Pensamiento Kohan 26 57
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La infancia de
la educación y la
filosofía. Entre
educadores héroes y
tumbas de filósofos
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32 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO
y una mala filosofía, para después argumentar que una debe ser
enseñada y la otra proscripta de las aulas. No vamos a reivindicar una
filosofía para satanizar otra. Nada de eso. Sólo queremos mostrar que
las cosas tal vez sean un poco más complejas de lo que parecen en estos
esquemas y que los que piensan el problema de la enseñanza de la
filosofía a partir de esta forma mitológica pueden estar perdiendo
elementos preciosos para pen sar la práctica. A la vez, destacaremos
algunas implicaciones «peligrosas» de este modo de análisis.
En primer lugar, este esquema ha permitido que dentro mismo de la
filosofía se ejerciera el poder del pensamiento filosófico para incorporar
al propio pensar o para negar cualquier carácter de filosófico a todo lo
que no se identificara con ese pensar. Un poder de pensar ejercido para
silenciar la otredad de los otros pensares ha sido, de modo persistente,
la filosofía llamada occidental. De un lado, «nosotros», los filósofos,
serios, eruditos, sofisticados. Del otro lado, «ellos», los que, o se tornan
como nosotros, o nunca serán filósofos. Ellos hacen lo que nosotros
afirmamos que es la filosofía o están fuera de la Filosofía. Curiosa
manera de ejercer el pensar, naturalizada hasta el extremo de volverse
evidente, obvia, normal.
En este panorama, la figura de Sócrates desempeña un papel
singular, fundador, paradójico. Fundador, padre, iniciador, para los
filósofos, profesores de filosofía y los educadores en general,
permanece como un héroe indiscutible1. Sócrates es, así, una referencia
altisonante para una educación filosófica. De unos y de otros. De los
serios y de los no tan
2. Esta imagen de Sócrates está inspirada en las páginas que J. Rancière le dedica en El
maestro ignorante. Con todo, asumimos algunos desdoblamientos que en mucho exce den
al análisis de Rancière, concentrado en la relación de Sócrates con la igualdad y limitado
al Menón.
WALTER O. KOHAN 37
Más de un lector ya debe estar pensando que este Sócrates del Menón no
es el verdadero Sócrates histórico, que tal vez sea simplemente y, por
detrás de su nombre, el propio Platón, a quien pertenecerían las teorías
de la reminis cencia y de la inmortalidad del alma que el personaje
Sócrates de ese diálogo defiende tan claramente. Ese lector argumentaría
que el Menón no es un diálogo de juventud, sino de madurez o, como
máximo, un diálogo que está en el límite entre esos dos períodos que
marcarían el pasaje entre un perso naje Sócrates más histórico y otro
más portavoz del pensamiento de Platón.
El argumento es sensato, pero presenta problemas más serios que
los que pretende resolver. Tomado a fondo, significaría que, entonces,
deberíamos rever toda atribución al Sócrates histórico de lo que el
perso naje Sócrates afirma en los diálogos de madurez y vejez. Por
ejemplo, lo que el Sócrates del Teeteto, un diálogo bastante posterior aun
al Menón, se atribuye a sí mismo con relación a la mayéutica. O lo que el
Sócrates del Fedro dice de sí mismo en relación con la escritura. Y la lista
continuaría, al punto de dejar a Sócrates casi vacío.
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Eutifrón, al igual que Menón, cree estar ante una tarea sencilla y, tal
vez por eso, falla inevitablemente en todos sus intentos de responder
satisfactoriamente las preguntas de Sócrates. En su primer intento,
sugiere que lo sagrado es justamente lo que él está haciendo en ese
momento, o sea, instaurar un proceso contra quien es injusto, sin
importar quién es el que comete la injusticia y el tipo de injusticia que
comete o contra quién lo hace; al contrario, no instaurar tal proceso en
esas circunstancias sería un acto profano (5d-e). Sócrates contesta que,
de hecho, Eutifrón no respondió su pregunta enteramente. Sólo dio un
ejemplo o caso de algo sagrado y de algo profano, pero no consideró
muchas otras cosas que también lo son (6d). Sócrates especifica aún
más su pedido: quiere saber la propia idea (eîdos, idéia, 6d-e), el
paradigma, por el cual las cosas sagra das son sagradas y las profanas
son profanas.
En su segundo intento, Eutifrón tampoco satisface a Sócrates.
Afirma que «lo amado por los dioses es sagrado y lo que no es amado
por los dio ses es profano» (6e-7a). La réplica de Sócrates (7a-8b) puede
resumirse de la siguiente manera: los desacuerdos se dan, entre dioses y
seres humanos, precisamente por los sentimientos que ellos tienen
sobre cosas tales como lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo
sagrado y lo profano. Esto sig nifica que algunos dioses aman algunas
cosas y otros dioses odian esas mis mas cosas. De este argumento se
desprende que las mismas cosas son ama das y odiadas por los dioses y,
de ese modo, la definición propuesta por Eutifrón lleva a una
contradicción, ya que algunas cosas serían amadas y odiadas por los
dioses y, por lo tanto, sagradas y profanas al mismo tiempo.
El argumento es falaz y espantaría al propio Sócrates de otros
diálogos, por ejemplo, el que mantiene con Polo y Trasímaco en el libro I
de la Repú blica. Sócrates parte aquí de una premisa que él mismo no
considera aceptable en ese otro diálogo, la de que existen diferencias
sustantivas entre los dioses con relación a lo que aman y odian (véase a
este respecto el propio Eutifrón, 9c-d, o la República, libro II). La
respuesta de Eutifrón puede no ser la que Sócrates espera en tanto no
ofrece el paradigma o idea «por el cual todas las cosas sagradas son
sagradas (y las profanas, profanas)», pero no sólo no es contradictoria,
sino que de hecho responde aceptable mente la pregunta de Sócrates
ofreciendo ejemplos y criterios de demar cación entre lo sagrado y lo
profano. Si algunos dioses aman las mismas
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cosas que otros dioses odian, esto apenas señala que para tales dioses
no son sagradas y profanas las mismas cosas, lo que es bastante
sintónico con la religiosidad griega imperante en Atenas. Esta
concepción de la divini dad puede ser un problema para la concepción
de la divinidad de Sócrates, pero entonces su descalificación de la
respuesta de Eutifrón debería tener otro carácter que el ofrecido en el
diálogo.
De todos modos, la conversación continúa y Sócrates se muestra
cada vez más implacable. Reafirma que es precisamente en determinar
si una cosa es justa o injusta que hombres y dioses no acuerdan (8c-e).
Eutifrón da señales de cansancio y, ante la ironía socrática de que cierta
mente explicará a los jueces lo que a él, Sócrates, le da más trabajo
apren der, responde con más ironía: «Si me oyen, les explicaré» (9b).
Eutifrón toca un punto clave: en muchos pasajes de los diálogos,
Sócrates parece no oír a sus interlocutores.
El problema parece ser que aquí también Sócrates quiere oír una
única cosa y, si no oye lo que quiere oír, al resto no presta atención. De
modo que Sócrates no oye a Eutifrón porque Eutifrón no responde la
pregunta de Sócrates como Sócrates quiere que la responda. Sócrates
quiere el «qué» y Eutifrón da el «quién». Sócrates pregunta por lo
sagrado y Eutifrón responde mostrando alguien que hace lo sagrado y
lo instituye como tal. ¿Por qué no? ¿Acaso cada «qué» no esconde un
«quién»? ¿Acaso la pretensión socrática de una naturaleza, idea o ser de
lo sagrado no esconde una afección como la que ofrece Eutifrón? ¿Por
qué una caracte rística abstracta y universalizada es mejor respuesta para
entender el «qué» de una cosa que el sujeto de su producción? Las
preguntas podrían continuar; el punto es que Sócrates bien podría
disponerse a discutir algo que está un poco «antes» de su exigencia,
como su presupuesto: ¿qué es lo que hace que x sea x y no otra cosa?
¿Es un paradigma, una idea o algo del orden del aquí y el ahora, de los
afectos y los efectos, de la historia y de la geografía, tanto cuanto de la
metafísica y la ontología?
Ciertamente, Sócrates no considera estas preguntas. Parece haberlas
respondido de antemano y desde ese punto de partida impugna las
respues tas que no van a su encuentro. Importa notar la violencia de
este modo de proceder socrático que es también el modo de proceder
con el que la filosofía obtiene su certificado de nacimiento: la
despersonalización del
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En el contexto del Menón, compara esas estatuas de Dédalo con las opi
niones verdaderas que sólo tienen valor si se quedan quietas y entonces
se vuelven conocimientos (epistêmai) estables (98a).
Eutifrón dice a Sócrates que se parece a Dédalo (11d). Sócrates
acepta la comparación y se considera todavía más terrible que aquel en
su arte, en la medida en que, mientras que Dédalo sólo hacía que sus
obras no permaneciesen en su lugar, Sócrates hace lo mismo, pero no
sólo con sus obras, sino también con las de los otros. Más aún, Sócrates
afirma que es sabio, especialista (sophós, 11e), en este arte
involuntariamente, porque desearía que sus razones o argumentos
(lógous, 11e) permaneciesen quietos, sin moverse.
Hay aquí una sintonía con la imagen del pez torpedo en el Menón y
una implícita aceptación de los desplazamientos de Sócrates recién aludi
dos, en función de sus interlocutores y del contexto de cada conversa
ción. Pero hay algo tal vez más interesante. Tanto en esta imagen de
Dédalo como en la del pez torpedo, Sócrates no deja las cosas quietas y
lo hace de una manera tal que sus interlocutores pierden su apoyo, ya no
consiguen más hacer pie. Pero él mismo también se siente sin pie. La
experiencia filosófica tiene el sentido de desplazar las bases del pensa
miento, la relación que tenemos con lo que pensamos. Las
conversaciones de Sócrates tienen el efecto de un hechicero o un
artista-inventor que hace que los otros dejen de sentirse cómodos y
seguros en su lugar. Y puede hacerlo, o lo hace con la intensidad con
que lo hace en el Menón, porque el propio Sócrates está dispuesto y de
hecho sale de su lugar cuando se pone a pensar con otro. Lo que en esa
imagen doble nos sugiere Sócrates es que enseñar (filosofía) estaría
relacionado con hacer que los otros salgan del lugar en el que están
fijados en el pensamiento, bajo la condición de que quien enseña
también salga de su lugar. Este autorretrato de Sócrates de dos caras, en
el Menón y el Eutifrón, nos parece una imagen interesante para una
experiencia pedagógica. El punto es que en los propios ejercicios que
Sócrates realiza allí con el esclavo y el sacerdote no parece él mismo
afirmar para sí ese movimiento.
Volvamos al Eutifrón, ya que, aun con la furia de Eutifrón, el
intercam bio continúa. Sócrates consigue, con muchas dificultades, que
Eutifrón esté de acuerdo en que lo sagrado es una parte de lo justo y
que se trata
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nozca que no sabe lo que pensaba saber, que más vale no saber lo que
él sabe y que es mejor buscar lo que la filosofía quiere buscar. No
parece haberlo conseguido. Con las últimas fuerzas que le quedan
después de semejante acoso, Eutifrón consigue escapar.
Así, con todo su fracaso, el Eutifrón deja, al final, solitaria, pero en el
centro de la escena, a la filosofía: los interlocutores no saben o no consi
guen convencer al otro de que saben qué es lo sagrado. Eutifrón no
soporta ese lugar y sale corriendo; Sócrates se muestra más afín, parece
«su» lugar. De modo que también el Eutifrón acaba confirmando lo que
Sócrates ya sabe desde que su amigo Querefonte visitó al oráculo: que
él, Sócrates, es el más sabio de todos los atenienses, porque aunque no
sepa gran cosa, al menos reconoce el poco valor de su saber, mientras
que los otros, como Eutifrón, viven la ilusión de un saber que nada vale.
Con todo, satisfactoria o insatisfactoria en su resultado, la interlocu
ción con el profesor Sócrates deja una huella semejante –y
preocupante– en los dos diálogos: ni el esclavo del Menón ni Eutifrón
aprenden a bus car por sí mismos lo que quieren buscar. Sólo aprenden
a reconocer lo que Sócrates quiere que reconozcan o que es mejor
escaparse si no hay otra salida. Por cierto, estos episodios no son
aislados: la rabia no es sólo de Eutifrón, sino también de Trasímaco,
Calicles y tantos otros. Tal vez estos personajes perciban que Sócrates
no pregunta como pregunta alguien que no sabe, sino, justamente, al
contrario, como un sabio, por que sabe un saber nada menos que
oracular, para que el otro sepa lo que no recordaba (Menón) o para que
sepa que no sabe lo que cree saber (Eutifrón). En definitiva, Sócrates
también pregunta para que todos sepan que, como dijo el oráculo, no
hay nadie en Atenas más sabio que él. Cuando del otro lado no está un
viejo sacerdote o un joven esclavo, sino un político actuante, las
consecuencias de este juego socrático aca ban con su propia muerte.
Este Sócrates, que no es todos los Sócrates, pero tampoco es menos
Sócrates que ese campeón de una enseñanza dialógica y constructivista
que se lee por todos lados, instaura una pretensión hegemónica de ejer
cer el pensamiento por parte del filósofo-profesor. O los otros piensan
como piensa el filósofo-profesor o no piensan, o piensan errado; o los
otros saben como sabe el filósofo-profesor o no saben, o saben errado.
50 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO
La historia de la búsqueda
Cuentan nuestros más antiguos sabios que los más primeros dio
ses, los que nacieron el mundo, las nacieron a casi todas las cosas
y no todas hicieron porque eran sabedores que un buen tanto
tocaba a los hombres y mujeres el nacerlas. Por eso es que los dio
ses que nacieron el mundo, los más primeros, se fueron cuando
aún no estaba cabal el mundo. No por haraganes se fueron sin
termi nar, sino porque sabían que a unos les toca empezar, pero
terminar es labor de todos. Cuentan también los más antiguos de
nuestros más viejos que los dioses más primeros, los que
nacieron el mundo, tenían una morraleta donde iban guardando
los pendientes que iban dejando en su trabajo. No para hacerlos
luego, sino para tener memoria de lo que habría de venir cuando
los hombres y mujeres terminaran el mundo que se nacía
incompleto.
Ya se iban los dioses que nacieron el mundo, los más primeros.
Como la tarde se iban, como apagándose, como cobijándose de
sombras, como no estando aunque ahí se estuvieran. Entonces el
conejo, enojado con los dioses porque no lo habían hecho grande
a pesar de haber cumplido con los encargos que le hicieron (chan
gos, tigre, lagarto), fue a roer la morraleta de los dioses sin que
éstos se dieran cuenta porque ya estaba un poco oscuro. El
conejo quería romperles toda la morraleta, pero hizo ruido y los
dioses se dieron cuenta y lo fueron a perseguir para castigarlo por
su delito que había hecho. El conejo rápido se corrió. Por eso es
que los
52 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO
Vamos a extraer dos principios de esta historia que nos ayudarán a pen
sar en Sócrates y en un nuevo inicio para el enseñar y el aprender.
5. La frase está inspirada, claro, en el «yo también soy pintor» de J. Jacotot. Véase Rancière
(2003).
58 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO
Llegamos así al núcleo de la cuestión que nos ocupa: el ejercicio del pen
samiento. En verdad, se trata de un pensamiento en movimiento, de su
cuerpo vivo, de una relación viva y filosófica en quien lo ejerce. Nos
encontramos, entonces, con la filosofía. Parece que no hay vida, que no
hay filosofía, diría Foucault, si no hay una forma de «ensayo», esto es,
un ejercicio de pensamiento que permita transformar lo que somos, que
nos posibilite extranjerizarnos del juego de verdad en el que estamos
cómo damente instalados, que nos permita deshacernos no ya de esta o
aquella verdad, sino de una cierta relación con la verdad, ese trabajo del
pensa miento que busca pensarse a sí mismo para tornarse siempre otro
del que es.
La búsqueda que cada quien entabla consigo mismo para transfor
marse es también la posibilidad de que el mundo sea diferente de lo que
es.
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