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Al Rojo Vivo

por Rowena Prince

Resumen: John Watson sobrelleva como puede la muerte de Sherlock tras Reichenbach
Fall, pero Sherlock, tras arriesgadas aventuras para limpiar su nombre, vuelve. El Detective
consultor y su inseparable ayudante volverán a resolver dos espeluznantes crímenes y uno
de ellos pondrá su relación al límite, hasta converirla en algo que ni ellos mismos
esperaban. JOHNLOCK

Capítulo 1. En terapia

AL ROJO VIVO
BLOG DE JOHNLOCK

20 de diciembre de 2014

Llevo más de dos años sin publicar en este blog. En este tiempo, han pasado muchas
cosas y creo que merece la pena que las muestre aquí. Hay partes que yo ya tenía escritas y
otras que he tenido que escribir ahora. De ésas, es posible que no recuerde con exactitud
todos los detalles, pero trataré de reproducir los hechos con la mayor fidelidad posible.
Aunque, eso sí, desde mi punto de vista. Hay algunas cosas muy personales, así que no
todas serán públicas..

He cambiado de nombre al Blog porque, aunque sea yo el que siga escribiendo en


él, ahora, más que nunca, él y yo somos uno.

12 de enero de 2013. En terapia

Ese día hacía un año de la “muerte” de Sherlock. Un aniversario vacío. Un día más.
Otro espacio en blanco, salpicado por la lluvia, arrastrado tediosamente por las paredes
blancas y asépticas del hospital, con los murmullos de los pacientes de fondo, con sus
imágenes y sus palabras borrosas, sostenido por la rutina, como un náufrago agarrado a una
tabla.

Había vuelto al piso. Al principio, no podía soportar la idea. La señora Hudson


insistía, incluso me ofreció una considerable rebaja en el alquiler. Ella también lo echaba de
menos. Pero, una vez allí, aquella opresión en el pecho que no me dejaba dormir aflojó un
poco. Era como no perderle del todo. Sabía que me estaba regodeando en la herida, pero no
podía evitarlo. Sentía que tenía que seguir siéndole fiel, demostrar a todos que estaban
equivocados, que nada de lo que me dijeran me haría cambiar.

Me alegré al comprobar que la señora Hudson no había sido capaz de deshacerse de


sus cosas. La mayoría de ellas estaban en cajas, pero seguían allí; así que volví a colocar la
calavera en la repisa de la chimenea, puse el violín al lado de su sillón, dejé las partituras
junto a la ventana y traté, inútilmente, de abrir su portátil, pero resultó que el suyo sí que
era el Fort Knox. Con la ropa no pude. Tuve la idea peregrina de sacar el abrigo y la gorra y
colgarlos del perchero. Pero era demasiado. Sólo ver el abrigo me hizo estremecer, mis
manos temblaron como las de un alcohólico.

Después, empecé a imaginar que estaba conmigo, sentado frente a mí. Algunas
veces. Estaba mal, pero era un consuelo y nadie iba a enterarse de mis locas fantasías. En
esos ratos, era yo el que hablaba solo, el que hablaba con él aunque no estuviese allí. Le
contaba los crímenes que aparecían en las noticias, los problemas, pequeños y simples, de
mis pacientes, las recaídas de mi hermana, mis torpes experimentos de química, los
cambios de humor de Sarah que, repentinamente, había vuelto a tener interés por mí y, qué
curioso, ahora que me dejaba frío, era más amable que nunca. Y me parecía oírle decir:
“Aburrido”.

Con gusto hubiera arrancado la fecha del calendario. No quería pensar. No quería recordar.
Había puesto las noticias y me había preparado la cena. El teléfono sonó:

— ¿Diga?

— Hola John— Era Cassandra, la psicóloga. Me pilló por sorpresa — Hace casi un año que
no te veo. Me gustaría saber qué tal estás. Tengo la costumbre de hacer un seguimiento de
mis pacientes.

— Estoy bien —mentí.

— ¿Seguro?

— Bueno, todo lo bien que se puede estar.

— Le echas de menos todavía ¿verdad?

— Sí

— John, la última vez que te vi no te desahogaste, tienes todo eso guardado, sin sacarlo
fuera. Recibiste un impacto emocional muy fuerte. Te haría bien, mucho bien, soltarlo.

— Tal vez — Me hizo dudar.

— El viernes por la tarde tengo horas libres. ¿Qué te parece si vienes a la consulta a las
cinco?

— ¿Para qué? — No. Definitivamente, no quería hablar de ello.

— Vamos, John. No te digo esto como psicóloga, te lo digo como amiga. Necesitas
verbalizar lo que ocurrió. Mientras no lo aceptes, no podrás superarlo.
— ¿Aceptar qué?

— Aún estás enfadado ¿furioso?

— Sí.

— Entonces quedamos a las cinco. Ya sabes dónde. Te espero.

Solté el teléfono como si me quemara. Me había sacado de quicio. ¿Aceptar qué?


¿Por qué? ¿Para qué? Nada iba a cambiar. Nada.

Pero le estuve dando vueltas en los días siguientes, no me podía quitar esa llamada
de la cabeza. Me repelía y me atraía a la vez. Una parte de mí se negaba en redondo, pero
otra… otra parecía luchar en mi interior por liberarse. Notaba el nudo en el pecho. La
misma angustia con la que me despertaba en mitad de la noche, la que me desvelaba, la que
me dejaba exhausto y agotado para todo el día. Aquella sensación para la que yo no tenía
un nombre.

Me asombró que estuviera tan segura de que iba a aparecer. Me estaba esperando.
En cierto modo, yo también estaba sorprendido de verme allí, otra vez.

— Estás muy tenso— Fue lo primero que me dijo— ¿Crees que puedes hablar ahora?

— Quiero intentarlo — Respondí. Era como volver a estar en el frente, pero ante un
horizonte incierto y desconocido.

Fue doloroso, como abrir una pústula para hacerla supurar, como rajar un miembro
infectado sin anestesia, como arrancar un trozo de piel. Me había negado a recordar, a pesar
de que olvidar era imposible. Cuando la imagen de Sherlock cayendo desde la azotea
apareció en mi mente, mientras trababa de ponerla en palabras, me sentí sumergido en un
baño de agua helada, con la sangre congelada, con el corazón bombeando con fuerza
tratando de combatir el frío. Tuve que hacer acopio de valor para volver a mirar la sangre
chorreando por su cara, su cuerpo abatido en una extraña postura, como un muñeco roto, el
charco rojo y viscoso bajo su cabeza, sus ojos celestes clavados en mí, muertos, la mano
pálida, inerte, sin pulso. Cuando acabé de hablar, me di cuenta de que estaba jadeando, de
que me faltaba el aire.

— ¿Qué pasó después, John? — La pregunta me sacó de repente de la acera ensangrentada.

— Intenté entrar en el hospital, ver su cuerpo, verle …— Mi voz sonó ronca y débil —
Pero no me dejaron. Me fui a casa…

— ¿Y allí, qué hiciste?

El nudo, que había empezado a debilitarse, volvió a sofocarme, pero de manera


mucho más violenta, dejándome casi sin aliento.
— No sabía lo que hacía. Estaba aturdido — dije, luchando por encontrarme la voz —
Entré en el piso. Vi la taza en la que había tomado el té, el libro que estaba leyendo, abierto,
en la mesita auxiliar, su bata en el sofá…— Otra vez, todas aquellas sensaciones
sobrecogedoras circularon por mis venas, quemándome, ahogándome— Fui a su
habitación. La cama estaba deshecha, su pijama esparcido encima….— Mi garganta se
comprimió.

— Dilo, John. ¿Qué sentiste? Sácalo —. La voz dulce y acogedora de Cassandra hizo que
el nudo explotara. Fue como entrar en trance, como trasladarme de nuevo a aquel día.

— Me… me metí en su cama —Noté cómo la vergüenza me subía a las mejillas — Me


puse su ropa en la cara para aspirar su olor, para sentir su calor …

No pude continuar. Me cubrí el rostro con las manos, ocultando las lágrimas que me
abrasaban los ojos. Cassandra permaneció en silencio y yo se lo agradecí inmensamente.
No sé cuánto tiempo estuve así, dejando que los recuerdos me atravesaran y me sacudieran,
llorando por fin hasta quedarme sin fuerzas. Su voz preocupada y cálida me devolvió a la
realidad:

— ¿Duermes bien, John?

— No

— ¿Tienes sueños? ¿Pesadillas?

— Sí, tengo pesadillas.

— Cuéntamelas, John. ¿Qué sueñas?

— Hay un sueño que se repite.

— ¿Cuál?

— Estoy en la calle, paseando. O en un taxi. Todo está oscuro, pero no me importa. No


siento frío ni calor. No sé dónde voy. De pronto, veo una calle con mucha luz, una luz
blanca y potente. Y sé que él está allí. Entonces, voy corriendo, buscándole. Hay gente,
mucha gente. Todos parecen felices, atareados, ocupados. La calle está empapada de agua y
me mojo los pies en un charco, estoy descalzo. Le veo. Está de espaldas a mí, pero es
inconfundible. Sé que es él. Y corro, corro hacia él hasta que me pongo delante de su cara.
Pero me quedo helado. Es como si no pudiera verme. Le llamo, le grito, pero no me mira.
No se mueve, no respira. Parece de piedra. Quiero tocarle, pero no puedo. Siempre me
despierto después, empapado en sudor.

— ¿Algún otra cosa con la que hayas soñado varias veces?


— Hay otra pesadilla, sí. Una en el que él está en su casa. Es un edificio antiguo, de dos
plantas, que no he visto nunca, pero sé que es su casa. Yo estoy fuera, en la calle. Veo la
fachada del edificio, pero también veo el interior y le veo hablar con Lestrade, el inspector
de policía, dándole alguna de sus explicaciones. Yo quiero entrar, pero no puedo. No veo la
puerta. Ni siquiera sé muy bien dónde está la casa. Entonces grito, le llamo, le llamo a
gritos, le pido que me deje entrar, que abra la puerta. Ellos giran su cabeza un momento,
pero no me hacen caso. Y yo sigo gritando.
La señora Hudson me ha dicho que me ha oído gritar alguna noche, pero no sé si ha sido
con ese sueño o con otra cosa…

Me dolía la cabeza como si me fuera a estallar. Casandra se echó hacia atrás en su sillón y
me echó una mirada que me pareció sospechosa, me estaba analizando. Soltó un fuerte
suspiro:

— No has superado su muerte, John

Sentí un poderoso pinchazo en el pecho:

— Puede que no, es verdad.

— Ese sueño en el que le ves, pero él no reacciona, es muy característico. Cuando alguien
pierde a un ser querido, y está muy reciente, tiene sueños así.

— Ya. Hasta no hace mucho, me costaba creerlo. Tenía una... minúscula esperanza de que
todo fuera uno de sus trucos, una de sus increíbles actuaciones…

— Pero hay algo más. Y es por eso por lo que estás como hace un año.

— ¿El qué?

— Seré directa, John.

— Dime lo que sea— Le dije, confiado. Y entonces, me soltó aquello:

— Creo que estabas enamorado de él y hasta que no aceptes eso, no vas a poder superar lo
que te ha pasado.

Una ola de indignación me subió por el cuerpo. Tuve que contenerme para
quedarme quieto en el asiento. Sentí el impulso de darle un puñetazo. La miré atónito.
Aquello no me lo esperaba:

— Tú — Le dije, controlándome para no alzar la voz — ¿Tú también?

— ¿También? — Lo dijo con suavidad, pero yo apenas podía reprimir la rabia.


— Sí, también. ¿Leíste la prensa amarilla? ¿te gustan los chismorreos? ¿te has tragado toda
esa basura de que él era un farsante y de que éramos más que amigos? ¿lo has pasado bien
con las apuestas de si teníamos una relación platónica o no?

— Siéntate, John, por favor.

Fue como si me acabaran de echar un jarro de agua fría. Me había puesto de pie
frente a ella y tuve la sensación de que había estado gritando. Sentí dolor en las palmas de
las manos. Había apretado los puños hasta clavarme las uñas. Me dejé caer en el sillón,
derrotado, invadido por un súbito cansancio, como si me acabara de pasar un camión por
encima.

— Lo siento

— No pasa nada, John. Tranquilízate

— Estoy tranquilo, pero no puedo creer que tú….

— No he leído nada de eso. Estoy hablando en serio.

— No, no puedes estar hablando en serio—. No me cabía en la cabeza. Era absurdo

— Voy a intentar explicártelo.

Me armé de paciencia. No tenía interés en lo que me fuera a contar. Estaba loco por
acabar y salir cuanto antes de allí.

— Hay dos elementos en tus pesadillas que lo sugieren: el agua y la casa

— ¿Qué significa eso? —¿De qué demonios estaba hablando?

— El agua representa en los sueños el deseo sexual. En tu sueño te mojas los pies.

— Oh, vamos, eso es una estupidez— La cosa iba de mal en peor, me estaba tomando el
pelo, había creído que era una profesional, una verdadera profesional…Por Dios santo, la
tenían contratada en el Ministerio de Defensa.

— La casa representa a la persona. Creo que aún estás enfadado con Sherlock porque no te
dejó entrar en su vida del modo en que tú realmente deseabas.

Era demasiado. Estaba estupefacto.

— Verás, Casandra. Estoy enfadado con Sherlock porque se suicidó, ¿lo entiendes? Porque
no acabo de comprender por qué lo hizo. Por qué un hombre como él se quitó la vida. Por
qué no luchó ¡Se dejó vencer! Eso del enamoramiento es una idiotez. ¡Por favor! Yo no soy
gay.
Otra vez aquellas sandeces. Me daban náuseas.

— Yo no he dicho que lo seas.

— ¿Crees que no me hubiese dado cuenta? He estado en el ejército, en el campo de batalla.


Me he pasado años rodeado sólo por hombres y jamás ¡jamás! se me ha pasado por la
cabeza…

— A veces es posible enamorarse de una persona sin tener en cuenta su sexo. No tiene nada
que ver tu orientación sexual.

— Ya está bien ¿quieres? — No aguantaba ni un segundo más —Déjalo. No trates de


convencerme.

— Yo sólo quiero ayudarte, John. No puedo decirte lo que tienes qué hacer, sólo te pido
que lo pienses.

Salí de la consulta, furioso. No me había servido de nada el esfuerzo. Había ido con
la esperanza de desahogarme, de encontrar un buen consejo, pero me sentía estafado. No
tenía nada qué pensar. Yo sabía por qué estaba aún enfadado con Sherlock. No sabía por
qué aún tenía esas desagradables pesadillas que se repetían una y otra vez. Y tampoco sabía
cómo enderezar mi vida. Cómo vivir sin él.

Capítulo 2. De vuelta a casa.

AL ROJO VIVO. BLOG DE JOHNLOCK

17 de enero de 2013. De vuelta a casa

Mi estúpida cita con Cassandra no ayudó a mejorar mi estado de ánimo. Tenía que
esforzarme todos los días, a todas horas, para ser educado, para no mostrar mi irritación
cuando una paciente obesa se quejaba de que su marido roncaba, cuando una madre
histérica hacía un drama del catarro de su hijo o cuando un niño berreaba desconsolado
destrozándome los tímpanos porque le había puesto una vacuna. Era como si me hubiese
cambiado la piel. Como si ya nada fuera capaz de conmoverme. Había visto demasiadas
cosas terribles, demasiadas. Sarah tenía mucha paciencia conmigo y trataba, a menudo, de
levantarme el ánimo, pero sus intentos eran patéticos, sólo conseguían hacerme sentir raro y
fuera de lugar.

Pero necesitaba el trabajo, necesitaba el dinero


y necesitaba tener algún tipo de vida. Ya no había lugar para las aventuras, las emociones
fuertes, el riesgo, las carreras, las noches en blanco resolviendo misterios. Lestrade me
llamaba de vez en cuando. Es un tipo sincero y directo, una buena persona, pero hablar con
él de Sherlock me removía en lo más hondo. Ninguno de los dos entendía el suicidio. Era
una pieza que no acababa de encajar. De Mycroft, simplemente, no tuve noticias. Sólo le vi
en el funeral y a distancia. No tuvo los huevos de estar junto al féretro de su hermano. Un
frío bastardo, eso es lo que es. Se sentía culpable, no me cabía la menor duda. Tendría que
haberle escupido en la cara, allí mismo. Ojalá lo hubiese hecho.

Así que mi vida se limitaba a ir y venir del hospital, a tomar el té con la señora
Hudson, a la que tengo un gran cariño, a ver la televisión, a leer novela negra, a ser posible
con crímenes raros, y a mis “charlas” con Sherlock Holmes.

Aquella tarde llovía, como llueve en otoño, a mares. Como se suele decir, “caían
perros y gatos” de los tejados. El sonido de la lluvia rompía el silencio y yo lo agradecía,
me relajaba. Eché más leña a la chimenea y me senté en el sillón a leer “A sangre fría” de
Truman Capote.

El apacible sonido del agua, golpeando y deslizándose por el cristal, se interrumpió


bruscamente. Oí el chasquido metálico de una llave abriendo una cerradura. Muy cerca. El
pomo de la puerta del piso estaba girando. El pulso se me aceleró. Pensé en la señora
Hudson, pero ella sabía que yo estaba en casa y era incapaz de entrar a escondidas.

A través del cristal esmerilado que separaba la pequeña entrada del salón, vi una
figura alta y delgada. La seguridad, el aplomo con el que abría la puerta, me hizo saltar del
sillón. Fui a por la pistola, pero no llegué. Era él. Fue como si un rayo me cayera encima.
Se me puso la carne de gallina. Estaba viendo visiones. Tanta soledad no era buena.

Me lo quedé mirando fijamente, como a un espejismo. Me froté los ojos. Durante


unos segundos, mi mente enloqueció, tenía aquél espectro frente a mí, pero el ruido de la
cerradura me había parecido real. Los oídos empezaron a zumbarme, la sangre me golpeaba
las sienes.

— John…

Su voz me atravesó como una descarga eléctrica. Llevaba un abrigo negro, estaba muy
pálido, muy delgado. Los pómulos y la barbilla más afilados que nunca, los ojos marcados
por unas oscuras y profundas ojeras. Le vi dar un paso hacia mí, sin dejar de mirarme, sin
apartar sus ojos transparentes de los míos. Pero no podía moverme, estaba paralizado. Una
corriente de calor me subió por el cuerpo para bajar después convertida en un torrente de
agua fría. Las piernas me temblaban. Me sentí desfallecer, se me nublaba la vista…

— John…

Intenté respirar.

— Sherlock… ¿Eres tú?— Conseguí hablar.

— Sí, soy yo – Su voz era firme. Me sonrió.

Yo seguía pegado al suelo, mirándolo atónito, sin dar crédito, no lograba distinguir
si aquello era o no era real.
— Pero… ¿cómo?

Empezó a pasearse por el salón, se quitó los guantes y los tiró encima del sofá,
miraba a un lado y a otro de la sala, observando cada detalle, sin dejar de sonreír. Sus ojos
se detuvieron en el violín.

— ¡Fantástico!

— ¿Qué?

— Veo que también está la calavera. ¿Y mi equipo de laboratorio?— preguntó

— Está…en esas cajas de ahí.

— ¡Excelente!

Se quitó el abrigo y lo dejó en una de las sillas de la cocina. Yo me había apoyado


en el brazo de uno de los sillones, totalmente confundido. Pero, entonces, abrió la nevera.

— ¿Hay algo de comer? ¡Me muero de hambre!

Aquello consiguió sacarme de mi estupor. Me acerqué a él, despacio, aún con el


espanto en el cuerpo.

— Sherlock….

— Sí…

Abrió varios cajones del refrigerador, buscando, hasta que sacó el sándwich que me había
preparado para cenar.

— Eres tú — dije, sin aliento

— Pues claro, John— Y se puso a comer, con la mayor naturalidad del mundo.

— Estás vivo— susurré.

— Obviamente—Lo dijo con una inocencia tal que me dejó completamente desarmado

Estaba a unos centímetros de mí, podía sentirle respirar, oír como masticaba

— Yo… yo te vi caer… te vi… te vi estampado contra el suelo—. Las horrendas imágenes


volvieron a pasar ante mí.

— Fue un truco, John. Te lo dije, un truco de magia


Extendí mi mano hacia él, hasta tocarle el brazo. Lo agarré de la muñeca para
tomarle el pulso.

— ¿Qué haces? —Me preguntó.

Su piel estaba caliente. Sentí el latido. Y entonces, creí, creí de verdad. Quise gritar,
quise saltar, quise correr… volar… Él me miraba con sorpresa. Lo contemplé extasiado,
embriagado de alegría, hasta que sus palabras me llegaron a la conciencia:

— ¿Qué quieres decir con “un truco”?

— ¿Puedo tomar un poco de té?

Oh, Dios. Era exasperante, como siempre.

— Esa tetera está aún caliente, puedes servirte. ¿Vas a explicarme qué ha pasado?

Se apoyó en la encimera, con la taza en la mano, removiendo el azúcar con la


cuchara, como si todo fuera normal, como si habláramos de ayer.

— Fingí mi muerte, John. Lo preparé todo.

— ¿El qué? — No salía de mi asombro.

— Todo. El escenario, la caída, la sangre. Lo organicé con Molly y con mi red de


vagabundos.

— ¿Molly? ¿Molly ha sabido todo este tiempo que estabas vivo?

— Sí, obviamente.

Mi radiante contento se diluyó en una monstruosa sensación de estupefacción.


Primero me quedé anonadado, como entumecido. Él se tomaba el té.

— ¿Alguien más?

— Bueno, no me quedó más remedio que contárselo a Mycroft, pero de eso no hace mucho.

Un impulso animal, lleno de rabia y frustración, se apoderó de mí antes de que


pudiera controlarlo, de que fuera consciente si quiera. Le di un puñetazo con todas mis
fuerzas, con toda mi alma. Cayó como una marioneta contra el suelo de la cocina, todo lo
largo que era. Me miró, totalmente desconcertado, con la mano en la nariz, que había
empezado a sangrar. Me eché encima de él, como un loco, arrodillándome en el suelo. Le
cogí de la camisa y lo zarandeé:

— ¿POR QUÉ? ¿Por qué no me has dicho nada? ¿Cómo has podido hacerme creer todo
este tiempo que estabas muerto? ¡CABRÓN!
Pero no reaccionó. Me miraba con el ceño fruncido, como analizándome, tratando
de encontrar un sentido que no lograba descifrar. Me consumía la impotencia. Me arrastré
por el suelo, apartándome de él y fue como si todo aquel año de frío y amargura reventara.
No pude contenerme y me eché a llorar. Noté que me cogía del brazo, pero lo rechacé
violentamente, no podía tolerar que me tocara.

— John — Era un gemido — Creí que te alegrarías de verme. No entiendo…—Su voz,


grave y rota, parecía llena de tristeza. Se me clavó como una puñalada en el corazón.

Yo todavía sentía la ira, pero me sequé las lágrimas y le miré a la cara. Sus ojos
brillaban húmedos en la tenue luz de la cocina.

— No. No lo entiendes. He…—Era difícil de expresar. Era arriesgado tratar de


explicárselo, pero, a menos que fuera claro y directo, no lo entendería—He sufrido,
Sherlock. He sufrido porque estabas muerto.

— No dejaste de creer en mí.

— No.

— Tuve que hacerlo, John. No tuve elección— Había dolor en su voz.

No pude soportarlo más. Me levanté y saqué el botiquín. El se quedó sentado en el


suelo.

— Cuéntame qué pasó, Sherlock—le dije, despacio, pronunciando marcadamente las


sílabas.

— Me cité con Moriarty en la azotea del hospital. Él estaba allí, conmigo. Yo ya tenía un
plan preparado, sabía que el último acto de su juego para destruirme era mi suicidio. Hice
que te alejaras y pedí ayuda a Molly y a mi red de vagabundos. Traté de evitar llegar hasta
el final, pero no pude. Moriarty tenía a tres asesinos apuntándoos a la señora Hudson, a
Lestrade y … a ti. Y si no me veían caer, dispararían. Yo no lo maté, John, Moriarty se
metió la pistola en la boca. Nadie podía ya parar a los sicarios.

— Dios mío…— murmuré— ¿Y después?

— ¿Después…?

— Sí, después. Después de lo que fuera tu plan, de que los sicarios y yo y todo el mundo te
viera caer— Estaba fuera de mí, indignado, dolido, oh sí, profundamente dolido— ¿Por
qué, Sherlock? ¿Por qué todo un año? ¡un año! ¡por Dios bendito! Sin decirme nada,
mientras tu hermano y Molly sabían que estabas vivo.
Le vi tragar saliva. Se sujetaba la nariz hinchada y ensangrentada. No se me escapó
su expresión de aflicción y desconcierto. Conocía muy bien sus gestos. Empapé el algodón
y empecé a limpiarle la cara. Me dejó hacerlo.

— Tenía cosas que hacer. Solo.

— Claro. Bien, muy bien, Sherlock. Tú solo.

— Sí…— Susurró — Te mentí, a propósito—nuestras miradas se cruzaron y ya no se


apartaron—Era muy arriesgado, muy peligroso. No quería que me siguieras. No contaba
con poder volver, John.

Fue como si mi corazón se hubiese saltado un latido. La furia se había esfumado y


algo cálido y tembloroso se deslizó por mi estómago. Estaba allí, estaba vivo. Estaba en
casa.

Acabamos los dos sentados en los sillones de siempre. No recuerdo durante cuánto
tiempo estuve escuchándole, absorto, colgando de sus palabras, pendiente de sus
movimientos, asombrado, admirado, pero, sobre todo, profundamente aliviado. A medida
que avanzaba en su extraordinario relato, más agradecido, más reconfortado estaba de
tenerlo frente a mí. Supe, por fin, cuál había sido ese inteligente y arriesgado plan. Un plan
que sólo podía habérsele ocurrido a él. Sólo Sherlock Holmes podía haberse adelantado a
una mente tan brillante y retorcida como la de Moriarty. Y todas las piezas me encajaron
por fin.

Recordaba perfectamente mi frustración tras salir de la casa de aquella periodista


ambiciosa y rastrera, el momento en el que él me había dejado tirado en medio de la calle:
“no, yo solo”. Fue en ese preciso instante cuando él se dio cuenta de que Moriarty quería su
suicidio, cuando decidió que se anticiparía a sus movimientos, a la última jugada. Sherlock
fue consciente de que su vida corría peligro. Y, como siempre, por su cuenta, decidió por
mí. Que el ataque a la señora Hudson fue un montaje fue una de las tantas confesiones de
aquella noche, confesiones, todas ellas, que me emocionaron profundamente, que me
hicieron perdonarle su comportamiento, soberbio y arrogante, una vez más. Que me
confirmaron lo que ya sabía, que es el mejor ser humano que he conocido.

El plan del falso suicidio era aún más sorprendente por su sencillez. Primero, se
aseguró de que Moriarty fuera a su terreno, a un lugar controlado por él. Después, sólo tuvo
que contar con algunos de sus fieles vagabundos, que se colocaron en la calle, ocupando los
bancos o fingiendo esperar en la parada del autobús. Arrancó a Moriarty un momento de
tregua y dio con el teléfono móvil la señal de inicio. Un camión de basura taparía la visión
de la acera. Yo estuve a punto de dar al traste con todo, no debía estar allí, pero ya había
previsto esa eventualidad. Por eso me pidió que me mantuviera en la otra calle, por eso me
entretuvo con la llamada de teléfono, dando tiempo a sus compinches para que se colocaran
en el sitio en el que iba a caer. Me removí en mi asiento y estuve a punto de protestar, de
gritarle, pero su mirada me silenció.
Cuando se tiró, no lo hizo realmente al vacío, no iba a estrellarse contra el suelo.
Sus cómplices estaban preparados para amortiguar la caída y evitar el desastre. El único
que podía desmantelar todo aquello era yo, así que aquella bicicleta que me atropelló no
había sido un infortunado incidente, sino algo hecho a propósito, para que no viera cómo lo
tendían en la acera. Después, el equipo de Molly entró en escena. Un falso equipo de
paramédicos salió diligentemente del hospital y, antes de que yo me hubiera vuelto a poner
de pie, ya le habían cubierto de sangre. Y para hacer todo más real, más macabro, Sherlock
había cortado la circulación de su brazo derecho con la misma pelota de goma con la que le
había visto juguetear unas horas antes. Quiso engañarme y lo consiguió. Para evitar
cualquier fallo en el plan, sus colaboradores tenían instrucciones de apartarme de él a toda
costa. Y así, se lo llevaron al hospital a toda prisa. Molly se ocupó de todos los papeles y,
no sólo de eso, prestó un falso cuerpo para el fingido entierro.

Tuve que hacer acopio de toda mi paciencia, de toda mi templanza para no saltar
sobre él cuando me hizo recordar aquellos terribles momentos; aún así, no pude callarme y
le solté todas las preguntas que me atormentaban. Aún no me había explicado el por qué de
haberme mentido de ese modo, el por qué pretender ante mí que era un farsante, el por qué
mantenerme en la idea de que había muerto. Pero Sherlock estaba dispuesto a contar todo
con detalle, con su portentosa memoria y, para tratarse de él, de un modo turbadoramente
emocional.

Moriarty se había pegado un tiro en la azotea, algo con lo que él no había contado y
que le impresionó sobremanera, pero la muerte del canalla no era suficiente. Sherlock
Holmes había sido destruido, centímetro a centímetro, y tenía que llevar a cabo su
reconstrucción. Para eso, sólo había un camino, el más difícil, el más expuesto: localizar los
principales tentáculos de Moriarty y cortarlos de raíz. Destrozar su tela de araña. La tarea
era formidable y extremadamente peligrosa. Había recorrido medio mundo, había
conseguido sobrevivir gracias a su astucia y a su frialdad y a la ayuda inestimable de
Mycroft, y ahora estaba en condiciones de limpiar su nombre.

— Me hubiera sido muy útil contar con tu ayuda, John, pero era mejor tenerte aquí, a salvo.

— ¿Por qué?

— Eres mi amigo. Tu presencia me hubiese distraído de mi misión. Habría estado mucho


más preocupado de que no te pasara nada.

Capítulo 3. La fiebre

AL ROJO VIVO. BLOG DE JOHNLOCK

20 de enero de 2013. La fiebre

Sólo habían pasado tres días desde su vuelta y mi vida era otra vez un caos. Darle la
noticia a la señora Hudson, de manera que no le diera un ataque al corazón, fue toda una
experiencia y de lo más original, porque, como médico, si te ves en una situación así, lo
normal es que comuniques un fallecimiento. Pero que tu mejor amigo vuelva de entre los
muertos no le pasa a nadie, a menos que tengas por amigo a Sherlock Holmes, claro. Que tu
mejor amigo te vuelva loco con sus necesidades y sus exigencias tampoco es lo habitual. Y
que tú te desvivas por él, no es lo que se suele hacer, aunque la inmensa alegría y la enorme
satisfacción que sentía de verlo otra vez allí, tirado en el sofá, contándome sus hazañas,
rumiando sus pensamientos o enchufado al ordenador, me llenaba de euforia. Hasta ese
momento, había llevado una vida ordenada – sí, extremadamente ordenada - y tranquila –
mortalmente tranquila; pero, rápidamente, dejé de ser dueño de mi tiempo y de mis
espacios.

— Necesito que vayas a ver a Mycroft.

— Tengo que ir a trabajar a la consulta, Sherlock, deberías ir tú.

— No pienso ir a pedirle nada a mi hermano

— ¿Por qué?

— Porque ahora te tengo a ti.

Así fue como acabé llamando a Sarah y contándole una mentira para ausentarme de
la clínica. Al menos, no tuve muchas dificultades para concertar una cita con Mycroft.
Sherlock se había pasado los tres días sacando papeles de una maleta, ordenándolos y
escribiendo en el portátil. Me pasó una carpeta.

— ¿Qué es todo esto?

— Información sobre lo que he estado haciendo este último año.

Le eché un vistazo. Había numerosos informes escritos en varios idiomas, mapas,


lápices de memoria, fotos… Muchos de los papeles tenían membretes oficiales.

— ¿Es documentación sobre los tipos que has ayudado a detener?

— Sí. Están todos menos uno.

— ¿Cuál?

— Bioko, un general de Guinea. Moriarty le ayudó a planificar un golpe de Estado. Tuve


que matarlo en legítima defensa; si me llegan a capturar, no salgo vivo de allí. Mycroft ya
está al corriente de eso.

No me hacía ninguna gracia ver al cabrón de Mycroft, a él y a su “permanente


preocupación” por su hermano. Me lo debió de notar en la cara en cuanto entré en su
despacho, porque cuando se levantó del sillón para saludarme estaba rígido, como si le
hubiesen metido un palo por el culo.
— ¿Deseando volver al campo de batalla, Capitán Watson?

Apreté los dientes y agarré con tanta fuerza la carpeta que los bordes se me clavaron
en las palmas de las manos. Me senté en la silla frente a su mesa.

— ¿Por qué no me lo dijiste, Mycroft? ¿Por qué me has ocultado que Sherlock estaba vivo?

Me miró de arriba abajo, como con condescendencia, con sus ojos fríos como el filo
de un diamante y esa mueca hipócrita que él cree que es una sonrisa.

— Por expreso deseo de mi hermano, John —se quedó mirándome unos segundos, como
regodeándose en mi reacción— Interesante… ¿no crees?

— ¿Qué quieres decir?— lo de “interesante” me había dejado desconcertado.

— Que tengo la impresión de que eres la única persona que consigue… como decirlo …
“distraer” a mi hermano de sus proyectos — después, como tratando de acortar distancias
entre nosotros, se inclinó hacia delante—. Estoy convencido de que Sherlock quería
protegerte, John.

— Ya —yo también lo pensaba, pero no iba a compartirlo con él, así que cambié de tema y
puse la carpeta sobre la mesa— Éste es el dossier con la documentación. Sherlock quiere
que desde el Ministerio se haga una declaración oficial.

— Entiendo.

Su parsimonia acabó de exasperarme:

— ¿Entiendes? —apreté los puños por debajo de la mesa— ¿Vas a limpiar el nombre de tu
hermano o no?

Su sonrisa cínica se hizo mucho más amplia, parecía divertido.

— Calma, John— me respondió, despacio, con aquella flema pija y educada—. Claro que
voy a hacerlo; es más, voy a ocuparme del asunto personalmente. No tienes de qué
preocuparte.

Cogió la carpeta y comenzó a hojear los papeles. Tuve la sensación de que ya


conocía de sobra el contenido, como supe después. En seguida, cerró el dossier y se levantó
invitándome a marchar. Cuando yo ya estaba a punto de salir por la puerta, comentó:

— Es conmovedor.

Me di la vuelta con el picaporte aún en la mano.

— ¿El qué?
— Tu devoción por Sherlock. Eres duro y exigente con todo el mundo, incluido tú mismo,
pero a él se lo consientes todo ¿no es así? A veces pienso que hay algo más.

Aquello me sentó como un puñetazo en el hígado:

— ¡Insinúalo! Insinúalo, Mycroft, y te juro que no me contendré las ganas de partirte la


cara. Llevo queriéndolo hacer desde que le vendiste a Moriarty la historia de tu hermano.

— Oh, vamos John. Es sólo una broma—su voz sonó tranquila, calmada, y le creí. Pero su
mirada era seria, sus ojos me examinaron otra vez como los de un analista a través de un
microscopio.

Inesperadamente, había perdido los estribos. Y es que yo estaba ciego. Muy ciego.

Aproveché la vuelta a casa para hacer la compra. Había hecho grandes planes llenos
de risotto, ensaladas y pavo al curry para el fin de semana. Sherlock apenas había probado
bocado y me estaba empezando a preocupar. Pero me encontré una desagradable sorpresa.
Nada más entrar, noté que pasaba algo raro. Estaba en el sofá, dormido, pero su respiración
era mucho más agitada de lo normal y tenía las mejillas teñidas de un rojo intenso,
demasiado intenso. Cuando me acerqué, comprobé que estaba ardiendo.

Le toqué la frente y quemaba. Intenté despertarlo, pero no reaccionó y ahí fue


cuando me asusté. Tenía gotas de sudor por toda la cara, el cabello estaba húmedo y la
camisa empapada. La fiebre era altísima. Saqué desesperado el botiquín, dejando esparcido
por la cocina todo lo que se interponía entre el termómetro y mis manos. Marcó cuarenta
grados. Me quedé sentado de culo junto al sofá. El pulso estaba desbocado. Entonces, vi
una pequeña mancha de vómito en la bata, sanguinolenta. En mi mente se formó una
palabra, Guinea, y otra, terrible, apareció después: malaria. Tenía que actuar y rápido.
Llamé a una ambulancia. El teléfono móvil me temblaba en las manos. Mi voz me
hizo darme cuenta de que me había puesto histérico.

Traté de reanimarlo, le golpeé suavemente en la cara y lo zarandeé de los hombros,


gritando su nombre. Tras unos momentos de pánico, abrió los ojos.

— Sherlock, hay que llevarte al hospital.

Se incorporó de golpe, quedándose sentado y mirándome como si le acabara de ofender:

— ¡NO!

Yo no me explicaba de dónde estaba sacando las fuerzas. Vi cómo se echaba mano


al estómago, parecía a punto de vomitar otra vez.

— ¡No! ¡Nada de hospitales! No quiero ir a un hospital…


Me lo iba a poner difícil, muy difícil.

— Pero… ¿tú has visto como estás? Sherlock, déjate de tonterías, hay que llevarte al
hospital—Era increíble, pero estaba forcejeando con él para que volviera a tumbarse; era
como lidiar con un niño.

— ¡No! ¡Déjame! ¡Déjame en paz!— bramó, de manera autoritaria.

— ¿Cuándo estuviste en Guinea?

— ¿A qué viene esa pregunta? —respiraba con dificultad, jadeaba, pero no estaba por la
labor de hacerme caso.

— Sherlock —intenté calmarme—, soy médico, médico militar, sé de enfermedades


tropicales. Por favor, contesta a mi pregunta, ¿cuánto tiempo hace que estuviste en Guinea?

Había conseguido llamar su atención. Por fin.

— Algo más de dos semanas. ¿Por qué?

— Creo que puede ser malaria, esa zona es endémica. ¿Te tomaste el tratamiento
preventivo?

— ¿Qué tratamiento preventivo?

— No importa. Métete en la cama, voy a darte algo para la fiebre. Te sentirás mejor.

— Tengo náuseas, me duele… me duele el estómago.

— ¿Has vomitado?

— Sí

— ¿Diarrea?

— Sí

— ¿Con sangre?

— No sé, tenía todo un horrible color oscuro.

— Sangre. ¿Dolores musculares?

— Sí…La cabeza… parece que me va a explotar, no soporto el dolor…

Era un cuadro de malaria, no me cabía duda. Lo ayudé a llegar a la cama. Se encogió sobre
sí mismo, en posición fetal. Él se ahogaba en la fiebre. A mí me parecía tener hielo en las
venas. Tenía que averiguar urgentemente qué tipo de malaria era, su gravedad; al menos,
conocía la zona de procedencia y apuntaba a la menos complicada.

— Si no quieres ir a un hospital, tienes que dejar que te haga un análisis de sangre.

Me miró con los ojos vidriosos por la calentura, con expresión de incredulidad.
Intentó protestar, pero se dejó caer a plomo sobre el colchón.

— Haz lo que tengas que hacer.

Le tomé la muestra de sangre, no sin soportar algunos aspavientos, y despedí a la


ambulancia. Lo dejé con la señora Hudson y me fui, con el corazón en un puño, a Sant
Bartholomew. Cuando puse el pie en el hospital, me di cuenta de que hacía mucho tiempo
que no veía a Molly, pero no era el momento de explicaciones, así que le pedí ayuda para
realizar el análisis diciéndole que era una urgencia. Más adelante, ella me contó que me vio
tan alterado que se asustó. Pero hubo suerte. Respiré aliviado cuando comprobé que la
variante no era grave y que la densidad de los parásitos no era muy alta. Sólo necesitaba
algunos cuidados para ponerse bien. Cogí, sin pedirle permiso a nadie, la cloroquina y la
sulfadoxina y salí de allí. El dolor del pecho me acababa de desaparecer y la sangre me
había vuelto a circular.

La señora Hudson me abrió la puerta muy nerviosa, hablando atropelladamente,


unos balbuceos en los que entendí algo de que Sherlock no la había dejado entrar. Subí los
escalones de dos en dos, oía sus gritos desde el recibidor:

— ¡JOHN! ¡JOHN!

Se me cayó el alma a los pies. La habitación olía a sangre. Estaba hecho una pena.
Temblaba espantosamente de arriba abajo, en plena fase de escalofríos. Tenía la ropa
empapada, la colcha, las sábanas, todo estaba revuelto. La puerta del baño estaba abierta y
se veían manchas oscuras en el suelo.

— ¿Dónde estabas? Llevo llamándote más de una hora— a pesar del tono imperativo, su
voz sonaba desfallecida.

— En el hospital, haciendo el análisis.

— No me dejes solo, no me dejes solo…—su desesperación me conmovió en lo más


íntimo.

Pareció relajarse, pero se retorcía sobre sí mismo, tiritando de frío, estaba en la etapa más
aguda.

— ¿Te duele?
— Creo que las costillas me van a reventar de dentro afuera. ¡Dame algo, John! ¡Lo que
sea!

— Te daré algo para el dolor. Ya sé lo que tienes. He conseguido la medicación. Estarás así
unas dos semanas, con periodos agudos y periodos de descanso. Vas a tener que guardar
cama.

No protestó, ni se movió siquiera. Sí, estaba realmente mal.

Le atendí lo mejor que pude, se tomó las medicinas sin rechistar y lo envolví en un
par de mantas, a sabiendas de que el acceso febril no tardaría en aparecer. No tenía ganas
de cenar y no contaba con que él quisiera comer en aquél estado. Agotado, pero mucho más
tranquilo, pensé en ver un rato la tele. Y vi su portátil encendido. Me quedé de una pieza.
Había mandado dos mensajes a Lestrade.

La sola idea de una llamada reclamándole para un caso me descompuso, un enigma


en su camino y ya me podía despedir de que colaborase en su recuperación. Llamé a Greg
al instante. Estaba como yo el primer día, cuando apareció de la nada, totalmente alucinado.
No sé cuántas veces me preguntó si yo lo sabía, si estaba al corriente de que todo había sido
falso, perdí la cuenta, pero recuerdo perfectamente que me dieron ganas de estrangularle
con el cable del teléfono, no quería creerme. Pero en lo referente al estado de Sherlock fue
de lo más racional. Le pedí que no llamara, que no apareciera, que se olvidara de él hasta
que yo le avisara. Fue un descanso.

No tuve valor para irme a la habitación de arriba y dejarlo allí, así que me acosté en el sofá.
Me quedé dormido de puro cansancio, la tensión nerviosa me había dejado rendido, pero
fue como si una parte de mi cerebro se hubiese quedado en alerta. Le oí llamarme en mitad
de la noche, un murmullo débil y extenuado.

Ahora, se abrasaba de calor, la ropa estaba esparcida por el suelo, la colcha arrojada
sobre la silla, sólo tenía una sábana húmeda y arrugada alrededor de la cintura.

— John… Tengo mucha sed—nunca antes había oído ese tono de súplica en su voz, me
estremecí.

Volé a la cocina a por agua. Tuve que ayudarle a incorporarse, podía sentir el calor que
irradiaba su cuerpo. Bebió con avidez, la fiebre y la diarrea lo estaban deshidratando. Me
aseguré de que tomara la mayor cantidad de líquido posible.

Cuando terminó de beber, se removió en la cama y me agarró de la muñeca. Aún puedo


recordar la imagen, envuelta en la vaporosa luz que se filtraba desde el salón: los negros
rizos mojados, su piel blanca como la nieve, sus labios entreabiertos, jadeando suavemente,
los ojos brillantes y cristalinos, su pecho de adolescente desnudo y cubierto de sudor,
subiendo y bajando de manera agitada, el cuerpo abandonado, el susurro:
- Quédate cerca…

Hermoso. Frágil. Vulnerable.

Me llevó mucho tiempo conciliar el sueño.

Capítulo 4. Sobre el volcán.

AL ROJO VIVO. BLOG DE JOHNLOCK


25 de enero de 2013. Sobre el volcán.

La enfermedad de Sherlock fue un infierno. Para los dos. Yo ya estaba acostumbrado a sus
arrogancias, a sus silencios, a sus cambios de humor, a sus impertinencias. Pero, en
aquellas circunstancias, llegaba a ser realmente insoportable. Por el día, cuando se quedaba
hecho un guiñapo en la cama, doblado sobre sí mismo, apretando los puños y los dientes
por el dolor, sufría con él; cuando acababa mareado en el baño por culpa de los vómitos y
la diarrea, sufría con él; pero cuando se ponía agresivo porque arrojaba sobre mí toda su
frustración, tenía que respirar hondo y contar hasta diez. Se quejaba amargamente de su
inactividad, de que el cuerpo no le respondía, de que la cabeza se le iba a pudrir de no
poder pensar. Andaba desquiciado. Si la calentura bajaba, no paraba quieto. No podía
concentrarse en nada y eso le trastornaba. Las peleas con mis pacientes de la clínica me
parecían ahora una bendición.

Llegué a un acuerdo con Sarah para pasar consulta sólo dos horas. Le preparaba el
desayuno, le daba la medicación y salía del piso. Respirar aire fresco me despejaba, pero
una parte de mí me reprochaba dejarle solo. Cuando volvía, me podía encontrar cualquier
cosa, como aquél día en que, al abrir la puerta, me tropecé con la señora Hudson llorando,
había querido ayudar y había salido escaldada.

A los cuatro días del ciclo, la malaria entró en fase de descanso, así que le faltó tiempo
para levantarse y ponerse con el ordenador. Ni se enteró de que yo había llegado. No
llevaba más que la sábana encima y aquello me exasperó.

— Deberías darte una ducha, Sherlock.

— No.

— No creas que ya ha pasado, esto es sólo una fase. Tienes que aprovechar para comer y
reponer fuerzas.

— No, ahora no. Estoy ocupado.


Decidí no hacer caso y rellenar el botiquín y la nevera, pero no pude evitar observarle desde
la cocina. Por sus gestos, estaba frustrado. Caí en la cuenta de que, probablemente, acababa
de comprobar que Greg no había respondido a los mensajes y por eso tenía esa cara de
asombro, no se lo podía creer, no encontraba explicación. Dio un puñetazo en la mesa y la
sábana se le cayó a la cintura. Me sacó de quicio. Intenté razonar con él.

— Deja eso ahora.

Me miró como si le acabara de insultar. Me estaba bien empleado.

— Sherlock, tienes que comer algo y…

Volvió a centrar toda su atención en la pantalla, no me estaba escuchando. En otras


circunstancias, yo hubiese desistido, hubiese esperado a que se le pasara esa necesidad
imperiosa de usar su cerebro, de entretenerse con alguna cosa nueva e interesante, pero algo
temblaba ya en mi interior, algo que me pasaba totalmente desapercibido, pero que estaba
empezando a despertar.

— Dúchate y vístete. No puedes estar así— le ordené.

No se inmutó, me ignoró por completo. Se había echado hacia atrás, con las manos
apoyadas en los labios, las yemas de los dedos unidas, totalmente concentrado en algo, lo
que fuera, yo no tenía ninguna gana de averiguarlo. Sólo quería apartar de mí la visión de
su torso desnudo, de su piel blanca y lisa, de sus hombros finos y redondeados. Quería
alejar de mí aquél territorio prohibido que me escandalizaba.

— Sherlock, soy tu médico. Tienes que comer algo, puedes acabar con anemia por culpa de
la malaria.

No hubo respuesta. Se puso a teclear, dios sabe qué…Mi mal humor empeoró. Era
como si hubiese saltado un resorte. Sentí la ira circulando a velocidad de vértigo por mis
venas.

— Sherlock ¡por dios santo! ¡VÍSTETE O MÉTETE EN LA CAMA!

Conseguí llamar su atención, me miró con ese gesto suyo tan característico de estar
analizando algo:

— ¿Qué te pasa, John?

No supe qué responder. Sólo fui consciente de que estaba alterado. Cogí la puerta y
me marché.

Así pues, los días eran una guerra, pero yo, secretamente, aguardaba las noches.
Eran mi refugio, mi trinchera. Porque, con el crepúsculo, el hombre arrogante e implacable
se daba por vencido, agotado y exhausto, de su particular batalla contra la claustrofobia
física y mental, acababa derrotado en su estéril rebeldía y así, doblegado al fin, dejaba paso
al niño que no quería quedarse solo, que me llamaba para pedirme agua y atenciones en
mitad de la noche.

Yo acudía a su lado, le ayudaba a tomar la medicación, lo calmaba, y me quedaba


juntó a él hasta que bajaba la fiebre, hasta que su rostro se relajaba, hasta que el dolor
soltaba las garras de su cuerpo y cesaban los violentos escalofríos.

Sólo sus jadeos, su respiración entrecortada, rompía el silencio. Sólo la tenue luz de
la calle, que se filtraba a través de de las cortinas entreabiertas, era testigo de nuestra
intimidad. Sólo las miradas bastaban para comunicarnos.

En una de esas vigilias, mientras comprobaba su temperatura con la mano en su


frente, hundí mis dedos en su cabello, acariciando inconscientemente la suavidad de sus
rizos. Sus ojos, fijos en mí, brillaron con sorpresa, pero fue un instante fugaz, como el
destello de una estrella, para cerrar después los párpados, en señal de aceptación:

— Eres bueno conmigo, John— susurró.

Yo sonreí. En mi interior, vibró algo difuso, una sensación alojada en alguna parte
recóndita de mi alma, agazapada en algún pliegue oculto de mi piel, escondida en un rincón
oscuro de mi mente, algo que no tenía nombre, que no podía ponerse aún en palabras, que
apenas se atrevía a formar un pensamiento: daría mi vida por ti.

La recuperación fue lenta y dolorosa, tal y como yo había previsto. Los episodios de
dolor y fiebre agudos se intercalaron con periodos de descanso, en los que su
comportamiento y actitud empeoraban terriblemente. Yo entendía que aquél encierro, en
todos los sentidos, era una tortura para alguien tan activo y dinámico como él, por no hablar
de su asombrosa mente, que no podía dejar de funcionar a toda velocidad, pero podía llegar
a ser desesperante. Y cuando se paseaba medio desnudo por la casa, me volvía loco. A
pesar de todo, con paciencia y mano izquierda, conseguía que se calmara y que pasara
algunos ratos tranquilo, leyendo o tocando el violín.

Que llamara a Lestrade, mientras yo estaba en la clínica, era inevitable. Que Greg
fingiera completa sorpresa y que jurara que no había recibido ningún mensaje resultó
necesario. Tuve que aguantarme la risa cuando Sherlock me lo contó. Un buen tipo, Greg,
noble como pocos. Lestrade recibió con gran satisfacción la nota oficial, publicada en todos
los diarios y difundida en la tele, en la que se desvelaba la verdad del caso Moriarty y el
gran servicio que Sherlock Holmes había hecho a su país y a medio mundo. Yo también
estaba agradecido de que se aclararan las cosas, pero preocupado por el posible acoso de la
prensa. Sherlock no prestó a aquello la más mínima atención.

Fue un enorme alivio verlo casi restablecido y, sobre todo, verlo comer con apetito,
algo totalmente inusual en él. La enfermedad le había dejado desfallecido y, por una vez,
sus instintos se impusieron. Su cuerpo necesitaba urgentemente alimento y tenía hambre a
todas horas. Eso sí, había que despegarlo del microscopio y dejar que comiera conectado al
portátil o al teléfono. Huelga decir que la señora Hudson se esforzó todo lo que pudo. Ella,
como yo, le perdonaba todo. Yo creo que siente algo realmente maternal por él.

Me reincorporé a mi trabajo de médico a tiempo completo; pero notaba como un


pequeño nudo en la boca del estómago y un cosquilleo en las extremidades: añoraba los
días de misterio y acción y la mera posibilidad de que volvieran me excitaba. Sarah se dio
cuenta de que yo seguía teniendo la cabeza en otra parte, así que, cuando se enteró de todo
lo relativo a Sherlock, dio por hecho que yo dejaría de pasar consulta tarde o temprano y
sentí un súbito cariño por ella.

Capítulo 5. El Caso Rojas.

10 de febrero de 2013. El caso Rojas.

Con Sherlock reconocido oficialmente con todos los honores y nuevamente


nombrado “Sir”, Lestrade no tenía obstáculo alguno para pedirle colaboración. Y así fue
como llegó el momento que yo esperaba y que Sherlock había pedido insistentemente.

Recibimos la llamada nada más terminar de cenar. Habían encontrado dos cuerpos
en la zona de Lambeth, un barrio en el que reside una importante comunidad
latinoamericana. Por el camino, Sherlock me fue dando detalles. Las víctimas eran dos
sacerdotes católicos, Rafael Rojas, de 37 años y Ricardo López, de 28, párrocos de dos
pequeñas iglesias de la zona. Aparentemente, había sido un robo, pero la ferocidad del
ataque (los habían acribillado a balazos) y la sospecha de que no podían haberse llevado un
gran botín, hicieron desconfiar a Greg. Su instinto le decía que había algo raro tras los
asesinatos.

Cuando llegamos al domicilio de Ricardo, Lestrade, Donovan y Anderson habían


acordonado la zona y estaban entrevistando a algunos testigos. Nos encontramos los
cuerpos tumbados boca arriba sobre el piso, con numerosos impactos de bala. El más joven,
de tez más blanca que el otro, tenía los ojos abiertos y la cara llena de sangre. Había
salpicaduras por todas partes; en la pared, de color claro, sobresalían unas espantosas
manchas rojas y brillantes, frescas, aún chorreando por la superficie, como en una matanza.
Todo estaba revuelto, como si hubiesen estado buscando algo. Había ropa y objetos
personales desperdigados por el suelo.

— Según la hermana de Ricardo —Lestrade señaló al joven — sólo se han llevado un


reproductor de vídeo y un ordenador portátil. ¿Qué opinas, Sherlock?

Mi compañero empezó a examinar los cuerpos, primero les echó un vistazo rápido,
luego sacó la lupa y me llamó. Hice una primera exploración, no llevaban muertos ni una
hora. Sherlock parecía haber encontrado algo interesante, se le veía concentrado, haciendo
comprobaciones. Greg no le quitaba el ojo de encima.
— Gays — soltó.

Lestrade y yo respondimos al mismo tiempo:

— ¿QUÉ?

— ¿Cómo van a ser gays? No van con hábito, pero ¡por dios santo! ¡son dos sacerdotes
católicos!— Exclamó el inspector.

Sherlock miró a Greg con aire de superioridad. Yo me preparé para una de sus
brillantes y extraordinarias explicaciones. Y ya podía ser buena, porque su afirmación
resultaba de lo más chocante.

Sin ninguna emoción en la voz, con aquella manera tan suya de hablar, técnica, fría,
implacable, nos ilustró sobre los detalles: el joven tenía las cejas depiladas, el mayor,
Rafael, se teñía el pelo y tenía restos de crema cosmética en la frente. Los dos se hacían la
manicura─ Lestrade soltó un bufido de exasperación─ por lo que deduje que el inspector
también se la hacía. Ambos eran humildes, llevaban ropa muy usada, pero de buena calidad
y muy cuidada. El dobladillo de los pantalones, perfectamente planchado, era otra “marca”.
El joven tenía la barba rasurada a conciencia, como si le fuera la vida en ello, palabras
textuales. Por si fuera poco, nos hizo prestar atención a la decoración de la casa, muy
“colorista”, en su opinión.

Yo no salía de mi asombro.

— Sherlock, no pueden ser gays. Son sacerdotes, ¡católicos! —remarqué—. Eso es


incompatible. ¿Estás seguro?

Por la expresión de su cara, no sólo estaba seguro, es que no entendía lo de la


incompatibilidad. Pero no contestó, se limitó a acercarse a uno de los cajones abiertos, que
colgaba en precario equilibrio de la cómoda y sacó un paquete de preservativos y un tanga
muy llamativo, de esos de leopardo. Greg y yo nos tuvimos que callar.

Ya en el depósito, tuvimos ocasión de hacer un reconocimiento más exhaustivo a


los cadáveres. Rafael era un hombre sano, fuerte y robusto, bien conservado para su edad,
aunque aún era joven. Todo lo más, algo de sobrepeso, localizado en el abdomen. Tres
orificios de bala, dos en el pecho, uno de ellos le había atravesado el corazón y la bala había
salido por la espalda, el tercero estaba localizado en una rodilla que había quedado
totalmente destrozada. Por la forma de los agujeros y por las quemaduras de los bordes, le
habían disparado a escasa distancia.

Pero, cuando inspeccioné el cuerpo del más joven, más delgado y de aspecto pálido
y enfermizo, además de cuatro balazos, dos en el pecho, uno en el estómago y otro en la
frente, descubrí algunos elementos extraños. Lo primero que observé fueron unas manchas
muy feas en su piel, de varios tamaños, algunas bastante grandes, de un sospechoso color
púrpura y rosado. Me di cuenta de que tenía algunos ganglios inflamados en las axilas y en
el cuello. Entonces, me fijé en su boca y la exploré por dentro. Tenía algunas llagas y unas
manchas blancas y gruesas en los labios y en la lengua que apuntaban a una candidiasis
bucal, algo muy raro. Sherlock me llamó la atención sobre una lesión que presentaba en el
dedo corazón de la mano derecha, una quemadura, como de cigarro, ulcerada, que parecía
estar tardando en curar. A él le daba la impresión de pérdida de sensibilidad, como si se
hubiese quemado fumando, sin darse cuenta.

Todos estos síntomas fueron acercándome a una idea, así que lo acabamos de
desnudar. Después de que Sherlock hiciera un comentario sobre la ropa interior que, sí, era
muy llamativa, muy “metrosexual”, según dijo, comprobé que también tenía los ganglios de
la zona genital inflamados y señales de herpes.

— Greg, creo que este hombre tiene sida. Un sida avanzado.

Volvimos a casa en un taxi, como siempre, y discutimos sobre el caso. Sherlock no


comprendía que a Lestrade y a mí nos hubiesen sorprendido tanto sus deducciones. Y lo
curioso es que, desde su punto de vista, enteramente racional, resultaba irrelevante que
fueran o no fueran sacerdotes. Sherlock no acababa de ver la dificultad o, mejor dicho, el
prejuicio, el por qué era tan insólito que un sacerdote fuera gay.

— Tú eres católico, John.

— Sí.

— Entonces, ¿puedes explicarme por qué la religión católica es incompatible con ser gay?

— No es la religión católica, Sherlock — yo me sentí incómodo, notaba su desdén, ya sabía


que él rechazaba todo lo relativo a la religión, que la consideraba una fantasía, algo ilógico,
absurdo —.Todas las religiones rechazan la homosexualidad, la consideran un pecado. Un
pecado horrible.

— Nunca entenderé eso del pecado, me parece ridículo.

— No hace falta que lo entiendas, es cuestión de tener o no tener fe.

Me miró intensamente, como si quisiera leerme el pensamiento.

— ¿Tú tienes fe, John?

— A decir verdad, sólo a veces. Si es verdad que Dios existe, no entiendo cómo pueden
pasar ciertas cosas en el mundo—Alejé rápidamente de mi mente las imágenes de las cosas
espeluznantes, terribles y desgarradoras, que había presenciado en Afganistán.

Cuando llegamos a casa, era muy tarde. Yo seguía durmiendo en el sofá. Era mi
manera de recordarle a Sherlock que tenía que seguir con la medicación, que no podía
considerarse curado del todo hasta que pasaran unos meses, que podía tener una recaída en
cualquier momento. Ahora sé que, en el fondo, no quería renunciar del todo a esos
momentos de intimidad que la enfermedad había propiciado entre los dos.

Pasé mala noche, me costó coger el sueño y, en algún momento de aquél


intermitente descanso, estuve de nuevo, cara a cara, con el rostro ensangrentado de
Sherlock, con su cuerpo yaciendo inerte en la acera, con su piel pálida y fría, con su mirada
vacía e inexpresiva. Intentaba llegar a él, pero unas sombras me lo impedían. No podía
apartar mis ojos de su figura muerta, pero por más que luchaba no avanzaba, no conseguía
acercarme a él y todo mi empeño era tomarle el pulso, tener esperanza. Le veía caer, lo
llamaba a gritos, aún a sabiendas de que no me oía. Las sombras se abalanzaban sobre mí y
yo contemplaba como él iba convirtiéndose también es un espectro, cada vez más gris, cada
vez más difuminado….

Una mano en el hombro me sacó del ataque de pánico. Me encontré súbitamente empapado
en sudor, presa de la angustia, el corazón me latía desesperadamente, como si quisiera
salirse de mi pecho, la adrenalina corría por mis venas, con todos mis sentidos en alerta,
jadeaba como si hubiese corrido durante horas. Sherlock estaba a mi lado, mirándome
asustado:

— John, ¿estás bien?

Era él quien me había despertado. Me lo quedé mirando con ansia, acaricié su rostro
con mis manos, temeroso aún de que no fuera real. Él se extrañó, pero no dijo nada. Intenté
volver en mí, controlando mi respiración, tratando de tranquilizarme.

— Sí, he tenido una pesadilla. Siento haberte sacado de la cama.

— ¿Qué era?

— Nada, no tiene importancia.

— Estabas llamándome a gritos.

— Lo siento. Es que…—desistí de mentirle—He soñado contigo. Creí que estabas muerto.


He vuelto a verte, allí, en la acera del hospital. Ha debido ser la impresión de ver a ese
muchacho, el que han matado hoy.

— Estoy aquí, John —susurró y su voz grave me pareció teñida de ternura. Se levantó y se
fue hacia la cocina— ¿Quieres un té?

— ¿Vas a preparar té? ¿Tú? ¿A estas horas?

— ¿Y por qué no? —Le miré atónito. Estaba despejado, como a plena luz del día, como si
todo fuera normal.

Me pasé las manos por la cara. Respiré profundamente aliviado, mi pulso se estaba
estabilizando y la presión del pecho había aflojado. Me dejé caer sobre el brazo del sofá.
Pero aún tenía el miedo impreso en el cuerpo, no podía dejar de contemplarle. Cuando se
acercó con la taza en la mano, un recuerdo más agradable me vino a la mente.

— No estará drogado.

— ¿El qué?— frunció el ceño.

— El té.

— ¿Por qué iba a estar drogado?

— La última vez que me hiciste un café me pusiste azúcar pensando que era un potente
alucinógeno.

La cara que puso me compensó todo el malestar. Se quedó mirándome todo


ofendido.

— Es una broma, Sherlock. No pienso de verdad que le hayas puesto nada al té.

— Ahora que lo dices, hace mucho que no hago experimentos contigo.

Me eché a reír.

11 de febrero de 2013. El rompecabezas.

Tuve que pasarme por el hospital. Estaba decidido a dejar mi trabajo de médico y a
dedicarme a colaborar con Sherlock y con Scotland Yard, pero no me parecía prudente aún
despedirme del todo, así que le conté a Sarah que estaba cansado y que me tomaba unas
vacaciones. Ella no se creyó nada de lo que le dije.

— ¿Has vuelto con él?— Estaba enfadada. Tenía la frente arrugada y un brillo duro en los
ojos.

— Sí.

— Ya sabía que esto iba a pasar —Hizo una mueca de disgusto—John, aquí tienes un buen
trabajo, un trabajo estable. Debe ser muy emocionante ir por ahí, corriendo aventuras con
Sherlock Holmes, persiguiendo criminales y todo eso; pero aquí tienes un futuro —Yo la
escuchaba educadamente, un tanto molesto por el tono airado de su voz y su expresión de
fastidio—Además, no esperes que se te acerque una mujer mientras estés con él.

Eso me dejó fuera de juego:

— ¿Qué quieres decir?

— ¿Aún me lo preguntas?
— Sí, claro que te lo pregunto—Estaba haciéndome una idea de lo que quería decir y ahora
era yo el que se estaba cabreando.

— Todo el mundo piensa que sois pareja, John

— Oh, vamos, eso no son más que habladurías de los periódicos, Sarah, ¿no creerás….?—
Otra vez, la misma historia, era exasperante.

— Vosotros sabréis si son chismorreos o no—Firmó el papel y me lo pasó, de malas


maneras.

No iba a dejar que me amargara el día, pero lo cierto es que me dejó mal sabor de
boca. Había salido con ella, habíamos dormido juntos, era la última persona de la que me
esperaba un golpe bajo como ése. Increíble. Humillante. Pero me había firmado el parte.
Podía irse al infierno. Yo tenía ahora un mes por delante, un caso extraño y a mi compañero
en casa. Hice unas compras por el camino.

Cuando entré en el apartamento, Sherlock estaba literalmente “conectado” al portátil


y, por su cara de concentración, me pareció que ya estaba haciendo cábalas sobre el caso.
Dejé las bolsas en la mesa de la cocina y abrí la nevera. Y, entonces, oí los jadeos. Me
quedé pegado a la bandeja de las bebidas. Eran gemidos, gemidos de placer,
entremezclados con las palabras espesas y excitadas del sexo. La botella de leche se agitó
entre mis manos.

— ¿Estás….? ¿Estás viendo vídeos… porno?

Le miré, estupefacto. Él seguía observando la pantalla, sin mover una ceja, sin
pestañear, con las manos unidas y apoyadas en sus labios, los ojos entrecerrados,
analizando, como si fuera el apareamiento de la mosca de la fruta o algo así, como cuando
disecciona bacterias bajo el microscopio. No me atreví a acercarme, a romper su
meditación, pero escuché con un poco más de atención y se me erizaron los pelos de la
nuca: los gemidos, los susurros y las palabras soeces eran masculinos, todos. El envase se
me escurrió de las manos. El sonido del cristal haciéndose añicos sobre el suelo de la
cocina y la humedad en el bajo de los pantalones me hicieron reaccionar, pero me temblaba
todo el cuerpo.

— Sherlock…¿Estás viendo porno gay?

No me contestó. Ni siquiera me oía. Ni siquiera se había enterado de que se había


roto la botella. Un súbito arrebato de ira me subió por la cara, ahora tenía que limpiar el
suelo y seguir escuchando obscenidades. Era mucho mejor abrir el refrigerador y
encontrarme una cabeza cortada, definitivamente. Pasé la fregona como pude y a punto
estuve de tirar también el cubo y encharcar el suelo. Tuve que hiperventilar, agaché la
cabeza y apoyé las manos en las rodillas, me palpitaba una vena en la sien. No era fácil
concentrarse en recoger todo aquello y en vaciar las bolsas mientras uno oía cosas como
“fóllame”, “qué rico” “sigue así”, aderezado por toda clase de ruidos sudorosos y jadeantes.
No sabía si estaba más indignado o más sorprendido. No me explicaba ese repentino
interés. ¿Era parte de su manera de enfocar el caso? ¿Estaba haciendo averiguaciones? Él
parecía una estatua de sal, inmóvil. Inútil preguntar. Me apresuré a terminar cuanto antes.
No aguantaba ni un segundo más. Cuando ya estaba a punto de salir por la puerta, a los
cuarenta minutos aproximadamente, se percató de que estaba allí.

— ¿Dónde vas?

— ¡A la calle! —grité —Necesito que me dé el aire.

Di cuatro vueltas a la manzana, no acaba de entender qué me ponía tan frenético,


pero estaba fuera de mis casillas. Volví con los nervios a flor de piel, rezando para que
hubiese cambiado de actividad. Tuve suerte, cuando entré en el salón seguía con el
ordenador, pero ya no se oía nada malsonante y jugueteaba con un teléfono móvil. La
llamada de Lestrade rompió la tensión.

Cuando llegamos a la comisaría, vi a Greg nervioso, pasándose las manos por la


cabeza, con cara de preocupación. Pronto supimos por qué.

El resultado de las entrevistas a familiares y testigos no sólo no daba pistas, sino que
desconcertaba aún más: un sobrino le había pedido al mayor que oficiara un bautizo y,
cuando le dijo que era en febrero, Rafael le contestó que “para esa época no estaba
disponible” y eso no era todo, al parecer, había estado rogando a sus allegados que rezaran
por él. El más joven, en la semana anterior a su muerte, había pasado el poco dinero que
tenía y unas acciones a su madre. Y yo tenía razón, estaba enfermo de sida. También habían
averiguado, a través del banco, que el mayor había sacado unas dos mil quinientas libras
esterlinas de su cuenta tres días antes de los asesinatos. Tal vez ésa era la razón del crimen,
pero lo que no acababa de encajar era el testimonio de varios feligreses que afirmaban que
los dos párrocos habían cancelado expresamente todos sus compromisos para después del
día diez de febrero, es decir, la fecha de su muerte, como si ya conocieran el fatal
desenlace.

Sherlock me dejó boquiabierto con sus noticias, como siempre. El teléfono móvil
era el del más joven, el de Rafael no lo habían encontrado. Yo comenté que tal vez no
tuviera ninguno, pero mi compañero lo afirmó rotundamente, su número estaba en el móvil
de Ricardo. Sherlock había triangulado la señal del teléfono por satélite y había descubierto
varias cosas: que el teléfono había estado en una zona de Escocia en las dos semanas
anteriores, durante varios días, y que dos números resultaban sospechosos, el de un tal
Mario Millán, nombre que le recordaba a un viejo conocido de la policía, un estafador de
poca monta, y el de un tipo llamado Ricky Montana, del que constaba un mensaje
amenazante por el pago de una deuda.

Aprovechando los medios y las bases de datos de la oficina de Scotland Yard,


comprobamos que Ricardo había estado, efectivamente, en Escocia, concretamente, en
Edimburgo, Inverness y en la isla de Lewis, en Callanish Stones. Donovan saltó como una
escopeta al oír el último nombre.
— Parece que tenemos otra parejita friki— dijo con sorna.

Greg se me adelantó.

— ¿Por qué dices eso?

— Bueno, Callanish Stones es un círculo de piedras, más antiguo que Stonehenge, dicen.
Es famoso porque las parejas van allí a jurarse amor eterno.

Sherlock la observó con interés. Ella nos miró de arriba abajo, con una sonrisilla
que me resultó de lo más desagradable.

Lestrade se derrumbó en el sillón, parecía cansado:

— Esto se está complicando. Escuchadme bien —dijo, dirigiéndose a Sherlock y a mí —Ni


una palabra de esto a nadie. Hay que evitar a toda costa cualquier filtración a la prensa.

— ¿Por qué? ¿Qué tiene este caso de especial? —Preguntó Sherlock. Siempre en su mundo.
A veces, es de lo más inocente. El inspector entró al trapo.

— ¿Por qué? Porque toda la comunidad latina y las familias se nos pueden echar encima si
hacemos la más mínima sugerencia de que las víctimas eran gays, Sherlock. Puede ser un
escándalo mayúsculo.

— No entiendo qué tiene eso de particular.

— Déjalo, Sherlock —Intervine—Ya te daré más explicaciones.

— A ver qué le digo a la hermana de Rafael….—Greg me echó una mirada desoladora. No


quise estar en su pellejo.

Capítulo 6. Atomic

AL ROJO VIVO. BLOG DE JOHNLOCK


12 de febrero de 2013. Atomic.

Me levanté tarde. El día anterior había sido muy agitado y nos habíamos acostado a
las tantas. Había intentado explicarle a Sherlock los prejuicios que, en general, había sobre
la homosexualidad y que, sobre todo en algunas partes, tenían que ver con la religión,
aunque no necesariamente. No era un tema lógico, ni científico, ni nada por el estilo, así
que sabía que tenía la batalla perdida, pero he de decir en su favor que puso atención a mis
comentarios y concluimos que, aunque en nuestro país había un alto grado de tolerancia y
comprensión, no era así ni en otras partes del mundo ni para la mayoría de la gente.
Me lo encontré, en bata y pijama, en su sillón, ensimismado, perdido en sus
elucubraciones. Eso explicaba que no me hubiese despertado a pesar de tenerlo en el salón.
Desayuné, sin interrumpirlo y, cuando salí de la ducha, se decidió a hablar:

— Lestrade está investigando al estafador.

— ¿Algo interesante?

— Aún no lo sabemos. La última vez que lo detuvieron llevaba un arma corta, pero no
coincide con las pruebas de balística. Los mataron con una pistola, una beretta
semiautomática.

— ¿Semiautomática? No puede ser, eso hubiera dado tiempo a las víctimas. Les dispararon
siete veces. Al menos uno de ellos hubiera podido huir.

— Tal vez alguien los retenía, John, y no tenemos por qué suponer que sólo fue un
atacante, aunque sólo haya un arma implicada.

— No, eso es cierto.

Vimos la noticia en la televisión. Había sido un robo, la versión oficial y por el


momento la única. Para hacerlo más creíble, aumentaron la lista de objetos robados. Vimos
a la madre de Ricardo y a la hermana de Rafael llorando desconsoladas. Salieron varios
feligreses elogiando la labor de los sacerdotes, muy queridos por la comunidad, hacían
labores de caridad y ayudaban a todo el que podían. Se me hizo un nudo en la garganta.
Sherlock miraba la pantalla sin ver, seguía pensativo, se pasaba los dedos por los labios.

— ¿Y si fue por venganza?— comentó.

— ¿El tipo ése? ¿Cómo se llamaba? ¿Ricky? ¿El que dejó un mensaje amenazante?

— Sí. Ricardo le debía dinero. Y no sólo eso. Es el dueño de una discoteca.

— ¿Y? —pregunté.

— Una discoteca gay, John.

— Ah —Yo no veía a dónde quería llegar.

— Pudo ser por la deuda, pero ¿y si tiene que ver con el sida? ¿y si Ricardo contagió a
alguien y ese alguien se ha querido vengar y lo de Rafael fue simplemente porque estaba
con él en ese momento?

— Mm… Puede ser, sí.

— Esta noche vamos a ir allí, a ver qué podemos averiguar.


— ¿Qué? —Me quedé de una pieza, estaba loco si pensaba que me iba a meter en una
discoteca de ambiente— No, no, Sherlock, ni hablar. Que se encargue Lestrade.

— ¿Qué te pasa?

— ¿Que qué me pasa? Sólo falta que nos vean en una discoteca gay, ya no habrá manera de
parar las habladurías.

— No entiendo por qué te molesta.

— Es igual. No pienso ir—dije tajantemente.

— Muy bien. Entonces, iré solo.

Eso era mucho peor. Me ponía entre la espada y la pared. No estaba dispuesto a
dejarle correr con todos los riesgos.

— Está bien. Tú ganas.

Sonrió complacido, la misma sonrisa que se dibuja en la cara de un niño de ocho


años al que le acaban de dar un juguete nuevo. En lo que a mí respecta, siempre se sale con
la suya.

Aparecimos a las diez en la discoteca, estaba en una de las zonas más pijas de
Londres, lo cual me sorprendió. Yo esperaba que ese tipo de sitios estuviera en los
suburbios, en algún lugar del extrarradio, pero no, me equivoqué. Tenía unas enormes letras
luminosas, “Rickys”, con los colores del arco iris, muy apropiado, pensé, nadie puede
llevarse a engaño. Por si fuera poco, los dos matones de la puerta tenían una pinta de lo más
estrafalario, iban medio desnudos, no llevaban puesto más que un pantalón de cuero negro
y un chaleco del mismo material, luciendo músculos y tatuajes, y unos pendientes enormes
en las orejas que hicieron que me acordara de Connie Prince. Por un momento, creí que iba
a ser divertido. No tenía ni idea de lo que se avecinaba. Desde fuera, se oía una música
atronadora.

Antes de que me diera cuenta, Sherlock ya había entrado. Admiro su valor, pero su
imprudencia puede ser aterradora, tuve que ir detrás de él. La oscuridad me cegó en un
primer momento. Sonaba “Atomic” de Blondie, a todo volumen. La discoteca estaba a
rebosar y noté cierta tensión en el ambiente, algo fuerte y agresivo, una concentración
explosiva de testosterona que no había experimentado ni en el frente de batalla. Eché un
vistazo a mi alrededor, sólo había hombres, hombres de diferentes edades, de todos los
colores, con toda clase de vestimentas, algunas realmente extravagantes como las de los
porteros. Me pareció distinguir a un par de mujeres, pero no eran más que muchachos
maquillados y con el pelo teñido de colores chillones.
Sherlock se abría camino hacia la barra, con paso decidido, con el cuello del abrigo
levantado y las manos en los bolsillos. Llamaba la atención, muchas miradas estaban fijas
en él. Tuve que apartar a empujones a unos cuantos tipos que bailaban en la pista para
alcanzarle. De pronto, cuando me quedaba poco para llegar a él, Sherlock se paró en seco.
Un tipo alto, rubio, fornido, con una camiseta de tirantes, le había interceptado el paso y lo
miraba sin pestañear. El individuo se pasó la lengua por los labios y movió las caderas.
Sherlock tenía los labios apretados, contrariado, y estaba claro que no entendía el lenguaje
corporal de aquel sujeto. El fulano se inclinó hacia él, como para decirle algo al oído, y
tuvo la osadía de cogerle del brazo. Sherlock lo apartó bruscamente. Temí que se iniciara
una pelea y me pegué a mi compañero.

— Está conmigo— exclamé.

El tipo me miró despectivamente de arriba abajo y luego volvió a echarle el ojo a


Sherlock. Entendí perfectamente que yo le parecía poca cosa para el detective consultor,
pero se alejó. Mi compañero se dio cuenta entonces de que yo había aparecido:

— ¿Dónde estabas?—me preguntó.

No me molesté en contestar, sólo pude hacer un gesto de resignación. A duras


penas, logramos avanzar. Parecíamos haber despertado mucha curiosidad. Me di cuenta de
que encontraban a Sherlock muy atractivo, porque el tipo de la camiseta no fue el único que
se le insinuó, aunque ya era sólo con las miradas, guardando distancias. Sólo yo me
percataba de ellas, él permanecía ajeno a todo el interés que bullía a su alrededor.

Ya en el mostrador, Sherlock sacó la tarjeta de Scotland Yard y, sin más


preámbulos, preguntó por el tal Ricky a un chico que no tendría ni veinte años. Me quedé
pasmado al ver que llevaba los labios pintados y máscara en las pestañas. Se me estaba
revolviendo el estómago. Al menos, el tal Ricky apareció. Era un individuo de unos
cuarenta años, rechoncho y medio calvo. Parecía de lo más normal. Sherlock sacó las fotos
de las víctimas.

La música nos obligó a hablar a gritos, pero logramos interrogarlo. Su actitud fue
colaboradora, a pesar del tono durísimo que Sherlock empleó con él puesto que sospechaba
que podía ser el asesino. Pero la manera en que contestó a las preguntas nos hizo cambiar
de idea. Sólo ver la cara que puso cuando le dije que estaban muertos fue muy elocuente.
Lo que descubrimos fue impactante. Los dos párrocos eran clientes habituales de aquel
antro, al que iban casi todos los fines de semana. Se negaba a creer que fueran sacerdotes,
así que era evidente que llevaban una doble vida. Estaba convencido de que Ricardo no
tenía ningún amante y afirmó rotundamente que los dos religiosos eran pareja desde hacía
varios años, aunque, por lo que él sabía, no vivían juntos para guardar las apariencias.
Cuando le acusé de la amenaza que había dejado a Ricardo en su teléfono móvil, sacó una
factura. Era cierto, desde hacía meses le debía el dinero de varias prendas que le había
traído por encargo del continente. Juró y juró que lo de la amenaza no era más que un
intento de presionarle para que le pagara y me pareció sincero.
Satisfechos con la información obtenida, aunque sin descartarlo como sospechoso
del todo, lo dejamos con su tarea. Cuando nos dimos la vuelta desde el mostrador, con la
intención de salir de aquel tugurio, percibí el ambiente mucho más enrarecido. El local
estaba aún más lleno. Había más hombres bailando en la pista, la música estaba
insoportablemente alta, el humo del tabaco y, dios sabe qué más, espesaba la atmósfera y el
nivel de testosterona había alcanzado un nivel realmente alarmante. El ritual de
depredadores y presas buscándose en celo impregnaba el aire.

Nos movimos con dificultad hacia la salida, abriendo hueco entre la masa de
cuerpos sudorosos, esquivando las miradas descaradas y provocadoras, hasta que el tío de
los tirantes volvió a aparecer acompañado de dos mamarrachos vestidos de motoristas. Se
notaba de lejos que tenían ganas de pelea, apreté los puños y las mandíbulas. Oí
perfectamente cómo el de la camiseta le decía a Sherlock:

— Eres demasiado bonito para estar con ése.

Mi compañero se quedó mirando al tipo fijamente, de manera orgullosa y


desafiante. Vi por el rabillo del ojo cómo en la cara de Sherlock se dibujaba una media
sonrisa, como si fuera un niño maquinando una travesura. Yo estaba dispuesto a liarme a
puñetazos con quien se me pusiera por delante.

No tuve tiempo de reaccionar, estaba en tensión, preparado para cualquier cosa,


pero no para eso. Sherlock se inclinó hacia mí y, antes de que yo pudiera percatarme de sus
intenciones, me besó. En los labios. Fue un simple roce, una caricia, suave y ligeramente
húmeda. Me quedé aturdido y le miré estupefacto, completamente anonadado. Él seguía
sonriendo satisfecho. Me cogió de la mano y tiró de mí hasta que mis piernas se despegaron
del suelo.

El imbécil de la camiseta pareció entender el mensaje y él y sus dos gallitos de poca


monta se apartaron. Pero el mal ya estaba hecho. Sherlock se dirigía a grandes zancadas
hacia la salida del garito arrastrándome de la mano con él, mientras yo, a cada paso, sentía
que la sangre me hervía en las venas, que una bestia acababa de despertar en mi pecho, que
un deseo desconocido y enloquecedor me cegaba.

El frío de la calle hizo más patente que yo estaba ardiendo, seguíamos cogidos de la
mano, me miró divertido, a punto de echarse a reír. Y todo explotó por los aires. Le empujé
con todas mis fuerzas contra el muro de ladrillo del local, pillándolo por sorpresa, y lo besé
apasionadamente, dominado por una furia salvaje. Intenté desesperadamente que abriera
sus labios hasta que, ante la brutalidad del ataque, cedió. El animal en el que me había
convertido lo agarraba ferozmente de la nuca y del cuello del abrigo, reclamando su boca
violentamente, poseyéndolo. Todo el deseo reprimido, todas las negaciones, todas las
tentaciones castradas, estallaron de una sola vez, con la potencia destructora de una bomba.

Pero en algún rincón de mi cerebro aún quedaba algo de cordura y sentí su cuerpo
rígido entre mis manos, la tensión de su piel bajo la ropa, el rechazo físico. Volví en mí y
me aparté, aún confuso, aún con la bestia corriendo en mi sangre. Pero su mirada me
estrelló de golpe contra la realidad. Estaba apoyado en la pared, respirando agitadamente,
su pecho subía y bajaba, con la sorpresa y la incomprensión pintadas en su cara y un brillo,
como de dolor, en los ojos. Fue como si me atravesara con un cuchillo. Me separé varios
pasos de él, notando cómo me iba quedando helado y entumecido por momentos.

Sherlock miró al suelo, como avergonzado. Yo no podía hablar, no podía moverme.


Así que, cuando echó a caminar calle arriba, sin mirar atrás, sólo pude observar cómo se
alejaba. Le vi acelerar el paso, buscando un taxi. Empezó a llover.

No recuerdo cuanto tiempo estuve mirando la calle por la que él se había marchado,
como si su sombra aún estuviese cerca. Acabé sentado en el suelo, empapándome, con la
cabeza apoyada en las rodillas. Una vez consciente, una vez recuperado el sentido, no podía
entender lo que había ocurrido, por qué había sido capaz de hacer una cosa así. Cómo era
posible que yo, conociéndole como le conocía, hubiese cometido semejante error. Cómo
había podido tomar su beso en la discoteca como una provocación o como una invitación,
cuando no había sido otra cosa que una de sus chiquilladas, uno de sus juegos, cuando yo
sabía mejor que nadie lo torpe e inocente que podía llegar a ser con ciertas cosas. Cómo
había caído yo en semejante trampa.

En el por qué no quise pensar, pero ya no podía seguir mintiéndome, acaba de sentir
por él una atracción voraz que me había abrasado. Pero no era el momento, otro
pensamiento devastador me carcomía las entrañas y me ofuscaba la mente: qué iba a pasar,
qué pensaría ahora él de mí, si estaría furioso, si querría dejar de ser mi amigo. No podía
soportar la idea de que me rechazara, de que no quisiera saber más de mí. Me quedé tirado
en la acera, dejando que las dudas me desgarraran.

No tenía valor para volver al piso, ni fuerzas. Sólo quería que me tragase la tierra,
desparecer; pero no tenía dónde ir y estaba tiritando de frío, calado hasta los huesos. Acabé
metiéndome en un bar de mala muerte. Me bebería unas cuantas copas, las suficientes como
para calmarme, como para atontar el sufrimiento, y me iría a casa tarde, cuando él ya
estuviese dormido, entraría en mi casa como lo que era, un traidor.

No tengo costumbre de beber, así que me costó acertar con la llave en la cerradura,
pero me despejé rápido en cuanto llegué al descansillo, la luz del salón estaba encendida.
Me fui derecho a la escalera, camino de mi habitación, tratando de no hacer ruido, pero fue
inútil:

— ¿John?

Estaba sentado en su sillón, totalmente vestido y, a juzgar por el olor, había estado
fumando. Parecía concentrado en sus pensamientos, mirando hacia la cocina, como si yo no
estuviese allí. Yo no quería pasar por ese trago, pero tenía que afrontarlo, crucé el umbral y
me acerqué a él.

— Sherlock…yo…—tuve que esforzarme para que no me temblara la voz, bastante tenía


con que me temblaran las manos—Lo siento, no sé qué ha pasado, no quería…yo siento
mucho lo que he hecho, no …
— ¿Vas a marcharte? —seguía sin mirarme.

— ¿Qué?

— ¿Vas a irte, John?

Fue como si acabara de pisar una mina.

— ¿Tú quieres que me vaya?

— No

Súbitamente, volví a respirar.

— ¿Quieres que me quede?

— Sí, John— susurró y entonces se volvió hacia mí, mirándome a los ojos. En los suyos
había una preocupación que me estremeció el alma.

— Si tú quieres, me quedo. Me quedo contigo.

Volvió a girar la cabeza con la mirada perdida frente a él, con las manos unidas y
apoyadas en sus labios, esos labios que yo había besado sin permiso.

— Buenas noches, John.

Subí a la habitación arrastrando los pies como si llevara a cuestas un cargamento de


plomo. Me tiré sobre la cama, sin ni siquiera deshacerla. El alcohol enturbiaba mis sentidos,
aflojaba mis miembros, pero dentro de mí había una herida abierta y lacerante. Me había
asomado al abismo, me había situado al borde del precipicio, a punto de caer. Ya le había
perdido una vez y la idea de perderle de nuevo era insufrible. La herida escocía y supuraba
angustia a borbotones.

Di muchas vueltas en la cama a su pregunta, a su temor manifiesto a que yo me


marchara, algo a lo que me agarré desesperadamente. Yo no podía saber qué le estaba
pasando por la cabeza, pero, al menos, él no estaba tan dolido, tan enfadado conmigo como
para querer perderme de vista. Había una luz en la negra oscuridad.

Pero estaba aquel deseo inexplicable, aquella fuerza que me arrastraba hacia él
contra mi voluntad, hasta el extremo de haber dinamitado mi cordura, mi prudencia, mi
templanza. No lo entendía. O no quería entenderlo. Yo no era homosexual ¡por dios santo!
Había convivido con otros hombres muy de cerca, días, semanas, meses, atrincherados sin
salir de la base, compartiendo comidas, guardias, sufrimiento, tensión y duchas. Había
presenciado, incluso, escarceos entre algunos de ellos, como cuando descubrí al sargento
Wood restregándose contra el capitán Fisher detrás de un blindado. No me sorprendió, pero
me produjo cierta repulsión. Que me ocurriera algo así ahora era inconcebible. Pero estaba
ahí y ya no podía negarlo, me perdía en sus ojos, deseaba su boca, anhelaba su piel,
admiraba sus manos.

Sí, había admiración, una enorme admiración. Desde el principio, había sentido un
cosquilleo en el estómago, un escalofrío de fascinación que me había hecho apegarme a él.
Y no sólo era eso. A medida que había ido conociéndole mejor, había crecido en mí el
instinto de protección, porque ese hombre extraordinario, arrogante, que se sentía superior
en inteligencia a todos, y con razón, tenía un lado frágil. Poseía cualidades únicas, pero
esos talentos superdotados tenían su precio. Y me necesitaba. Precisaba de alguien que lo
ayudara, que lo guiara en sus carencias y yo le adoraba por eso, porque le complementaba,
porque sacaba lo mejor de mí. Porque él era el cerebro pero yo era el corazón. Poco a poco,
al apego se unió la ternura, cuando descubrí ese lado infantil e inocente, cuando comprendí
que aunque en algunos momentos llegara a parecer frío e inhumano, que por más que dijera
racionalmente una cosa, sus actos le contradecían, hablaban de un modo enteramente
diferente, mostraban a alguien bueno y capaz de amar, aunque él mismo no lo entendiera.

Así, fui sumando, analizando despacio todo lo que él producía en mí, todo lo que
me unía a él, iluminado en mitad de la noche por ese deseo suyo de que permaneciera a su
lado. Nadie provocaba en mí tantas emociones ni tan intensas. Qué tenía que ver eso con
ser o no ser gay, era Sherlock ¿no? Alguien único, alguien que no es de este mundo. Y yo
me moría por él. Sólo el agotamiento me hizo dormir, agobiado por el arrepentimiento,
acalorado por la vergüenza de haberle fallado, pero aliviado por una tibia esperanza,
dispuesto a coger aquél deseo perturbador y arrinconarlo, domarlo, asfixiarlo, tapiarlo
donde fuera para que no le hiciera daño, para que no nos hiciera daño, para que no rompiera
lo que habíamos construido.

Capítulo 7. La Quemadura

AL ROJO VIVO. BLOG DE JOHNLOCK


17 de febrero de 2013. La quemadura.

Los días siguientes fueron muy difíciles, los más difíciles que recuerdo con
Sherlock. Estuve muchas veces tentado de quedarme en mi habitación, pero eso sólo
hubiera servido para añadir más frío y desolación, para agrandar la brecha, así que decidí
actuar como si nada hubiese ocurrido, pasando la mayor parte del tiempo en la cocina y en
el salón, en ese territorio que compartíamos, aunque él pareciera una pantera enjaulada y yo
me sintiera tan solo y abandonado como haciendo una guardia en el desierto.

En seguida me di cuenta de que me evitaba, de que procuraba hacer las comidas, o


lo que deberían haber sido las comidas porque no probaba bocado, a deshoras, para no
coincidir conmigo. Se pasaba el día con la mirada perdida, encerrado en su mente, cosa
habitual en él, pero no de manera tan prolongada, no con ese enclaustramiento tan extremo.
Todo lo más, se colocaba frente a la ventana y tocaba en el violín melodías tristes y
melancólicas o metía el cerebro en el ordenador, tecleando compulsivamente o bramando
fuera de sí porque se quedaba sin conexión o el programa se atascaba. Yo leía el periódico
en el sofá o retomaba mi novela de Truman Capote, pero no me concentraba, no me
enteraba de nada, porque no podía dejar de observarle por el rabillo del ojo, mientras la
culpa me traspasaba como la metralla de un proyectil.

La cuerda estaba cada vez más tirante. Sherlock llamó a Lestrade. El inspector
trataba de localizar al estafador, la única pista que nos quedaba, pero era difícil, había
cambiado varias veces de nombre y estaba limpio, con su condena cumplida y sin nuevos
cargos contra él. Mi compañero decidió pasarse por Scotland Yard dando por hecho que su
inteligencia superior aceleraría las cosas. Se limitó a comentármelo, como si fuera algo
mortalmente aburrido, y se marchó sin pedirme que lo acompañara, dejándome sumido en
la desesperación. Yo ya no podía más, no aguantaba más tiempo la situación y no sabía
cómo darle la vuelta, cómo llegar a él. No se me ocurrió otra cosa que subir a mi habitación
y coger el manual de psicología que había comprado tiempo atrás, a ver si encontraba
alguna pista en el análisis del síndrome de asperger.

La señora Hudson me interrumpió la lectura, apurada porque el enchufe de la


lavadora le daba problemas. Fue muy gratificante ayudarla y ver su alivio cuando el trasto
volvió a funcionar, pero yo me fui a hacer la compra olvidándome por completo del libro,
que se quedó abierto sobre el sofá. Cuando volví, Sherlock estaba sentado en su sillón,
como agarrotado, tieso, demasiado erguido y, entonces, vi que tenía el manual en las
manos. Tuve que apoyarme en la pared y dejar las bolsas en el suelo. Se volvió hacía mí,
los ojos celestes refulgían con el brillo del acero, tenía el ceño fruncido y las mandíbulas
apretadas. Estaba furioso.

— ¿Es esto lo que me pasa? ¿Esto es lo que me hace distinto? — exclamó alterado.

Me acerqué con cautela hasta él.

— Sherlock… esto no es más que un libro de psicología, yo tengo algunos conocimientos,


sólo estaba ojeándolo…

— ¿POR QUÉ? — gritó. Me miraba como si estuviera a punto de saltar sobre mí. Me sentí
empapado en un sudor frío.

— No tiene importancia —dije, tratando que se calmara.

— ¿No? Y esto ¿qué es?, cociente intelectual superior a la media, exceso de atención en los
detalles, perfeccionismo—hablaba muy deprisa, como escupiendo las palabras— dificultad
para las relaciones sociales, interpretación literal del lenguaje, incomprensión del lenguaje
no verbal ¿qué demonios es el lenguaje no verbal? Interpretación disminuida de los
sentimientos propios o ajenos…—se paró en seco y me miró a los ojos, la nube de ira
enturbiaba su mirada, pero pude ver trazos de dolor en ella.

— Esto es…—tragué saliva— es algo teórico, no tiene por qué aplicarse a ti…

— Es un síndrome ¿no? Una enfermedad.

— No, Sherlock, no se sabe bien qué es, no es una enfermedad


— ¡Es lo que dice aquí!

— No, no….Algunos opinan que es una enfermedad, pero, en realidad, es sólo una manera
de ser… diferente.

— ¿Cómo de diferente? —sus ojos echaban chispas.

— Eres muy inteligente, tu mente está muy por encima del resto, pero en otros aspectos
puedes tener… dificultades —Estaba caminando por la cuerda floja.

— ¿Por qué? ¿Porque no tengo sentimientos?— chilló ofendido.

— Yo no he dicho eso, Sherlock—todas mis alarmas se dispararon—sólo he hablado de


que haces las cosas de otra manera, eso es todo.

— ¿Es porque soy virgen?—saltó.

Me quedé clavado en el sitio. Yo había pensado en eso, había considerado aquello


como un verdadero síntoma, más aún después del caso de Irene Adler.

— Escúchame bien, Sherlock. A nadie le importa si eres virgen o no o si aciertas más o


menos a la hora de entender a los demás, lo que sea. Tienes derecho a vivir tu vida como te
dé la gana, no tienes por qué ser como el resto de la gente ¡yo no hago lo que hace todo el
mundo! Tienes derecho a ser como quieras ¿entiendes?, tienes derecho a hacer lo te
parezca, a ser feliz a tu manera.

Eso pareció calmarle, aún tenía el libro temblando en su regazo, pero se echó hacia
atrás y se recostó en el sillón.

— Y sí…. Y si…—susurró, tan bajo que me costó oírle —nunca he podido confiar de
verdad en nadie y si…sé que no me van a aceptar…El libro lo dice, habla del rechazo…

Sentí una piedra en el estómago. Me había contado algunas cosas de su infancia y de su


adolescencia, como si no fueran con él, pero que eran terribles, experiencias que me
hicieron comprender su afán de estar solo. Nadie, ni siquiera su familia se había dado
cuenta de que era tan extraordinario como frágil.

— Nadie tiene derecho a juzgarte, Sherlock. Si tú te sientes bien, eso es lo que importa.
Eres especial, excepcional. Yo te ….—un súbito sofoco me subió por la cara —aprecio tal
y como eres. Y te conozco bien.

Me miró fijamente:

— ¿Al cien por cien?— su voz sonaba totalmente tranquila ahora.


— Sí. Y no es cierto que no tengas sentimientos. Lo que dice el manual es muy general,
tú… Tú eres único.

Parecía que la tormenta había pasado, juntó sus manos y apoyó los dedos en los
labios, pensativo.

— ¿Desde cuándo lo sabes?

— ¿El qué?

— Esto —dijo, señalando el libro.

— ¿Eso qué importa?

— ¿DESDE CUÁNDO?—gritó, se había vuelto a exaltar, yo ya no sabía qué hacer.

— Desde hace bastante tiempo, empecé a pensar en ello cuando Moriarty se dedicó a poner
explosivos a la gente.

— ¿Todo este tiempo?—su grave voz había vuelto a ser pacífica.

— Sí—respondí, con el pecho oprimido por un bloque de cemento.

La llamada de Lestrade cortó la tensión, como cuando el filo del diamante penetra
en el cristal. Scoltland Yard ya tenía localizado al estafador, se trataba de Manuel Salinas.
Sherlock se levantó de golpe del sillón y voló a ponerse el abrigo y la bufanda. Yo le seguí
con la mirada hasta que le oí decir:

— ¡Vamos, John!

Me faltó tiempo para correr detrás de él.

Fuimos hasta un pequeño locutorio en el sur de Londres. Había carteles en español y


banderas de varios países de Latinoamérica. Sherlock se subió el cuello del abrigo y entró
como una tromba. Tras el mostrador, nos saludó un hombre de unos treinta años, delgado,
de pelo negro, ojos castaños, tez morena y aspecto agradable, era nuestro estafador. Mi
compañero sacó de nuevo las fotos de los dos sacerdotes asesinados y preguntó si los
conocía, si alguna vez habían estado allí. El hombre lo negó categóricamente, con tanto
énfasis que me pareció que estaba mintiendo. Sherlock insistió, diciendo que le parecía raro
que no los identificara, siendo dos párrocos muy conocidos de la comunidad latina de
Londres. Le freímos a preguntas, intentado pillarle en alguna contradicción, pero no
conseguimos sacarle nada.

Yo pensé que nos íbamos con las manos vacías, pero Sherlock también pensaba que
el tipo nos había mentido y, ni corto ni perezoso, dio la vuelta a la manzana y buscó la parte
trasera del local. Encontró que la puerta estaba abierta y ya no pude detenerle. Una vez
dentro, nos escondimos detrás del tabique que daba paso a un cuarto de baño. Desde allí,
vimos cómo Salinas discutía con una mujer mayor, baja y gruesa, con el pelo muy largo.
Yo no entendía nada porque hablaban en español, pero la mujer gesticulaba mucho, parecía
disgustada y estaba echándole la bronca al joven. Vi que Sherlock los observaba mientras
asentía con la cabeza. Antes de que me diera tiempo a preguntarle si entendía lo que decían,
mi compañero había sacado la pistola y apuntaba con ella al estafador:

— ¿A quién contrataron, Salinas?

El hombre miró primero la pistola, sorprendido, y luego fijó su atención en


Sherlock.

— No sé de qué me está hablando.

— ¡Vamos! Ella acaba de decirte que esos dos “maricones” os han metido en un lío ¿no es
así? Te acaba de preguntar si les hiciste caso, si les mandaste un escolta con armas, como te
pidieron.

— Yo no hice nada de eso —el tipo no le quitaba el ojo de encima a Sherlock y yo no


apartaba la vista de él, no podía fiarme de que no fuera armado—Es verdad que estuvieron
aquí, preguntando, querían contratar a alguien con pistola, pero yo los despedí, no quiero
problemas.

— ¡Mientes! —gritó Sherlock.

Todo ocurrió entonces muy deprisa. Oí una potente detonación y sentí cómo la bala
reventaba en la pared que estaba detrás de nosotros, había estado a punto de matar a mi
compañero. Sherlock se agachó, sin soltar la pistola, y los dos miramos alrededor, buscando
desesperadamente el origen del disparo. La mujer había salido corriendo y el estafador
había aprovechado nuestra distracción para abrir el cajón de un mueble cochambroso que
había en un rincón y armarse también. Antes de que nos diera tiempo a reaccionar, el
sonido de un nuevo disparo traspasó el aire y el proyectil nos pasó rozando. Tuvimos que
arrastrarnos hasta parapetarnos detrás de la misma pared en la que habíamos estado
escuchando a escondidas.

En medio del tiroteo, logré distinguir al autor de los primeros disparos, un tipo
gordo, con la cara sudorosa y un bigote ridículo, pero con la mirada de un puma. Se hacía
señas con Salinas. Sin pensármelo dos veces, le disparé, con precisión. Acerté en la mano y
su pistola salió volando mientras soltaba un aullido de dolor. Sherlock se puso de pie
entonces y ambos apuntamos al estafador que, con el otro en el suelo, gritando y
sujetándose la mano, desistió y bajó el arma.

Lestrade no tardó en venir. Sherlock le explicó entonces con claridad lo que había
oído, ya que entendía el español a la perfección, que los dos sacerdotes habían contactado
con el estafador porque querían contratar a un escolta, a un sicario. El inspector se preguntó
entonces si estaban siendo amenazados, así que ya tenía por dónde empezar el
interrogatorio a Salinas y al otro tipo. Aprovechamos para registrar el local a fondo y no
nos sorprendió encontrar varias armas, una de ellas, precisamente, una beretta
semiautomática, pero lo que resultó definitivo fue descubrir allí un reproductor de video y
un ordenador portátil que se correspondían con la descripción que había hecho la hermana
de Ricardo. Hallamos también lo que parecía el teléfono móvil robado a Rafael Rojas.

Volvimos a casa satisfechos. Yo estaba mucho más animado, todo parecía volver a
cierto grado de normalidad. Discutimos por el camino del caso, yo daba por hecho que el
interrogatorio de Lestrade sacaría a la luz quién había matado a esos dos pobres hombres,
pero Sherlock insistió en que aún había muchos cabos sueltos, muchas piezas que no
acababan de encajar, mientras daba vueltas en la mano al móvil de Rafael.

Cuando subíamos al piso, me di cuenta de que Sherlock cojeaba.

— ¿Qué te pasa en el pie? ¿Estás bien?

— No es nada, me duele un poco, creo que una de las balas me rozó el zapato.

— Déjame que te lo vea.

Nos quitamos los abrigos y se sentó en el sillón. Le pedí que se descalzara. No quiso
hacerme caso y tuve que insistir. La bala le había rozado, sin penetrar, pero lo suficiente
para hacer una quemadura. Se quejó en cuanto le toqué.

— ¿Quieres estarte quieto? Hay que desinfectar la herida.

Me miró con el ceño fruncido, como un niño enfadado, pero apoyó el pie en mis
rodillas para que le pudiera hacer la cura. Le puse un poco de pomada y se lo vendé.

— Procura no moverte durante un buen rato, hasta que la crema haga efecto. Voy a hacer la
cena.

Fue la primera comida que hicimos realmente juntos después de varios días, aunque
él apenas la probó y estuvo callado todo el tiempo. Seguía dando vueltas al caso, de vez en
cuando miraba el teléfono de Rafael, yo estaba seguro de que se moría por investigarlo. No
tenía ni idea de que había otra cosa en su cabeza.

Preparé dos vasos con whisky y le ofrecí uno, nos los habíamos ganado después de
haber salido airosos de una situación tan peligrosa. Nos los tomamos en silencio, junto a la
chimenea, cada uno en su sillón. Cuando lo terminé, me llegó el momento de ir a la cama.
Estaba a punto de salir del salón cuando sus palabras me dejaron petrificado junto a la
puerta:

— Bésame, John.

Me giré lentamente hacia él, no podía ser, había oído mal.


— Bésame— repitió y su voz sonó grave y suave como un ronroneo.

Se me aceleró el pulso. Me planté frente a él, hecho un manojo de nervios. Él


parecía relajado.

— ¿Es un experimento?— susurré, con un hilo de voz.

— Sí, claro — Me respondió, mirándome por fin a la cara. Los ojos le brillaban.

— ¿Quieres…? —Tuve que hacer un esfuerzo para no atragantarme— ¿Quieres que te


bese?

— Sí, John ¡vamos! —dijo impaciente y movió las manos como invitándome a que me
acercara.

No podía creerlo, pero él me miraba expectante, realmente quería que le besara. Me


incliné sobre él, despacio, pensando que se arrepentiría en cualquier momento, pero cuando
mis labios tocaron los suyos, el sedoso contacto me hizo estremecer. Impulsivamente,
profundicé el beso y él respondió abriendo tímidamente su boca, dejándose invadir,
explorar, poco a poco. Cuando nuestras lenguas, calientes y ansiosas, se enlazaron, me sentí
atravesado como por una descarga eléctrica, por un latigazo de deseo que fue directo a mis
genitales. Mi mente se nubló. Temí que la bestia volviera a despertar y me separé de él para
tomar aliento. Sólo la expresión de su cara era suficiente para hacerme perder la cabeza, sus
ojos transparentes deslumbraban, sus mejillas estaban encendidas y sus labios habían
enrojecido. Traté de recuperar el juicio.

— ¿Qué tal el experimento?

— Bien —.carraspeó—Bien— Se acomodó en el sillón y se quedó mirando fijamente a la


chimenea.

Entendí que había sido suficiente, que no debía tentar mi suerte, así que le di las
buenas noches. Él no apartó su mirada del fuego.

Ya en mi habitación, me senté en el borde de la cama y me llevé la mano a los


labios, maravillado y desconcertado al mismo tiempo. Aún sentía el bombeo de la
excitación en mis venas y en la entrepierna. Traté de calmarme, de mantener la cabeza fría.
Con Sherlock es muy difícil saber a qué atenerse, su mente es un misterio, no funciona
como la del resto de los mortales y sus emociones tampoco. Supe que tardaría en conciliar
el sueño, así que intenté pensar en el caso, mirando al techo, en cualquier cosa menos en lo
que acababa de ocurrir.

Al cabo de un rato, unos pasos subiendo las escaleras me sobresaltaron. Unos pasos
que yo conocía. Era él. Entró en la habitación. Se había puesto el pijama y ahora estaba allí,
en mi espacio privado, a un paso de mi lecho, buscándome. Me miraba intensamente, con la
expresión en el rostro de un niño perdido:
— Quiero más…

Era imposible resistirse. Una intensa ola de calor sacudió mis miembros. Me incorporé y le
hice sitio, indicándole con la mano el lado de la cama en el que se podía sentar.

— Ven…

Sus ojos no se apartaban de los míos, me decían sin palabras que me deseaba, que me
necesitaba. Tuve que hacer un esfuerzo titánico por dominarme. A pesar de las
palpitaciones, a pesar de la agitación que se había apoderado de mí, era consciente de la
situación. Quería hacerlo bien. Sentía que tenerlo allí era tener algo sumamente delicado y
valioso. Se recostó sobre el cabecero, quedando a mi merced. Le acaricié con toda la
ternura de la que soy capaz, deslizando mis dedos por su bellísimo rostro y por sus suaves
cabellos. Besé con devoción sus párpados, esa mirada celeste que adoro. Pude sentir su
respiración entrecortada. No se movía, pero me dejaba hacer.

Pronto nuestras bocas se fundieron en un beso líquido y caliente. Me sorprendió su


receptividad, su entrega. Empezó a reaccionar y sus dedos, largos y fríos, rodearon mi nuca.
Ese gesto me envalentonó y lo besé con delirio, desatándome poco a poco, aún con temor.
Aventuré mis manos por debajo de su camiseta y él gimió en mi boca. Creí morir de placer
al sentir la suavidad de su piel perfecta y cremosa. Él empezó a tiritar y se apretó contra mí.

Yo estaba perdiendo la razón y, sin pensarlo dos veces, le quité la prenda. Ver
expuesto ante mí su torso blanco y firme, como si fuera de mármol, liso y espléndido, fue
demasiada tentación. Un pulso salvaje corría por mi sangre y me lanzaba a tomar posesión
de la carne que se me ofrecía. La mirada de Sherlock era pura invitación, pura provocación,
y me abalancé sobre él reclamando su largo y hermoso cuello.

Él se estiró como un gato debajo de mí, facilitándome el acceso. Mis manos


recorrían su cuerpo mientras lamía su garganta y él temblaba. Temblaba entre mis brazos,
gemía sin parar, de manera cada vez más profunda, más escandalosa. Me dejé llevar y
recorrí con mi boca y con mi lengua su pecho, mientras su espalda se curvaba, con la piel
erizada, con la respiración sofocada. Mordisqueé un pezón y gritó y se retorció de tal modo
que tuve que sujetarle de la cintura. Yo me derretía, traspasado por su exquisita
sensibilidad. Sentía que toda la sangre se había concentrado en mis genitales. Iba a estallar.
Aún así, no quise renunciar tan pronto al festín y seguí devorándolo lentamente,
saboreándolo, vibrando con sus escalofríos, con sus espasmos de placer, mientras sus ojos
me abrasaban.

Pero llegó un momento en que la excitación era insoportable, casi dolorosa, y exigía
mi atención. Era evidente también que Sherlock estaba ardiendo, no había más que ver el
bulto que sobresalía de su pijama y la mancha de líquido preseminal en la tela. Yo entonces
no tenía ni idea de qué hacer, mi confusión era total. Sólo se me ocurrió desnudarme de
cintura para arriba y ayudarlo a sentarse sobre la cama. Lo abracé por detrás, pegando mi
pecho a su espalda. Fue una delicia sentir su calor sobre mi piel.
El deseo era irrefrenable. Instintivamente, le mordí en el cuello y él se encendió aún
más. Desesperado, lo animé a tocarse. Él se bajó los pantalones y cogió su miembro, sin
dejar de estremecerse con mis caricias. Era una locura, una dulce y gozosa locura. Yo me
pegué a él hasta lo imposible, jadeando, incapaz de contener la pasión que me desbordaba.
Y así, nos masturbamos juntos, sin que él pudiera parar de temblar, sin que yo pudiera dejar
de follar su boca con mis dientes y mi lengua. Acabamos rendidos, pero satisfechos, y el
sueño nos venció en unos minutos. Fue una de las experiencias sexuales más arrebatadoras
de mi vida.

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Capítulo 8. Al Rojo Vivo. por Rowena Prince

AL ROJO VIVO. BLOG DE JOHNLOCK


18 de febrero de 2013. Al Rojo Vivo.

Me desperté envuelto en un dulce calor humano, con la deliciosa sensación de piel


con piel, con un cuerpo vivo que respiraba unido al mío. En esos instantes confusos entre el
sueño y la vigilia, vinieron a mi mente algunos recuerdos en casa de Sarah, pero pronto me
di cuenta de que el olor de mi compañía era más fuerte, más penetrante y más atrayente. La
cama olía a sexo y, entonces, el recuerdo de la noche pasada con Sherlock me impactó y me
despejé del todo.

Estaba a mi lado, durmiendo apaciblemente. Me quedé extasiado contemplándole,


observando su expresión mansa y calmada como la de un niño, un niño que ahora estaba
tranquilo, un ángel. Tuve que detener el deseo impetuoso de tocarlo, de acariciarlo, de
besarlo. No podía creer que estuviera allí, en mi cama, que hubiéramos compartido también
la intimidad del sueño. Sentí una alegría desbordante, llena de mariposas en el estómago, de
energía a flor de piel. Las imágenes y las sensaciones de la víspera me emocionaron, las
caricias, los besos, Sherlock temblando en mis brazos, cómo temblaba… Y en ese momento
recordé algo, por dios santo, si es virgen.

Me levanté de la cama y, aunque tuve cuidado, Sherlock se despertó. Me miró con


ojos somnolientos, se los frotó igual que un crío. Ya no me pude reprimir y lo besé en la
frente. Puso cara de sorpresa, como extrañado, y se ruborizó. Su inocencia me hizo
estremecer.

— ¿Ya no te acuerdas?— le dije, sin poder evitar una sonrisa.

Él se ruborizó aún más intensamente y yo noté un cosquilleo de pura dicha por todo
mi cuerpo. El hombre más inteligente, más brillante, más arrogante que yo había conocido,
era también el más humano y el más cándido. Besé sus fascinantes ojos, con devoción, con
la adoración que le profeso desde entonces, y rocé sus labios con los míos, tratando de
expresar la ternura que me hacía sentir. Él me miró fijamente, algo pasaba por su cabeza,
pero yo sólo alcanzaba a ver la luz que brillaba en su mirada.
— Voy a hacer el desayuno, dúchate mientras— le dije, mientras me daba cuenta de que las
sábanas estaban escandalosamente manchadas de sexo.

— John…— su voz, ronca y espesa aún por el sueño me hizo desistir de dejar la habitación.

— ¿Qué?

Extendió sus brazos hacia mí.

— Abrázame…—suplicó.

Lo hice y sentir de nuevo cómo temblaba con su cabeza en mi regazo me


impresionó. No pude evitar preguntarme si Sherlock había sido amado alguna vez…

Hice el desayuno sin poderme concentrar en lo que hacía, derramé el té, se me quemaron
dos tostadas, pero no me importó, era el tipo más feliz y más atontado del mundo. No sabía
en qué me había metido, pero me daba igual. Algo, situado quizás en mi nuca, me
recordaba que Sherlock era una persona complicada y también que era un hombre y que si
íbamos a tener relaciones “sexuales” yo no tenía ni idea de cómo- bueno, sí, tenía una idea,
una idea aterradora- y de ahí la siguiente duda que trataba de mitigar mi felicidad, si esas
relaciones me resultarían gratas y satisfactorias o serían un desastre. Pero nada podía
hacerme bajar de la nube, porque esa mañana yo tenía algo muy claro: estaba loco por él.

Y a eso tan sorprendente como maravilloso, se unía otro hecho extraordinario: que
Sherlock había cruzado una frontera hasta ahora prohibida, una línea que hasta ese
momento había temido. Había tomado una decisión que había evitado o postergado
siempre. Que, sin duda, había sentido una motivación tan fuerte, tan poderosa como para
romper sus barreras, sus defensas, como para que alguien, finalmente, se colara entre sus
intereses, interfiriera con su pleno consentimiento en sus obsesiones y en sus puzles, como
para que su portentoso cerebro dejara espacio a su corazón y a sus emociones. Que el
apego, la confianza y el entendimiento que habíamos construido juntos habían obrado el
milagro, aunque yo en ese momento no supiera aún que otras barreras también terminarían
por caer…

Nada más ducharse volvió a su “ser” habitual. Con la bata encima de la ropa de estar por
casa se pegó como una lapa al ordenador portátil. Llevaba el móvil de Rafael en la mano,
así que me resigné y renuncié a preparar más tostadas. Le dejé la taza en la mesa y me senté
a su lado a admirarle. Nunca una taza de té me había sabido tan fuerte y tan dulce.

Estuvo unas dos horas sin apartarse de la máquina y sin parar de darle vueltas al
teléfono, totalmente concentrado. Me dio tiempo a recoger y a darme una ducha. Ya estaba
aburrido cuando su pregunta me dejó sobrecogido:

— La gente hace tonterías por amor ¿no, John?

— Sí…
— ¿Y puede alguien suicidarse por amor?

— Sí, sí, es posible, es muy extremo, muy dramático… pero sí…

— Ya veo…— dijo, sin dejar de mirar la pantalla.

— Yo conozco a alguien que fingió su suicidio por amor…─repliqué, con un nudo en la


garganta.

Sherlock me miró entonces, pensativo, parpadeando mucho, como procesando la


información, como sin llegar a caer en la cuenta, sin decir nada.

— Y también se puede tener que ir a terapia porque no puedes superar la muerte de alguien
a quien amas— añadí, acordándome de Cassandra y dándole la razón en lo más íntimo.

Ya no me pude aguantar y lo besé en la boca, con toda mi alma.

Sherlock se quedó quieto, con los ojos cerrados, como suspendido, hasta que abrió
los párpados repentinamente y sacudió la cabeza:

— No me distraigas John, tengo la mente más despejada que nunca. Mis neuronas están
perfectamente afinadas.

— ¿Qué estás haciendo? — sentía verdadera curiosidad.

— He resuelto el caso. Tenemos que ir a ver a Lestrade.

Y sonrió de oreja a oreja como cuando un niño se sale con la suya y se lleva a casa una
bolsa de caramelos que su madre no le quería comprar.

Cuando nos reunimos con Lestrade, el inspector llevaba los expedientes de los dos
sacerdotes bajo el brazo. Sherlock se limitó a mostrarle la pantalla del teléfono de Rafael
Rojas, en la que se veía un nombre y un número de teléfono:

— Éste es tu hombre, Lestrade. Aquí tienes al asesino.

Greg acercó su cara al móvil:

— ¿Diego Sánchez?

— Sí, él los mató.

— Es un pistolero, Sherlock, de la antigua banda de Salinas, pero no veo cómo…

— Ha sido él— dijo Sherlock tajantemente. El inspector le miró anonadado.


— Explícame cómo has llegado a esa conclusión…—dijo Lestrade, que ahora tenía una
expresión de vivo interés. Yo también me preparé para escuchar las explicaciones de mi
compañero, muerto de curiosidad.

— No ha sido exactamente un asesinato.

— ¿No? — preguntamos Greg y yo al unísono.

— No. Éste es el teléfono de Rafael. Lo he comprobado con la conexión por satélite y


también estuvo en Callanish Stones, los mismos días en los que estuvo Ricardo. Eran
pareja, tal y como dijo Rick.

Lestrade y yo le mirábamos sin pestañear.

— Hicieron un viaje a ese lugar tan romántico, a sabiendas de que era su último viaje.
Ricardo estaba enfermo de sida, muy enfermo, iba a morir en poco tiempo, algunos meses
quizás, unos meses que iban a ser terribles. Ricardo llamó a Salinas porque Rafael y él
buscaban un sicario, un asesino a sueldo. Pusieron todas sus cosas en orden, por eso
Ricardo le mandó el dinero a su madre y por eso cancelaron todos sus compromisos para
después del día diez de febrero, por eso pidieron a sus allegados que rezaran por ellos…
sabían que iban a morir.

— Pero… ¿Cómo iban a saberlo? —exclamó Greg— Ciertamente, contrataron a un sicario,


se sentían amenazados, no sé por qué, pero …

— ¿No te han explicado nada esos dos que tienes detenidos?

— No, no ha habido manera de sacarles información —dijo Greg con resignación

— No buscaban protección, Lestrade, querían que los mataran.

— ¿Qué quieres decir? ¡Eso no tiene sentido! — replicó Greg.

— Estaban enamorados. Ricardo iba a morir y Rafael no quería quedarse solo. Pactaron
morir juntos, pero no podían suicidarse. Eran sacerdotes católicos ¿recuerdas?, el suicidio
es un pecado terrible para quien profesa esa religión y, además, todo el mundo se hubiese
enterado de que eran pareja. Tú mismo lo dijiste ¿no? Iba a ser un gran escándalo.

El inspector ya había atado los cabos y miraba a Sherlock con los ojos muy abiertos. Yo
entendí por qué Sherlock me había hecho unas preguntas muy raras sobre la fe católica.

— Así que, Ricardo llama a Salinas, a quien conoce, de quien sabe que ha estado en la
cárcel y que ahora hace una vida normal y tiene un negocio. Pero confía en que conozca a
algún matón de su época de estafador. Salinas, cuya tienda es una tapadera, porque en
realidad no ha abandonado la mala vida, le pone en contacto con un asesino a sueldo.
Hacen el viaje, Rafael saca el dinero del banco para pagar el “trabajo” y el día diez de
febrero, el sicario va al domicilio de Ricardo, cumple con su compromiso, revuelve un poco
la casa, se lleva algunas cosas de valor y todo parece un robo. Un plan brillante, salvo que
no contaban con que yo lo descubriría.

— ¡Asombroso! — exclamé, sin poderlo evitar— Eres un genio, sólo tú puede desenredar
una madeja como ésta.

Sherlock me dedicó una sonrisa llena de satisfacción. Greg lo observaba pasmado;


pero era cierto, había resuelto un caso complicadísimo. Ahora todo tenía sentido, todas las
piezas encajaban.

— ¿Cómo…? ¿Cómo sabes que ha sido Sánchez?

Sherlock volvió a mostrar el teléfono.

— Siete llamadas, siete, le hizo Rafael a Sánchez el día diez de febrero, el día convenido
para la ejecución. Detenlo, hazle la prueba de balística a su pistola, que será una beretta
semiautomática y tendrás el arma homicida. El suicidio también explica que no fuera
automática, no había necesidad, no iban a defenderse ni a tratar de huir.

La cara de Greg era un poema, se quedó un buen rato con la boca abierta, no pude
evitar reírme por lo bajo.

Volvimos a casa de excelente humor, Sherlock se sentía liberado con la resolución


del caso. Yo debatí con él los detalles, pidiéndole explicaciones de cómo había ido
relacionando unas cosas con otras y expresando en voz alta mi admiración por él. Él me
dedicó varias miradas profundas, penetrantes, que me sobresaltaron. Tenía una extraña
sonrisa llena de picardía, como si estuviera tramando alguna travesura. Estaba feliz.

Pronto descubrí lo que se traía entre manos, sólo fue necesario que traspasáramos el
umbral de casa, no me dio tiempo ni a llegar a la escalera. En el mismo recibidor, y
pillándome totalmente indefenso, se abalanzó sobre mí, apretándome contra la pared,
sujetándome con su propio cuerpo, caliente, duro, tembloroso. Su boca capturó mis labios
llena de ansia. Fue un shock sentir sus manos palpándome el pecho.

— Sherlock ¡por dios santo! Nos va a ver la señora Hudson—exclamé escandalizado.

— Entonces, vamos a la habitación, John— susurró en mi oído. Se me puso la carne de


gallina.

Me cogió de la mano y tiró de mí, obligándome a subir los escalones al ritmo de sus
grandes zancadas. Yo sentía una terrible excitación, una intensa inquietud, fruto por igual
del deseo encendido y del temor a lo desconocido. Me llevó a trompicones hasta su
dormitorio y cerró la puerta. Yo me quedé estupefacto frente a él, viendo cómo se quitaba
la chaqueta y se desabrochaba la camisa, sin apartar sus ojos de los míos, con las pupilas
dilatadas, la respiración alterada y un brillo salvaje en su mirada.
Empecé a desvestirme, pero yo aún no me había quitado los pantalones y él ya
estaba totalmente desnudo, tendido sobre la colcha, sin quitarme la vista de encima, sin
moverse, con su pecho subiendo y bajando agitadamente. Me esperaba. Esperaba que me
lanzara sobre él, que reclamara su cuerpo largo, delgado y esbelto. A pesar de mis dudas,
era tan fuerte la tentación que me despojé también de todo y me metí en la cama, dispuesto
a tomar posesión del territorio que se me ofrecía. Sin pensar, le cubrí con mi cuerpo y la
sensación fue electrizante. Inevitablemente, nuestras pollas erectas se rozaron y los dos
lanzamos al aire profundos gemidos de placer. Nunca antes había experimentado algo
semejante, pero era deliciosamente perverso y exquisito.

Me besó desesperadamente, buscando mi lengua con la suya, agarrándome de la


nuca, atrapándome con sus largas piernas, que enlazó en mi cintura, pegándose a mí hasta
que no nos quedó libre ni un centímetro de piel. Mi raciocinio, mis temores, mis
prevenciones, todo se volatilizó y nos frotamos el uno contra el otro ferozmente, perdidos
en ardientes olas de placer, jadeando, gimiendo como animales, devorándonos con labios y
dientes, explorándonos con las manos, oscilando el uno contra el otro, como si el centro del
universo vibrara en nuestros cuerpos unidos y sudorosos.

No recuerdo cómo ocurrió, pero en un momento determinado, él se revolvió debajo


de mí y acabó encima, sentado a horcajadas sobre mi pelvis. Un potente escalofrío me
recorrió de arriba abajo cuando sentí sus nalgas sobre mi pene. Su mirada decidida me
atravesó. Yo me quedé desorientado, él tiritaba como una hoja, pero quería algo, lo veía en
su cara, pero yo no sabía qué. Hasta que me cogió la polla y elevó un poco el culo. Me
quedé de una pieza cuando me di cuenta de que trataba de introducírsela por el ano.

— ¡Sherlock! Sherlock, ¡Para!— le dije, totalmente alarmado.

Se quedó rígido, mirándome muy serio, con cara de preocupación.

— ¿Estás bien? — me preguntó.

— Sí, sí. ¿Qué quieres hacer?

— Quiero que… —vi cómo tragaba saliva— que me folles. Es la mejor parte. Lo sé. Lo he
visto— dijo, totalmente convencido. Entonces, me acordé de los videos, de los videos de
porno gay— ¿Tú no quieres? — Su voz denotaba decepción. Era tan inocente.

La sola idea de tenerlo así, de penetrarlo, de hacerlo mío, era enloquecedora, ahora
era yo el que temblaba. Me incorporé para abrazarlo con todas mis fuerzas.

— Que si quiero, Sherlock… oh, Dios, Dios, que si quiero…. Claro que quiero.

— Entonces… ¿Qué pasa?— El pobre estaba desconcertado.

— Hay que hacerlo bien ¿entiendes?, con cuidado.

— ¿Cuidado?
— Sí, Sherlock, necesitamos lubricante.

— ¿Lubricante? ¿Para qué? —Puso cara de no entender nada. De no haber estado tan
excitado, tan encendido ante la idea de poseerle, me hubiera echado a reír.

— En esos videos que has visto ¿no se ponían algo? ¿un gel? ¿una crema?

— Mmm…No— se quedó pensativo, la misma cara de estar resolviendo un enigma, pero


desnudo, sentado encima de mí y con mis brazos rodeándole la cintura. Era increíble.

— Entonces es que se saltan esa parte.

— ¿Qué parte?

— La preparación, Sherlock —frunció el ceño, tuve la impresión de que creía que le estaba
tomando el pelo, así que me esforcé en explicárselo— La penetración anal requiere
paciencia, preparar el cuerpo antes, usar un lubricante. Tenemos vaselina en el botiquín,
puede valer.

— ¿De verdad es necesario?

— Sí. ¿Confías en mí, Sherlock? —le miré a los ojos—Te recuerdo que yo soy el médico

— Está bien.

— Entonces quédate aquí y espera un momento, no tardaré nada.

Salí corriendo a la cocina, tiritando de nervios. Cogí la vaselina con manos


temblorosas, totalmente turbado y exaltado. Cuando volví a la habitación, se había tapado
con las sábanas y temí que su entusiasmo se hubiera venido abajo. Me metí en la cama
dispuesto a ponerle a punto otra vez; pero bastó un beso profundo y ardiente para que se
volviera a pegar a mí con impaciencia.

— Date la vuelta— le indiqué.

— ¿Qué? — me miró extrañado.

— Que te pongas boca abajo y separes un poco las piernas, voy a aplicarte el lubricante.

Puso los ojos en blanco y bufó entre dientes, la paciencia nunca ha sido una de sus virtudes.

— Hazme caso, por favor —insistí—te va a gustar, te lo prometo.

A regañadientes, se tumbó sobre el colchón. Maravillado, acaricié sus estrechas y


prominentes nalgas y noté que se relajaba. Besé con fervor su espalda y empecé a pasar mis
dedos suave y lentamente por su raja, rozando ligeramente sus testículos, haciéndole gemir
levemente. Ahora, pienso en cómo fui capaz de hacerle el amor aquella primera vez, en
cómo sucedió todo entre nosotros de esa manera, tan natural, tan espontánea, tan
armoniosa. Y me doy cuenta de que el amor no entiende de límites ni de fronteras, somos
nosotros, con nuestras ideas preconcebidas, con nuestros prejuicios, con nuestros rígidos
patrones, los que lo complicamos todo. No era la primera vez que yo practicaba un coito
anal, pero era la primera vez que lo hacía completamente enamorado. Que Sherlock fuera
un hombre era irrelevante. Era Sherlock y eso era lo único que importaba.

Como si fuera lo más normal del mundo, introduje un dedo lleno de vaselina en su
orificio, con cuidado, con mimo. Él se hundió un poco más en la cama, pero me dejó hacer.
Acaricié su interior, buscando a propósito su próstata, sabiendo perfectamente lo que hacía.
Y es que hay muchos momentos en la vida en los que uno se alegra sinceramente de ser
médico. No me costó, por tanto, dar con el punto en cuestión y fue muy gratificante oír que
soltaba un grito sofocado y notar que daba un respingo en la cama.

— ¿Te gusta?

— Oh, John ¡Sí!

La sensación de satisfacción que me invadió fue indescriptible. Animado, probé con


dos dedos, incrementando el esmero, temeroso de hacerle daño, pero percibí que había
relajado los músculos. Volví a tocar la zona sensible, golpeándola con toda la suavidad que
me era posible, y una poderosa corriente de excitación me sacudió cuando su cuerpo
reaccionó y aprisionó mis dedos, dejándome a punto de explotar. Tuve que armarme de
paciencia para seguir acariciándole, para seguir preparándole, mientras él gemía ya
descontroladamente, hasta que, bruscamente, se incorporó y se quedó sentado,
abrasándome con la mirada, con las mejillas ardiendo y los labios rojos, como una bacante
enardecida.

Me agarró sin contemplaciones y me empujó contra el colchón para volverse a


sentar encima de mí, frotando sus nalgas frenéticamente contra mi polla. Yo perdí
totalmente la cabeza, le sujeté de las menudas caderas e, instintivamente, puse la punta de
mi pene en su orificio y empecé a presionar. Él respondió inclinándose sobre mí,
aferrándose a mis brazos con sus manos crispadas. Lenta y temerosamente, entré del todo
en él y una oleada de calor atravesó cada partícula de mi cuerpo, embargándome de puro
placer. Sherlock tenía los ojos cerrados y los labios apretados, como si estuviera haciendo
un esfuerzo.

— ¿Te duele? — me preocupaba profundamente hacerle daño.

— Me…me… escuece…—dijo. Estaba temblando de nuevo.

— Vamos a dejarlo, Sherlock, voy a salir…—No podía soportar la idea de que estuviera
sufriendo.
— ¡NO!

— ¿Estás bien?

— Sí, estoy bien, estoy bien—me respondió, con la voz apagada. Yo notaba cómo se
estremecía— Es sólo que quema… un poco; pero siento…también siento placer…

Eso me incitó.

— Levántate un poco…—Necesitaba un poco de espacio para penetrarlo apropiadamente.

Despegó un poco sus nalgas y le agarré con fuerza. No era una postura muy
cómoda, pero era la mejor para él, dadas las circunstancias. Me moví dentro de él, suave
pero firmemente, y fui recompensado: abrió mucho los ojos, se removió sobre mí y gritó:

— ¡SÍ!

Comencé a follarlo, pero sin dejarme llevar por completo, sin atreverme a soltar a la
bestia, que rugía en mi interior luchando por liberarse. Sherlock hacía unos ruidos
deliciosos, turbadores, y movía las caderas, acompasándolas con mis pollazos; pero podía
ver también un rictus de dolor en su cara. Decidí que a grandes males, grandes remedios y
le cogí la polla para masturbarle, algo de lo que nunca me hubiese creído capaz. Él aulló de
placer al contacto y me atravesó con su mirada, quemándome con los ojos. Ahora estaba
disfrutando de verdad. A mí se me acabó la paciencia, la prudencia, la razón, todo. Me
sobrecogía el gozo de estar dentro de él, de sentir su calor, su dulce presión, su cuerpo
estrecho y apretado. Nos enzarzamos en una especie de danza, de combate, jadeando,
sudando, gimiendo ruidosamente, ardientemente. Yo clavaba mi polla en su cuerpo y
hundía mis uñas en sus nalgas y él perforaba mis hombros con las yemas de sus dedos,
cabalgando sobre mí, mientras se retorcía como una serpiente de ojos azules y
centelleantes.

Me volví completamente loco y busqué apasionadamente su boca y, cuando la


encontré, fue como fundirme con él, como estar unido a él en lo más íntimo, como si
además de fusionar nuestros cuerpos, tocáramos nuestras almas. Nunca me había sentido
tan vinculado a nadie en mi vida. Fue él el primero en llegar al orgasmo, convulsionándose,
exhalando de su garganta un sonido sensual y profundo, dejando un rastro caliente y
viscoso sobre mi vientre, salpicándome por todas partes. La bestia quedó entonces libre y le
tomé como a un muñeco, rendido y entregado y, en dos golpes, me derramé dentro de él,
dejándome embargar por un placer arrollador. Acabamos exhaustos por la batalla, llenando
la habitación con nuestra respiración entrecortada, inundándola con un penetrante olor a
sexo, a sexo viril, a puro sexo, a sexo al rojo vivo, desatado y arrebatado, libre y sincero.

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Capítulo 9. Los cadáveres de arena por Rowena Prince

19 de febrero de 2013. Los cadáveres de arena.


Me desperté con la sensación de haberme quedado dormido en el suelo de la tienda
militar de campaña, tenía todo el cuerpo dolorido, molido a agujetas, pero por dentro estaba
relajado, henchido de paz y bienestar, como si flotara en una nube de placer; aún estaba
lleno de las endorfinas del sexo. Me estiré perezosamente. Sherlock estaba despierto, me
topé de golpe con su mirada azul y me estremecí con su belleza y con su dulzura, fue como
si el propio cielo me acariciara.

— ¿Estás bien?—le pregunté.

— Sí, muy bien—me contestó, con voz de sueño.

Hice ademán de levantarme, iba a preparar el café y el desayuno, pero me agarró del
brazo:

— Quédate, John.

Un poco a regañadientes, porque tenía un hambre de lobo, pero gratamente


sorprendido por su demanda, volví a estirarme boca arriba en la cama y él rodó, como un
gato mimoso, hacia mí, hasta quedarse pegado. Me invadió una profunda ternura cuando
apoyó su cabeza en mi pecho, acurrucándose, como si quisiera hacerse un ovillo en mi piel.
Hundí mis dedos en sus rizos de seda y oí un murmullo de placer.

— Si sigues acariciándome el pelo, me voy a quedar otra vez dormido….

Yo sonreí, contento. El calor de su cuerpo me arropaba, podía sentir el roce de sus labios en
mi torso desnudo, el latido de su corazón, su cálido aliento, su olor… que aún exudaba
notas de sexo. Estaba en la gloria. Pero una pregunta, la pregunta que me había estado
haciendo desde la noche anterior, la que había arrinconado para que no entorpeciera, para
que no interrumpiera, se coló en mi mente con fuerza.

— Sherlock… es la primera vez que haces algo así ¿verdad?

— Sí—dijo con desidia.

— ¿Por qué? Quiero decir… ¿Por qué no lo has hecho antes?

Fue automático. Se apartó de mí, dejándome expuesto, con la huella de su cuerpo


tornándose fría, y se fue al otro lado de la cama, encogiéndose casi en posición fetal y
dándome la espalda. No respondió. No me extrañó su reacción y no quise insistir. Al cabo
de unos minutos, como si hubiera estado pensándolo, me soltó:

— ¿Por qué lo preguntas?

— Me gustaría saberlo—le dije, con sinceridad


— ¿Quieres saberlo?

— Me gustaría, Sherlock, de verdad.

Se volvió hacía mí, pero sin abandonar su sitio, mirándome con el ceño fruncido.
Yo sabía que le estaba pidiendo demasiado, que los terrenos físico y emocional no son su
área, que para él es complicado. Me arrepentí en seguida de haberle planteado esa cuestión.
Seguía doblado sobre sí mismo, como a la defensiva. Su voz sonó más grave de lo normal.

— Nunca tuve interés, nunca sentí necesidad. Estaba convencido de que el sexo no era más
que una pérdida absurda de tiempo y energía.

— ¿Por qué ahora, Sherlock? —El corazón me empezó a latir con fuerza.

— Es obvio, ¿no?

— No, para mí no es obvio.

— John…—Por fin, se acercó un poco más a mí, como para dar énfasis a sus palabras, pero
dejando aún espacio entre nuestros cuerpos—Quería estar así contigo.

Era lo que yo quería saber, lo que necesitaba escuchar. Aún a riesgo de ser
rechazado, borré la distancia que nos separaba y rodeé su cintura con mi brazo, él respondió
maravillosamente, volvió a apoyarse en mí y yo noté cómo mi pulso se calmaba mientras
acariciaba su espalda y me regodeaba en la suavidad de su piel.

— Fue el beso—dijo, casi susurrando.

— ¿Qué beso?

— El beso que me diste, cuando salimos de la discoteca.

— Sherlock —volví a alterarme—Siento haber actuado así, me volví loco, fue un error, una
falta de respeto, yo…

— No, si está bien.

— ¿Bien?

— Sí. Fue fantástico. Genial, incluso

— ¿En serio?

— Bueno, obviando que no sabía qué hacer ni qué querías y que tuve realmente miedo de
que te fueras, que no he podido dejar de pensar en ti y en la idea de que tuviéramos
contacto físico. Y no simple contacto físico. En algo como estar unido a ti. Porque ¿sabes?,
mi cuerpo reaccionó, me traicionó, me dejó totalmente confundido. Nunca había
experimentado una necesidad tan fuerte, tan imperiosa, tan agobiante, si exceptuamos las
drogas, claro está. Fue impactante. Casi no he podido dedicar mi mente a otra cosa, me ha
costado mucho concentrarme en mi trabajo. Así que tenía que resolverlo, tenía que llegar
hasta el final—Soltó todo la parrafada de corrido, con la voz más despierta.

Una manera muy Sherlock de plantear las cosas, como un reto, como un enigma,
pensé, pero me halagaba sobremanera haber provocado semejante necesidad, era como
hacer brotar agua en el desierto. Siguiendo su idea del reto, le pregunté con ironía:

— Y… ¿qué tal la experiencia?

— Sorprendente.

— ¿Ah, sí? ¿sorprendente? ¿Por qué?

— Porque yo creía que esto del sexo era sólo ejercicio, John—Parecía exasperado, como si
alguna pieza no le encajara.

— Y ahora ¿qué piensas?

— No lo sé —subió la voz, irritado—No es lo que yo pensaba. Es diferente, algo más, pero


no sé cómo definirlo.

Sólo algo así es capaz de dejar sin conclusiones a Sherlock Holmes, así que acudí en
su ayuda, con palabras claras y directas.

— El sexo sólo por placer se parece mucho al ejercicio, sí, un ejercicio gratificante, pero el
sexo con amor es completamente distinto.

Apartó su cabeza de mi pecho para clavarme su interrogativa mirada azul en los


ojos:

— ¿Amor?

— Sí, amor, Sherlock. Estoy enamorado de ti. Te quiero—le confesé, notando cómo la
sangre se aceleraba en mis venas.

— El amor es química, John.

Entonces fui yo el que se sintió irritado y exasperado.

— ¡Claro que es química! ¡Y las conexiones neuronales con las que haces tus análisis y tus
deducciones también funcionan con química! Y hay algo que no tienes en cuenta: el amor
es también un proceso mental, Sherlock. Eres muy inteligente, no creerás en esa idea
fantasiosa y primitiva de que el amor y los sentimientos están en el corazón. El corazón no
es más que un músculo, un músculo que bombea la sangre. Están en la mente, son química,
química mental, como analizar, estudiar, memorizar, otro tipo de conexiones neuronales. Es
más, está demostrado que el amor facilita esas conexiones neuronales.

Por un momento, mientras notaba cómo se me había agitado la respiración, temí


haber ido demasiado lejos, temí otra espantada hacia el lado contrario del lecho. Pero me
pilló por sorpresa, me miraba intensamente, como fascinado.

— Así que… ¿estás enamorado de mí?

— Sí.

— Nunca…nunca nadie…—Se removió encima de mí y desvió la mirada, parpadeando de


esa manera tan suya cuando no entiende algo, cuando le cuesta definir las emociones.

— Sherlock, sé que eres una persona complicada, difícil y extraordinariamente brillante,


pero yo te quiero, te quiero tal y como eres.

Respiré profundamente para tranquilizarme, pero me sentí enormemente


reconfortado cuando volvió a dejarse caer, uniendo su piel a la mía hasta hacerlas
indistinguibles, buscando de nuevo mis caricias. Yo ya no tenía ganas de hacer el desayuno,
sólo quería sentirle abrazado a mí.

Al final, con mucha desgana, nos levantamos de la cama. Desde la cocina, vi cómo
daba un respingo al sentarse en la silla.

— ¿Te duele?—le pregunté.

— Un poco—Me respondió con la mirada fija en la pantalla, ya había puesto en marcha el


portátil.

— Hace falta practicar más—le dije, mientras le ponía el café en la mesa, junto al
ordenador, a propósito.

Apartó los ojos del aparato, un milagro, y me dedicó una sonrisa de niño travieso.
Yo me sentí inmensamente feliz. Me senté en el sillón a leer los periódicos, pero no pude
evitar contemplarle. Tenía el pelo revuelto, el pijama y la bata puestos de mala manera, un
rubor juvenil en las mejillas y se pasaba los dedos por los labios, concentrado en la página
web.

Cuando volví de la compra y de recoger los trajes del tinte, me lo encontré tirado en
el sofá, con cara de aburrimiento. Me saltaron las alarmas.

— ¿Nada en la web?

— No.
Me metí en su habitación a colocarle la ropa, mientras contaba hasta diez, se
avecinaba un día difícil. Afortunadamente, Lestrade no tardó ni una hora en llamar. Me
sentí culpable de alegrarme de esas llamadas, había muerto alguien y de mala manera, pero
Sherlock tenía trabajo. ¿Cómo dice la señora Hudson? Que “no es decente”. La verdad es
que me consolé en cuanto caí en la cuenta de que esas muertes se producirían de todas
formas y que lo que hacíamos, y hacemos, es detener al culpable, así que, en realidad,
salvamos muchas vidas.

En cuanto llegamos a Scotland Yard, el inspector nos mostró el cadáver de un


hombre de unos cincuenta y cinco años, con poco pelo, barba canosa y una enorme barriga.

— Lo encontraron esta mañana, a las siete, junto a la estación de metro de Westbourne


Park.

— Eso está a tres estaciones de Baker Street —comenté.

Greg me dedicó una mirada de aprensión, pero no dijo nada. Sherlock ya había
sacado la lupa y estaba examinando el cuerpo desnudo.

— ¿Qué opinas, John?

Observé de cerca al difunto y no aprecié ninguna señal de violencia, casi hasta


parecía dormido. Por la rigidez, llevaba apenas unas horas muerto. No había señales, ni
roces, ni moratones, nada a simple vista. Hasta que vi que tenía unas diminutas petequias*
en los párpados, un síntoma de asfixia. Entonces, me fijé mejor y me di cuenta de que
presentaba unas ligeras marcas de cianosis* en las manos y en los pies, así que comprobé
su lengua y, efectivamente, estaba mordida.

— Este hombre ha muerto de asfixia.

— Eso es lo que ha dicho Anderson—dijo el inspector. Vi cómo Sherlock hacía


inmediatamente una mueca de asco—Que o era un infarto o que era ahogamiento.

— Definitivamente, asfixia, Greg, no tengo duda, aunque habrá que esperar a la autopsia,
como siempre.

— Ya, pero, si no es un ataque al corazón, ¿cómo ha muerto? Quiero decir… la falta de aire
ha tenido que ser causada por algo. Éste no se ha ahogado en su vómito—Greg estaba
perdido, nos miraba con cara de confusión.

— Tienes razón—respondí—Hay dos tipos de asfixias: mecánicas, o sea, estrangulación,


atragantamiento, ahorcamiento… o químicas, si están causadas por gases tóxicos.

— ¿Y por veneno?—dijo Sherlock. Levanté la vista y le vi con la lupa en la mano,


escudriñando con atención el cadáver.

— ¿Veneno?—Me acerqué a él.


— ¿No has visto estas marcas?

Me fijé en la muñeca izquierda del muerto. Sherlock tenía razón, como siempre, me
pareció oírle decir aquello de “tú ves, pero no observas”. El cadáver presentaba dos
agujeros minúsculos, como los que deja una aguja hipodérmica. Notaba la mirada de mi
compañero clavada en la nuca, estaba impaciente.

— Bueno, un veneno inyectado puede provocar que el cuerpo no sea capaz de oxigenarse,
sí. Hay algunas toxinas que producen ese efecto.

La cara de Sherlock se iluminó. Ya tenía un puzle que resolver. Estuvo muy callado
durante toda la vuelta en taxi a casa, pero no quise interrumpir sus pensamientos. Nada más
llegar, sacó las muestras de sangre y se acopló al microscopio, así que no me molesté en
prepararle la cena. Después de comer algo, me senté frente a él a consultar el manual de
venenos y tóxicos que había mangado de St. Bart´s.

No estaba dispuesto a que se pasara la noche apalancado en la mesa de la cocina,


estudiando los fluidos del individuo, no lo íbamos a resucitar por quedarnos sin dormir,
pero me costó una buena pelea que se metiera en la cama. Tuve que hacer acopio de toda
mi paciencia para enfrentarme a sus negativas, no quería que lo molestara, no quería
escucharme, no quería moverse de la silla. Fue terrible. Eso, sin contar con que yo no sabía
en qué habitación tenía que dormir. Decidí subir al piso de arriba y dejarle a solas con sus
cavilaciones.

*cianosis: coloración azulada de la piel por falta de oxígeno.


*petequias: lesiones pequeñas, de color rojo, minúsculas, pequeños derrames
vasculares ocasionados por la ruptura de un capilar.

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Capítulo 10. Sherlock necesita por Rowena Prince

20 de febrero de 2013. Sherlock necesita.

Por la mañana, tal y como yo esperaba, estaba ya clavado al microscopio. Solo Dios
sabe a qué hora se había levantado. Le dejé un café, pero ni pestañeó, sólo soltó un sonido
grave y apenas audible, que me bastó como agradecimiento. Lo mejor que podía hacer era
dejarle en paz y tomarme mi desayuno tranquilamente. Pero la paz y la tranquilidad
estallaron por los aires cuando Sherlock dio un puñetazo en la mesa y se levantó
bruscamente, con tanta violencia, que la silla cayó al suelo y el material de laboratorio se
volcó. Soltó un grito de rabia.

— ¿Qué pasa? —le pregunté, alarmado por su ataque de frustración.


— ¡Nada! No hay nada, John. Ninguna toxina, ningún veneno, nada raro…

— Vamos, Sherlock, sabes que hay venenos muy difíciles de detectar, sobre todo si no
sabemos qué andamos buscando.

Por toda respuesta, cogió el manual de St. Bart´s y lo estrelló contra la pared. Antes
de que me hubiera repuesto de su escena, me espetó:

— ¡Vamos, John!

— ¿A dónde?

— ¿A dónde va a ser? —me miró todo enfadado, estaba fuera de sí— ¡Al hospital! A ver si
encontramos alguna pista.

No tuve más opción que resignarme. Sherlock cruzó Saint Bartholomew a toda
velocidad, como un cohete. Cuando llegué a la Morgue, me había quedado sin aliento.
Inspeccionamos el cadáver otra vez, bajo la atenta mirada de Molly. Yo estaba desesperado
por encontrar algo que pudiera ayudar y calmar a mi compañero. Mientras Sherlock
examinaba las ropas y tomaba muestras, Molly se acercó a mí.

— Parece… diferente—susurró, con una tímida sonrisa.

— ¿Diferente?

— Sí —afirmó efusivamente con la cabeza, mirando a Sherlock. Me echó una mirada


inquisitiva.

— No te entiendo, Molly.

— ¿Tiene… tiene una amiga, John?

— ¿Una amiga? ¿Por qué crees que tiene una amiga?─Me dejó pasmado.

— Porque tiene la cara mucho más relajada y está radiante, ¿no lo ves? Fíjate en su piel,
está iluminada, brillante. Yo diría que ha tenido…que ha tenido…—se aclaró la garganta y
vi que se había sonrojado— ¿sexo?

Oh, Dios, pensé, la intuición femenina, qué peligro. Tenía que evitar esa
conversación a toda costa:

— No sé nada de eso, Molly y no creo que el aspecto de su piel sea relevante— dije,
tratando de sonar convincente; pero ella insistió:
— ¿No? Está probado científicamente que las endorfinas y la oxitocina mejoran el aspecto
del cutis, por eso creo que…

— ¡John! Ya tengo suficiente ¡Vamos!—La voz de Sherlock atravesó la sala como un


trueno. Respiré aliviado.

Me quedé con él en el laboratorio del hospital, esperando ansioso que descubriera


algo, mientras yo hojeaba el manual y repasaba mentalmente las diferentes sustancias que
pueden hacer que dejes de respirar. De vez en cuando miraba a mi compañero, esperando
ver en su expresión que se acercaba a la solución, pero Sherlock tomaba notas
frenéticamente para romperlas después. Seguía con cara de pocos amigos y sin pronunciar
una palabra, como mucho, algún gruñido de decepción. A las cuatro horas yo ya no podía
más.

— ¿Has encontrado algo?

Fue como si le hubiese apretado un resorte, porque se levantó de la silla y empezó a


pasearse alrededor de la mesa como un animal enjaulado.

— ¡Nada! ¡Nada!—Exclamó, moviendo mucho las manos. Tenía la mirada turbia,


oscurecida. A mí se me hizo un nudo en el estómago.

— ¿En la ropa tampoco?

- En el traje no he encontrado nada, pero en los zapatos había partículas de acero, aceite
industrial, arena de zirconio y algunas trazas de yeso—Volvió a sentarse, derrotado.

— ¿Y si nos vamos a casa, a descansar?

— Buena idea. Tengo que buscar en internet.

Ya en el piso, preparé unos sándwiches y me senté a leer mientras él buscaba


información. El sonido del teclado, aporreado a toda velocidad por sus largos y ágiles
dedos, me traspasaba, no podía concentrarme. Me sobresalté al oírle gritar:

— ¡Es una obra, John! El tipo ha estado en alguna construcción, todo encaja, el yeso, el
acero, la arena, pero el aceite industrial, no. No es de motor hidráulico, ni de ningún otro
¿Qué eres? ¿Qué?

Era exasperante. Sherlock estaba en su medio, haciendo lo que más le gustaba, pero
aún así yo sufría viendo cómo se consumía tratando de resolver el misterio a toda costa, sin
comer, sin descansar. Cuando llamó Lestrade, al filo de la medianoche, fue como si nos
hubieran dado otra vuelta de tuerca. Habían identificado al muerto. Al parecer, el sujeto
había salido recientemente de la cárcel, después de cumplir una corta condena por la muerte
de un traficante de armas. Muerto por parada respiratoria, según la autopsia. Todo apuntaba
a un ajuste de cuentas, un incentivo más para mi compañero. Sherlock acabó en el sofá,
mirando al techo, totalmente ido, ausente, dándole vueltas. Yo sabía que era una batalla
perdida, así que subí a mi habitación para tratar de dormir un poco.

Hasta que me llegó el olor.

No soy un experto en drogas, pero puedo reconocer el aroma del hachís a distancia,
por no hablar del opio, que corría por Afganistán con más abundancia aún que la pólvora.
Fue como si me hubieran dado un golpe en la cabeza, sentí un arrebato de rabia y estuve a
punto de bajar a toda prisa por la escalera, furioso, dispuesto a encararme con él, pero tuve
la serenidad suficiente como para darme cuenta de que era mejor que lo pillara in fraganti,
sin darle ocasión a que me mintiera.

El salón estaba completamente a oscuras, sólo se veía la diminuta brasa del porro y
el olor a hierba era insoportable. Me deslicé sigilosamente hasta la llave de la luz. Y allí
estaba, sentado en cuclillas en su sillón, hecho un ovillo y con aquella cosa humeante entre
los dedos. Me miró horrorizado.

— ¿Qué estás haciendo, Sherlock?—Quise gritarle, pero la angustia que me producía verlo
en ese estado me lo impidió. Él trató de recomponerse y su voz sonó de lo más natural,
como si aquello fuera cosa de todos los días.

— Necesito relajarme, John. Sosegar mi mente.

— ¡Deja eso ahora mismo!

Me miró con el ceño fruncido, como si yo estuviera loco, pero yo sabía que estaba
fingiendo, que se encontraba mal. En dos zancadas me planté delante de él y, entonces, me
tropecé con una caja tirada en el suelo. Era pequeña, alargada, de madera decorada, como
un incensario, con tres compartimentos reducidos. Me quedé helado cuando vi una bolsita
de polvo blanco.

— Y esto ¿Qué es? ¿Cocaína?—Sentí tal opresión en el pecho que me costaba respirar.

Él me observaba, como analizándome, tratando de encontrar la estrategia para salir


airoso, sin mover un músculo de la cara, controlando sus expresiones para no delatarse.
Pero yo ya le conocía muy bien.

— ¿Desde cuándo tienes esto? ¿Lo has tenido escondido? ¿Lo trajiste de tu viaje? —Tuve
que contenerme para no chillarle, la indignación me dominaba. Él seguía con su actitud
calmada.

— ¿Y eso qué importa?—Tuvo la desfachatez de darle otra calada al canuto. Yo apreté los
dientes instintivamente, tanto, que las mandíbulas se me resintieron. Me metí las manos en
los bolsillos, me sentía capaz de darle un puñetazo en cualquier momento.

— Importa, Sherlock, porque me has estado engañando. Y no es la primera vez ¿verdad?


Sabes que esto no es bueno y que no me gusta que lo hagas.
— Sí, lo sé; pero lo necesito, John—Me miró con cara de niño arrepentido, con esa
expresión infantil de “lo he hecho sin querer” y, en un instante, me dejó desarmado.

— ¿Lo necesitas?—No pude evitar decirlo con ironía y chasqueé la lengua, lleno de
frustración.

— Tú no lo entiendes. Necesito apaciguar mi mente, hacer que pare.

Su voz sonó firme, con convicción, estaba siendo sincero, trataba de hacérmelo
entender, pero yo ya sabía que era cierto, que había momentos en los que parecía que su
cerebro iba a comérselo vivo. Sólo pude suspirar y tratar de calmarme, hasta que chupó otra
vez aquella cosa y el tufo me dio en la cara.

— Tiene que haber otra manera, Sherlock, esto sólo puede hacerte más daño.

— No la hay.

Le contemplé un instante, se había estirado del todo y había echado la cabeza hacia
atrás, con su cuello blanco y esbelto expuesto, indefenso. Y, entonces, la idea surgió con
todo su poder de seducción. Recuerdo que sentí un latigazo de excitación que recorrió todos
los poros de mi piel.

— ¿Quieres relajarte?

— Sí, eso es.

— Y por relajarte entiendes dejar de pensar.

— Obvio.

— ¿Puede ser también perder el control?

— Eso mismo.

— Bien. Pues entonces vamos a la cama. Mejor a tu habitación, es más grande.

Me miró con cara de asombro y no pude reprimir una sonrisa.

— ¿Para qué?

— Ya lo verás, pero tienes que apagar esa mierda.

La intriga fue suficiente para que se levantara y se viniera conmigo al dormitorio,


ahora me asombra lo inocente que podía llegar a ser entonces. La temperatura de la
habitación era agradable y pronto tendríamos mucho calor. Encendí la lamparita de la
mesilla y su luz, tenue y cálida, envolvió suavemente el ambiente.
— Siéntate y desnúdate.

— ¿Sexo?

— Exacto, Sherlock, sexo.

No le quise dar la oportunidad de dudar, ni de rebatir, ni de poner pegas, así que, en


cuanto se colocó en el borde de la cama, le besé en la boca, apasionadamente, capturando
sus labios en un único ataque, invadiéndole con mi lengua, buscando la suya ávidamente,
jugando con ella, sin tocarle, sin mover mis manos, dejándole unido a mí sólo por el beso,
notando con satisfacción cómo respondía, como su cuerpo buscaba el mío. Me aparté
bruscamente, a conciencia.

— Te he dicho que te desnudes, Sherlock. Y quiero que lo hagas despacio, lentamente.


Quiero ver cómo se descubre tu piel, cómo me ofreces tu cuerpo poco a poco.

Puso cara de total desconcierto. No estaba acostumbrado a que yo le diera órdenes, a


que nadie le diera órdenes, a que nadie tomara el control. Todo lo más, a mi labor de
zapador*, tratando a base de insistencia y paciencia que me hiciera caso, pero ahora todo
tenía que ser “lo que yo quería”, él tenía que quedar anulado, tenía que dejar de pensar,
dejarse hacer, como cuando las drogas se apoderaban de su voluntad. Yo contaba con que
pusiera resistencia, pero no perdía nada por intentarlo.

Tal vez fuera por el efecto del hachís, pero en aquella primera ocasión, observé
fascinado cómo, obedientemente, se iba desabrochando uno a uno los botones de la camisa,
sin apartar su mirada de la mía, con los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas. Sus dedos
temblaban ligeramente. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para mantenerme de pie, junto
a la cama, imperturbable, firme, para no rendirme, para no seguir adorándole, como
siempre. Puse mis manos detrás de mi espalda.

Aguantó menos de lo que yo esperaba, en cuanto se quitó la camisa, me echó los


brazos, tratando de alcanzarme, yo di un paso atrás.

— ¡John!—Sherlock no entendía nada. Yo empezaba a disfrutar con la situación.

— No voy a tocarte hasta que estés completamente desnudo.

Una sonrisa llena de picardía se dibujó en su rostro:

— ¿Es un juego?

— Algo así, sí.

La idea le agradó y, para mi sorpresa, se quitó el resto de la ropa con toda la malicia
de la que era capaz, sin quitarme la vista de encima, con una actitud que encontré
terriblemente provocadora, difícil de resistir, como si me estuviese poniendo a prueba. Pero
él no contaba con mis años de disciplina en el ejército.

Se quitó el cinturón sin prisa, pausadamente, pero, en su ingenuidad, lo dejó caer


lejos de él y aquello me dio una idea perversa. Se despojó de los zapatos y tuvo la
sorprendente previsión de quitarse los calcetines antes que los pantalones. Para cuando
llegó a los calzoncillos, la lentitud con la que hizo deslizar la tela por sus larguísimas
piernas hizo flaquear mi decisión, sobre todo cuando me encontré con que su excitación ya
era más que evidente.

— Túmbate en la cama. Boca abajo.

Ahora que se lo tomaba como una diversión, realmente entretenido, se dio prisa en
hacer lo que se le pedía. Yo tampoco perdí un momento. Cogí su cinturón y me eché en la
cama, sentándome encima de él, sobre sus nalgas, aprisionando sus piernas entre las mías y
agarrándole de los brazos, practicando una maniobra infalible de inmovilización.

— ¡John! ¿Qué haces?

Me incliné sobre él, atrapándolo aún más con mi propio peso, y le até las manos por
encima de la cabeza, aprovechando una de las barras del cabecero. Él se removió bajo mi
cuerpo. El baile acababa de comenzar.

— ¡Suéltame, John! ¡Suéltame!

Era el momento de la guerra psicológica. Acerqué mis labios a su oído, pronunciado


lenta y marcadamente las palabras:

— No tengo intención de hacerte daño, si eso es lo que temes, pero ahora puedo hacer
contigo lo que quiera. Todo lo que quiera. Todo —susurré.

Me levanté de golpe y la cama subió de nivel bruscamente. Tenía que buscar la


vaselina y el aceite de baño, pero salí de la habitación sin darle explicaciones. Le oí
llamarme a gritos mientras abría el botiquín, parecía realmente alarmado. Yo me lo estaba
pasando bien. Era como una pequeña venganza por todos los apuros que me había hecho
pasar, por todos y cada uno de los días en que me había hecho sentir roto y desolado, en los
que me había hecho creer que estaba muerto. Cuando volví al dormitorio, luchaba contra la
ligadura. Dudé un momento, tuve miedo de estar equivocándome, pero aún así decidí dar
un paso más antes de desistir. Me agaché al lado de la cama para que pudiera verme la cara:

— No, no, Sherlock. No te estás portando bien. No has entendido nada. Tienes que hacer
todo lo que yo te diga o, de lo contrario, te dejaré aquí, atado, desnudo, y me iré a mi
cuarto, arriba.

Por toda respuesta, aflojó los brazos y se hundió un poco más en el colchón. Era la
señal que yo necesitaba. Me metí de nuevo en el lecho, con cuidado de no rozarle y empecé
a quitarme la ropa. Él ya no se movía, parecía haber aceptado las reglas. Dejé caer los
zapatos al suelo, a propósito, para que hicieran ruido, y le pasé ligeramente mi camisa por
la espalda. Quería que fuera consciente de que me estaba desnudando, sin que él pudiera
verme, sin que pudiera tocarme.

— ¿No es esto lo que quieres? ¿Perder el control?

— John…no…—gruñó en voz baja.

Ahora tenía que entrar en acción, unos minutos más así y se estaría empezando a
cansar y aburrir. Impregné mis manos con el aceite, calentándolo un poco, y comencé a
frotarle la espalda, masajeándola con suavidad. Soltó un gemido agudo, su ansiedad era
evidente.

— Relájate, Sherlock. Soy yo quien está al mando.

Hundí mis dedos en sus hombros, presionando, y noté que estaba lleno de
contracturas. Me aventuré por su cuello y los nudos se hicieron palpables bajo mis yemas,
todo su torso estaba rígido y retorcido de tensión. El trapecio estaba tan tirante que había
rotado ligeramente algunas vértebras del cuello. Sin embargo, hasta cierto punto, era lógico,
casi inevitable. Sherlock centraba todo su ser en su mente, sin prestar atención a su cuerpo,
y su organismo se defendía de esa manera, contrayéndose, rebelándose contra la falta de
atención. A pesar del cuidado que puse al meter el pulgar para distender el deltoides, gritó.

— ¡John! ¡Duele!

Puse mucho más aceite en mis manos y tracé círculos calmantes sobre su piel.

— Shhhh, tranquilo, sé lo que hago. Te dolerá un poco, pero voy a quitarte toda la tensión.
Tú sólo tienes que relajarte. Haz lo que te digo—le susurré.

Se dejó hacer y, con paciencia, conseguí que los músculos de su espalda volvieran a
estar en su sitio. Mientras los trabajaba, mientras deshacía los nudos con cuidado, Sherlock
soltaba pequeños gruñidos de placer que se alternaban con algunos bufidos de dolor cuando
mis dedos apretaban con fuerza un punto conflictivo, pero no hubo una sola protesta, un
solo amago de cambiar de postura. Y me maravilló su entrega. Yo ya sabía llevarle a mi
terreno, sabía que confiaba plenamente en mí, aunque no siempre lo pareciera, pero ahora
lo tenía debajo de mí, tranquilo, confiado. No había otras cosas en las que pensar, otras
cosas interesantes qué hacer, sólo mis manos aflojando y calmando su cuerpo, liberándolo
del estrés y de la ansiedad.

Llegó un momento en que mis palmas moldeaban un torso y un cuello en perfectas


condiciones, un Sherlock completamente relajado, con los párpados entrecerrados y la
respiración más profunda de lo normal. Llegaba la segunda parte de mi plan. Le quité la
atadura y se sobresaltó.

— Date la vuelta—le ordené con tono firme.


Mansamente, mirándome con expresión de estar medio dormido, me complació y
volvió a ponerse en mis manos. Qué incauto, pensé y me relamí de anticipación pensando
en lo que le tenía preparado, en las exquisitas torturas que había estado maquinando
mientras le acariciaba. Iba a emplearme a fondo, iba a intentar que la experiencia fuese tan
intensa que ninguna de esas porquerías volviera a apartarlo de mí.

No se esperaba que volviera a atarlo, le pillé por sorpresa y me gané una mirada de
confusión y de alarma, pero no le dejé hablar. Yo ya estaba ansioso por dar rienda suelta a
mi excitación y lo besé desesperadamente, notando cómo todo su cuerpo se estremecía.
Después, luchando por controlar mis instintos, conteniendo el deseo, comencé a rozar su
rostro con mis labios, a depositar pequeños besos por su frente, por sus párpados, por sus
magníficos pómulos, evitando la boca. Él se tensó, tirando del cinturón que aprisionaba sus
muñecas. Pero no le iba a servir de nada. Esa noche yo iba a hacerle el amor a fuego lento.
Puse las palmas de mis manos sobre su pecho y su impaciencia se desbordó. Estiró el cuello
tratando de besarme, pero me aparté:

— John ¡Basta! ¡Suéltame!

No le respondí, simplemente, me levanté de la cama. Él pensó por un momento que


me iba a marchar.

— ¿Dónde vas? ¿No pensarás dejarme así? ¡John!

Encontré el cinturón de su bata. Y, por la cara de horror que puso, se dio perfecta
cuenta de que iba a vendarle los ojos. Aguanté estoicamente las patadas que dio contra el
colchón, revolviéndose como una anguila.

— No, Sherlock. Tienes que dejarme hacer, tienes que dejar de pensar. Ahora sólo vale
sentir.

La idea pareció entrar en su cabeza, porque volvió a quedarse quieto. Respiraba


deprisa, alterado, mordiéndose los labios. Esperé un minuto, a que se apaciguara, antes de
volver a tocarle y, esta vez sí le besé en la boca. Estaba completamente a mi merced.

Asalté su cuello como un animal en celo, deteniéndome en cada uno de los


pequeños lunares, chupándolos, alentado por sus constantes jadeos, devorando suavemente
el pulso de sus arterias, respirando su excitación, aspirando el arrebatador olor de su piel.
Recorrí sus labios con mi lengua y se abrieron para mí, pero me tentó aún más esa pequeña
cicatriz que tiene en la comisura y que me vuelve loco, y la pellizqué a placer con mis
dientes.

Acaricié suavemente uno de sus sensibles pezones y exhaló inmediatamente un


prolongado gemido. No me pude resistir a la tentación, consciente de que él ya no podía
prever mis actos, y de la caricia pasé al mordisco voraz, engullendo las sensitivas aureolas,
marcándolas despiadadamente, deleitándome con sus gritos ahogados y con sus sacudidas.
Yo no quería claudicar, no quería dejarme vencer por el deseo que me trastornaba, y
miré el trazo viscoso y trasparente que había dejado en su piel. Despacio, animado por sus
jadeos, fui lamiendo cada imperfección, cada marca, cada pliegue, dejando que se
estremeciera, que temblara. Avanzado lentamente, llegué a su ombligo y me paré a
explorarlo, a sabiendas de que para él, era una nueva sensación.

Durante unos minutos, sólo sus suspiros y su respiración agitada y profunda


vibraban en la penumbra de la habitación. Como si el tiempo se hubiese detenido, como si
el espacio se hubiese volatilizado y sólo existiera aquella conexión entre los dos, sólo su
rendición y mi entrega.

Me tumbé encima de él, ávido de su piel, y sentí en mi estómago la humedad y la


dureza de su miembro. Ya no sentía rechazo, sino una extraña excitación, porque toda
aquella turgencia, toda aquella fogosidad era por mí. Le separé con suavidad las piernas y
descendí hasta su pubis, inhalando su olor fuerte, su esencia agridulce. Toda mi obsesión
era hacerle disfrutar, así que vencí mis reticencias y me metí su polla en la boca.

Apenas pude percibir el sabor acre y áspero, porque todo su cuerpo se convulsionó y
aulló de placer. La euforia que sentí fue indescriptible, era la primera vez que él lo
experimentaba. Puse todo mi empeño en proyectar mis propios deseos en él, en hacerlo tal
y como a mí me gustaba, en sacar ventaja de mi experiencia. Apretaba su erección con mi
mano y succionaba el glande, lamiendo su parte más sensible, mezclando mi saliva con su
humedad. Mis esfuerzos se vieron recompensados, porque empezó a susurrar cosas
incoherentes, balbuceando mi nombre, tiritando de arriba abajo, haciéndome sentir
poderoso, dueño de todo lo que él sentía en ese momento.

Pero, pronto, no me fue suficiente, yo estaba a punto de explotar y, lanzado por un


impulso salvaje, salté de la cama y busqué a tientas la vaselina, sin más idea en la mente
que follarle, incapaz ya de dominar a la bestia. Cuando introduje dos dedos cuidadosamente
lubricados dentro de su orificio y toqué su próstata, dio tal respingo que se habría caído de
la cama de no haber sido por el cinturón.

Fui cruel, lo sé, porque no contento con verle en ese estado, decidí estimularle al
mismo tiempo con mis dedos y con mi boca, centrando en ello todos mis sentidos,
insistiendo una y otra vez, chupando glotonamente, bombeando su interior, perforándole,
socavándole, provocándole espasmos exquisitos y totalmente nuevos para él. Y me solacé
en ver y en sentir cómo su hermoso y delgado cuerpo se contorsionaba, cómo se
estremecía, cómo gritaba mi nombre, con su rostro transformado por el placer, con sus
labios entreabiertos en un rictus de pura lujuria, tirando inconscientemente de las ataduras,
completamente enloquecido, moviendo la cabeza de un lado para otro, sin ningún control.

Hasta que aquella visión, la más sensual y erótica que había contemplado nunca, me
dejó sin razón y me lancé sobre él, subiendo sus piernas sobre mis hombros, sin que él
supiera siquiera lo que estaba pasando. No pude refrenarme y lo penetré de una única y
brutal estocada, hasta hundirme enteramente en él. Su pecho se elevó y exhaló un gruñido
animal y ronco y le arranqué la venda. Me miró, pero sus ojos estaban desenfocados,
oscurecidos por sus pupilas completamente dilatadas.
— Ahora ya no piensas, ya no puedes pensar, Sherlock—murmuré.

Le follé sin contemplaciones, empujando su cuerpo a mi antojo, moviéndolo como


si fuera un fardo. Sherlock ya no tenía voluntad, sus dedos arañaban el cabecero de la cama
y sus ojos se quedaban en blanco. Yo notaba su polla erecta entre nuestros cuerpos y me
pegaba aún más a él, deliberadamente, con la poca orientación que me quedaba en medio
de mi locura, mientras él emitía unos sonidos agudos y sofocados cada vez que yo golpeaba
aquél punto extraordinariamente sensible.

Cuando sentí que estaba a punto de estallar, que mi sistema nervioso era ya incapaz
de soportar más estímulos, me separé de su piel sudorosa y caliente y le agarré de la polla,
masturbándolo, incrementando sus sensaciones, aguijoneando su gozo, en una carrera ciega
y voluptuosa hacia el orgasmo. Traté de coordinarme con él, dominándome, atento a sus
profundos gemidos que se mezclaban con mis jadeos, pero todo mi ser explotó
inconteniblemente, rindiéndose por completo a la pasión, al placer de penetrarlo, a la
delicia de verlo disfrutar así, al delirio de escuchar sus susurros enajenados y abandonados.

Me corrí como un animal, me vertí en él tan brutalmente que mi miembro quedó


agotado y dolorido. Él lo hizo inmediatamente después, bajo mi peso, entre mis manos, que
aún se aferraban a su cadera y a su polla, y ocurrió de tal manera que, en un primer
momento, me asusté, porque contemplé inerme, incapaz de reaccionar, cómo todo su
cuerpo se agitaba, cómo se curvaba su espalda, cómo sucumbía a una oleada de fuertes
espasmos, en su pecho, en sus brazos, en su pelvis, en sus piernas, con la mirada perdida,
mientras su polla palpitaba entre mis dedos, mientras eyaculaba a borbotones hirvientes,
mientras un sonido ronco, largo y estrangulado raspaba su garganta.

* zapador: militar perteneciente o encuadrado en unidades básicas del arma de ingenieros.


De zapar: trabajar con la pala, excavar, cavar.

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Capítulo 11. Hammersmith and City por Rowena Prince

21 de febrero de 2013. Hammersmith and City.

La luz que se filtraba por la ventana me despertó. Por su intensidad, deduje que era
tarde. Me hizo feliz sentir la presencia de Sherlock junto a mí y me volví hacia él,
sonriéndole. Sus ojos azules y radiantes me dieron la bienvenida, pero tenían un brillo
travieso y lleno de picardía que me alarmó. Antes de que me hubiese despejado del todo, se
abalanzó sobre mí, como un felino hambriento que quisiera jugar con su presa. No me dio
tiempo a reaccionar, aunque tampoco lo intenté. Sus manos parecían querer recorrerme
entero y yo notaba el peso de su cuerpo y su erección dura, caliente y goteante, entre mis
muslos. Se tiró a mi cuello, oliéndome, mordisqueando torpemente, como si dudara, como
si tuviera miedo de apretar los dientes, haciéndome cosquillas.
Le rodeé con mis brazos y me deleité en la sensación que la suave piel de su espalda
y de sus nalgas dejaba en las yemas de mis dedos, apretándole contra mí. Pude notar cómo
la temperatura entre nosotros subía por momentos, mientras él se frotaba con desesperación
y nuestras pollas se rozaban. Aquel contacto ardiente me encendió. Probó a chupar mis
pezones.

— Sherlock…yo….yo no tengo tanta sensibilidad como tú…ahí. No…—balbuceé. Pero lo


cierto es que su entusiasmo me tenía maravillosamente asombrado.

Quise contraatacar, pero me quedé sin respiración cuando sentí su lengua abrasadora
y húmeda en mi polla. Su mano se cerró aprisionando mi erección, haciendo que un
torrente de sangre hirviente se acumulara en la parte más sensible de mi anatomía. No podía
creerlo y le miré, atónito. Sus ojos se clavaron en los míos, llenos de malicia, mientras su
boca succionaba y jugueteaba. Sólo pude hundirme aún más en el colchón y escuchar el
ritmo acelerado de mis propios jadeos. Cerré los ojos y me dejé llevar, hacía mucho, mucho
tiempo que no sentía aquel calor, aquel inmenso y dulce placer que se extendía cálida y
sensualmente por todos mis miembros. Aunque sus maniobras inexpertas rompían el ritmo,
su extraordinaria dedicación me puso a punto de llegar al clímax.

— Sherlock…voy …a…

La cama se movió bruscamente y la lengua candente dejó de acariciar el centro de mi ser.


Abrí los ojos. Sherlock se había colocado a cuatro patas y me ofrecía sus nalgas con total
descaro.

— Vamos, John—murmuró. Su voz, grave y espesa, rezumaba deseo.

Inclinó su torso hacia delante, hasta apoyar la cabeza en la cama, subiendo el culo,
provocándome a tomarle. Yo ya estaba ciego, borracho de pasión, temblando de ansia. Lo
penetré de un golpe brutal. Él gritó de placer. Yo me estremecí hasta la médula. Esa
mañana la bestia campó a sus anchas y lo follé con todas mis ganas, clavándole las uñas,
perforándolo sin piedad, mientras el gemía, derritiéndose de gozo, agarrándose a las
sábanas, arrugándolas entre sus dedos, babeando de puro éxtasis.

Acabamos exhaustos, con nuestros cuerpos sudorosos y calientes pegados de nuevo.


Mientras me dejaba arrastrar por un sueño envolvente, pensé en la manera en la que nos
habíamos acoplado, la increíble armonía entre sus deseos y los míos, cómo,
sorprendentemente, nuestras relaciones sexuales eran perfectas. Todos mis antiguos
temores me parecían ridículos. Sólo me quedaba un cierto lamento por no haberme atrevido
antes, por no haberme arriesgado, por no haber sido capaz de tan siquiera ver cuánto lo
amaba, cuánto lo deseaba. Sherlock descansaba plácidamente. Besé su rostro de ángel
maduro con adoración.

Abrió los ojos y me sonrió y fue como si toda la habitación se llenara de luz.

— ¿Estás bien? —le pregunté.


— Creo que no he estado mejor en mi vida, aunque no tengo ganas de levantarme de la
cama.

— No hay prisa.

— Es interesante.

— ¿El qué?

— Mi cuerpo. Pensaba que yo sólo era un cerebro, siempre consideré el resto como un
mero apéndice.

— Oh, vamos, Sherlock. Eso es ridículo, suena a prejuicios de épocas pasadas.

— ¿Qué quieres decir?

— Pues que eso de que el cerebro va por un lado y el cuerpo por otro no tiene sentido. Es
verdad que hay muchas frases hechas sobre eso, pero es que antes no se conocía cómo
funcionaba el cerebro, Sherlock, era un misterio; pero ahora se ha avanzado mucho, hasta
se pueden analizar los factores que influyen en el comportamiento humano, hay nuevas
técnicas, nuevos métodos…

— ¿Y? —Hizo un puchero de desdén con la boca y estuve a punto de echarme sobre él para
comerme sus labios. Ese gesto suyo era toda una provocación.

— Que el sexo también está en la mente, Sherlock.— Me miró con expresión de asombro.
Era una de esas cosas en las que era muy ignorante, pero me abstuve de comentárselo—.
No me mires así, ¡es verdad! ¿Sabes cuál es el órgano sexual más importante?

— Sí, los genitales, obviamente.

— No, Sherlock.—Volvió a hacer el puchero y me tuve que contener—. El cerebro. La


mente. Eso es lo más importante.

— No lo entiendo.

— ¿Qué no entiendes?

— Yo no soy estúpido y, según tu teoría, si la mente es lo más sexual yo tendría que haber
sido… haber sido…

— No, no lo entiendes. No se trata de que por ser más inteligente tengas más apetito sexual,
sino que tu satisfacción sexual depende de tu cerebro, de tus ideas. Tu mente puede hacer
que tengas el mejor o el peor sexo del mundo, a eso me refiero.

— ¿Cómo?
— Depende de muchas cosas, pero para empezar, el impulso químico de la atracción es
cerebral.

— No me lo creo.

— Créetelo. ¿Sabías que hasta cuatro zonas del cerebro se activan con el sexo? Y no sólo
eso, la parte del área senso-motora dedicada a los genitales es mayor que la que se dedica a
otras partes del cuerpo. —Sherlock me miraba con incredulidad—. La ciencia considera
que en realidad la actividad sexual humana involucra a todo el cerebro porque no es sólo
algo genital, se siente placer y va unido además a las emociones. Eso, por no hablar de que
las ideas que tiene uno sobre el sexo influyen muchísimo.

Mi compañero se quedó pensativo.

— Lo que he comprobado empíricamente es que mi mente está mucho más activa, más
despejada, rinde mejor después de… de…

— Dilo, Sherlock, después de un buen polvo.

— Bueno, eso. Sí.

— Eso es porque tu cerebro está satisfecho, ya no tiene que dedicar energía a tus
necesidades sexuales y, además, ha liberado gran cantidad de hormonas relacionadas con el
placer, el bienestar y esas cosas. Y que eres muy inteligente, se nota.

Mi última frase captó todo su interés y se incorporó un poco, reposando su cabeza


en la mano, con el codo apoyado en la cama.

— ¿En el sexo? ¿Se nota? ¿Cómo?

— Tengo la teoría de que la inteligencia favorece la sensualidad, además de liberar de


prejuicios y mitos. Nadie te ha dicho que eres exquisita y extraordinariamente sensible
¿verdad?

— ¿Lo soy?

— Sí, Sherlock. Lo eres.

Que le halaguen es algo que siempre le satisface, sobre todo si soy yo quien lo hace,
así que sonrió contento y volvió a rodearme con sus brazos, haciéndome vibrar de íntimo
placer.

Y había sido sincero, era verdad que me asombraba su sensibilidad. Ya sospechaba


algo así. Que alguien tan inteligente, tan brillante como él, bien podía ser también
especialmente sensitivo y sensual. Me tenía embobado, encandilado, excitado casi
permanentemente. Todavía me sorprendía el hecho de que quisiera tener sexo conmigo y
me resultaba absolutamente cautivador, era como degustar un licor delicioso y embriagarse
con su olor a madera noble, a vainilla, a miel. Dulce, fuerte, caliente. Perderme en su
aterciopelada y sedosa piel, dejarme arrastrar por su voz, por sus graves y expresivos
susurros. Sentir su mirada celeste, fiera unas veces, pero otras tan sumisa, tan inocente. El
contraste me volvía loco. Pero lo que me trastornaba era su rendición. Era algo que yo no
podía haber previsto en alguien como él, tan dominante, tan arrogante, tan acostumbrado a
liderar, tan habituado a que yo me dejara llevar por él, a que le siguiera a todas partes sin
preguntar siquiera. Ahora era mi turno y él se estremecía bajo mis caricias, se retorcía
debajo de mí, se pegaba ansiosamente a mi cuerpo, se estiraba todo lo largo que era,
ofreciéndose, exponiéndose… Comprendí que él quería sentir, experimentar, conocer esa
faceta de la vida que tenía completamente inexplorada, que confiaba en mí plenamente para
tan delicado viaje y que se entregaba a mí a ciegas. Era fascinante y maravilloso. Me hacía
inmensamente feliz por todo lo que implicaba tratándose de él. Aún hoy me seduce y me
enloquece su deseo.

El sonido insistente y penetrante de su teléfono móvil nos arrancó del letargo


perezoso en el que habíamos permanecido casi toda la mañana, abrazados y adormecidos.
Era Lestrade. Había dos cadáveres frescos. Otras dos estaciones de metro, otros dos
hombres muertos en una fría y lluviosa madrugada. Sherlock saltó de la cama con una
energía envidiable, como si un lado mecánico se le hubiese puesto en marcha. Yo me moría
por un café, fui a la cocina arrastrando las piernas, sin parar de bostezar, con medio cerebro
suplicando por seguir en la cama. Él ya tenía su mente a todo gas y llamó al Inspector para
pedir más detalles. Yo no tenía fuerzas ni para seguir la conversación, a duras penas
conseguí despejarme.

Nos convocaron a una de las escenas del crimen. Habían hallado el cadáver junto a
la boca del metro de la estación de Paddington, aún más cerca de Baker Street que el
anterior. Con el trasiego de esa estación, una de las principales de todo el metro de Londres,
supuse que no podía haber permanecido mucho tiempo a la intemperie sin ser descubierto.
Cuando llegamos, Anderson nos miró con desprecio, plantado delante del cuerpo como si
fuera un perro guardián vestido de forense. Llegué a tener la impresión de que nos iba a
ladrar, pero Lestrade le echó una mirada de reproche y Anderson se apartó. Sherlock lo
ignoró por completo, como siempre, como si no existiese.

Nos acercamos al difunto para una primera inspección. Lo habían movido para
ponerlo a cubierto de la persistente lluvia pero, por lo demás, estaba intacto. Era un hombre
joven, de unos treinta años, blanco, con pelo y barba rubios y una cicatriz muy marcada en
la barbilla, delgado, pero de complexión fuerte. Comprobé, por la temperatura y la rigidez
que efectivamente su fallecimiento había sido muy reciente, apenas una hora. No tenía
marcas visibles de violencia. Mi compañero examinó además concienzudamente la ropa,
los bolsillos y los zapatos. Sacó una caja esterilizada y unas pinzas. En ese momento, no
pude ver de qué se trataba, pero Sherlock sonrió entusiasmado.

Traté de sonsacarle información mientras íbamos en el taxi camino de la morgue,


pero sólo le saqué un “aún no estoy seguro, tengo que analizarlo”, pero parecía satisfecho,
como un niño planeando alguna travesura. Ya en el depósito de cadáveres de Saint
Bartholomew, tuvimos ocasión de estudiar el cuerpo detenidamente. Para mi sorpresa, el
muerto presentaba síntomas claros de muerte por asfixia, como la víctima de Westbourne
Park. Encontré dos pinchazos minúsculos, esta vez en el tobillo izquierdo, junto con un
extraño arañazo, como una raspadura, una erosión.

— ¿Has visto esto, Sherlock?

— Sí, lo he visto. —Y volvió a poner cara de satisfacción. Él ya estaba pendiente del


segundo cadáver—. Ven a ver a éste.

Examiné con atención el cuerpo de un hombre de rasgos orientales, de unos


cuarenta o cuarenta y cinco años, no muy alto, con ojeras profundas y labios delgados,
mientras Sherlock me explicaba que también lo habían encontrado en el metro, en las
escaleras de la estación de Aldgate East. Mi compañero parecía muy excitado, hablaba muy
deprisa. Sherlock ya se había dado cuenta de que las muertes de los tres hombres tenían
cosas en común. Me mostró la pantorrilla derecha del cadáver. Presentaba las mismas
marcas, dos punciones finísimas como los causadas por una aguja y muestras claras de
haber muerto por falta de oxígeno: las petequias, la lengua mordida, la cianosis… aunque
más acentuada que en los otros cuerpos, la pierna estaba entumecida. No salía de mi
asombro.

— Creo que ya sé qué ha causado la muerte, John; pero tengo que usar el microscopio.

— Lestrade nos está esperando, Sherlock. Va a darnos los antecedentes de estos hombres.
Los está buscando, cree que son delincuentes habituales.

— Bien ¡Esto marcha!

Cuando aparecimos por la oficina de Scotland Yard, Greg sostenía en la mano una
carpeta abultada. Tenía muy mala cara y no me sorprendió. Le había tocado un caso
indescifrable, tres hombres muertos en circunstancias extrañas, sin que estuviera claro qué
los había matado y, en principio, sin más conexión entre ellos que haber aparecido en tres
estaciones de la línea Hammersmith and City. Donovan se afanaba en sacar otro montón de
folios por la impresora. El inspector entregó el dossier a Sherlock que, rápidamente, lo
hojeó.

— ¿Otro traficante de armas?—exclamó mi compañero con interés.

— Sí, así es. Si no fuera por esas muertes tan raras, yo diría que estamos ante el típico
ajuste de cuentas.

— Puede que sólo sea cuestión de originalidad —comentó Sherlock alegremente. Greg lo
miró intensamente, como si quisiera leerle la mente.

— ¿Tienes ya alguna idea? —preguntó.


— Es posible…. —Sherlock sonrió pícaramente. El inspector frunció el ceño. Yo intenté
que mi compañero dejara de comportarse como un crío.

— Sherlock….

Se volvió hacia mí, dando la espalda a todos los demás. Seguía sonriendo, con un brillo
juguetón en sus ojos claros. Llevaba algo escondido en la mano y, cuando la abrió para
mostrarme lo que ocultaba, me quedé estupefacto, eran unas esposas. Se inclinó hacia mí y
me susurró en el oído:

— ¿Conservas tu ropa de militar, John?

— Sí… aún la tengo, sí… —balbuceé, tratando de imaginar para qué la quería.

Me pilló por sorpresa. Se echó sobre mí y me besó en la boca, pegándose a mí con


tanta pasión que noté cómo las esposas se clavaban entre nuestros cuerpos mientras me
empujaba contra la pared. Fui levemente consciente de que estábamos delante de todo el
mundo, pero salí bruscamente de mi deleite y de mi estupor cuando el potente sonido de
algo pesado estrellándose contra el suelo nos sobresaltó. Sherlock se apartó y pude ver lo
que había pasado. El piso estaba cubierto de folios y, a juzgar por las manos de Donovan,
que parecían sostener una bandeja invisible, era ella la que los había dejado caer. Se había
quedado completamente helada, lo mismo que Anderson, que no parpadeaba y mantenía en
alto la mano de la que se le había escurrido una pesada grapadora. Lestrade, en cambio,
parecía divertido, tenía una media sonrisa en la cara y me echó una mirada llena de
complicidad. Sherlock miró a su alrededor, sin mostrar expresión alguna, a lo suyo,
mientras yo apretaba los puños y las mandíbulas en un intento desesperado de no
ruborizarme en plena comisaría.

Después de un minuto de completo silencio, en el que pareció que el tiempo se


había congelado, todos reaccionaron a la vez y se pusieron a recoger los folios y a organizar
los expedientes de las dos víctimas. Sherlock los recogió con avidez.

— Necesito unas esposas, Lestrade —soltó.

Yo me quedé petrificado, notando como el rubor me subía por la cara y sin


atreverme a decir nada, no fuera a ser peor.

— Ya te he dado unas ¿Para qué las quieres?

— Ehh…… Para un hobby. Necesito otro par.

Yo no sabía dónde meterme. Greg le miró con suspicacia, pero le dio otras esposas
que sacó del cajón.

— ¡Vamos, John!
De camino a la calle, ya no puede más y le increpé.

— ¿Vas a decirme para qué quieres las esposas?

— Tengo que pensar, John. Tengo que analizar las nuevas pistas, encajar todas las piezas…

— ¿Y eso qué tiene que ver? ¿Es que vas a atarte al microscopio?

Detuvo sus zancadas bruscamente y faltó poco para que me estampara contra él. Se
volvió hacia mí con una media sonrisa llena de lujuria en la cara. Sus ojos brillaban con
tanta intensidad que me parecieron transparentes.

— Tiene que ver. Necesito relajarme, John —susurró, con esa voz grave y melosa que pone
cuando está mimoso.

A mí se me hizo la luz de repente y me recorrió de arriba abajo una descarga de


excitación.

— Muy bien, Sherlock. Entonces, dame las esposas. Las llevaré yo.

Se le dibujó una sonrisa de felicidad y yo estuve a punto de derretirme. Ya en el


taxi, me di cuenta de que teníamos una actividad sexual frenética, como si quisiéramos
recuperar el tiempo perdido. Por Dios Santo-pensé-es más joven que yo y está en una
excelente forma física, va a acabar conmigo. Pero era imposible resistirse. Estuvimos todo
el camino de vuelta a casa riéndonos tontamente, como dos adolescentes, intentando no
llamar demasiado la atención del conductor.

Nada más entrar en nuestro apartamento, me soltó:

— Ponte la ropa militar John, yo voy a calentar el risotto.

Me quedé mirándole embobado, no conseguía entender ese interés por mi uniforme.

— ¿No estás impaciente por hacer esos análisis?—le pregunté.

— Ehh…. No. Ya sé cuál es la causa de esas muertes y sólo me queda descifrar el lugar
donde se han producido. Me vendrá bien despejarme— contestó con firmeza. Me quedó
claro que había tomado la decisión de estrenar las esposas y ya nada iba a hacerle cambiar
de idea.

— Despejarte…. ¿aún más?

— ¿Qué quieres decir con “aún más”?—Me miró con recelo, con las manos apoyadas en
las caderas.

— Voy por la ropa.


Le hice caso y subí a mi habitación. Recordaba haber guardado un uniforme sin estrenar en
el altillo del armario. Me estaba un poco holgado, pero para jugar con mi compañero me
valía de sobra. Cuando bajé al salón, Sherlock Holmes, el Detective Consultor, había
puesto la mesa y estaba colocando los platos de arroz con setas. Cuando vi la botella de
vino tinto mi impresión fue aún mayor. Al verme vestido de militar, me miró de arriba
abajo con la sonrisa de pillo en la cara, estaba encantado. Yo sentí cómo se me erizaba la
piel de agitación. Me senté a comer sin poder dejar de mirarlo, era toda una novedad
observarlo en esa actitud doméstica, pero me emocionó aún más verlo comer con apetito en
medio de un caso.

— Se me hace raro verte comer en plena investigación— le dije, sin poderme contener.

— Tengo hambre.

Aquella afirmación tan pura, tan simple, me hizo reír:

— Claro—comenté.

Él se puso serio. Sabía que había algo más, una segunda intención y que a menos
que yo se lo explicara expresamente, se le escaparía.

— ¿Qué es lo que ves tan “claro”?—preguntó, parpadeando deprisa de repente.

— Es el sexo, Sherlock— le dije, sin poder reprimir una sonrisa—. Ahora comes mucho
mejor.

— Mm….esto está buenísimo. — Se relamió y yo seguí con la mirada su lengua juguetona,


deseando vivamente enlazarla con la mía—. Ya me he dado cuenta de que como más ahora,
John. Pásame esa copa de vino ¿quieres?

— ¿Vino también? Se te ha abierto la conexión al placer, Sherlock. Al placer carnal, al


placer sensual… Disfrutas de la comida, de la bebida, de… todo. —Mi compañero me
miraba sin pestañear, atento a mis palabras, como a la defensiva. Él quería seguir siendo un
ser enteramente cerebral, como si eso fuera el colmo de la perfección—. No me cabe duda
de que tu mente va a estar mucho más aguda y acelerada con todas esas hormonas
circulando por ahí. —Sherlock abrió mucho los ojos.

— ¿Mi mente?

— Sí, tu mente, Sherlock.

— Tienes razón. Creo que no voy a necesitar la cocaína.

— ¡Sherlock!—Así que el muy bandido no se había deshecho de ella. Algunas veces era
realmente exasperante. Ante mi furia repentina, él se limitó a sonreír haciéndose el
inocente.
Después de comer le seguí a la cama, dispuesto a jugar a la guerra. Estuve a punto
de perder el uniforme en el primer combate, pero fui lo suficientemente hábil como para
ponerle las esposas antes de que me desnudara del todo. El sonido metálico de las anillas
cerrándose alrededor de sus muñecas lo excitó salvajemente y sus ojos echaron chispas, su
cuerpo se curvó invitándome, reclamándome. Y, para mí, no hay nada en el mundo tan
subyugante. Mis manos y mi boca se perdieron en él, memorizando sus contornos,
saboreando su piel, dejando marcas en el camino. Cuando llegó el momento, hice valer mi
conquista y me apoderé de él, gozándolo, tal y como él me suplicaba entre gemidos, hasta
hacerle gritar de placer, hasta derramarme entero en sus dulces y cálidas entrañas.

Una siesta reparadora, la mejor que había tenido en mi vida hasta ese momento, nos
dejó nuevos. Me levanté relajado, feliz. Sherlock estaba resplandeciente. Nos duchamos
juntos, con aquel ardor adolescente a flor de piel, retozando en el agua, aún ávidos de
caricias y besos, incansables de aquella íntima felicidad.

La hora del trabajo se presentó así con mejor cara y nos pilló llenos de energía.
Fuimos a toda prisa a Saint Bart´s, mi compañero ya estaba hiperactivo e impaciente por
resolver el puzle. Al fin pude ver el misterioso contenido de la cajita esterilizada, Sherlock
lo sacó con unas pinzas finísimas y, antes de ponerlo en el microscopio, me lo mostró,
parecían escamas.

— ¿Qué te parece? —me preguntó.

— Son escamas, unas escamas de colores. ¿De serpiente?

— Estoy seguro, John.

Entonces, caí en la cuenta.

— ¡Una mordedura de serpiente!—exclamé—. Eso explicaría esas punciones tan


minúsculas y tan profundas

— Ahora tenemos que averiguar la especie a la que pertenece y el tipo de veneno. Encontré
estas escamas en el cadáver de Paddington, pero seguro que el veneno está aún en los otros
dos cuerpos.

— Es… sorprendente. Sí, el veneno de serpiente puede causar asfixia… pero no puede ser
una serpiente de Europa, Sherlock, tiene que ser una serpiente africana o asiática… —El
manual de tóxicos me vino inmediatamente a la mente.

— Ahora lo veremos, John.

— ¿Sabías que la aguja hipodérmica se inventó por imitación de los colmillos de las
serpientes venenosas?
Mi compañero observó la escama bajo el microscopio. Era de un color azabache
intenso, salvo por el borde, en el que destacaba un amarillo brillante. La base de datos
empezó a buscar a toda velocidad la correspondencia entre la muestra y la especie a la que
pertenecía. En menos de un minuto, un resultado apareció en la pantalla: notechis escutatus
o serpiente tigre de Australia.

Era una de las serpientes más venenosas del mundo, de aproximadamente un metro
y veinte centímetros de longitud, de color variable, pero con unas características bandas de
color amarillo. El veneno —recordé— producía dolor, hinchazón, necrosis, hipotensión,
entumecimiento, parálisis de los músculos respiratorios y la muerte, debido a una potente
neurotoxina, la notexina.

— Tiene que haber sido una serpiente de ésas, Sherlock, el veneno produce mareos y
zumbidos, la víctima tiene rápidamente dificultad para respirar y sus pulmones y su
diafragma se paralizan.

Sherlock me miró con un brillo de entendimiento en sus ojos celestes.

— ¿Cuánto tarda en hacer efecto?

— No mucho. Depende de la cantidad de veneno inoculada y de la zona… una hora, varias,


media hora…

— Eso explica cómo encontraron a las víctimas…

— Querrás decir dónde.

— Viene a ser lo mismo, John. Huían, iban en metro, por la línea de Hammersmith and
City, pero no llegaron a su destino.

Por Dios santo, una serpiente de Australia era el arma homicida. Hemos tenido
casos raros, muy raros, pero aquél no se me olvidará nunca. Tuvimos suerte y los cadáveres
aún no habían llegado a la sala de autopsias. Molly, con la amabilidad y la complicidad de
siempre, nos permitió que extrajésemos sangre de los otros dos y, efectivamente, el análisis
en el laboratorio detectó la notexina.

Sherlock ya estaba totalmente centrado en el caso, con los cinco sentidos, casi me parecía
oír el sonido de su portentoso cerebro en marcha. Volvimos a casa a toda prisa, mi
compañero estaba impaciente por terminar de atar los cabos de aquel caso tan especial.

Lo primero que hizo fue extender un plano del metro de Londres. Pasó el dedo por el
trazado de la línea de Hammersmith and City, señalándome las estaciones en las que habían
sido encontrados los cuerpos.

— Tiene que estar cerca, muy cerca de aquí… —murmuró.

— ¿El qué?
— La escena del crimen, John. El lugar dónde está el arma homicida, el sitio de dónde
huían las víctimas.

— ¿Qué te hace pensar que está cerca?

— Mira bien —me dijo y volvió a apuntar al mapa—. Encontré arena ¿recuerdas? Y
materiales propios de una obra y un aceite industrial imposible de clasificar, pero que se
corresponde con el que se usa para los raíles ferroviarios. Tiene que haber una estación
fantasma, John. Una estación en obras. Ahí es dónde están.

Sin darme tiempo a replicar, se sentó con el ordenador portátil. Vi cómo se conectaba a la
base de datos del Ayuntamiento de Londres con la contraseña de Scotland Yard. No tardó
nada en encontrar lo que buscaba. Saltó de su sillón como si le hubiesen pinchado con
alfileres.

—¡Vamos!

Cogí el teléfono para llamar a Lestrade, pero mi compañero me lo quitó de la mano.

— ¡No hay tiempo!

— Pero… Sherlock, no sabemos lo que nos vamos a encontrar.

— No tenemos pruebas suficientes. Aún…

Y así fue cómo nos presentamos solos a investigar el lugar de los crímenes, a pesar de que
ya me dio muy mala espina….

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Capítulo 12. En la boca del lobo por Rowena Prince

21 de febrero de 2013. En la boca del lobo.

Sherlock ya estaba lanzado y era inútil intentar detenerle. Ni siquiera me dio tiempo
a cerrar la puerta de casa, porque ya había parado un taxi y estaba dentro, mirándome con
expresión de exasperación. Fue callado todo el camino, mirando hacia la calle, pensativo,
sin que yo supiera hacia dónde nos dirigíamos. Yo sentía un nudo en la boca del estómago,
como si algo no encajara del todo, y su actitud ausente no hacía más que empeorarlo.

El taxi se detuvo cerca de la estación de metro de St. Paul´s y Sherlock bajó a toda
velocidad, excitado ante la idea de demostrar su teoría, de comprobar que tenía razón.
Caminamos durante unos diez minutos hasta llegar a una pequeña plaza en obras. El centro
estaba acordonado por vallas metálicas y una enorme excavadora proyectaba sombras
fantasmales a la luz de la luna, rodeada de escombros y adoquines de todos los tamaños.
Pero nada entorpecía a Sherlock Holmes cuando estaba decidido a desentrañar un misterio
y apartó una de las barreras a patadas. Ir tras él era mi única opción.

Yo esperaba un boquete inmenso, como un cráter, pero me encontré con lo que


parecía una vieja estación de metro, con un cartel descolorido y descascarillado y dos
pasamanos llenos de óxido. Las decrépitas escaleras estaban cubiertas de arena y polvo de
cemento. Shelock se paró repentinamente en mitad del camino.

— ¿Llevas la linterna?

— Sí

— ¿Y la pistola?

— Sí, Sherlock, claro que llevo la pistola. ¿Dónde estamos?

— En las obras del ramal entre las estaciones de Barbican y St. Paul´s. Esta es la vieja
estación de Saint Martin*, pero no está previsto que la vuelvan a abrir. —dijo. Y poniendo
voz de misterio, añadió— Seguirá siendo una estación fantasma.

Tras dos tramos de angostas escalinatas, salimos a un amplísimo vestíbulo, casi tan
grande como la misma plaza que cubría nuestras cabezas. Nuestros pasos resonaron en el
silencio y el eco multiplicó el ruido de la grava bajo nuestros pies. Desde aquel espacio
inmenso, podía verse el gigantesco tubo por el que pasarían los trenes. Estaban colocando
los raíles. De las descomunales dovelas de la parte alta del túnel colgaban potentes focos
que iluminaban la formidable obra de ingeniería. Sherlock me tiró del brazo.

— Hay vigilantes de seguridad—susurró—Tenemos que ir al otro lado, hacía allí—Y


señaló a la derecha.

Me di cuenta entonces de que junto a las obras estaban los restos de la antigua
estación, de lo que en otros tiempos había sido un andén, con los azulejos rotos, los
ladrillos descarnados y el suelo ennegrecido. La poderosa luz de los focos de la nueva
galería apenas llegaba hasta allí. Sherlock se dirigió a grandes zancadas hacia el final del
andén espectral y atravesamos lo que me pareció la entrada a una cueva, pero que resultó
ser el pasadizo que conducía a las taquillas. Tuve que sacar la linterna. De nuevo, bajamos
unas escaleras tenebrosas, resbaladizas a causa de los sedimentos.

Cuando vi las taquillas tuve la sensación de haber viajado en el tiempo. Una


bombilla sujeta con un cable pelado las alumbraba débilmente. El suelo estaba lleno de
pequeños cascotes, de tierra oscura, de suciedad. El techo, con forma de bóveda, estaba
destripado y podían verse las vigas y el armazón en carne viva. Todo estaba como
quemado, cubierto de cenizas, de los años en que se había ido depositando el hollín y la
contaminación. Ya no me acordaba de que, cuando era un niño, las taquillas eran como
pequeñas casetas, como cabinas antiguas de teléfono, y ahí estaban, pero con los cristales
rotos y tan negras que parecían hechas de carbón. Me hizo sonreír, pensando en mi
infancia, el letrero que indicaba dónde había que tirar los billetes usados, ahora oxidado y
retorcido, y las pequeñas puertas metálicas a media altura, que había que empujar para
acceder al igual que para salir, separadas por un tosco panel.

Sherlock miró fijamente su teléfono móvil durante unos segundos y me indicó que
debíamos seguir adelante. Su autosuficiencia me irritó.

— ¿Cómo sabes por dónde tenemos que ir?

— Mi red de vagabundos, John. Han estado buscando.

Dejamos atrás las taquillas y nos adentramos en otro pasaje subterráneo. Esta vez
oscuro como boca de lobo. La luz de nuestras linternas reflejaba múltiples grafitis pálidos y
mugrientos y en el aire se percibía un cierto olor a podredumbre, no muy fuerte, como si
hubiese algo muerto no muy lejos de allí. El techo era aún más bajo y Sherlock tuvo que
agacharse en algunos tramos, hasta que salimos a una sala más espaciosa, llena de basura.
De ahí procedía el hedor.

La linterna de Sherlock comenzó a moverse deprisa y en todas direcciones,


zumbando de un lado a otro de las paredes.

— ¿Qué pasa?—le pregunté.

— ¡Tiene que estar aquí!

— ¿El qué?

— ¡El zulo! ¿Es que no lo ves?

— ¿Qué tengo que ver, Sherlock?

— Este pasaje continuaba antes, John. Conducía a una salida, pero ahora acaba aquí,
porque han convertido parte de la galería en un escondite. ¡Maldita sea! Tiene que haber
una forma de abrirlo.

La linterna de mi compañero volvió a girar enloquecida hasta que, súbitamente, se


quedó fija en un punto, cerca de mi cabeza. No tuve tiempo de preguntarme por qué. Una
voz áspera y estridente me atravesó y me erizó la piel:

— ¡No te muevas o te vuelo la tapa de los sesos!

Instintivamente, dirigí mi foco hacia el origen de la amenaza. Un individuo, casi tan


alto como Sherlock, apoyaba la boca de su pistola en la sien de mi compañero y con la otra
mano le sujetaba por el cuello, apretando la bufanda. Me quedé paralizado, como si me
hubiese caído un rayo.

— ¡Tú! ¡Tira la linterna! ¡Levanta las manos! ¡VAMOS!


Obedecí sin pensar. Un haz de luz se proyectaba ahora desde el suelo, iluminando
de forma parcial la escena. El tipo hablaba con un acento extraño, ruso o de algún país del
Este.

—Ahora tú, muñeco. Tira esa maldita cosa y pon las manos sobre tu cabeza.

Entre las sombras fantasmales dibujadas por los focos, pude ver que Sherlock
cumplía las órdenes. Nuestras miradas se cruzaron y le entendí perfectamente. El tipo no
sabía quiénes éramos y parecía no sospechar que íbamos armados. Lo reduciríamos en
cuanto tuviéramos la oportunidad. Pero no apartaba el arma de la cabeza de mi compañero.
Se oyó un click y de manera instantánea, a mi espalda, sonó un estruendo metálico, como si
se abriera una enorme gruta de acero.

— ¡Entrad ahí! ¡DEPRISA!

Di varios pasos hacia atrás, sin apartar la vista de Sherlock, que seguía agarrado por
el tipo, con la pistola en la sien. Pisé el carril por el que se deslizaba la puerta y, nada más
cruzarlo, unas intensas luces fluorescentes me deslumbraron. Por unos segundos, me
pareció estar de nuevo en el laboratorio de Baskerville. Pude ver entonces al sujeto. Tenía
la cara marcada de cicatrices, una nariz ganchuda y un pelo rubio, lacio y grasiento pegado
al cráneo. Su mirada era afilada, como el borde de una cuchilla de afeitar.

— ¿Quiénes sois? ¿Polis? ¿Qué habéis venido a hacer aquí?

Sherlock y yo nos miramos. Teníamos que distraerlo.

— Sólo estábamos examinando el túnel. Trabajamos en la construcción del ramal, somos


los ingenieros—mintió Sherlock. El tipo no pareció muy convencido. Le miró con
desconfianza.

— Esto queda muy lejos de tus obras, “ingeniero”—soltó, pronunciando las palabras en
tono de burla.

Estábamos en un enorme garaje en forma de túnel. Blanco, diáfano, luminoso. Un


pulcro y ordenado almacén de armas, colocadas y clasificadas en estanterías de acero. Un
simple vistazo, un momento en el que me aventuré a girar la cabeza, fue suficiente para
darme cuenta de que no eran armas convencionales. Lo que tenían guardado allí eran armas
de guerra. Ligeras, pesadas, de todo tipo. Probablemente, bombas también.

De pronto, la expresión del individuo se transformó en sorpresa.

— Eh… Yo a ti te conozco. No, no puede ser. No puedes ser el detective ése, no llevas la
gorra.
La sangre se me heló en las venas. Miré a Sherlock intensamente, desesperado,
tratando de que no le dijera la verdad, de que el ego no le cegara. Mi compañero había
abierto la boca para replicar, pero entendió mi mensaje.

— No sé de quién me está hablando. Ya se lo he dicho—añadió firmemente—Somos los


ingenieros de la nueva estación.

— Ya veremos. Les vais a tener que dar las explicaciones a mis colegas. Esto les va a
cabrear mucho.

Sin apartar ni un milímetro el arma de la piel de Sherlock y sin desviar ni un


momento la vista de él, el tipo sacó un teléfono móvil.

Y entonces la vi.

Todo sucedió en apenas unos segundos, pero puedo recordarlo a cámara lenta,
porque aquellos segundos fueron eternos.

Una serpiente negra y brillante reptaba detrás de Sherlock. Avanzaba hacia él,
estaba ya muy cerca de sus piernas. Reaccioné de manera inconsciente, automática. Saqué
rápidamente la pistola y disparé al bicho. Un solo tiro, porque al mismo tiempo que veía a
aquella alimaña con la cabeza destrozada y pegada a una baldosa, por el rabillo del ojo,
percibí que el sujeto había vuelto el arma hacia mí. Intenté esquivarlo, pero antes de caer al
suelo noté que algo me abrasaba el muslo izquierdo, una quemazón desgarradora que
perforó todos mis nervios, hasta caer de bruces. Aturdido por el dolor, alcancé a ver que mi
compañero había aprovechado la distracción para clavarle al canalla el codo en el estómago
y hacer que se doblara sobre sí mismo, para rematarlo después con un certero golpe de
kárate en la nuca.

Podía sentir cómo la sangre empapaba mi pantalón y corría por detrás de la rodilla,
acumulándose debajo de mi pierna herida, sin que el suplicio me diera tregua. Sherlock se
abalanzó sobre mí.

— ¿ESTÁS BIEN? ¡Dime que estás bien!— Su voz era una súplica a gritos. Su cara
reflejaba terror, tenía un brillo húmedo en los ojos y sus labios temblaban. Me agarró con
fuerza de los brazos, como si me fuera a escapar, como si quisiera evitar que una fuerza
sobrehumana me apartara de él. Se me encogió el corazón.

— No es nada, Sherlock, estoy bien—mentí. Sabía que la herida no era grave, pero existía
el riesgo de que me desangrara y me estaba mareando—.Pero llama a Lestrade. Y a una
ambulancia. Date prisa. Por favor…

Y perdí el conocimiento.

22 de febrero de 2013. La herida.


Recobré el sentido ya en el hospital. De lo primero que me acuerdo es de un horrible
dolor de cabeza y de un desagradable sabor de boca. Antes incluso de abrir los ojos, me di
cuenta de dos cosas: no sentía las piernas y mi mano izquierda estaba aprisionada. Sherlock
la tenía sujeta entre las suyas. Estaba dormido, sentado de mala manera encima de una silla,
junto a la cama, con su cabeza apoyada en el borde, el pelo rizado todo alborotado, los
párpados hinchados y amoratados. El impulso de acariciarle fue tan grande que liberé mi
mano aún a riesgo de despertarle, cosa que ocurrió. Me miró con ojos somnolientos, la luz
de su mirada opaca durante unos instantes, hasta que le sonreí y se le iluminó la cara. Todas
las partes de mi cuerpo que estaban conscientes se estremecieron. Hundí mis dedos en sus
rizos.

— ¿Cómo estás? —me preguntó, mirándome intensamente.

— Todo lo bien que se puede estar después de una operación. Porque me han operado y me
han sacado la bala ¿no?—Sherlock asintió con la cabeza, me retiró la mano de su cabello y
volvió a tomármela entra las suyas—. Eso explica la jaqueca tan espantosa que tengo y que
me duela la garganta como si me la hubieran raspado, es la anestesia, aún tengo las piernas
dormidas. ¿Cuántas horas llevamos aquí?

— Unas diez horas—dijo, con voz de cansancio.

— ¿Diez horas?—Ahora me explicaba por qué Sherlock tenía aspecto de estar agotado.
Tiré de mi cuerpo hasta quedarme sentado en la cama— ¿Has comido algo?

— No.

Lancé un suspiro de frustración.

— ¿Por qué tanto tiempo?

— Tardaron en tener un quirófano libre y… habías perdido mucha sangre—Me echó una
mirada llena de dolor que me conmovió en lo más íntimo, lo había pasado mal—Pero
tuviste suerte, nuestra sangre es compatible.

— ¿Me estás diciendo que me has donado sangre?

— Sí, eso es. Ahora tienes algo mío por ahí, circulando. Pero no te hagas ilusiones, no creo
que eso te haga más inteligente.

Me eché a reír y el sonrió.

— No, nadie puede competir con el intelecto superior de Sherlock Holmes. Bastante tengo
con haber salido de ésta— comenté, inocentemente.

Entonces, Sherlock volvió a apretarme la mano y se la llevó a los labios. Me besó la


mano, con devoción, con adoración, y a mí se me paró el corazón. Me quedé mirándolo
embobado, sintiendo sus labios como si además de acariciar mi mano, me acariciaran el
alma. Noté cómo las lágrimas acudían a mis ojos y tuve que luchar para reprimirlas,
sofocado. Y entonces, caí en la cuenta. Fue como si un nudo se me hubiese desatado por
dentro, como si me hubiese liberado de un peso del que no había sido consciente. Hasta qué
punto había reprimido el deseo de que él me amara. Yo no tenía dudas de que, dijera lo que
dijera sobre el amor, sobre la química, sobre la ofuscación de las emociones, él era
perfectamente capaz de amar. Nadie le conoce mejor que yo. Pero yo ya estaba maravillado
con su lealtad, con su apego, con su confianza, con su afecto y no aspiraba a más. Pero sus
gestos, en las últimas y agitadas horas que nos había tocado vivir, habían sido elocuentes.

— Ven aquí—le dije, abriendo los brazos hacia él.

— ¿Qué?

— Yo no puedo moverme.

Frunció el ceño, como si lo encontrara raro y fastidioso. Pero a mí no me engañaba,


así que seguí con los brazos abiertos. Movió la silla para acercarse aún más y dejó caer su
cabeza en mi pecho, abrazándose a mi cintura.

La herida había merecido la pena. Muchas heridas habrían merecido la pena*,


porque pude ver lo que Sherlock sentía realmente por mí. Ya no me importaba el dolor, ni
la inmovilidad ni ninguna otra consecuencia.

La vuelta a casa fue toda una experiencia. Tuve que estar sentado durante todo un
mes, incapaz de hacer nada. Fue realmente frustrante. La señora Hudson me mareaba con
sus atenciones, Sherlock y Lestrade hicieron un par de trabajos por su cuenta, mientras yo
me consumía sentado en el sofá viendo la tele o leyendo novelas policíacas. Pero fue
emocionante ser el centro de atención de Sherlock Holmes. Nadie sabe lo mucho que lo
disfruté, lo mucho que me compensó de los sinsabores de aquel encierro, lo que no quiere
decir que no sea servicial ahora, pero no es lo mismo, no es propio de él estar pendientes de
temas tan mundanos. Yo no estaba acostumbrado a que se ocupara de asuntos domésticos y,
mucho menos, a que me hiciera la comida y me la sirviera.

Una tarde, cuando ya empezaba a valerme con la vieja muleta y daba paseos por la
casa, él parecía contrariado. Hubiera jurado que le había cogido gusto a ocuparse de mí. Ese
día había preparado unos filetes, le habían quedado casi crudos por dentro y quemados por
fuera, pero a mí me supieron a gloria, igual que la lata de judías recalentada. Ni la Reina de
Inglaterra tenía el honor de que Sherlock Holmes le sirviera el té.

— ¿Hay algo más que pueda hacer por ti? —me preguntó, antes de irse a su sillón.

— Sí. Venirte al sofá conmigo.

Sonrió de medio lado, como si le hubiese hecho gracia la idea, pero no sólo se sentó
junto a mí, se acurrucó en mi regazo.

— No sé lo que habría hecho sin ti—me dijo y su voz sonó profunda y grave.
La pierna me dolía, pero yo estaba en el cielo.

24 de diciembre de 2014.

La convivencia con Sherlock no es fácil. En realidad, ninguna convivencia lo es. La


convivencia es difícil para todas las parejas. Nosotros partíamos con una ventaja muy
grande, habíamos logrado un entendimiento razonable, un acuerdo tácito de espacios
comunes y privativos, mucho antes de tener una relación, cuando sólo éramos compañeros,
y ya parecíamos un matrimonio, con sus discusiones, sus roces y sus buenos momentos.
Nada ha cambiado mucho.

La pasión por nuestro trabajo nos une, más de lo que puede parecer a simple vista.
No es sólo el común amor al riesgo, a la aventura, el que a los dos nos parezca importante
lo que hacemos, que nos sintamos satisfechos (yo más que él) de ayudar a los demás
quitando de las calles a tipos indeseables y el que nos guste resolver enigmas y misterios (a
él más que a mí), son las intensas experiencias que hemos vivido, que vivimos juntos,
algunas realmente al límite.

Es cierto que esa misma inclinación por el peligro, por involucrarnos en los asuntos
de la policía, fue lo primero que nos unió, lo que nos llevó a una relación de conveniencia.
Pero después, llegaron la complicidad, el respeto, el entendimiento, la aceptación y el
afecto. Y la simbiosis. Con aquel punto de inflexión que fue su falso suicidio. Aquel hecho
dramático que me hizo ver que le amaba, que le hizo ver hasta qué punto yo le importaba.
Después de eso, sólo tuvimos que dejar que las cosas fluyeran espontáneamente para llegar
a la unión carnal y sentimental. No hemos querido celebrar una unión civil, no nos hace
falta. Tenemos nuestras miradas, nuestra piel, nuestras manos, nuestras palabras, nuestros
silencios, para estar unidos.

Y nuestros juegos íntimos. Sencillos y llenos de ternura la mayoría de las veces.


Peligrosos y excitantes en algunas ocasiones.

Ayer fue uno de esos días en que los que nos toca estar encerrados en casa. Un día
frío, lluvioso, lleno de tedio, sin trabajo a la vista. De esos días en los que Sherlock llega a
ponerse insoportable y en los que tengo que contar hasta mil para que no me rebose su
aburrimiento. Un día ideal para entretenernos de manera trasgresora al anochecer, al
amparo de la oscuridad, entre las sombras de nuestro estado de ánimo.

No hizo falta pacto previo, ni siquiera una palabra. Bastó con que le mirara y que a
él le brillaran los ojos. Me puse el uniforme despacio, lentamente, saboreando de antemano
su nerviosismo. Y cargué la pistola.
Las botas del ejército hicieron que los peldaños de la escalera temblaran a mi paso,
resonando sobre su superficie, poderosas y firmes. Cuando entré en el salón, me lo encontré
casi a oscuras, con tan sólo el resplandor de las llamas oscilando en las paredes. Sherlock
estaba en bata y pijama, tirado sobre su sillón, el del armazón de barras metálicas, el mismo
al que le he atado otras veces. Pero ayer yo tenía otros planes. No se volvió hacia mí, como
si no me hubiese oído entrar, como si estuviera a millas de allí. El juego había comenzado.
Un par de pasos, aparentemente inadvertidos, y mi revólver estaba en su cabeza.

— Quieto, soldado. Estás capturado.

Me miró fingiendo asombro y levantó las manos despacio.

— No estoy armado, Capitán.

— Solo y desarmado. ¿Qué pretendías viniendo aquí? ¿Convertirte en mi prisionero?

— Yo… —Me miró con complicidad. Una leve sonrisa asomó por la comisura de su boca.

— ¡Al suelo! Vamos, soldado, quiero ver que te arrastras como una sabandija.

Sherlock se bajó del sillón y se sentó en la alfombra. Yo seguía apuntándole


firmemente con la pistola.

— Vamos a ver qué eres capaz de hacer ahora que estás cautivo, soldado—dije, masticando
las palabras, imitando a los bastardos que he conocido en la guerra— ¡Desnúdate!

Sherlock levantó la mirada, desafiante. Sus ojos parecían los de una pantera, dijeron
sin palabras lo que yo ya sabía, que podía atacarme, que era perfectamente capaz de
lanzarse sobre mí y desarmarme con un solo movimiento. Pero comenzó a quitarse la ropa.
Yo le observé complacido, disfrutando del espectáculo. Arrojó las prendas lejos de él y
volvió a clavar en mí sus ojos claros, expectante. Me acerqué a él y coloqué la boca del
cañón a centímetros de su cara.

— Chúpame las botas—escupí.

Mi compañero apretó los labios y torció la boca. Eso no le gusta en absoluto, no


quería hacerlo, yo se lo dije a propósito. Pero, para mi asombro, bajó la cabeza y se colocó
a cuatro patas, levantando el culo mientras lamía el burdo cuero negro.

— Prueba superada, prisionero.

Me dedicó una sonrisa burlona, como jactándose de haber sido capaz, de haberme
sorprendido. Sherlock estaba disfrutando del juego. Fue fascinante verlo así, desnudo y
expuesto, salvo por su mirada felina, mientras yo permanecía totalmente vestido. Y armado.
A un enemigo apresado le pueden esperar toda clase de humillaciones. Me bajé la
cremallera del pantalón y me coloqué frente a él. Lo agarré del pelo, con cuidado de no tirar
demasiado, y froté mi polla contra sus labios. La pantera volvió a mirarme retadora.

— ¿Tengo que decirte que es lo que quiero que hagas, soldado?

Gateó hacia atrás, hizo una mueca de desprecio, pero sus ojos estaban llenos de
malicia. Puse el arma en su frente.

— ¿A qué esperas?—Le pregunté, con voz melosa.

No me esperaba que volviera a sonreír, como bromeando de lo patético de su


situación. Se metió la polla en la boca, muy en su papel, con cara de asco, como si supiera a
rayos, pero en menos de dos segundos la había agarrado y me estaba haciendo una mamada
espectacular.

— ¡Basta! Es suficiente—Le grité.

Lo empujé con el pie hasta hacerle caer de lado sobre el suelo y puse la bota sobre
su abdomen, apretando suavemente. Él se encogió sobre sí mismo, jadeando. El revólver no
dejó de encañonarle ni un segundo.

— ¡Siéntate! —Señalé con la pistola su sillón. Él obedeció rápidamente, ansioso— ¡Las


manos por encima de tu cabeza, los talones apoyados en los extremos del asiento! ¡Vamos!
¡YA!.

Sus jadeos se hicieron más profundos, mientras yo permanecía tranquilo, pendiente


del siguiente paso. Cruzó las muñecas sobre el borde del respaldo, esperando.

— No, Sherlock. No va a haber ligaduras hoy. No te lo voy a poner fácil.

— Pero…—Por su rostro pasó una genuina expresión de desconcierto.

— No te he dado permiso para hablar—Le solté. Y de una zancada me planté pegado al


sillón. Apreté la pistola contra su garganta—. No va a ser necesario que te ate ¿Verdad?—
Moví el percutor hasta hacer girar el tambor y sonó el click de la bala colocándose en la
recámara.

Nos gusta el peligro.


El revólver estaba cargado.
Él pensaba que con balas de verdad.
Yo sabía que sólo había una y de fogueo.

Vi cómo todo su cuerpo se tensaba. Miró la pistola de reojo y dejó escapar un siseo
entre sus dientes apretados, su labio superior se curvó ligeramente hacia arriba, su polla dio
un respingo de excitación.
— No se te ocurra hacer ni un solo movimiento en falso—Le incrusté el punto de mira en el
cuello.

Me abrasó con los ojos, su pecho subía y bajaba. Clavó las yemas de los dedos en el
respaldo del sillón y abrió mucho más las piernas. Era mío.

Decidido, le puse el arma en los labios:

— Chupa la pistola, chúpala. Quiero verla reluciente de tu saliva.

Sherlock abrió la boca y le introduje la mitad del cañón. Una sombra de temor cruzó
sus ojos, que no se apartaban de mi cara, y vi su lengua, roja y brillante, lamiendo el metal.
Mi polla se retorció. Cuando me pareció que ya había chupado lo suficiente, pasé la
chorreante boca del revólver por sus pezones rosados, rozándolos ásperamente, arañándolos
con los bordes pulidos del arma. Se pusieron erectos, se endurecieron igual que mi
miembro.

El cañón aún estaba impregnado de saliva y lo deslicé por su vientre, que ahora
palpitaba. Sherlock se estremecía ya de impaciencia, pero yo acababa de empezar el ritual.
Arrastré el arma por su ombligo hasta su pubis, por el suave camino marcado por su vello
pálido y delicado. Con un movimiento brusco, me agaché y le metí la pistola entre las
piernas, empujándola contra su perineo, muy cerca de su entrada, obligándole a dar un bote.
Soltó un gemido y su respiración se acaloró aún más. Le miré con cautela, pendiente de su
reacción, pero sus ojos brillaban en la penumbra de la habitación y se mordía los labios,
entre el temor y la excitación. La adrenalina circulaba desbocada por sus venas. Su polla
estaba dura como una roca y había empezado a gotear.

Solté la empuñadura y deje caer el revólver sobre su regazo. Me lanzó una mirada
de interrogación.

— No. Te. Muevas—bufé.

Me quité las botas y la ropa, mientras Sherlock permanecía inmóvil, con las manos
aferradas al respaldo del sillón, mirándome fijamente, con los pies apoyados en ambos
lados del asiento, con las piernas dobladas y la polla enhiesta, como un mástil. La pistola se
mecía sobre su ombligo, al compás de su respiración profunda y alterada. Desvié la vista a
propósito, dándole la espalda, entreteniéndome en apartar las botas y los pantalones. El
prisionero tenía una oportunidad de escapar y hasta de cambiar las tornas.

Me volví lentamente, pero no se había movido. Seguía observándome con sus ojos
de gato, turbado, jadeando, consumido por el deseo. Se me hizo la boca agua.

Sin dejar de contemplar su cuerpo anhelante, recogí la pistola y la desmonté con dos
hábiles maniobras.

— ¿Qué haces?—preguntó sorprendido.


Y entonces mostré mis cartas:

— Nada de pistolas, Sherlock, nada de cuerdas o cinturones, sólo tú y yo. Sólo mi voz y tus
deseos.

Me abalancé sobre él cubriéndolo con mi cuerpo y, por fin, lo besé en la boca,


dando rienda suelta a la calentura que me abrasaba. Nuestras pollas se rozaron y ambos
gemimos de placer. Él se revolvió debajo de mí.

— Te he dicho que no te muevas—Le susurré, con voz amenazante.

Parpadeó confundido.

— Esta noche — volví a besarlo con pasión— sólo estarás atado por mi voz y será
suficiente para que hagas lo que yo te diga.

Sus ojos refulgieron como las brasas ardientes de la chimenea.

— Echa el cuello hacia atrás— Le ordené.

Cerró los ojos, en un gesto de total entrega que conozco muy bien, pero que nunca
ha dejado de trastornarme, y me ofreció su garganta mansamente. Era como tener una presa
que suplicara ser devorada y le mordí con todas mis fuerzas, hasta hacerle gritar, gozando
con sus estremecimientos. Después, pude comerme a placer sus dulces pezones y clavar
mis dientes en sus hombros redondos y menudos como blancas manzanas, mientras
temblaba y se estiraba debajo de mí. Nuestras pollas mojadas se frotaban aprisionadas entre
nuestros cuerpos pegados. Hizo ademán de mover las manos para abrazarme.

— Vuelve a poner los brazos sobre tu cabeza. Ahora mismo—mascullé.

Acató la orden sin resistencia alguna y me regaló una mirada chispeante llena de
lascivia. Yo apreté las mandíbulas, enajenado por un impulso salvaje. Agarré con fuerza sus
caderas para elevarle el culo y le clavé la polla, deslizándome dentro de su cuerpo en un
solo movimiento, ciego pero certero.

Fue un acto de posesión pura y dura. Shelock gritaba, poco importaba si era de placer o de
dolor, porque en él ambas cosas se fusionan en una línea oscura y confusa, en una frontera
ambigua, en el lugar en el que él alcanza el clímax de la manera más arrebatadora, más
aguda, más profunda, en el mismo lugar en el que yo le reclamo, en el que yo me fundo con
él, en el que somos uno, rodeados por el sonido obsceno de carne contra carne, absortos en
nuestros gemidos y susurros, adheridos piel con piel, atados lengua con lengua, vibrando al
unísono, hasta desbordarnos empapados en saliva, sudor y semen.

Mañana es navidad y tenemos que ir a comer a casa de Mycroft y su marido. Menos


mal que Sherlock llevará puesta la bufanda.
*La verdadera estación abandonada de Saint Martin -a la que corresponde parte de la
descripción que se hace aquí- existe, pero está en Paris.

* “La herida mereció la pena. Muchas heridas hubieran merecido la pena…” Cita tomada
de la escena original de Conan Doyle en Los Tres Garrideb, en la que Watson resulta
herido y ve cómo Holmes se descompone. El texto original es:
“Bien valía la pena recibir una herida, muchas heridas, para descubrir la profunda lealtad y
el amor que se ocultaban tras aquella fría máscara. Sus ojos claros y duros se empañaron
durante unos momentos y vi temblar aquellos labios tan firmes. Por primera y única vez
pude comprobar que aquel gran cerebro poseía también un gran corazón. Aquel instante
revelador fue la culminación de todos mis años de humilde y esforzado servicio.”

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Importante: Todos los personajes reconocidos públicamente son propiedad de sus


respectivos autores. Los personajes originales e historias son propiedad de cada autor. No
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de autor.

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