Pensamiento Kohan 26 57

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de la historia.

Interrumpo el fin del círculo jacotista: emanciparse no


tiene nada que ver con conformarse; la ignorancia lo es también de cual
quier presunta imposibilidad. Hago preguntas de algunas respuestas:
¿Que relación vale afirmar entre política, verdad y experiencia? ¿Qué
lugar ocupa la filosofía, entre la pedagogía y la educación? ¿Cuáles son
las condi ciones para que haya educación, o sea, política y
emancipación, en con
WALTER O. KOHAN 29

textos de enseñar y aprender? ¿Cómo propiciar, desde una lógica


igualita ria, prácticas que rompan la lógica de la desigualdad imperante
en las instituciones pedagógicas? Y, por último, ¿para qué enseñamos (lo
que enseñamos) y aprendemos (lo que aprendemos) atravesados, como
estamos, por la pedagogía y la policía? Como el lector puede apreciar,
todavía hay mucho que pensar aun o, sobre todo, en medio de tanta
sinrazón.

La infancia de
la educación y la
filosofía. Entre
educadores héroes y
tumbas de filósofos

E n este capítulo vamos a problematizar la infancia más literal de la

educación y la filosofía, esto es, sus inicios y, en particular, un gesto


fundacional que ha marcado el desarrollo posterior. Lo que nos importa
cuestionar es un esquema poderoso en la construcción de identidades y
existencias que está presupuesto y circula de forma particularmente tran
quila por el interior de las instituciones pedagógicas, algo del orden de
lo que N. Loraux (1990) describe como el «imperialismo de lo mismo».
i. Sócrates y el imperialismo de lo mismo

Helenista particularmente interesada por la Grecia clásica, Loraux mues


tra cómo en ese contexto griego, que es también el del nacimiento de la
Filosofía que hoy se transmite en la Academia, el mito de la autoctonía
sirvió para consolidar un ideal identitario, verdadero, único, perenne,
que no pudo constituirse a sí mismo sino bajo la condición de excluir
todo aquello que consideraba otro, de afuera, en movimiento. Por esa
misma razón, en Atenas se veía a todo extranjero como un potencial
enemigo que debía ser convertido rápidamente en huésped. Para unos y
otros, una única palabra: xénos. Nosotros y todos los otros; nosotros y el
resto del mundo.

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32 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

Un esquema semejante al propuesto por Loraux para entender el


mundo griego parece haber imperado fuertemente en el interior de la
educación y la filosofía que allí nacen, constituyendo su identidad a par
tir de una imagen hegemónica de sí mismas y del profesor y del filósofo,
asimilando o expulsando lo que fuera distinto de esa imagen, en uno y
otro caso confrontando la alteridad contenida en otras imágenes. Se
trata de una imagen que perdura y, dado el origen griego de la
educación y la filo sofía dominantemente practicadas entre nosotros, no
sorprende demasiado esta constatación. En todo caso, es notable cómo
la educación no ha podido educarse a sí misma frente a esta
autoimposición y cómo la filo sofía, autoconcebida como la instancia
crítica por excelencia del pensa miento, ha convivido de forma acrítica
con esta imagen de sí misma que conlleva desde sus inicios.
Este imperialismo de lo mismo que atraviesa la historia de las ideas
pedagógicas adquiere formas específicas en cada saber y se hace sentir
par ticularmente entre quienes enseñan filosofía, por la dualidad que allí
abre: en efecto, en las instituciones filosóficas circularían dos tipos de
filosofías, producto de dos formas opuestas de pensamiento que se
corres ponden cada una con formas concomitantes de escritura y
transmisión. Así, los que hablan desde el centro, el núcleo y el poder de
las institucio nes filosóficas contraponen una filosofía seria, rigurosa,
erudita, la que ellos mismos practican, y, en el exterior, desplazada, una
filosofía ligera, banal, informal.
Una y otra tienen sus estilos propios de escritura. La primera, la Filo
sofía con mayúsculas, sería transmitida a través de libros, preferente
mente aquellos de lenguaje técnico y abstracto, en tanto se supone que
cuanto más compleja es la lógica de un pensamiento, más difícil y
hermé tica se vuelve la lógica de su transmisión. Al contrario, la filosofía
menor sería aquella que se presenta bajo la forma de cartas, entrevistas,
memo rias, narraciones y, más recientemente, hasta en videos, filmes u
otras for mas de expresión más «débiles». Las dos filosofías tendrían,
también, sus lenguas específicas de escritura: griego, alemán, para la
primera; portu gués, castellano y otras lenguas menos nobles para la
segunda (qué decir entonces de lenguas como el náhuatl, el aymará o el
quechua). Algunas lenguas, como el francés, el inglés o el italiano, están
en una zona inter
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media y, dependiendo de la tradición filosófica de referencia, se


incluyen en uno u otro bando.
Si la Filosofía primera, seria, adulta, para iniciados, tiene nombres
propios indiscutibles (como Aristóteles, Descartes o Kant), la filosofía
frí vola, infantil, para iniciantes, está hecha por filósofos de segunda
clase o, más directamente, por seres anónimos o poco (re)conocidos,
los Antifonte, Jacotot o Ingenieros. La Filosofía mayor tiene además sus
instituciones en las que se origina y circula a voluntad, localizadas en
Oxford, Heidelberg o Princeton. Nada que salga de esos lugares se
escribe con las letras minúsculas que marcan lo no institucionalizado, o
la institucio nalización frágil del otro margen.
Podríamos precisar y extender las consideraciones sobre este mito
de las dos filosofías e incluso ampliarlo a dos matemáticas, a dos
literaturas, a dos físicas, pero por el momento nos interesa considerar el
modo en el que se traslada a la docencia en filosofía. Como no podría
ser de otra manera, hay Profesores/as (generalmente profesores) y
profesores/as (las más de las veces, profesoras). Los primeros saben
muy bien la filosofía que transmiten. Leen los filósofos de primera
mano y en su lengua original, dominan su vocabulario técnico y pasan
las teorías producidas por esos filósofos a sus alumnos. Las segundas
son amateurs, no tienen formación rigurosa en filosofía y no entienden la
Filosofía seria. En verdad, se dice que dan clase de filosofía sólo
metafóricamente, pues en verdad «hacen de cuenta», dialogan,
conversan, son más periodistas que transmisores de contenido
filosófico. Lógicamente, lo que estas últimas enseñan no es filosofía en
sentido estricto y jamás podrá serlo, ya que ni siquiera poseen un
conocimiento acabado del asunto a transmitir.
Este cuadro, ciertamente, es exagerado e impreciso. Pero no por eso
deja de hacer eco de una realidad por demás escindida, dicotómica, par
tida que, como hemos sugerido, se repite también en otros campos. El
sentido principal de este capítulo es problematizar este mito. Nuestra
pre tensión no es desconocer el valor de algunas prácticas, como la
lectura de textos en su lengua original, ni tampoco hacer una apología
de los que hoy son difamados; mucho menos, proponer otra
descripción supera dora, separar el mundo de la enseñanza de la
filosofía entre profesores héroes y malvados, con otros nombres y
características, entre una buena
34 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

y una mala filosofía, para después argumentar que una debe ser
enseñada y la otra proscripta de las aulas. No vamos a reivindicar una
filosofía para satanizar otra. Nada de eso. Sólo queremos mostrar que
las cosas tal vez sean un poco más complejas de lo que parecen en estos
esquemas y que los que piensan el problema de la enseñanza de la
filosofía a partir de esta forma mitológica pueden estar perdiendo
elementos preciosos para pen sar la práctica. A la vez, destacaremos
algunas implicaciones «peligrosas» de este modo de análisis.
En primer lugar, este esquema ha permitido que dentro mismo de la
filosofía se ejerciera el poder del pensamiento filosófico para incorporar
al propio pensar o para negar cualquier carácter de filosófico a todo lo
que no se identificara con ese pensar. Un poder de pensar ejercido para
silenciar la otredad de los otros pensares ha sido, de modo persistente,
la filosofía llamada occidental. De un lado, «nosotros», los filósofos,
serios, eruditos, sofisticados. Del otro lado, «ellos», los que, o se tornan
como nosotros, o nunca serán filósofos. Ellos hacen lo que nosotros
afirmamos que es la filosofía o están fuera de la Filosofía. Curiosa
manera de ejercer el pensar, naturalizada hasta el extremo de volverse
evidente, obvia, normal.
En este panorama, la figura de Sócrates desempeña un papel
singular, fundador, paradójico. Fundador, padre, iniciador, para los
filósofos, profesores de filosofía y los educadores en general,
permanece como un héroe indiscutible1. Sócrates es, así, una referencia
altisonante para una educación filosófica. De unos y de otros. De los
serios y de los no tan

1. Aquí no hacemos distinción entre la/el profesor/a de filosofía y la/el filósofa/o.


Aunque, debido a su extrema complejidad, el tema no puede ser adecuadamente
tratado en este lugar, nos importa enfrentar esa distinción presupuesta de manera
incuestionable en la educación y la filosofía de nuestro tiempo. Un ejemplo claro de
este presupuesto se veri fica en las carreras de filosofía de nuestras universidades, con
su distinción ya habitual entre los licenciados en filosofía (investigadores, filósofos,
productores de filosofía) y los profesores de filosofía (pedagogos, transmisores, en fin,
aquellos que, se piensa, no son capaces de producir filosofía, pero sí serían capaces de
transmitir la filosofía producida por otros). Aunque no puedo justificarla aquí, defiendo
la idea de que toda/o filósofa/o que hace su trabajo enseña y de que toda/o
profesor/a de filosofía que también hace su trabajo filosofa. Algo semejante podría
decirse de distinciones análogas que se hacen en otros campos del saber.
WALTER O. KOHAN 35

serios. Casi todos lo reivindican. Sin embargo, vamos a ver de qué


manera Sócrates inicia, en la filosofía y la pedagogía, el «imperialismo de
lo mismo» descrito por Loraux.
El Sócrates que llegó hasta nosotros contiene elementos tan comple
jos, en tensión, y contradictorios hasta un extremo tal que fue objeto de
lecturas opuestas, antagónicas, como pocos filósofos en la historia.
Unos celebran su lógica, su coherencia, su apuesta irrenunciable a la
razón y lo hacen un ilustrado adelantado. Otros elogian, al contrario, su
no saber, dimensión mística, su dialogar informal, que sacude a los
otros de su estado de seudosaber y los lleva a la búsqueda filosófica. En
ese recorrido, Sócrates, el fundador de lo que se llama «mayéutica», un
método que no enseña contenidos, sino que extrae los contenidos ya
presentes en los alumnos, sería el primer profesor de filosofía que daría
lugar a la palabra de los otros.
A continuación vamos a problematizar este mito de Sócrates que
refleja también aquel mito inicialmente descrito de la filosofía; lo
haremos no tanto por medio de Sócrates en sí mismo, sino que nos
valdremos de su figura como una imagen para reflexionar, en un
estudio que no tiene pretensión de afirmar verdad historiográfica
alguna, acerca de algo que nos importa a la hora de pensar la filosofía y
la pedagogía de nuestro tiempo. Queremos saber si Sócrates, o lo que la
imagen que aquí trazaremos ilustra, resulta un modelo tan interesante
para reflejarse en los días pre sentes cuando se trata de enseñar filosofía
o, nos atreveríamos a decir, mejor, cuando se trata de afirmar una
educación filosófica.
En definitiva, aquel mito inicial de las dos filosofías se sostiene
sobre una oposición que desplaza y no permite pensar uno de los
problemas principales de la filosofía, de su enseñanza y, tal vez, de la
enseñanza en general, esto es, el del tipo de pensamiento y la relación
con el pensa miento que se afirma cada que vez que se enseña y se
aprende filosofía o cualquier otra cosa. No creo que sea tan importante
el tipo de texto que se usa o la lengua en la que un texto se expresa, ni
siquiera quién es la filósofa o el filósofo en cuestión, mucho menos la
procedencia del inter locutor; tampoco lo es un supuesto conjunto o
sistema de saberes a transmitir. En otras palabras, el problema principal
de la enseñanza de la filosofía excede los márgenes de la materia, de la
metodología y de la
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didáctica para situarse en los límites entre la filosofía y la educación:


¿qué pensamiento se afirma, se presupone, en nombre de la filosofía?
¿Qué relaciones consigo mismo y con los otros permite o impide
desplegar esa imagen del pensamiento? ¿Qué relaciones en los otros ese
pensamiento posibilita? La filosofía afirmada por el profesor, ¿totaliza, a
partir de su propia imagen, el ámbito de lo pensable en la relación
pedagógica?
En este sentido, lo que nos preocupa de Sócrates es la imagen del
pensamiento que nace, afirma y lega para la filosofía, los filósofos y pro
fesores de filosofía, el poder de un pensamiento que ejerce para sí y
para los otros. Contra el mito construido en torno de su figura como la
de un aparente ignorante, contra esa sentencia repetida hasta el hartazgo
(«Sólo sé que nada sé»), intentaremos mostrar que Sócrates se sitúa a sí
mismo como alguien que sí sabe y que desplaza a todos los otros a la
posición de los que nada saben o, por lo menos, no saben lo que es más
importante saber y da sentido a todos los otros saberes. En suma,
intentaremos mos trar que Sócrates está un poco lejos de afirmar una
ignorancia afirmativa como la descripta en el capítulo anterior.
A continuación, vamos a intentar justificar estas afirmaciones. Pri
mero nos referiremos al Menón, luego haremos una referencia al
Eutifrón, uno de los diálogos llamados «socráticos», «aporéticos» o «de
juventud» de Platón para, finalmente, sacar algunas conclusiones
tentativas que nos permitan pensar más a fondo las cuestiones hasta
aquí planteadas2.

ii. El imperio de la mayéutica: el Menón

Sócrates concibe la tarea de enseñar (filosofía) como eminentemente ilu


minadora, ilustrada. Para Sócrates, enseñar (filosofía), filosofar con los
no filósofos, es importante para arrancarlos de la relación que tienen
con el saber, para que ellos se den cuenta de que no saben lo que creen
saber, para que dejen de saber lo que saben. En el fondo, Sócrates se
considera

2. Esta imagen de Sócrates está inspirada en las páginas que J. Rancière le dedica en El
maestro ignorante. Con todo, asumimos algunos desdoblamientos que en mucho exce den
al análisis de Rancière, concentrado en la relación de Sócrates con la igualdad y limitado
al Menón.
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el privilegiado dueño del saber humano por excelencia, la filosofía, el


saber más digno de un ser humano. En definitiva, ha sido el dios del
oráculo, Apolo, la fuente del saber que su amigo Querefonte le
transmite: «Nadie es más sabio que Sócrates en la polis». Tan legítimo y
divino considera Sócrates ese saber que, en su discurso de defensa ante
los jueces en el tri bunal, narrado en la Apología de Platón, interpreta la
acusación en su con tra como una acusación contra la filosofía y la
propia divinidad; para Sócrates, él y la filosofía son la misma cosa, lo ha
dicho el dios. Los ejerci cios de los diálogos socráticos transmitidos por
Platón dejan esa imagen.
Al comienzo del diálogo platónico que lleva su nombre, Menón lanza
a Sócrates una de las preguntas por excelencia de la pedagogía: ¿la areté
(virtud) puede ser enseñada?3 Tal es su costumbre, Sócrates devuelve la
pregunta a Menón: para saber cómo es algo, antes debería saber qué es
ese algo. Cómo Sócrates afirma que él no sabe qué es la virtud, pide a
Menón que responda aquello que a primera vista le parece, al propio
Menón, una pregunta «fácil» (71e).
Sin embargo, como casi siempre, lo que parecía ser una cuestión tan
fácil se complica. Primero, Menón propone varias virtudes, una para el
hombre, otra para la mujer, otra para los niños, otra para los ancianos
(71e-72a). La pregunta, entonces, se desplaza: ¿la virtud es algo único o
múltiple?; y, si fuera este último caso, ¿qué es lo que todas ellas tienen
en común para poder ser llamadas por el mismo nombre? Después de
que Sócrates ofrece algunos de sus clásicos ejemplos (figura, color, 73e
y ss.), Menón intenta definir la virtud (77b), pero fracasa. Sócrates
interpreta que su definición –«ser virtuoso es poder usufructuar del
bien que se desea»– es, por lo menos, insuficiente, ya que sólo tiene
sentido si está acompañada de la justicia. En efecto, Menón acepta que
no sería virtuoso quien desea su contrario, la injusticia. De esta manera,
se llega a una con tradicción: la justicia es, al mismo tiempo, idéntica y
no idéntica a la vir

3. En este trabajo no podemos referirnos a la denominada «cuestión socrática», o sea, la


reconstrucción de una filosofía de la cual no tenemos sino registros indirectos
(Aristófa nes, Platón, Jenofonte, Aristóteles) Privilegiamos el testimonio de Platón sin
con ello tener pretensiones historicistas. El Sócrates al que nos referimos aquí es un
Sócrates platónico, o un Platón socrático, un personaje conceptual que se sitúa entre
ambos, y no daremos importancia al diferente peso que cada uno tiene en esa
composición.
38 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

tud; es idéntica en tanto todo acto justo es virtuoso, pero no es idéntica


en tanto existen otras virtudes además de la justicia (79b-c). Menón se
ve llevado a una situación de completa aporía (80a). El hechizo está
consumado. Sócrates, el hechicero, acumula una nueva víc tima. Al
inicio del diálogo, Menón se mostraba confiado, seguro de sí: había
hecho tantos discursos sobre la virtud, tantas veces, ante auditorios tan
numerosos... pero nunca se había enfrentado con Sócrates para hablar
de la virtud y, frente a Sócrates, el mismo que había producido mil
discur sos sobre la virtud se vuelve completamente incapaz de
pronunciar una palabra sobre su asunto favorito. A Menón le sucede
ante Sócrates lo que, antes de conocerlo, ya había oído decir que le
sucedería: «Que no haces sino caer tú mismo en aporía y hacer que los
otros caigan en aporía» (79e-80a). Menón se siente embrujado, dopado,
encantado enteramente por Sócrates, sumergido en la más completa
aporía.
Menón entonces compara a Sócrates con uno de aquellos peces tor
pedo que confunden a todos los que se le aproximan, pues él está
«verda deramente entorpecido, en el alma y en la boca» y no sabe más
qué res ponder (80a-b). Sócrates acepta la comparación con tal de ser, él
mismo, el primero en estar confundido, pues «no es desde el buen
camino que conduce a los otros a la aporía», sino por estar él mismo en
completa apo ría que allí conduce a los otros (80c). Sócrates deja claro
que no hay nin gún problema en el estado de aporía para quien busca
conocer algo y lo hace dialogando con otro. El problema sería quedarse
en una posición de exterioridad, problematizando a los otros sin
problematizarse a sí mismo. En todo caso, menos mal, sugiere Menón,
que Sócrates nunca vivió fuera de Atenas, porque si hiciese tales cosas
en otra polis, como extranjero, habría sido juzgado como hechicero.
Sócrates sugiere que la principal diferencia entre los dos es que
Menón creía saber lo que es la virtud antes de dialogar y, en cambio,
después ya no parece estar más en posesión del saber. Sócrates dice que
la diferencia entre ellos estaba al inicio del diálogo, no al final; en otras
palabras, que el diá logo ha suprimido las diferencias. Con todo, la
aporía todavía no paraliza del todo a Menón, quien saca fuerzas para
lanzar un nuevo desafío y una nueva aporía a Sócrates: es imposible
investigar desde el no saber (¿cómo se podría buscar lo que no se sabe?,
¿cómo se sabría que aquello que se
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encuentra es lo que se buscaba si precisamente no se lo sabe?), pero


tam bién desde el saber, porque para qué se investigaría lo que ya se
sabe. Así, el desafío lleva a una nueva aporía: cuando se tiene el saber
no se investiga porque ya se sabe; pero cuando no se sabe, parece
también imposible moverse hacia el saber por la ceguera propia del no
saber (80e-81a).
Sócrates se incomoda con esta aporía. Afirma que es un argumento
erístico, propio de hombres débiles, pasivos y le opone otro argumento,
propio de personas de acción e investigativas (¡como él mismo!). Su
argu mento es doctrinario y, para respaldarlo, apela a sacerdotes y
sacerdotisas y a todos los que, entre los poetas, Píndaro entre ellos, son
divinos (81a-b). La doctrina se resume en dos proposiciones fuertes: el
alma es inmortal y aprender es rememorar. A veces, el alma se termina,
llega a un fin (y a eso los hombres llaman morir) y, otras veces, ella
vuelve a existir, pues el alma jamás es aniquilada. Por ser así, no existe
nada que el alma ya no haya aprendido. El investigar y el aprender son,
entonces, enteramente, rememoración (anámnesis, 81d). Sócrates
completa el argumento: siendo la naturaleza absolutamente congénere,
por la rememoración de una única cosa un alma podrá, por sí misma,
descubrir todas las otras cosas.
Enseguida, Sócrates ejemplifica esa teoría con un esclavo (que es
griego y habla griego) de Menón. Pide a Menón que perciba con
atención si el esclavo rememora o si aprende algo que no sabía. Sócrates
traza en el suelo una figura y va haciendo, continuamente, preguntas al
esclavo (el ejercicio transcurre, con alguna breve interrupción, entre 82b
y 85b). La conversación tiene, del principio al fin, el mismo tono: el
esclavo se limita a responder afirmativa o negativamente las preguntas
que Sócrates le va haciendo. En un primer momento, Sócrates lleva al
esclavo a respon der erróneamente qué cuadrado es el doble del
cuadrado inicial dibujado en el piso (82e). Muestra de esta manera a
Menón que el esclavo piensa que sabe lo que verdaderamente no sabe.
Después, introduce nuevas pre guntas, hasta llevar al esclavo a afirmar
que no sabe lo que anteriormente creía saber (83e), esto es, a
reconocerse en una aporía. Con todo, ése es, según Sócrates, un camino
de superación: estar en aporía es mejor que creer en un seudosaber, ya
que, a partir de la aporía, nace el deseo de inves tigar y aprender.
Enseguida, Sócrates hará que el esclavo responda correcta mente
aquellas mismas preguntas que antes no había podido responder.
40 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

Sócrates insiste varias veces en que, en este proceso, él no ha


enseñado ni explicado nada, sino que pregunta todo el tiempo (82e,
84c-d y 85d). Según él, el esclavo responde exclusivamente por sí
mismo, con su pro pia opinión. Así, si el esclavo no sabía nada sobre el
asunto en cuestión al iniciarse la conversación y sabe al final sin que
nadie le haya transmitido ningún saber, entonces la única posibilidad es
que el esclavo haya reme morado algo que ya sabía, algo que, aunque no
lo recordase, ya tenía den tro de sí. Como se trata de un esclavo, alguien
sin instrucción, el breve ejercicio puede ser extendido a toda su vida: si
nunca nadie le enseñó nada, entonces necesariamente ya sabía, antes de
nacer, todo lo que ahora rememora (85e-86a).
Todo sería muy bonito si Sócrates hubiese hecho lo que dice que
hizo. Pero el problema es que, de hecho, Sócrates sí enseña varias cosas
al esclavo. Lo primero que enseña es ese saber matemático que, en el
trans currir del diálogo, se desprende nítidamente de las preguntas de
Sócrates y no de las respuestas del esclavo. No es verdad que Sócrates
no transmite ningún saber. No lo hace a la manera tradicional de quien
responde las preguntas de otro o directamente ofrece una lección. Pero
sus preguntas, que sólo pueden ser respondidas en una dirección y que,
cuando no lo son, son reformuladas infinitas veces hasta que salga la
respuesta espe rada, son más afirmaciones que interrogaciones,
contienen todo lo que el otro puede –y debe– saber. Esto significa que
Sócrates sabe, anticipada mente, el conocimiento que el otro, de
cualquier forma, tendrá que saber. De este modo, más que un camino
de rememoración de algo que ya sabía, el camino del esclavo es el
camino del saber de Sócrates, es un camino de reflejarse en su saber.
Todo lo que el esclavo puede hacer es acompañar a Sócrates
mansamente, seguir el camino de quien sabe, sobre todo, lo primero
que él no sabe: cómo recorrer el camino del saber.
Más aún, el esclavo del Menón no aprende a buscar por sí mismo,
sino que, además de toda la matemática «rememorada», también
aprende que, sin el maestro, en este caso sin Sócrates, nada podría
buscar. Si antes era esclavo de su ignorancia, ahora lo es de una relación
dependiente y heterónoma con el saber.
He ahí el aprendizaje principal que el esclavo aprende y que Sócrates
enseña, mucho más importante que todo el saber matemático
contenido en
WALTER O. KOHAN 41

el ejercicio: el esclavo aprende que quien sabe de verdad es el maestro


(o, más concretamente, el ciudadano y no el esclavo) y que lo mejor que
se puede hacer, cuando se quiere aprender y se es esclavo, para evitar
per derse, es seguir el camino trazado por el maestro; dejarse llevar,
mansa mente, allí donde el maestro quiere llevarlo. En definitiva, según
el saber de Sócrates, la naturaleza es congénere, de un mismo tipo, y
saber una única cosa permite saber todas las otras.
De modo que, después de hablar con Sócrates, el esclavo es mucho
más esclavo de lo que era al inicio: por un lado, sólo puede aprender lo
que Sócrates ya rememoró y sólo puede hacerlo à la Sócrates; por otro,
su posición con relación al saber tiene nuevos intermediarios y nuevas
media ciones. En el trayecto de su conversación con Sócrates, el esclavo
aprende la pieza maestra de cierto ideario pedagógico tan viejo como
Sócrates según el cual para aprender es necesario seguir a alguien que ya
sabe aquello que se quiere aprender.

iii. Un diálogo aporético: el Eutifrón

Más de un lector ya debe estar pensando que este Sócrates del Menón no
es el verdadero Sócrates histórico, que tal vez sea simplemente y, por
detrás de su nombre, el propio Platón, a quien pertenecerían las teorías
de la reminis cencia y de la inmortalidad del alma que el personaje
Sócrates de ese diálogo defiende tan claramente. Ese lector argumentaría
que el Menón no es un diálogo de juventud, sino de madurez o, como
máximo, un diálogo que está en el límite entre esos dos períodos que
marcarían el pasaje entre un perso naje Sócrates más histórico y otro
más portavoz del pensamiento de Platón.
El argumento es sensato, pero presenta problemas más serios que
los que pretende resolver. Tomado a fondo, significaría que, entonces,
deberíamos rever toda atribución al Sócrates histórico de lo que el
perso naje Sócrates afirma en los diálogos de madurez y vejez. Por
ejemplo, lo que el Sócrates del Teeteto, un diálogo bastante posterior aun
al Menón, se atribuye a sí mismo con relación a la mayéutica. O lo que el
Sócrates del Fedro dice de sí mismo en relación con la escritura. Y la lista
continuaría, al punto de dejar a Sócrates casi vacío.
42 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

Más importante aún, creemos que, dados los problemas hermenéuti


cos insalvables ligados a la transmisión del pensamiento de Sócrates,
cual quier disociación entre Sócrates y Platón tiene algo de ficción. De
modo que no apostamos a desvelar una supuesta verdad histórica, sino
a problema tizar un mito que, en el interior de la educación y la
filosofía, se ha aso ciado, casi sin lagunas, a Sócrates. Por eso, estamos
usando el nombre de Sócrates no para referirnos a la figura histórica
que nació en el año 469 a.C. y murió en el 399 a.C., sino a un personaje
conceptual inventado en gran medida por su discípulo Platón y que ha
operado como un poderoso dispositivo productor e inhibidor de
pensamiento en lo que llamamos historia de las ideas filosóficas sobre la
educación y aun en la práctica peda gógica de una infinidad de
educadores. Al final, no se trata tanto de Sócrates o de Platón, sino de
un tercero, una creación entre ambos, un Socratón o Plácrates, que
puede ayudarnos a pensar los problemas que aquí interesa pensar: ¿qué
significan enseñar y aprender (filosofía o cualquier otra cosa)?, ¿qué
relación con el pensamiento se establece y se posibilita entre al guien
que dice que enseña (filosofía o cualquier otra cosa) y alguien que
afirma que aprende (filosofía o cualquier otra cosa)?
Otro lector también estará pensando que la situación es diferente en
los llamados diálogos socráticos o aporéticos, en los cuales, a diferencia
del Menón, no habría saber positivo sobre las cuestiones que allí se
indagan. Estos textos acabarían en un mutuo reconocimiento, por parte
de Sócrates y de sus interlocutores, de su no saber frente a la cuestión
tratada. Allí, Sócrates más claramente no enseñaría un saber, porque ni
siquiera se afir maría ese saber en el transcurso del diálogo.
Vamos a ver entonces uno de esos diálogos, el Eutifrón.
Rememoremos su inicio. Sócrates, yendo a buscar la acusación escrita
contra sí mismo, se encuentra, en la puerta de los Tribunales, con
Eutifrón, que se dirigía a iniciar un proceso contra su propio padre
porque este había asesinado a un vecino. El motivo que inicia la
conversación no es menor: alguien que se dice especialista en cuestiones
sagradas puede –al acusar a su propio padre ante los tribunales– estar
de hecho efectuando una acción contraria, profana (3e-5a). Sócrates,
entonces, aprovecha la oportunidad para decirle a Eutifrón que, como a
un discípulo, le explique qué es lo sagrado y lo profano, de los cuales
Eutifrón se declara conocedor (5c-d).
WALTER O. KOHAN 43

Eutifrón, al igual que Menón, cree estar ante una tarea sencilla y, tal
vez por eso, falla inevitablemente en todos sus intentos de responder
satisfactoriamente las preguntas de Sócrates. En su primer intento,
sugiere que lo sagrado es justamente lo que él está haciendo en ese
momento, o sea, instaurar un proceso contra quien es injusto, sin
importar quién es el que comete la injusticia y el tipo de injusticia que
comete o contra quién lo hace; al contrario, no instaurar tal proceso en
esas circunstancias sería un acto profano (5d-e). Sócrates contesta que,
de hecho, Eutifrón no respondió su pregunta enteramente. Sólo dio un
ejemplo o caso de algo sagrado y de algo profano, pero no consideró
muchas otras cosas que también lo son (6d). Sócrates especifica aún
más su pedido: quiere saber la propia idea (eîdos, idéia, 6d-e), el
paradigma, por el cual las cosas sagra das son sagradas y las profanas
son profanas.
En su segundo intento, Eutifrón tampoco satisface a Sócrates.
Afirma que «lo amado por los dioses es sagrado y lo que no es amado
por los dio ses es profano» (6e-7a). La réplica de Sócrates (7a-8b) puede
resumirse de la siguiente manera: los desacuerdos se dan, entre dioses y
seres humanos, precisamente por los sentimientos que ellos tienen
sobre cosas tales como lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo
sagrado y lo profano. Esto sig nifica que algunos dioses aman algunas
cosas y otros dioses odian esas mis mas cosas. De este argumento se
desprende que las mismas cosas son ama das y odiadas por los dioses y,
de ese modo, la definición propuesta por Eutifrón lleva a una
contradicción, ya que algunas cosas serían amadas y odiadas por los
dioses y, por lo tanto, sagradas y profanas al mismo tiempo.
El argumento es falaz y espantaría al propio Sócrates de otros
diálogos, por ejemplo, el que mantiene con Polo y Trasímaco en el libro I
de la Repú blica. Sócrates parte aquí de una premisa que él mismo no
considera aceptable en ese otro diálogo, la de que existen diferencias
sustantivas entre los dioses con relación a lo que aman y odian (véase a
este respecto el propio Eutifrón, 9c-d, o la República, libro II). La
respuesta de Eutifrón puede no ser la que Sócrates espera en tanto no
ofrece el paradigma o idea «por el cual todas las cosas sagradas son
sagradas (y las profanas, profanas)», pero no sólo no es contradictoria,
sino que de hecho responde aceptable mente la pregunta de Sócrates
ofreciendo ejemplos y criterios de demar cación entre lo sagrado y lo
profano. Si algunos dioses aman las mismas
44 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

cosas que otros dioses odian, esto apenas señala que para tales dioses
no son sagradas y profanas las mismas cosas, lo que es bastante
sintónico con la religiosidad griega imperante en Atenas. Esta
concepción de la divini dad puede ser un problema para la concepción
de la divinidad de Sócrates, pero entonces su descalificación de la
respuesta de Eutifrón debería tener otro carácter que el ofrecido en el
diálogo.
De todos modos, la conversación continúa y Sócrates se muestra
cada vez más implacable. Reafirma que es precisamente en determinar
si una cosa es justa o injusta que hombres y dioses no acuerdan (8c-e).
Eutifrón da señales de cansancio y, ante la ironía socrática de que cierta
mente explicará a los jueces lo que a él, Sócrates, le da más trabajo
apren der, responde con más ironía: «Si me oyen, les explicaré» (9b).
Eutifrón toca un punto clave: en muchos pasajes de los diálogos,
Sócrates parece no oír a sus interlocutores.
El problema parece ser que aquí también Sócrates quiere oír una
única cosa y, si no oye lo que quiere oír, al resto no presta atención. De
modo que Sócrates no oye a Eutifrón porque Eutifrón no responde la
pregunta de Sócrates como Sócrates quiere que la responda. Sócrates
quiere el «qué» y Eutifrón da el «quién». Sócrates pregunta por lo
sagrado y Eutifrón responde mostrando alguien que hace lo sagrado y
lo instituye como tal. ¿Por qué no? ¿Acaso cada «qué» no esconde un
«quién»? ¿Acaso la pretensión socrática de una naturaleza, idea o ser de
lo sagrado no esconde una afección como la que ofrece Eutifrón? ¿Por
qué una caracte rística abstracta y universalizada es mejor respuesta para
entender el «qué» de una cosa que el sujeto de su producción? Las
preguntas podrían continuar; el punto es que Sócrates bien podría
disponerse a discutir algo que está un poco «antes» de su exigencia,
como su presupuesto: ¿qué es lo que hace que x sea x y no otra cosa?
¿Es un paradigma, una idea o algo del orden del aquí y el ahora, de los
afectos y los efectos, de la historia y de la geografía, tanto cuanto de la
metafísica y la ontología?
Ciertamente, Sócrates no considera estas preguntas. Parece haberlas
respondido de antemano y desde ese punto de partida impugna las
respues tas que no van a su encuentro. Importa notar la violencia de
este modo de proceder socrático que es también el modo de proceder
con el que la filosofía obtiene su certificado de nacimiento: la
despersonalización del
WALTER O. KOHAN 45

pensamiento, una abstracción que lo arranca de sus condiciones de pro


ducción, una universalización que lo desconecta de su mundo concreto
de sentido, una intransigencia que lo aísla de otras formas de
pensamiento. De esta manera, la negación del «quién» en el
pensamiento no es sino una máscara para la imposición de quienes
están, escondidos, presentes en esa ausencia.
Así, el Eutifrón muestra a la filosofía como una actividad del pensa
miento que se instala en un lugar y no sale de ese lugar con la
pretensión de que sean los otros los que salgan de su lugar y vayan a su
encuentro; una actividad del pensamiento que descalifica las respuestas
de los otros que no coinciden con sus propias respuestas; una
experiencia que es insen sible a los diversos intentos de pensar las
mismas preguntas de otro modo, desde otros presupuestos, con otra
lógica; más aún, que nace no acep tando no sólo otras respuestas para
sus preguntas, sino tampoco otras preguntas –y un modo específico de
entenderlas– que las que ella consagra para el pensamiento.
El «diálogo» continúa. Sócrates insiste. No es el «ser amado por los
dioses» lo que determina el ser de lo sagrado, sino, al contrario, algo es
amado por los dioses por ser sagrado (9c-10e). En ese caso, Eutifrón
estaría confundiendo una afección del «ser sagrado» («ser amado por los
dioses») y del «ser profano» («ser odiado por los dioses») con lo que es
«ser sagrado» y «ser profano». Eutifrón ya no sabe cómo decir a
Sócrates lo que piensa. Todo le da vueltas a su alrededor. Nada está
quieto (11a-b).
Entonces, Sócrates se dice descendiente de Dédalo (11c). Dédalo es
un ateniense de familia real, el prototipo de artista universal, arquitecto,
escultor e inventor de recursos mecánicos (Grimal, 1989:129). Deste
rrado después de matar a su sobrino Talo por celos, fue arquitecto del
rey Minos en Creta y construyó el Laberinto donde el rey encerró al
Mino tauro. Hizo que Ariadna salvase a Teseo, el héroe que había
venido a combatir al monstruo, sugiriéndole que le diese el ovillo de
lana que le permitiría volver sobre sus pasos a medida que avanzara. Por
eso, Dédalo fue encarcelado por Minos. Entonces, se escapó con unas
alas que él mismo fabricó y se refugió en Sicilia (ídem:130). Sócrates se
refiere a Dédalo también en el final del Menón (97e) como un creador de
estatuas que precisan ser encadenadas porque, si no, no permanecen en
el lugar.
46 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

En el contexto del Menón, compara esas estatuas de Dédalo con las opi
niones verdaderas que sólo tienen valor si se quedan quietas y entonces
se vuelven conocimientos (epistêmai) estables (98a).
Eutifrón dice a Sócrates que se parece a Dédalo (11d). Sócrates
acepta la comparación y se considera todavía más terrible que aquel en
su arte, en la medida en que, mientras que Dédalo sólo hacía que sus
obras no permaneciesen en su lugar, Sócrates hace lo mismo, pero no
sólo con sus obras, sino también con las de los otros. Más aún, Sócrates
afirma que es sabio, especialista (sophós, 11e), en este arte
involuntariamente, porque desearía que sus razones o argumentos
(lógous, 11e) permaneciesen quietos, sin moverse.
Hay aquí una sintonía con la imagen del pez torpedo en el Menón y
una implícita aceptación de los desplazamientos de Sócrates recién aludi
dos, en función de sus interlocutores y del contexto de cada conversa
ción. Pero hay algo tal vez más interesante. Tanto en esta imagen de
Dédalo como en la del pez torpedo, Sócrates no deja las cosas quietas y
lo hace de una manera tal que sus interlocutores pierden su apoyo, ya no
consiguen más hacer pie. Pero él mismo también se siente sin pie. La
experiencia filosófica tiene el sentido de desplazar las bases del pensa
miento, la relación que tenemos con lo que pensamos. Las
conversaciones de Sócrates tienen el efecto de un hechicero o un
artista-inventor que hace que los otros dejen de sentirse cómodos y
seguros en su lugar. Y puede hacerlo, o lo hace con la intensidad con
que lo hace en el Menón, porque el propio Sócrates está dispuesto y de
hecho sale de su lugar cuando se pone a pensar con otro. Lo que en esa
imagen doble nos sugiere Sócrates es que enseñar (filosofía) estaría
relacionado con hacer que los otros salgan del lugar en el que están
fijados en el pensamiento, bajo la condición de que quien enseña
también salga de su lugar. Este autorretrato de Sócrates de dos caras, en
el Menón y el Eutifrón, nos parece una imagen interesante para una
experiencia pedagógica. El punto es que en los propios ejercicios que
Sócrates realiza allí con el esclavo y el sacerdote no parece él mismo
afirmar para sí ese movimiento.
Volvamos al Eutifrón, ya que, aun con la furia de Eutifrón, el
intercam bio continúa. Sócrates consigue, con muchas dificultades, que
Eutifrón esté de acuerdo en que lo sagrado es una parte de lo justo y
que se trata
WALTER O. KOHAN 47

de especificar precisamente qué parte es ésa (12a-12e). La conversación


gana nuevo impulso y Eutifrón parece avanzar en la dirección en que
Sócrates quiere llevarlo cuando afirma que lo sagrado es la parte de lo
justo que dice respecto al trato que se le da a los dioses, mientras la otra
parte de lo justo tiene que ver con el trato que se le da a los hombres
(12e). Falta un poquito más para llegar a la meta, dice Sócrates, que pide
aclaraciones sobre el tipo de trato del que habla Eutifrón (13a).
En este detalle, en esa cosa menor que falta para que la discusión lle
gue a buen término, los interlocutores se pierden nuevamente y, esta
vez, definitivamente. Parecen demasiado cansados uno del otro y el
avance de la conversación ya no trae más aportes para resolver el
problema en cues tión. Eutifrón insiste en que aprender sobre estas
cosas da mucho trabajo (14a-b) y Sócrates lo acusa de no querer
enseñarle (14b) y de volver a los mismos argumentos. Agrega que
Eutifrón es incluso más artista que Dédalo, en tanto consigue que sus
argumentos anden continuamente en círculos (15b-c). El tono enojoso
de Sócrates parece indicar el fracaso de una experiencia: después de
tantas y tantas vueltas, Eutifrón va a parar al mismo lugar del inicio.
Como afirma Heráclito (DK 22 B 103), en el círculo el comienzo y el fin
son lo mismo.
Así, el Eutifrón acaba siendo un ejemplo de esas conversaciones en
las que el interlocutor no consigue dar una respuesta a Sócrates que le
resulte satisfactoria sobre el asunto indagado. En este caso, Sócrates no
está satis fecho con las respuestas otorgadas al «qué» de lo sagrado y lo
profano. El desenlace del diálogo es aporético. Con todo, el final del
Eutifrón es también ejemplar en otro sentido, tal vez más interesante
para los pro blemas que nos ocupan. Después de la enésima y última
insistencia de Sócrates para que le enseñe qué es lo sagrado y lo
profano, Eutifrón sale corriendo; a las apuradas, se escapa de Sócrates.
De este modo, repite algo que varios interlocutores muestran en otros
diálogos: Sócrates no consigue hacer lo que dice en el Menón que hace
con los que dialogan con él: sacarlos de su lugar, sino sólo de manera
física. Tampoco consigue lo que dice en la Apología que hace con sus
interlocutores: instruirlos a seguir una vida filosófica. Todo parece
indicar que Eutifrón acaba el diálogo pensando sobre lo sagrado lo
mismo que pensaba al inicio y, con todos sus intentos dedálicos,
Sócrates no consigue sacarlo de su lugar, a no ser
48 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

para escaparse del propio Sócrates. Los movimientos circulares lo con


ducen al mismo inicio.
Con todo, lo más llamativo es que el propio Sócrates se queda
quieto en el mismo lugar. Su última intervención (15e-16a) es clara:
lamenta que, ante la fuga de Eutifrón, quede imposibilitado de aprender
lo que es lo sagrado y su contrario, lo que le permitiría: a) saber
defenderse de la acusación de Meleto; b) no hacer nuevas invenciones
por desconoci miento y c) vivir otra vida, mejor. De modo que Sócrates
sabe lo mismo que sabía al inicio: qué no es lo sagrado, por dónde debe
pasar una res puesta adecuada a tal pregunta y también cómo refutar a
quien no define una areté de la forma en que él pretende que sea
definida.
En todo caso, el ejemplo del Eutifrón es ilustrativo: Sócrates ha
usado el poder de Dédalo para negar cualquier carácter de filosófico a
todo lo que no se identificara con la imagen del pensamiento
presupuesta para y por la filosofía; para silenciar y expulsar de lo
pensable la otredad de los otros pensares. Al final del diálogo, Sócrates se
queda solo. Eutifrón ha escapado, ha salido corriendo ante tamaña
pretensión. De un lado, ha quedado el filósofo. Del otro lado, fuera,
quien no ha aceptado pensar como piensa el filósofo.

iv. La figura de un profesor

Sócrates es una figura contradictoria, llena de matices y contrastes, aun


dentro de los diálogos de Platón. Lejos estamos de pretender dar una
imagen que abarque todas esas facetas. Sólo hemos hecho un ejercicio
de lectura de algunos pasajes de dos diálogos de una faceta de una figura
que tiene muchas otras. ¿Qué es lo que leemos?
En los dos casos, Sócrates busca que sus interlocutores aprendan
algo que él ya sabe de antemano: en el Menón, el resultado parece
satisfactorio: el esclavo de hecho aprende la matemática del ejercicio y
también aprende que para aprender debe hacer lo que hacen quienes
saben (aprender), los que no son esclavos. En el Eutifrón, la fuga de
Eutifrón sugiere un resultado menos satisfactorio. En definitiva, un
anciano aristócrata no es tan permeable como un esclavo. Sócrates lo
acosa sin cesar para que reco
WALTER O. KOHAN 49

nozca que no sabe lo que pensaba saber, que más vale no saber lo que
él sabe y que es mejor buscar lo que la filosofía quiere buscar. No
parece haberlo conseguido. Con las últimas fuerzas que le quedan
después de semejante acoso, Eutifrón consigue escapar.
Así, con todo su fracaso, el Eutifrón deja, al final, solitaria, pero en el
centro de la escena, a la filosofía: los interlocutores no saben o no consi
guen convencer al otro de que saben qué es lo sagrado. Eutifrón no
soporta ese lugar y sale corriendo; Sócrates se muestra más afín, parece
«su» lugar. De modo que también el Eutifrón acaba confirmando lo que
Sócrates ya sabe desde que su amigo Querefonte visitó al oráculo: que
él, Sócrates, es el más sabio de todos los atenienses, porque aunque no
sepa gran cosa, al menos reconoce el poco valor de su saber, mientras
que los otros, como Eutifrón, viven la ilusión de un saber que nada vale.
Con todo, satisfactoria o insatisfactoria en su resultado, la interlocu
ción con el profesor Sócrates deja una huella semejante –y
preocupante– en los dos diálogos: ni el esclavo del Menón ni Eutifrón
aprenden a bus car por sí mismos lo que quieren buscar. Sólo aprenden
a reconocer lo que Sócrates quiere que reconozcan o que es mejor
escaparse si no hay otra salida. Por cierto, estos episodios no son
aislados: la rabia no es sólo de Eutifrón, sino también de Trasímaco,
Calicles y tantos otros. Tal vez estos personajes perciban que Sócrates
no pregunta como pregunta alguien que no sabe, sino, justamente, al
contrario, como un sabio, por que sabe un saber nada menos que
oracular, para que el otro sepa lo que no recordaba (Menón) o para que
sepa que no sabe lo que cree saber (Eutifrón). En definitiva, Sócrates
también pregunta para que todos sepan que, como dijo el oráculo, no
hay nadie en Atenas más sabio que él. Cuando del otro lado no está un
viejo sacerdote o un joven esclavo, sino un político actuante, las
consecuencias de este juego socrático aca ban con su propia muerte.
Este Sócrates, que no es todos los Sócrates, pero tampoco es menos
Sócrates que ese campeón de una enseñanza dialógica y constructivista
que se lee por todos lados, instaura una pretensión hegemónica de ejer
cer el pensamiento por parte del filósofo-profesor. O los otros piensan
como piensa el filósofo-profesor o no piensan, o piensan errado; o los
otros saben como sabe el filósofo-profesor o no saben, o saben errado.
50 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

Sócrates encarna, bajo su aparente no saber, la consumación de una


volun tad de saber autosuficiente y totalizadora, impermeable a las
preguntas y saberes de los otros, a los otros saberes. Sócrates ilustra la
fundación de ese ideal identitario de lo mismo que se constituye sobre la
asimilación (el esclavo) o la negación (Eutifrón) del otro, del otro saber,
del otro pen sar, del otro ser, del otro valer, del otro poder. Con
Sócrates, el filósofo profesor se erige a sí mismo en legislador, instaura
la norma de lo que se puede saber, de lo que es legítimo conocer y
pensar, la medida del encuentro consigo mismo en el pensamiento; es la
figura del juez que sanciona epistemológica, política y filosóficamente
los desvíos, las debili dades, las faltas de lo que saben y piensan los
otros.
Ésta es una infancia de la filosofía y de la pedagogía legada por
Sócrates. Tal vez valga la pena repensar esa imagen en un tiempo y un
espacio en que parece imperioso que algunos «otros» puedan encontrar
espacio para expre sar otra palabra, otro saber, otro pensar que los que
dominan las polis de nuestro tiempo. Tal vez sea necesario inventar
otras infancias, encon trar nuevos inicios, afirmar nuevos comienzos
para una educación filosó fica. Una historia zapatista puede ayudarnos a
pensar en esos comienzos.

v. Una historia, ¿socrática?

La cuestión tiene que ver, tal vez, con la sentencia inscripta en el


oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo», que Sócrates ha recuperado y
dado el estatuto de un desideratum pedagogicum para el ejercicio de la
filosofía. Toda una marca en las historias de las ideas pedagógicas. ¿Qué
significa «conocerse a uno mismo»? ¿Qué relación política abre entre
quien enseña y quien aprende cuando es puesto como meta de la
relación pedagógica? ¿Qué relaciones con uno mismo y con los otros
favorece?
Para pensar estas preguntas vamos a leer una historia escrita por el
subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
en marzo de 2001, cuando los zapatistas hicieron una marcha desde
Chiapas hasta el Distrito Federal para buscar apoyo para el
reconocimiento de derechos indígenas. Ésta es la historia4:

4. Este texto está publicado en EZLN (2001:404).


WALTER O. KOHAN 51

La tarde se va parpadeando el sofoco de la noche. Las sombras


se descuelgan de la gran Ceiba, el árbol madre y la sostenedora
del mundo, y van a tomar cualquier lugar para acostar sus
misterios. Con la tarde, también se va apagando marzo y no éste
que hoy nos sorprende andando con los muchos. Hablo de otra
tarde, en otro tiempo y en otra tierra, la nuestra. El Viejo
Antonio volvió de rozar la milpa y se sentó a la puerta de su
champa. Dentro la Doña Juanita preparaba las tortillas y las
palabras. Y como si tal, las fue pasando al Viejo Antonio,
adentrando unas y sacando otras, el Viejo Antonio masculló,
mientras fumaba su cigarro de doblador...

La historia de la búsqueda
Cuentan nuestros más antiguos sabios que los más primeros dio
ses, los que nacieron el mundo, las nacieron a casi todas las cosas
y no todas hicieron porque eran sabedores que un buen tanto
tocaba a los hombres y mujeres el nacerlas. Por eso es que los dio
ses que nacieron el mundo, los más primeros, se fueron cuando
aún no estaba cabal el mundo. No por haraganes se fueron sin
termi nar, sino porque sabían que a unos les toca empezar, pero
terminar es labor de todos. Cuentan también los más antiguos de
nuestros más viejos que los dioses más primeros, los que
nacieron el mundo, tenían una morraleta donde iban guardando
los pendientes que iban dejando en su trabajo. No para hacerlos
luego, sino para tener memoria de lo que habría de venir cuando
los hombres y mujeres terminaran el mundo que se nacía
incompleto.
Ya se iban los dioses que nacieron el mundo, los más primeros.
Como la tarde se iban, como apagándose, como cobijándose de
sombras, como no estando aunque ahí se estuvieran. Entonces el
conejo, enojado con los dioses porque no lo habían hecho grande
a pesar de haber cumplido con los encargos que le hicieron (chan
gos, tigre, lagarto), fue a roer la morraleta de los dioses sin que
éstos se dieran cuenta porque ya estaba un poco oscuro. El
conejo quería romperles toda la morraleta, pero hizo ruido y los
dioses se dieron cuenta y lo fueron a perseguir para castigarlo por
su delito que había hecho. El conejo rápido se corrió. Por eso es
que los
52 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

conejos de por sí comen como si tuvieran delito y rápido se


corren si ven a alguien. El caso es que, aunque no alcanzó a
romper toda la morraleta de los dioses más primeros, el conejo sí
alcanzó a hacerle un agujero. Entonces, cuando los dioses que
nacieron el mundo se fueron, por el agujero de la morraleta se
fueron cayendo todos los pendientes que había. Y los dioses más
primeros ni cuenta que se daban y entonces se vino uno que le
llaman viento y dale a soplar y a soplar y los pendientes se fueron
para uno y otro lado y como era de noche ya pues nadie se dio
cuenta dónde fueran a parar esos pendientes que eran las cosas
que había que nacer para que el mundo fuera completo.
Cuando los dioses se dieron cuenta del desbarajuste hicieron
mucha bulla y se pusieron muy tristes y dicen que algunos hasta
lloraron, por eso dicen que cuando va a llover primero el cielo
hace mucho ruido y ya luego viene el agua. Los hombres y
mujeres de maíz, los verdaderos, oyeron la chilladera porque de
por sí cuando los dioses lloran lejos se oye. Se fueron entonces
los hombres y mujeres de maíz a ver por qué se lloraban los
dioses más primeros, los que nacie ron el mundo, y ya luego,
entre sollozos, los dioses contaron lo que había pasado. Y
entonces los hombres y mujeres de maíz dijeron «Ya no lloren ya,
nosotros vamos a buscar los pendientes que perdieron porque de
por sí sabemos que hay cosas pendientes y que el mundo no
estará cabal hasta que todo esté hecho y acomodado». Y siguie
ron diciendo los hombres y mujeres de maíz: «entonces les
pregun tamos a ustedes, los dioses más primeros, los que
nacieron el mundo, si es que se acuerdan un poco de los
pendientes que perdieron para que así nosotros sepamos si lo que
vamos encontrando es un pen diente o es algo nuevo que ya se
está naciendo».
Los dioses más primeros no contestaron luego porque la
chilladera que se traían no les dejaba ni hablar. Y ya después,
mientras talla ban sus ojos para limpiar sus lágrimas, dijeron: «Un
pendiente es que cada quien se encuentre».
Por esto es que nuestros más antiguos dicen que, cuando
nacemos, nacemos perdidos y que entonces conforme vamos
creciendo nos
WALTER O. KOHAN 53

vamos buscando, y que vivir es buscar, buscarnos a nosotros


mismos. Y ya más calmados, siguieron diciendo los dioses que
nacieron el mundo, los más primeros: «todos los pendientes de
nacer en el mundo tienen que ver con éste que les decimos, con
que cada quien se encuentre. Así que sabrán si lo que encuentran
es un pendiente de nacer en el mundo si les ayuda a encontrarse a
sí mismos».
«Está bueno», dijeron los hombres y mujeres verdaderos, y se
pusieron luego a buscar por todos lados los pendientes que había
que nacer en el mundo y que les ayudarían a encontrarse.

El Viejo Antonio termina las tortillas, el cigarro y las palabras. Se


queda un rato mirando a un rincón de la noche. Después de unos
minutos dijo: «Desde entonces nos la pasamos buscando, buscán
donos. Buscamos cuando trabajamos, cuando descansamos,
cuando comemos y cuando dormimos, cuando amamos y
cuando soña mos. Cuando vivimos buscamos buscándonos y
buscándonos bus camos cuando ya morimos. Para encontrarnos
buscamos, para encontrarnos vivimos y morimos»:
—¿Y cómo se le hace para encontrarse a uno mismo?
—pregunté. El Viejo Antonio me quedó mirando y me dijo
mientras liaba otro cigarrillo de doblador:
Un antiguo sabio zapoteco me dijo cómo. Te lo voy a decir pero
en castilla, porque sólo quienes se han encontrado pueden hablar
bien la lengua zapoteca que es flor de la palabra, y mi palabra
apenas es semilla y otras hay que son tallo y hojas y frutos y se
encuentra quien es completo. Dijo el padre zapoteco:
«Primero andarás todos los caminos de todos los pueblos de la
tierra, antes de encontrarte a ti mismo» («Niru zazalu’ guiráxixe
neza guidxilayú ti ganda guidxelu’ lii»).
Tomé nota de lo que me dijo el Viejo Antonio aquella tarde en
que marzo y el día se apagaban. Desde entonces he andado
muchos caminos pero no todos, y aún me busco el rostro que sea
semilla, tallo, hoja, flor y fruto de la palabra. Con todos y en
todos me busco para ser completo.
54 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

En la noche de arriba una luz ríe, como si en la sombra de abajo


se encontrara.
Se va marzo. Pero llega la esperanza.

Subcomandante Insurgente Marcos


Juchitán, Oaxaca
México, 31 de marzo del 2001

Vamos a extraer dos principios de esta historia que nos ayudarán a pen
sar en Sócrates y en un nuevo inicio para el enseñar y el aprender.

a. Un principio para enseñar: terminar es labor de todos

Marcos dice que los dioses hicieron el mundo incompleto. No lo


hicieron así por perezosos, sino por principio, por convicción, porque
considera ron que «unos tienen que comenzar, pero terminar es labor
de todos». Eran dioses poco omnipotentes, imperfectos, dueños de
pocas certezas, en casi nada semejantes a los que se usan para dictar la
moral y las buenas costumbres; al contrario, lloraban, reían y sentían
dolor. Estos dioses nota ron que la creación de un mundo exige la
participación de todos los que irán a habitarlo, que la creación primera
–por tanto, espejo de toda creación– dice algo respecto de un
movimiento inicial que instaura lo nuevo y abre las puertas para que los
otros participen de esa creación. También notaron que no hay creación
individual, sin la intervención de los otros. De esta forma, tal vez estén
situando un principio intere sante para pensar el enseñar y el aprender.
Lo que estos dioses están sugiriendo es que no hay creación posible
si no hay participación de todos en la creación. La educación es tal vez
una de las dimensiones de la vida humana donde ese mandato creador
se actualiza más radicalmente: parece imposible educar si no se hace de
este acto, sobre todo, una acción creadora. Y las posibilidades de
creación están seria mente comprometidas entre nosotros, con las
escuelas cada vez más limi tadas a una función de asistencia y de
contención social, ¿cómo pensar en creación cuando muchos infantes
van a la escuela sobre todo a tener su única alimentación diaria o para
escapar de un contexto violento y ame
WALTER O. KOHAN 55

nazador? ¿Cómo enfrentar la ausencia de sentido si la educación renun


cia a su dimensión creadora? Tal vez, para pensar estas preguntas puede
ser interesante pensar el valor de algunos principios, la fertilidad de algu
nos inicios, para otra educación.
Voy a detenerme en una figura poética del texto de Marcos que
refuerza este principio. Como sabemos, en la lengua castellana el verbo
«nacer» no es un verbo transitivo; no pide ni admite un objeto, por lo
que las gramáticas lo clasifican como verbo intransitivo. «Salir del
vientre materno», dice el diccionario. Se nace; alguien nace, pero nadie
es nacido por otra persona. Decimos, por ejemplo, que una mujer «tuvo
un hijo», no que ella «nace un hijo». Decimos que nació Mario, Giulietta
o Valeska, pero nunca decimos que ellos son nacidos o que alguien los
nace. Deci mos que el nacimiento es una acción que alguien trae
consigo y que lo lleva a darse la vida, a ponerse en el mundo. Alguien
nace y punto final. La idea es interesante porque revela la importancia
que cada cual asume en su propia entrada en el mundo. Sin embargo,
nuestra historia sugiere una idea diferente, tal vez complementaria.
Marcos dice, con esa figura lite raria, que los dioses «nacieron el
mundo». Podría haber dicho simplemente que «el mundo nació» o
podría haber usado otros verbos para expresar la idea de que el mundo
fue creado. Podría haber dicho, por ejemplo, que los dioses «crearon el
mundo» o «produjeron el mundo» o, aun, que ellos «fabricaron el
mundo». Pero prefiere decir que ellos «nacieron el mundo». Como diría
Manoel de Barros (2003:ix), fuerza la gramática, opera un
desplazamiento en el modo normal de decir, busca belleza en las
palabras, produce toda una solemnidad de amor. Y las palabras crujen,
gritan, crean en el texto de Marcos.
De modo que el mundo es nacido por los dioses. Para la liturgia
«occidental y cristiana», acostumbrada a la figura de un dios creador,
podría haber poca novedad. Pero la hay. Es cierto, sin los dioses el
mundo no habría nacido. Sin embargo, no se trata de una creación de la
totalidad. No es un nacimiento acabado, definitivo. Los dioses no
nacieron un mundo completo, sino un mundo que llevaría consigo la
necesidad de nuevos y continuos nacimientos. El nacimiento es, tal vez,
una de las formas más sublimes de creación. Es una creación entre
creaciones. En la figura literaria de Marcos, encontramos inspiración
56 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

para pensar de otra forma otro acto poderosamente creador como es el


acto de educar.
Educar quiere decir, básicamente, enseñar y aprender. Y enseñar y
aprender han sido comprendidos, tradicionalmente, según la lógica de la
transmisión. Estamos acostumbrados a pensar que enseñar sería
brindarle algo a quien no lo posee, en tanto que aprender sería traer
para sí el signo, la señal, que está en quien enseña.
Estos dioses que precisan de las criaturas para crear permiten
pensar el enseñar y el aprender como actos menos individuales y menos
completos. Como acciones que exigen cierta solidaridad en el principio
de la creación, cierto inacabamiento en lo creado y cierta cooperación
en la tarea creadora. Como si enseñar y aprender exigiesen por lo
menos dos fuerzas igualmente actuantes. Como si fuesen realizaciones
que no es posible hacer por el otro, pero tampoco sin que el otro ponga
algo de sí. Como si enseñar y apren der fuesen trabajos de solidaridad y
de incompletitud. Cosas que nunca acaban, que siempre están naciendo,
encontrando nuevos inicios.
Cuando nos salimos de la lógica de la transmisión solemos ir hasta
su negación. Si no pensamos que enseñar tiene que ver con transmitir
un conocimiento ya listo para nuestros alumnos, creemos que no hay
nada que transmitir y entonces serían los alumnos los que construirían
los conocimientos por sí mismos. O bien les damos todo o no les
damos nada. Les damos las preguntas y las soluciones o los dejamos
que pregunten sus preguntas y respondan sus respuestas. Pensamos por
ellos o los deja mos que piensen lo que quieran pensar. Les pasamos
nuestros valores o dejamos que valoren lo que se les ocurra valorar.
La imagen de dioses que nacen un mundo que necesita seguir
naciendo inspira otra educación frente a estas alternativas. Inspira una
acción educadora que nace saberes que no dejan de nacer en cada uno
de los que participan de esa acción. Inspira una educación que no da, o
para decirlo mejor, que no nace, todo o nada. Nace, tal vez, una de las
bases de la potencia de toda creación: lo que puede cualquier ser
humano cuando se considera capaz de continuar naciendo sus
nacimientos; aquello que puede alguien que recibe de quien enseña la
atención, el cuidado y la hos pitalidad que necesita para nunca dejar de
aprender junto a él. Quien enseña ofrece aquello sin lo cual nadie sería
capaz de nacer conocimien
WALTER O. KOHAN 57

tos que merezcan ese nombre y con lo cual podrá participar de


continuos nacimientos: una pregunta, un gesto, una opinión, una
lectura, la acti tud de quien, por sobre todas las cosas, está siempre
aprendiendo junto a otros. Una educación para la fecundidad y el
nacimiento constantes, conjuntos, siempre presentes. Una educación
que dé siempre la oportu nidad de decir a todos «yo también soy un
educador»5.

b. Un principio para aprender: el pendiente es buscarse

El caso es que los dioses dejaron el mundo con creaciones pendientes.


Lo hicieron así a propósito, ya lo sabemos. Pusieron las cosas
pendientes en una mochila para poder reconocer si cada nueva creación
correspondía a alguna de aquellas creaciones pendientes. Pero las
creaciones pendientes se desparramaron por el mundo todo. Hombres
y mujeres irían a buscar esos pendientes, pero ¿cómo saber si lo que
encontrarían es un pendiente o algo nuevo que está naciendo en el
mundo? Los dioses explican cómo: «Un pen diente es que cada quien se
encuentre» y todos los otros pendientes tienen que ver con éste. De
modo que sabrán si lo que encuentran es algo pen diente si les ayuda a
encontrarse a sí mismos. Vamos a explorar esta frase.
De todo lo que ha quedado pendiente, lo principal, con lo que se
relacionan todos los demás, es que cada quien se encuentre a sí mismo.
¿Cómo entender el sentido de este pendiente? ¿Qué significa encon
trarse? ¿Dónde concretar este encuentro? ¿Cómo propiciarlo? ¿Quién
es ese «se» que busca encontrar-se? ¿Quiere decir este pendiente que
existe, para cada quien, una identidad ya definida y que vivir es
simplemente reconocer esa marca previamente determinada?
Evidentemente, este pen diente lleva a complejos temas ligados a
cuestiones filosóficas tales como «¿quién somos?» o «¿qué hace que
seamos aquello que somos?».
Preguntas difíciles de responder para seres humanos. En todo caso,
algo parece claro: si algo pendiente para todo ser humano es
encontrarse, entonces quien esté dispuesto a aceptar el desafío tendrá
que buscarse. El encuentro –real o no, posible o quimérico– marca el
sentido de la bús

5. La frase está inspirada, claro, en el «yo también soy pintor» de J. Jacotot. Véase Rancière
(2003).
58 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

queda. Buscamos para encontrar, aunque no necesariamente encontre


mos lo que buscamos. Nos buscamos para encontrarnos, aunque no
necesariamente nos encontremos. Buscamos para producir encuentros,
aunque sepamos que algunos encuentros nunca serán nacidos. Por eso,
Marcos dice que vivir es buscar, «buscarnos a nosotros mismos».
La cuestión es que, de hecho, difícilmente nos encontraremos. Por
no decir que es casi imposible que lo hagamos. Porque para eso, dice el
anti guo sabio zapoteca, hay que andar todos los caminos de todos los
pue blos de la tierra. Tarea imposible para cualquier ser humano: andar
TODOS los caminos de TODOS los pueblos. Otra vez el fantasma y la ilu
sión de la totalidad, de la extranjeridad más absoluta, total.
¿Que están queriendo decir estos dioses? ¿Están considerando la
humanidad una quimera? En parte. Es verdad que la condición humana
no puede alcanzar la totalidad. Así, ella se reviste de una cierta imposibi
lidad, la de buscar algo que su propia condición no le permite
encontrar. Con todo, igualmente hay que buscarse, siempre,
obstinadamente, para que todo otro encuentro merezca la pena. ¿Cuál
es el sentido de esta para doja? Tal vez que el sentido de la vida humana
no está en la posesión del encuentro, sino en la fortaleza de la búsqueda.
El encuentro con todos los otros pueblos tendría el valor de la utopía,
de dar sentido al andar.
En esta utopía del encontrarse, en esta tarea de buscarse, reaparece,
con toda su fuerza, el valor del otro, de la otra, de los otros. Si para
encon trarse hay que andar todos los caminos de todos los otros, esta
búsqueda de sí mismo no se puede hacer sin el otro, sin la otra, sin los
otros. En otras palabras, los otros no pueden faltar en nuestra
búsqueda. Si fuése mos más osados todavía, diríamos que encontrarnos
es buscarnos a nosotros en los otros o buscar a los otros en nosotros.
Como si los otros fueran, al mismo tiempo, compañeros en la búsqueda
y el propio sentido de lo que se busca. Como si el sabio zapoteca
quisiera decir que en nosotros mis mos están los otros y que nosotros
también estamos en los otros. O, por lo menos, que en nosotros
mismos podemos buscar a los otros y que los otros pueden buscarse a
sí mismos en nosotros.
WALTER O. KOHAN 59 c. Una búsqueda entre Sócrates y Foucault

Más de un lector debe haber sentido un cierto olor a Sócrates en esta


histo ria de creaciones pendientes de Marcos. Debe haber recordado la
sentencia inscripta en el oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo» y la
manera en la que Sócrates la rememora, por ejemplo, en el Alcibíades I
de Platón6. Vamos a considerarla.
En este diálogo, Sócrates cuestiona en qué medida alguien como Alci
bíades está preparado para ejercer la política, en función de la
formación que ha recibido. Compara su crianza y educación con la de
los persas y espartanos y muestra a Alcibíades la necesidad de que quien
pretende ocuparse de los otros, de la política, comience por «ocuparse
de sí mismo» (128a-129a). Para eso tendrá que «conocerse a sí mismo».
¿Cómo alguien se conoce a sí mismo? ¿Qué debe conocer? Según
Sócrates, sólo se conoce a sí mismo quien conoce su propia alma, ya
que el ser humano está com puesto de cuerpo y alma y es ésta la que
gobierna a aquel. Quien conoce su cuerpo sólo conoce «lo gobernado»
(130b), «las cosas de sí mismo», pero no «a sí mismo» (131a). Así, quien
pretende gobernar a los otros, el político, antes debe mostrarse capaz de
gobernarse a sí mismo, lo que supone conocer, ocuparse y cuidar de la
propia alma. En palabras del diálogo platónico:

SÓCRATES. Ejercítate primero, feliz amigo, y aprende lo que es


pre ciso aprender para intervenir en las cosas de la ciudad; pero
no antes, para que vayas poseyendo antídotos, y nada terrible
experimentes. ALCIBÍADES. Me parece que lo dices bien, Sócrates.
Pero trata de expli carme de cuál manera deberíamos ocuparnos
de nosotros mismos. SÓCRATES. Pues bien, tan lejos hacia
adelante hemos penetrado –pues se ha convenido
suficientemente lo que somos–, pero temíamos que extraviados
de esto, lo olvidásemos, ocupados de alguna otra cosa, pero no de
nosotros.

6. El Alcibíades I fue considerado en la Antigüedad –por filósofos como Albino, Jámblico,


Proclo y Olimpiodoro– una excelente introducción a la filosofía. Pocos dudan actual
mente, como otrora, de su autenticidad.
60 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

ALCIBÍADES. Así es.


SÓCRATES. Y después de esto, entonces, que debe cuidarse del
alma y a esto debe mirarse.
ALCIBÍADES. Evidente.
SÓCRATES. Y el cuidado del cuerpo y de riquezas debe dejarse a
otros. ALCIBÍADES. Sí, ¿y bien?
SÓCRATES. ¿De qué manera entonces conoceríamos esto más cla
ramente?, puesto que habiendo conocido esto, como es probable
también nosotros nos conoceremos a nosotros mismos. ¿Es que
por los dioses, no comprenderemos la bien expresada inscripción
délfica que justo ahora recordábamos? (Platón, 1979:132b-c).

Sócrates interpreta el sentido de la inscripción délfica como quien inter


pretaría el sentido de las cosas pendientes de la historia de Marcos. El
diá logo sigue y Sócrates dice que tal vez el único ejemplo de algo que
se conoce a sí mismo sea el de la mirada, cuando una pupila se refleja en
otra pupila y se ve a sí misma. Un ojo sólo se ve a sí mismo en otro ojo,
allí donde surge su virtud, en la propia visión. Del mismo modo, un
alma debe conocerse a sí misma allí donde radica su virtud: la sabiduría,
el conocer, el pensar, de otra alma que refleje lo que hay en ella de
mejor (132d-133c). En este breve ejercicio filosófico, Sócrates, el
filósofo, dice a Alcibíades, el joven aspirante a político, la verdad de la
política: para transmitir la virtud antes de todo hay que ser virtuoso. El
político se rinde a la verdad del filósofo, a la verdad sobre él que el
filósofo le revela, y el diálogo acaba con la promesa del primero de
ocuparse de la justi cia y de buscar para eso ser compañero del filósofo
(135d-e). La moraleja socrática es que un político que quiera conocerse
como tal –y podríamos, tal vez, extender la exigencia a todas las otras
artes– debe antes pasar por la filosofía.
Más recientemente, Michel Foucault definía también la pregunta
«¿quién somos?» como principal para la filosofía. Su interés se dirige
hacia la formación en la Antigüedad de lo que denomina «hermenéutica
de sí» o, en otras palabras suyas, «juegos de verdad» a través de los
cuales se fue constituyendo una cierta experiencia de sí. Leamos cómo
Foucault (1986:11) explica este desplazamiento:
WALTER O. KOHAN 61

En cuanto al motivo que me impulsó, fue bien simple. Espero


que, a los ojos de algunos, pueda bastar por sí mismo. Se trata de
la curiosidad, esa única especie de curiosidad, por lo demás, que
vale la pena practicar con cierta obstinación: no la que busca
asimilar lo que conviene conocer, sino la que permite alejarse de
uno mismo. ¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si sólo
hubiera de asegu rar la adquisición de conocimientos y no, en
cierto modo y hasta donde se puede, el extravío del que conoce?

Foucault invierte la posición del filósofo socrático frente a la historia de


la búsqueda: en este caso, la curiosidad filosófica no busca aumentar el
conocimiento de sí, sino, al contrario, alejarse de lo que se conoce sobre
uno mismo. Como si el buscarse llevase a un dejar de conocerse, a un
dejar de saber lo que ya se sabe sobre sí. Así, estas breves referencias a
Sócrates y Foucault permiten visualizar dos posibilidades opuestas de
entender aquel «buscarse a sí mismo» del que habla Marcos. La primera
opción, socrática, anhela aprender lo que se considera que hay de vir
tuoso en lo más importante, valioso o singular de sí mismo: el alma.
Aunque Foucault no usaría estas palabras, podríamos decir que su
opción es opuesta: buscarse significa alejarse de sí, perderse,
des-encontrarse. Sigamos leyendo a Foucault:

Hay momentos en la vida en los que la cuestión de saber si se


puede pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de
como se ve es indispensable para seguir contemplando o
reflexionando. Quizá se me diga que estos juegos con uno
mismo deben quedar entre bastidores, y que, en el mejor de los
casos, forman parte de esos trabajos de preparación que se
desvanecen por sí solos cuando han logrado sus efectos. Pero
¿qué es la filosofía hoy –quiero decir la actividad filosófica– si no
el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? ¿Y si no
consiste, en vez de legitimar lo que ya se sabe, en emprender el
saber cómo y hasta dónde sería posible pensar dis tinto? Siempre
hay algo de irrisorio en el discurso filosófico cuando, desde el
exterior, quiere ordenar a los demás, decirles donde está su
verdad y cómo encontrarla, o cuando se sitúa con
62 INFANCIA, POLÍTICA Y PENSAMIENTO

fuerza para instruirles proceso con positividad ingenua; pero es


su derecho explorar lo que en su propio pensamiento puede ser
cam biado mediante el ejercicio de un saber que le es extraño.

Foucault parece estar ironizando la máscara de Sócrates. Porque este


último encarna, sobre su aparente no saber, la consumación de la
voluntad de saber sobre sí y sobre los otros. Sócrates es el filósofo
erigido en legisla dor, el que instaura la ley de lo que debe ser la
experiencia de sí, de la forma del encuentro consigo mismo, la figura
del juez que sanciona polí tica y filosóficamente los desvíos, las
debilidades, las faltas de los otros. Al contrario, la actividad filosófica
defendida por Foucault se parece más a la de un explorador de sus
propias normalidades u obviedades para mos trarlas como tales; un
barrendero de lo que no quiere moverse de su lugar en sí mismo, un
Dédalo de los saberes y poderes que nos habitan más allá o más acá de
nuestra pretensión de saber y poder.
Un último párrafo de Foucault:

El «ensayo» –que hay que entender como prueba modificadora


de sí mismo en el juego de la verdad y no como apropiación
simpli ficadora del otro con fines de comunicación– es el cuerpo
vivo de la filosofía, si por lo menos ésta es todavía hoy lo que fue,
es decir, una «ascesis», un ejercicio de sí, en el pensamiento.

Llegamos así al núcleo de la cuestión que nos ocupa: el ejercicio del pen
samiento. En verdad, se trata de un pensamiento en movimiento, de su
cuerpo vivo, de una relación viva y filosófica en quien lo ejerce. Nos
encontramos, entonces, con la filosofía. Parece que no hay vida, que no
hay filosofía, diría Foucault, si no hay una forma de «ensayo», esto es,
un ejercicio de pensamiento que permita transformar lo que somos, que
nos posibilite extranjerizarnos del juego de verdad en el que estamos
cómo damente instalados, que nos permita deshacernos no ya de esta o
aquella verdad, sino de una cierta relación con la verdad, ese trabajo del
pensa miento que busca pensarse a sí mismo para tornarse siempre otro
del que es.
La búsqueda que cada quien entabla consigo mismo para transfor
marse es también la posibilidad de que el mundo sea diferente de lo que
es.
WALTER O. KOHAN 63

En el caso de un profesor, es la lucha por ser otro profesor del que se


es. Buscarse como profesor sería evitar legitimar lo que se sabe y el
lugar que se ocupa. El camino que trazan las creaciones pendientes de
esta búsqueda sería dado por el perderse en lo que no se piensa, en lo
que no se sabe, jugar otro juego de verdad del que se participa en la
normalidad de las instituciones pedagógicas. Una búsqueda de lo
pendiente en el pensamiento sería un ejercicio de pensamiento que
busca abrir ese pen samiento a lo que todavía no ha pensado.
De modo que tal vez sea inspiradora la principal creación pendiente
de los dioses de Marcos para una infancia del enseñar y del aprender.
Tal vez valga la pena pensar cada docente y cada estudiante a partir de
una búsqueda infantil, permanente de sí mismo y pensar también en el
papel que el pensamiento puede desempeñar en esa búsqueda.
Tal vez sea hora de repensar la infancia socrática del enseñar y el
aprender, tan instalada en nuestras instituciones y nuestras conciencias
pedagógicas, la que enseña que buscarse tiene que ver con encontrar,
conocer y cuidar lo más importante que cada quien tiene en sí mismo.
Tal vez sea tiempo de buscar otra infancia, un nuevo inicio que se
afirme en un dejar de ser lo que se es para poder ser de otra manera, en
un des plazarse del saber lo que se sabe para poder saber otras cosas; en
un moverse del poder que se ocupa para que otras fuerzas y otras
potencias puedan ser afirmadas entre quien aprende y quien enseña
filosofía, o cualquier otra cosa.

Motivos para pensar


la infancia más literal

V amos a remitirnos a unas palabras que dijo hace un tiempito una

infanta que participa del proyecto Filosofía en la Escuela en una es


cuela pública del Distrito Federal de Brasil. Destacamos que se trata de
una infanta de una escuela pública porque, al menos en Brasil, la cre
ciente privatización de la enseñanza junto con la desconsideración y el
abandono de la educación pública son marcas importantes de las más
recientes reformas educativas. Consideramos significativo que no perda
mos este aspecto de vista. Este proyecto, Filosofía en la Escuela, anda a
contramano de esas corrientes: busca resistir las políticas públicas vigen
tes y el orden de cosas que ellas consolidan y extienden. Hacer Filosofía
en la Escuela supone y exige afirmar que otro mundo es posible. Con

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