El Principe Feliz

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EP 26 – Carlos Fuentealba – Lectura para 4° A y 4° B TM 2021

EL PRINCIPE FELIZ
Érase una vez en Europa una ciudad y en su centro una columna desde la cual se alzaba la
estatua del Príncipe Feliz. Era una estatua muy bonita, su centro era de plomo y estaba
revestida de oro fino, tenía zafiros en los ojos y un gran rubí rojo en el puño de su espada.
Tal era su belleza que era muy admirada. Los niños decían que era un ángel, para horror de
sus profesores que odiaban que los niños soñaran, los hombres la admiraban en silencio
para no ser considerados poco prácticos y las madres lo utilizaban de ejemplo para que sus
niños se portaban bien. Los pobres de la ciudad solo podían admirarla y desear ser tan
felices como la estatua. Mientras esto ocurría, una golondrina cruzó la ciudad. No había
emigrado con sus amigas golondrinas a Egipto, pues se había enamorado de un junco del
río. Ella le había preguntado si aceptaba su amor y el junco le había hecho una reverencia.
—Es un junco, es pobre y tiene mucha familia—dijeron las demás golondrinas en verano—.
Además, es muy coqueto, hace reverencias a todo el mundo—dijeron en otoño.
Pero la golondrina solo lo dejó cuando descubrió que el junco no podía viajar con ella a
Egipto. Estaba muy atado a su hogar.
Furiosa, la golondrina voló a la ciudad, llevaba ya seis semanas de retraso en su viaje a
Egipto y el frío del invierno se dejaba sentir. Por suerte, encontró la estatua y feliz de tener
una habitación de oro, se refugió a sus pies. Estaba profundamente dormida cuando sintió
que caían sobre su cabeza, una, dos y hasta tres gotas de agua. Molesta, revisó el cielo, pero
no estaba lloviendo.
—Buscaré un lugar mejor, estas habitaciones de oro solo son puro lujo y nada de practicidad
—protestó—. No hay nada mejor que una buena chimenea.
Estaba por abrir las alas cuando lo vio. Era la estatua quien lloraba. De sus ojos de zafiro
escapaban gruesos goterones.
—Eres el Príncipe Feliz—dijo la golondrina al reconocerlo— ¿Por qué lloras?
—Ay golondrinita, cuando yo estaba vivo y tenía un corazón humano y no de plomo, vivía en
un palacio de altas murallas. Era feliz en la corte, jugaba con mis amigos y por las noches
disfrutaba de las fiestas. Era muy feliz, porque todo lo que me rodeaba era hermoso,
colorido y cálido. Viví así y así morí. Ahora que me he elevado a los cielos, veo la pobreza de
mi pueblo, las falsedades de los ricos y la miseria y solo puedo sentir como se rompe mi
corazón. La golondrina estaba sorprendida, pues creía que la estatua era de oro macizo y no
de plomo. Pero no dijo nada, era una golondrina muy educada.
—Allá abajo—dijo la estatua con la voz rota—. En esa oscura y húmeda callejuela, hay una
casita. Junto a la chimenea se sienta una mujer con las manos hinchadas y llenas de
pinchazos de aguja. Es costurera y su trabajo es bordar pasionarias sobre un vestido para
una bella dama de la corte, tiene que estar listo pronto, pero no puede terminar. Tiene
hambre y está preocupada por su hijo, quien duerme en su cama preso de la fiebre. El niño
pide naranjas, pero la mujer solo puede darle agua del rio.
Golondrinita por favor, llévale el rubí de mi espada. Yo no puedo hacerlo, mis pies están
pegados al pedestal.
—Me esperan en Egipto—respondió la golondrina—. Allá hace calor y con mis amigas jugaré
sobre el Nilo y me posaré sobre el sepulcro del Gran Rey.
—Por favor, Golondrinita. Se mi mensajera esta noche. Ayuda a ese pobre niño. —Lo haré—
cedió la Golondrina—. Aunque no me gustan los niños, me tiran piedras en el río.
Y así, la golondrina tomó el rubí y lo llevó a la madre del niño, dejándolo sobre su dedal.
Luego, abanicó el rostro del pequeño, ayudándolo a dormir pese a tener fiebre. Al regresar,
pasó frente a una gran mansión, donde una joven dama se quejaba desde el balcón con su
novio.
—Esa costurera perezosa, no ha terminado de bordar las pasionarias de mi vestido.
Y así la golondrina recorrió la ciudad, viendo los barcos y el gueto judío. Regresó con el
príncipe y le contó lo que había hecho.
—Pese al frío, siento calor en mi pecho—dijo la golondrina y pasó el día reflexionando.
Al llegar la noche, dijo al príncipe—: Ahora si parto para Egipto.
—Por favor golondrinita, desde aquí he visto a un pobre escritor que no puede acabar su
obra y el director del teatro la ha pedido para mañana. Tiene hambre y frío, llévale uno de
mis zafiros. Han sido extraídos en la India y valen mucho. Con uno podrá comprar leña y
comida. Tanto rogó la estatua que la Golondrina tomó uno de sus ojos de zafiro y voló hacia
la casita del escritor. Dejó el zafiro sobre las violetas marchitas que decoraban el escritorio
del joven. Al sentir el aleteo del pájaro, el escritor alzó la vista y descubrió el zafiro.
—¡Que suerte! Un regalo de un admirador. Empiezo a ser un escritor reconocido.
La golondrina regresó la siguiente noche con el príncipe para despedirse. —Ahora parto
para Egipto, la nieve casi ha llegado y el frío es malo para mí. En Egipto hay palmeras y
hermosas piedras preciosas. Traeré para ti otro rubí y un nuevo zafiro.
—Solo quédate esta noche, golondrinita—rogó el príncipe—. En la plaza hay una niña que
vende cerillas. Se le han mojado con la lluvia y no pudo venderlas. No puede regresar a casa
sin dinero o su padre le pegará. Llévale mi otro zafiro. Su padre estará satisfecho.
—¡Pero quedarás ciego!
—Haz lo que te digo, por favor, golondrinita. Y así, el príncipe feliz quedó ciego. La
golondrina no podía dejarlo en ese estado, pues lo amaba profundamente. Se posó en su
hombro y le contó las miserias de la ciudad y sobre lugares lejanos que había visitado en sus
migraciones.
—Arranca las placas de oro que me cubren y repártelas entre los pobres. El oro hace felices
a los hombres. La golondrinita partió en su nueva misión, repartió el oro entre los pobres de
la ciudad y disfrutó de sus vítores y cantos, pues ya tenían como comprar pan.
La nieve y el hielo llegaron a la ciudad. Las calles relucían con el hielo y el viento cortaba la
piel al pasar. La pobre golondrina sentía cada vez más fría, pero no podía abandonar al
príncipe. Comía las migas de pan de la panadería y agitaba sus alas para darse calor, pero
una noche se sintió morir.
—Adiós mi amado príncipe, debo partir. Permíteme besar tu mano—dijo desmayada.
—¿Partirás a Egipto? Ya era hora. Pero bésame en los labios, porque he llegado a amarte
hermosa golondrina. —No partiré a Egipto—dijo la Golondrina—.
Me voy a la morada de la Muerte ¿No es ella la hermana del Sueño? —con sus últimas
fuerzas voló hasta los labios del príncipe. Depositó un beso en ellos y cayó muerta a sus
pies. Un crujido se escuchó desde el interior del príncipe feliz, su coraza de plomo se había
partido en dos.
Esto fue descubierto por el alcalde de la ciudad, quien no podía permitir que un príncipe con
aspecto de pordiosero se encontrara en un pedestal y mucho menos, que hubiera aves
muertas a sus pies. Ordenó que fundieran la estatua y arrojaran a la golondrina a la basura.
—El corazón de plomo no se derrite—dijo el herrero.
—Tíralo con la golondrina, si no es útil, es basura—dijo el alcalde.
Desde el cielo, Dios ordenó a uno de sus ángeles que le trajera las dos cosas más hermosas
de la ciudad.
El ángel regresó con el corazón de plomo y la golondrinita muerta. —Es una buena elección
—dijo Dios—.
El ave cantará en el jardín del Paraíso y el príncipe entonará mis alabanzas.

Género: Cuento de Princesas


Autor: Oscar Wilde
Fecha de Publicación: 1888

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