Fabula Cuento
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El gallo y la joya
CUENTOS
Había una vez un mercader que debió emprender un viaje muy largo.
Antes de partir, dejó al cuidado de su
mejor amigo un cofre lleno de monedas
de oro.
Pasaron unos pocos meses y el viajero
regresó a casa de su amigo a reclamar
su cofre. Sin embargo, no se encontraba
preparado para la sorpresa que le
aguardaba.
—¡Te tengo muy malas noticias! —exclamó su amigo—. Guardé tu cofre debajo
de mi cama sin saber que tenía ratas en mi habitación. ¿Quieres saber qué pasó
exactamente?
—Claro que me interesa saber —replicó el mercader.
—Las ratas entraron al cofre y se comieron las monedas. Tú sabes, querido
amigo, que los roedores son capaces de devorarlo todo.
—¡Qué mala suerte la mía! —dijo el mercader con profunda tristeza—. He
quedado en la ruina por causa de esa plaga.
El mercader sabía muy bien que había sido engañado. Sin demostrar sospecha,
invitó a su mal amigo a cenar en su casa al día siguiente. Pero al marcharse, entró
al establo y se llevó el mejor caballo que encontró.
Al día siguiente, llegó su amigo a cenar y con disgusto dijo:
—Me encuentro de muy mal humor, pues el día de ayer desapareció el mejor de
mis caballos. Lo busqué por todos lados, pero no pude encontrarlo.
—¿Acaso tu caballo es de color marrón? —preguntó el mercader fingiendo
preocupación.
—¿Cómo lo sabes? —contestó el mal amigo.
—Por pura casualidad, anoche, después de salir de tu casa, vi volar una lechuza
llevando entre sus patas un caballo marrón.
—¡De ninguna manera! —dijo el amigo muy enojado—. Un ave ligera no puede
alzar el vuelo sujetando un animal tan fornido como mi caballo.
—Claro que es posible —señaló el mercader—. Si en tu casa las ratas comen oro,
¿por qué te sorprende que una lechuza se robe tu caballo?
El mal amigo, muy avergonzado confesó su crimen. Y fue así como el oro volvió al
dueño y el caballo al establo.
Moraleja: No engañes a los demás si no deseas ser engañado.
Juan y el caldero
El asopao de pollo era su comida favorita, así que salió corriendo colina arriba
hacia la casa de su madrina.
—Juan, ten mucho cuidado con mi caldero, recuerda que es de cerámica y puede
romperse—le dijo.
Su casa no quedaba muy lejos, Juan puso el caldero en la tierra y se detuvo para
pensar:
“Los perros tienen cuatro patas y caminan. Los gatos tienen cuatro patas y
caminan. Las gallinas tienen dos patas y caminan, ¿cómo es posible que este
caldero de tres patas no camine?”
—Camina caldero de tres patas, mi madre te espera para hacer asopao de pollo.
¡Pero el caldero no se movió ni un poquito! Muy enojado, Juan le dio una patada y
lo mandó rodando por la colina, con tan mala fortuna que el caldero se estrelló
contra una roca y se quebró en mil pedacitos. Nadie supo si Juan cenó asopao de
pollo.
Cuenta la leyenda que, antes de la llegada del Dios Quetzalcóatl, los aztecas solo
se alimentaba de raíces y algún que otro
animal que podían cazar.
El maíz era un alimento inaccesible porque estaba oculto en un recóndito lugar
situado más allá de las montañas.
Los antiguos dioses intentaron por todos los modos acceder quitando las
montañas del lugar, pero no pudieron conseguirlo. Entonces, los aztecas
recurrieron a Quetzalcóatl, quien prometió traer maíz. A diferencia de los dioses,
este utilizó su poder para convertirse en una hormiga negra y, acompañado de
una hormiga roja, se marchó por las montañas en busca del cereal.
El proceso no fue nada fácil y las hormigas tuvieron que esquivar toda clase de
obstáculos que lograron superar con valentía. Cuando llegaron a la planta del
maíz, tomaron un grano y regresaron al pueblo. Pronto, los aztecas sembraron el
maíz y obtuvieron grandes cosechas y, con ellas, aumentaron sus riquezas. Con
todos los beneficios, se cuenta, que construyeron grandes ciudades y palacios.
Desde aquel momento, el pueblo azteca adora al Dios Quetzalcóatl, quien les trajo
el maíz y, con ello, la dicha.
Cuenta una antigua leyenda que, hace muchos años, un emperador invitó a una
poderosa bruja que tenía la capacidad para ver el hilo rojo del destino.
Cuando la hechicera llegó a palacio, el emperador le pidió que siguiera el hilo rojo
de su destino y lo condujera hacia la que sería su
esposa. La bruja accedió y siguió el hilo, desde el
dedo meñique del emperador, que la llevó hacia un
mercado. Allí se detuvo frente a una campesina en
cuyos brazos sostenía a un bebé. El emperador,
enojado, pensó que se trataba de una burla de la
bruja e hizo caer a la joven al suelo, provocando
que la recién nacida se hiriera la frente. Luego,
ordenó que los guardias se llevaran a la bruja y pidió su cabeza.