nada estaba aquí —contestó Elizabeth—. ¿Oís cantar a alguien?
Un par de pasos avanzaron por el pasillo. Anna contuvo la respiración y
se irguió en el asiento. Elizabeth apareció tras la puerta y parpadeó al ver a
una Dorothy que seguía cantando; pasó la vista a Anna y luego de regreso a
su madre. Abrió la boca y aferró el delantal con una mano.
—¡Santo cielo!
—¿Mamá? ¿Qué pasa? —Unos pasos más fuertes corrieron por el pasillo,
y Gabe apareció junto a su madre. Al comprender que la que estaba
cantando era su abuela, abrió los ojos como platos—. Dios mío.
Anna vio cómo Gabe y Elizabeth abrían la puerta mosquitera y salían al
porche en un silencio de perplejidad. A ella se le aceleró el corazón y su
mente quiso encontrar una explicación, pero no había ninguna. No conocía
de nada a la familia de Gabe. Que la semana anterior la hubiesen recibido
con los brazos abiertos no le daba ningún derecho a molestar a su enferma
pariente. ¿En qué había estado pensando?
Gabe se giró hacia Anna.
—¿Frank Sinatra?
Anna se secó las manos sudadas sobre los vaqueros y agarró la caja de
CD, temblorosa.
—Pensé que quizá fuese de su época.
En ese momento, Rachel apareció frente a la puerta.
—¿Quién está cantando? —quiso saber. Y añadió—: ¿La abuela? —
Abrió la puerta de par en par.
La canción de Dorothy llegó al final y, durante unos instantes, en el
porche se hizo un silencio sepulcral. Ningún coche pasó por la calle, ningún
pájaro cantó desde los árboles. Anna se encogió en la silla y deseó que
existiera una manera de escabullirse de allí sin que nadie se diera cuenta.
Pero estaba atrapada, y era solamente culpa suya.
Dorothy miró a los ojos a Elizabeth y sonrió.
—¿Te acuerdas de esta canción, Lizzie? A tu padre y a mí nos gustaba
bailarla en el comedor.
Elizabeth soltó un grito ahogado detrás de la mano con la que se tapaba
los labios, y su rostro se arrugó. Con un reguero de lágrimas en ambas
mejillas, corrió junto a su madre y se sentó a su lado en el sofá.
—Sí, me acuerdo, mamá —le susurró tomándole una mano.
—¡Joder! —masculló Rachel desde la puerta, y dio media vuelta para
entrar en la casa, seguramente a informar al resto de la familia.
Anna estaba sobrepasada por la necesidad de echarse a llorar y respiró
hondo, temblando, para intentar contenerse. Tal vez fuera la inesperada
presencia de Dorothy o la forma en la que Gabe la estaba mirando, con cara
indescifrable. Deseaba retroceder dos semanas en el pasado, antes de que le
asignaran a Gabe como compañero, antes de que empezara a comportarse
como aquella persona impulsiva a la que no reconocía.
—A lo mejor habría que darles unos minutos. —Anna se puso en pie,
pasó por delante de Gabe y huyó dentro de la casa. Notó que él la seguía,
pero aceleró el ritmo por el pasillo. No sabía hacia dónde se dirigía;
tampoco es que hubiera algún sitio donde esconderse. Sin embargo, siguió
caminando hasta que Gabe le puso una mano en el codo y la giró
suavemente para mirarla a los ojos.
—¿Cómo sabías que la música le activaría la memoria de ese modo?
Anna se removió y se quedó mirando la mano de él sobre su brazo.
—No lo sa-sabía. —Procuró que los temblores abandonaran su voz—. No
del todo. O sea, un día leí en un libro de neurociencia que los receptores del
cerebro que recuerdan la música y que responden a ella son los últimos en
deteriorarse cuando alguien tiene alzhéimer. Por eso se me ha ocurrido que
los CD quizá la ayudaban a conectar con algo. —Se miró los pies. Tenía un
agujero en el calcetín en el que no se había fijado.
—¿Lo leíste en un libro de neurociencia?
Cuando él lo decía en voz alta, sonaba todavía más raro.
—Sí.
Gabe guardó silencio y, cuando Anna levantó la vista, la estaba mirando
de forma extraña.
—¿Qué? —le preguntó, cautelosa.
—Nada. Es que… me sorprendes.
Anna no sabía a qué se refería con eso y le daba demasiado miedo
preguntar. Se escabulló, entró en el despacho a recoger las cosas y, cuando
ya no pudo seguir evitándolo, cruzó el pasillo rumbo a la cocina para
despedirse.
La conversación se detuvo en cuanto entró. Obviamente, estaban
hablando de ella.
Se quedó junto a la puerta y, al final, fue Rachel la que rompió el silencio.
—Ha sido estupendo, en serio.
—¡Eres igual que la mujer del libro que leemos sobre Helen Keller en la
escuela! —Leah daba saltitos sin parar.
John la llevó a un lado y le dijo que no se hacía una idea de lo importante
que era lo ocurrido para Elizabeth, y que nadie en la familia lo olvidaría
jamás.
Cuando Gabe y ella se marchaban, Elizabeth fue a su encuentro y le dio
un fuerte abrazo. Acto seguido, le dio un apretón en la mano.
—Por favor, vuelve la semana que viene. En esta casa siempre serás
bienvenida, siempre.
Anna le devolvió el apretón, sintiéndose translúcida y frágil, como las
hojas de un jardín después de la primera helada. Un fuerte viento podría
hacerle un agujero en el cuerpo. Deseaba regresar a esa casa la semana
siguiente. Deseaba tener un lugar donde siempre fuera bienvenida, siempre.

Gabe estuvo callado en el trayecto de vuelta al piso de ella. Anna miraba


por la ventanilla, mordiéndose la uña del pulgar y preguntándose en qué
estaría pensando él. El coche se detuvo delante de su casa y, cuando se
inclinó para recoger la mochila del suelo del vehículo, lo miró entre el pelo
que le caía sobre los ojos.
—Gracias por llevarme. —Se giró para marcharse, pero dio un respingo
cuando Gabe le tocó el brazo.
—Anna.
Se detuvo con una mano en la manecilla de la puerta.
—¿Sí?
—Gracias por lo que has hecho por mi abuela.
—Gracias por… —¿Por qué? «¿Por ser agradable conmigo? ¿Por
prestarme atención?». Dios, ¿qué decía de ella que estuviera tan sumamente
agradecida por una pequeña muestra de amabilidad?—. Gracias por
invitarme a ir con tu familia. Son una gente estupenda.
—Tienen sus momentos. —Gabe torció los labios en una sonrisa burlona
—. Por lo visto, les encantas. Cuando nos íbamos, mi madre me ha dejado
bien clarito que, si el domingo que viene no voy contigo, no hace falta que
vaya.
Una oleada de calidez la embargó. «Cuidado», le advirtió una vocecilla
en su cabeza, pero antes de que se formase esa palabra ya estaba abriendo la
boca para responder.
—Me encantaría volver la semana que viene.

A pesar de que el lunes por la noche había trabajado hasta tarde en el


supermercado, el martes se levantó temprano para verse con Gabe en la
biblioteca antes de clase. Encontraron un rincón tranquilo en una de las
salas, en el que podrían hablar sobre su proyecto y hacer planes para el
domingo, cuando seguirían con su investigación en casa de sus padres antes
de cenar con toda la familia.
Por lo general, los domingos eran el día de la semana que libraba del
supermercado, cuando se ponía al día con las clases, así que quedar con los
Weatherall iba a reducir su tiempo de estudio. Para compensarlo, tendría
que madrugar para estudiar antes de clase durante el resto de la semana. Se
dijo que no era para tanto; ya dormiría cuando la aceptasen en alguna
universidad.
Cuando ese martes llegó a clase con Gabe, las chicas con las que él solía
sentarse lo saludaron. Gabe empezó a encaminarse en su dirección, pero se
detuvo en seco y provocó que el estudiante que iba tras él trastabillara y
virase bruscamente para evitar estamparse con él.
Gabe miró hacia el asiento solitario en medio del grupo de chicas y luego
hacia Anna, y al final apartó la vista de nuevo.
Anna se quedó incómoda a su lado. «Ah, claro». Aunque se llevaran bien
al trabajar en su proyecto, no eran amigos como tal. Sobre todo cuando
alrededor había chicas de sororidades bonitas con pelo largo y brillante.
Siempre que lo veía en el campus, Gabe estaba rodeado de gente preciosa
y estilosa, dos adjetivos que claramente no la describían a ella. Aunque era
alta, era muy delgada, no tenía apenas pecho y su cabello era de un marrón
insulso que ella misma se cortaba cuando lo veía necesario. Los pómulos
altos y los enormes ojos marrones tal vez resultarían atractivos si tuviera el
tiempo o el dinero de resaltarlos con maquillaje. Pero no era el caso. Y
nunca había conseguido que la ropa de segunda mano que llevaba pasara
por los conjuntos a la moda que lucían las demás alumnas universitarias.
Aunque tampoco quería que Gabe pensara en ella como en una más de la
marea de chicas con las que coqueteaba. «Ni hablar».
Anna tartamudeó que se verían más tarde y voló hacia un asiento libre en
la otra punta del aula. Nada de aquello importaba. Lo importante era hacerlo
bien en el proyecto, conseguir un sobresaliente y dar un paso más hacia una
beca para poder estudiar Medicina. Un paso más hacia una vida mejor.
Antes de que pudiera evitarlo, la imagen de una desvencijada escalera que
bajaba hacia un oscuro sótano se encendió en su memoria.
Y un paso más hacia dejarlo todo atrás de una vez.
No iba a permitir que Gabe la distrajera.
Anna se sentó y hurgó entre las cosas de su mochila fingiendo buscar algo
de vital importancia para que no la tentara la idea de mirarlo a él.
Alguien le rozó la pierna y la sacó de su ensimismamiento. Al levantar la
vista, Anna vio que Gabe le sonreía y tomaba asiento en la silla de al lado.
Los ojos de ella se clavaron en la expresión de sorpresa de los rostros de las
amigas de él, y terminó bajando la mirada hacia la mesa para ocultar la
sonrisa.
5

Gabe se recostó en la silla y observó cómo se movía el cursor del ordenador


del despacho de su padre. «Solicitud, expediente académico, notas finales,
carta de presentación». Con un último clic, envió su última solicitud para un
máster.
Después de toda la energía que había invertido en ellas durante el otoño,
esperaba ver fuegos artificiales, oír música o algo. Pero no. Tan solo
apareció un mensaje genérico: «Gracias por su solicitud. En breve recibirá
una confirmación por correo electrónico».
No pasaba nada. Sabía que más tarde vería a Anna y que ella se
emocionaría debidamente. Era curioso que la chica rara y tímida con la que
apenas podía hablar sin discutir se hubiera convertido en su principal apoyo
en lo que se refería a su búsqueda de plaza en másteres. Anna había leído
sus trabajos, le había hecho inteligentes sugerencias e incluso lo había
animado a mandar solicitudes a los centros más improbables.
Al principio, se habían pasado todos los martes por la mañana y
domingos por la tarde trabajando con su proyecto. Sin embargo, cuando
empezó a cobrar forma, no hacía falta que quedasen todas las semanas. Pero
estar con Anna formaba ya parte de su rutina, y a Gabe le gustaba hablar
con ella sobre otras cosas.
Era consciente de que a sus amigos los sorprendía un poco que pasara
tanto tiempo con ella. A los chicos de la fraternidad les gustaba bromear,
decirle que era su novia y tomarle el pelo por tener predilección por las
mujeres más jóvenes. Por lo general, Gabe ignoraba las provocaciones
porque no pensaba darles la satisfacción de verlo afectado por esos
comentarios.
Anna iba al instituto, y él ni en un millón de años la vería como nada más
que una hermana pequeña. Pero le fastidiaba que la gente se limitara a
aceptar lo más superficial —una chica tímida sin gracia que se ocultaba
detrás del pelo— y no se molestara en conocerla ni en descubrir lo brillante
y divertida que era. Y lo avergonzaba haber estado a punto de cometer ese
mismo error.
Gabe se levantó de la silla del escritorio y se dirigió a la cocina a por una
taza de la cafetera que había preparado su madre antes de salir a dar una
vuelta por el parque. Podría haber enviado las solicitudes desde su propia
casa, pero la conexión a internet de sus padres era más fiable, ya que no se
pasaban el día bajándose porno, como seguramente hacían sus compañeros
de piso. Se rio entre dientes. Por lo menos esperaba que sus padres no se
bajaran porno.
Estaba a punto de regresar al despacho para recoger los papeles cuando su
padre entró por la puerta principal. Gabe no había esperado que volviese a
casa hasta por la tarde.
Su padre se detuvo y lo miró de arriba abajo un par de veces,
probablemente igual de sorprendido al ver a su hijo allí.
—¡Gabe! —Se rio—. Esperaba ver a tu madre. Creía que Anna y tú no
vendríais hasta más tarde.
—Solo me he pasado a enviar mis solicitudes de máster. Recogeré a Anna
dentro de un rato.
—¿Hoy vas a mandar tus solicitudes? —Su padre enarcó las cejas.
—Ya las he mandado. Está hecho. —Gabe soltó un suspiro.
—No me dijiste que fueras a hacerlo hoy.
—¿Ah, no? —Gabe frunció el ceño—. Pensaba que sí. La semana pasada
o… —Sí, era mentira. No quería que su padre metiera las narices en sus
solicitudes, así que esa mañana, antes de ir a su casa, había llamado por
teléfono para asegurarse de que su padre ya hubiera salido a hacer algún
recado.
—Bueno, pues felicidades. —Le dio una palmada en la espalda—. A
partir de ahora, ¿cuál es el plan?
—¿Cómo que cuál es el plan? Tengo que esperar a ver si me aceptan.
—¿Y si no te aceptan? ¿Qué te parece empezar a buscar trabajo y
conseguir unas cuantas entrevistas?
Gabe abrió la boca y la cerró al instante. Por Dios. Acababa de hacer clic
en «enviar» tan solo cinco minutos atrás. ¿Su padre no pensaba que fueran a
aceptarlo? ¿O acaso temía que, si dejaba de apretarle las tuercas durante un
minuto, Gabe empezaría a arrancar tablones del suelo y a instalar planchas
de pladur como su hermano? ¿Qué les diría su padre a sus amigotes de golf
si sus dos hijos terminaban con empleos propios de clase trabajadora?
Tampoco era que Matt fuera un bala perdida. Era el propietario de su
propia empresa, ganaba suficiente dinero y su trabajo tenía una gran
demanda. Pero Matt había renunciado a la oportunidad de sacarse la carrera
de Medicina, y su padre no se lo había perdonado.
Sorprendiendo a todo el mundo, Matt había optado por un camino obrero.
Se había apuntado a un programa médico preuniversitario en la John
Hopkins, pero ese verano aceptó un empleo instalando armarios de cocina y
reproduciendo molduras antiguas para reformas en casa para los barrios
emergentes de la ciudad. Tenía un talento natural para ello, y Gabe todavía
recordaba lo feliz que había estado su hermano ese verano, sin la presión de
sacar sobresalientes ni el peso de triunfar en la selectividad sobre sus
hombros de primogénito.
En cuanto Matt hubo decidido que no iría a la universidad y que optaría
por emprender su propio negocio, las expectativas se habían volcado sobre
Gabe. De repente, su padre lo avasallaba durante la cena para que estudiara
mucho durante la época de exámenes y quería entablar conversaciones con
él acerca de cómo veía su futuro. Gabe era muy consciente de que estudiar
Economía en la universidad local no era en absoluto como cursar Medicina
en la Hopkins, por lo menos ante los ojos de su padre. Pero que se quedase
cerca de casa puso feliz a su madre, y en Yale entró en la misma fraternidad
en la que había estado su padre.
El sueño de John Weatherall siempre había sido que uno de sus hijos
siguiera sus pasos y se convirtiera en médico. Gabe quiso satisfacer a su
padre, pero al final resultó que durante el primer año evitaba volver a casa y
cambiaba de tema cuando su padre quería hablar sobre su carrera.
Y entonces el suficiente en Química Orgánica fue la gota que colmó el
vaso. Gabe nunca había sacado menos de sobresaliente en ninguna clase
antes de la facultad ni ese primer año. Pero, por alguna razón, su cerebro era
incapaz de comprender las estructuras de resonancia y los mecanismos de
las reacciones orgánicas.
Cuando publicaron las notas, su padre afirmó que casi parecía que su hijo
estaba intentando no sacar sobresaliente.
Gabe no estudiaba Psicología, así que no sabía lo que habría dicho Freud
al respecto.
Y de pronto su padre había vuelto a entonar el mismo soniquete.
—Todavía estás a tiempo de pensar en darle una nueva oportunidad a la
asignatura de Química Orgánica el semestre que viene. Solo digo que no te
cierres la puerta.
Gabe tenía que salir de casa cuanto antes.
—Anna me espera para que vaya a recogerla.
Su padre asintió. Por lo menos aprobaba a Anna.
—De acuerdo. Ya hablaremos de esto más tarde.
«Genial. Me muero de ganas».
Gabe arrancó el coche y se encaminó a la casa de Anna. Llegó temprano,
así que se quedó esperando sentado en el asiento del conductor. Se abrió la
puerta del edificio y apareció un tipo de mediana edad con pelo grasiento y
una barba incipiente en la cara. Encendió un cigarrillo y abrió una lata de
cerveza.
Bebía cerveza a las once y media de la mañana.
Gabe contempló la casa. Era probable que ese hombre fuera otro
inquilino. Gabe esperaba que no fuese el novio de la madre de Anna.
El tipo entró de nuevo en el edificio y, al cabo de un minuto, Anna salió
por la puerta. Atravesó el porche corriendo y abrió la puerta del coche. El
frío aire de noviembre golpeó a Gabe cuando ella se sentó.
—Hola.
—Buenas. ¿Qué tal la mañana?
—Bien. —Se encogió de hombros—. He estado estudiando.
—¿En tu casa solo vivís tu madre y tú? —Gabe ladeó la cabeza hacia la
casa.
—Sí. —Anna lo miró de reojo—. ¿Por qué?
—No sé. Nunca hablas de tu padre.
—No lo he conocido nunca. —Apartó la vista.
No tener padre no sonaba tan mal. Pero en ese preciso instante Gabe se
sintió como una mierda. Su padre era un buen hombre y Gabe lo quería. Tan
solo deseaba que de vez en cuando lo dejara un poco en paz.
—¿Cómo te ha ido a ti la mañana? —Anna se giró en el asiento para
mirarlo a los ojos—. ¿Has acabado las solicitudes?
Gabe arrancó el coche y se mantuvo ocupado con los retrovisores. Su
emoción previa se había esfumado.
—Sí.
—¡Gabe! ¡Es genial! ¿Ya has terminado?
—Sí.
—Espera a que te acepten en todos los sitios y tengas que tomar una
decisión sobre cuál elegir.
¿Por qué su padre no podría haber reaccionado de esa forma? Aunque
sonaba excesivamente optimista, su padre podría haber mostrado algo de
entusiasmo por lo menos.
—Sí, ya veremos. —Se incorporó al tráfico y se concentró en el coche de
delante. Anna no dijo nada, pero él notó que lo estaba observando.
—¿Qué te pasa? —le preguntó al cabo de unos minutos de silencio.
—¿A qué te refieres? Nada.
Anna extendió un brazo y le dio un golpecito a la mano con la que
aferraba el volante.
—No hace falta que lo aprietes tanto. No va a salir volando.
Gabe detuvo el coche en un semáforo en rojo y se giró para mirarla.
—Hoy he enviado todas mis solicitudes y ¿sabes qué es lo primero que
me ha dicho mi padre? ¿Qué pasa si no me aceptan en ningún sitio?
Anna se quedó boquiabierta.
—¿Y sabes qué ha sido lo segundo? Volver a Medicina.
El semáforo se puso en verde, y Gabe apretó el pedal del acelerador y
atravesó la intersección.
—Cuando pensaba en qué centros mandar una solicitud, me urgió a que
solo contactara con las mejores instituciones. Nada de centros seguros como
Penn State o Míchigan. Casi parece que no quiere que me acepten para que
así pueda volver a insistir en que retome Medicina.
—Ey. —Anna le dio un golpecito en el brazo—. Para el coche. Estás
conduciendo como un loco.
Gabe viró el volante hacia la derecha y estacionó junto a la acera de la
calle. Se pasó una mano por el pelo.
—Perdona.
—¿Sabes qué? Hoy no vayamos allí. A casa de tus padres.
—¿En serio? —No le apetecía entablar una nueva conversación con su
padre. Era bastante probable que él terminase diciendo alguna tontería de la
que más tarde se arrepentiría.
—Sí. ¿Te ves capaz de conducir sin que nos matemos? Te voy a llevar a
otro sitio.
—¿A dónde vamos a ir? —La miró de reojo.
—Ya verás.
Lo guio hacia la universidad, pero en el último minuto le indicó que
tomase una carretera que serpenteaba detrás del campus. Cuando le pidió
que estacionara, Gabe aparcó el coche delante de un enorme edificio
abovedado hecho de acero y cristal: el centro Phipps, un invernadero y
jardín botánico.
—¿Has estado aquí últimamente? —le preguntó Anna con la voz teñida
de emoción.
—Mmm, no desde que vine en una excusión cuando iba a cuarto de
primaria.
—¿En serio? Sabes que el carné de estudiante nos permite entrar gratis,
¿verdad?
Gabe era vagamente consciente de que tenían acceso a museos y demás,
pero por lo general se le ocurrían otras cosas que hacer en su tiempo libre.
El aire gélido lo caló en cuanto bajaron del coche. Costaba creer que
todavía estuvieran en otoño. Las nubes grises del horizonte parecían
dispuestas a arrojar nieve al cabo de un rato. Anna no se había abrochado la
cremallera del abrigo, pero se lo arrebujó, y los dos echaron a correr hacia
la entrada del edificio.
Se identificaron en el mostrador de la recepción y luego Anna lo condujo
hacia una sala enorme y abovedada, llena de árboles y de flores. En el
centro, los jardineros decoraban árboles de Navidad y colgaban flores de
Pascua para la exposición navideña.
—Deberías traer a tu abuela. Seguro que este lugar le encantaría —musitó
Anna.
Gabe dejó de caminar. Mierda. ¿Cómo era posible que no se le hubiera
ocurrido? A su abuela sí le encantaría.
—Es una idea estupenda. Y tú deberías venir con nosotros.
—¿De verdad?
Anna y su abuela habían desarrollado un vínculo especial desde el
momento musical. Por lo general, Dorothy había regresado a su propio
mundo, pero se animaba bastante cuando Anna se sentaba a su lado en el
porche.
—Sí, la semana que viene sin falta.
Ella le dedicó esa sonrisa que le iluminaba todo el rostro y lo guio por
entre un par de salas en dirección a una puerta con un cartel en el que se
leía: BOSQUE TROPICAL.
En las otras salas hacía frío, pero el bosque tropical era una sauna, y la
humedad se filtró en sus mejillas enrojecidas y en sus dedos, entumecidos
aún. Recorrieron un camino flanqueado de palmeras, aves del paraíso
naranjas y lilas, y buganvillas rosas. Tras cruzar un puente sobre un
estanque abarrotado de una especie de juncos y de peces koi, torcieron a la
derecha hacia una cabaña de paja en la que se exponían especies tropicales.
A Gabe le dio la impresión de que habían llegado al final, pero Anna le
sonrió de nuevo y se alejó del sendero principal para tomar un caminito
sucio rumbo a un puñado de árboles. Apartó un par de hojas gigantescas y
desapareció. Intrigado, Gabe la siguió.
Después de pelearse con las hojas de palmera, llegó al otro lado y se
detuvo en seco.
Anna estaba sentada en un banco de piedra en el centro de un pequeño
claro, rodeada de flores tropicales. Allí, el tintineo de las máquinas, el
rumor de otros visitantes y los ruidos de los pájaros tropicales que sonaban
por megafonía eran más tenues. De no haber sabido que se encontraba en
medio de la ciudad, habría creído sin problemas que se había adentrado en
una jungla.
—Vaya.
—Ya ves. Es mi sitio preferido. Me gusta venir aquí a leer.
Gabe se sentó en el banco a su lado.
—Gracias por compartir conmigo tu escondite secreto.
—A ti te lo puedo confiar, ¿verdad? —Entornó los ojos—. No traigas a
ninguna chica para besuquearte con ella, ¿vale?
Gabe se echó a reír porque habría podido sopesarlo. Aunque era un lugar
demasiado especial como para compartirlo con alguien sin importancia, y
no le habría parecido correcto hacerle eso a Anna.
—Nunca. Te lo prometo.
Se quedaron un rato sentados, calentitos y callados. La tensión
desapareció de los hombros de Gabe, y ladeó la cabeza para observar la
cúpula de cristal. El cielo lucía un gris pálido, pero había copos de nieve
que revoloteaban por el aire, resplandecientes al golpear el cálido cristal, y
que se transformaban en gotas de agua.
Al cabo de unos minutos, la voz de Anna rompió el silencio.
—Si te sirve de consuelo, creo que serías un médico horrible.
Sorprendido, Gabe se rio por la nariz y giró la cabeza hacia ella esperando
verla sonreír. Anna lo miraba sin expresión. ¿Lo decía en serio? Lo gracioso
de Anna era que era probable que sí. Por alguna razón, su sinceridad le
parecía hilarante.
—Vaya, pues gracias. No sé si eso hace que me sienta mejor, pero
agradezco el esfuerzo. —Zarandeó los hombros al intentar reprimir la
carcajada.
—¡No lo decía como si fuera un insulto!
—Ya.
—No, de verdad. —Le dio un codazo en las costillas—. Deja de reírte.
Me refería a que ser médico en realidad es un trabajo para alguien
introvertido. Sé que se supone que hay que saber tratar a los pacientes y tal,
pero se pasa mucho tiempo con la cabeza enterrada entre libros y entre
historiales médicos. O sea, ¿te imaginas sentado en el sótano de alguna
facultad de Medicina diseccionando cadáveres ocho horas al día?
Gabe exageró un estremecimiento.
—¿Verdad? Ya he visto cómo eres en clase —prosiguió Anna—. Estás en
tu salsa cuando puedes participar en un gran debate o intentar rebatir alguna
que otra teoría. La doctora McGovern dice algo controvertido y tú empiezas
a irradiar emoción. Tu lugar está en un instituto económico donde seas el
experto al que se le ocurren teorías brillantes. Y luego las discutes con otros
expertos.
Gabe se la quedó mirando. «Joder». Estaba en lo cierto. Y sí que le hizo
sentir mejor saber que no por desobedecer los deseos de su padre estaba
haciendo lo incorrecto.
Sonrió y le dio un pellizco en el brazo.
—Bueno, y ¿qué me dices de ti? Quieres ser médica, pero te encanta
discutir.
—A mí solo me gusta discutir contigo. —Le devolvió el pellizco—. Todo
el mundo piensa que soy una chica reservada que seguramente se llevará
genial con los cadáveres.
Gabe la miró a los ojos, y los dos rompieron a reír. Pero en el fondo algo
lo había irritado. Era casi como si Anna quisiera que la gente pensara eso.
No la parte de los cadáveres, claro. Unos pocos meses atrás, él mismo no
había tenido ni idea de que Anna era una de las personas más inteligentes de
la clase. En realidad, no era tímida —lo había demostrado el día que se
conocieron, cuando le había echado una bronca—, así que ¿por qué no
alzaba más la voz? ¿Por qué no era ella la que discutía teorías económicas o
por lo menos levantaba una mano al conocer una respuesta?
En los últimos meses habían pasado mucho tiempo juntos, y en algún
punto del camino había empezado a considerar a Anna una buena amiga. En
algunas cosas, la conocía muy bien, pero en otras no la conocía en absoluto.
Por ejemplo, en lo que respectaba a su familia. Le había dicho que no había
conocido a su padre, pero casi nunca mencionaba a su madre, solo para
decir que trabajaba en una residencia. Y nunca se había referido a amigos ni
a salir con gente de su instituto. ¿Y si allí era tan distante como en las clases
de la universidad?
La miró a los ojos, y ella le lanzó una sonrisa torcida.
—Me alegro de que hayamos terminado trabajando juntos en nuestro
proyecto —le dijo.
—Yo también, pequeña. —Y le dio un golpe de hombro.
Quizá Gabe estaba analizando demasiado las cosas. Anna era superlista y
estaba muy concentrada en sus deberes. No todas las adolescentes querían
hablar sobre amigos y fiestas. Rachel era un ejemplo. Se pasaba los fines de
semana participando en protestas políticas y haciendo voluntariados en el
centro de acogida de mujeres.
Si en la vida de Anna sucedía algo importante, se lo diría. Eran tan
buenos amigos que sabía que podía contarle lo que quisiera.
6

Un viento frío azotó el abrigo raído de Anna, y se agarró el gorro que


llevaba para que no saliera volando. Quizá más tarde empezaría a nevar.
Con la vista dirigida hacia las nubes cenicientas del cielo, una breve
emoción la recorrió. Una auténtica cena de Navidad alrededor de una mesa
enorme, acompañada con una nevada, sería algo propio de una película. Y
nada que hubiera experimentado en la vida real, sin duda.
Cuando la madre de Gabe le preguntó acerca de sus planes por Navidad,
Anna se había puesto tan nerviosa que le respondió que su madre y ella
planeaban un día tranquilo en casa. Elizabeth enseguida las invitó a cenar, y
Anna no supo cómo decir que no, no quiso decir que no, aunque debería
haberlo hecho.
Una nueva ráfaga de viento se levantó, y se arrebujó el abrigo. Las
mangas no le llegaban hasta las muñecas. Iba a tener que comprarse uno
nuevo en breve, hecho que arruinó su alegría navideña. Los abrigos eran
caros, incluso de segunda mano. Suspiró y expulsó aquel pensamiento de su
mente al ver a Gabe llegar con el coche. Anna salió corriendo y saltó sobre
el asiento del copiloto. El calor del interior del vehículo y la sonrisa de él
aniquilaron sus sombríos pensamientos.
—¡Feliz Navidad!
—Feliz Navidad. ¿Tu madre bajará enseguida?
—Ah. —La sonrisa de Anna se esfumó—. No. Lo siento. Mi madre no
puede venir.
—Vaya. —Gabe arqueó las cejas—. ¿Se encuentra bien?
—Sí. Es que… —Anna se examinó las manos mientras intentaba recordar
la excusa que había ensayado por la mañana— tenía que trabajar. Alguien
se ha puesto enfermo en la residencia, y le han pedido que le cubra. Me
siento mal porque tus padres fueron muy amables al invitarla, y porque tu
madre cocina genial y demás.
—No pasa nada. Ya sabes que mi madre cocina para un regimiento de
todas formas. Os enviará algunas sobras a casa. —Gabe le dio un pellizco
en el brazo—. Oye, que me alegro de que vengas. De lo contrario, estarías
sola por Navidad, ya que a tu madre le ha tocado trabajar.
—Sí. —Anna se encogió de hombros. No le apetecía seguir hablando
sobre su madre.
La nieve comenzó a caer con ganas cuando cruzaron la puerta de los
Weatherall. Elizabeth había adornado el exterior de la casa con guirnaldas y
luces navideñas. En la repisa de la chimenea titilaban las velas y un abeto
de tres metros de alto llenaba un rincón del comedor.
Anna contuvo un grito de sorpresa al contemplar la decoración. En efecto,
parecía una película. Al otro lado de la ventana caía la nieve, que brillaba en
las ramas de los árboles y cubría el patio con un manto blanco.
La familia se reunió alrededor de la gigantesca mesa de los Weatherall
para comer más platos de comida de los que Anna había visto en toda su
vida. Terminada la cena, jugaron a las películas, un entretenimiento que, al
tratarse de los Weatherall, fue mucho más competitivo y ruidoso que lo que
cabía esperar.
Anna absorbió el ambiente, más feliz que nunca. Solo en una ocasión oyó
una vocecilla en su cabeza que pretendía romper su alegría y recordarle que
algún día iba a arrepentirse de haber estado allí, que le dolería una
barbaridad cuando volviese a estar sola. Apartó la vocecilla a un lado. Por
lo menos contaría con recuerdos felices, que era mucho más de lo que podía
decir antes de conocer a esa familia.

Cuando Gabe la llevó a casa en coche, era casi medianoche. En el momento


en el que estacionaron delante del edificio donde vivía ella, seguían
riéndose por lo ocurrido durante el juego de las películas. Anna se giró para
darle las gracias a Gabe por una Navidad tan estupenda, pero entonces vio a
una persona sentada en su porche delantero, y su risotada se apagó.
Un hombre estaba tumbado en el sofá destartalado que alguien había
intentado hacer pasar por un mueble de exterior, con los pies encima de una
caja de plástico. Anna lo vio tomar una calada del cigarrillo y soltar el aire
lentamente. El humo lo envolvió, resplandeciente bajo la luz ámbar del
porche.
A Anna se le hizo un nudo en el estómago al verlo. Se trataba de Don, su
casero, que vivía en el piso de abajo. Siempre procuraba evitarlo, y en
ocasiones incluso había bajado por las escaleras de incendio traseras al oír
la voz de él en la entrada.
Anna le lanzó a Gabe una sonrisa radiante y recogió la mochila. Si se
daba prisa, podría escabullirse en la casa antes de que Gabe viese a su
casero. Cuando abrió la puerta del coche, sin embargo, Don se levantó,
dejando caer al suelo una sudadera de los Pittsburgh Steelers, y abrió una
lata de cerveza.
—Te acompaño hasta casa —masculló Gabe con una mano sobre la
manecilla de la puerta.
—Uy, no hace fa-falta —tartamudeó Anna—. Es nuestro casero. Es
inofensivo.
—No pasa nada. Te acompaño hasta casa —repitió Gabe con tono firme,
y Anna supo que no serviría de nada protestar.
Resignada, bajó del coche y subió los escalones del porche seguida de
cerca por Gabe. Agachó la cabeza y saludó a Don con un asentimiento.
Quizá las fiestas navideñas le habían ablandado el corazón lo suficiente
como para que la dejara tranquila.
Pero no, era demasiado pedir. Cuando casi había llegado a la puerta
delantera, Don se colocó delante de ambos.
—Oye, genio, ¿dónde está tu madre? —gruñó con voz ronca por el humo.
—Está trabajando. —Anna lo fulminó con la mirada.
Don se rascó la barriga y bebió un trago de la lata de Iron City.
—Más le vale estar trabajando, porque este mes no me ha pagado el
alquiler. Otra vez.
Anna miró a Gabe, que asistía a la conversación con los ojos entornados.
—Pues… —Echó hacia atrás los hombros y puso la voz que empleaba al
tratar con clientes enfadados en el supermercado—. Seguro que ha sido un
error. Le daremos lo que falta a finales de la semana.
Anna intentó esquivar a Don, pero antes de que pudiera encaminarse
hacia la puerta, la mano de su casero se cerró sobre su antebrazo. Se
encogió e intentó liberarse. A pesar del dolor que le atravesaba el hombro,
su primer pensamiento fue: «Madre de Dios, y que esto esté pasando
delante de Gabe…».
Al cabo de menos de un segundo, Gabe se interpuso entre ambos y apartó
a Don de Anna.
—No la toques.
Don dio un paso atrás y barrió con la vista el abrigo de marca Patagonia
de Gabe, los Levi’s de calidad y las zapatillas a la moda. Y se giró hacia
Anna con una risilla.
—Veo que te has buscado un rico novio universitario. Siempre pensaste
que te iría mejor que al resto de tus vecinos, ¿verdad? Bueno, pues me
seguís debiendo el resto del alquiler, y lo quiero ahora. Cien pavos.
Extendió la asquerosa mano como si Anna fuera a sacarse los billetes del
bolsillo y entregárselos ahí mismo.
«Ya, claro».
Anna no tenía cien dólares, y no iban a pagarle el sueldo hasta al cabo de
unos cuantos días. Mientras se frotaba el brazo donde Don la había
sujetado, miró a Gabe. Habría dado cualquier cosa por que aquella
conversación no tuviera lugar delante de él.
—Se lo daremos el viernes.
—El viernes es demasiado tarde. Lo quiero mañana mismo, o de lo
contrario os voy a echar de una patada en el culo.
—Pero… es Navidad —dijo Anna intentando ganar tiempo—. Los
bancos no están abiertos. Seguro que nos puede dar un día extra… —O tres.
Pero ya se preocuparía más tarde por eso, cuando Gabe no estuviera ante
ella presenciándolo todo.
—Bah. Menudo disparate —fue la respuesta de Don.
Gabe se metió una mano en el bolsillo y extrajo la cartera.
—¿Cuánto has dicho? ¿Cien?
—No. —Humillada, Anna agarró el brazo de Gabe e intentó apartar su
cartera—. Gabe, no necesito tu dinero. Ya me encargo yo.
Pero Don ya estaba tendiendo una mano para aceptar los billetes. Se
quedó el dinero, se puso a contarlo y se lo guardó en el bolsillo.
—Con esto bastará para cubrir lo que me debéis este mes. No volváis a
retrasaros el mes que viene con el pago.
Gabe le dio un empujoncito a Anna hacia la puerta principal, y ella echó a
caminar porque ¿qué iba a hacer si no? ¿Arrebatarle el dinero a Don y
devolvérselo a Gabe?
—No hacía falta que se lo dieras —susurró, agradecida por que su rabia
fuera lo único que le impedía echarse a llorar. Metió la llave en la cerradura
—. Estaba de farol para hacerse el machito delante de ti. Lo tengo todo
controlado.
Anna abrió la puerta, y el mismo olor rancio a humo de cigarrillo los
envolvió. Había otro aroma también, uno fuerte y agrio. Se le formó un
nudo en el pecho al imaginar lo que debía de pensar Gabe del edificio. En el
vestíbulo las paredes estaban cubiertas por viejos papeles con burbujas,
como si hubieran desarrollado alguna enfermedad cutánea. En el techo
había manchas de humedad de cuando en invierno se habían congelado y
luego roto las cañerías, y por encima de ellos se bamboleaba una solitaria
bombilla amarillenta que colgaba de un cordel y arrojaba una luz
fantasmagórica sobre las paredes.
Anna subió las escaleras seguida de cerca por Gabe y se detuvo en el
rellano.
—El viernes te lo voy a devolver —musitó.
—Me trae sin cuidado el dinero. No quiero que ese tipo te acose.
—Lo tenía todo controlado. —Anna lo taladró con la mirada. Estaba
siendo una maleducada, pero no podía evitarlo. Ser maleducada impedía
que asimilara la humillación.
Antes de que Gabe le respondiera, se volvió y se dirigió hacia la puerta de
su piso. Le costó girar la llave en la cerradura —siempre se quedaba
atascada, pero no iba a quejarse al casero—, ignorando a Gabe, que había
recostado el hombro en la pared a su lado.
—Mira —le dijo—, a lo mejor sí podrías haberlo controlado. Pero no
tenías por qué.
Anna se concentró en el tintineo de la llave en la cerradura y ladeó la
cabeza para que él no le viera los ojos anegados en lágrimas. Debía
tranquilizarse. Si empezaba a llorar, sería lo más humillante que le hubiera
ocurrido nunca. Además, Gabe comenzaría a formularle preguntas que no
estaba preparada para responder.
Después de girar la llave varias veces con rabia, el cerrojo cedió y Anna
pudo abrir la puerta. Entró en el piso y se giró con la puerta lo bastante
entornada como para que su cuerpo ocupara todo el espacio.
—Gracias por una Navidad preciosa. —Se detuvo—. Y por ayudarme
con el casero. Que descanses.
Pero Gabe no se lo tomó como una despedida.
—No me gusta dejarte sola con ese imbécil abajo. ¿Alguna vez lo había
hecho?
—¿El qué?
—Maltratarte de esa forma.
Anna cerró los ojos. Aquello era una pesadilla.
—Sí, ¿verdad? —Gabe dio un paso hacia la puerta, y Anna la cerró más,
apretándose el hombro, con la esperanza de que él no viese el interior—.
Por Dios, Anna. ¿Tu madre lo sabe?
—¿Qué? No. El casero no me maltrata. Es que es… —¿Qué era? ¿Acaso
había alguna explicación razonable para aquella escena que no llevase a
Gabe a llamar a la policía?—. Está borracho, y es Navidad.
—Eso no tiene ningún sentido. —Gabe entrecerró los ojos.
—O sea, no siempre está borracho. Es probable que estuviera celebrando
las fiestas y haya bebido unas cuantas copas de más. Yo estoy tan
sorprendida como tú.
No dio la impresión de que Gabe se lo creyese en absoluto, y la
frustración de Anna fue en aumento. En los últimos años, se había vuelto
una experta en alejar la atención de sí misma. ¿Por qué tenía que ser Gabe
el único incapaz de dejarse engañar por ella?
—Quizá debería quedarme hasta que regrese tu madre. —Agachó la
cabeza para mirarla a los ojos—. Y le contamos lo que ha pasado.
—¡No! —Enseguida se arrepintió de la desesperación que teñía su voz al
ver a Gabe dar un paso atrás, sorprendido. Pero ni en sueños iba a permitirle
merodear por su piso decadente a la espera de que llegase su madre—.
Llegará tarde, y de verdad que estoy cansada. El casero es inofensivo,
hazme caso. Correré el pestillo de la puerta por si acaso.
Cuando Gabe vaciló, ella procuró poner una expresión tranquila y neutral.
«Por favor. Por favor, vete».
Si se negaba, no sabía lo que haría. Al final, él asintió, y el alivio la
embargó.
—¿Me llamarás si necesitas algo?
—Claro que sí. —Anna asintió—. Gracias de nuevo. Por todo.
Antes de que Gabe cambiara de opinión, cerró la puerta. Al otro lado del
barato aluminio, lo oyó dar varios pasos y luego detenerse en seco. Anna
cerró con llave y corrió el pestillo con fuerza de más para que el ruido
llegase al pasillo. Y a continuación apoyó el oído en la puerta y escuchó
cómo los pasos de él se alejaban por las escaleras.
Con un suspiro, dejó el abrigo sobre una silla y se puso el jersey grueso
de lana y las zapatillas marrones de abuela que eran su conjunto durante
todo el invierno para que las facturas de la calefacción no subieran
demasiado. Y después encendió la luz y contempló su sucio piso. El interior
no era mucho mejor que el exterior. Intentaba mantenerlo limpio y
ordenado, pero no había nada que hacer con la raída moqueta dorada, los
armarios marrón oscuro que llevaban cuarenta años cubiertos por un barniz
barato ni con las manchas de humo de cigarrillo de las paredes.
Puso una mueca al imaginarse a Gabe allí y se estremeció en el tosco sofá
a cuadros, una reliquia de los años ochenta, mientras esperaba a que
regresase su madre. ¿Qué pensaría él cuando comparase ese edificio con la
casa acogedora y cálida de la que acababan de volver? Y ¿qué haría cuando
la madre de Anna no volviese nunca?
7

Unas cuantas semanas más tarde, Gabe acababa de entrar en el vestíbulo de


la casa de sus padres y se estaba quitando los zapatos cuando la voz de su
padre llegó hasta él desde el comedor.
—Asegúrate de empezar a estudiar para el examen MCAT en el primer
año, para que así puedas hacerlo en primavera.
—Vale —respondió Anna—. Tiene sentido.
Gabe cruzó la puerta del comedor y vio a su padre y a Anna sentados
juntos en el sofá. John estaba inclinado hacia delante en tanto Anna
garabateaba algo en una libreta. La madre de Gabe lo había enviado al súper
a por una cebolla para la cena, y parecía que Anna había terminado
entablando una conversación con su padre mientras lo esperaba.
—Y luego mandas las solicitudes en cuanto se abra el portal —continuó
John.
—Tomo nota. —Anna asintió y lo escribió.
—Y luego… Ah, hola, Gabe. No te había visto. —Su padre asintió para
saludarlo.
—¿Cómo va? —Gabe apoyó un hombro en el marco de la puerta.
—Anna y yo estábamos hablando un poco sobre Medicina. ¿Sabías que
tiene intención de estudiar esa carrera?
Pues claro que Gabe sabía que tenía intención de estudiar Medicina.
Como si en los últimos cinco meses no se hubiera pasado dos días a la
semana con ella, y era algo muy importante para Anna.
—Sí, me suena que algo he oído —terció Gabe, incapaz de evitar un
matiz de sarcasmo.
Pero dio lo mismo, pues se trataba del tema preferido de John, que ya se
había girado hacia Anna.
—Como te iba diciendo, luego te pones con las solicitudes de posgrado.
Anna le lanzó a Gabe una sonrisa minúscula para transmitirle que lo
había oído, justo antes de añadir la información de John a la lista que
elaboraba en la libreta. Era evidente que tan solo estaba complaciendo a su
padre; Gabe sabía que Anna ya había investigado largamente sobre el
transcurso de los estudios de Medicina. Pero un minuto más tarde John se
ofreció a repasar algunas preguntas típicas de entrevista con ella, y Anna
abrió los ojos como platos. Quizá no estaba siendo tan solo educada.
—¿En serio? ¿Harías eso por mí? —le preguntó, casi sin aliento.
—Por supuesto que sí. —Su padre le sonrió—. Creo que tienes mucho
potencial.
Anna se mordió el labio y parpadeó.
—Sería maravilloso.
—Ven el domingo bien temprano —John asintió— y lo hablamos. —Se
levantó y al fin miró a Gabe a los ojos—. Bueno, dejaré que os pongáis con
vuestro proyecto.
Anna también se puso en pie y se llevó la libreta al pecho.
—Muchas gracias por todo. Significa… —Hizo una pausa y observó sus
calcetines a rayas—. Significa mucho para mí.
John se marchó del comedor. Cuando Anna recogió la mochila para que
cruzasen el pasillo hacia el despacho, frunció el ceño.
—¿Crees que tu padre lo decía de verdad? ¿Quiere darme consejos?
Gabe ladeó la cabeza, sorprendido por la pregunta.
—Si no quisiera, no te lo habría propuesto. —De hecho, su padre se
moría siempre por ayudar, incluso cuando debería dar un paso atrás. Pero
Gabe enseguida retiró aquel pensamiento. Anna no tenía padre, y era obvio
que su madre trabajaba sin descanso para pagar las facturas. Probablemente,
en la vida de Anna no hubiese ningún adulto capaz de ayudarla con las
solicitudes ni, si la cantidad de veces que la había visto estudiando en la
biblioteca servía como indicativo, de prestarle demasiada atención.
Gabe se prometió que hablaría con su padre y le daría las gracias por
echarle una mano a Anna. Era muy amable por su parte. Tal vez también le
mencionaría lo que sucedió con el casero el día de Navidad. Solo para
conocer la opinión de su padre al respecto. En las últimas semanas, desde
que pasara aquello, la imagen de aquel tipo aferrando el brazo de Anna le
había acelerado el corazón cada vez que se acordaba.
—Oye, Anna —dijo mientras la seguía por el pasillo hacia el despacho de
su padre—. ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Dime. —Dejó la mochila sobre la silla.
—El uno de febrero está al caer. Sé que pronto tendréis que pagar el
alquiler, y quiero saber si el casero te está dando problemas otra vez.
Anna se quedó paralizada, con el rostro colorado.
—No. —Se apartó de Gabe, sacó el libro de economía de la mochila y lo
dejó caer sobre la mesa—. Don había bebido porque era Navidad. Ya te dije
que no suele comportarse así.
—Pero ¿qué me dices del pago del alquiler? ¿Necesitas que te ayud…?
Anna empezó a mover la cabeza hacia los costados antes de que él
terminara la frase.
—No.
—Vale. Bueno, pero si lo necesitas… —Tenía muchos ahorros porque el
verano anterior había trabajado en la empresa de construcción de su
hermano. Si así conseguía que el casero dejara en paz a Anna, estaría
encantado de dárselos.
—Todo bien. Lo tenemos controlado.
—¿Estás segura? Porque…
—Gabe, en serio. —Anna se giró para mirarlo a la cara y se puso las
manos sobre las caderas—. Te agradezco que te preocupes. Pero te prometo
que no fue más que un malentendido. Mi madre se encargó, y ahora estamos
bien.
—¿Ah, sí? —Gabe le analizó el rostro—. ¿Le contaste que te acorraló en
el porche? ¿Y que te aferró del brazo? —Puso una mueca.
—Sí. —Anna miró tras él. Y suspiró—. Se lo conté.
—¿Y qué hizo?
—Fue a hablar con él. —Anna hizo con una mano el gesto de restarle
importancia—. No nos volverá a dar problemas.
Gabe no se dejó convencer. Había visto una mirada espeluznante en los
ojos de Don, había oído la burla con que se dirigía a ella, y nada de eso era
consecuencia de haber ingerido demasiados cócteles navideños. Era un
borracho y un mezquino, y seguramente también fuera mezquino estando
sobrio. Gabe detestaba pensar lo que pasaría si Anna y su madre volvían a
retrasarse con el alquiler.
—¿Este mes lo tienes cubierto? Pero ¿tendrás suficiente para el mes que
viene?
—Gabe. —Anna midió la voz—. Te agradezco que te preocupes, pero…
—Miró alrededor y contempló el enorme despacho del padre de él—. Me
da la sensación de que nunca has vivido de paga en paga y no tienes ni idea
de lo que es. Para nosotras es normal. —Se sonrojó más aún que antes, y
Gabe se percató de que a Anna le había costado mucho admitir eso delante
de él—. Siempre conseguimos salir adelante, y no necesitamos depender de
la ayuda de nadie. Mi madre y yo estamos bien. Déjalo correr, por favor,
¿vale?
Gabe vio cómo se llevaba las manos a las mejillas ruborizadas. Anna y su
madre habían logrado sobrevivir más tiempo de los pocos meses que él
había formado parte de su vida, y quizá ella tenía razón. No necesitaban que
él intentara salvarlas. Al final, asintió.
—Vale. —Respetaría los deseos de ella y lo dejaría correr. Por el
momento. Pero no iba a prometerle que lo dejaría correr eternamente.
Desde ese momento, tendría vigilado a Don. Y si ese imbécil se acercaba
solo un poco a Anna, él intervendría sin dudarlo.
No se fiaba lo más mínimo de ese tipo.
8

Varias tardes de domingo más tarde, Anna entró en la cocina de los


Weatherall para ofrecerse a ayudar con la cena y se encontró con Elizabeth
entre una montaña de libros de recetas.
La madre de Gabe levantó la vista con el ceño fruncido.
—¿Te puedes creer que Leah acaba de decirme ahora que tiene que llevar
galletas para la fiesta de la primavera de la escuela de mañana?
—¿De mañana? —Anna exageró una mueca de desagrado—. Pues con
qué poca antelación le han avisado.
—Y que lo digas —se rio Elizabeth—. Estaba buscando una receta para
preparar algo. —Por supuesto, Elizabeth jamás habría pensado en ir a
comprar algo a una tienda, aunque fuese el día anterior a la fiesta.
—¿En qué te puedo ayudar? —Anna se sentó en el taburete más cercano
y agarró el libro de cocina, encantada de echar una mano. Elizabeth había
sido muy amable con ella al darle la bienvenida a su casa en los últimos
meses y al invitarla a quedarse a cenar todos los domingos. Anna todavía
debía encontrar una forma de darle las gracias de corazón, más allá de
ofrecerse a ayudar con la cena. Sin embargo, parecía algo de lo que se
beneficiara más ella que Elizabeth, ya que no había ningún otro sitio en el
que Anna prefiriese pasar el tiempo que en aquella cocina cálida y
acogedora.
—¿Gabe y tú no estabais estudiando?
Anna señaló hacia la puerta trasera.
—Matt se lo ha llevado afuera para jugar al baloncesto en el camino de
entrada.
—Vale, pues si quieres. —Elizabeth abrió uno de los libros de recetas que
tenía delante y se lo pasó a Anna—. Si te ves capaz de mezclar esta masa,
yo me pongo con la cena.
En el mundo de Anna, las galletas venían en un paquete con la etiqueta de
Chips Ahoy, así que leyó y releyó la receta raída y manchada de
mantequilla, y midió dos veces los ingredientes. Al final, consiguió un bol
lleno de masa que extendió y cortó con forma de flores y polluelos mientras
charlaba con Elizabeth.
—La semana que viene es Domingo de Pascua —le recordó Elizabeth en
tanto cortaba unas cuantas hierbas—. Esperaba que tu madre pudiera venir a
cenar con nosotros. ¿Crees que estará libre?
—Mmm. —Anna contempló la masa de las galletas y se dispuso a
espolvorearlas con azúcar de colores. No debería sorprenderla que invitasen
a su madre. A fin de cuentas, también la habían invitado por Navidad—.
Creo que seguramente tendrá que trabajar. En la residencia los festivos hay
mucho trajín. —¿Durante cuánto tiempo seguirían tragándose esa excusa?
Elizabeth asintió.
—Quizá podrías pedirle que eche un ojo a su calendario y nos diga si hay
algún día que le vaya bien, ¿te parece? Nos encantaría conocerla. Cualquier
domingo sería estupendo.
La idea de que su madre estuviese allí, riéndose con todos en la mesa de
los Weatherall y conociendo a esa familia que tan importante se había
vuelto para ella, le provocó un enorme dolor en el corazón.
Su madre nunca podría asistir a una cena en esa casa.
Y en breve terminaría el proyecto con Gabe, y a ella también dejarían de
invitarla a cenar. Odiaba pensarlo siquiera, pero sabía que era mejor así.
Siempre que iba a esa casa, se sentaba a cenar y se permitía intimar un
poco más con un miembro de la familia, ponía en riesgo su propio futuro.
Cuanto más tiempo pasara allí, hablando con los Weatherall como si
mereciese la amabilidad con que la trataban, más querrían ellos saber sobre
su vida y sobre su madre. Y más preguntas le formularían.
Preguntas cuyas respuestas podrían arruinarle la vida.
Por suerte, en ese momento pitó un temporizador del horno, que avisaba a
Anna de que la primera tanda de galletas estaba hecha. Con un suspiro de
alivio, corrió hacia el horno. Sacó la bandeja con una manopla y la dejó
sobre la encimera después de darle un codazo a un botecito de azúcar para
apartarlo.
—Han quedado preciosas —la felicitó Elizabeth con una sonrisa.
Anna se apartó y examinó las galletas doradas, que brillaban con tonos
amarillos y rosados gracias al azúcar. Coleccionaba sobresalientes y tenía
muchos créditos universitarios ya cursados, pero se enorgulleció muchísimo
al saber que Leah tendría unas galletas preciosas para la fiesta.
Al cabo de unos instantes, Gabe entró por la puerta para lavarse las
manos y ayudar a preparar una ensalada, y enseguida lo siguieron Rachel y
Leah. Anna dio forma a más galletas y esperó que, ahora que empezaban a
aparecer familiares, Elizabeth olvidase la invitación dirigida a su madre.
Rachel se apoyó en la encimera y contempló las galletas de Anna.
—Qué bonitas —dijo, y tomó una florecilla que todavía humeaba y se la
pasó de una mano a otra. Le dio un mordisco, pero antes siquiera de
empezar a masticar, hizo un espantoso ruido de arcadas y corrió hacia el
fregadero.
Con las manos sobre la encimera, Rachel jadeó y tosió; terminó
escupiendo la galleta y luego agarró una servilleta para limpiarse la lengua.
Anna puso unos ojos como platos al ver el numerito de Rachel.
—¡Madre mía! ¿Estás bien? ¿Te has quemado la lengua?
—Rachel, de verdad. —Elizabeth la miraba con desaprobación—. ¿Es
necesario tanto drama?
Delante de la encimera, Rachel sacudía los hombros, y a Anna la
preocupó que se hubiera hecho daño de verdad. Pero antes de que pudiera
acercarse a comprobar cómo estaba, la hermana de Gabe se giró y se apoyó
en la encimera. Anna comprendió poco a poco que Rachel estaba riéndose
tanto que se había doblado por la mitad.
El rostro confundido de Anna se volvió hacia Gabe, quien se limitó a
encogerse de hombros.
—¿Qué llevan…? —jadeó Rachel, aunque dejó la frase a medias cuando
le sobrevino un nuevo ataque de risa. Respiró hondo y lo intentó de nuevo
—. ¿Qué llevan esas galletas?
Anna miró hacia la bandeja de la encimera, donde se enfriaban sus
preciosas galletas.
—¿A qué te refieres?
Gabe se acercó a la isla, agarró una galleta y la examinó. Lentamente, se
la llevó a la boca y probó un bocado. El número de Gabe no fue tan
dramático como el de Rachel, pero también fue a por una servilleta para
escupir el trozo.
—¿Qué? ¿Qué les pasa? —Anna se tapó las mejillas con las manos al
notar que un lento rubor las cubría.
Gabe apretó los labios con fuerza y tuvo la decencia de ocultar la sonrisa.
—A ver. ¿Es posible que hayas usado sal en lugar de azúcar?
—¡No! —Anna repasó mentalmente los ingredientes que había
encontrado en botes de cristal de la despensa. El polvo blanco del bote más
grande era harina, claro, y la arena blanquecina del bote más pequeño junto
a la harina era azúcar. ¿O no? Lo parecía. Pero ahora que lo pensaba, no
había probado la mezcla ni había mirado los otros tarros. Y ¿qué sabía ella
de repostería? Se tapó la boca con una mano, horrorizada.
Gabe perdió la batalla contra el control y se desternilló de risa junto a
Rachel. Anna se recostó en la encimera contraria e intentó parpadear para
que disminuyera su escozor de ojos.
—Venga, basta de risas —intervino Elizabeth. Cruzó la cocina y le puso
un brazo sobre los hombros a Anna para consolarla—. No pasa nada. No te
preocupes lo más mínimo.
—Lo siento mucho —murmuró Anna. Tantos ingredientes malgastados,
por no hablar de que no había ayudado en nada a Elizabeth. Sabía que era
absurdo ponerse tan triste por una hornada de galletas, pero estaba
devastada—. Debería haberte dicho que no sé preparar postres. Pero quería
ayudar. —Anna se limpió las mejillas húmedas.
—Es culpa mía. No te he dicho que los botes de la sal y del azúcar son
idénticos. —Elizabeth le dio un apretón en el hombro—. No te sientas mal,
por favor. Le podría haber pasado a cualquiera.
Leah corrió por la estancia y rodeó la cintura de Anna con los brazos.
—No estés triste, Anna. Yo te enseñaré a preparar más galletas.
—¿Ah, sí? —Anna soltó una llorosa risilla.
—Es una idea estupenda. —Elizabeth asintió—. Va, dejemos que Gabe y
Rachel recojan todo esto y terminen de preparar la cena —les lanzó una
mirada afilada desde la otra punta de la cocina— y luego las tres haremos
una clase de cocina.
—No quiero causar más problemas. —Anna dio un paso atrás para mirar
a la madre de Gabe a los ojos.
—Pues claro que no has causado ningún problema. Estamos encantadas
de ayudarte, ¿verdad, Leah?
—¡Será divertido! —La pequeña asentía, entusiasmada.
Anna se lavó las manos, y se pusieron a engrasar moldes y a medir
ingredientes para una nueva tanda de galletas. Y sí que fue divertido. Estar
en la cocina con Elizabeth, que le daba consejos de cocina, y con Leah, que
la ayudaba a decorar las galletas, fue lo más divertido que había vivido en
mucho tiempo. Le recordó a lo que habían hecho su madre y ella cuando
estaban las dos solas.
En el pasado, no tuvo manera de prever que la vida podía cambiar de un
momento a otro. Pero había aprendido esa lección.
Barrió la cocina con la mirada, decidida a saborear cada momento
mientras todavía pudiera.
9

Una tarde de finales de abril, Gabe detuvo el coche delante del edificio de
Anna y aparcó con los ojos clavados en el porche delantero. Siempre que
iba a recoger a Anna para trabajar en su proyecto, estaba atento para vigilar
a Don, y en un par de ocasiones lo había visto fumando delante de la casa.
Pero Anna siempre cruzaba el porche y subía al coche sin siquiera mirar en
dirección a Don y afirmaba que no la había molestado desde el día de
Navidad.
Gabe sabía que, al cabo de un par de meses, ya no iba a estar por ahí para
seguir protegiendo a Anna, así que esperaba que su madre hubiera arreglado
la situación del todo.
Era extraño pensar que no la vería cada pocos días o que no sabría lo que
le ocurriría en la vida. Seis meses antes, a Gabe lo había molestado que
Anna fuera su compañera en el proyecto, y de pronto casi temía el momento
en el que ya no iban a discutir sobre teorías económicas y sobre a quién le
tocaba analizar una hoja de cálculo. A principios de ese mes, había
formalizado la matrícula con la Universidad de Chicago. En otoño,
empezaría un máster y trabajaría como ayudante de uno de los profesores
más prestigiosos del campo. Pero a veces se preguntaba si allí encontraría a
alguien con quien trabajase tan bien como con Anna.
Con eso en mente, echó un nuevo vistazo al porche. Anna no lo esperaba
donde siempre, así que Gabe bajó del coche para esperarla. Se acercó a la
puerta, pero se detuvo cuando oyó una discusión procedente del interior del
edificio.
Alguien estaba gritando, y ese alguien sonaba muy parecido a Anna.
Gabe subió las escaleras de dos en dos, tropezó con un libro y golpeó la
puerta con el hombro. Al abalanzarse hacia delante, la puerta se estampó
contra la pared con un chasquido.
Anna y el casero ni siquiera miraron en su dirección.
—¡Usted sabe que estaba todo ahí! —chilló Anna cuando Gabe se le
acercó. Se encontraba en el extremo opuesto del pasillo con las manos en
las caderas y una mirada asesina.
Don apoyó el brazo en la pared, delante de ella, y le impidió acceder a la
puerta.
—Lo que sé es que en el sobre solo había doscientos dólares. Eso
significa que me debes otros doscientos. —Don se tambaleó hacia Anna, y
ella se echó hacia atrás y se dio un golpe con la pared.
Gabe echó a correr por el pasillo y empujó a Don hasta colocarse junto a
Anna.
—Eh. ¿Qué está pasando?
—¡Le he visto abrir el sobre y mirar el contenido! —Anna seguía
taladrando a Don con la mirada.
—Sí, pero no lo he contado. —Don hablaba arrastrando las palabras—.
Cuando luego he vuelto a casa, lo he contado y he visto que faltaba dinero.
—¡Miente! ¡Faltaba dinero porque usted se lo ha quedado!
—¿Ah, sí? Y ¿cómo lo vas a demostrar? —Don dio una calada al
cigarrillo y soltó el humo en dirección a ella.
Anna se puso un brazo sobre la barriga y se tapó la boca con la otra mano.
Las lágrimas que amenazaban con derramarse por sus mejillas hacían un
ardiente agujero en las entrañas de Gabe.
—Anna. —Le sujetó un brazo.
Ella siguió mirando a Don como si no lo hubiera oído.
—Le he dado…, le hemos dado todo lo que tenemos. Era la cantidad
total. No puedo…, no podemos pagarle más.
—¿Se trata otra vez del alquiler? —Gabe se giró hacia Don.
—Exacto. —Y fue como si en la cabeza del casero se hubiera encendido
una bombilla—. ¿Llevas algo de dinero?
Al final, Anna reparó en la presencia de Gabe y se giró.
—¡No te atrevas a darle dinero! ¡Yo ya le he pagado! ¡Está mintiendo!
Gabe miró a Don, bastante seguro de que estaba borracho. Debería darle
el dinero necesario para que dejara tranquila a Anna, pero su amiga lo
mataría si sacaba la cartera. Negó con la cabeza.
—Mira, cuando la madre de Anna vuelva a casa, lo habláis y ya está.
—Cuenta con ello. ¿Dónde está tu madre, genio?
—Trabajando.
—Me da igual que se haya unido a un maldito circo. Quiero mi dinero. Y
este mes no lo habéis pagado todo.
—¡Que sí!
—Verás, a mí me parece que tenemos tres opciones. —Don contó con sus
gordos dedos—. Uno: me pagáis el dinero que me debéis. Dos: os echo de
una patada en el culo. O tres… —Hizo una pausa y una sonrisa se abrió
paso en su rostro rubicundo.
Gabe tuvo un claro presentimiento de a qué se refería. Le agarró el codo a
Anna y la empujó hacia la puerta.
—Anna, vámonos.
Don intentó sujetarle el brazo también, pero no lo consiguió y se
tambaleó hacia delante. No solo había bebido, sino que estaba como una
cuba.
—O tres —farfulló—, te dejas la piel. Te pasas luego por mi casa, y te
muestro una forma fácil de ganar unos cuantos cientos de dólares. Espero
que tu madre te enseñase sus trucos.
Sin pararse a pensarlo, Gabe se le acercó y lo estampó contra la pared. El
cigarrillo salió disparado de la boca de Don y cayó al suelo.
—¿Eres un puto pervertido? —Gabe le clavó el antebrazo en el pecho
para inmovilizarlo contra la pared—. ¡Tiene dieciséis años!
—¡Gabe, para! —Anna tiró de su brazo, pero él la apartó sin cambiar de
postura.
—¡Suéltame! —gritó Don al intentar forcejear. Pesaba por lo menos
treinta kilos más que Gabe, pero él era un palmo más alto y estaba en
mucha mejor forma física.
—No te acerques a ella ni un pelo —le advirtió con voz grave, más cerca
aún del hombre.
—Gabe, para. —Anna le dio otro tirón—. ¡Gabe! Por favor.
En ese «por favor» había algo, como si apenas pudiera respirar, que hizo
que Gabe girara la cabeza hacia ella.
—Por favor. Vámonos y ya está —susurró, más derrotada de lo que nunca
la había visto. En el pecho de él se removió algo, y asintió.
Después de darle un buen empujón, Gabe se apartó de Don y le agarró el
brazo a Anna.
—Vamos. —La urgió a recorrer el pasillo y a cruzar la puerta.
Don recuperó el cigarrillo y los siguió a trompicones hasta la barandilla
del porche.
—Más te vale que me des mi dinero o iré yo mismo a buscarlo. —La
amenaza había sonado alta y clara.
Se metieron en el coche y Gabe arrancó para salir disparado por la calle.
A unas cuantas manzanas de la casa de Anna, viró hasta la acera y apretó el
freno.
—Anna. —Se giró en el asiento para mirarla a los ojos.
Estaba sentada con los brazos cruzados y los huesudos hombros
levantados hasta las orejas.
—Anna —lo intentó de nuevo con tono más amable—. Sé que tu madre
trabaja mucho, pero ¿por qué no se encarga de esas cosas? Tú eres una niña.
No debería ser problema tuyo.
—No soy ninguna niña. —Se le aceleró la respiración.
—Tienes dieciséis años. No deberías soportar las tonterías de ese imbécil.
—Las tonterías de ese imbécil no son nada comparado con todo lo que he
tenido que soportar. —Finalmente, lo miró a la cara—. Nunca he podido ser
una niña.
Gabe analizó su rostro en busca de una pista para comprender lo que no
entendía.
—¿Qué pasa?
Sin duda, algo oscuro y terrible. Sin embargo, Anna se apartó de él y se
quedó mirando por la ventanilla de su lado.
—Nada. Da igual.
Gabe no sabía qué ocurría, pero odiaba que Anna tuviera que gestionarlo
sola.
—Oye. —Extendió un brazo y le agarró la mano.
Anna aseguraba que no era ninguna niña, pero en esos instantes parecía
una niña perdida. Estaba muy delgada, la ropa prácticamente le iba enorme
y sus ojos desprendían miedo.
Él se sintió como una mierda por haberla agarrado y arrastrado antes para
apartarla de Don. Podría haberle hecho daño.
—¿Podemos dejar de hablar de esto, por favor? —Ella se apartó un poco
—. Yo me encargaré de solucionarlo, ¿vale? Hablemos de nuestro proyecto.
—Me importa un bledo nuestro proyecto.
—¡Pues a mí no! Terminarlo es lo único que me importa. Déjalo de una
vez.
Gabe abrió la boca para protestar, pero la cerró al poco. Anna lo
fulminaba con la mirada, con los brazos cruzados, y él la conocía lo
suficiente como para saber que no iba a sacar nada en claro. Negó con la
cabeza y arrancó el coche. Anna no pronunció ni una sola palabra en todo el
trayecto hasta la casa de los padres de Gabe.
Cuando llegaron, se sentó delante del ordenador sin decir nada y repasó
su presentación. Comentaron varios cambios sin importancia en el diseño,
pero ella hablaba con voz plana e inexpresiva, como si no le importase
nada. En cuanto terminaron, huyó del despacho para ir a hablar con Rachel,
y Gabe se dirigió hacia la cocina para ayudar a su madre con la cena.
Gabe llevó a Anna a casa, y lo alivió que el casero no estuviera por ninguna
parte. Insistió en acompañarla hasta su piso y le hizo prometer que cerraría
la puerta con llave y pestillo, y que hablaría con su madre acerca de lo que
había ocurrido unas horas antes. Quizá estaba perdiendo el tiempo. Era
evidente que hablar con su madre no servía de nada, y tenía la sensación de
que en la historia de Anna había mucho más de lo que esta contaba.
En los dos últimos semestres, Gabe se había pasado mucho más tiempo
con Anna que con cualquier otro de sus amigos, pero seguía sin saber gran
cosa de su vida familiar. Era obvio que era pobre. Aparte de los
encontronazos con el casero sobre el alquiler, también había que contar el
destartalado edificio, así como el hecho de que trabajase casi todas las
tardes/noches en el supermercado, al salir de clase.
Después de que la madre de Anna no hubiera podido acudir a la cena de
Navidad, su familia no había llegado a conocerla. La habían invitado varias
veces, pero Anna siempre inventaba alguna excusa. Era raro que a su madre
no le preocupase que su hija de dieciséis años estuviera fuera de casa hasta
tarde, o que no hubiera querido conocer al joven universitario con el que
Anna pasaba tantísimo tiempo.
Y luego estaba el problema con el casero. La forma en la que acosaba a
Anna era inquietante, pero las amenazas y los asquerosos comentarios
sexuales parecían igual de peligrosos.
Cuando regresó en coche a su casa, Gabe se preguntó si debería haber
llamado a la policía. A fin de cuentas, el casero estaba borracho y había
amenazado a Anna, que era menor de edad. Pero era la palabra del casero
contra la suya, y no se había cometido ningún delito. Gabe no quería irritar
más al tipo y que estuviera al acecho la próxima vez que Anna regresara
una noche tarde a casa.
No, no necesitaba que los policías hicieran nada por allí.
Lo que necesitaba era respuestas. Unas que lo ayudarían a asegurarse de
que Anna estaba a salvo y de que alguien la cuidaría cuando él se marchase
de la ciudad.

A la mañana siguiente, Gabe estacionó el vehículo delante de la residencia


donde según Anna trabajaba su madre. Solo la había mencionado una vez,
cuando su madre se preguntó si era el mismo sitio que habían pensado
brevemente para su abuela. Por alguna razón, a él le había resultado
importante grabar a fuego el nombre de la residencia en su memoria.
Y, de pronto, estaba justo delante del edificio.
Gabe cruzó las puertas de cristal rumbo al vestíbulo y sonrió a la mujer
que ocupaba el mostrador de la recepción. Era probable que tuviese
cincuenta y pico años, llevaba el pelo gris muy corto, así como unos
pantalones caquis y un jersey de punto azul claro. Dejó el móvil y se peinó
el cabello al verlo acercarse. Gabe subió los decibelios de su sonrisa.
—Seguro que la gente no para de decirle que el color del jersey resalta
sus ojos —la saludó Gabe, con una cadera apoyada en el mostrador y
haciendo una mueca interna por su desvergonzado cumplido. Pero en
momentos de desesperación…
La mujer soltó lo que tan solo podría considerarse una risilla de
adolescente, y la sonrisa de Gabe se ensanchó más aún.
—Quería saber si podía ayudarme.
—Bueno, lo intentaré, cielo.
—Estoy buscando a una mujer que trabaja aquí. Creo que es auxiliar de
enfermería. Se apellida Campbell.
—¿Campbell? —Un surco apareció entre las cejas de la mujer—. ¿Estás
seguro? No conozco a ninguna auxiliar de apellido Campbell. ¿Es nueva?
Gabe no tenía ni idea.
—A ver, deja que eche un vistazo al directorio del personal. Puede que
me esté olvidando de alguien. —Sacó una carpeta de debajo del mostrador
y deslizó el dedo por una lista de nombres—. Mmm, veamos… Callahan,
Cataldo… No, no hay ninguna Campbell que trabaje aquí.
—¿Está segura? —Eso lo había descolocado.
—Lo siento, cielo. Aquí figuramos todos los trabajadores. —Dio un
golpecito a la carpeta.
—Estaba seguro de que trabajaba aquí —masculló.
—A ver, ¿cuál es su nombre de pila? O ¿podría ser que se hiciera llamar
por su apellido de soltera?
Gabe no tenía la más remota idea. Quizá debería haberlo pensado mejor
antes de apresurarse a visitar la residencia sin ninguna información. Pero es
que Anna era muy reservada con su vida, no le había quedado más remedio.
La sonrisa de la mujer pasó de coqueta a lastimera.
—¿Te importa que te pregunte por qué intentas localizar a una mujer de la
que ni siquiera sabes el nombre?
—Pues… Es la madre de una amiga. ¿Quizá alguna de las auxiliares ha
comentado que tiene una hija que se llama Anna? ¿De dieciséis años? —Era
poco probable.
—Lo siento. —La mujer negó con la cabeza—. No me suena nadie.
Gabe suspiró.
—Bueno, gracias de todos modos. —Frustrado, se giró para marcharse.
Tal vez la madre de Anna sí que utilizara otro apellido. O tal vez no
trabajaba allí. No iba a conseguir nada hasta que encontrara la manera de
arrancarle algo más de información a Anna.
«Uy, pues buena suerte con eso».
Cuando se dirigía hacia la puerta principal, la mujer de la recepción lo
llamó. Gabe se giró y la vio señalando a una mujer de mediana edad con
bata médica que empujaba la silla de ruedas de un anciano.
—A lo mejor Barbara te puede ayudar. Lleva casi veinte años trabajando
aquí y conoce a todo el mundo.
Emocionado, Gabe dio varios pasos hacia Barbara.
La mujer de la recepción lo señaló con un dedo.
—Este joven está buscando a la madre de una amiga. Se apellida
Campbell. Y tiene una hija que se llama… —No recordó el nombre y lo
miró a los ojos.
—Anna.
—No te referirás a Deb Campbell, ¿verdad? —Barbara frunció el ceño.
¡Sí! Quizá sí. Se inclinó hacia delante.
—¿Tiene una hija?
—Deb tiene una hija llamada Anna. —Barbara asintió y se frotó la
barbilla.
Gabe soltó el aire que había estado conteniendo.
—¿Hoy trabaja aquí?
—Lo siento, debes de estar confundido. —Barbara negó con la cabeza—.
La última vez que Deb trabajó aquí fue hace cinco o seis años. Su hija,
Anna, debía de tener unos diez.
«Un momento».
—¿Hace cinco o seis años?
La mujer asintió.
Gabe estaba seguro de que Anna había mencionado esa residencia, pero
quizá él no la había oído bien.
—Vaya, y ¿sabe a qué residencia se fue a trabajar cuando se marchó de
aquí?
—No, no. —Barbara parpadeó—. No pudo conseguir ningún otro trabajo
de auxiliar de enfermería después de que… —Se quedó mirando a su
paciente de la silla de ruedas y luego a la mujer del mostrador.
—¿Después de qué?
Barbara puso una mueca, y las arrugas que le rodeaban los ojos se
acrecentaron.
—Por favor —insistió Gabe—. Es muy importante que la encuentre.
La mujer vaciló durante unos segundos, pero al final suspiró y negó con
la cabeza.
—Supongo que no es ningún secreto. Y fue hace muchísimo tiempo. Deb
no pudo seguir trabajando como auxiliar de enfermería porque la
despidieron por robar calmantes de los pacientes.
—Ah. —Gabe se puso rígido—. Mierda.
—De hecho, nos conocíamos desde el instituto. —Barbara frunció el ceño
—. Lo de las pastillas no fue la primera vez. Tenía problemas con las
drogas. Intenté que se apuntara a algún programa de rehabilitación, pero la
gente tiene que querer cambiar, ¿sabes?
Gabe asintió mientras seguía intentando procesarlo todo. La madre de
Anna había sido adicta a las pastillas. O quizá todavía lo era, y Anna lo
había ocultado durante todo ese tiempo. Se le formó un nudo en el
estómago al imaginársela regresando a casa y encontrando ese panorama
día tras día. Y enfrentándose a ello totalmente sola. Ojalá confiara más en él
como para contarle esas cosas.
—Durante un tiempo, seguimos en contacto. —Barbara miró hacia el
vestíbulo—. Pero los últimos rumores que oí por el barrio aseguraban que
Deb se había mudado. ¿A algún sitio al oeste? ¿A California, quizá? De eso
hace tiempo. No he sabido nada de ella desde entonces, pero espero que
pudiera empezar de cero. —Hizo una pausa y analizó la expresión de Gabe
—. ¿Su hija se ha metido en algún apuro?
¿La madre de Anna estaba en California? ¿Cómo narices era eso posible?
Aunque sí que tenía sentido. Eso explicaba por qué su madre nunca
estaba por ahí, por qué Anna debía enfrentarse al casero, por qué nunca le
importaba en absoluto que su hija estuviera en la biblioteca hasta la una de
la madrugada con un chico de la universidad. Porque había huido de allí. Y
eso explicaba por qué Anna era tan reservada con su vida familiar. Que un
progenitor fuera un adicto a las drogas era una cosa, pero no tener ningún
progenitor era todavía más descorazonador. ¿Cómo podía vivir Anna sola?
¿Quién pagaba el alquiler y las facturas?
Barbara se aclaró la garganta. Lo estaba contemplando, probablemente
porque Gabe seguía ahí casi hablando consigo mismo. La mujer le había
preguntado si Anna estaba en apuros. «Sí». Pero él no tenía ni idea de hasta
qué punto ni qué otros secretos le estaba ocultando.
—Ah, no. Anna no está en apuros. Es que solo quería hablar con su
madre sobre… —Le dedicó a Barbara su sonrisa más encantadora y soltó lo
primero que se le ocurrió—. Es una tontería. Dentro de poco es el
cumpleaños de Anna y estábamos organizando una fiesta sorpresa. —Se
obligó a reír—. Gracias por la información. Debería marcharme. Tengo
clase en breve.
—Claro. —Barbara pareció satisfecha con esa historia—. Oye, si hablas
con Deb, dile que me llame algún día. Me encantaría saber cómo le va.
—Ah, por supuesto. Claro que sí. Gracias otra vez.
Gabe cruzó el vestíbulo. Se despidió de Barbara con un gesto e intentó
aparentar calma, pero se giró y estuvo a punto de estamparse contra una
maceta. Le lanzó una sonrisa a Barbara y esquivó la planta para dirigirse
hacia la puerta a toda prisa.
10

Tan pronto como Anna entró en su oscuro piso, supo que le habían vuelto a
cortar la luz. Soltó una maldición y avanzó a tientas en la negrura; se dio un
golpe en la cabeza con un armario al buscar una vela debajo del fregadero
de la cocina.
En cuanto encendió la vela y la puso sobre la mesita de centro, oyó que
alguien llamaba a la puerta. A Anna le dio un vuelco el corazón al pensar
enseguida en el casero. Al regresar a casa, le había pagado el dinero que
según él le debía, aunque sabía que se lo había pagado todo la primera vez.
Pero no podía demostrarlo, y no tener luz durante un rato no era nada
comparado con que la echaran de allí. No tendría ningún sitio al que ir.
Anna respiró hondo. Seguro que Don estaba en su casa, regodeándose con
el dinero caído del cielo. La dejaría en paz durante un par de semanas, por
lo menos hasta que tuviera que pagarle el alquiler de nuevo.
Volvieron a llamar a la puerta, y a ella se le formó un doloroso nudo en el
pecho. Antes de que pudiera evitarlo, la imagen de su madre se encendió en
su mente.
«No». Su madre no llamaría, ¿verdad que no? ¿Ni siquiera después de
tanto tiempo? Probablemente fuese la señora Janiszewksi, la anciana de la
planta de arriba. A veces Anna la ayudaba con cosas, y a la señora
Janiszewksi le gustaba llevarle galletas para darle las gracias. Unas galletas
estarían muy bien, ya que en el piso casi no tenía nada que comer. Además
del recibo pendiente de la luz, la mayor parte del dinero para la comida de
ese mes había terminado en manos de Don.
Anna abrió la puerta, y una sorpresa la zarandeó.
No era la señora Janiszewksi.
Gabe se encontraba en el umbral. La tenue luz del fluorescente del pasillo
le convertía el pelo oscuro en un negro azulado. ¿Qué estaba haciendo allí?
—¡Gabe! ¿Cómo has entrado en el edificio? —Se apoyó en el marco de la
puerta y entornó la puerta para que él no viese el interior de su casa.
—Alguien había vuelto a dejar la puerta abierta con un libro —gruñó—.
Te diría que le comentaras a vuestro casero que no es una decisión
demasiado segura, pero me da la sensación de que le importaría una mierda.
¿Puedo pasar?
—Pues… —«Madre de Dios. No». Anna miró tras de sí. Sobre la mesa
había una solitaria vela. No quería que Gabe entrase, sobre todo en ese
instante—. Ahora no es un buen momento.
—Ahora es un momento perfecto —comentó Gabe, y, antes de que ella
pudiera impedírselo, la apartó y entró en su piso.
Anna respiró hondo. Su estómago revuelto no tenía que ver con que no
hubiera comido nada.
Gabe se quedó en el centro del comedor y parpadeó para adaptarse a la
oscuridad. Una ventaja de que le hubieran cortado la luz era que por lo
menos él no vería el cuchitril que era su piso.
—¿Por qué está tan oscuro? —Gabe se acercó a la pared y se dirigió al
interruptor. Lo accionó, pero no ocurrió nada. Y luego probó con la lámpara
de la mesita—. ¿Por qué no hay luz?
—Dentro de unos días me la devolverán. —«O el mes que viene».
Gracias a Dios, era primavera, pues de lo contrario moriría congelada.
—¿Por qué no tienes luz ahora?
Anna se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada. ¿Qué derecho tenía a
aparecer en su piso para lanzarle preguntas? Gabe la miró a los ojos e imitó
su expresión hasta que ella —«maldito sea»— apartó la vista.
—No he podido pagar la factura, ¿vale? Le he tenido que dar al casero el
dinero que según él le debía, o me echaría a la calle.
—¿Te echaría a ti? ¿Qué pasa con tu madre?
«Claro».
—Nos echaría, quiero decir.
—Ya. —Gabe deambuló hacia el dormitorio y se quedó en el umbral de la
puerta, escrutando la oscuridad—. Y ahora mismo ¿está trabajando?
—Sí —respondió Anna con cautela.
—¿En la residencia?
—Mmm. Sí.
—¿En serio? —Gabe se giró y la miró nuevamente a los ojos—. Es
curioso, porque he pasado por la residencia y me han dicho que lleva años
sin trabajar allí.
Toda la sangre le abandonó la cabeza, y Anna tuvo que sujetarse al
respaldo del sofá para no desplomarse.
—¿Que tú qué?
—¿Dónde está tu madre? —le preguntó Gabe en voz baja.
—Está… No es asunto… —balbuceó Anna—. ¿Qué derecho tienes a
hurgar en mi vida?
—Anna. ¿Dónde está? —La voz de Gabe sonó más amable, algo que no
hizo sino empeorar la situación.
Ella apartó la mirada. «Lo sabe». No serviría de nada negarlo.
—No lo sé, ¿vale?
—¿Qué significa que no lo sabes? —Gabe la observaba fijamente.
¿De verdad iba a conseguir que se lo contase todo? Anna movió una
mano en el aire.
—Se marchó. Huyó. Lo último que sé es que estaba en California.
—¿Cuándo se marchó?
—Hace tiempo. —Anna se apretó las sienes con las manos porque le
había empezado a martillear la cabeza. «Esto no está pasando».
Gabe estaba delante de ella, con los brazos cruzados, y no pensaba ceder.
—Hace dos años. —Suspiró.
—Es decir, ¿llevas dos años viviendo aquí tú sola? —Gabe dio un paso
atrás.
Anna se encogió de hombros.
—¿Y el alquiler y las facturas y todo lo demás?
—Llevo desde los trece trabajando en el supermercado. Me pagan en
negro.
—Por Dios, Anna.
Tampoco es que tuviera otra alternativa. ¿Por qué la miraba como si fuera
culpa suya?
—¿A ti qué más te da? Vamos a sacar un sobresaliente en nuestro
proyecto. No tienes que preocuparte por mi desgraciada vida. Todavía no se
ha interpuesto en mis estudios.
—A mí no me preocupa una nota. —Gabe entornó los ojos.
—Entonces, ¿qué más te da? —Había alzado la voz.
—En este momento, no lo tengo claro.
Anna dio una palmada en el respaldo del sofá.
—Pues ¡deja de meterte! ¡Mi vida no es asunto tuyo!
—Es asunto mío cuando un tipo borracho te amenaza y tengo que
intervenir para sacártelo de encima.
—¡Nadie te pidió que lo hicieras!
—¿Sabes una cosa? —Gabe empezó a caminar por el comedor—. Para
ser tan lista, estás siendo muy tonta.
—¡Porque no quiero que investigues a mis espaldas y revuelvas las cosas!
Si alguien se entera de que mi madre… —Anna bajó la voz. Las paredes de
aquel viejo edificio no eran tan gruesas—. Mira, mi madre se fue y estoy
viviendo sola. ¿Cómo crees que va a terminar la cosa? ¿Dónde crees que
voy a terminar yo?
—No lo sé, Anna. —Se detuvo en seco—. Pero no puedes seguir
viviendo así.
Se lo quedó mirando con incredulidad. ¿Tan ciego estaba?
—¿Lo dices en serio? ¿Qué me propones que haga? ¿Cuáles son mis
opciones, Gabe?
—¿No tienes más familia?
Anna recordó el día en el que los asignaron como compañeros en clase,
cuando pensó que él era un muchacho arrogante que no tenía ni idea de lo
difícil que era todo.
—Mi madre huyó de sus padres maltratadores cuando tenía dieciséis
años. Y en cuanto a mi padre… —Se rio porque la mera idea de tener un
padre era ridícula—. Bueno, elígelo tú. A lo mejor fue un doctor casado con
el que mi madre tuvo una aventura cuando trabajaba en la residencia. O
quizá uno de sus numerosos novios vagos que estuvieron yendo y viniendo.
O tal vez sea la hija de un camello. ¿Quién demonios lo sabe?
—Yo apuesto a que fue el doctor. —Gabe se la quedó mirando un buen
rato.
—Ah, gracias. Muy útil.
Se taladraron con la mirada el uno al otro desde extremos opuestos del
comedor hasta que Gabe dio media vuelta, agarró la vela de la mesa y se
dirigió hacia la cocina. Abrió la puerta de la nevera. Anna pensó en gritarle
que lo dejase correr, pero sería en vano. Se quedó observando con
impotencia cómo Gabe analizaba la vacía nevera y luego abría y cerraba un
par de armarios llenos de platos desparejados y latas abolladas.
Se detuvo cuando encontró una solitaria lata de guisantes y un paquete de
macarrones con queso.
—No tienes luz. Y ¿esta es toda la comida que tienes en casa?
Anna apretó los labios y contempló la vela titilante, que se reflejaba en la
ventana.
—Y por no hablar de tu casero. ¿Quién sabe lo que podría pasarte un día
que llegues sola y tarde a casa? Aquí no estás a salvo.
—Tendré suficiente comida cuando me paguen dentro de unos días. —
Pero aquello no era del todo cierto. Se vería obligada a guardar la mayor
parte del sueldo para el alquiler del mes siguiente. Y para la factura de la
luz. Apartó aquella verdad de su mente—. Lo de la luz es algo temporal.
—Y ¿qué pasa con el casero?
—Con el casero puedo arreglármelas yo.
—¿Cómo piensas hacerlo? ¿Pagándole de más cada vez que te engañe?
¿O haciéndole los «favores» que quiere en lugar de pagar? —Utilizó los
dedos para hacer las comillas en el aire, con la voz teñida por la repulsa.
¿Cómo se atrevía a usar ese tono de burla cuando no tenía ni idea de lo
que significaba sobrevivir? «Ni puñetera idea».
—¡Quizá sí! ¡Si es lo que hace falta! —Si seguía alzando la voz, los
vecinos la oirían, pero ya le importaba un comino. No sería la primera vez
que los vecinos oían una discusión desde su piso. Por lo general, subían el
volumen de la televisión para dejar de oírlas—. Me queda solo un año. Uno.
Y ya tendré casi dieciocho años y habré terminado el instituto. Si consigo
pasar este año, sé que empezará la cuenta atrás para acabar la universidad.
Es mi única opción. —Su voz se volvió fría y lo miró con los ojos
entornados—. Pero tú no sabes nada de lo que se siente. Nunca has tenido
que trabajar. Por lo tanto, no me sueltes sermones sobre mi vida cuando tú
te la has pasado dejando que tus padres te lo dieran absolutamente todo.
—Vaya. —Gabe retrocedió.
La rabia de Anna se derramó antes de que pudiera evitarlo.
—Deja de tratarme como si fuera tu proyecto de servicios sociales. No te
necesito. Me he cuidado sola durante toda la vida.
—¿Estás de broma? —Gabe subió la voz—. ¿Crees que quedo contigo
porque para mí no eres más que un proyecto?
—No lo sé. No me importa. Déjame en paz.
—Anna…
Se giró hacia él y le gritó:
—¡Sal ahora mismo o te juro por Dios que llamaré a la policía!
Era mentira. De ninguna manera llamaría a la policía. Lo primero que
harían sería preguntarle dónde estaba su madre. Gabe también debía de
saberlo, pero no protestó. Se limitó a quedarse donde estaba, con un puño
apretado y un temblor en un músculo de la mandíbula. Acto seguido, dejó la
vela sobre la mesita de centro y salió del piso dando un buen portazo tras de
sí.
Anna se desplomó en el sofá. No se acordó de cenar, no tenía hambre. El
latido de la cabeza casi se había transformado en una migraña con todas las
de la ley a medida que empezaba a asimilar la gravedad de lo ocurrido. No
solo Gabe sabía ya que le había mentido sobre su madre, sino que no tenía
ni idea de lo que iba a hacer él con esa información.
¿Y si cometía alguna estupidez como entregarla a los servicios sociales
pensando que lo hacía por ella? No tenía ni idea de que eso le arruinaría la
vida por completo. Legalmente, seguía siendo menor de edad, y la
mandarían a un hogar de acogida a vivir con una familia a la que no conocía
y de la que no podría fiarse. Pero aquello no era lo peor de todo.
Lo peor de todo era lo que tal vez saldría a la luz si alguien empezaba a
hurgar en el pasado de su madre. En su propio pasado.
Cuántos secretos espantosos podrían llegar a desenterrar.

Media hora más tarde, Anna estaba en el mismo lugar del sofá, observando
el titileo de la vela sobre la mesa y la cabeza dándole vueltas. Dio un brinco
cuando alguien llamó a su puerta. ¿Gabe ya había llamado a la policía? O
quizá era un vecino que se había quejado al casero por los gritos de antes.
No había ningún sitio donde esconderse. No había cerrado la puerta con
el pestillo, ni siquiera recordaba si con llave, así que quienquiera que fuese
podría entrar sin más. Con las manos temblorosas, se incorporó y abrió la
puerta.
Gabe estaba al otro lado, esa vez con dos bolsas de la compra en las
manos.
Anna se armó de valor para comenzar una nueva discusión con él, pero
Gabe tan solo le puso las bolsas en las manos, se giró y se marchó sin
pronunciar palabra.
Ella se quedó en el umbral de la puerta en tanto los pasos de él se perdían
por las escaleras y se oía el portazo del portal, y a continuación cerró la
puerta de su piso con llave. Se dejó caer sobre el sofá y, bajo la tenue luz de
la vela, sacó cosas de las bolsas y las puso sobre la mesa. Una hogaza de
pan. Un paquete de galletas saladas. Tres tarros de manteca de cacahuete.
Una docena de latas de sopa, judías y verduras. Una bolsa de manzanas.
Se recostó en los cojines del sofá y contempló la comida que abarrotaba
su mesa de centro, sin molestarse siquiera en enjugarse las lágrimas que no
dejaban de manar sobre sus mejillas.
11

Al día siguiente, Gabe esperó en su mesa de siempre de la biblioteca a que


apareciera Anna. Repasó algunas notas sin leerlas a conciencia y miró y
volvió a mirar la hora en el teléfono móvil. Su compañera no había llegado
cuando tuvo que dirigirse a la clase, y la preocupación empezaba a hacerle
un agujero en el estómago. Anna no respondió cuando la llamó, y Gabe no
tenía forma de saber si estaba en casa o si su anticuado teléfono fijo también
se había quedado sin línea.
Anna jamás se ausentaría de una clase una semana antes de entregar el
proyecto. Gabe vio cómo los demás alumnos entraban en el aula, pero no
había ni rastro de ella. Cuando la doctora McGovern se colocó en el estrado
para dar comienzo a la clase, Gabe se removió en el asiento; deseaba que
Anna apareciera.
La chica del asiento de al lado le lanzó una extraña mirada, así que
respiró hondo e intentó concentrarse en la lección.
Después de lo que pareció una eternidad, la doctora McGovern dejó de
divagar y anunció una pausa de cinco minutos. Gabe cerró la libreta con
fuerza, recogió la mochila y fue el primero en salir por la puerta. Sacó el
móvil y volvió a llamar al número de Anna.
Sin respuesta.
Tras mirar hacia el aula a la que en teoría debería estar volviendo, tomó
una decisión y salió disparado hacia la salida del edificio. Y en el camino de
fuera se detuvo en seco, a punto de chocarse con la persona a la que andaba
buscando.
—Anna —se sorprendió mientras intentaba recobrar el aliento.
—Hola. —Sus enormes ojos marrones estaban acompañados de unos
círculos oscuros que le recordaron a un asustado animal del bosque—. ¿Por
qué no estás en clase?
—¿Por qué no estás tú? —Levantó las manos para hacer un gesto
interrogativo—. No has aparecido a primera hora.
—Ya. Es que… Lo siento. —Asestó un puntapié a una piedra del camino
con su raída zapatilla deportiva—. Es que necesitaba pensar.
—Y ¿no se te ha ocurrido llamarme y decírmelo? —Se cruzó de brazos
—. ¿Para que no me preocupara por ti?
Anna levantó la cabeza, casi como si la hubiera sorprendido.
—Creía que estabas enfadado conmigo por haberte mentido. Y por todo
lo que te dije anoche.
—Que conste que estoy un poco enfadado. —Odiaba que le hubiese
mentido, que no hubiera confiado lo suficiente en él como para contarle
toda la verdad. Sin embargo, debería ser despiadado para no comprender el
porqué—. Pero eso no significa que no me importes.
—Debería haberte dicho que no vendría. —Anna dio un paso adelante—.
Si te digo la verdad, no estoy… —Se metió las manos en los bolsillos de la
sudadera.
—¿No estás qué?
Anna apretó los labios con fuerza. Al hablar, su voz no fue más que un
susurro.
—Es que no estoy acostumbrada a que nadie se preocupe por mí.
Lo poco que quedaba de la irritación de Gabe se evaporó.
—Maldita sea —masculló entre dientes.
—Bueno, y ¿qué hacemos ahora que has…? —Anna agachó la cabeza y
murmuró en dirección a la acera—. Ahora que conoces mi situación.
—¿Podemos sentarnos y hablar? —Gabe observó el patio. Un bajo muro
de piedra se extendía hacia el lado más alejado del césped, apartado de los
caminos que atravesaban el campus. Nadie los molestaría allí.
Anna asintió y lo siguió sobre la hierba. Dejaron las mochilas en el suelo
y se sentaron en el muro, muy juntos. Anna se miró el regazo y dejó que el
pelo le cayese sobre la cara para taparle la expresión afligida.
Gabe se inclinó hacia delante para poder mirarla a los ojos.
—Anna, tu situación es mucho más crítica de lo que me imaginaba.
Necesito entender lo que está pasando.
Ella apoyó los codos en las rodillas y se frotó la frente como si notase que
se avecinaba un dolor de cabeza. Para ser una persona tan reservada, a
veces era ridículo lo transparente que era. Resultaba obvio que sopesaba sus
opciones y decidía cuánto contarle.
—Necesito la historia real —insistió él antes de que Anna le soltase
alguna otra versión ficticia de su vida, como la que llevaba meses
alimentando.
—Que sepas que no es una mala persona. —Agachó los hombros.
—¿Tu madre?
—Sí. Algunos compañeros de clase la llamaban «drogata», «yonqui»,
cosas así. Los oía susurrar cuando recorría los pasillos. —Se tocó el
colgante de oro que llevaba al cuello. Gabe nunca le había preguntado el
significado que tenía, pero en ese momento se le ocurrieron varias ideas.
Anna se puso las manos sobre el regazo.
—Pero lo peor era la manera en la que lo decían, como si mi madre fuera
un monstruo y, por consiguiente, yo también.
Los adolescentes a veces eran muy crueles. Gabe no había sido de los que
acosaban a compañeros en el instituto, pero visto en retrospectiva era
probable que no se hubiera esforzado demasiado en protestar y defender a la
gente como Anna. Una fuerte punzada de arrepentimiento lo atravesó.
—Pero no era un monstruo. No lo es —prosiguió ella—. Tiene una
adicción. Es una enfermedad. Sus padres sí que eran unos monstruos. No es
de extrañar que acabase siendo como es. Tenía muchas heridas en los
brazos, y un día me contó que, cuando sus padres se enfadaban con ella, le
quemaban la piel con cigarrillos. Mi madre nunca me hizo nada parecido.
El espanto anidó en las entrañas de Gabe. Qué situación más horrorosa
había tenido que soportar su madre. Él no se lo podía ni imaginar. Pero
comprendió que, en algún punto, Anna había llegado a valorar su infancia
de la siguiente manera: «A mí por lo menos no me quemaban la piel con
cigarrillos». Su madre se había ido, la había abandonado, y Anna seguía
decidida a defenderla.
—¿Cómo era cuando vivía contigo? ¿Se pasaba el día colocada…? —Se
detuvo, consciente de la rabia que lo inundaba por dentro. Lo último que
necesitaba Anna era una persona que le hiciese sentirse como una mierda
sobre su vida—. Bueno, no tienes por qué contestar. No importa.
Anna guardó silencio durante tanto rato que Gabe se preguntó si lo habría
oído. Al final, se giró y lo miró a los ojos.
—No. No se pasaba el día colocada. Al principio no. Después de que
huyera de sus asquerosos padres, trabajó con ahínco para tener una mejor
vida. Se sacó el graduado y se formó para ser auxiliar de enfermería. Y
luego se quedó embarazada de mí. Mi padre no estuvo nunca con nosotras.
Pero fue buena madre. De verdad que sí. —Sus ojos irradiaban súplica—.
Aunque ahora mismo no lo parezca. Y sé que me quiere.
A Gabe lo sorprendió el tiempo presente del verbo: «Me quiere». La
certeza que irradiaba el rostro de ella era un cuchillo que le desgarraba el
corazón a él, y fue incapaz de enumerar las pruebas que demostraban lo
contrario.
—Pues claro que sí —dijo, y deseó que fuera más cierto de lo que en
realidad creía.
—Tengo muchísimos recuerdos felices con ella. Me leía cuentos antes de
ir a dormir. —Anna se quedó contemplando el campus—. Me preparaba
fiestas de cumpleaños con tartas decoradas. Me llevó al zoo… —Se agarró
de nuevo el colgante del cuello, y Gabe vio que tenía forma de semicírculo
en cuya superficie había una especie de flor tallada—. Mi madre me lo dio,
ella tiene la otra mitad. Nunca se lo quita. Encajan como si fueran dos
piezas de un puzle.
A Gabe le apetecía rodearla con un brazo, pero no sabía si sería raro, así
que se conformó con acercarse hasta rozarle el hombro con el suyo.
—No sé cuándo empezó a consumir. Supongo que al principio fui
demasiado pequeña como para entenderlo. —Negó a toda prisa con la
cabeza—. Quizá iba a cuarto o a quinto de primaria cuando se hizo daño en
la espalda al ayudar a un paciente a levantarse de la silla de ruedas, pero en
la residencia les dio lo mismo. La despidieron porque no podía trabajar.
Gabe parpadeó. Al parecer, Anna no sabía que a su madre la habían
despedido porque había robado calmantes a los pacientes. Fue incapaz de
contárselo y hacerle más daño aún.
—Había un tipo, Rob, que le traía pastillas para el dolor de espalda. Pero
mi madre no siempre podía pagárselas, así que a veces le hacía favores. Ya
me entiendes… —Un rubor le tiñó las mejillas hasta el cuello de la
camiseta—. Subían mucho el volumen de la televisión y se encerraban en el
dormitorio. —Se removió en el muro para apartarse un poco de él—. El
dolor la volvió desesperada. Y no había precisamente muchísima gente
dispuesta a ayudar a una madre soltera y pobre adicta a la oxicodona. No es
mala persona.
Gabe le agarró el hombro —Dios, qué delgada estaba— y con suavidad la
giró para mirarla a los ojos.
—Anna, no estoy juzgando, ¿vale?
—¿Cómo no vas a juzgar, Gabe? Vienes de una familia perfecta y tus
padres son maravillosos. Si supieran… —Cerró los ojos y negó con la
cabeza—. Si lo supieran todo, no los culparía si nunca quisieran volver a
recibirme en su casa.
—Anna, no digas tonterías. —La sujetó con más fuerza—. Has tenido
que soportar unas circunstancias de mierda. Nadie te culpa por ello. —Le
pesaba el cuerpo por todo lo que ella debía de haber aguantado. No podía
imaginar siquiera cómo debía de ser vivirlo—. Me sorprende que hayas
podido seguir adelante durante tanto tiempo. No hay nada que pudieras
decir que cambiara mis sentimientos.
Anna se irguió y lo miró de reojo, como si quisiera creerlo y fuese
incapaz.
—No creo que lo digas en serio.
Gabe entornó los ojos e intentó interpretar su expresión.
—¿Hay alguna otra cosa que no me estés contando?
—No. —Apartó la vista enseguida—. Solo digo que mi vida debe de
parecer muy desgraciada.
Pero a Gabe no lo convenció. A Anna le temblaban las manos, y se
negaba a mirarlo.
—Puedes contarme lo que quieras. ¿Está relacionado con tu madre? —Se
le aceleró el corazón—. ¿O ha pasado algo más con el casero?
—No, no he vuelto a ver a Don. —Anna negó con la cabeza.
Gabe todavía podía sentir el aliento cálido y que apestaba a cerveza del
hombre cuando lo estampó contra la pared para apartarlo de su amiga.
—Sabes que solo es cuestión de tiempo, ¿verdad? No te va a dejar en paz.
Sobre todo si sabe que vives sola en ese piso.
—No lo sabe.
A él aquello tampoco lo convenció.
Anna respiró hondo y soltó todo el aire lentamente.
—La cosa es… —Al fin lo miró a los ojos—. Rob no fue el único
hombre. Mi madre tuvo muchos novios. Le llevaban dinero y drogas. Eran
tipos muy duros, y cuando se colocaban se peleaban mucho. O a veces mi
madre se desmayaba y yo me quedaba sola en el piso con esos
desconocidos.
Gabe oyó incluso cómo la sangre le palpitaba en las venas para avanzar
hacia la cabeza.
—¿Y ellos te…? ¿Tú…? —El sudor le caía por la espalda mientras
intentaba dar forma a aquellas palabras.
En aquella época, Anna debía de tener más o menos la edad de su
hermana pequeña. La idea de que una niña como Leah estuviera a solas con
la clase de hombres espeluznantes que seguramente la madre de Anna
llevaba a casa le provocó ganas de patear el muro de piedra en el que estaba
sentado.
—No. —Anna movió la cabeza de un lado a otro—. No. Gabe, no te lo
estoy contando para que pienses… —Hizo una pausa y se apretó las sienes
con los dedos—. Te lo cuento porque quiero que entiendas que puedo
encargarme de tipos como Don. Llevo muchísimo tiempo cuidando de mí
misma. Sé que mi barrio no es el más seguro…
Calló de repente al ver a dos compañeras de clase de Economía pasar por
delante. Saludaron a Gabe, y él les dirigió un rápido asentimiento y luego
apartó la vista para que no se detuvieran delante de ambos. No se imaginaba
charlando de fiestas para celebrar el final del semestre ni de cualquier otra
cosa que quisieran comentarle. De pronto, todo lo relacionado con la
universidad que le había robado tanto tiempo y energía se le antojaba vacío
y ridículo comparado con la vida que había vivido Anna.
Ella se quedó mirando a las chicas hasta que desaparecieron en el interior
del edificio. Y luego prosiguió:
—Gabe, lo tengo todo planeado. Sé cómo volver a casa por la noche, qué
calles recorrer y cuáles evitar. Llevo espray de pimienta en la mochila. Mi
casero suele estar demasiado borracho como para caminar en línea recta. Es
inofensivo, y sé cómo gestionarlo.
Gabe la contempló con la cabeza gacha y el pelo delante de la cara. No
había exagerado cuando le dijo que nunca había podido ser una niña
pequeña. Quizá al principio Anna parecía tímida, pero era una de las
personas más fuertes que conocía. No dudaba ni por un segundo de que era
capaz de gestionarlo todo. Pero joder. No quería dejar que tuviera que
seguir gestionándolo todo. Por lo menos sola no.
—¿Tienes alguna idea de por qué se marchó tu madre?
—Pues… —Anna tensó los hombros. Se aferró al colgante y apartó la
cabeza.
Un abismo se abrió en el interior de Gabe. No le estaba contando toda la
historia.
—¿Anna? —la animó con suavidad—. A mí me lo puedes contar.
Anna se pasó el pelo detrás de la oreja, y él atisbó un destello de la pena
que brillaba en sus ojos. Cuando al fin tomó la palabra, habló con voz
áspera y temblorosa.
—Llegó un día en el que ya no solo consumía pastillas. —Se estremeció
—. Todo nuestro dinero se iba a las drogas, y estábamos arruinadas. Mi
madre tenía un novio que la ayudaba a pagar el alquiler y compraba algo de
comida. Pero siempre había que pagar un precio… —Anna se rodeó con los
brazos, como si aquellas raquíticas extremidades fueran a protegerla del
dolor.
Gabe se le acercó. Estaban delante del edificio de Economía, y la gente a
la que conocía se encontraba por todo el campus. Cualquiera de los chicos
de la fraternidad podría pasar por allí y verlos. Tal vez más tarde alguien se
lo echaría en cara, pero no le importó. Le pasó un brazo a Anna por los
hombros y la atrajo hacia sí.
Ella se recostó en él, y su cuerpo se relajó.
—Una noche, volví a casa y… —Su voz fue perdiendo intensidad y se
quebró al final de la frase—. Mi madre había preparado una mochila y me
dijo que se marchaba a California. Le había salido un trabajo, una
oportunidad para ganar dinero y que así no tuviéramos que seguir
dependiendo de los hombres. —Respiró hondo y exhaló lentamente—. Me
dijo que se iba a California para cuidar de las dos, pero que regresaría.
Gabe ya se imaginaba qué clase de trabajo había atraído a la madre de
Anna hasta California. El empleo de auxiliar de enfermería no daba
demasiado dinero. Y si los traficantes de drogas se pasaban por su casa
mientras su hija menor de edad estaba con ella, Gabe apostaría algo a que
había aceptado un trabajo de algo ilegal.
Anna aspiró una buena bocanada de aire y la soltó poco a poco.
—Pasaron un par de semanas, y no había vuelto. Llamaba de vez en
cuando, prometía mandar dinero que nunca llegó. Y entonces… —Agachó
la cabeza como si el peso de cargar con aquello fuera insoportable—. Y
entonces dejó de llamar.
—¿Crees que está…? —Gabe dejó la frase a medias. «¿Está qué?». No
tenía ni idea de cómo terminar aquella pregunta. Ni de qué le quería
preguntar. «¿Está muerta? ¿En la cárcel? ¿Viviendo en California sin ti?».
No había ningún escenario posible que no fuera a romperle a él el corazón
por la pena que sentiría hacia Anna. Al final, se conformó con—: ¿Sabes
qué le ha pasado?
—No. —Anna se pasó las manos por las mejillas mojadas—. No dejo de
comprobar los datos del Registro Civil de arresto y defunción. Nunca ha
habido ni rastro de ella. Pero no puedo formalizar una denuncia de persona
desaparecida hasta que tenga dieciocho años, o alguien podría llegar a
conocer mi pasado. —Se estremeció—. Y, en ese caso, me mandarían a un
hogar de acogida.
Gabe sabía que los hogares de acogida a veces tenían mala reputación,
pero seguro que había muchas familias cariñosas. Y la situación de Anna en
aquel piso destartalado y con un peligroso casero en la planta inferior no
podía ser una mejor opción.
—A lo mejor termina volviendo —insistió Anna con voz temblorosa. Una
lágrima le recorrió la mejilla—. Solo tengo que aguantar un poco más.
A Gabe le dolía el corazón. A pesar de todo lo que había vivido Anna,
seguía creyendo que su madre regresaría a casa. Por su bien, él quería que
esa historia tuviera final feliz, pero no lo creyó en ningún momento.
La apretó más fuerte contra su costado, y algo prendió en su pecho, una
emoción fiera y primitiva. Un instinto para proteger a aquella chica
misteriosa que había empezado a ser tan importante para él. Cuando la oyó
tomar aire entre temblores, supo que intentaba serenarse y ser fuerte, como
siempre. Gabe quería decirle que no pasaba nada por que se derrumbase. Y
que ya no estaba sola.
Pero titubeó. Antes de hacerle ninguna promesa, debía encontrar la
manera de cumplirla. Porque a pesar de su insistencia de que lo tenía todo
bajo control, a él lo destrozaba saber que debía llevar un espray de pimienta
y trazar una ruta para evitar a la mala gente de su barrio. Y que nadie la
esperaba para asegurarse de que volvía a casa sana y salva. Y que estaba en
los huesos por tener que decidir entre pagar el alquiler y comprar comida.
Al cabo de un par de meses, Gabe se iría a estudiar un máster, y era
imposible que se marchase antes de cerciorarse de que su amiga estaría a
salvo definitivamente.
12

Anna se apoyó en Gabe y aspiró su habitual olor silvestre. Si pudiera


quedarse a su lado, con el brazo de él a su alrededor, todo iría bien. Por lo
menos durante un rato.
—Lo siento mucho, Anna. —Su voz zumbaba sobre su mejilla—. No
sabía nada.
—Nadie lo sabe. Nadie se puede enterar.
—¿La echas de menos?
Anna se quedó sin aliento, y las lágrimas le escocían detrás de los ojos.
Echaba de menos a su madre todos los minutos de todos los días. El sonido
de su voz, su sonrisa, su forma de recopilar los chistes malos de los
pacientes de la residencia para hacerla reír. Incluso después de que
comenzase a drogarse hubo buenos momentos, por lo menos al principio.
Ese día en el que Anna estuvo enferma y no pudo ir a clase, y las dos se
pasaron horas en el sofá comiendo helado y viendo películas clásicas. Esos
paseos nocturnos para cruzar las vías del tren y lanzar piedras al río.
Anna se agarró el colgante del cuello.
Nunca olvidaría el cumpleaños en el que su madre le regaló esa
gargantilla. Le había dicho que Anna y ella siempre se complementarían,
como las dos mitades del colgante. Anna se lo quedó mirando. En
ocasiones, durante aquellas frías noches en las que estaba sola en su piso,
ese semicírculo era lo único que mantenía a raya la negrura.
—Sí. La echo de menos. —Todavía se despertaba cada mañana con la
esperanza de que tal vez fuese el día en el que su madre regresaría. Y todas
las noches, antes de acostarse, pensaba: «Quizá vuelva mañana».
Pero había transcurrido un año, y luego dos. Día tras día, era una agonía
preguntarse qué le habría sucedido a la persona más importante de su vida,
a la única familia a la que había llegado a conocer. Era una agonía
preguntarse si su madre estaría tirada por algún lado, herida o asustada.
Cuando la adicción había tomado las riendas de su vida, los papeles de
ambas se intercambiaron. Anna cuidaba de su madre, la ayudaba a tumbarse
en la cama, le preparaba baños. Recordaba haber hurgado en el bolso de su
madre con la esperanza de encontrar algún billete para poder ir al
supermercado a comprar latas de sopa. La madre de Anna nunca quiso
comer demasiado, pero Anna se sentaba a su lado en el sofá y la animaba
con suavidad a tomar algunos bocados. Aun en los momentos en los que no
estaba en ese mundo, murmuraba lo muy agradecida que le estaba a su hija
y que no sabía lo que haría sin ella.
—Voy a ir a buscarla —afirmó—. Me necesita.
Gabe tensó los músculos y la miró de reojo.
—Y ¿qué pasa con lo que necesitas tú? No paras de repetir que nada de lo
ocurrido es culpa suya. Pero llevas dos años viviendo sola. ¿De quién es la
culpa, pues?
«Mía. Es culpa mía».
Anna apretó los labios para no verbalizarlo. Porque al ver la preocupación
que le demudaba el rostro a Gabe, al sentir su fuerte brazo respaldándola,
quería cerrar los ojos y aovillarse contra su pecho como una niña pequeña.
Entregarle esa carga que llevaba tanto tiempo soportando y dejarle que se
encargara él durante un rato.
Pero aquello sería demasiado peligroso, y Anna era consciente de ello. Ya
le había contado mucho más de lo que debería haber hecho. Si él supiera lo
poco que merecía ella despertar su preocupación… Anna negó con la
cabeza y se apartó a regañadientes, hasta alejarse de la pared y ponerse en
pie delante de Gabe.
—Lo que necesito es que confíes en que tengo mi vida bajo control. No le
vas a contar a nadie lo de mi situación, ¿verdad?
—Pues… —Gabe puso una mueca y miró tras de ella.
—Gabe. —El pánico la embargó—. Por favor. —Odiaba tener que
suplicarle, odiaba que su propio futuro estuviera en las manos de él—.
Sabes lo mucho que me he esforzado. Si puedo seguir como hasta ahora, sé
que podré conseguir una beca para estudiar en la universidad. Dentro de
más o menos un año podré mudarme a una residencia. Pero como alguien
sepa cuál es mi situación, ¿quién sabe dónde intentarán enviarme?
—Ya lo sé, Anna, pero…
—Gabe, sé que quieres protegerme, pero te juro que puedo sobrellevarlo
sola. Prométemelo. Por favor.
Gabe puso una mueca y se frotó la nuca. Abrió la boca para decir algo,
pero la cerró al instante.
Anna estaba perdiendo el control, algo que la aterraba.
Al final, él suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Anna, esta conversación no terminará aquí. Sé que crees que tu casero
solo va de farol, pero después de las veces que lo he visto, yo no estoy tan
seguro, la verdad.
—Tendré más cuidado. Te lo prometo.
—Mira, ya nos hemos saltado casi toda la clase, ¿por qué no nos
marchamos? —Gabe se alejó del muro—. Podemos ir a casa de mis padres,
dar los últimos retoques al proyecto y luego cenar algo.
El cuerpo de ella se relajó por el alivio que sentía. Era justamente lo que
necesitaban. Retomar la vieja rutina y olvidarse de todo lo demás.
—Sí. Me parece genial.
Gabe le hizo señas para que echara a caminar hacia la casa de la
fraternidad donde él solía aparcar el coche.
Anna empezó a andar por el camino, pero se detuvo en seco y se giró para
mirarlo a los ojos.
—Gabe.
—¿Sí? —Ladeó la cabeza y entornó los ojos.
—Gracias.
Él tan solo le dedicó una sonrisa y un asentimiento. Anna dio media
vuelta y siguió caminando. Gabe era el mejor amigo que hubiera tenido
nunca. Estaba convencida de que no le contaría ese secreto a nadie.

Esa misma tarde, se pusieron con el proyecto por última vez. Lo único que
quedaba era presentarlo ante la clase a la semana siguiente. Pero Anna no
tenía ninguna prisa por que terminase, así que se entretuvo en el despacho
de John para comentar los detalles más nimios. Como Gabe le había
propuesto repasarlo todo de nuevo, por tercera vez, quizá él tampoco tenía
ninguna prisa.
Cuando no encontraron nada más que hacer, Gabe se fue a la cocina para
preparar unos sándwiches, y Anna se desplomó en la butaca de lectura del
rincón. Observó la habitación que en los últimos meses se había vuelto tan
familiar para ella. Tal vez fuese una de las últimas ocasiones en las que se
sentaba allí. El proyecto estaba terminado, y ya no habría más excusas para
acudir a una cena en esa casa. Gabe se iría a estudiar a Chicago al cabo de
un par de meses, y ella se concentraría en la selectividad y en las solicitudes
para las universidades. Por no hablar de que seguiría trabajando en el
supermercado e intentando ahorrar el suficiente dinero para pagar el alquiler
y las facturas todos los meses. Se hundió en la butaca bajo el peso de tantas
responsabilidades.
Trabajar en el proyecto había sido una inesperada vía de escape a su vida
real, pero había llegado a su fin. El año siguiente se extendía ante ella sin
que los martes por la mañana trabajase en el proyecto con Gabe ni los
domingos por la noche cenara con los Weatherall.
Había pasado una buena parte de su vida sola, pero hasta ese momento no
se había dado cuenta de lo sola que había estado.
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que, para cuando se dio
cuenta de que Gabe no había regresado al despacho, habían transcurrido ya
diez minutos. Quizá su madre y su padre habían vuelto del trabajo por la
puerta trasera. Era probable que se hubiera puesto a hablar con ellos en la
cocina. Anna suspiró y se puso en pie para ir a saludarlos. «Hoy se acabó el
obsesionarse». Estaba decidida a disfrutar de los últimos días que pasaría
con los Weatherall. Más tarde ya habría tiempo suficiente para sentir
tristeza.
Anna salió del despacho y encaminó el pasillo hacia la cocina; al avanzar
por el corredor, oyó la voz grave de Gabe, seguida de murmullos de John y
Elizabeth. Por lo visto, había estado en lo cierto, y los padres de él habían
regresado. Anna se detuvo cuando oyó la palabra «preocupada» en voz de
Elizabeth y «problema» en voz de John. El tema que estuvieran tratando
parecía serio, y Anna pensó que tal vez no debería interrumpirlos.
Iba a girarse para volver al despacho cuando oyó a Gabe pronunciar su
nombre.
Anna se quedó paralizada. Estaban hablando sobre ella. Sin hacer ruido,
avanzó de puntillas hasta la puerta de la cocina.
—Creo que Gabe debería decírselo —susurró Elizabeth.
—Estoy de acuerdo —convino John—. Será más fácil si se entera por él.
—Debe saber que no puede seguir en esa situación. —La voz de
Elizabeth voló hasta el pasillo.
Conmocionada, Anna se tapó enseguida la boca con las manos. Sabía sin
miedo a equivocarse de qué iba aquello. Estaban planeando tenderle una
emboscada. Había confiado en Gabe, y él había corrido a contárselo todo a
sus padres. Anna se quedó observando el suelo, y las lágrimas amenazaron
con derramarse. La traición dolía casi tanto como darse cuenta de que
estaba a punto de perder todo lo que le había costado tantísimo conseguir.
—Seguro que, en cierto modo, será un alivio —continuó Elizabeth.
«¿Un alivio?». Ay, Dios. Había llegado el momento en el que empezarían
a hablar de servicios sociales y hogares de acogida como si no fuera para
tanto, como si fuera un lugar seguro.
«Como si no fuera el fin de todo».
Confiar en Gabe había sido el error más grande que había cometido en
toda su vida. Confiar en esa familia había sido el error más grande que
había cometido en toda su vida. Y lo peor de todo era que lo había sabido
desde el principio.
Anna dio media vuelta y se alejó con el mayor sigilo posible para regresar
al despacho. Se detuvo en el umbral de la puerta y lo observó por última
vez. El ordenador de la mesa seguía abierto con la presentación en la que
Gabe y ella habían estado trabajando unos minutos antes.
Todos los sacrificios que había hecho, las incontables horas de trabajo que
había invertido en ese proyecto pensando que podría ser un trampolín a su
futuro, a becas y a una oportunidad para tener una vida mejor. Una vida
como la que tenían los Weatherall.
Lo más irónico de todo era que serían precisamente ellos quienes
arruinarían su futuro.
Anna no pensaba asistir a la presentación. No pensaba ir a clase, por lo
que todos sus esfuerzos, sus madrugones y las horas durmiendo en la
biblioteca entre libros habrían sido en vano. Y no solo la clase de Economía
Mundial, sino todo por lo que había trabajado en los últimos años. Si se
marchaba, sería una sintecho, una fugitiva, una desertora del instituto. ¿Qué
universidad aceptaría a una chica como ella?
Todo se habría terminado.
Pero si se quedaba allí también habría terminado. Se la llevarían y la
mandarían con los servicios sociales, con los que iría de un hogar de
acogida a otro sin tener voz ni voto. Sería una estadística de un sistema que
no se preocupaba por la gente pobre como Anna o su madre. De lo
contrario, hacía tiempo que alguien se les habría acercado para ayudarlas.
El corazón de Anna se estrujó de pronto al caer en la cuenta de otra cosa
horrible. ¿Y si aparecía la policía y empezaba a hacer preguntas? Alguien
podría rastrearlas a ella y a su madre hasta aquella fatídica tarde…
Anna negó con la cabeza como si así fuera a expulsar el pensamiento de
su cabeza. «Si se enteran de lo que he hecho, me enviarán a sitios peores
que a hogares de acogida». No tendría ninguna opción independientemente
del camino que tomase. Pero si huía por lo menos tendría una oportunidad.
Recogió la mochila y se la puso en el hombro. Le temblaban las manos y
sus piernas amenazaban con no sostenerla, pero debía seguir adelante,
seguir moviéndose.
«Como has hecho siempre».
Con el mayor sigilo posible, salió por la puerta principal de la casa de los
Weatherall. Para siempre.
En la calle, echó a correr y dobló la primera esquina para salir disparada
hacia un callejón, donde era menos probable que la localizaran si iban a
buscarla. Siguió moviéndose sin un destino real en mente, avanzando a toda
prisa por el laberinto de callejones, hasta que le ardieron los pulmones y las
pantorrillas le imploraron descansar un poco. Jadeando, se detuvo y se
recostó en la puerta del garaje de una casa adosada. Durante unos segundos,
no pudo hacer más que aferrarse a la pared y boquear en busca de aire. Al
final, cuando el corazón empezó a latirle con un ritmo más lento y normal,
se sentó en la acera y se obligó a concentrarse.
¿Qué debía hacer?
No podía volver a su piso. Sería el primer sitio en el que la buscarían. De
hecho, no la sorprendería que se hubieran percatado de su ausencia y que en
esos instantes ya se dirigieran hacia allí.
Se rodeó la barriga con las manos y de pronto se estremeció, a pesar de
que unos segundos antes le corría sudor por la espalda a consecuencia de la
carrera. ¿Iba a abandonar su piso para siempre? Tal vez fuera viejo y
andrajoso, pero era el único hogar que había conocido. En ese piso estaban
todas sus cosas. La mayoría no valía nada —su madre había vendido años
antes todo lo que tenía cierto valor—, pero lo que quedaba era suyo. Sus
libros favoritos, su discman, el conejo de peluche con el que se dormía
como si fuera una niña pequeña. Además, estaban las fotos de su madre. No
eran muchas, sino un par de imágenes antiguas que alguien había tomado
antes de que Anna naciera.
¿Podría arriesgarse a volver a casa a hurtadillas y recuperar esas cosas?
Era demasiado peligroso. Debería abandonarlo todo. Por suerte, tiempo
atrás había aprendido a no encariñarse demasiado con los objetos
materiales.
Si hubiera seguido aquel mismo principio con la gente, no estaría en
aquel lío.
«Concéntrate. ¿A dónde puedes ir?».
No tenía a nadie. «A nadie».
Salvo…
Anna se llevó una mano al collar.
Agarró la mochila de la acera y hurgó en el bolsillo lateral hasta encontrar
una hojita de papel doblada. Había sido blanca, pero después de llevarla en
la mochila en los dos últimos años, el papel se había vuelto gris y casi se
había desgarrado por las dobleces. Aun así, todavía se leía la dirección que
estaba escrita en la hoja. Y, de todos modos, hacía tiempo que ella misma la
había memorizado.

Capp Street, 1908. San Francisco, California


13

—Dentro de dos horas sale un bus nocturno hacia Chicago. —La mujer de
mediana edad detrás del mostrador escribió algo con el ordenador—.
¿Quieres subirte a él?
Anna miró hacia atrás. El autobús que la alejase cuanto antes de la
ciudad, ese era el autobús al que quería subirse. Desde Chicago, le resultaría
fácil comprar un billete hasta San Francisco. Agarró el monedero de tela
raída que llevaba consigo a todas horas; era más seguro portarlo que dejarlo
en el piso, donde el casero tal vez lo encontraría. Contenía 518,92 dólares.
Todo su dinero. Había planeado pagar el alquiler al día siguiente, pero Don
no iba a recibir el dinero aquella semana, quizá jamás.
—Me va bien. —¿Había sonado demasiado ansiosa? ¿La mujer de la
taquilla se preguntaba si era lo bastante mayor como para comprar un
billete? Anna se irguió y le lanzó su sonrisa más confiada mientras dejaba
su carné universitario encima del mostrador—. Aquí tiene mi identificación.
—Nadie esperaría que una alumna de universidad tuviera menos de
dieciocho años.
La mujer apenas se la quedó mirando mientras aceptaba la tarjeta y
escribía la información en el ordenador. Mientras tanto, Anna se giró y echó
un nuevo vistazo relajado a la estación de autobuses. Una madre joven
estaba sentada cerca de la máquina expendedora y miraba el móvil mientras
su hijo intentaba llegar al dispensador y hacerse con alguna golosina. Un
sintecho dormitaba en un banco cerca de un carrito de supermercado lleno
con sus pertenencias. Y en una caseta al otro lado, un guardia de seguridad
hojeaba una revista. Nadie parecía en absoluto interesado en ella, y eso era
justamente lo que Anna deseaba.
Dos horas más y se habría marchado para siempre.
Cuando Anna recogió el billete de la taquillera, le rugieron las tripas.
Habían pasado varias horas desde que hubiera comido algo. Se acercó a la
máquina expendedora, y la madre del niño tendió una mano hacia el
pequeño.
—Ven, cariño. No estorbemos a esta chica.
El niño, que debía de tener tres o cuatro años, se giró hacia su madre.
—¿Puedo comerme unos M&M? —preguntó con carita esperanzada.
Su madre se levantó y lo alzó en brazos para situárselo sobre la cintura.
—Ahora no, cariño. —Suspiró y se pasó una mano por los ojos rojos y
cansados—. No tengo dinero para comprarlos. —Negó con la cabeza, y las
espantosas luces de los fluorescentes no hicieron sino acrecentar las arrugas
que le rodeaban los labios—. Lo siento —susurró, y se recolocó al pequeño
mientras con una mano le apartaba un mechón de la cara—. Quizá cuando
lleguemos con la abuela te dará alguna chocolatina. —Hablaba con voz
reconfortante, pero su rostro lucía tensión e inseguridad.
La mirada de Anna pasó brevemente de los zapatos deshilachados de la
mujer al andrajoso jersey gris, y de vuelta al niño que tenía en brazos. En
lugar de patalear como ella esperaba, el pequeño apoyó la cabeza en el
hombro de su madre y asintió, casi como si estuviera resignado.
—No pasa nada, mamá.
La madre sonrió con tristeza y volvió a acariciarle la cabeza a su hijo. Esa
imagen estrujó el corazón de Anna. Había algo en esa escena que le
resultaba dolorosamente familiar. La madre agotada que intentaba no perder
los estribos, el hijo que la tranquilizaba para que no estuviera tan triste.
Anna agarró el colgante que llevaba en el cuello. «Hace diez años, esas
podríamos haber sido mi madre y yo». Igual que ese niño, Anna también
había sabido que su madre lo pasaba mal y que todos y cada uno de los días
eran un suplicio. Anna había hecho cuanto había podido para facilitarle las
cosas, pero no había bastado.
Pero quizá por fin tenía una oportunidad para encontrarla y arreglarlo
todo. Por lo menos, así era como le gustaba imaginarse que iría. Dolía
menos que la alternativa.
Anna sacó de nuevo el monedero. Necesitaba todo su dinero, pero llevaba
años ahorrando, y unos cuantos dólares no iban a marcar tantísima
diferencia.
—¿Le puedo comprar a su hijo una chocolatina? —murmuró a la mujer, y
el pequeño se irguió de repente.
La madre abrió la boca.
—Ah, no es necesario…
—¿Por favor? —insistió. Se volvió hacia la máquina expendedora, metió
unas cuantas monedas y compró los M&M, un Snickers y una bolsa de
patatas fritas—. Tenga —dijo, y le tendió a la mujer las dos chocolatinas. Y,
antes de que pudiera cambiar de opinión, le dejó un billete de cinco dólares
en la palma de la mano, se metió la bolsa de patatas en el bolsillo de la
chaqueta y salió disparada de allí.
Anna encontró un asiento libre en la pared opuesta, se comió las patatas y
se recostó en la barata silla de plástico a esperar. El agotamiento la invadió
como una ola, y cerró los ojos.
Tan solo había empezado a adormecerse cuando el pitido de un teléfono
la despertó. Anna se incorporó y abrió los ojos.
El guardia de seguridad dejó a un lado el ejemplar de la revista People y
levantó el auricular de un teléfono negro antiguo. Anna estaba demasiado
lejos como para oír la conversación, pero lo vio asentir en repetidas
ocasiones. Y luego levantar la vista y clavarla en Anna. A ella le dio un
vuelco el corazón, y se hundió en la silla como si aquel poco espacio extra
entre ambos fuera a ayudarla a pasar desapercibida.
El guardia asintió a lo que le decía la persona al otro lado de la línea y, al
final, colgó el auricular sin dejar de mirarla fijamente desde lo lejos.
Anna se levantó y echó a caminar a paso vivo por un pasillo donde un
cartel indicaba que había lavabos. En cuanto estuvo a salvo en el servicio de
señoras, se cruzó de brazos y se apoyó en la pared del fondo. ¿El guardia
sabía quién era ella? ¿Por eso la había mirado con tanta intensidad? ¿O
estaba siendo paranoica?
La puerta del lavabo se abrió, y Anna dio un brinco, pero se dio cuenta de
que eran la mujer y el niño a los que acababa de conocer. La mujer le sonrió
y guio a su hijo hacia un cubículo.
—Disculpe. —Anna extendió una mano—. ¿Por casualidad al entrar no
habrá visto al guardia de seguridad delante del lavabo?
Sorprendida, la mujer parpadeó, y luego suavizó la expresión al
comprender la situación. Era probable que supiera que, cuando una andaba
sola por ahí, nunca podía bajar la guardia.
—Hace un minuto estaba en la caseta. —La mujer abrió la puerta del
lavabo y echó un vistazo al pasillo—. Aquí no hay nadie.
—Gracias. —Anna soltó un fuerte suspiro. Probablemente sí que estaba
siendo paranoica. La llamada podría haberla hecho cualquiera. Quizá la
esposa del guardia de seguridad quería que al volver a casa fuera al súper a
por un cartón de leche. No había ninguna razón para pensar que se hubiera
fijado en ella. Anna se miró el reloj. Treinta minutos más y se habría subido
a un autobús hacia Chicago. Y de ahí a San Francisco, donde a nadie se le
ocurriría reparar en ella.
Anna salió del lavabo y recorrió el pasillo. En la entrada de la sala de
espera, miró de reojo hacia la cabina del guardia de seguridad. El hombre
seguía allí, sentado sin más en su silla, leyendo de nuevo la revista. Los
hombros de ella se relajaron.
«Está claro que estoy siendo paranoica».
Se detuvo junto a la máquina expendedora y compró una botella de agua
para el trayecto en autobús. Justo cuando se la guardaba en la mochila, notó
que alguien se removía tras ella. Antes de que pudiera reaccionar, esa
persona le sujetó el brazo y tiró de ella para girarla sin miramientos.
14

—¡Ay! ¡Suélteme! —gritó Anna mientras intentaba liberarse. Unos dedos


fuertes se clavaban en su carne a través de la fina chaqueta, y de pronto la
arrastraban por la estación de autobús—. ¡Socorro! —chilló forcejeando
con más fuerza para librarse de su atacante. Se giró para mirarlo mejor y vio
el destello de un brazalete dorado en una manga azul oscuro.
Después de todo, el guardia de seguridad sí que la había estado
esperando.
Se cernía sobre ella, una torre de más de un metro ochenta de músculo, y
durante unos segundos Anna pensó que iba a arrancarle el brazo al tirar de
ella hacia la cabina de seguridad. Con el corazón acelerado, Anna cambió
de ritmo y, en lugar de resistirse, se abalanzó en dirección al hombre y le
propinó un codazo en las costillas. El guardia gruñó, y durante unos
segundos su mano se quedó inerte. Anna aprovechó la oportunidad para
soltarse y volverse para darle una fuerte patada en la espinilla.
—¡Maldita sea! —rugió el hombre, y, antes de que Anna supiera qué
pasaba, el tipo se precipitó y la placó. Ella salió despedida hacia un lado y
se golpeó el hombro con el suelo de hormigón. El aire desapareció de sus
pulmones, y desesperada intentó apoyar las manos en el suelo para
incorporarse y quedarse sentada mientras procuraba liberarse del guardia.
Sin embargo, él estaba encima de ella y la inmovilizaba.
—Suélteme. —Intentó aspirar aire—. Por favor, suélteme. —Era
demasiado. Aquel hombre pesaba demasiado. La sensación de impotencia
le resultaba demasiado familiar. Ya casi visualizaba las escaleras que
descendían al sótano y casi sintió cómo la humedad le calaba la piel febril
por la puerta abierta después de tantos años—. Por favor.
«No puedo respirar».
—¡Eh! —Una voz dura retumbó desde la otra punta de la sala y la
devolvió al presente. En cuanto quiso darse cuenta Anna, Gabe estaba allí y
la liberaba del guardia para ayudarla a ponerse de pie—. ¿Estás bien?
—No. —Se echó atrás, lejos de él, con temblores en todo el cuerpo—.
No, no estoy bien. ¿Le has pedido tú que fuera a por mí? —Se recostó en
una silla para intentar recobrar el aliento, pero el gesto le provocó una
punzada de dolor en el hombro.
—Anna. —Gabe se le acercó lentamente—. ¿En qué estabas pensando al
huir así?
Anna se detuvo de repente. El ardor de las extremidades por haber sufrido
el acoso del guardia de seguridad prendió un fuego que se propagaba por
todas las partes de su ser. Rabia. Una rabia descarnada y ardiente.
—¿En qué estabas pensando tú al contarle a tu familia mis secretos?
—Tenía que hacerlo. Y lo sabes.
—No tenías que hacer nada. —Las lágrimas se acumularon de nuevo, lo
cual no hizo sino avivar las llamas de su furia. Se enjugó las mejillas
húmedas con la palma de la mano, respiró hondo y lo miró a los ojos—. Te
odio, Gabe. Te odio, y nunca te lo voy a perdonar.
Para su satisfacción, Gabe dio un paso atrás.
Bien. Anna quería hacerle daño. Quería hundir una mano en el pecho de
él y arrancarle el corazón como había hecho con ella. Pero eso implicaría
que a Gabe debería importarle. Y nadie a quien le importara de verdad la
habría traicionado de esa forma.
El guardia de seguridad se adelantó y quiso volver a sujetarla.
—Mirad, no sé qué está pasando, pero a mí me han dicho que los tutores
de esta muchacha vendrían a buscarla.
—No se atreva a tocarme —le espetó Anna.
—Llegarán de un momento a otro. —Gabe se apartó del guardia—. Están
aparcando.
—¡Anna! —exclamó una voz femenina que le resultaba familiar.
Anna levantó la vista y vio que John y Elizabeth corrían hacia ella.
—Cariño, ¿estás bien? —Elizabeth le agarró los brazos, la miró de arriba
abajo y, antes de que Anna supiera qué pensar, la mujer la estaba
envolviendo en un abrazo.
Durante un segundo, Anna cerró los ojos y se apoyó en ella. Estaba muy
cansada. Cansadísima. Pero a continuación una nueva oleada de dolor le
zarandeó el hombro, y recordó por qué estaban allí. Se removió para
liberarse.
—Seguiré huyendo. Vais a tener que encerrarme hasta que cumpla
dieciocho, pero seguiré intentando huir.
—Anna, escúchanos, ¿vale?
Gabe extendió la mano en un gesto de tranquilidad, pero el gesto hizo que
ella se sintiera de todo menos tranquila. Lo odiaba muchísimo.
El guardia de seguridad se giró hacia John.
—¿Son ustedes los tutores?
—Sí. —John asintió.
—¿Están seguros de que podrán llevársela sin problemas? —Un destello
de duda atravesó el semblante del guardia, y una ola de pánico le subió a
Anna por la espalda. De repente, estar al cuidado de los Weatherall no
parecía ni de broma tan malo como tener que permanecer junto a ese
hombre. ¿Y si volvía a sujetarla? ¿Y si ella no podía liberarse? Tal vez
incluso insistía en arrastrarla hasta la comisaría para resolver el entuerto.
Quizá sí que tendrían que encerrarla hasta que cumpliera los dieciocho.
O más tiempo.
Santo Dios, no podía permitir que la policía hurgase en su vida.
Pero antes de que Anna pudiera entrar en pánico, John extendió un brazo
y le dio un firme apretón de manos al guardia de seguridad.
—Muchas gracias por su ayuda. Mi esposa y yo se lo agradecemos. A
partir de ahora nos ocupamos nosotros.
Si lo hubiera dicho cualquier otra persona, es probable que no hubiese
tenido el mismo efecto. Pero ante un hombre como John —alto, distinguido
y acostumbrado a conseguir todo lo que quería— nadie iba a protestar.
Sobre todo el guardia de seguridad, que se estaba frotando la pierna en la
que ella le había asestado un puntapié. Seguro que tenía muchas ganas de
que Anna fuera el problema de otra persona.
—Muy bien —dijo el guardia, y confirmó las sospechas de Anna al
levantar las manos como si aquella situación fuera un derramamiento tóxico
y no quisiera estar cerca—. Buena suerte con ella. —Se volvió y regresó
hacia la caseta.
—Cariño.
La voz de Elizabeth sonaba amable, pero atiesó la espalda de Anna. La
gente solo hablaba así cuando iba a decirle a alguien cosas que este no
quería oír.
—Es obvio que has adivinado que Gabe nos contó que tu madre se
marchó y que estás viviendo sola.
Anna apretó los labios con fuerza y asintió, sin fiarse de la voz de la
mujer.
—Como puedes imaginar, estamos muy preocupados. —Elizabeth le
apoyó una mano en el brazo—. Además del hecho de que eres una joven
que vive sola, también estamos al corriente de que has tenido problemas
con el casero.
—Gabe no sabe nada de eso. —Anna se zafó—. Estaba todo controlado
hasta que llegó él.
—Anna —gruñó Gabe, recostado contra la pared y con los brazos
cruzados—. ¿Quieres hacer el favor de escuchar?
Ella lo fulminó con la mirada.
—Eres una chica muy lista —murmuró John—. Sabes que no puedes
seguir viviendo en estas circunstancias.
—No sois mis padres. No sois quién para decidir lo que me pase a mí.
—Tampoco parece que tus padres estén por la labor de tomar esa clase de
decisiones —observó John.
Para su humillación, a Anna se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas.
—John —lo reprendió Elizabeth mientras le daba un codazo—. Así no
ayudas.
—Me dejáis un minuto a solas con Anna —exclamó Gabe alejándose de
la pared. En realidad, no era una pregunta, y su voz autoritaria no tenía nada
que envidiarle a la de su padre.
A Anna la habría impresionado si no lo odiase tanto.
John y Elizabeth se miraron a los ojos, y al final ella asintió.
—Esperaremos ahí.
Gabe observó hasta que los vio sentarse en un banco junto a la máquina
expendedora. Acto seguido, señaló la silla de plástico más cercana.
—Siéntate.
—No me digas lo que tengo que hacer.
Gabe soltó un enorme suspiro, cerró los ojos momentáneamente y se pasó
una mano por el pelo.
—Vale. Siéntate, por favor.
—Muy bien. —Anna se desplomó en el asiento, y él se sentó en el que
tenía al lado, tan cerca que ella podría extender el brazo y darle un puñetazo
a su preciosa cara.
Gabe se removió para quedarse frente a frente con ella.
—¿Dónde creías que te ibas?
—No es asunto tuyo.
—Vale, muy bien —dijo. Antes de que se lo pudiera impedir, Gabe se
inclinó hacia delante y le arrebató el billete de autobús del bolsillo lateral de
la mochila. Le dio la vuelta en las manos—. ¿A Chicago? ¿Qué narices hay
en Chicago?
Anna intentó recuperar el billete, pero él lo alzó para alejárselo. No sabía
por qué se preocupaba. Ya era imposible que pudiera subir a ese autobús.
Sin embargo, aquel ridículo trozo de papel arrugado en las manos de Gabe
hacía las veces de su última esperanza. Bajó los hombros.
—Iba a ir a buscar a mi madre.
—¿Tu madre está en Chicago? —Gabe levantó la vista, sorprendido—.
Pensaba que estaba en California.
—Sí. Creo. No lo sé. —Anna se contempló las manos—. Creo que a lo
mejor está en San Francisco.
—Conque ibas a subirte a un autobús hasta Chicago y de allí a San
Francisco, ¿no?
Anna asintió.
—¿Y luego qué? ¿Tenías pensado merodear por la ciudad para buscarla?
—¿Qué? —Irguió la cabeza—. No. No soy idiota. Tengo una dirección.
—¿En serio? —Gabe arqueó una ceja.
Anna se puso la mochila sobre el regazo y extrajo el raído fragmento de
papel del bolsillo.
—Antes me llamaba. Al poco de irse. En el teléfono fijo aparecía el
número. Lo guardé y lo busqué en la guía telefónica. Las llamadas
procedían de una casa en el Mission District de San Francisco.
Gabe se inclinó hacia delante y tomó el papel para desdoblarlo y alisarlo.
—Capp Street.
Anna asintió. Cuántas veces había buscado en Google esa dirección y se
había quedado contemplando el puntito en el mapa, preguntándose si era el
lugar donde vivía su madre. 4146 kilómetros separaban su piso en
Pittsburgh de Capp Street, San Francisco.
—Y ¿qué esperabas que pasara si la encontrabas? —le preguntó Gabe.
Dobló el papel y se lo devolvió.
—Esperaba obtener algunas respuestas de dónde ha estado y por qué
desapareció. —Anna se mordió el labio. Era la verdad. Quería respuestas.
Pero también quería mucho más—. Esperaba…
«Esperaba poder aclarar el entuerto que hice y arreglar la situación».
Pero se limitó a encogerse de hombros.
—No lo sé. Si sigue consumiendo drogas, quizá pueda ayudarla. Y
convencerla para que regrese a casa.
Quizá sí que era una idiota. El escepticismo que había cruzado el rostro
de Gabe sugería que lo era, sí. Probablemente él había asumido lo mismo
que todo el mundo: que su madre era una drogadicta a la que no merecía la
pena salvar. Pero Gabe no la conocía como Anna.
Y tampoco sabía que su madre jamás se habría sido de no haber sido por
Anna.
—Mira, mi madre se fue a California porque buscaba una oportunidad
que fuera a darnos a las dos una vida mejor. No sé qué le pasó después, pero
tengo que creer que sigue ahí. Que todavía es posible que vaya a buscarla y
la encuentre. —Recostó todo su peso sobre el reposabrazos de la silla—. ¿Y
si la desaparecida hubiera sido tu madre? ¿Qué harías tú?
Anna sabía que Gabe perseguiría a su madre hasta los confines de la
Tierra.
—Vale. —Gabe se pasó una mano por el pelo—. Pero ¿y si no pudieras
encontrarla al llegar allí? ¿Qué habrías hecho entonces?
—Pues… —Anna apartó la vista.
—No pensaste más allá de eso, ¿verdad?
Se ruborizó porque era cierto que no había pensado más allá. O tal vez sí,
y se había limitado a expulsar de su cabeza la idea de que su madre quizá no
viviera allí. Porque durante años se había fiado de esa dirección, de esa casa
de Capp Street en San Francisco, a 4146 kilómetros de distancia.
Pero no le debía una explicación a nadie, y menos aún a Gabe. Él la había
traicionado y volvería a hacerlo. Anna se puso en pie.
—Si me disculpas, tengo que ir al lavabo.
Gabe tuvo la poca decencia de echarse a reír.
—Buen intento, pequeña. —La sujetó por la muñeca y tiró de ella para
que se sentara de nuevo—. Todavía no pienso dejar que escapes de mi vista.
—No vas a poder retenerme en contra de mi voluntad para siempre. —
Anna se liberó de su agarre.
—Anna, no intento retenerte en contra de tu voluntad. —Se giró en el
asiento para mirarla a los ojos—. Intento decirte que no hace falta que vayas
a ningún hogar de acogida. Mis padres quieren que vayas a vivir con ellos.
Anna echó atrás la cabeza y aferró los reposabrazos de la silla con las
manos porque de pronto necesitaba un ancla.
—Que quieren… ¿qué? —balbuceó.
—Tienen espacio de sobra, y podrías seguir yendo a las clases de la
universidad. No cambiaría nada, solamente que estarías a salvo con ellos.
—Quieren que vaya a vivir con ellos —repitió. No se lo habría imaginado
ni en un millón de años—. Pero… —No sabía qué decir, y el silencio se
alargó en el estrecho espacio que los separaba.
Anna miró hacia Elizabeth y John, y de vuelta a Gabe.
—¿Por qué iban a querer que vaya a vivir con ellos? —consiguió susurrar
al fin.
—Porque se preocupan por ti, pequeña. —Gabe suavizó la expresión—.
Como todos nosotros. —Le dedicó una sonrisa burlona—. Aunque ahora
mismo no nos lo estés poniendo nada fácil.
Anna intentó tragar el nudo que se le había formado en la garganta.
Nunca había querido creer nada con tanta intensidad como quería creer lo
que Gabe le estaba diciendo en esos momentos. Era lo que en el último año
se había pasado tanto tiempo deseando secretamente. Una familia como la
de Gabe. Un hogar de verdad.
Debería parecerle que le había tocado la lotería.
Sin embargo, más bien le pareció que se encontraba en el borde de un
acantilado.
Porque los Weatherall no eran su verdadera familia, y Anna había
aprendido la lección y no pensaba volver a dejarse convencer por una
fantasía como aquella. Había sobrevivido sin depender de nadie, solo de sí
misma, y, cuando en un estúpido error había confiado en alguien, le había
salido el tiro por la culata.
Se quedó mirando a Gabe. Él creía que la estaba protegiendo. Pero al
llevarse ella una mano al dolorido hombro, todavía sentía cómo el guardia
de seguridad la había estampado contra el suelo para atraparla como si fuera
un animal salvaje. Anna se meció adelante y atrás en la silla mientras
procuraba alejar aquella imagen de su mente. Pero se le había quedado
grabada a fuego, y jamás perdonaría a Gabe por ello.
Su situación en el piso distaba de ser perfecta, pero era suya. Se había
ganado el derecho a decidir lo que le ocurría. Y Gabe se lo había robado al
entregársela a sus padres.
—Anna, vete a vivir con ellos —insistió Gabe—. No siempre tienes por
qué hacerlo todo tú sola. Sé que piensas que sí, pero no. Puedes confiar en
ellos. Y sé que ahora mismo estás enfadada conmigo. Pero en mí también
puedes confiar.
Aquellos ojos plateados le derribaban las defensas, así que Anna se
deslizó en la silla para huir de ellos. Qué fácil le resultaba a Gabe pedirle
que confiara en él. Había crecido en una familia que lo adoraba. Pero ella
era una muchacha descarriada que había pasado tanto tiempo en su casa que
los padres de él la habían compadecido y empezado a alimentar.
En realidad, no la querían. Y ¿por qué iban a quererla? Había sido ella la
que había expulsado a su madre de su lado.
Gabe la observaba con tal silenciosa vehemencia que Anna se sintió
desnuda y expuesta. Se removió y miró tras el hombro de él, hacia la pared.
Jamás volvería a confiar en Gabe ni en su familia. Pero si no se iba con
ellos aparecerían los asistentes sociales y llamarían a la policía. ¿Y si
establecían el vínculo entre su madre y aquel tipo?
¿Y si descubrían que Anna había estado allí ese día?
Dio un brinco cuando Gabe extendió un brazo y le rozó una mano.
—Es tu mejor opción, pequeña.
Anna sabía que estaba en lo cierto. No tenía suficiente dinero para seguir
huyendo y, tonta como era, le había dicho a Gabe dónde buscarla si le daba
por huir. Las lágrimas que había contenido afloraron de nuevo.
—No me puedo creer que me hayas vendido de esta manera —le espetó
Anna mientras se pasaba una mano por la mejilla húmeda—. Nunca te lo
perdonaré, Gabe. Nunca.
—No me importa que me perdones. —Se inclinó hacia delante y la miró
fijamente a los ojos—. Me importa que estés a salvo.
Y así terminaba todo. Fin de la partida.
—¿Vamos a hablar con mis padres? —Gabe extendió una mano—.
¿Trazamos un plan para ir a buscar tus cosas?
Por primera vez, la realidad de irse a vivir con John y Elizabeth caló en su
interior. Ahora que no iba a marcharse a San Francisco —y tal vez pasaran
años hasta que pudiera llegar a la casa de Capp Street—, su destartalado
piso era el único lugar que todavía la unía a su madre.
Anna se encogió y se apartó de la mano que le tendía Gabe.
—¿Qué pasa con mi madre?
—Anna, no puedes ir hasta San Francisco en autobús. —Gabe ladeó la
cabeza y se la quedó mirando—. Lo sabes, ¿verdad?
Se apiadaba de ella.
—Pues claro que lo sé. Pero… —Anna retorció la correa de la mochila
que sujetaba con las manos—. Pero ¿y si regresa? —Detestó haber
formulado la pregunta casi sin voz, como si su tono ya renunciara a un
último atisbo de esperanza.
Gabe miró de reojo y, maldito fuera, Anna sabía lo que estaba pensando.
Su madre llevaba dos años lejos de ella. Y él no creía que fuera a regresar.
«Pero no lo sabe a ciencia cierta».
Su madre le dijo que regresaría.
«Me iré durante una temporada breve. Aceptaré ese trabajo y ganaré
suficiente dinero para que nadie vuelva a hacernos daño. No te preocupes,
cariño. Yo cuidaré de las dos».
Y seguía ahí, en alguna parte. De lo contrario, Anna lo sabría. Lo habría
sentido.
—¿Cómo me va a encontrar mi madre? Tampoco es que le pueda dejar
una dirección al casero.
—Pues… —Arrastró la palabra, y Anna supo que pretendía seguirle la
corriente.
Notó cómo le empezaban a arder las mejillas. La madre de Gabe jamás
habría tenido que abandonarlo, así que él no sabía qué significaba esperar
su regreso. Ni atormentarse por lo que podría haberle ocurrido.
Gabe tamborileó con los dedos en el reposabrazos de la silla.
—¿Qué me dices de algún vecino del edificio?
—La señora Janiszewski. Vive en la planta de arriba.
—Vale, pues cuando vayamos a recoger tus cosas le dejaremos el número
de mis padres a la señora Janiszewski.
Y ya estaba. Así era como otros decidían cómo transcurriría su vida.
Durante años, había estado desesperada por salir de aquel destartalado piso
y alejarse del espantoso casero. Pero debería haberlo logrado según sus
propios términos. No según los de Gabe. En su vida, había controlado muy
pocas cosas, y él también le había arrebatado aquella decisión. Si no se iba a
vivir con los padres de Gabe, llamarían a protección del menor. La
enviarían de una casa a otra como una maleta que va de un lado a otro en el
maletero del autobús.
Anna sabía que, entre irse a vivir con los Weatherall o acabar siendo una
más en el sistema de hogares de acogida, sería estúpida si no escogía a los
Weatherall. Por lo menos así podría seguir yendo a clase y, al cabo de un
año, se iría a estudiar a la universidad y se alejaría de esa casa para siempre.
Y entonces quizá sí que podría viajar a San Francisco, encontrar a su madre
y arreglar el desaguisado que había creado.
Se iría a vivir con los Weatherall, pero nunca perdonaría a Gabe ni
volvería a confiar en su familia. Porque era lo bastante lista como para saber
que abrirse de nuevo ante ellos le podría provocar muchísimo más dolor que
cualquier casero turbio o el hogar de acogida al que terminasen metiéndola.
15

Gabe estaba sentado en una silla de lino azul a un lado de la chimenea del
salón de sus padres y fingía estar absorto en el libro que había agarrado de
las estanterías de su padre. En realidad, observaba cómo Anna hojeaba las
páginas de un álbum con tapas de cuero deshilachadas mientras su abuela
señalaba con el dedo arrugado una fotografía de color sepia y una sonrisa le
profundizaba las líneas que le rodeaban los labios.
—Benjamin —dijo Dorothy con voz áspera por la falta de uso.
—Por cómo sonríe a la imagen, veo que era su hermano favorito. —Anna
alisó la curvada fotografía, y Gabe entrevió la imagen de una niña con
vestido de marinera y calcetines hasta las rodillas junto a un muchacho con
traje de tweed y sombrero a juego. Con los años, la había visto una docena
de veces, pero nunca se le había ocurrido sentarse y preguntar a su abuela al
respecto. Pero a Anna sí. Le había preguntado a Dorothy sobre todas las
fotos del álbum y en unos pocos meses había aprendido más de la historia
de la anciana que él en toda su vida.
Gabe seguía asombrado por que Anna hubiera invertido el tiempo
suficiente para aprender a llevar a su abuela de esa forma. Pero si era
sincero consigo mismo, tal vez no era por la información que había sacado
de un libro de neurociencia.
Tal vez era porque era Anna.
Cuando un par de meses antes se había ido a vivir con sus padres, Anna
había encontrado unos álbumes de fotos antiguas, y Dorothy y ella iban
estudiándolas todas para juntar las piezas del puzle de la infancia de la
anciana. Aunque en el presente su abuela casi nunca reconocía a sus
parientes, Anna había descubierto que recordaba muy vivamente a la gente
de su pasado. Y aunque Dorothy no hablase demasiado, Anna había
conseguido comunicarse con ella sin problemas.
La abuela de Gabe empezó a tirarse de la camisa, señal de que se estaba
cansando y de que pronto regresaría al interior de su propio mundo. Anna lo
comprendió de inmediato y cerró el álbum de fotos.
—Más tarde miraremos unas cuantas más, ¿vale?
Dorothy le dio una palmada en la pierna, y la hilera de brillantes anillos
de diamantes resplandeció en su mano ajada, llena de manchas del sol.
Últimamente lo hacía mucho: le daba palmadas a Anna en la pierna, le
apretaba la mano, le apartaba el pelo de la cara. Dorothy se encariñaba con
Anna aun sin saber quién era. Y por la cara que ponía la joven, estaba claro
que el aprecio era mutuo.
Gabe retomó la lectura del libro, sorprendido ante la emoción que sentía
en el pecho. Era un gran alivio ver a Anna tan cómoda y relajada, feliz
incluso, en lugar de siempre a la defensiva, como había estado durante
buena parte del tiempo que hacía que la conocía. Desde que se había ido a
vivir con sus padres, había ganado unos kilitos, las manchas oscuras
alrededor de los ojos habían desaparecido y su sonrisa aparecía con mucha
más frecuencia.
Bueno, siempre y cuando no fuera para dedicársela a Gabe.
Para él Anna reservaba una sucesión de silencios, miradas fulminantes y
una clara hostilidad. En cierto modo, Gabe lo entendía. Había sido el que
había encendido la cerilla que había prendido fuego a su antigua vida. A
pesar de las pruebas fehacientes que daban fe de lo contrario, Anna seguía
creyendo que tenía controlada la mierda de situación que vivía con su
casero, y era imposible hacerla entrar en razón. Había jurado que nunca
perdonaría a Gabe, y estaba cumpliendo la promesa. Llevaba diez minutos
en la misma habitación que ella y Anna ni siquiera había reparado en su
presencia.
Aun así, él no dejaba de intentarlo.
—Oye, pequeña, ¿cómo va la clase de verano? —le preguntó mientras
dejaba a un lado el libro. Él se había graduado de la universidad la
primavera anterior y al cabo de un mes se iría a estudiar un máster, pero
Anna se había apuntado a otra asignatura. En otro momento, se lo habría
contado con todo lujo de detalles, le habría pedido consejo con los trabajos
o algo. Pero apenas le dirigía la palabra.
—¿A ti qué más te da? —Anna se cruzó de brazos y lo taladró con la
mirada.
Con una sonrisa, él se levantó y se acercó a su lado de la sala.
—¿Sabes una cosa? Deberías tener cuidado. Como pongas cara de perro
tan a menudo, se te podría congelar la expresión. Y terminarías
lamentándolo.
Los labios de Anna se torcieron en una media sonrisa, y Gabe sintió una
punzada de triunfo. Había sido de lejos la reacción más prometedora que
había conseguido arrancarle a lo largo de todo el verano. Anna se tapó la
boca con una mano, pero fue demasiado tarde. Gabe sabía que había hecho
una grieta diminuta en su coraza. Echó atrás los hombros y se estiró, como
si acabara de vencerla en un combate cuerpo a cuerpo.
—Sabía que echabas de menos mis bromas.
—Lo que tú digas. —Anna puso los ojos en blanco, y enseguida se
envolvió de nuevo con su coraza.
Gabe se la quedó mirando durante unos segundos y al final se sentó en la
butaca al otro lado de la mesa de centro, delante de ella.
—Anna, una cosa. Me gustaría comentarte algo. He hablado con mi
nueva tutora de la universidad y me ha sugerido que asista a la conferencia
de Hastings sobre economía y justicia social que habrá este verano. —En
realidad, su tutora le había sugerido que asistiera a alguna de las numerosas
conferencias. Él había seleccionado la de Hastings por una razón muy
específica.
—Muy bien. —Anna se encogió de hombros. Entre líneas, en sus
palabras se leía: «¿Por qué me lo estás contando?». Era una rencorosa de
nivel experto. Gabe la admiraría por eso si esa ira no estuviera dirigida
hacia él. Y si no echara de menos su vieja amistad.
—La conferencia tendrá lugar en San Francisco.
Anna irguió la cabeza. Ese detalle había llamado su atención.
—¿En serio? —preguntó sin aliento.
—Sí. Y se me ha ocurrido que a lo mejor me podrías dar la dirección que
tienes de tu madre. Y podría ir a echar un vistazo.
En un solo instante, todo un arcoíris de emociones cruzó el rostro de ella:
asombro, terror y, finalmente, esperanza.
—¿De verdad? ¿No estás de broma? ¿Lo harías por mí en serio? —Se
encogió de hombros y se agarró las manos con fuerza, nerviosa.
¿Por qué parecía tan sorprendida? ¿Acaso creía que, cuando Gabe había
revelado su secreto, fue porque no le importase lo más mínimo? ¿No
comprendía que lo había hecho solo porque le importaba mucho?
—Pues claro que sí, Anna —le espetó—. ¿Qué pasa? ¿Crees que te estoy
tomando el pelo?
—No. —Anna parpadeó—. Es que… —Bajó los hombros—. Perdona. Sé
que no lo harías. Es que no me lo puedo creer. Pensaba que pasarían años
hasta que pudiera localizarla.
Gabe se frotó la nuca. Tenía ciertas reservas sobre aquel asunto. Para ser
una persona muy perspicaz con los demás, Anna parecía llevar una venda
en los ojos en lo que se refería a su madre. Según el punto de vista de Gabe,
la mujer había abandonado a su hija, y punto. Lo que hubiera ido a buscar al
marcharse a Carolina no era una vida mejor para Anna. Gabe tenía dudas de
que aquel viaje fuese a conseguir algo que pudiera considerarse una buena
noticia. Pero Anna ya tenía diecisiete años y al cabo de menos de un año se
graduaría del instituto. Tal vez fuera mejor para ella que supiera la verdad y
pudiese pasar página y seguir con el resto de su vida.
—Podría acercarme en una pausa entre sesiones de la conferencia —le
comentó—. Te llamaré en cuanto llegue.
—Gracias, Gabe. En serio. Significa mucho para mí. —Y fue entonces
cuando le lanzó la primera sonrisa real que él le había visto esbozar durante
varios meses.

Gabe se levantó de una de las sillas plegables de plástico que se agolpaban


en la sala de conferencias del hotel y comprobó la agenda. Disponía de una
pausa de dos horas antes de que a las seis empezara el programa de cenas, y
en el mostrador de la recepción le habían dicho que tardaría unos treinta
minutos en ir del centro de San Francisco al Mission District. Aquel parecía
el momento adecuado.
¿Por qué de pronto se ponía nervioso? Quizá fueran los ojos de Anna,
llenos de ilusión y esperanza, cuando le había dado la dirección, escrita con
letra impoluta en una tarjeta junto a las palabras «Deborah Campbell». Él
ya conocía el nombre de su madre gracias a la investigación que había
llevado a cabo la primavera anterior en la residencia. Esa vez, había
desenterrado una bomba de relojería. Esperaba que su segundo intento diese
con un resultado distinto.
Treinta minutos más tarde, caminaba por Mission Street, donde el barrio
parecía estar inmerso en un proceso de gentrificación. En las aceras se
acumulaban los pisos modernos y las cafeterías a la última moda, al lado de
restaurantes mexicanos y tiendas de ropa antigua que parecían llevar allí
desde que las prendas eran nuevas. ¿La madre de Anna recorría esa misma
calle, pedía tacos en el restaurante de los murales coloridos y compraba
ropa de segunda mano en la tienda llamada Nuevo de Ayer?
Si era sincero consigo mismo, no esperaba encontrar a la madre de Anna
en la casa que figuraba en la tarjeta de su bolsillo. Pero sí esperaba que lo
que descubriese ayudara por lo menos a Anna a cerrar ese capítulo. Así fue
como, en la intersección entre Mission y la calle 19, Gabe giró a la
izquierda y siguió caminando hasta llegar a la farola metálica que sostenía
un cartel blanco y negro con las palabras CAPP ST.
Gabe comprobó la dirección y luego contempló los edificios. En esa
manzana había una pequeña bodega con flores y frutas en macetas y tarros
sobre la acera. El toldo rojizo de la tienda indicaba «1906» con letras
descoloridas, así que la dirección que Anna le había dado —el número 1908
— debería estar a la vuelta de la esquina.
Pasó por delante de la bodega, viró hacia Capp Street y se detuvo en la
acera. Delante de él se alzaba una verja metálica provisional que
acordonaba una casa gris de tres plantas que parecía abandonada. Gabe se
acercó, metió los dedos por entre los alambres y contempló el edificio. Las
paredes exteriores de estuco de la casa de estilo colonial parecían en buen
estado, pero era lo único que podía decir lo mismo. La puerta del garaje de
la planta baja estaba torcida como si alguien la hubiera arrancado de los
goznes, unos tablones de contrachapado cubrían la mayor parte de las
ventanas superiores y una serie de grietas recorrían los escalones de
hormigón que conducían hasta el marco de madera astillada y hasta la
descolorida puerta principal.
En ese momento, se abrió la puerta, y salió un hombre de mediana edad
en buena forma física con una camisa azul de botones remetida en unos
pantalones grises a medida. Gabe parpadeó. No sabía qué esperaba, pero no
a ese tipo. El hombre miró la puerta y luego bajó las escaleras poniendo
cuidado en dónde pisaba.
—Disculpe —lo llamó Gabe cuando se acercó a la acera.
El desconocido levantó la vista y se lo quedó mirando.
—¿Te puedo ayudar en algo?
—Eso espero. —Gabe se aclaró la garganta—. ¿Es usted el propietario de
la casa? Me preguntaba si podría decirme algo sobre ella. Busco a una…,
mmm, a una amiga que creo que vivía ahí.
—¿Tenías una amiga que vivía en esta casa? —Era el turno del hombre
de sentir sorpresa—. Me cuesta creerlo.
Gabe se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones de traje y
recordó que iba vestido para hacer contactos en una conferencia económica
y no para husmear en edificios abandonados. Intentó pensar en una buena
explicación para lo que estaba haciendo allí y terminó conformándose con
la verdad.
—En realidad, busco a la madre de una amiga mía. Desapareció hace un
par de años. Mi amiga cree que esta casa es su última dirección conocida.
Yo estoy de paso en la ciudad y le dije que me acercaría a echar un vistazo.
—Ah. —El hombre asintió como si aquello tuviera mucho más sentido.
Dio varios pasos a la izquierda y abrió la puerta de la verja—. Pasa, pasa.
—Le hizo señas a Gabe para que cruzara hasta el otro lado de la acera y le
tendió una mano—. Soy Cliff Desmond.
—Gabe Weatherall.
—No soy el propietario. Soy el agente inmobiliario —le explicó Cliff—.
La casa estaba a la venta y mañana se cerrará el traspaso. He venido a hacer
la última inspección.
—¿Cuánto tiempo lleva en ese estado? —Gabe desplazó la vista hacia la
casa.
—Eso sí que no te lo sé decir. —Cliff se encogió de hombros—. Está
claro que hace años que nadie la cuida ni paga las facturas. Yo entré en el
asunto cuando mi clienta la compró en una subasta del Ayuntamiento. Se
pasó un año entero aguantando hasta que los precios del mercado resultaron
demasiado tentadores como para no ponerla a la venta.
—Y ¿quién la va a comprar mañana?
—Una empresa de promotores locales.
—¿La van a reformar?
—Creo que tienen pensado derribarla y construir lofts.
—Tengo entendido que ahora mismo están construyendo muchos pisos
así por San Francisco. —No lo sorprendió.
—Pues sí. —Cliff le lanzó una sonrisa de dientes blancos y rectos—. No
me puedo quejar. El negocio va genial.
—¿Hay alguna manera de saber qué les pasó a los residentes que vivían
ahí antes de que el Ayuntamiento se hiciera cargo de la casa?
—Si no me equivoco, eran okupas. Y por el estado del interior es lo que
debían de ser.
—Exacto —añadió una voz tras ellos—. Okupas.
Cuando Gabe se giró, vio a un hombre de pelo corto y cano que unos
minutos antes barría la acera delante de la bodega.
—¿Sí? ¿Sabría decirnos algo sobre ellos?
El hombre se apoyó en su escoba.
—Lo único que sé es que esa casa era un fumadero de crack.
Gabe arqueó las cejas.
El tendero negó con la cabeza con el rostro demudado por la repulsa.
—Nada más que drogas y prostitutas iban y venían. A mí me robaban y se
chutaban en la calle. —Hizo un gesto despectivo con una mano—. Por fin
se han largado.
—Por el estado y el contenido de la casa, me temo que te lo puedo
confirmar —añadió Cliff con un poco más de amabilidad—. Siento mucho
lo que eso pueda significar para tu amiga.
A diferencia del tendero, a Cliff sí le daba pena la situación. Gabe le
lanzó una mirada de agradecimiento.
El tendero golpeó el suelo con la escoba.
—No voy a decir que me vayan a encantar las grúas y el ruido, pero que
los promotores vayan a derruirla y a construir un edificio nuevo es lo mejor
que le ha pasado nunca al barrio. Por aquí hay familias jóvenes y niños
viviendo. No era un lugar seguro.
—¿Por casualidad no sabrá nada de la gente que iba y venía? —Gabe se
metió una mano en el bolsillo y extrajo la foto que Anna le había dado.
Había amarilleado un poco. La joven de la imagen lucía una chaqueta
vaquera desteñida y una permanente de los años ochenta. Era posible que
hubieran tomado la fotografía antes de que Anna naciera. Gabe sabía que
era poco probable que Deb Campbell todavía se pareciera a esa muchacha
tras casi dos décadas y una vida muy dura, pero no tenía más pruebas—. Se
llama Deb.
—Yo solo prestaba atención a esa gente cuando se subían al asiento
trasero de un coche de policía. —El tendero apenas le echó un vistazo a la
imagen—. O a una ambulancia de camino a la morgue.
Gabe tomó una bocanada de aire, pero antes de que pudiera responder,
intervino Cliff.
—Gracias por la ayuda. —Le lanzó una ligera sonrisa al tendero y le dio
la espalda—. Mira, joven, yo no sé nada de esta situación, pero creo que
eres una buena persona que has venido a buscar a la madre de tu amiga.
—Gracias. —Gabe encorvó los hombros—. Mi amiga esperaba obtener
algunas respuestas.
—¿Crees que ahora obtendrá alguna?
—No. —Suspiró—. Creo que si acaso tendrá muchas más preguntas.
—Bueno, si te sirve de ayuda, no tengas reparos en echar un vistazo a la
casa. —Cliff señaló hacia los escalones medio derruidos—. Hay algunos
objetos personales que la gente dejó por ahí, y los promotores obviamente
no los querrán. Ya han reservado un contenedor de basura para pasado
mañana.
—¿En serio? ¿Es seguro entrar?
—Bueno… —Cliff levantó una mano—. Te advierto que no es un
espectáculo demasiado bonito. Pero en lo que a la estructura se refiere es un
lugar seguro. Vamos.
La casa era oscura, las ventanas estaban selladas y solo había unas
cuantas rendijas de luz que atravesaban las grietas de los tablones de
madera. En el aire olía a quemado, no a humo de cigarrillo, sino a algo más
intenso. El tendero había dicho que era un fumadero de crack. Quizá era lo
que olía Gabe. Al adentrarse más en la casa, percibió un aroma agrio, como
si alguien hubiera derramado leche sobre los sofás manchados del comedor
y los hubiera dejado ahí durante semanas… o años quizá.
Gabe vio que tiempo atrás la casa había sido preciosa con los suelos de
madera originales y las molduras en las puertas, pero probablemente él iba a
la escuela la última vez que alguien limpió una de esas superficies.
Tras subir una estrecha escalera, Cliff le mostró a Gabe tres dormitorios,
todos con un par de muebles de madera contra las paredes y colchones en el
suelo cubiertos de sábanas sucias. Las prendas de ropa sobresalían de las
cómodas, y el suelo estaba atestado de envoltorios de comida, botellas de
cerveza y demás porquería. Cliff y él entraron en el primer dormitorio, con
cuidado para mantenerse alejado de la cama, y Gabe se dirigió a una mesita
debajo de la ventana, en tanto Cliff se encaminaba hacia el escritorio.
—¿Cómo dices que se llama la madre de tu amiga? —Cliff revolvió una
montaña de papeles.
—Deborah Campbell.
—Aquí hay algunos recibos y viejas facturas —Cliff apartó más hojas—,
pero nada con ese nombre.
Mientras Cliff abría la tapa de una caja de zapatos, Gabe echó un ojo a los
cajones del escritorio. Allí no había gran cosa tampoco salvo más papeles,
un puñado de clips oxidados y bolígrafos secos. Todo aquello podía llevar
décadas en esa habitación. Comprobó la fecha de una de las facturas: 1990.
Mucho antes de que la madre de Anna estuviera allí.
Cliff y él pasaron al siguiente dormitorio, donde el agente volvió a
concentrarse en el escritorio y Gabe fue hacia la mesa. Fue más o menos lo
mismo. Solo un montón de basura que los promotores estarían encantados
de lanzar a un contenedor. Aun así, Gabe siguió mirando y agarró la
manecilla del cajón inferior para abrirlo. Dio un salto atrás con un grito.
—Madre de Dios.
—¿Qué pasa? —Cliff se giró.
Gabe miró hacia las cucharas torcidas y ennegrecidas, las bolsas de
plástico vacías y las agujas destapadas que había en el fondo del cajón.
—Pues… supongo que en esta habitación a alguien le gustaba chutarse.
—Sí, en el cuarto de baño he visto cosas parecidas. —Cliff asintió.
—Ni siquiera sé qué estoy buscando. —A Gabe se le cayó el alma a los
pies—. O sea, tampoco es que una mujer que abandona a su hija
adolescente para vivir en un sitio como este vaya a guardar fotos de la
familia, un diario o algo. —Cerró de golpe el cajón—. Si la madre de Anna
estuvo aquí, seguramente vino a drogarse o… —Los ojos de Gabe volaron
hasta el colchón del suelo. No quería ni pensar en eso. Por el bien de Anna.
Echaron un rápido vistazo al último dormitorio, pero no encontraron nada
más que las mismas ropas viejas, sábanas manchadas y basura.
De vuelta a la calle, Gabe le tendió la mano a Cliff.
—Muchas gracias por dejarme mirar por la casa. Se lo agradezco de
verdad.
—Siento que no hayas encontrado nada. —El agente le estrechó la mano.
—Bueno. —Se encogió de hombros—. Incluso la nada es más
información que la que teníamos antes de que viniera.
—Tu amiga tiene suerte de contar contigo. —Cliff le dio una palmada en
el hombro.
Gabe recorrió la calle 19 y dobló la esquina hacia Mission Street, donde
se recostó en una pared de ladrillos debajo del cartel de una casa de
empeños.
—Mierda —masculló mientras se pasaba una mano por el pelo—. ¿Qué
le voy a decir?
Anna albergaba muchas esperanzas, pero debía de saber que era una
misión improbable.
Gabe sacó el móvil del bolsillo y pulsó el botón para llamar al nuevo
número de teléfono de Anna, que respondió al primer tono.
—¿Diga?
El corazón de él se estrujó al oír los nervios de esa voz. ¿Estaba
esperando junto al móvil a que la llamara?
—Hola, pequeña. Soy Gabe.
—Hola. ¿Cómo va?
Gabe se metió la mano libre en el bolsillo cuando se levantó el viento.
—Alguien se ha olvidado de decirle a San Francisco que técnicamente
todavía es verano.
—Ay, pobrecito —bromeó Anna, y Gabe se la imaginó poniendo los ojos
en blanco. Y sonrió aun sin querer—. ¿Cómo va la conferencia? —le
preguntó.
—Anna. —Gabe cambió el peso de un pie a otro—. He ido a Capp Street
a buscar a tu madre.
—¿Y? —Su voz era prácticamente un susurro.
Gabe respiró hondo, dispuesto a contárselo todo: la casa medio derruida,
la basura, los artículos de drogadictos. Pero cuando abrió la boca fue
incapaz de pronunciar esas palabras. Si la madre de Anna sí que había
vivido en esa casa, era probable que estuviera metida en la actividad ilegal
que se llevara a cabo allí. El tendero había insinuado que la mayoría de los
que vivían allí habían terminado en la cárcel… o muertos. Pero no eran más
que especulaciones. No había ninguna prueba de que Deb Campbell hubiera
vivido en esa casa, ni siquiera en la ciudad. Una búsqueda de un número de
teléfono en Google no era ciencia, la verdad.
Anna había pasado por muchísimas cosas, y aquello no haría más que
empeorar el no saber qué le había ocurrido a su madre. Se imaginaría lo
peor.
—Lo siento, Anna —le dijo con suavidad—. Han vendido la casa a unos
promotores. Está vacía. Allí ya no vive nadie.
—Ah… —Sonó muy decepcionada—. Vale.
—Lo siento —repitió.
—Bueno, y ¿había…? —Anna dejó la frase a medias y suspiró—. Da
igual.
—¿Qué ibas a preguntar?
—¿Había alguien a quien podrías haberle preguntado por ello? ¿Tal vez
un vecino que la conociera? ¿Le has enseñado su foto a alguien?
Gabe se apartó de la pared y empezó a recorrer la acera delante de la casa
de empeños hasta regresar a la esquina.
—He hablado con un hombre del supermercado, pero no se acordaba de
ella. —No era una mentira al cien por cien. El tendero no había recordado a
la madre de Anna—. Por lo visto, la casa lleva años vacía. —Aquello
tampoco era mentira.
Una vez más, Gabe cruzó hasta situarse delante del escaparate lleno de
tesoros de la gente: un par de guitarras acústicas, un espejo que servía de
bandeja para un montón de relojes y un puñado de joyas de oro, todo debajo
de un cartel de neón iluminado que decía: COMPRO ORO. En la casa no había
nada que alguien pudiera guardar, y mucho menos vender. Era mejor para el
barrio que la derribaran y empezasen de cero.
Gabe echó a caminar de nuevo por la acera. Anna se había mantenido
tanto rato en silencio que él comenzó a preguntarse si se habría cortado la
línea.
—¿Anna? ¿Estás ahí?
Al final, la oyó respirar hondo.
—Ya sabíamos que era improbable.
—Pues sí. Aun así, lo siento.
Le llamó la atención una bandeja de terciopelo azul del escaparate de la
casa de empeños en la que había brillantes joyas de oro.
—Gracias por ir hasta allí, Gabe —le dijo Anna.
—No me las des. No he hecho nada.
—Sí. No tienes ni idea de cuánto significa para mí. —Se le rompió la voz
con las últimas palabras, y se aclaró la garganta.
Y, de repente, a Gabe le dio un vuelco el corazón. Porque en el escaparate
de la casa de empeños había un colgante que le resultaba sumamente
familiar. Se acercó. «¿Es posible?». Aquel colgante tenía la misma forma de
medialuna y lucía un patrón parecido en la superficie. Pero la ventana del
escaparate estaba demasiado sucia como para verlo bien.
—Anna —dijo Gabe intentando hablar con voz firme—, tengo que volver
a la conferencia.
—Claro. Gracias otra vez, Gabe.
En cuanto colgaron el teléfono, Gabe abrió la puerta de la casa de
empeños y entró.
Una mujer mayor de pelo grisáceo con una sudadera del equipo de fútbol
americano de los San Francisco 49ers levantó la vista.
—¿Te puedo ayudar en algo?
—Sí, por favor. —Gabe señaló hacia el escaparate—. Hay un colgante
que me gustaría ver.
La mujer fue a buscar la bandeja de terciopelo y la colocó encima del
mostrador.
—Aquí tienes. ¿En cuál estás interesado?
Gabe extendió una mano y con cuidado levantó el pequeño colgante de
oro. Con el corazón acelerado, se lo puso sobre la palma para verlo mejor.
«Tiene que ser». No había ninguna otra explicación. Era imposible que
fuera una coincidencia que en una casa de empeños, cerca del sitio donde
podría haber vivido la madre de Anna, hubiera un colgante idéntico al que
Anna llevaba todos los días.
—Es precioso, ¿verdad? Oro auténtico —puntualizó la mujer.
Gabe lo recorrió con un dedo. En la superficie del colgante había una
especie de flor tallada; estaba convencido de que el patrón encajaría con las
líneas del que llevaba Anna. Uno al lado del otro, los dos formarían un
círculo.
—¿Sabe de dónde salió? ¿Quién se lo vendió?
—Yo no hago preguntas. —La mujer negó con la cabeza.
¿Cómo había terminado el colgante en una casa de empeños?
Pero Gabe tenía el presentimiento de que ya lo sabía. Visualizó las agujas
y los demás objetos de consumo de drogas que había visto en el cajón. La
gente hacía cualquier cosa si estaba lo bastante desesperada. Incluso vender
sus joyas más preciadas.
«Hasta la que es igual a la de su hija».
—¿Cuánto vale? —Gabe rodeó el colgante con el puño.
La mujer oteó sus elegantes ropas de asistente a conferencias.
—Cien dólares.
—Le daré cincuenta.
—De acuerdo.
El hecho de que hubiera aceptado el regateo con tanta rapidez no hizo
sino empeorar la situación. ¿Qué escaso valor le daba la madre de Anna a
ese collar si lo había vendido por calderilla?
La mujer sacó un bloc con el nombre de la tienda en el margen superior,
escribió un par de líneas sobre el colgante y el precio, y arrancó la página.
Metió el recibo en el fondo de una cajita de terciopelo y dispuso el collar
encima.
Unos segundos más tarde, Gabe se encontraba en la acera, con una barata
bolsa de plástico en las manos. Debería llamar a Anna y contárselo, pero
algo se lo impedía. ¿Cuántas veces la había visto agarrarse el colgante y
acariciar la superficie con el pulgar? Por lo general, lo hacía cuando estaba
nerviosa o preocupada, y era evidente que el colgante le proporcionaba
consuelo. Era su vínculo con su madre. Los patrones encajaban como un
puzle, y durante todo ese tiempo Anna había ido en busca de la parte que
faltaba.
¿Cómo iba él a llamarla y a decirle que su madre había vendido su mitad
a una casa de empeños? ¿Cómo iba a decirle que aquello que para Anna lo
significaba todo revestía tan poca importancia para Deb Campbell? No
podía darle aquella noticia por teléfono.
Gabe se metió la cajita de terciopelo en el bolsillo y tomó Mission Street
para regresar al hotel. A principios de ese mes ya había empezado su
programa de máster en la universidad y no volvería a casa hasta las
vacaciones de Navidad. Pero para aquello solo quedaban unos pocos meses
ya. Sería mejor llevar el colgante a casa de sus padres y dárselo a Anna en
persona. Y en ese momento le contaría todo lo que había descubierto sobre
su madre.
16

Anna dio golpecitos al libro de cálculo con el lápiz y se quedó


contemplando el reloj. El avión de Gabe desde Chicago había aterrizado esa
misma mañana, y estaría en casa de sus padres durante toda una semana
para las vacaciones de Navidad. Un ejercicio matemático más y Anna lo
vería por primera vez desde que se marchase a estudiar el máster. Ese
otoño, había estrenado un teléfono móvil, y se mandaban mensajes a todas
horas, por lo general comentarios sin importancia sobre su día o historias
para hacer reír al otro. Cosas de las que a menudo hablaron el año anterior
al trabajar en el proyecto. Era casi como si Gabe siguiera ahí.
Casi.
Anna hurgó en la mochila, como si buscara un lápiz, y abrió el móvil para
leer los mensajes de texto del día anterior.

Anna
Pues he ayudado a tu madre a limpiar tu antiguo dormitorio para
cuando vuelvas a casa. Debajo de la cama he encontrado una
montaña de viejos catálogos de Victoria’s Secret y media botella
de Jim Beam, restos de tu depravada adolescencia. Te gustará
saber que he conseguido tirarlo todo antes de que tu madre lo
viera. Para ella sigues siendo su perfecto hijito. De nada.

Gabe
Gracias por cuidar de mí, pequeña. Pero no tendrías que haber
tirado la botella de Jim Beam. Nunca se sabe cuándo
podríamos necesitarla.

Anna
No te preocupes, he guardado un montón de tesoros… Como la
foto de sexto de primaria que he encontrado en un cajón, en la
que sales con aparatos en los dientes y peinado de casco, por
si alguna vez necesito chantajearte.

Gabe
Gracias a Dios que no has encontrado las fotos de primero de
universidad, cuando pasé por una fase de llevar monos sin
camiseta debajo.

Anna
Uy, sí que las he encontrado, sí. Matt y Rachel están
enfrascados en una subasta.

Gabe
Mierda. Me voy un semestre y te vuelves en mi contra en menos
de lo que canta un gallo.

Anna levantó la vista y vio que su profesor de cálculo la miraba con cara
de pocos amigos. Apretando los labios para ocultar la sonrisa, se guardó el
móvil en el fondo de la mochila y procuró fingir que se concentraba en la
clase.
Cuando Gabe les contó a sus padres que vivía sola, Anna se sintió tan
traicionada que juró no volver a dirigirle la palabra jamás. Pero debía
admitir que irse a vivir con John y Elizabeth había terminado siendo muy…
interesante. Por primera vez, se tumbaba en la cama por las noches sin
preocuparse por cómo iba a pagar el alquiler ni ahorrar como una
hormiguita para la factura de la luz. Ya no oía extraños ruidos en el exterior
ni saltaba de la cama cada dos por tres a oscuras para comprobar que
hubiera cerrado la puerta con llave y pestillo. Y había podido dejar su
trabajo en el supermercado para concentrarse más en los estudios.
Pero el factor decisivo que la llevó a capitular fue que Gabe había ido a
visitar la casa de San Francisco. Anna nunca olvidaría la voz de él cuando
le dijo que la casa estaba vacía y que pronto iban a derruirla. Durante unos
segundos, ella no pudo respirar, consciente de que la dirección a la que
llevaba años aferrándose, su única esperanza para encontrar a su madre,
había resultado un callejón sin salida. Pero acto seguido oyó la voz de
Gabe, que le decía que lo sentía, como si para él aquello también fuera
importante.
Por primera vez, Anna tuvo la sensación de que otra persona se
preocupaba por lo que le había sucedido a su madre. Como si en aquel
asunto ya no estuviera sola.
Para ella había sido un detalle enorme. ¿Cómo iba a estar enfadada con él
después de eso?
Y al cabo de un rato lo encontraría en casa cuando volviese de las clases.
Anna quería contarle un millón de cosas, anécdotas que había reservado
para cuando lo viera en persona. Además, había tomado una gran decisión
sobre dónde estudiar al año siguiente, y si había alguien con quien deseara
compartirla, ese era Gabe.
Era probable que sus noticias no lo sorprendieran. El viaje de Gabe a la
casa de Capp Street le habían demostrado que él comprendía por qué ella lo
necesitaba.
Por fin sonó el timbre, y Anna se levantó de un salto y se dirigió hacia la
puerta sin siquiera molestarse en ponerse el abrigo.
Anna corrió para no perder el autobús; sus pies crujieron sobre el césped
congelado del patio mientras los primeros copos de nieve del año se
arremolinaban a su alrededor.

Cuando llegó a la casa de los Weatherall, en el pasillo retumbaba la grave


voz de Gabe. Anna se dio prisa en llegar a la cocina y patinó al frenar, con
el corazón en un puño al verlo sentado junto a Elizabeth y Leah en la isla.
Gabe levantó la vista y reparó en ella.
—¡Anna! —Saltó del taburete y se dirigió hacia la puerta para rodearla
con los brazos. Ella le devolvió el abrazo y se relajó cuando los cuatro
meses de echarlo de menos se esfumaron—. Tenemos que ponernos al día
sobre muchas cosas, pequeña —le dijo, y dio un paso atrás para mirarla a
los ojos.
—Quiero que me lo cuentes todo sobre el máster. —Le sonrió.
—Sí, y yo quiero que me cuentes lo último de tus solicitudes para las
universidades. —Asintió—. Pero hay otra cosa que quiero comentarte. Es
importante…
El resto de la frase se vio interrumpida por una voz que sonaba en el
pasillo.
—La fiesta ya puede empezar. Acabo de llegar. —Rachel posaba en el
umbral de la puerta con una sonrisa de oreja a oreja—. Hola, hermanito.
Bienvenido a casa.
—La fiesta ahora sí que puede empezar. Acabo de llegar yo. —Matt
apareció en la puerta detrás de Rachel y le dio a su hermana un inofensivo
golpe con el hombro.
Rachel contraatacó con un codazo en su costado, y Matt levantó una
mano con la clara intención de revolverle el pelo. Ella se agachó para
esquivarlo y alzó una mano.
—¡Un momento! ¿Por qué nos fastidiamos el uno al otro cuando
podríamos estar fastidiando a Gabe?
Matt ladeó la cabeza y se frotó la barbilla en un exagerado gesto de
reflexión.
—Una idea excelente, hermanita.
Anna se apartó cuando Matt y Rachel rodearon a Gabe y le propinaron
puñetazos en broma.
—¡Argh! ¡Ayúdame, Anna! ¡Leah! —Extendió una mano.
Anna se quedó mirando a Leah.
—¿Deberíamos ayudarlo?
Leah soltó el suspiro propio de una anciana que llevaba cincuenta años
aguantando esas tonterías.
—Supongo que sí.
Anna y Leah tiraron de las manos de Gabe para ponerlo supuestamente a
salvo. En la maraña de brazos y piernas y hermanos, él tropezó con algo y
se estampó contra Anna. Su aroma silvestre, al que ella se había
acostumbrado en el último año y que todavía se percibía en la vieja
sudadera de él que había robado de su habitación de la infancia, la envolvió.
Durante unos segundos, le temblaron las piernas, y no por la fuerza al
intentar no caer al suelo. Anna agachó la cabeza, pero lo miró entre las
pestañas y se dio cuenta de que el rubor del cansancio le había iluminado
los ojos azul plateado.
Gabe siempre le había parecido guapo. Pero a diferencia del resto de la
población femenina, por lo general era inmune a su belleza. Él no se
esmeraba en impresionarla como hacía con las chicas de su edad, así que en
el último año no había tenido ninguna razón para ocultarle sus costumbres
irritantes. Como la molesta manía de apretar el botón del bolígrafo una y
otra vez mientras intentaba resolver un problema. O su forma desafinada y
dolorosa de cantar al poner la radio en el coche. El aspecto físico de Gabe
había dejado de ser lo primero en lo que se fijaba después de reírse de la
historia del vergonzoso encaprichamiento de él con su niñera cuando iba a
quinto de primaria.
Pero de tanto en tanto, cuando le sonreía desde el asiento del conductor o
se estiraba en la silla con los músculos marcados contra la camiseta, su
belleza la dejaba descolocada.
Anna pasó al otro lado de la isla de la cocina. Mientras a su alrededor
seguía desatándose un caos fraternal, ella se concentró en poner a hervir
agua y preparar un té para luego llevarlo al rincón del desayuno donde a
Dorothy le gustaba sentarse cuando hacía demasiado frío para salir al
porche.
Dorothy sonrió y le dio una palmada en la mano cuando Anna dejó la taza
de té delante de ella. La energía tranquila de la anciana siempre calmaba a
Anna cuando se sentía nerviosa. Nunca se habría imaginado haciéndose
amiga de una mujer de ochenta años. Anna no había conocido a ninguna de
sus abuelas ni había pasado tanto tiempo con alguien que le llevase
tantísimos años. Estaba fascinada por la vida que había vivido Dorothy.
Al levantar la vista, vio a Gabe sentándose en el asiento delante de ella.
—Hola, abuela. —Se giró hacia Anna—. Bueno, ¿cómo van las clases,
pequeña?
Al otro lado de la estancia, Leah dio saltitos sin parar mientras aplaudía.
—¡Cuéntaselo, Anna!
Gabe le dio un pellizco en la mano.
—Cuéntamelo, Anna.
—Pues… —Anna miró hacia la mesa. La doctora McGovern le había
escrito una impresionante carta de recomendación, y la universidad le había
ofrecido una beca para un curso introductorio a Medicina. Había recibido la
carta la semana anterior, y todo el mundo se había alegrado mucho por ella.
Por supuesto, habían asumido que aceptaría la propuesta y se quedaría en
Pittsburgh.
Pero Anna no les había contado que había recibido otra carta.
La propuesta que en realidad pensaba aceptar.
Tal vez los decepcionara. A Anna le preocupaba en especial que John se
molestara, ya que el hombre se había entusiasmado mucho con su plan de
asistir al curso intensivo. Muchos de sus compañeros en el hospital
formaban parte del equipo docente. Los Weatherall quizá no lo entendieran.
Pero Gabe sí lo entendería. Se lo había demostrado cuando había ido a
buscar a su madre. Pero no podía contárselo allí, delante de todos los
demás.
—Mmm. —Anna estudió el patrón de la mesa—. Me han aceptado en la
universidad de aquí y me han ofrecido una beca completa.
—Madre mía —dijo Gabe, y curvó los labios en una sonrisa—. Es una
noticia estupenda. Su programa es el mejor, ¿verdad?
Anna asintió débilmente.
Rachel se sentó al lado de Gabe.
—Le darán un estipendio para los libros, además de una habitación gratis
y pensión completa en la residencia. —Le lanzó una sonrisa a Anna—. Está
claro que quieren que estudie allí.
Elizabeth se les unió y le dio una palmada en la mano.
—Ya sabes que nos encantaría que Anna se quedara con nosotros en lugar
de vivir en la residencia, si es lo que desea.
Anna levantó la vista. «¿De veras?». Su mirada barrió a todos los
presentes en la cocina, sonriendo y riendo y metiéndose unos con otros. Y
luego clavó los ojos en Dorothy, cuya mano seguía encima de la suya. ¿Y si
aceptaba la propuesta de Elizabeth? ¿Y si decía que sí y… se quedaba allí?
—Anna tiene que vivir en la residencia. —Gabe le guiñó un ojo—. Si no,
¿cómo se va a emborrachar y volver a casa tambaleándose después de una
fiesta de la fraternidad?
Anna regresó a la realidad. Por supuesto que no podía quedarse con los
Weatherall. Ya habían hecho mucho por ella. Y, además, tenía un plan por el
que quería luchar.
—Sí, me muero de ganas —afirmó sin expresión—. Es que me encanta
estar en sótanos fríos y húmedos, bebiendo cerveza barata y caliente en
vasos de plástico.
Gabe se rio por la nariz y negó con la cabeza.
—Más les vale a los de la fraternidad tener la clase suficiente como para
ofrecerte un cóctel. —Y luego se puso más serio—. Felicidades. Lo has
conseguido, pequeña.
Anna tragó saliva con dificultad al recordar que no hacía tanto tiempo
entrar en la universidad parecía un sueño lejano. De repente, estaba a la
vuelta de la esquina. Había muchísimas cosas que quería decirle a Gabe
para transmitirle lo agradecida que estaba por haber contado con él y con su
familia en el último año y medio.
Sobre todo porque tenía pensado marcharse y no sabía cuándo regresaría.
17

A la mañana siguiente, Anna se despertó en una casa en silencio y se dirigió


a la cocina para preparar café. Sacó una taza de un armario y se giró cuando
se abrió la puerta trasera y entró Gabe, como un modelo de portada de
revista de deporte con zapatillas Adidas azules. El sudor le había moldeado
el pelo con ondas negras alrededor de las sienes, y, cuando se quitó la
chaqueta de correr y la lanzó en el banco junto a la puerta, la camiseta
húmeda se le pegó al pecho con manchas de sudor.
«Por Dios».
Anna se colocó detrás de la isla de la cocina para ocultar los pantalones
de pijama raídos y la misma camiseta manchada de pintura que había
llevado el día que lo conoció. Pero por lo visto él era totalmente ajeno a su
aspecto y le lanzó una sonrisa antes de ir a por su propia taza de café. Y por
supuesto que era ajeno. No pensaba en ella en esos términos.
—¿Has salido a correr? —le preguntó, enunciando lo que era evidente.
—No tienes ni idea de lo templado que es el clima de Pittsburgh
comparado con el de Chicago.
Anna detectó su oportunidad y la aceptó.
—Ya, yo no lo sé. Solo he salido de Pittsburgh una vez, en una excursión
de la escuela a Virginia Occidental. —No mencionó que lo más cerca que
había estado de abandonar la ciudad de verdad fue durante su fallido intento
de huida hacia la Costa Oeste de la primavera pasada. El que habían
interrumpido él y un guardia de seguridad que podría ser un perfecto
defensa de los Steelers.
—Ya te marcharás. —El goteo de la cafetera terminó, y Gabe se sirvió
una taza, le echó un poco de leche y se la pasó a Anna—. ¿Sigues queriendo
trabajar algún día para uno de esos programas médicos internacionales? ¿La
Cruz Roja, Médicos Sin Fronteras o uno parecido?
Anna bebió un sorbo de la taza. Era justo como a ella le gustaba. Gabe se
acordaba de las veces que quedaron de buena mañana para trabajar en su
proyecto.
—Sin duda. Pero… —Vaciló—. Gabe, voy a tener la oportunidad de
viajar mucho antes.
—¿Sí? —Gabe agarró la otra taza y la llenó—. ¿Hay alguna excursión de
clase planeada?
—No. Pero… sí una universidad. —Anna dejó la taza en la encimera y lo
miró a los ojos—. Gabe, solicité entrar en la UCSF. Y me han aceptado.
—U-C-S-F. —Lentamente, él bajó la taza de café—. O sea, la
Universidad de California, en San Francisco.
—¡Correcto! —Lo dijo en su mejor imitación de un presentador de
concursos de la tele, y lo señaló con un dedo, pero la broma quedó
deslucida.
—¿Por qué?
—¿Por qué… qué?
—¿Por qué ibas a querer estudiar allí?
Si no lo conociera, habría pensado que Gabe componía una expresión
impasible. Pero es que lo conocía. Y detectó un ligero temblor en su
mandíbula. No era del todo la reacción que había esperado provocar.
—Porque es una buena oportunidad, y me han ofrecido una beca, además
de habitación y pensión completa.
—Pero no es un programa intensivo, ¿no? Primero tendrías que cursar
toda la carrera y luego que te aceptaran en el máster.
—Pues… sí. —Anna apretó la taza con las manos—. Pero su programa es
bueno. Y sé que conseguiré entrar en el máster.
Gabe se alejó de la encimera y se cruzó de brazos.
—O sea, te han aceptado en el mejor programa, en una ciudad donde hay
gente a la que le preocupas, y te vas a estudiar a un programa inferior a
miles de kilómetros de aquí, donde tendrás que empezar de cero. Te lo
vuelvo a preguntar: ¿por qué?
—Yo no diría que tendría que empezar de cero —protestó Anna—.
Aceptarán la mayoría de los créditos que he cursado, así que no comenzaría
con el expediente en blanco. Y no es un programa inferior. Solo diferente.
—Se rodeó la barriga con los brazos. ¿Cómo se había equivocado tanto al
suponer que Gabe la apoyaría en esa decisión? «¿Acaso solo me siguió la
corriente en otoño al ayudarme a buscar a mi madre?»—. A lo mejor quiero
otra cosa, explorar el mundo. ¿Se te ha llegado a ocurrir? Claro que no.
Estás demasiado ocupado decidiendo lo que debería hacer con mi vida sin
consultarme antes. —Lo fulminó con la mirada—. Otra vez.
Gabe se la quedó mirando, sin parpadear, durante tanto tiempo que ella se
vio obligada a removerse, incómoda. Al final, negó con la cabeza y suspiró.
—Anna, tu madre te abandonó. No vas a encontrarla en San Francisco.
A todo el cuerpo de ella le subió la temperatura.
—No voy a elegir la UCSF por eso… —Pero era mentira, y él lo sabía,
claro.
—Es obvio que sí. —Se sentó en un taburete frente a ella—. Mira, no
intento decidir lo que deberías hacer.
—A otro perro con ese hueso.
—Solo intento impedir que cometas un error al pensar que vas a
encontrar algo que no vas a encontrar. —Gabe se pasó una mano por el pelo
sudado—. Anna, hay algo que tengo que decirte. No te lo he contado todo
acerca de cuando fui a la dirección que me diste.
A Anna le dio un vuelco el corazón.
—Cuando hablé con el tendero, me dijo que, antes de que la abandonaran,
la casa era… —Se interrumpió y apartó la vista.
—¿Qué? —Le habían empezado a temblar las manos—. Dímelo.
—Era un… Me dijo que era básicamente una guarida para drogadictos y
prostitutas. Entré en la casa, Anna. —Una sombra le atravesó el semblante
—. Fue… muy duro.
—¿Por qué no me lo dijiste? —susurró Anna.
—No quería contártelo por teléfono. Y no sabemos con seguridad si tu
madre vivió allí. No sabemos nada de lo que le pasó después de que te
abandonara, salvo que te llamaba desde un número que quizá estaba
conectado —se estremeció—, o quizá no, con esa casa de Capp Street.
Anna se tocó el colgante que llevaba en el cuello. Un acto reflejo.
—No es ningún secreto que mi madre era una adicta.
Los ojos de Gabe se clavaron en la mano de ella, que acariciaba el patrón
del colgante con el pulgar. Anna la bajó hasta su regazo.
—Ya lo sé —dijo—. Y eso es lo que me preocupa. Si vivió en esa casa…
o si no. Sea como sea, no quiero que desperdicies tu mejor oportunidad para
ir en busca de algo que tal vez solo exista en tu cabeza.
¿Cómo podía explicárselo a él? Aquella era su casa, siempre había sido su
lugar. Los Weatherall la habían aceptado a ella porque no tenía dónde ir.
Anna observó el fondo de su taza de café. Su madre estaba por ahí, y
después de tantos años mortificándose por lo que le podría haber sucedido,
Anna por fin estaba en una situación en la que podía descubrirlo. Y quizá, y
solo quizá, podría recuperarla.
—Si mi madre vivió en esa casa, si está en peligro, si sigue
consumiendo… Bueno, pues razón de más para que vaya allí —murmuró
Anna— a ayudarla.
—Primero tendrías que encontrarla. —Gabe la miró de reojo—. ¿Cómo
piensas hacerlo? Y ya sabes que solo puedes ayudar a alguien que desea
recibir esa ayuda.
—Pues quizá tendrías que aplicarte el cuento. —Anna irguió la cabeza.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Significa que… ¿quién te ha pedido ayuda a ti?
Gabe acusó el golpe.
—Pues me parece que no tuviste ningún problema cuando me recorrí todo
San Francisco buscando fumaderos de crack. Pero de pronto ya no quieres
que te ayude.
Anna se quedó sin aliento. «Fumaderos de crack». En el fondo, esa era la
imagen que tenía él de su madre. Anna esperaba que sus compañeros de
clase usaran expresiones espantosas y despectivas como esa. Gabe nunca.
Pero debería haber sabido que una persona como él, con una familia como
los Weatherall, nunca podría comprenderlo.
—Quería tu apoyo, Gabe. Pero es obvio que me equivocaba al esperarlo
de ti.
—Si tuvieras por lo menos un buen motivo para estudiar en la UCSF,
tendrías mi apoyo.
Como si su propia madre no fuera un motivo lo bastante bueno. No si
vivía la vida sórdida y sucia que Gabe se imaginaba. Anna negó con la
cabeza.
—¿Sabes una cosa? Hablas igual que tu padre.
—¿A qué te refieres ahora?
—Tampoco es que tenga la intención de mudarme a un fumadero de
crack, Gabe. Me han dado una beca en la UCSF. Es un buen programa. Pero
eso no basta. Eres incapaz de concebir que no quiera seguir el camino
perfecto que habías visualizado para mí.
El rubor de la carrera desapareció por completo del rostro de él.
—Después de todo lo que te he contado sobre la relación que tengo con
mi padre, no me puedo creer que me hayas dicho eso.
—Después de todo lo que te he contado yo sobre mi madre, no me puedo
creer que quieras que la dé por perdida, como si no mereciera mi atención
ni mi preocupación.
—Maldita sea, Anna. —Gabe dio una palmada sobre la mesa y ella se
sobresaltó—. No quiero que la des por perdida. Quiero que te elijas a ti y tu
futuro en lugar de a una persona que no le importabas lo suficiente y se
largó a toda prisa.
Anna se quedó boquiabierta. Gabe se alejó de la isla mascullando entre
dientes. Abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera ella
levantó una temblorosa mano para impedírselo.
—Quizá esto no trate sobre mi madre. —Anna procuró mantener la calma
y se llevó un puño apretado sobre el pecho—. Quizá quiero empezar de
cero. —Apartó la taza de café y bajó del taburete—. Quizá quiero largarme
de aquí de una vez y esta es mi oportunidad. —Le dio un empujón para
apartarlo, pero en lugar de dejar que se marchara, él la agarró del brazo.
—Anna, espera.
El olor familiar de él la envolvió, más potente todavía después de haber
salido a correr, y le provocó una nueva grieta en el corazón. Se zafó de él
antes de hacer alguna estupidez como recostarse en su cuerpo.
—Déjame en paz, Gabe.
—Vale, muy bien. —Dio un paso atrás—. Ya lo hablaremos luego…
—No. No quiero hablarlo luego. —Respiró hondo—. No quiero hablar
contigo. Nunca más. Esto —los señaló a ambos con la mano— se ha
terminado.
Dicho esto, Anna dio media vuelta y salió corriendo de la cocina.
Esa vez, Gabe la dejó marchar, y ella le dio las gracias por dentro. Porque
él nunca lo entendería. Y Anna no podría contarle jamás hasta qué punto
todo lo ocurrido era culpa suya.
Ni que una decisión que había tomado ella en un fatídico día había
alejado para siempre a su madre.
Gabe pensaba que debía pasar página. Y siempre y cuando Anna le
permitiese formar parte de su vida, aquel asunto afloraría una y otra vez. Y
eso no hacía sino demostrar que estaba tomando la decisión correcta al irse
a estudiar a San Francisco. Porque su lugar no estaba allí.
Y nunca lo estaría.
18

De vuelta a su dormitorio de la infancia, Gabe abrió la maleta y sacó la caja


de terciopelo con el colgante que había comprado en la casa de empeños de
San Francisco. Se quedó observando el patrón floral tallado en el oro.
Desde que Anna regresó a casa la tarde del día anterior, él había intentado
contemplar a escondidas el colgante que llevaba al cuello. No había ninguna
duda de que el que tenía en esos momentos en las manos era idéntico al de
ella. ¿Anna sabía que, cada vez que hablaba de su madre, automáticamente
alzaba una mano para agarrar la joya?
Gabe había planeado salir a tomar un café con Anna más tarde y darle el
segundo colgante. Se prometió a sí mismo que le confesaría todo lo que
había descubierto en el trayecto a San Francisco, desde la búsqueda en la
casa abandonada hasta el objeto encontrado en la casa de empeños. Le haría
daño, le rompería el corazón, pero Gabe había albergado la esperanza de
que al fin pudiera pasar página.
De pronto, aquella idea le parecía ridícula.
Anna estaba tan lejos de pasar página como Gabe de cumplir los deseos
de su padre y convertirse en médico. No había sido capaz de creerlo cuando
la oyó hablar de mudarse a San Francisco. Durante unos segundos, Anna
había intentado afirmar que no tenía nada que ver con su madre, pero era
evidente que aquella era la razón principal. Creía de corazón que
encontraría a su madre y… él soltó una carcajada de incredulidad.
«Y la salvaría».
La mujer que había abandonado a su hija de catorce años, a la que había
dejado sin pensárselo dos veces. Aquel maldito colgante era una prueba más
de la huida y la traición de la madre de Anna. Había empeñado el amor de
su hija para drogarse.
Pero Anna no lo interpretaba así.
Gabe negó con la cabeza. Podría darle el colgante sin más. Tal vez llevase
razón y él intentaba ayudar a alguien que no deseaba esa ayuda. Pero
aunque lo odiase, aunque no volviera a dirigirle la palabra nunca, Gabe
sabía que estaba haciendo lo correcto.
El colgante era la prueba fehaciente de que su madre sí había estado en
esa casa de San Francisco, y Anna había estado en lo cierto al suponer que
aquella era su dirección. Si un número de teléfono buscado en Google
bastaba para convencerla para renunciar al mejor plan de estudios, alejarse
de la gente que se preocupaba por ella de verdad y mudarse a la otra punta
del país…, ¿qué haría al conocer la historia del colgante? ¿Durante cuánto
tiempo seguiría persiguiendo el fantasma de su madre?
Y ¿qué sacrificaría por el camino?
PARTE II
19
TRES AÑOS MÁS TARDE

—Ey, Anna, espera —la llamó una grave voz masculina cuando Anna salió
por la puerta de su clase de Biología Avanzada.
La compañera de laboratorio y de piso de Anna, Sofia, miró tras de sí y le
dio un codazo. Anna se giró y vio que otro de sus compañeros, Sam Briggs,
se le acercaba. Se detuvo a unos pasos delante de ella, y Anna tuvo que
echar atrás la cabeza para mirarlo a los ojos. Sam era muy alto, más de un
metro ochenta por cómo se cernía sobre ella, y ancho de espaldas, y tenía la
piel oscura y también los ojos.
—Has hecho un trabajo estupendo —le dijo Sam con una sonrisa, y le
mostró una hilera de dientes blancos perfectísimamente rectos. Anna sabía
que se refería al experimento de laboratorio que había hecho minutos antes
en la clase.
—Gracias. —Le devolvió la sonrisa con seguridad. Ahora que se
encontraba en su último año del programa de la UCSF y cualquier día
recibiría una carta de aceptación en una facultad de Medicina, Anna no se
molestó en ser modesta. Sam y ella a menudo competían para ser el primero
de la clase de las asignaturas que cursaban juntos, y, aunque su rivalidad era
amistosa, Anna debía admitir que le gustaba ir un paso por delante.
—Oye —siguió Sam mientras se pasaba la mochila de un brazo al otro—,
¿hay alguna posibilidad de que estés libre este sábado? He pensado que a lo
mejor podríamos salir y hablar de algo que no sea la división celular para
variar un poco.
Sofia volvió a propinarle un codazo a Anna en el costado.
—Mmm. —Anna se mordió el labio—. Tendré que mirar el horario del
trabajo.
—Vale, sin problemas. Mándame un mensaje —dijo Sam, y levantó una
mano para despedirse—. Nos vemos.
En cuanto desapareció por el pasillo, Sofia se giró hacia Anna.
—¡Sabía que le gustabas! —Arqueó las cejas—. ¿Vas a salir con él?
—Puede. —Anna se mordió el labio.
—A ver, ¿te gusta?
Anna vaciló, y sus labios se torcieron en una sonrisa.
—Puede.
Sam era alto y musculoso, y tenía unos rasgos cincelados a la perfección
que hacían que incluso los profesores se detuvieran y parpadearan al oírlo
responder correctamente a una pregunta en clase, que solía ser muy a
menudo. También era muy inteligente, claro, y había pedido acceso en las
mismas facultades de Medicina que Anna, así que tenían eso en común.
Pero lo que la frenaba para salir con él no era solo su horario de trabajo.
Sam irradiaba una confianza en sí mismo que rayaba en la arrogancia y que
le recordaba a alguien. A alguien a quien llevaba los últimos tres años
intentando olvidar.
Anna siguió a Sofia hasta salir del edificio, y se detuvieron en la
intersección de dos caminos que cruzaban el campus. Era el punto donde
solían tomar direcciones diferentes después de la clase de Biología
Avanzada.
—Nos vemos para cenar, ¿no? —le preguntó Sofia—. Hoy es martes y
toca cenar tacos.
—Pues claro. —San Francisco era una ciudad famosa por la comida
mexicana, y Sofia y ella habían emprendido la misión de probar todos los
restaurantes mexicanos posibles. Todo empezó cuando asistieron a su
primera clase de Biología, y Sofia había admitido durante un experimento
de laboratorio que echaba mucho de menos la cocina de su madre, que era
de Texas. En los últimos años, habían convertido aquellas cenas en un ritual
semanal—. Te toca elegir a ti —le recordó Anna.
—Iremos a algún sitio de Mission. —Sofia puso los ojos en blanco, pero
su risotada demostró que bromeaba—. Como es tu barrio preferido…
Era cierto que, cuando era su turno para escoger restaurante donde cenar,
Anna escogía con frecuencia el distrito de Mission. En sus calles servían la
mejor comida mexicana de la ciudad. Y se podía observar a la gente. Sobre
todo si una buscaba a una persona en particular.
Pero Sofia no tenía ni idea.
—Perfecto —le confirmó Anna—. Te veo en casa a las seis.
Sofia echó a caminar por el camino que la conducía a su siguiente clase, y
Anna se movió en dirección a la biblioteca. No habían pasado ni diez
segundos cuando oyó la voz de Sofia:
—¡Oye!
—¿Sí? —Anna se giró para mirar a su amiga.
—Deberías decirle que sí a Sam. Es un partidazo.
Anna se rio. Con un gesto que no la comprometía a nada, dio media
vuelta y siguió caminando. Sofia era una buena amiga, pero Anna no sabía
cómo explicarle por qué era reacia a salir con Sam. Ninguno de sus
compañeros de la universidad conocía la historia de Gabe ni de los
Weatherall. Anna le había contado a todo el mundo que su madre había
fallecido y que la había criado un pariente lejano. Era más fácil que explicar
la verdad.
Continuó andando y, a medio camino de la biblioteca, le vibró el móvil
con un mensaje de texto. Lo agarró de la mochila y se quedó mirando la
pantalla. «Sam Briggs», decía el mensaje.

¿Ya has podido mirar tu horario del sábado? ¿Qué te parece si


te recojo a las siete?

Anna sonrió. ¿Por qué Sam estaba tan seguro de sí mismo? Aunque debía
admitir que el interés que mostraba por ella era halagador. Sí que era un
buen partido, y sería tonta si lo rechazaba solo porque le recordaba un poco
a Gabe.
Incluso tras varios años de silencio.
Anna seguía en contacto con el resto de los Weatherall, y sabía que Gabe
hacía una tesis doctoral en la Universidad de Chicago. Pero no habían
hablado desde que ella cursaba el último año de instituto. No desde que se
había negado a apoyarla al escoger la UCSF y querer ir a buscar a su madre.
Pero Sam no era Gabe, y ella ya no era una adolescente con un
encaprichamiento indeseado. «Sam no te tratará como una niña pequeña, se
comportará como si supiera lo que es mejor para ti ni te intentará decir qué
debes hacer. No traicionará tu confianza». Y, si lo hacía, no la tomaría por
sorpresa, porque no pensaba permitir encariñarse demasiado. Anna había
aprendido la lección tiempo atrás.
Antes de que empezase a darle demasiadas vueltas, empezó a escribir una
respuesta.

Anna
¿Estás libre para cenar hoy? ¿Te gusta la comida mexicana?

Sam
Me encanta. Nos vemos esta noche.

Anna sonrió y se guardó de nuevo el móvil en la mochila. Le apetecía


mucho salir con él. Y tener a Sofia a su lado sería un gran apoyo.
Pero por el momento debía estudiar para un examen.
Estaba subiendo las escaleras hacia la biblioteca cuando notó que le
volvía a vibrar el móvil. Esa vez no era la vibración corta de un mensaje,
sino una sucesión larga de una llamada entrante. ¿La estaba llamando Sam?
A lo mejor quería que le diese la dirección del restaurante al que irían.
Pero cuando Anna echó un ojo al número que aparecía en la pantalla, vio
que no era Sam. Se detuvo en seco sobre las escaleras y se aferró a la
barandilla para no perder el equilibrio. Era el último número de teléfono
que esperaba ver.
Aunque intencionadamente borró el nombre de él del móvil, no había
sido capaz de bloquearlo. Y, si bien le habría encantado poder olvidarlo,
reconocería ese número en cualquier lugar. Le había mandado mensajes
después de que ella le retirara la palabra y se había rendido al no recibir
ningún tipo de respuesta. Ya solo le mandaba un mensaje al año para
felicitarle el cumpleaños en junio.

Espero que pases un cumpleaños estupendo.


Te echo de menos. Todavía.

Pero de pronto la llamaba un martes cualquiera del mes de septiembre.


Quizá la llamaba por error. Anna debería dejar que saltara el contestador
y dirigirse a la biblioteca para estudiar el examen de Química. Sin embargo,
se quedó donde estaba, observando el número que iluminaba la pantalla del
móvil. Porque lo cierto era que también lo echaba de menos. La posibilidad
de oír su voz le provocó un ligero vuelco en el corazón.
Cuando se dispuso a pulsar el botón para responder, la llamada se cortó.
Anna bajó la mano con un suspiro.
Una parte de ella deseaba haber contestado para así contarle lo bien que le
estaba yendo y lo mucho que se había equivocado él. Le encantaba el plan
de estudios, tenía grandes amigos como Sofia y fantásticos profesores como
tutores. Incluso la habían invitado a ser voluntaria a viajes médicos con
algunos estudiantes de Medicina de la UCSF y alumnos que estaban de
vacaciones. Viajarían a rincones del mundo donde la ayuda médica se
necesitaba con desesperación e instalarían clínicas provisionales para
mujeres a fin de ofrecerles chequeos y otros servicios de salud básicos. Era
una oportunidad maravillosa para ganar experiencia, y un honor que la
invitaran siendo estudiante de un programa y no de la carrera en sí.
Como en la UCSF habían aceptado los créditos que había cursado Anna
en la beca del instituto, había podido ahorrarse un año entero de estudios.
De ahí que al año siguiente fuese a empezar Medicina, y no estaba
demasiado lejos del lugar en el que se encontraría si hubiera aceptado el
programa intensivo de Pittsburgh.
«San Francisco fue la decisión correcta», quería decirle. Aunque todavía
no había conseguido localizar a su madre. En San Francisco, nadie sabía
que era una hija que había estado a punto de quedarse en la calle. Nadie
sabía nada más que lo que ella les había querido contar.
Negó con la cabeza. ¿De qué serviría decirle nada de eso a Gabe? Su
amistad había llegado a su fin hacía tiempo, y ella había pasado página.
Había logrado convencerse a sí misma para subir las escaleras y alcanzar las
enormes puertas de madera de la biblioteca. Justo antes de que las cruzara,
le sonó el móvil de nuevo.
Respondió al primer tono.
—¿Diga? —dijo con cuidado.
—Hola, pequeñ… —Gabe se aclaró la garganta y se interrumpió antes de
terminar la palabra—. O sea, Anna. Soy Gabe.
—Hola. —¿Sonaba tan sin aliento como estaba?
—Me sorprende que respondas a llamadas de desconocidos.
—Aunque ya seas para mí un desconocido, sabía que eras tú.
—Ah, vale. —Su media carcajada atravesó la línea—. Me sorprende que
no me borraras de tu lista de contactos.
Anna apretó los labios. No pensaba admitir que lo había eliminado, pero
que seguía reconociendo su número. Ni que esa risilla familiar le estaba
revolviendo las entrañas. Se irguió.
—¿Me llamas por alguna razón?
—Pues sí, la verdad es que sí. —Desde lejos, Anna oyó cómo respiraba
hondo—. Anna, es mi abuela. Quería que supieras que ha fallecido esta
mañana.
—Oh. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Ay, Gabe. Lo siento
mucho. —Dorothy llevaba mucho tiempo en deterioro, y los últimos años
se los había pasado sumida por completo en su mundo. Ni siquiera las
llamadas de Anna habían conseguido sacarla de su ensimismamiento. Hacía
poco que la familia la había metido en una residencia, así que tampoco es
que a Anna la sorprendiera demasiado la noticia. Aun así, la realidad casi la
derribó al suelo. Reprimió un sollozo.
—El funeral es el sábado —le informó Gabe—. Esperaba que pudieras
asistir.
Anna se apoyó en la pared de ladrillos, agradecida por contar con algo
sólido que le impidiera desplomarse. Quería despedirse de Dorothy y estar
allí para apoyar a Elizabeth y al resto de la familia. Pero las emociones que
sentía ante un posible regreso a Pittsburgh y al lugar donde había
transcurrido su antigua vida no eran un revuelto, sino un puré de pulpa.
—Mmm —murmuró.
—Por favor. A mi madre le encantaría que vinieras. —Gabe vaciló—. Y a
mí también. Aunque, bueno, sé que esto último te da igual.
—Claro que no me da igual, Gabe. —Anna se apartó de la pared—.
Nunca me ha dado igual. Fuiste tú el que… —Cerró la boca de pronto.
Dorothy acababa de morir, y no era el momento para mantener aquella
conversación—. Dejémoslo.
—Mira, pequeña —dijo, y Anna detestó que le gustase tanto oírle
pronunciar ese viejo apodo—, Leah te ha preparado tu antigua habitación.
—Cuánto detestó Anna seguir oyendo la voz tranquila de Gabe—. Vienes al
funeral de mi abuela, te quedas el fin de semana y me echas la bronca en
persona. Por los viejos tiempos.
—Bueno, si me lo pintas así… —Anna se enjugó las mejillas húmedas.
Él se echó a reír de nuevo.
—Nos vemos pronto, Anna.

Anna no estaba preparada para las emociones que sintió cuando vio al fin a
los Weatherall. Llegó en taxi desde el aeropuerto a tiempo de cenar con
ellos el viernes. Cuando entró en el viejo y familiar caos de la cocina, todos
la rodearon armando tal escándalo que cualquiera que pasara por delante y
los viera por la ventana pensaría que Anna acababa de volver de la guerra.
¿Por qué diantres se había pasado tanto tiempo alejada de esa gente?
Después de que Rachel la abrazara y Matt la levantara en volandas, John
quiso que le contara con todo lujo de detalles sus solicitudes a facultades de
Medicina, y Elizabeth le ordenó a Rachel que le preparara una copa y algo
de comer. Y Leah, que ya casi era tan alta como Anna, se dispuso a contarle
el baile que estaba preparando.
Al final, Anna se giró para mirar a Gabe, que se había quedado junto a los
fogones en los que había preparado la cena.
—Hola, pequeña. —Se limpió las manos en el viejo delantal de su madre,
que llevaba atado alrededor de la cintura.
—Hola. —Anna miró a sus ojos azul plateado, un color muy parecido a la
niebla que cubría la bahía de San Francisco cuando salía a correr de buena
mañana. Cuando recordar esos ojos le había dolido demasiado, cambió el
trayecto y empezó a ir al parque del Golden Gate.
—Me alegro de que hayas podido venir.
—Siento mucho que tu abuela se haya ido. —Anna respiró hondo,
temblorosa. Miró hacia el rincón del desayuno, donde solía sentarse
Dorothy—. Era una mujer increíble.
—Pues sí. —Gabe asintió con tristeza—. Y ella pensaba lo mismo de ti.
Anna se tapó la boca para contener un sollozo, abrumada por los
recuerdos que la envolvían en aquella cocina. En cuestión de tres segundos,
Gabe se plantó delante de ella y, en otro segundo más, la rodeó con los
brazos y con ese olor suyo tan especial. Anna recostó la mejilla en su fuerte
pecho. Y, por mucho que odiara admitirlo, por mucho que prefiriese que no
fuera verdad, tuvo la sensación de que por fin había vuelto a casa.

Anna se alisó la falda de su vestido negro de crepé en un débil intento por


eliminar las arrugas que se habían formado entre el tanatorio, la iglesia y el
cementerio en aquel día tan caluroso para la época del año. Pareció muy
pertinente que el entierro de Dorothy tuviera lugar un precioso día de otoño,
con pájaros cantando en los árboles y las últimas flores de verano en todo su
apogeo en el jardín. El tiempo era tan igual al día de septiembre en el que
conoció a la anciana que el olor de la hierba recién cortada que percibió
cuando bajaron el féretro de Dorothy le había provocado una nueva oleada
de lágrimas.
De vuelta a la casa de los Weatherall, Anna pasó entre los invitados al
funeral que se habían reunido para honrar la vida de la mujer y oyó retazos
de historias del trabajo que hizo Dorothy como voluntaria para candidaturas
políticas de la ciudad y como soprano en el coro de su iglesia. A Anna le
habría encantado detenerse y escucharlas, pero era una desconocida entre
los amigos y familiares de Dorothy. ¿Acaso alguien conocía a la joven a la
que los Weatherall acogieron en su casa durante un año después de que su
propia madre la abandonara?
Con la excusa de fregar unas cuantas copas de vino, huyó a la cocina. Allí
encontró a Elizabeth, elegante y serena con un vestido negro de lana y el
pelo rubio recogido en una trenza. Cualquiera habría supuesto que la mujer
lo estaba sobrellevando bien, pero Anna vio una carrera en sus medias y el
aro que no llevaba en la oreja izquierda. Su preocupación se acrecentó al
ver a Elizabeth delante de la puerta abierta de la nevera, contemplando sin
ver lo que había en el interior. Anna se puso a su lado, le apartó con
suavidad la mano del mango y cerró la nevera con cuidado.
—Ay, Anna, cariño. —Elizabeth parpadeó—. Ni siquiera te he oído
entrar.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Un plato de comida, quizá?
—Estoy bien. —Negó con la cabeza—. Solo un poco cansada.
—Claro que estás cansada. —Anna la rodeó con un brazo y la acompañó
hasta un taburete de la isla de la cocina—. ¿Por qué no descansas un poco?
Elizabeth se sentó y le dio una palmada al taburete que tenía al lado.
—Siéntate conmigo, por favor. Estoy muy contenta de que hayas podido
volver a casa.
—Yo también. —Anna le dedicó una sonrisa triste—. Dorothy era una
mujer increíble. Estoy muy agradecida por haber podido conocerla.
—Te adoraba.
Y así fue como a Anna volvieron a arderle los ojos, y enseguida levantó
una mano para enjugarse las lágrimas. En algún libro había leído que,
cuando la gente sufre una pérdida, no hay que estar cerca de los más
allegados, sino en el círculo exterior. Por mucho que Anna quisiera
derrumbarse, se encontraba en el círculo exterior de los más allegados a
Dorothy.
Por tanto, su pena podía esperar a que saliera de la cocina o, mejor aún,
cuando embarcase en el avión de regreso a San Francisco. Allí podría llorar
la pérdida de una de las pocas relaciones que había tenido en su vida en la
que se había sentido querida. Y también… segura.
Dorothy no conocía su pasado ni daba importancia a su procedencia. Le
confesó a Anna sus recuerdos y nunca intentó cambiarla ni salvarla. En
cierto modo, los momentos pasados con Dorothy le recordaban a los viejos
tiempos con su madre antes de que cayese de nuevo en la adicción. Antes
de que todo se desmoronara.
—Yo también la adoraba —logró susurrar.
Elizabeth le lanzó una apenada sonrisa y le pasó un mechón de pelo
detrás de la oreja. «Como solía hacer Dorothy». Su corazón estuvo a punto
de romperse ahí mismo.
—Tenía pensado hacerlo más tarde —dijo Elizabeth mientras se
levantaba—, pero ya que estás aquí ahora… Me gustaría darte una cosa. —
Abrió un cajón del armario cerca de la puerta y extrajo una cajita de
terciopelo. Acto seguido, se sentó de nuevo junto a Anna y colocó la cajita
en la encimera, delante de ella.
Anna era incapaz de imaginarse qué contendría la caja. Ni por qué
Elizabeth deseaba dársela ese día, precisamente. Extendió un brazo y poco a
poco abrió la tapa.
A salvo en el interior de terciopelo negro, resplandecía un anillo de
diamantes. Anna lo reconoció de inmediato. Desde el día en el que conoció
a Dorothy, la anciana lo llevó siempre en la mano derecha. Gracias a las
viejas fotos, Anna descubrió que fue un regalo del esposo de Dorothy en su
primer aniversario de bodas.
Anna dejó la cajita en la encimera y clavó los ojos en el rostro de
Elizabeth.
—No lo entiendo. —La madre de Gabe había dicho que quería darle algo.
No se referiría a ese anillo, ¿verdad?
—Le habría encantado que lo tuvieras tú. —Elizabeth señaló el anillo con
una mano.
Una parte de Anna deseaba agarrar esa preciosa antigüedad, llevársela al
pecho y apretarla eternamente. Sin embargo, negó con la cabeza. No sabía
nada de joyas, pero hasta ella tenía claro que el anillo era muy valioso.
—Ay, Elizabeth, no puedo aceptarlo. —Deslizó la cajita por la encimera
hacia ella.
—Claro que puedes. —Elizabeth la levantó y se la tendió—. No tienes
idea de cuánto significaba para mí que pasaras tanto tiempo con ella,
sacándola de su trance cuando parecía que se alejaba más y más de
nosotros. —Se le rompió la voz, y Anna notó cómo se le anegaban los ojos
por centésima vez ese día.
Anna agarró el anillo y lo observó durante un buen rato, y todos los
recuerdos volvieron a su mente: la caricia de una mano frágil llena de
manchas sobre su piel, el olor de lirios que revoloteaba por el porche
delantero, las voces de Frank Sinatra y Dean Martin. Aquellos instantes
habían sido importantísimos para ella.
Pero entonces Anna reparó en las ojeras de Elizabeth y en las arrugas de
pena que le adornaban los labios. Elizabeth acababa de perder a su madre
después de una larga enfermedad. Estaba agotada, vulnerable y, lo más
importante, no pensaba con claridad. Si Anna se llevaba el anillo, ya no
podría volver a mirarlo sin preguntarse si la madre de Gabe se arrepentía de
habérselo dado.
—Muchas gracias por pensar en mí, pero de verdad que no puedo
aceptarlo.
—Quédate el anillo, Anna. —La voz de Gabe retumbó por toda la cocina.
Anna dio un brinco y se giró en el taburete. Lo vio en el umbral de la
puerta, cruzado de brazos.
Gabe señaló con la barbilla la cajita de la encimera.
—De verdad que le habría gustado que te lo quedaras tú.
Anna volvió a negar con la cabeza. El anillo era una carísima reliquia
familiar, y ella no formaba parte de la familia. Su mano se alzó de forma
automática hasta el colgante de oro que siempre llevaba al cuello. Aquella
medialuna era su herencia. Tal vez fuera una joya más humilde que un
diamante antiguo, pero la otra mitad estaba en alguna parte. Y ella no había
renunciado a encontrarla… Y a su madre tampoco.
—Gracias, pero no puedo, Elizabeth. Es un anillo muy especial, y
deberías dárselo a una de tus hijas.
Elizabeth abrió la boca para protestar, pero Anna cerró la caja con
firmeza.
—Por favor. Dáselo a Leah o a Rachel.
—Quizá no era el mejor momento para hablar de esto. —Elizabeth
suspiró y agarró el anillo—. Lo guardaré en la caja fuerte por si cambias de
opinión.
—No cambiaré de opinión.
—Anna. —La voz de Gabe estaba teñida de reprobación, y Anna lo
fulminó con la mirada para transmitirle que no pensaba discutir. Siempre
estaba seguro de lo que era mejor para ella. Pero que siguiera viéndola
como una niña pequeña no significaba que lo fuera.
—Si me disculpáis —dijo, y saltó del taburete para escapar rumbo al
comedor antes de que Gabe insistiera.
Rodeó la mesita de centro, recolocó las bandejas de aperitivos, limpió
migas con la mano y procuró mantenerse ocupada.
De reojo, vio a una mujer de la edad de Elizabeth saludar a una chica de
edad universitaria con cabello y rasgos parecidos. La anciana debía de ser
su madre, o quizá una tía. Cuando se abrazaron, a Anna se le ocurrió que en
su vida no había nadie que se le pareciera ni que recordase siquiera una sola
anécdota de su infancia. Nadie que la conociera desde hacía más que unos
pocos años. Una parte de ella sabía que era inútil sentir tristeza por su
madre después de tanto tiempo, pero no podía evitarlo.
Esa misma mañana, antes de que en la casa se despertara alguien, Anna
había saltado de la cama y se había puesto unas mallas y zapatillas de
deporte. Si algún miembro de la familia hubiera bajado las escaleras y la
hubiera visto acercarse de puntillas a la puerta, le habría dicho que iba a dar
un paseo. Sin embargo, corrió hacia la avenida Forbes y subió a un autobús
hacia Lawrenceville. Recorrió su viejo barrio, en parte curiosa y en parte
preparada para el bombardeo de los recuerdos. La vieja farmacia familiar
era de la cadena Rite Aid y el supermercado en el que trabajaba lo habían
vendido a una pareja de hípsteres que había abierto un bar de zumos.
Anna no sabía qué esperar cuando se dirigió hacia su antigua casa, pero la
sorprendió descubrir que la habían sellado y que todos los residentes se
habían marchado. La señora Janiszewski ya tenía ochenta y pico cuando
Anna la conoció. Quizá había ido a una residencia o había fallecido. Y
Anna no se imaginaba dónde habría podido terminar Don, el casero. En la
cárcel, si había algo de justicia en el mundo. Pero aunque sabía que
probablemente fuera lo mejor que hubieran declarado la casa en ruinas —a
fin de cuentas, había sido un edificio lleno de moho, amianto y un peligro
de incendio—, era otro hilo que la unía a su madre y que desaparecía. Anna
sabía que las posibilidades de encontrarla disminuían con cada año que
pasaba.
Tres años en San Francisco no se habían traducido en ninguna nueva pista
sobre su madre, aunque Anna había ido a la comisaría a denunciar su
desaparición casi nada más bajar del avión. Lo había intentado todo, desde
llamar a puertas de Capp Street hasta ir a centros de acogida de personas sin
hogar y enseñar la foto de su madre. ¿Cuántas veces se había quedado
mirando a desconocidas en busca de algún parecido? ¿A cuántas mujeres de
mediana edad había seguido de tienda en tienda?
—Oye. —La voz de Gabe la sacó del pasado, y al girarse vio que estaba
delante de ella—. ¿Podemos hablar?
—Gabe, no pienso aceptar el anillo.
—No he venido a insistirte en lo del anillo. —Levantó las manos como
para enseñarle que estaban vacías—. Solo quiero hablar de algo que me
incumbe a mí.
—Eso es bastante impropio de ti —resopló.
Tras reírse entre dientes, Gabe la agarró del codo y la llevó a un rincón
tranquilo.
—Quiero hablar de nosotros.
—Quizá sería mejor que habláramos del anillo. —Anna dio un paso atrás.
—Anna. —Se puso serio—. Hace tres años que no hablamos. Quiero
decirte que lo siento. Y que me equivoqué con las decisiones que tomaste.
Me he enterado gracias a mi padre de que la UCSF es un sitio buenísimo
para ti.
Anna asintió.
—Siento no haberte apoyado al irte allí ni haberte dejado espacio para
decidir qué era lo mejor. —Se le ensombreció el semblante al frotarse la
frente con una mano—. En estos tres años, me he arrepentido cantidad de
veces.
Al ver la tristeza de su expresión, Anna recordó los mensajes. «Te echo
de menos. Todavía». ¿Por qué no le había respondido a ninguno? Ahora que
lo tenía delante de ella, parecía algo insignificante.
—Siento no haberte contestado cuando intentaste ponerte en contacto
conmigo.
—Me encantaría saber cómo te va en la universidad. —Gabe agachó la
cabeza para mirarla a los ojos—. Y que me lo cuentes tú.
Anna no había encontrado nada parecido a la amistad que tuvo con Gabe
durante aquella época de instituto, cuando estaban los dos solos y discutían
y reían sobre el proyecto. Tal vez había exagerado al expulsarlo de su vida
así. De no haberlo hecho, ¿se habrían pasado los últimos tres años siendo
amigos, en lugar de en silencio?
—Me encantaría contártelo todo.
—¿Sí? —Una sonrisa le iluminó la cara e hizo que le brillaran los ojos—.
¿Y tu madre? ¿Has sabido algo más de ella?
Anna negó con la cabeza, con el recuerdo de la búsqueda de esa misma
mañana fresco en su mente. La casa sellada, las calles viejas.
—No —murmuró—. Nada.
—Lo siento.
Llevaba tres años buscándola y no había conseguido nada. Y con veinte
años, llevaba unos seis sola, más o menos. Su madre se había ido. ¿Por qué
seguía importándole tanto? ¿Por qué era incapaz de olvidarla? A sus amigos
de clase les había dicho que su madre había muerto. Y probablemente fuera
la verdad. Pero hasta que supiera con seguridad lo que le había ocurrido,
sería incapaz de pasar página.
—¿Anna? ¿Te apetece que lo hablemos?
Hasta que supiera con seguridad lo que le había ocurrido, siempre sería la
chica de catorce años que había echado a su madre de su lado.
—No. —Se obligó a sonreír—. Agua pasada no mueve molinos. De
hecho, creo que debemos tomar la decisión de no volver a hablar de mi
madre nunca más.
Gabe frunció el ceño. Durante unos segundos, pareció a punto de decir
algo, pero al final se lo repensó.
—Vale. No meteré las narices donde no me llaman —respondió al fin,
como si intentara convencerse a sí mismo—. No hablemos de tu madre,
pero volvemos a hablar, ¿verdad? —Gabe le dedicó la sonrisa encantadora a
la que ella no había podido resistirse jamás.
A Anna le estrujó el corazón. ¿Era él la verdadera razón por la que no
terminaba de decidirse a salir con Sam?
—Sí —contestó—. Volvemos a hablar. —Pero permitir que Gabe
regresara a su vida no significaba que pudiera confiar en él por completo.
No podría confiarle sus secretos. Y tampoco, y tuvo que respirar hondo, su
propio corazón.
20
TRES AÑOS MÁS TARDE

Cuando el taxi de Gabe se detuvo, la casa estaba iluminada como si fuera


Navidad y la fiesta, en todo su apogeo. Numerosos vehículos bloqueaban la
entrada y salían del camino, así que el taxi tuvo que dejarlo a varias puertas
de la casa de sus padres.
Su madre y su padre habían invitado a todos los asistentes a la boda de
Matt y Julia que habían llegado antes de tiempo a pasarse por la casa a
tomar un cóctel, y por lo visto la mayoría de los invitados había aceptado la
propuesta.
Como padrino de la boda de su hermano, Gabe debería haber llegado
horas antes para preparar la fiesta, pero le cancelaron el vuelo desde
Washington DC. Lo fastidiaba llegar tarde a la gran fiesta de su hermano.
Parte de la razón por la que había aceptado el trabajo de investigador socio
del Hastings Institute era para estar cerca de su familia.
Había estado a punto de renunciar a ir en avión y recorrer en coche las
cuatro horas que lo separaban de Pittsburgh cuando recibió un mensaje de
texto de Anna.

Anna
¿Sigues haciendo cola en el aeropuerto?

Gabe
Por desgracia, sí.

Anna
¿No has tenido suerte ligando con la azafata para saltarte la
cola?

Gabe
Tiene sesenta y dos años, y, por lo visto, cuatro nietos.

Anna
Jajaja. Bueno, sé que te da rabia no estar aquí, pero Rachel y
yo lo tenemos todo controlado. Está limpiando la plata y yo me
he ofrecido voluntaria a conducir hasta la bodega de la otra
punta de la ciudad para ir a buscar una caja del cabernet
preferido de tu padre.

Gabe
¿Acaso lo mataría beber un merlot normal y corriente?

Anna
Pues creo que es probable que sí.

Gabe
Me alegro de que estés ahí, pequeña.

Anna
Relájate, bébete una copa en el bar del aeropuerto y nos vemos
pronto.

Había avanzado en la cola, con una sonrisa al ver las palabras de ella en la
pantalla del móvil. Gabe casi podía oír la voz de Anna diciéndoselas en alto
con tono de broma y burlón. Él se lo había dicho en serio: sí que se alegraba
de que estuviera en la casa de sus padres, y no solo porque era una
presencia que inspiraba calma en medio del caos de la boda. Habían pasado
siete años desde que Anna y él habían sido compañeros en un proyecto de
clase, y nunca había tenido una amiga como ella. Era una persona con la
que podía hablar, que le hacía reír, que lo entendía y no le dejaba pasar ni
una. Era casi como una hermana. Y eso no era moco de pavo, teniendo en
cuenta lo bien que se llevaba con Matt, Leah y Rachel.
Aun así, con su nuevo trabajo en Washington, y estando Anna en tercero
de Medicina en Stanford, hacía siglos que no la veía. Sus conversaciones
tenían lugar de noche, cuando él se iba a acostar y ella hacía una pausa entre
tanto estudio. Gabe no la había visto en persona desde el funeral de su
abuela. Anna seguía yendo de voluntaria a viajes médicos internacionales
durante las vacaciones y no había regresado a Pittsburgh. A él le había
preocupado un poco que no llegase a tiempo para la boda.
A veces, Gabe se preguntaba si Anna se cerraba intencionadamente en
banda a su familia, si su trabajo de voluntaria era en parte una excusa para
evitar las vacaciones y las celebraciones familiares. O tal vez todavía la
persiguiera su infancia. O a lo mejor solo deseaba huir un poco. Ojalá no
significara que también quería huir de su familia.
—Pues serán cuarenta dólares. —La voz del taxista lo devolvió al
presente.
Gabe le dio un billete de cincuenta y bajó del coche. Al dirigirse hacia el
camino de entrada de la casa de sus padres, el crepúsculo se instaló sobre el
patio y se encendieron las farolas. A media altura, Gabe redujo el paso al
ver a una persona sentada sola en el balancín del porche con la espalda
apoyada en el reposabrazos y el cuerpo girado hacia la casa. Él se detuvo en
el camino de entrada y entornó los ojos para intentar ver quién era en
aquella semipenumbra. Parecía una mujer, quizá casi de su edad por lo que
apreciaba en la creciente oscuridad, pero le resultaba desconocida.
La mujer se había sentado sobre una pierna, y pasó la otra por el lado del
balancín para apoyar en el suelo un pie descalzo e impulsarse. El gesto hizo
que el vestido se le subiera por el muslo y dejase al descubierto unas piernas
largas y definidas. Acto seguido, se removió en el asiento y una cortina de
pelo espeso y ondulado le cayó sobre el hombro.
Gabe sintió la extraña necesidad de revolverle los mechones con las
manos.
¿Era una amiga de Julia que asistía a la boda? ¿Se habrían conocido en
alguna otra celebración? Él nunca se había sentido tan atraído por una
completa desconocida, sobre todo por una a la que apenas veía.
Gabe negó con la cabeza. «Seguramente solo estoy cansado». Había sido
un día largo, y todavía debía pasar varias horas mezclándose entre los
invitados a la fiesta.
Se recolocó la corbata y se dirigió a la puerta. Cuando llegó a los
escalones del porche, se detuvo.
—¿Hola? —murmuró.
La mujer levantó la vista cuando la voz de él atravesó el silencio. Y
reconocerla lo golpeó como si lo hubiera arrollado un camión.
—¿Anna? —consiguió balbucir.
—¡Gabe! —Se levantó con los ojos como platos y se iluminó con una
sonrisa radiante—. No sabía si llegarías hasta más tarde.
Durante unos segundos, lo único que pudo hacer él fue observarla. En
parte era como si viera a Anna por primera vez. ¿Cómo podía ser la misma
y, al mismo tiempo, totalmente diferente? Antes de acercarse, no había
tenido ni idea de que era la chica rara en la que pensaba como si fuera una
hermana. Había que aceptar que ya no era una chica, que ya no era nada
rara y que estaba más claro que el agua que no era su hermana.
Intentó guardar aquel pensamiento en el lugar del que había procedido.
—Es que… he podido conseguir un asiento en un vuelo antes. Anna,
estás… —Dejó la frase inconclusa.
Anna se miró el vestido y se alisó una arruga de la falda.
—¿Qué? —Se mordió el labio, y en el estómago de él se formó un nudo.
«Estás… preciosa». Gabe meneó la cabeza para despejársela. Por Dios.
Que era Anna. «Contrólate».
—Estás guapa —terminó diciéndole, para su vergüenza. No podía
quitarle los ojos de encima.
—Gracias. —Sonrió y se pasó un mechón de pelo brillante detrás de la
oreja. Durante unos segundos, él no pudo respirar. Y entonces Anna
ensanchó la sonrisa—. Tú estás feísimo, como siempre.
Gabe contuvo una carcajada, y el mundo regresó a su posición habitual.
—No pierdo la esperanza de mejorar un poco —dijo con un exagerado
encogimiento de hombros.
Anna se apoyó en la barandilla del porche y negó con la cabeza con
fingida pena.
—Sí, bueno. Yo nunca he perdido la esperanza de que desarrolles un buen
carácter que compense ese físico tan poco atractivo.
Con una risotada, Gabe subió los escalones de dos en dos y le dio un
abrazo de oso.
—Yo también me alegro de verte, pequeña.

Durante el resto del fin de semana de la boda, Gabe echó vistazos a Anna
cuando no lo estaba mirando. En la cena de ensayo de la noche siguiente,
estaba tan despampanante como en la fiesta de recepción, esa vez con un
vestido veraniego rosado y sandalias con tiras. Pero no era solo la ropa. A
Gabe lo distrajo incluso con unos pantalones de pijama normales y una
vieja camiseta de manga corta en la cocina de sus padres durante la mañana
de la boda. Cuando se dio cuenta de que la estaba contemplando, salió
disparado de allí y corrió a darse una ducha.
En cuanto hubo regresado a la planta baja, Anna y sus hermanas ya se
habían marchado hacia la boda, y él no las volvió a ver antes de la
ceremonia. En ese momento, debía asegurarse de que su hermano y los
otros padrinos ocupaban su lugar, y que el niño de cinco años que llevaba
los anillos no los lanzara por accidente por el váter.
La boda de Matt y Julia se celebraba en un viejo establo de piedra con
altas vigas de madera en el techo, suelos rústicos de madera de pino y
puertas enormes que permitían que entrara la brisa de principios de verano.
Comenzó la ceremonia, y Gabe se tragó el nudo de la garganta al ver la
expresión que puso Matt al ver acercarse a Julia. La novia estaba preciosa
con su vestido y la larga melena oscura en un elaborado recogido, pero Matt
sonreía con tanto cariño que Gabe sospechaba que su cuñada podría haberse
puesto un vestido de papel y su hermano no se habría dado ni cuenta. Tan
pronto como se le aproximó, ella le sonrió como si los dos compartieran
alguna broma privada.
Era otro ejemplo que su hermano mayor había dejado en su camino. Uno
en el que su compañera de vida era también su mejor amiga.
La vista de Gabe voló hasta los invitados, sentados en los bancos.
Encontró a Anna y, como si ella hubiera percibido la mirada, clavó los ojos
en él. Lo observaba sin pestañear, y todo el aire abandonó los pulmones de
Gabe. Pasó un segundo, luego otro, y fue como si una horda de caballos
galopase lentamente sobre su pecho.
Por suerte, el oficiante de la boda se dispuso a dar comienzo a la
ceremonia, y los dos apartaron la vista. Gabe respiró tan hondo que el
padrino que tenía a su izquierda se lo quedó mirando, extrañado.
A lo largo de la ceremonia, se concentró en Matt y en Julia mientras se
leían los votos e intercambiaban los anillos. Después de las fotografías y de
la cena, Gabe bailó con su madre y también con todas las mujeres de
avanzada edad, que se rieron y se llevaron una mano al corazón cuando él
las sacó a la pista. A continuación, bailó con Leah y con una de las primas
adolescentes de Julia. Como su hermana también era adolescente, Leah se
comportaba como si Gabe la avergonzara, aunque él sabía que en el fondo
le encantaba tenerlo de nuevo en casa.
Al final, pudo escabullirse e ir a buscar una cerveza para disfrutar de un
minuto a solas. Apoyó el hombro en un poste de madera que sostenía el
tejado centenario. En la pista de baile, Matt y Leah se entregaban a una
canción de los años ochenta, y en la barra Rachel y su nueva novia, una
compañera de Derecho que se llamaba Aaliyah, bebían chupitos de algo.
Al poco, divisó a su madre y a su padre en la pista, y no pudo evitar
echarse a reír. Su madre no dejaba de detenerse para inclinarse y agarrarse
la barriga por las carcajadas que le provocaban los pésimos pasos de baile
de su padre. Cuanto más se reía ella, peores se volvían los gestos de él,
hasta que se desternillaron demasiado como para seguir hablando. Era raro
ver a su padre tan relajado haciendo tonterías, pero Gabe sabía que su
madre era la única capaz de arrancarle ese comportamiento.
A Gabe se le ocurrió que sus padres siempre habían sido otro ejemplo de
una relación feliz y sólida. ¿Qué significaba que él hubiera llegado a los
veintiocho sin ni siquiera acercarse a encontrar nada parecido a eso?
Cuando terminó la canción, su padre se acercó y le dio una fuerte
palmada en la espalda.
—Has hecho un buen discurso en el brindis.
Una intensa calidez inundó a Gabe. Se había pasado semanas practicando
el brindis y sabía que lo había hecho muy bien; había provocado unas
cuantas carcajadas al principio y luego unas pocas lágrimas durante la parte
sentimental del final. Pero a veces seguía siendo un niño que ansiaba la
aprobación de su padre.
—Gracias. Significa mucho para mí que me lo digas.
—Tu hermano parece feliz.
—Pues sí. —Gabe se preguntó qué pensaba su padre al respecto. Había
pasado cerca de una década desde que Matt hubiera dejado Medicina, y
costaba imaginárselo haciendo algo que no fuera construir casas. Pero ¿su
padre todavía lamentaba lo que podría haber sido y no fue? Por lo visto, se
había suavizado al llegar Anna con sus sueños de ser médica.
Gabe bebió otro sorbo de cerveza y barrió la multitud hasta encontrarla
sentada a una mesa a pocos metros de la pista de baile. Se había quitado los
zapatos de tacón de aguja y flexionaba los dedos de los pies como si al fin
hubieran alcanzado la libertad.
Maldita sea, en las horas en las que él no la había mirado no había vuelto
a convertirse en la rara adolescente que había sido. Gabe deseó que se
hubiera transformado, pues los sentimientos que experimentaba por ella
eran incómodos… y raros… y quizá un poco intrigantes.
—Deberías volver a la pista de baile. —Su padre asintió en dirección a
Anna, y Gabe notó cómo se sonrojaba. ¿Acaso su padre sospechaba que
sentía cosas por Anna? ¿Tan obvio era?
«No», se dijo Gabe. Su padre siempre había protegido mucho a Anna y
seguramente acababa de ver que estaba sola. Habría hecho lo mismo por
Leah.
Terminaron los últimos acordes de la canción pop y comenzaron las
primeras notas de una balada lenta que se apoderó de la sala. Su padre le dio
otra palmada y echó a caminar rumbo a su esposa.
El cuerpo de Gabe se movió hacia Anna antes de que su cerebro fuera del
todo consciente de lo que estaba haciendo. Solo había dado veinte pasos
antes de que se detuviera en seco en el pasillo, entre dos mesas. Uno de los
primos de Julia —Kyle o Cal o algo parecido— se había colocado delante
de la silla de Anna y se había inclinado para decirle algo al oído que la
había hecho reír. Y luego —comoquiera que se llamase— le había tendido
una mano. Anna la agarró y Kyle-Cal la llevó hasta la pista de baile. Se le
acercó para susurrarle algo al oído y ella se echó a reír de nuevo.
Gabe había conocido al primo de Julia en la fiesta de recepción de la otra
noche. Supuso que, objetivamente, era un tipo guapo si te gustaban los
rubios elegantes que parecen jugadores profesionales de lacrosse. Kyle-Cal
le comentó a Gabe que había estudiado en Los Ángeles y que estaba
cursando un máster en Administración de Empresas para tarde o temprano
entrar a trabajar en la empresa de su padre. Gabe intentó recordar de qué
clase de negocio se trataba… ¿Contabilidad, quizá? Parecía un chico un
poco aburrido para alguien tan interesante como Anna, pero en fin.
Gabe se quedó como un pasmarote en el pasillo, revuelto por los
sentimientos que se arremolinaban en su interior. Tal vez estaba un poco
celoso. Nunca había visto a Anna con ningún hombre. Ni siquiera pensaba
en ella de esa forma. Era más que probable que hubiera tenido algún novio
en el instituto o en la universidad, pero era un tema del que nunca hablaban
por teléfono ni por mensajes de texto.
Y, aparte de celoso, estaba sorprendido y puede que un poco aliviado. ¿En
qué estaba pensando al acercarse a sacarla a bailar una balada delante de
toda su familia? Dios, se lo habrían echado en cara hasta la saciedad. Que
estuviera sufriendo unos instantes de locura transitoria por Anna no
significaba que fuera buena idea hacer algo al respecto.
En ese momento, alguien lo golpeó desde atrás. Se giró y vio a una chica
guapa de pelo oscuro que tendía un brazo y se agarraba a él para no caerse.
Se presentó como Nadia, una amiga de Julia de la universidad, y luego se
inclinó sobre su oído para felicitarlo por el discurso de brindis que había
hecho.
Gabe miró hacia Anna. Seguía bailando con los brazos alrededor de la
cintura de Comosellame. Él se quedó mirando a Nadia y reparó en sus ojos
oscuros y sus labios carnosos.
Gabe se pasó el resto de la fiesta bailando con Nadia y no observando a
Anna y a Kyle-Cal hablando en un oscuro rincón. Matt y Julia se fueron de
luna de miel, y los invitados empezaron a marcharse con sus respectivos
coches. Gabe tomó la mano de Nadia al salir por la puerta y se detuvo
brevemente en el porche para que su acompañante encontrara las llaves de
su coche en su bolso. En ese preciso instante, Anna abrió la puerta y salió.
—¡Gabe! Rachel y yo te estábamos buscando. ¿Vienes con nosotras o
vuelves con tus padres?
¿Anna le había dado su número a Comosellame? Si él no se lo había
pedido, era un idiota. En ese momento, Nadia encontró las llaves y se
colocó a su lado.
—No te preocupes. —Gabe se aclaró la garganta—. Ya tengo quien me
lleve.
Los ojos de Anna volaron de Gabe a Nadia y de vuelta a él.
—Ah. Vale. —Aun bajo aquella poca luz. Gabe pudo ver cómo las
mejillas de Anna se coloreaban un poco. Le lanzó una sonrisa de labios
apretados—. Pásalo bien. —Asintió en dirección a Nadia y se marchó por el
camino iluminado que conducía al aparcamiento sin pronunciar más
palabras.
Gabe se la quedó observando unos segundos antes de girarse hacia la
mujer que tenía al lado. Era mejor así.
21
TRES AÑOS MÁS TARDE

Cuando Anna bajó las escaleras de su piso de la segunda planta y abrió la


puerta del portal, un chispazo de electricidad la golpeó en el pecho. Porque
ahí, frente a la entrada, luciendo una belleza natural con unos vaqueros y
una camisa arremangada, estaba Gabe.
Le sonrió, y Anna olvidó andarse con cuidado. Tropezó con el felpudo y
perdió el equilibrio. Él se adelantó para agarrarla y, al cabo de unos
segundos, la tenía contra el pecho y la envolvía en ese aroma familiar a
Gabe. Anna soltó un tembloroso suspiro.
—Hola —la saludó con una sonrisa—. Sé que ha pasado algo de tiempo,
pero no hace falta que te lances a mis pies.
Tres años. Habían transcurrido casi tres años desde que viera a Gabe en la
boda de Matt y Julia. Por lo visto, no había cambiado en absoluto. Dios,
cuánto lo había echado de menos. No se había dado cuenta hasta que lo
tuvo en la puerta de su casa bromeando como siempre.
No habían tomado intencionadamente la decisión de pasar tanto tiempo
sin verse. Sin embargo, él no había dejado de ascender como socio
investigador en el Hastings Institute y siempre viajaba de un lado para otro
a hacer consultas o presentar sus investigaciones en conferencias. Y Anna
había trabajado cien horas semanales como residente de obstetricia y
ginecología en la UCSF. Apenas tenía tiempo para lavarse el pelo, y mucho
menos para programar una visita a la Costa Este.
Pero ahora que Gabe estaba delante de ella con esa familiar y torcida
sonrisa suya, Anna no se le ocurría ni una sola razón por haber tardado
tanto en encontrarse. Él le había propuesto verse unas cuantas veces, pero
ella no había conseguido hacerle un hueco. Cuando la semana anterior la
llamó y le sugirió hacer un viaje de última hora por su cumpleaños y Anna
se dio cuenta de que por una vez tenía varios días libres seguidos, le
respondió que sí.
Y de pronto… ahí lo tenía.
Anna lo agarró del brazo y tiró de él para que entrara.
—Pasa, pasa. ¿Estás cansado del vuelo?
—No, estoy bien. Estoy acostumbrado a viajar. —La siguió escaleras
arriba y entró en su piso—. Qué sitio tan bonito —dijo, y se giró lentamente
para observar los suelos de madera reluciente y los techos altísimos—. Son
los materiales originales, ¿verdad? —Tocó una de las molduras de la puerta
para alabarla.
—Sí. La casa se construyó en 1880. —Mientras Anna intentaba ver la
estancia a través de los ojos de Gabe, rememoró la vez que él la había
seguido para subir las escaleras de otro edificio. En aquella época, la
avergonzó muchísimo que Gabe viera dónde vivía.
Había sido en otra vida casi.
Anna compartía un soleado apartamento de una casa victoriana de tres
plantas con otra residente de su programa. Como tenían horarios irregulares,
Anna no veía a su compañera de piso demasiado a menudo fuera del
trabajo, pero siempre que podían quedaban para cenar juntas, y Anna la
consideraba una buena amiga. La mayor parte del piso estaba decorada con
objetos de segunda mano de los residentes del hospital que habían vivido
allí antes que ellas, pero Anna había llenado el alféizar de la ventana con
plantas que le recordaban a Dorothy cuando se sentaba allí por las mañanas
a tomar su café.
En el apartamento no había nada glamuroso, pero era cálido y acogedor,
y, lo más importante, totalmente opuesto al piso destartalado de
Lawrenceville, donde se había sentido muy impotente y sola.
Vio cómo Gabe dejaba la bolsa de viaje en el suelo, junto al sofá. Costaba
creer que ya llevaba diez años en su vida. Aunque no lo había visto desde
hacía una eternidad, a menudo hablaban por teléfono cuando ella iba a pie
hasta el hospital para su turno de noche y, tres horas más tarde en la Costa
Este, él se disponía a acostarse. Se contaban abiertamente todo lo que
ocurría en sus vidas, y, a pesar de la distancia, parecía que nada hubiera
cambiado entre ellos.
Gabe levantó la vista de la bolsa, con los ojos de nube de tormenta
oscurecidos por algo que ella no consiguió interpretar, y sintió de nuevo
otro chispazo.
«Bueno, casi nada ha cambiado entre nosotros».
A veces, durante los momentos más sinceros de sus conversaciones, se
preguntaba si algún día mencionarían las miraditas que se lanzaron en la
boda de Matt y Julia.
Unas miraditas… parecidas a las que se estaban lanzando en esos
instantes.
Gabe se pasó una mano por el pelo y se lo dejó revuelto, y a Anna le dio
un brinco el corazón. Aunque había salido con otros chicos, ninguno de
ellos había llevado a sus entrañas a hacer una rutina de gimnasia cada vez
que aparecía, como le ocurría con Gabe.
¿Eran imaginaciones suyas o él también lo sentía?
Quizá sí, porque al poco le dio la espalda y empezó a sacar una chaqueta
de la bolsa.
—¿Vamos a cenar? Tengo entendido que la comida mexicana es
estupenda.
Anna se giró y agarró el abrigo del gancho de la puerta. Gabe la siguió
hasta la calle, y Anna lo guio hasta la siguiente manzana.
Su piso estaba ubicado al norte del parque del Golden Gate, en un bonito
barrio residencial habitado por familias jóvenes y parejas que paseaban a
sus perros en la estrecha zona de hierba al otro lado de la calle. Estaba a
solo un par de kilómetros del hospital de la UCSF, y a menudo iba hasta el
trabajo a pie.
Gabe sabía que, cuando trabajaba de noche, Anna solía salir de casa
cuando anochecía, y era entonces cuando la llamaba. No se lo había dicho,
pero ella sabía que estaba preocupado por que caminase sola. Habían
pasado diez años y Gabe seguía preocupándose por ella, si bien había
mejorado y ya no le decía qué tenía que hacer. Quizá por fin había
comprendido que no era una niña pequeña.
Anna lo contempló de reojo y recordó las miraditas; con un sobresalto, se
dio cuenta de hasta qué punto esperaba que él supiera que ya no era una
niña pequeña.
Mientras caminaban, Anna le habló de los vecinos y señaló algunos
puntos de interés —la esquina de Haight y Ashbury, el Castro Theater—, y
al poco cruzaron el parque Dolores y llegaron a la calle 19.
—Es el mejor sitio para comer mexicano —le aseguró Anna mientras lo
conducía hacia el corazón del Mission.
Ya casi habían llegado al restaurante que Anna había elegido cuando
Gabe se detuvo en seco en la acera. Anna frenó a su lado.
—¿Todo bien?
Gabe se apartó de las cafeterías y de las tiendas de objetos vintage que se
amontonaban en la calle para observar un callejón perpendicular. Su vista
aterrizó sobre un cartel que indicaba la calle que se encontraba al otro lado.
Anna lo reconoció de inmediato, claro. Capp Street. En el rincón había la
misma bodega, con un nuevo toldo que se mecía suavemente por la brisa.
Era probable que sirviese para dar fe de las mejoras del barrio desde que se
fueron los «fumaderos de crack» y aparecieron los promotores
inmobiliarios.
Anna llevaba varios años viviendo en el Área de la Bahía. No se
inmutaba al pasar por esa esquina y por esas calles ni ante la gravedad de
ese sitio. Donde antes estaba la casa de Capp Street se alzaba un moderno
edificio de cromo y cristal. Ella había estado cientos de veces por allí y ni
siquiera lo pensaba.
Pero Gabe había visitado la casa mucho tiempo atrás. Y era evidente que
se acordaba. Durante unos segundos, vaciló, y Anna pensó que iba a girarse
y a tomar el callejón. Al final, le dedicó una sonrisa un poco radiante de
más, seguida de un exagerado encogimiento de hombros.
—Todo bien.
Nunca hablaban de la búsqueda de la madre de Anna. Ella le había pedido
que no sacara el tema y él la había respetado. Pero estaba claro que seguía
pensando en eso.
Ojalá Gabe supiera lo poco que había que decir al respecto.
Siguieron caminando por Mission Street, y al poco Gabe volvió a
detenerse. Esa vez, Anna se giró y lo vio contemplando el escaparate de una
casa de empeños. Anna observó la tienda, pero no adivinó qué atraía la
atención de él. ¿Un par de guitarras eléctricas? ¿Una línea de relojes de oro?
¿Una caja de terciopelo con joyas?
—¿Qué pasa?
—Nada. —Negó con la cabeza como si intentara despejársela.
Anna se lo quedó mirando. Las finas líneas que le rodeaban los ojos se
habían profundizado, y estaba apretando la mandíbula.
—¿Estás seguro de que no estás agotado del vuelo? A lo mejor
deberíamos haber pedido algo a domicilio.
Gabe se apartó del escaparate de la casa de empeños.
—Estoy perfectamente. —Se pasó la mano de ella por el brazo y le
dedicó otra de sus sonrisas extrabrillantes—. Me muero por probar los tacos
de los que me has hablado.
22

—Total —dijo Gabe mientras se acomodaba en una mesa de una terraza de


Mission Street—, que he alquilado un coche para que nos hagamos pasar
por turistas y podamos visitar alguno de los sitios más famosos. —Mantuvo
la vista clavada en Anna para resistir la tentación de mirar hacia la casa de
empeños de la manzana—. Bueno, tú tendrás que hacerte pasar por turista.
Supongo que yo sí que lo soy.
—Creo que yo también. —Anna se echó a reír—. Me avergüenza admitir
que no he explorado tanto como debería haber hecho. En realidad, nadie
visita las atracciones principales de un sitio hasta que llega alguien de fuera
y te da un codazo.
—Pues yo encantado de darte un codazo.
—Y a lo mejor uno de estos días te devolveré el favor y seré una turista
por Washington.
Gabe se preguntó si se lo decía en serio. Sabía que Anna estaba ocupada.
Ser residente de obstetricia y ginecología no era moco de pavo, incluso para
una persona tan brillante como Anna. Pero a veces sus excusas parecían ser
solo eso, excusas.
—Ya sabes que te recibiré con los brazos abiertos.
Anna acarició con un dedo la desvencijada mesa de la cafetería, casi
como si quisiera asimilar su presencia, y murmuró:
—De verdad que no sé por qué tardamos tanto en vernos.
¿No lo sabía? Él le había propuesto una docena de veces subirse a un
avión y visitarla hasta que ella aceptó al fin. Siempre parecían regresar a su
viejo patrón. En cada ocasión en la que Gabe se acercaba demasiado a
Anna, derribaban una barrera, como uno de esos bolardos que se instalan
delante de las tiendas para evitar que alguien estrelle un coche contra el
escaparate para robar.
Como la reticencia a hablar de la madre de ella. El tema era un elefante
enorme encima de la mesa, y la maldita Capp Street se encontraba a la
vuelta de la esquina. Deberían hablar de eso. Gabe quería saber si Anna
había dado con alguna pista de su paradero. Quería saber cómo se sentía al
respecto. Quería rodearla con los brazos para ayudarla a soportar el dolor
que quizá le estuviera causando su madre todavía.
Odiaba que no se lo contara todo.
Y odiaba ocultarle secretos a ella. El colgante de la casa de empeños
llevaba casi una década en el fondo del cajón de sus calcetines. Pero Anna
le había retirado la palabra durante casi tres años, y había sido espantoso. Si
le contaba lo del colgante, ¿lo volvería a castigar con su silencio?
Pero si no se lo contaba, ¿cuánto daño acumulado le haría cuando por fin
se enterase de lo ocurrido? Anna merecía saber la verdad, pero si ella no le
hablaba de su madre, ¿cómo iba a saber Gabe si deseaba conocer la verdad?
Él miró hacia el rostro que lo había dejado pasmado desde que le había
abierto la puerta de su casa. No tenía nada que ver con el momento en el
que tropezó y cayó en sus brazos. En los últimos años, se había convencido
de que lo que sintió por ella durante la boda de su hermano había sido
producto de su imaginación. Pero en cuanto la había vuelto a ver, se
convenció. Y supo que ella también sentía lo mismo.
Un mechón de pelo oscuro y ondulado cayó sobre la mejilla de ella y,
antes de pensarlo dos veces, Gabe extendió el brazo y se lo pasó detrás de la
oreja. Anna ladeó la cabeza, y su sonrisa se esfumó lentamente. Cuando se
miraron a los ojos, la chispa que ya no era desconocida crepitó entre ambos.
Gabe enseguida apartó la vista y se entretuvo recolocando los cubiertos
junto a su plato.
«Hasta que no le cuente la verdad, no puedo sino fingir que esto no
significa nada».
«Y si se lo cuento todo, la voy a perder».
Se aclaró la garganta.
—Bueno, pues tendrás que hacer pronto el viaje a Washington, porque
solo voy a estar unos cuantos meses más por allí.
—¿A dónde te vas? —Anna arqueó una ceja.
—Me han ofrecido trabajo en la Universidad de Pittsburgh. Profesor
titular en el Departamento de Economía.
—¡Gabe! —Una sonrisa se abrió paso en su cara—. Es fantástico. Tus
padres deben de estar muy contentos.
—Yo también lo estoy. Así podré estar cerca de mi familia… —Su voz se
fue apagando.
Cuando iba a la universidad, mientras sus compañeros dormían la mona
para superar la resaca de las fiestas del sábado por la noche, el domingo él
se iba a cenar a casa de sus padres. Y no lo habría cambiado por nada del
mundo. Había estado diez años lejos para asentar su carrera, pero por fin
podría comprarse un billete en dirección a casa y solo de ida.
—Tu familia siempre lo ha significado todo para ti —asintió Anna.
Por supuesto, si había alguien capaz de entenderlo, esa era Anna.
También formaba parte de esa familia, aunque no siempre llegara a
creérselo.
—Felicidades por su nuevo trabajo, doctor Weatherall. —Anna levantó el
vaso de agua para brindar—. Ahora que vas a trabajar junto a la profesora
McGovern, quizá por fin podrás leerte su aburridísimo libro.
Gabe se rio al recordar la conversación que había mantenido con Anna
cuando comenzaron a trabajar en su proyecto. No parecía que hubiera
pasado tanto tiempo. Ya por aquel entonces Anna lo había asombrado. Y
seguía asombrándolo.
—Ni hablar. —Se rio—. Vas a tener que resumírmelo.
—Madre de Dios, creo que he bloqueado ese recuerdo —terció Anna
mientras ponía los ojos en blanco—. Pero si tú escribes un libro aburrido,
prometo leérmelo de cabo a rabo y luego ir a sentarme en el incómodo sofá
de su despacho para comentarlo contigo.
—En ese caso, escribir ese libro habrá valido la pena si así consigo que
estés en mi sofá. —Gabe se irguió en la silla al darse cuenta de cómo había
sonado—. A ver, no quería decir que… —Vale, sí quería decirlo, pero santo
cielo.
Anna no contestó y, cuando Gabe por fin reunió el valor para levantar la
vista y mirarla, se percató de que ella no lo había oído. Clavaba los ojos en
un lugar encima del hombro de él, ya sin sonreír. ¿Qué estaba viendo?
Gabe se giró en la silla, pero no le pareció ver nada fuera de lo normal. La
gente paseaba por la calle, unos tomados de la mano y otros mirando la
pantalla del móvil, y tras la acera los coches se detenían y arrancaban en el
semáforo de la esquina. Se volvió hacia delante y reparó en los ojos muy
abiertos de Anna.
—Anna, ¿qué pasa?
—Es q-que… —tartamudeó. Y antes de que él supiera qué ocurría, la vio
levantarse de un salto y echar a correr por la acera.
—¡Espera, Anna! —la llamó, pero ella siguió avanzando, esquivando a la
gente como si estuviera persiguiendo a alguien en particular—. ¡Eh! —Se
puso en pie para seguirla, pero en ese momento llegó el camarero con lo
que habían pedido—. Ay, perdón —balbuceó—. No… no vamos a irnos sin
pagar. Enseguida volvemos. —Gabe se metió una mano en el bolsillo para
dejar algo de dinero en la mesa sin apartar la vista de Anna. La vio ya hacia
la mitad de la manzana y estaba…
¿Y eso?
Estaba extendiendo un brazo para tocar el hombro de una mujer de
mediana edad con una larga cabellera entrecana.
«¿Qué está haciendo? Y ¿quién es esa mujer?».
Gabe bajó la mirada para dejar el dinero sobre la mesa y, cuando la
levantó de nuevo, Anna y la mujer se habían esfumado. Echó a correr por la
acera. En la esquina de la manzana, se detuvo en seco donde las acababa de
ver, y se giró para buscar a Anna.
—Ey —exclamó una voz tan bajo que casi no la oyó. Era Anna, recostada
en la pared de ladrillos de la fachada de un banco. La mujer misteriosa no
andaba por ninguna parte.
—Ey. —Se tomó unos instantes para recobrar el aliento—. ¿Estás bien?
Anna asintió.
—¿A qué ha venido eso?
—Nada, nada. —Anna se apartó de la pared—. Deberíamos volver. —Se
dispuso a dirigirse hacia el restaurante—. Siento haberme marchado así.
—Anna, espera. —Gabe la agarró por el brazo y la giró para mirarla a la
cara—. ¿Quién era esa mujer?
Los ojos de ella se clavaron nuevamente detrás de él, pero esa vez, en
lugar de escrutar entre la multitud, se habían oscurecido, apagados.
—Por lo visto, no era nadie.
—Vale, pero ¿quién creías que era?
Anna respiró hondo, temblorosa, y luego soltó el aire poco a poco.
—Mi madre.
«¿Su madre?». Gabe dio un paso atrás, descolocado.
—¿Tu madre vive aquí? ¿Has hablado con ella?
—No. No tengo ni idea de dónde está. —Anna apretó mucho los labios
—. Pensaba que… —Calló y asestó un puntapié a una piedra de la acera
con la punta de la zapatilla.
—¿Te pasa a menudo? ¿Te pones a perseguir a gente por la calle que se
parece a tu madre?
—No. —Negó con la cabeza—. Nunca lo he hecho. —Pero seguía sin
mirarlo a los ojos.
—Ojalá hubiera sabido que seguías buscándola.
—No la busco.
—¿Estás segura? —Gabe señaló con la cabeza el punto de la acera donde
Anna se había acercado a aquella desconocida.
—Sí, estoy segura.
Gabe le puso las manos sobre los hombros y deseó que lo mirase.
—Anna, puedes contármelo.
Ella se apartó, pero no antes de que él viera el dolor que le empañaba los
ojos.
—Déjalo correr, Gabe.
Él negó con la cabeza. Había pasado una década desde que la madre de
Anna la había abandonado. Siempre había imaginado que su amiga no
quería hablar del tema porque se había rendido. Que había pasado página y
sacarlo a colación no haría más que abrir viejas heridas. Pero resultaba que
esas heridas llevaban todo ese tiempo sangrando.
«No ha pasado página».
Mientras observaba la oscuridad que le atravesaba el rostro, Gabe tuvo
que admitir que tal vez él tampoco habría pasado página. ¿Qué sentiría al no
tener ni idea de si su madre estaba viva o muerta? Al preguntarse si estaba
en apuros, herida, o si simplemente le importaba tan poco él que había
decidido seguir adelante por su cuenta. «¿Qué daño te haría recordarlo un
día tras otro?».
No era de extrañar que Anna se encerrase en sí misma.
Y con aquella idea en mente, a Gabe se le formó un nudo en el pecho. Si
así era como Anna reaccionaba al ver por la calle a una mujer que se
parecía a su madre, ¿qué ocurriría cuando descubriese lo que le había
pasado al colgante?

Cuando se despertaron a la mañana siguiente, Gabe no mencionó lo que


había sucedido el día anterior, y Anna tampoco lo comentó. Era el
cumpleaños de Anna, y Gabe había hecho planes para cruzar el puente del
Golden Gate con el coche de alquiler para ir a explorar el condado de
Marin. Anna le había dicho que solo lo había visitado unas pocas veces, y
cuando tomaron la autopista 1, le encantó ver la mezcla de emoción y
asombro que la embargó al ver las secuoyas y los acantilados que se cernían
sobre el océano Pacífico.
Después de hacer una ruta de senderismo entre los centenarios árboles del
parque nacional de Muir Woods, se dirigieron más al norte rumbo a Stinson
Beach, donde pasearon hasta el agua y se sentaron en un tronco con los pies
hundidos en la arena. Aquella noche en el norte de California hacía un calor
atípico, y la luna llena resplandecía sobre el océano. Con la excepción de
una pareja que paseaba a un perro atado con correa, tenían la playa para los
dos.
—Oye —empezó Gabe—, ¿cómo es posible que te pases el cumpleaños
conmigo en lugar de con tu nuevo novio? —Leah le había comentado que
Anna estaba saliendo con otro residente del hospital. Aunque Anna no le
había hablado de él en todo el día. Pero, claro, Gabe tampoco le hablaba de
las mujeres con las que salía. Con el paso de los años, se lo contaban
absolutamente todo, menos eso. En cierto modo, así era más fácil.
Anna agarró un puñado de arena y vio cómo se le escurría entre los
dedos.
—En realidad, no es mi novio. Es solo un chico con el que salgo cuando
tenemos tiempo…, que no es muy a menudo.
—¿No le ha importado que me dedicaras a mí los pocos días libres que
tienes? —Algo se removió en su interior.
Anna se encogió de hombros, y Gabe tuvo la sensación de que a ese chico
sí le importaba.
—El mejor amigo del mundo siempre irá por delante de cualquier nuevo
novio. —Lo miró con una semisonrisa—. No me habría gustado perderme
esto. Ha sido un cumpleaños estupendo.
—Feliz cumpleaños, pequeña. —Gabe le dio un golpecito con el hombro
—. Veintiséis es una cifra importante, ¿eh?
Anna arrugó la nariz y lo miró de reojo.
—Quizá para algún signo del zodíaco cuando hay luna llena y tal. Pero
estoy bastante segura de que en mi calendario normal y corriente veintiséis
es un cumpleaños del montón.
—¿Crees que me gusta leer el horóscopo? —Gabe se rio.
—Siempre he pensado que tenías una profundidad oculta. —Le lanzó una
sonrisa y, por centésima vez aquel día, lo sorprendió el efecto que tenía
Anna en él.
Fue como si alguien hubiera encendido una luz en una habitación oscura
y por fin pudiera verla con claridad. ¿Por qué había tardado tanto tiempo en
darse cuenta de la forma en la que brillaban esos ojos enormes y oscuros?
Gabe negó con la cabeza.
—Veintiséis es una cifra importante porque te conocí cuando tenías
dieciséis.
Anna sonrió lentamente, como si estuviera rememorando los viejos
tiempos. ¿Recordaba con el mismo cariño que él el tiempo que pasaron con
aquel proyecto? ¿Estaba tan agradecida por que los hubiera llevado hasta
aquel momento?
—En aquella época, detestaba ser la más joven —musitó Anna—. Pero
míranos ahora. —Soltó una media carcajada—. Yo sigo en la flor de la vida.
Y tú estás hecho… —bajó los hombros con dramatismo— un señor mayor.
Gabe se levantó y tiró de ella hacia arriba.
—Uy, te vas a arrepentir de haber dicho eso.
—¿Ah, sí? ¿Qué me vas a hacer? —lo retó.
—Desde que estás en San Francisco, ¿has ido a nadar algún día? —
Señaló con la barbilla las olas que rompían en la orilla.
—No. —Negó lentamente con la cabeza.
Tiró con suavidad de ella por el codo y la condujo hacia el agua.
—¿Y no crees que ya va siendo hora?
—Gabe —dijo con calma, como si estuviera intentando razonar con un
niño pequeño—, ¿sabes que es el Pacífico y que estamos en el norte de
California?
—Sí, ¿y?
—Pues que con suerte el agua estará a unos doce grados.
Impasible, siguió avanzando hacia el agua.
—Pues tendremos que zambullirnos superrápido.
—Y nos dará una hipotermia.
Gabe sacudió los hombros con una carcajada a la par que las olas rompían
tras él y les acercaban el agua helada, que al fin les rozó los pies descalzos.
Anna soltó un grito y retrocedió con la intención de volver a tierra firme,
pero Gabe se lo impidió. Cuando se dio cuenta de que así no iba a conseguir
nada, Anna dejó de forcejear y lo miró a los ojos con la cabeza ladeada y las
cejas arqueadas en un silencioso desafío. Al cabo de unos segundos, Anna
se abalanzó hacia delante y se dirigió a su pecho con el hombro por delante.
—Uy. —Gabe trastabilló, pero consiguió girar hacia la izquierda evitando
por los pelos que el ataque de ella lo lanzara al agua. El hombro de Anna
pasó tras él y Gabe vio en el último segundo que estaba a punto de caerse
sobre las olas. Extendió un brazo y tiró del brazo de ella para recostársela
sobre el pecho—. Buen intento, pequeña —dijo, sin soltarla. Pero la
risotada murió en su garganta. Porque Anna estaba apoyada en su cuerpo,
con el rostro a apenas unos pocos dedos.
Anna levantó la vista con esos ojos enormes, y el aire entre ambos se
espesó. Gabe notaba el latido acelerado de un corazón, pero no sabía si era
el suyo, el de ella o el de los dos. Anna se mordió el labio inferior, y dentro
de él se removieron cosas en lugares donde nunca había sentido nada por
Anna. En cuestión de unos segundos, recostada sobre su cuerpo, ella
también lo sentiría.
El calor que desprendía atravesó la fría brisa marina, y Gabe la apretó con
más fuerza sin dejar de contemplar su hermosa cara y levantando la otra
mano para acariciarle la mejilla. Sus bocas se acercaron.
Y, de pronto, Gabe lo recordó. El tema que había evitado por todos los
medios comentar con ella desde el día anterior. Desde hacía casi una
década.
No podía hacerlo. No con aquel gigantesco secreto entre ambos.
Soltó el aire que contenía y bajó la mano.
—Anna —dijo, y procuró que su voz recuperara el tono habitual—. No
puedo…
Con los ojos como platos, ella se tambaleó hacia atrás para apartarse.
Tenía las mejillas encendidas.
—Madre de Dios. Claro que no puedes. No es… No vamos a…
—Anna, espera. —Gabe redujo el espacio que los separaba—. No es por
ti. No es por nosotros. Es que tengo que comentarte una cosa. Sobre tu
madre. —Se pasó una mano por el pelo—. Ayer en la calle de Mission…
—«Hay una casa de empeños. Hay un secreto que no te he contado».
Anna se llevó las manos a las mejillas acaloradas.
—Por favor, no sé a qué te refieres, pero… no me lo digas.
—Anna, tengo que decírtelo.
—No, no tienes que decírmelo, Gabe. —Se rodeó la barriga con los
brazos, y él vio que se estremecía. ¿Era por el frío aire del océano o por la
conversación? Lo único que quería hacer Gabe era rodearla con los brazos y
prometerle que todo saldría bien. Que juntos lo resolverían. Pero no tenía ni
idea de si era la verdad—. Sé lo inestable que te debí de parecer —añadió—
al perseguir a aquella pobre mujer por la calle. Lo que sea que me quieras
decir, ya lo sé.
—Yo creo que no.
—Sé que llevo mucho tiempo persiguiendo a un fantasma. Mi madre o
murió en un fumadero de crack o construyó una nueva vida sin molestarse
en ponerse en contacto conmigo. Sea como sea, estoy mejor sin esa
información. —Miró tras él hacia las olas que rompían en la orilla.
Gabe se la quedó observando, con un nudo en el corazón al ver la
angustia de su expresión. Si eso era lo que pensaba de verdad, de ninguna
manera podría contarle lo del colgante. Tan solo le haría más daño.
Anna echó a caminar por la playa. Él la siguió.
—Sé que tengo que superarlo. Tengo que pasar página. —Anna se detuvo
en el tronco en el que se habían sentado. Se agachó para recoger los zapatos
de la arena y dejó que le cayera el pelo sobre la cara para que él no le viera
los ojos. Gabe atisbó un destello de la Anna adolescente que se alejaba de él
—. Y por eso me voy a ir.
—¿Te vas a ir? —Le dio un vuelco el corazón—. ¿A qué te refieres?
—Me voy a mudar, Gabe. —Se irguió y al fin lo miró a los ojos—. Uno
de mis mentores me ha ofrecido la posibilidad de mudarme a Jordania para
trabajar en un campo de refugiados sirio. Cuando el año que viene se me
termine el programa de residencia, me iré.
—¿Te vas a mudar a Oriente Medio? —Apenas si pudo pronunciar esas
palabras.
—Sí. —Asintió—. Ya va siendo hora de que me marche de aquí y siga
con mi vida.
—Puedes marcharte de San Francisco y seguir con tu vida sin tener que
mudarte a la otra punta del planeta, ¿eh? —Se le acercó hasta ponerse justo
delante de ella—. ¿Por qué no vuelves a Pittsburgh?
—Porque todo será igual que siempre. Será incluso peor. Siempre miraré
tras de mí.
—Anna. Así no es como uno pasa página. Así es como uno sale huyendo.
—Extendió una mano para agarrársela, pero ella sutilmente se apartó para
evitar su contacto. El corazón de Gabe se estrujó—. Por favor, ¿por qué no
lo hablamos?
—No hay nada de lo que hablar, Gabe. Y esta conversación termina aquí.
—Lo miró fijamente, pero con unos ojos oscuros y distantes, desde un lugar
al que él sabía que jamás accedería.
Y fue entonces cuando supo que todo había terminado.
Anna se marcharía. Y a él no le quedaba otro remedio que ver cómo se
iba.
23
UN AÑO MÁS TARDE

Anna metió las últimas prendas en la bolsa de viaje y comprobó que en el


bolso llevara el pasaporte y todo lo necesario. Se quedaría una última noche
en Pittsburgh, dormiría en casa de los Weatherall, y a las siete de la mañana
se subiría a un avión hacia Nueva York, París y, finalmente, Amán,
Jordania. Desde allí, tomaría varios autobuses hasta Irbid, una pequeña
ciudad al norte donde se reuniría con otros médicos que proporcionaban
ayuda a madres y a recién nacidos de origen sirio.
Pero por el momento estaba en casa. Aunque no sabía qué significaba
eso.
Le había prometido a Gabe que le reservaría un largo fin de semana antes
de volar hacia Jordania. No se trataba de un viaje de voluntariado médico
durante las vacaciones. Se mudaba a la otra punta del planeta y dejaba atrás
a todo el mundo que le importaba. Estarían en contacto, por supuesto, pero
la cobertura telefónica y de internet sería esporádica, y no sería fácil
regresar si ocurría algo.
Durante unos breves instantes, estuvo tentada de aceptar el trabajo en
Pittsburgh y volver a casa para estar cerca de todos, como le había sugerido
Gabe. Pero Gabe siempre había sido el chico popular e inteligente con una
infancia feliz y una familia cariñosa. No tenía ni idea de lo que implicaba
estar en un sitio que constantemente le recordaba un pasado que quería
olvidar. Ni siquiera era capaz de imaginarse por qué un lugar donde nadie lo
conociera resultaba tan atractivo.
Anna echó un último vistazo a su bolsa de viaje y bajó las escaleras,
demasiado nerviosa como para dormir. Gabe y el resto de la familia habían
cenado juntos, pero todos se habían despedido ya. John y Elizabeth
dormían, y la casa estaba a oscuras, a excepción del destello de la lucecita
sobre el fregadero que Elizabeth siempre dejaba encendida en la cocina.
Anna recorrió el pasillo; reconocía sin problemas las paredes y los pasillos
del tiempo que pasó allí siendo adolescente.
La oleada de melancolía que llevaba toda la noche intentando contener al
fin salió a la superficie cuando cruzó la puerta principal y salió a la fresca
noche de primavera. El porche de los Weatherall siempre le hacía pensar en
Dorothy, sobre todo en aquella época del año en la que el jardín florecía y
un intenso aroma floral se adueñaba del ambiente. Anna cerró los ojos y
viajó al día en el que había conectado con la anciana gracias a Frank
Sinatra. En ese momento, no tenía ni idea de que su relación con Dorothy y
el resto de la familia cambiaría su vida de una forma tan profunda.
Se dejó caer en el sofá de mimbre y contempló la sombría negrura del
patio delantero. En el aire se percibía la carga metálica de una tormenta de
primavera, y a lo lejos retumbaban los truenos. Un par de faros atravesaron
la oscuridad cuando un coche avanzó por la silenciosa calle. Anna se
incorporó en el asiento al ver que el vehículo reducía la velocidad delante
de la casa y se adentraba en el camino de entrada.
¿Quién iba a pasarse a medianoche?
El conductor apagó el motor y la sumió a ella en una relativa oscuridad.
Anna parpadeó para que sus ojos se adaptaran, y se quedó sin aliento al
reconocer el coche.
«El de Gabe».
Él salió y se dirigió hacia la casa. Anna no pudo sino admirar la fluidez
con que se movía con esos vaqueros y camisa de manga corta, totalmente
cómodo en su propia piel. Siempre pensó que era guapo, y eso no había
cambiado. Verlo allí, en la víspera de su viaje a la otra punta del mundo, le
hizo tragar saliva y reprimir las lágrimas. ¿Cómo iba a superar el siguiente
capítulo de su vida sin sus constantes conversaciones vía mensaje de texto o
sin el sonido de su voz al teléfono siempre que quisiera oírla?
—Hola —lo saludó Anna con voz áspera—. ¿Te has dejado algo?
Unas horas antes, cuando se había reunido toda la familia al completo,
Anna había deseado pasar unos cuantos minutos a solas con él. Quizá él
había sentido lo mismo.
—No. No me he dejado nada. —Se detuvo en lo alto de las escaleras—.
Se me ha ocurrido que estarías despierta.
—No podía dormir. —Le lanzó una sonrisa burlona para ocultarle los
ojos, que le ardían—. ¿Te quieres sentar?
Gabe tomó asiento en el sofá y se la quedó mirando durante un buen rato.
Al final, esbozó una sonrisa torcida y se inclinó para darle un golpe de
hombro.
—La doctora Anna Campbell se va a cambiar el mundo. ¿Quién lo habría
dicho cuando no eras más que una mosca molesta que estudiaba en el
instituto y que a duras penas entendía algo en la clase de Economía hasta
que vine a salvarte?
—Lo que tú digas, so vago. —Puso los ojos en blanco—. De no ser por
mí, todavía no habrías aprobado esa asignatura. Es una suerte que seas tan
guapo, porque más tonto y no naces.
Gabe se rio y negó con la cabeza.
Se quedaron sentados en silencio, observando los relámpagos que
restallaban a lo lejos. Al cabo de unos minutos, Gabe le agarró la mano y se
la apretó. Una inesperada oleada de calor le atravesó a ella el brazo y se
instaló en su pecho.
Cuando tomó la palabra, la voz de él había perdido el matiz burlesco.
—Estoy muy orgulloso de ti, Anna, de verdad.
No le soltó la mano, y Anna le recorrió con el pulgar los callos de la
mano. Quizá era porque se marchaba y no sabía cuándo volvería a verlo,
pero necesitaba que Gabe supiera cuánto significaba para ella.
—Gabe, cuando nos conocimos, tú también eras un mocoso. La mayoría
de los chicos de la universidad habrían pasado por completo de una
muchacha de carácter como yo. Pero tú no. Me cambiaste la vida.
—No hice nada, Anna. —Negó lentamente con la cabeza—. Solo te
animé. Todo esto lo has hecho tú. Esta vida la has conseguido por tus
propios medios.
Anna negó con la cabeza. A veces, cuando se estaba quedando dormida,
se sobresaltaba al recordar el piso destartalado y el vil casero. ¿Qué habría
ocurrido si Gabe no se hubiera enterado de su situación? ¿Habría podido
sobrevivir a otro año en esa casa, con Don exigiéndole más dinero y con la
luz cortada en pleno invierno? Ahora que ya no era una joven desesperada,
resultaba evidente la peligrosa situación en la que se había encontrado.
Notó que Gabe le lanzaba una mirada, pero no pudo devolvérsela.
—Ey. —Gabe le puso una mano en la mejilla y con suavidad le giró la
cara hacia él—. Ey. Eres la persona más fuerte y resiliente a la que he
conocido. Y sé que, de todas formas, habrías conseguido llegar donde has
llegado.
Anna se lo quedó mirando, embelesada por aquellos ojos plateados. Él
soltó el aire que ella aspiró, y el resto del mundo desapareció; el único lugar
que existía en la Tierra era el espacio que los separaba.
Cuando lo repasó más tarde —algo que, obviamente, hizo un millón de
veces—, no supo si se había inclinado él o había sido ella.
Pero de repente se estaban besando.
Al principio fue un beso suave, casi vacilante. Y luego Anna abrió la boca
y se apretó contra él. Gabe la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Anna
le puso las manos sobre la nuca y luego le aferró el cuello de la camisa al
profundizar el beso. Su voz le resultaba muy familiar, así como su olor. Al
mismo tiempo, esos brazos que la rodeaban y el calor que desprendía su
boca eran nuevos y desconocidos y emocionantes.
Se quedaron así, besándose, durante lo que podría haber sido un minuto o
una hora. Anna perdió la noción del tiempo y del espacio. Y luego Gabe se
recostó contra el respaldo del sofá y se la puso encima del regazo.
Anna volvió a besarlo con urgencia mientras se afanaba con los botones
de la camisa. Él le quitó a ella la chaqueta y le pasó las manos por debajo de
la camiseta. Anna jadeó cuando la mano de Gabe le recorrió la ardiente piel.
Pasó los labios de los suyos a su mandíbula, y acto seguido al cuello. Gabe
apoyó la cabeza en el sofá y murmuró su nombre.
Aquella voz devolvió a Anna a la realidad.
Si no paraban de inmediato, no iban a parar nunca. Anna se apartó y se
sentó en el extremo opuesto del sofá, con la respiración acelerada. Cerró los
ojos y se giró, como si así pudiera evitar enfrentarse a él. Se llevó una mano
a los labios, donde hacía unos segundos se habían posado los de Gabe. La
barba incipiente le había dejado coloradas las mejillas.
—Anna… —La voz de Gabe sonaba seria.
—Dios. Por favor. No digas nada. —Se levantó del sofá y fue hasta el
centro del porche para dejar cierta distancia entre ambos. Se cruzó de
brazos, estremeciéndose y echando de menos el calor de los brazos de él.
«No. Para de una vez».
Se marchaba al día siguiente. Se mudaba a la otra punta del planeta.
¿Cómo había podido dejar que sucediera aquello?
Gabe se quedó sentado en el borde del sofá con los codos sobre las
rodillas y se pasó una mano por el pelo. Levantó la vista, y Anna se obligó a
no apartarla.
—Debería… volver a la cama —dijo con voz temblorosa. Dio varios
pasos hacia la puerta principal—. A las cuatro de la madrugada viene a
recogerme un coche hacia el aeropuerto.
Gabe se levantó, estaba demasiado cerca de ella. Y demasiado atractivo
con el pelo revuelto y la camisa medio desabrochada. Anna dio otro paso
atrás.
—Deja que te lleve yo al aeropuerto —se ofreció.
—No. —Negó con la cabeza—. Ya está todo organizado.
Se quedaron donde estaban sin pronunciar palabra, y fue espantoso.
Insoportable. Gabe metió las manos en los bolsillos traseros de los
pantalones, como si no supiera qué otra cosa hacer con ellas. Anna tuvo la
sensación de que alguien le había clavado un cuchillo en el pecho, del que
poco a poco iba saliendo todo el aire de los pulmones. Tenía que irse antes
de que fuera incapaz de irse del todo.
No. Era un adiós. Debía ser un adiós.
Anna se le acercó, no sin ciertos nervios.
—Adiós, Gabe —susurró.
—Ten cuidado —le susurró él al oído mientras la rodeaba con los brazos.
Las lágrimas se le acumulaban en la garganta, y era consciente de que no
podría decir nada sin echarse a llorar.
Después de apartarse, Anna corrió hasta la casa y con sumo cuidado cerró
la puerta tras de sí. Apoyó la frente en el marco y cerró los ojos. Otro trueno
retumbó.
Se acercó a la cortina de la ventana y echó un vistazo. Gracias al destello
de un relámpago, vio a Gabe caminar hasta su coche. Se detuvo y miró
hacia la casa; a continuación, abrió la puerta del coche y se subió. La luz de
los faros se clavó en la ventana y avanzó por la estancia a medida que el
vehículo retrocedía por el camino de entrada. Cuando las luces traseras
desaparecieron por la calle, empezó a llover.
PARTE III
24
CUATRO AÑOS MÁS TARDE

Anna ya estaba cansada cuando atravesó las paradas del mercado al aire
libre rumbo al portal de su edificio, y la estrecha escalera que ocupaba las
cuatro plantas hasta su piso pareció burlarse de ella. Subirlas era como bajar
al infierno, solo que al revés. La temperatura ascendía casi tres grados en
cada rellano y la dejó casi sin aliento frente a la puerta de su casa, sudando
y jadeando.
Siempre dejaba abierta la puerta del estrecho balcón para que, si bien el
piso seguía siendo un horno, estuviera un poquito más fresco que en el
pasillo. Encender el ventilador del techo bajó la temperatura unos cuantos
grados más, y, si se quitaba la camisa y se desplomaba en el sofá sin
moverse en absoluto, casi podría recuperar el aliento.
Se quedó ahí sentada, con los ojos cerrados, e intentó desconectar el
cerebro. En esa cuarta planta, las cabras que balaban, los hombres que
discutían mientras jugaban a backgammon y las mujeres que vendían de
todo —desde gallinas hasta alfombras persas— se convirtieron en un ruido
blanco que entraba por la puerta abierta. El aroma a cebolla frita, mezclado
con el del incienso que quemaban en el piso de al lado, era intenso pero
reconfortante después de haber pasado las últimas semanas en campos de
refugiados, donde siempre resultaba complicado disponer de medidas de
higiene personal.
Aunque estaba destinada a un hospital de Irbid, Jordania, que atendía a
los refugiados que habían entrado en el país desde Siria, todos los médicos
se turnaban para viajar a la frontera del sur, donde trabajaban en
improvisadas tiendas de campaña en los campos de refugiados. Los turnos
eran extenuantes y, al principio, volver a ese sofocante piso había sido una
especie de descanso. Pero últimamente solo servía para deprimirla.
Su trabajo era ayudar a bebés a llegar a un mundo que a Anna le
recordaba una y otra vez que la gente era capaz de hacerse cosas de lo más
espantosas. La mayor parte del tiempo, agachaba la cabeza, seguía
trabajando e intentaba no obsesionarse. Sus compañeros se enfrentaban a
las mismas tragedias diarias que ella, así que verter en ellos su tristeza no le
haría bien a nadie.
Ojalá pudiera hablar con Adrien. Llevaban un año saliendo, si es que se
podía considerar salir con alguien quedar un par de noches a la semana para
cenar y dormir juntos. Pero Adrien era un cirujano especializado en trabajar
en zonas en guerra. Diez años mayor que ella, para él la gente era una
sucesión de órganos que reparar y casi nunca se fijaba en las tragedias
humanas.
Gabe pareció percibir su extenuación y le había preguntado al respecto en
la última llamada. Pero Anna no podía contarle la clase de cosas que veía a
diario, ya que estaban a varios miles de kilómetros de distancia. No podía
hablarle de las mujeres cuyos esposos eran encarcelados o asesinados y que
no tenían más remedio que abandonar sus hogares con un montón de niños
o con más bebés en camino. Tampoco de las mujeres a las que grupos
terroristas habían secuestrado y violado antes de que lograran escapar y
llegar hasta el campo de refugiados. Ni de las madres y bebés a los que
había perdido, las mujeres y los niños que fácilmente habrían superado un
parto difícil con intervenciones médicas que se practicaban sin problemas
en los Estados Unidos, a quienes no había podido salvar por culpa de las
limitadas instalaciones quirúrgicas y neonatales.
Abrió los ojos y se quedó mirando el ventilador, que daba vueltas en el
techo. Suerte que había querido desconectar el cerebro. Se incorporó y soltó
un suspiro antes de levantarse del sofá y sacar el móvil de la mochila. En
los últimos tiempos, el wifi funcionaba bastante bien, y enseguida recibió
una alerta. Tres videollamadas perdidas de Gabe, una tras otra. Anna abrió
los mensajes y pulsó el primero que había recibido de él. Y, de pronto, se
quedó sin aire.

Anna, siento mucho decírtelo por mensaje. Mi padre ha tenido


un infarto. Estaba jugando al golf con sus viejos amigos de la
universidad y se ha desplomado. Por suerte, uno de sus amigos
es médico y enseguida ha empezado a reanimarlo. La
ambulancia ha llegado en cuestión de tres minutos. Ahora
mismo lo están operando. Ya te avisaré cuando nos digan algo.

Con manos temblorosas, Anna pulsó el botón de llamar a Gabe, pero no


debía de haber señal, pues no dio ningún tono. Se levantó, recorrió el piso y
volvió a intentarlo. Nada.
Entró en pánico como si fuera ella la que tenía un ataque al corazón.
Estaba a varios miles de kilómetros. E internet no funcionaba. Le mandó un
mensaje a Gabe y le pidió que le escribiese en cuanto supiera algo, pero la
rayita azul del margen superior de la pantalla que anunciaba el envío del
mensaje se había quedado atascada al cincuenta por ciento. Ojalá estuviera
allí con él.
«Ojalá estuviera allí con él».
Anna deambuló nuevamente por el piso y comprobó de manera obsesiva
que no recibía ningún mensaje mientras intentaba no desesperarse del todo.
Nada, nada, nada.
Tal vez podría llamar a Adrien. No podría hacer gran cosa, solo hacerle
compañía, pero por lo menos no estaría sola. Estaba a punto de llamarlo
cuando se detuvo. Tener que explicárselo todo —quién era quién, por qué
esa familia era tan importante para ella— era demasiado agotador.
Le había hablado de los Weatherall, claro, pero había tenido la sensación
de que no la escuchaba. Si llamaba a Adrien, seguramente le haría un sinfín
de preguntas sobre el infarto. «¿John ha perdido la conciencia? ¿Qué
espacio de tiempo separaba los síntomas? ¿En la arteria coronaria anterior
derecha o izquierda?». Preguntas que ella no podía responder y que no la
ayudarían, puesto que solo necesitaba que alguien la rodeara con los brazos.
No podía hablar con Adrien cuando a quien necesitaba era a Gabe.
Al final, gracias a Dios, le sonó el móvil con un mensaje de texto.

Acabamos de hablar con el doctor. Tenía la arteria coronaria


totalmente bloqueada, y le han hecho una angioplastia. Dicen
que será una recuperación larga, pero que se pondrá bien.
Está despertando ahora, mi madre está con él. Te mantendré
informada.

Y entonces, justo después del primero, apareció un segundo mensaje.

Te echo muchísimo de menos.

Anna respiró hondo un par de veces para calmar su acelerada respiración.

Yo también a ti.

Apagó el móvil y se preparó para meterse en la cama.


Esa noche, soñó que estaba en la cocina de los padres de Gabe, rodeada
por la familia de él. Dorothy estaba a su lado, en el rincón del desayuno, y
desde la otra punta de la estancia Gabe levantaba la vista y le lanzaba una
sonrisa.
Cuando despertó, Anna se notó más descansada que en los últimos meses.

Varios días más tarde, Anna subía las mismas sofocantes y sudorosas
escaleras cuando empezó a sonarle el móvil sin descanso. En los últimos
días, Gabe la había mantenido al corriente del estado de John, pero su
mierda de cobertura dificultaba que pudieran hablar.
Anna sacó el móvil del bolsillo y esperó ver el nombre de Gabe en la
pantalla, pero lo que vio fue un número que no reconoció.
Un número de San Francisco.
Anna subió los últimos escalones de dos en dos y se detuvo delante de la
puerta de su piso, donde respondió al teléfono.
—¿Diga? —preguntó sin aliento.
—Hola —dijo una voz masculina desconocida—. Estoy buscando a Anna
Campbell.
A Anna le cayó el alma a los pies. Después de tantos años, una pequeña
parte de ella seguía esperando oír la voz de su madre. ¿Algún día se rendiría
del todo?
—Soy yo —contestó, con cierta curiosidad. Por el prefijo, debía de ser
alguien de la UCSF. Todos los años recibía correos sobre la asociación de
antiguos alumnos. A lo mejor solo querían preguntarle si seguiría donando
dinero a la asociación.
—Señorita Campbell, soy el agente Deacon, del Departamento de Policía
de San Francisco.
Anna se agarró al pomo de la puerta de su piso para no perder el
equilibrio. No era su madre. Pero ¿sería la otra llamada que llevaba toda la
vida esperando?
—¿Sí? —consiguió balbucir al fin.
—Vino hace unos años a denunciar la desaparición de Deborah Campbell,
¿no es así? Tengo entendido que es su madre.
—Sí. —Se le nubló la visión—. Es mi madre. ¿Ha habido alguna novedad
en el caso?
—Verá, no estoy del todo seguro de si ha habido o no alguna novedad. —
El agente respiró hondo—. Estaba investigando archivos de mujeres sin
identificar, y puede que haya encontrado algo. Hace años, encontramos el
cuerpo de una mujer en un parque del barrio de Tenderloin. No llevaba
identificación, pero encaja con la descripción de su denuncia de
desaparición. Tenía más o menos la edad que tendría su madre en aquella
época, de ascendencia caucásica, con el pelo castaño oscuro y los ojos
marrones.
Anna apoyó la espalda en la pared y se deslizó hasta llegar al suelo.
—¿Cómo podríamos saberlo con seguridad?
—Podría hacerse una prueba de ADN para que pudiéramos identificarla.
El olor del incienso que procedía del piso de al lado le recordó que estaba
a miles de kilómetros.
—Ahora mismo no estoy en San Francisco. ¿Cómo se haría exactamente?
—Puedo darle toda la información, hay laboratorios por todo el país. Le
harán una prueba y la compararemos con la muestra extraída de la mujer
desconocida cuando llegó a la morgue.
«La morgue».
¿Su madre había estado en la morgue? Y ¿dónde estaba en esos
momentos? Era probable que en alguna tumba sin nombre ni fecha.
—¿Señorita Campbell? —La voz del agente Deacon interrumpió sus
pensamientos.
—Disculpe. Ahora mismo no estoy en el país. —Anna se llevó las manos
a las sienes—. Trabajo en el extranjero.
—¿Volverá pronto para hacer una visita? ¿De vacaciones, quizá?
Anna pensó en el infarto de John. En el sueño que tuvo de la cocina de los
padres de Gabe. En la sonrisa de él. ¿Podría tomarse unas semanas?
—Voy a tener que consultarlo.
—Muy bien. Tengo aquí apuntada su dirección de correo electrónico. Le
enviaré toda la información para la prueba, y ya me contactará cuando sepa
algo.
Se despidieron, pero justo antes de que colgaran el teléfono, Anna se
apretó el móvil contra el oído.
—Un momento.
—¿Sí?
—¿Cómo murió la mujer del parque?
Desde el otro lado de la línea, Anna oyó revuelo de papeles.
—Aquí pone que… por paro cardíaco.
—No fue… —Anna irguió la espalda—. ¿No fue por una sobredosis?
—No. Había una ligera cantidad de opiáceo en su sistema. Según el
informe, cuadra con la dosis normal para controlar los dolores. Pero esa no
fue la causa de su muerte.
—¿Cuándo la encontraron? ¿Qué día fue?
El agente de policía volvió a hurgar en el informe.
—A ver, un segundo. —Y luego le dio una fecha.
Era solo un par de semanas después de que su madre se hubiera
marchado. Más o menos cuando dejó de recibir sus llamadas telefónicas.
A Anna le latía el pulso en las sienes. Si su madre había muerto de un
ataque al corazón, ¿por eso no había podido regresar? Quizá no tenía nada
que ver con drogas ni con todas esas cosas espantosas que Anna se había
imaginado con los años. Quizá su madre sí que había planeado aceptar el
empleo que la había llevado hasta San Francisco y volver más tarde a por
Anna. Y en un horrible giro de los acontecimientos, había muerto en el
parque sin ningún carné de identificación, y había sido imposible que Anna
lo supiera.
Tal vez… Tal vez su madre no había querido estar alejada de su hija
eternamente.
25

Anna abrió los ojos y rodó por la cama para mirar la hora. Las ocho de la
mañana. No recordaba la última vez que se había despertado tan tarde.
Durante cuatro años, cada mañana se había levantado antes del alba al oír
el adhan o la llamada islámica a la oración, que se transmitía por unos
altavoces desde la mezquita local. Al poco, enseguida empezaban a entrar
por la ventana los ruidos de la ciudad al despertarse: el tintineo del cazo de
la mujer de la puerta de al lado que preparaba el desayuno para toda la
familia, otro vecino que golpeaba una alfombra en el estrecho balcón del
piso, comerciantes que colocaban sus mercancías en el mercado de la
calle…
Anna se incorporó en la cama y se quedó escuchando, pero más allá del
ruido de algún que otro coche que pasaba por delante de la casa de los
Weatherall o algún pájaro que cantaba desde un árbol, no oyó más que
silencio. Anna echaba de menos el escándalo, sobre todo las cinco llamadas
diarias a la oración. A ella no le habían inculcado ninguna tradición
religiosa ni espiritual, pero durante esas llamadas detenía lo que estuviera
haciendo y daba gracias en silencio a Dios, a Jesús, a Alá o a quienquiera
que estuviera ahí arriba y que estuviese cuidando de ella.
Se dispuso a dar gracias mentalmente en ese momento por haber vuelto a
casa sana y salva y por tener a los Weatherall, que la habían recibido con los
brazos abiertos. Después de que Gabe la hubiera sorprendido en el
aeropuerto, la había llevado a la casa de sus padres. Su vieja habitación
tenía el mismo aspecto que cuando iba al instituto.
A continuación, Anna rezó mentalmente por otro motivo: esa vez, por su
madre. Dondequiera que estuviese, Anna esperaba que supiera que su hija
nunca la había olvidado ni se había rendido. Con una mano, aferró el
colgante de oro que llevaba al cuello. Por triste que estuviera al pensar que
su madre se había ido de verdad, había sido en parte una especie de
consuelo también. Lo peor de todo siempre había sido la incógnita. El
desconocimiento. Y todos los escenarios horribles que había imaginado.
Quizá por fin estaba a punto de encontrar las respuestas que llevaba
media vida persiguiendo.
Anna saltó de la cama, se cepilló los dientes y se dirigió a la planta baja.
La noche anterior, Gabe la había llevado a casa del aeropuerto pasadas las
dos de la madrugada, y John y Elizabeth ya estaban durmiendo. La madre
de Gabe había dejado una nota para que los despertaran cuando volviera a
casa, pero después del infarto de John de hacía un par de meses, Anna sabía
que necesitaban descansar.
Se detuvo en la puerta de la cocina y los vio a los dos sentados en sendos
taburetes, con la cabeza gacha sobre el crucigrama del periódico. John
siempre había sido un hombre muy fuerte y recio; costaba creer que dos
meses atrás hubiera estado a punto de morir. Después del infarto, se había
recuperado en tiempo récord y seguía aparentando diez años menos de los
sesenta y cinco que tenía en realidad. Pero lo cierto era que tanto él como
Elizabeth se iban volviendo más viejos y frágiles. Además de haber
padecido un infarto, un año antes John se había retirado de los quirófanos
porque su vista ya no era la de siempre. Y Elizabeth se había caído y se
había roto el brazo unos meses antes. Todavía llevaba vendada la mano
izquierda.
Anna sintió dolor en el corazón al verlos.
Había regresado a Pittsburgh para hacerse una prueba de ADN y obtener
algunas respuestas sobre su madre. Pero si era sincera consigo misma, aquel
era también su hogar. Esa familia significaba muchísimo para ella —tanto
John como Elizabeth y los demás—, incluso después de tanto tiempo y la
distancia que los separaba. La idea de perder a su madre, de forma
definitiva esa vez, se lo había recordado.
Tragó saliva con dificultad al entrar en la estancia.
—Hola.
John dejó a un lado el periódico y Elizabeth saltó del taburete para correr
por la cocina y rodear a Anna con los brazos.
—Ay, cariño, gracias a Dios que estás en casa por fin. —Le pasó el pelo
detrás de la oreja, le puso las manos sobre ambas mejillas y se apartó para
observarla de arriba abajo—. Mírate. Estás muy delgada. John, pásale a
Anna un bollito de canela.
—Yo la veo perfecta —terció él con un brazo protector sobre el hombro
de ella—. Por lo menos deja que la pobre se siente antes de preocuparte por
tonterías. —Se inclinó y le susurró al oído—: En los últimos meses,
Elizabeth se ha vuelto una experta en preocuparse por tonterías.
Anna se rio.
—Y ¿verdad que es una suerte para ti?
—Pensaba que por lo menos tú estarías de mi parte. —John soltó un
exagerado suspiro.
—Sé que los doctores somos los últimos en cuidar de nosotros mismos.
—Anna se puso seria de pronto—. Más te vale hacer todo lo que te indican.
—Sabía que debería haberte presionado para que fueras abogada. —Negó
con la cabeza.
—Ay, déjalo ya. —Elizabeth le dio un manotazo en broma—. No le hagas
ni caso. Nos ha llegado al corazón que hayas vuelto a casa para ver cómo
está tras el infarto. Es que a mi querido esposo no le gusta ponerse
sensiblero.
Anna se miró las manos. No le había contado a ningún Weatherall el otro
motivo de su viaje. Ni siquiera a Gabe. No habían hablado sobre su madre
desde aquel día en la playa, hacía varios años. Y Anna nunca había
comentado nada con el resto de la familia. Siempre le habían dado miedo
las preguntas que pudieran hacerle… y la forma en la que a lo mejor
reaccionaban al conocer las respuestas.
En los últimos meses, sin embargo, su perspectiva del pasado había
empezado a cambiar. Quizá su madre siempre la había querido y quizá
tantos años separadas se habían debido solamente a un paro cardíaco y a
una tragedia horrible.
Quizá por fin podría empezar a perdonarse a sí misma por el papel que
había tenido en la desaparición de su madre y pasar página.
Elizabeth cruzó la cocina para ponerle un bollito de canela delante.
—Seguro que sigues agotada del larguísimo vuelo. Y llevas cuatro años
cuidando a todo el mundo allí sin parar. Relájate y deja que te cuide yo
mientras estés aquí.
Anna sintió que algo se liberaba en su interior: una tensión que
acumulaba desde hacía años. Décadas, tal vez. Estaba tentada a
abandonarse a los brazos de Elizabeth y darle las gracias por la atención que
siempre le había dedicado.
En ese momento, varios pasos retumbaron por el porche delantero. La
puerta se abrió, y Matt y Gabe entraron enfundados en unas viejas
camisetas y unos pantalones cortos manchados de pintura.
—Anna-a-a-a-a-a-a-a —entonó Matt en tanto la rodeaba con sus
musculosos brazos. Cuando finalmente la soltó, Gabe se inclinó para darle
un apretón menos asfixiante.
—¿Qué hacéis tan temprano ya por aquí? —les preguntó Anna. Se fijó en
la ropa que llevaban—. Parecéis los meses de junio y julio de un calendario
de albañiles sexis.
Gabe sonrió al servir una taza de café, añadirle la cantidad exacta de leche
y tendérsela. Qué curioso que, tantos años después, todavía recordara cómo
le gustaba el café a ella.
—Hace unos días, durante una tormenta gigantesca cayó una rama del
viejo árbol del patio delantero. Hizo unos cuantos destrozos en el techo.
Hemos venido a arreglarlo.
—¿Qué tienes pensado hacer hoy? —le preguntó John a Anna.
—Había pensado en ir a alquilar un coche que pueda usar en las próximas
semanas.
—No olvides contratar el seguro extra —le aconsejó Matt desde la isla de
la cocina.
Gabe se rio por la nariz y Anna puso los ojos en blanco. Matt le había
enseñado a conducir cuando vivió con los Weatherall durante el último año
de instituto. Anna estaba segura de que Matt nunca permitiría que nadie se
olvidara lo cerca que había estado de estamparse en una valla metálica.
John ignoró las risas de sus hijos y se concentró en Anna.
—¿Quién te acompañará a por el coche? ¿Rachel?
—No, creo que hoy a Rachel le toca asistir a un juicio.
—No sé si es buena idea que vayas sola. —John frunció el ceño—. Ya
sabes cómo son esos tipos, sobre todo cuando ven a una mujer joven y sola.
Intentarán que pagues un ojo de la cara. —Se frotó la barbilla—. Tal vez
debería acompañarte yo.
Antes de que contestara, Matt y Gabe comenzaron a hacer gestos detrás
de su padre. El segundo asentía con la cabeza y articuló «Di que sí» con los
labios.
—Bueno. —Anna pasó la vista hacia John—. Si no te importa
acompañarme, sería estupendo.
—Creo que es muy buena idea —intervino Matt.
—Sí, no nos gustaría que a Anna le tomaran el pelo —añadió Gabe.
—¿Seguro que no tendréis problemas con lo del techo, chicos? —John se
giró hacia sus hijos.
Matt se puso serio.
—Creo que lo arreglaremos en un periquete —afirmó el hombre que
llevaba casi veinte años construyendo casas.
—Sí, será visto y no visto. —Gabe se encogió de hombros de forma
exagerada.
—Muy bien. —John asintió—. Pues me voy a cambiar. —Desapareció
por el pasillo, y Anna se giró hacia Matt y Gabe.
—¿Tenía la intención de ayudaros a arreglar el techo?
—Ya lo sé. —Matt agarró un bollito de canela de la bandeja de la
encimera y arrancó un pedazo—. Hace dos meses tuvo un infarto.
—Solo tenía permitido supervisaros. —Elizabeth suspiró.
—Y eso habría sido peor que nos ayudara. —Gabe negó con la cabeza—.
Gracias por llevártelo.
—De nada.
Lo cierto era que le encantaba que la acompañase John. Este tenía
tantísimas ganas de ayudarla que Anna no se atrevía a recordarle que no se
comprometía a comprar un coche que le durase toda una década, sino a
aceptar un alquiler a corto plazo. John insistió en que probara todos los
coches del aparcamiento, le formuló al vendedor un millón de preguntas
sobre el kilometraje y luego dio varias vueltas para patear neumáticos y
mirar debajo de los capós.
Era precisamente lo que se imaginaba que haría su padre si lo hubiera
conocido. Anna siempre se había dicho que, algún día, su madre le daría
más información sobre su padre. Pero si su madre se había ido de verdad,
Anna tal vez hubiera perdido aquella oportunidad también. Era posible que
se hubieran roto todos los hilos que la ataban a quien era antes y al lugar del
que procedía.
Como se había sentido un rato antes en la cocina con Elizabeth, de
repente la embargó la necesidad de agarrarle la mano a John y darle las
gracias por estar ahí. Sabía que al padre de Gabe no le interesaba realmente
encontrar el mejor coche de alquiler. Era su forma de demostrar que se
preocupaba por ella, y eso significaba un mundo.
—Creo que esta es la mejor opción —dijo John mientras daba golpecitos
al techo de un fiable sedán Honda—. ¿Qué te parece?
—Creo que, si tiene tu aprobación, es perfecto. —Anna le dedicó una
sonrisa cariñosa.
—Nos lo llevamos. —John asintió en dirección al vendedor.
Anna enlazó el brazo con el de John, y los dos se dirigieron al interior a
firmar los papeles.

Cuando más tarde aparcaron en el camino de entrada, vieron una escalera


apoyada en la fachada de la casa y a Gabe y a Matt subidos al tejado. El sol
de julio era inclemente, y se habían quitado las camisetas y las habían
lanzado sobre la hierba.
Anna se llevó una mano a la frente para protegerse los ojos del resplandor
al echar la cabeza hacia atrás para comprobar cuánto habían progresado.
Los dos estaban arrodillados en el tejado, con los músculos de los brazos y
la espalda contraídos al asestar martillazos a los clavos que sujetaban las
nuevas tablillas.
¿La temperatura acababa de subir diez grados de pronto? Anna se abanicó
con los papeles de la empresa de alquiler de coches y agarró el bolso del
asiento delantero del BMW de John. Cuando se giró, Gabe saltó los dos
últimos peldaños de la escalera y aterrizó justo delante de ella.
—Hola —la saludó. Se apartó el pelo de la frente, que terminó de punta
por el sudor—. ¿Cómo ha ido?
—Bien. —Anna procuró mirarlo solo a la cara—. Mañana me traerán el
coche de alquiler.
John se puso a su lado y le contó a Gabe todos los detalles del Honda que
Anna había aceptado; le describió la eficiencia de combustible y otras
características prácticas. Mientras hablaban, Anna se permitió distraerse y
apartar la vista del rostro de Gabe para recorrer los músculos que se
extendían sobre sus hombros y brazos. Estaba moreno por haber trabajado
al aire libre, y un poco de vello castaño le salpicaba el pecho y formaba un
caminito hacia su ombligo. A ella le gustaban los abdominales firmes y
planos de un hombre activo que entrenaba, pero no tanto la tableta de
chocolate tallada con cincel de alguien que se lo tomaba demasiado en
serio.
Se quedó sin aliento y todo su cuerpo se calentó. Después de tantos años,
Gabe seguía siendo capaz de dejarla descolocada. Subió la vista de su torso
a su cara, y entonces se puso más colorada todavía.
Porque Gabe la miraba como si él también sintiera la misma atracción
que estaba experimentando ella.

Anna estaba sentada en un taburete de la soleada cocina de los padres de


Gabe, donde toda la familia se había reunido para darle la bienvenida, y una
sensación de paz la inundó. Vio a Gabe agarrando en brazos a Henry, el hijo
de Matt que había cumplido tres años, y amenazándolo en broma con
meterlo en el cubo de la basura. Henry colgaba boca abajo y se retorcía
entre risas. Gabe levantó la vista, vio cómo lo observaba y le guiñó un ojo.
Acto seguido, Matt trotó por la cocina imitando los relinchos de un caballo
con sus dos hijos mayores subidos a la espalda.
—Vale, ha llegado el momento de que este caballito se vaya a pastar. —
Julia se rio cuando bajó a sus hijos de la espalda de Matt y los sentó en el
rincón del desayuno, donde los pequeños se concentraron en la pizza.
Una copa de vino apareció delante de Anna. Al poco, Rachel se sentó a su
lado.
—Aaliyah quiere salir a cenar en cuanto regrese de Londres.
—Esa mujer viaja por trabajo más incluso que yo. —Anna sonrió—.
¿Algún avance con los planes de boda?
—Ah, sí, bueno… —Rachel agitó una mano como si espantara una mosca
—. Ya nos pondremos.
Aaliyah le había propuesto matrimonio cuando Rachel y ella terminaron
la carrera de Derecho, pero era el compromiso más largo de la historia.
Rachel se había hecho un nombre como abogada de divorcio que conseguía
buenos acuerdos para sus clientas, que solían ser mujeres. Anna sospechaba
que su campo de trabajo seguramente le había generado ciertas reticencias
acerca de la institución del matrimonio. Al parecer, estaba bastante contenta
con el compromiso sin más.
Leah se sentó en un taburete al otro lado de Anna.
—Ojalá Rachel se decidiera de una vez y se casara. —Leah había
cumplido los veintiséis y el verano anterior se había casado con Josh, su
novio del instituto.
Anna había estado en Jordania durante la boda de Leah, y volver para un
fin de semana había sido imposible. Le había enviado un regalo, aunque la
culpa la carcomía. Leah y ella siempre se habían llevado superbién, y Anna
sabía que era una especie de modelo para la hermana pequeña de Gabe.
Debería haber asistido a su boda.
—Me encantaría planear otra boda —añadió Leah con melancolía.
—Dentro de poco estarás demasiado ocupada para planear nada. —Anna
observó el holgado vestido veraniego de Leah—. Un bebé requiere
muchísimo tiempo.
Leah se la quedó mirando, boquiabierta. Se llevó las manos sobre la
barriga.
—Pero… ¡si casi no se me nota! ¿Cómo lo has sabido?
—Saberlo forma parte de mi trabajo. —Acercó una mano al vientre
ligeramente hinchado de Leah—. ¿Puedo?
La hermana de Gabe asintió, y Anna le tocó la barriga con suavidad
varias veces.
—¿Estás de veintisiete semanas?
—¡De veintiséis y media!
Josh se les unió, y Anna se levantó para darle un abrazo. Era el primer
hijo que tenían, y la pareja irradiaba alegría. Leah sería una madre
maravillosa; sin duda, tenía el mejor ejemplo posible, el de Elizabeth.
A Anna se le formó un nudo en el corazón al pensar en el ejemplo que
había tenido ella. Su madre la había querido hacía mucho tiempo, pero
quizá la hubiera querido siempre. Anna quería creerlo ciegamente.
—Queríamos decírtelo en persona porque queríamos pedirte una cosa. —
Leah se frotó la barriga—. Estamos muy contentos de que hayas venido a
pasar unas semanas con nosotros…
Anna asintió, y en su mente apareció la prueba de ADN que le harían en
cuanto pudiera incluirlo en su agenda. Podría haber regresado unas semanas
antes para hacerse la prueba en un santiamén y volver a Jordania. Pero para
disponer bien la logística del viaje, había preferido quedarse en Oriente
Medio hasta que había sido posible organizarse el calendario para pasar
varias semanas en Pittsburgh y visitar a la familia. Por milésima vez desde
que por la mañana se había despertado en la casa de John y Elizabeth,
estaba encantada con la decisión que había tomado.
—A ver, ¿hay alguna forma de que te quedes un poquito más? —Leah se
mordió el labio con nerviosismo—. Por ejemplo… ¿Un trimestre o así? —
Miró hacia Josh—. Nos encantaría que estuvieras aquí para asistir al parto.
—Ay, cariño —dijo Anna con un nudo en la garganta.
—Ya sé que es mucho pedir. —Leah alzó una mano—. Lo sé. Pero no hay
nadie más a quien me gustaría tener en el parto a mi lado.
Josh simuló aclararse la garganta.
—Obviamente, me refiero a alguien que no seas tú. —Leah le dio una
palmada en la pierna—. Aunque sigo sin estar segura al cien por cien de
que no te vas a desmayar.
—No te va a pasar nada, hombre. —Matt se les acercó y le dio un
puñetazo a Josh en el brazo—. Yo he sufrido tres nacimientos.
—¿Que los has sufrido tú? —siseó Julia desde la otra punta de la cocina
—. Sigue hablando así y te vas a enterar de lo que es sufrir.
Matt sonrió.
—El secreto está en quedarse junto a la cabeza de tu mujer, y todo irá
bien. Nunca te acerques a la…, en fin… —Movió una mano para señalarse
la zona de la entrepierna.
—Perdona, ¿a la qué? —dijo Anna con una carcajada. En su trabajo veía
a muchísimos padres aprensivos.
—El doctor siempre te anima a mirar cuando empieza a salir la cabeza,
pero no lo hagas. —Matt se aclaró la garganta y miró a Julia, que se había
dirigido al rincón del desayuno con sus tres hijos, y luego le masculló a
Josh—: Hazme caso. Lo sé por experiencia.
—Entendido. —Josh se frotó la barbilla y asintió—. Nada de mirar.
—¿Sabes cuántos padres juran que no mirarán y, cuando empieza a salir
el bebé, terminan contemplándolo totalmente embelesados? —Anna negó
con la cabeza.
—¿Cuántos?
—Pues la gran mayoría. —Se rio al ver la cara afligida de Josh.
Rachel se levantó para darle un puñetazo a Matt en el brazo.
—¡Puaj! ¿Queréis dejar de hablar de las partes femeninas, por favor?
Como oiga a mis hermanos hablando de este tema un segundo más, voy a
terminar vomitando.
—Ay, venga, Rach. —Matt sonrió y se frotó el brazo donde lo había
golpeado—. A ti te gustan tanto las partes femeninas como a nosotros.
Gabe se rio y chocó los cinco con Matt.
Rachel miró a sus dos hermanos horrorizada.
—Ay, por favor. ¡Mamá! —exclamó—. ¡Gabe y Matt están siendo
asquerosos otra vez!
En el otro extremo de la estancia, Elizabeth sonrió.
—Dejad de pelearos, niños —dijo con voz cantarina, sin molestarse en
levantar la vista de la ensalada que estaba preparando.
Anna se sentó en su silla; aquellas bromas y riñas familiares consiguieron
consolarla. Con los Weatherall siempre había sido así. Estar rodeada por la
calidez, las risas y el buen ambiente de esa familia siempre había logrado
ayudarla a olvidar que había un mundo exterior donde pasaban cosas malas.
Dios, cuánto los había echado de menos a todos. Saber que su madre
quizá hubiera muerto no hizo sino que quisiera aprovechar el tiempo que
pasaba con la gente a la que quería, a la gente que todavía podía estar
presente en su vida.
Anna meditó la petición de Leah. Su supervisor la había animado a
aceptar unas vacaciones más largas. En su ámbito de trabajo, era habitual
que los profesionales se quemaran, y Anna hacía siglos que no se tomaba
más de un largo fin de semana libre. Y en el camino de vuelta a casa John le
había comentado que en el hospital siempre necesitaban a más médicos.
¿Podría solicitar un contrato temporal en Maternidad y así quedarse hasta
que Leah diera a luz a su bebé? Ahora que la policía tenía algunas pistas
sobre la desaparición de su madre, le iría bien estar cerca por si en ese
asunto también había alguna novedad.
Anna miró a todos los presentes en la cocina. La verdad era que, si su
madre había muerto tantos años atrás en un parque de San Francisco de un
paro cardíaco, prefería estar allí, rodeada por los Weatherall, al recibir la
noticia. Y quería estar con Gabe. Era la única persona que deseaba que la
abrazara cuando se echase a llorar.
26

Gabe vio cómo Anna reía con su familia y notó una sensación de calma que
se le instalaba en el pecho y que no había experimentado desde que ella se
había trasladado a Oriente Medio. Cuando le había preguntado a las claras
hasta qué punto estaba a salvo y qué clase de riesgos solía tomar, Anna le
había dicho que estaba bien y había cambiado de tema, algo que no lo había
sorprendido lo más mínimo. Ella siempre insistía en que podía cuidarse
sola. Y él sabía que, si había alguien capaz, esa era Anna. Aun así, había
cosas que no siempre estaban bajo su control.
La manía obsesiva de Gabe de leer noticias sobre la guerra en Siria y la
ayuda en Oriente Medio no lo había tranquilizado del todo ni le hacía
pensar que Anna estuviera fuera de peligro. En los últimos meses, habían
bombardeado dos hospitales, y en las noticias aparecían con una frecuencia
alarmante historias de médicos desaparecidos, probablemente secuestrados
por grupos terroristas.
La noche anterior había sido la primera en cuatro años que había podido
dormir sin una ligera sensación de miedo en el pecho. Cuando Anna se
marchó, se había pasado muchísimas noches en vela, dando vueltas en el
balcón con la vista clavada en el cielo nocturno, mientras se preguntaba si
ella vería las mismas estrellas desde la otra punta del mundo.
Gabe vio cómo Anna agarraba una porción de pizza y se sentaba en el
rincón del desayuno con Julia y los niños.
—Hola, Henry. —La voz de Anna llegó hasta él desde el otro lado de la
cocina—. ¿Sabes qué le dice un techo a otro?
—¿El qué? —preguntó la vocecilla de Henry.
—Techo de menos.
Gabe se rio por la nariz, pero Henry se desternilló de risa hasta el punto
de caerse de la silla y derramar el zumo sobre el brazo de Julia.
—¡Henry! —Julia se levantó de un salto y alargó el brazo hacia las
servilletas que había en el centro de la mesa.
—Perdón. —Anna exageró una mueca lastimera.
Gabe volvió a reírse.
—¿Quieres una?
Al levantar la vista, vio que su padre estaba a su lado con dos cervezas en
la mano.
—Vale. Gracias.
Aceptó una, y su padre se sentó en el taburete más cercano e inclinó la
botella.
—¿Ya puedes beber eso? —Gabe señaló la cerveza.
—Me siento mejor incluso que antes del infarto. Tu madre ya no me deja
comer nada bueno. No intentes quitarme también la cerveza. —Bebió otro
trago y asintió en dirección al rincón del desayuno—. Es estupendo tener a
toda la familia reunida de nuevo.
Gabe miró a Anna y luego de vuelta a su padre.
—Pues sí.
—Estoy muy orgulloso de ella.
—Al final has conseguido que haya un médico en la familia. —Las
palabras salieron de su boca antes de que pensara en lo que iba a decir. Era
un tema que no habían sacado a colación durante mucho tiempo, uno en el
que no le gustaba obsesionarse demasiado. La verdad era que ese barco
había zarpado años atrás. Gabe estaba a punto de recibir la oferta de una
plaza fija en la universidad, lo invitaban a dar charlas y conferencias por
todo el país y había publicado sus investigaciones en las principales
revistas. Pero por lo visto todavía albergaba una pizca de… No de
amargura, sino más bien fastidio por la presión que sintió cuando era más
joven para que se dedicara a la medicina.
Su padre se lo quedó mirando.
—Me alegro de que Anna forme parte de la familia. Pero no habría sido
el fin del mundo que no hubiera ningún médico, ¿eh?
Gabe arqueó una ceja. Su padre debía de haberse golpeado la cabeza
cuando le dio el infarto, ya que aquella actitud tranquila no era la que él
recordaba.
—Sé que no te lo digo a menudo, pero no podría estar más orgulloso de
ti. —Su padre se aclaró la garganta—. Siento mucho no habértelo dejado
claro cuando eras más joven. —Hizo una pausa y se rascó la nuca como si
las palabras le dolieran físicamente—. Mi familia no tenía mucho dinero
durante mi infancia y adolescencia, y mi madre pasaba apuros. Después de
que muriera mi padre, no éramos clase trabajadora. Éramos pobres. Mi
madre tenía dos empleos, a veces no había suficiente comida en la casa y
nos acostábamos hambrientos. Quería que mis hijos emprendieran carreras
en las que sabía que no pasarían por esos aprietos. Pero puede que se me
fuera un poco de las manos.
Gabe se meció en el asiento. Sabía que su abuelo había sido obrero de una
metalurgia y que había muerto joven. Pero en realidad nunca había pensado
en lo que debía de haber sido para su padre crecer con una madre soltera
con dos trabajos. Jamás hablaban de eso. Cuando Gabe la conoció, nunca le
había parecido que su abuela pasara por apuros económicos.
De repente, Gabe dedujo cuánto le tocó trabajar a su abuela para alcanzar
esa situación.
—Sé que fui muy pesado contigo, y más todavía con Matt. —La voz de
su padre interrumpió sus pensamientos—. A él ya se lo he dicho, y ahora te
lo digo a ti. Lo siento.
Gabe se pasó una mano por la frente mientras intentaba asimilar ese
cambio de perspectiva.
—No hace falta que lo sientas. No estaría donde estoy ahora si no me
hubieras presionado.
—Bueno. —Su padre ladeó la cabeza—. En ese caso, espero que
perdones a un hombre que acaba de ver pasar toda la vida en cuestión de
segundos y que te va a presionar otra vez. —Señaló hacia Anna con la
barbilla—. No la tendrás toda la vida por aquí.
A Gabe le dio un brinco el corazón. Sus ojos se clavaron en Anna; como
si ella lo hubiera percibido, levantó la vista y le dedicó esa sonrisa que le
iluminaba la cara. Desde un lugar muy lejano, oyó añadir a su padre:
—A no ser que alguien le dé una buena razón para quedarse.
Gabe giró la cabeza. Su padre lo miraba fijamente a los ojos.
—Mírame a mí. La vida puede cambiar en un segundo. No dejes escapar
las oportunidades.
Gabe abrió la boca y la cerró. Y, como no lo pudo evitar, se echó a reír.
Como siempre, su padre se acercaba y creía saber lo que le convenía. Le
indicaba a uno de sus hijos de forma sutil, o quizá no tan sutil, la dirección
que en su opinión debía tomar.
Pero esa vez Gabe no pudo enfadarse. Porque esa vez sospechaba que su
padre estaba en lo cierto.
—Gracias por el consejo.
Su padre le dio un apretón en el hombro y saltó del taburete. Gabe lo vio
cruzar la cocina y colocarse junto a su madre frente al horno, donde la
rodeó para hacerse con un champiñón de una de las pizzas. Su madre le dio
una palmada en la mano, y su padre se rio y la rodeó con el brazo mientras
le daba un beso en la mejilla.
Gabe bebió un buen trago de cerveza al presenciar el caos de su familia,
que se desataba a su alrededor: sus sobrinos se reían por un chiste, Leah y
Julia comentaban nombres de bebés y su padre soltaba una risilla al
coquetear con su madre.
¿Cómo era posible que hubiera crecido en una casa en la que la familia lo
era todo y no hubiera encontrado a nadie con quien compartirlo? La mirada
de Gabe se detuvo en Anna. Quizá se había pasado la mayor parte de su
vida adulta comparando a todas las mujeres a las que conocía con una
persona en particular.
27

Gabe llevaba tanto rato con los ojos clavados en los datos de su última
investigación que empezaba a bizquear. Cuando le sonó el móvil, agradeció
la distracción. Apartó la atención de los precios de las casas y de los niveles
de ingresos, y se encontró con un mensaje de texto de Rachel.

Anna y yo hemos quedado a las 20 en el Tram’s. ¿Te apetece


cenar con nosotras?

Gabe miró el reloj de la pantalla. Eran las siete y media. Pasó la vista de
la hoja de cálculo al teléfono móvil.
La decisión era evidente.
Al cabo de veinte minutos, Gabe conducía por Lawrenceville, el viejo
barrio de Anna. Al detenerse en un semáforo de Butler Street, vio a un
grupo de veinteañeros trasteando con sus iPhones mientras esperaban en la
entrada de un abarrotado restaurante mexicano. Dos puertas más allá, había
una cola de niños con sus padres para pedir helados en la heladería.
En los últimos años, Gabe había visitado Lawrenceville decenas de veces,
pero aquella era la primera ocasión en mucho tiempo en la que pensaba en
lo mucho que se había transformado el barrio desde que Anna viviera allí.
En primer lugar, muchos artistas se habían mudado a esas calles, atraídos
por los pisos baratos y los locales vacíos que convirtieron en galerías.
Luego fue el turno de las boutiques, los bares y los restaurantes de moda,
propiedad de chefs prometedores que nunca habrían podido permitirse un
negocio propio en ciudades más grandes y caras. Por último, las familias
jóvenes se habían fijado en el barrio y habían empezado a comprar los pisos
de los promotores inmobiliarios más rápido de lo que estos tardaban en
rematarlos. Su hermano tenía un despacho en Lawrenceville, y su empresa
de construcción era famosa por haber hecho algunas de las reformas de
mayor calidad de todo el barrio.
Gabe viró con el coche hacia Main Street y aparcó en lo alto de la colina.
A su izquierda, las nubes se metamorfoseaban en franjas rosas y naranjas
bajo la silueta de la ciudad; y, a su derecha, el sol que se ponía se reflejaba
en las relucientes ventanas de los nuevos edificios de pisos.
¿Qué pensaría Anna cuando pasara por delante de sus viejos lugares
favoritos, remodelados y cubiertos recientemente con pintura? Su infancia
no era de esas que al cabo de un tiempo se difuminaba en una rosada
neblina de recuerdos como la de Gabe. Era de esas que persistían como el
olor acre del humo de cigarrillos atrapado en una camisa que no quiere
abandonar, por más veces que se lave en una lavadora.
¿Acaso esa puesta de sol por la que la gente pagaba cientos de miles de
dólares desde unos balcones nuevecitos le recordaría a Anna el miedo que
había sentido cuando se hacía de noche y debía andarse con cuidado al
volver a casa? ¿Recorrería esas calles abarrotadas de niños y de familias
jóvenes, y se encogería en las intersecciones donde los camellos solían
incordiarla?
Gabe no tenía ni idea de lo que le había ocurrido a la vieja casa de Anna;
no sabía si seguía siendo un edificio en ruinas gestionado por el mismo
casero borracho o si algún promotor lo había renovado hasta convertirlo en
una casa unifamiliar y venderla por un millón de dólares. Era probable que
Anna hubiera evitado esa zona en particular del barrio como evitaba hablar
de su madre. ¿Mudarse a la otra punta del mundo la habría ayudado al fin a
hacer las paces con su infancia? ¿O seguía barriendo la multitud en busca
de mujeres con rasgos familiares?
Gabe sabía que se le acababa el tiempo para seguir guardando silencio
sobre el colgante de su madre. Aunque Anna no quisiera hablar de ella,
aunque no quisiera conocer la verdad del colgante, él tenía que contárselo.
No podía pedirle que se quedara con aquel secreto entre ambos. Por más
que a lo mejor fuera el motivo por el que la viera dar media vuelta y
marcharse.
Se giró de la puesta de sol y caminó media manzana hasta el Tram’s, un
restaurante vietnamita que, a pesar del auge del barrio, se había mantenido
fiel a su esencia.
El local estaba atestado cuando Gabe abrió la puerta y entró. Anna estaba
sola sentada a una mesa, estudiando el menú. Levantó la cabeza al oírlo
sentarse delante de ella.
—¡Gabe! ¡Hola! No sabía que venías.
—Rach pensaba que no te importaría.
—Claro que no me importa.
Gabe se acomodó en la silla y la miró desde el otro lado de la mesa.
—Para toda mi familia ha sido un enorme detalle que hayas vuelto
después del infarto de mi padre. —Para él también lo había sido.
Gabe se había quedado más que un poco sorprendido al recibir el mensaje
de ella que lo informaba de que por fin había decidido regresar. Casi había
olvidado aquella posibilidad cuando vio que el tiempo que pasaba Anna en
Oriente Medio se alargaba tres años, y luego cuatro. Por lo visto, había
empezado a salir con un cirujano, un tal Adrien o algo parecido. Durante
una cena de domingo, había escuchado cómo Leah comentaba que lo había
conocido en una videollamada por Zoom.
Pero Anna estaba allí y ese cirujano, en la otra punta del planeta.
Lo único que debía lograr él era que decidiera quedarse.
—Es un placer volver a casa de visita —admitió Anna mientras servía
dos copas de vino con la botella de la mesa.
«De visita».
—Ya llevas cuatro años por allí. Eso es mucho tiempo. ¿Nunca has
pensado en asentarte?
—¿Qué significa «asentarse»? —Entornó los ojos—. ¿Volver a los
Estados Unidos?
—Volver a casa. A Pittsburgh. —Se inclinó hacia delante—. Y casarte,
tener hijos, todo eso.
—No sé. —Anna se irguió en la silla—. Yo no crecí jugando con
muñecas ni soñando con mi boda. Siempre soñé con ser médica, con tener
una vida lejos de… En fin, lejos de este barrio, en realidad.
—Sí, pero ya lo conseguiste. Hace mucho tiempo. ¿Qué pasa con tus
sueños nuevos?
—No sé si tuve los mejores ejemplos en lo que se refiere a casarse y ser
madre. —Agarró los cubiertos y los colocó y recolocó sobre la servilleta.
Era lo más cerca que había estado en muchos años de hablar de su madre.
Gabe apretó los labios con fuerza, con la esperanza de que su silencio la
animara a proseguir.
Al final, Anna se encogió de hombros.
—No creo que pudiera hacer que una relación funcionara ni preocuparme
por unos niños pequeños.
Gabe se la quedó mirando. ¿Lo decía en serio? ¿Cómo era posible que
pensara eso?
—Eres una médica brillante, y no solo porque eres inteligente, sino por
ser como eres: paciente y entregada a los demás. Como con mi abuela,
cuando te pasaste horas repasando los álbumes de fotos con ella. O con
Leah, que siempre te ha admirado muchísimo. ¿Sabes? Se echó a llorar al
saber que estaba embarazada porque pensaba que no estarías ahí para
ayudarla en el parto.
El gesto de Anna se torció por la tristeza.
—Y luego estoy yo. —Gabe respiró hondo.
—¿Qué quieres decir?
—Eres la mejor amiga que he tenido nunca. No me imagino la vida sin ti.
—Se inclinó hacia delante, preso de una repentina intensidad—. Anna,
piensa en la posibilidad de quedarte en Pittsburgh.
Anna agitó las cucharas con las manos.
—Gabe, allí tengo mi vida…
—Aquí tienes tu vida… —Se detuvo y respiró hondo de nuevo—. Por lo
menos quédate hasta que nazca el bebé de Leah. —Lo abrumaba la
necesidad de que le dijera que sí—. Y después de eso… —Extendió un
brazo y puso una mano sobre la de Anna para detener su gesto nervioso.
Ella levantó la vista al notar la presión, y los dos se miraron a los ojos—.
Después de eso, piensa en la posibilidad de quedarte por mí.
Anna no contestó, pero tampoco apartó la mirada. El ambiente se espesó
mientras se miraban a los ojos, pero antes de que él pudiera decir nada más,
una voz los interrumpió.
—Siento llegar tarde.
En un visto y no visto, Anna apartó la mano de debajo de la de Gabe.
Rachel estaba junto a ellos con un serio traje gris y zapatos de tacón
negros. Se quitó la chaqueta y la colgó en la silla; debajo llevaba una blusa
sin mangas que enseñaba los seis o siete tatuajes que le recorrían los brazos.
Se desplomó en la silla al lado de Anna y se vertió algo de vino en la copa.
—Había muchísimo tráfico.
Pero Gabe apenas si la oyó, ya que su corazón daba volteretas tras haber
visto una diminuta y esperanzadora sonrisa que curvaba los labios de Anna.
28

—¿Doctora Campbell? —la llamó una voz desde la espalda cuando empezó
a recorrer el pasillo azul de la clínica de maternidad. Al girarse, vio que
Constance, una de las enfermeras de partos, se le acercaba—. La mujer de
la habitación 321 ya se ha instalado. Tiene contracciones cada tres minutos.
—Gracias. —Anna sonrió a su nueva compañera—. Llámame Anna. —
En los campos de refugiados, estaba acostumbrada a un trato bastante más
llano con la gente. Tardaría cierto tiempo en readaptarse a las formalidades
y a las políticas de un gran hospital moderno.
La estancia prolongada de Anna en Pittsburgh había salido a las mil
maravillas. John le había presentado al jefe de obstetricia del hospital, y en
el centro estuvieron más que encantados de ofrecerle un contrato temporal
en la clínica de maternidad. Y Rachel la había ayudado a encontrar un pisito
amueblado en un tranquilo barrio cercano al hospital. La propietaria, una
profesora de universidad amiga de Rachel, había cruzado el charco para
tomarse un año sabático y le había ofrecido a Anna un alquiler de seis
meses.
Era el período perfecto para que ayudara a Leah a dar a luz y esperar los
resultados de la prueba de ADN que se había hecho la semana anterior. Y
después de eso…
Bueno, después de eso habría que ver.
Gabe quería que se quedara allí. «Por él». Aunque no se lo había vuelto a
comentar, aquella posibilidad siempre entró en su abanico de opciones. Ese
ligero zumbido que sonaba cada vez que se reunían en una habitación,
como si los dos estuvieran en una frecuencia un tanto diferente que los
demás, no era nuevo. Pero por primera vez Anna se abría a aquella
posibilidad. A la de que Gabe la amara. Y que ella mereciera su amor. Por
primera vez, estaba abierta a contárselo todo: su pasado, cosas de su madre
y por qué la había abandonado.
Desde que había respondido a la llamada del agente de policía de San
Francisco, era como si alguien hubiera girado una válvula para interrumpir
la presión que le llenaba el pecho. Anna llevaba media vida preparándose
para lo peor. Si su madre había muerto de un paro cardíaco en el parque, la
aliviaría saber que se había ido de forma pacífica. Sin sufrir. Y que no había
querido pasarse la vida alejada de ella.
Tal vez su madre siempre tuvo pensado regresar.
Y tal vez no fuera todo culpa de Anna.
Y si todo eso fuese cierto, tal vez Anna sí que podría tener todas aquellas
cosas que habló con Gabe unas semanas atrás. Matrimonio, hijos. Una
familia.
Y tal vez podría tener todo eso con Gabe.
—¿Anna? —La voz de Constance atravesó sus pensamientos—. En la
316 hay una paciente a la que creo que deberías visitar enseguida. Una
mujer de veinticinco semanas. —La preocupación le demudó el rostro—.
Dice que se ha caído por las escaleras, pero sus heridas no cuadran con una
caída. Creo que es víctima de maltratos, pero no habla. Todavía no la ha
visitado ningún obstetra, y no tiene seguro médico.
—Voy enseguida.
Anna se apresuró por el pasillo, y Constance la llevó a la habitación de
una joven embarazada de veintipocos años.
—Hola —la saludó—. Soy la doctora Campbell, pero me puedes llamar
Anna. Soy obstetra, así que me han pedido que viniera a examinarte. ¿Te
parece bien?
La joven se la quedó mirando desde debajo de unas cinco capas de rímel
negro y terminó asintiendo con la cabeza.
—Me llamo Hayleigh.
Anna leyó a toda prisa el historial de Hayleigh y luego observó el
moratón lila que se formaba alrededor de su ojo y el corte de una mejilla,
que empapaba de sangre una venda.
—La enfermera vendrá dentro de poco para coserte el corte de la mejilla,
pero primero tengo que comprobar que tu bebé esté bien, ¿de acuerdo?
Anna le pidió que se tumbara para poder comprobar la frecuencia
cardíaca del bebé. Hayleigh puso una mueca de dolor y se apretó el pecho al
moverse en la camilla; en las zonas de los antebrazos que aparecieron bajo
la camiseta, tenía moratones con forma de dedos.
Cuando se acercó a Hayleigh, Anna percibió un hedor acre de humo de
cigarrillo, y un recuerdo vívido la golpeó. Se quedó paralizada cuando el
olor a tabaco la envolvió, el mismo que solía rodearla cuando su madre se
tumbaba en el sofá a su lado o se le acercaba para darle un abrazo. A pesar
de lo punzante del olor, a Anna le causó un extraño consuelo. Era el olor de
su infancia. De su madre. Haber regresado a Pittsburgh parecía dar más
fuerza a sus recuerdos.
Le temblaron las manos cuando levantó la camiseta de Hayleigh para
exponer la barriga hinchada.
—¿Me va a doler? —preguntó la joven al ver la máquina que llevaba
Anna en las manos.
—¿Esto? —Anna le enseñó el monitor Doppler—. No, qué va. Te lo
apoyaré en la barriga para que oigas el latido. ¿Te parece bien?
—Supongo. —Hayleigh se encogió de hombros.
—Si notas alguna incomodidad, tú avísame.
Anna apretó el vientre de Hayleigh varias veces, primero con las manos y
luego con el aparato. Al cabo de un rato, un fuerte y constante latido, como
un tren en plena circulación, se adueñó de la sala.
—Son los latidos de tu bebé. —Anna sonrió—. 135 por minuto, una cifra
perfecta.
Hayleigh puso otra mueca al intentar incorporarse sobre los codos.
—¿En serio? ¿Eso es un latido?
—Sí. —Anna asintió—. ¿Es la primea vez que lo oyes?
—Pues… —Hayleigh asintió y apartó la vista— sí.
—¿Te ha visitado algún médico durante el embarazo?
Hayley negó con la cabeza.
—Tardé un poco en darme cuenta de que estaba embarazada, y luego…
Iba a buscar a uno pronto.
Hayleigh estaba en estado avanzado, pero Anna sabía que debía andarse
con pies de plomo. Regañarla por no haber buscado atención prenatal antes
no haría sino animarla a no regresar al hospital.
—No pasa nada. Por los cálculos de tu último periodo, parece que estás
de unas veinticinco semanas, así que es un buen momento para empezar a
ver a alguien de forma regular.
Ayudó a Hayleigh a sentarse y le enumeró los cuidados que le
proporcionarían en la clínica. Acto seguido, acercó el taburete para así
poder mirar a la joven a los ojos.
—El latido del bebé suena bien, pero me gustaría que te hicieran una
ecografía para asegurarnos de que todo va bien. Y así podremos tener una
idea más precisa del día que sales de cuentas.
Hayleigh asintió.
—¿Me podrías decir qué te ha pasado? —le preguntó Anna con suavidad.
Hayleigh se quedó mirando sus falsos botines Uggs.
—Me he caído por las escaleras —murmuró.
A Anna se le formó un nudo en el estómago, y un nuevo recuerdo se
encendió en su mente.
Unas escaleras desvencijadas que conducían a un sótano oscuro. Pero allí
nadie se había caído. No exactamente.
Expulsó aquel recuerdo y se concentró en su paciente. Le puso una mano
en el brazo a la joven con suma amabilidad.
—Cuando yo era pequeña, mi madre se peleaba a menudo con sus novios.
A veces llegaban a las manos, y sus heridas se parecían mucho a las tuyas.
—Hayleigh irguió la cabeza y Anna prosiguió—: ¿Alguien te ha hecho
esto?
—Si se lo cuentas a alguien, lo negaré. —Hayleigh entornó los ojos
maquillados con kohl.
—Vale. —Anna asintió—. Te lo prometo. —Si la joven no confiaba en
ella, Anna no volvería a verla. Y, entonces, ¿qué le pasaría a Hayleigh? ¿Y a
su bebé?
Hayleigh suspiró y bajó la vista al suelo con una expresión que le hacía
aparentar menos de los veintipocos años que tenía.
—No puedo dejarlo, así que no te molestes en decírmelo. Nunca me va a
dejar irme, sobre todo cuando llegue el bebé.
—Si le cuentas a la policía lo que ha pasado y lo denuncias…
—No puedo. —La cabeza de Hayleigh iba de un lado a otro—. Eso
arruinaría su vida. Él no es así. Es porque su padre le solía pegar bofetones,
no conoce otra manera. Lo siente. Yo lo sé. Y sé que en el fondo me quiere.
Anna se apartó en el taburete al oír el eco de una voz familiar. «Está
cansado. Está drogado. Lo siente». Siempre estaba cansado. Siempre lo
sentía. Hasta que volvió a hacerlo.
¿Acaso funcionaría que le comentase a Hayleigh la necesidad de proteger
a su hijo? ¿Funcionaba eso alguna vez? Anna no disponía de muchas más
opciones.
—Me preocupa que le pueda hacer daño al bebé.
—¡Nunca le haría daño al bebé! —Hayleigh abrió los ojos como platos
—. Es que a veces yo soy un poco irritante y hago tonterías para fastidiarlo.
—Los bebés a veces son bastante irritantes, sobre todo por el caos y los
llantos. —Anna le sostuvo la mirada.
—Mira, tú no tienes ni idea de mi situación —le espetó Hayleigh—. Si
hubiera una forma de mantener al bebé yo sola, lo haría. Pero ¿cómo voy a
hacerlo? No tengo nada, joder. Y nadie quiere ayudar a una persona como
yo.
¿Cómo iba a rebatir Anna ese argumento cuando se había pasado la vida
entera con su propia versión de la misma historia? Debía de haber otro
camino. Debía de haber algo que pudiera hacer.
Anna extrajo una de sus tarjetas del bolsillo delantero de la bata.
Garabateó un nombre y un número de teléfono en el dorso y se la dio.
—Este es el número de mi amiga Rachel. Es abogada y tiene mucha
experiencia con situaciones como la tuya, y a veces acepta casos gratis. Si
quieres ayuda, o aunque solo sea comentar tus opciones, habla con ella.
Hayleigh aceptó la tarjeta y se la quedó mirando un rato. Al final, asintió
y se la guardó en el bolso.
—Gracias.
Anna se dispuso a pedir una ecografía y llamó a la enfermera para que le
cosiera el corte de la mejilla, pero en todo momento se le partía el corazón.
Hayleigh creía que merecía acudir a Urgencias por ser irritante, y al cabo de
unos meses nacería su bebé en su misma situación. Pero nada de aquello era
culpa de Hayleigh. Anna lo sabía.
Cuando llegó la enfermera para llevar a Hayleigh a la sala de las
ecografías, Anna se quedó rezagada, con escalofríos a pesar del aire caliente
que salía por los conductos de ventilación. Si veía con tanta claridad la
situación de aquella joven, ¿por qué contemplaba su propia vida como si
una neblina la cubriera? ¿Algún día se permitiría perdonarse por lo que
había hecho? ¿O la culpabilidad persistiría eternamente, como el olor del
humo de los cigarrillos que seguía impregnando sus recuerdos?
29

Gabe volvió a casa tras salir a correr por el camino de North Shore y entró
en su piso justo cuando fuera empezaba a llover. Era un domingo atípico, ya
que no iba a cenar en casa de sus padres; John y Elizabeth se habían ido a
Connecticut para la reunión de universitarios de su padre. Matt y Julia se
habían llevado a los niños a visitar a la familia de Julia y Josh, el marido de
Leah, se había marchado esa tarde a Nueva York en un viaje de negocios.
La tarde-noche se extendía ante él. Quizá le mandara un mensaje a Anna
para preguntarle si le apetecía quedar para cenar. Últimamente había estado
tan ocupada con su nuevo trabajo que solo la había visto en casa de sus
padres durante la cena de los domingos. Y no era del todo una situación que
los invitara a explorar su futuro. La última vez que habían hablado, Gabe
tuvo la sensación de que quizá Anna se lo estaba pensando.
Solo necesitaba encontrar el momento adecuado para contarle lo del
colgante. Porque hasta que no se lo contase no se imaginaba compartiendo
el futuro de verdad con ella.
Alguien llamó a la puerta. Como si él la hubiera invocado, Anna se
encontraba ante el felpudo con una bolsa de comida china en la mano. Gabe
reparó en sus mejillas sonrojadas, sus labios curvados en una sonrisa y el
pelo oscuro que caía sobre su espalda en ondas. Estaba tan contento de verla
que era hasta ridículo.
Anna pasó junto a él y entró en el piso, y Gabe la vio dirigirse hacia la
cocina. Se giró para cerrar la puerta y vio a Rachel con una botella de vino.
Maldita sea. Anna no se había presentado sola.
—Ah, no hace falta que llaméis antes ni nada —masculló, más
enfurruñado por ver a su hermana de lo que debería.
—Los domingos son para compartirlos en familia. —Rachel le dio la
botella de vino.
—¿No tienes una prometida con la que salir por ahí?
—Aaliyah está de viaje. —Su hermana se encogió de hombros—. En
Londres.
Gabe se volvió hacia la puerta justo cuando entraba una Leah embarazada
de ocho meses.
—Hola. Nosotras también nos hemos apuntado —dijo mientras se frotaba
la barriga.
A diferencia de Rachel, su hermana pequeña nunca lo irritaba. Gabe
sonrió y le dio un abrazo teniendo cuidado con el enorme barrigón.
—¿Cómo estás? ¿Qué tal la parásita?
—Está bien. Faltan tres semanas y media de horno.
Gabe siguió a Anna y a sus hermanas hasta la cocina, dejó el vino sobre
la encimera y se metió en la ducha para quitarse el sudor de la carrera.
Cuando regresó, las tres estaban sentadas alrededor de la isla de la cocina
comiendo rollitos de primavera y hablando entre susurros.
—¿De cuánto estaba? —preguntaba Leah, con una mano sobre la barriga
y expresión de espanto.
—De unas veinticinco semanas.
—¿De cuánto estaba quién? —se interesó Gabe mientras se acercaba a la
nevera a por una cerveza.
—La paciente de Anna cuyo novio le dio una paliza —masculló Rachel
con voz seria.
—Mierda. —Gabe dejó la cerveza—. ¿El bebé está bien?
—Sí, esta vez sí. —Anna asintió—. Con suerte, no habrá una próxima
vez. Rachel, le di tu teléfono. Espero que no te importe. Resumiendo,
necesita una orden de alejamiento contra el maltratador. Pero cuando nazca
el bebé habrá que gestionar temas de custodia y demás.
—Sí, claro. Me encantaría echar una mano para evitar que ese
desgraciado se acerque a ella y al bebé.
Gabe le lanzó una sonrisa cariñosa a su hermana. Para compensar los
casos de mujeres ricas con maridos infieles a quienes Rachel ayudaba a
ganar acuerdos multimillonarios, aceptaba el mismo número de casos sin
cobrar de mujeres de un centro de acogida, y también lidiaba con
adopciones de hogares de acogida.
—Gracias, Rach —dijo Anna—. Espero que te llame esta semana. Me ha
parecido una de esas situaciones en las que la mujer no deja de inventar
excusas para perdonarlo a él y volver a su lado. —La oscuridad le
ensombreció las facciones, y Gabe se preguntó si estaría pensando en su
madre. Nunca olvidaría que Anna le había hablado acerca de los hombres
violentos que solían visitar su piso cuando era pequeña.
—Bueno, a lo mejor el bebé es el catalizador que necesita para
abandonarlo de una vez —terció Rachel—. Estaré encantada de ayudar
como sea.
—Gracias. —Anna extendió el brazo y le dio a Rachel un apretón en la
mano.
Gabe apartó un montón de cartas y agarró un plato para llenarlo de
comida. Rachel abrió un sobre de color crema de la pila y sacó una
invitación de boda.
—¿Quiénes son Chad y Katie? —preguntó.
—Sabes que es ilegal abrir el correo de otra persona, ¿verdad? —Gabe la
fulminó con la mirada desde su ración de lo mein.
—Sí, sí. Denúnciame —pio Rachel mientras examinaba la invitación—.
Uh, es en un elegante hotel de Chicago. ¿A quién llevarás como
acompañante?
—No lo he pensado. —Gabe se encogió de hombros. Mentía como un
bellaco. En cuanto le había llegado la invitación de sus amigos de la
universidad, pensó en invitar a Anna.
—Todo el mundo sabe que no puedes ir a una boda sin una cita. Como
haya damas de honor solteras o primos gais, serás un trozo de carne delante
de un león famélico.
—Muy bien, Rachel. —Gabe puso los ojos en blanco—. Qué feminista
eres.
—Solo digo la verdad… —musitó Rachel, pero su frase se vio
interrumpida por Leah, que bajaba del taburete con las manos sobre la
hinchada barriga.
—Chicos, creo que no tendría que haberme comido ese rollito de
primavera.
Gabe se fijó en la expresión de angustia de su hermana.
—Leah, ¿te encuentras bien?
—Voy corriendo al cuarto de baño… Ay, no —jadeó, y se miró los pies.
Un rubor le subió por las mejillas cuando bajó líquido por las patas del
taburete cromado de él—. Qué vergüenza. Gabe, creo que me acabo de
hacer pis en tu suelo. No me puedo creer que nadie te advierta de cosas
como esta. Desde que estoy embarazada que estornudo y me meo sin parar.
—Y con esa información ya es oficial: nunca voy a tener hijos —
intervino Rachel con las manos sobre la barriga.
Sin que sirviera de precedente, Gabe estaba de acuerdo con Rachel. Con
dos hermanas, se había pasado toda la vida oyendo más problemas
femeninos de los que habría querido enterarse. Pero aquello era el colmo.
Y cuando Anna habló, la situación no hizo sino empeorar.
—Cielo, no creo que te hayas hecho pis. Creo que acabas de romper
aguas.

A Gabe le temblaban las manos cuando apareció ante ellos por fin el cartel
del hospital. En tanto la lluvia anegaba el parabrisas, Leah jadeaba y se
estremecía por las contracciones, y Rachel conducía, jamás había estado tan
contento cuando vio el cartel rojo luminoso de Urgencias.
—¡Josh! ¡Necesito a Josh! —Los ojos aterrorizados de Leah iban de Gabe
a Anna mientras la ayudaban a bajar del coche y a sentarse en una silla de
ruedas. Habían llamado al marido de Leah desde el piso de Gabe. El avión
de Josh había aterrizado en Nueva York una hora antes, y estaba haciendo lo
imposible por subirse a otro para volver a casa.
—Vendrá en cuanto pueda —la tranquilizó Gabe por decimoquinta vez.
—Las madres primerizas soléis tardar bastante. —Anna le frotó el brazo
—. Si Josh consigue subirse a un avión enseguida, es probable que llegue
con tiempo de sobra.
—Es demasiado pronto para que nazca el bebé. —En la voz de Leah
había un matiz de miedo que repitió los propios pensamientos de Gabe. Le
había dicho que faltaban tres semanas todavía. No podía ser bueno,
¿verdad?
—Estás de casi treinta y siete semanas, un embarazo casi completo. —La
voz de Anna sonaba baja y reconfortante—. Es un poco antes de lo que
pensábamos, pero al bebé no le pasará nada. —Anna se irguió y miró a
Rachel y a Gabe—. Josh tardará horas en venir y vuestra madre está fuera
de la ciudad. —Pasó la mirada de uno a otro sin parar—. Alguien tiene que
entrar en el paritorio y ayudar a Leah durante las contracciones.
—A mí no me mires. —Gabe dio un tambaleante paso atrás.
—¿Rach? —Anna se giró hacia ella—. ¿Te ves capaz?
—Sí. —Rachel cerró los ojos con fuerza—. Claro. Es mi hermana
pequeña. Claro que puedo. Por supuesto. —Parecía estar convenciéndose a
sí misma, pero Gabe no disponía de tiempo para preocuparse por ello.
Al poco, metieron a Leah en el ascensor y subieron a la segunda planta.
Gabe comprobó que a su hermana la instalaran en un paritorio y salió
disparado hacia la sala de espera. Casi había cruzado la puerta cuando Anna
lo llamó. Al girarse, la vio con la cabeza inclinada hacia Rachel.
«Mierda».
Rachel se encontraba en el centro de la estancia, aferrada al respaldo de la
silla de ruedas de Leah. Estaba blanca como las sábanas del hospital y tenía
la mirada perdida en la pared. Leah soltó un grave gemido cuando tuvo otra
contracción, y Rachel se balanceó y gimoteó al unísono.
Gabe enseguida cruzó la sala y agarró a Rachel por los hombros para
ayudarla a sentarse en una silla antes de que cometiera alguna estupidez,
como desmayarse. Rachel se inclinó hacia delante y colocó la cabeza entre
las rodillas mientras respiraba hondo.
De repente, Gabe recordó por qué Rachel nunca había podido ser la
médica de la familia. Ni siquiera su padre había insistido después de verla
caerse de la bici en cuarto de primaria y vomitar al ver el rasguño que se
había hecho en la rodilla.
Se giró hacia Leah y se agachó a su lado.
—Mmm… Respira. —Era lo que había que decir, ¿no? Tenía la
impresión de que las películas en las que aparecían mujeres dando a luz no
eran del todo precisas, pero tampoco disponía de muchas más referencias a
las que recurrir.
La contracción de Leah se pasó, y se recostó en la silla para recobrar el
aliento. Anna se inclinó hacia delante y le susurró al oído a Gabe:
—Acompaña a Rachel a la sala de espera. No necesito a dos pacientes
aquí.
La sala de espera era una idea estupenda. Gabe se moría por esperar allí.
Sin embargo, antes de que pudiera huir, Anna le agarró el brazo.
—Pero tú tendrás que volver.
—¿Cómo? —siseó.
—Leah te necesita. Tiene que haber alguien con ella.
Gabe miró a Leah, que había cerrado los ojos con fuerza y resoplaba en
alto.
—Te tiene a ti.
—Ahora mismo no soy su amiga. Soy su doctora.
—¿No hay ninguna enfermera?
—Constance tiene que visitar a un par de pacientes. Leah necesita a
alguien que le sujete la mano en todo momento. Te necesita a ti.
Malditos fueran su madre y Josh por haber tenido la poca decencia de irse
de la ciudad estando Leah embarazada. Su madre, sobre todo, debería haber
sabido lo volátiles que eran las mujeres en ese estado. Por lo visto, la fecha
de salir de cuentas era una mera suposición, y podían dar a luz en cualquier
momento.
Sujetó el brazo de Rachel y la condujo por el pasillo hacia la sala de
espera. Su hermana se tambaleaba, seguía estando pálida y temblando.
—Gabe —balbuceó—, creo que voy a vomitar.
—Rachel, como vomites ahora, te mato.
Rachel se desplomó en un sofá y, tras echar un último vistazo de anhelo a
la sala de espera, Gabe regresó junto a Leah.
En su ausencia, Anna se había puesto una bata de médico, le había dado a
Leah una de paciente y la había tumbado en la cama. Otra contracción
sacudió a su hermana, y Gabe se quedó al lado de la puerta mientras Anna
aferraba la mano de la parturienta y le hablaba entre murmullos. Cuando
pasó la contracción y Leah se estiró para descansar, Anna le hizo señas para
que se acercase y le indicó que la sustituyera. Gabe no tenía alternativa, así
que se sentó en la silla junto a la cama y agarró la mano de su hermana.
—¿No debería llevar una bata o algo esterilizado y tal? —En las
películas, todo el mundo llevaba batas de hospital, guantes y unos gorritos
rarísimos.
—¿Por qué? —Anna contempló sus vaqueros y su descolorida camiseta
gris—. ¿Tienes intención de participar?
—¡No, por Dios! —Se echó atrás.
—Así estás bien. —Los labios de Anna esbozaron una sonrisa.
Gabe tenía la impresión de que ella estaba disfrutando al verlo tan
abrumado. Y no pasaba nada. Podía admitir que estaba fuera de lugar. No
era una cuestión en la que quisiera sobresalir.
Durante las próximas horas, se limitó a improvisar: le agarró la mano a
Leah, le dijo que lo estaba haciendo genial y le recordó que respirara. Al
final, se acostumbró a su papel de ayudante: le limpiaba la frente a Leah
con una gasa fría, le daba vasos de agua helada y la ayudó a levantarse de la
cama y andar por el pasillo cuando Anna sugirió que caminar un poco podía
acelerar el parto.
Anna vigilaba la frecuencia cardíaca de Leah y del bebé, comprobaba los
centímetros de dilatación —mientras Gabe pretendía que necesitaba ir a
hacer pis y se iba de la sala— y no dejaba de tranquilizar a los dos
hermanos y asegurarles que lo estaban haciendo muy bien.
Gabe no sabía si era la pura verdad, ya que al cabo de varias horas Leah
seguía de parto y él, hecho un desastre. Tenía la ropa arrugada y sudada, y
su voz sonaba áspera por haber gritado palabras de aliento durante las
contracciones. Las contracciones de Leah fueron aumentando de intensidad
y de frecuencia, y Gabe observó impotente cómo se retorcía en la cama,
gimiendo que iba a morir. Sus ojos aterrados se clavaron en Anna, que
estaba sentada junto a la cama ajustando un monitor que detectaba los
latidos fetales en la barriga de Leah. Ni siquiera se había despeinado lo más
mínimo.
Anna alzó la sábana para echar un nuevo ojo a la situación, pero a esas
alturas Gabe estaba demasiado preocupado como para salir de la habitación.
Se inclinó sobre su hermana y le dijo que todo saldría bien, rezando por que
fuera cierto. Anna levantó la vista y asintió.
Reajustó las sábanas sobre las piernas de Leah para poder tener acceso
a… lo que sea que necesitara. Gracias a Dios, lo tapaba todo.
—Cielo, estás de diez centímetros —murmuró Anna—. Cuando tengas la
próxima contracción, quiero que apretes la mano de Gabe y que empujes lo
más fuerte que puedas. No sé tú, pero yo tengo ganas de conocer al bebé.
Gabe en la vida había tenido tantas ganas de algo. Pero Leah lo
sorprendió poniéndose de lado y gritando:
—¡No!
Tanto Anna como Gabe se giraron para mirarla. Leah se obligó a hablar
entre resoplidos.
—¡No pienso parir al bebé hasta que llegue Josh! Anna, no puedo. Él
tiene que estar aquí. ¡No me obligues!
En las últimas seis horas, Gabe había hablado por teléfono con Josh cada
veinte minutos. Por culpa de los aguaceros de la Costa Este, todos los
vuelos desde Nueva York se habían cancelado, pero Josh había logrado
alquilar un coche y hacía cuanto podía para llegar a la mayor brevedad. En
la última conversación que mantuvieron, Josh estaba en la autopista, a
treinta kilómetros de Monroeville. No estaba tan lejos, pero con la lluvia no
sabían cuánto tardaría.
Anna le apartó el pelo sudado a Leah de la frente.
—No depende de mí, cielo. El bebé saldrá cuando esté preparado. Lo más
seguro para ti y para la pequeña es que no os resistáis y que la ayudemos a
salir.
Con otra contracción, Leah se hizo un ovillo y gimió. Cuando pasó,
jadeó:
—No voy… a empujar… ¡hasta que llegue Josh!
El monitor de la pared empezó a soltar un pitido largo y estridente.
Gabe dio un brinco y miró a Anna, alarmado.
Anna pulsó varios botones del monitor.
—Leah, tu frecuencia cardíaca está subiendo. Es importantísimo que
ahora mismo me escuches. Debes respirar hondo y tranquilizarte. ¿Te ves
capaz de hacerlo?
¿Cómo podía estar tan serena? Aquel era el momento más espeluznante
de la vida de Gabe. Pero no iba sobre él. Hizo lo imposible por canalizar
una parte de la calma de Anna y se concentró en su hermana.
—Escúchame, Leah. Josh viene lo más rápido que puede. Pero nunca
querría que hicieras nada que os pusiera en peligro a ti y a vuestra hija.
Sabes que tengo razón, ¿verdad?
Leah vaciló, y Gabe contuvo la respiración.
Al final, la vio asentir.
—Vale.
Anna le sonrió y se colocó a los pies de la cama. Al cabo de un minuto,
hubo otra contracción, y Anna levantó la sábana y dijo:
—Vale, ha llegado la hora. Quiero que empujes lo más fuerte que puedas.
Vamos, cielo, tú puedes.
Leah le apretó tantísimo la mano a Gabe que él pensó que le había roto un
par de dedos, pero le dio igual. Anna estaba ocupada haciendo cosas
misteriosas debajo de la sábana, pero a Gabe eso también le dio igual.
Estaba completamente concentrado en ayudar a su hermana y a su sobrina.
Se inclinó y la animó, le dijo que era increíble, que lo estaba haciendo
genial, que estaba orgullosísimo de ella.
Leah empujó durante una hora, algo que sin lugar a dudas no ocurría en
las películas. Para cuando Anna les confirmó que el bebé empezaba a salir,
el sudor empapaba la bata de Leah y los brazos de Gabe estaban doloridos y
amoratados por los apretones de su hermana.
—Muy bien, Leah —le dijo Anna—. Unos cuantos empujones más y ya
está. Tú puedes.
Leah se preparó para empujar de nuevo cuando la puerta se abrió de
pronto y Josh irrumpió en la sala. Miró alrededor, con los ojos como platos,
y corrió hasta su mujer.
—¡Lo has conseguido! —exclamó Leah, y le aferró una mano con
lágrimas en las mejillas.
—Bienvenido, papá. —Anna le lanzó una sonrisa—. ¿Preparado para
conocer a tu hijita?
Josh asintió y se inclinó sobre Leah. Le apartó el pelo y le murmuró algo
que Gabe no pudo oír.
Anna volvió a alzar la sábana.
—En la próxima contracción, un último empujón, ¿vale?
Leah asintió y Josh le agarró la mano. Gabe dio un paso atrás para darles
algo de espacio, pero entonces la otra mano de Leah se agitó por los aires y
se movió a ciegas buscándolo.
—¡Gabe! ¡A ti también te necesito aquí!
Gabe parpadeó para soportar el escozor de ojos. Anna levantó la vista y
sonrió. Él volvió a sujetar la otra mano de su hermana, y todos la animaron
cuando tuvo la próxima contracción. Leah empujó con todas sus fuerzas. Al
cabo de unos instantes, se desplomó en la cama y soltó un fuerte jadeo
cuando Anna extrajo de debajo de la sábana un bebé ensangrentado y
empapado que se retorcía y lo colocó en los brazos de Leah.
—Felicidades, mamá —dijo Anna, sonriendo y llorando al mismo tiempo
—. Has tenido una hija preciosa.
Leah y Josh se apiñaron junto al bebé, los dos con regueros de lágrimas
en la cara. Anna se dispuso a comprobar el buen estado de la pequeña y
regresó debajo de la sábana. Acto seguido, se movió por la sala haciendo lo
que debían hacer los médicos después de que naciera un bebé.
Gabe se recostó en la pared y se quedó contemplando a la pequeña. Esa
criatura resbaladiza, asquerosilla y gritona era lo más increíble que hubiera
visto nunca. No podía creerse que la hubiera ayudado a llegar al mundo. El
trabajo de Anna como médica siempre lo había impresionado, pero no tenía
ni idea de lo maravilloso que era que hiciese aquello a diario.
Al cabo de un minuto, Anna se colocó a su lado.
—Felicidades, tío Gabe.
Cansado, Gabe apartó la vista del bebé y miró a Anna a los ojos.
—Gracias —murmuró con voz ronca.
—Aquí ya he terminado, y Leah están en buenas manos con Constance.
—Anna señaló hacia la familia reunida sobre la cama—. ¿Te parece que les
demos un poco de tiempo a solas?
Gabe asintió, todavía impresionado, y siguió a Anna hasta el tenue
pasillo. Se miró el reloj; eran las tres de la madrugada. Anna se dirigió hacia
la sala de espera, pero Gabe se detuvo y la agarró del brazo para que se
diera la vuelta.
—Anna. Ha sido…, ha sido increíble. Has estado increíble.
—No he hecho más que recibir al bebé. —Anna sonrió—. Leah y tú
habéis hecho lo más difícil. —Le dio un apretón en la mano—. Has estado
genial, Gabe. En serio —susurró.
Gabe no le soltó la mano. Debía contarle la verdad. Debía confesarle lo
que había pasado con el colgante.
Y luego debía suplicarle que se quedara.
Por suerte, una puerta se abrió en el pasillo y lo salvó de contarle todos
sus secretos allí mismo, en un hospital, a las tres de la madrugada. No era el
momento adecuado. Pero tenía que hacerlo pronto.
Anna lo llevó hasta la sala de espera.
—Vamos. Vayamos a decirle a Rachel que vuelve a ser tía.
—Espera. —Se giró y la miró a los ojos—. Anna, acompáñame a la boda
en Chicago. Sé mi más uno. —Contuvo la respiración.
Y, de pronto, la vio curvar los labios en una sonrisa.
—Me encantaría acompañarte.
Gabe relajó los hombros. Con dos días solos en Chicago, por fin podrían
hablar. Hablar de verdad.
Y por fin podrían dejar todos los secretos tras de sí.
30

Anna dejó la maleta junto a la cama del hotel y echó un vistazo a la


habitación. Gabe había reservado una suite en el mismo hotel donde se
celebraba la boda. Era una habitación con cama extragrande y una pequeña
salita con un sofá cama.
No habían comentado cómo se las apañarían para dormir.
—Prepárate —le dijo Gabe desde la salita, donde dejaba la maleta junto
al sofá—. Estamos en Chicago en enero, y hoy vamos a ser turistas. La
boda no es hasta las seis de la tarde, así que tenemos todo el día por delante.
Gabe la llevó a su lugar favorito para tomar un brunch, y después de
desayunar salieron a las calles nevadas y se detuvieron en la acera para que
él le pusiera a ella su bufanda alrededor del cuello. Después, se colocó la
mano de Anna sobre el brazo y la guio hacia Millennium Park. Caminaron
hacia el pabellón diseñado por Frank Gehry y se hicieron fotos delante de la
famosa escultura en forma de alubia plateada. A continuación, para huir de
la multitud de turistas que se iban a la pista de esquí sobre hielo, se
encaminaron hacia Lurie Garden, un jardín perenne situado bajo el telón de
fondo de la silueta de Chicago.
La nieve caía a su alrededor, cubriendo de blanco el camino con un manto
de polvo que amortiguaba sus pasos a medida que paseaban entre arbustos
de tegumentos y hierbas dormidas. Una quietud envolvía el paisaje y los
aisló del trajín de la ciudad. Incluso el aliento de ambos sonaba más leve,
convertido en vaho helado.
Cuando doblaron la esquina para tomar otro sendero desierto, Gabe dejó
de caminar y le puso las manos en los hombros.
—Anna, estoy muy contento de que hayas venido conmigo.
—Yo también. —Sonrió al ver la expresión sincera de él. Aquellos
siempre habían sido los mejores momentos que habían vivido los dos
juntos, cuando retomaban su fácil amistad, con muchísimas cosas que
decirse pero cómodos también con el silencio. A lo largo de los años, el
vínculo que los unía se había extendido como una cinta elástica, y, cuanto
mayor era la fuerza que los separaba, con más intensidad terminaban
reencontrándose.
Como siempre, Gabe sabía justamente lo que estaba pensando ella.
—Ha sido un camino largo para los dos, ¿eh? —Se inclinó hacia delante
—. Sé que quizá no siempre te he dicho lo importante que eres para mí.
Quiero que a partir de hoy eso cambie.
Anna lo miró a los ojos, incapaz de reprimir las lágrimas. Él dio otro paso
adelante, y ella sintió cómo el cálido aliento de él le acariciaba las heladas
mejillas.
Una repentina ráfaga de viento se levantó y dobló las plantas cubiertas de
hielo. Anna se llevó una mano a la cabeza para que su gorro no saliera
volando y Gabe se giró para ponerse delante de ella y protegerla con su
cuerpo. Anna se recostó en él, y Gabe la rodeó con los brazos y la estrechó
para darle calor.
Anna se estremeció, pero no fue por el frío.

Esa misma tarde, regresaron al hotel para arreglarse para la boda. Anna
cerró la puerta del dormitorio mientras Gabe se duchaba y luego se vistió en
la salita. Por lo general, estaba lista en veinte minutos, pero tardó casi una
hora porque no dejaba de contemplar la pared y recordar las palabras que le
había dicho Gabe unas horas antes.
«Quiero que a partir de hoy eso cambie».
Por primera vez en mucho tiempo, Anna albergó esperanzas. Estaba
orgullosa del trabajo que hacía en el hospital con pacientes como Hayleigh.
Verla de nuevo unas semanas antes para un chequeo prenatal le había dado
una gran alegría. Cualquier día de esos recibiría los resultados de la prueba
de ADN de su madre, después de un retraso de los laboratorios y meses de
espera. En breve Anna tendría la respuesta que ansiaba obtener. Y haber
invertido los últimos meses haciendo las paces con el hecho de que su
madre tal vez se hubiera ido la había ayudado a dar gracias por la gente que
seguía en su vida. Sobre todo por los Weatherall.
Y por Gabe.
Le zumbaba el cuerpo como si hubiera ingerido más cafeína de la
recomendada; sin embargo, el único factor que estimulaba su cuerpo era el
hombre de la otra estancia. Ella ya no era la adolescente pobre y
desesperada que se enamoriscaba del popular chico de la universidad. Era la
clase de mujer por cuya atracción Gabe debería sentirse afortunado. Tal vez
había llegado el momento de hacer algo al respecto e ir en busca de lo que
deseaba.
Se puso el vestidito negro, se miró por última vez en el espejo y abrió la
puerta de la salita. Gabe estaba en el sofá bebiendo una botella de agua del
minibar y hojeando una revista. Con su perfecto traje a medida, chaleco y
corbata, y con un pie sobre la rodilla contraria, parecía recién salido de un
reportaje de moda de una elegante revista masculina.
Gabe levantó la vista y se quedó paralizado, con la botella a medio
camino de la boca.
—Dios —masculló. Le contempló el rostro, bajó la mirada por su cuerpo
y la volvió a subir—. Estás espectacular.
—Tú también estás muy guapo. —Le sonrió—. Hacemos muy buena
pareja.
—Pues sí.

—Total, que Gabe se fijó en el ejercicio y se dio cuenta de que llevaba


veinte minutos dando argumentos y de que había leído el libro que no
tocaba. Cualquier otra persona habría admitido el error, pero Gabe ni se
inmutó. Siguió argumentando hasta que la profesora se quedó tan
descolocada que se rindió y terminó la clase antes de tiempo.
Anna se rio al oír la anécdota del amigo de Gabe de una clase de la
universidad y recordó los días que pasó trabajando con él en el proyecto de
Economía Mundial.
—Eso me suena al Gabe que conozco. Siempre tiene que llevar la razón,
incluso cuando no la tiene.
—¡Eh! —protestó Gabe con fingida rabia al regresar de la barra con dos
copas en la mano. Dejó una delante de Anna y después se sentó a su lado.
Barrió con la mirada la mesa, llena de sus excompañeros de clase, un tanto
ebrios—. ¿Podemos dejar de contar historias vergonzosas sobre mí de una
vez, por favor?
Jess, una amiga de Gabe que era profesora de Economía en Harvard, se
echó a reír.
—Ay, venga ya. Tu novia tiene que saber dónde se está metiendo.
Gabe se giró hacia Anna y le lanzó una sonrisa torcida.
—Anna ya sabe dónde se está metiendo. —Se puso en pie y le tendió una
mano—. ¿Vienes a bailar conmigo?
Anna cruzó la pista de baile con Gabe, y la mayoría de los amigos de él se
levantaron para seguirlos. Se reunieron en la pista mientras el DJ ponía
canciones de Beyoncé y de Prince, así como peticiones de los invitados a la
boda.
Y luego hubo una pausa entre tanta música dance y el DJ puso una balada
de Adele. Gabe agarró la mano de Anna y la atrajo hacia sí. Ella se inclinó,
envuelta por el conocido aroma silvestre de él. Gabe le apoyó la barbilla en
la cabeza y la ciñó más fuerte con el brazo, con la palma sobre su espalda.
Le acarició la piel de la nuca y le provocó un escalofrío que la recorrió de la
cabeza a los pies.
No hablaron. Permanecieron abrazados y se mecieron al son de la música
que los rodeaba. Anna cerró los ojos y, a medida que el corazón de él latía
contra el suyo, se olvidó de todo lo demás. Sonaron los últimos acordes de
la canción, y dejaron de bailar, pero no se separaron.
—¿Quieres que nos marchemos? —murmuró Gabe con voz ronca.
A Anna se le aceleró el corazón. Era una pregunta sencilla, pero que
entrañaba muchísimo significado. Estaba cansada de reprimir lo que sentía
por él. Estaba cansada de negarse lo que deseaba tantísimo.
—Sí. Marchémonos.
Una lenta sonrisa se abrió paso en la cara de él. La agarró de la mano y,
sin detenerse para despedirse de nadie, cruzaron las puertas cristaleras del
salón para salir a la recepción del hotel.
Corrieron hasta el ascensor, y Anna pulsó el botón para cerrar las puertas
antes de que nadie entrara en el cubículo. De haber tenido que mantener una
conversación trivial con algún huésped del hotel, tal vez habría tenido que
regresar al mundo real. Y, por una vez, ese era el último lugar en el que
quería estar. Sobre todo porque Gabe la miraba con esos ojos de nubes de
tormenta que el deseo había oscurecido.
Las puertas del ascensor se cerraron, y se quedaron a solas.
Gabe le puso las manos sobre el pelo, la empujó contra la pared y se
apoderó de sus labios. Anna le agarró la camisa y le revolvió el pelo
mientras se arrimaba contra su cuerpo.
Se quedaron así, besándose y ardiendo por más de una década de deseo.
Las puertas del ascensor se abrieron con un pitido, y salieron a la planta
donde se alojaban. Anna atrajo la boca de Gabe de nuevo hasta la suya y él
trastabilló por el pasillo hasta que se estamparon contra la puerta de su
suite. Todo el cuerpo de Anna zumbaba, y le traía sin cuidado que alguien
saliera de su habitación y la viera quitarle la camisa de la cintura de los
pantalones para acariciarle el duro pecho con las manos.
Gabe sacó la llave del bolsillo y pasó el brazo detrás de Anna para
introducirla en la ranura de la puerta. Medio rio y medio maldijo entre
dientes cuando se le cayó al suelo.
Tras varios intentos, por fin consiguieron abrir la puerta y entrar en la
suite. La corbata de Gabe salió volando y aterrizó en el suelo, seguida de su
camisa. Al cabo de un minuto, el vestido de Anna era un gurruño a sus pies.
En ese momento, Gabe dio un paso atrás para observarla.
—Dios mío, eres preciosa. Me podría pasar el día entero mirándote.
Se juntaron de nuevo, labios contra labios, con la respiración desbocada.
Los brazos de Gabe le acariciaban la espalda, con una mano la apretaba
contra la dura superficie de su pecho mientras con la otra le desabrochaba el
sujetador. Le bajó un tirante por un brazo y lo siguió con la boca,
depositándole besos ardientes desde el cuello hasta el hombro, y terminó
justo encima de sus senos.
Anna le revolvió el pelo con las manos y mostró su agrado con un grave
gemido que retumbaba desde lo más profundo de su ser. Gabe se tomó su
tiempo para explorarla, y ella echó atrás la cabeza cuando en su cuerpo
prendían chispas en todos los lugares donde él la acariciaba con los labios y
las manos, llenándola por dentro de calor y de urgencia. Y entonces Gabe
llegó a su núcleo y la recostó contra la puerta del dormitorio. Anna se aferró
al marco de madera y dio gracias por poder apoyarse conforme la mano de
Gabe se deslizaba hacia abajo y a ella le temblaban las piernas, que
amenazaban con hacerle perder el equilibrio.
Anna se rindió a las sensaciones, con la mente en una neblina y el cuerpo
arqueado hacia Gabe, quien no dejaba de encontrar los lugares precisos que
la enviaban directamente al éxtasis.
Cuando al final regresó a la realidad, Gabe se incorporó para mirarla a los
ojos y le apartó un mechón de cabello sudado de la frente.
—En esto es en lo único que he podido pensar desde que volviste a casa
—murmuró—. En tocarte. En notar tu cuerpo contra el mío.
La visión de Anna se despejó, y recorrió con la mirada las líneas del
pecho musculoso de Gabe, el vientre plano, la hebilla plateada del cinturón,
justo encima de la prueba fehaciente de que estaba tan caliente como la
había puesto a ella. Era la única parte de Gabe que desconocía, la única
parte que no había visto nunca, sin contar con sus sueños. Sueños tras los
que se despertaba ardiente y sudada, y anhelaba cerrar los ojos y
zambullirse de nuevo en aquellos intensos momentos imaginados con él.
Anna extendió el brazo y le desató el cinturón, y a continuación le
desabrochó los pantalones. Gabe enseguida se libró del resto de la ropa, y
Anna lo agarró con una mano.
Le tocaba a ella explorar, acariciar. Él soltó un fuerte suspiro, y el corazón
de Anna se aceleró porque en aquel momento no había nada imaginario; la
emoción que mostraba el rostro de Gabe le decía que ahí había mucho más
que placer físico.
Sus bocas se unieron otra vez cuando se dirigieron hacia el dormitorio.
Las piernas de Anna se estamparon contra la cama, y cayó hacia atrás,
atrayéndolo a él encima.
Por primera vez en la vida, comprendía lo que significaba dejarse llevar.
No podía concentrarse, no podía pensar en absoluto. Lo único que podía
hacer era surfear la ola que era Gabe. Los labios de él y sus manos
llameantes sobre la piel, su cuerpo bello y duro dentro de ella, y sus ojos,
esos ojos, que la miraban fijamente.
Decir que se había dejado llevar era quedarse muy corto.
31

Para cuando llegó la medianoche, a Anna le había entrado bastante apetito.


Gracias a toda la energía nerviosa, en la boda no había comido gran cosa, y
la última hora que había pasado con Gabe la había dejado muy hambrienta.
Se incorporó en la cama y se puso la camisa elegante de Gabe. Después
de todas las cosas que se habían hecho por la noche, era un poco tarde para
andarse con remilgos y recato. Pero es que se trataba de Gabe. A Anna le
costaba asimilar el hecho de que estuviera allí y de que fuera suyo.
Lo miró mientras pedía comida al servicio de habitaciones. Estaba
tumbado sobre la cama en diagonal, un cuerpo alto cubierto nada más que
por una fina sábana por debajo de las caderas. El cuerpo de ella empezó a
palpitar de nuevo. ¿Sería Gabe capaz de volver a hacerlo? Porque Anna
estaba bastante convencida de que nunca se hartaría de él.
—Nos traerán la comida dentro de media hora. —Gabe colgó el teléfono
y rodó hacia ella para apoyarse sobre un codo—. ¿Cómo es posible que no
supiera hasta ahora que te gusta comer tortitas a medianoche?
—Los bebés no siempre salen en un horario de nueve a cinco. A veces el
desayuno acaba teniendo lugar a medianoche.
—¿Qué más cosas desconozco de ti? —Gabe se incorporó y tiró del
cuello de la camisa para observarle el hombro—. Aparte del hecho de que te
has hecho un tatuaje del que nunca me habías hablado.
Anna se encogió de hombros, tímida. Gabe se refería al diseño botánico
que iba del punto inferior del cuello hasta el hombro izquierdo.
—El año pasado, durante unas vacaciones, un par de compañeras y yo
fuimos a París de viaje. Bebimos demasiado champán y terminamos
tatuándonos a la una de la madrugada. —Arrugó la nariz—. Soy un cliché
con patas.
Anna no añadió que el diseño se basaba ligeramente en la flor tallada del
colgante que su madre le había dado. Se recostó contra las almohadas antes
de que él se fijara.
—Eres una caja de sorpresas. —Gabe negó con la cabeza, divertido—.
¿Qué más me estás ocultando?
La sonrisa de Anna se esfumó. Había algunas cosas que no le había
contado a nadie. Cosas que, hasta ese momento, pensó que jamás le contaría
a nadie. Pero hasta ese momento nunca se había sentido tan segura con
alguien.
Por primera vez en su vida, a lo mejor estaba preparada. No solo para
seguir adelante, como había hecho siempre, sino para dejar atrás el pasado y
pasar página.
—Quiero contártelo todo, Gabe. Pero hay cosas que quizá tardo un poco
más en confesarte.
Gabe compuso una expresión seria que no era sino el reflejo de los
sentimientos encontrados de ella. Hacía años que no hablaban sobre su
madre. ¿A él le molestaría que le hubiera ocultado esa parte de su vida
durante tanto tiempo? Gabe respiró hondo, casi como si estuviera nervioso
por lo que fuese que iba a responder.
Antes de que la situación adquiriera más seriedad, Anna le puso una
mano en el pecho y esbozó una sonrisa.
—Creo que ahora te toca a ti contarme un secreto. Quiero que me cuentes
el más vergonzoso que tengas.
Durante unos segundos, Gabe puso cara casi de alivio, y al poco pareció
ponerse en situación y ladeó la cabeza mientras se frotaba la barbilla, como
si estuviera pensando si confesar algo profundo y oscuro.
—Vale. Puede que esté un poco enganchado a… —hizo una pausa y
respiró hondo— a series de televisión cursis de esas que ves un capítulo tras
otro. Me refiero a Gossip Girl y a Pequeñas mentirosas. Supongo que es
algo que deberías saber de mí.
—¡No! —Anna se tapó la boca con una mano. Al reírse de forma
silenciosa, movió los hombros.
Gabe se puso un pelín rojo, que no hizo sino arrancarle más risotadas a
ella.
—No es culpa mía. Leah me hizo verlas con ella cuando era pequeña, y al
final me enganché.
—«Te hizo verlas». —Anna simuló un par de comillas con los dedos.
—Me obligó.
Anna se desplomó sobre la almohada, con los brazos alrededor de la
barriga, en pleno ataque de risa. Cuando al fin pudo controlarse, vio que
Gabe la miraba con una sonrisa torcida.
Lo vio extender un brazo y pasarle un mechón detrás de la oreja.
—¿Te imaginas lo que habríamos dicho si alguien nos hubiera comentado
ese primer día de clase, cuando nos fulminamos con la mirada, que
terminaríamos así?
—¿Así, cómo? ¿Compartiendo secretos vergonzosos? De haber sabido
por aquel entonces que te encerrabas en el cuarto de la fraternidad a ver
Veronica Mars…
—No. Me refiero así. —Se le acercó y le acarició la mano desnuda—. Tú
y yo, juntos.
Anna pensó en la delgada adolescente con una camiseta demasiado
holgada, aterrada al conocer con quién iba a tener que trabajar en el
proyecto de clase. Y luego en el petulante chico de la fraternidad rodeado
de amigas guapísimas. No se lo habría creído. ¿Y Gabe?
—Tú te habrías quedado horrorizado.
—No. —Gabe la miró con los ojos entornados—. ¿Horrorizado? A ver, tú
eras más joven que yo, así que me habría parecido un poco raro pensar en ti
de esa forma. Pero no. Me habría quedado… intrigado.
—Venga ya. —Anna le lanzó una mirada de incredulidad—. Nos odiamos
mutuamente desde el principio.
—Y por eso me habría quedado intrigado. Nadie me rebatía de esa forma,
solo tú. Y mi familia. —Se rio y negó con la cabeza—. Debería haberlo
sabido. —Le apartó el pelo de la mejilla, y su sonrisa desapareció—. Soy un
idiota por haber dejado que pasara tanto tiempo.
Anna sintió una fuerte presión en el pecho. Buena parte de su vida la
había invertido buscando a su madre, obsesionada con el pasado. Quizá
había llegado el momento de que empezase a concentrarse en el presente…
y en el futuro. Pero a veces no era sencillo. El presente era ese precioso día
que compartiría con Gabe. Era su amistad, que seguía siendo uno de los
pilares más importantes de su vida, incluso tras la distancia y el tiempo. Y
era Gabe en su cama, mirándola entre las sábanas arrugadas como si no
pudiera creer lo afortunado que era.
¿Podía soltar la pena del pasado, todos los errores que había cometido,
para abrirse a la posibilidad de compartir el futuro con él?
¿Podía arriesgarse?
Gabe la tumbó sobre la cama hasta tenerla estirada de espaldas,
mirándolo. Se colocó encima de ella, clavándola al colchón con el cuerpo, y
enseguida apoyó los codos a ambos lados de la cabeza de Anna. Le dio un
beso en la frente, en una mejilla, en la otra. Y luego se apartó para mirarla a
los ojos, con los labios a apenas un dedo de los suyos.
—Hace mucho tiempo que quería tenerte así. Más tiempo incluso del que
he sido consciente.
Anna levantó una mano y apartó el mechón de pelo espeso y oscuro que
le caía a él sobre la frente, ese pelo en el que le había visto pasarse una
mano tan a menudo, y después le acarició la mejilla con los dedos.
—Sé perfectamente cómo te sentías.

A la mañana siguiente, Anna se recogió el pelo en una coleta de cualquier


forma y hurgó en la maleta en busca de unos vaqueros. Gabe seguía en la
cama, apenas se había movido desde que se había quedado dormido, pero
ella se había levantado envuelta por la cálida neblina del día anterior. Y de
la noche anterior.
Se quedó sin aliento y sintió la tentación se tumbarse de nuevo bajo las
sábanas y acurrucarse contra la espalda caliente de él. Pero la cafetería de la
planta baja del hotel la llamaba. Necesitaba cafeína desesperadamente y, ya
que estaba, quizá un poco de paracetamol extrafuerte. A toro pasado, tres
copas de vino con un estómago casi vacío no habían sido la mejor decisión,
pero en la boda se lo había pasado tan bien con Gabe que no se arrepentía
de nada.
Anna se agachó para atarse los zapatos y, cuando se irguió, los latidos que
palpitaban en sus sienes casi le hicieron perder el equilibrio. De acuerdo,
quizá sí que se arrepentía un poquito de haber bebido tanto vino.
Con la cabeza lo más quieta posible, rebuscó entre sus cosas para
encontrar algo que le quitara el dolor, pero como casi nunca le dolía la
cabeza, había olvidado llevar algún medicamento.
La maleta de Gabe estaba al lado de la suya, con el neceser encima de
todo. Lo agarró, apartó la pasta de dientes tamaño viaje y la espuma de
afeitar con la esperanza de encontrar alguna bolsita con pastillas para el
dolor de cabeza. Con los dedos rozó una cajita de terciopelo, y la sacó del
neceser.
Era rarísimo que Gabe se hubiera llevado ese objeto en la maleta para
viajar a Chicago. Pero era pequeño y cabía sin problemas en su neceser.
Cuando lo sacudió, notó que algo traqueteaba en el interior. A lo mejor
había sacado alguna pastilla del blíster y las guardaba en esa cajita.
Anna abrió la tapa. Y se quedó paralizada.
En el interior había un colgante de oro con forma de medialuna.
Enseguida se puso una mano en el cuello y agarró la gargantilla que llevaba.
La que portaba desde hacía dos décadas. ¿De dónde había sacado Gabe la
réplica exacta del colgante que su madre le había regalado a ella?
Acarició con los dedos el patrón floral, y se le ocurrió que ese colgante no
era solo parecido. Era idéntico. Era la otra parte que llevaba su madre. El
que encajaba perfectamente, como dos piezas de un puzle, con el suyo.
¿De dónde lo habría sacado Gabe? Su madre los había comprado en una
tienda de souvenirs de Lawrenceville cuando Anna era pequeña. Era posible
que el diseñador hubiera hecho más de un ejemplar de cada diseño. Pero
habían transcurrido dos décadas, y esa tienda había cerrado ya. ¿Qué
probabilidades había de que Gabe hubiera encontrado una copia de la mitad
de su madre?
¿Acaso había investigado y había seguido la pista del diseñador? Anna
volteó la cajita en busca de alguna especie de logotipo y, acto seguido,
levantó el cuadradito de terciopelo que sostenía el colgante y miró debajo.
En el fondo de la caja, encontró doblado un recibo escrito a mano. Anna
lo extrajo y lo desplegó. En el margen superior de la hoja aparecía el
nombre y la dirección de la tienda, impresos de forma profesional, y en el
inferior el dependiente había garabateado una breve descripción del
colgante y el precio.
Gabe había comprado el colgante por cincuenta dólares en una tienda
llamada Casa de Empeños Fiebre del Oro. Aquel nombre le resultaba un
tanto familiar.
Y fue entonces cuando le dio un vuelco el corazón. Debajo del nombre de
la tienda aparecía la dirección: número 1989 de Mission Street. San
Francisco, California.
Gabe había comprado el colgante en una casa de empeños a la vuelta de
la esquina de la casa de Capp Street. Se quedó sin aire y se le nubló la vista
hasta el punto de no poder leer apenas las palabras de la hoja. Sin embargo,
consiguió atisbar la fecha que estaba escrita en lo alto de la página.
Catorce años atrás.
«¿Era posible?».
No era una réplica del colgante de su madre. Tenía que ser el original. Y
si Gabe lo había encontrado en una casa de empeños, eso significaba que su
madre lo había vendido cuando vivía a la vuelta de la esquina.
A esas alturas de su vida, pocas cosas sorprendían ya a Anna. En ella no
había nada que se pareciera a la solitaria adolescente a la que le costaba
sobrevivir después de que su madre la abandonara. Pero al sujetar ese
colgante y darse cuenta de todas las traiciones que implicaba —de su
madre, de Gabe—, volvió a ser la chica que vivía en un apartamento
andrajoso y que se escondía de su casero. La chica que recorría los pasillos
del instituto mientras sus compañeros le lanzaban chicles en el pelo. La que
contemplaba unas escaleras oscuras que daban al sótano. La que vio cómo
su madre preparaba una maleta con sus cosas y desaparecía de su vida.
Anna corrió al cuarto de baño y vomitó.
Y después, en silencio, recogió todas sus pertenencias y salió de la
habitación del hotel.
32

Gabe se despertó cuando el sol se colaba entre las ventanas y le dio en toda
la cara. Entornó los ojos y se estiró, feliz y cansado por los bailes y por los
otros… ejercicios que había hecho esa noche. Y, de repente, todos los
recuerdos regresaron a su mente.
«Anna».
No lo sorprendió que pasara; era algo que llevaba cociéndose entre ambos
desde hacía mucho tiempo. Y tampoco lo sorprendió que fuera mejor
incluso de lo que imaginaba. No, la sorpresa llegó cuando se dio cuenta de
lo tranquilo y sereno que estaba al respecto. Nunca había estado tan seguro
de algo como se sentía en ese momento.
Un estallido de felicidad explotó en su pecho. Anna era lo que siempre
quiso. Estaba más guapa con una camiseta vieja y el pelo recogido en una
coleta que cualquier mujer a la que hubiera visto. Podía ponerlo en un
aprieto en cualquier discusión sobre economía, política o el estado del
mundo, pero al mismo tiempo no dudaba en reírse con un chiste subido de
tono. Le ponía los puntos sobre las íes y no le dejaba pasar ni una. Era
brillante y cariñosa y sexi hasta la saciedad.
Gabe quería que todos los días fuesen como el anterior. Quería quedarse
dormido junto a ella y despertar sabiendo que era suya. Quería hacerla feliz,
hacerla reír, hacerla jadear de placer y que soltase el control, como había
hecho la noche anterior en repetidas ocasiones.
Y estaba convencido de que Anna sentía lo mismo. A pesar de los muros
que había construido a su alrededor para protegerse, él había sido la única
persona que siempre había logrado resquebrajarlos. El vínculo que tenían
había desafiado todas las barreras que deberían haberse interpuesto entre
ambos. Y ahora que por fin todo quedaba en el pasado, había llegado el
anhelado momento de que aceptaran lo que habían tenido delante de las
narices desde hacía mucho tiempo.
Rodó por la cama, ansioso por estar cerca de ella, por tocarla, por verla
dormir a su lado con el pelo oscuro desparramado sobre la almohada. Sin
embargo, a excepción de una arrugada sábana de hotel, el lado de Anna de
la cama estaba vacío.
Gabe no había esperado que ya se hubiera despertado, sobre todo después
de lo poco que habían dormido esa noche. Ladeó la cabeza hacia el cuarto
de baño y prestó atención por si oía el sonido del agua corriente, pero no le
llegó más que un silencio absoluto. Su avión no salía hasta esa tarde, y
faltaban un par de horas para que tuvieran que dejar la habitación del hotel.
Saltó de la cama y se dirigió a la salita. Disponía de muchísimo tiempo para
convencerla de volver a la cama.
Pero la salita también estaba vacía.
Era probable que Anna hubiera ido a la cafetería del vestíbulo. Gabe fue a
buscar el móvil para mandarle un mensaje cuando sus ojos se fijaron en su
maleta.
«No. Mierda».
En lo alto de todo, junto a su neceser, estaba la barata cajita de terciopelo
de la casa de empeños. La tapa estaba abierta y lo que contenía, esparcido.
El colgante.
Anna había encontrado el colgante.
Gabe lo había llevado hasta allí con la esperanza de hallar el momento
adecuado para dárselo. Con el corazón desbocado, se giró para mirar hacia
el dormitorio.
Todas las cosas de Anna habían desaparecido.
Gabe pulsó el botón de llamada junto al nombre de ella. La línea dio un
par de tonos, y al poco saltó el contestador. Anna había rechazado la
llamada y lo había remitido al buzón de voz. Vale, la cosa iba mal. Iba fatal.
Era un imbécil. Debería haberle contado lo del colgante la noche anterior.
Joder, debería habérselo contado años atrás.
Le mandó un mensaje de texto a toda prisa.

Tenemos que hablar. Quédate donde estés, iré enseguida.

Unos puntitos aparecieron debajo de su mensaje enviado, señal de que


Anna lo había leído y estaba respondiendo. Gabe se quedó mirando el móvil
y cambió el peso de un pie al otro mientras esperaba. Los puntos
desaparecieron, pero no le llegó ningún mensaje. Transcurrió un minuto, y
nada. Anna no iba a contestarle. Él le mandó otro mensaje.

Anna, la he cagado. Dime algo, por favor.

Nada.
Los puntitos reaparecieron en la pantalla, y al fin recibió una respuesta.

No hay nada que puedas decir. Voy a apagar el móvil y a


subirme a un avión. Déjame en paz.

Gabe estampó el teléfono móvil contra la mesa. Debía llegar al


aeropuerto antes de que despegara el avión de ella. Agarró unos vaqueros y
una camiseta, y se vistió mientras iba de un lado a otro por la suite para
recoger sus cosas y meterlas sin miramientos en su maleta.
Al cabo de un minuto, salía por la puerta de la habitación.
El ascensor tardó una eternidad, y Gabe dio golpecitos con el pie
conforme bajaba hasta el vestíbulo. Lanzó la llave de la habitación y la
tarjeta de crédito, y sin dejar de removerse, esperó hasta que el
recepcionista tardó lo que pareció un año en mirar la pantalla del ordenador,
imprimir unos documentos y entregárselos para que los firmase. Gabe
garabateó una firma y sacó el móvil para pedir un Lyft que lo recogiera allí
mismo.
Para cuando llegó ante el control de seguridad del aeropuerto, el avión en
el que sospechaba que se iba Anna ya había embarcado, y las puertas
estaban cerradas. Aunque lo intentó, Gabe fue incapaz de persuadir a la
azafata para que se las abriera. Y, cuando se vio en el espejo del lavabo del
aeropuerto, no le extrañó lo más mínimo. Menos de cuatro horas de sueño
lo habían dejado pálido y con los ojos rojos. Y con las prisas por abandonar
la habitación del hotel, no se había dado cuenta de que se había puesto la
camiseta del revés.
Para empeorar más si cabe la situación, mientras esperaba a embarcar,
empezó una fuerte nevada, y retrasaron su vuelo hasta la medianoche.
Cuando al fin embarcó, estaba nervioso por la falta de sueño, sumada a unas
seis tazas de café de aeropuerto, y lo preocupaba que Anna siguiera sin
responderle al teléfono.
Y lo aterrorizaba que nunca volviera a dirigirle la palabra.
33

Hayleigh regresó a Urgencias con un brazo roto y otro ojo morado. A Anna
la avisaron el lunes por la mañana, cuando llegó al hospital para su turno.
Corrió a examinar a la joven y, por obra de algún milagro, el bebé seguía
estando bien.
Después de evitar mirar a Anna a los ojos y de intentar cambiar de tema,
Hayleigh terminó admitiendo que no había llamado a Rachel para que la
ayudara a dejar a su novio. Anna no era quién para presionarla, pero el parto
estaba previsto para al cabo de un par de semanas. Al final, lo único que
pudo hacer fue darle a Hayleigh otra tarjeta con el número de Rachel. Y
luego se metió las manos en los bolsillos para obligarse a no marcar el
número ella misma y pasarle el teléfono a la futura madre.
Anna fue directamente de la habitación de Hayleigh a una paciente que
estaba de parto dos meses antes de tiempo, y luego a otra con preeclampsia
que necesitaba una cesárea urgentemente. Pero ni siquiera correr de una
punta de la clínica de maternidad a la otra podría distraerla de la gran
sorpresa del fin de semana pasado.
La maravillosa y espantosa sorpresa.
A última hora de esa misma tarde, Anna pudo al fin comprar una barrita
de cereales de la máquina expendedora y dirigirse a la sala de los médicos
para descansar un poco. Casi lamentó que no hubiera ninguna otra
emergencia con la que lidiar, ya que en cuanto encendió el móvil recibió
cinco mensajes de Gabe, todos ellos suplicándole que le contestara.
Anna no podía siquiera imaginar lo que querría decirle. Hacía años que
Gabe tenía consigo aquel colgante. Más de una década. Le había permitido
que pensara que estaba loca por mudarse a San Francisco, por buscar entre
la multitud a mujeres con los rasgos de su madre. Y en todo momento había
sabido que la madre de Anna sí que había vivido en aquella casa de Capp
Street. ¿Y si ella le hubiera hablado de la mujer del parque y de la prueba de
ADN? ¿Él le habría seguido mintiendo y le habría dejado creer que quizá su
madre no había querido abandonarla para siempre?
Anna estaba a punto de apagar el móvil cuando empezó a sonar el tono de
una llamada. Sin duda, era Gabe de nuevo. Con un suspiro, Anna le dio la
vuelta al teléfono. Pero no. El número era uno que recordaba vagamente.
Un número con un prefijo de la zona de San Francisco.
Con las manos temblorosas, se dispuso a responder.
—Señorita Campbell, al habla el agente Deacon —la saludó la voz al otro
lado de la línea.
Poco a poco, Anna se hundió en el sofá, agradecida por que la sala
estuviera vacía.
—¿Sí? ¿Ha habido alguna novedad en el caso?
—Así es. —El agente Deacon vaciló, y Anna oyó los latidos de su propio
corazón. Aquel era el momento que deseaba y temía a partes iguales. Al
poco, el hombre prosiguió—: Me alegra informarle de que la prueba de
ADN no correspondía.
—Ah. —Todo el aire salió de pronto de los pulmones de Anna.
—La mujer que encontramos en el parque no era su madre.
—Eso es… —A Anna le temblaba la voz—. Es genial. Estoy…, es
genial. —En ese caso, ¿por qué estaba tan a punto de echarse a llorar?
—Obviamente, su denuncia de desaparición sigue activa, y nos
pondremos en contacto con usted si encontramos alguna otra pista —
continuó el agente de policía—. Ahora que disponemos de una muestra de
su ADN, descubriremos antes si comparte genética con alguna otra mujer
sin identificar.
Perpleja, Anna asintió.
—¿Señorita Campbell? —insistió el agente.
—Sí, estoy aquí. Disculpe. Sí. Llámeme si tiene alguna otra pista, por
favor. —Anna colgó el teléfono y barrió la sala con la mirada. Si aquella
mujer no era su madre…
Entonces, era probable que su madre siguiera por ahí. Viviendo su vida.
«Sin mí».
Tampoco era que Anna hubiera deseado que su madre hubiese muerto…
La cuestión era que se había aferrado al clavo ardiente de la posibilidad de
que, en realidad, su madre nunca hubiera tenido la intención de
abandonarla. Pero de repente… regresaba a la casilla de salida. Seguía sin
saber si su madre estaba por ahí. Sin saber si podría volver y lo que ocurría
era que no quería.
Anna cerró los ojos y visualizó la barata cajita de terciopelo con el
colgante de su madre. La casa de empeños llamada Fiebre del Oro. ¿Su
madre había empeñado el colgante para pagar a su camello? ¿Para comprar
drogas? ¿Para seguir viviendo en la otra punta del país mientras su hija
adolescente intentaba a duras penas sobrevivir? Anna no sabía qué traición
era la peor.
Que su madre se hubiera librado de ella tan fácilmente o que Gabe se lo
hubiera ocultado durante tantísimo tiempo.

Cuando esa misma noche oyó que alguien llamaba a su puerta, Anna supo
sin lugar a dudas de quién se trataba. Había esperado sentir algo al tenerlo
ante su casa —rabia, tristeza—, pero fue un alivio descubrir que todas sus
emociones se habían cansado y tan solo la embargaba una estupenda
insensibilidad.
Después de respirar hondo, abrió la puerta. Gabe estaba sobre su felpudo,
con las manos apoyadas a ambos lados del marco de la puerta como para
intentar evitar que ella saliera huyendo. Y, ahora que lo pensaba, tal vez era
su intención. Llevaba vaqueros y una sudadera de un azul intenso con el
mismo color de sus ojos. Con el pelo oscuro peinado a un lado, hacía un par
de días que no se afeitaba, pero incluso aquel aspecto desaliñado le quedaba
genial.
Se inclinó hacia delante, y el corazón de ella dio un brinco. Vale, quizá no
era insensible del todo.
—Anna, por favor, dime algo.
Ella evitó mirarlo a los ojos y regresó al piso, pero dejó la puerta abierta
como única señal de que él podía entrar. Gabe la siguió a la cocina, donde la
vio poner agua a hervir, seguramente para tener algo que hacer con las
manos.
—Anna —le dijo desde el umbral—. No te culpo si me odias.
—¿En serio? —Anna agarró una taza de un armario y la estampó contra
la encimera—. Después de tantos años, ¿por fin me vas a dar el privilegio
de decidir mis propios sentimientos?
Desde detrás de ella, lo oyó respirar hondo.
—Debería habértelo contado enseguida.
—¿Cómo se te ha ocurrido ocultarme algo así? —Introdujo una bolsita de
té en la taza.
Gabe se colocó a su lado y, cuando ella se giró, se estampó contra su
pecho. Él la agarró de los brazos, y el corazón le dio otro vuelco. «Mierda».
—Pensaba que te estaba protegiendo. Cuando encontré el colgante, tú
tenías diecisiete años y todo tu mundo se había vuelto patas arriba. No supe
cómo decirte que era probable que tu madre hubiera empeñado el colgante.
—Pues solo tenías que abrir la boca y decirlo. —Se apartó de él. Ardía
por la humillación y por una profunda e impenetrable tristeza. Cada vez que
pensaba que había llegado al fondo de su lúgubre infancia, conseguía bajar
un poco más. Gabe lo había sabido, pero había dejado que encontrase el
camino por su cuenta—. ¿Tenías la intención de contármelo algún día?
—Lo intenté. —Sus ojos se clavaron en los suyos—. El día que fuimos a
Stinson Beach, intenté contártelo, pero me dijiste que no querías oírlo.
Anna se mordió el labio al recordar el casi beso que se dieron en la playa
y cómo él se había apartado y le había dicho que debían hablar. Ella lo
interrumpió y le dijo que se marcharía.
—Llevé el colgante a Chicago porque me prometí a mí mismo que te lo
contaría antes de que terminara el fin de semana. Debería habértelo contado
antes de que… —Ladeó la cabeza—. Pero fue un día perfecto, y después…
—Bajó la voz—. Fue una noche increíble. Y no quise arruinarla. Ni
provocar que salieras pitando.
—Debería haber sido decisión mía.
—Tienes razón. —Gabe se metió las manos en los bolsillos traseros—. La
he cagado por todo lo alto. Y no te culpo si no me perdonas nunca. Pero
espero que me des otra oportunidad.
—¿Cómo voy a volver a confiar en ti?
—Anna. Cometí un error. Pero me conoces. Y sabes lo mucho que
significas para mí. Y sabes que tú y yo nunca encontraremos nada tan bueno
como lo que tenemos. —Algo cruzó la expresión de él, una vulnerabilidad
que ella no había visto jamás.
Anna intentó dar un paso atrás, pero la encimera se le clavaba en la
espalda y no tenía dónde ir. Giró la cabeza y cerró los ojos. Era demasiado.
Necesitaba que Gabe se pusiera difícil y sarcástico, y que discutiera con
ella. Porque había un millón de motivos por los cuales aquello era una
pésima idea. Pero cuando la miraba de esa forma costaba encontrar uno.
La mano de Gabe le acarició la mejilla y, con suma suavidad, le giró la
cara en su dirección.
—Anna. —Fue prácticamente un susurro. Estaba tan cerca de ella que
Anna notó el aliento de él sobre su oído—. Mírame. Por favor.
Abrió los ojos y observó los de Gabe. Muchos años de deseo la golpearon
como un tren descarrilado. La fuerza del anhelo le arrancó todo el aire de
los pulmones. Se aferró a la encimera, pues no sabía si las piernas la
sostendrían. Antes de que le fallaran las rodillas, el brazo de Gabe le rodeó
la cintura y la atrajo hacia su cuerpo. Le pasó una mano por el pelo y sus
labios se posaron sobre los suyos, ásperos y cálidos y apremiantes.
La encimera se le clavó en la espalda y la cara sin afeitar de él le raspó la
mejilla. Anna le acarició los hombros con las manos y le recorrió los
músculos tensos. Con un movimiento rápido, Gabe le había desabrochado y
bajado los pantalones del trabajo hasta el suelo. Anna se los quitó de un
puntapié y, justo cuando él la subía a la encimera y se colocaba entre sus
piernas, la tela áspera de los vaqueros le rozó a ella los muslos. Anna le
quitó la sudadera y la arrojó al suelo. Después de librarse también de la
camiseta, buscó a tientas la cintura de los vaqueros en tanto él le dejaba un
reguero de besos ardientes por el cuello.
Las manos de Gabe estaban por todas partes: debajo de su camiseta,
encima de su piel. Anna se afanó con la hebilla del cinturón, y él la soltó los
segundos necesarios para bajarse la cremallera de los pantalones y quitarse
también los calzoncillos. Ella lo rodeó con las piernas y jadeó contra su
boca cuando Gabe entró en su interior, con un ritmo tan intenso que, por
más que la casa se hubiera prendido fuego a su alrededor, no habría podido
igualar el calor que desprendían ambos cuerpos. Anna se aferró a él
mientras la agarraba por las caderas y empujaba fuerte, hasta que los dos
alcanzaron el clímax a la vez.
Al cabo de unos segundos, Anna se recostó en su pecho, con el corazón
vibrando ante los latidos del corazón de Gabe. Él la sujetó, con una mano
todavía en su pelo y la otra sobre su espalda. Anna cerró los ojos y, todavía
aturdida, se abandonó a las sensaciones. Permanecieron así, sin decir nada,
hasta que la respiración de los dos se recobró.
Gabe se apartó un poco y se llevó consigo su calor. Anna abrió los ojos;
deseaba que el mundo siguiera desaparecido un rato más. Pero el sol
escogió aquel preciso instante para empezar a ponerse al otro lado de la
ventana e incidir en su cara para devolverla de golpe a la realidad. «Dios
mío». ¿Qué habían hecho?
—Anna —murmuró Gabe en voz baja—. Creo que deberíamos hablar.
Hablar de verdad. Quiero que seamos totalmente sinceros el uno con el otro.
Ella se recostó en la encimera, lejos de él. «Sinceros». Gabe quería que
fueran sinceros. ¿A qué se refería exactamente?
Su relación se había basado tan solo en un enorme y resquebrajado pilar
de mentiras y secretos, ya desde el momento en el que se conocieron. Y
Gabe ni siquiera sabía de la misa la mitad. Pensaba que el hecho de que su
madre vendiera el colgante en una casa de empeños era tenebroso y sórdido,
ni siquiera había podido sincerarse con ella al respecto. Pero no tenía ni idea
de lo que era tenebroso y sórdido en realidad.
Gracias a Dios que la otra noche, en Chicago, Anna no se lo había
contado todo. ¿Cómo había podido llegar a pensar que estaba a salvo con
Gabe, que podía confiar en él?
Sintiéndose vulnerable y expuesta, Anna hizo un vano intento por recoger
la camiseta con un pie. Al percibir su incomodidad, Gabe dio un paso atrás
y agarró sus pantalones del suelo para dejárselos sobre el regazo.
Se giró y se subió los suyos.
—Te espero en el salón, ¿vale? Tenemos mucho de lo que hablar.
En cuanto se marchó de la cocina, Anna bajó de la encimera y salió
disparada. En el cuarto de baño, se vistió y se echó agua a la cara. Cuando
se apartó la toalla de los ojos, su propio reflejo le devolvía la mirada desde
el espejo.
¿Cuándo aprendería que solo podía fiarse de sí misma?
Anna encontró a Gabe de pie en el centro de su salón, observando las
cajas colocadas sobre el sofá. Durante los meses que había vivido allí, Anna
había acumulado muchas más cosas de las que esperaba: una sucesión de
novelas que se apilaban en las estanterías, un conjunto de velas con su olor
preferido, un par de cuencos artesanales que había comprado en una feria
porque eran demasiado bonitos como para contenerse. Lo había guardado
todo en cajas cuando ese mismo día había vuelto a casa del hospital, con la
intención de dejarlas al día siguiente en una tienda de caridad.
—¿Y esto? —le preguntó Gabe con voz calmada—. ¿Estás… haciendo
las maletas?
—Pronto tengo que dejar la casa.
—La amiga de Rachel no volverá hasta terminada la primavera. Seguro
que está dispuesta a alargar el contrato. —Hizo una pausa y la miró desde el
pequeño salón—. Si quieres, claro.
Anna no lo miraba a los ojos.
—¿Anna? —Gabe dio un paso hacia ella—. ¿Qué está pasando?
—Siempre has sabido que pensaba volver.
—¿Volver? —Irguió la cabeza—. ¿A Oriente Medio?
Anna asintió.
—Y ¿qué pasa con esto? —Los señaló a ambos—. ¿Qué pasa con
nosotros?
Anna levantó una mano hasta el colgante que solía llevar en el cuello y
con el pulgar quiso tocar el patrón tallado, en busca del consuelo que
llevaba dos décadas proporcionándole. Pero sus dedos no encontraron nada.
Se había quitado el colgante y lo había metido en una de las cajas del
sofá. Su madre se había ido, la había abandonado y había empeñado todo lo
relacionado con su única hija. Y si Gabe llegara a descubrir lo que Anna
había hecho, él también querría huir de su lado. Y empeñar todo lo
relacionado con la existencia de ella.
—No hay ningún «nosotros», Gabe. Fue un error regresar y un error
todavía más grande quedarme tanto tiempo.
—Pero no lo piensas de verdad, ¿no? —Gabe se pasó una mano por el
pelo—. No te arrepientes de haber venido después del infarto de mi padre ni
de ayudar a Leah a dar a luz. Ni de pasar tiempo con Rachel y con mi
madre, o con los hijos de Matt. —Gabe cruzó la estancia con tres zancadas
y la sujetó por los hombros—. Y me juego lo que quieras a que no te
arrepientes de haber estado conmigo.
Anna apartó la mirada. No podía mentirle, no sobre eso.
—Da igual. Este no es mi lugar. Nunca lo ha sido.
Gabe se apartó y negó con la cabeza, frustrado. Recorrió de un lado a otro
el salón y se giró de repente para mirarla a los ojos.
—Yo no fui el que te abandonó. —Se volvió a pasar una mano por el pelo
mientras iba alzando la voz con cada palabra—. Estoy justo aquí, Anna.
Estoy justo aquí. —Y, dicho esto, se le quebró la voz y pareció perder
ímpetu—. Siempre he estado aquí. —Bajó los hombros y, cuando la miró a
los ojos, ella vio los suyos enrojecidos—. Anna, sé que has vivido muchas
cosas y que te han hecho mucho daño. Pero ¿cuándo vas a encontrar la
manera de dejar atrás el pasado y permitirte ser feliz?
Estaba cruzado de brazos, con los bíceps flexionados debajo de la
camiseta a la que hacía unos minutos ella se había aferrado. Al revolverse el
pelo, se lo había dejado levantado, y le brillaban los ojos plateados. Anna
odiaba que, incluso en esos momentos, la atracción que sentía por él fuera
tan intensa que pareciese una presencia física. Hizo lo único que pudo
hacer.
Atacarlo.
—¿Y asumes que tú me harías feliz?
Gabe se encogió como si le hubiera propinado un bofetón.
—Sí. Vale. —El destello de dolor que le atravesó el rostro fue un puñal
que se hundía en el corazón de ella—. Tienes razón. Soy un imbécil por
pensar que algún día te permitirías ser feliz conmigo.
Anna giró la cabeza y se quedó mirando por la ventana. Pero lo notaba a
él en el centro del salón, contemplándola. Mentalmente, maldijo su propia
debilidad. Nunca habrían tenido que meterse en aquel lío.
Y fue entonces cuando Anna oyó los pasos de Gabe. Al cabo de unos
segundos, la puerta principal se abrió y se cerró de golpe.
El dolor que sentía en el corazón era tan familiar como el mero hecho de
respirar. Si era verdaderamente sincera consigo misma, llevaba media vida
intentando llenar el agujero con forma de Gabe perfilado en su corazón. Al
vivir a miles de kilómetros de distancia, había sido capaz de guardar bajo
llave esos sentimientos en el fondo de su conciencia, como un sueño que de
día parece borroso y vago. Se había pasado una década y media haciendo lo
imposible por mantenerlo a cierta distancia de sí misma. Porque si lo amaba
lo perdería.
Como había perdido a todos a los que había querido.
34

Anna estaba en la sala de los médicos descansando entre una paciente y otra
cuando el teléfono que llevaba en el bolsillo de la bata empezó a sonar.
—Hola, al habla la doctora Campbell.
—Hola, doctora —la saludó la voz de Constance.
—Es imposible que Helen de la 315 esté preparada para empujar ya. —
Anna había dejado a su paciente viendo tranquilamente The Bachelor
después de haberle puesto la epidural una hora antes. Constance le había
dicho que la llamaría cuando la paciente hubiera progresado.
—No. Tiene contracciones cada cuatro minutos, y se encuentra bien. Pero
el soltero del programa no le ha dado una rosa a Sue Ellen, así que será una
noche dura para ella.
Anna sonrió. Le gustaba aquel trabajo y echaría de menos a sus
compañeras cuando se marchase al cabo de un par de semanas. Había
avisado de su renuncia el martes, la mañana siguiente de que Gabe se
hubiera ido de su casa, y le había costado más de lo que esperaba.
—En el mostrador principal han recibido una llamada para ti —le dijo
Constance—. Ahora mismo te la paso.
Anna cruzó la sala y abrió la puerta de la nevera en la que había guardado
la comida. Seguramente debería comer ya, antes de que las contracciones de
Helen fueran a más. Y era probable que la llamada estuviera relacionada
con otra paciente de parto. A veces se asustaban y llamaban directamente al
hospital, en lugar de a su extensión.
—¿Diga? —Anna sujetó el móvil entre la mejilla y el hombro para
apartar la ensalada de alguien y alcanzar la suya, que estaba detrás.
—¿Hola? —dijo una voz ronca con un fuerte acento de Pittsburgh.
Parecía la voz de una anciana que se había pasado unas cuantas décadas
fumando. Estaba claro que no era el tono apremiante de una paciente de
parto—. ¿Eres…? —prosiguió la mujer—. Estoy intentando localizar a
Anna. A Anna Campbell.
—Soy Anna Campbell —masculló con el ceño fruncido. Había detectado
algo familiar en aquella voz—. ¿Con quién hablo?
—Ah, vale. Pues yo…, mmm, verás… —A la mujer se le atragantaban
las palabras—. Anna, soy… soy tu madre.
Anna se quedó paralizada. El teléfono se le escurrió, y lo agarró justo
antes de que cayera al suelo. Cerró de golpe la puerta de la nevera y aferró
el móvil con una mano sudada mientras regresaba a la mesa y se sujetaba a
una silla con la otra mano.
Una vez sentada, tomó una temblorosa bocanada de aire.
—¿Es una broma? ¿Con quién hablo?
Hubo una pausa. Y al poco…
—Soy… soy tu madre.
Su madre estaba muerta.
Bueno, Anna no lo sabía a ciencia cierta, claro. Pero se había pasado los
últimos seis meses convenciéndose de que su madre había muerto de un
paro cardíaco en el parque, y en su mente esa era ya la verdad. En cuanto le
dieron los resultados de ADN y descubrió lo del colgante, decidió que era
mejor seguir con aquella idea. Dondequiera que hubiese terminado su
madre, había decidido no tener a Anna en su vida. Y había llegado el
momento de que Anna pasara página de una vez por todas.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber.
—Deb. Deb Campbell. Anna, soy yo.
Anna apretó con fuerza el reposabrazos de la silla con la mano que tenía
libre para que dejara de temblarle. Esa voz. Esa voz era muy familiar. Cerró
los ojos para reprimir la oleada de vértigo.
—¿Qué quieres? —consiguió balbucir.
—Pensaba que quizá podríamos vernos para hablar.
—¿Vernos? —Anna abrió los ojos—. ¿Dónde estás?
—En Pittsburgh. Es que… —Su madre se interrumpió con un ataque de
tos que duró casi un minuto entero. Al final, consiguió recomponerse—.
Perdona.
—¿Estás en Pittsburgh? —le preguntó Anna, consciente del matiz de
histeria que teñía su voz—. ¿Desde cuándo?
—Uy, desde hace años.
«Años». Su madre vivía allí, en Pittsburgh, desde hacía años. ¿Acaso
había intentado encontrar a su única hija? ¿Había recorrido su viejo barrio y
había indagado? No le habría resultado difícil localizar a Anna de haberlo
querido.
«Y eso significa que no ha querido».
—Ajá. —La voz de Anna hacía gala de una milagrosa calma, teniendo en
cuenta que se le habían revuelto las tripas y le temblaba todo el cuerpo—. Y
¿ahora quieres que nos veamos? ¿Por qué ahora?
Pero, de repente, Anna comprendió por qué. Era la misma razón por la
que su madre había empeñado el colgante tantos años atrás.
Su madre se aclaró la garganta.
—Bueso, es que… he pensado que podríamos hablar de eso en persona.
Ahí lo tenía.
—Claro. Porque por teléfono no te puedo dar dinero. Ni… Ya. Es verdad,
me has llamado al trabajo. Sabes que soy médica. ¿Esperabas que te diera
medicamentos?
—A ver, en realidad yo… —Su madre empezó a toser de nuevo.
Anna se quedó escuchando aquel espantoso sonido, y su sorpresa inicial
se fue transformando poco a poco en rabia. Y eso la alivió, ya que era capaz
de gestionar la rabia. Era una adulta de éxito, no una niña asustada que
intentaba sobrevivir a la desesperada. Y no necesitaba darle a esa mujer ni
un segundo más de su energía.
—Mira, de mí no vas a sacar ni dinero ni medicamentos. No vuelvas a
llamarme. —Pulsó el botón de colgar y lanzó el teléfono a la mesa que tenía
justo delante.
Anna se encogió en el asiento y apartó la silla hasta que la estampó con la
pared.
¿Quién le garantizaba que aquella mujer fuese su madre? Anna no la
había oído en casi veinte años, y ¿de repente la llamaba, de la nada? Si era
su madre de verdad, la única explicación era que la había buscado en
Google, había visto que su hija era médica y que estaba de vuelta en
Pittsburgh, y que era una vía fácil para obtener dinero. Pues que se lo
quitara de la cabeza.
Sin embargo, allí sentada, con temblores en las manos, las dudas
comenzaron a emerger. Tal vez no debería haber sido tan dura y no debería
haberle colgado de esa forma. La llamada había entrado en el enorme
sistema telefónico del hospital. ¿Habría alguna manera de rastrearla? Si
algún día Anna quería respuestas de dónde había estado su madre desde que
ella era una adolescente, ¿había perdido la oportunidad al colgar en un
arrebato?
Respiró hondo, temblorosa. ¿Acaso importaban las respuestas? Quizá lo
único bueno que había hecho su madre por ella en toda su vida fue
abandonarla cuando era joven.
Se levantó de la silla y recorrió la sala, pero antes de que pudiera decidir
qué hacer, la puerta de la estancia se abrió. Apareció Constance, con la
respiración acelerada y el pelo desmadejado del moño impoluto que solía
llevar en la coronilla.
—Anna —jadeó, con una mano sobre el pecho—. Te necesitamos ahora
mismo.
Anna dio un tambaleante paso hacia su compañera de trabajo.
—¿Es Helen? —Se frotó las sienes e intentó que su cerebro regresara al
presente. Sus pacientes la necesitaban.
—No. —Constance volvió a tomar aire—. Es otra paciente. Una chica
llamada Hayleigh.
«Hayleigh».
—¿Está de parto?
«Por favor, no me digas que su novio le ha dado otra paliza».
—No. —Constance negó con la cabeza—. No, no está de parto. —Las
arrugas que le rodeaban los ojos se intensificaron y, durante unos segundos,
pareció estar muy a punto de echarse a llorar.
A Anna empezó a martillearle el corazón. Constance llevaba treinta años
trabajando en Maternidad y lo había visto todo. No podía ser nada bueno.
—¿Qué ha pasado?
—Su novio le ha… —La enfermera bajó los hombros, enfundados en una
bata médica—. Le ha disparado. Y la muchacha no va a sobrevivir.
Necesitamos que hagas una cesárea para que nazca su bebé.
35

Gabe estaba en medio de una clase sobre la dinámica de ingresos y trampas


de pobreza cuando le vibró de nuevo el maletín por décima vez en cinco
minutos. Cuando daba clase, siempre dejaba el móvil en modo vibración y
en la bolsa. Por lo general, no se daba cuenta de si recibía alguna que otra
llamada o mensaje. Pero la vibración distraía tanto que hasta un par de
chicas sentadas en la primera fila empezaron a reírse cuando se reanudó el
temblor. Una de ellas levantó la mano.
—¿Doctor Weatherall?
—Dime, Amelia.
—Mmm, creo que alguien intenta contactar con usted.
Las amigas de Amelia soltaron una nueva sucesión de carcajadas.
—Pues eso parece, ¿verdad? —Gabe suspiró—. En fin, hagamos una
pausa de diez minutos y, cuando retomemos la clase, hablaremos del trabajo
de mitad de semestre.
Los estudiantes se levantaron de las sillas y salieron del aula mientras él
sacaba el móvil del maletín.
Seis llamadas perdidas de Anna, además de un mensaje en el contestador.
Se le aceleró el corazón, y enseguida pulsó el botón para escuchar el
mensaje.
—Hola, soy yo. Es que… —Era la voz de Anna, pero sonaba tan tensa,
como si intentara no echarse a llorar, que él apenas captó las siguientes
palabras, que se parecieron mucho a «Te necesito».
A Gabe se le eclipsó la vista, como si alguien le estuviera apuntando con
un foco en la cara. Se aferró a la mesa que tenía delante en tanto la sangre le
palpitaba en los oídos.
—Sé que no tengo ningún derecho a pedírtelo, pero… —Y Anna añadía
algo más, pero Gabe no pudo descifrarlo.
Metió los papeles y el portátil en el maletín y le hizo señas a su asistente.
—Me tengo que ir ahora mismo. ¿Puedes terminar la clase tú? Dales a
todos la tarea del trabajo de mitad de semestre. —No se esperó a que su
asistente asintiera con la cabeza para encaminarse hacia la puerta.
Ignorando las miradas de sus alumnos, Gabe los dejó atrás y echó a correr
por el pasillo mientras marcaba con el móvil.
«Mierda». Saltaba el contestador. A lo mejor Anna lo estaba llamando de
nuevo o había intentado contactar con Rachel o con otra persona.
Gabe cruzó las puertas del edificio y dobló la esquina hacia el
aparcamiento. Sin dejar de correr, desconectó el seguro del coche para
poder abrir la puerta. Intentó llamar a Anna otra vez, sin éxito, y lanzó el
móvil en el asiento del copiloto.
Salió disparado por el aparcamiento y giró el volante para tomar la
dirección de la casa de Anna.
36

En cuanto Anna llegó a su piso, se arrepintió de haberse marchado. En el


hospital, había querido dejarlo todo atrás: la marea de agentes de policía, el
forense que se llevó el cuerpo de Hayleigh y la asistente social que la
interrogó sobre los contactos de emergencia de Hayleigh y los familiares
más cercanos del bebé.
Por no hablar de la llamada que había recibido.
Lo único que había querido hacer era volver a casa, tumbarse en la cama
y huir de todo. Pero cuando había llegado, le dolía demasiado el cuerpo
como para ponerse cómoda y estaba demasiado nerviosa como para dormir.
La policía la había informado de que el agresor de Hayleigh estaba en la
cárcel, pero eso no impidió que Anna se sobresaltara cada vez que el viento
traqueteaba las ventanas y zarandeaba la puerta principal. Comprobó que
todos los cerrojos estuvieran pasados y después, solo para cerciorarse, lo
comprobó nuevamente. Era irracional; el tipo no iría a por ella, pero eso no
eliminó su terror de todos modos.
Ni el eco de la voz que había oído al otro lado de la línea.
Rachel se ofrecería a ir a hacerle compañía si la llamaba, pero Anna no
podía pedírselo. Era tarde, y la nieve empezaba a caer con ganas. Dio otra
vuelta en su diminuto piso y volvió a comprobar que la puerta y las
ventanas estuvieran cerradas. A continuación, se desplomó en el sofá.
Anna deseaba que Gabe llegara con un dolor mayor a cualquier otra
dolencia física que hubiera experimentado, pero no le respondía al teléfono.
Quizá era lo mejor. No habían hablado desde que él se había marchado, y
esa noche su corazón no podría soportar la frialdad ni la distancia que vería
en sus ojos.
En esos instantes, alguien llamó a la puerta. Con el corazón acelerado,
Anna se levantó del sofá y se quedó paralizada en el centro de su salón.
«El agresor de Hayleigh está en la cárcel», se recordó.
Pero, en realidad, ese no era el monstruo que temía, el que la perseguía en
sueños.
Otro golpe en la puerta.
Tan solo debía acercarse y mirar por la mirilla, pero las piernas no
parecían funcionarle. De repente, le vibró el móvil —que tenía en la mano
—, y leyó el mensaje de texto entre temblores.

Oye, ¿estás en casa? Estoy fuera.

Anna corrió hasta la puerta.


Gabe se encontraba bajo la luz del porche con las manos metidas en los
bolsillos y los hombros encorvados por el frío. Los copos de nieve se
pegaban a su camisa y resplandecían en su pelo oscuro. Anna nunca había
estado tan contenta de ver a alguien. Deseaba lanzarse a sus brazos, pero el
recuerdo de su último encuentro la golpeó como el viento helado que entró
en su casa. Se contuvo y se arrebujó la chaqueta.
—Ho-hola —balbució.
La mirada frenética de Gabe la recorrió de la cabeza a los pies antes de
clavarse en su cara.
—¿Te has hecho daño? ¿Qué ha pasado?
—No, no es eso —murmuró—. Estoy bien. Es que… esta noche he
perdido a una paciente. La chica de la que te hablé, a la que el novio había
apalizado. Esta vez, no ha sobrevivido.
—Ay, Anna. —Gabe dio un paso adelante y le puso una mano sobre la
mejilla—. Lo siento mucho —susurró.
—Gracias por venir. —Anna se rodeó con los brazos.
Dio media vuelta y él entró en su casa, no sin detenerse a quitarse las
botas antes de dirigirse al salón. A Anna le dio un vuelco el corazón al verlo
ahí. Era muy alto y fornido, parecía llenar por completo todo el piso. Tenía
el pelo revuelto, como de costumbre, y Anna reprimió la necesidad de
acercarse, peinarlo y sacudirle los copos de nieve de los hombros.
—¿Y tu abrigo? —le preguntó.
Gabe se encogió de hombros y se miró los pantalones y la camisa.
—No sé. Supongo que en mi despacho. He salido corriendo en medio de
una clase.
—Lo siento. —Anna bajó la vista hasta el suelo.
Gabe dio un paso hacia ella y se detuvo en seco, con los puños apretados,
como si quisiera evitar abrazarla. Se metió las manos en los bolsillos.
—Anna, pase lo que pase, soy tu mejor amigo —dijo en voz baja—. Me
puedes llamar cuando quieras. Y siempre vendré.
Anna estaba a punto de echarse a llorar. El silencio se extendió entre
ambos mientras seguía clavada en la puerta, sin saber qué decir ahora que lo
tenía ahí. Su relación siempre había sido muy fácil, y de pronto la extrañeza
la embargaba. El dolor que sentía en el corazón se duplicó, y le ardieron los
ojos. Necesitaba tranquilizarse.
—Me voy a quitar la ropa del trabajo. —Antes de que Gabe le
respondiera, fue corriendo a su habitación y lo dejó solo en el centro del
comedor.
En la seguridad de su dormitorio, Anna rompió a llorar. Se pasó las
manos por las mejillas húmedas y abrió la puerta del armario en busca de
algo que ponerse. Después del parto, se había puesto una bata limpia. La
que llevaba se la había manchado con la sangre de Hayleigh, pero no por la
cesárea, sino como resultado de la herida de bala que los médicos de
Urgencias habían intentado contener el tiempo suficiente como para que el
bebé huérfano llegara al mundo.
Anna se estremeció al caer en la realidad de esas palabras.
«Otra niña sin madre».
Seleccionó unas cuantas prendas del armario, pero en lugar de ponérselas,
se dejó caer sobre la cama. Cuanto más intentaba detenerlas, más lágrimas
le recorrían las mejillas. No supo durante cuánto tiempo se quedó sentada
en la cama, con los ojos anegados, hasta que se entreabrió la puerta de su
habitación y levantó la vista. Gabe se apoyaba en el marco, con los brazos
cruzados y expresión preocupada en el rostro.
—Ey. —Hablaba con voz afable, que no hizo sino crear una nueva grieta
en el corazón de ella—. ¿Estás bien?
Anna asintió y se secó las mejillas mojadas con la palma de la mano.
—¿Necesitas algo?
Negó con la cabeza sin dejar de derramar lágrimas.
—¿Estás segura? —Gabe entró en la habitación y se sentó en la cama, a
su lado.
—Sí… No.
Era demasiado. Apartó la cara mientras sacudía los hombros con
silenciosos sollozos.
—Ey —susurró Gabe con una mano sobre su espalda para girarla hacia sí.
No dijo nada más, solo la rodeó con los brazos y la estrechó contra su
pecho.
En cuanto empezó a sollozar, no pudo parar. Fue como si se hubiera
abierto el cielo después de años de sequía y de pronto comenzara a diluviar.
Lloró por la recién nacida cuyo padre violento estaba en la cárcel y cuya
madre había muerto. Lloró por la niña que había sido ella, por la violencia
sufrida de pequeña, y por los adultos que nunca habían intentado protegerla.
Y luego lloró por Gabe, por la persona que siempre, pero siempre, había
estado ahí para ella y por la angustia que le provocaba haber estado a punto
de perderlo.
Gabe la apretó con los brazos y le apoyó la mejilla sobre la cabeza. Anna
se aferró a él, le arrugó la camisa con un puño y sollozó contra su pecho.
Gabe se limitó a abrazarla y a dejarla llorar.
Después de un buen rato, sus sollozos se transformaron en tranquilos
resuellos, pero permaneció entre los brazos de Gabe con la cabeza sobre su
pecho y el corazón latiendo junto al suyo. El ritmo la calmó. Al final,
respiró hondo, entre temblores, y se incorporó.
Gabe le agarró la cara con las manos y le apartó el pelo, mojado por las
lágrimas, de la mejilla.
—Debes de estar agotada. ¿Quieres dormir un poco?
—No sé si podré. —Anna negó con la cabeza.
—¿Cuándo ha sido la última vez que has comido algo?
No tenía ni idea. Aquel día había durado diez años.
—En el desayuno, creo.
—Tienes que comer algo. ¿Por qué no te cambias de ropa primero?
Cinco minutos más tarde, Anna encontró a Gabe trasteando en la cocina.
Cuando la vio, le sirvió un vaso de agua y, tras mirarla de reojo por haber
inspeccionado lo que contenía —o, mejor dicho, lo que no contenía— su
nevera, llamó al restaurante tailandés de la esquina para que les llevasen
comida a domicilio.

Se quedaron sentados, con la espalda apoyada en los reposabrazos opuestos


del sofá y los pies enredados en el centro, y comieron directamente de los
envoltorios de cartón. No hablaron, pero el silencio fue cómodo y no raro,
algo que la tranquilizó un poco más. Al cabo de unos cuantos minutos,
metió los palillos en su pad thai y miró a Gabe. Él todavía tenía el pelo
revuelto, la camisa arrugada donde ella había llorado y unos ojos plateados
que en la penumbra parecían más claros. Un profundo y doloroso anhelo la
desgarró por dentro.
Respiró hondo. Y decidió arriesgarse.
—Gabe, hay una cosa que no te he contado nunca.
Gabe irguió la cabeza para mirarla a los ojos, pero guardó silencio.
Anna se observó los pies y no dejó de mover los palillos.
—Una cosa… —Se quedó sin aliento—. Una cosa que pasó… hace
mucho tiempo.
Gabe se deslizó sobre los cojines del sofá para sentarse a su lado. Agarró
los envoltorios de la comida y los dejó sobre la mesita, y acto seguido le
sujetó una mano.
Anna se obligó a hablar con calma, como si estuviera enumerando las
constantes vitales de una de sus pacientes, en lugar de disponerse a contarle
los espantos de su infancia.
—Cuando mi madre se quedó sin trabajo, empezó a llevar a hombres a
casa.
Gabe asintió.
—Eso ya te lo conté. Pero no te lo he contado todo. Los hombres le daban
dinero y drogas. No encontraba trabajo, y ellos cuidaron de nosotras.
Pero… —Hizo una pausa y miró a Gabe. Él sabía más de su pasado que
nadie, pero aquello…
Aquello no se lo había contado a nadie.
—La mayoría de ellos la trataba bastante mal. —Se habían peleado
mucho, habían mantenido numerosas discusiones a gritos durante las cuales
Anna se escondía en el armario de su habitación y esperaba que terminasen
pronto. O salía por la escalera de incendios para aguardar en la biblioteca
que había a unas cuantas manzanas de su casa—. Cuando yo tenía trece
años, trajo a un hombre a casa que fue… fue incluso peor que los otros. —
Gabe se sentó tan cerca que Anna notó la tensión con la que apretaba los
músculos del brazo, pero siguió con la mirada perdida, incapaz de mirarlo a
la cara—. Si mi madre cometía algún error tonto, como quemar una tostada
o equivocarse con la marca de cerveza, él le propinaba un bofetón.
Su madre no había dejado de buscar excusas. «Está cansado. Está
drogado. Lo siente».
—Según ella, él siempre lo sentía. Pero a mí no me lo parecía. Y poco a
poco la fue tratando peor incluso. —Enseguida quedaron atrás los bofetones
por haber quemado la comida y empezó a darle puñetazos. Su madre
terminó en el hospital con un hombro dislocado y, la siguiente vez, con dos
costillas rotas—. Pero no lo abandonaba. Decía que lo necesitaba. Que él
cuidaba de nosotras. —Anna bajó al vista y se contempló las manos—.
Conseguí trabajo en el supermercado con la esperanza de que, si llevaba
dinero a casa, a lo mejor a él ya no lo necesitaríamos más. Pero no bastaba.
Nunca bastaba.
Su irrisorio sueldo en el supermercado no servía para casi nada.
—Un día, en el instituto, empecé a tener fiebre, y los profesores dijeron
que mi madre debía ir a recogerme. Cuando salí al aparcamiento, su novio
estaba con ella, y muy enfadado porque yo había interrumpido su día. Decía
que tenía cosas que hacer. Mi madre le pidió que me dejara en casa, pero no
estaba de camino, y primero tuvimos que parar en la de él.
Todavía recordaba el intenso dolor de garganta, los temblores de la fiebre,
el portazo cuando le pidieron que esperara en el asiento trasero de la
camioneta.
Aun entonces, décadas después, seguía repasándolo mentalmente. Si
hubiera entrado con ellos, quizá la situación no habría terminado como
terminó. Si hubiera podido ocultar lo enferma que estaba, quizá él no habría
tenido que ir a recogerla y nada de aquello habría acabado sucediendo.
—Creo que me quedé dormida, porque cuando me desperté estaba
oscuro. Entré en la casa a buscarlos. Estaban en la cocina, peleándose. Y
fue… horrible. No sé qué lo había provocado. Podría haber sido cualquier
cosa. Pero mi madre estaba en el suelo, sangrando, y él estaba… —Cerró
los ojos—. Pensé que iba a matarla. Corrí e intenté apartarlo de ella. Pero
me agarró y me lanzó al suelo.
Gabe soltó un jadeo de sorpresa y le apretó la mano.
Fue entonces cuando a ella la había embargado el pánico. El novio de su
madre era muy grande, muy pesado, y Anna apenas podía respirar…
¿Cómo iba a quitárselo de encima? Si pudiera salir de debajo de él, tal vez
encontraría algo que usar como arma.
—Y cuando levanté la vista, vi a mi madre tirándolo del brazo,
chillándole para que me dejara en paz. El tipo se levantó para ir a por ella, y
fue entonces cuando yo…
Anna dejó de hablar. Había llegado el momento.
—Fue entonces cuando lo empujé.
Lo peor que podría haber hecho.
—Se golpeó el hombro con el marco de la puerta del sótano, se
tambaleó… y cayó por las escaleras. Y se quedó ahí, sangrando, con el
cuerpo en un ángulo raro. Y lo supe. Lo supe. —Anna respiró hondo—. Lo
había matado.
Dejó de hablar, y Gabe se apartó de los cojines para pasarse una mano por
la frente como si quisiera borrar la horrible imagen que ella había dejado en
su cabeza.
«Pues claro que quiere borrarla».
Aquello no era normal. La gente normal no mataba a los novios de su
madre. La gente normal no ocultaba historias terribles y sórdidas que no
hacían sino volverse más terribles y sórdidas con cada minuto que pasaba.
«Pues claro que quiere alejarse de mí tanto como le sea posible».
Sin embargo, cuando al final levantó la vista y lo miró, no lo vio
levantarse y marcharse. Gabe extendió el brazo, la rodeó de nuevo y la
atrajo sobre su pecho.
Qué bien le sentó a ella volver a estar junto a él.
—Mi madre y yo huimos —prosiguió—. Nos fuimos antes de que nadie
supiera que habíamos estado allí.
Al hablar Gabe, lo hizo con voz ronca.
—Anna, lo siento mucho. —Negó con la cabeza—. Parece inapropiado
decirlo, pero es que siento lo que te pasó. Y estoy muy enfadado, y espero
que sepas que nada de lo ocurrido fue culpa tuya.
—Mi madre se fue, Gabe —murmuró contra el cuello de la camisa de él
—. Al día siguiente, preparó una bolsa y se fue.
—Y te culpas por ello.
—Le debía dinero a alguna gente, y como su novio —se encogió— se
había marchado, no tenía ninguna forma de devolverlo. Si no encontraba la
manera pronto, irían a por ella. De ahí que hiciera unas llamadas y se
enterara de una oportunidad de trabajo en California. Y la aceptó. Seguro
que era algo ilegal y oscuro. Pero estaba desesperada. Después de
marcharse, llamó un par de veces desde ese número de Capp Street. Y luego
desapareció.
—Y llevas buscando respuestas desde entonces. —Gabe aflojó la presión
con los brazos y se echó atrás para poder mirarla a los ojos—. ¿Sigues
culpándote?
Anna cerró los ojos al recordar el colgante empeñado, la voz conocida del
teléfono que le pedía que se vieran. ¿Seguía culpándose? ¿O por fin se daba
cuenta de que Deb Campbell siempre había antepuesto su adicción a su hija
y Anna no lo había visto?
—No sé cómo me siento. Racionalmente sé que no es mi culpa, como sé
que lo que ha pasado hoy no es culpa del bebé de Hayleigh. Sé que nada de
eso es mi culpa. Pero la vergüenza es una muesca en una roca por la que
lleva dos décadas pasando el agua. Todo lo que he hecho ha fluido en esa
dirección.
—Por lo tanto, debemos desviar el río.
¿Podría? ¿Podría por fin enfrentarse a su horrible infancia y aprender a
tallar nuevos caminos? Sería lo más duro que había hecho nunca.
Miró a Gabe, que había dicho «debemos». ¿Era posible que quisiera
ayudarla con aquello? ¿Podía Anna fiarse de que él seguiría a su lado
cuando la situación empeorase más?
Pero quizá de eso se trataba. Si seguía huyendo, si seguía haciendo lo que
siempre había hecho, nunca lo sabría.

Se terminaron la comida tailandesa y vieron una comedia en Netflix para no


pensar. Cuando empezaron a salir los créditos, Anna notó cómo le pesaba
mucho el cuerpo. Antes de que se diera cuenta, estaba sola en su cama.
Percibió movimientos en el rincón de su habitación e intentó incorporarse.
Gabe estaba sentado en una butaca en la semipenumbra, con un libro
sobre las piernas cruzadas y la luz de lectura encendida, que arrojaba
sombras sobre su rostro.
—Gabe —murmuró—. ¿Qué hora es? —No recordaba en absoluto haber
ido a la cama. ¿La habría llevado él en brazos mientras dormía?
Gabe se miró el reloj.
—Sobre las dos de la madrugada.
—Sigues aquí.
—No quería que te despertaras estando sola.
—Ah. —Se le aceleró el corazón. Después de todo lo que le había
contado…
«No quería que me despertara estando sola».
Gabe bostezó y se recostó en la butaca, estirando las largas piernas ante
sí.
—Estaba pensando en ir a dormir al sofá.
Anna visualizó el pequeño sofá de su salón. Estaba convencida de que
pertenecía a una colección de muebles minis hechos para pisos minis como
el suyo. No se imaginaba a Gabe embutiendo su alto cuerpo en ese sofá y
consiguiendo dormir. Anna podía tranquilizarlo y animarlo a volver a casa,
pero fue incapaz de pronunciar aquellas palabras.
Al final, señaló el otro lado de la cama de matrimonio.
—Puedes dormir aquí.
—¿Estás segura? —Gabe la miró de reojo.
Anna asintió.
Gabe se puso en pie y se dirigió a la cama. Anna apartó la vista cuando él
se quitó la camisa arrugada y el cinturón, pero se dejó puestos los
pantalones y la camiseta interior. La cama se hundió bajo su peso cuando se
tumbó a su lado. Con cautela, Anna se puso de lado para estar frente a él.
Cerró los ojos e intentó adormecerse, pero Gabe despertaba todos sus
sentidos. De repente, en la cama la temperatura había subido diez grados y
el olor silvestre de él revoloteaba sobre las almohadas. Lo oía respirar
ligeramente y notaba el leve ascenso y descenso de su pecho.
Después de fingir durante unos cuantos minutos que dormía, abrió los
ojos y lo observó. En ese preciso instante, él giró la cabeza en su dirección,
y se miraron a los ojos. Anna parpadeó, pero no apartó la vista, y el corazón
le dio un lento vuelco en el pecho.
Gabe extendió un brazo y la atrajo hacia su costado. Anna se acomodó
sintiendo los latidos de él debajo de la mejilla y la cálida presión de su
mano sobre la cadera. Al cabo de un minuto, se quedó dormida.
37

Anna se despertó sola. Era por la mañana, y el sol entraba por su ventana y
caía sobre la almohada. Entornó los ojos y rodó por la cama. No había
ningún indicio de que Gabe hubiera dormido a su lado. ¿Acaso había
soñado que él había ido a su casa la noche anterior? No, era demasiado real
como para que fuera un sueño, y todavía percibía su olor en la almohada. La
abrazó contra el pecho.
Le vibró el móvil, y lo agarró de la mesita de noche.

Gabe
Ey, siento haberme tenido que ir. Tenía una reunión a la que no
podía faltar. Debo advertirte que no estarás sola durante mucho
tiempo. Los Weatherall están de camino. Nos vemos pronto.

En ese momento, alguien llamó a la puerta. Con mayor valentía de la que


había sentido la noche anterior, Anna saltó de la cama y se acercó a la
ventana para echar un vistazo. Elizabeth, John y Leah se encontraban en el
porche delantero, cargados con el bebé en una sillita de coche, una bandeja
con tazas de café y una bolsa de la pastelería más cercana.
Elizabeth y Leah irrumpieron en la casa y se preocuparon por Anna, con
lágrimas en los ojos al preguntar por el estado del bebé de Hayleigh. John
no dijo nada, pero la abrazó durante un buen rato, y Anna apoyó la frente en
el pecho de él para ocultar los ojos ardientes.
Se quedaron para desayunar con ella, todos apiñados en la pequeña mesa
del comedor y pasándose cruasanes y al bebé dormido.
Rachel apareció al cabo de unas horas, justo cuando los demás sacaban el
coche del camino de entrada. Cruzó la puerta principal y casi derribó a
Anna con un abrazo de oso.
—Dios, Anna. Lo siento muchísimo. Esta situación es espantosa.
Anna no pudo evitar sonreír. Rachel era la reina de la sutileza.
—Es una buena manera de resumirlo, sí.
Rachel le agarró la mano y la llevó hasta el sofá.
—Dime qué puedo hacer. ¿Puedo ayudar al bebé de alguna forma?
—Están buscando a parientes cercanos, pero no tengo muchas esperanzas.
No creo que Hayleigh tenga demasiado apoyo de su familia. Si es que tiene
alguno.
Los ojos azul plateado de Rachel se llenaron de lágrimas.
—Mierda —murmuró mientras se las enjugaba con la palma de la mano
—. Siento mucho no haber podido hacer nada para ayudarla.
—No es culpa tuya. Sé que Hayleigh no llegó a llamarte. —Anna le dio
un apretón en el brazo—. Creo que por fin estoy aprendiendo que no
podemos salvar a quien no desea que lo salven.
—¿Estás pensando en tu madre? —Rachel la miró desde el otro lado del
sofá—. Espero que no te importe que Gabe me haya contado un poco que la
estabas buscando. Creía que yo a lo mejor conocería otras formas de ayudar.
—¿Ah, sí? —Anna parpadeó.
—Bueno, a veces trabajo con un investigador privado. —Rachel esbozó
una ligera sonrisa—. Sorprender a los esposos infieles con las manos en la
masa es mi forma de ganarme el pan.
—Me llamó, Rach.
—¿Tu madre? —le preguntó con los ojos como platos.
Anna no le había contado lo de la llamada ni siquiera a Gabe. Después de
todo lo que había ocurrido la noche anterior, no quiso dedicar más energía a
ese asunto. Pero, de pronto, no podía dejar de recordar la voz de su madre,
grave y ronca tras varias décadas fumando.
—Creo que era ella. Me llamó a la clínica de maternidad, y me pareció
ella. Pero ha pasado muchísimo tiempo, así que no lo sé. Y le colgué antes
de que pudiera darme más información.
Aquello era lo más confuso de todo. Había estado muy cerca de obtener
al fin las respuestas acerca de dónde había estado su madre todo aquel
tiempo. ¿Por qué le había colgado el teléfono, pues?
—Bueno, si quieres mi ayuda, solo tienes que decírmelo.
—Gracias. —Anna le dedicó una sonrisa agradecida. Pero algo en su
interior la refrenaba—. ¿Te importa que me lo piense un poco?
—Claro que no.

Unos minutos después de que Rachel se marchara para ir a trabajar, Julia se


detuvo antes de recoger a sus hijos de la escuela y le llenó la nevera de
platos caseros. Anna empezó a sospechar que los Weatherall habían
coordinado con esmero sus visitas para no dejarla sola, porque al poco de
irse Julia, llegó Matt con su caja de herramientas y un juego de cerrojos de
primera.
—Sé que aquí estás totalmente a salvo, pero se me ha ocurrido que quizá
te sientas un poco mejor con un extra de seguridad. —Lanzó una mirada a
las cajas del rincón—. Por si has decidido quedarte un poco más por
Pittsburgh.
Anna se ahorró responder gracias al zumbido del taladro.
Matt le dio un abrazo y se fue cuando comenzaba a anochecer. Anna dio
vueltas por el piso, comprobó que las puertas y las ventanas estuvieran bien
cerradas y dio gracias por su nuevo cerrojo. Al cabo de unos minutos,
alguien llamó a la puerta, y ella miró por la ventana.
Era Gabe.
—¿Qué es todo esto? —le preguntó Anna cuando lo siguió a la cocina,
donde él había dejado bolsas del súper en la encimera.
—He visto en qué estado se encuentra tu nevera, pequeña.
Como había crecido a base de latas de verdura en conserva y sándwiches
de mantequilla de cacahuete, Anna nunca había aprendido a cocinar. Para
cuando fue una adulta y tuvo el suficiente dinero como para comprar
comida, estuvo demasiado ocupada con la carrera y luego con su errático
horario como para hacer algo más que agarrar un sándwich del hospital o
zamparse un cuenco de cereales antes de acostarse.
—Tengo la nevera llena de comida casera —protestó.
—Y si Julia no te la hubiera traído, ¿qué habrías cenado?
—Pues… —murmuró.
—Pues eso —dijo Gabe—. Hoy cocino yo.
Gabe era un cocinero estupendo, cómo no. Su madre se había asegurado
de que sus hijos aprendían a preparar un menú entero de platos gourmet
antes de que fueran a la universidad. Anna suponía que Gabe utilizaba su
destreza en la cocina para impresionar a las mujeres. Se sentó a la mesa y lo
vio cortar una cebolla con la técnica de un concursante de Top Chef.
De acuerdo. La había impresionado.
Gabe le plantó una copa de vino delante, y al poco el olor de la cebolla
caramelizada se adueñaba de la cocina. Hablaron de la reunión de Gabe de
la mañana mientras él iba de un lado a otro cascando huevos en un bol y
aderezándolos con hierbas recién cortadas. Treinta minutos más tarde,
dispuso dos platos sobre la mesa llenos de una frittata de cebolla
caramelizada y queso gruyère, además de una ensalada de lechuga y pera.
Anna se lo comió todo y luego engulló la segunda ración que Gabe le
sirvió. Al levantar la vista, lo vio observándola con una sonrisa en la cara.
—¿Qué pasa?
—Que de vez en cuando no pasa nada por que alguien te cuide para
variar.
Anna se recostó en la silla. En algún punto de la última hora, la tensión le
había abandonado el cuerpo y habían dejado de palpitarle los hombros. No
recordaba por qué no había querido que Gabe le cocinara antes.
Él se sentó en la silla delante de ella.
—Hablando de cuidar de ti… ¿Cómo lo llevas después de todo lo que
ocurrió ayer?
Anna dejó el tenedor junto al plato. Gabe todavía no sabía que su madre
la había llamado el día anterior. Anna había estado demasiado abrumada por
la noche como para contárselo, pero después de hablarlo con Rachel, la
llamada no había dejado de reproducirse en su cabeza.
—Gabe, mi madre me llamó.
—¿Qué? —Con los ojos muy abiertos, lentamente se apoyó en el
respaldo de la silla—. Vaya.
—Ya.
—¿Cómo…? —Ponía la misma cara que debía de haber puesto ella al
responder al teléfono. Gabe sabía cuánto significaba aquello y por cuánto
había pasado Anna al buscar a su madre. Se incorporó de pronto y le agarró
una mano—. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
—Sí, creo que sí —contestó recordando el sudor que le había bajado por
la espalda y el vértigo que la había sobrevenido ante la llamada—. Me dijo
que está aquí y quería que nos viéramos.
—¿Le dijiste que sí? —Gabe parpadeó.
—No. La acusé de llamarme para que le diera dinero o medicamentos, y
le colgué. Todavía no sé por qué. —Anna se miró las manos—. Me he
pasado mucho tiempo persiguiéndola y, cuando por fin tengo la posibilidad
de saber dónde ha estado durante toda mi vida, voy y la arruino.
Gabe apoyó un codo sobre la mesa. Dejó que el silencio los envolviera y
le dio tiempo a ella para procesarlo. Anna no dejaba de pensar en una cosa:
¿por qué no había aceptado ver a su madre cuando se lo había propuesto?
¿Por qué su primera reacción había sido de rechazo?
Se llevó una mano al lugar donde solía llevar el colgante, pero tan solo
pudo acariciar el cuello de su camiseta. Quizá no había querido obtener
respuestas de su madre porque en el fondo ya sabía todo cuanto necesitaba
saber. Quizá finalmente anteponía su futuro al dolor y a la pena de su
pasado.
Quizá por fin estaba preparada para perdonarse y pasar página.
Clavó los ojos en los de Gabe.
—O tal vez no la haya arruinado.
—Tal vez no. —Gabe se inclinó hacia delante—. Tal vez tomaste una
decisión —añadió, demostrando, por millonésima vez desde que fueron
compañeros de proyecto, que la conocía mejor que nadie.

Después de cenar, llevaron las copas al comedor. Anna se detuvo en el


umbral y vio cómo Gabe se dirigía al sofá. La luz de las farolas entraba por
la ventana y bañaba la estancia de un ligero y cálido resplandor. Gabe se
quitó el jersey y lo dejó sobre una mesa. Incluso con unos vaqueros y una
vieja camiseta de su época universitaria estaba guapísimo. La camiseta
estaba tan descolorida que en la parte delantera apenas se distinguían las
letras griegas de su fraternidad. En cierto sentido, todavía le recordaba al
joven de tantos años atrás —atractivo, petulante, inteligente—, pero era
mucho más que eso. Había sido su pilar, su ancla, durante la última década
y media, siempre ahí, siempre dispuesto a ayudarla.
—¿Estás bien? —Gabe se había girado y la miraba con los ojos
entornados.
Anna se sobresaltó al darse cuenta de que seguía junto a la puerta.
—Sí. Estaba pensando en lo bonito que fue que anoche te pudieras quedar
a dormir aquí. —Se obligó a soltar una risilla—. Aunque acapares la cama.
Gabe ni siquiera sonrió. Se la quedó mirando fijamente, con el rostro
sumido en sombras, por lo que ella no pudo interpretar su expresión. Acto
seguido, se metió las manos en los bolsillos traseros.
—Anna, me quedaría siempre si me lo permitieras —murmuró.
A Anna le martilleó el corazón, y, antes de que pudiera pensar en qué
hacer a continuación, estaba cruzando la estancia. Se detuvo delante de él,
tan cerca que incluso bajo aquella tenue luz vio todos los detalles de sus
ojos azul hielo. Gabe parpadeó, y un destello de asombro le atravesó el
rostro justo antes de que ella le pusiera una mano en la nuca y posara los
labios en los suyos.
Los brazos de Gabe la rodearon. Él le apoyó las manos en la espalda para
apretarla contra sí y la besó con una intensidad que la dejó sin aliento. Anna
se aferró a Gabe en tanto el dolor de los últimos días iba desapareciendo.
Lentamente, él retrocedió hasta que golpeó el sofá con las piernas y cayó se
espaldas tirando de ella para que se le tumbara encima. Anna le aferró la
camiseta y se la quitó.
Gabe se quedó paralizado.
—¿Pasa algo? —La voz de Anna tembló un poco.
Él le puso las manos en el pelo y le ladeó la cabeza para que lo mirara.
—Anna, ¿quieres de verdad?
Ella asintió, pero Gabe no dejó de clavar los penetrantes ojos en los
suyos.
—¿Estás segura? Has vivido muchas cosas. Podemos parar si no estás
preparada.
Anna contempló aquel bello rostro, el que había adorado durante casi
media vida. El que irradiaba la misma esperanza e ilusión que ella apenas
era capaz de contener.
—Gabe —susurró—. Estoy preparada.
38

Aquel domingo, Anna volvió tarde a casa del turno del hospital y entró a
toda prisa para quitarse la ropa del trabajo. En teoría, debería haber ido una
hora antes a casa de Elizabeth y John para cenar, pero una cesárea de
emergencia la había retrasado. Anna le había mandado un mensaje a Gabe
desde el hospital y le había dicho que llegaría al cabo de cuarenta y cinco
minutos.
De camino al dormitorio, tropezó con las cajas. Gabe no le había
preguntado de nuevo al respecto, y ella sabía que intentaba darle espacio
para que decidiera lo que quería hacer. Anna miró el reloj. Ya llegaba tarde,
así que ¿qué importaban unos pocos minutos?
Tardó unos cinco en volver a colocar sus libros en la estantería, las velas
en la mesita y las fotografías sobre la repisa de la chimenea. Al ver sus
cosas donde debían estar, notó cómo se quitaba un peso de encima.
Iba a decirle a Gabe que esa vez sí que estaba saliendo de casa cuando
alguien llamó a la puerta. Quizá él había ido a buscarla. Sonrió y corrió
hacia el comedor para abrir la puerta.
Y se quedó paralizada.
No era Gabe.
Frente a la puerta se encontraba una mujer tan encorvada que sus
hombros parecían plegarse sobre sí mismos. Estaba delgada, casi
esquelética, con las mejillas hundidas y oscuras ojeras bajo los ojos. Su
larga y lacia cabellera estaba salpicada de canas, y la sencilla camisa de
franela y los vaqueros raídos casi engullían su cuerpo.
Anna dio un paso atrás y se aferró al pomo de la puerta, incapaz de
contener las lágrimas. Abrió la boca, pero no emergió ningún sonido.
Al final, consiguió susurrar:
—Mamá.
—Hola, cariño. ¿Puedo pasar?
39

Temblando junto a la puerta, Anna se quedó mirando a su madre. Deb


Campbell tan solo tenía cincuenta y cinco años, pero lucía la expresión
preocupada y ajada de una mujer por lo menos veinte años mayor. El olor
acre del humo de los cigarrillos la envolvía como una neblina, y la camisa
arremangada mostraba claras cicatrices de heridas.
Detrás de ella, un coche esperaba en el camino de entrada con una mujer
de mediana edad en el asiento del conductor. Anna no sabía si la irritaba o
la aliviaba que su madre hubiera planeado una visita tan corta como para no
molestarse siquiera en pedirle a su amiga que apagase el motor del
vehículo.
Anna no dijo nada, se limitó a abrir más la puerta y a dejar que su madre
entrase.
Su madre cojeó hasta el comedor y miró alrededor.
—Un piso muy bonito.
—Gracias.
—¿Es tuyo?
—No, es de alquiler. —¿De verdad se iban a poner a hablar de esas
nimiedades?
—Ah. Siendo una doctora con tanto éxito, pensaba que serías la
propietaria de una casa grande o algo.
Ah, perfecto. Ahí tenía la confirmación. Anna se cruzó de brazos.
—Veo que me has buscado en Google.
—A ver, a fin de cuentas eres hija mía. De vez en cuando quería saber
cómo te iba todo.
—Yo no diría tanto.
—¿El qué?, ¿que quisiera saber cómo estabas? Sé que no te llamaba ni
nada, pero…
—No —la interrumpió Anna—. Yo no diría que soy hija tuya.
La madre de Anna se miró las manos y se encogió de hombros.
—Sé que no fui la mejor madre —Anna no había oído a nadie que se
hubiera quedado más corto con una frase tan sencilla—, pero sí que pensaba
en ti. Y en fin… —Se encogió de hombros de nuevo—. Seguramente
estuviste mejor sin mí.
Eso, por lo menos, sí era cierto.
—¿Cómo has sabido dónde vivo?
—Por mi vieja amiga Barbara del instituto, ¿te acuerdas de ella? Fue la
que me consiguió un trabajo en la residencia cuando eras pequeña. Pues
resulta que trabaja en el mismo hospital que tú y ha indagado un poco. —Se
acercó al sofá y se dejó caer sobre los cojines. Echó la cabeza atrás y soltó
fuertes resoplidos—. ¿Me puedes dar un vaso de agua o algo?
Anna se quedó inmóvil, cruzada de brazos. Incluso esa pizca de
hospitalidad le parecía insoportable. Estaba paralizada.
—¿Para qué has venido? —quiso saber—. Supongo que necesitas dinero.
Ah, no. Medicamentos, ¿verdad?
Su madre no contestó enseguida. Solo levantó la cabeza y pasó
lentamente la vista por la sala. Al final, miró a Anna a los ojos.
—Me estoy muriendo. Tengo cáncer.
Anna parpadeó y esperó sentir sorpresa, rabia o algo, pero… nada. Se
giró y corrió hacia la cocina, donde se apoyó en la encimera mientras
intentaba recomponerse.
Su madre estaba allí. Y se estaba muriendo.
Por lo visto, su propio cerebro revoloteaba por la estancia como una
mosca de la fruta.
Necesitaba hacer algo con las manos, así que llenó un vaso con agua y lo
llevó hasta el comedor. Después de dejarlo en la mesa de centro, delante de
su madre, se sentó en el rincón opuesto.
—¿Qué tipo de cáncer?
A su madre le sobrevino un ataque de tos. Agarró el vaso, bebió un sorbo
y se golpeó el pecho unas cuantas veces.
—Cáncer de colon —croo al recuperarse—. Un día empecé a cagar
sangre. Al final fui al médico, y me dijeron que se había extendido al
hígado y a los pulmones. No había nada que pudieran hacer por mí.
Anna asintió, anestesiada todavía.
—¿Cuánto tiempo?
—Dicen que me quedan un par de meses.
—¿Dónde te alojas?
—Barbara me ha ayudado a entrar en un hospicio. Tengo habitación
propia, y las atenciones las paga Medicaid. Lo más loco de todo es que,
después de pasarme más de media vida buscando drogas, ahora los médicos
prácticamente me atiborran a morfina. —Empezó a reírse, pero se
interrumpió con un nuevo acceso de tos.
Anna seguía sentada en la silla, con los brazos cruzados y expresión
impávida. Comprendía la ironía del asunto, pero era muy duro asimilar el
humor. Esperó a que su madre bebiera otro sorbo y se golpeara el pecho.
Su madre recuperó el control sobre la tos y volvió a inspeccionar la sala
con la mirada. Levantó de la mesita una fotografía enmarcada de Anna y
Gabe. Se rodeaban con los brazos y sonreían a la cámara.
—Vaya, qué chico tan guapo. ¿Es tu novio?
Anna dudó y se fijó en la foto. Gabe le devolvía la sonrisa, y en cierto
modo eso reinició su congelado corazón.
—Sí.
—¿Tenéis hijos o algo? —Su madre dejó el marco sobre la mesa.
—No.
—Bueno, seguro que, cuando los tengas, no la cagarás tanto como hice
yo.
¿Era el momento de que Anna dijera «Ay, no fue para tanto» o algo
magnánimo en ese estilo? Su madre se removió en el asiento y se tiró de un
hilo suelto de la camisa mientras el silencio se alargaba entre ambas.
—En fin, solo quería que supieras… —dijo al final su madre—, que lo
supieras.
Anna asintió. Su madre se estaba muriendo, y ella no sentía más que una
ligera sensación de pena. ¿Qué le pasaba? Sentía más empatía por sus
pacientes que por su propia madre. Pero Anna había entablado relación con
sus pacientes. Conocía sus vidas, a sus familias, sus esperanzas y temores.
Aquella mujer, en cambio, era una desconocida.
Su madre aferró el reposabrazos del sofá con las dos manos y, con sumo
esfuerzo, quiso levantarse.
—Bueno, debería marcharme. Barbara me espera en el coche.
—Espera, te ayudo. —Anna saltó de la silla.
—No, no. Ya está. —Su madre se puso en pie y se inclinó hacia delante,
resollando. Después de respirar hondo varias veces, se giró y cojeó hasta la
puerta principal. Anna se la abrió, y su madre se tambaleó hasta el porche.
Cuando Barbara las vio, salió del coche y echó a correr hacia ellas para
ayudar a Deb. Saludó a Anna con un asentimiento y luego le sujetó el brazo
a su madre y la ayudó a bajar las escaleras.
Anna se quedó en el porche y observó cómo se alejaban.
En cuanto llegaron hasta el coche, Barbara abrió la puerta del conductor.
Deb se agachó, y una extraña oleada de pánico embargó a su hija. Su madre
se iba. Y Anna se alegraba. No la quería allí, observando las fotos y los
objetos de la vida para la que se había esforzado tanto. No quería su tos ni
el humo de sus cigarrillos, como tampoco oír una voz que no le había
provocado más que recuerdos dolorosos.
Sin embargo, había llegado al final. Su madre se moría. Al cabo de unos
meses, sería demasiado tarde.
—Ey. —La palabra salió de la boca de Anna antes de que pudiera
cambiar de opinión.
—¿Sí? —Su madre levantó la vista.
Anna vaciló. Al final le preguntó:
—¿En qué hospicio te alojas?
—En Canterbury Place, en Lawrenceville. He vuelto al viejo barrio. —Se
rio y volvió a empezar a toser. Barbara le sujetaba el brazo para ayudarla a
subir al coche, pero su madre se detuvo y se giró hacia Anna—. Ven a
verme algún día. O sea…, si quieres. Y tráete a tu novio.
—Lo… —Anna no tenía ni idea de si lo haría. En esos momentos, era
demasiado—. Lo intentaré.
Su madre asintió y subió al coche.
Anna dio media vuelta y entró en casa. Se detuvo en el comedor y, de
repente, empezó a temblar de forma incontrolada. Una oleada de náuseas la
inundó. Quizá estaba conmocionada. Quizá debería tumbarse un minuto.
Agarró una manta del respaldo de una silla y se la arrebujó mientras se
encaminaba hacia el dormitorio. Acto seguido, se hizo un ovillo en la cama
y se quedó dormida de inmediato.

Cuando se despertó, exhausta y desorientada, el sol se estaba poniendo ya.


No tenía ni idea de qué día era. ¿Se había pasado la noche en vela ayudando
a dar a luz a un bebé? ¿Por eso tenía la sensación de que la había arrollado
un camión?
Trastabilló hasta el comedor en busca del móvil y la asaltó el olor a humo
de cigarrillos.
Dios santo.
«Mi madre ha estado aquí».
Anna se desplomó en una silla. «Mi madre se está muriendo».
No tenía ni idea de qué hacer con esa información. Después de buscarla,
esperar su regreso durante años, creer que había muerto y descubrir que no,
Deb había reaparecido al fin. Y con solo un par de meses de vida por
delante. Anna hurgó en su corazón por si sentía una especie de tristeza o de
pérdida o… algo. Pero no sentía nada.
Seguía sin saber dónde había estado su madre durante todo ese tiempo.
Siempre había asumido que sería la primera pregunta que le haría llegado el
caso. Sin embargo, había resultado ser una pregunta sin importancia. Lo
importante era dónde no había estado.
Con su propia hija.
El humo de los cigarrillos asaltó a Anna desde la otra punta del salón. El
corazón empezó a acelerársele y le comenzaron a temblar las manos. Y fue
así como volvió al viejo piso con la sucia moqueta marrón y las manchas
amarillentas de las paredes, refugiada en el dormitorio mientras su madre y
algún hombre, claramente drogados, se chillaban en el salón.
Y justo cuando ese recuerdo hizo aflorar otro, le sonó el teléfono.
Anna se levantó de la silla y atravesó la estancia corriendo —para alejarse
del espantoso olor— rumbo a la cocina, donde su móvil estaba encima de la
mesa. El nombre de Gabe brillaba en la pantalla, y deslizó un dedo para
responder.
—¿Sí? —consiguió susurrar.
—Anna, gracias a Dios. Estaba muy preocupado. ¿Va todo bien?
—Sí… —De repente, recordó que debería haberse presentado a la cena
horas antes. Miró el día y la hora en el móvil. Se había quedado una hora
dormida—. Es que… creo que me he quedado dormida.
A través de la línea, oyó la risotada de Gabe.
—Me parece a mí que sigues medio dormida.
—Sí. —Suspiró y se sentó en una silla. Oír la voz de él la calmaba.
Quería que siguiera hablando—. ¿Me he perdido la cena?
—Te hemos guardado un plato.
Anna se frotó las sienes, como si ese gesto fuera a borrar los dolorosos
recuerdos de su madre. Necesitaba salir de allí.
—Enseguida llego.
—¿Seguro que estás bien? Te noto un poco descolocada. Puedo ir yo a
por ti.
—No. Estoy bien. Me estoy despertando. Llegaré dentro de diez minutos.
—Date prisa, ¿vale? Ya sabes que mi madre se convence a sí misma de
que hemos muerto en un enorme accidente cuando uno de nosotros llega
tarde.
Anna sonrió porque era la verdad. En lo que a la familia se refería, no
había nadie más protector que Elizabeth.
Y con ese pensamiento la niebla se despejó.
Su madre no se estaba muriendo. Una mujer llamada Deborah Campbell
que había dado a luz a un bebé años atrás, una mujer que era una madre
sumamente inapropiada, se estaba muriendo. Quizá su madre la hubiera
querido en el pasado, antes de que la adicción tomara las riendas de su vida,
o tal vez Anna solo había querido creerlo. Pero esa mujer no era su madre,
no era su familia.
Anna cerró los ojos y visualizó a los Weatherall sentados alrededor de la
gigantesca mesa del comedor de John y Elizabeth, riéndose y provocándose
como siempre hacían. Y lentamente las imágenes fueron sucediéndose más
y más deprisa hasta el punto de eclipsar cualquier otro recuerdo de su
infancia: Elizabeth pasando por el cuarto de Anna para hablar sobre las
clases, preparándole su comida favorita la noche antes de un examen
importante, enmarcando el artículo del periódico del instituto en el que la
citaban como la alumna de mejores notas de la clase. Y John dejándole
solemnemente un billete de cien dólares en el bolsillo cuando se iba a clase,
«para una emergencia», y llamándola todas las noches durante una semana
para ayudarla a preparar las entrevistas para entrar en Medicina; Matt
llevándola al aparcamiento de un instituto para enseñarle a conducir,
encogiéndose cuando estuvo a punto de estampar su flamante y reciente
camioneta contra una verja, pero diciéndole que lo hacía genial; Leah y
Julia enviándole ropa de bebés y mantas para los refugiados de Siria.
Y Rachel. La leal Rachel, cuyo bufete de abogados hacía donaciones a la
clínica de maternidad sin ánimo de lucro en la que había trabajado Anna.
Rachel, que había llorado con ella por lo que le había ocurrido a Hayleigh.
Y luego estaba Gabe.
En su vida había habido un montón de grietas, claros indicios de
problemas por los que la gente debería haberse interesado.
Ni un solo vecino fue a preguntarle si se encontraba bien después de oír
las discusiones a voz en grito entre su madre y sus novios camellos que
habían retumbado en las paredes del edificio. Ni un solo profesor intervino
cuando su madre apareció drogada en una reunión de padres ni cuando dejó
de presentarse sin más. Y ni un solo camarero de la cafetería se dio cuenta
de que Anna se quedaba después de que sonara el timbre para recoger la
comida que otros alumnos habían tirado sin pensárselo dos veces.
Solamente una persona había prestado atención.
Gabe.
Por aquel entonces, fue Gabe quien solía acudir a las reuniones de su
proyecto con sándwiches extras e insistía en que se los comiera. Fue Gabe
quien la encontraba a altas horas de la madrugada en la biblioteca —donde
iba a estudiar cuando le cortaban la luz en el piso— y quien se ofrecía a
llevarla a casa en coche. Fue Gabe quien se aseguraba de que Anna
estuviera a salvo, a salvo de verdad, por primera vez en toda su vida.
Y fue Gabe quien la había hecho formar parte de la única familia a la que
ella había conocido.
Anna agarró las llaves del coche de la encimera de la cocina y se dirigió
hacia la puerta.
—Estoy de camino.
40

Gabe estaba en el fregadero de sus padres aclarando unas cuantas copas de


vino y mirando por la cocina. Toda la familia había conseguido reunirse
aquel domingo por la noche para cenar. Leah, Josh y el bebé ya estaban allí
cuando él llegó, y Matt había aparecido con Julia y los niños al cabo de
unos minutos. Rachel había hecho acto de presencia al poco con Aaliyah,
que esa semana no debía viajar.
La única persona que faltaba era Anna.
Le había escrito al salir del hospital, pero de eso hacía horas. Y desde
entonces… silencio absoluto. Gabe por fin había logrado hablar con ella por
teléfono unos quince minutos antes, pero Anna había sonado distante.
Perdida.
Le había dicho que estaba de camino, pero Gabe no pudo sino
preocuparse. ¿Habría cambiado de opinión? ¿Estaba huyendo de nuevo?
Gabe respiró hondo para calmar los nervios. Los últimos días que habían
pasado juntos habían sido increíbles, y Anna estaba bien cuando a primera
hora de la mañana él se había marchado de su piso para ir a trabajar. Pero
eso no significaba que estuviera bien. Él había tardado quince años en
comprender que curarse de un trauma como el de Anna no sería ni fácil ni
rápido. Y el mero hecho de que su familia hubiera irrumpido en la vida de
ella como una familia de serie de televisión de comedia no significaba que
todos sus recuerdos se esfumaran por arte de magia.
Lo único que podía hacer era asegurarle a Anna que podía contar con él y
repetírselo hasta que se lo creyera. Se metió una mano en el bolsillo y rodeó
con los dedos la cajita de terciopelo que se había guardado antes. ¿Aquello
conseguiría convencerla?
Gabe secó una copa de vino y la llenó con la botella abierta que había en
la nevera. A continuación, empezó a dar vueltas por la cocina.
Cuando llevaba así unos minutos, Rachel lo miró con los ojos entornados.
—Te estás comportando de forma rara. ¿Estás bien?
Gabe levantó la vista del fondo de su copa vacía y se frotó la frente,
demasiado cansado como para pensar en una réplica sarcástica.
—No del todo.
El rostro de Rachel irradió la ferocidad que por lo general reservaba al
pelear por sus clientas en el centro de acogida de mujeres.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué problema tienes?
—No sé dónde está Anna.
—¿Te ha escrito desde el trabajo?
—Sí, pero de eso hace horas.
—Pues llámala.
—Ya lo he hecho. Dice que está viniendo.
Rachel ladeó la cabeza y lo miró de reojo.
—Pero ¿no crees que vaya a venir?
—No lo sé. —Gabe respiró hondo—. Rach, estoy enamoradísimo de ella.
Su hermana apretó los labios en un evidente gesto por intentar reprimir
una sonrisa.
—¿Qué pasa? —quiso saber él.
—Nada. —Se llevó una mano a la boca—. Es que… —De pronto, sonreía
de oreja a oreja—. A lo mejor no eres tan tonto como me pensaba.
Gabe se pasó una mano por el pelo y contempló a su hermana.
—No hemos hablado de si se quedará aquí o no.
—Bueno, pues se lo puedes preguntar ahora mismo. —Rachel miraba por
encima del hombro de él.
Al girarse, Gabe vio a Anna en la puerta de la cocina. Llevaba una
camiseta y unos vaqueros normales, nada de maquillaje y el pelo recogido
en un moño irregular, pero él nunca la había visto tan guapa. Se le desbocó
el corazón.
—¿Preguntarme el qué? —Los ojos de Anna se clavaron en los suyos.
La actividad de la cocina los rodeó. Desde un lugar un tanto lejano, Gabe
apenas percibió que Rachel se apartaba de él para dirigirse hacia Aaliyah.
Su madre y Julia se habían encargado de fregar y secar los platos. Matt fue
a por una escoba para barrer unas migas que habían lanzado los niños y
Leah iba de un lado a otro llevando platos del comedor. Los niños echaron a
correr gritando algo sobre soldados de asalto.
Los ojos de Gabe no se apartaron de los de Anna, y lentamente empezó a
cruzar la cocina. Se inclinó hacia delante y le puso, con suma amabilidad,
una mano en la mejilla.
—¿Quieres casarte conmigo, Anna?
41

Era imposible que Anna lo hubiera oído bien por culpa del escándalo de la
cocina. Durante unos segundos, se quedó sin habla, y al final consiguió
balbucir:
—¿Qué?
Los labios de Gabe esbozaron una sonrisa, y esa vez habló con una voz
alta y clara que se sobrepuso al alboroto de risas y cháchara de su familia.
—Anna, ¿quieres casarte conmigo?
Las conversaciones se interrumpieron cuando todo el mundo se giró para
observarlos.
—Ahí va —masculló Matt, y Julia lo acalló.
Se oyó un «¡Dios mío!» susurrado que pareció provenir de Leah y alguien
soltó un jadeo. Al poco, en la cocina se hizo el silencio.
Gabe no levantó la vista ni reparó en el público. Se limitó a meterse una
mano en el bolsillo y a sacar una cajita de terciopelo, que dejó en la mano
de ella. Perpleja, Anna la abrió y vio y reconoció la joya familiar.
El precioso y antiguo anillo de bodas de su abuela, el que Anna se había
negado a aceptar cuando Elizabeth intentó dárselo unos años antes.
Gabe lo llevaba en el bolsillo. Debía de haberlo planeado. Anna se lo
quedó mirando. Le estaba costando respirar.
—No hay nadie más en este mundo con quien quiera hablar de todo. —
Gabe no dejaba de observarla—. Ni que me haga reír como tú. Ni que me
vuelva tan loco. —Hizo una pausa y le dedicó una sonrisa torcida—. Ni a
quien vaya a querer como te quiero a ti.
Las lágrimas que se habían ido acumulando empezaron a verterse.
Gabe se inclinó y le sujetó la cara con la mano para apartarle las lágrimas
con el pulgar.
—Y ya sabes que no soy el único que te quiere. Mira a tu alrededor,
pequeña.
Señaló a sus familiares, a quienes Anna notaba contemplándolos,
cautivados por completo, pero ella no se veía capaz de apartar los ojos de
los de Gabe.
—Anna, formas parte de esta familia tanto como yo, así que cásate
conmigo y hagámoslo oficial.
Las lágrimas fluían ya libremente y le caían por la barbilla para aterrizar
sobre su camiseta. Miró a la familia Weatherall, en pie alrededor de la isla
de la cocina. Sus ojos pasaron de Elizabeth, que también estaba llorando, a
John, que rodeaba a su esposa con un brazo y le lanzaba a ella una sonrisa
cariñosa. Leah aferraba la mano de Josh mientras sacudía los hombros con
silenciosos sollozos y Rachel sonreía a punto de echarse a llorar. Matt le
dedicó una sonrisa alegre y Aaliyah y Julia asentían como si estuvieran de
acuerdo con todo lo que había dicho Gabe.
Anna se giró de nuevo hacia Gabe, que seguía con los puños apretados y
los hombros tensos. Lucía una expresión de vulnerabilidad y de esperanza,
y Anna nunca lo había amado tanto como en aquel preciso instante. Se
miraron sin parpadear, mientras la familia de él permanecía inmóvil, como
estatuas, por la cocina.
Y fue entonces cuando una oleada de felicidad la inundó, y no pudo evitar
sonreír. Antes de que dijera nada, Gabe la sujetó por los hombros y la besó.
Desde lejos, un potente grito se adueñó de la cocina, pero Anna tan solo
podía pensar en Gabe. Le puso la mano en la barbilla y le devolvió el beso,
embargada por quince años de deseo, de pena y de amor.
Cuando se separaron, Gabe apoyó la frente en la de ella y murmuró:
—¿Eso es un sí? Más te vale que sea un sí.
—¡Sí! —Anna reía y lloraba al mismo tiempo.
Gabe agarró el anillo de Dorothy y se lo puso en el dedo, y acto seguido
la besó de nuevo.
De repente, la familia los envolvió. Los hijos de Matt y Julia se le
pegaron a la cintura cuando John se le acercó para darle un abrazo a Anna.
Ella se soltó y se chocó con Leah, que daba saltos de alegría. Matt abrazó a
Gabe y le dio una fuerte palmada en la espalda, y después de giró y la
levantó a ella en volandas. Julia se acercó para agarrarle la mano y
sorprenderse al ver el anillo, y luego Rachel la sustituyó y rodeó a Anna con
los brazos.
Al separarse de ella, Rachel la miró con solemnidad.
—Ya sabes que es mi hermano mayor y que lo quiero más que nadie.
Anna asintió. Rachel sonrió.
—No creo que le hubiera dejado estar con nadie que no fueras tú.
Anna volvió a abrazarla, y entonces apareció Elizabeth. Le sujetó la mano
y le acarició el anillo con el pulgar.
—El anillo de mi madre te queda estupendo —comentó la madre de
Gabe.
—Muchas gracias por dármelo —dijo ella con voz ronca.
—¿Sabes una cosa? —Elizabeth le puso una mano sobre la mejilla—.
Cuando me dijiste que se lo diera a una de mis hijas, no comprendiste que
efectivamente se lo estaba dando a una de mis hijas.
Y entonces Anna se echó a llorar de nuevo y el brazo de Gabe la rodeó y
la atrajo hacia sí.
Breve y fugazmente, Anna pensó en Deb Campbell.
Al final, que su madre la abandonara había sido un regalo. Uno que la
había llevado a ella hasta allí. Anna se echó atrás para mirar a Gabe a los
ojos.
—¿Sigues teniendo el colgante?, ¿el que era de mi madre?
—Pues claro que lo tengo. —Ladeó la cabeza con gesto interrogativo.
—Creo que debería devolvérselo —musitó. Su madre solo disponía de
unos pocos meses de vida y estaba totalmente sola. Tal vez aquello pudiera
consolarla.
Gabe enarcó las cejas.
—¿Has…? —«¿Has vuelto a hablar con ella?».
Anna asintió.
Gabe le sujetó la cara con las manos como si quisiera cerciorarse de que
estaba bien. Ella sonrió para tranquilizarlo.
—Luego te lo cuento todo. Pero ¿crees que me podrás acompañar si voy a
verla?
—Te acompañaré a donde quieras —respondió, y le cubrió los labios con
los suyos. Anna le rodeó el cuello con el brazo y le devolvió el beso.
—Idos a un hotel —terció desde lejos la voz de Rachel.
Anna se echó a reír, se apartó un poco y se detuvo en medio de todo aquel
caos para observar a la familia enorme, ruidosa, cariñosa y encantadora de
Gabe.
«No», se corrigió. «No es la familia enorme, ruidosa, cariñosa y
encantadora de Gabe».
«Es mi familia».
Sonrió y se acercó para besarlo de nuevo.
UNA CARTA DE MELISSA

Querida lectora:

Estoy muy feliz por compartir esta novela contigo y quiero darte las gracias
de corazón por haberla escogido. Si te ha gustado la historia y has
conectado con los personajes, me encantaría que me lo comentaras. Puedes
mandarme un mensaje en redes sociales, un correo a la web o apuntarte a
mi boletín de novedades para recibir información sobre mis nuevas
publicaciones. Además, siempre agradezco una breve reseña, que ayuda a
que nuevas lectoras descubran el libro.

www.bookouture.com/melissa-wiesner

La mayoría de los autores tenemos un libro que consideramos nuestro


preferido. A veces es el primero que escribimos, el libro que incluye algo
muy personal o el que nos hace reír y llorar y tener la impresión de que se
nos parte el corazón mientras lo escribimos. Todos nuestros recuerdos es
total e irrevocablemente mi preferido. Es el libro que me recuerda una y
otra vez por qué me enamoré de la escritura y cómo hay algunos personajes
que se quedan contigo para siempre. Gracias por haber emprendido este
viaje junto a Anna, Gabe y toda la familia Weatherall.

Te deseo lo mejor,
Melissa Wiesner
AGRADECIMIENTOS

La publicación de Todos nuestros recuerdos ha supuesto siete años de


trabajo y un centenar de revisiones, y ha habido tantas personas que han
formado parte del proyecto durante ese tiempo que es imposible citarlas a
todas. Esta novela no existiría sin los apoyos que conocí en las
comunidades de escritores cibernéticas durante los primeros borradores. No
deja de sorprenderme la cantidad de autores que están dispuestos a
compartir experiencias, consejos, críticas, ánimos, conmiseración y amistad
a fin de ayudar a que otros escritores tengan éxito.
Quiero dar las gracias en primer lugar a Brenda Drake y a todo el equipo
de Pitch Wars por las incontables horas que invierten en ayudar a aspirantes
a autores y a apoyar a comunidades de escritores. Aunque no he llegado a
participar en ninguna mentoría de Pitch Wars, el programa me cambió la
vida por completo, y sé que por ahí hay cientos de otros escritores con
historias parecidas.
Gracias a los jueces del premio RWA Golden Heart de 2019 en la
categoría de ficción comercial por darme un chute de confianza para seguir
con este libro, aun cuando no sabía si debía seguir o no. Y, sobre todo,
gracias por proporcionarme el grupo de autores más increíble de la «vida
real» con el que jamás habría soñado.
Gracias de corazón a todos los que criticaron este libro, pero sobre todo a
Maureen Marshall, que hace mucho tiempo me dio una opinión difícil de
oír pero necesaria y cariñosa sobre mi escritura. Y a Elizabeth Perry, que
me ha dado una opinión difícil de oír pero necesaria y cariñosa sobre esta
historia en particular.
Gracias a Amy Trueblood y a Michelle Huack por la cantidad de tiempo y
esfuerzo que han invertido en el concurso de autores Sun vs. Snow. Y
gracias a Jody Holdord, mi mentora en el concurso, que me ayudó a
perfeccionar las primeras páginas de este libro y que, casi seis años después,
sigue respondiendo a mis correos y regalándome su sabiduría y aliento.
Gracias a Julie Dinneen, que amó a Anna y a Gabe tanto como yo.
A Sharon M. Peterson, gracias por estar casi siempre a un mensaje (casi
siempre desesperado) de distancia, incluso cuando se te termina a ti el plazo
de entrega.
A mi agente, Jill Marsal. Soy muy afortunada por trabajar contigo.
Gracias por la asombrosa destreza que tienes para navegar por este
mundillo, y que permite que yo me pueda concentrar en escribir.
A mi editora, Ellen Gleeson. Seguramente soy un disco rayado porque no
dejo de repetir muy a menudo que te adoro y que admiro tu increíble
talento. Lo digo de corazón cada vez. No podría imaginarme publicar este
libro con nadie más que con Bookouture ni contigo como mi editora.
Muchas gracias por creer en mi escritura y en esta novela.
Gracias a todo el equipo de Bookouture. De verdad que sois los mejores
en lo vuestro.
A mi marido, Sid. Tendría que escribir un libro totalmente diferente para
decirte cuánto te quiero. Algún día lo haré, y me aseguraré de que haya
escenas subidas de tono.
Como siempre, gracias a mi maravillosa familia Brusoski-Wiesner por
vuestros ánimos y apoyo.
Y, por último, mi más sincero agradecimiento a mis lectoras. Os tengo
presentes a todas y cada una de vosotras.

También podría gustarte