3 Romano 2

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2.-De las principales divisiones de los contratos.

De los contratos pueden hacerse varias divisiones. Unas están formuladas expresamente por
los textos; otras, ellos las contienen solamente en germen. He aquí las principales:
1. Hemos dicho que los contratos se dividían en cuatro clases, según que se estableciesen re,
verbis, litterís o solo consensu. No volveremos sobre esta división, ya estudiada:
2. Los contratos son de derecho estricto o de buena fe. Los contratos de derecho estricto son
los que provienen del derecho rema-no primitivo y revelan su carácter riguroso. Tales son el
mutuum, el contrato litteris, la estipulación. Tienen por sanción la condictio. Para apreciar la
medida exacta de la obligación que de ellos nace, el juez debe atenerse a la letra misma del
contrato y no puede inspirarse en ninguna consideración de equidad. Los otros contratos son
de buena le: todo se debe arreglar en ellos según la equidad. Las acciones que los sancionan
llevan un nombre distinto para cada contrato. Esta diversidad en la manera de apreciar las
obligaciones contractuales tenía, sobre todo, su importancia en caso de juicio: es por ello que
se vuelve a encontrar la misma distinción más netamente formulada en lo tocante a las
acciones, que son, unas de derecho estricto, otras de buena fe (V. N.* 794).
3. También se distinguen los contratos unilaterales y sinalagmáticos. Los contratos
unilaterales, nunca engendran obligación más que de un solo lado de las partes contratantes,
uni ex latere. Son justamente los contratos de derecho estricto: el mutuum, la estipulación, el
contrato litteris. Los contratos de buena fe son sinalagmáticos, es decir, que producen
obligaciones a cargo de todas las partes contratan-tes. Los comentadores los subdividen en
contratos sinalagmáticos perfectos e imperfectos. Los primeros son aquellos en los cuales
todas las partes están inmediatamente obligadas desde que se ha formado el con-trato; es lo
que ocurre en la venta, el arrendamiento, la sociedad. En las demás, no hay obligación sino
de un lado, en el momento en que se forma el contrato; pero puede suceder que
posteriormente nazca de la otra parte una obligación. En semejante caso, la obligación nacida
en el instante mismo de establecerse contrato, está sancionada por una acción directa: la otra,
por una acción contraria. Son sinalagmáticos imperfectos: el comodato, el depósito, la
prenda. y el mandato.
4. En fin, los contratos pueden dividirse en dos clases, según el uso a que se destinan. Unos,
y es el mayor número, sirven para realizar operaciones determinadas y cuya naturaleza
suficientemente la indica el nombre mismo del contrato. Cuando dos personas efectúan una
venta, un depósito, un préstamo de uso o de consumo, se sabe de antemano de qué clase de
negocio se trata, y cada uno de esos contratos no podría tener otro destino. Igual sucede con
todos los que se forman re o solo consensu. Por el contrario, la estipulación no implica, por sí
misma, ninguna operación especial. Es un modo de contratar, una forma que puede darse a
las convenciones, para hacerlas civilmente obligatorias. El contrato litteris ofrece el mismo
carácter, pero en medida más restringida.
La variedad de aplicaciones de la estipulación le da en derecho romano una importancia muy
superior a la de los otros con-tratos. Por eso los jurisconsultos exponen, al hacer su estudio,
determinado número de reglas que son, en realidad, aplicables al conjunto de las obligaciones
contractuales. Nos parece lógico, pues, comenzar el estudio de los contratos por la
estipulación. Pero, antes de hablar de cada contrato en particular, hay principios generales,
elementos esenciales en la validez de todos los contratos, que debemos separar y exponer,
para mayor facilidad de entendimiento de los detalles.

De los elementos generales de los contratos.


Fuera de las condiciones de validez especiales de cada con-trato, hay elementos que les son
comunes y que son esenciales para su existencia. Estos elementos son: 1. El consentimiento
de las partes, 2. Su capacidad; 3. Un objeto valedero.
- Del consentimiento.
El consentimiento es el acuerdo de dos o varias personas que se entienden para producir un
efecto jurídico determinado, es este acuerdo el que forma la convención, base de todo
contrato.
Para que haya contrato, es necesario que haya acuerdo, que el consentimiento emane de todas
las partes contratantes. Nadie se obliga por su sola voluntad. La oferta efectuada por el que
consiente en contratar una obligación, no le afecta de ningún modo mientras no haya acuerdo
de voluntades. Es una simple promesa, que no engendra obligación alguna. Es preciso,
además, que el consentimiento sea real.
No podría existir consentimiento de parte de una persona que no tiene voluntad: así, el loco,
el infans, no pueden contratar. Tampoco hay consentimiento cuando las partes han cometido
un error tal, que en realidad no están de acuerdo sobre la obligación que han querido contraer.
Ahora bien, los romanos consideran con razón que el error común es exclusivo del
consentimiento en las circunstancias siguientes: a) Cuando las partes se equivocan sobre la
naturaleza del contrato. Por ejemplo, una cree entregar cierta suma en depósito; la otra cree
recibirla a título de préstamo: no hay ni depósito, ni mutuum, porque no hay acuerdo ni para
el uno ni para el otro de esos contratos. -b) Cuando las partes no se entienden sobre el objeto
mismo del contrato. Así, en una venta de esclavos, el comprador cree que se trata de Stico,
mientras que el vendedor cree vender a Pánfilo: la venta es nula, porque no existe acuerdo
entre las personas que han querido contratar. Estos principios son verdaderos, sea el contrato
de buena fe o de derecho estricto.
Pero puede ocurrir que, estando de acuerdo ambas partes sobre el objeto, una de ellas se
engañe sobre la substancia, es decir, sobre las cualidades esenciales que constituyen la
naturaleza propia de una cosa y la distinguen de las cosas de especie diferente. Así, hay error
in subs-tantia cuando se toma un lingote de cobre por uno de oro, o vinagre por vino; pero
no, si el oro que se creía puro contiene una aleación, o si el vino se encuentra ser de calidad
inferior. En rigor, este error no impide que las par-tes estén de acuerdo, y el contrato es
válido, Tal solución, positiva en los contratos de derecho estricto, era sostenida por Marcelo
hasta en la venta, aún cuando fuese contraria a la equidad y que la venta fuese un contrato de
buena fe. Pero Ulpiano, en interés del comprador, consideraba, por el contrario, el error sobre
la substancia como exclusivo del consentimiento y declaraba la venta nula.

. — De esas hipótesis en que el acuerdo falta de una manera absoluta, débanse distinguir
aquellas en que el consentimiento existe, pero adoleciendo de ciertos vicios, que han
impedido a la voluntad manifestarse libremente. Son estos el dolo y la violencia. El derecho
civil no los considera como obstáculo a la validez del contrato. Este riguroso principio tenía
pocos inconvenientes prácticos. Efectivamente. en el origen, los contratos eran escasos y
rodeados de solemnidades que aseguraban la libertad del consentimiento. En los que más
tarde se admitieron, siendo de buena fe, los árbitros podían atenuar o paralizar los efectos de
la obligación si había sido viciado el consentimiento del deudor. En cuanto a los contratos de
derecho estricto, pudieron llegar al mismo resultado, por unas reformas del pretor.
1. Del dolo. Entiéndese por dolo las maniobras fraudulentas empleadas para engañar a una
persona y determinarla a dar su consentimiento a un acto jurídico. En materia de contrato,
hay que distinguir si esas maniobras vienen de una de las partes o de un tercero:
a) Cuando se ha formado un contrato bajo el imperio del dolo de una de las partes, el derecho
civil lo considera válido. La persona que ha sido engañada habría, indudablemente,
discernido el dolo, con un poco más de diligencia. Su consentimiento está viciado, pero
existe. Por consiguiente, se halla ligada por el contrato. Pero sería inicuo permitir que fuese
lesionada por el fraude. Así, en los contratos de buena fe, en que todo debe reglarse conforme
a la equidad, la acción misma del contrato le proporcionaba el medio de escapar a las
consecuencias del dolo de su adversario. Bastaba le hacer una prueba de ello ante los
árbitros. para evitar, si era demandada, el daño de que se hallaba amenazada, o para obtener,
si ejercía por sí misma la acción, la reparación del perjuicio sufrido.
Pero en los contratos de derecho estricto, el derecho civil no ofrecía ningún recurso para
escapar a los inconvenientes del dolo. Desde que las formalidades requeridas habían tenido
cumplimiento, daban la medida exacta de la obligación nacida del contrato, y el juez de la
condictio no debía aportar ninguna atenuación por razón del dolo. Ciertamente, en caso de
estipulación, el acreedor podía ponerse en guardia contra el dolo del deudor, haciéndole
prometer, por las palabras mismas del contrato, que se abstendría de todo dolo presente o
futuro.
Esta cláusula, clausula doli, modificaba el carácter de la acción nacida de la estipulación, y
permitía al litigante hacerse indemnizar en caso de dolo por parte del prometiente (2). El
procedimiento quedó siempre en uso. Pero no aprovechaba más que al acreedor. El pretor
organizó, en interés de ambas partes, un sistema de protección más completo, que
comprendía: 1.º Una acción especial, la acción de dolo, que la parte perjudicada por el dolo
puede ejercer, cuando la obligación ha sido ejecutada, para obtener reparación. Esta acción
rigurosa, que llevaba consigo la nota de infamia para el demandado condenado, no se
concedía más que a falta de todo otro recurso. -2. Un medio de defensa, la excepción doli,
que el deudor víctima del dolo del acreedor puede oponer a su acción, cuando no ha
ejecutado aún la obligación (3). -3. Finalmente, la in integrum restitutio, por la cual las cosas
se restablecen al estado en que se hallaban antes del contrato.
b) Si el dolo emana de un tercero. la parte que ha sido engañada no puede prevalerse de elio
con respecto a la otra parte, aun cuando el contrato sea de buena fe. Puede solamente ejercer
la acción de dolo contra el autor del dolo, para reclamar por daños e intereses.
2. De la violencia. --La violencia, vis ac metus, consiste en actos de apremio material o
moral, que de ordinario hacen impresión en una persona razonable y que inspiran a la que es
objeto de ellos un temor suficiente para forzarla a dar su consentimiento. Como el dolo. no
impide que el contrato sea civilmente válido, porque el acuerdo de las partes existe. La
persona que ha cedido por temor podía elegir entre dos partidos: soportar la violencia, o
consentir en el acto que se le ha querido imponer. Ha consentido por temor, pero ha
consentido. Esta, pues, obligada por el contrato.
La acción y la excepción de violencia se distinguen, sin embargo, de la acción y de la
excepción de dolo por una diferencia esencial: ésta consiste en que la parte cuyo
consentimiento ha sido viciado puede ejercerlas contra la otra parte contratante, aunque la
violencia emane de un tercero (7). Esta solución se justifica porque la violencia lleva a la
libertad del consentimiento un ataque más grave que el dolo, y porque la persona que ha sido
víctima de ella tiene necesidad de una protección más amplia y eficaz.

- de la capacidad de las partes.


Para que un contrato sea válido, es preciso que se forme entre personas capaces. No debe
confundirse la incapacidad con la imposibilidad de consentir. El loco, el infans, no pueden
contratar, porque no tienen voluntad y no pueden consentir. Los incapaces, por el contrario,
gozan de su libre albedrío y pueden manifestar formalmente su voluntad; pero el derecho
civil, por diversas razones, anula su consentimiento. La capacidad es, pues, la regla: la
incapacidad es la excepción y no existe sino en la medida en que es pronunciada por el
derecho. Hay incapacidades especiales a ciertos contratos. No hablaremos aquí más que de
las incapacidades generales. Unas alcanzan a las personas libres y tienen por causa, lo más a
menudo, la protección del incapaz: son las que derivan de la falta de edad, de la prodigalidad
y del sexo. Las otras afectan a los esclavos.
1. Incapacidades resultantes de la falta de edad. a) De los impúberes.-El impúber, salido de la
infancia, es sui juris, o sometido a la potestad paterna. En todos los casos, tiene una voluntad,
pero apenas puede apreciar las consecuencias de un contrato; por eso el derecho romano lo
declara incapaz en cierta medida.
Hemos estudiado ya la incapacidad del impúber sui juris, o pupilo, mayor infancia.
Establecida en su favor, sólo le alcanza, en materia de contratos, si desempeña el papel de
deudor: no puede obligarse sin la autoritas tutoris. Pero queda capaz para desempeñar el
papel de acreedor, de estipular, por ejemplo; lo que no puede serle sino ventajoso.
Con respecto al impúber major infantia, que está bajo la patria potestad, su situación es
análoga a la del pupilo; porque es capaz, en general, de figurar en un contrato, de suerte que
dé origen a un crédito que beneficie al jefe de familia, y es incapaz de obligarse. Pero difiere
de aquél en que esta incapacidad es irremediable: el padre no puede, en efecto, dar su
auctoritas como el autor. Ello es así, cualquiera que sea el sexo del impuber.
b) de los menores de veinticinco años. - durante largo tiempo, el derecho romano consideró
como plenamente capaz al hombre sui juris llegado a la pubertad. Sólo fue bajo Diocleciano,
cuando se trató como legalmente incapaces a los que tenían curadores permanentes. Se les
asimiló a los pupilos salidos de la infancia. Capaces de estipular y de contratar en general
como acreedores, fueron incapaces de obligarse sin el consentimiento de sus curadores.
Caída en desuso la tutela perpetua, esta incapacidad se extiende a la mujer sui juris, menor de
veinticinco años, cuando tiene un curador permanente.
2. Incapacidad del pródigo. -El que disipaba locamente su patrimonio, también estuvo
afectado de incapacidad, primero en interés de sus herederos agnados; después, para proteger
a el mismo contra sus desvíos. Era interdicto y puesto bajo curatela. Desde entonces podía
aun adquirir y hacerse acreedor contratando; pero era absolutamente incapaz de obligarse por
contrato.
3. Incapacidad resultante del sexo. —Si el hombre, llegado a la pubertad es en principio
capaz, no sucede igual con la mujer, cuyo sexo despierta entre los romanos una presunción de
levedad y poca fortaleza. Ya fuese ella sui juris o alieni juris, el derecho civil la tachaba por
incapacidad.
a. De la mujer púber sui juris. -La mujer púber sui juris permanecía bajo tutela perpetua. Su
incapacidad, que difería en ciertos aspectos de la del pupilo, era la misma en materia de
obligación contractual. Podía estipular y, en general, constituirse en acreedora; pero no
obligarse, a no ser con la autoritas del tutor. Esta incapacidad duró tan largo tiempo como la
tutela perpetua. Ha desaparecido bajo Justiniano.
b) De la hija de familia púber y de la mujer in manu. -Los hijos alieni juris, púberes, eran
distintamente tratados, según su sexo.
El hijo de familia era en adelante capaz de contratar con terceros. Al contratar, se obligaba
civilmente, o hacía nacer un crédito en provecho del jefe de familia:
Pero es otra cosa para la hija de familia púber, y para la mujer in manu, que le está asimilada
(3). Es cierto que puede también, con-tratando, hacer acreedor al que tiene sobre ella la
potestad. Pero, en la época clásica, como en el derecho antiguo, la hija de familia y la mujer
in manu son absolutamente incapaces de obligarse civilmente por con-trato. Esta
incapacidad, hoy existente (4), concordaba en sus resultados con la tutela perpetua, que
tendía a la conservación del patrimonio de la mujer para sus herederos agnados. Realmente,
la mujer púber sui juris no podía obligarse sin la autoritas de su tutor y, por otra parte, la
incapacidad de la mujer alieni juris la impedía precipitar su ruina contratando obligaciones
civilmente válidas. Pero, en el derecho de Justiniano, la tutela perpetua no existe ya, y los
principios se han modificado. La hija de familia es en lo sucesivo capaz de obligarse al
contratar, como el hijo de familia. En cuanto a la mujer in manu, ya no se hace cuestión de
ella, por cuanto esta potestad había caído en desuso desde mucho tiempo atrás.
4. Incapacidad del esclavo. -El derecho civil considera al esclavo como una cosa dentro del
patrimonio del dueño. El esclavo, pues, no tiene por sí mismo ninguna capacidad, y no
puede, contratando, llegar a ser civilmente ni acreedor ni deudor. Pero el interés del amo ha
hecho moderar el rigor del principio: el esclavo puede ser para aquél un instrumento útil de
adquisición. Por eso era admitido que podía delegársele en cierto modo la capacidad de su
amo, pero solamente para desempeñar en un contrato el papel de acreedor, y no para
obligarse. Gracias a esta capacidad no podía tener, quedaba incapaz, no podía tener,
evidentemente, mayor amplitud que la del amo y el esclavo sin amo quedaba incapaz.
. - del objeto.
El contrato, formado por el acuerdo de personas capaces, debe aún, para ser válido, tener un
objeto que reúna ciertos caracteres. En principio, el objeto de un contrato consiste en la
creación de una o varias obligaciones. Pero si una de esas obligaciones es nula, desprovista
de un objeto válido, el contrato, de por sí, está viciado d. nudidad. Se puede, pues, de hecho,
confundir fácilmente el objeto del contrato y el objeto de la obligación. Ahora bien: hemos
visto ya que el objeto de la obligación consiste esencialmente en un hecho del deudor.
Para que este hecho pueda ser válidamente el objeto de una obligación. debe satisfacer ciertas
condiciones.
1. Debe ser posible. -La imposibilidad de llevar a cabo un hecho puede ser natural: así, es
imposible la datio de una cosa que no puede existir, como un hipocentauro, o que no existe
ya, como un esclavo que ha muerto. Pero uno se puede comprometer válidamente a
suministrar una cosa futura, con tal que exista en el momento de la ejecución de la
obligación: por ejemplo, la cosecha que producirá tal campo, o el niño que nazca de una
esclava. La imposibilidad puede también resultar de una regla de derecho; así, debe
considerarse como jurídicamente imposible la datio de una cosa divini juris, o de una cosa
pública, o de un hombre libre.
Cuando una tal imposibilidad existe en el momento del contrato, éste es nulo, porque no
puede ser creada la obligación. Poco importa que el obstáculo de derecho llegue a cesar, que
la cosa sagrada se vuelva profana, que el hombre libre caiga en la esclavitud; porque es en el
instante en que se forma el contrato cuando debe reunir, para ser valido, los elementos
esenciales a su existencia.
Puede suceder que el contrato tenga por objeto una cosa susceptible de propiedad privada,
salvo para una persona determinada. Así, un fundo provincial no puede ser adquirido por el
gobernador de la provincia. En un caso como este, el contrato es nulo si es el acreedor quien
no puede adquirir la cosa prometida: y, por el contrario, es válido, si es el deudor; porque
basta que la proporcione al acreedor. Quizá le sea difícil ejecutar la obligación; pero la
dificultad de ejecución no impide la validez del contrato.
La buena fe del que se ha hecho prometer una cosa sagrada creyéndola profana, o un hombre
libre creyéndole esclavo, ¿impide que el contrato sea nulo? Conviene distinguir, según sea el
contrato de derecho estricto o de buena fe. Si se trata de una estipulación, que es de derecho
estricto, el contrato es nulo, a pesar de la buena fe del estipulante, que no puede reclamar ni
la cosa prometida, lo cual es imposible, ni daños y perjuicios, porque eso sería salir de los
términos de la estipulación. Pero, en un contrato de buena fe, como la venta, no sucede lo
mismo. Indudablemente, el comprador no podrá obtener la cosa vendida, cuya prestación es
legalmente imposible. Pero la equidad exige que pueda reclamar al vendedor una
indemnización por todo el perjuicio que le ha causado su error, y la reclamará por la propia
acción del contrato: por la acción empti.
2. Debe ser lícito. No se debe confundir el hecho ilícito con el hecho cuya realización es
legalmente imposible, como la datio de una cosa sagrada. El hecho ilícito puede ser
realizado, pero está reprobado por la ley, como el robo y el asesinato. El derecho, que prohíbe
semejantes actos, no puede permitir que constituyan el objeto de una obligación válida.
3. Debe constituir para el acreedor una ventaja apreciable en dinero. -Siendo la obligación
una restricción a la libertad del deudor, no puede ser creada por puro capricho, sino
únicamente cuando el objeto es de naturaleza que reporta una ventaja al acreedor. Ahora bien,
puede suceder que el deudor no quiera consumar el hecho prometido, y que el acreedor no
tenga otro recurso que la obtención de daños e intereses: es preciso, pues, que ese hecho
pueda ser valuado en dinero.
4. Debe ser suficientemente determinado. -No es necesario que el objeto del contrato esté
precisado de una manera absoluta; pero es indispensable que no aparezca demasiado incierto;
porque el deudor podría entonces reducir la prestación a tales proporciones que no
representasen ya utilidad alguna para el acreedor. En general, la cuestión" de saber si un
objeto está suficientemente determinado, debe resolverse de hecho.
Desde el punto de vista de su determinación, los objetos de los contratos son susceptibles de
ciertas divisiones.
a) Si encaramos especialmente el caso en que el objeto consiste en una datio, esta datio puede
recaer, sea sobre un cuerpo cierto, species, sea sobre cosas in genere. Un cuerpo cierto es una
cosa determinada en su individualidad; por ejemplo: el esclavo Stico, el fundo Corneliano. Se
entiende, contrariamente, por cosas in genete, cosas tan' sólo determinadas en cuanto a su
especie: un esclavo, un caballo, mil sestercios, diez medidas de trigo. Todas las cosas de la
especie designada pueden entonces, dentro de los límites del contrato, servir indistintamente
al deudor para ejecutar la obligación. El objeto no llega a ser cierto sino por una elección
ejercida con posterioridad al contrato, y que determina la individualidad de la cosa pagada al
acreedor. Al no existir cláusula contraria, es al deudor a quien pertenece la elección. --El
interés de esta distinción entre los cuerpos ciertos y las cosas in genere se manifiesta cuando
el objeto de la obligación perece por caso fortuito
b) Desde un punto de vista más general, el objeto de un contrato puede ser certum o
incertum. El objeto que consiste en un hecho que no sea un datio, es incertum; porque, en
caso de no ejecución del acto, este objeto se reduce a daños e intereses, cuyo importe es
necesariamente incierto. El objeto que consiste en una datio es certum, cuando la datio recae
sobre un cuerpo cierto; o bien sobre cosas in genere, con tal que el contrato determine la
naturaleza, la calidad y la cantidad: quid, quale, quantum sit. Así, el objeto es certuni, si se ha
estipulado: el esclavo Stico; mil sestercios, o cien ánforas del mejor vino de Campania. Pero
es incertum si una de esas condiciones falta, por ejemplo: si se ha estipulado un esclavo, sin
decir cuál; o cien ánforas de buen vino de Campania, porque hay grados en la calidad, y el
contrato carece, a este respecto; de precisión.

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