La Odisea de HomeroVIestudiante

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Índice

Nuestra colección 7

Leer hoy y en la escuela Odisea 9

Avistaje 11

Palabra de expertos
“El mundo de la Odisea”, 13
Dolores Gil

Odisea, Homero 25

Sobre terreno conocido


Comprobación de lectura 179
Actividades de comprensión 181
Actividades de análisis 183
Actividades de producción 187

Recomendaciones para leer y para ver 189

Bibliografía 191
Leer hoy y en la escuela
Odisea

Uno de los mitos más famosos de la cultura griega es el que


protagoniza Odiseo —o Ulises, como es llamado en la tradición
latina—, el héroe errante que, una vez finalizada la guerra de Troya,
demora diez años en volver a su hogar. Las aventuras que vive en
ese difícil regreso conforman el poema que hoy conocemos como
Odisea. Tan famosa es la historia de las desventuras de este perso-
naje en altamar, que el sustantivo común odisea hace referencia, en
las lenguas modernas, a un viaje largo y lleno de peripecias.
La Odisea no solo es el primer libro de aventuras de la litera-
tura occidental; es, también, uno de los más importantes de nuestra
cultura. Cuando decimos que se trata de un clásico, nos referimos
al hecho de que hay algo en esta obra que continúa interpelándo-
nos, que sigue teniendo sentido hoy en día, cuando han pasado casi
tres mil años desde su composición. El relato de las vicisitudes de
un hombre que extraña a su familia y quiere volver a pisar el suelo
de su patria nos conmueve y nos interesa porque es un tema uni-
versal, profundamente humano, y porque quizás, alguna vez, he-
mos conocido a alguien que estuvo en una situación similar.
Incontables son las aventuras que vive Odiseo en su viaje de
regreso. Aunque no hayamos leído la Odisea todavía, todos hemos
escuchado hablar de las sirenas1 —esas terribles mujeres con cuerpo

1 En la mitología griega, las sirenas tienen cuerpo de ave, aunque posteriormente 9


se las representó con cola de pez.
de ave que atraen a los navegantes con su enigmático canto para
luego devorarlos— o de cómo el cíclope Polifemo fue engañado por
la astucia de nuestro protagonista. ¿Quién no sabe que Penélope,
la paciente y fiel esposa del héroe, tejía de día una larga tela blanca
y luego, por la noche, la destejía, para así ganar tiempo y burlarse
de los pretendientes que querían casarse con ella? Todos estos ele-
mentos míticos forman parte de nuestra imaginación, se han
filtrado en nuestra cultura, son saberes que poseemos aun antes de
leer las obras en las que se manifiestan.
La Odisea despliega ante nosotros dos mundos: el de la aven-
tura —el de los seres fantásticos, los monstruos, las hechiceras y
tempestades— y el del hogar —la tierra patria, la familia, la vida
doméstica y el orden. El desafío que enfrenta Odiseo consiste en
poder sacar lo mejor de uno para regresar al otro siendo más sabio,
más experimentado, habiendo aprendido algo. No olvidemos que
la Odisea es, principalmente, el relato de un viaje. No solo el
que lleva a Odiseo de Troya a Ítaca —en donde se encuentran su
hogar, su esposa y su hijo—, sino además el de las infinitas vici-
situdes de la vida, de sus idas y vueltas, de sus problemas, de sus
dolores y, también, de sus alegrías.
Lo bueno e interesante de la literatura es que nos permite
vivir, aunque sea temporalmente, en mundos alternativos. Nos
permite conocer otras geografías, encontrarnos con personajes
maravillosos, vivir las mismas aventuras que los héroes. No hay
duda de que la Odisea nos proporciona este tipo de experiencia.
La importancia de leer este texto tiene que ver también, para los
lectores jóvenes, con el hecho de que, de alguna manera, toda la
literatura posterior está contenida en este primer gran relato.
Quien lee la Odisea lee el germen de toda historia. Y eso no es
poco decir.

10
Avistaje

Las siguientes actividades tienen como propósito recuperar y activar


algunos conocimientos que les permitirán leer con mayor facilidad y
provecho la Odisea.

1 Busquen en el diccionario el sustantivo común odisea y anoten


el significado.
a) Piensen en situaciones de la vida (viajes, tareas difíciles, proble-
mas cotidianos) que pueden ser nombradas con esta palabra.
b) Compartan oralmente con sus compañeros relatos de las situa-
ciones que eligieron en el punto anterior. Comparen las historias
y saquen conclusiones sobre lo que tienen en común.

2 En la Odisea aparecen diferentes monstruos que atemorizan al


protagonista y a los integrantes de su tripulación. La palabra
española monstruo proviene del latín monstrum, “prodigio”, de la
misma raíz que el verbo monere, “advertir”; es probable que esta
etimología se deba a que los antiguos creían que los seres mons-
truosos eran enviados por los dioses a modo de advertencia para
los humanos.
a) Confeccionen una lista de los monstruos que ya conocen a
través de la literatura o el cine. Debatan: ¿qué característica los
hace monstruosos?
b) Escriban una definición personal de monstruo y, luego, compá-
renla con la que aparece en algún diccionario.

3 Odiseo, Áyax, Aquiles y Diomedes son algunos de los héroes de


la mitología clásica.
11
a) En una obra de referencia sobre la mitología grecolatina (como las
que se recomiendan en la “Bibliografía”, página 191), busquen
información sobre estos y otros personajes heroicos. Escriban en
la carpeta las características de cada uno y una breve biografía.
b) ¿Qué es un héroe para ustedes? Discutan con sus compañeros
una posible definición. Tengan en cuenta los héroes que apa-
recen en la literatura, las historietas, las películas, y hasta en
los noticieros.
c) Luego de leer la Odisea, vuelvan a pensar cómo es el héroe
que presenta este texto. ¿Encuentran alguna diferencia con la
definición que habían escrito antes?

4 En libros de historia o en enciclopedias, busquen información


sobre el descubrimiento de la antigua ciudad de Troya. Luego,
respondan a las preguntas.
a) ¿Quién descubrió Troya? ¿Qué otros descubrimientos llevó a
cabo este arqueólogo?
b) ¿Qué importancia tienen estos descubrimientos para entender
los relatos mitológicos?
c) ¿En qué fecha aproximada podemos ubicar la guerra de Troya?

5 Las aventuras de Odiseo tienen lugar en la cuenca del Mediterráneo.


Observen en detalle el mapa de la página 26 y ubiquen en él las
siguientes islas y ciudades. Busquen información acerca de ellas:

Creta – Ítaca – Troya – Esparta – Micenas – Sicilia – Pilos

6 Investiguen y discutan los diferentes significados de la palabra


mito. ¿Qué significa para ustedes? Entre todos, hagan una lista
de características que, según ustedes, deben tener las historias
míticas. Luego, busquen una definición de mito en un diccionario
o una enciclopedia. Vuelvan a elaborar una lista a partir de esta
información. ¿Qué diferencias encuentran con la lista que habían
confeccionado antes?
12
Dioses y héroes
Los relatos que nos presentan los poemas homéricos no están
protagonizados solamente por seres humanos, sino que los dioses
olímpicos tienen un papel fundamental en el desarrollo de las acciones.
En la mitología griega, los dioses poseen características antropo-
mórficas; es decir, se asemejan a las personas: sienten, aman, se
enojan, envidian, son caprichosos. El rasgo que los distingue de
mujeres y hombres es la inmortalidad.
Desde el punto de vista de los poemas homéricos, el mundo
de los mortales parece estar afectado directamente por la acción
y la voluntad de las divinidades, de cuya influencia los héroes no
pueden escapar. Esto se percibe muy claramente en la Ilíada, en
donde el conflicto humano, la guerra entre dos pueblos, tiene su
contrapartida en el ámbito divino: dos bandos enfrentados de dioses
parecen manejar a los humanos casi como a títeres, en una obra
que ellos mismos dirigen según sus pasiones. Zeus, el más pode-
roso de los olímpicos, sabe, sin embargo, que existe una fuerza
superior a la de los dioses que nadie puede torcer ni cambiar: la
del Destino.
En la Odisea, si bien están presentes las discusiones de los dio-
ses en el Olimpo, la acción se centra más en el plano humano. La
relación entre Odiseo y Atenea, la divinidad que lo protege, resulta
más cercana, más íntima y directa. La diosa de la sabiduría compar-
te varios rasgos con su protegido, y lo acompaña, aconseja y ayuda
hasta que se concreta su venganza final. También se pone junto a
Telémaco, el hijo del héroe, y lo impulsa a dar el paso de la niñez a la
madurez.
Por otra parte, en la Odisea, las divinidades parecen estar más
preocupadas por el cumplimiento de la justicia que guiadas por los
impulsos de su voluntad. Un claro ejemplo de ello es Poseidón, que
perseguirá a Odiseo durante casi todo el viaje en castigo por haber
cegado a su hijo Polifemo. La ira del dios del mar significará para el
18 héroe muchos años de peripecias y una vuelta solitaria a Ítaca.
La guerra de Troya
La historia del regreso de Odiseo a su hogar forma parte de un
ciclo de leyendas más vasto, el de la guerra de Troya: un conjunto de
relatos conectados entre sí que los griegos de la Antigüedad conocían
a la perfección. En los párrafos que siguen, aparecen resumidos los
acontecimientos más sobresalientes del ciclo troyano.
Cuenta el mito que Eris, la discordia, enfurecida por no haber sido
invitada a la boda de Peleo y Tetis, arrojó en medio de los asistentes a la
fiesta una manzana de oro que decía “Para la más bella”. Las tres diosas
más importantes —Atenea, Hera y Afrodita— se disputaron ese trofeo
por considerarse merecedoras del título. Llamaron entonces a Paris, un
joven príncipe troyano, para que juzgara cuál de ellas se haría con el
triunfo. Cada diosa le prometió algo al joven, pero a Paris lo convenció
la promesa de Afrodita: si la elegía, ella le daría el amor de Helena, la
mujer más bella de la Tierra. Y así fue como Afrodita se quedó con
la manzana de la discordia. A partir de ese momento, Atenea y Hera,
enfurecidas, dieron rienda suelta a su odio contra los troyanos.
Helena estaba casada con Menelao, soberano de Esparta y her-
mano de Agamenón, el rey de Micenas. Un día, Paris visitó Esparta;
por obra de Afrodita, Helena se enamoró de él y, aprovechando la mo-
mentánea ausencia de su esposo, huyó a Troya. Los griegos no tarda-
ron en reaccionar: Agamenón, rey de reyes, se puso al mando de un
enorme ejército de estados aliados que partió hacia el Oriente a recu-
perar el honor aqueo. Durante diez años, los griegos intentaron en
vano quebrantar las murallas fortificadas de Troya.
La Ilíada comienza relatando que, en el décimo año de la guerra,
Agamenón había raptado a Criseida, una joven doncella troyana hija
de un sacerdote de Apolo. El dios, a pedido del padre de la muchacha,
asoló las tropas aqueas con una peste en castigo por el rapto. El jefe de
los aqueos accedió a devolver a la cautiva, a cambio de que le otorga-
ran como compensación una de las esclavas de Aquiles, Briseida.
Enfurecido por esta decisión, Aquiles se negó a seguir combatiendo.
Las consecuencias no tardaron en hacerse notar… Aquiles era el más 19
valiente de los guerreros aqueos. Su madre, la diosa Tetis, había baña-
do al pequeño, al nacer, en las aguas de la laguna Estigia, haciendo que
su cuerpo fuera invulnerable a las armas, excepto en uno de sus talones,
por donde lo había sostenido al sumergirlo.
Pronto los troyanos corrieron con ventaja: ante la ausencia de
Aquiles, Héctor —uno de los hijos de Príamo, el rey de Troya—
atemorizaba a los enemigos, que estaban desgastados por tantos años
de guerra y querían regresar a sus hogares. Preocupado por el avance
de los troyanos, Patroclo persuadió a su amigo Aquiles para que le
prestara su armadura. Haciéndose pasar por Aquiles, Patroclo mostró
valentía y mató a varios troyanos, hasta que Héctor se cruzó en su
camino y terminó con su vida. Este hecho llenó de dolor a Aquiles y
le dio el impulso que le faltaba para volver al combate. Frente a las
murallas de Troya, finalmente se enfrentó con Héctor, al que venció
luego de una ardua lucha. Arrastró y desfiguró el cadáver de su opo-
nente. Finalmente, Aquiles se compadeció del viejo Príamo; devolvió
el cuerpo a sus deudos y concedió una tregua para que se oficiaran los
juegos fúnebres en honor al héroe caído. Este es el punto del relato en
el que termina la Ilíada. Aquiles murió poco después, sorprendido por
una flecha del cobarde Paris, quien lo hirió justo en el talón, la única
parte vulnerable de su cuerpo.
Sin Héctor, los troyanos estaban desesperados. Los aqueos no se
encontraban en una situación mucho más favorable: a pesar de tantos
años de asedio, no habían podido franquear las puertas de la ciudad
fortificada. Entonces, Odiseo —que se destacaba por su habilidad para
los engaños y la mentira— tuvo una idea: propuso a sus compañeros que
construyeran un enorme caballo de madera para ofrecérselo a los troya-
nos como regalo de paz. Dentro del caballo irían los más bravos guerreros
aqueos y, una vez que la enorme ofrenda estuviese dentro de las murallas
de Troya, saldrían del interior del caballo de madera y tomarían la ciudad.
El plan fue ejecutado a la perfección y, en pocas horas, Troya quedó en
manos del enemigo. Muchísimos troyanos murieron, las mujeres fueron
20
tomadas prisioneras; algunos pocos, como Eneas, pudieron huir.
Luego de la caída de Troya, los héroes aqueos emprendieron el
regreso a sus hogares, sin saber que para muchos el viaje sería arduo.
El relato de esos viajes constituye un subgénero épico especial: el
de los nostoi, o “regresos”. Los hay felices, como el de Menelao o el de
Néstor, a los que se hace referencia en la Odisea; pero también los hay
trágicos, como el de Agamenón, que al llegar a su palacio encuentra
la muerte a manos de su esposa Clitemestra y el amante de esta, Egisto.
Y también hay regresos difíciles, como el de Odiseo, quien no dejará
de sufrir una vez que pise Ítaca, puesto que allí tendrá que lidiar con
los problemas originados por haber estado ausente del reino durante
veinte años.

La figura del héroe


La visión del mundo que se manifiesta en la Odisea presenta
significativas diferencias con la que aparece en la Ilíada. Esta es una
de las razones por las que algunos sostienen que ambas obras no
pueden pertenecer a una misma mentalidad o a una misma fecha.
Principalmente, observamos en la Odisea un cambio en lo que res-
pecta a la figura heroica. El héroe es alguien que se destaca por sus
características especiales, que le permiten diferenciarse del resto de
los mortales. En la antigua cultura griega se creía que para cada
miembro de la sociedad existía una areté, es decir, una cualidad so-
bresaliente, un rasgo de excelencia. En el caso del héroe de la Ilíada,
esa areté es la valentía, tal como se pone en evidencia en la figura de
Aquiles, quien sacrifica una vida larga y tranquila, a favor de la gloria
y la fama que supone la muerte en el campo de batalla en la flor de
la edad.
Frente a esa figura, la Odisea presenta un héroe cuya cualidad
principal no tiene que ver con la fuerza ni con la destreza en el com-
bate. Odiseo es astuto, inteligente, hasta embaucador. No hace uso de
la fuerza física para resolver los problemas o para sobrevivir, sino que
su fortaleza reside en su intelecto, como se trasluce en la mayoría de
las aventuras que debe enfrentar. 21
Este cambio de la manera de ver el mundo también se observa
en la temática que presenta la obra. De cantar la gloria de los héroes
de guerra, como ocurre en la Ilíada, se pasa a cantar al individuo en
su lucha con el medio que lo rodea. Las aventuras que vive Odiseo en
altamar tienen, casi sin excepción, un carácter fantástico: islas pobla-
das de seres extraños, monstruos marinos, hechiceras con poderes
prodigiosos, viajes infernales… Es evidente que esta obra presenta la
aparición de una nueva sensibilidad. La geografía que recorre el prota-
gonista en su derrotero oscila entre el realismo y la más pura fantasía.
A su vez, la Odisea es un relato de la nostalgia: la primera apari-
ción del héroe, en el canto v, resulta sumamente significativa en este
sentido. Odiseo se halla en Ogigia, la isla en donde Calipso le ofrece
todas las comodidades y hasta la vida eterna, pero él está sentado fren-
te al mar y llora porque quiere regresar a su patria y no puede. Y no es
la única vez que lo vemos llorar: ya en Feacia, cuando escuche al aedo
cantar historias sobre la guerra de Troya en las que él había participa-
do, no podrá contenerse y tendrá que esconder su semblante para que
sus anfitriones no sospechen su identidad.

La estructura de la Odisea
Otro aspecto en el que se advierte un cambio profundo entre la
Ilíada y la Odisea es el que se relaciona con la estructura narrativa
peculiar de esta última. Como ocurre en muchas novelas y películas
actuales, la secuencia cronológica de los hechos se presenta desorde-
nada. En este sentido, se puede señalar que la estructura de la Odisea
se organiza básicamente en tres partes.
En primera instancia, leemos la Telemaquia —que abarca los can-
tos i a iv—, en donde se relata la situación actual en el palacio de Odiseo
y el viaje que emprende Telémaco en busca de noticias sobre su padre.
Luego, asistimos a las aventuras en el mar —recogidas en los
cantos v a xii—, en el momento en que Odiseo parte desde la isla de
Calipso rumbo a Feacia. Allí contará, en un extenso relato, todos los
22 sucesos fantásticos que vivió desde el momento en que partió de Troya
hasta naufragar en la isla Ogigia. Desde el punto de vista narrativo,
esta parte resulta particularmente interesante, ya que Odiseo, el per-
sonaje principal, se convierte en una especie de aedo que canta sus
propias desventuras ante la corte de los feacios, lo que deviene en una
especie de reflejo de la obra dentro de sí misma.
Por último, los cantos xiii a xxiv narran los sucesos que ocurren
una vez que Odiseo llega a su patria, Ítaca. A partir de ese momento,
llevará a cabo una cuidadosa estrategia para enfrentar a los numerosos
pretendientes de Penélope que se comen su hacienda y malgastan sus
bienes día tras día. En esta parte, al encontrarse Telémaco con su pa-
dre, se unen finalmente los hilos que el narrador tendió en la primera
y en la segunda.

La Odisea, un clásico
Según imagina el crítico George Steiner, Homero habría compila-
do la Ilíada en su juventud, a partir de materiales heredados, y habría
redactado la Odisea siendo ya anciano. Sostiene esta hipótesis dado que
“no parece probable que el mismo poeta pudiera articular ambas con-
cepciones de la vida […]. Con intuición maravillosa, Homero eligió
como protagonista la figura de la leyenda troyana que más cerca estaba
de la ‘modernidad’. […] Como Odiseo, Homero abandonó los incipien-
tes y rudimentarios valores inherentes al mundo de Aquiles”.1
El hecho es que la Odisea es una obra que, a través de los siglos,
sigue fascinando a los lectores. No hay duda de que constituye un clá-
sico de la literatura occidental. Sin embargo, lo verdaderamente sig-
nificativo reside en que esta obra llegue a convertirse en uno de los
clásicos personales de cada uno de nosotros, es decir, que pase a formar
parte de ese tesoro individual que va creciendo a medida que uno en-
cuentra sus propios favoritos. Este es el desafío que les presentamos…
¡que lo disfruten!

1 Steiner, George. “Homero y los eruditos”. En: Lenguaje y silencio. Barcelona, 23


Gedisa, 1982.
Odisea
Canto i

Invocación.
Háblame, Musa, del varón astuto que, luego de arrasar la
1

ciudadela de Troya, 2 anduvo mucho tiempo errante y conoció los


hábitos de numerosos pueblos, y soportó penurias, mientras sur-
caba el mar, pugnando por su vida e intentando ayudar a que los
compañeros volvieran a la patria; pero los insensatos se comieron
el rebaño del Sol,3 quien les negó el regreso.

La asamblea de los dioses.


Ya todos los que habían conseguido escapar de la muerte estaban
sanos y salvos en sus casas, a excepción de Odiseo, que se hallaba cauti-
vo de la ninfa4 Calipso. Ella lo tenía preso en la isla de Ogigia, deseosa de

1 Musa: cualquiera de las nueve diosas, hijas de Zeus y Mnemosine (la Memoria),
que se ocupaban de inspirar la música y el canto.
2 Troya: ciudad del Asia Menor donde, según la leyenda, se llevó a cabo una de
las guerras más famosas de los griegos.
3 Sol: en la mitología griega, el Sol era una divinidad; se lo imaginaba como un hermoso
dios coronado con una aureola brillante, que cada día recorría el cielo en su carro.
4 Ninfas: diosas secundarias que pueblan los bosques, los campos y las aguas. Se
las consideraba hijas de Zeus y representaban la belleza femenina y la fecundidad.
A menudo se las representaba cantando e hilando.

• 27 •
Homero

tomarlo por esposo. Ya había llegado el tiempo decretado por los dioses
para que regresara a Ítaca,5 su patria, y todas las deidades se apiadaban
de él, excepto Poseidón,6 a cuyo hijo Polifemo7 había cegado.
Un día se reunió la asamblea de los dioses: todos se habían dado
cita en el palacio del olímpico Zeus, 8 excepto Poseidón, quien se en-
contraba en el lejano país de los etíopes, donde asistía a unos sacrifi-
cios que habían preparado en su honor. Recordando el ejemplo de
Egisto,9 a quien Orestes había dado muerte, el padre de los hombres
fue el primero en tomar la palabra:
—Los humanos nos echan la culpa de sus males, cuando en ver-
dad son ellos quienes se los buscan con sus propias locuras. Aunque
enviamos a Hermes10 para desalentarlo, Egisto se casó igualmente
con la esposa de Agamenón11 y lo mató cuando este volvía a su casa.

5 Ítaca: isla griega emplazada en el mar Jónico. Es la patria de Odiseo, en donde


reina junto a Penélope. A menudo se la describe como una isla montañosa, árida
y apta para criar cabras.
6 Poseidón: dios del mar. Es hijo de Crono y Rea, y, por lo tanto, hermano de Zeus,
Hades y Hera. Es un dios irascible; a menudo suscita tormentas y remueve las
aguas con ayuda de su tridente. Está enojado con Odiseo, puesto que este ha
cegado a su hijo amado, Polifemo.
7 Polifemo: hijo de Poseidón y de la ninfa Toosa, es un gigante salvaje y horrible,
que desconoce los lazos sociales más básicos, se alimenta de carne cruda y vive
aislado en una caverna (ver canto ix).
8 Zeus: es el rey del Olimpo, la divinidad más importante, que domina el cielo y la
tierra. Está casado con Hera, pero es un dios muy enamoradizo y tiene incontables
hijos con otras diosas y con mujeres mortales. Preside la asamblea de los dioses,
vela por el respeto de los juramentos y de la hospitalidad.
9 Egisto: primo de Agamenón y Menelao. Cuando estos parten hacia Troya, Egisto se
queda en el palacio junto a Clitemestra, a quien finalmente seduce. Cuando
Agamenón vuelve de la guerra, lo recibe con un banquete y lo asesina. Reina durante
siete años más hasta que Orestes (el hijo de Agamenón y Clitemestra) lo mata.
10 Hermes: hijo de Zeus y Maya. Inventor de la lira y la flauta, Hermes es el mensajero
de los dioses. Se lo representa con sandalias aladas y un sombrero de ala ancha.
Una de sus funciones consiste en guiar a las almas de los muertos hacia el Hades.
11 Agamenón: llamado Atrida por ser hijo de Atreo, Agamenón es hermano de
Menelao y jefe del ejército aqueo en la guerra de Troya. Es el rey de Argos,
marido de Clitemestra y padre de Orestes, Ifigenia y Electra. Su disputa con
Aquiles por el botín obtenido en un saqueo da comienzo al relato de la Ilíada.

• 28 •
Odisea

Le respondió Atenea,12 la diosa de ojos glaucos:13


—Has dicho la verdad. Y ojalá perezcan igual que él quienes se
atrevan a imitar su ejemplo. Pero es distinto el caso de Odiseo. ¿Aca-
so olvidó hacerte un sacrificio? ¿Tan enojado estás con él?
Y Zeus, el que junta las nubes, respondió:
—¿Qué palabras son esas, hija mía? ¿Cómo podría olvidarme
del divino Odiseo, que por su ingenio y sus ofrendas a los dioses
siempre se destacó entre los demás hombres? Es Poseidón, el que sa-
cude el suelo, el que sigue enojado con él, a causa de su hijo Polifemo,
ya que lo dejó ciego el héroe. Por eso es que le impide retornar a la
patria. Pero ya es momento de que regrese. Dispongamos su vuelta.
Que Poseidón renuncie a su rencor, porque él solo no podrá contra
la voluntad del resto de los dioses.
Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—Padre Zeus, si al resto de los dioses les complace su regreso,
enviemos a Hermes a la isla de Ogigia, para que le transmita nues-
tras órdenes a la ninfa Calipso y ella le permita irse. Yo, por mi
parte, partiré hacia Ítaca, donde le infundiré a su hijo Telémaco14
coraje para que llame a una asamblea15 y se enfrente a los crueles
pretendientes16 que consumen su hacienda; más tarde lo haré ir a

12 Atenea: hija de Zeus y Metis, Atenea es la diosa de la sabiduría, las labores, la


inteligencia y la guerra. Al igual que Zeus, lleva la égida, con la cual aterroriza a los
enemigos en el campo de batalla. Es la compañera inseparable de Odiseo, a quien
aconseja y guía en su vuelta a Ítaca.
13 Glauco: de color verde claro, como el del mar.
14 Telémaco: hijo de Penélope y Odiseo, tiene veinte años cuando comienza el relato.
Al igual que su madre, sufre al ver a los pretendientes saquear las riquezas de
su palacio, pero no puede hacer nada al respecto.
15 Asamblea: reunión de los ciudadanos en la que se discutían temas de importancia
y se decidía qué rumbo de acción tomar.
16 Pretendientes: jóvenes ricos y solteros de Ítaca que quieren casarse con Penélope.
Son maleducados, groseros y se pasan todo el día festejando y dilapidando los
recursos del palacio de Odiseo.

• 29 •
Homero

la arenosa Pilos 17 y a Esparta, 18 la de anchos valles, para buscar


noticias del regreso de su querido padre, y para que se haga fama
y renombre entre la gente.

Atenea visita a Telémaco.


Así dijo, y se colocó en los pies las hermosas sandalias inmor-
tales, con las que podía volar, transportada en el viento, sobre las
aguas y la tierra. Y tras tomar la lanza, dio un gran salto desde la
cumbre del nevado Olimpo y, rauda, se posó frente a las puertas
del palacio de Odiseo, en Ítaca, tomando la apariencia de Mentes,
el señor de los tafios.

Atenea desciende del Olimpo hacia Ítaca. Ilustración de John Flaxman, 1810.

Encontró a los soberbios pretendientes que jugaban a los dados


frente a la puerta del palacio. Hacía mucho tiempo que pasaban el día
consumiendo la despensa de la casa de Odiseo, de banquete en banquete,

17 Pilos: ciudad ubicada al sudoeste del Peloponeso, en donde reina Néstor.


18 Esparta: ciudad del sur de Grecia continental; allí se encuentra el palacio de Menelao.

• 30 •
Odisea

en tanto que esperaban que su esposa Penélope escogiera a uno de ellos


para que la desposara. Telémaco, con el corazón angustiado por la au-
sencia del varón que, en caso de que volviera, expulsaría a aquellos in-
solentes, fue quien notó primero la presencia de la diosa. Hizo in-
gresar al huésped al vestíbulo y le tendió la mano, saludándolo:
—Sé bienvenido, huésped. Aquí te trataremos como a un amigo.
Pero antes de que nos digas a qué has venido, come y sacia tu apetito.
Dicho esto, Telémaco hizo entrar a la diosa en el palacio y le
ofreció un sillón para sentarse, en un sitio alejado de los pretendien-
tes, para que el griterío de aquellos sinvergüenzas no los perturbara,
con la idea de solicitarle al extranjero noticias de su padre, y él mismo
tomó asiento junto a ella en una hermosa silla. Tras lavarse las manos,
disfrutaron de exquisitos manjares. Poco después, entraron en la sala
los viles pretendientes, y luego de que hubieron comido hasta llenar-
se, Femio, el divino aedo,19 entonó un hermoso canto.
—Querido huésped —le dijo Telémaco a la diosa—, espero que
no te enojes por lo que te voy a decir. Estos no tienen otra ocupación
más que la música y el canto, y nada les importa, pues consumen im-
punes la hacienda de otro hombre, un varón cuyos huesos se pudren
lejos en alguna playa, o las olas arrastran por los mares. Pero ahora
dime por favor quién eres y cómo y con qué fin has llegado a mi casa.
Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—Soy Mentes, y me jacto de reinar sobre los tafios. Me dirigía a
Temesa a buscar bronce, y me detuve aquí porque me aseguraron que
tu padre había regresado. Sin duda que los dioses se oponen a su vuel-
ta; porque lo cierto es que Odiseo vive, aunque está prisionero del
océano, en una fértil isla. Yo no soy adivino ni intérprete de sueños,
pero igual te diré lo que va a suceder: no estará mucho tiempo alejado

19 Aedo: recitador de poesía. Los aedos cuentan con una gran memoria que les
permite recordar extensos relatos a medida que cantan y tocan la lira. En la
Odisea hay dos: Femio y Demódoco. Su tarea es entretener a los comensales en
los banquetes contándoles historias famosas, como las de la guerra de Troya.

• 31 •
Homero

de su patria, por más fuertes que sean las cadenas que lo tienen
sujeto. Pero dime, ¿qué clase de reunión es esta? ¿Acaso se celebra
un casamiento? ¿Por qué permites semejante despilfarro?
—Ya que preguntas, huésped, yo te responderé: esta casa
fue antaño respetada, mientras vivió mi padre con nosotros.
Ahora todos los hijos de las familias nobles de Duliquio, de
Same, de Zaquinto y de la áspera Ítaca pretenden a mi madre y
arruinan nuestra casa. Mi madre, sin embargo, no rechaza las
nupcias ni sabe poner freno a este atropello, y mientras tanto
estos odiosos hombres consumen nuestra hacienda, y pronto
acabarán conmigo mismo.
—¡Oh dioses! ¡Si el ausente regresara! ¡Qué amargas bodas se
celebrarían entonces! ¡Las vidas de estos necios cuánto se abrevia-
rían! Pero ahora depende de los dioses que tu padre regrese y se
cobre venganza; tú debes meditar cómo habrás de expulsar a estos
insolentes de tu casa. Presta atención a lo que te voy a decir: convoca
a una asamblea en el ágora20 mañana, e intima a los pretendientes a
que abandonen tu palacio; y si tu madre acaso busca segundas nup-
cias, que regrese a la casa de su padre, que habrá de decretar su
casamiento y fijará su dote.21 En cuanto a ti, dispón tu mejor nave,
y vete a preguntar por Odiseo; primero irás a Pilos, que es la mo-
rada del divino Néstor, 22 y luego rumbo a Esparta, donde reina
Menelao.23 Si uno y otro te dicen que tu padre está vivo, soporta
todo esto un año más, aunque estés afligido; pero si acaso oyes que

20 Ágora: plaza pública donde se realizan las asambleas.


21 Dote: conjunto de bienes y derechos aportados por la mujer al matrimonio.
22 Néstor: rey de Pilos, es el prototipo del anciano sabio al que todos acuden a
pedir consejo.
23 Menelao: hermano de Agamenón y esposo de Helena, Menelao es rey de Esparta.
La leyenda cuenta que la guerra de Troya se originó porque Helena, la más
hermosa de las mortales, se escapó a Troya junto con el apuesto Paris. Esto
suscitó la ira de los Atridas, que juntaron todas las fuerzas aqueas y se
embarcaron rumbo a Ilión para recuperar el honor perdido.

• 32 •
Odisea

él ha muerto, vuelve sin demora y levántale un túmulo, hónralo con


exequias, y búscale a Penélope un marido. Y una vez que todo esto
esté cumplido, medita cómo habrás de darles muerte a los odiosos
pretendientes en el palacio, si abiertamente o con algún engaño, pues
es preciso que dejes de comportarte como un niño: ya tu edad te lo
impide. Ahora debo partir. Te pido que sigas mis consejos.

Telémaco convoca a una asamblea.


Luego de hablar, la diosa de ojos glaucos partió rauda, volando
como un pájaro, infundiendo en el alma de Telémaco coraje y espe-
ranza, y avivando en su mente el recuerdo de su padre. Al verla, sos-
pechó el hijo de Odiseo que no era un mortal con quien había habla-
do. Luego se dirigió a los pretendientes:
—¡Soberbios pretendientes de mi madre! Dejen ya de gritar, y
escuchemos a Femio, nuestro aedo, cuya voz se compara con la de los
dioses, mientras disfrutamos del banquete. Cuando se haga de día,
iremos hasta el ágora, donde habrá una asamblea. Allí les pediré que
salgan del palacio, y que de aquí en más celebren sus banquetes en sus
casas, comiendo de sus propios bienes. Pero si aun así siguieran con-
sumiendo impunemente la hacienda de mi padre, yo invocaré a los
dioses, por si Zeus concede que las acciones de ustedes sean castigadas,
y quizás un día mueran aquí en este palacio sin que nadie los vengue.
Los pretendientes, sorprendidos por la audacia con que Telémaco
había hablado, apenas atinaron a protestar; y luego, por la noche, se
marcharon a dormir a sus casas. Telémaco subió a su habitación,
acompañado por su nodriza, Euriclea,24 quien iba alumbrándole el
camino. Una vez acostado en su cómodo lecho, cubierto con un edre-
dón de piel de oveja, pasó toda la noche dando vueltas en su mente
al plan que Palas Atenea le había aconsejado.

24 Euriclea: nodriza de Odiseo, una de las pocas criadas fieles que existen aún en
el palacio.

• 33 •
Canto ii

Telémaco habla ante la asamblea.


No bien surgió la hija de la mañana, Eos,25 de dedos sonrosados,
Telémaco salió de la cama, y luego de vestirse se puso al hombro la
afilada espada y colocó en sus pies las hermosas sandalias, y semejan-
te a un dios en su fisonomía dejó la habitación. Acto seguido ordenó
a los heraldos26 que llamaran al ágora a todos los aqueos,27 que muy
pronto empezaron a acudir. Allá se dirigió, empuñando la lanza de
bronce y con dos perros que le seguían los pasos; en el camino, Palas
Atenea adornó su figura con la gracia de los dioses, y cuando llegó al
ágora, la gente lo miraba con asombro. Allí ocupó la silla de su padre,
puesto que los ancianos le hicieron un lugar. Esa era la primera vez
que se convocaba a una asamblea, tras la partida de Odiseo. Telémaco
pidió la palabra, y Pisénor, el heraldo, puso el cetro28 en sus manos:

25 Eos: diosa que personifica la Aurora. Sus dedos de color de rosa les abren las
puertas a los carros del Sol, que ilumina la tierra día tras día.
26 Heraldo: mensajero.
27 Aqueos: designación general de los pueblos que habitan la península griega. El
nombre proviene de la palabra Acaya, región que se encuentra al norte del Peloponeso.
En los poemas homéricos, el nombre se usa para designar a las tropas griegas.
28 Cetro: vara confeccionada con un material precioso, que simboliza la autoridad
e indica a quién le corresponde la palabra en la asamblea.

• 34 •
Odisea

—Habitantes de Ítaca: no los he convocado para hablar de un


asunto de orden público, sino de una desgracia que ha caído sobre mi
propio hogar. Pensándolo mejor, son dos mis preocupaciones: que he
perdido a mi padre, que reinaba sobre todo su pueblo con amor pa-
ternal, ese ya es un hecho conocido; pero ahora resulta que destruyen
mi casa y acaban con mi hacienda los crueles pretendientes de mi ma-
dre, los hijos de los nobles itacenses, sin que ella lo consienta. Vienen
todos los días a mi casa, nos degüellan los bueyes, se comen las ovejas
y las cabras y beben locamente el rojo vino en banquetes sin fin, apro-
vechando que no está Odiseo, que les haría frente si estuviera. Les
ruego, pretendientes de mi madre, por Zeus y por Temis,29 que se aver-
güencen ante sus vecinos y se detengan en su ultraje; de lo contrario,
los perseguirá la ira de los dioses, irritados por sus obras perversas.
Dicho esto, Telémaco, furioso, sufrió un ataque súbito de llanto,
y arrojó el cetro al suelo. Todo el pueblo, en silencio, sintió piedad por
él, y hasta los pretendientes se quedaron callados, todos menos An-
tínoo, que era el más insolente, quien contestó con aspereza:
—Telémaco, has hablado con palabras encendidas; modera tus im-
pulsos y deja de insultarnos. No tenemos la culpa de lo que nos acusas: es
tu madre quien nos ha dado falsas esperanzas, que alienta con astucias.
Hace tres años ya, y pronto vendrá el cuarto, que teje una mortaja30 para
que use Laertes, el padre de Odiseo, el día de su entierro. “¡No se puede
consentir, jóvenes pretendientes, que a un hombre tan opulento se lo en-
tierre sin mortaja!”, nos decía. Así nos persuadió; pero más tarde descu-
brimos que cada noche destejía todo lo que había tejido en la jornada. Nos
tuvo en el engaño mucho tiempo: tres años. Sin embargo, finalmente la
descubrió una esclava. Telémaco, escucha la respuesta que les damos a ti
y a los demás ciudadanos: ordénale a tu madre que regrese a la casa de su
padre y que tome por esposo a quien él le aconseje y a ella más le plazca.

29 Temis: diosa que personifica la Justicia, madre de las Parcas.


30 Mortaja: vestidura o lienzo en que se envuelve el cadáver para el sepulcro.

• 35 •
Homero

—¿Cómo podría, Antínoo, expulsar de mi casa contra su volun-


tad a quien me dio la vida y me crió? Quizá murió mi padre, quizá
vive. Hasta que no lo sepa, no pienso restituir la dote de mi madre al
viejo Icario. No fuera cosa que Odiseo regresara y las odiosas Eri-
nias31 se enojaran conmigo. Jamás daré esa orden. Lo que les pido
ahora es que salgan de mi casa, y que coman la hacienda de otro
hombre o la propia, si quieren celebrar algún banquete.
Así dijo Telémaco, y Zeus le envió dos águilas que echaron a
volar desde la cima de un monte cercano. En el momento de llegar al
ágora, las aves giraron velozmente y miraron a todos a la cara, en
presagio32 de muerte, antes de desgarrarse con las uñas la cabeza y el
cuello; y luego se marcharon por la derecha, encima de las casas, y a
través de la ciudad.

Zeus con el águila. Vasija del siglo vi a. C.

31 Erinias: llamadas también Euménides, son divinidades terribles encargadas de


la venganza de los crímenes familiares.
32 Presagio: señal que indica, previene y anuncia un suceso. Los griegos creían en
diversas formas de adivinación, como la interpretación del vuelo de las aves, de
los fenómenos meteorológicos, los estornudos, etcétera.

• 36 •
Odisea

El prodigio dejó a todos perturbados. El anciano Haliterses, que


sabía interpretar el vuelo de las aves, intentó señalarles sus fechorías
a los pretendientes. Pero estos no le hicieron caso y se burlaron de él.
Telémaco pidió de nuevo la palabra:
—Pretendientes, concédanme al menos una cosa: denme una
buena nave con veinte compañeros. Iré a Esparta y a la arenosa Pilos,
a recabar noticias de mi padre. Si me dicen que vive y que va a regre-
sar, aunque estoy afligido, soportaré todo esto un año más; pero si
llego a escuchar que él ha muerto, volveré inmediatamente, le levan-
taré un túmulo, lo honraré con exequias y casaré a mi madre.
Así dijo Telémaco, y luego tomó asiento. Una vez que hubo ha-
blado, se levantó el buen Méntor,33 amigo de Odiseo, y con benevo-
lencia arengó a los presentes:
—Habitantes de Ítaca, escuchen mis palabras. Ojalá ningún rey
los vuelva a gobernar con clemencia y justicia, ya que se han olvidado
de Odiseo, que reinaba sobre Ítaca con amor paternal. Y, les pido que
me crean, me enojan tanto los ultrajes de estos orgullosos pretendien-
tes como me indigna el resto de ustedes, itacenses, que contemplan,
sentados en silencio, cómo estos, que son pocos, se salen con la suya,
y no se animan a reprenderlos.
Le respondió Leócrito, uno de los pretendientes:
—¿Qué cosas dices, Méntor, insensato? Tus palabras son vanas,
porque estos nada pueden hacer contra nosotros. Si volviera Odiseo
en persona e intentara expulsarnos de su casa, poco se alegraría su
mujer, que lo espera, pues allí mismo le daríamos muerte. Que a
Telémaco lo ayuden en su viaje Haliterses y Méntor, amigos de su
padre. Y si a mí me preguntan mi opinión, no creo que Telémaco
viaje a ninguna parte. Seguramente permanecerá sentado aguardando
noticias de su padre. Ahora, regresemos cada uno a su casa.

33 Méntor: viejo amigo de Odiseo, cuya forma toma Atenea en repetidas ocasiones
para ayudar a Telémaco.

• 37 •
Homero

Así dijo, y al instante concluyó la asamblea. Telémaco se fue


apenado a la playa y allí invocó a Atenea, lamentándose de lo que ha-
bía ocurrido en el ágora. La diosa de ojos glaucos escuchó su plegaria
y apareció ante él tomando la apariencia del buen Méntor:
—Telémaco, tú no serás en el futuro cobarde ni imprudente, si
es que has heredado el carácter de tu padre. Vas a emprender tu via-
je. No te preocupes por los pretendientes, ni por sus insolencias, ni
por los planes que puedan tramar contra ti. Para ellos, la muerte ya
está cerca. Vete a tu casa ahora y dispón las provisiones para el viaje,
que yo me ocuparé de elegir una nave y buscar tripulación.

Telémaco se prepara para el viaje.


Tras oír a la diosa, Telémaco fue a su casa, y encontró a los so-
berbios pretendientes que desollaban cabras y asaban unos cerdos en
el patio. Antínoo nuevamente lo insultó, y el hijo de Odiseo, contra-
riado, bajó hasta la bodega de su padre, en donde se guardaban oro,
bronce, vestidos y aromático aceite, y vasijas de un dulce vino añejo,
por si un día llegara a volver Odiseo a su casa. La guardiana de todo
era Euriclea, nodriza y despensera de la casa. A ella le pidió Teléma-
co que preparara las provisiones para el largo viaje. Pero la fiel nodri-
za rompió en llanto y le dijo:
—¡Hijo mío! ¿Por qué se te ha metido esto en la cabeza? ¿Para
qué quieres ir a tierras tan lejanas, siendo único hijo y tan querido?
Tu padre ha muerto lejos de su patria, y es seguro que ahora los viles
pretendientes van a prepararte una emboscada para matarte y usur-
par tu hacienda.
El prudente Telémaco le respondió a la anciana:
—Tranquilízate, que esto no lo he resuelto yo, sino que un dios
me ha aconsejado así. Prométeme una cosa: que no le dirás a mi ma-
dre nada de este viaje, hasta que hayan pasado once o doce días, o
hasta que haya oído que partí.
Así juró la anciana, y se puso a alistar las provisiones.

• 38 •
Odisea

Mientras tanto, Atenea había tomado el aspecto de Telémaco, y


estaba recorriendo la ciudad en busca de voluntarios honrados que
quisieran embarcarse, ordenándoles que al anochecer se reunieran
con él junto a la nave.
Cuando se hizo de noche, Atenea acudió al palacio de Odiseo y
les infundió el dulce sueño a los pretendientes, hasta tal punto que
las copas se les caían de las manos. Se apresuraron todos a volver a
sus casas a acostarse, y el sueño no tardó en cerrarles los párpados.
Tomando la figura de Méntor, Atenea exhortó a Telémaco
a partir:
—¡Es momento, Telémaco! Te esperan ya tus compañeros en los
bancos, listos para remar, aguardando tus órdenes. Vamos, no retra-
semos más el viaje.
Una vez en la orilla, cargaron las vituallas en la nave. El hijo
de Odiseo tomó asiento en la popa, y a su lado se ubicó Atenea,
mientras los compañeros quitaban las amarras y ya se disponían en
los bancos. La diosa de ojos glaucos les envió un viento próspero, el
Céfiro, que sobre el mar vinoso soplaba suavemente. Cuando ya se
alejaban de la costa, hicieron libaciones34 a los dioses, en especial a
Palas Atenea. Y la nave siguió el curso establecido durante toda la
noche y la siguiente aurora.

34 Libación: ceremonia que consistía en derramar vino, leche u otro líquido en honor
de los dioses.

• 39 •
Canto iii

Telémaco en Pilos.
El sol ya se elevaba tras surgir de la hermosa laguna,35 por el
cielo de bronce, llevándoles la luz a dioses y a hombres, cuando
arribó Telémaco con su tripulación a la arenosa Pilos, la ciudad
construida por Neleo.36 Hallaron en la orilla a los pilios, que hacían
sacrificios a Poseidón, el dios que sacude la tierra: había nueve gru-
pos de quinientos hombres, y cada grupo estaba sacrificando nueve
toros negros. Telémaco y los suyos anclaron en el puerto y saltaron
a tierra, Atenea primero, y Telémaco después. La diosa de ojos
glaucos dijo así:
—Telémaco, ya no debes mostrar vergüenza en cosa alguna, tras
cruzar el océano buscando información sobre tu padre. No te demo-
res. Pregúntale directamente a Néstor, domador de caballos; veamos
qué noticias tiene para darte.

35 Laguna: el océano. Según la creencia de los griegos, el Sol, al terminar su jornada


de trabajo recorriendo el cielo, se bañaba en las aguas del océano y desde allí
volvía a emprender el camino.
36 Neleo: hijo de Tiro y Poseidón, fue abandonado por su madre y amamantado por
una yegua que su padre le envió para que no muriera. Fundó la ciudad de Pilos.

• 40 •
Odisea

A esto dijo Telémaco:


—Méntor, ¿cómo podría acercarme hasta él? ¿Cómo podría ir a
saludarlo? Aunque yo soy discreto, cualquier joven sentiría vergüenza
de interrogar a un viejo.
Y repuso la diosa:
—Algunas cosas se te ocurrirán por sí solas y otras te las inspi-
rará un dios, pues has nacido y te has criado con el favor de los dioses.
De eso estoy seguro.

Atenea, bajo la figura de Méntor, acompaña a Telémaco en Pilos.


Ilustración de John Flaxman, 1810.

Luego de este diálogo, emprendieron la marcha guiados por


la diosa, hasta llegar al sitio donde estaban reunidos los varones de
Pilos. Allí se había sentado Néstor junto a sus hijos, y en torno a él
los pilios preparaban un festín de abundante carne asada. Apenas
vieron que tenían huéspedes, los pilios se acercaron para estrechar
sus manos. Pisístrato, que era uno de los hijos de Néstor, se ade-
lantó a los otros. Los saludó y los invitó al banquete, y señaló unas
pieles donde tomar asiento junto a su padre Néstor y a su hermano
Trasimedes. Pisístrato sirvió una copa de vino y se la dio a Atenea,
diciendo estas palabras:

• 41 •
Homero

—Alza tus ruegos, huésped mío, al soberano Poseidón, puesto


que celebramos en su honor este banquete. Tras libar de la copa, y
hecho el ruego, pásale el dulce vino a tu compañero para que también
él pueda beber, invocando a los dioses inmortales, porque todos los
hombres necesitan la ayuda de los dioses.

Telémaco habla con Néstor.


Tras realizar las libaciones, Atenea y Telémaco comieron y
bebieron a sus anchas. Una vez que estuvieron satisfechos, así les
habló Néstor:
—Ahora que han comido y han bebido, la ocasión es propicia
para interrogarlos. ¿Quiénes son, forasteros? ¿De dónde vienen, tras
navegar por los húmedos caminos? ¿A qué se debe su visita?
El prudente Telémaco, a quien la diosa de ojos glaucos había
infundido coraje para que preguntara sobre el padre y adquiriese
gloriosa fama entre los hombres, respondió:
—Nos preguntas, ¡oh Néstor!, de dónde hemos venido, y yo te
lo diré: de Ítaca, situada al pie del monte Neyo, y lo que aquí nos trae
no es un asunto público, sino particular. De todos los guerreros que
lucharon en Troya se sabe el paradero: algunos están muertos y otros
viven. Sin embargo, la suerte de Odiseo, mi padre, Zeus nos ha pro-
hibido conocerla: nadie puede decirnos claramente en dónde pereció,
si en el mar o en la tierra. Por eso abrazo tus rodillas, Néstor, por si
pudieras darme información sobre su muerte.
A esto respondió el insigne Néstor:
—¡Hijo mío! ¡Qué recuerdos me vienen a la mente de todas las
desgracias que sufrimos los aqueos en la ciudad de Príamo!37 Los
mejores guerreros que teníamos hallaron la muerte allí: yacen en

37 Príamo: rey de Troya durante el sitio y el saqueo de esta ciudad. Es el padre de


Paris y de Héctor. Cuando los aqueos logran entrar en Troya, el hijo de Aquiles,
Neoptólemo, mata al anciano rey y deja su cuerpo insepulto.

• 42 •
Odisea

Troya el valeroso Áyax,38 y Aquiles39 y Patroclo.40 Allí también encon-


tró la muerte Antíloco, mi hijo. Padecimos desgracias incontables en
esos nueve años; y durante el asedio, no hubo ningún otro que igua-
lase en prudencia a tu padre Odiseo. Jamás tuvimos entredicho algu-
no, y siempre aconsejamos con sensatez a los demás aqueos, que a
veces desoyeron nuestras reconvenciones: algunos de ellos cometieron
impiedades y desataron la cólera divina. Algunos de los nuestros, ter-
minada la guerra, partieron enseguida. Otros permanecimos en la
playa, haciendo sacrificios a los dioses, con el fin de aplacarlos. Aque-
lla fue la última vez que vi a tu padre. Embarqué con los míos y puse
rumbo a Pilos: los dioses han querido mi regreso. Solo sé de los otros
que el rubio Menelao volvió a casa, y que Agamenón murió, asesinado
por el cruel Egisto. ¡Qué suerte, para un muerto, si llega a dejar un
hijo! Porque Orestes mató a Egisto, y de ese modo vengó a Agamenón.
Seguramente tú, que tanto te pareces a tu padre, estarás a su altura.
Le respondió Telémaco:
—¡Oh Néstor! Con justicia tomó venganza Orestes. Los aqueos
difundirán sus hechos y lo cubrirán de gloria. Ojalá a mí los dioses
me infundieran fuerzas para vengarme de los pretendientes que me
insultan y traman maldades contra mí.
Dijo el insigne Néstor:
—Ha llegado a mis oídos la noticia de que los pretendientes de
tu madre cometen atropellos en tu casa. ¿Quién sabe si tu padre los

38 Áyax: es el guerrero aqueo más valiente, después de Aquiles. Según la leyenda,


enloqueció luego de perder en concurso las armas de Aquiles frente a Odiseo, y
por ello terminó suicidándose.
39 Aquiles: hijo de Tetis, una diosa marítima, y Peleo, un mortal, es el héroe por
excelencia. Su madre lo bañó, siendo pequeño, en las aguas de una laguna
infernal para volverlo invulnerable. El único lugar que las aguas no tocaron fue
su talón, de allí que Aquiles muriera cuando una flecha lo hirió en este punto.
Es fuerte, hermoso, valiente y temerario.
40 Patroclo: el mejor amigo de Aquiles, su compañero en la batalla. Muere al luchar
con la armadura del héroe, lo que desencadena la furia de Aquiles y su vuelta al
combate para vengar la muerte del amigo.

• 43 •
Homero

vengará algún día? Ojalá que la diosa de ojos glaucos, la divina


Atenea, te asista como antes hizo con Odiseo. Pero no pierdas
tiempo. Vuelve ahora a la nave y dirígete a Esparta, a visitar al ru-
bio Menelao; o si acaso prefieres ir por tierra, aquí tienes un carro
con corceles. Mis propios hijos te acompañarán.
Luego de estas palabras, cayó el sol y se hizo de noche. Al notar
que Telémaco y la diosa se disponían a volver al barco, Néstor los
retuvo:
—Que Zeus no permita que duerman en la nave, cuando en mi
casa no faltan lechos ni lindas colchas. El hijo de Odiseo no dormirá
en las tablas de la cubierta mientras yo viva o queden mis hijos en mi
casa para honrar a mis huéspedes.
Así dijo Atenea, la de los ojos glaucos:
—Has hablado bien, anciano, y es conveniente que Telémaco te
obedezca. Él te seguirá a tu casa para pasar la noche. Yo volveré a la
nave, junto a los compañeros, a fin de darles ánimo y dejar todo listo.
Dormiré allí unas horas, y no bien amanezca me marcharé al país de
los caucones, donde tengo una deuda por cobrar. Tú envía al mucha-
cho a Esparta, con uno de tus hijos; dale tu mejor carro y los caballos
más fuertes y veloces.

El asesinato de Agamenón a manos de Egisto y Clitemestra.


Copa ateniense del siglo v a. C.

• 44 •
Odisea

La partida de Atenea.
Dicho esto, la diosa se transformó en un águila, y se marchó
volando, para maravilla de todos. El anciano, perplejo por lo que
había visto, pronunció estas palabras:
—¡Amigo! Ya no temo que puedas ser cobarde o débil en el
futuro, puesto que siendo tan joven te acompañan los dioses. Por-
que esa no era otra que Palas Atenea, que siempre estuvo al lado
de tu padre.
Y cuando se mostró Eos, de dedos sonrosados, hija de la maña-
na, Néstor sacrificó junto a sus hijos una hermosa novilla a Palas
Atenea, que le había hecho un honor tan grande al visitar su casa.
Una vez celebrado el sacrificio, les ordenó a sus hijos preparar los ca-
ballos y el carruaje, y pidió a la despensera que trajera provisiones
dignas de los reyes. Telémaco subió al excelente carro, y junto a él iba
Pisístrato. Este tomó las riendas y azotó a los caballos, que partieron
surcando la llanura.
Al arribar a Feras, el sol ya se ponía. Allí durmieron esa noche,
hospedados por Diocles, quien los recibió con gusto. Pero al amane-
cer prepararon nuevamente el carro y se pusieron en camino, y al fin
de la jornada llegaron a una fértil llanura donde el viaje terminaba:
tan rápido corrían los caballos.
Y luego el sol se puso, y las sombras cubrieron los caminos.

• 45 •
Canto iv

Telémaco en Esparta.
Apenas llegaron a Esparta, la de valles profundos, dirigieron sus
pasos al palacio del rubio Menelao, quien se encontraba allí con ami-
gos, festejando las bodas de su hijo y las de su hija. Mientras todos
gozaban del banquete, un aedo divino cantaba acompañado de la cí-
tara, y un dúo de bailarines recorría la sala al ritmo de la música en-
tre la muchedumbre, como entretenimiento. Al notar la presencia de
los dos compañeros, los hicieron sentar y les sirvieron abundante co-
mida y rojo vino. El rubio Menelao, saludándolos con la mano, les
dijo estas palabras:
—Coman y regocíjense. Después que hayan comido nos dirán
quiénes son entre los hombres, pues se advierte que son hijos de reyes
por su estampa y figura.
Dicho esto, les dio a probar un trozo de suculento lomo asado,
que solo a él le habían servido. Los jóvenes comieron y bebieron, y
cuando se saciaron, Telémaco acercó la cabeza a Pisístrato para no
ser oído, y le dijo estas cosas:
—¡Observa, hijo de Néstor, buen amigo, cómo reluce el bronce
en el palacio, a la par del ámbar, la plata y el marfil! Así debe de ser
por dentro la morada del olímpico Zeus.

• 46 •
Odisea

El rubio Menelao oyó lo que decían y los amonestó:


—¡Hijos míos queridos! ¡Ningún mortal se puede comparar con
el divino Zeus, cuya hacienda es eterna! Es cierto, sin embargo, que
entre los hombres no hay quien me aventaje en riquezas, tantos son
los tesoros que traje en mis navíos, tras pasar muchas penas y andar
errante mucho, por Chipre, por Egipto, por Fenicia, por Libia, por
Sidón, por Etiopía, al regreso de Troya. Pero ojalá viviera en mi pa-
lacio con la tercera parte de mis bienes, con tal de que se hubiesen
salvado los que hallaron la muerte en la ciudad de Príamo. Por todos
me entristezco, pero por nadie lloro como por Odiseo, el que más sufrió
de todos. Seguramente penan por él su viejo padre, Laertes, la discreta
Penélope y Telémaco, su hijo, a quien dejó recién nacido en casa.

Menelao y Helena reconocen a Telémaco.


Así habló y en Telémaco se despertó el deseo de llorar, al escu-
char que hablaban de su padre. Rodó por sus mejillas una lágrima, y
levantó el muchacho el manto color púrpura, para cubrirse el rostro.
No dejó de advertirlo Menelao, y meditó en su mente si debía esperar
a que Telémaco mencionara a su padre, o si sería mejor interrogarlo.
Entretanto, su esposa, la bellísima Helena, salió de su aposento
perfumado y tomó asiento al lado de él. Al ver a los dos jóvenes, in-
terrogó a su marido de este modo:
—¿Sabemos, Menelao, quiénes son esos hombres que han llega-
do hasta nuestra morada? Quizá me equivoque, pero nunca he visto
un parecido semejante, en mujer, hombre o niño, como el que guar-
da este joven con Odiseo.
A lo que contestó el rubio Menelao:
—Ya se me había ocurrido lo que estás sugiriendo. Sus pies,
sus manos, su mirada, la cabeza y los cabellos son los mismos de
aquel. Y además, hace un rato, recordando a Odiseo, vi cómo lagri-
meaba este muchacho; de hecho, se cubrió con el purpúreo manto
para evitar ser visto.

• 47 •
Homero

Luego dijo Pisístrato:


—¡Oh Menelao, conductor de pueblos! Este que ves, por cierto,
es Telémaco, el hijo de Odiseo. Pero, como es discreto y decoroso, ha
sentido pudor de hablar en tu presencia. Con él me envía Néstor, mi
padre, pues Telémaco busca tu consejo. Muchos males padece en casa
el hijo cuyo padre está ausente, si no hay nadie que lo auxilie, como
le ocurre a él: su padre falta en Ítaca, y no hay en todo el pueblo quien
lo asista en la desgracia.
Contestó Menelao:
—¡Oh dioses! Ha llegado a mi morada el hijo del varón ama-
do que por mí sostuvo tantas luchas, y a quien yo había prometido
honrar por encima de todos los aqueos, si acaso llegaba a regresar.
Yo le habría asignado una ciudad, en Argos, para que la habitase
y se hiciera un palacio, y trajera a los suyos y a su pueblo, para que
nos reuniéramos seguido. Y habríamos sido siempre amigos y fe-
lices, sin que nada pudiera separarnos, a excepción de la muerte,
si algún dios envidioso no lo hubiera privado, a él y solo a él, de
volver a la patria. He visto muchas tierras y conocido diferentes
pueblos, pero nunca vi a nadie como él, ninguno con su corazón
y con su ingenio. ¡Las hazañas que en Troya realizó! Lo último
que supe de él es que se hallaba prisionero en la isla de Calipso. El
anciano Proteo, 41 que habita cerca de la costa egipcia, me lo hizo
saber, cuando yo regresaba con mis naves, tras afrontar peligros
incontables.
Acto seguido, el rubio Menelao les contó su regreso, plagado de
peligros y penurias. Cuando al fin su relato concluyó, se había hecho
muy tarde, y Helena encomendó a sus esclavas que dispusieran camas
para los invitados. En ellas se acostaron Telémaco y Pisístrato. Y el
rubio Menelao y la divina Helena se fueron a su cuarto.

41 Proteo: divinidad marítima que posee el don de la profecía. Como es reacio a que
le pregunten acerca del futuro, puede metamorfosearse de mil maneras para
intentar escapar de quienes esperan respuesta.

• 48 •
Odisea

No bien se mostró Eos, de dedos sonrosados, hija de la mañana,


Menelao se levantó del lecho y fue a sentarse al lado de Telémaco.
Luego de saludarlo, le dijo estas palabras:
—Quédate en mi palacio algunos días más. Luego te irás reple-
to de regalos: tres caballos, un carro espléndido, una copa labrada
para que hagas libaciones a los dioses inmortales y te acuerdes de mí
todos los días.
A lo cual el discreto Telémaco repuso:
—Yo pasaría un año junto a ti sin extrañar mi casa ni a mis pa-
dres: tan gratas son para mí tus palabras. Pero no me retengas, por-
que mis compañeros deben de estar impacientes en la arenosa Pilos.
Los caballos que ofreces te los agradezco mucho, pero no voy a lle-
varlos: solo hay cabras en Ítaca, no es tierra de caballos.
Así habló Telémaco, y el rubio Menelao le hizo una caricia en la
cabeza y dijo:
—Hijo mío, se muestra en tus palabras que eres de sangre noble.
Te daré otro regalo, el objeto más hermoso y más caro que hay en mi
palacio: una vasija de plata bien labrada, con los bordes de oro, obra de
Hefesto,42 que me dio el héroe Fédimo, el rey de los sidonios, cuando
volvía a casa y me detuve en sus tierras. Es eso lo que quiero regalarte.
Mientras así decían, los invitados iban arribando al palacio.
Unos traían ovejas y otros, vino, que reconforta el ánimo. Sus esposas
venían con el pan, adornadas las cabezas con espléndidas cintas. Así
se preparaba la comida.

Los pretendientes traman un plan.


En Ítaca, mientras tanto, en el palacio de Odiseo, se divertían
los viles pretendientes lanzando jabalinas y discos en el patio. Antí-
noo y Eurímaco, que por su linaje eran los cabecillas, permanecían

42 Hefesto: dios del fuego, hijo de Zeus y Hera. Este dios, que suele ser representado
como feo y deforme, es el encargado de forjar las armas de muchos héroes. Está
casado con Afrodita, la diosa del amor y la belleza.

• 49 •
Homero

sentados. Noemón, hijo de Fronio, quien le había prestado a Telémaco


la nave, se acercó adonde estaban y le preguntó a Antínoo:
—Antínoo, ¿sabemos por ventura cuándo piensa volver Telémaco
de Pilos? Se marchó con mi nave y ahora la necesito.
Se quedaron atónitos cuando escucharon esto, dado que no sa-
bían del viaje de Telémaco. Al fin contestó Antínoo:
—Responde y sé sincero. ¿Cuándo se fue y con quiénes?
Replicó Noemón:
—Iban con él los jóvenes más destacados del pueblo. Los lide-
raba Méntor… o tal vez fuera un dios, puesto que ayer lo vi por aquí
nuevamente, y eso que ya había partido la nave de Telémaco.
Dichas estas palabras, Noemón se marchó. Antínoo y Eurímaco,
con ánimo irritado, llamaron a los otros, que dejaron sus juegos para
oírlos. Así les habló Antínoo, colérico, con fuego en la mirada:
—¡Oh dioses! ¡Gran proeza ha logrado Telémaco con seme-
jante viaje! ¡Decíamos nosotros que sería incapaz de realizarlo! A
pesar de que somos numerosos, se fue el muchachito y consiguió
reunir a los mejores en su tripulación. De aquí en más deberíamos
precavernos de él; ojalá quiera Zeus acabar con su vida antes de
que madure. Pero, ¡vamos!, busquemos una nave con veinte tri-
pulantes; procuraré tenderle una emboscada, de modo que, al
regreso, en el estrecho que separa de Ítaca a la escarpada Samos,
encuentre su final.
Así les dijo Antínoo, y todos aprobaron sus palabras y alentaron
sus propósitos.
Sin embargo, Penélope no tardó en enterarse de sus planes.
Creía que Telémaco había ido al campo, tal como acostumbraba.
No bien tuvo noticia de lo que sucedía, el corazón se le llenó de
angustia y ya no pudo contener el llanto. Cuando logró calmarse,
se puso ropas limpias, y se marchó a su cuarto junto a sus criadas.
Tras llenar una cesta con granos de cebada, le dirigió esta súplica
a Palas Atenea:

• 50 •
Odisea

—¡Óyeme, hija de Zeus, tú que llevas la égida!43 Si alguna vez te


hizo sacrificios el astuto Odiseo dentro de este palacio, no te olvides
de ellos y protege a mi hijo, y aparta de él a los perversos y orgullosos
pretendientes.
Aquella misma noche, la diosa de ojos glaucos apareció en sus
sueños, tomando la figura de una hermana de Penélope, Iftima, y le
habló de esta forma:
—Penélope, no temas. Los dioses no quieren que llores y te an-
gusties. Tu hijo va a volver, pues nunca ha cometido ofensa contra
ellos: Atenea ha escuchado tus plegarias.
No bien le dijo esto, la figura de Iftima se disipó en el aire, y por
la cerradura de la puerta dejó la habitación. Se despertó Penélope,
aliviada, puesto que un sueño claro la había visitado entre las sombras
de la noche.

Atenea se presenta en sueños a Penélope bajo la figura de Iftima.


Ilustración de John Flaxman, 1810.

43 Égida: piel de cabra adornada con la cabeza del monstruo Medusa, es el atributo
con que se representa a Zeus y a su hija Atenea.

• 51 •
Homero

Mientras tanto, los viles pretendientes se habían embarcado, y


surcaban la líquida llanura, meditando en su ánimo la muerte de
Telémaco. Hay en el mar, entre Ítaca y la escarpada Samos, una isla
pedregosa a la que llaman Ásteris: allí se emboscaron los pretendientes
aguardando a Telémaco.

• 52 •
Canto v

Nueva asamblea de los dioses.


Eos se levantaba de su lecho, dejando que Titón44 les llevara la
luz a mortales e inmortales, cuando los dioses convocaron a asamblea,
presidida por Zeus, el que truena en el cielo. Atenea, trayendo a la me-
moria las muchas peripecias de Odiseo, les contó a las deidades cómo
el héroe se hallaba prisionero en el palacio de la ninfa Calipso:
—¡Padre Zeus! ¡Felices dioses inmortales! Ojalá ningún rey
vuelva a gobernar a los itacenses con clemencia y justicia, pues nin-
guno de ellos se acuerda del divino Odiseo, que reinaba en la isla con
amor paternal. Se encuentra prisionero en una isla, cautivo en el pa-
lacio de la ninfa Calipso; el regreso a la patria es imposible, porque le
faltan naves y una tripulación que lo conduzca por las anchas espal-
das del océano. Y por si fuera poco, los crueles pretendientes de su
esposa buscan matar al hijo, que ha ido a la sagrada Pilos y luego, a
Esparta en busca de noticias de su padre.
Esto contestó Zeus, que amontona las nubes:
—¿Qué tonterías son esas, hija mía? ¿No habíamos convenido

44 Titón: mortal muy hermoso, fue raptado por Eos (la Aurora), quien le pidió a Zeus
la inmortalidad de su amado. Como olvidó pedirle también la juventud eterna,
Titón envejeció cada vez más hasta convertirse en una cigarra.

• 53 •
Homero

que Odiseo volviera y se vengara de ellos? Acompaña a Telémaco


para que vuelva sano y salvo a casa, y que los pretendientes en la
nave tengan que regresar sin cumplir su objetivo.
Dirigiéndose a Hermes, su hijo amado, le habló de esta manera:
—Ya que eres mensajero, ve a casa de Calipso y dile que los
dioses han decretado esto: que Odiseo regrese a su morada. Volve-
rá en una balsa, sin ayuda de hombres o de dioses. Pasará por la
tierra de los feacios, quienes le harán honores, brindándole una
nave cargada de riquezas para volver a Ítaca. Su destino es regresar
entre los suyos.
El mensajero Hermes no desobedeció el pedido de su padre: se
colocó en los pies las hermosas sandalias de oro con que podía volar
sobre la tierra y el océano, rápido como el viento; empuñó su cayado
con el que era capaz de dormir o despertar los ojos de los hombres, y
luego emprendió el vuelo a toda prisa, como hacen las gaviotas cuando
pescan, mojándose las patas en su vuelo rasante.

El mensaje de Hermes.
Cuando llegó a la isla de Calipso, prosiguió su camino hasta la
vasta gruta que ella tenía por casa. Rodeaba su morada un fértil bos-
que, y aves de todo tipo anidaban en las ramas de los árboles. Junto
a la honda cueva había una hermosa viña cargada de racimos. Ma-
naban cuatro fuentes cristalinas, que regaban los frescos prados de
violetas que había alrededor. Era tan agradable el panorama, que
hasta un dios que llegara a esos parajes se habría maravillado.
Halló a Calipso en casa. Adentro de la gruta, ardía en el hogar
un fuego acogedor, y el cedro al chamuscarse perfumaba el ambien-
te. Al tiempo que tejía, Calipso entonaba una canción con melodiosa
voz. Pero no encontró allí a Odiseo, que lloraba en la playa con los
ojos fijos en el océano.
No bien vio entrar a Hermes, Calipso supo quién era él, pues por
lejos que vivan unos de otros, los dioses siempre se conocen entre sí.

• 54 •
Odisea

Hizo sentar al mensajero, y le sirvió ambrosía y rojo néctar.45 Una vez


que comió y bebió, le dijo esto:
—¿Por qué, querido Hermes, vienes a mi morada, cuando antes
no solías frecuentarla?
Y Hermes le contestó:
—No es por mi voluntad que te visito, sino siguiendo órdenes
de Zeus. Él dice que contigo hay un varón, el más infortunado de
cuantos combatieron en la guerra de Troya durante nueve años. El
viento y el oleaje lo trajeron aquí cuando intentaba regresar a casa.
Zeus te ordena que lo dejes ir, puesto que su destino no es morir lejos
de su familia, sino verlos de nuevo y regresar.
Se estremeció Calipso y respondió:
—¡Qué crueles y celosos son los dioses! Se irritan contra mí
porque amo a un mortal, cuando Orión 46 amó a Eos, y la diosa
Deméter a Yasión, 47 y cuando quien hundió la nave de Odiseo en
el océano no fue otro que Zeus. 48 En el medio del mar murieron
todos sus compañeros: no quedó ninguno. Él llegó aquí solo, traí-
do por el viento y el oleaje. Yo misma lo cuidé y lo alimenté, y le
hice la promesa de una vida eterna si decidía quedarse junto a mí.
Pero no me es posible contrariar los designios de Zeus. Dejaré
que se marche como me has ordenado, aunque antes le diré cómo
llegar a tierra sano y salvo.

45 Ambrosía y néctar: alimento y bebida de los dioses del Olimpo.


46 Orión: personaje que también fue raptado por Eos, que lo llevó a Delos. Se dice
que cierto día intentó violar a Ártemis, y esta se defendió enviándole un escorpión
que lo picó en el talón.
47 Yasión: hijo de Zeus y Electra, de sus amores con Deméter nació Pluto (la Riqueza).
48 Quien hundió la nave de Odiseo en el océano no fue otro que Zeus: referencia al
episodio en que los compañeros de Odiseo se comen las vacas del Sol, en
Trinacria. El Sol le implora a Zeus que castigue la ofensa, y por ello Zeus hace
naufragar la embarcación de Odiseo.

• 55 •
Homero

Calipso y Odiseo.
Así dijo Calipso, y Hermes se marchó con la tarea cumplida. La
ninfa fue a la playa, donde encontró a Odiseo llorando sin cesar: an-
helaba el regreso, y aunque Calipso estaba enamorada de él, no la
correspondía. Se pasaba los días sentado en unas rocas de la playa,
con los ojos clavados en vano en el océano, llorando y suspirando.

Odiseo y Calipso. Pintura de Arnold Böcklin, 1883.

Ella le habló de esta manera:


—Desdichado Odiseo, no te lamentes más ni consumas tu vida
de esta forma, puesto que gustosamente dejaré que partas. Corta gran-
des maderos y ensámblalos con bronce para hacerte una balsa. Yo la
llenaré con pan y agua y rojo vino, que regocija el ánimo, y te daré
vestidos para cubrir tu cuerpo. Haré que sople un viento favorable que
te lleve a tu patria sano y salvo, si lo quieren los dioses de ese modo.
Al oír a la ninfa, el prudente Odiseo se estremeció y le dijo:
—Diosa, seguramente tramas algo, y no creo que sea mi partida,
enviándome a surcar en una frágil balsa los abismos del mar, terrible

• 56 •
Odisea

y peligroso, que otras naves de buenas proporciones y velas, a las que


el mismo Zeus asistió con su soplo, no han logrado cruzar tan fácil-
mente. No subiría a tu balsa, salvo que me juraras que no tramas
causarme ningún mal.
La diosa le sonrió y le acarició la mano, diciendo estas palabras:
—Eres astuto, por cierto. Por Gea49 y por el cielo que la cubre, y
por las aguas subterráneas de la Estigia,50 juro que no maquino contra
ti ningún daño. Ese es el juramento más solemne que puede hacer un
dios. Es cierto que quisiera tenerte aquí conmigo para siempre, pero
también entiendo que deseas regresar con tu esposa y con los tuyos.
Y le dijo Odiseo:
—Bien sabes que Penélope, que es de sangre mortal, no puede
competir en hermosura y gracia contigo. Sin embargo, yo añoro día
a día regresar a mi casa con los míos.
Así habló, y mientras tanto sobrevino la noche. Se fueron a acos-
tar, disfrutando los goces del amor, y cuando salió el sol dieron co-
mienzo a los preparativos. Cuatro días después, la balsa estaba lista.
Al quinto día Calipso dejó que Odiseo se marchara, no sin antes la-
varlo y vestirlo con ropas perfumadas, y enviarle una brisa favorable.
Él desplegó las velas, contento, y navegó en el mar por diecisie-
te días. Al día dieciocho, ya era capaz de ver los montes del país de
los feacios.

La tempestad.
Pero hete aquí que Poseidón volvía entonces de Etiopía, y pudo
ver de lejos a Odiseo. El dios, lleno de cólera, sacudió la cabeza y se
dijo a sí mismo:
—Parece que los dioses han cambiado de idea con respecto a
Odiseo mientras yo me hallaba ausente. Ya está cerca del país de los

49 Gea: diosa que representa la Tierra.


50 Estigia: laguna infernal.

• 57 •
Homero

feacios, donde el destino quiere que se libre de todos sus pesares. Pero
sospecho que le queda aún un sufrimiento más.
Eso dijo, y echando mano a su tridente51 juntó las nubes y agitó
las olas, e hizo soplar un viento huracanado. Cubrió el mar y la tierra
con nubes de tormenta, y de un momento a otro sobrevino la noche,
al tiempo que unas olas gigantescas sacudían la barca de Odiseo,
quien se quejó amargamente en medio de la tempestad:
—¡Ay! ¿Qué será de mí? Parece que las predicciones de la diosa
han sido equivocadas. Ahora me espera una terrible muerte. Ojalá
hubiera perecido yo con los otros que cayeron en Troya: habría sido
mejor que este final sin gloria.
Mientras decía esto, una ola gigantesca tumbó la embarca-
ción. El héroe fue arrojado en medio del océano, mientras un
torbellino destruía la nave. Permaneció Odiseo hundido mucho
tiempo. Cuando al fin emergió, escupiendo agua amarga, atrave-
só las olas y se asió a los restos de la balsa, que era arrastrada por
la corriente a su antojo.
Así lo encontró Ino, 52 la de los bellos pies, que había sido
mortal, y ahora vivía en las profundidades del océano. Apiadán-
dose de él, surgió de las aguas y se posó en la balsa a su lado,
diciendo estas palabras:
—¡Desdichado! ¿Por qué Poseidón, que sacude la tierra, se ha
enojado contigo de este modo? Pero por mucho que lo intente, no
logrará causarte daño. Haz lo que te digo: quítate esos vestidos, aban-
dona la balsa a merced de los vientos y nada hasta la costa. Este velo
inmortal que voy a darte extiéndelo debajo de tu pecho y ya no temas:
no bien llegues a tierra, despójate de él y arrójalo en el mar.

51 Tridente: cetro en forma de arpón de tres puntas, atributo de Poseidón.


52 Ino: a causa de sus amores con Zeus, Hera hizo enloquecer a Ino al punto de
impulsarla a arrojar a su propio hijo en una caldera de agua hirviendo. Al darse
cuenta de sus actos se arrojó al mar, pero las divinidades marinas se apiadaron de
ella, transformándola en nereida, y le dieron el nombre de Leucotea, que significa
“la diosa blanca”.

• 58 •
Odisea

Tras darle el velo, Ino se sumergió en las aguas. En ese mismo


instante, Poseidón levantó una ola colosal que cayó sobre el héroe.
Aferrado a un madero, se quitó los vestidos que le había obsequiado
Calipso y extendió el velo de Ino debajo de su pecho.
Dos días con sus noches anduvo así, perdido por el mar, hasta
que al fin, al alba del tercero, las aguas se calmaron y pudo ver la tie-
rra. Cuando ya parecía que llegaba a la orilla, una ola gigante lo arro-
jó contra las rocas; se habría hecho pedazos si Atenea no hubiera
intervenido, infundiéndole la idea de aferrarse a una saliente. Cuan-
do pasó la ola, siguió nadando en busca de una playa, hasta que llegó
por fin a la boca de un río, en donde elevó una súplica:
—¡Óyeme, dios del río, quienquiera que seas! He llegado hasta ti
escapando del mar embravecido: el que trama mi ruina es Poseidón.
El río lo aceptó y lo llevó en su seno hasta la orilla. Se encontra-
ba agotado: le faltaba el aliento, tenía el cuerpo hinchado, y de su boca
y su nariz manaba agua salada. Cuando al fin respiró y pudo volver
en sí, se quitó el velo y lo arrojó en el río. Se lo llevó una ola hacia el
océano, y pronto estuvo en manos de Ino nuevamente.
Entonces Odiseo se apartó del río, se inclinó al lado de unos
juncos y besó la tierra. Agotado, se puso a buscar dónde dormir, y se
tendió entre dos arbustos. Luego se cubrió con unas hojas verdes y
Atenea derramó el sueño sanador sobre sus párpados, para que des-
cansara de sus tribulaciones.

• 59 •
Canto vi

El sueño de Nausícaa.
Mientras así dormía el paciente Odiseo, rendido por el sueño
y el cansancio, Atenea se dirigió a la ciudad de los feacios, donde
reinaba Alcínoo, a fin de acelerar el regreso del héroe. Cuando llegó
al palacio, entró en la habitación donde dormía una muchacha her-
mosa, semejante a los dioses en belleza: era Nausícaa, hija del rey
Alcínoo. Las hojas de la puerta estaban entornadas, pero la diosa de
los ojos glaucos se coló por la hendija como un soplo de viento y se
ubicó junto a la cabecera de la cama. Tomando la figura de la hija
de Dimante, que era una amiga suya, y de su misma edad, le dijo
estas palabras:
—Nausícaa, ¿cómo puedes ser tan perezosa? Has descuidado tus
espléndidos vestidos, y ya está cerca el día de tu boda, en que tendrás
que ataviarte con tus mejores ropas y deberás vestir a tu cortejo de
manera acorde. Vayamos, pues, cuando despunte el alba, a lavar tus
vestidos en el río. No seguirás soltera mucho tiempo. Te pretenden los
más nobles de los feacios. Apenas amanezca, dile a tu padre que te
preste un carro para llevar tus ropas a lavar, que el río queda lejos.
Dichas estas palabras, la diosa de ojos glaucos se encaminó
al Olimpo de regreso.

• 60 •
Odisea

Eos, de bello trono, llegó enseguida y despertó a Nausícaa, de


hermosa cabellera. Admirada del sueño que acababa de tener, corrió
por los salones del palacio en busca de sus padres, para poder con-
társelo. Su madre, junto al fuego, tejía lana púrpura, rodeada de sus
siervas, y el padre se aprestaba para ir a reunirse en consejo con los
nobles feacios. Dijo Nausícaa a Alcínoo:
—¿Podrías ordenar, querido padre, que me preparen un carrua-
je sólido, para que vaya al río a lavar mis vestidos? Y los tuyos también,
puesto que te conviene estar bien ataviado cuando celebras asamblea
con los más insignes entre los feacios. Mis hermanos también tienen
necesidad de ropa limpia, y yo soy quien se encarga de lavarla.
Así dijo Nausícaa, sin atreverse a hablar de casamiento. Pero su
padre, comprendiendo todo, le otorgó de inmediato lo que le pedía.
Ordenó a los criados que prepararan el carruaje de inmediato, y pron-
to la princesa y sus doncellas se pusieron en camino.

El despertar de Odiseo.
Ya en la orilla del río, de límpida corriente, desuncieron las mu-
las y las dejaron que pastaran libres. Descargaron el carro y lavaron
la ropa en las aguas profundas, y luego las tendieron encima de las
rocas de la playa, para que se secaran. Acto seguido se bañaron ellas,
se perfumaron con lustroso aceite, y se pusieron a comer, sentadas en
la orilla del río. Después de la comida, Nausícaa y sus criadas se qui-
taron el velo para jugar a la pelota un rato. Mientras jugaban, la de
brazos níveos, Nausícaa, entonó un canto.
En eso la princesa le arrojó la pelota con demasiada fuerza a una
de sus criadas y erró el pase, haciendo que el balón fuera a parar al
río. Las mujeres a coro se pusieron a gritar y el bullicio despertó al
divino Odiseo, que pensó: “¿Qué clase de personas habitan esta tie-
rra? ¿Serán violentos y salvajes, o acaso serán hospitalarios y sentirán
respeto por los dioses? Y aquellas voces de mujer que oigo ¿pertene-
cerán acaso a ninfas?”.

• 61 •
Homero

Nausícaa y sus criadas juegan a la pelota, mientras Atenea vigila.


Ilustración de John Flaxman, 1810.

Mientras meditaba estas cosas, Odiseo salió de su escondite en-


tre aquellos arbustos y cortó una rama frondosa para cubrir su des-
nudez. Así, como un león salvaje, se apareció ante las doncellas. Ellas
se asustaron mucho al verlo en ese estado, sucio y casi desnudo, con la
piel arrugada por el sol y la sal, y con el cabello revuelto. Y todas esca-
paron, menos Nausícaa, porque Atenea le infundió valor. Odiseo duda-
ba entre implorarle de lejos o abrazarse a sus rodillas.53 Al final decidió
hablarle a la distancia, no fuera que Nausícaa lo juzgara atrevido:
—¡Oh reina, yo no sé si eres diosa o mortal, pero atiende mi súplica!
Si eres diosa, te encuentro muy parecida a Ártemis,54 por tu hermosura
y porte; si eres mortal, ¡dichosos son tu padre, tu madre y tus hermanos!
Sus corazones deben rebosar de alegría cuando te ven bailar. De todos
modos, estoy seguro de que el más dichoso será quien te despose y te
lleve a su casa. Es tanta tu belleza que no me atrevo a ir adonde estás y
abrazar tus rodillas como suelen hacer los suplicantes, aunque me abru-
ma una terrible pena. Ayer logré salir de las garras del mar, después de

53 Abrazarse a sus rodillas: este gesto era considerado como signo de súplica en la
cultura griega.
54 Ártemis: hermana gemela de Apolo, Ártemis es una diosa asociada a la caza y el
culto de la luna. Su personalidad es arisca y vengativa. Se la representa como
una muchacha hermosa, con el arco y la flecha.

• 62 •
Odisea

veinte días de penurias, a merced de las olas y los vientos, desde que en
una balsa me alejé de la isla de Ogigia. Ahora el destino me ha traído
hasta aquí y tú eres la primera persona que me encuentro. Te ruego que
me des algo para que cubra mis vergüenzas. ¡Y que te proporcionen los
dioses todo lo que deseas: un esposo, familia y la felicidad!
Le contestó Nausícaa, la de brazos de nieve:
—Forastero, ya que no me pareces insensato ni vil, debes sa-
ber que el padre Zeus distribuye la dicha entre los buenos y los
malos, y si te dio estas penas, tendrás que soportarlas con pacien-
cia. Ahora que has llegado a esta ciudad, no va a faltarte nada, ni
ropa ni comida: has venido al país de los feacios, donde gobierna
Alcínoo, que es mi padre.
Así habló. Acto seguido les pidió a las criadas que le dieran una
muda de ropa, y algo de comer y de beber. Estas obedecieron y le die-
ron un manto y una túnica. El divino Odiseo les pidió a las mujeres
que se alejaran, pues sentía gran vergüenza de mostrarse desnudo en
su presencia. Luego de esto, se bañó en el río y se quitó de los anchos
hombros la sal del mar. Y luego de lavarse bien el cuerpo, se vistió
con la ropa que le dieron. Y la diosa Atenea hizo que pareciera más
alto y más fornido, y embelleció su rostro, derramando la gracia sobre
él. Así, resplandeciente de belleza, comió con avidez, puesto que
hacía mucho que no probaba bocado.

Las instrucciones de Nausícaa.


Mientras tanto, Nausícaa dobló y guardó la ropa, volvió a en-
ganchar las mulas al carro y, tras montar, llamó a Odiseo:
—Forastero, levántate: vamos a la ciudad, donde te llevaré a la
casa de mi padre. Y como eres discreto, voy a pedirte algo: que no
subas conmigo en el carruaje, sino que vayas caminando atrás, junto
con las criadas, para evitar los chismes. Pues en los pueblos siempre
hay malas lenguas, y tal vez cuando vean que vienes con nosotras se
pregunten: “¿Quién es este extranjero tan apuesto que acompaña

• 63 •
Homero

a Nausícaa? ¿Ha encontrado marido en otra parte? ¿Será por eso que
desdeña a los feacios que pretenden tomarla por esposa?”. Haz lo
que yo te diga: marcha detrás del carro junto con las criadas, y a
poco de llegar a la ciudad, cuando veas un bosque de álamos, aguarda
allí sentado, mientras nosotras vamos a casa de mi padre. Y cuando
creas que ya hemos llegado, entra en la población y busca la morada
de Alcínoo, mi padre. Te será fácil encontrarla, pues nadie entre los
feacios tiene otra tan espléndida, y hasta un niño podría señalártela.
Cuando llegues allí, pasa de largo el trono de mi padre y abraza las
rodillas de la reina, mi madre. Si ella te recibe con ánimo favorable,
también lo hará mi padre, y podrás regresar a tu patria muy pronto.
Así habló y con el látigo hizo andar a las mulas, que tiraron
del carro.

Odiseo sigue a Nausícaa. Ilustración de John Flaxman, 1810.

El sol ya se ponía cuando entraron en el bosque sagrado de Atenea.


Allí Odiseo se detuvo solo, invocando a la diosa:
—¡Escúchame, indomable hija de Zeus, ya que no me oíste
cuando me maltrataba Poseidón, que sacude la tierra! Permite que
los feacios me den la bienvenida y se apiaden de mí.
Esa fue su plegaria y la escuchó la diosa; pero no se mostró delante
de Odiseo, pues temía a su tío, Poseidón, que seguía irritado con el héroe.

• 64 •
Canto vii

Odiseo llega al palacio de Alcínoo.


Mientras así rogaba el paciente Odiseo, Nausícaa iba en el carro
a la ciudad. No bien llegó a la casa de su padre, sus hermanos, her-
mosos como dioses, corrieron a ayudarla. Desuncieron las mulas y
llevaron la ropa adentro de la casa, y ella se encaminó a su habitación,
donde estaba la fiel Eurimedusa, la vieja esclava que la había criado
y ahora le encendía el fuego y preparaba su comida.
En ese mismo instante se levantó Odiseo para ir a la ciudad; y
Atenea, que tanto lo quería, lo envolvió en una nube: no fuera a suceder
que un feacio en el camino lo interrogara. Cuando llegó al poblado se
apareció la diosa ante sus ojos, tomando la figura de una doncella que
llevaba un cántaro. El divino Odiseo le hizo esta pregunta:
—¡Hija mía! ¿Podrías indicarme cuál es el palacio de Alcínoo,
que gobierna a este pueblo? Vengo desde muy lejos y no conozco a
nadie en estas tierras.
Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—El palacio que buscas yo te lo mostraré, pues está cerca de la
casa de mi padre. Pero tú anda en silencio, y yo te guiaré. No mires
ni interrogues a nadie en el camino: aquí los forasteros no son bien
recibidos.

• 65 •
Homero

Así hablo Atenea, y condujo a Odiseo por las calles. Nadie se


percató de su presencia: una niebla celestial lo envolvía. Contempla-
ba los puertos y los barcos, el ágora y los grandes y altos muros con
ojos asombrados. Y una vez que llegaron al palacio de Alcínoo, la
diosa de ojos glaucos le dijo estas palabras:
—Es este, forastero, el palacio que buscabas. Adentro encontrarás,
celebrando un banquete, a los reyes… No temas, y entra ya.
Dichas estas palabras, la diosa se marchó. Al llegar a las puer-
tas del palacio, Odiseo se detuvo: la morada de Alcínoo relucía con
el brillo del sol o de la luna. Adornaban la entrada dos perros de
oro y plata, que había fabricado Hefesto para Alcínoo. Admirado,
Odiseo penetró en el palacio, cubierto todavía por la nube. Así lle-
gó a la estancia donde estaban los reyes, y abrazó las rodillas de la
reina. En ese instante se esfumó la niebla, y todos los presentes en-
mudecieron de sorpresa al verlo. Entonces Odiseo le dirigió esta
súplica a la reina:
—Arete, me presento ante tu esposo, ante tus invitados y ante
ti, tras muchos sufrimientos, y abrazo tus rodillas. ¡Ojalá que los dio-
ses les concedan una vida feliz! He venido a pedirles una nave con su
tripulación para que me conduzcan de regreso a mi patria, pues hace
mucho tiempo que ando errante, padeciendo infortunios.
Y dicho esto, Odiseo se sentó al lado del hogar, en las cenizas,55
en señal de aflicción. Todos los invitados permanecieron mudos,
hasta que habló Equeneo, que en edad y elocuencia era el mayor de
todos, arengándolos:
—No corresponde, Alcínoo, que un huésped permanezca sen-
tado en las cenizas. Dale una buena silla, y manda a los heraldos que
mezclen rojo vino para ofrecerle libación a Zeus, dios de los suplican-
tes. Y que la despensera le traiga de comer.

55 Cenizas: en muchas culturas de la Antigüedad, eran símbolo de la desdicha y la


penitencia.

• 66 •
Odisea

Entonces el rey Alcínoo le tendió la mano al prudente Odiseo y


le ofreció una silla bien labrada, en el lugar de su hijo Laodamante,
que le cedió su puesto al forastero. La despensera puso ante sus ojos
pan y muchos manjares, y todos los presentes bebieron y ofrecieron
libaciones a Zeus. Una vez que concluyeron, les dijo estas palabras el
magnánimo Alcínoo:
—Escuchen mis palabras, capitanes y príncipes feacios. Termi-
nado el banquete, que cada uno vaya a dormir a su casa. Mañana,
convocados los ancianos, hemos de decidir en asamblea cómo lo ayu-
daremos a volver a su patria, no sin antes cumplir con los deberes de
la hospitalidad y ofrecerles a las divinidades hermosos sacrificios.
Así dijo, y los feacios estuvieron de acuerdo en ayudar al hués-
ped a volver a la patria. Hechas las libaciones, y tras haber bebido
cada uno cuanto le vino en gana, volvieron a sus casas.

Odiseo habla con Arete y Alcínoo.


El divino Odiseo se quedó en el palacio, junto al rey y la reina,
mientras que las esclavas levantaban las mesas. La primera en hablar
fue Arete, pues al ver las ropas de Odiseo había reconocido la túnica
y el manto que había tejido junto a sus esclavas:
—Ante todo, ¡oh huésped!, quisiera interrogarte. ¿Quién eres y
de qué país procedes? ¿Quién te dio esos vestidos? ¿No dices que lle-
gaste errante por los mares?
El astuto Odiseo así le respondió:
—Difícil me sería, ¡oh reina!, relatarte todas las desventuras que
los dioses tramaron para mí. Alejada de todo, en el medio del mar
hay una isla, cuyo nombre es Ogigia. Allí vive una diosa de hermosa
cabellera, la temible Calipso. Con nadie tiene trato, ni con hombres
mortales ni con los inmortales. Seguramente algún dios me condujo
a su isla, después que Zeus destrozó mi nave con un ardiente rayo, en
el medio del mar: todos mis compañeros se ahogaron en las aguas y
solo yo logré sobrevivir. Permanecí flotando nueve días aferrado a un

• 67 •
Homero

madero, entre las olas, hasta que los dioses me arrojaron a la costa de
Ogigia. Me recibió Calipso con bondad, y me dio de comer, y no po-
cas veces prometió que me haría inmortal: no logró convencerme.
Siete años pasé junto a Calipso, regando con mis lágrimas las vesti-
duras que me dio la diosa. Al cumplirse el octavo, por mandato de
Zeus o porque así lo quiso ella, no lo sé, me permitió partir y dispu-
so mi vuelta en una balsa, que abasteció con mucho pan y vino. Me
dio buenos vestidos y me envió una brisa favorable. Estuve navegan-
do por diecisiete días, y en el decimoctavo alcancé a divisar los mon-
tes de esta tierra. Comenzaba a alegrarme; sin embargo, Poseidón,
que sacude la tierra, volvió a cerrarme el paso. Agitó con violencia las
aguas y los vientos, e hizo trizas la balsa. Yo nadé como pude hasta
la costa, y aunque casi me matan unas rocas contra las cuales me
arrojó el oleaje, llegué al fin hasta un río. En la orilla me eché, entre
dos arbustos, y me quedé dormido hasta el día siguiente. Al despertar,
oí gritar a unas mujeres: las siervas de tu hija jugaban en la orilla, y
entre ellas pude ver a la hermosa Nausícaa, semejante a una diosa. Le
rogué protección y me la dio, haciendo gala de una discreción inusual
a su edad. Me ofreció de comer y de beber, hizo que me lavaran en el
río y me entregó estas ropas. A pesar de mis penas, te he dicho la ver-
dad de todo lo ocurrido.
Así dijo Odiseo, y Alcínoo respondió:
—Huésped, no fue discreta por completo mi hija, puesto que no
te trajo personalmente a casa.
Le contestó Odiseo:
—Yo no quisiera, ¡oh rey!, que por mi culpa censures a tu hija.
Aunque ella me rogó que la siguiera, por temor de irritarte y de las
malas lenguas, yo preferí no hacerlo.
Y a esto dijo Alcínoo:
—Huésped, mi corazón no se irrita sin causa, y lo mejor es siem-
pre lo más justo. ¡Ojalá te quedaras por siempre con nosotros y to-
maras a mi hija como esposa! Yo te daría casa y abundantes riquezas.

• 68 •
Odisea

Pero aquí nadie habrá de retenerte, pues eso disgustaría al padre


Zeus. Mañana mismo emprenderás tu viaje: así lo he decretado.
Mientras duermas, vencido por el sueño, te llevarán a casa los feacios,
sin importar cuán lejos se encuentre tu país. Así comprobarás cuán
buenas son mis naves y qué hábiles somos en la navegación.
Así habló, y Odiseo elevó a Zeus la siguiente súplica:
—¡Ojalá, padre Zeus, Alcínoo cumpla lo que ha prometido!
¡Que su fama perdure para siempre en el mundo, si yo regreso
a casa!
La reina, acto seguido, ordenó a las criadas que arreglaran un
lecho, con abundantes sábanas y mantas color púrpura.
Y allí durmió Odiseo, luego de despedirse de los reyes.

• 69 •
Canto viii

La asamblea de los feacios.


No bien surgió la hija de la mañana, Eos, la de dedos rosados,
salió del lecho Alcínoo, al tiempo que Odiseo también dejaba el suyo.
Ambos se dirigieron hacia el ágora, que habían construido los feacios
junto al puerto, donde tendría lugar una asamblea. Mientras tanto,
Atenea, tomando la figura de un heraldo de Alcínoo, recorría las ca-
lles, incitando a los jefes y a los nobles a encaminarse al ágora:
—¡Vamos, jefes y príncipes feacios! Vengan al ágora y conocerán
al forastero que llegó al palacio de nuestro rey Alcínoo ayer, después
de andar errante por los mares. Se parece a los dioses inmortales por
su porte y su gracia.
Así los fue arengando la diosa de ojos glaucos, y pronto se lle-
naron los asientos del ágora. Los feacios contemplaban a Odiseo con
ojos admirados, puesto que había derramado Palas la gracia sobre él,
y parecía más alto y más fornido.
Cuando estuvo reunida la asamblea, Alcínoo fue el primero en
tomar la palabra:
—Escuchen mis palabras, capitanes y príncipes feacios. No sé
quién podrá ser el forastero que llegó a mi casa tras andar tanto
tiempo errante por los mares, ni si viene de oriente o de occidente.

• 70 •
Odisea

Y ahora nos pide ayuda para volver a casa con los suyos: es menester
que lo ayudemos, como en el pasado hicimos con tantos otros en el
mismo trance. Echemos, pues, al mar un barco no estrenado con
cincuenta y dos jóvenes, de los mejores entre los feacios, que llevarán
los remos. Luego vayamos todos a mi casa y disfrutemos de un ban-
quete regio, en homenaje al huésped. Y llamen a Demódoco, el aedo
divino, a quien los dioses otorgaron su don.

Los festejos en el palacio.


Así habló, y Odiseo y los nobles feacios lo siguieron, y en el pa-
lacio comenzó el banquete, tras hacer sacrificios. Un heraldo condu-
jo hasta la sala al aedo Demódoco, quien había recibido de los dioses
un bien y una desgracia al mismo tiempo: le quitaron la vista, pero a
cambio le otorgaron el canto.
Y una vez que comieron y bebieron cuanto les vino en gana, las
Musas inspiraron al aedo a celebrar la gloria de dos héroes famosos, Odi-
seo y Aquiles, y a cantar la disputa que tuvieron en medio de un banque-
te en honor de los dioses. Al oírlo, a Odiseo le brotaron las lágrimas, y se
cubrió la cara con el manto, pues sentía vergüenza de llorar delante de
los feacios. A pesar de su esfuerzo por ocultar las lágrimas, Alcínoo, que
estaba junto a él, se dio cuenta, y habló de esta manera a los feacios:
—Escuchen, capitanes y príncipes feacios. Como ya hemos
disfrutado del banquete y del canto, salgamos y midamos nuestras
fuerzas en competencias56 de distinto tipo, de modo que, al volver
entre los suyos, el huésped les refiera a sus amigos cómo nos desta-
camos los feacios en la lucha, en el salto y las carreras.
Así dijo, y salió y todos lo siguieron. El heraldo tomó de la mano
a Demódoco y lo condujo afuera de la casa, para que presenciara los
juegos con los otros.

56 Competencias: los juegos deportivos eran parte de las celebraciones de la


hospitalidad.

• 71 •
Homero

Compitieron los jóvenes en diferentes pruebas: pugilato, carre-


ras, lanzamiento de disco y luchas. Después tuvo lugar una excelente
exhibición de baile, que despertó la admiración del huésped y los fea-
cios por igual. Al concluir los juegos y la danza, Alcínoo habló así:
—Escuchen, capitanes y príncipes feacios. Demos a nuestro
huésped un regalo, como lo exige la hospitalidad. Trece reyes gobier-
nan a este pueblo, y yo soy el primero entre mis pares. Que cada uno
traiga un manto y una túnica y un talento57 de oro, para que se le
alegre el corazón.
Así habló, y todos lo aplaudieron, y pidieron acto seguido a los he-
raldos que trajeran los regalos. Alcínoo les mandó que trajeran un cofre
muy hermoso, para guardar allí los dones recibidos. Luego le pidió a
Arete que les diera la orden a las criadas de que prepararan un baño para
el huésped, cosa que hicieron inmediatamente. Una vez que lo hubieron
lavado, perfumado y ungido con aceite, le dieron una túnica y un es-
pléndido manto, y al punto fue a reunirse con los hombres, que ya esta-
ban bebiendo vino. Nausícaa, la hermosa hija de Alcínoo y la reina Arete,
se paró en el umbral y admirando a Odiseo le dijo estas palabras:
—Ojalá que los dioses, oh huésped, quieran que cuando estés
de regreso en tu patria aún te acuerdes de mí, a quien debes la vida.
El astuto Odiseo respondió:
—Nausícaa, si Zeus me concede regresar a mi casa, allí como
el de diosa invocaré tu nombre mientras viva, puesto que fuiste tú
mi salvadora.

El canto de Demódoco.
Dichas estas palabras, se sentó en un sillón. Sirvieron la comida
y el vino, y el heraldo fue junto a Demódoco, que se ubicó en el medio
del salón. Y entonces Odiseo, cortando una tajada de espinazo de
cerdo, bien cubierta de grasa, le dijo estas palabras:

57 Talento: moneda que circulaba en el mundo griego.

• 72 •
Odisea

—Demódoco, te alabo sobre todos los hombres, porque el don


que posees proviene de la Musa, o acaso Apolo te lo concedió. Con
admirable estilo cantaste las hazañas de los aqueos en Troya, todo
cuanto sufrieron y sus hechos gloriosos, como si de verdad lo hubie-
ras presenciado. Te pido que nos cantes sobre el caballo de madera58
que, con el auxilio de Atenea, Epeo59 construyó: aquella máquina que
el divino Odiseo llevó con sus engaños a la acrópolis,60 con el vientre
repleto de soldados, que destruyeron Troya. Si acaso eres capaz de
contar todo esto como ocurrió en verdad, yo les diré a los hombres
que algún dios bondadoso te concedió tu don.

El caballo de Troya, relieve de una tinaja del siglo vii a. C.

Así dijo, y Demódoco, inspirado, cantó. Y en su canto, contó de


qué manera los aqueos subieron a sus naves, fingiendo retirarse,
mientras que los mejores, junto con Odiseo, permanecían ocultos en

58 Caballo de madera: el famoso caballo de Troya fue el artificio que ideó Odiseo
para poder entrar en la ciudadela y así arrasarla. Este gigantesco animal de
madera sirvió para esconder en su interior hueco a los aqueos, quienes lo
ofrecieron a los troyanos como un gesto de paz.
59 Epeo: guerrero aqueo que construyó el caballo con el que engañaron a los troyanos.
60 Acrópolis: la parte más alta de la ciudad.

• 73 •
Homero

el vientre del caballo que los mismos troyanos arrastraron hasta la


ciudadela. Cantó la discusión que sostuvieron los troyanos, dudando
si acaso desarmarlo para ver su contenido, o arrojarlo al océano des-
de un acantilado, u ofrecerlo a los dioses como ofrenda. Esta última
resolución fue la que prevaleció, y los aqueos al amparo de la noche
salieron del caballo y asolaron la ciudad. También cantó Demódoco
de qué modo Odiseo y el rubio Menelao sitiaron la morada de
Deífobo,61 y cómo combatieron arduamente hasta alcanzar el triunfo,
con la ayuda de Palas Atenea.
Así cantó Demódoco, y al escucharlo el rostro de Odiseo se
cubría de lágrimas. Alcínoo, al percatarse, ordenó que el aedo dejara
de cantar, y dijo estas palabras:
—Escuchen, capitanes y príncipes feacios. Que deje de tocar
Demódoco la cítara, ya que su canto no les gusta a todos: desde que
nos pusimos a comer y nuestro aedo comenzó su canto, el huésped
no ha dejado de llorar. La nave está dispuesta, y en su cofre ya están
guardados los presentes, que en señal de amistad le regalamos, pues
cualquiera que tenga algo de sensatez trata a los suplicantes y a los
huéspedes cual si fueran hermanos. Por eso, forastero, no ocultes con
malicia lo que he de preguntarte, porque es justo que hables con ver-
dad. Dime cómo te llaman tus padres y la gente que habita en tu país,
pues todo lo que nace, nace con algún nombre. Dime cuál es tu tierra,
cuál es tu pueblo y cuál es tu ciudad, para que allí podamos llevarte
en nuestras naves. Pero habla ahora, y dinos por qué parajes andu-
viste errante, qué tierras conociste y qué ciudades, y con qué hombres
trataste. Cuéntanos por qué lloras cuando escuchas hablar de los
aqueos, y de sus desventuras y de Troya. ¿Acaso algún pariente
tuyo murió allá? ¿Fue un esforzado compañero, acaso? Puesto que
un compañero dotado de prudencia no es, a decir verdad, inferior
a un hermano.

61 Deífobo: uno de los hijos de Príamo y Hécuba, los reyes de Troya.

• 74 •
Canto ix

Odiseo se da a conocer ante los feacios.


Y el astuto Odiseo les relató lo que sigue.
—Mi nombre es Odiseo, y soy hijo de Laertes. Los hombres me
conocen por mi ingenio. Tengo mi casa en Ítaca, la isla donde se alza
el monte Nérito, que se ve desde el mar. Alrededor hay otras islas:
Same, Duliquio y la umbrosa Zaquinto. Es áspera la tierra de Ítaca,
mi patria, pero cría varones excelentes. No existe tierra alguna más
dulce para mí.

Odiseo llora al escuchar el canto de Demódoco. Ilustración de John Flaxman, 1810.

• 75 •
Homero

”Y aun cuando Calipso me tuvo prisionero para hacerme su


esposo, y la engañosa Circe62 me retuvo en su palacio, jamás me
persuadieron en mi ánimo ni una ni la otra: para quien alejado de los
suyos habita en tierra extraña, por más que sea en un palacio esplén-
dido, nada es más grato que la propia casa y la propia familia.

Odiseo inicia el relato de sus aventuras. Los cícones.


”Pero te contaré cómo fue mi regreso desde Troya, decretado
por Zeus, lleno de sufrimientos y pesares. De Troya me llevaron los
vientos al país de los cícones,63 en Ísmaro. Saqueamos la ciudad y
matamos a quienes la habitaban. Luego nos repartimos equitativa-
mente el botín y las mujeres. Insté a mis compañeros a que nos reti-
ráramos con prisa. No pude persuadirlos. ¡Insensatos! Y mientras en
la costa mis hombres comían y bebían con exceso, los cícones que
habían conseguido escapar llamaron a los otros que vivían tierra
adentro. Eran muy numerosos y valientes, además de más diestros
en la lucha. Se presentaron al rayar el alba, innumerables como las
hojas y las flores que en primavera brotan. Nos combatieron junto a
los navíos. Logramos contenerlos durante todo el día; pero al atarde-
cer nos derrotaron, y encontraron la muerte seis aqueos. Los demás
escapamos como nos fue posible, esperando hasta último momento
por si acaso volvían los que al fin no volvieron. Y una vez que zarpa-
mos, Zeus, el que amontona las nubes, levantó una tempestad, que
cubrió de negrura la tierra y el océano.
”Extraviamos el rumbo y los vientos rasgaron nuestras velas.
Las recogimos, pues, y logramos llevar la nave hasta una playa, don-
de permanecimos dos días con sus noches, mientras la angustia y el
cansancio nos roían el alma. Al tercer día, una vez más partimos con
velas desplegadas.

62 Circe: diosa hechicera, hija del Sol y Perseis.


63 Cícones: tribu de Tracia.

• 76 •
Odisea

Los lotófagos.
”Y habríamos llegado a salvo a nuestra patria, si el viento y el
oleaje no hubieran desviado nuestra nave, al doblar en el cabo de
Malea,64 conduciéndonos lejos, más allá de Citera.65 Durante nueve
días nos arrastraron vientos enemigos. Al décimo llegamos al país de
los lotófagos,66 que solo comen flores. Bajamos a la costa y cargamos
agua fresca. Después mis compañeros comieron al costado de las na-
ves. Escogí a dos de ellos y a un heraldo, y los mandé a informarse
quiénes vivían en aquellas tierras. Enseguida partieron, y pronto se
toparon con los hombres comedores de loto, quienes, en vez de ha-
cerles algún daño, les regalaron lotos para que los comiesen. Tan
pronto como degustaron aquel fruto dulcísimo se olvidaron de todos
los pesares y los abandonó el deseo del regreso, y prefirieron quedarse
allí, con los lotófagos. A pesar de sus lágrimas, me los llevé conmigo
y los até a los bancos de las cóncavas naves. Inmediatamente ordené a
los otros que zarparan, temiendo que olvidasen el regreso si probaban
la flor ellos también. Me hicieron caso y enseguida azotaban las olas
con los remos.

Los cíclopes.
”Partimos con el ánimo afligido y muy pronto llegamos al país
de los soberbios cíclopes,67 pueblo sin ley que no cultiva el campo,
confiándose a los dioses inmortales, al que todo le nace sin semilla
ni arado. Ellos no deliberan en el ágora y carecen de leyes. Habitan
en las cumbres de montes escarpados, y cada uno gobierna a su mu-
jer y a sus hijos, sin importarles los demás en nada. Al lado de la isla

64 Malea: pequeña península del sureste del Peloponeso.


65 Citera: isla griega al sudoeste del Peloponeso.
66 Lotófagos: pueblo legendario que solía identificarse con una población del
noreste de África.
67 Cíclopes: hijos de Urano y Gea, son gigantes con un solo ojo en medio de la
frente; viven aislados, en cuevas, cuidando de sus ovejas. Son salvajes y
desconocen la vida en sociedad.

• 77 •
Homero

de los cíclopes hay otra más pequeña, apenas un islote. Allí desem-
barcamos en medio de la noche, y al punto nos echamos a dormir
aguardando la aurora.
”No bien se mostró Eos, la de dedos rosados, hija de la mañana,
recorrimos la isla, cazamos y comimos y bebimos del vino de los cí-
cones. Cuando cayó la noche, nos acostamos a dormir de nuevo. Y
cuando salió el sol, convoqué al ágora y dije a mis amigos:
”—Compañeros leales, permanezcan aquí. Con mi nave y mi
gente iré a enterarme quién habita en la isla que vemos desde aquí, y
si sus habitantes son soberbios, salvajes e injustos, o si acaso reciben
a sus huéspedes con amistad y temen a los dioses.
”Después nos despedimos y subimos a las naves. Y una vez
que llegamos a la cercana isla, divisamos una elevada gruta muy
cerca de la orilla, rodeada de altos pinos, encinas y un laurel, que
escondía la entrada. Un copioso rebaño de ovejas y de cabras pas-
taba alrededor. Allí vivía un monstruo alto como una montaña,
que alejado de todo cuidaba sus rebaños, y nunca frecuentaba al
resto de los cíclopes, porque era cruel de ánimo y albergaba sinies-
tros pensamientos.

La cueva de Polifemo.
”Entonces ordené a mis compañeros que se quedaran a cuidar
la nave y elegí solo a doce, los mejores. Nos pusimos a andar, llevan-
do con nosotros algunas provisiones y un gran odre rebosante de
dulce y negro vino, regalo de Marón, sacerdote de Apolo. Pronto lle-
gamos a la enorme gruta, y como no había nadie, decidimos entrar e
investigar. Nos sorprendió encontrar tanta abundancia: cestos llenos
de quesos, y establos rebosantes de corderos y cabritos. Me insistieron
mis hombres en que tomáramos de allí unos quesos y algunos ani-
males. Pero yo me negué, aunque en verdad habría sido lo más pru-
dente, porque deseaba conocer al cíclope y que me concediera dones
hospitalarios.

• 78 •
Odisea

”Encendimos el fuego, hicimos sacrificios, comimos de los que-


sos y esperamos. El cíclope llegó, transportando en sus brazos gran
cantidad de leña que traía para hacer su comida. La arrojó con estré-
pito en la entrada, y presas del terror huimos hacia el fondo de la gru-
ta. Hizo entrar el rebaño, y luego colocó un enorme peñasco a mane-
ra de puerta; tan grande era la roca, que ni veintidós carros de cuatro
ruedas que tiraran juntos habrían sido capaces de moverla. Acto
seguido se sentó a ordeñar las ovejas y las cabras. Después puso a
cuajar la mitad de la leche, y el resto lo guardó para bebérselo du-
rante la comida. Finalmente hizo el fuego, y al vernos nos habló:
”—¿Quiénes son, forasteros? ¿Desde dónde han venido por el mar?
¿Los trae algún negocio, o van sin rumbo fijo, igual que los piratas?
”El miedo que nos daban su ronca voz y su espantoso aspecto
nos encogía el corazón. De todos modos junté valor y pude hablarle:
”—Somos aqueos que venimos desde Troya, surcando el ancho
mar. Los vientos, caprichosos, nos impidieron el regreso a casa, y nos
trajeron hasta aquí. Luchamos en el ejército de Agamenón, famoso
en todo el mundo por su triunfo. Hemos venido en calidad de supli-
cantes. Te abrazamos las rodillas, para que nos recibas con bondad y
nos ofrezcas un regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Sé
respetuoso de los dioses, y en especial de Zeus, ya que venimos como
suplicantes.
”Así hablé y él me dijo estas crueles palabras:
”—¿Eres tonto, extranjero, o vienes de muy lejos, que no sabes que
a nosotros los cíclopes no nos importan Zeus ni los dioses felices, porque
somos más fuertes? No les perdonaría la vida por temor a Zeus ni a
nadie. Pero dime en qué sitio has dejado tu nave cuando llegaste aquí.
”Me dijo esas palabras procurando engañarme; pero yo me di
cuenta de sus intenciones y así le respondí con otro engaño:
”—El que sacude el suelo, Poseidón, acabó con mi nave, tras ha-
cerla chocar contra las rocas de esta isla, pero mis compañeros y yo
fuimos capaces de salvar nuestras vidas.

• 79 •
Homero

“Por única respuesta, el cíclope atrapó a dos compañeros, como si


hubieran sido dos cachorros, y los arrojó al suelo, partiéndoles el cráneo
con el golpe. Acto seguido, los despedazó y se comió su carne y sus en-
trañas, y ni siquiera perdonó los huesos, como un león salvaje.
”Nosotros, aterrados, elevamos las manos, suplicándole a Zeus.
Cuando se hubo saciado de leche y carne humana, se echó a dormir
el cíclope. Entonces yo le hubiera atravesado el pecho con la espada
hasta llegar al hígado. Empero, me contuve al darme cuenta de que
no habríamos podido alzar la roca de la entrada y habríamos pereci-
do sin remedio. De modo que aguardamos, sollozando, la aurora.
”Cuando surgió la hija de la mañana, Eos, la de dedos rosados,
el cíclope hizo fuego y se sentó a ordeñar. Y después de cumplir esta
tarea, agarró a dos compañeros y se los devoró. Luego sacó a pastar
los animales, retirando la piedra de la entrada sin el menor esfuerzo,
y volvió a cerrar.
”Yo me quedé tramando la venganza, por si acaso Atenea me
otorgaba la victoria, hasta que al fin tomé una decisión. Al lado del
establo, el cíclope había puesto un gran tronco de olivo para que se
secara, del tamaño de un mástil. Yo separé una rama, del largo de dos
brazos extendidos, y con los compañeros la pulimos, la aguzamos de
un lado, luego la endurecimos en el fuego, y después la ocultamos
debajo del estiércol que cubría la gruta.
”El cíclope regresó al atardecer, arriando sus rebaños. Volvió a
cerrar la entrada con la puerta y se sentó a ordeñar como el día ante-
rior; al terminar, tomó a dos compañeros y se los devoró a manera de
cena. Entonces me acerqué, llevándole una copa del vino que traía-
mos, y le hablé de esta forma:
”—Escúchame, ¡oh cíclope! Toma este vino y bébelo. Verás que
se acompaña muy bien con carne humana. Lo traía en la nave para
ti, por si acaso querías ayudarnos. Pero nadie se iguala en cólera con-
tigo. ¿Cómo se acercarán otros, en adelante, si no sabes lo que es la
compasión?

• 80 •
Odisea

”Así le hablé, y tomó la copa y bebió el vino. Y tanto le gustó que


luego pidió más:
”—Dame más vino, huésped, y hazme saber tu nombre, para
que pueda darte un don hospitalario.
”Yo obedecí y volví a servirle vino. Tres veces le serví, y tres ve-
ces más vació la copa. Y cuando el vino le nubló la mente, le hablé de
esta manera:
”—Cíclope, me preguntas por mi nombre. Te lo revelaré, a cam-
bio del regalo que prometes. Mi nombre es Nadie; Nadie me llaman
mis amigos y mis padres.
”Me respondió con cruel talante el cíclope:
”—A Nadie me lo habré de comer último, y a todos los demás,
antes que a él: ese será mi don hospitalario.
”Y tras hablar así, cayó ebrio de vino y eructó y se quedó dor-
mido allí mismo, en el suelo. Entonces acerqué la punta de la esta-
ca a las brasas ardientes para calentarla, mientras les daba ánimo
a los otros, para que no temieran. Cuando ya estuvo al rojo vivo,
ellos se la clavaron en el ojo al cíclope, y yo me apoyé encima y la
hice girar. Mucha sangre brotaba alrededor de la caliente estaca
mientras la revolvía.

Odiseo y sus hombres ciegan al cíclope Polifemo.


Detalle de un ánfora del siglo vii a. C.

• 81 •
Homero

”El cíclope dio un grito espeluznante, que retumbó por toda la


caverna, y nosotros corrimos a escondernos, mientras él se arranca-
ba la estaca y la arrojaba lejos de allí con furia, y llamaba a los gritos
al resto de los cíclopes. Cuando oyeron sus gritos acudieron algunos,
y detrás de la roca le preguntaron qué lo atormentaba:
”—Polifemo, ¿por qué gritas de esa manera en la divina noche,
tan enojado, despertándonos? ¿Algún hombre te roba las ovejas? ¿O
acaso alguien intenta matarte con engaño o con la fuerza?
”Y respondió el robusto Polifemo desde adentro:
”—¡Amigos míos! Nadie me mata con engaño, no con fuerza.
”Y ellos le contestaron:
”—Pues si estás solo y nadie te hace daño, no podrás evitar la en-
fermedad que te ha enviado Zeus. ¡Pídele ayuda a Poseidón, tu padre!
”Y luego se marcharon.
”Yo me reía para mis adentros de cómo había logrado el enga-
ño del nombre. El cíclope, gimiendo dolorido, retiró el gran peñasco
de la puerta y se sentó en la entrada, por si lograba capturar a alguien
que intentara salir con las ovejas. ¡Qué iluso, si esperaba que fuera
tan ingenuo! Yo me puse a pensar cómo salir de aquella desgraciada
situación, y se me ocurrió un plan: había unos carneros hermosos y
muy bien alimentados; con varillas de mimbre los até de tres en tres,
y cada compañero se colgaba del vientre del medio, mientras los otros
dos lo protegían. Yo mismo me aferré al vientre del más grande. Así
permanecimos, aguardando la aparición de Eos.
”Cuando al fin se mostró la hija de la mañana, los carneros sa-
lieron presurosos a pastar. El cíclope palpaba sus lomos para ver si
estábamos nosotros sobre ellos. Así mis compañeros salieron de la
cueva sin que él lo notara. El último en salir fue el que me transpor-
taba, que era su favorito. Y tras palparlo, el cíclope le dijo:
”—¡Mi querido carnero! ¿Por qué hoy eres el último en salir
de la cueva, cuando siempre salías el primero? Sin duda has de extra-
ñar el ojo de tu amo, a quien cegó un malvado que se llamaba Nadie.

• 82 •
Odisea

¡Si pudieras hablar y me dijeras dónde se está ocultando de mi có-


lera, esparciría sus sesos por la cueva!
”Y tras hablarle así, lo dejó ir. Cuando nos alejamos un trecho
prudencial, me solté del carnero y luego hice lo propio con mis com-
pañeros. Arriamos los carneros a la nave, apurándonos todo lo que
nos fue posible y procurando no hacer ruido alguno.
”¡Qué alegría sintieron los demás al ver que habíamos vuelto!
¡Cómo lloraban por los otros, muertos! Una vez que cargamos el
ganado, partimos en la nave a toda prisa. Cuando nos alejamos lo
suficiente para estar a salvo, y que pudiera el cíclope escucharme
todavía, le espeté estas palabras, hirientes y mordaces:
”—¡Cíclope! ¡No debiste emplear tu gran fuerza para comerte
a los amigos de un varón indefenso! Han hallado castigo tus acciones,
ya que te has atrevido a comerte a tus huéspedes en tu propia
morada.
”Así dije, irritando aun más su corazón. Comenzó a arrojar
rocas contra la embarcación, pero las esquivamos. Y aunque mis
compañeros querían disuadirme e intentaban callarme, volví a
gritar furioso:
”—Cíclope, si algún hombre te pregunta quién te ha dejado
ciego, tú dile que Odiseo, el hijo de Laertes, habitante de Ítaca, te
privó de tu ojo.
”Entonces, Polifemo lanzó un suspiro y dijo:
”—¡Oh dioses!, se han cumplido los pronósticos que me vatici-
naron que sería privado de la vista por mano de Odiseo. Sin embargo,
esperaba que fuera un hombre alto y fuerte; y es un hombre pequeño,
débil y despreciable, quien me ha dejado ciego, con la ayuda del vino.
Pero ayúdame, padre Poseidón, tú que abrazas la tierra. Cumple lo
que te pido: que Odiseo, que tiene en Ítaca su casa, no regrese jamás
a su palacio. Y si acaso los dioses ya han dispuesto que vuelva, que
sea tarde y mal, en nave ajena, muertos sus compañeros, y que halle
un nuevo mal en su morada.

• 83 •
Homero

”Así rogó, y su padre lo escuchó.


”Cuando al fin regresamos a la isla donde las otras naves aguar-
daban, bajamos el ganado y pasamos el día celebrando un banquete,
no sin antes hacerle sacrificio a Zeus del carnero preferido del cíclope.
Pero el dios no hizo caso de nuestro sacrificio, y meditaba ya cómo
perder mis naves y a los fieles compañeros.
”Cuando llegó la noche nos echamos a dormir en la playa,
y no bien surgió Eos, hija de la mañana, la de dedos de rosa,
desatamos amarras y partimos, con el ánimo triste, pero felices
de salvar la vida.”

• 84 •
Canto x

Eolo.
”Arribamos a Eolia, donde habitaba Eolo, el guardián de los
68

vientos, querido por los dioses. Nos hospedó en su espléndido palacio,


nos deleitó con música y banquetes y nos hizo preguntas sobre Troya,
que yo le contesté como corresponde.
”Pasamos allí un mes, y al expresarle yo que deseaba partir, el
rey no me retuvo. Por el contrario, me entregó un regalo valiosísimo:
un cuero de buey de nueve años, en que había encerrado los mugido-
res vientos, con excepción del Céfiro.69 Ató el cuero a la nave con un
hilo de plata a fin de que ninguno se escapara, y nos envió el Céfiro
para que nos llevara de regreso.
”Navegamos sin pausa nueve días con sus noches, y al décimo
pudimos divisar la tierra patria, donde vimos hogueras encendidas
en la costa. Todo ese tiempo yo había gobernado el timón de la nave,
sin cedérselo a nadie, para llegar más rápido. Pero en aquel momen-
to tan feliz, me sentí fatigado, y el sueño me venció.

68 Eolia: isla flotante en donde se encuentra la mansión de Eolo, identificada con


la actual isla de Strómboli, al norte de Sicilia.
69 Céfiro: viento del oeste, suave y agradable.

• 85 •
Homero

”Mientras yo dormitaba, mis hombres discutían, creyendo que en el


cuero que Eolo me había dado yo guardaba riquezas. Uno de ellos dijo:
”—¡Cuán querido y honrado es este hombre! ¡Muchos y muy
valiosos objetos se ha traído como botín70 de Troya, y nosotros vol-
vemos con las manos vacías! ¡Y ahora ha recibido esto de Eolo! Vea-
mos cuánto oro y plata hay en el cuero.
”Fue así que desataron, ¡insensatos!, el cordón para ver lo que
había dentro.
”Los vientos, desatados, soplaron a su antojo y nos llevaron lejos
otra vez. Finalmente volvimos a la isla de Eolia, soportando vientos hu-
racanados, mientras lloraba la tripulación y yo me lamentaba de su in-
gratitud. No bien desembarcamos, me presenté ante Eolo en el palacio.
”El rey, al verme entrar, me preguntó, asombrado:
”—¿Qué haces otra vez aquí, Odiseo? ¿Acaso no te di todo lo
necesario para volver a casa?
”Y yo le contesté, con pesar en el alma:
”—La insensatez de mi tripulación y un sueño inoportuno han
causado este daño. Sin embargo, este mal tiene remedio: tú puedes
ayudarme una vez más.
”Tras un largo silencio, Eolo respondió, con el ánimo airado:
”—¡Vete de aquí cuanto antes, miserable! Yo no puedo ayudar a
un hombre que se ha hecho odioso ante los dioses.

Los lestrigones.
”Al ver que era imposible conseguir el auxilio de Eolo, regresé
cabizbajo. Volvimos a zarpar, y durante seis días navegamos, hasta que
al fin al séptimo llegamos al país de Lestrigonia.71 Todos mis com-
pañeros amarraron sus naves en el puerto, pero yo la dejé amarrada

70 Botín: conjunto de las armas, provisiones y demás posesiones de un ejército


vencido y de los cuales se apodera el vencedor.
71 Lestrigonia: ciudad legendaria habitada por gigantes caníbales que devoran a los
extranjeros, y a la que se suele ubicar en la isla de Córcega.

• 86 •
Odisea

a un peñasco, a bastante distancia. Luego envié a dos hombres junto


con un heraldo, para que averiguaran qué gente vivía allí. Al punto
se pusieron en camino, y enseguida encontraron a una joven que
recogía agua de un arroyo. Ella les indicó dónde quedaba el palacio
del rey, y fueron hacia allá.
”Al entrar, encontraron a la reina, que era mucho más alta que una
mujer común, y más fornida. Ella no dijo nada, pero mandó a llamar al
rey Antífates, que cuando entró y vio a mis compañeros, agarró a uno
de ellos y se lo devoró. Los otros escaparon, aterrados, de regreso a las
naves, mientras el rey Antífates daba gritos de aviso por toda la ciudad.
”Enseguida acudió una multitud de fuertes lestrigones, que más
que hombres parecían gigantes, y se pusieron a arrojar peñascos de
gran tamaño contra nuestras naves. Los fuertes lestrigones atrapaban
a nuestros compañeros como a peces y se los devoraban. Yo corté las
amarras de mi barco, y al punto insté a los hombres a remar. La nues-
tra fue la única nave que logró huir de la desgracia.

Circe.
”Luego llegamos a la isla de Eea,72 donde vive Circe, la hechicera
de las hermosas trenzas. Tras atracar, bajamos de la nave y nos echa-
mos a dormir dos días y dos noches seguidos, agotados por semejante
esfuerzo. Al tercer día yo me levanté y busqué un mirador. Desde allí
pude ver el palacio de Circe. Al volver, encontré a los compañeros con
el ánimo triste, sollozando por los hechos del lestrigón Antífates y la
violenta cólera del cíclope. De nada nos servía lamentarnos: los dividí
en dos grupos y asigné a cada uno un capitán. Yo mandaría a uno, y
Euríloco sería el capitán del otro. Hicimos un sorteo y le tocó al grupo
de Euríloco inspeccionar el área.
”En el medio de un valle se encontraba el palacio de la hechicera
Circe. Alrededor, había animales feroces, lobos y leones, a los que Circe

72 Eea: isla que suele localizarse en la costa oeste de Italia.

• 87 •
Homero

había hechizado dándoles un mágico brebaje. Pero estos animales no


atacaron a los hombres de Euríloco, sino que con la cola les hicieron
fiesta, como hacen los perros con sus amos. Los hombres, temerosos,
se detuvieron ante las puertas del palacio. Oyeron desde allí a Circe
que cantaba con voz melodiosa mientras tejía. Polites, uno de los
hombres, dijo:
”—Debe ser una diosa o una mujer quien canta mientras teje.
¿Por qué no la llamamos?
”Así les dijo y ellos la llamaron a voces. Circe vino enseguida, les
abrió la puerta y los invitó a pasar. Los hombres la siguieron, todos me-
nos Euríloco, que sospechaba que se trataba de alguna trampa. La dio-
sa hizo sentar en cómodos sillones a los hombres y les dio de comer y
de beber, pero con la comida mezcló un brebaje mágico, para hacer que
los hombres se olvidaran completamente de su patria y del regreso. Una
vez que comieron y bebieron, Circe los tocó con su varita, y al punto los
convirtió en cerdos. Luego los encerró en unos chiqueros. Tenían de los
cerdos la cabeza y el cuerpo, y la piel y la voz, pero aún conservaban la
inteligencia humana. Encerrados, lloraban, mientras Circe les daba de
comer bellotas y otras cosas que a los cerdos les gustan.
”Euríloco volvió sin demora a la cóncava nave, para informarme
sobre lo ocurrido. Era incapaz de contener el llanto y se le había he-
cho un nudo en la garganta. Cuando al fin pudo relatarnos lo que
había visto, me colgué la espada y le ordené que fuera conmigo, para
indicarme cómo llegar a la mansión de Circe; pero él, abrazando mis
rodillas, me dijo estas palabras:
”—No me obligues a ir, te lo suplico: pues yo sé que de allí no
volverás trayendo de regreso a nuestros compañeros. Huyamos ense-
guida los que estamos presentes, que aún podemos escapar de aquí.
”Y yo le contesté:
”—Euríloco, tú quédate a comer y beber al lado de la nave. Pero
yo iré, que así me lo exige el deber.
”Dicho esto, me alejé de la nave y del mar.

• 88 •
Odisea

Circe transforma en cerdo a uno de los compañeros de Odiseo.


Dibujo sobre un altar del siglo vi a. C.

”Cuando iba por el valle y me acercaba a la mansión de Circe,


se apareció el dios Hermes, adoptando la figura de un joven radiante
de hermosura. Tomándome la mano, me habló de esta manera:
”—¿Dónde vas, infeliz, sin conocer esta región? Transformados en
cerdos, tus amigos se encuentran encerrados en sólidos chiqueros en la
casa de Circe. De querer liberarlos, la misma suerte correrías tú. Pero
quiero ayudarte: te daré esta raíz, que oficiará de antídoto contra
cualquier brebaje que Circe quiera darte. Cuando ella te golpee con
su vara, tú sacarás la espada y la amenazarás. Ella se asustará y te
invitará a que duermas con ella. No la rechaces, pero pídele que te
jure que no maquinará ningún mal contra ti.
”Luego de estas palabras, me hizo entrega de una planta: su raíz
era negra y era blanca su flor, como la leche. Los dioses la conocen con
el nombre de moly, y solo ellos pueden arrancarla. Luego el dios se mar-
chó, y yo llegué al palacio de la hechicera Circe. Cuando llamé a la puer-
ta, Circe vino, me abrió, y me invitó a pasar. Yo la seguí, confieso, con
temor. Me hizo sentar en un sillón hermoso y me dio de beber en una
copa de oro. Cuando hube bebido, me tocó con su vara y me espetó:

• 89 •
Homero

”—¡Anda, vete al chiquero a revolcarte junto a tus compañeros!


”Pero la poción no había hecho efecto. Saqué la espada y me
abalancé sobre ella. Circe, lanzando un grito, se arrojó a mis rodillas
y dijo, entre lamentos:
”—¿Quién eres y de qué país procedes? Ningún otro mortal re-
sistió mis brebajes. Seguramente, tú eres Odiseo: Hermes ya me ad-
virtió de tu venida. Pero vayamos a la cama ahora: que crezca entre
nosotros la confianza.
”Así dijo la diosa, y yo le contesté:
”—¿Cómo me pides que confíe en ti, si has convertido en cer-
dos a los míos, y hace instantes quisiste hacerme a mí lo mismo?
No enfundaré la espada ni dormiré contigo a menos que prometas
por los dioses inmortales que no maquinarás ningún daño en mi
contra.
”Eso le dije y ella elevó el juramento que yo le demandaba. Lue-
go vinieron sus cuatro criadas, que calentaron agua para que me ba-
ñara, y me trajeron ropas limpias y me dieron comida. Pero yo no
quería comer, y me quedé sentado, cabizbajo. Al verme en ese estado,
Circe me preguntó qué me ocurría:
”—¿Por qué estás así, mudo, Odiseo y no quieres probar estos
manjares? Ya no debes temer, pues te he jurado por los dioses que
nada tramaría contra ti.
”Y yo le respondí:
”—¿Quién comería, Circe, mientras están los suyos transformados
en cerdos? Si en verdad tienes buena voluntad, libera a mis amigos.
”Eso dije, y ella salió rumbo al chiquero y les untó a mis hombres
un brebaje distinto. Enseguida perdieron la pelambre, el hocico y
la cola, y recobraron su figura humana, aunque estaban más jóve-
nes y más altos que antes. Cuando me vieron, me reconocieron y
me dieron la mano, agradecidos. Pronto en toda la casa resonaba
un llanto conmovido, y hasta la misma Circe se apiadó, diciendo
estas palabras:

• 90 •
Odisea

”—Ingenioso Odiseo, de linaje divino, den tregua a sus pesa-


res. Yo sé cuánto han sufrido en el mar y en la tierra. Pero ahora
es momento de comer y beber y recobrar las fuerzas que tenían
cuando partieron de sus casas, en Ítaca.
”Así habló, y escuchamos su consejo. Pero, al cabo de un año,
que pasamos de banquete en banquete, me llamaron aparte mis ami-
gos y me dijeron esto:
”—Compañero, es momento de pensar en la patria, si acaso has
de salvarte y volver con los tuyos.
”Así dijeron, y al ponerse el sol, subí al lecho de Circe y le rogué:
”—Circe, mi corazón está impaciente por retornar a casa, e
iguales ansias sienten mis amigos. Es hora de que cumplas tu prome-
sa de ayudarme a volver.
”Circe me respondió:
”—Ingenioso Odiseo, no permanezcan más en mi palacio si ya
no lo desean. Pero antes de que vuelvas a tu casa, te espera un nuevo
viaje: irás a la mansión de Hades73 y Perséfone,74 para pedirle orácu-
lo75 al alma de Tiresias,76 el adivino ciego, que conserva su mente
intacta todavía. Entre todos los muertos, solamente a él le concedió
Perséfone razón e inteligencia. Los otros no son más que sombras
pasajeras.
”Al oír sus palabras, mi corazón dio un vuelco. Rompí a llorar,
y mi alma no quería vivir ni ver la luz del sol. Y cuando al fin las
lágrimas cesaron, le dije estas palabras:

73 Hades: dios de los muertos, hermano de Zeus y Poseidón. Habita el mundo subterráneo,
también llamado Hades, en el que reina junto con su esposa Perséfone.
74 Perséfone: hija de Zeus y Deméter, Perséfone fue raptada por Hades, su tío,
mientras recogía flores en el campo. Su madre suplicó a Zeus que se la
devolvieran, y este dispuso que la joven pasara mitad del año en el Hades y
la otra mitad junto a su madre en el Olimpo.
75 Oráculo: mensaje profético inspirado por los dioses.
76 Tiresias: uno de los adivinos más famosos de la mitología griega. Fue cegado
por Palas Atenea en castigo por haberla visto desnuda.

• 91 •
Homero

”—Circe, ¿quién va a guiarme en este viaje? Ningún hombre ha


llegado hasta el Hades jamás en un negro navío.
”Me contestó la diosa:
”—Ingenioso Odiseo, no te preocupes más. No habrá necesidad
de guía en este viaje. Tú despliega las velas de tu nave y siéntate en cu-
bierta. El viento ha de llevarte a través del océano, hasta la playa don-
de crece el bosque tupido, propiedad de la diosa Perséfone, con sus
árboles negros. Amarra allí tu nave y encamínate a la mansión de Ha-
des. En el lugar en donde el Piriflegetón y el Cocito desaguan en el río
Aqueronte,77 hallarás una roca. Ve hasta allí, cava un hoyo y ofrece
libaciones en honor de los muertos. Primero has de ofrecerles leche y
miel, vino a continuación y finalmente agua. Espolvorea todo con ha-
rina y suplica a los muertos, prometiéndoles hacerles sacrificios cuan-
do llegues a Ítaca, y también que a Tiresias le inmolarás aparte un
buen carnero negro. Después presta atención a las aguas del río: por
ellas observarás que vienen muchas almas de difuntos. Ordénales en-
tonces a los tuyos que maten animales con la espada y que los quemen
y supliquen a los dioses y a Hades y a Perséfone. Desenvaina la espada
y no permitas que los muertos se acerquen a la sangre antes de inte-
rrogar al adivino. Cuando llegue Tiresias, te indicará el camino y la
forma en que habrás de regresar a Ítaca, y cuánto tardarás.
”Así me dijo Circe, y pronto llegó Eos, la del trono de oro. En-
tonces fui a buscar a mis amigos que dormían. Pero tampoco pude
regresar esta vez con la tripulación completa e íntegra. Elpénor, el
más joven de mis hombres, había subido borracho a la terraza y se
había quedado dormido. Cuando escuchó los ruidos que venían del
palacio, trató de levantarse, pero se tropezó y se cayó del techo, se
rompió las vértebras del cuello y su alma se hundió en la mansión
de Hades.

77 Aqueronte: río infernal que deben atravesar las almas en su ingreso al mundo de
los muertos, con la ayuda del barquero Caronte.

• 92 •
Odisea

”Antes de la partida, dije a mis compañeros:


”—Sin duda creerán que estamos yendo a casa, a la querida
patria. Pues bien, Circe nos ha indicado que hemos de hacer un viaje
a la mansión de Hades y Perséfone, a pedirle a Tiresias que nos dé su
oráculo.
”Cuando les dije esto, rompieron a llorar y se tiraban del cabello.
Pero con lamentarse no consiguieron nada. Afligidos, subimos a la
nave. Circe se presentó y nos dejó un carnero y una oveja negros, y
luego se alejó sin ser notada. ¿Quién puede ver a un dios si no quiere
ser visto?”

• 93 •
Canto xi

En el Hades.
”Al llegar a la costa, echamos en el agua la negra embarcación,
y tras izar el mástil desplegamos las velas. Cargamos el ganado, y por
fin nos hicimos a la mar, con el alma angustiada y vertiendo muchas
lágrimas. Impulsaba la nave una brisa propicia, enviada por Circe, la
de las lindas trenzas, así que anduvimos a velas desplegadas durante
todo el día, hasta que el sol se puso, y arribamos al confín del océano,
de profunda corriente. Amarramos la nave y desde allí marchamos
por la costa hasta el lugar que Circe nos había indicado.
”Entonces cavé un pozo con la espada y ofrecí libaciones a los
muertos, con leche y miel primero, después con vino y al final con
agua. Espolvoreé la harina, supliqué a los difuntos, y prometí que al
regresar a Ítaca les sacrificaría la mejor vaca que poseyera en mis co-
rrales y, en honor de Tiresias, un carnero negro. Acto seguido, dego-
llé por encima del pozo las reses que habíamos traído en nuestra
nave. Corrió la negra sangre y al instante vinieron desde el Érebo78
las almas de los muertos: doncellas y muchachos fallecidos en la flor
de la edad, ancianos agobiados por mil penas, y varones caídos en

78 Érebo: lugar infernal al que llegan las almas de los muertos.

• 94 •
Odisea

combate, heridos por las lanzas, con la armadura toda ensangrentada.


Se acercaban causando un gran estrépito, mientras daban aullidos
terroríficos: al verlas, se adueñó de mi persona el pálido terror. Ense-
guida, exhorté a los compañeros a desollar las reses y a quemarlas de
inmediato, en honor de Hades y Perséfone. Desenvainé la espada y me
senté, para impedirles a las almas de los muertos que se acercaran a
beber la sangre, antes de interrogar a Tiresias, el adivino ciego.
”La sombra que primero se acercó fue la de Elpénor, nuestro
compañero, que yacía insepulto en la mansión de Circe. Al verlo, me
cayeron unas lágrimas y le hablé de este modo:
”—¿Cómo has llegado, Elpénor, a esta tierra sombría? ¿Llegaste
a pie, antes que nuestra nave?
”Y Elpénor suspiró, diciendo estas palabras:
”—¡Odiseo, hijo de Laertes, del linaje de Zeus! La saña de algún
dios y el exceso de vino me han causado la ruina. Caí de una terraza
del palacio de Circe; tras quebrárseme el cuello, mi alma bajó al Ha-
des. Pero sé que al regreso pasarás por Eea nuevamente: te suplico,
Odiseo, que te acuerdes de mí y no dejes la isla sin llorarme ni darme
sepultura. No sea que mi desgracia te atraiga a ti la cólera divina.
”Así me dijo él, y yo le prometí hacer lo que pedía.
”Vino después la sombra de mi madre, Anticlea, a la que dejé
viva cuando partí hacia Troya. Cuando la vi, lloré copiosamente, pero
me sobrepuse a mi congoja y le impedí acercarse hasta la sangre.

El oráculo de Tiresias.
”Por fin se acercó el alma de Tiresias, empuñando su cetro. Al
verme, me habló así:
”—¡Odiseo, hijo de Laertes, del linaje de Zeus! ¡Ingenioso Odiseo!
¿Por qué has abandonado la dulce luz del sol y visitas la tierra de los
muertos? Apártate del pozo y retira la espada, para que tras beber la
negra sangre te pueda revelar lo que desees saber.

• 95 •
Homero

Odiseo invoca el espíritu de Tiresias, que surge del mundo subterráneo.


Ánfora del siglo iv a. C.

”Así lo hice yo, y el adivino bebió con fruición la negra sangre.


Cuando hubo bebido, me dijo estas palabras:
”—Odiseo, tú buscas el regreso, pero un dios te lo impide: es
Poseidón, que se irritó cuando cegaste al cíclope Polifemo, su hijo. Lo
lograrás, tras soportar más penas, si logras contenerte y contener a
tu tripulación en la isla de Trinacria. Allí se encontrarán unos reba-
ños de vacas y de ovejas, cuyo dueño es el Sol, el que todo lo ve y todo
lo escucha. Si se abstienen tus hombres de tocar el rebaño, llegarán a
la patria; pero si le hacen daño, desde ahora te anuncio que perderás
tu nave y a tus compañeros. Volverás a la patria en un barco extran-
jero, y allí te encontrarás con otra plaga en casa: unos hombres so-
berbios que se comen tu hacienda, pretenden a tu esposa y le ofrecen
regalos. Al llegar vengarás sus insolencias, valiéndote de astucias o
empuñando la espada. Cuando te hayas vengado, has de tomar un
remo y te irás tierra adentro, donde viven los hombres que no saben
lo que es el mar ni han visto nunca un barco, y que jamás probaron
la comida con sal. Allí, cuando te salga al paso un caminante y te pre-
gunte por el rastrillo que en el hombro cargas, clava el remo en la tie-
rra y sacrifica tres animales al que mueve el suelo, Poseidón soberano.

• 96 •
Odisea

Luego vuelve a tu hogar y haz sacrificios para los otros dioses inmor-
tales. Si cumples todas mis indicaciones, te llegará la muerte en la ve-
jez, lejos del mar; y en Ítaca los ciudadanos vivirán felices. Todo lo que
te he dicho es la verdad.
”Así dijo Tiresias, y yo le contesté:
”—¡Tiresias! Esas cosas las han dispuesto así los mismos dioses.
Pero ahora respóndeme: allá está el alma de mi madre muerta, que se
queda en silencio al lado de la sangre, negándose a mirar a su hijo de
frente y a conversar con él. ¿Qué debo hacer para que me conozca?
”Me respondió Tiresias:
”—Es muy sencillo. Te lo explicaré: aquel de los difuntos a quien
tú le permitas acercarse a la sangre conversará contigo y te dará no-
ticias. Y a los que se la niegues, se alejarán sin más.

Odiseo habla con su madre.


”Diciendo estas palabras, y una vez concluidos sus oráculos, el
alma de Tiresias volvió al Hades. Yo me quedé en silencio hasta que
se acercó mi madre, que bebió la negra sangre. Me conoció inmedia-
tamente y dijo, al tiempo que vertía muchas lágrimas:
”—¡Hijo mío! ¿Cómo llegaste aquí si todavía vives? ¿Regresas
desde Troya, tras navegar sin rumbo durante mucho tiempo con tus
compañeros? ¿Aún no llegaste a Ítaca ni viste a tu mujer en el palacio?
”Y yo le respondí de esta manera:
”—¡Madre mía! Fue la necesidad la que me trajo hasta el Hades,
a consultar el alma del tebano Tiresias. La patria no la he visto
desde que me embarqué, siguiendo a Agamenón, para luchar en
Troya. Pero responde: ¿cómo te ha alcanzado la muerte? ¿Fue al-
guna enfermedad o las flechas de Ártemis? Háblame de mi padre
y de mi hijo, y dime si conservan mi dignidad real. Revélame tam-
bién la voluntad y el pensamiento de mi esposa legítima: si vive
con mi hijo y cuida bien mi casa, o si ya se casó con algún noble
de Ítaca.

• 97 •
Homero

”Así dije, y mi madre respondió:


”—¡Hijo mío! Tu trono no lo ha ocupado nadie. Tu esposa
continúa en el palacio, con ánimo paciente y angustiado. Telémaco
se ocupa de tus bienes y asiste a los banquetes a los que es convi-
dado. Tu padre permanece en el campo, sin bajar a la ciudad, y no
acepta dormir en un cómodo lecho con abrigadas mantas, sino que
las cenizas del hogar son su cama en invierno, y en el verano duerme
sobre las hojas secas en el campo, afligido y llorándote, mientras le
llega la vejez ingrata. En cuanto a mí, no fue una enfermedad ni
las flechas de Ártemis lo que me trajo al Hades, sino la soledad que
sentía sin ti, y el recuerdo de todos tus cuidados y la ternura con
que me tratabas.
”Así dijo mi madre, y luego quise abrazarme a su alma. Tres ve-
ces me acerqué, puesto que así me lo pedía el ánimo; tres veces se
escurrió de entre mis dedos, como se va volando una sombra o un
sueño. Entonces se adueñó de mí un pesar muy hondo, que se iba
acrecentando a cada instante. Le dije estas palabras:
”—¡Madre mía! ¿Por qué huyes de mí cuando intento abrazarte?
¿Eres un simulacro enviado por Perséfone para que se acrecienten mi
llanto y mis lamentos?
”A lo que respondió:
”—¡Hijo mío! ¡Ay de mí! No te engaña Perséfone, sino que así
les pasa a los mortales cuando les llega el trance de la muerte: los ner-
vios ya no pueden sujetar los huesos ni la carne, y todo lo consume
un fuego ardiente cuando la vida desampara al cuerpo: se va volando
el alma, como un sueño. Ahora vuelve donde brilla el sol, para que
un día puedas referirle a tu esposa lo que acabas de oír.

Otras almas.
”Me quedé viendo cómo se alejaba mi madre, y pronto comen-
zaron a acercarse otras almas de mujeres. Así fue que vi a Alcmena,
la madre del gran Hércules; y Ariadna, que ayudó a Teseo a matar al

• 98 •
Odisea

Minotauro. Vi a la hermosa Epicastra, que fue madre de Edipo, y


pude ver y oír a numerosas almas de mujeres.
”Y cuando estas se fueron, se presentaron ante mí las almas de
cuantos combatieron en Troya junto a mí. Primero apareció el glo-
rioso Agamenón, a quien creía muerto en el océano, rota su embar-
cación por alguna tormenta. Pero él me relató su fatídica muerte, a
manos de su esposa Clitemestra y de su amante Egisto. Después vino
Patroclo y luego, Antíloco, y el gran Áyax tras ellos.
”Acto seguido, apareció la sombra del famoso héroe Aquiles, el
de los pies veloces, que se acercó a beber la negra sangre. Cuando me
conoció, me dijo estas palabras:
”—Ingenioso Odiseo, ¿qué estás tramando ahora? ¿Cómo te has
atrevido a bajar hasta aquí, donde los muertos vagan como sombras?
”Así me dijo, y yo le respondí:
”—Aquiles, el mejor y el más valiente de todos los aqueos, he
venido hasta aquí para hablar con Tiresias y que me dé su oráculo,
pues no he vuelto a mi patria tras embarcar en Troya, y aún no se
terminan mis trabajos. Tú fuiste más dichoso: los aqueos te honra-
mos como a un dios, y aquí entre los difuntos sobresales también. No
debes apenarte de estar muerto.
”Y él me respondió:
”—Odiseo, no intentes consolarme. Preferiría ser un labrador al
servicio de un hombre miserable, que apenas puede mantener su hacien-
da, a mandar en el reino de los muertos. Pero dime qué ha sido de mi hijo,
si se ha quedado en casa o acaso ha ido a la guerra, para ser el primero en
la batalla. Y cuéntame también, si es que tienes noticias, de mi padre.
”A lo que contesté:
”—No he tenido noticias de Peleo, tu padre; pero sí puedo ha-
blarte de tu hijo, Neoptólemo. Yo mismo lo llevé en mi cóncava
nave desde Esciro hasta el campamento aqueo. En el consejo ha-
blaba siempre antes que ninguno, y siempre con razón. Y no tenía
rival en el combate.

• 99 •
Homero

”Así le dije, y su alma se fue por la pradera subterránea, feliz por


lo que le había dicho de su hijo.
”Y luego vi al rey Minos, que juzga entre los muertos, quienes en
su presencia le exponen sus historias. Y vi al gigante Orión, que sigue
persiguiendo con su maza de bronce los animales que mató en su vida.
Y vi también a Ticio, el hijo de la Tierra, acostado en el suelo: dos bui-
tres le roían el hígado sin que él pudiera defenderse. Y vi después a
Tántalo, el cual crueles tormentos padecía, sumergido en un lago cuya
agua le llegaba al mentón: cada vez que el anciano intentaba beber, las
aguas se esfumaban, absorbidas por la tierra; colgaban sobre él las
frutas de altos árboles, y cuando alzaba el brazo para agarrar alguna,
se las llevaba el viento a las sombrías nubes. Vi de igual modo a Sísifo,
que soportaba una labor muy dura, empujando una piedra con las
manos, intentando llevarla hasta la cima de un monte; sin embargo,
cuando ya estaba cerca de la cumbre, una fuerza irresistible volvía a
empujar la roca cuesta abajo; y nuevamente Sísifo emprendía la tarea,
y el sudor le corría por el cuerpo y sobre su cabeza se levantaba el pol-
vo. Y vi al fornido Heracles,79 mejor dicho, su imagen, porque él está
junto a los dioses, comparte sus banquetes y tiene como esposa a Hebe,
de hermosos pies. Cuando me vio, me conoció enseguida y me habló
de este modo:
”—¡Ingenioso Odiseo, hijo de Laertes, del linaje de Zeus! Sin
duda te persigue algún hado funesto, como el que yo sufría mientras
estaba vivo. Aunque era hijo de Zeus, tuve que padecer males sin
cuenta, puesto que estaba sometido a un hombre muy inferior80 que
me ordenó trabajos penosos. Una vez me envió a estos parajes para

79 Heracles: también llamado Hércules, es el héroe por antonomasia. Hijo de Zeus y


la mortal Alcmena, participó en infinitas aventuras, entre ellas la de los Doce
Trabajos que le impuso su primo Euristeo, que le dieron gloria eterna. A su muerte
fue convertido en un dios.
80 Un hombre muy inferior: se refiere a Euristeo, que es un hombre cobarde, feo e
indigno de su posición de poder. Debido al odio que le tenía a Heracles, le
impuso los famosos trabajos.

• 100 •
Odisea

que me llevara al Cancerbero, 81 creyendo que no habría trabajo más


difícil para mí; y yo me lo llevé y lo saqué del Hades, con la ayuda de
Hermes y Palas Atenea, la de los ojos glaucos.
”Así me dijo y luego volvió a hundirse en el Hades. Y yo habría
conocido a los hombres antiguos, a quienes quería ver, a Teseo82 y
Pirítoo, 83 si una turba de muertos no se hubiera congregado con gri-
terío inmenso. El pálido terror se apoderó de mí, temiendo que Per-
séfone me enviase del Hades la cabeza de la horrible Gorgona.84
”Volví enseguida al barco junto a mis compañeros, y soltamos
amarras. Presurosos, mis hombres batieron el oleaje con los remos,
y partimos de allí, con la ayuda de un viento favorable.”

81 Cancerbero: monstruo horrible, perro de tres cabezas que custodia la entrada


del Hades. Uno de los trabajos de Heracles consistió en sacarlo del Hades y
llevarlo a la Tierra sin utilizar sus armas. Heracles cumplió con esto pero Euristeo
se asustó tanto que ordenó devolver el monstruo a las tinieblas.
82 Teseo: hijo de Egeo y Etra, Teseo es uno de los héroes que participaron en la
conquista del Vellocino de Oro. También mató al Minotauro con la ayuda de
la hermana de este, Ariadna.
83 Pirítoo: amigo de Teseo, quiso raptar a Perséfone junto con este. Ambos pudieron
llegar al Hades, pero quedaron prisioneros allí hasta que Heracles liberó a Teseo.
84 Gorgona: también llamada Medusa, es un monstruo cuya cabeza está poblada de
serpientes. Su mirada es letal: no solo causa horror y espanto, sino que además quien
la mira queda petrificado. Cuida que no se escapen las almas del Hades.

• 101 •
Canto xii

De regreso en la isla de Eea.


“Al regresar a Eea, no bien surgió la hija de la mañana, Eos, en-
vié algunos hombres al palacio de Circe, para que recobraran el ca-
dáver de Elpénor. Luego cortamos troncos y le hicimos una pira en
la orilla. Y una vez que quemamos el cadáver y las armas del muerto,
le erigimos un túmulo y clavamos el remo sobre él.
”En eso vino Circe, seguida de sus criadas, trayendo pan y car-
ne y rojo vino. Comimos y bebimos todo el día, y cuando el sol se
puso los demás se acostaron junto al barco. Pero a mí Circe me llevó
del brazo a un lugar apartado, para que le contara todo lo sucedido.
Y cuando hube terminado, me dijo estas palabras:
”—Ya ves que se ha cumplido todo lo que te dije. Ahora recuerda
bien lo que voy a decirte. Cuando partas de aquí, primero encontrarás a
las sirenas,85 que hechizan a los hombres con su canto. Quien se acerca
a escucharlas ya nunca vuelve a ver a su esposa ni disfruta a sus pequeños
hijos jugando alrededor, celebrando felices el regreso del padre, puesto
que las sirenas, sentadas en un prado junto a un montón de huesos

85 Sirenas: criaturas marítimas mitológicas, mitad ave y mitad mujer. Con su hermoso
canto atraen a los marineros, a quienes devoran una vez que los tienen cerca.

• 102 •
Odisea

humanos putrefactos, lo atraen con su canto irresistible hacia los afilados


peñascos de la costa. Tú pasarás de largo, y taparás con cera los oídos de
los tuyos. Sin embargo, si quieres deleitarte con su canto, hazte atar de
pies y manos al mástil de tu nave. Cuando haya pasado este peligro, ya
no puedo decirte qué camino escoger. Ante ti se presentan dos posibili-
dades: la primera es un estrecho que los dioses llaman Rocas Erráticas.
Se trata de unas rocas prominentes, por donde los navíos no pasan sin
peligro; ni siquiera las tímidas palomas que llevan la ambrosía al padre
Zeus logran salir airosas, pues las rocas a veces arrebatan alguna. Solo la
nave Argo,86 por todos conocida, logró sortear con éxito este imponente
escollo, y eso fue porque Hera87 quería bien a Jasón. Por el otro camino,
se alzan dos promontorios enfrentados. En uno habita Escila y en el otro,
Caribdis. Para escapar de alguno de estos monstruos hay que acercarse
al otro. Escila tiene doce pies deformes y seis cuellos larguísimos, y en
cada uno de ellos, una horrible cabeza, en cuya boca hay tres filas de
dientes filosos y apretados. Caribdis vive enfrente, sobre las turbias
aguas; una higuera silvestre la oculta de la vista. Tres veces cada día sorbe
agua y tres veces la vomita horriblemente. No te encuentres allí cuando
la sorbe, porque, si eso ocurre, ni Poseidón habría de salvarte. Por el
contrario, debes acercarte a la cueva en donde vive Escila, y procurar
que tu navío pase lo más rápidamente que le sea posible. Pues es mejor
que extrañes a seis de tus amigos que a todos ellos. Luego llegarás a la
isla de Trinacria, donde pastan las vacas y ovejas del Sol, que nunca tienen
cría, pero que nunca mueren. Si los tuyos no tocan el rebaño, regresarán
a Ítaca; pero si le provocan algún daño, se perderá la nave con su tripula-
ción, y si logras salvarte, volverás a tu patria después de mucho tiempo.
”Así me dijo Circe, y pronto surgió Eos, la del trono dorado.

86 Argo: famosa nave mítica en la que viajaron los héroes que acompañaron a Jasón
en busca del Vellocino de Oro.
87 Hera: hija de Crono y Rea, hermana y esposa de Zeus. Es la más importante de
las diosas olímpicas. Se enoja con facilidad, sobre todo con Zeus, y es muy
vengativa con las amantes de su marido.

• 103 •
Homero

Las sirenas.
”De regreso en la nave, les ordené a los míos que subieran y
soltaran amarras. Enseguida zarpamos, y batieron las olas con los
remos. Nos conducía un viento favorable, enviado por Circe. Les
expliqué a mis hombres lo que me había aconsejado Circe. Mientras
nos acercábamos a la isla de las sirenas, tomé un pan de cera, corté
pequeños trozos, los ablandé en mis manos y tapé los oídos de la
tripulación. Ellos me ataron a su vez al mástil con firmes ligaduras,
y luego se sentaron para seguir remando.
”No tardaron mucho las sirenas en percibir que nos aproximá-
bamos, y pronto se pusieron a cantar:
”—¡Odiseo famoso, gloria de los aqueos, ven aquí! Acércate y
detén la marcha de tu nave para que escuches nuestra bella voz. Na-
die ha pasado por aquí en su nave sin escuchar la suave voz que fluye
de nuestra boca, sino que se marchan tras recrearse en ella y aprender
muchas cosas: pues sabemos lo mucho que han sufrido aqueos y
troyanos por voluntad divina, y también conocemos cualquier cosa
que ocurre sobre la fértil tierra.

Odiseo y las sirenas. Mosaico del siglo ii.

• 104 •
Odisea

”Así decían con su hermosa voz, y en mi alma yo anhelaba con-


tinuar escuchándolas. Llegué incluso a gritarles a los míos que me
dejaran libre, pero no me escucharon. Luego les hice señas con las
cejas, pero ellos se encontraban concentrados remando; yo les había
advertido que no me hicieran caso aunque les suplicara.

Escila y Caribdis.
”Una vez que dejamos atrás a las sirenas, mis leales compañeros
se quitaron la cera que tapaba sus oídos y soltaron los nudos que me
sujetaban. Poco después, noté delante de nosotros el vapor de unas
olas gigantescas y llegó a mis oídos un ruido atronador. El miedo se
adueñó de mi tripulación y los remos cayeron de sus manos. La nave
se detuvo. Entonces, exhorté así a mis compañeros:
”—¡Amigos! Ya sabemos lo que es sufrir desgracias. Esta ame-
naza no es peor que el cíclope. De él nos escapamos también por mi
valor, decisión y prudencia, como no dudo que recordarán. Hagan lo
que les digo: permanezcan sentados en los bancos y batan con los
remos el oleaje del mar, por si Zeus quisiera concedernos escapar de
la ruina. Y a ti, piloto, yo te ordeno esto: aparta nuestra nave del vapor
y las olas, y procura acercarla a aquel escollo.
”Así dije y los hombres pronto me obedecieron. No les hablé de
Escila, sin embargo: me había decidido por el mal menor, evitando la
ruta de las Rocas Erráticas, y manteniendo nuestra embarcación lo
más lejos posible de Caribdis. Cruzamos el estrecho entre lamentos:
de un lado estaba Escila y del otro, Caribdis, sorbiendo enormes can-
tidades de agua y arrojándolas luego con violencia por sus horribles
fauces. El pálido terror se apoderó de todos, y mientras nuestros ojos
se posaban en Caribdis, nos atacaba Escila por el otro costado.
”El monstruo arrebató con sus seis bocas al mismo número de
compañeros, que aullaban de agonía y extendían los brazos, supli-
cantes, mientras los devoraba la infausta criatura. De los horrores que
sufrí en el mar, aquel fue el más penoso.

• 105 •
Homero

Escila arrebata a los hombres del barco de Odiseo.


Cuenco de bronce romano del siglo i.

Los rebaños del Sol.


”Cuando al fin escapamos de Caribdis y Escila, llegamos a
Trinacria, la hermosa isla del Sol, donde pastaban muchas vacas y
ovejas gordas. Recordé los presagios de Tiresias y Circe y les dije a
mis hombres:
”—Compañeros, escuchen mis palabras. Tiresias el tebano y
Circe me han predicho que debía evitar a toda costa la isla de Trina-
cria, que alegra a los mortales, puesto que nos esperan allí grandes
desgracias.
”Así les dije, y todos se sintieron molestos. Y Euríloco, que al
llegar a la isla de la hechicera Circe había hecho gala de proverbial
prudencia, me espetó, fastidiado, estas palabras:
”—¡Eres cruel, Odiseo! Eres muy vigoroso y tu cuerpo no se
cansa. Seguramente eres de hierro, puesto que no permites que los
tuyos, fatigados, amarremos la nave en esta isla y tomemos la cena y
durmamos aquí. Al alba nos pondremos en marcha una vez más.

• 106 •
Odisea

”Los demás apoyaron la moción. Entonces comprendí que algún


dios tramaba una desgracia contra nosotros, y le hablé de esta forma:
”—Euríloco, soy uno contra todos ustedes. Pero prométanme
esto: si nos topamos con una manada de vacas o de ovejas, ninguno
matará, cediendo a la locura, ni una vaca tan solo, ni una oveja, sino
que comerán lo que Circe nos dio.
”Así le dije, y ellos prestaron juramento de que lo harían así.
”Atracamos la nave y bajamos a la isla. Mis hombres prepara-
ron la comida, y después de comer y de beber, lloraron recordando
a los que habían muerto en las fauces de Escila. Luego el sueño se
apoderó de ellos. Durante todo un mes sopló sin pausa el Noto, y no
nos fue posible emprender el regreso. Mientras hubo comida y rojo
vino, mis hombres se abstuvieron de tocar los rebaños del Sol. Ago-
tados los víveres, fabricaron anzuelos e intentaron pescar o cazar
pájaros, puesto que el hambre nos atormentaba. Yo me interné en la
isla, para orar a los dioses y ver si alguno de ellos me mostraba el
camino de regreso a la patria. Me alejé de los míos y me lavé las ma-
nos y les rogué a los dioses del Olimpo, los cuales derramaron sobre
mis párpados el dulce sueño. Y mientras yo dormía, así exhortaba
Euríloco a los otros:
”—Compañeros, escuchen mis palabras. Cualquier clase de
muerte es odiosa a los hombres, pero morir de hambre es la forma
más mísera de cumplir el destino que tenemos fijado. Tomemos, pues,
a las mejores vacas del rebaño del Sol y hagamos sacrificios en honor
de los dioses que habitan en el cielo. Si nos es concedido regresar a la
patria, construiremos para el Sol un templo ricamente labrado. Y si,
irritado por sus vacas, quiere el hijo de Hiperión destruir nuestra
nave y así lo aprueban los restantes dioses, preferiría morir tragando
el agua de las olas a consumirme lentamente aquí.
”Así les dijo Euríloco, y los otros se mostraron de acuerdo. De
modo que eligieron las mejores vacas, elevaron las súplicas, degollaron
las reses, las trozaron y las pusieron en los asadores.

• 107 •
Homero

”El dulce sueño abandonó mis párpados en ese mismo instante,


y rumbeé hacia la nave. Cuando ya estaba cerca de la costa, me llegó
el agradable aroma de la grasa. Suspirando, clamé de esta manera a
los dioses eternos:
”—¡Padre Zeus y demás dioses bienaventurados! Sin duda que
para causarme un daño me han enviado el sueño, pues mientras yo
dormía, mis compañeros han cometido un delito imperdonable.
”Luego puede enterarme —pues Calipso, que lo había escucha-
do de la boca de Hermes, me lo contó después— de que el Sol tam-
bién alzó sus plegarias a Zeus y a los dioses:
”—¡Padre Zeus y el resto de los dioses felices e inmortales! Les
pido que castiguen a los compañeros de Odiseo, hijo de Laertes, pues
presas de soberbia han matado mis vacas, a las que yo me complacía
en ver cuando subía al estrellado cielo, tanto como al bajar de nuevo
a tierra. Y si no me compensan, voy a hundirme en el Hades, y sola-
mente alumbraré a los muertos.
”Y Zeus, que amontona las nubes, respondió:
”—¡Oh Sol! ¡Sigue alumbrando a dioses y a mortales, pues con
mi ardiente rayo les hundiré la nave en el vinoso mar!
”Cuando yo llegué a la nave, amonesté a mis compañeros, aun-
que ya no había remedio, puesto que estaban muertas ya las vacas.
Pronto varios prodigios nos mostraron los dioses: los cueros se arras-
traban solos por el suelo, y mugía la carne en la parrilla.

El naufragio.
”Seis días más siguió soplando el Noto, y luego de este plazo
pudimos arrojar la nave al mar. Pero no conseguimos avanzar du-
rante mucho tiempo: el Céfiro sopló sobre nosotros, y desencadenán-
dose produjo una tormenta de grandes dimensiones: el viento hura-
canado quebró el mástil, que cayó en la cabeza del piloto, matándolo
en el acto. Enseguida se puso negro el cielo y Zeus fulminó la nave
con sus rayos.

• 108 •
Odisea

”Todos mis compañeros cayeron por la borda y fueron engu-


llidos por las olas: un dios les denegaba el regreso a la patria. Yo, sin
embargo, me mantuve en pie en cubierta, hasta que el mar abrió los
flancos de la quilla y el mástil se rompió en su unión con ella. Alcancé
a rescatar una soga de cuero que encontré sobre el mástil; até mástil
y quilla, y sentándome en ambos, dejé que me llevaran los perniciosos
vientos. Pronto ya no sopló el violento Céfiro, y sobrevino el Noto,
que me arrastró toda la noche hasta que pasé nuevamente junto a
Escila y Caribdis; me mantuve agarrado de la higuera mientras
Caribdis vomitaba el mástil y la quilla de sus horribles fauces; no
quiso Zeus que me viera Escila, porque de lo contrario no me habría
librado de una muerte terrible.
”Durante nueve días anduve a la deriva, y a la noche del décimo
los dioses me llevaron a la isla de Ogigia, donde vive Calipso, la de
las lindas trenzas, la cual me recibió con amistad, y me ofreció su
amor y sus cuidados. Pero esto ya lo sabes, Alcínoo, pues ayer te re-
laté los hechos en esta misma casa, en presencia de Arete. ¿Para qué
repetir lo que ya se ha explicado claramente?”

• 109 •
Canto xiii

La última travesía.
Cuando Odiseo terminó de hablar, se quedaron callados los
presentes, como si su relato los hubiera hechizado. Pero Alcínoo en-
seguida contestó:
—¡Odiseo! Mañana, según creo, volverás a tu patria, y ya no
deberás andar errante, aunque hayan sido muchas tus penurias.
Luego se fueron a dormir, cada uno a su casa. Y no bien surgió
Eos, la de rosados dedos, todos se encaminaron a la nave llevando los
regalos y los víveres y allí mismo gozaron de un banquete, donde
cantó Demódoco, e hicieron sacrificios a Zeus, por el éxito del viaje.
Luego subieron a la embarcación, y los diestros marinos tendieron
una colcha y una tela sobre las tablas de la popa, para que Odiseo pu-
diera dormir profundamente. Los otros se sentaron en los bancos,
soltaron las amarras y golpearon las olas con los remos, mientras so-
bre los párpados de Odiseo caía un sueño muy pesado, suave y dulce,
parecido a la muerte. Así, surcaba el ancho mar la nave, más veloz
que un halcón.

• 110 •
Odisea

Cuando salió la estrella más brillante,88 la que anuncia que Eos


se dispone a surgir, llegaron a la isla. En la playa dejaron a Odiseo, que
seguía dormido, con todas las riquezas que le habían obsequiado.

El castigo de Poseidón.
Poseidón, sin embargo, continuaba irritado. Fue a visitar a
Zeus y le dijo:
—¡Zeus! Ya nunca me honrarán entre los inmortales, pues ni
siquiera me honran los mortales: ya ves que los feacios, que para peor
son de mi misma estirpe, llevaron a Odiseo hasta su patria, tras ha-
berlo colmado de regalos.
Zeus le respondió:
—¿Qué tonterías dices? No te odian los dioses: sería difícil herir
con el desprecio al más antiguo y más ilustre. Empero, si acaso los
humanos te deshonran, dejo librado a tu voluntad que te vengues de
ellos. Obra, pues, como quieras.
Replicó Poseidón:
—Así lo había pensado, Zeus, pero temía tu cólera. Quiero hacer
naufragar la hermosa nave de los feacios, cuando esta vuelva a casa;
y para que en el futuro se abstengan de escoltar con barcos a los hom-
bres, también quiero ocultar bajo una gran montaña su ciudad.
Repuso Zeus, que amontona las nubes:
—Lo mejor será esto: cuando los ciudadanos estén mirando
cómo vuelve la nave, transfórmala en un peñasco al lado de la costa,
parecido a una nave, para que luego todos recuerden lo ocurrido, y
cubre la ciudad con una gran montaña.
Cuando oyó Poseidón, que sacude la tierra, las palabras de Zeus,
fue a Esqueria, donde viven los feacios, y se detuvo allí. Mientras la
nave se acercaba, rauda, de regreso a la patria, el dios la interceptó y

88 La estrella más brillante: en realidad, el planeta Venus, conocido como “el lucero
de la mañana”.

• 111 •
Homero

la transformó en un peñasco enorme, con el toque de su mano incli-


nada, y luego se marchó. Los feacios, que esperaban en la costa, que-
daron asombrados; entre sí se miraban, sin comprender lo sucedido.
Entonces, Alcínoo les habló:
—¡Oh dioses! Se han cumplido los antiguos presagios de mi pa-
dre, quien me advirtió que Poseidón un día habría de irritarse con
nosotros, por llevar a los hombres por el mar sin nunca sufrir daño.
Decía que algún día haría naufragar una nave hermosísima, al volver
de llevar a un extranjero, y luego ocultaría nuestra ciudad bajo una
gran montaña. Eso dijo mi padre, y así se está cumpliendo. Escuchen,
por lo tanto, lo que voy a decirles: de ahora en más, no escoltaremos
a nadie que llegue a la ciudad Y sacrificaremos doce toros en honor
del que mueve la tierra, Poseidón, para ver si se apiada de nosotros y
no nos cubre la ciudad bajo una gran montaña.
Así habló, y eso hicieron los feacios.

Odiseo en Ítaca.
Mientras tanto, Odiseo se despertó en su patria. Después de es-
tar ausente tanto tiempo, no la reconoció; además, Atenea lo había
envuelto en una espesa nube, para que su llegada no fuera conocida.
Entonces se presentó ante él la diosa, tomando el aspecto de un pas-
tor, joven y agraciado en su figura como el hijo de un rey. Al verlo, se
alegró Odiseo y le dijo estas palabras:
—¡Salud, amigo! Tú eres el primero que encuentro en estas tie-
rras. Ojalá no te acerques con malas intenciones. Te ruego que me
ayudes. Dime, ¿qué tierra es esta? ¿Qué pueblo vive aquí?
Le respondió Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—Forastero, eres tonto o vienes de muy lejos. El nombre de esta
tierra no es oscuro. Es escarpada, es cierto, y también es impropia
para andar a caballo; no es, sin embargo, estéril por completo: pro-
duce trigo en abundancia y vino, y son buenos sus cabras y sus
bueyes, y frondosos sus bosques; y tiene manantiales que jamás se

• 112 •
Odisea

agotan. Por eso, forastero, hasta Troya ha llegado el nombre de esta


tierra, aunque es muy lejos: Ítaca.
Así le dijo, y se alegró Odiseo, al saber que se hallaba de regreso
en su patria. Enseguida le dijo estas palabras, que no eran verdaderas,
pues no quería revelar su identidad:
—En Troya escuché hablar de la lejana Ítaca. Soy oriundo de
Creta, y voy huyendo puesto que maté a Orsíloco, hijo de Idomeneo,
porque quería privarme del botín. Me acogieron unos fenicios, a
quienes supliqué que me llevaran hasta Pilos o a Élide, a cambio de
una parte del tesoro. Pero la nave se perdió, y llegamos aquí, luego
de andar a la deriva toda la noche. El sueño se apoderó de mí, y me
dejaron con todas mis riquezas en la playa.
Así dijo Odiseo, y Atenea asumió la figura de una mujer
hermosa y alta, y le habló de esta forma:
—Muy astuto ha de ser quien te supere en la invención de enga-
ños, Odiseo. ¿Ni siquiera en tu tierra eres capaz de renunciar a los
inventos y a las palabras mentirosas, que siempre fueron de tu agrado?
No hablemos más de ello, que ambos somos expertos en astucias,
pues si tú te destacas entre todos los hombres, yo soy reconocida
entre los dioses. ¿No me has reconocido todavía? Soy Palas Atenea,
hija de Zeus, que siempre te protege y te auxilia en tus penas. Vengo
ahora hasta ti para forjar un plan, para esconder estas riquezas que
por mi inspiración te dieron los feacios y para revelarte los trabajos
que tendrás que soportar en tu morada. Deberás tolerarlos en silencio
y aguantar los ultrajes que te hagan.
Y el astuto Odiseo respondió:
—Diosa, hasta al más hábil le sería difícil conocerte, pues to-
mas la figura que te place. Yo sabía que estabas a mi lado mientras
luchaba en Troya. Pero cuando la guerra terminó, partimos en las
naves y un dios nos dispersó; desde entonces, jamás volví a verte,
hija de Zeus. Pero dime si es cierto que he llegado a mi querida
tierra.

• 113 •
Homero

Le contestó Atenea, la diosa de ojos glaucos:


—Tú siempre te comportas con la misma cordura; por eso es
que no puedo abandonarte en la desgracia, porque eres despierto,
inteligente y justo. Te mostraré tu tierra, para que puedas despejar
tus dudas.
Así dijo la diosa y disipó la nube. Enseguida sus ojos pudieron
contemplar la cumbre del boscoso monte Nérito, y la gruta de las Ná-
yades, las ninfas de los ríos, a quienes Odiseo solía hacer ofrendas.
Alegrándose en su alma, Odiseo besó la fértil tierra y dijo estas
palabras:
—¡Ninfas Náyades, hijas de Zeus! No creí que volvería a verlas.
Ahora las saludo, pero pronto he de volver a hacerles sacrificios, si
Palas Atenea me conserva la vida.

El plan.
La diosa de ojos glaucos respondió de esta forma:
—No te preocupes, Odiseo, ahora, y pongamos de prisa tu te-
soro en el fondo de la gruta, donde estará seguro, y tramemos un plan
para que todo se haga de la mejor manera. Debes pensar cómo te
vengarás de los desvergonzados pretendientes que mandan en tu casa
y cortejan a tu esposa, que aunque les da esperanzas, en su interior
suspira por que vuelvas.
El astuto Odiseo contestó:
—¡Oh dioses! Habría muerto en mi palacio, igual que Agame-
nón, si no me hubieras instruido, diosa, acerca de todo esto. Vamos,
tú traza el plan para que los castigue, e infúndeme coraje y fortaleza,
como cuando luchábamos en Troya codo a codo. Pues si tú me
acompañaras como lo hiciste entonces, yo lucharía solo contra
trescientos hombres.
Y le dijo la diosa de ojos glaucos:
—Puedes estar seguro de que te asistiré cuando llegue el momen-
to. Pero ahora te haré irreconocible a todos los mortales: te arrugaré

• 114 •
Odisea

la piel, haré parecer rala tu rubia cabellera, llenaré de lagañas tus


hermosos ojos y cubriré tu cuerpo con harapos, para que en el pala-
cio nadie te reconozca. Antes que nada debes visitar al porquero, el
guardián de tus cerdos, que se mantiene fiel, y que adora a tu hijo y
a tu esposa. Lo encontrarás sentado entre los cerdos, que se alimen-
tan cerca de la Roca del Cuervo, en la fuente Aretusa, y beben aguas
turbias y devoran bellotas. Tú siéntate a su lado y pregúntale todo
cuanto quieras, mientras yo voy a Esparta, la de hermosas mujeres,
a buscar a Telémaco, tu hijo, que ha viajado hasta allí a ver a Menelao
y preguntarle si su padre aún se encontraba con vida.
Le respondió Odiseo:
—Diosa, ¿por qué no se lo revelaste tú misma, ya que todo lo
sabes? ¿Para que él también pase muchas penurias en el mar y se co-
man su hacienda mientras tanto?
Y contestó Atenea, la diosa de ojos glaucos:
—No debes preocuparte por Telémaco. Yo misma lo escolté, con
el propósito de que se hiciera fama de valiente. Es cierto que lo ace-
chan en su nave los pretendientes y traman matarlo cuando regrese
a Ítaca. Pero te garantizo que no lo lograrán.
Dichas estas palabras, tocó con su varita al divino Odiseo. De
pronto sus cabellos se volvieron ralos, la piel se le arrugó y se llena-
ron de lagañas sus hermosos ojos. Lo cubrió con harapos sucios y
rotosos, y le puso en las manos un bastón y una bolsa de mendigo.
Luego se despidieron, y la diosa se marchó rumbo a Esparta, donde
estaba Telémaco.

• 115 •
Canto xiv

En la cabaña de Eumeo.
Odiseo, dejando atrás el puerto, emprendió su camino por el
bosque, y atravesó un sendero escarpado hacia el sitio donde Atenea
le había señalado que encontraría a Eumeo. Y allí encontró al porque-
ro, junto a la entrada de un corral muy amplio que él mismo había
construido con piedras y maderos, para los cerdos del ausente rey.
Cuatro fieros perrazos cuidaban a los cerdos. Cuando oyeron
que alguien se acercaba, corrieron a su encuentro ladrando con vio-
lencia. Astutamente, el héroe dejó caer el báculo en el suelo y se sen-
tó allí mismo. Pero habría sufrido una desgracia si el porquero no
hubiera corrido tras los perros, gritándoles para que se dispersaran.
Eumeo lo ayudó a ponerse en pie y le habló de esta forma:
—Anciano, faltó poco para que en un instante mis perros te
despedazaran, y seguro me habrías echado a mí la culpa. Bastante
sufrimiento tengo yo, llorando a mi señor y engordando a sus cerdos
para que otros los coman; y él quizás esté hambriento y ande pere-
grinando por pueblos y ciudades de gente extraña que habla extrañas
lenguas, si es que aún vive y ve la luz del sol. Pero sígueme, anciano,
vayamos a mi casa para que pueda darte de comer y beber y me cuen-
tes quién eres y qué padecimientos has sufrido.

• 116 •
Odisea

Así habló, y lo condujo a su cabaña. Allí esparció en el suelo un


manto de hojas secas, colocándole encima una abrigada y gruesa piel
de cabra, a manera de lecho. Se alegró Odiseo del recibimiento, y dijo
estas palabras:
—¡Que Zeus y los otros dioses inmortales te concedan aquello
que más quieras, ya que me has recibido con bondad!
Le respondió el porquero:
—¡Oh forastero! Yo no podría rechazar a un huésped, pues-
to que son de Zeus todos los forasteros y los pobres. Cualquier
regalo que se le haga a un huésped les es grato a los dioses, por
insignificante que sea; así suelen ser los regalos que hacen los es-
clavos, que siempre tienen miedo cuando su amo es joven. Pues los
dioses, sin duda, impidieron que el mío regresara; él me quería
mucho y me había concedido una casa, un terreno y una mujer
hermosa, todo aquello que un amo bondadoso le da a su servidor
si este trabaja para él con ganas. Pero él pereció en Troya, adonde
fue siguiendo a Agamenón.
Dichas estas palabras, salió hacia los chiqueros, atrapó dos le-
chones y los sacrificó, y tras descuartizarlos los puso a la parrilla.
Cuando estuvieron listos, se los sirvió a Odiseo y le entregó además
una copa de vino, diciendo estas palabras:
—Oh huésped, come ahora esta carne de lechón, que es lo
único que hay para los siervos; pues los cerdos más gordos los de-
voran los viles pretendientes, sin temer la venganza de los dioses y
sin piedad alguna.
Así le habló el porquero. Y cuando terminaron de comer, Odi-
seo le dijo estas palabras:
—¡Amigo! Cuéntame ahora quién es ese hombre rico y poderoso
del que me hablabas antes, ese amo tan querido. ¿Dices que pereció
defendiendo el honor de Agamenón, en Troya? Dime cómo se llama,
por si acaso pudiera conocerlo. Quizá yo lo haya visto, y pueda darte
alguna nueva de él, pues he viajado mucho.

• 117 •
Homero

Le respondió el porquero:
—¡Anciano! Ni su esposa ni su hijo se dejarían convencer si por
casualidad un vagabundo llegara con noticias suyas. Pues cada pere-
grino que aparece en la isla le va a contar mentiras a Penélope, y mi
ama lo recibe y le da de comer y le hace mil preguntas con los ojos
llorosos. Tú mismo inventarías cualquier cosa, con la esperanza de que
te den un manto y una túnica. Pero seguramente los perros y las aves
de rapiña ya le habrán arrancado a mi amo la carne de los huesos, y su
alma debe haberlo abandonado. O tal vez en el mar lo hayan devorado
los peces y sus huesos estén en una playa, mezclados con la arena. A
quienes lo queríamos ya no nos queda más que la tristeza; y sobre todo
a mí, que nunca encontraré amo tan generoso como lo era Odiseo.
Y el paciente Odiseo dijo entonces:
—Amigo, ya que niegas con incredulidad la vuelta de tu amo,
te daré mi palabra, y si es preciso bajo juramento, de que tu amo,
Odiseo, está en camino. Solo te pido a cambio de esta buena noticia
un manto y una túnica, que me darás a su llegada. Es mejor que me
creas, pues me son más odiosos que las puertas del Hades los que
buscan aliviar su miseria con mentiras. Todo se cumplirá tal como
te lo anuncio: Odiseo vendrá este mismo mes, regresará a su casa, y
allí se vengará de todos los que ultrajan a los suyos.
Le contestó el porquero:
—Anciano, no tendré que darte nada por la buena noticia, ni
tampoco el ausente regresará a su casa. Pero bebe tranquilo y cam-
biemos de tema, que cada vez que escucho hablar de él se me en-
tristece el alma. Mejor dime quién eres, en qué país naciste y por
qué estás aquí.

Odiseo inventa una historia.


Así lo interrogó el fiel Eumeo, y Odiseo contó que había estado
en Troya, y se inventó una larga historia, llena de un sinfín de deta-
lles, para que pareciera verdadera. Y mientras conversaban sobrevino

• 118 •
Odisea

la noche, destemplada y sin luna. Zeus hizo soplar el fuerte Céfiro, y


derramó una lluvia persistente. Entonces, Odiseo tramó un nuevo
relato, para ver si el porquero le regalaba un manto:
—Escucha ahora, Eumeo, pues quisiera decir unas palabras,
ya que me incita el vino, que hasta al más sensato le hace sentir de-
seos de cantar y reír con alegría, y lo impulsa a bailar y a contar
cosas que más le convendría guardarse para sí. Pero dado que he
comenzado a hablar, ya no me detendré. ¡Ojalá fuera joven y tuvie-
ra las fuerzas que tenía en Troya, en ocasión de una emboscada que
hicimos junto al muro! Nos guiaban Odiseo y Menelao, y yo era el
tercero. Cuando llegamos junto a la muralla, nos ocultamos en los
matorrales y nos cubrimos con nuestros escudos. Cayó la noche
cruel. Soplaba un viento gélido y comenzó a nevar. Una capa de
hielo cubría los escudos, y todos los aqueos dormían enfundados
en sus mantos. Pero, insensato, yo me lo había dejado en la cóncava
nave, sin prever una helada. En medio de la noche, lo desperté a
Odiseo, que estaba junto a mí, y así le dije: “¡Ingenioso Odiseo, de
linaje divino! Ya no me contarán entre los vivos, porque el frío me
vence. No traje manto. Me engañó algún dios cuando dejé las naves
vestido con la túnica, y ahora no encuentro forma de evitar la des-
gracia”. Así le dije y él, astuto como siempre, me susurró: “¡Silencio!
Que no te escuche nadie”. Entonces, apoyándose sobre los codos
dijo, levantando la cabeza: “¡Escuchen, compañeros! Un dios me
mandó un sueño: como estamos tan lejos de las naves, que vaya al-
guno a preguntarle a Agamenón si puede enviarnos más hombres”.
Así habló y enseguida se puso en pie Toante, y abandonando el
manto se fue a toda carrera hacia las naves. Yo me envolví con ale-
gría en él, se calentó mi cuerpo, y pronto surgió Eos, la de dedos de
rosa. ¡Ojalá yo tuviera la edad que tenía entonces, y ese mismo vi-
gor! Quizá, de ser así, me daría un porquero un manto, por respeto
y amistad a un valiente; pero ahora me desprecias porque cubren
mi cuerpo miserables harapos.

• 119 •
Homero

Le respondió el porquero:
—¡Anciano! Tu relato es intachable, y todo lo que has dicho es
útil y sensato; por eso te daré el manto que pides, y cualquier otra
cosa propia de un suplicante. Pero otra vez mañana volverás a vestir-
te con harapos: aquí no sobra nada, y cada uno tiene su manto y nada
más. Cuando vuelva Telémaco, el hijo de Odiseo, él te dará un man-
to y una túnica, y te conducirá donde tú quieras ir.
Dichas estas palabras, se levantó y le preparó una cama cerca
del fuego al huésped, y la llenó de pieles de ovejas y de cabras. Se acos-
tó allí Odiseo, y Eumeo le echó encima el manto que tenía para cu-
brirse en noches de tormenta. A continuación se abrigó y se colgó al
hombro la espada, y enseguida salió de la cabaña, porque no le gus-
taba dormir lejos de sus queridos cerdos.
Y se alegró Odiseo al ver con cuánto celo Eumeo se ocupaba de
su hacienda.

• 120 •
Canto xv

Telémaco se marcha de Esparta.


Mientras tanto, Atenea había ido a Esparta, para instar a Teléma-
co a regresar a Ítaca. Pisístrato dormía en el palacio, pero encontró a
Telémaco a su lado, despierto en medio de la noche: la suerte de Odiseo
lo inquietaba. Atenea, la diosa de ojos glaucos, se le acercó y le dijo:
—Telémaco, no es bueno que demores lejos de tu palacio, pues
has dejado allí muchas riquezas y unos hombres soberbios: no sea
que se repartan tu hacienda y se la coman, y luego el viaje te resulte
inútil. Pídele a Menelao, valiente en el combate, que te deje partir,
para que halles aún en tu palacio a tu madre, Penélope, pues ya su
padre y sus hermanos la exhortan a casarse con Eurímaco, que su-
pera a los otros pretendientes en dádivas nupciales. Y te advierto
otra cosa: los más poderosos de los pretendientes se encuentran em-
boscados, aguardando que vuelvas, en el estrecho que separa a Ítaca
de la escabrosa Same. Se frustrarán sus planes: tú embárcate de no-
che y mantén el navío alejado de las islas, pues el dios que te auxilia
te enviará unos vientos favorables. Cuando llegues a Ítaca, irás di-
rectamente a casa del porquero, el que cuida los cerdos y te es fiel.
Pasa la noche allí, y envíalo a la ciudad para anunciarle a tu madre
Penélope que has vuelto sano y salvo.

• 121 •
Homero

Tras hablar de esta forma, la diosa se marchó al lejano Olimpo.


Entonces Telémaco despertó a Pisístrato y le dijo estas palabras:
—¡Despierta, hijo de Néstor, y engancha los caballos, para que
nos pongamos en camino!
Le contestó Pisístrato:
—Telémaco, aunque estemos apurados por emprender el viaje,
no es posible guiar a los caballos mientras dure la noche tenebrosa.
Ya va a mostrarse Eos. Esperemos a que el héroe Menelao, famoso
por su lanza, nos traiga los regalos y mande que los carguen en el ca-
rro. Y luego despidámonos de quien nos recibió hospitalariamente:
es menester que sea así, Telémaco.
Así dijo. Enseguida surgió Eos, la de trono dorado. Y entonces
Menelao se levantó del lecho, que compartía con la hermosa Helena.
Al ver que se acercaba, se levantó Telémaco, y luego de vestirse, fue a
su encuentro y le dijo:
—¡Oh Menelao, príncipe de hombres, del linaje de Zeus!
Permíteme partir a mi querida patria, que ya siento deseos de volver
a mi hogar.
Le contestó el valiente Menelao:
—Telémaco, si es ese tu deseo, yo no te retendré: me es igual-
mente odioso tanto el anfitrión que trata al huésped con excesivo
amor como el que lo recibe con un ánimo hostil; ser moderado es
siempre conveniente. Pero espera que traiga mis regalos y mande que
los pongan en tu carro, junto con provisiones para la travesía.

Helena interpreta un presagio.


Así se hizo, y luego de cargar los regalos en el carro, subieron
ellos mismos, dispuestos a partir. Pero antes de azuzar a los caballos
ocurrió algo asombroso: por sobre sus cabezas pasó volando un águi-
la que llevaba en las garras un ganso blanco, enorme, que había arre-
batado quizá de algún corral, pues la seguían hombres y mujeres que
daban grandes gritos; al llegar junto al carro, giró hacia la derecha.

• 122 •
Odisea

Al ver este prodigio, se les alegró el alma a todos los presentes, y dijo
así Pisístrato:
—¡Oh Menelao, príncipe de hombres, del linaje de Zeus!
Explícanos si el dios que envió este presagio lo hizo aparecer
para nosotros o solo para ti.
Menelao se puso a meditar qué respuesta ofrecerle, pero la her-
mosa Helena se adelantó, diciendo estas palabras:
—Escuchen: les diré lo que sucederá, pues así me lo inspiran los
dioses en el ánimo, y creo firmemente que así se cumplirá. De la mis-
ma manera en que el águila vino del monte, donde tiene sus pichones
y su morada, y arrebató este ganso, criado en una casa, así, tras
padecer muchas penurias y andar errante largo tiempo, regresará
Odiseo y logrará vengarse, si es que no está ya en casa tramando mu-
chos males contra los pretendientes.
Y respondió Telémaco:
—¡Que Zeus cumpla lo que dices! En ese caso, te invocaré en mi
casa como a una diosa cada día que viva.
Luego se despidieron, y los caballos se lanzaron a correr por la
ciudad, buscando la llanura.

Telémaco se embarca rumbo a Ítaca.


Ya de regreso en Pilos, así le habló Telémaco a Pisístrato:
—Ya que nos unen viejos lazos hospitalarios, por la amistad que tie-
nen nuestros padres, además de que somos de la misma edad, y estamos
más unidos tras este viaje juntos, voy a pedirte algo: déjame aquí, junto a
la embarcación; no sea que tu padre me retenga contra mi voluntad,
queriendo agasajarme, pus a mí me urge llegar lo antes posible a casa.
Así dijo, y Pisístrato le concedió el pedido. Sin más demora, se
embarcó Telémaco, y Atenea, la diosa de ojos glaucos, le envió un
viento propicio, a fin de que el navío atravesara el mar lo más pronto
posible. Mientras guiaba el barco, Telémaco pensaba si lograría huir
de la emboscada o si lo apresarían para darle muerte.

• 123 •
Homero

Odiseo conversa con Eumeo.


Mientras tanto, Odiseo cenaba con Eumeo y algunos campesinos
que con él trabajaban. Después de la comida, Odiseo habló así, para
ver si el porquero seguiría albergándolo en su casa:
—Amigos míos, oigan lo que voy a decirles: cuando amanezca,
me pondré en camino a la ciudad. No quiero convertirme en una
carga para ustedes. Solo te pido, Eumeo, que me indiques cómo llegar
a la ciudad, o que alguien de los tuyos me acompañe. Mendigaré en
las calles, por si alguien quiere darme una copa de vino y un men-
drugo de pan. También iré al palacio de Odiseo, para darle noticias
a Penélope, y veré a los soberbios pretendientes, a ver si me convidan
algo de comer, ya que tienen de todo en abundancia; a cambio haré
lo que me pidan ellos, pues nadie me supera en preparar el fuego, en
trinchar y asar carne, o en escanciar el vino: son esos los servicios
que les prestan los criados a sus amos.
Le respondió, muy afligido, Eumeo:
—¿Qué cosas dices, huésped? Lo que tú buscas es morir, sin
duda, si quieres tener trato con los viles pretendientes, cuya violencia
y arrogancia enormes llegan hasta el firmamento. En nada se parecen
sus criados a ti: siempre los sirven jóvenes de hermosa cabellera y
rostro rozagante, que van vestidos con su manto y su túnica. Quéda-
te con nosotros, que tu presencia no molesta a nadie. Cuando venga
el amado hijo de Odiseo, te obsequiará una túnica y un manto, y te
conducirá adonde tú quieras.
Le respondió el paciente y divino Odiseo:
—¡Eumeo! ¡Ojalá Zeus te llegue a querer tanto como te quiero
yo, puesto que me has librado de la miseria y del vagabundeo! No hay,
para el hombre, nada más terrible que una vida errante.
Así dijo Odiseo, y luego preguntó por su padre, Laertes. Eumeo
le contó que el anciano vivía, aunque todos los días le suplicaba a
Zeus que le enviara la muerte, abrumado de pena por la ausencia de
su hijo y la pérdida de su esposa.

• 124 •
Odisea

Y siguieron hablando, hasta que al fin el sueño los venció,


aunque no por mucho tiempo, porque enseguida vino Eos, la de
trono dorado.

Telémaco llega a Ítaca.


Mientras tanto, la nave de Telémaco, gracias a los consejos de
Atenea, había llegado a tierra, eludiendo la emboscada, y los hombres
quitaron rápidamente el mástil y plegaron las velas. Luego de esto,
llevaron la nave al fondeadero, arrojaron el ancla y ataron las ama-
rras. Después de desembarcar, comieron y bebieron, y tras la cena
dijo así Telémaco:
—Compañeros, ahora lleven la negra nave a la ciudad, pues yo
me iré al campo a ver a los pastores: cuando caiga la tarde, una vez
que haya recorrido mis fincas, volveré a la ciudad. Y mañana les daré,
como premio, un banquete abundante de dulce vino y carnes.
Así dijo Telémaco, y los hombres volvieron a embarcar, llevando
a la ciudad la negra nave. Telémaco se ató las hermosas sandalias, tomó
la fuerte lanza y emprendió su camino, marchando a paso vivo, hasta
donde guardaba sus abundantes cerdos el fiel porquero Eumeo.

• 125 •
Canto xvi

Telémaco en la cabaña de Eumeo.


No bien surgió la aurora, Odiseo y Eumeo encendieron el fuego
en la cabaña y se pusieron a hacer el desayuno, después de despedir
a los pastores, que se fueron con los cerdos. Entonces escuchó el as-
tuto Odiseo unos pasos afuera y advirtió que los perros no ladraban.
Le dijo estas palabras al porquero:
—Eumeo, me parece que algún amigo o conocido viene, porque
escucho pisadas y los perros no ladran.
Apenas dijo esto, apareció en la puerta su querido Telémaco.
Sorprendido, el porquero se levantó y se le cayeron unas tazas en que
estaba mezclando el negro vino. Fue enseguida al encuentro de Telé-
maco y besó su cabeza, su rostro delicado, sus ojos y sus manos, como
un padre que abraza a su único hijo que le nació de viejo. Mientras
lloraba de alegría, Eumeo le dijo estas palabras:
—¡Mi dulce luz, Telémaco, has llegado! Ya no pensaba verte,
desde que te marchaste a Pilos en esa nave. Pero entra, hijo querido,
para que pueda verte y se alegre mi alma. No vienes a menudo a ver
el campo. Prefieres la ciudad, como si te agradara estar entre esos
viles pretendientes.
Le respondió Telémaco:

• 126 •
Odisea

—Anciano, así lo haré, pues he venido a verte especialmente a


ti, para saber si mi madre se encuentra aún en el palacio, o alguno de
esos hombres la ha desposado ya.
Le contestó el porquero:
—Tu madre permanece en el palacio, con el alma afligida, y con-
sume sus días y sus noches llorando sin cesar.
Después de hablar así, tomó la lanza de Telémaco y lo hizo pasar
al interior de la cabaña. Entonces Odiseo hizo ademán de levantarse,
pero se lo prohibió Telémaco, diciendo estas palabras:
—Huésped, no te levantes: seguro que hallaremos otra silla.
Eumeo extendió entonces una piel de cordero sobre un col-
chón de hojas, y allí se acomodó el hijo de Odiseo. Luego les sirvió
Eumeo carne asada que había sobrado de la víspera, y les dio vino
en una copa rústica. Una vez que comieron y bebieron, Telémaco
le dijo al fiel porquero:
—¿De dónde viene el forastero, anciano? ¿Cómo ha llegado a Ítaca?
Le contestó el porquero:
—Afirma haber venido en barco desde Creta, después de vi-
sitar muchas ciudades, puesto que así se lo tramó el destino. Y
ahora yo te lo encomiendo: haz por él lo que mejor te parezca, pues
se jacta de ser tu suplicante.
Le contestó Telémaco:
—Eumeo, tus palabras me producen una enorme congoja.
¿Cómo puedo acoger al huésped en mi casa? Soy joven y no tengo la
fuerza necesaria para salir en su defensa, en caso de que lo injurie
alguno de los pretendientes. Pero le entregaré un manto y una túnica,
vestidos muy hermosos, le obsequiaré una espada y unas lindas san-
dalias, y le prestaré ayuda para que vaya adonde más desee. Y si quie-
res tenerlo aquí en tu casa, te enviaré vestidos y comida, a fin de que
no gastes en su manutención. Pero, eso sí: no le permitiré que vaya
allá, a juntarse con los viles pretendientes, pues si lo ofenden me pro-
vocarían un enorme disgusto: un hombre, por más fuerte que sea, no

• 127 •
Homero

puede hacerles frente a tantos enemigos. Pero ahora apresúrate: es


urgente que vayas a avisarle a mi madre que he vuelto sano y salvo, y
procura que nadie se entere de mi vuelta, pues son muchos los que
maquinan males en mi contra. Mientras tanto, yo me quedaré aquí.

Odiseo se da a conocer a Telémaco.


Así dijo Telémaco. Enseguida se puso en marcha el fiel porque-
ro Eumeo. Entonces Atenea asumió la figura de una mujer hermosa
y se paró en la entrada. Solo Odiseo era capaz de verla, pues los dioses
no se hacen visibles para todos. Nada notó Telémaco; sin embargo,
los perros percibieron su presencia, y en vez de ladrar escaparon al
fondo del establo entre gemidos. La diosa le hizo señas a Odiseo, y
este salió de la cabaña y se reunió con ella.
Entonces Atenea le dijo estas palabras:
—Ingenioso Odiseo, de linaje divino, es hora de que hables con
tu hijo y le digas quién eres, para que luego de tramar la ruina de los
soberbios pretendientes vayan juntos a la ciudad; y yo no estaré lejos
de ustedes mucho tiempo, deseosa como estoy de entrar en la batalla.
Así dijo Atenea, y lo tocó con su varita de oro. Al instante, una
túnica y un manto le cubrían el cuerpo, y parecía más alto y vigoroso.
Recuperó también su tez morena, las mejillas se le redondearon y le
brotó de nuevo negra barba.
Luego de esto, la diosa se marchó y el héroe volvió a entrar en
la cabaña. Cuando lo vio su hijo querido, se asombró, y temiendo que
pudiera ser un dios, apartó la mirada y le habló así:
—¡Forastero! Parece que eres otro… Ya no tienes las mismas
vestiduras y tu cuerpo tampoco es el de antes. Sin duda eres un
dios: te ruego que nos seas favorable, para que te ofrezcamos
sacrificios y te hagamos regalos. ¡Ten piedad de nosotros!
Le respondió Odiseo:
—No soy un dios, Telémaco, sino tu padre amado, por quien
sufres y lloras, y aguantas los ultrajes de esos hombres.

• 128 •
Odisea

Diciendo así, besó al fin a su hijo, y dejó que las lágrimas, que has-
ta el momento había contenido, brotaran de sus ojos. Sin embargo, Te-
lémaco aún no estaba convencido de que fuera su padre y le habló así:
—Tú no eres Odiseo, mi padre, sino un dios que pretende en-
gañarme, para que me lamente más todavía. ¿Cómo es posible que,
hace un rato, fueras un anciano andrajoso, y ahora te parezcas a uno
de los dioses que habitan en el cielo?
Y el astuto Odiseo respondió:
—Telémaco, no esperes que venga otro Odiseo más que yo. Tras
veinte años regresé a la patria, después de sufrir penas incontables.
El cambio en mi figura es obra de Atenea, la diosa de ojos glaucos,
pues ella puede hacerlo. Cualquiera de los dioses que habitan en el
cielo puede darle la gloria a un hombre o destruirlo.
Dichas estas palabras, se sentó. Telémaco abrazó a su padre, y los
dos lloraron largamente, como gimen las aves cuando los campesinos
les roban los pichones que no saben volar. Y la puesta del sol los habría
encontrado abrazados llorando, si Telémaco de pronto no le hubiera
preguntado a su padre de qué manera había llegado a Ítaca.

Odiseo y Telémaco traman la venganza.


Le respondió el paciente y divino Odiseo:
—Hasta aquí me trajeron los feacios, famosos por sus naves, que
escoltan a los huéspedes que llegan a sus tierras. Llegué dormido y
ellos me dejaron en la playa, con múltiples tesoros, que ahora están a
salvo en una gruta. Después vine hasta aquí, siguiendo los consejos
de Atenea, a fin de que tramemos juntos la ruina de los pretendientes.
Pero háblame de ellos y dime cuántos son, para ver si podremos bas-
tarnos los dos solos, o será menester pedir ayuda.
Le respondió Telémaco:
—¡Oh padre! Estaba al tanto de tu fama, tanto en la lucha como en
el consejo, pero dos hombres solos nada podrán hacer contra tantos va-
rones esforzados. No son diez ni son veinte, sino en verdad muchísimos:

• 129 •
Homero

cincuenta y dos vinieron de Duliquio, acompañados por seis escuderos.


De Same hay veinticuatro; de Zaquinto son veinte, y de la misma Ítaca
son doce, y todos ellos valerosos. Si les hacemos frente en el palacio, creo
que pagaremos con la muerte el propósito de vengar sus excesos.
Y le dijo Odiseo:
—¿Te parece que Zeus y Palas Atenea son suficiente ayuda, o he
de buscar auxilio en otra parte?
Le respondió Telémaco:
—Padre, ambos son aliados excelentes; pero ellos viven en el
ancho cielo.
Le respondió el paciente y divino Odiseo:
—No permanecerán muy lejos de nosotros cuando haya que lu-
char. Ahora escucha bien lo que voy a decirte: apenas surja Eos, vete
a casa y únete a los soberbios pretendientes. El porquero, más tarde,
me llevará hasta el pueblo, y me presentaré transformado en un an-
ciano y miserable mendigo. Si esos hombres me insultan o maltratan,
deberás soportarlo, aunque me arrastren por los pies o me echen. Tú
con suaves palabras amonéstalos, para que pongan fin a sus locuras;
pero no te harán caso, pues está cerca el día de su muerte. Y no bien
Atenea me lo indique, yo te haré una señal con la cabeza y tú recogerás
todas las armas que encuentres en la casa, para luego guardarlas en el
sótano. Si alguno de los viles pretendientes te pregunta el motivo, le
dirás que el fuego del hogar estropea las armas de Odiseo, que han
perdido su brillo, y que además te preocupa que haya una disputa en-
tre los pretendientes y acaben matándose entre ellos. Y te diré algo
más: si en verdad eres sangre de mi sangre, a nadie le dirás que Odiseo
está en casa, ni al anciano Laertes, ni al fiel porquero Eumeo, ni a los
siervos, ni a la misma Penélope. Será nuestro secreto.

Los pretendientes se enteran del regreso de Telémaco.


Mientras los dos planeaban estas cosas, la nave que había traí-
do de Pilos a Telémaco arribó a la ciudad. No bien desembarcaron,

• 130 •
Odisea

enviaron un heraldo a casa de Penélope, para comunicarle que Te-


lémaco había regresado sano y salvo, y ahora estaba en el campo,
recorriendo sus fincas. En la puerta, el heraldo se encontró con Eu-
meo, que había ido hasta ahí con el mismo fin. Una vez que cumplió
su cometido, el fiel porquero se marchó hacia el campo. Los preten-
dientes, cuando se enteraron, se sintieron confusos y afligidos. Sa-
lieron del palacio, y afuera se sentaron delante de la puerta. Su ca-
becilla, Antínoo, los exhortó diciendo estas palabras:
—¡Los dioses han librado de este mal a Telémaco! ¡Pensemos otra
forma de matarlo, y que esta vez no escape! Mientras él viva, no podremos
cumplir nuestro propósito. Vamos, démonos prisa, antes de que reúna a
los aqueos en el ágora, y allí denuncie cómo tramamos contra él una
muerte terrible. No aprobará nuestro accionar el pueblo; quizá nos eje-
cuten o tal vez nos destierren. Matémoslo en el campo, lejos de la ciudad,
y luego repartámonos sus bienes equitativamente entre nosotros.
Así les dijo Antínoo, y todos se quedaron en silencio. Se puso de
pie Anfínomo, y les dijo:
—Amigos, no quisiera que matemos a Telémaco, pues es delito
grave destruir el linaje de los reyes. Consultemos primero la voluntad
divina. Si los dioses lo aprueban, lo mataré yo mismo. Pero si no es
así, les aconsejaré que desistan de hacerlo.
Así les dijo Anfínomo, y los otros pretendientes se mostraron
de acuerdo. Casualmente, Penélope escuchó lo que los pretendientes
estaban discutiendo; subió a su habitación y se acostó en la cama,
llorando amargamente, hasta que al fin la diosa de ojos glaucos vertió
sobre sus párpados el sueño.
Mientras tanto, el porquero volvió con Odiseo y Telémaco, y
juntos prepararon la cena. Atenea ya había vuelto a tocar con su vara
a Odiseo y lo había convertido nuevamente en un anciano, para que
el fiel Eumeo no lo reconociera. Una vez que comieron y bebieron, los
tres se recostaron en sus lechos y el sueño los rindió.

• 131 •
Canto xvii

Telémaco vuelve al palacio.


Cuando surgió la hija de la mañana, Eos, la de dedos de rosa,
Telémaco se ató las hermosas sandalias, y tras tomar la lanza, mientras
se disponía a ir a la ciudad, le dijo así al porquero:
—Anciano, vuelvo raudo a Ítaca, para que así mi madre pueda
verme y deje el triste llanto. Te pido que acompañes a la ciudad al
huésped infeliz, para que pueda mendigar allí.
Así dijo, y salió de la cabaña, andando a paso firme y maqui-
nando males contra los pretendientes. Cuando llegó al palacio, la
discreta Penélope corrió a echarse en sus brazos, le cubrió de besos
la cabeza y los ojos, y le dijo, entre lágrimas:
—¡Mi dulce luz, Telémaco, has llegado! Ya no pensaba verte
desde que te marchaste a Pilos en esa nave, a escondidas y contra mi
deseo, para buscar noticias de tu padre. Pero vamos, relátame lo que
has podido averiguar de él.
Sin embargo, Telémaco le dijo solamente lo que le había dicho
Menelao: que Odiseo vivía, y que era prisionero en el palacio de la
ninfa Calipso, donde permanecía contra su voluntad, pues no tenía
nave ni una tripulación que lo ayudara a atravesar el mar.

• 132 •
Odisea

El perro Argos reconoce a Odiseo.


En tanto conversaban Penélope y Telémaco, Eumeo y Odiseo se
ponían en camino. Cuando ya se acercaban al palacio, oyeron el sonido
de la lira de Femio, que tocaba y cantaba para los pretendientes. Y al
llegar a las puertas del palacio, le dijo así Odiseo al fiel porquero:
—Esta ha de ser sin duda la casa de Odiseo. Se distingue entre
todas las demás por tener más de un piso, por su muro almenado
alrededor del patio, y las hermosas puertas de dos hojas. Nadie
despreciaría semejante mansión. Creo que en su interior multitud
de varones celebran un banquete, pues siento olor a carne asada y
oigo la melodiosa lira, que los dioses hicieron compañera natural
del banquete.
Así dijo Odiseo, y al escuchar su voz, un perro de la casa, que
estaba echado allí, levantó la cabeza y paró las orejas: era Argos, el
perro de Odiseo, quien lo había criado desde cachorro, aunque luego
no había podido disfrutarlo, porque había tenido que partir hacia
Troya. Antes de su partida, lo llevaban los jóvenes a cazar, pero aho-
ra, en ausencia de su dueño, estaba echado encima del estiércol que
tenían allí, junto a la puerta, para que los criados abonaran los cam-
pos. Cuando vio que Odiseo se acercaba, movió la cola, alegre, y bajó
las orejas, y aunque intentó moverse y salir a su encuentro, no pudo
levantarse. Cuando lo vio, Odiseo, sin que lo viera el otro, se secó con
la mano una lágrima, y dijo:
—¡Eumeo! Me sorprende que ese perro esté sobre el estiércol,
pues su cuerpo es hermoso, aunque no sé si era veloz de joven, o si
era más bien como aquellos perros que los señores crían en la casa
para que los diviertan.
Le contestó el porquero:
—Ese perro que ves perteneció antiguamente a un hombre que
murió lejos de aquí. Si tú lo hubieras visto en vida de Odiseo, te ha-
brías admirado de lo veloz y ágil que era: entonces no dejaba escapar
ninguna presa. Pero ahora ya nadie cuida de él.

• 133 •
Homero

Y tras hablar así, atravesó las puertas de la casa y penetró en la


sala donde estaban los viles pretendientes. Y en ese mismo instante,
después de veinte años de esperar a Odiseo, la negra muerte se adue-
ñó de Argos.

Odiseo, disfrazado, mendiga entre los pretendientes.


Al ver entrar a Eumeo, le hizo señas Telémaco para que se sen-
tara junto a él. Poco después, entró Odiseo en el palacio, convertido
en un viejo y miserable mendigo, que se apoyaba en un bastón e iba
vestido con harapos, y se sentó en el piso, al lado de la puerta. Teléma-
co tomó un trozo de carne y un pedazo de pan, y le dijo al porquero:
—Llévale esto al huésped, y mándale que vaya por las mesas y
les pida a los viles pretendientes, pues el pudor no le conviene al hom-
bre que está necesitado.
Así lo hizo Eumeo, y llevó la comida y transmitió el mensaje.
Poniendo las vituallas sobre su bolsa, sucia y harapienta, Odiseo comió.
Cuando el aedo concluyó su canto, Atenea, la diosa de ojos glaucos, se
aproximó a Odiseo y lo instó a mendigar entre los pretendientes, para
ver cuáles de ellos eran justos y cuáles, más benévolos, aunque ninguno
de ellos habría de salvarse de la muerte. Se puso en pie Odiseo y empe-
zó a mendigar, pidiendo a cada uno con la mano extendida, como si
hubiera mendigado siempre. Ellos, compadeciéndose, le ofrecían limos-
na, se miraban entre ellos, extrañados, y se preguntaban quién podría
ser el huésped. Y Antínoo, al enterarse de que Eumeo lo había traído a
la ciudad, lo increpó de esta forma:
—¡Afamado porquero! ¿Por qué trajiste a este hombre a la ciu-
dad? ¿Acaso no tenemos suficientes mendigos, que arruinan los ban-
quetes? ¿O te parece poco que los que aquí se juntan den cuenta de
los bienes de tu amo Odiseo, y quisiste invitar también a este?
Le respondió el porquero:
—Antínoo, has sido siempre, de entre cuantos pretenden a
Penélope, el más cruel con los siervos de Odiseo, y en especial conmigo.

• 134 •
Odisea

De todos modos, yo no me preocupo, mientras vivan aquí Penélope


y Telémaco, que es semejante a un dios.
Telémaco le dijo así a Antínoo:
—Antínoo, me aconsejas con el celo de un padre por su hijo,
cuando me ordenas expulsar al huésped. ¡No permitan los dioses que
algo así suceda! Dale algo, que no te lo prohíbo; por el contrario,
quiero que lo hagas, y no temas que mi querida madre o alguno de
los siervos puedan tomarlo a mal. Pero no hay en tu pecho tal propó-
sito, ya que prefieres comer tú solo en vez de compartir.
Y Antínoo respondió:
—¡Eres un fanfarrón, Telémaco, incapaz de contener tu enojo!
Si todos los demás hicieran como yo y no le dieran nada, pronto nos
libraríamos de él, y para siempre.
Sin embargo, los otros pretendientes le dieron a Odiseo un poco
de comida cada uno y llenaron su bolsa. Y ya Odiseo iba a sentarse de
nuevo al lado de la puerta para comer la carne y el pan que le habían
dado, pero al pasar al lado de Antínoo se detuvo y le habló de este
modo, inventando una historia fabulosa:
—Amigo, dame algo, porque no pareces menos noble que los
otros, sino más distinguido, y semejante a un rey. Por eso debes darme
más pan que los demás, y yo divulgaré tu fama por la tierra. Hace
años, yo también vivía en un palacio, tenía criados y ofrecía limosna
al vagabundo, sin importar quién fuera ni la naturaleza de su necesi-
dad. Pero la voluntad de Zeus me arruinó, instándome a ir a Egipto
con mis naves; allí nos capturaron los piratas, y a muchos los mataron,
pero a mí me entregaron a Dmétor, que reinaba con gran poder en
Chipre, y desde allí he venido, después de padecer mil infortunios.
Y Antínoo respondió:
—¿Qué dios nos ha enviado esta peste a arruinarnos el banquete?
Todos dan sin medida, pues comen de la hacienda de otro hombre.
Apártate de aquí, no sea que te envíe a mendigar a Chipre o al amargo
Egipto nuevamente.

• 135 •
Homero

Y mientras se alejaba, Odiseo le dijo:


—¡Oh dioses! En verdad tu inteligencia en nada se compara
con tu noble figura. Ni un puñado de sal darías de tu casa a quien
te suplicara, ya que ahora, sentado en mesa ajena, no has querido
ofrecerme ni un mendrugo de pan, y eso que tienes a mano tantas
cosas.
Así dijo, y Antínoo se irritó más aun, y mirándolo fijo le habló
de esta manera:
—¿Te atreves a insultarme? ¡Ya no saldrás impune del palacio!
Y tomó el escabel89 que tenía a sus pies, lo arrojó contra Odiseo
y alcanzó a golpearlo en el hombro derecho. Pero Odiseo se mantuvo
firme y agitó la cabeza, tramando en su interior siniestros planes.
Entonces se alejó y se sentó en el piso, en el lugar de antes, y les habló
así a los pretendientes:
—Escuchen, pretendientes de la ilustre Penélope: ningún varón
se apena si lo hieren por defender su hacienda; pero Antínoo me hirió
por causa del funesto vientre, que tantos males ocasiona al hombre.
Si en algún lado existen los dioses que protegen a los pobres mendi-
gos, que le den muerte a Antínoo antes de que la boda se realice.
Así dijo. Y Telémaco, al ver cómo golpeaban a su padre, sintió
en su corazón una gran pena, pero contuvo el llanto y agitó la cabeza,
tramando en su interior siniestros planes.
Cuando supo Penélope que Antínoo había golpeado al forastero,
le dijo estas palabras a su criada Eurínome:
—Todos los pretendientes son odiosos, pero sin duda Antínoo
es el más despreciable. ¡Ojalá Febo Apolo, famoso por su arco, lo mate
con sus flechas!
En ese mismo instante, Telémaco estornudó con fuerza. Entonces,
Penélope mandó a llamar a Eumeo y le habló así:

89 Escabel: tarima pequeña que se pone delante de la silla para que descansen los
pies de quien está sentado.

• 136 •
Odisea

—Vamos, dile al forastero que venga. ¿No has visto que mi hijo
estornudó después de mis palabras? Es señal inequívoca de que los
pretendientes morirán, sin que escape ninguno. Y te diré algo más:
si lo que dice el huésped es verdad, yo le regalaré un manto y una tú-
nica, vestidos muy hermosos.
Así dijo, y Eumeo fue a buscar a Odiseo, quien le dijo en
respuesta:
—Eumeo, sin tardanza iría a ver a la reina Penélope, pero temo
a los crueles pretendientes, cuya soberbia llega al mismo cielo, que
hace instantes apenas me golpearon, y nadie lo impidió. Tú anún-
ciale a Penélope que acudiré a su lado no bien se ponga el sol, para
darle noticias de su esposo.
Eumeo transmitió el mensaje a la reina, y ella estuvo de acuerdo.
Acto seguido, fue donde estaba Telémaco y le dijo:
—Amigo, yo me voy de nuevo con los cerdos, y a cuidar de tu ha-
cienda y de la mía. De todo lo de aquí has de ocuparte tú: y sobre todo
cuídate tú mismo, pues muchos son los que traman daños en tu contra.
¡Ojalá los destruya el padre Zeus antes de que se vuelvan una plaga!
Le respondió Telémaco:
—Anciano, así se hará. Ahora vete a casa, y regresa mañana con
el alba, y trae contigo hermosos animales; que yo me ocuparé de las
cosas de aquí, con la ayuda de los dioses.
Así dijo, y Eumeo abandonó el palacio, donde los pretendientes
seguían recreándose con el canto y la danza, y volvió con los cerdos
mientras caía la tarde.

• 137 •
Canto xviii

Odiseo pelea contra Iro.


No bien se marchó Eumeo, apareció en el palacio un mendigo
al que llamaban Iro, que solía pedir por las calles de Ítaca; todos
lo conocían por su glotonería inmoderada. Al llegar, se propuso
expulsar a Odiseo y le habló con palabras injuriosas:
—Anciano, sal de ahí, para que yo me siente, si quieres evitar
que te saque arrastrándote de un pie.
Y mirándolo fijo, el astuto Odiseo respondió:
—¡Desdichado! Ningún daño te causo, y tampoco me opongo
a que te den limosna. Aquí hay lugar para los dos: no envidies lo mío.
Me parece que eres un vagabundo como yo, y son los dioses quienes
conceden la abundancia. Pero no me provoques a luchar: no sea cosa
que, viejo como soy, te haga brotar la sangre por el pecho y los labios;
y así descansaría más tranquilo mañana, pues no creo que intentes
el regreso a casa de Odiseo.
Y el vagabundo Iro le respondió, enojado:
—¡Oh dioses! ¡Miren qué desfachatez! Habla como una vieja, el
muy glotón. En guardia, vejestorio, verás cómo te bajo los dientes de
la boca con mis puños.

• 138 •
Odisea

Antínoo, que miraba divertido, entre risas les dijo a los demás:
—¡Amigos! Jamás hubo diversión semejante en esta casa. Algún
dios la ha traído. El forastero e Iro no dejan de insultarse y provocar-
se; hagamos que peleen cuanto antes.
Después de decir esto, todos rodearon a los dos mendigos, y así
les dijo Antínoo:
—Ilustres pretendientes, escuchen mis palabras: en el fuego hay
dos vientres de cabra deliciosos. El que gane el combate se quedará
con el que más le guste. Y por si fuera poco, el ganador compartirá el
banquete con nosotros, y nunca dejaremos que entre otro mendigo a
pedir a la casa mientras él esté aquí.
Así les habló Antínoo, y el astuto Odiseo, que meditaba enga-
ños, les dijo estas palabras:
—¡Amigos! Aunque no es justo que un hombre viejo, abrumado
por múltiples desgracias, combata con un joven, a mí me mueve el
hambre a aceptar el convite, por más que acabe muerto por los golpes.
Pero prometan todos que ninguno, por socorrer a Iro, y actuando
injustamente, caerá sobre mí.
Todos juraron como se lo solicitó el astuto Odiseo, y comenzó
el combate. Odiseo dudaba si era mejor matar de un solo golpe a Iro,
precipitando su alma súbitamente al Hades, o darle un golpe suave
que lo echara por tierra, para que los soberbios pretendientes no lo
reconocieran. Al fin se decidió por esto último, y lanzó un puñetazo
que alcanzó a su oponente en la mandíbula, debajo de la oreja, que le
rompió los huesos y le hizo echar sangre por la boca. Iro quedó ten-
dido inmóvil en el suelo, mientras los pretendientes levantaban los
brazos y se morían de risa. Entonces Odiseo tomó a Iro del pie, lo
arrastró hasta el patio, lo sentó a un costado de la puerta y le puso un
bastón en la mano. Luego le dijo así:
—Quédate ahí sentado y no molestes. No quieras, siendo pobre,
convertirte en el rey de los mendigos. No sea que te atraigas un daño
aun peor que el que has sufrido ahora.

• 139 •
Homero

Y una vez que habló así, volvió a colgarse del hombro su bolsa
sucia y llena de agujeros, y se sentó de nuevo al lado de la puerta.
Antínoo cumplió con su palabra y le puso delante un gran vientre
de cabra, y le ofrecieron vino en una copa de oro.

Penélope se muestra ante los pretendientes.


Mientras tanto, Atenea, la diosa de ojos glaucos, puso en el co-
razón de la discreta Penélope el deseo de aparecer ante los preten-
dientes: quería que la reina ganara mayor honra ante su esposo y su
hijo. Riendo sin motivo, Penélope llamó a su criada y le dijo:
—Eurínome, mi ánimo me pide lo que antes no deseaba: apa-
recer ante los pretendientes, aunque me son odiosos.
Y Eurínome repuso:
—Me parece oportuno lo que dices. Pero antes deberías lavarte
y colorearte las mejillas. No te muestres ante ellos con el rostro afea-
do por el llanto, que no es bueno afligirse sin descanso.
Y así le contestó la prudente Penélope:
—No me pidas, Eurínome, que me lave y me arregle, pues los
dioses que habitan el Olimpo destruyeron mi belleza cuando partió
Odiseo. Ahora ve a buscar a mis doncellas, Hipodamia y Autónoe, a
fin de que me hagan compañía, puesto que me avergüenza presen-
tarme sola ante los varones.
Así dijo, y la vieja se fue por el palacio a buscar a las mujeres.
Entonces Atenea, la diosa de ojos glaucos, le infundió el dulce sueño
a la hija de Icario, que se quedó dormida de inmediato; y mientras
tanto la diosa le otorgó belleza incomparable para que cautivara a los
varones: limpió con ambrosía el rostro hermoso, la hizo parecer más
alta y más esbelta, y confirió a su piel el brillo del marfil recién labra-
do. Una vez hecho esto, la diosa se marchó, justo cuando llegaban las
criadas. La reina despertó y salió de su cuarto con las criadas. Cuan-
do llegó al salón en donde estaban los viles pretendientes, con el ros-
tro cubierto con un hermoso velo y una honrada doncella a cada lado,

• 140 •
Odisea

todos los pretendientes sintieron que las rodillas se les aflojaban, el


amor inundó sus corazones y sus cuerpos temblaron de deseo. Pero
ella le habló así a su hijo Telémaco:
—¡Telémaco! Has perdido la firmeza, la voluntad y el juicio que
tenías de niño. Ahora eres un hombre, y a juzgar por tu aspecto y tu be-
lleza, cualquiera que te viera diría que es tu padre un hombre noble. Y así
y todo, has dejado que en esta misma sala maltrataran a un huésped.
Le respondió Telémaco:
—¡Madre mía!, comprendo tu irritación y no te la reprocho.
Pero ya soy capaz de distinguir lo bueno de lo malo, y aunque antes
era un niño, he dejado de serlo. Comprende que no puedo solucio-
narlo todo con prudencia, pues me rodean estos hombres viles, y yo
no tengo a nadie que me ayude.
Hablaban de esta forma madre e hijo. Y Eurímaco le dijo así
a Penélope:
—Penélope, discreta hija de Icario, si todos los aqueos pudieran
contemplarte, serían muchos más los pretendientes que del amanecer
hasta la noche celebrarían banquetes en tu casa, pues sobresales entre
las mujeres por tu belleza y porte y por tu juicio.
La discreta Penélope así le contestó:
—¡Eurímaco! Los dioses inmortales acabaron con todos mis
encantos, la hermosura y la gracia de mi cuerpo, el día que partieron
a Troya los aqueos, y Odiseo con ellos. Si él volviera a cuidarme, tal
vez recobraría algo de mi belleza. Pero ahora me abruman desgracias
incontables que me ha enviado un dios. Cuando Odiseo abandonó la
patria, me tomó de la mano y me habló de esta forma: “Yo no creo,
mujer, que todos los aqueos vuelvan de Troya sanos y salvos, porque
dicen que los troyanos son diestros en la guerra. Y no sé si algún dios
me dejará volver, o pereceré en Troya. Todo lo que hay aquí quedará
a tu cuidado; y acuérdate también de mi padre y mi madre como lo
haces ahora, o todavía más, cuando yo esté ausente. Y cuando nues-
tro hijo tenga barba, cásate con quien quieras y abandona el palacio”.

• 141 •
Homero

Así me dijo y todo fue cumpliéndose. Ya se acerca la noche de mi


boda, que yo tanto aborrezco: ¡desdichada de mí, que Zeus me ha
privado de la felicidad! Pero un pesar terrible me llega al corazón:
antes no se portaban así los pretendientes. Cuando alguien pretendía
a una mujer ilustre, compitiendo con otros por su mano, ofrecía ban-
quetes y espléndidos regalos a todos los amigos de la novia, en vez de
devorar impunemente bienes ajenos, como ocurre ahora.
Así habló, y el paciente y divino Odiseo se alegró en su interior,
al ver que les pedía que le hicieran regalos, y buscaba engañarlos con
palabras dulces, cuando eran tan distintos los propósitos que trama-
ba en su mente.
Y Antínoo respondió:
—Penélope, discreta hija de Icario, acepta los regalos que te demos,
puesto que no está bien rechazar un presente, pero no iremos a ningu-
na parte hasta que no te cases con quien sea el mejor de los aqueos.
Así le dijo Antínoo, y todos los demás estuvieron de acuerdo.
Cada uno envió a su propio heraldo a buscarle a Penélope un regalo.
El heraldo de Antínoo trajo una hermosa túnica con doce broches de
oro; el de Eurímaco, un collar de oro y ámbar que relucía como el
mismo sol. Euridamante le ofreció dos aros con tres perlas brillantes
cada uno, Pisandro le obsequió una delicada gargantilla; y los otros
aqueos trajeron, cada uno, su regalo.

Eurímaco ofende a Odiseo.


Penélope volvió a subir a su cuarto, y las esclavas se llevaron los
magníficos regalos, mientras los pretendientes volvían a gozar de la
danza y del canto. Estaban aún en eso cuando llegó la noche, y enton-
ces se hizo un fuego en el salón. Junto a él se quedó el paciente Odiseo,
removiendo las brasas, mientras tramaba los planes que llevaría a
cabo. Y tampoco esa vez quiso Atenea que se abstuvieran los soberbios
pretendientes de injuriar a Odiseo, a fin de que el pesar atormentara
aun más su corazón. Y así, para burlarse de él, le dijo Eurímaco:

• 142 •
Odisea

—¿Te gustaría, huésped, si te tomase a sueldo, trabajar en mis campos,


poniendo cercas y plantando árboles? Yo te daría pan, vestidos y calzado
todo el año. Pero como eres ducho en malas artes, no quieres trabajar,
sino pedir limosna por el pueblo, para llenar tu estómago sin fondo.
El astuto Odiseo así le respondió:
—Ojalá compitiéramos, Eurímaco, tú y yo, trabajando en el
campo hasta el anochecer: verías cómo no nos faltaría alimento. E
igualmente, si Zeus suscitara una guerra en algún lado, y yo tuviera
escudo y una lanza, me verías luchar en las primeras filas, junto a los
más valientes, y ya no me hablarías de mi estómago. Pero eres inso-
lente y tu ánimo es cruel, y crees que eres grande y poderoso, porque
estás entre pocos y no de los mejores. Si volviera Odiseo, estas puer-
tas tan anchas te serían angostas para salir huyendo.
Así le habló Odiseo, irritando la cólera de Eurímaco, que le dijo
a su vez:
—¡Miserable! Muy pronto pagarás por la audacia que muestras
al hablar sin temor ante tantos varones. Será que el vino te nubló la
mente, o es así tu carácter, y por eso dices estupideces.
Así habló, y alzando el escabel que tenía a sus pies, se lo arrojó
a Odiseo, pero falló y le dio en la mano a un muchacho que les servía
el vino: se le cayó la jarra causando un enorme estrépito, y él mismo
vino a dar de espaldas en el suelo.
Hubo gran alboroto entre los pretendientes, y uno le dijo a otro:
—¡Ojalá hubiera muerto el forastero antes de aparecer por el
palacio! Ahora estamos peleando por culpa de un mendigo.
Y el paciente y divino Telémaco les dijo:
—¡Desgraciados! Se están volviendo locos: no pueden ocultar
los efectos de tanta comida y tanto vino. Pero ya que comieron y be-
bieron, váyase cada uno a dormir a su casa cuando le venga en gana:
no pienso echar a nadie.
Así les dijo, y todos se calmaron. Hicieron una última libación
a los dioses, y luego cada uno se fue a dormir a casa.

• 143 •
Canto xix

Odiseo se presenta disfrazado ante Penélope.


Cuando los pretendientes se marcharon, Odiseo y Telémaco
guardaron todas las armas dentro del palacio. Una vez que lo hicie-
ron, Telémaco se fue a su habitación y se acostó a aguardar la salida
de la divina Eos. Pero Odiseo se quedó en la sala, tramando junto con
Atenea la matanza de los pretendientes.
En eso, abandonó su habitación la prudente Penélope, seme-
jante en belleza a Ártemis o a Afrodita,90 y fue a sentarse en el sillón
labrado, con adornos de plata y de marfil, en que solía sentarse,
junto al fuego, en la sala. Vinieron las doncellas a levantar las me-
sas del banquete, y echaron leña al fuego, para que hubiese más luz
y calor. Y una de las esclavas —Melanto era su nombre— increpó
así a Odiseo:
—¡Forastero! ¿Nos vas a molestar también de noche, andando
por la casa y espiando a las mujeres? Vete afuera y conténtate con lo
que ya comiste, si no quieres que te eche a bastonazos.

90 Afrodita: diosa del amor. Es bella, caprichosa y risueña. Está casada con Hefesto,
pero sus aventuras amorosas con otros dioses y hombres son frecuentes. Se la
relaciona con la causa de la guerra de Troya por haberle inspirado a Helena una
pasión irrefrenable por Paris.

• 144 •
Odisea

Penélope escuchó lo que decía y se lo recriminó de esta manera:


—¡Perra desvergonzada y atrevida! Escuché tus palabras, y
tus malas acciones recibirán castigo: bien sabías que yo quería in-
terrogar al forastero acerca de mi esposo en esta sala, pues estoy
afligida.
Entonces ordenó que le trajeran una silla a Odiseo. Cuando es-
tuvo sentado, la prudente Penélope le dijo:
—¡Forastero! Ante todo quisiera preguntarte: ¿quién eres y de
qué país procedes?
Y el astuto Odiseo respondió:
—Mujer, ningún mortal sobre la vasta tierra podría censurarte,
pues tu gloria ha llegado al ancho cielo, como la de una reina sabia y
temerosa de los dioses. Pero, ahora que nos hallamos en tu casa,
pregúntame otras cosas. No quieras conocer mi linaje ni mi patria,
porque el recuerdo acrecienta mis pesares.
Le respondió Penélope:
—¡Oh huésped! Los dioses inmortales acabaron con todos
mis encantos, la hermosura y la gracia de mi cuerpo, el día que
partieron a Troya los aqueos, y Odiseo con ellos. Si él volviera a
cuidarme, tal vez recobraría algo de mi belleza. Pero ahora me
abruman desgracias incontables que me ha enviado un dios. Por-
que todos los hijos de las familias nobles de Duliquio, de Same,
de Zaquinto, y de la áspera Ítaca, pretenden desposarme contra
mi voluntad y arruinan nuestra casa. Ellos me exhortan a casar-
me pronto, y yo maquino engaños: primeramente, un dios me
sugirió que tejiera una tela sutil e interminable, y entonces les
hablé a los pretendientes: “¡Jóvenes pretendientes! Ya que ha
muerto Odiseo, no tengan tanto apuro por casarme, y esperen
que termine de tejer este lienzo, que será la mortaja de Laertes en
el fatal momento de la terrible muerte: si no, se indignarían las
mujeres aqueas de que se entierre sin mortaja a un hombre que
en vida poseyó tantos bienes”. Así les dije, y pude convencerlos.

• 145 •
Homero

Y me pasaba el día tejiendo la gran tela; pero, al llegar la noche,


a la luz de las antorchas, destejía lo hecho en la jornada. Así logré
engañarlos por tres años; pero al cumplirse el cuarto, una de mis
esclavas me vio y me delató. Ahora ya no puedo demorar más mi
boda, ni sé de otros engaños. Mis padres quieren que me case
pronto, y mi hijo se indigna al ver cómo devoran nuestros bienes.
Pero háblame ahora de mi esposo, a quien, según me has dicho,
alojaste en tu palacio, junto a sus compañeros. Dime cómo vestía,
qué aspecto tenía él, y cómo eran los que lo acompañaban.

Un pretendiente descubre el truco de Penélope en el telar.


Copa del siglo v a. C.

Y el astuto Odiseo respondió:


—¡Oh mujer! Es difícil recordarlo después de tanto tiempo, pues
veinte años han pasado ya. Te contaré, sin embargo, cómo es la imagen
que de él guarda mi corazón: llevaba un manto doble de lana color
púrpura, con un broche de oro sujetándolo; y en la parte de atrás del
manto había bordado un perro que tenía entre las patas delanteras un

• 146 •
Odisea

cervatillo al que miraba forcejear. También tenía una túnica, que era
muy suave al tacto y relucía como el mismo sol. Pero quizás Odiseo
no tenía la misma vestimenta cuando partió de Ítaca; tal vez se la dio
algún compañero en la nave o algún varón que lo haya recibido en su
casa… Odiseo tenía incontables amigos, pues eran pocos los aqueos
que podían comparársele. Yo mismo le obsequié una espada de bronce
y un manto púrpura, además de una túnica, y fui a despedirlo cuando
partió en su nave. Con él iba un heraldo que se llamaba Euríbates. Era
un poco más viejo que Odiseo, con los hombros arqueados, de cabellos
rizados y piel morena. Lo estimaba Odiseo por sobre los demás, porque
sus opiniones solían coincidir.
Así dijo, y Penélope lloró, porque reconocía los detalles que le
daba Odiseo con tanta exactitud. Y cuando sus deseos de llorar se
saciaron, le dijo estas palabras:
—¡Oh huésped! Hasta ahora te tuve compasión, pero de ahora
en más quiero que seas recibido con respeto y cariño en esta casa,
porque yo misma le entregué a Odiseo esas ropas que dices. Pero él
no volverá a su hogar ni a su patria, pues con hado funesto partió a
Troya, esa ciudad nefasta.
Y el astuto Odiseo respondió:
—¡Oh, venerable esposa de Odiseo! No mortifiques más tu
hermoso cuerpo, ni consumas tu ánimo llorando a tu marido. Deja
ya de llorar y escucha mis palabras: Odiseo está vivo y está cerca, y
viene de regreso. Trae muchas riquezas que pudo recoger por el camino,
aunque perdió a sus fieles compañeros y la cóncava nave en el océano,
al salir de la isla de Trinacria. Sin embargo, él se encuentra sano y salvo,
y no pasará mucho lejos de sus amigos y su patria. Voy a jurarte algo,
y pongo a Zeus como testigo: Odiseo vendrá antes de fin de mes.
La discreta Penélope así le respondió:
—¡Forastero, ojalá se cumpla lo que dices! Pronto conocerías mi
amistad, y te daría regalos incontables. Pero presiento en mi ánimo
lo que ha de ocurrir: no volverá Odiseo.

• 147 •
Homero

Así dijo Penélope, y ordenó a las criadas que lavaran al huésped


y prepararan para él un lecho muy abrigado y cómodo, para que des-
cansara. Pero dijo Odiseo:
—¡Oh, venerable esposa de Odiseo! Desde el momento en que
dejé mi patria, aborrezco las mantas y las colchas. Me acostaré
como antes, en el suelo. Y los baños de pies también me desagra-
dan, salvo que de tus siervas haya alguna muy vieja y de ánimo
discreto, que haya sufrido tanto como yo; a ella no le impediría yo
que me toque los pies.
La discreta Penélope así le respondió:
—¡Querido huésped! Hay aquí en mi casa una mujer anciana
como la que describes. Ha criado a Odiseo desde su nacimiento:
ella te lavará los pies, aunque sus fuerzas son escasas. ¡Acércate,
Euriclea!, y lava a este varón, que es de la misma edad que tu señor:
así deben ser sus manos y sus pies en este mismo instante, pues la
desgracia envejece al hombre.

Euriclea reconoce a Odiseo.


Así dijo. La anciana se levantó, cubriéndose el rostro con las
manos, y se puso a llorar, mientras decía:
—¡Odiseo, ay de ti, que no puedo salvarte! Sin duda, Zeus le
cobró más odio que a ningún otro hombre, a pesar de que él siem-
pre respetó a los dioses. Quizá de él también se burlaron las criadas
en el palacio de otro, como ahora lo hacen estas perras, cuyas infa-
mias innumerables seguramente quieres evitar, al no permitir que
te laven ellas. Te lavaré los pies, porque así me lo ordena la discreta
Penélope, pero también porque tus desventuras me han conmovido
el ánimo. Y además te diré que, de todos los huéspedes que han
venido a esta casa, ninguno se parece como tú, en el cuerpo, en la
voz y en los pies, a Odiseo.

• 148 •
Odisea

Euriclea lava los pies de Odiseo.


Copa ateniense del siglo v a. C.

Enseguida tomó un caldero reluciente, mezcló allí agua calien-


te y agua fría, y se puso a lavarle los pies a su señor. Pronto reconoció
la cicatriz que le hizo un jabalí con sus colmillos, una vez que salió
de cacería por el monte Parnaso. No bien la anciana tocó la cicatriz,
le soltó el pie de golpe, conmovida. La pierna vino a dar contra el cal-
dero, que se agitó, y el agua se derramó en el suelo. Invadieron el alma
de la anciana emociones mezcladas, alegría y tristeza, le brotaron las
lágrimas y se quedó sin voz. Tomando de la barba a Odiseo, le dijo:
—Tú eres Odiseo, hijo querido; y no te conocí hasta que te toqué
con estas manos.
Así dijo Euriclea, y luego le hizo señas a Penélope, para comu-
nicarle la noticia. Pero Penélope no pudo verla, pues en ese instante
la distrajo Palas Atenea. Entonces Odiseo tomó a Euriclea por los
hombros, la atrajo hacia sí y le dijo estas palabras:
—Tú misma me criaste, ¿y ahora quieres arruinarme? En efecto,
soy yo: tras soportar fatigas incontables, después de veinte años, estoy
de vuelta en la querida patria. Ahora que lo sabes, calla, que en el
palacio nadie debe enterarse.

• 149 •
Homero

Penélope anuncia su decisión.


Así dijo, y la anciana se fue a buscar más agua. Y una vez que
su cuerpo estuvo limpio y ungido con aceite, él se sentó junto al fue-
go para calentarse y se cubrió la cicatriz con los harapos. Entonces,
la discreta Penélope le dijo:
—¡Huésped! Quiero que escuches una cosa más: no tardará en
salir la infausta Eos, dando comienzo a un desdichado día, pues de-
jaré la casa de Odiseo. Celebraré un certamen para los pretendientes:
Odiseo solía alinear doce hachas, de esas que tienen en el medio un
hueco, y luego, desde lejos, disparaba sus flechas, haciendo que pasa-
ran por los huecos. Y yo me casaré con aquel que, de ellos, usando el
arco de Odiseo, logre hacer pasar las flechas por los ojos de las hachas,
y dejaré esta casa, a la que llegué virgen: esta casa tan hermosa y llena
de riquezas, de la que me acordaré en mis sueños, según creo.
Y el astuto Odiseo respondió:
—¡Oh mujer de Odiseo, venerable! Ya no postergues esa com-
petencia, pues antes de que ellos con el pulido arco logren tensar la
cuerda y disparar la flecha, regresará Odiseo.
La prudente Penélope le dijo:
—¡Huésped! Me quedaría conversando contigo en esta sala, y el
sueño nunca me sobrevendría. Pero a los mortales no nos está per-
mitido permanecer en vela todo el tiempo. Voy a acostarme ahora
sobre mi lecho, que está siempre húmedo de lágrimas que lloro por
mi esposo Odiseo, desde que se fue a Troya, esa ciudad nefasta. Tú
acuéstate aquí mismo, donde te halles más cómodo.
Así dijo, y subió a su habitación, junto con sus esclavas. Y
cuando llegó allí, otra vez rompió en llanto por Odiseo, su querido
esposo, hasta que Palas Atenea, la diosa de ojos glaucos, le derramó
en los párpados el sueño.

• 150 •
Canto xx

Noche de tribulaciones.
Odiseo tendió en el suelo del vestíbulo la piel cruda de un buey,
y encima colocó muchas pieles de oveja. Tras acostarse, Eurínome lo
tapó con un manto. Sin embargo, por más que lo intentaba, era inca-
paz de conciliar el sueño: tramaba muchos males contra los preten-
dientes. Mientras yacía en el lecho, desvelado, se le acercó Atenea,
bajando desde el cielo, y le habló de este modo:
—¿Por qué estás desvelado? Esta es tu casa y tienes en ella a tu
mujer y a tu hijo, que ya quisieran otros que el suyo fuera así.
Le respondió Odiseo:
—¡Oh diosa! Es cierto lo que dices. Pero mi ánimo medita sin
cesar cómo podría deshacerme, yo solo, de esos desvergonzados,
que son muchos y siempre están en grupo. Y también me preocupa
qué pasará conmigo si es que logro matarlos: tal vez sus familiares
intentarán vengarse, y tendré que buscar refugio en otro lado.
Le respondió la diosa de ojos glaucos:
—¡Desdichado! Si un hombre confía en un amigo, que es mor-
tal, ¿por qué no puedes tú creer en las palabras de una diosa? Ahora
entrégate al sueño, porque es molesto pasar la noche en vela, vigilando:
pronto tus males llegarán a término.

• 151 •
Homero

Así dijo la diosa, y derramó sobre los ojos de Odiseo el sueño.


Luego volvió al Olimpo. Y en el instante mismo en que Odiseo se
quedaba dormido, su esposa despertaba, llorando amargamente. Y
una vez que su ánimo se sació de llorar, elevó esta plegaria:
—¡Ártemis, venerable hija de Zeus! ¡Cómo quisiera que me qui-
taras ahora mismo la vida con tus flechas, o que una tempestad me
arrebatara y me arrastrara a los confines del océano! ¡Que los dioses
me maten y me hundan en la tierra tan odiosa, para ver a Odiseo
nuevamente y no tener que alegrar la mente de otro hombre!

El presagio de Zeus.
Así se lamentaba la prudente Penélope, y pronto surgió Eos, la
de dorado trono. Sus llantos despertaron a Odiseo, quien recogió las
pieles y el manto sobre los que había dormido, los puso en una silla,
salió al patio, y allí, alzando las manos, le dirigió esta súplica al padre
de los dioses:
—¡Padre Zeus! Si fue la voluntad de los dioses traerme de regreso
a la patria, tras enviarme males incontables, haz que alguien de esta
casa me diga algún presagio, y muéstrame tú mismo algún prodigio.
Así rogó Odiseo, y Zeus lo escuchó. Desde el Olimpo, encima
de las nubes, hizo tronar el cielo. Y dentro de la casa, una criada que
estaba allí moliendo el trigo y la cebada fue la que dio el presagio:
—¡Padre Zeus, que riges a los dioses y a los hombres! Has en-
viado un trueno desde el cielo estrellado, y no hay ninguna nube:
sin duda, debe ser una señal que le envías a alguien. Cúmpleme a
mí también lo que voy a pedirte: que sea este el último banquete
para los pretendientes, puesto que mis rodillas desfallecen por el
duro trabajo que me imponen, de molerles la harina. ¡Que sea la
de hoy su última cena!
Así dijo la criada, y se alegró Odiseo al ver las dos señales,
sabiendo que tendría éxito en su venganza.

• 152 •
Odisea

Deliberaciones de los pretendientes.


En el salón, las otras esclavas encendían el fuego del hogar,
cuando Telémaco salió del lecho, se vistió, se colgó la espada al
hombro, se puso las hermosas sandalias en los pies, y empuñando
la lanza, abandonó su cuarto.
Luego llegó el porquero, y también los pretendientes, que se pu-
sieron a sacrificar ovejas, cabras, cerdos y una vaca. Con astucia, Te-
lémaco sentó a su padre dentro de la casa, al lado de la puerta, donde
le colocó una modesta silla y una mesa pequeña. Le sirvió de comer,
puso vino en su copa y le habló de este modo:
—Huésped, siéntate aquí entre estos varones, y bebe vino. Yo te
libraré de los insultos y las agresiones que pudieran hacerte, ya que
esta casa no es pública, sino que es de Odiseo. Y ustedes, pretendientes,
contengan su violencia: que no haya disputas ni altercados.
Así les dijo, y todos se mordieron los labios, admirados al
ver que Telémaco hablaba con semejante audacia. Pero Atenea no
dejó que los soberbios pretendientes se abstuvieran del todo de injuriar
a Odiseo. Había entre ellos un hombre de ánimo perverso —Ctesipo
era su nombre—, que venía de Same, y confiado en sus vastas pose-
siones, pretendía a Penélope; les habló a los soberbios pretendientes
diciéndoles así:
—Ilustres pretendientes, escuchen mis palabras. Como es debi-
do, el forastero tiene en su mesa una parte semejante a la nuestra. Es
razonable y justo, pues no estaría bien privar de los manjares a un
huésped de Telémaco. Así que yo también voy a ofrecerte el don de
la hospitalidad.
Luego de decir esto, tomó de un canastillo una pata de buey y
se la arrojó a Odiseo, quien la esquivó, bajando la cabeza. Desdeñoso,
Odiseo le sonrió, y la pata fue a dar a la pared.
Telémaco le dijo a Ctesipo estas palabras:
—Por suerte para ti, has fallado, Ctesipo, porque de lo contrario
te habría atravesado con mi lanza, y en vez de celebrar tu casamiento

• 153 •
Homero

tu padre habría tenido que enterrarte. Por lo tanto, que nadie sea
insolente dentro de la casa, que ya no soy un niño, y puedo distinguir
el bien del mal. Si antes he soportado que maten mis ovejas y se beban
mi vino y se coman mi pan, es porque, siendo uno, no puedo contra
todos. Pero ya no me causen más daños, y si no, directamente
mátenme, pues prefiero morir antes que ver cómo maltratan a mis
huéspedes y acosan a las criadas.
Así dijo Telémaco, y todos se quedaron en silencio, hasta que
habló Agelao, uno de los pretendientes:
—Amigos, que ninguno se irrite, pues Telémaco ha hablado con
justicia. No maltraten al huésped, ni tampoco a los siervos que viven en
la casa del divino Odiseo. Pero quisiera darle un consejo a Telémaco:
Odiseo ya no regresará, de manera que ve y dile a tu madre que tome
por esposo al mejor de nosotros, para que tú te quedes con la hacien-
da de tu padre, y tu madre cuide la casa de otro.
Y contestó Telémaco:
—No postergo, Agelao, la boda de mi madre; por el contrario, la
insto a que se case con el mejor de ustedes; pero no quiero echarla del
palacio contra su voluntad. ¡No permitan los dioses que eso suceda!
Así dijo Telémaco, y los demás siguieron conversando y comien-
do; sin embargo, Telémaco no les prestó atención, y se quedó miran-
do en silencio a su padre, aguardando el momento en que habrían de
vengarse de los desvergonzados pretendientes.
Mientras tanto, Penélope había puesto un sillón frente a los pre-
tendientes, y oía lo que hablaban en la sala. Los hombres se reían,
preparándose para el almuerzo, que fue grato y dulce, porque sacri-
ficaron muchas reses; pero ninguna cena sería tan amarga como la
que la diosa y el esforzado héroe muy pronto les darían.

• 154 •
Canto xxi

Penélope propone el certamen con el arco.


Atenea, la diosa de ojos glaucos, le inspiró a la discreta Penélope
que les trajera el arco de Odiseo a los desvergonzados pretendientes,
a fin de celebrar aquel certamen que sería preludio a su matanza. Junto
con dos criadas, subió a la habitación más escondida, donde guardaba
los objetos más valiosos de Odiseo, además de su arco, que colgaba de
un clavo, envuelto de una funda muy hermosa. Tras descolgar el arco,
se sentó allí Penélope y lo sostuvo sobre sus rodillas. Lo sacó de la fun-
da, llorando consternada, y cuando se cansó de lamentarse se fue a la
habitación en donde estaban los viles pretendientes, con el flexible arco
en una mano, y en la otra el carcaj, en el que había gran cantidad de
dolorosas flechas. Allí se dirigió a los pretendientes:
—¡Soberbios pretendientes, que vienen cada día a comer y
beber la hacienda de mi esposo ausente, sin hallar otra excusa que
el deseo de casarse conmigo! ¡Escuchen! Les propongo el siguien-
te certamen: voy a poner aquí el arco de Odiseo. El que logre cur-
varlo, y hacer pasar las flechas por el anillo de estas doce hachas,
será con quien me vaya, y dejaré esta casa a la que llegué virgen,
que es tan hermosa y llena de riquezas, de la que me acordaré en
mis sueños, según creo.

• 155 •
Homero

Así dijo Penélope, y le entregó al porquero el arco con las fle-


chas para que lo llevara entre los pretendientes. El porquero lo reci-
bió llorando y lo puso en la tierra; el boyero, Filetio, que estaba allí,
también rompió a llorar. Antínoo, al verlos, les dijo estas palabras,
increpándolos:
—¡Rústicos campesinos, que no piensan más que en el día a día!
¿Por qué, vertiendo lágrimas, conmueven el corazón de esta mujer,
cuando ella ya lo tiene sumido en el dolor, tras perder a su esposo?
Coman aquí, en silencio, o váyanse a llorar afuera del palacio.
De esa manera habló, y Telémaco dijo:
—Vamos, ya no retrasen el certamen. A ver quién es capaz de
armar el arco. Yo probaré también… Si tengo éxito, no tendré que so-
portar que mi madre se marche del palacio con un nuevo marido.

La prueba.
Dichas estas palabras, se despojó del manto, tomó las doce ha-
chas sin el mango y las clavó en el suelo, con el filo hacia abajo, una
detrás de otra, y empleando una cuerda alineó los anillos. Tras esto,
se alejó, levantó el arco y trató de tensarlo. Tres veces lo intentó, y las
tres veces le faltaron fuerzas. Y quizá, de intentarlo una vez más, lo
habría conseguido, pero con una seña se lo prohibió Odiseo. Enton-
ces dijo así el sufrido Telémaco:
—¡Oh dioses, ay de mí! Soy débil y cobarde, o demasiado joven
para fiarme de la fuerza de mis brazos y luchar contra alguien que
me insulte. Pero, ¡vamos!, mejor prueben ustedes, que me ganan en
fuerza, y terminemos el certamen de una vez.
Después de hablar así, dejó el arco en el suelo y se volvió a sen-
tar. Luego se levantó uno de los pretendientes, que era el único de
ellos que se irritaba por las malas obras que el resto llevaba a cabo. Su
nombre era Leodes. Pero tampoco él pudo tensar el arco; antes se le
cansaron las manos delicadas y lo dejó en el suelo, diciendo estas
palabras a los otros pretendientes:

• 156 •
Odisea

—¡Amigos míos, yo no puedo armarlo! Mejor que pruebe otro,


aunque dudo que alguno lo consiga.
Y, airado contra él, Antínoo le dijo estas palabras:
—¿Qué tonterías dices, Leodes? Si tu madre no te hizo para que
fueras un experto con el arco y las flechas, no creas que por eso los
otros pretendientes no lo podrán lograr.
Así le dijo Antínoo, y luego, uno por uno, fueron probando los
demás varones, pero a todos las fuerzas les flaqueaban al intentar
tensarlo.

Odiseo se da a conocer a Eumeo y a Filetio. El plan.


Mientras tanto, salían de la casa Eumeo y el boyero. Al verlos,
Odiseo fue tras ellos. Y cuando ya estuvieron afuera del palacio, les
habló de esta forma:
—¡Escúchenme! Mi ánimo me impulsa a revelarles lo que pien-
so. Si Odiseo llegara de repente, porque un dios lo trajera, ¿ustedes se
pondrían de su lado o lucharían con los pretendientes?
Y le dijo el boyero:
—¡Ojalá Zeus me concediera que volviese Odiseo! Si aquello
sucediera, pronto conocerías la fuerza de estos brazos.
El porquero también habló del mismo modo, suplicando a los
dioses por la vuelta de su amo. Y cuando supo el héroe lo que pensa-
ban en verdad sus súbditos, les habló de esta forma:
—Odiseo está en casa. Aquí lo tienen: heme aquí, soy yo, que he
llegado después de veinte años, tras sufrir muchas penas.
Apenas hubo dicho estas palabras, apartó los harapos y les
mostró la extensa cicatriz que tenía en el pie. Luego de examinarla
con cuidado, se echaron a llorar y lo abrazaron. Odiseo también los
abrazó, y así se habrían quedado hasta el anochecer, de no haberles
hablado Odiseo de este modo:
—Dejen ya de llorar, no sea cosa que alguno que salga del palacio
nos vea y vaya con el cuento adentro. Entremos en la casa, pero no

• 157 •
Homero

todos juntos, sino uno tras otro. Escuchen lo siguiente: sé que los
pretendientes no me permitirán tomar el arco; pero tú, noble Eumeo,
cruzarás el salón y lo pondrás en mis manos, y después les dirás a las
criadas que cierren las puertas del palacio y que les echen traba, y que
luego se queden quietas y en silencio, aunque oigan que en la sala hay
gritos y alboroto. Y tú, Filetio, cerrarás con llave la puerta que da al
patio, y la asegurarás con una soga.
Después de hablar así, volvió a entrar en el palacio, y se sentó
en la silla que había ocupado antes. Poco después entraron Eumeo
y el boyero.

Los pretendientes fracasan en la prueba.


Mientras tanto intentaba tensar el arco Eurímaco, sin éxito. Tras
darse por vencido, dijo así:
—¡Oh dioses! Siento un gran pesar, por mí y por todos ustedes.
Y aunque me aflige la frustrada boda, no me lamento tanto a causa
de eso, pues hay muchas aqueas para elegir en Ítaca y en las demás
ciudades, sino porque ha quedado demostrado que nuestras fuerzas
son tan inferiores a las de Odiseo. ¡Qué vergüenza si llegan a saberlo
en el futuro nuestros descendientes!
Le contestó Antínoo:
—Estás equivocado, Eurímaco, y lo sabes. En el pueblo celebran
una fiesta dedicada a Apolo: ¿quién podría tender el arco ahora? Dé-
jalo ya en el suelo, y que las hachas queden tal como están. Que aho-
ra sirvan vino, y dejemos el arco. Hagamos libaciones, y mañana, tras
ofrecerle a Apolo sacrificios, terminaremos el certamen.

Odiseo pasa la prueba.


Así le dijo Antínoo, y todos aprobaron sus palabras. Hechas las
libaciones, el astuto Odiseo les habló:
—Ilustres pretendientes de la reina, escuchen mis palabras: de-
jen ahora el arco y atiendan a los dioses, y mañana la voluntad divina

• 158 •
Odisea

le dará fuerzas a quien se le antoje. Pero permítanme intentar tensar-


lo, para ver si en mis brazos hay el mismo vigor que había antes, o si
la vida errante y la falta de cuidados arruinaron mi fuerza.
Y Antínoo le dijo:
—¡Oh huésped miserable! ¿Es que has perdido el juicio? ¿No te
basta estar sentado aquí, compartiendo el banquete con nosotros? Sin
duda, te trastorna el dulce vino, que daña a quien lo bebe sin medida.
Y te sobrevendrá una gran desgracia si acaso llegas a tender el arco,
pues no habrá en la ciudad quien te defienda. Bebe tranquilamente y
no compitas con varones más jóvenes.
Entonces, la discreta Penélope le dijo estas palabras:
—Antínoo, no es justo que se ultraje así a un huésped de Telé-
maco, sin importar quién sea. ¿O piensas que si este hombre logra
tender el arco de Odiseo, me llevará a su casa para tomarme por es-
posa? Ni él mismo concibió tal esperanza.
Y le dijo Telémaco a su madre:
—Madre mía, ninguno de estos hombres puede decirme a
quién puedo entregarle el arco, pues detento el poder en el palacio.
Tú ve a tu habitación y vuelve a tus labores junto con tus criadas. Y
deja que del arco se ocupen los varones, y especialmente yo, que
mando en esta casa.
Se sorprendió Penélope de las palabras de su hijo, e hizo lo que este
le mandaba: subió a su habitación, y allí rompió a llorar por su esposo
Odiseo, hasta que Palas Atenea derramó sobre sus ojos el dulce sueño.
Entonces le ordenó Telémaco al porquero que le entregara el
arco al prudente Odiseo, a pesar de las burlas de los pretendien-
tes. Eumeo así lo hizo, y después llamó a Euriclea, a quien le dijo
estas palabras:
—Euriclea, Telémaco te manda que cierres bien las puertas
del salón. Y dice que si alguna de las criadas escucha que allí den-
tro hay gritos y alboroto, que permanezca quieta y en silencio,
atendiendo a lo suyo.

• 159 •
Homero

Odiseo tensa el arco. Vasija del siglo vi a. C.

Así habló, y Euriclea, sin responder palabra, se fue a cerrar las


puertas del salón. A su vez, el boyero, con sigilo, cerró las puertas que
daban al patio, y las aseguró con una soga.
Mientras tanto, Odiseo tenía el arco en las manos, y lo estaba
estudiando para ver si los años lo habían estropeado. Y sin esfuerzo
alguno, armó Odiseo el arco, e hizo vibrar la cuerda con la mano de-
recha, que resonó en el aire, emitiendo un agudo sonido semejante al
canto de la golondrina. Los pretendientes empalidecieron; acto seguido,
Zeus despidió como señal un trueno, y se alegró el paciente y divino
Odiseo del presagio. Tomó una veloz flecha, la acomodó en el arco, y
tiró de la cuerda, apuntó y disparó. La flecha limpiamente atravesó
desde el primer anillo de las hachas hasta el último. Y entonces Odiseo
le dijo así a Telémaco:
—Telémaco, no te deshonra el huésped que albergas en tu casa.
No erré al blanco ni me costó trabajo armar el arco. Mis fuerzas están
íntegras aún, aunque estos pretendientes creían lo contrario. Pero ya
es hora de aprestar la cena, mientras hay luz; y luego se deleitarán con
el canto y la lira, que son los ornamentos del banquete.
Así dijo Odiseo, haciendo con las cejas una señal a su hijo, que se
ciñó la espada, y tras tomar la lanza, se colocó de pie junto a su padre.

• 160 •
Canto xxii

La matanza.
El astuto Odiseo se quitó los harapos, saltó al umbral armado
con el arco, desparramó las flechas delante de sus pies y les habló a
los pretendientes:
—Demos por terminado este certamen. Ahora tiraré contra
otros blancos, adonde nunca nadie apuntó antes, a ver si me concede
la gloria el dios Apolo.
Y dicho esto, disparó la amarga flecha contra Antínoo, que
tenía en la mano una copa de oro y estaba por beber el rojo vino,
sin pensar en la muerte. ¿Quién imaginaría que, entre tantos hom-
bres, uno solo los mataría a todos, por más fuerte que fuese? Pero
alcanzó la flecha de Odiseo en la garganta a Antínoo. Se le soltó la
copa de la mano, la sangre le brotó de la nariz, y se cayó de espal-
das, empujando la mesa y esparciendo la comida en el piso, donde
el pan y la carne asada se mancharon.
Al verlo, los otros pretendientes se pusieron de pie con gran tu-
multo, y buscaron las armas que solían colgar de las paredes, pero no
hallaron nada. Y, airados, increparon a Odiseo:
—¡Forastero! Haces mal en disparar el arco contra un hombre.
Pero ya no hallarás otros certámenes. Ahora te aguarda una terrible

• 161 •
Homero

muerte. Has matado a un varón que era el mejor de Ítaca, y en


castigo por ello te comerán los buitres aquí mismo.
Así hablaban, pensando que había dado muerte por error a aquel
hombre, y los muy insensatos no sabían que la ruina pendía sobre
ellos. Mirándolos con odio, les respondió Odiseo:
—¡Ah, perros! No creían que volvería de Troya, y por ese motivo
devoraban mi hacienda y cortejaban a mi esposa, estando yo aún
vivo, sin temer a los dioses que habitan en el cielo ni recelar venganza
alguna de los hombres. Ya la ruina se cierne sobre todos ustedes.
Así dijo, y a todos los invadió el terror. Cada uno buscaba
adónde huir, para librarse de una muerte horrible.
Y Eurímaco fue el único que se atrevió a decirle unas palabras:
—Si es cierto que tú eres Odiseo que ha vuelto, te asiste la razón al
hablar de esta forma de todo lo que hacían los aqueos, pues muchas in-
justicias se han cometido en el palacio y en el campo. Pero yace en la
tierra el culpable de todo, Antínoo, que fue quien promovió aquellas ac-
ciones, no por necesidad ni afán de matrimonio, sino para reinar sobre
el pueblo de Ítaca, tras matar a tu hijo. Pero no quiso Zeus que así fuera,
y ahora lo ha pagado con su vida, como era justo. Así que perdónanos,
y nosotros te resarciremos por todo lo que hemos consumido de tu ha-
cienda, y te daremos mucho bronce y oro para aplacar tu corazón airado.
El astuto Odiseo le respondió, mirándolo con odio:
—¡Eurímaco! Aunque ustedes me dieran, cada uno, todo su pa-
trimonio, añadiendo, además, otros bienes de origen diferente, ni aun
así habría de abstenerme de matarlos, hasta que todos paguen sus
excesos. Ahora tienen dos alternativas: luchar conmigo o escapar, si
es que alguno lo logra, aunque no creo.
Así dijo Odiseo, y a todos les flaquearon las rodillas y el espíritu.
Y Eurímaco, exhortándolos a todos al combate, desenvainó la espada
y se lanzó gritando hacia Odiseo. Pero este, al mismo tiempo, le
disparó una flecha, que lo alcanzó en el hígado. Eurímaco cayó de
frente al suelo, y una espesa neblina le veló la mirada.

• 162 •
Odisea

Anfínomo también se lanzó contra el héroe, para ver si podía


echarlo de la puerta, pero Telémaco se anticipó y le clavó la lanza en-
tre los hombros, hasta que le salió la punta por el pecho, y Anfínomo
cayó ruidosamente al suelo. Telémaco dejó la larga lanza clavada en
el cadáver de Anfínomo, temiendo que mientras la arrancase, alguien
pudiera herirlo con la lanza o la espada. Corrió hacia donde estaba
Odiseo y le dijo:
—Padre, será mejor estar armados. Voy a traerte un casco, dos
lanzas y un escudo, y en el camino me armaré yo mismo y les daré
otras armas a Eumeo y a Filetio.
Y el astuto Odiseo respondió:
—Apúrate, Telémaco, mientras me quedan flechas y puedo
defenderme.
Le obedeció Telémaco, y regresó enseguida con las armas. Y
mientras tuvo flechas, Odiseo siguió matando pretendientes sin cesar.
Cuando se le acabaron, dejó el arco apoyado contra una pared, se
echó al hombro un escudo, se cubrió la cabeza con un labrado yelmo
que tenía un penacho de crines de caballo, y asió dos fuertes lanzas
con la punta de bronce.

La matanza de los pretendientes. Vasija del siglo iv a. C.

• 163 •
Homero

Sin embargo, Melantio, el odioso cabrero que ayudaba a los vi-


les pretendientes, descubrió dónde estaban escondidas las armas y se
fue a buscar lanzas y escudos para todos. Se aflojaron las piernas de
Odiseo y le dio un vuelco el corazón, al ver que tomaban las armas
sus rivales, porque ahora la lucha sería ardua.
Entonces Atenea, la diosa de ojos glaucos, se ubicó junto a él,
tomando la figura y el aspecto de Méntor. Cuando lo vio, Odiseo se
alegró y le habló de esta forma:
—Aleja de nosotros, Méntor, los infortunios, y acuérdate de mí,
tu compañero amado.
Así dijo, a pesar de haber reconocido a Palas Atenea. Y la diosa,
deseosa de probar a Odiseo y a su hijo Telémaco, no queriendo otor-
garles una fácil victoria, le habló de este modo:
—Odiseo, no tienes ya el vigor con el que combatiste nueve años en
Troya, donde mataste a muchos y aconsejaste cómo tomar la ciudadela.
¿Cómo, ahora, en tu casa, solicitas ayuda contra los pretendientes?
Después de hablar así, tomó la forma de una golondrina y voló
hasta posarse en una viga del techo, ennegrecida por el humo.
Mientras tanto, Agelao exhortaba a los otros pretendientes:
—¡Amigos! ¡A la carga! Ahora es el momento, pues Méntor se
marchó y los dejó de nuevo solos junto a las puertas. Pero no ataquen
todos a la vez, sino de seis en seis, que si Zeus nos concede que hira-
mos a Odiseo, los otros no nos presentarán resistencia.
Les dijo así Agelao a los mejores que quedaban vivos: Anfime-
donte, Eurínomo, Pólibo, Demoptólemo y Pisandro. Y ellos le obe-
decieron, pero Atenea desvió sus lanzas. Una vino a clavarse en la
columna que había en la habitación, otra golpeó la puerta y otra aca-
bó clavada en la pared. Repelido este ataque, dispararon Odiseo y los
suyos, dando muerte a Euridamante, Anfimedonte, Pólibo y Ctesipo.
Entonces, desde el techo, Atenea alzó su égida, y se llenaron de pavor
las almas de los pretendientes que quedaban con vida, y huyeron por
la sala como vacas que un tábano persigue, mientras los acechaban

• 164 •
Odisea

Odiseo y los suyos, como buitres que atacan a otras aves en el llano,
y arremetían contra ellos, matándolos e hiriéndolos con furia, entre
gemidos, mientras la negra sangre corría por el suelo.

La purificación.
Cuando al fin la matanza concluyó, Odiseo se puso a examinar la
sala, por si quedaba alguno de esos hombres todavía con vida. Pero
todos yacían, amontonados unos sobre otros, entre el polvo y la sangre,
como los peces que los pescadores sacan del agua con sus redes y
amontonan en la arena de la orilla, deseosos de las olas y del sol
reluciente. Entonces, Odiseo ordenó a las criadas que limpiaran la
sala, mientras él y los suyos retiraban los cuerpos y raspaban el piso
con espátulas.
Y una vez que el salón estuvo limpio, los hombres se lavaron, y
Odiseo llamó a Euriclea y le dijo:
—Anciana, trae azufre91 y también fuego, así purificamos el
salón. Haz que venga Penélope junto con sus criadas, y diles a las
esclavas del palacio que vengan a la sala.
Y le dijo Euriclea:
—Así lo haré, hijo mío. Pero antes permíteme que te traiga una
túnica y un manto: sería deshonroso que en tu propio palacio conti-
nuaras vestido con harapos.
Y el astuto Odiseo respondió:
—Antes que cualquier cosa, quiero tener el fuego encendido
en la casa.
Así dijo, y la anciana no desobedeció. Llevó fuego y azufre, y
Odiseo purificó la sala, el patio y las demás habitaciones.

91 Azufre: elemento químico que se utilizaba en la Antigüedad como desinfectante,


por sus propiedades medicinales y antisépticas.

• 165 •
Canto xxiii

Euriclea le anuncia a Penélope la llegada de Odiseo.


La anciana, con el corazón contento, subió las escaleras para
anunciarle a su señora que su amado esposo había regresado. Cuan-
do llegó a su habitación, le dijo:
—Penélope, despierta, hija querida, para ver con tus ojos lo que
todos los días anhelabas: ya ha llegado Odiseo a su morada, por más
tarde que fuese, y ha matado a los viles pretendientes que comían tu
hacienda, deshonraban tu casa y maltrataban a tu hijo.
La discreta Penélope le dijo:
—¡Mi querida nodriza! Los dioses inmortales te han trastorna-
do el juicio; porque ellos pueden hacer que enloquezca el más cuerdo
y dar prudencia al más irreflexivo, y ahora te han vuelto insensata a
ti, que antes solías ser discreta. No te burles de mí, que suficientes
penas tengo ya. Vuelve al salón, que si otra de las criadas viniera a
despertarme con ese mismo cuento, la echaría de malos modos; pero
a ti la vejez te disculpa de ello.
Y contestó Euriclea:
—No me burlo de ti, hija querida. Es verdad que Odiseo ha
regresado, y que está en esta casa, como te lo conté: era ese mismo
huésped al que todos insultaban. Lo sabía Telémaco hace tiempo,

• 166 •
Odisea

pero no dijo nada, con prudencia, mientras su padre preparaba un


plan para vengarse de los pretendientes.
La prudente Penélope le dijo:
—¡Mi querida nodriza! Si es verdad lo que dices, ¿cómo ha podi-
do él solo, y siendo tantos ellos, matar a los soberbios pretendientes?
Le contestó Euriclea:
—No lo sé, no lo he visto, solamente oí los suspiros de los que
caían muertos, pues nosotras permanecimos llenas de pavor en nues-
tra habitación con las puertas cerradas, hasta que luego tu hijo vino
desde la sala y me llamó por orden de su padre. Vi a Odiseo de pie,
entre los cadáveres, que estaban apilados en el suelo. ¡Si lo vieras
manchado con la sangre y el polvo, parecido a un león, tu corazón se
llenaría de júbilo! Ahora todos yacen en el patio, y ha encendido un
gran fuego tu marido, tras esparcir azufre por la sala. Me ha manda-
do a llamarte. ¡Se te ha cumplido tu mayor deseo: ver a Odiseo vivo
regresar al hogar junto a ti y a tu hijo, tras vengar a los crueles pre-
tendientes en su propio palacio! Ven conmigo, Penélope, para que
ambos puedan alegrarse, después de haber pasado tantas penas.
La prudente Penélope le dijo:
—¡Mi querida nodriza! No hay que cantar victoria antes de
tiempo. Bien sabes cuán felices estaríamos todos si él volviera, y es-
pecialmente tú, y el hijo que engendramos él y yo. Pero lo que me
dices no es cierto: fue algún dios el que mató a los crueles pretendien-
tes, irritado con sus malas acciones. Pero para Odiseo la esperanza
del regreso murió lejos de Ítaca, y él ha muerto también.
Le respondió Euriclea:
—¡Hija mía! ¿Qué dices? Tu ánimo es siempre incrédulo: afirmas
que tu marido no volverá a esta casa, cuando ya está en la sala, calen-
tándose al lado del hogar. Voy a darte una prueba: cuando lavé sus pies,
le vi la cicatriz que hace ya muchos años le hizo un jabalí con sus
blancos colmillos. Yo quería decírtelo, pero él me lo impidió, con su
astucia de siempre. Ahora, vamos, sígueme; y si te engaño, mátame.

• 167 •
Homero

Le respondió Penélope:
—Por más inteligente que una sea, es difícil saber los planes de
los dioses inmortales. De todos modos, vamos, llévame con Teléma-
co, para que pueda ver a los muertos y a aquel que los mató.

Penélope pone a prueba a Odiseo.


Así dijo, y bajaron a la sala. Mientras tanto, Atenea le había dado
a Odiseo el don de la belleza, y parecía más alto y más fornido. Y
cuando traspusieron el umbral, tomó asiento Penélope junto al fuego,
enfrente de Odiseo, que se hallaba sentado con la mirada baja, espe-
rando que su querida esposa le hablara finalmente y lo mirara. Pero
estuvo Penélope mucho tiempo callada, creyendo a veces que era su
marido, y otras veces dudándolo.

Penélope y Odiseo disfrazado de mendigo.


Relieve de terracota del siglo v a. C.

• 168 •
Odisea

Al fin habló Odiseo:


—¡Desdichada! Los dioses te han dado un corazón más duro
que el de las demás mujeres. Ninguna permanecería así, con el ánimo
firme, lejos de su marido, cuando él, tras veinte años de pasar tantos
males, vuelve a casa. Pero, vamos, nodriza, prepárame la cama,
porque quiero acostarme, pues ella tiene en su pecho un corazón
de hierro.
La discreta Penélope le dijo:
—No hay en mí ni desprecio ni orgullo, ¡oh desdichado!, ni tam-
poco me admiro en demasía, pues sé muy bien cómo eras cuando
partiste de Ítaca. Euriclea, prepara para el huésped el lecho que Odiseo
construyó, y sácalo de nuestra habitación, para que duerma solo.
Así dijo Penélope, queriendo probar a su marido; pero, airado,
Odiseo le respondió a Penélope:
—¡Oh mujer! En verdad me apena lo que dices. ¿Quién ha
podido trasladarme el lecho? Pues solo un dios podría cambiarlo
de lugar… Había en nuestro patio un ancho olivo, que tenía el grosor
de una columna. Alrededor de él construí nuestro cuarto, con pare-
des de piedra, un excelente techo y puertas sólidas. Después corté
las ramas del olivo y pulí el tronco desde la raíz, y tras enderezarlo
lo convertí en el pie de nuestra cama; y a partir de ese pie, hice toda
la cama, y la adorné con oro, con plata y con marfil, y puse en su
interior unas correas de buey de color púrpura. Pero ahora no sé si
sigue allí mi lecho, o alguien lo trasladó, cortando por el pie de la
cama el olivo.
Así dijo Odiseo, y a Penélope le flaquearon las rodillas y el
corazón al escuchar lo que su esposo le contaba. Corrió hacia
él llorando, lo abrazó, lo besó, y le dijo estas palabras:
—¡No te enojes conmigo, Odiseo, que eres el más discreto de
todos los hombres! Temía, horrorizada, que viniese algún hombre y
me engañara con palabras, pues muchos traman males con astucias.
Pero me das señales tan precisas, que no puedo más que creerte.

• 169 •
Homero

El reencuentro de Penélope y Odiseo.


Así dijo Penélope, y Odiseo lloró, abrazado a su esposa, como
abraza la tierra un náufrago que acaba de salvarse. Euriclea y
Eurínome prepararon el lecho, y luego se marcharon a sus habita-
ciones, y marido y mujer subieron a acostarse.
Una vez que gozaron del amor tan deseado y postergado,
Odiseo y Penélope se contaron el uno al otro sus historias. Ella le
dijo cuánto había sufrido por culpa de los viles pretendientes, que
usándola de excusa, comían y bebían de la hacienda de Odiseo.
Por su parte, Odiseo le contó de los males que les había causado a
otros hombres y los que él mismo había sufrido, y luego le narró
sus aventuras: le habló sobre los cícones y sobre los lotófagos, de
Polifemo, el cíclope, y de Eolo. Le contó sobre Circe y sus hechizos,
y sobre el viaje al Hades, donde volvió a encontrarse con su madre
y con los compañeros muertos en el camino. Le explicó cómo
pudo escuchar el sublime canto de las sirenas, y cómo superó el
formidable escollo de la horrenda Caribdis y la terrible Escila. Le
habló de los rebaños del Sol, y le contó cómo los suyos habían
perecido por comérselos. Le refirió su estancia en la isla de Ogigia,
con Calipso, y cómo lo retuvo, tras ofrecerle la inmortalidad, sin
poder doblegar su corazón. Y le contó de qué manera, al fin, llegó
a la isla donde vivían los feacios, que lo trataron como a un dios
y lo trajeron de regreso a la patria. Y aquello fue lo último que
dijo, porque ya lo vencía el dulce sueño, que relaja los miembros
y deja el alma libre de inquietudes.
Y una vez que juzgó que Odiseo y Penélope habían disfrutado
del amor y el descanso, Atenea, que había contenido la aparición de
Eos para alargar la noche con sus goces, permitió que surgiera del
océano la hija de la mañana, para llevar su luz otra vez a los hombres.
Entonces, Odiseo se levantó del lecho y le dijo a su esposa:
—¡Mujer! Hemos sufrido suficientes penurias. Pero ahora que
estamos los dos juntos de nuevo, tú debes ocuparte de los bienes

• 170 •
Odisea

del palacio, que yo me ocuparé de reponer las reses que comieron


los soberbios pretendientes, y llenaré de nuevo los establos. Pero
ahora iré al campo, para ver a mi padre, que está tan afligido por
mi ausencia. Y tú, que eres juiciosa, haz lo que te diré: muy pronto
la noticia de que maté a los pretendientes se divulgará. Tú quédate
en el piso de arriba con las siervas, y no hables con nadie ni pre-
guntes nada.
Así dijo, y se puso la armadura y dejó la habitación. Tras des-
pertar a su hijo, al porquero y al boyero, les mandó armarse a ellos
también. Ellos le obedecieron, y tras armarse con el bronce, salieron
de la casa. Y aunque ya había luz sobre la tierra, los ocultó Atenea con
una oscura nube, y raudamente los sacó de la ciudad.

• 171 •
Canto xxiv

Las almas de los pretendientes van al Hades.


Hermes guió las almas de los pretendientes por lúgubres sen-
deros, trasponiendo las corrientes del océano y las puertas del sol,
y tras dejar atrás el País de los Sueños, arribaron muy pronto a la
pradera de asfódelos, 92 morada de las almas, que son imágenes de
los difuntos. Cuando las vio llegar, el alma del divino Agamenón
se llenó de alegría, al saber que Odiseo había regresado finalmente
a su patria.

Odiseo se reencuentra con Laertes.


Mientras tanto, Odiseo, Telémaco y los suyos dejaron la ciudad
y llegaron al hermoso y cultivado campo de Laertes, que en otro
tiempo este había comprado haciendo un gran esfuerzo. Odiseo les
dijo a los siervos y a Telémaco:
—Ustedes sacrifiquen el mejor de los cerdos que encuentren en
la casa para que lo comamos, que yo voy a probar si al verme ante sus
ojos, después de tanto tiempo, me conoce mi padre.

92 Asfódelo: flor blanca y roja, de tallo largo, que se usaba en los ritos funerarios
de la antigua Grecia.

• 172 •
Odisea

Así les dijo y les confió sus armas. Al llegar a la viña, encontró
allí a su padre, que estaba solo, trabajando el campo. Vestía un man-
to sucio y remendado, unos rotosos guantes de trabajo y un gorro
miserable hecho con piel de cabra. Al verlo así, abrumado por los
años y la melancolía, se detuvo al lado de un peral, y ya no pudo con-
tener las lágrimas. No sabía qué hacer, si abrazarlo y besarlo y con-
tarle su regreso, o si probarlo antes de darse a conocer. Tras pensarlo
un instante, se decidió por la segunda opción, y se acercó al anciano
que seguía cavando en torno de una planta, con la cabeza gacha, di-
ciendo estas palabras:
—¡Anciano! Sabes cultivar un huerto, pues en este está todo
bien cuidado, y no hay planta, ni higuera, ni olivo, ni peral que no
lo esté. Pero voy a decirte una cosa, y espero no te enojes: el que no
me parece bien cuidado eres tú, pues no solo te agobia la vejez, sino
que estás roñoso y harapiento. No creo que tu amo te tenga en ese
estado por holgazanería; además, no se ve nada servil en ti, pues por
tu aspecto te pareces a un rey. Pero dime: ¿a quién sirves? ¿De quién
es este huerto que cultivas? Yo quisiera saber si estoy realmente en
Ítaca, como me dijo un hombre que encontré en el camino. Hace
tiempo, en mi tierra, recibí a un huésped tan discreto como ninguno
que haya recibido antes. Decía ser de Ítaca, y que el nombre de su
padre era Laertes. Lo albergué en mi palacio y le entregué regalos de
hospitalidad: siete talentos de oro, una jarra de plata, doce mantos
sencillos, doce túnicas; y además, le entregué cuatro mujeres, dies-
tras en toda clase de tareas.
Así dijo, y Laertes respondió con los ojos llorosos:
—¡Forastero! En efecto, estás en Ítaca. Pero ahora la rigen unos
hombres malvados e insolentes, y te serán en vano esos regalos que
le hiciste a aquel huésped. Si lo encontraras vivo en la ciudad de Ítaca,
él no permitiría que partieras sin llenarte de obsequios para corres-
ponder a tus presentes y a tu hospitalidad, como se debe hacer. Pero
cuéntame, ¿cuándo recibiste a este huésped, mi hijo infortunado, si

• 173 •
Homero

es que no ha sido un sueño? Lejos de sus amigos y su patria, los peces


en el mar se lo comieron, o en la tierra fue pasto de las fieras y las
aves. Y ni su madre le hizo una mortaja, ni su rica mujer, la discreta
Penélope, lloró sobre su lecho ni le cerró los ojos, como era justo ha-
cer, porque tales son las honras debidas a los muertos. Vamos, dime
quién eres y de dónde has venido.
Y el astuto Odiseo contestó:
—Mi patria es Alibante, donde tengo magnífica morada. El rey
Afidas es mi padre y mi nombre es Epérito. Algún dios confundió mi
derrotero y me trajo hasta aquí. Mi nave está amarrada en una playa,
lejos de la ciudad. Y en cuanto a tu pregunta, pasaron cinco años del
día en que Odiseo abandonó mi casa. Lo despedí contento y partió
con alegría, con augurios propicios; confiábamos los dos en volver a
encontrarnos, e intercambiar magníficos regalos.
Así dijo Odiseo, y Laertes se vio envuelto en una negra nube de
dolor. Tomó un poco de tierra, y la arrojó, llorando, por sobre su ca-
beza. Entonces Odiseo sintió pena en su ánimo, y saltando a sus bra-
zos, lo besó y le habló de esta forma:
—Padre, yo soy aquel por quien preguntas, que regresa a la pa-
tria después de veinte años. Deja ya de llorar y de estar triste, que el
tiempo nos apremia: maté a los pretendientes en mi casa, vengando
sus injurias y sus malas acciones.
Le respondió Laertes:
—Si eres en verdad Odiseo que ha vuelto, dame alguna señal
que me convenza.
Le contestó Odiseo:
—Mira, aquí está la herida que un jabalí me hizo en el pie,
cuando niño. Además, te diré cuáles fueron los árboles que tú me
regalaste en aquel tiempo: yo te seguía por la huerta y tú me los ibas
nombrando. Eran trece perales, diez manzanos, cuarenta higueras
y cincuenta vides.

• 174 •
Odisea

Así dijo Odiseo, y a Laertes le flaquearon las rodillas y el corazón,


porque reconocía las señales que su hijo le daba. Abrazando a su hijo,
le dijo estas palabras:
—¡Padre Zeus! Ustedes los dioses inmortales permanecen aún
en el Olimpo, si es verdad que los viles pretendientes tuvieron su cas-
tigo merecido. Pero ahora temo que sus familiares, al enterarse de lo
que pasó, te vengan a buscar.
Y el astuto Odiseo le respondió a su padre:
—No te preocupes, padre, y vamos a la casa. Ya están allí
Telémaco, junto con el porquero y el boyero, haciendo la comida.

La paz.
Cuando llegaron a la hermosa casa, Telémaco, el porquero y el
boyero cortaban mucha carne y mezclaban negro vino. Enseguida,
una esclava lavó a Laertes y le puso un manto encima de los hombros,
y Atenea lo hizo parecer más alto y más fornido de lo que era antes.
Cuando salió del baño, se sorprendió Odiseo, pues parecía un dios.
Mientras gozaban del banquete Odiseo y los suyos, la Fama93
mensajera recorrió la ciudad, anunciando la muerte de los preten-
dientes. Sus familiares, cuando se enteraron, corrieron al palacio de
Odiseo con gritos y lamentos, y cada uno se llevaba el cuerpo de su
pariente para darle sepultura. Y a los que habían venido de otras ciu-
dades los ponían en las rápidas naves para llevar a cada uno a casa.
Y luego se reunieron todos en el ágora, con el ánimo triste. Allí
les habló Eupites, que era el padre de Antínoo, vertiendo muchas
lágrimas por su hijo asesinado:
—Amigos, este hombre les ha hecho gran traición a los aqueos.
A muchos y valientes se los llevó en sus naves, para luego perder las
naves y los hombres; y al regresar, ha matado a los mejores de los itacenses.

93 Fama: alegoría del rumor, que se representa con miles de bocas que viajan
rapidísimo repitiendo las noticias oídas.

• 175 •
Homero

Si nuestros descendientes llegaran a enterarse de estas cosas, sería


vergonzoso. Y si no castigáramos a quienes han matado a nuestros
hijos y hermanos, para mí la vida sería ingrata, y ojalá me muriese
cuanto antes, para estar con los muertos. Pero vayamos pronto,
antes de que se escapen.
Así dijo, entre lágrimas, y movió a compasión a los aqueos.
Entonces, Haliterses les habló de esta forma:
—Itacenses, escuchen mis palabras. Todo esto ha ocurrido por
la debilidad de ustedes, porque no se dejaron persuadir, ni por mí ni
por Méntor, cuando los exhortábamos a impedir las locuras de sus
hijos; ellos mismos, a causa de su orgullo, devorando la hacienda y
ultrajando a la mujer de un varón excelente, que pensaban que ya no
volvería, se buscaron su propia ruina. Háganme caso a mí: no vaya-
mos, no sea que alguien halle el mal que se buscaba.
Así dijo Haliterses, y hubo un gran tumulto entre la concurren-
cia, y más de la mitad estuvieron de acuerdo y se marcharon. Sin em-
bargo, a los otros no les gustó el discurso de Haliterses, y corrieron a
armarse junto a Eupites.
Entonces, Atenea le habló a Zeus:
—¡Padre Zeus, respóndeme! ¿Qué tramas? ¿Tendrán lugar la
perniciosa guerra y el horrible combate, o pondrás amistad entre
unos y otros?
Y Zeus, que amontona las nubes, respondió:
—¡Hija mía! Tú misma formulaste ese plan: que Odiseo volvie-
ra y se vengara de ellos. Haz lo que te parezca, pero yo te diré lo que
conviene: ya que Odiseo se ha vengado de los pretendientes, que ahora
hagan las paces, y él reine para siempre sobre los itacenses. Por nuestra
parte, hagamos que se olvide la matanza de los hijos y hermanos; que
se amen los unos con los otros, y haya paz y riqueza en abundancia.
Y una vez que habló Zeus, Atenea bajó desde las cumbres
brillantes del Olimpo.

• 176 •
Odisea

Mientras tanto, Odiseo y los suyos se armaron y salieron de la


casa, listos para luchar contra los que venían. Enseguida, el combate
comenzó y Atenea inspiró renovado vigor al anciano Laertes, que
arrojó la gran lanza contra Eupites, quien cayó con estrépito en el
suelo, sin vida. Y Odiseo y los suyos los habrían matado a todos si
Atenea no hubiera detenido el combate con un grito:
—¡Abandonen la lucha y sepárense, itacenses, sin derramar
más sangre!
Así dijo la diosa de ojos glaucos, y el pálido terror se apoderó
de todos. No bien se oyó la voz de la deidad, los del bando de Eupites
tiraron las armas en el suelo y se dieron a la fuga. El paciente Odiseo,
con horrible alarido, se lanzó tras de ellos, como un águila. Pero Zeus
arrojó un ardiente rayo, que fue a caer delante de Atenea. Y al ver esta
señal de su padre, la diosa de ojos glaucos le dijo así a Odiseo:
—¡Ingenioso Odiseo, hijo de Laertes, del linaje de Zeus!
Contente ya, que cese este combate, funesto para todos. No sea cosa
que Zeus se moleste contigo.
Así dijo Atenea, y él se alegró de oírla y obedeció su orden. Y
Palas Atenea, transfigurada en Méntor, hizo que los dos bandos
acordasen la paz.

• 177 •

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