Dónde Está Tu Dios. Alfonso Vergara
Dónde Está Tu Dios. Alfonso Vergara
Dónde Está Tu Dios. Alfonso Vergara
Índice
Presentación 6
Introducción: pistas para una búsqueda 8
Cómo usar este libro 10
2. La fe tiene su historia 21
Etapas de la fe 24
4. La fe y la ciencia 41
Por distintos caminos se va a la verdad 44
Presentación
Queridos lectores:
Este nuevo libro, que el Padre Alfonso Vergara, S.J. pone a nuestra disposición, se inscribe en este
nuevo proceso evangelizador de la Iglesia Chilena.
“Dónde está tu Dios?” contiene temas fundamentales de la fe, que han sido ampliamente estudiados y
compartidos por et autor con comunidades que ha debido animar. Sin duda, contiene respuestas muy
aterrizadas para realidades muy cercanas a nuestras vidas. Estas reflexiones| podrán ayudar a muchos a
hacer su camino hacia el encuentro del ‘Dios Vivo’’ y que les permitirá la plena realización de su
vocación personal y social.
A todos Uds. que van a utilizar este material para su estudio personal o comunitario, les aliento a
dejarse educar por el Señor para que puedan dar una respuesta vital al gran desafío de las páginas de
este libro y puedan proclamar que el Señor esté con nosotros. Que desde que Nuestro Señor se encarnó
en las purísimas entrañas de la Virgen María, Dios ha querido habitar entre sus hijos muy queridos.
¡Que María Santísima les ayude a encontrar en cada persona, circunstancia de la Vida a su amado Hijo
Jesús, vivo entre nosotros!
Introducción
Pistas para una búsqueda
El hombre es un ser que busca. Nunca esta tranquilo. Siempre está en perpetuo movimiento. Busca
porque sueña, y siempre quiere más. Es un ser que se sale de sus casillas, y quiere atrapar el infinito.
Soñó que podía dar vuelta a la tierra, soñó que podía ir a la luna, soñó que podía volar, y a fuerza de
soñar, de ensayar y de lanzarse a la aventura en embarcaciones construidas por su industria tecnológica,
dio vueltas a la tierra, voló y llegó a la luna. Y en cada paso que daba el hombre era la humanidad
entera la que descubría América y desde este continente salía a caminar por la luna.
El hombre es un ser que se pregunta. En la pregunta, desde su pequeñez el hombre encara al infinito. Es
la expresión de su humanidad. En la pregunta el hombre manifiesta su ignorancia, pero al mismo
tiempo su afán de saber. Es un ser que sabe que no sabe, “Sólo sé que nada sé’’. Tiene conciencia de su
ignorancia pero, al mismo tiempo, presiente que en alguna parte existe y lo espera una respuesta.
No es ni Dios que todo lo sabe y no necesita preguntar, ni es un animal que por tener ya todo definido
en su código genético, cómo debe de actuar en cada instante, tampoco necesita hacer preguntas.
La pregunta fundamental que se le plantea al hombre de todos los tiempos y que mejor expresa su
condición de peregrino en incansable búsqueda es aquella del Salmo 41 que ha servido de título para
este libro:
¿Dónde está ese ser que centraliza y unifica tu vida, ese absoluto que buscas desde el fondo de ti mismo
como la respuesta total a todas tus preguntas, como la satisfacción perfecta de tus anhelos, tus sueños, y
tus deseos más profundos?
¿Qué es lo definitivo que da sentido a toda tu vida, aquel o aquello que colma tu capacidad de amar, tu
búsqueda de verdad, tu hambre de inmortalidad? Todos, aunque se digan ateos tienen su dios, aquel
absoluto al que todo se somete, llámese dinero, prestigio, poder o placer.
¿Dónde está aquel o aquello que la humanidad incansablemente busca tanteando desde que el mundo
existe, a través de tantas religiones, de creaciones del arte en expresiones de belleza, de formulaciones
de pensamiento en búsqueda de la verdad?
En este libro no se pretende dar respuestas conceptuales o definiciones abstractas. Quiere recoger las
grandes y permanentes preguntas, anhelos, sueños que agitan el corazón de todo hombre, las que han
resonado en mi propio ser al recogerlas y compartirlas como hombre y sacerdote, con aquellos que me
han encomendado su secreto.
Aquí se pretende que cada uno vaya encontrando la respuesta en la resonancia del propio corazón al
confrontarlo con lo que el mismo Dios ha hecho resonar en el corazón humano de su Hijo Jesucristo, a
través de quien nos ha revelado su propia intimidad.
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Una verdad se acepta y un camino se emprende cuando de alguna manera encaja con lo que se estaba
buscando, no sólo en la comprensión de la cabeza sino, sobre todo,en la resonancia del corazón.
Cuando uno puede decir: “esto es así, porque lo siento así”.
Estos temas ya han sido trabajados y enriquecidos por muchos en conversaciones personales, en parejas
de matrimonios, en grupos de reflexión, en comunidades de jóvenes, en clases de colegio y de la
universidad. Tienen muchos autores de los cuales yo sólo soy un portavoz, para ponerlos al alcance de
todos los que quieran tratarlos sin necesidad de expertos. Cada uno al darles la propia resonancia, los
hace nuevos con la originalidad de la propia vivencia.
Quieren ser también un aporte en los 500 años del descubrimiento de América, para ayudar a descubrir
a ese Dios que a tientas buscamos porque El se nos revela en nosotros, evangelizando así esas zonas
nuestras que aún se mantienen paganas.
Esta lectura personal te ayudará a sacar las cosas que tú llevas dentro de ti mismo sin saber que estaban
allí; descubrirás que sabes mucho acerca de la vida humana, de su sentido, de Dios, de la persona de
Jesucristo, de los valores, del sufrimiento y de la muerte. Son conocimientos que tú llevas escritos en tu
propio corazón y que puedes sacarlos afuera y aclararlos con la propia reflexión. Esto te dará la
seguridad de tener pensamientos elaborados por ti mismo.
Pero también este libro te puede servir para conversar acerca de sus temas con otra persona, o tratarlos
en un grupo de reflexión, ya sea comunidad de matrimonios o de estudiantes que se reúnen
regularmente, sin necesidad de especialista. Es conveniente, en estos casos, que alguien dirija la
reunión y modere el orden en Ja participación, de modo que cada uno de los componentes pueda
expresar con sencillez y libertad las resonancias del tema que en su interior se suscitan.
Cada capítulo de este libro se compone básicamente de dos partes. La primera, con letra más negra,
contiene el tema tal como se puede tratar en la reunión. A continuación, en letra común aparece siempre
uno o mas capítulos que sirven de material de apoyo pata preparar previamente el encuentro.
El método empleado en las reuniones es el mismo que hemos propuesto en otros libros.
Se presenta un hecho, algo que ha sucedido en la vida real, Así nuestra reflexión parte siempre de ta
vida. Contemplando la realidad es como el hombre descubre el mundo en que está, se ubica en él y se
comprende a si mismo en relación a él.
Nosotros aprendemos a mirar mejor a la luz de otra mirada, a oír con mas profundidad en la resonancia
de otro oído, a comprender con más penetración al resplandor de otra inteligencia y a sentir con más
hondura y amplitud en la vibración de otro corazón.
Pero no basta contemplar y conversar. Para construir la realidad es necesario ensuciarse las manos en el
trabajo, comprometerse en la acción, ponerse de pie y marchar por la vida. Caminando. ‘‘Se hace
camino al andar’’. Edificar la casa sobre rocas es realizar la voluntad del Padre (Mt. 7,26). La acción es
el comprobante que nuestras teorías (lo contemplado) y lo conversado son verdaderas y tienen
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consistencia. “No basta decir ‘¡Señor, Señor!’ para entrar en el reino de Dios. Hay que poner por obra
la voluntad de mi Padre.” (Mt. 7,21)
La verdad contemplada nos desentraña el misterio del ser, conversada se hace vehículo de encuentro y
amistad, construida se hace hogar donde los hombres nos podemos alojar en familia.
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“Muchas veces me han preguntado cuándo escribí mi primer poema, cuando nació en mí la
poesía.
Trataré de recordarlo. Muy atrás en mi infancia y habiendo apenas aprendido a escribir, sentí
una vez una intensa emoción y tracé unas cuantas palabras semirrimadas, pero extrañas a mí,
diferentes del lenguaje diario.
Las puse en limpio, en un papel, preso de una ansiedad profunda, de un sentimiento hasta
entonces desconocido, especie de angustia y de tristeza.
Les alargué el papel con las lineas, tembloroso aun con la visita de la inspiración. Mi padre
distraídamente lo tomó en sus manos, distraidamente lo leyó, distraídamente me lo devolvió
diciéndome:
Y siguió conversando en voz baja con mi madre de sus importantes y remotos asuntos.
Me parece recordar que así nació mi primer poema y que así recibí la primera muestra distraída
de la crítica literaria.
Conversando
Entre nosotros
Los momentos mas importantes de toda persona y en particular de un niño, son aquellos en los
que se le hace imperiosa la comunicacion con alguien, Pareciera que va a estallar si no comunica
con alguien lo que lleva en su pecho.
Todo hijo, de alguna manera, está gestando siempre en su interior un poema para su madre.
Las primeras experiencias de acogida, indiferencia o rechazo de esos mensajes del corazón,
marcan definitivamente a una persona en su capacidad de confiar en alguien.
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- ¿Cómo está la antena de mi sensibilidad para sintonizar con las personas que quieren
comunicarme un mensaje de su interior?
- ¿Soy muy cerrado para guardar mis sentimientos personales y evitar así ser herido o despojado
por la desilusión o el engaño?
- ¿Qué relación vemos entre la confianza que ha logrado un niño con sus padres y la capacidad de
abrirse a la fe de las demás personas y a la fe en Dios?
Con el Señor
Jesús sana al hijo de un funcionario (Jn. 4, 46-54). Un funcionario del rey acude desesperado a
Jesús para que sane a su hijo que se le estaba muriendo. Le ruega que baje con él a su casa, La
primera reacción de Jesús es desanimadora para el burócrata. Pero insiste y Jesús le manda que
se vuelva a su casa solo y que encontrará a su hijo sano,
Al darse cuenta que el momento de la curación coincidía con la hora en que Jesús le había dicho
que su hijo estaba sano, creyó el padre y toda su familia.
Caminando
No se puede lograr la realización feliz de una vida si no se vive en una atmósfera de confianza. La
vida no sería humana si en la familia, en el trabajo, en la sociedad civil, no se tuviera una
confianza fundamental en el hombre. Es necesario tener la capacidad de creer en los demás a
pesar de correr los riesgos de la desilusión o del engaño. Todo ser que no pudo en su infancia
confiar en sus padres queda con una herida de inseguridad difícil de sanar.
En nuestra vida común encontramos, a veces, una persona que, por su buen juicio, su equilibrio y su
transparencia, atrae nuestra confianza y le decimos: ‘‘a ti yo te creo... acepto lo que tú me dices, no
porque yo lo pueda constatar personalmente, sino porque me lo dices tú, que me das plena confianza y
esto me basta’’.
Decir “te creo” significa: “acepto lo que tú me dices, me das o me pides, porque de antemano te acepto
a ti como persona y admito tu intervención en mi vida’’. La fe, en un sentido general, no es sólo la
adhesión de entendimiento a una verdad abstracta, es la aceptación de una verdad como real, porque
primeramente se ha aceptado a la persona que la transmite.
No se puede vivir una vida que sea verdaderamente humana sin creer. Creer en algo o en alguien, Creer
es una de las necesidades mas fundamentales que siente el ser humano desde que entra en la existencia.
Necesita de alguien que le dé la mano para poder pararse en sus propios pies y poder aventurarse con
seguridad por los caminos desconocidos que se le abren en el mundo. Quien no encuentra a otra
persona que le dé la seguridad básica al entrar a este mundo, queda con la herida abierta de la
desconfianza; incapacitado para una comunicación que le permita realizar una vida en la fraternidad
humana.
Creer es precisamente esa capacidad que necesita todo hombre para poder ir mas allá de lo que él
mismo pueda constatar y percibir con el apoyo que le inspira otra persona. “Esta experiencia de fe la
tenemos desde los primeros días de nuestra existencia en los que biológica y psíquicamente, los padres
y más inmediatamente la madre, son nuestro mundo, la tierra en que vivimos arraigados y el ambiente
que nos rodea.” 1
En nuestra vida diaria estamos continuamente actuando por fe en los demás hombres. Le creemos al
desconocido que encontramos en el camino y a quien le pedimos que nos indique la dirección que
buscamos. Le creemos al amigo que nos da su parecer, Le creemos al que nos atiende en la farmacia
que el remedio que nos vende es el indicado. La inmensa mayoría de nuestras certidumbres no las
podemos comprobar directamente, por el experimento científico, las aceptamos razonablemente por
una confianza fundamental en el hombre. Nos podemos equivocar, nos pueden engañar, pero siempre
es preferible correr el riesgo de Ja fe, La vida seria inhumana si solo se basara en la certidumbre de la
experimentación científica y en la exactitud de las calculadoras.
Por la ciencia experimental y la tecnología solo logramos conocer y controlar lo que se puede medir y
pesar. Es decir, lo que pertenece a la esfera de la materia. En cambio, para llegar a la intimidad de los
seres humanos no hay otro camino que la confianza. Por ahí la persona abre libremente el acceso para
dejarse conocer.
Una familia, una comunidad, una nación en la que se haya perdido la confianza básica porque los
responsables de dar la información mienten, o acomodan la verdad a sus intereses ideológicos o
partidistas, destruyen el alma de esa comunidad o nación. Cuando no hay a quién creerle, no hay a qué
atenerse y sin confianza no se puede construir nada que sea verdaderamente humano, La mentira es un
pecado grave porque destruye la esencia de la vida social.
Toda amistad nace y crece a través de un proceso que pasa por distintas etapas. Comienza por un
reconocimiento de la propia soledad y limitación, “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn. 2,18).
Desde ahí surge un anhelo de encontrar a alguien que lo comprenda y lo ayude a pararse en la vida.
De improviso el corazón se sobresalta y se ilumina ante la imagen de alguien, que le trae resonancias
de lo hondo de su ser. Hay alguien a quien puede admitir en su interioridad, porque le da confianza. Su
modo de mirar la vida, la escala de valores, sus gustos, sus conocimientos le dan seguridad y lo hacen
plenamente creíble a todo lo que pueda decir. Se cree en él porque se le ama, y se le ama porque es
digno de crédito,
Un tercer paso es la búsqueda de reciprocidad; cierta seguridad de que existe una correspondencia y
sintonía espiritual por la que se puede contar con la acogida y el interés de parte del otro.
Cuando alguien da una respuesta a ese anhelo y nos revela, a su vez, su propia intimidad, sentimos la
certeza de que podemos depositarle toda nuestra confianza, Porque podemos contar con él y que nunca
nos defraudará. Así se llega al acto de fe por el cual dos personas, sintiéndose libres y respetándose su
originalidad e intimidad personal, logran aceptar la mutua intervención en la vida del otro.
La fe, como expresión de amor, acoge al otro tal como es, sin imponerle las propias medidas. Lo acepta
en lo que tiene de distinto y original sin ejercer sobre él ningún tipo de sometimiento. Al calor de esa
confianza mutua los dos crecen como personas.
La fe así entendida es la que fundamenta la vida humana. Está por encima de cualquier otro
conocimiento, ya que es el único que establece la relación entre las personas, y hace posible la
convivencia humana. “Sin fe humana no habría mas que soledad, incomunicación, disgregación y
empobrecimiento. Sería imposible la existencia personal y el desarrollo histórico de la humanidad.
Cada uno empezaría desde cero, con él moriría todo lo que hubiera alcanzado. No habría familia, ni
sociedad, ni historia, ni cultura. La fe nos abre el camino al mundo de las personas, de la humanidad y
de la cultura. La fe es el umbral de la comunicación y del espíritu’’.2
Cuando nos aproximamos a alguien, muchas veces llevamos una pre-imagen,un pre-juicio sobre esa
persona que puede ser tan invasor y excluyente que no deje lugar para que se presente el veradero ser
que queremos conocer. Es necesario dejar espacio para que el otro pueda aparecer con su yo verdadero.
Suspender el juicio e invitar al otro que se muestre creándole un ambiente cálido de simpatía.
Todo hombre se muestra y actúa en relación a su medio. En un ambiente hostil o en que se sienta
enjuiciado, se endurece y se defiende, se pone rígido y se cierra y no deja salir nada de su intimidad, En
un ambiente cálido en el que se siente mirado con simpatía, la persona se suelta y deja que libremente
fluya de sí misma lo que verdaderamente es, lo mejor que tiene.
Para que una persona pueda mostrarse tal como realmente es hay que mirarla con esperanza. Mirar a
alguien con esperanza es disponerse a sintonizar con todo lo bueno y sorpresivo que el otro oculta en su
interior, debajo de una corteza, a veces, áspera que recubre a su ser mas verdadero. Es convidarlo a salir
de sí mismo para que entregue el milagro de su ser, Creer en alguien es aceptar la persona por lo que
realmente es. ‘‘Ser aceptado significa que me permiten ser como soy... No me tienen fichado por lo que
he sido en el pasado o por lo que ahora soy. Me dejan campo libre para desplegar mi personalidad, para
enmendar mis errores pasados y progresar. Toda persona nace con un gran número de potencialidades,
pero si éstas no son estimuladas por el toque caluroso de la aceptación de los demás, permanecerán
dormidas para siempre. La aceptación, pues, libera todo lo que hay dentro de mí. Sólo cuando soy
amado, en el sentido profundo de la plena aceptación, puedo llegar a ser realmente yo mismo. El amor
y la aceptación de los demás hacen posible que yo llegue a ser esa persona verdaderamente única e
inédita que estoy llamado a ser’’, (P, Van Breemen, S.J.)
“Amar es esperar en el otro para siempre’’. Mahatma Gandhi decía: “Siempre he creído en la lealtad de
mis enemigos. Y a fuerza de creer la he encontrado, Se han aprovechado de mi actitud para engañarme,
Once veces consecutivas me han engañado; y yo con una obstinación estúpida he comenzado otra vez a
creer en la lealtad. Y así la duodécima vez no pudieron ya impedir ser leales. Descubrir la propia lealtad
ha sido para ellos una sorpresa feliz y también para mi.’’
Ningún ser humano puede tener la certeza de conocer perfectamente a otro, ni la seguridad de que
nunca le va a desilusionar ni fallar. Siempre hay que estar dispuesto a correr el riesgo de un desengaño,
siempre hay que estar abierto a lo sorpresivo e inesperado que puede surgir del fondo de toda persona,
que como tal es siempre única en el mundo. A nadie se puede dar por definitivamente conocido, ya que
el ser humano esté siempre en proceso de definición.
Creer en alguien es comprometerse de algún modo con él. Implica el riesgo de admitir la presencia y la
intervención de otra persona en la propia existencia, Es un compromiso que se sostiene por la fuerza
del amor, que se basa en la confianza y le da sabor a la existencia. Lejos de atentar contra la libertad, la
hace crecer y madurar, La libertad no consiste en dejarse llevar por el capricho del placer o encerrarse
en un egoísmo estéril; es la capacidad de arriesgar la vida personal en un compromiso por el que se
entrega la vida a un ser o a una causa que conduce a la trascendencia, y apunta de algún modo a lo
absoluto.
Por último creer, implica fidelidad. Fiel es precisamente aquel que tiene fe. La virtud de la fidelidad es
una actitud de vigilancia atenta y amorosa del que se sabe responsable del gran don que se le ha
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regalado cuando ese don es una persona. Uno se hace para siempre responsable de aquel que se le ha
confiado. Nunca se puede jugar con la buena fe de ningún ser humano. Destruir la fe de alguien es
como destruir la persona misma, aquello que la fundamenta, los valores y principios en los que se
apoya la existencia humana, Guardar la fe de alguien, no es alimentar cuentos y fantasías de niños,
hacer creer en viejitos pascueros; es cuidar la capacidad de descubrir lo que da sentido a la vida, la
capacidad de trascendencia, de jugarse por los valores eternos que dignifican al hombre.
La aventura de la fe
Creer es difícil, siempre implica una aventura. Desprenderse de lo que vemos y a lo cual nos podemos
agarrar, para saltar al vacío y lanzarnos a lo que no vemos con el convencimiento que se nos abrirá el
paracaídas de la confianza, y que nos sostendrá la mano invisible de un gran amor.
La fe es un proceso que nunca termina, y sufre las mismas alternativas y los claro-oscuros de toda
comunicación humana. Como el amor de una pareja, también la fe pasa por períodos de sombra, de
cansancio, de bloqueo en los que no se siente ni se ve el objeto en que creemos.
Los grandes enemigos de la fe son también los del amor: el afán de posesión, el control obsesivo sobre
las personas que se transforma en celos, la desilusi6n cuando no hay respuesta a las expectativas, el
cansancio cuando se constata que no se marcha al mismo ritmo, También acechan la rutina y la pereza
que todo lo envuelven con el manto de la indiferencia.
Sin embargo, vale la pena correr el riesgo que implica la aventura de la fe. La vida humana tiene
sentido y belleza en la comunicación del amor y de la vida, Sólo el que cree en el hombre y en la vida,
a pesar de las decepciones y se lanza a lo desconocido, esperando contra toda esperanza, podrá
encontrar al gran Desconocido que llevaba dentro de sí, sin saberlo.
● La Fe tiene su historia
● Etapas de la fe
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La fe tiene su historia
Contemplando
Nací en el seno de una familia tradicionalmente católica, en la que mis padres me entregaron los
principios, creencias y prácticas religiosas que ellos vivían y yo recibí de una manera muy
natural, sin resistencias y aún con agrado. Me pusieron en un colegio católico donde hice la
primera comunión, y cumplía con las obligaciones normales de un buen cristiano.
En los últimos años de colegio me envolvió una fuerte crisis de fe. Sentí un rechazo a muchas
prácticas impuestas por autoridad y experimenté una especial rebeldía por la iglesia que me
imponía creencias y obligaciones que me negaba a aceptar. En la universidad experimenté que la
vida es muy distinta de la que me mostraron cuando niño. La lucha por la existencia es muy dura
y la religión sirve poco, los rezos no solucionan los problemas concretos. Conocí otros modos de
pensar y me di cuenta que no se necesita ser católico para actuar correctamente. La ciencia me
explicaba la realidad sin necesidad de recurrir a milagros.
Conversando
Entre nosotros
- ¿Cuáles han sido los momentos más privilegiados en los cuales he sentido más la presencia de
Dios en mi vida?
Con el Señor
Los distintos modos de recibir la palabra (Mt. 13,18-23). Las disposiciones, ambientales y anímicas
en las que se encuentra cada persona influyen en la recepción de lo que Dios nos quiere
comunicar. El proceso de la fe es como una siembra en la que Dios lanza la semilla de su palabra.
Según sea la disposición de nuestro terreno, la floración de la semilla correrá diversas suertes; las
etapas de nuestra fe pueden haber pasado por las situaciones que describe la parábola:
- Aunque existe una preocupación permanente de fe, nunca puede aflorar a un primer plano por
las preocupaciones materiales de la vida social y del trabajo.
Con la Iglesia
Los Interrogantes del Hombre de Hoy (Concilio Vat. II). “Ante la actual evolución del mundo, va
siendo cada vez mas nutrido el número dé los que o plantean o al menos advierten con una
sensibilidad nueva la gran problemática trascendental: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido
del dolor, del mal, de la muerte, que a pesar de tan grandes progresos subsisten todavía? ¿Para
qué aquellas victorias conseguidas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad?
¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué vendrá detrás de esta vida terrestre?"
Caminando
Algunas personas afirman no creer en nada y sin embargo anhelan tener una fe que les ayude a
encontrar un sentido a Ia vida, algo por qué vivir, por qué luchar, y también que explique el por
qué sufrir. Son, en general, personas abiertas a la verdad, En estos casos, el ponerse en estado de
búsqueda sincera, a través de conversaciones, de lecturas serias, les da el impulso para seguir
caminando.
Otros se sienten creyentes y católicos, van a misa y “cumplen con la Iglesia’, pero arrastran una
vida sin alegrías; como si el peso de tantas imposiciones y deberes les impidiera ser alegres.
También es frecuente el caso de los que se confiesan cristianos, son buenos padres y cumplen con
la responsabilidad de su trabajo, pero no sienten ninguna vinculación de su vida con alguna
expresión de fe. A todos estos les podría ayudar a unificar la vida humana con la vida espiritual
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Etapas de la fe
Como toda la vida humana, también la vida de fe es un proceso que pasa por diversas etapas. No es
igual la fe del niño que la del adolescente y la del adulto. La fe que no va creciendo y evolucionando
con el madurar de la persona, se va apagando y se reduce a una formulación puramente intelectual, o al
recuerdo de un hermoso sentimiento de la niñez o a la práctica de un rito que se realiza en la rutina de
la costumbre.
La fe, como el amor o la amistad, es una vivencia que compromete a todo el hombre en todos los
planos de su ser, y a través de todas las épocas de su vida. Se ama y se cree con todo el hombre. La fe
tiene un contenido intelectual y se expresa en una formulación que capta la inteligencia. Tiene además
una resonancia afectiva que percibe el corazón y compromete a la voluntad. Supone una decisión de
creer, que hay que realizarla en la vida real de todos los días. No se puede descansar en una decisión de
creer que se tomó en un momento dado, de una vez para siempre. ‘‘La fe exige su actuación en las
circunstancias de la existencia cotidiana; es una decisión radical que pide siempre nuevas decisiones
concretas”.3
La fe del niño
Más de alguna vez nos acomete, a los adultos la nostalgia de esa fe sencilla que iluminaba
plácidamente los años de nuestra infancia y nos hacía sentirnos seguros y tranquilos en un mundo que
se nos mostraba claro, ordenado y cálido, como nuestro cuarto de dormir, al abrigo del frio y de la
incertidumbre de lo desconocido.
El tiempo de la niñez es, sin duda, un tiempo privilegiado de la vida y en especial de la fe religiosa. No
esta libre de sufrimientos y perplejidades, pero quizás ya nunca más volveremos a tener la lucidez de
intuición para descubrir y gustar lo esencial de la vida que cuando teníamos seis o siete años. Todo se
introduce en el alma del niño con el penetrante olor de lo nuevo; del cuarto recién pintado, de los
cuadernos, y de los lápices de los primeros días de colegio. El mundo infantil es un mundo armonioso
envuelto en la tela protectora que tejen con su mirada sus propios padres. El niño acepta sin
cuestionarse todo lo que ellos le entregan. En su interior se entremezclan armoniosamente todas las
dimensiones: las de vida terrestre y las del mas allá, la realidad y los sueños de la fantasía,
La fe del niño posee también los mismos rasgos propios de ingenuidad en la que se confunde la
realidad divina y la terrena; los sujetos de la fe coma Dios, Jesucristo y los santos y los hombres que le
rodean; ta historia sagrada, las leyendas y los cuentos. Todo constituye una unidad que se entremezcla
sin ninguna resistencia de una posible critica.
El niño tiene muy claro su pequeñez y su debilidad. Sabe que necesita de sus padres y de sus mayores
para desempeñarse en la vida. Por eso mismo Dios se complace en revelarse a los mas pequeños. La fe
del niño es muy seria y profunda. La revelación de la vida íntima de Dios nunca puede ser el resultado
de una conquista humana, es puro don. Quien tiene un corazón de niño se dispone en su pobreza para
recibir el regalo de Dios. La vivencia de Dios que experimentan muchos niños es muy profunda y
sólida, aunque sus expresiones puedan ser y aparecer infantiles.
Todo crecimiento supone quemar etapas, Lo transitorio de esa edad tiene que morir, como la semilla
que se pudre en el surco para dejar paso a que se manifieste “la plenitud de Cristo’’. Se ha de renunciar
a los “infantilismos” de la fe, pero sin matar a ese niño que hay que conservar siempre dentro de
nosotros, como condición para entrar en el reino de Dios.
La fe del joven
Desde su pubertad lo estremece una conmocién que le hace tambalear todos los pedestales de las
personas y valores que había admirado en su niñez. Se despierta el instinto que lo asusta y en su interior
se encienden sentimientos que lo deslumbran y lo hacen soñar.
Al adentrarse por la maraña de ese mundo interior desconocido, siente que nadie lo puede ayudar a
ubicarse en esa oscuridad y lo envuelve una angustiosa sensación de inseguridad y soledad. Pretende
bastarse a sí mismo en un intento de afirmar su identidad y adopta posturas y ademanes externos de
autosuficiencia y desafío. Pero al mismo tiempo su inseguridad lo hace clamar en silencio por alguien
que lo comprenda, lo acepte y le enseñe a caminar en busca de su destino. De niño, poco tiempo antes,
se sentía cómodo y seguro acolchonado por las costumbres y normas con las que lo cubría el medio y
recibía pasivamente de sus mayores. Pero hacia adelante, siente que tiene que tomar en sus propias
manos las riendas de su futuro,
Y es precisamente en ese periodo de grandes cambios personales cuando el ser humano ha de tomar las
grandes decisiones que fijaran para siempre su vida: tendré que elegir la carrera, la profesión o el
trabajo; la persona con la que comprometerá la vida para caminar juntos y formar una familia; tendrá
que decidir qué tipo de hombre quiere ser, cuáles las metas, los valores y creencias que orientarán su
existencia y le darán sentido.
La fe del adolescente y del joven también pasa por el rechazo de todo lo que lo ata y !o limita, choca
con todo lo que constituye el mundo del niño. Todas las formas religiosas, las practicas piadosas y las
razones con las que se pretendía sostener su fe de niño, las considera pueriles e insignificantes. Asume
aires de suficiencia y rechaza el comportamiento religioso y moral de los mayores como cosa
anticuada.
La imagen de Dios que se había configurado en su infancia se estremece y cae. El choque con la
realidad del mundo externo se le hace, a veces, dramático. Descubre que en ese mundo que
vislumbraba bueno, hay injusticias, mentiras, traiciones, de las que ni siquiera sus mismos padres están
libres, Se siente decepcionado ante un mundo indiferente, regido por las frías leyes de la casualidad o
de los cálculos egoístas. No le es posible descubrir allí unos ojos bondadosos y humanos donde dirigir
su mirada. Se le hace difícil, en medio de tanta indiferencia e injusticia encontrar el rostro de Dios que
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adoró cuando niño como garante de un mundo coherente, lleno de sentido. Siente que Dios ya no esta,
como si hubiera muerto.
Pero una vez que ha pasado el momento tormentoso de la crisis, el joven que busca la verdad con todo
el ser y que despliega su alma a los grandes ideales, “encuentra en la realidad cristiana un campo
apropiado para la inmensidad de ese impulso vital que surge, encontrando que en la fe, un hombre
libre, creador, puede sentirse cómodo. Comprende que la sustancia de la fe no se identifica con esas
expresiones infantiles; se desembaraza de ellas y descubre otras nuevas, mas rigurosas y que se adaptan
con más flexibilidad a su fe actual”4.
El joven que se introduce en sí mismo y se descubre como persona única e irrepetible siente su vida
como un proyecto intransferible, como respuesta a un llamado profundo. Esto lo sensibiliza para
descubrir su persona como misterio amoroso de Dios que pensó en él desde la eternidad y lo llama en
el tiempo a realizar su vocación profunda. Su vida tiene sentido, no es producto de la casualidad, y se
desarrolla en la medida que vaya respondiendo a ese Padre amoroso que lo invita a participar de su
propia vida. Puede sentir a Dios no como autoridad despótica que lo anula, sino como el verdadero
Autor que lo crea y lo ayuda a desplegar en libertad la grandeza de su ser.
El Dios que habita la luz inaccesible se le muestra particularmente cercano y amigo en la persona de
Cristo. Todo joven es particularmente sensible a ta amistad; se descubre a sí mismo en el rostro y en la
compañía del amigo verdadero. En Jesus del evangelio encontrará al maestro que mira con cariño su
corazón de joven (Mc. 10, 21) y lo anima a superarse cada día —‘‘una cosa te falta’’— en una entrega
que lo libera de la esclavitud del dinero —‘‘vende lo que tienes, dalo a los pobres’’— y le hace
descubrir la riqueza de la comunicación con Él y con los demás desposeídos —‘‘ven y sígueme”.
La fe madura
Nunca se puede asegurar que se ha llegado a la plena madurez de la fe. Es un camino que hay que hacer
cada día y en el que, mientras más se avanza, mayor conciencia se toma de lo que falta por recorrer. Se
pueden señalar algunas características que apuntan hacia la maduración del proceso de la fe.
La fe es una decisión. Aunque se haya recibido la fe a través de los padres y en la tradición de una
familia cristiana, no puede quedar como el resultado pasivo de una situación sociológica. La fe, en su
verdadero sentido, nace de una decisión personal que siempre va pidiendo decisiones concretas nuevas.
No es una vaga religiosidad sentimental alimentada por recuerdos gratos de la infancia y que eximen al
hombre del compromiso con la vida real en las duras exigencias del evangelio, Como decía un joven:
“¡Es tan hermosamente cómodo abandonarse a un Ser Superior, que nos dirige, que piensa por
nosotros, que lo hace todo para nuestro bien y que nunca se equivoca!”
El creyente trata de comprender el sentido profundo de su fe, la conexión interna de ella y su relación
con los diferentes planos de la vida. Está dispuesto, por lealtad consigo mismo, a correr el riesgo de una
‘‘pérdida de fe’’ en la búsqueda sincera de la verdad, y no quedarse por comodidad, en una “fe del
carbonero” que teme investigar por no comprometerse. Un cristiano que crece en su fe ha de saber “dar
razón de su esperanza” al mismo tiempo que reconoce con humildad las razones, limites y oscuridades
de la inteligencia humana ante el misterio insondable de Dios.
La fe es una decisión integradora de todos los planos de la vida humana. No se reduce al plano de la
religiosidad emocional que aflora sólo en los momentos cargados de devoción sentimental, con ocasión
de un acontecimiento familiar: de un matrimonio, de un bautismo, la primera comunión de un niño, o
un funeral. La fe de un cristiano adulto no puede quedar confinada al campo de lo religioso, en el que el
hombre se relaciona con su Dios privadamente en los sitios sagrados. También ha de iluminar, los actos
llamados profanos, de la vida humana: el de la familia, el del trabajo, el de la economía y el de la
política. No hay nada verdaderamente humano que sea ajeno o indiferente al querer de Dios y al
discípulo de Cristo.
La fe adulta es capaz de asumir las dificultades. Creer, decía el Cardenal Newman, supone la
capacidad de vivir con las dudas. Los problemas que se suscitan por los grandes interrogantes
filosóficos o científicos, no tienen por qué echar abajo nuestra fe. Mi relación con Dios, que es la
esencia de mi fe, no fracasa porque en un momento dado surja una dificultad en un aspecto de mi
relación. Cuando me siento unido a una persona por el afecto, surgen bloqueamientos, o malos
entendidos que empañan la relación, aunque esto sea doloroso, no echan por tierra el conjunto y lo
esencial de la amistad. Siempre hay problemas que en un momento dado no se pueden resolver, pero la
unidad de la relación se mantiene y crece a través de las mismas dificultades.
La fe que ilumina el sentido de ta vida. La vida se realiza en plenitud cuando se vive con sentido. No
como instantes inconexos. Todo ser humano, al llegar a una etapa de madurez, se pregunta alguna vez
¿para qué estoy en este mundo? ¿Cual es el sentido de mi vida?
La respuesta a esta cuestión fundamental la dará cada uno, de acuerdo a las luces de verdad que va
encontrando, hasta tomar la decisi6n de creer. El mismo incrédulo se tiene que decidir por su
incredulidad. Todo hombre está llamado a hacer una opción fundamental según los valores que para el
son definitivos.
El sentido de la vida no es algo que uno pueda inventar a su arbitrio, no es una construcción de la
fantasía para huir del terror al vacío y a la angustia de desaparecer en la nada de la muerte. Se logra
luego de mirar atentamente y en profundidad todos los ingredientes de la existencia hasta descubrir una
constelación que unifica, una estructura que da sentido global a todo lo que existe. Se presiente una
gran razón mas allá de toda razón que hace inteligible aún lo que no comprendemos, una gran presencia
que llena todos los vacíos del cosmos y det corazón. “Creo que, pese a su aparente absurdo, la vida
tiene un sentido; reconozco que este sentido último, no puede ser captado por la razón, pero estoy
dispuesto a servirlo, incluso aunque ello signifique sacrificarme a mí mismo. Oigo la voz de este
sentido en mi interior, en los momentos en que estoy verdadera y totalmente vivo”. (Herman Hesse).
La fe es la capacidad que se le da al hombre, como don de Dios para leer los acontecimientos de la
historia y de la vida personal a la luz de lo absoluto. El hombre de fe es quien se pone en marcha hacia
lo desconocido y recorre los caminos, aún los más tortuosos y sin salida, experimentando que avanza
sostenida por una presencia y hacia un gran encuentro. En la oscuridad de la noche del sufrimiento
cuando el mismo Dios parece ausentarse y el hombre se siente perdido en la soledad del desierto,
siempre hay alguien que lo sostiene y por la espesura de la angustia puede entrever los rasgos borrosos
de un rostro que lo hacen clamar como Cristo: ‘‘Padre, si es posible que pase de mí este cáliz, pero no
se haga mi voluntad sino la tuya’’.
28
La fe anima toda fa vida humana. Un creyente adulto en su fe, aunque sea niño en edad, es aquel que
integra la fe con la vida. La fe no puede quedar reducida a una mera religiosidad emotiva, al ámbito de
la devoción personal, por la que el alma se relaciona con su Dios; la fe se ha de proyectar sobre la vida
concreta e iluminar todos sus aspectos. No hay nada verdaderamente humano que sea indiferente al
querer de Dios, Aunque todo Jo temporal tenga sus leyes propias que el hombre ha de respetar, la fe
ayuda a descubrir la íntima conexión que tienen todas las cosas con su Creador (Gaudium et Spes, n.
36). El creyente maduro sabe descubrir el plan de Dios en la vida familiar, en el trabajo, en la
organización de la sociedad por la política y la economía. No debe haber contradicción entre el creer y
el obrar. Un cristiano auténtico es aquel que se deja iluminar en todos los ámbitos de la vida por la luz
del evangelio. La fe dirige al hombre y lo orienta en su actuar en el mundo según la voluntad de Dios.
3
29
“Cuando di vueltas en torno a la tierra, no me encontré con Dios’’, afirmó uno de los primeros
astronautas rusos.
Un alumno del pedagógico: ‘‘A medida que la ciencia avanza, la religión se bate en retirada. Así
llegará el tiempo en el que los curas se quedaran sin clientela, cuando ya no puedan recurrir a
milagros y misterios, ya que la ciencia lo explicara todo.”
“¥o pienso lo contrario —replica un compañero—; creo que el hombre nunca llegará a tener una
visión total del cosmos y de la vida del hombre sin aceptar la existencia de un Ser superior como
respuesta a los interrogantes mas fundamentales del acontecer humano.
“A mí me cuesta creer en la existencia de un Dios que permita tanta injusticia en el mundo, que
podría evitar con su poder si quisiera; en particular se me hace escandaloso el sufrimiento, las
enfermedades y las muertes de la gente inocente, como los niños.”
“Cuando en la noche contemplo el cielo con millones de estrellas que son mundos inmensos que se
mueven con la precisión de un reloj, pienso que tiene que haber una inteligencia superior, Dios,
que lo hizo todo... pero me cuesta creer que un Dios tan grande se pueda preocupar del hombre
que es tan pequeño.”
“Yo tengo la fe del ‘carbonero’, creo con sencillez y sin aproblemarme en todo lo que me
enseñaron de niño. Practico lo mejor que puedo la tareas que me impone la Iglesia y vivo así
tranquilamente.”
Conversando
Entre nosotros
Con el Señor
El ciego Bartimeo, Mc. 10,46-52. Este relato es un compendio del proceso de la fe.
Su grito desgarrador es la primera expresión de su fe: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de
mí! Muchos lo desalientan, para que no grite más; porque su grito no tiene eco ni destino. Pero él
insiste contra la desesperanza.
Jesús lo hace llamar y así se convierte en hombre importante. Arroja el manto y se acerca a Jesús
en la sombra de su ceguera. Es la fe, en la etapa de oscuridad que se guía por la atracción de una
presencia que no se ve, pero se siente. La fe es como un salto al vacío de lo desconocido.
“¿Qué quieres que haga por ti?” El Señor lo abre a la capacidad de su deseo más profundo y más
fundamental, Es necesario que el hombre tome conciencia de lo que verdaderamente quiere y que
lo pida. “Por la oración, se acrecienta nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos
más capaces de recibir los dones que Dios nos prepara” (S. Agustín).
“Señor, que vea”. Que te vea a Ti, por la fe, que vea quién soy yo, que reconozca a mis hermanos.
Que vea el camino que he de seguir en mi vida. Todo está contenido en esa súplica.
“Puedes irte, tu fe te ha sanado’’. Y así entra en la etapa definitiva de la fe, por la que el cristiano
se ubica en la vida y “sigue a Jesús por el camino”. El seguimiento de Cristo, es la realizacion de
la fe viva.
Hebreos 11,7-3. “Es la fe anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven. Por la
fe comprendemos que Dios formó los mundos, mediante su palabra, haciendo que lo visible
surgiera de lo invisible”.
Caminando
Para encontrar y acrecentar la fe hay que desearla, buscarla y pedirla. Es un regalo de Dios para
el que me puedo disponer a recibirlo. Hasta el ateo puede rezar con la oración de Ch. De
Foucauld: ‘‘Señor, si existes, que te conozca”.
La fe viva exige al creyente ir tomando opciones concretas en la vida real conforme a lo que la
conciencia le dicta para vivir los valores evangélicos. “Quien no vive como piensa termina
pensando como vive’’. No se cree con la sola inteligencia, hay que comprometer el corazón y la
acción.
32
La fe no es un don particular que se nos da para que lo guardemos. Es un don que se acrecienta
en la entrega. Se cree también para los demás, y se cultiva en la comunidad.
33
La fe es el acto fundamental por el que el hombre se vincula interiormente con Dios y llega a participar
de su vida íntima. Es algo que no está en la capacidad del hombre. Parte de la iniciativa de Dios que
quiere manifestarse y regalarse a él. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el
Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo” (Mt. 11,27). Por la revelación Dios manifiesta su
intimidad, y por la fe capacita al hombre para introducirse en ella.
Ante el mensaje de la revelación y la invitación que le hace Dios en Jesucristo, a compartir su vida, el
hombre ha de tomar la decisión de creer o no creer. La fe es don y gracia de Dios, pero también es
respuesta del hombre, desde el recinto mas íntimo de su ser, allí donde se juega su libertad. “En la libre
aceptación del don mismo de Dios llega el hombre a su plenitud como persona; precisamente en esta
aceptación se entrega él mismo al amor de Dios y en esta entrega cumple su decisión personal suprema.
Es el acto más personal, insustituible e íntimo del hombre en el sagrado recinto de su conciencia’’ 5. La
decisión de creer, de aceptar la invitación de Dios, se puede comparar a la decisión del hombre que se
decide a compartir el amor de una mujer de quien recibe la invitación inexpresable a realizar su vida
con ella.
El ser humano ayudado por una gracia especial se dispone a creer cuando abre su ser a todas las
manifestaciones de la vida y de la belleza, cuando se prepara a acoger la verdad en cualquier ámbito
que ésta se presente, cuando se decide a actuar en conciencia, movido por el dinamismo fundamental
de un gran amor al ser humano y al misterio del absoluto. Así el hombre honesto que busca el bien
puede llegar a convencerse por medio de la razón natural de que existe un Dios único, creador y que de
alguna manera “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad’’. Por la
razón humana no podemos llegar ni atrapar al Dios vivo. “Jamas creería en un Dios que pudiera
comprender’’, decía Pascal, sin embargo, la inteligencia nos acompaña discretamente y nos desentraña
el sentido del anhelo de absoluto que aletea en el alma del hombre y nos señala que no es irracional ni
inhumano creer en Dios.
No hay evidencias ni razonamientos posibles que nos pueden demostrar con certidumbre que lo que la
fe afirma es ciertamente verdadero. La razón nos puede acompañar hasta un límite que el
entendimiento humano no puede franquear. Entonces a la inteligencia humana se le presentan dos
La fe implica un acto del entendimiento en cuanto es una aceptación de las verdades que Dios
manifiesta al hombre a través de la revelación. Pero además es un acto de confianza total por la que el
hombre se entrega al Dios vivo manifestado en Cristo. No se trata de un acto puramente psicológico. Es
una acción del Espíritu Santo en nosotros, es obra de Dios que siempre espera la respuesta del hombre.
Por el Espíritu, el hombre descubre a Dios en el rostro de Cristo, y descubre a Cristo en el rostro de los
hombres; en particular de esos hombres que forman la comunidad de Cristo que es la Iglesia.
Cuando el hombre lee un escrito cualquiera, pasa del plano de la visión de las letras o caracteres
materiales al plano de la intelección, al mundo de las ideas. Así también el creyente, por la fe adquiere
la capacidad de interpretar la historia y los acontecimientos de cada día como una visión nueva por la
que ve más allá de la corteza opaca de los hechos, hasta llegar a Dios mismo que dirige esa historia. A
través de lo temporal llega a comprender lo eterno.
La incredulidad contemporánea
Fl Concilio Vaticano Il abordó con seriedad y respeto el problema del ateísmo contemporáneo, como un
hecho que había que someter a un análisis profundo. Muchos hombres no perciben e, incluso, rechazan
su íntima y vital relación con Dios. Por esto el ateísmo hay que considerarlo como una de las más
graves realidades de nuestro tiempo. (G. et Sp. n. 19)
Nuestro mundo no es simplemente ateo. Tal vez al tomar conciencia de la ausencia de Dios en las
instituciones seculares se proclamó la ‘‘muerte de Dios'’. Pero esta “muerte” no siempre corresponde a
una negación de la existencia de Dios y de su presencia en el mundo. La antigua imagen de Dios que
tenía el hombre de cierta época sin duda que se ha desvanecido, porque estaba íntimamente ligada a la
imagen del hombre y del mundo de ese mismo tiempo. Pero al Dios vivo no se le puede atrapar en
imágenes. Siempre hay que descubrirlo como el enteramente distinto y ‘‘enteramente nuevo’’, como el
Dios que viene y hace todas las cosas: el “Dios futuro del hombre’’ (Schillebeeckx).
El Dios que el ateo niega puede ser, muchas veces, el Dios ligado a una imagen determinada de
hombre, o a las caricaturas que los mismos cristianos presentamos de Dios a los nocreyentes con
nuestros juicios, imágenes deformadas o nuestras conductas inconsecuentes. Es la caricatura de un Dios
vengativo que se complace en el sufrimiento de los inocentes; Dios gendarme de un orden que favorece
a unos pocos; Dios horóscopo que muestra la suerte y dispensa de trabajar el futuro; Dios somnífero
que permite dormir tranquilo mientras se esta quemando la casa.
El Concilio Vaticano II dice que hay quienes “se representan a Dios de tal forma que lo que ellos
primero crean y luego rechazan no es de ningún modo el Dios del Evangelio”. Y más adelante señala
como una de las causas del ateismo ‘‘una reacción critica contra la religión en general y, en particular,
contra la religión cristiana’’. Y en esto reconoce una responsabilidad en los creyentes que en su
exposición deficiente de la doctrina inducen al error, o por las fallas de su vida moral y social, “en vez
de revelar el rostro auténtico de Dios más bien lo ocultan’’. (n. 19)
Formas de ateísmo
Ateísmo se denomina a la actitud de aquellos que, de alguna manera, niegan la existencia de Dios; pero
bajo esa palabra se expresan fenómenos muy diferentes. La decisión de no creer, cuando es
verdaderamente consciente y libre, implica la pretensión de hacer la realidad a imagen y semejanza de
los propios deseos; el hombre se hace fin de sí mismo y artífice único de su propia historia, centrado en
un egoísmo que niega el amor, la verdad y la vida.
No se podría afirmar si esta actitud del ateísmo se da en la realidad con toda su crudeza. Pero existe
como posibilidad dentro de la grandeza y del riesgo de la libertad del hombre. La incredulidad es
descrita por S. Juan como el pecado contra la luz de la verdad a la que el hombre se cierra
voluntariamente (Jn. 3,20). Es el pecado fundamental, pecado contra el Espíritu que no se perdona
porque el hombre no quiere que se le perdone, al no querer dejarse salvar por él.
Más generalizado que el ateísmo explicito y militante, de los sistemas de pensamiento ateo, es el
ateísmo ambiental y práctico, del que vive de hecho como si Dios no existiera, Tanto el liberalismo
capitalista como el marxismo se inspiran en humanismos cerrados a toda perspectiva trascendente.
Uno, debido a su ateísmo practico; el otro, por su profesión de ateísmo militante. (Doc. Puebla, n. 546)
Dios proyección del hombre. Para explicar el hecho religioso, como acontecimiento histórico que no se
puede negar, los positivistas del siglo pasado afirmaban que no es Dios quien creó al hombre a su
imagen y semejanza, es el hombre quien se hizo a Dios a su imagen y semejanza. Según esto el hombre
proyecta en un cielo inexistente, en un mas allá vacío, todos los anhelos de una vida mejor, y así se
fabrica un Dios que es respuesta a sus aspiraciones.
Esto le impide enfrentarse con rebeldía lúcida al absurdo de una existencia desesperada
(existencialismo). O bien adormece al hombre del pueblo y lo enajena despojándolo de la fuerza que
debería emplear en la lucha contra la opresión que sufre por parte de la clase dominante. Para esta
concepción, la religión es un subproducto alienante del capitalismo, es “el opio del pueblo”. (Marx)
36
Es interesante como Miguel de Unamuno, en su concepción vitalista y racional, encara esta dificultad
de Dios proyección del hombre. ‘‘La fe en Dios, dice, consiste en crear a Dios y como es Dios el que
nos da la fe en Él, es Dios el que se está creando a sí mismo de continuo en nosotros... El poder de
crear a Dios a nuestra imagen y semejanza no significa otra cosa, sino que llevamos a Dios dentro,
como sustancia de lo que esperamos, y que Dios nos está de continuo creando a su imagen y
semejanza.”8 Nuestra proyección de Dios no sería otra cosa que el anhelo de absoluto que Dios ha
puesto en nuestro corazón, conforme a aquello de S. Agustín: “Señor, nos hiciste para ti, y nuestro
corazón está inquieto mientras no descanse en ti’’. Es lo mismo que afirma Goethe cuando dice:
“Nuestro ojo no podría ver el sol si no tuviere algo de solar”.
El secularismo es otra expresión de incredulidad. Separa y opone al hombre con respecto a Dios;
concibe la construcción de la historia como responsabilidad exclusiva del hombre, considerado en su
mera inmanencia, Se trata de “una concepción del mundo según la cual este último se explica por sí
mismo, sin que sea necesario recurrir a Dios...”
“En unión con este secularismo ateo se nos propone todos los días, bajo las formas mas distintas, una
civilización de consumo, de hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio,
de discriminaciones de todo género: constituyen otras tantas inclinaciones inhumanas de este
‘humanismo’’’. (EN, 55)
La fe no es una linea precisa y clara que divida a los hombres en dos grupos antagónicos e
irreductibles: los creyentes y los incrédulos, El claro-oscuro de la fe y de la duda pasa por medio del
corazón de todos los hombres. Se puede afirmar que en el fondo de todo incrédulo existe siempre un
creyente, así como también en el fondo del corazón de todo creyente está siempre acechando la duda.
“El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero siempre lo atormenta la sospecha de que
‘quizá sea verdad’... Tanto el creyente como el no-creyente participan, cada uno a su modo, en la duda
y en la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos a la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse
totalmente a la duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda, para el otro mediante la
duda y en forma de duda.” 9
En la profundidad de todo creyente existen vastas zonas que aún no han sido evangelizadas, o están en
proceso de conversión. En nuestro subconsciente está aún vivo el pagano que odia a los que no le son
simpáticos, que se apega a lo inmediato, a lo que le conviene, a lo material. En el fondo de cada cual se
agazapa el incrédulo, el egoísta, el indiferente, el que pretende vivir en el mundo de las tinieblas y de la
luz, sin decidirse por ninguno. En los recovecos del alma de todo ser humano se ocultan siempre los
cuestionamientos y las inseguridades para creer.
La verdad revelada es siempre un don de Dios que hay que pedir y recibir con humildad; no es una
herencia familiar que se nos entrega por “tradición y doctrina’’; hay que trabajarlo y redescubrirlo
continuamente en cada etapa de la vida.
Estados del alma. La fe tiene tiempos y momentos de claridad en que se experimenta mucha
consolación y paz, sintiendo toda la vida iluminada por la presencia del Señor. Pero también conoce los
8 M. de Unamuno, Del Sentimiento trágico de la Vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1967, pag. 147.
9 Ratzinger, Introducción al Cristianismo, Ed. Sígueme, Salamanca, 1971, pag. 28 ss,
37
tiempos de desolación, en los que no se siente nada, sino un gran desaliento, desgano y falta de
entusiasmo, como si Dios se hubiera ausentado. Son momentos de desconcierto en los que uno se
pregunta si por nuestra infidelidad Dios nos ha abandonado, Santa Teresa de Lisieux esperimentó en los
últimos tiempos de su vida esa prueba terrible de la oscuridad interior; le parecía que entraba en la
espesa noche de 1a incredulidad de su tiempo, con todas las dudas del racionalismo y del positivismo
cientista. Le daba la impresión de estar sentada a la mesa con los incrédulos franceses de esa época. La
vida religiosa le parecía vacía y sin sentido y asomaba a su alma la terrible tentación del suicidio.
Es la “noche oscura”’ del corazón experimentada incluso por los santos, en los que Dios hace participar
al hombre del misterioso abandono de su propio Hijo cuando clamaba en la cruz: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?” Son momentos de gran prueba, en los que sé purifica la fe y el amor. En
los que el hombre esta siempre constatando su incapacidad radical para responder a Dios, y en los que
pareciera que sus angustias quedaran sin alivio. La única respuesta que la fe nos da es la que percibió S.
Pablo cuando en una situación semejante clamó al Señor en su tribulación. “Mi gracia te basta, la
fuerza se realiza en la debilidad’’ (2 Cor. 12,9).
La fe del “carbonero”. Es la de aquel que acepta las verdades de la fe sin cuestionarse nada. Rehúsa
todo examen crítico de ellas por indolencia o también por temor a caminar en terrenos movedizos que
le harían perder la seguridad en sus creencias. En el camino de la fe no se puede pretender caminar sólo
cuando se tiene todo claro, hay que estar dispuesto a partir en la oscuridad, pero también hay derecho y
deber a ubicarse hasta donde la razón nos puede acompañar.
Los católicos “a su manera”. Afirman ser católicos, pero son como los socios de un club con el cual ni
siquiera están al día en sus cuotas. Bautizan a sus hijos, se casan por la Iglesia, pero no participan
regularmente en la eucaristía, ni aceptan su jerarquía cuando no se acomoda a ellos: valoran más la
propia “ideología’’ que su fe y pertenencia a la Iglesia; dicen entenderse directamente con Dios sin
ninguna mediación humana. “La ignorancia y el indiferentismo llevan a muchos a prescindir de los
principios morales, sean personales o sociales y a encerrarse en un ritualismo, en la mera práctica social
de ciertos sacramentos o en los funerales, como señales de su pertenencia a ja Iglesia” (Documento de
Puebla, 79 y 82).
Los “verticalistas’’. Le niegan a la Iglesia su derecho de decir la verdad sobre el hombre; sobre el
hombre real de carne y hueso que vive en la historia. Sólo admiten de ella una función meramente
‘‘espiritual’’ en el recinto del templo o de la sacristía, sin implicarse en problemas contingentes o
concretos de Ja vida real. “La evangelización no sería completa, afirma Paulo VI, si no tuviera en
cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida
concreta, personal y social, del hombre’’ (Evangelii Nuntiandi 29). ‘‘La Iglesia, añade el papa, no
acepta circunscribir su misión al solo terreno de lo religioso, desinteresándose de los problemas
temporales del hombre... no es posible aceptar que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las
cuestiones extremadamente graves que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz del
mundo” (Evangelii Nuntiandi, 34, 31). Los obispos latinoamericanos son aún más explícitos: “La
misma acción positiva de la Iglesia en defensa de los derechos humanos y su comportamiento con los
pobres ha llevado a que grupos económicamente pudientes que se creían adalides del catolicismo, se
sienten como abandonados por la Iglesia que, segun ellos, habría dejado su misión espiritual’’
(Documento de Puebla, 79).
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Los horizontalistas. También traicionan algo esencial del evangelio, por caer en la tentación de reducir
la misión de la Iglesia “a las dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos
a una perspectiva antropocéntrica; la salvación, a iniciativas de orden político o social”. La liberación
evangélica enseña Paulo VI ‘‘no puede reducirse a la simple y estrecha dimensión económica, política,
social o cultural, sino que abarca al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al
Absoluto que es Dios’’. (Evangelii Nuntiandi 33) “La Iglesia asocia, pero no identifica nunca,
liberación humana y salvación en Jesucristo... sabe que no es suficiente instaurar la liberación, crear el
bienestar y el desarrollo para que llegue el reino de Dios”’ (Evangelii Nuntiandi 35).
Las dificultades de la fe
Como todo proceso humano, también la fe va madurando a través de crisis y dificultades de muy
diversa índole. Hay dificultades de índole intelectual. No entender, por ejemplo, como armonizar la
ciencia de Dios con la libertad humana, o su justicia con su misericordia. ¿Por qué Dios crea a alguien,
o establece un orden de cosas que puede conducir a la condenación o pérdida de algún ser humano?
¿Por qué Dios permite el mal que pudiera evitar, en particular entre los inocentes?
Otras dificultades surgen al constatar que fa ciencia ha comprobado que ciertas concepciones del
mundo que se basaban, en la Biblia eran erradas. La creación del mundo en seis días. El origen del
hombre y la mujer, explicada en forma infantil, a partir de un monigote de barro, se opone a la teoría de
la evolución por la ciencia. La condenación de Galileo, etc... Esto haría suponer que muchos de los
misterios religiosos dejarían de ser tales por el avance de la ciencia, como los milagros, profecías o
expulsión de demonios. “Hay tantas doctrinas religiosas que se sienten depositarias de la verdad. ¿A
quién creerle?”
No pocas dificultades son de orden práctico; cuesta mucho ser consecuente, no se logra armonizar la
vida con la fe. “Creo en Dios, y en Cristo, pero por dejación o por debilidad de voluntad no practico’’.
“La Iglesia se mete en política; no creo en los curas’’.
Aquí no pretenderemos solucionarlas una por una; pues no acabaríamos nunca. Pero es conveniente
tener en cuenta algunos criterios generales para encararlas.
San Ignacio de Loyola, conocedor del alma humana, recomienda que en los momentos de desolación
espiritual, de confusión, duda o desaliento, no tomar decisiones que lleven a modificar los criterios y
las conductas que se tenían antes que sobreviniera ese estado depresivo. Más bien, mantenerse firme en
los propósitos y forma de vida anteriores a la desolación.
invocar como Padre en esos momentos de ausencia “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero
no se haga mi voluntad sino la tuya!”. “Creer, decía el cardenal Newman, significa ser capaz de
soportar las dudas’’.
Una aclaración con un creyente sensato hace mucho bien. La mayor parte de las dificultades se incuban
y proliferan en la penumbra de los rincones; al sacarlas a plena luz, en una conversación confiada, se
desvanecen como la niebla mañanera al salir el sol.
Muchas dudas y dificultades son producto de una mala información, por tener como doctrina de fe lo
que no es tal. Las dificultades en las que se pretende oponer la ciencia a la fe se originan al no tener
claro el mensaje que nos transmite la Biblia en un género literario especial, o por no reconocerle a la
ciencia su propia autonomía y su propio nivel en el cual la fe no interfiere. “Cuando la investigación
metódica en todos los campos del saber se realiza en forma verdaderamente científica y conforme a las
normas de la moral, nunca se opondrá realmente a la fe, porque tanto las cosas profanas como los
argumentos de la fe tienen su origen en el mismo Dios.” (Gaudium et Spes, n. 34).
La fe se va debilitando hasta desaparecer cuando existe un abandono en la vida real de las exigencias
mismas de la fe. Al no vivir conforme a lo que se cree, se termina creyendo conforme a lo que se vive.
Se ‘“racionaliza’’ la fe y se acomoda el modo de pensar a la manera de actuar. Se produce un divorcio
entre la fe y ta vida. Por esto ta fe exige una conversión permanente. “En la medida en que el creyente
deje de empeñarse en nuevas decisiones de fe, deja de ser creyente; en la medida en que la fe deja de
informar las opciones concretas de la existencia del creyente, deja de ser fe y pasa a ser creencia sin fe,
fe sin fe. Se hace más bien un estado sociológico”.10
La gran prueba de ta fe es la fe misma, como la gran prueba de que se quiere a alguien es el amor que
se siente por esa persona. “Se hace camino al andar”. En la propia entrega experimentamos que en ella
esta la vida, el crecimiento y el camino. Dentro de nosotros experimentamos la seguridad de que
caminando en la fe vamos pisando terreno firme, y nos vamos haciendo seres más humanos. La
respuesta de la fe al mismo tiempo que es un riesgo, nos llena de una confianza fundamental de que
caminamos en la verdad, y esa verdad nos humaniza y nos hace libres.
Vivir la fe es estar en una permanente confrontación en la que la vida humana alimenta la fe, y a su vez,
la fe alimenta a la vida humana. El que se lanza por los caminos de la fe, por humilde e ignorante que
sea, siente que lo mueve una profunda sabiduría que le permite saborear la vida con un gozo que
resuena en el corazón con el eco de lo verdadero. Va siempre de viaje hacia lo desconocido “saludando
desde lejos’’, y buscando una patria mejor que siempre lo esta llamando. (Heb. 11,13-15) No es, pues,
una situación adquirida de una vez para siempre, ni un territorio explorado que exima de una búsqueda
continua y de un constante peregrinar entre luces y sombras. Pero esa misma inestabilidad de peregrino
que va siempre cambiando de paisaje, es la señal de que el llamado no proviene de él, sino de parte del
mismo Dios. “No te buscaría si Tú no me hubieras encontrado” (S. Agustín).
● La Fe y la ciencia
La fe y la ciencia
Contemplando
La fe de un científico
Raquel Correa, periodista de ‘‘El Mercurio’’, entrevistó al doctor Héctor Croxatto, Premio
Nacional de Ciencias. “Científico, humanista, poeta y pintor aficionado, de una lucidez
sorprendente’’. En esa ocasión le hizo preguntas que se relacionan con los conflictos que han
surgido, en el tiempo, entre la ciencia y la fe y que de alguna manera nos han tocado a todos.
Dr. C. —No. De ninguna manera. Ciencia y fe nunca podrían estar en desacuerdo. Son aspectos
diferentes de una sola verdad que tienen que reconciliarse. Se suele decir que quienes pretenden
conocer la verdad científica son los que más se alejan de la fe. Pero cada día hay más hombres de
ciencia que creen en la divinidad.
Ciencia y fe son dos órdenes de conocimiento, La ciencia contesta sólo un aspecto muy limilado.
Reconociendo y admirando la ciencia como pocos porque a mí me seduce cada hecho científico,
realmente me llena de felicidad y asombro, reconozco que la ciencia está para contestar los
“como” de las cosas.
Dr. C. —Ni los “por qué’’ ni los “para qué’’. Si éstos no se resuelven, nuestra existencia queda
absolutamente en el vacío. Un hombre que tiene un poco de inquietud no puede permanecer
insensible a la pregunta para qué estamos en la tierra.
Uno al estudiar —como biólogo— lo que es la vida, lo que hay de más enigmático en el proceso
biológico, llega a la conclusión de que un ser humano no es tan diferente de una lombriz. Pero es
¡tan enorme la diferencia cuando lo mira desde otro ángulo! Dios hizo al hombre diferente de la
lombriz: le infundio espíritu.
Ondas diferentes
¿Qué definición puede dar un científico de la justicia, de la belleza, si quiere hacerlo por un
procedimiento científico? Es como querer expresar la belleza de un verso por la composición de
la tinta con que se escribió. Resulta que para la ciencia, ¡hasta la realidad es una teoria!
Nosotros nos aferramos a la materia porque es concreta. Pero. ¿Qué es la materia? Cuando
tratamos de penetrar en el misterio del átomo encontramos partículas y subpartículas y les
damos nombres: pero nuestra imagen de la materia es absolutamente teórica y superficial. La
ciencia describe, no da explicaciones, no contesta la esencia de las cosas.
42
¡Pensar que los 98 átomos que existen se combinan para construir un ser humano... En este
granito de arena que es la tierra, hay un minúsculo ser que se llama hombre, capaz de penetrar
en el misterio del átomo! ¿Cómo lo conseguimos? ¿Por el juego bioquímico de estas neuronas que
se llaman cerebro? Ahí hay un poder especial al cual no tienen acceso los animales.
Dr. C. —La Biblia está escrita para la comprensión y la dimensión del tiempo en que fue escrita.
Dr. C. —Es una pregunta difícil... Se me ocurre que para darle al hombre una felicidad eterna.
Creo que Dios sintió la creatura humana como una construcción maravillosa y le dio la virtud de
alcanzar la perfección a lo largo de su existencia y de los siglos. Yo creo que el don más grande
que el hombre ha recibido del cielo es la capacidad de asombro, El asombro es el origen de la
ciencia... El asombro —que es el antídoto contra el hastío existencial— está en el arte y en la
ciencia.
Dr. C. —Diría que sí. El elemento que ha vigorizado mi fe es el asombro. Lo más asombroso en
esta creatura humana, capaz de explorar todas las regiones donde su imaginación pueda llegar.
Lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande.
Conversando
Entre nosotros
—¿Tengo conocimiento de personas a las que su ciencia les haya impedido ser creyentes, o a las
que su fe les haya impedido ser seriamente científicas?
Con el Señor
Salmo 8. Describe el puesto del hombre en la creación de Dios; su pequeñez frente a la grandeza
divina, su grandeza por el favor de Dios.
Con la Iglesia
Concilio Vaticano ll. “Muchos, sobrepasando indebidamente las fronteras de la ciencia positiva,
sostienen que todo se explica únicamente por esta razón cientifica, o, por el contrario, no admiten
la existencia de ninguna verdad absoluta’’ (Gaudium et Spes 1. 19).
Justa autonomía de las realidades terrestres. “El Creador, por el hecho mismo de la creación, dio a
las cosas una propia firmeza, verdad, bondad, propias leyes y orden que el hombre está obligado
a respetar, reconociendo el método propio de cada una de las ciencias o artes’’.
“Por eso, cuando la investigación metódica en todos los campos del saber se realiza en forma
verdaderamente científica y conforme a las normas de la moral, nunca se opondrá realmente a la
fe, porque tanto las cosas profanas como los argumentos de la fe tienen su origen en el mismo
Dios’’.
“Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la
realidad está llevado, aún sin saberlo, como por la mano de Dios, quien hace que las cosas tengan
su consistencia y sean lo que son” ( Gaudium et Spes n. 36).
Caminando
—Aclarar las dudas o dificultades que la ciencia le plantea a mi fe, por medio de consultas a
personas que dan confianza por su seriedad científica, o de la lectura de libros de formación.
44
Louis Pasteur, padre de la medicina moderna, cristiano practicante, dijo alguna vez: “cuando entro a mi
laboratorio dejo a Dios afuera’’. En una charla a universitarios un político marxista interpretaba esa
sentencia del sabio francés como si en él hubiera una profunda ruptura entre su ser creyente y su ser
científico.
En el plano sentimental de su ser, al abrigo del “cómodo calor interior producto de los tradicionales
mitos humanizantes”, Pasteur seguiría siendo un creyente que practica la religión, pero en el plano
científico, el de la realidad comprobable por el experimento directo, Dios no tenía nada qué hacer. Se
quedaba fuera sin poder entrar a ese templo de la ciencia que es el laboratorio. Pasteur sería, según esa
interpretación, un ateo intelectual y un creyente sentimental, dividido en cabeza y corazón.
Sin embargo, la sentencia de Pasteur puede ser perfectamente entendida y aceptada, si se sabe
distinguir los planos del conocimiento humano. De una misma persona yo puedo tener una fotografía,
una radiografía, una descripción psicoanalítica, o una confidencia que ella hace de su propia intimidad.
No hay contradicción entre las distintas percepciones, o caminos para llegar al conocimiento de ella.
Cuando Pasteur afirma que cuando entra en su laboratorio deja a Dios afuera, no significa que deje de
creer en Dios. Sino que el modo como se aproxima al objeto de su investigación es, a través de su razón
natural y de la experimentación directa. Significa que al plantearse y realizar un experimento en su
laboratorio, no busca ni inspiración superior, ni milagros en los resultados. Tiene que arañar con sus
propias uñas.
Es lo mismo que afirma el Dr. Croxatto cuando dice que la ciencia no responde a los “por qué’, o “para
qué’’, sino solamente a los “cómo". Para conocer el funcionamiento de una máquina no es necesario
saber quién la hizo, ni para qué, ni el por qué, basta el “cómo” funciona. Sus creencias religiosas le
puedan ayudar para encontrar el sentido ultimo a su vida personal, pero no le sirven para apoyar o
negar alguna hipótesis de la química o de la biología.
La Iglesia del Vaticano II reconoce de un modo explícito la legítima autonomía de las realidades
terrenas y de las ciencias que tienen sus propias leyes que el hombre debe ir conociendo y respetando.
“por eso cuando la investigación metódica en todos los campos del saber se realiza en forma
verdaderamente científica, nunca se opondrá realmente a la fe’? (Gaudium et Spes n. 36).
45
Desde los primeros siglos del cristianismo, hasta el siglo XVI, en el Renacimiento, no se tenía muy
clara la distinción de los distintos planos del saber humano. Se había introducido en el mismo saco de
la filosofía, a la metafísica y la ética con la cosmología, la psicología y la biología. Siguiendo a
Aristóteles, sin avanzar en el conocimiento de las ciencias naturales, santo Tomas exponía su teoría
sobre la digestión estomacal con la misma soltura que disertaba sobre el alma separada o los ángeles.
La “Summa Theologica” o la “Summa contra Gentes” eran como nuestras enciclopedias modernas
donde se trataba de “omni re scibili’’, acerca de todo lo que se podía conocer.
La Biblia no sólo se consideraba como palabra de Dios, sino también como la palabra de la ciencia. Los
hombres de iglesia eran considerados los más cultos y sabios de esos tiempos. La Inquisición,
pretendiendo defender la fe, se salió del campo de la- fe. Pero la verdad era que nadie en esa época
tenía claro el rayado de la cancha.
Cuando la ciencia experimental se presenta como ciencia autónoma desgajándose de la filosofía, surgen
los problemas entre los científicos y los hombres de iglesia, en una especie de conflicto limítrofe en el
que se pretende dilucidar sus respectivos campos. La iglesia comienza a replegarse en sí misma,
reduciéndose al campo de lo espiritual ante un mundo que se le alejaba o no podía controlar.
Así se llega al siglo XVIII, el de la llustración, en que se enfrentan en todos los planos: el político, el
social, el cultural y el religioso, dos mentalidades: una conservadora y otra liberal. El siglo XIX fue el
siglo del “destape” científico. Los pensadores de la época deslumbrados por los éxitos alcanzados por
el método experimental, pretendieron someter toda la realidad al experimento. Quisieron examinar
todas las cosas a través del microscopio, introducirlo a un tubo de ensayo. Lo que no se dejaba
experimentar de ese modo era como si no existiera.
“¿Qué es la verdad?”
El amplio campo de las verdades últimas y las más humanas se relegó con cierto desdén al mundo de lo
mitológico. Solamente podía estimarse como verdadero lo que se doblegaba a ser manipulado por el
experimento o recluido en una fórmula matemática. Todo lo humano quedaba así reducido a la química
y a la física.
Un exponente típico de esa mentalidad cientista es Bertrand Russell. Para él nuestros pensamientos y
afectos se reducen a las “circunvalaciones cerebrales’’, a la ‘‘organización de los canales del cerebro,
del mismo modo que los viajes dependen de las carreteras y ferrocarriles. La energía usada en el
pensamiento parece tener un origen químico’’. ‘‘Dios y la inmortalidad, los dogmas centrales de la
religión cristiana, no encuentran apoyo en las ciencias... Sin duda la gente continuará teniendo estas
creencias, porque son agradables... Pero, por mi parte, no encuentro base para ninguna de ellas... se
encuentran fuera de la región del conocimiento probable y, por lo tanto, no hay razón para considerar
ninguna de ellas”11.
Sin duda nuestros pensamientos y sentimientos dependen de nuestros órganos corporales. Necesitamos
de la masa encefálica para pensar y para sentir, pero nuestros sentimientos y pensamientos trascienden
la materia. La vida humana no es solamente digestión y sexo, es también amor, proyecto, música,
valores éticos que no se dejan atrapar en formulas mentales, o en leyes estadísticas.
Ya hace tiempo que nuestro siglo despues de dos guerras mundiales y de tantos sufrimientos, a pesar de
las conquistas de la ciencia, viene de vuelta de su triunfalismo científico. Hay más humildad entre los
hombres y nadie se siente poseedor absoluto de la verdad total. El sufrimiento nos ensena a madurar:
nos hace capaces de sentarnos a una misma mesa para dialogar sobre la hermosa tarea de construir el
hombre, con poesía, imaginación, sabiduría, música, biología, química, política y religión. Todas las
ciencias, humanas y exactas, han de ayudar al hombre a “resolver el problema de su propio ser y para
ello el problema de lo que son las cosas entre las cuales inexorablemente tiene que ser... Esto es lo que
constituye indubitablemente la condición humana’ (Ortega, “En torno a Galileo’’).
Quizá uno de los grandes méritos de Ortega y Gasset fue ayudar a ta familia hispánica a sanar de los
complejos del sub-desarrollo cientifico y hacerla tomar conciencia de un humanismo que nunca la ha
de abandonar en beneficio de todos los pueblos. A la luz del sentido del hombre nos esclarece el lugar
de las ciencias positivas.
“La verdad científica se caracteriza por su exactitud y el rigor de sus previsiones. Pero estas admirables
cualidades son conquistadas por la ciencia experimental a cambio de mantenerse en el plano de
problemas secundarios, dejando intactas las últimas, las decisivas cuestiones...La ciencia experimental
es sólo una porción exigua de la mente y el organismo humano. Donde ella se para no se para el
hombre. Si el físico detiene la mano con que dibuja los hechos allí donde su método concluye, el
hombre que hay detrás de todo físico prolonga, quiera o no, la línea iniciada y 1a lleva a terminación,
como automáticamente, al ver el trozo del arco roto, nuestra mirada completa el área curca manca’’
(Ortega y Gasset).
La confrontación surge “cuando la ciencia pretende medir la realidad total del hombre y las
dimensiones totales de la existencia humana, entonces opera como fe, no como ciencia, y choca en el
terreno de la fe cristiana y de cualquier otra fe. Y cuando la fe quiere imponer como realidad definitiva
alguna afirmación empírica sobre el conocimiento del mundo, opera como ciencia y choca con la
verdadera ciencia” (Fernando Sebastian),
Por mucho tiempo se pensó que la Biblia, comunicaba las verdades sobre la naturaleza y la historia
humana con la precisión cronológica y exactitud de datos como lo haría un libro científico. No se tenía
en cuenta la diversidad de géneros literarios, en que se expresa cada libro de esa biblioteca que es la
Biblia, donde hay poesía, oraciones, cánticos, novelas, historia novelada, historia real, legislación,
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sentencias filosóficas, visiones apocalípticas, etc...Se pensaba que Dios nos hablaba en un lenguaje
directo como suenan las palabras.
Así se condenó a Galileo, que sostenía que era la tierra la que se movía en torno del sol, y no el sol en
torno de la tierra como parecía sostener la Biblia en un cántico en que celebra a Josué parando el sol
hasta acabar con los enemigos de Israel. Se creyó que Darwin era un impío y su doctrina de la
evolución no se podía enseñar en los estados fundamentalistas de USA por ir en contra de la Biblia en
la que se lee la creación directa del hombre tal como está ahora, de las manos de Dios.
La iglesia católica ha sido mas cauta en los últimos tiempos para pronunciarse sobre algunos temas del
hombre relacionados con la ciencia. Ha sido muy reconfortante el noble gesto de Juan Pablo II cuando
ante el mundo reconoce la injusticia que la inquisición cometió con Galileo.
¿La humanidad desciende en su totalidad de una sola pareja humana, como se expresa en la Biblia, o
hubo varias parejas de padres de las distintas razas de hombres? La ciencia tiene la última palabra
acerca del “cómo” acontecieron tos hechos. En 1a “Humani Generis” Pio XII sostuvo que “por ahora”
no se ve cómo se pueda compaginar el poligenismo (varias parejas de origen) con la doctrina del
pecado original.
¿Hay vida racional en otros planetas y mundos o solamente la tierra está habitada por seres
inteligentes? No le corresponde a la iglesia determinarlo; la ciencia tiene que explorarlo. Hasta el
momento, las informaciones transmitidas a la tierra por las sondas exploratorias Voyager I y II dan
cuenta de moléculas orgánicas que son la base de la vida en nuestro sistema planetario, pero no han
encontrado manifestaciones de vida propiamente tal. Nada sabemos de lo que pueda ocurrir en la
lejanía inmensa de otros millones de mundos.
El científico al descubrir la verdad de las cosas y del universo cumple con la mision que Dios le
encomienda al hombre de dominar la tierra y hacerla mas inteligible y habitable. Así ofrece también a
ja fe un campo en el cual puede descubrir 1a presencia y el plan del creador.
Un científico sin humanidad se convierte en un peligro para el hombre. Deslumbrado por el éxito de
sus descubrimientos, se pone fácilmente al servicio de ta muerte, para experimentar en seres humanos
la potencia destructiva de la energía nuclear, y manipular con la vida humana.
Está expuesto a caer en lo que Ortega llama ‘‘la barbarie del especialismo”. Cuando el “hombre de
ciencia’’ dominando muy bien su parcelita de universo, se comporta en todas las cuestiones que ignora
con la petulancia del que pretende ser especialista en todo. “Quien quiera puede observar la estupidez
con que piensan, juegan y actúan hoy en política, en arte, en religión y en los problemas generales de la
vida y el mundo los ‘hombres de ciencia”, y claro es, tras ellos, médicos, ingenieros, financieros,
profesores, etc. Esta condición de “no escuchar, de no someterse a instancias superiores”, que
48
El hombre que habita en el verdadero científico tiene una gran dosis de humildad. Se abre a la realidad
con esa capacidad de asombro que le hace descubrir siempre algo inteligente y grande en las cosas más
pequeñas. Lejos de absolutizar la parcelita de su especialidad, reconoce los límites del saber humano,
ya que en cada estrellita que conoce se le descubre el espacio de infinitas galaxias. ‘‘¡Hay tanta belleza
en las cosas más humildes. En un granito de polen bajo el microscopio, se descubre todo un mensaje de
vida. En esa apariencia absolutamente insignificante, se podría descubrir una organización perfecta.
Todo el universo está reflejado en esa partícula! ¡Cuando uno ve eso, no puede no sentirse solidario con
la obra del Creador!" (Dr. Croxatto).
Aunque la ciencia y su método experimental por sí mismos no conduzca a la fe, los hombres de ciencia
que han vivido en continua búsqueda, abiertos a la verdad total han llegado a ser, muchos de ellos,
hombres profundamente religiosos y creyentes. A esta categoría pertenecen Galileo, Newton, Pascal,
Descartes, Ohm, Volta, Ampére, Marconi, Oppenheimer, y muchos más. “La búsqueda del científico,
por positivista que pretenda ser, está invenciblemente animada, en el fondo, por una esperanza mística”
(T. de Chardin).
Miguel de Unamuno, ese vasco contradictorio y combativo que no soportaba la iglesia católica de su
tiempo, en su estilo de contraste declaraba: “Dios sale al encuentro de quien le busca con amor y por
amor, y se hurta de quien le inquiere por la fría razon... Y así, la ciencia sin amor nos aparta de Dios, y
el amor, aún sin ciencia y acaso mejor sin ella, nos lleva a Dios: y por Dios a la sabiduría... Creo en
Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que
me trae y me lleva y me estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una
mente universal que me traba mi propio destino, y me hace sentir el empuje de una fuerza consciente,
soberana y amorosa”.13
La ciencia purifica la fe de las cosas que no son siempre expresiones de fe, sino fanatismos o
entusiasmos mágicos. Ciertas personas buscan en la religión lo sorprendente y extraordinario. Muy
inclinadas al sentimentalismo religioso, creen con facilidad en apariciones y milagros. Es una
mentalidad que no siempre esta de acuerdo con el estilo de Jesús que evitaba la publicidad y quitaba
importancia a sus milagros. Quería que descubriéramos el milagro de las cosas simples en los detalles
de la vida diaria.
La verdad humana
- ¡Tengo una religión, mi religión, y más que todos ellos con sus farsas y charlatanerías! ¡Al
contrario, yo adoro a Dios! Yo creo en el Ser Supremo, en un Creador, cualquiera que sea, me
importa poco, que nos ha puesto en este mundo para cumplir nuestros deberes de ciudadanos y
de padres de familia; pero no tengo necesidad de ir a la iglesia a besar fuentes de plata y a
engordar con mi bolsa a un montén de farsantes que se alimentan mejor que nosotros.
Pues a ese Dios se le puede honrar lo mismo en un bosque que en un campo de labranza, o
incluso, contemplando la bóveda etérea, como los antiguos. ¡Mi Dios es el Dios de Sócrates, de
Franklin, de Voltaire y de Beranger! De modo que no admito a un buen hombre de Dios que se
pasea en un jardín bastón en mano, que aloja a sus amigos en el vientre de las ballenas, muere
lanzando un grito y resucita a los dos días: cosas absurdas en sí mismas y, por lo demás
completamente opuestas a todas las leyes de la física; lo que nos demuestra, de paso, que los
clérigos se han estancado siempre en una ignorancia ignominiosa y se esfuerzan por hundir en
ella a los pueblos’’.
Conversando
Entre nosotros
Flaubert describe magistralmente al “librepensador” típico del siglo XIX, que sólo admite de
Dios lo que se puede obtener de Él, por medio de la sola razón natural. Es el Dios del deísmo, el
gran arquitecto que reconoce la llustración y la Masonería. Es el principio ordenador, y creador
del mundo. Es un Dios explicación de las cosas pero a quien no se adora, no se le reza, porque
está demasiado alto para que se ocupe del pobre ser humano y no existe una vinculación personal
del hombre con Dios. Es un Dios sin religión. Una especie de Dios ateo.
- ¿Qué personas he encontrado en mi vida que me han hecho sentir más profundamente la
vivencia de Dios?
- ¿Qué actitud he tenido con los que no creen o profesan otra religión? ¿He encontrado personas
fanáticas o sectarias que no pueden respetar las personas con creencias distintas?
-¿Cuáles son los lugares y las situaciones privilegiadas donde experimento 1a presencia de Dios
con mas facilidad?
52
Con el Señor
Jesús sana a un ciego de nacimiento. (Jn. 9,1-41). En este pasaje el evangelio presenta un proceso
de la actitud de fe o de incredulidad de los hombres. El ciego que tenía conciencia de sus límites y
de su incapacidad para ver, deja que Cristo lo sane de la ceguera de sus ojos y de su incredulidad.
Así llega a la pregunta clave que le hace Jesús:
En cambio los fariseos, hombres religiosos que piensan tener muy claro el panorama de la fe,
terminan en la oscuridad total. Y Jesús añadió:
- “Yo he venido a este mundo para abrir un proceso; así los que no ven, verán, y los que ven
quedarán ciegos’’.
Los reflejos de Dios. Romanos 1,19-23. “Desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es
decir, su eterno poder y su divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras”.
Los anhelos del corazón (Concilio Vaticano II). La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está
de acuerdo con el fondo más recóndito del corazón humano cuando defiende la dignidad de la
vocación del hombre, devolviendo así la esperanza a muchos que desesperan de encontrar
destinos más altos. Su mensaje lejos de empequeñecer al hombre, difunde en su provecho luz,
vida y libertad; y fuera de él no hay nada capaz de llenar el corazón del hombre: ‘‘Nos hiciste,
Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti’’ (Gaudium et Spes n.
21).
Caminando
¿Qué es lo que más deseo en la vida? Los deseos más profundos son los que mejor expresan lo
que es cada persona, En la intimidad del alma se encienden las estrellas de los grandes anhelos, y
es a través de ellos como Dios llama al hombre a encontrarlo.
¿En qué Dios creen las personas que más admiro por su rectitud y su bondad?
53
El que trata de actuar conforme a los valores que cree, el que busca la verdad dondequiera que se
encuentre, el que se abre por el amor a toda persona, no está lejos del reino de Dios.
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Con frecuencia se oye decir: “Juan Luis es muy amigo mío... lo veo todas los días. A Fermín lo
conozco mucho’’. Pero esa amistad tan íntima, o este conocimiento tan profundo, se reduce a que se le
encuentra frecuentemente en el ascensor, al llegar a la oficina, o en saludarlo en el estadio, desde que se
enteró de que es socio del mismo club.
Conocer verdaderamente a alguien, llegar a ser su amigo es un asunto muy serio que requiere tiempo y
profundidad. A una persona no se le conoce sólo por los datos de su carnet de identidad, o por la
imagen que entrega su fotografía. La vivisección radiográfica que es posible obtener por medio de una
ecografía o del scanner, no nos hacen avanzar en ef conocimiento del ser íntimo de la persona.
Sólo se llega al corazón de alguien por la vía de ta confianza. Cuando ese alguien, requerido por un
interés particular, de índole afectivo, decide abrir su interior y dejar pasar a ese recinto inviolable de la
intimidad personal. “No se conoce sino lo que se ha domesticado’’: sólo cuando se ha permitido a
alguien llegar a ese núcleo central donde cada ser humano es único e irrepetible.
Nadie puede exigir de otro ser humano que abra su intimidad, aunque sea su padre, su madre o su
esposa. El regalo más grande que puede hacer una persona es la entrega de sí misma en la confianza.
Quien aspira a recibirlo, sólo puede disponerse a través de un delicado proceso de aproximación por el
que cada día se colocará más junto a aquel de quien pretende recibir el regalo de su amistad.
Un deseo sincero de conocerlo por dentro, sin encasillarlo en moldes fijos, ni clasificarlo como objeto
de investigación,
Una disposición de simpatía que no prejuzga ni juzga ante el misterio de cada persona y que le abre
espacios de libertad para que se muestre y sea tal como es.
Una decisión de aceptarla tal como ella es y abrirse a los valores que pueda comunicar con su
presencia. Estando dispuesto aún a dejarse cambiar y enriquecer por esos valores, sin traicionar, por
eso, el propio proyecto personal.
Acogida agradecida de todo lo que el otro entregue de su intimidad personal, que nunca se podrá
comprender ni agotar, sino que quedará siempre abierto a la sorpresa de lo inabarcable.
Todo lo cual requiere tiempo, constancia y cultivo; ya que se trata de una tarea que nunca puede
terminar por tratarse de la persona que constituye por sí misma un misterio inagotable.
Si Dios es un ser personal y no un principio abstracto que explica el universo, o un poder ordenador del
cosmos, o una fuerza ciega de la naturaleza, no hay que pretender someterlo y abarcarlo con la
55
inteligencia humana, sino aproximarse a Él con la reverencia de lo insondable. Las disposiciones del
hombre que se pone en la búsqueda de Dios se podrían formular así:
1. Apertura plena a la verdad donde quiera que ésta se encuentre. Buscarla con todo el ser: “con todo el
corazón, con toda la mente, con toda el alma, con todas las fuerzas’’ (Mc. 12,30). Orientación profunda
hacia todo lo que en la vida se manifiesta como verdadero, noble, bello; todo lo que representa unvalor.
Todo lo que hace al hombre más digno, más justo, más humano, en una palabra, más persona,
2. Despojarse de todo prejuicio intelectual, de toda carga afectiva que impide al hombre aproximarse a
los seres en toda su realidad. Despojarse del dogma “cientista’’ de la experimentación sensible como
único camino para el descubrimiento de la verdad. Aceptar como una posibilidad real, que en la
constelación del mundo pueden existir estrellas cuya luz aún no me ha llegado, pero que un buen día
puede aparecer e iluminar de otro modo el mundo de mi existencia.
3. Aceptar y reconocer lo gratuito en la existencia; lo que no se compra con dinero, ni se adquiere por
influencias sociales, ni menos por la fuerza. Lo que no tiene precio, ni se le puede señalar una causa
interesada. Lo que nace del corazón como don y no busca compensaciones. De esa esfera de lo gratuito
en la amistad, el amor. La capacidad de confiar en alguien surge de un clima de amor. Hay que amar
para creer. Como también hay que creer para poder amar. “Creo porque amo... amo porque creo”.
5. Saber encarar el riesgo. La fe presupone siempre un salto más allá de lo que puede captar la razón,
aunque no está contra la razón. Esta me acompaña hasta el límite de lo comprensible, más allá del cual
me deja solo. El “creo” de la fe es una opción fundamental por la que se acepta como auténticamente
real lo que no cae dentro del campo de nuestra experiencia sensible, pero que se intuye por una
resonancia del corazón. Se afirma con seguridad que lo que se ve adquiere su consistencia en un origen
que no se ve; “que lo invisible es más real que lo visible”. Es lo que enseña la carta a los Hebreos: “La
fe es anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven’’ (Heb. 11,1).
6. “Realizar la verdad en el amor” (Ef. 4,15). Poner por obra el amor a la verdad. La auténtica prueba
de la fe es la fe misma. Así como la comprobación suprema del amor es el mismo amor. Sé que amo y
que mi amor vale la pena porque lo siento en el mismo amor. “Dos seres que se aman, creen que se
aman y creen porque se aman’’. Una persona que camina por la senda de la fe se siente con una gran
alegría, una gran paz, confianza, generosidad. Se siente más libre, más humana, más persona.
En el sentimiento religioso
El hombre es un ser naturalmente religioso. En todas las latitudes, colores y tiempos, ha estado
buscando a Dios, y aspirando a Él. Desde el momento que llega a ser animal racional, se convierte en
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animal religioso, Los datos que entrega la etnología y la prehistoria en el examen de los utensilios y
símbolos encontrados en las tumbas más antiguas, están en favor de la creencia en una vida más allá de
la muerte y de un ser superior. Donde quiera que el hombre ha dejado vestigios de su inteligencia, ha
dejado también vestigios de su trascendencia, de ir siempre más allá de sí mismo, más allá de su tiempo
de vida terrestre. Las grandes obras arquitectónicas que conserva la humanidad son santuarios, tumbas
o templos de carácter religioso. La religión, entendida como el reconocimiento de un absoluto, como un
sentimiento de dependencia de lo invisible y expresado en un culto rendido a una potencia superior, ha
existido sobre la superficie de la tierra, desde que se manifestó el espíritu.
Por su naturaleza misma, el hombre aspira a lo absoluto, busca un ser superior no sólo ni
primariamente para explicarse el origen del universo, lo busca porque siente como “Aquel’’ que lo
constituye esencialmente como ser humano. Se siente “re-ligado’’ en su misma esencia de ser limitado
y contingente, al ‘‘que Es” de una manera plena. En su temor y reverencia, se siente atraído y
fascinado; en su insignificancia se siente sostenido y protegido; necesita reconocerlo y adorarlo para
reconocer y afirmar su propio ser de creatura.
San Pablo al constatar en la ciudad de Atenas la proliferación de cultos religiosos, y los monumentos
erigidos a toda expresión de la divinidad, anuncia ‘‘al Dios desconocido”, al que los griegos adoran sin
conocerlo: “el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, que es Señor de cielo y tierra, que no
habita en templos construidos por hombres, ni lo sirven manos humanas, como si necesitara de alguien;
el que da a todos la vida y el aliento...Quería que lo buscasen a él, a ver si al menos a tientas lo
encontraban, por más que no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y
existimos” (Hechos 17,23-29).
En la evangelización de los griegos, S. Pablo no arremete contra su politeísmo, sino que procura con
sabia delicadeza, purificar su religiosidad exagerada y aclarar la confusión que les impide descubrir al
Dios único en la variedad de sus manifestaciones. Según Max Muller, las razas primitivas no fueron
propiamente politeístas. “Dios se les manifestaba como el espíritu cuyo cuerpo es la naturaleza. Los
bosques, las campos, las fuentes, las ciudades estaban pobladas de genios; pero en el fondo de todo, eso
era una concepción de la universal habitación de la divinidad en el mundo".
Por lo demás, el error de las concepciones primitivas era más un error de perspectiva que de fondo.
Consistía en la ignorancia de las causas próximas de los fenómenos, al atribuir directamente a la
divinidad efectos de los que es sólo causa general y remota. “Pero quien supone inteligencia en el reloj,
al descubrir en él un trabajo inteligente, no está tan lejos de la verdad, como el que niega al relojero”.
Así también el que diga: “el rayo es Dios” anda más próximo a ta verdad que quien afirma: “Dios no
existe” (Sertillanges).
Al término de su obra de ‘‘La razón práctica’’, el filósofo alemán E, Kant escribía: “Dos cosas llenan
mi alma de admiración, siempre nuevas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
Dios se manifiesta al hombre a través de sus obras ante las cuales el ser humano se siente conmovido
de admiración. El silencio majestuoso de una noche estrellada, la deslumbrante policromía de una
puesta de sol, la canción del viento entre los pinos, la transparencia de unos ojos claros...todo eso se
hace lenguaje en el que el hombre puede sentir y entender sin palabras la presencia del Creador. “El
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cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos; el día al día le pasa su
mensaje, 1a noche a la noche se lo murmura. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su
voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje” (Salmo 18).
No tienen disculpa, dice S, Pablo, los que negándose a leer el mensaje de Dios en sus obras, mantienen
la verdad cautiva. “Porque lo que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista, Dios mismo se los ha
puesto delante; desde que el mundo es mundo, lo invisible de Dios, es decir, su eterno poder y su
divinidad, resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras…” (Rom. 1,19-20).
Todo hombre siente una sed de lo infinito, un “hambre de inmortalidad’’. Las cosas bellas que
encuentra en este mundo al mismo tiempo que lo atraen y lo llaman lo dejan insatisfecho. Atraen y
llaman al hombre en la medida que se colorean de eternidad. El amor llama hacia un futuro sin término,
a una vida plena que no conozca la enfermedad, la vejez, ni la muerte. “¡Ser, ser siempre, ser sin
término, sed de ser, sed de ser más, hambre de Dios, sed de amor eternizante y eterno, ser siempre, ser
Dios!" (Unamuno). Nada de lo que encontramos en la existencia terrestre satisface este anhelo
profundo, y sin embargo el hombre no deja nunca de anhelar. Cualquiera que sea la belleza, el amor, el
bien soñado, siempre queda el cielo abierto para seguir soñando algo superior. Es que no somos
nosotros los que anhelamos y soñamos sino lo Absoluto en nosotros. Su dinamismo interior nos lanza a
buscarlo.
En la conciencia personal
Así como el cielo estrellado proclama la presencia gloriosa de su creador, también en la intimidad de la
conciencia humana se deja oír su voz. Con frecuencia experimentamos en lo mas íntimo de nuestro ser,
sin que nadie presione, sin que nadie se percate desde afuera, la resonancia de una voz interior
insobornable que nos guía en nuestro proceder. Nos asegura con una seguridad inconfundible, con un
acento imperioso que algo esta bien y hay que hacerlo, o que algo esta mal y hay que evitarlo. La
conciencia presenta a nuestra intimidad el bien y el mal independientemente de la aprobación o
reprobación de los demás seres humanos; independientemente de lo que nos puede convenir o
contrariar a las esferas mas codiciosas de nuestro ser.
Esa voz tan absoluta e íntima, ¿no es la resonancia de la voz del supremo Árbitro de la vida y de la
muerte, del bien y del mal, que habla desde el corazón del hombre hecho a su imagen y semejanza? La
razón natural podría llegar a conocer a Dios como principio y fin de todas las cosas e, incluso, como ser
personal. Es lo que sostiene San Pablo y el Concilio Vaticano I, cuando afirma la posibilidad del
conocimiento natural de Dios. Pero aunque podamos saber que Él existe no podremos saber quién es
Él. No podemos llegar a conocer a una persona si ella no se nos da a conocer. El Dios que es objeto de
nuestra fe, es el Dios que se nos ha dado a conocer a través de la revelación.
“Cuando la vida de un hijo se desvanece en nuestros propios brazos, de pronto no hay hombres,
no hay ciencia, no hay progreso y surge la convicción más válida que cualquier descubrimiento
de los sentidos de estar presente ante una Providencia que no se logra comprender. El dolor, la
muerte, el sufrimiento, pero también la vida es capaz de engendrar el misterio tremendo del
encuentro con Dios’’.
“Y así, entre luces y tinieblas, Cristo se vuelve a transfigurar para nosotros y nos ofrece su
reluciente esplendor. Y podemos decir, sin inhibición: SÍ CREO. Creo en Cristo, hijo bienamado
del Padre’’
“Cristo estuvo presente en mi vida desde muy temprano. A los seis años, cuando tuve mi primer
encuentro con Él en mi Primera Comunión...Cristo es, hoy, para mí no sólo una persona que
contemplo sino también y sobre todo la persona que trato de ser, pese a mis innumerables fallas y
deficiencias, Trato de entregarme a Él como se entregó por mi...”
“Cristo se me ha hecho presente en la confianza con que acuden a mí como sacerdote... En esta
experiencia absolutamente única, el sacerdote descubre en toda persona, por muy pecadora que
sea, quizás despreciada por el ambiente, la increíble riqueza de una gracia que actúa, recompone,
sana, transforma. Muchas personas que se han acercado a mí no saben la admiración que han
provocado en mí acusando sus pecados’’.
“¿Qué ha sido Cristo para mí? Sin duda Él ha sido el norte que ha guiado mis pasos desde el
comienzo de mis días, gracias a una herencia familiar que cada vez aprecio con mayor intensidad.
Pero, más que nada, yo diría que Cristo ha sido una permanente invitación, a veces dura, a veces
angustiosa, a veces limitada —sin duda por mí mismo—, a veces embriagadora, a seguir aquella
máxima que Él mismo propuso: “busca primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se
les dará por añadidura”.
Pero he de agregar, para ser honesto, cuán difícil me resulta ser cristiano, auténtico seguidor de
Cristo... cuando la presión del materialismo hace que las pocas veces que llega dinero a nuestras
14 Estos testimonios están tomados del libro Mi experiencia sobre Jesucristo, Editorial del Pacifico S.A., Santiago, Chile,
1980,
61
arcas, parece como que nos olvidáramos de Cristo; me es difícil ser cristiano. Siento soledad,
siento la tremenda presión del racionalismo, de los avances tecnológicos, de los descubrimientos
científicos que oscurecen el sentido de los dogmas”.
(Samuel Claro)
“Cristo es para mí un amigo... Sin sus confidencias yo no sabría que Dios es mi Padre, que me
eligió y me quiere. Y es mi mejor amigo ya que dio su causa por causa mía. Como amigo me
conversa y le converso. Conversamos. Es el diálogo de la oración. Un amigo al que encuentro, y
de buenas, cuando lo voy a ver. Que jamás se me niega si lo telefoneo, cuyo teléfono nunca suena
ocupado... A este amigo mío no tengo nada que darle, salvo lo que Él mismo antes me dio: su
amistad. Permanecer en ella es mi única tarea. Allí está mi alegría’’.
(Hugo Montes)
Conversando
Entre nosotros
Con el Señor
En la persona de Jesús, Dios se manifiesta a los hombres como Padre. Quien lo ve a él, ve al
Padre (Juan 14,8-12; 10,30).
El encuentro con Jesús en la fe transforma al hombre y lo lleva a un compromiso con todo ser
humano, y en especial con el más abandonado (Lucas 3,1-10; Mateo 25,31-46).
Caminando
- ¿Qué pasos se pueden dar para lograr un encuentro más profundo y personal con el Señor?
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- ¿Qué podemos hacer para enriquecer el conocimiento de Jesús a través de la lectura del
evangelio y de libros de formación?
- ¿A qué nos comprometemos para que otros lo puedan conocer, particularmente, nuestros
amigos y parientes?
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Toda persona es un misterio. Pala llegar a conocerla en su intimidad se requiere que ella se dé a
conocer, se revele a sí misma, regale el don de su amistad. Quien se aproxima a ella ha de hacerlo con
interés, con simpatía y con mucho amor.
Para llegar al conocimiento íntimo de Cristo, no basta el empeño de una decisión personal, se requiere
una especial atracción, un deseo hondo que Dios mismo pone en el corazón del hombre; y ese es el don
de la fe. “Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado, no lo atrae’’. Estas palabras se las
decía Jesús a un grupo de judíos que aseguraban conocerlo bien: “No es este Jesús, el hijo de José?
Conocemos muy bien a su padre y a su madre’’ (Jn. 6,42). El único camino para el encuentro personal y
vivificante con Cristo no es ni el de la erudición histórica ni de la lógica racional, sino el del amor que
el mismo Dios suscita en el corazón del hombre.
Puede ser esclarecedor para llegar al conocimiento de Jesucristo recorrer el camino por el que llegaron
los mismos discípulos que convivieron con él. A ellos no se les dio un canocimiento acabado desde el
principio. La luz que recibieron el día de Pentecostés les hizo comprender lo que Jesús había dicho y
enseñado a través de su vida pública. A la luz del Espíritu Santo se llega a descubrir quién es Jesús.
Nadie niega hoy seriamente que Jesús de Nazaret existió verdaderamente en nuestro mundo, en la tierra
de Palestina, entre los años 6 a.C. y 30 de nuestra era. Podemos asegurar con toda certeza que Jesús
nació en tiempo del emperador Augusto (63 a.C. - 14 d.C.), realizó su ministerio público durante el
régimen del emperador Tiberio (14-37), cuando Herodes era tetrarca de la Galilea (4 a.C. - 39 d.C.) y
que murió bajo el procurador Poncio Pilatos.
Jesús de Nazaret pertenece a nuestra historia, es de nuestra condición humana, nace, como todo ser de
carne y hueso, de una madre, arraigado a un pueblo y a una cultura determinada. El comienzo de su
ministerio público esté perfectamente enmarcado en las coordenadas del tiempo y del espacio por el
evangelio: “El año quince del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilatos gobernador de Judea, Herodes
virrey de Galilea, su hermano Filipo virrey de Iturea y Traconítide y Lisanio virrey de Abilene; bajo el
sumo sacerdocio de Anás y Caifás, le llegó un mensaje de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto”.
(Lc. 3,1-3). Es ese el momento en que Jesús sale al encuentro de Juan el Bautista, para pedirle el
bautismo y ser confirmado por el Espíritu del Padre. Jesús no es un personaje de leyenda de orígenes
oscuros que se remontarían a tiempos primordiales. Entra en nuestra historia con el humilde paso de
todo ser humano que llega a este mundo.
Los Evangelios
Aunque existen referencias muy ‘‘de pasada’’ de la existencia de Cristo y los cristianos, al comienzo de
nuestra era, en historiadores romanos como: Tácito, Suetonio, Plinio el joven, y el judío Flavio Josefo;
sin embargo, las fuentes privilegiadas acerca de la persona de Jesus son los escritos del Nuevo
Testamento: Evangelio, Hechos y Cartas de los apóstoles.
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Con todo, no podemos exigir de estos documentos una información que satisfaga nuestra curiosidad
acerca de la vida de Jesús. Es imposible escribir una biografía de Jesus a base de las fuentes que
disponemos. Los evangelios no pretenden ser “vidas de Jesús’’ en el sentido moderno, con precisiones
cronológicas y con descripciones exactas y ordenadas de cómo sucedieron los acontecimientos que nos
presentan. Los evangelios, que nacieron de la catequesis oral de los primeros apóstoles, son testimonios
destinados a despertar la fe en los oyentes.
A los evangelistas no les preocupa las precisiones cronológicas. Agrupan y distribuyen los
acontecimientos de la vida de Jesús y sus discípulos, conforme a lo que les parece más pedagógico para
despertar la fe en sus oyentes. Al mismo tiempo que son testigos de la vida terrena de Jesús, son
testigos de la fe, de la primera comunidad cristiana. La expresión de la fe de la comunidad se basa en la
realidad histórica del Señor.
Los acontecimientos que nos narran los evangelistas, aunque son reales y se apoyan fundamentalmente
en la historia, tienen el carácter de signo, trascienden la realidad sensible para abrirnos el paso a una
realidad que no se ve. El Verbo, la Palabra eterna de Dios, habla a los hombres un lenguaje humano con
palabras y gestos de hombre. En ese hombre, Jesús de Nazaret, Dios, vida eterna, se nos manifiesta y se
nos entrega; de modo que lo podamos ver con nuestros ojos, oír con nuestros oídos, tocar con nuestras
manos. “Lo que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que
contemplamos y palparon nuestras manos, acerca del Verbo de la vida -pues la vida se manifestó y la
hemos visto y damos testimonio y les anunciamos la vida eterna que estaba en el Padre y se nos
manifestó- eso que vimos y oímos, se los anunciamos ahora a ustedes para que se sientan en comunión
con nosotros; comunión que es también con el Padre y su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto para que
nuestra alegría sea perfecta’’. (1 Jn 1,1-4)
Esta es la pregunta clave que Jesús les hace a sus discípulos antes de exigirles una decisión
fundamental. “¿Quién piensa la gente que es el hijo del Hombre?” La impresión que Jesús producía
entre sus contemporáneos hacía surgir los rumores mas dispares. Se decía que era el mismo Elías que
había vuelto. Otros veían en él a Jeremías o al mismo Juan Bautista que aparecía misteriosamente,
luego de haber sido asesinado por Herodes. En ocasiones creyeron ver en él el caudillo que, como un
nuevo David, realizaría los sueños mesiánicos del pueblo, liberando a Israel del dominio del imperio
romano e inauguraría el reino de Dios en este mundo.
Pero también hay otros que lo condenan como impostor y blasfemo, lo tratan de endemoniado, lo
consideran como un peligro para la religión de Israel y hay que deshacerse de él; Herodes se burla de él
65
como un loco y hasta sus familiares mas próximos estiman que esta perturbado mentalmente (Mc.
3,21).
Hoy también los hombres se hacen la misma pregunta: ¿quién dicen los hombres que es Jesús de
Nazaret? Todos afirmarán que, de alguna manera, es un gran hombre. Muchos proyectarán sobre él sus
propias ideologías, sus propios modelos de cambiar o configurar el mundo. La galería de imágenes que
se hacen de Jesús es muy larga y variada. Se ve en él un gran reformador religioso, un moralista, un
revolucionario social, un “super-estrella’’, un hippie, un inconformista. Cada cual ve en Jesús lo que
quisiera ver, que no siempre está de acuerdo con lo que Jesús realmente es y quiere manifestar. Algunas
imágenes de Jesús pintadas por los hombres:
- Un hombre de Dios, el más grande de los profetas cuyo mensaje de Dios ha humanizado al mundo. El
fundador de una religión, de los más puros principios éticos y morales en los que se puede fundar la
fraternidad universal de todos los hombres.
- El gran inspirador de los más nobles sentimientos del hombre, que ha dado origen a la civilización
occidental cristiana.
- Renán, racionalista del siglo XIX, veía en Jesús un hombre excepcional. “Cualesquiera que sean los
fenómenos que se produzcan en el porvenir, nadie sobrepasará a Jesús... y todos los siglos proclamarán
que entre los hijos de los hombres no ha nacido ninguno que pueda comparárselo’’.
- Otros han visto en él un revolucionario que desenmascara a los hombres de sus hipocresías y libera a
la humanidad de las alienaciones religiosas, en las que se ocultan las dominaciones del dinero y las
manipulaciones del poder de unos pocos.
Esta pregunta se las hace Jesús a sus discípulos, a sus amigos que lo han acompañado durante varios
años, que han caminado, comido y descansado con él; que lo han escuchado hablar a las
muchedumbres, le han oído en ta intimidad las explicaciones de sus parábolas y han presenciado las
curaciones de muchos enfermos.
Cuando Jesús les propone esta cuestión, se produce un momento de expectante silencio. Muchas veces
tratándose de las personas más cercanas, no somos capaces de dar una definición, ni decir lo mas
esencial. Pedro clava en Jesús su mirada y con una voz segura y de extraña resonancia exclama con
decisión:
En esta confesión, Pedro no pretendió hacer una profesión de fe en la divinidad de Jesus. Pedro afirma
con una profunda convicción que en Jesús se manifiesta el enviado de Dios, el Mesías en quien se
cumple todo lo que Dios había anunciado en el antiguo testamento. Cristo es mucho más que todos esos
grandes profetas, es la expresión más diáfana y definitiva del Padre. Por eso Jesús se estremece tocado
en lo íntimo de su ser, en el misterio oculto de su persona. Allí donde sólo el Padre llega:
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- “¡Te felicito Simon, hijo de Jonas!, porque eso que has dicho no te lo ha revelado nadie de
carne y sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y ahora te digo: Tú eres Piedra y sobre esta Piedra
voy a edificar mi iglesia’’ (Mt. 16,17-18).
En el reconocimiento de Jesús como el Hijo de Dios expresado por Pedro, se funda la iglesia, la
comunidad de los creyentes. “La profesión de fe en Jesucristo, como el hijo de Dios, es un resumen que
expresa to esencial y especifico de la totalidad de la fe cristiana. Sin ta profesión de fe en Jesús, como
el hijo de Dios, no puede existir la fe cristiana’’ (W. Kasper).
A través de un largo proceso vivido por los mismos apóstoles y que culminara con la venida del
Espíritu Santo, la comunidad de los creyentes esclarecida por el mismo Espíritu, irá comprendiendo
cuál es el significado hondo de esa confesión de Pedro al proclamar a Jesús como el Hijo de Dios. Así
se llegará a la declaración decisiva de la profesión de Nicea sobre la persona de Jesús: “Creemos en el
único Señor Jesucristo, Hijo de Dios, Unigénito del Padre, es decir, de la esencia del Padre, Dios de
Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre,
por el que todo fue hecho en el cielo y en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación descendió y se hizo carne y hombre’ (DH 125: NR 155).
Las precisiones sobre la persona y naturaleza de Cristo se formularon definitivamente en el siglo V, por
dos concilios complementarios; el de Efeso y el de Calcedonia. La fórmula que adoptó la Iglesia en
esos concilios, en términos heredados de una filosofia griega, expresa que Jesucristo es una persona en
dos naturalezas. La única persona de Cristo es la persona del Verbo o del Hijo, que es la segunda
persona de la Trinidad. Las dos naturalezas de Cristo son: la naturaleza divina y la naturaleza humana.
Esto quiere decir que el Verbo eterno de Dios, la segunda persona de la Trinidad, sin dejar su divinidad,
asumió en fa Encarnación, la naturaleza humana y se hizo un hombre pleno y real como nosotros, y se
llamó Jesucristo.
“Cuando pasan los patos salvajes en la época de las migraciones, provocan curiosas mareas en los
territorios que cruzan. Los patos domésticos, atraídos por el gran vuelo triangular, ensayan saltos
pesados. El vocerío salvaje despierta en ellos no sé qué vestigios de salvajismo. Y por un minuto
los patos de corral se transforman en aves migratorias. Y he aquí que en esas cabecitas duras
donde circulaban humildes imágenes de pantanos, gusanillos y gallineros, se despliegan
extensiones continentales, soplan vientos de travesía y se oyen golpes de mareas contra playas
remotas’’.
“El animal no sabía que su cerebro pudiera contener tantas maravillas y fuera tan vasto, mas he
aquí que bate las alas, desdeña el grano, desprecia el gusanillo, y quiere convertirse en pato
salvaje”.
De patos de corral que corríamos tras el gusanillo y nos peleábamos el grano, nos convertimos en
patos salvajes y nos lanzamos a extensiones continentales, a dimensiones de eternidad.
Conversando
Entre nosotros
- ¿Hemos conocido a alguien que nos haya hecho descubrir lo mejor que teníamos y nos ha
ayudado a comprometernos con una misión social?
- Por contraposición: hay relaciones familiares, de vida social o de trabajo en las que nunca
sucede nada.
- ¿He tenido alguna experiencia de relación personal con Cristo que me ha hecho sentir una
transformación en mi vida?
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- ¿He vivido algún acontecimiento que me ha llegado muy adentro ya sea por su alegría o por su
dolor y me ha marcado y ha hecho surgir el verdadero yo que soy y llevo dentro?
Con el Señor
La Transfiguración del Señor. Mt, 17, 7-73 es un anticipo de la resurrección de Cristo en su vida
mortal; expresa una “experiencia cumbre’’.
Cristo manifiesta su intimidad, su vinculación con el Padre; ha pasado una noche en oración (Lc.
9,28). Su rostro y su persona resplandecen como luz.
Todas las cosas y la naturaleza entera quedan bañadas de esa luz. Nos hace mirar la creación con
un colorido distinto del ordinario.
El plan de Dios, la ley y los profetas representados por las figuras de Moisés y Elías encuentran
en Cristo su plenitud. Nos da un sentido de la historia y de los acontecimientos.
Produce una sensación de gran plenitud y gozo, un sentido de absoluto que nos coloca fuera del
tiempo: “¡Qué bien se está aquí!’’
Nos revela el secreto más íntimo de su persona y su misión: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo’’.
Es un secreto que hay que guardar.
El encuentro con Jesús exige escuchar a Jesús, y esto supone un cambio, una conversión que nos
hace ser más plenamente nosotros mismos.
La conversión que nos exige la experiencia cumbre con Cristo nos hace pasar por el misterio de la
muerte y de la resurrección del Señor.
Caminando
- ¿Qué podría hacer para estar atento y facilitar la comunicación con alguien que podría ayudar
a descubrir mi ser, o yo el de él; en la casa, en el trabajo?
- ¿Cómo disponerme a encontrar a Cristo para que transforme mi vida y le dé sentido en una
misión de resonancia universal o más extensa?
- ¿Cuáles son las formalidades o mecanismos de defensa que me impiden relacionarme más
personalmente con los demás y con el mismo Dios?
- ¿Qué prejuicios, ilusiones y falsas expectativas he de suprimir para poder recibir y aceptar a los
otros tal como ellos son?
71
Jesús es un hombre de carne y hueso. No es una especie de fantasma que se haya aparecido. El Hijo de
Dios no se ha revestido de un disfraz para entrar en contacto con el hombre. En el Antiguo Testamento,
Dios se manifestó a Abraham bajo la figura de tres personajes misteriosos que lo vinieron a visitar en el
encinar de Mambré; se manifestó a Moisés en la zarza ardiente, pero esos personajes no eran Dios, ni la
zarza era Dios. Eran apariencias utilizadas por Dios para hacerse sensible a los hombres y comunicarse
con ellos.
Por la encarnación, Dios se ha hecho verdaderamente hombre, ha tomado para sí una humana en un
individuo determinado de la realidad. Hombre verdadero, Jesús de Nazaret no era un autómata
maniobrado por Dios desde el interior, sino un ser dotado de toda espontaneidad y libertad, sin la cual
el hombre no sería más que una caricatura.
La vida de Cristo es una verdadera vida humana. Jesús de Nazaret nace como todo ser humano, de una
mujer, que como mamá lo abriga, lo alimenta con su pecho, y le comunica su cariño. Crece como todo
niño y adolescente en una familia, arraigada en un pueblo, con sus costumbres, su idioma y su cultura
israelita. Está marcado por una realidad humana concreta y no flota como un ser atemporal. Es hombre
de su tiempo, no solamente en sus costumbres exteriores, en su manera de vestir y de comer o en el
lenguaje arameo que habla, sino también en su forma de pensar, llena de imágenes, sin las
abstracciones del pensamiento griego.
No existe ningún retrato que nos conserve sus rasgos físicos. Todas las representaciones de pintura o de
escultura que se han hecho de él, pretenden inspirarse en las características de su personalidad
psicológica y moral que se trasunta de los evangelios. La expresión de su rostro es siempre serena, ya
sea que se ilumine por el cariño, la compasión y la alegría, ya sea que se ensombrezca por la
indignación, la tristeza o la preocupación.
Su mirada transparente y profunda llega a cada ser humano que se le aproxima, con una dedicación
personal que toca por dentro, casi siempre sanando y alentando, pero a veces reprobando y
denunciando. Pero no para condenar, sino para iluminar los rincones más ocultos de los hombres, de
modo que asuman una decisión ante la verdad.
Su voz cálida tiene un acento inconfundible de buen pastor, que llama invitando sin coaccionar la
libertad. ‘‘Todo el que es de la verdad, escucha mi voz'’. Así, cuando llama a los que van a ser sus
discípulos, los invita a compartir con él algo que vale la pena en la vida humana.
Es un hombre que conoce y experimenta todas las necesidades humanas en su cuerpo y en su alma.
Después de una larga caminata por Samaria, tiene que llegar a sentarse en el brocal de un pozo para
descansar. Siente sed y allí mismo pide de beber a una mujer samaritana. Apoya su cabeza sobre unas
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cuerdas en la proa de la embarcación y es tal el sueño y el cansancio que lo acometen que ni siquiera
los barquinazos de la tormenta del lago lo pueden despertar.
Su cuerpo es un cuerpo real, de materia orgánica como el nuestro. Algunos cristianos de la antiguedad,
imbuidos de platonismo, considerando la materia como indigna de Dios, tuvieron dificultad en aceptar
la realidad material del cuerpo humano de Cristo; y afirmaban que Jesús se había presentado en un
cuerpo aparente, no real, de modo que no dejaba huellas cuando pisaba nuestra tierra.
Estos fueron los gnósticos y docetas contra quienes previno S. Juan, cuando en su evangelio enfatizó la
realidad carnal del Verbo. “El Verbo se hizo carne, y puso su tienda en medio de nosotros’’ (Jn. 1,14).
‘‘Para saber si una inspiración es de Dios sigan esta norma: Todo espíritu que confiesa que Jesús es el
Cristo venido ya en carne mortal, procede de Dios, y todo espíritu que no confiesa a ese Jesús no
procede de Dios’’ (1 Jn. 4,2-3).
El alma de Jesucristo
Jesús tiene también un alma humana como la nuestra. No es un mero cuerpo movilizado por Dios como
un robot. Es un alma con inteligencia humana capaz de aprender y de desarrollarse con la experiencia y
los conocimientos, comunicados a través de sus padres y sus maestros, El niño Jesús no era un
monstruo de conocimiento, que todo lo sabía y que aparentaba aprender. No. “El niño, verdaderamente,
crecía y se robustecía, llenándose de sabiduría”... “progresando en sabiduría, estatura y gracia ante Dios
y los hombres’’ (Lc. 2,40-52).
Jesús tiene una verdadera voluntad humana capaz de tomar decisiones libres. Y en las tentaciones, a las
que es sometido por el demonio en el desierto y a través de su vida, cuando es incitado a ponerse en
otros caminos que no son los del Padre, tiene que escoger entre lo que le dicta su sensibilidad o lo que
el Padre le pide. ‘‘No se haga mi voluntad sino la tuya’’ (Lc. 22,42).
El alma humana de Jesús es fuente de todos los afectos verdaderamente humanos, fuente de todas las
pasiones verdaderamente nobles. Es sensible a la naturaleza, a los lirios del campo, al revoloteo de los
pájaros y a las puestas de sol.
Toda la vida humana encuentra eco en su alma y se convierte en parábolas que llegan a las
muchedumbres en la expresión de sus labios. Evoca en ellas todo lo que le ha llegado y emocionado
como niño y joven en su vida de pueblo campesino: la mujer que barre por debajo de los muebles
buscando su monedita perdida, los niños que juegan en la plaza sin llegar a ponerse de acuerdo, el
pastor que sale a buscar su ovejita extraviada, la semilla que cae en diversos terrenos cuando es lanzada
y los pescadores que seleccionan su pesca junto al lago. Toda la vida del campo y el lago de su país se
ha quedado alojada en los rincones de su alma.
Ser hombre con alma es ante todo ser capaz de relacionarse con los demás. Saber llegar a los otros por
la amistad y la confianza. Jesús se muestra con una gran intuición para saber lo que pasa en lo hondo
del corazón de las personas.
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Sabe detectar los sentimientos nobles y sanos como la generosidad y la amistad y también las
intenciones mezquinas y las intrigas torcidas que se traman en los recovecos oscuros.
Sabe descubrir los sentimientos de preocupación, de tristeza o miedo en los que se le acercan
recurriendo a su bondad. Él los ayuda a expresar sus sentimientos mas íntimos, para que detecten su
propio mal, y se hagan conscientes de lo que verdaderamente desean. “¿Por qué están tristes?” “¡No
tengan miedo!” “¿Qué quieres que haga contigo?”
La compasión es la capacidad de hacerse sensible a los sentimientos de los otros, ya sean de gozo o de
dolor. Supone una gran generosidad para salir de sí y ponerse en sintonía con el otro, entrar en su
mundo y en la piel de su alma. Es la capacidad de “llorar con los que lloran y reír con los que ríen’’.
Jesús tiene esa inmensa capacidad de sintonía o simpatía. No es un hombre retraído ni austero como
Juan et bautista. Mira el mundo como una creación de Dios y penetra en él con abertura. No desprecia
el asistir a los banquetes de funcionarios ricos o de personajes de dudosa reputación. Se sienta con
libertad en la mesa de Simón, el fariseo, y comparte el banquete de despedida que dan los publicanos a
su colega Leví cuando deja su mostrador para seguir a Jesus como discípulo.
Es sensible a las atenciones que se le ofrecen o le niegan en la vida social, aunque no le preocupan
mucho las formalidades en sí mismas. Se muestra delicado y atento con toda mujer, comprensivo en
sus caídas, agradecido a sus delicadezas. Acepta con reconocimiento y sencillez las muestras de respeto
y de amor de una pecadora pública que perfuma su cuerpo, el agua que le da una mujer samaritana que
practica un culto religioso diferente, la acogida familiar en la casa de sus amigas Marta y María, y la
compañía y asistencia que le brindan un grupo de mujeres que lo siguen regularmente en su vida
apostólica.
Como hombre es tentado. Encuentra obstáculos, piedras de tropiezo en su misma condición humana y
en la dificultad de sus más cercanos colaboradores para comprender su misión. Se siente molesto y
hastiado en algunos ambientes y manifiesta francamente su malestar: “¡Hasta cuándo tendré que
soportarlos!”
Es entonces cuando Cristo desciende a los infiernos, a la soledad total donde Dios calla, está ausente,
como si no existiera. El silencio de Dios es el infierno del hombre. Es en la soledad y la agonía, en la
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última lucha ante la muerte, donde aparece en toda su aplastante realidad, la verdadera condición
humana de Jesús, despojada de todo recurso y confinada a su radical soledad de la que ningún ser de
este mundo la puede liberar. “Ecce Homo’’, ‘‘He aquí el Hombre”, proclama proféticamente Poncio
Pilatos.
Jesús EL SEÑOR
Es desde esa referencia esencial a su Padre -por el amor que él le tiene y por el amor que el Padre
muestra en él a toda la humanidad-, donde Jesús revela su misteriosa identidad; que “siendo de
condición divina no hizo alarde de ser igual a Dios sino que se despojó a sí mismo tomando la
condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres...por lo cual Dios lo exaltó’’, de modo que
toda la creación se postrara ante Él y lo adorase proclamando que “Jesucristo es el Señor, para gloria de
Dios Padre’’ (Flp. 2,6-11).
Al descender al infierno de la soledad de la muerte y ante ese muro impenetrable sin respuesta, donde
choca todo lamento y donde rebota implacable toda plegaria humana, Jesús vislumbra el rostro del
Padre, a quien se siente referido desde su ser mas íntimo y definitivo: “Padre, si es posible, que pase de
mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Lo definitivo de Jesús es la voluntad del Padre. Su identidad más profunda brota de una referencia
esencial a Él. Ser el Hijo de Dios no es solamente ser creatura suya, no es solamente ser el Mesías que
realiza todas las promesas hechas a su pueblo. Ser Hijo es estar en referencia esencial a Dios que se
revela como Padre. En la hondura de su humanidad, Cristo nos revela su divinidad.
Por ser hombre rodeado de debilidad, se hace capaz de compadecerse de nuestras debilidades; al
traspasar el muro de nuestra impotencia entra en el ámbito del Padre y se constituye en sumo sacerdote
de la humanidad. “Él, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con
lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo
y todo como era. Sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa de salvación
eterna para todos los que le obedecen a él, pues Dios lo proclamó sumo sacerdote en la línea de
Melquisedec’’ (Heb. 5,7-10).
El misterio de Cristo
Lo mas íntimo de Jesús es el ser Hijo unigénito de Dios, que preexistía desde siempre en la intimidad
del Padre. Es el Verbo, la palabra eterna, que a través de su condición humana nos traduce, nos muestra
y nos entrega a Dios.
Ahí está el misterio de su persona, hay en Jesús dos naturalezas, la divina y la humana, pero hay
solamente una persona, en el sentido metafísico de esta palabra. La persona es el sujeto último al que se
atribuye todo lo que se pueda decir o predicar de ella. Es ella la instancia responsable y definitiva de
todo lo que hace o le acontece.
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Por esto, no solamente las acciones divinas, como crear el mundo, transmitir el Espíritu Santo, son
acciones del Verbo; también son acciones suyas las que realiza a través de su naturaleza humana. Y así
se puede decir con toda verdad “que el Verbo que creó todas las cosas, se hizo carne y puso su tienda en
medio de nosotros”. “El eterno que no tuvo comienzo en el tiempo, nace de una madre virgen”. “El que
sacó todas las cosas de la nada, se alimenta del pecho de su madre”. ‘‘Dios se cansa, tiene sed, sufre,
tiene angustia, muere, resucita y entra con su humanidad en la intimidad del Padre’’.
***
No basta decir que Jesucristo es hombre y que Jesucristo es Dios. Eso es cierto, pero no es todo. Se
podría caer en una reduccion. Lo esencial es que Dios se hizo verdaderamente hombre. La encarnación
no es una especie de acomodación de Dios a nuestra debilidad para hacerse sensible y comunicarse con
nosotros. Dios se ha comprometido a fondo y para siempre con el hombre, se ha hecho un hombre
verdadero y para siempre.
La encarnación es un misterio de amor que nos revela la “locura de Dios’’ y la ‘‘debilidad de Dios” por
el hombre. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito’’.
A Dios ya no lo podemos concebir sin nuestra humanidad que la ha hecho eternamente suya. No es un
vestido que se lo pueda sacar. Dios está definitivamente ‘‘condenado” a ser hombre. Nuestra
humanidad reside definitivamente en el seno de la Trinidad; y no solamente la humanidad de Jesús de
Nazaret. En esa humanidad transfigurada por la resurrección y la fuerza del Espíritu Santo estamos
todos los hombres.
El Hijo de Dios se hizo hombre para que todos los hombres, forrmando una unidad en Él, lleguemos a
ser hijos de Dios.
En Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre, el hombre descubre quién es verdaderamente Dios para
el hombre y al mismo tiempo quién es el hombre para Dios. Jesucristo es el rostro de Dios vuelto hacia
el hombre, pero al mismo tiempo es el rostro del hombre vuelto hacia Dios.
Cardenal Newman
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Da la impresión que es bastante complicado ser cristiano. ¡Hay tantas cosas que saber! Está la
Biblia que es toda una biblioteca con mas de 70 libros por la que se pretende remontarnos hasta
la creación del mundo, la historia de la Iglesia con sus 2.000 años de existencia, y con una
institución jerárquica con su complicada y creciente máquina burocrática de cardenales,
monseñores, obispos, curas, etc.
¡Hay tantas cosas que creer! Todo un Credo, más de ciento cincuenta dogmas definidos con
autoridad eclesiástica, muchos de los cuales nos tienen muy sin cuidado. Toda una enseñanza que
a veces se hace tan discutible como Ia Doctrina Social de la Iglesia, y documentos de encíclicas, y
de conferencias episcopales...
¡Hay tantos preceptos que hay que cumplir! Diez mandamientos de la ley de Dios, siete de la
Iglesia, catorce obras de misericordia, siete virtudes, ocho bienaventuranzas, métodos de
regulación de la natalidad que se hacen impracticables, un derecho canónico con 2.414 cánones,
etc.
¡Hay tantos ritos que hay que practicar! Asistir a misas que a veces se transforman en desfiles de
modas; sacramentos que también parecen compromisos sociales como el bautismo y el
matrimonio; o atormentados, como la confesión. Si se agrega el culto de los santos, las mandas,
las procesiones, es como para perderse en una maraña de ritos, mandamientos, dogmas, sin saber
cuál es la síntesis, el núcleo central de la vida cristiana.
¡Uno se siente tan complicado y distante a lo que debería haber sido la simplicidad diáfana de la
vida de Cristo! Surge una sensación de desaliento, en especial, cuando no se ha estudiado en
algún colegio católico. O sensación de atragantado cuando a uno se le ha metido la religión como
algo indigesto.
Conversando
Entre nosotros
- ¿Qué es lo que más me complica o incomoda en la pretensión de ser cristiano? ¿Qué suprimiría
del cristianismo?
- ¿Qué es lo que más aprecio del ser cristiano? Qué es lo que estimo como lo más esencial del
mensaje de Cristo?
- Por lo que he podido observar en la vida real, la vida cristiana, ¿humaniza a las personas o las
hace mas rígidas, estrechas o poco libres?
- ¿Qué personas he conocido que mejor expresan en su vida real el ser cristianos?
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Con el Señor
El mandamiento principal (Marcos 12,28-34). “No está lejos del reino de Dios” quien descubre que
el amor es el acto vital que define y constituye al hombre, en su relación a Dios, al prójimo y a sí
mismo. El amor ‘‘vale más que todos los holocaustos y sacrificios’’, más que todos los ritos
cultuales, mas que todos los dogmas de la fe, las devociones y todos los otros preceptos (ver 1 Cor.
13,1-3). Mejor dicho, el amor resume y contiene la plenitud de todo lo que hay que practicar y
creer. Es la plenitud de la ley y de los profetas. El amor ‘‘todo lo cree, todo lo espera, todo lo
soporta’’ (1 Cor. 13,7).
El amor como todo acto vital es muy simple, pero está contenido en muchos y variados elementos.
Así como la visión del ojo que es simple, pero que tiene infinidad de elementos con sus respectivas
acciones reciprocas, que el fisiólogo reconstituye en el acto simple de ver.
¿Por qué se nos manda amar? Parecería que el amor no se nos puede imponer como precepto: o
nace espontáneamente o no puede nacer de un mandato si no existe. Sin embargo, el verdadero
amor humano es una decisión, no es sólo un sentimiento; brota de la libertad de una opción más
que del juego superficial de la sensibilidad, o del encantamiento de la afectividad. Es por eso el
acto más humano que puede realizar el hombre ya que compromete y define todo su ser como
persona.
Obligación significa “estar ligado-a”... La rosa esta obligada a echar sus raíces en la tierra, abrir
su botón y mostrar la gloria de sus colores y esparcir su fragancia. Así llega a ser plenamente
rosa. El zorzal esta obligado a saludar el alba, saltar de rama en rama, llenar el aire de su
melodía, revolotear, construir su nido... y no se siente constreñido o mutilado por eso. Al
contrario, así es plenamente zorzal. La obligación está inscrita en el código genético de cada ser
vivo y no puede sustraerse a ella sin renunciar al propio ser.
Así también, el hombre si quiere realizar su propio ser de hombre, si se quiere realizar como
persona, esta obligado a amar. No ya solamente porque está inscrito en su código genético como
una determinación fatalista a la que no podría sustraerse, sino como respuesta existencial a una
vocación que le llama y a la que ha de dar una respuesta libre para construir su propio ser. El
amor está inscrito en su ser, pero lo tiene que ejercer de una manera personal y libre si quiere
llegar a ser persona.
Con la Iglesia
“El hombre está hecho para amar y solamente en el amor se realiza como persona. Permanece
incomprensible para sí mismo y su vida carece de sentido si no descubre el amor, si no lo
encuentra, si no lo hace suyo, si no participa vivamente en el amor. Esta es ta dimensión humana
del misterio de la redención” (Juan Pablo II, Redemptor Hominis).
Toda la fe se reduce al amor: Aceptar la gran noticia (evangelio) de que el Padre nos ha amado
tanto que nos haent regado a su Hijo para que recibiéndolo por la fe lleguemos a ser hijos de
Dios.
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Todo el culto cristiano es una expresión del amor. La Eucaristía que es su culminación, es Cristo
que se nos entrega como alimento, que se identifica con nosotros, nos une a todos para hacernos
pasar como hermanos en Pascua al Padre.
Toda la moral cristiana se reduce al amor: ‘‘La ley entera queda cumplida con un solo
mandamiento, el de “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal. 5,14).
Como se ve, todo el complejo de la vida cristiana se resuelve en un acto vital simple y sabroso:
AMAR. Los ritos, las leyes, las verdades, tienen sentido solamente en cuanto disponen al amor.
Dicho de otro modo: ningún rito tiene valor por sí mismo: no se comulga ‘‘por cumplir'’; no se
asiste a misa porque es “obligación’’; sino que se realiza para amar mejor.
Caminando
- ¿Qué pasos podría dar para aproximarme a los que siento más lejanos, los que no me son
simpáticos, los que tienen otras creencias o ideologías?
- ¿Cómo lograr una formación cristiana más profunda acerca de mi propia fe?
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¿Qué significa ser cristiano? Es evidente que esta pregunta no puede tener una sola respuesta. Cada ser
humano es distinto, vive experiencias de fe y procesos religiosos diferentes; de ahí que lo que exprese
acerca de su vivencia cristiana tendrá que ser muy personal. En nuestro mundo muchas personas se
declaran cristianas y seguidoras de Cristo, aunque no tengan ninguna práctica religiosa, ninguna
vinculación con la iglesia, o incluso se confiesan ateas. Éstos ven en Cristo y su doctrina el principio
inspirador del hombre y de una sociedad que pretende marchar en la verdad, y fundar un mundo mas
humano y fraternal.
Por otro lado, no son pocos los que se sienten cristianos por el solo hecho de haber nacido en una
familia en la que se les bautizó, les enseñaron algunas oraciones, y los prepararon para la primera
comunión. Son cristianos ‘‘por tradición y familia”. Ser cristianos, para muchos de éstos, se reduce a
algunas ceremonias y ritos, como asistir a la iglesia con ocasión del funeral de un pariente, o del
matrimonio de una hija o al acompañar a un amigo de quien se hace compadre por el bautismo de su
hijo.
Pero, ¿qué es aquello fundamental por lo que un hombre se hace cristiano? ¿Será la pertenencia a una
iglesia? ¿El ejercicio de ciertas practicas de culto? ¿La profesión de fe en ciertos dogmas que
configuran una doctrina determinada? ¿La adhesión a ciertos valores fundamentales como: la verdad, la
justicia, la paz, la libertad; que fundan una ética humana para una convivencia digna y para la
construcción de una sociedad sana? ;Un sentido de la vida que unifica y dinamiza las distintas etapas
por las que transcurre la existencia humana desde el nacimiento hasta la muerte?
Sin duda, todo eso es algo integrante y muy fundamental del ser cristiano. Todo lo que es noble, justo,
verdadero, bello, todo lo que es verdaderamente humano, entra de lleno en el ser cristiano. No hay nada
propio del hombre que sea ajeno al ser cristiano. Para hacerse cristiano no hay nada que sacrificar o
podar de lo que es verdaderamente humano. Si hay algo que cortar o suprimir siempre se tratara de algo
que impide al hombre desarrollarse en plenitud. El ser cristiano es la plenitud del hombre.
Cristo vive en mí
Ser cristiano es más profundo que aceptar los principios y la forma de vida que Jesús vivió y proclamó
en su evangelio. Ser cristiano es aceptar el gran ofrecimiento que hace Dios: compartir su propia vida
en su Hijo Jesucristo, el Verbo hecho carne. La vida de un hombre se hace verdaderamente cristiana
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cuando el hombre se encuentra desde lo hondo de su ser con la persona de Cristo y acepta recibir la
vida que él le ofrece en su propia existencia. Eso es tan profundo que nunca to sabríamos explicar. S.
Pablo lo expresaba con estas palabras; “Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí".
Ser cristiano es imitar a Cristo, pero no a través de una imitación literal externa, por la que se
pretendiera copiar los mismos rasgos externos y de personalidad que tenía Jesús, los mismos
comportamientos de su vida y actuación, como su vestimenta y su manera externa de vivir.
La imitacion de Cristo parte por una pregunta que me hago continuamente a mí mismo: ‘‘¿qué haría
Cristo si estuviera en mi lugar?’’ “¿Qué haría Cristo en este tiempo en que me toca vivir, en este trabajo
que tengo que desempeñar, con estas personas con las que tengo que tratar, en esta cultura y en este
ambiente social en que me tocó nacer...?" Pero este interrogante de lo que Cristo ‘‘haría’’, que se puede
quedar en un juego de la imaginación con un personaje de la historia, ha de pasar a un presente y
preguntarme con mucho realismo: “¿qué quiere hacer Cristo en mí, ahora, en mis circunstancias reales,
con mi personalidad, mi carácter, mi situación concreta de edad y de trabajo? Cristo está vivo y
actuante hoy en el mundo y en mí mismo a través de su Espíritu.
Soy cristiano si le ofrezco a Cristo mi humanidad real, mi personalidad única, con mi cuerpo y con mi
alma, con mis instintos y mi sensibilidad, para que por acción de su Espíritu, él se encarne en mí ahora
en este tiempo y aquí donde yo vivo, y pueda realizar en mí su acción sobre el mundo. Ser cristiano es
permitirle a Cristo que hable por mis labios, trabaje por mis manos, piense con mi cabeza, ame con mi
corazón; es ofrecerle mi humanidad entera para que Él prosiga su encarnación hoy, en la tierra. Soy
cristiano si trato de tener los mismos sentimientos y preferencias que él tuvo.
Tal vez nos podría iluminar esto la situación que se establece en el amor que un hombre le tiene a su
mujer. Son dos seres diferentes, distintos, pero el amor los abre el uno al otro, de tal modo que la vida
del uno llega a fecundar, alimentar y hacer crecer la vida del otro. Cada uno vive su propia vida gracias
a la luz, al amor, a la visión que le da el otro. Por el amor del otro, llega a ser más plenamente él
mismo. Sin dejar de ser él mismo, el otro ha legado a vivir en él por la plenitud de vida que ha logrado
hacer germinar en él.
Por un inexplicable don de Dios, por una fuerza interna que opera el Espíritu, que es el amor de Dios en
el corazón del hombre, éste sin dejar de ser un hombre pleno y libre es invitado a compartir la vida de
Cristo resucitado a quien recibe por la fe. Cristo no es ya para el creyente, sólo un personaje del pasado
o el solo fundador del cristianismo, el inspirador de los valores de la civilización occidental, llamada
“cristiana’’. Por un proceso inexpresable que tiene su origen en la iniciativa del Padre, el Hijo de Dios,
Jesucristo, asume al hombre como hijo, le comunica por el Espíritu su propia vida.
El Mensaje de Cristo
Cristo comienza su predicación con el anuncio de la llegada del reino de Dios, “El reino de Dios ha
llegado, conviértanse y crean en el evangelio”. (Mc. 1,15). El reino de Dios ha llegado en Jesús mismo.
En su persona Dios mismo se establece en medio de los hombres, y les comunica su modo de ser, de
pensar y de actuar.
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El hombre tiene que cambiar de mentalidad, ‘‘convertirse” de los modos de pensar y actuar del hombre
egoísta y del mundo, y asumir los criterios de Dios. Dejar que Él reine; que sea Él el señor absoluto de
todo. “Él es el único Señor y no seguirás dioses extraños. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt. 5,4-14). El primer mandamiento es la opción única y radical
por Dios, el único Señor ante quien el hombre se puede inclinar y someterse sin rebajarse, para
revestirse de toda su dignidad y poder reinar con él, sobre todo lo creado.
El amor absoluto al único Absoluto es lo que libera al hombre de caer en cualquiera esclavitud. Para
salvar y dignificar lo temporal, el hombre tiene que someterlo al dominio de lo eterno. “No pueden
servir a dos señores...no pueden servir a Dios y al dinero’’ (Mt. 6,24). El amor y el servicio de Dios no
menoscaba, ni disminuye, la libertad del hombre, ni su amor por las creaturas; al contrario, el
reconocimiento de Dios como Señor absoluto y el amor de gratitud hacia Él, constituyen al hombre
como rey de la creación y encienden las creaturas en el esplendor de su verdadera belleza y dignidad.
La proclamación que hace Jesús del reino de Dios es el anuncio de “la verdad que nos hará libres” de
toda clase de esclavitud y de todo ídolo. “El hombre cae en la esclavitud cuando diviniza o absolutiza
la riqueza, el poder, el estado, el sexo, el placer, o cualquier creación de Dios; incluso su propio ser o
razón humana”. El hombre que se aleja de Dios con la pretensión de disfrutar a escondidas y a su
antojo de las creaturas, no sólo pierde a Dios, sino con él, pierde su propia dignidad, su capacidad de
alegría y de gozo ante todo to bello y hermoso que Dios ha puesto en este mundo. Somete a vanidad la
creación misma y destruye lo mismo que pretendía endiosar. “La adoración de lo no adorable y la
absolutización de lo relativo, lleva a la violación de lo mas íntimo de la persona humana” (Doc. Pucbla
491). En esto reside la esencia del pecado y la raíz de toda esclavitud.
Por esclavizarse a lo relativo, por buscar su satisfacción en lo inmediato, por evadirse en el sexo y en la
droga, por asegurarse identificarse en el dinero, en la apariencia de la vanidad y del poder, el hombre
moderno ha perdido el sentido de su vida, de su orientación esencial en la existencia, y así ha perdido
su capacidad para la verdadera alegría; ha perdido su capacidad para relacionarse de una manera
verdaderamente humana con sus semejantes. Ha terminado esclavizando a los otros hombres a sus
sistemas ideológicos o pragmáticos en los que el estado, o el dinero o el partido o el individuo se han
convertido en el señor absoluto de este mundo. A esto mismo apunta V. Frankl, cuando señala:
‘‘Nuestra sociedad industrial se empeña en satisfacer todas nuestras necesidades: nuestra sociedad de
consumo se afana, incluso, en crear necesidades para poder satisfacerlas; pero la más humana de todas
las necesidades del hombre -la de encontrar sentido a la vida- sigue sin ser satisfecha”.
“No está lejos del reino de Dios” (Mc. 12,34) todo hombre, que de alguna manera intuye que el amor es
lo mas importante y decisivo de la existencia. Todo ser que ama verdaderamente se moviliza, aún sin
saberlo, por una fuerza oculta de Dios, se orienta y así conoce a Dios, “porque Dios es amor”’ (1 Jn.
4.7).
La única forma que tiene todo hombre para aproximarse al conocimiento de Dios es amando. Lo más
grande que puede hacer el ser humano en este mundo es amar, Mas que inventar la electricidad o ir a la
luna, o sacarse la lotería, lo más importante que le pueda pasar es encontrar a alguien a quien amar. En
el amor el hombre llega a ser persona, a través del amor hacia otra persona, llega a identificarse quién
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es él mismo. “El hombre no puede vivir sin amor. Permanece incomprensible para sí mismo y su vida
carece de sentido si no descubre el amor..." (Juan Pablo II).
El que no ama no puede llegar ni a sí mismo, ni a los demás, ni tampoco a Dios. “El que no ama no
conoce a Dios, porque Dios es amor’’ (1 Jn. 4,7). Para conocer a Dios no es necesario haber estudiado
teología o saber muchas cosas de religión; una mamá que se levanta en la noche a atender a su hijo,
puede saber más de Dios que un teólogo, porque ama más. Al hombre se le perdonan sus muchos
pecados cuando es capaz de amar mucho (Lc. 7,47). Así se lo asegura Jesús al fariseo Simón, que se
escandalizaba que él se dejara perfumar y besar sus pies por una mujer pecadora publica. Es el amor y
el reconocimiento de la propia debilidad lo que vincula al hombre con Dios y recaba su perdón y no la
observancia de la ley. Es preferible, exponerse a fallar y caer por amar, que eximirse de amar por no
caer. El amor, si es verdadero, mantendrá siempre la fidelidad del corazón; la corrección formal sólo
guardará las apariencias.
“Dios es amor”. A ningún filósofo de la antiguedad se le habría ocurrido definir así a Dios. Aristóteles
lo llamó el “motor inmóvil”, “el acto puro”, ‘‘la causa de las causas’’. Era siempre un Dios lejano que
no se podía contaminar con la materia de la creación, ni ser movido ni conmovido por el hombre.
Existiendo eternamente fuera del tiempo y del espacio, teníamos que imaginarnos a Dios
inmutablemente descansando en la autocomplacencia de una soledad feliz.
El Dios que nos revela Jesucristo es una verdadera familia, una comunidad de amor en la que un Padre
ama y se entrega a su Hijo y éste se le devuelve en el Amor sustancial que es el Espíritu; Dios es una
familia de personas. Y en su felicidad y plenitud ha creado otros seres para invitarlos a compartir su
alegría.
Nuestro Dios ha querido compartir nuestra pequeñez y pobreza y por eso se despoja de su rango de
Dios; el inmutable “se muda’’, se hace uno de nosotros. Se presenta en nuestro mundo como un
marginado, como un indigente que necesita que le den agua, pan, que lo acompañen y no lo dejen solo.
Necesita de una mamá que lo traiga al mundo, lo abrigue, le dé el pecho para alimentarlo...y todo esto
por amor.
“Él nos amó primero’’. Su amor es incondicional. No nos ama porque seamos muy inteligentes, o muy
simpáticos, tampoco nos ama porque seamos buenos o nos portemos bien. Nunca| podremos merecer el
amor de Dios. No son nuestras obras buenas las que atraen la atención bondadosa de Dios. Es más bien
nuestra pobreza, nuestra indigencia, nuestro pecado, nuestra nada... Nos ama porque Él es así, nos ama
porque Él es bueno, el ‘‘único bueno’’, porque Él es feliz y nos quiere convidar a su casa y hacernos
sentar a su mesa sin nosotros merecerlo para que compartamos su propia alegría e intimidad. “Siendo
nosotros pecadores" nos amó y envió a su propio Hijo para que con Él penetráramos en su casa,
despojados de nuestros andrajos de hijo pródigo, y revestidos de la nueva humanidad que Él nos
adquirió en su muerte y resurrección, con el vestido nuevo del Hijo muy amado.
En el amor está contenida toda la ley y los profetas. En el amor está contenido todo lo que hay que
creer y practicar, para alcanzar la felicidad plena a la que el hombre aspira. El amor es lo que define la
esencia misma de Dios, y la esencia misma del hombre creado a su imagen y semejanza. Toda la fe se
reduce a creer que “Dios es amor”. “Toda la ley queda cumplida con un solo mandamiento; el de
amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal. 5,14). Y para heredar la vida eterna, que es la vida misma
de Dios, no hay otra cosa que hacer, sino amar (Lc. 10,27-28). Sin amor, de nada sirven los ritos
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cultuales, los sacrificios, las normas, las devociones religiosas, los preceptos y la misma fe. “Los
demonios tienen fe y sin embargo tiemblan” (Santiago). Sin amor de nada sirve ni la comunicación, ni
el hablar en lenguas, ni las ciencias filosóficas, ni la teología, ni el repartir riquezas, ni el quemarse a lo
bonzo por una causa noble. Sin amor, el hombre no es nada y para nada sirve (1 Cor. 13,1-5).
¿Cómo podremos corresponder el amor que Dios nos tiene? No hay otra forma que a través del amor
hacia nuestros hermanos los hombres.
Lo dice San Juan: “Si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros; a Dios nadie lo
ha visto nunca. Si nos amamos mutuamente, Dios está con nosotros y su amor se realiza en nosotros’’
(1 Jn. 4,11-12).
El amor de Dios nos llega por la mediación del hombre, de su Hijo hecho hombre. Y se lo devolvemos
también por la mediación humana: amando al hombre amamos a Dios. A veces hemos pensado que
estos dos amores a Dios y al hombre- entran en competencia y se excluyen. Como que el amor a Dios,
el absoluto, no nos permitirá amar a la creatura, al hombre o a la mujer. Hay algunas frases duras de
Cristo que contraponen el amor humano al divino: “quien ama a su padre o a su madre más que a mí,
no es digno de mí”.
Y en la práctica de nuestra vida corriente, nuestro corazón se siente mucho más tocado y emocionado
por el cariño de un padre o madre, de un amigo de carne y hueso que podemos ver y tocar, que por un
Dios invisible que sentimos tan lejano. Y es por esta condición de nuestra realidad que Dios no nos
exige un amor imposible. Dios se nos hace visible en el hombre, en Cristo y en todos los que
configuran su cuerpo, y se identifican con él.
El amor cristiano aunque distingue a Dios de la creatura, y no puede adorar la creatura con el amor del
Creador, se coloca en la perspectiva de Dios y ama a través de su corazón humano con la fuerza de
Dios, que es el Espíritu. El amor humano se hace indivisible desde la perspectiva de Dios. De tal
manera que no podemos amar a Dios sin amar y comprometernos con el hombre. Pero tampoco
podemos amar en profundidad al hombre, nuestro hermano, si no lo amamos con aquello de eterno y
absoluto que tiene, que es la imagen de Dios en quien está fabricado. “Para conocer —y amar— al
hombre verdadero, al hombre integral es necesario conocer —y amar— a Dios” (Paulo V1).
El examen definitivo y final para entrar en la vida eterna, la prueba de aptitud para la existencia
cristiana, versará sobre la calidad y extensión de nuestro amor. Se nos preguntará y examinará acerca
de como nos comportamos con Cristo en la persona de nuestros hermanos, de los últimos, de los más
indigentes y necesitados, de aquellos que nuestra sociedad relega y margina como inútiles, flojos,
borrachos y degenerados. “Vengan benditos de mi Padre a poseer el reino que les tenía preparado desde
la constitución del mundo, porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber,
estaba desnudo y me vistieron, andaba forastero y me hospedaron, estuve enfermo y me visitaron, caí
en la cárcel y me fueron a ver’’. Entonces le responderán los justos: Señor, cuándo te vimos así... Y el
rey les dirá: “Les aseguro: todo lo que hicieron con unos de estos hermanos más pequeños, conmigo lo
hicieron” (Mt. 25,34-44).
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Ignacio Vergara S.J., al cumplir sus 50 años de vida consagrada en la Compañía de Jesús, trabajando
como forjador y plomero en el mundo obrero, escribía en su testamento tres años antes de morir:
“Y veo que va llegando para mí una etapa de vida en la que voy constatando una gracia muy grande, un
regalo inmerecido que me causa gran gozo al culminar estos 50 años: y consiste en el privilegio de
contarme entre los últimos... Doy gracias a mi Señor porque al llegar providencialmente a la clase
trabajadora sin pertenecer a ella ni por nacimiento, ni por cultura, al pueblo de la tierra, ese pueblo me
aceptó, me acogió y me hizo el honor de incorporarme a él por el trabajo y su forma de vida...”
“Siento que los años de trabajo han pasado dejando sus huellas en mi cuerpo: las fuerzas han
disminuido, los músculos flaquean, la barca va haciendo agua lentamente, la tarde declina y se va a
entrar el sol. Miro hacia atrás y me alegro, veo que no me equivoqué’’. “Sé en quien me he confiado’’.
Por eso, y sin que otro motivo alguno haya podido ser definitivo para llevarme a acoger la gracia de ser
contado entre los últimos, está la persona incomparable de Jesús de Nazaret, “que siendo rico se hizo
pobre, para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor. 8,9).
“¡Qué secreto tan largo de una vida!, ¡qué pérdida de tiempo, de rendimiento y eficacia, ante la misión
única de liberar a toda la humanidad! ¡Y ese era nada menos que “la imagen de Dios invisible,
primogénito de toda creatura, porque en él fueron creadas todas las cosas” (Col, 1,15).
¡Qué incomprensible entonces una vida silenciosa y pareja, y su ausencia en otras partes en que habría
podido deslumbrar, sino porque así y no de otro modo, nos reveló algo esencial del misterio de Dios!
“Quien me ve a mí ve a mi Padre”. La forma humana de vida de pobre, que solo transformó la
resurrección, fue la principal revelación que nos hizo del Padre. Su modo de ser hombre, su
abandonarse, su llorar y reír, su tristeza y su cansancio, su compasión, su sufrimiento, su amor humano;
más que su palabra nos estaba diciendo: “así es el Dios verdadero, el único”.
“La razón definitiva, la unica que puede legitimar una ‘locura’ así, es Jesús que vivió la mayor parte de
su vida desconocido entre los humildes, entre los trabajadores corrientes de un pueblo sencillo y sin
nombre, haciéndose con ellos un hombre de pueblo’’...
“Jesús de Nazaret me enseñó a querer al ser humano, cualquiera que se cruce en mi camino; a descubrir
en cada uno su misterio, en su angustia, su dolor, su frustración, su fracaso, su alegría, su plenitud:
-en el postergado por su incultura, su oficio de barrendero, por no saber expresarse, por su físico
de nativo, por la timidez de su inseguridad y porque nunca ha tenido ocasión de superarse;
-en el sargento desesperado que se encamina a matar a toda su familia y logro que me entregue
el arma;
-en la niña de mirada triste y sin infancia que llega a pedirme ‘algo que comer’; se sienta sin
hablar y espera, sin saber reír y mira gritando con sus ojos la falta de cariño;
-en el jubilado ferroviario que consumió su vida enganchando vagones y hoy, sin fuerzas, se
sienta solo junto a la puerta de su casa esperando la muerte;
-en el anciano Floro, obrero en otro tiempo en la pampa salitrera, y que hoy a los 85 años se
siente dichoso porque es el ‘rey’ del club de ancianos donde lo toman en cuenta y es tratado como
persona.
***
A través de la revelación de Jesus, el hombre descubre y siente a Dios como Padre; que quiere al
hombre con un amor incondicional, lo quiere en su pequeñez, en su fragilidad e incluso en su pecado.
Ha venido a buscarlo en el abismo de soledad en el que se encontraba perdido. Todo ser humano tiene
un valor infinito porque ha sido creado para configurar la imagen del Hijo. Es como una tela en la que
el Padre quiere pintar la imagen de su Hijo unigénito. La actitud fundamental del hombre es vivir en la
confianza de que ese Padre no lo abandonará, ni le retirara su amor jamás.
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● El Evangelio de la alegría
En una leyenda oriental se cuenta que un día el alma humana sumida en una tristeza profunda
emprendió un largo viaje en busca de la alegría. Caminó mucho tiempo recorriendo ciudades
habitadas por miles de personas, pero en ellas sólo encontró mucha miseria en los pobres y
mucha tensión y agitación en los ricos. No había alegría allí. Partió hacia las selvas y los desiertos,
pero en todas esas extensiones percibió mucho silencio, soledad y una inmensa tristeza. Por fin,
subiendo una montaña descubrió en la cima de una loma una lucecita que lo llamaba con su
brillo parpadeante. Eran los rayos de una lámpara que se escapaban por debajo de la puerta de
una choza cerrada.
- “Debe ser la morada de un santo ermitaño, que me puede iluminar con su sabiduría’’,
pensó el alma. ‘‘Voy a pedirle consejo’’. Llamó discretamente a la puerta. Desde adentro le
contestó una voz muy tranquila:
- “¿Quién eres?”
-‘‘Soy yo”, le respondió el alma humana. Y la misma voz, siempre tranquila, le contestó:
El alma siguió vagando inútilmente por el mundo, sin encontrar en ninguna parte la alegría de
vivir. Y un buen día, extenuada por el cansancio se acordó nuevamente de la choza del ermitaño.
Se levantó, partió hacia ella, vio la lucecita que se escapaba por debajo de la puerta iluminando la
oscuridad de la noche, se aproximó, golpeó...
Entonces cl alma humana, instruida por la vida y el dolor, pudo formular la verdad decisiva. Ya
no dice “soy yo" sino que responde sencillamente:
La alegría verdadera sólo se encuentra cuando se es capaz de salir de sí, vencer la soledad del
egoísmo que se busca a sí mismo, y descubre que puede formar un tú con otro yo que estaba
oculto. La alegría verdadera se encuentra cuando nace el amor.
Conversando:
Entre nosotros
- ¿Cuáles han sido los momentos o las situaciones en las que me he sentido más
íntimamente feliz, más profundamente realizado como persona?
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- ¿Cuáles son mis deseos más hondos y permanentes, los anhelos que mejor expresan lo
que soy yo y quiero llegar a ser en plenitud?
- ¿Cuáles son los obstáculos más serios que me impiden ser feliz? ¿Por qué no soy feliz?
- ¿Cuáles son aquellos deseos obsesivos o caprichos en los que creí que estaba la felicidad y
que con el tiempo se mostraron antojos transitorios que mataban el deseo auténtico de la
realización personal?
Con el Señor
Las Bienaventuranzas, Mateo 5,1-10. Para Jesús son felices no los que acumulan riquezas, ni los
que corren obsesivos tras la admiración y la fama; no los que se afanan por subirse a las cumbres
del poder.
Son felices tos pobres, porque en su pobreza poseen el Reino; son felices los humildes, porque en
su sencillez entran en una verdadera comunicación humana que los hace dueños de la tierra; son
felices los que tienen el corazón recto y puro, porque en la diafanidad de los rostros humanos
siempre descubren el rostro del Padre.
Son felices porque en definitiva son hombres libres. En todas las situaciones y acontecimientos de
la existencia, aún los más humillantes y opresores, sienten que la vida tiene sentido, que siempre
se puede amar, porque hay un Padre de todos que mira y ama y hay un reino de hermanos que
construir.
La alegría es amar: Juan 15, 9-17. "Yo los he amado a Uds. como el Padre me ama a mí,
permanezcan en mi amor. Al guardar mis mandamientos permanecerán en mi amor, así como yo
permanezco en el amor de mi Padre, guardando sus mandalos. Yo les he dicho estas cosas para
que participen de mi alegría y sean plenamente felices. Este es el mandamiento mío, que se amen
unos a otros como yo les he amado".
El hombre alcanza su plenitud que se expresa en el gozo y la felicidad cuando realiza su vocación
fundamental. Jesús nos revela que el Padre nos llama a participar en Él, su Hijo, de la vida
misma de Dios. La vocación del hombre es fundamentalmente una vocación al amor; participar
en el amor que el Padre tiene al Hijo; y transmitir ese amor que Dios nos tiene en la entrega
amorosa a nuestros hermanos. “Mi mandamiento es que se amen unos a otros como yo los amo”.
Juan 16,20-22. “Yo les aseguro que lloraran y se lamentaran ustedes mientras el mundo estará
alegre; ustedes estarán tristes, pero su pena acabará en alegría. Cuando una mujer va a dar a luz
siente angustia, porque le ha legado su hora; pero en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del
apuro, por la alegría de que un hombre haya venido al mundo. Por eso ahora también están
tristes, pero cuando vuelvan a verme se alegrarán, y esa alegría suya no se las quitará nadie".
Cristo pronuncia estas palabras sobre la alegría que Él nos trae en su última cena, cuando sabe
que un poco más tarde se ha de enfrentar con el sufrimiento, la soledad, el abandono y la misma
muerte. Se trata de una alegría fundada no en ilusiones sino en fidelidad del amor que es capaz
de atravesar las tinieblas del pecado y de la muerte.
91
Caminando
1. Al terminar el día, o en otra ocasión de quietud, detectar los momentos y encuentros con
personas que me han producido más alegría interna.
2. Hacer de la experiencia de alegría una oración de acción de gracias; y de las fallas, una
oración de perdón y conversión.
3. ¿A qué personas les puedo producir un rato de alegría con una visita o un regalo?
92
El evangelio de la alegría
¿En qué consiste la felicidad?
“Todo ser es feliz cuando cumple su destino..., cuando está siendo lo que verdaderamente es’’ (Ortega).
Cuando va desplegando las capacidades que lleva dentro; cuando se siente viviendo y vibrando en todo
su ser, en todo encuentro con la verdad, con el amor y con la vida.
El hombre es feliz cuando es capaz de salir de sí en busca de algo y de alguien que nunca logra
alcanzar parque está mas allá de él mismo, y que lo impulsa a trascenderse y buscar fuera de sí. Todo
ser humano se encuentra a sí cuando deja de buscarse, y llega a sí cuando no se queda en sí. ‘‘La
felicidad es una mariposa que cuando la persigues siempre se coloca mas allá de tu alcance, pero que
cuando te sientas tranquilamente, puede posarse sobre ti” (Nathaniel Hawthorne).
Todo ser es feliz cuando responde a su vocación esencial, al llamado fundamental de Dios, a lo que Él
ha inscrito en su propia existencia. Dios se complace y se goza en que el hombre llegue a su plenitud.
‘‘La gloria de Dios es que el hombre viva plenamente’’ (S. Ireneo). El hombre nace, vive y muere con
un anhelo de felicidad. Pero busca la felicidad en muchas cosas, se agita por la apariencia y se pierde
en ellas; se olvida que “lo esencial es invisible a los ojos” y se descubre en la quietud del alma con el
corazón.
Jesús comienza su enseñanza anunciando la alegría, y proclamando quiénes son los seres
verdaderamente felices, ciudadanos de su reino. Él nos trae una felicidad nueva que el mundo no puede
conocer, ni tampoco puede dar. No se compra con dinero ni con tarjetas de crédito, ni se adquiere con
poder, ni siquiera con la sola corrección que da una cultura o un nivel social. No se logra ni con las
drogas, ni con las bebidas, ni con el sexo. Todo el evangelio es un anuncio de esa alegría, el gran regalo
que trae Dios para todos los hombres y que solo permanece y crece cuando se comparte. Los que Jesús
proclama felices son precisamente aquellos que nuestro mundo estima como seres despreciables y
desgraciados.
El hombre es feliz cuando se siente fundamentalmente querido y con una gran capacidad de amar. Esto
le da una unidad y plenitud interior tan consistente, que lo inunda una paz y seguridad básica, que le
hace permanecer sereno y contento a pesar de todos los contratiempos e incluso dolores que pueda
soportar. Al abrigo de un verdadero amor, el hombre se siente tremendamente rico a pesar de los
despojos materiales, se siente alegre en medio de las lágrimas, se siente libre en su sometimiento.
93
No es feliz el hombre que está comido internamente por la ansiedad. La búsqueda ansiosa de la
felicidad espanta lo mismo que se pretende alcanzar. La felicidad no se persigue directamente, sino que
llega suavemente aleteando como paloma en torno del grano que se ha esparcido, como consecuencia al
amor que se ha dado. La ley fundamental del evangelio es que ‘‘quien busca su vida para sí mismo, la
pierde, y el que la entrega y la pierde por los otros, la conserva para la vida sin término’’. ‘‘Moneda que
está en la mano quizás se deba guardar, la monedita del alma se pierde si no se da’’ (A. Machado).
Por lo mismo no es feliz el hombre que vive esclavizado por el dinero, por acumular bienes materiales
en los que pone su seguridad. No es feliz el que vive en la tensión desgarradora a que lo somete el
mundo de la competencia, y consume sus energías en representaciones desgastadoras de hombre de
éxito por la ostentacion de su fortuna y los círculos que frecuenta.
No es feliz aquel que corre frenético en pos del placer. El adicto a la droga, luego de inhalar y volar por
el mundo de la fantasía, vuelve al mundo de la realidad donde se encuentra solo y vacío. No ha
encontrado un amor verdadero, una persona que lo acepte como es, con sus cualidades y también con
sus limitaciones y le enseñe a aceptarse a sí mismo por lo que es y no por lo que tiene. Un amor que le
enseñe a darse y a entregar toda la riqueza que lleva en su alma.
No es feliz quien no sabe por qué y para qué vive, cual es el sentido de su vida. Y así camina por esta
tierra sin rumbo, impulsado por la corriente anónima de las masas, sin comprometerse con nadie ni con
nada, balanceándose en la vaguedad de la indefinición.
Son felices los pobres, aquellos que no se sienten atados a los bienes materiales, los que reconocen su
indigencia fundamental aunque tengan bienes de este mundo. Son felices porque en su pobreza sienten
la seguridad de ser queridos por Dios, son interiormente libres y señores de la creación.
Son felices los mansos, los que se saben pequeños, porque se les revela el conocimiento de la vida
íntima de Dios. En su humildad adquieren la capacidad de sintonizar con los demás, lo que les permite
una verdadera comunicación con todos los hombres, ser amigos de todos, y poseer así la tierra.
Son felices los que sufren porque en la resonancia del dolor descubren y ensanchan las dimensiones del
alma, se hacen capaces de comprender y querer a muchas personas, y adquieren una gran capacidad de
simpatía. A través de las lágrimas se puede percibir toda la luz del universo.
Son felices los que tienen el corazón recto y puro, porque en la transparencia de la mirada son capaces
de llegar al fondo de las personas y descubrir el rostro de Dios en todos los rostros y en todos los
acontecimientos de la historia.
Son felices los que buscan la verdad, porque al encontrarla como pepitas de oro en todas las personas
van descubriendo el tesoro de Dios escondido en el campo del mundo. Se imponen por la fuerza de la
bondad y así construyen la paz fundando un mundo de hermanos.
94
Todos estos son felices, aún en las situaciones mas conflictivas de la existencia, en las que son
perseguidos por causa de la justicia, porque en definitiva se sienten hombres libres; sienten que la vida
tiene sentido, porque ven brillar la luz de Dios en el rostro de los hombres.
A los discípulos de Cristo se les entrega la misión de ser sal de la tierra y luz del mundo (Mt. 5,13-16).
Aunque sean pocos, si están bien sazonados, serán capaces de darle sabor de Cristo a la inmensa masa
de la humanidad aunque en su conjunto no sea cristiana. Son luz, porque brillan como lamparitas en la
oscuridad de la ignorancia humana, “para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el
rostro de Cristo” (2 Cor. 4,6).
El cristianismo es fundamentalmente una buena nueva, la gran noticia del amor incondicional que Dios
tiene al hombre. Por ese amor Dios se hace uno de nosotros en Jesús de Nazaret, y en Él, su Hijo
unigénito, acoge a la humanidad entera, pequeña y pecadora, en la intimidad de su vida.
Hay una ola refrescante de alegría a través de todas las páginas del Evangelio, como un canto de
esperanza ante todos los imposibles de los hombres que el amor de Dios ha hecho posible. (Lc. 1,37;
Mc. 10,27).
Alegría que el ángel de la anunciación le expresa a María, porque Dios la ha elegido para realizar, en el
santuario de su cuerpo, la alianza con el hombre. Alegría de la humildad de Dios que se hace hombre.
Alegría de la grandeza del hombre que se hace Dios. (Lc. 1,26-38).
Alegría que brota de los labios de la anciana Isabel ante la visita de su joven prima María, porque ha
sentido estremecerse sus entrañas, hasta entonces infecundas, con la vida de su hijo que da saltos de
gozo. Alegría por la fe de María: ‘‘feliz tú que has creído y has hecho posible la encarnación del Verbo”
(Lc. 1,39-45).
Alegría que estalla en el ‘‘magnificat’’ de los labios de María, que resume toda la alegría contenida del
Antiguo Testamento, por las maravillas que el Señor realiza por su pueblo a través de su pobreza y
humildad. (Lc. 1,47-56).
Alegría que resuena en cantos de gloria en la comarca de Belén, que en plena noche anuncia a unos
pastores el nuevo amanecer del mundo, en el nacimiento de un niño pobre envuelto en pañales y
recostado en un pesebre; Dios ha regalado al mundo un salvador, un mesías y señor. (Lc. 2,8-14).
Alegría del anciano Simeón, que ha sentido rejuvenecer su corazón parque sus ojos gastados de tanto
otear el porvenir han descubierto en ese niño que llevan José y María al templo ‘‘la luz que alumbra a
las naciones y la gloria de su pueblo Israel’’. (Lc. 2,25-32)
Alegría que es anunciada en el monte de las bienaventuranzas cuando Jesús proclama felices a los
pobres, a los humildes, a los que lloran, a los rectos, a los que trabajan por la paz y sufren persecución
por causa de la justicia. Son felices porque se les ha entregado el reino de Dios, la posesión de la tierra,
la consolación, la libertad interior, y la capacidad de descubrir a Dios en todas las cosas y sentirlo
amigo (Mt. 5, 1-10).
95
Alegría del Padre de los cielos que unge con su Espíritu y consagra como mesías a Jesús de Nazaret y
lo proclama su Hijo muy amada, para que anuncie la libertad de los cautivos, sane a los enfermos y
libere de todas las esclavitudes a los hombres oprimidos, inaugurando el tiempo de gracia del Señor.
(Lc. 3,22; 4,16-21)
Alegría que estremece el corazón de Cristo cuando sus discípulos vuelven de una misión en la que han
sometido a los demonios y sanado a tos enfermos. Alegría, porque el Padre tiene escrito sus nombres en
su corazón, les ha comunicado el secreto de su intimidad, y les ha encargado la acción transformadora
de su Hijo en la tierra. (Lc. 10,21-24)
Alegría en el cielo de los ángeles de Dios, que es mucho mayor por un pecador que se convierte que
por noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia. Es la alegría del encuentro de lo que estaba
perdido. Es la alegría de una fiesta que hace el Padre por el hijo que vuelve. Es la alegría del perdón,
que no recuerda la falla humana y devuelve toda la dignidad de la persona. (Lc. 15)
Alegría de la mañana de la resurrección, cuando las lágrimas aún tiemblan en las mejillas encendidas
por el dolor de la separación y de la muerte. Alegría de Magdalena al sentir que está a su lado y la
llama por su nombre al que buscaba en una tumba. Alegría luminosa del despertar de un mundo que ha
sido liberado y que comienza a iluminar con el resplandor de la gloria del Padre que resplandece en el
rostro del Señor resucitado (Jn. 20,11-18; 2 Cor. 4,6).
Alegría de Pentecostés, en que se reúnen todos los pueblos de la tierra en una sola comunidad humana
por la comunicación del Espíritu Santo que los hace hablar un mismo idioma y sentarse en una misma
mesa, para celebrar la gran fiesta de la unión definitiva de Dios con los hombres. (Hechos 2,1-13)
San Pablo señala a la alegría como uno de los grandes frutos del Espíritu junto con el amor y la paz.
(Gal. 5,22). El amor, la paz y la alegría son una trilogía inseparable. No existe verdadera alegría sin la
armonía de la paz y la generosidad del amor...‘‘Hay mas alegría en dar que en recibir’’, dice Jesús,
expresándonos que la alegría está en la comunicación del amor, en la capacidad de compartir.
Donde hay alegría verdadera, ahí está el Señor. El nos advierle que aunque tengamos que pasar por los
callejones de la angustia y de la tristeza, la compañera definitiva que nos guiará en todos los caminos
sera la alegría. ‘‘Les aseguro que ustedes llorarán y se lamentarán mientras el mundo estará alegre;
ustedes estarán tristes, pero su pena acabará en alegría... cuando vuelvan a verme se alegrarán, y esa
alegría nadie se las podrá quitar.’’ (Jn. 16,20-22)
A la luz de la alegría acompañada por sus inseparables hermanas, paz y amor, puede el hombre
descubrir la voluntad de Dios en el camino de su vida y en las decisiones que continuamente va
tomando. Si a pesar de las dificultades, sufrimientos y aún de las fallas personales experimenta una
alegría y una paz básica, es signo de que el Señor lo acompaña y nada tiene que temer.
de la resurrección de Jesucristo, que es la expresión del triunfo definitivo del amor sobre toda clase de
muerte. La resurrección de Cristo es la generación del hombre nuevo en la alegría definitiva.
Jesús desde el monte de las bienaventuranzas, establece con claridad su postura ante el Antiguo
Testamento. No viene a abolir la Ley y los Profetas, que el pueblo de Israel ha guardado como un
regalo de Dios hecho por medio de Moisés para regir su vida religiosa y civil. Jesús pertenece al pueblo
de Dios, al pueblo judío, por medio del cual ‘‘viene la salvación” (Jn. 4,22). Como israelita, miembro
de ese pueblo, se somete a la ley. “Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer, sometido a la ley para rescatar a los que estaban sometidos a la ley, para que recibiéramos la
condición de hijos’’ (Gal. 4,4). La ley comprendía los mandamientos entregados por medio de Moisés,
las tradiciones rituales, las instituciones y practicas religiosas.
Jesús tiene gran respeto por toda la tradición religiosa y cultual de su pueblo, y tiene conciencia que él
es el punto de llegada en quien se realiza en plenitud toda esa larga preparación pedagógica de la ley.
‘‘No piensen que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles su cumplimiento” (Mt. 5,17-18).
En él la Ley adquiere todo su significado y se despoja de todo lo transitorio, para dejarnos lo definitivo.
Pero advierte que si la fidelidad a la ley “no se sitúa por encima de la de los escribas y fariseos’’, no se
puede entrar al reino de Dios. La fidelidad de los escribas y los fariseos es una fidelidad formal y
puramente legalista, descuidando lo esencial de la ley: ‘‘Escribas y fariseos hipócritas que pagan el
diezmo, de la menta, del anís y del comino, y descuidan lo mas importante de la Ley: la justicia, la
misericordia y la fe... por fuera aparecen justos ante los hombres, pero por dentro están llenos de
hipocresía y de iniquidad.’’ (Mt, 23,23-28). Piensan ganarse la amistad de Dios por el esfuerzo personal
de la observancia del ayuno, del sábado y de la contribución al servicio del templo.
La fidelidad a la ley les da ‘‘status’’ y los hace mirar con desprecio a los demás hombres, a los
indigentes y a los publicanos. Han hecho de la ley y de las prácticas religiosas un instrumento para
dominar y oprimir: “Atan pesadas cargas y las echan a la espalda de la gente”. Se indignan que Jesús
sane a la gente en día sábado. Por esto les aclara que ‘‘el sábado se hizo para el hombre y no el hombre
para el sábado” (Me, 2. 27). Así expresa el sentido de toda la ley que ha sido hecha para servir al
hombre y ayudarle a conseguir su liberación definitiva.
Jesús manifestará que el corazón de toda la Ley de Dios está en el amor. Toda la ley y los profetas están
comprendidos en el amor a Dios y al prójimo (Mt. 20,40; Mc. 12,28-34). El que ama cumple la ley
entera (Gal. 5,14). El que no ama, por muchos mandamientos y tradiciones que observe, no entra al
reino de Dios, ni alcanza la vida eterna. Cristo sera implacablemente duro contra la hipocresía de los
que recurren a las prescripciones legales y a las tradiciones rituales para eximirse de amar (Mt. 15,1-9),
para condenar y despreciar a los demás hombres (Lc. 18,9-14).
Lo que califica al hombre, lo justifica o lo mancha no son los ritos externos como comer sin lavarse las
manos, sino lo que sale del corazón. (Mt. 15,20) Es por el amor que nace del corazón del hombre y no
por la mera práctica externa de la ley por el que el ser humano establece la verdadera relación con Dios
y con los demás hombres.
98
La ley del Antiguo Testamento se limitaba a condenar el resultado externo del mal. La ley de Cristo
apunta a la intención desde donde se gesta el pecado.
No basta reprimir el hecho externo de matar a otro hombre. Cristo enseña que también se asesina y
destruye al otro con el odio, con el insulto, con el rechazo interior y la descatificación.
Dios no acepta expresiones de culto y de amor de aquel que lleva en su interior la mala voluntad o el
resentimiento contra su hermano. No se puede honrar y amar a Dios con un corazón que no acepta a su
hermano. ‘‘Si yendo a presentar tu ofrenda al altar te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra
ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y
presenta tu ofrenda’’ (Mt. 5,23-24). La honra a Dios y el amor al prójimo están indisolublemente unidos
en la enseñanza de Jesús.
No basta evitar el hecho externo del adulterio, La infidelidad y el adulterio mismo se gestan ya en los
deseos e intenciones torcidas. La relación del hombre y de la mujer se ha de integrar en todos los
planos del ser, del cuerpo, del alma y del espíritu. Crea un vínculo definitivo más fuerte que una
componenda legal. “Todo el que mira a una mujer casada excitando su deseo por ella, ya ha cometido
adulterio en su corazón’’ (5,28).
La palabra dada y el lenguaje humano crean relaciones sinceras y confiables, tienen una fuerza propia
que no requiere el respaldo del juramento, y frases adicionales. Nuestro lenguaje ha de ser directo y
simple: un sí o un no tiene todo el peso de un compromiso.
El amor cristiano ha de ser siempre una expresión del amor de Dios, que es incondicional y universal.
No se restringe al círculo de nuestra familia, de nuestra clase y cultura; a las personas que nos caen bien
y simpáticas. Ese amor lo tienen también los paganos y descreídos. “Si muestran cariño por los que los
quieren, ¿qué premio merecen? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?” (5,47).
Lo esencial del mensaje cristiano es que el amor de Cristo se extiende a todos los hombres: a los justos
e injustos, a los buenos y a los pecadores, a los creyentes y a los incrédulos, a los ricos y a los pobres, a
los sanos y a los enfermos, a los niños inocentes y a los bandidos criminales. No excluye a nadie. Y si
insiste y tiene preferencia por atender y juntarse con personas de mala fama, descreída, pobres,
enfermos, débiles, es para que a nadie excluyamos de nuestra solidaridad, que ha de ser universal. No
podemos tener a Dios como Padre si en nuestro fuero interno no somos capaces de rezar por los
enemigos, por los que nos caen mal e incluso nos persiguen. “Amen a sus enemigos y recen por los que
los persiguen, para ser hijos de su Padre del cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda
la lluvia sobre justos e injustos’’ (3,45).
Dios es Padre de todos los hombres y si queremos contarnos entre sus hijos nos hemos de cobijar bajo
el alero de su amor, y aceptar como hermanos a todos los que Él quiere. La tarea que Jesús nos
encomienda es nada menos que ser imitadores de Dios en su capacidad de amar. ‘‘Sean perfectos como
el Padre celestial es perfecto” (Mt. 6,48) es “sean compasivos como el Padre celestial es compasivo”
(Lc. 6,36). La primera tentación del hombre fue pretender “ser como Dios’’, la vocación que Cristo le
asigna al hombre es también ser como Dios en la capacidad de amar. Y esto que es “imposible para el
hombre, es posible para Dios” (Mc. 10,27), ya que Él puede amar a través del corazón humano.
99
“¿Quién es mi prójimo?" No es sólo el que encontramos próximo a nuestro lado, por la cercanía
familiar, cultural, de ambiente, de religión, de ideología, de política. Como un buen samaritano, al
próximo no lo encontramos a nuestro lado, sino que lo hacemos próximo por nuestra aproximación a él.
El cristiano es el ser que se aproxima a todos, y a todos los hace su prójimo (Lc. 10,36-37), por la
compasión y la misericordia.
Toda la vida de Jesús transcurrió bajo la mirada del Padre, allí encontraba su fuerza, su alegría, su
identidad como persona, la orientación de su misión y el sentido de su acción. El cristiano, discípulo de
Cristo, ha de aprender a vivir bajo esa mirada en la que descubre quién es él, cual es su misión en la
tierra, cuáles son los móviles de su acción. Bajo la mirada del Padre el hombre está en el recinto más
íntimo, donde puede ser plenamente él mismo y obrar con plena libertad.
Los actos religiosos que practicaba el israelita piadoso eran: la limosna, la oración y el ayuno. Jesús
reprueba a aquellos que lo hacen para ser vistos y alabados de los hombres, para adquirir estimación,
prestigio o “status’’, y así lo que los debería unir con Dios en el secreto del corazón se convierte en un
motivo de separación de los demás. Califica duramente de hipócritas a los que se sirven de la religión
para adquirir ventajas, lucimiento y prestigio personal. “Cuidado con hacer sus obras de piedad delante
de la gente para llamar la atención’’.
“Cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede
escondida; y tu Padre que mira lo escondido, te recompensará” (Mt. 6,4).
“Cuando quieras rezar, entra en tu cuarto, echa la llave y rézale a tu Padre que está en lo escondido; y
tu Padre que mira lo escondido, te recompensará” (Mt. 6.6).
“Cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para no hacer ver tu ayuno a la gente, sino a tu
Padre que está en lo escondido; y tu Padre que mira lo escondido, te recompensará’’ (Mt. 6,18).
La conciencia es ese lugar escondido en la intimidad del hombre donde se refleja el resplandor de los
ojos de Dios. Bajo esa mirada el hombre se siente plenamente querido, acogido tal como es, con un
amor incondicional que lo protege, lo libera del miedo, de la compulsión, del culpabilismo y lo induce
a actuar con libertad a la luz de la verdad. “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues
el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (1 Sam. 16,7).
Si no me agrandas la puerta,
achícame por piedad;
vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar. (M. de Unamuno)
100
Todo ser humano necesita tener una seguridad básica que le permita pisar en tierra firme. Desde que
nace esa seguridad la encuentra en los brazos de su madre, donde se siente sostenido por un gran amor
que le permite dormir tranquilo, al abrigo de toda amenaza.
La familia estable será siempre el lugar natural en el que todo ser que llega a este mundo logre esa
confianza fundamental en sí mismo que le permitirá internarse con serenidad por el ancho mundo,
caminando por sus propios pies.
A medida que el hombre crece y se va haciendo cargo de su propia persona, busca su seguridad en los
bienes materiales con los que sustente su existencia, como el alimento, la vivienda, la salud y el trabajo.
Pero además aspira a gozar de todos esos bienes que ha ido logrando por medio de su actividad
creadora, de su inteligencia y su industria en el campo de la ciencia y de la técnica y en la vida social y
cultural. Son aquellos bienes alcanzados por la actividad de su espíritu en la reflexión, la
contemplación, la creación artística de la música, de la pintura, la literatura. Los bienes de la
convivencia, del descanso, de la recreación deportiva. Todos estos bienes y otros más son buenos en sí
y queridos por Dios para todos los hombres, de modo que a través de ellos desarrollen su proyecto
humano.
El mal se suscita en el modo como el hombre se aproxima y usa de los bienes. Cuando el hombre
trastoca el orden de la creación, y convierte lo que era un medio en fin. Cuando le da un valor absoluto,
como si fuera Dios, a lo que tiene un valor relativo. Cuando lo que Dios ha destinado para todos los
hombres se convierte en patrimonio de unos pocos. Entonces la creación queda herida y los hombres
sometidos a esclavitud.
Se busca la seguridad acumulando muchas cosas para sí, aunque otros carezcan de lo mas esencial. Se
crea una cultura excluyente y de una competencia desleal en el uso de los bienes, en la que muchos
quedan fuera de toda participación en ellos. Busca su seguridad no en el ser, sino en el tener muchas
cosas; no en la comunicación y en el compartir, sino en el figurar y dominar sobre los otros.
Se lanza en una carrera de consumir cosas para adquirir figuración por la marca de sus polerones y
zapatillas, por la grandiosidad de su mansión, la calidad de sus vehículos y el prestigio de su barrio.
Busca una seguridad que lo deja extenuado y no le permite ni a él mismo gozar con serenidad de todo
lo que tiene.
“El estado de desigualdad entre los hombres y pueblos no solo perdura, sino que va en aumento.
Sucede todavía que, al lado de los que viven acomodados y en la abundancia, existen otros que viven
en la indigencia, sufren la miseria y con frecuencia mueren incluso de hambre’’. (Juan Pablo II, Dives
in Misericordia).
101
En su afán de seguridad el hombre ha creado el mundo de las agencias aseguradoras para resguardar
sus casas, sus vehículos, sus fábricas, la salud de las personas, las fuentes de trabajo, de posibles
peligros de destrucción por terremotos, incendios, robos, etc... El hombre de negocio que piensa
invertir estudia el mercado, la competencia, sus posibilidades, y calcula los riesgos. Pretende ponerse a
salvo de los barquinazos de acontecimientos imprevistos.
Sin embargo, en el campo de la seguridad personal, familiar o nacional, lo más importante y vital del
hombre no se puede asegurar. No existen agencias aseguradoras de lo verdaderamente humano. No se
garantizan ni la vida, ni la salud, ni la felicidad, ni el amor. Ni el hombre más poderoso puede evitar
contraer una enfermedad y morir. Los hombres mas asegurados en sus bienes materiales son,
frecuentemente, los mas débiles y expuestos en las defensas morales.
Los fracasos de la vida matrimonial y familiar golpean y destruyen muchas veces con mayor saña a los
que económicamente están mas asegurados. Y mientras más complican el sistema de defensa con autos
blindados, cajas fuertes, chalecos antibalas, mas solos y aislados se encuentran de la convivencia
humana y la amistad. Como nunca, en nuestros días, la seguridad desmedida en torno a las cosas
materiales y al poder destruye la confianza en la que se basa la vida misma de las personas.
Albert Camus ha dicho que el siglo XX es el siglo del miedo por la pérdida de esa eterna confianza del
hombre de entenderse en el diálogo y en la amistad. “Hemos visto mentir, envilecer, matar, torturar, y
nunca se podía persuadir a quienes lo estaban haciendo de que no lo hicieran porque se sentían seguros
y porque no se puede persuadir a una abstracción, es decir, al representante de una ideología’’.
Nuestro mundo, que busca ansiosamente la seguridad en un desarrollo que acumula bienes materiales,
y ofrece comodidades increíbles, gasta en armamentos 700.000 millones de dólares para defender esos
bienes, y así se ha convertido en el mundo de la desconfianza y el miedo. ‘‘El hombre por tanto vive
cada vez más en el miedo. Teme que sus productos puedan ser dirigidos contra él mismo... convertirse
en instrumentos de una autodestrucción inimaginable’’. (Juan Pablo II, Redemptor Hominis). Se
enfrentan unos pocos que tienen mucho, y muchísimos que tienen muy poco. Es el “grave drama’’, que
señala la misma encíclica, ‘‘exacerbado aún mas por la proximidad de grupos sociales privilegiados y
de los países ricos que acumulan de manera excesiva los bienes cuya riqueza se convierte, en modo
abusivo, en causa de diversas males’’.
Juan Pablo II en su viaje a los países escandinavos, dirigiéndose al cuerpo diplomático acreditado en
Copenhague el 7 de junio de 1989, denunciaba que “el desarrollo desequilibrado que tiene lugar ahora
y que presenta la mayor amenaza para el mundo, no es resultado de fuerzas incontrolables, sino de
decisiones de grupos e individuos”.
Es precisamente a este mundo al que Jesús invita a un profundo cambio para que pase de la seguridad a
la confianza, del enfrentamiento al entendimiento, de la posesión de bienes materiales a la
102
comunicación de las personas. A este mundo les repite las mismas palabras que pronuncié en el sermón
del monte y que, como nunca, son actuales.
Jesús invita al hombre a poner el corazón donde están los verdaderos tesoros, aquellos que no necesitan
defenderse en cajas fuertes, aquellos que se adquieren en la confianza y se acrecientan en la donación.
Si quieren ser felices, ‘‘déjense de amontonar riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma lo
destruyen y los ladrones lo roban. En cambio, amontonen riquezas en el cielo, donde ni la polilla ni la
carcoma las echan a perder. Porque donde está tu tesoro está tu corazón’’ (Mt. 6,19-21).
Cada uno tendría que preguntarse con sinceridad: ¿Dónde está tu Dios?’’ ¿Dónde tienes puesto tu
corazón, aquello que buscas con ansias, lo que centraliza tu vida y le das un valor absoluto? En el
fondo, todos tienen su propio Dios, aunque sean ateos. Si ese Dios es el dinero, el prestigio o el placer
como valor absoluto que rige la vida, todo lo demás, incluso los hombres, se someten a ese absoluto.
Bajo el nombre de Dios, muchas veces los hombres han pretendido legitimar sus sistemas políticos,
sociales o económicos. Se instrumentaliza a Dios para llegar a instrumentalizar al hombre. “Ciertas
formas de imperialismo moderno, que parecen estar inspiradas en la economía o en la política, son de
hecho formas reales de idolatría: la adoración del dinero, la ideología, la clase o la tecnología’’
(Discurso de Juan Pablo II al cuerpo diplomático en Copenhague). Todo Dios que no es el Dios-Amor
de Jesucristo se convierte en una amenaza para el hombre.
Bajo el Dios de Jesucristo, el hombre se hace rey de la creación. La somete para ponerla al servicio de
todo hombre, en el que reconoce la dignidad de hijo de Dios. La tierra se hace cielo. El cielo no está
sólo en la otra vida, empieza en ésta. El cielo está donde llega Dios y puede reinar, donde el hombre le
deja lugar para que entre. Es un reino de paz, de justicia, de verdad, de libertad y de amor. Pero Dios no
puede entrar si el hombre no toma la decisión de dejarlo pasar.
Es necesario que el hombre se decida a qué señor quiere servir. Tiene que definir su vida en relación
con la calidad de su amor: o se pone al servicio de los bienes materiales, sometiéndose a ellos y
esclavizando también a todos los demás seres, o se pone al servicio del único Señor, para hacerse
administrador de los bienes de este mundo que Dios le ha confiado para trabajarlos, hacerlos producir y
ponerlos al servicio de todos los hombres y construir así la fraternidad.
Es una opción tan radical que marca toda la vida del hombre y da origen a dos actitudes opuestas: la de
los que sirven al dinero y viven en la angustia de la inseguridad, o la de los que aceptan ser
administradores de los bienes de Dios y viven en la confianza de un gran amor.
La confianza brota de la certidumbre de que Dios nunca nos va a fallar, y que por eso mismo siempre
podemos contar con Él, ya que hace sentir su presencia a través de todos los seres humanos. Nos hace
descubrir que no estamos solos. Nada sucede al acaso ni es el resultado de un determinismo implacable.
Se camina por este mundo bajo la mirada de alguien que nos quiere y recoge todo lo que hacemos para
que nada se pierda. Hay un Padre que vela siempre por nosotros.
Ese Padre que vela para que a las aves del cielo no les falte el alimento, y para que los lirios del campo
se vistan con todo el esplendor de su belleza, mucho más cuida del ser humano para que a través de su
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propio trabajo, de la creatividad de su inteligencia y, sobre todo, por la solidaridad entre los hombres,
se construya un mundo fraternal en el que a nadie le falte lo esencial para una vida feliz.
‘‘No anden preocupados, pensando qué van a comer, o qué van a beber, o con qué se van a cubrir. Son
los paganos quienes ponen su afán en esas cosas. Ya sabe su Padre del cielo que tienen necesidad de
todo eso’’ (Mt. 6,31-32). La gran diferencia entre un creyente y un ateo está en que el creyente tiene el
gran coraje de abandonarse a Dios. En su íntima pequeñez sabe que puede relacionarse con el
fundamento de toda realidad, que es Dios.
Su confianza en Dios no se basa en una concepción mágica, del que espera en cada momento hechos
sorprendentes, como el milagro del maná que cae del cielo, y que lo exima, de su trabajo diario y del
ejercicio de su creatividad.
Una existencia bajo la mirada del Padre es un verdadero milagro de solidaridad. La vida de todos queda
protegida por el amor del Padre que enciende el corazón de los hombres para que se sientan hermanos.
Ellos mismos se encargan de que nadie pase necesidad.
Quien ha recibido talentos y bienes de esta tierra, siente que Dios le ha encomendado algo que tiene
que hacer fructificar en servicio de todos: aumentar praducción, dar trabajo, hacer participar a los otros
colaboradores en las ganancias, no es estar al servicio del dinero, sino servirse de él para que otros
tengan una vida mas digna. Los hombres que viven bajo esa mirada aprenden a mirar a todas los seres,
como Dios los ve, con el resplandor que les llega desde la Verdad absoluta. Esa fue la experiencia de la
primera comunidad cristiana en la que todos ponían sus pertenencias en común, y nadie pasaba
necesidad.
Para superar la angustia del día de mañana y vivir el presente con tranquilidad, para deponer la
ansiedad de alargar los días de la existencia que no sabemos cuanto durará, para quitar el miedo de todo
enfrentamiento con otros seres, es necesario convertirse, pasar a otro modo y a otra perspectiva para
mirar la vida. Es algo que no lo lograremos con el esfuerzo puramente humano, ni en poco tiempo,
porque es todo un proceso por el que Dios nos hace caminar.
Bajo la mirada del Padre se avanza con confianza, mirando las cosas, los acontecimientos y las
personas como Él los ve. Los bienes y las personas adquieren ya en este mundo el brillo especial del
reflejo que Dios le dio y son un anticipo de lo que nos espera.
Somos hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza. Bajo su mirada vamos descubriendo los dones
que Él nos dió, reconociendo en cada uno esos rasgos de su semejanza, para desarrollarlos de una
manera personal y única, conforme a lo que somos. Así vamos respondiendo a la vocación fundamental
y vamos siendo lo que Él verdaderamente hizo de cada uno de nosotros, y en esa fidelidad, nuestra vida
se hace un anticipo del cielo.
104
10
No son pocas las personas que se sienten católicas y piensan, con cierto alivio, que por fin el
Concilio Vaticano II dio sepultura eclesiástica a varios personajes o temas que incomodaban
bastante: al demonio lo mandó al diablo, le apagó el infierno, le quitó colas, cachos y tridentes. El
purgatorio lo trasladó exclusivamente a esta vida, cerrando las oficinas de la otra, por falta de
combustible, por crisis de petróleo. Aprovechando los servicios de la NASA, modernizó la
confesión, eliminó los intermediarios eclesiásticos y la hizo directa con Dios ‘‘via satélite’’. Hasta
se llegó a pensar, decían, que no había nada que confesar, porque el pecado dejó de existir o cayó
en desuso.
Para negar su existencia se recurrió al descubridor del psicoanálisis, Freud, y se le encontró una
solución mucho más fácil y científica. El pecado, según esos psicólogos, no es otra cosa que un
sentimiento de culpabilidad, que dejó la primitiva represión del “super - yo”, y del que hay que
liberarse para evitarse traumas psíquicos. Hay que dar rienda suelta a todos los instintos para
suprimir todo sentimiento de culpabilidad.
Otros mas vivos y astutos descubrieron que al pecado se le podía comercializar en el mundo del
libre mercado por medio de la publicidad para fomentar el consumo, Con este objeto lo asociaron
y lo redujeron únicamente a lo sexual y así lo convirtieron en un resorte publicitario. Para vender
desde un tractor hasta un desodorante o una bebida, descubrieron que se abría más fácilmente el
apetito cobijándolo en el caluroso seno de una mujer desnuda. Para publicitar una película, un
libro o revista, convidan al cliente a ‘‘bajar hasta las profundidades vertiginosas del placer donde
se traspasan las barreras del pecado’’. El pecado es así el condimento que da ‘‘sabor latino”,
sabor africano o musulmán al espectáculo de una vedette que se desviste, halaga y atrae no tanto
por lo que muestra sino por lo que oculta y promete mostrar.
Por último, para la gente “‘seria y correcta” el pecado es todo aquello que va contra la ley, las
buenas costumbres, y el orden de una sociedad bien constituida, ya se llame familia o Estado. Se
le puede extirpar o replegar con una buena educación o un auge económico que dé bienestar, o si
se resiste, con una sana limpieza de los elementos indeseables; acción que realizan con eficacia las
fuerzas del orden u organismos paralelos de ‘‘buena voluntad’’ que emplean métodos más
persuasivos.
Conversando
Entre nosotros
- ¿Cómo he experimentado yo el pecado: como algo que hace daño a los demás, como una
humillación que me avergiienza, como una ofensa hecha a Dios?
106
- ¿Cómo se puede constatar la existencia del pecado? ¿Existe una dimensión social del
pecado? ¿Cómo se manifiesta?
Con el Señor
El pecado: Una fuerza que está en el hombre y le impide ser libre (Rom. 7,14-20). Produce una
ruptura de la unidad interior del ser humano y le impide realizar el bien que quisiera hacer y
responder al llamado que Dios le hace. Es un ‘‘misterio de iniquidad’’ que envuelve de tal manera
al hombre que no lo puede controlar con sus puras fuerzas naturales.
“En cuanto a ruptura con Dios, el pecado es el acto de desobediencia de una creatura, que al
menos implícitamente rechaza a aquel de quien salió y que la mantiene en la vida; es, por
consiguiente, un acto suicida... rompe su equilibrio interior y se desatan dentro de sí
contradicciones y conflictos (Juan Pablo II, Reconciliación y Penitencia, N° 15).
El pecado es fuente de separación y de muerte. (Rom. 5,12-19). “El pecado se compone de esta
doble herida, que el pecador abre en su propio costado y en relación con el prójimo. Por
consiguiente se puede hablar de pecado personal y social. Todo pecado es personal bajo un
aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social, en cuanto y debido a que tiene también
consecuencias sociales”. (Rec. y Pen. n° 15)
Los que caen por debilidad y que reconociendo sus faltas se aproximan a Jesús y lo invocan:
Los que se creen justos y pretenden conquistarse la vida eterna por sólo su buen comportamiento
y la fidelidad a la ley; y desprecian a los otros:
A estos últimos por la autosuficiencia de su propia justicia se les hace más difícil aceptar a Cristo
y creer en Él. Pero a todos les sale al encuentro, ‘‘para que nada se pierda’’.
107
Con la Iglesia
“El pecado en sentido verdadero y propio es siempre un acto de la persona, es un acto libre de la
persona individual y no de un grupo o una comunidad. Este hombre puede estar condicionado,
apremiado, empujado por factores externas; puede estar sujeto a tendencias, taras y costumbres
unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e internos pueden
atenuar, en mayor o menor grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad’’.
“Pero la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en
realidades externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de los individuos” (J.
Pablo II, Reconcil. y Pen. N° 16).
‘‘Hablar de pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que en virtud de una solidaridad
humana... el pecado de cada uno repercute, en cierta manera, en los demás... Una persona que se
rebaja por el pecado, rebaja consigo a la Iglesia y al mundo entero’’.
“Es social el pecado contra el amor. Es social el pecado contra la justicia... Es social todo pecado
cometido contra los derechos de la persona humana: derecho a nacer, contra la integridad física,
contra la libertad ajena... contra la dignidad y honor de la persona” (n° 16).
“El pecado social se refiere a las relaciones entre las distintas comunidades humanas. Estas
relaciones no están siempre en sintonía con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia,
libertad, paz entre los individuos, los grupos y los pueblos. Es un mal social la lucha de clases’’.
“Vemos a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente
brecha entre ricos y pobres.’’ (Juan Pablo II). “El lujo de unos pocos se convierte en insulto
contra la miseria de las grandes masas.” (PP. 3). ‘‘Ciertas formas de imperialismo moderno que
parecen estar inspiradas en la economía o en la política, son, de hecho, formas reales de idolatría:
la adoración del dinero, la ideología, la clase la tecnología” (Juan Pablo II, Discurso al cuerpo
diplomático en Copenhague, 7 de junio de 1989).
Caminando
- ¿Cómo educar en mí y en los otros un sano sentimiento de pecado y una sensibilidad que
sepa detectar el mal que afecta verdaderamente a la humanidad?
108
Acéptame, Señor
Tagore
109
Hablar de pecado en nuestros días es, para muchos, emplear un lenguaje de otro planeta, es una noción
pasada de moda, que tuvo vigencia en la Edad Media, en que existieron algunos “fanáticos’’ que
estaban dispuestos a morir antes que pecar.
Para un mundo que ha perdido el sentido de Dios, no tiene sentido hablar de pecado. No hay nada ni
nadie que pueda coartar la “libertad” de un hombre que se cree omnipotente, u aponerse a sus deseos y
caprichos. “Yo soy el que mando aquí. Lo puedo todo y hago lo que se me da la gana”. Para ese
hombre, la verdad es lo que a él le conviene o cuadra con su ideología. El bien, lo que a él le acomoda
o le causa placer. La vida y suerte de los demás esta en función de sus simpatías o antipatías.
En el mundo del hedonismo, del secularismo, todo está permitido, mientras no se presente otra fuerza
humana más poderosa a la que habría que enfrentar con todas las armas que da la ciencia, el dinero, la
influencia y el poder. Cuando se niega o desconoce al verdadero Dios como principio absoluto y
ordenador de todo, entonces se erige el prestigio, el poder o placer como el único absoluto ante quien se
ordena y se somete todo lo demás.
El hombre que pretende ser como Dios, instrumentaliza a los demás hombres para su realización
personal, o de su clase o su partido. Este es el rasgo fundamental de toda dictadura: se erige a la
creatura como lo absoluto en lugar del creador.
Y por eso afirma Juan Pablo II que un mundo que se construye sin Dios se vuelve contra el hombre.
Las creaturas ya no se ponen al servicio del hombre, de todos los hombres, sino del representante de
una ideología, o del capricho de una persona. La vida se hace competencia de fuerzas antagónicas y el
hombre se hace lobo para el hombre. Todo dios o poder absoluto que no es el Dios Amor de Jesucristo
se convierte en una amenaza que esclaviza al hombre.
Los vemos cada día en los diarios, las revistas y la televisión, que a menudo nos exhibe un panorama
de destrucción de viviendas, y muerte de vidas humanas, que caen al estallar las bombas o la metralleta,
activadas por la violencia de seres que no pueden vivir como hermanos.
- Son rostros angustiados de padres a quienes les han asesinado a su hijita, o les han dado una
noticia desgarradora: “noche nos comunicó el médico que el ‘gordo’ chico tiene leucemia’’.
- “Rostros de niños golpeados por la pobreza desde antes de nacer a causa de sus deficiencias
mentales y corporales. Niños vagos y explotados de nuestras ciudades; fruto de la pobreza y
desorganización de la familia” (Documento de Puebla, 31).
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- “Rostros de jóvenes desorientados por no encontrar lugar en la sociedad; frustrados por falta
de oportunidades de capacitación y ocupación’’ (DP. 33) o de mirada perdida por la droga.
- Rostros encendidos por la rabia del fanatismo y de la lucha política, social o del fútbol; que no
pudiendo ganar en buena lid a sus rivales, los eliminan por la fuerza de los puños o de las armas.
A los ojos de todas esos rostros se asoma la tristeza, la ira, la vergiienza y el miedo ante la maldad del
que miente, destruye y mata en un mundo en el que se esperaba encontrar la bondad, la verdad, la
belleza y el amor.
“… por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y con el pecado entró la muerte y así la muerte
pasó a todos los hombres, porque todos pecaron’’ (Rom. 5,12). Así resume S. Pablo toda la historia del
pecado y sus consecuencias.
¿Qué es el pecado?
Cierta publicidad que explota los bajos fondos del hombre para promover el consumo de ropa,
cigarrillos, bebidas o espectáculos, presenta el pecado como la fuente del placer que exacerba
principalmente el sexo y la vanidad. El pecado tiene el sabor fascinante de la fruta prohibida. Ese
condimento de lo vedado y clandestino del pecado es lo que haría verdaderamente sabrosa la vida que
es sosa y aburrida cuando se vive en la regularidad de las normas y de los compromisos permanentes.
Para muchos, el pecado se identifica con la infracción a una norma o ley establecida, cuyo
quebrantamiento exige una sanción o castigo. El que se pasa un disco pare, si lo pillan, tiene que pagar
una fuerte multa. Muchos cristianos ven en el pecado solamente el quebrantamiento de la ley de Dios.
Otros se sienten afectados interiormente por la falta. Para ellos no es solamente algo prohibido por una
ley externa, es sobre todo el sentimiento incómodo de sentirse manchados o degradados. Luego de una
mentira, de una rapiña tonta, a de una debilidad sexual se pregunta extrañado: “¡Cómo yo pude haber
hecho eso, caer en esa bajeza!’’. No se siente a la altura de su propia estima.
Algunos que presumen de psicólogos confunden el sano sentido de la culpa del que reconoce su propia
falla o debilidad con el culpabilismo del escrupuloso, que ve pecado en todas partes. Piensan que todas
las advertencias de la conciencia son compensaciones neuróticas de sentimientos o apetitos reprimidos
que hay que liberar dándoles pase libre. “Se diluye el sentido del pecado cuando éste se identifica
erróneamente con el sentimiento morboso de la culpa o con la simple transgresión de normas y
preceptos legales’’ (Juan Pablo II, Recon, y Penit. N° 18, pag. 68).
En la Biblia (Gn. 3) el pecado aparece como el contrasentido fundamental del hombre que pretende
bastarse a sí mismo, negando esa relación esencial con Dios que lo constituye coma ser humano. Es la
pretensión de ser como Dios independientemente de Él. Así destruye también la relación consigo
mismo y con los demás hombres. El pecado es la mentira esencial y la negación de todo amor. Es
extravío y alienación.
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La primera pregunta que hace Dios al hombre después de su pecado es para ayudarle a tomar
conciencia de sí, y vuelva a sí desde su alienación: ‘‘¡Adan! ¿Dónde estás?”
El hombre que se aparta de Dios por el pecado es un ser que pierde su identidad. Se extravía, no sabe
dónde está. La palabra “hamartía’’, que usa S. Pablo para designar el pecado, significa marchar a la
deriva, perder el rumbo de la vida (Davies). Adan, el hombre siente miedo después de haber pecado y
se esconde. Tiene miedo de sí mismo y de todo lo que se aproxima; tiene miedo de Dios. ‘‘He oído tus
pasos por el jardín y, temeroso porque estaba desnudo, me he ocultado” (Gn. 3,10).
El hombre que se aparta de Dios pierde la seguridad en sí mismo, tiene verguenza de su propia
desnudez y necesita cubrirse y ocultarse. No cree que lo puedan querer y aceptar tal como es.
Como consecuencia de su desorden interior, malogra también su capacidad de relación con los demás
hombres y en particular con el ser humano más cercano, su propio cónyuge, el que ha penetrado en su
intimidad y ha extinguido su soledad. Proyecta sobre él su propio mal, echándole la culpa: ‘‘La mujer
que Tú me diste por compañera me ha dado del árbol y he comida” (Gn, 3,12).
La familia humana queda herida en aquello mismo que constituye su dignidad y felicidad. “Con dolor
darás a luz a tus hijos, y la ansiedad por aproximarte a tu marido te someterá a él en dependencia’’. La
separación de Dios es fuente de las separaciones humanas, de todos los desequilibrios que impiden al
hombre amar y relacionarse con libertad desde su propia intimidad. Ahí está el origen de las
desavenencias y separaciones de lo que Dios unió para siempre.
Uno de los grandes temas del evangelio de Juan es el de la Luz y las tinieblas. Jesús el Verbo encarnado
es ‘‘la Luz que ha venido al mundo, la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn. 1,9-10), luz que
ilumina a toda la creación, y le da a cada cosa su sentido y su valor. “Yo soy la luz del mundo, el que
me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida’’ (Jn. 8,12). Luz ante la cual todo
hombre se tiene que definir (Jn. 9,39; 3,19-21).
El pecado fundamental del hombre es dejarse envolver por las tinieblas y negarse conscientemente a
aceptar la luz de Cristo. Es un estado de desorientación y oscuridad interior del que no se quiere salir y
se acepta como sistema, marchando por la vida sin rumbo y sin sentido, dejándose arrastrar por lo
inmediato que lo atrae y lo encandila. ‘‘El que obra el mal aborrece la luz y no se acerca a ella para que
no se descubran sus acciones’’ (Jn. 3,20).
El que obra el mal no quiere ser iluminado, va cerrando todos los postigos, y apagando todas las luces,
introduciéndose en la tiniebla de la confusión, en la que todas las cosas pierden su relieve y se
convierten en una masa amorfa. La confusión es un estado en el que la existencia personal no tiene
identidad, los seres humanos se hacen canjeables y objeto de deseos ciegos. Desaparece el amor
personal que elige y se compromete libremente con una persona determinada. El corazón se
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Quien vive en las tinieblas y en la confusión de la situación de pecado lleva una existencia inauténtica.
Esconde la cabeza ante las verdades fundamentales y últimas para entregarse a lo inmediato y aparente.
Vive haciendo teatro, representando papeles para caer bien, para responder a las características con las
que la moda dibuja al hombre o a la mujer de éxito del momento. Pero sus palabras suenan a hueco, sus
gestos no tienen la vida de lo que se está continuamente gestando en lo hondo del ser.
Todos somos, de alguna manera, ese hombre a quien se dirige el Señor en el Apocalipsis: “Yo sé lo que
vales: no eres ni frío ni caliente: ojalá fueras lo uno o lo otro. Desgraciadamente eres tibio, ni frío ni
caliente, y por eso estoy por vomitarte de mi boca. Tú piensas: soy rico, tengo de todo, nada me falta.
¿No ves como eres un infeliz, pobre, ciego, desnudo, que merece compasión?" (Apoc. 3,15-17).
La indefinición y esclavitud
Todos queremos ser libres, dueños de nuestro propio destino. Pero con frecuencia confundimos la
libertad con la apetencia de los bajos instintos, que esclavizan a lo que más atrae, en los niveles
superficiales del ser. Así se cae en la esclavitud del orgullo o de la carne. El cristiano es hombre
“llamado a la libertad” (Gal. 5,13), libertad que logra cuando se deja conducir por el Espíritu de Jesús.
“Si ustedes son fieles a mi mensaje, son de verdad discípulos míos, conocerán la verdad y la verdad los
hará libres” (Jn. 8,30-31). Libre es verdaderamente el hombre que es capaz de comprometerse, en aras
de un gran amor, a la luz de la verdad.
El pecado es el mal supremo que impide al ser humano ser libre y responder a su vocación esencial.
San Pablo revela con su propia experiencia la esclavitud del pecado que se impone al hombre con la
fuerza de una ley implacable y lo reduce a la impotencia. “No entiendo lo que me pasa, pues no hago el
bien que desearía, sino el mal que detesto... Veo en mis miembros otra ley que está luchando contra la
ley de mi espíritu y que hace de mí un prisionero de esta ley del pecado que está en mis miembros.
¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de mí mismo y de la muerte que llevo en mí? Sólo Dios, a quien
doy gracias por Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom, 7,15.23-25).
Todos de alguna manera experimentamos esa confusión de San Pablo, de no saber lo que nos pasa. Es
impresionante constatar cómo cambiamos, por los condicionamientos del ambiente, de la gente que nos
rodea, de las situaciones y de los estados de ánimo en que nos encontramos. Somos esclavos de los
horarios, de las modas, de la vida social, de las tincadas. El medio nos impone una ley y nos hacemos
autómatas que actúan movidos desde fuera, sin tener claro lo que hacemos y por qué lo hacemos. Toda
nuestra acción está regida por lo neutro: por lo que “se usa’’, “se dice”, ‘‘se piensa”, ‘‘se debe”. Falta
113
esa autonomía del hombre libre que actúa por lo que siente, por lo que piensa, por lo que quiere, por lo
que cree, dando una respuesta única y original al llamado profundo que oye en su interior como la voz
de Dios que se hace oír a través de la conciencia.
El pecado es un acto por el que el hombre con libertad y conocimiento rechaza a Dios y su amistad,
para volverse a sí mismo o a una creatura (Juan Pablo II, Penitencia y Reconciliación). Para llegar a eso
el hombre recorre un proceso interior.
Es muy difícil que el hombre se mueva y actúe por pura maldad, buscando el mal en sí mismo. Toda
acción del hombre es estimulada por un bien: que puede ser afán de asegurarse, de caer bien, de
sobresalir y dominar, de gozar...Nunca podemos señalar con precisión cuál fue el momento en que nos
decidimos a realizar el mal de una manera consciente y libre. Se parte de algo inocente, sin intención de
llegar a nada malo. Una escapadita con los amigos para orear la depresión... Una mentirita inocente
para no causar molestias... Un jugueteo vanidoso de sentimientos de auto afirmación...
No se sabe en qué momento, ‘‘sin querer queriendo’’, se ha pasado la barrera del propio dominio para
pasar al campo magnético en el que lo atrapa el torbellino de la ansiedad, cuando se pierde la propia
identidad y la capacidad de decidir y es arrastrado por una fuerza incontrolable y ciega. Las personas y
la misma realidad se ven de modo diferente, los valores que se habían vivido, no tienen peso, las voces
amigas y la de la conciencia ya no llegan.
Juan Pablo II describe este proceso como “el fuego que, inflamándose en el hombre, invade los
sentidos, excita el cuerpo, envuelve los sentimientos y se adueña del corazón. Apaga la voz de la
conciencia y el sentido de responsabilidad ante los hombres y ante Dios. El hombre interior queda
reducido al silencio, la pasión se adueña de todo él, le quita la libertad y lo esclaviza al instinto. Lo deja
viviendo a un nivel superficial insaciable. Así va cayendo de un abismo a otro abismo, despedazándose
en su trayectoria mortal!”
“¿Quién me librará de esa fuerza destructora que está en mis miembros? Dios, a quien doy gracias por
Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom, 7, 24-25). El que desde ese abismo es capaz de gritar y pedir ayuda,
ya ha empezado a tomar conciencia de su situación, y de que, con la ayuda del Señor, puede ir
alejándose de ese campo magnético que lo anula como persona. Todo grito de lo hondo del alma no se
pierde, siempre llega al corazón de Dios. ‘‘¡Señor, ten compasión de mí, que soy un hombre pecador!’’.
“¡Señor, si tú quieres, puedes sanarme!’’. Todos esos gritos del evangelio tuvieron una respuesta.
Cristo con su palabra manda al viento y al mar y la tempestad se calma. Él nos da la mano siempre
cuando nos hundimos. A cada uno de los enfermos o afligidos que acuden a Él, les impone sus manos y
los sana.
pasar a su casa, donde nos tiene preparada una fiesta. ‘‘Estoy a la puerta llamando; si alguien escucha
mi voz y me abre, entraré a su casa y comeremos juntos’’ (Apoc. 3,20).
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● Buscando lo perdido
117
Estando frente a la entrada del colegio, me tocó presenciar un violento choque entre dos
automóviles que quedaron destrozados. Gracias a Dios los daños humanos no fueron de la
magnitud que era de temer.
Uno de ellos, luego de una espectacular voltereta, quedó sobre el bandejón central de la avenida.
La fuerza del impacto hizo que volaran muchas cosas que llevaba dentro: la rueda de repuesto
salió rodando, y una gran cantidad de comestibles quedó esparcida en la calle, convertida en una
desordenada feria. Había limones, plátanos, cajas de huevos destrozados, verduras, paquetes de
fideos, arroz... todo el pedido de almacén para la semana. Su conductora era una joven dueña de
casa.
Cuando acudí a ella para prestarle alguna ayuda, constaté que su preocupación no se centraba ni
en el auto destrozado, ni menos en los comestibles y provisiones, ni siquiera en la cartera que dejó
abandonada. El foco de su interés quedó centrado en la vida, en su integridad personal y en la
vida del conductor del otro vehículo.
Al constatar que yo era sacerdote, me pidió que estuviera junto a ella y luego que llegó la
ambulancia, que la acompañara en el camino hacia la posta. Y ahí me habló de lo que
verdaderamente le importaba, de la fe que tenía en Dios, de sus hijos, de su esposo recién
operado, de su padre muerto hacía unos pocos meses. Tendida en una pobre camilla, despojada
de todo, su corazón se volcaba hacia lo que lo llenaba, a lo que realmente quería.
- por distanciamiento físico o afectivo: los amigos de antes ya no son los mismos, ya no nos
llegan sus voces... Tanto tiempo sin vernos y ‘‘nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos’’.
La vida nos ha llevado por caminos distintos.
- por desilusión... se nos caen las personas que teníamos en un alto pedestal.
-por desaliento nos caemos nosotros de las expectativas que los otros tenían o nosotros
teníamos de nosotros mismos.
- por depresión... se nos cierran todos los caminos, y entramos en el túnel de la desolación.
- por desesperación… “no vale la pena seguir luchando por algo inalcanzable’’.
Conversando
Entre nosotros:
- ¿Cuáles son los golpes y pérdidas que más nos han afectado en el último tiempo?
- ¿Cómo hemos reaccionado y qué efecto han tenido en nuestra escala de valores?
Con el Señor
- Afectan sus relaciones con los demás hombres: traición de Judas, negación de Pedro,
abandono de sus amigos (Mt. 26,14; 26,70-75; 26,31).
- Afectan su equilibrio. Entra en agonía y empieza a sentir miedo, angustia y tristeza (Mt
26,36-46; Mc. 14,34-42).
- Lo conducen a una definición por la voluntad del Padre (Mt. 26,39-46; Jn. 12,23-26).
Caminando
Todo sufrimiento aceptado con fe nos enseña a reconocer zonas del alma que no sabíamos que
existían.
Nos enseñan la compasión, que es la virtud de sintonizar y comprender a las demás personas,
para ayudarlas a superar el dolor con nuestra compañía.
Nos enseñan a reconocer nuestros límites y nos hacen definirnos por la voluntad de Dios.
120
Buscando lo perdido
Nuestras pérdidas
Siempre que perdemos algo, de alguna manera nos sentimos perdidos nosotros mismos. Nos movemos
en la vida como por sobre una telaraña sostenida desde muchos puntos. Todas las personas, objetos y
detalles, que tocamos en el diario vivir, quedan como haz de referencias que establecen nuestra
ubicación en el mundo.
Cuando se nos extravía la agenda de nuestros compromisos, las llaves, los lentes o un libro que
leíamos, nos sentimos incómodos y desorientados. No es el valor de las cosas lo que nos duele, sino lo
que ellas significan para nuestra ubicación.
Un muchacho expresaba con los ojos llorosos la pena que sentía por la pérdida de su perro regalón. Ya
no lo salía a recibir a la puerta, cuando volv{ia del colegio, celebrando con la cola su llegada a casa.
Hay diferentes grados de daños y penas en las distintas pérdidas. “El que pierde el dinero, pierde algo;
el que pierde ta salud, pierde mucho; el que pierde el humor, lo pierde todo’’, decía un viejo gaucho
argentino. El dinero esta fuera de nosotros, por eso es algo; la salud está en nosotros, por eso es mucho;
el humor es la transparencia que ilumina la vida, quien lo pierde cae en la oscuridad y no ve nada, lo
pierde todo.
Por cada conquista que se obtiene en la vida, siempre hay algo que pagar y perder por ella. No se llega
a la edad madura sin perder la juventud; no se llega a la juventud sin perder la niñez; no se llega a la
niñez sin dejar el regazo materno. Todo aquello que se vivió y se gozó en la infancia con la ingenuidad
y soltura de lo regalado, se va endureciendo en el esfuerzo de lo que se trabaja y se conquista a través
de los años. Y esa conquista personal que se considera de propiedad exclusiva, se defiende con la
severidad de un mastín al que ningún extraño se puede aproximar.
Los años, por lo general, no sólo endurecen las articulaciones de los huesos, también afectan a las del
alma. Aquellas que mantienen los corazones abiertos para acoger y rápidos para crear. Es penoso
constatar que personas y matrimonios que cuando jóvenes se manifestaron sencillos y alegres para
recibir y tratar, con el tiempo se fueron poniendo distantes, reservados, y con un tono grave para hablar
de los trascendentales temas de sus negocios.
Cuando la casa era chica, siempre había tiempo y alegría para recibir a quien llegara a la hora que fuera
y como viniera vestido. Si no estaban sus dueños se pasaba directamente a la cocina, donde nunca
faltaba una tacita de café.
Pasaron los años, la familia se trasladó a un barrio elegante, la casa se transformó en mansión de altos
muros y pórticos de hierro que se abrían al conjuro eléctrico de un ojo impertérrito, previa
identificación y aprobación de voces citofónicas. Este nuevo recibimiento no animaba ya a los
visitantes a llegar sin previo aviso, ni en mangas de camisa, donde la servidumbre andaba de librea. Se
ganó en riqueza y esplendor, pero se perdió en sencillez y comunicación.
121
Los niños de antes fueron partiendo uno a uno a formar sus propios hogares y la enorme casa que se
soñó para acoger a toda la familia se quedó vacía, resonando en el silencio de una gran ausencia. Y ese
silencio se instala, a veces, en el alma de sus dueños, un hombre y una mujer que viven juntos sus
soledades bajo un mismo techo. Por hablar tanto de trabajos, de negocios, de compromisos sociales, se
fueron olvidando de conversar de ellos mismos, de su cariño, de sus gozos y sus penas.
Se luchó mucho por una situación holgada, por la educación de los hijos, por el desempeño de la
profesión; pero cuando todo eso se logró, quedó en el alma la nostalgia de una presencia esperada que
nunca llegó. Se perdió en la nebulosa del pasado aquello que estaba, tan nítido en las atracciones del
niño, en los sueños del joven; aquello que iluminó el amor de los novios, que llamó al compromiso y
fundó un hogar. Se alcanzaron todas las metas del “jet set’’ y los gustos que dan prestigio y son signos
de éxito: el automóvil de marca, la casa de veraneo junto al lago, los viajes a Disneyworld, a Europa y
Tahiti; pero se perdió la capacidad para expresar los sentimientos y poder decir: “te quiero”.
Así en los barquinazos de nuestro rodar se nos van perdiendo muchas cosas. Se nos escapan las
personas. Sentimos que no llegamos a ellas como llegábamos antes: los amigos de antaño ya no nos
tocan por dentro. Nos hemos distanciado, sin culpa de nadie, al recorrer caminos diferentes en la vida.
Se nos embota la capacidad de admiración. Las personas quedaron estáticas, archivadas en el alma,
como en un viejo álbum de fotografías, que nos sirven para recordar otros tiempos, pero no nos
estimulan la alegría de vivir el presente. Se venció el resorte de la admiración porque se perdió la
capacidad de mirar con esperanza a las personas.
Cuando se mira a alguien con esperanza se proyecta sobre él, por la fuerza del cariño, un resplandor
que lo hace despertar y mostrar lo mejor del ser verdadero que lleva dentro. “Quiero hacer contigo lo
que la primavera hace con los cerezos’’ (Neruda). No se puede precisar si es la primavera la que hace
florecer los cerezos, o son los cerezos floridos los que convidan a la primavera. Un rostro mustio e
inexpresivo que es mirado con esperanza es capaz de florecer en la sonrisa. Y esa sonrisa enciende a su
vez amaneceres nuevos en los que miran con esperanza.
“Siempre hay algo más de lo que veo’’, dice el corazón esperanzado. Y a fuerza de esperarlo y de
soñarlo, termina viendo lo que no veía y haciendo existir lo que no existía.
Se pierde la esperanza porque se pierde la inocencia, que es la capacidad de mirar a las personas con
bondad y confianza. Nos hemos contaminado, se ha instalado dentro del alma una especie de smog que
empaña la transparencia interior y que rompe la coherencia entre lo que anhelamos y practicamos. ‘‘No
hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero’’ (Rom. 7,14). Proyectamos sobre los otros nuestras
incoherencias y mentiras.
Se nos pierde el mismo Dios. No porque Él se aleje de nosotros, sino porque nosotros nos hemos
retirado, ya no lo tenemos como amigo, no conversamos con Él. Nuestra fe se ha hecho tibia, como sol
de invierno, que ya no calienta nuestra acción.
122
Sin embargo, aunque el hombre se olvide de Dios, Dios no se olvida del hombre. Toda la Biblia es una
gran historia de la búsqueda que hace Dios del hombre. Desde las primeras páginas aparece Dios
buscando al hombre que se ha escondido luego de su primer pecado, ‘‘Adán, ¿dónde estas?
Cuando el hombre pierde a Dios, pierde su fundamento y su punto de referencia esencial, se pierde a sí
mismo, no sabe dónde está, ni quién es. Y también rompe su relación con los seres más cercanos:
¿Dónde está tu hermano?, es otra de las preguntas que hace Dios al hombre-Caín que ha asesinado a su
hermano y se ha convertido en un fugitivo que no tiene descanso.
La encarnación del Verbo, y toda la vida de Jesús es historia de esa búsqueda. La manifestación de ese
Dios que se humilla, que se rebaja, que mendiga como un indigente, que se pierde como un niño, para
recorrer los mismos caminos que recorre el hombre en su huida y acompañarlo así en su vuelta.
Jesús viene a anunciar el reino de Dios a todos los hombres. Nadie puede sentirse marginado, o
excluido de ese reino, por muy pecador que sea. Todos son llamados e invitados al banquete del reino.
La única condición que se les pide a todos es que crean en el amor incondicional que ofrece el Padre a
todo hombre.
Nadie puede arrogarse privilegios en el reino de Dios, ni por el linaje ni por el oficio, ni por el correcto
cumplimiento de la ley. Los publicanos y prostitutas precederán a los escribas y fariseos en la entrada
del reino, porque han reconocido su indigencia y han creído en la iniciativa del amor de Dios.
Experimentan el amor de Dios todos aquellos que reconocen su condición humana pecadora y se
sienten aceptados incondicionalmente, por un amor que no tiene otra causa que el amor mismo.
La razón de ser de Jesús es ofrecer a todo hombre esa alegría del amor salvador en la comunicación de
la Vida con Dios. Para eso ha venido. Ha venido ‘‘a buscar y a salvar lo que estaba perido” (Lc. 19,10).
Para “salvar lo que estaba perdido” Jesús bajó a las oscuros fondos de nuestro ser, se sometió a nuestra
condición de pecado. Y vino a buscarnos donde nos encontrábamos. Así se le ve frecuentemente en
mala compañía.
Es un verdadero escándalo para ta sociedad de su tiempo su trato con los pecadores públicos, los
mendigos, los recaudadores y las prostitutas. Lo que más la desconcierta e indigna es que los reciba en
su casa, que habite y comparta con ellos en comidas, y festines, A los fariseos que piden cuenta de ese
comportamiento Jesús les responde: “No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos:
aprendan lo que significa ‘misericordia quiero y no sacrificio’; porque yo no he venido a llamar a los
justos sino a los pecadores’’ (Mt. 9,10-13).
Para Jesús la enfermedad más grave es la hipocresía, la que contraen aquellos que no reconocen su
propio mal y se creen sanos por el sólo hecho de pertenecer al pueblo de Israel, y de cumplir fielmente
la ley. Esto los hace aparecer correctos y limpios ante los hombres aunque por dentro están llenos de
podredumbre. “¡Ay de ustedes, letrados y fariseos hipócritas, que se parecen a los sepulcros
123
blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y
podredumbre; lo mismo ustedes, por fuera parecen honrados, pero por dentro están repletos de
hipocreíia y de crímenes’’ (Mt. 23,27-28).
Para entrar en el Reino que ofrece Cristo es necesario reconocer la condición humana de creatura,
limitada, pequeña y pecadora y esperarlo todo del amor incondicional del Padre. No son las buenas
acciones en silo que justifica al hombre y to hacen amigo de Dios. Es la aceptación agradecida de un
amor gratuito y nunca merecido que Dios ofrece a todo ser humano.
El fariseo que oraba en el templo dando gracias de no ser como los demás hombres: ladrón, injusto o
adúltero; y proclamaba su diligencia en cumplir las prácticas de la ley, -‘‘ayuno dos veces por semana y
pago el diezmo de todo lo que gano’’- no volvió a su casa amigo de Dios. En cambio, el recaudador de
impuesto, que reconocía su pecado y apelaba a la compasión de Dios “ten compasión de mí que soy un
pecador’’, éste fue acogido en la amistad del Padre (Lc. 18,9-14).
El perdón que ofrece Cristo no consiste tanto en pagar una deuda, reparar un daño por la falta
cometida; es mas bien acogerse con confianza al amor que Dios está continuamente ofreciendo al
hombre. A la mujer, pecadora pública que regó con sus lágrimas los pies del Señor, se le perdonaron sus
muchos pecados ‘‘porque amó mucho”, porque sintió mucho agradecimiento ante el amor que le
manifestó el Señor.
La alegría del encuentro es la gran señal de la llegada del reino de Dios a tos hombres. Ese es el tema
central de las parábolas de la misericordia. En ellas, Cristo les muestra a los letrados y fariseos que se
escandalizan por su actitud de compartir su mesa con los descreídos y pecadores, como juzga y siente
el corazón de Dios (Lc. 15).
La alegría es la expresión del triunfo del amor sobre el mal y la desesperación. Lo que se hace por amor
tiene una fuerza que triunfa siempre sobre todos los poderes del mal a pesar de las apariencias. El amor
es lo único que permanece para siempre. Es lo que transforma y eterniza a las personas.
E] perdón de Dios, como enseña Jesús, no consiste solamente en dejar la puerta abierta por si quiere
entrar de nuevo el que un día se fue. Es más que eso. Dios mismo sale a buscar lo que se había perdido.
Buscar la monedita, barriendo toda la casa, buscar la oveja y cargarla de vuelta sobre los hombros, es
salir al encuentro del hijo que vuelve como un despojo humano, abrazarlo, besarlo y hacerlo entrar a la
casa sin pedir explicaciones y celebrar una fiesta a banderas desplegadas. ‘‘Les digo que lo mismo pasa
en el cielo; hay más alegría por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no
necesitan arrepentirse’’ (Lc. 15,7).
Eso es el perdón de Dios: unos harapos, un despojo humano besado por el Padre gestando una nueva
creatura, un hijo nuevo para que vuelva a la vida. Esto no lo puede aceptar el hombre que se siente
justo por su correcto proceder, su corazón de mercenario se indigna y no acepta sentarse de nuevo a la
mesa con quien manchó el nombre de la familia y se comió sus bienes con prostitutas.
Pero también a este hijo el Padre lo invita a entrar para celebrar el banquete de la solidaridad humana,
‘‘Hijo mio, ¡todo lo mío es tuyo! Hay que hacer una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo se
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había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y se le ha encontrado’’. Así es el corazón de Dios.
Y la tarea del hombre que quiere entrar en él, que es el reino de Dios, ha de tener como meta imitar la
compasión de Dios, ahí esta la perfección inalcanzable a la que Cristo llama, ‘‘sean compasivos como
el Padre Celestial es compasivo’’ (Lc. 6.36).
Si Dios nos perdona nuestras ofensas, hemos estar dispuestos nosotros también por nuestra parte a
perdonar a nuestro prójimo las ofensas que nos pueda hacer. Es una condición fundamental para ser
aceptados en el reino de Dios. Esto es lo único en que podemos imitar a Dios, y si lo hacemos, es lo
que Dios quiere imitar en nosotros. ‘‘Perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos”.
Para tener a Dios como Padre hemos de aceptar a todos los hombres, aún los más pecadores y
despreciables, como hijos suyos y hermanos nuestros. Nuestra disponibilidad para perdonar a quienes
nos han dañado es la condición y medida del perdón que le pedimos a Dios. El cristiano es el que cree
que el amor es la fuerza más poderosa, capaz de vencer el odio, el pecado y la misma muerte. “No te
dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien’’ (Rom. 12,21).
El amor que es capaz de perdonar es la fuerza que puede construir algo nuevo de las ruinas humeantes
del odio, es lo único que rompe el círculo diabólico de la violencia y la contraviolencia, de la ofensa y
de la venganza.
En ese círculo de terror se pretende destruir el mal con la tortura y la muerte de los adversarios, se
pretende establecer un orden, una justicia, por la fuerza de las armas y el convencimiento del miedo.
Ese sistema lleva dentro de sí la destrucción y no puede durar. Aún cuando por unos años establezca un
orden y muestre algunos avances en el plano económico, eso se habrá ganado a costa de destrucción de
valores que fundamentan la convivencia entre los hombres y la confianza mutua: la verdad, la libertad
y la justicia.
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125
● En busca de sí mismo
En busca de sí mismo
Contemplando
En cada persona coexisten tres personajes que Ilevan el mismo nombre, el de cada uno.
Llamémosle Juan. Existe el Juan que él mismo cree o anhela llegar a ser. Es la idea o el proyecto
que Juan tiene de sí mismo. Pero además existe otro personaje: el Juan que aparece o se
manifiesta a los demás que no se identifica con el anterior. Lo que Juan piensa o siente de sí
mismo no corresponde por lo general a lo que los otros piensan y sienten acerca de Juan; las
expectativas que los otros tienen de Juan, no siempre corresponden a lo que Juan quisiera ser.
Por último está el Juan que verdaderamente es.
Existen por lo tanto tres “yo”: el “yo” que percibo de mí mismo, el ‘‘yo” que perciben los otros, y
el ‘‘yo’’ que verdaderamente soy. Pero ¿cómo puedo llegar a ese “yo” que verdaderamente soy y
que la mayoría de las veces puede permanecer desconocido? Nadie es verdaderamente sino en la
medida en que es conocido. Se puede afirmar que no andan sueltos genios ocultos. Todo hombre
desarrolla su genialidad o su propia originalidad en la medida en que es reconocido y él mismo se
va reconociendo.
Según S. Pablo, el hombre llegará a la plenitud de su desarrollo humano cuando logre conocer y
comprender como Dios lo comprende; cuando se comprenda a sí mismo y a los demás con el
conocimiento del amor que tiene el mismo Dios de él. (Corintios 13,11-13).
El hombre llega o se encamina hacia la plenitud cuando va respondiendo al proyecto vital que
Dios ha inscrito en su propio ser y que el hombre va descubriendo en las circunstancias concretas
de su vida. Cuando se convierte a la voluntad de Dios, cuando responde al llamado fundamental
que Él le hace.
Convertirse en sentido cristiano no consiste en ser otro, sino en llegar a ser plenamente uno
mismo. No se nos pedirá cuenta de no haber sido Mozart, se nos pedirá cuenta de no haber
llegado a ser nosotros mismos. Y pretender ser uno mismo para responder al llamado personal de
Dios requiere mucho esfuerzo, mucho coraje, en un mundo masificador del consumismo en que
se nos quiere imponer un modelo de hombre que se destaque por el tener, el prestigio, el poder, el
pasarlo bien, a costa de la pérdida o deshumanización de tantos hermanos.
Convertirse es llegar a ser plenamente uno mismo conforme al plan de Dios. Ser uno, con los
otros y para los otros. Reflejar a través de la propia persona la imagen de su Hijo Jesucristo. Soy
más yo mismo cuanto mejor refleje en mi ser, el proyecto de Dios; ser imagen de su Hijo.
Conversando
Entre nosotros
- ¿Cuáles son las tres cualidades que mejor expresan lo que yo soy? ¿Estoy
fundamentalmente contento conmigo mismo?
- ¿Cuándo he sentido que tengo una vocación personal, y que me tengo que definir a base
de valores o cuando me he sentido tironeado y movido por el vaivén de las circunstancias que se
me imponen?
Dinámica de reconocimiento.
(Cuando este tema se trata en comunidad)
Que todos los miembros de la comunidad pongan sus sillas en círculo dejando una silla en el medio.
El que hace de animador la ofrecerá al que desee ocuparla. Cada uno de los que están sentados a su
alrededor se dirigirá a él con estas palabras: "Me gusta en ti...” y le dirá tres cualidades que estima
que son las que mejor lo caracterizan. No dirá ningún aspecto negativo.
Luego que todos hayan expresado su parecer positivo, el animador preguntará a la persona que fue
objeto de críticas positivas: a) ¿Cómo se sintió durante todo el proceso? y b) ¿Qué opiniones
concuerdan con las que él tiene de sí mismo y cuáles no concuerdan?
En esa confrontación se pretende descubrir las pistas que esclarecen mejor cual es el “yo” mas
verdadero de cada cual.
Con el Señor:
La parábola del Padre, llamada también la del hijo pródigo. Lucas 15, 11-32.
El hombre que se va de la casa del padre, se retira de la fuente misma de la vida, de lo que lo hace
ser él mismo; y pretendiendo ejercer su libertad, se hace esclavo de sus propios instintos. Cuando
el hombre cambia de actitud y se convierte nuevamente a Dios, es porque ha reconocido su
propia pobreza y la falsedad de las voces que lo llamaban a una libertad lejos del Padre.
Desde el abismo de su soledad y abandono, le llega el resplandor del rostro de su padre que nunca
lo deja de mirar con un cariño inmenso e incondicional. Al calor de ese amor se gesta una
decisión que es respuesta a ese llamado del padre: ‘‘me levantaré e iré a la casa de mi Padre y le
diré: he pecado contra el cielo y contra ti..."
El perdón son unos harapos, un despojo humano abrazados y besados por Dios. Es una invitación
a celebrar una fiesta con todos los honores de un hijo; una creación que florece en la casa de Dios.
128
Caminando
La conversión personal tiene siempre una repercusión en mis hermanos, en especial en los más
necesitados, ¿en qué se podría expresar?
La conversión más que actos de la voluntad humana es una gracia de Dios porque pone en
nuestro corazón sus preferencias. ¿Qué puedo hacer para obtener esa gracia?
129
Así se expresaba un respetable piadoso caballero ante el tema de la conversión que se planteaba en el
sínodo de Santiago. Para él, convertirse era cambiar de religión y no tenía ningún sentido ya que había
nacido en “la religión verdadera: la católica, apostólica y romana, en la que quería vivir y morir’’. Para
él se nacía católico como se nacía francés y eso quedaba registrado en los archivos parroquiales, y
mientras uno no se cambiara expresamente de ‘‘club’’, no tenía sentido la conversión.
Es muy cierto que los grandes valores de la vida humana: psicológicos, culturales y religiosos se nos
transmiten a través del clima cálido de la atmósfera familiar. La familia como la iglesia es la escuela
del más rico humanismo. Pero todo valor recibido “por la tradición y familia” ha de ser asumido y
aprobado por una decisión personal. Una persona crece y madura como hombre y como cristiano en la
medida en que transforma en convicción personal lo que en un comienzo se le entregó como tradicion.
La fe nos llega como un regalo del Señor normalmente a través de una transmisión de nuestros padres,
pero para que no se quede en la expresión de un cristianismo puramente formal es necesario que se
haga viva y actuante mediante una opción consciente y libre. No se nace cristiano, uno tiene que ir
haciéndose cristiano a través de un proceso que termina en la hora de la muerte. Es una gestión larga y
dolorosa que culmina en el nacimiento definitivo del hombre nuevo, perfectamente incorporado al
Señor resucitado.
La predicación de Jesús comienza por el anuncio de la llegada del Reino ante el cual todo hombre ha de
hacer una opción: “Se ha cumplido el plazo, el reinado de Dios ha llegado, conviértanse y crean en la
buena noticia’’ (Mc. 1,14-15). Cristo ha venido para un juicio, para que los hombres se definan y ante
Él tomen una decisión. (Jn. 9,39; 3,10). La conversión es la opción fundamental que el hombre toma
ante la presencia del Señor que viene anunciando la llegada del reinado de Dios. No basta aceptar ese
reinado con un acto de fe puramente intelectual; es necesario dejarse transformar desde lo hondo del
ser, en la manera de actuar, de pensar, en los juicios de valor, en los criterios de ese nuevo orden de
cosas que Cristo viene a inaugurar al proclamar la llegada del reinado de Dios. La conversión implica y
conduce a un cambio de mentalidad, otra manera de ver, apreciar y actuar ante la vida, que es la manera
de Dios, diametralmente opuesta a la manera terrena y egoísta del hombre y del mundo.
El mundo pretende manejar una gran masa de hombres que se sientan libres y satisfechos, pero que
respondan mansamente a todas las órdenes que les dicta la manipulación de la publicidad al servicio del
consumo. Les presenta a los hombres panoramas a primera vista halagadores y atractivos, pero que
terminan enajenándolos y encerrándolos en un egoísmo autosuficiente, que los desconecta del amor, de
la verdad y de la vida.
Lo que el mundo ofrece se puede expresar en las tres tentaciones que sufre Cristo en el desierto de
parte del demonio (Mateo 4,1-11):
130
Primero, Satanás le propone a Cristo la tentación del tener, asegurarse en la existencia después de un
ayuno prolongado, utilizando su poder mesiánico de hacer milagros en provecho propio: ‘‘haz que estas
piedras se conviertan en pan”. Es la tentación de la riqueza, de aprovisionarse, de consumir.
Luego lo lleva al pináculo del templo, para que se lance desde allí ante una multitud que lo aclamara,
deslumbrada por lo prodigioso. Es la tentación del aparentar, del ‘‘caer bien’’, por un golpe de
publicidad que capta admiradores, pero violentando la libertad de los hombres, enajenándolos de sí y
de Dios.
Por último le propone la tentación del poder para dominar sobre todos los hombres como supremo
Señor, ocupando el lugar del único Señor. “Te daré todo esto, si te postras delante de mí y me adoras’’.
Así se llega a la soberbia por la que se pretende disponer de la vida y de la muerte de los hombres y los
somete a total esclavitud.
Por esta tentación, el hombre pretende, como en el paraíso, ser como Dios, supremo árbitro de lo bueno
y de lo malo; pero esa misma pretensión lo hace caer en la idolatría, hasta llegar a hacer de este mundo,
de nuestra civilización, de la clase, del dinero, del prestigio, del poder, del placer, algo definitivo, el
sumo bien, ante el cual el hombre se postra y adora.
Son diametralmente opuestos a los caminos del mundo y a la mentalidad del hombre que se ha dejado
conformar y domesticar por los criterios terrenos. Los caminos de Dios y sus valores, parecen ser mas
exigentes, mas duros y aún dolorosos; pero son los que en definitiva hacen al hombre más verdadero,
más amante, mas fraternal con todos los hombres, más plenamente humano, ya que conducen a la
verdadera vida (Mt. 7,13-14).
A la tentación de la riqueza y a la afirmación en el tener, Cristo opone el valor de ser, el valor del
hombre como persona. Y ese valor se manifiesta y queda en evidencia en la pobreza de los bienes
materiales. En la pobreza reconocemos la verdad de nuestro ser, en la indigencia y en la fragilidad
reconocemos nuestra identidad, nuestra verdadera grandeza que consiste en nuestra dependencia radical
del Creador, por la que somos imágenes de Dios a semejanza del Hijo unigénito de Dios.
A la tentación del aparentar, del ‘‘caer bien”. Cristo contrapone el despojo del prestigio, el riesgo de ser
mal interpretado, mal recibido, y no estimado; riesgo de “ser entregado a los sumos sacerdotes y a los
letrados para ser condenado a muerte y entregado a los paganos, que se burlaran, lo escupirán, lo
azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará’’ (Mc. 10,33-34). Pero ese riesgo es la condición
de la confianza y de la verdadera comunicación, sin máscaras ni disfraces para protegerse y esconder el
verdadero yo. Por la comunicación de nuestro ser verdadero despojado de toda apariencia, Dios
manifiesta su amor transformador y hace brotar la vida por la fuerza de la resurrección de su Hijo.
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A la tentación del poder y dominar, Cristo contrapone la actitud de servicio. Servicio a Dios: ‘‘a Él solo
servirás’’, que se realiza por medio del servicio a todo hombre, especialmente al más indigente: ‘‘les
aseguro que cada vez que lo hicieron con un hermano mío de esos humildes, conmigo lo hicieron” (Mt.
25,40). Es la actitud fundamental de Cristo que “no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida
en rescate por todos” (Mt. 20, 28).
La opción fundamental es una determinación o elección que se hace a un nivel muy profundo de la
persona, desde su núcleo central, y por la que se opta qué tipo de hombre se quiere ser. Esta opción de
alguna manera alimenta, sostiene y orienta las otras decisiones que se van tomando en la vida a otros
niveles.
El hombre que se convierte opta por el amor, por la entrega de su vida a los valores del Reino, se
decide a que su vida quede fundamentalmente movilizada por la fuerza del Espíritu de Cristo, por sus
preferencias y criterios. Es un acto de la libertad del hombre que está sostenido y movido por la
atracción que ejerce la gracia de Dios desde el fondo del alma.
La conversión es así el gran encuentro de Dios con el hombre. Dios que tiene la iniciativa de amarlo, de
crearlo y de llamarlo, y el hombre que se decide a responderte en la libertad del amor. Por eso la
conversión no se reduce a actos de la voluntad por las que el hombre se decide a cambiar de conducta,
ni a una actitud puramente ‘‘ética’’ por la que se decide a hacerse moralmente ‘‘correcto’’. Esto también
lo puede realizar un estoico pagano o un fariseo judío por la fuerza de un voluntarismo humano. No son
las buenas obras en sí las que nos compran el pasaje a la vida eterna; el hombre es aceptado o
justificado por la fe y la confianza en el amor que Dios le tiene y que él ha de expresar también en las
obras del amor. La conversión consiste fundamentalmente en abrir las puertas del corazón al amor de
Jesucristo para que Él lo penetre y lo transforme, como María que abrió su alma a la Palabra y se hizo
carne en ella.
Por la conversión el hombre se decide a romper con las seguridades aparentes en las que vivía
instalado, a abandonar los ídolos que hasta entonces había adorado, los del dinero, del prestigio, del
poder, del placer, de la seguridad cultural y religiosa, para ponerse en camino en busca del Dios vivo.
Es necesario marchar hacia lo desconocido, hacia el desierto.
como Cristo las fuerzas del mal que lo quieren apartar de los caminos del Padre; ahí experimenta como
S. Pablo su condición de pecador, de hombre dividido que to hace exclamar: “Veo claro que en mí, es
decir, en mis bajos instintos, no anida nada bueno, porque el querer lo excelente lo tengo a mano, pero
el realizarlo no; no hago el bien que quiero, el mal que no quiero eso es lo que ejecuto’’ (Rom. 7,18-
20).
Pero el desierto es también el sitio del encuentro; encuentro consigo mismo en el despojo, donde el
hombre reconoce sus límites, encuentro con los demás seres por la capacidad que se adquiere de una
comunicación que brota desde adentro sin máscaras ni disfraces, pero principalmente encuentro con el
Señor que se hace sentir en cada etapa del camino, sin dejar al hombre nunca solo. Como Abraham, el
padre de nuestra fe, se va experimentando que aún cuando los plazos de la promesa se dilaten, la
descendencia no llegue, la ciudad permanente no aparece en el horizonte, Dios se hace sentir como un
amigo, como un compañero de ruta que nunca abandona al hombre, ni aún cuando parece dejarlo solo
cuando le exige la vida del hijo de las promesas.
Al hombre que se adentra por el camino de la conversión en las arenas del desierto y del abandono, se
le va haciendo evidente que “lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios’’. La fuerza de
Dios está siempre operando a través de la indigencia y de la fragilidad humana: en la esterilidad de la
mujer, en la impotencia de un hombre anciano, en el desamparo de los pobres, en la virginidad de una
muchacha. María se llena de gozo y exalta de alegría en su canto porque a través de toda la historia,
Dios se manifiesta poderoso en la debilidad humana.
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13
● Reportaje a la muerte
Reportaje a la muerte
Contemplando
Hernán Olguín
Fue un periodista científico que entregó los últimos años de su vida a mostrar las bellezas
naturales del mundo y enseñar los descubrimientos de la ciencia y de la tecnología a través de la
televisión. Falleció a los 37 anos, el 27 de julio de 1987, a consecuencia de un cáncer gástrico, que
fue detectado por un médico japonés a quien entrevistaba en un reportaje.
Poco antes de su muerte fue entrevistado por una periodista para que diera testimonio de sus
sentimientos en esa situación límite. Y se expresó así:
“Yo soy una persona que, en los últimos años, vivió con penas y alegrías como todos los seres
humanos; pero predominantemente con muchos logros profesionales y personales. Con
satisfacciones de toda índole, recorriendo el mundo y con el mundo a la mano.
Entonces, verse de un día para otro limitado y con la amenaza cierta de la muerte, hace que uno
se replantee toda su vida y descubra un mundo nuevo y encuentre por supuesto, a Dios que ha
estado presente en uno toda la vida. Pero comienza a gestar un nexo mucho mas firme con Él y
que es ya definitivo.
Descubre que somos seres vulnerables, que estamos de paso en esta vida y que nuestra presencia
terrenal es muy transitoria. Y que entonces no vale la pena, no tiene sentido desvivirnos por
logros materiales. Que es mucho mñas importante disfrutar plenamente con una diablura nueva
de un hijo, con una sonrisa...con el beso de la madre o de un ser querido... o compartir una tarde
con un amigo.
De manera que estas pruebas son en definitiva enriquecedoras. Sirven para ser más hombre y
más humano; para encontrar un verdadero sentido a lo que es estar en este mundo”.
Conversando
Entre nosotros
1. ¿Cuáles son los golpes que más nos han sacudido haciendo volar el polvo de nuestras
preocupaciones domésticas y nos han dejado indefensos ante la amenaza de lo esencial de
nuestras vidas?
2. ¿Qué actitud hemos tomado, qué proceso hemos vivido luego de esas sacudidas que nos
despojan o nos quitan la seguridad?
Con el Señor
La hora de Jesús. “Ha llegado la hora en que es glorificado el Hijo del hombre. Les aseguro que si
el grano de trigo no cae en la tierra y muere queda infecundo; en cambio si muere, da mucho
fruto. Quien se apega a su propia existencia la pierde; quien desprecia la propia existencia en el
mundo, la conserva para la vida eterna... Ahora mi alma está angustiada; ¿le pediré al Padre que
me libre de esta hora? ¡Pero si para esta hora he venido!” (Jn. 12,23-27).
Fs la hora del despojo total, del gran abandono en la fragilidad y la pobreza, en que el hombre se
siente solo consigo mismo y tiene que definirse en lo íntimo de su ser por ese Dios que se oculta y
abandona. “Dios mío, por qué me has abandonado”.
Es la hora de la fe heroica en la que se prosigue caminando sin ver nada y se insiste en una
oración que es un grito desgarrador. ‘‘¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya!’’ (Lc, 22,42; Mc. 14,32-42).
Caminando
Todo sufrimiento aceptado con fe nos asocia al de Cristo Redentor y nos hace solidarios de toda
la humanidad sufriente.
A través de nuestro sufrimiento podemos sintonizar y unirnos con tantas personas que están solas
en su dolor.
¿Cómo acompañar a las personas que sufren? ¿Cómo enseñar a nuestros hijos a enfrentar el
sufrimiento sin evitárselos y sin sobrecargarlos?
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¡Qué gran misterio es la vida del hombre! Algo que lo experimentamos como tan grande, maravilloso y
definitivo se resuelve como una chispita que desaparece sin dejar rastro alguno.
La muerte es algo a lo que el hombre nunca se siente preparado ni se puede resignar a pesar que tiene la
certeza intelectual de que se trata de un hecho ineludible e insoslayable que acontecerá tarde o
temprano de todas maneras. ¡No puede ser! La muerte se presenta como algo que es inevitable, que se
aproxima con toda certeza, pero que siempre nos sorprende, como algo que no debería ser; algo que sé
que me va a pasar a mí, pero que se relega a otros, o se confina a un futuro que nunca se hará presente.
La muerte se presenta como el gran absurdo de la existencia humana. Esta existencia que nos llama a
abrirnos con confianza al goce, al amor, a la verdad, nos invita a zambullirnos en ella para disfrutarla
en plenitud, se nos convierte en una gran trampa que nos atrae, nos engulle, nos ahoga y nos destruye.
El rostro de la muerte
La muerte se presenta como una gran paradoja: por un lado aparece como el término normal del
proceso de toda vida humana. El hombre nace, crece, se desarrolla, y llega a su plenitud, y si no le
acontece algún accidente imprevisto, empieza a declinar hasta morir irremisiblemente. La muerte es un
trance que el hombre debería esperar con la naturalidad con que afronta o espera un nacimiento o la
crisis de la adolescencia.
Sin embargo, todo hombre teme a la muerte; experimenta un sobresalto angustioso ante la grave
amenaza a la integridad de su existencia. La siente como un gran salto al abismo de lo desconocido, o
al vacío de la nada en el que se pierde para siempre en la disolución de su propia identidad.
El rostro de la muerte que podemos ver, el único que nos da la cara, es el del cadáver de esa madre, de
ese amigo o hermano, que ya no nos mira, ni nos habla, y yace allí sobre un camastro como una cosa,
de la que muy pronto habrá que desligarse. Todo lo que queda de aquel que tanto habíamos amado y
admirado es un depojo que hay que apartarlo, esconderlo, devolverlo a la tierra. Ya no oiremos su voz,
ni sentiremos sus pasos; por un poco más de tiempo permanecerá de él el olor de su ropa, su recuerdo,
los objetos que usó y que harán mas punzante su ausencia.
Pero muy pronto ‘‘nuestro nombre caerá en el olvido con el tiempo, y nadie se acordará de nuestras
obras: pasará nuestra vida como rastro de nube, se disipará como neblina acosada por los rayos del sol
y abrumada por su calor” (Sab. 2,4)
137
La muerte se nos presenta como la gran separación, es un desgarrón que nos aleja de una forma
inexorable las personas que verdaderamente queremos. Si toda despedida es como morir un poco, -‘‘es
una muerte pequeña este dolor de no verte’’- la separación definitiva de la muerte de los que estuvieron
con nosotros y penetraron en el alma, mata algo muy fundamental de nuestro propio ser que vivía por
la luz que ellos traían a nuestro interior y lo hacían florecer.
Cuando se nos muere un ser querido entonces nos damos verdaderamente cuenta de la naturaleza
mortal de la vida. La muerte se capta así como la amenaza a la más profunda aspiración y necesidad del
hombre que es el amor. Sin amor no se puede ver la vida. Todo amor verdadero es la afirmación
resonante de la vida, lleva dentro de sí un definitivo “para siempre”, una totalidad radical que incluso
exige colocarse fuera del tiempo.
Al marcharse definitivamente alguien que llevábamos muy metido en el alma por el cariño que le
teníamos, algo muy profundo se desgarra dentro de nosotros y muere con él. Es como una muerte lenta
que comienza con el estampido de la noticia que nos dieron de su partida sin retorno y que de pronto no
alcanzamos a entender; sólo con el correr del tiempo la vamos experimentando en los detalles de cada
día. Al marear su numero, su voz no aparecerá en el teléfono. No lo encuentro por las calles y pasillos
en los que lo solía encontrar. Su puesto en el trabajo lo ocupa otra persona. En la mesa familiar hay
siempre un sitio vacío que ya nadie podrá llenar. Puedo evocar su figura en una fotografia, y en una
película la puedo ver moverse y hablar con esa gracia tan personal, pero ella no está, la querré llamar
pero no me responderá, aunque grite su nombre.
Algunos temen al dolor físico, a los padecimientos y molestias del cuerpo: a los ahogos, a la dificultad
para respirar, a los cansancios interminables y las acometidas de ese combate final que aunque tenga
alguna tregua, el hombre siempre pierde. Por eso muchos quieren morir de repente, sin darse cuenta de
nada, ahorrándose las angustias de la última agonía. ¡El pobrecito se fue sin darse cuenta, se quedó
dormido y nunca volvió a despertar!
Otros sufren, ante la perspectiva de la muerte, la separación de los seres que se han querido en esta
tierra. No se puede seguir viviendo sin aquellos que son parte de nuestra vida. Nos sentimos perdidos,
desubicados cuando desaparecen los que daban razón a nuestro existir, La vida no vale la pena y
algunos, ya ancianos, empiezan a morir con la partida de quien los acompañó e iluminó sus días. A los
que se van les acomete la pena de dejar en soledad a los que amaron, cuando son pequeños y débiles.
Al llegar al final del camino no puede dejar de pensarse en tantas cosas que uno hubiera deseado
realizar, y que quedaron en el tintero, porque no hubo decisión ni tiempo para escribir la vida en otra
forma. ¡Tantos anhelos, tantos sueños que se desvanecieron como niebla mañanera!
práctica del bien, al encuentro con el Señor... Todo eso quedó envuelto en la nube polvorienta que
levanta el rápido paso por la vida. ¡Tantos sueños sin realizar, tantos anhelos que se llevó el viento y
dejaron el alma desnuda envuelta en una gran melancolía.
¿Y qué hay mas allá del oscuro umbral de la muerte? Es una pregunta que todo hombre tiene derecho a
hacerse, sea creyente o no. ¿Cae el hombre en el vacío de la nada del que un buen día salió? ¿Vuelve al
no ser; a la no existencia? Y si la vida prosigue más allá de la muerte como sostienen los creyentes,
¿qué clase de vida es esa? ¿Qué relación tiene con nuestra vida terrena?
¿Cómo se mantiene la identidad del ser que somos ahora y del que seremos después? ¿Se mantiene ta
unidad de la persona, la conciencia de sí misma, su capacidad de conocer, de amar, de ser libre? ¿Nos
reencarnaremos en otros cuerpos, para purgar nuestros pecados de existencias anteriores?
¿Existiremos solamente como espíritus o subsistiremos también con nuestro cuerpo? ¿Cuál será la
condición de ese cuerpo en la otra vida? ¿Cómo serán nuestras relaciones con las personas que
conocimos y amamos en esta tierra? ¿Los reconoceremos, proseguirá nuestra amistad? ¿Cómo nos
expresaremos, como los tocaremos, como los amaremos?
¿Cuál será nuestra relación con la infinidad de los seres que han existido y nunca conocimos? ¿Qué
sucederá con la totalidad del cosmos, los infinitos espacios siderales, la naturaleza entera y las diversas
manifestaciones de la vida: la vegetal, la animal, la afectiva, la racional? ¿Cómo será nuestra relación
con Dios, el Absoluto y Eterno? ¿Habrá un juicio sobre nuestra vida? ¿Cuándo acontecerá ese juicio: en
el momento de nuestra muerte o al final de todos los tiempos?
El Concilio Vaticano II se hace portavoz de esta suprema inquietud del hombre ante la muerte cuando
dice: ‘‘El enigma de la condición humana alcanza su vértice en presencia de la muerte, pues lo que
tortura al hombre no es solamente el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también y
mucho más, el temor de un definitivo aniquilamiento”.
Huida
Una de las reacciones más frecuentes que el hombre tiene ante el sufrimiento y en particular ante la
muerte es la negación. Se ignora la muerte. Epicuro, primer ateo conocido, echaba por tierra toda
preocupación por el mas allá con su célebre sofisma: “Mientras estamos vivos, la muerte no está.
Cuando la muerte llegue nosotros no estaremos’’. Ante los males que al hombre le suceden y en
particular ante la muerte, éste trata de evadirse en la distracción. “No habiendo podido encontrar
139
remedio a la muerte, a la miseria, a la ignorancia, los hombres para ser felices, han tomado la decisión
de no pensar en ello’’ (Pascal).
Una manera de evadirse en la ignorancia o en el olvido es el recurso al frenesí del placer en un
hedonismo desenfrenado. El libro de la Sabiduría describe agudamente esta situación. “Nacimos
casualmente y luego pasaremos como quién no existió,,, Nuestra vida es el paso de una sombra, y
nuestro fin irreversible, sin retorno. Vayamos pues a disfrutar de los bienes presentes, a gozar de las
cosas con ansia juvenil, a llenarnos del mejor vino y de perfumes que no se nos escape la flor
primaveral; coronémonos de rosas antes de que se ajen; que no queden praderas sin probar nuestra
orgía’’ (Sab. 2,2-9).
Liberación
El pensamiento de Platón que ha gravitado mucho en el sentir cristiano, considera la muerte como la
separación del alma y el cuerpo. Lo esencial del hombre es el alma que de alguna manera pre-existia en
el mundo de las ideas y que al nacer se vio contaminada con la materia del cuerpo en que vive
encerrada como en una cárcel durante su permanencia en la tierra.
Para la concepción platónica, la muerte es el momento en que el alma se libera de la esclavitud del
cuerpo, para volar al mundo de las ideas, al mundo de Dios. “El filósofo auténtico es el que se ejercita
en el morir y para quien nada hay menos terrible que la muerte’’. Sócrates es el ideal del hombre sabio
y justo que “acercó la copa de la cicuta a sus labios y la bebió con una serenidad y una dulzura
maravillosa’’ (Platón). No teme a la muerte, porque no es una desgracia sino el momento de la
liberación y la entrada en la plenitud definitiva.
Desesperación y absurdo
Heidegger afirma que la muerte está inscrita en el ser humano desde que nace, y por eso el hombre es,
en su misma naturaleza, un ser destinado a morir, un ‘‘ser-para-la-muerte’’. Por eso la angustia
fundamental que embarga al hombre, de diversas formas durante toda su vida, no es un simple miedo a
un peligro parcial, es la angustia existencial ante la muerte, que es la pérdida total de la propia
existencia, la vuelta a la nada, al vacío del no-ser.
Todo ser humano sabe que va a morir y por eso trata de liberarse de la angustia que esto le produce,
ignorándola en la distracción mundana. El hombre auténtico es el que se enfrenta con dignidad ante la
irreversible realidad de la muerte. En la soledad total de esa decisión en la que ningún ser lo podrá
acompañar se convierte en el hombre libre que realiza su vocación personal y única.
J. P. Sartre, por su parte, niega que la muerte pueda conferir alguna autenticidad a la vida humana. La
muerte no puede ser una dimensión de la existencia. El hombre no está hecho para la muerte, no puede
ser un “ser-para-la-muerte’'. La muerte al contrario es una catástrofe, que interrumpe dramáticamente la
existencia proyectada hacia la libertad, desgarra todo significado de la vida. Es el gran absurdo que
aniquila todas las posibilidades del hombre.
Sartre lo grita con desesperación: “Si tenemos que morir, nuestra vida no tiene sentido, ya que sus
problemas no reciben ninguna solución y sigue sin determinarse el significado mismo de la vida. Es
absurdo que hayamos nacido, es absurdo que muramos... No hay ninguna esperanza. El porvenir no
140
ofrece absolutamente nada. La vida como proyecto necesario de la libertad es realmente una pasión
inútil’’.
Y tiene razón Sartre para gritar la desesperación de lo absurdo de una vida cuyo fin es la muerte. Si
todo termina en la aniquilación, si el ser humano torna a perderse en el vacío, entonces nada en esta
vida tiene sentido: ni la búsqueda de la verdad, ni las creaciones de la belleza, ni la entrega por una
gran causa, ni el sacrificio por los valores morales, ni el amor, ni la amistad, ni la justicia, ni la libertad,
ni la conciencia. Todo entra en un proceso de corrupción desde que se nace. Todo es absurdo, todo es
una gran mentira, nada tiene sentido.
Es esto mismo lo que expresa Camus al final de su novela “El Extranjero”, en la persona de Meurseault
cuando se prepara a enfrentar la muerte en el patíbulo: ‘‘Me subió a la garganta toda la inutilidad de lo
que estaba haciendo... y bien, tendré que morir antes que otro, es evidente. Pero todo el mundo sabe
que la vida no vale la pena ser vivida desde que uno debe morir...Nada tenía importancia, y yo sabía
por qué... ¡Qué me importaba la muerte de los otros, el amor de una madre! ¡Qué me importa Dios, la
vida que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que el único destino, debía escogerme a mí y
conmigo a millares... también a otros los condenarán algún día!’’.
La doctora Elizabeth Ross al término de una larga observación de casos de enfermos incurables a los
que se les informaba de su muerte próxima e inevitable, concluyó que la gran mayoría de ellos era
incapaz de aceptar su situación desesperada. Y pudo señalar distintas etapas que viven esos enfermos
hasta llegar a cierta aceptación.
Etapa de rabia. “¿Por qué yo...? “Muchas veces su rabia se dirige, por desplazamiento, al personal del
hospital, a todos los parientes, al mismo Dios. Reclama de todo, de la comida fría, de la inyección que
duele. Y en el fondo dice: “tú vas a seguir disfrutando de la vida, yo, en cambio, no’’.
Etapa de regateo. “Si yo... reconozco que estoy grave pero talvez... Si dejo de fumar... si llevo una vida
más ordenada… voy a cambiar... prometo ser distinto, llevar una vida religiosa y mejoraré...”
Etapa de resignación depresiva. “Estoy fregado... tengo que resignarme a lo inevitable... voy a morir...
pero no quiero”. El paciente avanza por un período de lucha silenciosa y de mucha tristeza pero
enfrentándose con más realismo al hecho de la muerte.
Etapa de aceptación. “Voy a morir, estoy consciente. La tarea de mi vida llega a su término. Lo acepto,
estoy listo y preparado. En esta última etapa se llega a un estado de paz quieta y silenciosa.
Cada ser humano es distinto y su individualidad se manifestará como nunca en el trance de enfrentar la
muerte, con sus características personales, de sensibilidad, de creencias, convicciones y principios. A
una señora que se le había comunicado la dolorosa noticia de la gravedad de su enfermedad, buscaba en
el hospital un lugar para gritar a todo pulmón. La doctora Ross le indicó que había una capilla donde
141
poder rezar. Pero ella le replicó: “¡Si estuviera en condiciones de rezar buscaría una capilla, pero lo que
ahora quiero es gritar!”.16
La pregunta fundamental
La muerte espanta y deprime porque implica la soledad mas profunda del hombre. En esa situación el
ser humano está enteramente solo, nadie le puede dar la mano. Es una embarcación que se aleja de la
orilla sin que nadie la pueda acompañar en su viaje sin retorno. La persona esta sola consigo misma en
su pobreza, y desvalimiento. De nada le valen ni su dinero, ni su poder, ni su prestigio, ni su ciencia. La
soledad se presenta como la incapacidad de comunicarse, de amar y ser amado; y sin amor no puede
haber vida humana.
Pero si en esa entrada en la soledad total, el ser humano se sintiera plenamente acogido, así como él es
en su cuerpo y en su alma la muerte dejaría de ser soledad, caída a la nada, punto final, y se
manifestaría como el pórtico hacia la verdadera vida.
La pregunta fundamental que hay que hacerse es esta: ¿es la muerte verdaderamente muerte, es decir, la
aniquilación del ser, la soledad absoluta, el término de toda comunicaci6n, el último paso definitivo de
la vida humana o es el término de una etapa, y la entrada a una nueva modalidad del ser, un nuevo
nacimiento, hacia una plenitud a la que siempre se ha aspirado?
León Felipe
11
Querida mamá:
Hoy emprendí ese tan ansiado viaje después de tanto esfuerzo. Debo agradecerte desde
aquí toda tu paciencia y comprensión. ¡Me ayudaste tanto a comprar mi pasaje y pagar mi
estadía, a todo lujo que hoy gozo! ¡Gracias a ti, a papa y hermanos, que desde mi nacimiento me
dieron la posibilidad de venir, me enseñaron el camino, me apoyaron y alentaron día a día!
Como no puedo escribirte personalmente lo hago a través de mi tía, para que ella con un lenguaje
que ustedes puedan entender, les describa mi llegada (porque aquí hablamos en idiomas que los
vivientes hermanos no entenderían).
Cuando partí de casa estaba contento, no podía comprender tu tristeza, no porque sea mal hijo,
claro yo sé que toda separación es penosa, también sentí un poco de pena porque tú no me ibas a
ver más, pero yo ahora mamita te veo mejor que nunca, los veo a todos; y lo más hermoso que
jamás podrás imaginar, los veo siempre y desde siempre, quiero decir que te veo desde que eres
embrión hasta que eres abuelita, a ti y a todos. A cada uno los veo eternamente, es decir, tú y
todos se encuentran conmigo, porque ‘‘yo estoy con ustedes’’ y por toda la eternidad, ¿te das
cuenta qué hermoso es esto?
También quiero contarte que el viaje fue cortito, cerré mis ojos y llegué... ¿y a que no sabes?
Había una fiesta ¡tan hermosa! ¡tan hermosa! Más hermosa que un hot-dog party con globos,
serpentinas, títeres y música; ¡mucho más hermosa!, “huminosa’’, llena de miles y miles de niños,
de todas edades, que me estaban esperando a mí. ¿Te das cuenta? Sólo a mí, como quien espera a
un gran presidente. ¿A que no sabes quién me recibió? Pues nada menos que mi abuelita, con mis
dos abuelitos, dos tíos y una primita que mi abuelita tenía en sus brazos. Ella me recibió con
tanto cariño. Me llevó de la manito y conocí a Dios. No como tú lo conoces, no como tú me lo
mostraste; mucho, pero muchísimo mejor y entonces mamita me hice igualito a Él, y ahora somos
“todos uno’’.
Quiero decirte también que aquí no hay ricos ni pobres, ni enfermos ni abandonados, aquí somos
todos uno solo y uno solo con Dios, aquí somos todos ¡Amor!
No te sientas sola mamita, no te sientas triste, como nunca hoy estoy contigo, porque estoy. Estoy
realmente no en espíritu ni en recuerdo, estoy de verdad; piensa que estoy con Dios y Él está en
todas partes; yo también estoy en todas partes y en todos, todos los tiempos, estoy a tu ladito, en
17 Sara Olavarrieta le escribe a su hermana Marichen de Lagos con ocasión de la muerte de su hijo Francisco Javier, de 10
años.
Querida hermana:
¡Senti tanto tu tristeza! La viví tan claramente contigo que no sabía cómo podría consolarte; y al venirme a casa
pensativa y triste en el bus, algo en mi interior me hizo sentir la necesidad de escribirte esto, que iba saliendo fluido
como si me lo hubieran dictado para ti y, ¿quién puede decir que no fue así?
144
tu corazón, en tu mente, en tus acciones, en el aire que te rodea, en los niños, en las calles, en
todas, pero en todas partes; alégrate por eso y recibe tú, papá y hermanos, un beso tan grande y
maravilloso como el beso de Dios, de tu hijo que te ama y te bendice.
Canqui
Conversando
Entre nosotros
- ¿Qué hemos reflexionado y sentido acerca del ‘‘mas allá” de la muerte? ¿Cómo nos
hemos imaginado a las personas que se fueron?
- ¿Puede existir una verdadera comunicación con ellos? ¿Cómo me comunico yo con ellos?
- ¿Qué puedo saber por la fe sobre la otra vida? ¿Con qué imágenes de esta tierra puedo
vislumbrar lo que puede ser el cielo?
Con el Señor
Por la fe el hombre se comunica con la Vida. (Jn. 11,25). El que acepta el mensaje de Cristo y cree
en él posee la vida eterna y pasa de la muerte a la vida. “Yo soy la resurrección y la vida, -dice
Jesús a Marta, la hermana del difundo Lázaro- y el que tiene fe en mí, aunque muera vivirá’’.
En la casa del Padre hay sitio para todos. (Jn. 14,1-8). Jesús ha partido a preparar la habitación de
cada uno en la casa del Padre.
La resurrección de Cristo y de todos los hombres es el anuncio central del cristianismo. (1 Cor. 15,1-
28) “Si Cristo no ha resucitado nuestra fe es ilusoria... si la esperanza que tenemos en Cristo es
sólo para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres’’.
El cielo no es un lugar que está “arriba’’. Es otra manera, otra dimensión del ser y del estar. Es
penetrar en la intimidad de Dios. Es la absoluta realización de todo lo que el hombre puede soñar
o aspirar, la plena satisfacción de su sed de infinito. La muerte física o biológica no es sino la
entrada a la vida eterna en el “cara a cara” de la visión. El que ha creído ya ha pasado de la
muerte a la vida. ‘‘Amigos míos, ya desde ahora somos hijos de Dios, aunque todavía no se ha
manifestado lo que vamos a ser; pero sabemos que cuando Jesús se manifieste y lo veamos como
es, seremos semejantes a él” (1 Jn, 3,2).
Caminando
La muerte se presenta como una realidad que sitúa al hombre ante lo definitivo. Hay que
consultarla para decidir lo fundamental y preguntarse: ‘‘¿qué decisiones me traerán paz y
alegría en el momento de mi muerte?”
145
La muerte nos enseña a valorar lo temporal a la luz de lo absoluto y eterno. Nos enseña a
despegarnos de las cosas que vamos a dejar y querer las cosas que vamos a encontrar.
¿Cómo aprovechar el tiempo y querer a las personas, ya que el amor nunca muere y hace eterno
todo lo que toca? ¿Cómo familiarizarnos con las personas que nos esperan en la otra vida?
146
Qué pasa en el trance de la muerte? ¿Qué hay más allá de ese pórtico tenebroso? No existe nadie que lo
haya franqueado y luego haya vuelto a vivir como ciudadano de este mundo. Por eso, no hay en esta
tierra quien nos pueda contar como se ve el paisaje al otro lado de esa cordillera. Una cosa es cierta:
todo aquel que cruza la puerta de la muerte no queda igual que antes. O desaparece definitivamente o
se transforma.
Es el único viaje en que no hay pasaje de ida y vuelta y que no se puede repetir, “El grande y verdadero
itinerario es éste: vamos de la Nada a la Vida, de la Vida a la Muerte, y de la Muerte al Misterio’’ (León
Felipe). Por misterio se entiende aquí, no lo que ignoramos, sino lo que existe con la dimensión de lo
sagrado y nos sobrepasa de tal manera que nos hace quedarnos en el silencio reverente de lo
inexpresable. Así hablamos del misterio de Dios y del misterio de ta persona humana.
Ningún habitante de este planeta puede asegurarnos haber experimentado su propia muerte. Los
acontecimientos que se han descrito acerca de “la vida más allá” son siempre del “más acá’'; son
fenómenos espaciales, o lumínicos, de desdoblamiento del yo, sensaciones de angustia y de bienestar;
experiencias de los momentos límites de la agonía final, que en definitiva son de aquellos que no han
cruzado aún la frontera de este mundo.
El creyente no esta en mejores condiciones que el no-creyente para comunicarnos datos de lo que pasa
al otro lado de la frontera de esta vida. No siempre el creyente sabe mas que el que no cree, incluso en
materias religiosas. El uno y el otro se diferencian no por el volumen de los conocimientos que tengan,
sino porque ven y aprecian las mismas realidades pero de modo diferente.
Son como dos personas que están frente a un aviso escrito en un idioma que sólo uno de ellos conoce.
Los dos ven lo mismo: el tamaño y el color del dibujo de las letras. Pero el que sabe leer, puede pasar
del plano de la visión, al plano de la intelección. Interpreta esos caracteres, al leerlos descubre el
significado de lo que está escrito. El que no sabe leer se queda sólo en el plano de la visión, de lo que
ven sus ojos. El creyente ve lo mismo que el que no cree, pero sabe leer los signos de este mundo por la
interpretación de la fe.
Por lo general los pueblos y las personas que creen en un ser superior, creen también en otra vida más
allá de la muerte, que la conciben como cierta participación del hombre en la vida de Dios. Pero ocurre
también, como el pueblo de Israel que, al menos en un período de su historia, aunque tenía muy claro la
existencia de Dios, su fe en la otra vida era muy confusa y dudosa. Para los antiguos israelitas, la
muerte conducía a los subterráneos oscuros del Sheol, mundo de sombras donde ya no se puede alabar
a Dios. En tiempos de Jesús la secta de los saduceos que era precisamente la de los sacerdotes, no creía
en la resurrección de los muertos.
147
La fe confirma y esclarece que ese anhelo que siente el hombre por vivir siempre y en plenitud, es algo
que tiene respuesta. “¡Eternidad, eternidad! Este es el anhelo, la sed de eternidad es lo que se llama
AMOR entre los hombres y quien a otro AMA es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno
tampoco es real”. Unamuno expresa en ese grito el supremo anhelo de toda la humanidad de ‘‘ser, ser
siempre, ser sin término, sed de ser más, ¡hambre de Dios!"18
El hombre no cae pues con la muerte en el vacío de la nada, entra a poseer esa realidad que hasta
entonces era invisible a sus ojos, aún cuando la presentía con el corazón, como algo esencial.
Pero esa inmortalidad de la fe cristiana no consiste sólo en la pervivencia del alma, como sostenía
Platón y los griegos que se burlaron de Pablo cuando les habló de la resurrección de Jesucristo en el
areópago de Atenas (Hch. 17,32). La inmortalidad en que creemos es la resurrección de todo el hombre,
de este hombre real que somos de cuerpo y alma. Por eso afirmamos en el Credo: “Creo en la
resurrección de ta carne’’. Este cuerpo que poseemos y más aún, que somos nosotros mismos también
seguirá acompañándonos más allá de la muerte, porque sin él no seríamos nosotros mismos,
E! hombre, la persona humana es espíritu encarnado. El cuerpo es el modo como el espíritu vive en este
mundo, encarnado en la materia. Es el modo cómo la materia se ha organizado en virtud de la fuerza
del espíritu que la anima, la hace vivir, expresarse, y trascenderse. Yo no puedo existir sin este cuerpo y
esta alma que soy. La persona humana que soy yo no es un alma separada, o referida a otro cuerpo
distinto del que ahora tengo. Soy una unidad indivisible. Soy este espíritu encarnado en este cuerpo.
La muerte es el término de la vida biológica. El hombre como todo organismo vivo cumple a través del
tiempo un ciclo, desde que nace hasta que muere, y en este sentido tiene razón Heidegger cuando
afirma que ‘‘desde que el hombre comienza a vivir, ya es lo bastante viejo como para morir’’. La
muerte está inserta en la vida biológica como término del organismo vivo.
Pero el hombre además de su vida biológica posee vida personal. Afectiva, intelectual y espiritual. Es la
vida por la que se va posesionando de sí mismo, va dominando la naturaleza, se va relacionando con las
otras personas y con Dios. Es una vida que va en continuo progreso, por el ejercicio de su inteligencia
por la que conoce, de la voluntad por la que ama, de su libertad por la que trabaja y crea.
El dinamismo de esa vida personal lo lanza a continuas conquistas de la verdad, de la belleza, del amor.
Nunca está satisfecho. Está inquieto buscando siempre nuevos derroteros que lo lleven a la plenitud de
felicidad que anhela en su interior. No disminuye con la edad y los años, se va purificando y abriendo
cada vez más a los valores absolutos.
Esta es la vida que no termina con la muerte de la vida biológica. Esto es lo que anima a S. Pablo a
seguir luchando sin desanimarse porque “aunque nuestro exterior va decayendo, lo interior se renueva
de día en día; porque nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una
18 M. de Unamuno, Del Sentimiento Trágico de la Vida, Espasa-Calpe, Madrid, 1967, pag. 148.
148
gloria incalculable; a nosotros que no ponemos la mira en lo que se ve, sino en lo que no se ve, porque
lo que se ve es transitorio, y lo que no se ve es eterno” (2 Cor. 4,16-18).
La muerte que pone término a la vida biológica, y es el inicio de otra vida distinta, no es la separación
del alma y del cuerpo que son inseparables, sino una separación “entre un tipo de corporeidad,
limitado, biológico restringido a un fragmento del mundo, es decir, al 'cuerpo’, y otro tipo de
corporeidad y relación con la materia, ilimitado, abierto y pancósmico... Al morir, el hombre-alma es
introducido en la unidad radical del mundo; no abandona la materia, ni puede abandonarla porque el
espíritu humano se relaciona esencialmente con ella, sino que, por el contrario, la penetra mucho más
profundamente, con una relación cósmica total, descendiendo al corazón de la tierra”19.
Al morir se pone término a la manera terrena de existir en la materia, y comienza un nuevo modo de
relacionarse con ella. S. Pablo describe esa transformación cuando contesta a la pregunta que le hacían
acerca de cómo resucitan los muertos: “Se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual...Todos
seremos transformados; porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción y esto mortal tiene
que vestirse de inmortalidad” (1 Cor. 15,44. 52.53).
Teólogos serios sostienen que esa transformación de nuestro cuerpo que, en nuestra concepción
tradicional se ha relegado al final de los tiempos, se realiza ya en el momento mismo de la muerte
biológica 20
Pero ¿cómo sucederá eso? Al morir se constata que el cuerpo se descompone y se destruye. Con qué
cuerpo se proseguirá viviendo más allá de la muerte? La identidad material del cuerpo constituida por
el número de células, se descompone y muere. La biología enseña que toda la materia del cuerpo se
renueva totalmente cada siete años de nuestra vida. En ese sentido lo que somos ahora, no somos los
mismos de hace siete anos. Pero podemos constatar una identidad personal de nuestro cuerpo que
permanece a través de las distintas etapas de nuestra existencia. El cuerpo de la niñez es el mismo que
posee el joven, el adulto y el anciano con sus rasgos esenciales, su colorido, sus expresiones y hasta
con sus cicatrices.
Esa es la identidad del cuerpo, que la muerte no destruye y es transformada por la fuerza del Espíritu de
modo que todo el hombre, cuerpo y alma, entra a participar de otro modo de ser donde no hay tiempo
ni espacio, ni dolor ni lágrimas, porque Dios estará todo en todo, y el ser humano entra así en la
comunión total con Él, con todas las personas, y la creación entera.
19 L. Boff, La Resurrección de Cristo, Nuestra Resurreccién en la Muerte, Sal Terrae, Santander, 1980. Ver también L.
Boff, Hablemos de le otra Vida. Ed. Sal Terrae, Santander. K. Rahner. Sentido Teológico de fa muerte. Herder, 1965. L.
Boros, El hombre y su última opción. Paulinas, 1972. R. Troisfontaines, Je en meurs pas, París, 1960.
20 Boff,L. Op. cit, pag. 158; Troisfontaines, R. op. cit. 248; Boros, op, cit. 205; Rahner; Shoonenberg, P. “Creo en la vida
eterna”, en Concilium, enero 1969; Benoit, P. en Concilium 60 (1970); De la Peña, El Hombre y su muerte.
149
puertas cerradas, atravesando muros, desaparece dejándolos con la alegría de su presencia. Ha subido al
Padre y está más que nunca presente a sus discípulos hasta el fin de los tiempos.
Cristo desde su muerte ha entrado en otra dimensión de ser, en su mismo cuerpo. Su resurrección y su
ascensión no son fenómenos espaciales, son signos de otra manera de existir en la intimidad del Padre,
y que lo hace reconciliar consigo al universo, lo terrestre y lo celeste.
Nuevo nacimiento
“En la creación de Dios, nada tiene fin. Todo lo que es verdadero permanece. En el jardín de Dios, la
flor se abre y se mustia, pero no se acaba, florece para siempre”. Esta transformación de todo lo vital
que describe Tagore, es lo que nos anuncia la fe como su misterio central. Nada de lo que es vida,
expresión de Dios, muere definitivamente, es transformado por la fuerza del Espíritu. ‘‘Sabemos que si
nuestra morada terrestre, esta tienda de campaña se derrumba, tenemos un edificio que viene de Dios,
una morada eterna en el cielo (2 Cor. 5,1). La muerte es pues el término de la vida transitoria de esta
tierra, y el nacimiento a la vida definitiva.
Sucede lo mismo que al niño que está en las entrañas de su madre, y que pasa varios meses en una
situación muy confortable, con aire acondicionado, buena temperatura, oxigenación y alimentación
adecuada; pero llega el momento de una gran crisis en que esa situación se le hace insoportable, su
habitación estrecha, sofocante, y en las contracciones violentas de la madre es expulsado afuera hacia
un mundo desconocido y extraño. Sin embargo, esa expulsión despiadada le permite hacerse
independiente, ser persona, respirar por sí mismo, tener vida propia y mirar a su propia madre en los
ojos, que no podía ver mientras vivía dentro de ella.
En la muerte del hombre sucede algo semejante. Ese ser que ha ido creciendo en su vida personal, pero
al que su habitación biológica se le ha ido deteriorando entra en la crisis de la agonía, le falta aire, sus
funciones se descontrolan, el mundo se le vuelve estrecho y es arrancado de esa matriz de la
materialidad de su cuerpo para integrarse a la totalidad del Ser, donde alcanza la plenitud de su
desarrollo.
El hombre que le ha dicho “si’’ a Cristo por la fe y se ha adherido a él por el bautismo, muere con él a
la separación de Dios que es el pecado y entra con él a participar de la plenitud de la vida de Dios. “Por
haber muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.,. Ustedes ténganse por muertos al
pecado y vivos para Dios, mediante Cristo Jesús’’ (Rom. 6,11).
Cristo penetró en nuestra muerte. Él, como representante de toda Ja humanidad bajó hasta lo más
hondo del abismo de separación que el hombre estableció por el pecado. Por eso confesamos en el
“Credo” que Cristo “descendió a los infiernos’’. En su angustia, su tristeza y su miedo, cruzó la angosta
puerta de nuestra última soledad y abandono, que es la muerte.
“Ahí se revela el abismo de la soledad del hombre que en su ser más íntimo está solo. Esta soledad
universal, que es, sin embargo la verdadera situación en que se halla el hombre, supone la contradicción
más profunda con su esencia de hombre que no puede estar solo, sino que busca siempre compañía. Por
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eso la soledad es la región de la angustia que se funda en el destino de un ser que tiene que ser y que,
sin embargo, choca con lo imposible”21
Cristo cruzó la puerta de nuestra soledad radical y última, entró en el abismo de nuestro abandono, y
desde allí fue capaz de amar, de expresar su entrega confiada en las manos del Padre y así llenó ese
abismo de soledad con su presencia: y lo que era expresión de separación lo convirtió en lugar de
encuentro. ‘‘El infierno queda así superado, mejor dicho, ya no existe la muerte que antes era infierno.
El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque el amor mora en medio de ella. El
infierno o segunda muerte, es ahora el voluntario encerrarse en sí mismo. La muerte ya no conduce a la
soledad... La puerta de la muerte está abierta, desde que en la muerte mora la vida, el amor...” 22. “Se
aniquiló la muerte para siempre. ¿Muerte, donde está tu victoria?, ¿dónde está muerte tu aguijón? El
aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley.” (1 Cor. 15,50-57)
¿Qué es el cielo?
Nuestra imaginación no nos ayuda para hacernos una idea de lo qué es, ya que sólo nos hace trasponer
las imágenes espacio-temporales que tenemos acá, hacia lo que no barruntamos. ‘‘Ni ojo vio ni oído
oyó, ni pasó por el entendimiento humano lo que Dios les tiene preparado a los que lo aman’’. No es un
sitio, sino otra manera de ser en plenitud.
“¿Por qué están hechos nuestros ajos para llorar y para ver? ¡Luz... cuando mis lágrimas te alcancen, la
función de mis ojos, ya no será llorar, sino ver” (León Felipe). La mirada del hombre quedará radiante
con la Luz increada que le inundará el corazón de felicidad, y sus ojos ya no podrán llorar. “Aquí está
la morada de Dios con los hombres... El enjugará las lágrimas de los ojos, ya no habrá muerte ni
llantos, ni dolor, porque esas cosas han pasado” (Apoc. 21,3-4).
E] hombre llega a una plena maduración espiritual, y puede conocer, amar y gozar en plenitud. Se
realiza el encuentro del hombre consigo mismo, porque sin trabas ni bloqueamientos logra su total
identidad con el proyecto que Dios tenía sobre él; alcanza la comunicación universal con todos los
seres, porque ha entrado en la intimidad del “cara a cara’’ en la tienda del encuentro definitivo con
Dios.
El cielo no es el espacio que está arriba. Lo alto es sólo símbolo de la trascendencia de Dios. El cielo es
la intimidad sagrada de Dios. El que ha gozado de la plenitud de una amistad muy íntima, se ha
asomado desde esta tierra al cielo.
- Es la perfecta unión con Dios, término y premio de todo el trabajo de esta vida. La alegría
perfecta en el encuentro cara a cara con la belleza increada, que se expresa en la alabanza gozosa.
- En compañía con todos los seres que conocimos y conoceremos. Todos desplegarán esa
capacidad de amar que siempre quedó bloqueada en esta tierra. Se alegrarán del bien de los demás
como propio. La alegría de los otros aumentará el gozo de todos.
El cielo es la realización completa de todas las posibilidades del hombre. De su capacidad de ver, de
admirar, de amar, de conocer. Es la fiesta de los ojos de tal manera que la visión del ojo terreno puede
ser considerada como un ver a través de un espejo y confusamente (1 Cor. 13,12). Es la patria y la
identidad donde todas las cosas se encuentran consigo mismas. Es la plenitud de este mundo, de toda la
naturaleza y de la materia, que han sido plenamente liberados de la esclavitud.
Para vivir bien la vida,.hay que consultar la muerte. No se trata de vivir con la obsesión angustiosa de
la muerte, sino de tenerla en cuenta para calcular sensatamente el empleo de nuestro tiempo y la calidad
de la existencia. No hay que “farrearse’’ la vida, pero tampoco hay que ahorrarla, la vida es para
entregarla en lo que verdaderamente vale la pena. La vida se hace gozosa y gratificante cuando se vive
con un sentido que le da unidad y en aras de un gran amor que le da consistencia. No como episodios
desligados o instantes discontinuos. Sino como etapas que conducen a una maduración definitiva.
“La apariencia de este mundo pasa”. Lo verdaderamente real de este mundo permanece para siempre.
Hay que tener sabiduría para descubrir la diferencia. La vida no es triste, pero es seria. Se vive una sola
vez y ese tiempo hay que aprovecharlo para fraguar lo definitivo. Y esa seriedad de la vida fundamenta
una paz y una alegría muy honda, cuando el tiempo que pasa se aprovecha para vivir a fondo lo que
verdaderamente vale.
La muerte misma se hace fecunda cuando es la culminación de una vida que se ha entregado por los
otros. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere permanece solo, pero si muere da mucho fruto. El
que ama su vida para sí, la pierde, el que entrega su vida la conserva para la vida eterna” (Jn. 12,24-25).
Quien es capaz de hacer toda su vida una entrega voluntaria por amor, convertirá su muerte en la
culminación de su propia donación; y como sólo se posee lo que se da, su muerte sera la pasesión
definitiva de todo lo que entregó. Es la resurrección que opera el amor.
La muerte nos esclarece sobre la absoluta igualdad de todos los seres humanos. Todos vuelven al polvo
de la tierra en la materialidad de sus cuerpos, todos se presentan ante Dios en la desnudez de lo que
realmente son. Y ahí en el juicio definitivo de lo absoluto, lo único que cuenta es la calidad de nuestro
amor, lo que hayamos hecho con nuestros talentos por la construcción de un mundo en el que todas nos
sintamos hermanos. El juicio definitivo versará acerca de cómo ejercimos el amor, con nuestros
hermanos más pequeños: ‘‘Tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber...estaba
en la cárcel y me fueron a visitar...”. A este mundo llegamos desnudos y partimos igualmente desnudos
pero revestidos del amor que entregamos.
La muerte nos enseña que el supremo valor es el amor. Y que la vida vale en la medida en que se
entrega. El amor es lo único que eterniza y transforma a las personas y a las cosas que encontramos en
nuestro viaje por el mundo. De nada sirve al hombre acumular bienes y riquezas que tiene que dejar,
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sino aquellas que el hombre las lleva puestas en su mismo ser, y que encontrará allí hacia donde se
dirige. ‘‘¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde como persona?” (Mt. 16,26).
Las cosas las conservamos para la eternidad en la medida en que las compartimos en favor de la
felicidad de los otros. Así se convierten en combustible de un amor que siempre arderá.
El juicio definitivo
Por todo esto la muerte es un juicio. Juicio que define lo que realmente somos, y que proyecta su luz en
esta tierra para reconocer cuáles son los valores por los que yale la pena vivir y morir. Juicio que es la
suprema definición del hombre. En ese momento el hombre llega a su plena maduración, y libre de
todos los determinismos ambientales, de sus condicionamientos psicológicos, con pleno conocimiento
y en pleno ejercicio de su libertad.
“Delante de Dios y de Cristo el hombre descubre su ambiguedad, pasa por la última crisis, cuya
resolución es un acto de total entrega y amor o de cerrazón y opción por una historia sin otros, sin
nadie. Esa decisión produce un corte definitivo entre el tiempo y la eternidad y el hombre pasa de la
vida terrena a la vida en comunión íntima cara a cara con Dios, o bien a la total frustración de su
personalidad, llamada también infierno”23
Hay una pregunta fundamental por la que se consulta a la muerte para vivir bien la vida. Es la que le
plantea Ignacio de Loyola al que quiere tomar una decisión importante buscando la voluntad de Dios:
¿qué es lo que, pienso, me gustaría haber decidido, al encontrarme en la hora de mi muerte?’’. Esa hora,
es un espacio de verdad, en la que el hombre no esta dispuesto a hacerse trampas. “Cuando la cosa va
de veras, hay que dejarse de leseras”, les decía a sus asombrados amigos un “librepensador” que
sintiendo que llegaba el final había hecho llamar un sacerdote para que le diera los sacramentos.
En el momento de la muerte queramos o no, tenemos que entregarnos, porque no nos pertenecemos. El
hombre no es dueño de su propia vida, su ser no lo recibe de sí mismo, lo recibe de Dios como un gran
regalo. Por esto la vida se hace respuesta a un gran llamado; es tarea y responsabilidad. De cada uno
depende hacer de la vida un acto de donación libre y constructiva. “El que te creó a ti sin ti, no te
salvará a ti sin ti’', decía San Agustín. El acto más noble y definitivo que puede realizar el hombre es
aquel por el que libremente se confía a los brazos de Dios de quien provino, “como un niño en los
brazos de su madre’’. “Vos me lo disteis, a vos Señor lo torno, todo es vuestro, disponed a toda vuestra
voluntad; dadme vuestro amor y gracia que esto me basta’’ (S. Ignacio de Loyola).
Aquí no se pretende dar una respuesta exhaustiva. Solamente señalar unas pistas para orientar a los que
se preguntan sobre este tema ya sea que compartan o no la fe cristiana.
Sin duda vivimos una época muy sensible al mundo del espíritu. El hombre de nuestro tiempo se siente
ahogado entre el asfalto y el smog; las ciudades le ofrecen muchas comodidades pero poca naturaleza,
mucha materia y poco espíritu, se siente encerrado en un recinto demasiado planificado, en el que todas
las cosas están clasificadas, organizadas y previstas.
Sopla la brisa del espíritu y el llamado de aquel mundo invisible que la etapa del positivismo condenó
al tarro de lo inservible, al recinto de las leyendas y de los sueños.
El hombre viene de vuelta de ese mundo de la ciencia experimental, en el que creyó encontrar la
solución a todos los enigmas que le planteaba la vida humana. Está desilusionado, no ha sido satisfecho
en lo profundo con todo el confort, los adelantos que le ofrece la tecnología. Viaja más rápido, se puede
comunicar con todo el mundo, asistir desde el sillón de su habitación a todos los espectáculos del
mundo, pero no es mas feliz.
“Se había proscrito el misterio y he aquí que el misterio despliega alas mas anchas que nunca” (Alone).
Ya en la década de los años 60 Los Beatles partieron a respirar el aire purificado de los monasterios del
Tíbet y de la India religiosa. Para cantar en este mundo del “más acá” era necesario adelantarse a
husmear en el “más allá”, desde donde al hombre parece que le vienen sus resonancias más profundas.
Shirley MacLane en su libro autobiográfico ‘‘Lo que sé de mí”, describe de una manera vivencial lo
que ha significado en su vida personal y de artista de cine la creencia en la reencarnación. Ahí se
expresan creencias que los cristianos podemos compartir plenamente.
- Existe el mundo del espíritu que es tan real como el mundo de las cosas visibles. El hombre
encuentra su plenitud en la trascendencia a que lo llaman los valores espirituales.
- Existe un ser superior que es la Sabiduría eterna que creó todas las cosas de la nada.
- EI ser humano tiene un alma espiritual que no muere con la muerte corporal, sino que está
destinada a participar de la vida de Dios más allá de esta vida.
- Se avanza por la existencia por un proceso de purificación constante, antes de llegar al término
de la unión perfecta con Dios.
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- Existe una relación y unidad profunda con todos los seres de la naturaleza, Una comunión de
gracia y energía que unifica a todos los hombres y las otras vidas en una armonía universal. Nos
podemos relacionar con los seres de todos los espacios y todos los tiempos en una resonancia cósmica.
“Cada segundo de este ahora tiene gran importancia... pasado, presente y futuro son interdependientes”.
‘‘Cada pensamiento, cada gesta, cada cosa que yo diga o haga tiene una carga de energia.”
- EI hombre es el lugar de encuentro de todos los seres, es un pequeño cosmos donde se refleja
y se recapitulan todas las cosas, “Cada persona es un universo, si te conoces a ti mismo conoces todo”
(Krishnamurti). “Todo el bien que pueda hacer, toda la alegría que pueda compartir, aunque no sea más
que un ‘buenos días’, en algún tiempo o lugar ha de revertir sobre mí” (Shirley MacLane).
La vida en la tierra prospera y se comunica a través de la manifestación de los sentimientos, por los que
nos conectamos y vibramos con las demás personas. Así podemos superar el miedo. El sentimiento del
miedo es lo que nos disgrega y nos desconecta de nosotros mismos y de los demás: miedo a la muerte,
miedo al holocausto que destruye el mundo con las armas de nuestro progreso, miedo al futuro y a lo
que puede acontecer a nuestra familia, miedo a perder el empleo o la estimación de nuestros amigos.
Esta doctrina tiene su origen en los pueblos orientales y fue elaborada por Platón para el ambiente
griego. El espíritu humano ha preexistido en la vida de Dios desde siempre. Se encarna en el cuerpo
humano por el que entra en el espacio y el tiempo de este mundo. Pero vive prisionera en la materia del
cuerpo anhelando el momento de Ja muerte para volar nuevamente a confundirse con Dios.
Afirma que el espíritu pasa por un proceso de encarnaciones sucesivas a lo largo de los siglos, en
distintos cuerpos que pueden ser de plantas, animales u hombres. De este modo, el ser se va purificando
de sus pecados y así va pasando a niveles de vidas superiores hasta alcanzar la pureza o santidad
perfecta que le permite unirse para siempre con el Creador.
Así se explicaría ese sentimiento que tenemos frecuentemente de haber vivido situaciones, de haber
estado en ciertos lugares, o conocido ciertas personas que jamás se hicieron presentes en esta vida.
Otros elementos afines con la teoría de la reencarnación son muchos fenómenos parapsicológicos que
ciertamente se dan en personas particularmente sensibles y que aún no tienen una explicación
científica. Fenómenos de desdoblamiento, de premoniciones, conocimientos a la distancia, kinestesia.
Se añade a esto lo relacionado con el espiritismo, ánimas en pena, horóscopos en los que se pretende
leer el futuro por los signos del zodíaco, los ovnis como vehículos espaciales conducidos por habitantes
extraterrestres que nos visitan... etc.
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Existen muchos campos de nuestros conocimientos que no pertenecen al dominio de la fe. El campo de
la ciencia experimental, el de la historia, el de la filosofía, tienen su propia autonomía, con sus propias
leyes y orden “que el hombre está obligado a respetar, reconociendo el método propio de cada una de
las ciencias o artes” (GS, n. 35).
Hay muchos fenómenos en la naturaleza y en el hombre que la ciencia aún no se puede explicar. Está
claro que muchas personas experimentan fenómenos llamados parasicológicos, percepciones
extrasensoriales sobre cuyos orígenes no hay explicación científica cierta. Se habla de una
comunicación interhumana mediante una energía psíquica, como ciertas premoniciones, estados de
desdoblamientos, vibraciones del espíritu en lugares especiales, que no se logran explicar aún.
La teoría de la reencarnación supone que entre el cuerpo y el alma humana existe una unión meramente
accidental. Como si el alma pudiera cambiarse de cuerpo como quien se cambia de vehículo o de
camisa y seguir exactamente igual. Platón precisamente afirmaba que el alma estaba en el cuerpo como
un cochero en su carro.
En la concepción cristiana del hombre, el alma y e] cuerpo tienen una unión tan fundamental que son
como dos partes constitutivas del mismo ser del hombre. Es lo que se llama una unión substancial, de
modo, que el alma no podría existir sin esa referencia esencial a ese cuerpo determinado que constituye
tal individuo. “Yo soy mi cuerpo” del mismo modo que “yo soy mi espíritu’’.
Y por lo tanto, yo no puedo ser yo, con otro cuerpo distinto del cuerpo que hoy poseo. Tampoco podría
existir ni unidad de vida, ni de persona, ni de conciencia ni de responsabilidad. Y así mal podría yo
merecer o desmerecer en una vida posterior lo que yo estoy haciendo en ésta con mi cuerpo actual.
Como cristianos sabemos que nuestra fe en Cristo, la adhesión a su persona que murió y resucitó por
nosotros es lo único que nos justifica, nos purifica de todos nuestros pecados, y nos hace realizar las
obras del amor por las que participamos de la herencia del Hijo. No necesitamos reencarnarnos en
vidas sucesivas para purificarnos de nuestros pecados. Los méritos de Cristo que adquirimos por la fe
en él y el bautismo, nos redimen de todas nuestras miserias. “Hoy estarás conmigo en el paraíso” le
dice Jesús al ladrón que cuelga junto a él en la cruz y que en el último instante lo reconoce como el
Hijo de Dios.
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“Contemplarás la noche, las estrellas. Es demasiado pequeñita la mía, donde habito, para que te
la señale donde está. Pero es mejor así. Mi estrella será para ti una de las estrellas...Todas ellas
serán tus amigas. Y luego te voy a dar un regalo...”
“La gente ve las estrellas de distinta manera. No son lo mismo para todos. Para los que viajan son
guías. Para otros sólo lucecitas. Para los investigadores, son problemas. Para mi hombre de
negocios eran oro. Pero todas estas estrellas están calladas. Tú, en cambio, tendrás estrellas como
nadie las tiene.”
“Cuando mires el cielo en la noche, puesto que habitaré en una de ellas y reiré en una de ellas,
entonces te sucederá como si todas las estrellas rieran. Tú tendrás estrellas que saben reír.’’
Se rió de nuevo.
“Y cuando te consueles -siempre uno se consuela- estarás contento de haberme conocido. Serás
siempre mi amigo. Te dará ganas de reír conmigo. Abrirás alguna vez la ventana, así, por puro
gusto... Y tus amigos quedarán desconcertados de verte reír al contemplar el cielo. Entonces les
dirás: ‘‘En realidad, las estrellas me hacen reír siempre. Y te creerán loco. Les habrás jugado una
mala partida.”
Y rió de nuevo.
“Será como si te hubiese dado, en lugar de estrellas un montón de cascabeles que saben reír..."
(A. S. Exupery)
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Conversando
“Les conviene que yo me vaya”, les decía Jesús a sus amigos en la noche de la despedida. En su
ausencia vendría su Espíritu a llenarlos de su presencia y a enseñarles el sentido de todas sus
palabras (Jn. 16,7-14).
En toda despedida, hay algo que muere en nosotros, hay un desgarrón que queda sangrando, una
pena que oscurece el alma... pero al mismo tiempo nos hace experimentar cuán hondamente se
había alojado en nosotros una persona, cuanto llevamos de ella y cuanto de nosotros le pertenece
porque ella lo hizo florecer con su presencia. La vamos encontrando por todas paries, porque en
verdad la llevamos dentro.
Nuestra vida queda transida de la presencia de los seres que alguna vez amamos. De alguna
manera reímos con su risa, miramos con su mirada, hablamos con su voz, nos expresamos con sus
gestos, sus pensamientos y sus palabras.
Son presencias tan profundas que marcaron nuestros genes del alma, y que hasta podemos
olvidar sin que dejen de estar muy vivas y activas en la profundidad de nuestro ser, coloreando
con su tuz interior todas las cosas de la vida. De alguna estrellita del cielo nos llega una risa que
nos hace reír.
Es a través de esta clase de presencia por donde podemos vislumbrar lo que significa la presencia
de Cristo resucitado que da consistencia y eterniza toda verdadera presencia fundada en el amor
que es mas fuerte que la muerte.
La presencia no se mide ni por la cercanía en el espacio ni por la duración del tiempo cronológico.
Puedo ir viajando en un bus apretujado por muchos pasajeros, pero totalmente ausente de ellos.
Los miembros de una familia pueden estar contemplando horas un espectáculo en una misma
T.V., pero a distancia luz unos de otros.
Solo el amor es la fuerza que introduce en nuestra intimidad a las otras personas y las mantiene
vivas a pesar de la distancia del espacio y de la duración del tiempo.
Entre nosotros
- ¿Qué personas nos han marcado más en la vida y están siempre vivas dentro de
nosotros?
- ¿En qué situaciones de nuestra vida hemos experimentado como algo vivo y sentido la
presencia del Señor?
Con el Señor
Los discípulos de Emaús. Lc. 24,13-35. Cristo se hace presente a los que caminan con el corazón
envuelto en la desolación y en la pena de haberlo perdido.
- En los que son capaces de expresar y compartir sus sentimientos más íntimos.
- En los que peregrinan por los caminos del mundo buscando la realización de una
esperanza noble.
- Cristo se hace presente en su gesto de partir para compartir el pan, que es la expresión
de su entrega y de su acción de gracias al Padre.
Las presencias de Cristo en su Iglesia (Concilio Vaticano II). “Cristo está siempre presente en su
Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la
persona del ministro..., sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud
en los sacramentos. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada
Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos.
Él mismo lo prometió: “Donde están dos o tres congregados, en mi nombre, allí estoy yo en medio
de ellos’’ (Mt. 18,20).
Caminando
- ‘‘Cristo vive en mí’’. Tomar conciencia de la presencia del Señor resucitado en mi vida diaria, y
que esa realidad sea una fuente de oración.
- “Yo estaré con Uds. hasta el fin de los tiempos’’. Sensibilizarme a la presencia del Señor en la
creación, en la historia, en los acontecimientos y en particular, en todas las personas.
La resurrección de Jesucristo
Centro del mensaje cristiano
El día de Pentecostés, cuando los discípulos de Jesús reciben el Espíritu Santo y nace la comunidad de
la iglesia, Pedro toma la palabra para comunicar a los representantes de todas las naciones reunidas en
Jerusalén, lo que ha sucedido en la ciudad en esos días. Su primer discurso se resume así: ‘‘Entérese
bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Cristo al mismo Jesús que ustedes crucificaron...’’
“Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte” (Hech. 2,36-24).
La resurrección de Jesús es el hecho central de la fe cristiana: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe,
aún estamos en el pecado’’. Si Cristo no resucitó quiere decir que los muertos no resucitan, que sus
cuerpos, y con ellos sus personas, desaparecen para siempre en la corrupción de la muerte, por lo tanto
la acción de Cristo por el hombre habría sido vana, sin transformar nuestra condición de pecado.
Si el pecado y la muerte es lo definitivo en la vida humana, esta vida no tiene sentido, el hombre es
definitivamente ‘‘un ser para la muerte”. Y si todo termina allí, todas las aspiraciones del hombre por
buscar la plenitud, toda su entrega por los grandes valores, toda su capacidad de amar, y su búsqueda de
la verdad, no conducen a nada, son inútiles, nacen muertas, están vencidas desde el primer día de
nuestra entrada en el mundo. Todo es absurdo. El hombre es verdaderamente “una pasión inútil’’
(Sartre), Y ‘‘si la esperanza que tenemos en Cristo es sólo para esta vida, somos los mas desgraciados
de todos los hombres” (1 Cor. 15,19).
La resurrección no se identifica con la inmortalidad del alma. Los griegos, inspirados en Platón,
aceptaban de buena gana que la vida no termina con la muerte. Mas aún, la muerte es el comienzo de la
vida verdadera. Es el momento de la liberación de ese pobre pájaro que es el alma humana. Al
romperse la jaula que lo mantiene prisionero en un mundo de tinieblas durante la vida en el cuerpo,
puede volar libremente al encuentro de la luz y de la felicidad, hacia el mundo de las ideas que es el
mundo de Dios del que salió un buen día.
En el mundo griego la resurrección era inconcebible e inaceptable; por esto cuando Pablo se refiere a la
resurrección de Cristo en el areópago de Atenas, lo detienen en su discurso y no quieren seguir
escuchándolo. Para el griego de ese tiempo el cuerpo humano como todo lo material nace de un
principio malo, del que el alma tiene que liberarse como de algo que la contamina y esclaviza.
Para la concepción cristiana en cambio, la resurrección no es la sola pervivencia del alma. Es el hombre
completo, como persona humana con su cuerpo y su alma que entra en la plenitud de la vida. En esta
concepción, la persona no se identifica con sólo el alma; es también cuerpo. Sin cuerpo no hay persona
humana. Cristo vino a salvar a todo el hombre.
Tampoco se concibe la resurrección como la reanimación de un cadáver que vuelve a la vida que tenía
antes, como podríamos imaginarnos la resurrección de Lazaro, que habría proseguido su vida anterior,
por unos cuantos años más para volver a morir definitivamente. La resurrección supone una
transformación total de la condición humana que pasa a un estado glorioso repleta de Dios.
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No es la pervivencia en el recuerdo; no es sólo el patrimonio que Cristo legó a sus seguidores y a toda
la humanidad en la pureza de su doctrina. Esa clase de pervivencia sólo queda en las grandes obras
escritas, talladas, pintadas, hecha literatura o música.
Cuando moría se negó en todo momento a hacer un signo irrecusable de poder, a los que querían que
bajara de la cruz para demostrar que él era el mesías. Eso lo demostraba permaneciendo en la cruz. Una
vez resucitado proseguirá manifestándose en la pobreza de sus signos y en los signos de su pobreza.
Por eso no se manifestó a todo el pueblo, sino solamente a los que Dios había escogido expresamente
para que fueran los testigos de su resurrección, en la fe (Hech. 10,41).
El anuncio de la resurrección de Cristo arranca de una vivencia íntima pero muy real que tuvieron sus
discípulos luego de la experiencia aplastante y demoledora de su muerte en la cruz. Esta acabó con
todas las ilusiones y expectativas que se habían hecho acerca del Mesías.
Esa experiencia que se sitúa en el plano de la fe, de que el maestro vivía, produjo en ellos una
transformación tan definitiva, que toda su vida quedó centrada en el amor a la persona de Cristo. Los
impulsé a proclamar esa gran noticia, por todos los caminos del mundo hasta sufrir ta muerte por ella.
La transformación que se opera en ellos es el principio de la transformación de una nueva humanidad.
En los relatos de las apariciones, Jesús resucitado, se manifiesta como el mismo que convivió con sus
apóstoles por varios años, antes de morir en el calvario. El Señor resucitado quiere asegurarles que se
trata del mismo ser real que ellos conocieron: “Miren mis manos y mis pies, soy yo. Tóquenme y
fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo” (Lc. 24,38-41).
Siendo el mismo, hay en él algo diferente, una nueva condición de ser, que escapa al tiempo, al espacio
y a su figura física. Se hace presente en medio de ellos sorpresivamente, en recintos cuidadosamente
cerrados, y en un comienzo no es reconocido ni por los más amigos. Los caminantes de Emaús creen
que se trata de un forastero despistado; Magdalena que lo llora junto a la tumba vacía, lo confunde con
un hortelano; los desafortunados pescadores nocturnos ven en la orilla un desconocido indigente que
les pide algo para comer.
Lo reconocen por sus gestos más característicos y por su expresión profunda. Por el modo de partir el
pan, por la abundancia de la pesca, en la resonancia de su llamado por el nombre propio; por esa
sensación de intimidad tan particular que crea su presencia (Jn. 21,12).
A Jesús resucitado se le ve y se le palpa por la sola fe. “Bienaventurados los que creen sin haber visto'’
(Jn. 20). Son verdaderamente felices los que creen porque éstos pueden ver, contemplar y palpar al
‘‘Verbo de la vida’’ (1 Jn. 1,1). Por la muerte y la resurrección se ha operado en la humanidad de Jesús
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una transformación profunda y radical. “Su muerte fue un morir al pecado de una vez para siempre,
mas su vida es un vivir para Dios’’ (Rom. 6,10).
La mirada profética de Juan había visto cuando Jesús pendía muerto en la cruz que de su corazón
traspasado por la lanza del soldado, brotaba sangre y agua. Así declaraba que el corazón de Cristo se
convertía en el manantial del Espíritu que salta hasta la vida eterna (Jn. 4,14) regando de vida, por los
cauces de los sacramentos, los miembros de su cuerpo que es la iglesia.
La humanidad de Jesús ha sido plenamente divinizada. El Dios hecho hombre termina su ciclo en el
hombre que se hace Dios. La resurrección es el término del proceso de la encarnación, y el comienzo
del proceso de ta divinización de toda la humanidad, por la fe en el Señor resucitado.
Cristo resucitado es el primogénito de una nueva humanidad que ha pasado con él, desde una situación
de pecado a la condición de hijos de Dios. Él es el principio dinámico que transforma la humanidad
entera y toda la naturaleza, que aspira ser liberada. Si Cristo resucitó, también nosotros hemos de
resucitar. Él es el primero y ‘‘todos somos vivificados en él"’ (1 Cor, 15,20; Col. 1,18).
Su resurrección no es sólo un hecho personal; tiene además una dimensión universal que resuena en
todo el cosmos. “La creación en anhelante espera aguarda con ansiedad que se le manifieste lo que es
ser hijos de Dios... y hasta ahora está gimiendo y sufriendo dolores de parto... hasta verse liberada de la
esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom. 8,19-23).
En el Señor resucitado la creación deja de gemir por su esclavitud y empieza a vibrar en la esperanza
de sentirse ya liberada de la vanidad. La materia inanimada, la vida vegetal de las praderas y bosques,
la vida del reino animal que aulla en las selvas, y bala en los potreros y establos; la vida humana en las
ciudades y en las soledades de la montaña y junto al mar.., todas esas vidas anhelan ser sobrevestidas
del cuerpo glorioso del resucitado.
Se produce una conmoción cósmica en que se bambolean las estrellas del firmamento, caen los astros
para reintegrarse en una nueva constelación cuyo centro es el Señor de todo. “Por su medio se creó el
universo celeste y terrestre, lo visible y lo invisible. Él es el modelo y el fin del universo creado, Él es
antes de todo y el universo tiene en Él su consistencia’’ (Col. 1,16-17).
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La vida humana tiene sentido en el amor. Nuestro pobre amor humano, tan expuesto a fallar o a
extinguirse, lleva en su interior resonancias de eternidad. No se ama para un período determinado, se
ama para siempre. La dosis de amor que Dios ha puesto en el corazón del hombre, necesita de toda una
eternidad para desplegarse en plenitud. No puede existir amor sin futuro. No puede existir un amor que
reclama eternizarse, sin una eternidad par delante. Y el amor humano, como todo lo humano necesita
cuerpo y alma. Es cierto que ya, en la otra vida, no existirá la institución del matrimonio, pero sin
institución nos amaremos todos en el Todo con nuestros cuerpos gloriosos.
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Muy de madrugada del primer día de ta semana, ha vuelto al sepulcro donde dejó el cuerpo de su Señor
para concluir la última unción interrumpida por el descanso sabático. Al despuntar el nuevo día quiere
brindarle las últimas atenciones a ese mismo cuerpo que ella había perfumado cuando era una mujer
reconocida por su vida desordenada24. La sola mirada de ese hombre le había devuelto su dignidad de
mujer y la razón de su existir. Pero al llegar a la tumba se encontró con la gran sorpresa de que la
enorme piedra que guardaba sus restos estaba corrida y ta tumba estaba vacía. Se habían llevado el
cuerpo de su Señor.
Vuelve corriendo a comunicar a los apóstoles, la noticia que aplasta su corazón: ‘‘Se han llevado del
sepulcro al Señor y no sabemos dónde to han puesto”. Mientras Pedro y Juan corren al sepulcro a
verificar los hechos, ella se queda buscándolo en el desconcierto de su abandono.
Llorando junto a la tumba sin poder consolarse con nada, en esa angustia en que ninguna pregunta tiene
respuesta, se asoma hacia el sepulcro para recorrerlo de nuevo con su mirada. En el resplandor de sus
lagrimas descubre que allí donde yacía el cuerpo del Señor ha quedado un vacío iluminado desde la
cabeza hasta los pies. Es una ausencia que se ha hecho luminosa en su dolorosa realidad. En la
oscuridad de la ausencia, el amor hace brillar una presencia encendida, que dos ángeles velan.
- “Porque se han llevado el cuerpo de mi Señor y no sé dónde lo han puesto’’. Dicho esto se
volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no se daba cuenta que era él. La ansiedad de la búsqueda, el
desaliento de la pena impide reconocer a aquel a quien añora, y que esta allí a su lado.
Es necesario abrir nuevos espacios en el alma para que entre en su más profunda realidad el que ha sido
muerto por la desilusión. Esos espacios los abre en Magdalena el mismo Jesús. Le enseña cómo llegar a
redescubrirlo en la fe a través de un proceso doloroso, en el que hay que aceptar una clase de muerte,
para que el verdadero amor recobre la vida. Eso es la fe: cuando parece que todo se acaba y nuestros
sentidos captan el vacío y no queda ni siquiera un despojo de lo que amamos, entonces se recorta en la
oscuridad la luminosidad de otra clase de presencia. Magdalena hace esa ruta que pasa desde el
conocimiento sensible que tuvo de Jesús durante su vida, a través de la experiencia de su muerte, la
desaparición de su cuerpo, hasta redescubrirlo con la fe en su existencia definitiva.
24 Es probable que María Magdalena, de la que Jesús “había echado siete demonios” (Mc. 15,9), no sea la misma mujer
que ungió los pies del Señor en casa de Simón el leproso (Mc. 14,3-9). Esto no afecta a lo que aquí se pretende
expresar.
165
- Es necesario movilizarse por un gran deseo de querer ver a Jesús (Lc. 19,1-8). En esa misma
búsqueda está el mismo Dios llamando y buscando en el hombre. ‘‘No me buscarías si yo no te hubiera
encontrado’’. En su desolada búsqueda Magdalena ha recurrido a la comunidad de la Iglesia, ha
preguntado a personajes desconocidos de figuras luminosas, y también a un trabajador con aspecto de
hortelano.
- Magdalena tiene que beber el trago amargo de la soledad cuando Jesús la deja experimentar
todo el desgarramiento de la separacion sensible. Es necesario que con su muerte caigan todas las
ilusiones humanas, todas las falsas esperanzas que se había hecho de Cristo. No es alguien que nos
viene a solucionar nuestros pequeños problemas inmediatos o que podamos utilizar para sustentar
nuestros proyectos egoístas de bienestar económico, de figuración social, o preeminencia nacional. La
muerte se le presenta al hombre como el término implacable de todo proyecto humano, incluso del
noble sentimiento del cariño. A Cristo se le reconoce con unos ojos limpios de todo interés personal y
con un corazón de pobre. En Jesús resucitado llega el reino definitivo y se cumplen las
bienaventuranzas: los pobres poseen el reino, los que lloran son consolados, los puros de corazón ven a
Dios.
“Mujer, ¿por qué lloras?”. La induce a que exprese lo que verdaderamente la conmueve. Los
sentimientos son mas verdaderos que las razones, porque son mas difíciles de falsear. ‘‘¿A quién
buscas?’’. Le hace expresar cuál es el anhelo más profundo de su corazón, hacia dónde se dirige su
amor. A los discípulos de Emaus les hará preguntas parecidas. ‘‘¿Qué es lo que conversan?’’. En las
pérdidas el hombre está más capacitado para descubrir lo que verdaderamente ama, lo que lo conmueve
y cuáles son los deseos más profundos, en los que se revela más fuertemente la persona y su vocación
esencial.
Magdalena cree que ese personaje que le habla a su lado y a quien casi no mira, es el hortelano del
huerto donde está la tumba de Jesús y que tal vez es él quien ha tomado su cuerpo como quien toma
una planta o un arbolito para trasplantarle o injertarlo en algún otro lugar.
‘‘Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, que yo lo recogeré".
La intuición de esa mujer tiene algo de verdad: ese hombre es un hortelano, sus ojos miran como el
Labrador de todo el Universo que ha injertado la humanidad entera en el árbol de la Vida. Es ‘‘la vid
verdadera’’ en la que están todos los hombres como sarmientos vivos.
Ella siempre piensa en el cadáver de un difunto y por eso no puede descubrir la persona viva que le
habla a su lado. Entonces fue necesario que Jesús la llamara por su nombre: ‘‘María’’. Al nombrarla así
la hizo despertar a una nueva realidad y fue como nacer de nuevo: su nombre resonó como una llamada
directa a ella en la voz de alguien que siempre la había conocido, que estaba en el secreto de su
persona.
- “Maestro mio’’, exclamé María abrazándolo con todo su amor queriéndolo retener junto a ella
para siempre.
166
- “Suéltame, que aún no estoy arriba con el Padre. Anda a anunciar a mis hermanos: Subo a mi
Padre que es su Padre, a mi Dios que es su Dios.”
“Subo al Padre”
Este “subir al Padre’’ es la culminación de toda la misión de Jesús, la “nueva Pascua” que realiza
cuando llega su ‘‘hora de pasar de este mundo al Padre’’. ‘‘Había venido de Dios y a Dios volvía’’. Pero
ahora volvía con esa humanidad que había hecho suya desde la encarnación. Y en esa su humanidad
arrastraba a la humanidad entera. Entraba al Padre con todos los hombres.
“Subo al Padre’’ para estar en todos los lugares del universo, en todos los tiempos de la historia
humana. Se sustrae al espacio de Israel para estar en todas las naciones. “Suéltame’’ no es necesario
que me atrapes y me inmovilices, porque yo iré contigo siempre dentro de tu propio corazón”. “Iré
contigo cuando recorras los caminos anunciando no sólo con palabras sino en el brillo de tu mirada
encendida por el amor y la alegría, que yo he resucitado.”
“Subo al Padre” para prepararles un lugar en su casa de muchas habitaciones, y llevarlos conmigo; y
así, donde yo esté estarán también ustedes...’’ (Jn. 14,3-4). “No los dejaré desamparados, volveré”.
“Quiero dejarles mi paz que es diferente de la que da el mundo. No estén preocupados ni tengan miedo,
me voy para volver. Si me amaran se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que
yo" (Jn. 14,28).
“Subo al Padre”, con mi humanidad, con mi cuerpo, con mi alma, con todo lo que constituye al
hombre... Penetro en la intimidad de Dios de la que descendí a la condición de hombre. Ahora vuelvo a
ella como el primer ser humano que nace de la muerte, con una nueva humanidad toda penetrada del
Espíritu, ya que Dios, la plenitud total, quiso habitar en mí, y así reconciliar consigo por mi medio,
todo el universo, lo terrestre y lo celeste, después de hacer la paz, con mi sangre derramada en la cruz
(Col. 1,18-20).
“Subo al Padre”, pero no subo solo sino con todos ustedes, mis amigos que han creído en mí, como el
“primogénito entre muchos hermanos’’, y forman conmigo un solo cuerpo. Yo les he dado la gloria que
me dio el Padre, la de ser uno como lo somos con el Padre, yo unido con Uds. y el Padre conmigo, para
que quedemos realizados en la unidad... “Quiero que donde estoy yo estén ustedes también conmigo, y
contemplen esa gloria mía que el Padre me ha dado, porque me amaba ya antes que existiera el mundo”
(Jn. 17,21-24).
“Subo al Padre” y porque les he comunicado esto están abrumados de tristeza. Es cierto que ya no me
verán como cuando marchaba con ustedes por los caminos de este mundo. ‘‘Pero créanme les conviene
que yo me vaya porque no los dejaré huérfanos, les enviaré el Consolador, por medio del cual estaré
siempre con ustedes, con una intimidad que no han conocido hasta ahora”. Me quedan muchas cosas
que comunicarles. Pero ahora no las podrían comprender. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los
irá guiando a la verdad completa. Les explicara todo lo que les he comunicado, y les interpretará mis
palabras a través de la historia que van a vivir. “El Espíritu Santo les enseñará todo, les irá recordando
todo lo que yo les he enseñado” (Jn. 14,26).
Suéltame María, no quieras retenerme, ‘‘si me amas alégrate de que me vaya al Padre. El ya no es sólo
mi Padre y mi Dios, es el Padre de todos ustedes que han creído en mí, porque a todos los llevo
167
conmigo y mi Padre los ama con el mismo amor que me ama a mí. No es con las manos como me
pueden tocar, ni con los ojos del cuerpo como me pueden ver. Son felices y bienaventurados los que sin
verme han creído. Sólo con la fe me pueden ver y me pueden tocar’’.
Suéltame María, y anda a anunciar que he resucitado y a comunicar a todo el mundo todo lo que yo he
hecho y enseñado. Porque eso mismo lo seguiré haciendo y enseñando a través de ustedes. Ya que
estaré cada día con ustedes, hasta el fin del mundo (Mt. 28).
María Magdalena partió por los caminos del mundo anunciando esta gran noticia, con un corazón
henchido en la alegría por la presencia del Señor resucitado. A medida que avanzaba y comunicaba su
mensaje más se llenaba de él. Y en todas partes donde llegaba el evangelio, se hablaba de ella, la que
había ungido el cuerpo del Señor preparándolo para su sepultura (Mt. 26,12-13). El perfume de su
unción no solo llenó la casa de Simon, se expandió por el mundo entero. Hasta que un buen día volvió
a sentir que la llamaban por su nombre: ‘‘María’’. Y entonces sí que su abrazo fue definitivo, porque
ella también había subido a la casa del Padre, donde también había llegado su perfume.
168
Cristo resucitado se manifiesta a los apóstoles con mucha frecuencia en los momentos en que están
comiendo, para comer con ellos como en Emaús y luego en Jerusalén (Lc. 24,30-40) o para invitarlos a
comer, como en la ribera del lago después de la pesca sorprendente (Jn. 21,12). Ya en el sermón de la
promesa de la Eucaristía, después de la multiplicación de los panes, Cristo había ofrecido su cuerpo y
su sangre como fuente de vida y garantía de resurrección. “Les aseguro que si no comen la carne y
beben la sangre de este Hombre, no tendrán vida en ustedes. Quien come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día, porque mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida... quien me coma vivirá por mí” (Jn. 6,53-56).
La comida, desde muy antiguo en todos los pueblos ha sido signo de participación de una misma vida.
Es también el sentido que tienen nuestras invitaciones a comer: se invita a los que se siente más amigos
para compartir en la intimidad de nuestra mesa familiar no sólo el alimento terrestre, sino todo lo que
constituye nuestra vida personal, familiar y cultural.
Por la resurrección, Cristo nos invita a participar de su vida transformada y ofrecida, para que
aceptándola y recibiéndola por la fe seamos también transformados en la nueva condicion de su vida de
resucitado ya desde esta tierra. Cristo es el prototipo del hombre nuevo porque es la plenitud de la vida
y de la comunicación, a las que el hombre esta llamado.
La vida que Cristo resucitado nos comunica es la vida propia del Hijo que Él recibe del Padre y nos
transforma en su semejanza filial: ‘‘así como yo vivo gracias al Padre; así también quien me come
vivirá gracias a mí’’ (Jn. 6,56-57). ‘‘Todas las promesas hechas por Dios han tenido su SÍ en Él”. (2
Cor. 1,20).
La resurrección de Jesús no es un misterio o un hecho del pasado, sino que es una realidad que está en
marcha hoy y aquí. No es un hecho que sólo tiene una expresión puntual y que se refiera sólo a su
naturaleza física, sino que es todo un proceso que transforma la humanidad entera. No es un mero
hecho histórico que estuviera encerrado en el tiempo y en el espacio. La resurrección de Cristo es un
hecho tan real y trascendente que por eso mismo abarca todos los tiempos y se extiende a todos los
espacios del cosmos.
Como en las apariciones que nos narran los evangelios, Cristo está presente y trae el oficio de
consolador en todas las situaciones por las que pasa el hombre a través de su vida y por todas las
situaciones que experimenta la Iglesia a través de la historia.
Como en Emaús, Cristo se hace presente al hombre y a su Iglesia cuando, aplastado por el desaliento y
la desilusión, se repliega en sí mismo y emprende el camino de retirada y de regreso a la casa de la que
partió un día lleno de ilusiones. Cristo sale al encuentro de todo ser que peregrina detrás de un ideal,
que lo busca sin saberlo o que cree que lo ha perdido. Se hace presente en el extraño que admitimos a
participar de nuestro desaliento y de nuestra pena y que nos convida a desenredar la maraña de nuestras
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Como con Tomás, Cristo se hace presente a los que dudan, a los que no quieren creer o a los que no
tienen capacidad de confiar en los propios amigos, a los que los invade el demoledor escepticismo que
les impide tener otra certeza, distinta de aquella que surge de lo que ellos mismos pueden palpar o
experimentar. Los que ponen absurdas condiciones, nacidas del resentimiento de haber llegado tarde,
como si la intimidad misteriosa de una persona se pudiera palpar con algo distinto del amor y de la
confianza. También a éstos el Señor les sale al encuentro condescendiendo a las condiciones de su
impotencia; a estos “fuertes’’ que no quieren ser traicionados por su propio sentimiento, el Señor les
deja palpar sus heridas.
El Señor resucitado sale a buscar y consolar a los suyos por los caminos polvorientos, en las casas y
recintos en los que el miedo ha cerrado sus puertas, en los huertos fragantes que despiertan de su
silencio nocturno al destello del alba con el canto de los pájaros que empiezan a transmitirse el secreto
de una gran noticia que estallará en cantata.
El Señor resucitado se hace presente en el trabajo del hortelano que se inclina amorosamente sobre la
tierra para hacerla florecer con su caricia, se hace presente a la orilla del mar para hacerlo palpitar en
escamas de plata. Por su resurrección está presente en todo trabajo humano para transformar la
naturaleza, liberarla de toda esclavitud e imprimir a la materia toda la energía creadora, para que las
semillas se hagan pan y el pan llegue a ser su propio Cuerpo Resucitado.
El Señor está presente en la palabra de los hombres, haciéndola su propia palabra para anunciar a todos
los hombres que todos son convocados por el Padre para reunir un pueblo y una familia de hermanos.
“El que a vosotros oye a mí me oye”...“Estaré con vosotros hasta el final de los tiempos”...
Las apariciones del Señor son las grandes lecciones que da Jesús a todos sus discípulos para que
aprendan a reconocerlo y encontrarlo en todos los caminos, en todos los oficios, en todos los hombres y
en todas las encrucijadas de la historia.
El Señor no ha dejado un grupo de discípulos que mantengan su memoria, sino una comunidad de
amigos y creyentes que vivan y celebren su presencia.