Un Dios Menos en La Eternidad

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Un dios menos en la eternidad

“Cuando los hombres dejan de creer en dios,


no quiere decir que no crean en nada: creen
en todo”
Umberto Eco

Habían pasado varios siglos ya desde la última vez que los dueños de lo eterno, los
dioses, pusieron sus ojos sobre estas tierras tan verdes y accidentadas. Para ese
entonces nuestras montañas estaban aún bajitas, nuestros ríos eran meros hilillos
de agua que surcaban con timidez estos valles y nuestro cielo era una naciente
ruana de retazos azules bajo la cual fluía un profuso río de historias que se contaban
de boca en boca. Habitaban acá, justo como ahora, seres terrenales: mohanes,
madremontes, mulas de tres patas, rescoldaos e ilusiones; había seres fantásticos:
arrieros, robles de ancho brazo que a punta de golpes de hacha abrían la piel de las
nacientes montañas y cruzaban con sus mulas senderos impensados para expandir
su mundo, seres inquietos, indómitos e inexpugnables. Junto a ellos, seres
ultraterrenales, sus compañeras de camino y vida, mujeres que llevaban a sus
espaldas algo más valioso que cualquier carga de cualquier mulada: la memoria de
su pueblo y por ende su porvenir. En una innata y copiosa oralidad, tenían el registro
del devenir de su mundo y a su alrededor se convocaban grandes y chicos, débiles,
fuertes y hasta los más fuertes, porque ellas tenían en sus manos los alimentos que
calmaban el hambre y los remedios que curaban cuerpo y alma. Ellas, seres sutiles,
quiméricos y fundacionales.

Sucedió que, por caprichos divinos, estas tierras y sus habitantes llamaron
poderosamente la atención de Dolo, un dios experto en el arte del engaño, de
astucia infinita, de sobra conocida por sus colegas deidades y temida
profundamente por sus creyentes. Ni los unos, ni los otros, querían caer en redes
del dios cuya insignia era el artificio para saciar sus voluntad. Y estaba Dolo oteando
veredas, cañadas y matorrales y pasando cerca de una quebrada oyó una hermosa
voz que, acompañándose de un instrumento de cuerdas, entonaba unos bellos
versos:

Se cuenta por estas tierras,


si no falla mi memoria,
que estamos antecedidos
por días de hazaña y gloria.
Si alguien por aquí pasara
y me quisiera escuchar,
bienvenido siempre sea,
yo aquí les voy a contar.

El divino Dolo se sorprendió por la voz y la destreza de la joven para interpretar el


instrumento: -eso suena similar a la lira de Apolo, ese helénico engreído- pensó
para sí; el verso que acababa de escuchar le había sembrado una gran duda al dios
y decidió, haciendo uso de sus habilidades, disfrazarse de campesino y acercarse
al bello aedo que tenía en frente. Entró en la espesura del bosque y se deshizo de
su desnudez. Salió después, ataviado con sombrero de iraca, alpargatas, carriel.
Averiguó cómo debía hablar en estas tierras y estuvo ensayando un momento el
“seseo” para no pasar por foráneo. Al cabo de un rato se sintió preparado y se dirigió
hasta la ribera de la quebrada.

-Buenos días ‘ñorita, ¿cómo me le va?... andaba yo p’u’acá pasando y escuché su


voz cantando… y contando… ¿la puedo seguir escuchando?- dijo Dolo.

-Y vos ¿di’ónde salites?, vos no sos d’estos laos… ¡pero es propio don, bien pueda
se sienta yo lo entretengo un ratico!

Dolo se sentó con ella y entonces empezó otra copla:

Permiso me le presento,
me llamo Antioquia, ‘cho gusto,
vust’es foráneo y nu’importa,
yo a eso no tengo susto.

Le voy a contar historias


de las que a mí mi’han contao,
se prepara caballero
que v’a quedar asombrao.

Dolo no sintió pasar el tiempo. Quedó absorto con tantas historias de aventuras y
misterios que Antioquia le estuvo contando y súbitamente se hizo de noche. La
oscuridad provocó que la narradora y el escucha decidieran buscar refugio.

Antioquia ofreció posada a Dolo y este aceptó. Encarnado en cuerpo humano, el


dios sintió los rigores de los mortales. Sintió frío, fatiga, hambre y todo esto lo
contrarió: -y ¿qué hago yo con estas sensaciones?, jamás he experimentado algo
así-. La anfitriona invitó al divino huésped a sentarse a la mesa, puso unos platos y
cubiertos y sirvió un caldo de sancocho de tres telas. –Bien pueda se come ese
sancochito señor, y tranquilo que se puede repetir… es con mucho gusto y de parte
muy asiada- dijo Antioquia, -y a todas estas, vusté comu’es que se llama?- preguntó.

-¿Yo?... ¿yo me llamo… ehmmm… Dolo… Dolores, me llamo Dolores mi señora,


mucho gusto, ¡que pena mi educación, yu’hasta comiendo en esta casa y ni mi
nombre había dao!- dijo el dios.

-Quiere más carnita, esa tres telas es de la buena… y si quiere más papa y yuca
me dice…- ofrecía Antioquia generosamente al invitado.

Dolo se terminó comiendo dos platos de sancocho, jamás había comido algo así de
delicioso. –¡Definitivamente, en mi divinidad me he estado perdiendo de placeres
que a los mortales llenan la vida de gozo!- pensó. Luego de comer, la deidad tuvo
que inventar una historia sobre su vida en la tierra para entretener también a
Antioquia: -Yo nací en un pueblito acá cerquita y me fui hace tiempo a andareguiar,
a abrir mundo y vine a dar acá hace unos días, ¡muy bonito el pueblo… muy bonita
la anfitriona! Dolo sintió un calor extraño en el rostro al decir eso. Se sonrojó por
primera vez, jamás había sentido algo así, todo estaba siendo demasiado nuevo
para él.

Llegó la hora de dormir. Antioquia llevó a Dolo a una habitación amoblada que tenía
siempre disponible para atender huéspedes. El dios se acostó y se cubrió unas
gruesas cobijas que le habían dejado allí disponibles. Calmó su hambre, su
cansancio y su frío y todo gracias a ella, a la dama que lo había fascinado con si
voz, con su música y con sus historias.

El amanecer trajo consigo una nueva sorpresa. Tanto haber comido el día anterior,
indispuso el frágil y mortal cuerpo del tramposo dios, que se incorporó quejándose
por un fuerte dolor de estómago. Antioquia le dio una bebida y le dijo: -vea Dolores,
tómese est’agüíta di’apio y yerbabuena, que eso lo compone. Ya va a estar el maíz
para poner a asar unas arepas pa’l desayuno, tómesela pues qu’enseguida güelvo
a dale vuelta-. Dolo obedeció. En tres tragos se bebió el agua que, según Antioquia,
le calmaría el malestar estomacal. Pasaron unos 5 minutos y empezó a sentir la
mejoría en su cuerpo. –¿Pero qué clase de ser es este?- se preguntó el dios, -
maneja la palabra, domina las letras, la música, sacia el apetito, da abrigo y
descanso y cura las dolencias físicas. ¡Igual que nosotros, ella hace más fácil la vida
de los hombres, y aparte es hermosa!.

Ese día, luego de almorzar en casa de Antioquia, Dolo, o Dolores, se despidió de


su anfitriona. –Voy al pueblo vecino a terminar un negocio y si puedo me pego una
pasadita por aquí… ¿me deja?- inquirió la deidad. –¡Claro Doloritos, nu’es por
demás!, bienvenido pu’acá…- respondió ella. Dolo se dirigió a la Divina Providencia
en donde notificó su voluntad de renunciar a su condición de dios. ¿Las razones?
Haber sucumbido ante los encantos de una mujer llena de artes y palabras que
inclusive fue capaz de hacerle la vida más llevadera a un dios.

Dolores volvió a casa de Antioquia. Su secreto jamás fue revelado. La mujer que le
robó un dios a la eternidad terminó siendo su compañera de vida, una vida que él
mismo decidió que fuera finita. Aprendió a trabajar la tierra, aprendió vivir como buen
mortal de la mano de una divinidad, con quien compartía hogar.

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