Y Te Doy Mi Corazon - Eva Campos Navarro

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Y te doy mi corazón

Manual para identificar

banderas rojas

y sobrevivir a ellas

Eva Campos Navarro


Primera edición en esta colección: febrero de 2024

© Eva Campos Navarro, 2024

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2024

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-10079-15-1

Diseño de cubierta:

Sara Miguelena

Realización de cubierta y fotocomposición:

Grafime S. L.
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la
autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante
alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún
fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
A mamá;

tú eres mi luz en cualquier pozo.

A mis sobrinas;

ojalá jamás necesitéis leer este libro.


Índice

Introducción

1. Jesusito de mi vida

2. Tú eres niño

3. Como yo

4. Por eso te quiero tanto

5. Que te doy mi corazón

6. Tómalo, tómalo

7. Tuyo es
8. Mío, no

9. Amén

Anexo I. Historias que acaban bien

Anexo II. 36 preguntas para generar intimidad


Introducción

«A un hombre no lo conoces de verdad hasta que te divorcias de él».

ZSA ZSA GABOR

Siempre me tocan los imbéciles. O los inmaduros, los cobardes, los


mentirosos, los que no se quieren comprometer, los manipuladores o los
indecisos. O quizás alguien que tiene todas esas características al mismo
tiempo y alguna más que se me puede estar escapando ahora mismo.
Siempre. ¡Es que no he tenido ni una relación normal! Al menos que yo
recuerde. Claro que si no la recuerdo es que no fue importante para mí
porque, obviamente, lo importante es lo que marca. Y lo que marca es el
sufrimiento.

¡Con dos ovarios!

Estas palabras, o algunas parecidas, las he escuchado cientos de veces. De


hecho, creo que miles de mujeres han expresado lo mismo, quizá con otras
palabras, una y otra vez a lo largo de su historia personal. Y sí, estas
palabras fueron mías durante mucho, muchísimo tiempo. Quizás
demasiado. Hasta que un día desperté y me dije: «A ver, Evita, ¿qué
narices te estás haciendo?». Y lo entendí; tras haber perdido setenta kilos y
haber rehecho mi relación conmigo misma, llegaba el momento de rehacer
mi relación con los demás y, en concreto, en mi vida sentimental. Y digo
bien: qué me estoy haciendo. Porque lo primero que debemos tener en
cuenta es que la primera que nos hacen, nos la hacen, pero las siguientes
barrabasadas nos las hacemos nosotras en el momento en el que nos
quedamos ahí y seguimos empeñadas en sacar adelante algo que no
funciona.

Ni funcionará.

Alimentamos de todas las formas posibles una relación que sabemos que es
tan infértil como una momia, o incluso más. Pero, tranquila, no quiero que
te sientas mal ni culpable, ni mucho menos. Quizás es que simplemente no
eras consciente de lo que estaba pasando. Quizás es que no sabías que
estabas viviendo una relación de no-amor e, incluso, de maltrato emocional.
Quizás es que estabas tan manipulada que, sencillamente, no te creías capaz
de salir de ese callejón de dolor. Quizás es que te crees esa absurda creencia
popular de que «el amor es ciego» y no veías. O quizás es ahora cuando te
rechina lo que estás viviendo y por eso has cogido este libro.

Quizás, quizás, quizás.

«Jesusito de mi vida» era una broma que hacía con uno de mis ex, alguien
que —ahora lo sé— me maltrató emocionalmente durante los años que
estuvimos juntos. Siempre le decía que algún día escribiría sobre él, que
era el Niño Dios, la cosita mimada de mi vida. En realidad, era el pequeño
gran tirano de mis días y mis noches, de mis emociones y de mis estados de
ánimo. De mi vida, de mis sueños y de mis pesadillas. Como esa célebre e
infantil oración católica, damos nuestros corazones a niños que no saben
qué hacer con ellos, creamos pequeños dioses a los que adoramos,
limpiamos sus heridas y los velamos en vida —y en muerte—. Y nos
quedamos sin corazón, sin ánimos, sin vida, sin ilusiones.

Sin autoestima.

Sin nosotras mismas.

Pasamos a ser su parque de juegos, su pequeño muñeco al que destrozan y


luego abandonan en una estantería hasta que se acuerdan de él y juegan un
rato más con los restos de su juguete. Y nosotras, pobres imbéciles, nos
quedamos esperando a que nos escojan de nuevo. Y cuando lo hacen,
sonreímos como si fuera un logro nuestro, como si el ser escogidas —
aunque solo sea fugazmente— nos hiciera mejores personas. O más válidas.
Ellos estarán endiosados, pero nosotras estamos imbéciles.

Hace unos días hablaba con una de mis zorras favoritas en el mundo. Le
planteaba mis dudas de cómo orientar este libro:

Nena, no sé si hablar de relaciones disfuncionales o sobre relaciones en


general ✓✓

¿No es lo mismo? XD

Y entonces me di cuenta de algo aterrador: no conozco ni a una sola mujer


que no haya tenido una mala relación en algún momento de su vida, y
conozco a demasiadas que han tenido relaciones disfuncionales tan dañinas
que incluso podemos hablar de malos tratos psicológicos. Demasiadas. Y
yo la primera. Y no, no creo que sea una cuestión de edad o de educación.
Conozco mujeres —que aún son más niñas que mujeres— que permiten
que, por amor, su pareja les controle el móvil, la última hora de conexión en
el WhatsApp o incluso la ropa que han de vestir si quieren ser esa «mujer
de la que estoy orgulloso y no una furcia cualquiera». Conozco grandes
directivas, de alta cuna y mayor estima social, que viven constantemente en
el tira y afloja de lo que yo llamo «beso o torta» y cuyo día depende de si le
han montado una bronca mañanera o de si ha habido total indiferencia o un
gesto, por mínimo que fuera, de cariño. Conozco infinidad de mujeres que
ya no se consideran jovencitas y que viven pendientes de si el mensaje que
ha entrado es de él o no; y, si no es de él, se sienten vacías, ninguneadas,
abandonadas, dolidas. Niñas temerosas que se han abandonado a los brazos
del monstruo que guardan debajo de la cama o entre las grietas de su
corazón partido mil veces en pedazos.

Y también conozco a un puñado que han sido y son muy felices con sus
parejas. Curiosamente, casi todas las que conozco que nunca han tenido
una relación que les haya hecho darse al chocolate, al helado, a otras
sustancias o a los kleenex son parejas que se formaron realmente muy
jóvenes, en torno a los quince o dieciséis años. Eso no quiere decir que no
tengan sus problemas; todas las parejas tienen sus desavenencias en un
momento dado, lo cual considero normal e incluso sano. Pero este libro no
trata de desacuerdos o crisis puntuales, no. Este libro habla del «amor que
duele», que, perdóname que te diga, ni es amor ni es na. Eso es un cuento
absurdo y estúpido que nos contamos a nosotras mismas para no hacer las
maletas e irnos todo lo lejos que podamos. Pero ¿por qué no nos
marchamos? Cada cosa a su tiempo. Te prometo que en este libro
encontrarás respuesta a esta pregunta.

Por favor, siempre siempre siempre recuerda algo:

SI DUELE HASTA REVENTAR, NO ES AMOR, ES UN


GRANO.

A partir de este momento, grábate bien esta frase en la cabeza, tómatela


como un mantra y enséñasela a tus hijas. Y a tus hijos. Porque el amor que
duele, aunque yo hable siempre en femenino, es también cosa de hombres.
Algunos, al igual que nosotras, sufren ese desarraigo de sí mismos que los
convierte en simples marionetas en las manos de personas a las que en
realidad les importan bien poco. Sí, las malas relaciones, el amor que duele,
el maltrato psicológico o emocional no es solo cosa de hombres hacia
mujeres, sino también de mujeres hacia hombres, de hombres hacia
hombres, de mujeres hacia mujeres. En pocas palabras: es algo de personas
hacia personas (aunque en mi fuero interno piense que es algo de cabrones
hacia personas). Porque en la educación está la clave para que un pequeño
tirano no se convierta en un gran tirano que humille y destroce a los demás.
Y para que nuestras hijas e hijos sepan con rapidez cuándo están siendo
víctimas de un no-amor, de un abuso, de un maltrato o de una
manipulación. O cuándo ellos están siendo esos tiranos maltratadores.

Pero, cuando una relación no va bien, ¿es automáticamente maltrato? No,


¡claro que no! A veces sucede que las personas son, en realidad, tan
distantes entre sí que no encuentran puntos de unión, solo de conflicto. Y
nos vemos envueltas en relaciones disfuncionales que lo único que nos dan
son dolores de cabeza. Quizá podemos empeñarnos en llevar la situación
hacia delante con uñas y dientes porque, ¡claro!, en la vida hay que luchar.
Pero cuando es que no, es no, y, aun con dolor, tenemos que ser capaces de
verlo —aunque para ello tengamos que abrir los ojos de una manera
desgarradora— e irnos.

Sin embargo, en una relación de maltrato psicológico existe una


dependencia de una de las partes y una actitud de humillación, dominio y
abuso por parte del segundo implicado que acaban con la dignidad, la
autoestima y, en muchos casos, la salud mental de la parte humillada, así
que el enganche es enorme y no solo nos es difícil verlo, sino que, aun
viéndolo, en infinidad de ocasiones nos sentimos incapaces de marcharnos
porque ¡dependemos emocionalmente de esa persona!

Por supuesto, las secuelas del segundo tipo de relación son mucho más
devastadoras que las de una relación disfuncional, pero eso no significa que
una relación disfuncional no la tengamos que mirar y aprender de ella, de
nosotras, de lo que esperamos en una relación y, sobre todo, de cuáles son
nuestros límites.

¿Pueden existir relaciones de dependencia sin maltrato? Por supuesto.


Normalmente en este caso nuestra pareja es saludable emocionalmente,
pero algo pasa en nosotras que nos engancha más y más, pero no de una
manera saludable, sino desde el miedo, las inseguridades, el cuento del
amor romántico, desde la obsesión. Imagina que conoces al hombre de tus
sueños: alto, guapo, simpático, cariñoso, con la cabeza muy bien
amueblada, que tiene la palabra exacta en el momento exacto, etcétera.
Vamos, lo que les pediste a los Reyes Magos. Y todo va bien hasta que
algo, dentro de ti, empieza a decirte que es demasiado perfecto para ser
verdad. Entonces empiezas a obsesionarte con que esté pendiente de ti, que
te llame, que no interactúe con otras mujeres en redes sociales, etcétera. Y
el pobre muchacho, que es un buenazo, de repente se ve más vigilado que
Lady Di en sus tiempos. ¿Hay maltrato por su parte? ¡Claro que no! Aquí
eres tú la que se maltrata no dejándote en paz, no disfrutando de la relación,
sintiéndote tan poca cosa que crees que alguien como él no se puede
enamorar de alguien como tú. Y, por supuesto, en este tipo de relación no
hay amor, pues es una relación que se basa en el miedo. Tu miedo.

Hay algo muy curioso en las situaciones de maltrato emocional: nos


negamos que las estamos viviendo. De hecho, si le preguntas a una mujer
maltratada emocionalmente si su relación va bien, es probable que diga que
sí. ¿Por qué? Porque muchas veces, y hete ahí el quid de la cuestión, ni
siquiera sabemos que estamos siendo maltratadas. Y esa es la ventaja de los
maltratadores emocionales: juegan a un nivel muy sutil, tanto, que a veces
no te das ni cuenta. Y cuando te das cuenta es porque ya has perdido tu
dignidad por completo o porque un pequeño resorte en tu interior te dice:
«Pues va a ser que no, que esto no es ni medio normal; huye o pasará de la
humillación a algo más grave». Y es que la línea entre una mala relación y
una relación de maltrato psicológico puede ser realmente muy sutil, tan fina
que no la veamos. Y, en algunos casos, tan aceptada socialmente que
tampoco nuestro entorno la ve.

Si estás leyendo este libro supongo que es porque no tienes claro si tu


relación actual o pasada ha sido realmente una buena relación o no. Ya te lo
digo: si te duele, si te hace sentir bloqueada para ser libre de amar a los
demás y amarte a ti misma, ha sido una mala relación. Quizá no tanto por lo
que viviste, sino por lo que tú no hiciste o por cómo has gestionado la
ruptura y es eso lo que te deja bloqueada. También es posible que hayas
sido maltratada emocionalmente y no lo veas, pero los efectos de este tipo
de maltrato (y de cualquier otro, está claro) son devastadores. La diferencia
con respecto al maltrato físico es que el maltrato emocional a veces no se
ve, se niega e incluso se nos tacha de histéricas por señalarlo. Todo esto lo
irás descubriendo en las siguientes páginas.

O, quizás, estás leyendo este libro porque eres lo suficientemente


inteligente como para no aplicar la estupidez de que «la mancha de una
mora con otra verde se quita» y te quieres hacer el regalo de volver a ser tú,
de conocerte un poco más y de empezar a establecer relaciones sanas. ¡Bien
por ti! Eres lista, chica. Muy lista. Porque, ¿sabes?, es absolutamente
imposible que, sin gestionar el dolor, sin deshacernos de los «regalitos» que
nos dejan las relaciones de mal amor, podamos ser libres de vivir una
relación sana y llena de cariño, de identificar las que no lo son y salir
corriendo o, simplemente, de sentirnos con derecho a tener lo que
deseamos, merecemos y necesitamos en la vida.

Sea cual sea tu caso, ¡bienvenida! Estás a punto de comenzar un viaje duro.
Duro porque ya sabes que yo no tengo pelos en la lengua y quizá leas cosas
que no quieres reconocer, pero, ante todo, porque vas a tener que desnudar
tu alma y dejar de culpar de todo, absolutamente todo lo que te pasa a ti, a
otros, al mundo, a la sociedad, a la mala suerte o a Dios. Pero será también
un viaje reconfortante, porque el tiempo no cura las heridas y, si las cura sin
que tú hagas nada, lo más probable es que se conviertan en cicatrices mal
curadas que te deformen. Así pues, no queda más remedio que
remangarnos, echar mucho alcohol —del de curar— aunque escueza,
limpiar, limpiar y limpiar la herida para que no se infecte y masajearla para
que, si deja cicatriz, esta sea bella. Créeme, soy experta en cicatrices físicas
y emocionales y esta es la única forma de tratarlas.

Este libro está escrito no solo por mí, sino por la experiencia de decenas de
mujeres que me han regalado su historia para que tú, querida, puedas
aprovecharla en tu beneficio. En sus páginas vas a encontrar preguntas,
historias con final feliz —aunque cuando las leas quizá no te lo creas— y
mucho de autobiográfico. Sentarme a escribir este libro me ha costado
mucho, muchísimo. Quizá sea el que más me ha costado de todos, al menos
de momento, porque para escribirlo he tenido que repasar mi vida
sentimental desde mi más tierna adolescencia, dejar de contarme cuentos y
darme cuenta de que ese: «Lo hice porque te quiero, Eva» en realidad es un:
«Me siento capaz de decidir por ti y que se haga mi voluntad». Es decir, me
he dejado de cuentos para poder darme cuenta de mi historia personal,
plagada de abusos, malas relaciones e incluso maltrato, y ser capaz de ver
en qué me ha convertido. Y ese es el objetivo de este libro, que te dejes de
contar cuentos, te pongas manos a la obra, cures activamente tus heridas,
mandes a freír espárragos todo aquello que te daña y seas feliz en tus
relaciones. Porque, querida, una relación que no te hace feliz no es una
relación de amor. Será de dependencia, de conveniencia (sí, sí, a veces sin
darte cuenta te mantienes en una relación porque te conviene), de
masoquismo emocional, de miedo, pero no de amor. Y, por favor, recuerda:
sin ti, tu vida no es nada.

Si eres un hombre y este libro ha caído en tus manos, necesitas saber algo:
aunque yo escribo siempre en femenino, todas estas páginas se aplican a ti
también. Tendrás, en algún caso, que hacer un ejercicio mental de
reconversión de palabras y situaciones, pero cada una de ellas también
puede ser aplicables si eres hombre. Y te doy las gracias por abrirte a
conocerte de una manera a la que, seamos sinceros, por lo general los
hombres no se abren.

Antes de continuar, quiero contarte una novedad para este libro: vamos a
usar códigos QR. Estos códigos son unos pequeños recuadros blancos y
negros a los que tienes que apuntar con tu móvil (con la cámara de tu móvil
o con alguna aplicación que lea códigos QR) y que te llevarán a
información complementaria, como puede ser el final de las historias de las
mujeres que te hablan a través de este libro. Además, al final de cada
capítulo, encontrarás un código QR que te llevará a listas de música de
Spotify, pues la vida sin música no tiene sentido y todo momento tiene su
banda sonora original. He elegido los códigos QR porque tanto las listas de
música, como las historias personales, son elementos que están vivos, que
cambian, se expanden y crecen, y quiero, querida lectora, que puedas
acceder a ellas en cualquier momento y puedas conocer la última
información. Si no tienes Spotify, ¡no te preocupes! En este código QR
puedes acceder a la página del libro, donde encontrarás una lista de
reproducción de YouTube con todas las canciones, aunque no están
organizadas por capítulos.
He elegido cada canción muy cuidadosamente. Escucha sus letras; algunas
te harán reír, otras te darán rabia y algunas, muchas, te harán llorar a chorro
limpio —como a mí— y están ahí para eso, para que te dejes llevar,
emocionar, llorar. Úsalas como parte de tu proceso. Pregúntate: ¿qué tiene
esta canción que me duele? ¿Qué puedo hacer para que deje de doler? ¿Qué
me emociona tanto? ¿Es este el amor que quiero vivir? ¿Es lo que tengo?
Pregúntate sin tapujos y respóndete con toda la sinceridad del mundo,
aunque duela, aunque eso signifique que tu mundo, tal y como lo conoces,
se acabe en ese mismo momento. También puedes crearte tus propias listas
de música, pero con una condición: que te ayuden a salir del pozo en el que
estás, no a alimentar ese amor que daña. Úsalas para sanar, para conocerte,
para sacar lo que tienes dentro y llenarte de amor por ti misma, porque, en
el fondo, de eso trata este libro.

¿Preparada? Coge tu mochila y tus auriculares, que empezamos a caminar.


1.
Jesusito de mi vida

«El amor es fuego. Pero nunca puedes anticipar si va a dar calor a tu


corazón o a destrozar tu hogar».

JOAN CRAWFORD

Mi primera relación fue con catorce años. Desde entonces, encuentros,


desencuentros, cariño, sexo, amistad, abusos, miedo, libertad, jaulas y un
sinfín de circunstancias han ido labrando mi skyline sentimental. He de
reconocer que he sido bastante productiva en cuanto a «amor» se refiere:
algunas parejas, bastantes intentos y muchos amantes conforman una
historia que, por fin, puedo ver como si fuera un largometraje que me hace
pensar, recapacitar, pero que no es más que eso, una historia. Y con final
feliz. Porque, hasta aquellas que han acabado mal —que, por cierto, en mi
caso han sido muchas— en realidad terminan bien; cuando te das cuenta
de que esa herida tan horrorosa por decir adiós era lo mejor que te podía
pasar, es cuando la historia acaba. Por tanto, siempre siempre siempre una
historia acaba bien, porque te da la oportunidad de aprender, de liberarte,
de saberte y de conocerte. Y, chica, esas herramientas son las mejores para
saber lo que quieres e ir a por ello. Y eso es un gran regalo para ti misma.

Cuando una historia es sana y acaba, puede doler —chica, no somos de


piedra—, pero al final tienes ese buen sabor de boca de haberte sentido
amada, cuidada, de saber que eso tan bonito que viviste fue un regalo. Al
final, piensas en esa persona y se te hincha el pecho de cariño, de sonrisas,
de buenos momentos. Pese a que acabó, fue un regalo que guardarás en tu
memoria de las cosas bonitas; y tú, alguien que entiende que cuando algo
acaba no se pudre, sino que simplemente acaba.

Pero vayamos al lío. Os voy a hablar de algunos de mis «Jesusitos».

Mi primer beso me lo robó una noche de concierto un muchacho llamado


David poco tiempo después de cumplir mis trece años. David era
guapísimo, con unos ojos azules maravillosos, una melena que ya me
hubiera gustado a mí y unos labios carnosos que abrieron el precinto de mi
inocencia —permíteme, querida lectora, esta licencia cursipoética—. A los
pocos días, un grupo de niñas —porque a esas edades es lo que somos,
aunque nos rebelemos ante nuestra infancia— se acercó a confrontarme; a
una de ellas le gustaba el tal David y, por supuesto, ese hecho le daba
potestad sobre él y su libertad para estar con quien él quisiera. Mi respuesta
fue de todo menos violenta: «Está bien. Preguntemos a David qué quiere
hacer. Si él quiere estar con ella, por mí muy bien. Y si no, me dejaréis en
paz». Creo que la contundencia de mis palabras las achantó porque se
dieron media vuelta y se fueron. David miraba desde una esquina toda la
escena. Cuando ellas se marcharon se me acercó y me dijo que le había
defraudado, que él habría esperado que me peleara por él. Y ahí acabó esa
historia. Sin lugar a dudas, ese fue mi primer encontronazo con algo que —
ahora soy consciente— acabaría por marcar mi futuro sentimental: la
creencia de que se ha de pelear por las personas. Aunque, si te soy sincera,
en ese momento lo que hice fue darme la vuelta, pedirme una Mirinda en el
chiringuito del parque y seguir bailando. Ha sido con el paso de los años
que me he dado cuenta del calado de esa tonta escena de película cutre de
adolescentes.

Cuando tenía catorce años conocí a Rubén, un chaval cuatro años mayor
que yo y, rápidamente, me pidió salir. La verdad es que la relación con él
fue de lo más inocente, hasta que dejó de serlo y varios meses después me
pidió algo que yo no estaba dispuesta a darle: sexo. Mis padres, muy
inteligentemente, me enviaron ese verano a Estados Unidos, y allí llegué a
una gran conclusión: si hacía unos meses que yo jugaba en la calle a la
goma con mis amigas del barrio, ¿qué narices hacía yo pensando en jugar
con otros tipos de gomas? Así que poco tiempo después de mi vuelta, le
dejé.
Ahora entiendo perfectamente que él tenía unas necesidades propias de un
joven de diecinueve años, pero yo ni siquiera era una adolescente y era
consciente de que eso no estaba bien porque eso no era lo que yo quería. Y
ahí empezó mi primera pesadilla: el acoso. Rubén se dedicó a espiarme,
perseguirme, a decirme lo malvada que era por no hacerme cargo de su
dolor, a hablar mal de mí e, incluso, encontré en mi portal y frente a mi
colegio alguna pintada del tipo: «Eva puta». Pero lo peor no fue eso. Lo
peor fue que la gente —a la que, dicho sea de paso, le encanta opinar sin
que le sea solicitado— me decía que el muchacho lo estaba pasando fatal,
que debería darle otra oportunidad, que se estaba muriendo por dentro.
«¡Fíjate si te quiere, que te sigue a todos lados como un perrito faldero!»,
me dijo un día un amigo en común. No, no me seguía como un perrito, me
seguía como un ACOSADOR.

Menos mal que a cabezona no me ganaba nadie y comenzaba a ser


consciente de mi rebeldía, lo que me permitió no darle nunca esa segunda
oportunidad. Y el apoyo de mis padres para ser libre de ataduras y no dar
sentido alguno a lo que los demás me decían. Sin embargo, eso no significa
que esa experiencia no me dejara un queloide del tamaño de un calabacín.
¿Qué crees que aprendemos de una situación así? Muchas cosas: desde que
es lícito acosar a alguien si estás «enamorado» de ese alguien, hasta que en
«el amor y en la guerra, todo vale» (maldito refrán), pasando por el hecho
de que, si dejas a alguien que te quiere, eres mala, muy mala. No tienes
derecho a no querer si te quieren. Pero en aquel entonces yo no era
consciente de la necesidad de aprender y de gestionar cualquier tipo de
adiós, incluso si eres tú quien lo decide. Así que seguí con mi vida. Y
empecé a engordar de nuevo.

Unos años después conocí a Martín, un chico que, literalmente, me doblaba


la edad. En este punto he de admitir que cuando era mucho más joven no
aparentaba ni física ni mentalmente la edad que tenía, pero jamás escondí
mi edad. Martín bebía los vientos por mí, he de reconocerlo. Pero solo a
escondidas, en la intimidad, en los portales o en su coche. Compartíamos
círculo social, actividades, amigos, etcétera, y, oculta a todos ellos, una
relación que jamás saldría de la sombra porque ¡yo estaba gorda! Y sí, con
dieciocho años, mi autoestima era insuficiente como para mandarle a freír
espárragos por negarme, y para enfrentarme a mi entorno por señalarme con
el dedo porque era la única que no tenía relaciones.

Claro, puedes pensar, ¿cómo es posible que te quedaras en una relación


oculta para callar a los demás si precisamente nadie sabía de su existencia?
Yo sí lo sabía y, supongo, en mi fuero interno sentía que el resto se
confundía, que yo también era atractiva para otras personas. Y con eso fue
suficiente para quedarme junto a Martín unos cuantos meses hasta que un
día simplemente desapareció. Se marchó a trabajar a otra ciudad sin
despedirse de nadie. Supongo que este primer contacto con el silencio fue
más llevadero porque nadie supo nunca nada más de él y en esa época solo
existían los teléfonos fijos, nada de redes sociales que te escupen los
fracasos sentimentales en forma de foto, mensaje o recuerdo. Y esta fue la
primera vez que sabía que tenía que marcharme, pero no lo hice.

Y seguí mi camino.

Reconozco que me sentía extraña: diecinueve años y era la única de todo mi


círculo social que no tenía sexo y que no lo había tenido aún. Pero en el
fondo, esa niña inocente e idealista que aún vive en mí creía que una
experiencia tan determinante como esa debía ser compartida con alguien
especial, alguien que me hiciera sentir maravillosamente bien. Quería que
fuera un momento inolvidable. E inolvidable fue, desde luego. Acudimos
todo el grupo a la fiesta de inauguración de casa de un amigo. Como buen
anfitrión, nos sirvió una bebida a cada uno. Al terminar la mía empecé a
sentirme muy mareada, así que le pedí que me dejara reposar en su cama
hasta que me sintiera mejor y pudiera volver a mi casa. Lo siguiente que
recuerdo es despertarme sin ropa, con sangre entre mis piernas, dolorida y
su cuerpo plácidamente dormido a mi lado. Volví a mi casa como pude y al
día siguiente hablé con mis amigos. Les conté lo ocurrido y cuál fue mi
sorpresa cuando todos concordaron en dos cosas: la culpa fue mía por
haberme ido a la cama y, «mujer, entiéndelo, él estaba borracho». «Mejor
no digas nada, es una tontería. Además, tú no gritaste». ¿Cómo iba a gritar?
Me había DROGADO. Estoy absolutamente segura de que puso algo en mi
bebida. Y también de que todo el mundo me culpaba a mí. La víctima se lo
merece porque «algo habrá hecho».
Ante esa perspectiva, la vergüenza que sentía, la normalización del abuso y
la carencia total de apoyo por parte de mis amigos, callé. Callé y no dije
nada a nadie, ni siquiera a Papá Campos ni a Mamá Navarro. Supongo que
creí —erróneamente, por supuesto— que se enfadarían conmigo. Hice mía
la culpa de haber provocado esa situación, así que dejé que el tiempo
pasara. Y en mi vida hay pocas cosas de las que me arrepiento, pero de mi
cobardía en esta situación me arrepiento totalmente. Debería haber hablado,
peleado. Debería haber sido consciente en ese momento de que había
sufrido una VIOLACIÓN. Porque no hace falta que exista violencia física
para que exista violación, sino la falta de consentimiento. También es cierto
que hace casi treinta años, en España, de haber ido a la comisaría a
denunciar algo así, seguramente habría recibido más burlas que apoyo. Pero
yo ni siquiera lo intenté. Además, me quedé con la idea —ahora lo sé— de
que, si te hacen daño, si abusan de ti, es porque algo has hecho tú.

Viendo mi historial, no es de extrañar que cuando conocí a Manuel me


convirtiera en la novia-madre. Manuel era un chico llegado de la España
rural más profunda a la capital con el fin de estudiar una carrera
universitaria. Una mente privilegiada le había permitido vivir de becas y
mantenerse a salvo del control familiar viviendo en un colegio mayor. He
de admitir que esa primera etapa de nuestra relación fue muy pero que muy
divertida: fiestas universitarias, pícnics por sorpresa, sacar a flote la
creatividad para poder montarnos planes sin tener nada de dinero, etcétera.
Pero cuando su hermano menor tuvo que comenzar la universidad, su
familia decidió trasladarse a vivir a la capital y, por supuesto, volver a
tenerle en su seno y controlarle todo lo que podían. Y ahí comenzó el
drama. Manuel se posicionaba como el pobrecito que nadie quiere, porque
«¡mira lo que dice mi padre! Que mientras estudie no tengo derecho a tener
mi propio dinero, que ya lo tendré cuando trabaje». Y «SuperEva» salía al
rescate. Le busqué, con ayuda de mi familia, trabajos temporales que, por
supuesto, jamás llevó a buen término; le entendía cuando estaba destrozado;
si me gritaba o daba una mala contestación, le excusaba con «pobre, tiene
mucha tensión en casa»; le llevaba comida cuando sus padres se iban a su
pueblo y él no tenía qué comer —¿cómo unos padres no dejan algo de
comida o de dinero a un chaval de 24 años?, para mí era incomprensible—.
Y, obviamente, yo hacía el esfuerzo de ahorrar para los planes de los dos.
Desde luego, dejé de ser su pareja para pasar a ser su madre.
Yo empezaba a sentirme bastante agotada, pero ¡claro!, por un hombre hay
que pelear. Ejem, ¿te suena de algo? La gota que colmó el vaso fue un día
que él se gastó nuestros poquísimos ahorros en una fiesta que incluyó
drogas lo que, por supuesto, me ocultó. Y cuando le encaré por ese tema él
se puso violento. Así que cogí la poca dignidad que me quedaba y me
marché. Ahora sé que eso no era amor, ni mucho menos. Acababa de vivir
el síndrome del gatito abandonado en todo su esplendor. Años después nos
reencontramos en las redes sociales. Quizá debido a la curiosidad o a que ya
había superado esa historia, decidí quedar con él. Bebió de más y en la
despedida intentó abusar de mí. Pero mi rodilla fue más rápida que su
entrepierna y pude deshacerme de él. Lo curioso es que jamás pensé en la
posibilidad de denunciarle; quizás había calado demasiado hondo ese
«estaba borracho, mujer, compréndelo».

Tuve bastantes historias esporádicas hasta que conocí a Nuno, un portugués


que me llevaba más de una década de edad. Era un tipo atractivo, alto,
fuerte, de esos que te juran y perjuran que nunca se comportarán como un
crío. Y yo le creí. En aquella época yo disfrutaba de una beca de estudios en
Portugal. Fue un periodo que recuerdo con mucho cariño y una sonrisa en
mi corazón y, desde luego, Lisboa sigue siendo uno de mis lugares favoritos
del mundo. A decir verdad, agradezco que Nuno no viva en la capital y no
me lo encuentre cuando paseo por sus decadentes calles. La historia con
Nuno comenzó bien —como casi todas—, pero se fue desgastando poco a
poco. Aunque yo mantenía mi propio espacio, cada vez pasaba más tiempo
en su casa y, cuando venció su contrato de alquiler y mi periodo de beca
acabó, decidió mudarse a otra zona, un barrio precioso de pescadores con
las calles adoquinadas y estrechas, un lugar maravilloso en el que todos los
vecinos nos conocían y nos mostraban su cariño. Sin embargo, la casa era
una tremenda ruina: fría, tan llena de humedades que parecía un parque
acuático para cucarachas, con unas escaleras empinadísimas y estaba vacía
por completo. «Nada, Eva, no pasa nada, tú te adaptas a cualquier cosa»,
me decía a mí misma, como si de un mantra se tratara. Así que, si no había
sillas y teníamos que comprarlas de jardín porque eran lo único que
podíamos pagar, pues nada, «podemos ser felices sentados en las sillas de
jardín situadas en el minúsculo salón». ¿Que las cucarachas me miraban al
ducharme? ¡Sin problema! «Tú eres fuerte, Eva, una luchadora».
El problema es que él comenzó a dejar de amarme y no fue lo
suficientemente sincero como para decírmelo, así que empezó a hacer de mi
vida un infierno, incluyendo la falta absoluta de sexo. Lo hablé decenas de
veces con él y todas y cada una de ellas me dijo que no pasaba nada, que
tenía estrés. Así que una noche decidí darle una sorpresa. Me puse unos
tacones, unos ligueros con sus respectivas medias, un corsé bien ceñido y
una gabardina por encima. Llegó a casa y, como todos los días, fue a
cambiarse de ropa. En ese momento me acerqué a él con todas las armas de
mujer a mi alcance, abrí la gabardina y le mostré su regalo. Me miró y me
dijo: «¡Oh! Qué gracioso. Las medias van pegadas a esto», dijo señalando
las ligas. Acto seguido, se dio la vuelta y se puso un chándal. Con esas, cogí
mi mochila y, sin ni siquiera cambiarme, me dirigí a la parada de autobús
que iba hacia Madrid. Dejé allí todo lo que tenía, absolutamente todo. Aún
me duele haber tenido que dejar mi colección de vinilos, pero eso es lo
único que hubiera querido recuperar.

Al llegar a España, Sé, mi mejor amigo, me preguntó si ya había agotado


todos los cartuchos, y le contesté que sí. Creo que Nuno fue la primera
persona con la que viví lo que yo llamo el síndrome de la culata vacía. Pero
la historia no acabó ahí, ni mucho menos. Comenzó a decirme que tenía
problemas de salud y caí en el síndrome del gatito abandonado, hasta que
supe que esos problemas no eran reales. Entonces decidí cortar del todo la
comunicación. Y se inició otra pesadilla: él comenzó a beber, a beber
muchísimo, a beber a todas horas con la excusa de que «mi espanholuca
me ha abandonado». Nuestros amigos me llamaban preocupados por él. Él
me llamaba borracho a cualquier hora de la madrugada, e incluso su
propio padre —un señor que, de haber tenido cuarenta años menos, lo
hubiera cambiado por su hijo— hizo un intento para que volviera a su lado
porque «sin ti, mi hijo es solo basura». ¡Uf! Recuerdo esa conversación y
aún se me ponen los pelos de punta. Y en cierta manera me sentía culpable,
pero tenía claro que no, que yo no quería a mi lado a alguien que no me
había valorado cuando había podido hacerlo. Y un día vi la luz; sí, fui yo
quien se fue, pero él me había hecho las maletas durante muchos meses
antes de que tomara yo la decisión de ejecutar el adiós. E hice la primera
fiesta de divorcio de mi historia.
Pocos meses después conocí al que consideraría durante muchos años el
«amor de mi vida». Héctor era el hombre más libre, curioso, activo,
inteligente, listo y con sentido del humor que había conocido hasta el
momento. Una revolución total en mi vida amorosa. Con él tenía todo lo
que había deseado: cariño, compañerismo, comunicación, confianza, un
sexo increíble y, por supuesto, muchísima diversión. Todo era maravilloso.
Estábamos enamorados y éramos libres de vivir lo que quisiéramos. Pero un
día llegó el drama a nuestras vidas: Héctor tuvo un aparatoso accidente.
Estaba de viaje lejos de donde vivíamos y lo único que recibí de él fue una
llamada. «Eva, he tenido un accidente. No te preocupes, estoy bien. Cuando
salga del hospital, te llamaré». Y jamás volví a saber de él. Meses de
silencio, de incertidumbre, de incomunicación. Le busqué por todos lados,
con ayuda de mi familia, sin resultado alguno. Parecía que la tierra se lo
había tragado. Y mi vida comenzó a ser un compendio de sexo, drogas y
rock’n’roll. Buscaba fuera de mí, en submundos de lo más complicados,
alguna razón para dejar de pensar, de sentir. Para dejar de amar. Y de
amarme, como si me mereciera un castigo por haberle perdido.

Hasta que un día, una carambola del destino hizo que averiguase su
paradero: se había mudado a un pueblo en una sierra a unos seiscientos
kilómetros de donde vivía. Así que, ni corta ni perezosa, cogí mi mochila y,
tras un viaje de lo más surrealista, llegué a su casa. Llamé al timbre y
escuché su voz. Cuando abrió, casi me desmayo. Estaba, un año después,
con muletas y un aparato metálico en una de sus piernas. Él casi cayó al
suelo al verme. Fuimos a un bar cercano a tomar algo. Yo necesitaba saber
la verdad para poder dar carpetazo a ese asunto, pero hoy en día, creo que
su respuesta fue la peor que podría haber escuchado. «Dejé pasar el tiempo
porque te amo, siempre te he amado y siempre te amaré. Y por eso no podía
decirte nada: habrías dejado tu vida para estar a mi lado y no lo podía
permitir ¿Qué te puedo ofrecer yo, tullido de por vida?». ¡Oh, qué
romántico! Y qué daño me hizo. Porque más allá de si era verdad o no, yo
decidí agarrarme a esa idea. Y no pude avanzar. Durante años estuve
viviendo una vida en la que los oscuros submundos que recorría cada noche
eran lo único que me alejaban del dolor tan increíble que sentía al saber que
una historia maravillosa, de amor puro y tranquilo, acabó porque el destino
así lo decidió, no porque la hubiéramos agotado nosotros. Fue después de
mi siguiente Jesusito cuando decidí remangarme y trabajar en mí y mi
mundo emocional, que me di cuenta del enorme daño que ese gran amor me
había hecho. Y que no fue el destino quien decidió nada, sino él. Y sin
contar conmigo. Pero yo ya estaba en automático, con mi gran drama
romántico tatuado en cada célula de mi cuerpo. Y, sin saberlo, destrozada.

Y llegó él, al que mis amigas siguen llamando hoy en día «la termita»,
porque me comió por dentro hasta vaciarme sin darme cuenta. Yo le llamo
«el maltratador», porque lo fue, aunque la historia dio un giro radical hace
un par de años. Todo comenzó como dos amigos con mucha, muchísima
confianza, que comparten confidencias, risas, secretos y aventuras. Me
conocía muy bien. Un día me llamó diciéndome que tenía algo muy
importante que contarme; se había sentido terriblemente celoso de Sergio,
mi expareja y uno de mis mejores amigos. Y ahí comenzó nuestra historia.
Y no, esta no comenzó nada bien. Desde la primera semana vino con las
dudas —o quizás excusas— sobre si se resentiría nuestra amistad por
nuestra historia. A las dos semanas tuvimos el primer corte de relación de
los muchísimos que se sucederían durante los siguientes cinco años. A los
pocos días estaba en la puerta de mi casa suplicándome que volviera a su
vida. Y volví. Quizá mi obesidad —pesaba cerca de ciento cuarenta kilos en
aquella época— me susurraba que no tendría otra posibilidad así. O mi
corazón pegado con cinta aislante necesitaba ilusionarse de nuevo, como si
la ilusión fuera el pegamento indestructible para volver a unir sus pedazos.

El caso es que no vi las señales hasta que ya estaba completamente


destrozada años después. Humillaciones en público, idas y venidas,
aislamiento social, merma de mi autoestima, etcétera. Me aplicó todo el
pack del «manual del maltratador sibilino». Y yo no me daba cuenta.
Estaba ciega. Tanto es así que me fui con él a Asia dejando mi vida por
completo y convirtiéndome en una mujer encerrada en una jaula de oro.
Tuve que salir con urgencia de nuestra casa porque él me levantó la mano,
así que ese mismo día compré un billete para el primer avión que saliera y
la suerte me llevó a Bangkok, el principio de una de las experiencias que
más me han cambiado la vida. Durante un tiempo recorrí buena parte del
sudeste asiático sola, con mi pena, mis lágrimas, mi perfume francés que
chocaba en todos lados y mi trolley, que desentonaba entre tanto mochilero.
Pero fue la experiencia más alucinante que había tenido hasta el momento.
Me permitió encontrarme a mí misma, conocer de primera mano formas de
vida y de filosofía espiritual que solo había podido leer en libros y revistas,
ver mi enorme capacidad para solucionar conflictos y sacarme de
situaciones de lo más surrealistas. Ese viaje en completa soledad me
cambió.

Pero aún tardaría años en darle a él el adiós definitivo. Contar toda la


historia, creo que me llevaría un libro entero, así que la resumiré en algo
muy sencillo: José, que así se llamaba, ha sido el mayor satanás que jamás
he conocido, pero gracias a esa experiencia pude salir del pozo en el que
estaba y reencontrarme por fin conmigo misma. Y decidí que, hasta que no
me sintiera bien conmigo misma y con mi pasado, no volvería a tener una
relación, así que durante varios años me dediqué a estar conmigo,
conocerme y recuperarme de tanto niño mimado que había permitido que
hubiera en mi vida. Hace un par de años la historia dio un giro radical, pero,
si quieres conocerla, tendrás que seguir leyendo.

Creo que, aun siendo doloroso, el ejercicio de repasar nuestra vida


emocional y quitarles las máscaras a nuestros Jesusitos es de lo más
efectivo. Así que te propongo un pequeño ejercicio.

Imagina que tienes el poder de decirle a esa niña, a esa adolescente y a


esa jovencita que fuiste, que tenga cuidado con determinadas personas.
¿Qué personas serían? ¿Por qué ha de tener cuidado tu yo del pasado
con ellas?

Yo lo tengo claro:

David, porque te pedirá muestras de amor imposibles para ti y te enseñará


algo demasiado nocivo: el amor se tiene que pelear.
Rubén, porque te hará sentir la mala de la película por ejercer tu libertad y
te hará aprender algo del todo negativo: en el amor y en la guerra, todo vale.

Martín, porque te humillará y tú no harás nada.

Nuno, porque no te respetará lo suficiente como para decirte adiós sin


convertir tu vida en un infierno.

Héctor, porque con la bandera del amor tomará decisiones por ti que solo
deberías tomar tú.

José, porque te maltratará y tú no te darás cuenta de ello.

Todos aquellos que, siendo tú la víctima, te culpen de lo que te suceda.

No te creas, querida lectora, que estas han sido mis únicas relaciones. No.
He tenido relaciones maravillosas, encuentros magníficos y hombres que
me siguen queriendo tanto como yo a ellos. También ha habido otros
pequeños Jesusitos porque, de hecho, hasta que no te das cuenta y cierras el
círculo vicioso, eso es lo que sueles tener. Después de hacerlo, de identificar
el círculo y salir de él, no han dejado de aparecer en mi vida más Jesusitos,
pero los he reconocido rápidamente y los he enviado a la basura con la
velocidad de un rayo. Pero si algo he aprendido de todos y cada uno de
ellos es que la única que tiene la clave para recuperarse, reconquistarse y
librarse de estos personajes que pululan por nuestras mochilas, somos
nosotras. Nada ni nadie te sacará las espinas clavadas si no lo haces tú. Y,
cuando por fin lo consigues, te das cuenta de algo: tienes muchísimo más
poder del que jamás imaginaste. Y es entonces cuando te sientes libre de
amar(te).

Lista de Spotify
2.
Tú eres niño

«Si sabes que la mayoría de los hombres son como niños, no necesitas saber
nada más».

COCO CHANEL

Bien, pues parece que nosotras no lo sabemos. Así que lo primero es


aprender a identificar a los Jesusitos.

Pero, ¿qué es en realidad un Jesusito? Pues un hombre (o una mujer que,


como ya te dije antes, esto no depende del género) al que, poco a poco,
convertimos en un Niño Dios, al que adoramos, idolatramos y convertimos
en el centro de nuestra vida. Alguien al que le entregamos nuestro corazón,
anhelos, ilusiones y autoestima y lo único que sabe hacer es jugar, como un
crío, con todo ello. Alguien que necesita ser el centro de atención sin dar
absolutamente nada a cambio. En definitiva, un pequeño tirano que nosotras
admiramos y cuidamos como si fuera un pequeño dios. Puede ser porque él,
sibilinamente, lo consigue o porque tú necesitas, de alguna manera, tener
alguien en quien volcarte y que sea el centro de tu vida. Pero por ahora no
te preocupes de si es tu necesidad o la suya, son lo que son o los hemos
tratado —y convertido— como los hemos tratado. Ya está. Ahora lo
importante es que aprendas a identificarlos.

Quizá puedas pensar que son personas tóxicas, y probablemente sea así.
Pero algunos son, además, maltratadores que te hacen sentir la mayor
birria del mundo y te machacan para que no te muevas de la jaula. Y
tenemos que empezar a llamar las cosas por su nombre. Por ejemplo, para
mí el bullying es maltrato. Punto. Luego podemos debatir sobre si quien lo
ejerce sabe que lo es o no, pero el hecho es que es maltrato porque, entre
otras cosas, está claro que hay una intencionalidad de dañar, de humillar.
Siento ser yo quien te diga que quizás estés viviendo en una relación de
maltrato psicológico, pero, si es así, es necesario que te des cuenta de que
estás atrapada en esa situación y comiences a coger las riendas para poder
salir de ella.

También es posible que simplemente estés en una relación que no va a


ningún lado y seas tú la que te aferres a ella, pero de eso hablaremos más
adelante. O que no estés en ninguna relación en estos momentos pero que tu
mochila esté llena de malas experiencias y consideres que ha llegado el
momento de dejar de idealizar el pasado, de cerrar las heridas o de
comenzar a vivir relaciones sanas. Si este es tu caso, ¡no te saltes este
capítulo! Te vendrá genial para aprender a identificar futuros Jesusitos.
Porque ¿sabes un secreto? Creo que la mayoría no sabe que lo son. Muchos
no son conscientes de que determinadas actitudes en la pareja no son
aceptables, y tú tampoco deberías aceptarlas, así que es tu responsabilidad,
a partir de ahora, identificarlos y poner tu trasero y tu corazón a buen
recaudo.

Cuando yo acepté que José me había maltratado, tuve el coraje de


enfrentarle y decirle que era un maltratador. Se quedó absolutamente
colapsado; ese tipo de relación es la que él había vivido y visto en sus
padres desde que era un bebé y, por supuesto, era el tipo de relación que él
había desarrollado durante toda su vida. No identificaba esas conductas
como actos de maltrato porque para él era la forma natural de estar en sus
relaciones. Así que decidió ir a terapia y le diagnosticaron un trastorno de
personalidad. ¿Consiguió algo? Supe sus resultados pasada una década,
pero durante años no quise saber de él ni de sus avances; ese ya no era mi
problema. Mi problema, en aquel entonces, era ser consciente del alcance
real del daño y ocuparme de él.

Ahora toca ocuparse de identificar a los Jesusitos. Primero te voy a dejar un


listado de conductas típicas. Trata de ser sincera contigo misma y tener
objetividad para poder identificar si estas conductas las ves regularmente en
tu pareja o expareja. Si las ves en alguien que estás empezando a conocer,
sigue estas instrucciones:

Suelta el libro.

Coge el móvil.

Marca su número.

Dile que crees que no congeniáis.

Despídete con un «Gracias por todo» y niégale el volver a veros.

Llama a una amiga y queda para tomar algo.

Diviértete y olvídale.

Si fuera necesario, bloquea su número.

¡Listo!

Una retirada a tiempo es una batalla ganada y, en muchos casos, una guerra
finiquitada. No es un combate contra él, no. Es una cruzada contra esa
pequeña vocecilla que te puede decir: «Bueno, mujer, tampoco seas tan
radical, el chico a lo mejor se enamora y cambia», o «Se está haciendo el
macho pero cambiará, cambiará...». No. Si desde el principio el muchacho
se muestra con algunas de estas actitudes, puedes pensar que poco a poco
irá mostrando más. Y tú le habrás permitido que lo haga porque no te
habrás enfrentado a él o, de hacerlo, le has ido dejando entrar sin ponerle
límites.

Bien, vamos al lío. Te voy a presentar algunas conductas típicas de seres


manipuladores, agresivos, sádicos e incluso psicópatas. Sé sincera contigo
misma y, si identificas alguna, haz saltar tu voz de alarma:
Se siente intimidado por tu profesión o por tu nivel de ingresos. Y lo usa
como arma arrojadiza contra ti.

Te acusa de tratar de ponerle celoso, cuando no es el caso.

Te acusa agresivamente de relaciones inexistentes. Por ejemplo, de que el


carnicero y tú tenéis una relación secreta y por eso siempre te da los
mejores solomillos.

Acusa a tus amigos de querer sexo contigo, incluso si tus amigos son
homosexuales.

Compite contigo y no de forma lúdica.

Si pierde, se enfada.

Alardea de otras mujeres, relaciones pasadas o del interés que despierta en


otras mujeres y lo hace buscando una reacción por tu parte.

Si no reaccionas como él desea, te increpa o incluso te dice que no le


demuestras tu amor.

Te critica o te dice lo que haces mal delante de otras personas.

Te menosprecia, humilla o insulta, incluso delante de otras personas.

No es amable. De hecho, parece que todo le molesta y va con una actitud


agresiva por la vida.

Jamás da las gracias, pide por favor las cosas o es cívico. Por ejemplo, subís
a un autobús y solo hay un asiento libre que, por supuesto, ocupa él sin
reparar en la anciana que subió tras vosotros.

O, por el contrario, es amable con los demás, increíblemente educado, pero


no contigo. Así, cede muy amablemente el asiento a la anciana, pero cuando
queda otro libre y aun sabiendo que tú tienes los pies doloridos, lo
conquista para él sin importarle tu bienestar.
Pasa de ser un príncipe encantador a un ogro cruel con rapidez.

Si alguien te critica, en vez de defenderte o dejarte que seas tú la que te


defiendas, forma equipo para echarte cosas en cara o reírse a tu costa.

Te hace bromas pesadas y que te molestan pese a que tú le has dicho


específicamente que no lo haga.

Te pone apodos «cariñosos» que hacen referencia a cuestiones que saben


que te molestan; por ejemplo, te llama «gordita», «desastre» o «mi
palurda».

Te grita en público.

Te echa en cara su superioridad de conocimientos, dinero, estudios,


posición social e incluso experiencia vital. Por ejemplo, te puede decir que,
como tú no tienes un máster —y él sí—, lo que has estudiado no sirve para
nada; o que, como tú nunca has comido en un restaurante tres estrellas
Michelin, no tienes ni idea de lo que es la gastronomía.

Te manda callar de forma autoritaria.

Te dice que eres tonta por sentir u opinar algo. Así, puede decirte que eres
imbécil por sentirte mal por algo que él ha dicho o que eres una boba por
creer que los gatos son las mascotas más adorables del mundo (que, entre tú
y yo, lo son).

Cuenta aspectos muy íntimos y personales de la pareja o de ti a vuestro


entorno e incluso a desconocidos. ¡Ojo! Todos tenemos un círculo cercano
de amistades a las que contamos determinadas cosas, inclusive muy
íntimas, pero no estamos hablando de eso. En este caso lo que hay es una
exposición indiscriminada de tu intimidad sin tu consentimiento o
complicidad. Por ejemplo, le puede decir al camarero que tú no comes
queso porque tienes una absurda fobia, contar en una cena una bochornosa
escena que viviste en el ginecólogo o incluso hacer referencia a prácticas
sexuales que lleváis a cabo mientras tomáis una copa con gente con la que
tú no tienes esa confianza íntima.
Trata de alejarte de tu círculo social o familiar. Por ejemplo, puede decirte
abiertamente que no salgas con tus amigas o comenzar una campaña
sibilina contra alguien de tu entorno diciéndote cosas del tipo: «Pues tu
amiga Pepi creo que esconde algo, se nota que te tiene envidia, no es buena
para ti, tú te mereces mejores amigas».

Te dice cómo vestirte.

Te compra ropa que él considera que debes vestir, alejada de tu estilo


habitual, y se enfada o chantajea emocionalmente si no te la pones.

Tienes que hacer todo a su manera: cocinar, conducir, gestionar tu carrera


laboral o cualquier cosa que se te ocurra, por pequeña que sea, como
limpiar o poner la mesa.

Se mete en asuntos en los que tú has dejado claro que no quieres que entre.
Por ejemplo, en tu relación con tu madre, con tus amigas o en un conflicto
laboral que tienes abierto.

Te hace sentir inferior solo por el hecho de ser mujer. Y tú, está claro, no
crees que las mujeres sean inferiores (si lo crees, muchacha, tienes un grave
problema).

Te obliga a tener sexo cuando tú no quieres.

Te da reprimendas como si fueras una niña y no te deja exponer tu punto de


vista.

Usa expresiones del tipo: «Porque lo digo yo y punto», «A mí no me


rechistes que te la cargas» o «Tú no tienes ni voz ni voto, así que a callar».

Te exige que hagas cosas con las que tú no te sientes cómoda. Y lo sabe.
¡Ojo! No es que te pida amablemente que le acompañes a hacer surf,
aunque tú odies el agua, sino que te exige que una buena novia hace surf
con su chico.

Trata de que cambies de ideas y hagas tuyas sus ideas radicales. Por
ejemplo, puede ser en cuestiones políticas, religiosas o sociales, pero
también en cosas menos trascendentales como los gustos musicales o
gastronómicos. ¡Ojo! No es cuestión de que él pretenda abrirse a ti y
compartir experiencias mostrándote cosas nuevas —posición que, de hecho,
considero muy beneficiosa—, sino que persigue que dejes tus ideas o gustos
para asumir los suyos.

Ha tenido la clara intención de agredirte físicamente alguna vez, aunque


finalmente no lo haya hecho. Si lo ha hecho, ya sabes lo que no me cansaré
de repetirte: déjalo inmediatamente.

Lanza objetos, agrede a las paredes o rompe cosas en sus ataques de ira.

E, incluso, después puede llegar a añadir un: «Da gracias que le he pegado a
la papelera y no a ti».

Monta en cólera por cosas insignificantes. Por ejemplo, te monta una escena
de lo más violenta porque te has dejado la luz del cuarto encendida.

Te acusa de sus males. Así, si viene de mal humor, puede responsabilizarte


de ello con frases del tipo: «Me pones de mala leche».

Ignora tus peticiones con frases del tipo: «¿Ya estás con otra tontería de las
tuyas?», «¿Me vas a comer la cabeza de nuevo con tus mierdas?», o «¡Ya
está la trascendental dando por saco!».

Es cruel con los animales o con otras personas que él considera inferiores,
por ejemplo, sus empleados, los camareros de un bar o la limpiadora.

No tiene buenas palabras para nadie. Critica a amigos, vecinos, compañeros


de trabajo o familiares constantemente. Y, además, parece que disfruta.

Solo te dice lo que haces mal, pero nunca te felicita por lo que haces bien o
tus logros.

Habla mal de todas sus ex, incluso usando frases de lo más denigrantes
hacia ellas.

Según él, todas las mujeres son lo peor del mundo. Quizá salve de la quema
a su madre, pero las mujeres, por definición, son unos seres inferiores y
malignos a sus ojos.

No confía en nadie. Y te llama tonta porque tú sí lo haces.

Te castiga con silencios que pueden durar días e incluso semanas.

Miente mucho, incluso en cosas sin importancia como si ha comido con


compañeros de trabajo o solo.

Te oculta relaciones de amistad. Por ejemplo, puede decirte que con su


amigo Mario no tiene relación porque «Mario, fíjate, qué malo es que le ha
sido infiel a su novia y no quiero gente así de desleal en mi vida», pero sí
que mantiene la amistad e incluso se ven regularmente.

Te oculta información importante que pueda afectarte a ti directamente. Por


ejemplo, ha puesto los ahorros familiares en juego para crear una nueva
empresa y a ti no te ha dicho nada. ¡Ojo! A veces la gente oculta cosas
porque considera que la otra parte no las va a entender o apoyar, pero en
este caso la razón no es que desconfíe de tu apoyo o comprensión, sino que
no le importa lo que tú pienses; él ordena y manda.

Te ha robado. Ya sea dinero u otras pertenencias, te ha cogido algo sin


decírtelo.

Te esconde dinero cuando vuestra economía es compartida. Puede ser que


haya ganado un bonus en el trabajo y no te lo haya dicho e, incluso, lo haya
hecho desaparecer de la cuenta o que esconda dinero por la casa para que tú
no lo encuentres.

Te esconde cosas que son importantes para ti como castigo. Por ejemplo,
después de una pelea puede que te esconda el portátil, la tableta, las llaves
del coche o los pendientes de tu abuela a los que tanto cariño tienes.

Nunca te da lo que quieres si no le conviene a él. Por ejemplo, le dices que


quieres irte de fin de semana y te dice que sí porque considera que a él le
vendrá bien, no porque tú necesites esos días de descanso.
Cuando tienes un problema grave, por ejemplo, de salud, él está ausente. A
veces incluso alegando que verte a ti tan débil y desvalida le hace sentir
mal.

Te hace sentir culpable si te muestras débil en un momento dado. ¡Ojo! Las


personas que son débiles siempre y se presentan como una persona a la que
salvar constantemente suelen acabar agotando a cualquiera. En este caso
hablamos de una situación en la que tú muestras tu debilidad, por ejemplo,
ante la muerte de un amigo o de una mascota, o muestras compasión por
algo, y él te echa en cara que eres débil.

Siempre te dice que haréis primero lo que él quiere y luego, si hay tiempo
—o dinero o ganas—, lo que tú quieres.

Nunca te ha regalado nada.

O, por el contrario, después de una discusión te llena de atenciones y


regalos, pero jamás te pide perdón ni dice qué hará para intentar solucionar
las cosas.

Se comporta como tu dueño. A veces tienes la sensación de que él


considera que eres de su propiedad y puede hacer contigo lo que sea, sin
tener en consideración tus sentimientos, emociones, gustos, pensamientos,
opiniones o deseos.

Solo habla de él y, cuando pretendes hablar de ti, cambia de tema.

Todo lo que le concierne es fantástico: su familia, sus amigos, su trabajo,


etcétera, pero lo de otras personas es bazofia.

Te ha espiado alguna vez. Por ejemplo, te ha cogido el móvil y espiado tus


conversaciones, leído tus correos o seguido para saber qué hacías.

Controla tu ocio. Te dice qué ver, qué hacer e incluso el tiempo que le tienes
que dedicar a cada afición que tengas.

Cuando consigues algo, te ningunea diciendo frases del tipo: «A saber qué
habrás hecho para conseguirlo» o «¡Bah! Eso lo hace cualquiera, no sé de
qué te sientes orgullosa».

Ha boicoteado algún proyecto en el que estabas metida. Por ejemplo,


quieres alquilar una oficina y te enteras de que él ha llamado al dueño para
decirle que no hace falta, que ya tienes. O en el cole de tus peques vais a
organizar una fiesta de disfraces en cuya organización estás involucrada,
pero él ha dicho al comité de fiestas de disfraces que no puedes, que tienes
otras cosas que hacer.

Te interviene el dinero. Por ejemplo, te obliga a ingresar tu salario en la


cuenta conjunta y solo te permite tener el dinero que él te asigna.

O, aunque no te quite el dinero, te pide detalles y justificación de cualquier


gasto que hayas realizado, por pequeño que sea.

Si no tienes economía propia, cuando te da dinero te recuerda que el que


gana el dinero es él. Y no hace falta que te diga «¡Ey, recuerda que el que
gana el dinero aquí soy yo!», puede ser del tipo «Ay, sin mí te morirías de
hambre» o algo tan sutil como «¿Qué harías sin mí?».

Te repite constantemente que sin él tú no eres absolutamente nada.

Cuando discutís, o simplemente cuando le apetece, te dice que quién te va a


querer a ti si no es él.

Estas son, aunque no lo creas, solo algunas de las conductas que nos
podemos encontrar en los Jesusitos. Como puedes comprender, la
intensidad de cada una de ellas puede variar, darse todas, algunas o solo
unas poquitas. Cada mujer que ha pasado por las manos de uno puede
identificar algunas —o todas— estas conductas. O quizá ninguna de ellas
porque su Jesusito tiene otras mucho más creativas. Por ejemplo, Magda,
me contaba un día:
Me siento absolutamente imbécil. ¡¿Cómo no lo vi?! Mi historia es casi la
de una princesita de cuento de hadas. Trabajaba de directiva en una empresa
de consultoría estratégica y, aunque estaba bien en mi trabajo, mi verdadera
vocación era pintar. Pero nunca creí que pudiera vivir de ello, así que lo
relegué a una simple afición de fin de semana. Cuando conocí a Juanca,
tuve la sensación de que un príncipe había desmontado de su caballo solo
por mí. Él era fascinante, atractivo, inteligente... y mi cliente. Así que,
desde el principio, el elemento de clandestinidad daba sabor a nuestra
historia. Con el paso del tiempo y la estabilidad de la relación, él comenzó a
«apoyarme» para que dejara la empresa y me dedicara a mi pasión. Un
apoyo maravilloso, diciéndome lo geniales que eran mis cuadros y lo lejos
que podría llegar si me dedicaba a ellos en cuerpo y alma. Juanca tenía
amigos por todo el mundo y un día consiguió que uno de ellos organizara
una pequeña exposición de mis cuadros en un café de Nueva York. Fue
maravilloso, ¡vendí todos mis cuadros! Así que, con el ego por las nubes, a
nuestra vuelta a España, presenté la renuncia en mi empresa sin luchar
mucho por un buen finiquito y me fui. Me trasladé a casa de Juanca, un
enorme chalet con un ático que habíamos convertido en mi estudio, y creí
tener la vida perfecta, la que siempre había soñado. ¡Qué equivocada
estaba! A los pocos meses, comenzaron los problemas. Ese príncipe
maravilloso que me apoyaba y arropaba por completo empezó a mostrar su
verdadera cara. Primero, me preguntaba con una sonrisa en la boca por qué
siempre iba desmaquillada, con ropa cómoda llena de retazos de pintura.
Luego, de forma sutil, casi como una broma, dejaba caer que él se pasaba el
día fuera de casa ganando dinero para que yo pudiera darme el capricho de
dejar de trabajar y dedicarme a la pintura. Cuando le decía que quería
buscar un lugar donde exponer, él me contestaba que no tenía prisa, que
pintara más obras. Así, llegado el momento, tendría mucho material entre el
que escoger para poder exponer. Todo era muy sutil, muy tierno. En verdad,
recuerdo pocos momentos agresivos, pero el primero fue una tarde que
llegó a casa y yo estaba riendo y tomando un café con mi amiga Miriam.
Entró por la puerta y comenzó a gritar a Miriam, cogió su bolso y lo tiró al
jardín. Yo me quedé tan bloqueada que no supe ni reaccionar. Miriam salió
por la puerta gritando que dejara a ese psicópata, pero yo me quedé de pie,
petrificada. Subió al dormitorio y al cabo de unos minutos, tiró la ropa sucia
por la barandilla de la escalera gritándome cosas del tipo: «¡Ese es el sudor
que paga tus facturas!». Yo solo supe recoger su ropa y llevarla a la
lavadora. Vino llorando, pidiéndome perdón, diciéndome que tenía
demasiado estrés, que lo sentía. Al día siguiente me compró un vestido de
marca, unos zapatos de cuatro cifras y fuimos a una cena de una de sus
empresas. Él me presentó como su mujer, que había trabajado en una
consultoría muchos años. Ni una palabra de su mujer, «la artista». Y eso
solo fue el comienzo. Años después me di cuenta de que él jamás me había
apoyado, jamás había creído en mí, jamás había pensado que yo podía
triunfar con mi pintura; solo quería una mujer que se quedara en casa, que
dependiera de él para que fuera enteramente suya. ¿Cuándo me di cuenta?
Cuando encontré todos los cuadros que había vendido en Nueva York
guardados en una caja en su despacho.

Como puedes ver, en el caso de Magda, su Jesusito se comportó como el


perfecto compañero de vida que te apoya, te cuida y te ayuda a conseguir
tus sueños. Esto significa algo muy importante: que tu Jesusito no tenga
ninguna de estas conductas —que, reconozco, algunas son muy radicales—
no significa que no tengas uno en tu vida. En este caso, Juanca parecía el
compañero de vida perfecto. Pero, en realidad, desde el primer momento él
tenía un plan sobre cómo iba a ser su vida: encerrada en su casa, sin
independencia económica —lo que le imposibilitaría su marcha si ella se
cansaba de esa situación— y sin percepción del objetivo que él en realidad
tenía. Manipuló las ilusiones de Magda para convertirla en un objeto más
que exhibir. Y lo consiguió. Seguramente, si le hubiéramos preguntado a
Magda: «¿Qué crees que él quiere que seas?», ella habría contestado sin
titubear: «Feliz». Así que, a veces, no es suficiente con ver qué hace nuestro
Jesusito, sino que debemos tener el coraje de mirarnos a nosotras mismas y
ser sinceras. Y responder a unas cuantas preguntas. Así que, sin más, vamos
a por ellas.

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3.
Como yo

«La imaginación exagera, la razón subestima, el sentido común modera».

MARLENE DIETRICH

Estoy de acuerdo con la gran Marlene Dietrich. A veces, nuestra


imaginación nos juega malas pasadas, ya sea por exceso de celo o por
defecto; es decir, porque nos inventamos maldad donde no la hay o bondad
donde tampoco la hay. La razón nos suele llevar hacia el: «No, mira, esto no
me puede estar pasando a mí, que soy una mujer fuerte, con carácter, que
sabe moverse entre tiburones», pero el sentido común —que ya sabes que
es el menos común de los sentidos— es el que nos suele dar la pista real de
dónde estamos, de si nuestra relación nos daña más de lo que nos hace
felices. Así pues, vamos a aplicar el sentido común.

Este capítulo te va a permitir reflexionar no solo sobre las consecuencias


que tiene o ha tenido algún Jesusito en tu vida, sino en cómo vives tú la
relación —o relaciones—. Para ello, te voy a presentar una serie de
preguntas. Por favor, sé sincera contigo misma.

¿Te da miedo? Y no solo hablamos de que pueda darte un guantazo en


cualquier momento (si es así, deja este libro, haz las maletas y vete ya,
ahora mismo, de esa relación). Puede ser miedo a contarle algo por sus
críticas, porque sabes que te atacará, te humillará o, peor aún, porque dejará
de hablarte.

¿Tienes miedo a decir algo que él considere una tontería y la use contra ti?
Por ejemplo, asumir que desconoces una palabra y que él use ese hecho
para decirte que eres una ignorante, una imbécil o una inculta.

¿Sientes miedo de que te agreda físicamente? Aunque nunca lo haya hecho,


es posible que su actitud violenta hacia ti te dé la sensación de que podría
acabar en agresión física.

¿Sientes que tienes que andar con pies de plomo con lo que dices o haces en
su presencia si no quieres acabar mal? Por ejemplo, es posible que creas
que no le puedes decir nada sobre tus amigas porque él va a atacarlas o a
humillarlas.

¿Tienes miedo a ser tú misma y expresar tus gustos? Puede ser que a ti no te
gusten las películas de Van Damme, pero prefieres callarte porque sabes
que llevarle la contraria significa una escenita que no olvidarás en días.

¿Le mientes deliberadamente porque crees que si le dices la verdad las


consecuencias serán graves? Puede ser en cosas pequeñas, como por
ejemplo dónde has comprado algo, o en cosas más importantes, como el
dinero que te ha costado o el plan que tienes el fin de semana y en el que él
no está incluido.

¿Tienes miedo, e incluso terror, a que se enfade si no haces exactamente lo


que dice? Por ejemplo, puedes estar deseando estrenar ese vestido ajustado
que te queda de infarto, pero sigue con la etiqueta puesta porque él te dijo
que es de busconas. O quizás el miedo no es a que se enfade, sino a que te
niegue su cariño, su afecto o incluso el sexo si no haces lo que él dice.

¿Le comunicas constantemente dónde estás, con quién estás y cuándo


llegarás por miedo a que se enfade? Y no, no es porque hayas quedado con
él y vayas a llegar tarde y le des explicaciones, sino que se las das en casi
cualquier situación porque crees que, si él no sabe dónde estás, se enfadará.
¿Te sientes constantemente en tensión porque no sabes cuándo él va a
explotar? Es una sensación difícil de explicar, como una espada de
Damocles perpetua que nunca sabes si va a caer y te va a cortar en pedazos
o hacerte un corte de pelo maravilloso. Si la has sentido, seguro que la
identificas rápidamente.

¿Llevas a cabo prácticas sexuales que no te satisfacen, no te producen


placer o incluso te producen rechazo solo por miedo a que si no las realizas,
él te abandonará? Y no tiene por qué ser una orgía, sino cualquier cosa, por
habitual que te pueda parecer, que tú no quieras hacer.

Cuando terminas de tener sexo con él, ¿te sientes humillada? Por ejemplo,
puede decirte cosas del tipo: «¿Ves como eres una puta?», «Esto que me has
hecho, se lo haces a cualquiera porque eres una guarra» o «¡Esta es mi
puta!». ¡Ojo!, si a ti te gusta el «rollito» duro y esas humillaciones son parte
de un juego consensuado entre los dos, es otra cosa muy diferente. Si te
sientes sucia, humillada o mal por cómo te trata o sus comentarios después
del sexo, es una malísima señal.

¿Te entristeces cuando piensas en él? Y no como algo puntal porque ha


tenido un problema y está triste (eso se llama «empatía»), sino porque
consideras que todo podría ser mucho mejor y no lo es. Además, llevas con
la esperanza de que cambie esa tristeza desde hace mucho tiempo, pero
nunca cambia nada.

Cuando estás con tus amigas, ¿solo hablas de él? Cuando tenemos alguien
nuevo en nuestra vida y estamos ilusionadas, es normal que gran parte de
nuestras conversaciones giren en torno a esa nueva ilusión; la novedad
manda. Pero cuando no es así y todas tus conversaciones giran en torno a la
última que te ha hecho, a tus dudas sobre la relación o sobre determinados
comportamientos, él, como problema, monopoliza tus conversaciones.

O, por el contrario, ¿has dejado de hablar de él porque te avergüenza su


comportamiento o porque sabes que lo que te van a decir no te va a gustar?
Has llegado a ese punto en el que te abochorna tanto que sabes que, si lo
cuentas, sentirás una profunda vergüenza. O que te dirán que salgas
corriendo de ahí.
Tus amigas, ¿te han dado la voz de alarma? Puede ser que te hayan dicho
que ese hombre se porta fatal y no te das cuenta, o directamente te hayan
hecho una «intervención» para darte ejemplos de lo mal que te trata.

¿Alguna de tus amigas te dice que no quiere quedar contigo si él también


va? Y no porque hayan tenido una rencilla directa, sino que argumenta que
ella no quiere ver cómo te trata.

¿Tienes miedo de presentárselo a tus amigas? Quizá porque él las critique,


porque trate de «tontear» con alguna de ellas, porque te diga que son una
mala influencia, etcétera. O porque ellas, que ya saben algunas de las
barrabasadas que te ha hecho, le vayan a mirar con lupa.

¿Alguna vez tus amigas se han enfrentado a él protegiéndote? Puede ser


algo sutil como: «Chico, no la trates así» o bien un enfrentamiento más
agresivo.

¿Te han dicho alguna vez tus amigas que necesitas ir a terapia para
«desengancharte» de él? Cuando el «aquelarre» —que así es como llamo yo
a mis amigas— cree que no puede hacer más, se pueden poner serias y
decirte directamente que necesitas ayuda profesional.

¿Has dejado de contar a tus amigas que te has reconciliado —por enésima
vez— con él? Quizá mantienes oculta la reconciliación «hasta que esté todo
bien» y nadie pueda decirte que estás loca.

Cuando quedas con alguna amiga, ¿te prohíbe hablar de tu chico? Quizás
está harta del tema, pero a lo mejor es que le das demasiada pena como para
verte así. Una vez más.

¿Has dejado de quedar con tus amigas? Ya sea porque él decide que son
mala compañía y acabas creyéndole o porque tú decides que, si le ven como
el malo de la película, las malas son ellas, o porque no quieres escuchar
cómo hablan de él, la realidad es que hace demasiado tiempo que no quedas
con ellas.

¿Te pasas el día esperando su llamada o sus mensajes? Y cuando el móvil


suena y ves que no es él, te quedas decepcionada.
¿Dejas de atender llamadas por si él te llama? Por ejemplo, te ha dicho que
te llamaría a las 11 y a las 10:45 entra una llamada de otra persona, pero
decides no cogerla por si se alarga y pierdes su llamada. Y no hablo de una
situación puntual porque debas tener una conversación importante con él,
por ejemplo, porque estás esperando que te diga que su hermana acaba de
dar a luz, sino de la sensación de que, si te llama y tú estás ocupada, él no te
cogerá la llamada después, a veces incluso como castigo por no estar
disponible para él, o bien te pedirá explicaciones.

¿Pasas el día controlando sus redes sociales? Y no solo por curiosidad, sino
para ver lo que sube, cuándo lo sube, con quién interactúa, etcétera.

¿Dejas de hacer planes esperando que él te llame para planificar algo


juntos? Y, de nuevo, no es algo puntual porque, por ejemplo, habéis
quedado en iros de fin de semana romántico, sino que nunca dices que sí a
otros planes hasta que no estás segura de que él no te va a proponer nada.

¿Aceptas sus planes, aunque no te gusten, en detrimento de otros que te


gustan más? Por ejemplo, tus amigas te proponen ir a un spa —cosa que
gozas como un niño en un parque acuático—, pero él te dice que quiere ir
al ciclo de las mejores películas de Van Damme —que ya sabemos que no te
gusta nada de nada— y aceptas, aunque la realidad es que te gustaría estar
en el spa.

¿Te da asco que te toque o te mire? Cuando te imaginas en situaciones de


intimidad, un nudo en el estómago te hace sentir paralizada o sientes sus
miradas y experimentas un rechazo.

¿Te sientes culpable? Por ejemplo, puedes creer que él se enfada siempre
porque tú haces algo o le provocas.

Si estás de buen humor y él aparece, ¿pierdes el buen humor? Te pones


seria, dejas de reír, te tensas, etcétera. En definitiva, cambias de estado de
ánimo a uno más negativo.

¿Te sientes desesperanzada? Sientes que no se puede hacer nada, que nada
va a cambiar o que, hagas lo que hagas, no podrás escapar de esa situación.
¿Sientes que tienes que dejar tus sueños de lado por la relación? Y no hablo
solo de ideas que puedas tener en un momento dado como irte tres meses a
recorrer Indonesia, sino que, si recorrer durante tres meses Indonesia ha
sido tu sueño, algo que de verdad te ilusiona y te llena, tengas que dejarlo
de lado solo porque crees que él no lo aceptaría.

¿Ninguneas tú misma tus logros para que él no se sienta inferior? En otras


palabras, te dejas de dar importancia o incluso ocultas tus éxitos para que él
no sienta envidia de ellos.

¿Hace mucho que no consigues nada de lo que deseas? Es decir, te


autoboicoteas —quizás inconscientemente— para que él no se sienta
inseguro si tú consigues lo que deseas.

¿Te sientes frenada en alguna área de tu vida? Por ejemplo, puede ser que tu
círculo social se vea drásticamente reducido, que cada vez te veas menos
con tu familia porque a él simplemente no le gusta, o que no hayas aceptado
un mejor trabajo porque supondría más horas y no crees que eso a él le
gustara.

¿Tienes ataques de ansiedad o pánico pensando en las posibles


consecuencias de algo que has hecho o pensando en la posibilidad de perder
la relación? La ansiedad y el pánico se asocian siempre a un miedo
exacerbado a que algo pueda pasar, por lo que, si los sufres, es una voz de
alarma que tienes que saber escuchar.

¿Comes de más, bebes demasiado, te pasas el día durmiendo, viendo series,


estás enganchada al tarot o compras compulsivamente? Pueden ser
indicadores muy claros de que algo no anda bien y que necesitas vías de
escape para poder dirigir tu dolor emocional.

¿Ha habido cambios en tu peso? Puede ser porque a él le gustan más


rellenitas o delgadas. Pero también porque tus nervios no te dejan comer o,
por el contrario, te hacen devorar hasta la mesa. Por cierto, no te creerías la
cantidad de mujeres que tengo en consulta que vienen por su sobrepeso y
acaban dándose cuenta de que el problema es que tienen un Jesusito a su
lado.
¿Has llegado a tener dolores físicos? Por ejemplo, dolor de espalda, de
estómago, de cabeza o de cuello. Muchas veces esos dolores se asocian a la
tensión y al estrés.

En situaciones sociales, ¿eres especialmente tímida cuando estás con él,


pero poco o nada cuando estás con otras personas sin que él esté presente?
Es decir, en situaciones sociales dejas de ser extrovertida —aunque no lo
seas demasiado en general— cuando estás con él para convertirte en alguien
callado y sumiso.

¿Empiezas a creer que las críticas sobre tu físico son verdad? Quizás antes
esos cinco kilitos de más te daban un poco igual, pero desde que él te los
señala empiezas a sentirte mal con tu cuerpo. O a dejar de aceptar partes de
ti, como tu nariz, tu pelo o tus piernas.

¿Has cambiado físicamente algo porque a él no le gustaba? O quizá porque


le guste más otra cosa. Puede ser el color del pelo, la forma de maquillarte,
la ropa, el tipo de zapatos o incluso haberte sometido a cirugía estética. Lo
importante es que no son cambios que tú querías hacer, sino que los llevas a
cabo porque crees que le gustarás más, no porque tú realmente los desees.

¿Te planteas si en realidad eres inteligente, buena persona o incluso si


mereces la pena? Empiezas a notar que la seguridad que tenías en ti misma
está desapareciendo. Y, con ella, tu autoestima.

¿Te crees sus críticas? A veces las personas que queremos nos dicen cosas
que quizá no nos gustaría oír porque consideran que tienen que intervenir,
que es lo mejor para nosotras. Pero si solo nos critican y nosotras nos lo
creemos, mal vamos. Cuando te bombardean a críticas y acabas dándolas
por verdaderas, le estás dando todo el poder de tu vida a quien te critica.

¿No sabes nunca si hoy toca «beso o torta»? Así es como llamaba yo a esa
sensación de no saber si mi día iba a ser un buen día porque él iba a estar
tranquilo o un infierno porque iba a volver a casa hecho una furia por
cualquier cosa que no tenía que ver conmigo —aunque él siempre
conseguía que cualquier cosa que le pasara tuviera que ver conmigo: «¡Es
que me has mandado un SMS justo cuando estaba discutiendo con mi jefe y
ya me has puesto nervioso!»—.
¿Te has ido encerrando cada vez más en ti misma, dejando de ser creativa,
risueña, parlanchina u otra cualidad que antes tenías y disfrutabas? Es decir,
has empezado a perder tu esencia.

¿Te sientes terriblemente insegura? Puede ser al realizar cosas nuevas o


incluso cosas que antes hacías con más o menos éxito. Sea como sea, la
seguridad que tenías en ti ya no está.

¿Alguna vez te has hecho la dormida cuando ha llegado a casa solo para
que te deje en paz? Por ejemplo, si tienes la sensación de que va a volver
guerrero y prefieres hacerte la dormida en vez de confrontar la situación.

¿Te has tenido que disculpar por su comportamiento con amigos, familiares
o gente que os ha atendido, por ejemplo, en un bar? Por ejemplo, si ha
montado una escena en un restaurante y tú has tenido que pedir disculpas
porque la vergüenza que has sentido por su comportamiento te insta a
hacerlo, y no solo una, sino varias veces.

¿Te sientes culpable de vivir esa relación? Puede ser que, en el fondo,
pienses: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?», lo que denota que te
culpas por vivir lo que él te hace sentir o vivir y crees que es tu
responsabilidad.

¿Crees que ningún otro hombre te querrá? Tienes la sensación de que,


aunque sea complicado y doloroso, es lo mejor a lo que puedes aspirar
porque ningún otro hombre sería capaz de quererte.

Cuando te miras al espejo, ¿te sientes orgullosa de lo que ves? Si es que no,
si no te reconoces y sientes un vacío dentro de ti, quizás es que te hayas
perdido dentro de la relación.

¿Dejarías tu trabajo o tu independencia económica si él te lo pidiera? Y no


me refiero a que puedas confiar en él y sus capacidades si, por un
infortunio, perdieras el trabajo, sino a que si tú dejarías un trabajo solo
porque él considera que estás mejor en otro lugar (aunque no tengas un
nuevo trabajo aún, o, aunque lo tengas, no estás del todo convencida del
cambio) o, directamente, dejar de trabajar fuera de casa para ser ama de
casa cuando este nunca ha sido tu sueño personal.
Cuando él no está, ¿sientes que te falta la vida? Ya sea puntualmente o por
periodos prolongados de tiempo, si él no está, tu vida deja de tener sentido.

¿Crees que sin ti él no será nada? Tienes la sensación de que eres la luz en
su oscuridad, que solo tú puedes salvarle de sus propios fantasmas.

¿Le excusas todo el daño que te hace diciéndote que ha tenido un mal día,
una mala relación de pareja anterior, una mala infancia, mala suerte en la
vida, etcétera? Y es que, si él no te da una excusa, no hace falta, ya la
encuentras tú en su pasado o en lo injusta que es la vida con él.

¿Crees que contigo conocerá, por fin, el amor? Como si de una heroína de
cuento se tratase, crees que si aguantas y le demuestras que el amor todo lo
puede, él acabará cambiando.

Si tuvieras una varita mágica, ¿harías un hechizo para que él fuera


diferente? ¡Ojo! No me refiero a que haga algunas cosas de otra manera,
como dejar la tapa del retrete bajada, sino a que cambie su personalidad, su
forma de tratarte, su forma de relacionarse con los demás o, incluso, su
esencia.

A veces, ¿te sientes cuidando, como una mamá, de un niño que se afeita por
primera vez con una cuchilla? Sientes que él depende de tus cuidados para
sentirse bien, ya sea en la vida o incluso consigo mismo.

¿Alguna vez has pensado que hay maldad en cómo te trata? Maldad en el
sentido estricto de la palabra, que incluye la injusticia.

Ante alguna agresión física o verbal, ¿has sentido que era justo que te
tratara así? Puedes reconocer que él «se ha pasado cuatro pueblos», pero es
que tú... lo merecías.

¿Le has perdonado cosas que van en contra de tus principios? Por ejemplo,
la fidelidad para ti es algo fundamental, pero le has perdonado, sin
demasiada lucha por tu parte, una infidelidad. Y, tal vez, más de una.

¿Te sientes pagando un alto precio para que él se quede a tu lado? Y fíjate
bien en la pregunta: para que él se quede a tu lado. Es decir, crees que si tú
no haces, dices, eres X, él se marchará.

¿Das siempre el primer paso en las reconciliaciones? Aunque consideres


que la ofensa ha corrido por su parte y, además, es seria, eres tú la que da el
primer paso para que vuelva la relación.

¿Tienes miedo a que, si tú no das tu brazo a torcer, la relación se acabe? Y


esto incluye pequeñas cosas, como por ejemplo quedarte en casa cuando él
quiere, ir a ver a su familia cuando él dispone o ser cariñosa en público.

¿Consideras que hay cosas habituales en las parejas, pero que en la tuya
están prohibidas? Por ejemplo, pequeños detalles como ir cogidos de la
mano por la calle, hablar de tus sentimientos, u otro tipo de cosas, como
hacer planes de futuro o decir abiertamente que él es tu pareja. Y, por
supuesto, eso no es lo que tú quieres.

¿Te ha dicho muchas veces que no quiere una relación, pero crees que es
mentira o una excusa por miedo? Puede ser que te lo haya dicho por activa
y por pasiva, pero tú te quedas ahí, esperando que cambie lo que ya te ha
dicho que no quiere, con la esperanza de que llegue el día que sí quiera. Y
tú serás la primera que esté ahí para recibirle en el paraíso de las relaciones
estables.

¿Te dices a ti misma: «Yo sé amar y se lo voy a demostrar»? Como si de


una oración se tratara, te dices a ti misma que no hay nada de malo en el
modo en que le amas, aunque te haga daño, porque amar es para siempre y
tú, que sabes cómo hacerlo, le enseñarás cómo amarte.

¿Sientes que has de encajar en unos parámetros establecidos? Y da igual si


son parámetros establecidos, directa o indirectamente, por él o por ti. El
caso es que sientes que has de ser diferente para que la relación funcione. Y,
¡ojo!, no estamos hablando de que seas capaz de vislumbrar tus defectos y
quieras mejorarlos, como, por ejemplo, cuando te enfadas y chillas sin
distinción, pero sabes que eso, en pareja, es una losa, así que decides
cambiar tu parte gritona por una más calmada y pausada. Hablamos de lo
que eres, lo que te gusta, te disgusta, etcétera. Hablamos de parámetros
físicos, estéticos, intelectuales, emocionales. Hablamos de tu esencia.
¿Haces cosas para que él no te ponga en un pedestal? Por ejemplo, le dices
que no eres tan guapa, ni tan lista: «¡Fíjate lo tonta que soy que se me
olvidan los reyes visigodos!». Es decir, ninguneas tus virtudes y
habilidades, quizá para que él no se sienta inferior, quizá con la esperanza
de que si no te considera una diosa, él no se sienta apabullado ni te deje
antes o después por no estar a tu altura.

¿Te ha dicho alguna vez que tú le das más valor que el que él tiene y que,
antes o después, te vas a arrepentir de estar con él? Aunque no sea con esas
palabras exactas, él ha dejado caer que tú piensas que él es mejor de lo que
él mismo se considera y que antes o después te vas a sentir defraudada. Pero
a ti eso te da igual; tú sabes que en él hay algo genial y que solo tú lo
puedes sacar de él.

¿Alguna vez te ha dicho directamente que te hará daño? Y tú, en vez de huir
o tener más cautela, te quedas esperando que él entienda que, con amor y
cariño, esa maldad se convertirá en bondad.

¿Te has dicho alguna vez que con tu fortaleza tienes para ti y para él? Le
ves débil y, si te paras a pensar, incluso a veces le ves como un niño
desvalido. Pero no te importa, tú puedes ser fuerte por él, por ti, por su
familia y por todo lo que te echen. Y no es una situación puntual en un
evento concreto, como una situación laboral desesperada o una desgracia
familiar, sino que tú le consideras, en el fondo, una persona blandengue que
necesita de tu fortaleza para ser alguien en la vida.

¿Te jactas de ser capaz de darle amor incondicionalmente? Puede ser que
sientas que nada y nadie te va a arrebatar su amor por él, ni siquiera él
mismo, por mucho que haga y por mucho que te diga. O por poco que haga.
Tú le amas incondicionalmente, y nada ni nadie te despojará de eso.

¿Te has sentido alguna vez como en esa oración católica que reza: «[...] Y
una palabra tuya bastará para sanarme»? Ya sea porque te sientes mal y
crees que él es el único ser en el mundo capaz de hacerte sentir bien, o
porque cuando una ofensa por su parte o una bronca acaba en silencio, solo
necesitas una palabra suya para volver a sentirte feliz y plena. Aunque sea
un simple «hola», una palabra suya te cambia por completo.
¿Crees que sin él tu plan de vida se desbarata? Y no me refiero a que
pienses que necesitas un hombre para tener un bebé —algo con lo que, por
otro lado, no estoy de acuerdo; hay muchas fórmulas—, sino que él, tu
Jesusito, tiene que ser necesariamente quien te dé los hijos, la convivencia y
el cariño. Solo a su lado podrás conseguir tus metas vitales.

¿Alguna vez, sobre todo al principio, has tenido la sensación de que si te


enamorabas de él ibas a sufrir? Antes de caer en sus redes, ya veías cosas
que no te gustaban o cuadraban y por ese tipo de cosas sabías que, si
seguías adelante, acabarías sufriendo. Pero a ti te dio igual, seguiste
adelante. Y sufriste.

¿Crees que sin sufrimiento el amor no es verdadero amor? Cuando alguien


te cuenta la historia de: «Chica conoce a chico, se enamoran, se van a vivir
juntos y son felices», consideras que algo falta en la ecuación: que él la deje
mil veces y la haga sufrir hasta que descubre que solo ella es el amor de su
vida; o que ella sea una niña desvalida que no sabe estar en el mundo hasta
que pasa por las manos de él y la convierte en la perfecta Pretty Woman; o
como que una bruja enamorada hasta las trancas del príncipe lo secuestre y
la princesita tenga que subir a la mazmorra a por él; o que él, siendo un
sapo, se meta en la charca más profunda a la que tú has de bajar para curar
su piel fría y pegajosa con un beso. Sea como sea, si en el amor no hay
sufrimiento, no merece la pena.

¿Piensas en él como un maestro que sabe exactamente lo que es bueno para


ti? Quizás él mismo te dice lo que te va bien o lo que no y se te presenta
como un guía que sabe cómo convertirte en una mejor versión de ti misma.
Pero, tal vez, tú seas quien busca su continuo consejo y no solo en alguna
área en la vida en la que creas que puede ayudarte por su sabiduría, sino en
varias de ellas. Le preguntas qué ponerte, cómo actuar, qué decirle a tu jefe,
etcétera. Buscas constantemente que te guíe.

¿Crees que a vosotros os une un mandato divino? Por mucho que sufras,
crees que es una lección de vida por la que has de pasar y ahí te quedarás
hasta que la desenmarañes, por ejemplo. O bien piensas que vosotros lo que
sois es un «alma gemela» que ha encontrado su otra mitad y que, claro,
tienes que aguantar. O que Dios le ha puesto en tu vida para algo y, si
aguantas, el premio será espectacular. Sea como sea, lo vuestro no es de
este planeta, va mucho, muchísimo más allá. Aunque te saque las entrañas.

¿Consultas las cartas del tarot u otros oráculos, no como una curiosidad,
sino que lo que te dicen te da o quita la esperanza? Creo que el tarot y otros
oráculos es algo más que habitual. Yo misma he consultado el tarot, a veces
como un juego y otras como intriga. Sin embargo, conozco a muchísimas
mujeres enganchadas a él para consultarle compulsivamente si él volverá y
si todo cambiará o no. Son mujeres enganchadas a un futuro incierto que
necesitan saber que irá bien y que todo volverá a su cauce. Mujeres
aterrorizadas que se gastan cantidades ingentes de dinero, tiempo e
ilusiones en confirmar forzosamente que su futuro será el cuento de hadas
con final feliz que desean. Aunque ese futuro jamás llegue, solo la idea de
que se pueda dar engancha.

¿Crees que tu vida, en general, es sosa, pero al menos le tienes a él, que le
da sabor? Aunque sea un sabor amargo, le da sabor. Lo importante no es a
qué sabe tu vida, sino que sepa a algo.

El sexo de reconciliación, ¿es tan bueno que a veces te has cazado a ti


misma pensando «aunque solo sea por esto, merece la pena»? Aunque
sepas en tu fuero interno que eso no va a ningún sitio, vuelves a caer una y
otra vez. Y es que el sexo es tan glorioso con él, sus manos son las de un
dios, su boca, la de un gourmet entre tus piernas y lo demás... ¡Ay! Y
pierdes la cabeza. El sexo con él merece la pena el esfuerzo de todo lo
demás.

¿Crees que alguna vez has generado discusiones para poder tener ese
momento de reconciliación? Consciente o inconscientemente, le has llevado
al límite porque sabías que ese momento de arreglo vendría y ¡sería la
bomba!

¿Te has jurado una y otra vez que no volverás con él, pero siempre acabas
volviendo? Ya sea por sus palabras o porque sin él, tú te sientes vacía, el
caso es que te haces el firme propósito de no volver a caer en sus brazos. Y
te traicionas.
¿Crees que él es la única o la última oportunidad de ser feliz en tu vida?
Quizá porque tienes a tus espaldas un historial de fracasos y de tiritas en el
corazón, o porque por tu edad consideras que ya nadie te va a querer, el
caso es que le miras como si fuera la única oportunidad que tienes de ser
feliz.

¿Crees que el hombre que esté a tu lado tiene que ser increíblemente
especial? Y no porque lo sea para ti, sino que tiene que ser alguien a quien
todo el mundo admire. Has soñado muchas veces con ser la mujer de un
actor, de un cantante o de un artista muy conocido. Y no solo cuando eras
una tierna adolescente cuya imaginación deambulaba entre los pósteres de
tu habitación. Ya como adulta, crees que el hombre que esté a tu lado no
puede ser un simple mortal, sino alguien que sea admirado por todos y
todas y no solo por ti. Y le das esos atributos, aunque él no los tenga.

Aunque te gustaría mucho ser madre, ¿renunciarías a ese sueño si él te lo


pidiera? Ya fuera porque directamente no quiere retoños o porque ya tiene
los suyos propios, serías capaz de dejar de lado tu sueño de ser madre —
sueño que has tenido siempre, no como una cuestión que no sabes si quieres
o no— solo por él. Incluso si él no te lo pide abiertamente.

¿Le ayudas, aunque él no te lo pida? Estás siempre dispuesta a sacarle las


castañas del fuego, incluso si él no te lo pide o te pide explícitamente que
no lo hagas. Pero tú, cegada de amor, le haces la tarea como una madre que
quiere que su hijo destaque entre los demás.

Si él faltara en tu vida, ¿serías capaz de quitarte la tuya? Y no solo tiene que


ser con un bote de pastillas, no, sino a si serías capaz de dejarte llevar,
hundirte en una depresión y dejar que la vida pasara sin formar parte de
ella. Morir en vida también es una forma de suicidio.

¡Uf! Vaya tela, ¿eh? Puede que vivas un par de estas cosas o, como yo, que
llegues a vivir muchas de ellas. Si, como yo —y como otras miles, quizá
millones de mujeres—, has vivido o vives gran parte de este listado, está
claro: te hallas en una relación de no-amor quizá se pueda encuadrar
directamente en maltrato emocional. Sí, MALTRATO. Si solo han sido unas
pocas, es posible que aún estés a tiempo de salvar tus divinas posaderas y
salir de ahí pitando antes de que llegues a vivir el maltrato, aunque por el
momento solo sea una mala relación.

Te habrás dado cuenta de que en este listado hay cosas que la otra persona
te hace sentir, como el miedo a decir algo erróneo y que eso derive en una
bronca monumental, pero también hay cosas que vienen contigo de serie.
Por ejemplo, la necesidad de una guía puede ser algo tuyo, algo que tú
necesitas, y no algo que la otra persona te hace sentir. O el hecho de sacarle
las castañas del fuego siempre, aunque la otra persona te haya pedido que
no lo hagas, es algo que nace de ti. Es tu necesidad. Y sí, como ya debes
haber imaginado, este libro trata sobre ti y lo que tú haces y por qué te
permites vivir esas relaciones que te generan más dolor o malestar que
bienestar. O que te procuran un bienestar doloroso. Relaciones que son
como cuando te depilas y sientes ese dolor inmenso, pero lo sufres porque
piensas que, al acabar, estarás más bella, suave y atractiva. Sin embargo, en
estas relaciones, el dolor, el tirón, no es algo temporal, es constante. Nunca
puedes respirar aliviada.

Una relación tiene que hacerte sentir bien, completa, orgullosa de lo que
vives y de cómo lo vives. Olvídate de esos roles de mujeres sacrificadas;
quizás en la época de nuestras bisabuelas era así, pero no hoy en día,
cuando cualquier mujer puede y tiene derecho a escoger su vida. ¡Ojo!, que
en todas las relaciones hay momentos duros —mi amiga Mar siempre dice
que lo más duro de las relaciones no son las relaciones, sino los «satélites»
que pululan a su alrededor, como los hijos, el trabajo o el estrés—, pero si el
problema es la relación, y siempre la relación, chica, estás jodida. Así de
claro.

Quiero que te quede clara una cosa: es posible que hayas dado con un
Jesusito, sí, pero también que dentro de ti exista la necesidad de ese Jesusito
y que tú le hayas convertido en ello. Incluso que alguna de tus relaciones
haya terminado justamente porque querías convertir en Jesusito a un
hombre que ni lo es ni lo quiere ser. Lee con atención lo que me comentaba
mi amigo J:
Yo la veía por televisión y alucinaba con esa chica: risueña, preciosa, lista,
inteligente y con sentido del humor. Toda una mujer de esas que te hacen
quitarte el sombrero. La conocí en la boda de un amigo común y estuve
toda la fiesta hablando con ella. ¡Era mucho más alucinante que la mujer
que salía en la caja boba! Así que le pedí que nos viéramos otro día y ella
aceptó. Las primeras semanas fueron maravillosas. Quizás ella estaba
acostumbrada a hombres que se sentían pequeños a su lado, pero comenzó a
hacer algo que, si bien al principio me lo tomé como parte del «cortejo», al
poco tiempo empezó a molestarme: todo lo que yo decía o hacía,
absolutamente todo, estaba bien. Ella no dejaba de decirme lo maravilloso
que era y lo bien que se sentía conmigo, lo cual para mi ego era
maravilloso. Pero luego entendí que ella me veía de una forma que yo no
era: un salvador de su vida entre los focos y los platós. Me sentía en un
pedestal que ni quería ni sabía cómo gestionar. Ella, poco a poco, fue
convirtiéndome en el centro de su vida; si yo no la llamaba un día porque
estaba con mi hijo y llegaba a casa cansado, al despertar tenía varios
mensajes, algunos de ellos llorando. Si después de un concierto no la
llamaba, entonces me montaba un numerito de celos diciéndome que seguro
que estaba teniendo una «fiesta privada» con alguna fan. Y me di cuenta de
que esa mujer independiente, segura e inteligente era la fachada de una niña
solitaria y miedosa que buscaba a alguien para que la hiciera sentir bien
consigo misma. Y yo no quiero ser el dios de nadie, ni siquiera de mi hijo.
Da mucho trabajo y no lleva a nada.

J es un hombre que tiene muy claro lo que quiere y lo que no y, por


supuesto, que solo es un hombre de carne y hueso, con sus defectos y
virtudes. En realidad, J es una grandísima zorra que no se deja arrastrar
fuera de su propia vida con trampas bajo el nombre del amor.

Así que sí, querida lectora, el tema se complica porque ya no es que


Jesusito sea el culpable de todos tus males, sino que la responsable de que
esté en tu vida eres tú. Y como tú eres la responsable, también está en tu
mano que deje de estarlo. O, cuanto menos, que deje de ser un Niño Dios. Y
esto quiero dejártelo muy claro; no se trata de culpabilizarte, sino de darte
cuenta de que, aunque no lo creas, tienes el poder de cortar con esta
situación. Quizá la desesperación a veces te hace pensar que jamás podrás
salir de ese agujero tétrico que es tu relación; tal vez ese bastardo ha sido lo
suficientemente listo como para manipularte y hacerte creer que tú eres lo
peor del mundo, que dependes de él y que no puedes hacer nada por ti
misma, pero cuando entiendas que tu responsabilidad es salvarte tus
posaderas —y puedes hacerlo porque el supuesto poder que tiene tu Jesusito
se lo das tú—, podrás marcharte de ahí. Y te lo dice una mujer maltratada
emocionalmente a la que le costó casi cinco años huir.

Lista de Spotify
4.
Por eso te quiero tanto

«Creo que la razón principal por la que mis matrimonios fallaron es porque siempre amé demasiado bien, pero
nunca sabiamente».

AVA GARDNER

En una de mis conferencias, una mujer me hizo una pregunta sencilla, pero muy compleja: ¿qué es el amor? ¡Ojalá
pudiera definirlo con cuatro o cinco palabras! Aunque creo que, si lo lograra, sería una falta de respeto total por las
toneladas de tinta que se han usado para poder definirlo y hablar sobre él. Además, creo que el amor es algo que
cambia a lo largo de la historia: desde los matrimonios concertados hasta las gestas guerreras de los caballeros,
cuyo amor por su doncella les alejaba de ellas en busca de aventuras, pasando por las sabinas, que se enamoraban
de su secuestrador porque, si no, vivir con quien te secuestra y te viola sistemáticamente es un infierno, o un
concepto más libre y sexualizado en la década de los sesenta y setenta. En la historia, el ser humano ha sido capaz
de vivir las más diversas situaciones por amor, ha sido capaz de inventarse las más locas tipologías de relaciones y,
por supuesto, de haber echado la culpa al amor de auténticas barrabasadas como guerras, asesinatos, venganzas y
destrucción.

Pero no, para mí el amor no es nada de eso.

Yo, personalmente, tengo clara una cosa: el amor es algo maravilloso, por eso todo el mundo quiere vivirlo. Pero
cuando para conseguirlo te dejas la piel, la vida, las ilusiones o la esencia en el camino, no es amor. Es como el
adicto a la droga que para conseguirla tiene que robar, andar por un camino de veinte kilometros nevado y descalzo
—porque para conseguir algo de dinero para comprar su droga ha tenido que vender hasta sus zapatos—, pelearse
con otros adictos, arriesgarse a que le den un navajazo por conseguir una dosis, darle todo, absolutamente todo lo
que posee, a su camello, para luego obtener solo un par de horas de tranquilidad. ¿Crees que AMA la droga o que
simplemente la necesita para vivir? Y es que el amor, a veces, es justamente eso: la etiqueta que les ponemos a
nuestras necesidades.

Existen muchos tipos de necesidades. Yo te voy a presentar algunas, pero seguro que tú puedes pensar otras
diferentes.

Necesidad de pertenencia

El ser humano necesita sentir que pertenece a algo. Cuando somos pequeños, pertenecemos a nuestra familia y el
hecho de sentirnos parte de algo más grande nos hace sentir bien, arropados. Con el paso del tiempo, deseamos
pertenecer a un grupo fuera de la familia: nuestro equipo de fútbol, una tribu urbana, una empresa. Diferentes
teorías psicológicas argumentan desde que es una forma de dar y recibir afecto hasta algo evolutivo que se remonta
a los orígenes del hombre, cuando pertenecer a un grupo garantizaba la supervivencia.

La necesidad de pertenencia puede llegar a ser tal que el ser humano es capaz de hacer grandes despropósitos por
conseguirla, como los pandilleros que precisan de una muesca en su pistola, al más puro estilo de las películas del
Oeste, para poder entrar al grupo que desean. Así pues, cuando nos sentimos rechazados por el grupo,
reaccionamos mal. Incluso los que tradicionalmente se han sentido solos tienen, hoy en día, la posibilidad de
pertenecer al grupo de los «raritos» en las redes sociales.

¿Qué tiene que ver la necesidad de pertenencia a un grupo con la pareja? Pues algo bien sencillo: nuestra sociedad
está, disimuladamente, dividida en los que tienen una vida familiar, de pareja, y los solteros (lo que ahora se llama
single). Unos envidian a los otros. Otros quieren ser los unos. Unos juzgan a los otros y los otros sentencian contra
los unos. Los emparejados lo están porque así lo han decidido, pero las solteras... lo somos porque nadie nos
aguanta, porque tenemos algún defecto o porque no somos dignas de haber sido escogidas. Ante esa perspectiva,
¿a qué grupo queremos pertenecer? Al de emparejadas, está claro. Menos mal que la sociedad poco a poco va
cambiando, pero... Queda mucho por hacer con respecto a los prejuicios contra la soltería, y mucho más contra la
soltería femenina. Así que el amor, en algunas ocasiones, sirve para cumplir con nuestro deseo de estar en el
equipo de parejas en vez en el grupo de la «triste» soltería. Andrea me contaba un día:

Yo siempre he sido una mujer que se consideraba independiente, moderna y libre. De hecho, soy la única de mis
amigas que sigue soltera. Y sola. Al principio no me daba cuenta, pero estar con mis amigas y sus parejas en el
fondo me hacía sentir mal. Era, de alguna manera, como si existieran dos grupos: las emparejadas y yo. Aunque
seguíamos haciendo cosas juntas, al final siempre venían con sus parejas porque era muy difícil coordinar agendas.
La complicidad entre las parejas, pero también entre ellas, se hacía cada vez más patente, incluyendo alguna frase
del tipo: «Claro, tú, como estás soltera y libre, no lo entiendes», lo que me hacía sentir cada vez más alejada de
ellas. Suma que mi familia y mis compañeros de trabajo estaban siempre con la cantinela de «a ver cuándo te echas
novio, guapa». Creo que, aunque pensara lo contrario, me hizo sentir que quería estar en su grupo, no ser diferente
de ellas. Así, cuando conocí a Joaquín, estoy segura de que hubo una gran parte de mí que se alegró pensando que
ya no me podrían echar en cara mi soltería. Ahora que lo pienso, dos semanas después de conocerle le invité a una
barbacoa en casa del novio de mi amiga Laura, aunque no estaba del todo convencida de que Joaquín fuera el tipo
de hombre que quería en mi vida. La fastidié: Joaquín fue la excusa para no sentirme fuera del grupo, pero me
costó bien caro.

Como ves, en el caso de Andrea, ella tenía dudas sobre si Joaquín realmente encajaba con ella, pero tenerlo en su
vida le permitía pertenecer al grupo de «las emparejadas», sentirse parte de su grupo social. En, definitiva, no ser
la «rarita tarada» que debe tener algo mal para que nadie quiera estar con ella. Y sí, hay un machismo brutal en
esto: la mujer debe ser lo suficiente como para que un hombre decida estar a su lado, lo que se traduce en que eres
válida si hay un hombre que te quiere en su vida. Y si no es así, estás en el grupo de las apestadas, las solteras.
Todo esto tiene mucho que ver con la siguiente necesidad, así que vamos a hablar de ella.

Necesidad de logro

Se denomina como tal la necesidad de tener respeto, sobresalir y obtener reconocimiento. Es la necesidad de hacer
las cosas bien. Pero ¡claro!, hacer «las cosas bien» depende de qué estándar tenemos. Así, para un chino, un buen
pan tiene que estar cocido o frito, mientras que, para un francés, el pan debe ser al horno. Estos estándares son
establecidos por nuestros padres, nuestros maestros, jefes, amigos, la sociedad e incluso nuestro modelo cultural. Y
con el paso del tiempo, los hacemos nuestros. Así que, si hemos mamado la idea de que una mujer sin pareja algo
mal está haciendo, ¿qué crees que será lo que hay que hacer para hacer las cosas bien? ¡Exacto! Tener pareja.
Entonces, tener pareja se convierte en sinónimo de éxito, de que estás haciendo bien las cosas.

Pero, además, lo podemos relacionar directamente con esos Jesusitos que «necesitan» de nosotras para sacar su
potencial a la luz y que, si conseguimos que ellos sean «un ser humano normal y feliz», tendremos el
reconocimiento no solo de él, sino de nuestro entorno. Y el más importante: el nuestro. A esta necesidad
responderían las ideas del tipo: «Conmigo a su lado va a cambiar y ser la persona que realmente es», «Yo
conseguiré que aprenda lo que es el amor» o «Yo soy la luz que alumbra su camino».
Sí, querida, cuando creemos que tenemos que sacar adelante su ineptitud vital o directamente una relación que nos
duele, aunque nos dejemos las uñas, la piel, la sangre y el alma en ello, quizá no es que realmente le amemos, sino
que necesitamos lograr que cambie él o la situación, pero con el componente de que ese será nuestro logro.
Necesitamos ser nosotras el motor del cambio porque de esa manera obtendremos el éxito. ¡Y qué pedazo de éxito!
Hacernos con ese «salvaje» con el que nadie más pudo. Así que les acabamos convirtiendo en nuestra «causa»
particular; nos disfrazamos de ONG cuando, en realidad, lo que escondemos es una exigencia a nosotras mismas
de tener éxito. Y que alguien nos felicite por ello. Arianna me contaba en una de nuestras sesiones:

Eva, lo sé. Sé que es absolutamente tóxico y que mi vida está girando constantemente alrededor de él, de si
aparece, desaparece, decide quererme o dejarme. Pero yo veo que él va cambiando, muy poco a poco, pero va
cambiando. El otro día me pidió perdón porque no vino a cenar. Te parecerá una tontería, pero yo estoy contenta;
hace unos meses, me habría montado una bronca, habría desaparecido durante varios días y yo me habría sentido
fatal. Ahora ha cambiado, sí; no vino a cenar, pero me llamó para pedirme disculpas por ello y me dijo que vendría
al día siguiente y me explicaría lo que había pasado. Y así fue. Tuvo un detalle precioso; me dijo que, gracias a mí,
había aprendido a pedir perdón y a darse cuenta de que no puede dejar a la gente tirada de esa manera. Ya sé que es
poco, pero he de reconocer que me sentí como una profesora que está enseñando a leer a un alumno disléxico. Me
sentí triunfadora.

Arianna estaba siendo víctima de su necesidad de éxito, pero además estaba recibiendo la retroalimentación
positiva por parte de su pareja, así que al final el beneficio que obtenía de la relación era exactamente el que ella
necesitaba: sentirse triunfadora.

Necesidad de ganar

Aunque pueda parecer igual a la necesidad de logro, en la necesidad de ganar se incluye un componente de
competitividad, de reto. E incluso de dominación y poder.

Mientras que en el logro la necesidad se centra en el hecho de hacer las cosas bien, en la necesidad de ganar se
genera un juego en el que alguien gana y otro, por necesidad, pierde. Se plantea un reto, a veces incluso en contra
de la voluntad del otro, en el que el núcleo es competir por conseguir algo. Por ejemplo, cuando te dices
secretamente que «él va a aprender a quererme, aunque se resista» o «dice que no quiere una relación, ¡ja!, Pero yo
le voy a atrapar». Tienes un objetivo y competirás contra todo aquel que te diga que no es lícito ni es el mismo que
él quiere, tratando de demostrarle que en el fondo sí es lo que quiere. A lo mejor, lo haces desde la sumisión más
absoluta para demostrarle lo maravillosa que sería su vida si decidiera compartirla contigo, los pocos problemas
que tendría o la facilidad con la que podría vivir si decidiera dejar su rebeldía y darte lo que quieres. Quizá lo que
deseas es simple: no es más que una pareja o un nuevo él, más atento, más amable, más dedicado, más
comprometido. Desde la entrega podemos tratar de dominar la situación. En algunos casos, esta dedicación puede
derivar en dependencia absoluta de la parte que podemos considerar dominante hacia la parte sumisa, y ahí es
cuando damos el jaque mate a la partida: sin esa parte sumisa, el otro ya no es nada, no sabe sacarse las castañas
del fuego.

Mercedes, una amiga de mi madre, se quejaba un día:

¡Es que es un patán! No sabe hacerse ni un huevo. Vamos, que no puedo irme a comer ni un día con mis amigas
porque el caballero quiere su comidita calentita a las 14:30 todos los días. ¡Ni poner el microondas! Claro que la
culpa es mía porque yo nunca le he dejado hacer nada y, cuando se acomodó a no hacer nada, ya no había quien le
enseñara a hacerlo. En nuestro caso, se nos enseñó que la mujer tenía que ser sumisa y hacerle la vida fácil al
marido. Y la que no lo era, era una casquivana o una fresca. Pero ahora, a mis setenta y cinco años, me doy cuenta
que de sumisa, nada, que aquí el que depende y no sabe ser independiente es él, así que si yo me marcho o decido
no hacer nada, él se sentiría perdido. ¡Vaya regalito! Primero, a bajar la cabeza, y luego, a mover los brazos. Así te
tienen toda la vida currando.

Para algunas personas, esa dependencia es una lacra. Pero para otras, en el fondo el pensamiento es muy distinto:
«¡Qué bien! Me necesita en su vida, aunque él dijera que no. ¿Ves? He ganado porque, en el fondo, yo domino la
situación».

Otro efecto de la necesidad de ganar es cuando competimos contra otras mujeres de su vida, ya sean exnovias,
exmujeres, amantes, compañeras de trabajo o incluso su madre. Aquí el reto no es ganar a sus reticencias, sino a
los fantasmas que le hicieron tanto mal, le trataron tan mal o fueron tan pérfidas con él. O de las que siguen
enamorados como idiotas. Les queremos demostrar que nosotras no somos esas brujas malvadas que, con sus
hechizos, convirtieron su corazón en piedra. «Ganaré contra ella, que te hizo desconfiar del género femenino» sería
un ejemplo de pensamiento que nos puede dar la pista de que estamos actuando desde la necesidad de ganar a otra
mujer. O que ya pueden ir olvidando el amor por esas mujeres, porque por fin tienen en su vida una que las supera
y, por tanto, firme candidata a que se enamoren de ella, por ejemplo, cuando pensamos: «Haré que olvides cuánto
la amaste».

Cuando nos comparan —o nos comparamos— con ellas, consciente o inconscientemente, y queremos superarlas,
estamos siendo víctimas de la necesidad de ganar a otras mujeres. Recuerdo a un hombre en una cita (del que, he
de confesar, ni siquiera recuerdo su nombre) que me quiso complicar la vida desde el minuto uno:

—Veo que llevas zapato plano —me dijo con aire de superioridad.

—Sí. Llegada a este punto de mi vida, prefiero la comodidad a la coquetería.

—Mi ex llevaba siempre tacón de aguja. A mí me gustan las mujeres que siempre llevan zapatos de tacón.

—Ajá. Y lo de los juanetes, ¿cómo lo lleva?

—No lo sé, hace mucho tiempo que no sé de ella. Es una cabrona que me hizo la vida imposible.

—Bueno, encantada de conocerte, ¿eh? Ya pago yo el café —dije dejando un billete encima de la mesa.

Y me fui. Rompió dos reglas de oro para mí en una primera cita: me impuso, veladamente, cómo debía ser —o, en
este caso, vestir— para gustarle comparándome con otra mujer y habló mal de otra mujer. ¿Por qué son, para mí,
reglas de oro? Cuando te comparan y te dicen cómo debes ser, están esperando que luches para cumplir sus
expectativas. Te dicen que no encajas en lo que ellos buscan, pero si te esfuerzas puede que llegues a hacerlo. No,
gracias, me gusta la gente a la que gusto tal y como soy y, sobre todo, que no me piden esfuerzos para convertirme
en algo que no soy.

En el caso de que hable mal de otra mujer desde el principio, me da la sensación de que, o bien no lo ha superado,
o bien esa mujer es un gran problema para él —y, por ende, lo será para mí—, o bien que está resentido con el
género femenino por haber sido tan malas. Y ninguna de las tres opciones encaja en mi vida.

También se puede dar el caso de que quieras ganar sus reticencias personales, a su ex y a la mosca que se posa en
su hombro cuando ella lo desea. Como ejemplo, valga la historia de Elena:

Desde el primer momento, Juan me dijo que no quería tener una pareja, que lo había pasado fatal en su vida
amorosa y que no estaba dispuesto a volver a pasarlo mal, así que había decidido que no quería comenzar una
relación con vistas a una pareja estable. Pero yo no me lo creí, porque ¿qué hombre que no quiere ser tu pareja te
acompaña una noche de hospital? Y, como ese, muchos otros detalles. No era el típico con el que quedas, tiene
sexo y se va, sino que se quedaba durmiendo conmigo, abrazado, o me traía flores porque sí, porque le habían
gustado. Y, tras mi paso por el hospital, se me debió freír alguna neurona, porque desde esa noche empecé a
obsesionarme con que él debía ser mi pareja, que en el fondo es lo que él quería, pero que no se había dado cuenta
aún; que yo le podría enseñar que el amor es bonito y que, conmigo, todo iba a ser muy fácil. Empecé por preparar
enormes desayunos (luego él me echaría en cara que se había terminado el sexo al despertar), organizar fines de
semana románticos sin avisarle (además del dinero gastado, llegó un punto en el que él empezó a sentirse agobiado
por tantos fines de semana fuera e incluso discutíamos por ello), a callarme ante cualquier cosa que me enfadara
(así que él nunca aprendió qué cosas realmente me enfadaban, todo valía) y un sinfín de estupideces que ahora sé
que me hicieron perderme a mí misma. Creo que cuando, pasados unos meses, él me confesó que la gran afrenta
que había hecho su exmujer fue serle infiel con su mejor amigo, se me acabó de freír el cerebro. Mis mejores
amigos son hombres y, aunque él jamás me dijo nada con respecto a ellos, yo misma empecé a sentirme insegura
cuando quedaba con ellos, como si le estuviera traicionando, así que dejé de quedar con mis amigos con la
esperanza de que, si él se sentía seguro porque no había más hombres en mi vida, acabaría por darme la
oportunidad que llevaba meses esperando: la de ser su pareja. Una noche, que pasamos en su casa, me perdí por
completo. Se levantó a hacer algo de comer a medianoche —siempre teníamos la costumbre de comer en la cama
después del sexo— y yo abrí el cajón de su mesita de noche. Me encontré una foto de él con la que supuse que
sería su exmujer, una preciosa pelirroja. Ella llevaba el pelo corto y él se lo acariciaba mientras la miraba con unos
ojos llenos de amor y cariño. Jamás me había mirado así. Envidié profundamente esa mirada. Y pensé que me
quedaría bien un cambio de look. Dos semanas después y con noventa euros menos en el bolsillo, tenía el pelo
color rojizo y un corte bob muy semejante al que llevaba la mujer de la foto. Cuando Pablo me vio, se quedó
blanco. Al día siguiente me llamó por teléfono y me dijo que teníamos que dejar de vernos, que yo seguía
queriendo una relación y él no. Y que, además, le recordaba demasiado a su ex. Así que me quedé compuesta, sin
novio y pareciendo una cerilla. Y, lo peor de todo, me miraba al espejo y no sabía quién era.

Elena es un gran ejemplo de una mujer que convierte a un hombre en Jesusito, compite contra el mundo interno de
su objetivo, pero también contra los fantasmas del pasado. Y que, además, en el camino deja de ser ella, una
exuberante morenaza, para acabar convertida en una cerilla. Y sin lugar a dudas, se quemó.

Necesidad de tener razón

La necesidad de tener razón tiene que ver, de forma directa, con nuestras creencias. Las creencias son esquemas
que tenemos del mundo, de la vida, de lo que sí, lo que no, etcétera. Yo siempre las asemejo a pequeños GPS que
nos dicen por dónde tenemos que ir, lo que está bien, lo que está mal, lo que podemos hacer, lo que tenemos que
hacer, etcétera. Pero, además, las creencias existen en todas las áreas de nuestra vida. Así, si tú estás leyendo este
libro es porque crees que puedes encontrar cosas positivas para ti en él, o quizá no, pero tienes la creencia de que a
todo libro hay que darle una oportunidad. Bien, sea como sea, lees este libro porque tienes unas creencias que te
llevan a ello. Así, por ejemplo, cruzamos el semáforo en verde porque creemos que es lo adecuado para no sufrir
riesgo de atropello; nos levantamos por las mañanas para ir a trabajar porque creemos que es nuestra obligación;
comemos ensalada porque creemos que es lo mejor para nosotras en ese momento; quedamos con nuestras amigas
porque creemos que nos divertiremos; hacemos determinadas cosas porque creemos que sabemos hacerlas; y,
como estos ejemplos, en cualquier cosa que puedas imaginar, cualquier conducta, acción o comportamiento, hay
una creencia detrás. Y, cómo no, tenemos creencias que tienen que ver con las parejas y con nuestro desempeño en
ellas.

Las creencias presentan dos problemas básicos. El primero es que no somos conscientes, en líneas generales, de
ellas. De hecho, una de sus características es que son automáticas, inconscientes, porque nos volveríamos locas si
para cada cosa que nos aconteciera tuviéramos que estar pensando si está bien, mal, podemos o no hacerlo, se
adecúa a nuestros principios, a nuestra forma de vida, etcétera. ¿Te imaginas si te tuvieras que parar a cada
segundo y hacer una revisión de qué está pasando y qué piensas sobre ello? Se te iría el día pensando en por qué te
levantas, por qué desayunas café, por qué te lavas los dientes, etcétera. Así que es necesario que las creencias sean
automáticas e inconscientes.
El segundo problema es que las creencias nos imponen nuestra verdad en el mundo. Es decir, para cada persona, su
creencia es verdad. Y la defensa de la creencia es lo que se denomina «llevar la razón». Por eso, la gente discute,
porque defiende su verdad —su creencia— y considera que la creencia de la otra parte es equivocada. Una fórmula
para evitar esto es considerar (tener la creencia) de que otras perspectivas (creencias) pueden ser tan lícitas o
verdad como la nuestra. Pero no todo el mundo tiene esa creencia, así que cuando luchamos por defender nuestras
creencias, en realidad estamos tratando de llevar razón. Y es absolutamente normal, porque sin creencias nos
sentiríamos perdidos en la vida; destruir creencias nos puede hacer sentir que nuestra vida ha estado basada en
mentiras, la verdad que conocemos hasta el momento se desvanece y necesitamos generar una nueva verdad para
poder vivir con un mínimo de seguridad. Porque, muchas veces, nos identificamos con nuestras creencias y sin
ellas, ¿qué seríamos?

Ahora imagina por un momento que tu entorno te dice que esa relación te está haciendo daño, que tires la toalla,
que ese hombre es un cabrón que te va a fastidiar la vida, que esa relación no tiene futuro. Pero tú tienes la
creencia de que «quien bien te quiere, te hará llorar», que «con perseverancia en la vida, todo se logra», que «toda
persona puede cambiar si se le da la oportunidad de hacerlo» y que «el futuro se construye con esfuerzo». O crees
que «la familia siempre quiere fastidiar todo lo que quieres conseguir, pero no les voy a dejar». ¿Qué crees que va
a pasar? ¡Eso es, chica lista! Que tienes la necesidad de tener razón. Y lo vas a demostrar. Así que te quedas
enganchada en una relación de no-amor quizá solo por lo que tú crees, por ejemplo, algo tan sencillo como que el
amor, el amor que vale la pena, es sufrimiento.

Pero no solo tiene que ver con tu entorno, que te dice que a dónde vas con ese mueble de hombre por la vida, sino
que, como las creencias necesariamente tienen que ser verdad, siempre buscaremos cosas que las apoyen para que
ratifiquen su validez. ¿Nunca te ha sucedido que pensabas que no podías aprobar un examen (creencia) y,
finalmente, no aprobarlo? Quizá durante su ejecución te pusiste muy nerviosa, no te concentrabas mientras
estudiabas o, directamente, tiraste la toalla. Creías que no podías, hiciste cosas para no poder y, ¡tachán!, sorpresa:
suspendiste. O, por el contrario, tienes la creencia de que puedes salir a correr, así que empiezas por salir tres días
a la semana, pero quince minutos (un reto que fácilmente puedes conseguir) y, ¡sorpresa!, acabas corriendo. Es
decir, necesitas llevar razón porque, si no fuera así, tu creencia no sería válida y tendrías que buscarte otra.

Por tanto, no es solo la necesidad de tener razón con respecto a lo que los demás te dicen, sino con respecto a lo
que tú misma crees. Y creo (creencia, ejem) que en esto tenemos parte de culpa los que nos dedicamos al mundo
del desarrollo personal. En los últimos tiempos, un tufo de «buenrollismo» patológico por parte de muchos
coaches de fin de semana y de vendehúmos de internet, que lo que en realidad quieren es que les compres su curso
o su libro, ha llevado a una horda de supuestos profesionales a decir a los cuatro vientos que cualquiera puede
conseguir lo que desea; que mientras sonrías, todo va a ir de lujo; que si te das de tortas contra un muro, debes
cambiar la táctica pero no la meta, e incluso que la culpa de que alguien sea así es tuya porque tú necesitas
mamarrachos que te hagan sufrir para aprender, dado que el único camino para crecer como persona es el
sufrimiento. ¿Perdona? ¿Hola? ¿Estamos tontos o qué? Si no creemos que todo lo que deseamos lo podemos
conseguir (yo puedo desear tener los ojos verdes, pero como mucho podré optar a tener unas lentillas verdes), si
creemos que la sonrisa debe ser auténtica y no una imposición, que las metas a veces son erróneas y no tenemos
por qué perseverar en ellas o que se puede aprender también desde la diversión (como muestra, los niños, que
aprenden jugando), ¿qué pasa? ¿Ya no podemos ser personas felices? No, gracias. Estas creencias, sinceramente,
creo que son más limitantes que liberadoras.

El caso es que, vengan de donde vengan, tenemos creencias. Y esa necesidad de que sean verdad, de llevar razón,
nos pueden estar manteniendo al lado de un Jesusito. ¿Recuerdas cuando te hablaba de Nuno? Yo tenía la creencia
de que, por amor, se pueden aguantar penurias. Esa es la razón por la cual las cucarachas me podían parecer
muestras de amor, aunque me dieran bastante asco. Te dejo algunas creencias que pueden estar pululando por ahí y
causando que estés aguantando como una campeona. Puedes marcar las que te resuenen:

El amor todo lo puede.

Quien bien te quiere te hará llorar.

Quien la sigue la consigue.


Mientras hay amor, hay esperanza.

Si te quiere, aguanta.

Dar sin esperar a cambio es lo que te hace buena persona.

El amor no tiene final porque el amor verdadero jamás termina.

El verdadero amor es sacrificio.

El amor no tiene límites.

Las cosas buenas de la vida cuestan.

El amor no depende de cómo es la persona, sino de cómo tú eres cuando estás con ella.

Los demás no saben que, en realidad, él sí me quiere.

El sufrimiento embellece el alma.

El verdadero amor se demuestra quedándote. Aunque te duela.

Amar es anteponer siempre al otro.

Sufrir te hace ser mejor persona.

Quien no sufre no vive.

Solo los valientes resisten.

El mundo es de los que luchan.

Tú puedes aguantar todo lo que te echen.

No obstante, estas no son las únicas creencias, ¡claro que no! Estoy absolutamente segura de que, si piensas
un poquito, puedes encontrar muchas más. Para ello, pregúntate: ¿qué creo que es el amor? ¿Qué opino de
las parejas? ¿Qué creo que debe hacer una buena novia? ¿Qué significa amar? Te adelanto que volveremos
sobre las creencias más adelante. Mientras tanto, ve pensando en las que tú tienes; las vas a necesitar.

Necesidad de seguridad

La necesidad de seguridad se refiere a la necesidad que tiene el ser humano de sentirse protegido, defendido,
estable, firme. De tener algo a lo que acogernos y que se mantenga en nuestra vida. De, en definitiva, sentirse
protegido del miedo.

Estos miedos pueden ser de muchos tipos diferentes, pero podemos pensar en cuatro miedos básicos:

Miedo al abandono

Miedo a lo desconocido
Miedo al caos

Miedo a la inestabilidad económica

Vamos a hablar de cada uno de ellos. Eso sí, antes de nada, quiero dejarte claro que profundizar en los porqués de
estos miedos no creo que sea objetivo de un libro como este. Los libros te pueden dar pistas de por dónde van los
tiros, pero si consideras que necesitas llegar a la raíz del problema y bucear en tus profundidades, no dudes en
acudir a un profesional.

Miedo al abandono

Está claro: se trata del miedo a quedarte sola. Pero no solo a quedarte sola, sino a la soledad entendida como
producto del rechazo de los demás. Es decir, si me abandonan es porque me rechazan. El caso es que el
miedo al abandono puede tener dos vías claras: o bien la incapacidad de crear relaciones por miedo a que
estas se acaben, o bien un deseo de complacencia exagerado hacia nuestra pareja para que no nos abandone.
Para saber si estás afectada de este miedo, te puedes plantear: ¿qué sería lo peor que me podría pasar si me
quedara sola? Por ejemplo:

Moriría sola.

No encontraría a nadie.

Me sentiría rechazada; después de todo lo que hago por él, ¿cómo no me va a querer?

Me sentiría completamente vacía.

Mi vida dejaría de tener sentido.

Luego pregúntate: ¿qué, de todas estas cosas, me produce miedo? Si te das cuenta, todos estos ejemplos
apuntan a la soledad. Lee lo que me decía Elena en una de nuestras consultas:

¿En serio lo mejor que me puede pasar es que me deje? A veces pienso que sí, pero de repente me veo anciana y
sola, rodeada de gatos, y entonces me digo que no, que esa escena de mí con pelo blanco y dando de comer a
media docena de gatos es lo peor que me puede pasar, y me digo: «Aguanta, aprenderá a quererte y seréis dos
viejitos preciosos», así que lo que hago es aguantar con la esperanza de que todo lo que hago por él tenga el efecto
deseado: que no se vaya y, así, no me quede sola.

Si tienes miedo a quedarte sola, ¿cómo te vas a arriesgar a ser diferente de lo que crees que el otro espera? Si eres
o te comportas como la otra persona espera, es posible que creas que te garantizas su aceptación. Aunque dejes de
ser tú en ese camino. Aunque ya no sepas quién eres. Aunque ya ni siquiera seas tú.

Miedo a lo desconocido
No todo el mundo tiene la capacidad de tirarse de cabeza al vacío de lo extraño. A veces nos quedamos en
situaciones que nos duelen solo por el hecho de no querer afrontar situaciones nuevas. ¿Has oído alguna vez ese
refrán que dice: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer»? Pues es el resumen perfecto de este
miedo a lo desconocido. Te dejo algunos ejemplos que muestran ese miedo:

¡Uf! Qué pereza me da ahora conocer a gente nueva. ¿Y si nadie me gusta?

Vale, sí, me hace daño, pero yo ya sé dónde me hace daño. Si viene una persona nueva, no sabría si me va a coger
la medida o no.

Nunca he estado sola, así que ¿y si no soporto la soledad?

Mi vida cambiaría mucho y no sé si me apetecen esos cambios.

¿Y si el que viene después es peor?

Si estás pensando en lo que se ha venido a llamar «la zona de confort», estás en lo cierto; a veces nos quedamos en
una relación de no-amor porque tenemos la comodidad de conocer de antemano los puntos débiles y fuertes de una
persona, incluso de conocer la dinámica interna de la relación, por lo que tenemos miedo de encontrar una relación
que no se amolde a esos patrones y no saber cómo manejarla.

José, mi Jesusito termita, me dijo una vez que él prefería estar deprimido a estar feliz, porque estando deprimido
sabía hasta dónde tirar de la cuerda con la gente para que esta no se rompiera, sabía cómo comportarse. Pero
feliz... lo había sido tan pocas veces en su vida que tenía miedo a serlo. Quizás él usó este tipo de afirmaciones
para poder manipularme, pero lo he visto en otras personas, personas que, en algunos casos, estaban
diagnosticadas de depresión por cualquiera que no tuviera capacidad de diagnóstico, como un médico de
cabecera o un coach de esos que venden humo. ¿Y si alguien te dijera que tiene miedo a ser feliz, por que eso es lo
desconocido, así que prefiere la tristeza? ¿Qué le dirías? Probablemente, que le diera una oportunidad a la vida,
que puede ser maravillosa y llena de momentos bonitos, ¿verdad? Pues si tú tienes miedo a lo desconocido,
aplícate el cuento. Y ¡ojo!, que no digo que la depresión no exista, existe y es francamente muy dura, me refiero a
personas que usan como excusa una depresión inexistente por miedo a todo lo que la vida les puede ofrecer. Carla
me contaba un día:

Llevo con Pepe más de quince años. A veces le miro y veo un completo desconocido, un hombre avejentado que
parece que haya querido vivir demasiado en muy poco tiempo y se haya cansado de la vida. Luego me miro en el
espejo y me veo aún guapa, joven, con ganas de comerme el mundo, pero me quedo solo en eso, en las ganas. No
es que él me trate mal, ni mucho menos, sino que creo que simplemente él ha dejado de vivir, se ha convertido en
una sombra de sí mismo. Y, por supuesto, a mí me duele muchísimo tener una vida tan vetusta. A veces me critica
porque dice que, con mi edad, cincuenta y un años, sigo siendo muy idealista. Y yo sé que soy yo la que se frena
en hacer cosas. Sueño con ser libre del pesimismo de Pepe, comerme el mundo, poner en marcha una pequeña
empresa de comida saludable, viajar, salir a bailar, divertirme. Pero ¿y si me divorcio y luego resulta que Pepe
lleva razón, que son solo fantasías de una idealista? ¿Y si luego resulta que la vida no es tan divertida? ¿Y si
conozco a alguien, pero no sé cómo llevarme con alguien que no sea él?

En el caso de Carla, no solo había miedo a cambiar de pareja, sino a que esa vida que ella quería, pero nunca había
tenido, la defraudase. Así que, ante eso, mejor quedarse en ese mundo gris que ella conocía, a correr el riesgo de
que los colores que ella deseaba le dañaran los ojos.
Miedo al caos

Este miedo apunta directamente a la necesidad de un orden en la vida. Así, la gente que necesita rutina, en cierta
manera, busca que el caos desaparezca de su vida porque la rutina nos hace sentir seguros; sabemos que vamos a
despertarnos, llevar a los niños al colegio, entrar a trabajar, comer, volver a trabajar, salir a la hora exacta para
recoger a los niños, los llevaremos a judo y mientras haremos la compra, etcétera. Sabemos qué tenemos que hacer
en cada momento, cómo se van a dar las cosas, qué podemos esperar, y, en definitiva, tenemos control. Y, cuando
esta rutina no se da, entramos en crisis, nos sentimos inseguros porque no tenemos nada a lo que acogernos. ¡Ojo!
Hay una diferencia entre tener una rutina, pero que no te importe nada si tienes que cambiarla, y el hecho de que
tener que cambiar esa rutina te haga sentir insegura o inestable.

Ejemplos de este tipo de miedo podrían ser:

Y si le dejo, ¿qué va a ser de mi vida?

Los niños tendrían que cambiar mucho su día a día.

Tendría que irme de mi casa, de mi ciudad, etcétera. Y mi vida cambiaría demasiado.

Me he acostumbrado a que él esté en mi vida.

Vale, ya sé que me hace daño, pero sé moverme en ese daño.

El miedo al caos tiene que ver también con saber dónde nos va a golpear y habernos adaptado a esos golpes. Alicia
me decía un día:

Es extraño. Yo ya sé cómo va a ser el día según se despierte. Si se despierta y me besa, ya sé que el día va a ser
bueno. Si no me habla, ya sé que no puedo hablar de determinadas cosas, que ese día no toca pedir nada e, incluso,
es mejor si no nos vemos hasta la noche. Así que esos días trato de buscarme cosas que hacer hasta bien entrada la
tarde, pido comida —china, que es su favorita— y paso por mi vida y la suya como un fantasma. Antes me
producía mucha ansiedad, pero hoy en día sé manejar la situación y puedo decir que, aunque reconozco que la
situación es absolutamente una porquería, sé moverme en ella. De hecho, me pongo mucho más nerviosa cuando
no sucede ni el beso ni el silencio, sino que me dice algo completamente neutro como: «Que tengas un buen día»,
porque no sé de qué humor va a volver. Siento que, si no se posiciona en A o en B, que en el fondo es nuestra
rutina, pierdo el control porque A y B las manejo, pero el resto de letras del abecedario, no.

Alicia lo retrata perfectamente: si tengo pistas de que hoy me va a doler el día, vale, puedo adaptarme a él. Pero si
no tengo pistas de si el día va a ser bueno o malo, ¡pierdo el pie! Y entro en caos. En el fondo, esta situación que
me hace daño es rutinaria. Sé a qué atenerme, sé cómo moverme en ella, sé cómo minimizar el daño. Pero si no
tengo esa rutina, me siento completamente insegura.

Así que el miedo al caos puede ser debido a la confusión en la que veríamos envuelta nuestra vida si dejáramos la
relación, sí, pero también a algo muy sencillo: nos hemos acostumbrado a que las cosas simplemente son así.
Miedo a la inestabilidad económica

Pues sí. Aunque fastidie, porque se supone que el dinero no debería ser una razón, muchas mujeres se mantienen
en una relación porque no tienen una independencia económica o porque dejarla supondría un cambio muy
drástico en su nivel de vida. Tengo una amiga, Isabel, que lleva años casada con un Jesusito de los de manual,
pero:

Los niños necesitan una estabilidad, seguir en su colegio, y los colegios privados cuestan demasiado dinero.
Además, si le dejara, como la casa está a su nombre, ¿dónde íbamos a ir? Porque ten claro que él lucharía para
quedarse con la casa y la custodia de los niños y con mi sueldo mileurista poco podría hacer yo. Así que mejor
aguanto. Quizás un día se dé cuenta de lo que está haciendo. Y, si no, cuando el menor cumpla dieciocho años y se
vaya a la universidad, cojo la maleta y me voy, pero mientras tanto, la estabilidad de los niños es lo primero.

Como puedes suponer, detrás de esta preocupación por la estabilidad de los niños, está el miedo a perder la
estabilidad económica. Y sí, si estás pensando que esta inquietud por los niños es una excusa, puede que
estés en lo cierto: el verdadero miedo es a no tener dinero suficiente como para mantener el nivel de vida.
Para saber si estás, quizás inconscientemente, en una relación por causas económicas, simplemente responde
a esta sencilla pregunta: si tuvieras más dinero, ¿dejarías la relación? Si la respuesta es sí, ya sabes que tu
«amor» tiene un precio. Y lo estás pagando.

Estos cuatro miedos no son los únicos, ¡faltaría más! Estoy segura de que puedes llegar a identificar, en ti o
en otras personas, otro tipo de miedos. Algunos apuntarán hacia la seguridad, y otros hacia, por ejemplo, no
satisfacer nuestras necesidades u otras inquietudes. Para ello te propongo un pequeño ejercicio en dos fases.
La primera será completar la siguiente frase: «Y si le dejo y entonces...».

Te dejo unos cuantos ejemplos:

Y si le dejo y entonces... no puedo pagar la hipoteca.

Y si le dejo y entonces... no hay nadie que duerma conmigo por las noches.

Y si le dejo y entonces... me quedo sola.

Y si le dejo y entonces... rompo el grupo de parejas en el que hacemos tantas cosas los fines de semana.

Y si le dejo y entonces... mi familia se enfada porque ¡qué vergüenza, una divorciada entre nosotros!

Y si le dejo y entonces... me siento, una vez más, fracasada.

Y si le dejo y entonces... no tengo todo lo que se supone que una persona normal debe tener.

Y si le dejo y entonces... no encuentro a nadie después.

Y si le dejo y entonces... nadie me va a querer.

Y si le dejo y entonces... no puedo llevar adelante mis planes de futuro.

Y si le dejo y entonces... me odia el resto de mi vida.

Y si le dejo y entonces... no tengo a nadie más en mi vida, ni amigos, ni nada, me quedo completamente sola.
Y si le dejo y entonces... tengo que agachar la cabeza delante de todos aquellos que me dijeron que esta relación no
iba a salir adelante.

Y si le dejo y entonces... me arrepiento de no haberlo hecho antes y me siento una estúpida.

Y si le dejo y entonces... me enfrento con la responsabilidad de que mi vida no es genial porque mi relación de
pareja no va bien, sino porque yo no hago cosas para que mi vida sea la que quiero.

Y si le dejo y entonces... tengo que reconstruirme entera.

Y si le dejo y entonces... soy una egoísta que solo piensa en sí misma.

¿Te llaman la atención algunos de los «y si» de la lista? Pues todos son reales. Yo misma tenía unos cuantos de
ellos. Pero recuerda siempre una cosa: el valiente no lo es por no tener miedos. El valiente no permite que sus
miedos le paralicen. Así que, si en estos momentos te sientes una cobarde por haberte dado cuenta de que tienes
muchos miedos, o pocos, pero los tienes, ¡sigue adelante! Eres una valiente.

Necesidad de autorrealización

El concepto de autorrealización es muy abstracto. Podríamos definirlo como «la necesidad de ser quienes somos»,
«sacar nuestro máximo potencial», o incluso como «la necesidad de alcanzar nuestros sueños». Lo cual es
absolutamente genial... si sabemos quiénes somos, lo que en realidad queremos y deseamos en la vida y cuáles son
nuestros verdaderos sueños.

El problema viene cuando ese ideal es impuesto, cuando se nos da la receta de la supuesta «realización personal»
como una fórmula química en la que se ha de aplicar el gramaje perfecto de cada componente para que ¡plas!, la
felicidad emerja como una diosa de entre las aguas. Y esto, en el caso de las mujeres, es más que patente. Nos
dicen qué talla debemos tener para ser felices: ¡no se te ocurra ser feliz, pero feliz de verdad, con una talla que no
sea digna de un ángel de Victoria’s Secret!; nos dicen cuál es la ropa que nos hace feliz porque, ¡claro!, como se te
ocurra llevar un modelito que estaba de moda hace cuatro años, eres una cutre y nada actual; como se te ocurra
decir abiertamente que ni quieres hijos ni los esperas, serás de todo menos una mujer, porque, querida, hemos
nacido con el impresionante don de ser nosotras las que perpetuamos la especie. Y sí, puedes decirme que para
ello necesitas un espermatozoide, pero desde que lo puedes comprar online al módico precio de 175 euros y
recibirlo cómodamente en casa sin tener que llevar lencería fina o conseguirlo en una noche de loca pasión, hay
aún más responsabilidad porque tener hijos ya no solo depende de que tengas pareja, sino de que quieras poner
en marcha tus ovarios, así que si no quieres hacerlo... ¡Traidora!.

En definitiva, se nos dice cómo ser físicamente, qué vestir, qué y cómo vivir, qué aspiraciones debemos tener e,
incluso, qué debemos sentir. Porque eso es, para muchos, ser mujer: una serie de preceptos básicos que tienes que
seguir —o conseguir— para poder realizarte como persona y como mujer.

¡Olé!

Y, cómo no, entre estas normas básicas existe la de que la mujer debe estar en pareja. Es más, debe desear tenerla
y debe desear la estabilidad de tener una pareja. Y del hombre se espera que sea ese bicho que se resiste. Y no, yo
no niego la existencia de otros preceptos engorrosos para los hombres (por ejemplo, si un hombre no se resiste a
una relación estable e incluso la desea, ¡es un calzonazos!), pero nosotras llevamos desde el principio de la
historia con ese yugo en el cuello. Y lo tenemos marcado a fuego. La mujer se incorporó en el mercado laboral
activamente apenas hace cinco décadas (por si no lo sabías, en 1975, la mayor parte de los países integrantes de
la ONU promovió la igualdad legal entre hombres y mujeres. Repito: 1975, hace menos de cincuenta años),
mientras que en muchísimos países eso ni siquiera ha sucedido. La legalización de la píldora anticonceptiva
cumple este año cuarenta y seis años en España. En otros países sigue siendo ilegal. Es más, en otros países es
ilegal tener clítoris. ¡Y qué decir del divorcio! Así que sí, que los hombres puede que tengan asignados papeles
molestos para ellos, no lo dudo, pero han vivido siempre con una libertad que para nosotras ha supuesto, y sigue
suponiendo, una lucha. Y, por cierto, esa lucha se llama FEMINISMO, que no es, ni más ni menos, que la lucha
por lograr una igualdad entre las personas independientemente de su género. Y si no me crees, puedes buscar la
definición en el Diccionario de la lengua española (dle.rae.es).

El caso es que tantos siglos creyéndonos que la autorrealización femenina se fundamenta en determinadas normas,
no es algo que se pueda borrar de la noche a la mañana. Menos mal que muchas mujeres y hombres no se lo
creyeron, así que trabajaron y lucharon para que hoy podamos tener determinado nivel de libertad. Pero aún queda
mucho por hacer y construir a este respecto. Por ejemplo, algo tan sencillo como decir: «Pues no entiendo cómo
esa tía tiene novio, con lo fea que es» (que, querida lectora, no nos engañemos, lo hemos dicho o pensado todas
alguna vez) perpetúa este tipo de pensamiento (por cierto, llamado «machismo»). ¿Por qué? Porque lo que nos está
dejando es una creencia del tipo: «Solo las guapas se merecen tener novio». Y ¿qué sucede? Que si tengo novio,
entonces ¡soy guapa! ¿Recuerdas las creencias de las que hablábamos antes? Efectivamente, si tienes una creencia,
harás lo que sea por cumplirla. Y si ser guapa ha sido tu sueño (autorrealización) y tener pareja es sinónimo de ser
guapa (creencia), ¡tachán!, es posible que estés en una relación de no-amor porque en realidad hay un sueño
cumplido por detrás que te mantiene pegada a ella. Y, quien dice «ser guapa», dice tener pareja (que ya sabemos
que es algo que nos venden como ideal en la vida de una mujer), tener hijos, ser el perfecto combo de profesional
con una gran carrera y una vida sentimental de fábula, dar todo tu potencial a los demás en todas las áreas de tu
vida y, cómo no, conseguir un compromiso del macho en la ecuación.

Yo caí en eso. Lo reconozco. Cuando decidí ponerme manos a la obra, descubrí muchas cosas, pero una de ellas
fue determinante, aunque ya me lo había adelantado hacía muchísimos años Sergio, mi expareja. El
descubrimiento que hice y que cambió mi perspectiva sobre mí misma fue que tenía a fuego grabado que una
mujer debe tener una relación con un compromiso de por medio, pero ¡yo era la que nunca había querido
comprometerse! ¿Por qué? Porque en mi fuero interno había una creencia fuerte: tener pareja hace que pierdas
libertad, y mi libertad es sagrada.

Así pues, siempre acababa enredada en relaciones con Jesusitos que, inconscientemente, sabía que no me iban a
dar ese compromiso. Podían ser Jesusitos que, directamente, no se querían comprometer, que vivían fuera (tengo
un máster en relaciones a distancia) o que era consciente de que yo acabaría dejando porque no me convencían del
todo. No obstante, me venía de lujo tener a esos Jesusitos en mi vida, porque aparentaba que parte de mi
autorrealización como mujer la estaba llevando a cabo. Y si no lo conseguía, ¡no era culpa mía! Es que ellos son...
es que ellos no quieren... Es que ellos, y no yo, son los que huyen del compromiso. ¡Buf! Este descubrimiento me
dejó hecha trizas porque, entonces, no era culpa de ellos —que eran Jesusitos— sino que la responsabilidad era
mía; los tuve y mantuve en mi vida, pese a ser absolutamente perniciosos, porque yo no había tenido el coraje de
ser yo misma y, es más, me había estado ocultando durante muchos años que no quería ser eso que se supone que
deben ser las mujeres. No, no era amor —aunque le pusiera ese disfraz—, era conveniencia.

El ser humano aprende cosas que le dejan de ser útiles con el paso del tiempo. Por ejemplo, el niño que aprende
que besar a desconocidos, aunque le dé miedo o incluso rechazo, es de educación, es posible que acabe siendo
educado anteponiendo a los demás a su propia satisfacción. Y eso puede no ser un problema. Sin embargo, cuando
por educación él se pone en último lugar, se ningunea y se daña, es hora de desaprender para comenzar a aprender
otras cosas. Así que es posible que nosotras hayamos aprendido que la realización personal de una mujer pasa por
la construcción de la pareja perfecta. Pero si esto es a cualquier precio, es hora de desaprenderlo y aprender algo
que te sea útil y que no te destroce para conseguirlo. Te propongo que reflexiones con estas preguntas:

¿Qué he aprendido que debe ser una mujer?

¿Qué me dicen que me hará feliz?

¿Estoy de acuerdo con ello?

¿Realmente lo quiero?
¿Qué precio estoy dispuesta a pagar por conseguirlo?

Tranquila. No es necesario que tengas, después de estas reflexiones, absolutamente claro lo que es para ti la
autorrealización como mujer y como persona. Si respondiendo estas cuestiones has podido definir lo que es para ti,
¡enhorabuena!, a por ello. Pero ahora mismo lo importante es darte cuenta de si lo que te mantiene atada a esa
relación de no-amor es la idea de que para ser feliz y desarrollarte personalmente es necesaria una pareja y qué
estás dispuesta a hacer por tenerla. Y si dentro de ese pago por conseguirla está el vivir el dolor de una relación
que te hace más mal que bien.

Necesidad de cariño y sexo

«Vale, cuando estamos mal, es horrible, pero cuando estamos bien y me abraza... ¡Me transporto al cielo!».

Y es que todo ser humano necesita cariño. El cariño es un afecto intenso que se siente hacia alguien (o algo) y se
expresa con cuidado, apego, etcétera. En definitiva, el cariño es la expresión de los buenos sentimientos que
tenemos por alguien. O que alguien siente por nosotros. El cariño es fundamental en el desarrollo humano porque
nos hace sentir valiosos, nos ayuda a desarrollar una buena autoestima, nos acerca a los demás y socializa. Por
tanto, sí, es una necesidad básica del ser humano.

Además, cuando abrazamos, nos tocamos y expresamos este cariño, se genera una hormona llamada «oxitocina»,
que es en parte responsable del altruismo, la confianza, la generosidad, etcétera. De hecho, es la hormona que las
madres desprenden en cantidades industriales en el momento del parto y que garantiza un apego con ese pequeñajo
que acaba de nacer y que dependerá por completo de su madre en los primeros años de vida. Pero no solo eso.
¿Has oído alguna vez eso que dicen las mamás que cuando ven la cara del bebé se les olvida todo el dolor pasado?
Bueno, pues de eso se encarga también la oxitocina, de olvidar el dolor pasado. Así que, sí, el cariño hace que nos
olvidemos de los malos momentos, del dolor, y que nos fijemos en el subidón que nos proporciona el cariño que
nos están dando.

No quiero pecar de determinismo biológico con lo que te acabo de contar de las hormonas; necesitamos cariño
porque es la prueba de que para los demás somos importantes, de que existen buenos sentimientos y se vierten
sobre nosotros. El problema viene, como podrás imaginar ya, de si, por tener ese cariño, que en una relación de no-
amor suele ser puntual, te mantienes atada a una situación dañina.

De la mano del cariño puede ir el sexo. No siempre es así, está claro. No es necesario que tengas sexo con tu amiga
del alma para demostrar cariño. Sin embargo, muchas personas identifican el sexo como una expresión de cariño
—también en el sexo se genera oxitocina—, pero no siempre tiene que ver. Es más, para muchas personas el sexo
es el sexo y es algo de lo que se puede disfrutar sin cariño ni amor ni buenos sentimientos de por medio. Pero —y
quizá para muchas personas lo que te voy a decir sea algo sucio— necesitamos sexo. Las mujeres también
follamos. El sexo es un placer, y también tiene efectos positivos, tanto biológicos —es relajante, favorece la salud
cardiovascular, fortalece el sistema inmunitario, etcétera— como psicológicos —incrementa la autoestima, la
relación con nuestro cuerpo, disminuye la ansiedad y la depresión, etcétera—. Por tanto, el sexo no solo constituye
una expresión de amor entre la pareja, sino que fuera de esas consideraciones morales sobre si es necesario amor o
no para practicarlo, existen unos beneficios increíbles que pasan por la mejora de la autoestima y la obtención de
placer. Y a todas nos gusta sentirnos bien con nosotras mismas y experimentar placer.

Podemos hablar de dos variantes: ¿por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?, y ¿por qué lo llaman sexo
cuando quieren decir cariño? Y en ambas podemos encontrar razones para seguir enganchadas a una relación de
no-amor.
¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?

Como te decía antes, el sexo suele gustar a todo el mundo. Y digo «suele» porque me he encontrado a muchas
mujeres que aún lo identifican con algo sucio, algo de lo que estar avergonzadas. El caso es que el sexo nos gusta a
casi todo el mundo. Es divertido, placentero, etcétera, pero todavía hay muchas mujeres que se avergüenzan de ser
seres sexuales y vivir su sexualidad como les place. Seguimos identificando a las mujeres libres sexualmente como
«putas», «frescas», «busconas» o simples «rameras». Se niega el derecho a disfrutar del cuerpo y de la sexualidad
y, aunque poco a poco vamos librándonos de esa lacra, a muchas mujeres se las sigue señalando con el dedo por
ser libres de disfrutar de su sexualidad. Y las propias mujeres son, muchas veces, las primeras en señalarlas,
seamos sinceras.

Así que, en una sociedad en la que se te puede discriminar, insultar y maltratar públicamente por hacer uso de tu
cuerpo, ¿cómo te puedes proteger? Sí, eso es: teniendo una pareja. Si tienes pareja, aunque duela, puedes practicar
sexo sin que nadie te señale por ello. Además, ¿te suena el concepto de «polvo de reconciliación»? Es ese sexo
apasionado, salvaje, a veces incluso agresivo, con el que muchas parejas acaban las broncas. Ese sexo que te lleva
del infierno de la bronca al cielo de un orgasmo múltiple contra la mesa de la cocina y que, cuando acaba, sigues
sin saber si has hecho el amor o la guerra. Ese sexo sucio, fuerte, enérgico que, si no hubiera habido bronca previa,
tú jamás tendrías porque eres una perfecta señorita y ese sexo animal, indecente y obsceno no es algo que entre en
el repertorio de una señorita decente. Ese sexo. Maica es el perfecto ejemplo de esto:

Vivo en una ciudad de unos treinta mil habitantes, aunque es como un pueblo, todos nos conocemos. Reconozco
que cuando era jovencita era un poco «ligera de cascos». No sé, me sentía bien haciendo lo que quería, era libre,
salía, entraba y me iba con quien quería, pero eso en una ciudad como la mía no está bien visto. Con 21 años
conocí a Miguel. Él no vivía en el pueblo desde hacía unos cuantos años porque se fue a la universidad y nos
conocimos en uno de los veranos que él vino a ver a sus padres. El hijo del farmacéutico, ni más ni menos. Cuando
le conocí le quedaba un año para terminar la carrera y luego vendría a vivir al pueblo para acabar haciéndose cargo
de la farmacia de su padre. Ese año fue maravilloso, entre cartas, viajes, escapadas. Y sexo, mucho y bueno. Yo
sentía que él nunca me juzgaba por haberme acostado con él desde la primera noche que empezamos a salir y eso
me hacía sentir genial. Y me dejaron de señalar con el dedo: ¡era la novia del hijo del farmacéutico! Finalmente,
Miguel vino al pueblo a vivir. Y ahí empezó a mostrar su verdadera cara: no salgas así vestida, qué van a pensar de
mí si me ven contigo del brazo con esas pintas, etcétera. Cada vez que me decía esas burradas, había bronca
asegurada, que acababa en sexo salvaje, violento, extenuante. Y maravilloso. Descubrí cuánto me gustaba el sexo
fuerte, que me empotrara en cualquier lugar de la casa. Luego dábamos todo por arreglado y seguíamos con
nuestra vida, pero no, la verdad es que nada se arreglaba y todo iba a peor. Cuando pensaba en dejarle,
automáticamente pensaba en lo maravilloso que era el sexo con él. Y que estaba atrapada en una ciudad que jamás
entendería a una mujer como yo.

El caso de Maica es bien claro: ella se mantenía en la relación, no porque esta fuera buena, sino porque
estaba absolutamente prendada de la vida sexual que tenía con su pareja. Un claro ejemplo de llamar amor
a algo que no es amor, es simplemente sexo. Como decía mi tía-abuela Esperanza, una maravillosa mujer
que murió con 99 años y que atesoraba una gran sabiduría: «No te quedes con un cerdo por el hecho de que
te guste el chorizo, hija mía».

¿Por qué lo llaman sexo cuando quieren decir cariño?

La otra variante se da cuando, para obtener cariño, accedemos a demandas sexuales, incluso cuando no estamos
conformes con ellas o cuando vemos el sexo como algo sucio, pero entendemos que conlleva cariño y, por lo tanto,
nuestra sed de ese afecto nos lleva a tener relaciones sexuales.

En este caso, la necesidad es la de cariño, la de sentir que somos especiales para alguien, la de tener compañía e
incluso incrementar nuestra autoestima a través del sexo, porque identificamos sexo con emociones, sentimientos.
Por lo tanto, si me da sexo, ¡es que siente algo por mí! Y si yo se lo doy, aunque no quiera hacerlo, es para
demostrarle que le quiero. ¡Ñek! ERROR. Pero de los grandes, ¡eh! Conozco a infinidad de mujeres que pululan
por camas ajenas creyendo que, de ese modo, conseguirán el amor que se merecen. Y puede ser una única cama, o
pueden ser muchas. Pero dan sexo a cambio de cariño y se quedan esperando que esa oxitocina se convierta en
amor. Así, lo único que consiguen es una espera dolorosa y acabar sintiéndose engañadas y usadas. ¡Como si ellas
no los hubieran usado a ellos!

Siempre y cuando haya sinceridad y honestidad, si un hombre te dice que no está interesado en una relación, que lo
único que quiere es una relación sin compromiso, ser amigos «con derecho a roce» o simplemente sexo, si tú no
estás al mismo nivel de desapego emocional, pero te quedas ahí esperando a que cambie ese desapego por amor y
lo que en verdad te importa es que te haga sentir querida, aunque sea mientras estéis en la cama, también lo estás
usando, en este caso para sentir cariño.

Otra cosa es cuando la persona te dice que le interesas para algo más, que quiere ir conociéndote poco a poco y ese
interés es recíproco, pero su conducta te hace dudar de su honestidad y, de hecho, lo que te demuestra es que solo
te llama «cuando le pica». Ahí te doy toda la razón: es un manipulador que lo único que quería era sexo. Pero
cuando te das cuenta de ello, o sales de ahí pitando, o estás formando parte de su juego. Es decir, te estás quedando
en una relación de no-amor por algo. ¿Quizá porque, a pesar de todo, albergas la esperanza de que ese sexo se
convierta en cariño, en amor, y acabéis siendo felices y comiendo perdices?

También es posible que, esperando que se enganche a nosotras (lo que en nuestro imaginario podíamos identificar
con que se «enamoren» de nosotras), nos convirtamos en las diosas del sexo, la mujer que todo hombre querría en
la cama, la que más placer le aporta y aportará en su vida. Y cuando veamos que es solo eso lo que quieren, nos
sintamos como marionetas en sus manos. Lucía me contaba un día:

Soy consciente de que me metí en ese jardín yo sola. Desde el principio, Javi me dijo que no quería una relación,
que estaba dispuesto a salir, divertirnos, pero poco más. Desde el primer momento vi que nuestra química era
maravillosa y que él disfrutaba mucho de pequeños juegos sexuales así que, aunque a mí tampoco es que me
emocionaran, entré en ese juego. Aprendí mucho de sexo, eso es cierto, me divertí bastante, pero cada vez que él
se marchaba de mi casa después del sexo, yo me quedaba vacía y expectante de qué sucedería la próxima vez, si se
quedaría a dormir abrazándome o no. Poco a poco, el nivel de nuestros juegos fue subiendo. Ya no eran unas fotos
en el móvil, o decirle obscenidades mientras estaba en una reunión, sino que pasamos a usar juguetes, disfraces y,
tiempo después, comenzamos a ir a lugares de intercambio de parejas. A mí no me agradaba, pero si a él le hacía
feliz, a mí también. Y sé que en el fondo pensaba que, si le hacía feliz, se acabaría enamorando de mí. Un día me
llamó con la temida frase de «tenemos que hablar», así que quedamos en mi casa. Le esperé, como siempre,
vestida para el «amor», pero cuando entró por la puerta me dijo que me pusiera algo más discreto. Yo sentí que se
me iban a romper las entrañas: eso no era buena señal. Se sentó muy serio y me dijo que había conocido a alguien
de quien se había enamorado y que lo nuestro tenía que acabar. Le grité: «¡¿Y yo qué?!». Él me miró sorprendido
de mi reacción. «¿Tú qué? —me dijo confundido—. ¿Tú? Te lo dije desde el primer momento: lo nuestro era solo
sexo». Me quedé destrozada, sintiéndome la mayor estúpida del mundo, la más inocente e incauta. Y, lo peor de
todo, sintiéndome sucia.

Lucía necesitaba cariño y, sí, para ello estaba dispuesta a intercambiar sexo por afecto y compañía. Y convirtió a
un hombre sincero en un Jesusito dándole todo tipo de caprichos, aunque su dignidad, según sus propios estándares
sexuales, se quedara por el camino. Ni siquiera es el tipo de sexualidad que te guste o practiques —personalmente
considero que entre dos adultos puede darse cualquier circunstancia que sea sana, segura y consensuada—, sino de
si lo haces porque tú quieres o porque consideras que, de esa forma, te querrán. Las razones son las que marcan la
diferencia.
Bonus track: necesidad de información

Esta necesidad quizá no apunta a por qué estás en una relación de no-amor, sino a por qué te quedas enganchada a
ella una vez que esta termina. El ser humano, y más específicamente las mujeres, necesitamos saber. Quizás el
hecho de que el cerebro femenino tiende más hacia la empatía evoca la necesidad de entender las razones por las
que los demás hacen las cosas, para poder comprenderlos y empatizar con ellos. Realmente no lo sé. Lo que sí que
es cierto es que las mujeres verbalizan más la necesidad de conocer qué ha pasado, los porqués. ¿Esto significa que
los hombres no tienen esa necesidad? No, ni mucho menos, pero sí que es cierto que las mujeres lo verbalizan más
y se obsesionan más con conocer qué ha pasado.

Esta es la razón por la cual muchas mujeres se quedan enganchadas durante mucho tiempo a relaciones que han
acabado, sobre todo si ha sido de manera abrupta; tienen necesidad de saber, de entender qué ha pasado y por qué
ellas han vivido eso. Y hasta que no dan con las razones, se quedan dando vueltas una y otra vez sobre el mismo
tema sin conseguir liberarse de ese pasado. Si este es tu caso, quizá lo único que debes saber es que las cosas, a
veces, simplemente pasan. Y, como mucho, podrás saber qué hiciste, qué no hiciste, qué es tu responsabilidad y
qué no lo es, pero hazte la promesa firme de dejar de investigar sus razones y empieza a centrarte en las tuyas,
pues te va a resultar muchísimo más beneficioso. No te quedes esperando que un fantasma del pasado te hable a
través de una güija, porque, o bien no aparecerá, o bien te pegará un buen susto.

Como has visto, eso que a veces llamamos «amor» no deja de ser una necesidad que tenemos y que llenamos con
una relación. Por supuesto, existen más necesidades: la de que alguien llene un vacío que tenemos (hay quien lo
llena con comida, otros con compras compulsivas, cuidando a alguien más), la de que nos resuelvan la vida porque
nosotras nos sentimos incapaces de hacerlo por nosotras mismas (lo que, como ya habrás podido adivinar, tiene
muchísimo que ver con nuestra autoestima) o, por ejemplo, la de no vernos a nosotras mismas para no tener que
hacernos cargo (si estoy cuidando de ti y tú eres lo único, lo más importante de mi vida, no me veo, así que me
dejo de lado porque verme, ¡uf!, da miedo, porque voy a tener que trabajar mis «mierditas» y no quiero verlas).

No quiero dejar escapar la oportunidad de identificar tus necesidades. Para ello, coge el listado de miedos
que habías escrito. ¿Lo tienes? Es hora de repasarlo y de introducir todo aquel: «Y si le dejo y entonces...»
que se te ocurra. Complétalo antes de continuar.

Bien, ¿lo tienes ya?

Ahora escribe al lado a qué necesidad crees que apunta ese miedo. Por ejemplo:

Miedo
Y si le dejo y entonces... no puedo pagar la hipoteca.
Y si le dejo y entonces... no hay nadie que duerma conmigo por las noches.

Y si le dejo y entonces... me quedo sola.


Y si le dejo y entonces... rompo el grupo de parejas en el que hacemos tantas cosas los fines de semana.
Y si le dejo y entonces... mi familia se enfada porque ¡qué vergüenza una divorciada entre nosotros!

Y si le dejo y entonces... me siento, una vez más, fracasada.


Y si le dejo y entonces... no tengo todo lo que se supone que una persona normal ha de tener.
Y si le dejo y entonces... no encuentro a nadie después.
Y si le dejo y entonces... nadie me va a querer.

Y si le dejo y entonces... no puedo llevar adelante mis planes de futuro.


Y si le dejo y entonces... me odia el resto de mi vida.
Y si le dejo y entonces... no tengo a nadie más en mi vida, ni amigos, ni nada, me quedo completamente sola.

Y si le dejo y entonces... tengo que agachar la cabeza delante de todos aquellos que me dijeron que esta relación no
Y si le dejo y entonces... me arrepiento de no haberlo hecho antes y me siento una estúpida.
Y si le dejo y entonces... me enfrento con la responsabilidad de que mi vida no es genial, porque mi relación de par

Y si le dejo y entonces... tengo que reconstruirme entera.


Y si le dejo y entonces... soy una egoísta que solo piensa en sí misma.

Escribe todo lo que se te ocurra. Incluso, si quieres, invéntate etiquetas nuevas para las necesidades que
identifiques y que no hayas visto en estas páginas. Por ejemplo, la necesidad de darte a los demás puedes llamarla
«necesidad de ser una niña buena». Con este ejercicio puedes hacer cosas muy interesantes. Por ejemplo, puedes
puntuar del 0 al 10 los miedos que más te aterran y ver, de su mano, las necesidades que más miedo te da que no
estén satisfechas.

O bien puedes contar cuántas veces ha salido a relucir una necesidad en concreto y considerar aquellas otras que
más miedos tienen asociadas como las prioritarias. O ambas cosas. Tampoco te preocupes si no encuentras la
necesidad que encaje perfectamente con un miedo, simplemente asígnale la que más se ajuste, aunque no sea
exacta.

Antes de continuar, quiero dejarte claro que este es solo un ejercicio para que tomes consciencia de tus necesidades
y de si esa relación que te hace pupa la está supliendo. Si te ves muy abrumada, déjalo, vete a dar una vuelta, una
ducha o ponte a ver la televisión. Vuelve mañana, o dentro de unos días, y continúa. Si aun así te sientes muy
inquieta y no sabes por dónde abordar el tema, no dudes en dirigirte a un profesional. A veces, tomando
consciencia, algo dentro de nosotras hace clic y nos despeja las dudas, mostrándonos un camino a seguir. Pero
otras veces no es así y necesitamos una muleta en la que apoyarnos. Si este es tu caso, busca esa muleta de la mano
de un profesional, de una amiga o de alguien en quien confíes mucho, pero no te quedes a medias; aprende a pedir
ayuda cuando la necesitas.

Bien, continuemos. Ahora harás una tercera columna en la que responderás a esta pregunta: esta necesidad, ¿cómo
puedo satisfacerla fuera de la relación? Por favor, es muy importante que incluyas todo lo que se te ocurra. Veamos
unos ejemplos:

Miedo Necesida
Y si le dejo y entonces... no puedo pagar la hipoteca. Necesidad
Y si le dejo y entonces... no hay nadie que duerma conmigo por las noches. Necesidad
Y si le dejo y entonces... me quedo sola. Necesidad

Y si le dejo y entonces... rompo el grupo de parejas en el que hacemos tantas cosas los fines de semana. Necesidad
Y si le dejo y entonces... mi familia se enfada porque ¡qué vergüenza una divorciada entre nosotros! Necesidad

Y si le dejo y entonces... me siento, una vez más, fracasada. Necesidad


Y si le dejo y entonces... no tengo todo lo que se supone que una persona normal ha de tener. Necesidad
Y si le dejo y entonces... no encuentro a nadie después. Necesidad

Y si le dejo y entonces... nadie me va a querer. Necesidad


Y si le dejo y entonces... no puedo llevar adelante mis planes de futuro. Necesidad

¿Ves por dónde van los tiros? Puedes tener unas necesidades. Es normal, acéptalo y no te sientas avergonzada de
ello. Y puedes hacer algo, o bien para deshacerte de esas necesidades, o bien para satisfacerlas sin tener que contar
para ello con tu Jesusito. En algunas ocasiones, la opción de desprenderte de las necesidades es la mejor, pero la
más difícil porque, como hemos visto, muchas de ellas son inherentes al ser humano. Vale, no pasa nada. Busca
cómo satisfacerlas sin que ese no-amor esté presente. Desaprender y dejar las necesidades a un lado es posible,
claro que sí, pero conlleva un trabajo y ahora lo importante es que sepas identificar si esa relación de no-amor
parte de una necesidad y si esa necesidad puedes empezar a satisfacerla fuera de esa historia. Lo fundamental en
este momento es que aprendas que no eres esclava de tus necesidades, y que puedes llenarlas fuera de esa relación
que te hace más mal que bien. Y eso hará que te empiecen a salir las alas.

Lista de Spotify
5.
Que te doy mi corazón

«El amor no es una emoción ni un instinto. El amor es un arte».

MAE WEST

«Vale, Eva», debes estar pensando, «está bien, pero aún no me has dicho
qué es el amor». Y llevas toda la razón. Sin embargo, considero que antes
de definir lo que es el amor, el amor sano, es importante dejar claro qué no
es amor. ¿Por qué? Porque creo que si tuviéramos bien claro qué es amor y
qué no lo es, otro gallo nos cantaría y sabríamos con qué relaciones
quedarnos y con cuáles mejor no mezclarnos. Así que vamos por partes.

El gatito abandonado

Imagina que un día escuchas unos maullidos debajo de tu ventana. Te


asomas y un precioso gatito te mira con ojos tiernos, pero está sucio, lleno
de garrapatas y absolutamente hambriento, así que le sacas algo de comida,
que él engulle con gran dedicación. Al día siguiente, aparece de nuevo
nuestro gatito maullando y tú repites la operación. Y así durante una
semana. El octavo día deja que te acerques y le acaricies y te responde con
un ronroneo. Dos semanas después ya has podido cogerlo, bañarlo, limpiar
sus garrapatas, ¡y va cogiendo peso! Se le ve cada vez más saludable. Y
todo es gracias a ti, que te encanta cuidar de gatos abandonados, te hace
sentir útil, que eres importante para el gatito porque tú, y solo tú, le das lo
que necesita. Es más, después de comer, el gatito entra en tu casa cuando
quiere, se te sube al regazo, te ronronea, deja que juegues con él, etcétera.
De hecho, si un día el felino no aparece, te preocupas y crees que algo le ha
pasado e incluso puede que salgas a buscarle. Es tu gato y tienes una
relación con él.

Pasados unos meses, nuestro gatito ya está del todo recuperado y deja de
venir en tu búsqueda; se ha hecho grande, sabe cazar solo y, como tú le has
provisto de todo lo que necesitaba para salir adelante, ya no te necesita, así
que ¿para qué va a volver? Y tú te quedas hecha polvo. Un día escuchas su
ronroneo. Feliz, acudes presta a su llamada y ves que parece Rambo: sucio,
ensangrentado, cansado; viene de una guerra. Y le acoges, le cuidas, le
sanas sus heridas. Y, aunque quede feo decirlo, estás feliz porque, como
está tan desvalido, se queda a pasar las noches en tu casa y te hace
compañía. Y llega el día fatídico: el gatito está del todo recuperado. De
hecho, parece un enorme tigre de Bengala. Y tú vas con toda tu buena
intención a acariciarle y, de repente, ¡zas!, zarpazo. Y si te he visto no me
acuerdo. Y te quedas lamiéndote tus heridas y preguntándote por qué, si tú
le quieres y le cuidas, él te ha dejado la mano hecha trizas con sus zarpas.
Quizás es que nunca pensaste que el gato lo único que quería era que le
sacaras las castañas del fuego, no ser TU gato.

Así es, querida lectora, algunas relaciones son con gatitos abandonados que
nos venden —y nosotras les compramos— lo solitos que están, lo enfermos
que se encuentran y cuánto necesitan de nosotras para salir adelante. Y
nosotras, tan felices, porque ¡nos encanta ayudar! De hecho, el síndrome del
gatito abandonado, como he llamado a este tipo de relación, es algo muy
común entre esas mujeres cuya profesión se focaliza en ayudar a los demás,
como psicólogas, enfermeras, médicos, etcétera. Quizás es porque
escogemos nuestra profesión según nuestra forma de ser y, si de alguna
manera estás orientada a ayudar a los demás, es más fácil que acabes
escogiendo una profesión de esta naturaleza.

El problema viene cuando o bien el gatito realmente lo único que quiere es


eso, que le ayudes y facilites su vida, mientras te vende que es tu gato y se
quedará a tu lado, o cuando tú das esa ayuda esperando que el gato, viendo
lo maravillosa, sacrificada y buena que eres, se quede a tu lado. Ya sea
porque el gatito te dice X y tú le crees y le cuidas o porque tus cuidados
vienen de la esperanza de que se quede a tu lado, lo que tienes es una
relación que se basa en que una de las partes da, y da, y da, mientras que la
otra solo recibe. Y, sí, puede que te dé algo de cariño, de juego u otras
cuestiones, pero ¿es suficiente lo que te da para soportar todos sus
zarpazos? Inma narraba un día su historia con estas palabras:

Conocí a Alfonso en el instituto. Siempre me había gustado, era el típico


chico algo «malote», guaperas y muy popular. Pero nunca se fijó en mí.
Hace unos años, un grupo de alumnos nos localizó a todos los de clase por
las redes sociales e hicimos una cena para vernos y contarnos qué tal nos
iba la vida, y apareció Alfonso. No había perdido un ápice de su atractivo,
aunque se le veía algo desmejorado. En la cena se sentó a mi lado y me
contó que se había divorciado y su mujer le había destrozado la vida, había
perdido el trabajo por la depresión que toda esa situación le causó y tuvo
que volver a casa de sus padres, con todo lo que eso conlleva. Al día
siguiente me mandó un mensaje pidiéndome mi teléfono para quedar un día
a tomar un café, a lo que accedí encantada. Dos o tres días después
quedamos. Recuerdo que durante toda la conversación él me contó todas
sus desgracias y yo solo le daba la razón, asentía y le daba palabras de
ánimo. Volvimos a quedar ese fin de semana y yo organicé un buen plan
que, por supuesto, corrió a mi cargo, con la esperanza de animarle un poco.
Dos semanas después, ya estábamos en la cama juntos. Yo estaba muy
volcada en la relación; hacía planes para que él se sintiera mejor, como
comprar entradas para ver su equipo de fútbol —incluso olvidándome de si
a mí me gusta el fútbol o no—, le pagué un psicólogo e incluso a veces me
quedaba cuidando de sus hijas porque él no se sentía con ánimos. Pero a mí
no me importaba; se supone que de eso trata el amor, ¿no? A veces
desaparecía durante días, incluso semanas. Yo veía cómo colgaba fotos de
fiestas en las redes sociales y me sentaba fatal, pero no le decía nada; hacer
vida social se suponía que era algo que le vendría bien para levantar cabeza.
Y siempre siempre volvía después de sus desapariciones contándome
alguna gran calamidad que le había sucedido, como que el coche se le había
estropeado y, sin coche, ¿cómo iba a ir a las entrevistas de trabajo? Y yo me
tragaba mi enfado, porque, claro, ¿cómo iba a ser yo un problema más entre
todas las desgracias que le estaban sucediendo? Así que le prestaba mi
coche o incluso llegué a pagarle en dos ocasiones la reparación del suyo.
Seguía sin encontrar trabajo y surgió una oportunidad en mi empresa, así
que hice todo lo posible para que él obtuviera el puesto, y así fue. Y las
cosas empezaron a mejorar... para él. Pudo irse de casa de sus padres,
comprarse un coche y estar cada vez mejor. Pero nos veíamos cada vez
menos. Siempre tenía alguna excusa: «Ya sabes que este proyecto me toma
mucho tiempo y me voy a quedar trabajando», «Quiero llevar a mis hijas al
zoo este fin de semana», «Voy a salir con unos amigos que hace tiempo que
no veo», etcétera. Y llegó el momento en el que prácticamente solo nos
veíamos en la oficina. Un día, en la sala de café, él estaba hablando con una
de las nuevas becarias. Escuché que le decía que llevaba mucho tiempo sin
pareja, desde que su mujer le había dejado completamente destrozado y no
podía volver a confiar en nadie. Me quedé de piedra. Esperé el momento
oportuno y le pedí explicaciones. Y me dijo con una frialdad que me dejó
atónita: «Tú y yo no funcionamos como pareja, no sé si te has dado cuenta.
En realidad, creo que somos buenos amigos que se ayudan, se apoyan y se
lo pasan bien, nada más». Pero ¿qué narices estaba diciendo este hombre?
¡Dos años y me viene con esas! ¡Yo jamás hubiera hecho todo lo que hice
por él por un amigo sin más!

Y es que Inma no tenía una pareja, tenía alguien de quien cuidar, alguien
que puso en primera fila olvidándose de ella misma, alguien a quien sacar a
flote y que «jugaba a las casitas» con ella, pero cuyo único interés era lo
que ella le podía dar, sin darle prácticamente nada a cambio. Y, como era de
esperar, Inma se llevó no uno, sino varios zarpazos. Y es que a veces
sabemos dar mucho, y muy bien, pero no sabemos recibir ni ser ecuánimes
entre lo que recibimos y damos y, en nombre del amor, damos, damos y
damos sin importarnos si estamos perdiendo hasta quedarnos vacías.

Quizá te estés preguntando si es que tenemos que dar esperando recibir a


cambio. No, ¡claro que no! Pero en una pareja, la dinámica saludable es la
de dar y recibir. Y si das porque esperas recibir una pareja, tampoco estás
dando sin esperar nada a cambio, ¿no? Así que hazte el favor de preguntarte
si en tu relación recibes lo que esperas. ¿Te da la otra parte lo que necesitas?
¿Te pregunta qué puede hacer por ti? ¡Ojo! En parejas saludables también
hay épocas en las que una de las partes tiene que dar más, tal vez porque su
compañero esté pasando una mala racha, porque un proyecto personal o
profesional le exige más tiempo, etcétera. Pero cuando siempre eres tú la
que das, cuando eres siempre un paño de lágrimas, cuando siempre hay una
mala racha y tú te encargas de que esta se convierta en una buena racha,
quizás estás cuidando de un gatito abandonado. También cabe otra
posibilidad: ¿eres tú ese gato abandonado?

Las doce pruebas de Astérix

No sé si conoces este cómic, que en 1976 se convirtió en película, pero te


contaré el argumento. Los romanos reciben una paliza de los galos cuando
van a conquistarlos, volviendo a Roma con la idea de que los galos son
dioses. Julio César, reticente a esa idea, les propone a los galos doce
pruebas de lo más estresantes, pruebas a las que ningún mortal podría
sobrevivir. Si las superan, los galos serán considerados dioses. Y ahí que
van Astérix y su inseparable Obélix a demostrar que, efectivamente, son
dioses, aunque solo sea para que los romanos les dejen en paz. Lo mismo
pasa en algunas relaciones en las que la falta de confianza, de autoestima,
de seguridad u otros factores, hacen que nos posicionemos, o bien como
Julio César, que necesita saber que los galos son dioses, o bien como los
galos, que necesitan demostrar su deidad para que les dejen tranquilos.

En cualquiera de los dos casos, ¡eso no hay un dios que lo aguante! ¿Pasarte
la vida demostrando que...? Uf, mal. ¿Pasarte la vida pidiendo que te
demuestren que...? No sé qué es peor. En cualquiera de las dos opciones
podemos pensar que el trasfondo es demostrar que nos merecemos amor. Si
tú pides constantemente que te demuestren su amor —y, por supuesto, no
hablo de tener pequeños detalles como una caricia en un momento dado, un
«te amo», etcétera—, quizás es que no estás segura de ese amor, de que tú
merezcas amor, y haces que la otra persona tenga que superar pruebas para
estar segura de ello. Si eres tú la que tiene siempre que andar en la relación
como si fuera una yincana, quizá te prestas a ello porque crees que has de
demostrarle al otro que eres merecedora de su amor. En cualquiera de los
casos, estás abocada a acabar fatigada, extenuada, estresada y,
probablemente, vacía. Lee la historia de Tori:

Llegué a España un verano con la ilusión de conocerle, por fin, en persona.


Pasamos un verano genial, el mejor de mi vida, pero yo me tenía que volver
a Estados Unidos y las últimas semanas él comenzó a decirme que, si de
verdad le quería como yo decía, me quedaría en España. Le dije que no
podía, que tenía que volver, pero que arreglaría las cosas para poder
regresar cuanto antes y plantearnos que me viniera a vivir definitivamente
durante el siguiente año. En un principio aceptó, pero cuando llegué allí
comenzó a decirme que, si no me volvía de forma definitiva a España
pronto, era porque no le quería. Y yo le creí, así que lo arreglé todo, dejé a
mi familia, a mis amigos y a mi vida y me vine con él. Pronto encontré
trabajo como traductora desde casa, pero no me fue fácil adaptarme a mi
nueva vida aquí: solo le conocía a él y mis amigos eran sus amigos, mi vida
social dependía de él. Yo siempre he sido una mujer muy sociable, me gusta
mucho salir y hacer cosas diferentes. Un día me dijo que yo debía dejar de
salir con sus amigos, que ese era su círculo, que si no entendía que él
necesitaba su espacio, quizás es que no le respetaba. Yo me quedé de
piedra, pero pensé que tal vez llevaba razón y que una muestra de amor
podía ser dejarle su espacio social como privado. Y me quedé sola. Conocí
a un grupo de chicas más o menos de mi edad y quedamos una noche para
salir. Cuando me vio, me dijo que me cambiara de ropa, que no parecía una
mujer respetable y que, si le quería, tenía que demostrarle respeto y no
enseñar tanta piel. Yo pensé que era algo cultural y, aunque me molestó,
acepté. Poco a poco todo lo tenía que hacer para demostrarle que le quería:
«Si me quieres, haz la cena», «Si me quieres, ve a cuidar de mi madre», «Si
me quieres, tengamos un hijo», «Si me quieres, vámonos a vivir al campo»,
«Si me quieres, tengamos otro hijo». Y, por supuesto, sé que en el fondo
jamás quise esas cosas. Soy madre y adoro a mis hijos, pero si volviera
atrás creo que no los habría tenido, o no en el momento en que él los
reclamó. ¿El resto? ¡Tengo claro que jamás lo habría hecho si él no me lo
hubiera pedido! ¡Yo solo vivía para demostrarle que le quería! Hasta que un
día me di cuenta de algo: el que estaba roto era él, que necesitaba
demostraciones constantes de mi amor para pegar los pedazos de una
autoestima que, en algún momento de su vida, voló por los aires.

En el caso de Tori, bien se podría decir que su pareja usaba el «Si me


quieres, haz...» para manipularla y que ella hiciera lo que él quería. Es
posible, sí. También es posible que él se sintiera absolutamente inseguro en
esto del amor y lo usara como prueba irrefutable de que ella, efectivamente,
estaba dispuesta a todo por amor. Sus razones nos dan exactamente igual;
sea por inseguridad o manipulación, lo que está claro es que eso no era
amor sano. Y Tori cayó en el extremo más tóxico de que «el amor se
demuestra con hechos, no con palabras».

El caso de Lola es exactamente el contrario; ella era la que pedía pruebas de


amor a todas horas:

Quizás es que ese personaje de «chica curvy que no tiene complejos» y que
yo aireaba a los cuatro vientos era más una fachada que otra cosa y sí que
tenía complejos que me hacían sentir muy insegura. O quizás es que haber
vivido el rechazo anteriormente y alguna relación que me dejó hecha polvo
me había afectado más de lo que pensaba. No lo sé, pero lo que sí sé es
que, sin darme cuenta, se lo hice pasar muy mal a Marcos. Le conocí una
noche de concierto y rápidamente nos caímos muy bien. Me pidió mi
número de móvil y, antes de haber llegado a casa, ya estaba recibiendo un
mensaje para quedar al día siguiente. Nos veíamos mucho, casi todos los
días, y él parecía un chico encantador, interesado verdaderamente en mí.
Además, era muy guapo, totalmente de mi estilo. Un día pasó a nuestro
lado una chica espectacular y él ni siquiera la miró, seguía la conversación
como si ella fuera invisible para él. Ese pequeño detalle, que nunca
confesé, me hizo pensar que sí que había interés genuino en mí, pero no me
lo creía del todo. Empezamos a hacer más cosas juntos y yo le decía que se
lo tendría que «currar» mucho si quería ser mi novio, pero él me respondía
que eso no le importaba y era «nuestra broma». La primera bronca que
tuvimos fue porque fuimos a un concierto, nos hicimos unos cuantos selfis y
él no los subió a sus redes sociales, simplemente subió una foto del grupo
tocando. ¡Me enfadé tanto! Le dije que si se avergonzaba de mí, que si no
quería que sus amigos supieran que estaba conmigo y me marché. No tardó
mucho en mandarme una captura de pantalla mostrándome que había
subido una foto besándonos. Poco tiempo después me dijo que tenía
entradas para un festival, que se iba con sus amigos, y recuerdo
perfectamente que le dije que si me quería me hubiera propuesto ir y
presentarme a sus amigos. Me dijo que las entradas las tenían compradas
desde hacía meses, antes de conocernos y le dije que esa no era excusa, que
si realmente quisiera que hiciera parte de su vida hubiera buscado una
solución. El pobre vino, dos días después, con una entrada que había
conseguido en la reventa y que debió costarle más de trescientos euros
diciéndome que me quería y que, si ese tipo de cosas hacían que me
quedara segura de ello, que lo hacía encantado. Y yo me sentía la mujer
más feliz del mundo. En ese festival le hice pasar por una de las escenas
más bochornosas que puedo recordar. Me encontré con un antiguo amante
con el que me llevo genial. Al verle, le di mi bolso a Marcos y salí
corriendo a abrazarle. Juan, mi examante, me besó en los labios y yo no me
aparté, más bien todo lo contrario. Empecé a hablar animadamente con él
y me propuso ir a tomar algo. Le grité a Marcos que me esperara un
momento que volvía rápidamente y ese «rápidamente» se convirtió en tres
horas y varios chupitos, con carantoñas y algunos tonteos de por medio. No
sé por qué lo hice, supongo que quería saber si Marcos estaba dispuesto a
aguantar por mí lo que fuera, pero sé que si me lo hubiera hecho a mí...
Además, nos vieron varios de sus amigos. Cuando volví, Marcos estaba
bastante enfadado. Recuerdo decirle: «¿Es que no confías en mí? ¡No ha
pasado nada! ¿No me quieres lo suficiente como para creerme?». Y él me
contestó que era yo la que no se quería lo suficiente como para creerse que
alguien la podía querer. Me enfadé mucho, muchísimo, pero sé que llevaba
razón. Al despertar, él ya no estaba. Le mandé un mensaje que insistía en
que, si realmente me quería, él no debería enfadarse. Nunca me contestó. Y
se lo agradezco.
Lola me confesó que habían sucedido muchísimas otras situaciones del tipo
«¿Es que no me quieres?», que ella no identificaba como manipulación,
sino como una inseguridad permanente en que alguien pudiera sentir algo
tan bello y sincero como parecía que Marcos demostraba por ella. Está
claro: no hay amor porque el amor necesita reciprocidad y Lola no amaba a
Marcos. Lee atentamente este pequeño cuento:

Cuenta la leyenda que la más bella de las princesas no encontraba príncipe.

«Ninguno de ellos me quiere a mí, solo quiere heredar el trono cuando mi


padre fallezca», decía.

Así, hizo un anuncio: aquel hombre, fuera noble o plebeyo, que consiguiera
pasar cien días con sus cien noches en la cima más elevada de la montaña
más alta del reino, se casaría con ella. El joven Ahmed vio entonces su
oportunidad: estaba perdidamente enamorado de la princesa desde que esta,
en uno de sus paseos, pasó por delante del joven, que llevaba sus cabras a
vender al mercado. Pero había abandonado la idea por completo: ¡una
princesa con un cabrero! Eso era imposible. Pero con ese reto, el cabrero
tenía su oportunidad. Muchos hombres lo habían intentado. Algunos,
después de la primera noche, habían vuelto a sus casas, hambrientos y
cansados. Otros, habían aguantado una semana, o dos, tres a lo sumo, pero
ninguno los cien días que pedía la princesa. Así que Ahmed se fue a la
montaña y se sentó en la cima más alta. Pasó un día y Ahmed, lleno de
ilusión, se mantuvo en la montaña. Después de tres semanas, la princesa se
interesó por él y fue a verle:

—¡Un plebeyo! ¿Cómo vas a aguantar tú si príncipes y nobles de más alta


cuna no han aguantado más de tres semanas?

—No se preocupe, princesa. Yo la amo y se lo voy a demostrar —dijo con


una sonrisa.

La princesa se marchó indignada y confiando en que, después de unos días


más, el joven cabrero se marcharía agotado a su casa. Pero eso no sucedió.
Ahmed aguantó una semana, y otra, y otra. Se corrió la voz por el reino y
muchos eran los que se acercaban a ver a ese joven que, por amor a su
princesa, estaba aguantando las más crudas heladas del invierno sentado en
una roca. ¡Eso sí que era amor! Poco a poco, el corazón de la princesa se
empezó a derretir. «Quizá sí que me ame», «Es joven y guapo, y tiene una
bonita voz», «¡Fíjate lo que hace por mí! Está dispuesto a morir de frío, o a
ser pasto de los lobos. ¡Por mí!», se decía. Y finalmente confesó:

—Estoy deseando que llegue el día cien y poder convertirlo en mi esposo.

Después de noventa y nueve días y a media hora de que llegara el plazo


marcado por la princesa, todo el reino estaba reunido esperando el gran
acontecimiento. Ahmed estaba famélico, completamente pálido, con las
manos y los pies llenos de llagas, y tan deshidratado que las lágrimas de
dolor que antes caían por sus mejillas se habían secado hacía semanas.
Entonces se levantó y se fue. Un muchacho que estaba por allí le dijo:

—Pero ¿por qué te marchas? ¡Estabas a punto de conseguir a la princesa!


Te quedaba tan poco...

—Sí, es verdad, yo le he demostrado mi amor. Pero la princesa no me ha


ahorrado ni un día de sufrimiento, ni siquiera una hora. No se merecía mi
amor.

Existe también la posibilidad de que tu Jesusito no use frases del tipo «Si
me quieres...», sino que seas tú quien se abalance contra los dragones
esperando que esas pruebas de amor ahuyenten los miedos y las brujas y así
él entienda que le amas con una locura épica. Porque en tu cabecita, solo el
amor que pasa pruebas y sacrificios es el amor verdadero.

¿Cuál va a ser tu día noventa y nueve, querida? O ¿tienes a alguien helado


en un lugar aislado de tu lejano reino con tal de que te demuestre que te
ama? Ahorra y ahórrate las pruebas de amor: si hay que probarlo, quizá no
es amor.
Lo que compras por internet vs. lo que te llega a casa

¿Has visto alguna vez una de esas fotos de lo que compras por internet vs.
lo que te llega a casa? Personalmente, me parecen muy divertidas, pero he
de reconocer que, si te sucede, es una verdadera jugarreta. Vas navegando
por internet y ves un vestido precioso y ¡a un precio espectacular! Piensas
en que esa cola de sirena realzará tus curvas, esa pedrería maravillosa dará
luz a tu cara, ese escotazo en la espalda va a enseñarle a todo el mundo lo
que te has trabajado en el gimnasio, y sueñas con ese raso acariciando tu
piel como si fuera una pluma. Así pues, coges tu tarjeta de crédito y
encargas el vestido. Bueno, viene de China y no te lo puedes probar, pero
¿qué más da? ¡Ya te imaginas lo perfectísima que vas a estar con él!

Seis semanas después, el cartero llama a tu puerta. Abres expectante,


ilusionadísima y encantada de haber recibido el vestido justo a tiempo para
la boda de tu prima Encarna, que es dentro de dos días. Y cuando abres el
paquete... ¡Chof!, lo que te encuentras es un trozo de tela casi transparente
que no se parece en nada a lo que encargaste; el centenar de piedras se ha
convertido en una decena de lentejuelas, el provocativo escote de la espalda
deja ver por completo la zona de tu cuerpo en donde la espalda pierde su
nombre; esa cola de sirena termina por encima de tus tobillos y esa talla 40
que tan bien te queda se ha convertido de repente en una talla 36. ¡Horror!
Pero, bueno, ya que lo tienes te dices que quizá le puedas poner un poco de
tela en el escote, buscar piedras y pegárselas, llevar una faja para poder
comprimirte y caber dentro y, ¡doble ventaja!, como se te transparenta todo,
con la faja no se notará tanto. Ya que lo tienes, no lo vas a tirar, ¿no? O
quizá no es que como lo tienes, debes aprovecharlo, sino que ¡no te queda
tiempo para buscar alternativas! Así que lo tuneas un poco y eso es lo que te
tiene que servir. Fin. ¿Amas el vestido? ¡Ni por asomo! Pero... es lo que
hay. Me he de conformar.

A veces idealizamos a una persona, creemos que será ese vestido perfecto
que lo tiene todo, pero, cuando nos deshacemos del envoltorio y lo vemos
tal cual es, ¡vaya decepción! Pero, bueno, no pasa nada, «ya que está en mi
vida, si cojo y trato de cambiarle un poquito de aquí, otro poquito de allí,
otro poquito de acullá, tal vez valga». Además, «¡ya no tengo tiempo! Se
me va a pasar el arroz, que ya tengo una edad y, claro, a mi edad estar sola
es todo un fracaso, así que sí, este tendrá que valer». Pero no, querida, no
vale. No es lo que querías, ni le aceptas tal y como es. «Aceptar» significa
darse cuenta de cómo es alguien y no enfadarse por ello, y respetarle lo
suficiente como para no querer cambiarlo. Aceptarse a una misma es
exactamente igual, pero hay una diferencia fundamental: si yo quiero
cambiar eso que veo de mí misma, pero no me gusta no solo puedo hacerlo,
sino que debo hacerlo, sin sentirme culpable por ser como soy, sin
enfadarme conmigo misma, sin machacarme por ello. Aceptar, pues, a otra
persona no lleva en la ecuación querer cambiarlo, ni por su bien ni por el
tuyo. Es lo que es, es como es y puedes aceptarlo o no así, pero jamás trates
de cambiarlo.

Además, aceptar tampoco significa resignarse; es decir, el hecho de que


aceptes a alguien, si eso que no encaja contigo es lo suficientemente
importante como para que no esté en tu vida, justamente porque le aceptas y
no quieres cambiarle, tienes todo el derecho de no tenerle en tu vida. Por
ejemplo, hace un tiempo conocí a un hombre divertido, inteligente, con un
gran sentido del humor, etcétera, en definitiva, alguien con el que me sentía
realmente bien. En nuestra tercera o cuarta cita nos cruzamos por la calle
con una mujer china y él comenzó a refunfuñar algunas palabras bastante
racistas:

—¡Deberían irse a su país! Nos están colonizando sin darnos cuenta.

—¡¿Perdona?! —le dije con los ojos como platos—. ¿Qué quieres decir?

—Pues que estamos invadidos de chinos, negros, sudacas... Toda esa gente
está quitándonos el trabajo.

—Lo siento mucho, pero yo no puedo con los racistas. Creo que es mejor
que dejemos la cita aquí y no nos volvamos a ver.

—¿Ves? Si es que los progres sois, al final, unos intolerantes, ¡no aceptáis
algo diferente a lo vuestro! —me contestó bastante enfadado.

—No lo entiendes, justo porque acepto que eres así y no quiero hacer el
esfuerzo de jugar a cambiarte, prefiero no verte; me voy no porque no te
acepte, sino porque te acepto, pero no quiero a alguien como tú en mi vida.
Tampoco me gustan las armas y espero que algún día desaparezcan, pero sé
que existen, lo acepto y punto. Sin embargo, jamás tendría ninguna en mi
casa ni trataría de usarla de florero si lo que es, es un arma.

¿Ves por dónde van los tiros? Justo porque te acepto, no te cambio. Pero
justo porque me acepto y sé que algo así no me viene bien, no lo dejo
permanecer en mi vida. Y esa es la clave: no me vienes bien, me haces mal.
Seamos sinceras: todas —y todos— podemos ver cosas en nuestra pareja
que no nos gustan y tratar de llegar a acuerdos sanos en los que ambos
pongamos de nuestra parte para que la convivencia y el desarrollo de la
relación sean cómodos para los dos. Pero si tú lo que quieres es un
superejecutivo de Wall Street y lo que tienes es un filósofo de banco de
parque de tu barrio, por mucho que le presiones, que le manipules —incluso
inconscientemente por tu parte— o que le pongas en bandeja las cosas, es
exactamente lo que es y, para ti, debería ser una batalla en la que no entrar.
Lee con atención la historia de Anita:

Vale, sé que no es perfecto, más bien todo lo contrario. Rodrigo es un


mueble. Parece que no tiene iniciativa en nada, todo lo tengo que hacer yo,
siempre tirando del carro. Yo trato de hablar con él, decirle que necesito que
sea de otra forma, que no se puede pasar por la vida como si esta no fuera
con él, pero nada, no hay manera. Cuando nos conocimos todo iba bien. No
era para tirar cohetes, pero, bueno, no era mal tipo y con eso, supongo, me
era suficiente. Antes de ir a vivir juntos ya sentía un poco eso de que le
faltaba empuje, pero, bueno, no sé, lo pasé por alto. Quizá pensé que
cuando viviéramos juntos todo cambiaría, pero no. Ahora que vivimos
juntos comienza a ser verdaderamente insoportable. No es capaz de
proponer nada, ni de tener un pequeño detalle, ni siquiera es capaz de hacer
parte de sus tareas en casa. Yo le pido amablemente que haga las cosas,
incluso a veces le hago alguna trampa como dejar su ropa sin lavar a ver si
él tiene la iniciativa de poner una lavadora, pero nada de nada. A veces
acabamos en unas broncas monumentales porque él me dice que es que él
es así, dejado, y yo me encolerizo, pero él tiene tanta cachaza que parece
que nada le importa. Y al final la que acaba enfadada, haciendo todo y
pensando que fue una equivocación irnos a vivir juntos soy yo. ¿Por qué no
le dejo? No sé. Supongo que estoy acostumbrada a él, o que, ya que
estamos juntos, habrá que intentarlo, pero la verdad es que cada vez estoy
más agotada.

Como ves, Anita ya identificaba cosas que su pareja no tenía y que para ella
eran importantes incluso antes de dar el paso de vivir juntos, pero pensó que
él cambiaría, que aprendería a ser algo que él mismo admite que no es.
Anita se enfrenta constantemente a la difícil tarea de convertir un vestido
transparente y mal cortado en un vestido de alfombra roja. Ella estaba
enamorada de la idea de que él llegara a ser lo que ella esperaba, no de lo
que él realmente era. Y al final siempre está cansada, frustrada, enfadada y
con la sensación permanente de fracaso.

Pero a veces, como te decía antes, nos quedamos —resignamos— con lo


que tenemos, aunque no nos encaje medianamente bien, porque es lo que
hay y vemos que el tiempo se nos echa encima, y que esas cosas que se
suponen que debo tener para ser feliz, como una pareja, hijos y una base
sentimental sólida y estable, aún no han aparecido en nuestra vida. De
hecho, creo que hay una época muy peligrosa de la mujer, quizás entre los
treinta y los cuarenta años, en la cual muchas, obnubiladas por la imperiosa
necesidad de ser madres o de tener, ¡por fin!, una pareja estable, se agarran
al primer clavo ardiendo que encuentran en su vida, como si solo ese clavo
pudiera darles lo que tanto ansían. Y, como puedes imaginar, agarrarte a un
clavo ardiendo acaba con las palmas de tus manos calcinadas. Y, en muchas
ocasiones, con tu vida vacía de ti misma. Así me lo resumía un día Chus:

Guillermo era un tipo corriente, tan corriente que en seis años trabajando
juntos, jamás me había fijado en él. Yo había salido de una relación que me
había dejado muy mal. Tras cuatro años con mi ex, y dos años buscando un
bebé, él se marchó justo el día después de mi cumpleaños. Cumplía
cuarenta y dos años, así que él organizó un fin de semana fuera, y cuando
volvimos, con la maleta aún hecha, me dijo que se iba. ¡Me pilló totalmente
por sorpresa! Tardé varios meses en recuperarme de un golpe así, y el día de
mi cuadragésimo tercer cumpleaños Guillermo me dejó un pequeño detalle
de cumpleaños en mi puesto. Me gustó, me hizo sentir bien, así que le invité
a un café para agradecérselo. A partir de ahí, empezamos a vernos más en la
oficina, a ir juntos a comer y empezamos a hacer planes fuera de horario de
trabajo. Guillermo es una persona muy común, sin grandes ambiciones de
ningún tipo. No sé, no tiene nada de especial, pero un día creo que mis
hormonas se enamoraron de él, el día que me dijo que estaba deseando
encontrar a alguien para tener un hijo. Fue extraño, empecé a verle incluso
más atractivo. Y, además, él me insistía tanto... Yo quería que fuera
diferente, que tuviera inquietudes, ambiciones, no sé, que hiciera algo más
que ver el fútbol los domingos. Pero mi reloj biológico hacía tictac y,
bueno, al final no era nada peculiar, pero era un hombre que estaba ahí.
Creo que no me di cuenta, pero comencé a presionarle para que hiciera las
cosas como yo quería, para que estudiara un máster, para que se candidatara
a nuevos puestos en la empresa, para que dejara de ver fútbol y prefiriera el
cine. Para que cambiara. Si él iba a ser el padre de mi hijo, no pedía que
fuera perfecto, pero sí que fuera diferente. Al final, me dejó, decía que la
presión había podido con él. Lo mismo que me había dicho mi ex. ¡Y yo me
quedé sola y sin bebé!

Probablemente, Chus no buscaba una pareja, sino un padre para sus hijos.
Y, en su imaginación, tenía muy claro cómo debía ser ese padre: cariñoso,
ambicioso, especial. Y presionaba a sus parejas para que fueran lo que ella
había imaginado que debían ser, así que no les daba espacio para ser lo que
realmente eran. Ella estaba enamorada de la posibilidad que el tener una
pareja le daba (en este caso, tener un hijo), pero no de lo que en realidad
eran como pareja.

Creo que una de las funciones de la pareja es apoyarnos en nuestro


desarrollo personal, pero no hacerla responsable de ello; esa es nuestra
responsabilidad. Así, cuando estamos en pareja, podemos ver cosas de
nosotras —o ellos de sí mismos— con las que no estamos de acuerdo y
queremos cambiar y, como pareja, necesitamos apoyo, cariño y
comprensión para realizar ese cambio. Pero la regla de oro siempre es que
ese cambio debe partir de la propia persona, no ser impuesto por la pareja.
A veces la pareja funciona como un espejo que nos muestra cosas que pulir
y, si nuestra decisión (o la del otro) es pulirlas, ¡genial! Pero siempre
siempre debe ser la propia persona quien admita el problema y desee el
cambio. De otra manera, estamos librando una guerra que no nos
corresponde y que acabaremos perdiendo irremediablemente.

¿Crees que tu pareja debería cambiar? ¿Haces cosas para que él cambie?
¿Está de acuerdo con esos cambios? ¿Es feliz siendo quien es? ¿Hasta
dónde eso que deseas que cambie te duele?

El pigmalión

Pigmalión, rey de Chipre, buscó a una mujer con la que casarse, pero no la
encontró. La condición de Pigmalión era que esa mujer fuera absolutamente
perfecta. Frustrado por la imperfección humana, decidió dedicar su vida a
crear estatuas de preciosas mujeres para compensar la ausencia de esa
perfección. Una de ellas, Galatea, era tan hermosa que el rey se enamoró
profundamente de ella. Entonces, Afrodita le dijo: «Mereces la felicidad,
una felicidad que tú mismo has plasmado. Aquí tienes a la reina que has
buscado. Ámala y defiéndela del mal».

Y dio vida a Galatea.

En psicología, se conoce como efecto Pigmalión a la capacidad que tiene


una persona de influir en otra a través de las expectativas. Es decir, si
alguien tiene unas expectativas sobre ti y te trata de una manera
determinada, puedes cambiar. Hasta ahí bien, e incluso podríamos decir
que es positivo. El problema surge cuando las expectativas de la otra
persona son que seas perfecta, algo absolutamente diferente de lo que
realmente eres; que te conviertas en su proyecto, que obtengas una
excelencia determinada para que él, orgulloso de su obra, pueda amarte.
En cierta manera, puede ser muy parecido a ser un vestido diferente, como
hablábamos antes, aunque en esta ocasión Galatea sí que asume el cambio.
Por tanto, en el efecto Pigmalión, puede existir un componente diferente,
que es que la persona que hace el cambio quiera hacerlo porque considera
que es incompleta, un diamante en bruto que alguien, con manos expertas,
ha de tallar o incluso que se odie tanto que necesite que alguien la
convierta en algo completamente diferente. Porque ella solita, no, no
puede. Así pues, a diferencia del vestido de internet, en el efecto Pigmalión
hay un acuerdo, más o menos consciente, para que el cambio se dé; es
decir, tú estás de acuerdo en que necesitas ser alguien diferente de quien
eres.

En las películas tenemos muchos ejemplos de este tipo de relaciones.


Pigmalión (1938) recoge la historia, basada en la obra homónima de
George Bernard Shaw, de un profesor de fonética que apuesta que será
capaz de instruir y transformar a una florista en una dama. En 1964,
Audrey Hepburn protagonizó una adaptación de esta novela en la película
My Fair Lady. La mujer explosiva, en 1985, nos cuenta la historia de dos
chicos que crean por ordenador a la mujer perfecta para poder presumir
delante de sus amigos y no ser rechazados por otras mujeres. Alguien como
tú (1999) nos muestra un Pigmalión de instituto que apuesta que podrá
convertir a la chica más rara y empollona del colegio en una perfecta
mujercita popular y espectacular. Y hay muchos más ejemplos, aunque
quizás el más conocido sea Pretty Woman (1990), donde Julia Roberts, una
prostituta de los bajos fondos, es contratada por un magnate de los
negocios (Richard Gere) para una noche que se convertirá en una semana,
tiempo suficiente para que él, con sus halagos, sus vulnerabilidades y su
dinero, la convierta en una dama. No quiero ser injusta con la película y
asumo que la influencia del personaje de Julia Roberts en el personaje de
Richard Gere se palpa a muchos niveles, pero es un buen ejemplo para que
te quede claro qué es el efecto Pigmalión. Básicamente, podríamos
resumirlo en «yo sé lo que te conviene y tu potencial, y tú acatarás lo que
yo diga para poder llegar a extraer todo ese potencial», como si de un
guía, un maestro o un padre se tratara.

El pigmalión se puede erigir en tal porque en realidad lo que busca es crear


su Galatea, como le sucedió a Irene:
Cuando conocí a Enrique, me cautivó. Yo acababa de cortar con un hombre
que, sinceramente, había sido la peor opción de todas las que había podido
escoger: alcohólico, fiestero e incapaz de subirse los pantalones. Me había
hecho la vida imposible. Pero Enrique era todo lo contrario: un médico muy
reconocido, con aire a caballero inglés, de exquisita educación y modales.
Ya no es que tuviera detalles, que también, sino es que ¡sabía de todo! Era
una enciclopedia andante, pero no era nada pretencioso. Cordial, amable,
siempre tenía la frase exacta o la imagen perfecta para cada momento. Yo
me quedé completamente prendada y siempre tuve la sensación de que a su
lado aprendería mucho, que podría «pulir» esas pequeñas cosas que no me
gustaban de mí. Y es que él ¡sabía cómo sacar lo mejor de mí! Pasado el
tiempo puedo identificar perfectamente que Enrique no buscaba una mujer,
buscaba alguien que no supiera ni quién era para convertirla en lo que él
quería, pero lo hacía de una forma tan sutil que jamás me percaté de ello.
Por ejemplo, Enrique jamás me hubiera dicho algo del tipo: «Pues no te
queda bien ese color de pelo», sino más bien: «¡Oh! Estás maravillosa. Sin
embargo, creo que esas facciones de diosa egipcia se verían mucho más
bonitas si el cabello fuera negro». Si engordaba algo, él nunca me habría
dicho: «Has engordado», sino algo como: «Querida, veo que has
recuperado algo de curvas. ¿Necesitas ir mañana de compras?». Si salíamos
a cenar con amigos, él me decía cosas del estilo: «No bebas demasiado, ya
sabes que esta gente es una estirada y no ven bien que una dama beba
alcohol». A veces me preguntaba durante el día qué me iba a poner para
esas cenas de negocios a las que acudíamos y, cuando llegaba a casa, traía
un regalo para mí: el perfecto vestido para esos eventos. Por supuesto, una
dama como yo no debía trabajar, era mejor que estudiara, me formara y
tuviera disponibilidad para ir de viaje con él cuando era necesario. Él
siempre me decía lo orgulloso que estaba de mí, lo que le gustaban los
esfuerzos que yo hacía «por sacar todo mi potencial». Dejé de escuchar la
música que me gustaba porque en esa casa solo se podía escuchar música
clásica; dejé de vestir mis camisetas cómodas y mis vaqueros para ir
siempre perfectamente conjuntada y con tacones, porque eso era lo que yo
me merecía; no volví nunca a tener una bata calentita, siempre iba en
lencería fina porque una dama como yo debía cuidar el exterior, el interior y
lo del medio; me depilaba por completo porque una mujer no debe tener ni
un único vello en todo su cuerpo; empecé a leer libros que, si bien me
parecían aburridísimos, se suponía que me iban a hacer mejor persona, e
incluso me hice varios retoques de cirugía estética con los que yo no estaba
del todo de acuerdo, pero si Enrique quería... Y un día, diez años después,
me miré al espejo y tuve la extraña sensación de no saber quién era aquella
mujer que me devolvía la mirada. Comencé a llorar desconsoladamente, el
maquillaje se fue de mi rostro dejando paso a una cara de oso panda más
cómica que deprimente, pero yo no podía dejar de llorar. Escuché a Enrique
entrar y comencé a sentir miedo, como si mi padre me fuera a echar una
grandísima reprimenda por no haber llegado a tiempo del colegio. Enrique
me vio sentada frente al espejo y me dijo que qué era esa cara, que me daba
cinco minutos para que me la aclarara y volviera a maquillarme, que
teníamos media hora hasta llegar al restaurante. Ni siquiera me preguntó
qué me pasaba. Y en ese momento me di cuenta de que jamás me había
preguntado cómo estaba.

Yo conocí a Irene esa noche, en los lavabos del restaurante. Estaba llorando
«para dentro», disimulando las lágrimas como podía, pero su cara contaba
una historia realmente dolorosa. Me acerqué a ella y le ofrecí un pañuelo de
papel sin mediar palabra. Ella lo aceptó y se sonó la nariz.

—¿Me lo quieres contar?

—No, no es nada —me respondió bajando la mirada.

—Pues, para no ser nada, duele mucho, ¿no?

En ese momento, Enrique golpeó la puerta llamando a Irene.

—¿Puedes salir y decirle que estoy indispuesta, que algo de la cena debe
haberme sentado mal? —me pidió ella.

Me quedé con ella en el lavabo y me contó que no podía salir de allí con esa
cara, que eso generaría una discusión y que necesitaba algún plan para
poder irse sin que él la viera así. Llamé a un taxi mientras me acercaba a la
mesa donde estaba Enrique con sus invitados y le conté que Irene se
encontraba francamente mal y que la iba a acompañar a casa. Me preguntó
qué sucedía, pero no se levantó para ir al baño y ver si ella necesitaba su
ayuda. Les conté a mis acompañantes la historia y ellos se encargaron de
informarnos de los movimientos de Enrique. Nos metimos en el taxi y
fuimos a tomar un té, y fue entonces cuando ella me contó su historia. Le di
mi teléfono pidiéndole que, si tenía algún tipo de problema esa noche, me
llamara urgentemente. A las tres de la mañana sonó mi móvil: Enrique
había entrado en cólera, no entendía qué le pasaba y le había levantado la
mano. Él se había ido de casa y ella no sabía qué hacer. Una semana
después, cuando Enrique volvió a casa, ella ya no estaba.

La historia de Irene es bastante truculenta, e incluso extrema, y no se la


deseo a nadie, pero no es necesario llegar a estos niveles para que nuestro
Jesusito se convierta en un Pigmalión. Si identificas que lo que haces, dices,
piensas, vistes, vives e incluso sientes, para él está mal y te ofrece pistas,
más o menos directas, de cómo deberías ser, probablemente estés ante un
Pigmalión. Pero este efecto también puede ser buscado, y me explico. Es
posible que tú, reconociendo tu necesidad de mejora, busques a alguien que
te diga qué tienes que hacer, sentir, vestir e incluso vivir; es decir, que
busques un guía que alumbre tu camino y lo vistas de «relación de pareja»
cuando, en realidad, lo que quieres es un maestro que te enseñe. Pero
¿sabes? A ser tú solo puedes enseñarte tú misma. Ruth, una de mis clientas
de pérdida de peso, relataba en una de nuestras sesiones:

Yo estaba fatal, no era yo. No sé, me sentía perdida del todo; quería
cambiar de trabajo, mi familia me estaba ahogando, no me sentía bien en
mi cuerpo, con los hombres me había ido todo fatal y, para colmo de males,
mis amigas se habían ido alejando poco a poco de mí. Comencé a pensar
que el problema estaba en mí, que había algo en mí que andaba mal. Y me
apunté a un curso de terapia Gestalt buscando mejorar, buscando algo que
me diera la clave para poder salir de esa situación. Y el primer día conocí
a Gorka. Él era compañero, pero ya había hecho otros cursos antes y se le
notaba muy cómodo en ese ambiente. Hablaba con todo el mundo, exponía
su interior sin tapujos y sonreía sin parar. En el descanso comenzamos a
hablar y desde ese momento hubo un «buen rollo» entre nosotros que fue in
crescendo a lo largo de los días, de las semanas, de los meses que duró el
curso. Nos veíamos fuera, hablábamos todos los días, él me apoyó
muchísimo en todo ese tiempo. Y, semanas antes de despedirnos de nuestros
compañeros, ya teníamos una relación de pareja. Yo se lo consultaba todo:
«¿Qué crees que debo decirle a mi jefe?», «¿Crees que debo responder el
mensaje de mi amiga?», «¿Cómo crees que me vería mejor, con camiseta o
con vestido?», «¿Crees que debería ir a tal curso?». Y yo acataba su
opinión como una guía de cómo debía ser, sin ni siquiera plantearme si lo
que él opinaba concordaba con lo que opinaba yo misma. Y yo pensaba que
estaba recuperando a la Ruth que realmente era, pero ¡nada más lejos de la
realidad! Yo solía ser una persona muy crítica, con opiniones propias, pero
acataba lo que Gorka me decía sin plantearme absolutamente nada, así que
—pese a creer lo contrario— estaba perdiéndome entre sus consejos. La
gente a mi alrededor me decía que me veían muy cambiada y, supongo, que
eso reforzaba más el dejarme llevar por Gorka y sus opiniones porque,
claro, si yo creía que algo en mí estaba mal y el resto de la humanidad
identificaba mis cambios, entonces lo estaba haciendo bien. El problema no
era el cambio en sí, sino que yo no sabía vivir ya sin que Gorka me dijera
cómo hacerlo. Perdí mi capacidad de crítica, de opinión, de elección, de
vivir según mis propias normas. Y con un miedo terrible siempre a
equivocarme. Un día Gorka me preguntó si estaría con él si no me diera
consejos. No supe qué contestar. Y me dejó.

En el caso de Ruth, como puedes ver, no era Gorka quien quería que ella
fuera diferente, sino que ella, en su afán de cambiar, buscó a alguien que
pudiera ayudarla, con sus consejos, a ser algo distinto de lo que ya era. Y en
vez de reconocer que su necesidad era esa, la vistió con el traje de «pareja».
¿Eso significa que no podemos cambiar cuando vemos cosas de nosotras
que no nos gustan? No, ni mucho menos. Es más, creo que hacerlo es parte
primordial de crecer como persona y, en muchas ocasiones, una relación de
pareja puede dejar al descubierto aquellas cosas que no vemos de nosotras
mismas y que no nos gustan o que incluso pueden hacer daño a los demás.
Pero siempre siempre siempre ha de primar lo que tú piensas y lo que tú
crees. Siempre debes tener criterio propio. Puedes escuchar consejos, por
supuesto, pero la decisión final sobre qué hacer es tuya.
Ser algo diferente no significa borrarte del mapa y volverte a dibujar, sino
mejorar lo que ya eres. Si para cambiar tienes que borrarte por completo y,
además, basas ese cambio en lo que te dice tu pareja, es posible que estés en
una relación de no-amor.

Estrenar zapatos nuevos

Este término lo acuñó mi amiga Verónica un día que me contaba por qué no
era capaz de dejar a su pareja: «No sé, Eva, sé que me llevo muchos
sofocones, que es una montaña rusa constante, pero cuando vuelve... vuelve
la ilusión, el tonteo, la conquista, el juego. Es como si estrenara zapatos
nuevos cada vez que rompemos y volvemos».

Me quedé pensativa, porque sí, yo había pasado exactamente por lo mismo.


Tras cada ruptura, tras cada escenita, venía una reconciliación, una montaña
de promesas y un hombre nuevo. Jugábamos, entonces, a la reconquista, a
volver a ilusionarnos, a los comienzos. Y, perdona que te diga, pero si hay
algo que nos mueve y nos reconforta a las mujeres es la ilusión. Ilusión por
las cosas nuevas, porque las cosas cambien, porque un hada madrina haya
tocado con su varita mágica el cerebro de nuestro Jesusito y, de repente, se
convierta en todo aquello que nosotras siempre hemos querido vivir.
Ilusión, en definitiva, de tener esa vida que deseamos.

La ilusión es un estado emocional que nos hace sentir vivos, es una


motivación para seguir adelante en la vida y que nos permite ir
completando proyectos. Es, en definitiva, una gasolina capaz de mover los
buques más pesados, que nos conecta con nuestra fuerza de voluntad para
lograr los objetivos que nos marcamos y, por supuesto, nos hace tener fe.
Porque una de las características de las ilusiones es que no es necesario que
se consiga para sentirnos ilusionadas, sino que la idea de poder conseguirlo
es lo que genera la ilusión. Así que sí, cuando estás en una montaña rusa y
tienes la esperanza de que cambien las cosas, el más mínimo cambio
consigue que te vuelvas a ilusionar.
Pero hay más: existe gente enganchada a vivir ilusionada. Necesitan
sentirse ilusionadas con algo constantemente porque necesitan esa gasolina
de la que te hablaba antes para poder sentirse vivas. ¿Recuerdas cuando eras
pequeña y se acercaban las fechas de Navidad? La ilusión de que existiera
una magia tan potente capaz de hacer que un grupo de reyes consiguiera
recorrer todo el mundo en una única noche dando regalos a los niños hacía
que fueras capaz de dejar de hacer trastadas solo para tener un regalo, solo
por la simple ilusión de conseguir ese juguete o esa mochila que «molaban»
tanto y así evitar que los Reyes te dejaran carbón.

Y es que eso es exactamente la ilusión, la capacidad de pensar qué nos


gustaría vivir, tener, crear, a dónde nos gustaría ir, etcétera, y modificar
nuestros actos e incluso nuestra vida para lograrlo. Si quieres, no te tienes
que ir tan lejos: imagina esos zapatos maravillosos que has visto que
cuestan muchísimo dinero, pero los quieres, y los quieres tanto que eres
capaz de dejar pequeñas cosas para ir ahorrando, pasearte por delante del
escaparate una y otra vez, imaginarte con qué ropa te quedarán bien, en qué
evento los llevarás e incluso lo cómodos que podrán ser y alentarte en el
camino hasta que estén en tu armario.

Yo soy fan de la ilusión. Me encanta ilusionarme con proyectos nuevos,


retos nuevos, nuevas experiencias, etcétera. De hecho, creo que sería
incapaz de vivir sin ilusiones. El problema es que, si aquello que nos
ilusiona al mismo tiempo nos está haciendo daño, entramos en un bucle del
que no es muy fácil salir. Y eso es exactamente lo que sucede con esas
relaciones que parecen montañas rusas: cuando estás arriba son
absolutamente geniales. La ilusión de que las cosas cambien, de que él dé
un giro de 180 grados y, por fin, se comporte como la persona que debe ser,
o la reconquista, son un subidón. Pero cuando se desploma, la caída es más
dura, más fuerte, más desoladora. Y tú te quedas con una sensación de
vacío, de fracaso, de tonta. Y sin autoestima. Y creo que una de las claves
está en esta palabra: magia. Quizás, en nuestro fuero interno, deseamos
fervientemente que esa última despedida haya hecho que nuestro Jesusito
haya ingerido un brebaje que le transmute mágicamente en una persona
que no es. Y todo por amor. Más concretamente, por nuestro amor. Un
hechizo de amor que haga que, por primera vez, todas esas palabras y
promesas que nos regala cuando decidimos volver a abrir esa puerta se
conviertan en realidad. Una magia que haga que nuestro mundo sea
completamente diferente porque él cambia por arte de birlibirloque. Lee
atentamente lo que me contaba Estela:

Me siento la mujer más tonta en la faz de la tierra. Sé que él no va a


cambiar, pero cada vez que rompemos es como si una vocecita interior me
dijera: «Esta vez es la definitiva, por fin se va a dar cuenta de todo lo que te
quiere, de todo lo que le das, de lo felices que podríais ser si él cambiara».
Y, por más que me juro a mí misma que no voy a caer, vuelve y caigo. Pero
es que mi situación tiene más delito porque hace un tiempo que descubrí
que él tenía una doble vida: conmigo y con otra chica mucho más joven. Su
plan era perfecto: vivir con las dos al mismo tiempo. Él había conseguido
un trabajo espectacular fuera de nuestra ciudad, pero con la ventaja de que
tendría que venir todas las semanas, así que ella se fue con él a la nueva
ciudad y acordamos que los días que viniera a la nuestra, se quedaría en mi
casa. ¡Menos mal que descubrí todo antes de que pusiera su cepillo de
dientes en mi baño! Habíamos cortado y vuelto una decena de veces, pero
pensé que ahora, con trabajo nuevo, nuevas ilusiones y la vida laboral
yéndole viento en popa, todo cambiaría. Se fue a la nueva ciudad a buscar
piso y todo era perfecto: hablábamos de forma muy cariñosa todos los días,
me mandaba fotos de los pisos y todo era como lo había soñado siempre.
Pero comencé a atar cabos a través de las redes sociales y, ¡zas!, me llevé el
batacazo. Ni siquiera quise verle, así que le llamé por teléfono y le dije que
lo había descubierto todo. Durante muchos meses estuvimos
incomunicados, pero un día vino a mi casa diciéndome que había dejado a
la otra mujer, que se había dado cuenta de lo mal que se había portado y de
todo lo que me amaba, que era la mujer de su vida y que, por supuesto,
estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para que le perdonara. Sin
decirle que sí, le abrí un poco la puerta y fue mi perdición. Él realmente
demostró un cambio... hasta que me volví a rendir. Y comenzaron de nuevo
las humillaciones, los «hola y adiós», el hombre que cambiaba de la noche a
la mañana, para bien y para mal. Y me di cuenta de que lo único que me
había mantenido ahí había sido la ilusión, como si realmente hubiera
empezado una relación con un hombre nuevo, pero... la cabra siempre tira
al monte.
«La cabra tira al monte», dice Estela. Yo creo que mientras que a la cabra
no le importe ser cabra, cabrito o cabrón, tirará al monte. Y tú nada puedes
hacer, no hay amor que cambie a nadie si ese «nadie» no desea cambiar y,
aun así, a veces el coste sigue siendo demasiado alto. Y si has dado
decenas, centenas de oportunidades, piénsatelo muy bien: ¿te merece la
pena dar una más? O ¿es tu ilusión de que las cosas sean como tú has
soñado —y no como realmente pueden ser— lo que te mantiene pegada a
ese cabrito?

Imagina que, después de todo el esfuerzo que has hecho, esos maravillosos
zapatos te duelen, y te duelen como si mil agujas te perforaran el pie a cada
paso. ¿Qué es lo más probable que hagas? Que intentes ensancharlos,
adaptarlos y, cuando te des cuenta de que no, de que hagas lo que hagas no
son para ti, los dejes metidos en el armario, como si pensaras que, por arte
de magia, llegará el día en el que realmente sí los puedas usar. Este es el
caso de Leonor, una de mis clientas:

En realidad, me he dado cuenta de que lo que a mí realmente me gusta es la


ilusión del principio, el reto de conseguir que se enamoren de mí como unos
imbéciles, que me consideren la mujer de su vida. Y mientras eso sucede,
realmente lo soy. Soy capaz de modificarme por completo. ¿Que a él le
gustan los huevos revueltos pero no fritos? Entonces, los huevos revueltos
son mis favoritos y los fritos, puaj, ¡qué asco! ¿Que le gusta el fútbol?
Entonces, yo soy la fan número uno de su equipo y, es más, me voy a todos
los partidos que haga falta. ¿Que es más de Bach que de Iron Maiden?
Bach es lo mejor del mundo y después de él, la música ya no es música,
solo ruido. ¡Me modifico por completo! Soy como una especie de arcilla
que se moldea según las necesidades de la otra persona, pero creo que no
es porque me considere poco, insuficiente o que no valgo nada, sino porque
creo que de esa manera tendré a un hombre perdidamente enamorado de
mí. Además, no te creas que suelo escoger a hombres fáciles, ¡de eso nada!
Siempre busco hombres complicados, hombres que considere muy
inteligentes, superiores en algún área con respecto a mí y mi reto es que él,
tan «top», acabe a mis pies. Es un reto constante, una ilusión que da
sentido a mis días. Es como si necesitara siempre tener el reto de conseguir
el amor, una ilusión que me haga hervir la sangre, me da «vidilla». Y
cuando tengo un nuevo proyecto de posible pareja, ¡soy feliz! A veces
pienso que me da igual quién sea. Lo importante es que sea una persona
que yo considere difícilmente alcanzable o incluso que si lo alcanzo pueda
meterme en problemas. Eso me pasó con Bruno, un motero que parecía
sacado del «Manual del perfecto macarra». Es que lo tenía todo: no quería
pareja, quería vivir libre, era inteligente, guapísimo, muy culto, le gustaba
la fiesta, por supuesto que no pensaba ni por asomo que la monogamia
fuera algo natural, así que era abiertamente promiscuo, etcétera. Y,
encima, el hijo de los mejores amigos de mis padres. Pero a mí se me puso
entre ceja y ceja que Bruno tenía que acabar a mis pies, que era el
caramelito que yo me quería comer y que lo conseguiría. Comencé
quedando con él con la excusa de ir a ver un concierto y lo pasamos
bastante bien. Estuvimos toda la noche hablando y yo encontré a alguien
mucho más sensible y mucho más interesante de lo que pensaba. Al cabo de
unos días le mandé un mensaje, y seguimos hablando. Quedábamos de vez
en cuando para tomar algo y charlar, como buenos amigos, sin ninguna
pretensión por su parte. Pero cada vez que escuchaba el pitido de mi móvil,
yo pegaba un respingo y ¡me sentía como una niña de catorce años! ¡Qué
ilusión! ¡Qué genial! Ese día ya estaba contenta. Era como un chute de
energía total. Contaba los días hasta el domingo, día en el que muchas
veces nos juntábamos las dos familias para comer, con la esperanza de que
ese día él no tuviera resaca y viniera. Cuando me di cuenta, llevábamos ya
un tiempo como pareja y yo había conseguido lo que quería. Y entonces me
di el batacazo: ya no había ilusión, ya no saltaba cada vez que me llegaba
uno de sus amorosos mensajes, ya no esperaba el domingo impaciente e
incluso me molestaban los comentarios de las familias del tipo: «Es que
estáis hechos el uno para el otro». Sin ilusión, sin mariposas en el
estómago, para mí ya no había amor. Es como si para mí el amor solo
tuviera esos dos componentes: ilusión y mariposas en el estómago. Y
entonces empezó la pesadilla. Quería dejarle, pero no sabía cómo. ¿Cómo,
después de haberle perseguido, de haberle metido en una relación del tipo
de las que él siempre había renegado, iba a dejarle? ¡No podía! Además,
sus padres eran los mejores amigos de los míos... El lío estaba servido. Así
que tiré por la calle del medio y empecé a no hacerle mucho caso. Esas
cosas que tanto admiraba empezaron a molestarme. Esa música heavy
metal que él escuchaba, me empezó a parecer un horror. Me quejaba por
todo, le criticaba constantemente y empezamos a hacer algo que jamás
habíamos hecho: discutir. Tengo que ser sincera: él jamás cambió, seguía
siendo el mismo, pero yo ya no le veía con los mismos ojos, ¡incluso le veía
mucho menos atractivo! Y él luchó por sacar la relación adelante. Trataba
de conversar conmigo, de entender qué me pasaba, pero yo lo sabía
perfectamente: ya no estaba ilusionada. Incluso fuimos a terapia de pareja.
Fuimos un par de veces. La tercera sesión fue la definitiva; yo no acudí a la
cita y la psicóloga le dijo a Bruno que conmigo no iba a trabajar, así que él
me dijo que tiraba la toalla, que había intentado todo lo que él podía hacer
y que veía que yo no quería recuperar la relación, así que se fue. Cuando le
di por perdido, comencé a enviarle mensajes, a intentar quedar con él,
¡estaba de nuevo ilusionada! Fue mi madre quien me paró los pies. Un día
me dijo que, si yo pensaba que el amor es sentir cosquillas solo con
escuchar el nombre de la persona, estaba muy equivocada, que eso se
llama ilusionarse, pero que el amor de verdad, el que perdura, conlleva
algo muy importante que yo no había sentido por Bruno: respeto.

Como supongo que ya has entendido, esto no es tampoco una relación de


amor porque, como bien decía la madre de Leonor, en el amor hay algo
básico que es el respeto, y cuando lo que te mueve es la ilusión de
conseguir que él, ¡oh, salvaje!, se evangelice según tus criterios, no estás
respetando a la otra persona. Pero en el amor también debe haber respeto
por ti misma. ¿Crees que alguien que deja de ser ella solo por conseguir que
se enamoren hasta los huesitos se está respetando? Yo pienso que no. Y
espero que tú también, así que empieza a respetar, pero, ante todo, a
respetarte.

Bajar la escalera

Otro clásico en las relaciones que acaba por convertirlas en relaciones de


no-amor. Y es que muchas veces nos da por bajar escalones pensando que,
si nosotras nos ponemos a otro nivel, las cosas serán mucho mejor. Y te
explico: imagina que estás en una escalera de diez escalones que representa
el proceso vital, las ambiciones, lo que consigues en tu vida. Por lo que sea,
tú te encuentras en el escalón número siete. Puede ser por tu desarrollo
personal, profesional, vital, económico, o por todo ello. Y conoces a alguien
que se encuentra en el escalón número cinco. Cuando bajamos la escalera,
lo que hacemos es ponernos al nivel de la otra persona para que no se sienta
mal, obviando e incluso negando lo que hemos conseguido —y
conseguimos—. Es decir, nos bajamos del escalón en el que estamos para o
bien empujar desde abajo a la otra persona o para hacernos pasar por algo
que realmente no somos porque consideramos que así evitamos generar un
conflicto en la relación. Te pongo un ejemplo propio por si no te ha
quedado claro.

Con unos diecinueve años conocí a Nico, un chaval de un pueblo de la


Mancha profunda. Nico era guapísimo, muy divertido, le gustaba la misma
música que a mí y estaba embelesado por mi pelo rosa fucsia algo que, hace
casi treinta años, no era nada habitual. ¡Me encantaba ese chico! Y, además,
le admiraba por algo que para mí era signo de fortaleza: había dejado de
estudiar a los catorce años, pues su padre había muerto y tenía que trabajar
para sacar adelante a su familia. Yo, en aquel entonces, estaba en la
universidad estudiando, con mejor o peor fortuna, psicología. Además,
como siempre me ha gustado meterme en todos los «saraos» que podía,
estudiaba cursos complementarios, publicaba mis relatos en algunas revistas
e incluso escribí una obra de teatro con la que viajamos a un encuentro de
jóvenes artistas en Holanda. En definitiva, tenía una vida que para mí era
normal. Pero Nico, no sé si por envidia, por baja autoestima o por
machismo, comenzó a bombardearme con pequeñas perlas del tipo: «Claro,
como tú estudias en la universidad...», «Como yo vivo en un pueblo y tú en
la gran ciudad...» o «Como yo nunca viajaré fuera de España...». Recuerdo
el día que le anuncié que viajaría con mi grupo de teatro a Ámsterdam; él
montó en cólera, echándome en cara que no entendía qué hacía yo con un
«don nadie» como él, que él jamás llegaría a mi nivel. Y yo, en vez de
darme la vuelta e irme, lo que hice fue bajar el escalón y comenzar a
mentirle y ocultarle cosas solo para que él no se sintiera inferior a mí; cosas
que para mí eran cotidianas, como que me habían vuelto a publicar un
relato o que íbamos a hacer otra representación de teatro. Incluso le mentía
sobre mis notas en la universidad: en vez de algunas matrículas de honor —
pocas, no te creas que era una gran estudiante, querida lectora—, le decía
que había aprobado todo por los pelos, que no era tan lista como él creía, o
le negaba que había publicado algo nuevo porque «no escribo tan bien
como crees». Es decir, me puse al nivel de su baja autoestima para que él no
se sintiera mal. Por supuesto esta fue una situación que solo pude mantener
tres o cuatro meses y al final me marché, harta de no poder ser yo, harta de
alguien que sigo sin saber si tenía un problema de autoestima o de
machismo, y hasta las narices de pensar más en una persona que no se creía
capaz de subir sus escalones que en mí.

Antes te he dicho que no sabía si era por envidia. Creo que la envidia es una
de las cabezas visibles del monstruo de la baja autoestima. Cuando no nos
creemos capaces de conseguir lo que otros tienen, incluso cuando no nos
consideramos merecedores de ello, surge la envidia. La envidia sana no
existe porque la envidia no es un sentimiento positivo, es algo que te come
por dentro, así que, si te carcome, no puede ser sana. Cuando conoces a
alguien que tiene algo que tú deseas y te crees capaz de conseguirlo, porque
te estimas y confías en tus capacidades, lo que surge es la admiración e,
incluso, la sensación de haber encontrado un modelo al que seguir. Así que
la única explicación que puedo encontrar para un comportamiento así es la
baja autoestima. Pero no solo la baja autoestima de quien se siente en el
escalón más bajo, sino de la persona que decide que ser ella no es bueno o
es dañino y, por tanto, se apea de su peldaño. Si te sientes bien con lo que
eres, con lo que has conseguido en la vida, con lo que tienes, no necesitas
ocultarlo porque eso le haga daño a los demás. Si los demás lo quieren, ¡que
se remanguen y se pongan a trabajar por conseguirlo!, ¿no crees?

Recuerda:

SI ALGUIEN DICE QUE NO TE MERECE, CRÉETELO.


Deja de jugar al «Pobrecito, yo le voy a enseñar que no es así» porque vas a
acabar mal. Si realmente lo piensa, su autoestima está hecha una verdadera
basura y tratar de demostrar que no es así va a hacer que asumas una
responsabilidad que no es tuya. Y si no lo piensa, ten por seguro que es una
estrategia para manipularte y que te pongas al servicio de esa falsa baja
autoestima, que trata de bajarte de tu escalón a golpe de pena, penita, pena.

Y nosotras, tontas que nos creemos enamoradas, ¿qué es lo que solemos


hacer? Ya lo sabes: bajar esos escalones y, en algunos casos —muchos—,
además, empujar: «Venga, sube, que tú puedes, que no eres tan malo, que
eres mejor de lo que piensas, ¡hale, hale!», o «Venga, que yo estaré aquí
para perdonar tus meteduras de pata, para demostrarte que con amor y
cariño tú puedes ser mejor de lo que piensas».

Te vaticino el futuro: vas a empezar a dejarte de lado, vas a comenzar a


meterte en el papel de mamá que tiene que enseñar a su hijo a ser persona,
incluso vas a dejar de ser tú. Y, finalmente, te vas a olvidar de lo que
realmente vales. Este es el caso de Marina, una clienta:

Le conocí por internet justo después de dejar una relación que me había
traído durante años por la calle de la amargura. Él era un ilustrador que
estaba tratando de abrirse paso, sensible, divertido y con una mente que me
atrapó a la segunda conversación, justo lo contrario de lo que era mi ex. A
las pocas semanas estábamos enganchados como dos lapas y un día me dijo
que no entendía cómo una mujer como yo —guapa, inteligente, con mi
propio negocio— podía haberse fijado en un fracasado como él. A mí eso,
lejos de espantarme, me pareció algo muy tierno. A los pocos días me dijo
que se sentía fatal porque siempre se portaba muy mal con las mujeres y yo
le contesté que quizá no había encontrado a la mujer con la que portarse
bien, que estaba segura de que no era tan malo. Sé que en mi fuero interno
el «Y yo te voy a enseñar que eres bueno, que te mereces amor, que el
problema es que nadie ha sido paciente contigo» fue lo que en ese momento
me hizo quedarme a su lado. Y entonces comenzó lo que, a día de hoy, veo
como una pesadilla. Empezó a no contestarme los mensajes. Luego me
decía que se sentía fatal por ello, pero siempre tenía una excusa: «Estoy
triste», «Necesito centrarme en mi trabajo y que estés orgullosa de mí»,
etcétera. Y yo siempre le excusaba y me pasaba horas intentando
convencerle de que no era tan malo, que un tropezón lo podemos tener
todos, que era normal. Sin darme cuenta, dejé de hablar de mí para
centrarme exclusivamente en hablar de él, darle ánimos e incluso trabajar
—gratis— con mi empresa para darle visibilidad en las redes y hacerle
entender que no solo era una gran persona, sino un buen profesional. Luego
comenzó a dejarme tirada cada vez que quedábamos, pero yo solo tenía
comprensión para él: «Entiendo que no quieras ir a ese restaurante que no
puedes pagar, no te preocupes», «Es normal que te de miedo conocer a mis
amigos, no pasa nada», etcétera. Y, cuando me di cuenta, mi vida giraba en
torno a hacerle sentir bien, a que él recuperara su autoestima, a que él
saliera de esa cueva de negatividad en la que vivía. Mientras, yo dejé de ser
yo, de hacer lo que me gustaba, de darme lo que me merecía y me había
ganado con esfuerzo y trabajo. Y me di cuenta de que ya no hablaba de él a
mi entorno por miedo a que me echaran la bronca por continuar en una
relación en la que yo solo daba y nada recibía, así que algo estaba mal. Un
día lo vi claro: era una relación tóxica. Yo había dejado de ser yo para que
él no se sintiera mal, para ayudarle a ser mejor, para empujar a alguien a ser
su mejor versión, que, dicho así, puede sonar genial, pero en todo este
proceso me había olvidado de todo lo que yo soy, de lo que he conseguido y
de lo que realmente quiero. Así pues, le llamé y, como siempre, no me
cogió el teléfono, por lo que no me quedó más remedio que mandarle un
mensaje: «Fran, eres tóxico, necesito salir de esto, así que adiós». Jamás me
respondió.

Marina me dijo que ella era consciente de que él era tóxico, pero que algo
tampoco debía estar bien en ella cuando había permitido que eso le pasara,
así que nos centramos en que ella descubriera esas razones y, al mismo
tiempo, en que volviera a recuperar las riendas de su vida y de su
autoestima.

Nunca me cansaré de decirlo: hay que ser muy fuerte para pedir ayuda. Y si
ves que tú sola no puedes, no pasa nada por pedir ayuda a tus amigos, a tu
entorno o, incluso, a un psicólogo.
Si crees que te has despeñado por las escaleras, no lo dudes: quédate en tu
escalón. Ofrece la mano, sí, pero para que la otra persona la alcance y se
apoye en ella, no para tirar y romperte la espalda en el intento.

El alma gemela

Este es un tema peliagudo porque enmarca dos cuestiones: la fantasía o la


espiritualidad. Me explico. Existen muchas leyendas sobre las almas
gemelas. Por ejemplo, que en realidad es una única alma que se dividió en
dos y, por tanto, están necesariamente en búsqueda constante de su otra
mitad. La del hilo rojo —esa leyenda que dice que hay personas unidas por
un hilo rojo que sale de su meñique— podría ser otra variante. Otra leyenda
dice que solo las almas que han aprendido mucho podrán encontrar a su
gemela, esa persona que las complete y las lleve a otro nivel espiritual,
como un premio por todo lo aprendido —y, en muchas ocasiones, sufrido
—; o la leyenda que dice que las almas gemelas se unen desde el primer
momento para llenarse de amor en una perfecta sinfonía. Incluso ese
concepto tan occidental de «la media naranja» hace referencia a que solo
aquel que tiene los gajos gemelos a los tuyos va a encajar en tu vida.

Podría contarte decenas de variaciones, pero todas ellas, si no se conocen


bien y no se sabe poner en la correcta perspectiva, apuntan a dos cuestiones
básicas: solo hay una única persona (alma) que sea tu gemela y el hecho de
encontrarla es un premio. No quiero entrar en cuestiones religiosas o
espirituales que pueden tratar este tema, pero sí decirte que, si esta es tu
perspectiva, estudies un poco más el concepto religioso o espiritual, pues
nada tiene que ver con sufrir hasta la extenuación para llegar a conocer a tu
alma gemela y, por tanto, un amor indestructible. Tampoco tiene que ver
con uniones románticas por arte de magia; esa es la fórmula fantasiosa que
nos vendemos. Y, como es fantasía, ahí todo cabe: le damos sentido a que
nos crucemos con alguien que lleva el mismo perfume que nuestro Jesusito,
a que él esté conectado al WhatsApp cuando miramos su perfil, a que suene
la canción que nos recuerda a él, a que una mariposa aletee en nuestra
ventana o que, al ver el número 8 —que corresponde a la edad mental de
nuestro Jesusito—, el Universo nos esté diciendo que él es el elegido. Y sí,
es posible que así sea, pero cuando esas señales te hacen mantenerte en una
relación que te daña, e incluso te maltrata, creo que es hora de aprender la
lección y saber cuándo hay que irse.

Como te decía antes, esta concepción de «alma gemela» a veces se asocia


al hecho de que, si aprendes determinada lección, tu recompensa será un
amor puro y verdadero. Bueno, pues aquí tienes la lección a aprender:
saber decir que no a lo que te daña, saber amarse lo suficiente como para
identificar lo que NO nos merecemos, saber que se puede ser feliz estando
sin pareja, que hay muchos tipos de amor (de amistad, de familia, de
amigas a muerte, etcétera) que también son valiosos, que no eres menos
por no tener pareja. Saber, en definitiva, que es mejor estar sola que mal
acompañada. Y ahí sí vas a tener de premio un amor muy valioso: el tuyo
propio.

Mira lo que me contaba Laura:

Si ahora lo pienso, no sé si es que estaba loca o qué narices me pasaba.


Conocí a Jaime por internet y, si soy sincera, en la primera cita me di cuenta
de que iba a haber lágrimas, pero me dio igual. Por alguna razón, yo sentía
que le conocía de antes, como si estuviéramos predestinados. Encajábamos
muy bien, nos reíamos de las mismas cosas, a veces incluso acabábamos la
frase del otro, éramos cómplices, muy cómplices. Era como si hubiera
encontrado a mi media naranja y juntos, en vez de hacer una naranja
completa, lo que hacíamos era un licor de naranja, un pastel de naranja y
una vida llena de color. Era perfecto hasta que dejó de serlo. Algo en él, de
repente, se rompió y comenzó con dudas, miedos e inseguridades, pero en
vez de compartirlas conmigo, se marchaba durante días sin decirme nada.
Luego reaparecía como si nada hubiera pasado y, cuando yo le pedía
cuentas, él me decía que si pretendía controlarlo, e incluso montaba alguna
bronca y volvía a desaparecer. Yo, lejos de indignarme y pensar que eso no
era ni medio normal, comencé a convencerme de que solo era una época y
que pasaría, porque ¡estábamos predestinados! Y, claro, dos seres
predestinados es imposible que se acaben separando. ¿Cómo iba a ser así?
Por fin había encontrado a mi media naranja, así que, por necesidad, solo
podía ser una mala racha. Entonces empecé a excusarle: habrá tenido un
mal día en el trabajo, habrá pasado algo que no me quiere contar para no
preocuparme, habré dicho algo que le ha molestado pero no quiere discutir,
así que se lo guarda, etcétera. Un día leí una frase que decía algo así como
que lo que nos pasa es justo lo que necesitamos en ese momento y entonces
pensé que tal vez todo lo que estaba viviendo era algún tipo de lección que
debía aprender y que, cuando así fuera, todo entre nosotros estaría mucho
mejor. Quizás es que yo no sabía amarle como él necesitaba, o tal vez es
que había algo en mí que no estaba bien y que necesitaba descubrir qué era
y cambiarlo. Y mientras, las cosas cada vez iban a peor; las peleas se
disparaban y, con ellas, su nivel de violencia verbal. Las ausencias, cada vez
más prolongadas, eran el pan nuestro de cada día. Cada vez que discutíamos
él me decía que yo le hacía decir esas cosas o ponerse así, que ya le había
fastidiado el día o que yo era la culpable de que su vida fuera una porquería.
Recuerdo un día que en una discusión me dijo que yo sacaba lo peor de él y
que ojalá esa noche al volver a casa me violaran. No lo pude soportar y salí
corriendo de allí. Al día siguiente, el se presentó llorando, con un ramo de
flores, sus disculpas y sus «te amo» por delante. Y yo pensé que, a lo mejor,
tenía que aprender a perdonar, y que, si yo le perdonaba, aprendería esa
lección y, por tanto, nuestro amor predestinado por fin se daría. Total, si
vivimos lo que necesitamos vivir y yo estaba viviendo eso, sería por algo,
¿no? Pero ahora me doy cuenta de que solo eran excusas que yo me ponía
para no irme de allí, porque en el fondo, si yo pensaba que era mi media
naranja, me estaba diciendo que no iba a encontrar a alguien y siempre he
sabido que no quería pasar mi vida sola.

Como ves, Laura sabía que lo que estaba viviendo no era normal, pero se
vendió a sí misma la idea de que era lo que tenía que vivir porque, de esa
manera, aprendería una lección. Esa idea del aprendizaje a través del
sufrimiento es una fórmula muy extendida. Creo que es una idea de esta
cultura judeocristiana que magnifica el poder del sufrimiento, como si
aquellos que no sufren no se merecieran la paz, como si el sufrimiento fuera
algo no solo que no se debe evitar, sino que se debe buscar, porque de
alguna manera sufrir te hace grande, te hace sabio y, además, te dará el
cielo.
¡Paparruchas!

Cuando veo a mis sobrinas, riendo y jugando, mientras aprenden, me


pregunto si es que ellas no se merecen el cielo por aprender a través de las
risas, de los bailes, de vivir la vida sin hacer daño a nadie y sin que nadie
las dañe. Y no se trata de evitar el dolor, sino de no aferrarnos a él
esperando que nos dé una lección vital. En el budismo hay una frase
maravillosa que dice: «El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es
opcional». Esto significa que no podemos evitar cosas que nos duelen; el
dolor es parte de la vida. Pero, si nos quedamos en ellas, creamos un círculo
vicioso o nos obsesionamos con ese dolor, entramos en el sufrimiento. No
voy a entrar en temas sobre si nuestro subconsciente está deseando sufrir
porque creemos merecer un castigo, o si el problema es que creemos que
aquello que no nos hace sufrir no merece la pena, que también puede ser y,
como sabes, las creencias son muy poderosas. Solo sé que la única lección
real que nos da el sufrimiento es la de aprender a desprendernos de él; así
que, si te hace sufrir, no es divino ni de lejos y, desde luego, es una relación
de no-amor, de sufrimiento. Y cuando vivimos relaciones de sufrimiento es
muy posible que se haya traspasado la línea del maltrato emocional, así que
mucho ojo si sientes que tu relación te hace sufrir.

Está claro que la pareja de Laura era, como se suele decir, un capullo. Y,
desde luego, un maltratador emocional de manual. Pero cuando ella se dio
cuenta de que eso que estaba viviendo no era normal, la razón que se dio
para quedarse era que él era su alma gemela y que, por lo tanto, tenía que
vivir eso como parte de su evolución personal y, una vez superado,
obtendría su premio: un Jesusito completo, entregado, enamorado, perfecto.
Un sapo convertido en príncipe. Pero eso jamás sucede, porque tú tampoco
eres la hija de un rey que, aburrida, juega con su bola de oro, la pierde en
una charca y para recuperarla tiene que besar un sapo. ¿O sí?

Grandes amores de película


¿Quién no se ha muerto de gustito con esa escena final de Pretty Woman en
la que el chulazo de Richard Gere llega en la limusina y sube, cual Romeo,
a por su amor creyendo que iba a rescatarla y Julia Roberts le da un zasca
diciéndole que fue ella quien le rescató a él? Esa maravillosa escena que
nos hace olvidar todas las perrerías por las que antes ha tenido que pasar.
¿Y qué me dices de Baby y Johnny en ese baile de Dirty Dancing,
amándose a pesar de los recelos de los demás, de las diferencias sociales,
de la oposición de su entorno y de ellos mismos a dar rienda suelta a sus
sentimientos? Te podría hablar de decenas, cientos —y si me das tiempo,
incluso de miles— de películas en las que dos enamorados tienen que
luchar contra todo y contra todos para que su amor, su sagrado amor,
venza. Pero aquí es cuando te echo el jarro de agua fría por encima: es una
película. Y las películas y las buenas historias necesitan de conflicto
interno (por ejemplo, cuando el protagonista se niega estar enamorado de
ella porque tiene miedo a que ella descubra que es un idiota integral
incapaz de comprometerse) y de conflicto externo (los padres de ella no
están de acuerdo con su amor porque ella es una pija de Pedralbes y él un
macarra de Vallecas). Sin eso, la historia no funciona, así que hay que
poner a los protagonistas en apuros porque, si no, ¿qué narices tenemos
para contar? Nada. La historia se resumiría en:

Chica conoce a chico.

Chica y chico quedan unas cuantas veces.

Chica y chico reconocen que se gustan.

Chica y chico se establecen como pareja.

Chica y chico están bien.

¿A que le falta «chicha»? No sé, que al menos ella no lo tenga claro y él


ponga una pancarta en plena Gran Vía, o que se conozcan cuando a ella se
le caen los apuntes al entrar al metro y resulte que él es un gran experto en
pintura impresionista tricromática, que es la asignatura que a ella más le
gusta, y se la lleve por el mundo enseñándole tal magno arte inexistente.
¿No? No sé. ¡Algo! ¡Lo que sea! Pero que convierta la historia en algo
digno de recordar.

Esto es lo que le pasaba a Abril:

Yo tenía pareja. Era un chico al que conocí en la facultad, empezamos a


salir y seguimos durante muchos años. Estábamos bien, me cuidaba bien y
compartíamos las típicas cosas de pareja. Si me hubieras preguntado en
aquel entonces cómo era él, seguramente te hubiera respondido que era
alguien normal, sin nada destacable en realidad. Pero conocí a Blas, el
hermano mayor de uno de los chavales que yo trataba en el centro de
menores. Su hermano era un chico increíblemente inteligente, pero Blas y él
habían pasado por demasiadas desgracias desde muy pequeños. Eso y las
malas compañías habían traído a su hermano al centro. Blas parecía
alguien más centrado y maduro, o eso es lo que yo quería pensar.
Comenzamos a vernos con la excusa de hablar de su hermano, y un día me
pillé a mí misma diciéndole «Te quiero» después del sexto orgasmo. ¡Por
Dios! ¡Qué locura! Él me dijo que lo nuestro no era posible, que yo tenía
una vida, que vivía acomodada, y él no dejaba de ser alguien con una vida
inestable, que a veces tenía que hacer cosas, digamos, «no muy legales»
para salir adelante. Yo lo sabía, pero me daba igual. Estaba enamorada de
alguien «peligroso» y eso hacía que mi vida estuviera llena de burbujas que
me explotaban debajo de la nariz en cualquier momento. Así que me lie la
manta a la cabeza y dejé a mi pareja, hablé con mi familia y les expliqué
las razones y, por supuesto, ni mi familia ni mis amigas pensaban que fuera
buena idea. «¡Aburridos!», «Qué acomodados estáis», pensaba yo. Pero yo
me creía completamente enamorada, así que desoí a quien me decía que lo
nuestro no iba a salir bien y le metí en mi casa. ¡Lo peor que pude hacer!
Blas nunca había sido especialmente atento, ni romántico, ni detallista, ni
cariñoso, pero entonces las cosas se estropearon por completo. Llegaba a
casa todos los días borracho o drogado, desaparecía durante días, a veces
me abría el bolso y me quitaba dinero, etcétera. Pero yo sentía que, por fin,
tenía una historia que contar y que él acabaría cambiando, madurando y
dándose cuenta de que me amaba lo suficiente como para dejar atrás esa
vida. Un día, harta de las discusiones, de la situación y de él, le tiré la ropa
por la ventana. En el fondo yo no quería que se fuera, sino que se diera
cuenta de que me amaba y que así no podía seguir, que al cabo de unos
días viniera montado en su moto con un ramo de rosas jurándome amor
eterno. Pero jamás sucedió. Entonces y de repente me di cuenta de una
cosa: lo que me pasaba era que estaba aburrida de mi vida, de saber lo que
iba a pasar, a qué hora iba a llegar mi pareja a casa, de cenar pizza los
viernes y fuera de casa los sábados, del sexo del domingo por la mañana y
de las vacaciones en el apartamento de Calella. Yo quería una buena
historia, algo que me hiciera sentir viva. Algo de lo que alguien pudiera
escribir una película de Óscar.

Si te das cuenta, en el relato de Abril hay un poco de «gatito abandonado»,


algo de «lo que compras por internet», mucho de aburrimiento y un cuento
buscando un final feliz. Pero lo que no hay es amor. Quizá tampoco lo
hubiera por su anterior pareja, pero por Blas lo que sentía era la excitación
ante una historia diferente de todo a lo que ella estaba acostumbrada. El
subidón de lo nuevo, de que su biografía tuviera, por fin, un relato que
recordar. Y es que a veces creemos que el amor tiene que ser una de esas
películas llenas de conflictos y que el final feliz solo llegará cuando se
resuelvan, o un cuento en el que el sacrificio y la lucha son necesarios para
poder comer perdices siendo felices. ¡Ojo! No estoy diciendo que cuando
exista un conflicto en la pareja tengas que huir, ni que las relaciones tengan
que ser siempre de color de rosa. Lo que te digo es que, si la razón por la
que te quedas en una mala relación es que esperas el final feliz de cuento de
hadas, es una relación de no-amor.

A veces, pensando en este tema, creo que sucede lo mismo que con las
tallas de ropa. Te explico. Nos pasamos el día viendo en los medios de
comunicación y en las redes mujeres de tallas 34, 36 y, algunas, 38.
Estamos constantemente bombardeadas con esas imágenes de mujeres con
tallas muy por debajo de la media real. ¿Cuántas puedes ver al día? No sé,
¿veinte?, ¿cincuenta?, ¿cien? Lo que es seguro es que más que gente de
carne y hueso. Y, además, se nos presentan como deseables, como si ahí
radicara la felicidad. Así que nuestro cerebro, que a veces es mucho más
simple de lo que creemos, piensa: «Bien, si tantas mujeres tienen esa talla,
¡es que esa es la talla normal!». Pero nada más lejos de la realidad: la talla
más vendida en, por ejemplo, España, es una 42. Ahora piensa en los
cientos de películas, cuentos, libros e historias que conoces de amores
sufridos con finales felices. ¿No crees que es posible que, de alguna
manera, normalizáramos que el amor ha de tener, necesariamente, un gran
drama de fondo para poder ser amor de verdad?

Quiero aprovechar esta cuestión para recordarte el tema de las creencias.


¿Recuerdas la necesidad de llevar razón? Ahí expliqué las creencias y
cómo influyen en mantenernos en relaciones de no-amor. ¿Qué crees que le
pasaba a Abril? Pues que su creencia sobre cómo tiene que ser el amor le
hizo meterse en esa mala relación. Para ella, una historia de amor tiene
que ser sacrificada, casi prohibida, algo merecedor de un guion
cinematográfico. Y se metió en el nido de la serpiente.

Te podría hablar de muchas otras situaciones en las que una relación es una
relación de no-amor, pero creo que con estos ejemplos te ha quedado claro
que una relación que nos hace sufrir, una relación en la que recibimos más
dolor que amor, una relación que nos hace sentir inestables y que incluso
desestabiliza otras áreas de nuestra vida, no es una relación de amor. ¿Qué
es lo que tienen en común estas situaciones? Algo muy sencillo: no son
relaciones de mutualismo sano.

¿Qué es esto? He acudido a un término biológico para intentar explicarlo.


En la naturaleza se dan casos en los que dos individuos de la misma especie
o especies diferentes se unen. Por ejemplo, existe el comensalismo. En este
tipo de relaciones, dos individuos se unen y uno de ellos saca beneficio
mientras que el otro no, pero tampoco sale perjudicado. Es el caso de las
rémoras, que se adhieren a los tiburones para viajar más lejos y rápido, pero
no le causan ningún tipo de perjuicio al tiburón.

Existe también el parasitismo. En este caso un organismo (el parásito) se


aprovecha de otro, pero sí que le causa daños. Es el ejemplo de la tenia, un
parásito que pueden tener tanto animales como seres humanos, y que puede
causar enfermedades muy graves.
Y, por último, existe el mutualismo, que es el tipo de relación en la que
ambos individuos salen beneficiados. Un ejemplo maravilloso es el de la
morena y la gamba. La morena es un pez carnívoro que no tiene forma de
limpiarse los dientes, así que la gamba se los limpia y vive en la madriguera
de la morena a salvo de depredadores.

En principio, como ves, el mutualismo es positivo: yo obtengo algo y tú


obtienes algo. ¡Genial! Pero es que somos seres humanos y no iba a ser tan
fácil, querida. Por ejemplo, puedes tener una pareja que vive en tu casa y
cuyo beneficio es, obvio, alojamiento gratuito y tú, a cambio, obtienes el
beneficio de que tu familia te deja en paz con eso de: «A ver si te echas
novio». ¡Fantástico! Pero ¿es eso amor? No, querida, es conveniencia. Si
eres consciente de ello, ¡adelante! Pero no te digas que es amor cuando no
lo es.

También podemos tener beneficios negativos. Te pongo un ejemplo que


suelo usar cuando trabajo temas de sobrepeso. Imagina que estás a dieta y,
por lo que sea, te la saltas, así que te dices: «¿Ves como eres una gorda
incapaz de adelgazar? ¡Hala! Come lo que te dé la gana». Y te zampas una
hamburguesa. ¿Cuál es el beneficio? Pues, en este caso, podría ser
castigarte por haberte saltado la dieta porque sabes que esa hamburguesa va
a hacer que des al traste con todo lo que llevabas adelgazado esta semana y,
por tanto, apoyes tus creencias destructivas sobre ti. Es decir, el beneficio es
que te das la razón.

Bien, algo así puede ocurrir en algunas relaciones. Por ejemplo, te sientes
tan mal contigo misma (baja autoestima) que crees que te mereces que te
trate así. Y sí, es posible que él haya sido lo suficientemente manipulador
como para haberte destruido la autoestima por completo y haber llegado a
hacerte sentir que no mereces nada bueno en la vida, porque los
maltratadores tienen muchas formas de hacernos sentir que los castigos son
merecidos. Así que si crees que tu relación es un castigo que mereces, casi
seguro que estás viviendo una relación de maltrato emocional. Por lo tanto,
el mutualismo debe ser sano, es decir, que los beneficios de ambas partes
sean positivos, equilibrados, saludables y, en definitiva, que te haga sentir
bien contigo misma y con tu vida.
Por último, existe una relación entre beneficio y coste. Por ejemplo,
imagina la situación anterior: tienes una pareja que vive contigo, él no paga
alquiler y a ti te dejan en paz. Pero es un cerdo que deja la casa hecha
polvo, que se emborracha todos los días o que tiene actitudes que, sin tener
que ser de maltrato, a ti te dañan, como puede ser tirarse todo el fin de
semana jugando a la videoconsola. Cuando el coste supera el beneficio y,
por tanto, hace daño, también es hora de plantearse si de verdad es una
relación con amor o no.

O imagina que estás totalmente enamorada de un hombre, pero él está


casado y jamás dejará a su familia, cosa que a ti te duele y te hace sentir una
persona miserable. Puede haber amor, no lo dudo, pero si ese coste es
demasiado para ti, ¡lárgate! Porque el amor y el cuidado no es algo que solo
puedas dar a una única persona en el mundo —recuerda eso de que no
existen las medias naranjas— ni, por supuesto, recibir de una única persona:
si te duele, deja de ser amor porque si para que la otra parte esté bien tú
tienes que sufrir, es que no te ama. Y tú tampoco te amas si te dejas vivir
así.

Si nosotras no hacemos sufrir a quien amamos, ¿por qué creemos que


tenemos que sufrir por amor? Pues por todo lo que hemos hablado hasta
ahora: creencias, estereotipos, necesidades, presión social, autoestima,
cuentos que nos cuentan y que nos contamos, aprendizajes y, por supuesto,
cosillas que puedes tener por ahí y que quizás es bueno que revises con un
profesional de la psicología, como podría ser un trauma no resuelto. Lo
bueno es que, cuando te das cuenta, puedes tomar distancia y decisiones
que te lleven a estar bien contigo misma. Y a dejar de sufrir por eso que
dicen que se llama amor... pero que tú ya sabes que no lo es.

Lista de Spotify
6.
Tómalo, tómalo

«Hay pícaros suficientemente pícaros como para portarse como personas


honradas».

MARLENE DIETRICH

Pues sí. Mi admirada Marlene Dietrich llevaba razón: existen personas lo


suficientemente inteligentes como para hacer que toda la humanidad a su
alcance confíe en ellas. Y luego, hacer con ellas lo que quieran. Y ahora
vamos a hablar de ellos, de esas personas a las que les damos nuestro
corazón. ¿O nos lo arrebatan?

Antes de continuar quiero dejarte claro algo muy importante: este libro trata
de ti, de que aprendas a identificar una relación de no-amor e, incluso, de
maltrato emocional para que puedas salir de esa trampa que tanto daño te
está haciendo. No obstante, en ningún caso, tienes que tratar de entender
qué le pasa a la otra persona, a tu Jesusito, para que puedas salvarlo de sus
propios monstruos. Es necesario que entiendas esto porque, si no es así, vas
a volver al círculo vicioso de querer erigirte en la heroína del cuento, y ya
sabes que esto tiene un coste. Creo que, si eres consciente del coste —
perder tu autoestima, sufrir, probablemente caer en una depresión e, incluso,
vivir maltrato emocional— y, aun así, eliges meterte —o seguir— en esa
historia, es lícito. Es una decisión como otra cualquiera. Ahora bien, como
decisión que es, tendrás que hacerte cargo de sus consecuencias. Y, de paso,
preguntarte qué te pasa a ti para querer meterte en la boca del lobo y dejar
que te engulla.
Además, quiero dejarte claro algo más: vamos a ver rasgos de Jesusitos para
que puedas identificarlos y salir corriendo, pero estos rasgos no son los
únicos. Y, me explico, una persona maquiavélica es también una gran
manipuladora; como un narcisista, o un psicópata, tampoco tiene empatía
alguna. Un gatito abandonado puede tener algo de machista, por supuesto, y
un encantador de serpientes puede jugar el papel de fan. Es decir, el ser
humano es lo suficientemente complejo como para que no podamos decir
que si alguien hace A es, sin lugar a dudas, X. Así que, más allá de querer
hacer un diagnóstico —ese no es tu cometido—, fíjate en esos
comportamientos que tiene tu Jesusito y que a ti te perturban, te duelen e
incluso te desequilibran. Y toma la decisión de amarte.

También me gustaría comentarte algo muy importante. Es posible que tu


Jesusito tenga algún trastorno de personalidad que, diagnosticado o no, no
trata. Está bien, eso te daría una razón para que haga lo que hace, pero nada
más que eso. No es una excusa ni, mucho menos, un elemento que te tenga
que hacer recular si has decidido poner fin a esta situación. Mi Jesusito es
uno de estos casos. Cuando, por fin, fui capaz de decirme a mí misma en
voz alta que era una mujer maltratada, fui capaz de decirle a él que era un
maltratador. Él se sorprendió, pero —creo que por primera vez— me
escuchó, buscó ayuda profesional y, ¡bingo!, le diagnosticaron un alto nivel
de uno de los trastornos de personalidad más difíciles de tratar: el
narcisismo con rasgos de psicopatía.

Pero no tenemos que irnos a esos extremos para identificar a posibles


Jesusitos. De hecho, con todo lo que hemos visto hasta el momento, ya
puedes hacerte una idea de alguno de los tipos que veremos. Y empezamos
por uno que, seguro, te suena.

El gatito abandonado

Cuando te hablé de este tipo de situaciones antes, hice hincapié en ti como


cuidadora de gatitos abandonados. Pero ¿cómo identificarlos antes de que
nos den el primer zarpazo? Te dejo unas cuantas pistas:
Su vida es un drama continuo. Todo lo malo le pasa a él. Puede ser que le
hayan abandonado, quitado la casa, el coche se le haya estropeado y, como
consecuencia, le hayan echado del trabajo. Sea lo que sea, lo primero que te
va a contar es un enorme drama.

Puede pedirte ayuda directamente o de forma pasiva, con frases del tipo:
«Si encontrara algún sitio para pasar unas semanas, hasta que mi situación
mejore...». De esta manera, no acepta su responsabilidad a la hora de pedir
ayuda, tú se la ofreciste; así que, si sale mal, la culpa será tuya.

Se posiciona como víctima. No es que él haga algo para que su vida sea el
desastre que es, sino que su ex es una perra del averno de la peor calaña, su
jefe le tiene ojeriza desde que entró en la empresa y su coche se empeña
siempre en romperse cuando más lo necesita. Es decir, echa balones fuera
con respecto a la responsabilidad que tiene en su vida.

Te hará sentir indispensable en su «recuperación». Por ejemplo, te dirá que


sin ti estaría en la calle durmiendo, que eres el mejor ser humano que jamás
ha conocido o que no era nadie hasta que te conoció.

Si amenazas con marcharte, puede sacar su lado más destructivo y decirte


que se quitará la vida. O, por el contrario, no montar un drama, pero tratará
de darte pena con mensajes, indirectas por las redes, etcétera. Sea como sea,
te hará sentir culpable.

Puede jugar la carta de la depresión. Te dirá que está deprimido, pero si le


empujas a pedir ayuda profesional se negará. O dirá que no hay profesional
capaz de ayudarle como lo haces tú.

Se preocupa, básicamente, de él y de sus problemas. Tú eres muy fuerte, tú


no necesitas que te cuiden.

Si alguna vez le cuentas tus problemas, es posible que te responda con un


problema suyo mucho mayor, mucho peor, mucho más tétrico y para el cual
no tiene recursos.
Puede que te escuche, sí, pero rara vez te ofrecerá ayuda real y efectiva.

El pesimismo es su bandera.

En el fondo sabes que lo que quiere es alguien que haga de su vida algo más
sencillo, que le cuide y le trate como si fuera su mamá.

Y, ojo, es posible que una persona tenga una mala época en su vida y tú le
conozcas en ella. Vale. La vida nos puede dar un revés, una patada en la
entrepierna y un puñetazo en el estómago, todo al mismo tiempo, y nadie
estamos a salvo de ello. Pero ¿es el momento de meterse en una relación?
Desde luego que no. Ni para la persona que está sufriendo tantas
calamidades ni para la que le pueda ayudar. ¿Por qué? Pues porque pueden
suceder demasiadas cosas que nada tienen que ver con el amor, como, por
ejemplo, desarrollar una relación de codependencia, una relación
parasitaria, que el gatito te meta un zarpazo directito al corazón o que,
simplemente, sea un pasatiempo para no tener que lidiar con tus propios
problemas. Cuando alguien no está bien, no puede mostrarse tal y como es
en todo su esplendor. Así que, ¿crees que puede haber un amor completo?
Yo no lo creo porque, en realidad, ¡no conoces a la persona ni todo lo que
puede ofrecerte en verdad!

Sí, soy de esas personas que piensan que, para entrar en una relación sana,
ambas partes deben sentirse bien consigo mismas. Por supuesto que es
factible pasar malas épocas o no sentirse cien por cien bien, pero, si de
entrada la relación se basa en que tú des cariño, comprensión e incluso
recursos, mientras que la otra persona no te corresponde con lo mismo,
¿qué tipo de cimientos crees estar creando para una relación sana? Los
cimientos de la desigualdad. Y unos cimientos mal formados son casi
imposibles de arreglar.

Recuerdo una conversación en la que estábamos mi amiga Lidia, una amiga


suya —enganchada a un gatito abandonado— y yo.
—Bueno, ¿qué esperas de una relación así si lo único que haces es quejarte
de que tu chico es un alma en pena? —pregunté con mala baba. Sé que
Lidia trajo a su amiga esperando alguna pregunta que le hiciera despertar.

—Pues, la verdad, creo que cuando él esté bien y todo pase, será una
persona maravillosa y estaremos genial.

—¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez has conocido a esa persona maravillosa?

—No —respondió tras unos segundos pensando—, la verdad es que desde


que le conozco, todo es drama. Pero tiene buen fondo, pobre chico, así que
supongo que será buena gente.

Suponer no es, para mí, el verbo perfecto que te permite entregar amor,
tiempo e ilusiones. Vivir de lo que se supone que será cuando todo esté bien
es venderse cuentos, es una fantasía más del tipo: «Con mi amor, mi cariño
y mi comprensión, él saldrá de esta y seremos felices y comeremos
perdices».

Tal vez pienses que negar ayuda a alguien que la necesita es ser de mala
persona, y es posible que así sea. Yo no te estoy diciendo que le niegues
ayuda, sino que no te metas de cabeza en una relación que se basa en que tú
ayudes. Si no te quieres alejar, puedes ayudar desde el desapego, desde el
«te puedo comprender y apoyar, pero eres tú quien tiene que arreglar tu
propia vida». Así, en vez de abrirle la puerta a las dos de la mañana porque
ha tenido una mala noche, le dices que quedaréis para un café cuando
tengas tiempo. En vez de darle el dinero para pagar la factura del teléfono,
puedes ofrecerle ayuda para rehacer su currículum y que busque trabajo. En
vez de aguantar cinco horas de chat contándote sus penas, dile que mejor
vais al cine y así se distrae un poco. Pero tú no eres responsable de esa
persona, así que no te creas responsable de que él esté bien, porque no es ni
tu obligación, ni tu cometido, ni, mucho menos, lo que debe hacerte feliz en
la vida.

Siempre recuerda
LOS DRAMAS, DÉJALOS PARA NETFLIX.

Y los gatitos abandonados, en las protectoras de animales.

El machista

Antes de meternos en harina con esta cuestión, creo que es necesario dejar
claros algunos conceptos:

Hembrismo: La mujer es superior al hombre.

Misandria: Odio a los hombres.

Machismo: El hombre es superior a la mujer.

Misoginia: Odio a las mujeres.

Feminismo: IGUALDAD DE DERECHOS ENTRE HOMBRES Y


MUJERES.

Feminazi: Término despectivo usado por los machistas (sean hombres o


mujeres) para referirse a las feministas que luchamos por la igualdad
de derechos y oportunidades.

Y punto. No hay que darle más vueltas. La revolución feminista de los


últimos tiempos no quiere echar a los hombres de la sociedad, ni relegarlos
a simples envases de semen ni, mucho menos, convertirlos en el saco de
boxeo de las mujeres. El feminismo quiere la igualdad. Y su contrario no
solo es el machismo, sino la falta de humanidad. ¿Cómo alguien con un
mínimo de humanidad puede considerar a otro ser humano menos que él
por el simple hecho de no ser como él? Por eso el tipo machista es tan
peligroso, porque te considera menos que él y, por tanto, él decide tus
derechos, tus límites y lo que puedes o no hacer en la vida.

No quiero hacer un tratado sobre la raíz sociológica y antropológica del


machismo, pero sí que creo necesario recalcar que el machismo está tan
integrado en la sociedad y la educación que, a veces, nos cuesta mucho
identificarlo, incluso a nosotras mismas. Y, por supuesto, ser feminista no es
algo de lo que se deba renegar, sino todo lo contrario: aceptar e impulsar.
Creo que en los últimos tiempos el machismo le ha visto las orejas a las
lobas —y a las zorras libres— y usa tácticas de manipulación para que
identifiquemos el feminismo con ese monstruo que quiere destruir a la otra
mitad de la sociedad, pero nada más lejos de la realidad. Es el machismo
quien somete, maltrata e incluso mata por una idea tan sencilla como
aterradora: tú, mujer, no vales para nada más que complacerme y, si no lo
haces, puedo disponer de tu vida —y de tu cuerpo— como quiera.

Vale, ese es el machismo más extremo. Pero hay otros tipos de machismo
más sutiles, más tenues, que también dañan, así que vamos a aprender a
identificar a esos machistas que se nos pueden colar sin darnos cuenta:

Él ayuda en casa: no asume que las tareas del hogar sean cosa de dos, sino
que es algo de la mujer y él es tan generoso que ayuda.

Se siente un perdedor porque la mujer gane más que él.

Las amas de casa no son trabajadoras, sino que cumplen con su función
como mujeres que son.

Jamás aceptaría dejar de trabajar y encargarse del hogar si su pareja ganara


más que él, tuviera un puesto fijo o, simplemente, así se decidiera.

¿Preservativo? ¡Jamás, que pierdo placer! Pero poco le importa que tú te


sientas incómoda con la idea de poder acabar con una enfermedad de
transmisión sexual (ETS) o, incluso, con un embarazo no deseado.
El sexo se ha de tener cuando él, el macho, así lo requiere.

Las mujeres son o santas o putas.

Una mujer que disfruta de su sexualidad no es una mujer libre, sino una
guarra.

Nadie, jamás de los jamases, estará a la altura de su madre/abuela/hermana.

Él se dice no ser machista porque tiene madre o hermanas, no porque


considere que es un valor negativo o porque las mujeres seamos iguales que
los hombres.

Usa expresiones del tipo «ser una nenaza», identificando lo femenino con lo
débil.

Cree que niñas y niños deben jugar a cosas diferentes porque ¿cómo va a
coger un niño una muñeca (nenaza) o una chica una caja de herramientas
(machorro)?

No entiende por qué a una mujer le puede molestar el piropo de un


desconocido.

Cree que las tareas domésticas y de cuidado de los demás siempre las va a
hacer mucho mejor una mujer. Total, están programadas para ello.

Y, por supuesto, hay trabajos que una mujer jamás podrá llevar a cabo
porque no están programadas para ello, como puede ser camionera, minera,
albañil o directiva.

Es condescendiente con las mujeres, hasta el punto de infantilizarlas. Las


mujeres son niñas que no saben cuidar de sí mismas y, por consiguiente,
necesitan de un hombre en su vida.

Las solteras son, para ellos, lesbianas o «malfolladas», pero un soltero es un


afortunado que hace con su vida lo que le da la gana.

Defiende los valores tradicionales porque «eso es lo natural».


Le da mucha importancia al número de compañeros sexuales que haya
tenido una mujer.

Habla mucho del físico de la mujer, tanto en positivo («qué buena está esa
tía») como en negativo («vaya pintas de machorro lleva esa»).

Las mujeres con amantes deberían ser quemadas en la hoguera, pero


cuantas más amantes tenga un hombre, mejor considerado está.

Habla sin respeto de las mujeres que han pasado por su vida.

Usa la palabra «feminazi».

Da por supuesto que parte del éxito de una mujer es conseguir ser madre.

Defiende la existencia del instinto maternal. Por cierto, en esta cuestión la


ciencia ha concluido que no existe como tal, sino que es un constructo
educativo.

Sin embargo, los hombres con instinto paternal son unos calzonazos.

Cuando un hombre es gentil con las mujeres, le tachan de pelota, pagafantas


o calzonazos.

Cree que el crecimiento profesional de una mujer corresponde a favores


sexuales o a contactos, no se debe a su valor real.

Las mujeres que saben lo que quieren y lo defienden son «sargentas», «con
mal carácter», «con mala leche» o una vez más, el recurrente
«malfolladas».

Las mujeres deben vestirse para complacer al hombre.

Lo más importante para una mujer es que tenga un hombre en su vida. Si no


lo tiene, es una perdedora o debe tener alguna tara.

El objetivo del sexo es su orgasmo. Tu placer no importa.

Odia a tus amigos hombres.


No entiende que quedes a solas con otro hombre.

Controla que no interactúes con otros hombres en redes sociales.

Si un hombre te dice algo es porque tú lo provocas.

El hombre es una víctima de la sensualidad y las malas artes de las mujeres,


así que si te es infiel no es porque él lo haya decidido, sino porque la otra
mujer usó sus malas artes de seducción.

Cae en el cliché de que las mujeres somos malvadas entre nosotras.

Tu carrera profesional jamás será tan importante como la suya.

Las mujeres no deberían salir solas a partir de determinada hora.

Si la han violado es que vestía de forma provocativa, ella lo buscó o, en el


fondo, ella quería. Es decir, la culpa es de la víctima y no del loco que la
violó.

Critica que el cambiador de bebés de un baño público esté también en el


baño masculino.

Asume que no bebes alcohol, fumas o tienes otros vicios. Y no porque él


los rechace, sino porque «las mujeres no hacen esas cosas».

Hacer determinadas cosas, como puede ser fumar, beber, jugar al fútbol,
hacerte tus propias chapuzas en casa o conducir un deportivo, hacen a las
mujeres menos femeninas e, incluso, es casi una constatación de que son
lesbianas.

Una mujer, para ser mujer, debe vestir de una determinada forma (por
ejemplo, con falda y tacones), tener un determinado aspecto (pelo largo,
cuerpo depilado, ir siempre maquillada) o tener un comportamiento de
«señorita», como puede ser no decir tacos o no beber directamente de una
lata.

Una mujer deja de ser atractiva cuando es madre.


Todas las mujeres son unas histéricas, unas lloronas y unas sensiblonas.

Contigo no tiene ninguno de estos comportamientos, pero ante comentarios


machistas de sus amigos, calla e incluso los ríe.

Niega la existencia de la violencia de género.

Y podríamos seguir y seguir, pero, como muestra, creo que vale un botón.
Por supuesto que algunas de estas conductas de las que hemos hablado
pueden ser atribuidas a mujeres. El machismo, al igual que el feminismo, es
algo que atañe a ambos géneros. Hay mujeres machistas, al igual que hay
hombres feministas, pero no por eso deja de ser menos pernicioso. Por
cierto, que este suele ser un argumento muy usado por los machistas, el de:
«Pero si las mujeres sois peores que nosotros». No, eso es lo que nos
quieren hacer creer, por eso del «divide y vencerás». También usan, sobre
todo en los últimos tiempos, la palabra «feminazi» para dividirnos. Así
definen a esas mujeres que defienden el feminismo, generando dos grupos
por comparación directa: las feminazis son malas, muy malas, caca, pero el
resto —las que no hablan de feminismo, es decir, las que se mantienen en
su papel tradicional— son buenas. Feminazis (feministas), malas, y no
feminazis, es decir, las que no luchan por la igualdad, buenas. Aquellas que
odian a los hombres —que existir, existen— son misándricas. Por el hecho
de que una mujer sea capaz de decirle a un hombre lo que no quiere, lo que
sí y reivindique la igualdad, no existe odio, sino todo lo contrario: el deseo
de un mundo mejor y más justo para todos. Así pues, recuerda:

SI USA LA PALABRA «FEMINAZI», AUNQUE SEA PARA


REFERIRSE A OTRAS, NO TE LO FOLLES.

Así de claro. Si alguien no sabe diferenciar entre igualdad (feminismo) y


odio (misandria), nunca te tratará como a una igual y, aunque al principio te
haga creer lo contrario, antes o después saldrá su verdadera cara. Créeme.
Si eres hombre, estas palabras son especialmente para ti: el machismo
también te hace ser algo que, quizá, no eres. Te dice que si eres un hombre
sensible, eres una nenaza; que si no eres fuerte, eres un debilucho; que si
no ligas compulsivamente, eres un fracaso; que si no tienes el pack de
hombre de éxito —mujer, niños, trabajo o bien remunerado o bien uno de
machos usando su físico, amante, moto o coche veloz— eres una decepción;
que si no eres el cabeza de familia, eres un calzonazos; que el cazador eres
tú, y si no tienes presas a la vista, es que eres tú la víctima, y muchos más
«que si...».

Que si nos dejáramos de estereotipos de género, todos podríamos ser más


auténticos y felices, y no nos agarraríamos a situaciones que nos dañan
porque sí. Muchos hombres se mantienen en relaciones de no-amor e
incluso de maltrato en la sombra porque así comulgan con los preceptos que
el machismo les dicta. Y encima, totalmente en la sombra, porque si
admiten su maltrato psicológico, el machismo les dice que son unas nenazas
y unos blandengues por no saber imponerse a la hembra, débil por
naturaleza. Así que sí, el machismo también va en contra de los hombres.

¿Sabes qué creo que es, en el fondo, un machista? He pensado y debatido


mucho esta cuestión, y además más allá de la educación y la cultura, mi
conclusión es que detrás de un machista lo que hay es miedo. Mucho
miedo. Más que miedo, pavor. Y baja autoestima. Te lo explico con un
ejemplo muy sencillo.

Imagina que te han enseñado, y tú has aprendido, que los garbanzos se


hacen con chorizo y con nada más. Bien. Para ti es fácil hacerlo, los
controlas a la perfección, sabes exactamente qué tipo de chorizo poner,
cuánta agua, cuánto tiempo dejar cocer, etcétera. Es decir, te encuentras con
confianza en ti misma porque sabes que manejas perfectamente esa
situación. Pero un día tu vecina te habla de los garbanzos con langostinos.
«¿Está loca? ¡Los garbanzos van con chorizo sí o sí!». Es probable que sea
el primer pensamiento. Y luego puedes empezar un diálogo interno del tipo:
«Pero ¿qué necesidad hay de cambiar? Si así los garbanzos están bien. ¿Y si
están malísimos? Los garbanzos son de tierra y los langostinos, de mar. No,
no conjugan». Pero resulta que tu hijo te dice que él quiere garbanzos con
langostinos o que no volverá a comer garbanzos en la vida. Tú, como te ves
con potestad para ello, decides que le vas a castigar hasta que cambie
porque, claro, ¡los garbanzos solo van con chorizo! Y te empeñas en ello
porque es lo que conoces y lo conocido te hace sentir cómoda. Y empiezas
a pensar: «¿Y si no sé hacerlos?», es decir, no confías en ti misma ni en tus
habilidades para hacer las cosas, lo que es parte de la baja autoestima. «¿Y
si mi hijo cambia para siempre?», «¿Y si me empiezan a considerar mala
cocinera? Y, claro, yo tengo que ser una buena cocinera», «¿Y si tengo que
tirar los garbanzos porque me han salido mal?».

¿Y si...?

Cada vez que hay un «¿Y si pasa esto y entonces aquello?», a lo que
apuntamos es al futuro, a las posibles consecuencias de algo. Y la emoción
que nos lleva al futuro y nos hace sentir mal es el miedo.

Es decir, en el ejemplo, la cocinera hacía una cosa siempre de la misma


manera, porque así se lo habían enseñado y se sentía cómoda, de modo que
podemos afirmar que estaba en su zona de confort. Pero cuando piensa en
salir de esta zona, se siente mal porque, por un lado, no confía en sus
capacidades y porque no controla las posibles consecuencias; es decir, tiene
miedo a que las cosas cambien y no pueda adaptarse a ellas. Pues con el
machismo y los machistas es lo mismo, tienen miedo a cambiar porque:

Están muy a gusto en su trono. No se puede negar que tiene que ser muy
cómodo poder salir sin miedo por la noche, saber que podrás acceder a
puestos de trabajo mejor pagados u otra serie de ventajas que el machismo
les otorga.

No confían en sus capacidades. Puede ser desde algo tan sencillo como
creer que no son capaces de cocinar y recoger la cocina hasta algo más
difícil, como no ser capaz de tener empatía y capacidad de comunicación
para que su pareja se sienta bien a su lado, pasando por no creerse capaces
de asumir roles y valores que típicamente se han considerado femeninos.

Y, además, si lo puede hacer otro por ti, ¿para qué vas a hacerlo tú? Aunque
al otro le cueste tiempo o esfuerzo. Vamos, lo que viene siendo vaguería y
egoísmo.

La pérdida de identidad. Según el machismo, los hombres son y se deben


comportar de determinada manera, y las mujeres son y se deben comportar
de determinada manera. Si eso ya no es así, entonces ¿qué soy? Es decir,
pierden la guía de cómo ser y cómo comportarse en el mundo. Y eso
también da miedo.

Necesitan controlar las consecuencias. La dominación da la seguridad de


que sabrás qué va a pasar y cómo. Es decir, de nuevo hay un miedo a lo
desconocido. Si un machista cambia el rol y comienza a hablar, por
ejemplo, de sus emociones, ¿cómo se lo va a tomar su pareja? ¿Y sus
amigos? ¿Dejarán de considerarlos hombres? En ese caso, volverían al
punto cuatro.

De modo que sí, creo que detrás de un machista lo que hay es un vago y un
egoísta, lleno de miedo y baja autoestima y, por supuesto, con un montón de
complejos. Solo por esto, ya podemos considerar que un machista es muy
mal negocio. Pero si encima su comportamiento hace que te sientas
esclavizada, no puedas ser tú misma, tu libertad sea coartada, tu vida
limitada y todo por el simple hecho de que naciste mujer, ¿qué más
necesitas para mandarlo a freír espárragos? ¿Permiso? Pues la noticia es que
nadie te tiene que dar permiso para que eches de tu vida a quien no te hace
bien. Recuerda:

TÚ ERES TU ÚNICA DUEÑA,

Y jamás le regales a nadie esa posesión.

El encantador de serpientes y el domador de leonas


Creo que todas hemos conocido a estos dos tipos de hombre, y es que
abundan mucho más de lo que a mí, personalmente, me gustaría. He creído
oportuno aunarlos porque suelen ir de la mano y, aunque no sean lo mismo,
sí que es cierto que el domador primero tiene que haber sido encantador de
serpientes.

El domador de leonas es ese hombre cuya finalidad real es la de conseguir


que una mujer que él considera libre e independiente, es decir, «salvaje», se
pliegue a sus deseos, mientras que el encantador de serpientes es aquel
capaz de engatusar a cualquiera, ya sea con sus palabras, con su encanto
personal o, lo más habitual, con un carisma que lo hace especial. Se podría
decir que es el seductor nato.

Antes de continuar, quiero dejarte claro que un hombre que te quiere


seducir no tiene por qué ser un encantador de serpientes. Un encantador de
serpientes con lo que realmente disfruta es con la seducción, con saber que
es capaz de atraerte, de hipnotizarte, de hacer que caigas en sus redes y,
una vez que esto sucede, pierde el interés en ti. La seducción, o «tonteo», es
saludable como parte de una relación —siempre y cuando se haga desde la
honestidad y la autenticidad de la persona—. Sin embargo, para el
encantador, la seducción es el fin en sí mismo. Es decir, su único interés en
ti es el de cerciorarse de que es capaz de hacer que tú te enamores de él. Y
lo mismo pasa con el domador de leonas, su fin real no es crear una unión
de amor sano y feliz entre vosotros, sino apuntarse el tanto de haber sido
capaz de domesticar a esa salvaje que ningún otro ha sido capaz de domar.

Vamos a ver unos rasgos que nos pueden estar indicando que estamos ante
un Jesusito encantador de serpientes.

Es absolutamente encantador. Amable, entregado, detallista, etcétera. Al


principio es posible que incluso te abrumen tantas atenciones.

O, por el contrario, puede jugar a ser un personaje atrayente, como un


artista maldito, un empresario de éxito, el chico malo y salvaje o incluso un
gatito abandonado. Jugará a ser alguien que no es para atraerte y que seas tú
la que se acerque.

Al principio se interesará mucho, muchísimo, por ti. Quizás incluso, hasta


niveles en los que te sientas entrevistada. Y es que es así: tratará de
conocerte todo lo posible con el fin de usar esta información para
seducirte. ¡Ojo! Debería ser normal que, desde las primeras citas, las
personas se pregunten y la comunicación fluya. Al final, las citas sirven
para saber si encajáis y en qué forma. Pero el seductor puede llegar a
hacerte sentir que está demasiado interesado en ti.

También es posible que haya estudiado tu huella en las redes sociales: qué
te gusta y qué no, de qué equipo eres, tus aficiones, etcétera.

Y, sorprendentemente, coincidís en muchas cosas. Vota al mismo partido


que tú, le encanta la misma música que a ti y, ¡sorpresa!, él también
colecciona sombreros de muñecas de los años veinte. Es el tío perfecto.
Obviamente, si le has conocido en un foro de coleccionistas de sombreros
de muñecas centenarias, es normal que compartáis esa afición, pero no es el
caso.

Como buen seductor, tontea con toda la que se ponga a tiro. Recuerda que
lo que quiere un seductor es sentirse deseado, así que, consciente o
inconscientemente, tonteará con la camarera, con la chica que le ha pedido
fuego o con cualquier otra que se le ponga a tiro.

Puede tontear con mujeres que ni siquiera le atraen. Es posible que le pilles
flirteando con alguna y, al decírselo, te conteste con un «pero si me cae
fatal» o un «pero si no me gusta nada de nada». Y a lo mejor sea verdad,
pero, como su interés es seducir por seducir, le da igual a quién.

Es posible que te comente que cuando consigue las cosas se aburre. Quizá
no te lo cuente directamente, pero sí te cuente que era escalador hasta que
consiguió subir una montaña, luego se aburrió y lo dejó, que cuando llegó a
ser jefe en su trabajo lo abandonó porque se cansó de ello o que sus parejas
no funcionan porque se aburre.
Es posible que presuma de sus conquistas. Contarte que ha estado con tal o
cual persona, muy guapa, de éxito o incluso famosa, no solo hace que su
ego se hinche, sino que además es una técnica para demostrarte «lo buen
partido» que es.

Dejan las historias sin acabar. Es decir, no suelen poner punto final a sus
relaciones, por si alguna vez tienen que recurrir a ellas.

Una práctica que me han reportado últimamente algunas de mis clientas y


amigas que se las han tenido que ver con este tipo de individuos es que
suelen hacer lo que ahora se llama «ghosting», es decir, cortar cualquier
relación sin dar explicaciones y bloquear o borrar a la persona de sus redes
sociales. Algo que de por sí es terrorífico, en el caso de los seductores tiene
—a veces— una segunda parte: pasado un tiempo reaparecen con cualquier
excusa y el objetivo de reanudar la relación. ¿Por qué? Porque superar el
enfado y el rechazo que genera una situación como esta ¡es un reto aún
mayor!

Son adictos a las aplicaciones de ligoteo. O, quizá no a las aplicaciones


específicas para buscar pareja, pero sí a las redes sociales. Incluso pueden
tener varios perfiles diferentes al mismo tiempo que utilizan para tontear.

Transmite muchísima confianza en sí mismo. Sea real o no, ante ti se


mostrará como un hombre valiente, que sabe lo que hace, que tiene todo
bajo control y, por supuesto, con una autoestima que podría derrumbar por
sí sola la muralla china entera.

Te dirá en cada momento lo que quieres escuchar. Es más que probable que
te llene de piropos, de alabanzas y de una ristra de frases maravillosas. De
hecho, tal vez tengas la sensación de que él te ha dicho en una semana
mucho más que todos tus ex en toda tu vida.

Tú le has contado todo de tu vida, sueños, ambiciones e incluso traumas,


pero él se ha mantenido como el hombre misterioso del que nadie sabe
nada. Y se siente bien en ese papel.

Te toca mucho, aprovecha cualquier ocasión para tocarte e incluso lo hace


cuando no es el momento adecuado.
Si no le haces caso, puede convertirse en un perro sumiso que siempre esté
a tu sombra. Cualquier cosa vale para que caigas en su red.

Miente, engaña y, desde luego, manipula.

Es un fanfarrón sexual. Te dice que tiene el paquete de Henry Cavill, la


experiencia de Julio Iglesias y la sensibilidad de un ángel, así que el sexo
con él será la mejor experiencia de tu vida. Te voy a hacer spoiler: estos
tipos suelen ser los peores amantes del mundo, patosos, egoístas y, desde
luego, no saben diferenciar el punto G de un paquete de pipas.

Tras vuestra primera sesión de sexo, desaparece sin dar explicación.

Le importa poco que las mujeres que hayan pasado por su vida hayan
sufrido por su culpa, así que tiene poca empatía con ellas.

Cuida mucho su aspecto exterior, por lo que siempre le verás bien arreglado
y vestido, pero también se preocupa de parecer ante ti como culto, formado
e inteligente, así que hará alardes, más o menos directos, de su sabiduría.
Ten especial cuidado si te dice que es especialista en cine y solo habla de
Woody Allen, por ejemplo. Es decir, si alguien realmente sabe mucho de un
tema, puede hablar ampliamente de él. Como es obvio, un hombre que se
cuide y que sea inteligente no tiene por qué ser un encantador de serpientes,
pero si a esto le añades algunas de las características ya mencionadas, abre
los ojos por si las moscas pican.

Hay hombres que van de seductores pero que lo único que quieren es
llevarte a la cama. Esos no entrarían en esta categoría que estamos viendo
aquí. ¿Y sabes qué te digo? Que dentro del daño que te puede hacer haber
dado con un imbécil, es el mal menor. Que sí, que siempre fastidia
encontrarte con un hombre que juega a conquistarte cuando lo que quiere es
follarte, sobre todo cuando creo que las mujeres, hoy en día, somos capaces
de decir que sí al sexo sin compromiso si es lo que nos apetece. Yo,
personalmente, siempre he dicho que respeto mucho más a un hombre que
me dice abiertamente que su objetivo es acostarse conmigo que a uno que
me vende la moto de que quiere conocerme cuando en realidad lo único que
desea es conocer el sexo conmigo. Se llama «honestidad», algo que a mí me
pone mucho más que un piropo. Así que, si has dado con uno de estos, lo
siento, hermana: recoge tus lágrimas y para delante. Te digo desde ya que
un hombre que no es honesto sobre sus propios deseos no merece la pena.

Y esto se aplica a ti también: si te apetece acostarte con un hombre, de


manera sana, segura y consensuada, hazlo. Por acostarte con alguien no eres
ni mejor ni peor persona. Hay mujeres que defienden que, por mucho que te
apetezca, no debes acostarte con un hombre hasta que estés segura de que
está enamorado de ti. Yo soy de otra opinión: si por acostarte con él, pone
tierra de por medio, es que es un imbécil que aún cree que la sexualidad de
las mujeres se basa en que sean puras y solo se la entreguen al único
elegido. O uno de esos seductores que únicamente querían como trofeo tus
bragas. O, algo muy habitual: un hombre con la masculinidad tan dañada
que considera que una mujer con vida sexual activa es una competidora o
alguien impuro, pero no usa el mismo rasero para sus amigotes. De eso
nada, no. Conozco —y he tenido— relaciones que empezaron en la cama y
que fueron creciendo y aportaron a muchos más niveles que el sexual, y
conozco —y he tenido— relaciones en las que el sexo se hizo esperar y que,
cuando llegó, ¡vaya chasco!, y adiós a la relación. Así que, sinceramente,
creo que no hay una fórmula correcta, solo personas que encajan y personas
que no. Si pedimos que los demás sean honestos con sus deseos, nosotras
también tenemos que serlo.

El que es venenoso y te sacará las entrañas es aquel que lo que realmente


persigue es robarte el corazón, no las bragas; ese encantador de serpientes
que lo que anhela es que quedes locamente prendada de él para luego pasar
a otra; ya te ha conseguido, así que ya no te necesita para hacer crecer su
ego. Y sí, esa es la razón; en el fondo se cree tan poca cosa que necesita
conquistar para creer que tiene algo de valor. Pero, como ya sabes, aquí no
vamos a tratar sus razones para ser Jesusitos, así que solo subrayaré algo:

ENTRE CONQUISTAR Y EMBAUCAR, LA DIFERENCIA


SE LLAMA EGOÍSMO.
Sí, el encantador de serpientes es un egoísta al que poco le importa hacerte
daño si con ello ve su ego y su insana autoestima engordar.

Un hombre que pretende conquistarte con respeto y cariño es un hombre


que, si te gusta, tienes que dejarle entrar de lleno. Es ese hombre que te
tiene en cuenta, que tiene interés real en ti y en crear una intimidad entre
ambos. Es esa persona que ha pasado por tu vida y ha dejado un buen
recuerdo, porque te ha hecho sentir bien a su lado, contigo misma y con lo
que habéis vivido, aunque la relación acabara en papel mojado. Es ese que
recuerdas y te hace sonreír, o que miras a tu lado y te devuelve la sonrisa.

Al principio de este capítulo te hablé de los domadores de leonas. Este tipo


es, para mí, muy peligroso porque, además de ser un encantador de
serpientes, tratará de manipularte para hacerte creer que lo que eres no es
bueno. Es un tipo seductor destructivo. Sus víctimas suelen ser mujeres que
considera independientes, fuertes, de éxito o con mucho carácter. ¿Por qué
este tipo de mujeres? Porque para ellos son las más desafiantes, esas que —
sea verdad o no— no son fáciles de hacer caer en su red; por lo tanto, si
consiguen «domesticar» a una de estas «hembras salvajes», su ego se
multiplicará por mil. Ten muchísimo cuidado si has dado con alguno de
estos tipos, porque tratará de destruir tu autoestima y, si le dejas entrar, te va
a destrozar. Recuerda que el domador es un encantador de serpientes, pero
además:

Es posible que haga comentarios para explicar por qué tú no te has casado o
emparejado de forma estable. Comentarios del tipo: «Si no te has casado es
porque no has encontrado a quien te haga pasar por el aro», como si la
decisión de casarse o emparejarse fuera algo de lo que tienes que ser
convencida.

O, por el contrario, comentarios mucho más amables, pero que dejan


entrever que te ve como un reto. Por ejemplo: «Si no te has casado, seguro
que es porque no has encontrado a alguien a tu altura». Ojo, que este
comentario, que parece gasolina para tu ego, en realidad lo que deja
entrever es que eres un desafío.

Al principio, admirará tu independencia, tu carácter o tu fortaleza, pero,


poco a poco, es algo que le molestará.

Es posible que te haga comentarios del tipo «cómo se nota que has tenido
pocas parejas», dando a entender que no sabes cómo gestionar una relación.
Tranquila, él te va a enseñar. Con sus propias normas, como es lógico y
normal, que para eso él es el macho alfa.

Si le cuentas un logro, es posible que en vez de celebrarlo contigo, le quite


importancia, con una frase tan directa como «pues no es para estar
orgullosa», o un comentario mucho más sibilino, como «bueno, eso es parte
de tu trabajo, ¿no?». Sea como sea, tus logros no son tan importantes.

Hará comentarios sobre tu carácter: «Tienes muy mal carácter», «mala


leche» o «Eres una sargenta». Sea como sea, cuando eres vehemente con tus
ideas y las defiendes, no es porque te creas con derecho a pensar y sentir lo
que sea que piensas y sientes, sino que tienes un carácter horrible. Y antes o
después aparecerá la variable de «tienes que aprender a suavizar ese
carácter». ¡Ojo! Vehemencia no significa agresividad. Si te enfadas y
empiezas a gritar, a escupir sapos y culebras por esa boquita o a tirar la
vajilla que te dejó en herencia tu abuela, quizá sí que tienes un problema de
carácter, chata.

Pondrá en entredicho el valor de la independencia. Así, podría contarte que


su prima Gelita murió sola porque se centró mucho en su carrera o porque
no tenía paciencia con los hombres. Pobre Gelita, era demasiado
independiente.

Por lo general, será bastante dominante. Como macho alfa, te ve como otro
macho alfa al que ha de aniquilar, así que buscará formas de dominarte. Al
principio, sutiles, como puede ser que sea él quien se encargue de organizar
todas las citas sin pedirte tu opinión. Y luego, en el peor de los casos, puede
comportarse como un competidor directo; por ejemplo, corre más que tú,
consigue más éxitos que tú o tiene más dinero que tú.
Te hará sentir que vuestra relación es una competición constante. Y, cuando
pierdes, lo vive como si fuera una victoria triunfal en su vida.

Puede que, con demasiada rapidez, te proponga algo que te haga perder tu
independencia. Puede ser desde llevarte él en coche al trabajo hasta casarse,
pasando por convivir juntos, que te mudes a su ático, que os asociéis para
un negocio o comprar un coche juntos. Sea como sea, con una rapidez
pasmosa te plantea algo que hasta el momento hacías sola o contando con
tus propios recursos.

Te dirá que, si quieres que él haga algo, tú tienes que hacer, o ser, o
cambiar, otra cosa. Por ejemplo, puede decirte que, si quieres conocer a sus
amigos, no les digas que eres empresaria —con lo que consigue que
empieces a identificar tu independencia económica como algo de lo que
avergonzarse—. O que, si quieres salir a cenar, le pidas perdón por haberle
dicho que vota a un partido abiertamente homófobo, cuando en realidad es
así. Sea como sea, te pedirá como moneda de cambio que modifiques algo
que tenga que ver con lo que tú eres.

Es posible que llegue un punto en el que te diga que seréis pareja, os


casaréis o que iréis a vivir juntos cuando tú te lo ganes. Y ese «tú te lo
ganes» suele tener que ver con pasar por el aro que él considere: ser más
sumisa, vestir menos provocativamente, que «aprendas» a callarte, o
cuando dejes tu trabajo y busques otro que te permita tener más tiempo para
la pareja o la futura familia. Es decir, que pierdas tu libertad.

Si estás pensando en que estas tácticas son manipulaciones puras y duras,


así es. Es más, estas tácticas son maltrato emocional. ¿Por qué? Porque el
domador tratará de someterte haciéndote sentir mal contigo misma, incluso
humillándote y haciendo que pierdas tu autoestima. Y esa es la definición
de maltrato emocional.

El domador quiere cambiarte, que tú seas lo que él quiere que seas: una
mujer sumisa y que hace lo que él dice. Y cuando lo consigue, dejas de
interesarle; ya no necesita un gatito ronroneante, lo que él quiere son leonas
a las que poder domesticar. Tú, para él, dejas de existir; él solo se merece
leonas salvajes, así que recuerda:

LOS LÁTIGOS SOLO EN LA CAMA, Y SIEMPRE QUE


SEAN SANOS, SEGUROS Y CONSENSUADOS.

Si identificas a un domador, ¡huye! Corre libre como la leona que eres.

El fan fatal

Este tipo de hombres se han multiplicado en los últimos tiempos. La razón


es que actualmente casi todos tenemos un perfil público. Me explico.

El fan fatal es ese hombre que tiene una imagen idealizada de ti y quiere
que la cumplas sí o sí. Lo he visto mucho en amigas y clientas actrices,
modelos, presentadores de televisión e influencers. De hecho, una de las
grandes quejas de este perfil de mujeres es que los hombres se enamoran
del personaje, pero olvidan la persona. Es decir, idealizan su imagen pública
y pretenden que se comporte y sea lo que ellos han idealizado.

Como actualmente la inmensa mayoría de nosotros estamos en las redes, al


final todos tenemos un personaje público. Este personaje puede ser más o
menos fiel a la realidad, es decir, ser más o menos auténtico. Hay personas
que solo ponen en las redes sociales fotos de sus viajes y da la sensación de
que se pasan la vida viajando, cuando en realidad son fotos de las
vacaciones de los últimos diez años. Gente vestida con su pijama que sube
fotos muy preparadas, con luz, maquillaje y todo el cuidado del mundo,
pretendiendo una belleza que, seamos sinceras, nadie tiene cuando se
levanta por la mañana, con las sábanas pegadas a la cara, los ojos llenos de
legañas y maldiciendo al despertador. Gente cuyos comentarios, jocosos e
inteligentes, transmiten un sentido del humor y una sabiduría que, en
realidad, está sacada de otros usuarios o, incluso, de otras plataformas. O,
por el contrario, gente que se mantiene muy tímida en redes sociales, pero
que en realidad son grandes conversadores. Incluso a mí misma me dicen,
cuando me conocen en persona, que no tengo nada que ver con esa imagen
de psicóloga formal que transmito en televisión y se sorprenden.

¡Claro! Esa es tan solo una faceta de las cientos que tenemos todas las
personas. Mis chistes malos, mi visión surrealista del humor u otras
cualidades las aplico en otras áreas de mi vida, como las series que escribo
o mis relaciones interpersonales en la vida real, no en una situación en la
que una persona está contando a miles de telespectadores que ha vomitado a
escondidas durante los últimos cinco años. Pero la gente tiende a quedarse
con uno o dos rasgos de las personas y los extrapolan a su personalidad. Y
me explico: si alguien piensa que eres seria y fría en la televisión o en las
redes sociales, creerá que en tus relaciones eres dominante, que contigo no
se pueden hacer bromas o que cuando no estés de acuerdo en algo sacarás
mal carácter, cuando —probablemente— eso no tenga nada que ver
contigo. Si alguien ve que solo subes viajes o fotos divirtiéndote creerán
que eres una persona risueña, aventurera, que en sus relaciones lo
importante es no aburrirse o que sus valores son básicamente hedonistas,
sin darse cuenta de que tras eso hay más, mucho más.

Pues bien, el fan fatal se encapricha de esa imagen que todos proyectamos
públicamente y tratará de que la cumplas a rajatabla. A ver, seamos justas:
todos nos hemos encaprichado alguna vez de alguien por lo que proyecta en
redes sociales o en su perfil público en prensa o, cuando no existía esta
exposición pública tan desmedida, del «chulito» del barrio o de la versión
cutre de nuestro cantante favorito que encontramos en la discoteca del
pueblo. El problema no es ese. El problema viene cuando no cumplimos
esos prejuicios positivos que tienen sobre nosotras y, en vez de cortar la
relación y dejar que seamos lo que realmente somos, se nos presiona de
manera más o menos directa para que seamos esa imagen idílica que es de
la que realmente se han encaprichado. Y sí, bien visto, te has dado cuenta
de que no he dicho «enamorado» en ningún momento, porque no creo que
una persona se pueda enamorar de otra conociendo solo lo que le interesa
conocer. Admirar, encaprichar, ilusionar, antojar, desear, prendarse,
interesarse, etcétera. Sí. Pero ¿enamorarse? No, querida, esas son palabras
mayores.

[Sí, soy consciente de que aún no he respondido a la pregunta de «¿Qué es


el amor?», pero lo haré. Prometido.]

Hay otra vertiente del fan fatal que es lo que yo llamo el «fetichista
flipado». Este caso, obviamente, tiene que ver con la esfera íntima, así que
todo lo que esté relacionado con lo público quedará anulado. Hay hombres
—muchos más de los que creemos— que tienen fetiches sexuales. Algunos
están bastante normalizados en la sociedad, como los pies, la lencería, los
zapatos, etcétera. Y otros no tanto, como puede ser el sexo anal con strap-
ons, el travestismo, la lluvia dorada, etcétera.

El fetichista flipado es aquel que, cuando descubre que eres una mujer de
mente abierta que acepta lo que él puede considerar como sus «rarezas» e,
incluso, disfrutas de ellas, se olvida de la persona para fijarse solo en tu
capacidad, y te considera «la diosa que hace mis fantasías realidad». Es
decir, pasas de ser una mujer de carne y hueso a ser un objeto que le da ese
placer prohibido, por lo que constantemente te demanda que satisfagas sus
fetiches en vez de preocuparse por conocerte y generar una verdadera
intimidad entre vosotros. Que introducir las fantasías sexuales en la pareja
no solo me parece que está bien, sino que además es un consejo que te doy,
pues es muy sano y puede generar una unión y complicidad especiales. Pero
cuando acaba siendo lo único y no se presenta como algo más del universo
de posibilidades que existen en pareja y de las que disfrutar dentro de una
relación sana, acaba siendo una cárcel. Y desde luego tú, como mujer y
como persona, dejas de existir.

El caso es que el fan fatal, a diferencia del domador de leonas, no quiere


que cambies, sino que solo quiere disfrutar de una de esas tantas facetas
que, como te decía antes, tenemos todos en la vida. Podrás reconocerlo por
estas pequeñas pistas:

Desde el principio se presentará como alguien que te admira, y mucho, por


algo en concreto. Puede ser tu profesión, tus perfiles en las redes sociales,
algún logro personal o cualquier otra cosa, pero desde el primer momento te
dirá que te admira por ello.

Se interesará mucho por todo lo que hay detrás de eso que admira. Por
ejemplo, te preguntará cómo te preparaste para dar la vuelta al mundo,
haciendo hincapié en pequeños detalles. Querrá saberlo todo sobre eso que
para él es tan admirable.

Es más que probable que se comporte como un perrito faldero, te busque


constantemente, te incluya en todos sus planes, te proponga veros
continuamente, acompañarte a eventos o te pregunte insistentemente por
ellos.

Querrá hacer pública vuestra relación con rapidez. Puede ser que le cuente a
todo su entorno que te conoce o, incluso, que está contigo, que te pida subir
juntos fotos a las redes, que te etiquete en muchas de sus publicaciones. Él
conoce a esa mujer tan admirable y quiere que el mundo entero lo sepa.

Te pondrá en un pedestal y te lo hará saber constantemente. Quizá


demasiado.

Cuando tú le comentes algún problema personal, algo que te inquieta, te


atormenta o te perturba, tal vez te escuche, pero tendrás la sensación de que
le importa poco. Es posible que no te pregunte sobre el tema, que cambie de
asunto o que te diga algo del tipo: «Mujer, pero si tú eres [inserta aquí
aquello por lo que te admira], ¡cómo puedes sentirte así!». En el fondo, en
su fantasía, tú eres perfecta, así que negará aquellas cosas que él cree que
pueden perturbar tu imagen de excelencia en su imaginación.

Tienes la sensación de que cuando no cumples sus expectativas, te


invisibiliza, te niega o, simplemente, dejas de existir. Así, por ejemplo, si
para él eres esa preciosidad con miles de seguidores, cuando te ve en pijama
sin maquillar, sientes que te rechaza. Es decir, sientes que le incomoda no
verte en tu supuesto papel.

Te presionará para que seas aquello que él necesita que seas. Así, y
siguiendo con el ejemplo anterior, puede decirte sutilmente que estás mucho
más guapa cuando te maquillas, que te maquilles porque te quiere hacer
unas fotos o que el pijama te sienta bien, pero que estás mucho más guapa
con cualquier vestido.

Si tienes un comportamiento que rompe sus esquemas, notarás cómo se


queda en shock e incluso reivindicará su derecho a que no seas así. Por
ejemplo, si eres poeta en las redes sociales y de repente te ve bebiendo
cerveza, eructando y soltando tacos, notarás cómo se sobresalta e incluso
te puede decir que a él le gustas porque cree que eres una mujer sensible,
tierna y delicada y que no te comportes así ante él.

Como ves, el fan fatal solo quiere de ti una única cosa: que seas la
perfección que él sueña que eres. Dependiendo de su afán, puede dejarlo
estar o comenzar a manipularte para que seas esa diosa con la que él sueña,
y mi consejo es que no te metas esa historia; acabará difuminando lo que
eres. Y recuerda:

LO QUE SE DIFUMINA, ACABA DESAPARECIENDO.

Como si de unas sombras a carboncillo difuminadas en un papel se tratara,


poco a poco, consigue que vayas dejando de lado otros aspectos de tu vida y
de tu personalidad hasta que, como el carboncillo, con el paso del tiempo
desaparecen. Y tú, con ellos.

La tríada oscura

Suena a malvados en una película de superhéroes, ¿verdad? Pues algo así


son, ya que estos personajes no tienen ningún tipo de escrúpulos para
conseguir lo que desean ni para dañar sin piedad a los demás.
Este término nació en los años noventa para identificar a aquellas personas
que exhiben en conjunto rasgos de las personalidades narcisistas,
maquiavélicas y psicópatas. ¡Ojo! No es un trastorno, sino un tipo de
personalidad, y aquí entraríamos en otro debate: ¿es posible cambiar la
personalidad de las personas? Pues la comunidad científica no se pone del
todo de acuerdo, aunque la balanza se inclina hacia el no, así que mi
consejo es que no hagas experimentos y trates de cambiar a uno de estos
seres: te puede ir la vida en ello. Literalmente, porque este tipo de
individuos generan relaciones basadas en el control, la dominación, el poder
y la agresividad, componentes perfectos para una relación de abuso y
maltrato. Así que, si de alguien tienes que huir, pues te puede ir la vida en
ello, es de uno de estos seres.

Vamos a ver las diferencias. Mientras que el narcisismo es: «Yo soy lo más
grande y lo mejor del mundo», el maquiavelismo podríamos resumirlo
como: «Los demás son meros peones en mis objetivos personales», y la
psicopatía sería: «No siento ningún tipo de remordimiento por hacer daño o
usar a los demás». Vamos, un regalito del cielo. Aunque la tríada oscura
habla de esa personalidad que aúnan estos tres tipos, cada uno de ellos por
separado puede ser también muy pernicioso para ti.

¡Ojo! Todos podemos tener alguna característica de este tipo de


personalidades que, bien integrada, puede ser incluso útil. Por ejemplo, el
encanto superficial de una personalidad maquiavélica puede ser perfecto
para realizar determinados trabajos como las ventas, el narcisismo te puede
llevar a compensar tus necesidades con respecto a los demás, o la frialdad
emocional bien integrada de la psicopatía te puede proteger en algunas
profesiones, como puede ser la de policía.

El problema no es tener alguno de estos rasgos, sino que esos rasgos sean
los que manejan cómo te comportas o que te lleven a usar, manipular y
dañar a los demás. Y, por supuesto, como todo en la vida, hay grados.
Podemos encontrarnos al narcisista que simplemente desea atención y que
si no la consigue tendrá una pataleta infantil, o el que te castigará de la
manera más cruel que se le ocurra.

Como ni los narcisistas ni los psicópatas ni los maquiavélicos son capaces


de sentir empatía ni verdadero amor, disfrutan confrontando a los demás y
llevándoles a sus límites. Por eso este tipo de personajes pueden destrozarte.
Y disfrutarán con ello. De modo que creo que es necesario que aprendas a
identificarlos, así que vamos a comenzar.

Narcisistas o yo, mí, me, conmigo

El narcisismo consiste en creer que somos el centro del universo, así, a


grandes rasgos. Su nombre proviene del mito de Narciso quien, creyéndose
el mejor ser jamás creado, rechazaba constantemente a los demás, y murió
cuando, enamorado de su propio reflejo en el río, lo quiso besar y se ahogó.

El narcisismo es un rasgo de personalidad que, cuando es sano, consiste en


saber equilibrar las necesidades propias con las del entorno. Es, además, un
rasgo evolutivo: los bebés son pequeños narcisistas que solo se ocupan de
reivindicar que atendamos sus necesidades. El problema está cuando somos
jóvenes o adultos que nos hemos estancado en este tipo de comportamiento
egoísta y ruin, pensando que somos el centro del mundo. De todos los
mundos posibles. Y, en su forma patológica, podemos estar hablando de un
trastorno de personalidad que lleva a la persona a sobreestimar sus
habilidades y valor, exigiendo de forma exacerbada admiración y
reconocimiento.

No vamos a hacer un tratado sobre el narcisismo, pero sí que creo que


podemos ver unos cuantos comportamientos típicos del narcisista:

Se creen mejores que los demás e increíblemente especiales.

Cuando alguien no les trata como ellos se creen merecer, se sienten


humillados.

Están constantemente preocupados por demostrar que son mucho mejores


que los demás porque su necesidad de admiración es exagerada.
Quieren ser siempre el centro de atención, así que, básicamente, hablan solo
de sí mismos.

Necesitan atención constante, y a veces hacen lo que sea por obtenerla.

Son absolutamente encantadores al principio, pero pueden sufrir ataques de


ira, como las pataletas de un niño pequeño, por cosas insignificantes que
para ellos son verdaderas ofensas.

Son grandes manipuladores. Como creen que el resto del mundo existe para
satisfacer sus caprichos, son capaces de manipular a todos para lograr que
sean sus sirvientes.

¿La empatía? ¡Ellos no la necesitan! Porque ¿cómo van a ponerse en el


lugar de alguien que no les llega ni a la suela de los zapatos?

Como no son empáticos, les cuesta identificar y legitimar las emociones de


los demás. Es decir, tú no tienes derecho a enfadarte, por ejemplo.

Los demás no logran nada. Y, si lo hacen, es algo sin importancia o valor,


así que siempre están echando por tierra los logros de los demás.

Creen que su experiencia vital es única, así que suelen ponerse como
modelo de qué hay que llegar a ser en la vida, pero no desde el afán de
ayudar a los demás, sino de que estos les consideren especiales.

No escuchan. Les da igual que sean tus problemas, que le estés pidiendo un
favor o que le estés contando algo sin relevancia; tienen la misma capacidad
de escucha que una croqueta.

Son envidiosos por naturaleza. Envidian tanto los logros ajenos como la
admiración que otras personas pueden obtener, pero no lo aceptarán: ellos
son perfectos y no tienen por qué envidiar a nadie.

Mienten más que hablan. Además, muchas de sus mentiras no son


comprobables. Así, te pueden hablar de esa novia top model que le
perseguía por medio mundo, pero que, pobre, murió en un accidente de
coche de camino a su boda.
Son coquetos y vanidosos. Como se creen increíbles, suelen cuidarse
bastante, gastar mucho dinero en ropa, tratamientos estéticos, etcétera. A
veces incluso de forma descontrolada.

Nadie está a su altura ni es suficientemente bueno para ellos, así que se


dedican a buscar constantemente los fallos de los demás y sus relaciones
sentimentales suelen ser muy cortas o con constantes subidas y bajadas.

No aceptan las críticas. Ellos son perfectos, así que no hay nada que criticar.
«¿Cómo te atreves a criticar la perfección, estúpida mortal?»

Suelen buscar personas que consideran vulnerables porque así se sienten


superiores, así que a veces dejan que los demás le hablen de sus problemas,
pero no por interés genuino, sino por sentir que están por encima. De hecho,
puede que al principio un narcisista sea absolutamente encantador y te haga
sentir que te escucha, pero un día, de repente, te dirá que tus problemas son
absurdos, que eres débil y que, si quieres saber lo que son problemas serios
y duros, te fijes en los suyos y que él no se queja tanto. Vamos, es superior a
ti hasta para tener problemas.

Podríamos seguir y seguir, porque los narcisistas dan para un libro


completo, pero creo que con estas características ya te has dado cuenta de
por dónde van los tiros, ¿no? Los narcisistas son el ombligo del mundo y
todo, absolutamente todo —incluida tú y tu vida—, tiene que girar
alrededor de ellos y de satisfacer sus expectativas y deseos.

Como te decía al principio, hay un grado de narcisismo sano. De hecho,


para algunas profesiones se busca ese rasgo en los procesos de selección de
personal. Sin embargo, cuando afecta negativamente tanto a la persona
como a su entorno, podemos estar hablando de narcisismo problemático.
Para hablar de trastorno de personalidad siempre es necesario llevar a cabo
un proceso diagnóstico del paciente, por medio de especialistas y pruebas
específicas para ello. Uno de los problemas de estas circunstancias es que el
narcisista es difícil de tratar y de que se mantenga en terapia porque, ¡claro!
¡El es perfecto! ¡No necesita ayuda de nadie! «¡Eso de los psicólogos es de
locos y yo soy impecable!». Por eso es tan difícil tratar con uno de ellos y,
por supuesto, convencerles de que necesitan ser tratados.

Si identificas a un narcisista, huye ya. Son capaces de manipularte de tal


forma que, sin darte cuenta, tu vida acabe girando alrededor de ellos y tú ya
no existas, ni para ti, ni para él. Recuerda:

SI ALGUIEN QUIERE QUE LE AMES MÁS QUE A TI


MISMA, NO ES AMOR.

Maquiavélicos o el estratega perfecto

Para el maquiavélico, tú serás importante en tanto que le seas útil para


alcanzar sus objetivos. Así, por ejemplo, no tienen por qué demostrar esos
aires de grandeza de los narcisistas, pero te manipularán para conseguir lo
que desean.

Se caracterizan porque:

Su ética y moral brillan por su ausencia. El fin justifica los medios, así que
todo es lícito si les lleva a lograr sus metas.

El poder, el dinero y lo material es mucho más importante que lo personal,


las emociones y las personas. Así, pueden admirar a grandes empresarios o
políticos muy poderosos y famosos por su falta de escrúpulos.

Mentir es legítimo, así que te mentirá a ti, sí, pero también a otras personas.
Fíjate bien si le pillas mintiendo por sistema, aunque no sea a ti.
Cosifican a los demás, de tal manera que el resto de la humanidad son
meros objetos que ellos usan para conseguir lo que desean.

Son grandes aduladores, encantadores, amables y tienen siempre la palabra


adecuada.

Pueden comprender tus sentimientos, pero les da igual. Es decir, no tienen


empatía o la tienen muy baja.

Además, les cuesta ser conscientes de sus emociones. Y esa distancia


emocional para ellos es de vital importancia, porque les permite usar a los
demás sin remordimientos.

Evitan el apego emocional y el compromiso. Así pueden usar la estrategia


de decirte que ahora no quieren una relación, pero comportarse como si así
fuera, de tal manera que se garanticen que vas a estar ahí.

Tienen una gran capacidad para detectar las debilidades de los demás y
usarlas en su beneficio. Así, por ejemplo, son capaces de darse cuenta de
que su jefe se siente solo y usar esa debilidad para entablar una amistad,
aunque el fin real de esa relación sea escalar puestos en la empresa.

Tienen metas muy ambiciosas, a las que dedican mucho tiempo y esfuerzo.
Por ello puedes pensar que es adicto al trabajo, aunque en realidad es solo
parte de una estrategia.

Saben que sus objetivos son ambiciosos y necesitan tiempo, así que suelen
hacer planes a largo plazo y desarrollarlos con paciencia.

Sabe que manipular no está bien visto, así que son sibilinos en sus
manipulaciones. Por ejemplo, imagina que habéis quedado en que un fin de
semana elige él qué hacer y al siguiente lo elegirás tú. Cuando te toca a ti, él
llega con dos entradas para una película —obviamente, que él quiere ver—.
Si te quejas, es posible que le dé la vuelta a la situación, diciéndote que
nunca dejas que él te demuestre su amor con pequeños gestos, o que es una
sorpresa que te tenía preparada desde hacía mucho tiempo o cualquier otra
excusa para hacerte sentir que su decisión es tuya.
Son personas que miden todos sus pasos, así que en principio son poco
impulsivos, a no ser que... sepan que a ti te gusta la gente espontánea e
impulsiva. Entonces, lo serán, pero no porque les nazca, de dentro, sino
como estrategia para gustarte.

Son personas difíciles de conocer, aunque a veces pueden usar la estrategia


de contarte cosas de sí mismos, cosas personales —que probablemente sean
mentira— para demostrarte que puedes confiar en ellos.

Les encanta debatir y negociar, pero solo trabajan en equipo si son


conscientes de que pueden imponer su criterio.

Sus amistades y sus relaciones se basan en lo que las personas pueden darle.
Así, es posible que te hable de sus amistades fijándose en sus logros
económicos o sociales. Por ejemplo, su amigo Pepe es el que consiguió
montar una empresa millonaria, Mario, el sobrino de ese magnate de los
transportes, o Belén, esa cantante famosa —aunque solo sea en su casa—.
Sea como sea, te hablará de la gente que tiene en su vida antes por sus
logros sociales y profesionales que por sus valores como personas.

Cree que las personas que confían en los demás son demasiado inocentes; el
ser humano es deplorable, en líneas generales.

Para ganar no compite, manipula. Siguiendo el ejemplo anterior, no tratará


de convencerte de que esa película es buena, sino que te dirá que él pensaba
que es lo que tú querías y que cómo vais a tirar el dinero de las entradas. O,
por ejemplo, conseguirá que uno de sus compañeros diga que el proyecto
laboral no es bueno y luego saldrá a defenderlo, todo con el único objetivo
de que su jefe confíe en él.

Es magnífico con las palabras y en el cara a cara, así que puede llegar a
convencerte de lo contrario de lo que ya estabas convencida. Por ejemplo,
has decidido dejarle, pero, sin saber cómo, no solo no has acabado
dejándole sino que además habéis convenido, después del quinto orgasmo,
pasar las vacaciones de julio juntos.

Cuando obtenga de ti lo que desea, te abandonará sin contemplaciones.


El maquiavélico, a diferencia del narcisista, es mucho más realista con
respecto a sus capacidades, así que raramente le verás «echándose flores»
gratuitamente. Sin embargo, es mucho más mental, así que puedes llegar a
pensar que no siente ni padece. Y, aunque no siempre sea así, las emociones
son un obstáculo para sus metas, por lo que las evitará a toda costa.
Además, esa falta de emocionalidad y de impulsividad puede hacer difícil el
hecho de identificar correctamente a un maquiavélico. Así que, si tienes
dudas, puedes preguntarte:

Eso que me pide, ¿es justo? Por ejemplo, ¿es justo que el fin de semana
que me tocaba a mí escoger qué hacer hagamos lo que él propone?
Para mí no lo es, pero quizá tú pienses diferente.

Esto, ¿a quién beneficia realmente? Ir a ver esta película hoy, ¿a quién


beneficia realmente? Yo creo que le beneficia, ante todo, a él, ya que al
final haces lo que él desea.

¿Me está diciendo exactamente lo que yo quiero oír? Eso de que


comprar las entradas de cine es una muestra de su interés en mí, ¿es lo
que quiero oír? En realidad, sí, porque me dice lo mucho que le gusto.

¿Hay otra razón que le beneficie a él más para hacer esto? Ir a ver la
película que él quiere cuando me tocaba a mí escoger, ¿qué beneficio
más allá de ver la película le puede estar ofreciendo a él? Controlar lo
que hacemos y cuándo lo hacemos, qué vemos, el tiempo que pasamos
juntos y cuándo. Si lo pienso bien, no es solo ver lo que él quiere, sino
hacerme sentir que cuando me toca a mí tomar decisiones, estas no son
importantes.

Obviamente, si tu chico tiene un detalle contigo, no tienes por qué


desconfiar de él. Pero si ya hay algo que te hace sospechar de que puedes
tener a tu lado un maquiavélico o ves conductas que se repiten una y otra
vez, tal vez ha llegado el momento de que tomes distancia y analices si es
posible que se corresponda con este tipo de personajes. Y recuerda:

A LAS MUÑECAS SOLO SE LAS QUIERE SI SE PUEDE


JUGAR CON ELLAS.

Si tu Jesusito te quiere porque puede manipularte y jugar contigo, porque


eres un escalón necesario para conseguir algo mucho más grande o porque
se divierte viendo cómo puede hacer contigo lo que quiera, eso no es amor.
Y tú solo eres el juguete de un niño.

Psicópatas o la falta de remordimientos

El último tipo de personalidad de esta tríada oscura es el psicópata. El


concepto de «psicopatía» está muy extendido, pero más por las películas de
asesinos en serie que por la realidad del concepto psicológico en sí. El
concepto de psicopatía está, en la cultura popular, muy asociado a los
delincuentes, pero ni todos los delincuentes son psicópatas ni todos los
psicópatas son delincuentes, así que cuando usamos la palabra «psicópata»
nos imaginamos a un Hannibal Lecter, elegante, culto y malvado, que desea
comerse nuestro hígado. Y sí, un psicópata puede llegar a hacer eso y
mucho más, pero como te decía antes con respecto al narcisismo, eso
corresponde a un trastorno psicopatológico, es decir, a la forma más
extrema y disfuncional de la psicopatía.

La psicopatía ha sido y es muy estudiada en psicología y psiquiatría y,


aunque cada vez se sabe más sobre ella, lo cierto es que todos los conceptos
relacionados con ello, los niveles, subtipos y subclasificaciones, nos pueden
volver locos si no entendemos los conceptos más técnicos. Y, como esto no
es un tratado sobre personalidad y psiquiatría, vamos a resumir muy mucho
todo lo que tiene que ver con este tipo de personalidad acogiéndonos a una
definición clásica: el psicópata es una persona carente de remordimientos,
de culpa e incapaz de autocensurarse.

Al igual que en los anteriores casos, un rasgo psicópata bien integrado en la


personalidad puede ser muy útil, sobre todo en profesiones de riesgo o en
situaciones límite. Así, por ejemplo, la decisión de abandonar a un soldado
herido en el campo de batalla para ayudar al resto del grupo puede ser
considerada una decisión psicópata, pues no parece importarle el
sufrimiento del herido. Sin embargo, es una decisión que puede salvar
vidas. O el policía que decide disparar a un delincuente que está
encañonando a un tendero sin pensar si deja huérfanos a tres pequeños
puede ser una decisión que parta de un rasgo de personalidad de este tipo.
Otra cosa muy diferente es que el policía se dedique a disparar
indiscriminadamente por el placer de ver cómo la gente cae, como si fueran
personajes de un videojuego. Como siempre te digo, hay muchos grados
diferentes: algunos son simplemente rasgos de personalidad y otros nos
pueden estar indicando un trastorno grave. Pero ya sabes que tu cometido
no es hacer un diagnóstico, sino discernir si tu Jesusito forma parte de este
grupo y, en caso afirmativo, poner tierra de por medio.

Así pues, vamos a ver algunas de sus características:

Este tipo de personalidad no es que tenga falta de empatía, pero sí que


puede bloquear su empatía a voluntad. Esto significa que en ocasiones
puede ponerse en el lugar de los demás o decidir con una frialdad tremenda
no hacerlo, según le vaya bien. Así, por ejemplo, puede ser muy empático
con los niños o los ancianos, pero no con el resto de la humanidad, aunque
perciba un gran sufrimiento. O puede amar profundamente a los animales,
pero tener una emocionalidad nula con los humanos, o maltratar animales;
de hecho, este es un elemento de diagnóstico en la infancia.

Tienen un gran encanto. Saben cómo atraer a la gente, tienen buenas


habilidades sociales y pueden ser el centro de la fiesta; o, por el contrario,
reniegan de la sociedad y son misteriosos, solitarios e incluso huraños.
Tienen muy limitadas las emociones que sienten; es decir, el rango de
emociones que sienten es inferior al de los demás. Así, suelen sentir menos
emociones de las que se consideran negativas, como la tristeza y, en
especial, el miedo.

Tienen un autocontrol limitado, por lo que son impulsivos y tienden a


conductas de abuso, en algunos casos a sustancias —drogas, alcohol,
etcétera— o a actividades, como pueden ser las carreras ilegales de coches.

No planifican a largo plazo. Como se mueven por impulsos, su vida


depende de qué les apetezca hacer en cada momento. Así pues, tienen pocas
metas vitales.

Son egocéntricos y tienden a pensar que son superiores al resto de la raza


humana; es decir, tienden al narcisismo.

Muchos de ellos han tenido una infancia o adolescencia llena de pequeños


delitos: robos, vandalismo, agresión, acoso, abuso a otros o crueldad
animal. Y no por necesidad, sino por el placer que les produce.

Son manipuladores y mentirosos.

Sexualmente son promiscuos, con tendencia a muchas relaciones de corta


duración en las que se prioriza el sexo y el poder conseguir algo de sus
parejas.

Suelen vivir relaciones parasitarias en las que se aprovechan de sus parejas,


ya sea económicamente —no trabaja y no tiene sus propios recursos— o
materialmente —aunque tenga sus propios recursos económicos puede
aprovecharse de tu coche, de tu casa o de otras posesiones—.

Pueden disfrutar del mal ajeno. Es decir, se alegran de que alguien tenga
una desgracia o incluso de infligir dolor, emocional o físico, a los demás.

Pueden tener tendencias sádicas sexuales. ¡Ojo! Como siempre te digo, si a


ti te gusta que te azoten hasta dejarte el culo como un tomate rayado, y es
consensuado, se hace con normas de higiene y seguridad, está genial. Pero
si no es así o, aun siendo así, se pasa de los límites que habéis establecido,
es un factor de alarma.

Se saltan las normas establecidas. Pueden conducir como kamikazes, robar


por placer, aunque sean pequeñas cosas, irse de los sitios sin pagar, etcétera.
O cosas mucho más graves, como acosar, agredir, comenzar peleas con
altos niveles de violencia e incluso se ha encontrado una relación directa
entre la psicopatía y la piromanía.

Les atrae el riesgo, así que buscan constantemente nuevas actividades que
conlleven peligro. Puede pasar de deportes extremos a apostar: de repente
les da por jugar a la ruleta rusa o por meterse en problemas con los
narcotraficantes del barrio. Y todo por el riesgo que conlleva.

No tienen miedo a ser castigados ni por sus conductas ni por sus delitos.

No suelen tener remordimientos y, si los tienen, es porque consideran que


debe ser así para conseguir sus objetivos. Es el caso de muchos
maltratadores físicos que agreden a su pareja y luego vuelven llorando,
diciendo que no lo volverán a hacer, que algo les «poseyó», pero que jamás
ocurrirá de nuevo. Hasta que pasa otra vez. Pero no tenemos que irnos a ese
caso tan extremo. Imagina que durante el sexo te hace daño, te pedirá
perdón y te dirá que no volverá a suceder. Hasta que pase de nuevo.

Distinguen perfectamente entre el bien y el mal. Si te están haciendo daño,


saben perfectamente que te lo están haciendo y que eso no está bien, pero
les importa muy poco lo que está bien y lo que está mal.

Suelen ser personas que no tienen un gran apego a sus cuidadores. Así,
pueden no tener buena relación con sus padres o, si la tienen, suele ser una
relación carente de cariño, confianza, afecto y comunicación.

Otro tipo de relación con sus padres puede ser que estos le hayan inculcado
que la vida no debería ponerle límites, que son seres especiales para los que
las normas de convivencia no aplican.

Son irresponsables. Cualquier responsabilidad que tengan la dejarán de lado


si les apetece más hacer otra cosa. Así, puede darte plantón porque le
apetece más irse de fiesta con sus amigos y no solo una vez, sino en
reiteradas ocasiones. Pero, además, puede perder trabajos simplemente
porque no le apetece levantarse temprano o dejar el coche abandonado tras
un accidente porque no tiene seguro o porque no quiere verse liado con
papeleos.

Además, no asumen las consecuencias de ser un irresponsable. Es posible


que alguien así te diga que no entiende por qué te enfadas si las cinco
últimas veces que habéis quedado te ha dejado tirada por irse con sus
amigos, que le han echado del trabajo porque le cae mal al jefe o que la
culpa de dejar tirado el coche es tuya que no le avisaste de que le caducaba
el seguro. Y encima te pedirá dinero para otro coche nuevo.

Se aburren con facilidad. Como además se dejan llevar por impulsos, te


puede parecer que es una persona muy activa —demasiado—, pero en
realidad es que siempre está buscando cosas que le estimulen.

Como el maquiavélico, sabe perfectamente encontrar tus carencias y usarlas


para su conveniencia, pero, a diferencia de aquél, el psicópata está
dispuesto a usar la violencia en caso de que no sea capaz de hacerte pasar
por su aro.

Puede estar perfectamente integrado en la sociedad, cumplir las normas de


convivencia y la ley, tener un trabajo y sus propios recursos, pero todo es
una fachada y su tendencia a saltarse las normas y a asumir riesgos sigue
intacta. Así, por ejemplo, si habéis llegado a un compromiso de
monogamia, te será infiel, incluso jugando a «que le pilles», puede practicar
sexo sin protección solo por el placer del riesgo o por disfrutar rompiendo
parejas.

Como siempre te digo, que tu pareja tenga uno de estos rasgos no significa
que sea un psicópata que tenga que acabar en un módulo especial en la
cárcel. Lo importante es si eso a ti te hace daño, si te destruye o si hace que
sientas que estás atrapada en una relación de no-amor. Pero si has
identificado varios rasgos y te dañan, huye. Y hazlo ya. Existe una relación
directa entre la psicopatía y el maltrato, ya sea físico o emocional, a la
pareja. Como al psicópata le da lo mismo lo que está bien o mal, es capaz
de ponerte al límite solo por el placer de hacerlo. Y cada vez necesitará más
y más estímulo, así que cada vez te pondrá más al límite. Y no, tú no puedes
salvarlo de su falta de empatía y humanidad. Repite conmigo, por favor:

NO SOY UN PRÍNCIPE AZUL, NI UNA SUPERWOMAN, NI


UNA ALFOMBRA VOLADORA, ASÍ QUE NO PUEDO
SALVARLE EL CULO A NADIE.

Como puedes imaginar, todos estos tipos de Jesusitos que hemos visto son,
como los llamamos los psicólogos, «personas tóxicas», aunque yo prefiero
llamarles «cabrones destructivos», porque son capaces de destruir a todos
los que tienen a su alrededor y, muchos de ellos, sin ni siquiera inmutarse.
Por supuesto, existen muchos otros tipos: el que te convence de que hay
algo malo en ti y que él te salvará de ello, el que te hace sentir que solo él te
querrá, el que te engaña con todas las que puede y luego viene pidiéndote
perdón porque «esa es mi naturaleza, pero lucharé contra ella», etcétera.
Pero quédate con esto:

SI TE HACE SENTIR MAL CON LO QUE ERES, CON LO


QUE DESEAS, CON LO QUE VIVES, CON LO QUE
AMABAS ANTES DE QUE APARECIERA, CON TUS
VALORES O CONTIGO MISMA, ES UN JESUSITO.

Punto. Porque un Jesusito es ese ser que consigue ser el centro de tu


universo, que te tiene en jaque permanentemente, que no te deja
desarrollarte como mujer ni como persona. Es esa relación de no-amor, e
incluso, de dolor. Es esa variable que consigue que tu vida no fluya o que
no te sientas amada como te mereces. Porque sí, te puede querer a su
manera, pero ha de amarte a la tuya. Y tienes derecho a que así sea.

Tienes derecho a ser amada con toda la amplitud de la palabra.

Jamás lo olvides, por favor.

Jamás.

Lista de Spotify
7.
Tuyo es

«Una dama que sabe manejar las cuerdas tiene menos probabilidades de
terminar atada».

MAE WEST

La chica mala de los años del Hollywood dorado era inteligente, sí, pero
también lista. Mae West, conocida por haber sido la persona mejor pagada
de Hollywood, así como por sus provocaciones a la moral de los años
veinte a los cuarenta, fue una mujer libre que nos dejó otra frase que creo
que toda mujer debería conocer a partir de los ¿cinco años?: «No te cases
con un hombre para reeducarle; para eso existen los reformatorios».

Lo que, quizá, me hace pensar que en cien años quizá no hemos cambiado
tanto.

Sea como fuere, tal y como la gran Mae West decía, si conoces las cuerdas,
tienes menos probabilidades de que te aten, así que justamente de eso
vamos a hablar: de cómo los Jesusitos consiguen atarnos.

A lo mejor alguna vez me has escuchado —o leído— decir que la primera


que mi Jesusito me hizo, me la hizo él, pero que el resto me las hice yo por
quedarme ahí, a su lado. Y lo creo. Lo creo porque, desde esta perspectiva,
no me veo a mí misma como un pelele sin ningún tipo de voluntad, sino que
asumo que puedo hacer cosas, e igual que puedo quedarme, puedo irme.
Y es que en todo el proceso del que vamos a hablar, hay momentos de
lucidez en los que te dices: «Esto no está bien». Vale. Si en algún momento
piensas eso, ten por seguro que entonces no está bien, que estás viviendo
una relación de no-amor o incluso de maltrato, así que trata de decirte a ti
misma: «Si no está bien, si yo no estoy bien, me voy, puedo irme, puedo
romper esta situación». Como tu Jesusito conseguirá manipularte de tal
manera que tú misma anules esos momentos de lucidez, es necesario que
asumas que, al igual que te quedas, puedes irte, que puedes hacer cosas para
salir de ahí.

Sí, puedes.

Y debes.

Creo que asumir la responsabilidad de lo que nos ha pasado es algo que


muchas veces no hacemos, así que, al final, acabamos siendo víctimas
pasivas, lo que nos mantiene en el agujero de «los demás pueden hacer
conmigo lo que quieran». Y no, por supuesto que no es cuestión de, una vez
más, excusar a quien nos daña. Alguien que te daña deliberadamente lo
hace porque quiere. Punto. No hay mucho más que rascar. Pero sí es
cuestión de asumir que podemos hacer cosas, que nos quedamos ahí porque
hay una puerta trasera por la que hemos dejado entrar a ese Jesusito y que la
podemos cerrar. Y quiero que te quede claro:

NO ESTÁS CONDENADA A VIVIR LO QUE TE DAÑA.

Por eso siempre digo que la responsabilidad es mía: era yo quien tenía que
ser capaz de darme cuenta de que esos momentos de lucidez me estaban
diciendo algo: VETE YA.

Y, por último, quiero dejarte otra cosa clara: no te culpabilices. Ser


responsable no es lo mismo que culpabilizarse, ni mucho menos. Por
ejemplo, imagina que te quedas cuidando de tu sobrina, ella se cae y se
rompe el brazo. ¿Es tu culpa? No, ella dio un traspié y se cayó. Las cosas, a
veces, simplemente pasan. ¿Eres responsable de ella? Sí, y por eso la llevas
a urgencias para que la curen. Imagina que tú misma empiezas a llorar, a
sentirte fatal por lo pasado, a montar una escena y te quedas bloqueada; es
probable que tardes más en reaccionar y llevar a la pequeñaja al hospital.
¿Ves la diferencia? La culpabilidad es un sentimiento que nos destroza, que
no nos deja avanzar, que nos castiga por no haber sido buenas en lo que
tocaba ser buenas. Responsabilizarnos es darnos cuenta de que algo ha
pasado y poner los medios para solucionarlo. De verdad, las cosas a veces
pasan y no es tu culpa; quizá tengas esa puerta trasera por la que ese
Jesusito se ha colado en tu vida y no seas consciente de ello. No pasa nada,
no te machaques. Mujeres de todas las clases sociales, culturales,
económicas, de todas las edades, culturas y razas han vivido y viven su
Jesusito personal. Pero, si ahora lo sabes, responsabilízate de cerrar esa
puerta, no vaya a ser que el lobo se cuele y te devore.

¿No-amor o maltrato?

Creo que ha llegado el momento de mirar de frente al monstruo y ponerle


nombre. A mí me costó mucho asumir que lo que yo había vivido era una
relación de maltrato emocional, porque, ¡claro!, ¿cómo yo, una mujer con
carácter, con las cosas claras, iba a no darme cuenta de ello?

No soy el único caso. Mi amiga Lola lloró durante días cuando se dio
cuenta de que lo que había vivido los últimos meses con ese hombre era
maltrato. Muchas de las mujeres que han regalado su historia para este libro
también acabaron dándose cuenta de que su relación de amor había pasado
a ser una relación de maltrato en algún momento.

Tendemos a pensar en maltrato en términos de violencia física, pero nada


más lejos de la realidad. Existe un maltrato soterrado, sibilino y
completamente destructivo que es el maltrato emocional. Este tipo de
maltrato está ampliamente estudiado en las relaciones entre padres e hijos y
recientemente comienza a ser objeto de estudio con respecto a la pareja. Por
eso, muchas definiciones de finales del siglo XX se refieren a «personas
dependientes», pues los peques son completamente dependientes de sus
padres. Quizás esa diferenciación es la que muchas veces ha hecho pensar
que este tipo de relación no era posible entre dos adultos. Pero nada más
lejos de la realidad, pues el maltratador se encargará de conseguir que
dependas, ya sea a nivel emocional, económico o por otros factores, como
los hijos, de él. Por tanto, una redefinición del concepto podría ser: «El
maltrato emocional o psicológico se da en aquellas situaciones en las que
los sujetos significativos para el maltratado lo hacen sentir mal,
descalificado, humillado o discriminado, ignorando o menospreciando sus
sentimientos, sometiendo su voluntad o subordinándolo en distintos
aspectos de su existencia que inciden en su dignidad, autoestima o
integridad psíquica y moral».

Es decir, los maltratadores te hacen sentir mal deliberadamente y no les


importa. Cuando se es un niño, esos sujetos significativos pueden ser los
padres, los cuidadores, los compañeros de la escuela, etcétera. Por eso yo
siempre digo que el famoso bullying es maltrato. Quizás el abusón no sabe
que eso que él está ejerciendo es maltrato, pero no deja de serlo solo
porque el que lo ejerce no sepa que lo es. De esa misma manera, hay
muchos maltratadores emocionales que no saben que lo son, y muchas
víctimas maltratadas que no saben que están siendo maltratadas, pues
muchas conductas de maltrato han sido aceptadas como parte natural de
las parejas. Por ejemplo, el control de las comunicaciones. «¿Con quién
hablas, mi amor?», es una forma velada de control. ¿Eso significa que si tu
chico te pregunta con quién estás hablando ya es un maltratador
psicológico? No, puede ser un cotilla. O que le hayas puesto los cuernos y
ande con la mosca detrás de la oreja. Pero si es un control mantenido en el
tiempo, que lo que busca es someterte y que pierdas tu dignidad, entonces
sí estamos hablando de maltrato. Y, por supuesto, el maltratador no te ama,
ni te quiere, ni te cuida, ni te respeta. No, no hay amor cuando no te tratan
bien.

El no-amor, sin embargo, no tiene por qué conllevar ese maltrato. Son
relaciones en las que los intereses materiales, emocionales o de otro tipo
hacen que los cimientos de la relación no se basen en el amor. Por ejemplo,
cuando tienes una relación para que te dejen en paz, cuando sigues con tu
pareja porque ¿cómo vas a pagar tú sola la hipoteca? O cuando estás con
alguien solo por el hecho de que, si no tienes pareja, crees que tus
probabilidades de ser madre se ven mermadas.

Por tanto, en el no-amor no tiene por qué haber maltrato —aunque puede
llegar a él—, pero en el maltrato te aseguro que no hay amor. Por mucho
que tu maltratador te diga que te ama, que sin ti no es nada, que se matará si
no sigues con él, no le creas. Ni te ama, ni te amará, porque alguien que
trata así a los demás no sabe amar. Y, casi con total probabilidad, no se ama
a sí mismo. Pero eso te debe importar entre poco y nada: ámate tú y aléjate
de ese maltratador, de ese Jesusito que ha sabido cómo hacer que tu vida
gire en torno a él.

Ranas y culebras

Pero ¿cómo un Jesusito consigue que lleguemos a ese punto en el que no


somos conscientes de que nos está maltratando? Más allá de que podemos
pensar que determinadas actitudes, que en realidad son maltrato, forman
parte de una relación de pareja, los maltratadores son capaces de hervirnos
como ranas. Te lo explico.

El síndrome de la rana hervida es cómo llamamos los psicólogos a la


manera en que las personas se adaptan a situaciones dañinas. Se suele
explicar de la siguiente forma: si tratas de meter una rana en una olla con
agua hirviendo, en cuanto se dé cuenta del calor del agua saltará y se irá.
Así pues, lo que hay que hacer es meter a la rana en el agua fría, tal y como
le gusta y, poco a poco, ir incrementando la temperatura. Cada poco tiempo,
un grado, de tal manera que la rana se va adaptando a la temperatura sin
darse apenas cuenta hasta que llega un momento que está tan exhausta que
no tiene fuerzas para saltar de la olla. Entonces, puedes hervir a la rana.
Pues en este caso, tú eres la rana y tu Jesusito, el macabro chef.

Está claro que si en la primera cita alguien te dice: «¡Qué mal te queda esa
ropa! ¿No sabes vestirte sin parecer una trabajadora sexual en oferta?», le
vas a mandar a tomar por saco con la rapidez de un rayo. O, al menos,
deberías. Por eso, los Jesusitos van poco a poco incrementando la presión
sobre ti hasta que un día te das cuenta de que estás como la rana, a punto de
ser devorada. Pero ¿cómo es posible que no nos demos cuenta? Por varios
factores:

Tu Jesusito puede que sea muy pero que muy sibilino. Por ejemplo, en vez
de decirte que quiere verte de rubia oxigenada, puede decirte: «Me encanta
tu pelo, pero con el cuerpo a lo Marilyn Monroe que tienes, ¿nunca has
pensado en ponerte rubia? ¡Seguro que te confundían con la Monroe!».
Como puedes comprobar, aquí no hay ningún insulto ni humillación. De
hecho, cualquier persona pensaría que es todo lo contrario. Sin embargo, si
no tienes una autoestima a prueba de bombas, tu Jesusito ha conseguido
plantar la semilla de la duda: «Yo, que soy morena, ¿estaría mejor siendo
rubia?», lo que se traduce en «¿Está bien ser lo que soy? ¿Puedo
mejorarme? ¿Le gustaré más / me querrá más si cambio?». Como siempre
te digo, a veces la gente dice este tipo de cosas sin darse cuenta del alcance.
Vale, está bien. Pero si te das cuenta de que es una forma de relacionarse
contigo, si es una pauta de conducta, entonces abre bien los ojos.

Porque las cosas cambian de una forma tan paulatina que no somos capaces
de saber en qué momento del sueño comenzó la pesadilla.

Porque, como veremos dentro de unas páginas, el maltrato tiene unas fases
que van a hacer que pierdas la perspectiva. De hecho, creo que, si le
preguntamos a mujeres maltratadas emocionalmente, la gran mayoría te
dirán que no lo son.

Porque no nos gusta pelearnos. A veces pensamos que decir algo que nos
molesta o nos duele no merece la pena porque no nos gustan los
enfrentamientos, así que callamos. Y callar es dar permiso al otro para
seguir haciendo las cosas del mismo modo.

Nuestras expectativas sobre la relación nos nublan la vista. En este sentido,


conozco a cientos de mujeres que cuando comienzan una nueva relación se
plantean que será la última, la definitiva, que ya han pasado tantos
imbéciles por su vida, que este tiene que ser, necesariamente, el que ponga
punto final a tanto idiota. Y, como ya te dije cuando hablamos de creencias
—pensar que él tiene que ser el definitivo es, sí o sí, una creencia—,
hacemos cosas que nos ayudan a apoyar esa creencia, así que dejamos de
darle importancia a esas cosas porque ¿cómo el definitivo va a ser otro fail?

Por educación. Sí, a las mujeres se nos ha educado para ser permisivas,
cariñosas y comprensivas y, a veces, lo somos demasiado, así que, aunque
vemos cosas que no nos gustan, las dejamos pasar.

Porque confundimos el concepto de «aceptar». Mucha gente piensa que


aceptar es resignarse, es decir: «Esto es lo que hay y no puedes hacer nada»,
pero no es así. Aceptar a alguien es saber que esa persona es así y no querer
cambiarla, pero si eso te hace daño, va en contra de tus principios o,
simplemente, no te gusta, no tienes por qué dejar que esta persona esté en tu
vida. Echar a alguien de tu vida porque no te gusta cómo es y no quieres
cambiarlo es aceptarle, pero también aceptarte.

Porque identificamos determinadas conductas con pruebas de amor, aunque


no sea así. De esta manera, podemos vendernos que él nos llama diez veces
al día porque no puede vivir sin nosotras, y es posible que sea así, pero eso
no es amor, es dependencia emocional. O, tal vez, necesidad de control.
Hay mucha gente que considera que los celos son pruebas de amor, pero en
realidad son una demostración de inseguridad, falta de autoestima y de
confianza. O si nos dice que no salgamos con nuestras amigas, pensamos
que es que tiene tantas ganas de estar con nosotras que quiere compartir
todo el tiempo posible porque nos ama con toda su alma, sin darnos cuenta
de que eso puede ser el principio de la necesidad de aislarnos socialmente.
Es decir, confundimos poseer con amar.

Porque no nos conocemos lo suficiente a nosotras mismas. Hay muchísimas


mujeres que no saben cuáles son sus límites por algo muy sencillo: nunca
han pensado en ellas mismas. No saben qué les hace daño, qué les molesta
o, si lo saben, piensan que los demás son mucho más importantes que ellas.

Las creencias que tenemos, como pueden ser:

El amor todo lo cambia.


El tiempo pone todo en su lugar.

Hasta que dos personas se conocen, siempre hay roces.

Si aguantas, obtendrás tu premio.

El amor se mide en batallas, no luchadas.

Es decir, muchas de esas cosas de las que ya hemos hablado y que pueden
ser creencias y, como ya sabes, cuando tenemos una creencia, hacemos y
buscamos personas, situaciones y circunstancias que la apoyen. Por
ejemplo, si crees que eres simpática, te portarás de esa manera, sonreirás,
buscarás situaciones sociales en las que serlo, etcétera. Si piensas que la
vida es difícil, te meterás en líos o desecharás aquello que es fácil porque
¡la vida es difícil! Y, además, solo lo que nos cuesta merece la pena, así que
buscarás cosas que te cueste conseguir. Si crees que el tiempo pone todo en
su lugar, probablemente tengas una actitud pasiva: «No soy yo, sino el paso
del tiempo el que se encargará de que las cosas vayan bien». Si crees que el
amor todo lo cambia, tendrás una actitud amorosa, dulce e, incluso, sumisa
porque las personas no cambian si les pones los puntos sobre las íes, no,
solo lo hacen si les demuestras amor. Por eso es tan importante que seas
consciente de tus creencias y de cómo estas te hacen mantenerte en
situaciones que no te hacen bien.

Una vez que la rana está hervida, la culebra cambiará la piel y mostrará su
verdadera naturaleza.

A ver, seamos justas: en toda relación a veces es necesario adaptarse. Pero


ten en consideración una cosa: tan perjudicial es ser completamente
inflexible como ser demasiado flexible. Una cosa es que tú tengas que
aprender a convivir con determinadas cosas de tu pareja, como puede ser
que le guste el fútbol, y otra que, porque a él le guste el fútbol, a ti te tenga
que gustar, cambiar de equipo o dejar de lado tus planes para sentarte a su
lado a ver el partido los fines de semana porque «eso es una muestra de que
hay amor».
SI EN UNA RELACIÓN NO PUEDES SER TÚ, ES QUE TÚ
NO ERES PARA ESA RELACIÓN.

El ciclo de la no-vida

Como te comentaba páginas atrás, el maltrato tiene un ciclo, un proceso de


varias etapas que comienza con el más dulce de los venenos: la conquista.
Una vez que la víctima (tú) ha bajado los muros y las defensas, empieza la
fase de cosificación y aislamiento; es decir, empieza a tratarte como una
rana en una olla. Entonces llega la tercera fase, que es la de explosión, y ahí
comienza el ciclo de «exploto, me arrepiento, exploto, me arrepiento»,
mientras tú ya estás hecha trizas. Con un poco de suerte, se precipitará la
última fase, que es cuando uno de los dos deja la relación. Si eres tú, tu
Jesusito volverá a tratar de «cazarte» casi con total seguridad. Puede ser tras
unas semanas, pasados los meses o, incluso, tras varios años. Si es él quien
te ha dejado, tu vida se puede convertir en un infierno porque, a su antojo y
solo por verificar el poder que tiene sobre ti, comenzará una y otra vez
todos los ciclos hasta que tú seas capaz de acabar.

Este es el pequeño resumen, pero vamos a hablar un poco más en


profundidad de cada una de estas fases. Por favor, si te ves reflejada en
alguna de ellas, no lo dudes: pide ayuda para salir de ahí. Estás en una
relación de maltrato, y no, y ni el tiempo pone las cosas en su lugar, ni el
amor lo puede todo, ni tú vas a ser la heroína de este cuento. Sal de ahí,
como puedas, pero sal.

La conquista
Esta es la fase con la que comienza cualquier relación: la de la seducción o
conquista. En esta fase, cualquier persona trata de sacar su mejor cara para
gustar a la otra persona. Los pequeños detalles —o los grandes—, las risas,
la ilusión, las ganas, etcétera, son el pan nuestro de cada día.

Así, prestamos más atención al otro, muchas veces incluso más que a
nosotras mismas, y ponemos nuestras esperanzas y anhelos en que aquello
que no obtuvimos en relaciones pasadas, lo obtendremos en esta. Es la
etapa en la que vamos conociendo la cara amable del otro, el sexo y la
pasión se disparan y te sientes en una nube. No vemos los defectos en el
otro porque nuestro interés es que la pareja se consolide y fusione, así que
nos fijamos más en aquello que nos une. Incluso podemos llegar a idealizar
a la otra persona, pensando que es nuestro destino.

Vale, bien, esta es la primera fase de cualquier relación y es normal. El


problema viene cuando el otro es un Jesusito, ya que, como su objetivo es el
de engancharte, hará todo lo posible para que así sea, incluso usando trucos
sucios para tratar de cegarte y que no veas que, en realidad, es un monstruo
del que huir. Así que vamos a fijarnos en cómo es esta primera fase con un
Jesusito.

1. Primeras impresiones

Según algunos estudios, los primeros segundos en los que conocemos a


alguien son determinantes para crearnos un juicio de valor sobre una
persona. Algunos estudios apuntan a los primeros siete segundos, otros, a
los veinte, y otros, a los dos segundos. De hecho, hay algunos estudios que
apuntan a que ese juicio de valor se crea en el saludo que nos dedique una
persona. Así, si una persona te saluda mirándote a los ojos, con una sonrisa
de oreja a oreja y relajado, inconscientemente vas a creer que es una
persona en la que se puede confiar. Si te saluda con un gruñido y mirando a
otro lado, pensarás que es alguien de difícil acceso emocional. Sea como
sea, la primera impresión es fundamental, de tal manera que, si pensamos
que alguien es digno de confianza, buscaremos datos que nos confirmen
esta impresión y aquellos que no la confirmen serán, automática e
inconscientemente, descartados. Y tu Jesusito lo sabe. Por lo tanto, para él
es fundamental transmitir una primera impresión que te deje boquiabierta.
Así pues, tratará de generar un ambiente de simpatía, cordialidad,
confianza, incluso de «buen rollo», que te dé esa sensación de que te suena
de algo, de que le conoces de toda la vida o que «le conociste en una vida
anterior». Te observará muy atentamente e, incluso, imitará tus gestos, tus
posturas, tus expresiones faciales y verbales, etcétera, con el fin de crearte
una sensación de familiaridad y seguridad. Y sí, controlar los gestos, el tono
e incluso el ritmo de la respiración para que una persona se sienta confiada,
funciona. De hecho, es algo que muchos terapeutas hacen en consulta, pues
es necesario que su cliente baje la guardia y empiece a contar aquellas cosas
de las que puede incluso avergonzarse. Cuando nos sentimos en confianza,
podemos bajar la guardia y relatar episodios pasados, sueños, frustraciones,
deseos u otras cuestiones muy personales que, para un Jesusito
manipulador, son muy pero que muy valiosas.

2. Eres la mejor

Con todo lo que ha conseguido sonsacarte, tu Jesusito ya sabe por dónde


«atacar» para que caigas en sus redes. Así, empezará a decirte lo
maravillosa que eres, lo feliz que le hace haberte encontrado, que no ha
conocido a nadie igual que tú y un sinfín de cosas, de esas que a todo el
mundo le gusta escuchar. Sin embargo, en el caso de un Jesusito, te insistirá
más de la cuenta. Además, usará los puntos débiles que ha identificado en
ti. Por ejemplo, si le has transmitido de algún modo —no es necesario que
se lo hayas dicho de palabra— que te preocupa tu talla, te dirá que el cuerpo
no es importante, que a él lo que le gusta es lo que está dentro del
envoltorio, que los que juzgan a los demás por su talla son unos
superficiales, o que a él siempre le ha gustado tener donde agarrar, que no le
gustan las mujeres que parecen anoréxicas o que él prefiere las curvas. Tus
curvas. Sea como sea, tendrás la sensación de que bebe los vientos por ti,
que te demuestra que eres una mujer digna de amor, de que te digan lo
maravillosa e importante que eres. Y estoy segura de que así es, pero
cuando te bombardean constantemente con ese tipo de palabras, quizá
tienes que fijarte más aún en los hechos.

3. Mi alma gemela

De repente, él es tú y tú eres él. Tenéis los mismos gustos, habéis pasado


historias quizá no iguales, pero sí muy parecidas, así que él entiende y
respeta tus traumas. Tienes la sensación de que con él puedes ser
auténticamente tú, puedes quitarte todas las máscaras, puedes mostrar todas
las heridas de tu corazón, todas las cicatrices de tu alma, porque ¡él ha
pasado por lo mismo! Y, claro, encontrar a una persona tan afín, tan igual, a
alguien que parece tu alma gemela, es tan reconfortante que puedes bajar la
guardia con rapidez. Te entiende a un nivel mental y emocional que jamás
antes habías experimentado; tienes una conexión que no es de este mundo,
está claro. De repente le miras y te ves en él, y él te hace constar por activa
y por pasiva que ve lo mismo en ti. Está claro: sois almas gemelas. Y sí, es
cierto, a veces conocemos a personas que son muy parecidas a nosotros,
que tienen gustos similares y vivencias muy parecidas. Pero si
prácticamente todo entre tú y él encaja, no bajes del todo las defensas.

4. Podemos ser sinceros

Una vez que te ha dejado sin defensas, comienza a hacerte sentir que
cualquier cosa que sientas, vivas o pienses, puedes contársela porque es tu
amigo del alma. No solo te hace sentir eso, sino que te dirá que con él todos
tus secretos están a salvo. Da igual si el secreto es que robabas cremas por
el placer de robar, que en la universidad te sacabas un dinero extra haciendo
masajes eróticos o que en la cama te va clavarle los tacones en sus reales
testículos, que él no se va a escandalizar. Al final, ¡es como tú! Te va a
comprender tan bien que da igual lo que le digas, te aceptará tal y como
eres y jamás te juzgará. Y tú te sientes increíblemente feliz por ello. Y,
amiga, eso es lo que te engancha: de repente has encontrado a alguien a
quien le puedes confiar lo que sea, que es muy parecido a ti y, por tanto,
tienes un constante subidón de felicidad, porque encontrar a alguien así es
prácticamente imposible. Y lo haces. Le cuentas todos tus secretos; esos
que él, más adelante, usará para humillarte, chantajearte y hacerte sentir una
hormiga al lado de un gigante. ¡Ojo! Una cosa es que con el paso del
tiempo contemos a nuestra pareja todas aquellas cosas que nos pueden
avergonzar de nuestro pasado, pero si ves que insiste directa o
indirectamente en que él es alguien digno de conocer tus secretos, y todo en
un tiempo récord, quizás es que no lo sea.

5. Mi regalo

Así, llegas a una conclusión: él es un regalo divino venido del cielo que te
han mandado por todo lo mal que lo has pasado en tu existencia. O que todo
lo que te ha pasado en la vida ha sido así porque te estaba preparando para
conocer a alguien como él. Es tan perfecto, tan comprensivo, tan buen
amigo, amante, compañero de vida que lo único que deseas con toda tu
alma es que esta unión dure para siempre. Lo ha conseguido, ya se ha
metido en todas las células de tu cuerpo.

6. Juntos para siempre, pase lo que pase, sin ti la vida no tiene sentido.

Al final, tu Jesusito te hará sentir que lo vuestro tiene recorrido. Un largo


recorrido. Te prometerá, explícita o implícitamente, que será tu relación de
ensueño, para siempre, que seréis felices y comeréis perdices. La promesa
de que la felicidad, esa que llevas buscando toda tu vida, la encontrarás a su
lado mientras él, oh gran caballero, te protege de todo lo malo que el mundo
ofrece. Te dirá cosas como: «¿Te imaginas viejitos, cuidando el uno del
otro?» o «Eres la única mujer del mundo que me haría pasar por un altar».
Es decir, te hace la falsa promesa de haber llegado al final de este doloroso
camino que, a veces, son las relaciones. Pero con palabras, no con hechos.

Y, tenlo claro: en todas estas fases, el sexo será brutal, porque el sexo
también nos engancha a nosotras, queramos o no admitirlo. Esta fase tiene
una clara intención: hacer que pierdas tu capacidad crítica. De esta manera,
creas una serie de creencias: él es el definitivo, el amor de verdad existe —
¡y es con él!—, tenemos futuro, soy una mujer con suerte por haber
encontrado a este hombre, él merece la pena, solo él es capaz de quererme
de esta manera tan especial, él es un ser especial, etcétera. Y, ya lo sabes,
cuando tenemos una serie de creencias, haremos cosas y buscaremos
circunstancias que nos ratifiquen que es verdad. ¡Ojo! Lo que te tiene que
hacer saltar las alarmas es que todo son palabras, mucho más que hechos,
que él insiste en que sois el uno para el otro de manera obstinada, que todo
es rápido e intenso, es decir, que no se da de manera natural con el
conocimiento de la otra persona. Lo que en realidad tiene que sonarte raro
es que todo es demasiado perfecto y él insiste en ello.

Recuerda:

SI ES TAN PERFECTO QUE PARECE MENTIRA, QUIZÁ


SEA MENTIRA.

Por supuesto, hay Jesusitos que no siguen este esquema al pie de la letra.
Por ejemplo, si conoces a uno por internet, es posible que primero trate de
que te abras contándote sus supuestos secretos, mostrándote su
vulnerabilidad —la mayoría de las veces, fingida— y generando una
relación cotidiana. De hecho, tardará un tiempo hasta que se produzca la
primera cita, tiempo que él usará para sonsacarte toda la información
posible sobre ti, así que ese primer paso de las primeras impresiones pasará
a estar en otro lugar del proceso. O puede que no se muestre tan idílico,
pero cuando deis el paso de la convivencia —el paso de hacerte perder tu
independencia, recuérdalo— comiences a ver cosas «raras». De cualquier
manera, primero te seducirá y, cuando esté seguro de que tú no te vas a
escapar, comenzará con la siguiente fase.

Meterte en una olla

Aquí es cuando tú comienzas a ser una rana a la que, poco a poco, su


Jesusito va a ir cocinando. A fuego lento, no tiene prisa, pues sabe que los
mejores manjares se cocinan a fuego lento, muy muy lento. Puede ir tan
despacio como necesite para que tú no te des cuenta, por lo que esta fase
puede durar meses, e incluso años. Para que su plan tenga efecto, trabajará
en tres áreas:

1. Aislamiento social

Su objetivo es conseguir que dependas de él. Para ello es necesario que te


aísle socialmente, es decir, que dejes de tener personas a las que acudir,
personas que en un momento dado te puedan abrir los ojos. Algunas
estrategias para ello son (puedes marcar las que identifiques en tu Jesusito,
pasado o presente):

Entrar en tu círculo social. Puede haberlo conseguido en la fase de


conquista o esperar un poco, pero antes o después tratará de conocer a tu
entorno social; necesita saber quién es el enemigo y cómo atacarlo. Así
pues, es posible que insista para que se lo presentes a tus amigos o familia,
se haga el encontradizo en situaciones en las que sabe que estarás con tus
amigos o se ofrezca con mucha rapidez a acompañarte a la comunión de tu
prima Ernestita. ¡Ojo! Cuando una relación avanza, es normal conocer
todas las áreas de la vida de una persona, lo que incluye a la familia y
amigos. Pero con un Jesusito este paso puede ser algo rápido, forzado e
incluso no deseado por tu parte.

Secuestrarte hacia su círculo social. Muchos Jesusitos tienen pocos amigos,


pero otros tienen un amplio círculo social, así que otra estrategia es quedar
siempre con su círculo social; por ejemplo, si vais a un festival de música,
vais con sus amigos. Los tuyos os pueden encontrar allí, pero tú vas con él y
su círculo. Puede plantearte muchas actividades, pero siempre con sus
colegas. Raramente te dice que él se integra en tus planes, eres tú la que
suele integrarse en los suyos, de tal forma que siempre te tiene controlada:
sabe con quién estás, qué haces, cuánto bebes e, incluso, controla con quién
te relacionas.

No permitirá que establezcas relaciones sanas en su círculo. Así, por


ejemplo, te dirá que esa chica tan maja del grupo de la que te estás haciendo
amiga ha estado secretamente enamorada de él desde que iban al parvulario,
que le dijo algo negativo sobre ti o impedirá, de alguna manera, que quedes
a solas con alguien de su grupo con el que estás trabando amistad. Es decir,
sus amigos son suyos y tú no tienes derecho a generar relaciones sanas con
ellos. Esto no tiene nada que ver con personas que consideran que ambas
partes de la pareja deben tener su círculo social y hacer cosas por separado:
recuerda que tu Jesusito no quiere que tengas tus propios amigos.

Acapara tus actividades sociales. Puede que sea una persona muy activa,
que le guste hacer cosas nuevas y compartirlas contigo, pero es sano tener
espacios separados. Sin embargo, un Jesusito va a tratar de hacer muchas
actividades contigo, plantearte nuevos planes y aventuras, la mayoría de las
veces a solas o con gente de su más cercano círculo de amistad. Así,
llenándote de cosas que hacer con él, no tendrás la «tentación» de quedar
con tus amigos, que, la verdad, pueden ser mucho más aburridos que él.

Acapara tu tiempo. Tal vez no se trate tanto una cuestión de actividades


diferentes como de tiempo. Querrá pasar contigo el mayor tiempo posible,
así que te recoge del trabajo —y así controla tus relaciones sociales en el
entorno laboral—, compite por tu tiempo de ocio con tus amigos (por
ejemplo, te puede decir que es que él solo te puede ver los fines de semana
y manipularte para que dejes de lado tus planes para pasar tiempo con él) o
se presentará con «sorpresas», pero que conllevan que dejes de hacer algo,
como ir a comer con tus padres o al cine con tus amigos.

No respeta tus planes. Puede que se invente algo para que dejes de hacer
cosas que tenías planificadas, como aparecer por tu casa con comida,
aunque le dijeras que vas a salir, pero también puede ser que, mientras estás
por ahí con tu entorno social, se dedique a enviarte mensajes, a llamarte, a
pasarte memes, etcétera. Es decir, incluso si no está físicamente contigo,
tratará de acaparar tu atención cuando tienes planes.

Critica a tus amigos o a tu familia. Empezará de manera muy sutil, con


cosas del tipo: «A tu amiga Cris parece que no le caigo bien», de tal manera
que, sin darte cuenta, hará que te posiciones a su favor o en su contra. Poco
a poco irá incrementando el nivel de crítica. A Cris no es que le caiga mal,
es que ella es mala persona y no quiere que tú tengas un novio. Cris pasará
a ser una amiga que está en secreto enamorada de ti y que quiere separaros,
por eso te dice todas esas cosas tan horribles sobre él. Es solo un ejemplo,
obviamente, pero te darás cuenta de que poco a poco tu Jesusito empieza a
criticar a tus amigos, todo con un único fin: que les des de lado.

Te hace sentir que tus amigos o familia tienen un interés oculto en ti, ya sea
que Cris en realidad te ama, que tus padres solo quieren que les cuides
porque ya están mayores o que tus primas solo quieran tu compañía porque
os habéis criado juntas, pero en realidad no te quieren. Sea como sea, la
gente a tu alrededor solo te tiene en su vida por su propio interés. Y te lo
argumentará. Por ejemplo, te dirá: «¿No te das cuenta de cómo te mira
Cris?» o «Tus padres solo te llaman para que les lleves al Ikea». Y, en cierta
manera, será verdad, porque cuando empiece con esta fase del aislamiento
social, tú ya habrás dejado de ver tanto a tus amigas que Cris te mira así con
pena, porque sabe que estás comenzando a perderte dentro de esa relación,
o tus padres te dirán que los lleves al Ikea porque ellos no tienen coche
como una excusa, irrefutable por tu parte, porque hace semanas que no vas
a la comida familiar del domingo. No desconfíes de tus amigos y tu familia.

Te mantiene alejada físicamente de ellos. No solo te intentará mantener


emocional y socialmente alejada de tu entorno, sino que en la medida de lo
posible te alejará también físicamente. Así, si tu familia vive en una ciudad,
puede proponerte mudaros a una ciudad cercana, pero lejos de ellos. Si
vives cerca de tus amigos, quizá te diga que os busquéis un piso en otra
zona de tu ciudad. Si tus tíos tienen un apartamento libre en la playa, le
gustará la idea mientras que nadie más esté cerca, pero si tu prima va a estar
en el apartamento contiguo, es posible que te diga que, por cuestiones de
intimidad, prefiere que vayáis a otro sitio o cuando no haya nadie de tu
familia cerca. Lo que sea para separarte de los tuyos.

Te prohíbe contactar con algunas personas. Por supuesto, con el paso del
tiempo, se creerá con la potestad de decirte con quién sí y con quién no
puedes hablar. Así, Sergio, ese exnovio tuyo que se convirtió en un gran
amigo, es alguien con el que se cree que te puede prohibir hablar, o con
Cris, esa mala influencia que solo quiere romper vuestra historia idílica. Si
ya te ha prohibido hablar con alguien, por favor, pregúntate si te has ido
aislando de tu entorno sin darte cuenta, pues esta fase suele darse cuando el
proceso está muy avanzado.

Te prohibe comunicaciones. Por supuesto, antes o después comenzará a


controlar con quién y cuánto te comunicas. Desde un «pues no entiendo por
qué tienes que hablar con tus padres todos los días» a un «y ese con quien
hablas por Instagram, ¿quién es? ¿Quiere follarte o qué?», pasando por un
«¿No pasas demasiado tiempo hablando en el grupo de amigas de
WhatsApp?» o «¿Qué hacías tú ayer a las cuatro de la mañana conectada al
WhatsApp? ¿No dijiste que te ibas a dormir?». Quizá, tras un ataque de
celos, te exija que le des tu teléfono —«Si no tienes nada que esconder,
enséñame tu teléfono»—, tus claves del ordenador o te pida tu pin porque
«entre nosotros no tiene que haber secretos». Sea como sea, tratará de
controlar el flujo de comunicación entre tu entorno social y tú.

2. Cosificación

Con la cosificación, lo que el Jesusito pretende es que tú te sientas un


objeto, algo de lo que él puede disponer cuando le dé la gana. Esto se
consigue por medio de la humillación, el hundimiento de la autoestima y las
amenazas. Por eso necesita haberte aislado socialmente: ante el aumento de
la tensión en la relación, necesita que no tengas una vía de escape, de tal
manera que él sea tu único apoyo. De este modo se consigue la dependencia
emocional absoluta: tu «enemigo» es, al mismo tiempo, tu «salvador», lo
que genera en ti un caos interno que te mantiene confusa y bloqueada.
¿Cómo es posible que este hombre tan maravilloso, de repente, tenga este
ataque de ira? Y, como ya se han instaurado en ti una serie de creencias —él
es maravilloso— buscas excusas a su comportamiento: «Tendrá un mal día
y no me lo quiere contar para no preocuparme», por ejemplo. Así que un
indicador de estar en esta fase es que tú misma le excusas.

Vamos a ver unas cuantas estrategias que se usan en esta etapa para
machacar tu autoestima, humillarte y hacerte sentir un pelele en sus manos.

Desvalorización. Es decir, te hará sentir que tú no tienes valor ninguno. Para


ello recurrirá a:

Ridiculización. Lo que puede empezar como una broma, puede acabar


siendo un arma arrojadiza. Así, la ironía o el sarcasmo («¡Uy, si se ha
puesto minifalda, como si tuviera diecisiete años!»), las bromas pesadas
(«¿Sales hoy? ¿Es el día de liberar a Willy, la ballena?», cuando para ti tu
peso es importante) e incluso los motes que te molestan («¡Ay, mi pequeña
paleta de pueblo!») pueden ser herramientas para hacerte sentir que no
tienes valor. Si le pides que no haga ese tipo de bromas y, aun así, insiste,
no le excuses: no te respeta.

Descalificaciones. Descalificamos a alguien cuando le hacemos sentir que


jamás será suficientemente bueno, que nunca nos llegará a la suela de los
zapatos. Así, un comentario del tipo: «Te han dado el trabajo, pero a ver si
eres capaz de mantenerlo» o «No quiero que te sientas mal, pero nunca
aprenderás a cocinar como Dios manda» pueden ser descalificaciones. En
principio no son enfrentamientos directos, pero ¡son muy destructivos! En
el primer caso, te da la enhorabuena por haber conseguido el trabajo,
aunque manifiesta que no serás suficientemente buena como para
conservarlo. En el segundo, si no quieres que me sienta mal, ¡no me digas
que no aprenderé a cocinar! Yo, lo siento, pero detesto a quienes usan esta
fórmula con el «pero» como trampa: «No quiero hacerte daño, pero si
adelgazaras me gustarías más». Si no quieres hacerme daño, no lo hagas.
Todo lo que viene detrás de ese «pero» envenenado es un dardo a la
autoestima, así que invalida completamente la primera parte de la frase.
Tenlo en cuenta.

Trivializaciones. Deja de dar importancia a cosas que para ti son


importantes, como, por ejemplo, tu trabajo, tus estudios, los problemas de
tus amigas o los éxitos que consigues. Así, los problemas de tus amigas son
«problemas de pijas», tu trabajo es «de mileurista que podría hacer
cualquiera», tus estudios «no sirven para nada» o el haber logrado sacarte el
carné de conducir «es algo que millones de personas han hecho».

Oposiciones. El «no» como modo de vida, el llevarte la contraria sin


argumentos o con argumentos que, si los piensas detenidamente, hacen
aguas por todos lados. Por ejemplo, si te encanta un cantante «es malo, no
tiene ni idea de música», o si detestas el queso «es una estupidez, el queso
es el mejor alimento del mundo, el más completo y tú un poco tonta por no
verlo».

Desprecio. Es decir, hay una falta de respeto, con un trato injusto y


despectivo. Por ejemplo, «Eres una cerda porque no has lavado la ducha
cuando has salido» o «Será mejor que recojas el baño si no quieres que
piense que eres una cerda incapaz de convivir con nadie». Pero también
entran en esta categoría cuestiones que puede verbalizar sobre tus
sentimientos; por ejemplo, «Es que eres una triste», «Ya estás con tus
comeduras de olla» o «Si no es para tanto, mujer, que siempre estás
exagerando». Pero también el desprecio puede ser que se ponga a tontear
con otra persona delante de ti, que te deje de hablar o desaparezca unos días
sin explicaciones, etcétera. Es decir, no tiene respeto por ti, como persona,
ni por el proyecto que tenéis en común, que es la pareja.

Hostilidad. Cuando hablamos de hostilidad, estamos hablando de rabia e ira


que puede conllevar resentimiento e incluso venganza. Es decir, la mala
leche. Podemos encontrar hostilidad en:

Reproches. Una cosa es decir lo que nos duele o molesta y otra cosa es
reprochar las cosas. Cuando reprochamos algo, echamos en cara de forma
agresiva, con un afán de superioridad porque tú haces, eres o dices algo que
no es bueno. Una cosa es decir: «¿Puedes bajar la basura? Hoy te toca a ti»
y otra muy diferente es decir: «¡Joder! Baja la basura, que es que jamás la
bajas». Reprochar es la forma agresiva de echar en cara eso que no eres.

Insultos. Poco hay que explicar. A todo el mundo se nos puede ir un insulto
en una situación de nervios, como una pelea acalorada. Pero si es la tónica
general, si cada vez que os peleáis lo más bonito que te dice es que eres una
«hija de puta», o cada vez que puede te regala uno, aunque sea flojo, como:
«¿Es que estás tonta? ¿No ves que estoy viendo el fútbol? ¡Apaga el puto
teléfono!», el respeto se ha perdido.

Amenazas. Las amenazas pueden ser directas, como, por ejemplo, «Como
no te quites ese vestido, cuando vuelvas a casa no me encontrarás» o
veladas del tipo: «Anda, que si yo te dejara, no sabrías ni qué hacer con tu
vida». Amenazar es una de las herramientas más potentes, porque instaura
el miedo en la persona amenazada. Y el miedo tiene dos posibles
respuestas: huir, lo que en este caso se traduciría en «hacer lo que me dice
para que no cumpla su amenaza» o bloquearse, es decir, no hacer nada y
caer en la sumisión. Te puede amenazar con dejar la relación, con descubrir
uno de esos secretos que le contaste en la fase de conquista, con agredirte
físicamente, con publicar vuestra intimidad, con hacer daño a gente a la que
amas o con cualquier otra cosa que haya descubierto que te puede herir.
Amenazar tiene consecuencias horribles en la persona amenazada, porque
deja que el miedo sea quien cree la dinámica en la pareja.

Indiferencia. De repente, tú eres invisible. Lo que te atañe no tiene ningún


tipo de valor, así que parece que para él no existieras. A saber:
Falta de empatía y de apoyo. No te entiende. Es incapaz de ponerse en tu
lugar, te sientes sola para cualquier cosa y parece que lo que a ti te afecta es
absurdo, caprichos de niña inmadura. Es más, jamás te pregunta cómo estás,
qué te pasa o si puede hacer algo para que te sientas mejor. Y puedes
encontrarte con una o con ambas situaciones:

Monopoliza las emociones. Lo importante en la relación es que él se sienta


bien, esté a gusto. Por lo tanto, solo sus emociones, que suelen ser la de ira
o, como mucho, ira y tristeza, son importantes. Así que todo, de repente,
gira en torno a que él no se enfade, que esté contento o a que salga de esa
presunta depresión. Lo que tú sientes ya no es que no sea importante, es que
ni siquiera existe.

Negativa de comunicación. Una de las cosas que más daño puede hacer es
el silencio. Recuerdo haber pensado mil veces: «Ojalá me llame, aunque
sea para insultarme». El silencio te hace perder la perspectiva de lo que en
realidad está sucediendo: no sabes si está enfadado, si te ha dejado sin
decírtelo (maldito ghosting de las narices), si está arrepentido o si, por el
contrario, está preparándote una batalla campal. Negar la comunicación
es negar la existencia de la otra persona, así que, sí, tu Jesusito puede usar
los silencios de la manera más destructiva: para hacerte sentir que no
existes. Pero también como parte de una estrategia para hacerte vivir en
tensión constante.

Intimidación. La intimidación busca provocar el miedo, de tal manera que


obliga a la persona intimidada a realizar algo que no desea realizar. Algunas
de las tácticas que se usan para ello son:

Juzgar, criticar, corregir, etcétera. A través de los juicios, las críticas,


muchas veces crueles, y la corrección constante de lo que haces, eres o
incluso piensas, tu Jesusito consigue instaurar un miedo en ti: «No soy lo
suficientemente buena para él, así que me abandonará». Y si no soy
suficientemente buena para alguien que me quiere, que es mi alma gemela,
¿cómo voy a serlo para los demás? Ejemplos de esta estrategia pueden ser
que te diga que pongas la espalda recta, que la comida está mala porque no
has hecho algo en concreto, que te esté constantemente corrigiendo tu
forma de hablar, que opine negativamente de todo lo que te atañe —le
hayas pedido o no opinión— y, en definitiva, que te sientas que vives un
examen constante que jamás vas a aprobar.

Posturas y gestos amenazantes. A nivel físico también es posible que use


una gestualidad determinada. Así, puede que levante el mentón —lo que le
hace parecer más alto y, por consiguiente, más fuerte—, ponga los codos en
jarras, piernas separadas —le hace parecer más ancho—, saque pecho —
indica sensación de poder y orgullo personal—, te mire fijamente de forma
dura, cierre los puños y la mandíbula fuertemente —indica rabia— o que,
en el fragor de la pelea, levante la mano en un intento de agresión. Y,
aunque no la baje, eso no significa que no sea capaz de bajar el puño un día
y agredirte. Tenlo en cuenta.

Conductas destructivas. Cuando se usan conductas de este tipo para


intimidar, el objetivo no suele ser la destrucción sino provocar miedo, e
incluso terror. Así, puedes encontrarte a tu Jesusito rompiendo objetos,
tirándotelos o destrozando la habitación, pero también pueden existir
conductas autodestructivas como dar puñetazos a las paredes. Y, muchas
veces, seguido de un: «¿Ves lo que me haces hacer? ¡Es tu culpa! ¡Le doy
una hostia a la pared por no dártela a ti!».

Gritar. Poco hay que aclarar a este respecto. Si te grita por norma, y encima
sabe que los gritos a ti te ponen nerviosa o incluso te dan miedo, lo hace
para amedrentarte.

Imposición de conductas. En este caso hablamos de que te obliga, ya sea


por imposición agresiva o por manipulación, a hacer o no algo en concreto.
Algunas de las formas con las que lo consigue pueden ser:
Bloqueo social. A diferencia del aislamiento, el bloqueo es la negación de
las conductas sociales. Es decir, en el aislamiento consigue que, poco a
poco, tú dejes de tener contacto con tus seres queridos, mientras que en el
bloqueo te exige que dejes de hacerlo. De esta manera puede decirte que no
quiere que veas a tus amigas, o que si sales tienes que estar a una hora
determinada en casa, obligarte a cerrar las redes sociales o cualquier cosa
que haga que te veas sin ningún tipo de vida social.

Órdenes. Dejó de pedirte, no sabes cuándo, las cosas, por favor. Así, casi
todo lo que te dice son órdenes: «Vístete, que nos vamos», «Haz la
comida», «Tráeme...», «Hazme...», «Ven», etcétera. Y tú tienes la sensación
de que te trata como si fueras su sirviente.

Insistencia abusiva. Es una forma de imposición que se basa en insistir tanto


en algo que acabas cediendo por cansancio. Los estudios indican que
primero se suele insistir en tener razón en algo en lo que no estáis de
acuerdo. Por ejemplo, te machaca hasta que le das la razón en que el queso
es el mejor alimento del mundo, aunque a ti te dé un asco que te mueres.
Luego, esa insistencia suele darse en el ámbito de la sexualidad, por
ejemplo, siendo un «pesado» para que lleves a cabo prácticas que no te
gustan e incluso rechazas, o para tener sexo cuando él quiere. También se
da cuando la insistencia se centra en que dejes de hacer tus propios planes
para aceptar los suyos, ya sea salir con tus amigas o tener hijos. Y, por
último, establece este tipo de machaconería para que satisfagas todos sus
deseos y demandas personales.

Invasiones en la privacidad. Tú no puedes tener nada tuyo, nada privado. Tu


teléfono tiene que estar abierto, o él conocer el modo de acceso. Con tu
ordenador, tu tableta o cualquier otro dispositivo que pueda ponerte en
contacto con otras personas, pasa lo mismo. O, quizá no te lo pida
explícitamente, pero te lee los mensajes, sabe cómo acceder a tu correo y a
tus cuentas privadas de redes sociales. Quizá te controla, sin que lo sepas,
las cuentas del banco, la ropa interior, el contenido de los cajones o el diario
que guardas celosamente en tu armario. Sea como sea, invade tu intimidad.
No puedes esconder nada porque él todo lo encuentra.

Sabotajes. Te sabotea, es decir, hace cosas para fastidiarte un momento, un


proyecto o una situación. Por ejemplo, tú quieres convertirte en influencer,
así que preparas material para subir a tus redes, pero ¡oh, sorpresa!, ha
desaparecido. O quieres preparar una velada en casa, pero él aparece
borracho y montándote un pollo. Pero también puede ser más sutil, como,
por ejemplo, que tú tengas un evento especial y busque pelea escasas horas
antes, con el fin de desequilibrarte y que no brilles. O, simplemente, que no
lo disfrutes porque estés tan preocupada por lo pasado con él que en tu
cabeza solo está él. Sea como sea, tus proyectos personales, tus momentos
de ocio, tus eventos profesionales o cualquier otra cosa que sea tuya será
saboteada.

Culpabilización. Ya te lo he dicho antes: la culpa es uno de esos


sentimientos que nos hacen mustiarnos en vida. La culpa nace de la
sensación de haber cometido un error, de no haber sido lo suficientemente
buena, de haber podido llegar a hacer daño a alguien. Es una mezcla entre
enfado contra ti misma, lo que a veces conlleva un castigo, y
autorreproches. El problema con la culpa es que no sirve para nada más que
para sentirte mal y dejar de hacer cosas, esto es, te bloqueas. Por ejemplo, te
sientes culpable por no haber llamado a tu mejor amiga por su cumpleaños
y te castigas diciéndote una y mil veces que eres muy mala amiga, que te
merecerías que ella te dejara de hablar. Te sientes enfadada contigo y, en el
fondo, crees que cualquier castigo que se te infrinja es bien merecido. Eso
es exactamente lo que quiere tu Jesusito, que sientas que todo lo haces mal,
que solo cometes errores y que, por tanto, cualquier castigo que te infrinja
será merecido. Para ello podrá usar cualquiera de estas fórmulas, o todas:

Acusaciones. Todo lo que pasa en la pareja, y probablemente en la vida, es


tu culpa. Desde que el café no sea perfecto, porque pusiste la vitrocerámica
demasiado caliente, a que él se enfade, porque tú has hecho o dicho, o no
has hecho o dicho, algo. Absolutamente todo es culpa tuya. Lo peor es que
estas acusaciones suelen ser indiscriminadas, así que se va generando la
sensación de que da igual lo que hagas o digas, nada puedes hacer para
cambiar la situación porque todo, absolutamente todo, es fruto de tu
ineptitud. Si hay una pelea, la culpa es tuya. Y si tratas de calmarle con
dulzura, la culpa también es tuya porque le tratas como a un niño. Si te
enfrentas, la culpa es tuya porque no sabes dejar que se calme, y si no te
enfrentas, la culpa es tuya porque no le haces caso y no te importa que esté
rabioso. Al final acabas pensando que el cambio climático, la desigualdad
social, las violaciones en manada o que el psicópata de Trump saliera
elegido presidente es tu culpa, solo porque existes. Y lo peor es que hagas
lo que hagas, nada va a cambiar.

Negación o desmentida. Hace o dice algo, pero lo niega o desmiente, o


directamente es capaz de hacerte creer que él jamás haría algo determinado.
Por ejemplo, te bombardea con la idea de que jamás te haría daño —niega
su capacidad de hacer daño a los demás, capacidad que, por cierto, todos
tenemos— y, si lo hace, te acusa de estar mintiendo. Es un caso clásico en
las relaciones no consensuadas o el abuso dentro de la pareja. Él dice que
nunca obligaría a una mujer a tener sexo si ella no quiere, pero te insiste
abusivamente —ya sabes que este es un mecanismo de intimidación y, por
tanto, de control de conducta—, o incluso te dice que si no tienes sexo con
él es que no le quieres y que no quiere estar con una mujer que no le ama,
así que acabas por tener sexo con él. Cuando le dices que si tuviste sexo es
porque te amenazó, es decir, te obligó, lo niega: tú follaste con él porque tú
querías.

«Luz de gas». Esta es una técnica muy cruel que consiste en manipular la
información para que la víctima dude de su memoria, de sí misma, de su
percepción e, incluso, de su cordura. Si quieres tenerlo más claro, te
aconsejo la película de Alfred Hitchcock con este mismo nombre, en la que
un cruel marido hace que su esposa acabe pensando que está loca. Por
ejemplo, imagina que tu Jesusito te ha dicho que se iba a casa, pero sube a
las redes sociales una foto con sus amigos de juerga. Cuando le pides
explicaciones de su mentira, te dice que estás loca, que dónde has visto eso,
te enseña sus redes y ¡esa foto no aparece! La ha borrado, pero lo niega. O
que estás acostumbrada a dejar las llaves del coche en un sitio en concreto,
pero un día no están, así que te dice que estás tonta, que nunca las dejas ahí,
aunque en realidad lo que sucede es que él las ha cogido y cambiado de
sitio. O imagina que le esperas preciosa, vestida para matar, porque te ha
dicho que —¡por fin!— vais a ir a ese restaurante que tantas ganas tenías de
conocer, pero que para él no es interesante e incluso repudia, y cuando llega
y te ve así te pregunta qué haces vestida de esa manera, que él jamás te ha
dicho que ibais a ir ahí: «¿Cómo te voy a decir eso si sabes que no lo
soporto?», de modo que acabas pensando que se te va la cabeza. Pero no te
tienes que ir a ejemplos tan mezquinos: te dijo que traería comida china y
viene sin comida, negando que te hubiera dicho tal cosa; te promete que esa
amante con la que te puso los cuernos va a salir de su vida, pero les ves por
la calle y él niega haber estado ni siquiera en esa calle, etcétera. Pero todo
lo hace para hacerte sentir que tú estás tonta, loca, que eres incapaz o te
inventas las cosas. Es decir, hay un plan premeditado por su parte.

Trampas. Te pone trampas, para ver si caes, y de esa manera tener


argumentos contra ti o pruebas irrefutables de tu amor. SPOILER: nunca va
a encontrar demostraciones de que le amas lo suficiente, hagas lo que
hagas. Así, si le dices que te vas a casa, puede seguirte para saber si es
verdad, pero también pedirte que le llames desde el teléfono fijo, que no
sabe qué le pasa a su móvil que no le entran las llamadas desde móviles. O
te pide que no abras un cajón determinado, así que para saber si lo haces
pone una trampa en el cajón, como puede ser un pelo pegado. O te pide que,
si le quieres, no te irás de fin de semana, de tal manera que, si te vas,
significa que no le quieres y, por tanto, eres el ser más rastrero del mundo.

Bondad aparente. Sin embargo... ¿qué ha pasado? Si él parece un ser


amable, con los demás es divertido, ocurrente, incluso generoso. Y hete
aquí la cuestión, que es necesario que dé una doble imagen, de tal manera
que tú te digas: «Si hago las cosas bien, ese hombre bondadoso que sé que
existe, porque lo veo con los demás, también surgirá conmigo». Es decir, en
nuestra mente se instaura el pensar que, si pasamos por su aro, esto es, si
nos sometemos, conseguiremos que ese hombre bondadoso emerja de
nuevo: «le conocí al principio» (fase de conquista) y «los demás también»
(doble manipulación) «así que debe existir. ¡No es tan malo!». ¿Alguna vez
has escuchado, cuando entrevistan a amigos o vecinos de un
asesino/maltratador, que dicen: «Era un hombre normal, amable, se les veía
bien»? Es justamente por esto: de puertas para fuera son, si no perfectos, sí
tan normales como para que nadie se dé cuenta de la bestia que esconden
dentro. Te cuento algunas de las estrategias:
Manipulación de la realidad. Al principio se presenta como un ser
desinteresado, generoso, benigno, caritativo. Alguien que, en realidad, es un
regalo para ti. Mentira, su verdadera cara es la que irás descubriendo con el
paso del tiempo. Es posible que te hable de traumas de la infancia que sean
más que suficientes para entender por qué se comporta así, como por
ejemplo que sus padres se gritaban constantemente, que en el colegio le
maltrataron o que una novia que tuvo le puso los cuernos con todos sus
amigos, compañeros de trabajo, vecinos e incluso con los jugadores de su
equipo de fútbol preferido. Pero que él, en realidad, no es así, que él es ese
ser generoso que conociste al principio de la relación. Para apoyar su teoría,
es posible que te diga que tiene que ayudar a tal amigo con una mudanza y
dejarle dinero porque no tiene ni para darle de comer a su bebé recién
nacido—pero te aviso que es probable que sea mentira—, que ha dejado de
hablarse con alguien porque le ha puesto los cuernos a su novia —sí, los
mismos que seguramente tú tengas— o que ha recogido a una camada de
gatitos desnutridos, pero no los puedes ver porque ya los ha colocado en
hogares maravillosos que los cuidarán con amor —como si él supiera lo que
es cuidar y lo que es el amor—.

Fachada externa. Si sobresalen por algo, es en positivo. Con el entorno son


buenos vecinos, amables trabajadores e incluso generosos voluntarios.
Obviamente, a muchos Jesusitos se les ve venir: violentos, adictos,
machistas y chulitos. Pero como este libro trata de que aprendas a
identificar a los que no se les ve venir, ten en mente algo: tendrán una
fachada externa tan bien montada que, a veces, el entorno no se cree que
esa persona sea capaz de hacer lo que tú estás diciendo que hace. Es parte
de su doble manipulación: a ti, para someterte, y al entorno, para descreerte.

Sexualidad impersonal. El sexo al principio era bueno, tan bueno que es


posible que te engancharas a él. O tal vez, no, pero tú no le das valor al
sexo, prefieres otras cosas que al principio te daba. El caso es que, poco a
poco, el sexo también se convierte en un arma arrojadiza contra ti.
Falta de emocionalidad. Es decir, no hay afectividad en el vínculo. No
sientes que te transmita sentimientos positivos, sino que el sexo siempre es
un acto que persigue el placer y poco más. Ya sabes que defiendo que a las
mujeres también nos gusta follar, y es verdad, pero si con tu pareja no
sientes emocionalidad alguna por su parte, quizás es que no siente por ti lo
que necesitas que sienta. También podríamos meter en esta categoría a los
hombres que jamás se quedan a dormir, sino que tienen sexo y buscan
excusas para irse. Dormir juntos, para muchas personas, es un acto de
confianza e intimidad, así que si viene, te echa el polvo y se va, la evita. Es
decir, te hace sentir como un objeto sexual si tú lo que quieres es cercanía
emocional. Y no es lo mismo tener este tipo de encuentros con personas con
las que has llegado a ese acuerdo (un follamigo, por ejemplo) que con
alguien con quien se supone que tienes una relación de pareja. O eso te ha
vendido y tú lo has comprado.

Secuestro del orgasmo. Esos encuentros maravillosos que teníais al


principio, y en los que te corrías cinco veces seguidas, poco a poco pasan a
ser algo mucho más mecánico, donde tu placer es secundario. Incluso puede
negarte el orgasmo y usarlo como moneda de cambio: «Si haces esto, haré
que te corras». ¡Ojo!, no como un juego de pareja —nunca me cansaré de
decir que, entre dos personas adultas, con sus capacidades intactas, siempre
que sea sano, seguro y consensuado, puede darse cualquier cosa—, sino una
imposición por su parte.

Humillación. Durante el sexo, y sin tu consentimiento, te humilla, te insulta


o te trata de una manera que te hace sentir sucia.

Presión. Para que hagas lo que él quiere, te presiona. Puede hacerlo con
amenazas —«Si no haces esto, me buscaré a otra que lo haga»—, con
correcciones —«Las buenas amantes hacen esto»—, con los celos —«Mi
anterior novia sí me hacía esto»—, apelando a tu autoestima —«Si te
quisieras, no te daría vergüenza hacer esto»—, con chantaje emocional
—«Si realmente me quisieras, no te importaría hacer esto»—,
desvalorizándote —«Eres una estrecha»—, etcétera. Sea como sea,
conseguirá presionarte para que lleves a cabo cosas que no quieres. ¡Ojo!
No confundir esto con una relación con comunicación, en la que cada parte
expresa sus deseos; me refiero a que él te manipulará para que hagas cosas
con las que no te sientes ni cómoda ni, tal vez, moralmente confortable.

El sexo de reconciliación siempre es el mejor. Y no es que os hayáis


peleado un par de veces y el polvo de después te haya dejado con los ojos
del revés, no, es que siempre que hay problemas, te echa un polvo que te
deja loca, pero el resto de vuestras relaciones sexuales no tienen la misma
calidad.

Trampas. A veces, es posible que te prepare trampas para que hagas lo que
quiere que hagas. Por ejemplo, salís una noche y sin darte cuenta, ni haberlo
hablado con anterioridad, acabáis en un bar de intercambio de parejas y te
dice que, si no quieres que él se acueste con otra mujer delante de tus
narices, tú tienes que hacerle una felación en público; o llegas a casa un día
y hay otro hombre con él y te dice que quiere que su amigo sepa lo buena
amante que eres. Es decir, te pone en situaciones sexuales explícitas no
consensuadas previamente.

Te viola. Sí, en las parejas establecidas, también puede haber violación. Por
ejemplo, se abalanza sobre ti cuando quiere, te inmoviliza, pese a tus
negativas, tiene sexo contigo, y lo suaviza diciéndote que «es que contigo
no me puedo controlar». O empiezas a tener sexo, quieres parar, pero él
sigue, no te escucha —aunque grites o llores— y, por supuesto, luego te
culpa porque «estabas cachonda». También puede decirte que es que le
tienes muy cachondo, que le has provocado y que, si no haces nada, es
posible que se vuelva loco. Es decir, te obliga a tener sexo cuando tú no
quieres, ya sea con dominación física —inmovilizarte— o dominación
emocional —«Si no haces lo que quiero, habrá unas consecuencias y será tu
culpa»—.

3. Cal y arena
Por supuesto, tu Jesusito sabe que, si solo sube la tensión, es más probable
que la rana acabe huyendo, lo que se traduce en que, si solo te da mala vida,
es mucho más fácil que te des cuenta con rapidez de que esta situación no te
lleva a ningún lado y le abandones. Si lo piensas, él también tiene el mismo
miedo, pero por razones diferentes. Mientras que tú es posible que tengas
miedo al abandono porque eso significa que no eres suficiente, que no
cumples unos cánones sociales establecidos —como es el de tener pareja—,
que te vas a quedar sola y no te gusta, o cualquier otra razón, tu Jesusito
tiene miedo a que le abandones porque así no tendrá un saco de boxeo al
que golpear cuando se sienta frustrado o cuando, como es el Niño Dios, le
apetezca, pero al final él también tiene miedo a que llegue un día en el que
ya no estés. Por lo tanto, no te dejará escapar tan fácilmente. Para ello usará
el castigo y el premio hasta que un día el premio sea que no te castigue —
aunque eso no va a suceder, te adelanto que siempre te castigará—.

Así, como tu Jesusito ya te conoce bien, sabe con qué castigarte y con qué
premiarte. El castigo corresponde a una lógica tal que: «Tú has hecho algo
con lo que no estoy de acuerdo, que me enfada o que considero que no
debes hacer, así que tienes que pagarlo con algo que te suponga un daño».
Es decir, desde esta perspectiva, hay un castigo porque tú eres culpable de
algo. Y en una primera fase, será así. Por ejemplo:

Si te vistes así, me enfado y dejo de hablarte.

Si no estás justo a la hora en la que hemos quedado, me voy y no te cojo el


teléfono en unos días.

Si no tenemos sexo, me voy a mi casa a dormir.

¿Que puede ser que esa persona a la que estás conociendo sea un hombre
inmaduro que no sabe gestionar sus enfados? Sí. Pero tenéis que tener la
capacidad de hablar de tal forma que, si tú le transmites que el que deje de
hablarte días te duele y que no quieres que te castigue, sino que habléis las
cosas y lleguéis a acuerdos, y sigue haciéndolo, empieza a plantearte que
quizás usa el castigo como forma de someterte. O que su inmadurez va a ser
un problema que acabará haciéndote sufrir.

Poco a poco los castigos irán in crescendo; cada vez buscará cosas que te
duelan más y más. Y también empezarán a ser más frecuentes. Mientras, te
está cocinando, ¡no lo olvides! Así que ya debe haber puesto en marcha
alguna de las estrategias que hemos visto. Además, se creerá con derecho a
hacerlo. Incluso, dependiendo de tu perfil y de lo avanzado del maltrato,
comenzará a decirte que lo hace por tu bien, para que aprendas.

Sin embargo, tu Jesusito te puede castigar por el simple hecho de hacerlo,


es decir, sin que haya una razón. ¿Por qué? Porque de esta manera te
mantiene en un círculo emocional, lo que yo llamo «beso o torta»; es decir,
como no hay explicación directa a cuándo te castiga o te recompensa,
siempre estás en tensión, sin saber si ese día toca torta —castigo— o beso
—premio—, así que tu vida acaba girando en torno a él y sus demandas.
Además, de esta manera consigue que tú no sepas por qué su «torta o beso»
y acabes con la sensación de que, hagas lo que hagas, las cosas no van a
cambiar. Como mucho, lo único que está en tu mano es ser «buena chica»,
es decir, ser sumisa y someterte a sus deseos para que él no se enfade y te
castigue. Y si ya piensas eso, es que el maltrato está muy avanzado: te ha
enseñado qué es ser buena chica, lo ha tatuado en todos los poros de tu piel
y no necesita dirigirte, solo castigarte si no lo eres.

Hasta llegar a este punto, ha sido necesario mantenerte ahí. Por eso, te va a
ir dando pequeños premios. Esos premios pueden ser «cosas que te ganes»
—«Si eres buena chica y te quitas ese vestido, entonces vamos a tomar una
copa»—, y de esta manera modular tu conducta, o detalles que te hagan
mantener la esperanza de que, entre tanta mierda, hay un ser que merece la
pena. Estos premios serán cosas que te gustan, en un primer momento, para
luego pasar a ser cosas que cualquiera considera de pareja. Así, por
ejemplo, en un principio puede ser que te lleve a una cena espectacular, a un
viaje o que te compre un ramo de flores impresionante. Pero cuando el
maltrato está más avanzado y te ha retirado muestras de cariño, esos
premios pueden ser que te «ganes» un beso, aparecer en público
acaramelados, etcétera. Es decir, tu premio será sentir que él sigue ahí, que
no se ha ido, que, pese a todos los problemas que puede haber, él sigue en la
pareja.

Cuando el maltrato está muy avanzado, el premio es que no te castigue; es


decir, si el castigo ha llegado a ser físico —te ha pegado— tu premio es que
no te pegue más. Si el castigo es que se marcha durante días y no sabes
nada de él, el premio es que no se marche. Ya no esperas recompensas, sino
no-castigos.

La explosión

Esta fase suele referirse al maltrato físico, es decir, cuando te agreden a ti o


a alguien que amas. Hay maltratadores que no pegan a su pareja, sino a los
hijos, porque supone un mayor castigo para la mujer que si ella sufriera en
sus propias carnes la violencia.

En el maltrato emocional no está tan claro si esta fase es independiente o si


explosiones de violencia verbal, de destrucción hacia objetos o castigos
como el silencio ya podrían indicar esta fase. En cualquier caso, una vez
que has perdido tu autoestima, que crees que hagas lo que hagas nada va a
cambiar, que te has aislado de tu entorno y que incluso crees merecer el
castigo, el maltratador explotará causándote un grave daño físico o
emocional. O ambos.

De repente, tu Jesusito se convierte en un engendro, alguien con una


capacidad de dañar que además parece que no le importa. Y habrá una
bronca enorme, uno de esos episodios en los que jamás te habrías
imaginado estar. El monstruo por fin ha salido de su crisálida.

Nunca olvides que para que se dé el maltrato físico, previamente ha debido


existir maltrato emocional, pero este no siempre conlleva maltrato físico, de
ahí que muchas veces no se identifique como violencia cuando sí lo es.
Pero, pese a todo, tu Jesusito no quiere que te vayas, así que dará con
rapidez paso a la siguiente fase.

La luna de miel

La ha liado, y mucho. Y lo sabe. Sabe que esta vez se ha pasado de la raya y


que es posible que tú cojas tus maletas y te vayas. Ha pasado cualquier
límite admisible, lo sabe y lo reconoce. Entonces empieza el teatrillo, que
incluirá alguno —o muchos— de los siguientes gestos:

Pide perdón amargamente.

Te jura que jamás volverá a suceder.

Apela al proyecto en común que tenéis, ya sean los hijos, el futuro, las
empresas. Lo que sea que tengáis en común y que, si no le readmites,
también perderás.

Saca su mejor cara. No hay amenazas, solo un ser que parece indefenso y
suplicante.

Te dice que hará realidad algún deseo que llevas tiempo, mucho tiempo,
queriendo satisfacer. Puede ser desde proponerte matrimonio a un viaje,
pasando por presentarte a su familia como su novia o cualquier cosa que tú
anhelaras desde hacía tiempo.

Te dirá, por activa y por pasiva, que sin ti no es nada.

Se va a suicidar si tú no eres «buena chica» y le readmites de nuevo.

Comenzará, si es necesario, con la fase de conquista.


Te prometerá el oro, el moro, la luna, las estrellas y todo lo que haga falta
para que le vuelvas a admitir.

Todo lo que le pasa, no es su culpa, es que tiene otros problemas, pero


cuando acaben —promesa de un futuro juntos, recuerda la última fase de la
conquista—, todo será fantástico.

Te mostrará lo maravilloso que es.

Te pedirá que le ayudes a cambiar y te hará sentir que, sin ti, ese cambio no
será posible.

Su objetivo es que tú creas que el episodio no ha sido para tanto, que al


final es tan buen tipo y te ama tanto que, bueno, lo que ha pasado no es tan
grave. O que recuperes ese tipo de creencias de cuentos de hadas de que «el
amor todo lo puede», «el amor cambia a la gente» o que «todo cuento tiene
un final feliz».

Pero no, querida.

No es así.

Porque en esta historia no hay amor, sino maltrato. Hay sometimiento. Hay
dolor. Hay humillación. Hay una mujer que ni siquiera sabe que existe. Y
hay que salir de ahí. Ya.

¿Sabes por qué? Porque toda la pesadilla va a volver a comenzar de nuevo


una y otra vez, hasta que llegue un día en que ya no haya más lunas de miel,
porque estés tan anulada que ni siquiera las necesites.

O porque hayan tenido que llevar flores a tu tumba.

Adiós, vida cruel


Ojalá llegues al punto en el que te des cuenta y te vayas tú de la relación,
porque si el Jesusito es quien te deja, tendrás que estar preparada para que
trate de volver una y otra vez. Y, aunque tú lo dejes, va a intentar hacerlo.
La diferencia es que si es él quien te deja, tal vez vas a empezar el ciclo del
maltrato una y otra vez, una y otra vez hasta que, por fin, tu Jesusito se
aburra, tenga otra víctima y te deje hundida, porque te va a dejar de la peor
manera posible. Para él eso de «morir matando» es un mantra que aplica a
rajatabla, así que te destruirá todo lo que pueda antes de marcharse. Se irá
sin decirte nada o haciéndote saber que lleva una vida paralela desde hace
tiempo, rompiendo tus cosas o utilizando cualquier punto débil que sepa
que te va a dejar en la mayor de las miserias emocionales. Y, si es posible,
materiales. Además, te dirá cosas como que «no te quiero hacer daño,
pero...» o que «he querido hacerlo bien, pero...».

No le creas. No le des el beneficio de pensar que lo ha intentado, pero que,


pobrecito, no ha podido hacerlo mejor. No, sí que podía hacerlo mejor,
podía haberte querido como tú necesitas que te amen, podía no haberte
hecho daño, podía haber cuidado de ti, podía haberte tratado bien, podía
haberte respetado, pero decidió no hacerlo, así que no le des un lugar
privilegiado en la memoria de tus relaciones. Tratarte como lo ha hecho ha
sido su decisión. Jamás lo olvides.

Y si te vas tú, también lo hará. La diferencia es que, si te vas, no vas a dejar


que vuelva a tu vida o, al menos, tratarás de poner remedio antes de que
regrese. Así que vete de verdad.

No le creas en la luna de miel. Yo he tenido maravillosas lunas de miel; al


principio duraban semanas y pasaban semanas hasta la siguiente explosión.
Luego duraban solo días y acababan en cuestión de segundos. Me fui
decenas de veces, pero le creí otras tantas. Sin embargo, cuando era él el
que se iba, de alguna manera no necesitaba esa luna de miel: su vuelta ya
era suficiente premio. Y eso no hace más que perpetuar el ciclo del maltrato
y, por supuesto, tu destrucción completa.

Si le muestras algo de fortaleza, aun cuando haya sido él quien se ha


marchado, sí, te dará unas migajas para que te ablandes. Pero solo es eso,
una treta para que vuelvas a abrir la puerta que nunca debiste abrir.
Ten por seguro que, si tu Jesusito se marcha, ya tiene otra víctima. Y, ante
ella, tú serás el demonio que hace que su vida sea un infierno, así que
comenzará a hacer de tu vida un calvario para que, si te defiendes, sea una
prueba para su nueva víctima de que la loca eres tú y que él es una víctima
inocente que tiene que proteger. En serio, ¿cuándo vamos a aprender las
mujeres que si un hombre ha sido denunciado varias veces, que si —según
él— solo le tocan las locas que le acusan de tratar a las mujeres como
basura, probablemente es que sí sea un maltratador? Y, con ese cuento en
donde él es la víctima y su próxima víctima es el príncipe azul que tiene que
salvarle de ti, enganchará a otra pobre incauta a la que le destrozará la vida.
Y, aunque suene egoísta, lo mejor que te puede pasar es que para él dejes de
existir. Y, si no es así, por favor, encárgate de desaparecer del todo.

Así pues, en el momento de decir adiós, existe una norma clara:


COMUNICACIÓN CERO. Ni mensajes, ni redes sociales, ni llamadas para
saber cómo está. Y, por supuesto, bloquea su número de teléfono, su
WhatsApp y cualquier forma que él pueda tener para comunicarse contigo.
La ausencia de comunicación te debe servir como un férreo compromiso
contigo misma para desbancar a ese Niño Dios de su trono, es decir, para
defenderte de cualquier intento de manipulación y de infligirte dolor que tu
Jesusito va a llevar a cabo. Porque lo intentará, ya sea subiendo fotos a sus
redes sociales de lo bien que está sin ti, mandándote mensajes en cualquier
momento o llamándote cuando menos lo esperes.

No te comuniques con él aunque ya haya pasado un tiempo. NO. No es


suficiente con unos días, unas semanas y ni siquiera unos meses.
Necesitarás volver a encontrarte, retomar tu poder sobre ti misma, fortalecer
tu autoestima y rehacer tu día a día antes de poder mirarle a los ojos y
decirle: «Tú eres el monstruo. Tú eres un maltratador. Tú no eres una
persona» sin que te tiemble la voz, sin que te importe ni un poquito lo que
él diga o haga. Necesitarás tiempo hasta que le puedas mirar y ver en él lo
que en realidad es: nada.

A continuación, te enumero unos cuantos consejos para comenzar a


desaparecer del todo de su radar:
Bloquea el móvil, redes sociales, correo electrónico, chats y cualquier otra
forma de contacto.

Si es posible, cambia de número de teléfono.

Contacto cero con su entorno: familiares, amigos, compañeros de trabajo.

No vayas a sitios comunes o lugares en los que sepas que te lo vas a


encontrar.

Tira todo lo que tenga que ver con él: recuerdos, fotos y, por supuesto,
cualquier objeto que haya podido dejarse en tu casa.

Si tiene las llaves de tu casa, trata de que te las devuelva en un máximo de


veinticuatro horas. Y si no es así, cambia la cerradura.

No intentes hacerte la heroína y avisar a su nueva víctima de lo que le


espera, porque de esa manera le darás a él muchos más argumentos para
atacarte y seguir machacándote.

Si tu ética te indica que tienes que hacerlo, hazlo de manera inteligente: con
pruebas. Y siempre que tú te sientas lo suficientemente fuerte para que,
cuando él vaya a pedirte explicaciones, puedas mantenerte firme ante él.

Si crees que tu integridad física corre peligro, DENUNCIA. Si crees que él


ha traspasado la línea del acoso, DENUNCIA. Si te amenaza, DENUNCIA.

No preguntes a nadie qué hace o cómo le va la vida. Sé que es difícil


porque, a veces, es simplemente curiosidad morbosa, pero cuanto menos
sepas, mejor estarás.

Ten en cuenta que saber de él es como meter una uña en la herida y rascar
hasta que salga sangre. Y, como bien sabes, así es difícil que la herida
cicatrice y se cierre. Por lo tanto, evita conocer noticias suyas, sea por el
medio que sea, lo que incluye «espiar» sus redes sociales o ser lo
suficientemente buena chica como para no decirle a un amigo en común
que no quieres saber nada de esa persona. No, empieza a anteponerte y di
NO a saber de él.
Si tienes hijos en común, solicita que todas las comunicaciones sean vía
correo electrónico —para tenerlas escritas en caso necesario— y, en la
medida de lo posible, que terceras personas se encarguen de, por ejemplo,
recoger a los niños para los periodos de custodia con él. Y, por supuesto,
solicita el convenio de regulación cuanto antes.

Si sales de copas, vete con un teléfono de los de concha, que no tenga ni


WhatsApp ni te acuerdes de cómo se usa ese teclado, no vaya a ser que
tengas la tentación de escribirle cuando Baco nuble tus sentidos.

Tira todo lo que huela a él, aunque sea ese perfume que te costó un riñón.
Tíralo. La memoria olfativa es la más poderosa, pues nos traslada
automáticamente a los momentos y personas a los que tenemos asociados
un olor, así como a las emociones que tuvimos. Por tanto, un olor puede
hacer que recuerdes ese maravilloso día en el que él te dijo que te amaba y
que te haga olvidar, aunque sea por un momento, todo el dolor que te
infligió. Y, en esta circunstancia, un momento puede ser suficiente para que
hagas algo de lo que te arrepientas, como mandarle un mensaje.

Llama a todas aquellas personas de las que te aislaste. A todas. No tengas


vergüenza, por favor, porque las vas a necesitar mucho para poder salir de
esta situación. Si te quieren, entenderán tu historia y te abrirán los brazos. Y
si no lo hacen, de verdad, no necesitas gente que te juzgue. Ahora no.
Ahora lo que necesitas es gente que te quiera, que te apoye y que te diga:
«Vamos a salir juntas de esta».

Aprende a pedir ayuda. Sin mi aquelarre, es decir, mis mujeres locas,


intensas y a veces tan payasas que me hacen reír, aunque no quiera, jamás
habría remontado algunos capítulos de mi vida, como mi Jesusito o mi
mastectomía. Pero tuve que aprender a decir: «Ey, necesito que me
abracéis». Y ¿sabes qué? Creo que eso me ha hecho mucho más fuerte,
porque cuando aprendes a pedir ayuda, ya no eres tú sola contra el mundo.

Si recaes, no te culpes. Vuelve a empezar el proceso de «desJesusitación».

Ve a un profesional que te ayude a descubrir cuál es esa puerta trasera por la


que tu Jesusito se coló, y trabaja hasta que la cierres del todo. Es decir, tu
Jesusito tiene una capacidad de manipulación brutal, sí, pero hay algo en ti
que dejó que él entrara en tu vida y que se mantuviera ahí. Tal vez, estabas
en una etapa débil de tu vida, tu autoestima estaba muy dañada y no eras
consciente o no eres capaz de poner límites a los demás. Quizás algún
trauma infantil generó un miedo al abandono o has estado viviendo
relaciones de abuso toda tu vida sin ser consciente. Sea como sea, hay una
parte que es tuya y es necesario que la mires de frente y la trabajes para que
ningún Jesusito se vuelva a colar en tu vida.

Convéncete de que vas a volver a ser feliz. Y, créeme, lo serás.

No me voy a cansar de repetirlo hasta la saciedad: si has identificado un


maltratador, VETE. Cuanto antes, mejor. De verdad, no necesitas descargar
todos tus cartuchos, no necesitas diez oportunidades para ver que te hace
daño y que eso no va a cambiar. Márchate, por mucho que duela, por mucho
que cueste.

No te mereces esto.

Te mereces mucho, muchísimo, más.

Lista de Spotify
8.
Mío, no

«El amor no necesita ser perfecto, solamente ser verdadero».

MARILYN MONROE

Cuando pienso en Marilyn Monroe, pienso en esa mujer en búsqueda


constante del amor, en esas mujeres que luchan durante toda su vida por ser
amadas tal y como son y, como nadie sabe amarlas como necesitan, caducan
en vida dentro de un personaje que acaba por asesinarlas. Aunque no
mueran.

Y es que es verdad, el amor no necesita ser perfecto, porque el amor


perfecto no existe. Existe el amor que se construye entre los implicados, a
su medida, que es equilibrado, en el que se da y se recibe. El amor que hace
feliz, que no daña. El amor que te hace sentir orgullosa de ti y de tu pareja.
El amor que respeta que también te ames.

Llegadas a este punto, sí, te voy a contar lo que es, para mí, el amor.

El amor es una forma de relacionarse con otra persona. No es un


sentimiento, ni una explosión de química cerebral, ni el andar caliente todo
el día. Ni siquiera es esa necesidad de ver a la persona y compartir tu
tiempo, sino que es una forma de relación que consiste en apoyar su
felicidad y su libertad según sus necesidades, pero sin olvidar las propias. Y,
en esa relación, hay cariño, respeto, cuidado, alegría para uno mismo y para
el otro, bondad entendida como la intención y acto de hacer el bien,
inclusión en el sentido de que ambas personas forman parte de un proyecto
que es de ambos y, por lo tanto, consensuado por ambos, pero desde la
libertad, desde el saberse libres para estar o para no estar. Y esto es lo que
nos genera ese sentimiento de gozo, de plenitud, y no al revés.

Tendemos a pensar que la mezcla de sentimientos —alegría, pasión,


fogosidad y muchos otros— es el amor y, si bien es una mezcla de
emociones alucinante, que dispara un montón de hormonas y
neurotransmisores, y que te vuelve ciega, loca y, a veces, tonta, el amor va
mucho más allá. Te pongo un ejemplo que a lo mejor has vivido.

Conoces a alguien por internet. Es atento, amable, te hace reír y, en


general, fluis juntos a través de la pantalla bastante bien. La cosa se va
caldeando y, al mismo tiempo, se convierte en algo cotidiano: todos los
días te da las buenas noches, habláis un rato, os contáis vuestras cosas.
Poco a poco, cada vez que escuchas el sonido del móvil, saltas pensando
que será él y sonríes como una tonta porque has recibido un mensaje. Estás
encantada por haber encontrado alguien con quien puedes tener tan buen
rollo. Incluso te excita sexualmente. Es decir, sientes ilusión, alegría,
pasión, etcétera. Una mezcla que, siendo sinceras, ¡es la bomba! Y te
sientes «tontita», con mariposas en el estómago, así que les dices a tus
amigas que te estás enamorando de un hombre que solo has conocido vía
internet. Pero un día quedáis y en persona... ¡vaya puf! Ese precioso
castillo de naipes se ha caído a la primera. ¿Estabas enamorada? No,
estabas ilusionada, encoñada, más caliente que una patada en la oreja o
quizá necesitada de atención. Pero no, no había una relación de amor, por
mucho que te dijeras a ti y tus amigas que estabas enamorada. ¿Es la
expectativa de que esa persona, que a priori parece tan afín a ti, pueda ser
parte de ese proyecto de amor? Pues es posible, pero sigue sin ser amor.

Como llamamos amor a cualquier cosa, muchas veces creemos que tenemos
que luchar también por cualquier cosa. Por ejemplo, por ese chico que nos
folla tan bien, pero que parece que solo tiene problemas. Si en la relación la
base es el sexo, que tú le ayudes a sonreír y poco más, eso no es amor,
puesto que no hay reciprocidad. Puede que sea una relación de
conveniencia con algún que otro sentimiento por medio y que a ti te
conviene aguantar sus largas y tediosas quejas sobre lo miserable que es la
vida, porque te da diez orgasmos después. Vale. Pero no es amor. Vale que
te hace reír y que te enternece que ese hombre de de dos metros llore. Vale.
Pero si no es recíproco, lo siento, pero no, no es amor.

En este aspecto, las creencias nos van a indicar mucho. Recuerda siempre lo
que te he ido diciendo a lo largo de estas páginas: las creencias, nos guste o
no, son como pequeñas indicaciones de lo que es la realidad, el mundo, de
cómo me he de comportar, de lo que puedo hacer, de lo que es (mi) verdad,
de lo que está bien y lo que está mal, etcétera. Y haremos y buscaremos
cosas que nos permitan sostenerlas; es decir, seremos coherentes con ellas y
buscaremos personas y situaciones que nos lo permitan, seamos conscientes
de tener una creencia o no lo seamos.

Por tanto, si creemos que el amor es un sentimiento que te vuelve loca,


buscarás perder la cabeza, las mariposas en el estómago, sin dar espacio a
que se construya el amor. Por este motivo mucha gente dice que no sabe si
sigue enamorada cuando las mariposas del estómago —que, por otro lado,
no dejan de ser bioquímica cerebral que desaparece con el paso del tiempo
— ya no las sienten como al principio. O bien, no da segundas
oportunidades porque si en la primera cita «no me has hecho pensar que me
puedo volver loca, mal, ya no me interesas». ¿Entiendes por qué es
necesario definir correctamente el amor? Si llamamos «amor» a esa
excitación, muchas veces más sexual que emocional, que sentimos al
principio de conocer a una persona, cuando deje de estar presente —cosa
que pasará, eso ya te lo adelanto— podemos llegar a pensar que tenemos un
problema porque el amor nos dura poco, o por el contrario, acabar
enganchadas a alguien que nos provoque esa excitación, pero que, por otro
lado, no nos trate como nos merecemos.

Como esa sensación es tan impresionante, si nos falta, nos sentimos morir.
Cuando la persona que genera este «subidón» se va, nosotras nos quedamos
con el síndrome de abstinencia —como si de un drogadicto se tratara—,
deseosas de volver a obtener un poquito más de droga. Y es que el amor —
o, mejor dicho, el enamoramiento— es, sí, lo es, una droga.

Esa droga mal llamada «amor»


Tenemos que saber diferenciar entre amor y enamoramiento. El amor, como
te decía antes, es una forma de relacionarse, mientras que el enamoramiento
es una respuesta neuroquímica ante un estímulo. Sí, ya lo sé, acabo de
cargarme toda la literatura romántica de un plumazo, pero yo no tengo la
culpa de que el ser humano sea, en gran parte, un cóctel de hormonas,
neurotransmisores y descargas eléctricas. Y esa es la verdadera razón por la
que el enamoramiento dispara las mariposas en el estómago.

Existen teorías que dicen que, cuando somos pequeños, generamos una
serie de patrones mentales que nos indican de qué nos podemos enamorar.
Esos patrones vienen determinados por la capacidad de cuidado de nuestros
cuidadores, la asociación de miembros de la familia, experiencias vitales y
otro tipo de hechos. De esta manera se genera una asociación del tipo: «Si
una persona es físicamente [pon aquí tus preferencias], entonces, oh
cerebro, dispara la química y líala parda».

Sí, el enamoramiento comienza por la vista —de ahí la expresión «amor a


primera vista»—, pero también por el olfato, con las feromonas. Las
feromonas son hormonas que excretamos, es decir, lanzamos al ambiente, y
que provocan una conducta en individuos de la misma especie. Si bien el
papel de las feromonas humanas sigue siendo estudiado por las múltiples
controversias que representa su existencia y la dificultad para identificarlas,
parece que sí que existe un cóctel químico que provoca una excitación o
atracción sexual. Y sí, estoy de acuerdo con ello, o es que ¿nunca te ha
pasado oler a alguien con quien no tienes una relación sentimental o sexual
y ponerte bastante cachonda? ¿O decirle a una amiga: «Uf, qué bien huele
ese chico» y que ella te diga que a ella no le huele a nada?

Cada ser humano tiene un aroma diferente, una combinación propia y única
entre todos los seres humanos del mundo. Cuando damos con una
combinación que encaja con nuestro esquema olfativo, ¡boom!, se da un
proceso no racional que nos hace buscar a la persona con la vista y, si nos
encaja con el esquema, consciente o inconsciente, de lo que físicamente nos
atrae, estamos perdidas: una descarga eléctrica agita nuestro cerebro y
empezamos a producir la feniletilamina (FEA), que es la que nos va a
volver locas durante unos cuantos años. De ahí esas historias que se definen
como «amor a primera vista».

La FEA nos hace ver el mundo bonito, de color de rosa. De hecho, cuando
la FEA hace aparición en el cerebro, se desencadenan una serie de efectos
que, si los piensas fríamente, en el fondo son muy divertidos. Fíjate en
ellos:

Se bloquea la vista periférica. Es decir, como en una mala película, pasamos


a fundido a negro y en el fondo de nuestra pantalla solo está él, así que sí,
físicamente solo vemos a aquel que nos está poniendo el cerebro patas
arriba.

Inhibe el sueño.

Provoca taquicardias.

Sonroja nuestras mejillas.

No hay sensación térmica en la piel.

Por unos segundos, dejamos de poder escuchar, hablar, mantenernos en pie,


coordinar ideas e incluso movimientos. De ahí esa sensación de que todo
nos da vueltas. Es una sensación que dura muy poquito, a lo sumo unos
segundos, porque luego el cerebro vuelve a tomar las riendas y todos estos
efectos se suspenden.

Dilatación de pupilas.

Alegría absoluta.

La FEA es una anfetamina natural. No te alarmes, existen muchas drogas


naturalmente presentes en nuestro cuerpo y cuya acción es tan placentera
que el ser humano ha buscado cómo replicarlas, ya sea con remedios
naturales o químicos. El MDMA, o éxtasis, es la llamada droga del amor
porque replica los efectos de la FEA.

Cuando el cerebro está a tope de FEA, empieza a liberar B-endorfina, que


ayuda a que la dopamina haga su aparición en este festival químico. La
dopamina ha sido encontrada en los procesos de adicción como son las
drogas, la ludopatía o, incluso, los deportes de riesgo extremo. Hasta hace
muy pero que muy poco se pensaba que la dopamina era la encargada de
proporcionarnos placer, pero estudios desde hace apenas unos meses se
mueven en otra hipótesis: la dopamina lo que hace es que evitemos
situaciones desagradables. Otros estudios indican que solo con pensar que
el objeto de placer va a aparecer, la dopamina ya hace su efecto, de tal
manera que anticipando el placer ya obtenemos placer. Esta nueva visión
sobre cómo actúa la dopamina nos daría una explicación a por qué nos
podemos enganchar por alguien que apenas conocemos, como puede ser un
hombre que conozcamos por las redes: en las redes sociales: la dopamina se
volvería loca anticipando el placer sexual, sentimental, emocional e incluso
social que podríamos conseguir con esa potencial pareja. Así, si la
dopamina lo que me da es placer, es muy probable que me enganche a ella
—recuerda que las drogas, por ejemplo, tienen el mismo efecto—, pero
desde esta nueva perspectiva, si la dopamina hace que no vea lo que me
duele, también me voy a enganchar a ella, que es lo que argumentan
muchos alcohólicos para su adicción. Es decir, el placer directo, el placer
como algo que se espera, o el placer como falta de dolor, nos engancha. Así
que, sí, el enamoramiento te engancha de la misma manera que podría
hacerlo el alcohol, la cocaína o las apuestas. Por esta razón, muchos adictos
en rehabilitación tienen prohibido comenzar relaciones sentimentales,
porque pueden estar cambiando una adicción, por ejemplo, al alcohol, por
otra.

La dopamina activa no solo el cerebro, sino también a la hipófisis, el


páncreas, la tiroides, las glándulas suprarrenales, los ovarios y los
testículos, y empieza la fiesta: cierre de vasos sanguíneos, venas y arterias
periféricas, aumento de presión arterial y temperatura seguida de
escalofríos, sudoración, aumento de la frecuencia respiratoria —suspiritos
—, el corazón se nos pone a mil —lo que identificamos como «es que el
corazón me da un vuelco»—, se nos dilatan las pupilas y el estómago se
contrae, es decir, ya están ahí las mariposas. Y, por supuesto, la excitación
erótica hace acto de presencia. ¡Por cierto! También hay alimentos que te
proporcionan dopamina. Creo que no te va a asombrar si te digo que uno de
ellos es el chocolate, así que ya sabes por qué este suele ser el rey de las
malas rachas.

Así que, como nuestro cuerpo está como las maracas de Machín, el cerebro
necesita rebajar esta tensión, por lo que secreta endorfinas y encefalinas.
Estos opioides ayudan a:

Reducir el dolor físico, así que uno de los efectos del enamoramiento es que
sientes menos dolor o, incluso, pequeños achaques desaparecen.

Reducir el dolor psicológico, es decir, todo te parece menos grave.

Facilitar el deseo sexual.

Generar una sensación de bienestar global.

Reforzar el sistema inmunitario, así que nos sentimos más activos, más
fuertes.

Y, sí, como seguramente ya estás pensando, nos hacen sentir genial, así que
se convierten en otra droga. Antes te he dicho que la glucosa se eleva
muchísimo, por lo que hay que metabolizarla. Para ello, el páncreas genera
insulina que está directamente relacionada con la serotonina, a la que se
suele llamar «la hormona de la felicidad». La serotonina está relacionada
con:

La saciedad a la hora de comer. Por eso mucha gente dice que el amor
adelgaza, porque dejan de tener hambre.

El apetito sexual, es decir, tienes más ganas de sexo.


Junto con la dopamina y la noradrenalina, rigen los sistemas implicados en
la ansiedad, el miedo y la agresividad. Eso explica por qué, en el
enamoramiento, nos sentimos más valientes, más relajadas y menos
agresivas.

El incremento del bienestar y la satisfacción, así como con la


autopercepción, es decir, nos sentimos más guapas, más jóvenes y, por
tanto, con mejor autoestima.

El aumento de la paciencia.

Un pequeño dato, de esos de ser un ratón de biblioteca: los hombres


generan más serotonina en condiciones normales que las mujeres, lo que
explica que las mujeres sean más tendentes a la depresión que los hombres.
Sin embargo, cuando hay un descenso de serotonina, la acción en los
hombres es la impulsividad, lo que explica por qué hay más hombres
adictos a sustancias que mujeres.

Como ves, hasta ahora solo hemos encontrado neuroquímicos cuyo efecto
es la alegría, la relajación, el bloqueo del dolor, etcétera. En definitiva,
cosas que cualquiera querría sentir todos los días de su vida. Pero no hemos
acabado. Existe mucha más química implicada en este proceso, pero solo te
voy a hablar de otra de estas sustancias: la oxitocina.

La oxitocina es conocida como la «hormona de los abrazos». En el parto, la


madre genera una grandísima cantidad de oxitocina, que provoca la
aceptación de ese nuevo pequeñajo que —seamos sinceras— durante las
primeras semanas de vida no te da ningún tipo de recompensa, así que la
oxitocina se encarga de generar en ti tales sentimientos para que te sea
imposible dejar de abrazarle, de atenderle, de cuidarle. Además, permite
que suba la leche y, por lo tanto, la supervivencia del pequeño, tanto por la
presencia de alimento como por la presencia de protección. Pero, además:
Inhibe el cortisol, es decir, una de las hormonas presentes en la depresión y
la ansiedad. Por consiguiente, la oxitocina nos ayuda a no estar deprimidos
y a sentirnos con menos estrés.

Provoca deseo sexual.

Reduce el miedo social, es decir, nos sentimos con mayor confianza en


nosotros mismos y, por lo tanto, mayor confianza en nuestras interacciones
sociales.

Incrementa los sentimientos de apego. Como con el bebé, cuando se genera


oxitocina, nos sentimos más unidos y amorosos con las personas presentes.

En los estudios se ha encontrado que la oxitocina genera en mujeres la


necesidad de monogamia. Si lo piensas desde un punto de vista puramente
biológico, tiene lógica: si ha de cuidar de una cría, la madre ha de tener su
atención puesta en la cría, así que la mejor opción es la monogamia.

Se libera en el orgasmo, estando asociada al placer sexual, pero también a la


creación de lazos de pareja. Si lo piensas también desde un punto de vista
biológico, esto puede generar en la pareja más ganas de sexo y, por lo tanto,
de seguir tratando de reproducirse.

Tras todo este trastorno neuroquímico, aún hay una hormona reina: la
testosterona. Esta nos va a pedir cada vez más encuentros, más fogosos y
con un paso de tiempo menor entre ellos. En los hombres, aparte de
ponerles como una moto, la testosterona genera ese sentimiento territorial
sobre la hembra que, también desde un punto de vista biológico, tiene
sentido, pues, de esta manera, no deja que sus contrincantes le quiten la
posibilidad de reproducción. Pero en la mujer también se incrementa,
consiguiendo una suerte de «ceguera» por la cual no escuchan consejos ni
se tiene capacidad de decisión. Al final, la testosterona nos nubla la visión a
todos y lo único que queremos es sexo, contacto con la otra parte y no dejar
de sentir esta mezcla loca y maravillosa de hormonas, sentimientos,
emociones y experiencias.
¿Has oído decir que el amor dura un máximo de tres años? ¿O que la crisis
de los siete años es la que indica si hay amor o no? Pues, aunque los
estudios no concluyen exactamente los años que dura la química cerebral,
se han encontrado variaciones entre los dos o tres años hasta los siete. La
primera fase (FEA y dopamina) suele durar un máximo de tres años,
mientras que, si se le suman el resto de las fases, y si las condiciones
psicoemocionales son adecuadas, estaríamos en los siete años. Es decir,
toda esta juerga de nuestra química y nuestras neuronas puede tenernos en
vilo durante, aproximadamente y como mucho, siete años. Además,
estudios muy recientes han hallado que la química cerebral asociada al
amor es muy similar al del trastorno obsesivo-compulsivo, por lo que la
pregunta que se hacen muchos científicos es si el amor es en realidad amor
o una suerte de obsesión química que permite a la raza humana procrear.
Ahí es nada.

Como ves, todo muy «romántico» desde este punto de vista. Pero la
realidad es que el enamoramiento, que no el amor, no deja de ser algo
puramente biológico que, como seres humanos que somos, se ve
redireccionado por la mente. Si durante el tiempo que dura el
enamoramiento somos capaces de ir más allá y crear una forma de
relacionarnos determinada, entonces sí hablamos de amor.

Si creemos que el amor solo son estas sensaciones de las que hemos
hablado, estaremos abocadas a no tener relaciones estables y sanas en la
vida porque, como te dije antes, vas a buscar este compendio de
sentimientos y emociones, de subidones químicos. Y, cuando se acabe,
¿entonces qué? ¿Nos sentimos frustradas porque no experimentamos eso
que se mal llama «amor»? O, peor aún, nos mantenemos en una relación
con un Jesusito que sí ha conseguido mantenernos con bajones y subidones
de nuestros neurotransmisores, hormonas y toda esa química que nos hace
perder la cabeza.

Como ya te he contado, el enamoramiento se comporta a nivel químico


como una adicción. Así pues, cuando el objeto de tu adicción desaparece —
deja de cogerte el teléfono, corta la relación, se marcha sin decirte si
volverá o no— entramos en el síndrome de abstinencia y nos comportamos
como drogadictas: necesitamos la vuelta de la adicción, solo una vez más,
solo un poquito más, ya sea por volver a sentir lo que sentimos o ya sea por
evitar el dolor de no tenerlo. Es decir, existe el incremento de la dopamina
cuando él vuelve y una bajada de serotonina y otras sustancias cuando falta.
De ahí que las bajadas en una relación con un Jesusito sean horribles, pero
las subidas, ¡amiga!, las subidas son lo mejor del mundo. La relación con
un Jesusito te afecta a estos niveles también, pero nunca olvides que no es
la única causa por la que entramos y nos mantenemos en una relación de
este estilo.

Sin embargo, el ser humano tiene algo increíble que no tienen los animales,
que es la razón. Prueba de ello es que nosotros podemos dejar de consumir
drogas, superar la ludopatía —bueno, cierto es que no conozco a animales
ludópatas—, hacer una dieta correctamente, estudiar esa asignatura que
odiamos e, incluso, abandonar a los maltratadores. Pueden existir miles de
complejos sistemas neuroquímicos que nos lleven a hacer, decir e incluso
sentir, pero tu mente está por encima de eso. Por ello te he dicho en varias
ocasiones que cuando tienes esos momentos de lucidez —o dicho de otro
modo, esos momentos en los que la razón supera a la química— en los que
sabes que esto que estás viviendo no es amor, te duele demasiado o «no es
muy normal», tienes que aprovechar y salir corriendo de esa situación.

Quizá no podemos decidir de quién nos enamoramos, pero sí podemos


decidir a quién amamos. Empieza amándote a ti misma y no dejes que nadie
te haga sufrir.

La fórmula del amor

Así pues, mientras nuestras hormonas y nuestro cerebro se vuelven locos,


podemos ir un poco más allá de los arrebatos y plantearnos crear una forma
de relacionarnos maravillosa: el amor.

«Amar» es un verbo, lo que significa que hay que hacer cosas. Es decir, no
es suficiente con dejarse llevar, es necesario estar presente, ser conscientes
de que eso que llamamos desde hace unas cuantas páginas «amor» se
construye, así que te voy a explicar un poquito cuál es la fórmula del amor.

En el amor hay comprensión de la otra persona. Se comprenden sus


traumas, sus sueños, sus deseos, sus limitaciones, sus habilidades, lo que
le hace sufrir, lo que le hace gozar, sus aspiraciones y, sin juzgarla por
ello, se acompaña. Obviamente, si alguna de estas cuestiones choca de
frente con tus valores básicos como persona hasta el punto de que
puedes juzgar negativamente a la persona e incluso rechazar lo que es,
es probable que no sea la pareja adecuada para ti. Si lo que ella es te
hace sufrir, tampoco hay amor, porque recuerda que en el amor no hay
sufrimiento. Por ejemplo, yo jamás podría enamorarme de una persona
racista, machista u homófoba, porque la discriminación de un ser
humano por ser lo que es me parece una aberración que me hace sufrir.
Y puedo entender que tiene un trauma de pequeño porque sus padres
no le hacían ni caso, así que se unió a un grupo de descerebrados
neonazis que le metieron esas ideas en la cabeza. Vale, bien. ¿Y? Que
tengo mi punto zen, pero no soy gilipollas y, por tanto, no voy a
exponerme a una relación en la que no quiero ni comprendo gran parte
de la esencia de la otra persona. Esencia que, por otro lado, va en
detrimento de los derechos humanos, algo básico para mí. Sé que no
habría amor, habría una lucha por cambiarnos el uno al otro. Y, si no
hay amor, conmigo no cuentes.

Como en el amor yo te comprendo y no te juzgo, pero tú me


comprendes y no me juzgas, me siento libre de ser quien soy. Y esa
libertad, ese sabernos aceptadas, ese entender que lo que somos es
válido y valioso para alguien, nos hace felices. Nos da un subidón —si
quieres, puedes pensar en términos de serotonina—. ¿Recuerdas que,
en la fase de conquista, tu Jesusito te hacía sentir esa aceptación y esa
comprensión? Lo que conseguía era generar ese sentimiento de
felicidad al saberte aceptada, ese «subidón» al que llamamos
erróneamente «amor». Es decir, consigue generar unos sentimientos,
pero no una forma de relacionarse. Por eso, aunque te duela, con un
Jesusito jamás podrás decir que en un momento dado hubo amor.
Para que se dé esa comprensión, tú debes ser capaz de comunicarte y
yo he de ser capaz de comunicarme. Comunicarse es difícil, porque
conlleva abrirnos, mostrar a la otra persona quién somos. Yo siempre
pongo este ejemplo. ¿Cuál es la diferencia entre decir: «Está lloviendo»
o decir: «Jope, llueve, qué día más gris y feo hace»? En el primer caso,
doy una información: cae agua del cielo. En el segundo caso, digo que
cae agua del cielo, pero, además, que no me gusta la lluvia —el día es
feo— y que me entristece —es a lo que solemos asociar el gris—. Es
decir, te doy información sobre mí, incluso más que sobre el tiempo que
hace.

Seguramente hayas oído hablar de las 36 preguntas del enamoramiento. Fue


un artículo escrito por Mandy Len Catron en el que explica cómo, usando
36 preguntas diseñadas por el psicólogo Arthur Aron, se enamoró. Esas
preguntas no fueron diseñadas para provocar el enamoramiento, sino la
comunicación íntima en el laboratorio, es decir, para que dos desconocidos
fueran capaces de exponerse, de mostrar sus miedos, anhelos, traumas,
etcétera. En definitiva, de abrir esa esfera más íntima de la persona y que
raramente comparte con los demás. En el caso de Aron, diseñó esas
preguntas para que cuando hiciera un experimento, los sujetos se sintieran
cómodos, ya que este estudioso centra sus experimentos en el amor, la
amistad, los prejuicios y cómo se desarrolla la intimidad. Sin embargo, estas
preguntas no solo consiguen la apertura de la persona, sino el que se sienta
aceptada por la otra parte, porque una de las instrucciones es: no juzgues,
no hagas juicios de valor, no pongas caras que hagan sentirse a la otra
persona juzgada. Es decir, me abro y encima siento que está bien lo que te
respondo. Por lo tanto, entiendo que puedo ser yo mismo, que puedo tener
intimidad contigo. Que puedo dejarte entrar. Si te interesan las preguntas, te
dejo un código QR como anexo para que puedas realizarlas. Así, como
comunicarse conlleva ser honesto con quién eres y ser capaz de
transmitirlo, con un Jesusito jamás podrá haber amor, por mucho que te
empeñes, porque él se crea un personaje para atraerte, es decir, no es
honesto con quien en realidad es y, por supuesto, no te muestra quién es.

La bondad en las relaciones significa la capacidad de hacer el bien y


que ese bien alegre a la persona. Hay muchos Jesusitos que te dicen que
te tratan de esa manera porque es lo mejor para ti, pero a ti esa forma
no te provoca alegría. Por ejemplo, te grita y su argumento es que de
esa manera vas a escuchar, pero a ti sus gritos te producen miedo. No,
no hay bondad ahí. Por mucho que su intención sea hacerte bien, si
para ello te hace sufrir, tampoco hay amor. Eso no significa que tu
pareja no haga jamás algo que te duela, porque somos humanos y a
veces metemos la pata. Pero no hay sufrimiento porque tienes la
confianza de que, si hay algo que te hace daño, lo puedes comunicar y
vas a obtener, como mínimo, un acuerdo para solucionarlo. Así, puede
que un día te grite, pero tú le digas que eso te hace daño porque te
recuerda a aquel Jesusito que tan mal te trató hace años y que lo que
genera en ti es miedo. Si hay una relación de amor, lo entenderá, te
pedirá disculpas y es posible que te diga que él es «gritón», pero que va
a tratar de manejar eso. Si su respuesta es algo del tipo: «Pues es que
yo soy así y no tengo edad para cambiar», o «Joder, ¡a ver si lo superas
ya!», no hay comprensión ni bondad, así que no hay amor.

El amor también conlleva compasión pero una compasión sana, que no


te arrastra. Desde esta perspectiva, la compasión sería ser capaz de ver
el sufrimiento de la otra persona y tratar de ayudar a superar ese dolor
sin cargarlo a las espaldas. Es decir, tu sufrimiento es tuyo y yo, desde
el amor, haré lo que sea para que, siendo tuyo, te liberes de él. Y, por
ello mismo, tú no vas a permitir que yo me encargue de tus problemas y
que sufra por ello. No es minimizar el dolor, porque si para esa persona
es importante y tú lo minusvaloras, no lo estás respetando. Así, si tu
pareja te dice que está muy triste porque le han echado del trabajo, no
le digas que eso es una estupidez, ya que eso es no respetar sus
sentimientos. Otra cosa es que le digas que lo entiendes, pero que lo
vais a solucionar. E, incluso, hagas alguna broma para distender el
ambiente, si sabes que el humor a él le ayuda. Pero si tú te tienes que
levantar dos horas antes todos los días, hacerle el currículum, enviarlo
a empresas y pagarle ese cochazo que se había comprado a plazos
mientras él duerme todo el día, es decir, tú te haces cargo de la solución
y sufres, tampoco es amor. Este es un tema peliagudo porque solemos
echarnos a la espalda los problemas de los demás, creyendo que
nosotras somos capaces de resolverlos o evitar el sufrimiento. Para ello,
muchas veces lo que hacemos es eximir a la persona de su
responsabilidad, asumiendo que las encargadas de solucionarlo somos
nosotras, lo que no solo no protege al otro, sino que creamos ineptos
vitales. Así, por ejemplo, muchos padres prohíben a sus hijos tirarse
por el tobogán porque creen que se pueden hacer daño. Pero si un niño
no se tira por el tobogán, le estás privando de que se relacione con otros
niños, una experiencia divertida y, tal vez, aprender que en la vida a
veces te puedes hacer daño, pero puedes levantarte y seguir jugando. Y
en pareja nos pasa lo mismo: tratamos de evitar sufrimiento a nuestra
pareja prohibiendo cosas, pero también mintiéndole. Y la honestidad es
fundamental. Te explico por qué.

La mentira piadosa, que se basa en «te miento en esto para que tú no


sufras» es uno de estos ejemplos. Personalmente, no creo en las
mentiras piadosas, creo en el poder decir las cosas con tacto y amor.
Por ejemplo, tu abuela te regala unos pendientes horribles, pero que
para ella son muy importantes. Puedes decirle que te encantan —
mentira piadosa—, pero la realidad es que nunca los vas a usar porque
te espantan. Ella se dará cuenta porque nunca te ve con ellos puestos y
se sentirá dolida. Sin embargo, le puedes decir: «Lala [así llamamos en
mi familia a las abuelas] no son mi estilo, pero sé lo importantes que
son para ti, así que muchas gracias». Entre decirle esto o decirle: «Lala
¡qué feos son!, pero gracias» hay una cosa que se llama respeto hacia
los sentimientos y emociones de la otra persona. Si te comunicas con
respeto y honestidad, no necesitas mentir. A veces mentimos porque
creemos que algo de lo que hacemos puede dañar a nuestra pareja. Por
ejemplo, quedas a tomar café con aquel amigo que fue amante en otra
época de tu vida, pero no se lo dices a tu pareja o le dices que has ido
con tu amiga Pepi. Quizá te digas a ti misma que para qué contarle la
verdad, porque le puede dañar, pero quizá no sea así. Quizás a él no le
importa que mantengas amistad con alguien con el que en el pasado
tuviste sexo, por lo que eres tú quien está prejuzgando negativamente a
tu pareja, es decir, crees que es de una manera que en realidad no es,
así que no lo estás respetando. O, tal vez, sí que es celoso, pero ahí entra
la comprensión: entiendo que eres celoso porque tu anterior pareja te
mentía, pero tú has de entender que yo no soy ella y que, por lo tanto,
no necesitas los celos. Y, por último, a veces mentimos porque tenemos
miedo de que algo que somos no le guste a la otra persona, es decir, nos
ocultamos. Por ejemplo, te encanta jugar al Candy Crush, pero, como
crees que si se lo dices a tu pareja va a pensar que eres una inmadura,
prefieres decirle que estás leyendo a Faulkner para que crea que eres
una gran intelectual. Si en el amor hay, por definición, comprensión,
¿por qué le niegas que conozca eso de ti y lo comprenda?
Probablemente porque tú misma te avergüenzas de ello, o piensas que
eso que ocultas es negativo. Así pues, en el amor hay verdad. Verdad en
lo que soy, verdad en lo que compartimos, verdad en lo que te muestro,
verdad en lo que te doy y verdad en lo que me das. Por consiguiente,
con un Jesusito nunca podrá haber amor, porque miente, oculta y, por
supuesto, no es compasivo contigo y tu sufrimiento. Un sufrimiento
que, recuerda, él puede evitar y decide no hacerlo.

La alegría es otra de las características del amor. Estar con la otra


persona te hace sentir contenta, y a él también. Saber que tienes en tu
vida a alguien compasivo, comprensivo, comunicativo, honesto te
alegra la existencia, pero también los encuentros. Os reís juntos, os
gastáis bromas que mantienen vuestra dignidad intacta, es decir, no os
humilláis el uno al otro. Hacéis cosas divertidas, amenas, y os descubrís
con jovialidad el uno al otro. Por ejemplo, a ti te encantan los botes de
galletas vintage, y le invitas a acompañarte a una feria de botes de
galletas. Cuando hay amor, al menos el descubrimiento, se hace con
alegría, es decir, tiene ganas de conocer ese mundo, y seguramente tú
estés contenta por ese planazo que vas a compartir con él. Quizá, tras
pasar contigo ese día, te diga que no es lo suyo y que no quiere
acompañarte más a esas ferias, pero sin juzgarte porque a ti ese
«rollazo» sí te guste. O, tal vez, que no es lo suyo, pero como a ti te
encanta y te ve feliz, sí que quiere volver. Sea como sea, hay jovialidad
entre vosotros. Es más, si piensas en los momentos de satisfacción, estos
ganan por goleada a los momentos grises. No, ni lloras, ni sufres la
mayor parte del tiempo, ni haces llorar ni sufrir. Y esta sensación de
alegría mantenida es, para mucha gente, la definición de felicidad.

Para mí, sin embargo, la felicidad está más cerca de la ecuanimidad,


entendiéndola como el equilibrio mental y espiritual. Es decir, que las
emociones o acontecimientos no te desequilibren y puedas mantener tu paz.
Por supuesto que esto no significa que seas fría, ¡ni mucho menos! En la
vida, las cosas suceden, sí, y no se pueden evitar. Y quedarte anclada en qué
podías haber dicho o hecho para evitar que algo determinado hubiera
sucedido, o para que hubiera pasado otra cosa, no hace más que
desequilibrarte. Por ejemplo, te atropella un coche y tú te quedas anclada en
que, si no hubieras pasado por esa calle, o hubieras mirado más o, incluso,
no hubieras salido ese día, nada habría pasado, así que estás constantemente
viviendo en la culpabilidad. O, tal vez, maldices al conductor y te dedicas a
pensar que si él hubiera ido por otra calle o si no hubiera apagado la radio
justo en ese momento o cualquier otra cosa, y te quedas viviendo en la ira
contra él. Por lo tanto, la ecuanimidad no significa ser fría sino ser capaz de
que, pase lo que pase, puedas sentirte en paz y en calma. De modo que el
amor tiene que hacerte sentir equilibrada, confiada y en paz.

Yo siempre digo que mi paz es innegociable. Es decir, si alguien quiere


desequilibrarme, no hay negociación: NO. Y punto. Y eso lo aplico a una
pareja, a un conocido, a compañeros de trabajo, a jefes, etcétera. Querer
arrebatar la paz a alguien es tratar de perturbar, querer introducir a alguien
en esa montaña rusa que te mantiene angustiado porque no sabes si hoy
tocará bronca o tranquilidad. Y eso, querida amiga, es sufrimiento. Por eso
nunca podrá haber amor con un Jesusito, porque busca desequilibrarte para
mantenerte siempre alerta. Es decir, que no hay nunca paz.

Además, debe ser justo, esto es, que cada parte de la pareja reciba lo que le
corresponde de manera igualitaria y que los comportamientos para con la
pareja se basen en la equidad. Y esto no significa que, si tú tienes cuatro
orgasmos y él uno, le debas tres. No. Significa que el respeto a tu
individualidad, es decir a lo que tú eres, es tan importante como el respeto a
la individualidad de tu pareja. Nadie es más importante en la pareja, ni
menos tampoco. Nadie orbita alrededor del otro. Cuando amas, sabes que tu
papel en la pareja es importante, así que eres proactiva, lo que quiere decir
ni más ni menos que formas parte de la toma de decisiones, haces
propuestas, pides lo que necesitas, etcétera. Es decir, eres activa. Y tu
participación es tan importante como la de tu pareja, así que él también
propone, forma parte de la toma de decisiones, pide lo que necesita. Es
decir, sois dos individuos que actúan de mutuo acuerdo para construir
juntos una relación. Desde este punto de vista, las aportaciones de cada
parte de la pareja son de igual importancia y trascendencia. Así, si tu pareja
aporta tres mil euros a la economía familiar y tú no aportas nada, él no es
más importante que tú. Si vivís de mutuo acuerdo en tu casa, tú no eres más
importante que él por ser quien satisface la necesidad de una vivienda. Los
tratos entre vosotros son equilibrados. Así, por ejemplo, las tareas
domésticas se comparten, él no te ayuda. Cuando alguien dice que «ayuda»
en casa en realidad lo que dice es que «esta responsabilidad no es mía, pero
en mi generosidad, yo apoyo a mi pareja, aunque en realidad no me
corresponde hacer esto». Existen estudios en los que se indica que la
estabilidad emocional de la pareja se puede ver beneficiada cuando existe
una relación en la que una de las partes tiende a la dominación y, la otra, a
la sumisión. Yo diría que no es una cuestión de dominación y sumisión, sino
de que determinados rasgos de personalidad encajen. Así, dos personas muy
cabezonas pueden entrar en conflictos solo por no ver la posibilidad de
llegar a acuerdos. No es cuestión de que una dirija, mande y disponga
mientras la otra parte asume sin objetar nada, porque no hay justicia en ello,
sino es cuestión de que, comprendiéndonos, lleguemos a acuerdos justos
para ambos. ¿Tú quieres ir todos los sábados a jugar al pádel y a jugar al
tenis? Vale, búscate una pareja de pádel, yo una de tenis y luego tomamos el
aperitivo los cuatro. ¿Ninguno de los dos queremos planchar? Está bien,
contratemos a alguien que lo haga por nosotros. ¿No hay dinero para ello?
Vale, cada cual que se encargue de planchar su ropa. La igualdad te
garantiza que tu pareja no abusará de ti ni tú de ella. El abuso, como ya
sabes, es una de las tácticas que usan los Jesusitos para someternos,
destruirnos y, por lo tanto, poder hacer con nosotras lo que quieran. Así
pues, con un Jesusito no habrá justicia y, por tanto, no puede haber amor.

En el amor hay cuidado mutuo. Cuidar se define como «ocuparse de


una persona, animal o cosa que requiere de algún tipo de atención o
asistencia, estando pendiente de sus necesidades y proporcionándole lo
necesario para que esté bien o esté en buen estado». Vamos a analizar
un poquito esta interesante definición.

Para empezar, ocuparse es encontrar una solución cuando algo surge.


Preocuparse es anticipar que algo malo va a pasar —sea o no verdad— y, de
este modo, entramos en la emoción del miedo o bien en una actitud de
permanente vigilancia para que eso que tememos no suceda. Por ejemplo, te
preocupa que tu pareja te ponga los cuernos, así que empiezas a hacer cosas
que, en realidad, no son tú para que eso no suceda, como puede ser vestir
más sexi o hacer cosas en la cama que, realmente, no disfrutas. Ya está.
Kaputt, has empezado a dejar de ser tú. O comienzas con las inseguridades,
le miras el móvil, le monitorizas las comunicaciones... Finito, has dejado
entrar al monstruo de los celos en tu pareja. Y, por supuesto, al desprecio
por su intimidad y su individualidad.

Sin embargo, cuando te ocupas, no vives esa constante intranquilidad,


simplemente dejas que las cosas fluyan como tienen que hacerlo. ¿Qué tu
pareja te ha puesto los cuernos aunque teníais un pacto de monogamia?
Cuando te enteras, tratas de solucionar la situación, ya sea preguntando por
qué y qué puedes hacer tú, ya sea mandándolo a freír espárragos, pero
atiendes a esa posibilidad cuando surge, no antes. De esa manera, disfrutas
en cada momento de lo que hay, sin vivir en el futuro, en lo que podría o no
suceder.

Además, ocuparse requiere atención o asistencia. Con respecto a la


atención, podemos entenderla a dos niveles: cognitivo y emocional. En el
nivel cognitivo podemos decir que es la aplicación voluntaria de la
actividad mental a un estímulo u objeto mental. Es decir, nuestra mente se
focaliza en algo en concreto. A nivel emocional, la atención sería demostrar
que se está interesado en el bienestar de alguien, pero también la
demostración de afecto, cortesía y respeto. Por tanto, la atención no solo
sería escuchar a tu pareja cuando te cuenta cosas o tiene un problema, sino
demostrar afecto. Ese tipo de demostración es un lenguaje propio de la
pareja que hay que consensuar. Así, si a ti no te gusta que te coja la mano
por la calle, estás en tu derecho a pedirlo, al igual que él a solicitarlo si para
él es importante esa muestra de afecto. Acariciar, besar, abrazar son formas
de demostrar ese afecto, pero también los pequeños detalles, y sí, también
las palabras. Con respecto a asistencia, tiene muchos significados, pero
todos ellos se vinculan a ayudar, apoyar y estar presente. Es decir, hacer lo
que esté en tu mano para que esa persona esté bien —aunque, recuerda, sin
cargarte a tus espaldas lo que no te corresponde— y estar para esa persona.
De nada sirve que tu pareja te diga que te quiere mucho, pero cuando
necesitas un abrazo te dé excusas. De nada sirve que te regale flores cada 9
de noviembre si cuando caes enferma es incapaz de ayudarte a sentirte bien.
De nada sirve una pareja que no está cuando la necesitas.
Otra de las cuestiones a analizar es «estar pendiente de sus necesidades». Y
aquí el tema tiene miga porque a veces disfrazamos de necesidades ajenas,
las propias. Y te pongo un ejemplo. Imagina que a tu chico le eliges la ropa
todas las mañanas. ¿Es que él es tonto y no sabe sacarse unos pantalones y
una camisa del armario o es que tú necesitas que él vaya bien conjuntado?
O que tú te haces cargo de la gestión financiera del hogar. ¿Es que él es
contable y necesita desconectar del trabajo en casa o es que tú necesitas
controlar las finanzas porque, si no, te sientes insegura? Y es que a veces
cuidamos a los demás, pero no porque ellos necesiten nuestra ayuda o
asistencia, sino porque cuidando de ellos satisfacemos necesidades propias.
Por ello, creo que es muy saludable establecer una norma: si necesitas
ayuda, dímelo y dime cómo te puedo ser útil. Esto es algo que yo,
personalmente, aplico con todas las personas que forman parte de mi vida.
Creo que mis amigas pueden decirlo: una de mis frases es «¿Hay algo que
pueda hacer por ti?». Y si la respuesta es «no», no insisto; creo en ti y en tu
capacidad para saber lo que necesitas, así como en tu capacidad de
comunicación, así que tú me dirás qué y cuándo. Preguntando algo así estás
presente —la persona sabe que estás atenta a sus necesidades—, respetas a
esa persona, le das la opción de comunicarse y, lo más importante, que te
diga cómo puedes ser efectiva para satisfacer sus necesidades.

Aquí voy a hacer un pequeño inciso. A las personas se las tiene que amar
como ellas necesitan, no como nosotros necesitamos. Eso sí, siempre
manteniendo el límite de que yo no sufra por ello. Por ejemplo, tú tienes la
necesidad de éxito, lo que puede llevarte de cabeza a presionar a tu pareja
para que sea un afamado escritor, aunque no es lo que él quiera. En pos de
sus grandes capacidades y de su don para relatar el sexo de los ángeles, tú le
abonas el terreno para que eso suceda. Sin embargo, él no tiene la necesidad
de éxito, sino la de tiempo libre. Por mucho que le digas cuánto le admiras
y creas que podría ser el próximo Faulkner, no estás atendiendo a cómo él
necesita que le ames, sino a tus necesidades. O, por ejemplo, tú necesitas
mucho contacto físico, pero tu pareja te dice que es que él no es nada
cariñoso, así que no tiene ni una caricia para ti. En este caso no te está
amando como necesitas, que, en esta ocasión, es con muestras físicas de
cariño. Pero, cuando hay comprensión, bondad, comunicación y justicia,
esto no debería ser un problema más allá de hablarlo y ajustarlo al punto en
que ambos os sintáis bien.
Y, por supuesto, el objetivo del cuidado es que os sintáis bien ambos, tanto
recibiéndolo como dándolo. Así pues, con un Jesusito jamás podrá haber
amor, porque no sabe identificar tus necesidades y satisfacerlas; solo se fija
en qué necesita él. Y hará lo que sea para conseguir que tú también llegues
al punto en el que solo existan sus necesidades.

Finalmente, llega un momento en que te das cuenta de que nada es para


siempre, sino «para hasta que dejes de cuidarlo». Por eso, aprendes a
cuidarte, a cuidar y no te da miedo saltar al vacío; si te la pegas, sabes
cuidarte y decir «No» a lo que te daña. Así, llega un momento en el que te
das cuenta de que los cuidados son la base de cualquier relación.

Además, en el amor hay libertad. Desde esta perspectiva, la libertad es dejar


que las personas elijan de forma responsable cómo comportarse. Mucha
gente identifica el tener pareja con perder la libertad —yo misma, durante
muchos años, caí en ese cliché—. Pensamos que, cuando tienes pareja,
debes asumir unos roles y, por consiguiente, una forma de actuar que no te
va a permitir ser tú misma, o hacer, decir y sentir lo que realmente quieres
hacer, quieres decir o sientes. Así, si a ti lo que te gusta hacer los sábados
por la mañana es quedarte en la cama, puedes pensar que con una pareja eso
no va a poder ser porque, ¡claro!, durante la semana no os veis y una pareja
no aceptará que le cambies por el nórdico —bueno, a no ser que ese nórdico
sea Ben Dahlhaus, el modelo, en cuyo caso, hasta ellos lo entienden, o
deberían—.

Sin embargo, ese punto de vista en el que tu pareja es más un guardián o


que la pareja es una cárcel, puede ser solo una serie de creencias. Si, como
yo creía, crees que una pareja te va a quitar libertad sí o sí, y que la libertad
es una de las cosas más sagradas del ser humano, te va a ser difícil
comprometerte con alguien. O es posible que busques personas, incluso de
forma inconsciente, con las que sabes que el compromiso no va a darse,
como por ejemplo, un Jesusito. Así que lo primero que te recomiendo es
que cambies este tipo de creencias y asumas que puedes ser tú y actuar
libremente en una pareja.

Y es que así debe ser. Ya no es solo para tener tu espacio personal para
desarrollar tu vida más allá de la pareja, sino que cuando estás manipulada,
metida en un ciclo de subidas y bajadas, cuando tu mente lo único que hace
es darle vueltas a tu relación, no estás siendo libre. El miedo te encarcela
sin darte cuenta, por lo que en una relación en la que hay miedo, ya sea
porque la otra persona lo provoca o porque te viene de serie, no hay
libertad. Y, por supuesto, si juegas a generar miedo en tu pareja, estás
tratando de cortar sus alas. Así, en el amor no hay miedo, no solo porque
confías en tu pareja, sino porque confías en ti misma para tomar las mejores
decisiones. Por ejemplo, no tienes miedo a perder a tu pareja porque sabes
que si está contigo es su decisión, que no has manipulado ni a la persona ni
a las circunstancias para que tome esa decisión y, por lo tanto, él será
responsable de su determinación. Y, sin ese miedo, tienes la libertad para
ser, hacer, decir y sentir lo que en realidad quieres; es decir, eres tú misma,
auténtica, no entras en juegos, ni tu miedo a la pérdida te hace ser lo que no
eres.

Evidentemente, la libertad no significa hacer lo que te da la gana sin tener


en consideración a la otra persona, eso es egoísmo. Así, no es lo mismo
aceptar un trabajo a doce mil kilómetros que te apetece y quieres hacer
habiéndolo hablado con tu pareja, que llegar un día y decirle: «Oye, que me
voy a trabajar a Manila, sí, sí, Filipinas, así que a partir de ahora, recoge tú
a los niños del colegio, ¡eh!». La libertad sería «quiero hacer esto, me viene
bien, me apetece. ¿Cómo podemos hacerlo para que los dos nos sintamos
bien?». Por supuesto, como siempre te digo, si la solución hace sufrir a uno
de los dos, o incluso a los dos, quizás hay que plantearse hasta qué punto
podéis ser vosotros mismos en la relación.

Por eso, con un Jesusito no puede haber amor, porque no eres libre, ya que
usará el miedo para someterte, pero tampoco eres libre para ser lo que eres
y tomar tus propias decisiones.

Y, por último, me gustaría recordarte algo que creo que debes grabarte a
fuego:

SI HAY SUFRIMIENTO, NO HAY AMOR.


No me refiero a una época en la que la vida nos da un vuelco y, de repente,
todo nos sale mal. El sufrimiento es ese dolor que se enquista, que te hace
darle vueltas a la cabeza al mismo tema una y otra vez, es esa angustia, ese
rencor, esa culpa o esa tristeza que inunda todo cuando te quedas anclada en
lo que te duele. No podemos negar el dolor; es decir, a veces en la vida
pasan cosas que duelen, y mucho. Pero cuando te quedas dando vueltas a de
ese dolor es cuando aparece el sufrimiento.

Por ejemplo, has quedado con él, pero no aparece ni te llama, así que
empiezas a pensar en lo peor: se ha matado en un accidente, le han robado y
pegado una paliza, me va a hacer un ghosting, etcétera. Media hora más
tarde aparece: se había quedado atrapado en el metro y no tenía cobertura.
Esa media hora en la que le has estado dando vueltas al dolor de no haber
sabido de él, has estado sufriendo. Tú no puedes evitar que el hecho de que
no aparezca ni te llame para darte una explicación te duela, pero sí que
puedes impedir todo ese chorreo de emociones negativas. Lo saludable para
ti, en una situación así, es pensar que, si no ha aparecido, ya aparecerá con
una explicación y que serás capaz de tomar una decisión basándote en esa
aclaración.

Otro ejemplo que viene al pelo en estos días es el maldito y destructivo


ghosting. Lo terrorífico del ghosting ya no es solo que la gente se esté
volviendo inmune al dolor que puede causar a los demás con su silencio,
sino que empezamos a pensar qué ha ido mal, si somos culpables de su
desaparición, si es que le damos tanto asco que no es capaz de decirnos
que no a la cara, y muchas otras ideas que se nos pueden pasar por la
cabeza. No, desaparecer es su decisión y sabe que con ella te hace daño,
así que lo más saludable para ti es pensar que una persona que desaparece
sin explicación alguna, ya sea una pareja o una amistad, no merece ni tu
tiempo ni tu respeto, porque ¡no te respeta! No hay reciprocidad en vuestra
relación.

Este tipo de sufrimiento puede estar provocado adrede, sí, pero también
puede venir porque tú, con tus malas experiencias pasadas, ya no confías en
nadie, ni siquiera en ti. He escuchado cientos de veces eso de «si él es
genial, me trata como a una reina, pero soy yo, que soy incapaz de confiar».
Vale, esa desconfianza hace que sufras y puedes caer con mucha facilidad
en pedir muestras de amor imposibles o que, si no lo son, conviertan tu
relación en las doce pruebas de Astérix. Si este es tu caso, mi consejo es
que vayas a un profesional que te ayude a cerrar tus heridas y a aprender a
confiar en los demás, pero también en ti misma, porque cuando confías en ti
misma sabes que puedes salir de cualquier atolladero, así que no necesitas
desconfiar de nadie. Por ejemplo, si sabes que tienes la capacidad de
disfrutar de la soledad, dejas de tener miedo al abandono, así que será
menos posible que montes una «agencia de investigación de posibles
cuernos», lo que, como bien sabes ya, conlleva sufrimiento, pues te centras
más en encontrar el fallo que en disfrutar las bondades de la relación. O, si
confías en que eres capaz de sanar tu corazón roto, dejas de desconfiar de si
ese chico, que te trata como una reina, te va a volver a romper el corazón
como los últimos veinte idiotas. La gente te puede fallar, sí, pero si confías
en ti, en que tú no te fallarás, cambias la preocupación —que te hace sufrir
— por vivir lo que estás viviendo en este momento, porque sabes que,
llegado el caso, sabrás ocuparte de la situación y de ti.

Y, por supuesto, en el amor no hay afán de hacer que el otro sufra, sino todo
lo contrario; recuerda que el amor consta de bondad, cuidado y alegría. Por
eso jamás podrás tener amor con tu Jesusito porque a él, lejos de
preocuparle que sufras, esto le gusta, le hace sentirse importante y, es más,
te hace sufrir porque así lo decide. Si, pudiendo evitar tu sufrimiento, no lo
hace, no, no hay amor.

¡Ojo! Si para que tú no sufras —o para que él no sufra— tenéis que perder
la autenticidad y la libertad, tal vez es que no sois la pareja adecuada. Así,
si para él son importantes las orgías y tú no quieres formar parte de ello o te
hace sufrir pensar que él está teniendo sexo en grupo mientras tú estás en
casa con el pijama viendo Netflix, no hay comprensión y, por lo tanto, no
puede haber amor. Hay verdad —él no te ha ocultado su gusto por las orgías
— y hay libertad —no ha dejado de asistir a ellas por la relación—, pero su
esencia choca con la tuya y, por consiguiente, no os comprendéis, así que
esa pareja está abocada o al sufrimiento o al fracaso, aunque lo más
probable es que sea a ambas cosas.

Así pues, el amor es:


una forma de relacionarse,

recíproca,

con comprensión,

con bondad,

con paz,

con alegría,

con acompañamiento,

con honestidad,

con autenticidad,

con libertad,

con comunicación,

con cuidado mutuo,

con justicia,

con confianza,

y sin sufrimiento.

Pueden parecer muchas cosas, pero estoy segura de que todas —o muchas
— ya las experimentas en otras relaciones, como, por ejemplo, con tus
amigas o bien son cosas que siempre has querido sentir. Está bien, empieza
a sentirlas, dátelas a ti misma.
Lista de Spotify
9.
Amén

Creo que ya va siendo hora de terminar nuestro viaje. Y espero, de todo


corazón, que te haya servido para quitarte las mochilas, para darte cuenta de
que los cuentos son solo fantasías, que el amor es mucho más y mucho más
importante que una montaña rusa de emociones que te quitan el aire.

Quizá te estés preguntando por qué no te he ayudado a curar la herida. La


respuesta es bien sencilla: antes de curar una herida, tienes que saber que la
tienes. Y, cuando la ubiques, saber del tipo que es y ponerle nombre.
Entonces, y solo entonces podrás curarla. De nada sirve que te diga mil
trucos para aumentar tu autoestima si no eres capaz de darte cuenta de que
tu problema ya no es solo que no te amas, sino tener al lado una persona
que te machaca el alma día sí y día también y que, por supuesto, tampoco te
ama. Que tu problema real es que vives una relación de maltrato de la que
no eres consciente. Que tu problema no son los celos, sino que el psicópata
de tu ex te ha hecho luz de gas durante años. De nada sirve que te dé la
mercromina si no sabes en qué herida ponerla, si no eres capaz de asumir
que vives una relación de maltrato emocional, que vives una relación de no-
amor; da igual las herramientas que yo te pueda dar en el libro, vas a seguir
anclada a ese cuento que te has inventado. Créeme, todas las mujeres que
conozco que han pasado por esta situación se han resistido a la idea de que
ellas, precisamente ellas —mujeres fuertes, empoderadas, con éxito,
muchas de ellas con el manual feminista bajo el brazo—, estaban viviendo
una relación de maltrato o de no-amor. Cuesta horrores identificarte como
víctima de un alma vacía y cruel que solo quiere de ti tu sumisión más
absoluta. Cuesta asumir que esos horrores que identificas en otras
relaciones también los vives tú.

Bien. NO PASA NADA. Ya sabes cómo has llegado ahí, cómo se cuece a la
rana, cómo la educación, las necesidades o las creencias allanan ese
camino. No te sientas culpable, de verdad. No merece la pena. Pero haz
algo por ti, y hazlo ya.

Hay cientos de miles de mujeres —y de hombres, que ellos también sufren


de no-amor y de maltrato emocional— que se preguntan qué hacen mal
para que sus relaciones no funcionen, para que él se comporte como lo
hace, y yo te digo que la respuesta es bien sencilla: nada. No hacen nada
para que ellos, pequeños dioses egoístas, las insulten, las humillen, las
ninguneen, las invisibilicen, las agredan, las incomuniquen, las obvien,
acosen, abusen... Nada.

Tú no has hecho nada.

O, tal vez sí: no leer las señales. Quizá porque, sencillamente, no sabías lo
que significaban. Quizá porque estabas tan dichosa por haber conocido a
alguien —¡por fin!— con quien compartir tu vida que no veías las señales.
Quién sabe si en realidad es que ya estabas cocinada, como una rana, por la
vida, por tus experiencias, por ese ex que jamás superaste.

Quizás es que, sin saberlo, eres una herida andante.

Vale, bien. ¿Y? Es parte de la vida. Porque la vida no es de color de rosa.


Vale, te lo compro. Pero tampoco es un camino escarpado de dolor, sangre,
sudor y lágrimas en el que el sufrimiento te eleve a los cielos. Olvídate de
que el sufrimiento te hará grande, porque lo que en realidad te hará es una
pequeña niña aterrada ante la vida. Y, de repente, un día te darás cuenta de
que todo lo que pudiste vivir no sucedió porque estabas aterrorizada en el
último rincón de tu propia alma, ya que, esperando sufrir por todo, decidiste
no sufrir por nada. Y te quedaste viviendo sin vivir.

Con este libro lo que he intentado es darte aquello que me hubiera gustado
recibir hace varias décadas, cuando un tonto quiso que me pegara por él: un
manual para descubrir qué es el amor y los imbéciles que, con su bandera
de romanticismo, lo único que hacen es meternos en una jaula o en una olla
hasta que nos cocemos. He tratado de que llamemos las cosas por su
nombre: el no-amor, el maltrato emocional, el enamoramiento y el amor. Y
que seas consciente de dónde te encuentras para poder contarte tu propia
historia sin dragones, brujas, demonios o fantasmas —del pasado o del
futuro, que también existen—. Sé que a veces ese cuento es mucho mejor
que la realidad, porque en el cuento tú eres la heroína, tienes el papel
protagonista, eres más valiente de lo que te crees, más importante de lo que
te sientes, eres mejor de lo que te consideras. Pero en la realidad, necesitas
ser salvada de esa idea de amor romántico en la que todo se puede y todo lo
vale, incluida tu vida. Necesitas darte cuenta de que no necesitas cuentos de
hadas para ser especial.

Nos han enseñado —y hemos aprendido— un amor que hace daño, que
consiste en sacrificio, en aguantar para obtener un premio. Un amor en el
que no hay cabida para amarte tú por encima del dolor, en el que no es lícito
salir corriendo porque te daña. Un no-amor basado más en sufrir por los
demás que en vivir en ti, en sentirte plena, dichosa, admirada, deseada y
cuidada. Un amor que ni es amor ni es nada, es una fórmula maliciosa y
maloliente para mantenerte entretenida, para que no desestabilices un
sistema basado en que nosotras cuidamos y el resto recibe sin tener que dar
nada a cambio. Una serie de miedos —a estar sola, al abandono, a que nos
llamen «solteronas», etcétera— que, supuestamente, se curan con amor,
pero en realidad se alimentan del mal-amor.

Un amor muy mal llamado «amor» porque, de amor, no hay nada.

Si te has visto reflejada en el no-amor o en el maltrato, para. Sal de ese


círculo vicioso en el que nada va a cambiar, a no ser que tú cambies. Las
cosas no van a mejorar, créeme. Lo sabes. Y sabes que tu entorno también.
Pero ese entorno tendrá que lidiar con sus prejuicios, con su vergüenza
porque la niña, esa que tenía la vida que dictan los cánones de la decencia
se ha separado y, por supuesto, con sus propios fantasmas. Si no te apoyan,
si no cuidan de ti, si no respetan tu libertad, si no hay comprensión, cariño,
gozo por tu felicidad, entonces ¿crees que tu entorno te ama? No. Acéptalo.
Sí, quizá te amen a su estilo, pero recuerda: necesitas ser amada como tú
necesitas ser amada. Y debes amar como la persona amada necesita ser
amada. Y esto aplica en todas las relaciones que establezcas en tu vida, ya
sean familiares, de amistad o de pareja. Por supuesto que esto no significa
que dejes de hablar a tu familia. Lo que significa es que te antepongas tú y
lo que te hace bien a ti a la opinión de los demás. Significa que, si te duele,
te vayas, sin pensar en nada más que en estar bien, en que te mereces tener
alguien que te ame tal y como eres. Significa que entiendas que no pasa
nada por decir adiós, porque no es un fracaso, es un éxito: el de amarte tú a
ti misma. Significa que entiendas, de una vez, que si duele hasta reventar no
es amor, es un grano. Y muchas veces acaba convirtiéndose en un
putrefacto absceso que te deja infectada de por vida y, poco a poco, va
infectando el resto de áreas de tu vida, de tus relaciones sociales,
profesionales y familiares, e, incluso, tu salud.

Ser amada como tú necesitas ser amada significa que absolutamente nadie
—repito: NADIE— ha de ser dueño de tu vida. No hay hombre —ni mujer
— que se merezca que lo conviertas en un Niño Dios.

Y significa que tú puedes dar portazo a todo esto.

Aquí.

Ahora.

Hazlo.

Te lo agradecerás de por vida.

Lista de Spotify
Anexo I.
Historias que acaban bien

Como vimos, una de las necesidades del ser humano es la de información


(guiño, guiño). Y como sé que te encantará saber qué paso con esas
maravillosas mujeres que han donado su historia para ayudarte a
comprender la tuya, te dejo este código QR para que tú también las
conozcas.
Anexo II.
36 preguntas para generar intimidad

Te dejo un código QR en el que vas a encontrar todas las preguntas. Puedes


hacerlo con una persona —te dejo las instrucciones en mi página web—,
pero también puedes usarlas para conocerte más a ti misma; creo que es un
gran ejercicio.
Su opinión es importante.

En futuras ediciones, estaremos encantados

de recoger sus comentarios sobre este libro.

Por favor, háganoslos llegar a través de nuestra web:

www.plataformaeditorial.com

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«I cannot live without books.»

«No puedo vivir sin libros.»

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