La Guerra de La Lanza - Margaret Weis
La Guerra de La Lanza - Margaret Weis
La Guerra de La Lanza - Margaret Weis
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Margaret Weis & Tracy Hickman & Michael Williams & Roger E.
Moore & Nick O'Donohoe & Dan Parkinson & Jeff Grubb & Nancy
V. Berberick & Mark Anthony & Richard A. Knaak & Douglas Niles
La Guerra de la Lanza
Cuentos de la Dragonlance 06
ePub r1.4
Enhiure 18.12.13
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Título original: The War of the Lance
Margaret Weis & Tracy Hickman & Michael Williams & Roger E. Moore & Nick O'Donohoe & Dan
Parkinson & Jeff Grubb & Nancy V. Berberick & Mark Anthony & Richard A. Knaak & Douglas
Niles, 1992
Traducción: Mila López Díaz-Guerra
Ilustración de portada: Larry Elmore
Diseño de portada: Víctor Viano
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Prólogo
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Margaret Weis y Tracy Hickman
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Lorac
Michael Williams
El mundo de la mente
es un bosque sin sendas,
es una noche intrincada
de intenso verdor,
donde lo mejor y lo peor
se entremezclan y se dispersan
como una luz distante
en la faceta de una esmeralda,
como una chispa en el seno
de los mares rendidos.
Y, sí, siempre es así,
pues en ese mundo ronda el fantasma
de antiguas suposiciones,
y, sin que importen las historias,
sin que importen los rumores
de leyenda y magia
que te iluminan a través
de la cortina de años,
enredado en la maraña de tu yo
acabas por creer
que la historia se trenza
en las venas de tus dedos,
que teje todo propósito,
todo perdón e injuria,
que recupera la sangre
consumida y verosímil,
hasta que, finalmente, en un acto de fe,
inventas la historia
basándote en los rumores,
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en el viejo meandro
de aliento y olvido,
y entonces dirás,
más allá de verdad y fe:
esto es lo que significa,
lo que significó siempre,
desde el principio del mundo
y hasta el fin de los tiempos.
Lo que ya sabía. Nada más.
Tal vez era amor
en las torres del pensamiento,
en las guaridas de la Alta Hechicería,
en la elevada doctrina
de luna, conjuro y convergencia;
donde los dragones se dispersaban
y el Príncipe de los Sacerdotes se cernía
sobre los ciegos tumultos
de dogma y fanatismo.
Tal vez era amor
en el radio del aliento,
en el bosque de cristal
donde el pensamiento se canalizaba
por cinco países evanescentes,
forjando las cinco joyas
en Istar, en Wayreth,
en la encumbrada Palanthas.
Tal vez era amor,
aunque más probablemente era reflexión,
en las dos torres desaparecidas,
mientras las joyas conflictivas
se reducían a cuatro, y después a tres;
tres, como las lunas
que giran en una órbita fracturada,
y las torres de Istar
y los chapiteles de Palanthas
se sacudieron con los ecos
del lenguaje olvidado,
huecos y fríos
con antiguas despedidas,
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mientras las arañas caminaban
en lo alto de sus torreones,
y la polilla y el orín
corrompían el sueño de los días.
II
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oiría la canción
mientras pasaba de pensamiento
a recuerdo facetado,
cantando, cantando eternamente:
Después de la segunda
no hay otra.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
y el canto del Orbe
es el canto de tu mente
en esta vetusta torre
vacía y si amor
por las largas despedidas.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
pero reposaré aquí,
dijo el Orbe, reluciendo,
mientras la historia se repliega
entre estos muros ostentosos
en tanto que la Torre se derrumba
y con ella la mente,
los primeros baluartes encumbrados,
la casa de los dioses;
pero reposaré aquí,
mientras los bosques se agostan
y las llanuras se someten
al invierno y a la nada
a menos que el canto de tu mente,
que lo es todo, que es el mundo,
controle y domine
y desentrañe el misterio.
Llévame a Silvanost,
Orador de las Estrellas;
llévame a la libertad,
al país de verdor sobre verdor.
Tal vez era amor
en el corazón del cristal,
en la luz refractada
y seductora,
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amor que encuentra amor en su dilatada fe,
en inhumanas matemáticas,
en la establecida parábola
de las equidistantes lunas,
pero allí, en la Torre,
convergieron seis fundamentos:
la mano del profeta,
el abrigado corazón de su voluntad,
el parapetado pensamiento,
el conjurador cristal,
y, siempre, el devastador instante
en que todos ellos se sitúan
en infausta alineación
con el sexto, el Orbe,
que llevó consigo,
como un corazón en su mano,
como una luz parpadeante,
como una tea
que encendió Silvanost
en días contados.
Les llevo fuego,
se dijo a sí mismo,
les llevo luz
a la historia de los antiguos dioses.
Soy el primero;
los salvaré
en una tierra renacida,
los salvaré,
y el viejo mundo girará y se alejará
rechazado por mi mano orientadora.
Así dijo para sus adentros,
y el horizonte informe
se tiñó de intenso verdor
sobre verdor
mientras Silvanesti surgía
de su último sueño,
tangible, fraccionado con la luz.
III
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Y, más allá de los bosques,
el mundo se desplomó;
una montaña de fuego
se estrelló como un cometa
sobre la fastuosa Istar,
sobre la infinita urbe,
y la Torre, desguarecida y desalojada,
se quebró como un tallo seco
en medio de las llamas devastadoras;
y más allá de los valles
las cordilleras estallaron,
los océanos se derramaron para siempre
en las tumbas de montañas;
los desiertos suspiraron
sobre el abandonado lecho de los mares,
y las calzadas de Krynn se transformaron
en las sendas de los muertos.
Y, mientras el granizo y el fuego
se precipitaban sobre la tierra
en un diluvio de sangre,
incendiando árboles y hierba,
mientras ardían montañas,
mientras el mar se tornaba sangre,
mientras el firmamento se desbarataba
sobre y bajo nosotros,
mientras langostas y escorpiones
recorrían la faz del planeta,
Silvanost flotaba en islas de pensamiento,
un inmaculado recuerdo
techado con nube y ensueño,
eximido del fuego
y de la devastación de terremotos;
y de torre a torre,
desde la Torre de la Alta Hechicería
hasta la Torre de las Estrellas,
razonando sin lucidez, Lorac imaginó
un sueño imposible de salvación,
un país en trueque con la magia,
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renacido en su mente
a un paraíso ganado
con investigación y estudio.
Y así apareció en el Orbe,
en las horas de vigilia,
en el impetuoso y secreto
anhelo de conocimiento,
mientras la esfera quedaba oculta,
perdida para el mundo,
sepultada durante siglos
en la Torre de las Estrellas,
en la torre ancestral
de los Oradores, en Silvanost.
En tanto que el continente ardía
y las gentes de Qualinost
vagaban entre las cenizas
y la oscuridad exterior,
Silvanost flotaba
en su límite visual,
absorta y gloriosa,
en el límite de sus sueños.
Lorac observaba desde la Torre de las Estrellas,
desde el núcleo del cristal,
contemplando la faz
del mundo devastado
como si fuera un rumor de la historia
que empezaba a olvidar,
perdido en el enrevesado
laberinto del Orbe.
Pero, a menudo, por la noche,
cuando los sentidos titubeaban
y el perfeccionado país
se alteraba y retorcía,
la forma del sueño
era el reflejo del Orador;
los árboles apartados
eran nidos de dagas;
los arroyos, negros y viscosos
bajo la luna silenciosa,
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que lloraba la ausencia del día
y la feroz definición
de la luz del sol y el conocimiento,
donde árboles y ciudades
eran contados y nombrados,
y siempre, con implacable
decisión y propósito,
lejos de la maraña
de pesadillas, la sombra
y la trama del bosque
que batallaban con la luz
en los sueños de Lorac,
invadiendo el día
con el brillo del pedernal,
trastocando el pálido
y anónimo sol.
IV
Entonces, en el norte,
se alzó un mal
en el cielo encapotado de nubes,
pues los Señores de los Dragones
enviaron espada y mensajero,
tea y espada
a la Torre de las Estrellas,
al extasiado Silvanesti,
a los menguantes pabellones
de los oídos del rey elfo,
prometiendo paz
y el refugio del bosque
a la disonancia de ejércitos,
prometiendo la libertad de Silvanost
a cambio de la promesa
de silencio, inacción,
por una inclinación de cabeza
ante el Trono Verde.
Y Lorac aceptó,
sus ojos en el encapuchado Orbe,
donde el silencio milagroso
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prometía una bendición de lanzas,
un final a toda promesa,
y los dragones en verano.
Y así, Silvanesti
fue despojada de plata,
despojada de vidas,
y del largo sueño de sangre
de sus últimos habitantes
mientras subían en los botes,
en los esquifes, en las dornas,
a la aventura en un agua
tan turbia como oráculos,
y los Patrulleros del Bosque lucharon
en la estela del río,
donde su último aliento ondeó
en las velas desplegadas.
Alhana Starbreeze, la hija del Orador,
se encontraba al timón
en la plateada travesía
mientras bogaban hacia el sur
por la Ruta de Astralas,
por el recuerdo del bardo,
por las corrientes giratorias de la historia;
y Lorac, a sus espaldas,
ordenó a los soldados
que abandonaran la tierra desenmarañada
en el último barco,
pues allí, en la oscuridad,
llamaba el bosque, llamaba Silvanost,
los olmos y las coníferas,
coreando como ruiseñores,
cantando esta canción
a su oído atento:
Después de la última
no hay otra.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
y el canto del Orbe
es el canto de tu mente
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en esta vetusta torre
vacía y sin amor
por las largas despedidas.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
pero reposare aquí
mientras la historia se repliega
entre estos muros ostentosos
en tanto que la Torre se derrumba
y con ella la mente,
los primeros baluartes encumbrados,
la casa de los dioses;
pero reposaré aquí
mientras los bosques se agostan
y las llanuras se someten
al invierno y a la nada
a menos que el canto de tu mente,
que lo es todo, que es el mundo,
controle y domine
y desentrañe el misterio.
Consérvame en Silvanost,
Orador de las Estrellas,
consérvame en libertad,
en el país de verdor sobre verdor.
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y un rayo de luna
se desplomaban en el Orbe;
y alargó las manos hacia el cristal
mientras un millar de voces
se alzaba de su fuego desbordante,
todas ellas cantando
el señuelo de lo posible,
todas ellas cantando
el canto por él imaginado,
y sus pensamientos fueron una fortaleza,
parapetos fantasmales
de arce y fresno y creencia;
en su soñar despierto
los ejércitos eran derrotados,
el linde del bosque
erizado con hojas y ficción;
y, respondiendo a la llamada,
tendió las manos hacia el cristal
mientras el Orbe y el mundo
se disolvían en su terrible asimiento.
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con un viento siniestro
mientras Lorac contemplaba todo
a la luz del Orbe,
y el dragón, Cyan Bloodbane,
llegó con sus susurros,
y al influjo de sus palabras
las viejas piedras se alabearon,
y la Torre de las Estrellas,
blanca como un sepulcro,
se retorció y se combó
en tanto que los árboles rezumaban sangre
y los animales emitían gritos
chirriantes como metal desgarrado
en medio de una noche perpetua y embrujada.
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de luz inexorable y lanzas
cuando los Héroes, la Compañía,
la alianza formada
por elfo y enano,
por humano, gnomo y kender,
entraron en el bosque
a través del nido de pesadillas,
a través del creciente enmarañamiento,
a través de hueso, a través de cristal,
a través de toda destrucción
y alucinación olvidadas
de un corazón dañado;
llegaron a Silvanost y a la desfigurada Torre,
a Lorac y al encarcelador Orbe,
y liberaron al Orador,
a la Torre y la ciudad,
al bosque, a la gente,
y al brillante Orbe,
y como un superviviente
la esfera rodó a través de los años,
a través de los siglos alojados
en las pálidas manos de otros,
y su viejo caparazón,
lustroso y brillante, reflejó
los relojes de arena de las pupilas
de su postrer manipulador.
Pero las arenas se vaciaban
sobre el Orador de las Estrellas,
y el saber de Lorac,
amplio y diverso,
enumerado y facetado,
descendió y se simplificó
en un conocimiento del mal,
mientras el bosque se desplegaba,
privado de la difusa luz,
despojado del deslumbramiento;
y por fin Silvanesti
estuvo libre en su mente,
arrancada del laberinto
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y marcada para siempre
con las cicatrices de la creencia
hasta la última sílaba del tiempo final;
y Lorac murió en brazos de su hija,
sus pensamientos en la Torre
enterrados y sometidos,
su último deseo una tumba
bajo el suelo de Silvanost,
sacando el verde
de la corrupción del cuerpo,
resolviéndose en bosque,
resolviéndose en Silvanost
por siempre jamás, su fantasma facultado
para atribuir y repartir
la tierra que había soñado,
como si el pensamiento se tradujera en sueño.
Y, sí, siempre es así,
pues en el mundo ronda el fantasma
de antiguas suposiciones,
y, sin que importen las historias,
sin que importen los rumores
de leyenda y magia
que te iluminan a través
de la cortina de años,
enredado en la maraña de tu yo
acabas por creer
que la historia se trenza
en las venas de tus dedos,
que teje todo propósito,
todo perdón e injuria,
que recupera la sangre
consumida y verosímil,
hasta que, finalmente, en un acto de fe,
inventas la historia
basándote en rumores,
en el viejo meandro
de aliento y olvido,
y entonces dirás,
más allá de verdad y fe:
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esto es lo que significa,
lo que significó siempre,
desde el principio del mundo
y hasta el final de los tiempos.
Lo que ya sabía. Nada más.
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Raistlin y el Caballero de Solamnia
Era una noche fría para ser primavera, razón, sin duda, de que hubiera tanta gente en
la posada, donde no era habitual que se reuniera tal muchedumbre. De hecho, no era
habitual ninguna clase de aglomeraciones, pues la posada era nueva; tan nueva que
todavía olía a madera recién cortada y pintura fresca, en lugar de oler a cerveza vieja
y a guiso del día anterior. Se llamaba «Tres sábanas», por una canción actual muy
popular en las tabernas, y estaba situada en… Bueno, su localización no tiene
importancia. La posada fue destruida cinco años más tarde, en la Guerra de la Lanza,
y nunca se reconstruyó. No es de extrañar, puesto que se encontraba en una calzada
poco frecuentada por aquel entonces, y aún menos después de que los dragones
arrasaron la villa.
Tendría que pasar todavía algún tiempo antes de que la Reina de la Oscuridad
sumiera al mundo en lo que esperaba fuera una noche eterna, pero ya, en estos años
precedentes a la guerra, su sombra maligna se estaba extendiendo. Los goblins
siempre habían sido un problema en esta región, pero, de improviso, lo que habían
sido bandas reducidas que asaltaban granjas aisladas, se habían convertido en
ejércitos que atacaban pueblos.
—¿Qué ofrece su señoría? —inquirió un mago Túnica Roja que estaba sentado a
una mesa, la más cercana al fuego y en el rincón más cómodo de la abarrotada
posada, ocupada sólo por él y un compañero. A nadie se le ocurrió unirse a ellos.
Aunque el mago tenía apariencia enfermiza, con una tos que casi lo hacía doblarse en
dos, los que habían servido con él en campañas previas comentaban en voz baja que
tenía un genio pronto y no era remiso en utilizar sus conjuros.
—Lo habitual. Dos piezas de acero a la semana y la prima por las orejas de
goblins. He firmado por los dos.
El hombre que respondió era un guerrero fornido y corpulento, que se hallaba
sentado enfrente del mago. Con la cálida temperatura de la posada, se despojó de su
capa, sencilla y sin adornos, y dejó al descubierto unos brazos musculosos, del
tamaño de troncos, y un pecho de toro. Desabrochó el cinturón del que pendía una
espada y dejó sobre la mesa, al alcance de la mano, el arma, que tenía toda la
apariencia de haber sido utilizada mucho y diestramente.
—¿Cuándo cobramos la paga?
—Después de que hayamos expulsado a los goblins. Nos hará ganárnosla.
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—Por supuesto —dijo el mago—, y no tendrá que pagar a los que mueran. ¿Por
qué tardaste tanto?
—¡La ciudad está atestada! Todos los mercenarios de esta parte de Ansalon se
encuentran aquí, por no mencionar a los tratantes de caballos, los forjadores de
espadas, los que siempre siguen a los campamentos y todos los kenders que no están
entre rejas. Tendremos suerte si encontramos un sitio en el campo donde extender los
petates esta noche.
—¡Hola, Caramon! —saludó un hombre vestido con coraza de cuero, que se
acercó a la mesa y palmeó la espalda del guerrero—. ¿Os importa si me siento con
vosotros? —preguntó mientras empezaba a acomodarse en el banco—. Sólo hay sitio
aquí. ¿Es éste tu gemelo, de quien tanto he oído hablar? Preséntanos.
El mago alzó la cabeza y miró al extraño.
Unos ojos dorados, con las pupilas en forma de reloj de arena, relucían en las
sombras de la capucha roja. La luz de la posada arrancó destellos metálicos en la piel,
también dorada. Un bastón de madera —obvia y ominosamente mágico— estaba al
alcance de su mano; una bola de cristal facetado, aferrada por una garra de dragón,
remataba el cayado. El hombre tragó saliva, se levantó presuroso; y, tras despedirse
precipitadamente de Caramon, cogió su cerveza y se marchó al otro extremo de la
sala.
—¡Me miró como si me estuviera contemplando en mi lecho de muerte! —
masculló el hombre, que se había reunido con otros compañeros más cordiales.
—Va a ser una noche fría, Raist —dijo el guerrero a su hermano en voz baja,
cuando los dos estuvieron de nuevo a solas—. El aire trae olor a nieve. No deberías
dormir al raso.
—¿Y dónde quieres que duerma, Caramon? —inquinó el mago en un tono quedo
y burlón—. ¿En un agujero en el suelo, como un conejo? Porque eso es lo único que
podemos pag… —La tos lo interrumpió, dejándolo casi sin aliento.
Su gemelo lo observó con ansiedad. Sacó una moneda de una bolsa raída que
llevaba en el cinturón y la sostuvo en alto.
—Nos queda esto, Raist. Podrías dormir aquí esta noche y la próxima.
—¿Y qué comeríamos entre tanto, hermano? No cobraremos hasta dentro de dos
semanas, por lo menos.
Caramon se inclinó sobre la mesa, agarró el brazo de su gemelo para acercarlo a
él, y bajó la voz:
—Podría poner trampas y cazar algo, si es necesario.
—Serías tú el que acabarías con un lazo al cuello, insensato. —El mago apartó el
brazo de un tirón—. Los hombres del noble patrullan por todo el bosque, atrapando a
los cazadores furtivos con el mismo entusiasmo con que persiguen a los goblins. No,
regresaremos al campamento a pasar la noche. No te preocupes tanto por mí. Sabes
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que no lo soporto. Estaré bien. He dormido en sitios peores.
Raistlin empezó a toser otra vez y los espasmos sacudieron su frágil cuerpo hasta
parecer que iban a romperlo en pedazos. Sacó un pañuelo y se lo llevó a la boca. Los
que lo observaban preocupados vieron que, al retirarlo de los labios, la tela estaba
manchada de sangre.
—Prepárame la infusión —ordenó a Caramon, que entendió lo que decía por el
movimiento de los labios, ya que al mago le faltaba aliento para hablar. Se recostó
exhausto en el rincón, cerró los ojos y se concentró en recobrar la respiración. Los
que estaban cerca pudieron oír el silbido del aire en sus pulmones.
Caramon recorrió la muchedumbre con la mirada hasta localizar a la camarera y
le pidió a voces un cazo de agua hervida. Raistlin pasó por encima de la mesa un
saquillo y se lo tendió a su hermano, que lo cogió y echó en la taza una cantidad
precisa del contenido. El propietario de la posada en persona se acercó presuroso a la
mesa con el agua caliente en una humeante tetera. Estaba a punto de verterla en la
taza cuando, de improviso, se alzó un griterío cerca de la puerta.
—¡Eh, tú! ¡Fuera de aquí, pequeña sabandija! ¡No se permite la entrada a los
kenders! —gritaron varios clientes.
—¡Un kender! —Sin soltar la tetera, el propietario corrió hacia la puerta con
gesto de pánico.
—¡Eh! —chilló Caramon al posadero, exasperado—. ¡Olvidaste dejarnos el agua!
—¡Te repito que tengo amigos aquí! —Una voz de timbre agudo se alzó junto a la
puerta—. ¿Dónde? ¡Vaya…! —Hubo una pausa—. ¡Allí! ¡Eh, Caramon! ¿Te
acuerdas de mí?
—¡En nombre del Abismo! —masculló el guerrero, al tiempo que encorvaba los
anchos hombros y agachaba la cabeza.
Una figura de corta talla, con la estatura, más o menos, de un chiquillo humano de
doce años, el rostro de un hombre de veinte, y los ojos muy abiertos con la inocente
expresión de un niño de tres, señalaba con alegría la mesa ocupada por el guerrero y
su hermano. Iba vestido con una túnica verde brillante y polainas naranjas. Llevaba el
cabello recogido en un largo copete que le colgaba por la espalda. Del cinturón
pendían numerosos saquillos que guardaban las posesiones de todos cuantos habían
sido lo bastante desafortunados de cruzarse en su camino.
—Entonces vosotros respondéis por él —rezongó el propietario con gesto severo
mientras conducía al kender a través de la sala, con una mano firmemente cerrada
sobre los esbeltos hombros del hombrecillo.
Se alzó un revuelo a su paso, en tanto todo el mundo guardaba su dinero dentro de
camisas, pantalones o cualquier otro sitio que considerara seguro y a salvo de los
ágiles y diestros dedos del kender.
—¡Eh! ¡El agua! —Caramon tendió la mano para agarrar al posadero, pero, en
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cambio, sus dedos se cerraron sobre el kender.
—Earwig Fuerzacerrojos —dijo el hombrecillo, ofreciendo su mano con
educación—. Amigo de Tasslehoff Burrfoot. Nos conocimos en la posada El Ultimo
Hogar. No pude quedarme mucho tiempo. Hubo un malentendido acerca de un
caballo. Les dije que no lo había robado. No comprendo por qué me seguía el animal.
—¿Quizá porque sostenías sus riendas? —le sugirió Caramon.
—¿Tú crees? Porque yo… ¡Auch!
—¡Suéltalo! —advirtió Raistlin, cuya esbelta mano se cerraba firmemente sobre
la muñeca del kender.
—¡Oh! ¿Es tuyo? —inquirió Earwig con tono sumiso, y soltó el saquillo que
había estado sobre la mesa y ahora se hallaba camino del bolsillo del kender.
El mago lanzó una mirada penetrante e iracunda a su hermano, que enrojeció y se
encogió de hombros, con desasosiego.
—Haré que te traigan el agua, Raist. ¡Posadero!
—¡Vaya, mirad allí! —exclamó Earwig, retorcido en el banco para mirar la puerta
principal, que se había cerrado a espaldas de un reducido grupo de viajeros—. Entré
en la ciudad siguiendo a esa gente. No podéis imaginar lo grosero que es ese hombre
—comentó en un susurro indignado que se oyó en toda la posada—. En lugar de
darme las gracias por encontrar su daga, me…
—Saludos, caballero. Bienvenida, señora. —El propietario hizo varias
reverencias. El hombre y la mujer, muy abrigados en sus capas, iban, por las
apariencias, muy bien vestidos—. Querréis una habitación, sin duda, y después la
cena. Hay heno en el establo para vuestros caballos.
—No queremos nada —repuso el hombre con voz hosca. Llevaba un chiquillo en
los brazos y, mientras hablaba, lo dejó en el suelo; a continuación flexionó los brazos,
como si le dolieran—. Nada salvo un asiento junto al fuego. No habríamos entrado a
no ser porque mi esposa no se encuentra bien.
—¿Que no se encuentra bien? —El posadero retrocedió al tiempo que levantaba
el paño ante él como si fuera un escudo, y los miró con desconfianza—. No será la
peste, ¿verdad?
—No, no —respondió la mujer con una voz de timbre bajo y cultivado—. No
estoy enferma. Sólo cansada y helada hasta los huesos, eso es todo. —Alargó la mano
y atrajo hacia sí al niño—. Hemos caminado una larga distancia.
—¡Caminado! —masculló el posadero, a quien no le gustó cómo sonaba eso.
Observó con más detenimiento las ropas de la familia.
Varios hombres que estaban frente a la chimenea se apartaron a un lado. Otros se
apresuraron a acercar un banco al fuego; y la atareada camarera, sin hacer caso de los
clientes que esperaban ser servidos, rodeó con el brazo los hombros de la mujer y la
ayudó a sentarse. La recién llegada se dejó caer en el banco con actitud desmadejada.
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—Estáis muy pálida, señora —dijo la camarera—. Os traeré un vaso de leche
caliente, con miel y brandy.
—No —se opuso el hombre, que se acercó a su esposa—. No tenemos dinero
para pagarlo.
—Bah, ya hablaremos de dinero más tarde —repuso, enérgica, la camarera—.
Invito yo.
—¡No aceptamos caridad! —La voz del hombre se alzó destemplada, furiosa.
El chiquillo se acurrucó contra su madre, que miró a su esposo y después bajó los
ojos.
—Gracias por tu amable oferta —le dijo a la camarera—, pero no necesito nada.
Ya me siento mucho mejor.
El propietario, que no había perdido de vista a los nuevos huéspedes, advirtió que,
a la luz del fuego, sus ropas no eran tan buenas como le habían parecido al principio.
La capa del hombre estaba raída en el repulgo; el paño, desgastado y manchado de
barro. El vestido de la mujer se veía limpio, pero muy remendado. El niño, que
parecía tener cinco o seis años, vestía camisa y pantalones que probablemente habían
pertenecido a su padre y se habían cortado para que encajaran con su pequeño y
delgado cuerpecillo. El posadero estaba a punto de insinuar que sólo los que gastaran
dinero en su establecimiento tenían derecho a calentarse con su fuego, cuando lo
distrajo un grito procedente de la cocina.
—¿Dónde está ese kender? —gritó, alarmado.
—¡Aquí mismo! —repuso Earwig con entusiasmo mientras alzaba la mano y la
agitaba—. ¿Me necesitas?
El posadero le lanzó una mirada funesta y después se marchó.
Caramon rezongó en voz baja, sin apartar los ojos de la mujer. Ella había retirado
la capucha de su capa con una mano temblorosa, mostrando una faz pálida y delgada
que en otros tiempos debía de haber sido muy hermosa, pero que ahora estaba
consumida por el cansancio y la preocupación. Su brazo rodeaba a su hijo, que la
contemplaba con inquietud, y la mujer lo apretó más contra sí.
—Me pregunto cuándo fue la última vez que esos dos comieron algo —refunfuñó
Caramon.
—Si quieres, se lo pregunto —se ofreció Earwig, servicial—. ¡Eh, señora!
¿Cuándo…?
El guerrero le tapó la boca con la mano.
—No es asunto tuyo, hermano —espetó Raistlin con tono irritado—. ¡Consigue
que ese imbécil de posadero traiga el agua de una vez! —Sufrió otro ataque de tos.
Caramon soltó al kender, que se retorcía bajo su manaza (y que llevaba tres
minutos callado, ya que no le quedaba aliento para hablar), y se puso de pie para
mirar por encima de las cabezas de la muchedumbre, buscando al propietario. Por
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debajo de la puerta de la cocina salía humo.
—Me parece que va a estar ausente un rato, Raist —informó el guerrero—.
Llamaré a la camarera.
Intentó atraer la atención de la sirvienta, pero ésta se encontraba muy ocupada
con la mujer.
—Iré a prepararos una buena taza de té, señora. No, no. No os preocupéis. En esta
posada no se cobra por el té, ¿verdad? —dijo lanzando una mirada admonitoria a los
otros clientes.
—No, no. No cuesta nada —corearon los hombres en respuesta.
El hombre de la capa frunció el entrecejo, pero se tragó cualesquiera que fueran
las palabras que pensaba decir.
—¡Eh, oye! —gritó Caramon, pero la camarera seguía de pie frente a la mujer,
retorciendo el delantal entre los dedos.
—Señora —empezó, vacilante, en voz baja—. He hablado antes con el cocinero.
Estamos tan atareados esta noche que andamos cortos de personal. Nos haríais un
gran favor, señora, si nos echarais una mano. Os pagarían con una noche de
alojamiento y una comida.
La mujer lanzó una fugaz mirada suplicante a su marido. El hombre estaba muy
pálido.
—¡La esposa de un Caballero de Solamnia no trabaja en una posada! ¡Antes
moriremos de hambre los tres e iremos a la tumba!
—Oh, no —rezongó Caramon mientras volvía a tomar asiento.
Las conversaciones y las risas cesaron, y el silencio se adueñó de la sala a medida
que se corría la voz. Todas las miradas se volvieron hacia el hombre, a quien se le
había agolpado la sangre en las mejillas. Era evidente que no era su intención dejar
escapar tal información acerca de sí mismo. Se llevó la mano al labio superior,
afeitado, y a los que lo contemplaban casi les pareció ver el largo bigote que
distinguía a los Caballeros de Solamnia. No era algo inusual el que se lo hubiera
afeitado. Durante muchos siglos, su Orden había defendido la justicia y la ley en
Krynn, pero ahora se odiaba y despreciaba a los caballeros, a quienes se culpaba de
que la ira de los dioses se hubiera descargado sobre el mundo. ¿Qué habría obligado a
este caballero y a su familia a huir de su tierra natal, sin dinero, y sin más ropas que
las que llevaban puestas? La muchedumbre que ocupaba la posada no lo sabía, y a la
mayoría no le importaba. El posadero ya no era el único que quería que el caballero y
su familia se marcharan.
—Vamos, Aileen —dijo el hombre con aspereza—. No nos quedaremos en este
sitio, donde atienden a gente como ésa. —Sus ojos entrecerrados se posaban en
Raistlin, en la Túnica Roja que lo señalaba como un hechicero, y en el bastón mágico
que tenía a su lado. Luego se volvió hacia la camarera—. Tengo entendido que el
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señor de esta región busca hombres para luchar contra los goblins. Si me índicas
dónde puedo encontrarlo…
—Busca guerreros —intervino un hombre, desde un rincón alejado de la sala—.
No chicos guapos vestidos con armaduras ostentosas.
—Ja, te equivocas, Nathan —lo secundó otro cliente—. Oí decir que su señoría
buscaba a alguien para dirigir un regimiento… ¡Un regimiento de enanos gullys!
Se alzó un coro de risotadas. El caballero, mudo de cólera, buscó la empuñadura
de su espada. La mano de su esposa se cerró sobre su brazo, en un gesto disuasorio.
—No, Gawain —musitó mientras empezaba a levantarse—. Nos marcharemos.
Vamos.
—No os mováis, señora. En cuanto a vosotros… —La camarera dirigió una
mirada iracunda a la escandalosa muchedumbre—, cerrad la boca o no serviré más
cerveza a nadie esta noche.
Refrenados por tan terrible amenaza, los hombres se callaron. La camarera rodeó
con el brazo los hombros de la mujer y alzó la vista hacia el caballero.
—Encontraréis a su señoría en casa del alguacil, a poco más de un kilómetro,
calle adelante. Id y atended vuestros asuntos, señor caballero, y dejad que vuestra
esposa y vuestro hijo descansen mientras tanto. Allí hay muchos hombres rudos —
agregó, al ver que el caballero iba a negarse—. No es un sitio adecuado para un niño.
El posadero se acercó presuroso. Le habría gustado echar a los tres de su
establecimiento, pero era evidente que la multitud estaba de parte de su camarera, en
favor de la mujer. Acababa de apagar un fuego incipiente en la cocina, y lo que
menos deseaba en ese momento era enfrentarse a un tumulto.
—Id, señor caballero, por favor —suplicó el propietario en voz baja—.
Cuidaremos bien de vuestra dama.
Viendo que no le quedaba otra alternativa, el caballero accedió de mala gana.
—Galeth, cuida de tu madre. Y no hables con nadie. —Tras dirigir una mirada
amenazadora al mago, se arrebujó en la capa, se echó la capucha, y salió presuroso de
la sala.
—Su señoría no querrá saber nada de un Caballero de Solamnia —profetizó
Caramon—. Si lo contratara, la mitad del ejército se daría de baja. ¿Por qué te miraba
así, Raist? No dijiste una sola palabra.
—A los caballeros no les gusta la magia. Es algo que no pueden controlar ni
comprender. Y ahora, hermano, pide el agua caliente. ¿O te vas a quedar ahí parado,
mirando cómo me muero en esta maldita posada?
—Oh… eh… claro, Raist. —Caramon se puso de pie y empezó a buscar a la
camarera entre la muchedumbre.
—¡Iré yo! —Earwig se incorporó de un brinco y se escabulló entre el gentío en un
visto y no visto.
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Las charlas y las risas se reanudaron en la sala. El posadero discutía con dos
clientes sobre la cuenta. La camarera había desaparecido en la cocina. La esposa del
caballero, vencida por el cansancio, se había tumbado en el banco. El niño
permanecía a su lado, con la mano sobre el brazo de su madre, en actitud protectora.
Pero sus ojos no se apartaban del mago Túnica Roja.
Raistlin miró de reojo a su hermano. Viendo que Caramon estaba ocupado en
conseguir atraer la atención de la camarera, el mago hizo un leve gesto de llamada
con la mano.
Nada parece más dulce que la fruta prohibida. Los ojos del niño se abrieron de
par en par. Echó un vistazo en derredor para comprobar si el mago se refería a otra
persona, y después volvió a mirar a Raistlin, que repitió el gesto. El niño tiró
suavemente de la manga de su madre.
—Vamos, vamos, deja dormir a tu mamá —lo reprendió la camarera mientras
pasaba presurosa, con una bandeja de jarras de cerveza en las manos—. Sé bueno un
rato y, cuando vuelva, te traeré algo. —Desapareció entre la muchedumbre.
—¡Eh, eh, camarera! —Caramon agitaba los brazos y bramaba como un toro.
Raistlin le lanzó una mirada irritada, y después se volvió hacia el niño.
Despacio, atraído por una irresistible curiosidad y fascinación, el chiquillo se
apartó de su madre y llegó junto al mago.
—¿De verdad puedes hacer magia? —inquirió, con los ojos muy abiertos por el
asombro.
—¡Eh, chico! —El guerrero, al ver al niño, creyó que estaba molestando a su
hermano y trató de alejarlo—. Vuelve con tu mamá.
—Caramon, cállate —dijo Raistlin suavemente. Sus dorados ojos se posaron en el
niño—. ¿Te llamas Galeth?
—Sí, señor. Era el nombre de mi abuelo, un caballero. Yo también voy a ser un
caballero.
Caramon esbozó una sonrisa a su hermano.
—Te recuerda a Sturm, ¿verdad? Estos caballeros están todos chiflados —añadió,
cayendo en el mismo error que la mayoría de los adultos, que piensan que los niños,
por ser pequeños, no tienen sentimientos.
El chiquillo estalló como la leña seca en el fuego.
—¡Mi padre no está chiflado! ¡Es un gran hombre! —Galeth enrojeció,
comprendiendo que, tal vez, el aspecto de su padre no lo hacía parecer tan importante
—. Lo que pasa es que le preocupa mi madre. Él y yo podemos pasar sin comer;
somos hombres. Pero mi madre… —Los labios le temblaron, y los ojos se le llenaron
de lágrimas.
—Galeth —empezó Raistlin, quien lanzó una mirada a Caramon que hizo al
hombretón darse media vuelta y empezar a llamar de nuevo a la camarera—, ¿te
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gustaría ver un poco de magia?
El niño, demasiado impresionado para hablar, asintió con la cabeza.
—Entonces tráeme la bolsa de dinero de tu madre —pidió el hechicero.
—Está vacía, señor —repuso el chiquillo. A pesar de su corta edad, era lo
bastante mayor para comprender que tal circunstancia era algo vergonzoso, y sus
mejillas se encendieron.
—Tráemela —insistió Raistlin con su voz susurrante.
Galeth se quedó parado un instante, indeciso, debatiéndose entre lo que sabía
debería hacer y lo que estaba deseando hacer. La tentación resultó demasiado fuerte
para sus seis años. Volvió corriendo hasta donde dormía su madre y con cuidado, para
no molestarla, sacó la bolsa del bolsillo de su vestido. Regresó con ella y se la tendió
a Raistlin, que la tomó en sus largas y delicadas manos y la estudió con atención. Era
una bolsa pequeña de piel, bordada con hilos de oro, como las que utilizaban las
señoras elegantes para guardar sus joyas. Si en ésta las había habido alguna vez,
debían de haberse vendido hacía mucho tiempo para comprar comida y ropa.
El mago le dio la vuelta a la bolsa y la sacudió. Tenía el forro de seda y estaba,
como había dicho el niño, vacía. Entonces, encogiéndose de hombros, Raistlin se la
devolvió al chiquillo. Galeth la aceptó con actitud vacilante. ¿Dónde estaba la magia?
A su rostro asomó el desencanto.
—Así que vas a ser un caballero, como tu padre —dijo Raistlin.
—Sí. —El niño parpadeó para contener las lágrimas.
—Entonces ¿desde cuándo miente un futuro caballero?
—¡No he mentido, señor! —Galeth se sonrojó—. ¡Eso no se debe hacer!
—Pero dijiste que la bolsa estaba vacía. Mira dentro.
Perplejo, el niño abrió la bolsa de pie. Soltó un silbido de sorpresa y sacó una
moneda. Después miró a Raistlin con deleite.
—Anda, ve y guárdala otra vez donde estaba, con cuidado —indicó el mago—. Y
no digas una palabra a nadie de dónde vino la moneda, o el hechizo se romperá.
—¡Sí, señor! —respondió, solemne, Galeth. Volvió junto a su madre y metió la
bolsa en el bolsillo del vestido con la sigilosa habilidad de un kender. Luego se sentó
en cuclillas, al lado de su madre, y empezó a mordisquear un trozo de caramelo de
melcocha que la camarera le dio al pasar. De vez en cuando hacía una pausa para
compartir una sonrisa cómplice con el mago.
—Todo eso está muy bien —gruñó Caramon, con los codos apoyados en la mesa
—, pero ¿qué vamos a comer nosotros en los próximos diez o quince días?
—Ya se nos ocurrirá algo —repuso Raistlin con calma. Levantó la esbelta mano,
hizo un gesto débil, y la camarera se acercó presurosa a su lado.
La tenue luz del ocaso se apagó y dio paso a la noche. La posada se puso aún más
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abarrotada, más ruidosa y más caliente. La esposa del caballero dormía a pesar del
jaleo; su agotamiento era tan patente que muchos la miraron con ojos compasivos y
murmuraron que merecía mejor suerte. El niño también se había quedado dormido,
hecho un ovillo en el suelo, a los pies de su madre. Ni siquiera rebulló cuando
Caramon lo levantó en sus fuertes brazos y lo acostó junto a la mujer. Earwig regresó
y se sentó al lado de Caramon. Con la faz encendida y feliz, vació los abultados
saquillos sobre la mesa y empezó a separar su contenido, a la vez que mantenía una
ininterrumpida conversación consigo mismo.
El caballero Gawain regresó al cabo de dos horas. Todos los hombres de la
posada que lo vieron entrar dieron codazos a sus compañeros instándolos a guardar
silencio, de manera que todos los ojos estaban pendientes de él mientras avanzaba por
la sala.
—¿Dónde está mi hijo? —demandó mientras miraba en derredor con actitud
amenazadora.
—Aquí mismo, a salvo, caliente, y profundamente dormido —respondió la
camarera, señalando al niño—. Nadie lo ha raptado, ni le ha hecho daño, si es eso lo
que pensáis.
El caballero tuvo el detalle de mostrarse avergonzado.
—Lo siento —dijo Gawain—. Agradezco tu amabilidad.
—Caballero o camarera, la muerte no hace distingos. Y, al menos, podemos
ayudarnos unos a otros mientras estamos vivos. Despertaré a vuestra esposa.
—No —dijo Gawain, que levantó la mano para impedírselo—. Déjala dormir. —
Se volvió hacia el posadero—. Quisiera pedirte que ella y el niño pasen aquí la noche.
Tendré dinero por la mañana y te pagaré —añadió con gesto tirante.
—¿De veras? —El propietario lo miró con desconfianza—. ¿Os ha contratado su
señoría?
—No. Al parecer ya tiene todos los hombres que necesita para manejar a esos
goblins.
Un sonoro suspiro generalizado se alzó en la sala.
—Te lo dije —susurró Caramon a su hermano.
—¡Calla, mentecato! —replicó Raistlin con aspereza—. Intento enterarme dónde
piensa conseguir dinero esta noche.
—Su señoría me ha contado que hay un paraje boscoso, no lejos de aquí, y que en
esa floresta existe un alcázar que no tiene utilidad para él ni para nadie porque está
sometido a una maldición. Sólo…
—¿Un alcázar maldito? ¿Dónde? ¿Qué clase de maldición? —inquirió el kender
entusiasmado mientras se encaramaba a la mesa para ver mejor.
—La maldición de la doncella —respondieron varios clientes—. El castillo se
llama el Alcázar de la Muerte. Ninguno de los que entraron en él ha regresado.
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—¡El Alcázar de la Muerte! —exclamó Earwig, con los ojos brillándole por el
entusiasmo—. ¡Qué lugar tan interesante!
—Un Caballero de Solamnia puede entrar y regresar. Según su señoría, se precisa
un verdadero caballero para acabar con la maldición. Tengo intención de ir allí y, con
la ayuda de Paladine, llevar a cabo esta misión.
—Iré cont… —se ofrecía, magnánimo, Earwig, cuando Caramon lo agarró por
los tobillos y tiró de él, de manera que se fue de bruces al suelo.
—Su señoría ha prometido recompensarme con largueza —concluyó Gawain, sin
hacer caso del golpetazo y las protestas del kender.
—Ajá —dijo, burlón, el posadero—. ¿Y cómo pensáis pagar la cuenta de vuestra
familia si no regresáis, mi buen Caballero Verdadero? No sois el primero de los
vuestros que va allí, y no he visto regresar a ninguno de ellos.
Cabeceos y murmullos ratificaron las palabras del propietario.
—Su señoría me ha prometido que se ocupará de ellos si perezco —repuso
Gawain, con voz firme y calmada.
—¿Su señoría? Oh, entonces está bien —dijo el posadero, de nuevo contento—.
Y mis mejores deseos para vos, señor caballero. Yo, personalmente, acompañaré a
vuestra dama y al niño (un chico estupendo, si me permitís el comentario) a su
habitación.
—Esperad un momento —intervino la camarera, que se metió por debajo del
brazo del posadero para plantarse delante del caballero—. ¿Dónde está el mago que
os tiene que acompañar al Alcázar de la Muerte?
—No vendrá ninguno —respondió Gawain, con gesto ceñudo—. Y ahora, si no
queréis más de mí, he de partir. —Bajó la vista a su esposa dormida y, con suavidad,
alargó la mano para acariciarle el cabello. No obstante, temiendo despertarla, la retiró
—. Adiós, Aileen, espero que lo comprendas.
Giró con rapidez y se dirigía a la puerta cuando el propietario lo agarró por el
brazo.
—¡Ningún mago! ¿Es que no os lo dijo su señoría? ¡Se necesitan un caballero y
un mago para acabar con la maldición de la doncella! Pues fue por un caballero y por
un mago por lo que el alcázar fue maldito.
—¡Y un kender! —gritó Earwig mientras se incorporaba con precipitación—.
¡Estoy seguro de que oí decir que se necesitan un caballero, un mago y un kender!
—Su señoría mencionó alguna leyenda sobre un caballero y un mago —
manifestó, desdeñoso, Gawain—. Pero un verdadero caballero con fe en su dios no
necesita el auxilio de ningún ser de Krynn.
Librándose de la mano del posadero, el caballero se encaminó hacia la puerta.
—¿De verdad estás tan ansioso de perder la vida, señor caballero? —El susurro
sibilante acalló la algarabía de la posada, que pareció sumirse en un silencio mortal
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—. ¿Crees realmente que tu esposa y tu hijo estarán mejor cuando hayas muerto?
El caballero se detuvo. Sus hombros se tensaron y su cuerpo tembló. No se
volvió, pero giró la cabeza para mirar al mago por encima del hombro.
—Su señoría lo prometió. Tendrán comida y un techo sobre sus cabezas. Al
menos, puedo darles eso.
—Y así, al grito de «el honor es mi vida», corres hacia una muerte cierta, cuando,
con sólo doblegar tu orgullo y permitiéndome que te acompañe, tendrías la
oportunidad de alcanzar la victoria. Muy típico en los tuyos —comentó Raistlin con
una sonrisa desagradable—. No es de extrañar que vuestra Orden haya caído en la
decadencia.
El insulto hizo que el rostro de Gawain se tiñera de rojo por la cólera, y el
caballero buscó la empuñadura de su espada. Caramon, gruñendo, llevó la mano a la
suya.
—Guardad las armas —espetó Raistlin—. Eres un hombre joven, caballero. La
suerte no te ha sonreído. Salta a la vista que valoras tu vida, pero, al estar
desesperado, no ves otra salida para escapar de la desdicha de un modo honorable. —
Sus labios se curvaron al pronunciar la última palabra—. Te he ofrecido mi ayuda.
¿Acaso me matarás por ello?
Los dedos de Gawain se crisparon sobre la empuñadura de la espada.
—¿Es cierto que se necesita un caballero y un mago para acabar con la
maldición? —preguntó a los que estaban en la posada.
—¡Y un kender! —chilló una vocecilla estridente, con tono indignado.
—Oh, si, es cierto —afirmaron todos los que estaban a su alrededor.
—¿Ha habido otros que lo hayan intentado?
Ante esta pregunta, los hombres se miraron unos a otros y después volvieron los
ojos al techo, a las paredes, o a sus jarras de cerveza.
—Unos pocos —repuso una voz.
—¿Cuántos? —inquirió Caramon, viendo que su hermano estaba dispuesto a
acompañar al caballero.
—Veinte…, treinta, quizá.
—¡Veinte o treinta! ¿Y ninguno regresó? ¿Has oído eso, Raist? ¡Veinte o treinta y
no ha vuelto ninguno! —repitió con tono enfático el guerrero.
—Lo he oído. —Valiéndose del bastón para apoyarse, Raistlin se levantó del
banco.
—¡Y yo también! —dijo Earwig, brincando de excitación.
—Y aun así, vamos a ir, ¿no? —dijo Caramon con tono lúgubre mientras se
ajustaba el cinto de la espada a la cintura—. Es decir, algunos de nosotros. Tú no,
Revientacerrojos.
—¡Revientacerrojos! —Al oír la desafortunada tergiversación de un apellido
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respetado desde antiguo entre los kenders, Earwig se quedó momentáneamente
paralizado por la impresión, y olvidó agacharse para eludir la manaza del guerrero.
Caramon lo agarró por el copete y acto seguido, con unos cuantos movimientos
diestros, lo ató por el pelo a uno de los postes de carga de la posada.
—¡Me llamo Fuerzacerrojos! —chilló, indignado, el kender.
—¿Por qué haces esto, mago? —preguntó Gawain, receloso, mientras Raistlin
cruzaba despacio la sala.
—Sí, Raist, ¿por qué lo hacemos? —demandó el guerrero, hablando sin apenas
separar los labios, en voz baja.
—Por el dinero, naturalmente —manifestó Raistlin con frialdad—. ¿Qué otra
razón podría haber?
La multitud que abarrotaba la posada estaba de pie, hablando a voces, excitada,
indicando la dirección y dando consejos y haciendo apuestas a favor o en contra del
regreso de los aventureros. Earwig, atado a conciencia, gritaba y suplicaba y parecía
que iba a arrancarse el pelo de raíz de tanto tirar para soltarse.
Sólo la camarera vio que la delgada mano del mago revolvía suavemente el
cabello del niño dormido, al pasar junto a él.
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—No es sólo cuestión de cortesía, sino simple sentido común no separarnos en un
bosque tan oscuro y tenebroso como éste —declaró Caramon—. ¿Habéis oído algo?
Los tres escucharon atentos, conteniendo el aliento. Las hojas de los árboles
susurraron, una rama chascó. Caballero y guerrero se llevaron la mano a la espada.
Raistlin cogió un puñado de arena de un saquillo y recordó las palabras de un conjuro
de sueño.
—¡Aquí estoy! —exclamó alegremente una voz chillona. Una figura pequeña,
verde y naranja, entró en el círculo de luz—. Siento llegar tarde —se excusó Earwig
—. Mi pelo se quedó enganchado y tuve que cortármelo para soltarme. —Exhibió la
mitad de lo que antes era un largo copete.
—¡Y lo cortaste con mi daga! —dijo Caramon mientras se la arrebataba al kender
con brusquedad.
—Ah, ¿era tuya? Qué curioso. Habría jurado que tenía una igual.
Gawain puso un gesto ceñudo.
—Como si no fuera suficiente tener que viajar acompañado por un mago, ahora…
—Lo sé —lo interrumpió Earwig al tiempo que movía la cabeza en actitud
compasiva—. Tendremos que sacar el mejor partido posible a la situación, ¿no te
parece?
—Ah, dejémoslo venir con nosotros —sugirió Caramon, que sentía
remordimientos al ver lo que en otros tiempos había sido un vistoso copete—. Tal vez
nos sea útil si nos atacan.
Gawain vaciló, pero resultaba evidente que el único modo de librarse del kender
era rajarlo en dos, y aunque el Código y la Medida no prohibía específicamente a un
caballero matar a un kender, tampoco lo alentaba a hacerlo.
—¡Si nos atacan! —resopló. Reanudó la marcha, con Earwig pegado a sus talones
—. No corremos peligro hasta que lleguemos al alcázar. Al menos, es lo que me dijo
su señoría.
—¿Y qué más te dijo su señoría? —inquirió Raistlin, entre toses.
Gawain lo miró hosco. Saltaba a la vista que se estaba preguntando de qué iba a
servirle este mago enfermizo.
—Me contó la historia de la maldición de la doncella. Hace mucho tiempo, antes
del Cataclismo, un mago Túnica Roja, como tú, secuestró a una joven del castillo de
su padre y se la llevó a ese alcázar. Un caballero, el prometido de la joven, descubrió
el rapto y los siguió para rescatarla. Alcanzó al mago y su víctima en el alcázar de
este bosque.
»El hechicero, furioso porque sus planes se hubieran frustrado, invocó la ayuda
de la Reina de la Oscuridad para destruir al caballero. Éste, a su vez, pidió el auxilio
de Paladine. Las fuerzas desatadas en la consiguiente batalla fueron tan poderosas
que no sólo destruyeron al mago y al caballero, sino que, tras su muerte, siguieron
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arrastrando a otros en el conflicto.
—¡Y no me dejaste que hiciera la apuesta! —reprochó Caramon a su hermano.
Raistlin no pareció escucharlo. Estaba, aparentemente, sumido en reflexiones.
—Bueno, ¿qué te parece esa historia? —inquirió Gawain con brusquedad.
—Creo que, como en la mayoría de las leyendas, se ha exagerado la verdad —
repuso Raistlin—. Un mago Túnica Roja, por ejemplo, no acudiría a la Reina de la
Oscuridad para que lo ayudara. Eso es algo que sólo hacen los Túnicas Negras.
—A mi entender —dijo Gawain, ceñudo—, los de tu clase tienen afición a la
oscuridad, sin importar el color de la túnica que lleváis… El zorro disfrazado con piel
de oveja, como reza el dicho.
—Sí, también he oído unos cuantos dichos referentes a los de tu clase, señor
Cabeza de Lata —replicó, iracundo, Caramon—. Uno de ellos dice…
—Déjalo ya, hermano —reconvino Raistlin, cuyos finos dedos se cerraron
firmemente en el brazo del guerrero—. Reserva tu aliento para lo que nos aguarda.
El grupo continuó, encerrado en un silencio tenso y opresivo.
—¿Qué ocurrió con la doncella? —preguntó de repente Earwig. Los tres hombres
se sobresaltaron, ya que, en su preocupación, habían olvidado la presencia del kender.
—¿Qué? —gruñó Gawain.
—La doncella. ¿Qué le ocurrió? Después de todo, se llama la maldición de la
doncella.
—Sí, en efecto —intervino Raistlin—. Un punto interesante.
—¿De veras? —Earwig empezó a dar brincos de alegría, de manera que esparció
el contenido de sus saquillos por el sendero y casi tropezó con Caramon—. ¡He
sugerido un punto interesante!
—No veo por qué se llama la maldición de la doncella, salvo que fue la víctima
inocente —respondió el caballero.
—Ah. —Earwig lanzó un fuerte suspiro—. Una víctima inocente. ¡Sé muy bien lo
que se siente!
Los cuatro continuaron adelante. La marcha era fácil, ya que el sendero a través
del bosque era recto y llano. Demasiado recto y demasiado llano, en opinión de
Caramon, que sostenía que parecía empeñado y decidido a llevarlos a su perdición lo
antes posible. Unas cuantas horas después de media noche, llegaron al castillo
conocido como el Alcázar de la Muerte.
Oscuro y vacío, su fachada de piedra emitía un brillo blanco grisáceo a la luz de
las estrellas y la pálida luna plateada. Macizo y firme, el alcázar había sido diseñado
para ser funcional, no hermoso. Era cuadrado, con una torre en cada esquina, para los
vigías. Una muralla conectaba las torres y rodeaba la estructura, cuyo propósito
principal había sido, probablemente, albergar tropas. Unos portones de madera,
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reforzados con bandas de acero, eran el único acceso de entrada y salida.
Pero hacía mucho, mucho tiempo que ningún soldado se había alojado allí. Las
almenas se estaban desmoronando y en algunos sitios se hallaban totalmente
derruidas. La muralla tenía grietas enormes, quizá causadas por el Cataclismo, quizá
por la supuesta batalla mágica que había tenido lugar en su interior. Una de las torres
se había desplomado sobre sí misma, al igual que el techo del edificio central, pues se
veían los perfiles de vigas rotas, negras en contraste con el cielo tachonado de
estrellas.
—El alcázar está desierto —proclamó Caramon, que miraba la construcción con
desagrado—. Aquí no hay nadie, ni vivo ni muerto. Me sorprende que esos guasones
de la posada no nos hayan mandado con un saco, diciendo que nos pusiéramos en
mitad del sendero y gritáramos: «Pitas, pitas, pitas».
—Ésa sería la tarea que yo te habría encomendado, mi querido y charlatán
hermano. —Raistlin empezó a toser, pero sofocó el ruido con la manga de la túnica
—. ¡El Alcázar de la Muerte no está desierto! Oigo voces claramente… o podría
oírlas, si tú silenciaras la tuya.
—También oigo la llamada de alguien —manifestó Gawain, asombrado—. ¡Un
caballero de mi Orden está atrapado ahí dentro y pide ayuda! ¡Allá voy! —Espada en
mano, corrió hacia el castillo.
—¡Yo también! —gritó Earwig mientras saltaba alrededor de Raistlin—. ¡Oigo
voces! ¡Estoy seguro! ¿Qué te dicen a ti? ¿Quieres saber lo que me dicen a mí? «Otra
ronda de cerveza». Eso es lo que les oigo gritar.
—¡Espera! —Raistlin tendió la mano para agarrar al caballero, pero Gawain
corrió presuroso hacia las enormes puertas dobles de madera. En otros tiempos el
acceso debía de haber estado cerrado a cal y canto contra cualquier enemigo, pero
ahora se encontraba ominosamente abierto—. ¡Es un necio! ¡Ve tras él, Caramon!
¡No dejes que haga nada hasta que llegue yo!
—¿Otra ronda de cerveza? —Caramon miraba a su hermano como si se hubiera
quedado en blanco.
—¡Grandísimo zopenco! —siseó el mago, con los dientes apretados. Señaló el
alcázar con un dedo tembloroso—. ¡Oigo una voz que me llama, y en ella reconozco
a uno de los míos! ¡Es la voz de un mago! Creo que empiezo a entender lo que pasa
aquí. ¡Ve tras él, Caramon! ¡Derríbalo, siéntate encima de él si es la única manera de
detenerlo, pero debes impedir que Gawain ofrezca su espada al caballero!
—¿Qué caballero? ¡Oh, vale, Raist! Ya voy. No es necesario que me mires así.
Vamos, Revientacerrojos.
El copete de Earwig brincó de indignación.
—Es Fuerza… ¡Oh, qué más da! ¡Eh, espérame!
Caramon, seguido por el jubiloso kender, corrió en pos del caballero, pero había
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reaccionado demasiado tarde y Gawain entraba ya en el alcázar como una exhalación.
Al llegar a los portones de madera, Caramon vaciló antes de cruzarlos y se volvió
para lanzar una mirada inquieta a su hermano.
Raistlin, apoyado en el bastón, caminaba tan deprisa como le era posible, tosiendo
a cada paso y dando la impresión de que se derrumbaría en cualquier momento.
A pesar de todo, siguió avanzando, e incluso se las ingenió para alzar el luminoso
bastón y gesticular furioso con él a su gemelo, ordenándole que entrara al alcázar sin
más demora.
Earwig, por su parte, ya había entrado como una flecha. Al descubrir que estaba
solo, se dio media vuelta y regresó a todo correr.
—¿Es que no vienes? ¡Ahí dentro está maravillosamente oscuro y espeluznante!
Y ¿sabes una cosa? —El kender suspiró extasiado—. Empiezo a oír voces realmente.
Quieren que entre y los ayude a luchar. ¡Imagínate! ¿Puedes prestarme tu daga?
—¡No! —bramó el guerrero. También él podía escuchar las voces ahora. Unas
voces fantasmagóricas.
—¡Mi causa es justa! Todos saben que los hechiceros son criaturas malignas,
engendros de la oscuridad. ¡Por la gloria y el honor de nuestra Orden de la Espada,
únete a mí!
—¡Mi causa es justa! Todos saben que los caballeros se esconden tras sus
armaduras y se valen de su poder para intimidar y amenazar a los que son más débiles
que ellos. ¡Por la gloria y el honor de nuestra Orden de los Túnicas Rojas, únete a mí!
Caramon empezaba a tener la inquietante sensación de que el alcázar no estaba
tan desierto como había pensado al principio. De mala gana, deseando que su
hermano estuviera a su lado, entró en el castillo. El corpulento guerrero no le temía a
nada en este mundo que fuera de carne y hueso, pero aquellas voces espeluznantes
poseían un tono frío y hueco que lo acobardaba. Era como si le gritaran desde el
fondo de una tumba.
Él y el kender se encontraban en un largo pasadizo que conectaba la muralla
exterior con el vestíbulo interior. El corredor estaba equipado con varios mecanismos
de defensa para encargarse de un enemigo invasor. Veía el brillo de las estrellas a
través de las saeteras que jalonaban la derruida muralla de piedra. Privado de la luz
del bastón de su hermano y de la antorcha del caballero, Caramon se vio obligado a
avanzar a tientas en la oscuridad, siguiendo la parpadeante llama que brillaba allá
adelante, y por poco no se golpeó la cabeza con el rastrillo de hierro que estaba
subido sólo a medias.
—¿De parte de quién estás? —inquirió, anhelante, Earwig mientras tiraba de la
mano del guerrero para que siguiera avanzando—. Creo que me gustaría ser un
caballero, pero, por otro lado, siempre quise ser mago. Supongo que tu hermano no
querrá prestarme su bastón…
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—¡Chitón! —ordenó Caramon con voz ronca, quebrada por la sequedad de su
garganta.
El corredor llegaba a su final y desembocaba en un salón grande. Gawain estaba
justo delante de Caramon, sosteniendo la antorcha en alto y gritando palabras en un
lenguaje que el corpulento guerrero no entendía, pero suponía era solámnico.
El clamor de las voces había aumentado. Caramon sentía que tiraban de él en
ambas direcciones. Pero otra voz, una voz en su interior, era más fuerte. Era la voz de
su hermano, una voz que amaba y en la que confiaba; y recordaba lo que le había
dicho.
¡Debes impedir que Gawain ofrezca su espada al caballero!
—Quédate aquí —le dijo a Earwig firmemente, con la mano posada en el hombro
del kender—. ¿Lo prometes?
—Lo prometo. —Earwig estaba impresionado por la solemnidad y la palidez del
semblante del guerrero.
—Bien. —Caramon dio media vuelta y continuó pasillo adelante, en pos del
caballero.
—¿Qué estará pasando? —Earwig temblaba de frustración—. Desde aquí no veo
nada. Pero lo prometí. ¡Ya sé! No quiso decir que me quedara aquí, en este mismo
punto, sino aquí, en el alcázar.
Feliz, el kender avanzó sigiloso, con la daga de Caramon (de la que se había
apropiado) en la mano.
—¡Caray! —exclamó—. Caramon, ¿ves lo mismo que yo?
Sí, el guerrero lo veía. A un lado del salón, los cuerpos revestidos con brillantes
armaduras y las manos aferrando espadas, había una tropa de caballeros. En el lado
contrario estaba un ejército de hechiceros, con las túnicas ondeando a su alrededor
como si las agitara el viento. Los caballeros y los magos habían vuelto los rostros
hacia los extraños que acababan de entrar, y Caramon vio con horror que todos eran
cadáveres corruptos.
Un caballero se materializó al frente de su tropa. Éste, también, estaba muerto.
Las señales de numerosas heridas eran claramente visibles en su cuerpo. El miedo se
apoderó de Caramon, que retrocedió contra la pared, pero el caballero no prestó
atención ni a él ni al boquiabierto kender, que se encontraba a su lado. Los ojos
penetrantes del cadáver estaban prendidos en Gawain.
—Compañero de hermandad, te exhorto, por el Código y la Medida, a que acudas
en mi ayuda contra mi enemigo.
El caballero muerto hizo un gesto con la mano y, a cierta distancia de él, apareció
un mago que vestía Túnica Roja, desgarrada y con oscuras manchas de sangre. El
hechicero también estaba muerto y, a juzgar por sus heridas, la suya había sido una
muerte espantosa.
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Earwig echó a andar.
—¡Lucharé a tu lado si me enseñas a lanzar conjuros!
Caramon agarró al kender por el cuello de la camisa, lo levantó en vilo y lo arrojó
hacia atrás. Earwig chocó contra la pared y se deslizó al suelo, donde pasó unos
instantes muy entretenidos procurando recobrar la respiración. El guerrero tendió una
mano temblorosa.
—Gawain, salgamos de…
El caballero apartó la diestra de Caramon de un manotazo y, agachándose sobre
una rodilla a los pies del caballero muerto, empezó a ofrecerle la espada.
—Os prestaré mi ayuda, señor caballero.
—¡Caramon, deténlo! —El siseante susurro se deslizó sobre piedra y a través de
las sombras—. ¡Detenlo, o estaremos perdidos!
—¡No! —clamó el caballero muerto, cuyos ojos ardientes parecieron reparar en el
guerrero por primera vez—. ¡Únete a mi lucha! ¿O es que eres un cobarde?
—¡Cobarde! —se encrespó Caramon—. Ningún hombre me llama…
—¡Atiéndeme, hermano! —ordenó Raistlin—. ¡Hazlo al menos por mí, o también
estaré perdido!
Caramon lanzó una mirada atemorizada al hechicero muerto y vio que sus vacíos
ojos estaban prendidos en su gemelo. El caballero muerto se inclinaba para coger la
espada de Gawain. Abalanzándose hacia adelante, Caramon propinó tal patada al
arma que la lanzó dando vueltas sobre el suelo de piedra.
El caballero muerto aulló de cólera. Gawain se incorporó de un brinco y corrió a
recuperar su espada. Caramon, en un salto desesperado, se echó sobre él y lo agarró
por los hombros. Gawain giró veloz sobre sus talones y le lanzó un puñetazo. La
legión de caballeros muertos golpeaba las espadas contra los escudos; los hechiceros
alzaron sus voces huecas en una aclamación que creció de intensidad al entrar
Raistlin en el salón.
—¡Qué experiencia tan interesante! —proclamó Earwig mientras se tanteaba las
costillas. Tras comprobar que no tenía nada roto, se puso de pie y miró en derredor
para ver qué estaba pasando—. ¡Caramba, alguien ha perdido una espada! La
recogeré.
—¡Hechicero Túnica Roja! —gritaban los magos muertos a Raistlin—. ¡Únete a
nuestra lucha!
Caramon atisbo el semblante de su hermano por el rabillo del ojo. Tenso y
excitado, Raistlin contemplaba fijamente a los hechiceros, con un brillo ardiente y
ansioso en sus dorados ojos.
—¡Raistlin, no!
Aprovechando su descuido, Gawain se escabulló de sus manos y le propinó un
puñetazo en el mentón que lanzó al guerrero al suelo; acto seguido se abalanzó sobre
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su espada, pero se encontró con que Earwig la aferraba con firmeza. La expresión de
radiante alegría plasmada en el rostro del kender se apagó al ver aproximarse al
caballero.
—Oh, no —manifestó decidido, al tiempo que apretaba el arma contra su pecho
—. El que lo encuentra, se lo queda. Evidentemente, tú ya no la querías.
—¡Raist! ¡No los escuches! —Caramon se incorporó tambaleante. «Demasiado
tarde», pensó. Su hermano caminaba hacia el hechicero muerto, que extendía una
mano huesuda hacia el reluciente bastón.
Los gélidos dedos estaban a punto de tocar la madera cuando, de improviso,
Raistlin hizo girar el cayado en posición horizontal y lo sostuvo ante sí. La luz del
cristal se intensificó, y el hechicero muerto retrocedió de un salto, como si la frágil
barrera lo hubiese escaldado.
—¡No me uniré a vuestra lucha, porque es una batalla eterna! —La voz de
Raistlin se alzó sobre el clamor de los muertos—. Una lucha que no puede ganarse
jamás.
Ante estas palabras, las llamadas de los muertos cesaron. Un silencio expectante
se cernió sobre el salón. Gawain dejó de amenazar al kender y se dio media vuelta.
Earwig, que de pronto perdió el interés por el arma, la dejó caer al suelo y se adelantó
para ver qué estaba pasando. Caramon se frotó la dolorida mandíbula y se puso alerta,
dispuesto a saltar en defensa de su hermano.
Apoyado en el bastón, cuyo cristal parecía brillar aún más en la escalofriante
oscuridad, Raistlin avanzó unos pasos hasta situarse en el centro de la sala. Miró
primero al caballero —el rostro putrefacto bajo el abollado yelmo, la mano huesuda
aferrando una espada oxidada—. El joven mago volvió sus dorados ojos hacia el
hechicero; la Túnica Roja, desgarrada por diversas cuchilladas, cubría un cuerpo al
que se le negaba el descanso de la muerte desde hacía siglos. Entonces, Raistlin alzó
la cabeza y clavó la vista en la oscuridad.
—Quisiera hablar con la doncella —manifestó.
La figura de una mujer joven se materializó en la noche y se acercó al mago. Era
bonita, de tez pálida, rostro ovalado, espeso cabello castaño y ojos azules, brillantes y
alegres. Era tan encantadora, con una apariencia tan viva, que pasaron varios
segundos antes de que Caramon comprendiera que llevaba muerta mucho tiempo.
—Fuiste tú quien echó la maldición, ¿no es cierto? —preguntó Raistlin.
—Sí. —La voz de la doncella era fría como un témpano—. ¿Qué bando eliges,
mago? Aquí está la arrogancia —señaló al caballero—, y aquí la soberbia —señaló al
mago—. ¿Cuál escoges? Tampoco es que importe mucho.
—No lucharé por ninguno de los dos —repuso Raistlin—. No elijo la arrogancia
ni la soberbia. Elijo… —Hizo una pausa, y después añadió suavemente—: Elijo el
amor.
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La oscuridad cayó sobre ellos con el peso y la fuerza de una avalancha, apagando
incluso la mágica luz del bastón.
—¡Guau! —se oyó la voz admirada del kender.
Caramon parpadeó y escudriñó a su alrededor intentando ver a través de la
negrura, que era tan densa e impenetrable como roca sólida. Los ejércitos espectrales
habían desaparecido.
—¿Raistlin? —llamó, presa del pánico.
—Aquí estoy, hermano mío. Chist, guarda silencio.
Caramon sintió que una mano lo agarraba por el hombro; alargó los dedos y tocó
un cálido brazo humano.
—¿Gawain? —susurró.
—Sí. —El tono del caballero era tenso—. ¿Qué ocurre? ¡No me fío de ese mago!
Conseguirá que nos maten.
—Pues a mí me parece que, hasta el momento, ha hecho un buen trabajo para
mantenernos con vida —replicó, severo, Caramon—. ¡Mira!
—Shirak —entonó Raistlin, y la luz del cristal irradió con fuerza. De pie frente a
él, iluminada por el bastón, se encontraba la doncella.
—Has roto la maldición, joven mago —declaró el espíritu—. ¿Hay algo que
quieras pedirme antes de que me entregue al tan esperado descanso?
—Cuéntanos tu historia —pidió Raistlin—. Según la leyenda, el mago te trajo a la
fuerza.
—¡Por supuesto, eso es lo que han dicho los que nunca se molestaron en
descubrir la verdad! —manifestó el espíritu con desprecio—. Y sus palabras fueron
combustible para el fuego de mi maldición. Lo cierto es que el mago y yo nos
amábamos. Mi padre, un Caballero de Solamnia, me prohibió casarme con un
hechicero y me prometió con otro caballero, al que no amaba. El mago y yo nos
escapamos. Me marché voluntariamente, para estar con el hombre a quien quería. El
caballero nos persiguió y huimos a este lugar, sabiendo que estaba abandonado hacía
mucho tiempo. El mago y yo podíamos haber escapado, pero él dijo que, por su
honor, debía regresar y luchar. Por su honor —repitió con amargura. Sus ojos azules
se quedaron prendidos en las sombras del salón como si todavía pudiesen ver lo que
había acontecido allí tanto tiempo atrás—. Entre estas paredes, desafió al caballero a
combatir, y lucharon… uno con su espada, el otro con su magia. ¡Lucharon por su
honor!
»Y, mientras los observaba, incapaz de impedir su enfrentamiento, me di cuenta
de que ninguno me amaba tanto como amaban su equívoco orgullo.
»Cuando murieron, me acerqué a sus cadáveres y rogué a los dioses para que
aquellos hombres cuyo amor propio fuera tan importante que lo antepusieran a todo
vinieran aquí y quedaran atrapados. Entonces me marché de aquí y recorrí el mundo.
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Encontré a un hombre que me amó lo bastante como para vivir conmigo, no para
morir por mí. Fui bendecida con una vida plena y larga, rodeada de amor. Tras mi
muerte, mi espíritu retornó a este lugar y aquí ha permanecido, esperando al que
amara lo bastante para no hacer caso a las voces —su mirada fue hacia Caramon— y
al que fuera lo suficientemente inteligente como para romper el hechizo.
»Y ahora, joven mago, los has liberado a ellos y me has liberado a mí. Iré a
descansar junto a mi esposo, que me ha esperado a lo largo de los años. Pero antes
quisiera preguntarte algo. ¿Cómo supiste ver y entender la verdad?
—Podría decir que tenía ante mis ojos un notable ejemplo de orgullo mal
entendido. —Repuso Raistlin mientras lanzaba una mirada de soslayo al caballero.
Gawain enrojeció y agachó la cabeza. El mago esbozó una leve sonrisa y añadió—:
Pero sería más veraz afirmar que, sobre todo, se debió a la curiosidad de un kender.
—¡Yo! —Earwig estaba impresionado por esta revelación—. ¡Estás hablando de
mí! ¡Fui yo! ¡Rompí la maldición! ¡Te dije que tenía que ser un caballero, un mago y
un kender!
La imagen de la joven empezó a desdibujarse.
—Adiós —se despidió Raistlin—. Que no se perturbe tu descanso.
—Adiós, joven mago. Te dejo una advertencia. Faltó poco para que sucumbieras.
Tu inteligencia y tu voluntad te salvaron pero, a menos que cambies, preveo un
tiempo en que este destino funesto, que ahora has evitado, acabará por arrastrarte.
Los ojos azules se cerraron y dejaron de verse.
—¡No te vayas! —chilló Earwig mientras corría de un lado para otro y agarraba
el aire vacío con sus manos—. ¡Tengo muchas preguntas que hacerte! ¿Has estado en
el Abismo? ¿Qué se siente al estar muerto? Oh, por favor…
Caramon avanzó cauteloso, sin apartar los ojos del punto donde había estado el
espíritu, temeroso de que la joven pudiera reaparecer de repente. Su manaza se posó
en el hombro de su hermano.
—Raist —empezó con tono preocupado—, ¿qué quiso decir?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —espetó el mago, librándose de la mano de su
gemelo con un brusco tirón. Empezó a toser violentamente—. ¡Ve a buscar madera
para encender un fuego! ¿Es que no ves que me estoy muriendo de frío?
—Claro, Raistlin —dijo el guerrero suavemente—. Vamos, Earmite.
—Earwig —rectificó el kender de manera automática. Fue tras Caramon—.
¡Verás cuando primo Tas se entere de esto! ¡Ni siquiera tío Saltatrampas, el kender
más famoso de todos los tiempos, rompió jamás una maldición!
Gawain se mantuvo en silencio hasta que Caramon y Earwig salieron de la sala.
Después, lentamente, espada en mano, se aproximó al mago.
—Te debo la vida —manifestó de mala gana, con torpeza—. Por el Código y la
Medida, tienes mi lealtad. —Tendió la espada, empuñadura por delante, al mago—.
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¿Qué quieres que haga?
Raistlin soltó un suspiro estremecido. Contempló el arma y sus finos labios se
curvaron.
—¿Que qué quiero que hagas? Rompe tu Código. Quema tu Medida. Como dijo
la doncella, vive por aquéllos a quienes amas. Se acerca una época de oscuridad,
señor caballero, y el amor puede ser muy bien lo único que nos salve.
Los labios del caballero se apretaron, su semblante enrojeció. Raistlin lo miró de
hito en hito, impasible, y la expresión colérica de Gawain fue dando paso a otra de
reflexión. Con un gesto brusco, envainó de nuevo la espada.
—Ah, otra cosa, señor caballero. —El tono del mago era frío—. No olvides
entregarnos nuestra parte de la recompensa.
Gawain desabrochó el cinturón del que pendía la espada y se lo quitó.
—Quédate con todo —manifestó, arrojando espada y cinturón a los pies de
Raistlin—. He encontrado algo mucho más valioso. —Hizo una breve inclinación de
cabeza y salió del alcázar.
La luna roja se alzó en el cielo. Su escalofriante resplandor se filtró a través de las
paredes derruidas del alcázar e iluminó el sendero. El mago permaneció de pie en el
salón vacío. Todavía podía sentir en sus dedos el tacto suave y sedoso del cabello del
niño.
—Sí, señor caballero, has encontrado algo mucho más valioso —musitó. Pensó
en las palabras del espíritu. Después, encogiéndose de hombros, cerró con fuerza los
dedos sobre el bastón—. Dulak.
La luz del cristal se apagó y lo dejó en las sombras, iluminado sólo por los rayos
de la luna roja.
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El regreso
Roger E. Moore
—¡Allá va! —gritó, borracho, un goblin, en la última luz rojiza del ocaso—. ¡Allá va!
¡Se larga!
El cielo se había despejado de nubes. El viento se levantó a mi alrededor, y su
ronco gruñido casi ahogó la risa de los centinelas goblins que se encontraban doce
metros más arriba de la empinada ladera. Por el ruido, aquellos dos debían de haber
abierto hacía rato uno de los barriles de vino robados en una granja cercana a las
afueras de Arroyo Tortuoso, y disfrutaban con la satisfacción nata que les da a los
goblins asesinar granjeros indefensos… como mis primos, Garayn y Klart.
Me humedecí los labios y busqué a tientas el odre colgado de mi cinturón,
dispuesto a desatarlo y beber, pero me encontré con que apenas quedaba agua. En
consecuencia, desistí y me recosté en la cara rocosa del cerro, manteniendo los brazos
pegados al cuerpo para evitar que los goblins, desde arriba, advirtieran algún
movimiento a la mortecina luz. Mis dedos se cerraron en torno a la empuñadura de la
espada, pero permanecieron relajados. El resplandor sobre la planicie, en el oeste,
casi había desaparecido; la única luna visible era Lunitari, un semicírculo, bajo y
rojo, en el horizonte. Allá arriba, muy alto, el trono de los dioses se construía con
relucientes estrellas. Era hermosísimo, pero pude ver que llovería a la noche
siguiente. Los exploradores saben estas cosas.
—¡Se largó! —chilló de nuevo el goblin—. ¡«S’acabó» el sol!
Vanos gritos distantes respondieron, todos ellos juramentos mascullados en el
zafio lenguaje goblin.
—¡Vosotros, bastardos, quisisteis «qui’ciera» la guardia! —bramó el goblin
furioso, y después se echó a reír otra vez. Sonaba como si tuviera rota la nariz—.
¡Más vale que no quitéis ojo a las estrellas! ¡Vienen a echaros el guante!
Yo había llegado hacía sólo una hora y ya estaba harto. Alrededor de una docena
de goblins estaban acampados en lo alto de esta loma, cerca de la frontera oriental de
Solanthus. Arroyo Tortuoso se encontraba a dos días de camino hacia el suroeste. Al
otro lado de los cerros, hacia el este, más allá del río Garetmar, se extendía el
territorio salvaje poblado por bandidos, desertores y basura goblin.
Un goblin soltó una risotada y después farfulló una frase que se llevó el viento. A
no mucho tardar, los dos centinelas estarían durmiendo como troncos. No tenían nada
que temer, que ellos supieran. Habían sido lo bastante listos como para llevar a cabo
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asaltos poco importantes y escasos, evitando así atraer demasiado la atención de la
milicia de Arroyo Tortuoso. Atacar con rapidez, apoderarse del botín y salir pitando:
la misma fórmula de siempre. Los goblins habían prendido fuego a unos pocos
establos, matado algunos caballos y robado sobras y restos antes de darse a la fuga.
No querían una pelea; sólo hacer patente que estaban por los alrededores.
Me llamo Evredd Kaan, y soy un explorador retirado, con cabello y ojos oscuros,
y un buen físico. Dejé de formar parte del ejército desde que cayó Neraka y mi
unidad fue licenciada. Después de aquello, regresé a casa, la ciudad de Solanthus,
para encontrarla arrasada en su mayor parte. Trabajé durante un año en cuadrillas de
peones, quitando cenizas, escombros y huesos a paladas, y a veces haciendo turno de
noche como miliciano en una ciudad rebosante de mendigos que robaban para
sobrevivir. Por fin, renuncié a todo eso y me dirigí hacia el este, a Arroyo Tortuoso,
donde mis padres habían vivido años atrás, antes de que las fiebres se los llevaran de
este mundo. Trabajé en la granja de mi tío y me ocupé del mantenimiento de las
carretas que necesitaba para sus negocios comerciales, los cuales se habían resentido
bastante con la odiosa presencia de los goblins.
Hace tres noches los goblins acabaron con sus primeras víctimas humanas. El
risueño Garayn y el taciturno Klart volvían a pie tras pasar una velada en la ciudad
cuando les dispararon con ballestas y los mataron. En uno de los cuerpos se encontró
una daga goblin. Contemplé los preparativos de los vecinos mientras amortajaban a
mis primos para enterrarlos, y después fui a decirle a mi tío que estaría ausente unos
cuantos días.
—Asuntos de familia —comenté.
—No hagas una tontería, muchacho —instó mi tío. Era un hombretón con la cara
mofletuda, nariz ganchuda y calvicie incipiente. Arroyo Tortuoso había sido bastante
afortunada para no acabar saqueada y quemada durante la Guerra de la Lanza, que
había terminado hacía dos años, y los negocios de mi tío habían subsistido. Pero
ahora sus dos hijos le habían sido arrebatados, y su vida había quedado marcada para
siempre por los mismos elementos que todavía rondaban por la zona—. Tú eres todo
cuanto me queda, Evredd.
—Lo que haré no será ninguna tontería —le repuse lacónico.
Sus ojos se pusieron vidriosos. Sus manos toquetearon los objetos de su
escritorio, como buscando seguridad en su tacto. Las lágrimas amenazaron con
desbordarse.
—Ya ha habido suficiente muerte y dolor —suplicó mi tío—. Déjalo estar.
Huelga decir que no le hice caso. Mi tío había estado muy absorto últimamente en
sus negocios; se encerraba en su estudio con sus libros de contabilidad y maldecía el
efecto negativo de los goblins en el comercio. Y ahora esto. Tenía el aspecto de un
hombre acabado.
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Partí de la ciudad al amanecer, llevando mi espada, comida y poco más. Sabía
hacia dónde se dirigían parte de las viejas rutas de los goblins, de manera que seguí
ese rumbo hasta que apareció un sendero regular, a unos diez kilómetros de la villa.
Las huellas marcadas parecía que hubiesen sido dejadas por un pequeño ejército, en
lugar de unos cuantos salteadores, cargados con su botín. Dos días después, llegaba
aquí.
Uno de los goblins eructó como si fuera un sapo gigante croando; después dejó
caer una copa metálica y masculló:
—¡Maldita sea, mi trago! ¡«Me se» ha caído!
El otro centinela carraspeó y escupió.
—Toma, «pa» que llenes tu copa —dijo, con una risotada.
—Yo te daré algo «pa» que llenes la tuya —rezongó el primero, y una piedra salió
volando de la cima y paso por encima de mí. Me quedé quieto, por si acaso a alguno
de ellos se le ocurría asomarse al precipicio. Los goblins son una raza amante de la
diversión en cuanto se refiere a los humanos. Podían pasarlo estupendamente a mi
costa, tener una buena diversión goblin, con látigos, cuchillos, hierros candentes y
cosas por el estilo.
Otra piedra me pasó por encima y cayó sobre la hierba que había un poco más
abajo.
—¡Tira otra y el viejo Garith te prenderá fuego al culo! —dijo con irritación uno
de los goblins.
—Si es que aparece —replicó el otro—. Ése no asoma el hocico por aquí. Ahora
quiere vivir como un humano. Se cree «mu» importante.
—Va a volver —espetó el primero—. ¿Es que no le dije que se espabilara o
empezaríamos a chingar las cosas? Sabe que causaremos problemas. Ese sapo tripón
sabe que necesitamos acción. Tenemos que movernos, no estar sentados, «pa» que
nos salga callo en el culo. Y tú, ya estás soltando esa piedra, o te voy a dejar una jeta
que asustaría a un enano ciego.
Tras varios minutos de discusión, los goblins se sumieron en un silencio
empapado de alcohol. Decidí avanzar un poco otra vez cuando los centinelas
estuvieran dormidos o demasiado embotados por el vino y la falta de descanso para
darse cuenta. Entonces me ocuparía de ellos, uno por uno, como aprendí a hacerlo
durante la guerra. Sólo se oían los grillos en la oscuridad. Suspiré y esperé paciente,
con los dedos cerrados sobre la empuñadura de la espada.
Algo me golpeó el pecho. Un dolor lacerante me atravesó el pulmón izquierdo,
haciéndome más daño que ninguna otra herida sufrida en Neraka. Bajé la vista
mientras mis manos iban, de manera involuntaria, hacia la fuente de dolor, y vi un
astil corto sobresaliendo de mi chaleco de cuero, cerca del corazón. Supe que la
flecha me había atravesado de parte a parte. Nunca me había sorprendido tanto de ver
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algo.
«Hijos de perra —pensé mientras intentaba contener la respiración y no gritar—.
Me han descubierto; los goblins me han descubierto. Pero ¿cómo demonios lo han
hecho? No los he oído llegar». Me quedé inmóvil, como un idiota, mirando el astil de
la flecha y preguntándome por qué los goblins no daban la alarma. La conmoción y el
dolor de la herida fue más de lo que podía soportar; me resultaba imposible pensar.
Algo hormigueante y frío se propagó por la sangre que manaba de la herida. El
dolor cesó y se convirtió en una oscura nada, como si mi pecho hubiese desaparecido.
Perdí los nervios e intenté gritar, pero no podía inhalar. Era como si un peso enorme
me aplastara la caja torácica, impidiendo que penetrara aire en mis pulmones. Me
desplomé contra la cara rocosa del cerro, en tanto que mi visión se tornaba borrosa y
mis manos se crispaban sobre la herida.
Comprendí que iba a morir, pero no podía hacer nada para evitarlo. No quería
morir, ni entonces ni nunca. Quería regresar a casa. Quería respirar. Quería vivir. Por
un instante pensé en Garayn y Klart. Casi veía sus rostros ante mí.
El entumecimiento llegó a mi cabeza. Todo se volvió ligero y etéreo. Me asaltó
una repentina sensación de vértigo, como si estuviese cayendo.
«Esto no es justo —fue la absurda idea que vino a mi mente—. Los goblins me
han matado. Mataron a mis primos, y ahora a mí. Esto no es justo y quiero que
paguen por ello, del peor modo posible».
Aquél fue el último pensamiento de mi mente mortal.
Estaba teniendo una pesadilla espantosa, peor que las que tuve una vez en Neraka.
Soñaba que estaba muerto y enterrado. Una lluvia, fría como hielo, caía
constantemente sobre mí y escurría por mi carne muerta. Mi cuerpo estaba totalmente
insensibilizado, y los miembros, pesados como plomo. Estaba vacío; era una cáscara
hueca que no albergaba nada en su interior. Me esforcé por despertar o incluso mover
aunque sólo fuera un solo músculo. Supliqué a los grandes dioses de Krynn que me
permitieran despertar.
Ninguno me escuchó.
Les pedí compasión. Les pedí justicia.
Ninguna voz sonó en la oscuridad.
Entonces los maldije; maldije a los dioses y clamé venganza.
Advertí la aparición de una luz incolora. Sin pensarlo, abrí los ojos, todavía
moviendo los labios.
Unas nubes grises, con los bordes deshilachados, pasaban veloces sobre mí. Unas
gotas frías se estrellaban contra mi rostro y caían en mis ojos abiertos. No podía
mover los miembros. No sentía nada, nada en absoluto, salvo el frío; escuché el
tamborileo de la lluvia sobre el suelo.
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Las nubes grises estuvieron pasando durante una eternidad. Y la lluvia caía.
Entonces pareció que me quitaban un peso de encima, y supe que podía sentarme.
Muy despacio, rodé sobre un costado y me incorporé a medias. Cada movimiento
carecía de equilibrio, y me tambaleé, mareado, abrazándome a mí mismo. El
oscilante escenario se estabilizó por fin ante mis ojos, y miré en derredor.
El paisaje tenía una apariencia extraña con la tenue penumbra lluviosa, pero vi
que estaba todavía al pie del rocoso risco. Era ya avanzada la tarde, pero no sabía de
qué día. La alta hierba de la planicie había sido aplastada por la lluvia hacía un
tiempo. Una brisa ligera soplaba sobre el campo, ondeando los tallos doblados y
rotos.
Estuve sentado un buen rato, aturdido, y después bajé la vista y me miré.
El extremo roto de un astil de flecha asomaba en mi pecho. Tras unos instantes,
recordé cómo se había alojado allí y pensé que tenía suerte de no estar muerto.
Entonces, claro está, supe la verdad.
Contemplé el astil roto un buen rato. La lluvia, por fin, amainó. Reinaba un
profundo silencio, roto sólo por los graznidos de cuervos en la lejanía. No estaba
asustado; sólo ofuscado por el asombro. En mi interior no sonaba el latido del
corazón, no manaba sangre de mi herida. Estaba perplejo, pero eso era todo.
Detestaba ver aquella flecha hincada en mí. No era apropiado. Tenía que
quitármela. Con cuidado, alargué la mano y la toqué; después le di unos golpecitos.
No sentí dolor, sino únicamente la sensación de su presencia. Cerré los dedos sobre el
astil y tiré de él con precaución. No se movió. Entonces lo cogí con ambas manos y lo
rompí en el punto donde penetraba en mi pecho, a fin de no hacer más grande la
herida. Sentía la necesidad de mantener mi cuerpo con el mejor aspecto posible.
Cuestión de amor propio, supongo.
Una vez hecho eso, me llevé una mano a la espalda y rocé la punta de la flecha,
que asomaba cuatro o cinco centímetros entre dos costillas. Tras vencer ciertas
dificultades para agarrarla con precisión, tiré lentamente de la flecha hasta sacármela
y junté las dos partes ante mí.
Era más corta de lo que esperaba; la punta era pequeña y acanalada. De hecho, era
la saeta de una ballesta, no la flecha de un arco largo; y, además, estaba muy bien
hecha. Manufactura enana, seguramente. Saltaba a la vista que los goblins habían
conseguido buen armamento durante sus correrías.
Giré y me puse de rodillas; después me incorporé tambaleante y me eché un
vistazo a mí mismo. Estaba pringado de barro. La funda de mi espada estaba vacía,
habían desaparecido mis botas, la bolsa de vituallas se encontraba abierta y la correa
que sostenía el odre aparecía cortada. Sabía que llevaba mi equipo bien sujeto antes
de que me mataran, así que mi asesino me había registrado para saquearme. Yo
mismo había hecho igual en Neraka, rebuscando en los cadáveres de los goblins
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después de las batallas. Sólo llevaba conmigo unas cuantas monedas; abrí la bolsa y
comprobé que estaba vacía. Bajé la vista al suelo y vi que la comida estaba tirada en
el barro. No habían aprovechado nada; todo estaba estropeado. Un poco más lejos se
encontraban las botas y el odre, rajados. De la espada no había rastro; sin duda, el
asesino se la había llevado consigo para después, probablemente, desecharla. Era un
arma barata. Mi asesino era un tipo meticuloso.
Arrojé al suelo los dos trozos de saeta. Me examiné los brazos mientras lo hacía y
reparé en que, para ser una persona muerta, no tenía tan mal aspecto. La piel estaba
muy pálida. Mis manos y brazos parecían más delgados de lo que recordaba, más
huesudos y menos llenos y musculosos. Mis ropas estaban embarradas y empapadas,
y el chaleco de cuero, manchado con lo que debía de ser sangre. No debía llevar
muerto mucho tiempo, quizá sólo un día o dos.
No podía verme el rostro, por supuesto, y ello me hizo sentirme curiosamente
agradecido. Tanteé mi barba corta y mi bigote, y los limpié de barro lo mejor que
pude; luego me ajusté el chaleco de cuero y froté el pequeño agujero de la pechera,
como si acabara de mancharme con algo de comida. Mis dedos, largos y finos,
estaban como témpanos, pero era un frío casi agradable.
Una rama chascó; el sonido procedía de alguna parte en lo alto del risco, por
encima de donde me encontraba. Alcé la vista pero no vi rostros; sólo nubes y lluvia.
«Probablemente esos malditos goblins se han olvidado de mí y me han dejado
para pasto de alimañas. Quizás estén todavía borrachos».
No estaría de más que lo comprobara.
Examiné la cara del cerro. La piedra era vieja y estaba erosionada, llena de grietas
y raíces de plantas. Merecía la pena intentarlo. Afirmé mis huesudos dedos en una
ranura vertical de la roca y encontré un hueco para apoyar el pie; empecé a escalar.
Me llevó tiempo alcanzar la cima, pero no me importó tener que trepar. No sentía
el menor dolor. Me pregunté qué harían los goblins cuando me viesen. Estaba
impaciente por descubrirlo. No disponía de espada, pero tenía mis manos; y, además,
estaba muerto.
A escasos centímetros de la cima, me detuve y escuché. Alguien se movía allá
arriba; se oyó un ruido metálico, quizá de una cota de malla. Ahora no tenía miedo a
sus armas, pero quería sorprenderlos. Me balanceé ligeramente y después me aupé,
rápido y en silencio, por el borde de la cornisa.
A mis pies, sobre la hierba, alta y húmeda, yacía una pesada figura, con la
deforme cabeza enterrada boca abajo en el barro y agua sucia. Una gruesa piel de
lobo le cubría los hombros y la espalda. Una mano, gris verdosa, estaba extendida
hacia adelante y los dedos clavados en el suelo mojado. Parecía como si el goblin
hubiese tropezado en algo mientras se dirigía al borde del escarpado y luego no se
hubiera levantado. Nunca lo haría. El dardo de la ballesta sobresalía por la parte de
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atrás de su grueso cuello. Una nube de hambrientas moscas negras zumbaba a su
alrededor.
Ciertamente no había sido él quien había roto la rama que había oído chascar.
Entonces vi al que lo había hecho. A unos siete u ocho metros de distancia había un
enano que se cubría con una capa de hule. Estaba de espaldas a mí, inclinado sobre
otro goblin desplomado; una cota de malla tintineaba debajo de la capa. El enano se
incorporó. En una mano, enguantada en cuero, llevaba una brillante hacha de guerra
con filo por un lado y el otro terminado en pico. Entonces echó un vistazo en
derredor, cauteloso, y se volvió en mi dirección de manera que vi su barba,
enmarañada y húmeda, de color castaño, sus cejas espesas y oscuras, sus pequeños
ojos negros, que se abrieron desmesuradamente al verme.
—¡Por Reorx! —exclamó. Hizo girar el hacha en su mano derecha al tiempo que
levantaba el brazo izquierdo para frenarme si me abalanzaba sobre él. Adoptó una
postura agazapada, con los pies colocados de manera que podía moverlos en
cualquier dirección. Otro veterano de la guerra.
Levanté las manos, con las palmas hacia afuera y los dedos extendidos, y sacudí
la cabeza despacio. El enano no se dio por aludido y continuó preparado para un
ataque. Su imagen, con la reluciente hacha aferrada con fuerza, me hizo gracia, pero
no sonreí.
Avancé lateralmente a fin de apartarme de la cornisa; la inestabilidad que sentía al
principio había desaparecido por completo. El enano giró sobre sí mismo para no
perderme de vista.
Moví los labios para decirle algo, pero no emití ningún sonido. Me costó un
momento entender el motivo; entonces aspiré aire para llenarme los pulmones. Parte
de mi caja torácica se expandió, pero se produjo un desagradable sonido de succión
en el esternón y tuve la sensación de que el lado izquierdo de mi pecho no se estaba
llenando. Alcé la mano derecha con rapidez y la metí por el cuello de la camisa para
cubrir el agujero de la herida. Lo intenté de nuevo.
—No temas —articulé… y me sobresaltó el sonido de mi propia voz. Era ronca y
afónica, como si hubiese tragado ácido. Aspiré una nueva bocanada de aire—. No te
haré daño —finalicé con una boqueada.
El enano tragó saliva, sin apartar sus ojos de mí ni un solo instante. Un músculo
de la mejilla izquierda le daba tirones.
—Aprecio tan buena disposición —masculló—. Lo tendré en cuenta.
Sentía curiosidad por los goblins muertos. Me encogí de hombros en un gesto
despreocupado antes de arrodillarme a examinar uno de los cuerpos cubierto de
moscas. Como había sospechado, la cabeza del dardo que sobresalía del cuello del
goblin era igual a la que me había herido a mí. Saqué la mano derecha de dentro de la
camisa y la alargué para examinar la punta.
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Retiré la mano con presteza. Un hilo de brea negra colgaba de la cabeza del dardo
e impregnaba la ranura. Había visto esa sustancia antes, en Neraka. Cera negra, la
había llamado mi comandante. Un veneno mortal. Un puñado de humanos de Neraka
lo había utilizado en sus armas, con lo que era su idea de darnos una buena
bienvenida. Sólo los dioses saben de dónde lo sacaron; los propios nerakinos no
sabían cómo manejarlo. Encontrábamos sus cadáveres de tanto en tanto, agazapados
en lugares de emboscada, con pequeñas manchas de cera negra en sus labios o dedos,
en donde se habían tocado por descuido.
Recordé la sensación de vacío extendiéndose dentro de mí mientras moría, con el
dardo hincado en mi pecho. Había sido el primero en sentir el beso del veneno esa
noche. Supuse que mis primos lo habían sentido antes incluso que yo. Mal asunto que
no se me ocurriera la idea de examinar sus cuerpos.
Me incliné para seguir estudiando al goblin, que probablemente me había
sobrepasado en casi cincuenta kilos de peso en vida. Había sido un bruto corpulento;
sus ropas y armadura estaban tan mugrientas como su piel. El filo de una daga había
cortado su cinturón y su bolsa de dinero, ahora vacía, así como también su armadura
de cuero y sus botas. También le faltaba la oreja izquierda. Por las apariencias, había
sido cortada limpiamente, por debajo del borde del casco.
Alcé la vista hacia el enano, que no se había movido, y recordé llevarme la mano
al pecho para taponar el agujero antes de hablar.
—¿Y aquél? —inquirí roncamente, señalando con un dedo huesudo al goblin que
estaba muerto detrás de él. Mi voz sonaba como si fuera un animal aprendiendo a
hablar.
El enano aflojó un poco la tensión, pero sólo un pelo. Se apartó del cuerpo para
que lo viera bien. Este goblin yacía boca arriba, con un brazo extendido junto a un
barril de vino vacío que tenía a su lado, sobre la hierba. El proyectil había atravesado
su armadura de cuero a la altura del abdomen. Una segunda herida, ahora negra
azulada, resultaba visible en su garganta. Le faltaba también la oreja izquierda, que
había sido cortada limpiamente. Ni siquiera se había incorporado; había muerto
sentado y después se desplomó de espaldas.
Alcé las manos y me tanteé las orejas. Ambas seguían intactas y en su sitio.
—Tal vez podrías darme una idea de lo que buscas. —La voz del enano era firme
y baja; el brazo que enarbolaba el hacha continuaba dispuesto a golpear o a arrojar.
Escudriñé la cima del cerro, en la que crecían algunos árboles. No había nadie
más por los alrededores.
—Busco a alguien —repuse por último.
Esto no lo respondía todo, pero el enano lo pasó de momento por alto.
—¿Tienes nombre? —preguntó.
—Evredd —respondí; la palabra sonó como un refunfuño. Me tapé la herida y lo
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repetí, con más claridad.
Los negros ojos del enano fueron a mi pecho.
—Estás muerto, ¿verdad, chico? —inquirió.
Encontré difícil responder a eso. Era algo a lo que no quería enfrentarme.
—Apuesto a que eres un espíritu. Llevas muerto poco tiempo, eso puedo
asegurarlo. He visto muchos tipos muertos antes, pero ninguno que caminara, como
tú. Sí, tienes que ser un espíritu que has vuelto a la vida para vengarte de tu asesino.
¿Me equivoco?
Para ser enano, era muy hablador.
—¿Quién hizo esto? —pregunté, señalando los cuerpos.
El enano siguió mirándome un poco más y después echó un vistazo en derredor,
pero sin quitarme ojo. El cielo empezaba a oscurecer con la llegada del ocaso, pero
había dejado de llover. Unos sesenta metros detrás del enano, en una línea de árboles,
había una afloración rocosa irregular, cubierta con enredaderas. Una cárcava, o
vereda abierta por la erosión, salía de la espesura y después cruzaba la cima del cerro
en dirección sur.
—No lo sé —repuso el enano, que volvió a mirarme y luego a los goblins
muertos—. Yo mismo acababa de llegar aquí. —El agua de lluvia resbalaba por el
filo del hacha.
Me incorporé. El enano retrocedió, con semblante tenso, y alzó el brazo que
sostenía el hacha.
—No —dije, pero la palabra sonó como un jadeo. Me llené la mano al pecho—.
No —repetí—. ¿Cuánto hace…? ¿Qué día es hoy?
—Dieciséis —contestó mientras estrechaba de nuevo los ojos.
Entonces, llevaba muerto un día. Los goblins habían atacado el doce, y salí tras
ellos al día siguiente.
—¿Hay más… gente contigo? —Resultaba difícil pronunciar todas las palabras
de un solo tirón. Iba a tener que practicar mucho.
—Sólo yo —repuso el enano, vacilante. Esbozó una sonrisa nerviosa y cambió de
posición la mano en el mango del hacha—. No fui yo quien te mandó al mundo de los
muertos, y, si eres un espíritu vengativo, creo que no me atacarás. Eso lo reservarás
para tu asesino.
No sentía necesidad de molestar al enano si él no me molestaba a mí, así que
supuse que había dado en el clavo. Registré el suelo para dar con cualquier clase de
pista que identificara a mi asesino. El enano se mantuvo alejado, pero no tardó mucho
en recobrar suficiente valor para seguir examinando al goblin tirado boca arriba,
buscando cosas de valor y sin quitarme ojo al mismo tiempo.
La fuerte lluvia había destruido prácticamente todas las pistas que hubiera podido
haber: huellas, hierba pisada, todo. A pesar de ello, todavía era capaz de adivinar unas
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cuantas cosas acerca de mi asesino. Había utilizado ballesta, casi con certeza una de
fabricación enana. Sabía envenenar los proyectiles. Era muy probable que pudiera
escalar riscos; tenía que haber trepado por éste, después de acabar conmigo. Luego
disparó a los goblins, que estaban borrachos y cansados, pero la ausencia de otros
cadáveres indicaba que el asesino se había movido con considerable rapidez, para
derribarlos antes de que pudieran lanzar un grito de alarma, ni siquiera el uno al otro.
Pero, si había matado a los goblins, ¿por qué matarme también a mí? Debía de
saber que iba tras ellos. Y, si veía tan bien como para acertarme con tanta precisión,
no podía haberme confundido con una carroña goblin. Reflexioné un minuto, y
después me asomé a la cornisa. Todavía se percibía la impresión de la figura de un
hombre en el embarrado suelo, allá abajo, donde había caído. Registré el campo hasta
el horizonte. Unos quince metros hacia el oeste, apartado de la base del risco donde
me habían disparado, había un pequeño árbol muerto, con un zarzal escaramujo
rodeando la parte inferior del tronco. Yo había estado de espaldas a la pared rocosa,
mirando hacia el oeste. El asesino podía haber estado escondido allá fuera, en la
oscuridad, cuando me atisbó.
Sí, mi asesino era un tirador condenadamente bueno.
Y tal vez también podía ver en la oscuridad.
—¿Sabes? —empezó el enano con tono coloquial—, los goblins no van en
parejas. Tiene que haber otros muertos, por aquí, en alguna parte. En caso contrario,
estaríamos con el cuerpo cosido a flechazos a estas alturas. Quizá sería mejor que
echáramos un vistazo.
El enano se incorporó. Casi había olvidado que estaba allí. Los enanos, recordé,
veían en la oscuridad cualquier fuente de calor. Como los elfos y algunos hechiceros.
Pero los hechiceros no podían utilizar ballestas y los elfos que conocí en la guerra
sentían una repulsión general hacia esa clase de arma. A los enanos, por el contrario,
les gustaba.
—Eh —dijo el enano mientras agitaba la mano libre, la que no sostenía
firmemente el mango del hacha—. ¿Es que también estás sordo, además de muerto?
Sacudí la cabeza, pues no quería hablar mucho.
—¿Habrá más? —pronuncié de un tirón, en tanto señalaba el cuerpo del goblin
más cercano.
El enano echó un vistazo a la línea de árboles.
—Allí hay un fortín —indicó—. Uno viejo. Apuesto a que los encontramos en él.
Asentí con la cabeza al ver ahora que el «afloramiento rocoso» era en realidad
parte de una muralla desmoronada. Los distantes gritos de otros goblins, que había
escuchado la noche anterior, debían de proceder allí.
El enano me echó un último vistazo escrutador.
—Me llamo Orun —se presentó. No tendió su mano para cerrarla sobre mi
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antebrazo, como tenían por costumbre hacer la mayoría de los enanos que había
conocido en esta región.
En respuesta, hice una leve inclinación de cabeza y después señalé en dirección al
fortín. Dejamos los cadáveres y echamos a andar. Orun se aseguró de que en todo
momento hubiera entre nosotros una distancia mínima de seis o siete metros. Era
precavido, pero parecía haberse acostumbrado a mi presencia. Una de dos: o no tenía
nada en contra de un cadáver andante, o estaba completamente loco.
Claro que yo estaba muerto, y no era quién para criticar.
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mejores condiciones de habitar que el resto de los edificios. Los goblins podían estar
a salvo y a resguardo en su interior, y disparar por las aspilleras a cualquier intruso.
Intrusos como nosotros.
Una ardilla corrió ligera sobre el techo del establo, se detuvo al vernos y nos
observó con curiosidad. Huyó cuando la contemplé con fijeza largo tiempo.
—Te apuesto una pieza de acero a que los demás están ahí —dijo Orun mientras
señalaba con el hacha los barracones—. Quizás está también tu asesino, sea quien
sea. Más vale que echemos un vistazo.
Nos acercamos; Orun, generosamente, me dejó ir delante. Unas formas oscuras
yacían en el suelo, al otro lado de la puerta abierta de los barracones. El enano se
detuvo a unos seis metros del peldaño de piedra, con el hacha preparada,
observándonos tanto a mí como al vano. No era ningún tonto.
Vacilé sólo un instante antes de subir el escalón y pasar al interior. El zumbido de
insectos saturó mis oídos en medio de la oscuridad. Una débil claridad penetraba por
la puerta y a través de los agujeros del improvisado techo. El agua goteaba sin cesar
de lo alto y salpicaba la habitación.
Mientras miraba a mi alrededor, me alegré de estar muerto. La visión de
cadáveres hinchados no me afectaba ya como lo había hecho en las sangrientas
llanuras de Neraka. Ahora era un mero escenario, sombras que no guardaban terror
alguno. Nadie gritaba, nadie chillaba, nada dolía. Dondequiera que mirara había
cuerpos y por todas partes estaban presentes las moscas negras y cosas que se
arrastraban en un mórbido festín, alfombrando los cadáveres descoloridos y
retorcidos de los goblins.
Conté ocho cuerpos. Cinco de ellos aferrándose las gargantas o los rostros. El
resto contemplaba el techo con ojos desorbitados y bocas abiertas de par en par, los
brazos rígidos rodeándose el pecho o abiertos como si trataran de asir algo. Resultaba
difícil adivinar qué habían estado haciendo, pero era evidente que ninguno intentó
coger su arma. Todas las espadas estaban envainadas o apoyadas contra la pared.
Examiné la habitación. Había una puerta a la derecha que debía de conducir a los
establos. La madera estaba gris de vieja que era y parecía estar a punto de caerse en
pedazos. Se abrió con facilidad.
Al otro lado estaba muy oscuro. Caminé con cuidado para evitar tropezar con
cuerpos que podían encontrarse en mi camino. No topé con ninguno hasta que llegué
a los establos propiamente dichos.
Aparentemente, los goblins habían limpiado las cuadras y habían hecho de ellas
un acogedor hogar. La luz gris se colaba a través de pequeños agujeros practicados en
el techo y las paredes exteriores. Las interiores se habían podrido hacía mucho
tiempo, pero los goblins habían limpiado los desechos con gran eficiencia. Un círculo
de piedras, lleno de ceniza, servía como asiento junto al hoyo de la lumbre. Una
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colección ingente de harapos medio podridos cubría un montón de hojas secas,
haciendo las veces de lecho. Era suficiente, si no acogedor.
El cuerpo tendido cerca del hoyo de la lumbre era el único ocupante de la
habitación. Me arrodillé a su lado y lo miré detenidamente. En vida, debía de haber
sido el goblin más corpulento que uno pueda imaginar; me aventajaba en altura una
cabeza y media. Incluso en la gris penumbra pude ver un enorme boquete
carbonizado en la pechera de su coraza de cuero. Sólo en otra ocasión había visto
algo semejante, cuando un rayo se descargó durante una tormenta y mató a uno de los
caballos de mi tío mientras pastaba.
Alcé la vista. El techo del establo era sólido.
Siguiendo un impulso, me incorporé y fui hacia la cama, donde revolví los
harapos hasta encontrar una tira larga de tela. Me la até alrededor del pecho, de
manera que sujetaba el puñado de trapos con el que había tapado el agujero de la
herida. Probé a articular algunas palabras y descubrí que podía hablar de un modo
casi normal, si bien mi voz sonaba como si tuviera rocas en la garganta, en lugar de
cuerdas vocales.
—Me pareció oírte hablar contigo mismo —rezongó Orun cuando salí al exterior.
Se había acercado a la puerta del barracón, pero el hedor, evidentemente, era más de
lo que podía soportar, ya que tuvo tapada la nariz hasta encontrarnos lejos—.
¿Alguna idea de lo que les pasó a nuestros amigos goblins? —inquirió, señalando con
el hacha la puerta.
Sacudí la cabeza. El enano frunció el entrecejo y miró en derredor.
—¿Quién se los cargó? —se preguntó, absorto, y luego se volvió hacia mí—.
¿Hay alguien más aparte de ellos?
Una vez más, sacudí la cabeza en un gesto de negación.
—¿Ni rastro de un enano? ¿Uno muy pálido, realmente feo?
De nuevo, moví la cabeza a la derecha e izquierda, pero esta vez con más lentitud.
—¿Por qué? —quise saber.
Orun miró a otro lado y masculló algo que no entendí.
—¿Cebar? —repetí.
—No. Theiwar —respondió con gesto de asco. Soltó el hacha en el suelo para
frotarse las manos—. Maldita sea su alma.
El nombre me sonaba familiar. Estaba relacionado con una casta de enanos,
recordé.
—¿Theiwars?
—Chacales, todos ellos —repuso con voz ronca—. Dicen ser verdaderos enanos,
pero no existe relación alguna, que yo sepa. Algunos utilizan magia, los peores de
ellos. Nunca le des la espalda a un theiwar a menos que ya estés muerto, y, aun
entonces, más vale que lo pienses dos veces. Nacidos para hacer mal, todos ellos.
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¿Un enano utilizando magia? Nunca había oído algo semejante, pero, ahora que
había muerto, había sobrepasado un punto en el que casi todo puede ser posible.
—¿Qué clase de magia? —inquirí.
—Oh, hechizos de cualquier tipo. Algunos para matar, por ejemplo el del gas
venenoso. Ése podría haber sido utilizado con los muchachos de ahí dentro. —Señaló
el barracón—. Quién sabe todo lo que son capaces de hacer.
—¿Persigues a un theiwar?
Orun sonrió con timidez.
—Tiene gracia que lo preguntes. Estoy en ello. —Alzó los ojos hacia mí—. Soy
cazador de recompensas. Vengo de Kayolin. ¿Lo conoces? Bonito sitio.
Kayolin era un respetable reino enano de montaña, unos ciento treinta kilómetros
al suroeste de Arroyo Tortuoso.
—¿Por qué cazar a un theiwar?
—Por traición a Kayolin. —Orun se atusó la barba húmeda—. Se suponía que
debía actuar como espía nuestro entre los draconianos y los goblins, y quitar alguno
de en medio cuando se le presentara la ocasión. Algunos theiwars te ayudan por amor
al tacto de las piezas de acero en sus manos; otros lo hacen por el mero gusto de
matar. Los utilizamos. —Suspiró—. Teníamos que hacerlo. La guerra es la guerra.
—¿Qué ocurrió?
Orun resopló con desdén.
—A ése le gustaba demasiado la parte de matar. Y quería más para sí mismo. Se
vendió al Ejército Azul y trabajó de espía para ellos. Nos dimos cuenta y fuimos tras
él, pero escapó con una banda de goblins. Apuesto que eran éstos. La misma clase de
armadura, las mismas marcas tribales… Todo coincide. —Se frotó los párpados—.
Ignoro si fue él mismo quien hizo esto a su propia banda, o el por qué. Pero es
genuinamente perverso, freza de la Reina Oscura, eso puedes tenerlo por seguro. Es
muy bueno con las ilusiones, cambiando de aspecto y todo lo demás. —Bajó la vista
a su hacha, que tenía recostada contra la pierna; la levantó y la sopesó—. Estoy
deseando reunirme con él, ya lo creo que sí.
—¿Cómo se llama?
—¿El theiwar? Garith. No tiene apellido.
Yo ardía de curiosidad. ¿Sería el mismo Garith del que había oído hablar a los
goblins? Estaba a punto de hacer más preguntas cuando todo sufrió un cambio radical
en mi cabeza.
El sol acababa de ponerse. La claridad había menguado perceptiblemente en los
últimos segundos, pero yo sabía, en otro plano más interno, que el sol había
desaparecido. Algo había despertado dentro de mí. Era como ver y oír después de
nacer ciego y sordo. Era como si ahora lo supiera todo; todo lo que realmente tenía
importancia.
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—Evredd… —llamó Orun al verme salir del fortín—. ¡Evredd! —oí que gritaba
con más fuerza y después echaba a correr tras de mí con sonoras zancadas.
Fui al borde del risco desde donde se divisaba el punto en el que me habían
matado. Allí, más allá de los cuerpos de los dos goblins, me detuve y escudriñé el
paisaje hacia el suroeste. Mis miembros habían recuperado fuerza, sentía hormigueo
en las manos y mis dedos se abrían y cerraban sin control.
De pronto lo entendí: tenía que dirigirme al suroeste, tan rápido como me fuera
posible.
—Maldita sea, muchacho, te mueves muy deprisa para estar muerto —jadeó Orun
mientras se paraba tras de mí, a unos seis metros—. Te traes algo entre manos,
¿verdad? He oído decir que los fantasmas vengativos pueden oler a su asesino en la
oscuridad. Hueles a tu chico ahí fuera, ¿eh?
Me volví y miré al enano. Otro par de manos podía ser útil en lo que se
avecinaba.
—Sígueme —dije y me encaminé por la senda que cruzaba la cima del cerro.
Avancé a zancadas lentas para que Orun pudiera mantener el paso, pero aun así el
enano tuvo que ir al trote. Me acribilló a preguntas, que yo pasé por alto, mientras me
seguía; después, frustrado, empezó a proferir maldiciones y palabras malsonantes.
Delante, a kilómetros de distancia en la creciente oscuridad, sentía una presencia
moviéndose. No era realmente un olor, y mis sentidos, aguzados al caer la noche, no
me descubrían quién era el asesino, pero sabía dónde estaba; con exactitud.
Si me daba prisa, quizás él y yo podríamos mantener una pequeña charla.
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enganchado a su capa. Su armadura tintineaba como una música de fondo—. Es
precioso en primavera.
El enano guardó silencio un rato antes de preguntarme en un tono diferente:
—¿Hueles a tu asesino?
No respondí.
—Soy un fisgón, lo sé —manifestó con un suspiro mientras trotaba—. Es lo que
siempre decían en Kayolin. Demasiado fisgón. Yo…
—Sí —repuse, sin apartar la vista de los campos oscuros que había delante.
—Oh. Eh… bien, hay gente más fisgona que yo —manifestó Orun, ahora con
actitud altanera.
—Sí —repetí, en tono más alto y preciso—. Puedo ver a mi asesino.
—Oh —gruñó Orun, que añadió—: Tenía entendido que los olíais.
Después de aquello viajamos en silencio varias horas.
A medida que el horizonte oriental se volvía más luminoso, algo empezó a
escabullirse de mi cabeza. La claridad de mente que sentía antes disminuyó de
manera considerable, y la percepción del paradero de mi asesino se tornó evasiva,
borrosa.
—¿Empiezas a cansarte? —inquirió Orun, poco antes del alba. El cielo seguía
encapotado, pero no había vuelto a llover.
No contesté.
—¿Estás cansado? —repitió Orun un rato más tarde. Me giré y vi que el sudor le
corría por el rostro y la barba.
—No —respondí sin detenerme. Podía continuar a este paso eternamente, pero
había advertido que mi presa iba más despacio. ¿Se había fatigado ya? Muy pronto
lamentaría cada pausa hecha para recobrar el aliento—. ¿Y tú? —dije,
preguntándome si Orun sería capaz de resistirlo.
—Todavía no he muerto —contestó. Entonces carraspeó y guardó silencio varios
minutos, abochornado. Durante la noche había acortado a un par de metros la
distancia que nos separaba y no la volvió a incrementar. Parecía que se estaba
acostumbrando a mí.
El asesino al que seguía el rastro continuó reduciendo la marcha a medida que el
nublado amanecer se aproximaba. Cuando el sol salió por detrás de las densas nubes
matinales, mi percepción interior del paradero del asesino se desvaneció en
momentos. Parte de mi energía sobrenatural pareció disiparse también, pero todavía
me sentía capaz de seguir caminando a un paso sostenido. Quizá la pérdida de energía
al amanecer era parte de ser un espíritu vengador. Quizá sacaba mi sustento de la
oscuridad. Puesto que ésta era mi primera mañana como un hombre muerto, tal vez
mi ignorancia me sería disculpada.
Para entonces ya sabía hacia dónde se dirigía el asesino. Conocía el camino a
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Arroyo Tortuoso con los ojos vendados, pues había salido de caza por estas planicies
hacía pocos meses. Era casi mediodía cuando cruzamos un camino de carros
abandonado y entramos en un pequeño bosque, detrás del cual se encontraban las
ruinas de una granja del pre-Cataclismo. De la estructura sólo quedaban los cimientos
de piedra, y unos árboles jóvenes extendían sus ramas donde en otros tiempos había
estado la planta baja. Un regato corría entre los árboles.
—¡Puff! —resopló Orun, que se había quedado rezagado—. Párate un momento.
Haz un alto y déjame descansar.
Me detuve, aunque sentía una premiosa necesidad de continuar y alcanzar a mi
asesino. Levanté una mano delgada y señalé el bosquecillo y las ruinas.
—Descansa —grazné.
Orun dio las gracias con un gruñido y se dirigió hacia unos árboles para aliviar
sus necesidades en privado. Después fue a la orilla del regato y, con cuidado, recostó
su reluciente hacha contra un tronco caído. Tenía el rostro y las ropas cubiertos de
polo y churretones de su propio sudor. Dejó el casco a un lado, se arrodilló junto al
regato, se agachó y se echó agua por la cabeza. Tras lavarse y beber un buen trago, se
sentó en la ribera mientras se frotaba las rodillas.
Durante un buen rato, sólo se escuchó la voz del regato. Pensé en los goblins
muertos, en mis primos y en mí mismo. Me pregunté quién nos había matado a todos
y por qué.
Entonces estudié a Orun. Se había recostado en el tronco caído contra el que
descansaba su preciosa hacha, con las piernas extendidas. Su barba oscura estaba tan
enredada y húmeda que parecía una bayeta.
—Háblame de los theiwars —pedí.
—¿Qué quieres saber? —Orun estaba sorprendido.
—Todo.
—¿No sabes nada de ellos?
—No.
—Mmmm. —Orun bajó la vista y se mordisqueó el labio—. Los theiwars son una
especie de enanos, pero anormales. Son diferentes de los verdaderos enanos. Más
feos, por supuesto. Ya te conté que utilizan hechizos. Sin embargo, son más débiles.
La luz del sol los pone enfermos; no la soportan. Tienen que ocultarse durante las
horas diurnas, o, en caso contrario, envolverse en ropas negras. Es a causa de la
endogamia. —Hizo una pausa y se quedó pensativo.
»Su fealdad no es sólo exterior. También son cobardes, ladrones, asesinos. Ésos
son sus rasgos positivos. —Esbozó una breve sonrisa—. Son como el garbanzo negro
de la familia. Como ese primo lejano al que detestas, porque es un tramposo que
miente, roba y piensa que el mundo entero le pertenece. Aun así, sigue siendo de la
familia, siempre y cuando cumpla las normas de la casa. ¿Me sigues?
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Asentí con un cabeceo y pensé en los goblins.
—¿Coleccionan trofeos? —inquirí.
—Desde luego. Les gustan las orejas; son más fáciles de cortar que los dedos. Las
guardan y se las muestran a sus amigos. Las usan como prueba de las muertes
cometidas. Tal vez se las comen después. No lo sé y tampoco quiero saberlo. —Se
atusó la enredada barba.
—¿Los theiwars utilizan ballestas? —Era una pregunta que debía haber
formulado antes.
—Claro. —Orun se puso de pie y se sacudió el polvo de los pantalones y la capa
—. Disponen de todo tipo de armas raras, pero les gustan las ballestas.
No resultaba descabellado suponer que mi asesino había sido un theiwar. Sabía
que un enano veía bastante bien en la oscuridad. El theiwar pudo haber trepado por el
risco después de matarme, acabar con los centinelas goblins y después con el resto de
ellos. Pero ¿por qué iba a querer matarme un theiwar? ¿Acaso él o los goblins habían
asesinado a mis primos? ¿Por qué iba a matar a sus propios compinches? No tenía
sentido.
Orun pateó con fuerza el suelo y después observó el bosquecillo y las ruinas.
Volvió la vista hacia su hacha, apoyada todavía en el tronco; luego se encogió de
hombros y escupió.
—Nunca pensé que vería a un espíritu vengador, o que hablaría con él —
manifestó mientras se abrochaba la capa—. Un viejo pariente mío, un tío abuelo, fue
otro como tú, un muerto que vuelve a la vida para vengarse de su asesino. Un tipo de
Lemish lo mató en el campo y le robó el dinero. Broan regresó, todavía
ensangrentado, y pidió ayuda. Dos familiares lo acompañaron y encontraron al
lemishita a mitad de camino de vuelta a su casa. Mis parientes regresaron, pero Broan
no. Los que lo acompañaron nunca hablaron mucho sobre ello. Eso pasó hace cien o
ciento diez años. —Se frotó la garganta.
»He visto a otros que volvieron a la vida, pero no como tú. Eran muertos
vivientes, zombis sin voluntad. A los magos Túnicas Negras les gustan. Uno de ellos
pasó por Kayolin, una vez. No le dejamos que se parara. Llevaba un montón de
ayudantes muertos. —El semblante de Orun se contrajo en una mueca de asco al
recordarlo—. Hechiceros —masculló.
—¿Conocías al tal Garith? —pregunté.
Un tic nervioso tensó un músculo de la mejilla izquierda de Orun y le estiró la
comisura de la boca. Volvió la mirada hacia el camino mientras recordaba.
—Era su contacto con Kayolin, una especie de encargado de mantenerlo bajo
vigilancia. Se supone que debí saber lo que se traía entre manos cuando empezó a
matar a los nuestros, pero me dio el pego. —El enano gruñó y se arrebujó más en la
capa—. Casi me cazó a mí también, pero tuve suerte. Tuve suerte, maldita sea.
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Lo contemplé con fijeza unos instantes.
—Deseas atraparlo —dije.
Orun guardó silencio un poco más; después, lentamente, se dio media vuelta y me
sonrió de un modo raro, casi retraído.
—Por supuesto —repuso. Sus ojos eran meras rendijas, como las saeteras de un
castillo—. Lo deseo mucho. Mató a varios buenos amigos míos. Fue culpa mía. Sé
cómo te sientes. Ansias echarle las zarpas a su escuálido cuello y apretar hasta
matarlo, hacerle sentirse cómo te sientes tú. ¿A que sí?
No respondí. Orun ensanchó la sonrisa.
—Bueno, si se te escabulle, yo lo remataré por ti. Estoy deseando que llegue el
momento. Nuestro chico ha estado muy ocupado, matando todo cuanto encontraba en
su camino. La da igual uno que otro como al resto de los suyos. Se considera un chico
malo, al que hay que temer, pero no le va a gustar ni pizca vernos juntos a los dos.
—¿Por qué no tienes miedo de mí? —inquirí.
El enano me observó en silencio y después resopló como si le hubiesen contado
un mal chiste.
—¿Quieres que me asuste de alguien como tú, chico muerto? Te diré una cosa. En
la guerra, a mi comandante lo mató un draconiano, del tipo sivak. Son esos grandes,
plateados, que cambian de forma cuando matan a alguien, de manera que adoptan la
apariencia de quien acaban de asesinar. ¿Los conoces?
Sí, recordaba muy bien a los sivaks, de la guerra, y así lo dije.
—Vi cómo lo mataba —continuó Orun—, pero no estaba en situación de hacer
nada al respecto entonces y allí. Tuve que viajar con él durante dos días, fingiendo
que era mi amigo y sabiendo todo el tiempo que nos estaba engañando y nos
conducía a mis compañeros y a mí a una emboscada. Nos llegó la ayuda de refuerzos
a tiempo, por fortuna, y cortamos a ese chico reptil en pedacitos pequeños para
alimento de gullys. Tú serás un muerto, pero después de aquel sivak no me
impresiona casi nada. —Dio una palmada y fue a recoger su hacha.
»Además, como ya he dicho, confío en que me conducirás directamente a Garith.
Será casi como una reunión familiar. —Alzó el arma y recorrió con la mirada el filo
de la hoja—. Me muero por volver a ver a ese muchacho. Como, probablemente le
ocurrirá a él… después de verme.
Por fin llegó el atardecer. Nos detuvimos un rato para que Orun descansara y
después reanudamos la marcha cuando el sol se ponía. Le hablé a Orun de mis
primos, mi tío, mi vida y mi muerte. Caminó en silencio mientras escuchaba,
haciendo sólo alguna que otra pregunta. Hablé y hablé hasta que no me quedó nada
por contar.
Al hacerse de noche, mi percepción de la localización de mi asesino surgió en mi
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conciencia con tanta firmeza como si nunca se hubiera disipado. Aún se dirigía hacia
Arroyo Tortuoso, pero ahora nos encontrábamos mucho más cerca de él. Su
velocidad había aumentado con la llegada de la noche, igual que ocurría con la mía…
pero yo avanzaba más deprisa, a pesar de ir con Orun.
Al mediodía siguiente, estábamos a unas dos horas de Arroyo Tortuoso. Allí
hicimos un alto en una granja abandonada, una que sabía que había pertenecido a una
pareja que se había mudado durante la guerra. La casa, hecha con piedra y troncos,
estaba cubierta de plantas trepadoras y asegurada con tablones, pero parecía
encontrarse en buen estado. Sólo nos llevó unos segundos forzar la entrada. Orun
durmió hasta media tarde. Yo sabía que podíamos permitirnos un descanso y quería
que Orun estuviera en plena forma cuando nos encontráramos con el theiwar. Mi
compañero se despertó «dispuesto a entrar en materia».
—Ojalá supiera qué hechizos ha reunido últimamente —repitió Orun por tercera
vez en la tarde, al cabo de unas horas. La piedra afiladora que sostenía en la mano
hacía un sonido chirriante al rozar el filo del hacha con ella—. Garith puede hacerse
invisible, hipnotizar con colores a la gente y hacer que brille luz. Y crear un gas
venenoso, que fue el que utilizó probablemente con los goblins. Pero sabía muchos
más conjuros que éstos. —Alzó el hacha y la examinó a la tenue luz que se colaba
por las grietas de las contraventanas rotas—. Maldita sea, ¡qué ganas tengo de que
nos veamos las caras!
Orun registró la casa mientras yo esperaba a que mi percepción sobrenatural
reapareciera. El enano encontró una capa de tela gris, comida por la polilla, y la echó
en mi regazo, así como un par de pantalones manchados y una camisa. Para ir por la
ciudad necesitaba otra ropa que no fuera la que llevaba puesta. No convenía que
nadie, incluido el theiwar, supiera quién era, al menos al principio. Por el modo en
que Orun arrugaba su enorme nariz, deduje que las prendas apestaban a moho y
humedad. Probablemente mi olor era aún peor, pero no podía afirmarlo, ya que no
respiraba.
Fuera oscurecía de manera paulatina y, de pronto, la energía fluyó por mi interior
como un río helado. Cuando me giré en dirección a la villa, pude sentir que mi
asesino estaba a muy poca distancia de mí.
—Lo veo —declaré.
Orun asintió en silencio y se envolvió los pies con unas tiras de tela seca.
—Como te dije —comentó mientras se calzaba las botas—, los theiwars odian la
luz del sol. Sin duda se ha quedado en una posada o en una bodega, escondiéndose
del brillante astro y haciendo acopio de coraje mientras llegaba la noche. ¡Reorx
todopoderoso, cómo odian el sol!
Partimos al caer la noche. Orun había agregado una capa extra de tela mohosa
debajo de su armadura, a fin de añadir una pequeña protección contra las dagas que,
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según él, Garith era tan aficionado a usar. Sin embargo, sabía que no detendría el
impacto de un dardo de ballesta. Además, yo lo había puesto al corriente de la
sustancia venenosa que había visto impregnada en las puntas. La cera negra era difícil
de utilizar, de manera que no era probable que Garith tuviera los dardos envenenados
ya. A pesar de todo, no podíamos dar nada por hecho. Había acabado con una docena
de goblins en una tarde, y lo más seguro es que ni siquiera hubiese sudado por el
esfuerzo.
La noche era clara. Las estrellas habían salido temprano. Un viento cálido soplaba
de cara, procedente de la villa que teníamos delante. Recordé la última noche como
ésta que había vivido; qué tranquila había sido, lo bien que había ido todo, hasta el
final.
—En cierto modo, te echaré de menos —manifestó Orun. Llevaba el hacha sujeta
al cinto y caminaba con una zancada rápida y larga, pareja a la mía.
—¿Y eso? —El comentario me había cogido por sorpresa.
—Bueno, sabes que lo único por lo que estás aquí es para encontrar a tu asesino.
Cuando todo haya acabado, tú también desaparecerás.
Lo había sospechado, pero no me importaba. Morir por segunda vez era un bajo
precio a pagar con tal de llevarme por delante a mi asesino.
—Avísame cuando lo veas —añadió Orun.
Quise echarme a reír, pero no estaba de humor.
—Lo sabrás —dije.
Al entrar en las anchas calles de tierra de Arroyo Tortuoso, varias personas
pasaron a nuestro lado y me dirigieron miradas de asco por las condiciones de mis
ropas y, probablemente, mi olor. Ninguno echó siquiera un vistazo a Orun. Los
comerciantes enanos acudían desde Kayolin de manera continua.
Pasamos ante hileras de familias sentadas a los lados de la calle, en tanto que los
niños se perseguían o peleaban. Había casi tanta gente que no tenía hogar como
aquéllos que sí lo tenían, gracias a la guerra. Reconocí a muchos de ellos, pero en la
oscuridad no pareció que ninguno me reconociera a mí.
—¿Vas siguiendo a tu hombre? —preguntó Orun en voz queda.
—No está lejos.
Orun olisqueó y sonrió.
Mis sentidos me conducían a través de la villa, hacia el otro extremo. Tuve una
extraña sensación de temor al darme cuenta de que me dirigía hacia la granja de mi
tío.
Dejamos atrás la herrería y los establos. Alcé la vista y atisbé una pequeña
mansión en un cerro bajo, a sólo unos cuantos cientos de metros de distancia. Estaba
iluminada por globos de cristal amarillo, blanqueando la casa y el paseo principal. La
valla, que recordaba haber arreglado en vida, rodeaba el edificio principal y las
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dependencias, que estaban detrás.
—Allí —señalé, deteniéndome—. Está allí.
Orun se paró también y estrechó los ojos.
—Bonito sitio.
Asentí despacio con la cabeza y eché a andar de nuevo.
—Es la casa de mi tío —expliqué.
—¿Está ahí, con tu familia? —Orun me miraba de hito en hito, el gesto
endurecido.
No respondí. Mi tío era un buen hombre, pese a sus faltas; si sufría algún daño,
tendría otra cuenta que liquidar con el theiwar cuando nos viéramos las caras.
Giramos en el camino de carros que remontaba la cuesta y conducía a las puertas
de la mansión. Esferas de cristal amarillo, colocadas en postes, iluminaban el
sendero. Mi tío las había hecho traer desde la ciudad de Solanthus; era unos globos de
cristal con luz mágica en su interior, que nunca se apagaba.
«Siempre lo mejor —le gustaba decir—. No hay que conformarse con menos».
No había nadie fuera de la casa cuando nos acercamos. Todo seguía igual desde la
última vez que yo había estado allí.
Orun se apartó la capa de hule y soltó la presilla que sujetaba el mango del hacha
al cinturón.
Todo cuanto yo necesitaba eran mis manos.
Remontamos los peldaños y llegamos a la puerta. Vacilé al sentir tan fuerte la
presencia de mi presa que casi podía tocarla.
Estaba dentro, a la derecha. Allí se encontraba el estudio de mi tío, a un lado del
vestíbulo. Quizás había cogido de rehenes a todos, o había irrumpido en la casa y
estaba tomando «prestadas» algunas cosas para su uso.
Me pregunté si, cuando lo tuviera cara a cara, le preguntaría por qué me había
matado, antes de acabar con él.
Alcé la mano y llamé con fuerza a la puerta, tres veces; escuché el eco.
Esperamos.
La cerradura chascó, la puerta principal se movió un poco y luego se abrió de par
en par. Era nuestro sirviente más viejo, Roggis. Su rostro se tornó pálido al verme y
sus ojos se abrieron de forma desmesurada.
—¡Evredd! —exclamó—. ¡Benditos sean los dioses! ¿Qué te ha ocurrido?
—Estoy en casa —dije suavemente mientras apartaba al anciano y pasaba al
interior, con Orun pisándome los talones. El vestíbulo estaba profusamente
iluminado. La gran escalinata doble, que conducía a los cuartos del primer piso,
ascendía en curva por las paredes laterales.
Algo en mi interior se liberó con un desgarro. Quería ver el rostro de mi asesino
ahora. La puerta del estudio estaba cerrada, pero al instante me planté delante, con la
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mano sobre el picaporte, y la abrí.
El estudio, con sus vitrinas, anaqueles y librerías, estaba ante mí. La luz amarilla
se derramaba desde los globos colgados del techo. Sólo había una persona en la
habitación, sentada al otro lado de la mesa central, con un montón de libros contables
delante. Era un hombre corpulento, de cara mofletuda, nariz ganchuda y calvicie
incipiente. Al abrirse la puerta levanto la vista con actitud irritada.
Mi asesino, entonaba el frío en mi sangre.
Mi tío, me decían los ojos.
—¿Es que no puedes…? —empezó, antes de fijarse bien en mí. Dio un brinco en
la silla y la derribó. Su semblante se contrajo en una mueca de terror. Alargó la mano
hacia algo que había en una banqueta, a su lado.
—Tío —mascullé. No podía creerlo, pero sabía que era cierto. Él me había
matado—. ¿Qué…?
Mi tío se dio media vuelta. Sostenía un pesado artefacto en las manos. Era una
ballesta de fabricación enana, que chasqueó al dispararse.
El dardo me golpeó en el pecho con la fuerza de la coz de una mula, me atravesó
el pulmón derecho y me rompió una costilla. El impacto me hizo retroceder varios
pasos y faltó poco para que chocara contra Orun antes de recobrar el equilibrio.
El dardo no me dolía ni poco ni mucho.
Eché a correr y salté sobre la mesa para agarrar a mi tío, con las manos extendidas
y los dedos crispados como garras.
Me arrojó la ballesta, falló, e hizo un quiebro para esquivarme. Mis dedos se
cerraron en sus ropas y las desgarraron. Traté de agarrarlo por el cuello.
Se produjo un débil chasquido en el aire, un destello luminoso. Mi tío había
desaparecido.
En su lugar se encontraba un enano que me llegaba a la cintura, vestido con
mugrientas ropas negras. En mis manos sostenía su camisa desgarrada. Tenía la tez
blanca como un champiñón; los ojos, de un color azul desvaído, eran muy saltones;
no tenía más pelo que la rala barba, sucia y amarillenta como paja; y una boca con
dientes cariados, abierta como una herida. Era el enano más espantoso que había visto
nunca y lanzó un alarido que me habría mandado derecho a la tumba de no haber
estado ya muerto.
Mi tío… un hombre acabado…
El theiwar se había valido de un hechizo de ilusión para disfrazarse. Supe
entonces lo que debía de haberle ocurrido a mi tío y por qué parecía haber cambiado
últimamente. Y quién había sido el que había asesinado a mis primos. Probablemente,
habían empezado a sospechar algo.
Garith va a vivir ahora como un humano, había dicho el goblin.
—¡Garith! —gritó Orun desde la puerta. El enano cerró a sus espaldas, cortando
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los gritos de Roggis, en el vestíbulo.
Dominado por el pánico, el theiwar se metió debajo de la mesa para eludirme. Me
bajé del mueble de un empellón y cogí una pesada silla de madera, con la que golpeé
el tablero una y otra vez. La silla se rompió; la mesa se partió por la mitad y se
derrumbó. Libros y papeles se esparcieron por el suelo… así como una bolsa llena de
putrefactas orejas grises, que también se desparramaron. Algunas estaban
mordisqueadas.
Retrocedí un paso. El theiwar había desaparecido.
—¡Garith! —tronó Orun, con el hacha enarbolada—. ¡Ya puedes darte por
muerto, chico! Eres una pequeña rata muerta, ¿me oyes?
Capté algo por el rabillo del ojo. El theiwar había reaparecido en un rincón de la
habitación, lejos de Orun y de mí. Sacó las manos de los bolsillos ocultos en sus
ropajes negros.
—¡Orkiska shakatan sekis! —pronunció con una voz ronca y estridente mientras
sostenía algo parecido a un trapo y una varita de cristal y los frotaba. Me estaba
apuntando con ellos.
—¡Reorx nos asista! —gritó Orun, mientras yo me abalanzaba sobre el theiwar—.
Evredd, está…
Entonces hubo un estallido de luz como nunca lo había visto antes ni volvería a
ver después. Mi cuerpo quedó flotando en el aire, sostenido por una cimbreante cinta
blanca de poder que salía de las manos del theiwar. Por primera vez desde mi muerte,
sentí verdadero dolor. Era una agonía inhumana que me abrasaba cada músculo, cada
nervio, cada centímetro de piel; y yo ni siquiera podía gritar.
Entonces cesó, y me precipité al suelo. Salía humo de los chamuscados harapos
que me cubrían. Mis miembros, manchados de hollín, se sacudían a tontas y a locas,
como si fuera una marioneta manejada por un titiritero chiflado. Me quedé tumbado
boca abajo. El theiwar trepaba como una araña por una pared que no tenía librería.
Orun le arrojó su hacha. El arma chocó contra algo en el aire, justo antes de alcanzar
a Garith, y salió rebotada, para ir a caer cerca de mi cabeza con un repiqueteo
metálico.
—¡Maldito seas, Garith! —chilló Orun mientras levantaba el hacha—. ¡Malditos
tú y tu magia! ¡Acabaré contigo!
Mis miembros empezaron a moverse como yo quería que lo hicieran y me puse
de pie con esfuerzo. El theiwar estaba en lo alto de una vitrina y nos señaló con un
dedo blanco y corto.
—N’zkool akrek grafkun… ¡miwarsh! —aulló triunfante.
Una niebla verde amarillenta se disparó de su dedo extendido. Un vendaval se
alzó en la habitación, y las luces del techo se amortiguaron con la espesa niebla.
Orun empezó a gritar algo, pero su voz se cortó de manera repentina con un jadeo
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ahogado, al que siguió una tos seca. Apenas lo veía a través de la niebla verde. Se
había llevado las dos manos a la garganta, y el hacha había caído al suelo. Soltó un
grito estrangulado; apretó los dientes al sentir que los pulmones se le llenaban de aire
envenenado.
Me acerqué al mueble en el que estaba encaramado el theiwar. Mis manos
agarraron el anaquel que había a la altura de mi cabeza y tiré de él con fuerza. La
vitrina, llena de platos, se tambaleó y la loza tintineó. El theiwar maldijo entre dientes
y se dejó caer de rodillas, intentando aferrarse al mueble. Tiré otra vez del anaquel y
vi que la vitrina se inclinaba hacia mí más y más. La aparté de un empellón. El
mueble se estrelló contra el suelo, lejos del enano medio asfixiado.
Del mismo modo repentino con que había aparecido, la niebla verdosa se disipó
como barrida por el viento. La tos seca y los gritos roncos de Orun resonaban en el
ahora silencioso cuarto.
El theiwar había caído en el suelo, al otro lado de la habitación. Rodó sobre sí
mismo y se puso de pie. Me vio acercarme, rodeando la vitrina derribada, e intentó
huir hacia la puerta cerrada. Del cinturón sacó un largo frasco de cristal.
Sus ojos saltones eran tan grandes como las lunas cuando me enfrenté a él y mis
manos muertas se cerraron en torno a su cuerpecillo. Sus gritos debieron de oírse en
kilómetros a la redonda; chillaba como una rata empalada, pero con la fuerza de un
gigante en los pulmones. Pateó y dio puñetazos en un ataque de histeria. Introduje
una mano entre la lluvia de golpes, alcancé con mis largos y fríos dedos la carne de
su garganta y los hundí como garras. Jadeante, me dio con el frasco en el brazo, de
manera que el recipiente de cristal se rompió y me abrió tajos que llegaban hasta el
hueso, pero que no sangraban.
De manera brusca, se quedó rígido. Agarré su brazo con la mano libre y se lo
sostuve un instante. Lo había visto venir.
Un reguero rojo, mezclado con rezumantes hilillos negros, corría por su
antebrazo. Sus enormes y llorosos ojos se enfocaron en su mano con una expresión de
absoluto terror como no había visto otra en un semblante viviente. Entonces puso los
ojos en blanco, su cuerpo se estremeció con un estertor y luego se quedó quieto.
Garith acababa de aprender lo que los nerakinos habían descubierto acerca de la
cera negra; y con el mismo resultado.
Lo solté, y el cuerpo se desplomó en el suelo. Intenté mantenerme erguido, pero
ahora las fuerzas me abandonaban, derramándose como el agua a través de una presa
rota. En un segundo plano, como una música de fondo, oía los lamentos de Roggis y
la tos de Orun. La puerta del estudio se abrió violentamente y todos los habitantes de
la mansión irrumpieron en el cuarto gritando y señalando. Pero todos se mantuvieron
alejados de mí. Sabían lo que pasaba.
—¡Los muchachos me advirtieron que su padre había cambiado! —decía Roggis
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con lágrimas en los ojos—. No quise creerles. Cuando los mataron, actuó como si no
le importara ni poco ni mucho. Pensé que se había vuelto loco, pero no me atreví a
hablar con él sobre el asunto. Tenía miedo de que se tornara violento. ¡Apenas
parecía la misma persona!
El alboroto iba perdiendo fuerza, alejándose más y más. Me esforcé para
incorporarme, pero fue inútil. Había llevado a cabo la tarea por la que había
regresado a la vida. Me sentía más cansado de lo que había estado nunca.
—Evredd —jadeó una voz ronca, cerca de mi oído—. ¿Estás aún ahí?
Me las arreglé para asentir con un leve cabeceo, pero eso fue todo.
—Buen trabajo, chico —dijo Orun—. No lo hiciste mal, para ser alguien que está
muerto.
Ocurrente elogio. Me pregunté si vería pronto a Garayn y a Klart y a mi tío, y qué
dirían al respecto. Asuntos de familia.
Me hundí en la oscuridad. Todo volvía a estar bien, y ya no habría regreso.
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Máquinas de guerra
Nick O’Donohoe
Hubo una gran explosión de vapor en el pasadizo que cruzaba la montaña. Los
gnomos resbalaron por los laterales rocosos y unos cuantos cayeron al vacío y fueron
cogidos justo a tiempo por redes; dos salieron disparados por las tuberías de aire
comprimido que recorrían el suelo, y dieron volteretas en el aire antes de precipitarse
sobre un cojín de aterrizaje, cerca de la fuente de vapor. Uno aterrizó en el cojín; el
otro, en un arbusto. Los gnomos reunidos tiraron de palancas, hicieron sonar alarmas,
giraron bielas y se gritaron instrucciones los unos a los otros sin prestar atención a las
que les gritaban a su vez.
Mara se escabulló veloz de piedra en piedra, como un niño que juega al escondite,
acercándose más y más a su objetivo. En toda su vida, transcurrida en Arnisson,
jamás había escuchado tanto silbido, golpeteo metálico y ruido en general. Resistió el
impulso de llevarse las manos a los oídos y pasó, rápida y sigilosa, entre los gnomos
reunidos hasta que llegó a una estrecha cornisa, en un punto donde el pasadizo
desembocaba en el muro interior del cráter de la montaña. Se deslizó por la repisa y
miró hacia abajo; contempló fascinada el despliegue de grúas y armazones y la casi
continua lluvia de herramientas, aparatos y gnomos. Lejos, allá abajo, podía ver una
trampilla.
Un cable suelto se meció en su dirección.
Mara saltó con agilidad desde las sombras y agarró el cable colgante con la mano
protegida con tiras de tela. Se dejó resbalar hacia abajo, rozando ligeramente la pared
rocosa con los pies e impulsándose de nuevo en el aire para descender otro poco,
hasta desaparecer en un agujero del suelo.
Vio sobre ella, en un fugaz destello, capa sobre capa de casas y talleres gnomos,
grúas, redes y, de vez en cuando, algún gnomo volando (o cayendo) por el aire. Se
felicitó a sí misma por pasar inadvertida, pero en el fondo tuvo que admitir, aunque
de mala gana, que cualquier gnomo que la viera daría por hecho que sólo estaba
probando un nuevo invento, a menos que se acercara lo bastante a ella para descubrir
que era humana. Además, nadie podía oírla con los golpeteos, zumbidos, chirridos y
silbidos intermitentes de vapor.
El cable se meció contra el borde del agujero, que ahora, visto desde abajo,
semejaba una claraboya. Trepó por la cuerda, se impulsó con las piernas para acelerar
el balanceo, saltó, giró en el aire y de esa manera aterrizó en silencio sobre el suelo de
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piedra, cerca de una «gnomo-lanzadera».
—Perfecto, desde luego —susurró con satisfacción.
Desenrolló la cuerda de su mano, avanzó tras pasos con actitud fanfarrona y
chocó con un gnomo que caminaba mirando a otro lado. Mara retrocedió
trastabillando y cayó patas arriba. El gnomo se incorporó con esfuerzo y le tendió una
mano.
—Cuánto lo siento, fue culpa mía. Iba absorto, pensando que tenía que haber un
defecto en él…
—No, tuve yo la culpa —empezó ella—. Lo siento… —Entonces se dio cuenta
de que el hombrecillo no había dejado de hablar.
—… un equipamiento hidráulico lo haría aún más eficiente, si no lo
desequilibrara al pesar más en la parte superior… Y un muelle, con palanca de
gatillo, podría almacenar la energía…
—Para. —El gnomo enmudeció—. ¿De qué estás hablando?
—Te estaba contando la idea que se me ocurrió mientras observaba cómo
intentabas colarte aquí abajo… —empezó, impaciente, el hombrecillo.
—¿Me viste llegar? —Mara sufrió un ligero desánimo.
—… y pensé que si la gente va a saltar por el aire, cosa que no se me había
ocurrido hasta que te vi (y tu presencia era notoria, por cierto), tendríamos que tomar
medidas de precaución a causa de las gnomolanzaderas. —Sus ojos, de un color
violeta claro, relucían—. Necesitamos topes. Sí. Parachoques para seres vivos,
utilizando mis sensores. Grandes parachoques de alta resistencia, colgados de los
hombros para absorber el impacto. Tendrían el armazón metálico y por el exterior
irían forrados con acolchado de tela…
—Por la descripción parecen excesivamente pesados —objetó Mara. Era muy
joven y de constitución esbelta, comparada con el gnomo.
—Entonces tendremos que equiparlos con ruedas —continuó el hombrecillo, sin
pausa—. Y un eje con carga de resorte para cada rueda y un regulador para mantener
equilibrados los ejes…
—¿Quién podría moverse con todo eso encima?
—… y un motor para moverlo todo —concluyó el gnomo con firmeza—. ¿Cómo
esperas ir a ninguna parte si no usas un motor? Ah, los jóvenes de hoy en día. —Puso
los ojos en blanco y le sonrió—. Discúlpame. —Sacó una voluminosa pluma de una
lazada del cinturón, se dio unos golpecitos en la barbilla y acto seguido empezó a
dibujar con gestos frenéticos unas líneas irregulares a lo ancho de la camisa; una
camisa que ya estaba cubierta de bosquejos de armazones de madera, ruedas dentadas
y tornillos sin fin, y sistemas entrelazados de poleas. Un esquema se iniciaba a la
altura de la barriga y se movía a través de conductos y cuerdas de vientos hasta llegar
al puño de la manga izquierda.
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El gnomo alzó la vista y se encontró con Mara, que lo miraba fijamente.
—Bien, no siempre se tiene a mano una hoja de papel cuando surge una idea —
proclamó con un cierto tono áspero.
—¿Tienes una camisa para cada proyecto?
—Por supuesto que no. De hecho, algunos diseños están repartidos en cinco o
seis camisas diferentes. No pierdo la esperanza de que algún día tenga ocasión de
englobarlas en un índice, pero, cada vez que he estado a punto de conseguirlo, tenía
que hacer la colada. Ah, así es la vida. —La miró de hito en hito—. Por cierto, ¿eres
alguien a quien debería conocer?
—Todo el mundo debería conocerme —manifestó Mara con orgullo mientras se
estiraba todo lo posible.
—Bueno, pues no todo el mundo te conoce, porque yo no te conozco —
argumentó, pensativo, el gnomo—. ¿Quién eres?
—Se me conoce como Mara la Indómita —se presentó, al tiempo que hacía una
reverencia y un gesto pomposo con el brazo—. También como Mara la Sagaz. —
Chasqueó los dedos—. Y también como… —Dio unos golpecitos significativos en
los bolsillos del gnomo mientras agregaba en un susurro— Mara la Reina de los
Ladrones.
—Cielos —musitó el gnomo con actitud desaprobadora—. ¿Has robado mucho?
—Eh… no mucho —admitió la Reina de los Ladrones. Arrastró la punta del pie
sobre el suelo del túnel—. Nada, para ser sincera.
Éste era el motivo por el que, tras anunciar a la familia su plan del presente
atraco, también se la conocía como Mara la Estúpida Peligrosa. Dirigió una mirada
desafiante al gnomo.
—Pero estoy segura de que podría robar algo si fuera realmente importante.
También soy una mujer de fascinante belleza —manifestó con afectada gazmoñería
—, a la que todos los hombres adoran y pretenden. —Se atusó el cabello, corto y
oscuro, con coquetería.
El gnomo se limitó a mirarla en silencio.
—Vale, vale —admitió Mara a regañadientes—, no seré una mujer de fascinante
belleza hasta dentro de dos años. Pero te prometo que va a ser así.
—Espero que sepas aceptar toda esa adoración y cortejos sin volverte vanidosa en
exceso —dijo él seriamente.
Mara sonrió y, a falta de un espejo, admiró su esbelta sombra proyectada en la
pared de piedra.
—Estoy segura de que manejaré la situación sin ningún problema. En fin, ¿cómo
te llamas?
De inmediato, el gnomo se lanzó a recitar una letanía, haciendo pausas para
respirar en donde, evidentemente, eran paradas habituales.
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—Sólo te he preguntado tu nombre —lo interrumpió Mara por último.
—Ni siquiera he llegado a la mitad. —El gnomo parecía desconcertado.
—Quizás hice mal la pregunta. ¿Qué significado tiene tu nombre para los
humanos?
—Es muy descriptivo, incluso para mi gente, y sorprendentemente apropiado.
Entre los humanos se me conoce como El Que No se Conforma con la Ciencia
Establecida, Sino Que Investigará De Nuevo Ideas Peligrosas e Incluso
Impracticables, Ni Se Conformará con Pruebas Convencionales, Sino Que Recurrirá
a Técnicas Arriesgadas y Perjudiciales y Respaldará la Fe en la Tecnología, la Cual,
en el Tiempo Anterior al Cataclismo…
—¿Cuál es el nombre corto que te dan los humanos? —lo interrumpió Mara,
desesperada.
—Aléjate.
Mara se apartó de un salto.
—No, no —aclaró el gnomo—. Ése es mi nombre: Aléjate.
—¿Eres inventor? ¿Dónde está tu taller? ¿Haces todo tu trabajo aquí, en los
sótanos? No dirás a nadie que me has visto, ¿verdad?
El pobre Aléjate no tenía ni idea de cómo responder a las cuatro preguntas sin
emplear al menos un mes.
—¿Te importa que te dé una contestación sucinta? —inquirió con timidez.
Mara, comprendiendo con un escalofrío lo poco que había faltado para morir de
vieja oyendo su respuesta, puso la mano en el brazo del gnomo.
—Por favor, malgasta lo menos posible tu precioso tiempo dedicado a la
investigación.
Aléjate se sentía halagado y agradecido. Se concentró.
—Sí, soy inventor. Estos túneles son mi área de trabajo; sé que no tienen un gran
aspecto, pero son amplios. Hago todo mi trabajo aquí. Y no, no le diré a nadie que te
he visto… porque no hay nadie más a quien pueda decírselo —terminó con tono
melancólico—. Soy el único que está aquí. Resulta agradable hablar con alguien. ¿De
dónde eres?
Mara adoptó una actitud heroica, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Vengo de Arnisson, un pueblo sitiado que resiste con desesperación para
mantenerse libre de las crueles garras del ejército draconiano. Estamos bajo el mando
de un único Caballero de Solamnia, llamado Kalend, y antiguo residente de la
localidad. Es amigo de mi hermano mayor. —Suspiró y su voz adoptó un tono más
suave—. Kalend es simpático y cree que soy maravillosa, aunque eso no es de
sorprender, ya que mi belleza resulta embrujadora. —Suspiro de nuevo, esta vez con
desaliento—. Aunque quisiera que dejara de llamarme «pequeña» todo el tiempo. En
fin, cuando me encontré con él en las murallas hace unas cuantas noches, le pregunté
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si teníamos posibilidades de sobrevivir y me dijo que no muchas, pero que, si los
draconianos atacaban antes de tiempo o mientras suponían que no estábamos
preparados, todavía nos quedaba una oportunidad de ganar. También dijo que si
tuviéramos aunque sólo fuera una arma gnoma que funcionara, teníamos
posibilidades. Y creo que hablaba en serio.
Mara continuó y continuó… Algunas cosas eran referentes a los draconianos;
otras, sobre lo apurado de la situación, pero sobre todo se refería a Kalend, que
aumentó de estatura y se tornó más apuesto a medida que avanzaba la historia.
Aléjate asentía con la cabeza frecuentemente.
—Por consiguiente —finalizó Mara mientras adoptaba de nuevo la actitud
heroica—, partí de Arnisson esa misma noche. Nadie me vio —añadió, haciendo una
pausa y mirando a Aléjate con severidad.
—Nadie te vio —repitió éste, sumiso.
—Exacto. —Su mirada se perdió en el vacío—. Escabulléndome sigilosa, al
amparo de la oscuridad, sola, arrastrándome a través del campamento enemigo…
Otra vez siguió, charla que te charla, un buen rato, sin preocuparse de contar la
historia verdadera que, por cierto, era terriblemente aburrida y estaba segura de que a
nadie le habría gustado escucharla.
Aléjate escuchaba con paciencia, sintiéndose sólo un poco molesto porque ella se
extendiera tanto después de instarlo a ser breve.
—Pero ¿por qué viniste? —preguntó, al terminar Mara.
—¿Qué? —La chiquilla salió bruscamente de su ensimismamiento y volvió a ser
la Reina de los Ladrones—. Vine aquí —empezó con audacia, pero entonces vaciló al
caer en la cuenta de lo raro que podía sonar lo que iba a decir—, para… tomar
prestado, o… conseguir, o… coger, en cierta forma… Vale, para robar algún
armamento gnomo que nos sea útil en la guerra contra los draconianos.
Había enrojecido hasta la raíz del cabello. Aléjate llegó a la conclusión de que
Mara le caía bien, pero no tenía muy claro lo sensata que era.
—La tecnología gnoma es famosa en todo Krynn —añadió Mara, engatusadora,
pero en cierto modo diciendo la verdad. Famosa o con mala fama era bastante
parecido—. Existen leyendas de grandiosas armas del pasado. Los Caballeros de
Solamnia todavía hablan sobre vuestro gas venenoso…
—Eh, bueno, sí —la interrumpió Aléjate con desasosiego—. Se suponía que era
para hacernos invisibles, ¿sabes? Aun así, no fue una pérdida total; ha hecho
maravillas en el control de plagas aquí abajo. Casi siempre. —Miró de reojo a un lado
y a otro.
—¿Casi siempre? —Mara dio un brinco cuando un fuerte ruido, semejante a un
castañeteo, pasó veloz junto a su oído. Giró sobre sí misma, pero no vio nada.
—Se nos acabó hace poco la mezcla original, así que hicimos una nueva. Parece
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que ya no los mata. —Aléjate se agachó mientras una especie de aleteo pasaba cerca
de su cabeza—. Ahora los hace invisibles.
Mara miró en derredor con nerviosismo. El túnel, al final del cráter que formaba
Monte Noimporta, era roca pura, abierta con alguna enorme hoja de excavar y
salpicada con agujeros de taladro y pernos de hierro. Cuerdas y cables colgaban por
todas partes, con garruchas, aparejos de poleas y rieles de pescantes que corrían a
todo lo largo del techo.
A pesar de no verse antorchas, había claridad en el túnel. Mara tanteó las paredes
con cautela; estaban calientes, pero ni con mucho lo que sería necesario para que
emitieran brillo.
—¿Con qué están iluminados estos túneles?
Aléjate señaló unos hongos luminosos que había en la pared.
—Los cultivábamos para alimento. Por fortuna, los que cultivábamos para dar luz
son bastante sabrosos. —Se quedó abstraído—. ¿Sabes? Nos gustaría hacer más con
ingeniería biológica. Es la tecnología del futuro.
—O el fin del mundo —rezongó Mara. Empezaba a dudar de que robar
invenciones gnomas fuera una idea sensata. No obstante, si el maravilloso y sabio
Kalend, Caballero de Solamnia, tenía fe en la tecnología gnoma…— ¿Podrías
enseñarme alguna de vuestras armas?
—Será un placer —respondió Aléjate sin vacilar y una actitud ceremoniosa—.
Por aquí, por favor.
Echaron a andar túnel adelante, entre la chatarra.
—Pareces encontrarte a tus anchas con las mujeres, incluso con las
turbadoramente bellas —le dijo Mara.
Aléjate estaba muy callado… algo realmente raro en un gnomo.
—Tal vez se deba a que estoy enamorado de alguien —le dijo por último.
—¿De veras? —Mara estaba fascinada—. ¿Cómo es ella?
Aléjate se explayó a gusto acerca de la exquisita curva del dedo meñique
izquierdo de su amada.
—Vale, demos por hecho que es guapa. ¿Cómo se llama? Su nombre humano —
añadió Mara con presteza.
—Es muy hermoso. —Aléjate miró a lo alto con actitud soñadora—. Se llama
Contempla el Movimiento de Sus Máquinas Atrás y Adelante, Como un Sereno Sopla
una Vela para Encender una Lámpara de Tan Increíble…
—La versión corta, por favor.
—Cuidado. —Suspiró.
—Aléjate y Cuidado. —Mara movió la cabeza arriba y abajo—. Estáis hechos el
uno para el otro.
—Eso creo yo —comentó con tristeza—, y ella también. Pero, a menos que las
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cosas cambien, será un amor imposible.
—¿Por qué? —preguntó Mara, compasiva.
Aléjate se puso ceñudo y dijo de repente, de gnomo a gnomo:
—Esaesabsolutamentelapeorparte…
—¿Qué?
Él aspiró hondo, tembloroso, y repitió al estilo más lento de los humanos:
—Ésa es absolutamente la peor parte de todo el asunto. Todavía no he recibido la
aprobación de mi Misión en la Vida.
—¿Tu qué?
—Mi Misión en la Vida. Mi único logro, mi única meta, en realidad. Serán los
sensores de las alarmas para ladrones. Ya los he diseñado y colocado por todo Monte
Noimporta.
—Supongo que están todavía en un proceso de desarrollo —murmuró Mara,
recordando cómo se había colado sin poner en funcionamiento ninguna.
—Oh, no; están en completo funcionamiento. Por cierto, ¿cómo las pasaste?
—Hice un plan complejo y astuto para bajar desde lo alto del cráter por una
cuerda accionada con una cabria… —Mara vaciló.
Aléjate sacudió la cabeza.
—Imposible. Tengo controlado con un sensor cada pasaje, cada ventana, cada
abertura y conexión con la cara exterior de la montaña. ¿Cómo funcionó tu plan?
Mara rebulló intranquila, como si tuviera azogue.
—No utilicé ningún plan —admitió por último—. Me encontraba en la puerta de
acero de la entrada, pensando cómo escalar la montaña, mientras las puertas
empezaban a cerrarse. Pero el triple cierre se atascó y las dejó abiertas, de modo que
pude colarme a través de…
—Las puertas. —Aléjate se dio una palmada en la frente; se dejó una mancha de
tinta—. Por supuesto. Sabía que se me olvidaba algo: sensores en las puertas. Aun así
—se apresuró a añadir—, fue muy inteligente desarrollar un plan con montones de
cuerda y una cabria. Casi discurres como un gnomo.
Mara decidió tomar eso como un cumplido.
—¿Has enseñado al comité la evidencia de tu investigación?
—No puedo. —Aléjate parecía sentirse incómodo—. Los estaba limpiando, con
un solvente perfectamente indicado que era invento de un amigo mío, cuando se
disolvieron. Y también la mesa donde los había puesto. Un quitamanchas fabuloso,
desde luego. —Las espesas cejas del gnomo se fruncieron en un gesto taciturno—.
No me es posible presentar una nueva solicitud hasta que haya probado que dispongo
de un prototipo medio funcional. Si al menos hubieses sido atrapada o si hubieses
resultado muerta… —agregó con tristeza.
—Si al menos fueras el jefe del Gremio de Armamento —suspiró a su vez Mara.
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—Si lo fuera, Cuidado y yo ya estaríamos casados. —Aléjate sacudió la cabeza
—. Y yo estaría en un nivel bastante más alto. —Alzó la vista con expresión
anhelante, como si pudiera ver a través del techo—. Allí arriba están el honor, la
gloria y la consiguiente provisión de fondos. Allí los diseñadores están
constantemente diseñando tableros de diseño más grandes para proyectos más
grandes con mayores costes que rebasan presupuestos…
Mara, desanimada, escuchó mientras le describía el Departamento de
Reprogramación de Programas, la Gerencia de Supervisores de Negligencias, y la
Expansión de Contratistas, al parecer todopoderosa.
—Dime —lo interrumpió por último—, ¿alguno de esos proyectos ha sido
terminado?
Aléjate la contempló de hito en hito, conmocionado hasta lo más hondo de su
regordete y pequeño ser.
—Jovencita, todo proyecto digno de financiación pública debe ser perfeccionado,
nunca terminado.
—Bueno, si no eres el jefe del Gremio de Armamentos, entonces ¿qué eres? —
inquirió ella.
—Soy un inventor de los niveles bajos, cuya futura vida laboral tiene que
desarrollarse escamoteando los desechos dejados por los fracasos de otros…
—¿Has inventado algo?
—He realizado un trabajo más variado que la mayoría de los gnomos que hayas
conocido.
Puesto que Mara no conocía a ninguno, se limitó a asentir con la cabeza.
—Mi Misión en la Vida… —Aléjate se interrumpió, la expresión dolorida, y dijo
con cuidadoso énfasis—: Mi labor principal ahora mismo sigue estando relacionada
con los sensores, ya que era mi Misión en la Vida. Inventé equipos de seguridad y
defensa para residencias o fortalezas, para protección y prevención contra espías,
intrusos, o armas…
—Por los calzones de Paladine —juró Mara irreverentemente—. Quieres decir
que fabricas alarmas y trampas para ladrones.
—Por eso me sentí tan contento cuando apareciste —manifestó Aléjate con
alegría—. Era una suerte, un ladrón de verdad metiéndose a través de las alarmas y
trampas para ladrones. Una mejora para mis datos.
—Mala suerte. —Mara estaba teniendo problemas para entender algo—. Quiero
decir, Kalend me ordenó que llevara a cabo esta peligrosa misión, y…
Aléjate no parecía muy convencido.
—No te ofendas ni me malinterpretes, pero ¿de verdad te lo ordenó? Eres
bastante joven.
Mara asintió con un enfático y vigoroso cabeceo.
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—Fue mientras caminaba junto a él por la muralla, algo que llevaba tiempo
intentando conseguir… No es que a él le importe o nada por el estilo, pues, a pesar de
que soy más joven que él, también soy muy madura, responsable y excepcionalmente
atractiva para mi edad. En fin, paseábamos y hablábamos sobre la guerra. Él dijo:
«Con que sólo hubiera un arma gnoma en funcionamiento y la tuviéramos…». —
Mara enmudeció y se mordió el labio con gesto pensativo—. O quizá lo que dijo fue:
«Con que hubiera una sola arma gnoma que funcionara y la tuviéramos…».
»Sea como sea —continuó—, recuerdo que pensé que haría mejor en no hablar de
esas cosas donde los draconianos podían oírlo, o podrían adelantarse en ir en busca de
esa arma. Después pensé lo feliz que se sentiría si llegaba yo primero y le
proporcionaba un arma y salvaba el pueblo, y… En fin, que me marché. —Cruzó los
brazos sobre el pecho—. Al amparo de la oscuridad, como ya he dicho. A través del
campamento draconiano…
El gnomo arqueó las espesas cejas. Empezaba a conocer a Mara.
—¿A través de su campamento?
—Bueno, alrededor. Delante de sus escamosas narices.
—Es decir, que los viste.
—No, en realidad no. —Admitió, si bien se apresuró a añadir—: Pero sabía que
estaban allí y que era demasiado lista para que me atraparan. Sola, con gran valentía,
vine…
—A encontrar las armas. —Aléjate frunció el entrecejo, pensativo—. Para luchar
contra esos draconianos a los que en realidad no has visto. Mmmm.
Tomó una decisión y se frotó las callosas manos manchadas de tinta.
—Bien, puesto que ya estás aquí, no veo por qué no podemos llegar a un acuerdo.
¿Sigues queriendo alguna arma gnoma?
—¿Qué? —Tuvo que pasar un segundo para que Mara, perdida en sueños de su
propio heroísmo, volviera a la realidad y recordara para qué estaba allí. Sus finos
labios se apretaron en un gesto decidido—. Más que nunca.
—Te dejaré que te lleves una. La que quieras. Siempre y cuando pruebes mis
mecanismos de seguridad.
Ella tragó saliva. ¿Mecanismos de seguridad?
—¿Tengo otra opción?
El gnomo no respondió; estaba absorto, extasiado.
—Y a continuación —farfulló Aléjate gozoso—, escribiré el informe del
resultado de la prueba y lo someteré al comité. Y entonces, si aprueban mi trabajo,
que sin duda lo aprobarán, me casaré con Cuidado.
Avanzaron túnel adelante; sus pisadas causaban un inquietante susurro y aleteo en
la colonia invisible colgada de las paredes y del techo, sobre sus cabezas.
—Sólo son murciélagos —explicó Aléjate con segura tranquilidad—. Espero —
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añadió, menos seguro y menos tranquilo.
Pasaron ante varios túneles laterales cuyas entradas estaban medio ocultas con la
chatarra y las cuerdas y cables colgantes. Mara, como buena ladrona, tomó nota de
los giros y la dirección de regreso a la salida.
—¿De dónde procede el dinero para la investigación de armamento? —se
interesó.
—Sólo utilizo chatarra, piezas de repuesto. Los proyectos principales se
empezaron con la subvención de los Caballeros de Solamnia.
—¿Los caballeros? —Mara se puso seria—. Espero que no cuentes con ellos para
más subvenciones. Ya no son tan ricos como antes, ¿sabes?
—Esto fue hace tiempo. Ahora tampoco nos visitan con tanta frecuencia como
acostumbraban —aclaró Aléjate. Su frente se arrugó—. De hecho, no los he vuelto a
ver desde la última Prueba de Armas Puertas Adentro, hace varios años. No, hace
varias décadas, mejor dicho.
—¿Y el proyecto sigue en marcha?
—Nunca se dejó, incluso antes de que me encargara yo de él. Un proyecto es un
compromiso —manifestó Aléjate con actitud estirada—. Es tan importante como un
juramento.
—Pagaron por adelantado, ¿verdad? —preguntó Mara secamente.
—Eh, bueno, sí. Bastante, de hecho. Hemos llegado.
Tiró de una llave muy compleja (cuatro muescas y un candado de seguridad) de
un aro que llevaba colgada a la cintura. Insertó la llave, no sin cierta dificultad, en
una cerradura instalada en una gruesa puerta de madera que había en la pared del
túnel. Después de tres intentos, se abrió.
—Tú primero —dijo—. Este cuarto guarda mi primer ingenio antiespías.
Mara entró con cautela.
—¿No deberían haberme detectado los sensores de tus alarmas?
—Es una alarma de proximidad —explicó el gnomo—. Una vez que se haya
completado la prueba, colocaré cientos de ellas en cualquier parte que necesite
vigilancia. No se puede tener demasiada redundancia, ¿sabes? —Mientras hablaba
escribía otra nota en su camisa—. ¿Te importaría colocarte en esa gran «X» negra
marcada en el suelo?
La «X» tenía un pequeño resalte en el centro del aspa. Había un maniquí del
tamaño de un gnomo cerca de la «X». Mara lo llevó rodando hasta el punto señalado
y luego se situó a un lado.
—Probemos primero así —propuso.
—Lo he hecho muchas veces —objetó Aléjate—, con este mismo maniquí.
—Bueno, pues yo todavía no lo he visto funcionar —argumentó Mara
firmemente. Advirtió que el maniquí no tenía ninguna marca, si bien las paredes y el
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suelo del cuarto estaban llenos de desconchones y arañazos.
—Lo prometiste —protestó el gnomo, no sin razón—. ¿Es que no existe el honor
entre los ladrones?
—Hubo un tiempo en que sí —repuso Mara—, pero alguien lo robó. —Después
suspiró y quitó el maniquí de la «X»—. Te lo advierto, me largo a la primera señal de
peligro. ¿Qué es lo que vamos a probar?
—Se llama la Sala de Seguridad Machacadora de Espías —dijo Aléjate con tono
impaciente—. ¿Quieres colocarte en la «X», por favor?
Mara tanteó con la punta del pie en el centro del aspa, saltó, se agachó y rodó
sobre sí misma, preparándose para observar desde una distancia segura.
Oyó un sonido vibrante. Un mazo de piedra, cuya cabeza tenía el mismo tamaño
que la suya, le pasó silbando por encima, lo bastante cerca para alborotarle el cabello.
Mara se agachó, oyó un segundo chasquido y sintió un vivo y repentino dolor en la
mejilla cuando un cordón elástico, unido al mango del mazo, se tensó bruscamente
contra su piel.
El mazo golpeó la pared opuesta y una trampilla saltó y se abrió al lado. El mazo
regresó zumbando. El brinco hacia atrás de Mara la puso justo fuera de su radio de
acción; acto seguido tuvo que aplastarse contra el suelo al ver que un segundo mazo
salía disparado de la trampilla, le pasaba silbando y ponía en funcionamiento un
tercer mazo. Poco después, seis martillos estaban rebotando y dando golpes sordos
por toda la habitación. Mara rodó, saltó, se agachó, giró, y, en cierto momento, se
deslizó bajo uno de los vibrantes cordones elásticos para quitarse de en medio.
Finalmente, a la desesperada, gateó de vuelta a un sector del suelo por el que no
había pasado ni un solo mazo. Desde allí estuvo lanzando miradas en derredor,
preparada para saltar en cualquier momento, hasta que los mazos perdieron ímpetu de
manera gradual y quedaron colgando fláccidos de los enredados cordones elásticos.
En el rincón más apartado, Aléjate aplaudió:
—Una prueba perfecta. —Escribió con entusiasmo en la camisa, a la altura del
estómago—. Absolutamente perfecta, con la excepción de unos pocos defectos de
trayectoria.
Mara bajó la vista al suelo. Estaba acuclillada en el centro de la «X».
—Has intentado matarme.
Aléjate sacudió enérgicamente la cabeza.
—En absoluto. El Machador de Espías está diseñado solamente para
autoprotección; matar sería una circunstancia puramente accidental. ¿Me ayudas a
colocar todo esto en su sitio?
De un armario rinconera, Aléjate sacó una gran manivela de madera. La insertó
en un ensamblaje de resorte y trinquete de la primera trampilla y la giró hasta que el
mecanismo quedo lo bastante comprimido para dejar espacio al martillo. Con grandes
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esfuerzos, levantó el mazo y después se incorporó, jadeante.
—Y tan sorprendentemente fácil de volver a montar —comentó mientras se
apresuraba a cerrar la trampilla antes de que el martillo saliera disparado.
Mara cogió la manivela y levantó los otros cinco.
—¿En qué otra cosa has estado trabajando?
En respuesta, el gnomo la condujo a través de una segunda puerta… que llevaba
por un túnel corto a otra habitación.
—Esto no es para espías, ni tampoco es un arma ofensiva. Es un ingenio de
amortiguación de choque, una medida preventiva para desastres de gran impacto. Una
contramedida neumáticamente seismosensitiva para contrarrestar los temblores
producidos por combates.
—¿Y qué hace?
—Acabo de decírtelo —espetó Aléjate—. Cuando lleguemos, ¿querrás ponerte
justo en el centro de la «X»?
Mara iba a dar su conformidad, pero lo pensó mejor.
—¿Se supone que es el sitio más seguro? —inquirió.
Aléjate asintió con un cabeceo.
—En ese caso, ¿por qué no te pones tú y yo observo? —sugirió amablemente
Mara.
Las espesas cejas del gnomo se alzaron con brusquedad.
—Eres muy cortés. —Se plantó sobre la señal—. ¿No te importa correr ese
riesgo?
—En absoluto. —Mara se cruzó de brazos—. El peligro y yo somos viejos
conocidos.
—De acuerdo. Entonces, observa. Los Amortiguadores están diseñados para
proteger contra los impactos. —Hizo una pausa—. ¿Has visto las gnomolanzaderas
funcionando allá arriba?
Mara se estremeció. Había descendido de nivel en nivel, a hurtadillas, amparada
en las sombras, observando cómo salían lanzados al aire los gnomos (para,
generalmente, volver a caer) desde las enormes catapultas que estaban equipadas con
todo lo imaginable, salvo precisión y control.
—Bien —continuó Aléjate—, esto tal vez te sorprenda, pero varios caballeros que
nos visitaron pensaron que las gnomolanzaderas podían ser también peligrosas.
—¡No me digas!
—En serio. Pensaron (y, desde mi punto de vista, hace falta tener una mente
retorcida para que se te ocurra algo así) que alguien podría utilizarlas para arrojar
proyectiles de peso muerto en lugar de pasajeros. En fin, llevamos a cabo algunos
experimentos, pero nunca obtuvimos resultados lo bastante fiables para sugerir que
eso pudiera funcionar.
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—¿Por qué no?
—Principalmente —Aléjate suspiró— porque los encargados de tomar apuntes
caían aplastados continuamente por las rocas lanzadas. En cualquier caso, los
caballeros nos pidieron que proyectáramos alguna clase de defensa para protección
contra las piedras voladoras. Sugirieron escudos y barreras, pero nuestro Comité de
Análisis de Riesgo entrevistó a los Supervivientes de la Prueba de Impacto y llegó a
la conclusión de que el problema rebasaba con creces los escudos y las murallas.
Traje los resultados aquí abajo.
La condujo a la siguiente habitación. Los muebles, advirtió Mara con alivio, no
tenían señales de golpes. ¿Qué peligro podía haber en ese cuarto?
Un examen más detenido le descubrió que los muebles eran completamente
nuevos. En las esquinas había enormes montones de astillas.
—¿Seguro que quieres que me ponga en la «X»? —insistió Aléjate—. Después de
todo, garantizo que es el sitio más seguro de la habitación.
—Razón de más para que lo ocupes tú —respondió Mara con una inclinación de
cabeza.
El gnomo se sentía muy halagado.
—Qué amable eres, y qué valerosa.
—También me llaman Mara la Intrépida —afirmó.
Al gnomo no lo sorprendía en absoluto. Se puso en la señal y cruzó los brazos
con actitud tranquila.
—Este cuarto tiene un sensor de banda ancha. —Señaló un pequeño resalte
redondo que había en el suelo—. Da un pisotón en cualquier parte. No es necesario
que lo des muy fuerte.
El suelo parecía de alguna clase de entarimado, roto a intervalos regulares con
tapaderas redondas del tamaño aproximado de un melón.
Mara contempló a Aléjate con los ojos entrecerrados y después dio una patada en
el suelo. No ocurrió nada. Repitió la patada, con más fuerza. Nada. Tomó impulso,
saltó y golpeó con los dos pies, lo bastante fuerte para hacerse daño en los tobillos.
Nada. Se dio por vencida y se recostó en la pared.
Unos enormes balones de cuero salieron bruscamente del suelo. Hinchados al
instante con aire comprimido, los balones hicieron astillas los muebles nuevos.
Mara se deslizó por el perímetro de la habitación, estrujada entre la pared y los
balones.
—Esto ha sido muy impresionante, Aléjate… ¿Hola? —Rascó con el dedo uno de
los balones—. ¿Aléjate?
Se oyó rascar en respuesta. Mara subió de un salto a uno de los balones y, cernida
en lo alto como un gato, atisbó una mano levantándose con esfuerzo por un hueco
donde todos los balones convergían.
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La muchacha rodó hasta donde estaba la mano, plantó los pies contra un balón y
empujó otro con el hombro. De manera gradual los dos se separaron. Mara escuchó
una inhalación jadeante por debajo de ella y después un golpe sordo, cuando algo
cayó al suelo.
—Gracias, muchas gracias —dijo Aléjate con un hilo de voz—. Los
Amortiguadores son casi perfectos. No tengo ni una sola contusión, pero apenas
podía respirar ahí dentro.
—Podrías hacer un tubo corto para respirar por él —comentó Mara, sarcástica.
Había crecido cerca del mar.
Se oyó un siseo, seguido por otro. Los balones se estaban desinflando. Aléjate
apareció entre ellos, metiéndolos a empujones bajo el nivel del suelo.
—Ésa es una respuesta excesivamente simple —dijo dubitativo—. Se deben dejar
los planteamientos de diseño para los especialistas. Por otro lado —añadió pensativo
—, si tuviera tanques de reserva y una bomba de aire y balancines de vaivén libre
para mantenerlo derecho… —Empezó a dibujarlo todo en el único espacio libre que
le quedaba en la camisa.
Mara, que necesitaba un descanso, se sentó a su lado, con la mejilla apoyada en la
mano.
—Ahora entiendo que tengas problemas para lograr tu promoción. ¿Es preciso
que todo esto funcione para obtener la aprobación?
—¡Cielos, no! —exclamó Aléjate, que añadió casi a la defensiva—: Además,
todo funciona a las mil maravillas. —Contempló el mobiliario destrozado con gesto
pensativo—. No, es sólo cuestión de conseguir el sello de aprobación del comité. Por
desgracia, ni siquiera logro llamar su atención. No me hacen el menor caso.
—Pero ¿es que lo tenéis que hacer todo a través de un comité?
—Algunos humanos piensan que los comités los inventamos nosotros.
—¿Y hasta que no consigas su aprobación, la pobre Cuidado no puede
comprometerse contigo?
—Ni debería, aunque pudiese —replicó sombrío—. Después de todo, ¿aceptarías
casarte con un gnomo sin credenciales?
Mara pensaba que, en ningún caso, se casaría con un gnomo, pero decidió que
sería poco delicado hacer ese comentario.
—Eres encantador, con credenciales o sin ellas. Y ahora —dijo con firmeza—,
¿qué pasa con las armas?
—Un trato es un trato. —Tras hacer una última anotación en la camisa, Aléjate
abrió la puerta trasera del cuarto de los Amortiguadores, y Mara se encontró en un
ramal del túnel principal. Regresaron por el pasaje hasta la bifurcación. La muchacha
contempló con interés los montones de chatarra y los voluminosos inventos medio
ocultos bajo lonas o en las sombras. Varios estaban etiquetados, pero la vida es
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demasiado corta para gastarla leyendo etiquetas gnomas.
—Espera. —Mara se había fijado en un ingenio cuidadosamente apartado a un
lado del suelo del túnel.
Tenía una culata negra y reluciente y una caja que sostenía un tubo de brillante
acero azulado acabado en forma de yugo y rematado por otro tubo pequeño en el que
se había añadido un diminuto anillo con un punto de mira. En su conjunto, tenía un
aspecto terriblemente amenazador.
—¿Qué es? —preguntó Mara con cierto temor.
—¿El qué? ¡Ah, eso! —Aléjate lo empujó con el pie en un gesto desdeñoso—.
Un coadjunto lo hizo.
—¿No te caía bien? —aventuró Mara.
Aléjate sacudió la cabeza y su barba fue de un lado a otro con rapidez.
—Este proyecto iba a ser su Misión en la Vida y lo abandonó. ¿Te imaginas
abandonar tu Misión en la Vida? Ha jurado que lo arreglará algún día, pero dudo que
pueda hacerlo. Tiene demasiadas pocas piezas, es excesivamente pequeño y puede
moverse por sí mismo. ¡Ni siquiera tiene un sitio para que se siente el operario! —
concluyó con indignación.
—Encaja en la mano —comentó Mara, que se había agachado junto al invento.
—¿Ves a lo que me refiero?
—¿Para qué sirve? —se limitó a preguntar la muchacha.
El gnomo resopló desdeñoso.
—Se supone que detecta manantiales de agua, pero no funciona. Soy capaz de
tolerar algunos comienzos fallidos, o estar al borde del fracaso, o alguna que otra
explosión, o la pérdida de un miembro, pero esto…
—Entonces ¿no encuentra agua?
—No, sólo diamantes, esmeraldas, rubíes y otras piedras —repuso Aléjate con
repugnancia, al tiempo que apartaba el ingenio de una patada.
Mara lo contempló con ansiedad, pero siguió caminando.
Recostado contra un paño que colgaba de la pared del túnel había un maniquí de
tamaño humano, equipado con una especie de mochila.
—Esto es el Poderoso Tronador.
Mara examinó las tres boquillas conectadas a dos tanques y a lo que parecía la
piedra de un yesquero. Cerca de la parte superior de la unidad había también el ya
familiar bulto de uno de los sensores de Aléjate. Rozó con cautela una especie de
aleta direccional, semejante a la de un pez, que sobresalía del Tronador.
—¿Cómo se apunta? —preguntó.
Aléjate soltó una risita indulgente.
—No es un arma; es un transporte individual de tropas.
Mara se lo puso sobre los hombros. Para estar hecho de metal, y sobre todo
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siendo un producto de fabricación gnoma, era sorprendentemente ligero.
—Muy impresionante —dijo. Se imaginó un ejército (dirigido por ella,
naturalmente) precipitándose sobre escuadrones de draconianos y haciéndolos trizas
—. ¿Cómo se pone en marcha?
—Con el simple roce de un arma de hierro —repuso Aléjate enorgullecido—.
Utilizo en el ingenio una roca especial. ¿Tienes una daga?
Mara vaciló.
—Vamos, vamos —instó, impaciente, el gnomo—. Todos los ladrones tienen
dagas.
Avergonzada, Mara le tendió un cuchillo de pelar que había cogido de la cocina
de casa.
—Cuando lo acerque al sensor, el Poderoso Tronador se pondrá en marcha como
un cohete. —Estiró los brazos y añadió con voz melancólica—: Bueno, adiós.
Mara, viendo que el cuchillo ondeaba y reparando con retraso en el énfasis de
Aléjate al decir «cohete», se lanzó hacia adelante para apartarse del brazo extendido
del gnomo. Con gran alivio por su parte, el Tronador no se activó.
—¿Qué quieres decir con «adiós»? ¿Esta cosa ha sido probada con anterioridad?
—demandó.
—Por supuesto, y ampliamente. Echa un vistazo a ese cuarto.
El gnomo señaló a la izquierda, detrás del paño que Mara había dado por hecho
que colgaba contra la pared del túnel.
La muchacha levantó la tela. Apilados desde el suelo hasta el techo estaban los
brazos y piernas de los maniquíes de prueba. No quedaba ningún torso.
—¿Alguna vez lo ha probado una persona viva?
—Por supuesto que no. ¿Por qué crees si no que…? ¡Ah, quieres decir por
alguien que estuviera vivo cuando se hizo la prueba! Sí, una vez. —Aléjate adoptó un
gesto solemne—. Pobre muchacho. Tan joven…
Mara se despojó del Tronador y, cosa digna de alabanza, apenas temblaba.
—¿Qué otras cosas tienes?
—Más ingenios de transporte. —La escoltó hasta lo que denominó «una variación
de la gnomolanzadera»—. La llamo Portapulta.
La Portapulta consistía en dos gnomolanzaderas, ingeniosa e intrincadamente
unidas por cables, cadenas y varias piezas de fino alambre, para los que Mara no
consiguió imaginar propósito alguno.
Cada una de las gnomolanzaderas descansaba sobre seis ruedas en tres ejes. El eje
delantero tenía un pivote incorporado que iba conectado al de la otra gnomolanzadera
con una cadena.
Aléjate siguió la mirada desconcertada de Mara.
—Oh, son inseparables —se jactó—. Conectadas en estructura, función y
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detonador. La Portapulta se desmonta para transportarla —parecía que iba a
desmoronarse en pedazos mientras el gnomo hablaba—, pero se vuelve a montar para
la acción sincronizada. La Portapulta puede lanzar seis soldados de manera
simultánea, arrojarlos decenas de metros por el aire… ¿No es maravillosa? —terminó
con voz ronca mientras daba unas palmaditas afectuosas en una de las plataformas de
lanzamiento. Ésta se disparó hacia arriba y la Portapulta giró lateralmente. Una
plataforma idéntica de la segunda gnomolanzadera se disparó también hacia arriba y
la unidad giró también lateralmente hacia la primera y ambas plataformas chocaron
con un encontronazo que puso los pelos de punta a Aléjate y a Mara le dejó
taponados los oídos.
—Tendré que examinar de nuevo ese disparador —masculló el gnomo, pensativo
—. Y también, quizá, los trinquetes del gatillo.
Se acomodó en un estrecho asiento, detrás de una de las plataformas, y empezó a
pedalear enérgicamente. La cadena de una rueda dentada imprimió un movimiento de
rotación que hizo descender la plataforma; la otra hizo otro tanto, al mismo tiempo.
Mara captó unos chasquidos casi imperceptibles a medida que las minúsculas uñas
metálicas se enganchaban sobre las plataformas para mantener en su sitio las
dobladas y tensas barras y el entramado de cables.
Ayudó al gnomo que, con sumo cuidado, puso las dos unidades juntas otra vez.
—Tiene una apariencia peligrosa —comentó la muchacha.
—Oh, sí —repuso, feliz, Aléjate, que la entendió mal—. Algún día tendrán una
gran importancia estratégica.
—Pero todavía no —suspiró Mara—. ¿Hay algo útil aquí abajo?
—Sí, lo hay —contestó el gnomo, tras considerarlo un momento—. Una poderosa
arma defensiva, diseñada para abrirse paso entre cualquier fuerza sitiadora. No estoy
seguro de que deba dejarte verla…
—Por favor. —Mara casi había perdido la fe en la tecnología gnoma, pero ansiaba
volver llevándose alguna cosa.
—De acuerdo. —Aléjate la condujo por varios giros, túnel abajo, hasta llegar a
otro pasaje lateral. En medio del corredor había una lona encerada que tapaba algo
del tamaño de un hombre agazapado.
—¿Por qué no está guardado esto en una habitación? —preguntó Mara.
—¿Meterse en una habitación con esto? —Aléjate se estremeció—. Sería
demasiado peligroso. —Señaló las largas cuchilladas horizontales en las paredes del
túnel, así como las marcas paralelas del suelo, cinceladas en la roca. Algunas eran
recientes.
—¿De veras es tan peligrosa como dices? —Mara se sentía mucho más animada.
—Absolutamente. Se puede desviar una espada. Se puede rechazar una lanza. —
Aléjate hizo una pausa para impresionar, algo nada fácil en un gnomo—. Pero no hay
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modo de que tu adversario luche contra la prodigiosa Hacha Mortal Flotante.
Retiró la lona que cubría el hacha.
A despecho de su desilusión, Mara sintió el apremio de reír al ver el hacha con
forma de péndulo que se balanceaba de un armazón de tres extraños ventiladores de
madera, similares a remos. Los ventiladores estaban acoplados a un mecanismo de
carretes accionados por correas y elásticos.
—Buen diseño —dijo la muchacha por último—. Si es mortífero, lo disimula
muy bien.
—¿Tú crees? —Aléjate lo miró de hito en hito—. A mí me parece igual que
cualquier otro diseño de armamento.
—¿Cómo funciona? No es mi intención ofender, pero parece pensado para amasar
pan en una cocina de locos. ¿Qué hacen esos pequeños remos?
El gnomo alargó un dedo y los hizo girar con expresión afectuosa.
—Se llaman propulsores. Cuando están equilibrados, impulsan el ingenio.
Mara contempló desconcertada los propulsores, que no iban acoplados a ninguna
rueda o rodillo.
—¿Cómo? —preguntó.
—En línea recta, si están ajustados adecuadamente.
—No, quiero decir que cómo lo mueven.
—Por el aire. Vuela.
Ahora Mara ya no pudo contener la carcajada.
—¿Y qué lo hace volar? —Vio un cordón que colgaba de uno de los carretes—.
¿Esto?
—Sí, pero sólo después de estar ajustado correctamente. Si quieres…
—Oh, no, déjalo —dijo Mara con gesto aburrido.
Aléjate se quedó muy abatido.
—Lo siento. —Mara suspiró—. No quise decir eso. Es sólo que… Había
imaginado que regresaría llevando cosas maravillosas y que salvaría a mi gente y que
conseguiría que Kalend se fijara en mí… —Contuvo las lágrimas. Las reinas de los
ladrones no lloran.
Aléjate le dio unas palmaditas en el hombro mientras caminaban en silencio; eran
dos seres con muy poco en común, salvo el hecho de que la vida no les iba muy bien
a ninguno de ellos.
Regresaron al tragaluz por donde Mara había entrado. La muchacha se paró
debajo del agujero cuadrado por el que penetraba la luz del día a través del humo y el
vapor; se recostó contra la pared de piedra y contempló los inútiles inventos.
De alguna parte, muy lejos, arriba, llegó una explosión amortiguada. El túnel
entero se sacudió y soltó polvo y telarañas. En algún otro lugar de allá arriba un
enorme carillón empezó a repicar con frenesí, y lo siguieron alguna clase de
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trompeta, varios badajos, una sirena y numerosos silbatos.
Criaturas invisibles se soltaron del techo y aletearon de un lado a otro, dominadas
por el pánico. Mara se tapó los oídos.
—¡Funciona! —chilló Aléjate rebosante de alegría.
—¿Qué? —Mara podía leerle los labios, pero resultaba difícil a causa de la barba.
—La alarma del perímetro. La coloqué alrededor de la cima de la montaña. —
Aléjate bailaba de contento—. Denuncia la presencia de merodeadores…
—Ya me doy cuenta.
—… localiza el punto de entrada, e incluso sella habitaciones y niveles. —Señaló
la trampilla de piedra que se deslizaba lentamente sobre el tragaluz al suelo del cráter.
Entonces su semblante se tornó preocupado—. Me necesitarán allá arriba para
desconectarlo. Probablemente estarán completamente sordos a estas alturas.
—¿Queeeeé?
—Nada. —Aléjate corrió presuroso hacia una gnomo-lanzadera, brincó con
ímpetu sobre el cojín de carga útil repetidas veces y (cosa realmente sorprendente)
salió lanzado con facilidad a través del tragaluz medio cerrado—.
Volveréparaaccionarlapalancaysacartedeahí…
La trampilla se deslizó por completo y se cerró con un golpe sordo. El sonido de
campanas, silbatos, badajos y sirenas que repicaban allá arriba quedó amortiguado.
Mara alzó la vista, boquiabierta. Un ingenio gnomo había funcionado como se
suponía que debía hacer. Pero ¿cómo iba a salir ella ahora?
Examinó la palanca de la pared e intentó descubrir su relación con la trampilla. Se
veía una cuerda floja que desaparecía en un agujero del techo del túnel; reparó en una
barra que iba de la palanca a la viga voladiza, pero no alcanzaba a comprender cómo
funcionaba.
Los ruidos de las alarmas cesaron de manera repentina. Aléjate o cualquier otro
había hallado el modo de desconectarlas o, más probablemente, silenciarlas de forma
accidental. Mara ya sabía bastante de los gnomos como para esperar que no hubiese
heridos.
Sus oídos se ajustaron al súbito y casi total silencio; escuchó un suave zumbido (y
goteo) de aparatos ventiladores en alguna parte y el continuo movimiento de
invisibles criaturas voladoras. Y algo más: un roce susurrante, en alguno de los
túneles laterales.
Parecían pisadas, pero era un ruido rasposo, no de botas ni tampoco de pies
descalzos. Luego sonó el golpeteo de metal contra metal. No sonaba como nada
gnomo, definitivamente. En aquel momento se le ocurrió a Mara que, en efecto, algo
había hecho saltar las alarmas de Aléjate. Un ladrón de verdad… La muchacha se
escondió en un nicho del muro.
Apareció una figura sombría que llevaba un yelmo con cresta de dragón.
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—Éstas deben de ser las armas de las que hablaron los caballeros. ¡Deprisa, antes
de que vuelva el gnomo! —siseó—. Coge lo que parezca útil y salgamos cuanto
antes.
¡Era un draconiano! ¡Dos draconianos!
—¿Qué pasa con la chica a la que seguimos hasta aquí? —preguntó el otro
draconiano.
A Mara se le cayó el alma a los pies. Volvió a escuchar la voz de Kalend
diciendo: Acamparán a nuestro alrededor y esperarán hasta que algo rompa las
defensas… refuerzos o mejores armas…
—Ha cumplido su cometido —repuso el capitán mientras se encogía de hombros
—. Si la ves, mátala y no pierdas tiempo.
Mara se apretó contra la pared de piedra, oculta en las sombras de cables e
instrumentos colgados.
Otros cuatro draconianos avanzaban por el estrecho corredor lateral en dirección
al túnel principal. Todos portaban enormes armas de aspecto mortífero. Sus alas
llenaban el pasillo, tenían manos con garras y espantosos dientes afilados. Uno de
ellos se dirigía directamente hacia donde estaba ella. Mara la Intrépida no pudo
evitarlo. Soltó un quedo gemido.
Los draconianos la oyeron. Uno arremetió con la lanza. Aterrada, Mara se tiró al
suelo; la lanza casi le abrió una raya en el pelo. Otro draconiano siseó y lanzó una
cuchillada lateral con su espada. La muchacha se incorporó de un salto, eludió el
arma y retrocedió un poco más. Una maza le rozó el hombro.
Empezó a correr y se encaminó hacia la claraboya buscando una vía de escape.
«¡Debería hacerles frente! —pensó, frenética. Pero una vocecilla interior le contestó
—: Admítelo. No eres guerrera, ni siquiera ladrona. ¡Eres sólo una chiquilla
estúpida!».
Fue de pared a pared dando saltos al azar a fin de esquivar más armas que le eran
arrojadas, y tropezó al pisar unos canastillos. Se detuvo. Uno de ellos tenía una
etiqueta; en medio de la confusión de sílabas Mara reconoció la palabra plaga. Cogió
el canastillo y se lo puso debajo del brazo. Si era el nuevo compuesto del pesticida se
lo podía echar por encima y se volvería invisible. Empezó a abrir el cesto, pero se
detuvo de pronto.
Si era el compuesto viejo, podría matarla.
Claro que, en ese caso, también podría arrojárselo a los draconianos que la
perseguían y acabaría con ellos. Tiró de nuevo de la tapadera.
O, tal vez, los haría invisibles. Tuvo una fugaz visión de sí misma rodeada por
draconianos invisibles. Arrojó el canastillo a un lado y echó a correr de nuevo.
Los draconianos la seguían de cerca cuando Mara llegó a la claraboya. Saltó para
alcanzar la palanca de apertura y tiró de ella con todas sus fuerzas. La palanca gruñó
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al moverse… y bajó un contrapeso, que tiró de un cable, que hizo girar una rueda
volante, que hizo rotar un eje, que dio vueltas a un tornillo sinfín, que enrolló la
cuerda de tracción…
Que se rompió. Todo el sistema se paró en punto muerto, con la punta de la
cuerda chasqueando inútilmente.
—Sería estupendo que, por una vez, un invento gnomo funcionara bien —
masculló Mara entre dientes. Aquello le dio una idea.
Agarró la cuerda ondeante y se balanceó en ella dándose impulso con las piernas.
Dio una patada en el techo y salió rebotada, dando giros, en dirección contraria, por
encima de las cabezas de los sorprendidos draconianos. Uno de ellos levantó la lanza,
pero no lo hizo con suficiente rapidez y apenas arañó a Mara.
La muchacha se soltó de la cuerda y aterrizó a bastante distancia de los
desconcertados draconianos; echó a correr en la misma dirección por donde había
venido. Sin embargo, tenía que asegurarse de que la siguieran. En la esquina del túnel
recogió un puñado de oxidadas piezas de repuesto de viejos mecanismos y lo arrojó
hacia donde se encontraban los draconianos. Un perno herrumbroso golpeó al capitán
en su hocico de reptil.
—¡Tras ella! —aulló el oficial—. ¡Matadla!
—¿Deprisa o despacio? —preguntó uno de los subordinados.
—Deprisa —siseó. Una tuerca hexagonal chocó contra su yelmo—. Pero no
demasiado.
Salieron a todo correr tras la muchacha, con las armas preparadas y las terribles
mandíbulas abiertas. Mara huyó, pero se aseguró de que veían el camino que tomaba.
La persiguieron con tranquila seguridad; al fin y al cabo, ¿qué podían temer de una
chiquilla humana, desarmada e indefensa?
Los draconianos la alcanzaron de repente, al doblar una esquina. Mara estaba,
aparentemente, paralizada de terror.
Él capitán draconiano la miró con malicia y bramó de manera innecesaria:
—¡Vamos a matarte!
—Si no tenéis otro remedio —replicó con más frialdad de la que en realidad
sentía—. Pero sed rápidos.
El draconiano la contempló con una expresión de resentimiento mezclada con
cierta admiración.
—¿No te damos miedo?
—¿Vosotros? Jamás. —Mara señaló el suelo—. Eso sí que me asusta. Puedo
soportar cualquier cosa, salvo el Hacha Mortal Flotante —manifestó ansiosamente.
A un gesto del capitán, el draconiano que estaba delante la levantó.
—¿Esta cosa? —preguntó, riendo con incredulidad.
Mara se encogió sobre sí misma, al tiempo que retrocedía.
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—No tires de esa cuerda, por favor. Suéltala…
El capitán le sonrió dejando a la vista una sorprendente cantidad de dientes
afilados.
—Por supuesto, la soltaré. —Dejó el ingenio en el suelo, delante de la muchacha,
e hizo una reverencia. Mientras se incorporaba tiró de la cuerda de arranque con un
fulgurante movimiento y puso las aspas propulsoras en marcha. Observó el resultado
con una risita maligna.
Los propulsores giraron e, increíblemente, el Hacha Mortal se alzó en el aire. A la
par que se alejaba del suelo, la afilada hoja se columpió atrás y adelante con un ruido
siseante. Se quedó suspendida, vaciló y después empezó a girar en círculo,
lentamente. Mara observaba, boquiabierta, cómo la hoja del hacha cortaba un aguilón
que sobresalía del muro del túnel. Ahora el hacha se movía con mayor rapidez y el
círculo había ampliado el radio. Mara retrocedió un paso, nerviosa.
El Hacha Mortal chocó contra el techo y rebotó. La hoja cortó el yelmo y la
cabeza de un soldado draconiano sin perder velocidad. El soldado se convirtió en
piedra y se desplomó.
El capitán pronunció una orden, sucinta incluso para las voces de mando de los
draconianos en un campo de batalla:
—¡Corred!
Mara obedeció, al igual que los otros soldados. El hacha abrió un surco en la
pared donde la muchacha había estado un instante antes, giró sobre sí misma y
alcanzó a otro draconiano en el pecho antes de remontarse para golpear contra el
techo y volver a descender en medio de giros.
El draconiano herido, gritando de pánico, chocó de cabeza contra uno de sus
compañeros. Ambos se derrumbaron en el suelo del túnel, inconscientes pero no
muertos. Los otros dos restantes corrieron en pos de Mara, seguidos de cerca por la
zumbante Hacha Mortal.
Mara no se había imaginado que los pesados draconianos pudieran correr tan
deprisa; claro que también su propia velocidad la tenía sorprendida. En cierto
momento, en un absurdo rebote contra una polea colgante, el Hacha Mortal giró en el
suelo delante de la muchacha y luego salió disparada directamente hacia ella. Mara
brincó hacia atrás, rodó entre las piernas del sorprendido draconiano que venía tras
ella, y saltó lateralmente. El Hacha Mortal le cortó la cabeza al soldado, que se
convirtió en piedra y se derrumbó en el mismo punto donde estaba. El capitán chilló
de frustración. El Hacha Mortal, ahora detrás de él, daba media vuelta en dirección a
ambos, y los dos echaron de nuevo a correr.
Perversamente, el hacha los persiguió en lugar de volver por donde había venido
o girar en algún otro pasillo. Mara se preguntó si aquélla no sería otra de las
funciones de los sensores de Aléjate. También se preguntó durante cuánto tiempo
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mantendrían el mismo ritmo ella y el capitán; ella era una gran corredora, pero él
tenía más resistencia. Si se cansaba o tropezaba… Apretó los dientes y continuó
esquivando y corriendo.
Después de lo que le parecieron días, la muchacha creyó notar que el hacha
empezaba a perder velocidad. Al cabo de un minuto estaba segura; el arma iba
perdiendo ímpetu y giraba más despacio. Por último, con un crujido del mango y un
revoloteo de propulsores, el Hacha Mortal cayó al suelo. Mara y el draconiano,
jadeantes, se derrumbaron a continuación… separados entre sí por el largo de una
lanza.
El draconiano se recobró primero. Se incorporó vacilante y buscó su espada, que
había dejado caer al tirarse al suelo. El arma se encontraba ahora al alcance de Mara.
La muchacha se puso de pie con esfuerzo, recogió la pesada espada y por poco no
pierde el equilibrio. El draconiano se rió de ella y avanzó para quitarle el arma y
matarla.
Mara escuchó un agitado roce en el túnel del techo, sobre sus cabezas, aunque no
veía nada. Arremetió con la espada contra la pared del castillo y la golpeó al tiempo
que gritaba con fuerza.
El aire se llenó repentinamente de un terrible escándalo y el aleteo de cientos de
alas. El draconiano, desconcertado, agitó los brazos sobre su cabeza. Mara aferró con
firmeza la espada e hizo acopio de energía.
El draconiano abrió las fauces y las chasqueó en el aire vacío, donde sonaban los
ruidos; se escuchó un pequeño chillido que se interrumpió con brusquedad. Mara,
sintiendo revuelto el estómago, inhaló hondo y arremetió con la espada.
Era demasiado pesada para ella, pero se las ingenió para alcanzar al capitán
draconiano justo debajo de la rótula. Él soltó un rugido que espantó a todas las
invisibles criaturas voladoras. Mara dejó caer la espada y retrocedió.
Con una mueca de dolor, el capitán bajó la vista a la rodilla. De la herida manaba
sangre verde. Abrió la boca para gritarle a Mara, pero no le salieron más que gruñidos
y espumarajos.
Mara se alejó a todo correr mientras pensaba para sus adentros: «Tendré un nuevo
nombre. Mara la Guerrera… Mara, Reina de la Batalla…».
Una daga le pasó silbando entre el brazo y el costado. Mara, Reina de la Batalla,
corrió como Mara la Liebre por la bifurcación izquierda del túnel. El draconiano se
movía pesadamente detrás de ella y cojeaba de manera dolorosa.
Mara se coló dentro de una habitación. El capitán la encontró agazapada contra la
pared opuesta y sosteniendo la pata astillada de una silla a guisa de arma. Al avanzar
el draconiano, la muchacha la dejó caer y se apretó contra la pared, con el semblante
convertido en una máscara de terror.
—Ya te tengo —dijo él lentamente, con satisfacción. Avanzó cojeando hacia el
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centro de la habitación, sonriente…
Mara dio unos ligeros golpecitos con el dedo en la pared. Los Amortiguadores se
activaron. El draconiano perdió el equilibrio; los dos brazos estaban inmovilizados
por las bolsas hinchadas y no le era posible alcanzar la espada, que había tirado
cuando la primera bolsa se infló delante de sus narices. Asomó la cabeza entre los
balones y miró frustrado a Mara, que se había encaramado a uno de ellos.
—¡Tú! —farfulló con rabia, fuera de sí—. Tú…
—A callar —ordenó Mara, que le quitó el yelmo y lo dejó inconsciente de un
golpe.
Se oyó correr a alguien y, a poco, Aléjate apareció en la puerta.
—¿Te encuentras bien? —El gnomo jadeaba.
La muchacha se deslizó de lo alto del balón.
—Mara la Audaz siempre está bien.
—Estupendo. Cuando llegué al nivel superior creí que se trataba de una falsa
alarma y bajé de nuevo. Entonces vi a los draconianos muertos y desmayados… —
Hizo una pausa—. Estás sangrando.
Mara se miró con sorpresa el hombro.
—No es gran cosa. —Esbozó una mueca—. Di más que recibí.
—Ya lo veo —dijo, impresionado, Aléjate mientras miraba al inconsciente
capitán—. ¿Iban tras mis armas?
Mara asintió en silencio. El gnomo, echando otro vistazo al aprisionado e
inconsciente oficial, manifestó con actitud pensativa:
—Monte Noimporta no está en guerra con los draconianos. No osaremos matarlos
y son demasiado peligrosos para cogerlos prisioneros. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
—Ya he pensado en ello. —Mara hizo una pausa para causar la impresión
oportuna—. Déjalos que escapen.
Aléjate la miró con los ojos desorbitados.
—Pero, si escapan, se llevarán nuestras armas o proyectos para armas nuevas…
—Que es exactamente lo que te conviene que hagan —manifestó la muchacha.
Aléjate era ahora una rareza única en Monte Noimporta o en cualquier otro lugar:
un gnomo mudo de estupefacción.
—Piénsalo —continuó Mara—. Los draconianos quieren las armas. Tú necesitas
que esas armas se prueben. Ellos son soldados. ¿Quién mejor para someterlas a
pruebas? —Como el gnomo todavía dudaba, añadió—: ¿Y un robo llevado a cabo por
verdaderos guerreros no es una especie de convalidación de que tus armas son dignas
de prueba? Podrás decirles eso a los miembros del comité y después pedir la mano de
Cuidado.
Aléjate parpadeó.
—Pero ¿no tienes miedo de que utilicen estas… terribles armas contra tu gente?
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Mara imaginó a las tropas draconianas haciendo funcionar las Portapultas en el
campo de batalla.
—En verdad son armas terribles —dijo—, pero permitir que las tengan los
draconianos hará que el combate sea más nivelado. Es una cuestión de honor…, algo
a lo que los caballeros dan mucha importancia.
Aléjate le cogió la mano y se la estrechó con entusiasmo.
—Jamás conocí a un guerrero de tal integridad…
—Oh, yo no diría tanto.
—… y modestia, también. —Volvió la vista hacia el capitán draconiano
inconsciente—. Los dejaré escapar con la Portapulta, el Hacha Mortal Flotante…
—Eh… me parece que no les va a gustar mucho el Hacha Mortal. ¿Por qué no
dejas que se lleven el Poderoso Tronador, en cambio?
—Eso es demasiado —protestó Aléjate—. ¿Es que no quieres llevarte tú nada?
—A veces —declaró Mara con tono noble—, hay mayor alegría en dar que en
tomar. —De repente recordó algo—. Si no te importa, sólo cogeré el fallido buscador
de manantiales.
—¿El que no encuentra agua? ¿Lo quieres?
—Sólo como un recuerdo. —Mara lo recogió del suelo.
—Eres asombrosa —manifestó el gnomo con lágrimas en los ojos—. Para ti, una
simple baratija, en tanto que entregas a tus peores enemigos un armamento gnomo a
gran escala.
Mara sonrió radiante mientras se guardaba el detector de piedras preciosas.
—En fin, así soy yo —dijo con humildad.
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El Sitio Prometido
Dan Parkinson
Una vez, recientemente, esto fue una ciudad. Hacía sólo unos días hubo un castillo en
el punto más alto de la colina. Desde las murallas almenadas se contemplaban las
tierras en kilómetros a la redonda y en su patio amurallado se reunían multitudes.
Al pie de las almenas, extendiéndose hacia los campos, había existido una ciudad
bulliciosa y animada: posadas y viviendas, comercios y mercados, tabernas, herrerías,
graneros y pajares, puestos de tejedores y curtidores, música y ruido y vida.
Chaldis había sido una ciudad. Pero los ejércitos de los Dragones de la Reina
Oscura habían llegado, y la ciudad dejó de ser ciudad. Donde antes se alzaban las
almenas, ahora había escombros ennegrecidos y aplastados y debajo todo eran ruinas
calcinadas y retorcidas. De Chaldis no quedaba nada. Sólo la calzada que había
defendido seguía intacta y su superficie mostraba las huellas del reciente paso de los
ejércitos. La gente que vivió aquí ya no estaba; algunos habían huido, otros estaban
muertos y a otros se los habían llevado como esclavos. Donde antes pacían hatos de
ganado, ahora sólo había pastos calcinados, y donde crecían cosechas, ahora eran
campos asolados.
El silencio habitaba ahora aquí. Un silencio sombrío…
Sombras y silencio, roto únicamente por el lamento del viento.
Sin embargo, algo acechaba en el silencio. Y en las sombras se movían otras
sombras pequeñas.
Entre los escombros sonaron voces apagadas:
—¿Qué clase de sitio éste? Todo hecho un asco.
—Los Altos estado aquí. Alguien atizarles a modo, creo.
—Esto recién quemado.
—¡Olvida quemado! Buscar algo para comer.
Y otro ruido, en alguna parte a la cabeza del grupo:
—¡Chist!
Un golpe y un repiqueteo metálico.
—¡Chist!
—Alguien caer.
—¡Chist!
—Alguien decir «chist». Mejor callar.
Otro golpe y varios repiqueteos metálicos.
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—¿Qué pasar?
—Alguien tropieza en otro alguien. Todos caer.
—¡CHIIIST!
—¿Qué?
—¡Cerrar pico y callar boca!
—Oh. Vale.
Las sombras, bruscamente acalladas, reanudaron la marcha; pequeñas figuras en
una fila irregular, encaminándose entre piedras caídas y vigas abrasadas, abriéndose
paso sigilosamente entre los escombros que en otros tiempos habían sido una ciudad.
Durante varios minutos, avanzaron en silencio y después los susurros y los
murmullos se reanudaron a medida que el efecto de la autoridad ejercida perdía
fuerza.
—¿Parar y cavar? Puede que bonito material bajo estos cascajos.
—Olvida cavar. Necesitar primero comida. Busca algo que hacer estofado.
—¿Cómo qué?
—Quién sabe. Casi todo hacer estofado.
—¡Eh! Aquí algo… No, no, nada. Sólo muerto. Un Alto.
—Ratas.
—¿Qué?
—«Teñe» que haber ratas aquí. Ratas bien para estofado.
—Sigue busca.
—¡Auch! ¡Quita de mi pie!
Golpe. Repiqueteo.
—¡Chist!
—Alguien caer otra vez.
—¡Chist!
Eran peregrinos. Habían estado viajando desde hacía más tiempo del que ninguno
de ellos era capaz de recordar, lo que no era demasiado, a menos que la cosa
mereciera la pena de ser recordada; y viajar, por lo general, no lo merecía. Sólo era
algo que hacían, algo que siempre habían hecho, algo que sus padres y sus
antepasados habían hecho. Muy pocos de ellos tenían idea de por qué viajaban o por
qué se dirigían —casi siempre— hacia el oeste.
Para los pocos que podían preguntarse de vez en cuando estas cosas, la respuesta
era simple y extremadamente imprecisa: viajaban porque iban en busca del Sitio
Prometido.
¿Dónde estaba el Sitio Prometido? Nadie tenía la más remota idea.
¿Por qué buscaban el Sitio Prometido? En realidad, tampoco eso lo sabía nadie.
Hacía mucho tiempo, alguien —algún Gran Bulp, seguramente, pues casi siempre era
un Gran Bulp el que iniciaba aventuras inexplicables— tuvo la idea de que había un
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Sitio Prometido, hacia el oeste, y que hallarlo era su destino. Eso habría sido
generaciones atrás, un período inimaginable para una gente que sólo distingue dos
días que no sean hoy: ayer y mañana. Pero, una vez iniciado el peregrinaje, éste
continuó y continuó.
Tal es la naturaleza de los aghars, la raza a la que casi todo el mundo llama
enanos gullys. Uno de sus instintos más desarrollado es la simple inercia.
El tamaño y la forma del grupo cambiaban constantemente a medida que se abría
paso entre las ruinas de la ciudad, si bien tendía a dirigirse hacia el centro. Aquí y
allí, de vez en cuando, de uno en uno, de tres en tres o de cinco en cinco, algunos
fueron perdiendo interés en la marcha y se apartaron para realizar exploraciones
paralelas, buscando y mirando boquiabiertos, y reuniéndose, por lo general, con el
grupo principal en algún momento, más adelante.
No había modo de saber si regresaban todos. Ninguno de ellos tenía una idea real
de cuantos eran, salvo que eran más de dos: un montón más de dos. Puede que
cincuenta veces dos, aunque tales conceptos escapaban a la comprensión del más
despierto de ellos. Números superiores a dos casi nunca eran considerados
merecedores de prestarles atención.
De manera gradual, el grupo disperso convergió en las zonas más altas de la
ciudad en ruinas. Aquí las piedras de los edificios derruidos eran más grandes:
bloques inmensos, oscurecidos por el humo, tumbados oblicuamente unos contra
otros de manera que creaban túneles y acequias techados con escombros. Aquí
encontraron más muertos, humanos y animales, cadáveres mutilados, desnudos y
quemados, el brutal residuo de la batalla. Los rodearon cautelosos, a cierta distancia,
con los ojos muy abiertos por el miedo. Aquí había ocurrido algo espantoso y el
horror flotaba en el ambiente casi tan tangible como una mortaja.
En un lugar donde un muro lateral se había desmoronado, algunos de ellos
hicieron un alto para contemplar un revoltijo de enormes tablones reforzados con
hierro que, tal vez, en el pasado había sido un artilugio gigantesco, pero que ahora
sólo era un despojo hecho añicos. Estaba caído como si se hubiese precipitado desde
una gran altura, con sus diferentes partes desparramadas. Sin tener la más remota idea
de lo que podría ser, casi todos pasaron de largo sin detenerse. Uno, sin embargo, se
quedó allí y caminó alrededor de la cosa enorme, con el entrecejo fruncido en un
gesto pensativo.
Se llamaba Cuño y un vago recuerdo lo importunaba mientras sus ojos seguían las
dimensiones de la cosa caída. Había visto algo parecido con anterioridad… en alguna
parte. Dándose tirones del labio, Cuño la rodeó hasta completar el círculo. Otros
cuantos se le habían unido ahora; habían reparado en la curiosidad que el objeto
despertaba en él y regresaron, sintiéndose también curiosos.
—Tener un brazo —masculló, al tiempo que bizqueaba por el esfuerzo de
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encontrarle explicación a la colocación de una enorme viga que sobresalía del
ingenio. Dentro de la propia estructura, la viga estaba unida a una especie de tambor
grande de madera, con una gruesa soga atada alrededor y un juego de engranajes
enormes en su eje—. Lanza-cosa —dijo, empezando a recordar.
Era parecida a algo que había visto desde lejos, en lo alto de una estructura
humana por la que su gente había pasado dando un rodeo hacía mucho tiempo, en el
viaje. La recordaba porque había visto a los Altos manejarla y se había quedado
impresionado. Era una torre de madera encima de otra torre, y un montón de
humanos, los Altos, estaban agrupados en torno a ella y giraban despacio una
manivela de manera que el enorme brazo extendido se volvió hacia atrás y después,
con brusquedad, se había soltado. Hizo un ruido semejante a un trueno lejano y la
cosa que salió volando del ingenio tenía un gran tamaño y había derribado un árbol.
—«Eslo» —decidió—. Una de ésas. Lanza-cosa.
Varios gullys se habían reunido a su alrededor.
—¿De qué hablar, Cuño? —preguntó uno.
—Esta cosa —señaló Cuño—. Esto una lanza-cosa. Arroja material.
—¿Por qué? —quiso saber otro.
—No sé. Pero hace. Arroja cosa grande, tira árbol suelo.
—Ya sé. «Calapulta».
—No. Eso una otra cosa. Ésta llama eh… disco… disco… algo.
—Vale. —Perdido el interés, algunos volvieron a deambular por los alrededores,
si bien Cuño y otros dos permanecieron un poco más, caminando cautelosos y
asombrados entre los destrozados restos del artilugio. Uno era un anciano de barba
blanca, llamado Gandy, que tenía de vez en cuando destellos de razonamiento lúcido
y actuaba como Gran Opinante para los distintos clanes. La otra era una joven gully,
llamada Mina.
Cuño sentía una vaga alegría porque Mina estuviera interesada en lo mismo que
le interesaba a él. Su presencia le resultaba agradable. Sus ojos se posaron en una
chuchería, una piedra reluciente que había entre los escombros; la recogió y se la
tendió a la joven gully.
—Ten —dijo con timidez—, cosa bonita para Mina.
Treparon entre los retorcidos restos del lanzadiscos; Cuño ayudo a Mina a pasar
sobre un tablón roto y después se volvió y tropezó con el viejo Gandy. El Gran
Opinante estaba de rodillas, mirando fijamente algo, y Cuño topó con él y se fue de
bruces al suelo manchado de hollín.
Sin apenas percatarse de su presencia, Gandy barrió con la mano una vaga forma
del suelo.
—Aquí algo. ¿Qué esto?
Cuño se acercó gateando y Mina se asomó sobre su hombro. El objeto era un gran
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disco de hierro con dientes aserrados por todo el borde de su circunferencia, salvo
una parte que había sido despuntada y doblada.
—Eso, disco —dijo Cuño—. Es lo que lanza-cosa lanzar. Tirar árboles como
éstos.
—Tirar algo, sí —decidió Gandy mientras examinaba el borde embotado. El
disco había golpeado algo muy sólido, muy duro. Lo frotó otra vez y observó las
manchas oscuras de su superficie. Había otras manchas en el resquebrajado suelo,
cerca, como si se hubiese coagulado sangre. Rascó una mancha con la uña y después
se chupó el dedo. Frunció el entrecejo y escupió; no era ningún tipo de sangre
conocida por él.
No obstante, le recordó el propósito principal del momento. Se puso de pie y
golpeó con la punta del destartalado mango de escoba que llevaba.
—Basta mirar material —proclamó—. Buscar comida primero. Vamos.
Obedientemente lo siguieron y se alejaron de la máquina de guerra; después se
pararon y miraron en derredor.
—¿Dónde ir todo mundo? —se preguntó Cuño.
—Por ahí, algún sitio. —Gandy se encogió de hombros—. No ir muy lejos
siguiendo Gran Bulp. Fallo no mover deprisa.
Desde el punto donde estaban partía una docena de túneles y aberturas entre los
escombros, en distintas direcciones. Tras elegir uno al azar, el viejo Gandy echó a
andar con Cuño y Mina pisándole los talones.
—Ahora mirar bien —ordenó.
—¿Mirar… qué?
—¿Cómo?
—¿Tú hacer truco o algo?
—¡No! Mirar por comida. Hay que encontrar material para guisado.
El túnel en el que estaban era un pasadizo largo y sinuoso creado por los huecos
entre las piedras de edificios que habían caído unos sobre otros. Al cabo de unos
pocos minutos, Cuño preguntó:
—¿Qué clase comida Gran Opinante espera encontrar aquí?
—No decir —contestó Mina.
Un poco más adelante, Gandy se volvió y adoptó un gesto ceñudo.
—Cualquiera clase comida —espetó—. Seguir mirando. Si mueve algo, seguro
que bueno para guisado.
—Vale. —Cuño se adelantó y se puso al frente del grupo.
Habían avanzado sólo unos cuantos pasos cuando Cuño, cuyos jóvenes ojos
recorrían el entorno muy alerta, captaron un movimiento.
Era algo que sobresalía de una grieta entre unas piedras caídas y después se
curvaba hacia abajo. Tenía forma ahusada y era tan largo como su brazo. De un color
Todos dormían cuando Verden Brillo de Hoja despertó… y vio enanos gullys por
doquier, repartidos en grupos apiñados por el sombrío nicho, y roncando la mayoría
de ellos. En un solo vistazo contó más de sesenta individuos que estaban a la vista, y
sabía que había más tras las rocas, en las sombras, y debajo o detrás de las pilas de
durmientes. Uno de ellos, incluso, se había colado en su cubil, creyendo que estaba
dormida y no se daría cuenta. Pero la pequeña criatura se había limitado a mirar en
derredor y enseguida había regresado con los otros.
Su primer impulso fue exterminarlos, sencillamente. Pero luego tuvo una idea
mejor. Tal vez le fueran útiles, si los conservaba con vida durante un tiempo… y si
lograba que la obedecieran.
Enanos gullys. Su desprecio por ellos era incluso mayor que el que sentían las
demás razas por los aghars. Como buen dragón que se precie, detestaba a todas las
otras etnias, y estas criaturas eran, indiscutiblemente, las más despreciables entre las
—Claro. Nosotros encuentra cosa para ti. No problema. ¿Qué cosa es? —Fallo
Con Sopapo y otros dos, Sapo y Zambo, pisándoles los talones, Gandy y Cuño se
dirigieron hacia donde habían encontrado el disco dentado. Verden les había dicho
que buscaran allí y no estaban en disposición de discutir con una hembra de dragón.
Había transcurrido más de un día. Puede que dos o tres, en lo que a ellos
concernía. El humo que había flotado sobre las ruinas de la ciudad había
desaparecido, barrido por el viento, y sólo quedaban los escombros a la intemperie.
Aparte de eso, todo seguía igual que cuando llegaron… casi. Al girar en un recodo de
una hondonada abierta entre los cascotes, los cinco escucharon voces un poco más
adelante. Aplastándose en las sombras, avanzaron sigilosos para ver quién era. Cuño
fue el primero en descubrirlo y a punto estuvo de tirar patas arriba a los demás
cuando retrocedió a trompicones.
—Altos —susurró—. ¡Chist!
Atisbaron desde la sombría boca de un «túnel» donde grandes piedras habían
caído a través de brechas abiertas entre otras piedras.
Los humanos, que se encontraban un poco más adelante, estaban andrajosos y
llenos de cicatrices. Había dos y trabajaban afanosos en el gran esqueleto derrumbado
del lanzadiscos, girando la enorme manivela centímetro a centímetro mientras el
largo brazo lanzador se alzaba sobre ellos. Tendido sobre su costado, el brazo lateral
se convirtió en una barra oblicua, con la punta exterior alzándose hacia el cielo, por
encima de las paredes de escombros que los rodeaban.
—Para empezar… no ha sido buen negocio… venir en esta dirección —gruñó
uno de ellos mientras manejaba el torno de la manivela—. Aquí no hay nada… más
que ruinas.
—¡Chitón! —siseó el otro—. Es culpa tuya… que cayéramos en este desfiladero.
Ahora tira… con más fuerza… si quieres… que salgamos.
—¿Qué hacer Altos? —susurró Sopapo.
—No sé. —Gandy se encogió de hombros—. Cosas de Altos no tener sentido.
Calla.
Despacio, en el reducido espacio despejado (que era, ciertamente, un desfiladero
entre escarpadas paredes si se contemplaba desde el punto de vista humano, sin
fijarse en las muchas vías de salida que eran como avenidas para los enanos gullys),
los dos hombres siguieron manipulando el torno del lanzadiscos y el brazo propulsor
se alzó centímetro a centímetro. Tuvieron que parar varias veces para descansar, pero
por último el brazo estuvo extendido, con la punta a sólo unos cuantos palmos del
muro de piedra más cercano. Los hombres alzaron la vista.
Jeff Grubb
Ésta es una historia gnoma. Tales historias aparecen de vez en cuando en torno a las
chimeneas y mientras se toman unas copas de ponche. El narrador de una historia
gnoma propiamente dicha debería indicar siempre al principio que la suya es una
historia de estilo gnomo, de manera que los oyentes no se sorprendan con lo que
viene a continuación. Los Planos Inferiores no conocen furia comparada a la de un
público atento y respetuoso que de repente descubre que se encuentra atrapado en una
historia gnoma, sin más salida que la expulsión corporal del narrador. Se han roto
cabezas, se han destrozado familias, se han derribado imperios, y todo por culpa de
una historia gnoma no anunciada.
Por consiguiente, ésta es una historia gnoma y tal advertencia por sí misma es
justa y apropiada. Y es una historia gnoma porque está relacionada, en gran parte, con
gnomos.
Veréis, los gnomos tienen la curiosidad ilimitada de los hombres, pero carecen de
la contención del sentido común, del discurrir directo del pensamiento, de la
sabiduría de controlar esta curiosidad. Tal disposición hace de los gnomos una parte
vital de la narración de historias, tanto como el campesino bobo que demuestra ser la
persona más lista de la tertulia o el hombre santo que llega en el último momento
para resolver los problemas de los personajes. En una forma parecida, los gnomos,
con su curiosidad insaciable, su jovial ingenio y su perseverancia a pesar del
frecuente (y dramático) fracaso, son como una luz orientadora, un faro para otras
razas. Al contemplar sus fracasos, sus ineficaces inventos y proyectos, nos vemos en
buena medida a nosotros mismos y nos consideramos prevenidos contra ese exceso.
En consecuencia, los gnomos tienen un sitio importante en el universo (al menos en
un sentido ficticio), de modo que, si los gnomos no existieran, exigirían que se los
inventara… y nadie que no fuera semejante a un gnomo podría inventar tal concepto.
Afortunadamente para todos, existen.
Ésta, pues, es una historia gnoma con todas sus ventajas y desventajas, sus pros y
sus contras. Es un cuento raro en el que se narra la historia de un gnomo que tuvo
éxito, un gnomo que creó algo realmente maravilloso. Pero nos estamos adelantando
al relato.
Las historias gnomas empiezan, por lo general, con el narrador hablando de algún
forastero que se tropieza por casualidad con un pueblo oculto de los gnomos. La idea
El primer día de otoño, Thorne estaba sentado frente a la lumbre cubierta del
hogar excavado en el suelo. En el exterior de la casa de piedra un viento frío ululaba
en los aleros, pero el mago no lo escuchaba. Con los ojos muy abiertos, soñaba como
si estuviese profundamente dormido. En sus sueños las dos lunas, la roja y la
plateada, ocupaban el cielo y derramaban su luz sobre los irregulares salientes de
unas paredes ruinosas, en tanto que un aullido hambriento y frío se alzaba en el cielo
nocturno. En sus sueños, Thorne clamaba piedad, pero no la obtenía.
Pasó sentado así toda la mañana y siguió sin moverse durante toda la tarde.
Cuando la luz adquirió los profundos matices del final del día, escuchó su nombre
pronunciado en un susurro apremiante y salió de su estado de ensoñación poco a
poco, como un hombre que emerge de la oscuridad de unas aguas profundas. Guarinn
Golpe de Martillo se hallaba a su lado, esperando. El semblante del enano estaba
blanco, macilento; sus oscuros ojos con motitas azules se hundían en profundas ojeras
marcadas por el cansancio. Thorne no había movido un músculo a lo largo del día,
Envuelta en las sombras, oculta bajo un afloramiento rocoso al borde del bosque,
Ula se rodeó con los brazos las piernas dobladas, abrazándose a sí misma para apagar
el alocado latido de su corazón. Estaba a cielo descubierto después de la puesta del
sol en la Noche del Lobo. Ula llevaba viviendo en Dimmin sólo cinco años, cuando
había ido a vivir con una prima de su madre, la esposa del molinero, después de que
sus padres muriesen. Tenía entonces trece años y enseguida se enteró de que nadie del
pueblo se aventuraba fuera de casa la primera noche de otoño.
Es decir, nadie salvo —últimamente— Roulant Alfarero. No tardaría en entrar
sigiloso al bosque. Ula lo había visto hacerlo la Noche de los dos últimos años y en
su mente ni siquiera surgió la menor duda de que guardaría fielmente el secreto de
Roulant. Lo amaba desde que lo conoció y él, por su parte, no había estado remiso a
la hora de demostrarle que sentía lo mismo por ella. Pronto se casarían. Tal vez.
Y tal vez no. El silencio de Ula acerca de la salida de Roulant en la Noche, se
extendía al propio Roulant, pues no sabía cómo hacerle la pregunta sin que sonara a
acusación: ¿Qué sabes de la Noche del Lobo que ni siquiera sabe nuestro mago?
Y, así, el secreto arrojaba una sombra entre ellos. Día a día, un poco cada vez, la
sombra, como por arte de una magia maliciosa, los iba convirtiendo en extraños que
se sentían incómodos cuando estaban juntos.
A medida que la oscuridad crecía bajo el fino dosel de la floresta, el viento
Guarinn había hecho una brillante hoguera en el centro de las ruinas, pero
Roulant no creía que le estuviera sirviendo de mucho a Ula para hacerla entrar en
calor ni confortarla. Tampoco parecía que sirviera de mucho que Roulant la tuviera
rodeada con sus brazos, y el joven se preguntó si los sollozos de la muchacha
cesarían alguna vez. En alguna parte, hacia el norte, sonó el aullido del lobo; fue un
lamento solitario y prolongado. Ula se estremeció, y Roulant la apretó más contra sí.
—Ula —empezó, dejando a un lado el recuerdo de su fracaso—, ¿por qué me
seguiste hasta aquí?
Ella se sentó un poco más derecha, con los puños apretados sobre las rodillas y
los ojos todavía húmedos pero sin derramar nuevas lágrimas.
A despecho de las altas llamas de la hoguera, Ula estaba tiritando y sus manos se
cerraban crispadas entre las de Roulant.
—Tam murió deseando haber actuado con clemencia —musitó Guarinn—. Y yo
estoy ahora aquí deseando lo mismo, pues el Destructor murió con una maldición en
los labios. Fue una muy dura, como lo suelen ser la de los magos agonizantes, y nos
marcó a todos con el sino de cazador y presa.
Rígida y fría de permanecer sentada, Ula se puso de pie; no respondió cuando
Roulant la llamó. Necesitaba estar a solas para asimilar lo que había oído. La noche
era límpida y brillante, tan hermosa como debía de haberlo sido en esa misma fecha
treinta años antes. Mientras caminaba, la joven se fijó en la forma de las ruinas y vio
que era muy semejante a la casita de piedra cercana al recodo del arroyo, en Dimmin.
Únicamente le faltaba una habitación para ser exactamente igual. En la casa de
Dimmin, Thorne tenía sólo un austero dormitorio en el sobrado, bajo los aleros.
Ula permaneció parada largo rato frente a la oscura boca del refugio de vigas
carbonizadas y paredes desmoronadas donde se había escondido a primera hora de la
noche; era todo cuanto quedaba de la profanada cámara nupcial. Regresó junto a la
hoguera.
—Dime el resto —pidió.
—Thorne debe rendir su propio ser una noche al año y esperar que Roulant o yo
acabemos con la maldición matando al lobo. Ésta —prosiguió Guarinn— es una
obligación que se hereda.
Ula permaneció en silencio, con los ojos prendidos en el fuego, en las llamas y las
brasas.
—Si matáis al lobo, ¿qué le ocurrirá a Thorne? —preguntó después.
En esta ocasión fue Roulant, que hasta ahora había permanecido callado, quien le
respondió.
—La maldición habrá terminado. Él empezará a envejecer de nuevo, como todos
nosotros. Thorne no tiene parte de sangre elfa, Ula, aunque todo el mundo lo crea así.
Es la maldición la que lo conserva joven como entonces.
—Guarinn, ¿por qué no has matado al lobo en todos estos treinta años? —
preguntó la joven suavemente.
—Piensas que ha de ser fácil, ¿no? Disparar cuando está cambiando y poner fin al
asunto. Pues no, no es tan sencillo. En una ocasión anterior, atarlo frenó la velocidad
de la transformación y es lo que intentamos hacer esta noche. Pero a veces… —El
enano se estremeció—. A veces cambia en cuestión de segundos y otras veces aún
más deprisa, y el lobo se ha marchado antes de que ninguno de nosotros haya tenido
Roulant saltó la pared y corrió en pos de Ula sin reparar en nada más.
«¡Muchacha estúpida!», pensó. Guarinn se quedó atrás y rogó porque el joven
Ula se arrodilló para examinar lo que parecía una oscura mancha de sangre dejada
en la tierra de la trocha de ciervos y, bajo la tenue luz de las lunas, vio que no era más
que una sombra. Un viento frío soplaba del este y traía el olor a nieve temprana. La
muchacha se estremeció y se puso de pie. Hacía rato que no veía marcas de sangre ni
huellas del paso renqueante del lobo, pero el último rastro seguro había sido en esta
trocha de animales, una vereda que era poco más que una débil línea serpenteante que
mostraba por dónde pasaban los ciervos entre los altos árboles mientras comían.
Careciendo de otra pista mejor, Ula continuó sendero adelante.
No había resultado tan fácil rastrear al lobo como había pensado y ahora
empezaba a preguntarse si llegaría a encontrarlo. También se preguntó si las tornas no
cambiarían y sería el animal el que la encontraría a ella, o si incluso en ese momento
ya estaba acechándola. Intentó no pensar en eso. Sólo necesitaba hacer un buen
El lobo pasó veloz junto a Ula. Sofocada por la repentina y fría ráfaga de aire, la
muchacha escuchó el encontronazo de unos cuerpos…, el gruñido del lobo y el
respingo de dolor e impresión de Roulant.
Y vio al enano, petrificado como una roca, con el hacha arrojadiza aferrada en su
fláccida mano.
—¡Guarinn! —chilló mientras tanteaba el suelo buscando el arco—. ¡Ayúdalo!
Guarinn no se movió… y la muchacha dio con el arco, cuya cuerda estaba rota,
inutilizada. Roulant chilló; una ronca maldición que se tornó en dolor cuando los
colmillos del lobo se hincaron en su hombro. El grito de agonía se volvió un canto: el
nombre de la muchacha, repetido una y otra vez con el vacilante ritmo de su
respiración entrecortada mientras se debatía contra la bestia.
Ula logró incorporarse y echó a correr. Se arrojó sobre la espalda del lobo, con la
daga en la mano. Aferrada al cuello de la encrespada bestia que se retorcía, medio
ahogada por el olor a sangre, la joven golpeó salvajemente, pero sin eficacia;
consiguió herirlo, pero no de muerte.
El lobo se revolvió y se encorvó, como un caballo encabritado.
—¡Guarinn! ¡Ayúdame! ¡El lobo lo está matando!
Los bruscos movimientos de la bestia consiguieron lanzarla por el aire. Sus fauces
goteaban espumarajos rojos; detrás, Roulant se incorporó con esfuerzo, sin cesar de
repetir su espantosa cantinela jadeante. El lobo se volvió y saltó de nuevo sobre él.
Un sonido hendió la noche, y Ula no supo cuál de los dos habría gritado, si el hombre
o el lobo. Fue un aullido salvaje.
Mark Anthony
Era media tarde cuando Jastom vendió la última poción. El corpulento mercader
que la compró agarró con fuerza la botella púrpura entre sus regordetes dedos y se
escabulló por las callejas con los ojos relucientes. El tipo no quiso discutir cuál era
exactamente la enfermedad que lo aquejaba, pero Jastom sospechó que tenía algo que
ver con la mujerona igualmente corpulenta que lo esperaba en la puerta de una
cercana posada, sonriendo y parpadeando en una penosa imitación de gazmoñería.
Jastom sacudió la cabeza y soltó una queda risita.
Una repentina exclamación hizo que Jastom se diera media vuelta, a tiempo de
ver a una vieja tirar su bastón torcido y empezar a bailar con entusiasmo al son de la
música alegre de un flautista. Otras personas se sumaron enseguida al baile, sin
acordarse de los dolores y molestias que, hasta hacía poco, habían sido una carga. Un
tipo vestido con harapos, al encontrarse sin pareja, se conformó con un cerdo que
tuvo la desgracia de pasar por la plaza en ese momento. El cochino chilló asustado
cuando el hombre lo hizo dar vueltas, y Jastom no pudo evitar soltar la carcajada ante
aquel espectáculo.
Todo esto era obra de los elixires, por supuesto. Jastom no sabía con exactitud lo
que Zuño echaba en las pequeñas botellas púrpuras, pero sí que un ingrediente
importante era algo llamado aguardiente enano. Y, en tanto que el aguardiente enano
no poseía poderes curativos, sí que tenía unos fuertes efectos embriagadores.
Jastom ignoraba cómo destilaban el licor los enanos. Por lo poco que había
logrado sonsacar a Zuño, descubrió que todo era terriblemente secreto y que la receta
pasaba de generación en generación mediante una antigua ceremonia y solemnes
juramentos de guardar la fórmula. Pero, fuera lo que fuese, no cabía duda de que
funcionaba. Los peones tiraban sus palas; las amas de casa, sus escobas; y todos se
unían a lo que se estaba convirtiendo rápidamente en una fiesta improvisada. Los
ancianos respetables de la villa daban volteretas por la plaza y los padres saltaban
sobre los montones de paja, cogidos de la mano a sus risueños hijos. Por ahora, toda
idea sobre guerra, preocupación o enfermedad había desaparecido de la villa de
Faxfail.
Jastom silbaba una alegre melodía mientras el carro rodaba bamboleante por la
calzada de tierra roja, dejando atrás la villa de Faxfail.
La calzada avanzaba sinuosa a través de un amplio valle. Por el norte y por el sur
se encumbraban dos picos de pizarra gris que parecían viejas fortalezas construidas
por gigantes largo tiempo atrás desaparecidos. En lo alto, el cielo estaba claro como
un zafiro, y un vientecillo agradable, limpio, que sugería las altas cumbres
montañosas, soplaba susurrante sobre los campos de hierba verde dorada. Los
girasoles asentían como viejas matronas cotorreando y las alondras se alzaban
veloces al cielo, entonando sus alegres cantos.
—Pareces estar de un humor excelente, si lo consideramos —hizo notar el enano
con su voz gruñona.
—¿Si consideramos qué, Zuño? —preguntó, jovial, Jastom, que continuó
silbando.
—La nube de polvo que nos sigue por la calzada —repuso el enano.
El silbido de Jastom cesó repentinamente.
—¿Qué?
Echó una rápida ojeada por encima del hombro. En efecto, una nube de polvillo
rojo se levantaba en la calzada, unos ochocientos metros atrás. Jastom divisó las
figuras de tres oscuros jinetes en el centro de la rojiza nube. No…, un jinete y dos
figuras a pie que corrían a ambos lados. El trapaleo de cascos resonaba débilmente en
el aire, como el ruido de una tormenta lejana. Jastom masculló un juramento.
—Esto es imposible —dijo con incredulidad—. La gente de la villa no puede
haberse despejado tan pronto. Ni siquiera imaginan que los hemos estafado. Todavía
no.
—¿Tú crees? —gruñó Zuño—. Bueno, pues van muy deprisa para ser alguien que
Richard A Knaak
Vandor Grizt solía pensar que el peor olor del mundo era el de un perro mojado.
Ahora, sin embargo, sabía que había uno peor.
El de un perro mojado muerto.
Atado al mástil del barco, Vandor sólo podía mirar a los funestos ojos carentes de
pupilas de la monstruosidad que lo vigilaba, un animal muerto en vida. La
combinación de podredumbre y niebla húmeda hacía a la pálida bestia, carente de
pelo, tan ofensiva al olfato que incluso los dos draconianos hacían cuanto estaba en
su mano para permanecer a favor del viento. Vandor, sin embargo, no tenía esa
opción.
Vandor se vio forzado a admitir que, probablemente, tampoco él olía mucho
mejor. Atado de la cabeza a los pies, había sido arrastrado sobre calzadas
accidentadas durante cuatro días hasta el litoral del Mar Sangriento y allí lo habían
subido a bordo del barco. Aquélla no era su apariencia habitual, siempre cuidada y
pulcra. Confiaba en que ninguno de sus clientes lo hubiese visto; el degradante
espectáculo no beneficiaría los negocios… suponiendo que sobreviviera para hacer
negocios.
Alto y delgado, Vandor Grizt era, por lo general, lo bastante rápido o lo bastante
escurridizo para eludir la captura, ya fuera a manos de las autoridades locales o de
alguno que otro cliente insatisfecho. Cuando la velocidad le fallaba, sus rasgos
patricios, casi regios, junto con su pico de oro le permitían salir con bien del asunto.
Vandor nunca se hizo rico con la venta de sus mercancías «usadas», pero tampoco
había pasado hambre. No, jamás se había arrepentido del curso tomado por su vida.
Hasta ahora.
Vandor cambió de postura. El lobo muerto viviente enseñó sus fauces putrefactas
en un gesto de advertencia.
—Perrito bonito —replicó Vandor, gruñendo a su vez—. Ve a enterrar un hueso, a
poder ser uno tuyo.
—Guarda silencio, humano —siseó uno de los dos draconianos, un sivak. Los
draconianos semejaban un par de gemelos escamosos casi idénticos, pero Vandor
sabía por dolorosa experiencia que eran muy distintos. El sivak tenía un talento
especial: si mataba a una persona, podía alterar su apariencia para adoptar la de su
víctima. Bajo el disfraz de uno de los amigos de más confianza de Vandor, el
Douglas Niles
¡Benignísimo Historiador, qué gran honor me hacéis! ¡Pensar en esta tarea —el
estudio de la campaña militar más grande en la historia de post-Cataclismo de Krynn
— y comprender que me habéis elegido a mí para preparar los documentos! Me
siento honrado, abrumado. Mas, como siempre, me esforzaré por hacerlo lo mejor
posible, de manera que la verdad quede registrada y salvaguardada.
Gracias también, Excelencia, por vuestra preocupación por mi salud a
continuación de mi misión previa. Los nervios se me han calmado y mis manos ya
apenas tiemblan. Asimismo, puedo dormir durante varias horas seguidas sin sufrir la
reaparición de pesadillas.
Como siempre, volver a mi trabajo parece prometer la más completa curación, y
con este encargo, Vuestra Gracia, no podríais haberme proporcionado una medicina
mejor. ¡La historia de la campaña de Vingaard! ¡La misma frase tañe una nota marcial
en mi alma! ¡Oigo el choque del metal, el trapaleo de cascos y la estridente llamada al
combate de la trompeta! Imagino las alas de los dragones, buenos y malignos,
oscureciendo el cielo. ¡Me figuro las explosiones de poderosos conjuros, la valerosa
carga de los caballeros!
:
La campaña de Vingaard, fase-I: ataque de Laurana
Aquí estoy ahora, en la orilla del río Vingaard. Es primavera, como lo era cuando
Laurana ordeno cruzar a sus fuerzas… y no puedo menos de maravillarme del coraje
y la imaginación que impelieron a un ejército a vadear sus aguas turbulentas. Ahora,
cuando la nieve se derrite en las montañas Dargaard y a lo largo de las laderas
septentrionales de las Garnet, el río corre ancho y profundo y parece impulsado por la
rabia, rugiendo a través de esta inmensa planicie hacia la distante ciudad portuaria de
Kalaman, a unos trescientos kilómetros de distancia.
A lo largo de su curso, el río pasa a poco más de veinte kilómetros del alcázar de
Dargaard, pero durante las siguientes semanas Laurana evitó este oscuro bastión y
continuó hacia su punto de destino. Mas me estoy adelantando a los acontecimientos.
Ante todo, he de describir la travesía. Las tropas de tierra del ejército de Solamnia
alcanzaron la margen del río después de tres días de marcha forzada desde Westgate.
Sabemos por las múltiples fuentes de información que los Dragones del Bien,
reanimados por su victoria en Vingaard, se unieron al ejército de tierra en la ribera del
río, a unos sesenta kilómetros al norte de la fortaleza liberada. El Vingaard es ancho y
profundo aquí, y sólo se puede cruzar con barcas… salvo en algún verano seco,
cuando surgen unos pocos vados. Éste no era el caso en aquella primavera, por
supuesto. Aquí vemos otro ejemplo de la inventiva elfa del general, pues empleó una
táctica que ningún Caballero de Solamnia, con sus estrategias de manual, habría
llegado a imaginar en sus más osados sueños.
Cruzó a sus tropas a través del río… ¡por aire! Es fácil imaginar los relinchos
aterrados de los caballos mientras eran alzados, suavemente, por las garras de los
dragones más grandes. O a los pobres y temblorosos soldados de a pie, montados seis
u ocho a lomos de un dragón, con los ojos muy apretados y rezando a los dioses
bondadosos (¡o a cualquier otro!) por su vida.
Fue un proceso largo y lento, no obstante. Mellison escribe que su señora acampó
a la orilla del río durante tres días, de manera que podemos deducir que ése fue el
tiempo que se tardó en cruzar. Los carros de abastecimiento, que desde un principio
habían sido reducidos al máximo, quedaron abandonados allí. De ahora en adelante el
ejército sobreviviría con las presas que lograra capturar o el alimento que pudiera
recolectar. Una escuadra de grifos en vuelo, montados por elfos, cubrió el cruce.
El temor de los caballeros de que el ejército fuera atacado por abultadas fuerzas
:
La campaña de Vingaard, fase-II: trampa de Laurana
Si la princesa reveló esa noche cuál era el papel del Vingaard, Mellison no lo
dice. La muchacha se marchó a dormir mientras los guerreros discutían tácticas hasta
las tempranas horas precedentes al alba. Quizás en ese momento la princesa elfa
previo la batalla del vado Margaard y estaba trazando sus planes para ese épico
enfrentamiento. Mas, ay de mí, sólo podemos hacer conjeturas.
Mis viajes, Vuestra Gracia, me llevarán a continuación a lo largo de las
estribaciones de las montañas Dargaard. Seguiré los pasos del ejército de Laurana
mientras se movían hacia el este, el sur y después al norte… manteniendo en todo
momento la incertidumbre de los Señores de los Dragones.
Hasta el próximo mensaje, se despide vuestro devoto servidor,
Foryth Teel
Foryth Teel
Capítulo 1
niebla tan densa que apenas si puedes verte el copete delante de tus narices. Antes
nadie sabía dónde estaba este valle, excepto Silvara y los otros dragones plateados
que guardaban la Tumba de Huma, el lugar del último reposo de un gran caballero de
hace mucho, mucho tiempo. Su tumba está allí, pero él no.
En el extremo norte del valle de Foghaven está el Monumento del Dragón
Plateado. Se puede entrar en la montaña a través de un túnel secreto que parte de la
Tumba de Huma. Lo sé porque accidentalmente me caí en él y fui absorbido por la
tráquea de la estatua de dragón. Allí fue donde encontré a Fizban después de que
muriese, sólo que no estaba muerto.
Y fue en esta montaña donde Theros Ironfeld forjó las Dragonlances. Y por eso es
un monumento.
Cada año, en Yule, los caballeros acuden a la Montaña del Dragón y a la Tumba
de Huma y cantan canciones de Huma y de Sturm Brightblade…, un buen amigo
mío. También «relatan historias de gloria por el día y pasan la noche de rodillas, en
oración, ante el féretro de piedra de Huma». Cito palabras de Tanis.
Conocía estas ceremonias, pero nunca había sido invitado hasta ahora, supongo
que porque no soy un caballero. (Aunque verdaderamente me gustaría serlo algún
día. Sé la historia de un semikender que casi se convirtió en caballero. ¿La habéis
oído? Oh, vale, de acuerdo). Imagino que me invitaron este año porque era un año
especial, al tratarse del décimo aniversario de algo que no pude leer por culpa del
borrón. Pero no me importaba qué era, siempre y cuando se celebrara una gran fiesta
para conmemorarlo.
Avanzaba trabajosamente a través de la niebla del valle de Foghaven,
preguntándome dónde estaba (me había salido del camino), cuando oí unas voces.
Por supuesto, me paré para escuchar y puede que también me escondiese tras un árbol
mientras lo hacía. (Eso no es fisgonear. Se llama «cautela» y la cautela te conduce a
disfrutar de una larga vida. A veces Tanis se pone muy pesado. Os lo explicaré más
tarde).
Esto es lo que oí decir a la voz:
—«El décimo aniversario ha de ser una ocasión solemne, reverente, sagrada, de
dedicación renovada para todas las gentes buenas y justas de Krynn». —¡Era Tanis!
Estaba seguro de que era su voz, sólo que hablaba con el tono de lord Gunthar.
Entonces Tanis añadió con su propia voz—: Basura. Todo es un montón de basura.
—¿Qué…? —empezó otra voz, y supe que era la de Caramon y me sonó como el
mismo y querido Caramon desconcertado de siempre. No podía creer que mi suerte
Bueno, estoy seguro de que recordaréis la parte de la vieja historia en la que casi
todos nosotros fuimos al Monumento del Dragón Plateado. Estábamos yo, Flint,
Laurana, su hermano Gilthanas, Theros Ironfeld y Silvara, la hembra de dragón
plateado, salvo que no sabíamos entonces que era un dragón plateado.
Silvara nos condujo a la Montaña del Dragón con el propósito de encontrar los
Dragonlances y decirnos cómo forjarlas. Pero cuando llegamos allí empezó a tener
dudas de si debía decírnoslo o no, a causa del juramento prestado por los Dragones
del Bien.
Todo es muy complicado y no tiene mucho que ver con mi historia, pero sitúa el
escenario para vosotros, por así decir. Mientras estábamos dentro de la Tumba de
Huma, Silvara lanzó un hechizo sobre todos, salvo que a mí no me alcanzó porque
me había escondido debajo de un escudo. Fui en busca de ayuda para mis amigos,
que se hallaban bajo los efectos del conjuro de sueño, y fui absorbido al interior del
Monumento del Dragón Plateado. Y fue allí donde me encontré con Fizban, que
estaba muerto. Sólo que no lo estaba.
Lo conduje abajo y tuvo una charla con Silvara. Fue después de esa charla cuando
ella decidió decirnos a todos quién era en realidad. Y condujo a Theros Ironfeld al
estanque de plata de dragón, que se utilizaría para forjar las lanzas. Pero eso viene
después. Empezaré en la parte que sigue inmediatamente después de que Fizban
hablara con Silvara. Había decidido que tenía que marcharse.
—Adiós, adiós —nos dijo Fizban. Todos nos encontrábamos en la Tumba de
Huma, en la Montaña del Dragón—. Encantado de veros de nuevo. Estoy un poco
disgustado por lo de las plumas de gallina, pero… —(Os explicaría esa parte pero
tardaría mucho tiempo. Astinus lo ha escrito en sus Crónicas).[2]—. No os guardo
rencor. —Entonces Fizban me miró y me dijo con impaciencia—: ¿Vienes o no? ¡No
dispongo de toda la noche para esperarte!
¡Qué oportunidad, viajar con un hechicero! ¡Sobre todo, con un hechicero
muerto! No podía pasarla por alto. (Aunque supongo que no estaba realmente muerto,
aunque ninguno de nosotros hubiera podido asegurarlo en aquel momento, y menos
aún Fizban).
—¿Ir? ¿Contigo? —exclamé.
Me sentía tan entusiasmado que habría partido en ese mismo instante, pero se me
ocurrió que si yo me iba ¿quién iba a cuidar a los demás? (Si hubiese sabido que
—¡Fizban! —dije, esta vez mostrándome severo y firme—. ¿Has hecho esto a
propósito?
—Sí —repuso mientras retorcía el trapo entre las manos y miraba de soslayo a un
lado y a otro de la habitación—. He hecho que aparezcamos justo donde quería. Eh…
¿por casualidad sabes qué sitio es éste? Sólo para ponerte a prueba —se apresuró a
añadir.
Me temo que perdí los estribos y chillé.
—¡Estamos en la Tumba de Huma!
—Oh, vaya.
En fin, para entonces estaba mas que harto.
—Odio herir tus sentimientos, Fizban, pero creo que como hechicero no vales
gran cosa y…
No terminé la frase porque las cejas de Fizban (él todavía tenía cejas) se
fruncieron y se pusieron realmente erizadas, de manera que le sobresalían sobre la
nariz, dándole de repente un aspecto feroz y enfadado. Temí que estuviera furioso
conmigo, pero resultó que no.
—¡Brujería! —gritó.
—¿Qué? —No sabía de qué estábamos hablando.
—¡Brujería! —repitió—. ¡Estamos sometidos a un encantamiento! ¡Estamos
hechizados!
—¡Qué maravilla! Eh… quiero decir, qué horror —rectifiqué al ver su expresión
feroz tornarse aún más fiera—. ¿Quién…, quién nos sometería a un hechizo? —
pregunté de forma muy educada.
—¿Quién va a ser? La Reina Oscura. —Me miró fijamente y luego empezó a
pasear de un lado a otro de la tumba—. Sabe que estoy detrás del Orbe de los
Dragones e intenta impedírmelo. Le ajustaré las cuentas. Le voy a… (refunfuño,
refunfuño, refunfuño).
Incluyo los refunfuños porque en realidad no entendí lo que Fizban dijo que iba a
hacer a la Reina Oscura si alguna vez le ponía las manos encima. O, si lo entendí
entonces, ahora no lo recuerdo.
—Bien —dije enérgicamente mientras me incorporaba de un brinco—. Ahora que
sabemos que estamos embrujados y sometidos a un encantamiento, salgamos y
reanudemos el viaje.
Quiero dejar bien claro, aquí y ahora, que no fue culpa mía que fuésemos a parar
a las Tierras Baldías. Tenía un mapa y les dije a Fizban y a Owen que íbamos en
dirección equivocada.
(Era un mapa absolutamente válido; si Tarsis la Bella había decidido trasladarse
tierra adentro, no veo cómo puede culparme nadie de ello).
Era de noche y vagábamos por las montañas cuando llegamos a un paso. Le dije a
Fizban que deberíamos dirigirnos a la izquierda. Eso nos conduciría fuera de las
montañas y nos llevaría a Sancrist. Pero Fizban se mofó y dijo que era un mapa
anticuado (¡anticuado!) y Owen Glendower juró que antes se afeitaría el bigote que
seguir el consejo de un kender. (Lo que me parecía un juramento poco arriesgado,
considerando que no era mucho lo que habría tenido que afeitarse, de todos modos).
Todo ello después de haber admitido que se había extraviado en el valle de Foghaven
y que no estaba muy seguro de dónde nos encontrábamos en ese momento.
Dijo que deberíamos esperar hasta que amaneciese y que cuando el sol saliera
sabríamos qué dirección tomar, pero Fizban manifestó que sentía en los huesos que el
sol no saldría por la mañana, y, por los cielos, tenía razón. El astro no se alzó y, si lo
hizo, no lo vimos a causa de la nieve y todo lo demás.
Así pues, giramos a la derecha en lugar de ir hacia la izquierda y nos metimos en
las Tierras Baldías y en la aventura, pero éste no es el sitio correspondiente a la
aventura en mi historia, de manera que tendrá que esperar su turno.
Podría hablaros sobre los días que empleamos viajando a través de las montañas,
por la nieve, pero, para ser sincero, no fue muy emocionante… si no contamos que
Fizban derritió accidentalmente nuestro refugio de nieve sobre nuestras cabezas una
noche, mientras intentaba leer un conjuro en su libro de hechizos a la luz de una vela
mágica que resultó ser más mágica que vela. (Tengo que guardar la mecha).
Algo agradable de aquel viaje fue la compañía de Owen Glendower. El caballero
empezaba a caerme muy bien. Afirmaba que ni siquiera le importaba tenerme cerca
tanto tiempo (lo que tal vez a vosotros os parezca poco cortés, pero que es mucho
más de lo que yo esperaba).
—Probablemente se deba a que no tengo muchas cosas de valor que perder —
dijo.
No entendí muy bien esto último, sobre todo teniendo en cuenta que estaba
perdiendo, cada dos por tres, lo que afirmaba que era su más valiosa posesión: una