El Velo de La Reina Mab

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El velo de la reina Mab

[Cuento - Texto completo.]

Rubén Darío

La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos
dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una
buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose
como unos desdichados.
Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado
las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas
espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos
cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes
cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro
encendido; y a quiénes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas
caballerías que se beben el viento y que tienen las crines en la carrera.
Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el
iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.
***
La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:
-¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque
y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la
blanca y divina Venus que muestra su desnudez bajo el plafond color de cielo. Yo quiero
dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una
sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro, y amo
los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh Fidias! Tú eres para mí
soberbio y augusto como un semi-dios, en el recinto de la eterna belleza, rey ante un
ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico chitón, mostrando la esplendidez
de la forma, en sus cuerpos de rosa y de nieve. Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y
suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre
los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas
severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del
elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque
pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo
el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque a medida que cincelo el bloque me ataraza
el desaliento.
***
Y decía el otro:
-Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris, y esta gran paleta del campo
florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido
todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana y el rostro
de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como
a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus
magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He
trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero
siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para
poder almorzar!
¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración, trazar el gran cuadro que tengo
aquí adentro…!
***
Y decía el otro:
-Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo
escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de
Wagner. Mis ideales, brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la
percepción del filósofo que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden
aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de
mis escalas cromáticas.
La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el
ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita
cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio.
***
Y el último:
-Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y para
que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que
es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del celeste
perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los
vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y
para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la
estrofa, y entonces si veis mi alma, conoceréis a mi Musa. Amo las epopeyas, porque de
ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los
penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, porque hablan de las diosas y de
los amores; y las églogas, porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al sano aliento del
buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de
miseria y de hambre…
***
Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo azul,
casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y pensativos. Y
aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de
rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales
cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol
alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los
pobres artistas.
Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño azul, se
piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se bailan
extrañas farándolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín viejo,
de un amarillento manuscrito.
FIN
Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena
abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que
no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como
una vieja marquesa de Boucher!

Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía -lo recuerdo muy
bien- lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del
niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la
familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a
dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el
mundo -¡mi mundo de mozo!- y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, -un excelente romano que se
restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.

Partí.

Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué
al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de
mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé, -
todavía vaga y misteriosamente,- en mi prima Inés.

Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.

Tiempo.

Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi
casa. ¡Libertad!

Mi prima, -pero, ¡Dios santo, en tan poco tiempo!- se había hecho una mujer completa. Yo delante de ella me
hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me dirigía la palabra, me ponía sonreírle con una sonrisa
simple.

Ya tenía quince años y medio Inés. La cabellera, dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente
amapolada, su cara era una creación murillesca, si veía de frente. A veces, contemplando su perfil, pensaba en
una soberbia medalla siracusana, en un rostro de princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno,
firme y esponjado, era un ensueño oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables; la
boca llena de fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal primavera!

La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la mano. Después, no me
atreví a invitarla a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué!, ella debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo
amaba a mi prima!

Inés, los domingos iba con la abuela a misa, muy de mañana.

Mi dormitorio estaba vecino al de ellas. Cuando cantaban los campanarios su sonora llamada matinal, ya
estaba yo despierto.
Oía, oreja atenta, el ruido de las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que hablaba en voz alta.
Cerca de mí pasaba el frufrú de las polleras antiguas de mi abuela, y del traje de Inés, coqueto, ajustado, para
mí siempre revelador.

¡Oh, Eros!

-Inés...

¿...?

¡Y estábamos solos, a la luz de una luna argentina, dulce, una bella luna de aquellas del país de Nicaragua!

La dije todo lo que sentía, suplicante, balbuciente, echando las palabras, ya rápidas, ya contenidas, febril,
temeroso. ¡Sí! se lo dije todo: las agitaciones sordas y extrañas que en mi experimentaba cerca de ellas, el
amor, el ansia; los tristes insomnios del deseo; mis ideas fijas en ella, allá en mis meditaciones del colegio; y
repetía como una oración sagrada la gran palabra: ¡el amor! ¡Oh!, ella debía recibir gozosa mi adoración.
Creceríamos más. Seríamos marido y mujer...

Esperé.

La pálida claridad celeste nos iluminaba. El ambiente nos llevaba perfumes tibios que a mí se me imaginaban
propios para los fogosos amores. Cabellos áureos, ojos paradisíaco, labios encendidos y entreabiertos!

De repente, y con un mohín:

-¡Ve! la tontería...

Y corrió, como una gata alegre adonde se hallaba la buena abuela, rezando a la callada sus rosarios y
responsorios.

Con risa descocada de educanda maliciosa, con aire de locuela:

-¡Eh, abuelita! me dijo...

¡Ellas, pues, ya sabían que yo debía «decir!»

Con su reír interrumpía el rezo de la anciana que se quedó pensativa acariciando las cuentas de su camándula.
Y yo que todo lo veía, a la husma, de lejos, lloraba, sí, lloraba lágrimas amargas, ¡las primeras de mis
desengaños de hombre!

Los cambios fisiológicos que en mí se sucedían, y las agitaciones de mi espíritu me conmovían hondamente.
¡Dios mío! Soñador, un pequeño poeta como me creía, al comenzarme el bozo, sentía llenos de ilusiones la
cabeza, de versos los labios, y mi alma y mi cuerpo de púber tenían sed de amor. ¿Cuándo llegaría el
momento soberano en que alumbraría una celeste mirada el fondo de mi ser, y aquel en que se rasgaría el velo
del enigma atrayente?

Un día, a pleno sol, Inés estaba en el jardín, regando trigo, entre los arbustos y las flores, a las que llamaba sus
amigas: unas palomas albas, arrulladoras, con sus buches níveos y amorosamente musicales. Llevaba un traje
-siempre que con ella he soñado la he visto con el mismo,- gris azulado, de anchas mangas, que dejaban ver
casi por entero los satinados brazos alabastrinos, los cabellos los tenía recogidos y húmedos, y el vello
alborotado de su nuca blanca y rosa, era para mí como luz crespa. Las aves andaban a su alrededor
currucuqueando, e imprimían en el suelo oscuro la estrella acarminada de sus patas.

Hacía calor. Yo estaba oculto tras los ramajes de unos jazmineros. La devoraba con los ojos. ¡Por fin se
acercó por mi escondite, la prima gentil! Me vio trémulo, enrojecida la faz, en mis ojos una llama viva y rara,
y acariciante, y se puso a reír cruelmente, terriblemente. ¡Y bien! ¡Oh!, aquello no era posible. Me lancé con
rapidez frente a ella. Audaz, formidable debía de estar, cuando ella retrocedió como asustada, un paso.

-¡Te amo!

Entonces tornó a reír. Una paloma voló a uno de sus brazos. Ella la mimó dándole granos de trigo entre las
perlas de su boca fresca y sensual. Me acerqué más. Mi rostro estaba junto al suyo. Los cándidos animales nos
rodeaban. Me turbaba el cerebro una onda invisible y fuerte de aroma femenil. Se me antojaba Inés una
paloma hermosa y humana, blanca y sublime; y al propio tiempo llena de fuego, de ardor, un tesoro de dichas.
No dije más. La tomé la cabeza y la di un beso en una mejilla, un beso rápido, quemante de pasión furiosa.
Ella un tanto enojada, salió en fuga. Las palomas se asustaron y alzaron el vuelo, formando un opaco ruido de
alas sobre los arbustos temblorosos. Yo abrumado, quedé inmóvil.

Al poco tiempo partía a otra ciudad. La paloma blanca y rubia no había, ¡ay! mostrado a mis ojos el soñado
paraíso del misterioso deleite.

Musa ardiente y sacra para mi alma, el día había de llegar! Elena, la graciosa, la alegre, ella fue el nuevo
amor. ¡Bendita sea aquella boca, que murmuró por primera vez cerca de mí las inefables palabras!

Era allá, en una ciudad que está a la orilla de un lago de mi tierra, un lago encantador, lleno de islas floridas,
con pájaros de colores.

Los dos solos estábamos cogidos de las manos, sentados en el viejo muelle, debajo del cual el agua glauca y
oscura chapoteaba musicalmente. Había un crepúsculo acariciador, de aquellos que son la delicia de los
enamorados tropicales. En el cielo opalino se veía una diafanidad apacible que disminuía hasta cambiarse en
tonos de violeta oscuro, por la parte del oriente, y aumentaba convirtiéndose en oro sonrosado en el horizonte
profundo, donde vibraban oblicuos, rojos y desfallecientes los últimos rayos solares. Arrastrada por el deseo,
me miraba la adorada mía y nuestros ojos se decían cosas ardorosas y extrañas. En el fondo de nuestras almas
cantaban un unísono embriagador como dos invisible y divinas filomelas.

Yo extasiado veía a la mujer tierna y ardiente; con su cabellera castaña que acariciaba con mis manos, su
rostro color de canela y rosa, su boca cleopatrina, su cuerpo gallardo y virginal, y oía su voz queda, muy
queda, que me decía frases cariñosas, tan bajo, como que solo eran para mí, temerosa quizás de que se las
llevase el viento vespertino. Fija en mí, me inundaban de felicidad sus ojos de minerva, ojos verdes, ojos que
deben siempre gustar a los poetas. Luego, erraban nuestras miradas por el lago, todavía lleno de vaga claridad.
Cerca de la orilla, se detuvo un gran grupo de garzas morenas de esas que cuando el día caliente, llegan a las
riberas a espantar a los cocodrilos, que con las anchas mandíbulas abiertas beben sol sobre las rocas negras.
¡Bellas garzas! algunas ocultaban los largos cuellos en la onda o bajo el ala, y semejaban grandes manchas de
flores vivas y sonrosadas, móviles y apacibles. A veces una, sobre una pata, se alisaba con el pico las plumas,
o permanecía inmóvil, escultural o hieráticamente, o varias daban un corto vuelo, formando en el fondo de la
ribera llena de verde, o en el cielo, caprichosos dibujos, como las bandadas de grullas de un parasol chino.

Me imaginaba junto a mi amada, que de aquel país de la altura, me traerían las garzas muchos versos
desconocidos y soñadores. Las garzas blancas las encontraba más puras y más voluptuosas, con la pureza de
la paloma y la voluptuosidad del cisne, garridas con sus cuellos reales, parecidos a los de las damas inglesas
que junto a los pajecillos rizados se ven en aquel cuadro en que Shakespeare recita en la corte de Londres. Sus
alas, delicadas y albas, hacen pensar en desfallecientes sueños nupciales, todas, -bien dice un poeta,- como
cinceladas en jaspe.

¡Ah, pero las otras, tenían algo de más encantador para mí! Mi Elena se me antojaba como semejante a ellas,
con su color de canela y de rosa, gallarda y gentil.

Ya el sol desaparecía arrastrando toda su púrpura opulenta del rey oriental. Yo había halagado a la amada
tiernamente con mis juramentos y frases melifluas y cálidas, y juntos seguíamos en un lánguido dúo de pasión
inmensa. Habíamos sido hasta ahí dos amantes soñadores, consagrados místicamente uno a otro.

De pronto, y como atraídos por una fuerza secreta, en un momento inexplicable, nos besamos en la boca,
todos trémulos, con un beso para mí sacratísimo y supremo: el primer beso recibido de labios de mujer. ¡Oh,
Salomón, bíblico y real poeta! tú lo dijiste como nadie: Mel et lac sub lingua tua!

Aquel día no soñamos más.

¡Ah, mi adorable, mi bella, mi querida garza morena! Tú tienes en los recuerdos profundos que en mi alma
forman lo más alto y sublime, una luz inmortal.

Porque tú me revelaste el secreto de las delicias divinas, en el inefable primer instante del amor!

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