Un Dios Menos en La Eternidad
Un Dios Menos en La Eternidad
Un Dios Menos en La Eternidad
Habían pasado varios siglos ya desde la última vez que los dueños de lo eterno, los
dioses, pusieron sus ojos sobre estas tierras tan verdes y accidentadas. Para ese
entonces nuestras montañas estaban aún bajitas, nuestros ríos eran meros hilillos
de agua que surcaban con timidez estos valles y nuestro cielo era una naciente
ruana de retazos azules bajo la cual fluía un profuso río de historias que se contaban
de boca en boca. Habitaban acá, justo como ahora, seres terrenales: mohanes,
madremontes, mulas de tres patas, rescoldaos e ilusiones; había seres fantásticos:
arrieros, robles de ancho brazo que a punta de golpes de hacha abrían la piel de las
nacientes montañas y cruzaban con sus mulas senderos impensados para expandir
su mundo, seres inquietos, indómitos e inexpugnables. Junto a ellos, seres
ultraterrenales, sus compañeras de camino y vida, mujeres que llevaban a sus
espaldas algo más valioso que cualquier carga de cualquier mulada: la memoria de
su pueblo y por ende su porvenir. En una innata y copiosa oralidad, tenían el registro
del devenir de su mundo y a su alrededor se convocaban grandes y chicos, débiles,
fuertes y hasta los más fuertes, porque ellas tenían en sus manos los alimentos que
calmaban el hambre y los remedios que curaban cuerpo y alma. Ellas, seres sutiles,
quiméricos y fundacionales.
Sucedió que, por caprichos divinos, estas tierras y sus habitantes llamaron
poderosamente la atención de Dolo, un dios experto en el arte del engaño, de
astucia infinita, de sobra conocida por sus colegas deidades y temida
profundamente por sus creyentes. Ni los unos, ni los otros, querían caer en redes
del dios cuya insignia era el artificio para saciar sus voluntad. Y estaba Dolo oteando
veredas, cañadas y matorrales y pasando cerca de una quebrada oyó una hermosa
voz que, acompañándose de un instrumento de cuerdas, entonaba unos bellos
versos:
-Y vos ¿di’ónde salites?, vos no sos d’estos laos… ¡pero es propio don, bien pueda
se sienta yo lo entretengo un ratico!
Permiso me le presento,
me llamo Antioquia, ‘cho gusto,
vust’es foráneo y nu’importa,
yo a eso no tengo susto.
Dolo no sintió pasar el tiempo. Quedó absorto con tantas historias de aventuras y
misterios que Antioquia le estuvo contando y súbitamente se hizo de noche. La
oscuridad provocó que la narradora y el escucha decidieran buscar refugio.
-Quiere más carnita, esa tres telas es de la buena… y si quiere más papa y yuca
me dice…- ofrecía Antioquia generosamente al invitado.
Dolo se terminó comiendo dos platos de sancocho, jamás había comido algo así de
delicioso. –¡Definitivamente, en mi divinidad me he estado perdiendo de placeres
que a los mortales llenan la vida de gozo!- pensó. Luego de comer, la deidad tuvo
que inventar una historia sobre su vida en la tierra para entretener también a
Antioquia: -Yo nací en un pueblito acá cerquita y me fui hace tiempo a andareguiar,
a abrir mundo y vine a dar acá hace unos días, ¡muy bonito el pueblo… muy bonita
la anfitriona! Dolo sintió un calor extraño en el rostro al decir eso. Se sonrojó por
primera vez, jamás había sentido algo así, todo estaba siendo demasiado nuevo
para él.
Llegó la hora de dormir. Antioquia llevó a Dolo a una habitación amoblada que tenía
siempre disponible para atender huéspedes. El dios se acostó y se cubrió unas
gruesas cobijas que le habían dejado allí disponibles. Calmó su hambre, su
cansancio y su frío y todo gracias a ella, a la dama que lo había fascinado con si
voz, con su música y con sus historias.
El amanecer trajo consigo una nueva sorpresa. Tanto haber comido el día anterior,
indispuso el frágil y mortal cuerpo del tramposo dios, que se incorporó quejándose
por un fuerte dolor de estómago. Antioquia le dio una bebida y le dijo: -vea Dolores,
tómese est’agüíta di’apio y yerbabuena, que eso lo compone. Ya va a estar el maíz
para poner a asar unas arepas pa’l desayuno, tómesela pues qu’enseguida güelvo
a dale vuelta-. Dolo obedeció. En tres tragos se bebió el agua que, según Antioquia,
le calmaría el malestar estomacal. Pasaron unos 5 minutos y empezó a sentir la
mejoría en su cuerpo. –¿Pero qué clase de ser es este?- se preguntó el dios, -
maneja la palabra, domina las letras, la música, sacia el apetito, da abrigo y
descanso y cura las dolencias físicas. ¡Igual que nosotros, ella hace más fácil la vida
de los hombres, y aparte es hermosa!.
Dolores volvió a casa de Antioquia. Su secreto jamás fue revelado. La mujer que le
robó un dios a la eternidad terminó siendo su compañera de vida, una vida que él
mismo decidió que fuera finita. Aprendió a trabajar la tierra, aprendió vivir como buen
mortal de la mano de una divinidad, con quien compartía hogar.