ARCHENTI CULTURA Psico
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Adriana Archenti
Introducción
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tanto demográficos como de manifestación particular de la riqueza y variedad
de la condición humana) frente a la acción colonial/neocolonial, las cuales
fueron pensadas y caracterizadas como totalidades indiferenciadas (culturas),
aisladas, homogéneas e integradas. Por otra parte, se pondrán en relación los
fenómenos simbólicos y de significado a los que apuntan definiciones de la
cultura presentes en los autores tratados en las Unidades II y III de la
Asignatura (tales como Geertz y García Canclini) con la dimensión del poder y
las relaciones de asimetría y desigualdad presentes en las sociedades
actuales, organizadas a través de ejes de diferenciación social como el género,
las edades, la pertenencia étnica, la asignación “racial”, el parentesco, la clase
social (ver para el tratamiento de los mismos su presentación en el desarrollo
teórico y práctico de las Unidades II y III). En ese sentido identificaremos aquí
los campos conceptuales y las tradiciones teóricas presentes en la
caracterización de lo “hegemónico” y lo “popular” y brindaremos ejemplos en
relación a la producción históricamente encuadrada y socialmente situada de
símbolos y significados culturales, anclando nuestra reflexión sobre la
centralidad de los procesos culturales en la generación, mantenimiento,
legitimación, disputa, modificación de relaciones de dominación/subordinación
y establecimiento de otras relaciones posibles en las luchas por la definición
“legítima” de los significados del mundo y de la vida.
Cultura/Culturas
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concepto puede adquirir e indica la necesidad de rastrear históricamente, cómo
y por qué se ha formulado y diferenciado hasta formar tradiciones distintas y
cuando queremos entender su uso actual, como un principio de caracterización
o explicación, atender centralmente a los contextos, los sujetos involucrados y
las relaciones y transacciones entre los mismos. Dos principios fundamentales
han de guiar entonces la reflexión sobre los conceptos para poder apropiarse
de ellos y usarlos como herramientas de descripción, comprensión y
explicación de la realidad: reconstrucción histórica y contextualización actual de
su formulación, sus principales usos y aplicaciones. En ese sentido,
rescatamos la coexistencia de dos tradiciones fundamentales -que se pueden
rastrear históricamente y siguen teniendo vigencia- en la conceptualización de
la cultura. Como las caracteriza George Stocking (1968), se trata de la tradición
humanista y la tradición antropológica de concepción y uso del concepto de
cultura. En un nivel de abstracción, este antecedente de dos formas diversas y
teóricamente confrontadas nos será útil como punto de partida para pensar
luego cómo las relaciones de poder y desigualdad intervienen en el campo
cultural y a su vez cómo la cultura es un lugar donde se construye, se ejerce y
se disputa poder, configurando, reproduciendo, legitimando o contribuyendo a
transformar o acabar con relaciones de desigualdad.
La concepción humanista
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ciudad) versus la “rusticidad” del hombre de campo. La identificación de la
cultura con ciertas “cualidades” como la imaginación, la creatividad, se trasladó
también a lo que se consideraron sus productos, las obras de arte, la filosofía,
las invenciones y desarrollos de la ciencia; y se identificó con la trayectoria
histórica de la “civilización occidental”. Esta concepción, entonces, al privilegiar
ciertos desarrollos, lo hace también con respecto a determinados trabajos y
valores, aquellos asociados a lo intelectual y lo artístico. Como tal se configuró
avalando el lugar social y la auto-afirmación de la intelligentzia alemana y, en
un sentido más amplio, la confianza en el progreso asociada al iluminismo
europeo (Thompson 1998). Desde su origen, el concepto humanista de cultura
lleva consigo una idea de perfectibilidad, de desarrollo único, en donde la
perfección se asocia (etnocéntricamente) a los avances y la imagen de los
pueblos europeos y, dentro de estos, a los productos de la llamada “alta
cultura”. Esta concepción, cuando se traslada al uso común, conlleva la idea de
presencia o ausencia -como notamos en la expresión: “tener o no tener
cultura”- y de grados -ser “más o menos culto”-. A su vez y como retomaremos
más adelante se traduce en divisiones entre categorías y fenómenos atribuidos
a -y ordenados como- “alta cultura”, “cultura de masas”, “cultura popular” o, en
términos similares, la existencia de dos campos: “lo culto” y “lo popular”.
Retomaremos esto al hablar de los usos adjetivados del concepto de cultura.
Remarquemos, sin embargo, una idea interesante que acompañó esta manera
de identificar la cultura: una confianza –producto del optimismo iluminista en el
progreso y del ascenso de una nueva clase social, la burguesía- en la
capacidad de los hombres de hacerse a sí mismos, de producir su propia
historia. Sin embargo, por una parte esa capacidad de mejoramiento y
desarrollo fue referida exclusivamente a aquel de la sociedad occidental; por
otra, al identificar el campo de la cultura con la vida intelectual, las artes, las
humanidades -tal como en Europa y en ciertos sectores sociales se
desarrollaban-, se estableció una separación entre éste como un mundo
superior de “ideas” y la vida social material, reproduciendo, en el plano del
pensamiento, las divisiones entre clases sociales y dejando fuera del campo
de la cultura y de la reflexión sobre esta -o en un lugar subordinado de la
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misma- los productos y procesos de los sectores subalternos, los hombres
forjando sus propias vidas, la producción material y social de estas vidas y la
historia cultural material de la humanidad (Williams, 1981).
La concepción antropológica
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como un resultado de la experiencia concreta y reflexiva de la diversidad de
modos de vida y -a partir de esto- como la elaboración de una serie de
presupuestos centrados en la comprensión del significado de las costumbres
“extrañas” observadas en sociedades diferentes a las de origen de los
antropólogos y, en general, de tradiciones diferentes a las europeas en las que
-en una división del trabajo intelectual con la Sociología, que se ocupó del
“nosotros”- ejercitaron su práctica.
“La cultura o civilización en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que
incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres
y cualesquiera de los otros hábitos y capacidades adquiridas por el hombre en
cuanto miembro de la sociedad…” (Tylor 1977).
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En esta definición se destaca, por una parte, el sentido extra biológico de la
condición cultural, adquirido en un proceso de aprendizaje y socialización; por
otra, el carácter de totalidad, de combinación compleja de partes
interrelacionadas. Ese todo varía en distintas épocas y lugares. El estudio de la
cultura consistirá entonces en elaborar una sistemática de esas diferencias a
través de un relevamiento de las diversas partes que la constituyen y su
posterior clasificación, sistematización y comparación. Construir así un catálogo
de costumbres que caracterizarán a una región, así como las plantas y los
animales lo hacen en otro sentido.
El concepto será sometido a un proceso creciente de cientifización,
desprendiéndose de su connotación humanística y acompañando el desarrollo
de la propia disciplina. Sin embargo, seguirá existiendo la idea de complejidad
progresiva de la sociedad y la cultura. Bajo el paradigma evolucionista (ver
Capítulo I), las distintas sociedades serán ordenadas y clasificadas en estadios
evolutivos con una intención de reconstruir la gran historia de la humanidad. La
propuesta de Tylor contrastaba con la idea de "alta cultura" y superaba la
distinción entre gente "culta" e "inculta". Si contextualizamos en la época en
que la enunció, su enumeración de los componentes de lo cultural combina
elementos que instituyen una nueva manera de pensarlo y en ese sentido ha
de haber sido perturbadora (Pasquinelli 1993:41), en la medida en que incluye
aspectos -las “costumbres”- que deliberadamente estaban excluidos de la
concepción elitista de la cultura. Para esta última, el “arte”, la “moral”, el
“derecho”, siempre habían sido considerados parte de la cultura, pero las
“costumbres”, en tanto representaban lo local, lo particular concreto y
cotidianamente vivido, aparecían como lo opuesto del carácter universal
asignado a los anteriores. No obstante, la denominada civilización asume aquí
una connotación de mayor complejidad alcanzada.
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Ahora importa rescatar para el patrimonio de la diversidad humana la variación
expresada por sociedades en vías de desaparición ante la expansión de
nuevos modelos de la cultura euro americana. Es así que se desarrollan las
minuciosas monografías de culturas “otras”, que abarcan la descripción de
aspectos ambientales, económicos, sociales y simbólicos. Particularmente en
Estados Unidos, entre 1930 y 1950 se va a producir un desplazamiento de la
atención sobre las “costumbres” a la elaboración de “modelos de
comportamiento”, y el concepto de cultura se focaliza en los sistemas de
valores y los modelos normativos que regulan los comportamientos de las
personas pertenecientes a un mismo grupo social. Algunos autores (Rossi
1970, Pasquinelli 1993) hablan de una abstracción progresiva del concepto,
que convierte a la cultura en un “sistema conceptual que existe
independientemente de toda práctica social” (Pasquinelli 1993:43).
A manera de ejemplo, la autora trabajó sobre dos grupos indígenas, los Zuñi de
Nuevo México y los Kwakiutl, de la Columbia Británica. Desde su perspectiva,
ambos grupos, en sus diferencias, expresarían extremos de la variación
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cultural, que Benedict caracterizó con los nombres de dioses griegos y las
características de la personalidad asociada a estos. Los Zuñi, conformistas,
tranquilos, solidarios, respetuosos del otro, medidos en la expresión de sus
sentimientos, fueron calificados como de tipo “apolíneo” (por Apolo). Los
Kwakiutl, ambiciosos, individualistas, agresivos e incluso violentos, con una
tendencia a la desmesura afectiva, representarían el tipo “dionisíaco” (por
Dionisios).
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A su vez, la ecuación una sociedad: una cultura, no nos da cuenta de las
diferencias y desigualdades que, al interior de una determinada sociedad, se
manifiestan con contenidos culturales diferentes.
Dentro del “todo complejo” definido por Tylor se va a ir operando -sobre todo en
la antropología norteamericana- un espacio particular para la cultura
progresivamente asociado a lo simbólico. La concepción simbólica desplaza el
interés hacia el simbolismo como capacidad/actividad eminentemente humana.
En su perspectiva, los fenómenos culturales son fenómenos simbólicos y el
estudio de la cultura se basa fundamentalmente en la interpretación de los
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símbolos y la acción simbólica. En esta fase de las reformulaciones del
concepto, la cultura ya no se presenta como “pautas de comportamiento”, sino
como “pautas de significados”
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La variante simbólica de la concepción antropológica de la cultura, sobre todo a
partir de los trabajos de Geertz, puede ser resumida de manera amplia como
sigue: “Cultura es un patrón de significados incorporados en formas simbólicas,
que incluyen acciones, manifestaciones verbales y objetos significativos de
diverso tipo, en virtud de los cuales las personas se comunican entre sí y
comparten sus experiencias, concepciones y creencias” (Thompson 1998:197).
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En cuanto a la contextualización, en palabras de Thompson:
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tecnologías desarrolladas en la modernidad y desplegadas crecientemente por
las industrias de medios.
Así, la vertiente simbólica del análisis de la cultura se complejiza y enriquece,
en la medida en que consideramos las transformaciones en las vidas y los
significados atribuidos a las mismas en la generalidad de las sociedades
modernas por el impacto y desarrollo de la mediatización y su intervención en
la producción y circulación de formas simbólicas; que además y en forma
creciente adquirieron un carácter global en la medida en que se desarrollaron
las grandes cadenas de producción mediática.
C- La variante simbólico-crítica
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sociedades de clases (ver para desarrollo del concepto, el capítulo 2). Las
referencias a lo que aquí estamos entendiendo como cultura –que no asumió
ese nombre en los escritos de Marx- en el sentido de los significados y formas
simbólicas fueron en primer término remitidas a la teoría de la ideología y,
particularmente, al análisis de la llamada ideología dominante. Así, el ámbito de
lo que aquí designamos lo simbólico era pensado en clave de la imposición
sobre los sectores subalternos de las ideas de las fracciones dominantes en
una sociedad y un momento determinados. En La Ideología alemana (citado en
Apple, 1994) Marx sostiene que “la clase dirigente dará a sus ideas la forma de
universalidad y las representará como las únicas que tienen validez universal”.
En el desarrollo del capitalismo se habrían producido ciertas tendencias y
relaciones constitutivas del poder que configuraban una producción “natural”
(en el sentido de naturalizada) de principios, ideas y categorías que
sustentaban las desiguales relaciones de clase. Esas ideas, no obstante, se
hallaban constantemente amenazadas y requerían un control permanente,
puesto que los conflictos de clase también se habían originado en -e
intervenido sobre- los cambios en ese modo de producción y como tales
configuraban la posibilidad del desarrollo de diferentes tendencias ideológicas
que podían oponerse a las dominantes.
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de ideas que lo legitimaban.
Una de las respuestas posibles a esta situación -que podemos incluir como
antecedente y línea de argumentación progresiva hacia lo que aquí estamos
entendiendo como concepción simbólico crítica de la cultura- es aquella que
sostiene la necesidad de entender al capitalismo -además de en términos
económicos- como un sistema cultural que atraviesa y constituye el sentido
común de las personas, haciéndolas pensar y sentir que ese sistema -y sus
definiciones de la realidad- es el único posible, producto de condiciones
“naturales” y no coyunturales, situadas e históricas. Se entiende así que para
comprender la persistencia del poder de esta particular organización del
mundo, era necesario centrarse no sólo en la forma en que se producían las
relaciones económicas; sino también en aquellas designadas como culturales,
ideológicas y políticas; cuestión que ya Marx había señalado cuando enfatizaba
la necesidad de profundizar el conocimiento sistemático de las instituciones
vinculadas a la prensa, el estado, la familia, las diversas formas del arte y la
literatura.
Este tipo de análisis fue básicamente remitido –como afirmáramos más arriba-
a la construcción de una teoría de la ideología mediante la cual dar cuenta de
las relaciones entre las prácticas y los símbolos. De manera sintética, podemos
determinar al menos tres connotaciones de “ideología” en el pensamiento
marxista clásico, entendiendo que –aún en sus diferencias- las mismas
expresan conflictos de intereses entre sectores o luchas por el poder que se
dan en el seno de las relaciones sociales:
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“reales” de producción “material” de la vida de una manera opaca, falseada, “no
real”, inversa a lo concreto de su existencia. Podemos también entender esto
pensando que a través de una construcción ideológica se trata de naturalizar o
transformar en eterna o inmodificable e incorporar con esa connotación al
sentido común una condición histórica y contextualmente situada. Por ejemplo,
si pensamos en las relaciones de género, asignar ciertos atributos a las
mujeres o los hombres (“pasividad”, “emotividad” en el caso de las primeras,
“agresividad”, “racionalidad” en el segundo) universalizándolos y
encuadrándolos en una condición biológica y por lo tanto irreversible y
utilizándolos para justificar la dominación masculina remitiéndola a la
“naturaleza de las cosas”. O, en el caso de ciertas enfermedades de
transmisión sexual, como el sida, interpretarlas como un castigo para la vida
“pecaminosa” del hombre moderno, sobre todo en asociación con una condena
a formas alternativas a la heteronormatividad sexual (ver para situar y ampliar
bibliografía Unidad IV de la materia).
Se trata aquí del estatuto de los símbolos y significados -la cultura- que
aparecen como “posteriores” a la acción humana y destinados a justificar las
relaciones de dominación. Sin negar la centralidad del concepto de ideología
para pensar la intervención de formas simbólicas en la producción/perpetuación
de relaciones de poder (más abajo la retomaremos en el desarrollo del
concepto de hegemonía) precisemos que, para la Antropología, en su análisis
de la cultura como fenómeno, no hay una relación de ulterioridad de la
producción de significados con respecto a otras prácticas, sino que toda
práctica social lleva consigo un significado. Esto lo ilustra García Canclini
(1995), retomando a Godelier (1978) en su afirmación de que cada vez que
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actuamos nos representamos esa actuación atribuyéndole un significado, de
modo que nuestra práctica es a la vez económica y simbólica, siendo por tanto
el pensamiento no un “mero reflejo” de la actuación sobre el mundo sino, desde
un principio y tal como lo demuestra la Antropología, una condición interna de
su aparición:
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Siendo las relaciones entre los conceptos de ideología y cultura, su
equiparación o diferenciación, la delimitación posible de fenómenos o procesos
sociales a los cuales uno u otro hagan referencia motivo de continuo debate
por parte de las Ciencias Sociales, entendemos con Durham (1984) que el
concepto de cultura -habiendo sido desarrollado para responder a la pregunta:
por qué los seres humanos difieren en tiempo y lugar?- tiene una mayor
amplitud y abarca otros fenómenos sociales, que incluyen arbitrariedades,
complejidades “innecesarias”, improvisación, creatividad y transformación
(Durham, 1984:145), que no necesariamente se asocian a la dominación o que
la ponen en cuestión, frente a aquel de ideología, que responde más
concretamente a la pregunta: por qué y cómo los símbolos y significados
contribuyen a producir un orden social injusto o pueden servir para modificarlo?
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lo popular no constituye un paquete cerrado de tradiciones y costumbres,
entendiendo que se define -de distintas maneras- por la posición de grupos
subalternos en contextos históricos diversos. De esta manera, combina el
análisis de los símbolos y significados con aquel del poder, la dominación y la
resistencia, desarrolla un enfoque relacional entre sectores sociales y
contribuye a trascender la visión de culturas -y sociedades- como entidades
estáticas y discretas -la “cultura tal” o “la sociedad tal” como un todo
indiferenciado-.
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tanto concepción establecida de lo “correcto” o “normal”), o como folklore o
religión. Las ideologías no son puramente “superestructurales”, ya que no
concibe acción sin representación, sino que poseen existencia material en las
instituciones (educativas, políticas, religiosas, etc) y en todo aquello que pueda
influir sobre la opinión pública, como medios de comunicación, bibliotecas,
escuelas, clubes, asociaciones, la arquitectura, la disposición de las calles y
hasta sus nombres (pensemos por ejemplo en los nombres de las calles de la
ciudad en que vivimos o la ciudad capital y los planteos críticos actuales sobre
ciertos nombres o la necesidad de cambiarlos por otros). Esta concepción de la
ideología trasciende ciertas trabas de las variantes que analizáramos más
arriba al reconocer la coexistencia de diversas concepciones de mundo,
aunque estratificadas y con grados diversos de complejidad y coherencia.
Dicha coexistencia, lejos de ser armónica, se caracteriza por la dominación
política y la dirección cultural de un bloque de clases que ha logrado
históricamente el consenso (activo o pasivo) de las clases subordinadas, al
convertir su ideología en un punto de referencia común de los demás grupos
sociales. El aspecto de dirección cultural asignado por Gramsci es lo que
interesa resaltar aquí como contribución a nuestra reflexión sobre el lugar de lo
simbólico en la producción, reproducción y cambio social. Aparece así una
interpretación del concepto de hegemonía como diferente del de dominación y
próximo a aquel de cultura, en el sentido de un complejo entrelazamiento de
fuerzas políticas, sociales y culturales (Giménez, 1981). Una clase hegemónica
será aquella capaz de organizar la sociedad de acuerdo con sus propios
intereses y visiones, generando consenso al nivel de las prácticas y visiones de
mundo cotidianas. En términos de Williams (1980:129), el concepto de
hegemonía presentado por Gramsci amplía aquel de cultura al poner en
relación el proceso social total de vida -que la concepción antropológica de la
misma expresa-, con las distribuciones específicas del poder. Y en este
reconocimiento de la totalidad del proceso va también más allá del de
ideología:
“…hegemonía” es un concepto que, a la vez, incluye -y va más allá de- los dos
poderosos conceptos anteriores: el de “cultura” como “proceso social total” en que
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los hombres definen y configuran sus vidas, y el de “ideología”, en cualquiera de
sus sentidos marxistas, en la que un sistema de significados y valores constituye
la expresión o proyección de un particular interés de clase.” (Williams 1980:129).
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con oposiciones existentes en la sociedad, que pueden organizarse
potencialmente en forma de contra hegemonía o hegemonía alternativa.
Pensada en términos de un proceso activo y no de una forma esencial o
cristalizada de cultura -ver al principio del capítulo la reflexión sobre este tipo
de concepciones- que abarca experiencias, relaciones y actividades, a la vez
que busca limitar y encuadrar es sometida a presiones y límites y, para persistir,
debe ser continuamente renovada, recreada y defendida, toda vez que es
desafiada, alterada y resistida.
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