G. Oyarzabal. Cap. v. Brown y Bouchard en El Pacifico

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GUILLERMO OYARZÁBAL, GUILLERMO BROWN, Librería Histórica, 2006

CAPITULO V
BROWN Y BOUCHARD EN EL PACÍFICO

El acuerdo de isla Mocha


Brown y Bouchard se encontraron en cabo Pilar el 28 de diciembre de 1815,
donde acordaron reunirse al día siguiente en la isla Mocha, un punto abrigado a la altura
del puerto chileno de Talcahuano.
Hasta ese momento Brown y sus oficiales nada sabían de las dramáticas
instancias del viaje de sus camaradas, y deben haber respirado con alivio al comparar su
suerte con la de ellos. En efecto, antes de arribar al Cabo de Hornos, en la Halcón
algunos oficiales habían liderado un conato de insurrección: “yo lo resistí con energía –
testimoniaría luego Bouchard- y un valiente oficial emigrado de Chile les cerró toda
esperanza, indicándoles con resolución que no había sino dos extremos: o el de ir al
cielo o a las costas de aquel reino”1. Los temores de los conjurados no eran infundados,
tras cruzar el cabo de Hornos los había sorprendido una tempestad que azotó durante 14
días, y en aquella desigual batalla la Constitución fue tragada por el mar. De Russell y
su barco nada se supo y ni siquiera un testimonio ha quedado de la angustia, el dolor y
la ingente lucha para evitar el desastre que sostuvieron sus tripulantes.
En isla Mocha, donde embarcaron agua y algunos chanchos salvajes, se logró
conformar una pequeña y muy heterogénea escuadra, tripulada por hombres de diversas
nacionalidades entre quienes sobresalían los tipos criollos y sajones en los buques de
Brown y los franceses en la corbeta de Bouchard. Y el 31 de diciembre, bajo la
autoridad del jefe irlandés, que debía ser “obedecido en todo lo que sea relativo a su
mando y al bien general de todos los interesados” los comandantes rubricaron el
acuerdo que regularía el corso durante los 100 días que tenían por delante. En la
oportunidad se comprometieron a obrar en combinación para apresar todos los buques
que en los mares de Sudamérica navegaran con bandera y patentes de España, “cruel
enemigo del mencionado gobierno de Buenos Aires” y acordaron el reparto: dos de las
cinco partes en que debían dividirse las presas en oro, plata o moneda se destinaban a la
Hércules, donde se izaba la insignia del comandante en Jefe y el resto se dividiría por
partes iguales entre el bergantín Santísima Trinidad y la corbeta Halcón.

1
Vide Miguel Ángel De Marco, Corsarios Argentinos..., cit., pág. 109. De Marco sugiere que el oficial
chileno pudo haber sido Ramón Freire.
Isla Mocha fue abandonada el mismo día de firmado el acuerdo, y en
cumplimiento de las instrucciones recibidas en Buenos Aires, Brown se separó con la
Hércules e intentó alcanzar la isla Juan Fernández. Al punto de llegar “comenzó a
soplar un viento duro, poco común en esos mares”, se desprendió el bauprés y no hubo
más remedio que correr la tormenta con viento de popa hasta instalarlo. Fuera de ruta y
abortada la misión, el navío continuó en demanda del Perú, hasta recalar en el
archipiélago de las Hormigas muy próximo al Callao. Los otros barcos pusieron rumbo
Norte sin alejarse de la costa, y sin más trances llegaron a la zona de operaciones, donde
el 10 de enero de 1816 se produjo el reencuentro. Ese día las autoridades de Valparaíso
se enteraban por el capitán del bergantín inglés Coronel Allan, y con bastante precisión,
de las actividades y características de la escuadrilla argentina, donde además se
distinguir el poder de combate de las naves, mencionó la diversidad en procedencia de
las tripulaciones2.
La presencia de los revolucionarios argentinos en las aguas del Pacífico causó
lógica preocupación en las autoridades realistas, que comprendieron el trastorno que
ocasionarían al comercio español. El 30 de diciembre de 1815, sintomáticamente en
coincidencia con las providencias fundamentales que estaban tomando los corsarios en
isla Mocha, el presidente de la Audiencia de Chile reclamó enfáticamente, y en nombre
de la alianza existente, el apoyo de Inglaterra contra Brown. De esta manera exhortaba
el funcionario español al capitán inglés de la fragata Infatigable, mientras sostenía que
los corsarios de Buenos Aires debían ser considerados como “verdaderos piratas”:
[...] tenga Vuestra Señoría en consideración que los insurgentes del Río
de la Plata fomentan estos proyectos auxiliados de ingleses díscolos o
naturalizados allí: hay datos positivos de que el mando de la escuadra
expedicionaria contra Chile se confería al inglés Brun (SIC), comandante
de los buques de aquel apostadero3.

Pese a esto, los corsarios argentinos no fueron molestados por buques de guerra
ingleses durante toda su travesía.

La incursión corsaria al Callao


El Callao era un puerto de condiciones excepcionales, ubicado sobre una
hermosa bahía y enfrentado a la imponente isla de San Lorenzo, cuidaba las puertas de

2
Informe del capitán del bergantín inglés Allan, Valparaíso, 10 de enero de 1816, en: Gaceta de Lima,
Lima, 7 de febrero de 1816, Documentos del Almirante Brown, tomo I, cit., págs. 194-195.
3
El Presidente de la Audiencia de Chile al comandante de la fragata inglesa La Infatigable, Santiago, 30
de diciembre de 1815, Documentos del Almirante Brown, tomo I, cit., págs.192-193
la tradicional ciudad de Lima, núcleo principal del poder español en la América del Sur.
De allí su importancia, que lo hacía un objetivo capital en los planes de los corsarios.
Indudablemente los capitanes apreciaron la oportunidad de asestar un golpe maestro
sobre el enemigo, y jefes y tripulaciones también vieron allí la ocasión de resarcirse con
un cuantioso botín de las penurias sufridas hasta ese momento. Sin embargo, el Callao
era un blanco particularmente difícil, y aunque curiosamente desprovisto de buques de
guerra para la defensa, contaba con una muralla impenetrable protegida por cañones en
capacidad de mantener a buena distancia las amenazas provenientes del mar. Para
alimentar posibilidades de éxito cualquier iniciativa debía contar con procedimientos
precisos y la acción combinada de fuerzas de mar y tierra. Por eso la estrategia fue
concebida sobre la base de un bloqueo inicial, esporádicos bombardeos sobre la ciudad
y una sucesión de arriesgadas operaciones, con golpes de mano y eventuales
desembarcos.
Las maniobras de guerra se iniciaron inmediatamente. El 11 de enero la
Hércules apresó al bergantín San Pablo, que convertido en pontón sanitario y
estratégicamente fondeado en las Hormigas, sirvió a esa finalidad hasta la culminación
de las operaciones en la zona. Dos días después fue sorprendida y capturada la fragata
Gobernadora, que llegaba de Guayaquil, con cacao, ceras, demás enseres y pasaje. El
buque trasladaba como prisionero al teniente coronel Vicente Benegas del Ejército
Republicano de Nueva Granada, y Brown lo incorporó a la plana mayor de su buque.
También fueron capturados la corbeta Montañosa, que iba para Chiloé y otros barcos
menores.
Las noticias se difundieron con rapidez, algunos tripulantes de la Gobernadora
liberados en San Lorenzo, y guiados por el carpintero de la nave, repararon un bote
abandonado y alcanzaron el continente para dar aviso de los acontecimientos,
capacidades e intenciones corsarias. Sin pérdida de tiempo la defensa del puerto fue
reforzada, se acoderaron los buques en la dársena para imponer una sólida resistencia, y
con una goleta y un falucho se dispusieron actividades de inteligencia. Mientras tanto se
obtuvo un donativo de los comerciantes de Lima por 200.000 pesos para armar una
escuadrilla4. Pero ya era tarde, y aunque las aceleradas disposiciones contuvieron en
algo las iniciativas corsarias, obviamente no se podría superar en unos días la
imprevisión de tantos años.

4
Papeles de Chile con noticias de la actuación de Guillermo Brown en la costa del Pacífico, 19 de enero
de 1816, publicados en la Gaceta de Buenos Ayres, Buenos Aires, 13 de julio de 1816.
Mientras se trabajaba afanosamente en el Callao, la entusiasta y fortalecida
escuadrilla argentina hacía presas en los accesos alejados del puerto.
Hacia la segunda quincena de enero cayeron en poder de Brown la goleta
Carmen, alias EL Andaluz y otros tres barcos de escasa importancia, los que fueron
saqueados, desmantelados y hundidos. Pero para entonces Brown y sus capitanes eran
conscientes de que habían sido beneficiados por la sorpresa y que en adelante sería más
difícil toparse con buques españoles, por otra parte, ninguna de las capturas
representaba un sustancioso botín, y si de eso se trataba, es claro que se imponían
todavía maniobras todavía más arriesgadas.
Con el control de la zona totalmente consolidado sólo restaba avanzar sobre la
ciudad, sus barcos, sus establecimientos y almacenes. El 20 de enero los corsarios
penetraron en la bahía con el objeto de intimidar a los habitantes, descargaron sus
cañones y se retiraron. A la mañana siguiente la Hércules, la Halcón y el Santísima
Trinidad más la Gobernadora y un paylebot armado, esperaban fondeados y al acecho
muy cerca de la ciudad: “tiraron algunos cañonazos como por burla –publicó luego
despectivamente la Gaceta de Chile- se les contestó de los castillos, volvieron a levarse
y anduvieron voltejeando hasta la media noche”; poco después fue hundida la fragata
Fuente Hermosa y al amanecer, un imponente duelo de artillería enfrentó a las naves de
Brown con varios lanchones fuertemente armados, que defendían los escasos buques
surtos que quedaban en la bahía.
El éxito de cada acción, ganada prácticamente sin pérdida de vidas, y la
impotencia demostrada por las autoridades del Callao, inflamaba de audacia a los
corsarios rioplatenses, que movidos por el anhelo de provocar mayores pérdidas, e
incrementar el caudal de ganancias intentaron una última incursión. En la noche del 27,
cinco botes se acercaron sigilosamente a las naves realistas fondeadas muy cerca de la
dársena, con tanta osadía, que al ser escuchados y a la voz de ¿quién vive?, sin
inmutarse contestaban ¡ronda! y seguían su curso. Finalmente, la tripulación de uno de
ellos sorprendió a la primera de las seis lanchas cañoneras dispuestas en la defensa,
trabándose un feroz y sangriento combate. Es un hecho que los corsarios no contaban en
esta oportunidad con la determinación de los defensores, ni sabían del carácter de los
cincuenta extremeños de las nuevas tropas de España que los esperaban, quienes “a
bayoneta y bala”, lograron derrotarlos. En el vívido lance, la batería principal del puerto
hizo fuego durante más de una hora, y al finalizar la jornada, la escuadrilla corsaria
sumaba cerca de 30 bajas, entre las que se contaba mal herido el capitán Chitty.
La escaramuza tuvo un costo muy alto, que acabó por convencer a Brown de la
imprudencia de continuar; no obstante, la suerte todavía acompañaba a los marinos
argentinos a quienes se les regalaron antes de la partida los dos buques más preciados de
la atrevida campaña del Callao. El 28 de enero fue apresada la fragata Candelaria y más
tarde sucumbió a la temeridad de Bouchard la del mismo tipo Consecuencia. La nave,
cuyos tripulantes nada sabían de la situación, había penetrado desprevenidamente en el
fondeadero del Callao y alrededor de las dos y media, cuando se hallaban muy
próximos a fondear y “empezaban a disfrutar el placer de la llegada” fueron
sorprendidos por la Halcón y el Santísima Trinidad que luego de una breve persecución
la hicieron presa5. El buque venía de Cádiz con un tesoro de 800.000 pesos y
transportaba importantes personalidades, como el brigadier Juan Manuel de Mendiburu,
recientemente designado gobernador de Guayaquil y el fiscal de la Audiencia de
Santiago, José Antonio Navarrete. Mendiburu describiría días después las altisonantes
experiencias vividas en poder de los corsarios y las impresiones provocadas por ese
grupo tan diverso de gentes y nacionalidades: “En toda la noche no pudimos enterarnos
de la nación de que éramos presa pues entre ingleses, españoles y franceses... no se oía
más voz que la de Viva la Patria, y fue con el día que nos cercioramos de que dichos
tres buques comandados por el inglés Guillermo Brown, que se titula comodoro, eran
procedentes de Buenos Aires y auxiliados por el gobierno revolucionario intruso en ese
virreinato”6.
Había llegado el momento de conformarse con lo obtenido y salir en busca de
mejores vientos y oportunidades.

La escuadra argentina en aguas ecuatorianas


Después de la exitosa incursión del Callao, los tres navíos se reunieron en las
Hormigas para decidir los pasos siguientes. Brown y Bouchard, sobre la base de la
información brindada por el teniente coronel Benegas, quien les indicó que el puerto se
hallaba mal guarnecido y con su población pronta a sublevarse, decidieron dirigirse a
Guayaquil. Con la mayor audacia y a pesar del lastre que representaban las fragatas
Consecuencia, Gobernadora y Candelaria, que se hallaban atestadas de prisioneros, un

5
Vide Héctor R. Ratto, Historia del Almirante Brown, cit., pág. 91.
6
Proceso de Brown en Guayaquil, informe del brigadier Juan Manuel de Mendiburu, Guayaquil,
Documentos del Almirante Brown, tomo I, cit., págs. 224-225.
místico, una goleta y “diez barquitos muy ridículos”7, el 7 de febrero de 1816 llegó la
pequeña y temible escuadrilla argentina al Ecuador.
Guayaquil era un próspero puerto, que dispuesto sobre el ancho y caudaloso
río Guayas sumaba a sus defensas naturales, la fortaleza de la Concepción y los
baluartes militares de la Planchada, San Felipe y Santiago. Para acceder a la ciudad,
reconocida en la época por ser asiento de los primeros astilleros del Pacífico, el
navegante debía sortear un amplio golfo poblado de accidentes, coronado por la gran
isla de Puná y un pequeño archipiélago en el cual destacaban las islas de Santa Clara y
el Amortajado.
Durante el trayecto desde el Perú y en aguas abiertas del Pacífico, sumaron a
las presas de la partida los bergantines San José y Cochino Tonto, y ya cerca de
Guayaquil se hicieron de una cantidad imprecisa de pequeñas embarcaciones.
El 8 de febrero y tras desembarcar los prisioneros en la isla del Amortajado,
los barcos fondearon en las inmediaciones de Puná y Brown con dos lanchas y
cuarenta hombres alcanzó la costa para embarcar un práctico. Los movimientos de los
marinos despertaron la curiosidad de las gentes del lugar, que incauta y desprevenida
se acercó hasta la playa, donde se vieron sorprendidos y obligados a proveerlos con
los productos de sus propias haciendas.
¡Que hacer! –narra Pino y Roca en un estudio publicado sobre los
acontecimientos de Guayaquil- Las chacritas de tomates, mangos y
chirimoyas quedaron devastadas. A Camuñez, el práctico más práctico
del lugar, se le dio a escoger entre ser colgado de una antena o llevar
los buques sin peligro a Guayaquil8.

Con la forzada colaboración de Camuñez, de timoneles conocedores de la ría y


en posesión de suficiente agua y alimentos, se iniciaron las maniobras sobre
Guayaquil.
Brown debía actuar en este punto con extrema prudencia pues la operación era
definitivamente más compleja y peligrosa que las desarrolladas hasta entonces. Por otra
parte, comprendía que las autoridades del lugar sabían de la potencial incursión y que
desde luego no se comportarían con la candidez de los campesinos y pescadores del
estuario. Para custodiar las presas, la Hércules y la Halcón quedaron en la isla de Puná,
mientras que él, escoltado por la goleta Carmen y a bordo del Santísima Trinidad,
remontó el río. No soplaba el menor viento y se avanzaba merced a la creciente,

7
Ibíd., pág. 226.
8
Vide Héctor R. Ratto, Historia del Almirante Brown, cit., pág. 94.
mientras Brown paseaba pensativo sobre el puente. De pronto, vio salir desde la punta
norte de la isla Verde un barco que al avistarlos cambió precipitadamente sus velas,
volviendo sobre sus pasos9. En aquel buque viajaban con destino a Panamá el influyente
liberal norteamericano José Villamil y su familia, y fue precisamente él quien dio la
orden de regresar. Como luego relataría, a pesar de entender que por su ciudadanía no
sería molestado, la idea de entregar “con indolencia a tantos amigos que dejaba en
Guayaquil” y a su población en manos del corsario lo decidieron a retroceder para dar
aviso10.
Los invasores se lanzaron en persecución, pero ya era demasiado tarde, pues el
navío logró alcanzar la guarnición de Punta Piedras con tanto tiempo, que tras dejar
instrucciones todavía pudo continuar río arriba.
La avisada fortificación de Punta Piedras, dispuesta estratégicamente en la vía de
acceso al puerto sobre un terraplén con catorce cañones y apenas custodiada por quince
milicianos, se anunció con una salva cerrada que pasó muy cerca de la popa del
Santísima Trinidad, pero el bergantín aproximándose aún más contestó con una
andanada de metralla por la banda de babor. Lanzados al combate recibieron el apoyo
de la Halcón, cuya marinería conducida por Ramón Freire, el mismo que después fuera
presidente de Chile, desembarcó cargando bayonetas sobre los soldados realistas. La
heroica defensa del sargento de Infantería José Canales, apenas pudo aplazar la derrota,
la batería fue desarticulada y se arrojaron los cañones al agua, para continuar
ofensivamente sobre el puerto. En la acción, un grupo de envalentonados marineros se
empeñó en hostigar en campo abierto a los realistas que se replegaban y saquearon sin
ningún motivo las proximidades. Años más tarde Brown explicaría que el único motivo
de la incursión fue el de clavar la artillería, y lamentaría los excesos sobre los
pobladores que atribuyó a una distracción del oficial a cargo, quien definitivamente
había sido incapaz de controlar a su gente11.
Tras embarcarse los materiales útiles la expedición siguió de la manera
previamente dispuesta. Tal como se les había informado, la ciudad se hallaba escasa de
tropas, municiones, pertrechos de guerra y carecía de lanchas cañoneras para su defensa;
pero ya había dejado su condición de pasividad, y no era tan cierto que la población

9
Ibíd.
10
José Villamil, “Reseña de los acontecimientos políticos y militares de la provincia de Guayaquil”, en:
Jacinto Yaben, Biografías argentinas y sudamericanas, tomo V, Ed. Metrópolis, Buenos Aires, 1940,
pág. 1193. Pocos años después de la incursión de los corsarios de Brown y Bouchard, Villamil, natural de
Luisiana, se volcó decididamente a la causa de la independencia americana.
11
Héctor R. Ratto, Historia del Almirante Brown, cit., pág. 96.
estuviera a punto de sublevarse. La alerta lo había movilizado todo. Un millar de
hombres del batallón de milicias urbanas conducidos por el coronel Jacinto Bejarano y
cuarenta soldados del destacamento de línea Real de Lima, junto a ciento veinte
voluntarios guayaquileños mandados por Villamil cubrieron las piezas de artillería
emplazadas en el malecón del puerto y en los distintos reductos y fortificaciones. Los
defensores, adecuadamente pertrechados e inspirados en la energía que en todos los
ámbitos inflamaban sus jefes, mantuvieron la vigilia para enfrentar preparados el intento
de invasión. Mientras tanto, y aunque demasiado tarde, el gobernador mandó en apoyo
de los valientes de punta Piedras al joven oficial del ejército del Perú Diego Cónsul
Lacomme con sesenta milicianos de los pardos de Guayaquil. La afanosa expedición,
embarcada en una falúa de resguardo y el bote de la plaza, fue descubierta y perseguida
por los buques de Brown hasta un placer de la costa próximo a la fortaleza de San
Carlos, donde Lacomme se hizo fuerte y con diez artilleros, paisanos, indios armados y
los milicianos, logró levantar una batería de cuatro cañones12.
Al mediodía del 9 de febrero el bergantín Santísima Trinidad, donde estaba
embarcado Brown, y la goleta Carmen, con una osadía rayana en la imprudencia y
difícil de comprender en función del altísimo riesgo que implicaba, se dejaron ver a
apenas dos mil metros de la población. En ese momento, y coronados por el estruendoso
ruido de un cañonazo, se afirmó en el pico del mesana del bergantín “un inmenso
pabellón celeste y blanco en cuyo centro campeaba la figura del sol” 13, todo estaba
dispuesto para iniciar el combate.
La batería costera más próxima a los buques corsarios, comandada por Barnó de
Ferrusola, un antiguo y prestigioso oficial naval español, rompió el fuego y recibió la
inmediata respuesta del bergantín patriota, que “convertido en un volcán, vomitaba
metralla sobre los españoles”14. El duelo de artillería confirmó la calidad de los
contendientes, pues Brown, sin ceder, debió reconocer el impacto de los certeros
disparos de los cañones realistas, que sólo pudieron ser dominados tras una acción
combinada y la lucha cuerpo a cuerpo de la infantería corsaria. Restaba en este punto
sólo enfrentarse a la improvisada batería de Lacomme, que constituía el último de los
bastiones realistas. Como lo venían haciendo, las naves se lanzaron prácticamente sobre

12
Vide Julio M. Luqui Lagleyze, “El informe español sobre el ataque del almirante Brown a Guayaquil e
1816”, Actas del IV Congreso Argentino de Americanistas (2001), tomo 2, Sociedad Argentina de
Americanistas, Buenos Aires, 2003, pág. 453.
13
Héctor R. Ratto, Historia del Almirante Brown, cit., pág. 96
14
Miguel Ángel De Marco, Corsarios Argentinos..., cit., pág. 116.
la posición desafiando el fuego de cañón y los disparos de fusil que apoyaban los
movimientos españoles, con tanto éxito, que por un momento vieron a sus rivales
abandonar el lugar. Fue entonces cuando el Trinidad, presa de una imprevista bajante y
sin el auxilio del viento, se desplazó dramáticamente sin maniobra hacia la costa y
quedó completamente en seco. Aun cuando Brown se resistía a la derrota, todo estaba
perdido; las milicias españolas alertadas de la situación retomaron el combate y
parapetados en la ribera concentraron el fuego sobre la expuesta nave, diezmando a los
escasos marineros que todavía extremaban los esfuerzos por mantener la unidad en
acción. Sin duda Brown esperaba el auxilio de la goleta, pero el grueso de la tripulación,
que había desembarcado para clavar los cañones de la última batería silenciada, en lugar
de volver decidió dirigirse hacia la ciudad en busca de botín y aguardiente. Con más de
cuarenta muertos y heridos y sabiendo que de continuar sólo se provocarían más bajas
inútiles, el jefe argentino decidió rendirse.
Perdida toda esperanza de hacer una defensa eficaz –explicaba Brown en
sus memorias- fue forzoso arriar la hasta entonces triunfante bandera
para salvar la vida de los pocos sobrevivientes; pero era tal la furia
salvaje del enemigo en el momento de la victoria, que no prestó atención
alguna a este acto tan respetado por todas las naciones sino que prosiguió
despiadadamente su matanza15.

Sobrecogido por la impotencia de ver a su gente morir aún luego de haber


depuesto las armas, “y a pesar de estar infestado el río de cocodrilos”, se lanzó al agua
junto a dos marineros con la intención de llegar a la goleta, que todavía intacta, estaba
fondeada más allá del alcance de los mosquetes enemigos. Pero el denodado empeño
acabó en extraordinarias tribulaciones. Asediado por las balas y al retornar ante la
imposibilidad de remontar el río, vio morir a su lado a uno de los marinos, gritó
entonces al otro que lo siguiera y en la instancia de alcanzar el barco su segundo
acompañante cayó herido de muerte. Cuando abordó finalmente la nave la escena que se
presentó entonces ante la mirada de Brown fue -según sus propios términos- “horrible
más allá de toda descripción”. Los heridos desparramados por la cubierta sin posibilidad
de defenderse eran apuñalados o degollados según se “lo sugería el enfurecimiento”.
Presa de la mayor indignación, irritado hasta el paroxismo, el marino tomó las
decisiones más vehementes y arriesgadas, con un machete se abrió paso y tras asir una
mecha encendida se dirigió a la santabárbara para hacer estallar el buque de continuar
aquella carnicería. La declaración de volarlo todo, que en boca del exaltado y

15
Guillermo Brown, “Memoria de las operaciones de la Marina...”, cit., pág. 50.
temperamental irlandés excedía los restringidos términos de una intimidación, dio
resultado. Uno de los capitanes españoles bajó inmediatamente a tierra con el mensaje y
enseguida el gobernador envió una delegación, comprometiendo su honor por la
seguridad de Brown y lo que quedaba de los oficiales y tripulación.
Muchos años después, al reconstruir aquellos infortunados hechos, el
comandante patriota diría que pese a todo, “el bergantín contestaba al fuego tan
vigorosamente”, que la acción se hubiera decidido a su favor de no haber desertado la
gente de la goleta.
En aquel ambiente de muerte y desolación, Brown fue aprehendido junto a
cuarenta y dos hombres que mostraban en su aspecto la crueldad de la lucha. Él mismo,
que estaba prácticamente desnudo y en su cuerpo mostraba todas las señales del
combate, hubo de entregarse apenas cubierto por una bandera argentina que con
dignidad recogiera de la cubierta.
Los presos escoltados por doble línea de soldados e infinidad de curiosos fueron
conducidos hasta los cuarteles. Brown, a quien se le asignó una habitación de la
gobernación por cárcel, iba rodeado por algunas de las distinguidas personalidades que
lo habían enfrentado en los combates, Jacinto Bejarano y Villamil, entre otros, lo
acompañaron durante el cortejo.
El fiero almirante marchaba con la cabeza erguida –relata Pino y Roca-
los cabellos y la barba desgreñados, sin ropa, así como fue apresado,
envuelto del pecho para abajo con una bandera azul y blanca: la de su
desgraciado bergantín. ¡Parecía un Neptuno! Paseaba la mirada con
dignidad sobre la multitud apiñada a su paso, que no profirió un solo
denuesto; tal el respeto que inspiraba; tal la hidalguía del pueblo que le
redujere. Seguían los marineros, amarradas las manos a la espalda;
cerraban la marcha los heridos, en camillas y parihuelas. Los primeros
continuaron a los cuarteles, los segundos al hospital16.

El gobernador de Guayaquil Juan Vasco y Pascual, a caballo desde la playa fue


testigo de la captura y desembarco del corsario, le hizo enviar ropas y en un acto que
probaba su hidalguía lo invitó a cenar. Dice Brown, que después de asearse se apresuró
a compartir aquella comida, con tanta alegría como si fuera en el buque o en sociedad
con sus amigos. Vasco y Pascual lo recibió ya sentado a la mesa en compañía de los
otros invitados: “Venga, dijo el gobernador, siéntese a mi lado, porque aunque usted nos
ha dado algo que hacer para ayudar a nuestro apetito, estoy resuelto a que cene con

16
Héctor R. Ratto, Historia del Almirante Brown, cit., pág. 99
nosotros sin ceremonia”. Brown tomó asiento “como si nada hubiera ocurrido, y
ciertamente –según narra- con más agrado que de ordinario”, por su “feliz escapada”17.
Pero la desaprensiva actitud del comodoro no cayó bien entre los concurrentes,
que miraban con recelo aquel dejo de insolencia y presunción que dejaba traslucir. El
obispo de Guayaquil, José Ignacio Cortazar fue el primero en reaccionar. Mostrando
indignación y quizá el disgusto de compartir la comida con su enemigo, increpó al
corsario: “¿Por qué parece usted tan cómodo y contento, como si estuviera en Buenos
Aires o entre sus amigos? No sabe usted en que manos ha caído ¿O espera escapar de
aquí con vida?”. Brown no se inmutó, por el contrario, improvisó un discurso sugestivo,
donde valoró elogiosamente el espíritu español, aseverando que tenía confianza pues
sabía que entre los españoles las vidas de los prisioneros “nunca eran amenazadas, sino
siempre seguras y tratadas con respeto”. Le dijo además que para él perder la vida “era
nada”, aunque señaló que tenía una esposa y una pequeña familia que lo necesitarían, y
por último indicó irónicamente que a la luz del éxito y la gloria de su carrera, si debía
morir de manera tan trágica deseaba el placer de beber una copa de vino con Su
Reverencia. El gobernador sentado entre Brown y el sacerdote, disfrutaba las andanadas
verbales de aquellos dos hombres de tanto carácter. Al brindis señalado siguieron luego
otros con cada uno de los presentes, quienes fueron con Brown extremadamente
amables y en algunos casos hasta le ofrecieron sus servicios con asistencia económica.
Por encima de la frivolidad del banquete, no hubo actos de indulgencia, por el
contrario, el gobernador rechazó la propuesta de intercambiar prisioneros, y sólo le
permitió escribir una carta a sus parientes, que Villamil tradujo al español:
Queridos Walter y Miguel: Me hallo prisionero sin lesión en mi persona.
El gobernador es un hombre de espíritu amable y militar. Ustedes no
tratarán de subir, antes, al contrario, se retirarán. Yo he propuesto de
echar a todos los prisioneros en tierra si me dan libertad, pero temo no
lograrlo. Yo he dicho que ustedes no se quedaran más que dos o tres días
y que seguirán con sus prisioneros a Buenos Aires, abandonándome a mi
suerte, atendiendo solamente a mi querida Elizabeth y sus hijitos.
Mándenme ustedes una media docena de camisas, chalecos, pantalones,
tirantes, chaquetas y la mejor casaca, con mis avíos de afeitar, mis
mejores botas y dos pares de zapatos y el mejor sombrero negro.
He perdido mi reloj y todo lo demás. Dios les bendiga, les preserve y les
de un feliz viaje, son los sinceros deseos de su afectísimo hermano.
Guillermo Brown.
Post data: Mándenme ustedes un poco de dinero y anótenlo18.

17
Guillermo Brown, “Memoria del comodoro Brown sobre su viaje al Pacífico...”, cit., pág. 206.
Fuera de toda duda Brown había impresionado bien a sus captores, y aunque de
aquella reunión no obtuvo ninguna precisión, las conductas de todos se habían
flexibilizado. Siempre pensó que a esa cena le debía la vida: “Estoy cierto –
reflexionaba- de que si hubiera actuado como un servil o tímido, la muerte hubiera sido
mi destino”19.

Las negociaciones
La propuesta de intercambiar prisioneros no era descabellada, y aunque en
principio pareció conveniente desestimarla, juiciosamente debió ser luego considerada.
Así lo comprendió el procurador general Gabriel García Gómez al enterarse que entre
los rehenes de los corsarios estaba precisamente el relevo de Vasco y Pascual. El
cabildo abierto, que a instancias de aquel funcionario fue convocado para la tarde del 11
de febrero reunió a las autoridades y a apenas un puñado de vecinos. Una versión a mi
juicio muy condescendiente, afirma que esto se debió a que cada uno estaba ocupado de
sus “guardias y comisiones” o meditando sobre si los frustrados invasores “eran piratas
o insurgentes”20. De cualquier manera, parece ser que nadie entre la gente común estaba
interesado en el asunto ni se sentía comprometido con las decisiones futuras, que por
desidia, apatía o indolencia delegaban plenamente: “Vasco y Pascual frunció el seño; el
cabildo extraordinario quedó reducido a ordinario”21.
Miguel Brown, que había leído la lacónica esquela de su hermano y sus
recomendaciones no se intimidó. Desde la fragata Hércules, fondeada en Punta Piedras,
dirigió una carta al gobernador con la relación de sus prisioneros: “algunos de ellos son
de rango o de distinción”, avisaba mientras proponía un cambio y prometía cesar las
hostilidades hasta recibir respuesta. El documento fue leído en la sala del cabildo y sin
decir palabra todos miraron al gobernador, como si sobre sus únicas espaldas cayera
toda la responsabilidad. Apuntado, el funcionario forzó la discusión y dirigiéndose a los
hombres de armas excitó el debate, que quedó finalmente reducido a dos posiciones.

18
Proceso de Brown en Guayaquil, Guillermo Brown a Walter Chitty y Miguel Brown, febrero de 1816,
Documentos del Almirante Brown, tomo I, cit., pág. 210. Vide Héctor R. Ratto, Historia del Almirante
Brown, cit., pág. 101.
19
Guillermo Brown, “Memoria del comodoro Brown sobre su viaje al Pacífico...”, cit., pág. 207.
20
Vide Héctor R. Ratto, Historia del Almirante Brown, cit., pág.102, tomado de cartas inéditas de la
época.
21
Ibid.
Los moderados, entre quienes se encontraba Bejarano, abogaron por alcanzar
una solución pacífica, los más intransigentes, en cambio, sostuvieron que la oferta debía
ser rechazada y apelaron a una enérgica defensa. Prevaleció este último criterio y la
respuesta fue categórica: “Señor comandante de la Hércules – consecuente con lo que
usted me manifiesta sobre el canje de su hermano... debo contestarle que imperiosas
razones no me permiten acceder a lo que me pide. Dios guarde a usted muchos años”22.
La decisión se había alcanzado con premura, tras una breve aunque acalorada discusión
y sin ninguna participación popular, lo que permitió a los partidarios del acuerdo jugar
una última carta. Sin pérdida de tiempo difundieron el dictamen con sus riesgos, y sin
mediar más argumentos, los pobladores fueron convencidos de que era necesario
devolver al comandante corsario para preservar la ciudad. Se lanzó una nueva
convocatoria y esta vez, sujetos a la opinión popular, la mayoría coincidió en aceptar el
canje. Con el cambio de prisioneros los corsarios debían devolver los buques españoles
con la correspondencia de España y abandonar la región.
La oferta no era tan desfavorable para los marinos, que después de una aventura
tan arriesgada como temeraria, tenían la oportunidad de marcharse con la mayor parte
del botín. Por eso impresiona la negativa de Miguel Brown: “He recibido la carta de
Vuestra Excelencia y no puedo acceder a sus propuestas: nuestras futuras
comunicaciones serán en frente de la ciudad. Tengo el honor de ser de su Excelencia, su
humilde servidor...”23. Menudo servicio le otorgaba al gobernador llevándolo sin
remedio a continuar la batalla.
La acción no se hizo esperar, y a las nueve de la mañana del 12 de febrero,
aprovechando el favor de la marea, la Hércules y la Halcón penetraron en la bahía
descargando a discreción toda la artillería. El impresionante volumen de fuego generado
por los cañones de ambos buques en poco tiempo probó su eficacia, y varios edificios
fueron invadidos por el fuego provocado por las incandescentes balas rojas. En
contrapartida, una poderosa andanada proveniente de San Carlos dejó sin timón al
buque de Bouchard, obligándolos a retirarse.
A pesar del saldo aparentemente favorable de la ofensiva, y aunque muchos
pobladores simpatizaban con la causa invocada por los marinos, nadie entre aquellos
lideraría un foco insurreccional; además los defensores habían hecho de la resistencia
una cuestión de honor y todo indicaba que no estaban dispuestos a capitular. Esto fue

22
Ibid, pág. 103.
23
Ibíd.
comprendido por los comandantes corsarios entre quienes empezaban a manifestarse
roces, Bouchard estaba indignado por la obcecación demostrada por su par de la
Hércules, que los había llevado a un lance de tan inciertas consecuencias y Miguel
Brown, finalmente consciente de los peligros externos y de la amenaza de
descomposición interna, en las primeras horas de la tarde del día trece envió una
comisión para resolver el cese de hostilidades.
Hipólito Bouchard y el cirujano de la fragata Hércules, Carlos Handford se
acercaron a bordo de una chalupa con bandera blanca hasta las primeras posiciones
realistas desde donde amarrados y vendados fueron conducidos en presencia del
gobernador. Curiosamente no llevaban propuesta alguna y en sus instrucciones sólo se
ratificaban las vastas facultades de los parlamentarios para escuchar y atender las
proposiciones del gobierno. Ante tan conveniente perspectiva el gobernador solicitó dos
horas, reunió una junta de Guerra y reclamó su opción de máxima, esto es: la
devolución de todas las presas con sus tripulaciones y pasajeros, a cambio de un buque
sin armamento, todos los prisioneros y una cuantiosa suma en dinero como
indemnización por las presas “para que los vayan a disfrutar donde quieran”24. Después
de aquella primera proposición que Miguel Brown había rechazado, ésta resultaba
inaceptable, pero la negociación se alargó con ofertas apenas más favorables. Con el
paso del tiempo las expectativas se fueron agotando y la disyuntiva comenzó a girar en
torno de un acuerdo ampliamente negativo, que salvara la vida de Guillermo Brown, o
continuar la ofensiva con reducidas posibilidades de victoria.
Las distintas alternativas, sobre las cuales Guillermo Brown tenía
conocimiento, llevaban a un camino sin salida, por lo que decidió escribir a sus
parientes: “Siento mucho –les decía- que hayan venido ustedes sobre la ciudad cuando
les pedí que se retirasen; verifíquenlo ofreciendo los prisioneros todos ellos, sus
equipajes y la correspondencia de España, etc. Espero no dejarán ustedes desatendida
esta súplica y les deseo toda felicidad. Su afectísimo hermano...”. Miguel intentó
tranquilizarlo, ratificándole que en la escuadra todo estaba bajo control y las unidades
dispuestas para el combate o la retirada, y hasta le prometió ceder si fuera necesario.
Con todo, y a sabiendas de que la comunicación sería previamente leída por las
autoridades guayaquileñas mandó un sugestivo mensaje: “Todo está en buen estado;

24
Vide Julio M. Luqui Lagleyze, “El informe español...”, cit., pág. 457.
toda la tripulación está loca por vengarse. El grito es: ¡pónganos al lado de las baterías;
queremos a nuestro comodoro!”25.
Miguel Brown, seguido por los criollos más apasionados de Chile y Argentina se
sentía inclinado al combate en contra de la opinión de Bouchard, quien con más
sensatez balanceaba la alternativa de perderlo todo. Años después el marino francés
evocaría con pesar el incidente: “yo representé el mayor riesgo que íbamos a correr por
el mayor calado del buque: pero fui desatendido. La oficialidad hizo subir la gente y
levar el ancla, y aunque procuré estorbarlo, el oficial D. Victor Gaserel tomó una pistola
y no tuve otro arbitrio, a trueque de no aventurarlo todo, que dejarlos como quisiesen”26.
Como puede apreciarse, ni en la escuadra ni en la ciudad había absoluto
consenso, y como ocurre en estos casos, los contendientes sobreestimaban las
capacidades del otro. Por otra parte, los pobladores, menos inclinados a la guerra que
los corsarios, comenzaron a inquietarse por la extensión de las negociaciones.
Finalmente, Vasco y Pascual, temiendo también las repercusiones políticas de los
sucesos y advertido de la turbulencia revolucionaria que afloraba en los espíritus más
avisados, allanó el camino de la solución. Públicamente, y en contra del sentir del
obispo, quien como vimos ya había exhibido su animadversión hacia Brown y los
suyos, declaró que las circunstancias imponían un arreglo. Por un lado, como hacía
notar, en algunas familias había “despertado espanto el último combate”, y era dable
esperar que la prolongación del bloqueo trajera nuevas y mayores desgracias, ya fuera
por “los efectos de la bala roja” sobre los edificios combustibles o “por los malos
instintos de algunos criminales... dispuestos a aprovecharse del primer desorden, para
dar pábulo a sus inclinaciones”; por otra parte la presencia de los corsarios estaba
estimulando en favor de la causa revolucionaria a algunos sectores de la población, lo
que generaba en el entorno de las autoridades un ambiente de recelos y desconfianzas.
Además, las entrevistas convencieron a los emisarios Gabriel García Gómez y José
López Merino, de “que el enemigo no estaba solamente en la ría, sino en la ciudad”, a
punto tal que el primero de ellos taxativamente recomendó que se llegara en el menor
tiempo a una transacción: “va en ella la persona del Rey, señor Gobernador” 27.
Con todos estos elementos de juicio, entre el 15 y 16 de febrero fue
destrabándose la negociación y, después de algunos encuentros, donde los diplomáticos

25
Vide Proceso de Brown en Guayaquil, Documentos del Almirante Brown, tomo I, cit., pág. 209.
26
Héctor R. Ratto, Historia del Almirante Brown, cit., 106.
27
Ibíd., págs. 107-108.
de ambos bandos midieron mutuamente sus fuerzas, se firmó el acuerdo a bordo de la
Hércules.
Los corsarios debieron ceder todos los prisioneros, cuatro embarcaciones con el
cargamento y la correspondencia, contra la entrega de Guillermo Brown y su
tripulación. En garantía de cumplimiento el cirujano doctor Carlos Handford quedó en
la gobernación y José Villamil a bordo del buque insignia.
Tres lanchas transportaron la gente hasta sus barcos, y en la última de ellas
embarcó Brown, vestido con una chaqueta azul oscura bordada en oro, pantalón blanco
y gorra de hule galoneada, “llevaba colgada al brazo una especie de manta azul y
blanca: la bandera del Trinidad”28. El 18 de febrero de 1816 el intercambio había
terminado y tanto Villamil como Handford volvieron a sus respectivos destinos. La ría
fue abandonada en un, ahora muy reducido convoy, formado por la Hércules, Halcón,
Consecuencia y Carmen. Dejaban en su estela todas las presas capturadas en Guayaquil,
la Gobernadora, que habían logrado vender en 22.000 pesos fuertes y el Santísima
Trinidad.

28
Ibíd., pág. 109.

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