Y Te Doy Mi Corazon - Eva Campos Navarro
Y Te Doy Mi Corazon - Eva Campos Navarro
Y Te Doy Mi Corazon - Eva Campos Navarro
banderas rojas
y sobrevivir a ellas
Plataforma Editorial
www.plataformaeditorial.com
ISBN: 978-84-10079-15-1
Diseño de cubierta:
Sara Miguelena
Grafime S. L.
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la
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establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
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fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
A mamá;
A mis sobrinas;
Introducción
1. Jesusito de mi vida
2. Tú eres niño
3. Como yo
6. Tómalo, tómalo
7. Tuyo es
8. Mío, no
9. Amén
Ni funcionará.
Alimentamos de todas las formas posibles una relación que sabemos que es
tan infértil como una momia, o incluso más. Pero, tranquila, no quiero que
te sientas mal ni culpable, ni mucho menos. Quizás es que simplemente no
eras consciente de lo que estaba pasando. Quizás es que no sabías que
estabas viviendo una relación de no-amor e, incluso, de maltrato emocional.
Quizás es que estabas tan manipulada que, sencillamente, no te creías capaz
de salir de ese callejón de dolor. Quizás es que te crees esa absurda creencia
popular de que «el amor es ciego» y no veías. O quizás es ahora cuando te
rechina lo que estás viviendo y por eso has cogido este libro.
«Jesusito de mi vida» era una broma que hacía con uno de mis ex, alguien
que —ahora lo sé— me maltrató emocionalmente durante los años que
estuvimos juntos. Siempre le decía que algún día escribiría sobre él, que
era el Niño Dios, la cosita mimada de mi vida. En realidad, era el pequeño
gran tirano de mis días y mis noches, de mis emociones y de mis estados de
ánimo. De mi vida, de mis sueños y de mis pesadillas. Como esa célebre e
infantil oración católica, damos nuestros corazones a niños que no saben
qué hacer con ellos, creamos pequeños dioses a los que adoramos,
limpiamos sus heridas y los velamos en vida —y en muerte—. Y nos
quedamos sin corazón, sin ánimos, sin vida, sin ilusiones.
Sin autoestima.
Hace unos días hablaba con una de mis zorras favoritas en el mundo. Le
planteaba mis dudas de cómo orientar este libro:
¿No es lo mismo? XD
Y también conozco a un puñado que han sido y son muy felices con sus
parejas. Curiosamente, casi todas las que conozco que nunca han tenido
una relación que les haya hecho darse al chocolate, al helado, a otras
sustancias o a los kleenex son parejas que se formaron realmente muy
jóvenes, en torno a los quince o dieciséis años. Eso no quiere decir que no
tengan sus problemas; todas las parejas tienen sus desavenencias en un
momento dado, lo cual considero normal e incluso sano. Pero este libro no
trata de desacuerdos o crisis puntuales, no. Este libro habla del «amor que
duele», que, perdóname que te diga, ni es amor ni es na. Eso es un cuento
absurdo y estúpido que nos contamos a nosotras mismas para no hacer las
maletas e irnos todo lo lejos que podamos. Pero ¿por qué no nos
marchamos? Cada cosa a su tiempo. Te prometo que en este libro
encontrarás respuesta a esta pregunta.
Por supuesto, las secuelas del segundo tipo de relación son mucho más
devastadoras que las de una relación disfuncional, pero eso no significa que
una relación disfuncional no la tengamos que mirar y aprender de ella, de
nosotras, de lo que esperamos en una relación y, sobre todo, de cuáles son
nuestros límites.
Sea cual sea tu caso, ¡bienvenida! Estás a punto de comenzar un viaje duro.
Duro porque ya sabes que yo no tengo pelos en la lengua y quizá leas cosas
que no quieres reconocer, pero, ante todo, porque vas a tener que desnudar
tu alma y dejar de culpar de todo, absolutamente todo lo que te pasa a ti, a
otros, al mundo, a la sociedad, a la mala suerte o a Dios. Pero será también
un viaje reconfortante, porque el tiempo no cura las heridas y, si las cura sin
que tú hagas nada, lo más probable es que se conviertan en cicatrices mal
curadas que te deformen. Así pues, no queda más remedio que
remangarnos, echar mucho alcohol —del de curar— aunque escueza,
limpiar, limpiar y limpiar la herida para que no se infecte y masajearla para
que, si deja cicatriz, esta sea bella. Créeme, soy experta en cicatrices físicas
y emocionales y esta es la única forma de tratarlas.
Este libro está escrito no solo por mí, sino por la experiencia de decenas de
mujeres que me han regalado su historia para que tú, querida, puedas
aprovecharla en tu beneficio. En sus páginas vas a encontrar preguntas,
historias con final feliz —aunque cuando las leas quizá no te lo creas— y
mucho de autobiográfico. Sentarme a escribir este libro me ha costado
mucho, muchísimo. Quizá sea el que más me ha costado de todos, al menos
de momento, porque para escribirlo he tenido que repasar mi vida
sentimental desde mi más tierna adolescencia, dejar de contarme cuentos y
darme cuenta de que ese: «Lo hice porque te quiero, Eva» en realidad es un:
«Me siento capaz de decidir por ti y que se haga mi voluntad». Es decir, me
he dejado de cuentos para poder darme cuenta de mi historia personal,
plagada de abusos, malas relaciones e incluso maltrato, y ser capaz de ver
en qué me ha convertido. Y ese es el objetivo de este libro, que te dejes de
contar cuentos, te pongas manos a la obra, cures activamente tus heridas,
mandes a freír espárragos todo aquello que te daña y seas feliz en tus
relaciones. Porque, querida, una relación que no te hace feliz no es una
relación de amor. Será de dependencia, de conveniencia (sí, sí, a veces sin
darte cuenta te mantienes en una relación porque te conviene), de
masoquismo emocional, de miedo, pero no de amor. Y, por favor, recuerda:
sin ti, tu vida no es nada.
Si eres un hombre y este libro ha caído en tus manos, necesitas saber algo:
aunque yo escribo siempre en femenino, todas estas páginas se aplican a ti
también. Tendrás, en algún caso, que hacer un ejercicio mental de
reconversión de palabras y situaciones, pero cada una de ellas también
puede ser aplicables si eres hombre. Y te doy las gracias por abrirte a
conocerte de una manera a la que, seamos sinceros, por lo general los
hombres no se abren.
Antes de continuar, quiero contarte una novedad para este libro: vamos a
usar códigos QR. Estos códigos son unos pequeños recuadros blancos y
negros a los que tienes que apuntar con tu móvil (con la cámara de tu móvil
o con alguna aplicación que lea códigos QR) y que te llevarán a
información complementaria, como puede ser el final de las historias de las
mujeres que te hablan a través de este libro. Además, al final de cada
capítulo, encontrarás un código QR que te llevará a listas de música de
Spotify, pues la vida sin música no tiene sentido y todo momento tiene su
banda sonora original. He elegido los códigos QR porque tanto las listas de
música, como las historias personales, son elementos que están vivos, que
cambian, se expanden y crecen, y quiero, querida lectora, que puedas
acceder a ellas en cualquier momento y puedas conocer la última
información. Si no tienes Spotify, ¡no te preocupes! En este código QR
puedes acceder a la página del libro, donde encontrarás una lista de
reproducción de YouTube con todas las canciones, aunque no están
organizadas por capítulos.
He elegido cada canción muy cuidadosamente. Escucha sus letras; algunas
te harán reír, otras te darán rabia y algunas, muchas, te harán llorar a chorro
limpio —como a mí— y están ahí para eso, para que te dejes llevar,
emocionar, llorar. Úsalas como parte de tu proceso. Pregúntate: ¿qué tiene
esta canción que me duele? ¿Qué puedo hacer para que deje de doler? ¿Qué
me emociona tanto? ¿Es este el amor que quiero vivir? ¿Es lo que tengo?
Pregúntate sin tapujos y respóndete con toda la sinceridad del mundo,
aunque duela, aunque eso signifique que tu mundo, tal y como lo conoces,
se acabe en ese mismo momento. También puedes crearte tus propias listas
de música, pero con una condición: que te ayuden a salir del pozo en el que
estás, no a alimentar ese amor que daña. Úsalas para sanar, para conocerte,
para sacar lo que tienes dentro y llenarte de amor por ti misma, porque, en
el fondo, de eso trata este libro.
JOAN CRAWFORD
Cuando tenía catorce años conocí a Rubén, un chaval cuatro años mayor
que yo y, rápidamente, me pidió salir. La verdad es que la relación con él
fue de lo más inocente, hasta que dejó de serlo y varios meses después me
pidió algo que yo no estaba dispuesta a darle: sexo. Mis padres, muy
inteligentemente, me enviaron ese verano a Estados Unidos, y allí llegué a
una gran conclusión: si hacía unos meses que yo jugaba en la calle a la
goma con mis amigas del barrio, ¿qué narices hacía yo pensando en jugar
con otros tipos de gomas? Así que poco tiempo después de mi vuelta, le
dejé.
Ahora entiendo perfectamente que él tenía unas necesidades propias de un
joven de diecinueve años, pero yo ni siquiera era una adolescente y era
consciente de que eso no estaba bien porque eso no era lo que yo quería. Y
ahí empezó mi primera pesadilla: el acoso. Rubén se dedicó a espiarme,
perseguirme, a decirme lo malvada que era por no hacerme cargo de su
dolor, a hablar mal de mí e, incluso, encontré en mi portal y frente a mi
colegio alguna pintada del tipo: «Eva puta». Pero lo peor no fue eso. Lo
peor fue que la gente —a la que, dicho sea de paso, le encanta opinar sin
que le sea solicitado— me decía que el muchacho lo estaba pasando fatal,
que debería darle otra oportunidad, que se estaba muriendo por dentro.
«¡Fíjate si te quiere, que te sigue a todos lados como un perrito faldero!»,
me dijo un día un amigo en común. No, no me seguía como un perrito, me
seguía como un ACOSADOR.
Y seguí mi camino.
Hasta que un día, una carambola del destino hizo que averiguase su
paradero: se había mudado a un pueblo en una sierra a unos seiscientos
kilómetros de donde vivía. Así que, ni corta ni perezosa, cogí mi mochila y,
tras un viaje de lo más surrealista, llegué a su casa. Llamé al timbre y
escuché su voz. Cuando abrió, casi me desmayo. Estaba, un año después,
con muletas y un aparato metálico en una de sus piernas. Él casi cayó al
suelo al verme. Fuimos a un bar cercano a tomar algo. Yo necesitaba saber
la verdad para poder dar carpetazo a ese asunto, pero hoy en día, creo que
su respuesta fue la peor que podría haber escuchado. «Dejé pasar el tiempo
porque te amo, siempre te he amado y siempre te amaré. Y por eso no podía
decirte nada: habrías dejado tu vida para estar a mi lado y no lo podía
permitir ¿Qué te puedo ofrecer yo, tullido de por vida?». ¡Oh, qué
romántico! Y qué daño me hizo. Porque más allá de si era verdad o no, yo
decidí agarrarme a esa idea. Y no pude avanzar. Durante años estuve
viviendo una vida en la que los oscuros submundos que recorría cada noche
eran lo único que me alejaban del dolor tan increíble que sentía al saber que
una historia maravillosa, de amor puro y tranquilo, acabó porque el destino
así lo decidió, no porque la hubiéramos agotado nosotros. Fue después de
mi siguiente Jesusito cuando decidí remangarme y trabajar en mí y mi
mundo emocional, que me di cuenta del enorme daño que ese gran amor me
había hecho. Y que no fue el destino quien decidió nada, sino él. Y sin
contar conmigo. Pero yo ya estaba en automático, con mi gran drama
romántico tatuado en cada célula de mi cuerpo. Y, sin saberlo, destrozada.
Y llegó él, al que mis amigas siguen llamando hoy en día «la termita»,
porque me comió por dentro hasta vaciarme sin darme cuenta. Yo le llamo
«el maltratador», porque lo fue, aunque la historia dio un giro radical hace
un par de años. Todo comenzó como dos amigos con mucha, muchísima
confianza, que comparten confidencias, risas, secretos y aventuras. Me
conocía muy bien. Un día me llamó diciéndome que tenía algo muy
importante que contarme; se había sentido terriblemente celoso de Sergio,
mi expareja y uno de mis mejores amigos. Y ahí comenzó nuestra historia.
Y no, esta no comenzó nada bien. Desde la primera semana vino con las
dudas —o quizás excusas— sobre si se resentiría nuestra amistad por
nuestra historia. A las dos semanas tuvimos el primer corte de relación de
los muchísimos que se sucederían durante los siguientes cinco años. A los
pocos días estaba en la puerta de mi casa suplicándome que volviera a su
vida. Y volví. Quizá mi obesidad —pesaba cerca de ciento cuarenta kilos en
aquella época— me susurraba que no tendría otra posibilidad así. O mi
corazón pegado con cinta aislante necesitaba ilusionarse de nuevo, como si
la ilusión fuera el pegamento indestructible para volver a unir sus pedazos.
Yo lo tengo claro:
Héctor, porque con la bandera del amor tomará decisiones por ti que solo
deberías tomar tú.
No te creas, querida lectora, que estas han sido mis únicas relaciones. No.
He tenido relaciones maravillosas, encuentros magníficos y hombres que
me siguen queriendo tanto como yo a ellos. También ha habido otros
pequeños Jesusitos porque, de hecho, hasta que no te das cuenta y cierras el
círculo vicioso, eso es lo que sueles tener. Después de hacerlo, de identificar
el círculo y salir de él, no han dejado de aparecer en mi vida más Jesusitos,
pero los he reconocido rápidamente y los he enviado a la basura con la
velocidad de un rayo. Pero si algo he aprendido de todos y cada uno de
ellos es que la única que tiene la clave para recuperarse, reconquistarse y
librarse de estos personajes que pululan por nuestras mochilas, somos
nosotras. Nada ni nadie te sacará las espinas clavadas si no lo haces tú. Y,
cuando por fin lo consigues, te das cuenta de algo: tienes muchísimo más
poder del que jamás imaginaste. Y es entonces cuando te sientes libre de
amar(te).
Lista de Spotify
2.
Tú eres niño
«Si sabes que la mayoría de los hombres son como niños, no necesitas saber
nada más».
COCO CHANEL
Quizá puedas pensar que son personas tóxicas, y probablemente sea así.
Pero algunos son, además, maltratadores que te hacen sentir la mayor
birria del mundo y te machacan para que no te muevas de la jaula. Y
tenemos que empezar a llamar las cosas por su nombre. Por ejemplo, para
mí el bullying es maltrato. Punto. Luego podemos debatir sobre si quien lo
ejerce sabe que lo es o no, pero el hecho es que es maltrato porque, entre
otras cosas, está claro que hay una intencionalidad de dañar, de humillar.
Siento ser yo quien te diga que quizás estés viviendo en una relación de
maltrato psicológico, pero, si es así, es necesario que te des cuenta de que
estás atrapada en esa situación y comiences a coger las riendas para poder
salir de ella.
Suelta el libro.
Coge el móvil.
Marca su número.
Diviértete y olvídale.
¡Listo!
Una retirada a tiempo es una batalla ganada y, en muchos casos, una guerra
finiquitada. No es un combate contra él, no. Es una cruzada contra esa
pequeña vocecilla que te puede decir: «Bueno, mujer, tampoco seas tan
radical, el chico a lo mejor se enamora y cambia», o «Se está haciendo el
macho pero cambiará, cambiará...». No. Si desde el principio el muchacho
se muestra con algunas de estas actitudes, puedes pensar que poco a poco
irá mostrando más. Y tú le habrás permitido que lo haga porque no te
habrás enfrentado a él o, de hacerlo, le has ido dejando entrar sin ponerle
límites.
Acusa a tus amigos de querer sexo contigo, incluso si tus amigos son
homosexuales.
Si pierde, se enfada.
Jamás da las gracias, pide por favor las cosas o es cívico. Por ejemplo, subís
a un autobús y solo hay un asiento libre que, por supuesto, ocupa él sin
reparar en la anciana que subió tras vosotros.
Te grita en público.
Te dice que eres tonta por sentir u opinar algo. Así, puede decirte que eres
imbécil por sentirte mal por algo que él ha dicho o que eres una boba por
creer que los gatos son las mascotas más adorables del mundo (que, entre tú
y yo, lo son).
Se mete en asuntos en los que tú has dejado claro que no quieres que entre.
Por ejemplo, en tu relación con tu madre, con tus amigas o en un conflicto
laboral que tienes abierto.
Te hace sentir inferior solo por el hecho de ser mujer. Y tú, está claro, no
crees que las mujeres sean inferiores (si lo crees, muchacha, tienes un grave
problema).
Te exige que hagas cosas con las que tú no te sientes cómoda. Y lo sabe.
¡Ojo! No es que te pida amablemente que le acompañes a hacer surf,
aunque tú odies el agua, sino que te exige que una buena novia hace surf
con su chico.
Trata de que cambies de ideas y hagas tuyas sus ideas radicales. Por
ejemplo, puede ser en cuestiones políticas, religiosas o sociales, pero
también en cosas menos trascendentales como los gustos musicales o
gastronómicos. ¡Ojo! No es cuestión de que él pretenda abrirse a ti y
compartir experiencias mostrándote cosas nuevas —posición que, de hecho,
considero muy beneficiosa—, sino que persigue que dejes tus ideas o gustos
para asumir los suyos.
Lanza objetos, agrede a las paredes o rompe cosas en sus ataques de ira.
E, incluso, después puede llegar a añadir un: «Da gracias que le he pegado a
la papelera y no a ti».
Monta en cólera por cosas insignificantes. Por ejemplo, te monta una escena
de lo más violenta porque te has dejado la luz del cuarto encendida.
Ignora tus peticiones con frases del tipo: «¿Ya estás con otra tontería de las
tuyas?», «¿Me vas a comer la cabeza de nuevo con tus mierdas?», o «¡Ya
está la trascendental dando por saco!».
Es cruel con los animales o con otras personas que él considera inferiores,
por ejemplo, sus empleados, los camareros de un bar o la limpiadora.
Solo te dice lo que haces mal, pero nunca te felicita por lo que haces bien o
tus logros.
Habla mal de todas sus ex, incluso usando frases de lo más denigrantes
hacia ellas.
Según él, todas las mujeres son lo peor del mundo. Quizá salve de la quema
a su madre, pero las mujeres, por definición, son unos seres inferiores y
malignos a sus ojos.
Te esconde cosas que son importantes para ti como castigo. Por ejemplo,
después de una pelea puede que te esconda el portátil, la tableta, las llaves
del coche o los pendientes de tu abuela a los que tanto cariño tienes.
Siempre te dice que haréis primero lo que él quiere y luego, si hay tiempo
—o dinero o ganas—, lo que tú quieres.
Controla tu ocio. Te dice qué ver, qué hacer e incluso el tiempo que le tienes
que dedicar a cada afición que tengas.
Cuando consigues algo, te ningunea diciendo frases del tipo: «A saber qué
habrás hecho para conseguirlo» o «¡Bah! Eso lo hace cualquiera, no sé de
qué te sientes orgullosa».
Estas son, aunque no lo creas, solo algunas de las conductas que nos
podemos encontrar en los Jesusitos. Como puedes comprender, la
intensidad de cada una de ellas puede variar, darse todas, algunas o solo
unas poquitas. Cada mujer que ha pasado por las manos de uno puede
identificar algunas —o todas— estas conductas. O quizá ninguna de ellas
porque su Jesusito tiene otras mucho más creativas. Por ejemplo, Magda,
me contaba un día:
Me siento absolutamente imbécil. ¡¿Cómo no lo vi?! Mi historia es casi la
de una princesita de cuento de hadas. Trabajaba de directiva en una empresa
de consultoría estratégica y, aunque estaba bien en mi trabajo, mi verdadera
vocación era pintar. Pero nunca creí que pudiera vivir de ello, así que lo
relegué a una simple afición de fin de semana. Cuando conocí a Juanca,
tuve la sensación de que un príncipe había desmontado de su caballo solo
por mí. Él era fascinante, atractivo, inteligente... y mi cliente. Así que,
desde el principio, el elemento de clandestinidad daba sabor a nuestra
historia. Con el paso del tiempo y la estabilidad de la relación, él comenzó a
«apoyarme» para que dejara la empresa y me dedicara a mi pasión. Un
apoyo maravilloso, diciéndome lo geniales que eran mis cuadros y lo lejos
que podría llegar si me dedicaba a ellos en cuerpo y alma. Juanca tenía
amigos por todo el mundo y un día consiguió que uno de ellos organizara
una pequeña exposición de mis cuadros en un café de Nueva York. Fue
maravilloso, ¡vendí todos mis cuadros! Así que, con el ego por las nubes, a
nuestra vuelta a España, presenté la renuncia en mi empresa sin luchar
mucho por un buen finiquito y me fui. Me trasladé a casa de Juanca, un
enorme chalet con un ático que habíamos convertido en mi estudio, y creí
tener la vida perfecta, la que siempre había soñado. ¡Qué equivocada
estaba! A los pocos meses, comenzaron los problemas. Ese príncipe
maravilloso que me apoyaba y arropaba por completo empezó a mostrar su
verdadera cara. Primero, me preguntaba con una sonrisa en la boca por qué
siempre iba desmaquillada, con ropa cómoda llena de retazos de pintura.
Luego, de forma sutil, casi como una broma, dejaba caer que él se pasaba el
día fuera de casa ganando dinero para que yo pudiera darme el capricho de
dejar de trabajar y dedicarme a la pintura. Cuando le decía que quería
buscar un lugar donde exponer, él me contestaba que no tenía prisa, que
pintara más obras. Así, llegado el momento, tendría mucho material entre el
que escoger para poder exponer. Todo era muy sutil, muy tierno. En verdad,
recuerdo pocos momentos agresivos, pero el primero fue una tarde que
llegó a casa y yo estaba riendo y tomando un café con mi amiga Miriam.
Entró por la puerta y comenzó a gritar a Miriam, cogió su bolso y lo tiró al
jardín. Yo me quedé tan bloqueada que no supe ni reaccionar. Miriam salió
por la puerta gritando que dejara a ese psicópata, pero yo me quedé de pie,
petrificada. Subió al dormitorio y al cabo de unos minutos, tiró la ropa sucia
por la barandilla de la escalera gritándome cosas del tipo: «¡Ese es el sudor
que paga tus facturas!». Yo solo supe recoger su ropa y llevarla a la
lavadora. Vino llorando, pidiéndome perdón, diciéndome que tenía
demasiado estrés, que lo sentía. Al día siguiente me compró un vestido de
marca, unos zapatos de cuatro cifras y fuimos a una cena de una de sus
empresas. Él me presentó como su mujer, que había trabajado en una
consultoría muchos años. Ni una palabra de su mujer, «la artista». Y eso
solo fue el comienzo. Años después me di cuenta de que él jamás me había
apoyado, jamás había creído en mí, jamás había pensado que yo podía
triunfar con mi pintura; solo quería una mujer que se quedara en casa, que
dependiera de él para que fuera enteramente suya. ¿Cuándo me di cuenta?
Cuando encontré todos los cuadros que había vendido en Nueva York
guardados en una caja en su despacho.
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3.
Como yo
MARLENE DIETRICH
¿Tienes miedo a decir algo que él considere una tontería y la use contra ti?
Por ejemplo, asumir que desconoces una palabra y que él use ese hecho
para decirte que eres una ignorante, una imbécil o una inculta.
¿Sientes que tienes que andar con pies de plomo con lo que dices o haces en
su presencia si no quieres acabar mal? Por ejemplo, es posible que creas
que no le puedes decir nada sobre tus amigas porque él va a atacarlas o a
humillarlas.
¿Tienes miedo a ser tú misma y expresar tus gustos? Puede ser que a ti no te
gusten las películas de Van Damme, pero prefieres callarte porque sabes
que llevarle la contraria significa una escenita que no olvidarás en días.
Cuando terminas de tener sexo con él, ¿te sientes humillada? Por ejemplo,
puede decirte cosas del tipo: «¿Ves como eres una puta?», «Esto que me has
hecho, se lo haces a cualquiera porque eres una guarra» o «¡Esta es mi
puta!». ¡Ojo!, si a ti te gusta el «rollito» duro y esas humillaciones son parte
de un juego consensuado entre los dos, es otra cosa muy diferente. Si te
sientes sucia, humillada o mal por cómo te trata o sus comentarios después
del sexo, es una malísima señal.
Cuando estás con tus amigas, ¿solo hablas de él? Cuando tenemos alguien
nuevo en nuestra vida y estamos ilusionadas, es normal que gran parte de
nuestras conversaciones giren en torno a esa nueva ilusión; la novedad
manda. Pero cuando no es así y todas tus conversaciones giran en torno a la
última que te ha hecho, a tus dudas sobre la relación o sobre determinados
comportamientos, él, como problema, monopoliza tus conversaciones.
¿Te han dicho alguna vez tus amigas que necesitas ir a terapia para
«desengancharte» de él? Cuando el «aquelarre» —que así es como llamo yo
a mis amigas— cree que no puede hacer más, se pueden poner serias y
decirte directamente que necesitas ayuda profesional.
¿Has dejado de contar a tus amigas que te has reconciliado —por enésima
vez— con él? Quizá mantienes oculta la reconciliación «hasta que esté todo
bien» y nadie pueda decirte que estás loca.
Cuando quedas con alguna amiga, ¿te prohíbe hablar de tu chico? Quizás
está harta del tema, pero a lo mejor es que le das demasiada pena como para
verte así. Una vez más.
¿Has dejado de quedar con tus amigas? Ya sea porque él decide que son
mala compañía y acabas creyéndole o porque tú decides que, si le ven como
el malo de la película, las malas son ellas, o porque no quieres escuchar
cómo hablan de él, la realidad es que hace demasiado tiempo que no quedas
con ellas.
¿Pasas el día controlando sus redes sociales? Y no solo por curiosidad, sino
para ver lo que sube, cuándo lo sube, con quién interactúa, etcétera.
¿Te sientes culpable? Por ejemplo, puedes creer que él se enfada siempre
porque tú haces algo o le provocas.
¿Te sientes desesperanzada? Sientes que no se puede hacer nada, que nada
va a cambiar o que, hagas lo que hagas, no podrás escapar de esa situación.
¿Sientes que tienes que dejar tus sueños de lado por la relación? Y no hablo
solo de ideas que puedas tener en un momento dado como irte tres meses a
recorrer Indonesia, sino que, si recorrer durante tres meses Indonesia ha
sido tu sueño, algo que de verdad te ilusiona y te llena, tengas que dejarlo
de lado solo porque crees que él no lo aceptaría.
¿Te sientes frenada en alguna área de tu vida? Por ejemplo, puede ser que tu
círculo social se vea drásticamente reducido, que cada vez te veas menos
con tu familia porque a él simplemente no le gusta, o que no hayas aceptado
un mejor trabajo porque supondría más horas y no crees que eso a él le
gustara.
¿Empiezas a creer que las críticas sobre tu físico son verdad? Quizás antes
esos cinco kilitos de más te daban un poco igual, pero desde que él te los
señala empiezas a sentirte mal con tu cuerpo. O a dejar de aceptar partes de
ti, como tu nariz, tu pelo o tus piernas.
¿Te crees sus críticas? A veces las personas que queremos nos dicen cosas
que quizá no nos gustaría oír porque consideran que tienen que intervenir,
que es lo mejor para nosotras. Pero si solo nos critican y nosotras nos lo
creemos, mal vamos. Cuando te bombardean a críticas y acabas dándolas
por verdaderas, le estás dando todo el poder de tu vida a quien te critica.
¿No sabes nunca si hoy toca «beso o torta»? Así es como llamaba yo a esa
sensación de no saber si mi día iba a ser un buen día porque él iba a estar
tranquilo o un infierno porque iba a volver a casa hecho una furia por
cualquier cosa que no tenía que ver conmigo —aunque él siempre
conseguía que cualquier cosa que le pasara tuviera que ver conmigo: «¡Es
que me has mandado un SMS justo cuando estaba discutiendo con mi jefe y
ya me has puesto nervioso!»—.
¿Te has ido encerrando cada vez más en ti misma, dejando de ser creativa,
risueña, parlanchina u otra cualidad que antes tenías y disfrutabas? Es decir,
has empezado a perder tu esencia.
¿Alguna vez te has hecho la dormida cuando ha llegado a casa solo para
que te deje en paz? Por ejemplo, si tienes la sensación de que va a volver
guerrero y prefieres hacerte la dormida en vez de confrontar la situación.
¿Te has tenido que disculpar por su comportamiento con amigos, familiares
o gente que os ha atendido, por ejemplo, en un bar? Por ejemplo, si ha
montado una escena en un restaurante y tú has tenido que pedir disculpas
porque la vergüenza que has sentido por su comportamiento te insta a
hacerlo, y no solo una, sino varias veces.
¿Te sientes culpable de vivir esa relación? Puede ser que, en el fondo,
pienses: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?», lo que denota que te
culpas por vivir lo que él te hace sentir o vivir y crees que es tu
responsabilidad.
Cuando te miras al espejo, ¿te sientes orgullosa de lo que ves? Si es que no,
si no te reconoces y sientes un vacío dentro de ti, quizás es que te hayas
perdido dentro de la relación.
¿Crees que sin ti él no será nada? Tienes la sensación de que eres la luz en
su oscuridad, que solo tú puedes salvarle de sus propios fantasmas.
¿Le excusas todo el daño que te hace diciéndote que ha tenido un mal día,
una mala relación de pareja anterior, una mala infancia, mala suerte en la
vida, etcétera? Y es que, si él no te da una excusa, no hace falta, ya la
encuentras tú en su pasado o en lo injusta que es la vida con él.
¿Crees que contigo conocerá, por fin, el amor? Como si de una heroína de
cuento se tratase, crees que si aguantas y le demuestras que el amor todo lo
puede, él acabará cambiando.
A veces, ¿te sientes cuidando, como una mamá, de un niño que se afeita por
primera vez con una cuchilla? Sientes que él depende de tus cuidados para
sentirse bien, ya sea en la vida o incluso consigo mismo.
¿Alguna vez has pensado que hay maldad en cómo te trata? Maldad en el
sentido estricto de la palabra, que incluye la injusticia.
Ante alguna agresión física o verbal, ¿has sentido que era justo que te
tratara así? Puedes reconocer que él «se ha pasado cuatro pueblos», pero es
que tú... lo merecías.
¿Le has perdonado cosas que van en contra de tus principios? Por ejemplo,
la fidelidad para ti es algo fundamental, pero le has perdonado, sin
demasiada lucha por tu parte, una infidelidad. Y, tal vez, más de una.
¿Te sientes pagando un alto precio para que él se quede a tu lado? Y fíjate
bien en la pregunta: para que él se quede a tu lado. Es decir, crees que si tú
no haces, dices, eres X, él se marchará.
¿Consideras que hay cosas habituales en las parejas, pero que en la tuya
están prohibidas? Por ejemplo, pequeños detalles como ir cogidos de la
mano por la calle, hablar de tus sentimientos, u otro tipo de cosas, como
hacer planes de futuro o decir abiertamente que él es tu pareja. Y, por
supuesto, eso no es lo que tú quieres.
¿Te ha dicho muchas veces que no quiere una relación, pero crees que es
mentira o una excusa por miedo? Puede ser que te lo haya dicho por activa
y por pasiva, pero tú te quedas ahí, esperando que cambie lo que ya te ha
dicho que no quiere, con la esperanza de que llegue el día que sí quiera. Y
tú serás la primera que esté ahí para recibirle en el paraíso de las relaciones
estables.
¿Te ha dicho alguna vez que tú le das más valor que el que él tiene y que,
antes o después, te vas a arrepentir de estar con él? Aunque no sea con esas
palabras exactas, él ha dejado caer que tú piensas que él es mejor de lo que
él mismo se considera y que antes o después te vas a sentir defraudada. Pero
a ti eso te da igual; tú sabes que en él hay algo genial y que solo tú lo
puedes sacar de él.
¿Alguna vez te ha dicho directamente que te hará daño? Y tú, en vez de huir
o tener más cautela, te quedas esperando que él entienda que, con amor y
cariño, esa maldad se convertirá en bondad.
¿Te has dicho alguna vez que con tu fortaleza tienes para ti y para él? Le
ves débil y, si te paras a pensar, incluso a veces le ves como un niño
desvalido. Pero no te importa, tú puedes ser fuerte por él, por ti, por su
familia y por todo lo que te echen. Y no es una situación puntual en un
evento concreto, como una situación laboral desesperada o una desgracia
familiar, sino que tú le consideras, en el fondo, una persona blandengue que
necesita de tu fortaleza para ser alguien en la vida.
¿Te jactas de ser capaz de darle amor incondicionalmente? Puede ser que
sientas que nada y nadie te va a arrebatar su amor por él, ni siquiera él
mismo, por mucho que haga y por mucho que te diga. O por poco que haga.
Tú le amas incondicionalmente, y nada ni nadie te despojará de eso.
¿Te has sentido alguna vez como en esa oración católica que reza: «[...] Y
una palabra tuya bastará para sanarme»? Ya sea porque te sientes mal y
crees que él es el único ser en el mundo capaz de hacerte sentir bien, o
porque cuando una ofensa por su parte o una bronca acaba en silencio, solo
necesitas una palabra suya para volver a sentirte feliz y plena. Aunque sea
un simple «hola», una palabra suya te cambia por completo.
¿Crees que sin él tu plan de vida se desbarata? Y no me refiero a que
pienses que necesitas un hombre para tener un bebé —algo con lo que, por
otro lado, no estoy de acuerdo; hay muchas fórmulas—, sino que él, tu
Jesusito, tiene que ser necesariamente quien te dé los hijos, la convivencia y
el cariño. Solo a su lado podrás conseguir tus metas vitales.
¿Crees que a vosotros os une un mandato divino? Por mucho que sufras,
crees que es una lección de vida por la que has de pasar y ahí te quedarás
hasta que la desenmarañes, por ejemplo. O bien piensas que vosotros lo que
sois es un «alma gemela» que ha encontrado su otra mitad y que, claro,
tienes que aguantar. O que Dios le ha puesto en tu vida para algo y, si
aguantas, el premio será espectacular. Sea como sea, lo vuestro no es de
este planeta, va mucho, muchísimo más allá. Aunque te saque las entrañas.
¿Consultas las cartas del tarot u otros oráculos, no como una curiosidad,
sino que lo que te dicen te da o quita la esperanza? Creo que el tarot y otros
oráculos es algo más que habitual. Yo misma he consultado el tarot, a veces
como un juego y otras como intriga. Sin embargo, conozco a muchísimas
mujeres enganchadas a él para consultarle compulsivamente si él volverá y
si todo cambiará o no. Son mujeres enganchadas a un futuro incierto que
necesitan saber que irá bien y que todo volverá a su cauce. Mujeres
aterrorizadas que se gastan cantidades ingentes de dinero, tiempo e
ilusiones en confirmar forzosamente que su futuro será el cuento de hadas
con final feliz que desean. Aunque ese futuro jamás llegue, solo la idea de
que se pueda dar engancha.
¿Crees que tu vida, en general, es sosa, pero al menos le tienes a él, que le
da sabor? Aunque sea un sabor amargo, le da sabor. Lo importante no es a
qué sabe tu vida, sino que sepa a algo.
¿Crees que alguna vez has generado discusiones para poder tener ese
momento de reconciliación? Consciente o inconscientemente, le has llevado
al límite porque sabías que ese momento de arreglo vendría y ¡sería la
bomba!
¿Te has jurado una y otra vez que no volverás con él, pero siempre acabas
volviendo? Ya sea por sus palabras o porque sin él, tú te sientes vacía, el
caso es que te haces el firme propósito de no volver a caer en sus brazos. Y
te traicionas.
¿Crees que él es la única o la última oportunidad de ser feliz en tu vida?
Quizá porque tienes a tus espaldas un historial de fracasos y de tiritas en el
corazón, o porque por tu edad consideras que ya nadie te va a querer, el
caso es que le miras como si fuera la única oportunidad que tienes de ser
feliz.
¿Crees que el hombre que esté a tu lado tiene que ser increíblemente
especial? Y no porque lo sea para ti, sino que tiene que ser alguien a quien
todo el mundo admire. Has soñado muchas veces con ser la mujer de un
actor, de un cantante o de un artista muy conocido. Y no solo cuando eras
una tierna adolescente cuya imaginación deambulaba entre los pósteres de
tu habitación. Ya como adulta, crees que el hombre que esté a tu lado no
puede ser un simple mortal, sino alguien que sea admirado por todos y
todas y no solo por ti. Y le das esos atributos, aunque él no los tenga.
¡Uf! Vaya tela, ¿eh? Puede que vivas un par de estas cosas o, como yo, que
llegues a vivir muchas de ellas. Si, como yo —y como otras miles, quizá
millones de mujeres—, has vivido o vives gran parte de este listado, está
claro: te hallas en una relación de no-amor quizá se pueda encuadrar
directamente en maltrato emocional. Sí, MALTRATO. Si solo han sido unas
pocas, es posible que aún estés a tiempo de salvar tus divinas posaderas y
salir de ahí pitando antes de que llegues a vivir el maltrato, aunque por el
momento solo sea una mala relación.
Te habrás dado cuenta de que en este listado hay cosas que la otra persona
te hace sentir, como el miedo a decir algo erróneo y que eso derive en una
bronca monumental, pero también hay cosas que vienen contigo de serie.
Por ejemplo, la necesidad de una guía puede ser algo tuyo, algo que tú
necesitas, y no algo que la otra persona te hace sentir. O el hecho de sacarle
las castañas del fuego siempre, aunque la otra persona te haya pedido que
no lo hagas, es algo que nace de ti. Es tu necesidad. Y sí, como ya debes
haber imaginado, este libro trata sobre ti y lo que tú haces y por qué te
permites vivir esas relaciones que te generan más dolor o malestar que
bienestar. O que te procuran un bienestar doloroso. Relaciones que son
como cuando te depilas y sientes ese dolor inmenso, pero lo sufres porque
piensas que, al acabar, estarás más bella, suave y atractiva. Sin embargo, en
estas relaciones, el dolor, el tirón, no es algo temporal, es constante. Nunca
puedes respirar aliviada.
Una relación tiene que hacerte sentir bien, completa, orgullosa de lo que
vives y de cómo lo vives. Olvídate de esos roles de mujeres sacrificadas;
quizás en la época de nuestras bisabuelas era así, pero no hoy en día,
cuando cualquier mujer puede y tiene derecho a escoger su vida. ¡Ojo!, que
en todas las relaciones hay momentos duros —mi amiga Mar siempre dice
que lo más duro de las relaciones no son las relaciones, sino los «satélites»
que pululan a su alrededor, como los hijos, el trabajo o el estrés—, pero si el
problema es la relación, y siempre la relación, chica, estás jodida. Así de
claro.
Quiero que te quede clara una cosa: es posible que hayas dado con un
Jesusito, sí, pero también que dentro de ti exista la necesidad de ese Jesusito
y que tú le hayas convertido en ello. Incluso que alguna de tus relaciones
haya terminado justamente porque querías convertir en Jesusito a un
hombre que ni lo es ni lo quiere ser. Lee con atención lo que me comentaba
mi amigo J:
Yo la veía por televisión y alucinaba con esa chica: risueña, preciosa, lista,
inteligente y con sentido del humor. Toda una mujer de esas que te hacen
quitarte el sombrero. La conocí en la boda de un amigo común y estuve
toda la fiesta hablando con ella. ¡Era mucho más alucinante que la mujer
que salía en la caja boba! Así que le pedí que nos viéramos otro día y ella
aceptó. Las primeras semanas fueron maravillosas. Quizás ella estaba
acostumbrada a hombres que se sentían pequeños a su lado, pero comenzó a
hacer algo que, si bien al principio me lo tomé como parte del «cortejo», al
poco tiempo empezó a molestarme: todo lo que yo decía o hacía,
absolutamente todo, estaba bien. Ella no dejaba de decirme lo maravilloso
que era y lo bien que se sentía conmigo, lo cual para mi ego era
maravilloso. Pero luego entendí que ella me veía de una forma que yo no
era: un salvador de su vida entre los focos y los platós. Me sentía en un
pedestal que ni quería ni sabía cómo gestionar. Ella, poco a poco, fue
convirtiéndome en el centro de su vida; si yo no la llamaba un día porque
estaba con mi hijo y llegaba a casa cansado, al despertar tenía varios
mensajes, algunos de ellos llorando. Si después de un concierto no la
llamaba, entonces me montaba un numerito de celos diciéndome que seguro
que estaba teniendo una «fiesta privada» con alguna fan. Y me di cuenta de
que esa mujer independiente, segura e inteligente era la fachada de una niña
solitaria y miedosa que buscaba a alguien para que la hiciera sentir bien
consigo misma. Y yo no quiero ser el dios de nadie, ni siquiera de mi hijo.
Da mucho trabajo y no lleva a nada.
Lista de Spotify
4.
Por eso te quiero tanto
«Creo que la razón principal por la que mis matrimonios fallaron es porque siempre amé demasiado bien, pero
nunca sabiamente».
AVA GARDNER
En una de mis conferencias, una mujer me hizo una pregunta sencilla, pero muy compleja: ¿qué es el amor? ¡Ojalá
pudiera definirlo con cuatro o cinco palabras! Aunque creo que, si lo lograra, sería una falta de respeto total por las
toneladas de tinta que se han usado para poder definirlo y hablar sobre él. Además, creo que el amor es algo que
cambia a lo largo de la historia: desde los matrimonios concertados hasta las gestas guerreras de los caballeros,
cuyo amor por su doncella les alejaba de ellas en busca de aventuras, pasando por las sabinas, que se enamoraban
de su secuestrador porque, si no, vivir con quien te secuestra y te viola sistemáticamente es un infierno, o un
concepto más libre y sexualizado en la década de los sesenta y setenta. En la historia, el ser humano ha sido capaz
de vivir las más diversas situaciones por amor, ha sido capaz de inventarse las más locas tipologías de relaciones y,
por supuesto, de haber echado la culpa al amor de auténticas barrabasadas como guerras, asesinatos, venganzas y
destrucción.
Yo, personalmente, tengo clara una cosa: el amor es algo maravilloso, por eso todo el mundo quiere vivirlo. Pero
cuando para conseguirlo te dejas la piel, la vida, las ilusiones o la esencia en el camino, no es amor. Es como el
adicto a la droga que para conseguirla tiene que robar, andar por un camino de veinte kilometros nevado y descalzo
—porque para conseguir algo de dinero para comprar su droga ha tenido que vender hasta sus zapatos—, pelearse
con otros adictos, arriesgarse a que le den un navajazo por conseguir una dosis, darle todo, absolutamente todo lo
que posee, a su camello, para luego obtener solo un par de horas de tranquilidad. ¿Crees que AMA la droga o que
simplemente la necesita para vivir? Y es que el amor, a veces, es justamente eso: la etiqueta que les ponemos a
nuestras necesidades.
Existen muchos tipos de necesidades. Yo te voy a presentar algunas, pero seguro que tú puedes pensar otras
diferentes.
Necesidad de pertenencia
El ser humano necesita sentir que pertenece a algo. Cuando somos pequeños, pertenecemos a nuestra familia y el
hecho de sentirnos parte de algo más grande nos hace sentir bien, arropados. Con el paso del tiempo, deseamos
pertenecer a un grupo fuera de la familia: nuestro equipo de fútbol, una tribu urbana, una empresa. Diferentes
teorías psicológicas argumentan desde que es una forma de dar y recibir afecto hasta algo evolutivo que se remonta
a los orígenes del hombre, cuando pertenecer a un grupo garantizaba la supervivencia.
La necesidad de pertenencia puede llegar a ser tal que el ser humano es capaz de hacer grandes despropósitos por
conseguirla, como los pandilleros que precisan de una muesca en su pistola, al más puro estilo de las películas del
Oeste, para poder entrar al grupo que desean. Así pues, cuando nos sentimos rechazados por el grupo,
reaccionamos mal. Incluso los que tradicionalmente se han sentido solos tienen, hoy en día, la posibilidad de
pertenecer al grupo de los «raritos» en las redes sociales.
¿Qué tiene que ver la necesidad de pertenencia a un grupo con la pareja? Pues algo bien sencillo: nuestra sociedad
está, disimuladamente, dividida en los que tienen una vida familiar, de pareja, y los solteros (lo que ahora se llama
single). Unos envidian a los otros. Otros quieren ser los unos. Unos juzgan a los otros y los otros sentencian contra
los unos. Los emparejados lo están porque así lo han decidido, pero las solteras... lo somos porque nadie nos
aguanta, porque tenemos algún defecto o porque no somos dignas de haber sido escogidas. Ante esa perspectiva,
¿a qué grupo queremos pertenecer? Al de emparejadas, está claro. Menos mal que la sociedad poco a poco va
cambiando, pero... Queda mucho por hacer con respecto a los prejuicios contra la soltería, y mucho más contra la
soltería femenina. Así que el amor, en algunas ocasiones, sirve para cumplir con nuestro deseo de estar en el
equipo de parejas en vez en el grupo de la «triste» soltería. Andrea me contaba un día:
Yo siempre he sido una mujer que se consideraba independiente, moderna y libre. De hecho, soy la única de mis
amigas que sigue soltera. Y sola. Al principio no me daba cuenta, pero estar con mis amigas y sus parejas en el
fondo me hacía sentir mal. Era, de alguna manera, como si existieran dos grupos: las emparejadas y yo. Aunque
seguíamos haciendo cosas juntas, al final siempre venían con sus parejas porque era muy difícil coordinar agendas.
La complicidad entre las parejas, pero también entre ellas, se hacía cada vez más patente, incluyendo alguna frase
del tipo: «Claro, tú, como estás soltera y libre, no lo entiendes», lo que me hacía sentir cada vez más alejada de
ellas. Suma que mi familia y mis compañeros de trabajo estaban siempre con la cantinela de «a ver cuándo te echas
novio, guapa». Creo que, aunque pensara lo contrario, me hizo sentir que quería estar en su grupo, no ser diferente
de ellas. Así, cuando conocí a Joaquín, estoy segura de que hubo una gran parte de mí que se alegró pensando que
ya no me podrían echar en cara mi soltería. Ahora que lo pienso, dos semanas después de conocerle le invité a una
barbacoa en casa del novio de mi amiga Laura, aunque no estaba del todo convencida de que Joaquín fuera el tipo
de hombre que quería en mi vida. La fastidié: Joaquín fue la excusa para no sentirme fuera del grupo, pero me
costó bien caro.
Como ves, en el caso de Andrea, ella tenía dudas sobre si Joaquín realmente encajaba con ella, pero tenerlo en su
vida le permitía pertenecer al grupo de «las emparejadas», sentirse parte de su grupo social. En, definitiva, no ser
la «rarita tarada» que debe tener algo mal para que nadie quiera estar con ella. Y sí, hay un machismo brutal en
esto: la mujer debe ser lo suficiente como para que un hombre decida estar a su lado, lo que se traduce en que eres
válida si hay un hombre que te quiere en su vida. Y si no es así, estás en el grupo de las apestadas, las solteras.
Todo esto tiene mucho que ver con la siguiente necesidad, así que vamos a hablar de ella.
Necesidad de logro
Se denomina como tal la necesidad de tener respeto, sobresalir y obtener reconocimiento. Es la necesidad de hacer
las cosas bien. Pero ¡claro!, hacer «las cosas bien» depende de qué estándar tenemos. Así, para un chino, un buen
pan tiene que estar cocido o frito, mientras que, para un francés, el pan debe ser al horno. Estos estándares son
establecidos por nuestros padres, nuestros maestros, jefes, amigos, la sociedad e incluso nuestro modelo cultural. Y
con el paso del tiempo, los hacemos nuestros. Así que, si hemos mamado la idea de que una mujer sin pareja algo
mal está haciendo, ¿qué crees que será lo que hay que hacer para hacer las cosas bien? ¡Exacto! Tener pareja.
Entonces, tener pareja se convierte en sinónimo de éxito, de que estás haciendo bien las cosas.
Pero, además, lo podemos relacionar directamente con esos Jesusitos que «necesitan» de nosotras para sacar su
potencial a la luz y que, si conseguimos que ellos sean «un ser humano normal y feliz», tendremos el
reconocimiento no solo de él, sino de nuestro entorno. Y el más importante: el nuestro. A esta necesidad
responderían las ideas del tipo: «Conmigo a su lado va a cambiar y ser la persona que realmente es», «Yo
conseguiré que aprenda lo que es el amor» o «Yo soy la luz que alumbra su camino».
Sí, querida, cuando creemos que tenemos que sacar adelante su ineptitud vital o directamente una relación que nos
duele, aunque nos dejemos las uñas, la piel, la sangre y el alma en ello, quizá no es que realmente le amemos, sino
que necesitamos lograr que cambie él o la situación, pero con el componente de que ese será nuestro logro.
Necesitamos ser nosotras el motor del cambio porque de esa manera obtendremos el éxito. ¡Y qué pedazo de éxito!
Hacernos con ese «salvaje» con el que nadie más pudo. Así que les acabamos convirtiendo en nuestra «causa»
particular; nos disfrazamos de ONG cuando, en realidad, lo que escondemos es una exigencia a nosotras mismas
de tener éxito. Y que alguien nos felicite por ello. Arianna me contaba en una de nuestras sesiones:
Eva, lo sé. Sé que es absolutamente tóxico y que mi vida está girando constantemente alrededor de él, de si
aparece, desaparece, decide quererme o dejarme. Pero yo veo que él va cambiando, muy poco a poco, pero va
cambiando. El otro día me pidió perdón porque no vino a cenar. Te parecerá una tontería, pero yo estoy contenta;
hace unos meses, me habría montado una bronca, habría desaparecido durante varios días y yo me habría sentido
fatal. Ahora ha cambiado, sí; no vino a cenar, pero me llamó para pedirme disculpas por ello y me dijo que vendría
al día siguiente y me explicaría lo que había pasado. Y así fue. Tuvo un detalle precioso; me dijo que, gracias a mí,
había aprendido a pedir perdón y a darse cuenta de que no puede dejar a la gente tirada de esa manera. Ya sé que es
poco, pero he de reconocer que me sentí como una profesora que está enseñando a leer a un alumno disléxico. Me
sentí triunfadora.
Arianna estaba siendo víctima de su necesidad de éxito, pero además estaba recibiendo la retroalimentación
positiva por parte de su pareja, así que al final el beneficio que obtenía de la relación era exactamente el que ella
necesitaba: sentirse triunfadora.
Necesidad de ganar
Aunque pueda parecer igual a la necesidad de logro, en la necesidad de ganar se incluye un componente de
competitividad, de reto. E incluso de dominación y poder.
Mientras que en el logro la necesidad se centra en el hecho de hacer las cosas bien, en la necesidad de ganar se
genera un juego en el que alguien gana y otro, por necesidad, pierde. Se plantea un reto, a veces incluso en contra
de la voluntad del otro, en el que el núcleo es competir por conseguir algo. Por ejemplo, cuando te dices
secretamente que «él va a aprender a quererme, aunque se resista» o «dice que no quiere una relación, ¡ja!, Pero yo
le voy a atrapar». Tienes un objetivo y competirás contra todo aquel que te diga que no es lícito ni es el mismo que
él quiere, tratando de demostrarle que en el fondo sí es lo que quiere. A lo mejor, lo haces desde la sumisión más
absoluta para demostrarle lo maravillosa que sería su vida si decidiera compartirla contigo, los pocos problemas
que tendría o la facilidad con la que podría vivir si decidiera dejar su rebeldía y darte lo que quieres. Quizá lo que
deseas es simple: no es más que una pareja o un nuevo él, más atento, más amable, más dedicado, más
comprometido. Desde la entrega podemos tratar de dominar la situación. En algunos casos, esta dedicación puede
derivar en dependencia absoluta de la parte que podemos considerar dominante hacia la parte sumisa, y ahí es
cuando damos el jaque mate a la partida: sin esa parte sumisa, el otro ya no es nada, no sabe sacarse las castañas
del fuego.
¡Es que es un patán! No sabe hacerse ni un huevo. Vamos, que no puedo irme a comer ni un día con mis amigas
porque el caballero quiere su comidita calentita a las 14:30 todos los días. ¡Ni poner el microondas! Claro que la
culpa es mía porque yo nunca le he dejado hacer nada y, cuando se acomodó a no hacer nada, ya no había quien le
enseñara a hacerlo. En nuestro caso, se nos enseñó que la mujer tenía que ser sumisa y hacerle la vida fácil al
marido. Y la que no lo era, era una casquivana o una fresca. Pero ahora, a mis setenta y cinco años, me doy cuenta
que de sumisa, nada, que aquí el que depende y no sabe ser independiente es él, así que si yo me marcho o decido
no hacer nada, él se sentiría perdido. ¡Vaya regalito! Primero, a bajar la cabeza, y luego, a mover los brazos. Así te
tienen toda la vida currando.
Para algunas personas, esa dependencia es una lacra. Pero para otras, en el fondo el pensamiento es muy distinto:
«¡Qué bien! Me necesita en su vida, aunque él dijera que no. ¿Ves? He ganado porque, en el fondo, yo domino la
situación».
Otro efecto de la necesidad de ganar es cuando competimos contra otras mujeres de su vida, ya sean exnovias,
exmujeres, amantes, compañeras de trabajo o incluso su madre. Aquí el reto no es ganar a sus reticencias, sino a
los fantasmas que le hicieron tanto mal, le trataron tan mal o fueron tan pérfidas con él. O de las que siguen
enamorados como idiotas. Les queremos demostrar que nosotras no somos esas brujas malvadas que, con sus
hechizos, convirtieron su corazón en piedra. «Ganaré contra ella, que te hizo desconfiar del género femenino» sería
un ejemplo de pensamiento que nos puede dar la pista de que estamos actuando desde la necesidad de ganar a otra
mujer. O que ya pueden ir olvidando el amor por esas mujeres, porque por fin tienen en su vida una que las supera
y, por tanto, firme candidata a que se enamoren de ella, por ejemplo, cuando pensamos: «Haré que olvides cuánto
la amaste».
Cuando nos comparan —o nos comparamos— con ellas, consciente o inconscientemente, y queremos superarlas,
estamos siendo víctimas de la necesidad de ganar a otras mujeres. Recuerdo a un hombre en una cita (del que, he
de confesar, ni siquiera recuerdo su nombre) que me quiso complicar la vida desde el minuto uno:
—Veo que llevas zapato plano —me dijo con aire de superioridad.
—Mi ex llevaba siempre tacón de aguja. A mí me gustan las mujeres que siempre llevan zapatos de tacón.
—No lo sé, hace mucho tiempo que no sé de ella. Es una cabrona que me hizo la vida imposible.
—Bueno, encantada de conocerte, ¿eh? Ya pago yo el café —dije dejando un billete encima de la mesa.
Y me fui. Rompió dos reglas de oro para mí en una primera cita: me impuso, veladamente, cómo debía ser —o, en
este caso, vestir— para gustarle comparándome con otra mujer y habló mal de otra mujer. ¿Por qué son, para mí,
reglas de oro? Cuando te comparan y te dicen cómo debes ser, están esperando que luches para cumplir sus
expectativas. Te dicen que no encajas en lo que ellos buscan, pero si te esfuerzas puede que llegues a hacerlo. No,
gracias, me gusta la gente a la que gusto tal y como soy y, sobre todo, que no me piden esfuerzos para convertirme
en algo que no soy.
En el caso de que hable mal de otra mujer desde el principio, me da la sensación de que, o bien no lo ha superado,
o bien esa mujer es un gran problema para él —y, por ende, lo será para mí—, o bien que está resentido con el
género femenino por haber sido tan malas. Y ninguna de las tres opciones encaja en mi vida.
También se puede dar el caso de que quieras ganar sus reticencias personales, a su ex y a la mosca que se posa en
su hombro cuando ella lo desea. Como ejemplo, valga la historia de Elena:
Desde el primer momento, Juan me dijo que no quería tener una pareja, que lo había pasado fatal en su vida
amorosa y que no estaba dispuesto a volver a pasarlo mal, así que había decidido que no quería comenzar una
relación con vistas a una pareja estable. Pero yo no me lo creí, porque ¿qué hombre que no quiere ser tu pareja te
acompaña una noche de hospital? Y, como ese, muchos otros detalles. No era el típico con el que quedas, tiene
sexo y se va, sino que se quedaba durmiendo conmigo, abrazado, o me traía flores porque sí, porque le habían
gustado. Y, tras mi paso por el hospital, se me debió freír alguna neurona, porque desde esa noche empecé a
obsesionarme con que él debía ser mi pareja, que en el fondo es lo que él quería, pero que no se había dado cuenta
aún; que yo le podría enseñar que el amor es bonito y que, conmigo, todo iba a ser muy fácil. Empecé por preparar
enormes desayunos (luego él me echaría en cara que se había terminado el sexo al despertar), organizar fines de
semana románticos sin avisarle (además del dinero gastado, llegó un punto en el que él empezó a sentirse agobiado
por tantos fines de semana fuera e incluso discutíamos por ello), a callarme ante cualquier cosa que me enfadara
(así que él nunca aprendió qué cosas realmente me enfadaban, todo valía) y un sinfín de estupideces que ahora sé
que me hicieron perderme a mí misma. Creo que cuando, pasados unos meses, él me confesó que la gran afrenta
que había hecho su exmujer fue serle infiel con su mejor amigo, se me acabó de freír el cerebro. Mis mejores
amigos son hombres y, aunque él jamás me dijo nada con respecto a ellos, yo misma empecé a sentirme insegura
cuando quedaba con ellos, como si le estuviera traicionando, así que dejé de quedar con mis amigos con la
esperanza de que, si él se sentía seguro porque no había más hombres en mi vida, acabaría por darme la
oportunidad que llevaba meses esperando: la de ser su pareja. Una noche, que pasamos en su casa, me perdí por
completo. Se levantó a hacer algo de comer a medianoche —siempre teníamos la costumbre de comer en la cama
después del sexo— y yo abrí el cajón de su mesita de noche. Me encontré una foto de él con la que supuse que
sería su exmujer, una preciosa pelirroja. Ella llevaba el pelo corto y él se lo acariciaba mientras la miraba con unos
ojos llenos de amor y cariño. Jamás me había mirado así. Envidié profundamente esa mirada. Y pensé que me
quedaría bien un cambio de look. Dos semanas después y con noventa euros menos en el bolsillo, tenía el pelo
color rojizo y un corte bob muy semejante al que llevaba la mujer de la foto. Cuando Pablo me vio, se quedó
blanco. Al día siguiente me llamó por teléfono y me dijo que teníamos que dejar de vernos, que yo seguía
queriendo una relación y él no. Y que, además, le recordaba demasiado a su ex. Así que me quedé compuesta, sin
novio y pareciendo una cerilla. Y, lo peor de todo, me miraba al espejo y no sabía quién era.
Elena es un gran ejemplo de una mujer que convierte a un hombre en Jesusito, compite contra el mundo interno de
su objetivo, pero también contra los fantasmas del pasado. Y que, además, en el camino deja de ser ella, una
exuberante morenaza, para acabar convertida en una cerilla. Y sin lugar a dudas, se quemó.
La necesidad de tener razón tiene que ver, de forma directa, con nuestras creencias. Las creencias son esquemas
que tenemos del mundo, de la vida, de lo que sí, lo que no, etcétera. Yo siempre las asemejo a pequeños GPS que
nos dicen por dónde tenemos que ir, lo que está bien, lo que está mal, lo que podemos hacer, lo que tenemos que
hacer, etcétera. Pero, además, las creencias existen en todas las áreas de nuestra vida. Así, si tú estás leyendo este
libro es porque crees que puedes encontrar cosas positivas para ti en él, o quizá no, pero tienes la creencia de que a
todo libro hay que darle una oportunidad. Bien, sea como sea, lees este libro porque tienes unas creencias que te
llevan a ello. Así, por ejemplo, cruzamos el semáforo en verde porque creemos que es lo adecuado para no sufrir
riesgo de atropello; nos levantamos por las mañanas para ir a trabajar porque creemos que es nuestra obligación;
comemos ensalada porque creemos que es lo mejor para nosotras en ese momento; quedamos con nuestras amigas
porque creemos que nos divertiremos; hacemos determinadas cosas porque creemos que sabemos hacerlas; y,
como estos ejemplos, en cualquier cosa que puedas imaginar, cualquier conducta, acción o comportamiento, hay
una creencia detrás. Y, cómo no, tenemos creencias que tienen que ver con las parejas y con nuestro desempeño en
ellas.
Las creencias presentan dos problemas básicos. El primero es que no somos conscientes, en líneas generales, de
ellas. De hecho, una de sus características es que son automáticas, inconscientes, porque nos volveríamos locas si
para cada cosa que nos aconteciera tuviéramos que estar pensando si está bien, mal, podemos o no hacerlo, se
adecúa a nuestros principios, a nuestra forma de vida, etcétera. ¿Te imaginas si te tuvieras que parar a cada
segundo y hacer una revisión de qué está pasando y qué piensas sobre ello? Se te iría el día pensando en por qué te
levantas, por qué desayunas café, por qué te lavas los dientes, etcétera. Así que es necesario que las creencias sean
automáticas e inconscientes.
El segundo problema es que las creencias nos imponen nuestra verdad en el mundo. Es decir, para cada persona, su
creencia es verdad. Y la defensa de la creencia es lo que se denomina «llevar la razón». Por eso, la gente discute,
porque defiende su verdad —su creencia— y considera que la creencia de la otra parte es equivocada. Una fórmula
para evitar esto es considerar (tener la creencia) de que otras perspectivas (creencias) pueden ser tan lícitas o
verdad como la nuestra. Pero no todo el mundo tiene esa creencia, así que cuando luchamos por defender nuestras
creencias, en realidad estamos tratando de llevar razón. Y es absolutamente normal, porque sin creencias nos
sentiríamos perdidos en la vida; destruir creencias nos puede hacer sentir que nuestra vida ha estado basada en
mentiras, la verdad que conocemos hasta el momento se desvanece y necesitamos generar una nueva verdad para
poder vivir con un mínimo de seguridad. Porque, muchas veces, nos identificamos con nuestras creencias y sin
ellas, ¿qué seríamos?
Ahora imagina por un momento que tu entorno te dice que esa relación te está haciendo daño, que tires la toalla,
que ese hombre es un cabrón que te va a fastidiar la vida, que esa relación no tiene futuro. Pero tú tienes la
creencia de que «quien bien te quiere, te hará llorar», que «con perseverancia en la vida, todo se logra», que «toda
persona puede cambiar si se le da la oportunidad de hacerlo» y que «el futuro se construye con esfuerzo». O crees
que «la familia siempre quiere fastidiar todo lo que quieres conseguir, pero no les voy a dejar». ¿Qué crees que va
a pasar? ¡Eso es, chica lista! Que tienes la necesidad de tener razón. Y lo vas a demostrar. Así que te quedas
enganchada en una relación de no-amor quizá solo por lo que tú crees, por ejemplo, algo tan sencillo como que el
amor, el amor que vale la pena, es sufrimiento.
Pero no solo tiene que ver con tu entorno, que te dice que a dónde vas con ese mueble de hombre por la vida, sino
que, como las creencias necesariamente tienen que ser verdad, siempre buscaremos cosas que las apoyen para que
ratifiquen su validez. ¿Nunca te ha sucedido que pensabas que no podías aprobar un examen (creencia) y,
finalmente, no aprobarlo? Quizá durante su ejecución te pusiste muy nerviosa, no te concentrabas mientras
estudiabas o, directamente, tiraste la toalla. Creías que no podías, hiciste cosas para no poder y, ¡tachán!, sorpresa:
suspendiste. O, por el contrario, tienes la creencia de que puedes salir a correr, así que empiezas por salir tres días
a la semana, pero quince minutos (un reto que fácilmente puedes conseguir) y, ¡sorpresa!, acabas corriendo. Es
decir, necesitas llevar razón porque, si no fuera así, tu creencia no sería válida y tendrías que buscarte otra.
Por tanto, no es solo la necesidad de tener razón con respecto a lo que los demás te dicen, sino con respecto a lo
que tú misma crees. Y creo (creencia, ejem) que en esto tenemos parte de culpa los que nos dedicamos al mundo
del desarrollo personal. En los últimos tiempos, un tufo de «buenrollismo» patológico por parte de muchos
coaches de fin de semana y de vendehúmos de internet, que lo que en realidad quieren es que les compres su curso
o su libro, ha llevado a una horda de supuestos profesionales a decir a los cuatro vientos que cualquiera puede
conseguir lo que desea; que mientras sonrías, todo va a ir de lujo; que si te das de tortas contra un muro, debes
cambiar la táctica pero no la meta, e incluso que la culpa de que alguien sea así es tuya porque tú necesitas
mamarrachos que te hagan sufrir para aprender, dado que el único camino para crecer como persona es el
sufrimiento. ¿Perdona? ¿Hola? ¿Estamos tontos o qué? Si no creemos que todo lo que deseamos lo podemos
conseguir (yo puedo desear tener los ojos verdes, pero como mucho podré optar a tener unas lentillas verdes), si
creemos que la sonrisa debe ser auténtica y no una imposición, que las metas a veces son erróneas y no tenemos
por qué perseverar en ellas o que se puede aprender también desde la diversión (como muestra, los niños, que
aprenden jugando), ¿qué pasa? ¿Ya no podemos ser personas felices? No, gracias. Estas creencias, sinceramente,
creo que son más limitantes que liberadoras.
El caso es que, vengan de donde vengan, tenemos creencias. Y esa necesidad de que sean verdad, de llevar razón,
nos pueden estar manteniendo al lado de un Jesusito. ¿Recuerdas cuando te hablaba de Nuno? Yo tenía la creencia
de que, por amor, se pueden aguantar penurias. Esa es la razón por la cual las cucarachas me podían parecer
muestras de amor, aunque me dieran bastante asco. Te dejo algunas creencias que pueden estar pululando por ahí y
causando que estés aguantando como una campeona. Puedes marcar las que te resuenen:
Si te quiere, aguanta.
El amor no depende de cómo es la persona, sino de cómo tú eres cuando estás con ella.
No obstante, estas no son las únicas creencias, ¡claro que no! Estoy absolutamente segura de que, si piensas
un poquito, puedes encontrar muchas más. Para ello, pregúntate: ¿qué creo que es el amor? ¿Qué opino de
las parejas? ¿Qué creo que debe hacer una buena novia? ¿Qué significa amar? Te adelanto que volveremos
sobre las creencias más adelante. Mientras tanto, ve pensando en las que tú tienes; las vas a necesitar.
Necesidad de seguridad
La necesidad de seguridad se refiere a la necesidad que tiene el ser humano de sentirse protegido, defendido,
estable, firme. De tener algo a lo que acogernos y que se mantenga en nuestra vida. De, en definitiva, sentirse
protegido del miedo.
Estos miedos pueden ser de muchos tipos diferentes, pero podemos pensar en cuatro miedos básicos:
Miedo al abandono
Miedo a lo desconocido
Miedo al caos
Vamos a hablar de cada uno de ellos. Eso sí, antes de nada, quiero dejarte claro que profundizar en los porqués de
estos miedos no creo que sea objetivo de un libro como este. Los libros te pueden dar pistas de por dónde van los
tiros, pero si consideras que necesitas llegar a la raíz del problema y bucear en tus profundidades, no dudes en
acudir a un profesional.
Miedo al abandono
Está claro: se trata del miedo a quedarte sola. Pero no solo a quedarte sola, sino a la soledad entendida como
producto del rechazo de los demás. Es decir, si me abandonan es porque me rechazan. El caso es que el
miedo al abandono puede tener dos vías claras: o bien la incapacidad de crear relaciones por miedo a que
estas se acaben, o bien un deseo de complacencia exagerado hacia nuestra pareja para que no nos abandone.
Para saber si estás afectada de este miedo, te puedes plantear: ¿qué sería lo peor que me podría pasar si me
quedara sola? Por ejemplo:
Moriría sola.
No encontraría a nadie.
Me sentiría rechazada; después de todo lo que hago por él, ¿cómo no me va a querer?
Luego pregúntate: ¿qué, de todas estas cosas, me produce miedo? Si te das cuenta, todos estos ejemplos
apuntan a la soledad. Lee lo que me decía Elena en una de nuestras consultas:
¿En serio lo mejor que me puede pasar es que me deje? A veces pienso que sí, pero de repente me veo anciana y
sola, rodeada de gatos, y entonces me digo que no, que esa escena de mí con pelo blanco y dando de comer a
media docena de gatos es lo peor que me puede pasar, y me digo: «Aguanta, aprenderá a quererte y seréis dos
viejitos preciosos», así que lo que hago es aguantar con la esperanza de que todo lo que hago por él tenga el efecto
deseado: que no se vaya y, así, no me quede sola.
Si tienes miedo a quedarte sola, ¿cómo te vas a arriesgar a ser diferente de lo que crees que el otro espera? Si eres
o te comportas como la otra persona espera, es posible que creas que te garantizas su aceptación. Aunque dejes de
ser tú en ese camino. Aunque ya no sepas quién eres. Aunque ya ni siquiera seas tú.
Miedo a lo desconocido
No todo el mundo tiene la capacidad de tirarse de cabeza al vacío de lo extraño. A veces nos quedamos en
situaciones que nos duelen solo por el hecho de no querer afrontar situaciones nuevas. ¿Has oído alguna vez ese
refrán que dice: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer»? Pues es el resumen perfecto de este
miedo a lo desconocido. Te dejo algunos ejemplos que muestran ese miedo:
Vale, sí, me hace daño, pero yo ya sé dónde me hace daño. Si viene una persona nueva, no sabría si me va a coger
la medida o no.
Si estás pensando en lo que se ha venido a llamar «la zona de confort», estás en lo cierto; a veces nos quedamos en
una relación de no-amor porque tenemos la comodidad de conocer de antemano los puntos débiles y fuertes de una
persona, incluso de conocer la dinámica interna de la relación, por lo que tenemos miedo de encontrar una relación
que no se amolde a esos patrones y no saber cómo manejarla.
José, mi Jesusito termita, me dijo una vez que él prefería estar deprimido a estar feliz, porque estando deprimido
sabía hasta dónde tirar de la cuerda con la gente para que esta no se rompiera, sabía cómo comportarse. Pero
feliz... lo había sido tan pocas veces en su vida que tenía miedo a serlo. Quizás él usó este tipo de afirmaciones
para poder manipularme, pero lo he visto en otras personas, personas que, en algunos casos, estaban
diagnosticadas de depresión por cualquiera que no tuviera capacidad de diagnóstico, como un médico de
cabecera o un coach de esos que venden humo. ¿Y si alguien te dijera que tiene miedo a ser feliz, por que eso es lo
desconocido, así que prefiere la tristeza? ¿Qué le dirías? Probablemente, que le diera una oportunidad a la vida,
que puede ser maravillosa y llena de momentos bonitos, ¿verdad? Pues si tú tienes miedo a lo desconocido,
aplícate el cuento. Y ¡ojo!, que no digo que la depresión no exista, existe y es francamente muy dura, me refiero a
personas que usan como excusa una depresión inexistente por miedo a todo lo que la vida les puede ofrecer. Carla
me contaba un día:
Llevo con Pepe más de quince años. A veces le miro y veo un completo desconocido, un hombre avejentado que
parece que haya querido vivir demasiado en muy poco tiempo y se haya cansado de la vida. Luego me miro en el
espejo y me veo aún guapa, joven, con ganas de comerme el mundo, pero me quedo solo en eso, en las ganas. No
es que él me trate mal, ni mucho menos, sino que creo que simplemente él ha dejado de vivir, se ha convertido en
una sombra de sí mismo. Y, por supuesto, a mí me duele muchísimo tener una vida tan vetusta. A veces me critica
porque dice que, con mi edad, cincuenta y un años, sigo siendo muy idealista. Y yo sé que soy yo la que se frena
en hacer cosas. Sueño con ser libre del pesimismo de Pepe, comerme el mundo, poner en marcha una pequeña
empresa de comida saludable, viajar, salir a bailar, divertirme. Pero ¿y si me divorcio y luego resulta que Pepe
lleva razón, que son solo fantasías de una idealista? ¿Y si luego resulta que la vida no es tan divertida? ¿Y si
conozco a alguien, pero no sé cómo llevarme con alguien que no sea él?
En el caso de Carla, no solo había miedo a cambiar de pareja, sino a que esa vida que ella quería, pero nunca había
tenido, la defraudase. Así que, ante eso, mejor quedarse en ese mundo gris que ella conocía, a correr el riesgo de
que los colores que ella deseaba le dañaran los ojos.
Miedo al caos
Este miedo apunta directamente a la necesidad de un orden en la vida. Así, la gente que necesita rutina, en cierta
manera, busca que el caos desaparezca de su vida porque la rutina nos hace sentir seguros; sabemos que vamos a
despertarnos, llevar a los niños al colegio, entrar a trabajar, comer, volver a trabajar, salir a la hora exacta para
recoger a los niños, los llevaremos a judo y mientras haremos la compra, etcétera. Sabemos qué tenemos que hacer
en cada momento, cómo se van a dar las cosas, qué podemos esperar, y, en definitiva, tenemos control. Y, cuando
esta rutina no se da, entramos en crisis, nos sentimos inseguros porque no tenemos nada a lo que acogernos. ¡Ojo!
Hay una diferencia entre tener una rutina, pero que no te importe nada si tienes que cambiarla, y el hecho de que
tener que cambiar esa rutina te haga sentir insegura o inestable.
El miedo al caos tiene que ver también con saber dónde nos va a golpear y habernos adaptado a esos golpes. Alicia
me decía un día:
Es extraño. Yo ya sé cómo va a ser el día según se despierte. Si se despierta y me besa, ya sé que el día va a ser
bueno. Si no me habla, ya sé que no puedo hablar de determinadas cosas, que ese día no toca pedir nada e, incluso,
es mejor si no nos vemos hasta la noche. Así que esos días trato de buscarme cosas que hacer hasta bien entrada la
tarde, pido comida —china, que es su favorita— y paso por mi vida y la suya como un fantasma. Antes me
producía mucha ansiedad, pero hoy en día sé manejar la situación y puedo decir que, aunque reconozco que la
situación es absolutamente una porquería, sé moverme en ella. De hecho, me pongo mucho más nerviosa cuando
no sucede ni el beso ni el silencio, sino que me dice algo completamente neutro como: «Que tengas un buen día»,
porque no sé de qué humor va a volver. Siento que, si no se posiciona en A o en B, que en el fondo es nuestra
rutina, pierdo el control porque A y B las manejo, pero el resto de letras del abecedario, no.
Alicia lo retrata perfectamente: si tengo pistas de que hoy me va a doler el día, vale, puedo adaptarme a él. Pero si
no tengo pistas de si el día va a ser bueno o malo, ¡pierdo el pie! Y entro en caos. En el fondo, esta situación que
me hace daño es rutinaria. Sé a qué atenerme, sé cómo moverme en ella, sé cómo minimizar el daño. Pero si no
tengo esa rutina, me siento completamente insegura.
Así que el miedo al caos puede ser debido a la confusión en la que veríamos envuelta nuestra vida si dejáramos la
relación, sí, pero también a algo muy sencillo: nos hemos acostumbrado a que las cosas simplemente son así.
Miedo a la inestabilidad económica
Pues sí. Aunque fastidie, porque se supone que el dinero no debería ser una razón, muchas mujeres se mantienen
en una relación porque no tienen una independencia económica o porque dejarla supondría un cambio muy
drástico en su nivel de vida. Tengo una amiga, Isabel, que lleva años casada con un Jesusito de los de manual,
pero:
Los niños necesitan una estabilidad, seguir en su colegio, y los colegios privados cuestan demasiado dinero.
Además, si le dejara, como la casa está a su nombre, ¿dónde íbamos a ir? Porque ten claro que él lucharía para
quedarse con la casa y la custodia de los niños y con mi sueldo mileurista poco podría hacer yo. Así que mejor
aguanto. Quizás un día se dé cuenta de lo que está haciendo. Y, si no, cuando el menor cumpla dieciocho años y se
vaya a la universidad, cojo la maleta y me voy, pero mientras tanto, la estabilidad de los niños es lo primero.
Como puedes suponer, detrás de esta preocupación por la estabilidad de los niños, está el miedo a perder la
estabilidad económica. Y sí, si estás pensando que esta inquietud por los niños es una excusa, puede que
estés en lo cierto: el verdadero miedo es a no tener dinero suficiente como para mantener el nivel de vida.
Para saber si estás, quizás inconscientemente, en una relación por causas económicas, simplemente responde
a esta sencilla pregunta: si tuvieras más dinero, ¿dejarías la relación? Si la respuesta es sí, ya sabes que tu
«amor» tiene un precio. Y lo estás pagando.
Estos cuatro miedos no son los únicos, ¡faltaría más! Estoy segura de que puedes llegar a identificar, en ti o
en otras personas, otro tipo de miedos. Algunos apuntarán hacia la seguridad, y otros hacia, por ejemplo, no
satisfacer nuestras necesidades u otras inquietudes. Para ello te propongo un pequeño ejercicio en dos fases.
La primera será completar la siguiente frase: «Y si le dejo y entonces...».
Y si le dejo y entonces... no hay nadie que duerma conmigo por las noches.
Y si le dejo y entonces... rompo el grupo de parejas en el que hacemos tantas cosas los fines de semana.
Y si le dejo y entonces... mi familia se enfada porque ¡qué vergüenza, una divorciada entre nosotros!
Y si le dejo y entonces... no tengo todo lo que se supone que una persona normal debe tener.
Y si le dejo y entonces... no tengo a nadie más en mi vida, ni amigos, ni nada, me quedo completamente sola.
Y si le dejo y entonces... tengo que agachar la cabeza delante de todos aquellos que me dijeron que esta relación no
iba a salir adelante.
Y si le dejo y entonces... me enfrento con la responsabilidad de que mi vida no es genial porque mi relación de
pareja no va bien, sino porque yo no hago cosas para que mi vida sea la que quiero.
¿Te llaman la atención algunos de los «y si» de la lista? Pues todos son reales. Yo misma tenía unos cuantos de
ellos. Pero recuerda siempre una cosa: el valiente no lo es por no tener miedos. El valiente no permite que sus
miedos le paralicen. Así que, si en estos momentos te sientes una cobarde por haberte dado cuenta de que tienes
muchos miedos, o pocos, pero los tienes, ¡sigue adelante! Eres una valiente.
Necesidad de autorrealización
El concepto de autorrealización es muy abstracto. Podríamos definirlo como «la necesidad de ser quienes somos»,
«sacar nuestro máximo potencial», o incluso como «la necesidad de alcanzar nuestros sueños». Lo cual es
absolutamente genial... si sabemos quiénes somos, lo que en realidad queremos y deseamos en la vida y cuáles son
nuestros verdaderos sueños.
El problema viene cuando ese ideal es impuesto, cuando se nos da la receta de la supuesta «realización personal»
como una fórmula química en la que se ha de aplicar el gramaje perfecto de cada componente para que ¡plas!, la
felicidad emerja como una diosa de entre las aguas. Y esto, en el caso de las mujeres, es más que patente. Nos
dicen qué talla debemos tener para ser felices: ¡no se te ocurra ser feliz, pero feliz de verdad, con una talla que no
sea digna de un ángel de Victoria’s Secret!; nos dicen cuál es la ropa que nos hace feliz porque, ¡claro!, como se te
ocurra llevar un modelito que estaba de moda hace cuatro años, eres una cutre y nada actual; como se te ocurra
decir abiertamente que ni quieres hijos ni los esperas, serás de todo menos una mujer, porque, querida, hemos
nacido con el impresionante don de ser nosotras las que perpetuamos la especie. Y sí, puedes decirme que para
ello necesitas un espermatozoide, pero desde que lo puedes comprar online al módico precio de 175 euros y
recibirlo cómodamente en casa sin tener que llevar lencería fina o conseguirlo en una noche de loca pasión, hay
aún más responsabilidad porque tener hijos ya no solo depende de que tengas pareja, sino de que quieras poner
en marcha tus ovarios, así que si no quieres hacerlo... ¡Traidora!.
En definitiva, se nos dice cómo ser físicamente, qué vestir, qué y cómo vivir, qué aspiraciones debemos tener e,
incluso, qué debemos sentir. Porque eso es, para muchos, ser mujer: una serie de preceptos básicos que tienes que
seguir —o conseguir— para poder realizarte como persona y como mujer.
¡Olé!
Y, cómo no, entre estas normas básicas existe la de que la mujer debe estar en pareja. Es más, debe desear tenerla
y debe desear la estabilidad de tener una pareja. Y del hombre se espera que sea ese bicho que se resiste. Y no, yo
no niego la existencia de otros preceptos engorrosos para los hombres (por ejemplo, si un hombre no se resiste a
una relación estable e incluso la desea, ¡es un calzonazos!), pero nosotras llevamos desde el principio de la
historia con ese yugo en el cuello. Y lo tenemos marcado a fuego. La mujer se incorporó en el mercado laboral
activamente apenas hace cinco décadas (por si no lo sabías, en 1975, la mayor parte de los países integrantes de
la ONU promovió la igualdad legal entre hombres y mujeres. Repito: 1975, hace menos de cincuenta años),
mientras que en muchísimos países eso ni siquiera ha sucedido. La legalización de la píldora anticonceptiva
cumple este año cuarenta y seis años en España. En otros países sigue siendo ilegal. Es más, en otros países es
ilegal tener clítoris. ¡Y qué decir del divorcio! Así que sí, que los hombres puede que tengan asignados papeles
molestos para ellos, no lo dudo, pero han vivido siempre con una libertad que para nosotras ha supuesto, y sigue
suponiendo, una lucha. Y, por cierto, esa lucha se llama FEMINISMO, que no es, ni más ni menos, que la lucha
por lograr una igualdad entre las personas independientemente de su género. Y si no me crees, puedes buscar la
definición en el Diccionario de la lengua española (dle.rae.es).
El caso es que tantos siglos creyéndonos que la autorrealización femenina se fundamenta en determinadas normas,
no es algo que se pueda borrar de la noche a la mañana. Menos mal que muchas mujeres y hombres no se lo
creyeron, así que trabajaron y lucharon para que hoy podamos tener determinado nivel de libertad. Pero aún queda
mucho por hacer y construir a este respecto. Por ejemplo, algo tan sencillo como decir: «Pues no entiendo cómo
esa tía tiene novio, con lo fea que es» (que, querida lectora, no nos engañemos, lo hemos dicho o pensado todas
alguna vez) perpetúa este tipo de pensamiento (por cierto, llamado «machismo»). ¿Por qué? Porque lo que nos está
dejando es una creencia del tipo: «Solo las guapas se merecen tener novio». Y ¿qué sucede? Que si tengo novio,
entonces ¡soy guapa! ¿Recuerdas las creencias de las que hablábamos antes? Efectivamente, si tienes una creencia,
harás lo que sea por cumplirla. Y si ser guapa ha sido tu sueño (autorrealización) y tener pareja es sinónimo de ser
guapa (creencia), ¡tachán!, es posible que estés en una relación de no-amor porque en realidad hay un sueño
cumplido por detrás que te mantiene pegada a ella. Y, quien dice «ser guapa», dice tener pareja (que ya sabemos
que es algo que nos venden como ideal en la vida de una mujer), tener hijos, ser el perfecto combo de profesional
con una gran carrera y una vida sentimental de fábula, dar todo tu potencial a los demás en todas las áreas de tu
vida y, cómo no, conseguir un compromiso del macho en la ecuación.
Yo caí en eso. Lo reconozco. Cuando decidí ponerme manos a la obra, descubrí muchas cosas, pero una de ellas
fue determinante, aunque ya me lo había adelantado hacía muchísimos años Sergio, mi expareja. El
descubrimiento que hice y que cambió mi perspectiva sobre mí misma fue que tenía a fuego grabado que una
mujer debe tener una relación con un compromiso de por medio, pero ¡yo era la que nunca había querido
comprometerse! ¿Por qué? Porque en mi fuero interno había una creencia fuerte: tener pareja hace que pierdas
libertad, y mi libertad es sagrada.
Así pues, siempre acababa enredada en relaciones con Jesusitos que, inconscientemente, sabía que no me iban a
dar ese compromiso. Podían ser Jesusitos que, directamente, no se querían comprometer, que vivían fuera (tengo
un máster en relaciones a distancia) o que era consciente de que yo acabaría dejando porque no me convencían del
todo. No obstante, me venía de lujo tener a esos Jesusitos en mi vida, porque aparentaba que parte de mi
autorrealización como mujer la estaba llevando a cabo. Y si no lo conseguía, ¡no era culpa mía! Es que ellos son...
es que ellos no quieren... Es que ellos, y no yo, son los que huyen del compromiso. ¡Buf! Este descubrimiento me
dejó hecha trizas porque, entonces, no era culpa de ellos —que eran Jesusitos— sino que la responsabilidad era
mía; los tuve y mantuve en mi vida, pese a ser absolutamente perniciosos, porque yo no había tenido el coraje de
ser yo misma y, es más, me había estado ocultando durante muchos años que no quería ser eso que se supone que
deben ser las mujeres. No, no era amor —aunque le pusiera ese disfraz—, era conveniencia.
El ser humano aprende cosas que le dejan de ser útiles con el paso del tiempo. Por ejemplo, el niño que aprende
que besar a desconocidos, aunque le dé miedo o incluso rechazo, es de educación, es posible que acabe siendo
educado anteponiendo a los demás a su propia satisfacción. Y eso puede no ser un problema. Sin embargo, cuando
por educación él se pone en último lugar, se ningunea y se daña, es hora de desaprender para comenzar a aprender
otras cosas. Así que es posible que nosotras hayamos aprendido que la realización personal de una mujer pasa por
la construcción de la pareja perfecta. Pero si esto es a cualquier precio, es hora de desaprenderlo y aprender algo
que te sea útil y que no te destroce para conseguirlo. Te propongo que reflexiones con estas preguntas:
¿Realmente lo quiero?
¿Qué precio estoy dispuesta a pagar por conseguirlo?
Tranquila. No es necesario que tengas, después de estas reflexiones, absolutamente claro lo que es para ti la
autorrealización como mujer y como persona. Si respondiendo estas cuestiones has podido definir lo que es para ti,
¡enhorabuena!, a por ello. Pero ahora mismo lo importante es darte cuenta de si lo que te mantiene atada a esa
relación de no-amor es la idea de que para ser feliz y desarrollarte personalmente es necesaria una pareja y qué
estás dispuesta a hacer por tenerla. Y si dentro de ese pago por conseguirla está el vivir el dolor de una relación
que te hace más mal que bien.
«Vale, cuando estamos mal, es horrible, pero cuando estamos bien y me abraza... ¡Me transporto al cielo!».
Y es que todo ser humano necesita cariño. El cariño es un afecto intenso que se siente hacia alguien (o algo) y se
expresa con cuidado, apego, etcétera. En definitiva, el cariño es la expresión de los buenos sentimientos que
tenemos por alguien. O que alguien siente por nosotros. El cariño es fundamental en el desarrollo humano porque
nos hace sentir valiosos, nos ayuda a desarrollar una buena autoestima, nos acerca a los demás y socializa. Por
tanto, sí, es una necesidad básica del ser humano.
Además, cuando abrazamos, nos tocamos y expresamos este cariño, se genera una hormona llamada «oxitocina»,
que es en parte responsable del altruismo, la confianza, la generosidad, etcétera. De hecho, es la hormona que las
madres desprenden en cantidades industriales en el momento del parto y que garantiza un apego con ese pequeñajo
que acaba de nacer y que dependerá por completo de su madre en los primeros años de vida. Pero no solo eso.
¿Has oído alguna vez eso que dicen las mamás que cuando ven la cara del bebé se les olvida todo el dolor pasado?
Bueno, pues de eso se encarga también la oxitocina, de olvidar el dolor pasado. Así que, sí, el cariño hace que nos
olvidemos de los malos momentos, del dolor, y que nos fijemos en el subidón que nos proporciona el cariño que
nos están dando.
No quiero pecar de determinismo biológico con lo que te acabo de contar de las hormonas; necesitamos cariño
porque es la prueba de que para los demás somos importantes, de que existen buenos sentimientos y se vierten
sobre nosotros. El problema viene, como podrás imaginar ya, de si, por tener ese cariño, que en una relación de no-
amor suele ser puntual, te mantienes atada a una situación dañina.
De la mano del cariño puede ir el sexo. No siempre es así, está claro. No es necesario que tengas sexo con tu amiga
del alma para demostrar cariño. Sin embargo, muchas personas identifican el sexo como una expresión de cariño
—también en el sexo se genera oxitocina—, pero no siempre tiene que ver. Es más, para muchas personas el sexo
es el sexo y es algo de lo que se puede disfrutar sin cariño ni amor ni buenos sentimientos de por medio. Pero —y
quizá para muchas personas lo que te voy a decir sea algo sucio— necesitamos sexo. Las mujeres también
follamos. El sexo es un placer, y también tiene efectos positivos, tanto biológicos —es relajante, favorece la salud
cardiovascular, fortalece el sistema inmunitario, etcétera— como psicológicos —incrementa la autoestima, la
relación con nuestro cuerpo, disminuye la ansiedad y la depresión, etcétera—. Por tanto, el sexo no solo constituye
una expresión de amor entre la pareja, sino que fuera de esas consideraciones morales sobre si es necesario amor o
no para practicarlo, existen unos beneficios increíbles que pasan por la mejora de la autoestima y la obtención de
placer. Y a todas nos gusta sentirnos bien con nosotras mismas y experimentar placer.
Podemos hablar de dos variantes: ¿por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?, y ¿por qué lo llaman sexo
cuando quieren decir cariño? Y en ambas podemos encontrar razones para seguir enganchadas a una relación de
no-amor.
¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?
Como te decía antes, el sexo suele gustar a todo el mundo. Y digo «suele» porque me he encontrado a muchas
mujeres que aún lo identifican con algo sucio, algo de lo que estar avergonzadas. El caso es que el sexo nos gusta a
casi todo el mundo. Es divertido, placentero, etcétera, pero todavía hay muchas mujeres que se avergüenzan de ser
seres sexuales y vivir su sexualidad como les place. Seguimos identificando a las mujeres libres sexualmente como
«putas», «frescas», «busconas» o simples «rameras». Se niega el derecho a disfrutar del cuerpo y de la sexualidad
y, aunque poco a poco vamos librándonos de esa lacra, a muchas mujeres se las sigue señalando con el dedo por
ser libres de disfrutar de su sexualidad. Y las propias mujeres son, muchas veces, las primeras en señalarlas,
seamos sinceras.
Así que, en una sociedad en la que se te puede discriminar, insultar y maltratar públicamente por hacer uso de tu
cuerpo, ¿cómo te puedes proteger? Sí, eso es: teniendo una pareja. Si tienes pareja, aunque duela, puedes practicar
sexo sin que nadie te señale por ello. Además, ¿te suena el concepto de «polvo de reconciliación»? Es ese sexo
apasionado, salvaje, a veces incluso agresivo, con el que muchas parejas acaban las broncas. Ese sexo que te lleva
del infierno de la bronca al cielo de un orgasmo múltiple contra la mesa de la cocina y que, cuando acaba, sigues
sin saber si has hecho el amor o la guerra. Ese sexo sucio, fuerte, enérgico que, si no hubiera habido bronca previa,
tú jamás tendrías porque eres una perfecta señorita y ese sexo animal, indecente y obsceno no es algo que entre en
el repertorio de una señorita decente. Ese sexo. Maica es el perfecto ejemplo de esto:
Vivo en una ciudad de unos treinta mil habitantes, aunque es como un pueblo, todos nos conocemos. Reconozco
que cuando era jovencita era un poco «ligera de cascos». No sé, me sentía bien haciendo lo que quería, era libre,
salía, entraba y me iba con quien quería, pero eso en una ciudad como la mía no está bien visto. Con 21 años
conocí a Miguel. Él no vivía en el pueblo desde hacía unos cuantos años porque se fue a la universidad y nos
conocimos en uno de los veranos que él vino a ver a sus padres. El hijo del farmacéutico, ni más ni menos. Cuando
le conocí le quedaba un año para terminar la carrera y luego vendría a vivir al pueblo para acabar haciéndose cargo
de la farmacia de su padre. Ese año fue maravilloso, entre cartas, viajes, escapadas. Y sexo, mucho y bueno. Yo
sentía que él nunca me juzgaba por haberme acostado con él desde la primera noche que empezamos a salir y eso
me hacía sentir genial. Y me dejaron de señalar con el dedo: ¡era la novia del hijo del farmacéutico! Finalmente,
Miguel vino al pueblo a vivir. Y ahí empezó a mostrar su verdadera cara: no salgas así vestida, qué van a pensar de
mí si me ven contigo del brazo con esas pintas, etcétera. Cada vez que me decía esas burradas, había bronca
asegurada, que acababa en sexo salvaje, violento, extenuante. Y maravilloso. Descubrí cuánto me gustaba el sexo
fuerte, que me empotrara en cualquier lugar de la casa. Luego dábamos todo por arreglado y seguíamos con
nuestra vida, pero no, la verdad es que nada se arreglaba y todo iba a peor. Cuando pensaba en dejarle,
automáticamente pensaba en lo maravilloso que era el sexo con él. Y que estaba atrapada en una ciudad que jamás
entendería a una mujer como yo.
El caso de Maica es bien claro: ella se mantenía en la relación, no porque esta fuera buena, sino porque
estaba absolutamente prendada de la vida sexual que tenía con su pareja. Un claro ejemplo de llamar amor
a algo que no es amor, es simplemente sexo. Como decía mi tía-abuela Esperanza, una maravillosa mujer
que murió con 99 años y que atesoraba una gran sabiduría: «No te quedes con un cerdo por el hecho de que
te guste el chorizo, hija mía».
La otra variante se da cuando, para obtener cariño, accedemos a demandas sexuales, incluso cuando no estamos
conformes con ellas o cuando vemos el sexo como algo sucio, pero entendemos que conlleva cariño y, por lo tanto,
nuestra sed de ese afecto nos lleva a tener relaciones sexuales.
En este caso, la necesidad es la de cariño, la de sentir que somos especiales para alguien, la de tener compañía e
incluso incrementar nuestra autoestima a través del sexo, porque identificamos sexo con emociones, sentimientos.
Por lo tanto, si me da sexo, ¡es que siente algo por mí! Y si yo se lo doy, aunque no quiera hacerlo, es para
demostrarle que le quiero. ¡Ñek! ERROR. Pero de los grandes, ¡eh! Conozco a infinidad de mujeres que pululan
por camas ajenas creyendo que, de ese modo, conseguirán el amor que se merecen. Y puede ser una única cama, o
pueden ser muchas. Pero dan sexo a cambio de cariño y se quedan esperando que esa oxitocina se convierta en
amor. Así, lo único que consiguen es una espera dolorosa y acabar sintiéndose engañadas y usadas. ¡Como si ellas
no los hubieran usado a ellos!
Siempre y cuando haya sinceridad y honestidad, si un hombre te dice que no está interesado en una relación, que lo
único que quiere es una relación sin compromiso, ser amigos «con derecho a roce» o simplemente sexo, si tú no
estás al mismo nivel de desapego emocional, pero te quedas ahí esperando a que cambie ese desapego por amor y
lo que en verdad te importa es que te haga sentir querida, aunque sea mientras estéis en la cama, también lo estás
usando, en este caso para sentir cariño.
Otra cosa es cuando la persona te dice que le interesas para algo más, que quiere ir conociéndote poco a poco y ese
interés es recíproco, pero su conducta te hace dudar de su honestidad y, de hecho, lo que te demuestra es que solo
te llama «cuando le pica». Ahí te doy toda la razón: es un manipulador que lo único que quería era sexo. Pero
cuando te das cuenta de ello, o sales de ahí pitando, o estás formando parte de su juego. Es decir, te estás quedando
en una relación de no-amor por algo. ¿Quizá porque, a pesar de todo, albergas la esperanza de que ese sexo se
convierta en cariño, en amor, y acabéis siendo felices y comiendo perdices?
También es posible que, esperando que se enganche a nosotras (lo que en nuestro imaginario podíamos identificar
con que se «enamoren» de nosotras), nos convirtamos en las diosas del sexo, la mujer que todo hombre querría en
la cama, la que más placer le aporta y aportará en su vida. Y cuando veamos que es solo eso lo que quieren, nos
sintamos como marionetas en sus manos. Lucía me contaba un día:
Soy consciente de que me metí en ese jardín yo sola. Desde el principio, Javi me dijo que no quería una relación,
que estaba dispuesto a salir, divertirnos, pero poco más. Desde el primer momento vi que nuestra química era
maravillosa y que él disfrutaba mucho de pequeños juegos sexuales así que, aunque a mí tampoco es que me
emocionaran, entré en ese juego. Aprendí mucho de sexo, eso es cierto, me divertí bastante, pero cada vez que él
se marchaba de mi casa después del sexo, yo me quedaba vacía y expectante de qué sucedería la próxima vez, si se
quedaría a dormir abrazándome o no. Poco a poco, el nivel de nuestros juegos fue subiendo. Ya no eran unas fotos
en el móvil, o decirle obscenidades mientras estaba en una reunión, sino que pasamos a usar juguetes, disfraces y,
tiempo después, comenzamos a ir a lugares de intercambio de parejas. A mí no me agradaba, pero si a él le hacía
feliz, a mí también. Y sé que en el fondo pensaba que, si le hacía feliz, se acabaría enamorando de mí. Un día me
llamó con la temida frase de «tenemos que hablar», así que quedamos en mi casa. Le esperé, como siempre,
vestida para el «amor», pero cuando entró por la puerta me dijo que me pusiera algo más discreto. Yo sentí que se
me iban a romper las entrañas: eso no era buena señal. Se sentó muy serio y me dijo que había conocido a alguien
de quien se había enamorado y que lo nuestro tenía que acabar. Le grité: «¡¿Y yo qué?!». Él me miró sorprendido
de mi reacción. «¿Tú qué? —me dijo confundido—. ¿Tú? Te lo dije desde el primer momento: lo nuestro era solo
sexo». Me quedé destrozada, sintiéndome la mayor estúpida del mundo, la más inocente e incauta. Y, lo peor de
todo, sintiéndome sucia.
Lucía necesitaba cariño y, sí, para ello estaba dispuesta a intercambiar sexo por afecto y compañía. Y convirtió a
un hombre sincero en un Jesusito dándole todo tipo de caprichos, aunque su dignidad, según sus propios estándares
sexuales, se quedara por el camino. Ni siquiera es el tipo de sexualidad que te guste o practiques —personalmente
considero que entre dos adultos puede darse cualquier circunstancia que sea sana, segura y consensuada—, sino de
si lo haces porque tú quieres o porque consideras que, de esa forma, te querrán. Las razones son las que marcan la
diferencia.
Bonus track: necesidad de información
Esta necesidad quizá no apunta a por qué estás en una relación de no-amor, sino a por qué te quedas enganchada a
ella una vez que esta termina. El ser humano, y más específicamente las mujeres, necesitamos saber. Quizás el
hecho de que el cerebro femenino tiende más hacia la empatía evoca la necesidad de entender las razones por las
que los demás hacen las cosas, para poder comprenderlos y empatizar con ellos. Realmente no lo sé. Lo que sí que
es cierto es que las mujeres verbalizan más la necesidad de conocer qué ha pasado, los porqués. ¿Esto significa que
los hombres no tienen esa necesidad? No, ni mucho menos, pero sí que es cierto que las mujeres lo verbalizan más
y se obsesionan más con conocer qué ha pasado.
Esta es la razón por la cual muchas mujeres se quedan enganchadas durante mucho tiempo a relaciones que han
acabado, sobre todo si ha sido de manera abrupta; tienen necesidad de saber, de entender qué ha pasado y por qué
ellas han vivido eso. Y hasta que no dan con las razones, se quedan dando vueltas una y otra vez sobre el mismo
tema sin conseguir liberarse de ese pasado. Si este es tu caso, quizá lo único que debes saber es que las cosas, a
veces, simplemente pasan. Y, como mucho, podrás saber qué hiciste, qué no hiciste, qué es tu responsabilidad y
qué no lo es, pero hazte la promesa firme de dejar de investigar sus razones y empieza a centrarte en las tuyas,
pues te va a resultar muchísimo más beneficioso. No te quedes esperando que un fantasma del pasado te hable a
través de una güija, porque, o bien no aparecerá, o bien te pegará un buen susto.
Como has visto, eso que a veces llamamos «amor» no deja de ser una necesidad que tenemos y que llenamos con
una relación. Por supuesto, existen más necesidades: la de que alguien llene un vacío que tenemos (hay quien lo
llena con comida, otros con compras compulsivas, cuidando a alguien más), la de que nos resuelvan la vida porque
nosotras nos sentimos incapaces de hacerlo por nosotras mismas (lo que, como ya habrás podido adivinar, tiene
muchísimo que ver con nuestra autoestima) o, por ejemplo, la de no vernos a nosotras mismas para no tener que
hacernos cargo (si estoy cuidando de ti y tú eres lo único, lo más importante de mi vida, no me veo, así que me
dejo de lado porque verme, ¡uf!, da miedo, porque voy a tener que trabajar mis «mierditas» y no quiero verlas).
No quiero dejar escapar la oportunidad de identificar tus necesidades. Para ello, coge el listado de miedos
que habías escrito. ¿Lo tienes? Es hora de repasarlo y de introducir todo aquel: «Y si le dejo y entonces...»
que se te ocurra. Complétalo antes de continuar.
Ahora escribe al lado a qué necesidad crees que apunta ese miedo. Por ejemplo:
Miedo
Y si le dejo y entonces... no puedo pagar la hipoteca.
Y si le dejo y entonces... no hay nadie que duerma conmigo por las noches.
Y si le dejo y entonces... tengo que agachar la cabeza delante de todos aquellos que me dijeron que esta relación no
Y si le dejo y entonces... me arrepiento de no haberlo hecho antes y me siento una estúpida.
Y si le dejo y entonces... me enfrento con la responsabilidad de que mi vida no es genial, porque mi relación de par
Escribe todo lo que se te ocurra. Incluso, si quieres, invéntate etiquetas nuevas para las necesidades que
identifiques y que no hayas visto en estas páginas. Por ejemplo, la necesidad de darte a los demás puedes llamarla
«necesidad de ser una niña buena». Con este ejercicio puedes hacer cosas muy interesantes. Por ejemplo, puedes
puntuar del 0 al 10 los miedos que más te aterran y ver, de su mano, las necesidades que más miedo te da que no
estén satisfechas.
O bien puedes contar cuántas veces ha salido a relucir una necesidad en concreto y considerar aquellas otras que
más miedos tienen asociadas como las prioritarias. O ambas cosas. Tampoco te preocupes si no encuentras la
necesidad que encaje perfectamente con un miedo, simplemente asígnale la que más se ajuste, aunque no sea
exacta.
Antes de continuar, quiero dejarte claro que este es solo un ejercicio para que tomes consciencia de tus necesidades
y de si esa relación que te hace pupa la está supliendo. Si te ves muy abrumada, déjalo, vete a dar una vuelta, una
ducha o ponte a ver la televisión. Vuelve mañana, o dentro de unos días, y continúa. Si aun así te sientes muy
inquieta y no sabes por dónde abordar el tema, no dudes en dirigirte a un profesional. A veces, tomando
consciencia, algo dentro de nosotras hace clic y nos despeja las dudas, mostrándonos un camino a seguir. Pero
otras veces no es así y necesitamos una muleta en la que apoyarnos. Si este es tu caso, busca esa muleta de la mano
de un profesional, de una amiga o de alguien en quien confíes mucho, pero no te quedes a medias; aprende a pedir
ayuda cuando la necesitas.
Bien, continuemos. Ahora harás una tercera columna en la que responderás a esta pregunta: esta necesidad, ¿cómo
puedo satisfacerla fuera de la relación? Por favor, es muy importante que incluyas todo lo que se te ocurra. Veamos
unos ejemplos:
Miedo Necesida
Y si le dejo y entonces... no puedo pagar la hipoteca. Necesidad
Y si le dejo y entonces... no hay nadie que duerma conmigo por las noches. Necesidad
Y si le dejo y entonces... me quedo sola. Necesidad
Y si le dejo y entonces... rompo el grupo de parejas en el que hacemos tantas cosas los fines de semana. Necesidad
Y si le dejo y entonces... mi familia se enfada porque ¡qué vergüenza una divorciada entre nosotros! Necesidad
¿Ves por dónde van los tiros? Puedes tener unas necesidades. Es normal, acéptalo y no te sientas avergonzada de
ello. Y puedes hacer algo, o bien para deshacerte de esas necesidades, o bien para satisfacerlas sin tener que contar
para ello con tu Jesusito. En algunas ocasiones, la opción de desprenderte de las necesidades es la mejor, pero la
más difícil porque, como hemos visto, muchas de ellas son inherentes al ser humano. Vale, no pasa nada. Busca
cómo satisfacerlas sin que ese no-amor esté presente. Desaprender y dejar las necesidades a un lado es posible,
claro que sí, pero conlleva un trabajo y ahora lo importante es que sepas identificar si esa relación de no-amor
parte de una necesidad y si esa necesidad puedes empezar a satisfacerla fuera de esa historia. Lo fundamental en
este momento es que aprendas que no eres esclava de tus necesidades, y que puedes llenarlas fuera de esa relación
que te hace más mal que bien. Y eso hará que te empiecen a salir las alas.
Lista de Spotify
5.
Que te doy mi corazón
MAE WEST
«Vale, Eva», debes estar pensando, «está bien, pero aún no me has dicho
qué es el amor». Y llevas toda la razón. Sin embargo, considero que antes
de definir lo que es el amor, el amor sano, es importante dejar claro qué no
es amor. ¿Por qué? Porque creo que si tuviéramos bien claro qué es amor y
qué no lo es, otro gallo nos cantaría y sabríamos con qué relaciones
quedarnos y con cuáles mejor no mezclarnos. Así que vamos por partes.
El gatito abandonado
Pasados unos meses, nuestro gatito ya está del todo recuperado y deja de
venir en tu búsqueda; se ha hecho grande, sabe cazar solo y, como tú le has
provisto de todo lo que necesitaba para salir adelante, ya no te necesita, así
que ¿para qué va a volver? Y tú te quedas hecha polvo. Un día escuchas su
ronroneo. Feliz, acudes presta a su llamada y ves que parece Rambo: sucio,
ensangrentado, cansado; viene de una guerra. Y le acoges, le cuidas, le
sanas sus heridas. Y, aunque quede feo decirlo, estás feliz porque, como
está tan desvalido, se queda a pasar las noches en tu casa y te hace
compañía. Y llega el día fatídico: el gatito está del todo recuperado. De
hecho, parece un enorme tigre de Bengala. Y tú vas con toda tu buena
intención a acariciarle y, de repente, ¡zas!, zarpazo. Y si te he visto no me
acuerdo. Y te quedas lamiéndote tus heridas y preguntándote por qué, si tú
le quieres y le cuidas, él te ha dejado la mano hecha trizas con sus zarpas.
Quizás es que nunca pensaste que el gato lo único que quería era que le
sacaras las castañas del fuego, no ser TU gato.
Así es, querida lectora, algunas relaciones son con gatitos abandonados que
nos venden —y nosotras les compramos— lo solitos que están, lo enfermos
que se encuentran y cuánto necesitan de nosotras para salir adelante. Y
nosotras, tan felices, porque ¡nos encanta ayudar! De hecho, el síndrome del
gatito abandonado, como he llamado a este tipo de relación, es algo muy
común entre esas mujeres cuya profesión se focaliza en ayudar a los demás,
como psicólogas, enfermeras, médicos, etcétera. Quizás es porque
escogemos nuestra profesión según nuestra forma de ser y, si de alguna
manera estás orientada a ayudar a los demás, es más fácil que acabes
escogiendo una profesión de esta naturaleza.
Y es que Inma no tenía una pareja, tenía alguien de quien cuidar, alguien
que puso en primera fila olvidándose de ella misma, alguien a quien sacar a
flote y que «jugaba a las casitas» con ella, pero cuyo único interés era lo
que ella le podía dar, sin darle prácticamente nada a cambio. Y, como era de
esperar, Inma se llevó no uno, sino varios zarpazos. Y es que a veces
sabemos dar mucho, y muy bien, pero no sabemos recibir ni ser ecuánimes
entre lo que recibimos y damos y, en nombre del amor, damos, damos y
damos sin importarnos si estamos perdiendo hasta quedarnos vacías.
En cualquiera de los dos casos, ¡eso no hay un dios que lo aguante! ¿Pasarte
la vida demostrando que...? Uf, mal. ¿Pasarte la vida pidiendo que te
demuestren que...? No sé qué es peor. En cualquiera de las dos opciones
podemos pensar que el trasfondo es demostrar que nos merecemos amor. Si
tú pides constantemente que te demuestren su amor —y, por supuesto, no
hablo de tener pequeños detalles como una caricia en un momento dado, un
«te amo», etcétera—, quizás es que no estás segura de ese amor, de que tú
merezcas amor, y haces que la otra persona tenga que superar pruebas para
estar segura de ello. Si eres tú la que tiene siempre que andar en la relación
como si fuera una yincana, quizá te prestas a ello porque crees que has de
demostrarle al otro que eres merecedora de su amor. En cualquiera de los
casos, estás abocada a acabar fatigada, extenuada, estresada y,
probablemente, vacía. Lee la historia de Tori:
Quizás es que ese personaje de «chica curvy que no tiene complejos» y que
yo aireaba a los cuatro vientos era más una fachada que otra cosa y sí que
tenía complejos que me hacían sentir muy insegura. O quizás es que haber
vivido el rechazo anteriormente y alguna relación que me dejó hecha polvo
me había afectado más de lo que pensaba. No lo sé, pero lo que sí sé es
que, sin darme cuenta, se lo hice pasar muy mal a Marcos. Le conocí una
noche de concierto y rápidamente nos caímos muy bien. Me pidió mi
número de móvil y, antes de haber llegado a casa, ya estaba recibiendo un
mensaje para quedar al día siguiente. Nos veíamos mucho, casi todos los
días, y él parecía un chico encantador, interesado verdaderamente en mí.
Además, era muy guapo, totalmente de mi estilo. Un día pasó a nuestro
lado una chica espectacular y él ni siquiera la miró, seguía la conversación
como si ella fuera invisible para él. Ese pequeño detalle, que nunca
confesé, me hizo pensar que sí que había interés genuino en mí, pero no me
lo creía del todo. Empezamos a hacer más cosas juntos y yo le decía que se
lo tendría que «currar» mucho si quería ser mi novio, pero él me respondía
que eso no le importaba y era «nuestra broma». La primera bronca que
tuvimos fue porque fuimos a un concierto, nos hicimos unos cuantos selfis y
él no los subió a sus redes sociales, simplemente subió una foto del grupo
tocando. ¡Me enfadé tanto! Le dije que si se avergonzaba de mí, que si no
quería que sus amigos supieran que estaba conmigo y me marché. No tardó
mucho en mandarme una captura de pantalla mostrándome que había
subido una foto besándonos. Poco tiempo después me dijo que tenía
entradas para un festival, que se iba con sus amigos, y recuerdo
perfectamente que le dije que si me quería me hubiera propuesto ir y
presentarme a sus amigos. Me dijo que las entradas las tenían compradas
desde hacía meses, antes de conocernos y le dije que esa no era excusa, que
si realmente quisiera que hiciera parte de su vida hubiera buscado una
solución. El pobre vino, dos días después, con una entrada que había
conseguido en la reventa y que debió costarle más de trescientos euros
diciéndome que me quería y que, si ese tipo de cosas hacían que me
quedara segura de ello, que lo hacía encantado. Y yo me sentía la mujer
más feliz del mundo. En ese festival le hice pasar por una de las escenas
más bochornosas que puedo recordar. Me encontré con un antiguo amante
con el que me llevo genial. Al verle, le di mi bolso a Marcos y salí
corriendo a abrazarle. Juan, mi examante, me besó en los labios y yo no me
aparté, más bien todo lo contrario. Empecé a hablar animadamente con él
y me propuso ir a tomar algo. Le grité a Marcos que me esperara un
momento que volvía rápidamente y ese «rápidamente» se convirtió en tres
horas y varios chupitos, con carantoñas y algunos tonteos de por medio. No
sé por qué lo hice, supongo que quería saber si Marcos estaba dispuesto a
aguantar por mí lo que fuera, pero sé que si me lo hubiera hecho a mí...
Además, nos vieron varios de sus amigos. Cuando volví, Marcos estaba
bastante enfadado. Recuerdo decirle: «¿Es que no confías en mí? ¡No ha
pasado nada! ¿No me quieres lo suficiente como para creerme?». Y él me
contestó que era yo la que no se quería lo suficiente como para creerse que
alguien la podía querer. Me enfadé mucho, muchísimo, pero sé que llevaba
razón. Al despertar, él ya no estaba. Le mandé un mensaje que insistía en
que, si realmente me quería, él no debería enfadarse. Nunca me contestó. Y
se lo agradezco.
Lola me confesó que habían sucedido muchísimas otras situaciones del tipo
«¿Es que no me quieres?», que ella no identificaba como manipulación,
sino como una inseguridad permanente en que alguien pudiera sentir algo
tan bello y sincero como parecía que Marcos demostraba por ella. Está
claro: no hay amor porque el amor necesita reciprocidad y Lola no amaba a
Marcos. Lee atentamente este pequeño cuento:
Así, hizo un anuncio: aquel hombre, fuera noble o plebeyo, que consiguiera
pasar cien días con sus cien noches en la cima más elevada de la montaña
más alta del reino, se casaría con ella. El joven Ahmed vio entonces su
oportunidad: estaba perdidamente enamorado de la princesa desde que esta,
en uno de sus paseos, pasó por delante del joven, que llevaba sus cabras a
vender al mercado. Pero había abandonado la idea por completo: ¡una
princesa con un cabrero! Eso era imposible. Pero con ese reto, el cabrero
tenía su oportunidad. Muchos hombres lo habían intentado. Algunos,
después de la primera noche, habían vuelto a sus casas, hambrientos y
cansados. Otros, habían aguantado una semana, o dos, tres a lo sumo, pero
ninguno los cien días que pedía la princesa. Así que Ahmed se fue a la
montaña y se sentó en la cima más alta. Pasó un día y Ahmed, lleno de
ilusión, se mantuvo en la montaña. Después de tres semanas, la princesa se
interesó por él y fue a verle:
Existe también la posibilidad de que tu Jesusito no use frases del tipo «Si
me quieres...», sino que seas tú quien se abalance contra los dragones
esperando que esas pruebas de amor ahuyenten los miedos y las brujas y así
él entienda que le amas con una locura épica. Porque en tu cabecita, solo el
amor que pasa pruebas y sacrificios es el amor verdadero.
¿Has visto alguna vez una de esas fotos de lo que compras por internet vs.
lo que te llega a casa? Personalmente, me parecen muy divertidas, pero he
de reconocer que, si te sucede, es una verdadera jugarreta. Vas navegando
por internet y ves un vestido precioso y ¡a un precio espectacular! Piensas
en que esa cola de sirena realzará tus curvas, esa pedrería maravillosa dará
luz a tu cara, ese escotazo en la espalda va a enseñarle a todo el mundo lo
que te has trabajado en el gimnasio, y sueñas con ese raso acariciando tu
piel como si fuera una pluma. Así pues, coges tu tarjeta de crédito y
encargas el vestido. Bueno, viene de China y no te lo puedes probar, pero
¿qué más da? ¡Ya te imaginas lo perfectísima que vas a estar con él!
A veces idealizamos a una persona, creemos que será ese vestido perfecto
que lo tiene todo, pero, cuando nos deshacemos del envoltorio y lo vemos
tal cual es, ¡vaya decepción! Pero, bueno, no pasa nada, «ya que está en mi
vida, si cojo y trato de cambiarle un poquito de aquí, otro poquito de allí,
otro poquito de acullá, tal vez valga». Además, «¡ya no tengo tiempo! Se
me va a pasar el arroz, que ya tengo una edad y, claro, a mi edad estar sola
es todo un fracaso, así que sí, este tendrá que valer». Pero no, querida, no
vale. No es lo que querías, ni le aceptas tal y como es. «Aceptar» significa
darse cuenta de cómo es alguien y no enfadarse por ello, y respetarle lo
suficiente como para no querer cambiarlo. Aceptarse a una misma es
exactamente igual, pero hay una diferencia fundamental: si yo quiero
cambiar eso que veo de mí misma, pero no me gusta no solo puedo hacerlo,
sino que debo hacerlo, sin sentirme culpable por ser como soy, sin
enfadarme conmigo misma, sin machacarme por ello. Aceptar, pues, a otra
persona no lleva en la ecuación querer cambiarlo, ni por su bien ni por el
tuyo. Es lo que es, es como es y puedes aceptarlo o no así, pero jamás trates
de cambiarlo.
—¡¿Perdona?! —le dije con los ojos como platos—. ¿Qué quieres decir?
—Pues que estamos invadidos de chinos, negros, sudacas... Toda esa gente
está quitándonos el trabajo.
—Lo siento mucho, pero yo no puedo con los racistas. Creo que es mejor
que dejemos la cita aquí y no nos volvamos a ver.
—¿Ves? Si es que los progres sois, al final, unos intolerantes, ¡no aceptáis
algo diferente a lo vuestro! —me contestó bastante enfadado.
—No lo entiendes, justo porque acepto que eres así y no quiero hacer el
esfuerzo de jugar a cambiarte, prefiero no verte; me voy no porque no te
acepte, sino porque te acepto, pero no quiero a alguien como tú en mi vida.
Tampoco me gustan las armas y espero que algún día desaparezcan, pero sé
que existen, lo acepto y punto. Sin embargo, jamás tendría ninguna en mi
casa ni trataría de usarla de florero si lo que es, es un arma.
¿Ves por dónde van los tiros? Justo porque te acepto, no te cambio. Pero
justo porque me acepto y sé que algo así no me viene bien, no lo dejo
permanecer en mi vida. Y esa es la clave: no me vienes bien, me haces mal.
Seamos sinceras: todas —y todos— podemos ver cosas en nuestra pareja
que no nos gustan y tratar de llegar a acuerdos sanos en los que ambos
pongamos de nuestra parte para que la convivencia y el desarrollo de la
relación sean cómodos para los dos. Pero si tú lo que quieres es un
superejecutivo de Wall Street y lo que tienes es un filósofo de banco de
parque de tu barrio, por mucho que le presiones, que le manipules —incluso
inconscientemente por tu parte— o que le pongas en bandeja las cosas, es
exactamente lo que es y, para ti, debería ser una batalla en la que no entrar.
Lee con atención la historia de Anita:
Como ves, Anita ya identificaba cosas que su pareja no tenía y que para ella
eran importantes incluso antes de dar el paso de vivir juntos, pero pensó que
él cambiaría, que aprendería a ser algo que él mismo admite que no es.
Anita se enfrenta constantemente a la difícil tarea de convertir un vestido
transparente y mal cortado en un vestido de alfombra roja. Ella estaba
enamorada de la idea de que él llegara a ser lo que ella esperaba, no de lo
que él realmente era. Y al final siempre está cansada, frustrada, enfadada y
con la sensación permanente de fracaso.
Guillermo era un tipo corriente, tan corriente que en seis años trabajando
juntos, jamás me había fijado en él. Yo había salido de una relación que me
había dejado muy mal. Tras cuatro años con mi ex, y dos años buscando un
bebé, él se marchó justo el día después de mi cumpleaños. Cumplía
cuarenta y dos años, así que él organizó un fin de semana fuera, y cuando
volvimos, con la maleta aún hecha, me dijo que se iba. ¡Me pilló totalmente
por sorpresa! Tardé varios meses en recuperarme de un golpe así, y el día de
mi cuadragésimo tercer cumpleaños Guillermo me dejó un pequeño detalle
de cumpleaños en mi puesto. Me gustó, me hizo sentir bien, así que le invité
a un café para agradecérselo. A partir de ahí, empezamos a vernos más en la
oficina, a ir juntos a comer y empezamos a hacer planes fuera de horario de
trabajo. Guillermo es una persona muy común, sin grandes ambiciones de
ningún tipo. No sé, no tiene nada de especial, pero un día creo que mis
hormonas se enamoraron de él, el día que me dijo que estaba deseando
encontrar a alguien para tener un hijo. Fue extraño, empecé a verle incluso
más atractivo. Y, además, él me insistía tanto... Yo quería que fuera
diferente, que tuviera inquietudes, ambiciones, no sé, que hiciera algo más
que ver el fútbol los domingos. Pero mi reloj biológico hacía tictac y,
bueno, al final no era nada peculiar, pero era un hombre que estaba ahí.
Creo que no me di cuenta, pero comencé a presionarle para que hiciera las
cosas como yo quería, para que estudiara un máster, para que se candidatara
a nuevos puestos en la empresa, para que dejara de ver fútbol y prefiriera el
cine. Para que cambiara. Si él iba a ser el padre de mi hijo, no pedía que
fuera perfecto, pero sí que fuera diferente. Al final, me dejó, decía que la
presión había podido con él. Lo mismo que me había dicho mi ex. ¡Y yo me
quedé sola y sin bebé!
Probablemente, Chus no buscaba una pareja, sino un padre para sus hijos.
Y, en su imaginación, tenía muy claro cómo debía ser ese padre: cariñoso,
ambicioso, especial. Y presionaba a sus parejas para que fueran lo que ella
había imaginado que debían ser, así que no les daba espacio para ser lo que
realmente eran. Ella estaba enamorada de la posibilidad que el tener una
pareja le daba (en este caso, tener un hijo), pero no de lo que en realidad
eran como pareja.
¿Crees que tu pareja debería cambiar? ¿Haces cosas para que él cambie?
¿Está de acuerdo con esos cambios? ¿Es feliz siendo quien es? ¿Hasta
dónde eso que deseas que cambie te duele?
El pigmalión
Pigmalión, rey de Chipre, buscó a una mujer con la que casarse, pero no la
encontró. La condición de Pigmalión era que esa mujer fuera absolutamente
perfecta. Frustrado por la imperfección humana, decidió dedicar su vida a
crear estatuas de preciosas mujeres para compensar la ausencia de esa
perfección. Una de ellas, Galatea, era tan hermosa que el rey se enamoró
profundamente de ella. Entonces, Afrodita le dijo: «Mereces la felicidad,
una felicidad que tú mismo has plasmado. Aquí tienes a la reina que has
buscado. Ámala y defiéndela del mal».
Yo conocí a Irene esa noche, en los lavabos del restaurante. Estaba llorando
«para dentro», disimulando las lágrimas como podía, pero su cara contaba
una historia realmente dolorosa. Me acerqué a ella y le ofrecí un pañuelo de
papel sin mediar palabra. Ella lo aceptó y se sonó la nariz.
—¿Puedes salir y decirle que estoy indispuesta, que algo de la cena debe
haberme sentado mal? —me pidió ella.
Me quedé con ella en el lavabo y me contó que no podía salir de allí con esa
cara, que eso generaría una discusión y que necesitaba algún plan para
poder irse sin que él la viera así. Llamé a un taxi mientras me acercaba a la
mesa donde estaba Enrique con sus invitados y le conté que Irene se
encontraba francamente mal y que la iba a acompañar a casa. Me preguntó
qué sucedía, pero no se levantó para ir al baño y ver si ella necesitaba su
ayuda. Les conté a mis acompañantes la historia y ellos se encargaron de
informarnos de los movimientos de Enrique. Nos metimos en el taxi y
fuimos a tomar un té, y fue entonces cuando ella me contó su historia. Le di
mi teléfono pidiéndole que, si tenía algún tipo de problema esa noche, me
llamara urgentemente. A las tres de la mañana sonó mi móvil: Enrique
había entrado en cólera, no entendía qué le pasaba y le había levantado la
mano. Él se había ido de casa y ella no sabía qué hacer. Una semana
después, cuando Enrique volvió a casa, ella ya no estaba.
Yo estaba fatal, no era yo. No sé, me sentía perdida del todo; quería
cambiar de trabajo, mi familia me estaba ahogando, no me sentía bien en
mi cuerpo, con los hombres me había ido todo fatal y, para colmo de males,
mis amigas se habían ido alejando poco a poco de mí. Comencé a pensar
que el problema estaba en mí, que había algo en mí que andaba mal. Y me
apunté a un curso de terapia Gestalt buscando mejorar, buscando algo que
me diera la clave para poder salir de esa situación. Y el primer día conocí
a Gorka. Él era compañero, pero ya había hecho otros cursos antes y se le
notaba muy cómodo en ese ambiente. Hablaba con todo el mundo, exponía
su interior sin tapujos y sonreía sin parar. En el descanso comenzamos a
hablar y desde ese momento hubo un «buen rollo» entre nosotros que fue in
crescendo a lo largo de los días, de las semanas, de los meses que duró el
curso. Nos veíamos fuera, hablábamos todos los días, él me apoyó
muchísimo en todo ese tiempo. Y, semanas antes de despedirnos de nuestros
compañeros, ya teníamos una relación de pareja. Yo se lo consultaba todo:
«¿Qué crees que debo decirle a mi jefe?», «¿Crees que debo responder el
mensaje de mi amiga?», «¿Cómo crees que me vería mejor, con camiseta o
con vestido?», «¿Crees que debería ir a tal curso?». Y yo acataba su
opinión como una guía de cómo debía ser, sin ni siquiera plantearme si lo
que él opinaba concordaba con lo que opinaba yo misma. Y yo pensaba que
estaba recuperando a la Ruth que realmente era, pero ¡nada más lejos de la
realidad! Yo solía ser una persona muy crítica, con opiniones propias, pero
acataba lo que Gorka me decía sin plantearme absolutamente nada, así que
—pese a creer lo contrario— estaba perdiéndome entre sus consejos. La
gente a mi alrededor me decía que me veían muy cambiada y, supongo, que
eso reforzaba más el dejarme llevar por Gorka y sus opiniones porque,
claro, si yo creía que algo en mí estaba mal y el resto de la humanidad
identificaba mis cambios, entonces lo estaba haciendo bien. El problema no
era el cambio en sí, sino que yo no sabía vivir ya sin que Gorka me dijera
cómo hacerlo. Perdí mi capacidad de crítica, de opinión, de elección, de
vivir según mis propias normas. Y con un miedo terrible siempre a
equivocarme. Un día Gorka me preguntó si estaría con él si no me diera
consejos. No supe qué contestar. Y me dejó.
En el caso de Ruth, como puedes ver, no era Gorka quien quería que ella
fuera diferente, sino que ella, en su afán de cambiar, buscó a alguien que
pudiera ayudarla, con sus consejos, a ser algo distinto de lo que ya era. Y en
vez de reconocer que su necesidad era esa, la vistió con el traje de «pareja».
¿Eso significa que no podemos cambiar cuando vemos cosas de nosotras
que no nos gustan? No, ni mucho menos. Es más, creo que hacerlo es parte
primordial de crecer como persona y, en muchas ocasiones, una relación de
pareja puede dejar al descubierto aquellas cosas que no vemos de nosotras
mismas y que no nos gustan o que incluso pueden hacer daño a los demás.
Pero siempre siempre siempre ha de primar lo que tú piensas y lo que tú
crees. Siempre debes tener criterio propio. Puedes escuchar consejos, por
supuesto, pero la decisión final sobre qué hacer es tuya.
Ser algo diferente no significa borrarte del mapa y volverte a dibujar, sino
mejorar lo que ya eres. Si para cambiar tienes que borrarte por completo y,
además, basas ese cambio en lo que te dice tu pareja, es posible que estés en
una relación de no-amor.
Este término lo acuñó mi amiga Verónica un día que me contaba por qué no
era capaz de dejar a su pareja: «No sé, Eva, sé que me llevo muchos
sofocones, que es una montaña rusa constante, pero cuando vuelve... vuelve
la ilusión, el tonteo, la conquista, el juego. Es como si estrenara zapatos
nuevos cada vez que rompemos y volvemos».
Imagina que, después de todo el esfuerzo que has hecho, esos maravillosos
zapatos te duelen, y te duelen como si mil agujas te perforaran el pie a cada
paso. ¿Qué es lo más probable que hagas? Que intentes ensancharlos,
adaptarlos y, cuando te des cuenta de que no, de que hagas lo que hagas no
son para ti, los dejes metidos en el armario, como si pensaras que, por arte
de magia, llegará el día en el que realmente sí los puedas usar. Este es el
caso de Leonor, una de mis clientas:
Bajar la escalera
Antes te he dicho que no sabía si era por envidia. Creo que la envidia es una
de las cabezas visibles del monstruo de la baja autoestima. Cuando no nos
creemos capaces de conseguir lo que otros tienen, incluso cuando no nos
consideramos merecedores de ello, surge la envidia. La envidia sana no
existe porque la envidia no es un sentimiento positivo, es algo que te come
por dentro, así que, si te carcome, no puede ser sana. Cuando conoces a
alguien que tiene algo que tú deseas y te crees capaz de conseguirlo, porque
te estimas y confías en tus capacidades, lo que surge es la admiración e,
incluso, la sensación de haber encontrado un modelo al que seguir. Así que
la única explicación que puedo encontrar para un comportamiento así es la
baja autoestima. Pero no solo la baja autoestima de quien se siente en el
escalón más bajo, sino de la persona que decide que ser ella no es bueno o
es dañino y, por tanto, se apea de su peldaño. Si te sientes bien con lo que
eres, con lo que has conseguido en la vida, con lo que tienes, no necesitas
ocultarlo porque eso le haga daño a los demás. Si los demás lo quieren, ¡que
se remanguen y se pongan a trabajar por conseguirlo!, ¿no crees?
Recuerda:
Le conocí por internet justo después de dejar una relación que me había
traído durante años por la calle de la amargura. Él era un ilustrador que
estaba tratando de abrirse paso, sensible, divertido y con una mente que me
atrapó a la segunda conversación, justo lo contrario de lo que era mi ex. A
las pocas semanas estábamos enganchados como dos lapas y un día me dijo
que no entendía cómo una mujer como yo —guapa, inteligente, con mi
propio negocio— podía haberse fijado en un fracasado como él. A mí eso,
lejos de espantarme, me pareció algo muy tierno. A los pocos días me dijo
que se sentía fatal porque siempre se portaba muy mal con las mujeres y yo
le contesté que quizá no había encontrado a la mujer con la que portarse
bien, que estaba segura de que no era tan malo. Sé que en mi fuero interno
el «Y yo te voy a enseñar que eres bueno, que te mereces amor, que el
problema es que nadie ha sido paciente contigo» fue lo que en ese momento
me hizo quedarme a su lado. Y entonces comenzó lo que, a día de hoy, veo
como una pesadilla. Empezó a no contestarme los mensajes. Luego me
decía que se sentía fatal por ello, pero siempre tenía una excusa: «Estoy
triste», «Necesito centrarme en mi trabajo y que estés orgullosa de mí»,
etcétera. Y yo siempre le excusaba y me pasaba horas intentando
convencerle de que no era tan malo, que un tropezón lo podemos tener
todos, que era normal. Sin darme cuenta, dejé de hablar de mí para
centrarme exclusivamente en hablar de él, darle ánimos e incluso trabajar
—gratis— con mi empresa para darle visibilidad en las redes y hacerle
entender que no solo era una gran persona, sino un buen profesional. Luego
comenzó a dejarme tirada cada vez que quedábamos, pero yo solo tenía
comprensión para él: «Entiendo que no quieras ir a ese restaurante que no
puedes pagar, no te preocupes», «Es normal que te de miedo conocer a mis
amigos, no pasa nada», etcétera. Y, cuando me di cuenta, mi vida giraba en
torno a hacerle sentir bien, a que él recuperara su autoestima, a que él
saliera de esa cueva de negatividad en la que vivía. Mientras, yo dejé de ser
yo, de hacer lo que me gustaba, de darme lo que me merecía y me había
ganado con esfuerzo y trabajo. Y me di cuenta de que ya no hablaba de él a
mi entorno por miedo a que me echaran la bronca por continuar en una
relación en la que yo solo daba y nada recibía, así que algo estaba mal. Un
día lo vi claro: era una relación tóxica. Yo había dejado de ser yo para que
él no se sintiera mal, para ayudarle a ser mejor, para empujar a alguien a ser
su mejor versión, que, dicho así, puede sonar genial, pero en todo este
proceso me había olvidado de todo lo que yo soy, de lo que he conseguido y
de lo que realmente quiero. Así pues, le llamé y, como siempre, no me
cogió el teléfono, por lo que no me quedó más remedio que mandarle un
mensaje: «Fran, eres tóxico, necesito salir de esto, así que adiós». Jamás me
respondió.
Marina me dijo que ella era consciente de que él era tóxico, pero que algo
tampoco debía estar bien en ella cuando había permitido que eso le pasara,
así que nos centramos en que ella descubriera esas razones y, al mismo
tiempo, en que volviera a recuperar las riendas de su vida y de su
autoestima.
Nunca me cansaré de decirlo: hay que ser muy fuerte para pedir ayuda. Y si
ves que tú sola no puedes, no pasa nada por pedir ayuda a tus amigos, a tu
entorno o, incluso, a un psicólogo.
Si crees que te has despeñado por las escaleras, no lo dudes: quédate en tu
escalón. Ofrece la mano, sí, pero para que la otra persona la alcance y se
apoye en ella, no para tirar y romperte la espalda en el intento.
El alma gemela
Como ves, Laura sabía que lo que estaba viviendo no era normal, pero se
vendió a sí misma la idea de que era lo que tenía que vivir porque, de esa
manera, aprendería una lección. Esa idea del aprendizaje a través del
sufrimiento es una fórmula muy extendida. Creo que es una idea de esta
cultura judeocristiana que magnifica el poder del sufrimiento, como si
aquellos que no sufren no se merecieran la paz, como si el sufrimiento fuera
algo no solo que no se debe evitar, sino que se debe buscar, porque de
alguna manera sufrir te hace grande, te hace sabio y, además, te dará el
cielo.
¡Paparruchas!
Está claro que la pareja de Laura era, como se suele decir, un capullo. Y,
desde luego, un maltratador emocional de manual. Pero cuando ella se dio
cuenta de que eso que estaba viviendo no era normal, la razón que se dio
para quedarse era que él era su alma gemela y que, por lo tanto, tenía que
vivir eso como parte de su evolución personal y, una vez superado,
obtendría su premio: un Jesusito completo, entregado, enamorado, perfecto.
Un sapo convertido en príncipe. Pero eso jamás sucede, porque tú tampoco
eres la hija de un rey que, aburrida, juega con su bola de oro, la pierde en
una charca y para recuperarla tiene que besar un sapo. ¿O sí?
A veces, pensando en este tema, creo que sucede lo mismo que con las
tallas de ropa. Te explico. Nos pasamos el día viendo en los medios de
comunicación y en las redes mujeres de tallas 34, 36 y, algunas, 38.
Estamos constantemente bombardeadas con esas imágenes de mujeres con
tallas muy por debajo de la media real. ¿Cuántas puedes ver al día? No sé,
¿veinte?, ¿cincuenta?, ¿cien? Lo que es seguro es que más que gente de
carne y hueso. Y, además, se nos presentan como deseables, como si ahí
radicara la felicidad. Así que nuestro cerebro, que a veces es mucho más
simple de lo que creemos, piensa: «Bien, si tantas mujeres tienen esa talla,
¡es que esa es la talla normal!». Pero nada más lejos de la realidad: la talla
más vendida en, por ejemplo, España, es una 42. Ahora piensa en los
cientos de películas, cuentos, libros e historias que conoces de amores
sufridos con finales felices. ¿No crees que es posible que, de alguna
manera, normalizáramos que el amor ha de tener, necesariamente, un gran
drama de fondo para poder ser amor de verdad?
Te podría hablar de muchas otras situaciones en las que una relación es una
relación de no-amor, pero creo que con estos ejemplos te ha quedado claro
que una relación que nos hace sufrir, una relación en la que recibimos más
dolor que amor, una relación que nos hace sentir inestables y que incluso
desestabiliza otras áreas de nuestra vida, no es una relación de amor. ¿Qué
es lo que tienen en común estas situaciones? Algo muy sencillo: no son
relaciones de mutualismo sano.
Bien, algo así puede ocurrir en algunas relaciones. Por ejemplo, te sientes
tan mal contigo misma (baja autoestima) que crees que te mereces que te
trate así. Y sí, es posible que él haya sido lo suficientemente manipulador
como para haberte destruido la autoestima por completo y haber llegado a
hacerte sentir que no mereces nada bueno en la vida, porque los
maltratadores tienen muchas formas de hacernos sentir que los castigos son
merecidos. Así que si crees que tu relación es un castigo que mereces, casi
seguro que estás viviendo una relación de maltrato emocional. Por lo tanto,
el mutualismo debe ser sano, es decir, que los beneficios de ambas partes
sean positivos, equilibrados, saludables y, en definitiva, que te haga sentir
bien contigo misma y con tu vida.
Por último, existe una relación entre beneficio y coste. Por ejemplo,
imagina la situación anterior: tienes una pareja que vive contigo, él no paga
alquiler y a ti te dejan en paz. Pero es un cerdo que deja la casa hecha
polvo, que se emborracha todos los días o que tiene actitudes que, sin tener
que ser de maltrato, a ti te dañan, como puede ser tirarse todo el fin de
semana jugando a la videoconsola. Cuando el coste supera el beneficio y,
por tanto, hace daño, también es hora de plantearse si de verdad es una
relación con amor o no.
Lista de Spotify
6.
Tómalo, tómalo
MARLENE DIETRICH
Antes de continuar quiero dejarte claro algo muy importante: este libro trata
de ti, de que aprendas a identificar una relación de no-amor e, incluso, de
maltrato emocional para que puedas salir de esa trampa que tanto daño te
está haciendo. No obstante, en ningún caso, tienes que tratar de entender
qué le pasa a la otra persona, a tu Jesusito, para que puedas salvarlo de sus
propios monstruos. Es necesario que entiendas esto porque, si no es así, vas
a volver al círculo vicioso de querer erigirte en la heroína del cuento, y ya
sabes que esto tiene un coste. Creo que, si eres consciente del coste —
perder tu autoestima, sufrir, probablemente caer en una depresión e, incluso,
vivir maltrato emocional— y, aun así, eliges meterte —o seguir— en esa
historia, es lícito. Es una decisión como otra cualquiera. Ahora bien, como
decisión que es, tendrás que hacerte cargo de sus consecuencias. Y, de paso,
preguntarte qué te pasa a ti para querer meterte en la boca del lobo y dejar
que te engulla.
Además, quiero dejarte claro algo más: vamos a ver rasgos de Jesusitos para
que puedas identificarlos y salir corriendo, pero estos rasgos no son los
únicos. Y, me explico, una persona maquiavélica es también una gran
manipuladora; como un narcisista, o un psicópata, tampoco tiene empatía
alguna. Un gatito abandonado puede tener algo de machista, por supuesto, y
un encantador de serpientes puede jugar el papel de fan. Es decir, el ser
humano es lo suficientemente complejo como para que no podamos decir
que si alguien hace A es, sin lugar a dudas, X. Así que, más allá de querer
hacer un diagnóstico —ese no es tu cometido—, fíjate en esos
comportamientos que tiene tu Jesusito y que a ti te perturban, te duelen e
incluso te desequilibran. Y toma la decisión de amarte.
El gatito abandonado
Puede pedirte ayuda directamente o de forma pasiva, con frases del tipo:
«Si encontrara algún sitio para pasar unas semanas, hasta que mi situación
mejore...». De esta manera, no acepta su responsabilidad a la hora de pedir
ayuda, tú se la ofreciste; así que, si sale mal, la culpa será tuya.
Se posiciona como víctima. No es que él haga algo para que su vida sea el
desastre que es, sino que su ex es una perra del averno de la peor calaña, su
jefe le tiene ojeriza desde que entró en la empresa y su coche se empeña
siempre en romperse cuando más lo necesita. Es decir, echa balones fuera
con respecto a la responsabilidad que tiene en su vida.
El pesimismo es su bandera.
En el fondo sabes que lo que quiere es alguien que haga de su vida algo más
sencillo, que le cuide y le trate como si fuera su mamá.
Y, ojo, es posible que una persona tenga una mala época en su vida y tú le
conozcas en ella. Vale. La vida nos puede dar un revés, una patada en la
entrepierna y un puñetazo en el estómago, todo al mismo tiempo, y nadie
estamos a salvo de ello. Pero ¿es el momento de meterse en una relación?
Desde luego que no. Ni para la persona que está sufriendo tantas
calamidades ni para la que le pueda ayudar. ¿Por qué? Pues porque pueden
suceder demasiadas cosas que nada tienen que ver con el amor, como, por
ejemplo, desarrollar una relación de codependencia, una relación
parasitaria, que el gatito te meta un zarpazo directito al corazón o que,
simplemente, sea un pasatiempo para no tener que lidiar con tus propios
problemas. Cuando alguien no está bien, no puede mostrarse tal y como es
en todo su esplendor. Así que, ¿crees que puede haber un amor completo?
Yo no lo creo porque, en realidad, ¡no conoces a la persona ni todo lo que
puede ofrecerte en verdad!
Sí, soy de esas personas que piensan que, para entrar en una relación sana,
ambas partes deben sentirse bien consigo mismas. Por supuesto que es
factible pasar malas épocas o no sentirse cien por cien bien, pero, si de
entrada la relación se basa en que tú des cariño, comprensión e incluso
recursos, mientras que la otra persona no te corresponde con lo mismo,
¿qué tipo de cimientos crees estar creando para una relación sana? Los
cimientos de la desigualdad. Y unos cimientos mal formados son casi
imposibles de arreglar.
—Pues, la verdad, creo que cuando él esté bien y todo pase, será una
persona maravillosa y estaremos genial.
Suponer no es, para mí, el verbo perfecto que te permite entregar amor,
tiempo e ilusiones. Vivir de lo que se supone que será cuando todo esté bien
es venderse cuentos, es una fantasía más del tipo: «Con mi amor, mi cariño
y mi comprensión, él saldrá de esta y seremos felices y comeremos
perdices».
Tal vez pienses que negar ayuda a alguien que la necesita es ser de mala
persona, y es posible que así sea. Yo no te estoy diciendo que le niegues
ayuda, sino que no te metas de cabeza en una relación que se basa en que tú
ayudes. Si no te quieres alejar, puedes ayudar desde el desapego, desde el
«te puedo comprender y apoyar, pero eres tú quien tiene que arreglar tu
propia vida». Así, en vez de abrirle la puerta a las dos de la mañana porque
ha tenido una mala noche, le dices que quedaréis para un café cuando
tengas tiempo. En vez de darle el dinero para pagar la factura del teléfono,
puedes ofrecerle ayuda para rehacer su currículum y que busque trabajo. En
vez de aguantar cinco horas de chat contándote sus penas, dile que mejor
vais al cine y así se distrae un poco. Pero tú no eres responsable de esa
persona, así que no te creas responsable de que él esté bien, porque no es ni
tu obligación, ni tu cometido, ni, mucho menos, lo que debe hacerte feliz en
la vida.
Siempre recuerda
LOS DRAMAS, DÉJALOS PARA NETFLIX.
El machista
Antes de meternos en harina con esta cuestión, creo que es necesario dejar
claros algunos conceptos:
Vale, ese es el machismo más extremo. Pero hay otros tipos de machismo
más sutiles, más tenues, que también dañan, así que vamos a aprender a
identificar a esos machistas que se nos pueden colar sin darnos cuenta:
Él ayuda en casa: no asume que las tareas del hogar sean cosa de dos, sino
que es algo de la mujer y él es tan generoso que ayuda.
Las amas de casa no son trabajadoras, sino que cumplen con su función
como mujeres que son.
Una mujer que disfruta de su sexualidad no es una mujer libre, sino una
guarra.
Usa expresiones del tipo «ser una nenaza», identificando lo femenino con lo
débil.
Cree que niñas y niños deben jugar a cosas diferentes porque ¿cómo va a
coger un niño una muñeca (nenaza) o una chica una caja de herramientas
(machorro)?
Cree que las tareas domésticas y de cuidado de los demás siempre las va a
hacer mucho mejor una mujer. Total, están programadas para ello.
Y, por supuesto, hay trabajos que una mujer jamás podrá llevar a cabo
porque no están programadas para ello, como puede ser camionera, minera,
albañil o directiva.
Habla mucho del físico de la mujer, tanto en positivo («qué buena está esa
tía») como en negativo («vaya pintas de machorro lleva esa»).
Habla sin respeto de las mujeres que han pasado por su vida.
Da por supuesto que parte del éxito de una mujer es conseguir ser madre.
Sin embargo, los hombres con instinto paternal son unos calzonazos.
Las mujeres que saben lo que quieren y lo defienden son «sargentas», «con
mal carácter», «con mala leche» o una vez más, el recurrente
«malfolladas».
Hacer determinadas cosas, como puede ser fumar, beber, jugar al fútbol,
hacerte tus propias chapuzas en casa o conducir un deportivo, hacen a las
mujeres menos femeninas e, incluso, es casi una constatación de que son
lesbianas.
Una mujer, para ser mujer, debe vestir de una determinada forma (por
ejemplo, con falda y tacones), tener un determinado aspecto (pelo largo,
cuerpo depilado, ir siempre maquillada) o tener un comportamiento de
«señorita», como puede ser no decir tacos o no beber directamente de una
lata.
Y podríamos seguir y seguir, pero, como muestra, creo que vale un botón.
Por supuesto que algunas de estas conductas de las que hemos hablado
pueden ser atribuidas a mujeres. El machismo, al igual que el feminismo, es
algo que atañe a ambos géneros. Hay mujeres machistas, al igual que hay
hombres feministas, pero no por eso deja de ser menos pernicioso. Por
cierto, que este suele ser un argumento muy usado por los machistas, el de:
«Pero si las mujeres sois peores que nosotros». No, eso es lo que nos
quieren hacer creer, por eso del «divide y vencerás». También usan, sobre
todo en los últimos tiempos, la palabra «feminazi» para dividirnos. Así
definen a esas mujeres que defienden el feminismo, generando dos grupos
por comparación directa: las feminazis son malas, muy malas, caca, pero el
resto —las que no hablan de feminismo, es decir, las que se mantienen en
su papel tradicional— son buenas. Feminazis (feministas), malas, y no
feminazis, es decir, las que no luchan por la igualdad, buenas. Aquellas que
odian a los hombres —que existir, existen— son misándricas. Por el hecho
de que una mujer sea capaz de decirle a un hombre lo que no quiere, lo que
sí y reivindique la igualdad, no existe odio, sino todo lo contrario: el deseo
de un mundo mejor y más justo para todos. Así pues, recuerda:
¿Y si...?
Cada vez que hay un «¿Y si pasa esto y entonces aquello?», a lo que
apuntamos es al futuro, a las posibles consecuencias de algo. Y la emoción
que nos lleva al futuro y nos hace sentir mal es el miedo.
Están muy a gusto en su trono. No se puede negar que tiene que ser muy
cómodo poder salir sin miedo por la noche, saber que podrás acceder a
puestos de trabajo mejor pagados u otra serie de ventajas que el machismo
les otorga.
No confían en sus capacidades. Puede ser desde algo tan sencillo como
creer que no son capaces de cocinar y recoger la cocina hasta algo más
difícil, como no ser capaz de tener empatía y capacidad de comunicación
para que su pareja se sienta bien a su lado, pasando por no creerse capaces
de asumir roles y valores que típicamente se han considerado femeninos.
Y, además, si lo puede hacer otro por ti, ¿para qué vas a hacerlo tú? Aunque
al otro le cueste tiempo o esfuerzo. Vamos, lo que viene siendo vaguería y
egoísmo.
De modo que sí, creo que detrás de un machista lo que hay es un vago y un
egoísta, lleno de miedo y baja autoestima y, por supuesto, con un montón de
complejos. Solo por esto, ya podemos considerar que un machista es muy
mal negocio. Pero si encima su comportamiento hace que te sientas
esclavizada, no puedas ser tú misma, tu libertad sea coartada, tu vida
limitada y todo por el simple hecho de que naciste mujer, ¿qué más
necesitas para mandarlo a freír espárragos? ¿Permiso? Pues la noticia es que
nadie te tiene que dar permiso para que eches de tu vida a quien no te hace
bien. Recuerda:
Vamos a ver unos rasgos que nos pueden estar indicando que estamos ante
un Jesusito encantador de serpientes.
También es posible que haya estudiado tu huella en las redes sociales: qué
te gusta y qué no, de qué equipo eres, tus aficiones, etcétera.
Como buen seductor, tontea con toda la que se ponga a tiro. Recuerda que
lo que quiere un seductor es sentirse deseado, así que, consciente o
inconscientemente, tonteará con la camarera, con la chica que le ha pedido
fuego o con cualquier otra que se le ponga a tiro.
Puede tontear con mujeres que ni siquiera le atraen. Es posible que le pilles
flirteando con alguna y, al decírselo, te conteste con un «pero si me cae
fatal» o un «pero si no me gusta nada de nada». Y a lo mejor sea verdad,
pero, como su interés es seducir por seducir, le da igual a quién.
Es posible que te comente que cuando consigue las cosas se aburre. Quizá
no te lo cuente directamente, pero sí te cuente que era escalador hasta que
consiguió subir una montaña, luego se aburrió y lo dejó, que cuando llegó a
ser jefe en su trabajo lo abandonó porque se cansó de ello o que sus parejas
no funcionan porque se aburre.
Es posible que presuma de sus conquistas. Contarte que ha estado con tal o
cual persona, muy guapa, de éxito o incluso famosa, no solo hace que su
ego se hinche, sino que además es una técnica para demostrarte «lo buen
partido» que es.
Dejan las historias sin acabar. Es decir, no suelen poner punto final a sus
relaciones, por si alguna vez tienen que recurrir a ellas.
Te dirá en cada momento lo que quieres escuchar. Es más que probable que
te llene de piropos, de alabanzas y de una ristra de frases maravillosas. De
hecho, tal vez tengas la sensación de que él te ha dicho en una semana
mucho más que todos tus ex en toda tu vida.
Le importa poco que las mujeres que hayan pasado por su vida hayan
sufrido por su culpa, así que tiene poca empatía con ellas.
Cuida mucho su aspecto exterior, por lo que siempre le verás bien arreglado
y vestido, pero también se preocupa de parecer ante ti como culto, formado
e inteligente, así que hará alardes, más o menos directos, de su sabiduría.
Ten especial cuidado si te dice que es especialista en cine y solo habla de
Woody Allen, por ejemplo. Es decir, si alguien realmente sabe mucho de un
tema, puede hablar ampliamente de él. Como es obvio, un hombre que se
cuide y que sea inteligente no tiene por qué ser un encantador de serpientes,
pero si a esto le añades algunas de las características ya mencionadas, abre
los ojos por si las moscas pican.
Hay hombres que van de seductores pero que lo único que quieren es
llevarte a la cama. Esos no entrarían en esta categoría que estamos viendo
aquí. ¿Y sabes qué te digo? Que dentro del daño que te puede hacer haber
dado con un imbécil, es el mal menor. Que sí, que siempre fastidia
encontrarte con un hombre que juega a conquistarte cuando lo que quiere es
follarte, sobre todo cuando creo que las mujeres, hoy en día, somos capaces
de decir que sí al sexo sin compromiso si es lo que nos apetece. Yo,
personalmente, siempre he dicho que respeto mucho más a un hombre que
me dice abiertamente que su objetivo es acostarse conmigo que a uno que
me vende la moto de que quiere conocerme cuando en realidad lo único que
desea es conocer el sexo conmigo. Se llama «honestidad», algo que a mí me
pone mucho más que un piropo. Así que, si has dado con uno de estos, lo
siento, hermana: recoge tus lágrimas y para delante. Te digo desde ya que
un hombre que no es honesto sobre sus propios deseos no merece la pena.
Es posible que haga comentarios para explicar por qué tú no te has casado o
emparejado de forma estable. Comentarios del tipo: «Si no te has casado es
porque no has encontrado a quien te haga pasar por el aro», como si la
decisión de casarse o emparejarse fuera algo de lo que tienes que ser
convencida.
Es posible que te haga comentarios del tipo «cómo se nota que has tenido
pocas parejas», dando a entender que no sabes cómo gestionar una relación.
Tranquila, él te va a enseñar. Con sus propias normas, como es lógico y
normal, que para eso él es el macho alfa.
Por lo general, será bastante dominante. Como macho alfa, te ve como otro
macho alfa al que ha de aniquilar, así que buscará formas de dominarte. Al
principio, sutiles, como puede ser que sea él quien se encargue de organizar
todas las citas sin pedirte tu opinión. Y luego, en el peor de los casos, puede
comportarse como un competidor directo; por ejemplo, corre más que tú,
consigue más éxitos que tú o tiene más dinero que tú.
Te hará sentir que vuestra relación es una competición constante. Y, cuando
pierdes, lo vive como si fuera una victoria triunfal en su vida.
Puede que, con demasiada rapidez, te proponga algo que te haga perder tu
independencia. Puede ser desde llevarte él en coche al trabajo hasta casarse,
pasando por convivir juntos, que te mudes a su ático, que os asociéis para
un negocio o comprar un coche juntos. Sea como sea, con una rapidez
pasmosa te plantea algo que hasta el momento hacías sola o contando con
tus propios recursos.
Te dirá que, si quieres que él haga algo, tú tienes que hacer, o ser, o
cambiar, otra cosa. Por ejemplo, puede decirte que, si quieres conocer a sus
amigos, no les digas que eres empresaria —con lo que consigue que
empieces a identificar tu independencia económica como algo de lo que
avergonzarse—. O que, si quieres salir a cenar, le pidas perdón por haberle
dicho que vota a un partido abiertamente homófobo, cuando en realidad es
así. Sea como sea, te pedirá como moneda de cambio que modifiques algo
que tenga que ver con lo que tú eres.
El domador quiere cambiarte, que tú seas lo que él quiere que seas: una
mujer sumisa y que hace lo que él dice. Y cuando lo consigue, dejas de
interesarle; ya no necesita un gatito ronroneante, lo que él quiere son leonas
a las que poder domesticar. Tú, para él, dejas de existir; él solo se merece
leonas salvajes, así que recuerda:
El fan fatal
El fan fatal es ese hombre que tiene una imagen idealizada de ti y quiere
que la cumplas sí o sí. Lo he visto mucho en amigas y clientas actrices,
modelos, presentadores de televisión e influencers. De hecho, una de las
grandes quejas de este perfil de mujeres es que los hombres se enamoran
del personaje, pero olvidan la persona. Es decir, idealizan su imagen pública
y pretenden que se comporte y sea lo que ellos han idealizado.
¡Claro! Esa es tan solo una faceta de las cientos que tenemos todas las
personas. Mis chistes malos, mi visión surrealista del humor u otras
cualidades las aplico en otras áreas de mi vida, como las series que escribo
o mis relaciones interpersonales en la vida real, no en una situación en la
que una persona está contando a miles de telespectadores que ha vomitado a
escondidas durante los últimos cinco años. Pero la gente tiende a quedarse
con uno o dos rasgos de las personas y los extrapolan a su personalidad. Y
me explico: si alguien piensa que eres seria y fría en la televisión o en las
redes sociales, creerá que en tus relaciones eres dominante, que contigo no
se pueden hacer bromas o que cuando no estés de acuerdo en algo sacarás
mal carácter, cuando —probablemente— eso no tenga nada que ver
contigo. Si alguien ve que solo subes viajes o fotos divirtiéndote creerán
que eres una persona risueña, aventurera, que en sus relaciones lo
importante es no aburrirse o que sus valores son básicamente hedonistas,
sin darse cuenta de que tras eso hay más, mucho más.
Pues bien, el fan fatal se encapricha de esa imagen que todos proyectamos
públicamente y tratará de que la cumplas a rajatabla. A ver, seamos justas:
todos nos hemos encaprichado alguna vez de alguien por lo que proyecta en
redes sociales o en su perfil público en prensa o, cuando no existía esta
exposición pública tan desmedida, del «chulito» del barrio o de la versión
cutre de nuestro cantante favorito que encontramos en la discoteca del
pueblo. El problema no es ese. El problema viene cuando no cumplimos
esos prejuicios positivos que tienen sobre nosotras y, en vez de cortar la
relación y dejar que seamos lo que realmente somos, se nos presiona de
manera más o menos directa para que seamos esa imagen idílica que es de
la que realmente se han encaprichado. Y sí, bien visto, te has dado cuenta
de que no he dicho «enamorado» en ningún momento, porque no creo que
una persona se pueda enamorar de otra conociendo solo lo que le interesa
conocer. Admirar, encaprichar, ilusionar, antojar, desear, prendarse,
interesarse, etcétera. Sí. Pero ¿enamorarse? No, querida, esas son palabras
mayores.
Hay otra vertiente del fan fatal que es lo que yo llamo el «fetichista
flipado». Este caso, obviamente, tiene que ver con la esfera íntima, así que
todo lo que esté relacionado con lo público quedará anulado. Hay hombres
—muchos más de los que creemos— que tienen fetiches sexuales. Algunos
están bastante normalizados en la sociedad, como los pies, la lencería, los
zapatos, etcétera. Y otros no tanto, como puede ser el sexo anal con strap-
ons, el travestismo, la lluvia dorada, etcétera.
El fetichista flipado es aquel que, cuando descubre que eres una mujer de
mente abierta que acepta lo que él puede considerar como sus «rarezas» e,
incluso, disfrutas de ellas, se olvida de la persona para fijarse solo en tu
capacidad, y te considera «la diosa que hace mis fantasías realidad». Es
decir, pasas de ser una mujer de carne y hueso a ser un objeto que le da ese
placer prohibido, por lo que constantemente te demanda que satisfagas sus
fetiches en vez de preocuparse por conocerte y generar una verdadera
intimidad entre vosotros. Que introducir las fantasías sexuales en la pareja
no solo me parece que está bien, sino que además es un consejo que te doy,
pues es muy sano y puede generar una unión y complicidad especiales. Pero
cuando acaba siendo lo único y no se presenta como algo más del universo
de posibilidades que existen en pareja y de las que disfrutar dentro de una
relación sana, acaba siendo una cárcel. Y desde luego tú, como mujer y
como persona, dejas de existir.
Se interesará mucho por todo lo que hay detrás de eso que admira. Por
ejemplo, te preguntará cómo te preparaste para dar la vuelta al mundo,
haciendo hincapié en pequeños detalles. Querrá saberlo todo sobre eso que
para él es tan admirable.
Querrá hacer pública vuestra relación con rapidez. Puede ser que le cuente a
todo su entorno que te conoce o, incluso, que está contigo, que te pida subir
juntos fotos a las redes, que te etiquete en muchas de sus publicaciones. Él
conoce a esa mujer tan admirable y quiere que el mundo entero lo sepa.
Te presionará para que seas aquello que él necesita que seas. Así, y
siguiendo con el ejemplo anterior, puede decirte sutilmente que estás mucho
más guapa cuando te maquillas, que te maquilles porque te quiere hacer
unas fotos o que el pijama te sienta bien, pero que estás mucho más guapa
con cualquier vestido.
Como ves, el fan fatal solo quiere de ti una única cosa: que seas la
perfección que él sueña que eres. Dependiendo de su afán, puede dejarlo
estar o comenzar a manipularte para que seas esa diosa con la que él sueña,
y mi consejo es que no te metas esa historia; acabará difuminando lo que
eres. Y recuerda:
La tríada oscura
Vamos a ver las diferencias. Mientras que el narcisismo es: «Yo soy lo más
grande y lo mejor del mundo», el maquiavelismo podríamos resumirlo
como: «Los demás son meros peones en mis objetivos personales», y la
psicopatía sería: «No siento ningún tipo de remordimiento por hacer daño o
usar a los demás». Vamos, un regalito del cielo. Aunque la tríada oscura
habla de esa personalidad que aúnan estos tres tipos, cada uno de ellos por
separado puede ser también muy pernicioso para ti.
El problema no es tener alguno de estos rasgos, sino que esos rasgos sean
los que manejan cómo te comportas o que te lleven a usar, manipular y
dañar a los demás. Y, por supuesto, como todo en la vida, hay grados.
Podemos encontrarnos al narcisista que simplemente desea atención y que
si no la consigue tendrá una pataleta infantil, o el que te castigará de la
manera más cruel que se le ocurra.
Son grandes manipuladores. Como creen que el resto del mundo existe para
satisfacer sus caprichos, son capaces de manipular a todos para lograr que
sean sus sirvientes.
Creen que su experiencia vital es única, así que suelen ponerse como
modelo de qué hay que llegar a ser en la vida, pero no desde el afán de
ayudar a los demás, sino de que estos les consideren especiales.
No escuchan. Les da igual que sean tus problemas, que le estés pidiendo un
favor o que le estés contando algo sin relevancia; tienen la misma capacidad
de escucha que una croqueta.
Son envidiosos por naturaleza. Envidian tanto los logros ajenos como la
admiración que otras personas pueden obtener, pero no lo aceptarán: ellos
son perfectos y no tienen por qué envidiar a nadie.
No aceptan las críticas. Ellos son perfectos, así que no hay nada que criticar.
«¿Cómo te atreves a criticar la perfección, estúpida mortal?»
Se caracterizan porque:
Su ética y moral brillan por su ausencia. El fin justifica los medios, así que
todo es lícito si les lleva a lograr sus metas.
Mentir es legítimo, así que te mentirá a ti, sí, pero también a otras personas.
Fíjate bien si le pillas mintiendo por sistema, aunque no sea a ti.
Cosifican a los demás, de tal manera que el resto de la humanidad son
meros objetos que ellos usan para conseguir lo que desean.
Tienen una gran capacidad para detectar las debilidades de los demás y
usarlas en su beneficio. Así, por ejemplo, son capaces de darse cuenta de
que su jefe se siente solo y usar esa debilidad para entablar una amistad,
aunque el fin real de esa relación sea escalar puestos en la empresa.
Tienen metas muy ambiciosas, a las que dedican mucho tiempo y esfuerzo.
Por ello puedes pensar que es adicto al trabajo, aunque en realidad es solo
parte de una estrategia.
Saben que sus objetivos son ambiciosos y necesitan tiempo, así que suelen
hacer planes a largo plazo y desarrollarlos con paciencia.
Sabe que manipular no está bien visto, así que son sibilinos en sus
manipulaciones. Por ejemplo, imagina que habéis quedado en que un fin de
semana elige él qué hacer y al siguiente lo elegirás tú. Cuando te toca a ti, él
llega con dos entradas para una película —obviamente, que él quiere ver—.
Si te quejas, es posible que le dé la vuelta a la situación, diciéndote que
nunca dejas que él te demuestre su amor con pequeños gestos, o que es una
sorpresa que te tenía preparada desde hacía mucho tiempo o cualquier otra
excusa para hacerte sentir que su decisión es tuya.
Son personas que miden todos sus pasos, así que en principio son poco
impulsivos, a no ser que... sepan que a ti te gusta la gente espontánea e
impulsiva. Entonces, lo serán, pero no porque les nazca, de dentro, sino
como estrategia para gustarte.
Sus amistades y sus relaciones se basan en lo que las personas pueden darle.
Así, es posible que te hable de sus amistades fijándose en sus logros
económicos o sociales. Por ejemplo, su amigo Pepe es el que consiguió
montar una empresa millonaria, Mario, el sobrino de ese magnate de los
transportes, o Belén, esa cantante famosa —aunque solo sea en su casa—.
Sea como sea, te hablará de la gente que tiene en su vida antes por sus
logros sociales y profesionales que por sus valores como personas.
Cree que las personas que confían en los demás son demasiado inocentes; el
ser humano es deplorable, en líneas generales.
Es magnífico con las palabras y en el cara a cara, así que puede llegar a
convencerte de lo contrario de lo que ya estabas convencida. Por ejemplo,
has decidido dejarle, pero, sin saber cómo, no solo no has acabado
dejándole sino que además habéis convenido, después del quinto orgasmo,
pasar las vacaciones de julio juntos.
Eso que me pide, ¿es justo? Por ejemplo, ¿es justo que el fin de semana
que me tocaba a mí escoger qué hacer hagamos lo que él propone?
Para mí no lo es, pero quizá tú pienses diferente.
¿Hay otra razón que le beneficie a él más para hacer esto? Ir a ver la
película que él quiere cuando me tocaba a mí escoger, ¿qué beneficio
más allá de ver la película le puede estar ofreciendo a él? Controlar lo
que hacemos y cuándo lo hacemos, qué vemos, el tiempo que pasamos
juntos y cuándo. Si lo pienso bien, no es solo ver lo que él quiere, sino
hacerme sentir que cuando me toca a mí tomar decisiones, estas no son
importantes.
Pueden disfrutar del mal ajeno. Es decir, se alegran de que alguien tenga
una desgracia o incluso de infligir dolor, emocional o físico, a los demás.
Les atrae el riesgo, así que buscan constantemente nuevas actividades que
conlleven peligro. Puede pasar de deportes extremos a apostar: de repente
les da por jugar a la ruleta rusa o por meterse en problemas con los
narcotraficantes del barrio. Y todo por el riesgo que conlleva.
No tienen miedo a ser castigados ni por sus conductas ni por sus delitos.
Suelen ser personas que no tienen un gran apego a sus cuidadores. Así,
pueden no tener buena relación con sus padres o, si la tienen, suele ser una
relación carente de cariño, confianza, afecto y comunicación.
Otro tipo de relación con sus padres puede ser que estos le hayan inculcado
que la vida no debería ponerle límites, que son seres especiales para los que
las normas de convivencia no aplican.
Como siempre te digo, que tu pareja tenga uno de estos rasgos no significa
que sea un psicópata que tenga que acabar en un módulo especial en la
cárcel. Lo importante es si eso a ti te hace daño, si te destruye o si hace que
sientas que estás atrapada en una relación de no-amor. Pero si has
identificado varios rasgos y te dañan, huye. Y hazlo ya. Existe una relación
directa entre la psicopatía y el maltrato, ya sea físico o emocional, a la
pareja. Como al psicópata le da lo mismo lo que está bien o mal, es capaz
de ponerte al límite solo por el placer de hacerlo. Y cada vez necesitará más
y más estímulo, así que cada vez te pondrá más al límite. Y no, tú no puedes
salvarlo de su falta de empatía y humanidad. Repite conmigo, por favor:
Como puedes imaginar, todos estos tipos de Jesusitos que hemos visto son,
como los llamamos los psicólogos, «personas tóxicas», aunque yo prefiero
llamarles «cabrones destructivos», porque son capaces de destruir a todos
los que tienen a su alrededor y, muchos de ellos, sin ni siquiera inmutarse.
Por supuesto, existen muchos otros tipos: el que te convence de que hay
algo malo en ti y que él te salvará de ello, el que te hace sentir que solo él te
querrá, el que te engaña con todas las que puede y luego viene pidiéndote
perdón porque «esa es mi naturaleza, pero lucharé contra ella», etcétera.
Pero quédate con esto:
Jamás.
Lista de Spotify
7.
Tuyo es
«Una dama que sabe manejar las cuerdas tiene menos probabilidades de
terminar atada».
MAE WEST
La chica mala de los años del Hollywood dorado era inteligente, sí, pero
también lista. Mae West, conocida por haber sido la persona mejor pagada
de Hollywood, así como por sus provocaciones a la moral de los años
veinte a los cuarenta, fue una mujer libre que nos dejó otra frase que creo
que toda mujer debería conocer a partir de los ¿cinco años?: «No te cases
con un hombre para reeducarle; para eso existen los reformatorios».
Lo que, quizá, me hace pensar que en cien años quizá no hemos cambiado
tanto.
Sea como fuere, tal y como la gran Mae West decía, si conoces las cuerdas,
tienes menos probabilidades de que te aten, así que justamente de eso
vamos a hablar: de cómo los Jesusitos consiguen atarnos.
Sí, puedes.
Y debes.
Por eso siempre digo que la responsabilidad es mía: era yo quien tenía que
ser capaz de darme cuenta de que esos momentos de lucidez me estaban
diciendo algo: VETE YA.
¿No-amor o maltrato?
No soy el único caso. Mi amiga Lola lloró durante días cuando se dio
cuenta de que lo que había vivido los últimos meses con ese hombre era
maltrato. Muchas de las mujeres que han regalado su historia para este libro
también acabaron dándose cuenta de que su relación de amor había pasado
a ser una relación de maltrato en algún momento.
El no-amor, sin embargo, no tiene por qué conllevar ese maltrato. Son
relaciones en las que los intereses materiales, emocionales o de otro tipo
hacen que los cimientos de la relación no se basen en el amor. Por ejemplo,
cuando tienes una relación para que te dejen en paz, cuando sigues con tu
pareja porque ¿cómo vas a pagar tú sola la hipoteca? O cuando estás con
alguien solo por el hecho de que, si no tienes pareja, crees que tus
probabilidades de ser madre se ven mermadas.
Por tanto, en el no-amor no tiene por qué haber maltrato —aunque puede
llegar a él—, pero en el maltrato te aseguro que no hay amor. Por mucho
que tu maltratador te diga que te ama, que sin ti no es nada, que se matará si
no sigues con él, no le creas. Ni te ama, ni te amará, porque alguien que
trata así a los demás no sabe amar. Y, casi con total probabilidad, no se ama
a sí mismo. Pero eso te debe importar entre poco y nada: ámate tú y aléjate
de ese maltratador, de ese Jesusito que ha sabido cómo hacer que tu vida
gire en torno a él.
Ranas y culebras
Está claro que si en la primera cita alguien te dice: «¡Qué mal te queda esa
ropa! ¿No sabes vestirte sin parecer una trabajadora sexual en oferta?», le
vas a mandar a tomar por saco con la rapidez de un rayo. O, al menos,
deberías. Por eso, los Jesusitos van poco a poco incrementando la presión
sobre ti hasta que un día te das cuenta de que estás como la rana, a punto de
ser devorada. Pero ¿cómo es posible que no nos demos cuenta? Por varios
factores:
Tu Jesusito puede que sea muy pero que muy sibilino. Por ejemplo, en vez
de decirte que quiere verte de rubia oxigenada, puede decirte: «Me encanta
tu pelo, pero con el cuerpo a lo Marilyn Monroe que tienes, ¿nunca has
pensado en ponerte rubia? ¡Seguro que te confundían con la Monroe!».
Como puedes comprobar, aquí no hay ningún insulto ni humillación. De
hecho, cualquier persona pensaría que es todo lo contrario. Sin embargo, si
no tienes una autoestima a prueba de bombas, tu Jesusito ha conseguido
plantar la semilla de la duda: «Yo, que soy morena, ¿estaría mejor siendo
rubia?», lo que se traduce en «¿Está bien ser lo que soy? ¿Puedo
mejorarme? ¿Le gustaré más / me querrá más si cambio?». Como siempre
te digo, a veces la gente dice este tipo de cosas sin darse cuenta del alcance.
Vale, está bien. Pero si te das cuenta de que es una forma de relacionarse
contigo, si es una pauta de conducta, entonces abre bien los ojos.
Porque las cosas cambian de una forma tan paulatina que no somos capaces
de saber en qué momento del sueño comenzó la pesadilla.
Porque, como veremos dentro de unas páginas, el maltrato tiene unas fases
que van a hacer que pierdas la perspectiva. De hecho, creo que, si le
preguntamos a mujeres maltratadas emocionalmente, la gran mayoría te
dirán que no lo son.
Porque no nos gusta pelearnos. A veces pensamos que decir algo que nos
molesta o nos duele no merece la pena porque no nos gustan los
enfrentamientos, así que callamos. Y callar es dar permiso al otro para
seguir haciendo las cosas del mismo modo.
Por educación. Sí, a las mujeres se nos ha educado para ser permisivas,
cariñosas y comprensivas y, a veces, lo somos demasiado, así que, aunque
vemos cosas que no nos gustan, las dejamos pasar.
Es decir, muchas de esas cosas de las que ya hemos hablado y que pueden
ser creencias y, como ya sabes, cuando tenemos una creencia, hacemos y
buscamos personas, situaciones y circunstancias que la apoyen. Por
ejemplo, si crees que eres simpática, te portarás de esa manera, sonreirás,
buscarás situaciones sociales en las que serlo, etcétera. Si piensas que la
vida es difícil, te meterás en líos o desecharás aquello que es fácil porque
¡la vida es difícil! Y, además, solo lo que nos cuesta merece la pena, así que
buscarás cosas que te cueste conseguir. Si crees que el tiempo pone todo en
su lugar, probablemente tengas una actitud pasiva: «No soy yo, sino el paso
del tiempo el que se encargará de que las cosas vayan bien». Si crees que el
amor todo lo cambia, tendrás una actitud amorosa, dulce e, incluso, sumisa
porque las personas no cambian si les pones los puntos sobre las íes, no,
solo lo hacen si les demuestras amor. Por eso es tan importante que seas
consciente de tus creencias y de cómo estas te hacen mantenerte en
situaciones que no te hacen bien.
Una vez que la rana está hervida, la culebra cambiará la piel y mostrará su
verdadera naturaleza.
El ciclo de la no-vida
La conquista
Esta es la fase con la que comienza cualquier relación: la de la seducción o
conquista. En esta fase, cualquier persona trata de sacar su mejor cara para
gustar a la otra persona. Los pequeños detalles —o los grandes—, las risas,
la ilusión, las ganas, etcétera, son el pan nuestro de cada día.
Así, prestamos más atención al otro, muchas veces incluso más que a
nosotras mismas, y ponemos nuestras esperanzas y anhelos en que aquello
que no obtuvimos en relaciones pasadas, lo obtendremos en esta. Es la
etapa en la que vamos conociendo la cara amable del otro, el sexo y la
pasión se disparan y te sientes en una nube. No vemos los defectos en el
otro porque nuestro interés es que la pareja se consolide y fusione, así que
nos fijamos más en aquello que nos une. Incluso podemos llegar a idealizar
a la otra persona, pensando que es nuestro destino.
1. Primeras impresiones
2. Eres la mejor
3. Mi alma gemela
Una vez que te ha dejado sin defensas, comienza a hacerte sentir que
cualquier cosa que sientas, vivas o pienses, puedes contársela porque es tu
amigo del alma. No solo te hace sentir eso, sino que te dirá que con él todos
tus secretos están a salvo. Da igual si el secreto es que robabas cremas por
el placer de robar, que en la universidad te sacabas un dinero extra haciendo
masajes eróticos o que en la cama te va clavarle los tacones en sus reales
testículos, que él no se va a escandalizar. Al final, ¡es como tú! Te va a
comprender tan bien que da igual lo que le digas, te aceptará tal y como
eres y jamás te juzgará. Y tú te sientes increíblemente feliz por ello. Y,
amiga, eso es lo que te engancha: de repente has encontrado a alguien a
quien le puedes confiar lo que sea, que es muy parecido a ti y, por tanto,
tienes un constante subidón de felicidad, porque encontrar a alguien así es
prácticamente imposible. Y lo haces. Le cuentas todos tus secretos; esos
que él, más adelante, usará para humillarte, chantajearte y hacerte sentir una
hormiga al lado de un gigante. ¡Ojo! Una cosa es que con el paso del
tiempo contemos a nuestra pareja todas aquellas cosas que nos pueden
avergonzar de nuestro pasado, pero si ves que insiste directa o
indirectamente en que él es alguien digno de conocer tus secretos, y todo en
un tiempo récord, quizás es que no lo sea.
5. Mi regalo
Así, llegas a una conclusión: él es un regalo divino venido del cielo que te
han mandado por todo lo mal que lo has pasado en tu existencia. O que todo
lo que te ha pasado en la vida ha sido así porque te estaba preparando para
conocer a alguien como él. Es tan perfecto, tan comprensivo, tan buen
amigo, amante, compañero de vida que lo único que deseas con toda tu
alma es que esta unión dure para siempre. Lo ha conseguido, ya se ha
metido en todas las células de tu cuerpo.
6. Juntos para siempre, pase lo que pase, sin ti la vida no tiene sentido.
Y, tenlo claro: en todas estas fases, el sexo será brutal, porque el sexo
también nos engancha a nosotras, queramos o no admitirlo. Esta fase tiene
una clara intención: hacer que pierdas tu capacidad crítica. De esta manera,
creas una serie de creencias: él es el definitivo, el amor de verdad existe —
¡y es con él!—, tenemos futuro, soy una mujer con suerte por haber
encontrado a este hombre, él merece la pena, solo él es capaz de quererme
de esta manera tan especial, él es un ser especial, etcétera. Y, ya lo sabes,
cuando tenemos una serie de creencias, haremos cosas y buscaremos
circunstancias que nos ratifiquen que es verdad. ¡Ojo! Lo que te tiene que
hacer saltar las alarmas es que todo son palabras, mucho más que hechos,
que él insiste en que sois el uno para el otro de manera obstinada, que todo
es rápido e intenso, es decir, que no se da de manera natural con el
conocimiento de la otra persona. Lo que en realidad tiene que sonarte raro
es que todo es demasiado perfecto y él insiste en ello.
Recuerda:
Por supuesto, hay Jesusitos que no siguen este esquema al pie de la letra.
Por ejemplo, si conoces a uno por internet, es posible que primero trate de
que te abras contándote sus supuestos secretos, mostrándote su
vulnerabilidad —la mayoría de las veces, fingida— y generando una
relación cotidiana. De hecho, tardará un tiempo hasta que se produzca la
primera cita, tiempo que él usará para sonsacarte toda la información
posible sobre ti, así que ese primer paso de las primeras impresiones pasará
a estar en otro lugar del proceso. O puede que no se muestre tan idílico,
pero cuando deis el paso de la convivencia —el paso de hacerte perder tu
independencia, recuérdalo— comiences a ver cosas «raras». De cualquier
manera, primero te seducirá y, cuando esté seguro de que tú no te vas a
escapar, comenzará con la siguiente fase.
1. Aislamiento social
Acapara tus actividades sociales. Puede que sea una persona muy activa,
que le guste hacer cosas nuevas y compartirlas contigo, pero es sano tener
espacios separados. Sin embargo, un Jesusito va a tratar de hacer muchas
actividades contigo, plantearte nuevos planes y aventuras, la mayoría de las
veces a solas o con gente de su más cercano círculo de amistad. Así,
llenándote de cosas que hacer con él, no tendrás la «tentación» de quedar
con tus amigos, que, la verdad, pueden ser mucho más aburridos que él.
No respeta tus planes. Puede que se invente algo para que dejes de hacer
cosas que tenías planificadas, como aparecer por tu casa con comida,
aunque le dijeras que vas a salir, pero también puede ser que, mientras estás
por ahí con tu entorno social, se dedique a enviarte mensajes, a llamarte, a
pasarte memes, etcétera. Es decir, incluso si no está físicamente contigo,
tratará de acaparar tu atención cuando tienes planes.
Te hace sentir que tus amigos o familia tienen un interés oculto en ti, ya sea
que Cris en realidad te ama, que tus padres solo quieren que les cuides
porque ya están mayores o que tus primas solo quieran tu compañía porque
os habéis criado juntas, pero en realidad no te quieren. Sea como sea, la
gente a tu alrededor solo te tiene en su vida por su propio interés. Y te lo
argumentará. Por ejemplo, te dirá: «¿No te das cuenta de cómo te mira
Cris?» o «Tus padres solo te llaman para que les lleves al Ikea». Y, en cierta
manera, será verdad, porque cuando empiece con esta fase del aislamiento
social, tú ya habrás dejado de ver tanto a tus amigas que Cris te mira así con
pena, porque sabe que estás comenzando a perderte dentro de esa relación,
o tus padres te dirán que los lleves al Ikea porque ellos no tienen coche
como una excusa, irrefutable por tu parte, porque hace semanas que no vas
a la comida familiar del domingo. No desconfíes de tus amigos y tu familia.
Te prohíbe contactar con algunas personas. Por supuesto, con el paso del
tiempo, se creerá con la potestad de decirte con quién sí y con quién no
puedes hablar. Así, Sergio, ese exnovio tuyo que se convirtió en un gran
amigo, es alguien con el que se cree que te puede prohibir hablar, o con
Cris, esa mala influencia que solo quiere romper vuestra historia idílica. Si
ya te ha prohibido hablar con alguien, por favor, pregúntate si te has ido
aislando de tu entorno sin darte cuenta, pues esta fase suele darse cuando el
proceso está muy avanzado.
2. Cosificación
Vamos a ver unas cuantas estrategias que se usan en esta etapa para
machacar tu autoestima, humillarte y hacerte sentir un pelele en sus manos.
Reproches. Una cosa es decir lo que nos duele o molesta y otra cosa es
reprochar las cosas. Cuando reprochamos algo, echamos en cara de forma
agresiva, con un afán de superioridad porque tú haces, eres o dices algo que
no es bueno. Una cosa es decir: «¿Puedes bajar la basura? Hoy te toca a ti»
y otra muy diferente es decir: «¡Joder! Baja la basura, que es que jamás la
bajas». Reprochar es la forma agresiva de echar en cara eso que no eres.
Insultos. Poco hay que explicar. A todo el mundo se nos puede ir un insulto
en una situación de nervios, como una pelea acalorada. Pero si es la tónica
general, si cada vez que os peleáis lo más bonito que te dice es que eres una
«hija de puta», o cada vez que puede te regala uno, aunque sea flojo, como:
«¿Es que estás tonta? ¿No ves que estoy viendo el fútbol? ¡Apaga el puto
teléfono!», el respeto se ha perdido.
Amenazas. Las amenazas pueden ser directas, como, por ejemplo, «Como
no te quites ese vestido, cuando vuelvas a casa no me encontrarás» o
veladas del tipo: «Anda, que si yo te dejara, no sabrías ni qué hacer con tu
vida». Amenazar es una de las herramientas más potentes, porque instaura
el miedo en la persona amenazada. Y el miedo tiene dos posibles
respuestas: huir, lo que en este caso se traduciría en «hacer lo que me dice
para que no cumpla su amenaza» o bloquearse, es decir, no hacer nada y
caer en la sumisión. Te puede amenazar con dejar la relación, con descubrir
uno de esos secretos que le contaste en la fase de conquista, con agredirte
físicamente, con publicar vuestra intimidad, con hacer daño a gente a la que
amas o con cualquier otra cosa que haya descubierto que te puede herir.
Amenazar tiene consecuencias horribles en la persona amenazada, porque
deja que el miedo sea quien cree la dinámica en la pareja.
Negativa de comunicación. Una de las cosas que más daño puede hacer es
el silencio. Recuerdo haber pensado mil veces: «Ojalá me llame, aunque
sea para insultarme». El silencio te hace perder la perspectiva de lo que en
realidad está sucediendo: no sabes si está enfadado, si te ha dejado sin
decírtelo (maldito ghosting de las narices), si está arrepentido o si, por el
contrario, está preparándote una batalla campal. Negar la comunicación
es negar la existencia de la otra persona, así que, sí, tu Jesusito puede usar
los silencios de la manera más destructiva: para hacerte sentir que no
existes. Pero también como parte de una estrategia para hacerte vivir en
tensión constante.
Gritar. Poco hay que aclarar a este respecto. Si te grita por norma, y encima
sabe que los gritos a ti te ponen nerviosa o incluso te dan miedo, lo hace
para amedrentarte.
Órdenes. Dejó de pedirte, no sabes cuándo, las cosas, por favor. Así, casi
todo lo que te dice son órdenes: «Vístete, que nos vamos», «Haz la
comida», «Tráeme...», «Hazme...», «Ven», etcétera. Y tú tienes la sensación
de que te trata como si fueras su sirviente.
«Luz de gas». Esta es una técnica muy cruel que consiste en manipular la
información para que la víctima dude de su memoria, de sí misma, de su
percepción e, incluso, de su cordura. Si quieres tenerlo más claro, te
aconsejo la película de Alfred Hitchcock con este mismo nombre, en la que
un cruel marido hace que su esposa acabe pensando que está loca. Por
ejemplo, imagina que tu Jesusito te ha dicho que se iba a casa, pero sube a
las redes sociales una foto con sus amigos de juerga. Cuando le pides
explicaciones de su mentira, te dice que estás loca, que dónde has visto eso,
te enseña sus redes y ¡esa foto no aparece! La ha borrado, pero lo niega. O
que estás acostumbrada a dejar las llaves del coche en un sitio en concreto,
pero un día no están, así que te dice que estás tonta, que nunca las dejas ahí,
aunque en realidad lo que sucede es que él las ha cogido y cambiado de
sitio. O imagina que le esperas preciosa, vestida para matar, porque te ha
dicho que —¡por fin!— vais a ir a ese restaurante que tantas ganas tenías de
conocer, pero que para él no es interesante e incluso repudia, y cuando llega
y te ve así te pregunta qué haces vestida de esa manera, que él jamás te ha
dicho que ibais a ir ahí: «¿Cómo te voy a decir eso si sabes que no lo
soporto?», de modo que acabas pensando que se te va la cabeza. Pero no te
tienes que ir a ejemplos tan mezquinos: te dijo que traería comida china y
viene sin comida, negando que te hubiera dicho tal cosa; te promete que esa
amante con la que te puso los cuernos va a salir de su vida, pero les ves por
la calle y él niega haber estado ni siquiera en esa calle, etcétera. Pero todo
lo hace para hacerte sentir que tú estás tonta, loca, que eres incapaz o te
inventas las cosas. Es decir, hay un plan premeditado por su parte.
Presión. Para que hagas lo que él quiere, te presiona. Puede hacerlo con
amenazas —«Si no haces esto, me buscaré a otra que lo haga»—, con
correcciones —«Las buenas amantes hacen esto»—, con los celos —«Mi
anterior novia sí me hacía esto»—, apelando a tu autoestima —«Si te
quisieras, no te daría vergüenza hacer esto»—, con chantaje emocional
—«Si realmente me quisieras, no te importaría hacer esto»—,
desvalorizándote —«Eres una estrecha»—, etcétera. Sea como sea,
conseguirá presionarte para que lleves a cabo cosas que no quieres. ¡Ojo!
No confundir esto con una relación con comunicación, en la que cada parte
expresa sus deseos; me refiero a que él te manipulará para que hagas cosas
con las que no te sientes ni cómoda ni, tal vez, moralmente confortable.
Trampas. A veces, es posible que te prepare trampas para que hagas lo que
quiere que hagas. Por ejemplo, salís una noche y sin darte cuenta, ni haberlo
hablado con anterioridad, acabáis en un bar de intercambio de parejas y te
dice que, si no quieres que él se acueste con otra mujer delante de tus
narices, tú tienes que hacerle una felación en público; o llegas a casa un día
y hay otro hombre con él y te dice que quiere que su amigo sepa lo buena
amante que eres. Es decir, te pone en situaciones sexuales explícitas no
consensuadas previamente.
Te viola. Sí, en las parejas establecidas, también puede haber violación. Por
ejemplo, se abalanza sobre ti cuando quiere, te inmoviliza, pese a tus
negativas, tiene sexo contigo, y lo suaviza diciéndote que «es que contigo
no me puedo controlar». O empiezas a tener sexo, quieres parar, pero él
sigue, no te escucha —aunque grites o llores— y, por supuesto, luego te
culpa porque «estabas cachonda». También puede decirte que es que le
tienes muy cachondo, que le has provocado y que, si no haces nada, es
posible que se vuelva loco. Es decir, te obliga a tener sexo cuando tú no
quieres, ya sea con dominación física —inmovilizarte— o dominación
emocional —«Si no haces lo que quiero, habrá unas consecuencias y será tu
culpa»—.
3. Cal y arena
Por supuesto, tu Jesusito sabe que, si solo sube la tensión, es más probable
que la rana acabe huyendo, lo que se traduce en que, si solo te da mala vida,
es mucho más fácil que te des cuenta con rapidez de que esta situación no te
lleva a ningún lado y le abandones. Si lo piensas, él también tiene el mismo
miedo, pero por razones diferentes. Mientras que tú es posible que tengas
miedo al abandono porque eso significa que no eres suficiente, que no
cumples unos cánones sociales establecidos —como es el de tener pareja—,
que te vas a quedar sola y no te gusta, o cualquier otra razón, tu Jesusito
tiene miedo a que le abandones porque así no tendrá un saco de boxeo al
que golpear cuando se sienta frustrado o cuando, como es el Niño Dios, le
apetezca, pero al final él también tiene miedo a que llegue un día en el que
ya no estés. Por lo tanto, no te dejará escapar tan fácilmente. Para ello usará
el castigo y el premio hasta que un día el premio sea que no te castigue —
aunque eso no va a suceder, te adelanto que siempre te castigará—.
Así, como tu Jesusito ya te conoce bien, sabe con qué castigarte y con qué
premiarte. El castigo corresponde a una lógica tal que: «Tú has hecho algo
con lo que no estoy de acuerdo, que me enfada o que considero que no
debes hacer, así que tienes que pagarlo con algo que te suponga un daño».
Es decir, desde esta perspectiva, hay un castigo porque tú eres culpable de
algo. Y en una primera fase, será así. Por ejemplo:
¿Que puede ser que esa persona a la que estás conociendo sea un hombre
inmaduro que no sabe gestionar sus enfados? Sí. Pero tenéis que tener la
capacidad de hablar de tal forma que, si tú le transmites que el que deje de
hablarte días te duele y que no quieres que te castigue, sino que habléis las
cosas y lleguéis a acuerdos, y sigue haciéndolo, empieza a plantearte que
quizás usa el castigo como forma de someterte. O que su inmadurez va a ser
un problema que acabará haciéndote sufrir.
Poco a poco los castigos irán in crescendo; cada vez buscará cosas que te
duelan más y más. Y también empezarán a ser más frecuentes. Mientras, te
está cocinando, ¡no lo olvides! Así que ya debe haber puesto en marcha
alguna de las estrategias que hemos visto. Además, se creerá con derecho a
hacerlo. Incluso, dependiendo de tu perfil y de lo avanzado del maltrato,
comenzará a decirte que lo hace por tu bien, para que aprendas.
Hasta llegar a este punto, ha sido necesario mantenerte ahí. Por eso, te va a
ir dando pequeños premios. Esos premios pueden ser «cosas que te ganes»
—«Si eres buena chica y te quitas ese vestido, entonces vamos a tomar una
copa»—, y de esta manera modular tu conducta, o detalles que te hagan
mantener la esperanza de que, entre tanta mierda, hay un ser que merece la
pena. Estos premios serán cosas que te gustan, en un primer momento, para
luego pasar a ser cosas que cualquiera considera de pareja. Así, por
ejemplo, en un principio puede ser que te lleve a una cena espectacular, a un
viaje o que te compre un ramo de flores impresionante. Pero cuando el
maltrato está más avanzado y te ha retirado muestras de cariño, esos
premios pueden ser que te «ganes» un beso, aparecer en público
acaramelados, etcétera. Es decir, tu premio será sentir que él sigue ahí, que
no se ha ido, que, pese a todos los problemas que puede haber, él sigue en la
pareja.
La explosión
La luna de miel
Apela al proyecto en común que tenéis, ya sean los hijos, el futuro, las
empresas. Lo que sea que tengáis en común y que, si no le readmites,
también perderás.
Saca su mejor cara. No hay amenazas, solo un ser que parece indefenso y
suplicante.
Te dice que hará realidad algún deseo que llevas tiempo, mucho tiempo,
queriendo satisfacer. Puede ser desde proponerte matrimonio a un viaje,
pasando por presentarte a su familia como su novia o cualquier cosa que tú
anhelaras desde hacía tiempo.
Te pedirá que le ayudes a cambiar y te hará sentir que, sin ti, ese cambio no
será posible.
No es así.
Porque en esta historia no hay amor, sino maltrato. Hay sometimiento. Hay
dolor. Hay humillación. Hay una mujer que ni siquiera sabe que existe. Y
hay que salir de ahí. Ya.
Tira todo lo que tenga que ver con él: recuerdos, fotos y, por supuesto,
cualquier objeto que haya podido dejarse en tu casa.
Si tu ética te indica que tienes que hacerlo, hazlo de manera inteligente: con
pruebas. Y siempre que tú te sientas lo suficientemente fuerte para que,
cuando él vaya a pedirte explicaciones, puedas mantenerte firme ante él.
Ten en cuenta que saber de él es como meter una uña en la herida y rascar
hasta que salga sangre. Y, como bien sabes, así es difícil que la herida
cicatrice y se cierre. Por lo tanto, evita conocer noticias suyas, sea por el
medio que sea, lo que incluye «espiar» sus redes sociales o ser lo
suficientemente buena chica como para no decirle a un amigo en común
que no quieres saber nada de esa persona. No, empieza a anteponerte y di
NO a saber de él.
Si tienes hijos en común, solicita que todas las comunicaciones sean vía
correo electrónico —para tenerlas escritas en caso necesario— y, en la
medida de lo posible, que terceras personas se encarguen de, por ejemplo,
recoger a los niños para los periodos de custodia con él. Y, por supuesto,
solicita el convenio de regulación cuanto antes.
Tira todo lo que huela a él, aunque sea ese perfume que te costó un riñón.
Tíralo. La memoria olfativa es la más poderosa, pues nos traslada
automáticamente a los momentos y personas a los que tenemos asociados
un olor, así como a las emociones que tuvimos. Por tanto, un olor puede
hacer que recuerdes ese maravilloso día en el que él te dijo que te amaba y
que te haga olvidar, aunque sea por un momento, todo el dolor que te
infligió. Y, en esta circunstancia, un momento puede ser suficiente para que
hagas algo de lo que te arrepientas, como mandarle un mensaje.
No te mereces esto.
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8.
Mío, no
MARILYN MONROE
Llegadas a este punto, sí, te voy a contar lo que es, para mí, el amor.
Como llamamos amor a cualquier cosa, muchas veces creemos que tenemos
que luchar también por cualquier cosa. Por ejemplo, por ese chico que nos
folla tan bien, pero que parece que solo tiene problemas. Si en la relación la
base es el sexo, que tú le ayudes a sonreír y poco más, eso no es amor,
puesto que no hay reciprocidad. Puede que sea una relación de
conveniencia con algún que otro sentimiento por medio y que a ti te
conviene aguantar sus largas y tediosas quejas sobre lo miserable que es la
vida, porque te da diez orgasmos después. Vale. Pero no es amor. Vale que
te hace reír y que te enternece que ese hombre de de dos metros llore. Vale.
Pero si no es recíproco, lo siento, pero no, no es amor.
En este aspecto, las creencias nos van a indicar mucho. Recuerda siempre lo
que te he ido diciendo a lo largo de estas páginas: las creencias, nos guste o
no, son como pequeñas indicaciones de lo que es la realidad, el mundo, de
cómo me he de comportar, de lo que puedo hacer, de lo que es (mi) verdad,
de lo que está bien y lo que está mal, etcétera. Y haremos y buscaremos
cosas que nos permitan sostenerlas; es decir, seremos coherentes con ellas y
buscaremos personas y situaciones que nos lo permitan, seamos conscientes
de tener una creencia o no lo seamos.
Como esa sensación es tan impresionante, si nos falta, nos sentimos morir.
Cuando la persona que genera este «subidón» se va, nosotras nos quedamos
con el síndrome de abstinencia —como si de un drogadicto se tratara—,
deseosas de volver a obtener un poquito más de droga. Y es que el amor —
o, mejor dicho, el enamoramiento— es, sí, lo es, una droga.
Existen teorías que dicen que, cuando somos pequeños, generamos una
serie de patrones mentales que nos indican de qué nos podemos enamorar.
Esos patrones vienen determinados por la capacidad de cuidado de nuestros
cuidadores, la asociación de miembros de la familia, experiencias vitales y
otro tipo de hechos. De esta manera se genera una asociación del tipo: «Si
una persona es físicamente [pon aquí tus preferencias], entonces, oh
cerebro, dispara la química y líala parda».
Cada ser humano tiene un aroma diferente, una combinación propia y única
entre todos los seres humanos del mundo. Cuando damos con una
combinación que encaja con nuestro esquema olfativo, ¡boom!, se da un
proceso no racional que nos hace buscar a la persona con la vista y, si nos
encaja con el esquema, consciente o inconsciente, de lo que físicamente nos
atrae, estamos perdidas: una descarga eléctrica agita nuestro cerebro y
empezamos a producir la feniletilamina (FEA), que es la que nos va a
volver locas durante unos cuantos años. De ahí esas historias que se definen
como «amor a primera vista».
La FEA nos hace ver el mundo bonito, de color de rosa. De hecho, cuando
la FEA hace aparición en el cerebro, se desencadenan una serie de efectos
que, si los piensas fríamente, en el fondo son muy divertidos. Fíjate en
ellos:
Inhibe el sueño.
Provoca taquicardias.
Dilatación de pupilas.
Alegría absoluta.
Así que, como nuestro cuerpo está como las maracas de Machín, el cerebro
necesita rebajar esta tensión, por lo que secreta endorfinas y encefalinas.
Estos opioides ayudan a:
Reducir el dolor físico, así que uno de los efectos del enamoramiento es que
sientes menos dolor o, incluso, pequeños achaques desaparecen.
Reforzar el sistema inmunitario, así que nos sentimos más activos, más
fuertes.
Y, sí, como seguramente ya estás pensando, nos hacen sentir genial, así que
se convierten en otra droga. Antes te he dicho que la glucosa se eleva
muchísimo, por lo que hay que metabolizarla. Para ello, el páncreas genera
insulina que está directamente relacionada con la serotonina, a la que se
suele llamar «la hormona de la felicidad». La serotonina está relacionada
con:
La saciedad a la hora de comer. Por eso mucha gente dice que el amor
adelgaza, porque dejan de tener hambre.
El aumento de la paciencia.
Como ves, hasta ahora solo hemos encontrado neuroquímicos cuyo efecto
es la alegría, la relajación, el bloqueo del dolor, etcétera. En definitiva,
cosas que cualquiera querría sentir todos los días de su vida. Pero no hemos
acabado. Existe mucha más química implicada en este proceso, pero solo te
voy a hablar de otra de estas sustancias: la oxitocina.
Tras todo este trastorno neuroquímico, aún hay una hormona reina: la
testosterona. Esta nos va a pedir cada vez más encuentros, más fogosos y
con un paso de tiempo menor entre ellos. En los hombres, aparte de
ponerles como una moto, la testosterona genera ese sentimiento territorial
sobre la hembra que, también desde un punto de vista biológico, tiene
sentido, pues, de esta manera, no deja que sus contrincantes le quiten la
posibilidad de reproducción. Pero en la mujer también se incrementa,
consiguiendo una suerte de «ceguera» por la cual no escuchan consejos ni
se tiene capacidad de decisión. Al final, la testosterona nos nubla la visión a
todos y lo único que queremos es sexo, contacto con la otra parte y no dejar
de sentir esta mezcla loca y maravillosa de hormonas, sentimientos,
emociones y experiencias.
¿Has oído decir que el amor dura un máximo de tres años? ¿O que la crisis
de los siete años es la que indica si hay amor o no? Pues, aunque los
estudios no concluyen exactamente los años que dura la química cerebral,
se han encontrado variaciones entre los dos o tres años hasta los siete. La
primera fase (FEA y dopamina) suele durar un máximo de tres años,
mientras que, si se le suman el resto de las fases, y si las condiciones
psicoemocionales son adecuadas, estaríamos en los siete años. Es decir,
toda esta juerga de nuestra química y nuestras neuronas puede tenernos en
vilo durante, aproximadamente y como mucho, siete años. Además,
estudios muy recientes han hallado que la química cerebral asociada al
amor es muy similar al del trastorno obsesivo-compulsivo, por lo que la
pregunta que se hacen muchos científicos es si el amor es en realidad amor
o una suerte de obsesión química que permite a la raza humana procrear.
Ahí es nada.
Como ves, todo muy «romántico» desde este punto de vista. Pero la
realidad es que el enamoramiento, que no el amor, no deja de ser algo
puramente biológico que, como seres humanos que somos, se ve
redireccionado por la mente. Si durante el tiempo que dura el
enamoramiento somos capaces de ir más allá y crear una forma de
relacionarnos determinada, entonces sí hablamos de amor.
Si creemos que el amor solo son estas sensaciones de las que hemos
hablado, estaremos abocadas a no tener relaciones estables y sanas en la
vida porque, como te dije antes, vas a buscar este compendio de
sentimientos y emociones, de subidones químicos. Y, cuando se acabe,
¿entonces qué? ¿Nos sentimos frustradas porque no experimentamos eso
que se mal llama «amor»? O, peor aún, nos mantenemos en una relación
con un Jesusito que sí ha conseguido mantenernos con bajones y subidones
de nuestros neurotransmisores, hormonas y toda esa química que nos hace
perder la cabeza.
Sin embargo, el ser humano tiene algo increíble que no tienen los animales,
que es la razón. Prueba de ello es que nosotros podemos dejar de consumir
drogas, superar la ludopatía —bueno, cierto es que no conozco a animales
ludópatas—, hacer una dieta correctamente, estudiar esa asignatura que
odiamos e, incluso, abandonar a los maltratadores. Pueden existir miles de
complejos sistemas neuroquímicos que nos lleven a hacer, decir e incluso
sentir, pero tu mente está por encima de eso. Por ello te he dicho en varias
ocasiones que cuando tienes esos momentos de lucidez —o dicho de otro
modo, esos momentos en los que la razón supera a la química— en los que
sabes que esto que estás viviendo no es amor, te duele demasiado o «no es
muy normal», tienes que aprovechar y salir corriendo de esa situación.
«Amar» es un verbo, lo que significa que hay que hacer cosas. Es decir, no
es suficiente con dejarse llevar, es necesario estar presente, ser conscientes
de que eso que llamamos desde hace unas cuantas páginas «amor» se
construye, así que te voy a explicar un poquito cuál es la fórmula del amor.
Además, debe ser justo, esto es, que cada parte de la pareja reciba lo que le
corresponde de manera igualitaria y que los comportamientos para con la
pareja se basen en la equidad. Y esto no significa que, si tú tienes cuatro
orgasmos y él uno, le debas tres. No. Significa que el respeto a tu
individualidad, es decir a lo que tú eres, es tan importante como el respeto a
la individualidad de tu pareja. Nadie es más importante en la pareja, ni
menos tampoco. Nadie orbita alrededor del otro. Cuando amas, sabes que tu
papel en la pareja es importante, así que eres proactiva, lo que quiere decir
ni más ni menos que formas parte de la toma de decisiones, haces
propuestas, pides lo que necesitas, etcétera. Es decir, eres activa. Y tu
participación es tan importante como la de tu pareja, así que él también
propone, forma parte de la toma de decisiones, pide lo que necesita. Es
decir, sois dos individuos que actúan de mutuo acuerdo para construir
juntos una relación. Desde este punto de vista, las aportaciones de cada
parte de la pareja son de igual importancia y trascendencia. Así, si tu pareja
aporta tres mil euros a la economía familiar y tú no aportas nada, él no es
más importante que tú. Si vivís de mutuo acuerdo en tu casa, tú no eres más
importante que él por ser quien satisface la necesidad de una vivienda. Los
tratos entre vosotros son equilibrados. Así, por ejemplo, las tareas
domésticas se comparten, él no te ayuda. Cuando alguien dice que «ayuda»
en casa en realidad lo que dice es que «esta responsabilidad no es mía, pero
en mi generosidad, yo apoyo a mi pareja, aunque en realidad no me
corresponde hacer esto». Existen estudios en los que se indica que la
estabilidad emocional de la pareja se puede ver beneficiada cuando existe
una relación en la que una de las partes tiende a la dominación y, la otra, a
la sumisión. Yo diría que no es una cuestión de dominación y sumisión, sino
de que determinados rasgos de personalidad encajen. Así, dos personas muy
cabezonas pueden entrar en conflictos solo por no ver la posibilidad de
llegar a acuerdos. No es cuestión de que una dirija, mande y disponga
mientras la otra parte asume sin objetar nada, porque no hay justicia en ello,
sino es cuestión de que, comprendiéndonos, lleguemos a acuerdos justos
para ambos. ¿Tú quieres ir todos los sábados a jugar al pádel y a jugar al
tenis? Vale, búscate una pareja de pádel, yo una de tenis y luego tomamos el
aperitivo los cuatro. ¿Ninguno de los dos queremos planchar? Está bien,
contratemos a alguien que lo haga por nosotros. ¿No hay dinero para ello?
Vale, cada cual que se encargue de planchar su ropa. La igualdad te
garantiza que tu pareja no abusará de ti ni tú de ella. El abuso, como ya
sabes, es una de las tácticas que usan los Jesusitos para someternos,
destruirnos y, por lo tanto, poder hacer con nosotras lo que quieran. Así
pues, con un Jesusito no habrá justicia y, por tanto, no puede haber amor.
Aquí voy a hacer un pequeño inciso. A las personas se las tiene que amar
como ellas necesitan, no como nosotros necesitamos. Eso sí, siempre
manteniendo el límite de que yo no sufra por ello. Por ejemplo, tú tienes la
necesidad de éxito, lo que puede llevarte de cabeza a presionar a tu pareja
para que sea un afamado escritor, aunque no es lo que él quiera. En pos de
sus grandes capacidades y de su don para relatar el sexo de los ángeles, tú le
abonas el terreno para que eso suceda. Sin embargo, él no tiene la necesidad
de éxito, sino la de tiempo libre. Por mucho que le digas cuánto le admiras
y creas que podría ser el próximo Faulkner, no estás atendiendo a cómo él
necesita que le ames, sino a tus necesidades. O, por ejemplo, tú necesitas
mucho contacto físico, pero tu pareja te dice que es que él no es nada
cariñoso, así que no tiene ni una caricia para ti. En este caso no te está
amando como necesitas, que, en esta ocasión, es con muestras físicas de
cariño. Pero, cuando hay comprensión, bondad, comunicación y justicia,
esto no debería ser un problema más allá de hablarlo y ajustarlo al punto en
que ambos os sintáis bien.
Y, por supuesto, el objetivo del cuidado es que os sintáis bien ambos, tanto
recibiéndolo como dándolo. Así pues, con un Jesusito jamás podrá haber
amor, porque no sabe identificar tus necesidades y satisfacerlas; solo se fija
en qué necesita él. Y hará lo que sea para conseguir que tú también llegues
al punto en el que solo existan sus necesidades.
Y es que así debe ser. Ya no es solo para tener tu espacio personal para
desarrollar tu vida más allá de la pareja, sino que cuando estás manipulada,
metida en un ciclo de subidas y bajadas, cuando tu mente lo único que hace
es darle vueltas a tu relación, no estás siendo libre. El miedo te encarcela
sin darte cuenta, por lo que en una relación en la que hay miedo, ya sea
porque la otra persona lo provoca o porque te viene de serie, no hay
libertad. Y, por supuesto, si juegas a generar miedo en tu pareja, estás
tratando de cortar sus alas. Así, en el amor no hay miedo, no solo porque
confías en tu pareja, sino porque confías en ti misma para tomar las mejores
decisiones. Por ejemplo, no tienes miedo a perder a tu pareja porque sabes
que si está contigo es su decisión, que no has manipulado ni a la persona ni
a las circunstancias para que tome esa decisión y, por lo tanto, él será
responsable de su determinación. Y, sin ese miedo, tienes la libertad para
ser, hacer, decir y sentir lo que en realidad quieres; es decir, eres tú misma,
auténtica, no entras en juegos, ni tu miedo a la pérdida te hace ser lo que no
eres.
Por eso, con un Jesusito no puede haber amor, porque no eres libre, ya que
usará el miedo para someterte, pero tampoco eres libre para ser lo que eres
y tomar tus propias decisiones.
Y, por último, me gustaría recordarte algo que creo que debes grabarte a
fuego:
Por ejemplo, has quedado con él, pero no aparece ni te llama, así que
empiezas a pensar en lo peor: se ha matado en un accidente, le han robado y
pegado una paliza, me va a hacer un ghosting, etcétera. Media hora más
tarde aparece: se había quedado atrapado en el metro y no tenía cobertura.
Esa media hora en la que le has estado dando vueltas al dolor de no haber
sabido de él, has estado sufriendo. Tú no puedes evitar que el hecho de que
no aparezca ni te llame para darte una explicación te duela, pero sí que
puedes impedir todo ese chorreo de emociones negativas. Lo saludable para
ti, en una situación así, es pensar que, si no ha aparecido, ya aparecerá con
una explicación y que serás capaz de tomar una decisión basándote en esa
aclaración.
Este tipo de sufrimiento puede estar provocado adrede, sí, pero también
puede venir porque tú, con tus malas experiencias pasadas, ya no confías en
nadie, ni siquiera en ti. He escuchado cientos de veces eso de «si él es
genial, me trata como a una reina, pero soy yo, que soy incapaz de confiar».
Vale, esa desconfianza hace que sufras y puedes caer con mucha facilidad
en pedir muestras de amor imposibles o que, si no lo son, conviertan tu
relación en las doce pruebas de Astérix. Si este es tu caso, mi consejo es
que vayas a un profesional que te ayude a cerrar tus heridas y a aprender a
confiar en los demás, pero también en ti misma, porque cuando confías en ti
misma sabes que puedes salir de cualquier atolladero, así que no necesitas
desconfiar de nadie. Por ejemplo, si sabes que tienes la capacidad de
disfrutar de la soledad, dejas de tener miedo al abandono, así que será
menos posible que montes una «agencia de investigación de posibles
cuernos», lo que, como bien sabes ya, conlleva sufrimiento, pues te centras
más en encontrar el fallo que en disfrutar las bondades de la relación. O, si
confías en que eres capaz de sanar tu corazón roto, dejas de desconfiar de si
ese chico, que te trata como una reina, te va a volver a romper el corazón
como los últimos veinte idiotas. La gente te puede fallar, sí, pero si confías
en ti, en que tú no te fallarás, cambias la preocupación —que te hace sufrir
— por vivir lo que estás viviendo en este momento, porque sabes que,
llegado el caso, sabrás ocuparte de la situación y de ti.
Y, por supuesto, en el amor no hay afán de hacer que el otro sufra, sino todo
lo contrario; recuerda que el amor consta de bondad, cuidado y alegría. Por
eso jamás podrás tener amor con tu Jesusito porque a él, lejos de
preocuparle que sufras, esto le gusta, le hace sentirse importante y, es más,
te hace sufrir porque así lo decide. Si, pudiendo evitar tu sufrimiento, no lo
hace, no, no hay amor.
¡Ojo! Si para que tú no sufras —o para que él no sufra— tenéis que perder
la autenticidad y la libertad, tal vez es que no sois la pareja adecuada. Así,
si para él son importantes las orgías y tú no quieres formar parte de ello o te
hace sufrir pensar que él está teniendo sexo en grupo mientras tú estás en
casa con el pijama viendo Netflix, no hay comprensión y, por lo tanto, no
puede haber amor. Hay verdad —él no te ha ocultado su gusto por las orgías
— y hay libertad —no ha dejado de asistir a ellas por la relación—, pero su
esencia choca con la tuya y, por consiguiente, no os comprendéis, así que
esa pareja está abocada o al sufrimiento o al fracaso, aunque lo más
probable es que sea a ambas cosas.
recíproca,
con comprensión,
con bondad,
con paz,
con alegría,
con acompañamiento,
con honestidad,
con autenticidad,
con libertad,
con comunicación,
con justicia,
con confianza,
y sin sufrimiento.
Pueden parecer muchas cosas, pero estoy segura de que todas —o muchas
— ya las experimentas en otras relaciones, como, por ejemplo, con tus
amigas o bien son cosas que siempre has querido sentir. Está bien, empieza
a sentirlas, dátelas a ti misma.
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9.
Amén
Bien. NO PASA NADA. Ya sabes cómo has llegado ahí, cómo se cuece a la
rana, cómo la educación, las necesidades o las creencias allanan ese
camino. No te sientas culpable, de verdad. No merece la pena. Pero haz
algo por ti, y hazlo ya.
O, tal vez sí: no leer las señales. Quizá porque, sencillamente, no sabías lo
que significaban. Quizá porque estabas tan dichosa por haber conocido a
alguien —¡por fin!— con quien compartir tu vida que no veías las señales.
Quién sabe si en realidad es que ya estabas cocinada, como una rana, por la
vida, por tus experiencias, por ese ex que jamás superaste.
Con este libro lo que he intentado es darte aquello que me hubiera gustado
recibir hace varias décadas, cuando un tonto quiso que me pegara por él: un
manual para descubrir qué es el amor y los imbéciles que, con su bandera
de romanticismo, lo único que hacen es meternos en una jaula o en una olla
hasta que nos cocemos. He tratado de que llamemos las cosas por su
nombre: el no-amor, el maltrato emocional, el enamoramiento y el amor. Y
que seas consciente de dónde te encuentras para poder contarte tu propia
historia sin dragones, brujas, demonios o fantasmas —del pasado o del
futuro, que también existen—. Sé que a veces ese cuento es mucho mejor
que la realidad, porque en el cuento tú eres la heroína, tienes el papel
protagonista, eres más valiente de lo que te crees, más importante de lo que
te sientes, eres mejor de lo que te consideras. Pero en la realidad, necesitas
ser salvada de esa idea de amor romántico en la que todo se puede y todo lo
vale, incluida tu vida. Necesitas darte cuenta de que no necesitas cuentos de
hadas para ser especial.
Nos han enseñado —y hemos aprendido— un amor que hace daño, que
consiste en sacrificio, en aguantar para obtener un premio. Un amor en el
que no hay cabida para amarte tú por encima del dolor, en el que no es lícito
salir corriendo porque te daña. Un no-amor basado más en sufrir por los
demás que en vivir en ti, en sentirte plena, dichosa, admirada, deseada y
cuidada. Un amor que ni es amor ni es nada, es una fórmula maliciosa y
maloliente para mantenerte entretenida, para que no desestabilices un
sistema basado en que nosotras cuidamos y el resto recibe sin tener que dar
nada a cambio. Una serie de miedos —a estar sola, al abandono, a que nos
llamen «solteronas», etcétera— que, supuestamente, se curan con amor,
pero en realidad se alimentan del mal-amor.
Ser amada como tú necesitas ser amada significa que absolutamente nadie
—repito: NADIE— ha de ser dueño de tu vida. No hay hombre —ni mujer
— que se merezca que lo conviertas en un Niño Dios.
Aquí.
Ahora.
Hazlo.
Lista de Spotify
Anexo I.
Historias que acaban bien
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THOMAS JEFFERSON