La Odisea de HomeroVIestudiante
La Odisea de HomeroVIestudiante
La Odisea de HomeroVIestudiante
Nuestra colección 7
Avistaje 11
Palabra de expertos
“El mundo de la Odisea”, 13
Dolores Gil
Odisea, Homero 25
Bibliografía 191
Leer hoy y en la escuela
Odisea
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Avistaje
La estructura de la Odisea
Otro aspecto en el que se advierte un cambio profundo entre la
Ilíada y la Odisea es el que se relaciona con la estructura narrativa
peculiar de esta última. Como ocurre en muchas novelas y películas
actuales, la secuencia cronológica de los hechos se presenta desorde-
nada. En este sentido, se puede señalar que la estructura de la Odisea
se organiza básicamente en tres partes.
En primera instancia, leemos la Telemaquia —que abarca los can-
tos i a iv—, en donde se relata la situación actual en el palacio de Odiseo
y el viaje que emprende Telémaco en busca de noticias sobre su padre.
Luego, asistimos a las aventuras en el mar —recogidas en los
cantos v a xii—, en el momento en que Odiseo parte desde la isla de
Calipso rumbo a Feacia. Allí contará, en un extenso relato, todos los
22 sucesos fantásticos que vivió desde el momento en que partió de Troya
hasta naufragar en la isla Ogigia. Desde el punto de vista narrativo,
esta parte resulta particularmente interesante, ya que Odiseo, el per-
sonaje principal, se convierte en una especie de aedo que canta sus
propias desventuras ante la corte de los feacios, lo que deviene en una
especie de reflejo de la obra dentro de sí misma.
Por último, los cantos xiii a xxiv narran los sucesos que ocurren
una vez que Odiseo llega a su patria, Ítaca. A partir de ese momento,
llevará a cabo una cuidadosa estrategia para enfrentar a los numerosos
pretendientes de Penélope que se comen su hacienda y malgastan sus
bienes día tras día. En esta parte, al encontrarse Telémaco con su pa-
dre, se unen finalmente los hilos que el narrador tendió en la primera
y en la segunda.
La Odisea, un clásico
Según imagina el crítico George Steiner, Homero habría compila-
do la Ilíada en su juventud, a partir de materiales heredados, y habría
redactado la Odisea siendo ya anciano. Sostiene esta hipótesis dado que
“no parece probable que el mismo poeta pudiera articular ambas con-
cepciones de la vida […]. Con intuición maravillosa, Homero eligió
como protagonista la figura de la leyenda troyana que más cerca estaba
de la ‘modernidad’. […] Como Odiseo, Homero abandonó los incipien-
tes y rudimentarios valores inherentes al mundo de Aquiles”.1
El hecho es que la Odisea es una obra que, a través de los siglos,
sigue fascinando a los lectores. No hay duda de que constituye un clá-
sico de la literatura occidental. Sin embargo, lo verdaderamente sig-
nificativo reside en que esta obra llegue a convertirse en uno de los
clásicos personales de cada uno de nosotros, es decir, que pase a formar
parte de ese tesoro individual que va creciendo a medida que uno en-
cuentra sus propios favoritos. Este es el desafío que les presentamos…
¡que lo disfruten!
Invocación.
Háblame, Musa, del varón astuto que, luego de arrasar la
1
1 Musa: cualquiera de las nueve diosas, hijas de Zeus y Mnemosine (la Memoria),
que se ocupaban de inspirar la música y el canto.
2 Troya: ciudad del Asia Menor donde, según la leyenda, se llevó a cabo una de
las guerras más famosas de los griegos.
3 Sol: en la mitología griega, el Sol era una divinidad; se lo imaginaba como un hermoso
dios coronado con una aureola brillante, que cada día recorría el cielo en su carro.
4 Ninfas: diosas secundarias que pueblan los bosques, los campos y las aguas. Se
las consideraba hijas de Zeus y representaban la belleza femenina y la fecundidad.
A menudo se las representaba cantando e hilando.
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tomarlo por esposo. Ya había llegado el tiempo decretado por los dioses
para que regresara a Ítaca,5 su patria, y todas las deidades se apiadaban
de él, excepto Poseidón,6 a cuyo hijo Polifemo7 había cegado.
Un día se reunió la asamblea de los dioses: todos se habían dado
cita en el palacio del olímpico Zeus, 8 excepto Poseidón, quien se en-
contraba en el lejano país de los etíopes, donde asistía a unos sacrifi-
cios que habían preparado en su honor. Recordando el ejemplo de
Egisto,9 a quien Orestes había dado muerte, el padre de los hombres
fue el primero en tomar la palabra:
—Los humanos nos echan la culpa de sus males, cuando en ver-
dad son ellos quienes se los buscan con sus propias locuras. Aunque
enviamos a Hermes10 para desalentarlo, Egisto se casó igualmente
con la esposa de Agamenón11 y lo mató cuando este volvía a su casa.
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Atenea desciende del Olimpo hacia Ítaca. Ilustración de John Flaxman, 1810.
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19 Aedo: recitador de poesía. Los aedos cuentan con una gran memoria que les
permite recordar extensos relatos a medida que cantan y tocan la lira. En la
Odisea hay dos: Femio y Demódoco. Su tarea es entretener a los comensales en
los banquetes contándoles historias famosas, como las de la guerra de Troya.
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de su patria, por más fuertes que sean las cadenas que lo tienen
sujeto. Pero dime, ¿qué clase de reunión es esta? ¿Acaso se celebra
un casamiento? ¿Por qué permites semejante despilfarro?
—Ya que preguntas, huésped, yo te responderé: esta casa
fue antaño respetada, mientras vivió mi padre con nosotros.
Ahora todos los hijos de las familias nobles de Duliquio, de
Same, de Zaquinto y de la áspera Ítaca pretenden a mi madre y
arruinan nuestra casa. Mi madre, sin embargo, no rechaza las
nupcias ni sabe poner freno a este atropello, y mientras tanto
estos odiosos hombres consumen nuestra hacienda, y pronto
acabarán conmigo mismo.
—¡Oh dioses! ¡Si el ausente regresara! ¡Qué amargas bodas se
celebrarían entonces! ¡Las vidas de estos necios cuánto se abrevia-
rían! Pero ahora depende de los dioses que tu padre regrese y se
cobre venganza; tú debes meditar cómo habrás de expulsar a estos
insolentes de tu casa. Presta atención a lo que te voy a decir: convoca
a una asamblea en el ágora20 mañana, e intima a los pretendientes a
que abandonen tu palacio; y si tu madre acaso busca segundas nup-
cias, que regrese a la casa de su padre, que habrá de decretar su
casamiento y fijará su dote.21 En cuanto a ti, dispón tu mejor nave,
y vete a preguntar por Odiseo; primero irás a Pilos, que es la mo-
rada del divino Néstor, 22 y luego rumbo a Esparta, donde reina
Menelao.23 Si uno y otro te dicen que tu padre está vivo, soporta
todo esto un año más, aunque estés afligido; pero si acaso oyes que
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24 Euriclea: nodriza de Odiseo, una de las pocas criadas fieles que existen aún en
el palacio.
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Canto ii
25 Eos: diosa que personifica la Aurora. Sus dedos de color de rosa les abren las
puertas a los carros del Sol, que ilumina la tierra día tras día.
26 Heraldo: mensajero.
27 Aqueos: designación general de los pueblos que habitan la península griega. El
nombre proviene de la palabra Acaya, región que se encuentra al norte del Peloponeso.
En los poemas homéricos, el nombre se usa para designar a las tropas griegas.
28 Cetro: vara confeccionada con un material precioso, que simboliza la autoridad
e indica a quién le corresponde la palabra en la asamblea.
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33 Méntor: viejo amigo de Odiseo, cuya forma toma Atenea en repetidas ocasiones
para ayudar a Telémaco.
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34 Libación: ceremonia que consistía en derramar vino, leche u otro líquido en honor
de los dioses.
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Canto iii
Telémaco en Pilos.
El sol ya se elevaba tras surgir de la hermosa laguna,35 por el
cielo de bronce, llevándoles la luz a dioses y a hombres, cuando
arribó Telémaco con su tripulación a la arenosa Pilos, la ciudad
construida por Neleo.36 Hallaron en la orilla a los pilios, que hacían
sacrificios a Poseidón, el dios que sacude la tierra: había nueve gru-
pos de quinientos hombres, y cada grupo estaba sacrificando nueve
toros negros. Telémaco y los suyos anclaron en el puerto y saltaron
a tierra, Atenea primero, y Telémaco después. La diosa de ojos
glaucos dijo así:
—Telémaco, ya no debes mostrar vergüenza en cosa alguna, tras
cruzar el océano buscando información sobre tu padre. No te demo-
res. Pregúntale directamente a Néstor, domador de caballos; veamos
qué noticias tiene para darte.
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La partida de Atenea.
Dicho esto, la diosa se transformó en un águila, y se marchó
volando, para maravilla de todos. El anciano, perplejo por lo que
había visto, pronunció estas palabras:
—¡Amigo! Ya no temo que puedas ser cobarde o débil en el
futuro, puesto que siendo tan joven te acompañan los dioses. Por-
que esa no era otra que Palas Atenea, que siempre estuvo al lado
de tu padre.
Y cuando se mostró Eos, de dedos sonrosados, hija de la maña-
na, Néstor sacrificó junto a sus hijos una hermosa novilla a Palas
Atenea, que le había hecho un honor tan grande al visitar su casa.
Una vez celebrado el sacrificio, les ordenó a sus hijos preparar los ca-
ballos y el carruaje, y pidió a la despensera que trajera provisiones
dignas de los reyes. Telémaco subió al excelente carro, y junto a él iba
Pisístrato. Este tomó las riendas y azotó a los caballos, que partieron
surcando la llanura.
Al arribar a Feras, el sol ya se ponía. Allí durmieron esa noche,
hospedados por Diocles, quien los recibió con gusto. Pero al amane-
cer prepararon nuevamente el carro y se pusieron en camino, y al fin
de la jornada llegaron a una fértil llanura donde el viaje terminaba:
tan rápido corrían los caballos.
Y luego el sol se puso, y las sombras cubrieron los caminos.
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Canto iv
Telémaco en Esparta.
Apenas llegaron a Esparta, la de valles profundos, dirigieron sus
pasos al palacio del rubio Menelao, quien se encontraba allí con ami-
gos, festejando las bodas de su hijo y las de su hija. Mientras todos
gozaban del banquete, un aedo divino cantaba acompañado de la cí-
tara, y un dúo de bailarines recorría la sala al ritmo de la música en-
tre la muchedumbre, como entretenimiento. Al notar la presencia de
los dos compañeros, los hicieron sentar y les sirvieron abundante co-
mida y rojo vino. El rubio Menelao, saludándolos con la mano, les
dijo estas palabras:
—Coman y regocíjense. Después que hayan comido nos dirán
quiénes son entre los hombres, pues se advierte que son hijos de reyes
por su estampa y figura.
Dicho esto, les dio a probar un trozo de suculento lomo asado,
que solo a él le habían servido. Los jóvenes comieron y bebieron, y
cuando se saciaron, Telémaco acercó la cabeza a Pisístrato para no
ser oído, y le dijo estas cosas:
—¡Observa, hijo de Néstor, buen amigo, cómo reluce el bronce
en el palacio, a la par del ámbar, la plata y el marfil! Así debe de ser
por dentro la morada del olímpico Zeus.
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41 Proteo: divinidad marítima que posee el don de la profecía. Como es reacio a que
le pregunten acerca del futuro, puede metamorfosearse de mil maneras para
intentar escapar de quienes esperan respuesta.
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42 Hefesto: dios del fuego, hijo de Zeus y Hera. Este dios, que suele ser representado
como feo y deforme, es el encargado de forjar las armas de muchos héroes. Está
casado con Afrodita, la diosa del amor y la belleza.
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43 Égida: piel de cabra adornada con la cabeza del monstruo Medusa, es el atributo
con que se representa a Zeus y a su hija Atenea.
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Canto v
44 Titón: mortal muy hermoso, fue raptado por Eos (la Aurora), quien le pidió a Zeus
la inmortalidad de su amado. Como olvidó pedirle también la juventud eterna,
Titón envejeció cada vez más hasta convertirse en una cigarra.
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El mensaje de Hermes.
Cuando llegó a la isla de Calipso, prosiguió su camino hasta la
vasta gruta que ella tenía por casa. Rodeaba su morada un fértil bos-
que, y aves de todo tipo anidaban en las ramas de los árboles. Junto
a la honda cueva había una hermosa viña cargada de racimos. Ma-
naban cuatro fuentes cristalinas, que regaban los frescos prados de
violetas que había alrededor. Era tan agradable el panorama, que
hasta un dios que llegara a esos parajes se habría maravillado.
Halló a Calipso en casa. Adentro de la gruta, ardía en el hogar
un fuego acogedor, y el cedro al chamuscarse perfumaba el ambien-
te. Al tiempo que tejía, Calipso entonaba una canción con melodiosa
voz. Pero no encontró allí a Odiseo, que lloraba en la playa con los
ojos fijos en el océano.
No bien vio entrar a Hermes, Calipso supo quién era él, pues por
lejos que vivan unos de otros, los dioses siempre se conocen entre sí.
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Calipso y Odiseo.
Así dijo Calipso, y Hermes se marchó con la tarea cumplida. La
ninfa fue a la playa, donde encontró a Odiseo llorando sin cesar: an-
helaba el regreso, y aunque Calipso estaba enamorada de él, no la
correspondía. Se pasaba los días sentado en unas rocas de la playa,
con los ojos clavados en vano en el océano, llorando y suspirando.
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La tempestad.
Pero hete aquí que Poseidón volvía entonces de Etiopía, y pudo
ver de lejos a Odiseo. El dios, lleno de cólera, sacudió la cabeza y se
dijo a sí mismo:
—Parece que los dioses han cambiado de idea con respecto a
Odiseo mientras yo me hallaba ausente. Ya está cerca del país de los
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feacios, donde el destino quiere que se libre de todos sus pesares. Pero
sospecho que le queda aún un sufrimiento más.
Eso dijo, y echando mano a su tridente51 juntó las nubes y agitó
las olas, e hizo soplar un viento huracanado. Cubrió el mar y la tierra
con nubes de tormenta, y de un momento a otro sobrevino la noche,
al tiempo que unas olas gigantescas sacudían la barca de Odiseo,
quien se quejó amargamente en medio de la tempestad:
—¡Ay! ¿Qué será de mí? Parece que las predicciones de la diosa
han sido equivocadas. Ahora me espera una terrible muerte. Ojalá
hubiera perecido yo con los otros que cayeron en Troya: habría sido
mejor que este final sin gloria.
Mientras decía esto, una ola gigantesca tumbó la embarca-
ción. El héroe fue arrojado en medio del océano, mientras un
torbellino destruía la nave. Permaneció Odiseo hundido mucho
tiempo. Cuando al fin emergió, escupiendo agua amarga, atrave-
só las olas y se asió a los restos de la balsa, que era arrastrada por
la corriente a su antojo.
Así lo encontró Ino, 52 la de los bellos pies, que había sido
mortal, y ahora vivía en las profundidades del océano. Apiadán-
dose de él, surgió de las aguas y se posó en la balsa a su lado,
diciendo estas palabras:
—¡Desdichado! ¿Por qué Poseidón, que sacude la tierra, se ha
enojado contigo de este modo? Pero por mucho que lo intente, no
logrará causarte daño. Haz lo que te digo: quítate esos vestidos, aban-
dona la balsa a merced de los vientos y nada hasta la costa. Este velo
inmortal que voy a darte extiéndelo debajo de tu pecho y ya no temas:
no bien llegues a tierra, despójate de él y arrójalo en el mar.
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Canto vi
El sueño de Nausícaa.
Mientras así dormía el paciente Odiseo, rendido por el sueño
y el cansancio, Atenea se dirigió a la ciudad de los feacios, donde
reinaba Alcínoo, a fin de acelerar el regreso del héroe. Cuando llegó
al palacio, entró en la habitación donde dormía una muchacha her-
mosa, semejante a los dioses en belleza: era Nausícaa, hija del rey
Alcínoo. Las hojas de la puerta estaban entornadas, pero la diosa de
los ojos glaucos se coló por la hendija como un soplo de viento y se
ubicó junto a la cabecera de la cama. Tomando la figura de la hija
de Dimante, que era una amiga suya, y de su misma edad, le dijo
estas palabras:
—Nausícaa, ¿cómo puedes ser tan perezosa? Has descuidado tus
espléndidos vestidos, y ya está cerca el día de tu boda, en que tendrás
que ataviarte con tus mejores ropas y deberás vestir a tu cortejo de
manera acorde. Vayamos, pues, cuando despunte el alba, a lavar tus
vestidos en el río. No seguirás soltera mucho tiempo. Te pretenden los
más nobles de los feacios. Apenas amanezca, dile a tu padre que te
preste un carro para llevar tus ropas a lavar, que el río queda lejos.
Dichas estas palabras, la diosa de ojos glaucos se encaminó
al Olimpo de regreso.
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El despertar de Odiseo.
Ya en la orilla del río, de límpida corriente, desuncieron las mu-
las y las dejaron que pastaran libres. Descargaron el carro y lavaron
la ropa en las aguas profundas, y luego las tendieron encima de las
rocas de la playa, para que se secaran. Acto seguido se bañaron ellas,
se perfumaron con lustroso aceite, y se pusieron a comer, sentadas en
la orilla del río. Después de la comida, Nausícaa y sus criadas se qui-
taron el velo para jugar a la pelota un rato. Mientras jugaban, la de
brazos níveos, Nausícaa, entonó un canto.
En eso la princesa le arrojó la pelota con demasiada fuerza a una
de sus criadas y erró el pase, haciendo que el balón fuera a parar al
río. Las mujeres a coro se pusieron a gritar y el bullicio despertó al
divino Odiseo, que pensó: “¿Qué clase de personas habitan esta tie-
rra? ¿Serán violentos y salvajes, o acaso serán hospitalarios y sentirán
respeto por los dioses? Y aquellas voces de mujer que oigo ¿pertene-
cerán acaso a ninfas?”.
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53 Abrazarse a sus rodillas: este gesto era considerado como signo de súplica en la
cultura griega.
54 Ártemis: hermana gemela de Apolo, Ártemis es una diosa asociada a la caza y el
culto de la luna. Su personalidad es arisca y vengativa. Se la representa como
una muchacha hermosa, con el arco y la flecha.
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veinte días de penurias, a merced de las olas y los vientos, desde que en
una balsa me alejé de la isla de Ogigia. Ahora el destino me ha traído
hasta aquí y tú eres la primera persona que me encuentro. Te ruego que
me des algo para que cubra mis vergüenzas. ¡Y que te proporcionen los
dioses todo lo que deseas: un esposo, familia y la felicidad!
Le contestó Nausícaa, la de brazos de nieve:
—Forastero, ya que no me pareces insensato ni vil, debes sa-
ber que el padre Zeus distribuye la dicha entre los buenos y los
malos, y si te dio estas penas, tendrás que soportarlas con pacien-
cia. Ahora que has llegado a esta ciudad, no va a faltarte nada, ni
ropa ni comida: has venido al país de los feacios, donde gobierna
Alcínoo, que es mi padre.
Así habló. Acto seguido les pidió a las criadas que le dieran una
muda de ropa, y algo de comer y de beber. Estas obedecieron y le die-
ron un manto y una túnica. El divino Odiseo les pidió a las mujeres
que se alejaran, pues sentía gran vergüenza de mostrarse desnudo en
su presencia. Luego de esto, se bañó en el río y se quitó de los anchos
hombros la sal del mar. Y luego de lavarse bien el cuerpo, se vistió
con la ropa que le dieron. Y la diosa Atenea hizo que pareciera más
alto y más fornido, y embelleció su rostro, derramando la gracia sobre
él. Así, resplandeciente de belleza, comió con avidez, puesto que
hacía mucho que no probaba bocado.
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Homero
a Nausícaa? ¿Ha encontrado marido en otra parte? ¿Será por eso que
desdeña a los feacios que pretenden tomarla por esposa?”. Haz lo
que yo te diga: marcha detrás del carro junto con las criadas, y a
poco de llegar a la ciudad, cuando veas un bosque de álamos, aguarda
allí sentado, mientras nosotras vamos a casa de mi padre. Y cuando
creas que ya hemos llegado, entra en la población y busca la morada
de Alcínoo, mi padre. Te será fácil encontrarla, pues nadie entre los
feacios tiene otra tan espléndida, y hasta un niño podría señalártela.
Cuando llegues allí, pasa de largo el trono de mi padre y abraza las
rodillas de la reina, mi madre. Si ella te recibe con ánimo favorable,
también lo hará mi padre, y podrás regresar a tu patria muy pronto.
Así habló y con el látigo hizo andar a las mulas, que tiraron
del carro.
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Canto vii
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Odisea
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madero, entre las olas, hasta que los dioses me arrojaron a la costa de
Ogigia. Me recibió Calipso con bondad, y me dio de comer, y no po-
cas veces prometió que me haría inmortal: no logró convencerme.
Siete años pasé junto a Calipso, regando con mis lágrimas las vesti-
duras que me dio la diosa. Al cumplirse el octavo, por mandato de
Zeus o porque así lo quiso ella, no lo sé, me permitió partir y dispu-
so mi vuelta en una balsa, que abasteció con mucho pan y vino. Me
dio buenos vestidos y me envió una brisa favorable. Estuve navegan-
do por diecisiete días, y en el decimoctavo alcancé a divisar los mon-
tes de esta tierra. Comenzaba a alegrarme; sin embargo, Poseidón,
que sacude la tierra, volvió a cerrarme el paso. Agitó con violencia las
aguas y los vientos, e hizo trizas la balsa. Yo nadé como pude hasta
la costa, y aunque casi me matan unas rocas contra las cuales me
arrojó el oleaje, llegué al fin hasta un río. En la orilla me eché, entre
dos arbustos, y me quedé dormido hasta el día siguiente. Al despertar,
oí gritar a unas mujeres: las siervas de tu hija jugaban en la orilla, y
entre ellas pude ver a la hermosa Nausícaa, semejante a una diosa. Le
rogué protección y me la dio, haciendo gala de una discreción inusual
a su edad. Me ofreció de comer y de beber, hizo que me lavaran en el
río y me entregó estas ropas. A pesar de mis penas, te he dicho la ver-
dad de todo lo ocurrido.
Así dijo Odiseo, y Alcínoo respondió:
—Huésped, no fue discreta por completo mi hija, puesto que no
te trajo personalmente a casa.
Le contestó Odiseo:
—Yo no quisiera, ¡oh rey!, que por mi culpa censures a tu hija.
Aunque ella me rogó que la siguiera, por temor de irritarte y de las
malas lenguas, yo preferí no hacerlo.
Y a esto dijo Alcínoo:
—Huésped, mi corazón no se irrita sin causa, y lo mejor es siem-
pre lo más justo. ¡Ojalá te quedaras por siempre con nosotros y to-
maras a mi hija como esposa! Yo te daría casa y abundantes riquezas.
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Canto viii
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Y ahora nos pide ayuda para volver a casa con los suyos: es menester
que lo ayudemos, como en el pasado hicimos con tantos otros en el
mismo trance. Echemos, pues, al mar un barco no estrenado con
cincuenta y dos jóvenes, de los mejores entre los feacios, que llevarán
los remos. Luego vayamos todos a mi casa y disfrutemos de un ban-
quete regio, en homenaje al huésped. Y llamen a Demódoco, el aedo
divino, a quien los dioses otorgaron su don.
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Homero
El canto de Demódoco.
Dichas estas palabras, se sentó en un sillón. Sirvieron la comida
y el vino, y el heraldo fue junto a Demódoco, que se ubicó en el medio
del salón. Y entonces Odiseo, cortando una tajada de espinazo de
cerdo, bien cubierta de grasa, le dijo estas palabras:
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58 Caballo de madera: el famoso caballo de Troya fue el artificio que ideó Odiseo
para poder entrar en la ciudadela y así arrasarla. Este gigantesco animal de
madera sirvió para esconder en su interior hueco a los aqueos, quienes lo
ofrecieron a los troyanos como un gesto de paz.
59 Epeo: guerrero aqueo que construyó el caballo con el que engañaron a los troyanos.
60 Acrópolis: la parte más alta de la ciudad.
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Canto ix
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Los lotófagos.
”Y habríamos llegado a salvo a nuestra patria, si el viento y el
oleaje no hubieran desviado nuestra nave, al doblar en el cabo de
Malea,64 conduciéndonos lejos, más allá de Citera.65 Durante nueve
días nos arrastraron vientos enemigos. Al décimo llegamos al país de
los lotófagos,66 que solo comen flores. Bajamos a la costa y cargamos
agua fresca. Después mis compañeros comieron al costado de las na-
ves. Escogí a dos de ellos y a un heraldo, y los mandé a informarse
quiénes vivían en aquellas tierras. Enseguida partieron, y pronto se
toparon con los hombres comedores de loto, quienes, en vez de ha-
cerles algún daño, les regalaron lotos para que los comiesen. Tan
pronto como degustaron aquel fruto dulcísimo se olvidaron de todos
los pesares y los abandonó el deseo del regreso, y prefirieron quedarse
allí, con los lotófagos. A pesar de sus lágrimas, me los llevé conmigo
y los até a los bancos de las cóncavas naves. Inmediatamente ordené a
los otros que zarparan, temiendo que olvidasen el regreso si probaban
la flor ellos también. Me hicieron caso y enseguida azotaban las olas
con los remos.
Los cíclopes.
”Partimos con el ánimo afligido y muy pronto llegamos al país
de los soberbios cíclopes,67 pueblo sin ley que no cultiva el campo,
confiándose a los dioses inmortales, al que todo le nace sin semilla
ni arado. Ellos no deliberan en el ágora y carecen de leyes. Habitan
en las cumbres de montes escarpados, y cada uno gobierna a su mu-
jer y a sus hijos, sin importarles los demás en nada. Al lado de la isla
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de los cíclopes hay otra más pequeña, apenas un islote. Allí desem-
barcamos en medio de la noche, y al punto nos echamos a dormir
aguardando la aurora.
”No bien se mostró Eos, la de dedos rosados, hija de la mañana,
recorrimos la isla, cazamos y comimos y bebimos del vino de los cí-
cones. Cuando cayó la noche, nos acostamos a dormir de nuevo. Y
cuando salió el sol, convoqué al ágora y dije a mis amigos:
”—Compañeros leales, permanezcan aquí. Con mi nave y mi
gente iré a enterarme quién habita en la isla que vemos desde aquí, y
si sus habitantes son soberbios, salvajes e injustos, o si acaso reciben
a sus huéspedes con amistad y temen a los dioses.
”Después nos despedimos y subimos a las naves. Y una vez
que llegamos a la cercana isla, divisamos una elevada gruta muy
cerca de la orilla, rodeada de altos pinos, encinas y un laurel, que
escondía la entrada. Un copioso rebaño de ovejas y de cabras pas-
taba alrededor. Allí vivía un monstruo alto como una montaña,
que alejado de todo cuidaba sus rebaños, y nunca frecuentaba al
resto de los cíclopes, porque era cruel de ánimo y albergaba sinies-
tros pensamientos.
La cueva de Polifemo.
”Entonces ordené a mis compañeros que se quedaran a cuidar
la nave y elegí solo a doce, los mejores. Nos pusimos a andar, llevan-
do con nosotros algunas provisiones y un gran odre rebosante de
dulce y negro vino, regalo de Marón, sacerdote de Apolo. Pronto lle-
gamos a la enorme gruta, y como no había nadie, decidimos entrar e
investigar. Nos sorprendió encontrar tanta abundancia: cestos llenos
de quesos, y establos rebosantes de corderos y cabritos. Me insistieron
mis hombres en que tomáramos de allí unos quesos y algunos ani-
males. Pero yo me negué, aunque en verdad habría sido lo más pru-
dente, porque deseaba conocer al cíclope y que me concediera dones
hospitalarios.
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Canto x
Eolo.
”Arribamos a Eolia, donde habitaba Eolo, el guardián de los
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Homero
Los lestrigones.
”Al ver que era imposible conseguir el auxilio de Eolo, regresé
cabizbajo. Volvimos a zarpar, y durante seis días navegamos, hasta que
al fin al séptimo llegamos al país de Lestrigonia.71 Todos mis com-
pañeros amarraron sus naves en el puerto, pero yo la dejé amarrada
• 86 •
Odisea
Circe.
”Luego llegamos a la isla de Eea,72 donde vive Circe, la hechicera
de las hermosas trenzas. Tras atracar, bajamos de la nave y nos echa-
mos a dormir dos días y dos noches seguidos, agotados por semejante
esfuerzo. Al tercer día yo me levanté y busqué un mirador. Desde allí
pude ver el palacio de Circe. Al volver, encontré a los compañeros con
el ánimo triste, sollozando por los hechos del lestrigón Antífates y la
violenta cólera del cíclope. De nada nos servía lamentarnos: los dividí
en dos grupos y asigné a cada uno un capitán. Yo mandaría a uno, y
Euríloco sería el capitán del otro. Hicimos un sorteo y le tocó al grupo
de Euríloco inspeccionar el área.
”En el medio de un valle se encontraba el palacio de la hechicera
Circe. Alrededor, había animales feroces, lobos y leones, a los que Circe
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Homero
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Odisea
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Homero
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Odisea
73 Hades: dios de los muertos, hermano de Zeus y Poseidón. Habita el mundo subterráneo,
también llamado Hades, en el que reina junto con su esposa Perséfone.
74 Perséfone: hija de Zeus y Deméter, Perséfone fue raptada por Hades, su tío,
mientras recogía flores en el campo. Su madre suplicó a Zeus que se la
devolvieran, y este dispuso que la joven pasara mitad del año en el Hades y
la otra mitad junto a su madre en el Olimpo.
75 Oráculo: mensaje profético inspirado por los dioses.
76 Tiresias: uno de los adivinos más famosos de la mitología griega. Fue cegado
por Palas Atenea en castigo por haberla visto desnuda.
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Homero
77 Aqueronte: río infernal que deben atravesar las almas en su ingreso al mundo de
los muertos, con la ayuda del barquero Caronte.
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Odisea
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Canto xi
En el Hades.
”Al llegar a la costa, echamos en el agua la negra embarcación,
y tras izar el mástil desplegamos las velas. Cargamos el ganado, y por
fin nos hicimos a la mar, con el alma angustiada y vertiendo muchas
lágrimas. Impulsaba la nave una brisa propicia, enviada por Circe, la
de las lindas trenzas, así que anduvimos a velas desplegadas durante
todo el día, hasta que el sol se puso, y arribamos al confín del océano,
de profunda corriente. Amarramos la nave y desde allí marchamos
por la costa hasta el lugar que Circe nos había indicado.
”Entonces cavé un pozo con la espada y ofrecí libaciones a los
muertos, con leche y miel primero, después con vino y al final con
agua. Espolvoreé la harina, supliqué a los difuntos, y prometí que al
regresar a Ítaca les sacrificaría la mejor vaca que poseyera en mis co-
rrales y, en honor de Tiresias, un carnero negro. Acto seguido, dego-
llé por encima del pozo las reses que habíamos traído en nuestra
nave. Corrió la negra sangre y al instante vinieron desde el Érebo78
las almas de los muertos: doncellas y muchachos fallecidos en la flor
de la edad, ancianos agobiados por mil penas, y varones caídos en
• 94 •
Odisea
El oráculo de Tiresias.
”Por fin se acercó el alma de Tiresias, empuñando su cetro. Al
verme, me habló así:
”—¡Odiseo, hijo de Laertes, del linaje de Zeus! ¡Ingenioso Odiseo!
¿Por qué has abandonado la dulce luz del sol y visitas la tierra de los
muertos? Apártate del pozo y retira la espada, para que tras beber la
negra sangre te pueda revelar lo que desees saber.
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Homero
• 96 •
Odisea
Luego vuelve a tu hogar y haz sacrificios para los otros dioses inmor-
tales. Si cumples todas mis indicaciones, te llegará la muerte en la ve-
jez, lejos del mar; y en Ítaca los ciudadanos vivirán felices. Todo lo que
te he dicho es la verdad.
”Así dijo Tiresias, y yo le contesté:
”—¡Tiresias! Esas cosas las han dispuesto así los mismos dioses.
Pero ahora respóndeme: allá está el alma de mi madre muerta, que se
queda en silencio al lado de la sangre, negándose a mirar a su hijo de
frente y a conversar con él. ¿Qué debo hacer para que me conozca?
”Me respondió Tiresias:
”—Es muy sencillo. Te lo explicaré: aquel de los difuntos a quien
tú le permitas acercarse a la sangre conversará contigo y te dará no-
ticias. Y a los que se la niegues, se alejarán sin más.
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Homero
Otras almas.
”Me quedé viendo cómo se alejaba mi madre, y pronto comen-
zaron a acercarse otras almas de mujeres. Así fue que vi a Alcmena,
la madre del gran Hércules; y Ariadna, que ayudó a Teseo a matar al
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Odisea
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Homero
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Odisea
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Canto xii
85 Sirenas: criaturas marítimas mitológicas, mitad ave y mitad mujer. Con su hermoso
canto atraen a los marineros, a quienes devoran una vez que los tienen cerca.
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Odisea
86 Argo: famosa nave mítica en la que viajaron los héroes que acompañaron a Jasón
en busca del Vellocino de Oro.
87 Hera: hija de Crono y Rea, hermana y esposa de Zeus. Es la más importante de
las diosas olímpicas. Se enoja con facilidad, sobre todo con Zeus, y es muy
vengativa con las amantes de su marido.
• 103 •
Homero
Las sirenas.
”De regreso en la nave, les ordené a los míos que subieran y
soltaran amarras. Enseguida zarpamos, y batieron las olas con los
remos. Nos conducía un viento favorable, enviado por Circe. Les
expliqué a mis hombres lo que me había aconsejado Circe. Mientras
nos acercábamos a la isla de las sirenas, tomé un pan de cera, corté
pequeños trozos, los ablandé en mis manos y tapé los oídos de la
tripulación. Ellos me ataron a su vez al mástil con firmes ligaduras,
y luego se sentaron para seguir remando.
”No tardaron mucho las sirenas en percibir que nos aproximá-
bamos, y pronto se pusieron a cantar:
”—¡Odiseo famoso, gloria de los aqueos, ven aquí! Acércate y
detén la marcha de tu nave para que escuches nuestra bella voz. Na-
die ha pasado por aquí en su nave sin escuchar la suave voz que fluye
de nuestra boca, sino que se marchan tras recrearse en ella y aprender
muchas cosas: pues sabemos lo mucho que han sufrido aqueos y
troyanos por voluntad divina, y también conocemos cualquier cosa
que ocurre sobre la fértil tierra.
• 104 •
Odisea
Escila y Caribdis.
”Una vez que dejamos atrás a las sirenas, mis leales compañeros
se quitaron la cera que tapaba sus oídos y soltaron los nudos que me
sujetaban. Poco después, noté delante de nosotros el vapor de unas
olas gigantescas y llegó a mis oídos un ruido atronador. El miedo se
adueñó de mi tripulación y los remos cayeron de sus manos. La nave
se detuvo. Entonces, exhorté así a mis compañeros:
”—¡Amigos! Ya sabemos lo que es sufrir desgracias. Esta ame-
naza no es peor que el cíclope. De él nos escapamos también por mi
valor, decisión y prudencia, como no dudo que recordarán. Hagan lo
que les digo: permanezcan sentados en los bancos y batan con los
remos el oleaje del mar, por si Zeus quisiera concedernos escapar de
la ruina. Y a ti, piloto, yo te ordeno esto: aparta nuestra nave del vapor
y las olas, y procura acercarla a aquel escollo.
”Así dije y los hombres pronto me obedecieron. No les hablé de
Escila, sin embargo: me había decidido por el mal menor, evitando la
ruta de las Rocas Erráticas, y manteniendo nuestra embarcación lo
más lejos posible de Caribdis. Cruzamos el estrecho entre lamentos:
de un lado estaba Escila y del otro, Caribdis, sorbiendo enormes can-
tidades de agua y arrojándolas luego con violencia por sus horribles
fauces. El pálido terror se apoderó de todos, y mientras nuestros ojos
se posaban en Caribdis, nos atacaba Escila por el otro costado.
”El monstruo arrebató con sus seis bocas al mismo número de
compañeros, que aullaban de agonía y extendían los brazos, supli-
cantes, mientras los devoraba la infausta criatura. De los horrores que
sufrí en el mar, aquel fue el más penoso.
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Homero
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Odisea
• 107 •
Homero
El naufragio.
”Seis días más siguió soplando el Noto, y luego de este plazo
pudimos arrojar la nave al mar. Pero no conseguimos avanzar du-
rante mucho tiempo: el Céfiro sopló sobre nosotros, y desencadenán-
dose produjo una tormenta de grandes dimensiones: el viento hura-
canado quebró el mástil, que cayó en la cabeza del piloto, matándolo
en el acto. Enseguida se puso negro el cielo y Zeus fulminó la nave
con sus rayos.
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Odisea
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Canto xiii
La última travesía.
Cuando Odiseo terminó de hablar, se quedaron callados los
presentes, como si su relato los hubiera hechizado. Pero Alcínoo en-
seguida contestó:
—¡Odiseo! Mañana, según creo, volverás a tu patria, y ya no
deberás andar errante, aunque hayan sido muchas tus penurias.
Luego se fueron a dormir, cada uno a su casa. Y no bien surgió
Eos, la de rosados dedos, todos se encaminaron a la nave llevando los
regalos y los víveres y allí mismo gozaron de un banquete, donde
cantó Demódoco, e hicieron sacrificios a Zeus, por el éxito del viaje.
Luego subieron a la embarcación, y los diestros marinos tendieron
una colcha y una tela sobre las tablas de la popa, para que Odiseo pu-
diera dormir profundamente. Los otros se sentaron en los bancos,
soltaron las amarras y golpearon las olas con los remos, mientras so-
bre los párpados de Odiseo caía un sueño muy pesado, suave y dulce,
parecido a la muerte. Así, surcaba el ancho mar la nave, más veloz
que un halcón.
• 110 •
Odisea
El castigo de Poseidón.
Poseidón, sin embargo, continuaba irritado. Fue a visitar a
Zeus y le dijo:
—¡Zeus! Ya nunca me honrarán entre los inmortales, pues ni
siquiera me honran los mortales: ya ves que los feacios, que para peor
son de mi misma estirpe, llevaron a Odiseo hasta su patria, tras ha-
berlo colmado de regalos.
Zeus le respondió:
—¿Qué tonterías dices? No te odian los dioses: sería difícil herir
con el desprecio al más antiguo y más ilustre. Empero, si acaso los
humanos te deshonran, dejo librado a tu voluntad que te vengues de
ellos. Obra, pues, como quieras.
Replicó Poseidón:
—Así lo había pensado, Zeus, pero temía tu cólera. Quiero hacer
naufragar la hermosa nave de los feacios, cuando esta vuelva a casa;
y para que en el futuro se abstengan de escoltar con barcos a los hom-
bres, también quiero ocultar bajo una gran montaña su ciudad.
Repuso Zeus, que amontona las nubes:
—Lo mejor será esto: cuando los ciudadanos estén mirando
cómo vuelve la nave, transfórmala en un peñasco al lado de la costa,
parecido a una nave, para que luego todos recuerden lo ocurrido, y
cubre la ciudad con una gran montaña.
Cuando oyó Poseidón, que sacude la tierra, las palabras de Zeus,
fue a Esqueria, donde viven los feacios, y se detuvo allí. Mientras la
nave se acercaba, rauda, de regreso a la patria, el dios la interceptó y
88 La estrella más brillante: en realidad, el planeta Venus, conocido como “el lucero
de la mañana”.
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Homero
Odiseo en Ítaca.
Mientras tanto, Odiseo se despertó en su patria. Después de es-
tar ausente tanto tiempo, no la reconoció; además, Atenea lo había
envuelto en una espesa nube, para que su llegada no fuera conocida.
Entonces se presentó ante él la diosa, tomando el aspecto de un pas-
tor, joven y agraciado en su figura como el hijo de un rey. Al verlo, se
alegró Odiseo y le dijo estas palabras:
—¡Salud, amigo! Tú eres el primero que encuentro en estas tie-
rras. Ojalá no te acerques con malas intenciones. Te ruego que me
ayudes. Dime, ¿qué tierra es esta? ¿Qué pueblo vive aquí?
Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—Forastero, eres tonto o vienes de muy lejos. El nombre de esta
tierra no es oscuro. Es escarpada, es cierto, y también es impropia
para andar a caballo; no es, sin embargo, estéril por completo: pro-
duce trigo en abundancia y vino, y son buenos sus cabras y sus
bueyes, y frondosos sus bosques; y tiene manantiales que jamás se
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Odisea
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Homero
El plan.
La diosa de ojos glaucos respondió de esta forma:
—No te preocupes, Odiseo, ahora, y pongamos de prisa tu te-
soro en el fondo de la gruta, donde estará seguro, y tramemos un plan
para que todo se haga de la mejor manera. Debes pensar cómo te
vengarás de los desvergonzados pretendientes que mandan en tu casa
y cortejan a tu esposa, que aunque les da esperanzas, en su interior
suspira por que vuelvas.
El astuto Odiseo contestó:
—¡Oh dioses! Habría muerto en mi palacio, igual que Agame-
nón, si no me hubieras instruido, diosa, acerca de todo esto. Vamos,
tú traza el plan para que los castigue, e infúndeme coraje y fortaleza,
como cuando luchábamos en Troya codo a codo. Pues si tú me
acompañaras como lo hiciste entonces, yo lucharía solo contra
trescientos hombres.
Y le dijo la diosa de ojos glaucos:
—Puedes estar seguro de que te asistiré cuando llegue el momen-
to. Pero ahora te haré irreconocible a todos los mortales: te arrugaré
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Odisea
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Canto xiv
En la cabaña de Eumeo.
Odiseo, dejando atrás el puerto, emprendió su camino por el
bosque, y atravesó un sendero escarpado hacia el sitio donde Atenea
le había señalado que encontraría a Eumeo. Y allí encontró al porque-
ro, junto a la entrada de un corral muy amplio que él mismo había
construido con piedras y maderos, para los cerdos del ausente rey.
Cuatro fieros perrazos cuidaban a los cerdos. Cuando oyeron
que alguien se acercaba, corrieron a su encuentro ladrando con vio-
lencia. Astutamente, el héroe dejó caer el báculo en el suelo y se sen-
tó allí mismo. Pero habría sufrido una desgracia si el porquero no
hubiera corrido tras los perros, gritándoles para que se dispersaran.
Eumeo lo ayudó a ponerse en pie y le habló de esta forma:
—Anciano, faltó poco para que en un instante mis perros te
despedazaran, y seguro me habrías echado a mí la culpa. Bastante
sufrimiento tengo yo, llorando a mi señor y engordando a sus cerdos
para que otros los coman; y él quizás esté hambriento y ande pere-
grinando por pueblos y ciudades de gente extraña que habla extrañas
lenguas, si es que aún vive y ve la luz del sol. Pero sígueme, anciano,
vayamos a mi casa para que pueda darte de comer y beber y me cuen-
tes quién eres y qué padecimientos has sufrido.
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Odisea
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Homero
Le respondió el porquero:
—¡Anciano! Ni su esposa ni su hijo se dejarían convencer si por
casualidad un vagabundo llegara con noticias suyas. Pues cada pere-
grino que aparece en la isla le va a contar mentiras a Penélope, y mi
ama lo recibe y le da de comer y le hace mil preguntas con los ojos
llorosos. Tú mismo inventarías cualquier cosa, con la esperanza de que
te den un manto y una túnica. Pero seguramente los perros y las aves
de rapiña ya le habrán arrancado a mi amo la carne de los huesos, y su
alma debe haberlo abandonado. O tal vez en el mar lo hayan devorado
los peces y sus huesos estén en una playa, mezclados con la arena. A
quienes lo queríamos ya no nos queda más que la tristeza; y sobre todo
a mí, que nunca encontraré amo tan generoso como lo era Odiseo.
Y el paciente Odiseo dijo entonces:
—Amigo, ya que niegas con incredulidad la vuelta de tu amo,
te daré mi palabra, y si es preciso bajo juramento, de que tu amo,
Odiseo, está en camino. Solo te pido a cambio de esta buena noticia
un manto y una túnica, que me darás a su llegada. Es mejor que me
creas, pues me son más odiosos que las puertas del Hades los que
buscan aliviar su miseria con mentiras. Todo se cumplirá tal como
te lo anuncio: Odiseo vendrá este mismo mes, regresará a su casa, y
allí se vengará de todos los que ultrajan a los suyos.
Le contestó el porquero:
—Anciano, no tendré que darte nada por la buena noticia, ni
tampoco el ausente regresará a su casa. Pero bebe tranquilo y cam-
biemos de tema, que cada vez que escucho hablar de él se me en-
tristece el alma. Mejor dime quién eres, en qué país naciste y por
qué estás aquí.
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Odisea
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Homero
Le respondió el porquero:
—¡Anciano! Tu relato es intachable, y todo lo que has dicho es
útil y sensato; por eso te daré el manto que pides, y cualquier otra
cosa propia de un suplicante. Pero otra vez mañana volverás a vestir-
te con harapos: aquí no sobra nada, y cada uno tiene su manto y nada
más. Cuando vuelva Telémaco, el hijo de Odiseo, él te dará un man-
to y una túnica, y te conducirá donde tú quieras ir.
Dichas estas palabras, se levantó y le preparó una cama cerca
del fuego al huésped, y la llenó de pieles de ovejas y de cabras. Se acos-
tó allí Odiseo, y Eumeo le echó encima el manto que tenía para cu-
brirse en noches de tormenta. A continuación se abrigó y se colgó al
hombro la espada, y enseguida salió de la cabaña, porque no le gus-
taba dormir lejos de sus queridos cerdos.
Y se alegró Odiseo al ver con cuánto celo Eumeo se ocupaba de
su hacienda.
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Canto xv
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Homero
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Odisea
Al ver este prodigio, se les alegró el alma a todos los presentes, y dijo
así Pisístrato:
—¡Oh Menelao, príncipe de hombres, del linaje de Zeus!
Explícanos si el dios que envió este presagio lo hizo aparecer
para nosotros o solo para ti.
Menelao se puso a meditar qué respuesta ofrecerle, pero la her-
mosa Helena se adelantó, diciendo estas palabras:
—Escuchen: les diré lo que sucederá, pues así me lo inspiran los
dioses en el ánimo, y creo firmemente que así se cumplirá. De la mis-
ma manera en que el águila vino del monte, donde tiene sus pichones
y su morada, y arrebató este ganso, criado en una casa, así, tras
padecer muchas penurias y andar errante largo tiempo, regresará
Odiseo y logrará vengarse, si es que no está ya en casa tramando mu-
chos males contra los pretendientes.
Y respondió Telémaco:
—¡Que Zeus cumpla lo que dices! En ese caso, te invocaré en mi
casa como a una diosa cada día que viva.
Luego se despidieron, y los caballos se lanzaron a correr por la
ciudad, buscando la llanura.
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Homero
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Odisea
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Canto xvi
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Odisea
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Homero
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Odisea
Diciendo así, besó al fin a su hijo, y dejó que las lágrimas, que has-
ta el momento había contenido, brotaran de sus ojos. Sin embargo, Te-
lémaco aún no estaba convencido de que fuera su padre y le habló así:
—Tú no eres Odiseo, mi padre, sino un dios que pretende en-
gañarme, para que me lamente más todavía. ¿Cómo es posible que,
hace un rato, fueras un anciano andrajoso, y ahora te parezcas a uno
de los dioses que habitan en el cielo?
Y el astuto Odiseo respondió:
—Telémaco, no esperes que venga otro Odiseo más que yo. Tras
veinte años regresé a la patria, después de sufrir penas incontables.
El cambio en mi figura es obra de Atenea, la diosa de ojos glaucos,
pues ella puede hacerlo. Cualquiera de los dioses que habitan en el
cielo puede darle la gloria a un hombre o destruirlo.
Dichas estas palabras, se sentó. Telémaco abrazó a su padre, y los
dos lloraron largamente, como gimen las aves cuando los campesinos
les roban los pichones que no saben volar. Y la puesta del sol los habría
encontrado abrazados llorando, si Telémaco de pronto no le hubiera
preguntado a su padre de qué manera había llegado a Ítaca.
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Homero
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Odisea
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Canto xvii
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Odisea
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Homero
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Odisea
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Homero
89 Escabel: tarima pequeña que se pone delante de la silla para que descansen los
pies de quien está sentado.
• 136 •
Odisea
—Vamos, dile al forastero que venga. ¿No has visto que mi hijo
estornudó después de mis palabras? Es señal inequívoca de que los
pretendientes morirán, sin que escape ninguno. Y te diré algo más:
si lo que dice el huésped es verdad, yo le regalaré un manto y una tú-
nica, vestidos muy hermosos.
Así dijo, y Eumeo fue a buscar a Odiseo, quien le dijo en
respuesta:
—Eumeo, sin tardanza iría a ver a la reina Penélope, pero temo
a los crueles pretendientes, cuya soberbia llega al mismo cielo, que
hace instantes apenas me golpearon, y nadie lo impidió. Tú anún-
ciale a Penélope que acudiré a su lado no bien se ponga el sol, para
darle noticias de su esposo.
Eumeo transmitió el mensaje a la reina, y ella estuvo de acuerdo.
Acto seguido, fue donde estaba Telémaco y le dijo:
—Amigo, yo me voy de nuevo con los cerdos, y a cuidar de tu ha-
cienda y de la mía. De todo lo de aquí has de ocuparte tú: y sobre todo
cuídate tú mismo, pues muchos son los que traman daños en tu contra.
¡Ojalá los destruya el padre Zeus antes de que se vuelvan una plaga!
Le respondió Telémaco:
—Anciano, así se hará. Ahora vete a casa, y regresa mañana con
el alba, y trae contigo hermosos animales; que yo me ocuparé de las
cosas de aquí, con la ayuda de los dioses.
Así dijo, y Eumeo abandonó el palacio, donde los pretendientes
seguían recreándose con el canto y la danza, y volvió con los cerdos
mientras caía la tarde.
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Canto xviii
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Odisea
Antínoo, que miraba divertido, entre risas les dijo a los demás:
—¡Amigos! Jamás hubo diversión semejante en esta casa. Algún
dios la ha traído. El forastero e Iro no dejan de insultarse y provocar-
se; hagamos que peleen cuanto antes.
Después de decir esto, todos rodearon a los dos mendigos, y así
les dijo Antínoo:
—Ilustres pretendientes, escuchen mis palabras: en el fuego hay
dos vientres de cabra deliciosos. El que gane el combate se quedará
con el que más le guste. Y por si fuera poco, el ganador compartirá el
banquete con nosotros, y nunca dejaremos que entre otro mendigo a
pedir a la casa mientras él esté aquí.
Así les habló Antínoo, y el astuto Odiseo, que meditaba enga-
ños, les dijo estas palabras:
—¡Amigos! Aunque no es justo que un hombre viejo, abrumado
por múltiples desgracias, combata con un joven, a mí me mueve el
hambre a aceptar el convite, por más que acabe muerto por los golpes.
Pero prometan todos que ninguno, por socorrer a Iro, y actuando
injustamente, caerá sobre mí.
Todos juraron como se lo solicitó el astuto Odiseo, y comenzó
el combate. Odiseo dudaba si era mejor matar de un solo golpe a Iro,
precipitando su alma súbitamente al Hades, o darle un golpe suave
que lo echara por tierra, para que los soberbios pretendientes no lo
reconocieran. Al fin se decidió por esto último, y lanzó un puñetazo
que alcanzó a su oponente en la mandíbula, debajo de la oreja, que le
rompió los huesos y le hizo echar sangre por la boca. Iro quedó ten-
dido inmóvil en el suelo, mientras los pretendientes levantaban los
brazos y se morían de risa. Entonces Odiseo tomó a Iro del pie, lo
arrastró hasta el patio, lo sentó a un costado de la puerta y le puso un
bastón en la mano. Luego le dijo así:
—Quédate ahí sentado y no molestes. No quieras, siendo pobre,
convertirte en el rey de los mendigos. No sea que te atraigas un daño
aun peor que el que has sufrido ahora.
• 139 •
Homero
Y una vez que habló así, volvió a colgarse del hombro su bolsa
sucia y llena de agujeros, y se sentó de nuevo al lado de la puerta.
Antínoo cumplió con su palabra y le puso delante un gran vientre
de cabra, y le ofrecieron vino en una copa de oro.
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Odisea
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Homero
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Odisea
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Canto xix
90 Afrodita: diosa del amor. Es bella, caprichosa y risueña. Está casada con Hefesto,
pero sus aventuras amorosas con otros dioses y hombres son frecuentes. Se la
relaciona con la causa de la guerra de Troya por haberle inspirado a Helena una
pasión irrefrenable por Paris.
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Odisea
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Homero
• 146 •
Odisea
cervatillo al que miraba forcejear. También tenía una túnica, que era
muy suave al tacto y relucía como el mismo sol. Pero quizás Odiseo
no tenía la misma vestimenta cuando partió de Ítaca; tal vez se la dio
algún compañero en la nave o algún varón que lo haya recibido en su
casa… Odiseo tenía incontables amigos, pues eran pocos los aqueos
que podían comparársele. Yo mismo le obsequié una espada de bronce
y un manto púrpura, además de una túnica, y fui a despedirlo cuando
partió en su nave. Con él iba un heraldo que se llamaba Euríbates. Era
un poco más viejo que Odiseo, con los hombros arqueados, de cabellos
rizados y piel morena. Lo estimaba Odiseo por sobre los demás, porque
sus opiniones solían coincidir.
Así dijo, y Penélope lloró, porque reconocía los detalles que le
daba Odiseo con tanta exactitud. Y cuando sus deseos de llorar se
saciaron, le dijo estas palabras:
—¡Oh huésped! Hasta ahora te tuve compasión, pero de ahora
en más quiero que seas recibido con respeto y cariño en esta casa,
porque yo misma le entregué a Odiseo esas ropas que dices. Pero él
no volverá a su hogar ni a su patria, pues con hado funesto partió a
Troya, esa ciudad nefasta.
Y el astuto Odiseo respondió:
—¡Oh, venerable esposa de Odiseo! No mortifiques más tu
hermoso cuerpo, ni consumas tu ánimo llorando a tu marido. Deja
ya de llorar y escucha mis palabras: Odiseo está vivo y está cerca, y
viene de regreso. Trae muchas riquezas que pudo recoger por el camino,
aunque perdió a sus fieles compañeros y la cóncava nave en el océano,
al salir de la isla de Trinacria. Sin embargo, él se encuentra sano y salvo,
y no pasará mucho lejos de sus amigos y su patria. Voy a jurarte algo,
y pongo a Zeus como testigo: Odiseo vendrá antes de fin de mes.
La discreta Penélope así le respondió:
—¡Forastero, ojalá se cumpla lo que dices! Pronto conocerías mi
amistad, y te daría regalos incontables. Pero presiento en mi ánimo
lo que ha de ocurrir: no volverá Odiseo.
• 147 •
Homero
• 148 •
Odisea
• 149 •
Homero
• 150 •
Canto xx
Noche de tribulaciones.
Odiseo tendió en el suelo del vestíbulo la piel cruda de un buey,
y encima colocó muchas pieles de oveja. Tras acostarse, Eurínome lo
tapó con un manto. Sin embargo, por más que lo intentaba, era inca-
paz de conciliar el sueño: tramaba muchos males contra los preten-
dientes. Mientras yacía en el lecho, desvelado, se le acercó Atenea,
bajando desde el cielo, y le habló de este modo:
—¿Por qué estás desvelado? Esta es tu casa y tienes en ella a tu
mujer y a tu hijo, que ya quisieran otros que el suyo fuera así.
Le respondió Odiseo:
—¡Oh diosa! Es cierto lo que dices. Pero mi ánimo medita sin
cesar cómo podría deshacerme, yo solo, de esos desvergonzados,
que son muchos y siempre están en grupo. Y también me preocupa
qué pasará conmigo si es que logro matarlos: tal vez sus familiares
intentarán vengarse, y tendré que buscar refugio en otro lado.
Le respondió la diosa de ojos glaucos:
—¡Desdichado! Si un hombre confía en un amigo, que es mor-
tal, ¿por qué no puedes tú creer en las palabras de una diosa? Ahora
entrégate al sueño, porque es molesto pasar la noche en vela, vigilando:
pronto tus males llegarán a término.
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Homero
El presagio de Zeus.
Así se lamentaba la prudente Penélope, y pronto surgió Eos, la
de dorado trono. Sus llantos despertaron a Odiseo, quien recogió las
pieles y el manto sobre los que había dormido, los puso en una silla,
salió al patio, y allí, alzando las manos, le dirigió esta súplica al padre
de los dioses:
—¡Padre Zeus! Si fue la voluntad de los dioses traerme de regreso
a la patria, tras enviarme males incontables, haz que alguien de esta
casa me diga algún presagio, y muéstrame tú mismo algún prodigio.
Así rogó Odiseo, y Zeus lo escuchó. Desde el Olimpo, encima
de las nubes, hizo tronar el cielo. Y dentro de la casa, una criada que
estaba allí moliendo el trigo y la cebada fue la que dio el presagio:
—¡Padre Zeus, que riges a los dioses y a los hombres! Has en-
viado un trueno desde el cielo estrellado, y no hay ninguna nube:
sin duda, debe ser una señal que le envías a alguien. Cúmpleme a
mí también lo que voy a pedirte: que sea este el último banquete
para los pretendientes, puesto que mis rodillas desfallecen por el
duro trabajo que me imponen, de molerles la harina. ¡Que sea la
de hoy su última cena!
Así dijo la criada, y se alegró Odiseo al ver las dos señales,
sabiendo que tendría éxito en su venganza.
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Odisea
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Homero
tu padre habría tenido que enterrarte. Por lo tanto, que nadie sea
insolente dentro de la casa, que ya no soy un niño, y puedo distinguir
el bien del mal. Si antes he soportado que maten mis ovejas y se beban
mi vino y se coman mi pan, es porque, siendo uno, no puedo contra
todos. Pero ya no me causen más daños, y si no, directamente
mátenme, pues prefiero morir antes que ver cómo maltratan a mis
huéspedes y acosan a las criadas.
Así dijo Telémaco, y todos se quedaron en silencio, hasta que
habló Agelao, uno de los pretendientes:
—Amigos, que ninguno se irrite, pues Telémaco ha hablado con
justicia. No maltraten al huésped, ni tampoco a los siervos que viven en
la casa del divino Odiseo. Pero quisiera darle un consejo a Telémaco:
Odiseo ya no regresará, de manera que ve y dile a tu madre que tome
por esposo al mejor de nosotros, para que tú te quedes con la hacien-
da de tu padre, y tu madre cuide la casa de otro.
Y contestó Telémaco:
—No postergo, Agelao, la boda de mi madre; por el contrario, la
insto a que se case con el mejor de ustedes; pero no quiero echarla del
palacio contra su voluntad. ¡No permitan los dioses que eso suceda!
Así dijo Telémaco, y los demás siguieron conversando y comien-
do; sin embargo, Telémaco no les prestó atención, y se quedó miran-
do en silencio a su padre, aguardando el momento en que habrían de
vengarse de los desvergonzados pretendientes.
Mientras tanto, Penélope había puesto un sillón frente a los pre-
tendientes, y oía lo que hablaban en la sala. Los hombres se reían,
preparándose para el almuerzo, que fue grato y dulce, porque sacri-
ficaron muchas reses; pero ninguna cena sería tan amarga como la
que la diosa y el esforzado héroe muy pronto les darían.
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Canto xxi
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Homero
La prueba.
Dichas estas palabras, se despojó del manto, tomó las doce ha-
chas sin el mango y las clavó en el suelo, con el filo hacia abajo, una
detrás de otra, y empleando una cuerda alineó los anillos. Tras esto,
se alejó, levantó el arco y trató de tensarlo. Tres veces lo intentó, y las
tres veces le faltaron fuerzas. Y quizá, de intentarlo una vez más, lo
habría conseguido, pero con una seña se lo prohibió Odiseo. Enton-
ces dijo así el sufrido Telémaco:
—¡Oh dioses, ay de mí! Soy débil y cobarde, o demasiado joven
para fiarme de la fuerza de mis brazos y luchar contra alguien que
me insulte. Pero, ¡vamos!, mejor prueben ustedes, que me ganan en
fuerza, y terminemos el certamen de una vez.
Después de hablar así, dejó el arco en el suelo y se volvió a sen-
tar. Luego se levantó uno de los pretendientes, que era el único de
ellos que se irritaba por las malas obras que el resto llevaba a cabo. Su
nombre era Leodes. Pero tampoco él pudo tensar el arco; antes se le
cansaron las manos delicadas y lo dejó en el suelo, diciendo estas
palabras a los otros pretendientes:
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Odisea
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Homero
todos juntos, sino uno tras otro. Escuchen lo siguiente: sé que los
pretendientes no me permitirán tomar el arco; pero tú, noble Eumeo,
cruzarás el salón y lo pondrás en mis manos, y después les dirás a las
criadas que cierren las puertas del palacio y que les echen traba, y que
luego se queden quietas y en silencio, aunque oigan que en la sala hay
gritos y alboroto. Y tú, Filetio, cerrarás con llave la puerta que da al
patio, y la asegurarás con una soga.
Después de hablar así, volvió a entrar en el palacio, y se sentó
en la silla que había ocupado antes. Poco después entraron Eumeo
y el boyero.
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Odisea
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Homero
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Canto xxii
La matanza.
El astuto Odiseo se quitó los harapos, saltó al umbral armado
con el arco, desparramó las flechas delante de sus pies y les habló a
los pretendientes:
—Demos por terminado este certamen. Ahora tiraré contra
otros blancos, adonde nunca nadie apuntó antes, a ver si me concede
la gloria el dios Apolo.
Y dicho esto, disparó la amarga flecha contra Antínoo, que
tenía en la mano una copa de oro y estaba por beber el rojo vino,
sin pensar en la muerte. ¿Quién imaginaría que, entre tantos hom-
bres, uno solo los mataría a todos, por más fuerte que fuese? Pero
alcanzó la flecha de Odiseo en la garganta a Antínoo. Se le soltó la
copa de la mano, la sangre le brotó de la nariz, y se cayó de espal-
das, empujando la mesa y esparciendo la comida en el piso, donde
el pan y la carne asada se mancharon.
Al verlo, los otros pretendientes se pusieron de pie con gran tu-
multo, y buscaron las armas que solían colgar de las paredes, pero no
hallaron nada. Y, airados, increparon a Odiseo:
—¡Forastero! Haces mal en disparar el arco contra un hombre.
Pero ya no hallarás otros certámenes. Ahora te aguarda una terrible
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Homero
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Odisea
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Homero
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Odisea
Odiseo y los suyos, como buitres que atacan a otras aves en el llano,
y arremetían contra ellos, matándolos e hiriéndolos con furia, entre
gemidos, mientras la negra sangre corría por el suelo.
La purificación.
Cuando al fin la matanza concluyó, Odiseo se puso a examinar la
sala, por si quedaba alguno de esos hombres todavía con vida. Pero
todos yacían, amontonados unos sobre otros, entre el polvo y la sangre,
como los peces que los pescadores sacan del agua con sus redes y
amontonan en la arena de la orilla, deseosos de las olas y del sol
reluciente. Entonces, Odiseo ordenó a las criadas que limpiaran la
sala, mientras él y los suyos retiraban los cuerpos y raspaban el piso
con espátulas.
Y una vez que el salón estuvo limpio, los hombres se lavaron, y
Odiseo llamó a Euriclea y le dijo:
—Anciana, trae azufre91 y también fuego, así purificamos el
salón. Haz que venga Penélope junto con sus criadas, y diles a las
esclavas del palacio que vengan a la sala.
Y le dijo Euriclea:
—Así lo haré, hijo mío. Pero antes permíteme que te traiga una
túnica y un manto: sería deshonroso que en tu propio palacio conti-
nuaras vestido con harapos.
Y el astuto Odiseo respondió:
—Antes que cualquier cosa, quiero tener el fuego encendido
en la casa.
Así dijo, y la anciana no desobedeció. Llevó fuego y azufre, y
Odiseo purificó la sala, el patio y las demás habitaciones.
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Canto xxiii
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Odisea
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Homero
Le respondió Penélope:
—Por más inteligente que una sea, es difícil saber los planes de
los dioses inmortales. De todos modos, vamos, llévame con Teléma-
co, para que pueda ver a los muertos y a aquel que los mató.
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Odisea
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Homero
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Odisea
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Canto xxiv
92 Asfódelo: flor blanca y roja, de tallo largo, que se usaba en los ritos funerarios
de la antigua Grecia.
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Odisea
Así les dijo y les confió sus armas. Al llegar a la viña, encontró
allí a su padre, que estaba solo, trabajando el campo. Vestía un man-
to sucio y remendado, unos rotosos guantes de trabajo y un gorro
miserable hecho con piel de cabra. Al verlo así, abrumado por los
años y la melancolía, se detuvo al lado de un peral, y ya no pudo con-
tener las lágrimas. No sabía qué hacer, si abrazarlo y besarlo y con-
tarle su regreso, o si probarlo antes de darse a conocer. Tras pensarlo
un instante, se decidió por la segunda opción, y se acercó al anciano
que seguía cavando en torno de una planta, con la cabeza gacha, di-
ciendo estas palabras:
—¡Anciano! Sabes cultivar un huerto, pues en este está todo
bien cuidado, y no hay planta, ni higuera, ni olivo, ni peral que no
lo esté. Pero voy a decirte una cosa, y espero no te enojes: el que no
me parece bien cuidado eres tú, pues no solo te agobia la vejez, sino
que estás roñoso y harapiento. No creo que tu amo te tenga en ese
estado por holgazanería; además, no se ve nada servil en ti, pues por
tu aspecto te pareces a un rey. Pero dime: ¿a quién sirves? ¿De quién
es este huerto que cultivas? Yo quisiera saber si estoy realmente en
Ítaca, como me dijo un hombre que encontré en el camino. Hace
tiempo, en mi tierra, recibí a un huésped tan discreto como ninguno
que haya recibido antes. Decía ser de Ítaca, y que el nombre de su
padre era Laertes. Lo albergué en mi palacio y le entregué regalos de
hospitalidad: siete talentos de oro, una jarra de plata, doce mantos
sencillos, doce túnicas; y además, le entregué cuatro mujeres, dies-
tras en toda clase de tareas.
Así dijo, y Laertes respondió con los ojos llorosos:
—¡Forastero! En efecto, estás en Ítaca. Pero ahora la rigen unos
hombres malvados e insolentes, y te serán en vano esos regalos que
le hiciste a aquel huésped. Si lo encontraras vivo en la ciudad de Ítaca,
él no permitiría que partieras sin llenarte de obsequios para corres-
ponder a tus presentes y a tu hospitalidad, como se debe hacer. Pero
cuéntame, ¿cuándo recibiste a este huésped, mi hijo infortunado, si
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Homero
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Odisea
La paz.
Cuando llegaron a la hermosa casa, Telémaco, el porquero y el
boyero cortaban mucha carne y mezclaban negro vino. Enseguida,
una esclava lavó a Laertes y le puso un manto encima de los hombros,
y Atenea lo hizo parecer más alto y más fornido de lo que era antes.
Cuando salió del baño, se sorprendió Odiseo, pues parecía un dios.
Mientras gozaban del banquete Odiseo y los suyos, la Fama93
mensajera recorrió la ciudad, anunciando la muerte de los preten-
dientes. Sus familiares, cuando se enteraron, corrieron al palacio de
Odiseo con gritos y lamentos, y cada uno se llevaba el cuerpo de su
pariente para darle sepultura. Y a los que habían venido de otras ciu-
dades los ponían en las rápidas naves para llevar a cada uno a casa.
Y luego se reunieron todos en el ágora, con el ánimo triste. Allí
les habló Eupites, que era el padre de Antínoo, vertiendo muchas
lágrimas por su hijo asesinado:
—Amigos, este hombre les ha hecho gran traición a los aqueos.
A muchos y valientes se los llevó en sus naves, para luego perder las
naves y los hombres; y al regresar, ha matado a los mejores de los itacenses.
93 Fama: alegoría del rumor, que se representa con miles de bocas que viajan
rapidísimo repitiendo las noticias oídas.
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Odisea
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