La Guerra de La Lanza - Margaret Weis

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 302

La Guerra de la Lanza…Krynn se ve desgarrado por el terrible conflicto que

enfrenta a los esbirros de Takhisis, Reina de la Oscuridad, con los


seguidores de Paladine y los dioses del Bien.
Los dragones, buenos y malos, chocan en los cielos y un pequeño grupo de
amigos, que llegarán a ser conocidos como los Héroes de la Lanza, luchan
por el honor y la libertad.
Cuentos de la Dragonlance recoge diversas historias que ocurrieron en
Krynn durante los años de la guerra. Cierra el libro una auténtica exclusiva
de Margaret weis y Tracy Hickman, «La historia que Tasslehoff prometió no
contar nunca, nunca, nunca».

www.lectulandia.com - Página 2
Margaret Weis & Tracy Hickman & Michael Williams & Roger E.
Moore & Nick O'Donohoe & Dan Parkinson & Jeff Grubb & Nancy
V. Berberick & Mark Anthony & Richard A. Knaak & Douglas Niles

La Guerra de la Lanza
Cuentos de la Dragonlance 06

ePub r1.4
Enhiure 18.12.13

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: The War of the Lance
Margaret Weis & Tracy Hickman & Michael Williams & Roger E. Moore & Nick O'Donohoe & Dan
Parkinson & Jeff Grubb & Nancy V. Berberick & Mark Anthony & Richard A. Knaak & Douglas
Niles, 1992
Traducción: Mila López Díaz-Guerra
Ilustración de portada: Larry Elmore
Diseño de portada: Víctor Viano

Editor digital: Enhiure


Escaneo y OCR: Etriol
ePub base r1.0

www.lectulandia.com - Página 4
Prólogo

La Reina de la Oscuridad busca el modo de volver a entrar en el mundo. Sus esbirros


se han hecho fuertes y poderosos una vez más. Los dragones regresan a Krynn
mientras la guerra se generaliza en el continente. Es preciso que todos hagan frente al
Mal. Algunos salen victoriosos del desafío. Otros caen. Pero cada uno de ellos,
hombre o mujer, es, a su modo, un héroe.
Michael Williams profundiza en el alma torturada del rey de Silvanesti en el
poema épico «Lorac».
«Raistlin y el Caballero de Solamnia», de Margaret Weis y Tracy Hickman, nos
cuenta cómo el joven mago ayuda a un inflexible caballero a aprender una dura
lección.
Roger Moore escribe sobre la venganza de un espectro en «El regreso».
Mara, reina de los ladrones, entra furtivamente en el Monte Noimporta buscando
las «Máquinas de guerra» de Nick O’Donohoe.
Dan Parkinson continúa con las aventuras y desventuras de los intrépidos enanos
gullys del clan Bulp en su búsqueda de «El Sitio Prometido».
Jeff Grubb relata la historia de un gnomo en «El héroe mecánico». (Cuidado, No
digáis después que no os lo advertimos).
«El lobo de la noche» de Nancy Varian Berberick, es un relato de tres amigos que
comparten un secreto oscuro y mortífero.
El cuento «Los vendedores de pócimas», de Mark Anthony, es una píldora
amarga que sus protagonistas deben tragarse cuando la gente menos indicada cree
que sus «curatodo» funcionan de verdad.
Richard A. Knaak escribe la historia de un perverso clérigo de Chemosh que
intenta recuperar unos espantosos artefactos mágicos del fondo del Mar Sangriento en
«La mano que provee».
Foryh Teel, valeroso escriba de Astinus, vuelve para presentarnos un interesante
informe sobre «La campaña de Vingaard», de Douglas Niles.
Y, por último, Tasslehoff Burrfoot relata a sus buenos amigos, Margaret Weis y
Tracy Hickman, «La historia que Tasslehoff prometió no contar nunca, nunca,
nunca».
Esperamos que disfrutéis tanto como nosotros con este regreso a Krynn. Gracias a
todos por vuestro apoyo. Sois quienes habéis hecho posible este regreso, y estamos
impacientes por volver a viajar con vosotros en el futuro.

www.lectulandia.com - Página 5
Margaret Weis y Tracy Hickman

www.lectulandia.com - Página 6
Lorac

Michael Williams

El mundo de la mente
es un bosque sin sendas,
es una noche intrincada
de intenso verdor,
donde lo mejor y lo peor
se entremezclan y se dispersan
como una luz distante
en la faceta de una esmeralda,
como una chispa en el seno
de los mares rendidos.
Y, sí, siempre es así,
pues en ese mundo ronda el fantasma
de antiguas suposiciones,
y, sin que importen las historias,
sin que importen los rumores
de leyenda y magia
que te iluminan a través
de la cortina de años,
enredado en la maraña de tu yo
acabas por creer
que la historia se trenza
en las venas de tus dedos,
que teje todo propósito,
todo perdón e injuria,
que recupera la sangre
consumida y verosímil,
hasta que, finalmente, en un acto de fe,
inventas la historia
basándote en los rumores,

www.lectulandia.com - Página 7
en el viejo meandro
de aliento y olvido,
y entonces dirás,
más allá de verdad y fe:
esto es lo que significa,
lo que significó siempre,
desde el principio del mundo
y hasta el fin de los tiempos.
Lo que ya sabía. Nada más.
Tal vez era amor
en las torres del pensamiento,
en las guaridas de la Alta Hechicería,
en la elevada doctrina
de luna, conjuro y convergencia;
donde los dragones se dispersaban
y el Príncipe de los Sacerdotes se cernía
sobre los ciegos tumultos
de dogma y fanatismo.
Tal vez era amor
en el radio del aliento,
en el bosque de cristal
donde el pensamiento se canalizaba
por cinco países evanescentes,
forjando las cinco joyas
en Istar, en Wayreth,
en la encumbrada Palanthas.
Tal vez era amor,
aunque más probablemente era reflexión,
en las dos torres desaparecidas,
mientras las joyas conflictivas
se reducían a cuatro, y después a tres;
tres, como las lunas
que giran en una órbita fracturada,
y las torres de Istar
y los chapiteles de Palanthas
se sacudieron con los ecos
del lenguaje olvidado,
huecos y fríos
con antiguas despedidas,

www.lectulandia.com - Página 8
mientras las arañas caminaban
en lo alto de sus torreones,
y la polilla y el orín
corrompían el sueño de los días.

II

Pero antes de que las torres


cayeran en el abandono,
antes del fuego
y del incienso de la destrucción,
cuando la Torre de Istar
florecía con la magia
y el conocimiento duradero,
los parapetos brillaron
en las reflexiones solitarias
de Lorac Caladon,
Orador de las Estrellas.
Desasosegado en Silvanost,
atraído por una fría luz,
por el intrincado bosque de la magia,
llegó al norte,
a la reluciente Istar
donde las pruebas de la Alta Hechicería
aguardaban su juicio,
sus matemáticas determinadas,
y, pasada la primera prueba
y la segunda superada,
se irguió, satisfecho,
en lo alto de los parapetos,
bajo una luz vacilante y estriada,
la jactancia de su intelecto
por encima de la esfera de la ciudad,
donde la verde luminiscencia
del Orbe amenazado
lo llamaba desde el corazón de la Torre.
En el bosque sin sendas,
al final de los siglos,

www.lectulandia.com - Página 9
oiría la canción
mientras pasaba de pensamiento
a recuerdo facetado,
cantando, cantando eternamente:
Después de la segunda
no hay otra.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
y el canto del Orbe
es el canto de tu mente
en esta vetusta torre
vacía y si amor
por las largas despedidas.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
pero reposaré aquí,
dijo el Orbe, reluciendo,
mientras la historia se repliega
entre estos muros ostentosos
en tanto que la Torre se derrumba
y con ella la mente,
los primeros baluartes encumbrados,
la casa de los dioses;
pero reposaré aquí,
mientras los bosques se agostan
y las llanuras se someten
al invierno y a la nada
a menos que el canto de tu mente,
que lo es todo, que es el mundo,
controle y domine
y desentrañe el misterio.
Llévame a Silvanost,
Orador de las Estrellas;
llévame a la libertad,
al país de verdor sobre verdor.
Tal vez era amor
en el corazón del cristal,
en la luz refractada
y seductora,

www.lectulandia.com - Página 10
amor que encuentra amor en su dilatada fe,
en inhumanas matemáticas,
en la establecida parábola
de las equidistantes lunas,
pero allí, en la Torre,
convergieron seis fundamentos:
la mano del profeta,
el abrigado corazón de su voluntad,
el parapetado pensamiento,
el conjurador cristal,
y, siempre, el devastador instante
en que todos ellos se sitúan
en infausta alineación
con el sexto, el Orbe,
que llevó consigo,
como un corazón en su mano,
como una luz parpadeante,
como una tea
que encendió Silvanost
en días contados.
Les llevo fuego,
se dijo a sí mismo,
les llevo luz
a la historia de los antiguos dioses.
Soy el primero;
los salvaré
en una tierra renacida,
los salvaré,
y el viejo mundo girará y se alejará
rechazado por mi mano orientadora.
Así dijo para sus adentros,
y el horizonte informe
se tiñó de intenso verdor
sobre verdor
mientras Silvanesti surgía
de su último sueño,
tangible, fraccionado con la luz.

III

www.lectulandia.com - Página 11
Y, más allá de los bosques,
el mundo se desplomó;
una montaña de fuego
se estrelló como un cometa
sobre la fastuosa Istar,
sobre la infinita urbe,
y la Torre, desguarecida y desalojada,
se quebró como un tallo seco
en medio de las llamas devastadoras;
y más allá de los valles
las cordilleras estallaron,
los océanos se derramaron para siempre
en las tumbas de montañas;
los desiertos suspiraron
sobre el abandonado lecho de los mares,
y las calzadas de Krynn se transformaron
en las sendas de los muertos.
Y, mientras el granizo y el fuego
se precipitaban sobre la tierra
en un diluvio de sangre,
incendiando árboles y hierba,
mientras ardían montañas,
mientras el mar se tornaba sangre,
mientras el firmamento se desbarataba
sobre y bajo nosotros,
mientras langostas y escorpiones
recorrían la faz del planeta,
Silvanost flotaba en islas de pensamiento,
un inmaculado recuerdo
techado con nube y ensueño,
eximido del fuego
y de la devastación de terremotos;
y de torre a torre,
desde la Torre de la Alta Hechicería
hasta la Torre de las Estrellas,
razonando sin lucidez, Lorac imaginó
un sueño imposible de salvación,
un país en trueque con la magia,

www.lectulandia.com - Página 12
renacido en su mente
a un paraíso ganado
con investigación y estudio.
Y así apareció en el Orbe,
en las horas de vigilia,
en el impetuoso y secreto
anhelo de conocimiento,
mientras la esfera quedaba oculta,
perdida para el mundo,
sepultada durante siglos
en la Torre de las Estrellas,
en la torre ancestral
de los Oradores, en Silvanost.
En tanto que el continente ardía
y las gentes de Qualinost
vagaban entre las cenizas
y la oscuridad exterior,
Silvanost flotaba
en su límite visual,
absorta y gloriosa,
en el límite de sus sueños.
Lorac observaba desde la Torre de las Estrellas,
desde el núcleo del cristal,
contemplando la faz
del mundo devastado
como si fuera un rumor de la historia
que empezaba a olvidar,
perdido en el enrevesado
laberinto del Orbe.
Pero, a menudo, por la noche,
cuando los sentidos titubeaban
y el perfeccionado país
se alteraba y retorcía,
la forma del sueño
era el reflejo del Orador;
los árboles apartados
eran nidos de dagas;
los arroyos, negros y viscosos
bajo la luna silenciosa,

www.lectulandia.com - Página 13
que lloraba la ausencia del día
y la feroz definición
de la luz del sol y el conocimiento,
donde árboles y ciudades
eran contados y nombrados,
y siempre, con implacable
decisión y propósito,
lejos de la maraña
de pesadillas, la sombra
y la trama del bosque
que batallaban con la luz
en los sueños de Lorac,
invadiendo el día
con el brillo del pedernal,
trastocando el pálido
y anónimo sol.

IV
Entonces, en el norte,
se alzó un mal
en el cielo encapotado de nubes,
pues los Señores de los Dragones
enviaron espada y mensajero,
tea y espada
a la Torre de las Estrellas,
al extasiado Silvanesti,
a los menguantes pabellones
de los oídos del rey elfo,
prometiendo paz
y el refugio del bosque
a la disonancia de ejércitos,
prometiendo la libertad de Silvanost
a cambio de la promesa
de silencio, inacción,
por una inclinación de cabeza
ante el Trono Verde.
Y Lorac aceptó,
sus ojos en el encapuchado Orbe,
donde el silencio milagroso

www.lectulandia.com - Página 14
prometía una bendición de lanzas,
un final a toda promesa,
y los dragones en verano.
Y así, Silvanesti
fue despojada de plata,
despojada de vidas,
y del largo sueño de sangre
de sus últimos habitantes
mientras subían en los botes,
en los esquifes, en las dornas,
a la aventura en un agua
tan turbia como oráculos,
y los Patrulleros del Bosque lucharon
en la estela del río,
donde su último aliento ondeó
en las velas desplegadas.
Alhana Starbreeze, la hija del Orador,
se encontraba al timón
en la plateada travesía
mientras bogaban hacia el sur
por la Ruta de Astralas,
por el recuerdo del bardo,
por las corrientes giratorias de la historia;
y Lorac, a sus espaldas,
ordenó a los soldados
que abandonaran la tierra desenmarañada
en el último barco,
pues allí, en la oscuridad,
llamaba el bosque, llamaba Silvanost,
los olmos y las coníferas,
coreando como ruiseñores,
cantando esta canción
a su oído atento:
Después de la última
no hay otra.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
y el canto del Orbe
es el canto de tu mente

www.lectulandia.com - Página 15
en esta vetusta torre
vacía y sin amor
por las largas despedidas.
Oh, las pruebas quedaron atrás,
Orador de las Estrellas,
pero reposare aquí
mientras la historia se repliega
entre estos muros ostentosos
en tanto que la Torre se derrumba
y con ella la mente,
los primeros baluartes encumbrados,
la casa de los dioses;
pero reposaré aquí
mientras los bosques se agostan
y las llanuras se someten
al invierno y a la nada
a menos que el canto de tu mente,
que lo es todo, que es el mundo,
controle y domine
y desentrañe el misterio.
Consérvame en Silvanost,
Orador de las Estrellas,
consérvame en libertad,
en el país de verdor sobre verdor.

Reposó en las cámaras,


incógnito en estrellas,
y sobre él la Torre
y un laberinto de leyendas,
y la libertad prometida
en su núcleo cristalino
era un hielo verde magnético,
flama de la voz distante.
Y, atraído por su música,
por el repique sobrenatural
de cristal y pensamiento mudable,
el Orador de las Estrellas descendió solo
al corazón de la Torre,
donde el tiempo y el bosque

www.lectulandia.com - Página 16
y un rayo de luna
se desplomaban en el Orbe;
y alargó las manos hacia el cristal
mientras un millar de voces
se alzaba de su fuego desbordante,
todas ellas cantando
el señuelo de lo posible,
todas ellas cantando
el canto por él imaginado,
y sus pensamientos fueron una fortaleza,
parapetos fantasmales
de arce y fresno y creencia;
en su soñar despierto
los ejércitos eran derrotados,
el linde del bosque
erizado con hojas y ficción;
y, respondiendo a la llamada,
tendió las manos hacia el cristal
mientras el Orbe y el mundo
se disolvían en su terrible asimiento.

Comprendió cuando los huesos


de sus dedos ardieron,
cuando el fuego verde irradió
del dorso de sus manos,
del deterioro de las arterias;
y supo de repente
que el fuego era el núcleo de su error,
que ni fuerza
ni palabras ni mente
podían dominar la magia.
Los matices de Silvanost
pasaron de verde a rojo,
a ocre y quimérico dorado;
el Orbe era una prisión,
y sobre el Thon-Thalas
se aproximaba el amplio batir
de las alas del dragón;
y los árboles se doblaron

www.lectulandia.com - Página 17
con un viento siniestro
mientras Lorac contemplaba todo
a la luz del Orbe,
y el dragón, Cyan Bloodbane,
llegó con sus susurros,
y al influjo de sus palabras
las viejas piedras se alabearon,
y la Torre de las Estrellas,
blanca como un sepulcro,
se retorció y se combó
en tanto que los árboles rezumaban sangre
y los animales emitían gritos
chirriantes como metal desgarrado
en medio de una noche perpetua y embrujada.

Así fue mientras los siglos


se agrupaban y condensaban
en el paso
de una docena de años,
mientras el corazón erizado
de Silvanesti
supuraba y se doblaba
y se endurecía como cristal.
Y siempre la promesa
de Cyan Bloodbane,
del dragón enroscado
en la esfera cristalina;
siempre la promesa
se quedaba en nada y nada,
y el bosque, el mapa
de un país estrangulado,
tierra de mortinatos, de fiebre,
de época pervertida y gangrenosa,
y una larga e insoportable muerte,
hasta que del norte
llegó otra invasión

www.lectulandia.com - Página 18
de luz inexorable y lanzas
cuando los Héroes, la Compañía,
la alianza formada
por elfo y enano,
por humano, gnomo y kender,
entraron en el bosque
a través del nido de pesadillas,
a través del creciente enmarañamiento,
a través de hueso, a través de cristal,
a través de toda destrucción
y alucinación olvidadas
de un corazón dañado;
llegaron a Silvanost y a la desfigurada Torre,
a Lorac y al encarcelador Orbe,
y liberaron al Orador,
a la Torre y la ciudad,
al bosque, a la gente,
y al brillante Orbe,
y como un superviviente
la esfera rodó a través de los años,
a través de los siglos alojados
en las pálidas manos de otros,
y su viejo caparazón,
lustroso y brillante, reflejó
los relojes de arena de las pupilas
de su postrer manipulador.
Pero las arenas se vaciaban
sobre el Orador de las Estrellas,
y el saber de Lorac,
amplio y diverso,
enumerado y facetado,
descendió y se simplificó
en un conocimiento del mal,
mientras el bosque se desplegaba,
privado de la difusa luz,
despojado del deslumbramiento;
y por fin Silvanesti
estuvo libre en su mente,
arrancada del laberinto

www.lectulandia.com - Página 19
y marcada para siempre
con las cicatrices de la creencia
hasta la última sílaba del tiempo final;
y Lorac murió en brazos de su hija,
sus pensamientos en la Torre
enterrados y sometidos,
su último deseo una tumba
bajo el suelo de Silvanost,
sacando el verde
de la corrupción del cuerpo,
resolviéndose en bosque,
resolviéndose en Silvanost
por siempre jamás, su fantasma facultado
para atribuir y repartir
la tierra que había soñado,
como si el pensamiento se tradujera en sueño.
Y, sí, siempre es así,
pues en el mundo ronda el fantasma
de antiguas suposiciones,
y, sin que importen las historias,
sin que importen los rumores
de leyenda y magia
que te iluminan a través
de la cortina de años,
enredado en la maraña de tu yo
acabas por creer
que la historia se trenza
en las venas de tus dedos,
que teje todo propósito,
todo perdón e injuria,
que recupera la sangre
consumida y verosímil,
hasta que, finalmente, en un acto de fe,
inventas la historia
basándote en rumores,
en el viejo meandro
de aliento y olvido,
y entonces dirás,
más allá de verdad y fe:

www.lectulandia.com - Página 20
esto es lo que significa,
lo que significó siempre,
desde el principio del mundo
y hasta el final de los tiempos.
Lo que ya sabía. Nada más.

www.lectulandia.com - Página 21
Raistlin y el Caballero de Solamnia

Margaret Weis y Tracy Hickman

Era una noche fría para ser primavera, razón, sin duda, de que hubiera tanta gente en
la posada, donde no era habitual que se reuniera tal muchedumbre. De hecho, no era
habitual ninguna clase de aglomeraciones, pues la posada era nueva; tan nueva que
todavía olía a madera recién cortada y pintura fresca, en lugar de oler a cerveza vieja
y a guiso del día anterior. Se llamaba «Tres sábanas», por una canción actual muy
popular en las tabernas, y estaba situada en… Bueno, su localización no tiene
importancia. La posada fue destruida cinco años más tarde, en la Guerra de la Lanza,
y nunca se reconstruyó. No es de extrañar, puesto que se encontraba en una calzada
poco frecuentada por aquel entonces, y aún menos después de que los dragones
arrasaron la villa.
Tendría que pasar todavía algún tiempo antes de que la Reina de la Oscuridad
sumiera al mundo en lo que esperaba fuera una noche eterna, pero ya, en estos años
precedentes a la guerra, su sombra maligna se estaba extendiendo. Los goblins
siempre habían sido un problema en esta región, pero, de improviso, lo que habían
sido bandas reducidas que asaltaban granjas aisladas, se habían convertido en
ejércitos que atacaban pueblos.
—¿Qué ofrece su señoría? —inquirió un mago Túnica Roja que estaba sentado a
una mesa, la más cercana al fuego y en el rincón más cómodo de la abarrotada
posada, ocupada sólo por él y un compañero. A nadie se le ocurrió unirse a ellos.
Aunque el mago tenía apariencia enfermiza, con una tos que casi lo hacía doblarse en
dos, los que habían servido con él en campañas previas comentaban en voz baja que
tenía un genio pronto y no era remiso en utilizar sus conjuros.
—Lo habitual. Dos piezas de acero a la semana y la prima por las orejas de
goblins. He firmado por los dos.
El hombre que respondió era un guerrero fornido y corpulento, que se hallaba
sentado enfrente del mago. Con la cálida temperatura de la posada, se despojó de su
capa, sencilla y sin adornos, y dejó al descubierto unos brazos musculosos, del
tamaño de troncos, y un pecho de toro. Desabrochó el cinturón del que pendía una
espada y dejó sobre la mesa, al alcance de la mano, el arma, que tenía toda la
apariencia de haber sido utilizada mucho y diestramente.
—¿Cuándo cobramos la paga?
—Después de que hayamos expulsado a los goblins. Nos hará ganárnosla.

www.lectulandia.com - Página 22
—Por supuesto —dijo el mago—, y no tendrá que pagar a los que mueran. ¿Por
qué tardaste tanto?
—¡La ciudad está atestada! Todos los mercenarios de esta parte de Ansalon se
encuentran aquí, por no mencionar a los tratantes de caballos, los forjadores de
espadas, los que siempre siguen a los campamentos y todos los kenders que no están
entre rejas. Tendremos suerte si encontramos un sitio en el campo donde extender los
petates esta noche.
—¡Hola, Caramon! —saludó un hombre vestido con coraza de cuero, que se
acercó a la mesa y palmeó la espalda del guerrero—. ¿Os importa si me siento con
vosotros? —preguntó mientras empezaba a acomodarse en el banco—. Sólo hay sitio
aquí. ¿Es éste tu gemelo, de quien tanto he oído hablar? Preséntanos.
El mago alzó la cabeza y miró al extraño.
Unos ojos dorados, con las pupilas en forma de reloj de arena, relucían en las
sombras de la capucha roja. La luz de la posada arrancó destellos metálicos en la piel,
también dorada. Un bastón de madera —obvia y ominosamente mágico— estaba al
alcance de su mano; una bola de cristal facetado, aferrada por una garra de dragón,
remataba el cayado. El hombre tragó saliva, se levantó presuroso; y, tras despedirse
precipitadamente de Caramon, cogió su cerveza y se marchó al otro extremo de la
sala.
—¡Me miró como si me estuviera contemplando en mi lecho de muerte! —
masculló el hombre, que se había reunido con otros compañeros más cordiales.
—Va a ser una noche fría, Raist —dijo el guerrero a su hermano en voz baja,
cuando los dos estuvieron de nuevo a solas—. El aire trae olor a nieve. No deberías
dormir al raso.
—¿Y dónde quieres que duerma, Caramon? —inquinó el mago en un tono quedo
y burlón—. ¿En un agujero en el suelo, como un conejo? Porque eso es lo único que
podemos pag… —La tos lo interrumpió, dejándolo casi sin aliento.
Su gemelo lo observó con ansiedad. Sacó una moneda de una bolsa raída que
llevaba en el cinturón y la sostuvo en alto.
—Nos queda esto, Raist. Podrías dormir aquí esta noche y la próxima.
—¿Y qué comeríamos entre tanto, hermano? No cobraremos hasta dentro de dos
semanas, por lo menos.
Caramon se inclinó sobre la mesa, agarró el brazo de su gemelo para acercarlo a
él, y bajó la voz:
—Podría poner trampas y cazar algo, si es necesario.
—Serías tú el que acabarías con un lazo al cuello, insensato. —El mago apartó el
brazo de un tirón—. Los hombres del noble patrullan por todo el bosque, atrapando a
los cazadores furtivos con el mismo entusiasmo con que persiguen a los goblins. No,
regresaremos al campamento a pasar la noche. No te preocupes tanto por mí. Sabes

www.lectulandia.com - Página 23
que no lo soporto. Estaré bien. He dormido en sitios peores.
Raistlin empezó a toser otra vez y los espasmos sacudieron su frágil cuerpo hasta
parecer que iban a romperlo en pedazos. Sacó un pañuelo y se lo llevó a la boca. Los
que lo observaban preocupados vieron que, al retirarlo de los labios, la tela estaba
manchada de sangre.
—Prepárame la infusión —ordenó a Caramon, que entendió lo que decía por el
movimiento de los labios, ya que al mago le faltaba aliento para hablar. Se recostó
exhausto en el rincón, cerró los ojos y se concentró en recobrar la respiración. Los
que estaban cerca pudieron oír el silbido del aire en sus pulmones.
Caramon recorrió la muchedumbre con la mirada hasta localizar a la camarera y
le pidió a voces un cazo de agua hervida. Raistlin pasó por encima de la mesa un
saquillo y se lo tendió a su hermano, que lo cogió y echó en la taza una cantidad
precisa del contenido. El propietario de la posada en persona se acercó presuroso a la
mesa con el agua caliente en una humeante tetera. Estaba a punto de verterla en la
taza cuando, de improviso, se alzó un griterío cerca de la puerta.
—¡Eh, tú! ¡Fuera de aquí, pequeña sabandija! ¡No se permite la entrada a los
kenders! —gritaron varios clientes.
—¡Un kender! —Sin soltar la tetera, el propietario corrió hacia la puerta con
gesto de pánico.
—¡Eh! —chilló Caramon al posadero, exasperado—. ¡Olvidaste dejarnos el agua!
—¡Te repito que tengo amigos aquí! —Una voz de timbre agudo se alzó junto a la
puerta—. ¿Dónde? ¡Vaya…! —Hubo una pausa—. ¡Allí! ¡Eh, Caramon! ¿Te
acuerdas de mí?
—¡En nombre del Abismo! —masculló el guerrero, al tiempo que encorvaba los
anchos hombros y agachaba la cabeza.
Una figura de corta talla, con la estatura, más o menos, de un chiquillo humano de
doce años, el rostro de un hombre de veinte, y los ojos muy abiertos con la inocente
expresión de un niño de tres, señalaba con alegría la mesa ocupada por el guerrero y
su hermano. Iba vestido con una túnica verde brillante y polainas naranjas. Llevaba el
cabello recogido en un largo copete que le colgaba por la espalda. Del cinturón
pendían numerosos saquillos que guardaban las posesiones de todos cuantos habían
sido lo bastante desafortunados de cruzarse en su camino.
—Entonces vosotros respondéis por él —rezongó el propietario con gesto severo
mientras conducía al kender a través de la sala, con una mano firmemente cerrada
sobre los esbeltos hombros del hombrecillo.
Se alzó un revuelo a su paso, en tanto todo el mundo guardaba su dinero dentro de
camisas, pantalones o cualquier otro sitio que considerara seguro y a salvo de los
ágiles y diestros dedos del kender.
—¡Eh! ¡El agua! —Caramon tendió la mano para agarrar al posadero, pero, en

www.lectulandia.com - Página 24
cambio, sus dedos se cerraron sobre el kender.
—Earwig Fuerzacerrojos —dijo el hombrecillo, ofreciendo su mano con
educación—. Amigo de Tasslehoff Burrfoot. Nos conocimos en la posada El Ultimo
Hogar. No pude quedarme mucho tiempo. Hubo un malentendido acerca de un
caballo. Les dije que no lo había robado. No comprendo por qué me seguía el animal.
—¿Quizá porque sostenías sus riendas? —le sugirió Caramon.
—¿Tú crees? Porque yo… ¡Auch!
—¡Suéltalo! —advirtió Raistlin, cuya esbelta mano se cerraba firmemente sobre
la muñeca del kender.
—¡Oh! ¿Es tuyo? —inquirió Earwig con tono sumiso, y soltó el saquillo que
había estado sobre la mesa y ahora se hallaba camino del bolsillo del kender.
El mago lanzó una mirada penetrante e iracunda a su hermano, que enrojeció y se
encogió de hombros, con desasosiego.
—Haré que te traigan el agua, Raist. ¡Posadero!
—¡Vaya, mirad allí! —exclamó Earwig, retorcido en el banco para mirar la puerta
principal, que se había cerrado a espaldas de un reducido grupo de viajeros—. Entré
en la ciudad siguiendo a esa gente. No podéis imaginar lo grosero que es ese hombre
—comentó en un susurro indignado que se oyó en toda la posada—. En lugar de
darme las gracias por encontrar su daga, me…
—Saludos, caballero. Bienvenida, señora. —El propietario hizo varias
reverencias. El hombre y la mujer, muy abrigados en sus capas, iban, por las
apariencias, muy bien vestidos—. Querréis una habitación, sin duda, y después la
cena. Hay heno en el establo para vuestros caballos.
—No queremos nada —repuso el hombre con voz hosca. Llevaba un chiquillo en
los brazos y, mientras hablaba, lo dejó en el suelo; a continuación flexionó los brazos,
como si le dolieran—. Nada salvo un asiento junto al fuego. No habríamos entrado a
no ser porque mi esposa no se encuentra bien.
—¿Que no se encuentra bien? —El posadero retrocedió al tiempo que levantaba
el paño ante él como si fuera un escudo, y los miró con desconfianza—. No será la
peste, ¿verdad?
—No, no —respondió la mujer con una voz de timbre bajo y cultivado—. No
estoy enferma. Sólo cansada y helada hasta los huesos, eso es todo. —Alargó la mano
y atrajo hacia sí al niño—. Hemos caminado una larga distancia.
—¡Caminado! —masculló el posadero, a quien no le gustó cómo sonaba eso.
Observó con más detenimiento las ropas de la familia.
Varios hombres que estaban frente a la chimenea se apartaron a un lado. Otros se
apresuraron a acercar un banco al fuego; y la atareada camarera, sin hacer caso de los
clientes que esperaban ser servidos, rodeó con el brazo los hombros de la mujer y la
ayudó a sentarse. La recién llegada se dejó caer en el banco con actitud desmadejada.

www.lectulandia.com - Página 25
—Estáis muy pálida, señora —dijo la camarera—. Os traeré un vaso de leche
caliente, con miel y brandy.
—No —se opuso el hombre, que se acercó a su esposa—. No tenemos dinero
para pagarlo.
—Bah, ya hablaremos de dinero más tarde —repuso, enérgica, la camarera—.
Invito yo.
—¡No aceptamos caridad! —La voz del hombre se alzó destemplada, furiosa.
El chiquillo se acurrucó contra su madre, que miró a su esposo y después bajó los
ojos.
—Gracias por tu amable oferta —le dijo a la camarera—, pero no necesito nada.
Ya me siento mucho mejor.
El propietario, que no había perdido de vista a los nuevos huéspedes, advirtió que,
a la luz del fuego, sus ropas no eran tan buenas como le habían parecido al principio.
La capa del hombre estaba raída en el repulgo; el paño, desgastado y manchado de
barro. El vestido de la mujer se veía limpio, pero muy remendado. El niño, que
parecía tener cinco o seis años, vestía camisa y pantalones que probablemente habían
pertenecido a su padre y se habían cortado para que encajaran con su pequeño y
delgado cuerpecillo. El posadero estaba a punto de insinuar que sólo los que gastaran
dinero en su establecimiento tenían derecho a calentarse con su fuego, cuando lo
distrajo un grito procedente de la cocina.
—¿Dónde está ese kender? —gritó, alarmado.
—¡Aquí mismo! —repuso Earwig con entusiasmo mientras alzaba la mano y la
agitaba—. ¿Me necesitas?
El posadero le lanzó una mirada funesta y después se marchó.
Caramon rezongó en voz baja, sin apartar los ojos de la mujer. Ella había retirado
la capucha de su capa con una mano temblorosa, mostrando una faz pálida y delgada
que en otros tiempos debía de haber sido muy hermosa, pero que ahora estaba
consumida por el cansancio y la preocupación. Su brazo rodeaba a su hijo, que la
contemplaba con inquietud, y la mujer lo apretó más contra sí.
—Me pregunto cuándo fue la última vez que esos dos comieron algo —refunfuñó
Caramon.
—Si quieres, se lo pregunto —se ofreció Earwig, servicial—. ¡Eh, señora!
¿Cuándo…?
El guerrero le tapó la boca con la mano.
—No es asunto tuyo, hermano —espetó Raistlin con tono irritado—. ¡Consigue
que ese imbécil de posadero traiga el agua de una vez! —Sufrió otro ataque de tos.
Caramon soltó al kender, que se retorcía bajo su manaza (y que llevaba tres
minutos callado, ya que no le quedaba aliento para hablar), y se puso de pie para
mirar por encima de las cabezas de la muchedumbre, buscando al propietario. Por

www.lectulandia.com - Página 26
debajo de la puerta de la cocina salía humo.
—Me parece que va a estar ausente un rato, Raist —informó el guerrero—.
Llamaré a la camarera.
Intentó atraer la atención de la sirvienta, pero ésta se encontraba muy ocupada
con la mujer.
—Iré a prepararos una buena taza de té, señora. No, no. No os preocupéis. En esta
posada no se cobra por el té, ¿verdad? —dijo lanzando una mirada admonitoria a los
otros clientes.
—No, no. No cuesta nada —corearon los hombres en respuesta.
El hombre de la capa frunció el entrecejo, pero se tragó cualesquiera que fueran
las palabras que pensaba decir.
—¡Eh, oye! —gritó Caramon, pero la camarera seguía de pie frente a la mujer,
retorciendo el delantal entre los dedos.
—Señora —empezó, vacilante, en voz baja—. He hablado antes con el cocinero.
Estamos tan atareados esta noche que andamos cortos de personal. Nos haríais un
gran favor, señora, si nos echarais una mano. Os pagarían con una noche de
alojamiento y una comida.
La mujer lanzó una fugaz mirada suplicante a su marido. El hombre estaba muy
pálido.
—¡La esposa de un Caballero de Solamnia no trabaja en una posada! ¡Antes
moriremos de hambre los tres e iremos a la tumba!
—Oh, no —rezongó Caramon mientras volvía a tomar asiento.
Las conversaciones y las risas cesaron, y el silencio se adueñó de la sala a medida
que se corría la voz. Todas las miradas se volvieron hacia el hombre, a quien se le
había agolpado la sangre en las mejillas. Era evidente que no era su intención dejar
escapar tal información acerca de sí mismo. Se llevó la mano al labio superior,
afeitado, y a los que lo contemplaban casi les pareció ver el largo bigote que
distinguía a los Caballeros de Solamnia. No era algo inusual el que se lo hubiera
afeitado. Durante muchos siglos, su Orden había defendido la justicia y la ley en
Krynn, pero ahora se odiaba y despreciaba a los caballeros, a quienes se culpaba de
que la ira de los dioses se hubiera descargado sobre el mundo. ¿Qué habría obligado a
este caballero y a su familia a huir de su tierra natal, sin dinero, y sin más ropas que
las que llevaban puestas? La muchedumbre que ocupaba la posada no lo sabía, y a la
mayoría no le importaba. El posadero ya no era el único que quería que el caballero y
su familia se marcharan.
—Vamos, Aileen —dijo el hombre con aspereza—. No nos quedaremos en este
sitio, donde atienden a gente como ésa. —Sus ojos entrecerrados se posaban en
Raistlin, en la Túnica Roja que lo señalaba como un hechicero, y en el bastón mágico
que tenía a su lado. Luego se volvió hacia la camarera—. Tengo entendido que el

www.lectulandia.com - Página 27
señor de esta región busca hombres para luchar contra los goblins. Si me índicas
dónde puedo encontrarlo…
—Busca guerreros —intervino un hombre, desde un rincón alejado de la sala—.
No chicos guapos vestidos con armaduras ostentosas.
—Ja, te equivocas, Nathan —lo secundó otro cliente—. Oí decir que su señoría
buscaba a alguien para dirigir un regimiento… ¡Un regimiento de enanos gullys!
Se alzó un coro de risotadas. El caballero, mudo de cólera, buscó la empuñadura
de su espada. La mano de su esposa se cerró sobre su brazo, en un gesto disuasorio.
—No, Gawain —musitó mientras empezaba a levantarse—. Nos marcharemos.
Vamos.
—No os mováis, señora. En cuanto a vosotros… —La camarera dirigió una
mirada iracunda a la escandalosa muchedumbre—, cerrad la boca o no serviré más
cerveza a nadie esta noche.
Refrenados por tan terrible amenaza, los hombres se callaron. La camarera rodeó
con el brazo los hombros de la mujer y alzó la vista hacia el caballero.
—Encontraréis a su señoría en casa del alguacil, a poco más de un kilómetro,
calle adelante. Id y atended vuestros asuntos, señor caballero, y dejad que vuestra
esposa y vuestro hijo descansen mientras tanto. Allí hay muchos hombres rudos —
agregó, al ver que el caballero iba a negarse—. No es un sitio adecuado para un niño.
El posadero se acercó presuroso. Le habría gustado echar a los tres de su
establecimiento, pero era evidente que la multitud estaba de parte de su camarera, en
favor de la mujer. Acababa de apagar un fuego incipiente en la cocina, y lo que
menos deseaba en ese momento era enfrentarse a un tumulto.
—Id, señor caballero, por favor —suplicó el propietario en voz baja—.
Cuidaremos bien de vuestra dama.
Viendo que no le quedaba otra alternativa, el caballero accedió de mala gana.
—Galeth, cuida de tu madre. Y no hables con nadie. —Tras dirigir una mirada
amenazadora al mago, se arrebujó en la capa, se echó la capucha, y salió presuroso de
la sala.
—Su señoría no querrá saber nada de un Caballero de Solamnia —profetizó
Caramon—. Si lo contratara, la mitad del ejército se daría de baja. ¿Por qué te miraba
así, Raist? No dijiste una sola palabra.
—A los caballeros no les gusta la magia. Es algo que no pueden controlar ni
comprender. Y ahora, hermano, pide el agua caliente. ¿O te vas a quedar ahí parado,
mirando cómo me muero en esta maldita posada?
—Oh… eh… claro, Raist. —Caramon se puso de pie y empezó a buscar a la
camarera entre la muchedumbre.
—¡Iré yo! —Earwig se incorporó de un brinco y se escabulló entre el gentío en un
visto y no visto.

www.lectulandia.com - Página 28
Las charlas y las risas se reanudaron en la sala. El posadero discutía con dos
clientes sobre la cuenta. La camarera había desaparecido en la cocina. La esposa del
caballero, vencida por el cansancio, se había tumbado en el banco. El niño
permanecía a su lado, con la mano sobre el brazo de su madre, en actitud protectora.
Pero sus ojos no se apartaban del mago Túnica Roja.
Raistlin miró de reojo a su hermano. Viendo que Caramon estaba ocupado en
conseguir atraer la atención de la camarera, el mago hizo un leve gesto de llamada
con la mano.
Nada parece más dulce que la fruta prohibida. Los ojos del niño se abrieron de
par en par. Echó un vistazo en derredor para comprobar si el mago se refería a otra
persona, y después volvió a mirar a Raistlin, que repitió el gesto. El niño tiró
suavemente de la manga de su madre.
—Vamos, vamos, deja dormir a tu mamá —lo reprendió la camarera mientras
pasaba presurosa, con una bandeja de jarras de cerveza en las manos—. Sé bueno un
rato y, cuando vuelva, te traeré algo. —Desapareció entre la muchedumbre.
—¡Eh, eh, camarera! —Caramon agitaba los brazos y bramaba como un toro.
Raistlin le lanzó una mirada irritada, y después se volvió hacia el niño.
Despacio, atraído por una irresistible curiosidad y fascinación, el chiquillo se
apartó de su madre y llegó junto al mago.
—¿De verdad puedes hacer magia? —inquirió, con los ojos muy abiertos por el
asombro.
—¡Eh, chico! —El guerrero, al ver al niño, creyó que estaba molestando a su
hermano y trató de alejarlo—. Vuelve con tu mamá.
—Caramon, cállate —dijo Raistlin suavemente. Sus dorados ojos se posaron en el
niño—. ¿Te llamas Galeth?
—Sí, señor. Era el nombre de mi abuelo, un caballero. Yo también voy a ser un
caballero.
Caramon esbozó una sonrisa a su hermano.
—Te recuerda a Sturm, ¿verdad? Estos caballeros están todos chiflados —añadió,
cayendo en el mismo error que la mayoría de los adultos, que piensan que los niños,
por ser pequeños, no tienen sentimientos.
El chiquillo estalló como la leña seca en el fuego.
—¡Mi padre no está chiflado! ¡Es un gran hombre! —Galeth enrojeció,
comprendiendo que, tal vez, el aspecto de su padre no lo hacía parecer tan importante
—. Lo que pasa es que le preocupa mi madre. Él y yo podemos pasar sin comer;
somos hombres. Pero mi madre… —Los labios le temblaron, y los ojos se le llenaron
de lágrimas.
—Galeth —empezó Raistlin, quien lanzó una mirada a Caramon que hizo al
hombretón darse media vuelta y empezar a llamar de nuevo a la camarera—, ¿te

www.lectulandia.com - Página 29
gustaría ver un poco de magia?
El niño, demasiado impresionado para hablar, asintió con la cabeza.
—Entonces tráeme la bolsa de dinero de tu madre —pidió el hechicero.
—Está vacía, señor —repuso el chiquillo. A pesar de su corta edad, era lo
bastante mayor para comprender que tal circunstancia era algo vergonzoso, y sus
mejillas se encendieron.
—Tráemela —insistió Raistlin con su voz susurrante.
Galeth se quedó parado un instante, indeciso, debatiéndose entre lo que sabía
debería hacer y lo que estaba deseando hacer. La tentación resultó demasiado fuerte
para sus seis años. Volvió corriendo hasta donde dormía su madre y con cuidado, para
no molestarla, sacó la bolsa del bolsillo de su vestido. Regresó con ella y se la tendió
a Raistlin, que la tomó en sus largas y delicadas manos y la estudió con atención. Era
una bolsa pequeña de piel, bordada con hilos de oro, como las que utilizaban las
señoras elegantes para guardar sus joyas. Si en ésta las había habido alguna vez,
debían de haberse vendido hacía mucho tiempo para comprar comida y ropa.
El mago le dio la vuelta a la bolsa y la sacudió. Tenía el forro de seda y estaba,
como había dicho el niño, vacía. Entonces, encogiéndose de hombros, Raistlin se la
devolvió al chiquillo. Galeth la aceptó con actitud vacilante. ¿Dónde estaba la magia?
A su rostro asomó el desencanto.
—Así que vas a ser un caballero, como tu padre —dijo Raistlin.
—Sí. —El niño parpadeó para contener las lágrimas.
—Entonces ¿desde cuándo miente un futuro caballero?
—¡No he mentido, señor! —Galeth se sonrojó—. ¡Eso no se debe hacer!
—Pero dijiste que la bolsa estaba vacía. Mira dentro.
Perplejo, el niño abrió la bolsa de pie. Soltó un silbido de sorpresa y sacó una
moneda. Después miró a Raistlin con deleite.
—Anda, ve y guárdala otra vez donde estaba, con cuidado —indicó el mago—. Y
no digas una palabra a nadie de dónde vino la moneda, o el hechizo se romperá.
—¡Sí, señor! —respondió, solemne, Galeth. Volvió junto a su madre y metió la
bolsa en el bolsillo del vestido con la sigilosa habilidad de un kender. Luego se sentó
en cuclillas, al lado de su madre, y empezó a mordisquear un trozo de caramelo de
melcocha que la camarera le dio al pasar. De vez en cuando hacía una pausa para
compartir una sonrisa cómplice con el mago.
—Todo eso está muy bien —gruñó Caramon, con los codos apoyados en la mesa
—, pero ¿qué vamos a comer nosotros en los próximos diez o quince días?
—Ya se nos ocurrirá algo —repuso Raistlin con calma. Levantó la esbelta mano,
hizo un gesto débil, y la camarera se acercó presurosa a su lado.

La tenue luz del ocaso se apagó y dio paso a la noche. La posada se puso aún más

www.lectulandia.com - Página 30
abarrotada, más ruidosa y más caliente. La esposa del caballero dormía a pesar del
jaleo; su agotamiento era tan patente que muchos la miraron con ojos compasivos y
murmuraron que merecía mejor suerte. El niño también se había quedado dormido,
hecho un ovillo en el suelo, a los pies de su madre. Ni siquiera rebulló cuando
Caramon lo levantó en sus fuertes brazos y lo acostó junto a la mujer. Earwig regresó
y se sentó al lado de Caramon. Con la faz encendida y feliz, vació los abultados
saquillos sobre la mesa y empezó a separar su contenido, a la vez que mantenía una
ininterrumpida conversación consigo mismo.
El caballero Gawain regresó al cabo de dos horas. Todos los hombres de la
posada que lo vieron entrar dieron codazos a sus compañeros instándolos a guardar
silencio, de manera que todos los ojos estaban pendientes de él mientras avanzaba por
la sala.
—¿Dónde está mi hijo? —demandó mientras miraba en derredor con actitud
amenazadora.
—Aquí mismo, a salvo, caliente, y profundamente dormido —respondió la
camarera, señalando al niño—. Nadie lo ha raptado, ni le ha hecho daño, si es eso lo
que pensáis.
El caballero tuvo el detalle de mostrarse avergonzado.
—Lo siento —dijo Gawain—. Agradezco tu amabilidad.
—Caballero o camarera, la muerte no hace distingos. Y, al menos, podemos
ayudarnos unos a otros mientras estamos vivos. Despertaré a vuestra esposa.
—No —dijo Gawain, que levantó la mano para impedírselo—. Déjala dormir. —
Se volvió hacia el posadero—. Quisiera pedirte que ella y el niño pasen aquí la noche.
Tendré dinero por la mañana y te pagaré —añadió con gesto tirante.
—¿De veras? —El propietario lo miró con desconfianza—. ¿Os ha contratado su
señoría?
—No. Al parecer ya tiene todos los hombres que necesita para manejar a esos
goblins.
Un sonoro suspiro generalizado se alzó en la sala.
—Te lo dije —susurró Caramon a su hermano.
—¡Calla, mentecato! —replicó Raistlin con aspereza—. Intento enterarme dónde
piensa conseguir dinero esta noche.
—Su señoría me ha contado que hay un paraje boscoso, no lejos de aquí, y que en
esa floresta existe un alcázar que no tiene utilidad para él ni para nadie porque está
sometido a una maldición. Sólo…
—¿Un alcázar maldito? ¿Dónde? ¿Qué clase de maldición? —inquirió el kender
entusiasmado mientras se encaramaba a la mesa para ver mejor.
—La maldición de la doncella —respondieron varios clientes—. El castillo se
llama el Alcázar de la Muerte. Ninguno de los que entraron en él ha regresado.

www.lectulandia.com - Página 31
—¡El Alcázar de la Muerte! —exclamó Earwig, con los ojos brillándole por el
entusiasmo—. ¡Qué lugar tan interesante!
—Un Caballero de Solamnia puede entrar y regresar. Según su señoría, se precisa
un verdadero caballero para acabar con la maldición. Tengo intención de ir allí y, con
la ayuda de Paladine, llevar a cabo esta misión.
—Iré cont… —se ofrecía, magnánimo, Earwig, cuando Caramon lo agarró por
los tobillos y tiró de él, de manera que se fue de bruces al suelo.
—Su señoría ha prometido recompensarme con largueza —concluyó Gawain, sin
hacer caso del golpetazo y las protestas del kender.
—Ajá —dijo, burlón, el posadero—. ¿Y cómo pensáis pagar la cuenta de vuestra
familia si no regresáis, mi buen Caballero Verdadero? No sois el primero de los
vuestros que va allí, y no he visto regresar a ninguno de ellos.
Cabeceos y murmullos ratificaron las palabras del propietario.
—Su señoría me ha prometido que se ocupará de ellos si perezco —repuso
Gawain, con voz firme y calmada.
—¿Su señoría? Oh, entonces está bien —dijo el posadero, de nuevo contento—.
Y mis mejores deseos para vos, señor caballero. Yo, personalmente, acompañaré a
vuestra dama y al niño (un chico estupendo, si me permitís el comentario) a su
habitación.
—Esperad un momento —intervino la camarera, que se metió por debajo del
brazo del posadero para plantarse delante del caballero—. ¿Dónde está el mago que
os tiene que acompañar al Alcázar de la Muerte?
—No vendrá ninguno —respondió Gawain, con gesto ceñudo—. Y ahora, si no
queréis más de mí, he de partir. —Bajó la vista a su esposa dormida y, con suavidad,
alargó la mano para acariciarle el cabello. No obstante, temiendo despertarla, la retiró
—. Adiós, Aileen, espero que lo comprendas.
Giró con rapidez y se dirigía a la puerta cuando el propietario lo agarró por el
brazo.
—¡Ningún mago! ¿Es que no os lo dijo su señoría? ¡Se necesitan un caballero y
un mago para acabar con la maldición de la doncella! Pues fue por un caballero y por
un mago por lo que el alcázar fue maldito.
—¡Y un kender! —gritó Earwig mientras se incorporaba con precipitación—.
¡Estoy seguro de que oí decir que se necesitan un caballero, un mago y un kender!
—Su señoría mencionó alguna leyenda sobre un caballero y un mago —
manifestó, desdeñoso, Gawain—. Pero un verdadero caballero con fe en su dios no
necesita el auxilio de ningún ser de Krynn.
Librándose de la mano del posadero, el caballero se encaminó hacia la puerta.
—¿De verdad estás tan ansioso de perder la vida, señor caballero? —El susurro
sibilante acalló la algarabía de la posada, que pareció sumirse en un silencio mortal

www.lectulandia.com - Página 32
—. ¿Crees realmente que tu esposa y tu hijo estarán mejor cuando hayas muerto?
El caballero se detuvo. Sus hombros se tensaron y su cuerpo tembló. No se
volvió, pero giró la cabeza para mirar al mago por encima del hombro.
—Su señoría lo prometió. Tendrán comida y un techo sobre sus cabezas. Al
menos, puedo darles eso.
—Y así, al grito de «el honor es mi vida», corres hacia una muerte cierta, cuando,
con sólo doblegar tu orgullo y permitiéndome que te acompañe, tendrías la
oportunidad de alcanzar la victoria. Muy típico en los tuyos —comentó Raistlin con
una sonrisa desagradable—. No es de extrañar que vuestra Orden haya caído en la
decadencia.
El insulto hizo que el rostro de Gawain se tiñera de rojo por la cólera, y el
caballero buscó la empuñadura de su espada. Caramon, gruñendo, llevó la mano a la
suya.
—Guardad las armas —espetó Raistlin—. Eres un hombre joven, caballero. La
suerte no te ha sonreído. Salta a la vista que valoras tu vida, pero, al estar
desesperado, no ves otra salida para escapar de la desdicha de un modo honorable. —
Sus labios se curvaron al pronunciar la última palabra—. Te he ofrecido mi ayuda.
¿Acaso me matarás por ello?
Los dedos de Gawain se crisparon sobre la empuñadura de la espada.
—¿Es cierto que se necesita un caballero y un mago para acabar con la
maldición? —preguntó a los que estaban en la posada.
—¡Y un kender! —chilló una vocecilla estridente, con tono indignado.
—Oh, si, es cierto —afirmaron todos los que estaban a su alrededor.
—¿Ha habido otros que lo hayan intentado?
Ante esta pregunta, los hombres se miraron unos a otros y después volvieron los
ojos al techo, a las paredes, o a sus jarras de cerveza.
—Unos pocos —repuso una voz.
—¿Cuántos? —inquirió Caramon, viendo que su hermano estaba dispuesto a
acompañar al caballero.
—Veinte…, treinta, quizá.
—¡Veinte o treinta! ¿Y ninguno regresó? ¿Has oído eso, Raist? ¡Veinte o treinta y
no ha vuelto ninguno! —repitió con tono enfático el guerrero.
—Lo he oído. —Valiéndose del bastón para apoyarse, Raistlin se levantó del
banco.
—¡Y yo también! —dijo Earwig, brincando de excitación.
—Y aun así, vamos a ir, ¿no? —dijo Caramon con tono lúgubre mientras se
ajustaba el cinto de la espada a la cintura—. Es decir, algunos de nosotros. Tú no,
Revientacerrojos.
—¡Revientacerrojos! —Al oír la desafortunada tergiversación de un apellido

www.lectulandia.com - Página 33
respetado desde antiguo entre los kenders, Earwig se quedó momentáneamente
paralizado por la impresión, y olvidó agacharse para eludir la manaza del guerrero.
Caramon lo agarró por el copete y acto seguido, con unos cuantos movimientos
diestros, lo ató por el pelo a uno de los postes de carga de la posada.
—¡Me llamo Fuerzacerrojos! —chilló, indignado, el kender.
—¿Por qué haces esto, mago? —preguntó Gawain, receloso, mientras Raistlin
cruzaba despacio la sala.
—Sí, Raist, ¿por qué lo hacemos? —demandó el guerrero, hablando sin apenas
separar los labios, en voz baja.
—Por el dinero, naturalmente —manifestó Raistlin con frialdad—. ¿Qué otra
razón podría haber?
La multitud que abarrotaba la posada estaba de pie, hablando a voces, excitada,
indicando la dirección y dando consejos y haciendo apuestas a favor o en contra del
regreso de los aventureros. Earwig, atado a conciencia, gritaba y suplicaba y parecía
que iba a arrancarse el pelo de raíz de tanto tirar para soltarse.
Sólo la camarera vio que la delgada mano del mago revolvía suavemente el
cabello del niño dormido, al pasar junto a él.

La mitad de la clientela de la posada los acompañó por un viejo sendero, poco


transitado, hasta el linde de un bosque denso. Allí, bajo los vetustos árboles que
parecían estar molestos por ver alterado su descanso, la multitud se despidió de ellos
y les deseó suerte.
—¿Necesitáis antorchas? —gritó uno de los hombres.
—No —respondió Raistlin—. Shirak —susurró, y la bola de cristal de su bastón
se iluminó con un brillante fulgor.
La muchedumbre se quedó boquiabierta por la sorpresa. El caballero dirigió una
mirada desconfiada al reluciente bastón.
—Yo llevaré una antorcha. No caminaré con una luz cuya fuente es la oscuridad.
La multitud les dijo adiós y regresó a la posada a esperar el desenlace. Las
apuestas estaban altas a favor de que el Alcázar de la Muerte hiciera honor a su
nombre. De hecho, el envite parecía ser algo tan seguro que a Raistlin no le resultó
fácil convencer a Caramon para que no apostara en contra de ellos mismos.
Antorcha en mano, el caballero echó a andar sendero adelante. Raistlin y su
hermano lo seguían a cierta distancia ya que Gawain caminaba tan deprisa que el
débil mago no podía mantener el paso.
—Luego dicen de la cortesía de los caballeros —manifestó Raistlin, que se
apoyaba en el bastón.
Al instante, Gawain se detuvo y esperó a que lo alcanzaran, con un gesto
inflexible en su semblante.

www.lectulandia.com - Página 34
—No es sólo cuestión de cortesía, sino simple sentido común no separarnos en un
bosque tan oscuro y tenebroso como éste —declaró Caramon—. ¿Habéis oído algo?
Los tres escucharon atentos, conteniendo el aliento. Las hojas de los árboles
susurraron, una rama chascó. Caballero y guerrero se llevaron la mano a la espada.
Raistlin cogió un puñado de arena de un saquillo y recordó las palabras de un conjuro
de sueño.
—¡Aquí estoy! —exclamó alegremente una voz chillona. Una figura pequeña,
verde y naranja, entró en el círculo de luz—. Siento llegar tarde —se excusó Earwig
—. Mi pelo se quedó enganchado y tuve que cortármelo para soltarme. —Exhibió la
mitad de lo que antes era un largo copete.
—¡Y lo cortaste con mi daga! —dijo Caramon mientras se la arrebataba al kender
con brusquedad.
—Ah, ¿era tuya? Qué curioso. Habría jurado que tenía una igual.
Gawain puso un gesto ceñudo.
—Como si no fuera suficiente tener que viajar acompañado por un mago, ahora…
—Lo sé —lo interrumpió Earwig al tiempo que movía la cabeza en actitud
compasiva—. Tendremos que sacar el mejor partido posible a la situación, ¿no te
parece?
—Ah, dejémoslo venir con nosotros —sugirió Caramon, que sentía
remordimientos al ver lo que en otros tiempos había sido un vistoso copete—. Tal vez
nos sea útil si nos atacan.
Gawain vaciló, pero resultaba evidente que el único modo de librarse del kender
era rajarlo en dos, y aunque el Código y la Medida no prohibía específicamente a un
caballero matar a un kender, tampoco lo alentaba a hacerlo.
—¡Si nos atacan! —resopló. Reanudó la marcha, con Earwig pegado a sus talones
—. No corremos peligro hasta que lleguemos al alcázar. Al menos, es lo que me dijo
su señoría.
—¿Y qué más te dijo su señoría? —inquirió Raistlin, entre toses.
Gawain lo miró hosco. Saltaba a la vista que se estaba preguntando de qué iba a
servirle este mago enfermizo.
—Me contó la historia de la maldición de la doncella. Hace mucho tiempo, antes
del Cataclismo, un mago Túnica Roja, como tú, secuestró a una joven del castillo de
su padre y se la llevó a ese alcázar. Un caballero, el prometido de la joven, descubrió
el rapto y los siguió para rescatarla. Alcanzó al mago y su víctima en el alcázar de
este bosque.
»El hechicero, furioso porque sus planes se hubieran frustrado, invocó la ayuda
de la Reina de la Oscuridad para destruir al caballero. Éste, a su vez, pidió el auxilio
de Paladine. Las fuerzas desatadas en la consiguiente batalla fueron tan poderosas
que no sólo destruyeron al mago y al caballero, sino que, tras su muerte, siguieron

www.lectulandia.com - Página 35
arrastrando a otros en el conflicto.
—¡Y no me dejaste que hiciera la apuesta! —reprochó Caramon a su hermano.
Raistlin no pareció escucharlo. Estaba, aparentemente, sumido en reflexiones.
—Bueno, ¿qué te parece esa historia? —inquirió Gawain con brusquedad.
—Creo que, como en la mayoría de las leyendas, se ha exagerado la verdad —
repuso Raistlin—. Un mago Túnica Roja, por ejemplo, no acudiría a la Reina de la
Oscuridad para que lo ayudara. Eso es algo que sólo hacen los Túnicas Negras.
—A mi entender —dijo Gawain, ceñudo—, los de tu clase tienen afición a la
oscuridad, sin importar el color de la túnica que lleváis… El zorro disfrazado con piel
de oveja, como reza el dicho.
—Sí, también he oído unos cuantos dichos referentes a los de tu clase, señor
Cabeza de Lata —replicó, iracundo, Caramon—. Uno de ellos dice…
—Déjalo ya, hermano —reconvino Raistlin, cuyos finos dedos se cerraron
firmemente en el brazo del guerrero—. Reserva tu aliento para lo que nos aguarda.
El grupo continuó, encerrado en un silencio tenso y opresivo.
—¿Qué ocurrió con la doncella? —preguntó de repente Earwig. Los tres hombres
se sobresaltaron, ya que, en su preocupación, habían olvidado la presencia del kender.
—¿Qué? —gruñó Gawain.
—La doncella. ¿Qué le ocurrió? Después de todo, se llama la maldición de la
doncella.
—Sí, en efecto —intervino Raistlin—. Un punto interesante.
—¿De veras? —Earwig empezó a dar brincos de alegría, de manera que esparció
el contenido de sus saquillos por el sendero y casi tropezó con Caramon—. ¡He
sugerido un punto interesante!
—No veo por qué se llama la maldición de la doncella, salvo que fue la víctima
inocente —respondió el caballero.
—Ah. —Earwig lanzó un fuerte suspiro—. Una víctima inocente. ¡Sé muy bien lo
que se siente!

Los cuatro continuaron adelante. La marcha era fácil, ya que el sendero a través
del bosque era recto y llano. Demasiado recto y demasiado llano, en opinión de
Caramon, que sostenía que parecía empeñado y decidido a llevarlos a su perdición lo
antes posible. Unas cuantas horas después de media noche, llegaron al castillo
conocido como el Alcázar de la Muerte.
Oscuro y vacío, su fachada de piedra emitía un brillo blanco grisáceo a la luz de
las estrellas y la pálida luna plateada. Macizo y firme, el alcázar había sido diseñado
para ser funcional, no hermoso. Era cuadrado, con una torre en cada esquina, para los
vigías. Una muralla conectaba las torres y rodeaba la estructura, cuyo propósito
principal había sido, probablemente, albergar tropas. Unos portones de madera,

www.lectulandia.com - Página 36
reforzados con bandas de acero, eran el único acceso de entrada y salida.
Pero hacía mucho, mucho tiempo que ningún soldado se había alojado allí. Las
almenas se estaban desmoronando y en algunos sitios se hallaban totalmente
derruidas. La muralla tenía grietas enormes, quizá causadas por el Cataclismo, quizá
por la supuesta batalla mágica que había tenido lugar en su interior. Una de las torres
se había desplomado sobre sí misma, al igual que el techo del edificio central, pues se
veían los perfiles de vigas rotas, negras en contraste con el cielo tachonado de
estrellas.
—El alcázar está desierto —proclamó Caramon, que miraba la construcción con
desagrado—. Aquí no hay nadie, ni vivo ni muerto. Me sorprende que esos guasones
de la posada no nos hayan mandado con un saco, diciendo que nos pusiéramos en
mitad del sendero y gritáramos: «Pitas, pitas, pitas».
—Ésa sería la tarea que yo te habría encomendado, mi querido y charlatán
hermano. —Raistlin empezó a toser, pero sofocó el ruido con la manga de la túnica
—. ¡El Alcázar de la Muerte no está desierto! Oigo voces claramente… o podría
oírlas, si tú silenciaras la tuya.
—También oigo la llamada de alguien —manifestó Gawain, asombrado—. ¡Un
caballero de mi Orden está atrapado ahí dentro y pide ayuda! ¡Allá voy! —Espada en
mano, corrió hacia el castillo.
—¡Yo también! —gritó Earwig mientras saltaba alrededor de Raistlin—. ¡Oigo
voces! ¡Estoy seguro! ¿Qué te dicen a ti? ¿Quieres saber lo que me dicen a mí? «Otra
ronda de cerveza». Eso es lo que les oigo gritar.
—¡Espera! —Raistlin tendió la mano para agarrar al caballero, pero Gawain
corrió presuroso hacia las enormes puertas dobles de madera. En otros tiempos el
acceso debía de haber estado cerrado a cal y canto contra cualquier enemigo, pero
ahora se encontraba ominosamente abierto—. ¡Es un necio! ¡Ve tras él, Caramon!
¡No dejes que haga nada hasta que llegue yo!
—¿Otra ronda de cerveza? —Caramon miraba a su hermano como si se hubiera
quedado en blanco.
—¡Grandísimo zopenco! —siseó el mago, con los dientes apretados. Señaló el
alcázar con un dedo tembloroso—. ¡Oigo una voz que me llama, y en ella reconozco
a uno de los míos! ¡Es la voz de un mago! Creo que empiezo a entender lo que pasa
aquí. ¡Ve tras él, Caramon! ¡Derríbalo, siéntate encima de él si es la única manera de
detenerlo, pero debes impedir que Gawain ofrezca su espada al caballero!
—¿Qué caballero? ¡Oh, vale, Raist! Ya voy. No es necesario que me mires así.
Vamos, Revientacerrojos.
El copete de Earwig brincó de indignación.
—Es Fuerza… ¡Oh, qué más da! ¡Eh, espérame!
Caramon, seguido por el jubiloso kender, corrió en pos del caballero, pero había

www.lectulandia.com - Página 37
reaccionado demasiado tarde y Gawain entraba ya en el alcázar como una exhalación.
Al llegar a los portones de madera, Caramon vaciló antes de cruzarlos y se volvió
para lanzar una mirada inquieta a su hermano.
Raistlin, apoyado en el bastón, caminaba tan deprisa como le era posible, tosiendo
a cada paso y dando la impresión de que se derrumbaría en cualquier momento.
A pesar de todo, siguió avanzando, e incluso se las ingenió para alzar el luminoso
bastón y gesticular furioso con él a su gemelo, ordenándole que entrara al alcázar sin
más demora.
Earwig, por su parte, ya había entrado como una flecha. Al descubrir que estaba
solo, se dio media vuelta y regresó a todo correr.
—¿Es que no vienes? ¡Ahí dentro está maravillosamente oscuro y espeluznante!
Y ¿sabes una cosa? —El kender suspiró extasiado—. Empiezo a oír voces realmente.
Quieren que entre y los ayude a luchar. ¡Imagínate! ¿Puedes prestarme tu daga?
—¡No! —bramó el guerrero. También él podía escuchar las voces ahora. Unas
voces fantasmagóricas.
—¡Mi causa es justa! Todos saben que los hechiceros son criaturas malignas,
engendros de la oscuridad. ¡Por la gloria y el honor de nuestra Orden de la Espada,
únete a mí!
—¡Mi causa es justa! Todos saben que los caballeros se esconden tras sus
armaduras y se valen de su poder para intimidar y amenazar a los que son más débiles
que ellos. ¡Por la gloria y el honor de nuestra Orden de los Túnicas Rojas, únete a mí!
Caramon empezaba a tener la inquietante sensación de que el alcázar no estaba
tan desierto como había pensado al principio. De mala gana, deseando que su
hermano estuviera a su lado, entró en el castillo. El corpulento guerrero no le temía a
nada en este mundo que fuera de carne y hueso, pero aquellas voces espeluznantes
poseían un tono frío y hueco que lo acobardaba. Era como si le gritaran desde el
fondo de una tumba.
Él y el kender se encontraban en un largo pasadizo que conectaba la muralla
exterior con el vestíbulo interior. El corredor estaba equipado con varios mecanismos
de defensa para encargarse de un enemigo invasor. Veía el brillo de las estrellas a
través de las saeteras que jalonaban la derruida muralla de piedra. Privado de la luz
del bastón de su hermano y de la antorcha del caballero, Caramon se vio obligado a
avanzar a tientas en la oscuridad, siguiendo la parpadeante llama que brillaba allá
adelante, y por poco no se golpeó la cabeza con el rastrillo de hierro que estaba
subido sólo a medias.
—¿De parte de quién estás? —inquirió, anhelante, Earwig mientras tiraba de la
mano del guerrero para que siguiera avanzando—. Creo que me gustaría ser un
caballero, pero, por otro lado, siempre quise ser mago. Supongo que tu hermano no
querrá prestarme su bastón…

www.lectulandia.com - Página 38
—¡Chitón! —ordenó Caramon con voz ronca, quebrada por la sequedad de su
garganta.
El corredor llegaba a su final y desembocaba en un salón grande. Gawain estaba
justo delante de Caramon, sosteniendo la antorcha en alto y gritando palabras en un
lenguaje que el corpulento guerrero no entendía, pero suponía era solámnico.
El clamor de las voces había aumentado. Caramon sentía que tiraban de él en
ambas direcciones. Pero otra voz, una voz en su interior, era más fuerte. Era la voz de
su hermano, una voz que amaba y en la que confiaba; y recordaba lo que le había
dicho.
¡Debes impedir que Gawain ofrezca su espada al caballero!
—Quédate aquí —le dijo a Earwig firmemente, con la mano posada en el hombro
del kender—. ¿Lo prometes?
—Lo prometo. —Earwig estaba impresionado por la solemnidad y la palidez del
semblante del guerrero.
—Bien. —Caramon dio media vuelta y continuó pasillo adelante, en pos del
caballero.
—¿Qué estará pasando? —Earwig temblaba de frustración—. Desde aquí no veo
nada. Pero lo prometí. ¡Ya sé! No quiso decir que me quedara aquí, en este mismo
punto, sino aquí, en el alcázar.
Feliz, el kender avanzó sigiloso, con la daga de Caramon (de la que se había
apropiado) en la mano.
—¡Caray! —exclamó—. Caramon, ¿ves lo mismo que yo?
Sí, el guerrero lo veía. A un lado del salón, los cuerpos revestidos con brillantes
armaduras y las manos aferrando espadas, había una tropa de caballeros. En el lado
contrario estaba un ejército de hechiceros, con las túnicas ondeando a su alrededor
como si las agitara el viento. Los caballeros y los magos habían vuelto los rostros
hacia los extraños que acababan de entrar, y Caramon vio con horror que todos eran
cadáveres corruptos.
Un caballero se materializó al frente de su tropa. Éste, también, estaba muerto.
Las señales de numerosas heridas eran claramente visibles en su cuerpo. El miedo se
apoderó de Caramon, que retrocedió contra la pared, pero el caballero no prestó
atención ni a él ni al boquiabierto kender, que se encontraba a su lado. Los ojos
penetrantes del cadáver estaban prendidos en Gawain.
—Compañero de hermandad, te exhorto, por el Código y la Medida, a que acudas
en mi ayuda contra mi enemigo.
El caballero muerto hizo un gesto con la mano y, a cierta distancia de él, apareció
un mago que vestía Túnica Roja, desgarrada y con oscuras manchas de sangre. El
hechicero también estaba muerto y, a juzgar por sus heridas, la suya había sido una
muerte espantosa.

www.lectulandia.com - Página 39
Earwig echó a andar.
—¡Lucharé a tu lado si me enseñas a lanzar conjuros!
Caramon agarró al kender por el cuello de la camisa, lo levantó en vilo y lo arrojó
hacia atrás. Earwig chocó contra la pared y se deslizó al suelo, donde pasó unos
instantes muy entretenidos procurando recobrar la respiración. El guerrero tendió una
mano temblorosa.
—Gawain, salgamos de…
El caballero apartó la diestra de Caramon de un manotazo y, agachándose sobre
una rodilla a los pies del caballero muerto, empezó a ofrecerle la espada.
—Os prestaré mi ayuda, señor caballero.
—¡Caramon, deténlo! —El siseante susurro se deslizó sobre piedra y a través de
las sombras—. ¡Detenlo, o estaremos perdidos!
—¡No! —clamó el caballero muerto, cuyos ojos ardientes parecieron reparar en el
guerrero por primera vez—. ¡Únete a mi lucha! ¿O es que eres un cobarde?
—¡Cobarde! —se encrespó Caramon—. Ningún hombre me llama…
—¡Atiéndeme, hermano! —ordenó Raistlin—. ¡Hazlo al menos por mí, o también
estaré perdido!
Caramon lanzó una mirada atemorizada al hechicero muerto y vio que sus vacíos
ojos estaban prendidos en su gemelo. El caballero muerto se inclinaba para coger la
espada de Gawain. Abalanzándose hacia adelante, Caramon propinó tal patada al
arma que la lanzó dando vueltas sobre el suelo de piedra.
El caballero muerto aulló de cólera. Gawain se incorporó de un brinco y corrió a
recuperar su espada. Caramon, en un salto desesperado, se echó sobre él y lo agarró
por los hombros. Gawain giró veloz sobre sus talones y le lanzó un puñetazo. La
legión de caballeros muertos golpeaba las espadas contra los escudos; los hechiceros
alzaron sus voces huecas en una aclamación que creció de intensidad al entrar
Raistlin en el salón.
—¡Qué experiencia tan interesante! —proclamó Earwig mientras se tanteaba las
costillas. Tras comprobar que no tenía nada roto, se puso de pie y miró en derredor
para ver qué estaba pasando—. ¡Caramba, alguien ha perdido una espada! La
recogeré.
—¡Hechicero Túnica Roja! —gritaban los magos muertos a Raistlin—. ¡Únete a
nuestra lucha!
Caramon atisbo el semblante de su hermano por el rabillo del ojo. Tenso y
excitado, Raistlin contemplaba fijamente a los hechiceros, con un brillo ardiente y
ansioso en sus dorados ojos.
—¡Raistlin, no!
Aprovechando su descuido, Gawain se escabulló de sus manos y le propinó un
puñetazo en el mentón que lanzó al guerrero al suelo; acto seguido se abalanzó sobre

www.lectulandia.com - Página 40
su espada, pero se encontró con que Earwig la aferraba con firmeza. La expresión de
radiante alegría plasmada en el rostro del kender se apagó al ver aproximarse al
caballero.
—Oh, no —manifestó decidido, al tiempo que apretaba el arma contra su pecho
—. El que lo encuentra, se lo queda. Evidentemente, tú ya no la querías.
—¡Raist! ¡No los escuches! —Caramon se incorporó tambaleante. «Demasiado
tarde», pensó. Su hermano caminaba hacia el hechicero muerto, que extendía una
mano huesuda hacia el reluciente bastón.
Los gélidos dedos estaban a punto de tocar la madera cuando, de improviso,
Raistlin hizo girar el cayado en posición horizontal y lo sostuvo ante sí. La luz del
cristal se intensificó, y el hechicero muerto retrocedió de un salto, como si la frágil
barrera lo hubiese escaldado.
—¡No me uniré a vuestra lucha, porque es una batalla eterna! —La voz de
Raistlin se alzó sobre el clamor de los muertos—. Una lucha que no puede ganarse
jamás.
Ante estas palabras, las llamadas de los muertos cesaron. Un silencio expectante
se cernió sobre el salón. Gawain dejó de amenazar al kender y se dio media vuelta.
Earwig, que de pronto perdió el interés por el arma, la dejó caer al suelo y se adelantó
para ver qué estaba pasando. Caramon se frotó la dolorida mandíbula y se puso alerta,
dispuesto a saltar en defensa de su hermano.
Apoyado en el bastón, cuyo cristal parecía brillar aún más en la escalofriante
oscuridad, Raistlin avanzó unos pasos hasta situarse en el centro de la sala. Miró
primero al caballero —el rostro putrefacto bajo el abollado yelmo, la mano huesuda
aferrando una espada oxidada—. El joven mago volvió sus dorados ojos hacia el
hechicero; la Túnica Roja, desgarrada por diversas cuchilladas, cubría un cuerpo al
que se le negaba el descanso de la muerte desde hacía siglos. Entonces, Raistlin alzó
la cabeza y clavó la vista en la oscuridad.
—Quisiera hablar con la doncella —manifestó.
La figura de una mujer joven se materializó en la noche y se acercó al mago. Era
bonita, de tez pálida, rostro ovalado, espeso cabello castaño y ojos azules, brillantes y
alegres. Era tan encantadora, con una apariencia tan viva, que pasaron varios
segundos antes de que Caramon comprendiera que llevaba muerta mucho tiempo.
—Fuiste tú quien echó la maldición, ¿no es cierto? —preguntó Raistlin.
—Sí. —La voz de la doncella era fría como un témpano—. ¿Qué bando eliges,
mago? Aquí está la arrogancia —señaló al caballero—, y aquí la soberbia —señaló al
mago—. ¿Cuál escoges? Tampoco es que importe mucho.
—No lucharé por ninguno de los dos —repuso Raistlin—. No elijo la arrogancia
ni la soberbia. Elijo… —Hizo una pausa, y después añadió suavemente—: Elijo el
amor.

www.lectulandia.com - Página 41
La oscuridad cayó sobre ellos con el peso y la fuerza de una avalancha, apagando
incluso la mágica luz del bastón.
—¡Guau! —se oyó la voz admirada del kender.
Caramon parpadeó y escudriñó a su alrededor intentando ver a través de la
negrura, que era tan densa e impenetrable como roca sólida. Los ejércitos espectrales
habían desaparecido.
—¿Raistlin? —llamó, presa del pánico.
—Aquí estoy, hermano mío. Chist, guarda silencio.
Caramon sintió que una mano lo agarraba por el hombro; alargó los dedos y tocó
un cálido brazo humano.
—¿Gawain? —susurró.
—Sí. —El tono del caballero era tenso—. ¿Qué ocurre? ¡No me fío de ese mago!
Conseguirá que nos maten.
—Pues a mí me parece que, hasta el momento, ha hecho un buen trabajo para
mantenernos con vida —replicó, severo, Caramon—. ¡Mira!
—Shirak —entonó Raistlin, y la luz del cristal irradió con fuerza. De pie frente a
él, iluminada por el bastón, se encontraba la doncella.
—Has roto la maldición, joven mago —declaró el espíritu—. ¿Hay algo que
quieras pedirme antes de que me entregue al tan esperado descanso?
—Cuéntanos tu historia —pidió Raistlin—. Según la leyenda, el mago te trajo a la
fuerza.
—¡Por supuesto, eso es lo que han dicho los que nunca se molestaron en
descubrir la verdad! —manifestó el espíritu con desprecio—. Y sus palabras fueron
combustible para el fuego de mi maldición. Lo cierto es que el mago y yo nos
amábamos. Mi padre, un Caballero de Solamnia, me prohibió casarme con un
hechicero y me prometió con otro caballero, al que no amaba. El mago y yo nos
escapamos. Me marché voluntariamente, para estar con el hombre a quien quería. El
caballero nos persiguió y huimos a este lugar, sabiendo que estaba abandonado hacía
mucho tiempo. El mago y yo podíamos haber escapado, pero él dijo que, por su
honor, debía regresar y luchar. Por su honor —repitió con amargura. Sus ojos azules
se quedaron prendidos en las sombras del salón como si todavía pudiesen ver lo que
había acontecido allí tanto tiempo atrás—. Entre estas paredes, desafió al caballero a
combatir, y lucharon… uno con su espada, el otro con su magia. ¡Lucharon por su
honor!
»Y, mientras los observaba, incapaz de impedir su enfrentamiento, me di cuenta
de que ninguno me amaba tanto como amaban su equívoco orgullo.
»Cuando murieron, me acerqué a sus cadáveres y rogué a los dioses para que
aquellos hombres cuyo amor propio fuera tan importante que lo antepusieran a todo
vinieran aquí y quedaran atrapados. Entonces me marché de aquí y recorrí el mundo.

www.lectulandia.com - Página 42
Encontré a un hombre que me amó lo bastante como para vivir conmigo, no para
morir por mí. Fui bendecida con una vida plena y larga, rodeada de amor. Tras mi
muerte, mi espíritu retornó a este lugar y aquí ha permanecido, esperando al que
amara lo bastante para no hacer caso a las voces —su mirada fue hacia Caramon— y
al que fuera lo suficientemente inteligente como para romper el hechizo.
»Y ahora, joven mago, los has liberado a ellos y me has liberado a mí. Iré a
descansar junto a mi esposo, que me ha esperado a lo largo de los años. Pero antes
quisiera preguntarte algo. ¿Cómo supiste ver y entender la verdad?
—Podría decir que tenía ante mis ojos un notable ejemplo de orgullo mal
entendido. —Repuso Raistlin mientras lanzaba una mirada de soslayo al caballero.
Gawain enrojeció y agachó la cabeza. El mago esbozó una leve sonrisa y añadió—:
Pero sería más veraz afirmar que, sobre todo, se debió a la curiosidad de un kender.
—¡Yo! —Earwig estaba impresionado por esta revelación—. ¡Estás hablando de
mí! ¡Fui yo! ¡Rompí la maldición! ¡Te dije que tenía que ser un caballero, un mago y
un kender!
La imagen de la joven empezó a desdibujarse.
—Adiós —se despidió Raistlin—. Que no se perturbe tu descanso.
—Adiós, joven mago. Te dejo una advertencia. Faltó poco para que sucumbieras.
Tu inteligencia y tu voluntad te salvaron pero, a menos que cambies, preveo un
tiempo en que este destino funesto, que ahora has evitado, acabará por arrastrarte.
Los ojos azules se cerraron y dejaron de verse.
—¡No te vayas! —chilló Earwig mientras corría de un lado para otro y agarraba
el aire vacío con sus manos—. ¡Tengo muchas preguntas que hacerte! ¿Has estado en
el Abismo? ¿Qué se siente al estar muerto? Oh, por favor…
Caramon avanzó cauteloso, sin apartar los ojos del punto donde había estado el
espíritu, temeroso de que la joven pudiera reaparecer de repente. Su manaza se posó
en el hombro de su hermano.
—Raist —empezó con tono preocupado—, ¿qué quiso decir?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —espetó el mago, librándose de la mano de su
gemelo con un brusco tirón. Empezó a toser violentamente—. ¡Ve a buscar madera
para encender un fuego! ¿Es que no ves que me estoy muriendo de frío?
—Claro, Raistlin —dijo el guerrero suavemente—. Vamos, Earmite.
—Earwig —rectificó el kender de manera automática. Fue tras Caramon—.
¡Verás cuando primo Tas se entere de esto! ¡Ni siquiera tío Saltatrampas, el kender
más famoso de todos los tiempos, rompió jamás una maldición!
Gawain se mantuvo en silencio hasta que Caramon y Earwig salieron de la sala.
Después, lentamente, espada en mano, se aproximó al mago.
—Te debo la vida —manifestó de mala gana, con torpeza—. Por el Código y la
Medida, tienes mi lealtad. —Tendió la espada, empuñadura por delante, al mago—.

www.lectulandia.com - Página 43
¿Qué quieres que haga?
Raistlin soltó un suspiro estremecido. Contempló el arma y sus finos labios se
curvaron.
—¿Que qué quiero que hagas? Rompe tu Código. Quema tu Medida. Como dijo
la doncella, vive por aquéllos a quienes amas. Se acerca una época de oscuridad,
señor caballero, y el amor puede ser muy bien lo único que nos salve.
Los labios del caballero se apretaron, su semblante enrojeció. Raistlin lo miró de
hito en hito, impasible, y la expresión colérica de Gawain fue dando paso a otra de
reflexión. Con un gesto brusco, envainó de nuevo la espada.
—Ah, otra cosa, señor caballero. —El tono del mago era frío—. No olvides
entregarnos nuestra parte de la recompensa.
Gawain desabrochó el cinturón del que pendía la espada y se lo quitó.
—Quédate con todo —manifestó, arrojando espada y cinturón a los pies de
Raistlin—. He encontrado algo mucho más valioso. —Hizo una breve inclinación de
cabeza y salió del alcázar.
La luna roja se alzó en el cielo. Su escalofriante resplandor se filtró a través de las
paredes derruidas del alcázar e iluminó el sendero. El mago permaneció de pie en el
salón vacío. Todavía podía sentir en sus dedos el tacto suave y sedoso del cabello del
niño.
—Sí, señor caballero, has encontrado algo mucho más valioso —musitó. Pensó
en las palabras del espíritu. Después, encogiéndose de hombros, cerró con fuerza los
dedos sobre el bastón—. Dulak.
La luz del cristal se apagó y lo dejó en las sombras, iluminado sólo por los rayos
de la luna roja.

www.lectulandia.com - Página 44
El regreso

Roger E. Moore

—¡Allá va! —gritó, borracho, un goblin, en la última luz rojiza del ocaso—. ¡Allá va!
¡Se larga!
El cielo se había despejado de nubes. El viento se levantó a mi alrededor, y su
ronco gruñido casi ahogó la risa de los centinelas goblins que se encontraban doce
metros más arriba de la empinada ladera. Por el ruido, aquellos dos debían de haber
abierto hacía rato uno de los barriles de vino robados en una granja cercana a las
afueras de Arroyo Tortuoso, y disfrutaban con la satisfacción nata que les da a los
goblins asesinar granjeros indefensos… como mis primos, Garayn y Klart.
Me humedecí los labios y busqué a tientas el odre colgado de mi cinturón,
dispuesto a desatarlo y beber, pero me encontré con que apenas quedaba agua. En
consecuencia, desistí y me recosté en la cara rocosa del cerro, manteniendo los brazos
pegados al cuerpo para evitar que los goblins, desde arriba, advirtieran algún
movimiento a la mortecina luz. Mis dedos se cerraron en torno a la empuñadura de la
espada, pero permanecieron relajados. El resplandor sobre la planicie, en el oeste,
casi había desaparecido; la única luna visible era Lunitari, un semicírculo, bajo y
rojo, en el horizonte. Allá arriba, muy alto, el trono de los dioses se construía con
relucientes estrellas. Era hermosísimo, pero pude ver que llovería a la noche
siguiente. Los exploradores saben estas cosas.
—¡Se largó! —chilló de nuevo el goblin—. ¡«S’acabó» el sol!
Vanos gritos distantes respondieron, todos ellos juramentos mascullados en el
zafio lenguaje goblin.
—¡Vosotros, bastardos, quisisteis «qui’ciera» la guardia! —bramó el goblin
furioso, y después se echó a reír otra vez. Sonaba como si tuviera rota la nariz—.
¡Más vale que no quitéis ojo a las estrellas! ¡Vienen a echaros el guante!
Yo había llegado hacía sólo una hora y ya estaba harto. Alrededor de una docena
de goblins estaban acampados en lo alto de esta loma, cerca de la frontera oriental de
Solanthus. Arroyo Tortuoso se encontraba a dos días de camino hacia el suroeste. Al
otro lado de los cerros, hacia el este, más allá del río Garetmar, se extendía el
territorio salvaje poblado por bandidos, desertores y basura goblin.
Un goblin soltó una risotada y después farfulló una frase que se llevó el viento. A
no mucho tardar, los dos centinelas estarían durmiendo como troncos. No tenían nada
que temer, que ellos supieran. Habían sido lo bastante listos como para llevar a cabo

www.lectulandia.com - Página 45
asaltos poco importantes y escasos, evitando así atraer demasiado la atención de la
milicia de Arroyo Tortuoso. Atacar con rapidez, apoderarse del botín y salir pitando:
la misma fórmula de siempre. Los goblins habían prendido fuego a unos pocos
establos, matado algunos caballos y robado sobras y restos antes de darse a la fuga.
No querían una pelea; sólo hacer patente que estaban por los alrededores.
Me llamo Evredd Kaan, y soy un explorador retirado, con cabello y ojos oscuros,
y un buen físico. Dejé de formar parte del ejército desde que cayó Neraka y mi
unidad fue licenciada. Después de aquello, regresé a casa, la ciudad de Solanthus,
para encontrarla arrasada en su mayor parte. Trabajé durante un año en cuadrillas de
peones, quitando cenizas, escombros y huesos a paladas, y a veces haciendo turno de
noche como miliciano en una ciudad rebosante de mendigos que robaban para
sobrevivir. Por fin, renuncié a todo eso y me dirigí hacia el este, a Arroyo Tortuoso,
donde mis padres habían vivido años atrás, antes de que las fiebres se los llevaran de
este mundo. Trabajé en la granja de mi tío y me ocupé del mantenimiento de las
carretas que necesitaba para sus negocios comerciales, los cuales se habían resentido
bastante con la odiosa presencia de los goblins.
Hace tres noches los goblins acabaron con sus primeras víctimas humanas. El
risueño Garayn y el taciturno Klart volvían a pie tras pasar una velada en la ciudad
cuando les dispararon con ballestas y los mataron. En uno de los cuerpos se encontró
una daga goblin. Contemplé los preparativos de los vecinos mientras amortajaban a
mis primos para enterrarlos, y después fui a decirle a mi tío que estaría ausente unos
cuantos días.
—Asuntos de familia —comenté.
—No hagas una tontería, muchacho —instó mi tío. Era un hombretón con la cara
mofletuda, nariz ganchuda y calvicie incipiente. Arroyo Tortuoso había sido bastante
afortunada para no acabar saqueada y quemada durante la Guerra de la Lanza, que
había terminado hacía dos años, y los negocios de mi tío habían subsistido. Pero
ahora sus dos hijos le habían sido arrebatados, y su vida había quedado marcada para
siempre por los mismos elementos que todavía rondaban por la zona—. Tú eres todo
cuanto me queda, Evredd.
—Lo que haré no será ninguna tontería —le repuse lacónico.
Sus ojos se pusieron vidriosos. Sus manos toquetearon los objetos de su
escritorio, como buscando seguridad en su tacto. Las lágrimas amenazaron con
desbordarse.
—Ya ha habido suficiente muerte y dolor —suplicó mi tío—. Déjalo estar.
Huelga decir que no le hice caso. Mi tío había estado muy absorto últimamente en
sus negocios; se encerraba en su estudio con sus libros de contabilidad y maldecía el
efecto negativo de los goblins en el comercio. Y ahora esto. Tenía el aspecto de un
hombre acabado.

www.lectulandia.com - Página 46
Partí de la ciudad al amanecer, llevando mi espada, comida y poco más. Sabía
hacia dónde se dirigían parte de las viejas rutas de los goblins, de manera que seguí
ese rumbo hasta que apareció un sendero regular, a unos diez kilómetros de la villa.
Las huellas marcadas parecía que hubiesen sido dejadas por un pequeño ejército, en
lugar de unos cuantos salteadores, cargados con su botín. Dos días después, llegaba
aquí.
Uno de los goblins eructó como si fuera un sapo gigante croando; después dejó
caer una copa metálica y masculló:
—¡Maldita sea, mi trago! ¡«Me se» ha caído!
El otro centinela carraspeó y escupió.
—Toma, «pa» que llenes tu copa —dijo, con una risotada.
—Yo te daré algo «pa» que llenes la tuya —rezongó el primero, y una piedra salió
volando de la cima y paso por encima de mí. Me quedé quieto, por si acaso a alguno
de ellos se le ocurría asomarse al precipicio. Los goblins son una raza amante de la
diversión en cuanto se refiere a los humanos. Podían pasarlo estupendamente a mi
costa, tener una buena diversión goblin, con látigos, cuchillos, hierros candentes y
cosas por el estilo.
Otra piedra me pasó por encima y cayó sobre la hierba que había un poco más
abajo.
—¡Tira otra y el viejo Garith te prenderá fuego al culo! —dijo con irritación uno
de los goblins.
—Si es que aparece —replicó el otro—. Ése no asoma el hocico por aquí. Ahora
quiere vivir como un humano. Se cree «mu» importante.
—Va a volver —espetó el primero—. ¿Es que no le dije que se espabilara o
empezaríamos a chingar las cosas? Sabe que causaremos problemas. Ese sapo tripón
sabe que necesitamos acción. Tenemos que movernos, no estar sentados, «pa» que
nos salga callo en el culo. Y tú, ya estás soltando esa piedra, o te voy a dejar una jeta
que asustaría a un enano ciego.
Tras varios minutos de discusión, los goblins se sumieron en un silencio
empapado de alcohol. Decidí avanzar un poco otra vez cuando los centinelas
estuvieran dormidos o demasiado embotados por el vino y la falta de descanso para
darse cuenta. Entonces me ocuparía de ellos, uno por uno, como aprendí a hacerlo
durante la guerra. Sólo se oían los grillos en la oscuridad. Suspiré y esperé paciente,
con los dedos cerrados sobre la empuñadura de la espada.
Algo me golpeó el pecho. Un dolor lacerante me atravesó el pulmón izquierdo,
haciéndome más daño que ninguna otra herida sufrida en Neraka. Bajé la vista
mientras mis manos iban, de manera involuntaria, hacia la fuente de dolor, y vi un
astil corto sobresaliendo de mi chaleco de cuero, cerca del corazón. Supe que la
flecha me había atravesado de parte a parte. Nunca me había sorprendido tanto de ver

www.lectulandia.com - Página 47
algo.
«Hijos de perra —pensé mientras intentaba contener la respiración y no gritar—.
Me han descubierto; los goblins me han descubierto. Pero ¿cómo demonios lo han
hecho? No los he oído llegar». Me quedé inmóvil, como un idiota, mirando el astil de
la flecha y preguntándome por qué los goblins no daban la alarma. La conmoción y el
dolor de la herida fue más de lo que podía soportar; me resultaba imposible pensar.
Algo hormigueante y frío se propagó por la sangre que manaba de la herida. El
dolor cesó y se convirtió en una oscura nada, como si mi pecho hubiese desaparecido.
Perdí los nervios e intenté gritar, pero no podía inhalar. Era como si un peso enorme
me aplastara la caja torácica, impidiendo que penetrara aire en mis pulmones. Me
desplomé contra la cara rocosa del cerro, en tanto que mi visión se tornaba borrosa y
mis manos se crispaban sobre la herida.
Comprendí que iba a morir, pero no podía hacer nada para evitarlo. No quería
morir, ni entonces ni nunca. Quería regresar a casa. Quería respirar. Quería vivir. Por
un instante pensé en Garayn y Klart. Casi veía sus rostros ante mí.
El entumecimiento llegó a mi cabeza. Todo se volvió ligero y etéreo. Me asaltó
una repentina sensación de vértigo, como si estuviese cayendo.
«Esto no es justo —fue la absurda idea que vino a mi mente—. Los goblins me
han matado. Mataron a mis primos, y ahora a mí. Esto no es justo y quiero que
paguen por ello, del peor modo posible».
Aquél fue el último pensamiento de mi mente mortal.

Estaba teniendo una pesadilla espantosa, peor que las que tuve una vez en Neraka.
Soñaba que estaba muerto y enterrado. Una lluvia, fría como hielo, caía
constantemente sobre mí y escurría por mi carne muerta. Mi cuerpo estaba totalmente
insensibilizado, y los miembros, pesados como plomo. Estaba vacío; era una cáscara
hueca que no albergaba nada en su interior. Me esforcé por despertar o incluso mover
aunque sólo fuera un solo músculo. Supliqué a los grandes dioses de Krynn que me
permitieran despertar.
Ninguno me escuchó.
Les pedí compasión. Les pedí justicia.
Ninguna voz sonó en la oscuridad.
Entonces los maldije; maldije a los dioses y clamé venganza.
Advertí la aparición de una luz incolora. Sin pensarlo, abrí los ojos, todavía
moviendo los labios.
Unas nubes grises, con los bordes deshilachados, pasaban veloces sobre mí. Unas
gotas frías se estrellaban contra mi rostro y caían en mis ojos abiertos. No podía
mover los miembros. No sentía nada, nada en absoluto, salvo el frío; escuché el
tamborileo de la lluvia sobre el suelo.

www.lectulandia.com - Página 48
Las nubes grises estuvieron pasando durante una eternidad. Y la lluvia caía.
Entonces pareció que me quitaban un peso de encima, y supe que podía sentarme.
Muy despacio, rodé sobre un costado y me incorporé a medias. Cada movimiento
carecía de equilibrio, y me tambaleé, mareado, abrazándome a mí mismo. El
oscilante escenario se estabilizó por fin ante mis ojos, y miré en derredor.
El paisaje tenía una apariencia extraña con la tenue penumbra lluviosa, pero vi
que estaba todavía al pie del rocoso risco. Era ya avanzada la tarde, pero no sabía de
qué día. La alta hierba de la planicie había sido aplastada por la lluvia hacía un
tiempo. Una brisa ligera soplaba sobre el campo, ondeando los tallos doblados y
rotos.
Estuve sentado un buen rato, aturdido, y después bajé la vista y me miré.
El extremo roto de un astil de flecha asomaba en mi pecho. Tras unos instantes,
recordé cómo se había alojado allí y pensé que tenía suerte de no estar muerto.
Entonces, claro está, supe la verdad.
Contemplé el astil roto un buen rato. La lluvia, por fin, amainó. Reinaba un
profundo silencio, roto sólo por los graznidos de cuervos en la lejanía. No estaba
asustado; sólo ofuscado por el asombro. En mi interior no sonaba el latido del
corazón, no manaba sangre de mi herida. Estaba perplejo, pero eso era todo.
Detestaba ver aquella flecha hincada en mí. No era apropiado. Tenía que
quitármela. Con cuidado, alargué la mano y la toqué; después le di unos golpecitos.
No sentí dolor, sino únicamente la sensación de su presencia. Cerré los dedos sobre el
astil y tiré de él con precaución. No se movió. Entonces lo cogí con ambas manos y lo
rompí en el punto donde penetraba en mi pecho, a fin de no hacer más grande la
herida. Sentía la necesidad de mantener mi cuerpo con el mejor aspecto posible.
Cuestión de amor propio, supongo.
Una vez hecho eso, me llevé una mano a la espalda y rocé la punta de la flecha,
que asomaba cuatro o cinco centímetros entre dos costillas. Tras vencer ciertas
dificultades para agarrarla con precisión, tiré lentamente de la flecha hasta sacármela
y junté las dos partes ante mí.
Era más corta de lo que esperaba; la punta era pequeña y acanalada. De hecho, era
la saeta de una ballesta, no la flecha de un arco largo; y, además, estaba muy bien
hecha. Manufactura enana, seguramente. Saltaba a la vista que los goblins habían
conseguido buen armamento durante sus correrías.
Giré y me puse de rodillas; después me incorporé tambaleante y me eché un
vistazo a mí mismo. Estaba pringado de barro. La funda de mi espada estaba vacía,
habían desaparecido mis botas, la bolsa de vituallas se encontraba abierta y la correa
que sostenía el odre aparecía cortada. Sabía que llevaba mi equipo bien sujeto antes
de que me mataran, así que mi asesino me había registrado para saquearme. Yo
mismo había hecho igual en Neraka, rebuscando en los cadáveres de los goblins

www.lectulandia.com - Página 49
después de las batallas. Sólo llevaba conmigo unas cuantas monedas; abrí la bolsa y
comprobé que estaba vacía. Bajé la vista al suelo y vi que la comida estaba tirada en
el barro. No habían aprovechado nada; todo estaba estropeado. Un poco más lejos se
encontraban las botas y el odre, rajados. De la espada no había rastro; sin duda, el
asesino se la había llevado consigo para después, probablemente, desecharla. Era un
arma barata. Mi asesino era un tipo meticuloso.
Arrojé al suelo los dos trozos de saeta. Me examiné los brazos mientras lo hacía y
reparé en que, para ser una persona muerta, no tenía tan mal aspecto. La piel estaba
muy pálida. Mis manos y brazos parecían más delgados de lo que recordaba, más
huesudos y menos llenos y musculosos. Mis ropas estaban embarradas y empapadas,
y el chaleco de cuero, manchado con lo que debía de ser sangre. No debía llevar
muerto mucho tiempo, quizá sólo un día o dos.
No podía verme el rostro, por supuesto, y ello me hizo sentirme curiosamente
agradecido. Tanteé mi barba corta y mi bigote, y los limpié de barro lo mejor que
pude; luego me ajusté el chaleco de cuero y froté el pequeño agujero de la pechera,
como si acabara de mancharme con algo de comida. Mis dedos, largos y finos,
estaban como témpanos, pero era un frío casi agradable.
Una rama chascó; el sonido procedía de alguna parte en lo alto del risco, por
encima de donde me encontraba. Alcé la vista pero no vi rostros; sólo nubes y lluvia.
«Probablemente esos malditos goblins se han olvidado de mí y me han dejado
para pasto de alimañas. Quizás estén todavía borrachos».
No estaría de más que lo comprobara.
Examiné la cara del cerro. La piedra era vieja y estaba erosionada, llena de grietas
y raíces de plantas. Merecía la pena intentarlo. Afirmé mis huesudos dedos en una
ranura vertical de la roca y encontré un hueco para apoyar el pie; empecé a escalar.
Me llevó tiempo alcanzar la cima, pero no me importó tener que trepar. No sentía
el menor dolor. Me pregunté qué harían los goblins cuando me viesen. Estaba
impaciente por descubrirlo. No disponía de espada, pero tenía mis manos; y, además,
estaba muerto.
A escasos centímetros de la cima, me detuve y escuché. Alguien se movía allá
arriba; se oyó un ruido metálico, quizá de una cota de malla. Ahora no tenía miedo a
sus armas, pero quería sorprenderlos. Me balanceé ligeramente y después me aupé,
rápido y en silencio, por el borde de la cornisa.
A mis pies, sobre la hierba, alta y húmeda, yacía una pesada figura, con la
deforme cabeza enterrada boca abajo en el barro y agua sucia. Una gruesa piel de
lobo le cubría los hombros y la espalda. Una mano, gris verdosa, estaba extendida
hacia adelante y los dedos clavados en el suelo mojado. Parecía como si el goblin
hubiese tropezado en algo mientras se dirigía al borde del escarpado y luego no se
hubiera levantado. Nunca lo haría. El dardo de la ballesta sobresalía por la parte de

www.lectulandia.com - Página 50
atrás de su grueso cuello. Una nube de hambrientas moscas negras zumbaba a su
alrededor.
Ciertamente no había sido él quien había roto la rama que había oído chascar.
Entonces vi al que lo había hecho. A unos siete u ocho metros de distancia había un
enano que se cubría con una capa de hule. Estaba de espaldas a mí, inclinado sobre
otro goblin desplomado; una cota de malla tintineaba debajo de la capa. El enano se
incorporó. En una mano, enguantada en cuero, llevaba una brillante hacha de guerra
con filo por un lado y el otro terminado en pico. Entonces echó un vistazo en
derredor, cauteloso, y se volvió en mi dirección de manera que vi su barba,
enmarañada y húmeda, de color castaño, sus cejas espesas y oscuras, sus pequeños
ojos negros, que se abrieron desmesuradamente al verme.
—¡Por Reorx! —exclamó. Hizo girar el hacha en su mano derecha al tiempo que
levantaba el brazo izquierdo para frenarme si me abalanzaba sobre él. Adoptó una
postura agazapada, con los pies colocados de manera que podía moverlos en
cualquier dirección. Otro veterano de la guerra.
Levanté las manos, con las palmas hacia afuera y los dedos extendidos, y sacudí
la cabeza despacio. El enano no se dio por aludido y continuó preparado para un
ataque. Su imagen, con la reluciente hacha aferrada con fuerza, me hizo gracia, pero
no sonreí.
Avancé lateralmente a fin de apartarme de la cornisa; la inestabilidad que sentía al
principio había desaparecido por completo. El enano giró sobre sí mismo para no
perderme de vista.
Moví los labios para decirle algo, pero no emití ningún sonido. Me costó un
momento entender el motivo; entonces aspiré aire para llenarme los pulmones. Parte
de mi caja torácica se expandió, pero se produjo un desagradable sonido de succión
en el esternón y tuve la sensación de que el lado izquierdo de mi pecho no se estaba
llenando. Alcé la mano derecha con rapidez y la metí por el cuello de la camisa para
cubrir el agujero de la herida. Lo intenté de nuevo.
—No temas —articulé… y me sobresaltó el sonido de mi propia voz. Era ronca y
afónica, como si hubiese tragado ácido. Aspiré una nueva bocanada de aire—. No te
haré daño —finalicé con una boqueada.
El enano tragó saliva, sin apartar sus ojos de mí ni un solo instante. Un músculo
de la mejilla izquierda le daba tirones.
—Aprecio tan buena disposición —masculló—. Lo tendré en cuenta.
Sentía curiosidad por los goblins muertos. Me encogí de hombros en un gesto
despreocupado antes de arrodillarme a examinar uno de los cuerpos cubierto de
moscas. Como había sospechado, la cabeza del dardo que sobresalía del cuello del
goblin era igual a la que me había herido a mí. Saqué la mano derecha de dentro de la
camisa y la alargué para examinar la punta.

www.lectulandia.com - Página 51
Retiré la mano con presteza. Un hilo de brea negra colgaba de la cabeza del dardo
e impregnaba la ranura. Había visto esa sustancia antes, en Neraka. Cera negra, la
había llamado mi comandante. Un veneno mortal. Un puñado de humanos de Neraka
lo había utilizado en sus armas, con lo que era su idea de darnos una buena
bienvenida. Sólo los dioses saben de dónde lo sacaron; los propios nerakinos no
sabían cómo manejarlo. Encontrábamos sus cadáveres de tanto en tanto, agazapados
en lugares de emboscada, con pequeñas manchas de cera negra en sus labios o dedos,
en donde se habían tocado por descuido.
Recordé la sensación de vacío extendiéndose dentro de mí mientras moría, con el
dardo hincado en mi pecho. Había sido el primero en sentir el beso del veneno esa
noche. Supuse que mis primos lo habían sentido antes incluso que yo. Mal asunto que
no se me ocurriera la idea de examinar sus cuerpos.
Me incliné para seguir estudiando al goblin, que probablemente me había
sobrepasado en casi cincuenta kilos de peso en vida. Había sido un bruto corpulento;
sus ropas y armadura estaban tan mugrientas como su piel. El filo de una daga había
cortado su cinturón y su bolsa de dinero, ahora vacía, así como también su armadura
de cuero y sus botas. También le faltaba la oreja izquierda. Por las apariencias, había
sido cortada limpiamente, por debajo del borde del casco.
Alcé la vista hacia el enano, que no se había movido, y recordé llevarme la mano
al pecho para taponar el agujero antes de hablar.
—¿Y aquél? —inquirí roncamente, señalando con un dedo huesudo al goblin que
estaba muerto detrás de él. Mi voz sonaba como si fuera un animal aprendiendo a
hablar.
El enano aflojó un poco la tensión, pero sólo un pelo. Se apartó del cuerpo para
que lo viera bien. Este goblin yacía boca arriba, con un brazo extendido junto a un
barril de vino vacío que tenía a su lado, sobre la hierba. El proyectil había atravesado
su armadura de cuero a la altura del abdomen. Una segunda herida, ahora negra
azulada, resultaba visible en su garganta. Le faltaba también la oreja izquierda, que
había sido cortada limpiamente. Ni siquiera se había incorporado; había muerto
sentado y después se desplomó de espaldas.
Alcé las manos y me tanteé las orejas. Ambas seguían intactas y en su sitio.
—Tal vez podrías darme una idea de lo que buscas. —La voz del enano era firme
y baja; el brazo que enarbolaba el hacha continuaba dispuesto a golpear o a arrojar.
Escudriñé la cima del cerro, en la que crecían algunos árboles. No había nadie
más por los alrededores.
—Busco a alguien —repuse por último.
Esto no lo respondía todo, pero el enano lo pasó de momento por alto.
—¿Tienes nombre? —preguntó.
—Evredd —respondí; la palabra sonó como un refunfuño. Me tapé la herida y lo

www.lectulandia.com - Página 52
repetí, con más claridad.
Los negros ojos del enano fueron a mi pecho.
—Estás muerto, ¿verdad, chico? —inquirió.
Encontré difícil responder a eso. Era algo a lo que no quería enfrentarme.
—Apuesto a que eres un espíritu. Llevas muerto poco tiempo, eso puedo
asegurarlo. He visto muchos tipos muertos antes, pero ninguno que caminara, como
tú. Sí, tienes que ser un espíritu que has vuelto a la vida para vengarte de tu asesino.
¿Me equivoco?
Para ser enano, era muy hablador.
—¿Quién hizo esto? —pregunté, señalando los cuerpos.
El enano siguió mirándome un poco más y después echó un vistazo en derredor,
pero sin quitarme ojo. El cielo empezaba a oscurecer con la llegada del ocaso, pero
había dejado de llover. Unos sesenta metros detrás del enano, en una línea de árboles,
había una afloración rocosa irregular, cubierta con enredaderas. Una cárcava, o
vereda abierta por la erosión, salía de la espesura y después cruzaba la cima del cerro
en dirección sur.
—No lo sé —repuso el enano, que volvió a mirarme y luego a los goblins
muertos—. Yo mismo acababa de llegar aquí. —El agua de lluvia resbalaba por el
filo del hacha.
Me incorporé. El enano retrocedió, con semblante tenso, y alzó el brazo que
sostenía el hacha.
—No —dije, pero la palabra sonó como un jadeo. Me llené la mano al pecho—.
No —repetí—. ¿Cuánto hace…? ¿Qué día es hoy?
—Dieciséis —contestó mientras estrechaba de nuevo los ojos.
Entonces, llevaba muerto un día. Los goblins habían atacado el doce, y salí tras
ellos al día siguiente.
—¿Hay más… gente contigo? —Resultaba difícil pronunciar todas las palabras
de un solo tirón. Iba a tener que practicar mucho.
—Sólo yo —repuso el enano, vacilante. Esbozó una sonrisa nerviosa y cambió de
posición la mano en el mango del hacha—. No fui yo quien te mandó al mundo de los
muertos, y, si eres un espíritu vengativo, creo que no me atacarás. Eso lo reservarás
para tu asesino.
No sentía necesidad de molestar al enano si él no me molestaba a mí, así que
supuse que había dado en el clavo. Registré el suelo para dar con cualquier clase de
pista que identificara a mi asesino. El enano se mantuvo alejado, pero no tardó mucho
en recobrar suficiente valor para seguir examinando al goblin tirado boca arriba,
buscando cosas de valor y sin quitarme ojo al mismo tiempo.
La fuerte lluvia había destruido prácticamente todas las pistas que hubiera podido
haber: huellas, hierba pisada, todo. A pesar de ello, todavía era capaz de adivinar unas

www.lectulandia.com - Página 53
cuantas cosas acerca de mi asesino. Había utilizado ballesta, casi con certeza una de
fabricación enana. Sabía envenenar los proyectiles. Era muy probable que pudiera
escalar riscos; tenía que haber trepado por éste, después de acabar conmigo. Luego
disparó a los goblins, que estaban borrachos y cansados, pero la ausencia de otros
cadáveres indicaba que el asesino se había movido con considerable rapidez, para
derribarlos antes de que pudieran lanzar un grito de alarma, ni siquiera el uno al otro.
Pero, si había matado a los goblins, ¿por qué matarme también a mí? Debía de
saber que iba tras ellos. Y, si veía tan bien como para acertarme con tanta precisión,
no podía haberme confundido con una carroña goblin. Reflexioné un minuto, y
después me asomé a la cornisa. Todavía se percibía la impresión de la figura de un
hombre en el embarrado suelo, allá abajo, donde había caído. Registré el campo hasta
el horizonte. Unos quince metros hacia el oeste, apartado de la base del risco donde
me habían disparado, había un pequeño árbol muerto, con un zarzal escaramujo
rodeando la parte inferior del tronco. Yo había estado de espaldas a la pared rocosa,
mirando hacia el oeste. El asesino podía haber estado escondido allá fuera, en la
oscuridad, cuando me atisbó.
Sí, mi asesino era un tirador condenadamente bueno.
Y tal vez también podía ver en la oscuridad.
—¿Sabes? —empezó el enano con tono coloquial—, los goblins no van en
parejas. Tiene que haber otros muertos, por aquí, en alguna parte. En caso contrario,
estaríamos con el cuerpo cosido a flechazos a estas alturas. Quizá sería mejor que
echáramos un vistazo.
El enano se incorporó. Casi había olvidado que estaba allí. Los enanos, recordé,
veían en la oscuridad cualquier fuente de calor. Como los elfos y algunos hechiceros.
Pero los hechiceros no podían utilizar ballestas y los elfos que conocí en la guerra
sentían una repulsión general hacia esa clase de arma. A los enanos, por el contrario,
les gustaba.
—Eh —dijo el enano mientras agitaba la mano libre, la que no sostenía
firmemente el mango del hacha—. ¿Es que también estás sordo, además de muerto?
Sacudí la cabeza, pues no quería hablar mucho.
—¿Habrá más? —pronuncié de un tirón, en tanto señalaba el cuerpo del goblin
más cercano.
El enano echó un vistazo a la línea de árboles.
—Allí hay un fortín —indicó—. Uno viejo. Apuesto a que los encontramos en él.
Asentí con la cabeza al ver ahora que el «afloramiento rocoso» era en realidad
parte de una muralla desmoronada. Los distantes gritos de otros goblins, que había
escuchado la noche anterior, debían de proceder allí.
El enano me echó un último vistazo escrutador.
—Me llamo Orun —se presentó. No tendió su mano para cerrarla sobre mi

www.lectulandia.com - Página 54
antebrazo, como tenían por costumbre hacer la mayoría de los enanos que había
conocido en esta región.
En respuesta, hice una leve inclinación de cabeza y después señalé en dirección al
fortín. Dejamos los cadáveres y echamos a andar. Orun se aseguró de que en todo
momento hubiera entre nosotros una distancia mínima de seis o siete metros. Era
precavido, pero parecía haberse acostumbrado a mi presencia. Una de dos: o no tenía
nada en contra de un cadáver andante, o estaba completamente loco.
Claro que yo estaba muerto, y no era quién para criticar.

El fortín en la arboleda era probablemente una reliquia de los tiempos anteriores


al Cataclismo. Burdas murallas de piedra, portón doble de madera y, a la izquierda,
los cimientos de piedra de una torre; en conjunto, sólo eran ruinas desmoronadas.
En el acceso nos topamos con un tercer goblin, tirado boca abajo. El penacho de
otro dardo de ballesta le sobresalía por la coraza de cuero; había caído sobre el
proyectil y había roto el astil por la parte delantera. Unas moscas zumbadoras
volaban sobre él y muchas se alimentaban en la herida donde antes estaba su oreja
izquierda. Tenía los brazos pillados bajo el cuerpo ya que, al parecer, había agarrado
la saeta, como había hecho yo. Su espada seguía enfundada en la vaina, a su costado.
Otro cliente cogido por sorpresa.
A través de los portones abiertos pudimos ver el patio central, cubierto de maleza,
que, si no era demasiado grande de nuevo, ahora lo era aún menos con los arbustos y
árboles que crecían profusamente en su interior. Al otro lado del patio estaba el
edificio de barracones, con las paredes de piedra y parte de la techumbre
sosteniéndose todavía en pie. A la derecha, contra la muralla, había un edificio bajo
que debían de haber sido los establos. La torre de la izquierda era en su mayor parte
escombros. Reinaba el silencio, salvo por el zumbido de las moscas.
Orun me miró de soslayo y después se agachó con cautela sobre el desplomado
goblin. Sus gruesos dedos cogieron el rostro rígido y tocaron la mejilla grisácea;
luego levantó uno de los párpados dejando a la vista un globo ocular blanco.
—Muerto hace un día, más o menos —masculló. Me observó con los ojos
entrecerrados y a continuación recorrió con la mirada el patio del fortín—. Creo que
estamos solos —añadió con tono seguro.
Moví la cabeza arriba y abajo y crucé el acceso, con el enano pisándome los
talones.
El patio estaba cubierto con hierba alta y arbustos espinosos. Los árboles crecían
junto a la muralla de piedra. Alguien, probablemente los goblins, había cubierto en
parte el deteriorado techo de los barracones con pieles de animales. Se habían abierto
caminos en la alta hierba recientemente, conectando la entrada principal con los
barracones. Los establos conservaban su techumbre original y parecían estar en

www.lectulandia.com - Página 55
mejores condiciones de habitar que el resto de los edificios. Los goblins podían estar
a salvo y a resguardo en su interior, y disparar por las aspilleras a cualquier intruso.
Intrusos como nosotros.
Una ardilla corrió ligera sobre el techo del establo, se detuvo al vernos y nos
observó con curiosidad. Huyó cuando la contemplé con fijeza largo tiempo.
—Te apuesto una pieza de acero a que los demás están ahí —dijo Orun mientras
señalaba con el hacha los barracones—. Quizás está también tu asesino, sea quien
sea. Más vale que echemos un vistazo.
Nos acercamos; Orun, generosamente, me dejó ir delante. Unas formas oscuras
yacían en el suelo, al otro lado de la puerta abierta de los barracones. El enano se
detuvo a unos seis metros del peldaño de piedra, con el hacha preparada,
observándonos tanto a mí como al vano. No era ningún tonto.
Vacilé sólo un instante antes de subir el escalón y pasar al interior. El zumbido de
insectos saturó mis oídos en medio de la oscuridad. Una débil claridad penetraba por
la puerta y a través de los agujeros del improvisado techo. El agua goteaba sin cesar
de lo alto y salpicaba la habitación.
Mientras miraba a mi alrededor, me alegré de estar muerto. La visión de
cadáveres hinchados no me afectaba ya como lo había hecho en las sangrientas
llanuras de Neraka. Ahora era un mero escenario, sombras que no guardaban terror
alguno. Nadie gritaba, nadie chillaba, nada dolía. Dondequiera que mirara había
cuerpos y por todas partes estaban presentes las moscas negras y cosas que se
arrastraban en un mórbido festín, alfombrando los cadáveres descoloridos y
retorcidos de los goblins.
Conté ocho cuerpos. Cinco de ellos aferrándose las gargantas o los rostros. El
resto contemplaba el techo con ojos desorbitados y bocas abiertas de par en par, los
brazos rígidos rodeándose el pecho o abiertos como si trataran de asir algo. Resultaba
difícil adivinar qué habían estado haciendo, pero era evidente que ninguno intentó
coger su arma. Todas las espadas estaban envainadas o apoyadas contra la pared.
Examiné la habitación. Había una puerta a la derecha que debía de conducir a los
establos. La madera estaba gris de vieja que era y parecía estar a punto de caerse en
pedazos. Se abrió con facilidad.
Al otro lado estaba muy oscuro. Caminé con cuidado para evitar tropezar con
cuerpos que podían encontrarse en mi camino. No topé con ninguno hasta que llegué
a los establos propiamente dichos.
Aparentemente, los goblins habían limpiado las cuadras y habían hecho de ellas
un acogedor hogar. La luz gris se colaba a través de pequeños agujeros practicados en
el techo y las paredes exteriores. Las interiores se habían podrido hacía mucho
tiempo, pero los goblins habían limpiado los desechos con gran eficiencia. Un círculo
de piedras, lleno de ceniza, servía como asiento junto al hoyo de la lumbre. Una

www.lectulandia.com - Página 56
colección ingente de harapos medio podridos cubría un montón de hojas secas,
haciendo las veces de lecho. Era suficiente, si no acogedor.
El cuerpo tendido cerca del hoyo de la lumbre era el único ocupante de la
habitación. Me arrodillé a su lado y lo miré detenidamente. En vida, debía de haber
sido el goblin más corpulento que uno pueda imaginar; me aventajaba en altura una
cabeza y media. Incluso en la gris penumbra pude ver un enorme boquete
carbonizado en la pechera de su coraza de cuero. Sólo en otra ocasión había visto
algo semejante, cuando un rayo se descargó durante una tormenta y mató a uno de los
caballos de mi tío mientras pastaba.
Alcé la vista. El techo del establo era sólido.
Siguiendo un impulso, me incorporé y fui hacia la cama, donde revolví los
harapos hasta encontrar una tira larga de tela. Me la até alrededor del pecho, de
manera que sujetaba el puñado de trapos con el que había tapado el agujero de la
herida. Probé a articular algunas palabras y descubrí que podía hablar de un modo
casi normal, si bien mi voz sonaba como si tuviera rocas en la garganta, en lugar de
cuerdas vocales.
—Me pareció oírte hablar contigo mismo —rezongó Orun cuando salí al exterior.
Se había acercado a la puerta del barracón, pero el hedor, evidentemente, era más de
lo que podía soportar, ya que tuvo tapada la nariz hasta encontrarnos lejos—.
¿Alguna idea de lo que les pasó a nuestros amigos goblins? —inquirió, señalando con
el hacha la puerta.
Sacudí la cabeza. El enano frunció el entrecejo y miró en derredor.
—¿Quién se los cargó? —se preguntó, absorto, y luego se volvió hacia mí—.
¿Hay alguien más aparte de ellos?
Una vez más, sacudí la cabeza en un gesto de negación.
—¿Ni rastro de un enano? ¿Uno muy pálido, realmente feo?
De nuevo, moví la cabeza a la derecha e izquierda, pero esta vez con más lentitud.
—¿Por qué? —quise saber.
Orun miró a otro lado y masculló algo que no entendí.
—¿Cebar? —repetí.
—No. Theiwar —respondió con gesto de asco. Soltó el hacha en el suelo para
frotarse las manos—. Maldita sea su alma.
El nombre me sonaba familiar. Estaba relacionado con una casta de enanos,
recordé.
—¿Theiwars?
—Chacales, todos ellos —repuso con voz ronca—. Dicen ser verdaderos enanos,
pero no existe relación alguna, que yo sepa. Algunos utilizan magia, los peores de
ellos. Nunca le des la espalda a un theiwar a menos que ya estés muerto, y, aun
entonces, más vale que lo pienses dos veces. Nacidos para hacer mal, todos ellos.

www.lectulandia.com - Página 57
¿Un enano utilizando magia? Nunca había oído algo semejante, pero, ahora que
había muerto, había sobrepasado un punto en el que casi todo puede ser posible.
—¿Qué clase de magia? —inquirí.
—Oh, hechizos de cualquier tipo. Algunos para matar, por ejemplo el del gas
venenoso. Ése podría haber sido utilizado con los muchachos de ahí dentro. —Señaló
el barracón—. Quién sabe todo lo que son capaces de hacer.
—¿Persigues a un theiwar?
Orun sonrió con timidez.
—Tiene gracia que lo preguntes. Estoy en ello. —Alzó los ojos hacia mí—. Soy
cazador de recompensas. Vengo de Kayolin. ¿Lo conoces? Bonito sitio.
Kayolin era un respetable reino enano de montaña, unos ciento treinta kilómetros
al suroeste de Arroyo Tortuoso.
—¿Por qué cazar a un theiwar?
—Por traición a Kayolin. —Orun se atusó la barba húmeda—. Se suponía que
debía actuar como espía nuestro entre los draconianos y los goblins, y quitar alguno
de en medio cuando se le presentara la ocasión. Algunos theiwars te ayudan por amor
al tacto de las piezas de acero en sus manos; otros lo hacen por el mero gusto de
matar. Los utilizamos. —Suspiró—. Teníamos que hacerlo. La guerra es la guerra.
—¿Qué ocurrió?
Orun resopló con desdén.
—A ése le gustaba demasiado la parte de matar. Y quería más para sí mismo. Se
vendió al Ejército Azul y trabajó de espía para ellos. Nos dimos cuenta y fuimos tras
él, pero escapó con una banda de goblins. Apuesto que eran éstos. La misma clase de
armadura, las mismas marcas tribales… Todo coincide. —Se frotó los párpados—.
Ignoro si fue él mismo quien hizo esto a su propia banda, o el por qué. Pero es
genuinamente perverso, freza de la Reina Oscura, eso puedes tenerlo por seguro. Es
muy bueno con las ilusiones, cambiando de aspecto y todo lo demás. —Bajó la vista
a su hacha, que tenía recostada contra la pierna; la levantó y la sopesó—. Estoy
deseando reunirme con él, ya lo creo que sí.
—¿Cómo se llama?
—¿El theiwar? Garith. No tiene apellido.
Yo ardía de curiosidad. ¿Sería el mismo Garith del que había oído hablar a los
goblins? Estaba a punto de hacer más preguntas cuando todo sufrió un cambio radical
en mi cabeza.
El sol acababa de ponerse. La claridad había menguado perceptiblemente en los
últimos segundos, pero yo sabía, en otro plano más interno, que el sol había
desaparecido. Algo había despertado dentro de mí. Era como ver y oír después de
nacer ciego y sordo. Era como si ahora lo supiera todo; todo lo que realmente tenía
importancia.

www.lectulandia.com - Página 58
—Evredd… —llamó Orun al verme salir del fortín—. ¡Evredd! —oí que gritaba
con más fuerza y después echaba a correr tras de mí con sonoras zancadas.
Fui al borde del risco desde donde se divisaba el punto en el que me habían
matado. Allí, más allá de los cuerpos de los dos goblins, me detuve y escudriñé el
paisaje hacia el suroeste. Mis miembros habían recuperado fuerza, sentía hormigueo
en las manos y mis dedos se abrían y cerraban sin control.
De pronto lo entendí: tenía que dirigirme al suroeste, tan rápido como me fuera
posible.
—Maldita sea, muchacho, te mueves muy deprisa para estar muerto —jadeó Orun
mientras se paraba tras de mí, a unos seis metros—. Te traes algo entre manos,
¿verdad? He oído decir que los fantasmas vengativos pueden oler a su asesino en la
oscuridad. Hueles a tu chico ahí fuera, ¿eh?
Me volví y miré al enano. Otro par de manos podía ser útil en lo que se
avecinaba.
—Sígueme —dije y me encaminé por la senda que cruzaba la cima del cerro.
Avancé a zancadas lentas para que Orun pudiera mantener el paso, pero aun así el
enano tuvo que ir al trote. Me acribilló a preguntas, que yo pasé por alto, mientras me
seguía; después, frustrado, empezó a proferir maldiciones y palabras malsonantes.
Delante, a kilómetros de distancia en la creciente oscuridad, sentía una presencia
moviéndose. No era realmente un olor, y mis sentidos, aguzados al caer la noche, no
me descubrían quién era el asesino, pero sabía dónde estaba; con exactitud.
Si me daba prisa, quizás él y yo podríamos mantener una pequeña charla.

Caminamos toda la noche por terrenos llanos ligeramente boscosos y a través de


arroyos someros. Orun mantuvo el paso, a mi lado, resoplando como un caballo, con
su cota de malla tintineando al ritmo de las zancadas.
—¿No estás cansado aún? —preguntó en una ocasión, pero no respondí.
El asesino nos sacaba una gran ventaja.
—Yo lo aguanto bien —comentó Orun un rato más tarde—. Hice esto durante la
guerra. Una vez marchamos durante dos días sin parar. —Se quedó sin aliento un
momento—. Justo a continuación, mis hermanos y yo combatimos con un ejército de
goblins y los barrimos en una hora. Los hicimos retroceder y los arrojamos por un
cañón. Puedes apostar a que fue un día estupendo.
Me mantuve en silencio. Estaba esforzándome por ver qué más podía detectar
acerca de mi asesino. Dejé mi mente abierta a todo.
—Como te dije, soy de Kayolin —continuó Orun, entre jadeo y jadeo—. Conoces
Kayolin…, en las Garnet. Un sitio bonito. ¿Te lo he dicho ya? Salí para ver mundo y
luchar en la guerra, y desde entonces ando de aquí para allí. ¿Has estado en Kayolin?
Tienes que verlo alguna vez. —Oí a Orun soltarse de un zarzal que se había

www.lectulandia.com - Página 59
enganchado a su capa. Su armadura tintineaba como una música de fondo—. Es
precioso en primavera.
El enano guardó silencio un rato antes de preguntarme en un tono diferente:
—¿Hueles a tu asesino?
No respondí.
—Soy un fisgón, lo sé —manifestó con un suspiro mientras trotaba—. Es lo que
siempre decían en Kayolin. Demasiado fisgón. Yo…
—Sí —repuse, sin apartar la vista de los campos oscuros que había delante.
—Oh. Eh… bien, hay gente más fisgona que yo —manifestó Orun, ahora con
actitud altanera.
—Sí —repetí, en tono más alto y preciso—. Puedo ver a mi asesino.
—Oh —gruñó Orun, que añadió—: Tenía entendido que los olíais.
Después de aquello viajamos en silencio varias horas.
A medida que el horizonte oriental se volvía más luminoso, algo empezó a
escabullirse de mi cabeza. La claridad de mente que sentía antes disminuyó de
manera considerable, y la percepción del paradero de mi asesino se tornó evasiva,
borrosa.
—¿Empiezas a cansarte? —inquirió Orun, poco antes del alba. El cielo seguía
encapotado, pero no había vuelto a llover.
No contesté.
—¿Estás cansado? —repitió Orun un rato más tarde. Me giré y vi que el sudor le
corría por el rostro y la barba.
—No —respondí sin detenerme. Podía continuar a este paso eternamente, pero
había advertido que mi presa iba más despacio. ¿Se había fatigado ya? Muy pronto
lamentaría cada pausa hecha para recobrar el aliento—. ¿Y tú? —dije,
preguntándome si Orun sería capaz de resistirlo.
—Todavía no he muerto —contestó. Entonces carraspeó y guardó silencio varios
minutos, abochornado. Durante la noche había acortado a un par de metros la
distancia que nos separaba y no la volvió a incrementar. Parecía que se estaba
acostumbrando a mí.
El asesino al que seguía el rastro continuó reduciendo la marcha a medida que el
nublado amanecer se aproximaba. Cuando el sol salió por detrás de las densas nubes
matinales, mi percepción interior del paradero del asesino se desvaneció en
momentos. Parte de mi energía sobrenatural pareció disiparse también, pero todavía
me sentía capaz de seguir caminando a un paso sostenido. Quizá la pérdida de energía
al amanecer era parte de ser un espíritu vengador. Quizá sacaba mi sustento de la
oscuridad. Puesto que ésta era mi primera mañana como un hombre muerto, tal vez
mi ignorancia me sería disculpada.
Para entonces ya sabía hacia dónde se dirigía el asesino. Conocía el camino a

www.lectulandia.com - Página 60
Arroyo Tortuoso con los ojos vendados, pues había salido de caza por estas planicies
hacía pocos meses. Era casi mediodía cuando cruzamos un camino de carros
abandonado y entramos en un pequeño bosque, detrás del cual se encontraban las
ruinas de una granja del pre-Cataclismo. De la estructura sólo quedaban los cimientos
de piedra, y unos árboles jóvenes extendían sus ramas donde en otros tiempos había
estado la planta baja. Un regato corría entre los árboles.
—¡Puff! —resopló Orun, que se había quedado rezagado—. Párate un momento.
Haz un alto y déjame descansar.
Me detuve, aunque sentía una premiosa necesidad de continuar y alcanzar a mi
asesino. Levanté una mano delgada y señalé el bosquecillo y las ruinas.
—Descansa —grazné.
Orun dio las gracias con un gruñido y se dirigió hacia unos árboles para aliviar
sus necesidades en privado. Después fue a la orilla del regato y, con cuidado, recostó
su reluciente hacha contra un tronco caído. Tenía el rostro y las ropas cubiertos de
polo y churretones de su propio sudor. Dejó el casco a un lado, se arrodilló junto al
regato, se agachó y se echó agua por la cabeza. Tras lavarse y beber un buen trago, se
sentó en la ribera mientras se frotaba las rodillas.
Durante un buen rato, sólo se escuchó la voz del regato. Pensé en los goblins
muertos, en mis primos y en mí mismo. Me pregunté quién nos había matado a todos
y por qué.
Entonces estudié a Orun. Se había recostado en el tronco caído contra el que
descansaba su preciosa hacha, con las piernas extendidas. Su barba oscura estaba tan
enredada y húmeda que parecía una bayeta.
—Háblame de los theiwars —pedí.
—¿Qué quieres saber? —Orun estaba sorprendido.
—Todo.
—¿No sabes nada de ellos?
—No.
—Mmmm. —Orun bajó la vista y se mordisqueó el labio—. Los theiwars son una
especie de enanos, pero anormales. Son diferentes de los verdaderos enanos. Más
feos, por supuesto. Ya te conté que utilizan hechizos. Sin embargo, son más débiles.
La luz del sol los pone enfermos; no la soportan. Tienen que ocultarse durante las
horas diurnas, o, en caso contrario, envolverse en ropas negras. Es a causa de la
endogamia. —Hizo una pausa y se quedó pensativo.
»Su fealdad no es sólo exterior. También son cobardes, ladrones, asesinos. Ésos
son sus rasgos positivos. —Esbozó una breve sonrisa—. Son como el garbanzo negro
de la familia. Como ese primo lejano al que detestas, porque es un tramposo que
miente, roba y piensa que el mundo entero le pertenece. Aun así, sigue siendo de la
familia, siempre y cuando cumpla las normas de la casa. ¿Me sigues?

www.lectulandia.com - Página 61
Asentí con un cabeceo y pensé en los goblins.
—¿Coleccionan trofeos? —inquirí.
—Desde luego. Les gustan las orejas; son más fáciles de cortar que los dedos. Las
guardan y se las muestran a sus amigos. Las usan como prueba de las muertes
cometidas. Tal vez se las comen después. No lo sé y tampoco quiero saberlo. —Se
atusó la enredada barba.
—¿Los theiwars utilizan ballestas? —Era una pregunta que debía haber
formulado antes.
—Claro. —Orun se puso de pie y se sacudió el polvo de los pantalones y la capa
—. Disponen de todo tipo de armas raras, pero les gustan las ballestas.
No resultaba descabellado suponer que mi asesino había sido un theiwar. Sabía
que un enano veía bastante bien en la oscuridad. El theiwar pudo haber trepado por el
risco después de matarme, acabar con los centinelas goblins y después con el resto de
ellos. Pero ¿por qué iba a querer matarme un theiwar? ¿Acaso él o los goblins habían
asesinado a mis primos? ¿Por qué iba a matar a sus propios compinches? No tenía
sentido.
Orun pateó con fuerza el suelo y después observó el bosquecillo y las ruinas.
Volvió la vista hacia su hacha, apoyada todavía en el tronco; luego se encogió de
hombros y escupió.
—Nunca pensé que vería a un espíritu vengador, o que hablaría con él —
manifestó mientras se abrochaba la capa—. Un viejo pariente mío, un tío abuelo, fue
otro como tú, un muerto que vuelve a la vida para vengarse de su asesino. Un tipo de
Lemish lo mató en el campo y le robó el dinero. Broan regresó, todavía
ensangrentado, y pidió ayuda. Dos familiares lo acompañaron y encontraron al
lemishita a mitad de camino de vuelta a su casa. Mis parientes regresaron, pero Broan
no. Los que lo acompañaron nunca hablaron mucho sobre ello. Eso pasó hace cien o
ciento diez años. —Se frotó la garganta.
»He visto a otros que volvieron a la vida, pero no como tú. Eran muertos
vivientes, zombis sin voluntad. A los magos Túnicas Negras les gustan. Uno de ellos
pasó por Kayolin, una vez. No le dejamos que se parara. Llevaba un montón de
ayudantes muertos. —El semblante de Orun se contrajo en una mueca de asco al
recordarlo—. Hechiceros —masculló.
—¿Conocías al tal Garith? —pregunté.
Un tic nervioso tensó un músculo de la mejilla izquierda de Orun y le estiró la
comisura de la boca. Volvió la mirada hacia el camino mientras recordaba.
—Era su contacto con Kayolin, una especie de encargado de mantenerlo bajo
vigilancia. Se supone que debí saber lo que se traía entre manos cuando empezó a
matar a los nuestros, pero me dio el pego. —El enano gruñó y se arrebujó más en la
capa—. Casi me cazó a mí también, pero tuve suerte. Tuve suerte, maldita sea.

www.lectulandia.com - Página 62
Lo contemplé con fijeza unos instantes.
—Deseas atraparlo —dije.
Orun guardó silencio un poco más; después, lentamente, se dio media vuelta y me
sonrió de un modo raro, casi retraído.
—Por supuesto —repuso. Sus ojos eran meras rendijas, como las saeteras de un
castillo—. Lo deseo mucho. Mató a varios buenos amigos míos. Fue culpa mía. Sé
cómo te sientes. Ansias echarle las zarpas a su escuálido cuello y apretar hasta
matarlo, hacerle sentirse cómo te sientes tú. ¿A que sí?
No respondí. Orun ensanchó la sonrisa.
—Bueno, si se te escabulle, yo lo remataré por ti. Estoy deseando que llegue el
momento. Nuestro chico ha estado muy ocupado, matando todo cuanto encontraba en
su camino. La da igual uno que otro como al resto de los suyos. Se considera un chico
malo, al que hay que temer, pero no le va a gustar ni pizca vernos juntos a los dos.
—¿Por qué no tienes miedo de mí? —inquirí.
El enano me observó en silencio y después resopló como si le hubiesen contado
un mal chiste.
—¿Quieres que me asuste de alguien como tú, chico muerto? Te diré una cosa. En
la guerra, a mi comandante lo mató un draconiano, del tipo sivak. Son esos grandes,
plateados, que cambian de forma cuando matan a alguien, de manera que adoptan la
apariencia de quien acaban de asesinar. ¿Los conoces?
Sí, recordaba muy bien a los sivaks, de la guerra, y así lo dije.
—Vi cómo lo mataba —continuó Orun—, pero no estaba en situación de hacer
nada al respecto entonces y allí. Tuve que viajar con él durante dos días, fingiendo
que era mi amigo y sabiendo todo el tiempo que nos estaba engañando y nos
conducía a mis compañeros y a mí a una emboscada. Nos llegó la ayuda de refuerzos
a tiempo, por fortuna, y cortamos a ese chico reptil en pedacitos pequeños para
alimento de gullys. Tú serás un muerto, pero después de aquel sivak no me
impresiona casi nada. —Dio una palmada y fue a recoger su hacha.
»Además, como ya he dicho, confío en que me conducirás directamente a Garith.
Será casi como una reunión familiar. —Alzó el arma y recorrió con la mirada el filo
de la hoja—. Me muero por volver a ver a ese muchacho. Como, probablemente le
ocurrirá a él… después de verme.

Por fin llegó el atardecer. Nos detuvimos un rato para que Orun descansara y
después reanudamos la marcha cuando el sol se ponía. Le hablé a Orun de mis
primos, mi tío, mi vida y mi muerte. Caminó en silencio mientras escuchaba,
haciendo sólo alguna que otra pregunta. Hablé y hablé hasta que no me quedó nada
por contar.
Al hacerse de noche, mi percepción de la localización de mi asesino surgió en mi

www.lectulandia.com - Página 63
conciencia con tanta firmeza como si nunca se hubiera disipado. Aún se dirigía hacia
Arroyo Tortuoso, pero ahora nos encontrábamos mucho más cerca de él. Su
velocidad había aumentado con la llegada de la noche, igual que ocurría con la mía…
pero yo avanzaba más deprisa, a pesar de ir con Orun.
Al mediodía siguiente, estábamos a unas dos horas de Arroyo Tortuoso. Allí
hicimos un alto en una granja abandonada, una que sabía que había pertenecido a una
pareja que se había mudado durante la guerra. La casa, hecha con piedra y troncos,
estaba cubierta de plantas trepadoras y asegurada con tablones, pero parecía
encontrarse en buen estado. Sólo nos llevó unos segundos forzar la entrada. Orun
durmió hasta media tarde. Yo sabía que podíamos permitirnos un descanso y quería
que Orun estuviera en plena forma cuando nos encontráramos con el theiwar. Mi
compañero se despertó «dispuesto a entrar en materia».
—Ojalá supiera qué hechizos ha reunido últimamente —repitió Orun por tercera
vez en la tarde, al cabo de unas horas. La piedra afiladora que sostenía en la mano
hacía un sonido chirriante al rozar el filo del hacha con ella—. Garith puede hacerse
invisible, hipnotizar con colores a la gente y hacer que brille luz. Y crear un gas
venenoso, que fue el que utilizó probablemente con los goblins. Pero sabía muchos
más conjuros que éstos. —Alzó el hacha y la examinó a la tenue luz que se colaba
por las grietas de las contraventanas rotas—. Maldita sea, ¡qué ganas tengo de que
nos veamos las caras!
Orun registró la casa mientras yo esperaba a que mi percepción sobrenatural
reapareciera. El enano encontró una capa de tela gris, comida por la polilla, y la echó
en mi regazo, así como un par de pantalones manchados y una camisa. Para ir por la
ciudad necesitaba otra ropa que no fuera la que llevaba puesta. No convenía que
nadie, incluido el theiwar, supiera quién era, al menos al principio. Por el modo en
que Orun arrugaba su enorme nariz, deduje que las prendas apestaban a moho y
humedad. Probablemente mi olor era aún peor, pero no podía afirmarlo, ya que no
respiraba.
Fuera oscurecía de manera paulatina y, de pronto, la energía fluyó por mi interior
como un río helado. Cuando me giré en dirección a la villa, pude sentir que mi
asesino estaba a muy poca distancia de mí.
—Lo veo —declaré.
Orun asintió en silencio y se envolvió los pies con unas tiras de tela seca.
—Como te dije —comentó mientras se calzaba las botas—, los theiwars odian la
luz del sol. Sin duda se ha quedado en una posada o en una bodega, escondiéndose
del brillante astro y haciendo acopio de coraje mientras llegaba la noche. ¡Reorx
todopoderoso, cómo odian el sol!
Partimos al caer la noche. Orun había agregado una capa extra de tela mohosa
debajo de su armadura, a fin de añadir una pequeña protección contra las dagas que,

www.lectulandia.com - Página 64
según él, Garith era tan aficionado a usar. Sin embargo, sabía que no detendría el
impacto de un dardo de ballesta. Además, yo lo había puesto al corriente de la
sustancia venenosa que había visto impregnada en las puntas. La cera negra era difícil
de utilizar, de manera que no era probable que Garith tuviera los dardos envenenados
ya. A pesar de todo, no podíamos dar nada por hecho. Había acabado con una docena
de goblins en una tarde, y lo más seguro es que ni siquiera hubiese sudado por el
esfuerzo.
La noche era clara. Las estrellas habían salido temprano. Un viento cálido soplaba
de cara, procedente de la villa que teníamos delante. Recordé la última noche como
ésta que había vivido; qué tranquila había sido, lo bien que había ido todo, hasta el
final.
—En cierto modo, te echaré de menos —manifestó Orun. Llevaba el hacha sujeta
al cinto y caminaba con una zancada rápida y larga, pareja a la mía.
—¿Y eso? —El comentario me había cogido por sorpresa.
—Bueno, sabes que lo único por lo que estás aquí es para encontrar a tu asesino.
Cuando todo haya acabado, tú también desaparecerás.
Lo había sospechado, pero no me importaba. Morir por segunda vez era un bajo
precio a pagar con tal de llevarme por delante a mi asesino.
—Avísame cuando lo veas —añadió Orun.
Quise echarme a reír, pero no estaba de humor.
—Lo sabrás —dije.
Al entrar en las anchas calles de tierra de Arroyo Tortuoso, varias personas
pasaron a nuestro lado y me dirigieron miradas de asco por las condiciones de mis
ropas y, probablemente, mi olor. Ninguno echó siquiera un vistazo a Orun. Los
comerciantes enanos acudían desde Kayolin de manera continua.
Pasamos ante hileras de familias sentadas a los lados de la calle, en tanto que los
niños se perseguían o peleaban. Había casi tanta gente que no tenía hogar como
aquéllos que sí lo tenían, gracias a la guerra. Reconocí a muchos de ellos, pero en la
oscuridad no pareció que ninguno me reconociera a mí.
—¿Vas siguiendo a tu hombre? —preguntó Orun en voz queda.
—No está lejos.
Orun olisqueó y sonrió.
Mis sentidos me conducían a través de la villa, hacia el otro extremo. Tuve una
extraña sensación de temor al darme cuenta de que me dirigía hacia la granja de mi
tío.
Dejamos atrás la herrería y los establos. Alcé la vista y atisbé una pequeña
mansión en un cerro bajo, a sólo unos cuantos cientos de metros de distancia. Estaba
iluminada por globos de cristal amarillo, blanqueando la casa y el paseo principal. La
valla, que recordaba haber arreglado en vida, rodeaba el edificio principal y las

www.lectulandia.com - Página 65
dependencias, que estaban detrás.
—Allí —señalé, deteniéndome—. Está allí.
Orun se paró también y estrechó los ojos.
—Bonito sitio.
Asentí despacio con la cabeza y eché a andar de nuevo.
—Es la casa de mi tío —expliqué.
—¿Está ahí, con tu familia? —Orun me miraba de hito en hito, el gesto
endurecido.
No respondí. Mi tío era un buen hombre, pese a sus faltas; si sufría algún daño,
tendría otra cuenta que liquidar con el theiwar cuando nos viéramos las caras.
Giramos en el camino de carros que remontaba la cuesta y conducía a las puertas
de la mansión. Esferas de cristal amarillo, colocadas en postes, iluminaban el
sendero. Mi tío las había hecho traer desde la ciudad de Solanthus; era unos globos de
cristal con luz mágica en su interior, que nunca se apagaba.
«Siempre lo mejor —le gustaba decir—. No hay que conformarse con menos».
No había nadie fuera de la casa cuando nos acercamos. Todo seguía igual desde la
última vez que yo había estado allí.
Orun se apartó la capa de hule y soltó la presilla que sujetaba el mango del hacha
al cinturón.
Todo cuanto yo necesitaba eran mis manos.
Remontamos los peldaños y llegamos a la puerta. Vacilé al sentir tan fuerte la
presencia de mi presa que casi podía tocarla.
Estaba dentro, a la derecha. Allí se encontraba el estudio de mi tío, a un lado del
vestíbulo. Quizás había cogido de rehenes a todos, o había irrumpido en la casa y
estaba tomando «prestadas» algunas cosas para su uso.
Me pregunté si, cuando lo tuviera cara a cara, le preguntaría por qué me había
matado, antes de acabar con él.
Alcé la mano y llamé con fuerza a la puerta, tres veces; escuché el eco.
Esperamos.
La cerradura chascó, la puerta principal se movió un poco y luego se abrió de par
en par. Era nuestro sirviente más viejo, Roggis. Su rostro se tornó pálido al verme y
sus ojos se abrieron de forma desmesurada.
—¡Evredd! —exclamó—. ¡Benditos sean los dioses! ¿Qué te ha ocurrido?
—Estoy en casa —dije suavemente mientras apartaba al anciano y pasaba al
interior, con Orun pisándome los talones. El vestíbulo estaba profusamente
iluminado. La gran escalinata doble, que conducía a los cuartos del primer piso,
ascendía en curva por las paredes laterales.
Algo en mi interior se liberó con un desgarro. Quería ver el rostro de mi asesino
ahora. La puerta del estudio estaba cerrada, pero al instante me planté delante, con la

www.lectulandia.com - Página 66
mano sobre el picaporte, y la abrí.
El estudio, con sus vitrinas, anaqueles y librerías, estaba ante mí. La luz amarilla
se derramaba desde los globos colgados del techo. Sólo había una persona en la
habitación, sentada al otro lado de la mesa central, con un montón de libros contables
delante. Era un hombre corpulento, de cara mofletuda, nariz ganchuda y calvicie
incipiente. Al abrirse la puerta levanto la vista con actitud irritada.
Mi asesino, entonaba el frío en mi sangre.
Mi tío, me decían los ojos.
—¿Es que no puedes…? —empezó, antes de fijarse bien en mí. Dio un brinco en
la silla y la derribó. Su semblante se contrajo en una mueca de terror. Alargó la mano
hacia algo que había en una banqueta, a su lado.
—Tío —mascullé. No podía creerlo, pero sabía que era cierto. Él me había
matado—. ¿Qué…?
Mi tío se dio media vuelta. Sostenía un pesado artefacto en las manos. Era una
ballesta de fabricación enana, que chasqueó al dispararse.
El dardo me golpeó en el pecho con la fuerza de la coz de una mula, me atravesó
el pulmón derecho y me rompió una costilla. El impacto me hizo retroceder varios
pasos y faltó poco para que chocara contra Orun antes de recobrar el equilibrio.
El dardo no me dolía ni poco ni mucho.
Eché a correr y salté sobre la mesa para agarrar a mi tío, con las manos extendidas
y los dedos crispados como garras.
Me arrojó la ballesta, falló, e hizo un quiebro para esquivarme. Mis dedos se
cerraron en sus ropas y las desgarraron. Traté de agarrarlo por el cuello.
Se produjo un débil chasquido en el aire, un destello luminoso. Mi tío había
desaparecido.
En su lugar se encontraba un enano que me llegaba a la cintura, vestido con
mugrientas ropas negras. En mis manos sostenía su camisa desgarrada. Tenía la tez
blanca como un champiñón; los ojos, de un color azul desvaído, eran muy saltones;
no tenía más pelo que la rala barba, sucia y amarillenta como paja; y una boca con
dientes cariados, abierta como una herida. Era el enano más espantoso que había visto
nunca y lanzó un alarido que me habría mandado derecho a la tumba de no haber
estado ya muerto.
Mi tío… un hombre acabado…
El theiwar se había valido de un hechizo de ilusión para disfrazarse. Supe
entonces lo que debía de haberle ocurrido a mi tío y por qué parecía haber cambiado
últimamente. Y quién había sido el que había asesinado a mis primos. Probablemente,
habían empezado a sospechar algo.
Garith va a vivir ahora como un humano, había dicho el goblin.
—¡Garith! —gritó Orun desde la puerta. El enano cerró a sus espaldas, cortando

www.lectulandia.com - Página 67
los gritos de Roggis, en el vestíbulo.
Dominado por el pánico, el theiwar se metió debajo de la mesa para eludirme. Me
bajé del mueble de un empellón y cogí una pesada silla de madera, con la que golpeé
el tablero una y otra vez. La silla se rompió; la mesa se partió por la mitad y se
derrumbó. Libros y papeles se esparcieron por el suelo… así como una bolsa llena de
putrefactas orejas grises, que también se desparramaron. Algunas estaban
mordisqueadas.
Retrocedí un paso. El theiwar había desaparecido.
—¡Garith! —tronó Orun, con el hacha enarbolada—. ¡Ya puedes darte por
muerto, chico! Eres una pequeña rata muerta, ¿me oyes?
Capté algo por el rabillo del ojo. El theiwar había reaparecido en un rincón de la
habitación, lejos de Orun y de mí. Sacó las manos de los bolsillos ocultos en sus
ropajes negros.
—¡Orkiska shakatan sekis! —pronunció con una voz ronca y estridente mientras
sostenía algo parecido a un trapo y una varita de cristal y los frotaba. Me estaba
apuntando con ellos.
—¡Reorx nos asista! —gritó Orun, mientras yo me abalanzaba sobre el theiwar—.
Evredd, está…
Entonces hubo un estallido de luz como nunca lo había visto antes ni volvería a
ver después. Mi cuerpo quedó flotando en el aire, sostenido por una cimbreante cinta
blanca de poder que salía de las manos del theiwar. Por primera vez desde mi muerte,
sentí verdadero dolor. Era una agonía inhumana que me abrasaba cada músculo, cada
nervio, cada centímetro de piel; y yo ni siquiera podía gritar.
Entonces cesó, y me precipité al suelo. Salía humo de los chamuscados harapos
que me cubrían. Mis miembros, manchados de hollín, se sacudían a tontas y a locas,
como si fuera una marioneta manejada por un titiritero chiflado. Me quedé tumbado
boca abajo. El theiwar trepaba como una araña por una pared que no tenía librería.
Orun le arrojó su hacha. El arma chocó contra algo en el aire, justo antes de alcanzar
a Garith, y salió rebotada, para ir a caer cerca de mi cabeza con un repiqueteo
metálico.
—¡Maldito seas, Garith! —chilló Orun mientras levantaba el hacha—. ¡Malditos
tú y tu magia! ¡Acabaré contigo!
Mis miembros empezaron a moverse como yo quería que lo hicieran y me puse
de pie con esfuerzo. El theiwar estaba en lo alto de una vitrina y nos señaló con un
dedo blanco y corto.
—N’zkool akrek grafkun… ¡miwarsh! —aulló triunfante.
Una niebla verde amarillenta se disparó de su dedo extendido. Un vendaval se
alzó en la habitación, y las luces del techo se amortiguaron con la espesa niebla.
Orun empezó a gritar algo, pero su voz se cortó de manera repentina con un jadeo

www.lectulandia.com - Página 68
ahogado, al que siguió una tos seca. Apenas lo veía a través de la niebla verde. Se
había llevado las dos manos a la garganta, y el hacha había caído al suelo. Soltó un
grito estrangulado; apretó los dientes al sentir que los pulmones se le llenaban de aire
envenenado.
Me acerqué al mueble en el que estaba encaramado el theiwar. Mis manos
agarraron el anaquel que había a la altura de mi cabeza y tiré de él con fuerza. La
vitrina, llena de platos, se tambaleó y la loza tintineó. El theiwar maldijo entre dientes
y se dejó caer de rodillas, intentando aferrarse al mueble. Tiré otra vez del anaquel y
vi que la vitrina se inclinaba hacia mí más y más. La aparté de un empellón. El
mueble se estrelló contra el suelo, lejos del enano medio asfixiado.
Del mismo modo repentino con que había aparecido, la niebla verdosa se disipó
como barrida por el viento. La tos seca y los gritos roncos de Orun resonaban en el
ahora silencioso cuarto.
El theiwar había caído en el suelo, al otro lado de la habitación. Rodó sobre sí
mismo y se puso de pie. Me vio acercarme, rodeando la vitrina derribada, e intentó
huir hacia la puerta cerrada. Del cinturón sacó un largo frasco de cristal.
Sus ojos saltones eran tan grandes como las lunas cuando me enfrenté a él y mis
manos muertas se cerraron en torno a su cuerpecillo. Sus gritos debieron de oírse en
kilómetros a la redonda; chillaba como una rata empalada, pero con la fuerza de un
gigante en los pulmones. Pateó y dio puñetazos en un ataque de histeria. Introduje
una mano entre la lluvia de golpes, alcancé con mis largos y fríos dedos la carne de
su garganta y los hundí como garras. Jadeante, me dio con el frasco en el brazo, de
manera que el recipiente de cristal se rompió y me abrió tajos que llegaban hasta el
hueso, pero que no sangraban.
De manera brusca, se quedó rígido. Agarré su brazo con la mano libre y se lo
sostuve un instante. Lo había visto venir.
Un reguero rojo, mezclado con rezumantes hilillos negros, corría por su
antebrazo. Sus enormes y llorosos ojos se enfocaron en su mano con una expresión de
absoluto terror como no había visto otra en un semblante viviente. Entonces puso los
ojos en blanco, su cuerpo se estremeció con un estertor y luego se quedó quieto.
Garith acababa de aprender lo que los nerakinos habían descubierto acerca de la
cera negra; y con el mismo resultado.
Lo solté, y el cuerpo se desplomó en el suelo. Intenté mantenerme erguido, pero
ahora las fuerzas me abandonaban, derramándose como el agua a través de una presa
rota. En un segundo plano, como una música de fondo, oía los lamentos de Roggis y
la tos de Orun. La puerta del estudio se abrió violentamente y todos los habitantes de
la mansión irrumpieron en el cuarto gritando y señalando. Pero todos se mantuvieron
alejados de mí. Sabían lo que pasaba.
—¡Los muchachos me advirtieron que su padre había cambiado! —decía Roggis

www.lectulandia.com - Página 69
con lágrimas en los ojos—. No quise creerles. Cuando los mataron, actuó como si no
le importara ni poco ni mucho. Pensé que se había vuelto loco, pero no me atreví a
hablar con él sobre el asunto. Tenía miedo de que se tornara violento. ¡Apenas
parecía la misma persona!
El alboroto iba perdiendo fuerza, alejándose más y más. Me esforcé para
incorporarme, pero fue inútil. Había llevado a cabo la tarea por la que había
regresado a la vida. Me sentía más cansado de lo que había estado nunca.
—Evredd —jadeó una voz ronca, cerca de mi oído—. ¿Estás aún ahí?
Me las arreglé para asentir con un leve cabeceo, pero eso fue todo.
—Buen trabajo, chico —dijo Orun—. No lo hiciste mal, para ser alguien que está
muerto.
Ocurrente elogio. Me pregunté si vería pronto a Garayn y a Klart y a mi tío, y qué
dirían al respecto. Asuntos de familia.
Me hundí en la oscuridad. Todo volvía a estar bien, y ya no habría regreso.

www.lectulandia.com - Página 70
Máquinas de guerra

Nick O’Donohoe

Hubo una gran explosión de vapor en el pasadizo que cruzaba la montaña. Los
gnomos resbalaron por los laterales rocosos y unos cuantos cayeron al vacío y fueron
cogidos justo a tiempo por redes; dos salieron disparados por las tuberías de aire
comprimido que recorrían el suelo, y dieron volteretas en el aire antes de precipitarse
sobre un cojín de aterrizaje, cerca de la fuente de vapor. Uno aterrizó en el cojín; el
otro, en un arbusto. Los gnomos reunidos tiraron de palancas, hicieron sonar alarmas,
giraron bielas y se gritaron instrucciones los unos a los otros sin prestar atención a las
que les gritaban a su vez.
Mara se escabulló veloz de piedra en piedra, como un niño que juega al escondite,
acercándose más y más a su objetivo. En toda su vida, transcurrida en Arnisson,
jamás había escuchado tanto silbido, golpeteo metálico y ruido en general. Resistió el
impulso de llevarse las manos a los oídos y pasó, rápida y sigilosa, entre los gnomos
reunidos hasta que llegó a una estrecha cornisa, en un punto donde el pasadizo
desembocaba en el muro interior del cráter de la montaña. Se deslizó por la repisa y
miró hacia abajo; contempló fascinada el despliegue de grúas y armazones y la casi
continua lluvia de herramientas, aparatos y gnomos. Lejos, allá abajo, podía ver una
trampilla.
Un cable suelto se meció en su dirección.
Mara saltó con agilidad desde las sombras y agarró el cable colgante con la mano
protegida con tiras de tela. Se dejó resbalar hacia abajo, rozando ligeramente la pared
rocosa con los pies e impulsándose de nuevo en el aire para descender otro poco,
hasta desaparecer en un agujero del suelo.
Vio sobre ella, en un fugaz destello, capa sobre capa de casas y talleres gnomos,
grúas, redes y, de vez en cuando, algún gnomo volando (o cayendo) por el aire. Se
felicitó a sí misma por pasar inadvertida, pero en el fondo tuvo que admitir, aunque
de mala gana, que cualquier gnomo que la viera daría por hecho que sólo estaba
probando un nuevo invento, a menos que se acercara lo bastante a ella para descubrir
que era humana. Además, nadie podía oírla con los golpeteos, zumbidos, chirridos y
silbidos intermitentes de vapor.
El cable se meció contra el borde del agujero, que ahora, visto desde abajo,
semejaba una claraboya. Trepó por la cuerda, se impulsó con las piernas para acelerar
el balanceo, saltó, giró en el aire y de esa manera aterrizó en silencio sobre el suelo de

www.lectulandia.com - Página 71
piedra, cerca de una «gnomo-lanzadera».
—Perfecto, desde luego —susurró con satisfacción.
Desenrolló la cuerda de su mano, avanzó tras pasos con actitud fanfarrona y
chocó con un gnomo que caminaba mirando a otro lado. Mara retrocedió
trastabillando y cayó patas arriba. El gnomo se incorporó con esfuerzo y le tendió una
mano.
—Cuánto lo siento, fue culpa mía. Iba absorto, pensando que tenía que haber un
defecto en él…
—No, tuve yo la culpa —empezó ella—. Lo siento… —Entonces se dio cuenta
de que el hombrecillo no había dejado de hablar.
—… un equipamiento hidráulico lo haría aún más eficiente, si no lo
desequilibrara al pesar más en la parte superior… Y un muelle, con palanca de
gatillo, podría almacenar la energía…
—Para. —El gnomo enmudeció—. ¿De qué estás hablando?
—Te estaba contando la idea que se me ocurrió mientras observaba cómo
intentabas colarte aquí abajo… —empezó, impaciente, el hombrecillo.
—¿Me viste llegar? —Mara sufrió un ligero desánimo.
—… y pensé que si la gente va a saltar por el aire, cosa que no se me había
ocurrido hasta que te vi (y tu presencia era notoria, por cierto), tendríamos que tomar
medidas de precaución a causa de las gnomolanzaderas. —Sus ojos, de un color
violeta claro, relucían—. Necesitamos topes. Sí. Parachoques para seres vivos,
utilizando mis sensores. Grandes parachoques de alta resistencia, colgados de los
hombros para absorber el impacto. Tendrían el armazón metálico y por el exterior
irían forrados con acolchado de tela…
—Por la descripción parecen excesivamente pesados —objetó Mara. Era muy
joven y de constitución esbelta, comparada con el gnomo.
—Entonces tendremos que equiparlos con ruedas —continuó el hombrecillo, sin
pausa—. Y un eje con carga de resorte para cada rueda y un regulador para mantener
equilibrados los ejes…
—¿Quién podría moverse con todo eso encima?
—… y un motor para moverlo todo —concluyó el gnomo con firmeza—. ¿Cómo
esperas ir a ninguna parte si no usas un motor? Ah, los jóvenes de hoy en día. —Puso
los ojos en blanco y le sonrió—. Discúlpame. —Sacó una voluminosa pluma de una
lazada del cinturón, se dio unos golpecitos en la barbilla y acto seguido empezó a
dibujar con gestos frenéticos unas líneas irregulares a lo ancho de la camisa; una
camisa que ya estaba cubierta de bosquejos de armazones de madera, ruedas dentadas
y tornillos sin fin, y sistemas entrelazados de poleas. Un esquema se iniciaba a la
altura de la barriga y se movía a través de conductos y cuerdas de vientos hasta llegar
al puño de la manga izquierda.

www.lectulandia.com - Página 72
El gnomo alzó la vista y se encontró con Mara, que lo miraba fijamente.
—Bien, no siempre se tiene a mano una hoja de papel cuando surge una idea —
proclamó con un cierto tono áspero.
—¿Tienes una camisa para cada proyecto?
—Por supuesto que no. De hecho, algunos diseños están repartidos en cinco o
seis camisas diferentes. No pierdo la esperanza de que algún día tenga ocasión de
englobarlas en un índice, pero, cada vez que he estado a punto de conseguirlo, tenía
que hacer la colada. Ah, así es la vida. —La miró de hito en hito—. Por cierto, ¿eres
alguien a quien debería conocer?
—Todo el mundo debería conocerme —manifestó Mara con orgullo mientras se
estiraba todo lo posible.
—Bueno, pues no todo el mundo te conoce, porque yo no te conozco —
argumentó, pensativo, el gnomo—. ¿Quién eres?
—Se me conoce como Mara la Indómita —se presentó, al tiempo que hacía una
reverencia y un gesto pomposo con el brazo—. También como Mara la Sagaz. —
Chasqueó los dedos—. Y también como… —Dio unos golpecitos significativos en
los bolsillos del gnomo mientras agregaba en un susurro— Mara la Reina de los
Ladrones.
—Cielos —musitó el gnomo con actitud desaprobadora—. ¿Has robado mucho?
—Eh… no mucho —admitió la Reina de los Ladrones. Arrastró la punta del pie
sobre el suelo del túnel—. Nada, para ser sincera.
Éste era el motivo por el que, tras anunciar a la familia su plan del presente
atraco, también se la conocía como Mara la Estúpida Peligrosa. Dirigió una mirada
desafiante al gnomo.
—Pero estoy segura de que podría robar algo si fuera realmente importante.
También soy una mujer de fascinante belleza —manifestó con afectada gazmoñería
—, a la que todos los hombres adoran y pretenden. —Se atusó el cabello, corto y
oscuro, con coquetería.
El gnomo se limitó a mirarla en silencio.
—Vale, vale —admitió Mara a regañadientes—, no seré una mujer de fascinante
belleza hasta dentro de dos años. Pero te prometo que va a ser así.
—Espero que sepas aceptar toda esa adoración y cortejos sin volverte vanidosa en
exceso —dijo él seriamente.
Mara sonrió y, a falta de un espejo, admiró su esbelta sombra proyectada en la
pared de piedra.
—Estoy segura de que manejaré la situación sin ningún problema. En fin, ¿cómo
te llamas?
De inmediato, el gnomo se lanzó a recitar una letanía, haciendo pausas para
respirar en donde, evidentemente, eran paradas habituales.

www.lectulandia.com - Página 73
—Sólo te he preguntado tu nombre —lo interrumpió Mara por último.
—Ni siquiera he llegado a la mitad. —El gnomo parecía desconcertado.
—Quizás hice mal la pregunta. ¿Qué significado tiene tu nombre para los
humanos?
—Es muy descriptivo, incluso para mi gente, y sorprendentemente apropiado.
Entre los humanos se me conoce como El Que No se Conforma con la Ciencia
Establecida, Sino Que Investigará De Nuevo Ideas Peligrosas e Incluso
Impracticables, Ni Se Conformará con Pruebas Convencionales, Sino Que Recurrirá
a Técnicas Arriesgadas y Perjudiciales y Respaldará la Fe en la Tecnología, la Cual,
en el Tiempo Anterior al Cataclismo…
—¿Cuál es el nombre corto que te dan los humanos? —lo interrumpió Mara,
desesperada.
—Aléjate.
Mara se apartó de un salto.
—No, no —aclaró el gnomo—. Ése es mi nombre: Aléjate.
—¿Eres inventor? ¿Dónde está tu taller? ¿Haces todo tu trabajo aquí, en los
sótanos? No dirás a nadie que me has visto, ¿verdad?
El pobre Aléjate no tenía ni idea de cómo responder a las cuatro preguntas sin
emplear al menos un mes.
—¿Te importa que te dé una contestación sucinta? —inquirió con timidez.
Mara, comprendiendo con un escalofrío lo poco que había faltado para morir de
vieja oyendo su respuesta, puso la mano en el brazo del gnomo.
—Por favor, malgasta lo menos posible tu precioso tiempo dedicado a la
investigación.
Aléjate se sentía halagado y agradecido. Se concentró.
—Sí, soy inventor. Estos túneles son mi área de trabajo; sé que no tienen un gran
aspecto, pero son amplios. Hago todo mi trabajo aquí. Y no, no le diré a nadie que te
he visto… porque no hay nadie más a quien pueda decírselo —terminó con tono
melancólico—. Soy el único que está aquí. Resulta agradable hablar con alguien. ¿De
dónde eres?
Mara adoptó una actitud heroica, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Vengo de Arnisson, un pueblo sitiado que resiste con desesperación para
mantenerse libre de las crueles garras del ejército draconiano. Estamos bajo el mando
de un único Caballero de Solamnia, llamado Kalend, y antiguo residente de la
localidad. Es amigo de mi hermano mayor. —Suspiró y su voz adoptó un tono más
suave—. Kalend es simpático y cree que soy maravillosa, aunque eso no es de
sorprender, ya que mi belleza resulta embrujadora. —Suspiro de nuevo, esta vez con
desaliento—. Aunque quisiera que dejara de llamarme «pequeña» todo el tiempo. En
fin, cuando me encontré con él en las murallas hace unas cuantas noches, le pregunté

www.lectulandia.com - Página 74
si teníamos posibilidades de sobrevivir y me dijo que no muchas, pero que, si los
draconianos atacaban antes de tiempo o mientras suponían que no estábamos
preparados, todavía nos quedaba una oportunidad de ganar. También dijo que si
tuviéramos aunque sólo fuera una arma gnoma que funcionara, teníamos
posibilidades. Y creo que hablaba en serio.
Mara continuó y continuó… Algunas cosas eran referentes a los draconianos;
otras, sobre lo apurado de la situación, pero sobre todo se refería a Kalend, que
aumentó de estatura y se tornó más apuesto a medida que avanzaba la historia.
Aléjate asentía con la cabeza frecuentemente.
—Por consiguiente —finalizó Mara mientras adoptaba de nuevo la actitud
heroica—, partí de Arnisson esa misma noche. Nadie me vio —añadió, haciendo una
pausa y mirando a Aléjate con severidad.
—Nadie te vio —repitió éste, sumiso.
—Exacto. —Su mirada se perdió en el vacío—. Escabulléndome sigilosa, al
amparo de la oscuridad, sola, arrastrándome a través del campamento enemigo…
Otra vez siguió, charla que te charla, un buen rato, sin preocuparse de contar la
historia verdadera que, por cierto, era terriblemente aburrida y estaba segura de que a
nadie le habría gustado escucharla.
Aléjate escuchaba con paciencia, sintiéndose sólo un poco molesto porque ella se
extendiera tanto después de instarlo a ser breve.
—Pero ¿por qué viniste? —preguntó, al terminar Mara.
—¿Qué? —La chiquilla salió bruscamente de su ensimismamiento y volvió a ser
la Reina de los Ladrones—. Vine aquí —empezó con audacia, pero entonces vaciló al
caer en la cuenta de lo raro que podía sonar lo que iba a decir—, para… tomar
prestado, o… conseguir, o… coger, en cierta forma… Vale, para robar algún
armamento gnomo que nos sea útil en la guerra contra los draconianos.
Había enrojecido hasta la raíz del cabello. Aléjate llegó a la conclusión de que
Mara le caía bien, pero no tenía muy claro lo sensata que era.
—La tecnología gnoma es famosa en todo Krynn —añadió Mara, engatusadora,
pero en cierto modo diciendo la verdad. Famosa o con mala fama era bastante
parecido—. Existen leyendas de grandiosas armas del pasado. Los Caballeros de
Solamnia todavía hablan sobre vuestro gas venenoso…
—Eh, bueno, sí —la interrumpió Aléjate con desasosiego—. Se suponía que era
para hacernos invisibles, ¿sabes? Aun así, no fue una pérdida total; ha hecho
maravillas en el control de plagas aquí abajo. Casi siempre. —Miró de reojo a un lado
y a otro.
—¿Casi siempre? —Mara dio un brinco cuando un fuerte ruido, semejante a un
castañeteo, pasó veloz junto a su oído. Giró sobre sí misma, pero no vio nada.
—Se nos acabó hace poco la mezcla original, así que hicimos una nueva. Parece

www.lectulandia.com - Página 75
que ya no los mata. —Aléjate se agachó mientras una especie de aleteo pasaba cerca
de su cabeza—. Ahora los hace invisibles.
Mara miró en derredor con nerviosismo. El túnel, al final del cráter que formaba
Monte Noimporta, era roca pura, abierta con alguna enorme hoja de excavar y
salpicada con agujeros de taladro y pernos de hierro. Cuerdas y cables colgaban por
todas partes, con garruchas, aparejos de poleas y rieles de pescantes que corrían a
todo lo largo del techo.
A pesar de no verse antorchas, había claridad en el túnel. Mara tanteó las paredes
con cautela; estaban calientes, pero ni con mucho lo que sería necesario para que
emitieran brillo.
—¿Con qué están iluminados estos túneles?
Aléjate señaló unos hongos luminosos que había en la pared.
—Los cultivábamos para alimento. Por fortuna, los que cultivábamos para dar luz
son bastante sabrosos. —Se quedó abstraído—. ¿Sabes? Nos gustaría hacer más con
ingeniería biológica. Es la tecnología del futuro.
—O el fin del mundo —rezongó Mara. Empezaba a dudar de que robar
invenciones gnomas fuera una idea sensata. No obstante, si el maravilloso y sabio
Kalend, Caballero de Solamnia, tenía fe en la tecnología gnoma…— ¿Podrías
enseñarme alguna de vuestras armas?
—Será un placer —respondió Aléjate sin vacilar y una actitud ceremoniosa—.
Por aquí, por favor.
Echaron a andar túnel adelante, entre la chatarra.
—Pareces encontrarte a tus anchas con las mujeres, incluso con las
turbadoramente bellas —le dijo Mara.
Aléjate estaba muy callado… algo realmente raro en un gnomo.
—Tal vez se deba a que estoy enamorado de alguien —le dijo por último.
—¿De veras? —Mara estaba fascinada—. ¿Cómo es ella?
Aléjate se explayó a gusto acerca de la exquisita curva del dedo meñique
izquierdo de su amada.
—Vale, demos por hecho que es guapa. ¿Cómo se llama? Su nombre humano —
añadió Mara con presteza.
—Es muy hermoso. —Aléjate miró a lo alto con actitud soñadora—. Se llama
Contempla el Movimiento de Sus Máquinas Atrás y Adelante, Como un Sereno Sopla
una Vela para Encender una Lámpara de Tan Increíble…
—La versión corta, por favor.
—Cuidado. —Suspiró.
—Aléjate y Cuidado. —Mara movió la cabeza arriba y abajo—. Estáis hechos el
uno para el otro.
—Eso creo yo —comentó con tristeza—, y ella también. Pero, a menos que las

www.lectulandia.com - Página 76
cosas cambien, será un amor imposible.
—¿Por qué? —preguntó Mara, compasiva.
Aléjate se puso ceñudo y dijo de repente, de gnomo a gnomo:
—Esaesabsolutamentelapeorparte…
—¿Qué?
Él aspiró hondo, tembloroso, y repitió al estilo más lento de los humanos:
—Ésa es absolutamente la peor parte de todo el asunto. Todavía no he recibido la
aprobación de mi Misión en la Vida.
—¿Tu qué?
—Mi Misión en la Vida. Mi único logro, mi única meta, en realidad. Serán los
sensores de las alarmas para ladrones. Ya los he diseñado y colocado por todo Monte
Noimporta.
—Supongo que están todavía en un proceso de desarrollo —murmuró Mara,
recordando cómo se había colado sin poner en funcionamiento ninguna.
—Oh, no; están en completo funcionamiento. Por cierto, ¿cómo las pasaste?
—Hice un plan complejo y astuto para bajar desde lo alto del cráter por una
cuerda accionada con una cabria… —Mara vaciló.
Aléjate sacudió la cabeza.
—Imposible. Tengo controlado con un sensor cada pasaje, cada ventana, cada
abertura y conexión con la cara exterior de la montaña. ¿Cómo funcionó tu plan?
Mara rebulló intranquila, como si tuviera azogue.
—No utilicé ningún plan —admitió por último—. Me encontraba en la puerta de
acero de la entrada, pensando cómo escalar la montaña, mientras las puertas
empezaban a cerrarse. Pero el triple cierre se atascó y las dejó abiertas, de modo que
pude colarme a través de…
—Las puertas. —Aléjate se dio una palmada en la frente; se dejó una mancha de
tinta—. Por supuesto. Sabía que se me olvidaba algo: sensores en las puertas. Aun así
—se apresuró a añadir—, fue muy inteligente desarrollar un plan con montones de
cuerda y una cabria. Casi discurres como un gnomo.
Mara decidió tomar eso como un cumplido.
—¿Has enseñado al comité la evidencia de tu investigación?
—No puedo. —Aléjate parecía sentirse incómodo—. Los estaba limpiando, con
un solvente perfectamente indicado que era invento de un amigo mío, cuando se
disolvieron. Y también la mesa donde los había puesto. Un quitamanchas fabuloso,
desde luego. —Las espesas cejas del gnomo se fruncieron en un gesto taciturno—.
No me es posible presentar una nueva solicitud hasta que haya probado que dispongo
de un prototipo medio funcional. Si al menos hubieses sido atrapada o si hubieses
resultado muerta… —agregó con tristeza.
—Si al menos fueras el jefe del Gremio de Armamento —suspiró a su vez Mara.

www.lectulandia.com - Página 77
—Si lo fuera, Cuidado y yo ya estaríamos casados. —Aléjate sacudió la cabeza
—. Y yo estaría en un nivel bastante más alto. —Alzó la vista con expresión
anhelante, como si pudiera ver a través del techo—. Allí arriba están el honor, la
gloria y la consiguiente provisión de fondos. Allí los diseñadores están
constantemente diseñando tableros de diseño más grandes para proyectos más
grandes con mayores costes que rebasan presupuestos…
Mara, desanimada, escuchó mientras le describía el Departamento de
Reprogramación de Programas, la Gerencia de Supervisores de Negligencias, y la
Expansión de Contratistas, al parecer todopoderosa.
—Dime —lo interrumpió por último—, ¿alguno de esos proyectos ha sido
terminado?
Aléjate la contempló de hito en hito, conmocionado hasta lo más hondo de su
regordete y pequeño ser.
—Jovencita, todo proyecto digno de financiación pública debe ser perfeccionado,
nunca terminado.
—Bueno, si no eres el jefe del Gremio de Armamentos, entonces ¿qué eres? —
inquirió ella.
—Soy un inventor de los niveles bajos, cuya futura vida laboral tiene que
desarrollarse escamoteando los desechos dejados por los fracasos de otros…
—¿Has inventado algo?
—He realizado un trabajo más variado que la mayoría de los gnomos que hayas
conocido.
Puesto que Mara no conocía a ninguno, se limitó a asentir con la cabeza.
—Mi Misión en la Vida… —Aléjate se interrumpió, la expresión dolorida, y dijo
con cuidadoso énfasis—: Mi labor principal ahora mismo sigue estando relacionada
con los sensores, ya que era mi Misión en la Vida. Inventé equipos de seguridad y
defensa para residencias o fortalezas, para protección y prevención contra espías,
intrusos, o armas…
—Por los calzones de Paladine —juró Mara irreverentemente—. Quieres decir
que fabricas alarmas y trampas para ladrones.
—Por eso me sentí tan contento cuando apareciste —manifestó Aléjate con
alegría—. Era una suerte, un ladrón de verdad metiéndose a través de las alarmas y
trampas para ladrones. Una mejora para mis datos.
—Mala suerte. —Mara estaba teniendo problemas para entender algo—. Quiero
decir, Kalend me ordenó que llevara a cabo esta peligrosa misión, y…
Aléjate no parecía muy convencido.
—No te ofendas ni me malinterpretes, pero ¿de verdad te lo ordenó? Eres
bastante joven.
Mara asintió con un enfático y vigoroso cabeceo.

www.lectulandia.com - Página 78
—Fue mientras caminaba junto a él por la muralla, algo que llevaba tiempo
intentando conseguir… No es que a él le importe o nada por el estilo, pues, a pesar de
que soy más joven que él, también soy muy madura, responsable y excepcionalmente
atractiva para mi edad. En fin, paseábamos y hablábamos sobre la guerra. Él dijo:
«Con que sólo hubiera un arma gnoma en funcionamiento y la tuviéramos…». —
Mara enmudeció y se mordió el labio con gesto pensativo—. O quizá lo que dijo fue:
«Con que hubiera una sola arma gnoma que funcionara y la tuviéramos…».
»Sea como sea —continuó—, recuerdo que pensé que haría mejor en no hablar de
esas cosas donde los draconianos podían oírlo, o podrían adelantarse en ir en busca de
esa arma. Después pensé lo feliz que se sentiría si llegaba yo primero y le
proporcionaba un arma y salvaba el pueblo, y… En fin, que me marché. —Cruzó los
brazos sobre el pecho—. Al amparo de la oscuridad, como ya he dicho. A través del
campamento draconiano…
El gnomo arqueó las espesas cejas. Empezaba a conocer a Mara.
—¿A través de su campamento?
—Bueno, alrededor. Delante de sus escamosas narices.
—Es decir, que los viste.
—No, en realidad no. —Admitió, si bien se apresuró a añadir—: Pero sabía que
estaban allí y que era demasiado lista para que me atraparan. Sola, con gran valentía,
vine…
—A encontrar las armas. —Aléjate frunció el entrecejo, pensativo—. Para luchar
contra esos draconianos a los que en realidad no has visto. Mmmm.
Tomó una decisión y se frotó las callosas manos manchadas de tinta.
—Bien, puesto que ya estás aquí, no veo por qué no podemos llegar a un acuerdo.
¿Sigues queriendo alguna arma gnoma?
—¿Qué? —Tuvo que pasar un segundo para que Mara, perdida en sueños de su
propio heroísmo, volviera a la realidad y recordara para qué estaba allí. Sus finos
labios se apretaron en un gesto decidido—. Más que nunca.
—Te dejaré que te lleves una. La que quieras. Siempre y cuando pruebes mis
mecanismos de seguridad.
Ella tragó saliva. ¿Mecanismos de seguridad?
—¿Tengo otra opción?
El gnomo no respondió; estaba absorto, extasiado.
—Y a continuación —farfulló Aléjate gozoso—, escribiré el informe del
resultado de la prueba y lo someteré al comité. Y entonces, si aprueban mi trabajo,
que sin duda lo aprobarán, me casaré con Cuidado.
Avanzaron túnel adelante; sus pisadas causaban un inquietante susurro y aleteo en
la colonia invisible colgada de las paredes y del techo, sobre sus cabezas.
—Sólo son murciélagos —explicó Aléjate con segura tranquilidad—. Espero —

www.lectulandia.com - Página 79
añadió, menos seguro y menos tranquilo.
Pasaron ante varios túneles laterales cuyas entradas estaban medio ocultas con la
chatarra y las cuerdas y cables colgantes. Mara, como buena ladrona, tomó nota de
los giros y la dirección de regreso a la salida.
—¿De dónde procede el dinero para la investigación de armamento? —se
interesó.
—Sólo utilizo chatarra, piezas de repuesto. Los proyectos principales se
empezaron con la subvención de los Caballeros de Solamnia.
—¿Los caballeros? —Mara se puso seria—. Espero que no cuentes con ellos para
más subvenciones. Ya no son tan ricos como antes, ¿sabes?
—Esto fue hace tiempo. Ahora tampoco nos visitan con tanta frecuencia como
acostumbraban —aclaró Aléjate. Su frente se arrugó—. De hecho, no los he vuelto a
ver desde la última Prueba de Armas Puertas Adentro, hace varios años. No, hace
varias décadas, mejor dicho.
—¿Y el proyecto sigue en marcha?
—Nunca se dejó, incluso antes de que me encargara yo de él. Un proyecto es un
compromiso —manifestó Aléjate con actitud estirada—. Es tan importante como un
juramento.
—Pagaron por adelantado, ¿verdad? —preguntó Mara secamente.
—Eh, bueno, sí. Bastante, de hecho. Hemos llegado.
Tiró de una llave muy compleja (cuatro muescas y un candado de seguridad) de
un aro que llevaba colgada a la cintura. Insertó la llave, no sin cierta dificultad, en
una cerradura instalada en una gruesa puerta de madera que había en la pared del
túnel. Después de tres intentos, se abrió.
—Tú primero —dijo—. Este cuarto guarda mi primer ingenio antiespías.
Mara entró con cautela.
—¿No deberían haberme detectado los sensores de tus alarmas?
—Es una alarma de proximidad —explicó el gnomo—. Una vez que se haya
completado la prueba, colocaré cientos de ellas en cualquier parte que necesite
vigilancia. No se puede tener demasiada redundancia, ¿sabes? —Mientras hablaba
escribía otra nota en su camisa—. ¿Te importaría colocarte en esa gran «X» negra
marcada en el suelo?
La «X» tenía un pequeño resalte en el centro del aspa. Había un maniquí del
tamaño de un gnomo cerca de la «X». Mara lo llevó rodando hasta el punto señalado
y luego se situó a un lado.
—Probemos primero así —propuso.
—Lo he hecho muchas veces —objetó Aléjate—, con este mismo maniquí.
—Bueno, pues yo todavía no lo he visto funcionar —argumentó Mara
firmemente. Advirtió que el maniquí no tenía ninguna marca, si bien las paredes y el

www.lectulandia.com - Página 80
suelo del cuarto estaban llenos de desconchones y arañazos.
—Lo prometiste —protestó el gnomo, no sin razón—. ¿Es que no existe el honor
entre los ladrones?
—Hubo un tiempo en que sí —repuso Mara—, pero alguien lo robó. —Después
suspiró y quitó el maniquí de la «X»—. Te lo advierto, me largo a la primera señal de
peligro. ¿Qué es lo que vamos a probar?
—Se llama la Sala de Seguridad Machacadora de Espías —dijo Aléjate con tono
impaciente—. ¿Quieres colocarte en la «X», por favor?
Mara tanteó con la punta del pie en el centro del aspa, saltó, se agachó y rodó
sobre sí misma, preparándose para observar desde una distancia segura.
Oyó un sonido vibrante. Un mazo de piedra, cuya cabeza tenía el mismo tamaño
que la suya, le pasó silbando por encima, lo bastante cerca para alborotarle el cabello.
Mara se agachó, oyó un segundo chasquido y sintió un vivo y repentino dolor en la
mejilla cuando un cordón elástico, unido al mango del mazo, se tensó bruscamente
contra su piel.
El mazo golpeó la pared opuesta y una trampilla saltó y se abrió al lado. El mazo
regresó zumbando. El brinco hacia atrás de Mara la puso justo fuera de su radio de
acción; acto seguido tuvo que aplastarse contra el suelo al ver que un segundo mazo
salía disparado de la trampilla, le pasaba silbando y ponía en funcionamiento un
tercer mazo. Poco después, seis martillos estaban rebotando y dando golpes sordos
por toda la habitación. Mara rodó, saltó, se agachó, giró, y, en cierto momento, se
deslizó bajo uno de los vibrantes cordones elásticos para quitarse de en medio.
Finalmente, a la desesperada, gateó de vuelta a un sector del suelo por el que no
había pasado ni un solo mazo. Desde allí estuvo lanzando miradas en derredor,
preparada para saltar en cualquier momento, hasta que los mazos perdieron ímpetu de
manera gradual y quedaron colgando fláccidos de los enredados cordones elásticos.
En el rincón más apartado, Aléjate aplaudió:
—Una prueba perfecta. —Escribió con entusiasmo en la camisa, a la altura del
estómago—. Absolutamente perfecta, con la excepción de unos pocos defectos de
trayectoria.
Mara bajó la vista al suelo. Estaba acuclillada en el centro de la «X».
—Has intentado matarme.
Aléjate sacudió enérgicamente la cabeza.
—En absoluto. El Machador de Espías está diseñado solamente para
autoprotección; matar sería una circunstancia puramente accidental. ¿Me ayudas a
colocar todo esto en su sitio?
De un armario rinconera, Aléjate sacó una gran manivela de madera. La insertó
en un ensamblaje de resorte y trinquete de la primera trampilla y la giró hasta que el
mecanismo quedo lo bastante comprimido para dejar espacio al martillo. Con grandes

www.lectulandia.com - Página 81
esfuerzos, levantó el mazo y después se incorporó, jadeante.
—Y tan sorprendentemente fácil de volver a montar —comentó mientras se
apresuraba a cerrar la trampilla antes de que el martillo saliera disparado.
Mara cogió la manivela y levantó los otros cinco.
—¿En qué otra cosa has estado trabajando?
En respuesta, el gnomo la condujo a través de una segunda puerta… que llevaba
por un túnel corto a otra habitación.
—Esto no es para espías, ni tampoco es un arma ofensiva. Es un ingenio de
amortiguación de choque, una medida preventiva para desastres de gran impacto. Una
contramedida neumáticamente seismosensitiva para contrarrestar los temblores
producidos por combates.
—¿Y qué hace?
—Acabo de decírtelo —espetó Aléjate—. Cuando lleguemos, ¿querrás ponerte
justo en el centro de la «X»?
Mara iba a dar su conformidad, pero lo pensó mejor.
—¿Se supone que es el sitio más seguro? —inquirió.
Aléjate asintió con un cabeceo.
—En ese caso, ¿por qué no te pones tú y yo observo? —sugirió amablemente
Mara.
Las espesas cejas del gnomo se alzaron con brusquedad.
—Eres muy cortés. —Se plantó sobre la señal—. ¿No te importa correr ese
riesgo?
—En absoluto. —Mara se cruzó de brazos—. El peligro y yo somos viejos
conocidos.
—De acuerdo. Entonces, observa. Los Amortiguadores están diseñados para
proteger contra los impactos. —Hizo una pausa—. ¿Has visto las gnomolanzaderas
funcionando allá arriba?
Mara se estremeció. Había descendido de nivel en nivel, a hurtadillas, amparada
en las sombras, observando cómo salían lanzados al aire los gnomos (para,
generalmente, volver a caer) desde las enormes catapultas que estaban equipadas con
todo lo imaginable, salvo precisión y control.
—Bien —continuó Aléjate—, esto tal vez te sorprenda, pero varios caballeros que
nos visitaron pensaron que las gnomolanzaderas podían ser también peligrosas.
—¡No me digas!
—En serio. Pensaron (y, desde mi punto de vista, hace falta tener una mente
retorcida para que se te ocurra algo así) que alguien podría utilizarlas para arrojar
proyectiles de peso muerto en lugar de pasajeros. En fin, llevamos a cabo algunos
experimentos, pero nunca obtuvimos resultados lo bastante fiables para sugerir que
eso pudiera funcionar.

www.lectulandia.com - Página 82
—¿Por qué no?
—Principalmente —Aléjate suspiró— porque los encargados de tomar apuntes
caían aplastados continuamente por las rocas lanzadas. En cualquier caso, los
caballeros nos pidieron que proyectáramos alguna clase de defensa para protección
contra las piedras voladoras. Sugirieron escudos y barreras, pero nuestro Comité de
Análisis de Riesgo entrevistó a los Supervivientes de la Prueba de Impacto y llegó a
la conclusión de que el problema rebasaba con creces los escudos y las murallas.
Traje los resultados aquí abajo.
La condujo a la siguiente habitación. Los muebles, advirtió Mara con alivio, no
tenían señales de golpes. ¿Qué peligro podía haber en ese cuarto?
Un examen más detenido le descubrió que los muebles eran completamente
nuevos. En las esquinas había enormes montones de astillas.
—¿Seguro que quieres que me ponga en la «X»? —insistió Aléjate—. Después de
todo, garantizo que es el sitio más seguro de la habitación.
—Razón de más para que lo ocupes tú —respondió Mara con una inclinación de
cabeza.
El gnomo se sentía muy halagado.
—Qué amable eres, y qué valerosa.
—También me llaman Mara la Intrépida —afirmó.
Al gnomo no lo sorprendía en absoluto. Se puso en la señal y cruzó los brazos
con actitud tranquila.
—Este cuarto tiene un sensor de banda ancha. —Señaló un pequeño resalte
redondo que había en el suelo—. Da un pisotón en cualquier parte. No es necesario
que lo des muy fuerte.
El suelo parecía de alguna clase de entarimado, roto a intervalos regulares con
tapaderas redondas del tamaño aproximado de un melón.
Mara contempló a Aléjate con los ojos entrecerrados y después dio una patada en
el suelo. No ocurrió nada. Repitió la patada, con más fuerza. Nada. Tomó impulso,
saltó y golpeó con los dos pies, lo bastante fuerte para hacerse daño en los tobillos.
Nada. Se dio por vencida y se recostó en la pared.
Unos enormes balones de cuero salieron bruscamente del suelo. Hinchados al
instante con aire comprimido, los balones hicieron astillas los muebles nuevos.
Mara se deslizó por el perímetro de la habitación, estrujada entre la pared y los
balones.
—Esto ha sido muy impresionante, Aléjate… ¿Hola? —Rascó con el dedo uno de
los balones—. ¿Aléjate?
Se oyó rascar en respuesta. Mara subió de un salto a uno de los balones y, cernida
en lo alto como un gato, atisbó una mano levantándose con esfuerzo por un hueco
donde todos los balones convergían.

www.lectulandia.com - Página 83
La muchacha rodó hasta donde estaba la mano, plantó los pies contra un balón y
empujó otro con el hombro. De manera gradual los dos se separaron. Mara escuchó
una inhalación jadeante por debajo de ella y después un golpe sordo, cuando algo
cayó al suelo.
—Gracias, muchas gracias —dijo Aléjate con un hilo de voz—. Los
Amortiguadores son casi perfectos. No tengo ni una sola contusión, pero apenas
podía respirar ahí dentro.
—Podrías hacer un tubo corto para respirar por él —comentó Mara, sarcástica.
Había crecido cerca del mar.
Se oyó un siseo, seguido por otro. Los balones se estaban desinflando. Aléjate
apareció entre ellos, metiéndolos a empujones bajo el nivel del suelo.
—Ésa es una respuesta excesivamente simple —dijo dubitativo—. Se deben dejar
los planteamientos de diseño para los especialistas. Por otro lado —añadió pensativo
—, si tuviera tanques de reserva y una bomba de aire y balancines de vaivén libre
para mantenerlo derecho… —Empezó a dibujarlo todo en el único espacio libre que
le quedaba en la camisa.
Mara, que necesitaba un descanso, se sentó a su lado, con la mejilla apoyada en la
mano.
—Ahora entiendo que tengas problemas para lograr tu promoción. ¿Es preciso
que todo esto funcione para obtener la aprobación?
—¡Cielos, no! —exclamó Aléjate, que añadió casi a la defensiva—: Además,
todo funciona a las mil maravillas. —Contempló el mobiliario destrozado con gesto
pensativo—. No, es sólo cuestión de conseguir el sello de aprobación del comité. Por
desgracia, ni siquiera logro llamar su atención. No me hacen el menor caso.
—Pero ¿es que lo tenéis que hacer todo a través de un comité?
—Algunos humanos piensan que los comités los inventamos nosotros.
—¿Y hasta que no consigas su aprobación, la pobre Cuidado no puede
comprometerse contigo?
—Ni debería, aunque pudiese —replicó sombrío—. Después de todo, ¿aceptarías
casarte con un gnomo sin credenciales?
Mara pensaba que, en ningún caso, se casaría con un gnomo, pero decidió que
sería poco delicado hacer ese comentario.
—Eres encantador, con credenciales o sin ellas. Y ahora —dijo con firmeza—,
¿qué pasa con las armas?
—Un trato es un trato. —Tras hacer una última anotación en la camisa, Aléjate
abrió la puerta trasera del cuarto de los Amortiguadores, y Mara se encontró en un
ramal del túnel principal. Regresaron por el pasaje hasta la bifurcación. La muchacha
contempló con interés los montones de chatarra y los voluminosos inventos medio
ocultos bajo lonas o en las sombras. Varios estaban etiquetados, pero la vida es

www.lectulandia.com - Página 84
demasiado corta para gastarla leyendo etiquetas gnomas.
—Espera. —Mara se había fijado en un ingenio cuidadosamente apartado a un
lado del suelo del túnel.
Tenía una culata negra y reluciente y una caja que sostenía un tubo de brillante
acero azulado acabado en forma de yugo y rematado por otro tubo pequeño en el que
se había añadido un diminuto anillo con un punto de mira. En su conjunto, tenía un
aspecto terriblemente amenazador.
—¿Qué es? —preguntó Mara con cierto temor.
—¿El qué? ¡Ah, eso! —Aléjate lo empujó con el pie en un gesto desdeñoso—.
Un coadjunto lo hizo.
—¿No te caía bien? —aventuró Mara.
Aléjate sacudió la cabeza y su barba fue de un lado a otro con rapidez.
—Este proyecto iba a ser su Misión en la Vida y lo abandonó. ¿Te imaginas
abandonar tu Misión en la Vida? Ha jurado que lo arreglará algún día, pero dudo que
pueda hacerlo. Tiene demasiadas pocas piezas, es excesivamente pequeño y puede
moverse por sí mismo. ¡Ni siquiera tiene un sitio para que se siente el operario! —
concluyó con indignación.
—Encaja en la mano —comentó Mara, que se había agachado junto al invento.
—¿Ves a lo que me refiero?
—¿Para qué sirve? —se limitó a preguntar la muchacha.
El gnomo resopló desdeñoso.
—Se supone que detecta manantiales de agua, pero no funciona. Soy capaz de
tolerar algunos comienzos fallidos, o estar al borde del fracaso, o alguna que otra
explosión, o la pérdida de un miembro, pero esto…
—Entonces ¿no encuentra agua?
—No, sólo diamantes, esmeraldas, rubíes y otras piedras —repuso Aléjate con
repugnancia, al tiempo que apartaba el ingenio de una patada.
Mara lo contempló con ansiedad, pero siguió caminando.
Recostado contra un paño que colgaba de la pared del túnel había un maniquí de
tamaño humano, equipado con una especie de mochila.
—Esto es el Poderoso Tronador.
Mara examinó las tres boquillas conectadas a dos tanques y a lo que parecía la
piedra de un yesquero. Cerca de la parte superior de la unidad había también el ya
familiar bulto de uno de los sensores de Aléjate. Rozó con cautela una especie de
aleta direccional, semejante a la de un pez, que sobresalía del Tronador.
—¿Cómo se apunta? —preguntó.
Aléjate soltó una risita indulgente.
—No es un arma; es un transporte individual de tropas.
Mara se lo puso sobre los hombros. Para estar hecho de metal, y sobre todo

www.lectulandia.com - Página 85
siendo un producto de fabricación gnoma, era sorprendentemente ligero.
—Muy impresionante —dijo. Se imaginó un ejército (dirigido por ella,
naturalmente) precipitándose sobre escuadrones de draconianos y haciéndolos trizas
—. ¿Cómo se pone en marcha?
—Con el simple roce de un arma de hierro —repuso Aléjate enorgullecido—.
Utilizo en el ingenio una roca especial. ¿Tienes una daga?
Mara vaciló.
—Vamos, vamos —instó, impaciente, el gnomo—. Todos los ladrones tienen
dagas.
Avergonzada, Mara le tendió un cuchillo de pelar que había cogido de la cocina
de casa.
—Cuando lo acerque al sensor, el Poderoso Tronador se pondrá en marcha como
un cohete. —Estiró los brazos y añadió con voz melancólica—: Bueno, adiós.
Mara, viendo que el cuchillo ondeaba y reparando con retraso en el énfasis de
Aléjate al decir «cohete», se lanzó hacia adelante para apartarse del brazo extendido
del gnomo. Con gran alivio por su parte, el Tronador no se activó.
—¿Qué quieres decir con «adiós»? ¿Esta cosa ha sido probada con anterioridad?
—demandó.
—Por supuesto, y ampliamente. Echa un vistazo a ese cuarto.
El gnomo señaló a la izquierda, detrás del paño que Mara había dado por hecho
que colgaba contra la pared del túnel.
La muchacha levantó la tela. Apilados desde el suelo hasta el techo estaban los
brazos y piernas de los maniquíes de prueba. No quedaba ningún torso.
—¿Alguna vez lo ha probado una persona viva?
—Por supuesto que no. ¿Por qué crees si no que…? ¡Ah, quieres decir por
alguien que estuviera vivo cuando se hizo la prueba! Sí, una vez. —Aléjate adoptó un
gesto solemne—. Pobre muchacho. Tan joven…
Mara se despojó del Tronador y, cosa digna de alabanza, apenas temblaba.
—¿Qué otras cosas tienes?
—Más ingenios de transporte. —La escoltó hasta lo que denominó «una variación
de la gnomolanzadera»—. La llamo Portapulta.
La Portapulta consistía en dos gnomolanzaderas, ingeniosa e intrincadamente
unidas por cables, cadenas y varias piezas de fino alambre, para los que Mara no
consiguió imaginar propósito alguno.
Cada una de las gnomolanzaderas descansaba sobre seis ruedas en tres ejes. El eje
delantero tenía un pivote incorporado que iba conectado al de la otra gnomolanzadera
con una cadena.
Aléjate siguió la mirada desconcertada de Mara.
—Oh, son inseparables —se jactó—. Conectadas en estructura, función y

www.lectulandia.com - Página 86
detonador. La Portapulta se desmonta para transportarla —parecía que iba a
desmoronarse en pedazos mientras el gnomo hablaba—, pero se vuelve a montar para
la acción sincronizada. La Portapulta puede lanzar seis soldados de manera
simultánea, arrojarlos decenas de metros por el aire… ¿No es maravillosa? —terminó
con voz ronca mientras daba unas palmaditas afectuosas en una de las plataformas de
lanzamiento. Ésta se disparó hacia arriba y la Portapulta giró lateralmente. Una
plataforma idéntica de la segunda gnomolanzadera se disparó también hacia arriba y
la unidad giró también lateralmente hacia la primera y ambas plataformas chocaron
con un encontronazo que puso los pelos de punta a Aléjate y a Mara le dejó
taponados los oídos.
—Tendré que examinar de nuevo ese disparador —masculló el gnomo, pensativo
—. Y también, quizá, los trinquetes del gatillo.
Se acomodó en un estrecho asiento, detrás de una de las plataformas, y empezó a
pedalear enérgicamente. La cadena de una rueda dentada imprimió un movimiento de
rotación que hizo descender la plataforma; la otra hizo otro tanto, al mismo tiempo.
Mara captó unos chasquidos casi imperceptibles a medida que las minúsculas uñas
metálicas se enganchaban sobre las plataformas para mantener en su sitio las
dobladas y tensas barras y el entramado de cables.
Ayudó al gnomo que, con sumo cuidado, puso las dos unidades juntas otra vez.
—Tiene una apariencia peligrosa —comentó la muchacha.
—Oh, sí —repuso, feliz, Aléjate, que la entendió mal—. Algún día tendrán una
gran importancia estratégica.
—Pero todavía no —suspiró Mara—. ¿Hay algo útil aquí abajo?
—Sí, lo hay —contestó el gnomo, tras considerarlo un momento—. Una poderosa
arma defensiva, diseñada para abrirse paso entre cualquier fuerza sitiadora. No estoy
seguro de que deba dejarte verla…
—Por favor. —Mara casi había perdido la fe en la tecnología gnoma, pero ansiaba
volver llevándose alguna cosa.
—De acuerdo. —Aléjate la condujo por varios giros, túnel abajo, hasta llegar a
otro pasaje lateral. En medio del corredor había una lona encerada que tapaba algo
del tamaño de un hombre agazapado.
—¿Por qué no está guardado esto en una habitación? —preguntó Mara.
—¿Meterse en una habitación con esto? —Aléjate se estremeció—. Sería
demasiado peligroso. —Señaló las largas cuchilladas horizontales en las paredes del
túnel, así como las marcas paralelas del suelo, cinceladas en la roca. Algunas eran
recientes.
—¿De veras es tan peligrosa como dices? —Mara se sentía mucho más animada.
—Absolutamente. Se puede desviar una espada. Se puede rechazar una lanza. —
Aléjate hizo una pausa para impresionar, algo nada fácil en un gnomo—. Pero no hay

www.lectulandia.com - Página 87
modo de que tu adversario luche contra la prodigiosa Hacha Mortal Flotante.
Retiró la lona que cubría el hacha.
A despecho de su desilusión, Mara sintió el apremio de reír al ver el hacha con
forma de péndulo que se balanceaba de un armazón de tres extraños ventiladores de
madera, similares a remos. Los ventiladores estaban acoplados a un mecanismo de
carretes accionados por correas y elásticos.
—Buen diseño —dijo la muchacha por último—. Si es mortífero, lo disimula
muy bien.
—¿Tú crees? —Aléjate lo miró de hito en hito—. A mí me parece igual que
cualquier otro diseño de armamento.
—¿Cómo funciona? No es mi intención ofender, pero parece pensado para amasar
pan en una cocina de locos. ¿Qué hacen esos pequeños remos?
El gnomo alargó un dedo y los hizo girar con expresión afectuosa.
—Se llaman propulsores. Cuando están equilibrados, impulsan el ingenio.
Mara contempló desconcertada los propulsores, que no iban acoplados a ninguna
rueda o rodillo.
—¿Cómo? —preguntó.
—En línea recta, si están ajustados adecuadamente.
—No, quiero decir que cómo lo mueven.
—Por el aire. Vuela.
Ahora Mara ya no pudo contener la carcajada.
—¿Y qué lo hace volar? —Vio un cordón que colgaba de uno de los carretes—.
¿Esto?
—Sí, pero sólo después de estar ajustado correctamente. Si quieres…
—Oh, no, déjalo —dijo Mara con gesto aburrido.
Aléjate se quedó muy abatido.
—Lo siento. —Mara suspiró—. No quise decir eso. Es sólo que… Había
imaginado que regresaría llevando cosas maravillosas y que salvaría a mi gente y que
conseguiría que Kalend se fijara en mí… —Contuvo las lágrimas. Las reinas de los
ladrones no lloran.
Aléjate le dio unas palmaditas en el hombro mientras caminaban en silencio; eran
dos seres con muy poco en común, salvo el hecho de que la vida no les iba muy bien
a ninguno de ellos.
Regresaron al tragaluz por donde Mara había entrado. La muchacha se paró
debajo del agujero cuadrado por el que penetraba la luz del día a través del humo y el
vapor; se recostó contra la pared de piedra y contempló los inútiles inventos.
De alguna parte, muy lejos, arriba, llegó una explosión amortiguada. El túnel
entero se sacudió y soltó polvo y telarañas. En algún otro lugar de allá arriba un
enorme carillón empezó a repicar con frenesí, y lo siguieron alguna clase de

www.lectulandia.com - Página 88
trompeta, varios badajos, una sirena y numerosos silbatos.
Criaturas invisibles se soltaron del techo y aletearon de un lado a otro, dominadas
por el pánico. Mara se tapó los oídos.
—¡Funciona! —chilló Aléjate rebosante de alegría.
—¿Qué? —Mara podía leerle los labios, pero resultaba difícil a causa de la barba.
—La alarma del perímetro. La coloqué alrededor de la cima de la montaña. —
Aléjate bailaba de contento—. Denuncia la presencia de merodeadores…
—Ya me doy cuenta.
—… localiza el punto de entrada, e incluso sella habitaciones y niveles. —Señaló
la trampilla de piedra que se deslizaba lentamente sobre el tragaluz al suelo del cráter.
Entonces su semblante se tornó preocupado—. Me necesitarán allá arriba para
desconectarlo. Probablemente estarán completamente sordos a estas alturas.
—¿Queeeeé?
—Nada. —Aléjate corrió presuroso hacia una gnomo-lanzadera, brincó con
ímpetu sobre el cojín de carga útil repetidas veces y (cosa realmente sorprendente)
salió lanzado con facilidad a través del tragaluz medio cerrado—.
Volveréparaaccionarlapalancaysacartedeahí…
La trampilla se deslizó por completo y se cerró con un golpe sordo. El sonido de
campanas, silbatos, badajos y sirenas que repicaban allá arriba quedó amortiguado.
Mara alzó la vista, boquiabierta. Un ingenio gnomo había funcionado como se
suponía que debía hacer. Pero ¿cómo iba a salir ella ahora?
Examinó la palanca de la pared e intentó descubrir su relación con la trampilla. Se
veía una cuerda floja que desaparecía en un agujero del techo del túnel; reparó en una
barra que iba de la palanca a la viga voladiza, pero no alcanzaba a comprender cómo
funcionaba.
Los ruidos de las alarmas cesaron de manera repentina. Aléjate o cualquier otro
había hallado el modo de desconectarlas o, más probablemente, silenciarlas de forma
accidental. Mara ya sabía bastante de los gnomos como para esperar que no hubiese
heridos.
Sus oídos se ajustaron al súbito y casi total silencio; escuchó un suave zumbido (y
goteo) de aparatos ventiladores en alguna parte y el continuo movimiento de
invisibles criaturas voladoras. Y algo más: un roce susurrante, en alguno de los
túneles laterales.
Parecían pisadas, pero era un ruido rasposo, no de botas ni tampoco de pies
descalzos. Luego sonó el golpeteo de metal contra metal. No sonaba como nada
gnomo, definitivamente. En aquel momento se le ocurrió a Mara que, en efecto, algo
había hecho saltar las alarmas de Aléjate. Un ladrón de verdad… La muchacha se
escondió en un nicho del muro.
Apareció una figura sombría que llevaba un yelmo con cresta de dragón.

www.lectulandia.com - Página 89
—Éstas deben de ser las armas de las que hablaron los caballeros. ¡Deprisa, antes
de que vuelva el gnomo! —siseó—. Coge lo que parezca útil y salgamos cuanto
antes.
¡Era un draconiano! ¡Dos draconianos!
—¿Qué pasa con la chica a la que seguimos hasta aquí? —preguntó el otro
draconiano.
A Mara se le cayó el alma a los pies. Volvió a escuchar la voz de Kalend
diciendo: Acamparán a nuestro alrededor y esperarán hasta que algo rompa las
defensas… refuerzos o mejores armas…
—Ha cumplido su cometido —repuso el capitán mientras se encogía de hombros
—. Si la ves, mátala y no pierdas tiempo.
Mara se apretó contra la pared de piedra, oculta en las sombras de cables e
instrumentos colgados.
Otros cuatro draconianos avanzaban por el estrecho corredor lateral en dirección
al túnel principal. Todos portaban enormes armas de aspecto mortífero. Sus alas
llenaban el pasillo, tenían manos con garras y espantosos dientes afilados. Uno de
ellos se dirigía directamente hacia donde estaba ella. Mara la Intrépida no pudo
evitarlo. Soltó un quedo gemido.
Los draconianos la oyeron. Uno arremetió con la lanza. Aterrada, Mara se tiró al
suelo; la lanza casi le abrió una raya en el pelo. Otro draconiano siseó y lanzó una
cuchillada lateral con su espada. La muchacha se incorporó de un salto, eludió el
arma y retrocedió un poco más. Una maza le rozó el hombro.
Empezó a correr y se encaminó hacia la claraboya buscando una vía de escape.
«¡Debería hacerles frente! —pensó, frenética. Pero una vocecilla interior le contestó
—: Admítelo. No eres guerrera, ni siquiera ladrona. ¡Eres sólo una chiquilla
estúpida!».
Fue de pared a pared dando saltos al azar a fin de esquivar más armas que le eran
arrojadas, y tropezó al pisar unos canastillos. Se detuvo. Uno de ellos tenía una
etiqueta; en medio de la confusión de sílabas Mara reconoció la palabra plaga. Cogió
el canastillo y se lo puso debajo del brazo. Si era el nuevo compuesto del pesticida se
lo podía echar por encima y se volvería invisible. Empezó a abrir el cesto, pero se
detuvo de pronto.
Si era el compuesto viejo, podría matarla.
Claro que, en ese caso, también podría arrojárselo a los draconianos que la
perseguían y acabaría con ellos. Tiró de nuevo de la tapadera.
O, tal vez, los haría invisibles. Tuvo una fugaz visión de sí misma rodeada por
draconianos invisibles. Arrojó el canastillo a un lado y echó a correr de nuevo.
Los draconianos la seguían de cerca cuando Mara llegó a la claraboya. Saltó para
alcanzar la palanca de apertura y tiró de ella con todas sus fuerzas. La palanca gruñó

www.lectulandia.com - Página 90
al moverse… y bajó un contrapeso, que tiró de un cable, que hizo girar una rueda
volante, que hizo rotar un eje, que dio vueltas a un tornillo sinfín, que enrolló la
cuerda de tracción…
Que se rompió. Todo el sistema se paró en punto muerto, con la punta de la
cuerda chasqueando inútilmente.
—Sería estupendo que, por una vez, un invento gnomo funcionara bien —
masculló Mara entre dientes. Aquello le dio una idea.
Agarró la cuerda ondeante y se balanceó en ella dándose impulso con las piernas.
Dio una patada en el techo y salió rebotada, dando giros, en dirección contraria, por
encima de las cabezas de los sorprendidos draconianos. Uno de ellos levantó la lanza,
pero no lo hizo con suficiente rapidez y apenas arañó a Mara.
La muchacha se soltó de la cuerda y aterrizó a bastante distancia de los
desconcertados draconianos; echó a correr en la misma dirección por donde había
venido. Sin embargo, tenía que asegurarse de que la siguieran. En la esquina del túnel
recogió un puñado de oxidadas piezas de repuesto de viejos mecanismos y lo arrojó
hacia donde se encontraban los draconianos. Un perno herrumbroso golpeó al capitán
en su hocico de reptil.
—¡Tras ella! —aulló el oficial—. ¡Matadla!
—¿Deprisa o despacio? —preguntó uno de los subordinados.
—Deprisa —siseó. Una tuerca hexagonal chocó contra su yelmo—. Pero no
demasiado.
Salieron a todo correr tras la muchacha, con las armas preparadas y las terribles
mandíbulas abiertas. Mara huyó, pero se aseguró de que veían el camino que tomaba.
La persiguieron con tranquila seguridad; al fin y al cabo, ¿qué podían temer de una
chiquilla humana, desarmada e indefensa?
Los draconianos la alcanzaron de repente, al doblar una esquina. Mara estaba,
aparentemente, paralizada de terror.
Él capitán draconiano la miró con malicia y bramó de manera innecesaria:
—¡Vamos a matarte!
—Si no tenéis otro remedio —replicó con más frialdad de la que en realidad
sentía—. Pero sed rápidos.
El draconiano la contempló con una expresión de resentimiento mezclada con
cierta admiración.
—¿No te damos miedo?
—¿Vosotros? Jamás. —Mara señaló el suelo—. Eso sí que me asusta. Puedo
soportar cualquier cosa, salvo el Hacha Mortal Flotante —manifestó ansiosamente.
A un gesto del capitán, el draconiano que estaba delante la levantó.
—¿Esta cosa? —preguntó, riendo con incredulidad.
Mara se encogió sobre sí misma, al tiempo que retrocedía.

www.lectulandia.com - Página 91
—No tires de esa cuerda, por favor. Suéltala…
El capitán le sonrió dejando a la vista una sorprendente cantidad de dientes
afilados.
—Por supuesto, la soltaré. —Dejó el ingenio en el suelo, delante de la muchacha,
e hizo una reverencia. Mientras se incorporaba tiró de la cuerda de arranque con un
fulgurante movimiento y puso las aspas propulsoras en marcha. Observó el resultado
con una risita maligna.
Los propulsores giraron e, increíblemente, el Hacha Mortal se alzó en el aire. A la
par que se alejaba del suelo, la afilada hoja se columpió atrás y adelante con un ruido
siseante. Se quedó suspendida, vaciló y después empezó a girar en círculo,
lentamente. Mara observaba, boquiabierta, cómo la hoja del hacha cortaba un aguilón
que sobresalía del muro del túnel. Ahora el hacha se movía con mayor rapidez y el
círculo había ampliado el radio. Mara retrocedió un paso, nerviosa.
El Hacha Mortal chocó contra el techo y rebotó. La hoja cortó el yelmo y la
cabeza de un soldado draconiano sin perder velocidad. El soldado se convirtió en
piedra y se desplomó.
El capitán pronunció una orden, sucinta incluso para las voces de mando de los
draconianos en un campo de batalla:
—¡Corred!
Mara obedeció, al igual que los otros soldados. El hacha abrió un surco en la
pared donde la muchacha había estado un instante antes, giró sobre sí misma y
alcanzó a otro draconiano en el pecho antes de remontarse para golpear contra el
techo y volver a descender en medio de giros.
El draconiano herido, gritando de pánico, chocó de cabeza contra uno de sus
compañeros. Ambos se derrumbaron en el suelo del túnel, inconscientes pero no
muertos. Los otros dos restantes corrieron en pos de Mara, seguidos de cerca por la
zumbante Hacha Mortal.
Mara no se había imaginado que los pesados draconianos pudieran correr tan
deprisa; claro que también su propia velocidad la tenía sorprendida. En cierto
momento, en un absurdo rebote contra una polea colgante, el Hacha Mortal giró en el
suelo delante de la muchacha y luego salió disparada directamente hacia ella. Mara
brincó hacia atrás, rodó entre las piernas del sorprendido draconiano que venía tras
ella, y saltó lateralmente. El Hacha Mortal le cortó la cabeza al soldado, que se
convirtió en piedra y se derrumbó en el mismo punto donde estaba. El capitán chilló
de frustración. El Hacha Mortal, ahora detrás de él, daba media vuelta en dirección a
ambos, y los dos echaron de nuevo a correr.
Perversamente, el hacha los persiguió en lugar de volver por donde había venido
o girar en algún otro pasillo. Mara se preguntó si aquélla no sería otra de las
funciones de los sensores de Aléjate. También se preguntó durante cuánto tiempo

www.lectulandia.com - Página 92
mantendrían el mismo ritmo ella y el capitán; ella era una gran corredora, pero él
tenía más resistencia. Si se cansaba o tropezaba… Apretó los dientes y continuó
esquivando y corriendo.
Después de lo que le parecieron días, la muchacha creyó notar que el hacha
empezaba a perder velocidad. Al cabo de un minuto estaba segura; el arma iba
perdiendo ímpetu y giraba más despacio. Por último, con un crujido del mango y un
revoloteo de propulsores, el Hacha Mortal cayó al suelo. Mara y el draconiano,
jadeantes, se derrumbaron a continuación… separados entre sí por el largo de una
lanza.
El draconiano se recobró primero. Se incorporó vacilante y buscó su espada, que
había dejado caer al tirarse al suelo. El arma se encontraba ahora al alcance de Mara.
La muchacha se puso de pie con esfuerzo, recogió la pesada espada y por poco no
pierde el equilibrio. El draconiano se rió de ella y avanzó para quitarle el arma y
matarla.
Mara escuchó un agitado roce en el túnel del techo, sobre sus cabezas, aunque no
veía nada. Arremetió con la espada contra la pared del castillo y la golpeó al tiempo
que gritaba con fuerza.
El aire se llenó repentinamente de un terrible escándalo y el aleteo de cientos de
alas. El draconiano, desconcertado, agitó los brazos sobre su cabeza. Mara aferró con
firmeza la espada e hizo acopio de energía.
El draconiano abrió las fauces y las chasqueó en el aire vacío, donde sonaban los
ruidos; se escuchó un pequeño chillido que se interrumpió con brusquedad. Mara,
sintiendo revuelto el estómago, inhaló hondo y arremetió con la espada.
Era demasiado pesada para ella, pero se las ingenió para alcanzar al capitán
draconiano justo debajo de la rótula. Él soltó un rugido que espantó a todas las
invisibles criaturas voladoras. Mara dejó caer la espada y retrocedió.
Con una mueca de dolor, el capitán bajó la vista a la rodilla. De la herida manaba
sangre verde. Abrió la boca para gritarle a Mara, pero no le salieron más que gruñidos
y espumarajos.
Mara se alejó a todo correr mientras pensaba para sus adentros: «Tendré un nuevo
nombre. Mara la Guerrera… Mara, Reina de la Batalla…».
Una daga le pasó silbando entre el brazo y el costado. Mara, Reina de la Batalla,
corrió como Mara la Liebre por la bifurcación izquierda del túnel. El draconiano se
movía pesadamente detrás de ella y cojeaba de manera dolorosa.
Mara se coló dentro de una habitación. El capitán la encontró agazapada contra la
pared opuesta y sosteniendo la pata astillada de una silla a guisa de arma. Al avanzar
el draconiano, la muchacha la dejó caer y se apretó contra la pared, con el semblante
convertido en una máscara de terror.
—Ya te tengo —dijo él lentamente, con satisfacción. Avanzó cojeando hacia el

www.lectulandia.com - Página 93
centro de la habitación, sonriente…
Mara dio unos ligeros golpecitos con el dedo en la pared. Los Amortiguadores se
activaron. El draconiano perdió el equilibrio; los dos brazos estaban inmovilizados
por las bolsas hinchadas y no le era posible alcanzar la espada, que había tirado
cuando la primera bolsa se infló delante de sus narices. Asomó la cabeza entre los
balones y miró frustrado a Mara, que se había encaramado a uno de ellos.
—¡Tú! —farfulló con rabia, fuera de sí—. Tú…
—A callar —ordenó Mara, que le quitó el yelmo y lo dejó inconsciente de un
golpe.
Se oyó correr a alguien y, a poco, Aléjate apareció en la puerta.
—¿Te encuentras bien? —El gnomo jadeaba.
La muchacha se deslizó de lo alto del balón.
—Mara la Audaz siempre está bien.
—Estupendo. Cuando llegué al nivel superior creí que se trataba de una falsa
alarma y bajé de nuevo. Entonces vi a los draconianos muertos y desmayados… —
Hizo una pausa—. Estás sangrando.
Mara se miró con sorpresa el hombro.
—No es gran cosa. —Esbozó una mueca—. Di más que recibí.
—Ya lo veo —dijo, impresionado, Aléjate mientras miraba al inconsciente
capitán—. ¿Iban tras mis armas?
Mara asintió en silencio. El gnomo, echando otro vistazo al aprisionado e
inconsciente oficial, manifestó con actitud pensativa:
—Monte Noimporta no está en guerra con los draconianos. No osaremos matarlos
y son demasiado peligrosos para cogerlos prisioneros. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
—Ya he pensado en ello. —Mara hizo una pausa para causar la impresión
oportuna—. Déjalos que escapen.
Aléjate la miró con los ojos desorbitados.
—Pero, si escapan, se llevarán nuestras armas o proyectos para armas nuevas…
—Que es exactamente lo que te conviene que hagan —manifestó la muchacha.
Aléjate era ahora una rareza única en Monte Noimporta o en cualquier otro lugar:
un gnomo mudo de estupefacción.
—Piénsalo —continuó Mara—. Los draconianos quieren las armas. Tú necesitas
que esas armas se prueben. Ellos son soldados. ¿Quién mejor para someterlas a
pruebas? —Como el gnomo todavía dudaba, añadió—: ¿Y un robo llevado a cabo por
verdaderos guerreros no es una especie de convalidación de que tus armas son dignas
de prueba? Podrás decirles eso a los miembros del comité y después pedir la mano de
Cuidado.
Aléjate parpadeó.
—Pero ¿no tienes miedo de que utilicen estas… terribles armas contra tu gente?

www.lectulandia.com - Página 94
Mara imaginó a las tropas draconianas haciendo funcionar las Portapultas en el
campo de batalla.
—En verdad son armas terribles —dijo—, pero permitir que las tengan los
draconianos hará que el combate sea más nivelado. Es una cuestión de honor…, algo
a lo que los caballeros dan mucha importancia.
Aléjate le cogió la mano y se la estrechó con entusiasmo.
—Jamás conocí a un guerrero de tal integridad…
—Oh, yo no diría tanto.
—… y modestia, también. —Volvió la vista hacia el capitán draconiano
inconsciente—. Los dejaré escapar con la Portapulta, el Hacha Mortal Flotante…
—Eh… me parece que no les va a gustar mucho el Hacha Mortal. ¿Por qué no
dejas que se lleven el Poderoso Tronador, en cambio?
—Eso es demasiado —protestó Aléjate—. ¿Es que no quieres llevarte tú nada?
—A veces —declaró Mara con tono noble—, hay mayor alegría en dar que en
tomar. —De repente recordó algo—. Si no te importa, sólo cogeré el fallido buscador
de manantiales.
—¿El que no encuentra agua? ¿Lo quieres?
—Sólo como un recuerdo. —Mara lo recogió del suelo.
—Eres asombrosa —manifestó el gnomo con lágrimas en los ojos—. Para ti, una
simple baratija, en tanto que entregas a tus peores enemigos un armamento gnomo a
gran escala.
Mara sonrió radiante mientras se guardaba el detector de piedras preciosas.
—En fin, así soy yo —dijo con humildad.

www.lectulandia.com - Página 95
El Sitio Prometido

Dan Parkinson

Una vez, recientemente, esto fue una ciudad. Hacía sólo unos días hubo un castillo en
el punto más alto de la colina. Desde las murallas almenadas se contemplaban las
tierras en kilómetros a la redonda y en su patio amurallado se reunían multitudes.
Al pie de las almenas, extendiéndose hacia los campos, había existido una ciudad
bulliciosa y animada: posadas y viviendas, comercios y mercados, tabernas, herrerías,
graneros y pajares, puestos de tejedores y curtidores, música y ruido y vida.
Chaldis había sido una ciudad. Pero los ejércitos de los Dragones de la Reina
Oscura habían llegado, y la ciudad dejó de ser ciudad. Donde antes se alzaban las
almenas, ahora había escombros ennegrecidos y aplastados y debajo todo eran ruinas
calcinadas y retorcidas. De Chaldis no quedaba nada. Sólo la calzada que había
defendido seguía intacta y su superficie mostraba las huellas del reciente paso de los
ejércitos. La gente que vivió aquí ya no estaba; algunos habían huido, otros estaban
muertos y a otros se los habían llevado como esclavos. Donde antes pacían hatos de
ganado, ahora sólo había pastos calcinados, y donde crecían cosechas, ahora eran
campos asolados.
El silencio habitaba ahora aquí. Un silencio sombrío…
Sombras y silencio, roto únicamente por el lamento del viento.
Sin embargo, algo acechaba en el silencio. Y en las sombras se movían otras
sombras pequeñas.
Entre los escombros sonaron voces apagadas:
—¿Qué clase de sitio éste? Todo hecho un asco.
—Los Altos estado aquí. Alguien atizarles a modo, creo.
—Esto recién quemado.
—¡Olvida quemado! Buscar algo para comer.
Y otro ruido, en alguna parte a la cabeza del grupo:
—¡Chist!
Un golpe y un repiqueteo metálico.
—¡Chist!
—Alguien caer.
—¡Chist!
—Alguien decir «chist». Mejor callar.
Otro golpe y varios repiqueteos metálicos.

www.lectulandia.com - Página 96
—¿Qué pasar?
—Alguien tropieza en otro alguien. Todos caer.
—¡CHIIIST!
—¿Qué?
—¡Cerrar pico y callar boca!
—Oh. Vale.
Las sombras, bruscamente acalladas, reanudaron la marcha; pequeñas figuras en
una fila irregular, encaminándose entre piedras caídas y vigas abrasadas, abriéndose
paso sigilosamente entre los escombros que en otros tiempos habían sido una ciudad.
Durante varios minutos, avanzaron en silencio y después los susurros y los
murmullos se reanudaron a medida que el efecto de la autoridad ejercida perdía
fuerza.
—¿Parar y cavar? Puede que bonito material bajo estos cascajos.
—Olvida cavar. Necesitar primero comida. Busca algo que hacer estofado.
—¿Cómo qué?
—Quién sabe. Casi todo hacer estofado.
—¡Eh! Aquí algo… No, no, nada. Sólo muerto. Un Alto.
—Ratas.
—¿Qué?
—«Teñe» que haber ratas aquí. Ratas bien para estofado.
—Sigue busca.
—¡Auch! ¡Quita de mi pie!
Golpe. Repiqueteo.
—¡Chist!
—Alguien caer otra vez.
—¡Chist!
Eran peregrinos. Habían estado viajando desde hacía más tiempo del que ninguno
de ellos era capaz de recordar, lo que no era demasiado, a menos que la cosa
mereciera la pena de ser recordada; y viajar, por lo general, no lo merecía. Sólo era
algo que hacían, algo que siempre habían hecho, algo que sus padres y sus
antepasados habían hecho. Muy pocos de ellos tenían idea de por qué viajaban o por
qué se dirigían —casi siempre— hacia el oeste.
Para los pocos que podían preguntarse de vez en cuando estas cosas, la respuesta
era simple y extremadamente imprecisa: viajaban porque iban en busca del Sitio
Prometido.
¿Dónde estaba el Sitio Prometido? Nadie tenía la más remota idea.
¿Por qué buscaban el Sitio Prometido? En realidad, tampoco eso lo sabía nadie.
Hacía mucho tiempo, alguien —algún Gran Bulp, seguramente, pues casi siempre era
un Gran Bulp el que iniciaba aventuras inexplicables— tuvo la idea de que había un

www.lectulandia.com - Página 97
Sitio Prometido, hacia el oeste, y que hallarlo era su destino. Eso habría sido
generaciones atrás, un período inimaginable para una gente que sólo distingue dos
días que no sean hoy: ayer y mañana. Pero, una vez iniciado el peregrinaje, éste
continuó y continuó.
Tal es la naturaleza de los aghars, la raza a la que casi todo el mundo llama
enanos gullys. Uno de sus instintos más desarrollado es la simple inercia.
El tamaño y la forma del grupo cambiaban constantemente a medida que se abría
paso entre las ruinas de la ciudad, si bien tendía a dirigirse hacia el centro. Aquí y
allí, de vez en cuando, de uno en uno, de tres en tres o de cinco en cinco, algunos
fueron perdiendo interés en la marcha y se apartaron para realizar exploraciones
paralelas, buscando y mirando boquiabiertos, y reuniéndose, por lo general, con el
grupo principal en algún momento, más adelante.
No había modo de saber si regresaban todos. Ninguno de ellos tenía una idea real
de cuantos eran, salvo que eran más de dos: un montón más de dos. Puede que
cincuenta veces dos, aunque tales conceptos escapaban a la comprensión del más
despierto de ellos. Números superiores a dos casi nunca eran considerados
merecedores de prestarles atención.
De manera gradual, el grupo disperso convergió en las zonas más altas de la
ciudad en ruinas. Aquí las piedras de los edificios derruidos eran más grandes:
bloques inmensos, oscurecidos por el humo, tumbados oblicuamente unos contra
otros de manera que creaban túneles y acequias techados con escombros. Aquí
encontraron más muertos, humanos y animales, cadáveres mutilados, desnudos y
quemados, el brutal residuo de la batalla. Los rodearon cautelosos, a cierta distancia,
con los ojos muy abiertos por el miedo. Aquí había ocurrido algo espantoso y el
horror flotaba en el ambiente casi tan tangible como una mortaja.
En un lugar donde un muro lateral se había desmoronado, algunos de ellos
hicieron un alto para contemplar un revoltijo de enormes tablones reforzados con
hierro que, tal vez, en el pasado había sido un artilugio gigantesco, pero que ahora
sólo era un despojo hecho añicos. Estaba caído como si se hubiese precipitado desde
una gran altura, con sus diferentes partes desparramadas. Sin tener la más remota idea
de lo que podría ser, casi todos pasaron de largo sin detenerse. Uno, sin embargo, se
quedó allí y caminó alrededor de la cosa enorme, con el entrecejo fruncido en un
gesto pensativo.
Se llamaba Cuño y un vago recuerdo lo importunaba mientras sus ojos seguían las
dimensiones de la cosa caída. Había visto algo parecido con anterioridad… en alguna
parte. Dándose tirones del labio, Cuño la rodeó hasta completar el círculo. Otros
cuantos se le habían unido ahora; habían reparado en la curiosidad que el objeto
despertaba en él y regresaron, sintiéndose también curiosos.
—Tener un brazo —masculló, al tiempo que bizqueaba por el esfuerzo de

www.lectulandia.com - Página 98
encontrarle explicación a la colocación de una enorme viga que sobresalía del
ingenio. Dentro de la propia estructura, la viga estaba unida a una especie de tambor
grande de madera, con una gruesa soga atada alrededor y un juego de engranajes
enormes en su eje—. Lanza-cosa —dijo, empezando a recordar.
Era parecida a algo que había visto desde lejos, en lo alto de una estructura
humana por la que su gente había pasado dando un rodeo hacía mucho tiempo, en el
viaje. La recordaba porque había visto a los Altos manejarla y se había quedado
impresionado. Era una torre de madera encima de otra torre, y un montón de
humanos, los Altos, estaban agrupados en torno a ella y giraban despacio una
manivela de manera que el enorme brazo extendido se volvió hacia atrás y después,
con brusquedad, se había soltado. Hizo un ruido semejante a un trueno lejano y la
cosa que salió volando del ingenio tenía un gran tamaño y había derribado un árbol.
—«Eslo» —decidió—. Una de ésas. Lanza-cosa.
Varios gullys se habían reunido a su alrededor.
—¿De qué hablar, Cuño? —preguntó uno.
—Esta cosa —señaló Cuño—. Esto una lanza-cosa. Arroja material.
—¿Por qué? —quiso saber otro.
—No sé. Pero hace. Arroja cosa grande, tira árbol suelo.
—Ya sé. «Calapulta».
—No. Eso una otra cosa. Ésta llama eh… disco… disco… algo.
—Vale. —Perdido el interés, algunos volvieron a deambular por los alrededores,
si bien Cuño y otros dos permanecieron un poco más, caminando cautelosos y
asombrados entre los destrozados restos del artilugio. Uno era un anciano de barba
blanca, llamado Gandy, que tenía de vez en cuando destellos de razonamiento lúcido
y actuaba como Gran Opinante para los distintos clanes. La otra era una joven gully,
llamada Mina.
Cuño sentía una vaga alegría porque Mina estuviera interesada en lo mismo que
le interesaba a él. Su presencia le resultaba agradable. Sus ojos se posaron en una
chuchería, una piedra reluciente que había entre los escombros; la recogió y se la
tendió a la joven gully.
—Ten —dijo con timidez—, cosa bonita para Mina.
Treparon entre los retorcidos restos del lanzadiscos; Cuño ayudo a Mina a pasar
sobre un tablón roto y después se volvió y tropezó con el viejo Gandy. El Gran
Opinante estaba de rodillas, mirando fijamente algo, y Cuño topó con él y se fue de
bruces al suelo manchado de hollín.
Sin apenas percatarse de su presencia, Gandy barrió con la mano una vaga forma
del suelo.
—Aquí algo. ¿Qué esto?
Cuño se acercó gateando y Mina se asomó sobre su hombro. El objeto era un gran

www.lectulandia.com - Página 99
disco de hierro con dientes aserrados por todo el borde de su circunferencia, salvo
una parte que había sido despuntada y doblada.
—Eso, disco —dijo Cuño—. Es lo que lanza-cosa lanzar. Tirar árboles como
éstos.
—Tirar algo, sí —decidió Gandy mientras examinaba el borde embotado. El
disco había golpeado algo muy sólido, muy duro. Lo frotó otra vez y observó las
manchas oscuras de su superficie. Había otras manchas en el resquebrajado suelo,
cerca, como si se hubiese coagulado sangre. Rascó una mancha con la uña y después
se chupó el dedo. Frunció el entrecejo y escupió; no era ningún tipo de sangre
conocida por él.
No obstante, le recordó el propósito principal del momento. Se puso de pie y
golpeó con la punta del destartalado mango de escoba que llevaba.
—Basta mirar material —proclamó—. Buscar comida primero. Vamos.
Obedientemente lo siguieron y se alejaron de la máquina de guerra; después se
pararon y miraron en derredor.
—¿Dónde ir todo mundo? —se preguntó Cuño.
—Por ahí, algún sitio. —Gandy se encogió de hombros—. No ir muy lejos
siguiendo Gran Bulp. Fallo no mover deprisa.
Desde el punto donde estaban partía una docena de túneles y aberturas entre los
escombros, en distintas direcciones. Tras elegir uno al azar, el viejo Gandy echó a
andar con Cuño y Mina pisándole los talones.
—Ahora mirar bien —ordenó.
—¿Mirar… qué?
—¿Cómo?
—¿Tú hacer truco o algo?
—¡No! Mirar por comida. Hay que encontrar material para guisado.
El túnel en el que estaban era un pasadizo largo y sinuoso creado por los huecos
entre las piedras de edificios que habían caído unos sobre otros. Al cabo de unos
pocos minutos, Cuño preguntó:
—¿Qué clase comida Gran Opinante espera encontrar aquí?
—No decir —contestó Mina.
Un poco más adelante, Gandy se volvió y adoptó un gesto ceñudo.
—Cualquiera clase comida —espetó—. Seguir mirando. Si mueve algo, seguro
que bueno para guisado.
—Vale. —Cuño se adelantó y se puso al frente del grupo.
Habían avanzado sólo unos cuantos pasos cuando Cuño, cuyos jóvenes ojos
recorrían el entorno muy alerta, captaron un movimiento.
Era algo que sobresalía de una grieta entre unas piedras caídas y después se
curvaba hacia abajo. Tenía forma ahusada y era tan largo como su brazo. De un color

www.lectulandia.com - Página 100


verdoso oscuro, pasaba casi inadvertido con los apagados tonos jaspeados de los
escombros que lo rodeaban. Pero cuando los ojos de Cuño pasaron sobre aquello, la
cosa se agitó.
Cuño se paró, y los otros chocaron contra él. El viejo Gandy se tambaleó un
momento y luego recobró el equilibrio. Mina se agarró a Cuño, apretándose contra él,
y su cercanía logró distraer por completo al joven gully, quien decidió en ese mismo
instante que, por su parte, Mina podía toparse con él cada vez que quisiera.
—¿Por qué frena Cuño? —instó Gandy—. Casi caer yo.
—Vale —musitó el joven gully, sin prestar la menor atención al anciano—. «Ta»
bien.
—¡No bien! —chilló Gandy—. Supone nosotros estar buscando comida, no
haciendo tonto. ¡Tú! —Azuzó a Mina con el mango de la escoba—. «Solta». Cuño.
¡Basta tontunas!
—Oh. —Mina se retiró y se encogió de hombros—. Vale.
Con un suspiro, Cuño se volvió para reemprender la marcha y entonces volvió a
ver la cosa que le había llamado antes la atención. La cosa que se agitaba. La señaló.
—¿Qué eso? ¿Quizá comida?
Se aproximaron un poco más, y Gandy se inclinó para observarla más de cerca.
La cosa salía a través de una pequeña grieta de los escombros. Aunque no era fácil de
precisar con la luz mortecina, parecía ser redonda y ahusada, con una pequeña cresta
afilada corriendo a lo largo de la parte superior, y de color verde oscuro. Mientras
estaban observándola, se agitó de nuevo.
Retrocedieron a trompicones, desconfiados.
—¿Qué es? —preguntó Cuño.
—No sé. —Gandy la miró otra vez, atentamente—. ¿Quizá media culebra?
—Quizá. —Cuño se acercó cauteloso, extendió el brazo, dio unos empujoncitos
con el dedo a la cosa y luego se apartó de un brinco. Al tocarla, había hecho algo más
que agitarse: como si fuera la cola de una inmensa rata, se meció a un lado y a otro.
Por lo demás, parecía inofensiva. Hubiera lo que hubiese al otro extremo, esta punta
no tenía dientes ni garras.
—¿Esto comida? —preguntó Cuño al Gran Opinante.
—Puede —decidió Gandy—. Culebra buena para guisado, si no amarga.
Comprueba.
—¿Qué?
—Pruébala. Ver si amarga.
De mala gana, Cuño se acercó de nuevo a la cosa y la agarró con las dos manos.
Se retorció entre sus dedos; fuera lo que fuese, tenía mucha fuerza. Pero él aguantó y,
cuando la cosa pareció calmarse un poco, agachó la cabeza, abrió la boca y mordió
con todas sus fuerzas.

www.lectulandia.com - Página 101


Bruscamente, la cosa ondeó y se sacudió. Cuño fue lanzado contra la pared
opuesta del túnel, y, como si surgiera de las propias piedras, un inmenso rugido de
rabia vibró en el aire.
Cuño se incorporó al mismo tiempo que el Gran Opinante se le echaba encima,
corriendo como si en ello le fuera la vida y seguido de cerca por Mina. Ambos
chocaron con Cuño y los tres se fueron de bruces y rodaron por el resquebrajado
suelo en un revoltijo de brazos, piernas y ahogadas maldiciones.
Apenas acababan de frenarse cuando otros —muchos, muchos otros— se
amontonaron sobre ellos y a su alrededor. El grupo principal, conducido por el Gran
Bulp Fallo I en persona, salía de una bifurcación cuando sonó el rugido que desató el
pánico general. Un instante después, había enanos gullys topando y cayendo a lo
largo del túnel y un enorme montón de ellos apilados en la convergencia donde Fallo
I y todos cuantos lo seguían habían tropezado con el trío que rodaba por el suelo.
Pasaron varios minutos hasta que todo el mundo estuvo desenredado de los
demás, y Cuño, debajo de toda la pila, se sintió profundamente satisfecho de estar
enredado con Mina hasta que alzó la vista y se encontró con el semblante furibundo
de su señor y cabecilla, Fallo I, Gran Bulp por Persuasión y Señor Protector de Este
Sitio y Cualquier Otro Sitio que Diga.
Fallo miró ferozmente a los tres mientras se levantaban.
—¡Gandy! ¿Qué pasar aquí?
—No sé —gruñó el Gran Opinante—. Todo mundo subido encima mí. ¿Cómo
saber qué pasa si no poder ver nada?
—Oírse ruido grande —insistió el Gran Bulp—. ¿Hacerlo tú?
—Yo no. —Gandy sacudió la cabeza y señaló a Cuño con el palo de la escoba, en
un gesto acusador—. Culpa suya. Él hacer.
—¿Hacer qué?
—Mordisco culebra.
Comprendiendo que era mejor explicarse, Cuño señaló al fondo del pasadizo.
—Algo asomar por allí. Como media culebra. Probar para ver si amarga.
El Gran Bulp estrechó los ojos y observó la cosa que se retorcía.
—¿Ser culebra? —preguntó.
El rugido se había apagado en ecos resonantes y había dado paso a un furioso
sonido siseante que parecía llegar de todas partes y de ninguna en particular.
—Ahora parece. Sonar igual —opinó Cuño.
Con cautela, los clanes bulps se reunieron en torno a la cosa verde que sobresalía
de los escombros. Fallo la examinó con detenimiento, primero por un lado, después
por el otro, y luego hizo un gesto con la mano.
—Sopapo, ven aquí. Traer «isturmento atizador».
Un enano gully achaparrado, de hombros anchos, se adelantó vacilante. Sobre el

www.lectulandia.com - Página 102


hombro llevaba un pesado palo de unos noventa centímetros de largo. Fallo señaló la
cosa cimbreante.
—Sopapo, atiza culebra.
Sopapo no parecía muy convencido, pero hizo lo que le mandaban. Levantó el
palo sobre su cabeza y lo descargó con toda su fuerza sobre la cosa que se retorcía.
En esta ocasión el rugido que salió de alguna parte, más allá de las piedras
desprendidas, fue un grito de pura indignación. Las rocas temblaron y chirriaron, el
polvo se desprendió de las grietas y todo el muro de piedras desplomadas empezó a
moverse. La cimbreante cosa verde desapareció bajo los escombros y las enormes
sacudidas al otro lado hicieron saltar por el aire fragmentos de roca. Por doquier, los
cascotes se levantaban y se hundían, taponando grietas y túneles de salida.
Mientras los enanos gullys se desparramaban en todas direcciones, tropezando y
cayendo unos sobre otros, toda la pared de escombros se resquebrajó y, a través del
polvo que empezaba a posarse, asomó una cara escamosa de mirada furibunda. Unos
ojos verdes, tan brillantes como esmeraldas y estrechados en meras rendijas,
relucieron coléricos, y unas fauces del tamaño de una mina de sal se abrieron y
dejaron a la vista hileras de dientes afilados y goteantes. La cresta escamosa que
coronaba la cabeza se encrespó y el cuello se arqueó para atacar. Entonces los ojos
esmeraldas se agrandaron ligeramente y la boca se cerró con una mueca.
—Enanos gullys —siseó Verden Brillo de Hoja con un ribete de dolor y desprecio
—. Sólo enanos gullys.

Durante un tiempo, la hembra de dragón se limitó a hacer caso omiso de ellos.


Sus súplicas pidiendo clemencia, el olor de su miedo, los montones de criaturas
acurrucadas de pánico aquí y allí, en las sombras, le resultaba débilmente placentero,
como un apagado soniquete de fondo, en cierta forma tranquilizante.
Un hatajo de gullys. No podían hacerle daño alguno a ella, una poderosa hembra
de dragón. Tampoco podían escapar, ya que todas las salidas a las que tenían acceso
estaban taponadas con escombros y por el momento, decidió, no merecían el esfuerzo
de aplastarlos. Por consiguiente, no les hizo caso y en cambio se concentró en sus
heridas. La humillación de que le hubieran mordido y golpeado la punta de la cola la
sacaba de quicio, pero ya se encargaría de los malhechores más tarde, cuando hubiese
recobrado fuerzas. Estaban atrapados entre los escombros, con ella. No tenían
escapatoria.
El disco de filo aserrado le había desgarrado el cuerpo, y se había desplomado
entre los escombros. En la oscuridad del castillo derruido, casi enterrada entre
cascotes, había quedado tumbada, sangrando, mientras los ejércitos de la Reina de los
Dragones pasaban de largo; pasaban de largo dejándola atrás, pensó amargamente.
Nunca se lo perdonaría a Fuego Garra Candente. El inmenso y arrogante dragón rojo,

www.lectulandia.com - Página 103


con su preocupado jinete humano, sabía que estaba allí. En su mente había resonado
con claridad su voz de dragón, reprendiéndole y lanzándole pullas.
El ala izquierda colgaba inutilizada a un costado, la garra delantera izquierda
estaba terriblemente lisiada y había tenido que emplearse a fondo para cerrar el tajo
abierto en la base de su cuello mediante hechizos y pura concentración. Sólo esa
herida habría sido suficiente para matarla si sus poderes hubiesen sido menores.
Con todo, la curación era lenta, dolorosa e incompleta. Al desgarrar las escamas
de su pecho, el disco había cortado también su frasco de poción, oculto bajo las
escamas, y había arrastrado a su paso la preciada piedra-alma, escondida allí. Había
desaparecido, en alguna parte entre los escombros, y sin ella la poderosa hembra de
dragón verde carecía de la magia necesaria para recomponer las partes de su cuerpo
lisiadas. El poder definitivo de curación estaba fuera de su alcance sin su piedra-alma.
Enfocando toda su concentración en las zonas dañadas, hizo acopio de la fuerza
que le restaba y la aplicó en la curación. Cuando el esfuerzo la agotó, se quedó
dormida.

Cuando el ciego pánico inicial empezó a disminuir, reemplazado por un simple


temor y pasmo, los súbditos de Fallo I, Gran Bulp por Persuasión y Señor Protector
de Este Sitio, etc., etc., se volvieron hacia su líder en busca de consejo. Aunque, claro
está, primero tenían que encontrarlo. Al primer atisbo de la aparición que había
surgido entre los tambaleantes escombros, Fallo había salido disparado entre las
primeras filas de sus súbditos, gateando por encima y por debajo de varias hileras
más de gullys aterrorizados, y por último se encajó en una grieta, detrás de todos
ellos. Sacarlo de allí fue una tarea cuya dificultad se incrementó por el hecho de que
no quería salir.
Finalmente, sin embargo, se encontró entre ellos, mirando alelado la enorme y
verde cabeza durmiente de la cosa que estaba en el agujero, a sólo unos cuantos pasos
de distancia.
—¿Qué…? —Se atragantó, tosió y lo intentó de nuevo—. ¿Qué…, qué esa cosa?
La mayoría de sus súbditos lo miraron con desconcierto. Algunos se encogieron
de hombros y otros sacudieron la cabeza.
—Eso no culebra —informó Cuño a su cabecilla—. Tampoco material para
estofado.
Envalentonado con la reaparición del Gran Bulp, el viejo Gandy, el Gran
Opinante, dio uno o dos pasos cautelosos hacia la cosa dormida y levantó el palo de
la escoba como si fuera a golpearla. Pero cambió de opinión, bajó el palo y se apoyó
en él mientras estrechaba los ojos.
—¿Dragón? —se preguntó—. Puede. ¿Alguien aquí ver dragón alguna vez?
Nadie recordaba haber visto un dragón, y casi todos estaban seguros de que se

www.lectulandia.com - Página 104


acordarían si lo hubiesen visto.
Entonces Cuño tuvo una idea brillante.
—Dragones tener alas —declaró, y añadió con gesto vacilante—: ¿Verdad?
—Verdad —se mostró de acuerdo Gandy—. Dragones tener alas. ¿Esa cosa las
tiene?
Varios gullys se acercaron cautelosos e intentaron asomarse al agujero, alrededor
de la enorme cabeza, para atisbar lo que había detrás. Pero la mortecina luz que se
filtraba por arriba no llegaba al orificio, donde solo había oscuridad. Les era
imposible ver si la criatura tenía alas o no.
—Traer alguien vela —ordenó Fallo I—. Gran Bulp comprueba.
Con miradas de sorpresa y admiración ante tan inesperada muestra de coraje,
varios gullys sacaron de los bolsillos trozos de velas rotas y alguno incluso se las
ingenió para encender una y se la tendió a Fallo. El Gran Bulp la sostuvo en alto, se
puso de puntillas y atisbó el oscuro agujero. Después sacudió la cabeza y entregó la
vela a Cuño, que daba la casualidad de encontrarse cerca.
—No ver nada —dijo—. Cuño, ir a ver.
Cogido por sorpresa, el joven gully miró el trozo de vela que le había puesto en la
mano y luego sus ojos fueron a los feroces rasgos de la dormida criatura del agujero.
Se puso pálido, tragó saliva y empezó a sacudir la cabeza, pero entonces vio a Mina
entre la muchedumbre. Ella lo contemplaba con un brillo en los ojos que debía de ser
algo más que el reflejo de la llama de la vela.
Cuño hizo una inhalación temblorosa a fin de cobrar ánimos.
—Porras —masculló—. Vale.
La enorme y verde cabeza casi tapaba el agujero de la pared de escombros.
Mientras Cuño se deslizaba por un lado, con la espalda pegada contra las piedras, si
hubiese alargado el brazo habría podido tocar una de las ventanas del hocico, las
afiladas puntas de los dientes gigantescos que asomaban entre las fauces, el brillante
párpado. El abanico erizado de la elegante cresta de la criatura se alzaba sobre él a
medida que descendía sigiloso, bordeando el largo y esbelto cuello, que tenía una
anchura igual a la altura de Cuño, y parecía prolongarse indefinidamente, hasta
perderse en la oscuridad.
—Cuño muy valiente —susurró Mina mientras lo observaban avanzar. En un
gesto mecánico, su mano fue a la bolsita colgada del cinturón y agarró la bonita
chuchería que el joven gully le había regalado. Sus dedos la acariciaron, y la inmensa
criatura durmiente rebulló un poco y después se sumió de nuevo en un sueño
profundo.
—No valiente —rectificó Gandy—. Sólo tonto. Gran Bulp hace que Cuño
muerto, seguro.
Entretanto, el joven gully se deslizaba entre los destrozados escombros, a escasos

www.lectulandia.com - Página 105


centímetros del gran cuello verde que casi taponaba el túnel. Una vez que hubo
pasado la capa de cascotes, sostuvo la vela en alto. El sitio donde se encontraba era
una especie de caverna, bajo la pendiente de la destrozada colina que se encumbraba
sobre sus cabezas. Apenas había luz, olía a humedad y el inmenso corpachón verde
de la criatura casi llenaba la cavidad.
En el punto donde el cuello se unía al enorme cuerpo, Cuño atisbo unas feas
heridas en las escamas. Las contempló pasmado y luego sus ojos fueron más allá y se
abrieron de forma desmesurada. La cosa, en verdad, era gigantesca. Unas patas como
pilares escamosos descansaban bajo el lomo macizo y terminaban en «manos» con
garras tan grandes como él… o más. El hombro más cercano a Cuño tenía otra fea
herida y la mano correspondiente estaba aplastada, como si casi hubiese sido
rebanada.
El gully alzó los ojos y los estrechó para escudriñar con la débil luz de la vela.
Por encima de la cosa, en el lado opuesto, había una ala grande doblada. Más cerca,
otra ala aparecía extendida en un ángulo raro y mostraba otra herida abierta.
—Esta cosa en mal estado —musitó para sí mismo Cuño—. Muy zurrada.
El corpachón se encumbraba sobre él y la cresta se perdía en las sombras, allá
arriba. Más atrás, el cuerpo se ensanchaba bruscamente y Cuño comprendió que lo
que veía era una pata…, una pata enorme, doblada en una postura de descanso.
Debajo de ella asomaban los dedos de una garra con uñas tan largas como su brazo.
Por detrás aparecía la punta de una larga cola. Cuño reconoció el apéndice. Era lo que
había mordido, cuando creía que podía ser la mitad de una culebra. El recuerdo le
hizo temblar las rodillas y estuvo a punto de irse al suelo.
Los nervios del joven gully habían llegado a su límite. Había visto más que
suficiente. Inició el regreso.
Justo cuando pasaba a su lado, el ojo más cercano se abrió un par de centímetros
y la pupila vertical se clavó en él. Con un aullido, Cuño salió disparado por el agujero
y rebotó contra media docena de curiosos enanos gullys, que rodaron como bolos por
el suelo. Detrás, el enorme párpado se agitó con menosprecio y se volvió a cerrar.
Al tiempo que Cuño se ponía de pie, Fallo se acercó a él.
—¿Bien?
—¿Bien qué?
—Bien… —Fallo vaciló desconcertado mientras intentaba recordar qué había
mandado hacer a Cuño.
—¿Tiene alas esa cosa? —inquirió Gandy con voz áspera.
—Oh, sí, tiene alas. Y garras y cola y tajos también. —Recogió la vela que se le
había caído y se la devolvió a Fallo—. Si Gran Bulp quiere ver más, Gran Bulp ir él y
mirar. Yo ver bastante.
—¿Tajos? —Gandy parpadeó—. ¿Qué clase de tajos?

www.lectulandia.com - Página 106


—Ese dragón todo lleno rajas —le explicó Cuño—. Alguien herirlo muy mucho.
Mina se acercó a él y contempló compasiva la espantosa faz del dragón verde
dormido a unos cuantos pasos de distancia.
—Pobre cosa —dijo.
Mientras hablaba, los ojos de la criatura se abrieron unas rendijas y después se
cerraron de nuevo. Se movió un poco, suspiró y pareció tranquilizarse, como si el
dolor de las heridas se hubiese calmado algo.
Durante la hora siguiente, los gullys buscaron una salida para huir de la trampa de
escombros. No encontraron ninguna; al menos, ninguna que no los obligara a pasar
junto a la hembra de dragón. Las previas sacudidas de la bestia en su cubil habían
cambiado la posición de las piedras derrumbadas, de manera que habían taponado
cualquier paso. Uno tras otro, los exploradores se dieron por vencidos, se encogieron
de hombros y se reunieron en un apretado grupo, tan lejos del dragón como les era
posible.
Cuando resultó evidente que estaban atrapados sin remedio, Sopapo preguntó, a
nadie en particular:
—¿Y ahora qué?
Gandy se rascó la cabeza y se apoyó en el palo de la escoba.
—No sé —manifestó—. Mejor preguntar a «como-se-llame».
—¿Quién?
—«Como-se-llame», el Gran Bulp. —Se dio media vuelta—. Gran Bulp, ¿qué
hacer nosotros ahora? —Escudriñó la penumbra a su alrededor—. ¿Gran Bulp?
¿Dónde Gran Bulp?
Les llevó varios minutos encontrarlo. Sin nada mejor que hacer, Fallo se había
enroscado junto a una roca y se había quedado profundamente dormido.

Todos dormían cuando Verden Brillo de Hoja despertó… y vio enanos gullys por
doquier, repartidos en grupos apiñados por el sombrío nicho, y roncando la mayoría
de ellos. En un solo vistazo contó más de sesenta individuos que estaban a la vista, y
sabía que había más tras las rocas, en las sombras, y debajo o detrás de las pilas de
durmientes. Uno de ellos, incluso, se había colado en su cubil, creyendo que estaba
dormida y no se daría cuenta. Pero la pequeña criatura se había limitado a mirar en
derredor y enseguida había regresado con los otros.
Su primer impulso fue exterminarlos, sencillamente. Pero luego tuvo una idea
mejor. Tal vez le fueran útiles, si los conservaba con vida durante un tiempo… y si
lograba que la obedecieran.
Enanos gullys. Su desprecio por ellos era incluso mayor que el que sentían las
demás razas por los aghars. Como buen dragón que se precie, detestaba a todas las
otras etnias, y estas criaturas eran, indiscutiblemente, las más despreciables entre las

www.lectulandia.com - Página 107


despreciables. Incluso comparada con la inteligencia de humanos, enanos y otros
seres semejantes, la mentalidad de los enanos gullys era tan increíblemente simple
que bordeaba la imbecilidad. Y, comparada con la inteligencia de un dragón, era
menos que nada.
Aun así, estas patéticas criaturas tenían ciertos instintos que podrían resultar
útiles. Eran excelentes recolectores, aficionados a explorar sitios cuya existencia
otros ni siquiera conocían. Y eran buenos encontrando cosas, siempre y cuando
consiguieran concentrar su atención en ello durante un rato.
Aquí, en alguna parte, entre los cascotes de la ciudad destruida de Chaldis, estaba
su piedra-alma. Mientras dormía había sentido su presencia. Con su piedra-alma se
curaría por completo. Convenientemente motivados, los enanos gullys podrían
encontrar y traerle la piedra-alma.
Cerró los ojos y pensó en un hechizo; sus sentidos de dragón captaron el inicio de
pequeños movimientos entre los escombros de la caverna derrumbada, donde los
gullys estaban atrapados: sonidos tenues, sigilosos; atisbos de movimiento, más
producto de la vibración en las piedras que de un ruido real. Se concentró en el
conjuro, y los movimientos insinuados se incrementaron en número y volumen. La
hembra de dragón añadió otra dimensión al hechizo, y pudo percibir otros
movimientos; movimientos deslizantes, reptantes, que parecían venir de la tierra que
había sobre el cubil.
Las vibraciones se convirtieron en sonido real, y ciertas cosas se abrieron paso en
las sombras más profundas de la cámara. De grietas y hendeduras emergieron
pequeñas cosas y fueron hacia ella. Ratas y ratones, alguna que otra ardilla, un conejo
o una liebre… salieron por docenas, respondiendo a la llamada de su hechizo.
Por un instante pareció que el lugar estaba lleno de roedores que corrían por entre
los montones de enanos gullys dormidos y después se encontraron todos directamente
frente a ella. Moviéndose con cuidado, haciendo caso omiso del dolor de sus heridas,
arremetió con la garra derecha; las uñas descendieron cortantes, y un gran número de
roedores cayeron muertos. Valiéndose de la cola, rascó el techo de su cubil y extrajo
las hierbas y raíces que colgaban de la tierra, atraídas hacia abajo por su magia. Las
empujó hasta la pata trasera y de ésta a la delantera, y las depositó delante del
agujero, junto a los roedores muertos. Un último toque al conjuro, y las rocas se
movieron arriba, en alguna parte. Segundos más tarde, el agua empezó a filtrarse por
el techo de escombros, y un pequeño manantial fluyó a través de la cámara. Una
hoguera chisporroteante apareció en medio de la cueva.
—Despertad, criaturas detestables —retumbó Verden Brillo de Hoja—. Despertad
y preparad el guisado. No me serviréis de nada si os morís de hambre.

—Claro. Nosotros encuentra cosa para ti. No problema. ¿Qué cosa es? —Fallo

www.lectulandia.com - Página 108


contuvo un eructo y esbozó una sonrisa animosa al semblante monstruoso que lo
contemplaba desde el agujero.
Cuando la primera impresión que significaba compartir una cueva obstruida por
escombros con un dragón hubo perdido fuerza, y cuando resultó evidente que el
monstruo no tenía intención de matarlos y comérselos —al menos de momento—, el
clan había puesto manos a la obra. Lo primero era lo primero. Tenían hambre y había
comida.
En cuestión de minutos, un sabroso guisado se cocía dentro de su mejor puchero
encima de lo que, para algunas señoras especialmente, era la lumbre más
sorprendente que habían visto nunca. Parecía que el fuego ardía sin combustible; y ni
falta que le hacía. Ninguna de ellas había visto jamás que un guisado estuviera a
punto tan pronto.
Después, cuando los estómagos estuvieron llenos, la hembra de dragón les
explicó lo que quería. A despecho de su gran tamaño y horrenda apariencia, parecía
ser un dragón bastante agradable. Su voz era queda y confortante, sus palabras lo
bastante simples como para que la mayoría las entendiera, e incluso se las arregló
para simular alguna que otra sonrisa. Unos cuantos gullys descubrieron —sin
considerar siquiera la posibilidad de que la magia tuviera algo que ver en el asunto—
que estaban encariñados con la pobrecita Verden Brillo de Hoja.
—Lo que necesito es una cosa pequeña —le respondió al Gran Bulp—. Es una
especie de piedra, de este tamaño, más o menos… —Una «mano» enorme, de tres
dedos y con garras de sesenta centímetros de largo, apareció junto al rostro verde; dos
de las uñas señalaban una medida: unos cuatro centímetros.
—Mucha cantidad piedras por aquí —comentó Fallo dubitativo mientras echaba
un vistazo alrededor de la caverna—. Pero muchas más fuera. Mejor buscar fuera de
aquí.
—¡Por supuesto! —accedió Verden—. Mejor fuera. Y estoy segura de que, una
vez que os encontraseis en el exterior, ni siquiera se os pasaría por la cabeza
marcharos y dejarme, ¿verdad?
—Oh, no. —Fallo sacudió la cabeza y levantó la voz un poco demasiado—. No,
no. No hacer eso, seguro.
—Desde luego que no —dijo Verden suavemente—. Porque sería una necedad
poco aconsejable.
—Seguro que sí —se mostró de acuerdo Fallo, con gran énfasis. Después su
rostro asumió una expresión perpleja—. ¿Por qué?
—Porque sólo unos pocos de vosotros saldréis a buscar —siseó la hembra de
dragón. De repente, con la misma sutileza con que estrechó los ojos, todo atisbo de
«amistad» desapareció y los enanos gullys vieron a Verden Brillo de Hoja como
realmente era—. Todos los demás se quedarán aquí, conmigo —añadió.

www.lectulandia.com - Página 109


Mientras retrocedían agazapados, Verden señaló con una garra inmensa.
—Tú —dijo, apuntando al viejo Gandy—. Serás uno de los que busquen. Y tú. —
En esta ocasión señaló a Cuño—. Vosotros dos y otros tres más. El resto se queda. La
salida es por aquí —la uña se volvió, apuntando en dirección contraria—, justo detrás
de mi cabeza.
Algunos se acercaron para echar un vistazo. Detrás del «agujero», a la derecha de
la cabeza, había una grieta en los escombros. Cuño cogió a Mina de la mano y se
encaminó hacia la salida. De repente, la hembra de dragón movió la cabeza y le cerró
el paso.
—La hembra no —siseó—. Ella se queda.
Verden sabía que había estado acertada en su elección. El viejo enano gully, con
el palo de escoba como bastón, era el más listo de todos, dentro de los límites de la
inteligencia de los aghars. Podía buscar bien y era con el que había menos riesgo de
que intentara escapar. El joven varón era el mismo que se había colado en el cubil
para echar un vistazo. Para uno de su raza, había demostrado tener valor y un cierto
grado de curiosidad. Y no era probable que se diera a la fuga mientras Verden
retuviera a la hembra que le gustaba.
También se quedaría al que llamaban Gran Bulp. Los demás demostraban hacia él
cierta lealtad… probablemente más de la que él tenía por cualquiera de ellos. Movió
de nuevo la cabeza.
—Id. ¡Ahora! Encontrad el disco que me hirió. La piedra puede encontrarse cerca
de él.
Cuño y Gandy pasaron volando junto a las fauces de la hembra de dragón y a
través de la hendidura. El joven gully se volvió para lanzar una mirada breve y
atemorizada a Mina. Tan pronto como estuvieron fuera, otros corrieron en pos de
ellos. Verden dejó que pasaran tres más y después volvió a obstruir el paso.
La hembra de dragón se tranquilizó. Cabía la posibilidad de que los gullys
encontraran la piedra-alma. Estaba cerca, podía sentir su presencia, tenuemente.
Cabía la posibilidad de que la recuperaran. Si no… bueno, entonces se limitaría a
acabar con los aghars e intentaría encontrarla por sí misma.
Mientras se le cerraban los párpados, sus rehenes empezaron a cuchichear entre
ellos. No les hizo caso, pero a poco abría un ojo sintiendo algo de curiosidad.
—¿Sitio prometido? —musitó—. ¿Qué sitio prometido?
Desde su refugio, detrás de las filas de sus súbditos, Fallo la miró a hurtadillas.
—El… Sitio Prometido —repuso—. Donde supone que nosotros tener que ir.
Nuestro… desatino.
—¿Desatino? ¡Ah! ¿Quieres decir destino?
—Justo. «Distino».
—¿Y dónde está ese Sitio Prometido?

www.lectulandia.com - Página 110


—No sé —admitió Fallo—. Nadie saber.
Verden cerró los ojos otra vez, aburrida de los enanos gullys y su «desatino».
Segundos después se había quedado dormida.

Con Sopapo y otros dos, Sapo y Zambo, pisándoles los talones, Gandy y Cuño se
dirigieron hacia donde habían encontrado el disco dentado. Verden les había dicho
que buscaran allí y no estaban en disposición de discutir con una hembra de dragón.
Había transcurrido más de un día. Puede que dos o tres, en lo que a ellos
concernía. El humo que había flotado sobre las ruinas de la ciudad había
desaparecido, barrido por el viento, y sólo quedaban los escombros a la intemperie.
Aparte de eso, todo seguía igual que cuando llegaron… casi. Al girar en un recodo de
una hondonada abierta entre los cascotes, los cinco escucharon voces un poco más
adelante. Aplastándose en las sombras, avanzaron sigilosos para ver quién era. Cuño
fue el primero en descubrirlo y a punto estuvo de tirar patas arriba a los demás
cuando retrocedió a trompicones.
—Altos —susurró—. ¡Chist!
Atisbaron desde la sombría boca de un «túnel» donde grandes piedras habían
caído a través de brechas abiertas entre otras piedras.
Los humanos, que se encontraban un poco más adelante, estaban andrajosos y
llenos de cicatrices. Había dos y trabajaban afanosos en el gran esqueleto derrumbado
del lanzadiscos, girando la enorme manivela centímetro a centímetro mientras el
largo brazo lanzador se alzaba sobre ellos. Tendido sobre su costado, el brazo lateral
se convirtió en una barra oblicua, con la punta exterior alzándose hacia el cielo, por
encima de las paredes de escombros que los rodeaban.
—Para empezar… no ha sido buen negocio… venir en esta dirección —gruñó
uno de ellos mientras manejaba el torno de la manivela—. Aquí no hay nada… más
que ruinas.
—¡Chitón! —siseó el otro—. Es culpa tuya… que cayéramos en este desfiladero.
Ahora tira… con más fuerza… si quieres… que salgamos.
—¿Qué hacer Altos? —susurró Sopapo.
—No sé. —Gandy se encogió de hombros—. Cosas de Altos no tener sentido.
Calla.
Despacio, en el reducido espacio despejado (que era, ciertamente, un desfiladero
entre escarpadas paredes si se contemplaba desde el punto de vista humano, sin
fijarse en las muchas vías de salida que eran como avenidas para los enanos gullys),
los dos hombres siguieron manipulando el torno del lanzadiscos y el brazo propulsor
se alzó centímetro a centímetro. Tuvieron que parar varias veces para descansar, pero
por último el brazo estuvo extendido, con la punta a sólo unos cuantos palmos del
muro de piedra más cercano. Los hombres alzaron la vista.

www.lectulandia.com - Página 111


—Así vale —jadeó uno de ellos—. Asegurémoslo. No me haría gracia que esta
cosa se disparara cuando estamos trepando por ella.
El otro palideció ante esta idea y se estremeció.
—Dioses —musitó—. Nos haríamos papilla.
—Cierra el pico y asegura esta cosa con algo. Vaya, ¿qué es esto? ¿La clavija de
seguridad? —Recogió un cilindro robusto de madera dura, de unos noventa
centímetros de largo, y sus ojos fueron de esa piedra al tambor del lanza-discos—. Sí,
aquí hay una ranura. Sujeta el torno hasta que haya colocado esto.
Mientras el otro agarraba el torno, él puso la clavija en la ranura y la golpeó con
una piedra para asegurarla. Su compañero soltó un poco la manivela, luego otro poco
más y después se apartó mientras lanzaba un suspiro de alivio. La clavija aguantaba.
La máquina permanecía inmóvil.
—Salgamos de aquí —dijo uno de ellos.
Cautelosamente, pisó sobre la base del brazo extendido y se agarró a él.
Valiéndose de las barras de tensión como apoyos para manos y pies, empezó a trepar.
El otro lo siguió. Desde abajo, parecían un par de ardillas escalando un árbol
inmenso, salvo que, en lugar de ramas, este tronco tenía refuerzos triangulares de
cables, sostenidos hacia afuera por pesadas barras tensoras de madera. Treparon más
y más alto. Al llegar arriba, vacilaron un instante; después se mecieron desde el
extremo del brazo a lo alto del irregular muro y desaparecieron de la vista. Sus voces
se fueron apagando en la distancia, hasta perderse por completo.
—Pregunto a qué venir todo eso —masculló Cuño. Se rascó la cabeza y miró
alrededor, desconcertado. Había algo que se suponía tenía que hacer, pero había
estado tan absorto observando a los Altos que se le había olvidado qué era. A los
otros les ocurría lo mismo, pero un instante después el viejo Gandy chasqueó los
dedos.
—Encontrar piedra de dragón —les recordó—. Piedra de este tamaño, más
menos.
Salieron del «túnel» y miraron en derredor.
—Montones piedras de tamaño así por todas partes —les hizo notar Cuño—.
¿Cuál?
—No sé —admitió Gandy—. Mejor llevar todas.
Se pusieron a trabajar recogiendo piedras pequeñas; todos, menos Sopapo, que
había perdido su «isturmento atizador» en alguna parte y se sentía incómodo sin él.
Por tanto, se dedicó a encontrar un nuevo «isturmento atizador».
Con Gandy seleccionando las piedras y Cuño, Zambo y Sapo recogiéndolas,
tenían un buen montón reunido cuando Sopapo encontró lo que estaba buscando. Era
un cilindro robusto de pulida madera dura, tirado entre las extravagantes piezas del
gran ingenio tumbado en los escombros.

www.lectulandia.com - Página 112


Era exactamente lo que quería, pero parecía estar atascado. Tiró de ello con
insistencia y lo movió ligeramente, pero no lo soltó. Fruncido el entrecejo en un gesto
de determinación, el gully bajó gateando del laberinto de maderos, halló una piedra
pesada y regresó.
Sopapo tenía una filosofía de la vida —sólo una, pero siempre le había
funcionado bien— y era: si una cosa no se mueve cuando quieres que se mueva,
atízala.
Los otros le oyeron dando martillazos entre el tinglado de madera y alzaron la
vista.
—¿Qué haciendo Sopapo? —preguntó Zambo.
—No sé. —Gandy se encogió de hombros—. Pero no cogiendo piedras.
El martilleo prosiguió, y entonces el tono del sonido cambió. Después de cada
golpe algo crujía, y muy lejos, allá arriba —aunque los que estaban abajo no lo
advirtieron— el inmenso brazo asegurado de pronto empezó a temblar.
—Casi tengo —llegó la voz de Sopapo entre los maderos.
Golpeó una vez más, y otra, y de repente el mundo se volvió loco. El conjunto de
tablones al completo gimió, gruñó y se encabritó como si estuviera bailando. Y el alto
y pesado brazo extendido se disparó hacia abajo con tal fuerza que el aire silbó a su
alrededor. Se arqueó hacia el suelo, impulsado por el torno liberado, y se estrelló en
el piso, a escasos metros del punto donde los otros gullys estaban amontonando las
piedras.
El impacto fue tremendo. Enanos gullys, rocas y cascotes volaron por el aire.
Trozos de paredes, que todavía seguían de pie entre los escombros, se tambalearon y
se desplomaron, y una nube de polvo se alzó y lo cubrió todo. Bajo los cascotes, que
se agitaban con la sacudida, sonó un profundo y cavernoso retumbo y en sus ecos se
escuchó un apagado rugido de sorpresa e indignación. La propia tierra pareció
hundirse y reacomodarse varios palmos más abajo de donde estaba antes.
Durante un tiempo reinó el silencio, y después el polvo que cubría el suelo se
movió y apareció una cabeza.
—¿Qué pasado? —preguntó Cuño.
A su alrededor los otros se levantaban de entre el polvo, temblorosos y con los
ojos muy abiertos. Zambo y Sapo aparecieron primero y después el viejo Gandy, que
tosía y escupía polvo.
—¿Qué pasado? —coreó alguien la pregunta de Cuño.
Gandy miró a su alrededor, perplejo; luego alzó la vista y parpadeó.
—Lanza-cosa caer —anunció.
A poca distancia, el laberinto de maderos que había sido un lanzadiscos era ahora
un revoltijo de madera completamente diferente. Se había desplomado y, en el
proceso, los tablones se habían acoplado de manera distinta. Al principio, los gullys

www.lectulandia.com - Página 113


no vieron movimiento alguno allí, pero a poco se oyeron unos sonidos apagados y
Sopapo apareció, gateando a través de un boquete entre palos rotos. Salió, se sacudió
el polvo y los miró parpadeante.
—¿Dónde estado Sopapo? —demandó Gandy.
Sopapo alzó un robusto cilindro de madera pulida.
—Coger nuevo «isturmento atizador» —explicó—. ¿Qué pasado aquí fuera?
El montón de piedras, recogidas con tanto interés y cuidado, había desaparecido,
desparramado por todo el espacio despejado de alrededor. Gandy suspiró y empezó a
recoger piedras de nuevo. Los otros lo observaron un momento y enseguida se le
unieron a la tarea. Cuando aparecieron más gullys a su lado charlando, Gandy los
silenció con una mirada feroz.
—No hablar —espetó—. Coger rocas.
Pronto había docenas de gullys por allí, todos muy atareados recogiendo piedras.
Y después fueron más, y luego aún más.
De repente, Cuño miró a su alrededor y vio a Mina a su lado, cogiendo piedras.
Parpadeó, frunció el entrecejo y recordó.
—¿Qué hace Mina aquí fuera? —preguntó.
—Cogiendo pequeñas rocas —explicó ella—. Alguien decirlo.
—¿Dónde dragón? ¿Dejar ir todo mundo?
—Agujero caer —dijo Mina—. Dragón no puede mover. Pero nosotros encontrar
nueva zanja para salir.
—Oh.
Miró en derredor. Había enanos gullys por doquier y todos recogían piedras. Pero
para Cuño aquello ya no parecía tan importante como antes. Encontró a Gandy y fue
hacia él para explicarle la situación.
—Dragón no tiene todo mundo ya —manifestó—. Mira.
Le costó más trabajo a Gandy conseguir que todos dejaran de recoger piedras que
lo que le había costado convencerlos para que se pusieran a la tarea. Como ya se ha
dicho, la inercia es una característica muy arraigada en los enanos gullys. Pero, por
fin, todos estuvieron reunidos a su alrededor.
—¿Qué hacer ahora? —preguntó alguien.
—No sé —le contestó Gandy—. Preguntar Gran Bulp. —Giró una vuelta
completa sobre sus talones, buscando—. ¿Dónde estar «como-se-llame»?
—¿Quién?
—¡El Gran Bulp! El viejo Fallo. ¿Dónde Gran Bulp?
Nadie lo sabía, de manera que se pusieron a buscar a Fallo I. Lo encontraron, al
fin, justo en el mismo sitio donde lo habían dejado.
Fallo había seguido durmiendo durante el «terremoto» y al despertar se encontró
con que todo el mundo se había marchado. Se sentó, se frotó los ojos y advirtió que

www.lectulandia.com - Página 114


las rocas se habían movido y que había un nuevo túnel abierto. Por consiguiente, se
encaminó en aquella dirección, rezongando. Era muy propio de sus súbditos vagar
por ahí y dejar que su soberano los alcanzara cuando descubría que se habían
marchado.
Se agachaba para pasar a través del hueco cuando una voz a sus espaldas dijo:
—¡Oh, está bien! ¡Hagamos un trato!
Al principio no vio quién hablaba. En algún momento, durante su siesta, un nuevo
desprendimiento parecía haber llenado casi la mitad de la caverna. Unas losas
inmensas se habían desplomado desde el techo y, con ellas, torrentes de grava.
Escudriñó aquí y allí hasta que localizó al orador: un enorme ojo, verde y
encolerizado, lo contemplaba fijamente desde el fondo de una grieta abierta entre las
piedras.
—¿Quién tú? —preguntó Fallo mientras retrocedía con presteza.
—Verden Brillo de Hoja, ¡pequeño imbécil! —La estruendosa voz perdió
potencia hasta convertirse en un áspero susurro de resignación—. Estoy dispuesta a
llegar a un acuerdo.
—¿Qué clase acuerdo? —Se apretó contra la pared de la caverna, dispuesto a salir
corriendo en cualquier momento.
—Estoy atrapada aquí —admitió la hembra de dragón—. La colina se ha
desplomado sobre mí y no puedo moverme. —Aquello no era totalmente cierto.
Sabía que podía abrirse paso si no le quedaba más remedio, pero el esfuerzo, en sus
condiciones actuales, podía matarla—. Necesito ayuda.
El Gran Bulp se tranquilizó un poco.
—¿Qué clase ayuda?
—¡La misma que necesitaba antes! —La respuesta fue casi un rugido exacerbado.
Después Verden suspiró y bajó el tono—. Mi piedra-alma. Ya te hablé de ella,
¿recuerdas?
El Gran Bulp tuvo que rascarse un poco la cabeza, pero después recordó.
—¿Piedra pequeña? ¿Tamaño así, más menos? ¿Piedra especial?
—Ésa es, exactamente. Me hace falta y necesito que tú y tus… tu gente la
encontréis y me la traigáis.
Fallo frunció el entrecejo en un gesto de profunda reflexión, al tiempo que
hurgaba el suelo con la punta del pie. Sus ojos se iluminaron con un brillo de astucia.
—¿Qué saca yo de eso? —inquirió.
El profundo gruñido que se filtró entre las piedras desplomadas era una mezcla de
irritación y cólera controlada, pero Verden no perdió los estribos. Estaba atrapada,
pero no indefensa. Sería cuestión de un momento sacar una garra y hacer picadillo a
aquel pequeño mastuerzo arrogante. Sin embargo, con ello no resolvería el problema.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó. `

www.lectulandia.com - Página 115


Cuando el resto de su tribu lo encontró —justo donde lo habían dejado—, Fallo I,
Gran Bulp por Persuasión y Señor de… etc., etc., estaba sentado en una roca del
desprendimiento de la caverna, con la barbilla apoyada en los nudillos. Al principio
parecía estar sumido en hondas reflexiones; después los otros gullys se dieron cuenta
de que estaba dormido.
Se reunieron en torno a él, con curiosidad. El viejo Gandy caminó a su alrededor
y después le dio unos golpecitos con el palo de la escoba para atraer su atención.
—¿Qué hacer Gran Bulp? —preguntó.
Fallo parpadeó, levantó la cabeza y miró en derredor.
—¿Qué?
—¿Por qué Gran Bulp sentado aquí?
—Pensar —manifestó Fallo, irritado porque lo hubieran despertado—. Gran Bulp
mucho pensar.
—¿Pensar, dormido como tronco? ¿De qué pensar?
Fallo se rascó la cabeza mientras intentaba recordar sobre qué había estado
pensando.
—Intenta decidir qué va a pedirme —llegó una voz exasperada, de detrás del
desprendimiento de rocas, entre las sombras.
El sonido sobresaltó de tal modo a los gullys que varios de ellos tropezaron con
otros y por un instante la caverna fue un barullo de caídas y volteretas. Después
Gandy se agachó para mirar por debajo de las rocas.
—¿Dragón? ¿Aún ser tú?
—Sí, soy yo —le aseguró Verden—. No puedo creer que ese pequeño zoquete se
haya quedado dormido. Creí que estaba pensando.
—Gran Bulp siempre quedar dormido cuando intenta pensar —explicó Gandy—.
¿Pensar sobre qué?
—Estoy dispuesta a ofrecer a tus apestosos…, a tu gente algo que queráis a
cambio de traerme la piedra-alma. Así que, en nombre de los dioses, ¿qué infiernos
queréis?
Los enanos gullys chocaron y rodaron otra vez; algunos, al zambullirse de cabeza
en busca de refugio; otros, al correr hacia la salida. Con un siseo, Verden exhaló un
chorro de vapores nocivos —sólo una pequeña cantidad— dirigido exactamente a la
boca del túnel. Los gullys que entraron a todo correr en la niebla, retrocedieron
jadeando, tosiendo y boqueando para alejarse de las verdes volutas.
—¡No huyáis! —ordenó Verden—. ¡Vamos a arreglar este asunto, aquí y ahora!
¡Decidme de una vez lo que queréis, idiotas!
El Gran Opinante miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Querer? No sé. ¿Alguien saber qué queremos?

www.lectulandia.com - Página 116


—Guisado —sugirieron varios.
—Marchar —propusieron otros cuantos.
—¿Ratas? —se preguntó alguien.
—Decidíos —siseó la hembra de dragón.
—Nosotros encontrar piedra-alma, damos a ti ¿y tú das algo nosotros? —insistió
Gandy, a fin de dejar las cosas claras.
—Sí.
—¿Qué cosa das?
—¡No lo sé! ¡Es lo que estoy intentando que…!
Los gullys se zambulleron tras las rocas, tropezaron entre sí y rodaron por todas
partes. El Gran Bulp corrió a esconderse detrás de una olla de guisado; luego olfateó
el aroma y cayó en la cuenta de que estaba hambriento.
No sin esfuerzo, Verden bajó de nuevo el tono de voz y habló muy despacio:
—Estoy… intentando… que… me… digáis… lo… que… queréis…
Gandy se asomó por detrás de una roca.
—Oh, vale —dijo—. Gran Bulp, ¿qué nosotros quiere?
Fallo no contestó. Estaba ocupado comiendo guisado.
Algo parecido a una inspiración cosquilleó en la mente de Cuño, estimulada,
probablemente, por la proximidad de Mina, que le tenía agarrada la mano.
—Quizá lo que siempre en busca, ser lo que querer nosotros —sugirió.
—¿Y qué eso ser? —preguntó Gandy.
—Sitio Prometido. Parece que siempre nosotros busca que busca Sitio Prometido.
—Puede que sí. —Se mostró de acuerdo Gandy. Luego se dirigió al dragón—: Si
conseguir piedra ti, ¿tú llevar nosotros Sitio Prometido?
—Sí —aceptó Verden con un suspiro—. ¿Dónde está?
—No sé. Esperaba que tú saber.
—Sapos y culebras —rezongó la hembra de dragón.
—Y también ratas —presionó Gandy—. Incluir algunas ratas en pacto.
—¡De acuerdo! Acepto el trato.
El Gran Opinante se acercó al desprendimiento y se agachó para escudriñar al
fondo. Un ojo, grande y verde, le devolvió la mirada.
—¿Dice «verdá» tú? —preguntó Gandy.
Verden le lanzó una mirada furibunda y después suspiró.
—Soy sincera. ¿Es que os he mentido alguna vez?
—Vale —decidió Gandy—. Cuando Gran Bulp termina comer, alguien decir él
que ya decidió qué querer. Conseguir piedra para este dragón y luego ir a Sitio
Prometido.
En cuestión de segundos, una riada de gullys salía por la boca del túnel mientras
se decían unos a otros:

www.lectulandia.com - Página 117


—Encontrar roca pequeña, tamaño así, más menos. Cuño empezó a ir tras ellos,
pero Mina lo retuvo. Todavía agarrada de su mano, se acercó cautelosa al
desprendimiento y miró abajo.
—¿Por qué tú trato con nosotros, dragón? —preguntó.
—Porque mi cubil se ha derrumbado —contestó Verden.
—Oh. —Mina volvió a asomarse al fondo de las rocas caídas y el enorme y verde
ojo le devolvió la mirada—. Oh, pobrecita. —Compadecida y muy preocupada, la
joven gully metió la mano en su bolsillo y sacó su más preciado tesoro, la pequeña
bagatela que Cuño le había regalado—. Toma. Tengo una pequeña cosa bonita para ti.
Alargó la chuchería a través del agujero, y el ojo verde relució.
—¡Ésa es! —siseó la hembra de dragón—. ¡Es mi piedra!
Una garra se disparó hacia arriba, y varios fragmentos de roca salieron
despedidos.
Cuño retrocedió, arrastrando a Mina consigo. A la joven gully se le escapó de los
dedos la piedra-alma, que trazó un arco ascendente en el aire y luego descendente.
Sonó un chapoteo.
—¡«Cudiado»! —gritó Fallo—. Gran Bulp estar comiendo. —Con una mirada
feroz, se metió otra cucharada de guiso en la boca, tragó y rezongó—: ¿Cómo
guisado tener piedras?
—¡Mi piedra-alma! —aulló Verden Brillo de Hoja—. ¡Te…, te has tragado mi
piedra-alma!
Las rocas salieron lanzadas por el aire otra vez y una garra gigantesca emergió del
agujero. Durante un instante, las enormes uñas se cernieron sobre el aterrorizado
Gran Bulp. Luego, Verden siseó con frustración y apartó la garra. El pequeño
mostrenco podía ser sólo un simple gully, pero era un ser vivo. Y su piedra-alma
estaba dentro de él. La piedra-alma, y su afinidad con la vida.
Si el gully moría teniendo dentro la piedra, ésta podía destruirse.

Bajo cielos encapotados de humo, a través de la tierra destrozada por la guerra,


los miembros del clan bulp partieron de Chaldis y entraron en las estribaciones de las
montañas Kharolis, siempre adelante y siempre hacia arriba, conducidos por un
dragón verde de once metros de largo, que transportaba al Gran Bulp en su regazo.
Verden Brillo de Hoja no estaba muy satisfecha con la situación. Actuar como
guía de aquellas patéticas criaturas, a las que tanto despreciaba, la hacía sentirse
humillada y degradada. Ansiaba ardientemente machacarlas y salpicar con su sangre
la ladera de la montaña. Soñaba con hacerlo, pero no lo hacía. Estaba atada a ellos.
Sosteniendo a Fallo I —y a la piedra-alma con él— cerca de su pecho, había
conseguido llevar a cabo una cura temporal de sus heridas. Pero era sólo provisional,
hasta que hubiese recuperado su piedra-alma, intacta y fuera del aparato digestivo del

www.lectulandia.com - Página 118


gully.
Necesitaba al detestable pequeño imbécil, y él lo sabía. Al principio, el puro
terror de estar entre las garras de un dragón y apretado contra su pecho casi lo había
matado. Un individuo de mente más compleja probablemente no habría soportado la
impresión y habría muerto. Fallo se limitó a chillar como una rata y luego se
desmayó.
Pero, desde entonces, había llegado a la conclusión de que le gustaba ser
transportado de aquí para allí por un dragón y parecía estar haciendo cuanto estaba en
su mano a fin de mantener el statu quo. Ya fuera por su buen hacer o simplemente por
buena suerte, lo cierto es que Fallo había mantenido alojada la piedra-alma de Verden
en algún tramo de su intestino desde hacía casi una semana. Sólo gracias a una cerril
obstinación, al parecer, Fallo I estaba estreñido y, a juzgar por las apariencias, estaba
decidido a seguir así hasta que Verden los llevara a él y a sus súbditos hasta su Sitio
Prometido. La hembra de dragón no podía matarlo, no podía librarse de él —cada vez
que lo soltaba durante más de una hora, sus heridas volvían a abrirse— y no podía
separarse del gully sin correr el nesgo de que evacuara la piedra y la perdiera.
La piedra-alma en sus tripas era la garantía del Gran Bulp, y el pequeño latoso
arrogante lo sabía. De algún modo, a pesar de los días y de todos los guisos, la
piedra-alma había permanecido en el interior de Fallo como si estuviera pegada con
cola.
Su Sitio Prometido. No sabían dónde estaba y ni siquiera qué era, pero Fallo I
estaba disfrutando con su recién alcanzada gloria como dueño de un dragón y no
renunciaría a ella por menos de un sitio perfecto. Actuaba de un modo francamente
odioso con respecto a ello. Verden los condujo a la región de Itzan Nul y allí,
mientras los aghars dormían bajo la luz de las lunas, una voz familiar de dragón sonó
dentro de su mente.
Has sobrevivido, le dijo. Me preguntaba si lo conseguirías.
No gracias a ti, Fuego Garra Candente, repuso de igual forma; el odio era
patente en el pensamiento. Me abandonaste a mi suerte. Sabías que estaba allí y me
dejaste para que muriera.
Estabas herida e inmovilizada. No eras de utilidad. La voz mental del dragón rojo
sonaba aburrida y bostezante por el desinterés. Ahora, sin embargo, hay una tarea
para ti. Los ejércitos están…
No me vengas con historias, espetó Verden, cuya ardiente cólera era evidente en
sus pensamientos. Tú y yo tenemos mucho que arreglar… Tan pronto como esté libre,
me reuniré contigo.
Tienes un deber que… La voz mental de Garra Candente tenía ribetes cáusticos.
¡Fuera!, pensó Verden, que interrumpió la comunicación mental de manera
brusca.

www.lectulandia.com - Página 119


No olvidaría su «deber», pero antes tenía que recobrar su piedra-alma. Había de
llevar a estos inútiles gullys a su Sitio Prometido. Imágenes de matanza acudieron a
su mente al pensar en el momento en que su precioso talismán estuviera de nuevo a
salvo. El Gran Bulp y los demás… ¡Oh, cómo iba a hacerlos sufrir cuando ya no los
necesitara! Pero antes…
¿Dónde podría estar el lugar que aceptarían como su Sitio Prometido? ¿Sitio?
Había muchos sitios… Sitios abandonados, sitios devastados, sitios en los que nadie
vivía ahora y donde quizá nadie quisiera volver a vivir. Por lógica, tal era la
definición perfecta de un Sitio Prometido para enanos gullys. En consecuencia,
Verden los condujo sin descanso mientras los días pasaban. Dejaron atrás el reino
subterráneo de Thorbardin, cruzaron tierras agrestes de las que no existían mapas,
viajaron más allá de Pax Tharkas, bordeando los asediados reinos elfos y humanos.
Caminaba a la cabeza de la marcha, con Fallo I en su regazo, cuando Fuego Garra
Candente la llamó de nuevo. Cruel e impaciente, con un tono tan fiero como las
escamas rubíes que centelleaban cuando volaba, la voz distante del dragón rojo
penetró en su mente.
¿Qué estás haciendo?, demandó. Se te ordenó que vinieras, pero no estás aquí.
¡Informa!
Deberías estar agradecido de que no haya acudido, Fuego Garra Candente,
replicó con fiereza. Tenemos una cuenta pendiente de ajustar, tú y yo.
Cuando gustes, serpiente verde, repuso él con desprecio. Pero antes tienes un
deber que cumplir. ¿Por qué no estás aquí?
No puedo ir, admitió. Todavía, no. Están estos… estas criaturas. Estoy sujeta a
ellas por un compromiso e insisten en que las conduzca a… un sitio.
¿Criaturas? ¿Qué criaturas?
Notó la presencia del dragón rojo en su mente, escudriñando más allá de lo que le
había dicho. Después lo sintió retroceder sorprendido e incrédulo.
¿Gullys? ¿Tú, la gran Verden Brillo de Hoja, rehén de… unos enanos gullys?
Una risa cruel resonó en su cerebro. ¿Qué es lo que quieren de ti?
Que los lleve a su Sitio Prometido, pero no saben dónde se encuentra.
Gullys. De nuevo, la risa cruel y siniestra. Apresúrate en cumplir con tus… con
tus nuevos amos, Verden Brillo de Hoja. Se requiere tu presencia aquí.
La voz mental se apagó, y Verden tembló de ira.
—¡Auch!
Bajó la vista al Gran Bulp, que se retorcía entre sus garras.
—¿Qué pasa?
—¡Me estás «pachurrando»! ¡No «esturjes» tan fuerte!
«Pequeño zote —pensó—. Podría estrujarte como un limón y acabar contigo sin
el menor esfuerzo».

www.lectulandia.com - Página 120


No obstante, notaba que la piedra-alma alojada dentro de la pequeña criatura
respondía a su incomodidad. Su piedra-alma. Debía protegerla. De mala gana, aflojó
las garras.
Los ejércitos de los Dragones marchaban por todas partes, y Verden Brillo de
Hoja anhelaba reunirse con ellos…, unirse a la muerte y destrucción que sembraban a
su paso. Deseaba ardientemente entrar en la diversión.
Con el maloliente e irritante pequeño Gran Bulp en el regazo, los condujo a una
docena de lugares abandonados, deprimentes, desdeñados por todos… Unos lugares
espléndidos para enanos gullys. Pero, en cada ocasión, Fallo I, el Gran Bulp, echó un
lento y arrogante vistazo en derredor y dijo:
—No, esto no ser. Intenta una otra vez.
Verden pensó anhelante qué placentero sería hacer pedacitos al presuntuoso
gallito de corral y esparcirlos por todo Ansalon. Si no fuera porque la piedra-alma
estaba alojada en su interior…
—No Sitio Prometido —insistía Fallo I, una y otra vez—. No, este sitio bueno
para Este Sitio, pero no para Sitio Prometido. Dragón promete Sitio Prometido.
Intenta más vez.
Al otro lado de las Kharolis, mientras sus protegidos no deseados dormían bajo
las lunas visibles, una Verden Brillo de Hoja sumamente exasperada cogió a Fallo y
se alejó para explorar. Suspendida por las inmensas alas, completamente curadas
aunque de manera temporal, se remontó muy alto en el cielo nocturno. Con todos sus
sentidos alertas al máximo, buscó y buscó. La voz mental retornó mientras
sobrevolaba la tierra quebrantada y surcada de viejas cicatrices.
Como un mensaje desdeñoso y zahiriente, colgando en el aire a la espera de que
ella lo oyera, allí estaba: la voz de Fuego Garra Candente, desde un lugar muy, muy
lejano; una risita de maligno regocijo y unas palabras:
Así que todavía son tus dueños, dijo. Los más insignificantes entre los
insignificantes en busca de su herencia. Y Verden Brillo de Hoja es su esclava. Qué
maravilloso. Sin embargo, hay una respuesta para tu enigma.
Continúa, repuso desdeñosa. Tienes toda mi atención.
Destino, se mofó la voz mental del dragón. Un Gran Bulp con destino. Y alguien
como tú guiándolo. Qué exquisito. Verden ardía en cólera, pero escuchó. Fuego
prosiguió. Xak Tsaroth. Xak Tsaroth es un Sitio Prometido muy adecuado. Deja que el
«Pozzo» sea su destino. Y conducirlos a semejante lugar en este preciso momento
será tu recompensa. Con una última risita de burlón regocijo, la voz de Fuego Garra
Candente repitió: Xak Tsaroth…, el «Pozzo»… y se disipó.
Xak Tsaroth. Suspendida sobre las inmensas alas, Verden bajó la vista hacia el
Gran Bulp Fallo I, sujeto contra su pecho. El pequeño imbécil no había oído nada de
la conversación, por supuesto. Además, parecía dormido. Xak Tsaroth. A pesar del

www.lectulandia.com - Página 121


odio que profesaba a Fuego Garra Candente y la cólera asesina que sentía hacia él, un
maligno placer creció en el interior de Verden. Su recompensa, vaya que sí. Sabía lo
que había en Xak Tsaroth. No cabía una venganza más refinada que llevar a los
enanos gullys allí, donde ya había otros de su raza… esclavizados, sufriendo abusos y
a merced de los draconianos. Que se unieran a ellos.
La idea le resultaba muy grata.
Cuando los gullys despertaron, Verden Brillo de Hoja había regresado donde
estaba el clan. Como un verde pilar de brillante esmeralda, se alzó sobre ellos. Sus
vastas alas relucían con el sol matinal y sus colmillos formidables centelleaban en su
boca de dragón. El pequeño Gran Bulp parecía un muñeco de trapo aferrado a su
pecho. Inmensa y malévola, Verden Brillo de Hoja contempló a las patéticas
criaturas… y se estremeció de asco cuando una de ellas, todavía adormilada, tropezó
con un dedo de su pata.
Sin la menor ceremonia, la hembra de dragón los despertó y les dijo:
—He encontrado vuestro Sitio Prometido. Poneos en movimiento y os llevaré allí.
—No prisa. —Fallo se retorció entre sus garras—. Este sitio no malo para Este
Sitio. Tal vez estar un poco, después ir.
—Nos vamos ahora —siseó Verden.
—¿Dónde Sitio Prometido? —inquirió Gandy mientras la miraba con los ojos
entrecerrados.
—Xak Tsaroth.
—Salud, dragón —dijo Mina.
—¿Qué?
—Dragón estornuda.
—¡No he estornudado! Nunca estornudo. He dicho «Xak Tsaroth».
—Salud, dragón —repitió Mina—. ¿Dónde Sitio Prometido?
Verden sacudió la cabeza como si una nube de mosquitos la estuviera
atormentando.
—El «Pozzo» —rectificó.
Por doquier, los enanos gullys se miraron unos a otros con verdadero interés.
—Eso sonar mucho bien —decidieron varios.
—Sonar bien, sí —concedió Fallo—. Quizá pensar sobre eso un día, después…
—¡Cierra el pico! —bramó Verden—. ¡Nos vamos ahora!
Jamás hasta entonces —si es un dato que importe a alguien— había habido
enanos gullys que viajaran más deprisa o con tanta determinación como viajaron los
miembros del clan bulp durante los dos días siguientes. Era un grupo casi exhausto el
que contempló Xak Tsaroth a la luz del atardecer. Estaban en lo alto de un elevado e
irregular peñasco que se asomaba a una oscura profundidad y desde donde se
dominaban los riscos que se precipitaban en las aguas del Nuevo Mar.

www.lectulandia.com - Página 122


—El Sitio Prometido —les dijo Verden—. Os he traído aquí, como prometí. He
cumplido mi palabra.
—¿Sitio Prometido? —El Gran Bulp escudriñó en derredor—. ¿Dónde?
—Ahí abajo. —Verden señaló con una mortífera y elocuente garra—. El «Pozzo».
—Soltó a Fallo en el suelo sin demasiadas contemplaciones y añadió—: Ahora,
escupe mi piedra.
Cuño se acercó cauteloso al borde del precipicio y miró hacia abajo. Era una sima
de roca, un vertiginoso declive que se precipitaba en las sombras.
—Guau —masculló.
El Gran Bulp se limitó a echar un vistazo a las profundidades y después se dio
media vuelta, con una sonrisa arrogante y maquinadora plasmada en el rostro.
—«Pobablemente» no es —decidió—. No, «pobablemente» no Sitio Prometido.
Mejor intentas una otra vez. —Luego, con un ademán indiferente, añadió—: Dragón
poder… retirar por ahora. Gran Bulp enviar por ti cuando necesita.
Aquello fue demasiado para Verden Brillo de Hoja, más de lo que se sentía capaz
de aguantar.
—¿Retirarme? ¿Tú, pequeño cretino imbécil, me das permiso para que me retire?
¡Rayos y centellas!
Los gullys retrocedieron con precipitación a su alrededor, tropezando unos con
otros. Algunos cayeron por el borde y resbalaron y rodaron hacia las oscuras
profundidades. Otros se giraron para verlos caer.
—Ir mucho deprisa ésos —dijo alguien.
—Cuesta grande —comentó otro.
—Pero suave —hizo notar un tercero—. Buen «tombogán».
—¡Sapos y culebras! —bramó de nuevo Verden, exasperada más allá de la razón
y utilizando los vocablos de sus protegidos—. ¡Sapos y culebras!
Perdido por completo el control de los nervios, lanzó un manotazo a Fallo. El
Gran Bulp hizo un quiebro para esquivar el golpe, se agachó… y eructó. Algo salió
disparado de su boca y fue dando saltos hasta detenerse a los pies de Verden. La
hembra de dragón lo recogió; era su piedra-alma. La había recuperado, intacta.
—Sapos y culebras —masculló Gandy al comprender que los buenos tiempos
habían quedado atrás.
—Eso, eso —recordó el Gran Bulp mientras chasqueaba los dedos—. Y ratas
también. Dragón prometer ratas a nosotros.
—¿Que… quieres… ratas? —El inmenso rostro de Verden se agachó y se puso
cara a cara con el Gran Bulp—. ¿Quieres ratas? Muy bien. Tendrás ratas.
Cerró los ojos, musitó un conjuro y sus sentidos aguzados percibieron el sigiloso
avance en la distancia de cosas muy pequeñas; unos sonidos imperceptibles al
principio, pero que aumentaron de volumen a medida que se acercaban.

www.lectulandia.com - Página 123


Entonces los gullys los oyeron también y se miraron interrogantes. Los sonidos
crecieron; parecían llegar de todas partes. Después se hicieron visibles sombras
pequeñas que venían directamente hacia ellos, emergiendo de grietas, remontando
elevaciones, trepando por zanjas… a docenas, luego a cientos y después a miles;
cosas pequeñas, presurosas, que convergían hacia ellos. Ratas. Una oleada imparable,
arrolladora, impetuosa de ratas.
—Guau —musitó Cuño.
—Montones de ratas —estuvo de acuerdo Mina—. Hacer montón de guisado,
seguro.
Sopapo, al que nunca preocupaban los detalles, blandió su «isturmento atizador»
y se dispuso a entendérselas con la cena.
Gandy, en cambio, enfocó el asunto desde otro punto de vista.
—Muchas ratas —empezó—. Venir muy muchas ratas para…
La oleada de roedores se les echó encima y los arrastró consigo. Un segundo más
tarde, Verden Brillo de Hoja se encontraba a solas en la repisa y contemplaba la
pronunciada pendiente barrida por la avalancha de ratas y gullys que rodaba cuesta
abajo y cobraba velocidad en su camino a Xak Tsaroth, la ciudad hundida en las
profundidades del «Pozzo».
Mientras desaparecían en las sombras, los ojos de la hembra de dragón captaron
ciertos detalles: Cuño y Mina, agarrados de la mano y con el cabello ondeando; el
viejo Gandy, agitando el palo de escoba en su intento de mantener el equilibrio a gran
velocidad; Sopapo, muy afanoso en atizar ratas y recogiendo sus cuerpos; y el Gran
Bulp, Fallo I, rodando en un torbellino de brazos, piernas y barba enredada, en tanto
que sus gritos de pavor superaban a los de los demás.
—¡Abrir paso! —chillaba—. ¡Quitar de camino! ¡Gran Bulp rueda abajo!
De algún modo, incluso mientras desaparecía en las profundidades y las sombras
—y los insospechados horrores— de la antigua y perdida ciudad que era el final de su
viaje y su destino, Fallo I, Gran Bulp por Persuasión y Señor Protector de Montones
de Sitios —incluido ahora el Sitio Prometido— se las arregló para que su voz sonara
arrogante.

www.lectulandia.com - Página 124


Héroe Mecánico

Jeff Grubb

Ésta es una historia gnoma. Tales historias aparecen de vez en cuando en torno a las
chimeneas y mientras se toman unas copas de ponche. El narrador de una historia
gnoma propiamente dicha debería indicar siempre al principio que la suya es una
historia de estilo gnomo, de manera que los oyentes no se sorprendan con lo que
viene a continuación. Los Planos Inferiores no conocen furia comparada a la de un
público atento y respetuoso que de repente descubre que se encuentra atrapado en una
historia gnoma, sin más salida que la expulsión corporal del narrador. Se han roto
cabezas, se han destrozado familias, se han derribado imperios, y todo por culpa de
una historia gnoma no anunciada.
Por consiguiente, ésta es una historia gnoma y tal advertencia por sí misma es
justa y apropiada. Y es una historia gnoma porque está relacionada, en gran parte, con
gnomos.
Veréis, los gnomos tienen la curiosidad ilimitada de los hombres, pero carecen de
la contención del sentido común, del discurrir directo del pensamiento, de la
sabiduría de controlar esta curiosidad. Tal disposición hace de los gnomos una parte
vital de la narración de historias, tanto como el campesino bobo que demuestra ser la
persona más lista de la tertulia o el hombre santo que llega en el último momento
para resolver los problemas de los personajes. En una forma parecida, los gnomos,
con su curiosidad insaciable, su jovial ingenio y su perseverancia a pesar del
frecuente (y dramático) fracaso, son como una luz orientadora, un faro para otras
razas. Al contemplar sus fracasos, sus ineficaces inventos y proyectos, nos vemos en
buena medida a nosotros mismos y nos consideramos prevenidos contra ese exceso.
En consecuencia, los gnomos tienen un sitio importante en el universo (al menos en
un sentido ficticio), de modo que, si los gnomos no existieran, exigirían que se los
inventara… y nadie que no fuera semejante a un gnomo podría inventar tal concepto.
Afortunadamente para todos, existen.
Ésta, pues, es una historia gnoma con todas sus ventajas y desventajas, sus pros y
sus contras. Es un cuento raro en el que se narra la historia de un gnomo que tuvo
éxito, un gnomo que creó algo realmente maravilloso. Pero nos estamos adelantando
al relato.
Las historias gnomas empiezan, por lo general, con el narrador hablando de algún
forastero que se tropieza por casualidad con un pueblo oculto de los gnomos. La idea

www.lectulandia.com - Página 125


de un pueblo oculto de los gnomos suele ser una «licencia artística», un alarde de
imaginación, ya que existen pocos lugares más ruidosos, humeantes, malolientes y, en
definitiva, más patentemente ostensibles que una comunidad gnoma. Los volcanes en
erupción o una reunión de enanos gullys de una semana ocuparían un segundo o
tercer puesto, y, al igual que un montón de volcanes activos o una multitud graznante
de gullys, una comunidad gnoma no pasa inadvertida por sus vecinos, que se cuidan
bien de dejarla en paz. En consecuencia, están alejadas del resto de la civilización,
pero al servicio de la civilización.
Este narrador ha de aseguraros que la comunidad gnoma de la que vamos a hablar
era un sitio ruidoso en extremo, resonante con el golpeteo de martillos, el siseo de
escapes de vapor y alguna que otra explosión. Cuanto más ruidosos son los gnomos,
más distante de la civilización está su comunidad, y ésta era una localidad muy, muy
distante. Tanto lo era que los sucesos del mundo exterior —el retorno de los
dragones, la llegada de los Señores de los Dragones y de los héroes, la guerra y toda
la consiguiente destrucción— pasaron de largo por este lugar. En cierto sentido, era el
sitio perfecto para un forastero.
El forastero en cuestión no era el personaje habitual de la mayoría de las historias
gnomas. Para empezar, no era sólo uno, sino un par; algo caído del cielo, por lo que
se refiere a las historias gnomas. Estos forasteros tenían dos cosas en común: fueron
encontrados a las afueras de este pueblo de gnomos —sí, es cierto—, pero lo más
importante es que se los encontró despatarrados en el suelo, en unas posturas
embarazosas pero, al parecer, cómodas, cerca de una forma grande que antes había
tenido alas correosas. Dicha forma había sido un dragón, pero ahora era poco más
que un banquete gratis para los carroñeros locales.
Sin embargo, los extranjeros estaban vivos. Uno de ellos era un guerrero
enfundado de la cabeza a los pies en una oscura armadura, en tanto que el otro era
más rollizo y blando, no llevaba coraza, vestía ropas finas hechas jirones y estaba
atado de pies y manos. El guerrero era una mujer, aunque esta circunstancia no era
inmediatamente evidente a causa de la armadura; el de las ropas finas y desgarradas
era un hombre. Para los gnomos, el género es tan poco importante como el color de
ojos o el gusto musical, pero, puesto que estos personajes eran forasteros humanos,
será un detalle que cobrará importancia. Pero eso ocurrirá más adelante, ya que el
gnomo ha entrado por fin en escena para examinar los daños, y ésta, al fin y al cabo,
es una historia gnoma.
Era un gnomo llamado Kalifirkinshibirin el que descubrió a los extranjeros
cómodamente despatarrados, fuera (por supuesto) de su pueblo. Kalifirkinshibirin (o
Kali, acortando aún más un nombre ya truncado debido al espacio) era un gnomo más
bien pequeño, entre cuyas aficiones se incluía coleccionar cucharas y prensar entre
cristales flores secas. También tenía lo que se consideraba habilidad para las artes

www.lectulandia.com - Página 126


curativas, ya que estaba versado en la preparación de ciertos emplastos naturales y
pociones que tenían la única ventaja (entre los gnomos) de no matar a sus pacientes
de manera fulminante.
Kali estaba recogiendo ingredientes para las mencionadas pociones y emplastos
en aquel campo en particular en aquella mañana en particular, y así fue como
descubrió aquellos restos en particular de aquel dragón en particular y cerca a los
forasteros descansando cómodamente. Kali no había salido al campo buscando hacer
nuevos descubrimientos o revelar nuevos hallazgos o inventar nuevos objetos con los
que fastidiar. Para decirlo de un modo delicado, Kali era diferente de sus compañeros.
No, será mejor prescindir de un lenguaje delicado y plantarle cara al asunto. Kali
era un bicho raro entre su gente. Los gnomos viven para inventar. Tienen cinco,
incluso diez proyectos en marcha al mismo tiempo, y a menudo alguno de ellos
fusionándose con otro por casualidad. Los gnomos ven el mundo como algo
intrínsecamente defectuoso que funciona mal (un sentimiento bastante generalizado),
pero los gnomos difieren del resto del universo en que creen que es su tarea enderezar
las cosas. Tal es el motivo por el que inventan —continua, incansable y
explosivamente— toda clase de trastos mecánicos. Es algo tan natural en los gnomos
como respirar o tomar té.
Pero Kali no tenía las mismas tendencias que sus congéneres. Se sentía muy
satisfecho haciendo lo que hacía con sus pociones y plantas y emplastos para aliviar
una epidemia de gripe esporádica o catarros fuertes. Además, tenía sus cucharas;
grabadas con flores silvestres, héroes legendarios y animales míticos (que fue como
reconoció al dragón, por cierto), pero ninguna de ellas era mecánica. Tenía sobre su
escritorio algunos planos de un faro alimentado con luz solar —para guardar las
apariencias—, pero no había añadido una sola línea hacía años.
En resumen, Kali era un conformista que no desarrollaba todo su potencial
mental. (Esto no era un crimen para los compatriotas de Kali, quienes tendían a ser
comprensivos al respecto. En realidad, el hecho de que los métodos curativos de Kali
no variaran de semana en semana, le daba cierta reputación como curandero).
Sea como sea, el hecho es que Kali fue quien encontró a los forasteros. Llegó a la
conclusión de que estaban dentro de los límites de «aún respiran», y llevó a rastras
los dos cuerpos, el de armadura y el de sin armadura, hasta su casa en el pueblo. (Esto
es importante, ya que, por costumbre, la recuperación de los forasteros pasó a ser
responsabilidad de Kali). Para cuando llevó al segundo (el que no tenía armadura y
era más rechoncho, el varón), una pequeña multitud de gnomos se había reunido
delante del porche de su hogar. Iban armados con todo tipo de artefactos de aspecto
temible y todos los ojos relucían.
Para un extraño (en particular para uno humano), estos gnomos habrían parecido
ser una horda de verdugos malvados que se preparaba para iniciar una cruel

www.lectulandia.com - Página 127


inquisición, pero Kali los vio simplemente como sus compañeros inventores. Los
artefactos eran creaciones montadas con precipitación para enderezar una pierna rota,
abrir una zona infectada, o inmovilizar a un paciente que se resistiera al tratamiento
(esta última invención era necesaria a la hora de poner en práctica la cirugía
experimental). El brillo de los ojos que parecía tan malvado era sólo el sincero y
genuino deseo que cualquier gnomo siente cuando uno de sus inventos puede
demostrar su utilidad.
Para un forastero, sin embargo, ese brillo parecería comprensible e
indudablemente malicioso, y el tamaño y número de filos agudos en los ingenios sólo
conseguiría intensificar dicha duda. Si los dos extranjeros hubiesen disfrutado de un
buen estado de salud, no habrían entrado en esta población aparentemente peligrosa
sin ir acompañados, al menos, por una docena de los suyos, además de la promesa de
una sustanciosa recompensa.
Kali arrastraba la figura más corpulenta por el porche cuando se encontró
obstruido el paso. El primer forastero, la mujer de la armadura, había vuelto en sí y
ahora estaba de pie, tambaleándose, en la puerta. Era alta y de aspecto amenazador y,
aunque lo primero podía atribuírsele a cualquier humano desde el punto de vista de
un gnomo, esta mujer parecía incluso más alta, allí parada, meciéndose sobre sus
botas rojas como un pino plantado inoportunamente durante la primera tormenta
primaveral. El imponente físico de la mujer quedaba aún más resaltado por la maciza
armadura y los grandes cuernos que adornaban su yelmo, como las pinzas mal
situadas de un enfurecido escarabajo.
Los gnomos reunidos soltaron un suspiro de desencanto. Al parecer, no estaba
herida de gravedad.
La mujer desabrochó los cierres del yelmo y se lo quitó, dejando a la vista un
rostro anguloso y colérico, enmarcado por un cabello rojo como la sangre.
Tambaleándose como si el suelo y ella no mantuvieran muy buenas relaciones,
frunció el entrecejo y gritó con voz vacilante:
—Rendíos todos o…
No ofreció otra alternativa, ya que el peso de sus palabras la hizo perder el
equilibrio y se desplomó en el suelo. Era evidente que sus heridas eran peores de lo
que parecía al principio. Necesitaba ayuda.
Los gnomos reunidos estaban extáticos.
La pareja de humanos —con armadura y sin ella, hembra y varón, soldado y…
bueno, el hombre iba vestido como un mercader, mago o alquimista— descansaron
en casa de Kali durante cinco días, febriles. Ninguno se encontraba lo bastante fuerte
para despertar, tomar alimento o hacer peticiones. El hombre mercader dormía el
sueño sin sueños de los muertos, en tanto que la mujer guerrera se sacudía con
convulsiones que casi la hacían despertar a la dolorosa realidad de este mundo.

www.lectulandia.com - Página 128


Durante todo el tiempo, Kali se vio obligado a convencer a más de uno de sus
compatriotas gnomos de que el recién inventado ingenio —como el destinado a abrir
un pequeño agujero en la frente para presenciar sus sueños— no era necesario, y
poner en práctica su propio arte con ellos. El oficio de Kali era curar y era bastante
bueno… desde el punto de vista gnomo.
En la mañana del sexto día, Kali se despertó para encontrarse con la punta de una
espada en la garganta. Ello fue una sorpresa porque por costumbre guardaba cosas
tales como espadas en el otro cuarto, en la vitrina de cristal que tenía el rótulo:
«Espadas». Como era de esperar, dada la localización del arma, la mujer guerrera
estaba al otro extremo. Kali había inmovilizado a la pareja mientras dormía para que
no se hirieran a sí mismos en algún sueño violento, pero las ataduras eran tiras de
tela, y no muy prietas.
Nada prietas.
—Ríndete o morirás —siseó ella.
Kali hizo un cuidadoso (y rápido) repaso a sus opciones, tras lo cual le preguntó a
la mujer qué le apetecía para desayunar.
La noticia de la rendición de Kali a la forastera que había vuelto en sí se propagó
por el pueblo como los abrasadores resultados de un experimento químico fallido.
(En las historias gnomas los forasteros siempre se declaran a sí mismos dueños de
las tierras y los gnomos siempre aceptan. Algunas almas poco caritativas dicen que
esto se debe a que los gnomos dan largas mientras planean alegremente la venganza.
En realidad, los clanes gnomos están sinceramente interesados en aprender cuanto sea
posible de los recién llegados e intentarán complacerlos. Si la rendición es lo que
quiere un forastero, no es un precio muy alto con tal que el forastero se quede. Y éste
era el caso presente).
Pronto, una horda de individuos bajitos pero vehementes hicieron cola a la puerta
de Kali, todos ellos dispuestos a rendirse a la mujer guerrera que estaba dentro,
desayunando molletes de arándanos y salchichas. Algunos gnomos escribieron largos
poemas, otros recitaron declaraciones de lealtad aún más largas, en tanto que otros
intentaron rendirse mediante señas y haciendo juegos malabares para que no se
hiciera caso omiso de ellos en favor de los que recitaban y declamaban. Unos pocos
trajeron espadas para convertirlas en rejas de arado, aunque éstos llegaron los
últimos, ya que antes tuvieron que convertir las rejas de arado en espadas (y, de
hecho, muchas de las espadas tenían un marcado parecido con rejas de arado).
En lugar de mostrarse complacida, la mujer guerrera (los gnomos habían
empezado a llamarla en sus diarios Forastera A y a su compañero, Forastero B)
pareció sentirse amenazada por esta avalancha de poesía, oratoria y mimo. Lo cierto
es que una enorme concentración de gente bajita que gritaba y agitaba las manos,
junto con los que venían detrás blandiendo espadas con aspecto de rejas de arado,

www.lectulandia.com - Página 129


habría puesto nervioso a cualquier respetable general que no estuviera familiarizado
con las costumbres de los gnomos. Por desgracia, la mujer reaccionó como cualquier
humano típico y se lanzó a la carga y a un desastre obra de ella misma.
Salió al porche a grandes zancadas para ordenar a los gnomos que se dispersaran.
Su presencia fue suficiente para inspirar un grito generalizado de la multitud. Ella,
por su parte, creyendo que era inminente un ataque, enarboló su espada. Los gnomos
se adelantaron en masa, cada uno de ellos intentando ser el primero en rendirse. La
perpleja forastera retrocedió un paso en el vano de la puerta, arremetió contra la
multitud con su espada y volvió a retroceder otro paso…
Y tropezó con un portabotas de hierro fundido que Kali guardaba junto a la puerta
(para botas de hierro fundido). Mujer y espada cayeron sobre las botas con un golpe
estruendoso. Poco después la forastera estaba de nuevo reposando tranquilamente en
el suelo, con una pequeña contusión en la coronilla.
Kali hizo que sus amigos, familiares y colegas inventores dejaran libre la puerta y
el porche y, con un suspiro, volvió a sus prácticas curativas (en las que era muy
bueno… desde el punto de vista gnomo). Escondió las armas y la coraza de la mujer
en el cuarto trasero, puesto que la guerrera se había puesto bastante mal en dos
ocasiones, después de utilizarlas.
La mujer volvería a despertar dos días después, pero entretanto el otro forastero,
el Forastero B, volvió en sí, si bien con efectos mucho menos espectaculares. Se
limitó a preguntar qué había de desayuno y, aunque era mediodía, Kali retrasó su
reloj seis horas a fin de acomodarlo a su paciente.
El Forastero B, que sorprendió a los gnomos reunidos al informarles que se
llamaba Oster, se mostró un poco aturdido, pero menos violento, cuando una multitud
de hombrecillos que le llegaban a la cintura recitaron, mascullaron y declararon por
señas su absoluta fidelidad hacia él. Después los gnomos reunidos corrieron de vuelta
a sus casas para tachar en sus diarios «Forastero B» y escribir «Oster» en su lugar.
Oster regresó al interior de la casa para tomar el desayuno y comió plácidamente, en
tanto que el sonido de raspadores rascando papel resonaba a lo largo y ancho del
pueblo.
Después del desayuno, Kali alejó a los pocos vecinos que se habían dejado caer
por allí para rendirse (y para ver si quedaba algún mollete de arándanos). Regresó a la
casa para preguntar a Oster sobre sus viajes y cómo habían llegado aquí la mujer y él,
pero se encontró con que su paciente no estaba en el cuarto principal. Un súbito
pánico hizo presa de Kali. Temió que el forastero se hubiese ido a dar una vuelta y,
conociendo a los humanos, se hubiese metido en algún problema.
Una rápida búsqueda descubrió a Oster en el segundo cuarto de invitados, al pie
del lecho donde la mujer guerrera descansaba. El humano tenía una extraña expresión
en el rostro, esa expresión que se les pone a los gnomos cuando comprenden que un

www.lectulandia.com - Página 130


invento ya no requiere ninguna otra modificación. «Embelesado» sería una buena
palabra para describirlo. También lo haría «sorbido-el-seso-y-enamorado-hasta-los-
tuétanos», pero embelesado es más corto y por lo tanto será lo que diremos de aquí en
adelante.
Kali entró en la habitación sin hacer ruido y se quedó parado durante varios
segundos, apoyando el peso ora en un pie ora en otro, y sin saber si debería
marcharse o no.
Por fin el hombre suspiró; un suspiro profundo que habría hecho subir varios
puntos el indicador de la presión atmosférica del cuarto, si a Kali se le hubiese
ocurrido instalar un ingenio así. Era un suspiro humano, lleno de arrobo.
—Es maravillosa —dijo—. Sanador, ¿quién es?
Kali estaba estupefacto. Había dado por hecho que los dos forasteros se conocían,
ya que los había encontrado juntos. El gnomo se preguntó si el hombre no se habría
hecho daño en la cabeza con la caída, como en apariencia le había ocurrido a la
mujer.
—Ella, eh… —empezó—, ¿no estaba contigo?
Oster resopló como si hubiese inhalado un pescado.
—¿Conmigo? No, sanador. Soy un simple mercader, demasiado testarudo para
vivir bajo la tiranía sin oponerme, pero demasiado viejo y gordo para combatirla
como es debido. Mis carretas fueron confiscadas y me uní a un pequeño grupo que
asaltaba y emboscaba a los invasores, quemando sus suministros y liberando a los
esclavos. Por ello fuimos perseguidos a través de colinas y valles por una fuerza
mayor de la que habríamos podido imaginar. A no tardar, mis compañeros estaban
muertos o dispersados, y yo me encontré solo para hacer frente a la furia del Señor
del Dragón. —El humano sacudió la cabeza, pero sus ojos no se apartaron un instante
de la figura dormida de la mujer.
»Fui un condenado estúpido y no eché a correr ni pedí clemencia; ni siquiera se
me ocurrió sacar mi espada. Para cuando estas ideas empezaron a abrirse paso en mi
cabeza, el diabólico comandante de esa fuerza, el Señor del Dragón en persona, se me
había echado encima y me dejaba fuera de combate con un golpe. Ignoro el por qué
no me mató allí mismo; que Morgion le pudra los huesos. En cambio me ató y me
echó a lomos del dragón como si fuera un saco de harina. Cuando volví en mí, ya nos
habíamos remontado en el aire. Entonces algo macizo alcanzó al dragón en el vuelo y
nos estrellamos. Desperté para encontrarme en tu sala de estar, con todas esas
pequeñas personas, extrañas y agradables —se inclinó sobre la mujer— y con esta
bellísima visión.
La guerrera era delgada y fibrosa, con los músculos endurecidos por la batalla y
pulidos por la guerra. Pero, con su blanca tez y su cabello de color castaño rojizo
desparramado por las almohadas, ofrecía un aspecto casi angelical. Era fácil que un

www.lectulandia.com - Página 131


humano pensara que era hermosa mientras estaba inconsciente.
Los pensamientos de Kali, al ser gnomo, discurrían por otros derroteros.
—¿Conocías a ese Señor del Dragón? —preguntó.
—No —le respondió Oster, que miraba arrobado a la mujer—. Nunca lo vi sin la
máscara.
Entonces comprendió Kali que el «diabólico comandante» y la radiante criatura
de la que el hombre estaba locamente enamorado (pues incluso los gnomos se dan
cuenta de cuándo alguien está locamente enamorado) eran la misma persona. Pero en
ese momento era más importante la información de que el dragón había sido
alcanzado por algo durante el vuelo y que ello lo había hecho estrellarse. Armas que
pudieran arrojar al aire proyectiles de tal calibre que derribaran a un dragón en pleno
vuelo, le sonaban sospechosamente gnomas al gnomo.
Por supuesto, el forastero, Oster, sufriría una gran decepción al descubrir que la
«bellísima visión» y su captor maldito por Morgion eran la misma persona. Si Kali
hubiese sido un individuo menos honrado y más sincero, habría hecho caer el castillo
de naipes de Oster. Pero Kali era un gnomo muy caballero, y había ciertas cosas que
no se hacen en la buena sociedad, y desilusionar a alguien a quien acabas de rendirte
era una de ellas.
Oster sacó al gnomo de sus reflexiones con otro sonoro suspiro.
—¿Sabes cómo se llama? —preguntó.
—Eh… mmmmm… —farfulló el gnomo—. ¿Me dijo su nombre cuando… eh…
te trajo? Comentó algo sobre un dragón. Sí, eso es, algo sobre una lucha con un
dragón. Lo alcanzó con un conjuro mágico; eso debió de ser… eh… el golpe que
sentiste. Tú caíste y… eh… —Recorrió con la mirada el cuarto buscando inspiración
y sus ojos se detuvieron en la colección de cucharas adornadas con flores silvestres.
Intentó pensar en un nombre floral—. Te trajo aquí, pero estaba… exhausta por el
combate y se puso enferma al poco tiempo. Aguileña. Sí, ése era el nombre.
Aguileña.
—Aguileña —musitó Oster y volvió a suspirar; un suspiro hondo que le recordó a
Kali un fuelle que necesitaba un arreglo—. Le debo la vida. Mi destino era ser
prisionero o morir a manos del Señor del Dragón, pero ahora me encuentro a salvo en
un lugar mágico, rescatado por una bella y mágica mujer. —Se volvió hacia el gnomo
y lo traspasó con la intensidad de su mirada—. He de ayudar a que se recupere,
pequeño sanador. ¿Qué puedo hacer?
Kali farfulló y tartamudeó, pero por fin consiguió dar a Oster algunas nociones de
métodos sencillos de curación, poco más que aplicar compresas frías y cosas por el
estilo. Después dejó a sus dos protegidos a solas y salió de la casa. Necesitaba pensar
sobre lo que acababa de ocurrir y, lo más importante, confirmar sus temores
concernientes a la muerte del dragón.

www.lectulandia.com - Página 132


Kali fue de casa en casa, una tarea larga y tediosa que le ocupó el resto del día.
Esto no se debía a que la comunidad gnoma fuera grande, que no lo era, sino que, en
cada casa, un gnomo que va de visita tiene que mantener una agradable conversación,
tomar té, informar sobre cualquier descubrimiento reciente, tomar otro poco más de
té, mirar las últimas investigaciones de su anfitrión, mantener otro rato de charla
agradable y así sucesivamente antes de despedirse y continuar su camino. Kali
confiaba en que los siguientes no se ofendieran si rechazaba una tercera taza de té,
pero después de la sexta visita empezaba a sonar un chapoteo en su estómago
mientras caminaba.
En la séptima casa, la que pertenecía a Archimedorastimor el Menor, hijo de
Archimedorastimor el Mayor (y el más reciente), Kali halló la respuesta que temía.
Los Archimedorastimor, padre e hijo, estaban dedicados a la astronomía y llevaban
mucho tiempo preguntándose qué hacer con su tiempo libre cuando el cielo estaba
nublado o durante las horas diurnas. Mientras que la mayoría de los gnomos
involucrados en este campo se limitan a intentar construir torres más altas para
sobrepasar las nubes e incluso el sol, los Archimedorastimor (los Archis, para
abreviar) en cambio propusieron la original idea de lanzar sus telescopios desde
grandes catapultas para situarlos por encima de las nubes y del sol. Los otros gnomos
hicieron mofa de la absurda teoría y volvieron a su construcción de torres. Pero Archi
padre y Archi hijo siguieron experimentando hasta el día en que, tres años atrás,
Archi padre construyó una catapulta explosiva y lanzó al aire su laboratorio al
completo, que no volvió a bajar. Desde entonces, Archi, hijo de Archi, había
continuado la investigación de su padre, pero (salvo por la creación de una
combinación de paracaídas y almohadón) había hecho escasos progresos científicos.
De vez en cuando, sin embargo, se las ingeniaba para lanzar una gran roca que
acababa por desplomarse sobre una casa o un árbol.
En cualquier caso, fue en la séptima casa donde Kali halló la respuesta que estaba
temiéndose. Sí, hacía cinco días, Archi había salido al campo para experimentar con
su nueva catapulta astronómica y acababa de regresar de dicha prueba. El
experimento había sido un fracaso, ya que algo grande y pesado se había interpuesto
en el lanzamiento en el último momento. A Kali ese algo grande y pesado le sonaba
sospechosamente a un dragón. Cuando planteó ésta teoría, Archi admitió que el algo
pesado tenía más que una ligera apariencia de reptil. Tras el impacto con su roca,
había realizado una súbita y brusca zambullida. Kali tomó té, mantuvo una charla
trivial durante el resto de la tarde e hizo jurar a Archi que no mencionaría los detalles
de este experimento a los nuevos forasteros, Oster y la mujer guerrera. Archi lo
prometió y también anunció que los visitaría más tarde para rendirse, después de
terminar las anotaciones en su diario.
Kali, habiendo resuelto el primer problema, se volcó en el segundo. La mujer

www.lectulandia.com - Página 133


guerrera era el Señor del Dragón (fuera lo que fuese eso) y había cogido prisionero a
Oster, y, para qué engañarse, de un modo ruin. La armadura del Señor del Dragón,
que Kali había escondido en un cuarto trasero, había ocultado el hecho de que era una
mujer. Ahora, Oster estaba chiflado por ella (como sólo los humanos pueden estar
chiflados por alguien) en su verdadera apariencia. Cuando la mujer volviera en sí de
nuevo, supuso Kali, probablemente sería otra vez ruin con Oster. Oster se sentiría
herido, no sólo porque esta radiante criatura no se llamara Aguileña, sino porque
fuera la persona que había actuado de un modo tan ruin con él. Eso haría que ninguna
de las dos personas a las que se habían rendido los gnomos se sintiera feliz.
Eso no resultaría bien. En absoluto.
Cuando Kali regresó a su casa, vio que el hombre, Oster, había recogido algunas
flores silvestres y las había colocado en un jarrón, junto al lecho de la enferma. El
gnomo decidió que la cabeza del hombre no había salido afectada con la caída,
después de todo. Por las historias humanas que había escuchado frente a chimeneas y
en torno a copas de ponche, Kali sabía que este comportamiento era típico. Los
humanos siempre estaban ocupados con actividades aparentemente infructuosas,
absurdas y emocionales en exceso, haciendo uso de gestos ostentosos y juramentos
solemnes.
El primer paso, pensó Kali, era asegurarse de que Oster no estuviera allí cuando
la mujer guerrera se despertase. Sus dos últimas apariciones entre la gente habían
sido muy poco pacíficas y, basándose en esta clase de comportamiento previo, no era
de esperar que la próxima ocasión fuera mejor. Al menos, debería conseguir que el
hombre no estuviera en la casa mientras hablaba con la mujer, le explicaba la
situación y la calmaba. Si era la mitad de razonable que Oster, todo saldría a pedir de
boca. Quizá lo había cogido prisionero porque le gustaba su apariencia, del mismo
modo que la suya le gustaba a él, razonaba Kali. Las historias humanas daban mucha
importancia al hecho de que los humanos no sabían expresar sus sentimientos,
particularmente a las personas que les gustaban.
Cuando Kali entró en el cuarto, reparó en que Oster sostenía la muñeca de la
mujer como si con ello pudiera descubrir algo más aparte de que había pulso en su
cuerpo. Cobrando ánimos para llevar adelante el engaño, el gnomo se acercó a los
pies de la cama y sujetó el dedo gordo del pie de la mujer. Frunciendo el entrecejo
como imaginaba haría un humano sabio, Kali soltó un sonoro suspiro.
Oster alzó la vista hacia el gnomo, a los pies de la cama.
—Mal asunto —manifestó Kali.
—¿Mal asunto? —repitió Oster.
—Hay complicaciones —dijo el gnomo—. Tensión de los máximos insensibles.
El síndrome de Ornar. Contusiones abundantes. Puede pasar algún tiempo.
Oster se puso de pie y dio una patada al suelo.

www.lectulandia.com - Página 134


—¡Entonces me quedaré para ayudar!
Kali estaba preparado para que el humano pronunciara un solemne juramento al
respecto; pero, cuando comprendió que no iba a hacerlo, acentuó el gesto ceñudo y
discurrió deprisa.
—Voy a… eh… necesitar abastecerme de ciertas cosas. Si de verdad estás
dispuesto a ello, el mejor modo de ayudar sería ocuparte de ir a buscarlas.
—Haré lo que sea, pequeño sanador.
Kali se dirigió a su escritorio y sacó papel y pluma. Hizo una lista con cinco cosas
elegidas al azar: picos de gallina, rosas negras, alcohol para friegas, ojos de sapo y
esquirlas de feldespato. Luego le entregó la lista a Oster.
—Esto servirá —dijo el gnomo—. Coge algún equipo del área de almacenaje
antes de ponerte en camino. Tal vez necesites varios días para reunir estos artículos,
pero tómate todo el tiempo que te haga falta.
—¿Podría ayudarme un guía?
Kali pensó en Archi.
—Quizá se pueda arreglar. Ahora, vamos. La mujer… eh… Aguileña… precisa
paz y tranquilidad tanto como esas otras cosas.
El hombre se dirigió al cuarto de almacenaje en tanto que el gnomo escribía una
nota a Archi en la que le explicaba la situación y la necesidad de llevar al hombre por
la ruta más larga posible para buscar los artículos. Iba a enviar la nota por los medios
habituales, pero cambió de opinión al pensar que, muy probablemente, el servicio de
correo gnomo se la entregara a Oster o a él mismo, ya que se mencionaban sus
nombres. Al final decidió entregarla en persona.
Archi y Oster partieron a la mañana siguiente y la mujer guerrera despertó por la
tarde, con fiebre y de mal humor. Kali estaba atendiendo a otro colega,
Etonamemdosari (Eton), un armero que estaba trabajando en una espada que podía
utilizarse directamente como reja de arado, cuando la mujer entró en la sala con pasos
inseguros. La pareja de gnomos alzó la vista de sus copas de ponche. (Estaban
intercambiando historias humanas).
Despierta, la mujer era menos encantadora que dormida, pues los pensamientos y
recuerdos tensaban su semblante hasta convertirlo en una máscara ceñuda que habría
espantado al gato, en caso de que Kali hubiese tenido uno. (No lo tenía, pues lo
hacían estornudar; pero, de haberlo tenido, dicho gato habría considerado la
posibilidad de cambiar de alojamiento después de mirar a la mujer).
—Mis armas —demandó en una voz que habría asustado a un perro guardián.
(Véase la nota más arriba referente a los gatos, pues también podría aplicarse en el
caso de perros).
—Eh… ¿quieres un poco de ponche? —preguntó Kali.
—¡Al infierno con tu ponche! —bramó la mujer mientras cruzaba la sala de una

www.lectulandia.com - Página 135


sola zancada y golpeaba la mesa con los puños—. ¿Dónde están mis armas? ¿Y mi
armadura? ¿Dónde está mi dragón?
—¿Dragón? —repitió Kali, confiando en ofrecer una apariencia más inocente de
lo que se sentía.
La guerrera hizo un ruido semejante a una máquina cuando se le quedan
enganchados los engranajes y derribó la mesa patas arriba, con copas de ponche
incluidas. Kali comprendió que la cosa no iba a funcionar tan bien como había
supuesto.
—Inténtalo otra vez —dijo ella, con un brillo maligno en los ojos—, y hazlo
mejor, o te arrancaré la cabeza de cuajo.
—Ejem… Bien… eh… —La mente de Kali trabajó a marchas forzadas
intentando recordar cuánto de la historia que había contado a Oster podía emplear en
el caso presente—. Nosotros, eh… yo, eh… es decir… te trajo un héroe que mató a la
bestia en la que montabas. Pensó que era una criatura salvaje pero, cuando te
encontró y comprendió que te pertenecía, él… eh… te trajo hasta aquí para que te
recuperases y… eh… se marchó en busca de algunas hierbas medicinales para
curarte. Dijo que lo lamentaba muchísimo.
Las palabras de Kali causaron en la mujer el mismo efecto que si hubiese recibido
un golpe. Sus hombros se hundieron unos segundos en un evidente gesto de
desaliento. El gnomo comprendió que el dragón muerto significaba para ella tanto
como un gato o un perro habrían significado para él, salvo que no debía de hacerla
estornudar. Se dejó caer en una silla y, después de respirar hondo varias veces para
recuperar el dominio de sí misma, dijo con voz temblorosa:
—¿Y el prisionero?
—Eh… —Kali sufrió un sobresalto al perder el hilo de la historia durante un
instante—. Me temo que no lo consiguió.
Quizá la guerrera mostrase algún sentimiento compasivo y ello le daría píe para
consolarla al revelarle que Oster estaba sano y salvo. O quizás incluso que había sido
resucitado por un hombre santo que iba de paso por el pueblo.
—¿Y su cadáver? —preguntó la mujer. Algo en su tono, en su sonrisa tirante, en
el modo en que sus dedos se clavaron en el tablero de la mesa, le dijo a Kali que la
compasión no era una prioridad corriente para ella.
—Bien, en realidad… nosotros… eh… tenemos la costumbre de quemar esas
cosas. Si hubiésemos sabido que lo querías, te lo habríamos guardado. No sabía que
significara tanto para ti.
Ella se echó a reír; fue una risa gutural, profunda, que se iniciaba alrededor de su
pétreo corazón, y para cuando salía de entre sus labios, contenía la crueldad de una
criatura que estrangularía pajarillos antes del desayuno. (Véanse notas más arriba
referentes a gatos y perros. En lo relativo a Kali: ningún pájaro corría peligro por la

www.lectulandia.com - Página 136


risa).
—¿Que significaba mucho para mí? Quería partirlo en pedacitos, romperle todos
los huesos y colgarlo de un gancho por las entrañas en la plaza del pueblo para
enseñar cómo tratamos a los traidores y rebeldes. Gente como él me hizo perder un
transporte de valor incalculable y ahora también me ha costado mi dragón. ¡Ojalá
Morgion pudra su cuerpo y Chemosh esparza sus huesos!
Kali estaba impresionado por la frialdad de sus juramentos, en los que no había el
menor atisbo de la nobleza y pasión latentes en los juramentos de Oster, a pesar de
que invocaban a las mismas deidades. Esta humana no parecía tener ninguna
dificultad para expresarse. El gnomo comprendió que, si la reunía con Oster, se
encolerizaría… y no sólo con el humano, sino también con él. Más valía dar marcha
atrás, pensó, e intentar arreglar la situación.
—Bueno, parecía un buen tipo antes de que… eh… en fin… —Kali miró a Eton
buscando ayuda en la conversación. Su colega gnomo había retrocedido hasta la
chimenea e intentaba fundirse con los trebejos del hogar.
—¿Sufrió? —preguntó la guerrera—. ¿Se le rompieron los huesos?
Kali contestó afirmativamente una y otra vez a la larga lista de cosas horribles
que ella recitó y que casi llenaban un carnet de baile con todo lo espantoso que podía
ocurrirle a un individuo que se precipita desde un sitio alto a otro bajo: huesos rotos,
cráneo partido, órganos internos desparramados sobre rocas afiladas, suficiente
aliento en el destrozado cuerpo para suplicar clemencia y sufrir los estertores de la
agonía final. Kali se preguntó si esta clase de charla se consideraría una conversación
cortés en el sitio de donde venía la mujer. Sus respuestas parecían agitarla y excitarla,
hasta el punto de que el gnomo habría jurado que los ojos de la guerrera relucían
como las luces de unos pilotos gemelos, brillando y chispeando con malevolencia.
Una vez agotado aquel tema tan interesante, la guerrera preguntó:
—¿Y mis armas? ¿Mi yelmo? ¿Mi armadura?
—El héroe… eh… el que te trajo aquí… eh… las escondió —repuso el gnomo.
—¿Que las escondió? —chilló mientras se incorporaba con brusquedad.
—Eh… sí. Para ponerlas fuera del alcance de ladrones, ya sabes. Dijo que te las
devolverá cuando regrese…
Kali intentó decir que el héroe tardaría en regresar unos cuantos días y que por
qué ella no descansaba, pero las cosas empezaron a suceder muy deprisa entonces.
Haciendo otra vez ese ruido de engranajes atascados, la guerrera metió las dos manos
bajo la barba del gnomo, las cerró firmemente en torno a su garganta y levantó en
vilo al hombrecillo. Kali sintió que los dedos le cerraban la tráquea, obstruyendo el
paso del aire. Unas chispitas bailaban entre el rostro de la mujer y el suyo. Para
empeorar las cosas, ella gritó que él y sus amigos caras de rata encontrarían sus armas
aunque para ello tuvieran que horadar la montaña con los dientes; mientras tanto,

www.lectulandia.com - Página 137


recalcaba sus observaciones golpeando la cabeza y los hombros de Kali contra la
pared. Los impactos con la pared hicieron que al gnomo se le escaparan algunas
palabras, pero captó el meollo del asunto.
Kali ignoraba cuánto tiempo duró el arrebato de la mujer. Por fin fue consciente
de que podía respirar otra vez y de que, salvo por la garganta dolorida y una jaqueca
considerable, todavía estaba vivo. Vio ante él la figura de la guerrera, descansando en
una postura nada cómoda sobre un montón de muebles rotos, boca abajo. Al otro
lado, Eton sostenía la badila grande que utilizaba para limpiar la chimenea.
Kali le dio las gracias con voz ronca, pero se dio cuenta de que Eton estaba ya
dándole vueltas a la idea de cómo convertir la badila en una combinación de espada y
reja de arado.
El gnomo llevó a la mujer a la cama otra vez y arregló el envío de muebles
nuevos para cuando Oster y Archie regresaran con el material al día siguiente. En
esas horas, Kali tuvo tiempo de sobra para frotarse la dolorida garganta y pensar bien
las cosas.
A pesar de las historias que corren, los gnomos no son violentos por naturaleza.
Ni tampoco, a despecho de otras muchas historias similares, son estúpidos. Kali se
daba cuenta de que esta guerrera iba a encolerizarse cada vez que se despertara, y que
decirle la verdad tendría por resultado un alboroto que finalizaría con la destrucción
de un considerable número de propiedades gnomas y tal vez de cuerpos gnomos. Esto
no sería un buen asunto, dado que los gnomos se habían rendido a la mujer y todo lo
demás. Sin olvidar que probablemente hiciera daño a Oster si descubría que estaba
vivo. En el poco tiempo que Kali conocía al hombre, el gnomo había llegado a la
conclusión de que era uno de los humanos buenos, a pesar de su error a la hora de
elegir la persona de la que enamorarse locamente. Se le rompería el corazón si
supiera que ella era tan cruel y malvada. Y también acabaría con la garganta rota si
los dos se quedaban solos en una habitación.
El problema era, decidió Kali, que se estaba moviendo en un campo con el que no
estaba familiarizado. Sólo conocía a los humanos por las historias y cuentos
absurdos, y sus actuales experiencias personales indicaban que su conocimiento era
incompleto. Las emociones humanas le resultaban aún más incomprensibles. Como la
mayoría de los gnomos, Kali estaba muy familiarizado con cosas que podía tocar,
coger, retorcer, romper y reparar. Ojalá este asunto tuviera una simple solución física.
Kali contempló a la mujer tumbada en el lecho, sosegada como la muerte y
encantadora como el amanecer, y comprendió que quizá sí había una simple solución
física.
Para cuando Oster y Archi estuvieron de regreso, Kali no sólo había trazado un
plan, sino que había hecho una lista de materiales: una carreta cerrada y bueyes,
noventa kilos de yeso, una cantidad similar de cera, un mausoleo de piedra con una

www.lectulandia.com - Página 138


valla de hierro alrededor, siete latas de pintura de distintos tonos pastel, la ayuda de
Organathoran, el pintor, y la medicación suficiente para mantener a un caballo en el
mundo de los sueños durante una semana.
Escribía el último artículo de la lista y se disponía a comprobar el estado de la
mujer (sólo para asegurarse de que no había vuelto a despertarse), cuando Oster y
Archi regresaron. Una multitud de gnomos se arracimaba a su alrededor mientras
Archi describía algo con minuciosidad a la par que hacía con las manos los
movimientos de vaivén de una espada.
Kali recibió a la pareja en la puerta, y Oster le tendió al gnomo un paquete
pequeño que contenía las hierbas y otros productos recogidos en el campo. A su lado
había otro paquete grande. El humano esbozó una leve, casi tímida, sonrisa, pero
todos los ojos estaban prendidos en Archi, que gesticulaba como un loco.
—Fue maravilloso —gritaba Archi, reparando en Kali por primera vez—. ¡El
muchacho… eh… el humano, Oster, estuvo magnífico! Nos encontrábamos en el
Valle del Humo, a unos tres kilómetros de aquí, cuando de repente nos topamos con
una especie de wyrm. Un verdadero monstruo salido de los abismos, con las patas de
insecto, la voracidad de un oso y los colmillos dos veces más largos que mi brazo.
—Era un behir —dijo en voz queda Oster, que tenía coloradas las orejas—, y
además uno pequeño.
—Le habría servido de cena —continuó Archi, sin hacer caso de la interrupción
—, pero Oster, Oster el Valiente, me apartó de lo que habría sido una muerte segura.
—Yo… eh… tropecé con él al girar para echar a correr —lo corrigió Oster, a
quien el sonrojo se le había extendido por las mejillas e incrementaba su intensidad
por momentos.
—Entonces, el valiente Oster, armado sólo con una piedra afilada, llamó la
atención de la bestia. Se la arrojó. —Aquí, Archi hizo su mejor imitación de un
lanzamiento zigzagueante con tanto realismo que algunos de los gnomos reunidos
retrocedieron unos pasos—. Y echó sobre la bestia la ladera de la montaña ¡y la mató!
—Intenté trepar por el risco para huir y causé una avalancha. Casi nos entierra a
todos. —La voz de Oster se redujo a un susurro cuando el hombre comprendió que a
la mayoría de los gnomos le gustaba más la versión de Archi que la suya.
Archi rodó sobre sí mismo como un mecanismo de movimiento continuo.
—La bestia estaba mortalmente herida —prosiguió—, e intentó revolverse contra
nosotros. Oster cogió una roca enorme y la machacó hasta rematarla.
—Bueno, yo… No era tan grande como… eh… bien… supongo… —Oster se
encogió de hombros. Si hubiese sabido que en las discusiones gnomas el silencio
significaba conformidad, sin duda habría defendido su inocencia de heroísmo un
poco más. Pero no lo sabía, así que no protestó… lo que fue tanto como admitirlo.
—Y encontramos toda clase de gemas y cosas mágicas en el cubil de la criatura

www.lectulandia.com - Página 139


—añadió Archi mientras señalaba el saco.
Los gnomos, naturalmente, exigieron ver el tesoro y, en consecuencia, Oster sacó
de la bolsa grande un objeto tras otro. Puñados de gemas, largos collares de perlas y
un conjunto de brigantina de un matiz dorado y un yelmo de color similar, adornado
con piedras preciosas. Por último extrajo una vaina y una espada de color cobrizo.
La noticia de la gesta de Oster (y su tesoro) se propagó rápidamente por toda la
comunidad y un gran número de gnomos se presentó ante el humano para rendirse de
nuevo a Oster (o mejor dicho, a Oster el Héroe, como se lo conocía ahora). Archi
tuvo que contar su historia por segunda y tercera vez, y los arrojados ataques se
tornaron más arrojados con cada narración. El humano renunció enseguida a intentar
rectificar las pequeñas diferencias entre la versión de Archi y la suya, y pareció
disfrutar de la atención que le dispensaban.
Oster dio una gran parte de las joyas a Archi y las piedras preciosas a Kali. La
cota, la espada de cobre y el yelmo se los guardó para él, ya que eran del tamaño de
un humano y Oster era el único miembro (despierto) de la comunidad que encajaba
con esa descripción.
A instancia de los gnomos se puso la armadura, si bien tuvo que dejar las correas
laterales en su longitud máxima. Con el yelmo cubriéndole el rostro, tenía la
apariencia de una figura mecánica o de un autómata, y el nombre de Oster el Héroe
Mecánico quedó reflejado en muchos diarios aquella noche.
Fue sólo después de que Oster terminara de enseñar y repartir su botín y Archi
acabara de describir (por quinta vez) los magistrales golpes del Héroe Mecánico
contra las hordas de criaturas serpentinas, cuando el trío regresó al interior de la casa.
Oster dio un respingo de sobresalto al ver los destrozos del salón.
—¿Qué ha pasado? —demandó mientras miraba la mesa rota, las sillas
destrozadas y la vajilla hecha añicos.
—Bueno, pues… —balbució Kali, pensando que sería mejor contarle la verdad a
Oster: que su dama se había despertado y había destruido el salón mientras describía
gozosamente las torturas que le tenía reservadas.
—Parece que un demonio haya pasado por aquí desatando su furia —añadió
Oster.
—Eh… sí. Un demonio. —Kali sepultó la verdad en lo más recóndito de su
mente. Oster había sido un héroe unos instantes antes y la verdad sólo le haría daño.
En la colección de cucharas del gnomo no había ningún demonio dibujado y Kali se
preguntó qué aspecto tendría uno de esos seres. No obstante, tras inhalar hondo, se
lanzó a hablar—. Eh… un demonio estuvo aquí. Era muy alto, y sus cuernos
arañaban el techo; de los hombros le salían placas rojas de quitina endurecida y su
boca era una trama de alambres negros.
—¿Era muy corpulento? ¿Su mano enguantada blandía una espada? ¿Llevaba

www.lectulandia.com - Página 140


armadura? —preguntó Oster, con el entrecejo fruncido.
—Sí, sí, iba todo cubierto con armadura. —De repente Kali se tapó la boca con la
mano. Buscando definir al «demonio» que había destruido el lugar, había descrito a
un Señor del Dragón con su armadura.
—Lo suponía —dijo Oster con expresión severa mientras se erguía—. Sobrevivió
gracias a la muerte de su dragón. Pero ¿por qué iba a venir aquí? A menos… ¿Y la
doncella, Aguileña? ¿Está a salvo?
—Eh… descansa cómodamente en su habitación. El demonio no mostró interés
por ella. —Kali confiaba en que, cuando Oster comprobara el estado de la mujer, no
reparara en la nueva contusión que tenía donde Eton la había golpeado con la badila.
—Me buscaba a mí, ¿verdad? —inquirió el hombre con expresión sombría.
—No. Quiero decir, sí. Mejor dicho… —tartamudeó el gnomo, que intentaba sin
éxito que no se le enredara la lengua. Otros gnomos, como Archi, eran capaces de
hilvanar historias durante toda la noche, pero Kali tenía miedo de que una palabra
contradijera otra y lo descubriera como un mentiroso—. Estuvo aquí, buscándote, y
se puso furioso cuando le dije que habías muerto. Quería tu cadáver, pero le contesté
que lo habíamos quemado. No quería mentir, pero me pareció una buena idea en ese
momento. —«Y lo hice con toda mi buena intención», agregó para sus adentros.
—Hiciste bien, pequeño sanador —manifestó Oster—. Pero arriesgaste mucho al
engañar a alguien como él. Probablemente regresará. Cuando lo haga, debemos estar
preparados. Dime, ¿cómo se encuentra la doncella?
—Eh… descansa —contestó el gnomo, que todavía elegía las palabras con sumo
cuidado—. He estado pensando mucho en sus heridas y me temo que tal vez no se
recupere. —Iba a añadir que sería muy conveniente para todos que no se recobrara,
pero cometió el error de mirar a Oster a la cara y vio el dolor en sus ojos. El humano
había dejado de ser un héroe y volvía a ser un mercader de mediana edad. En
consecuencia, Kali agregó en cambio—: Tengo una lista de más medicamentos que
tal vez curen su enfermedad. Pero llevará tiempo.
De inmediato, Oster se ofreció para ir a buscarlos y Archi se brindó presuroso a
acompañarlo. Sólo Eton y Kali sabrían que la doncella no era lo que parecía, y que
los ingredientes que el Héroe Mecánico iba a recoger eran para hacer una poción
humeante cuyos vapores mantendrían a la mujer en aquel plácido sueño hasta que
Kali encontrara una solución al asunto.
Las siguientes semanas —la época de pleno verano— transcurrieron sin que
ocurrieran más incidentes que los que cabían esperarse en una comunidad gnoma. El
prestigio de Oster, el Héroe Mecánico, se incrementó cuando acabó con otras cuantas
criaturas molestas que habían estado rondando por la zona, incluidos una gran hidra
que se había enseñoreado del Arroyo Hirviente y un oso lechuza que tenía sus reales
en una vieja mina enana.

www.lectulandia.com - Página 141


El hecho de que en el primer caso Oster fuera acompañado por un grupo de
gnomos armados con los proyectores automáticos de lazos corredizos creados por
Eton, y que en el segundo caso la espada que había encontrado hubiera sido forjada
específicamente para matar osos lechuzas, no hizo que su prestigio disminuyera.
Oster era muy apreciado por los gnomos, y más aún después de rescatar a las
hermanas Kastonopolintar cuando su taller de alquimia decidió estallar
inesperadamente el día de la Víspera del Solsticio.
Con todo, cuando no estaba en un viaje de aventuras o asistiendo a una fiesta o
banquete en su honor, Oster pasaba la mayor parte del tiempo sentado a la cabecera
del lecho de su dama, ahora conocida en la comunidad como la Dama de Oster,
esperando que se recuperara mientras contemplaba su faz, reposada y pasiva a la luz
de la luna, y el movimiento rítmico de la colcha al subir y bajar con cada inhalación.
Los gnomos respetaban a Oster y, por ende, respetaban a su dama dormida, de modo
que ninguno de ellos mencionó su extraño comportamiento el día en que había
llegado al pueblo, o el hecho de que Kali se mostrara menos efectivo de lo normal
para alcanzar una curación. No querían preocupar al humano sin necesidad.
Como era de esperar, Kali se sentía muy desdichado. Conocía la verdad mejor
que ninguno de sus colegas y le dolía ver que él era responsable de la pena de Oster.
Saltaba a la vista que el humano había creado una imagen ficticia de su dama, una
dama que, una vez que hubiese despertado, sin duda le arrancaría de cuajo un
miembro tras otro. En más de una ocasión, Kali hizo suficiente acopio de valor como
para decidirse a confrontar a Oster con la verdad. El gnomo repasó mentalmente las
frases y pensó en cada razón o argumento que aconsejaba decir la verdad al humano.
Pero, cada vez que intentaba llevar a la práctica esta idea, ocurría más o menos esto:
—Oster, tenemos que hablar —decía Kali.
El hombre, que sostenía la mano de su amada, suspiraba y decía:
—Sí, sé que paso todo el tiempo aquí cuando no estoy fuera, y piensas que no me
conviene.
—Bueno, sí, pero… —empezaba Kali.
—Es que tengo miedo de que alguna vez, cuando no esté a su lado, el maldito
Señor del Dragón regrese y haga daño a mi dama y a mis amigos —lo interrumpía
Oster, que soltaba otro sonoro suspiro—. Qué bella es, ¿verdad?
En este punto, Kali, odiándose a sí mismo, se acordaba de un proyecto que tenía a
medio terminar y dejaba al afligido Oster con su dama. La brigantina del Héroe
Mecánico le encajaba cada vez mejor, a medida que hacía más ejercicio, y la destreza
y antiguas aptitudes que tenía olvidadas hacía tiempo retornaban a él. Reunió muchas
armas y objetos extraños en sus viajes por todo el valle, pero sólo guardó para sí
mismo un puñado de dagas de plata que llevaba al cinturón, así como una capa
mágica, y dio el resto a sus amigos. Kali envió al héroe en misiones de búsqueda de

www.lectulandia.com - Página 142


materiales que no necesitaba, en tanto que él y Organathoran, el pintor, a quien Kali
había hecho jurar que guardaría el secreto, ponían en práctica sus dotes artesanales.
Cada día, cuando Oster se marchaba, mezclaban yeso y hacían un molde de
alguna parte del cuerpo de la mujer, ya fuera una mano, un brazo o un pie. Los
moldes se llenaban a continuación con cera caliente. Trabajaron durante varias
semanas hasta conseguir las copias adecuadas de las manos, y aún más tiempo para
las de las piernas, el torso y el rostro. Las copias defectuosas se fundían en la lumbre,
al igual que unos pocos moldes buenos de los que tenían que deshacerse cuando
Oster regresaba victorioso, y antes de tiempo, de la misión encomendada.
Una vez, mientras tomaba el molde de la cabeza de la mujer, Kali consideró por
un momento la posibilidad de cubrirla por completo con yeso y dejarla morir.
Resolvería el problema y haría que todo fuera mucho más fácil. Aun cuando le
rompiera el corazón a Oster.
Pero, mientras la idea le cruzaba por la cabeza, las manos del gnomo empezaron a
temblar y tuvo que salir de la casa para recobrar el dominio de sí mismo. Eran unos
pensamientos indignos tanto para un sanador como para un gnomo. Los humanos
podían elegir el camino más corto, pero un poco de dificultad no había amilanado
jamás a un gnomo. Seguiría con el plan trazado.
Cuando el modelo quedó terminado, Kali lo almacenó en una habitación trasera
oculta, junto con la armadura de Señor del Dragón. Valiéndose de la piel de un zorro
de pelo largo, Kali fabricó una peluca adecuada y Organathoran trabajó en hacer la
réplica exacta de la apariencia de una humana viva aunque enferma.
Cuando el trabajo estuvo terminado, Kali pidió a sus colegas la fabricación de un
mausoleo de piedra y un sepulcro. Siguiendo la costumbre gnoma, el encargo costó
varios intentos fallidos y tuvo por resultado un edificio cuyo diseño habría vuelto
loco al mejor arquitecto humano; lo completaba una larga pasarela de lustrosa piedra
negra, cuyo arco finalizaba ante las puertas de treinta centímetros de grosor. El
sepulcro propiamente dicho estaba tallado en cristal.
El plan final de Kali era sencillo (considerando que era gnomo). El maniquí se
colocaría en la tumba y le dirían a Oster que el sepulcro de cristal mantendría a su
dama viva, aunque dormida, durante el resto de sus días, puesto que no había nada
que el sanador pudiera hacer para curarla. Oster sufriría, pero sería un dolor con
esperanza en el futuro, no la pena de perder al ser amado (al menos, en opinión de
Kali). Al mismo tiempo, la criatura maligna que quería acabar con él sería metida,
todavía inconsciente, en un carro tirado por bueyes, que emprendería la marcha
calzada adelante, sin conductor. Para cuando se despertara, se encontraría a
kilómetros de distancia del remoto asentamiento gnomo, habiendo perdido unos
cuantos meses de su vida, y sin que Kali tuviera que ser un asesino.
Éste era el plan, y las hojas acababan de adquirir sus tonalidades del otoño cuando

www.lectulandia.com - Página 143


todo estuvo preparado. Un día, Kali y Eton transportaron el maniquí terminado desde
su escondrijo, mientras Oster se encontraba en una misión encomendada por Archi.
Dejaron la figura tendida en la tumba y echaron los cerrojos. Debajo del cristal yacía
ahora una princesa bellísima, adecuada para cualquier historia humana. Sus labios
eran rojos y sus ojos, con un leve toque azulado en los párpados, jamás se abrirían.
Completar la tarea les llevó casi dos horas. Cuando regresaron a la casa, sufrieron
un sobresalto al descubrir que Oster los estaba esperando.
Oster, el Héroe Mecánico, llevaba puesta todavía su brillante armadura, con el
yelmo sujeto bajo el brazo, y paseaba de un lado a otro de la habitación. Recibió a los
dos gnomos con una amplia y cálida sonrisa.
Kali tosió y se lanzó a lo que esperaba iba a ser su última mentira:
—Oster, tengo que darte una terrible noticia. El estado de la doncella Aguileña ha
cambiado durante el tiempo que estuviste ausente. Ha empeorado tanto que fue
necesario meterla en un ataúd mágico, en un edificio de piedra que está en lo alto de
la colina. Lo siento, pero… —Enmudeció al mirar a Oster a los ojos, en los que había
una expresión desconcertada.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el hombre—. Todavía está ahí dentro. —
Señaló la puerta del cuarto y Kali, por primera vez, reparó en que habían dejado
abierto el armario secreto de esa habitación—. Tengo una noticia fantástica. Mientras
viajaba por el campo buscando los ingredientes, tuve la suerte de rescatar a un
clérigo, un verdadero clérigo, con dotes curativas para sanar a los enfermos. Lo traje
aquí, para que cure a Aguileña. No es que quiera menoscabar tus habilidades, Kali,
mi querido amigo, pero todas tus pociones no han servido de nada. Lleva ahí dentro
media hora, desde que…
Las palabras de Oster fueron cortadas con brusquedad. La puerta del dormitorio
saltó de sus goznes reforzados, de construcción gnoma, y a través de ella se precipitó
el mutilado cuerpo del clérigo. La Señora del Dragón, embutida en la armadura, entró
en la sala. Incluso con el rostro cubierto, Kali notó que la mujer sonreía. Una sonrisa
que habría podido asustar a un perro, dejar sin aire a un pájaro o matar a un gato.
Kali se descorazonó. El baile había empezado, y el gnomo comprendió por
primera vez que había construido su historia de ficción sin afianzarla con la más
mínima clavija de seguridad, inventando mentira sobre mentira hasta crear un edificio
de falsedades, una estructura que ahora se tambaleaba, azotada por el viento
inclemente de la verdad. Pensó en las historias humanas y deseó fervientemente un
arreglo fácil: un anciano sabio que apareciera en escena y ofreciera la solución a
todos los problemas.
Y con otro sobresalto comprendió que eso era, precisamente, lo que casi había
ocurrido. El hombre santo yacía en un charco de su propia sangre, pagando su error
de aparecer en el cuento equivocado.

www.lectulandia.com - Página 144


Pero, mientras la mente de Kali se paraba y aceleraba, yendo de una revelación a
otra como un niño asustado va de un cuarto a otro en una vieja casa, los humanos
reaccionaron de la manera que lo hacen todos los humanos. La Señora del Dragón se
echó a reír y, saltando hacia adelante, arremetió con una cuchillada dirigida al pecho
de Oster. El Héroe Mecánico alzó su propia arma y detuvo el golpe, al tiempo que
arrojaba su yelmo a la Señora del Dragón. Ella se agachó, pero el casco de bronce le
rozó la cabeza y la dejó un momento desorientada. El hombre aprovechó ese instante
para retroceder al interior de la sala e indicar a los gnomos que se apartaran.
Kali y Eton se escabulleron hasta la chimenea, que estaba embellecida con unas
cuantas de las nuevas reja-arado-badilas de Eton. Estos utensilios de chimenea tenían
un bonito recogedor de metal soldado a la base, lo que los hacía muy útiles para
limpiar ceniza a paladas, pero también eran prácticos para pequeñas tareas de
jardinería y muy apropiados para dar golpes. La pareja de gnomos bordeó el
perímetro de la batalla. Kali había oído contar que los kenders eran capaces de
fundirse con la propia piedra y moverse sin dejar siquiera una sombra. Deseó
desesperadamente tener esa habilidad.
La atención de Oster estaba prendida en la oscura figura que tenía ante sí. Kali
esperaba que la Señora del Dragón se mofara, se riera, rugiera y se comportara del
mismo modo que hacen todos los malos cuando se enfrentan a la virtud, pero la mujer
limitó su repertorio a unos gruñidos del tipo de engranaje medio. Se lanzó al ataque
con una andanada de golpes, arremetidas y fintas laterales. Oster los detuvo
fácilmente y la obligó a retroceder con un golpe sesgado, dirigido al tronco, y otro a
la cabeza. Lo que le faltaba de práctica, lo suplía con fuerza, y la Señora del Dragón
se tambaleó cuando una de las fuertes arremetidas de Oster la alcanzó en el brazo
izquierdo.
Lucharon durante un minuto, dos, una eternidad de tres. La Señora del Dragón no
había perdido de vista a los dos gnomos (escarmentada por la anterior experiencia) y
evitaba todos sus intentos de situarse a su espalda. Los dos combatientes no tardaron
en dar buena cuenta de la mayor parte de los muebles del salón de Kali, ya que todo
lo que era rompible parecía encontrarse inadvertidamente cerca del choque de las
espadas. La Señora del Dragón cargaba, y su acero se trababa con el de Oster. La
pareja se enzarzaba forcejeante en unos cuantos pasos de la mortal danza y después
uno u otro salía disparado hacia atrás, lo bastante lejos para reducir algún otro mueble
a astillas. Arremetida, choque de espadas, forcejeo, destrucción de una silla.
Arremetida, ahogue, forcejeos, escritorio. Arremetida, choque, forcejeo, colección de
cucharas.
El sudor empapaba el rostro de Oster, pero sus ojos ardían de cólera. El combate
se había alargado, y Kali comprendió que sus muertes se habían aplazado. Un capullo
de inspiración floreció en su cerebro, y de repente supo el motivo por el que la Señora

www.lectulandia.com - Página 145


del Dragón no había acabado con ellos en un santiamén. En tanto que Oster se había
estado entrenando como el héroe local de los gnomos, la Señora del Dragón había
pasado seis meses en un descanso obligado y, aunque era lo bastante fuerte como para
acabar con un par de gnomos o con un sorprendido clérigo que esperaba hallarse ante
una joven doncella indefensa, estaba teniendo más problemas con alguien entrenado
para combatir.
La duración de la pelea se estaba cobrando su precio en la mujer. La sangre le
manaba entre las charreteras de su brazo herido y creaba un tétrico dibujo en su
armadura. Incluso Kali advirtió que procuraba protegerse ese brazo, y Oster
aprovechaba la ventaja, obligándola a retroceder, paso a paso, hacia la puerta del
dormitorio.
Los ojos de Kali captaban la batalla, pero su mente barajaba las opciones, y todas
ellas eran malas. Al principio creyó que Oster perecería en el ataque, lo que era bueno
considerando que moriría sin descubrir que la doncella que amaba era su asesina,
pero malo teniendo en cuenta que dicha asesina tomaría venganza en toda la
comunidad. Ahora parecía que Oster saldría victorioso, lo que era igualmente
desastroso, pues, una vez que descubriera que el supuesto Señor del Dragón era su
Aguileña, sin duda moriría también con el corazón roto, ya que no por las costillas
rotas.
Kali se mordisqueó la barba, rebulló inquieto, alzó la badila y rebulló otra vez.
Eton parecía una estatua a su lado, dándole vueltas a sus propios pensamientos o
quizá preparándose para su viaje al más allá. La pareja de gnomos estaba extasiada
con la danza mortal que se desarrollaba frente a ellos.
Oster superaba ahora con facilidad los golpes de la Señora del Dragón,
reduciéndolos a débiles fintas para rechazar sus ataques. Los dos trabaron de nuevo
las espadas (Kali hizo una anotación mental de comprobar si quedaba algún mueble
intacto). Esta vez, cuando se separaron, la espada de la Señora del Dragón escapó de
la mano de su dueña y hundió la punta en la vitrina de la loza (con lo que rompió las
últimas teteras que quedaban enteras). Oster arremetió con un fuerte golpe lateral,
preciso y equilibrado, dirigido al cuello de su oponente. Kali dio un paso al frente.
—¡Oster, no lo hagas! ¡Es tu Aguileña! —quiso gritar, pero en ese momento se
produjo un enorme estallido en la base de su cráneo y se fue de bruces.
La habitación se oscureció y el suelo salió al encuentro del gnomo. Advirtió
vagamente que otras dos formas se desplomaban en el piso antes de hacerlo él; una
parecía un yelmo humano con cabeza, y la otra, un cuerpo humano sin cabeza ni
yelmo. Una parte de la mente de Kali hizo un breve paréntesis para calcular cuánto
tiempo tardarían un gnomo rechoncho, una cabeza cortada y un cuerpo descabezado
en caer todos al suelo al mismo tiempo. Después el negro vacío se cerró sobre él.
Kali despertó tumbado en su propia cama, contemplando el sombrío semblante de

www.lectulandia.com - Página 146


Oster y el preocupado de Eton. La expresión en la faz de su colega gnomo relataba
toda la historia, esa misma expresión de perro avergonzado que adopta un gnomo
cuando se siente culpable de que un invento no vaya del todo bien, combinada con la
leve sensación de orgullo porque se ha demostrado que su idea es factible. Todavía
sostenía en las manos su reciente creación de reja de arado y badila combinadas.
El rostro de Oster era humano y, por tanto, indescifrable. Estaba ceniciento.
Parecía el de un gnomo que comprende que su invento es irrealizable y que nada
puede cambiar ese hecho. Era una expresión de derrota, teñida con otra de
preocupación.
—Está muerta —dijo Kali con voz rota. No era una pregunta, en realidad, sino
una apostilla, una nota a pie de página.
—Ambos lo están —respondió Oster mientras posaba la mano en el hombro del
gnomo—. Y el clérigo también, me temo.
—¿Ambos? —El entrecejo de Kali se frunció.
—El Señor del Dragón y… y… —Oster sacudió la cabeza—. Eton me ha
mostrado la tumba que hicisteis para ella. Es preciosa. Casi parece que está viva. Le
indiqué al clérigo cuál era el dormitorio y entró en él. El Señor del Dragón estaba
esperando. Si no hubieseis llegado en ese momento, nos habría cogido de sorpresa a
los dos.
Kali miró fijamente a Eton, confiando en sacar a su colega gnomo una
explicación que, al menos, lo pusiera al corriente.
Eton eludió los ojos y en cambio agarró el dedo gordo del pie de Kali y se miró la
muñeca.
—Mmmm… aturdido por una «conclusión» lateral. Necesita descansar. ¿Te
importa, Oster?
El humano se levantó y salió del cuarto. La puerta del dormitorio había sido
reemplazada por una alfombra colgada burdamente y Kali pudo oír el ir y venir
atareado de Oster en la sala.
Eton se inclinó sobre él para comprobar el vendaje de la cabeza de Kali. El
pequeño sanador agarró por la barba a su cuidador, lo hizo aproximarse más, y siseó a
fin de que Oster no lo oyera:
—¿Cómo evitaste que se enterara?
—Reacción mental rápida y presencia de ánimo —susurró Eton—. Antes de que
tuviera oportunidad de examinar el cuerpo le dije que, si el Señor del Dragón estaba
aquí, también podía haber otros enemigos cerca. Oster salió a explorar y entretanto
me ocupé del cuerpo. Cuando regresó ya lo había colocado, sin quitarle la armadura,
sobre la pira.
—¿Y Aguileña?
—Está en su cripta. El Héroe Mecánico inventó su propia historia y lo hizo mejor

www.lectulandia.com - Página 147


que nosotros. Está destrozado, pero lo superará. Creo. Es difícil estar seguro con los
humanos.
—¿Por qué me golpeaste? —Kali miraba fijamente el peligroso utensilio que
Eton sostenía en la mano.
El otro gnomo suspiró.
—Porque habías creado algo que funcionaba y no quería que lo echaras a perder
—repuso.
A Kali le dolía la cabeza, quizá sólo por el golpe de la badila, pero no estaba
seguro. Frunció el entrecejo y permaneció en silencio. Y ya se sabe que el silencio es
conformidad entre los gnomos.
—Creaste un héroe, Kali —continuó Eton con voz queda, amable—. Oster llegó
como un prisionero, un mercader fracasado y un rebelde. Pero merced a todas las
mentiras que urdiste (la historia de Aguileña, los encargos para recoger plantas y
objetos inútiles) halló un propósito en su vida. Sabía que estabas decidido a contarle
la verdad y tenía que impedírtelo. Si se lo hubieses dicho, tal vez habría parado el
golpe y ella nos habría matado a todos.
—¡Pero ahora cree en una mentira! —gimió Kali, manteniendo aún un tono bajo.
—Por lo que sé de los humanos, eso es algo muy corriente entre ellos —
manifestó Eton mientras se encogía de hombros—. Son excelentes engañándose a sí
mismos. A veces la mentira es la unidad de un país, o la perfección de una causa. O el
amor de una buena mujer…
—… que en realidad no existe —rezongó Kali.
—Exactamente. —Eton asintió con un cabeceo—. Puede que incluso así sea
preferible. Menos molestias y preocupaciones. Tal vez cree una para mí mismo…
Kali gruñó suavemente y se quedó dormido. Pasados unos días empezó a ver las
cosas como las veía Eton. Y Oster se sobrepuso con el tiempo y llegó a sanarse la
herida abierta en su corazón por la muerte de Aguileña a manos del Señor del
Dragón. Y cada vez se hizo menos importante para Kali contarle la verdad a Oster.
Aun así, se prometió a sí mismo no volver a decir más mentiras. Al menos, mentiras
que fueran peligrosas.
Y así ha sido desde entonces hasta hoy. Todavía existe un pueblo gnomo tan
remoto que otros gnomos se refieren a él cuando hablan de comunidades lejanas; es
un lugar ruidoso por el golpeteo de martillos y alguna que otra explosión. Y tiene
como protector un campeón vestido con armadura de bronce, un humano con atavío
mecánico. Y su sanador es un gnomo que tiene un aire de satisfacción porque hizo
algo que funciona, aunque, si se le insiste, no revelará la naturaleza de su
descubrimiento.
Si alguna vez os encontráis con este Héroe Mecánico, podéis preguntarle acerca
de la historia y él os contará, tan bien como es capaz de hacerlo con su lenguaje

www.lectulandia.com - Página 148


humano y su estilo directo, el relato de su heroísmo en contra de su voluntad, de
descubrir que se confía en él para proteger un grupo de pequeños y absurdos gnomos.
Os hablará de su encuentro con una belleza sumida en el sueño, una dulce doncella
que jamás habló con él y que, sin embargo, le robó el corazón. Y os hablará de la
maligna criatura que la mató y amenazó a sus recientes amigos, de manera que le
pidieron que los salvara. Y hablará de sacrificios hechos, de solemnes juramentos
prestados, de horribles batallas sostenidas y de cómo la justicia y el valor prevalecen
al final, aunque a costa de un alto precio.
Pero ésa, por supuesto, es una historia humana y, como tal, no nos tomaremos la
molestia de ocuparnos de ella.

www.lectulandia.com - Página 149


El lobo de la noche

Nancy Varian Berberick

El pueblo de Dimmin se alzaba al abrigo de las montañas Kharolis, enclavado entre el


reino elfo Qualinesti y el de Thorbardin, de los enanos. A las afueras de ese pequeño
pueblo detrás del recodo del arroyo donde los sauces colgaban sobre el agua en
ambas orillas, había una casita de piedra. Era la casa de Thorne, el mago, que había
vivido allí hacía veinte años. Su aspecto físico era el de un hombre en la plenitud de
la vida; el mismo que había tenido durante esos veinte últimos años, sin que le saliera
una cana. En consecuencia, la gente suponía que tenía algún antepasado elfo.
Los magos no gozaban de buena reputación en aquellos días, justo después del
Cataclismo, pero los aldeanos apreciaban a Thorne. Desde el alcalde a la última moza
de la vaquería lo conocían como «nuestro mago». Incluso Guarinn Golpe de Martillo,
el enano que se ocupaba de la herrería, no podía ocultar el apego que sentía, aunque a
regañadientes, por Thorne, y eso hablaba por sí solo. Hasta la llegada del mago,
únicamente había una persona que podía llamarse amigo de Guarinn: Tam, el
alfarero. Aparte de él, Guarinn no había intimado con nadie y se lo consideraba un
tipo hosco en el que apenas había cabida para la cordialidad y el afecto. Aun así,
cuando Thorne llegó, Guarinn hizo un hueco para otro amigo en su desabrido
corazón. Un enano de vida larga y un mago de vida larga… Los aldeanos decían entre
bromas que Guarinn debía de haber pensado que Thorne estaría en este mundo
bastante tiempo, de manera que tal vez acabaría acostumbrándose a él.
La gente de Dimmin no sabía ni la mitad de lo que había que saber acerca de
Guarinn, Tam y Thorne, aunque consideró natural que Roulant Alfarero, que había
crecido pegado a los talones de Tam y sus amigos, ocupara el puesto de su padre a la
muerte del alfarero… y desarrollara la misma buena amistad con Guarinn y Thorne.
Probablemente, predijeron, cuando el joven Roulant se casara con Ula, la chica
del molinero, tendrían un hijo que heredaría los amigos de su abuelo. Nadie pensaba
que sería una mala herencia, mago incluido. La gente se había acostumbrado a
Guarinn, el herrero. Y Thorne era útil del modo que lo son los magos, ya que podía
hacer que un niño intranquilo durmiera o que brotara agua otra vez de un pozo seco, y
siempre se mostraba dispuesto a hacer un buen uso de sus misteriosas habilidades.
Nadie culpaba a Thorne de que fuera incapaz de hacer algo respecto a la Noche
del Lobo.
Cualquier habitante de Dimmin que tuviera ojos en la cara podía ver que aquello

www.lectulandia.com - Página 150


era motivo de gran frustración y pesadumbre para su mago, pues no podía ofrecerles
protección contra el lobo que aterrorizaba la campiña una noche al año. Durante
treinta años había evitado trampas y cazadores, y ello era suficiente para que la gente
comprendiese que no se trataba de un lobo corriente. ¿Qué bestia normal viviría
durante tanto tiempo?
Aun así, Thorne era incapaz de ofrecer una solución mejor que aconsejar a todos
que se quedaran encerrados en sus casas, de manera que, para no poner en peligro sus
vidas, jamás se aventuraban fuera de sus hogares cuando las dos lunas se alzaban
llenas en la primera noche de otoño. Y así, en este día cada año, por todo Dimmin los
niños pequeños se recogían temprano en las cabañas y las puertas se cerraban a cal y
canto. Y si la cama de un chiquillo estaba cerca de una ventana, esa noche el pequeño
dormía en el sobrado, con sus padres.
Más a menudo una oveja extraviada o un perro vagabundo, y a veces un
desafortunado viajero al que la noche sorprendía en el bosque, satisfacían el hambre
de la gran bestia. Pero, hacía sólo tres años, en la Noche del Lobo, cuando las lunas
se ponían, un granjero, que vivía a unas horas de camino de Dimmin, se había
despertado con el llanto de su hijo. Por rápido que corrió junto al catre del pequeño,
sólo encontró la cama vacía y las anchas y profundas huellas de un lobo grande bajo
la ventana. A partir de entonces, nadie puso en tela de juicio el consejo de Thorne de
encerrarse en casa en la Noche.
Debía de ser una maldición, murmuraban mientras echaban trancas y cerrojos.
¿Qué otra cosa podía ser si no?
Y eso era, exactamente. Thorne había sabido desde el principio cómo poner fin a
la maldición y nadie deseaba que llegara ese final más que él.

El primer día de otoño, Thorne estaba sentado frente a la lumbre cubierta del
hogar excavado en el suelo. En el exterior de la casa de piedra un viento frío ululaba
en los aleros, pero el mago no lo escuchaba. Con los ojos muy abiertos, soñaba como
si estuviese profundamente dormido. En sus sueños las dos lunas, la roja y la
plateada, ocupaban el cielo y derramaban su luz sobre los irregulares salientes de
unas paredes ruinosas, en tanto que un aullido hambriento y frío se alzaba en el cielo
nocturno. En sus sueños, Thorne clamaba piedad, pero no la obtenía.
Pasó sentado así toda la mañana y siguió sin moverse durante toda la tarde.
Cuando la luz adquirió los profundos matices del final del día, escuchó su nombre
pronunciado en un susurro apremiante y salió de su estado de ensoñación poco a
poco, como un hombre que emerge de la oscuridad de unas aguas profundas. Guarinn
Golpe de Martillo se hallaba a su lado, esperando. El semblante del enano estaba
blanco, macilento; sus oscuros ojos con motitas azules se hundían en profundas ojeras
marcadas por el cansancio. Thorne no había movido un músculo a lo largo del día,

www.lectulandia.com - Página 151


pero sabía que Guarinn había permanecido de guardia a su lado, sin alejarse un paso.
—Es la hora, amigo —musitó el mago.
Guarinn asintió en silencio. Mantuvo el mutismo mientras él y el mago se cubrían
con cálidas capas de lana gruesa y se calzaban botas de escalar; continuó callado
mientras se echaba al hombro un rollo de cuerda recia y metía en el cinturón un hacha
arrojadiza, de mango corto.
Cruzaron el arroyo por el viejo puente de transeúntes y penetraron en la oscura
floresta. En la cima del primer cerro, Thorne hizo un alto para echar desde allí un
vistazo a Dimmin mientras las luces empezaban a encenderse tras las ventanas de las
cabañas; pequeños resplandores dorados para consolarse de la inminente llegada de la
noche. Contempló la última cabaña, la que estaba sola al extremo del pueblo, donde
la calle se convertía en un angosto sendero que descendía sinuoso hacia el horno de la
alfarería, en la orilla del arroyo. Cuando se encendió la luz, el mago supo que Roulant
estaba cogiendo su arco y su aljaba, preparándose para partir.
—Y así llega la Noche —susurró Thorne—. E intentaremos de nuevo matar al
lobo, acabar con la maldición.
Sus palabras cayeron en un pesado silencio. Guarinn dio la espalda a las luces de
Dimmin y empezó a trepar la alta colina del bosque, el lugar pelado donde se alzaban
las ruinas. Thorne fue en pos de él, respetando el silencio del enano.
Su amistad era más antigua de lo que imaginaba la gente de Dimmin. Guarinn
sabía que hubo un tiempo en que al mago se lo llamaba Thorne el Transfigurador. Y
sabía que Thorne el Transfigurador era el lobo. Junto con Tam Alfarero, Guarinn
había estado presente veinte años atrás, cuando Thorne intentó cortarse las muñecas
con una afilada daga en un ciego intento de poner fin a la maldición matándose.
—No hay otra esperanza que esta hoja de acero —había gritado Thorne aquel día,
asqueado por el sabor de lo que había matado el lobo—. Me transformaré cada año a
menos que uno de vosotros acabe con el lobo, y ninguno de los dos habéis sido
capaces de hacerlo.
Sus palabras no guardaban reproche alguno, pues sabía por qué sus amigos
habían fracasado cada año. Aquello, también, era parte de la maldición. Pero ellos
mismos se lo reprochaban, y Thorne también lo sabía.
No encontró esperanza en ninguna parte, ni siquiera entre los sabios de la Torre
de Wayreth. Huyó allí, después de que se pronunció la maldición, pero era expulsado
de aquel refugio por la oscura magia de la propia maldición, impelido a regresar a las
destrozadas ruinas de las montañas cuando salían las lunas llenas de otoño. Pasó diez
años escondido en la Torre de la Alta Hechicería. Los esfuerzos de los magos más
diestros de Wayreth no habían conseguido aplacar aquel apremio. Los más sabios
aconsejaron con tristeza a Thorne que aceptara que sólo había un modo de terminar
con la maldición. El lobo debía morir y sólo Guarinn o Tam Alfarero podían matarlo.

www.lectulandia.com - Página 152


Así lo dictaba la maldición. Pero le habían fallado.
Fue veinte años atrás cuando Thorne decidió que tal vez existía otro modo de
acabar con la maldición y, así, con cuidadosa precisión, puso el reluciente filo de la
daga sobre las azules venas de su muñeca. Al final, ya fuera por influencia de la
maldición o por un deseo innato de supervivencia, que era más fuerte de lo que había
imaginado, fue incapaz de hundir la daga en su muñeca.
Guarinn había sollozado de alegría y pesar a partes iguales ante la incapacidad de
su amigo para acabar con su vida. Y Tam Alfarero, tomando con suavidad la daga de
la mano del mago, manifestó:
—Thorne, regresa y vive en Dimmin con Guarinn y conmigo. Hallaremos el
modo de matar al lobo. Seguiremos intentándolo.
En el verano que murió Tam, Roulant Alfarero descubrió que había heredado la
participación de su padre en una maldición que era más vieja que él. Thorne le dijo a
Roulant lo que su padre había creído y que Guarinn todavía creía: que, cuando
muriese el lobo, acabaría la maldición.
—¿Qué te ocurrirá a ti? —preguntó el joven Roulant.
—No sufriré daño —había contestado el mago—. Seré libre.
En parte era verdad y en parte no. Thorne nunca reveló a sus amigos todo lo que
había descubierto mientras estuvo en Wayreth.

Envuelta en las sombras, oculta bajo un afloramiento rocoso al borde del bosque,
Ula se rodeó con los brazos las piernas dobladas, abrazándose a sí misma para apagar
el alocado latido de su corazón. Estaba a cielo descubierto después de la puesta del
sol en la Noche del Lobo. Ula llevaba viviendo en Dimmin sólo cinco años, cuando
había ido a vivir con una prima de su madre, la esposa del molinero, después de que
sus padres muriesen. Tenía entonces trece años y enseguida se enteró de que nadie del
pueblo se aventuraba fuera de casa la primera noche de otoño.
Es decir, nadie salvo —últimamente— Roulant Alfarero. No tardaría en entrar
sigiloso al bosque. Ula lo había visto hacerlo la Noche de los dos últimos años y en
su mente ni siquiera surgió la menor duda de que guardaría fielmente el secreto de
Roulant. Lo amaba desde que lo conoció y él, por su parte, no había estado remiso a
la hora de demostrarle que sentía lo mismo por ella. Pronto se casarían. Tal vez.
Y tal vez no. El silencio de Ula acerca de la salida de Roulant en la Noche, se
extendía al propio Roulant, pues no sabía cómo hacerle la pregunta sin que sonara a
acusación: ¿Qué sabes de la Noche del Lobo que ni siquiera sabe nuestro mago?
Y, así, el secreto arrojaba una sombra entre ellos. Día a día, un poco cada vez, la
sombra, como por arte de una magia maliciosa, los iba convirtiendo en extraños que
se sentían incómodos cuando estaban juntos.
A medida que la oscuridad crecía bajo el fino dosel de la floresta, el viento

www.lectulandia.com - Página 153


arrastraba remolinos de hojas secas. En el cielo luminoso, una impaciente y solitaria
estrella apuntó. Una forma oscura apareció en lo alto de la colina: un hombre joven
de hombros anchos y larga zancada. Roulant se detuvo en la cima, y su silueta se
recortó contra el cielo, con la última luz del ocaso brillando en su cabello castaño
claro. Quieto como una estatua de piedra, permaneció allí, entre el pueblo y la
espesura, durante mucho tiempo antes de desaparecer bajo los árboles, con el
crepúsculo.
El viento gimió entre las rocas, y Ula se estremeció mientras acariciaba la
empuñadura de la daga que llevaba al cinto. Estaba asustada; de la Noche y de lo que
podía descubrir y también de lo que podía perder. Pero hizo acopio de coraje.
Seguiría a Roulant esta noche y no se volvería atrás. Tenía que saber cuál era su papel
en esta noche anual de terror.

Suave en el frío aire, Roulant escuchó un susurro, el seco crujido de arbustos a su


espalda. Se volvió rápido y atisbó un destello rojo entre la enmarañada maleza de la
ladera, un poco más abajo: algún zorro o raposa siguiendo el rastro de una presa. El
joven continuó escalando. Tenía que llegar a las ruinas antes de que salieran las lunas.
Las desmoronadas paredes de piedra en lo alto de la pelada colina del bosque
habían sido su punto de destino cada una de las dos últimas Noches, y lo habían sido
de su padre cada año desde que Roulant tenía memoria. Cuando era un niño, tras la
muerte de su madre, Roulant solía pensar que sabía la razón de que su padre saliera al
bosque en la Noche del Lobo. Creía que Tam era un valiente campeón con la misión
secreta de salvar a la gente de Dimmin. Roulant jamás le dijo a nadie lo que creía, ni
tampoco se lo mencionó a su padre. Un secreto es un secreto, y Tam no tenía por qué
soportar la carga de saber que había sido descubierto.
El año en que el lobo mató al hijo del granjero fue el último en que Tam subió a
las ruinas. Al verano siguiente, murió. Roulant tenía diecisiete años y fue entonces
cuando supo que Thorne era el lobo.
Fue un duro descubrimiento. Roulant conocía a Thorne desde la infancia y sentía
por él ese mágico temor reverencial y adoración que se profesa a un héroe. Incluso
saber que el mago se convertía en lobo una vez al año no logró romper su vínculo.
Desde entonces, enredado en la telaraña de una vieja maldición, Roulant había salido
al bosque en la Noche para acompañar a Guarinn Golpe de Martillo, comprometido
por el juramento hecho a Thorne de que matarían al lobo y así liberarían a su amigo
de la maldición.
Llegado el momento, sin embargo, era una promesa difícil de cumplir, pues los
lobos eran duros de cazar y matar. Pero Roulant, en su entusiasmo juvenil, nunca
había pensado seriamente que fuera imposible. Era un buen cazador. Su padre le
había enseñado a ser un tirador impecable con arco y flecha. Guarinn lo instruyó en el

www.lectulandia.com - Página 154


rastreo, haciendo amenas las lecciones durante las amistosas correrías por los
bosques. Del mismo modo que había permanecido fiel a Tam, Guarinn lo fue también
con Roulant. Y, al igual que el viejo alfarero había sido incapaz de cumplir su
promesa, su hijo, hasta ahora, tampoco lo había hecho.
Había razones para ello y eran esa clase de razones que Roulant no osaba
plantearse siquiera aquí, a solas en el oscuro bosque.
El viento soplaba con un quedo murmullo, arrastrando las hojas secas. La noche
se cerraba por doquier, oscura y susurrante. Roulant se detuvo para recobrar el aliento
antes de empezar a remontar el último tramo del sendero pedregoso, una vereda
apenas perceptible que lo conduciría hasta las ruinas. Al observar la tenue nubécula
de su aliento en el aire helado, pensó que el pálido vaho era igual que la promesa
hecha a Thorne: fácil de que se la llevara el viento.
Roulant sabía que si fracasaba otra vez esta noche se vería obligado a romper otra
clase de promesa, una que no tenía nada que ver con lobos y maldiciones. Si no
mataba al lobo esta noche, por la mañana iría a ver a Ula y le diría que no podía
casarse con ella. Lo haría, a pesar de que a ambos se les partiera el corazón.
Su Ula, una muchacha bonita y cariñosa, con sus anhelantes ojos verdes y su
cabello rubio rojizo… Roulant no era poeta, pero últimamente, por las noches, le
gustaba sentarse frente al fuego de la chimenea y pensar que las doradas llamas, tan
hermosas y generosas con su calor, le recordaban a Ula. Toda felicidad y alegría que
alcanzaran el día de su boda, quedarían empañadas rápidamente por su terrible
compromiso de subir a las ruinas año tras año, intentando, como lo había intentado su
padre, poner fin a la Noche del Lobo. ¿Cómo podía Roulant regresar con Ula cada
año con las manos manchadas de sangre tan ciertamente como lo estaban las de
Thorne?
Y sin embargo… ¿cómo iba a soportar la perspectiva de una vida sin ella?
El joven remontó el último tramo de escalada y pronto dejó atrás la oscura
densidad del bosque para ver a Thorne y Guarinn aguardándolo en el claro, bajo la
pálida luz. Las lunas empezaban a salir, meras sugerencias de luz por encima de la
montaña. Muy pronto derramarían sus rayos rojos y plateados sobre la pelada colina
coronada por las desmoronadas paredes brillantes de escarcha. Roulant dejó la
floresta, intentando rechazar la lúgubre sensación de que los sucesos de esta Noche
estaban predestinados. Desde la oscuridad del lindero del bosque, Ula lo vio reunirse
con sus amigos. Una vez que Roulant, Thorne y Guarinn treparon hasta las ruinas en
la cima de la colina, Ula avanzo cautelosa alrededor de la base y, tras subir la cuesta
tan silenciosa como una sombra, entró en el claro por el extremo opuesto y se
escondió en el pequeño refugio de vigas carbonizadas y piedras amontonadas que en
el pasado había sido una cámara nupcial.

www.lectulandia.com - Página 155


Thorne se encontraba de pie en el centro de las ruinas, rodeado por piedras
desmoronadas, de espaldas a las lunas salientes. Alzó la cabeza y olisqueó el aire.
Guarinn hizo un lazo corredizo en una punta de la cuerda que llevaba. Roulant colocó
la cuerda del arco y situó tres flechas sobre la parte plana de una roca, al alcance de la
mano.
—Es la hora, amigo mío —dijo el enano, cuyas manos, cubiertas con cicatrices de
quemaduras de la forja, temblaron un poco a pesar de que agarraba la cuerda con
firmeza.
Ya habían intentado atar a Thorne con anterioridad, hacía cinco años. Fue cuando
todavía era Tam, no Roulant, quien aprestaba arco y flechas. Guarinn pensó que tal
vez fuera diferente esta vez, con unos ojos jóvenes, unas manos más firmes que
hicieran un disparo preciso en el momento de la transformación. Thorne cerró los
párpados para no ver la imagen de la cuerda que lo sujetaría, de Roulant preparando
el proyectil largo con la punta de acero, e hizo un gesto de asentimiento a Guarinn.
—Hazlo, y date prisa.
Cuando el lazo pasó sobre su cabeza y se asentó en su cuello, Thorne se oyó a sí
mismo jadear roncamente, como un animal angustiado que busca de manera
automática liberarse. La cuerda apestaba a cáñamo, alquitrán y el siniestro olor a
humo, el fantasma del fuego. En cuestión de segundos, como la recaída de una
enfermedad mal curada, sintió que se perdían sus vínculos de humanidad: compasión
reemplazada por hambre, un imperativo que no conocía piedad. La razón y el talento
dieron paso velozmente al instinto, que existía sólo para servir a la necesidad de
supervivencia. Ahora sus sentidos estaban saturados con la compleja y rica variedad
de olores que únicamente los animales conocen. Y esos olores le despertaban el
hambre.
El hombre sabía que el miedo que olfateaba en Guarinn estaba justificado, y con
razón. El lobo sólo olería el miedo y sabría instintivamente que ésta era una víctima
con la que saciar su apetito. Thorne deseó que Guarinn se diera prisa, pues muy
pronto Thorne el Transfigurador, conocido en el pasado por su maestría en la
disciplina más difícil de las artes mágicas, el cambio de forma, sería incapaz de
detener el proceso de mutación.

Agazapada en su frío y oscuro refugio, Ula contemplaba con creciente alarma y


desconcierto cómo Guarinn colocaba el nudo corredizo en torno al cuello de Thorne.
Igual que la mayoría de la gente de Dimmin, se sentía como una intrusa en presencia
del enano, cuyos silencios taciturnos la convertían en una extraña a quien hay que
mantener apartada por recelo. Pero sabía que Roulant amaba a Guarinn tanto como
amaba a Thorne y como había amado a su propio padre. Aunque la joven había oído
al mago instarlo a que lo atara y veía que Roulant permanecía a su lado inmóvil y

www.lectulandia.com - Página 156


callado, Ula observó al enano con los ojos entrecerrados.
Cada nudo que hacía era prieto, y mientras trabajaba, el semblante de Guarinn era
como un paisaje severo y desolado, barrido por la pena, despojado de todo salvo una
remota esperanza. No obstante, hacía su tarea con esmero y, si hubiese sido cualquier
otro, Ula habría dicho que incluso con ternura. Ponía mucho cuidado en no hacer
daño y desde su puesto de observación, sin encontrar motivo a lo que estaba
presenciando, Ula tragó saliva para quitarse el nudo que se le había hecho en la
garganta y contener las lágrimas. Lágrimas por Thorne, atado; por Roulant, que
estaba tan inmóvil como el mago, contemplándolo. Y por Guarinn Golpe de Martillo
quien, de los tres, parecía ser el único que se odiaba por lo que estaba haciendo.
Y la joven se preguntó qué era lo que se estaba haciendo y por qué.
Ula oyó el aleteo de un búho en el bosque y al instante el apagado grito
moribundo de una pequeña criatura atrapada entre las garras afiladas como cuchillos.
Se levantó el aire frío, como un quedo lamento que se deslizó en la noche. Un
misterioso sonido, una doliente súplica.
Tiritando, dominada por un terror frío, vio a Roulant coger una flecha y encajarla
en el arco con la actitud del hombre dispuesto a disparar a un blanco y acertar en el
centro de la diana. Guarinn se apartó a un lado y la luz lunar se reflejó en el afilado
borde del hacha que sostenía en la mano.
El mago, solo, llevando la luz de las lunas como una brillante capa roja y
plateada, cayó de rodillas. Guarinn se alejó otro par de pasos, teniendo cuidado en no
ponerse entre el mago y la pared. Roulant seguía parado en el mismo sitio y, tras
comprobar la posición del enano, no apartó los ojos un instante de Thorne.
La noche empezó a vibrar en torno al mago, como reverbera el aire por encima de
una lumbre cubierta. Ula, que había permanecido quieta como una estatua, hizo
entonces un ruido, un roce de tacón de bota sobre piedra, al aproximarse a la abertura
de su pequeño refugio para ver mejor.
A pesar de lo débil del sonido, fue escuchado.
Thorne levantó la cabeza con brusquedad y miró directamente hacia ella.
Un miedo frío erizó la piel de Ula y le atenazó dolorosamente las entrañas. Quería
alargar la mano hacia su daga, pero sólo era capaz de permanecer agazapada e
inmóvil, atrapada y paralizada por los ojos de Thorne: los ojos de un animal
acechando más allá del círculo luminoso de una hoguera de campamento. «Y su
forma —pensó—, su forma está mal de algún modo. Algo en su rostro, en la longitud
de sus brazos. Claro que, sin duda, será un truco de la luz de las lunas y el aire
reverberante». Lo cierto es que, agazapado allí, no se sostenía como un hombre, sobre
sus rodillas, sino sobre las palmas de las manos y las plantas de los pies, como lo
haría un animal.
Ula se llevó las manos a la boca para sofocar un grito de horror y piedad cuando

www.lectulandia.com - Página 157


vio a Thorne mirar a otro lado y volcar toda su atención en morder febril la cuerda
que lo ataba.
La soga ya no era muy efectiva para inmovilizarlo pues su forma estaba
cambiando con rapidez y las ataduras resbalaban flojas en lo que antes era la muñeca
o el tobillo de un hombre y que ahora eran las articulaciones más estrechas de un
animal, un lobo de ancho pecho, cuyo pelaje gris relucía plateado a la luz de las
lunas, que también brillaba en los goteantes colmillos.
—¡Ahora, Roulant! ¡Hazlo! —gritó Guarinn.
En un gesto instintivo, Ula retrocedió veloz contra la desmoronada pared que
había a sus espaldas y dio un respingo cuando la grava rodó colina abajo con un
golpeteo de piedras que sonó de manera estruendosa en la quietud de la noche.
El ruido no distrajo a Guarinn, cuya hacha alcanzó el hombro del lobo con un tajo
profundo, pero sin alojarse en músculo o hueso. Por el contrario, Roulant vaciló y,
aunque sólo fue una fracción de segundo, cuando el lobo saltó sobre él ya estaba
fuera del alcance de la flecha. Rugiendo, el animal lo golpeó con fuerza y lo derribó
al pedregoso suelo, donde lo inmovilizó con su peso.
Y entonces Ula salió de su escondrijo como una exhalación y cruzó las ruinas a
todo correr, con la daga enarbolada, sin saber muy bien qué pretendía hacer.
Se le echaban encima, la joven hembra y el macho más pequeño, con dagas que
se hundirían más profundamente de lo que podían hacer sus colmillos. El lobo, que
no sabía lo que era cólera o venganza ni cualquier otro propósito que no fuera
sobrevivir, se levantó de un salto del que yacía despatarrado e indefenso bajo él y
renunció al tentador efluvio de carne y sangre en favor de una inmediata
supervivencia.
Impulsado por el dolor, el lobo ganó su libertad al precio de otro salto sobre la
pared desmoronada, que le laceró el vientre. Dejó un rastro de sangre en las piedras
de la ladera, a todo lo largo del sendero que se internaba en el bosque, y se llevó
arrastrando el lazo de cuerda anudado a su cuello.

Guarinn había hecho una brillante hoguera en el centro de las ruinas, pero
Roulant no creía que le estuviera sirviendo de mucho a Ula para hacerla entrar en
calor ni confortarla. Tampoco parecía que sirviera de mucho que Roulant la tuviera
rodeada con sus brazos, y el joven se preguntó si los sollozos de la muchacha
cesarían alguna vez. En alguna parte, hacia el norte, sonó el aullido del lobo; fue un
lamento solitario y prolongado. Ula se estremeció, y Roulant la apretó más contra sí.
—Ula —empezó, dejando a un lado el recuerdo de su fracaso—, ¿por qué me
seguiste hasta aquí?
Ella se sentó un poco más derecha, con los puños apretados sobre las rodillas y
los ojos todavía húmedos pero sin derramar nuevas lágrimas.

www.lectulandia.com - Página 158


—Sé desde hace dos años que sales al bosque en la Noche. Y me di cuenta de
que…
Se interrumpió y miró a Guarinn, que estaba en cuclillas junto al fuego. El enano
se giró un poco, aparentando desinterés por lo que tuvieran que discutir entre ellos.
Roulant, que lo conocía, comprendió que les estaba ofreciendo un poco de intimidad.
—¿Te diste cuenta de qué? —preguntó el joven suavemente.
—De que algo se interponía entre nosotros. Algo…, un secreto. Roulant, estaba
asustada y tenía que saber por qué ibas al bosque en la Noche, cuando nadie salía de
sus casas…
—Alguien más lo hacía —la corrigió Guarinn—. Thorne y yo. Y ahora que estás
aquí supongo que te crees con el derecho de conocer el secreto en el que has metido
las narices, ¿no?
Ula se encrespó y Roulant sacudió la cabeza.
—Guarinn, está aquí y eso le da derecho a saber qué significa lo que ha visto.
—No en lo que a mí concierne.
—Tal vez —admitió el joven—. Pero sí tiene derecho en lo que me concierne a
mí y yo debería haberlo respetado mucho antes.
Guarinn los contempló a ambos mientras juzgaba en silencio.
—De acuerdo, entonces —dijo por último—. Escucha con atención, Ula, porque
voy a darte la respuesta que has venido a buscar.
»Estas ruinas que ves a tu alrededor fueron antes la casa de Thorne. Un sitio
tranquilo y sosegado. Pero eso se acabó. Ahora no es más que una pila de escombros,
un montón de piedras para marcar el lugar donde se decidieron tres sinos en esta
misma noche, hace treinta años. Tres sinos entrelazados entre sí para formar un único
destino.
El viento sopló, agitando el humo y las llamas de la pequeña hoguera. Roulant
rodeó de nuevo en sus brazos a Ula y la estrechó contra sí para darle calor.
—Muchacha —continuó el enano—, el lugar que elegiste para esconderte esta
noche era antaño una cámara nupcial. Jamás presenció la dicha para la que fue
preparada…
»Thorne pidió sólo a dos invitados que vinieran de testigos y celebraran su
enlace. Uno era yo, y me sentía complacido de estar a su lado cuando pronunciara los
votos matrimoniales. El otro era Tam Alfarero, y su alegría era por partida doble, ya
que uno de los contrayentes, Thorne, era su amigo, y el otro, la novia, era su prima.
La joven procedía del lejano sur y creo que a sus parientes más próximos no les
gustaba la idea de que se casara con un mago. Pero Tam estaba muy satisfecho, de
manera que actuó como el familiar que entrega la mano de la novia.
»Se llamaba Mariel y era bonita, pero no una belleza excepcional. Sin embargo,
aquella noche estaba tan radiante que hacía palidecer de envidia a las estrellas, pues

www.lectulandia.com - Página 159


es lo que ocurre con las muchachas cuando van a tener pronto lo que quieren y
necesitan. Ella necesitaba a Thorne el Transfigurador y renunció a su familia para
tenerlo a él. Y no era menos lo que Thorne la necesitaba a ella.
»Era la primera noche de otoño, y las relucientes estrellas brillaban sobre nosotros
cuando salimos de la cabaña. Las viejas leyendas afirman que pronunciar los votos
matrimoniales bajo los rayos entrelazados de la luna roja y la luna plateada fortalece
la unión con amor y confianza. Quizás esas leyendas habrían quedado demostradas
esa noche. Quizá. Jamás lo supimos, pues otra persona se presentó en la boda…,
alguien que no había sido invitado y cuya presencia no era bien recibida, y la primera
noticia que tuvimos de su llegada fue cuando apareció en medio de nosotros, oscuro y
frío como la muerte.
»El asistente no invitado era un hechicero Túnica Negra que tenía un pedazo de
hielo por corazón… Has de saber que ésta no es una historia de rivalidad entre
pretendientes, en la que uno de ellos aparece en el último momento para raptar a la
doncella que ama. Ésta es una historia de dos hombres jóvenes, uno de los cuales
estaba tan corroído por la envidia que, por odio, tenía que estropear cualquier cosa
que poseyera su rival en poder.
»Me referiré a él como el Destructor, pues no pronunciaré jamás su nombre. Que
caiga en el olvido para siempre. Así es como los enanos castigan a los asesinos, y no
conozco otro método mejor.
»Ese oscuro mago puso las manos en la muchacha, de un modo en que ningún
hombre debería tocar a la esposa de otro. Luego, por medios mágicos, la hizo
desaparecer antes de que cualquiera de nosotros pudiera hacer nada para impedirlo.
Pero no se la llevó lejos, pues en su odio y arrogancia la trasladó al interior de la
cabaña. Un instante después de verla desaparecer, la oímos gritar de terror y rabia. A
pesar de encontrarse tan cerca, el malvado hechicero nos impidió acudir en su auxilio
hasta que fue demasiado tarde. La barrera mágica se desvaneció. Thorne la encontró
enseguida en la cámara nupcial y descubrió que el hechicero la había violado… y
algo peor.
»Mariel yacía en el suelo, inmóvil y yerta, como una frágil y bonita muñeca
arrojada a un lado, rota. El gran amor de Thorne había sido destrozado por el rencor
del Destructor.
»Al verla muerta, Thorne el Transfigurador demostró al Destructor cómo se había
ganado ese nombre.
»Has visto al lobo, así que sabes lo que vio el Destructor instantes antes de morir.
Pero jamás has escuchado un alarido como el que oí esa noche; nunca has oído una
súplica tan lastimera, ni a nadie gritar pidiendo clemencia como lo hizo el Destructor
mientras lo desgarraban los colmillos del enorme lobo gris.
»Tam Alfarero y yo pudimos haber intentado detener a Thorne, pero no lo

www.lectulandia.com - Página 160


hicimos. Nos quedamos allí parados, contemplando cómo el lobo descargaba toda la
fuerza de su violencia sobre su presa. Debimos haber sido clementes.

A despecho de las altas llamas de la hoguera, Ula estaba tiritando y sus manos se
cerraban crispadas entre las de Roulant.
—Tam murió deseando haber actuado con clemencia —musitó Guarinn—. Y yo
estoy ahora aquí deseando lo mismo, pues el Destructor murió con una maldición en
los labios. Fue una muy dura, como lo suelen ser la de los magos agonizantes, y nos
marcó a todos con el sino de cazador y presa.
Rígida y fría de permanecer sentada, Ula se puso de pie; no respondió cuando
Roulant la llamó. Necesitaba estar a solas para asimilar lo que había oído. La noche
era límpida y brillante, tan hermosa como debía de haberlo sido en esa misma fecha
treinta años antes. Mientras caminaba, la joven se fijó en la forma de las ruinas y vio
que era muy semejante a la casita de piedra cercana al recodo del arroyo, en Dimmin.
Únicamente le faltaba una habitación para ser exactamente igual. En la casa de
Dimmin, Thorne tenía sólo un austero dormitorio en el sobrado, bajo los aleros.
Ula permaneció parada largo rato frente a la oscura boca del refugio de vigas
carbonizadas y paredes desmoronadas donde se había escondido a primera hora de la
noche; era todo cuanto quedaba de la profanada cámara nupcial. Regresó junto a la
hoguera.
—Dime el resto —pidió.
—Thorne debe rendir su propio ser una noche al año y esperar que Roulant o yo
acabemos con la maldición matando al lobo. Ésta —prosiguió Guarinn— es una
obligación que se hereda.
Ula permaneció en silencio, con los ojos prendidos en el fuego, en las llamas y las
brasas.
—Si matáis al lobo, ¿qué le ocurrirá a Thorne? —preguntó después.
En esta ocasión fue Roulant, que hasta ahora había permanecido callado, quien le
respondió.
—La maldición habrá terminado. Él empezará a envejecer de nuevo, como todos
nosotros. Thorne no tiene parte de sangre elfa, Ula, aunque todo el mundo lo crea así.
Es la maldición la que lo conserva joven como entonces.
—Guarinn, ¿por qué no has matado al lobo en todos estos treinta años? —
preguntó la joven suavemente.
—Piensas que ha de ser fácil, ¿no? Disparar cuando está cambiando y poner fin al
asunto. Pues no, no es tan sencillo. En una ocasión anterior, atarlo frenó la velocidad
de la transformación y es lo que intentamos hacer esta noche. Pero a veces… —El
enano se estremeció—. A veces cambia en cuestión de segundos y otras veces aún
más deprisa, y el lobo se ha marchado antes de que ninguno de nosotros haya tenido

www.lectulandia.com - Página 161


tiempo siquiera de coger un arma. No es sólo que tenga apariencia de lobo. ¡Es un
lobo! Te haría pedazos o se daría a la fuga, pues es demasiado astuto para quedarse
cuando es una batalla perdida de antemano.
—Es decir ¿que tenéis que salir ahí fuera para darle caza?
Ninguno de los dos respondió. Cruzaron una mirada fugaz y Roulant se puso de
pie. Tomó a Ula de la mano; la suya estaba fría mientras conducía a la joven hacia la
sombra de una pared desmoronada.
—Ula —comenzó—, podemos matar al lobo si lo encontramos…
—Eso no será difícil esta noche. Podéis rastrearlo por las manchas de sangre.
—Podríamos, sí, sólo que… —Su faz estaba muy pálida a la luz de las lunas y sus
ojos, oscurecidos por el miedo—. Sólo que no nos atrevemos a poner un pie fuera de
las ruinas.
La muchacha frunció el entrecejo y se apoyó en el muro para mirar al otro lado.
Sólo vio la noche y las estrellas y las lunas suspendidas sobre el claro. Oía los ruidos
nocturnos habituales: el vuelo de los buhos y la carrera de liebres escabullándose, el
rumor de un regato sobre el lecho de piedra.
—Lo sé —dijo Roulant—. Veo lo mismo que tú, igual que tú lo ves… cuando lo
miro desde aquí. —Se puso de espaldas al bosque—. Cuando pongo un pie fuera de
las ruinas, incluso si alargo la mano al otro lado del muro…
Es espantoso ahí fuera. El Destructor nos lanzó también una maldición, una que
nunca hemos sabido cómo superar. Aquí estamos a salvo. Ahí fuera… nos matará.
Ula escuchaba y al mismo tiempo contemplaba el bosque y la noche, pensando en
lo que le había dicho sobre que las cosas eran muy distintas al otro lado de la pared.
Bajó los ojos y vio sus manos, que las tenía entrelazadas flojamente, justo pasado el
muro. A diferencia de los otros, ella no veía ni sentía ninguna maldición en la fronda
o en la noche.
La joven se apartó de la pared y pasó ante Roulant y Guarinn sin pronunciar una
palabra; en el camino, cogió el arco y el carcaj de Roulant. No había avanzado más
que unos pocos metros cuando oyó al joven gritar algo y a Guarinn incorporarse y
hacer eco del grito de advertencia. Ula echó a correr, sin querer tomar en cuenta
ningún aviso. Saltó la pared por donde había huido el lobo.
Mientras descendía por la ladera de la colina, la muchacha confió en que a ella no
la afectara lo que dejaba indefensos a Roulant y Guarinn en las ruinas. Ya era
bastante espantoso ir a la caza de un lobo herido en mitad de la noche; y era sólo una
tiradora regular. Con todo, el animal estaba herido y, si se le presentaba una ocasión
de apuntarle bien, podría matarlo.

Roulant saltó la pared y corrió en pos de Ula sin reparar en nada más.
«¡Muchacha estúpida!», pensó. Guarinn se quedó atrás y rogó porque el joven

www.lectulandia.com - Página 162


pudiera alcanzarla a tiempo y traerla de regreso; así él no tendría que seguirlos.
Pero Ula era muy veloz, y desapareció en las sombras al pie de la colina. Roulant
se detuvo en el mismo sitio donde había caído al saltar el muro.
Guarinn escudriñaba la oscuridad y Roulant, de pie al otro lado de la pared,
estaba tenso, como un sabueso atado a la traílla. La noche podía cobrar vida en
cualquier momento con un repentino estallido de terror. El lobo se les echaría encima.
Guarinn tamborileó los dedos con nerviosismo en el mango del hacha.
—Roulant, ¿qué te parece?
—¡Voy a buscar a Ula y a traerla, eso es lo que me parece!
Guarinn oyó la respuesta del joven sólo débilmente, ya que Roulant había llegado
al pie de la colina. A solas en las ruinas, el enano apoyó el peso ora en un pie, ora en
otro, indeciso.
—Esto es una locura —rezongó—. Sé lo que me va a pasar si me alejo de aquí…
Respiró hondo e hizo acopio de valor, con una repentina sensación de creciente
esperanza. Quizá no ocurriría nada.
«Roulant puede ir tras su chica si es eso lo que quiere —pensó—. Pero todavía
tengo mi hacha y un brazo bastante fuerte, así que voy en busca del lobo».
Guarinn salvó el muro de un brinco, pero cuando sus pies tocaron el suelo se
encontró a sí mismo en el lado equivocado de la frontera entre la razón y la pesadilla,
cogido en la trampa que el Destructor había colocado para cualquier cazador de lobos
que se aventurara fuera de las ruinas.

El lobo caminaba. Y los muertos con él.


Gateaban, se arrastraban y avanzaban bamboleantes a través de una niebla gélida
y repulsiva, cada uno de ellos intentando desesperadamente alcanzar a Guarinn como
un condenado se agarraría a la última esperanza. El enano no podía moverse, como
un roble enraizado en aquella bruma helada, indefenso mientras las manos putrefactas
lo agarraban y se colgaban de él por los hombros, las muñecas y los brazos. Y no era
un lugar silencioso este reino de pesadilla. Estaba saturado con los gritos
enloquecidos y lamentos frenéticos de gente que había conocido en vida y otros a los
que no había visto hasta que estuvieron muertos.
Un cazador que había muerto para saciar el hambre del lobo.
Un viejo vendedor ambulante sorprendido por la noche en el bosque, casi
irreconocible como ser humano cuando fue encontrado.
Un niño, un pequeño que gritaba ahora como lo había hecho cuando, tres años
antes, el lobo lo había arrastrado fuera de su cama. ¿O era la propia voz de Guarinn la
que chillaba, su propia garganta desgarrada por la violencia del terror como la del
niño lo había sido por los colmillos del lobo?
Entonces llegó el aullido, un lamento largo de renuncia. El lobo. O un amigo

www.lectulandia.com - Página 163


abandonado. O un inocente muriendo.
¡Guarinn, me has fallado, les has fallado a todos!
Las manos se clavaron en su rostro, se hincaron y desgarraron la garganta,
dejando pedazos de su propia carne y moho de la tumba enredados en su barba y su
cabello.
¡Amigo infiel! ¡Apestas a su sangre, Guarinn Golpe de Martillo!
El enano gritó aterrorizado, incapaz de distinguir su voz de las suyas ni saber ya
quién hacía las acusaciones, si ellos o él mismo. La niebla helada le llenaba los
pulmones, le impedía respirar, lo sofocaba.
¡Asesino! ¡Guarinn, el Asesino de Niños! ¡Guarinn…!

—¡Guarinn! ¡Respira! ¡Vamos, respira!


Roulant sacudió a su amigo hasta hacer que le castañetearan los dientes, y lo
sacudió con más fuerza, pero sin resultado. El joven había oído un ahogado gemido
de terror cuando entraba en el bosque y comprendió que, fuera lo que fuese lo que lo
mantenía cuerdo y a salvo fuera de las ruinas, no funcionaba con su amigo. El enano
estaba atrapado, incapaz de moverse e incluso de respirar, en tanto que mente y alma
iban a la deriva por el frío mundo de pesadilla.
—¡Guarinn! —gritó Roulant asustado.
Quizás Ula estaba a salvo porque la trampa del Destructor estaba pensada para
afectar sólo a los involucrados en la maldición. Quizás él estaba a salvo porque había
abandonado las ruinas para buscar a Ula, no para acabar con la maldición. Pero
Guarinn debía de haber salido de las ruinas con el propósito de matar al lobo. Aquello
era lo que ponía en funcionamiento la trampa del Destructor, razonó el joven.
—¡Guarinn! —llamó otra vez mientras estrechaba a su amigo en sus brazos—.
¡Tenemos que encontrar a Ula! Necesito que me ayudes. ¡Por favor, Guarinn! Vuelve
y ayúdame…
Una inhalación; sólo una y muy débil.
—Guarinn…, ayúdame a encontrar a Ula. ¡Tenemos que encontrarla!
El enano hizo otra inhalación, no más regular pero sí más profunda. Roulant lo
sostuvo con fuerza, derecho, obligándolo a mirarlo a los ojos.
—Atiende… ¡Atiéndeme! No pienses en nada que no sea esto: tenemos que
encontrar a Ula. Ni siquiera te preguntes el porqué. La única razón por la que estamos
aquí es para encontrar a Ula. ¿Lo entiendes?
Guarinn tragó saliva con dificultad.
—¿Me entiendes?
—Sí —repuso el enano con voz ronca—. ¿Qué hacemos ahora?
Roulant lo pensó mientras ayudaba a su amigo a incorporarse.

www.lectulandia.com - Página 164


El lobo despertó al dolor y al hambre. No temía el dolor, pues sabía que podía
superarlo. Tenía miedo del hambre. Los lobos adoran a un solo dios y el nombre de
ese dios es Hambre.
Encontró refugio poco después de huir de sus atacantes, un blando nido de hojas
secas debajo de unas rocas. Allí, con el viento a su favor, de manera que podía oler a
sus enemigos si lo perseguían, se lamió los cortes superficiales del vientre y de las
patas y el más profundo del hombro. Había roto a mordiscos el trozo de cuerda que
colgaba de su cuello, pues casi lo asustaba tanto como el hambre. En su huida, más de
una vez se había quedado enganchada en los matorrales y por poco lo había ahogado.
Se libró de casi toda ella, salvo el trozo anudado al cuello; un apestoso collar. Libre y
a salvo, se había enroscado para resguardarse del frío y durmió ligeramente, soñando
con la sed y el hambre en tanto que un fino velo de nubes avanzaba desde el este para
tapar las estrellas.
Ahora las sombras tenían los bordes más suavizados y la oscuridad era más
profunda. El viento le dijo que había agua a poca distancia… limpia y fría, por el
olor; poco más que un arroyuelo, por el sonido. Sería suficiente para saciar su sed. Y
había otro olor, lejano todavía, tenuemente mezclado con la noche, pero el lobo lo
identificó: el efluvio humano, mezcla de carne quemada, humo y pieles viejas, sudor,
y el ligero, dulce olor de carne; y más tenue, el cálido aroma de la sangre; y
sobrepasándolo todo, el tufo del miedo, penetrante y tentador en el frío aire nocturno.
Había visto a esta joven hembra no hacía mucho, y llevaba la marca de su colmillo de
acero impresa en él. La suya había sido la herida más superficial, pues no era muy
fuerte y estaba distraída por el miedo.
Con su magro dios por compañía, el lobo se incorporó sobre los miembros
entumecidos y abandonó el calido nido.

Ula se arrodilló para examinar lo que parecía una oscura mancha de sangre dejada
en la tierra de la trocha de ciervos y, bajo la tenue luz de las lunas, vio que no era más
que una sombra. Un viento frío soplaba del este y traía el olor a nieve temprana. La
muchacha se estremeció y se puso de pie. Hacía rato que no veía marcas de sangre ni
huellas del paso renqueante del lobo, pero el último rastro seguro había sido en esta
trocha de animales, una vereda que era poco más que una débil línea serpenteante que
mostraba por dónde pasaban los ciervos entre los altos árboles mientras comían.
Careciendo de otra pista mejor, Ula continuó sendero adelante.
No había resultado tan fácil rastrear al lobo como había pensado y ahora
empezaba a preguntarse si llegaría a encontrarlo. También se preguntó si las tornas no
cambiarían y sería el animal el que la encontraría a ella, o si incluso en ese momento
ya estaba acechándola. Intentó no pensar en eso. Sólo necesitaba hacer un buen

www.lectulandia.com - Página 165


disparo. Si era capaz de atravesar el pelele de paja donde practicaba, sin duda podría
acertar también a un lobo. Así liberaría a Thorne. Los liberaría a todos. Pero sus ideas
no estaban respaldadas por una gran seguridad en sí misma, de manera que su
atención estaba más puesta detrás de ella que delante cuando la vereda finalizó
bruscamente en la fangosa orilla de un somero arroyo.
Ula y el lobo se vieron al mismo tiempo y la muchacha supo, como toda presa lo
sabe en sus huesos, que tal vez tuviese tiempo de colocar una flecha en el arco, pero
no lo tendría para dispararla.
Guarinn intentaba mantener la mente enfocada en un solo propósito: alejar
cualquier pensamiento y rastrear como un animal, empleando únicamente vista, oído
y olfato. Calibraba el éxito de su táctica por la proximidad de las voces fantasmales.
En el mejor de los casos los muertos no desaparecían del todo; sólo quedaban
relegados a una distancia que le resultaba soportable. La protección que le había
mostrado Roulant funcionaba, pero sólo por los pelos. ¿Cuánto tardaría en
engancharlos la trampa del Destructor si se topaban con el lobo?
Suave —un susurro que resonó en la noche—, Guarinn escuchó el crujido de
arbustos. Se detuvo, manteniendo los puños apretados y bien lejos del hacha que
había colgado del cinturón, y esperó a oír el ruido otra vez.
—El viento —musitó Roulant.
El enano no lo creía. Aquel suave crujido había sido una nota discordante.
Cuando el ruido sonó de nuevo, Guarinn supo que no lo había hecho el viento. Ni
tampoco era suave ahora. Algo corría a través de la maleza.
—¡Es Ula! —gritó Roulant, que pasó como una flecha junto a su amigo.
La muchacha no estaba sola. Como un oscuro eco, algo más iba aplastando la
maleza detrás de ella.
A toda velocidad y con los ojos desorbitados como una cierva acosada, Ula
irrumpió a través de los arbustos intentando frenéticamente encajar una flecha en el
arco al mismo tiempo que corría. No estaba teniendo mucha suerte e incluso desde la
distancia Guarinn vio sus manos temblorosas, manipulando con torpeza el proyectil y
la cuerda.
—¡Ula! —gritó Roulant—. ¡Aquí!
Al verlos, la muchacha redobló la velocidad. El alivio y la alegría que se
reflejaron en su semblante dio paso a otra expresión de pánico cuando se torció el pie
al pisar una piedra y se fue de bruces al suelo; el golpe la dejó sin resuello y la flecha
se le escapó de los dedos.
Guarinn vio primero al lobo. Aquella imagen —los ardientes ojos inyectados en
sangre, los relucientes colmillos— pusieron en marcha el instinto. En el mismo
instante en que el lobo saltó, el enano agarró su hacha arrojadiza del cinturón… y se
precipitó por el borde de la pesadilla.

www.lectulandia.com - Página 166


El lobo olía miedo y le encantaba, pues era el efluvio de una presa fácil. No
percibía amenaza del macho más pequeño, que se había quedado paralizado; ni de la
joven hembra, que se esforzaba por recobrar el aliento e incorporarse. De éstos podía
hacer caso omiso ahora. Pero el tercero, el macho más grande… De él emanaba un
olor a defensor de manada. Él era el peligro y la amenaza.

El lobo pasó veloz junto a Ula. Sofocada por la repentina y fría ráfaga de aire, la
muchacha escuchó el encontronazo de unos cuerpos…, el gruñido del lobo y el
respingo de dolor e impresión de Roulant.
Y vio al enano, petrificado como una roca, con el hacha arrojadiza aferrada en su
fláccida mano.
—¡Guarinn! —chilló mientras tanteaba el suelo buscando el arco—. ¡Ayúdalo!
Guarinn no se movió… y la muchacha dio con el arco, cuya cuerda estaba rota,
inutilizada. Roulant chilló; una ronca maldición que se tornó en dolor cuando los
colmillos del lobo se hincaron en su hombro. El grito de agonía se volvió un canto: el
nombre de la muchacha, repetido una y otra vez con el vacilante ritmo de su
respiración entrecortada mientras se debatía contra la bestia.
Ula logró incorporarse y echó a correr. Se arrojó sobre la espalda del lobo, con la
daga en la mano. Aferrada al cuello de la encrespada bestia que se retorcía, medio
ahogada por el olor a sangre, la joven golpeó salvajemente, pero sin eficacia;
consiguió herirlo, pero no de muerte.
El lobo se revolvió y se encorvó, como un caballo encabritado.
—¡Guarinn! ¡Ayúdame! ¡El lobo lo está matando!
Los bruscos movimientos de la bestia consiguieron lanzarla por el aire. Sus fauces
goteaban espumarajos rojos; detrás, Roulant se incorporó con esfuerzo, sin cesar de
repetir su espantosa cantinela jadeante. El lobo se volvió y saltó de nuevo sobre él.
Un sonido hendió la noche, y Ula no supo cuál de los dos habría gritado, si el hombre
o el lobo. Fue un aullido salvaje.

Guarinn Golpe de Martillo estaba en mitad de un remolino de gritos y gemidos


salvajes. ¡Guarinn! ¡Ayúdalo!
Las manos se clavaban en él, tiras de carne pálida se desprendían dejando a la
vista los huesos, blancos y quebradizos como hielo. ¡El lobo lo está matando! Unas
voces huecas lo acusaban, y los horribles epítetos —¡asesino de niños!, ¡verdugo!,
¡amigo infiel!— transformaban en veneno la fría niebla que le llenaba los pulmones.
Un viento lo azotó, sacudiéndolo con tanta violencia que incluso las manos
muertas, la carne putrefacta, los huesos tintineantes, fueron arrastrados. Un viento
aullante, ensordecedor.

www.lectulandia.com - Página 167


¡Roulant! Familiarizado con todos los que pululaban por este mundo de pesadilla,
Guarinn comprendió que ese nombre no tenía por qué oírse aquí. Se aferró a él, como
si en ello le fuera la vida. Estaba ahogándose, esforzándose por respirar,
desplomándose… y tambaleándose en la trocha de ciervos, con los dedos cerrados
fuertemente en torno al hacha.
El lobo saltaba sobre Roulant, buscando su garganta. En el único instante de
cordura que podía tener antes de que los muertos lo arrastraran de nuevo a la trampa
del Destructor, Guarinn apuntó, lanzó y no falló.
El lobo cayó al suelo, con la columna vertebral partida.
Oscuros y duros, los ojos de la bestia sostuvieron la mirada de Guarinn durante un
largo instante. Después se suavizaron, y el silencio se adueñó de la noche.
El lobo moribundo se transformó en hombre. Éste disponía sólo de un momento y
lo utilizó para susurrar unas palabras apenas audibles:
—Roulant…, ¿estás herido?
El joven pasó por alto la pregunta.
—¡Thorne! ¡Te estás muriendo! No, Thorne. ¡No es así como se suponía que tenía
que ser! Dijiste que…
El mago sonrió y volvió los ojos hacia Guarinn.
—Tú, viejo amigo —musitó—, sabías que no sobreviviría, ¿verdad?
El enano oía la aflicción de Ula y Roulant; ella sollozando suavemente por la
conmoción y la reacción del terror experimentado; él ofreciéndole consuelo al tiempo
que hacía frente a su propia pena.
—Y mataste al lobo, sabiéndolo. —Thorne cerró los ojos—. Gracias.
Guarinn tomó la mano de su amigo y la sostuvo contra su corazón hasta dejar de
sentir el pulso; la siguió estrechando durante un rato más, después de que hubiese
muerto.

Roulant se apoyó en Ula y se acercó cojeando; luego se arrodilló junto a sus


amigos, el vivo y el muerto.
Él, Guarinn y Ula siguieron arrodillados en torno al cadáver mientras la nieve
empezaba a caer y se levantaba el fúnebre canto del viento. No traía el eco de
aullidos. La Noche del Lobo había terminado, y Roulant vio paz en la sonrisa de
Guarinn.

www.lectulandia.com - Página 168


Los vendedores de pócimas

Mark Anthony

Era una hermosa mañana dorada de mediados de verano cuando el vendedor de


pociones llegó a la villa de Faxfail.
Encaramado en el alto pescante de una carreta peculiar, avanzó por las estrechas y
tortuosas callejas. La carreta, tirada por un par de caballos moteados de corta alzada,
era un vehículo alto con forma de caja, barnizado en negro y ricamente decorado con
tallas de volutas y espirales de madera dorada. En cada uno los paneles laterales,
pintado en un matiz púrpura fantásticamente brillante, aparecía el dibujo de una
botella sobre la cual iba escrito, con ondulantes letras verdes, un extraño rótulo:
ELIXIRES MILAGROSOS DE MOSTO MUSGOSO. En verdad era un mensaje
misterioso y sorprendió a los habitantes de la villa, que levantaron la vista de sus
tareas matinales para mirar con curiosidad al paso de la traqueteante carreta.
El vendedor de pociones era un hombre de apariencia joven, con el cabello del
color de la paja nueva y los ojos tan azules como un cielo de verano. Iba vestido con
finas ropas propias de un aristócrata, bien que los colores eran un poco fuertes para el
gusto de la mayoría de los nobles, y su capa oscura con forro carmesí ondeaba tras él
con la brisa matutina. Saludaba con la mano al pasar ante la gente y su amplia sonrisa
era tan radiante que rivalizaba con el sol.
En el pescante de madera, junto al vendedor de pociones, rebotaba un tipo bajito
de rostro atezado. Su apariencia no era, ni por asomo, tan placentera como la de su
compañero. Pero esto no era de extrañar, pues era un enano y se ha dicho a menudo
que los miembros de esta raza son tan duros e inflexibles como los metales que tan
aficionados son a fundir en las forjas instaladas en las entrañas de las montañas. Este
enano en particular exhibía una expresión desabrida, con las gruesas cejas fruncidas
sobre los acerados ojos grises, en un gesto ceñudo. Su barba, áspera y negra, era tan
larga que la llevaba remetida por el ancho cinturón, y su cabello greñudo iba atado a
la nuca con una cinta de cuero.
—¿Sabes? Vas a asustar a la gente con ese gesto desabrido —le dijo el vendedor
de pociones con voz queda, aunque sin dejar de sonreír y saludar—. No nos hará
ningún bien si después de echarte una ojeada salen corriendo a encerrarse en sus
casas. Supongo que, para variar, podrías sonreír un poco, ¿no? Al menos, hasta que
les hayamos sacado el dinero.
—Estoy sonriendo —repuso el enano con voz gruñona. Su semblante hosco

www.lectulandia.com - Página 169


resultaba casi tan cálido y amistoso como un pedazo de granito tallado por el viento.
El vendedor de pociones contempló con actitud crítica al enano.
—Tal vez no deberías intentarlo con tanto empeño —sugirió con buen humor,
pero la broma pasó completamente inadvertida a su ceñudo compañero. El vendedor
de pociones suspiró y sacudió la cabeza. Se llamaba Jastom y había viajado con el
enano el tiempo suficiente para saber cuándo no tenía sentido discutir o hacer
chanzas. El nombre del enano era Alzuñobeldebar, pero con el paso de los años
Jastom había cogido por costumbre llamarlo Zuño. No sólo era un nombre más fácil
de pronunciar, sino que también resultaba mucho más acorde con la personalidad del
enano.
La noticia de su llegada se propagó por las estrechas calles de la villa con la
velocidad del relámpago y, cuando la carreta entró en la plaza central de Faxfail, se
había reunido un nutrido número de curiosos que aguardaban con expectación. No
sería el público más grande ante el que Jastom había pregonado sus pociones, pero
tampoco el más reducido. Faxfail era una localidad enclavada en el corazón de las
montañas Garnet, al sur de Solamnia. La ciudad de importancia que estaba más
próxima, Kayolin, se encontraba a más de tres días de viaje, hacia el noroeste. Éstos
eran campesinos, y los campesinos tienden a ser mucho más confiados que los
habitantes de ciudad. O incautos, dependiendo del término que se prefiera utilizar.
—Supongo que esto significa que tendré que preparar más elixires —rezongó
Zuño mientras observaba la creciente multitud. El enano abrió un pequeño panel
situado detrás del pescante y desapareció ágilmente en el interior de la carreta.
Confeccionar las pociones era tarea de Zuño; venderlas era la de Jastom. Era un
arreglo que había demostrado ser muy provechoso en sus viajes de una punta a otra
de Ansalon. Los dos se habían conocido años atrás, en el mercado de Kalaman. Por
aquel entonces, ninguno de los dos andaba muy boyante. Ni siquiera la rutilante
sonrisa de Jastom y su ingenuo semblante eran suficientes para interesar a la gente en
las burdas chucherías que intentaba colar por amuletos de buena suerte. En cuanto al
enano, su apariencia ceñuda y sombría contribuía a mantener a los posibles clientes
alejados del tenderete donde intentaba vender sus elixires. Una noche los dos se
encontraron compartiendo una mesa en una taberna, cada cual lamentando su mala
suerte frente a su jarra de cerveza. Ambos comprendieron que el otro tenía lo que a él
le faltaba y, así, nació su poco habitual pero lucrativa sociedad.
La carreta se frenó en el centro de la plaza de la villa y Jastom bajó al suelo de
adoquines con un ágil salto. Hizo una profunda reverencia, ondeó su pesada capa con
la ostentosa actitud de un mago cortesano y después extendió los brazos.
—¡Acercaos, buenas gentes de Faxfail, acercaos! —gritó. Su voz era clara como
el toqué de una trompeta, afinada con los años de pregonar mercancías hasta ser tan
precisa como el mejor instrumento musical—. ¡Os aguardan maravillas en este día,

www.lectulandia.com - Página 170


así que acercaos y observad!
Como salida de la nada (aunque, de hecho, la sacó de su manga) apareció una
pequeña botella púrpura sobre la extendida palma de la mano de Jastom. Un respingo
de asombro se alzó entre la multitud al tiempo que los reunidos, viejos y jóvenes por
igual, se inclinaban hacia adelante y miraban fijamente la extraña botellita. La luz del
sol matinal penetraba radiante a través del cristal púrpura e iluminaba el espeso y
misterioso líquido que había en su interior.
—Verdaderas maravillas —prosiguió Jastom, que bajó el tono hasta un susurro
teatral, si bien resultaba audible incluso a los espectadores que estaban más alejados
—. Después de un único sorbo de esta valiosa poción, todos vuestros dolores y
achaques, todas vuestras aparentes enfermedades y fastidiosas molestias
desaparecerán como si nunca hubiesen existido. Por sólo diez monedas de acero… —
un ademán despectivo de su mano hizo que este pormenor pareciese carecer de
importancia— ¡esta botella del Elixir Milagroso de Mosto Musgoso lo curará todo!
Esto último, por supuesto, no era precisamente cierto y Jastom lo sabía. Él y Zuño
eran unos charlatanes. Estafadores. Timadores. La poción de la botella púrpura ni
siquiera podía curar un constipado a un conejo, cuanto menos cualquiera de los
terribles males que enumeraba. Mosto Musgoso no era siquiera el verdadero apellido
de Jastom, cuyo nombre completo era Jastom Musgo Pringoso. Sin embargo, para
cuando la gente de cualquier lugar descubría la verdad, siempre hacía mucho tiempo
que Jastom y Zuño se habían largado y viajaban hacia la siguiente villa o ciudad para
ejercer su profesión.
En opinión de Jastom, no era un mal negocio ni mucho menos. Él y Zuño
conseguían una bolsa llena de monedas a cambio de sus esfuerzos; en contrapartida,
la gente a la que timaban obtenía algo en lo que creer, al menos durante unas horas.
Y, en los tiempos que corrían, incluso una breve esperanza era un bien escaso y
valioso.
Hacía sólo seis cortos meses, en pleno invierno, cuando todo Krynn había
padecido bajo las frías y duras garras de los ejércitos de los Dragones. La Guerra de
la Lanza terminó con la llegada de la primavera, pero las cicatrices que había dejado
sobre la tierra —y la gente— no se borraron con tanta facilidad como las nieves
invernales. Las gentes de Ansalon anhelaban desesperadamente cualquier cosa que
pudiera ayudarlas a creer que dejarían atrás los oscuros días de la guerra y que podían
curarse a sí mismos y rehacer de nuevo sus vidas. Eso era exactamente lo que Jastom
y Zuño les daban.
Por supuesto, ahora había clérigos verdaderos en el mundo, desde la guerra.
Algunos eran discípulos de la diosa Mishakal, también llamada Portadora de la Luz, y
podían curar con la imposición de manos. O al menos es lo que Jastom había oído
decir, pues los clérigos verdaderos eran todavía escasos. No obstante, él y Zuño

www.lectulandia.com - Página 171


hacían todo lo posible por evitar las ciudades y villas donde se rumoreaba que había
clérigos. La gente no estaría tan propensa a comprar falsas pociones curativas cuando
había alguien que tenía el don de la verdadera curación.
De repente se produjo un golpe fuerte e inesperado cuando el panel lateral de la
carreta se abrió y, cayendo hacia abajo, dejó a la vista un mostrador de madera pulida
y detrás una hilera de estanterías repletas de relucientes botellas púrpuras. Los
ceñudos ojos de Zuño apenas asomaban por encima del mostrador, pero la multitud
casi no reparó en el taciturno enano. Todos contemplaban fijamente la exposición de
brillantes elixires.
Jastom señaló la carreta con un expresivo ademán.
—Sí, mi buena gente, uno solo de estos elixires y todas vuestras molestias
desaparecerán. Y lo único que cuesta es la insignificante suma de diez monedas de
acero. Pequeño precio por un milagro, ¿no os parece?
Hubo un breve instante de silencio y después, como una sola persona, la multitud
prorrumpió en gritos mientras se abalanzaba hacia la carreta, con las tintineantes
bolsas de dinero en sus manos.

Durante toda la mañana y toda la tarde, la gente se arremolinó en torno a la


carreta barnizada de negro, oyendo a Jastom ensalzar las maravillosas propiedades de
la poción y después soltando sus piezas de acero sobre el mostrador a cambio de las
pequeñas botellas púrpuras.
Sólo se produjo una pequeña crisis, alrededor del mediodía, cuando la provisión
de pociones se terminó. Zuño se afanó yendo de un lado a otro en el abarrotado
interior de la carreta, midiendo esto y vertiendo aquello mientras intentaba preparar
una nueva mezcla de elixires. No obstante, unos cuantos granjeros corpulentos se
pusieron impacientes y empezaron a sacudir la carreta. Jarros, botellas y ollas
brincaron locamente en el interior, derramando sus contenidos y cubriendo a Zuño
con una asquerosa pringue de olor medicinal. Por fortuna, el enano se las había
arreglado para terminar un puñado de pociones para entonces, y Jastom las utilizó
para apaciguar a los beligerantes granjeros, vendiéndoselas a mitad de precio. A
Jastom no le importaba demasiado perder algo de dinero, pero la pérdida de la carreta
y, sobre todo, de Zuño, habría sido desastrosa.
Tras la interrupción, el enano pudo terminar de llenar las botellas vacías con el
espeso y acre elixir. No obstante, los ojos de Zuño todavía ardían como hierro
candente.
—Bonito modo de ganarse la vida —rezongó para sí mismo mientras intentaba
limpiarse la espesa barba de los pegotes pringosos pegados a ella—. Supongo que
cualquier día de éstos nos timaremos a nosotros mismos.
—¿Qué dice ese hombrecillo huraño? —inquirió un herrero, que vaciló antes de

www.lectulandia.com - Página 172


soltar las diez monedas de acero sobre el mostrador de madera—. ¿He oído algo así
como timar?
Jastom dirigió una mirada asesina a Zuño y se volvió hacia el hombre con la más
radiante de sus sonrisas.
—Tendrás que perdonar las sandeces de mi amigo —repuso en un susurro
conspirador—. No ha sido el mismo desde que uno de los caballos le coceó la cabeza.
El herrero asintió con actitud comprensiva y se alejó de la carreta con una
pequeña botella púrpura en la mano. La abultada bolsa de Jastom contó con otras diez
monedas. Y Zuño mantuvo cerrada la boca.

Era media tarde cuando Jastom vendió la última poción. El corpulento mercader
que la compró agarró con fuerza la botella púrpura entre sus regordetes dedos y se
escabulló por las callejas con los ojos relucientes. El tipo no quiso discutir cuál era
exactamente la enfermedad que lo aquejaba, pero Jastom sospechó que tenía algo que
ver con la mujerona igualmente corpulenta que lo esperaba en la puerta de una
cercana posada, sonriendo y parpadeando en una penosa imitación de gazmoñería.
Jastom sacudió la cabeza y soltó una queda risita.
Una repentina exclamación hizo que Jastom se diera media vuelta, a tiempo de
ver a una vieja tirar su bastón torcido y empezar a bailar con entusiasmo al son de la
música alegre de un flautista. Otras personas se sumaron enseguida al baile, sin
acordarse de los dolores y molestias que, hasta hacía poco, habían sido una carga. Un
tipo vestido con harapos, al encontrarse sin pareja, se conformó con un cerdo que
tuvo la desgracia de pasar por la plaza en ese momento. El cochino chilló asustado
cuando el hombre lo hizo dar vueltas, y Jastom no pudo evitar soltar la carcajada ante
aquel espectáculo.
Todo esto era obra de los elixires, por supuesto. Jastom no sabía con exactitud lo
que Zuño echaba en las pequeñas botellas púrpuras, pero sí que un ingrediente
importante era algo llamado aguardiente enano. Y, en tanto que el aguardiente enano
no poseía poderes curativos, sí que tenía unos fuertes efectos embriagadores.
Jastom ignoraba cómo destilaban el licor los enanos. Por lo poco que había
logrado sonsacar a Zuño, descubrió que todo era terriblemente secreto y que la receta
pasaba de generación en generación mediante una antigua ceremonia y solemnes
juramentos de guardar la fórmula. Pero, fuera lo que fuese, no cabía duda de que
funcionaba. Los peones tiraban sus palas; las amas de casa, sus escobas; y todos se
unían a lo que se estaba convirtiendo rápidamente en una fiesta improvisada. Los
ancianos respetables de la villa daban volteretas por la plaza y los padres saltaban
sobre los montones de paja, cogidos de la mano a sus risueños hijos. Por ahora, toda
idea sobre guerra, preocupación o enfermedad había desaparecido de la villa de
Faxfail.

www.lectulandia.com - Página 173


Mas no podía durar.
—No se sentirán muy bien mañana, cuando se les haya pasado el efecto del
aguardiente enano —observó Zuño con gesto hosco.
—Pero hoy sí, y mañana ya nos encontraremos en otra parte —manifestó Jastom
mientras se daba unas palmaditas en la bolsa que colgaba de su cinturón y que parecía
a punto de reventar.
Cerró el panel lateral del carro y se encaramó al pescante. Zuño subió a
continuación. Un suave golpe de riendas puso en marcha a los caballos y la carreta
abandonó despacio, entre traqueteos, la alegre plaza de la villa.
Jastom no advirtió que tres hombres —uno con una espada sujeta a la cadera y los
otros dos vestidos con gruesas túnicas negras a despecho de lo caluroso del día—
salían de un sombrío callejón, se abrían paso entre los componentes de la espontánea
celebración, e iban en pos de la carreta.

Jastom silbaba una alegre melodía mientras el carro rodaba bamboleante por la
calzada de tierra roja, dejando atrás la villa de Faxfail.
La calzada avanzaba sinuosa a través de un amplio valle. Por el norte y por el sur
se encumbraban dos picos de pizarra gris que parecían viejas fortalezas construidas
por gigantes largo tiempo atrás desaparecidos. En lo alto, el cielo estaba claro como
un zafiro, y un vientecillo agradable, limpio, que sugería las altas cumbres
montañosas, soplaba susurrante sobre los campos de hierba verde dorada. Los
girasoles asentían como viejas matronas cotorreando y las alondras se alzaban
veloces al cielo, entonando sus alegres cantos.
—Pareces estar de un humor excelente, si lo consideramos —hizo notar el enano
con su voz gruñona.
—¿Si consideramos qué, Zuño? —preguntó, jovial, Jastom, que continuó
silbando.
—La nube de polvo que nos sigue por la calzada —repuso el enano.
El silbido de Jastom cesó repentinamente.
—¿Qué?
Echó una rápida ojeada por encima del hombro. En efecto, una nube de polvillo
rojo se levantaba en la calzada, unos ochocientos metros atrás. Jastom divisó las
figuras de tres oscuros jinetes en el centro de la rojiza nube. No…, un jinete y dos
figuras a pie que corrían a ambos lados. El trapaleo de cascos resonaba débilmente en
el aire, como el ruido de una tormenta lejana. Jastom masculló un juramento.
—Esto es imposible —dijo con incredulidad—. La gente de la villa no puede
haberse despejado tan pronto. Ni siquiera imaginan que los hemos estafado. Todavía
no.
—¿Tú crees? —gruñó Zuño—. Bueno, pues van muy deprisa para ser alguien que

www.lectulandia.com - Página 174


está borracho.
—Quizá no nos siguen a nosotros —replicó Jastom con brusquedad.
No obstante, la imagen inquietante de un lazo corredizo deslizándose por su
cuello pasó fugaz por su mente. Con un nuevo juramento, sacudió las riendas,
instando a los caballos a iniciar un medio galope. La carreta con forma de caja era
pesada y acababan de empezar la subida a un cerro. Los caballos no podían ir mucho
más deprisa, y Jastom echó otro vistazo por encima del hombro. El jinete había
acortado la distancia a la mitad de lo que era hacía sólo unos momentos. Ahora
distinguió que los dos que iban corriendo vestían pesadas túnicas negras. La luz del
sol se reflejaba en la espada que el tercero, el jinete, había desenvainado.
Jastom consideró la posibilidad de saltar de la carreta, pero enseguida descartó la
idea. Si no se mataban con la caída, los extraños sólo tendrían que cortarlos a él y al
enano como un par de hierbajos desigualados. Además, todo cuanto poseían estaba en
la carreta. Su sustento dependía de ello. Jastom se sentía incapaz de abandonarla,
fueran cuales fuesen las consecuencias. Sacudió las riendas más fuerte. Los caballos
tiraron valientemente de los arneses, los ollares dilatados por el esfuerzo.
No fue suficiente.
Con un ruido como el de una tormenta al romper, el jinete cabalgó al lado de la
carreta. Uno de los hombres de ropajes negros llegó a la altura de los caballos y, con
una fuerza increíble, agarró la brida del que estaba más cerca y tiró hacia atrás,
clavando los pies en la gravilla de la calzada. Los animales relincharon de miedo
mientras la carreta se sacudía con el súbito frenazo.
—¡Fuera de aquí, perros! —gruñó Zuño con fiereza a la par que tanteaba debajo
del pescante en busca del hacha de guerra que guardaba allí. El enano no logró poner
la mano en el arma. Con una facilidad casi ridícula, el segundo hombre vestido de
negro agarró a Zuño por el cuello de la túnica y lo alzó en vilo del pescante. El enano
pateó y agitó los brazos fútilmente, suspendido en el aire, con el rostro congestionado
de rabia y por la falta de aire.
Jastom apenas pudo prestar atención a su farfullante amigo, ya que tenía sus
propios problemas. Una reluciente espada de acero apuntaba directamente a su
corazón.
Quienesquiera que fueran estos tres, Jastom estaba convencido de que no eran
habitantes de Faxfail, pero ello no le sirvió de mucho consuelo. El hombre que tenía
ante sí parecía un soldado de alguna clase. Iba vestido con una armadura de cuero
negro reforzada con placas de bronce, y echada sobre los anchos hombros llevaba una
capa azul claro.
De repente, Jastom fue dolorosamente consciente de la abultada bolsa que
colgaba de su cinturón. Se maldijo para sus adentros. Debería haberlo previsto y no
ponerse en camino haciendo alarde del dinero recién ganado. Los bandidos y

www.lectulandia.com - Página 175


asaltantes abundaban en las calzadas hoy en día, ahora que la guerra había terminado.
Era probable que estos hombres fueran desertores del ejército solámnico,
desesperados y al acecho de viajeros estúpidos como él mismo. Jastom se obligó a
esbozar la mejor de sus sonrisas.
—Buenas tardes, amigo —saludó al hombre que sostenía la espada contra su
pecho.
El hombre era alto y de rostro severo, llevaba muy corto el cabello rubio y la
nariz aguileña resaltaba la inflexibilidad granítica de su semblante. Pero lo más
inquietante eran sus ojos: pálidos y carentes de color, como su cabello, pero duros
como piedras. Eran unos ojos que habían visto morir hombres sin que les importara
un ápice.
El hombre inclinó la cabeza en un gesto cortés, como si no estuviera sosteniendo
una espada en la mano.
—Soy el teniente Durm, del Ejército Azul —dijo con una voz acerada: pulida y
suave, pero fría e inflexible—. Mi señor, el comandante Skaahzak, necesita a alguien
con habilidades curativas. —Señaló con la espada el dibujo de la botella pintada en el
lateral de la carreta y después la volvió de nuevo hacia Jastom—. Veo que eres un
sanador. Me acompañarás para atender a mi comandante.
«¿El Ejército Azul?», pensó Jastom con incredulidad. ¡Pero si la guerra había
terminado! Los ejércitos de los Dragones habían sido derrotados por las fuerzas de la
Piedra Blanca. Al menos, eso era lo que se contaba. Lanzó una fugaz ojeada a Zuño,
pero el enano estaba todavía suspendido en el aire de la mano del hombre de ropas
negras, maldiciendo con voz estrangulada. Jastom volvió su atención al hombre que
decía llamarse Durm.
—Me temo que tengo una cita en otro lugar —contestó de manera grata, en tanto
que su amplia sonrisa se ensanchaba aún más. Su mano fue hacia la abultada bolsa de
dinero—. Estoy seguro, teniente, que podrás encontrar fácilmente otro sanador que
no esté tan… —«ocupado» iba a decir Jastom, pero antes de que pudiera hacerlo
Durm hizo un gesto veloz, casi fortuito, y lo golpeó.
Un estallido sacudió la cabeza de Jastom, que se desplomó al suelo desde lo alto
del pescante. Los oídos le zumbaban y por un instante pensó que iba a vomitar.
Pasados unos momentos, el lacerante dolor remitió y se redujo a unas sordas
punzadas. Parpadeó y alzó la vista. Durm había desmontado y estaba de pie junto a
él; su expresión era tan impávida como antes.
—Te recomiendo que no vuelvas a mentirme —dijo el soldado con una voz
educada y fría y en un tono como el de un anfitrión que amonesta a un invitado por
derramar vino sobre una alfombra cara—. ¿Lo entiendes, sanador?
Jastom asintió con gesto vacilante. «Este hombre podría matarme con sus propias
manos sin siquiera parpadear», pensó estremecido.

www.lectulandia.com - Página 176


—Excelente —dijo Durm. Tendió la mano, la misma con la que antes lo había
golpeado, y lo ayudó a incorporarse. Luego hizo un gesto brusco, y el hombre de
ropajes negros que sujetaba a Zuño soltó al enano en el pescante, sin
contemplaciones. El enano jadeaba, medio asfixiado—. Si me mientes otra vez,
sanador —continuó Durm suavemente— ordenaré a mis ayudantes que se ocupen de
ti. Y me temo que no los encontrarás tan indulgentes como yo.
Los subordinados de Durm se retiraron las capuchas de las oscuras túnicas.
No eran humanos.
Ambos guardaban más parecido con reptiles que con hombres, pero sin ser ni lo
uno ni lo otro. Sus amarillos ojos contemplaban sin parpadear a Jastom y a Zuño.
Escamas opacas, de un color verde oscuro, casi negro, les cubrían el rostro. Tenían
hocicos como perros. De sus frentes, bajas y planas, sobresalían unas crestas
aserradas, y donde deberían haber estado las orejas sólo había unas pequeñas fisuras
en sus escamosos pellejos. Como si disfrutara con la idea de poder disponer de
Jastom a su antojo, el monstruo que estaba más cerca de él esbozó una mueca
maligna que dejó al descubierto hileras de afilados, dientes amarillentos. Una lengua
bífida entró y salió de la boca de la criatura.
Draconianos. Jastom no había visto a estos seres en su vida, pero había oído
suficientes historias de la Guerra de la Lanza para reconocerlos. Los draconianos eran
subordinados de los Señores de los Dragones y habían marchado a través del
continente para sembrar la destrucción en Krynn por tierra, en tanto que los Dragones
del Mal lo hacían desde el aire.
—Podrías ahorrarnos a todos el trabajo y dejar que los lagartos acaben con
nosotros en este mismo momento —gritó Zuño, encolerizado—. Sólo somos…
Jastom interrumpió al enano propinándole un fuerte codazo en las costillas.
—Aprendices, nuevos en este oficio. Acabamos de empezar —dijo. Zuño
masculló algo sobre «timos», pero por fortuna sólo lo oyó él. Jastom recurrió a todas
sus dotes teatrales para mantener el tipo—. Muy bien, mi buen teniente, te
acompañaremos —manifestó. «Como si tuviéramos opción», añadió para sus
adentros, mientras se inclinaba el gorro a un lado.
—Eso está bien —se limitó a contestar Durm.
El soldado montó y espoleó brutalmente a su caballo, que salió a medio galope.
Jastom comprendió que no podía hacer otra cosa que seguirlo. Se subió a la carreta y
sacudió las riendas. El vehículo se puso en marcha con un tirón. Los dos draconianos
corrían a ambos lados, con las manos posadas sobre las empuñaduras de unos sables
temibles. Jastom echó una fugaz ojeada a Zuño; el enano le devolvió la mirada y
después sacudió la cabeza en un gesto pesimista.
Por primera vez, que él recordara, Jastom se encontró deseando que sus elixires
tuvieran realmente los maravillosos resultados que les atribuía.

www.lectulandia.com - Página 177


El amanecer apuntaba en el horizonte como una pálida rosa desplegando los
pétalos cuando la carreta entró traqueteante en el campamento del ejército de los
Dragones.
Habían viajado durante toda la noche, avanzando por traicioneras calzadas de
montaña y guiados sólo por la mortecina luz de la luna carmesí, Lunitari. En más de
una ocasión, Jastom pensó que carreta, caballos y ellos iban a caer por el borde del
precipicio a las profundas tinieblas del lejano fondo. Aun así, no osó frenar la
velocidad del carro mientras descendían bamboleantes por los tortuosos pasos.
Jastom temía bastante menos caerse por el risco que enfrentarse al enojo de Durm.
Ahora, a la pálida luz del alba, vio que habían dejado atrás las montañas en algún
momento de la noche. El campamento del ejército de los Dragones estaba instalado
en una hondonada, al pie de los ondulados cerros. Una vasta planicie gris verdosa se
extendía hacia el este en la distancia, sus suaves líneas rotas únicamente aquí y allí
por la silueta de un álamo, que hundía sus raíces profundamente buscando agua.
El campamento no era grande; tal vez unas cincuenta tiendas en total, apiñadas en
las riberas de un pequeño río. Pero Jastom no había caído en la cuenta de que hubiese
todavía fuerzas del ejército de los Dragones tan cerca de Solamnia, o en ninguna otra
parte. Por lo que había oído contar, pensaba que se los había barrido a todos de la faz
de Krynn. Evidentemente, no era así.
La mayoría de los soldados del campamento eran humanos, con ojos hundidos y
bocas crueles. También había un número de draconianos, vestidos con armaduras de
cuero similares a las de los soldados humanos. Unas alas cortas sobresalían de la
espalda de los draconianos, tan correosas como las de los murciélagos, pero parecían
aletear inútilmente mientras los draconianos caminaban pesadamente sobre los pies
descalzos, semejantes a garras.
—Éste no parece uno de los públicos más amistosos ante los que has tenido que
pregonar nuestras pociones —observó Zuño mientras la carreta rodaba hacia el centro
del campamento.
Jastom ya había actuado ante auditorios peligrosos, indómitas multitudes de
rufianes que estaban más interesados en romper huesos que en comprar pociones
mágicas. Sin embargo, incluso a éstos había conseguido convencer al final.
Un breve destello iluminó los azules ojos del estafador.
—No, quizá no sea el más amable, pero es un público al fin y al cabo, ¿no? —dijo
suavemente, contento de que el enano se lo hubiese recordado—. No lo olvidemos,
Zuño. Creen que somos sanadores y mientras sigan creyéndolo conservaremos
nuestras cabezas unidas al cuerpo.
Había que tener presente una sola regla cuando se hablaba frente a una
muchedumbre desagradable: jamás mostrar temor.

www.lectulandia.com - Página 178


Jastom estiró las arrugas de su capa e inclinó en un ángulo extravagante el gorro
adornado con plumas.
—Eh, el de ahí —llamó a un hombre mientras esbozaba una encantadora sonrisa
con la misma facilidad con que otro se pondría un sombrero—. ¿Puedo hacerte una
pregunta? ¿Cómo…?
El teniente hizo que su negra montura volviera grupas con brusquedad y se acercó
a la carreta.
—Si quieres hacer alguna pregunta, sanador, dirígete a mí. —La voz de Durm era
como una afilada cuchilla envuelta en un paño de seda.
—Te… tenéis muchos soldados en este campamento —balbució Jastom, que
tragó saliva e hizo un gran esfuerzo para aparentar que mantenía una charla
insustancial—. ¿Cómo es que están aquí?
Una débil sonrisa asomó a los labios del teniente, pero no era una expresión de
alegría. Jastom contuvo un escalofrío.
—¿Qué cuentan los caballeros en Solamnia? —preguntó a su vez Durm—. ¿Que
barrieron a los ejércitos de los Dragones de la faz de Krynn? Bien, como verás, no lo
han hecho. Admito que los ejércitos de la Piedra Blanca ganaron una batalla
importante, pero, si los Caballeros de Solamnia piensan que esta guerra ha terminado,
es que son tan necios como se dice.
Durm señaló el campamento mientras cabalgaba. Una fila de soldados que
marchaba en formación con las espadas prestas, saludó a Durm mientras pasaba.
—A decir verdad, esto no es más que una reducida avanzadilla —continuó el
teniente—. Un número mucho más abultado de nuestras fuerzas se encuentra hacia el
este. Todas las tierras desde aquí hasta las montañas Khalkist pertenecen a la Señora
del Dragón del Ejército Azul. Y los demás ejércitos dominan otros territorios, al norte
y al este. La Dama Oscura, mi señora y comandante, ya está trazando los planes para
contraatacar a los caballeros. Será una batalla gloriosa. —Por primera vez, a Jastom
le pareció ver un destello de color en los pálidos ojos de Durm—. De modo que no
desesperes, Jastom Mosto Musgoso, porque ahora pertenezcas a la Señora del Dragón
—prosiguió el teniente con su cortés y gélido tono—. Muy pronto todo Ansalon le
pertenecerá.
Jastom empezó a hacer otra pregunta, pero Durm levantó una mano imponiéndole
silencio. Se detuvieron frente a una tienda tan amplia que llamarla pabellón sería más
apropiado. Un estandarte ondeaba en el palo más alto: un dragón azul rampante sobre
campo negro. Dos soldados hacían guardia a la entrada de la tienda, con las manos
sobre las empuñaduras de las espadas.
Un álamo de aspecto viejo extendía sus gruesas y nudosas ramas sobre el
pabellón. Media docena de objetos de extraña apariencia colgaban de varias ramas.
Algunos parecían ser poco más que mochilas grandes y andrajosas, pero unos cuantos

www.lectulandia.com - Página 179


tenían una forma que le resultaba vagamente familiar a Jastom. De improviso, una
leve brisa sopló entre las hojas verdes del árbol y los bultos colgados empezaron a dar
vueltas de las cuerdas. Varios círculos pálidos e hinchados se hicieron visibles.
Rostros.
Jastom apartó los ojos con rapidez y se llevó la mano a la boca para contener la
náusea. No eran bultos colgados del árbol. Eran personas. Todas parecían mirar
burlonas a Jastom con sus oscuras cuencas oculares, que los cuervos habían vaciado.
—¡Por Reorx! —masculló Zuño—. ¿En qué nos hemos metido?
—Ésos son los sanadores que vinieron antes que vosotros —explicó el teniente
sin rodeos—. El primero fue nuestro clérigo, Umbreck. Al parecer, su fe en la Reina
de la Oscuridad no era lo bastante profunda y ella cerró los oídos a sus plegarias.
Todos fracasaron en la curación del comandante Skaahzak.
Jastom tragó saliva y paladeó el sabor del miedo en su garganta, pero se obligó a
sonreír.
—No temas, teniente —manifestó con audacia—. Nosotros no fracasaremos.
Recuerda que los Elixires Milagrosos de Mosto Musgoso lo curan todo.
Zuño se atragantó al oírlo, pero, por fortuna, no hizo ningún comentario.
Jastom y el enano descendieron del pescante, y Durm los condujo a la penumbra
del interior de la tienda. Un olor asquerosamente dulzón, a podrido, saturaba el
ambiente y casi hizo vomitar a Jastom. Las hierbas aromáticas que ardían en un
pebetero de bronce no conseguían disimular la repugnante pestilencia.
La tienda apenas estaba amueblada. Había una mesa con mapas y rollos de
pergamino esparcidos por el tablero, y un astillero en el que había armas de diferentes
clases —sables, mazos, lanzas—, todas temibles y de aspecto cruel. En un rincón de
la tienda había un catre estrecho y en él yacía, no un hombre, sino un draconiano: el
comandante Skaahzak.
Jastom no necesitaba ser un verdadero sanador para ver que el comandante se
estaba muriendo. Su escamosa piel tenía un color gris y estaba consumida, tirante
contra los huesos de su cráneo. En sus amarillos ojos titilaba un brillo febril, vidrioso,
y sus manos, semejantes a garras, aferraban débilmente los revueltos cobertores. Su
hombro izquierdo había sido cubierto con un grueso vendaje, pero la tela estaba
empapada con la supuración de un líquido seroso negro.
—El comandante Skaahzak fue herido hace dos semanas, en una escaramuza con
una patrulla de reconocimiento de Caballeros de Solamnia —explicó Durm—. Al
principio la herida no parecía peligrosa, pero se infectó. Emplea tus artes con él,
sanador, o te reunirás fuera con los otros.
—Nosotros… eh… tenemos que preparar el elixir —farfulló Jastom, haciendo
cuanto estaba en su poder para que la voz no le temblara.
—De acuerdo. —Durm asintió con gesto estirado—. Si precisas algo para realizar

www.lectulandia.com - Página 180


tu tarea, sólo tienes que pedirlo. —Con una nueva sonrisa carente de calidez, el
teniente se marchó y los dejó solos.

Cuando Jastom y Zuño estuvieron a solas en el abarrotado interior de la carreta, el


enano sacudió la cabeza.
—¿Es que te has vuelto completamente loco, Jastom? —susurró—. Sabes muy
bien que vendimos nuestra última poción en Faxfail y sin embargo estás ofreciendo
una como si pudiésemos materializarla del aire.
—Bueno, no se me ocurrió otra cosa —contestó Jastom a la defensiva. Después
de Faxfail habían planeado dirigirse a Kayolin para comprar los ingredientes a fin de
que Zuño preparara otra mezcla con aguardiente enano—. Además, debe de haber
algo que podamos hacer. Si no salimos de aquí con un elixir, y pronto, Durm va a
alimentar a los cuervos con nosotros. —Empezó a revolver en las cajas, ollas y jarros
esparcidos por el interior de la carreta—. ¡Espera un momento! —exclamó de
repente, excitado—. Queda un poco aquí, en el fondo de este barril. —Dio la vuelta al
recipiente y lo puso sobre una botella púrpura vacía. Un fluido espeso, marrón, de
aspecto arenoso empezó a escurrir por la boca del barril.
—¡No puedes dar eso al comandante! —protestó roncamente el enano, al tiempo
que intentaba arrebatarle la botella.
—¿Por qué no? —replicó Jastom, manteniendo la botella fuera del alcance de
Zuño.
El enano puso el gesto ceñudo y plantó los puños en las caderas.
—Eso es afrecho puro; papilla goblin, lo solía llamar mi abuelo. Los posos que
quedan después de destilar el aguardiente enano. Esa pasta hace que el resto de la
calderada parezca agua. Oh, lo hará sentirse feliz, incluso muy feliz durante un rato,
pero al final… —Zuño sacudió la cabeza.
—¡Durante un rato! Es todo cuanto necesitamos para escabullimos —dijo Jastom
con desesperación mientras tapaba la botella.
—Vamos a resultar un buen festín para los cuervos —rezongó el enano mientras
sacudía la cabeza con gesto dubitativo.

El comandante draconiano Skaahzak gemía y se revolvía en su sueño febril.


Jastom sostenía la pequeña botella llena de papilla goblin. Zuño estaba a su lado y
Durm los observaba a los dos desde el otro lado de la cama del comandante, con
expresión inflexible. Jastom se apartó la capa, levantó la botella púrpura y la destapó.
No tenía sentido andarse con actitudes teatrales. Hizo un gesto a Zuño.
El enano sujetó la cabeza al comandante draconiano y la mantuvo inmóvil,
abriendo a la fuerza las monstruosas fauces con sus recios dedos. Jastom inclinó la

www.lectulandia.com - Página 181


botella y vertió el denso contenido por detrás de la bífida lengua colgante, garganta
abajo. Zuño dejó que las mandíbulas de Skaahzak se cerraran de nuevo con un
chasquido. Jastom gesticuló con la mano, y la botella vacía pareció desvanecerse en
el aire. Durm ni siquiera parpadeó.
Jastom respiró hondo mientras buscaba algo apropiadamente dramático que decir,
pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo el aire fétido de la tienda fue hendido por
un chillido que helaba la sangre.
Skaahzak.
El draconiano chilló otra vez mientras se retorcía en la cama. Jastom y Zuño
miraban boquiabiertos a la criatura. En un visto y no visto, Durm desenvainó su
espada y la alzó a la altura del corazón de Jastom.
—Al parecer, has fracasado. —El teniente hablaba con suavidad, casi como lo
haría un padre con un hijo descarriado, salvo que su voz era mortalmente fría.
De improviso, el comandante draconiano saltó de la cama y apartó la espada de
Durm con brusquedad. La papilla goblin corría por el riego sanguíneo de la criatura
como fuego líquido. El tinte grisáceo había desaparecido de su piel, y si la herida le
causaba algún dolor Skaahzak no daba señales de que fuera así. Sus amarillos ojos
relucían brillantes.
—Basta de tonterías, Durm —siseó—. Mandaré que te corten la cabeza si causas
el menor daño a estos sanadores tan hábiles.
A Jastom le daba vueltas la cabeza, pero no estaba dispuesto a desperdiciar esta
oportunidad. Se quitó el gorro e hizo una profunda reverencia.
—Mi corazón se alegra al ver a mi señor en tan excelente estado de salud —
proclamó en un tono conmovido. De manera subrepticia dio una patada a la rodilla de
Zuño, y el enano se ladeó hacia adelante en una zafia imitación de la reverencia
cortesana de Jastom.
—Me has hecho un gran servicio, sanador —repuso Skaahzak con su voz seca, de
reptil, mientras se vestía una túnica carmesí que un soldado asistente le ofrecía.
—Me complace sobremanera haber podido devolver la salud a tan brillante oficial
—dijo Jastom.
Zuño masculló algo en voz baja que resultó inaudible.
—En efecto, lo has hecho —siseó Skaahzak. De repente se dio media vuelta,
exhibiendo una sonrisa feroz que dejaba a la vista las hileras de dientes—. ¡En toda
mi vida me he sentido mejor! —Se tambaleó y habría caído a no ser por las fuertes
manos de Durm, que lo sostuvieron.
No cabía duda. El draconiano estaba borracho como una cuba.
—¡Aparta tus sucias zarpas de mí! —espetó Skaahzak mientras se libraba de las
manos del teniente con un brusco tirón—. Tú, que me has traído sanador tras sanador,
clérigo tras clérigo, todos ellos hurgando, pinchando y rezando a sus asquerosos

www.lectulandia.com - Página 182


dioses y todos ellos fracasando. Debería hacerte azotar por permitir que sufriera tanto
tiempo. —Su expresión pasaba alternativamente del éxtasis de la embriaguez a la
cólera ardiente. No parecía ser mucho lo que separaba las dos emociones en esta
criatura.
Durm observaba en silencio, impasible.
—No obstante —continuó Skaahzak, cuya voz ahora era un canturreo—, me
trajiste estos excelentes sanadores y por tanto me mostraré clemente. Incluso te daré
una recompensa para demostrarte el alcance de mi benevolencia. —Tendió la mano
izquierda—. Puedes besar el anillo de tu señor, teniente Durm.
En el ganchudo dedo medio del draconiano había una sortija con un rubí tan
grande como una avellana. Jastom supuso que Skaahzak no se había quitado la joya
hacía años. De hecho, dudaba que el draconiano pudiera sacársela. La carne escamosa
del monstruo estaba hinchada en los bordes del anillo.
Durm no vaciló; hincó una rodilla en tierra, ante la mano tendida de Skaahzak. Se
inclinó hacia adelante y puso los labios en el reluciente rubí. Mientras lo hacía,
Skaahzak golpeó al teniente. Durm ni siquiera parpadeó. Lentamente, se puso en pie;
el rubí le había abierto un corte en la mejilla y un hilillo de sangre, tan rojo como la
gema, resbalaba por su mandíbula. El draconiano esbozó una mueca.
—Ahí tienes, teniente —dijo, su voz de reptil borrosa e indistinta—. Has recibido
tu recompensa.
Durm se inclinó con movimientos tiesos y dirigió una breve mirada indescifrable
a Jastom.
El vendedor de pócimas intentó controlar los latidos desbocados de su corazón,
que parecía querer salírsele por la boca. Echó una mirada significativa a Zuño; había
llegado el momento de largarse de allí. El enano subió y bajó la cabeza en un gesto
enfático de asentimiento.
—Bien, me complace ver que todo ha vuelto a la normalidad —manifestó Jastom
con tono afable mientras se ponía el gorro otra vez—, así que creo que nos…
—¡Tengo que hacer una proclamación! —lo interrumpió Skaahzak a gritos. Echó
un poco de vino en una copa de plata, aunque derramó la mayor parte en su túnica, y
empezó a caminar bamboleante por la tienda, tropezando con baúles y muebles. Uno
de sus asistentes iba tras él con una pluma y un pergamino, escribiendo cada palabra
que decía—. ¡Que se sepa que, por sus excelentes servicios, estos dos sanadores serán
nombrados mis médicos personales desde ahora hasta el fin de los tiempos! —
Extendió los brazos en un gesto de triunfo. La copa de plata que sostenía alcanzó la
cabeza de su asistente con un golpe sonoro. El soldado se desplomó como una piedra
en tanto que la pluma y el papel se deslizaban de entre sus dedos. Skaahzak no reparó
en lo ocurrido.
Jastom y Zuño intercambiaron una mirada de alarma.

www.lectulandia.com - Página 183


—Eh… Disculpad, mi señor —comenzó Jastom vacilante—, pero ¿qué es
exactamente lo que habéis querido decir?
Skaahzak giró sobre sus talones para mirar a Jastom; sus ojos ardían con el fuego
abrasador de la papilla goblin.
—He querido decir que el teniente Durm os mostrará vuestro nuevo aposento —
repuso el draconiano, que exhibió sus incontables y afilados dientes en una sonrisa
espantosa—. Os quedaréis en el campamento conmigo. De manera permanente.
Ahora sois mis sanadores.
Jastom sólo fue capaz de asentir en silencio, sintiéndose repentinamente enfermo.
Aunque resultara difícil de creer, en esta ocasión, al parecer, el efecto del elixir había
sido demasiado bueno para su propio bien.

—¿Cuántos soldados hay de guardia? —preguntó Jastom en un susurro.


—Dos —respondió Zuño con otro susurro mientras se asomaba por la estrecha
rendija de la lona que cubría la entrada de la tienda—. Ambos son draconianos.
Jastom se tiró del pelo en tanto que iba de un extremo a otro de la abarrotada
tienda. La atmósfera estaba cargada del acre olor a podrido que soltaba la paja
esparcida por el suelo. La única luz procedía de un pálido rayo dorado de sol que
penetraba a través de un agujero en la lona del techo.
—Tiene que haber un modo de darles esquinazo —dijo, agitado, Jastom, con los
puños apretados.
—Es una pena que no podamos emborracharlos —comentó Zuño secamente.
Jastom lanzó al enano una mirada exasperada.
—Siempre hay una salida, Zuño. Ya hemos estado en suficientes mazmorras para
saberlo. Lo único que necesitamos es tiempo para dar con la respuesta.
El enano sacudió la cabeza; sus espesas cejas se fruncían en un ceño pronunciado.
—En estos momentos, la papilla goblin debe de estar abrasando a Skaahzak de
dentro afuera, tan seguro como si fuera fuego líquido lo que hubiese tragado. Habrá
muerto por la mañana. —Hizo una pausa ominosa—. Lo mismo que nos ocurrirá a
nosotros, supongo.
Jastom gimió, conteniendo a duras penas el impulso de estrangular al enano, pero
se recordó que haría mejor dirigiendo sus energías a encontrar una manera de escapar.
Una vez que estuviesen libres, entonces tendría todo el tiempo del mundo para
estrangularlo.
Con un suspiro de frustración, se sentó con pesadez en la paja y apoyó la barbilla
en las manos. La actitud fatalista del enano era contagiosa.
La solapa de la entrada a la tienda se levantó, y las figuras de los dos guardias
draconianos se recortaron en el brillante recuadro de luz vespertina; sus lenguas
bífidas serpenteaban entre los dientes amarillentos.

www.lectulandia.com - Página 184


—Es hora de cenar —siseó uno de los draconianos, que contemplaba fijamente a
Jastom con sus inquietantes ojos.
Durante un instante de confusión, el humano no supo a qué se refería el
draconiano, si a la cena de Jastom o a la suya propia. Con gran alivio vio los cuencos
que la criatura llevaba en las zarpas. El soldado soltó los dos recipientes de barro,
cuyo contenido, que apestaba, se derramaba por los bordes. El otro draconiano les
arrojó un odre de vino de aspecto grasiento.
—El comandante ha ordenado que se os dé la mejor comida del campamento —
gruñó el soldado con una nota de envidia en la voz—. Skaahzak debe de teneros en
gran estima, no cabe duda. Podéis consideraros afortunados.
Después de que los dos draconianos los dejaron a solas, Jastom echó un vistazo a
los cuencos de comida. El líquido grumoso e incoloro de uno de los recipientes
empezó a rebullir. Un enorme escarabajo negro salió a la superficie de la pastosa
mezcla y trepó al borde del cuenco. Jastom soltó un grito estrangulado. El insecto se
escabulló entre la paja.
—¡Puaj! —escupió Zuño, tirando a un lado el odre, que olía a rancio—. ¿De
dónde extraen el vino estas bestias? ¿De cebollas podridas?
Jastom sintió el estómago revuelto y contuvo a duras penas la náusea.
—Si ésta es la mejor comida que hay en el campamento, no quiero ni pensar en lo
que comerán los soldados de a pie.
Empezó a apartar los recipientes de barro empujándolos con la puntera de la bota
pero entonces se detuvo. Se le acababa de ocurrir una idea.
Rápidamente rebuscó en su capa hasta encontrar el bolsillo secreto en el que
había guardado la botella vacía después de verter la poción en la garganta de
Skaahzak. Quitó el corcho y luego se arrodilló junto al cuenco. Con cuidado, para no
derramar ni una gota de la pútrida sustancia sobre sí mismo, inclinó el recipiente y
llenó parcialmente la botella con la aguachirle. Después cogió el odre de vino y
añadió una buena cantidad del agrio caldo a la botella. Tuvo una última ocurrencia y
recogió un puñado de tierra del suelo y también lo añadió. Tapó la botella y después
la sacudió vigorosamente a fin de mezclar el extraño mejunje del interior.
—¿Qué demonios estás haciendo, Jastom? —demandó Zuño, cuyos ojos grises
centelleaban—. ¿Es que te has vuelto loco de remate? Debí suponer que la tensión de
todo este asunto sería demasiado para ti.
—No, Zuño, no me he vuelto loco —replicó su amigo, enojado; luego, a
despecho de sí mismo, sonrió, lanzó al aire la botella y volvió a cogerla con agilidad
—. ¿Qué fue lo que dijiste? Emborracharlos, ¿no?
—Sí, pero tú nunca me haces caso —protestó el enano—. ¡Y no creo que sea el
mejor momento para empezar a hacérmelo!
—Tú limítate a seguirme la corriente —instruyó Jastom.

www.lectulandia.com - Página 185


El sol se ponía cuando los dos draconianos alzaron de nuevo la solapa de la tienda
y entraron para retirar los platos.
—Gracias, amigos —dijo alegremente Jastom mientras los soldados recogían los
cuencos vacíos y el pellejo de vino—. Ha sido un excelente refrigerio,
verdaderamente.
En realidad, él y Zuño habían enterrado el repugnante alimento en un agujero
somero, en un rincón de la tienda, pero los draconianos no tenían por qué saberlo. Las
dos criaturas observaron a Jastom de hito en hito; la envidia relucía perversamente en
sus ojos de reptil.
—Tenías razón, Jastom —manifestó el enano pensativamente, mirando a los dos
draconianos—. Su aspecto es un poco macilento.
Los ojos del primer soldado se estrecharon en un gesto desconfiado.
—¿Qué quiere decir ese asqueroso enano? —preguntó.
Jastom movió la cabeza arriba y abajo; por su franco semblante pasó una fugaz
expresión sombría.
—En efecto, Zuño —dijo con gravedad—. Sólo puede ser una cosa: putrefacción
virulenta de escamas.
—¿«Putrefacción virulenta de escamas»? ¿Qué tonterías estás farfullando? —
bramó el segundo draconiano.
Jastom suspiró, como si fuese reacio a hablar.
—Lo he visto antes —repuso mientras sacudía la cabeza tristemente—. Es un
azote que ha acabado con legiones enteras de draconianos, en el lejano sur, en
Abanasinia. No creí que hubiese viajado a través del Nuevo Mar, pero al parecer me
había equivocado.
—Sí, vi una vez a un draconiano que tenía el virus —comentó Zuño con actitud
sombría—. Todo cuanto enterramos fue un montón de moho negro y esponjoso. No
murió enseguida. Jamás creí que alguien pudiese chillar tan fuerte.
—¡No he oído nada de eso! —siseó el primer draconiano.
Jastom adoptó su expresión de más pura inocencia. Ni los propios dioses habrían
sabido que estaba mintiendo.
—No tenéis que creerme —dijo, encogiéndose de hombros—. Juzgad por
vosotros mismos. Los primeros síntomas son tan débiles que es difícil percibirlos si
no sabes qué buscas: ojeras de color gris, un tenue dolor en los dientes y las uñas, y
después… —Jastom dejó que sus últimas palabras se perdieran en un murmullo
ininteligible.
—¿Qué has dicho? —bramó el segundo draconiano.
—He dicho que después se empieza a perder la audición a ratos, de forma
esporádica.

www.lectulandia.com - Página 186


Los ojos de los soldados se abrieron desmesuradamente e intercambiaron una
mirada asustada.
—¿Qué podemos hacer? —demandó el primero.
—¡Eres sanador y tienes que ayudarnos! —jadeó el segundo.
—Claro, claro. —Jastom les dirigió una sonrisa animosa—. No temáis, amigos.
Tengo una poción aquí mismo. —Hizo un ademán, y la pequeña botella púrpura con
el nocivo contenido apareció en su mano. Los draconianos la contemplaron
anhelantes—. El Elixir Milagroso de Mosto Musgoso lo cura todo. Incluso la
putrefacción virulenta de escamas.
—¿No olvidas una cosa? —gruñó Zuño.
La expresión alegre se borró del semblante de Jastom.
—Oh, vaya —dijo con preocupación.
—¿Qué ocurre? —El primer draconiano hablaba ya a gritos, sus ganchudos dedos
estaban crispados y movía las correosas alas por la agitación.
—Me temo que ésta es nuestra última dosis —explicó Jastom, que era el vivo
retrato del desconsuelo—. No hay suficiente para los dos. —Dejó la botellita en el
suelo y retrocedió. Luego extendió las manos en un gesto de profundo pesar—. Lo
siento muchísimo, pero tendréis que decidir vosotros quién se lo toma.
Los dos draconianos se miraron con fijeza mientras sus lenguas siseaban y los
ojos amarillos lanzaban chispas.
Se abalanzaron sobre la botella.

—Bien, parecen haber alcanzado la única solución justa a su dilema —observó


Jastom con sequedad.
Los dos soldados yacían en el suelo de la tienda, petrificados en un abrazo fatal.
Los restos de la botella púrpura se esparcían cerca de ellos, convertidos en
minúsculos fragmentos. La lucha había sido breve y violenta. Los dos draconianos se
habían arrojado sobre el elixir y en el proceso cada uno de ellos había hincado una
daga aserrada en el corazón del otro. De forma instantánea, ambos se habían tornado
grises y habían caído pesadamente al suelo. Tal era la naturaleza mágica de estos
seres que, una vez muertos, se convertían en piedra.
—¡Por las barbas de Reorx! ¡Fíjate en eso! —dijo Zuño.
Mientras los amigos miraban, los cuerpos de los draconianos empezaron a
deshacerse. En cuestión de momentos, sólo quedaban sus armaduras, las dagas y un
montón de polvo.
Jastom se agachó y limpió el polvo de una de las dagas. Esbozó una sonrisa
nerviosa.
—Creo que acabamos de encontrar el modo de salir de aquí, Zuño —dijo.
Instante después, Jastom gateaba a través de la grieta de la lona que hacía las

www.lectulandia.com - Página 187


veces de pared trasera de la tienda y se asomaba al exterior, donde lo recibió la
menguante luz púrpura del ocaso. Hizo una seña a Zuño para que lo siguiera. El
enano tropezó al cruzar por la abertura y se fue de bruces al suelo, soltando una
maldición. Jastom lo levantó por el cinturón y le lanzó una mirada admonitoria para
que guardara silencio.
Los dos avanzaron por el campamento en penumbra; Jastom se paraba cada vez
que oía el ruido de pasos acercándose, pero se desvanecían antes de que apareciese
algún soldado. Un fulgor plateado empezaba a asomar por el horizonte oriental. La
luna blanca, Solinari, no tardaría en levantarse arrojando su brillante y diáfana luz
sobre el mundo. Tenían que apresurarse, pues no podían esperar eludir los ojos de los
centinelas una vez que la luna se alzara en el firmamento.
Giraron en la esquina de una tienda larga y de inmediato se agazaparon y
retrocedieron presurosos para ponerse de nuevo a cubierto. Con sumo cuidado,
Jastom se asomó por la esquina. Más allá había un amplio círculo iluminado por la
luz rojiza de una docena de antorchas que estaban clavadas en el suelo. Jastom abrió
los ojos de par en par ante el espectáculo que se ofrecía a su vista.
—¡Puedo volar! ¡Puedo volar! —chillaba con excitación una voz áspera y
pastosa. Era el comandante Skaahzak.
Giraba en el aire dando bandazos, suspendido de la rama de un árbol por una
cuerda atada bajo los brazos. Dos draconianos gruñían mientras tiraban de la cuerda,
izando más y más alto a su comandante. Skaahzak gritaba de regocijo mientras sus
pequeñas e inútiles alas se agitaban débilmente y sus ojos ardían abrasadores con el
brillo de la locura.
—Es la papilla goblin —musitó Zuño quedamente—. Le está pudriendo los sesos.
Pero dejará de reír pronto, cuando el fuego se propague a su sangre.
Una veintena de soldados contemplaba a Skaahzak girar alocadamente al final de
la cuerda, si bien ninguno osaba reír ante el singular espectáculo que ofrecía su oficial
al mando. De repente, Jastom vio al teniente Durm de pie, al borde del círculo
luminoso, separado de los demás y con los ojos relucientes como gemas incoloras.
Una vez más, sus labios esbozaban una débil sonrisa carente de alegría, pero el
significado de aquel gesto escapaba a la comprensión de Jastom.
El vendedor de pócimas se ocultó enseguida detrás de la tienda.
—Durm está ahí —susurró con voz ronca—. Creo que no me ha visto.
—Entonces no le demos otra oportunidad —gruñó Zuño.
Jastom se mostró de acuerdo con un cabeceo vigoroso. Los dos amigos se
deslizaron en la dirección opuesta y se perdieron en la noche.

La carreta traqueteaba por la angosta calzada de montaña, bajo la luz matinal.


Arboledas de gráciles álamos y altos abetos iban quedando atrás, a ambos lados del

www.lectulandia.com - Página 188


camino, a medida que los caballos pintos pasaban a trote vivo.
Jastom y Zuño habían viajado durante toda la noche, remontando los traicioneros
pasos e internándose en las montañas Garnet, guiados sólo por la pálida y fantasmal
luz de Solinari. Pero ahora el alba se asomaba por encima de los distantes y brumosos
picos verdes, y Jastom frenó la marcha de los caballos al paso. El campamento del
ejército de los Dragones quedaba a más de diez leguas a sus espaldas.
—Ah, es estupendo estar vivo y libre, Zuño —manifestó Jastom mientras
aspiraba hondo el limpio aire de la montaña.
—Bueno, yo que tú no me acostumbraría mucho a ello —dijo el enano con gesto
ceñudo—. Mira detrás.
Jastom lo hizo, y el corazón casi se le salió del pecho. Una nube de polvo se
levantaba en la calzada de tierra a menos de un kilómetro y medio de distancia.
—El teniente Durm —masculló con la boca seca—. ¡Sabía que esto era
demasiado fácil!
Zuño asintió con un cabeceo, y Jastom lanzó un agudo silbido al tiempo que
azuzaba a los caballos sacudiendo las riendas con ferocidad. Los animales salieron a
medio galope.
La calzada, estrecha y pedregosa, empezó a descender sinuosa por una cuesta
pronunciada. El viento ondeaba la capa de Jastom a sus espaldas. Zuño se agarró al
pescante como si en ello le fuera la vida cuando su compañero consiguió por los
pelos girar en una curva cerrada de la calzada. Iban demasiado deprisa. Jastom se
apoyó con fuerza en el freno de la carreta. Saltaron chispas. De pronto, se produjo un
fuerte crujido… y el humano se quedó con la palanca del freno en la mano.
—¡La carreta está sin control! —gritó.
—¡Eso ya lo veo sin necesidad de que tú me lo digas! —replicó a voces el enano.
Las ruedas del carro se metieron en un surco profundo y la carreta brincó en el
aire. Los caballos relincharon aterrados y salieron a galope tendido. Con un ruido
desgarrador, se soltaron los arneses y los animales se dirigieron hacia el lado elevado
de la ladera en tanto que el vehículo se deslizaba de costado en la dirección opuesta,
directamente hacia el precipicio.
Todo cuanto pudo hacer Jastom fue gritar:
—¡Salta!
Él y el enano se zambulleron fuera del carro mientras éste salía disparado por el
borde del precipicio. Jastom se golpeó con fuerza contra el suelo. Se incorporó a
tiempo de ver desaparecer la carreta en el vacío. Tras un instante de profundo y total
silencio llegó el sonido de un golpe estruendoso y luego volvió el silencio. La carreta,
y todo cuanto Jastom y Zuño poseían, se había perdido. Desesperado, dio la espalda
al precipicio… y vio a Durm montado a caballo, ante él.
Media docena de soldados, a lomos de sus monturas, iba detrás del teniente y la

www.lectulandia.com - Página 189


luz del sol relucía en las empuñaduras de sus espadas. Jastom sacudió la cabeza con
incredulidad. Estaba demasiado perplejo como para hacer otra cosa que no fuera
quedarse allí de pie, paralizado por la derrota. Zuño, ileso, se acercó para ponerse a su
lado.
—El comandante Skaahzak ha muerto —informó Durm con su voz gélida—. Esta
mañana no quedaba nada de él salvo un montón de cenizas. —Una extraña luz titiló
en los pálidos ojos del teniente—. Por desgracia, vosotros, sus sanadores, no estabais
a su lado para proporcionarle alivio alguno en sus últimos momentos. He tenido que
cabalgar a todo galope a fin de alcanzaros. No podía dejar que os marchaseis sin
recibir lo que merecéis por este fracaso, Mosto Musgoso.
Jastom cayó de rodillas. Cuando todo lo demás fallaba, sabía que había una sola
opción: humillarse. Obligó al enano a postrarse también.
—Por favor, mi señor, sé clemente con nosotros —suplicó, adoptando su
expresión más lastimosa. Dadas las circunstancias, no le resultó muy difícil—. No
podíamos hacer nada por él. Por favor, te lo ruego, permítenos vivir. Verás, señor, no
somos sanad…
—¡Silencio! —ordenó Durm cortante.
Los balbuceos de Jastom cesaron. El corazón se le heló en el pecho. El semblante
del teniente era tan impasible como la montaña de granito en la que estaban.
—La pena por no curar a Skaahzak es la muerte —continuó Durm. Hizo una
pausa durante lo que pareció un instante interminable—. Claro que es derecho del
comandante elegir el castigo a imponer. —Durm alargó la mano de manera que
resultaba ostensible el anillo, el de Skaahzak, que ahora llevaba en su mano
izquierda. El enorme rubí brillaba como sangre—. Por ti y por tu elixir, Mosto
Musgoso, ahora yo soy el comandante. —Con gesto ausente, el oficial se pasó un
dedo por la mejilla que Skaahzak había golpeado—. Seré yo, pues, quien elija tu
castigo.
La mano de Durm, enguantada en negro, bajó a su cinturón, hacia la empuñadura
de la espada. Jastom hizo un ruido ahogado; por primera —y última— vez en su vida,
se encontraba falto de palabras.
El comandante sacó algo del cinturón y se lo arrojó a Jastom, que dio un respingo
al sentir que lo golpeaba en el pecho. Pero era sólo una bolsa de cuero.
—Creo que diez monedas de acero es lo que cobras por una dosis de tus elixires
—dijo Durm.
Jastom miró de hito en hito al oficial, desconcertado. Por una vez, el vendedor de
pociones creyó reconocer la extraña nota en la voz de Durm: regocijo. ¿Sería posible?
—Buen trabajo, sanador—manifestó el comandante, con aquella sonrisa apenas
perceptible insinuándose de nuevo en sus labios.
Después, sin añadir nada más, hizo volver grupas a su montura y partió al galope

www.lectulandia.com - Página 190


ladera abajo, seguido de cerca por sus soldados. En cuestión de segundos todos
habían desaparecido tras un recodo del camino. Jastom y Zuño estaban a solas.
—Lo sabía desde el principio —dijo el humano, maravillado—. Sabía que éramos
unos charlatanes.
—Y por eso nos eligió —comentó el enano, cuya barba se agitaba por el asombro
—. Dejar morir a su comandante habría sido traición. Pero de este modo da la
impresión de que hizo cuanto estaba en su mano para salvar a Skaahzak y nadie podrá
reprocharle su forma de actuar.
—Y yo que pensaba que éramos unos hábiles timadores —dijo Jastom con tono
seco. Miró pensativo el borde del precipicio, por donde había desaparecido la carreta.
—Bueno, por lo menos tenemos esto —gruñó ásperamente Zuño mientras recogía
la bolsa de cuero.
Jastom contempló con fijeza al enano unos largos segundos y después, poco a
poco, una sonrisa iluminó su semblante. Cogió la bolsa a Zuño y la sopesó con gesto
pensativo.
—Amigo mío, ¿cuánto aguardiente enano piensas que puedes destilar con diez
monedas de acero? —inquirió.
Un destello malicioso asomó a los ojos gris acerado de Zuño.
—Oh, con ese dinero se puede sacar bastante —repuso mientras los dos
empezaban a bajar la sinuosa calzada de montaña, de vuelta a terrenos deshabitados
—. Es decir, bastante para empezar de nuevo…

www.lectulandia.com - Página 191


La mano que provee

Richard A Knaak

Vandor Grizt solía pensar que el peor olor del mundo era el de un perro mojado.
Ahora, sin embargo, sabía que había uno peor.
El de un perro mojado muerto.
Atado al mástil del barco, Vandor sólo podía mirar a los funestos ojos carentes de
pupilas de la monstruosidad que lo vigilaba, un animal muerto en vida. La
combinación de podredumbre y niebla húmeda hacía a la pálida bestia, carente de
pelo, tan ofensiva al olfato que incluso los dos draconianos hacían cuanto estaba en
su mano para permanecer a favor del viento. Vandor, sin embargo, no tenía esa
opción.
Vandor se vio forzado a admitir que, probablemente, tampoco él olía mucho
mejor. Atado de la cabeza a los pies, había sido arrastrado sobre calzadas
accidentadas durante cuatro días hasta el litoral del Mar Sangriento y allí lo habían
subido a bordo del barco. Aquélla no era su apariencia habitual, siempre cuidada y
pulcra. Confiaba en que ninguno de sus clientes lo hubiese visto; el degradante
espectáculo no beneficiaría los negocios… suponiendo que sobreviviera para hacer
negocios.
Alto y delgado, Vandor Grizt era, por lo general, lo bastante rápido o lo bastante
escurridizo para eludir la captura, ya fuera a manos de las autoridades locales o de
alguno que otro cliente insatisfecho. Cuando la velocidad le fallaba, sus rasgos
patricios, casi regios, junto con su pico de oro le permitían salir con bien del asunto.
Vandor nunca se hizo rico con la venta de sus mercancías «usadas», pero tampoco
había pasado hambre. No, jamás se había arrepentido del curso tomado por su vida.
Hasta ahora.
Vandor cambió de postura. El lobo muerto viviente enseñó sus fauces putrefactas
en un gesto de advertencia.
—Perrito bonito —replicó Vandor, gruñendo a su vez—. Ve a enterrar un hueso, a
poder ser uno tuyo.
—Guarda silencio, humano —siseó uno de los dos draconianos, un sivak. Los
draconianos semejaban un par de gemelos escamosos casi idénticos, pero Vandor
sabía por dolorosa experiencia que eran muy distintos. El sivak tenía un talento
especial: si mataba a una persona, podía alterar su apariencia para adoptar la de su
víctima. Bajo el disfraz de uno de los amigos de más confianza de Vandor, el

www.lectulandia.com - Página 192


draconiano sivak lo había conducido a un callejón, donde le tendieron una
emboscada. Comprendió su error cuando vio al sivak cambiar a su propia forma
escamosa… e informarle que su amigo estaba muerto.
De haber tenido la oportunidad, Vandor Grizt habría degollado al lagarto. Ya eran
poco los amigos que tenía como para dejar que los asesinaran. Aún no sabía el
motivo por el que los draconianos se habían tomado tantas molestias. Quizás el
clérigo oscuro que dirigía el grupo se lo diría. Le gustaría conocer, al menos, la razón
por la que iba a morir.
—¡Te damos las gracias, Zeboim, señora del mar! —entonaba el clérigo.
Vandor —un experto autodidacta a la hora de conseguir artefactos «perdidos» y
mercancías «extraviadas»— no era capaz de identificar al dios o la diosa a cuyo culto
pertenecía el clérigo, pero dudaba que fuera la tempestuosa sirena marina que
llamaba madre a Takhisis, Reina de la Oscuridad. Zeboim no parecía de la clase que
sintiera predilección por la horrenda y blanca máscara de calavera con la que el
clérigo se cubría el rostro parcialmente. A alguna otra deidad le gustaban las
calaveras y las cosas muertas, pero Vandor no recordaba el nombre. Los dioses no
eran su fuerte. Él mismo rendía culto, aunque de manera superficial, a Shinare, que
protegía a los mercaderes, incluidos (le gustaba pensar) a los «emprendedores», como
era su caso. Puesto que Shinare era uno de los dioses neutrales, Vandor había sido
siempre de la opinión que no le importaría si le rezaba sólo cuando estaba en apuros.
Pero ahora se preguntó si no sería éste su castigo por dar por hecho los favores
divinos. A veces, los dioses eran muy quisquillosos con esas cosas.
El barco cabeceó cuando lo golpeó otra fuerte ola. El Mar Sangriento era siempre
horrible para la navegación, pero por la noche y durante una tormenta resultaba una
locura suicida, en opinión de Grizt.
Claro que su opinión no fue tenida en cuenta ni por la tripulación ni por los
pasajeros.
«Cara de Calavera» dio media vuelta y convocó a sus dos compañeros
draconianos. Unas antorchas mágicas, que jamás se apagaban a despecho de las
continuas rociadas de espuma, otorgaban al clérigo enmascarado la apariencia de un
necrófago. Bajo la máscara sólo eran visibles la boca y la barbilla, fina y puntiaguda.
—¡Vosotros dos, preparad el altar para la invocación! —ordenó el clérigo.
Vandor se estremeció al suponer que tal invocación sólo podía significar cosas
espantosas para él.
El draconiano kapak dirigió una mirada interrogante a su señor.
—¿Tan pronto, prefecto Stel? —La saliva le goteó mientras hablaba. La
tripulación de minotauros no sentía mucho aprecio por el venenoso kapak. Cada vez
que hablaba, hacía agujeros en la cubierta con la corrosiva saliva.
El prefecto Stel se puso unos guantes, negros y lustrosos, en sus huesudas manos.

www.lectulandia.com - Página 193


«Viste muy bien —pensó Vandor Grizt—. No es mi estilo de ropa, por supuesto, pero
es de un tejido excelente. En otras circunstancias, Stel habría sido un posible cliente».
Vandor soltó un suspiro y prestó atención a lo que estaba diciendo el clérigo.
—Quiero que el altar esté dispuesto para usarlo en el momento en que nos
encontremos en el sitio. —El clérigo oscuro sacó una pequeña calavera que colgaba
de una cadena a su cuello. Vandor estudió con atención la joya, primero para calcular
su valor y después porque reparó en que emitía un brillo.
—¿Qué pasa con el humano, prefecto? —preguntó el sivak.
—El lobo espectral lo vigilará. No es un hombre que tenga aspecto de ser
estúpido. —Stel se volvió hacia Vandor—. ¿Lo eres?
—Tengo que admitir que aún no he llegado a una conclusión a ese respecto, mi
buen señor —repuso el mercader independiente—. Mis perspectivas actuales no son
un buen agüero para esperar algo positivo.
—Eso es evidente.
Stel parecía divertido. Se acercó un poco más y, por primera vez, el prisionero
captó un atisbo de los negros pozos que eran sus ojos. Vandor se preguntó si Stel se
despojaría de la máscara en algún momento. En los días transcurridos desde su
captura, el mercader no había visto el rostro que se ocultaba detrás.
—Si fuera clérigo del escurridizo Hiddukel en lugar de servir a mi señor
Chemosh, estaría tentado de ofrecerte un puesto a mi lado —dijo Stel—. Estás
verdaderamente dedicado al exquisito arte de enriquecerte a costa de otros, ¿no es
así?
—¡Jamás a expensas de mis buenos clientes, maese Stel! —refutó Vandor con
actitud ofendida. Pero su protesta carecía de entusiasmo.
Chemosh…, señor de los muertos vivientes. La máscara debería haber sido
evidencia más que suficiente y el lobo espectral la prueba definitiva, pero el
desconcertado y asustado mercader no había relacionado lo uno con lo otro. Vandor
estaba en poder de un nigromante, un clérigo que levantaba a los muertos con
propósitos malignos que, por lo general, requerían un sacrificio. Pero ¿por qué
Vandor Grizt específicamente? El sivak había ido por él, no por cualquier otro.
El barco se sacudió otra vez en las aguas turbulentas. Una ola se estrelló contra la
batayola y lo empapó todo, a excepción de las antorchas mágicas y, cosa curiosa, el
clérigo. La diminuta calavera de Stel brillaba con más fuerza ahora. Sus ropas estaban
completamente secas.
Restalló el trueno, seguido por una serie de ruidos sordos y pesados; el extraño
sonido hizo que Vandor alzara los ojos al cielo para ver qué creaba semejante
fenómeno. Una forma maciza llegó a su lado, y el mercader comprendió de inmediato
que lo que había tomado como parte de la tormenta habían sido en realidad unas
pisadas.

www.lectulandia.com - Página 194


—¡Prefecto! —retumbó el recién llegado con una voz más fuerte que el trueno.
—¿Sí, capitán Kruug?
Kruug parecía sentirse incómodo en presencia del clérigo. Extraño, puesto que el
minotauro sobrepasaba los dos metros diez de estatura y probablemente pesaba tres
veces lo que el prefecto Stel. Vandor ignoraba cuántos años tenía el hombre toro, pero
el capitán Kruug parecía llevar navegando por los mares los treinta años que contaba
Vandor y aún más. Tal experiencia aumentaba las posibilidades del mercader de
sobrevivir a las encrespadas aguas y la amenazadora tormenta, pero ello no daba
ánimos al cautivo si sólo significaba que viviría lo suficiente para enfrentarse con la
suerte que el clérigo de Chemosh le tenía reservada.
—Prefecto —repitió Kruug; la propia postura del minotauro ponía de manifiesto
su desagrado por el nigromante—, mi barco está aquí sólo porque tú y tu Señor del
Dragón me ordenasteis que cooperara.
La esperanza de Vandor aumentó. Quizá los minotauros rehusaran seguir la
travesía, echando a perder cualquier plan que el nigromante tuviera en mente.
—Mi tripulación empieza a ponerse nerviosa, clérigo —manifestó el capitán. A
los minotauros no les gustaba admitir que se sentían intranquilos. Para ellos, esto era
un signo de debilidad—. La tormenta es lo bastante mala por sí misma y navegar
durante la noche sólo consigue empeorar la situación. De esas dos cosas, sin
embargo, podría ocuparme en cualquier otro momento, prefecto. —Kruug vaciló; se
sentía incapaz de mirar directamente a la máscara durante varios segundos sin apartar
la vista.
—¿Y bien? —instó, irritado, Stel.
—Es hora de que nos digas por qué estamos navegando por esta zona, en medio
de lo más profundo del Mar Sangriento. Circulan rumores entre la tripulación y, a
medida que crecen, su inquietud también aumenta. —Kruug resopló y se limpió las
gotitas de espuma de mar que empapaban su enorme mandíbula—. Encontramos muy
interesante que un clérigo de Chemosh emplee tanto tiempo en rendir homenaje a la
Reina de los Mares. ¡Tanto que parece haber olvidado a su propio dios!
El lobo espectral gruñó, y sus ojos carentes de pupilas se estrecharon. Stel le dio
unas palmaditas tranquilizadoras.
—Se te ha pagado bien, capitán. Demasiado bien para que hagas preguntas. Pensé
que aprobarías mis esfuerzos por complacer a la Reina de los Mares. ¿Es que no
merece tal respeto, sobre todo ahora? Nos encontramos en sus dominios y me he
limitado a darle el tributo que merece.
Vandor Grizt se sintió descorazonado. «Mi suerte se ha vuelto como una bolsa
llena de monedas… ¡de plomo!».
Al parecer, Kruug no confiaba en las aterciopeladas palabras de Stel. Resopló
desdeñoso, pero miró en derredor con inquietud. Siendo una criatura tan dependiente

www.lectulandia.com - Página 195


del mar, el capitán tenía que actuar con mucho más cuidado que la mayoría a fin de
mantener una relación de respeto con la tempestuosa Reina de los Mares.
La tormenta empeoró. La niebla, que había empapado a todos salvo al clérigo,
estaba acompañada por una suave llovizna que presagiaba el chaparrón torrencial que
se aproximaba. Truenos y relámpagos estallaban en lo alto.
—Ruega porque Zeboim haya escuchado tus plegarias, prefecto —replicó el
minotauro—. De otro modo, la aplacaré arrojándoos por la borda a ti y a tu apestosa
mascota. Mi barco y mi tripulación están ante todo. ¡Es fácil para un Señor del
Dragón llevar a cabo planes cuando está a salvo en sus aposentos de la costa! —
rezongó, sin dirigirse a nadie en particular—. ¡No será él quien sufra, sino el que
recoja los beneficios!
—Se te dio a elegir, Kruug. —Stel esbozó una sonrisa desagradable—. O
navegabas conmigo o entregabas el mando del Tauron a un capitán más valiente que
estuviera dispuesto a hacerlo.
Kruug soltó un quedo rugido, pero se echó atrás. Para alguien de la raza de
Kruug, aquello no era una elección, ni mucho menos. Ningún minotauro permitiría
que lo creyeran un cobarde.
Stel miró a espaldas del capitán, que se volvió para ver qué había llamado la
atención al clérigo. Vandor, atado a uno de los mástiles, no pudo girarse, pero supo
por el repiqueteo metálico que los draconianos regresaban de su visita a la bodega.
Los dos draconianos traían a rastras un peculiar cuenco metálico grande, apoyado en
tres patas. El capitán Kruug miró ferozmente al kapak.
—¡Y también arrojaré por la borda a esos lagartos, sobre todo al que es incapaz
de mantener cerrada la boca! —agregó Kruug—. Si hace un solo agujero más en la
cubierta…
Pero ninguno de ellos le hacía caso y, buscando un blanco sobre el que descargar
su frustración, el capitán dirigió una mirada feroz a Vandor, que de pronto quiso ser
capaz de fundirse con el mástil. Kruug esbozó una mueca; sus fauces en nada tenían
que envidiar a las del lobo espectral en cuanto al número de sus enormes y agudos
dientes.
—¡Y puede que arroje ahora mismo a este despojo! —amenazó el minotauro.
—Tócalo, mi astado amigo, y tu contramaestre ascenderá de rango en un visto y
no visto. —La actitud de Stel era fría, mortalmente seria, y sorprendió a Kruug.
—¿Qué tiene de especial este raposo ladronzuelo? —le preguntó.
—¿Él? —Stel dirigió una mirada desdeñosa a Vandor—. Por sí mismo, no vale
nada. —A despecho de lo apurado de su situación, Vandor se sintió ofendido—. Es su
sangre lo que para mí tiene un valor incalculable —añadió el clérigo.
Vandor ya no se sentía ofendido… Estaba demasiado ocupado intentando
recordar las plegarias adecuadas para Shinare. Si había abrigado alguna duda respecto

www.lectulandia.com - Página 196


a su suerte, ahora había quedado despejada.
—No comprendo —repuso el capitán.
Stel bajó la vista a la calavera que colgaba de la cadena.
—Dentro de muy poco, capitán Kruug, tú y Vandor Grizt lo entenderéis. Nos
estamos aproximando a nuestro punto de destino. Por favor, que tu tripulación se
prepare para detener el barco.
—¡En estas aguas profundas el ancla no se agarrará! —protestó Kruug.
—No es preciso que estemos completamente inmóviles. Sólo tienes que
asegurarte de que no nos salimos del área. Supongo que eso puedes hacerlo, capitán.
Se me aseguró que eras un experto en tu profesión.
—He navegado por estas aguas… —empezó, encrespado, el minotauro.
El estallido de un relámpago apagó cualesquiera que fueran las palabras que el
capitán dijo a continuación, pero la ira plasmada en su semblante y la rapidez con que
se apartó del prefecto Stel hablaron por sí mismas. Vandor lamentó ver que Kruug se
marchaba. De todos los indeseables compañeros del mercader, el capitán minotauro
parecía ser el único que compartía sus temores. Kruug se limitaba a cumplir las
órdenes recibidas con una falta de entusiasmo que Vandor supo apreciar, aunque no le
sirviera de nada.
Los draconianos instalaron el altar rápidamente, a pesar del continuo balanceo del
barco. Ataron las patas del enorme cuenco metálico a diversas partes de la cubierta,
asegurándose de que el monstruoso objeto no se moviera de su sitio por fuertes que
fueran las embestidas del mar. Cuando los draconianos hubieron terminado,
regresaron junto a Stel, que no parecía tener el menor problema para moverse de un
sitio a otro, a diferencia de todos los demás.
—¡El mar no se calma, prefecto! —siseó el sivak—. ¡Pese a tus plegarias a la
Reina de los Mares, puede que las cuerdas no aguanten!
—¡Ella me escuchará! —declaró Stel—. He apelado a su buena voluntad durante
los tres últimos días. No osaremos intentarlo sin el beneplácito de la Reina de los
Mares. ¡No osaremos robar nada de sus dominios! —El clérigo hizo una pausa y se
quedó pensativo. Miró a Vandor Grizt y después a los draconianos—. Tendré que
hacer una ofrenda mucho mayor de lo que había imaginado. Algo que pruebe a
Zeboim mi profundo respeto a su majestad. Algo que demuestre su prioridad ante
todo lo demás en este empeño. ¡Y tendrá que ser ahora!
—¿Ahora? —graznó el kapak con sorpresa—. ¡Pero si es la hora de vuestras
oraciones vespertinas a Chemosh, prefecto!
—Chemosh lo comprenderá. —Stel se volvió de nuevo hacia Vandor y lo señaló
—. ¡Desatadlo!
Mientras los draconianos soltaban las ataduras, Vandor intentó escabullirse. Por
un breve instante logró escapar, pero al punto el lobo espectral se plantaba ante él,

www.lectulandia.com - Página 197


listo para saltar. El breve momento de vacilación del aterrado mercader fue suficiente
para que los draconianos volvieran a apresarlo.
—¡Traedlo al altar! —ordenó Stel.
Los draconianos arrastraron a Vandor por la mojada cubierta hasta el extraño
cuenco que Stel había identificado como un ara.
—¡Maese Stel, sin duda no soy el sacrificio más apropiado! —protestó el
mercader—. ¿Has tenido en cuenta que soy un presente apenas sin valor para ser
entregado a alguien tan ilustre como la bella y maravillosa Zeboim?
—Silencio, bufón —musitó el clérigo en una voz mucho menos autoritaria de lo
normal.
Los oscuros ojos de Stel se volvieron hacia el lobo espectral que había estado
vigilando a Vandor. En respuesta al mudo mandato, el animal muerto viviente se
reunió con su amo. El prefecto Stel puso de nuevo su atención en el prisionero.
—Extendedle el brazo. El izquierdo.
Vandor se debatió, pero su fuerza no era nada comparada con la de los
draconianos.
El servidor de Chemosh sacó una daga, enjoyada y retorcida, del interior de su
túnica. Vandor Grizt la reconoció: un cuchillo de sacrificios. Incluso había vendido
unos cuantos, si bien ninguno de ellos había sido tan intrincado en detalles… ni
parecía estar destinado a un propósito tan mortífero.
Stel tocó levemente con la daga el brazo extendido de Grizt. La punta de la hoja
se hincó en la piel y la sangre brotó. Mascullando en voz baja, el clérigo hizo un
pequeño corte en el antebrazo de su cautivo. Era doloroso, por supuesto, pero Vandor
había sufrido mucho más daño a manos de los guardias de las ciudades. Un hilillo de
sangre resbaló despacio por el brazo y cayó al interior del cuenco del altar; al tocar el
fondo chisporroteó y se evaporó con un siseo. El metal empezó a irradiar calor.
Vandor tragó saliva, asustado de lo que podría ocurrir si su carne tocaba el ardiente
metal.
Apartando el acero enrojecido de sangre, Stel bajó la vista al lobo espectral, que
lo miraba con sus ojos muertos y ciegos.
El clérigo volvió el rostro hacia el mar.
—¡Zeboim, a quien también se conoce como la Reina de los Mares, escúchame!
¡Te ofrezco algo de gran valor, algo que probará mi humilde respeto por tu poder! ¡Te
entrego una parte de mí! —El clérigo oscuro hundió la daga hasta la empuñadura en
el cráneo de su mascota.
El lobo aulló de dolor y rabia. Varios minotauros de la tripulación miraron en su
dirección. Vandor Grizt retiró el brazo del metal ardiente. Los dos draconianos habían
aflojado el agarre por la conmoción que les había causado la acción de su clérigo.
El servidor de Chemosh extrajo la daga de la cabeza del lobo espectral. La

www.lectulandia.com - Página 198


monstruosidad se derrumbó en el mismo instante en que la hoja del arma dejó de
tocarla. La criatura muerta se deshizo, convirtiéndose en ceniza en cuestión de
segundos. Vandor Grizt alzó la vista hacia el clérigo y reparó en que las manos le
temblaban; el prefecto Stel tenía toda la apariencia de un hombre que se acaba de
cortar su propia mano.
Un murmullo se alzó entre los minotauros, y el resonar de fuertes pisadas advirtió
a Vandor y sus verdugos del regreso del capitán Kruug.
—¡Prefecto Stel! En nombre de Sargonnas, ¿qué has hecho ahora? No arriesgaré
más mi barco en esta aventura, con o sin amenazas…
Stel alzó la mano libre e impuso silencio al capitán; luego se volvió a mirar el
mar, expectante.
Durante unos segundos, Vandor Grizt, al igual que los demás, no vio nada fuera
de lo normal. El mar estaba en calma y las nubes tormentosas casi inmóviles. El Mar
Sangriento estaba tan tranquilo como un niño dormido.
Entonces fue cuando Vandor cayó en la cuenta de que esto no era normal.
El mar se había calmado, la tormenta había cesado… de una manera tan súbita
que sólo podía achacarse a la intervención divina.
—Shinare… —musitó el mercader, deseando una vez más haber sido un poco
más constante en sus plegarias.
Moviéndose con cierta inestabilidad, el prefecto Stel dio la espalda al mar y se
enfrentó al capitán.
—¿Qué estabas a punto de decir, Kruug?
No es habitual que los eventos sorprendan a un minotauro, pero Kruug estaba
perplejo. El hombre toro tragó saliva con esfuerzo y miro de hito en hito al clérigo,
con asombro y algo de temor.
—Ya me parecía a mí —comentó Stel al tiempo que sonreía con malignidad—.
Nos encontramos casi encima de la posición exacta, capitán, así que te sugiero que tú
y tu tripulación consigáis mantener el barco tan inmóvil como os sea posible.
—Sí —repuso Kruug mientras asentía con un enérgico cabeceo. Luego giró sobre
sus talones y empezó a gritar a los otros minotauros, descargando la vergüenza y el
miedo en su tripulación.
Stel se volvió hacia Vandor y le sonrió.
—Es como esperaba. Tu sangre es la clave. Ella nos ha escuchado y nos ha
favorecido.
—¿Mi sangre? ¿La clave? —balbució el mercader.
—Oh, sí, Vandor Grizt, insignificante ladronzuelo y proveedor de propiedades
hurtadas… ¡Tu sangre! ¿Es que no oyes las voces? —Los negros y profundos ojos
tras la máscara se abrieron desmesuradamente por la excitación—. ¿No oyes que te
están llamando?

www.lectulandia.com - Página 199


—¿Quiénes? —jadeó el mercader.
—Tus antepasados —repuso Stel, con la mirada prendida en el mar.
—¡Prefecto! —El kapak babeaba por el miedo. Una gotita de la corrosiva saliva
salpicó a Vandor en la mejilla. El hombre dio un respingo de dolor, pero no podía
hacer nada, ya que tenía los brazos sujetos—. ¡Prefecto, has sacrificado al lobo
espectral!
—Chemosh comprenderá que era necesario, que había que aplacar a Zeboim. Esta
empresa es demasiado importante.
—Pero el lobo espectral… ¡te fue entregado a tu servicio por tu señor!
Resultaba evidente que la destrucción de su diabólica mascota le había costado
mucho y el recordatorio del kapak sólo consiguió remover el dolor. Si lo que decía el
draconiano era cierto, entonces el prefecto había destruido voluntariamente un regalo
de su dios a fin de ganar el favor de la Reina de los Mares.
«Una empresa muy costosa, ésta», pensó Vandor atemorizado.
La máscara de calavera hacía que el clérigo semejara la personificación de la
propia muerte. La voz de Stel sonó tan monótona, tan inexpresiva, que Vandor y los
draconianos por igual retrocedieron alarmados:
—Nos encontramos en el dominio de la Reina de los Mares. Incluso mi señor
Chemosh debe respetar eso. Es merced a su poder por lo que esta empresa se llevará a
cabo, ¡pero sólo gracias a la tolerancia de ella podremos sobrevivir!
La calavera de la cadena relució con más fuerza, tan brillante que los dos
draconianos y Vandor se vieron forzados a mirar a otro lado.
—¡Capitán Kruug! —gritó Stel—. ¡Ésta es la posición, no más lejos!
Los minotauros echaron el ancla; la nave perdió velocidad, pero continuó a la
deriva, dando al mercader una fugaz esperanza. Sin embargo, la tripulación viró el
barco y lo hizo regresar despacio al mismo punto.
—Aún falta un poco —susurró el clérigo, que preguntó en voz más alta y firme
—: ¿Los oyes, Vandor Grizt? ¿Oyes a tus antepasados llamándote?
El mercader, que no podía rastrear a sus antepasados más allá de sus padres,
apenas recordados, no oía nada salvo los gritos de los minotauros y el suave soplo de
la brisa en el aparejo. No obstante, se abstuvo de contestar. La respuesta podía
significar la vida… o la muerte, y necesitaba saber un poco más para elegir bien.
—No los oyes, ¿verdad? —La voz de Stel era severa—. Pero los oirás. Tu sangre
es pura, hijo del Príncipe de los Sacerdotes.
—¿Príncipe de los Sacerdotes? ¿Yo? —Vandor miró al clérigo sin comprender.
—Sí, Príncipe de los Sacerdotes. —Stel jugueteó con la daga mientras
contemplaba el mar encalmado—. Me costó bastante tiempo encontrarte por culpa de
tu estilo de vida nómada. Sabía que no fracasaría en mi propósito. Fui yo quien
encontró el antiguo templo, quien entendió lo que otros de mi orden no supieron

www.lectulandia.com - Página 200


entender.
—Estoy completamente desconcertado, maese Stel. ¿Dices que soy descendiente
del Príncipe de los Sacerdotes? —Mientras hacía la pregunta, Vandor temblaba de
manera incontrolable. Recordó de repente lo que, según las leyendas, yacía en el
fondo del Mar Sangriento.
Istar… La ciudad sagrada arrastrada a la perdición por la presunción de su señor,
el Príncipe de los Sacerdotes. En las tenebrosas profundidades del Mar Sangriento,
reposaban las ruinas de la legendaria ciudad… así como todo el país.
—En línea directa. —Stel acarició la reluciente calavera—. Este amuleto te señala
como tal, del mismo modo que señala el punto donde están hundidos los grandes
templos y almacenes de Istar. Los hechizos a los que lo he sometido lo hacen
reaccionar con cualquier cosa, incluidas personas, que posea una fuerte afinidad con
Istar. El amuleto fue tallado de una piedra del propio templo donde encontré los
registros, duplicados preservados por la magia de los fanáticos acólitos del Príncipe
de los Sacerdotes. Preservados pero olvidados, pues quienes los habían guardado
habían perecido en la ciudad o habían abandonado el lugar después de que su nación
dejara de existir.
—Por favor, maese Stel. —Vandor confiaba en obtener más información, aunque
no tenía ni idea de para qué podía servirle—. ¿Qué extraordinaria maravilla contenían
esos registros para que os indujera a buscar a alguien tan insignificante como yo?
El clérigo soltó una risita burlona, un sonido rasposo.
—Durante los últimos días de Istar, el Príncipe de los Sacerdotes persiguió y
asesinó a muchos como yo —repuso—. Los clérigos del Bien robaron muchos
objetos malignos de los cadáveres de clérigos de Takhisis, Sargonnas, Morgion,
Chemosh. Los necios que seguían al Príncipe de los sacerdotes o no supieron cómo
destruir esos poderosos artefactos… o los consideraron demasiado tentadores para
destruirlos, por si acaso hallaban el modo de utilizarlos.
Vandor Grizt estuvo a punto de soltar una carcajada. Todo esto era demasiado
absurdo. Sabía la facilidad con que los rumores se propagan; él mismo había iniciado
unos cuantos a fin de vender sus mercancías. Corría el rumor de que, en algún
momento, los Caballeros de Solamnia habían guardado esos objetos clericales
malignos, pero la realidad es que nadie podía afirmar haber visto alguno. Es decir,
uno verdadero. Con todo, el prefecto no parecía la clase de hombre que pudiera salir a
la caza de fantasmas. Vandor tuvo una idea.
—Estoy seguro, maese Stel, de que debiste sentirte muy complacido de encontrar
registros de vuestras propiedades robadas, pero si esos objetos se hallan en el fondo
del mar…
El clérigo miró al mercader con expresión astuta.
—Por supuesto sabía que los tesoros que buscaba, los talismanes de mis

www.lectulandia.com - Página 201


predecesores, estaban fuera de mi alcance. Ni siquiera un nigromante como yo mismo
es capaz de invocar a los antiguos de Istar. Sus tumbas yacen en las profundidades del
mar; no moran en los dominios de mi señor. Mas, si utilizo la sangre de su linaje,
aunque sean muchas las generaciones que los distancian, tendré el poder de
invocarlos.
Vandor Grizt se mostraba escéptico.
—Si estoy emparentado con el… eh… Príncipe de los Sacerdotes, ¿cómo lograste
encontrarme?
—Ya te he dicho que no permito que nada se me escape. Seguí la inclinación del
talismán de la calavera y viajé por el mundo hasta que me condujo a ti, en Takar.
Eres, a tu modo, un gran charlatán, como tus antepasados, pero resultó sencillo
hacerte caer en la trampa.
—El draconiano sivak se echó a reír.
—Ahora —continuó el clérigo—, casi hemos llegado al final de mi empresa. Hay
un objeto en particular, una reliquia de Chemosh, que he anhelado desde que descubrí
su existencia. Un colgante con su cadena, tal vez el talismán más poderoso jamás
creado, un artefacto que puede levantar legiones de muertos vivientes ¡y ponerlos al
servicio de su portador!
La imagen de cientos, tal vez miles de guerreros muertos vivientes marchando por
los campos era más que suficiente para que el alma se le cayera a los pies al ya
desalentado Vandor.
—Sin embargo, no creas que desdeñaré los otros tesoros. —Stel esbozó una
mueca—. ¡Podré seleccionar y elegir! ¡Ejerceré un poder que nadie tiene!
El familiar retumbo que anunciaba la llegada del capitán Kruug hizo que Vandor
sufriera un escalofrío.
—Estamos tan parados como es posible, prefecto Stel. Si vas a hacer algo, ¡hazlo
ahora!
El clérigo alzó la vista al espeluznante cielo nocturno.
—Sí, creo que es la hora. —A los draconianos les bramó unas órdenes—:
¡Extended el brazo de este necio sobre el altar!
«¡Shinare!», intentó rezar Vandor otra vez, pero seguía sin recordar las palabras
apropiadas ni el ritual que debía seguirse.
—La sangre llama a la sangre, Vandor Grizt —murmuró Stel.
—¡Sin duda mi sangre está tan contaminada con la de otros linajes inferiores que
no te servirá de mucho! —gritó el mercader mientras se retorcía con desesperación.
A los draconianos pareció divertirles su alegato, y Stel sacudió la enmascarada
cabeza al tiempo que rozaba la reluciente calavera del colgante.
—Tu sangre ya ha demostrado su validez. Ello significa una recompensa para ti,
pues cuando llegue el momento te daré una muerte tan rápida e indolora como me sea

www.lectulandia.com - Página 202


posible.
Vandor no le dio las gracias por su amabilidad.
Stel alzó la daga por encima de su cabeza y empezó a entonar:
—Gran Reina de los Mares, a ti, que nos has guiado y sin cuyo patrocinio esta
empresa sería irrealizable, te suplico humildemente, en nombre de mi señor
Chemosh, me concedas esta gracia…
Vandor Grizt no oyó nada más; sus ojos no podían apartarse de la daga.
La hoja de acero descendió.
Vandor dio un respingo y un grito de dolor; mas, en lo que parecía ser una
reanudación del primer ritual, el clérigo de Chemosh pinchó la piel del brazo del
mercader y volvió a abrirle la larga herida. Vandor respiró aliviado.
La sangre goteó sobre el altar y Stel murmuró algo.
Al principio, el mercader ni notó ni oyó nada fuera de lo normal. Después,
lentamente, cada cabello de la cabeza se le erizó. Una profunda e inexplicable
sensación de terror se apoderó de él; ¡alguien pronunciaba su nombre debajo del
barco de los minotauros!
—¡Venid! —siseó Stel—. ¡La sangre os llama!
Vandor tembló. Los draconianos hundieron sus garras en los brazos del mercader.
Los minotauros, que por lo general no se inmutaban por nada, hicieron un alto en sus
tareas y observaron en silencio.
Las aguas en torno al Tauron se agitaron; algo emergía a la superficie.
«¡Shinare!», clamó Grizt para sus adentros, frenético.
—¡Respóndeles! —siseó otra vez Stel—. ¡No puedes resistirte a la llamada de la
sangre!
Con gran consternación, Vandor atisbó una fantasmal cabeza cubierta con yelmo
asomar por la batayola.
—¡B…, bendito Shinare, te lo imploro! ¡Prometo que te honraré dos veces… No,
cuatro veces al día!
—¡Basta de balbucear, humano! —gruñó el nervioso sivak. Entonces, también él
vio a la monstruosidad que intentaba subir a bordo—. ¡Prefecto Stel, a tu derecha!
El clérigo se volvió y vio al muerto viviente.
—¡Ah, por fin! ¡Por fin!
La mayor parte del rostro estaba cubierta por el yelmo oxidado, pero dos cuencas
oculares vacías relucían en su interior. La armadura que llevaba le colgaba floja y las
piezas chocaban entre sí. El muerto viviente flotó sobre la cubierta. De cintura para
abajo, una gélida niebla ocultaba sus piernas. El clérigo se fijó en el peto.
—¡La insignia de la guardia personal del Príncipe de los Sacerdotes! —Alzó la
mirada al sobrenatural semblante—. ¿Un primo de la realeza, tal vez?
El antepasado de Vandor Grizt no respondió.

www.lectulandia.com - Página 203


—¡Prefecto Stel! —siseó de nuevo el draconiano.
Otra forma, vestida en lo que probablemente había sido un sudario, apareció casi
al lado de Vandor. Al mercader le pareció atisbar una corona bajo la mortaja, pero no
estaba seguro; además, no tenía el menor deseo de echarle otro vistazo.
—Mejor que mejor… —musitó el clérigo. Una tercera figura espectral se sumó a
las otras dos. Stel se frotó las manos de puro contento—. Después de tanto tiempo,
había esperado que apareciese uno, quizá dos, pero tr…, ¡cuatro!
En efecto, el cuarto había aparecido en cuestión de un segundo. Luego, otros dos
más salieron del agua; parecían más insustanciales que los primeros. Vandor se
preguntó si ello significaba que llevaban muertos más tiempo.
—Ahí tienes la respuesta a tus protestas, Vandor Grizt. Tu sangre es más pura de
lo que imaginaba ninguno de los dos. —Stel echó un vistazo al cielo nocturno. Las
nubes se estaban haciendo más densas y el viento empezaba a levantarse—. ¡El
tiempo es limitado! ¡No debemos abusar de la admirable paciencia de la Reina de los
Mares! —Sosteniendo la daga ante sí, Stel llamó al muerto viviente que había
aparecido en primer lugar. Con la otra mano, el clérigo se despojó de la pequeña
calavera y la cadena y se las entregó al antepasado de Vandor—. Me perteneces.
Sabes lo que deseo, ¿no es así?
El yelmo tintineó cuando el fantasma asintió lentamente.
Vandor Grizt se encontró sintiendo compasión por sus antepasados. No era justo
que se los utilizara como simples criados. Tal vez, pensó desesperado, si era verdad
que la sangre llamaba a la sangre, pudiera enviarlos de vuelta a sus tumbas.
—¡No le hagáis caso! —chilló—. ¡Idos! ¡Volved!
Sus gritos se cortaron con brusquedad cuando la escamosa mano de uno de los
draconianos se cerró sobre su boca, en tanto que la otra le retorcía dolorosamente el
brazo. Mas no era necesario. Sus antepasados no le hicieron ningún caso, sino que
atendieron obedientemente al clérigo enmascarado que los había invocado.
—Apresuraos, pues —continuó Stel, pasando por alto el estallido de su prisionero
—. El talismán os guiará. Traed cuanto podáis, pero, ante todo, traed el Colgante de
Chemosh. Su imagen está grabada en el objeto que te he entregado. ¡Os atraerá hacia
él sin remedio, por muy profundo que esté enterrado!
Las seis figuras espectrales flotaron sobre el barco y se hundieron en las
tenebrosas profundidades.
«¡Estoy acabado!», pensó Vandor. No podía hacer otra cosa que esperar hasta que
el prefecto Stel lo sacrificase. Se preguntó, morbosamente, qué dios iba a apoderarse
de él: Chemosh o Zeboim. Chemosh, sin duda, ya que Stel había entregado mucho a
la Reina de los Mares.
—Gran Chemosh, magnífica Zeboim —masculló, suplicante, Vandor—, ¿de
verdad alguno de vosotros quiere a alguien tan insignificante e indigno como yo? ¡Sin

www.lectulandia.com - Página 204


duda, un draconiano vale mucho más!
El capitán Kruug había hecho acopio de valor suficiente para volver junto al
clérigo. El minotauro se atrevió incluso a asomarse por la batayola.
—¡Por los ojos de la Señora! ¡Nunca había visto algo semejante!
—Sí, el conjuro funcionó bastante bien —dijo, sonriente, Stel.
—Como tú dijiste. ¿Cuánto… tardarán en regresar? —Saltaba a la vista que el
minotauro se sentía nervioso.
—¿Quieres decir que cuándo podremos marcharnos?
Kruug le dirigió una mirada fiera, pero finalmente asintió.
—Sí, a eso me refiero. ¿Cuánto tardaremos? El cielo está cada vez más
encapotado y el mar empieza a agitarse. No es aconsejable abusar de la buena
disposición de la Reina de los Mares. Se la conoce por sus repentinos cambios de
humor, prefecto.
—Será poco tiempo, capitán. Mis servidores no se enfrentan a las barreras que
detienen a los mortales. Se encuentren a la profundidad a la que se encuentren los
artefactos que busco, los muertos vivientes los hallarán enseguida. El talismán que les
entregué acortará aún más la búsqueda. También yo intento agilizar las cosas,
¿entiendes?
—Bien. —Kruug se irguió—. Nunca creí que diría algo así, pero estoy deseando
llegar a tierra firme esta noche. —Señaló con el pulgar a Vandor—. ¿Y qué pasa con
éste?
—Es el remate de este asunto —repuso Stel mientras acariciaba la hoja de la daga
—. Cuando estemos a punto de partir, lo sacrificaré a Zeboim como regalo final.
Los draconianos intercambiaron una mirada y murmuraron entre sí. Ello le dio
una idea a Vandor, que hizo unos cálculos rápidos; el templo de Chemosh más
cercano tenía que encontrarse, al menos, a veinte jornadas de viaje desde aquí…
—¿Vas a entregarme a Zeboim, maese Stel? ¿No a Chemosh? En verdad deberías
pensarlo un poco mejor. ¡Si yo fuera el poderoso Chemosh, me sentiría ofendido por
un trato tan injusto!
—Chemosh es sabio, lo comprenderá. Y basta de parloteo; sé lo que hago. —Pero
el clérigo parecía inseguro—. Hemos invadido el dominio de la diosa y debemos
compensarla como corresponde. —¿Estaba intentando convencerse a sí mismo?
—No sería una buena idea retractarse de una promesa hecha a la Reina de los
Mares —gruñó el minotauro—. Podría ofenderse.
—No tengo intención de hacerlo —espetó el clérigo, que señaló a las oscuras
aguas—. ¡Allí! ¿Lo ves?
Los draconianos, curiosos, se acercaron al costado de la nave, arrastrando consigo
a su cautivo, de manera que Vandor vio mucho más de lo que hubiera sido de su
agrado.

www.lectulandia.com - Página 205


Primero una cabeza cubierta con yelmo y después otra aparecieron en las
tenebrosas aguas. Lentamente, como obligados a obedecer a quien ejercía poder sobre
ellos en contra de sus deseos, las andrajosas formas se elevaron. Cada una llevaba
entre sus esqueléticos brazos objetos adornados con incrustaciones. Los reacios
sirvientes de Stel se inclinaron ante el clérigo de Chemosh y amontonaron diversas
joyas, cajas de pergaminos, varitas y armas sobre la cubierta, a sus pies.
Todos los demás se retiraron de los fantasmales seres, pero Stel avanzó un paso,
ansioso por inspeccionar su tesoro. Recogió primero un objeto y después otro. Su
excitación dio rápidamente paso a la frustración.
—¡No valen para nada! ¡Están inanimados! ¡En ellos hay poca o ninguna magia!
¡Nada! —El clérigo se quedó petrificado—. ¡El Colgante de Chemosh no está aquí!
Vandor reparó entonces en que había sólo cinco muertos vivientes. El último de
sus infortunados antepasados no había vuelto; de hecho, era el que se había llevado el
talismán de la calavera. ¿Habría logrado librarse del conjuro del clérigo de algún
modo?
Las nubes empezaban a arremolinarse y el viento soplaba con más fuerza. El
Tauron se balanceó. El prefecto Stel dirigió una mirada feroz a su prisionero.
—Veo que necesitaré algo más que un poco de sangre. ¡Creo que ha llegado la
hora de que te reúnas con tus antepasados y te sumes a mi empresa, ladrón!
—¡Te aseguro que no sería un cadáver muy útil, maese Stel! —farfulló Vandor
mientras se revolvía.
Los draconianos lo arrastraron hasta ponerlo frente al clérigo. El mercader echó
una fugaz ojeada a sus empapados antecesores, que continuaban inmutablemente
ajenos a cuanto los rodeaba. Se preguntó qué se sentiría existiendo así, y luego se dijo
que no tardaría mucho en averiguarlo.
—Tu sangre fortalecerá mi dominio, Vandor Grizt, y actuarás como mi mensajero
ante la Reina de los Mares. Deberías sentirte honrado; ésta será, probablemente, la
única cosa importante que hayas hecho en tu miserable vida.
—¡Deprisa! La tormenta está cobrando fuerza —advirtió el capitán Kruug.
Los draconianos sujetaron a Vandor sobre el altar. Al recordar cómo había siseado
su sangre al tocar el metal caliente, el mercader se revolvió y retorció en un intento
desesperado de eludirlo. Finalmente, uno de los guardias se valió de sus garras para
empujarlo hacia abajo. Vandor chilló y después cayó en la cuenta de que no se
quemaba, pero su alivio fue pasajero; le aguardaba una suerte peor. Uno de los
draconianos se inclinó sobre él.
—¡Si dices una sola palabra más, ladrón, te arrancaré la lengua de un mordisco y
me la comeré! —siseó junto a su oído—. ¡Estoy harto de tu parloteo!
Vandor cerró la boca con fuerza. Atrapado, buscó frenético alguna salida; su
mirada se posó en el semblante sin ojos de un fantasma con armadura que se alzaba

www.lectulandia.com - Página 206


por encima de la batayola. En sus manos esqueléticas sostenía dos cadenas. Una era
el talismán de la calavera que Stel le había entregado para facilitarle la búsqueda. La
otra cadena, mucho más pesada, sostenía un cristal negro engastado en una montura
de marfil.
—¡Maese Stel, mira! —gritó el mercader—. ¡No me necesitas! ¡Ha regresado!
«¡Gracias a Shinare!», añadió Grizt para sus adentros.
El clérigo hizo señas al fantasma para que se acercara. Su sirviente sobrenatural
levantó los colgantes. Stel recuperó su talismán con un brusco tirón, pero parecía
remiso a tocar la oscura y reluciente joya que sostenía el muerto viviente en la otra
mano.
—¡Magnífico! ¡Perfecto! —El clérigo empezó a saltar de contento. Luego,
recordando dónde estaba y quiénes lo estaban observando, el prefecto se calmó y con
cuidado alargó la mano hacia su premio. Todo sonido cesó, salvo el del viento y las
olas que golpeaban contra los costados del barco minotauro.
Al principio, el antepasado de Vandor Grizt no se mostró muy inclinado a
entregar la joya, pero una palabra de poder susurrada por el clérigo lo obligó a aflojar
su presa. La máscara de calavera miró fijamente el rostro cadavérico durante uno o
dos segundos; luego el prefecto Stel olvidó la insolencia de su fantasmal esclavo
cuando contempló el colgante.
—¡El poder se ha perdido casi por completo en la mayor parte de las otras piezas,
pero ésta brilla todavía con energía! ¡Colma mis esperanzas y las supera! ¡Por fin
cumplirá su propósito! ¡Por fin ocuparé el lugar que me corresponde como el mayor
de los leales servidores de mi señor Chemosh!
Stel se pasó la gruesa cadena por la cabeza y se puso el colgante sobre el pecho.
Ningún estallido de trueno ni toque de trompetas señaló el triunfo del clérigo, sino
una quietud intensa, espantosa, que se cernió momentáneamente sobre la zona.
El capitán Kruug fue el primero que se atrevió a interrumpir la exaltación del
clérigo.
—Entonces, ¿ya está todo? ¿Nos marchamos pronto de este sitio? —preguntó.
—¿Marcharnos? —La sugerencia sorprendió a Stel—. ¡No podemos marcharnos
ahora! ¡Si este artefacto ha sobrevivido, tiene que haber otros! ¡Los enviaré de nuevo
abajo! ¡Y, con este colgante, puedo invocar a cientos de servidores que obedecerán
ciegamente!
—¡Estás forzando la suerte, humano! Hay ciertos límites…
—¡No hay límites y te lo demostraré!
El prefecto Stel levantó las manos y gritó unas palabras extrañas. El cristal negro
empezó a brillar con una luz grisácea, espeluznante.
El trueno retumbó y el relámpago restalló. Un fuerte oleaje sacudió al Tauron, en
tanto que la lluvia y el granizo caían a cántaros.

www.lectulandia.com - Página 207


—¡Venid a mí! —bramó el cadavérico clérigo.
El agua empezó a espumear en torno al barco, como si el mar hubiese cobrado
vida. El capitán Kruug mascullaba algo en voz baja, ya fueran maldiciones o
plegarias. Los dos draconianos, ridículamente obedientes, se esforzaban por mantener
a Vandor sobre el altar.
Una ola inmensa rompió sobre la cubierta y empapó a Grizt y a sus guardianes; se
hizo evidente para Vandor que había muchas posibilidades de que muriese ahogado
antes de que lo sacrificaran.
Stel no hizo caso de la tempestad ni del embravecido mar y siguió mirando el
agua con expectación.
El Tauron cabeceó arriba y abajo, zarandeado por las corrientes como si fuera un
juguete. Otra ola derribó a Vandor y a los draconianos y los alejó del altar. Los dos
guardias no lo soltaron, lo que salvó al mercader de ser barrido por encima de la
borda. Uno de los draconianos se aferró a la batayola y tiró de Vandor y del otro
guardia; los tres se agarraron para salvar la vida.
Y entonces…
—¡Shinare! —exclamó, boquiabierto, el mercader mientras escupía agua de mar
—. ¿Es que ha hecho que se levante toda Istar?
Eso es lo que parecía al principio. En medio de la oscuridad, todo cuanto Vandor
atisbaba era una masa de tierra enorme e irregular que emergía de las profundidades.
El único perfil que distinguía con claridad era una peculiar cadena de colinas que se
alineaban ordenadamente, de dos en dos, a todo lo largo del terreno. Entonces,
mientras la masa de tierra se levantaba más y más, dos ojos relucieron en las
tinieblas.
Esto no era ninguna isla.
—¡Shinare! —musitó Vandor Grizt. A su lado, el sivak siseo de terror.
—¡Va a aplastarnos! —rugió un minotauro.
Sin embargo, cuando la cabeza —una cabeza que recordaba la de una tortuga
gigantesca— salió del agua, el monstruo marino se detuvo. Podría haber sido un
coloso de piedra tallado por los antiguos de Istar, tan quieto estaba.
Stel lanzó un grito de triunfo; estaba frente al monstruo, con el colgante de
Chemosh sujeto con fuerza en una mano. Puede que el artefacto mágico no hubiese
invocado a legiones de muertos vivientes como era la intención del clérigo, pero
había hecho comparecer a algo mucho más impresionante. Los draconianos se
alejaron de la batayola y arrastraron a Stel de vuelta al altar.
—¡Sin duda todo esto no es ya necesario! —protestó el mercader—. ¡Maese Stel
no tiene tiempo ahora para ocuparse de mí! ¡No deberíais molestar a un hombre tan
ocupado!
Por toda respuesta, los guardias echaron a Vandor encima del cuenco salpicado de

www.lectulandia.com - Página 208


sangre y esperaron nuevas órdenes.
—¡Ved lo que he hecho! —gritó Stel—. ¡Tengo el poder de sacar monstruos de
las profundidades!
—Monstruos muertos, sí… —masculló Vandor.
—Mas esto no era lo que esperaba —se tranquilizó el prefecto, que bajó la vista
hacia el colgante—. Mi intención era invocar a los muertos de Istar, no a esta…, esta
bestia. Así no es como se supone que tiene que funcionar el hechizo. El tiempo ha
hecho estragos con el colgante. He de hacer algo al respecto.
Stel se quitó los guantes y empezó a tantear el cristal. Se produjo un chasquido y
un pequeño estallido de luz. El clérigo dio un grito de dolor, en tanto que el cristal se
desprendía de la montura de marfil.
Con un grito ahogado, Stel intentó coger la gema mágica en el aire, pero falló.
Vandor cerró los ojos y rogó porque el estallido de hechicería desatado al romperse el
cristal acabara con él de manera rápida.
La gema negra golpeó la cubierta con un tintineo decepcionante, rodó un poco y
después se deslizó hacia Vandor Grizt.
El mercader reaccionó automáticamente, sin pensar, viendo sólo que una joya
valiosa se precipitaba al mar. Alargó el pie y sujetó el colgante entre la suela de su
bota y el piso de la cubierta. Grizt, los draconianos y el prefecto Stel respiraron con
alivio; sólo entonces Stel comprendió lo que Vandor intentaba hacer.
—¡Detenedlo, necios!
El mercader golpeó con el pie tan fuerte como le fue posible, en un desesperado
intento de hacer añicos el detestable artefacto. Algo cedió, y al principio Vandor
creyó que había logrado su propósito; pero, por mucho empeño que puso, no
consiguió reducir a polvo la gema.
Uno de los draconianos lo golpeó y lo lanzó hacia atrás, apartándolo del colgante.
Stel se agachó con rapidez y recuperó la joya, que examinó en busca de algún
desperfecto; luego, satisfecho, intentó meterla de nuevo en el engaste, pero la gema
no se sostenía. Stel examinó con más detenimiento la montura y masculló una
maldición.
—¡Está roto!
Vandor sonrió, si bien fue incapaz de evitar un suspiro de tristeza por la pérdida
de algo tan valioso. El colgante había sobrevivido al hundimiento de Istar y a siglos
de entierro en las profundidades del Mar Sangriento sólo para tener un fin tan
ignominioso.
Stel agitó el puño amenazando al mercader.
—¡Tú lo has hecho! No podías aplastar la gema, pero rompiste el engaste. —
Acercó con brusquedad la joya, de manera que Vandor pudiese ver los minúsculos e
intrincados engarces que se enroscaban en torno a la gema negra como dedos

www.lectulandia.com - Página 209


esqueléticos que aferrasen una preciada posesión. Era patente que uno de ellos estaba
roto.
Fuera cual fuese su suerte ahora —y no podía ser peor de lo que ya era—, Vandor
Grizt moriría tranquilo sabiendo que el monstruoso colgante había sido destruido.
—¡Advierto tu expresión! —siseó Stel—. ¡Pero volveré a reconstruir el colgante,
ladrón! ¡El engaste no tiene la menor importancia, puede ser reemplazado! Mientras
la gema esté en mi poder, tendré…, tendré…
La contempló de hito en hito. La joya, reparó Grizt, había dejado de brillar.
Los dos draconianos intercambiaron una mirada de preocupación.
—Prefecto, ¿ocurre algo? —preguntó el sivak.
Stel no respondió; sacudió la gema, musitó unas palabras inaudibles y rozó el
cristal con el dedo índice.
Vandor esbozó una fugaz sonrisa esperanzada.
—¿Qué te parece tan divertido, humano? —gruñó uno de los guardias al advertir
su gesto.
Grizt no tuvo oportunidad de contestar.
—Está…, está inanimada… —masculló Stel, que sacudió la gema para
asegurarse—. ¡No lo entiendo! Funcionaba a la perfección hasta que se soltó el
engaste, pero la falta de la montura sólo tendría que afectarla en que el poder
estuviese un poco menos concentrado, a menos… ¡Por supuesto! —Manoseó la
montura—. ¡Es de marfil, parte de la matriz del conjuro! ¡El colgante tiene que estar
completo para funcionar o pierde todo su poder!
El clérigo intentó encajar la piedra en el engaste, pero la gema no se sostenía.
Una ola inmensa zarandeó al Tauron, y Stel estuvo a punto de perder el equilibrio.
El capitán Kruug lanzó un grito de advertencia, pero sus palabras se perdieron entre
el estruendo del Mar Sangriento y el estallido de un trueno.
—¿Qué pasa ahora? —espetó Stel.
—¡Prefecto, el monstruo! —chillaron los draconianos.
Stel giró sobre sus talones y contempló fijamente al leviatán que el colgante le
había ayudado a invocar.
Se estaba moviendo… y el Tauron se hallaba directamente en su camino.
—¡Que Sargonnas te lleve, clérigo! —rugió Kruug—. ¡Haz que esa cosa se vaya
o nos matará a todos!
—¡Ridículo! ¡No lo hará, soy el que lo ha invocado!
El minotauro resopló.
Vandor Grizt, que calculaba la dirección y velocidad del leviatán, se volvió hacia
los guardias draconianos.
—¡Hacedle caso, el capitán tiene razón! ¡Vamos, moveos!
—¡Cierra el pico o te parto por la mitad! —siseó el sivak.

www.lectulandia.com - Página 210


—¡Mirad! —gritó, impertérrito, Vandor—. ¡Vuestro amo ya no lo controla!
¡Viene por nosotros!
Unos tentáculos tan gruesos como el tronco de un hombre se alzaron sobre el
agua y se extendieron hacia el barco a la par que la criatura se aproximaba.
—¡Primera fila! ¡A las armas! —rugió Kruug.
Varios minotauros corpulentos abandonaron lo que estaban haciendo y corrieron
hacia las escaleras que conducían al interior del barco para equiparse con hachas.
En medio de todo esto, el clérigo había permanecido inmóvil sin apartar la vista
de la bestia colosal que se aproximaba. Sacudió la cabeza.
—Con el colgante podría recuperar el control con facilidad… pero está roto y
no… —Volvió los ojos hacia Vandor, que ahora lamentaba sus afanes por pulverizar
la joya. Ocurriera lo que ocurriese, su destino parecía ser la muerte—. Pero tal vez
pueda utilizarlo para aumentar mi propio poder… si dispongo de suficiente sangre
que sacrificar a Chemosh para que provea el conjuro.
«¡Shinare! ¿Por qué todo está relacionado con mi sangre?», pensó el mercader.
—¡Pero me prometiste a la Reina de los Mares! —protestó en voz alta—. ¡Si me
utilizas para esto, tal vez se enfurezca… más aún!
—Te quedará bastante sangre para mantenerte vivo… apenas. Lo comprenderá.
Stel debía de creer en unos dioses muy comprensivos. Vandor Grizt pensó que si
él fuera Chemosh o Zeboim se sentiría insultado con todo este miserable tira y afloja
y promesas sin cumplir.
El Tauron empezaba a escorar ya que, aparentemente, los minotauros habían
perdido el control de la nave. De todos los que estaban a bordo, sólo los antepasados
de Vandor, todavía esclavizados por Stel, permanecían inmunes al terror. Miraban sin
ver al clérigo y a su descendiente, que pronto se reuniría con ellos en la muerte.
Con la daga en una mano y la gema en la otra, el clérigo de Chemosh se enfrentó
al leviatán que se abalanzaba sobre ellos. Stel se mostraba muy seguro de sí mismo,
aunque parecía ser el único que confiaba en él. Alzó la gema muy alto y empezó a
pronunciar palabras de poder; la mano que sostenía la daga se levantó sobre el pecho
de Vandor Grizt.
Fue entonces cuando el mundo se volvió del revés. El mercader no estaba seguro
del orden en que se sucedieron los eventos, pero de repente la tormenta estalló con
toda su furia, haciendo zozobrar al barco y lanzándolo en dirección contraria. Al
menos un minotauro salió despedido por la borda, arrastrado por una ola inmensa. Un
rayo se descargó sobre uno de los mástiles y lo partió en dos. Los fragmentos,
prendidos, se desplomaron sobre la desventurada tripulación.
Más de una docena de tentáculos se enroscaron en torno al Tauron y empezaron a
arrastrarlo bajo la superficie.
Stel estaba petrificado; una gran incredulidad se advertía en su actitud. Dejó caer

www.lectulandia.com - Página 211


la daga, con gran alivio de su cautivo, y tiró de la cadena de la que colgaba la
pequeña calavera del talismán…, que se deshizo entre sus dedos.
El Tauron empezaba a romperse en pedazos bajo la presión de los tentáculos, que
amenazaban con aplastarlo. El capitán Kruug y varios minotauros corrieron a atacar a
la criatura con pesadas hachas; la piel descompuesta de la bestia descomunal cedió.
Los minotauros consiguieron cortar uno de los tentáculos con unos cuantos golpes, y
un segundo con sólo dos.
Por desgracia, mientras Kruug y sus hombres cercenaban el segundo, otra docena
más aprisionaba el barco.
—¡Todos al combate! —rugió el capitán.
Todos los minotauros del Tauron abandonaron sus puestos y se unieron a los que
luchaban contra la bestia.
Otra ola barrió la parte delantera del barco. Vandor creyó que el brazo izquierdo
se le iba a arrancar de cuajo y algo cortante, como cientos de cuchillas, le desgarró la
carne. Lo estaban desollando vivo. Desesperado, levantó un pie y soltó una patada; su
bota alcanzó algo sólido, y repitió la patada.
Las cuchillas soltaron su carne. Sólo entonces, cuando la primera impresión
remitió, reparó en que el draconiano sivak, el maldito transfigurador, ya no lo
sujetaba. Vandor miró en derredor, pero no vio señal alguna del despreciable reptil. El
draconiano había sido barrido de cubierta. Por lo menos había conseguido vengarse
de la criatura que había asesinado a su amigo y que lo había capturado a él.
Una breve satisfacción fue todo cuanto se permitió, pues acto seguido todo se
redujo a una lucha desesperada por mantenerse con vida. Otra ola barrió la cubierta y
el segundo draconiano soltó a Vandor y huyó, resbalando y trastabillando, al interior
del Tauron, anteponiendo la supervivencia por encima de las órdenes del clérigo.
Stel se había movido hacia un costado y se sujetaba a la batayola, con una mirada
salvaje en los ojos. Le estaba gritando algo al leviatán, pero sus palabras no surtían
efecto. Desesperado, el demacrado clérigo giró sobre sus talones e hizo una señal a
las silenciosas figuras de los antepasados del mercader.
Los muertos vivientes avanzaron y formaron un semicírculo en torno al prefecto.
Debatiéndose para no soltarse de la batayola, Vandor Grizt buscó alguna vía de
escape. Permanecer a bordo del barco era una locura en su opinión, pero el Mar
Sangriento era la única otra opción que tenía.
—Shinare —susurró—, ¿hay algo que pueda ofrecerte?
Kruug, con el hacha pringada de una sustancia espesa y marrón, intentaba atraer
la atención de su tripulación.
—¡Preparaos para abandonar el barco! —El capitán miró en derredor y vio a
Vandor. Con una mueca, el minotauro gritó—: ¡No te abandonaré a esto, hombrecillo!
Ve hacia el…

www.lectulandia.com - Página 212


Un tentáculo alcanzó a Kruug, que salió lanzado por el aire y cayó por el otro
lado del barco. Sin poder hacer nada por evitarlo, Vandor vio cómo caía al agua y
desaparecía bajo la superficie.
El Tauron empezó a temblar y a crujir.
«¡Éste es el fin de todos nosotros!», pensó el mercader.
Sus antepasados muertos habían cerrado el círculo en torno al clérigo. Ya no eran
los esclavos obedientes que Stel había invocado y tenían al prefecto atrapado contra
la batayola mientras el cerco se estrechaba más y más.
Chemosh lo comprenderá… Es lo que había repetido Stel una y otra vez.
Chemosh, señor de los muertos vivientes, no había sido tan comprensivo como su
servidor imaginaba.
Uno de los espectros, el esqueleto con armadura, alargó la huesuda mano y
arrancó la máscara de calavera que cubría el rostro del clérigo. Los dedos
esqueléticos se cerraron sobre la garganta de Stel, que lanzó un espantoso aullido.
Los otros muertos vivientes cerraron filas a su alrededor.
Una ola gigantesca barrió el Tauron.
Vandor se soltó de la batayola y salió lanzado por la borda. El mar lo recibió. Ya
no veía al Tauron y, por lo que sabía, el barco había sido arrastrado bajo la superficie
por la última ola. Agua era todo cuanto había en el mundo; agua que lo rodeaba, lo
ahogaba.
Entonces vio una mujer, una criatura de las profundidades, bellísima pero feroz,
que alargaba las manos hacia él para cogerlo, pero en ese instante algo…, no, alguien
tiró de él y se lo arrebató.
El mercader sonrió débilmente a la mujer, lamentando que su unión fuera
imposible.
Después, no sintió más.

Vandor Grizt descubrió que no le gustaba el sabor de la arena. Levantó la cabeza,


un gesto que requirió su esfuerzo al límite de las escasas fuerzas que le quedaban, y
escupió para librarse de los granos que se le habían metido en la boca.
El hombre mantuvo los ojos cerrados, pues no las tenía todas consigo ni estaba
seguro de querer descubrir dónde se encontraba. Después de todo, si estaba muerto
podía hallarse en los dominios de Zeboim… o algo aún peor.
No obstante, la curiosidad pudo más que él.
Lo único que vio fue una playa. Era de día y la luz brillante casi lo cegó. Cerró
los ojos y empezó de nuevo el proceso, permitiéndose entreabrir los párpados de
manera paulatina hasta ver lo que tenía delante: unos pies. No eran pies humanos.
—Así que has sobrevivido —retumbó una espantosa voz familiar—. Sin duda,
algún dios vela por ti, humano…

www.lectulandia.com - Página 213


Vandor Grizt rodó sobre sí mismo del mejor modo que pudo en las actuales
circunstancias y contempló el bestial semblante del capitán Kruug, cernido sobre él.
Pasado un instante, el mercader advirtió la presencia de tres minotauros más, uno de
los cuales se recostaba pesadamente en otro. Intentó hablar, tosió y escupió agua de
mar.
Kruug resopló. Parecía estar cansado. Muy cansado.
—Ahórrate las palabras, humano. No tengo el menor interés en ti. Cualquiera que
haya sobrevivido a esa locura, y me sorprende que quedemos algunos vivos, se
merece un poco de paz. —Los minotauros se dieron media vuelta y empezaron a
alejarse, pero el capitán se retrasó un poco más para añadir—: Si quieres un consejo,
dirígete tierra adentro. Muy tierra adentro, porque, si vuelvo a ver tu fea cara otra vez,
tal vez recuerde que perdí mi barco por culpa tuya.
Aunque tenía diferente punto de vista sobre los recientes acontecimientos, Grizt
no creyó oportuno discutir y observó en silencio cómo los cuatro hombres toros se
alejaban renqueantes.
—Tienes suerte, Vandor Grizt —se dijo mientras yacía en la arena intentando
reunir fuerzas suficientes para moverse—. El minotauro tiene que estar en lo cierto:
algún dios me sonríe.
La idea lo confortaba; si era verdad, y así parecía, entonces puede que fuera el
momento oportuno de iniciar una nueva vida.
Grizt empezó a incorporarse, pero sintió algo bajo su mano izquierda. Desenterró
el objeto de la arena y lo contempló largo rato.
Era un fragmento de calavera de la máscara de Stel: una cuenca ocular y parte del
pómulo. Vandor sonrió. Sus antepasados le habían legado un presente.
El mercader arrojó a un lado el trozo de máscara y se puso de pie. Miró a su
alrededor y vio que los minotauros todavía no se habían perdido de vista, aminorada
la velocidad de su marcha por su compañero herido.
Vandor corrió en pos de ellos mientras gritaba para llamar su atención. Kruug se
dio media vuelta, con los puños apretados. Al ver quién era, su cólera dio paso al
enojo.
—¿Qué quieres? Creía haberte dicho que…
—¡Por favor! —Vandor levantó las dos manos en un gesto de apaciguamiento—.
Sólo quiero que me orientes, eso es todo. Vosotros conocéis esta región mucho mejor
que yo.
—De acuerdo. ¿Adónde quieres ir?
Intentando que el tono de su voz no sonara demasiado anhelante, Vandor
preguntó:
—¿Sabes por casualidad el camino al templo de Shinare más cercano?

www.lectulandia.com - Página 214


La campaña de Vingaard

Douglas Niles

De la investigación de Foryth Teel, Escriba Mayor al servicio de Astinus, Maestro


Historiador de Krynn

¡Benignísimo Historiador, qué gran honor me hacéis! ¡Pensar en esta tarea —el
estudio de la campaña militar más grande en la historia de post-Cataclismo de Krynn
— y comprender que me habéis elegido a mí para preparar los documentos! Me
siento honrado, abrumado. Mas, como siempre, me esforzaré por hacerlo lo mejor
posible, de manera que la verdad quede registrada y salvaguardada.
Gracias también, Excelencia, por vuestra preocupación por mi salud a
continuación de mi misión previa. Los nervios se me han calmado y mis manos ya
apenas tiemblan. Asimismo, puedo dormir durante varias horas seguidas sin sufrir la
reaparición de pesadillas.
Como siempre, volver a mi trabajo parece prometer la más completa curación, y
con este encargo, Vuestra Gracia, no podríais haberme proporcionado una medicina
mejor. ¡La historia de la campaña de Vingaard! ¡La misma frase tañe una nota marcial
en mi alma! ¡Oigo el choque del metal, el trapaleo de cascos y la estridente llamada al
combate de la trompeta! Imagino las alas de los dragones, buenos y malignos,
oscureciendo el cielo. ¡Me figuro las explosiones de poderosos conjuros, la valerosa
carga de los caballeros!

Os pido disculpas. No he olvidado que el historiador debe ser un informador


desapasionado de la verdad. Tales libertades literarias son para los poetas, no para los
estudiosos como yo. Intentare controlar mis emociones. No obstante, mientras relato
la apasionante historia de una joven princesa elfa que cambió la faz de Krynn en unas
pocas semanas —los ataques impetuosos y arriesgados que desconcertaron a sus
enemigos, las rápidas marchas a través de las llanuras que la situaban a kilómetros de
distancia de su supuesta localización y, por supuesto, su victoria épica en el vado
Margaard—, confío en que Vuestra Excelencia sepa disculparme alguno que otro
comentario aparte.

En las investigaciones, examinaré el tema, primordialmente, desde el punto de

www.lectulandia.com - Página 215


vista del ejército de Solamnia. Los registros de los ejércitos de los Dragones estaban
relativamente bien conservados y han sido investigados por muchos escribas. Las
campañas del Áureo General, por otro lado, sólo se han tratado en las historias de los
Caballeros de Solamnia. ¡Al leerlas uno puede pensar que la contribución de los
Dragones del Bien a estas contiendas se limitó a abanicar el campo de batalla con sus
alas, refrescando las frentes sudorosas de los esforzados caballeros a quienes
pertenecían realmente todos los laureles! Me esforzaré por dar a mis informes un
mayor grado de objetividad, como corresponde a un verdadero historiador.
Ahora empieza mi tarea en la polvorienta biblioteca de la Torre del Sumo
Sacerdote, en el paso Westgate. Extensos informes de diversas fuentes se han rendido
a mi diligencia. La reseña de Gunthar Uth Wistan, redactada en la distante isla de
Ergoth con los partes enviados a ese venerable comandante por sus caballeros desde
el campo de batalla, resulta ser sorprendentemente completa… y precisa. (¡Hace un
trabajo notable, Excelencia, separando el grano de la paja en lo que se refiere a los
partes recibidos de sus entusiastas guerreros!). Los informes de las entrevistas
mantenidas con el oficial del ejército de los Dragones capturado, Bakaris, también
arrojan mucha luz sobre esta campaña. Asimismo, he dispuesto de la ayuda de una
fuente hasta ahora desconocida: una joven humana llamada Mellison (sin apellido, al
parecer), quien, según sus propias palabras, fue doncella del general. He encontrado
los restos deteriorados de un diario que escribió durante el corto período de la
campaña (¡resulta asombroso en extremo pensar que esta serie de batallas
devastadoras durara apenas veinte días!).
Mellison había nacido y crecido en una pequeña aldea de las Llanuras de
Solamnia. Cuando vinieron los dragones, su comunidad fue arrasada por el fuego y
sus padres asesinados (o quizás esclavizados). Únicamente Mellison, de todo el
pueblo, consiguió escapar al refugio de la Torre del Sumo Sacerdote y,
posteriormente, a Palanthas.
Ignoro cómo conoció a la mujer elfa que se convertiría en el Áureo General, pues
esas páginas, al comienzo del diario de Mellison, han sido destruidas. No obstante,
para cuando Laurana fue designada por Gunthar Uth Wistan, Gran Maestre de
Solamnia, para dirigir a los caballeros y al ejército de Palanthas, la muchacha humana
ya estaba ligada a la mujer elfa.
Mellison resultó ser muy útil para el general, preparando la tienda de Laurana en
esas noches en las que ésta pudo robar unas cuantas horas al sueño, y siempre tenía
encendida una luz cuando su señora despertaba antes del amanecer. Aunque la joven
no participo en ninguna de las batallas, sus observaciones durante los consejos
celebrados por Laurana en torno a las hogueras de campamento nos han
proporcionado la clave para formarnos una idea del desarrollo de la campaña.
La primera de estas reuniones tuvo lugar en la campiña al pie de la misma Torre,

www.lectulandia.com - Página 216


y es aquí donde Mellison nos da una descripción del consejo de guerra de Laurana.
Estaban presentes la mujer elfa, los dos Caballeros de la Corona, los capitanes Patrick
y Markham, que actuaban como sus lugartenientes, y dos caballeros de las otras
órdenes, cuyos nombres no se mencionan. Mellison, con su escritura infantil, se
refiere a ellos como el «caballero Espada» y el «caballero Rosa». Gilthanas, hermano
de Laurana y príncipe de los elfos qualinestis, también estaba presente.
(Por cierto, Vuestra Gracia, las cartas enviadas por Gilthanas a su hermano
Porthios nos han proporcionado una fuente de información adicional sobre esta
campaña, contemplada desde un punto de vista elfo).
Por supuesto, el contexto de las reuniones es bien sabido: el ejército de los
Dragones conocido como el Ala Azul había sido debilitado (pero no destruido) en la
batalla de la Torre del Sumo Sacerdote. Estas tropas, bajo el mando de la Dama
Oscura, la Señora del Dragón, Kitiara, y su oficial Bakaris, se habían replegado al
alcázar de Dargaard, donde representaban una importante amenaza. Los dragones
benignos habían llegado el día anterior al consejo de guerra convocado por Laurana.
Estos poderosos reptiles, de oro, plata, bronce, cobre y latón, habían puesto fin a su
exilio y neutralidad en la guerra. Conducidos hasta Palanthas por Gilthanas y la
hembra de dragón plateado llamada Silvara, estaban ansiosos por tomar venganza de
sus malignos congéneres.
Aunque el número de dragones y tropas al mando de Laurana apenas igualaba una
fracción del total de las fuerzas enemigas, tenía la ventaja de la concentración, ya que
todas sus tropas estaban en el paso, en tanto que las de sus enemigos —el Ala Roja,
fracciones de las Alas Verde y Blanca, y los restos del Ala Azul— estaban
dispersadas por toda Solamnia, desde Vingaard y Caergoth a Kalaman y Neraka.
Asimismo, un gran contingente de tropas de reserva, bajo el mando del emperador
Ariakas en persona, había pasado el invierno acampado en Sanction. Rumores
recientes, no obstante, situaban a los ejércitos de los Dragones en marcha, si bien
Laurana y sus capitanes desconocían su localización o destino.
Era de noche y las llamas de la hoguera del consejo ardían con fuerza. Mellison
informa que su luz arrancaba destellos dorados y plateados de los inmensos dragones
que estaban agachados inmediatamente detrás de los comandantes humanos.
—¡Podemos rechazarlos y mantener esta posición todo el tiempo que queramos!
—manifestó el caballero Rosa, abriendo así el consejo—. ¡Con los dragones y los
hombres de Palanthas respaldándonos, los caballeros crearemos una barrera
infranqueable!
—Rechazarlos, sí —convino el capitán Patrick—. ¡Si osan atacar otra vez
haremos picadillo hasta el último draconiano cara escamosa! ¿No estás de acuerdo,
general? —De mala gana, se volvió hacia Laurana buscando confirmación a sus
palabras. Caballero de la Corona, había sido el más reacio a aceptar su liderato, pero

www.lectulandia.com - Página 217


las órdenes de Gunthar Uth Wistan habían resultado suficientes, hasta el momento,
para hacerle cumplir con su deber.
—No tengo intención de contenerlos aquí ni en ninguna otra parte —declaró
Laurana al tiempo que sacudía la cabeza de manera que sus dorados cabellos se
mecieron sobre sus hombros.
—¿Cuál es tu plan? —inquirió Markham con su fácil sonrisa que, en cierto modo,
logró aliviar la tensión.
—Atacar. —Laurana pronunció la palabra y después hizo una pausa para mirar
con fijeza a cada uno de sus oyentes. Pareció crecerse mientras la luz de las llamas se
reflejaba en su blanca piel y sus almendrados ojos—. ¡El ejército de Solamnia
avanzará bajo las alas de los Dragones del Bien, buscará a los ejércitos de los
Dragones y los destruirá!
—¿Y dejar sin protección el paso? —barbotó el caballero Rosa—. Después de
esta gran victoria, ¿pondrás en peligro todo…, las vidas, los…?
—¡Sé muy bien el coste en vidas! —La réplica de Laurana fue cortante y áspera,
y lo hizo con la fuerza suficiente para callar la boca al canoso veterano. Cerró los ojos
un instante, y Mellison vio el profundo dolor del recuerdo cruzar fugaz por el rostro
de Laurana. Gilthanas posó una mano en el brazo de su hermana en un gesto de
ánimo, pero ella la rechazó con un brusco tirón. Respiró hondo y continuó—: El
mayor desperdicio de esas vidas perdidas sería quedarnos aquí, amilanados, detrás de
estas murallas, y dar tiempo a los ejércitos de los Dragones para concentrar sus
fuerzas dispersas. No, mis señores capitanes, no esperaremos a que ellos tomen la
iniciativa. ¡Es hora de que esta guerra se vuelva contra aquéllos que la iniciaron!
—¿Adónde nos dirigimos, pues? —inquirió el caballero Rosa—. ¿Avanzamos en
dirección sur, hacia Solanthus? ¿O al este, para hostigar a las fuerzas ocupantes de
Vingaard? Cualquiera de estas dos rutas nos permite tener esta fortaleza como base.
Además, ambas localidades guardan el río Vingaard como una barrera firme entre
nosotros y el grueso de las tropas enemigas; una opción de retirada, en caso de que…
—No completó su planteamiento; algo en la mirada del general lo hizo enmudecer.
—Vingaard —anunció Laurana—. Pero no nos limitaremos a hostigarlos. Mi
intención es liberar el enclave. En cuanto al río, quiero a todo este ejército en la otra
orilla dentro de una semana.
—¿Al otro lado del Vingaard? —Patrick estaba conmocionado, pero sus ojos
midieron a la mujer elfa con sorpresa y nuevo aprecio—. ¿En el corazón del territorio
enemigo?
—Los ejércitos de los Dragones nos saldrán al paso, con fuerzas numerosas —
dijo Markham cauteloso—. ¿Tratas de arrastrarlos a la lucha? ¿Destruirlos en el
campo de batalla?
—¡Ese será un momento histórico! —declaró el caballero Espada con el rostro

www.lectulandia.com - Página 218


encendido y los largos bigotes temblándole de ansiedad. Un brillo feroz chispeó en
sus ojos—. Dirigir a nuestros lanceros a la carga contra esas bestias, por una vez…
¡en lugar de limitarnos a mantener la posición!
Laurana también sonrió, pero, en opinión de Mellison, fue una sonrisa sombría
que la hizo parecer mucho mayor.
—Sí, los arrastraré a la batalla. A la primera de otras muchas. Una vez que
hayamos cruzado el río, no pienso descansar hasta que lleguemos a las puertas de
Kalaman.
—¡Kalaman! —El caballero Rosa balbució de tal manera que el bigote le ondeó
sobre la boca. Todos sabían que la lejana ciudad estaba en una situación desesperada
tras un largo invierno de aislamiento y asedio. Aun así, cientos de kilómetros de
terreno enemigo los separaban de ella.
—¡Estás loca! —bramó Patrick.
Laurana pasó por alto el insulto, pero su hermano intervino.
—¡Los Dragones del Bien nos proporcionan una fuerza de ataque que vosotros,
caballeros, aún no habéis empezado a entender! —replicó el espigado elfo—. ¡No
debemos desperdiciarla!
—¿Y qué pasa con Dargaard? —preguntó Markham, volviéndose hacia Laurana
—. Es un poderoso bastión que se interpone en nuestro camino. La Dama Oscura se
encuentra allí, con un grueso de tropas y los dragones de su Ala Azul. Los ogros de
Throtl están respaldados por dragones verdes y sin duda concentrarán su ataque
contra nuestro flanco sur.
—Por el momento, mi intención es pasar por alto Dargaard. A los ogros les
plantaremos cara y los derrotaremos.
—Tendrán el Ala Verde para apoyarlos, y el emperador Ariakas ha enviado al Ala
Roja desde Neraka como refuerzos. Tampoco tenemos ni idea de dónde se encuentra
el ejército de reserva —argumentó el caballero Rosa.
—Disponemos de las Dragonlances —gritó Gilthanas—. ¡Por fin podemos
enfrentarnos a esos reptiles en el aire y derrotarlos!
—¡El arma, hasta el momento, sólo ha sido probada en los confines de la Torre!
—refunfuñó Patrick.
—Eso es cierto —convino Laurana—. Pero no pienso luchar contra todos los
dragones a la vez. ¡Por eso es tan importante que nos movamos!
—¡Pero cruzar el Vingaard! —objetó Patrick—. ¡No te imaginas las dificultades
que presenta! Y si nos sorprenden con el ejército dividido en ambas márgenes…
—Nuestros dragones protegerán la travesía. Además, mi intención es llegar al
Vingaard demasiado rápido para que nos salga al paso algo más que una fuerza
reducida.
—Pero están las tropas de la propia fortaleza… ¡El alcázar de Vingaard tiene una

www.lectulandia.com - Página 219


guarnición muy numerosa! —insistió Patrick—. ¡Por cualquier punto que crucemos
nos pondremos al alcance de un fácil contraataque!
—Eso me lleva a la segunda parte de mi plan —anunció Laurana, que hizo una
pausa para asegurarse de que contaba con la atención de todos—. Vingaard será
liberado… mañana.
Los caballeros, como un solo hombre, contemplaron perplejos al general. Todos
sabían que el alcázar de Vingaard se encontraba a tres jornadas a caballo.
En este punto, las voces del consejo se tornaron más susurrantes y confidenciales,
de manera que el resto de la conversación resultó inaudible para Mellison, por lo que
se perdió para su diario… y para la historia. Los resultados de esta conversación
histórica y clandestina son conocidos.

:
La campaña de Vingaard, fase-I: ataque de Laurana

Al despuntar el día, el cielo sobre la Torre del Sumo Sacerdote se cubrió de


dragones, cuyos colores metálicos moteaban el suelo con titilantes reflejos en el
luminoso amanecer. Laurana, a lomos del enorme dragón plateado Quallathon, iba a
la cabeza de la formación. Una tropa de grifos, montados por elfos arqueros y
lanceros recién llegados de Ergoth del Sur, volaban al lado de los grandes reptiles. En
conjunto, doscientas bestias aladas, medio águilas medio leones, acompañaban a un
número igual de dragones en su marcha hacia el sureste, en dirección a Vingaard, a

www.lectulandia.com - Página 220


través de ciento veinte kilómetros de terreno llano. Sus cuerpos oscurecían el cielo.
Al mismo tiempo, el ejército se ponía en marcha. Conducidos por los caballeros a
lomos de sus monturas, acompañados por los soldados de Palanthas, uniformados en
azul, y un abultado y creciente número de tropas irregulares reclutadas en Solamnia y
Ergoth, los hombres al mando de Laurana marchaban hacia el noreste. La divergencia
de los rumbos resultaba evidente para todos. El ejército del aire dependía de sí
mismo; la batalla se habría ganado o perdido mucho antes de que las tropas terrestres
llegaran a la zona de combate.
Gilthanas, en una extensa carta a Porthios, nos pinta una vivida escena de este
asalto: la primera vez que los Dragones del Bien lanzaron una ofensiva en la guerra.
«Al cabo de cuatro horas nuestros dragones tuvieron a la vista el imponente
alcázar de Vingaard, que se levanta en la ribera más próxima del río que lleva el
mismo nombre.
»Durante más de un año los ejércitos de los Dragones han conservado en su poder
el alcázar y su presencia creaba una oscura mortaja que envolvía el otro grandioso
castillo. Capas de hollín embadurnaban las paredes y, alrededor de sus torres, los
campos en los que en otro tiempo medraban exuberantes cosechas de grano,
aparecían ahora sembrados de desperdicios.
»Nunca viví otro momento de mayor excitación y alegría. Silvara plegó las alas y
se zambulló sobre la ciudad. El viento me sacudía el pelo y me azotaba el rostro. El
suelo se aproximaba a una velocidad vertiginosa y un fiero regocijo se apoderó de mí.
»Por fin los ejércitos de los Dragones iban a experimentar el terror que habían
sembrado tan alevosamente por todo Ansalon. El grito desafiante de Silvara retumbó
en el aire y fue repetido por docenas de gargantas plateadas y doradas.
»Los draconianos que se alineaban en las murallas temblaron, sacudidos por el
pánico que despiertan los dragones, y sólo dejaban de temblar cuando morían. Nubes
de vapores nocivos, expelidos por los Dragones del Bien, barrieron las filas de
draconianos, matándolos en el mismo sitio en que estaban. Un calor abrasador,
procedente del fuego de los dragones de oro y de latón, se mezclaba con los rayos
descargados por los de bronce; chorros de ácido de los dragones de cobre formaban
charcos en el pavimento de adoquines y las gélidas ráfagas de viento, expulsadas por
los reptiles plateados, helaban cuanto tocaban.
»Unos cuantos Dragones del Mal, casi todos azules, se habían refugiado en la
ciudad tras la batalla de Westgate. Ahora, éstos remontaron el vuelo para enfrentarse
con nosotros, arrojando rayos y llevando a sus jinetes al combate. Pero todavía
estaban elevándose cuando la magia de los dragones dorados derrotaron a los
cabecillas en el aire. Entonces una formación de caballeros, conducidos por Silvara y
por mí y portando relucientes Dragonlances tan brillantes como alas de dragón, se
enfrentaron al enemigo y arremetieron contra los azules.

www.lectulandia.com - Página 221


»Silvara alargó las afiladas garras y desgarró el ala de uno de los azules.
Contemplé cómo la tullida criatura se desplomaba hacia su muerte. Entonces un rayo
pasó chisporroteante sobre mi cabeza; levanté presuroso mi lanza al tiempo que
Silvara lanzaba un chillido. Su cabeza, semejante a acero plateado, arremetió contra
la espalda del reptil azul que, herido mortalmente, corrió la misma suerte que su
compañero y cayó al suelo. Los otros Dragones del Bien pasaban veloces a nuestro
alrededor, acabando con los azules que quedaban antes de que sus mortales armas
naturales pudieran dejarse oír.
»Al cabo de una hora, hermano, los Dragones del Bien se habían posado en los
tejados y torres de la ciudad y arrojaban su aliento mortífero, en tanto que los elfos
montados en los grifos lanzaban una lluvia de flechas sobre los restantes defensores.
Durante el resto del día los dragones permanecieron encaramados en los lugares altos
de la ciudad, siguiendo el plan de nuestro general».
Gilthanas era partidario de perseguir a las tropas enemigas hasta sus escondrijos
para expulsarlas de la ciudad, pero su hermana insistió en que tuviera paciencia. No
habría persecución. En lugar de ello, los Dragones del Bien ocuparían todas las
posiciones ventajosas de la urbe, impidiendo que los draconianos salieran a la luz del
día.
Esta paciencia tuvo como resultado que se salvaran muchas vidas. Al ver que sus
odiados enemigos no tenían intención de partir, las tropas del ejército de los Dragones
abandonaron al alcázar de Vingaard durante la noche. Algunos huyeron hacia el sur,
tan temerosos del crecido caudal del río en esta época de primavera, como de los
Dragones del Bien. Muchos eran humanos, que confiaban en mezclarse con el
populacho. Por los informes de la hermandad de caballeros se sabe que un gran
número de estos desertores se unieron a las filas del ejército de Laurana al final de la
campaña. Otros robaron cuantas barcas pudieron o, en el caso de los draconianos,
trataron de usar sus alas para cruzar la crecida corriente. (Se cree que más de la mitad
de estos últimos pereció en el intento). Cuando el sol se alzó de nuevo sobre el
alcázar de Vingaard, la fortaleza estaba en poder de los Dragones del Bien y sus
aliados elfos.
Los pocos humanos que habían sobrevivido a la larga y brutal ocupación salieron
de sus sombrías habitaciones a la luz del amanecer y vieron el cabello de Laurana que
ondeaba bajo el yelmo como una estela de oro. Los largos mechones dorados eran
visibles a más de un kilómetro de distancia en el campo de batalla.
«¡Viva el general del Estandarte Dorado!», vitoreaban. Un grito que muy pronto
se convirtió en: «¡Viva el Áureo General!».
La campaña de Vingaard había comenzado.
En breve viajaré a ese alcázar, Excelencia, y me sentaré en la ribera del río para
reflexionar sobre el siguiente ejemplo de la audacia de Laurana: la travesía del

www.lectulandia.com - Página 222


Vingaard.
Con devoción, como siempre,

Foryth Teel, Escriba Mayor de Astinus

Al gran Astinus, Historiador de Krynn.

Aquí estoy ahora, en la orilla del río Vingaard. Es primavera, como lo era cuando
Laurana ordeno cruzar a sus fuerzas… y no puedo menos de maravillarme del coraje
y la imaginación que impelieron a un ejército a vadear sus aguas turbulentas. Ahora,
cuando la nieve se derrite en las montañas Dargaard y a lo largo de las laderas
septentrionales de las Garnet, el río corre ancho y profundo y parece impulsado por la
rabia, rugiendo a través de esta inmensa planicie hacia la distante ciudad portuaria de
Kalaman, a unos trescientos kilómetros de distancia.
A lo largo de su curso, el río pasa a poco más de veinte kilómetros del alcázar de
Dargaard, pero durante las siguientes semanas Laurana evitó este oscuro bastión y
continuó hacia su punto de destino. Mas me estoy adelantando a los acontecimientos.
Ante todo, he de describir la travesía. Las tropas de tierra del ejército de Solamnia
alcanzaron la margen del río después de tres días de marcha forzada desde Westgate.
Sabemos por las múltiples fuentes de información que los Dragones del Bien,
reanimados por su victoria en Vingaard, se unieron al ejército de tierra en la ribera del
río, a unos sesenta kilómetros al norte de la fortaleza liberada. El Vingaard es ancho y
profundo aquí, y sólo se puede cruzar con barcas… salvo en algún verano seco,
cuando surgen unos pocos vados. Éste no era el caso en aquella primavera, por
supuesto. Aquí vemos otro ejemplo de la inventiva elfa del general, pues empleó una
táctica que ningún Caballero de Solamnia, con sus estrategias de manual, habría
llegado a imaginar en sus más osados sueños.
Cruzó a sus tropas a través del río… ¡por aire! Es fácil imaginar los relinchos
aterrados de los caballos mientras eran alzados, suavemente, por las garras de los
dragones más grandes. O a los pobres y temblorosos soldados de a pie, montados seis
u ocho a lomos de un dragón, con los ojos muy apretados y rezando a los dioses
bondadosos (¡o a cualquier otro!) por su vida.
Fue un proceso largo y lento, no obstante. Mellison escribe que su señora acampó
a la orilla del río durante tres días, de manera que podemos deducir que ése fue el
tiempo que se tardó en cruzar. Los carros de abastecimiento, que desde un principio
habían sido reducidos al máximo, quedaron abandonados allí. De ahora en adelante el
ejército sobreviviría con las presas que lograra capturar o el alimento que pudiera
recolectar. Una escuadra de grifos en vuelo, montados por elfos, cubrió el cruce.
El temor de los caballeros de que el ejército fuera atacado por abultadas fuerzas

www.lectulandia.com - Página 223


enemigas en mitad de la travesía resultó infundado, por dos razones. En primer lugar,
la victoria en el alcázar de Vingaard había hecho huir a las tropas enemigas más
cercanas en una caótica desbandada; en segundo lugar, la velocidad de la marcha
impuesta por Laurana había sorprendido completamente a los Señores de los
Dragones. Sabemos por sus propios informes, por ejemplo, que, para cuando Ariakas
supo que el Áureo General había salido del paso Westgate, el ejército de Solamnia ya
estaba agrupado en la orilla este del Vingaard.
Una pequeña fuerza intentó interrumpir la travesía. El Señor del Dragón Toede
envió a seis de sus dragones verdes desde Throtl para investigar las actividades del
ejército de Laurana. Las bestias podrían haber causado grandes estragos en los
sobrecargados Dragones del Bien, pero los elfos con sus grifos los interceptaron a
unos cuantos kilómetros del río. Casi una cuarta parte de los grifos y sus jinetes
cayeron durante la escaramuza en el aire; fue una pérdida trágica e irreparable, pero
ninguno de los dragones verdes sobrevivió para llevar a cabo el ataque. Gilthanas
escribió un extenso panegírico a la bravura de los elfos montados en grifos e incluso
las crónicas oficiales de los Caballeros de Solamnia, Excelencia, incluyen palabras de
alabanza por su sacrificio.
Con sus fuerzas agrupadas nuevamente en la ribera opuesta del río, Laurana
estaba decidida a mantener la velocidad del avance así como lo imprevisible de su
curso. (Es irónico comprobar que esta joven elfa dominaba, de manera intuitiva,
principios militares a los que caballeros veteranos, apegados demasiado tiempo a su
doctrina, se resistieron hasta que la prueba resultó demasiado obvia para negar su
efectividad. Gracias les sean dadas a los cielos por la persistencia de Laurana).
Una vez más, es la criada Mellison quien nos proporciona información sobre el
planteamiento de las operaciones, ya que sirvió té a Laurana y a sus capitanes
mientras proyectaban su siguiente movimiento.
Estaban presentes los mismos cinco: el capitán Markham, el capitán Patrick, el
«caballero Rosa», el «caballero Espada» y Gilthanas de Qualinesti. Laurana anunció
su intención de dirigirse a Kalaman.
—¡Pero sabemos que Ariakas cuenta con diez mil hombres en Sanction! —
protestó Patrick—. Podrían llevar tres semanas de marcha… y quieres dejar nuestro
flanco desprotegido. Ahora el río nos resguarda. ¡Si partimos de aquí, exponemos a
todo el ejército a sufrir un ataque por la retaguardia!
—Nuestros carros de suministros han quedado atrás —señaló Laurana con
frialdad—. En consecuencia, la retaguardia de nuestro ejército es tan fácil de
defender como la vanguardia. Sobre todo, si el enemigo espera encontrar una
caravana de suministros indefensa y en cambio se topa con el acero de caballeros a la
carga.
—Cierto, cierto —opinó el caballero Espada—. Pero nos alejaríamos demasiado

www.lectulandia.com - Página 224


del paso y Palanthas está completamente indefensa.
—He pensado en ello, caballero —respondió Laurana con tono paciente—. Pero
apostaría a que los Señores de los Dragones ya no están interesados en esa ciudad.
¡Su atención debe de estar puesta en nosotros! Este ejército es una amenaza mucho
más grande que ninguna a la que hayan hecho frente hasta ahora. Tendrán que
agruparse si quieren destruirnos. Ariakas, así como también Kitiara, supondrán que
tienen tiempo de sobra para dedicarse a Palanthas después de que nos hayan barrido.
—¿Y no es así? —demandó Patrick.
—Sólo en el supuesto de que nos encuentren—-replicó Laurana—. ¡Ésa es la
razón por la que tenemos que movernos deprisa!
—Habrá oposición —señaló Markham—. El Ala Roja está ahí fuera, y parte de
otras dos alas… por no mencionar el ejército de reserva.
—Naturalmente. Pero, con rapidez, podremos enfrentarnos a estas fuerzas y
derrotarlas, una por una. ¡Es esencial que obliguemos a combatir al Ala Roja antes de
que Ariakas tenga ocasión de reunirse con sus aliados!
—Pero si te equivocas, arriesgas…
—¿Arriesgo qué, capitán Patrick? —espetó Laurana—. ¿Prefieres volver a los
días de arredrarse tras las murallas de piedra de vuestros alcázares, esperando a que el
enemigo os ataque? Y si salimos vencedores de ese ataque, entonces ¿qué?
¿Esperamos a que nos lancen otro y otro hasta que nuestras fuerzas estén agotadas y
nuestros suministros terminados? Más vale arriesgar este ejército con la esperanza de
una victoria real, una victoria que hará algo más que proteger Palanthas. ¡Llevaremos
la guerra al corazón de las tierras gobernadas por los ejércitos de los Dragones!
¡Entonces, y sólo entonces, nuestros enemigos tendrán que enfrentarse a la
perspectiva de una derrota!
(Excelencia, si Mellison no exageró las palabras, sólo me queda suponer que el
Áureo General había perdido la paciencia. Cuesta imaginar a Laurana dirigiendo a un
orgulloso caballero un término como «arredrarse». No obstante, parece que tuvo el
efecto de silenciarlo, cuando menos).
—Sabemos que el Ala Verde permanece en Throtl —continuó la princesa elfa—.
Mañana, con la primera luz, conduciré a los dragones contra ellos. Si logramos
desperdigar las fuerzas de tierra ogras, tanto mejor. El contingente principal,
entretanto, seguirá la marcha hacia el noreste. Quiero que los Señores de los
Dragones crean que Dargaard es nuestro siguiente objetivo.
—Un plan atrevido, mi general —hizo notar el caballero Rosa, con una sonrisa—.
Como sabes, estas llanuras fueron mi hogar. He de advertirte que el río se estrechan y
se hace más profundo al norte de aquí. Representa un obstáculo formidable en
nuestro desplazamiento hacia la izquierda.
—Muchas gracias, señor caballero —repuso Laurana—. Yo también conozco este

www.lectulandia.com - Página 225


río y, de hecho, jugará una baza importante en mis planes.

:
La campaña de Vingaard, fase-II: trampa de Laurana

Si la princesa reveló esa noche cuál era el papel del Vingaard, Mellison no lo
dice. La muchacha se marchó a dormir mientras los guerreros discutían tácticas hasta
las tempranas horas precedentes al alba. Quizás en ese momento la princesa elfa
previo la batalla del vado Margaard y estaba trazando sus planes para ese épico
enfrentamiento. Mas, ay de mí, sólo podemos hacer conjeturas.
Mis viajes, Vuestra Gracia, me llevarán a continuación a lo largo de las
estribaciones de las montañas Dargaard. Seguiré los pasos del ejército de Laurana
mientras se movían hacia el este, el sur y después al norte… manteniendo en todo
momento la incertidumbre de los Señores de los Dragones.
Hasta el próximo mensaje, se despide vuestro devoto servidor,

Foryth Teel

Al gran Astinus, Historiador de Krynn.

El ejército de Solamnia apareció súbitamente en distintos puntos de las llanuras,


sorprendiendo a los ejércitos de los Dragones en una serie de combates. Eran unas

www.lectulandia.com - Página 226


contiendas aisladas; algunas, escaramuzas de la caballería; otras, luchas de dragones
en el cielo; y unas pocas, batallas campales en las que se enfrentaban todas las tropas
de Laurana contra unas fuerzas iguales o superiores de los esbirros de la Reina de la
Oscuridad.
Los ejércitos de los Dragones se veían obligados a combatir cuando habían
planeado avanzar, y cuando tenían el proyecto de luchar no encontraban enemigos a
los que enfrentarse y se veían forzados a marchar. Hasta el enfrentamiento final, en el
vado Margaard, los Señores de los Dragones no lograron agruparse en una fuerza de
superioridad abrumadora… y entonces tuvieron que combatir en el sitio elegido por
Laurana. Mas, disculpadme, Vuestra Gracia; de nuevo me adelanto a los
acontecimientos.
La primera en oponerse al avance de Laurana fue la sección del Ala Verde
acampada en Throtl. Dos docenas de dragones y más de un millar de draconianos —
en su mayor parte atroces kapaks— conformaban el núcleo de esta legión,
respaldados por cientos de ogros, humanos infames y más de tres mil goblins.
Estas tropas estaban al mando del Señor del Dragón Toede, si bien los informes
de ese despreciable goblin no hacen mención a la batalla. Nuestras mejores reseñas
de la lucha proceden de Gilthanas, así como de los interrogatorios dirigidos por los
caballeros a un tal Kadagh, un ogro que servía como capitán de una de las compañías
del Ala Verde.
Kadagh había despertado una mañana clara y soleada, algo poco habitual aquí, a
la sombra de las montañas Dargaard. No obstante, ese día los picos orientales y las
estribaciones resultaban visibles, perfilados en vividos detalles mientras el ogro salía
de su tienda y se estiraba para desentumecer los músculos agarrotados. Después,
impaciente, su mirada se dirigió hacia el oeste.
Al principio creyó que los dioses habían esparcido polvo de oro en el cielo; oro
que brillaba con el sol y flotaba suavemente en el aire. Pero los ogros son
pragmáticos y Kadagh reparó rápidamente en que los puntitos metálicos crecían de
tamaño de forma continua y regular. Su grito de alarma alertó del peligro al
campamento del Ala Verde.
Laurana y sus dragones habían sorprendido al destacamento del Ala Verde
mientras se preparaba para marchar, en respuesta tardía a las acciones del ejército de
Solamnia en las planicies. Los dragones verdes estaban todavía en el suelo, ensillados
pero sin jinetes, cuando la muerte plateada y broncínea llegó chillando desde el cielo.
Los pocos reptiles verdes que lograron remontar el vuelo fueron derribados y
destruidos sin piedad.
Gilthanas había ordenado a sus jinetes que fueran totalmente despiadados en este
golpe mortal contra los dragones enemigos, y parecía que sus instrucciones se estaban
siguiendo al pie de la letra. Las Dragonlances demostraron una vez más su utilidad, si

www.lectulandia.com - Página 227


bien la ventaja numérica de los dragones bondadosos hacía inevitable el desenlace.
En cuestión de momentos, los reptiles malignos habían sido destruidos con dientes,
garras y lanzas.
Justo antes del sangriento final, no obstante, Kadagh reparó en una figura
encorvada que se encaramó torpemente a la silla de un dragón verde e instó a la
bestia a remontar el vuelo. Volando bajo, eludiendo y esquivando árboles y collados,
el solitario dragón y su jinete desaparecieron en las cumbres de las montañas Garnet,
dejando tras de sí, muy lejos, la batalla. El evadido era Toede, que así daba un buen
ejemplo de valentía a su condenado ejército.
Los dragones de Laurana conservaron intactas sus armas de alientos mortíferos
para el ataque contra los draconianos, ogros y goblins de la legión de Throtl. Kadagh
se apresuró a reunir a su compañía de brutales ogros protegidos con cotas de malla y
armados con grandes espadas. Eran los soldados de infantería más formidables del
Ala Verde y los informes de ambos bandos señalan que lucharon como tales.
Los ogros se dispersaron por las hondonadas y los espesos matorrales que
rodeaban el campamento, luchando en pequeños grupos y abalanzándose sobre
cualquier dragón que fuera lo bastante descuidado como para dejarse sorprender en
tierra. Los reptiles dorados vomitaban fuego sobre la maleza, y el humo y las llamas
se extendieron por el campo de batalla. El propio Kadagh dirigió una carga contra un
dragón broncíneo que, agotado, había aterrizado cerca de unos arbustos. Saltó sobre
un ala de la criatura y derribó al jinete, un caballero, con un golpe de su espada. Otros
de su compañía arremetieron contra el dragón y, cuando el reptil reculó, Kadagh
hundió su acero en la base de su cráneo.
(Esta historia es algo más que una mera jactancia por parte del ogro, Vuestra
Gracia. Gilthanas presenció todo el incidente. De inmediato, Silvara se abalanzó
sobre el ogro, lo derribó en tierra y acabó con el resto de su compañía mediante un
soplido de su gélido aliento. Tan impresionados quedaron los elfos con el valor
demostrado por el ogro, no obstante, que más tarde lo llevaron como prisionero al
campamento de Laurana).
Los caballeros persiguieron y mataron a los monstruos del Ala Verde durante el
resto de aquel lúgubre y sangriento día hasta que, por último, los malparados
supervivientes del destacamento se escabulleron por los agrestes terrenos de las
montañas Dargaard.
Es interesante resaltar, Vuestra Gracia, que siguiendo esta táctica Laurana dejaba
a sus tropas de tierra expuestas a la misma clase de ataque por parte de los dragones
azules de Dargaard. Audazmente, la elfa se jugó la carta (y con razón, como quedó
demostrado) de que Kitiara estaba todavía demasiado escarmentada por la derrota en
la Torre del Sumo Sacerdote como para arriesgarse a enviar sus fuerzas más
poderosas a una posible trampa.

www.lectulandia.com - Página 228


Tras la batalla de Throtl, Laurana dividió una vez más su ejército. Envió a
muchos de sus dragones —todos los broncíneos, los de latón y algunos de cobre— a
defender el contingente de sus tropas que avanzaba por tierra. Los otros dragones se
dispersaron por las llanuras hacia todos los puntos de la brújula, buscando a los
ejércitos de los Dragones. Laurana sabía que elementos del Ala Blanca se
encontraban en alguna parte del sur, pero no tenía la menor pista acerca de la posición
de la poderosa Ala Roja.
Además, había que contar con la presencia de la numerosa ala de reserva de
Ariakas, desaparecida desde que había salido de Sanction. Laurana envió a un par de
valiosos dragones plateados hacia aquella ciudad portuaria, decidida a descubrir la
localización del ejército de reserva.
Cuando los dragones exploradores encontraran fuerzas de la Reina de la
Oscuridad tenían que informar la situación de aquellas tropas al Áureo General;
pasara lo que pasase, no debían precipitar un ataque. Presumo, Excelencia, que estos
dragones llevaron a cabo el reconocimiento bajo la apariencia de aves de presa. Al
menos, en los informes de los ejércitos de los Dragones no hay indicación alguna de
que supieran que estaban siendo observados y el hecho de que Laurana encomendara
la tarea de exploración a los dorados, plateados y cobrizos indica una preferencia por
estos dragones con cualidades polimorfas para adoptar la apariencia de diferentes
criaturas. ¿Y qué mejor que un halcón o águila, patrullando simbólicamente sobre las
llanuras?
Los espías voladores divisaron por primera vez un contingente importante del Ala
Blanca, más numeroso que la legión de Throtl y que contaba con muchos draconianos
sivaks (los únicos, como Vuestra Gracia bien sabe, capaces de realizar verdaderos
vuelos). Los registros de los ejércitos de los Dragones muestran que esta fuerza había
recibido del propio Ariakas la orden de avanzar hacia el norte hacía más de una
semana. (Tras la batalla en la Torre del Sumo Sacerdote, el emperador había previsto
la necesidad de contar con fuerzas adicionales en las planicies y dio las órdenes
necesarias).
El Ala Blanca fue descubierta por Silvara, mientras la gran hembra de dragón
plateado volaba trazando un arco en dirección suroeste. La fuerza acababa de cruzar
el río Dargaard y marchaba hacia el norte a lo largo de la ribera este del Vingaard, lo
que la situaba directamente en una línea que se cruzaría con la seguida por Laurana
para la retirada. En este punto el río fluye a través de una garganta excavada en la
roca por el agua, de unos treinta kilómetros de longitud, a la que había hecho
mención Markham.
(Silvara volaba sola en su misión exploradora. Deduzco, Vuestra Gracia, que la
ausencia de Gilthanas subido a su espalda refuerza la idea de que volaba bajo la
apariencia de un ave, en lugar de un dragón).

www.lectulandia.com - Página 229


La respuesta de Laurana a esta información fue inmediata y audaz: hizo dar media
vuelta a su ejército y apremió a las tropas en una marcha forzada, directamente al
encuentro del Ala Blanca. Todos los dragones exploradores, a medida que regresaban
de su patrulla, se unieron al ejército hasta que el Áureo General tuvo de nuevo a todos
sus dragones cerca del grueso de su fuerza. Al cabo de veinticuatro horas, el ejército
de Solamnia en su totalidad estaba agrupado en una única línea de marcha y
protegido por una tropa de elfos montados en grifos.
El Ala Blanca, por el contrario, no había localizado todavía a su enemigo a pesar
de que marchaba a lo largo de la ruta de Laurana y debería haber sabido que el
ejercito de Solamnia había pasado por allí hacía cuestión de pocos días. Una amplia
formación de draconianos sivaks volaba al frente de la columna, en tanto que los
dragones blancos permanecían detrás del grueso de las tropas.
Al día siguiente, cerca del mediodía, los sivaks y los elfos se tuvieron a la vista, a
unos trescientos metros sobre el suelo. Los ejércitos avanzaban de manera que sé
encontrarían en la orilla del río Vingaard, cerca de la garganta de rápidos llamada,
simplemente, el Desfiladero. (Este cañón daría nombre a la batalla que tuvo lugar
allí). Los dragones de ambos bandos se sumaron rápidamente a la contienda aérea y
para media tarde las fuerzas de tierra se habían colocado en formaciones paralelas de
batalla.
Por fin Laurana tuvo ocasión de utilizar a los caballeros montados en corceles, y
los lanceros de Solamnia dieron gran gloria a sus nombres en aquella sangrienta
tarde. Los Caballeros de la Rosa encabezaron la carga, respaldados rápidamente por
los de la Espada; y aquí, Excelencia, descubrimos el nombre del capitán al que
Mellison llamaba el «caballero Rosa». Es Bendford Caerscion y dirigió este
arrollador avance desde la silla de su corcel de guerra, negro como la noche. Su parte
a Gunthar nos ofrece una información cabal de primera mano acerca de esta reyerta
sobre la que giró toda la batalla:
«Los caballeros respondieron deseosos a la orden de ataque… Las trompetas
resonaron y nuestros impacientes corceles salieron a galope. El trapaleo de los cascos
retumbaba en el suelo mientras la formación de caballeros y monturas cobraba una
velocidad imparable. Mi corazón rebosaba de orgullo; era un momento en el que se
culminaba toda una vida de entrenamiento y devoción. Una pesada lanza, bien
colocada a mi costado derecho, se extendía muy por delante de los resollantes ollares
de mi corcel.
»La llanura que se abría frente a mí hervía de draconianos. Vi sus fauces
chasqueantes y escuché sus siseos de odio y temor a medida que nosotros, los
caballeros, nos acercábamos al galope. Los horrendos reptiles blandían espadas y
escudos. Los pocos que manejaban lanzas carecían de las luces necesarias para
sujetarlas con efectividad en un choque de carga. Mientras nuestra formación se

www.lectulandia.com - Página 230


aproximaba a los draconianos, varias compañías de baaz se dieron media vuelta y
huyeron… para chocar contra las filas de brutales sivaks, que intentaron hacerlos
volver a la lucha.
»Pero era demasiado tarde. Mis caballeros arremetieron contra las desorganizadas
líneas de draconianos sin que apenas se produjera un titubeo en la impetuosa carga.
Mi lanza atravesó el cuerpo de un enorme sivak y lo clavó en el suelo. Solté la lanza
y desenvainé mi espada. El monstruo permanecía hincado en la lanza, agitando las
alas y pateando como un insecto monstruoso pinchado en un tablero
»La carga de los caballeros aplastó a un draconiano tras otro, machacando sus
miembros con los cascos de los corceles, ya que avanzábamos a galope tendido.
Propiné cuchilladas a diestro y siniestro, apuntando a las cabezas de los monstruos, y
dejé a mi paso una docena de malheridos.
»Nos abrimos paso entre sus filas y dejamos atrás los destrozados restos de la
fuerza draconiana, que huyeron despavoridos. Tiré de las riendas tan pronto como el
enemigo se dio a la fuga, pero mi caballo, como casi todos los de los demás, estaba
tan excitado que continuó la desenfrenada carrera durante casi kilómetro y medio.
»Nuestras dos compañías de caballeros no alcanzaban los trescientos jinetes en
total, pero el ímpetu de nuestra veloz carga dividió las filas de draconianos en dos.
Volvimos grupas y cabalgamos contra un pequeño contingente de goblins montados
en lobos gigantes. Esta chusma, también, fue desperdigada o destruida con rapidez.
»Una sombra pasó sobre mí en el momento en que esta refriega llegaba a su fin
con la derrota completa del enemigo. Sentí que me azotaba una ráfaga de viento
helado y entonces, con gran horror, vi a un trío de valerosos caballeros, que
cabalgaban en formación cerrada, quedar enterrado bajo el peso de un dragón blanco.
El monstruo derribó jinetes y corceles con golpes aplastantes de sus enormes garras y
con dentelladas.
»Entonces las fauces del reptil se abrieron y expulsaron una nube de helada
escarcha paralizadora con la que mató a varios caballos más y a sus jinetes en
cuestión de segundos. Azucé mi corcel hacia el monstruo, pero el animal, firme en
otros momentos, rehusó acercarse… Y entonces el dragón volvió su atención hacia
mí. Me dispuse a morir en aquel momento, pero una nueva sombra se proyectó desde
lo alto y un instante después un enorme dragón plateado se zambulló sobre nosotros.
Su jinete, un elfo de cabello dorado, atravesó con la pesada Dragonlance una de las
alas del blanco, y el gran dragón plateado rompió el cuello de su oponente de un
certero bocado.
»Di las gracias con un gesto y reconocí a Gilthanas; acto seguido, dragón y jinete
partieron en persecución de las desperdigadas tropas enemigas».
Durante todo este tiempo, el Áureo General mantuvo a los Caballeros de la
Corona, la más numerosa de las órdenes de la caballería, en reserva. El capitán

www.lectulandia.com - Página 231


Patrick y el capitán Markham se sintieron impacientes, sin duda, por este retraso. Tal
vez sea mejor para la sensibilidad de este historiador que no haya encontrado un
informe exacto de sus comentarios, ya que se vieron obligados a permanecer ociosos
mientras contemplaban cómo las órdenes de la Espada y la Rosa se cubrían de gloria.
Entretanto, los hombres de Palanthas hicieron frente a la carga de draconianos
baaz con lanzas y escudos, mientras que las compañías de soldados irregulares, con
espadas y adargas, presionaban los flancos del Ala Blanca. En el cielo la batalla se
libraba con ferocidad y con grandes pérdidas en ambos bandos. Los poderosos
Dragones del Bien lograron finalmente matar a los últimos blancos y sus jinetes, pero
no antes de que casi dos docenas de ellos hubiesen perecido, incluidos dos plateados
y un dorado.
Después, mientras el ocaso empezaba a arrojar sus sombras sobre el campo de
batalla, Laurana envió a los Caballeros de la Corona, quinientos jinetes con
armaduras, sobre ansiosos corceles, cargando con sus lanzas en una impetuosa
arremetida que barrió del campo a los ya maltratados remanentes del Ala Blanca. A la
caída de la noche las fuerzas del Mal se batían en una retirada general, si bien
Laurana ordenó una persecución que continuó durante el día siguiente. Sólo cuando
estuvo convencida de que las tropas enemigas no tenían la menor posibilidad de
reagruparse, ordenó a su ejército que se volviera a concentrar y diera media vuelta
para reanudar el avance hacia Dargaard y Kalaman.
Desde aquí, Excelencia, parto para seguir la ruta de la gran marcha. Mi punto
final de destino es esa gran ciudad portuaria, si bien en el camino, por supuesto, me
detendré para examinar el escenario del mayor triunfo alcanzado por Laurana.
Es con este propósito, en consecuencia, por lo que mañana emprendo viaje hacia
el vado Margaard.
Hasta entonces, se despide este esforzado escriba al servicio de la historia,

Foryth Teel

Al gran Astinus, Historiador de Krynn.

Regreso de nuevo al río Vingaard, Excelencia, como hizo el ejercito de Laurana.


Es cada vez más claro para mí el modo en que el Áureo General utilizó esta
caudalosa corriente de agua como piedra fundamental de su campaña, empleándola
para ocultar sus movimientos, proteger a sus fuerzas y, al cruzarla inopinadamente,
sorprender al enemigo.
Tras la batalla del Desfiladero, Laurana reanudó la marcha apresurada hacia el
noreste, pero el recelo entre los caballeros empezó a crecer claramente. Palanthas y la
Torre del Sumo Sacerdote quedaban a bastante distancia tras ellos y se sabía que las

www.lectulandia.com - Página 232


fuerzas de la Dama Oscura se estaban agrupando en Dargaard.
Las bajas sufridas en esta batalla, la primera batalla campal después de la de la
Torre del Sumo Sacerdote, habían sido muchas. Sólo podemos suponer la aflicción
que ello debió de producir al Áureo General. ¿Acaso todos los caballeros caídos le
recordaban a su entrañable amigo, el fiel y valeroso Brightblade? También habían
caído elfos y Laurana sabía muy bien que cada una de esas muertes había acabado
con muchos siglos de vida. Y la pérdida de los soldados de infantería humanos que se
habían unido a su causa era también, sin duda, un amargo trago para la mujer elfa.
El diario de Mellison nos cuenta que Laurana se retiró temprano a su tienda las
noches que siguieron a la batalla, perdiéndose con ello la camaradería que había
empezado a nacer entre los capitanes y su general. Durante tres días el ejército
marchó a un paso regular y constante, pero sin apresuramientos. Laurana se aseguró
de que las tropas y los dragones tuvieran ocasión de descansar, de que los caballos
pudieran pacer la recién brotada hierba que comenzaba a alfombrar las llanuras. Las
tormentas primaverales cubrían las montañas Dargaard por el este, pero el cielo
permanecía despejado sobre el ejército.
Finalmente, el cuarto día después de la batalla del Desfiladero, los dragones
exploradores regresaron para informar. El Ala Roja estaba en marcha y había sido
localizada hacia el sureste, avanzando en dirección a Dargaard. Lluvias torrenciales,
acompañadas por densos nubarrones y niebla, siguieron ocultando las montañas
durante la mayor parte del tiempo y, poco después de que fuera avistada, la columna
en movimiento desapareció en las estribaciones. Fue como si el Ala Roja se
desvaneciese, ya que el mal tiempo impidió llevar a cabo más observaciones.
Aquella noche Laurana mantuvo otro consejo de guerra y, de nuevo, Mellison
estaba presente para escribir la primera parte de las discusiones:
—¡Debemos adoptar una posición defensiva! —instó el capitán Patrick—.
Admito, mi general, que tu dirección nos ha llevado a alcanzar unas victorias que ni
siquiera habría imaginado en mis más febriles sueños, pero ahora… Todavía no
sabemos dónde está el grueso del ejército del emperador. ¡Las nubes tapan todo el
flanco derecho, en tanto que nosotros marchamos por terreno abierto día tras día! El
ataque podría producirse con apenas una hora de apercibimiento. ¡Y si nos
sorprenden en formación de marcha, nos aplastarán a conciencia!
—¡Bah! —Gilthanas, que sin duda también se sentía nervioso, tuvo un estallido
de mal humor muy extraño en él—. ¡Estos dragones no son criaturas defensivas! Si
los atas a una posición fija, los privas de su fuerza. ¿Es que vosotros, caballeros, sois
incapaces de meteros esta idea en vuestras duras molleras apegadas al Código y la
Medida?
El capitán Patrick se puso rígido y su mano fue hacia la guarda de su espada, pero
el Áureo General se interpuso entre los dos, si bien no tomó partido y evitó

www.lectulandia.com - Página 233


enzarzarse en la disputa. En cambio, se volvió hacia el caballero Espada.
—Y tú, mi señor caballero, ¿tienes alguna opinión sobre este asunto?
El canoso veterano suspiró y sacudió la cabeza.
—Ya no sé qué creer, general. Nos has demostrado a ciencia cierta la
trascendencia de la rapidez y la movilidad, pero el capitán Patrick plantea un punto de
importancia. Sin conocer la posición del enemigo, ¿cómo sabremos hacia dónde
dirigirnos?
La princesa elfa consideró las palabras del caballero y después se volvió hacia el
capitán Caerscion y el capitán Markham, que habían permanecido silenciosos hasta el
momento.
—¿Y vosotros, mis buenos caballeros? —inquirió Laurana—. ¿Aconsejáis
también una parada aquí, en la planicie?
—Sí, general —repuso Caerscion—. Con unos cuantos días para preparar
atrincheramientos y un buen esfuerzo en misiones de reconocimiento, podemos
presentar una posición fuerte. La Dama Oscura nos encontrará y atacará, pero nos
enfrentaremos a sus tropas bien descansados y dispuestos para la lucha.
—Pero, si nos detenemos, la Señora del Dragón podrá atacarnos con todas las
armas que tenga a su disposición. Ello incluye el Ala Roja… y todavía ignoramos
dónde está el ejército de reserva. Por el contrario, si seguimos moviéndonos,
obligamos al enemigo a continuar la persecución. Es mucho menos probable que así
logren agrupar un contingente tan numeroso como el que podrían reunir si nos
detuviéramos. —Las observaciones de Markham provocaron el gesto ceñudo y la
iracunda desaprobación del capitán Patrick.
Laurana sonrió, agradablemente sorprendida por los comentarios del joven
capitán.
—¡Exactamente! Y por ese motivo reanudaremos la marcha mañana, pero
cambiando el curso.
—¡Otra vez! —gritó, exasperado, Patrick—. ¡Si no hay modo de convencerte
para que detengas la marcha, al menos regresemos hacia Palanthas!
—Lo haremos, capitán Patrick. Sólo que no llegaremos tan lejos. Nuestro punto
de destino es el campo de batalla final. Y ése, os lo aseguro, será el que nosotros
escojamos.
El caballero Espada señaló con un gesto las anchas llanuras que se extendían por
todas partes.
—Cualquier trozo de pradera es muy semejante a otro.
—En su mayor parte —admitió Laurana—. Pero existen excepciones.
Los otros hicieron una pausa, curiosos por saber lo que la joven elfa diría a
continuación. Markham esbozaba una media sonrisa. El caballero Espada y el
caballero Caerscion aguardaban con evidente aprensión. Gilthanas parecía aburrido e

www.lectulandia.com - Página 234


impaciente y sus ojos fueron hacia la hembra de dragón plateado que descansaba
fuera de los límites de la hoguera.
El capitán Patrick, por supuesto, mostró un ceñudo gesto de desagrado.
Finalmente fue incapaz de sujetar más su lengua.
—¿Excepciones? —inquirió con voz tonante.
—Exactamente —anunció el Áureo General—. Excepciones, como los ríos. Y
por eso, tan pronto como hayamos alcanzado la ribera del Vingaard, lo cruzaremos
otra vez.
Se produjo una pausa en el consejo mientras los capitanes asimilaban la
inesperada noticia y alzaban las cejas en un gesto de sorpresa. Por una vez, no
obstante, los caballeros no acogieron los proyectos de su general con un coro de
objeciones; las ventajas del plan de la mujer elfa resultaban evidentes para todos. Una
vez que hubiesen cruzado a la orilla oeste —o, mejor dicho, la norte, pues el río ya
había iniciado la amplia curva hacia el este en dirección a Kalaman—, el Vingaard
sería una barrera que se interpondría entre ellos y las Alas Roja y Blanca del ejército
de los Dragones.
—¿Pero así no les daremos oportunidad de reagrupar sus fuerzas? Hemos hecho
grandes esfuerzos para evitar que eso ocurra —aventuró el capitán Markham con
agudeza.
Laurana frunció el entrecejo. Su rostro, con el juego de luces y sombras del
moribundo fuego, adquirió de nuevo aquella apariencia de madurez. Las arrugas del
cansancio y la tensión marcaban surcos en torno a su boca y sus ojos.
—Sí, así es —admitió—. Mi esperanza estriba en que Ariakas y Kitiara crean que
su presa se escabulle a la seguridad de la Torre del Sumo Sacerdote y nos persigan
con demasiada premura. Si el Ala Roja llega primero al río, podemos incitarla a
cruzar la corriente antes de que el ejército de reserva o el Ala Azul puedan unírsele.
—¿Y si no ocurre así? —sugirió el capitán Patrick, beligerante.
—Tenías razón con la observación que hiciste anteriormente, caballero —dijo
Laurana; Patrick cerró la boca y parpadeó desconcertado por la sorpresa—. Las nubes
cernidas sobre las montañas Dargaard nos impiden localizar a nuestro enemigo. Si
permanecemos tan lejos al este, todos los ejércitos de los Dragones reunidos podrán
caer sobre nosotros antes de que tengamos tiempo de reaccionar. Ésta es la razón por
la que necesitamos cubrirnos con el Vingaard.
—¿Transportaremos a las tropas por aire otra vez? —preguntó el caballero
Espada con expresión preocupada—. Fue un proceso lento y no podemos confiar en
llevarlo a cabo por segunda vez sin que seamos interrumpidos.
—Tendremos que hacerlo —fue la opinión del capitán Caerscion—. Hay un vado
en la curva del río… El vado Margaard, creo que se llama, pero no cabe duda de que
resulta peligroso en esta época del año. La corriente arrastraría a un caballero

www.lectulandia.com - Página 235


equipado con armadura y montado en su caballo de batalla, por no mencionar a los
infelices soldados de infantería.
—Tal vez podamos utilizar el vado. No lo sabré hasta mañana. Caballeros, estoy
cansada. Os doy las buenas noches.
Laurana se dio media vuelta y sólo Mellison vio la sonrisa que curvaba los labios
del general. Por su observación acerca del vado, era evidente que Laurana ya tenía
desarrollado su plan, pero no lo había compartido con nadie.
Así pues, de nuevo el ejército levantó el campamento antes del amanecer y
regresó hacia el Vingaard. El caudaloso río, distante a menos de quince kilómetros en
dirección noroeste, estaba muy crecido con las aguas del deshielo. Al final de un día
de marcha, todo el ejército alcanzó la margen del río, pero Laurana ya había puesto
en marcha la siguiente etapa del plan.
Mientras las tropas se dirigían hacia el vado Margaard, el Áureo General
despachó a sus dragones de latón y de bronce al borde del banco de nubes para que
permanecieran alertas a la aparición del ejército enemigo. Entretanto, Laurana,
montada en su dragón plateado, voló hacia el sur, en dirección al tramo más angosto
del Desfiladero. Se hizo acompañar por todos los dragones plateados, incluida la
poderosa Silvara, a la que iba montado su hermano Gilthanas. Éste informó a
Porthios, su hermano, por carta:
«La seguimos sin preguntar. Para entonces nuestra fe en Laurana era absoluta.
¡Incluso los bruscos capitanes de las órdenes de caballería habían empezado a tratarla
con un “medido” respeto!
»Yo había viajado a lo largo de la orilla del Desfiladero y no cabía duda del lugar
seleccionado por Laurana para el trabajo de los dragones plateados: grises paredes de
granito se alzaban treinta metros a ambos lados del río, obligando al caudaloso
Vingaard a correr por una garganta de apenas sesenta metros de anchura. En
primavera el crecido río se convierte en un furioso torrente que se abre paso entre un
bosque de peñascos, con sus aguas agitándose en un caótico remolino.
»Menos de ochocientos metros más adelante, las paredes de la garganta
descienden en declive y el río recupera otra vez su anchura para fluir con engañosa
placidez. Permanece así domado durante todo su curso hasta el vado Margaard, a
unos ochenta kilómetros del Desfiladero. En primavera, la época que tuvo lugar la
batalla, el caudal había alcanzado su mayor altura y rodeaba con rabioso ímpetu los
peñascos que salpican el lecho del río, rugiendo colérico contra cualquier cosa que se
atreviese a entrar en esta garganta.
»Pero los dragones plateados entraron y aterrizaron en los peñascos, luchando
para sujetarse en las resbaladizas rocas; algunos perdieron el equilibrio y se
remontaron de nuevo en el aire antes de ser arrastrados por la corriente. Finalmente,
algunos se encaramaron en lo alto de los peñascos lamidos por el agua y otros se

www.lectulandia.com - Página 236


apostaron en las rocosas orillas. Con los largos cuellos extendidos hacia abajo, los
grandes reptiles aguardaron las siguientes instrucciones de su Áureo General.
»Laura dio la orden, y los dragones plateados soplaron la superficie del agua; con
las fauces abiertas de par en par, sus pulmones expulsaron el arma más potente y letal
de un reptil plateado: una ráfaga de helada escarcha que lanza su garra gélida a través
de todo cuanto haya en su camino y penetra mágicamente en su diana, eliminando
cualquier vestigio de calor. Es un ataque que absorbe la vida de los miembros
mortales, que mata frágiles hojas mientras la ráfaga resquebraja la quebradiza roca
tornándola polvo helado… Que, de manera instantánea, conviene el agua en hielo.
»Una y otra vez, cada dragón exhaló su poderoso aliento y el río Vingaard se
congeló en su lecho. Un cinturón de hielo, que se extendía hasta el fondo y se
aferraba firmemente a las grandes rocas del lecho del río, represó las aguas. A medida
que la presión de la constante corriente aumentaba y las olas rebosaban por encima
del helado dique, los dragones expulsaban de nuevo su aliento, de manera que
añadían más y más altura a la presa.
»El curso por detrás de este cuello de botella era mucho más ancho y profundo
que el punto obstruido. Las aguas del Vingaard se acumularon allí, agitadas y
arremolinadas, y, extendiéndose fuera del cauce, inundaron las riberas. Aunque el
lago que se formó siguió expandiéndose de manera gradual y constante, el dique de
hielo —de gran grosor y firmemente asentado en el marco del lecho rocoso—
aguantó la presión.
»Al otro lado de la presa, el poderoso Vingaard empezó a disminuir hasta
convertirse en un chorrito que se deslizaba entre los mojados bancos de tierra y
piedra. Ochenta kilómetros al norte del Desfiladero, corriente abajo de la presa, el
ejército de Solamnia llegó al vado Margaard a la caída de la noche y encontró el
cauce demasiado alto todavía para cruzarlo con seguridad.
»Esa noche los dragones de latón regresaron con la nueva: el ejército de los
Dragones estaba en marcha. Las Alas Roja y Azul se habían unido con la poderosa
ala de reserva, que debía de haber estado marchando hacia el norte, procedente de
Sanction, desde hacía semanas, oculta por las crestas de las montañas Dargaard y las
nubes».
En verdad, Excelencia, sabemos por los registros del ejército de los Dragones que
Ariakas había puesto en acción a la formación semanas antes, aun antes de la derrota
sufrida en la Torre del Sumo Sacerdote. A pesar de que al principio el emperador en
persona dirigía esta formación, en la fecha de la campaña el mando había pasado al
comandante Bakaris.
Ahora la totalidad de las fuerzas avanzaban bajo un enjambre de dragones rojos y
azules, los reptiles malignos más poderosos, con el propósito de destruir al ejército de
Solamnia. Para los capitanes de los caballeros, que recibieron esta comunicación con

www.lectulandia.com - Página 237


un vado, en apariencia imposible de cruzar, a sus espaldas, la noticia debió de ser
terrible, ciertamente.
No obstante, el Áureo General se reunió allí con sus oficiales y les dijo que
cruzarían por la mañana. No se han reflejado por escrito sus reacciones, pero
seguramente cualquier duda que albergaran debió de desaparecer a medida que el
nivel del río descendía de manera gradual a lo largo de la noche. Para el alba, el vado
era una serie de charcos que salpicaban un paso llano de gravilla. El ejército de
Solamnia lo atravesó en cuestión de horas, en tanto que los dragones de cobre seguían
vigilando las fuerzas en marcha del ejército enemigo.
Los dragones cobrizos se zambullían en picado y volaban en círculo en el
horizonte, eludiendo a los rojos y azules, que con frecuencia se remontaban
vertiginosamente en el cielo para hacerlos retroceder. Por fin, Bakaris comprendió
que estas fútiles escaramuzas sólo conseguían cansar a sus dragones
innecesariamente, y decidió que no malgastaran sus fuerzas y dejaran en paz a los
espías aéreos de sus enemigos.
Bakaris se las ingenió para no caer en los errores de otros comandantes que hasta
el momento se habían enfrentado con el Áureo General. Mantuvo a sus fuerzas
agrupadas durante el avance, negándose a caer en cualquier maniobra de distracción
que lo apartara de su meta: el ejército de Solamnia. Avanzó a una velocidad
considerable, superando incluso el paso de las siempre rápidas marchas de las fuerzas
draconianas. Y no perdió tiempo en desplegar su ejército para la batalla cuando por
fin localizo a su enemigo.
Su destreza, determinación y, por supuesto, la magnitud de sus fuerzas lo
convertían en un oponente muy peligroso. Se aproximó al ejército de Laurana con
sorprendente rapidez y al amanecer, un día después de que el ejército de Solamnia
cruzase el Vingaard, los exploradores montados a lomos de dragones divisaron en el
horizonte el avance de sus tropas. El ejército de los Dragones alcanzaría el vado seco
alrededor del mediodía. Los capitanes escucharon consternados los informes del
ingente número de tropas enemigas. La derrota parecía inevitable.
Pero Laurana tenía un elemento final en su plan, una baza que guardó en secreto
hasta el último momento por temor a los espías enemigos. Algunos de los obstinados
caballeros, que rehusarían reconocer una táctica innovadora hasta caer desmontados
de sus sillas al darse de narices con ella, debían de haber deducido cuál era. Aun así,
la preocupación se extendió por el campamento mientras el alba data paso a la luz del
día. Sólo seis horas los separaban de la batalla y ninguna barrera se interponía entre
ambos ejércitos; a pesar de ello, Laurana retuvo a todos sus dragones en el
campamento.
Mellison relata que los capitanes se reunieron en privado, mascullando con
preocupación a medida que el sol se alzaba gradualmente en el cielo. Acababan de

www.lectulandia.com - Página 238


acordar que el capitán Markham fuera a hablar con el general cuando Laurana los
sorprendió convocándolos en su tienda.
—Parto ahora durante un corto tiempo y me llevaré a casi todos los dragones.
Los caballeros estaban ciertamente pasmados ante este anuncio, y si alguno de
ellos logró reaccionar como para dar una respuesta, ésta se perdió para la historia.
—Os dejo a los plateados y los cobrizos. Formad una línea de defensa a lo largo
de la orilla del río. Para esta noche habremos abierto el camino a Kalaman… o al
Abismo.
Los caballeros hicieron vehementes objeciones, pero el Áureo General se
mantuvo inflexible. Se mostró inusualmente sombría, quizás incluso severa, mientras
se subía a Quallathon. Gilthanas estaba a su lado y le apretó la mano un instante. La
gran formación de dragones de latón, broncíneos y dorados se remontó en el aire. El
sol matinal centelleó en sus alas mientras los monstruosos reptiles cobraban altura,
cabalgando sobre las corrientes térmicas. Luego pusieron rumbo sur y volaron
siguiendo la línea del vacío lecho del río.
Poco después el ejército de los Dragones se hacía visible desde los
atrincheramientos de la orilla. Bakaris demostró ser tan agresivo en el campo de
batalla como lo había sido durante la marcha. Sus dragones, oleadas de reptiles rojos
y azules cuyos bramidos desafiantes resonaban en el cielo, se lanzaron al ataque
sobre los dragones plateados y cobrizos que protegían al ejército de Solamnia.
Gilthanas y Silvara, juntos como siempre, tomaron parte en el combate aéreo. El
joven elfo escribió a Porthios:
«Vi caer una docena de Dragones del Bien en el primer choque, con las alas
desgarradas por los chorros de ardiente aliento y heridas abiertas en sus carnes por los
rayos de los azules. Silvara giró bruscamente, eludiendo el chisporroteante rayo
lanzado por uno de los grandes dragones azules. Enarbolé mi lanza y logré desgarrar
el ala del reptil mientras nos cruzábamos en el aire. Los dos dragones chocaron con
una maniobra brutal, al tiempo que se atacaban con las afiladas garras mientras nos
precipitábamos al suelo en una caída a plomo.
»Los dragones se separaron en el último momento, ambos heridos y sangrando.
Silvara se esforzó por ganar altitud y perdimos de vista a nuestro enemigo en el caos
del cielo humeante, pero conseguí hundir mi lanza en el vientre de un pequeño rojo
que nos atacaba desde arriba. Mortalmente herido, el reptil y su jinete se precipitaron
al suelo, dejando tras de sí una estela espiral de fuego y humo».
Sin embargo, tales victorias eran escasas. Gilthanas divisó muchos cadáveres de
plateados y cobrizos desparramados por el paisaje que se extendía a sus pies.
Finalmente, tras media hora de salvaje lucha, el elfo no tuvo más remedio que admitir
la triste verdad: los Dragones del Bien habían perdido esta batalla. Más de la mitad
habían perecido.

www.lectulandia.com - Página 239


Infernales bolas de fuego arrojadas por los dragones rojos continuaban haciendo
estragos. Los rayos chisporroteantes que escupían los azules todavía zigzagueaban en
el cielo, desgarrando alas cobrizas y achicharrando escamas plateadas. La
superioridad numérica hacía inevitable el resultado de la contienda y, por último,
Gilthanas y Silvara se vieron obligados a dar la orden de retirada a los Dragones del
Bien para sobrevivir.
Durante el curso de la atronadora lucha en el cielo, las tropas terrestres de Bakaris
alcanzaron con rapidez la orilla del vado. Hordas de goblins y hobgoblins, montados
a lomos de aullantes lobos gigantes, cargaron de inmediato a través del seco pasaje.
El caballero Markham, al mando de una numerosa fuerza de caballeros, los vio
aproximarse. Escribe:
«La frenética algarabía de las salvajes bestias caninas y sus no menos
vociferantes jinetes llegaba hasta nosotros como un estruendo caótico. Se abalanzaron
con sorprendente rapidez, chapoteando en los charcos someros que era cuanto
quedaba del otrora caudaloso Vingaard».
Markham mantuvo a sus jinetes apartados de la margen occidental del vado.
Cuando la atacante manada de lobos alcanzó el centro del cauce, el caballero hizo un
ademán a los hombres encargados de hacer señales. Las trompetas atronaron al aire, y
una línea de caballos protegidos con armaduras galoparon hacia la orilla. Los goblins
y sus lobos llegaron a la margen más cercana, donde se encontraron con el aplastante
avance de los corceles de batalla, equipados con las pesadas bardas, así como la
caballería, protegida con armaduras completas. Markham sigue diciendo:
«Mi caballo arremetió y corcoveó en mitad de una enmarañada reyerta. Los lobos
lanzaban dentelladas a los flancos de mi montura, haciéndola sangrar en varios sitios.
Pero varias bestias cayeron con los cráneos destrozados y la espalda rota bajo los
cascos de mi poderoso corcel.
»No bien los rugientes lobos se habían lanzado a una batalla desesperada contra
mis caballeros, cuando tres mil draconianos kapaks se metieron en el vado para
apoyarlos. En medio de chillidos y siseos en su horrible lenguaje, los reptiles agitaron
sus alas salvajemente, apresurando su ya veloz avance en una avalancha fulgurante y
atemorizadora.
»Salieron al paso de su carga los alabarderos de Palanthas, que estaban situados
en una formación de tres filas a lo largo de la orilla. Las aceradas cabezas de sus
armas se hincaron en sus atacantes de apariencia reptil. Aunque el ímpetu de la carga
hizo vacilar las líneas con el impacto, los hombres se mantuvieron firmes, sin dejar
una brecha. La formación de salvajes y rugientes draconianos se apiñó en la orilla del
vado.
Aquí Bakaris empezó a revelar su propio plan; lanzó al resto de las fuerzas
draconianas al ataque, manteniendo en reserva únicamente a las compañías de ogros.

www.lectulandia.com - Página 240


Al mismo tiempo, los dragones malignos aparecieron en el cielo, sobre los
combatientes, tras haber derrotado a los plateados y cobrizos. El comandante del
ejército de los Dragones montaba su propio dragón, un poderoso azul.
Antes de levantar el vuelo envió su parte de guerra a Kitiara con un correo.
«¡El momento de acabar con esto es ahora, cuando dominamos el cielo sobre el
campo de batalla! ¡Me uno a mis jinetes de dragones, y nos lanzamos sin dilación
sobre los Caballeros de Solamnia y los patéticos soldados de infantería de Palanthas y
Ergoth, todos los cuales están indefensos contra esta violenta embestida!».
Los caballeros de Markham habían rechazado por fin a los lobos; casi la mitad de
los malignos carnívoros y sus jinetes yacían muertos en la orilla. Ahora, sin embargo,
una nueva y mayor amenaza se aproximaba.
El caballero miró a lo alto con rabia y frustración viendo que el cielo se cubría de
formas rojas y azules…, un cielo vacío de colores metálicos. Los perversos reptiles
plegaron las alas y Markham tuvo la sensación de que las miradas de todas las bestias
convergían en él. Los dragones se desplegaron en un amplio abanico que abarcaba la
totalidad del ejército enemigo.
Las filas de los alabarderos y caballeros que estaban en la orilla se agitaron
cuando el terror provocado por los dragones las recorrió. Markham maldijo a gritos e
incluso utilizó la parte plana de su espada para intentar agrupar a los temblorosos
soldados de a pie, pero sin resultado. Compañías enteras rompieron la formación y
huyeron ciegamente del vado, aterrorizados más allá de la razón por los inmensos
reptiles que se cernían en lo alto. Bolas de fuego y rayos destructivos se descargaron
en el suelo con enorme estruendo, y su acción eliminó tropas enteras y derritió la
rocosa orilla. Los gritos de los moribundos se entremezclaban con los alaridos de
pánico de los hombres despavoridos… El espantoso ataque amedrentó a veteranos y
reclutas por igual. En cuestión de segundos, la mayor parte del ejército de Solamnia
se había desperdigado y huía, abandonando la defensa del vado.
Excelencia, aquí tengo que hacer la observación de que, si los Dragones del Mal
no hubiesen gastado tanto sus limitadas armas naturales contra Gilthanas y sus
compañeros, la carnicería habría sido mucho peor. No obstante, en pocos momentos,
el ejército de Solamnia se tambaleó al borde del desastre total.
Entretanto Laurana había volado hacia el sur a toda velocidad; la coordinación de
sus acciones era crucial. Muy pronto la formación de los Dragones del Bien, con su
Áureo General, llegó al Desfiladero, donde la constante corriente del gran río durante
la noche se había frenado contra la presa de hielo. Un nuevo y vasto lago se extendía
por las llanuras a ambos lados. Laurana y Quallathon aterrizaron delante del inmenso
dique blanco, que relucía con la luz del sol pero que no se derretía merced al frío aire
primaveral. Los otros dragones dorados y de latón también descendieron y se posaron
en el rocoso lecho del río. Los dragones de bronce volaban en círculo sobre sus

www.lectulandia.com - Página 241


cabezas, atentos a cualquier interferencia por parte del ejército enemigo.
De nuevo el Áureo General hizo que sus dragones utilizaran su aliento en el río
Vingaard, pero en esta ocasión en forma de calor. Los dorados lanzaron explosivas
bolas de fuego; de los de latón salieron abrasadoras ráfagas de aire incandescente.
Los ardientes alientos barrieron la superficie congelada, atacando con su calor arcano
las mismas aguas que antes habían sufrido el asalto del frío.
En medio de fuertes convulsiones, las inmensas láminas de hielo se
resquebrajaron y se partieron con el rápido cambio de temperatura, para acabar
desmoronándose. Enormes trozos se soltaron y cayeron en las agitadas aguas. El
dique cedió con un estampido y las aguas del Vingaard se desbordaron estruendosas,
con un empuje mucho mayor del que habían tenido incluso con su caudal más alto de
primavera.
El inmenso y recién formado lago rugió a través de la nueva desembocadura,
arrastrando enormes trozos de hielo de aristas tan afiladas como dagas en el frente de
la rugiente ola. Rocas que habían permanecido un siglo en el lecho del río se soltaron
en cuestión de segundos y rodaron a tumbos con la corriente, como grandes máquinas
de guerra.
Sobre las aguas volaban los dragones dorados, broncíneos y de latón. Ahora se
dirigían hacia el norte, compitiendo con el torrente aunque igualando su velocidad a
duras penas. En consecuencia, tanto las aguas como los Dragones del Bien llegaron al
vado Margaard al mismo tiempo, poco más de dos horas después de que se
desmoronara la presa.
No obstante, según Gilthanas, la situación estaba al borde del desastre. Los
dragones plateados todavía volaban en el cielo, obligados a mantenerse apartados del
campo de batalla, con su número tristemente reducido. Ya había perdido toda
esperanza de alzarse con la victoria cuando atisbo el brillo del sol en alas doradas.
Los poderosos dragones de oro lanzaron un grito de desafío que fue coreado por
cientos de gargantas broncíneas y de latón. Y debajo de las alas de reluciente metal
surgía un remolino espumeante de agua, coronado por icebergs y peñascos.
La corriente barrió el vado de Margaard con toda la fuerza de una ola gigantesca,
ahogando y aplastando a las tropas enemigas allí atrapadas. Al mismo tiempo, los
dragones de Laurana y Gilthanas arremetieron contra los azules y los rojos. Los
reptiles perversos lucharon desesperadamente, pero los vengativos atacantes acabaron
rápidamente con sus enemigos en el mayor combate aéreo de la guerra. ¡Según mis
cálculos, Excelencia, parece probable que fueran casi cuatrocientos dragones los que
lucharon sobre el vado Margaard!
Vale la pena señalar, Excelencia, que el propio Bakaris fue hecho cautivo en este
combate sostenido en el aire. Dejó de luchar para aferrarse a las crines de su dragón
azul y así salvar la vida, después de que su propia montura fuera derribada. Fue el

www.lectulandia.com - Página 242


afamado Enano de las Colinas, Flint Fireforge, junto con su escudero, montados a
lomos de un broncíneo, quienes lo derribaron. Éste fue el último vuelo de Fireforge a
lomos de un dragón, pues juró que a partir de ese momento sus pies no dejarían de
pisar tierra firme.
Las aguas del Vingaard reasumieron lentamente su nivel normal. Nunca sabremos
cuántos cuerpos arrastró hasta el mar en su ruta hacia Kalaman. Las pocas tropas
supervivientes pertenecían al Ala Azul y se apresuraron a regresar al alcázar de
Dargaard, fortaleza todavía en poder de la Dama Oscura.
El ejército de los Dragones había sido expulsado de las llanuras y Laurana
aminoró un tanto la velocidad de marcha, a fin de que su agotado ejército descansara
mientras se aproximaban, por fin, a la maltratada Kalaman. La ciudad había
soportado un duro invierno de aislamiento y asedio, de manera que era apropiado que
su libertadora y heroína atravesara las puertas de la ciudad para inaugurar la Fiesta de
Primavera.
Ese evento pone fin a la historia de la campaña de Vingaard. Espero que Vuestra
Gracia me disculpe por añadir varias de mis conclusiones, las cuales, estoy seguro,
pueden establecerse dentro de los límites de la objetividad.
Es interesante señalar que la Dama Oscura, la Señora del Dragón, Kitiara, fue
sentenciada a muerte por el emperador Ariakas a causa de su fracaso en esta
campaña. Sin embargo, cuando el mandatario llegó a Dargaard para que se llevara a
cabo la sentencia, Kitiara logró convencerlo de que mucho de lo ocurrido en la
campaña había sido de acuerdo con su «plan».
Es verdad que le fue perdonada la vida, pero sospecho que ello se debió más a su
«amigo» el Caballero de la Muerte, lord Soth, que a un desliz en la capacidad de
juicio de Ariakas. Es difícil imaginar que la campaña pudiese ser enfocada por el
emperador desde otro punto de vista que no fuera una desastrosa y total derrota.
Retrospectivamente, el nombramiento de Laurana como comandante del ejército
por Gunthar Uth Wistan queda plenamente justificado. El Áureo General demostró
capacidad de iniciativa y audacia muy superiores a cualesquiera de las que habría
hecho gala un Caballero de Solamnia. A decir verdad, la idea de utilizar el aliento de
los dragones con propósitos estratégicos (represando el río) pone de manifiesto que
superaba en astucia e ingenio a sus más avezados oponentes; ningún Señor del
Dragón utilizó a los reptiles para otro propósito que no fuera una aplicación táctica en
el campo de batalla.
En conclusión, Lauralanthalasa de Qualinesti merece encontrarse entre héroes
como Kith-Kanan, Vinas Solamnus y el propio Huma, como uno de los generales más
grandes en la historia de Krynn.
Agradecido como siempre, quedo a vuestro servicio,

Foryth Teel, Escriba Mayor de Astinus

www.lectulandia.com - Página 243


La historia que Tasslehoff prometió no contar nunca,
nunca, nunca

Margaret Weis y Tracy Hickman

Capítulo 1

Supongo que os estaréis preguntando por qué os cuento esto si prometí no


hacerlo. Estoy seguro de que a Tanis no le importará al ver que es a vosotros. Quiero
decir, que ya sabéis todas las otras historias referentes a la Guerra de la Lanza y a los
Héroes de la Lanza (de los cuales yo, Tasslehoff Burrfoot, soy uno) y de cómo hace
diez años derrotamos a la Reina de la Oscuridad y a sus dragones. Ésta es sólo otra
historia más, una que no se había contado. El por qué nunca se contó lo descubriréis
cuando llegue a la parte referente a la promesa hecha a Fizban.
Todo empezó hace aproximadamente un mes. Viajaba por el río Vingaard, camino
del alcázar de Dargaard. Ya sabéis lo que se cuenta del alcázar de Dargaard, sobre
que está maldito y que lord Soth se supone que ronda por él. No he visto a lord Soth
hace tiempo; es un caballero muerto y, si bien no somos exactamente amigos, es lo
que podríamos llamar un conocido. Estaba pensando en él una noche y en cómo casi
me mató una vez. (No le guardo rencor; los caballeros muertos tienen que hacer esta
clase de cosas, ¿comprendéis?). El caso es que se me ocurrió que podía estar aburrido
al no haber tenido otra cosa que hacer durante los pasados diez años, desde que
derrotamos a la Reina Oscura, que asustar a la gente.
En fin, que pensé ir a visitar a lord Soth y ponerlo al corriente de los
acontecimientos recientes, en la idea de que tal vez me miraría fijamente con sus
feroces ojos y me haría sentir maravillosamente frío y tembloroso por dentro.
Estaba de camino al alcázar de Dargaard cuando hice un alto en una pequeña villa
que puedo mostraros en mi mapa, aunque no recuerdo el nombre. Tiene una bonita
cárcel. Lo sé porque pasé la noche en ella al involucrarme en una discusión con un

www.lectulandia.com - Página 244


carnicero por una ristra de salchichas que me siguió cuando salía de su tienda.
Intenté hacer notar al carnicero que tenían que ser unas salchichas mágicas,
porque no se me ocurría ninguna otra razón para que hubiesen acabado arrastrándose
tras de mí. Creí que se alegraría al saber que tenía poderes para hacer salchichas
mágicas, ¿sabéis? Y si me comí dos fue sólo para descubrir si producían algún efecto
mágico en el estómago. (Hicieron un efecto, pero no creo que pueda llamárselo
mágico. Tendré que preguntarle a Dalamar). En resumidas cuentas, que no lo alegró
saber que tenía unas salchichas mágicas y a mí me metieron en la cárcel.
Sin embargo, al final todo acaba por resolverse, como mi abuela Burrfoot solía
decir. Había un montón de kenders en la cárcel. (Una extraña coincidencia, ¿no os
parece?). Lo pasamos muy bien juntos y me puse al corriente de lo ocurrido en
Kendermore.
¡Y me enteré de que alguien me andaba buscando!
Era amigo de un amigo de un amigo mío y tenía un mensaje importante para mí.
¡Imaginaos! Un mensaje importante. A todos los kenders de Ansalon se les había
dicho que me lo dieran si topaban conmigo. Éste era el mensaje importante:
«Reúnete conmigo en el Monumento del Dragón Plateado durante este
aniversario. Firmado, FB».
He de decir que el mensaje me pareció un poco confuso y todavía pienso que se
perdió parte de él al pasar por tanta gente. Pero mis amigos me aseguraron que era
exactamente como lo habían oído, o lo bastante parecido como para que la diferencia
no fuera importante. Supe al punto quién era FB, por supuesto, y vosotros también
debéis imaginároslo. (Tanis lo hizo. Lo sé por el quejido que dio cuando se lo
mencioné). Y sabía dónde estaba el Monumento del Dragón Plateado, o Montaña del
Dragón. Había estado antes allí con Flint, Laurana, Gilthanas, Theros Ironfeld y
Silvara, antes de que nos enteráramos que ella también era un dragón plateado.
Recordáis esa historia, ¿verdad? Astinus lo escribió todo y lo tituló La Tumba de
Huma.
Estaba desconcertado con este mensaje y me preguntaba a qué aniversario se
refería cuando el kender que me lo dio dijo que había otra parte más del mensaje:
«Repite el nombre de Fizban al revés tres veces y da una palmada».
Aquello me sonaba a magia y a mí la magia me encanta. Pero, conociendo como
conozco a Fizban, me pareció aconsejable tomar precauciones. Les dije a los otros
kenders que estaban en la celda conmigo que este mensaje era de un viejo mago
bastante atolondrado y que el hechizo podía resultar muy interesante y que quizá
debería esperar hasta la mañana siguiente, cuando todos estuviéramos fuera de la
cárcel.
Pero los otros kenders dijeron que, si bien sería una pena que una cárcel tan
bonita saltara por los aires, si es que la hacía saltar por los aires, ellos no querían

www.lectulandia.com - Página 245


perdérselo. Todos se reunieron a mi alrededor y empecé:
—¡Nabzif, Nabzif, Nabzif! —repetí rápidamente, aguantando la respiración, y
luego di una palmada.
Una vez que se despejó el humo, descubrí que tenía un rollo de pergamino en las
manos. Lo desenrollé con premura, pensando que tal vez era otro conjuro,
¿entendéis? Pero no lo era. Los otros kenders se quedaron muy desilusionados y algo
disgustados porque no había hecho estallar la cárcel ni a mí mismo y se dedicaron
otra vez a comparar las prisiones de otras zonas de Solamnia en tanto que yo leía el
papel que tenía en las manos.
Resultó ser una invitación. Al menos, fue lo que me pareció que era. No resultaba
fácil asegurarlo, con todos aquellos agujeros de quemaduras y borrones y manchas de
algo que olía a mermelada de uvas.
La escritura era muy bonita y esmerada. No puedo copiarla, pero esto es lo que
decía (incluyo borrones y manchas):

Celebración del décimo aniversario de la (borrón) de la Dragonla (mancha).


que se celebrará en
El Monumento del Dragón Plateado
en la fiesta de Yule.
Héroe de la Lanza,
tu presencia se requiere encarecidamente.
Honramos al Caballero de Solamnia
que fue el primero en luchar con la (borrón, borrón),
sir (mancha y salpicaduras de té) ower

Iba firmado:Gunthar Uth Wistan.


Bien, por supuesto, esto explicaba todo (sin incluir las manchas). Los caballeros
organizaban una celebración en honor de algo, probablemente la Guerra de la Lanza.
Y, puesto que soy uno de los Héroes, me habían invitado. Resultaba terriblemente
excitante. Aplacé mi visita al caballero Soth (espero que lo entienda, si lee esto), me
saqué de la cárcel con una llave que encontré en mi bolsillo y me encaminé de
inmediato hacia la Montaña del Dragón.
Antes era casi imposible encontrarla. Pero después de la guerra los caballeros la
convirtieron en un monumento y arreglaron las calzadas para que se pudiera llegar
allí más fácilmente. Dejaron en ruinas la fortaleza en ruinas. La dejé atrás y deambulé
un rato por el Bosque de Paz; después me detuve para admirar las aguas termales que
burbujean como la tetera de Tika y crucé el puente donde vi las estatuas que parecían
mis amigos, sólo que no eran más que estatuas. Probablemente por el monumento. Y

www.lectulandia.com - Página 246


entonces llegué al valle de Foghaven.
El valle de Foghaven tiene mucho que ver con el resto de la historia, así que os
hablaré de él, en caso de que lo hayáis olvidado desde la última vez que estuve allí.
[1]Las aguas termales que se mezclan con las del lago de agua fría producen una

niebla tan densa que apenas si puedes verte el copete delante de tus narices. Antes
nadie sabía dónde estaba este valle, excepto Silvara y los otros dragones plateados
que guardaban la Tumba de Huma, el lugar del último reposo de un gran caballero de
hace mucho, mucho tiempo. Su tumba está allí, pero él no.
En el extremo norte del valle de Foghaven está el Monumento del Dragón
Plateado. Se puede entrar en la montaña a través de un túnel secreto que parte de la
Tumba de Huma. Lo sé porque accidentalmente me caí en él y fui absorbido por la
tráquea de la estatua de dragón. Allí fue donde encontré a Fizban después de que
muriese, sólo que no estaba muerto.
Y fue en esta montaña donde Theros Ironfeld forjó las Dragonlances. Y por eso es
un monumento.
Cada año, en Yule, los caballeros acuden a la Montaña del Dragón y a la Tumba
de Huma y cantan canciones de Huma y de Sturm Brightblade…, un buen amigo
mío. También «relatan historias de gloria por el día y pasan la noche de rodillas, en
oración, ante el féretro de piedra de Huma». Cito palabras de Tanis.
Conocía estas ceremonias, pero nunca había sido invitado hasta ahora, supongo
que porque no soy un caballero. (Aunque verdaderamente me gustaría serlo algún
día. Sé la historia de un semikender que casi se convirtió en caballero. ¿La habéis
oído? Oh, vale, de acuerdo). Imagino que me invitaron este año porque era un año
especial, al tratarse del décimo aniversario de algo que no pude leer por culpa del
borrón. Pero no me importaba qué era, siempre y cuando se celebrara una gran fiesta
para conmemorarlo.
Avanzaba trabajosamente a través de la niebla del valle de Foghaven,
preguntándome dónde estaba (me había salido del camino), cuando oí unas voces.
Por supuesto, me paré para escuchar y puede que también me escondiese tras un árbol
mientras lo hacía. (Eso no es fisgonear. Se llama «cautela» y la cautela te conduce a
disfrutar de una larga vida. A veces Tanis se pone muy pesado. Os lo explicaré más
tarde).
Esto es lo que oí decir a la voz:
—«El décimo aniversario ha de ser una ocasión solemne, reverente, sagrada, de
dedicación renovada para todas las gentes buenas y justas de Krynn». —¡Era Tanis!
Estaba seguro de que era su voz, sólo que hablaba con el tono de lord Gunthar.
Entonces Tanis añadió con su propia voz—: Basura. Todo es un montón de basura.
—¿Qué…? —empezó otra voz, y supe que era la de Caramon y me sonó como el
mismo y querido Caramon desconcertado de siempre. No podía creer que mi suerte

www.lectulandia.com - Página 247


fuera tanta.
—Tanis, cariño —llegó la voz de una mujer. ¡Era Laurana! Lo supe porque es la
única que llama a Tanis «cariño»—. No hables tan alto.
—Pero ¿qué…? —Ése era Caramon otra vez.
—Nadie puede oírme —dijo Tanis, interrumpiéndolo. Se lo notaba
verdaderamente irritado y con uno de sus días de humor cruzado—. Esta maldita
niebla apaga cualquier sonido. La verdad es que los caballeros están teniendo
problemas políticos en casa. Esa incursión hostil de los goblins en Throtl ha
provocado tumultos en Palanthas. La gente opina que los caballeros deberían ir a las
montañas y barrer del mapa a los draconianos y a los goblins y a cualquier otra cosa
que no los barra antes. ¡Todo es culpa de ese nuevo grupo de zoquetes que dicen que
deberíamos volver a los días dorados del Príncipe de los Sacerdotes!
—¿Pero es que Crysania no ha…? —lo intentó de nuevo Caramon.
—Oh, le recuerda la verdad a la gente —le respondió Tanis—. Y creo que la
mayoría lo entiende. Pero los fanáticos están ganando partidarios, sobre todo cuando
llegan refugiados contando historias sobre Throtl en llamas y goblins matando niños.
Lo que nadie parece entender es que los caballeros no pueden reunir un ejército lo
bastante numeroso para entrar en las Khalkist, aun cuando se aliaran con los enanos.
El resto de Solamnia quedaría indefensa, que es probablemente lo que se está
buscando conseguir con estas incursiones de goblins. Pero esos necios no quieren
atender razones.
—Entonces, ¿por qué estamos…?
—¿Aquí? Por lo que he dicho antes —repuso Tanis—. Los caballeros están
convirtiendo esto en un espectáculo público a fin de recordar a todos lo grandes y
maravillosos que somos. ¿Estás seguro de que vamos en la dirección correcta?
Ahora podía verlos desde donde estaba escondido. (Cautela, no cotilleo). Tanis,
Caramon y Laurana iban a caballo, y una escolta de caballeros cabalgaba detrás…,
bastante más atrás. Tanis había sofrenado su montura y miraba en derredor como si
creyera que se habían perdido; Caramon también miraba a uno y otro lado.
—Creo… —empezó Caramon.
—Sí, cariño —dijo Laurana con tono paciente—. Éste es el sendero. Ya he estado
aquí antes, ¿lo has olvidado?
—Hace diez años —le recordó Tanis, volviéndose a mirarla con una sonrisa.
—Sí, diez años —repuso ella—. Pero no es fácil que jamás lo olvide. Estaba con
Silvara y Gilthanas… y Flint. El querido y viejo Flint. —Suspiró y se limpió algo de
la mejilla.
Sentí un nudo en la garganta de manera que me quedé detrás del árbol hasta que
logré contener la emoción. Oí a Tanis carraspear, rebullir inquieto en la silla y
acercarse a Caramon. Sus caballos estaban muy juntos, hocico contra hocico, y casi

www.lectulandia.com - Página 248


pegados a mi nariz.
—Tenía miedo de que esto ocurriera —dijo Tanis en voz baja—. Intenté
convencerla para que no viniese, pero insistió. Malditos caballeros. Sacando brillo a
sus armaduras y a sus recuerdos de gloria de hace diez años, esperando que la gente
recuerde la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote y olvide el saqueo de Throtl.
—¿De verdad han saqueado Throtl? —Caramon parpadeó.
—No exageres, Tanis —reprendió Laurana mientras azuzaba a su caballo para
reunirse con ellos—. Y no te preocupes por mí. Es bueno que te recuerden a aquéllos
que se fueron antes que nosotros y que nos esperan al final de nuestro largo viaje. No
son amargos los recuerdos que guardo de mis queridos amigos. No me producen
infelicidad; sólo tristeza. Es nuestra pérdida, no la suya. —Sus ojos fueron hacia
Caramon mientras hablaba.
El hombretón sonrió y asintió con un cabeceo de silencioso entendimiento. Estaba
pensando en Raistlin. Lo sé porque también yo pensaba en él y algo de niebla se me
metió en los ojos y me los puso húmedos. Pensé en la inscripción que Caramon había
hecho esculpir en la pequeña estela colocada en Solace en honor de Raistlin:
Alguien a quien se le concedió la paz por su sacrificio. Alguien que duerme,
tranquilo, en una noche eterna.
Tanis se rascó la barba. (En ella había unas cuantas hebras plateadas ahora, por
cierto. Le da un aspecto muy distinguido). Parecía sentirse frustrado.
—Verás a lo que me refiero cuando lleguemos allí. Los caballeros se han tomado
tantas molestias y han hecho un gran gasto en algo que no creo que ayude a
solucionar las cosas. La gente no vive en el pasado, sino en el presente. Es lo que
ahora cuenta. Los caballeros necesitan realizar algo que haga renacer nuestra fe en
ellos, no recordarnos lo que eran hace diez años. Algunos empiezan a decir que, de
todas formas, todo fue obra de hechiceros. De los dioses y de la magia. —Sacudió la
cabeza—. Ojalá pudiésemos olvidar el pasado y dedicarnos sólo al futuro.
—Pero debemos recordar el pasado, y honrarlo —dijo Caramon, que por fin logró
acabar una frase completa. No lo habría conseguido, ya que Tanis estaba muy
acalorado, pero el semielfo se vio forzado a guardar silencio a causa de un estornudo
—. Si la gente está dividida ahora, parece lógico recordarle aquel tiempo en que tuvo
que unirse.
—Si lográramos eso, valdría la pena —masculló Tanis antes de estornudar.
Rebuscó algo en sus bolsillos, probablemente un pañuelo. Es muy poco cuidadoso y
siempre está perdiendo cosas. Lo sé porque en ese momento sostenía yo su petate.
Os contaré cómo vino a parar a mis manos. Había salido de detrás del árbol,
dispuesto a sorprenderlo, y me agarré al fardo, que estaba atado (no muy bien) en la
parte posterior de la silla. De repente el petate se soltó y se quedó en mis manos. Pude
haberle dicho algo en ese momento, pero estaba hablando otra vez y no habría sido

www.lectulandia.com - Página 249


educado interrumpirlo, así que cogí el hatillo y me metí detrás del árbol y miré dentro
para asegurarme que era de él y no de alguna otra persona, por equivocación.
—Pero los caballeros no hacen otra cosa que vivir del pasado —decía Tanis—.
Acuérdate de lo que te digo. ¿Has oído la última canción que han hecho sobre Sturm?
Un juglar la cantó para nosotros anoche, antes de partir. No pude menos que echarme
a reír.
—Lo ofendiste profundamente —comentó Laurana—. Ni siquiera se quedo a
pasar la noche. Y tampoco había necesidad de seguirlo hasta la puerta, gritándole.
—Le dije que cantara la verdad la próxima vez. Sturm Brightblade no fue un
dechado de virtud y valor. Era un hombre y tenía los mismos miedos y las mismas
faltas que el resto de nosotros. ¡Que cantara eso! —Tanis estornudó otra vez—.
¡Maldita humedad! El frío se te mete en los huesos. Y tendremos que pasar la noche
de rodillas en una vieja y enmohecida tumba. ¿Dónde infiernos he puesto mi
pañue…?
Bueno, naturalmente, estaba en el petate.
—¿Es éste, Tanis? Lo dejaste caer —dije mientras salía de la niebla.
Una vez que salieron de su estupor, se mostraron muy contentos de verme.
Laurana me abrazó (¡qué hermosa es!) y me preguntaron dónde iba y yo se lo dije y
ellos no parecieron sentirse ya tan contentos.
—Se suponía que debías invitarlo —dijo Laurana.
(O fue eso lo que dijo, o: «Se suponía que no debías invitarlo». No estoy seguro,
ya que hablaba tan bajo que tuve que estirar las orejas para oír).
—No lo hice —repuso Tanis, que miró de hito en hito a Caramon.
—¡Tampoco yo! —exclamó con énfasis el hombretón.
—Oh, no os preocupéis —los tranquilicé, no queriendo que se sintieran mal por
haber olvidado invitarme—. Tengo mi propia invitación. Me encontró, por decirlo
así. —Y la levanté para enseñársela.
Todos la miraron tan pasmados y atónitos que pensé que mejor no les decía quién
me la había enviado. Como ya he dicho, Tanis siempre gime cuando menciono a
Fizban.
El semielfo le susurró algo a Caramon que sonó algo así como: «Sólo
empeoraremos las cosas si intentamos librarnos de él… seguirnos… no le quites los
ojos de encima».
Me pregunté de quién estarían hablando.
—¿De qué habláis? —pregunté—. ¿Quién os seguiría? ¿No quitar los ojos de
encima de quién?
—Te daré tres oportunidades para que lo aciertes —refunfuñó Tanis mientras me
tendía la mano y me aupaba para montarme en su caballo, detrás de él.
En fin, pasé el resto del viaje al Monumento del Dragón Plateado haciendo

www.lectulandia.com - Página 250


conjeturas, pero Tanis dijo que no acerté ninguna vez.

www.lectulandia.com - Página 251


Capítulo 2

—Os pedí que no trajeseis al kender —dijo lord Gunthar.


Creyó que hablaba en voz baja, pero le oí. Miré a mi alrededor y me pregunté
dónde estaría ese otro kender al que se referían. Sabía que no podía ser yo porque soy
uno de los Héroes de la Lanza.
Nos encontrábamos en la galería superior que está dentro del Monumento del
Dragón Plateado. Es una estancia grande, llena de Dragonlances en un lado, y está
destinada para celebraciones ceremoniosas como ésta. Todos nos habíamos puesto
nuestras mejores ropas porque, como dijo Tanis, ésta era una ocasión solemne y
reverente. (Yo llevaba mis nuevas polainas púrpuras con el ribete rojo que Tika les
había cosido y mi camisa de piel de gamo con los adornos de cuentas amarillas,
naranjas y verdes que me había regalado Goldmoon).
Había montones de caballeros con sus relucientes armaduras, y Caramon (Tika se
había quedado en casa con los niños) y Laurana estaban allí y más gentes que no
conocía. Se esperaba la llegada de Crysania en cualquier momento. Era muy
emocionante y yo no estaba aburrido; o no lo habría estado si hubiese podido dar una
vuelta y hablar con la gente. Pero Tanis dijo que tenía que permanecer cerca de él o
de Caramon o de Laurana.
Pensé que era muy amable de su parte querer tenerme cerca de ellos, de manera
que hice lo que dijo Tanis, aunque comenté que sería más cortés mezclarnos con los
demás invitados.
Tanis dijo que por ningún concepto me mezclara con nadie.
—No lo traje yo —estaba diciéndole a Gunthar—. De un modo u otro ha
conseguido una invitación. Además, tiene derecho a estar aquí. Es tan héroe como el
resto de nosotros. Tal vez más.
De nuevo me pregunté de quién estaría hablando Tanis. Esa persona me parecía
un tipo muy interesante. El semielfo iba a añadir algo, pero estornudó. Debía de haber
cogido un buen resfriado en el valle de Foghaven. (A menudo me he preguntado por
qué se dice «has cogido un resfriado». Quiero decir que nunca he conocido a nadie
que fuera tras un resfriado y tampoco sé de nadie que salga a la caza del resfriado.
Me parece que tendría más sentido decir que el resfriado te ha cogido a ti).
—Salud —dijo Gunthar y después dio un largo suspiro—. Supongo que no se
puede remediar. Estarás pendiente de él, ¿verdad?
Tanis prometió que lo estaría. Le di su pañuelo. Curioso, el modo en que pierde

www.lectulandia.com - Página 252


las cosas una y otra vez. Gunthar se volvió hacia mí.
—Burrfoot, mi viejo amigo —empezó, al tiempo que echaba las manos a la
espalda. Un montón de gente tiene la costumbre de hacer eso cuando nos presentan
—. Encantado de volver a verte. Espero que las calzadas que recorriste hayan sido
rectas y soleadas. —(Ésta es una fórmula cortés de saludar a un kender y me pareció
muy refinado por parte del caballero usarla. Hay poca gente tan considerada).
—Gracias, comandante Gunthar —repuse mientras le tendía la mano. Suspiró y
me la estrechó. Advertí que lucía unos bonitos brazales de plata y una daga muy
elegante—. Espero que tu esposa se encuentre bien —añadí cortésmente, no
queriendo ser menos. Al fin y al cabo, ésta era una ocasión ceremoniosa.
—Sí, gracias. Le… eh… gustó mucho el regalo de Yule.
—¿De veras? —Me sentía excitado—. Me alegra que le gustara. Siempre
recuerdo la ocasión en que Fizban y yo pasamos Yule en tu castillo, justo después de
que… eh…, después de…
¡Vaya, había estado a punto de revelar la historia que se suponía que no debía
contar! ¡Habría sido terrible! Por fortuna, conseguí pararme a tiempo.
—Eh… quiero decir… justo antes de que se celebrara el consejo de la Piedra
Blanca, cuando rompí el Orbe de los Dragones y Theros quebró la roca con la
Dragonlance. ¿Lo ha utilizado ya?
—¿La lanza? —Gunthar parecía confuso.
—No, no, el regalo de Yule —le aclaré.
—Bueno… en fin… —Ahora Gunthar parecía apurado—. El mago Dalamar nos
aconsejó que no lo hiciéramos…
—Ah, así que era mágico. —Moví la cabeza arriba y abajo—. Tenía la sensación
de que podía serlo. Lo habría probado yo mismo, pero he tenido un par de
experiencias con anillos mágicos y, aunque fueron ciertamente interesantes, no me
apetecía convertirme en ratón o ser transportado mágicamente a un castillo con un
hechicero perverso en aquellos momentos. No era conveniente, si entiendes a lo que
me refiero.
—Sí —repuso Gunthar mientras se tiraba suavemente del bigote—. Lo entiendo.
—Además, opino que se debe compartir experiencias así. Sería muy egoísta
guardarlas para uno mismo. Y no es que quiera que a tu esposa la transporten
mágicamente al castillo de un hechicero perverso. A menos que se sienta inclinada a
hacer ese viaje, claro está. Es un buen modo de romper la rutina. Por ejemplo, ¿te he
contado alguna vez cuando estuve…?
—Disculpadme —dijo Gunthar—. Debo ir a dar la bienvenida a nuestros otros
invitados.
Hizo una inclinación con la cabeza, comprobó que llevaba todavía sus brazales y
se marchó.

www.lectulandia.com - Página 253


—Un hombre muy educado —comenté.
—Dame la daga —dijo Tanis con un suspiro.
—¿Qué daga? No llevo ninguna daga.
Entonces reparé en que sí llevaba una. Una daga elegante, con la empuñadura
decorada con rosas. ¡Imaginaos mi sorpresa!
—¿Es tuya? —pregunté pesaroso, pues era una daga realmente elegante.
—No, pertenece a Gunthar. Dámela.
—Supongo que se le ha caído —deduje, y se la entregué a Tanis. Después de
todo, tenía mi propia daga, a la que llamo Mataconejos, pero ésa es otra historia.
Tanis se volvió hacia Caramon y le dijo algo acerca de atar las manos de alguien
y meterlo de cabeza en un saco. Aquello sonaba extremadamente interesante, pero no
escuché a quién se referían porque de repente vi a alguien a quien no esperaba ver.
Alguien a quien no quería ver.
Alguien a quien se supone que no tenía que ver.
Me sentí muy raro durante un instante, algo parecido a como se siente uno justo
después de recibir un golpe en la cabeza y un momento antes de ver estrellas y
lucecitas, y después todo se pone oscuro.
Lo mire fijamente y entonces comprendí que no podía ser él, porque era muy
joven. Quiero decir que hacía diez años que no veía a este caballero y supongo que en
ese tiempo debía de haber envejecido. Así pues, empezaba a sentirme un poco mejor
cuando vi al otro caballero. Estaba de pie, un poco más atrás que el primer hombre
que había visto. Entonces comprendí que el más joven tenía que ser su hijo. Todavía
confiaba en estar equivocado. Después de todo, habían pasado diez años.
Tiré a Tanis de la manga.
—¿Es aquél Owen Glendower? —pregunté, señalando.
Tanis miró hacia allí.
—No, ése es el hijo de Owen, Gwynfor. Owen Glendower es el que está detrás,
cerca de las lanzas. —Entonces me miró y frunció el entrecejo—. ¿Cómo es que
conoces a Owen Glendower? Yo no lo conocí hasta después de que la guerra
terminase.
—No lo conozco —repuse, sintiéndome más enfermo que nunca.
—Pero si acabas de decir su nombre y me has preguntado si era él.
Tanis es muy terco a veces.
—¿El nombre de quién? —pregunté. Me sentía fatal.
—¡El de Owen Glendower!
No me parecía correcto que chillara tanto en una ocasión ceremoniosa, y se lo
dije.
—No sé quién es —añadí. Y entonces, para empeorar aún más las cosas, entró
Theros Ironfeld.

www.lectulandia.com - Página 254


¿Sabéis quién es Theros Ironfeld? Seguro que sí, pero creo que debería aclararlo,
por si acaso lo habéis olvidado. Theros es el herrero del brazo de plata que forjó las
Dragonlances con la plata líquida del estanque que algunos creen que está debajo de
la Montaña del Dragón.
—¡También Theros! —Tenía dificultades para respirar.
—Sí, por supuesto —dijo Tanis—. Es el décimo aniversario de la Forja de la
Lanza. ¿Es que no lo sabías? Lo dice en la invitación. Nos reunimos aquí para honrar
a Owen Glendower, el primer caballero que utilizó la Dragonlance contra un dragón.
¡En mi invitación no decía eso! La saqué de mi bolsillo y la leí otra vez. Mi
invitación decía que honrábamos a «sir (borrón) ower».
En fin, permitidme que os diga que fue un milagro que no me desplomara allí
mismo en un estado de postración nerviosa. (No estoy seguro de lo que significa eso,
pero describe muy bien cómo me sentía).
—No me encuentro bien, Tanis —dije mientras me llevaba una mano a la frente y
la otra al estómago, pues ambas partes de mi anatomía estaban comportándose de una
manera muy rara—. Creo que iré a acostarme.
Mi intención era marcharme, de veras. Me alejaría de aquella Montaña del
Dragón tan deprisa como me fuera posible. Sólo que no se lo dije así a Tanis, porque
él y Laurana y Caramon se habían alegrado tanto de verme y se habían mostrado tan
interesados en que estuviera siempre cerca de ellos que no quería herir sus
sentimientos.
Pero el semielfo me cogió por el brazo y dijo:
—No, tú te quedas conmigo. Al menos hasta que finalice la ceremonia.
Aquél era un detalle muy amable por su parte, aunque inconveniente e incómodo
para mí. Decidí que tal vez podría aguantar hasta el final de la ceremonia, sobre todo
si Owen Glendower no me hablaba; y me daba en la nariz que Owen tenía tan pocas
ganas de hablar conmigo como yo las tenía de hablar con él. Tanis me explicó que
todo cuanto tenía que hacer era adelantarme con él cuando Gunthar pronunciara mi
nombre como uno de los Héroes de la Lanza. No tenía que decir nada, sólo inclinar la
cabeza y mostrarme muy honrado por la distinción.
Después los caballeros cantarían y se dirigirían a la Tumba de Huma para rezar y,
puesto que no se me permitía ir allí (cosa que no entiendo, ya que he estado varias
veces en ella, como descubriréis más adelante), entonces podría marcharme o asistir a
la cena.
Yo no tenía ni pizca de hambre, pero le dije a Tanis que estaba de acuerdo y me
escondí detrás de Caramon (seis kenders podrían ocultarse tras él) para que Owen no
me viera, y confié en que todo terminara enseguida. Estaba tan nervioso que olvidé
preguntar a Gunthar sobre Fizban, que no había acudido a la celebración.
La ceremonia empezó. Gunthar y todos los dignatarios se alinearon delante de las

www.lectulandia.com - Página 255


Dragonlances que jalonaban toda la parte delantera de la galena superior. Oí el inicio
del discurso de Gunthar. Fue éste:
—Los caballeros venimos a renovar el compromiso de dedicar nuestras vidas a la
lucha contra el Mal que todavía existe en el mundo.
»La Reina de la Oscuridad libra una guerra constante y eterna con las fuerzas del
Bien. Aunque sus dragones se han retirado a escondrijos ocultos, continúan haciendo
estragos en el mundo. Sus ejércitos de goblins, draconianos y ogros, así como otras
criaturas perversas, se levantan desde sitios oscuros para matar, quemar y saquear.
Esto era interesante y empecé a respirar con más facilidad, pero justo entonces
empezó a hablar sobre la magia de las Dragonlances, que habían sido bendecidas por
el propio Paladine y que habían sido las responsables de la derrota de los dragones de
la Reina Oscura. Cuanto más hablaba de esta manera Gunthar, más empeoraba la rara
sensación en mi estómago.
Sentía frío y calor, las dos cosas al tiempo, lo que puede pareceros entretenido,
pero os aseguro que no lo es. Podéis creerme. Resulta muy desagradable. Después, la
estancia empezó a pandearse hacia adentro y hacia afuera.
Gunthar presentó a Theros Ironfeld y contó cómo había forjado la mágica lanza.
Después hizo que Owen Glendower se adelantara.
—El primer caballero que utilizó la Dragonlance en batalla.
Y alguien emitió una especie de grito estrangulado y cayó al suelo con lo que
Tanis llamó un ataque, pero yo opino que era un estado de postración nerviosa. Al
principio pensé que había sido yo, pero luego comprendí que no, porque seguía de
pie.
Era Owen Glendower.
Aquello puso un final verdaderamente rápido a la ceremonia.
Pude haberme marchado entonces, porque Tanis me soltó y corrió hacia Owen.
Todo el mundo corría hacia Owen; supongo que para verlo con su ataque. Estoy
seguro de que debió de ser emocionante, a juzgar por los ruidos que hacía,
borbotando y sacudiéndose en el suelo, y me habría gustado verlo, sólo que temía
sufrir un ataque yo mismo en cualquier momento.
—¡Echaos atrás! —gritó Caramon—. No lo dejáis respirar.
Pobre Caramon. Como si creyera que nos estábamos tragando todo el aire de
aquella inmensa estancia sin dejar una pizca para que Owen pudiera seguir teniendo
sus convulsiones. Sin embargo, todos le hicieron caso (he notado que es lo que casi
siempre ocurre, sobre todo cuando flexiona los músculos de los brazos) y
retrocedieron, a excepción del hijo de Owen, que estaba arrodillado junto a su padre
con una expresión terriblemente preocupada y anhelante.
Crysania… (¿Os he dicho que ya había llegado?). En fin, sea como sea, Crysania,
que ya estaba allí, se arrodilló, puso las manos en la cabeza del caballero y rezó a

www.lectulandia.com - Página 256


Paladine; Owen Glendower dejó de sacudirse, pero no me pareció que mejorara
mucho. Estaba tendido, muy quieto, como si hubiese muerto, y su respiración sonaba
verdaderamente rara… cuando se acordaba de respirar.
—Necesita descanso y quietud —dijo Crysania—. No, será mejor que no lo
mováis. Debemos mantenerlo caliente. Preparad un catre aquí.
Todos apilaron capas y pieles, y Theros y Caramon levantaron al caballero con
mucha suavidad y lo tumbaron sobre el improvisado catre. Laurana lo tapó con su
capa de pieles. Gwynfor se sentó al lado de su padre y le sostuvo la mano.
Tanis dijo algo a Gunthar en voz baja, y Gunthar asintió con la cabeza y anunció
que éste podía ser un momento muy conveniente para que los caballeros fueran a la
tumba y rezaran y renovaran sus votos de dedicarse a la lucha contra el Mal. A los
caballeros les pareció una buena sugerencia y salieron, con lo que la sala se vació
bastante.
Gunthar dijo a continuación que pensaba que todos los demás deberían ir a cenar
y Caramon se ocupó de que los invitados lo hicieran, tuvieran o no hambre. Ello dejó
la estancia casi totalmente vacía. Yo no podía ir a la tumba, pero tampoco tenía
hambre y las piernas me temblaban, de manera que me quedé.
—¿Se pondrá bien mi padre? —le preguntó Gwynfor a Crysania.
Theros Ironfeld estaba de pie junto a Owen y contemplaba al caballero tendido
con la expresión más torva que jamás había visto en Theros.
—Sí, caballero —repuso Crysania mientras se volvía en dirección a la voz de
Gwynfor. (Crysania es ciega. Ésa es otra historia interesante, aunque un poco triste,
así que no la contaré ahora)—. Está en las manos de Paladine.
—Quizá deberíamos marcharnos —sugirió Tanis.
Pero Crysania sacudió la cabeza.
—No. Me gustaría que os quedaseis todos vosotros. Aquí hay algo que no va
bien. —¡Eso podría habérselo dicho yo!—. He hecho cuanto está en mi mano para
curarlo, pero la aflicción del caballero Glendower no es corporal, sino mental.
Paladine me ha dado a conocer que el caballero guarda un secreto; un secreto que ha
llevado sobre sí mucho, mucho tiempo. A menos que descubramos el secreto y lo
liberemos de él, me temo que no se recuperará.
—Si Paladine te ha dado a conocer que el caballero tiene un secreto, ¿por qué no
te revela también cuál es el maldito secreto? —preguntó Tanis, cuya voz tenía un
timbre malhumorado. A veces se enfada con los dioses.
Laurana carraspeó y le lanzó una de esas miradas que la gente casada se lanza de
vez en cuando. Ésa es una de las razones porque las que nunca me he casado.
—Paladine lo ha decidido así —respondió Crysania con una sonrisa.
Y, podéis creerlo o no, pero volvió la cabeza y dirigió su mirada directamente
hacia mí, como si pudiese verme, a pesar de que no debería haber tenido ni idea de

www.lectulandia.com - Página 257


que yo estaba en la sala, pues había permanecido tan callado como aquella vez que
me transformé en ratón de manera accidental.
—¡Tasslehoff! —exclamó Tanis, que no parecía complacido, ni mucho menos—.
¿Sabes algo de este asunto?
—¿Yo? —pregunté, mirando a mi alrededor. No me parecía probable que
estuviera hablando con algún otro Tasslehoff, pero siempre cabía la esperanza. Sin
embargo, se refería a mí—. Sssssiiií. —Respondí, alargando mucho la palabra, tanto
como me fue posible, y sin alzar la vista hacia él. No me gusta mirarlo cuando tiene
esa expresión severa—. Pero prometí no contarlo.
—De acuerdo, Tas —suspiró Tanis—. Prometiste no contarlo. Pero estoy seguro
de que debes de haber relatado esta historia una docena de veces desde entonces, así
que no importará si la cuentas otra…
—No, Tanis —lo interrumpí, lo que no es muy educado, pero la verdad es que se
había equivocado de parte a parte. Levanté los ojos hacia él y lo miré con una
expresión extremadamente solemne y seria—. No lo he contado. Nunca. A nadie. Lo
prometí, ¿entiendes?
Me miró de hito en hito. Después se le marcaron unas arrugas en torno a los ojos;
parecía muy preocupado. Se arrodilló y me puso la mano en el hombro.
—¿No se lo has contado a nadie?
—No, Tanis —contesté. Por alguna extraña razón, una lágrima se deslizó por mi
mejilla—. Nunca lo he hecho. Se lo prometí.
—¿A quién se lo prometiste?
—A Fizban.
Tanis gimió. (Ya os lo dije; siempre gime cuando menciono a FB).
—Yo también lo sé —manifestó una voz inesperadamente.
Al oír esto, todos se volvieron hacia Theros, que estaba tan serio, hosco y severo
como nunca lo había visto, pues por lo general es muy agradable, a pesar de que a
veces me coge por el copete, lo que me deja en una posición nada digna.
—Owen Glendower y yo lo hemos discutido entre nosotros a menudo, cada uno
buscando su propia verdad. Yo he encontrado la mía y creí que él había encontrado la
suya. Tal vez me equivoqué. No obstante, no soy yo quien tiene que contar su
historia. Si hubiese querido que se supiera, la habría hecho pública a estas alturas.
—Pero si su vida está en peligro, seguramente… —empezó Tanis, que estaba
cada vez más irritado.
—No puedo deciros nada —insistió Theros—. No me hallaba allí.
Sin añadir más, giró sobre sus talones y se marchó de la galería superior.
Eso me dejaba sólo a mí. Yo sí estaba allí, ¿comprendéis?
—Vamos, Tas —dijo Caramon de ese modo engatusador tan suyo, que me hace
sentir de un modo que a veces me dan ganas de golpearlo—. A mí puedes decírmelo.

www.lectulandia.com - Página 258


—Prometí no contárselo a nadie —repuse. Todos estaban ahora rodeándome y en
toda mi vida me había sentido más desdichado, salvo, quizá, cuando estuve en el
Abismo—. Se lo prometí a Fizban.
A Tanis empezó a ponérsele la cara muy roja y sin duda me habría chillado, pero
se lo impidieron dos cosas: un estornudo y el codazo que Laurana le propinó en las
costillas. Ni siquiera me acordé de darle su pañuelo, tan desgraciado me sentía.
Crysania se acercó a mí, tendió su mano y me tocó. Su tacto era dulce y suave y
quise echarme en sus brazos y llorar como un niño grande. Pero no lo hice, porque
desahogarme así no habría sido digno de un kender de mi edad y un héroe; pero lo
necesitaba, desesperadamente.
—Tas —me dijo—, ¿cómo es que estás aquí?
Pensé que era una pregunta extraña, ya que había sido invitado, de manera que le
conté lo de las salchichas y la cárcel y el mensaje y la invitación de Fizban.
Tanis gimió y estornudó otra vez.
—¿No te das cuenta, Tasslehoff? —preguntó Crysania—. Fue Fizban quien te
envió aquí. Y sabes quién es realmente Fizban, ¿verdad?
—Sé quién cree él que es —respondí, porque Raistlin me comentó una vez que
nunca estaba seguro de cuándo decía la verdad el viejo y chiflado mago—. Fizban
cree que es el dios Paladine.
—Lo sea o no… —Crysania sonrió otra vez—, te envió aquí por alguna razón,
tenlo por seguro. Creo que quiere que nos cuentes la historia.
—¿De veras? —preguntó esperanzado—. Me gustaría, porque ha sido una carga
para mi mente.
Le tendí a Tanis su pañuelo y reflexioné un momento sobre el asunto.
—Pero no lo sabes con seguridad, Crysania —aduje, empezando a sentirme de
nuevo muy desdichado—. Siempre estoy metiendo la pata y no quisiera meterla
ahora. —Pensé un poco más—. Claro que tampoco quiero que Owen muera. —Se me
ocurrió una idea—. ¡Ya lo tengo! Os contaré el secreto a vosotros y así podréis
aconsejarme si debo contárselo a alguien o no. Y, si me decís que no debo, entonces
no lo revelaré.
—Pero Tas, si nos lo cuentas… —empezó Caramon.
En ese punto, Laurana le propinó un codazo en un costado y Tanis se lo dio por el
otro, de manera que Caramon tosió y los codazos debieron dejarlo sin ideas, supongo,
porque no siguió hablando.
—Me parece una sabia decisión —opinó Crysania.
Luego dijo que quería estar cerca de Owen Glendower, así que todos la seguimos.
No había sillas y nos sentamos en el suelo, en un círculo, con Crysania en el centro,
junto a Owen, y todos los demás a su alrededor y frente a mí.
Y fue allí, sentado en el suelo, cerca de Owen Glendower, que seguía tendido

www.lectulandia.com - Página 259


sobre las pieles, donde relaté la historia que prometí por mi copete no contar nunca,
nunca, nunca.
Me cogí el copete y lo agarré con fuerza, pues pensé que, tal vez, ésta sería la
última vez que lo veía.

www.lectulandia.com - Página 260


Capítulo 3

Bueno, estoy seguro de que recordaréis la parte de la vieja historia en la que casi
todos nosotros fuimos al Monumento del Dragón Plateado. Estábamos yo, Flint,
Laurana, su hermano Gilthanas, Theros Ironfeld y Silvara, la hembra de dragón
plateado, salvo que no sabíamos entonces que era un dragón plateado.
Silvara nos condujo a la Montaña del Dragón con el propósito de encontrar los
Dragonlances y decirnos cómo forjarlas. Pero cuando llegamos allí empezó a tener
dudas de si debía decírnoslo o no, a causa del juramento prestado por los Dragones
del Bien.
Todo es muy complicado y no tiene mucho que ver con mi historia, pero sitúa el
escenario para vosotros, por así decir. Mientras estábamos dentro de la Tumba de
Huma, Silvara lanzó un hechizo sobre todos, salvo que a mí no me alcanzó porque
me había escondido debajo de un escudo. Fui en busca de ayuda para mis amigos,
que se hallaban bajo los efectos del conjuro de sueño, y fui absorbido al interior del
Monumento del Dragón Plateado. Y fue allí donde me encontré con Fizban, que
estaba muerto. Sólo que no lo estaba.
Lo conduje abajo y tuvo una charla con Silvara. Fue después de esa charla cuando
ella decidió decirnos a todos quién era en realidad. Y condujo a Theros Ironfeld al
estanque de plata de dragón, que se utilizaría para forjar las lanzas. Pero eso viene
después. Empezaré en la parte que sigue inmediatamente después de que Fizban
hablara con Silvara. Había decidido que tenía que marcharse.
—Adiós, adiós —nos dijo Fizban. Todos nos encontrábamos en la Tumba de
Huma, en la Montaña del Dragón—. Encantado de veros de nuevo. Estoy un poco
disgustado por lo de las plumas de gallina, pero… —(Os explicaría esa parte pero
tardaría mucho tiempo. Astinus lo ha escrito en sus Crónicas).[2]—. No os guardo
rencor. —Entonces Fizban me miró y me dijo con impaciencia—: ¿Vienes o no? ¡No
dispongo de toda la noche para esperarte!
¡Qué oportunidad, viajar con un hechicero! ¡Sobre todo, con un hechicero
muerto! No podía pasarla por alto. (Aunque supongo que no estaba realmente muerto,
aunque ninguno de nosotros hubiera podido asegurarlo en aquel momento, y menos
aún Fizban).
—¿Ir? ¿Contigo? —exclamé.
Me sentía tan entusiasmado que habría partido en ese mismo instante, pero se me
ocurrió que si yo me iba ¿quién iba a cuidar a los demás? (Si hubiese sabido que

www.lectulandia.com - Página 261


Silvara era un dragón plateado, me habría marchado más tranquilo, pero entonces no
lo sabía). No tenía ni idea de la clase de problemas en los que se meterían mis amigos
sin estar yo para evitarlo. Sobre todo Flint, mi mejor amigo, el enano.
Flint era realmente una persona maravillosa y tenía muchas y buenas cualidades,
pero, puesto que he de ser sincero, mi opinión es que le faltaba un poco de sentido
común. Estaba constantemente metiéndose en jaleos y siempre era yo quien tenía que
sacarlo de ellos.
Pero Fizban me prometió que Flint y el resto de mis amigos estarían bien sin mí y
que nos volveríamos a ver en el Día de la Carestía, fecha que estaba muy próxima.
Así que agarré mi petate y mis saquillos y Fizban y yo partimos a una aventura.
Una aventura que no le había contado a nadie hasta ahora.
{ La historia que nunca conté… }
—¿Adónde vamos? —pregunté a Fizban después de que la Tumba de Huma
quedara muy, muy atrás.
El mago caminaba con mucha prisa, rezongando, resoplando y pateando el
sendero, balanceando los brazos y con el sombrero casi tapándole los ojos y el bastón
golpeando el suelo.
—No lo sé —replicó fieramente, y caminó más deprisa que antes.
Esto me pareció un poco raro. Quiero decir, que he emprendido viajes sin saber
exactamente adonde me dirigía, pero nunca me apresuré para llegar allí. Me tomaba
mi tiempo, disfrutaba del paisaje. Que era quizá la razón por la que viajábamos tan
rápido, porque en ese momento no era mucho lo que podía disfrutarse el paisaje. No
nos habíamos alejado mucho cuando —¡plaf!— nos metimos directamente en el valle
de Foghaven.
Supongo que os estaréis preguntando sobre ese «¡plaf!». Quizás os parezca más
apropiado un sonido susurrante, como cuando se despachurra algo, para referirse a
entrar en la niebla. O tal vez uno siseante, como el de una seda al desgarrarse. Pero
pensé «plaf» en ese momento porque así era como me sentía, como si hubiese
chocado contra un muro gris blancuzco de niebla. Era muy densa. Extremadamente
densa. Lo sé porque levanté la mano delante de mis narices y me di de bruces contra
ella. Me pregunté si la niebla no se habría espesado a propósito, en nuestro honor.
—¡Rayos! —dijo Fizban mientras ondeaba los brazos—. ¡Apártate de mi camino!
No me dejas ver maldita la cosa. ¿Qué significa esto? ¡Ya no se tiene respeto a los
mayores! ¡Ni una pizca!
Estaba allí, de pie, agitando los brazos y gritándole a la niebla. Lo contemplé un
tiempo lo mejor que pude, ya que tampoco lo veía demasiado bien, pero me pareció
que, cuanto más chillaba, más densa se hacía la niebla; una especie de reacción como:
«¡Te vas a enterar, viejo!». Mi copete estaba completamente empapado y me goteaba
por la espalda, y mi calzado se empezaba a llenar, poco a poco, de una mugre

www.lectulandia.com - Página 262


rezumante, todo lo cual resultó entretenido durante un rato, pero pronto perdió el
encanto.
—Fizban —llamé mientras tendía la mano para tirarle de la manga.
Supongo que lo sobresalté al salir de entre la niebla de manera tan repentina.
Sea como fuere, me ofreció toda clase de disculpas por golpearme la nariz con su
bastón, me ayudó a levantarme del pringoso suelo y me dio palmaditas en la cabeza
hasta que dejó de zumbarme. Al principio pensamos que tenía rota la nariz, después
decidimos que no, y cuando dejó de sangrar reanudamos la marcha.
Caminamos y caminamos. Por fin, Fizban dijo que creía que la niebla se había
disipado bastante como resultado, según él, de un hechizo maravilloso que había
realizado. No me pareció cortés contradecirlo y, además, casi podía ver la hierba bajo
mis pies si me agachaba y miraba con atención, de manera que supuse que tal vez
tuviese razón. Aflojamos el paso, sobre todo después de que Fizban se diera de
narices contra un árbol.
O fue justo antes o nada más prenderle fuego al árbol cuando llegamos a la
Tumba de Huma.
Ya era de día. (Habíamos caminado toda la noche para volver allí). La niebla se
levantó lo suficiente para que viéramos dónde nos encontrábamos, lo que me pareció
muy ruin por parte de la niebla. Casi parecía que se estuviese riendo de nosotros.
Tengo que admitir que me sentí algo decepcionado al ver la Tumba de Huma otra
vez. No es que no sea un sitio maravilloso, pues lo es. Explicaré, para aquéllos que no
hayan peregrinado hasta allí, que la Tumba de Huma es realmente un pequeño
templo. Tiene forma rectangular y está hecha con una piedra negra a la que Flint
llamó obsidiana. Por fuera está completamente tallada con figuras de caballeros
combatiendo contra dragones y es un lugar muy solemne y reverente.
Dentro está el sepulcro de Huma, donde dejaron sus restos para su eterno
descanso. Y su escudo y su espada aún están allí, pero su cuerpo no. La tumba es un
sitio triste porque te hace pensar en tu vida y en cómo te gustaría haber hecho mejor
las cosas. Pero es una clase de tristeza buena, ya que te hace comprender que aún te
queda el resto de la vida para cambiar y mejorar.
Así me sentí la primera vez que vi la Tumba de Huma, pero ahora, quizás a causa
de la niebla, era muy distinto. Lo único que notaba ahora era la clase de tristeza que
te hace sentir mal por dentro.
—¡Ajá! —gritó Fizban—. ¡Sé dónde estamos!
—En la Tumba de Huma —dije.
—¡No! —Estaba anonadado—. ¿No acabamos de marcharnos de aquí?
—Sí. Pero debemos de haber caminado en círculos. Quizá vaya a despedirme de
Flint, ya que estamos aquí —comenté mientras empezaba a remontar los escalones.
—No, no —se apresuró a decir Fizban, al tiempo que me agarraba—. No están

www.lectulandia.com - Página 263


ahí dentro. Se han ido todos al interior de la Montaña del Dragón. Silvara los ha
llevado al estanque mágico de plata líquida que se utiliza para forjar las mágicas
Dragonlances. Vamos. Es otro el pez que tenemos que freír en la sartén.
Bueno, tuve que admitir que el templo parecía muy oscuro y desierto ahora. Y lo
del pescado frito sonaba muy bien. Así que nos pusimos en marcha.
No habíamos dado dos pasos cuando la niebla reapareció, sólo que esta vez estaba
mezclada con humo del árbol que ardía y yo no podía ver la hierba bajo mis pies. Ni
siquiera podía verme los pies.
Caminamos y caminamos y caminamos, y paramos y descansamos y tomamos la
cena. Empezamos a caminar otra vez y Fizban me dijo lo buen rastreador que era,
mucho mejor que Riverwind, y que nunca se había perdido y que siempre se
mantenía con el viento soplando en su mejilla derecha para que, de ese modo, el
musgo no creciera en su cara norte. Y entonces llegamos a la Tumba de Huma. Por
segunda vez.
—¡Ajá! —gritó Fizban, saliendo de la niebla con tanta precipitación que se
golpeó el dedo gordo del pie en el primer escalón que conducía al templo—. ¡Otra
vez tú! —chilló, cuando vio dónde estábamos (por segunda vez).
Puso un gesto ceñudo y amenazó al templo agitando el puño. Dio una patada a la
escalera, con el mismo pie con el que había tropezado un momento antes.
Fizban brincó a la pata coja y gritó a las escaleras, lo que fue divertido de
presenciar durante un rato, pero después debió de volverse muy aburrido pues,
cuando quise darme cuenta, estaba dormido.
Lo que quiero decir es que, cuando quise darme cuenta, me había despertado.
Pero, para despertarme, antes debí quedarme dormido, ¿no? Creo que dormí un buen
rato, porque estaba entumecido y dolorido de permanecer tendido sobre los
resbaladizos escalones negros; además estaba mojado y tenía hambre y frío.
—¿Fizban? —llamé.
No estaba allí.
Noté una extraña sensación horripilante; quizá porque la tumba tenía un aspecto
horripilante. El corazón me dio un vuelco porque temí que le hubiese pasado algo
malo a Fizban y, para ser sincero, esta niebla empezaba a ponerme la piel de gallina,
como habría dicho Flint. Entonces lo oí roncar. (A Fizban, se entiende). Estaba
durmiendo en la hierba, con el magullado pie apoyado en el primer escalón y el
sombrero encima (del pie).
Me alegré mucho al verlo y supongo que le di un susto al despertarlo tan
bruscamente con un grito así. Se disculpó por lanzar la bola de fuego y pudimos
tomar un desayuno caliente merced a que otro árbol estaba ardiendo. Me aseguró que
las cejas me crecerían enseguida.
Después nos pusimos otra vez en marcha; Fizban con el pie envuelto en un trapo

www.lectulandia.com - Página 264


de cocina que encontré en mi mochila. Caminamos en medio de la niebla no sé
durante cuánto tiempo; sólo recuerdo que comí otra vez y me volví a dormir y
después llegamos a la Tumba de Huma.
Por tercera vez.
Mi intención no es ofender a ningún caballero con lo que voy a decir, pero la
verdad es que empezaba a estar un poco harto de verla.
—Esto es el colmo —refunfuñó Fizban y empezó a remangarse—. ¡Deja de
seguirnos!
—No creo que nos esté siguiendo —le hice notar, y me temo que hablé con un
tono demasiado cortante—. ¡Nosotros vamos tras ella!
—¡No me digas! —Fizban parecía sorprendido. Después, confuso—. ¿Estás
seguro?
—¡Sí! —repliqué con brusquedad mientras me preguntaba si de verdad mis cejas
volverían a crecer y deseando poder ver el aspecto que tenía sin ellas. De hecho,
deseaba poder ver cualquier otra cosa que no fuera la Tumba de Huma, la niebla y
árboles quemándose.
—Entonces, ¿no te parece bien que lance un conjuro realmente violento que la
haga volar por los aires? —me preguntó con un cierto tono de desencanto.
—No creo que eso les gustara a los caballeros —opiné, malhumorado—. Y ya
sabes lo chinches que son a veces.
(Sin intención de ofender. No me refiero a todos los caballeros, sólo a algunos).
»Además —continué—, Huma puede regresar y enfadarse de verdad al descubrir
que alguien ha hecho volar por los aires su tumba mientras él estaba ausente. Y no se
lo reprocharía.
—No, supongo que no —admitió Fizban abatido—. ¿Y si volara sólo la escalera?
—¿Cómo podría subir a la puerta Huma si no hay escalera?
—Entiendo a lo que te refieres. —Fizban soltó un sonoro suspiro.
—¿Sabes, Fizban? —empecé severamente. (Decidí que tenía que ser severo.)—.
Esto ha sido muy divertido, de verdad. No todos los días estoy a punto de que me
rompan la nariz y que me quemen las cejas y ver cómo prenden fuego a dos árboles y
caminar a través de la niebla para llegar a la Tumba de Huma tres veces (cuatro, en
mi caso), pero me parece que ya hemos hecho todo lo que podía resultar emocionante
en este sitio. Es hora de ponerse en marcha. Dondequiera que sea a donde nos
dirigimos. —Pronuncié la última frase con un tono especialmente firme, confiando en
que cogería la indirecta.
Fizban refunfuñó un poco e hizo unos cuantos trucos mágicos que tenían cierto
interés, como lanzar varias estrellas blancas y púrpuras. Me preguntó si me había
gustado ése y si quería ver alguno más.
Dije que no.

www.lectulandia.com - Página 265


Entonces se puso realmente nervioso y se quitó el sombrero y el trapo que le
envolvía el pie magullado y se puso el sombrero otra vez, sólo que se lo puso en el
pie y el trapo en la cabeza.
—¡Ya lo tengo! —exclamó de repente—. Un hechizo…
—¡Espera! ¡Todavía no! —grité mientras daba un brinco y me cubría la cara con
las manos.
—¡Un hechizo que nos llevará justo al lugar a dónde queremos ir! —chilló
triunfante—. Ten, cógete de mi manga y sujétate fuerte. Buen chico. Saca la mano de
mi bolsillo. Ahí guardo material mágico y una salchicha de hígado bastante buena.
¿Listo? ¡Allá vamos!
Agarré la manga de Fizban, y él pronunció algunas palabras que sonaban como
arañas arrastrándose por dentro de mi cabeza. Todo se puso borroso y escuché un
ruido como el del viento silbando en mis oídos.
Y, cuando abrí los ojos, allí estábamos.
Dentro de la Tumba de Huma.

www.lectulandia.com - Página 266


Capítulo 4

—¡Fizban! —dije, esta vez mostrándome severo y firme—. ¿Has hecho esto a
propósito?
—Sí —repuso mientras retorcía el trapo entre las manos y miraba de soslayo a un
lado y a otro de la habitación—. He hecho que aparezcamos justo donde quería. Eh…
¿por casualidad sabes qué sitio es éste? Sólo para ponerte a prueba —se apresuró a
añadir.
Me temo que perdí los estribos y chillé.
—¡Estamos en la Tumba de Huma!
—Oh, vaya.
En fin, para entonces estaba mas que harto.
—Odio herir tus sentimientos, Fizban, pero creo que como hechicero no vales
gran cosa y…
No terminé la frase porque las cejas de Fizban (él todavía tenía cejas) se
fruncieron y se pusieron realmente erizadas, de manera que le sobresalían sobre la
nariz, dándole de repente un aspecto feroz y enfadado. Temí que estuviera furioso
conmigo, pero resultó que no.
—¡Brujería! —gritó.
—¿Qué? —No sabía de qué estábamos hablando.
—¡Brujería! —repitió—. ¡Estamos sometidos a un encantamiento! ¡Estamos
hechizados!
—¡Qué maravilla! Eh… quiero decir, qué horror —rectifiqué al ver su expresión
feroz tornarse aún más fiera—. ¿Quién…, quién nos sometería a un hechizo? —
pregunté de forma muy educada.
—¿Quién va a ser? La Reina Oscura. —Me miró fijamente y luego empezó a
pasear de un lado a otro de la tumba—. Sabe que estoy detrás del Orbe de los
Dragones e intenta impedírmelo. Le ajustaré las cuentas. Le voy a… (refunfuño,
refunfuño, refunfuño).
Incluyo los refunfuños porque en realidad no entendí lo que Fizban dijo que iba a
hacer a la Reina Oscura si alguna vez le ponía las manos encima. O, si lo entendí
entonces, ahora no lo recuerdo.
—Bien —dije enérgicamente mientras me incorporaba de un brinco—. Ahora que
sabemos que estamos embrujados y sometidos a un encantamiento, salgamos y
reanudemos el viaje.

www.lectulandia.com - Página 267


—Ése es el problema —se encrespó Fizban—. No podemos salir, ¿comprendes?
—¿Que no podemos salir? —El corazón me dio un vuelco por la impresión—.
¿Quieres decir… que estamos…?
—Atrapados —finalizó Fizban con tono lúgubre—. Condenados para siempre a
vagar entre la niebla para regresar aquí, donde empezamos, en la Tumba de Huma.
—¡Para siempre!
El alma se me cayó a los pies. Se me puso un nudo en la garganta que me impedía
respirar.
—Me alegro de que ya no estés muerto, Fizban, y en verdad te aprecio mucho,
pero§ no quiero quedarme atrapado para siempre en una tumba contigo. ¿Qué haría
Flint sin mí? ¿Y Tanis? Soy su consejero, ¿sabes? ¡Tienes que sacarnos de aquí!
Me temo que perdí un poco los estribos por culpa de estar más que harto de esta
tumba y de la niebla y de todo. Agarré las ropas de Fizban y el nudo de la garganta
dio paso a un quejido y después a un lamento y perdí el control durante un buen rato.
Fizban me dio palmaditas en el copete y me dejó que llorara y le mojara la túnica;
después me dio una fuerte palmada en la espalda y dijo que controlara los nervios y
mantuviera el tipo. Quiso ofrecerme su pañuelo para que me limpiara la nariz, sólo
que no pudo encontrarlo.
Afortunadamente, lo encontré yo y lo utilicé y me sentí más aliviado. Tiene gracia
el modo en que echar fuera esos gemidos y lamentos te hace sentir mejor.
Tanto es así, que hasta tuve una idea.
—Fizban —empecé, tras reflexionar un momento sobre el asunto—, si la Reina
Oscura nos ha sometido a un encantamiento, eso quiere decir que nos está vigilando,
¿no?
—¡Puedes apostar a que sí! —repuso y echó otra mirada furibunda a su alrededor.
Se me ocurrió entonces que quizá no debería hablar tan alto porque, si nos estaba
vigilando, también podía estar escuchándonos. En consecuencia me aproximé
sigiloso a Fizban y, una vez que encontré su oreja bajo la maraña de pelo, le susurré:
—Si está vigilando la puerta principal, ¿por qué no nos escabullimos por la de
atrás?
Se quedó como pasmado y después parpadeó.
—¡Por mis barbas! Tengo una idea. Si la Reina Oscura vigila la puerta delantera,
¿por qué no nos escapamos por la trasera?
—Ésa era mi idea —le recordé.
—¡No seas mentecato! —replicó enojado—. ¿Acaso eres un grande y poderoso
hechicero?
—No —tuve que admitir.
—Entonces la idea fue mía. Agárrate.
Me cogió por el copete y yo me agarré a sus ropas y luego pronunció más de esas

www.lectulandia.com - Página 268


palabras enrevesadas. La tumba se volvió borrosa y el viento sopló a mi alrededor, y
me sentí mareado y zarandeado en todas direcciones. En resumen, una fabulosa
sensación. Y entonces todo se calmó y oí a Fizban exclamar «¡ooops!» de una manera
que no me gustó nada, por haberlo dicho yo mismo en un par de ocasiones y, en
consecuencia, saber lo que ello significaba.
Abrí los ojos con precaución mientras pensaba que si volvía a ver la Tumba de
Huma me iba a llevar un disgusto. Pero no fue así. Quiero decir que no vi la Tumba
de Huma. Abrí los ojos de par en par y la boca al mismo tiempo para preguntar dónde
estábamos, cuando, de repente, una mano me la tapó con brusquedad.
—¡Chist! —siseó Fizban.
Su barba me hacía cosquillas en la mejilla y, antes de saber lo que estaba pasando,
me levantó en vilo y me arrastró para atrás, hacia una parte realmente oscura de
dondequiera que estuviésemos.
—Edo, isdan, esesin —dije, aunque lo que en realidad quería decir era: «Pero,
Fizban, si ése es Flint», sólo que sonó de esa otra manera pues tenía su mano
cubriéndome la boca.
—¡Calla! ¡Se supone que no tenemos que estar aquí! —siseó, y tenía una
expresión verdaderamente furiosa y nada satisfecha conmigo ni con él y
probablemente con la Reina Oscura tampoco. Así que guardé silencio.
Aunque, por supuesto, lo que de verdad quería hacer era gritar: «¡Eh, Flint, soy
yo, Tas!» porque sabía que el enano se alegraría de verme.
Siempre se alegra, aunque simula que no, porque así son los enanos. Y Theros
Ironfeld estaba con él y yo sabía que a Theros le alegraría verme porque no hacía
mucho, en la Tumba de Huma, me había salvado de caer por un agujero y acabar en
el otro extremo del mundo.
Con la mano de Fizban apretada sobre mi boca y su barba haciéndome cosquillas,
no tenía más oportunidad que la de observar. Así que observé. Estábamos en lo que
parecía ser una herrería, sólo que era la más grande y espléndida que había visto en
toda mi vida. Y entonces deduje que ésta herrería debía de causar una gran
satisfacción a Theros puesto que él es el mejor herrero que jamás he conocido.
Parecían estar hechos el uno para el otro.
Había un yunque más grande que yo y una forja con un fuelle y un estanque de
agua fría donde metes el metal caliente para oírlo sisear y ver cómo se levantan nubes
de vapor y cuando sacas el metal ya no está caliente.
Pero lo más fabuloso era un estanque enorme de lo que parecía plata fundida, que
despedía una luz maravillosa. Me recordaba el cabello de Silvara a la luz de Solinari.
Aquella luz plateada era la única que relucía en la forja y parecía bañar todo en ese
color, incluso la barba de Flint. La negra piel de Theros brillaba como si estuviera
fuera, a la luz de la luna. Y su brazo de plata fulgía y centelleaba, y todo era tan

www.lectulandia.com - Página 269


hermoso y encantador que noté otra vez un nudo en la garganta.
—¡Chiiist! —susurró Fizban.
De todas formas, ahora no habría sido capaz de hablar, con aquel nudo en la
garganta, y él lo sabía, supongo, porque me soltó. Nos quedamos muy quietos en las
sombras y observamos. Durante todo el tiempo, Fizban no dejó de musitar que no
deberíamos encontrarnos aquí.
Mientras Fizban mascullaba para sí —intentando recordar el hechizo, supongo—,
luché por contener el sollozo y escuchar lo que decían Flint y Theros. Durante un rato
estuve demasiado ocupado con el sollozo para prestar mucha atención a lo que
hablaban, pero entonces caí en la cuenta de que ninguno de los dos parecía muy feliz,
lo que era extraño, considerando que estaban aquí abajo, junto a este bello estanque
de plata. Escuché para descubrir el motivo.
—¿Es esto lo que tengo que usar para forjar las Dragonlances? —preguntó
Theros y miró fijamente el estanque con una expresión muy sombría.
—Sí, muchacho —repuso Flint, y suspiró.
—Metal de dragón. Plata mágica.
Theros se agachó y recogió algo de un montón de cosas tiradas en el suelo. Era
una lanza y relucía con la luz del estanque de plata, y a mí me parecía que tenía un
aspecto fabuloso. La sostuvo en su mano; estaba bien equilibrada y la luz hacía
relucir su afilada punta. De pronto, el musculoso brazo de Theros se tensó y arrojó la
lanza, con todas sus fuerzas, contra la pared de piedra.
La lanza se rompió.
—¡No has visto eso! —exclamó con un grito ahogado Fizban al tiempo que me
tapaba los ojos con la mano, pero, por supuesto, era demasiado tarde, lo que debió
comprender porque me soltó otra vez cuando empecé a retorcerme.
—¡Ahí tienes tus mágicas Dragonlances! —bramó Theros, mirando torvamente
los trozos de la lanza rota.
Se acuclilló al borde del estanque, con sus grandes brazos colgando entre las
rodillas y la cabeza inclinada. Parecía derrotado, acabado, rendido. Nunca había visto
a Theros con ese aspecto, ni siquiera cuando los draconianos le cortaron el brazo y
estuvo a punto de morir.
—Acero —musitó—. Buena calidad, aunque no la mejor. Fíjate cómo se partió.
Acero, vulgar y corriente. —Se incorporó y fue hacia los trozos de la lanza rota, que
recogió—. Tendré que decírselo a los demás, naturalmente.
Flint lo observó y se pasó la mano por la cara y la barba, como hace siempre
cuando reflexiona intensa y profundamente. Se acercó a Theros y puso su mano en el
brazo del herrero.
—No, no lo harás, muchacho —manifestó—. Seguirás forjando más de éstas.
Utilizarás tu brazo de plata y dirás que están hechas con plata de dragón. Y no

www.lectulandia.com - Página 270


mencionarás lo del acero.
Theros lo miraba de hito en hito, sobresaltado. Luego frunció el entrecejo.
—No puedo mentirles.
—No lo harás —repuso Flint, que tenía «esa expresión» plasmada en su
semblante.
Conocía «esa expresión». Era como una montaña que se desploma justo en medio
del camino que quieres recorrer. (He oído decir que eso ocurrió, de hecho, durante el
Cataclismo). Puedes decirle lo que quieras, pero la montaña no se moverá. Y, cuando
la montaña no se mueve, tiene «esa expresión».
Le dije a Theros para mis adentros: «Ya puedes darte por vencido ahora mismo,
porque nunca lo convencerás».
—Llevaremos estas lanzas a los caballeros —siguió Flint—, y les diremos:
«Tomad, muchachos; Paladine os envía esto. No os ha olvidado. Está con vosotros,
luchando a vuestro lado». Y la fe inundará sus corazones y fluirá por sus brazos y se
desbordará en sus ojos brillantes. Y, cuando arrojen esas lanzas, será el poder de esa
fe y la fuerza de sus brazos y el tino de sus ojos brillantes lo que guiará las lanzas a
los negros corazones de los dragones perversos. ¿Quién puede decir que eso no es
magia, quizá la magia más grande de todas?
—Pero no es verdad —argüyó Theros con gesto ceñudo.
—¿Cómo sabes tú lo que es y lo que no es verdad? —demandó Flint,
encrespándose también, aunque no le llegaba a Theros a la cintura—. Aquí estás,
vivito y coleando, con un brazo de plata, cuando, si es la verdad lo que quieres,
deberías estar muerto y pudriéndote bajo tierra, comido por los gusanos.
»Aquí estamos, dentro de la Montaña del Dragón, conducidos a este lugar por esa
bella criatura que ha renunciado a todo, incluso al mismo amor, por bien de todos, y
rompió su juramento y se condenó a sí misma, cuando, si es la verdad lo que quieres,
podría habernos mandado lejos por medios mágicos y seguir guardando el secreto.
»Ahora voy a decirte lo que haremos, Theros Ironfeld —siguió Flint, haciéndose
más tozuda su expresión tozuda. Se remangó las mangas y las perneras del pantalón
—. Vamos a ponernos a trabajar, tú y yo. Y vamos a hacer esas Dragonlances. Y
dejaremos que sea la verdad que cada hombre y mujer guarda en su corazón la magia
que las guíe.
Bien, en este punto fue Fizban al que se le puso el nudo en la garganta y luchó
para contener el llanto mientras se enjugaba los ojos con la punta de la barba.
Supongo que yo no estaba mucho mejor. Ambos permanecimos allí, sollozando
juntos y compartiendo un pañuelo que por casualidad llevaba conmigo y, para cuando
acabamos de gimotear, Flint y Theros se habían marchado.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. ¿Ayudamos a Flint y a Theros?
—¡Menuda ayuda serías! —espetó Fizban—. Probablemente te caerías en el

www.lectulandia.com - Página 271


estanque de plata. No —decidió, después de mordisquearse la punta de la barba, que
debía de estar salada por las lágrimas—. Creo que sé cómo romper el encantamiento.
—¿De veras? —Aquello me alegraba sinceramente.
—Vamos a coger un par de esas lanzas. —Señaló el montón de armas tiradas
junto al estanque.
—Pero si no funcionan —le recordé—. Theros lo dijo.
—¿Para qué te sirven éstas? —demandó Fizban mientras me agarraba las orejas y
les daba un tirón tan fuerte que se me saltaron las lágrimas—. ¿Como picaportes? ¿Es
que no has escuchado?
Bueno, por supuesto que había escuchado, hasta la última palabra, y si algo no
estaba demasiado claro no era culpa mía y no sabía por qué tenía que seguir
tirándome de las orejas como si quisiera arrancármelas, sobre todo después de que
casi me había roto la nariz y me había quemado las cejas.
—Si se lo pides a Theros con amabilidad estoy seguro de que te prestará un par
de lanzas —dije mientras me frotaba las orejas y procuraba no perder los estribos.
Después de todo, Fizban me había hecho quedar atrapado en un encantamiento y, si
bien era un encantamiento aburrido y soso, no dejaba de ser un encantamiento, y
sentía que le debía algo—. En especial teniendo en cuenta que no funcionan.
—¡No, no! —rezongó Fizban y sus ojos relucían de un modo astuto y rastrero—.
No molestaremos a Theros. Está muy ocupado encendiendo la forja. Tú y yo nos
limitaremos a entrar a hurtadillas y tomaremos prestadas una o dos lanzas. No se dará
cuenta.
Bien, si hay algo en lo que soy realmente bueno, es en tomar cosas prestadas. No
encontraréis a nadie mejor que yo, salvo quizá tío Saltatrampas, pero ésa es otra
historia.
Fizban y yo salimos sigilosos de las sombras donde habíamos permanecido
escondidos y nos deslizamos silenciosos como ratones hasta donde estaban apiladas
las lanzas, junto al estanque de plata. Una vez que estuve cerca de ellas, tuve que
admitir que eran maravillosas, funcionasen o no. Deseaba poseer una con toda mis
fuerzas y me alegré de que Fizban hubiese decidido que él también quería una. Al
principio no estaba muy seguro de cómo nos las llevaríamos, pues eran muy largas,
grandes y pesadas, y no iba a resultar nada fácil meter una en mi saquillo.
—Yo cogeré el extremo romo —dijo Fizban—, y tú coges la punta. Luego nos la
cargamos sobre los hombros, así.
Vi que funcionaría, aunque me resultaría difícil mantener mi extremo en
equilibrio, ya que los hombros de Fizban estaban a mayor altura que los míos. Pese a
todo, sostuve mi lado en alto y Fizban se las ingenió para sostener el extremo romo.
Levantamos de esta guisa dos de las lanzas y nos las llevamos corriendo.
Mientras corríamos, Fizban articuló más palabras de esas enrevesadas y lo

www.lectulandia.com - Página 272


siguiente que supe es que habíamos aparecido justamente dentro de…
Habéis acertado. La Tumba de Huma.

www.lectulandia.com - Página 273


Capítulo 5

—¡Oh, no, esto…! —empecé, muy enfadado.


Pero no acabé la frase y tal vez fuera lo mejor, ya que es muy probable que
hubiese enojado a Fizban y mi copete habría corrido la misma suerte que mis cejas.
La razón por la que no acabé la frase fue que ya no estábamos solos en la Tumba
de Huma. Había un caballero; un caballero vestido con armadura completa, que
estaba arrodillado al lado del sepulcro, con las mejillas húmedas de lágrimas.
—¡Gracias, Paladine! —decía, una y otra vez, en un tono que me hizo sentir con
ganas de marcharme a otra parte muy, muy en silencio y por mucho tiempo.
Pero las lanzas empezaban a volverse muy pesadas y me temo que dejé caer mi
extremo, lo que causó que Fizban perdiera el equilibrio y estuviese a punto de caer de
espaldas, y tuvo que soltar la punta roma. Lo que significa que ambos dejamos caer la
parte central. Las lanzas cayeron al suelo de piedra con un escandaloso repiqueteo
metálico.
Faltó poco para que el caballero se saliera de su armadura por el sobresalto; se
incorporó de un brinco, desenvainó la espada, se giró veloz y nos miró con ferocidad.
Se había quitado el yelmo para orar; era mayor, unos treinta años, calculo. Su
cabello tenía un color rojizo oscuro y lo llevaba sujeto en dos largas trenzas. Sus ojos
eran verdes como las hojas de los vallenwoods de Solace, donde vivo cuando no
estoy de aventuras o residiendo en alguna cárcel. Sólo que sus ojos no parecían
verdes como hojas en aquel momento, sino duros y fríos como el hielo del Muro de
Hielo.
No sé lo que esperaba encontrarse el caballero… Quizás un dragón o, al menos,
un draconiano, o posiblemente un goblin o dos. Lo que era evidente es que no nos
esperaba a Fizban y a mí.
El semblante del caballero, cuando nos vio, pasó de la expresión fiera a otra
confusa y perpleja, pero enseguida reapareció el gesto duro.
—Un hechicero —dijo en el mismo tono de voz con el que podría haber dicho:
«excremento de ogro»—. Y un kender. —(¡No queráis saber cómo sonó eso!)—.
¿Qué hacéis vosotros dos aquí? ¿Cómo osáis mancillar este sagrado lugar?
Se estaba poniendo muy excitado y blandía la espada a un lado y a otro de una
manera muy descuidada, con peligro de herir a alguien… A mí, por ejemplo, porque,
de repente, era el que me encontraba más cercarle él, ya que Fizban había tirado de
mí y me había puesto delante, como un escudo.

www.lectulandia.com - Página 274


—Alto ahí, señor caballero —dijo Fizban con bastante valentía, pensé, sobre todo
teniéndome a mí como único escudo, pues mi pequeño cuerpo habría servido de poco
para detener la afilada espada del caballero—. Nosotros no estamos mancillando
nada. Hemos venido a presentar nuestros respetos a Huma, como tú, sólo que Huma
se halla ausente. No está en casa, ¿ves? —añadió el mago, señalando con un vago
ademán el sepulcro vacío—. Así que… eh… decidimos esperar un poco y darle
oportunidad de que regrese.
El caballero nos miró de hito en hito un espacio de tiempo que a mí se me hizo
muy largo. Debería haberse atusado el bigote, pensé, como hacía Sturm cuando
reflexionaba profundamente, salvo que este caballero no tenía bigote aún, sólo el
inicio de uno, como si acabara de empezar a dejárselo crecer. Bajó la espada un
poquitín.
—¿Eres un Túnica Blanca? —preguntó.
—Como la nieve —repuso Fizban levantando el brazo para mostrarle la manga.
De hecho, no lo parecía, después de haberla arrastrado por el barro y salpicarse con la
sangre de mi nariz y las lágrimas de los dos y las cenizas del árbol quemado y un
poco de hollín que se nos había pegado cuando estuvimos en la forja de la
Dragonlance.
La túnica de Fizban no impresionó al caballero, que volvió a levantar su espada
en tanto que su rostro asumía una expresión extremadamente torva.
—No confío en ninguna clase de hechiceros, sea cual sea el color de túnica que
lleven. Y no me gustan los kenders.
Bueno, estaba a punto de expresar mi opinión sobre los caballeros, pensando que
podría serle de utilidad (Tanis dice que debemos conocer nuestras propias faltas para
de ese modo ser mejores personas), pero Fizban me agarró por el copete y me levantó
como quien coge a un conejo por las orejas y me apartó a un lado.
—¿Cómo has encontrado este lugar sagrado, caballero? —preguntó Fizban y vi
que sus ojos se tornaban astutos y taimados como les ocurre a veces, cuando no son
vagos y confusos.
—Me condujo hasta aquí la luz del fuego de dos árboles que ardían y una lluvia
celestial de estrellas blancas y púrpuras… —La voz del caballero era un susurro
reverente.
—Y decías que como mago no valgo mucho —se pavoneó Fizban, que me miraba
con una sonrisa de satisfacción.
El caballero parecía aturdido; bajó la espada otra vez.
—¿Hiciste tú eso? ¿Me condujiste aquí adrede?
—Por supuesto —repuso Fizban—. Sabía que venías desde el principio.
Iba a explicarle al caballero lo de mis cejas chamuscadas e incluso estaba
dispuesto a mostrarle el sitio donde solían estar, en caso de que le interesara, pero, en

www.lectulandia.com - Página 275


ese momento, Fizban me dio un pisotón de manera accidental.
Nadie pensaría que un anciano, especialmente uno de aspecto tan delgado y frágil
como Fizban, pesara tanto, pero así era. Y no conseguía hacerle entender que estaba
plantado encima de mi pie, pues no dejaba de chistarme para que me callara y de
decirme que tuviera respeto a los mayores y que a un kender se le tiene que ver pero
no oír y quizá ni siquiera ver, de modo que, cuando me las ingenie para sacar mi pie
de debajo del suyo, él y el caballero estaban hablando de otra cosa.
—Cuéntame exactamente lo que pasó —pedía Fizban—. La exactitud es muy
importante, desde el punto de vista de un hechicero.
—Y también podrías decirnos cómo te llamas —sugerí.
—Soy Owen, de la Casa de Glendower —repuso el caballero, pero eso fue lo
único que nos dijo. Todavía sostenía la espada en alto y todavía miraba a Fizban
como si estuviese decidiendo si palmearle la espalda cordialmente o sacudirle un
buen puñetazo en la barbilla.
—Soy Tasslehoff Burrfoot —me presenté mientras tendía la mano con educación
—, y también poseo una casa en Solace, sólo que no tiene nombre. Y tal vez ahora ni
siquiera tenga la casa ya —añadí, recordando cómo había visto Solace la última vez
que estuve allí y poniéndome algo triste al pensar en ello.
El caballero arqueó las cejas (él sí tenía) y me miró fijamente.
—Pero no importa —manifesté, pensando que Owen Glendower podía sentir
pena por mí porque tal vez los dragones me habían quemado mi casa—. Tika dice
que puedo ir a vivir con ella. Si es que vuelvo a verla —añadí, y esa idea me puso aún
más triste, ya que tampoco había visto a Tika hacía mucho tiempo.
—¿Venís desde Solace? —preguntó Owen, que parecía no salir de su asombro.
—Algunos de nosotros venimos de mucho más lejos —comentó Fizban con
solemnidad, sólo que el caballero no lo escuchó, cosa que tampoco importaba mucho.
—Sí, venimos de Solace —expliqué—. Un grupo numeroso, aunque algunos de
los nuestros ya no están con nosotros. Estaban Tanis, Raistlin, Caramon y Tika, pero
los perdimos en Tarsis, y luego Sturm y Derek Crownguard fuero a…
—¡Derek Crownguard! —exclamó boquiabierto Owen—. ¿Habéis viajado con
Derek Crownguard?
—Aún no he terminado —dije, mirándolo con severidad—. Y es de mala
educación interrumpir. Lo dice Tanis. Bien, ahí dentro están Laurana, Flint, Theros…
—Pero es que estoy buscando a Derek —volvió a interrumpirme el caballero sin
ninguna consideración. (No estoy seguro, pero creo que hacer caso omiso de la gente
va contra su código de caballería, aunque Sturm hace caso omiso de mí a menudo,
ahora que lo pienso. Pero Tanis dice que, si hacer caso omiso de un kender no está
prescrito en la Medida, debería estarlo).
—Soy un correo del comandante Gunthar y se me ha enviado en busca de

www.lectulandia.com - Página 276


Derek…
—Qué pena, se te ha escapado por muy poco —manifesté mientras procuraba
adoptar una expresión triste, aunque no lo sentía ni pizca—. Partió con el Orbe de los
Dragones.
—¿Con qué? —Owen me miraba fijamente.
—Con la hierba de los dragones —intervino Fizban, al tiempo que me propinaba
un tirón tan fuerte del copete que se me saltaron las lágrimas—, similar al matalobos,
aunque diferente.
Bueno, no tenía ni idea de lo que hablaba, pero tampoco me preocupaba, y reparé
en que Owen se estaba impacientando, así que continué:
—No sé por qué lo buscas. Derek Crownguard no es una persona agradable —le
informé.
—Descríbemelo —pidió Owen.
—¿Es que no lo conoces? —pregunté sorprendido—. ¿Cómo piensas encontrarlo
si no lo conoces?
—Tú limítate a describirlo, kender —gruñó el caballero.
—Tasslehoff Burrfoot —le recordé, porque, evidentemente, se le había olvidado
—. Bueno, Derek está furioso con casi todo el mundo casi todo el tiempo y es mal
educado y tampoco creo que tenga mucho sentido común, si te interesa mi opinión.
Resultó que a Owen no le interesaba mi opinión y sólo quería una descripción del
aspecto de Derek, no de su comportamiento, así que también se la di. Parece que mi
descripción lo complació, aunque resultaba difícil de asegurar porque se mostraba
muy desconcertado.
—Sí, ése es Derek Crownguard —dijo—. Lo has descrito a la perfección. Debes
de estar diciendo la verdad.
Reflexionó un momento más, después miró el sepulcro de Huma para ver si podía
ayudarlo, y tenía un aspecto apacible y hermoso a la luz de la luna que entraba por la
puerta abierta. (Si os estáis preguntando por qué había luz de luna cuando debería
haber habido niebla, seguid escuchando y lo explicaré más adelante, cuando le llegue
el turno).
—Se me envió en busca de Derek Crownguard. —Owen hablaba despacio, como
si fuera a pararse en cualquier momento y retirar cuanto acababa de decir—. Tengo…
unos partes para él. Pero perdí su rastro y rogué a Paladine que me ayudara a
encontrarlo de nuevo. Esa noche, en un sueño, se me dijo que buscase el lugar de
reposo de Huma. No sabía dónde estaba; nadie lo sabe. Pero se me dijo que, si
observaba a Solinari en una noche despejada, vería un mapa en la superficie de la
luna. Así lo hice a la noche siguiente, y atisbé lo que parecía ser un mapa de mi tierra
natal, Ergoth del Sur. He recorrido estas montañas y valles desde hace treinta años,
pero ignoraba que existiera este lugar. Me dejé guiar por Solinari, pero entonces me

www.lectulandia.com - Página 277


alcanzó la niebla y dejé de ver la luna.
»El camino me condujo hasta un valle, en el interior de las montañas, y después
desapareció. No conseguía encontrar una salida y he estado vagando quizá durante
días, no sé cuántos, pues el tiempo había dejado de tener sentido para mí. Entonces vi
un fuego, ardiendo en la distancia. Fui hacia él, pensando que tal vez encontrara a
alguien que pudiese, al menos, guiarme de vuelta al camino. Pero el fuego se apagó y
me perdí otra vez. Después vi otro fuego y a continuación una lluvia de estrellas
blancas y púrpuras y encontré este lugar sagrado, la Tumba de Huma. Y a vosotros.
—Nos miró y sacudió la cabeza, y comprendí que no éramos exactamente lo que
esperaba encontrar como respuesta a sus plegarias a Paladine—. Pero si mi señor
Crownguard se marchó con el Orbe de los Dragones, ¿qué estáis haciendo vosotros
aquí? —inquirió, tras contemplarnos fijamente durante más rato de lo que podía
considerarse cortés—. ¿Por qué os quedasteis rezagados?
—Estamos bajo un hechizo —contesté—. ¿No es emocionante? Bueno, para ser
sincero, no es tan emocionante. De hecho, ha resultado muy aburrido, por no
mencionar el frío y la humedad. La Reina Oscura nos ha embrujado, ¿sabes? Y no
podemos salir de aquí porque, cada vez que nos marchamos, volvemos siempre al
mismo sitio. Y tenemos que salir a toda costa, ya que tenemos una misión importante
para… para…
Me callé, porque no estaba muy seguro de cuál era.
—Para Gunthar. Una misión importante para Gunthar —intervino Fizban—.
Tenemos que verlo de inmediato. Es muy urgente.
—¿Estáis los dos bajo un encantamiento de magia negra? —Owen se apartó de
nosotros, levantó la espada y posó la mano en el sepulcro de Huma.
—Bueno, en cuanto a lo del encantamiento… —Fizban se rascó la cabeza—. Tal
vez exage…
—¡Oh, sí, los dos! —corroboré. (Me encanta esa palabra: corroborar.)—. La
Reina Oscura está terriblemente asustada de Fizban, aquí presente. Es un gran
hechicero, muy poderoso.
Fizban se puso colorado; se quitó el sombrero y empezó a darle vueltas en las
manos.
—Hago lo que puedo —dijo con modestia.
—¿Por qué me hiciste venir? —quiso saber Owen, que todavía se mostraba
desconfiado.
—Bien, yo… verás… es decir… —farfulló Fizban, que parecía no encontrar
palabras con las que explicarse.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —grité mientras me ponía de puntillas y levantaba la mano. Por
supuesto, cualquiera que haya sido niño sabe la razón, pero quizá los caballeros
nunca han sido niños o tal vez nunca han tenido una madre que les contara cuentos

www.lectulandia.com - Página 278


como me los contaba la mía—. ¡Sólo un verdadero caballero puede romper el
hechizo!
Fizban lanzó un hondo suspiro y se enjugó el sudor de la frente con la manga.
—Sí, eso es. Un verdadero caballero, que rescata damiselas en apuros.
—Nosotros no somos damiselas —aclaré, pensando que lo mejor era ser sincero
en todo esto—, pero estamos en un buen apuro y creo que esto también cuenta, ¿no?
Owen seguía de pie junto al sepulcro de Huma, mirándonos, y todavía se
mostraba confuso y desconfiado; tal vez porque no éramos damiselas. Quiero decir,
que entiendo que esa circunstancia resultara decepcionante para un caballero, pero no
era culpa nuestra.
—Y, además, están estas Dragonlances —continué mientras señalaba hacia donde
las habíamos dejado caer, en la parte trasera del templo—. Sólo que no fu…
—¡Dragonlances! —exclamó Owen, y, de repente, fue como si Solinari hubiera
caído del cielo y hubiera estallado encima del caballero. Su armadura relucía como
plata y él tenía un aspecto tan aguerrido y apuesto que lo miré embobado—. ¡Habéis
encontrado las Dragonlances!
Envainó la espada y corrió hacia donde le había señalado. Al ver las dos lanzas,
tendidas en el suelo a la luz de la luna, Owen exclamó unas palabras que no entendí y
cayó de rodillas.
—Alabado sea Paladine —dijo, con palabras que sí entendí—. Éstas son
Dragonlances, las verdaderas, como la que Huma utilizó para combatir contra la
Reina de la Oscuridad. He visto las imágenes esculpidas en el exterior de la tumba.
—Se incorporó y se acercó a nosotros—. Ahora sé que decís la verdad. Planeabas
llevar estas lanzas a Gunthar, ¿verdad, mi señor mago? Y la Reina Oscura os lanzó un
encantamiento para impedirlo
Fizban se hinchó de orgullo cuando lo llamó «mi señor mago» y vi que me
miraba para asegurarse de que me había dado cuenta, como así era. Me alegraba
mucho por él porque, generalmente, lo llaman otras cosas que no son tan corteses.
—Bueno, eh…, sí —repuso, resoplando y pavoneándose y atusándose la barba—.
Sí, ésa es la misión: llevar las lanzas al caballero Gunthar. Deberíamos ponernos en
marcha de inmediato.
—Pero si las lanzas no… —empecé.
—… brillan —me interrumpió Fizban—. Las lanzas no brillan.
Antes de que tuviese ocasión de mencionar que las lanzas no sólo no brillaban
sino que tampoco funcionaban, Fizban había volcado uno de mis saquillos, con lo que
mis más preciadas y valiosas posesiones se desparramaron por el suelo. Para cuando
hube recogido, examinado y guardado todo y me hube preguntado de dónde habían
salido unas cuantas cosas que no reconocía, Fizban y Owen estaban listos para partir.
Owen sostenía ambas lanzas en su mano… ¿He mencionado que era muy fuerte?

www.lectulandia.com - Página 279


Quiero decir que Fizban y yo tuvimos que cargarlas entre los dos y este caballero las
sostenía sin ningún esfuerzo aparente.
Pregunté a Fizban sobre ello, pero me contestó que era la veneración y la gratitud
lo que le daba a Owen una fuerza fuera de lo común.
—Veneración y gratitud. Pero ya veremos en qué van a parar más adelante —
rezongó Fizban, y me pareció ver de nuevo aquella expresión astuta.
Owen Glendower se despidió de Huma y lo entristeció mucho marcharse de la
tumba.
—No te preocupes —quise animarlo—. Si no has roto el encantamiento,
volveremos.
—Oh, ya lo creo que lo ha roto —dijo Fizban, y todos cruzamos la puerta y
salimos a la luz de la luna.
Y entonces fue cuando caí en la cuenta de que había luz de luna. (Os dije que lo
mencionaría cuando llegara el momento adecuado y ése es ahora). La niebla se había
levantado y pudimos ver los Centinelas del Puente de la Travesía y a nuestra espalda
el Monumento del Dragón Plateado. Y Owen estaba tan fascinado que casi tuvimos
que llevárnoslo a rastras de allí. Pero Fizban le recordó que las Dragonlances eran «la
salvación del mundo» y con esto consiguió que el caballero emprendiera la marcha.
Había tenido caballo pero, de un modo u otro, lo había perdido. Dijo que cuando
alcanzáramos tierras civilizadas encontraríamos corceles que nos llevarían más
deprisa hasta Gunthar.
Consideré la posibilidad de decirle que Fizban podía llevarnos con Gunthar
mucho, mucho más rápido si quería echarnos algún hechizo. Después pensé que con
los hechizos de Fizban, teniendo todo en cuenta (especialmente mis cejas), podíamos
aparecer en medio de las aguas termales de Foghaven. Tal vez Fizban pensó lo mismo
porque tampoco mencionó sus hechizos. Así pues, emprendimos camino, con Owen
Glendower llevando las Dragonlances, yo llevando mis saquillos y Fizban llevando la
batuta, por así decir.
Y, gracias les sean dadas a todos los dioses, ¡no volvimos a la Tumba de Huma!

www.lectulandia.com - Página 280


Capítulo 6

Quiero dejar bien claro, aquí y ahora, que no fue culpa mía que fuésemos a parar
a las Tierras Baldías. Tenía un mapa y les dije a Fizban y a Owen que íbamos en
dirección equivocada.
(Era un mapa absolutamente válido; si Tarsis la Bella había decidido trasladarse
tierra adentro, no veo cómo puede culparme nadie de ello).
Era de noche y vagábamos por las montañas cuando llegamos a un paso. Le dije a
Fizban que deberíamos dirigirnos a la izquierda. Eso nos conduciría fuera de las
montañas y nos llevaría a Sancrist. Pero Fizban se mofó y dijo que era un mapa
anticuado (¡anticuado!) y Owen Glendower juró que antes se afeitaría el bigote que
seguir el consejo de un kender. (Lo que me parecía un juramento poco arriesgado,
considerando que no era mucho lo que habría tenido que afeitarse, de todos modos).
Todo ello después de haber admitido que se había extraviado en el valle de Foghaven
y que no estaba muy seguro de dónde nos encontrábamos en ese momento.
Dijo que deberíamos esperar hasta que amaneciese y que cuando el sol saliera
sabríamos qué dirección tomar, pero Fizban manifestó que sentía en los huesos que el
sol no saldría por la mañana, y, por los cielos, tenía razón. El astro no se alzó y, si lo
hizo, no lo vimos a causa de la nieve y todo lo demás.
Así pues, giramos a la derecha en lugar de ir hacia la izquierda y nos metimos en
las Tierras Baldías y en la aventura, pero éste no es el sitio correspondiente a la
aventura en mi historia, de manera que tendrá que esperar su turno.
Podría hablaros sobre los días que empleamos viajando a través de las montañas,
por la nieve, pero, para ser sincero, no fue muy emocionante… si no contamos que
Fizban derritió accidentalmente nuestro refugio de nieve sobre nuestras cabezas una
noche, mientras intentaba leer un conjuro en su libro de hechizos a la luz de una vela
mágica que resultó ser más mágica que vela. (Tengo que guardar la mecha).
Algo agradable de aquel viaje fue la compañía de Owen Glendower. El caballero
empezaba a caerme muy bien. Afirmaba que ni siquiera le importaba tenerme cerca
tanto tiempo (lo que tal vez a vosotros os parezca poco cortés, pero que es mucho
más de lo que yo esperaba).
—Probablemente se deba a que no tengo muchas cosas de valor que perder —
dijo.
No entendí muy bien esto último, sobre todo teniendo en cuenta que estaba
perdiendo, cada dos por tres, lo que afirmaba que era su más valiosa posesión: una

www.lectulandia.com - Página 281


preciosa miniatura de su esposa y su hijo, que llevaba en una pequeña bolsa de cuero,
sobre el corazón y debajo de la armadura.
Descubrió su falta una noche, cuando descansábamos en nuestro refugio de nieve
(el que Fizban derritió) y todos buscamos el retrato con gran diligencia. Fue justo
entonces, cuando Owen decía que iba a ponerme cabeza abajo y puede que hasta
volverme del revés si no se lo devolvía, cuando Fizban encontró la pintura dentro del
bolsillo de mi camisa.
—Ahí tienes —aduje mientras se la devolvía—, he evitado que se moje.
No se mostró ni pizca de agradecido. Por un instante creí que iba a arrojarme
ladera abajo y, por un instante, también él creyó que iba a hacerlo. Pero poco después
se calmó, en especial cuando le dije que la dama del retrato era una de las más bella
que había visto en mi vida, junto con Tika y Laurana y cierta doncella kender cuyo
nombre está grabado para siempre en mi corazón. (Si lo recordara, os lo diría, pero
supongo que eso no es importante ahora mismo).
Owen suspiró y dijo que sentía haberme chillado y que en realidad no pensaba
rajarme los bolsillos ni destriparme. Lo que pasaba es que echaba mucho de menos a
su esposa y a su hijo y estaba muy preocupado por ellos, porque se encontraba aquí
en la nieve con nosotros y las Dragonlances mientras que ellos estaban en su hogar
solos, sin su protección.
Bueno, esto lo entendía, aunque no tuviese esposa ni un hijo, ni, tal vez, tampoco
ya una casa. Llegamos, entonces y allí, a un acuerdo: si encontraba la miniatura, tenía
que devolvérsela de inmediato a él.
Y me sorprendió la cantidad de veces que perdió aquel retrato, considerando
cuánto significaba para él. Pero eso no se lo mencioné, porque no quería herir sus
sentimientos. Como decía antes, empezaba a gustarme Owen Glendower.
—La vida no ha sido fácil para mi esposa —nos confesó una noche mientras nos
descongelábamos, después de haber pasado todo el día caminando perdidos por la
nieve—. Por lo que me has contado de tu amigo Brightblade, ya sabes cómo se ha
perseguido e injuriado a los caballeros. Mi familia fue expulsada de nuestro hogar
ancestral hace años, pero para nosotros era una cuestión de honor el regresar algún
día y reclamarla como nuestra. Nuestra heredad había ido pasando de un mal
propietario a otro peor. Los campesinos del pueblo habían sufrido bajo su tiranía y, a
pesar de haber sido ellos quienes nos habían echado, habían pagado con creces su
error.
»Trabajé como mercenario para sobrevivir y ganar el dinero suficiente para
comprar legalmente lo que nos había sido arrebatado; sería honrado, aunque los
ladrones que nos lo robaron no lo fueron.
»Por fin conseguí ahorrar la suma necesaria. Me avergüenza decir que tuve que
guardar en secreto mi condición de caballero, pues en caso contrario los propietarios

www.lectulandia.com - Página 282


habrían rehusado venderme nada. —Se llevó la mano al bigote mientras decía esto
último. Ya le había crecido bastante y tenía un color rojizo oscuro, como el de su
cabello.
»Así las cosas, aquellos ladrones hicieron un buen negocio, pues la casona se
estaba cayendo a trozos sobre sus cabezas. La hemos reparado nosotros mismos, ya
que no podía permitirme contratar mano de obra. Los aldeanos nos ayudaron; estaban
contentos de tener de regreso a un caballero, sobre todo en estos tiempos tan
peligrosos.
»Mi esposa y mi hijo trabajaron duro a mi lado, haciendo mucho más de lo que
les correspondía. Las manos de mi mujer están ásperas y agrietadas de cocer ladrillos
y mezclar mortero, pero, para mí, su tacto es tan suave como si las hubiese
resguardado toda su vida con guantes de cabritilla. Ahora guarda nuestra casa
mientras yo estoy ausente; ella y mi hijo. No me gustó tener que dejarlos solos, con el
Mal extendiéndose por las tierras, pero mi deber está con los caballeros, como ella
misma me recordó. Rezo para que Paladine los proteja y los mantenga a salvo.
—Lo hace —musitó Fizban en un tono muy, muy quedo, tanto que casi no lo oí.
Y puede que no lo hubiese oído a no ser porque en ese momento noté que iba a
echarse a llorar y estaba buscando un pañuelo en su bolsillo.
Owen podía contar las historias más interesantes sobre el tiempo en que fue
mercenario y afirmó que yo era tan buen oyente como su hijo, si bien hacía
demasiadas preguntas.
Continuamos así y, en verdad, lo estábamos pasando bien, de manera que
supongo he de admitir que no me importó demasiado que tomáramos la dirección
equivocada. Llevábamos vagando perdidos cuatro días cuando dejó de nevar y el sol
regresó.
Owen contempló el astro, frunció el entrecejo y manifestó que estábamos en la
vertiente equivocada de las montañas. Intenté ayudarlo y alegrarlo con un
comentario:
—Si Tarsis la Bella pudo alejarse del mar, tal vez estos picos se hayan dado
media vuelta de un brinco.
Mi sugerencia no interesó en absoluto a Owen, que se mostraba muy preocupado
y serio. Nos encontrábamos en las Tierras Baldías, anunció, y la bahía que
divisábamos al fondo (¿os he mencionado ese detalle? ¿No? Bueno, pues una bahía
se extendía a nuestros pies) se llamaba bahía Morgash, que significaba Bahía de las
Tinieblas. Total, que estábamos en un «sitio malo» y debíamos marcharnos cuanto
antes, antes de que se volviera un «sitio peor».
—¡Todo esto es culpa tuya! —me chilló Fizban mientras daba una patada a la
nieve—. Tú y tu estúpido mapa.
—¡No, no es culpa mía! —rebatí. (Otra buena palabra: rebatir.)—. Y no es un

www.lectulandia.com - Página 283


mapa estúpido.
—¡Sí, lo es! —gritó Fizban al tiempo que se quitaba el sombrero, lo arrojaba en la
nieve y empezaba a pisotearlo saltando sobre él—. ¡Estúpido, estúpido, estúpido!
Justo entonces las cosas se pusieron peor.
Fizban cayó en un agujero.
En fin, una persona normal habría caído en un agujero normal, tal vez se habría
dislocado un tobillo o se habría roto la nariz. Pero no. Fizban, no. Fizban cayó en un
Agujero; así, con mayúscula. Y no se conformó con esto, sino que además nos
arrastró a nosotros con él, cosa que me pareció muy considerada por su parte, pero
que a Owen no le hizo ninguna gracia.
En cierto momento, Fizban estaba dando saltos sobre la nieve y llamándome
kender cabeza hueca (un insulto poco original, dicho sea de paso, ya que Flint me lo
está diciendo a cada momento), y al siguiente la nieve cedía bajo sus pies. Alargó los
brazos para frenarse y se agarró a mí, y yo sentí que la nieve empezaba a ceder bajo
mis pies y para frenarme me agarré a Owen, y la nieve empezó a ceder bajo sus pies
y, antes de darnos cuenta de lo que pasaba, los tres estábamos cayendo y cayendo y
cayendo.
Fue una caída espectacular y muy emocionante, con la nieve precipitándose en
cascada a nuestro alrededor y sobre nosotros. Hubo un momento extremadamente
interesante, cuando pensé que todos íbamos a ensartarnos en las Dragonlances que
Owen había acarreado todo el camino y que no había tenido ocasión de soltar antes
de que yo lo agarrara y lo arrastrara tras de mí. Pero no acabamos como trozos de
carne hincados en espetones.
Llegamos al fondo y las lanzas también, y la nieve que arrastramos en nuestra
caída, también. Nos quedamos tendidos un poco, recobrando el aliento. (Yo me había
dejado el mío en alguna parte, allá arriba). Después Owen se sacó a sí mismo del
montón de nieve y dirigió una mirada furibunda al mago.
—¿Te encuentras bien? —demandó bruscamente.
—No tengo nada roto, si es a eso a lo que te refieres —repuso Fizban con una voz
algo temblorosa—. Pero parece que he perdido mi sombrero.
Owen masculló algo sobre que el sombrero de Fizban podía irse a no sé dónde y
luego me sacó del montón de nieve y me puso de pie y me levantó cuando volví a
caer (mi aliento todavía no había llegado tan abajo aún) y me preguntó si me
encontraba bien.
Dije que sí y que aquello había sido emocionante y que si cabía la posibilidad de
que Fizban lo repitiera. Owen contestó que la parte realmente emocionante estaba aún
por llegar, porque ¿cómo, en nombre del Abismo, íbamos a salir de allí?
Bueno, fue entonces cuando me fijé bien dónde estábamos y vi que nos
hallábamos en lo que parecía ser una cueva, toda ella hecha de nieve, hielo y demás,

www.lectulandia.com - Página 284


y que el agujero por el que habíamos caído estaba muy, muy arriba, allá lejos, fuera
de nuestro alcance.
—Como lo están nuestros petates, las cuerdas y las vituallas —añadió Owen,
ceñudo, sin apartar la vista del agujero que habíamos hecho.
—No hay por qué preocuparse —dije con animación—. Fizban es un gran mago,
muy poderoso, y nos subirá allá arriba en un santiamén, ¿verdad, Fizban?
—Sin mi sombrero, no —contestó, muy abatido—. No puedo hacer magia sin mi
sombrero.
Owen mascullo algo que no pienso repetir aquí, ya que no fue muy halagüeño
para Fizban y estoy seguro de que Owen se avergüenza ahora de haber dicho
semejante cosa. Y se puso serio y con gesto ceñudo, pero pronto resultó evidente que
no podíamos salir de aquel agujero sin la ayuda de alguna clase de magia.
Intente trepar por las paredes de la cueva, pero resbalaba una y otra vez. Lo estaba
pasando fenomenal, aunque sin lograr resultados positivos, cuando Owen me obligó a
pararme —después de que se desprendiera un gran montón de nieve y nos tapara otra
vez— alegando que toda la montaña acabaría por desplomarse sobre nuestras cabezas
si seguía haciendo aquello.
No quedaba más remedio que buscar el sombrero de Fizban.
Owen había desenterrado las Dragonlances y sugirió que el sombrero podía estar
cerca. Buscamos, pero no estaba allí. Y cavamos alrededor del punto donde Fizban
había caído y tampoco allí estaba el sombrero.
Fizban estaba más triste por momentos y empezó a llorar.
—Tengo ese sombrero desde que era un muchachito —sollozaba, sorbiendo la
nariz y enjugándose los ojos con la punta de la barba—. El mejor del mundo entero.
Habría preferido una causía, pero no las hay para magos. Sin embargo…
Estaba a punto de preguntar que quién era la tal Causía y qué tenía que ver con su
sombrero, cuando Owen chistó de esa manera que te causa cosquilleos en la sangre y
hace que el estómago actúe de un modo raro.
Nos callamos y lo miramos fijamente.
—¡He oído algo! —explicó, sólo que lo dijo sin sonidos, limitándose a mover los
labios.
Presté atención y entonces también yo escuché algo.
—¿Has oído? —preguntó una voz, sólo que no era ninguna de las nuestras la que
había hecho la pregunta. Venía de detrás de la pared de nieve que formaba un
extremo de la cueva.
Había oído esa clase de voz antes: siseante, repulsiva y horrible. Supe al momento
lo que era y comprendí, por la expresión en el semblante de Owen —colérica y
asqueada— que también él lo sabía.
—¡Draconianos! —susurró el caballero.

www.lectulandia.com - Página 285


—Sólo ha sido un deslizamiento de nieve —respondió otra voz, que retumbó
profunda y fría, tan fría que me puso la carne de gallina y me hizo temblar de pies a
cabeza—. Las avalanchas son corrientes en estas montañas.
—Me pareció escuchar voces —insistió el draconiano—. Al otro lado del muro.
Quizá sea el resto de mi equipo.
—Tonterías. Les ordené que esperaran en las montañas hasta que yo volviese. No
se atreverán a desobedecer. Más les vale, o los convertiré en estatuas de hielo. Estás
nervioso, eso es todo. Y no me gustan los draconianos nerviosos, porque me ponen
nervioso a mí. Y, cuando me pongo nervioso, empiezo a matar.
Se produjo un fuerte ruido, rasposo y deslizante, y toda la montaña se estremeció.
La nieve cayó sobre nosotros, pero ninguno de los tres nos movimos ni hablamos.
Nos limitamos a mirarnos unos a otros. Todos podíamos encajar aquel sonido con una
imagen mental y, aunque la mía resultaba ciertamente interesante, no conducía a una
larga vida. (Tanis me dijo una vez que debería enfocar las cosas desde la perspectiva
de si me conducirían o no a una larga vida. Si era que no, debía alejarme cuanto antes
sin reparar en lo interesante que pudiera parecerme. Y ésta era de las que no).
—¡Un dragón! —susurró Owen Glendower con un cierto temor reverente.
—Que no conduce a una larga vida —le advertí, en caso de que no lo supiera.
Supongo que sí, porque me miró como si quisiera taparme la boca con la mano,
pero no estaba lo bastante cerca, de manera que me la tapé yo para ahorrarle el
trabajo.
—Debe de ser un dragón manco —musitó Fizban, cuyos ojos parecían a punto de
salírsele de las órbitas—. ¡Oh, mi sombrero! ¡Mi sombrero! —Se estrujó las manos.
Quizá debería hacer un alto en el relato y explicar dónde nos encontrábamos con
respecto al dragón. No estoy seguro, pero creo que estábamos en una pequeña cueva
que se alzaba justo a un extremo de una caverna grande donde vivía el dragón. Un
muro de nieve nos separaba y empecé a pensar que no era muy grueso. Quiero decir
que, cuando uno está atrapado en una cueva con un dragón blanco, le gustaría que el
muro de nieve tuviera kilómetros de espesor, y a mí me daba la sensación de que éste
no los tenía.
Así que allí estábamos, en una cueva de nieve, congelándonos lentamente hasta
morir (¿no lo había mencionado?) y sin poder mover un solo músculo por temor a
que el dragón nos escuchara. Fizban era incapaz de hacer magia porque no tenía su
sombrero. Owen no parecía saber qué hacer y supongo que no se lo podría culpar
pues probablemente nunca se había topado con un dragón hasta ese momento. En
consecuencia no hicimos nada, salvo quedarnos quietos y respirar; y ni siquiera
mucho de esto último, sólo lo estrictamente necesario.
—Continúa con tu informe —dijo el dragón.
—Sí, mi señor. —El tono del draconiano sonaba mucho más respetuoso,

www.lectulandia.com - Página 286


seguramente porque no quería poner nervioso al dragón—. Exploré el pueblo, como
ordenaste. Está repleto de provisiones almacenadas para el invierno. Uno de esos…
—el draconiano dijo una palabrota aquí—. Caballeros de Solamnia tiene una heredad
cerca, pero se halla ausente, con algún cometido.
—¿Ha dejado hombres armados para guardar su propiedad?
El draconiano hizo un ruido grosero.
—Ese caballero es más pobre que una rata, señor. No puede permitirse contratar
soldados. La casa está vacía, a excepción de su esposa y su hijo.
El semblante de Owen perdió color al oír esto. Lo compadecí porque sabía que
tenía que estar pensando en su propia esposa y su hijo.
—¿Y los aldeanos?
—¡Bah, campesinos! —escupió el draconiano—. Se derrumbarán y se mojarán
los pantalones cuando nuestras tropas de asalto ataquen. Será un saqueo fácil.
—Excelente. Almacenaremos las provisiones aquí a fin de utilizarlas cuando el
grueso de las fuerzas llegue para tomar la Torre del Sumo Sacerdote. ¿Hay algún otro
pueblo aparte de éste?
—Sí, mi señor, te lo mostraré en el mapa. Glendower está aquí y un poco más allá
se encuentra…
Pero ya no oí nada más porque temí que Owen se desmayase en cualquier
momento. Su faz estaba más blanca que la nieve y temblaba de tal manera que la
armadura tintineaba.
—¡Mi familia! —gimió, y vi que las rodillas se le empezaban a doblar.
Puedo moverme muy silenciosamente cuando no tengo más remedio, y supuse
que ésta era una de esas ocasiones. Me acerqué sigiloso a él, lo rodeé con mi brazo y
lo sostuve hasta que dejó de temblar.
Creo que estaba agradecido, porque se ciñó a mí prietamente, tanto que resultaba
incómodo (¿he mencionado que es realmente fuerte?) y estuve a punto de quédame
otra vez sin resuello antes de que se relajara y me soltara.
Para entonces, el color empezaba a volverle a las mejillas y ya no parecía sentirse
enfermo. Tenía un aire torvo, determinado y resuelto y supe, con claridad meridiana,
lo que planeaba hacer. Algo que no conducía a una larga vida.
El dragón y el draconiano habían entrado en una discusión bastante acalorada
acerca de qué pueblo debían quemar, saquear y arrasar a continuación de Glendower.
Aproveché el ruido que hacían para susurrar a Owen:
—¿Has visto alguna vez un dragón?
Sacudió la cabeza en un gesto negativo mientras ajustaba hebillas y tensaba
correas de su armadura y, habiendo visto ya a Sturm hacer esto mismo antes de entrar
en batalla, supe lo que significaba.
—Son enormes —dije mientras sentía que empezaba a hacérseme otro nudo en la

www.lectulandia.com - Página 287


garganta—. Y extremadamente grandes. E inmensos. Y tienen unos terribles dientes
afilados. Y son mágicos. Más que Fizban. Incluso más que Raistlin, aunque a él no lo
conoces, así que supongo que eso no significa mucho para ti. Y los dragones blancos
pueden matarte con sólo echarte el aliento. Lo sé porque me topé con uno en el Muro
de Hielo. Pueden congelarte y dejarte más tieso que un carámbano.
Dije todo esto, pero no pareció causar mucha impresión en Owen Glendower, que
siguió abrochando hebillas y apretando correas, y su semblante se tornó más y más
frío y determinado, hasta que llegué a pensar que, quizá, tanto daba si el dragón
exhalaba una bocanada de aliento gélido sobre él, pues su apariencia era de estar ya
congelado.
—¡Oh, Fizban! —Me temo que lloriqueé un poco en este momento, pero,
sinceramente, no quería que Owen se convirtiera en otro pedazo de hielo de estas
montañas—. ¡Haz que se detenga!
Pero en Fizban no iba a encontrar ayuda. El mago había adoptado ese gesto
astuto, ladino, que me hace sentir retortijones en el estómago.
—Puede hacerlo —manifestó con un tono realmente quedo—. ¡Tiene las
Dragonlances!
Una expresión de ánimo alumbró el rostro de Owen. Pareció crecerse, y sus ojos
verdes relucieron como si los alumbrara desde el interior una maravillosa, radiante,
terrible luz.
—Sí —dijo con voz reverente, como en una oración—. Paladine puso las lanzas
en mis manos y después me trajo hasta aquí para que salve a mi familia. Esto es obra
de Paladine.
Tuve ganas de decirle: «No, no ha sido Paladine, sino un mago viejo, escuálido y
algo trastornado el que nos ha metido en esto al tirarnos por un agujero». Pero guardé
silencio. Tenía otras cosas más importantes que acaparaban mi atención.
Como las Dragonlances.
Las contemplé allí, tiradas en la nieve, y escuché la voz de Theros dentro de mi
cabeza. Y luego miré a Owen, tan alto y tan apuesto, y pensé en el bonito retrato de
su esposa y su hijo y lo tristes que se pondrían si él moría. Después pensé que, si
Owen moría, ellos también morirían pronto. Y volví a escuchar la voz de Theros
dentro de mi cabeza.
Owen se agachó y recogió una de las Dragonlances. Antes de que pudiese
evitarlo, prorrumpí en un grito:
—¡No, Owen, no puedes utilizarlas! —chillé mientras lo agarraba del brazo y
tiraba de él—. ¡No funcionan!

www.lectulandia.com - Página 288


Capítulo 7

En aquel momento ocurrió un montón de cosas al mismo tiempo. Intentaré que


quede claro para vosotros, pero todo fue muy confuso y quizás en algunos puntos no
guarde el orden correcto.
Owen Glendower me miró de hito en hito y dijo:
—¿Qué?
Fizban me miró ferozmente y espetó:
—¡Kender estúpido, mantén la boca cerrada!
Supongo que el draconiano también me habría mirado fijamente si hubiese
podido verme a través del muro de nieve, y dijo:
—¡Lo he oído!
El dragón giró su inmenso corpachón (se lo oía rozar contra las paredes) y
exclamó:
—¡También yo! ¡Y huelo sangre caliente! ¡Espías! ¡Tú, draconiano, ve y alerta a
los demás! ¡Yo me encargaré de éstos!
¡Plam!
Era la cabeza del dragón, que embestía contra el muro de hielo que nos separaba
de él. (Al parecer, el muro era mucho más grueso y resistente de lo que yo había
imaginado, por lo que todos nos sentimos agradecidos). La montaña se sacudió, y
más nieve cayó sobre nosotros. El agujero de arriba se agrandó, aunque tampoco eso
resultaba de mucha ayuda por el momento, ya que no podíamos subir hasta allí.
Owen Glendower sostenía la Dragonlance y seguía mirándome fijamente.
—¿Qué quieres decir con que las lanzas no funcionan? —inquirió.
Desvalido, me volví a mirar a Fizban, que me contemplaba con un gesto tan
ceñudo que temí que las cejas se le desprendieran del entrecejo y se le cayeran sobre
la nariz.
¡Plam!
Eso era la cabeza del dragón otra vez.
—¡Tengo que decírselo, Fizban! —gimoteé. Y hablé tan deprisa como me fue
posible porque me di cuenta de que no iba a tener tiempo de entrar en detalles—. Por
casualidad oímos a Theros Ironfeld decir a Flint que las lanzas no son especiales ni
mágicas ni nada, que sonde acero normal y corriente, y, cuando Theros arrojó una
contra la pared, se rompió… ¡Lo vi!
Hice una pausa para coger aire, ya que había gastado todo el que tenía en los

www.lectulandia.com - Página 289


pulmones para soltar esa parrafada. Y entonces utilicé el que acababa de coger para
gritar:
—¡Fizban, ahí está tu sombrero!
Las embestidas de la cabeza del dragón habían desprendido un montón de nieve y
allí estaba el sombrero de Fizban, con un aspecto sucio, ajado, mordisqueado y en
absoluto mágico. Me zambullí de cabeza por él, lo recogí y lo agité en el aire.
—¡Aquí está! ¡Ahora podremos escapar! ¡Vamos, Owen! —Y empecé a tirar del
brazo del caballero.
¡Plam! ¡Plam! Eso era la cabeza del dragón, dos veces.
Los ojos de Owen pasaron del tembloroso muro (se oía gritar al dragón «¡espías!»
al otro lado) a mí, después a las lanzas y por último a Fizban.
—¿Qué sabes de todo esto, hechicero? —preguntó. Estaba pálido y respiraba de
una manera algo rara.
—Puede que la lanza sea corriente. O puede que sea un arma sagrada. Puede que
tenga un defecto. ¡O puede que el fallo esté en ti! —terminó Fizban mientras daba
golpecitos en el pecho de Owen con su índice huesudo.
Un profundo sonrojo tiñó las mejillas del caballero, que se llevó la mano al bigote
afeitado.
¡Plam! Una grieta se extendió de arriba abajo en el muro y parte de un enorme y
blanco hocico de dragón asomó por ella. Pero la bestia no podía introducir las fauces
a través de la hendidura, de manera que renunció a ello y reanudó las embestidas
contra el hielo. (Aquel hielo era mucho, mucho más resistente de lo que había
pensado al principio. Qué extraño).
Owen sostenía la Dragonlance y la contemplaba fijamente, como si intentara
descubrir alguna fisura en ella. Podría haberle dicho que no tenía ninguna, porque
Theros era un gran maestro herrero, incluso si trabajaba con acero corriente, pero no
había tiempo. Puse bruscamente el sombrero de Fizban en las manos del mago.
—¡Rápido! —grité—. ¡Salgamos de aquí! ¡Owen, por favor!
—¿Y bien, señor caballero? —preguntó Fizban—. ¿Vienes con nosotros?
Owen dejó caer la Dragonlance y desenvainó la espada.
—Vete y llévate al kender —dijo—. Yo me quedo.
—¡Mentecato! —resopló Fizban—. ¡No puedes enfrentarte a un dragón con una
espada!
—¡Huye, hechicero! —bramó Owen—. ¡Márchate cuando aún estás a tiempo! —
Me miró, y en sus ojos vi un brillo trémulo—. Tienes el retrato —dijo suavemente—.
Llévaselo y diles…
Bien, nunca supe qué tenía que decirles porque en ese momento la cabeza del
dragón perforó el muro de hielo.
La cueva en la que estábamos atrapados era pequeña comparada con el dragón, y

www.lectulandia.com - Página 290


el reptil sólo podía meter la cabeza. La mandíbula rozaba el suelo y sus astutos ojos
nos contemplaban de un modo horrible. Era tan enorme, terrible y maravilloso que
me temo que olvidé totalmente que no era algo que conducía a una larga vida y que la
mía habría llegado a su fin en ese instante a no ser porque Fizban me agarró por el
cuello de la camisa y me arrastró hasta el muro opuesto.
Owen retrocedió trastabillando, con la espada empuñada y dejando las
Dragonlances tiradas en la nieve. Me di cuenta de que el caballero estaba abrumado
por el tamaño gigantesco del dragón y el terror que inspiraba. Sin duda, en ese
instante fue obvio para él que Fizban tenía razón: no se podía Juchar contra un dragón
con una simple espada.
—¡Haz algo, hechicero! —gritó—. ¡Distráelo!
—¿Distraerlo? ¡Vale! —rezongó Fizban y, con lo que en mi opinión fue un gran
alarde de valor, el viejo mago se asomó por detrás de mí (me tenía otra vez delante de
él) y agitó su sombrero en dirección al enorme reptil—. ¡Zape, zape! —gritó, como si
espantara gallinas.
No sé si os habréis dado cuenta o no, pero los dragones no se espantan por mucho
que les grites «¡zape!». De hecho, parece tener un efecto irritante en ellos. Los ojos
de éste llamearon hasta que la nieve bajo mis pies empezó a derretirse. Empezó a
inhalar hondo, hondo, hondo, y supe que cuando soltara el aliento nos convertiríamos
en estatuas congeladas que permanecerían para siempre jamás debajo de la montaña.
El aire silbó y la nieve se levantó en remolinos a nuestro alrededor por la fuerza
con que el dragón inhalaba. Y entonces, de repente, el reptil hizo «¡glup!» y sus ojos
adoptaron una expresión de extremado pasmo y sobresalto.
Se había tragado el sombrero de Fizban.
El mago había seguido agitando el sombrero frente al dragón, ¿comprendéis?, y,
cuando el reptil empezó a inhalar aire, aspiró la prenda directamente de la mano de
Fizban. El sombrero salió disparado por el aire, penetró en las fauces del dragón y ese
«¡glup!» era el ruido que hizo el sombrero al quedarse atascado en la garganta del
animal.
—¡Mi sombrero! —aulló Fizban, y se puso tan congestionado por la rabia que
pensé que reventaría en cualquier momento.
El dragón sacudía la cabeza, tosía, carraspeaba e intentaba expulsar el sombrero
atascado. Owen se abalanzó sobre él sin molestarse en gastar tiempo en hacer el
saludo que los caballeros dedican a su enemigo, lo que me pareció muy juicioso por
su parte, e hincó (o intentó hincar) su espada en la garganta del dragón.
La hoja de acero vibró y después se quebró. El dragón arremetió contra Owen,
pero no era mucho lo que podía hacer, salvo golpearlo con la cabeza, ya que todavía
seguía intentando respirar a través del sombrero. Owen salió despedido, resbaló y
cayó en la nieve. Su mano se posó sobre la Dragonlance.

www.lectulandia.com - Página 291


Era la única arma de que disponía, aparte de mi jupak, que se la habría ofrecido
con gusto, sólo que en ese momento se me olvidó que la tenía. ¡Toda esta situación
era tan emocionante!
—¡Devuélveme mi sombrero! —chillaba Fizban mientras daba brincos—.
¡Devuélveme mi sombrero!
¡Pfiuuu!
El dragón lo escupió, y el sombrero voló a través de la cueva, golpeó a Fizban en
la cara y lo tiró patas arriba, sin sentido. Owen se incorporó de un salto. Temblaba de
pies a cabeza de tal modo que la armadura tintineaba, pero levantó la Dragonlance y
la arrojó con todas sus fuerzas.
La lanza alcanzó la piel escamosa del dragón y se hizo miles de añicos.
El reptil había empezado a inhalar aire otra vez. Owen se vino abajo; parecía
derrotado, afligido. Sabía que iba a morir, pero me di cuenta de que eso no le
importaba; lo que le atravesaba el corazón como un puñal era la idea de que su esposa
y su pequeño, y tal vez todos esos aldeanos, morirían.
Y entonces me pareció oír una voz. Era la de Flint y sonaba tan cercana que miré
a mi alrededor, casi esperando verlo llegar corriendo junto a mí, congestionado y
chillándome:
«¡Kender cabeza hueca! ¿Es que no oíste nada de lo que hablé? ¡Dile lo que le
dije a Theros!».
Intenté recordarlo y, cuando lo conseguí, empecé a balbucir:
—Cuando arrojes la lanza, será el poder de tu fe y la fuerza de tu brazo y el tino
de tus ojos brillantes lo que la guiará al negro corazón del perverso dragón. Eso, o
algo parecido, fue lo que dijo Flint, Owen, sólo que lo cambié un poco. ¡Quizás
estaba equivocado! ¡Prueba con la otra lanza! —grité.
Ignoro si me oyó o no. El dragón estaba haciendo un montón de ruido, y la nieve
caía y se arremolinaba a nuestro alrededor. Ya fuera porque Owen me escuchó y
siguió mi consejo (y el de Flint), o porque saltaba a la vista (como el sombrero
pegado a la cara de Fizban) que la lanza era nuestra última esperanza, lo cierto es que
tomó la Dragonlance y, esta vez, no la arrojó. Esta vez se lanzó a la carga sin soltarla,
arremetiendo directamente contra el dragón; y con todas sus fuerzas, sus músculos y
su ímpetu, hundió la lanza justo en la garganta del reptil.
La sangre salió a borbotones y tiñó de rojo la nieve. El dragón emitió un
espantoso grito y sacudió la cabeza a uno y otro lado, enloquecido, chillando de dolor
y rabia. Owen se aferró a la lanza, hundiéndola más y más en el reptil. El arma no se
rompió, sino que se mantuvo firme y certera.
Había sangre por todas partes y los aullidos del dragón eran ensordecedores.
Entonces hizo una especie de gorgoteo espantoso; la cabeza se desplomó en la nieve
ensangrentada, y yació inmóvil.

www.lectulandia.com - Página 292


Ninguno de los tres nos movimos; Fizban porque estaba inconsciente, Owen
porque estaba apaleado a causa de las sacudidas del dragón y yo porque no tenía
ninguna gana de moverme en ese momento, simplemente. El dragón tampoco se
movía, y entonces fue cuando me di cuenta de que estaba muerto.
Owen, apoyado en las manos y las rodillas, respiraba de manera entrecortada y
trabajosa; se limpió la sangre que le manchaba el rostro y los ojos. Fizban empezaba
a rebullir, quejumbroso y farfullando algo sobre su sombrero, por lo que comprendí
que se encontraba bien y corrí presuroso junto a Owen para ayudarlo.
—¿Estás herido? —pregunté anhelante.
—No —consiguió articular y, recostándose en mí, se incorporó vacilante.
Trastabilló un paso hacia atrás y luego recobró el equilibrio y contempló boquiabierto
al dragón.
Fizban volvió en sí y miró, aturdido, a su alrededor. Al ver la nariz del dragón
tendida a poco más de un palmo de él, lanzó un grito, se incorporó de un brinco e,
impulsado por el pánico, intentó trepar de espaldas por el muro de hielo.
—Fizban, el dragón está muerto —lo tranquilicé.
El mago lo contempló fijamente, con los ojos entrecerrados. Al cerciorarse de que
no se movía ni parpadeaba, se acercó y le propinó una patada en el hocico.
—¡Toma! —dijo.
Owen ya podía caminar mejor, sin necesidad de utilizarme como una muleta. Se
acercó al dragón, aferró la Dragonlance y tiró para sacarla del reptil, si bien tuvo que
emplearse a fondo para lograrlo; la lanza se había hincado profundamente y se había
hundido hasta casi la empuñadura. Cuando la hubo sacado, la limpió en la nieve y
todos pudimos ver que la punta seguía tan sólida y afilada como al principio, sin la
menor muesca ni fisura. Los ojos de Owen fueron de la Dragonlance buena a la
Dragonlance rota, cuyos pedazos estaban esparcidos bajo la mandíbula del dragón.
—Una se quebró y la otra hizo lo que no podría hacer una lanza corriente. ¿Cuál
es la verdad? —El caballero se mostraba perplejo y desconcertado.
—La verdad es que mataste al dragón —insinuó Fizban.
Owen observó de nuevo las lanzas y sacudió la cabeza.
—Pero no lo entiendo…
—¿Y quién te dijo que lo entenderías? ¿O que tuvieras derecho a entenderlo? —
Fizban resopló desdeñoso. Luego recogió su sombrero y suspiró. La prenda no
guardaba ya la menor semejanza con un sombrero; estaba toda aplastada, pegajosa,
machacada.
—Babas de dragón —dijo tristemente—. ¿Quién pagará la lavandería? —Miró
hacia nosotros con expresión furibunda.
Me habría ofrecido a pagárselo, sólo que nunca dispongo de mucho dinero.
Además, ni Owen ni yo le prestábamos mucha atención en ese momento. Owen

www.lectulandia.com - Página 293


limpiaba y abrillantaba la Dragonlance buena y, cuando terminó, recogió los pedazos
de la Dragonlance defectuosa y los examinó detenidamente. Después sacudió la
cabeza de nuevo e hizo algo que para mí no tenía mucho sentido. Con gran cuidado y
actitud respetuosa, apiló los trozos de la Dragonlance rota, hizo un paquete y lo ató
con una tira de cuero que encontré en uno de mis saquillos.
Yo recogí mis cosas, que habían acabado esparcidas con tantas carreras, caídas,
saltos, sombrero de acá para allá y combate con dragón. Para entonces, Owen estaba
listo para partir, yo estaba listo para partir, y Fizban lo estaba también y fue cuando
caí en la cuenta de que seguíamos atrapados en el agujero.
—¡Mecachis! —rezongó Fizban; se dirigió al fondo de la cueva, le dio un par de
patadas, y la pared se desmoronó.
Al otro lado se veía el sol radiante y el cielo azul y, cuando dejamos de parpadear,
comprobamos que lo que habíamos tomado por un muro de hielo no era tal, sino
nieve blanda amontonada. Supongo que podríamos haber salido en cualquier
momento, pero tendríamos que haberlo sabido.
Owen dirigió una mirada extraña a Fizban.
El mago no se dio cuenta; se guardó el maltrecho sombrero en un bolsillo de su
túnica, recogió el bastón, que se había quedado tumbado en la nieve esperándolo,
supongo, y salió a la luz del sol. Owen y yo lo seguimos; el caballero transportaba las
Dragonlances, y yo, mis más preciadas posesiones.
—Ahora —dijo Fizban—, el kender y yo hemos de viajar al castillo del
comandante Gunthar, y tú, Owen Glendower, tienes que regresar a tu pueblo y
preparar la defensa para el ataque de la tropa draconiana. No, no te preocupes por
nosotros. Soy un mago grande y poderoso, ya sabes. Me limitaré a realizar un hechizo
que nos transporte al castillo Uth Wistan. No te queda mucho tiempo. El draconiano
corrió a alertar a sus tropas y ahora se moverán deprisa. Si regresas al cubil del
dragón, descubrirás que la cueva se extiende hasta el otro lado de la montaña. Eso
acorta la distancia a la mitad y es un trayecto sin riesgos, ahora que el dragón está
muerto.
»No, no; nos las arreglaremos bien solos. Sé dónde está la casa de Gunthar. Lo sé
desde el principio; pero en el paso tenemos que girar a la izquierda, en vez de a la
derecha —concluyo.
Yo estaba a punto de aclarar que eso era lo que había dicho desde el principio,
pero Owen estaba realmente ansioso por ponerse en camino.
Se despidió y me estrechó la mano con gran formalidad y cortesía. Yo le devolví
la miniatura y le aconsejé —muy severamente— que si la tenía en tanto aprecio debía
ser más cuidadoso con ella. Él sonrió y prometió que lo sería. Después estrechó la
mano de Fizban, sin dejar de mirarlo todo el tiempo de un modo raro.
—Que tu bigote crezca largo —deseó el mago mientras palmeaba a Owen en los

www.lectulandia.com - Página 294


dos hombros—. Y no te preocupes por mi sombrero. Aunque, por supuesto, nunca
volverá a ser el mismo —terminó con un hondo y triste suspiro.
El caballero dio un paso atrás y nos hizo a ambos el saludo solámnico. Yo se lo
habría devuelto, sólo que se me había puesto un nudo en la garganta en ese momento
y estaba buscando un pañuelo. Cuando lo encontré (en el bolsillo de Fizban). Owen
se había marchado. El nudo en mi garganta se hizo más grande y probablemente se
habría convertido en un sollozo si Fizban no me hubiese cogido y me hubiese dado
un apretujen reconstituyente. Luego alzó el dedo en el aire.
—Tasslehoff Burrfoot —empezó con una actitud tan seria y un aspecto tan de
hechicero que le presté toda mi atención, cosa que, he de admitir, no hago a veces
cuando está hablando—, debes prometer que nunca, nunca, nunca le contarás a nadie
lo de las Dragonlances.
—¿El qué? —pregunté interesado.
Levantó tanto las cejas que estuvieron a punto de salírsele de la frente y volar al
cielo, que creo que era donde estaban las mías en ese momento.
—¿Te refieres a que… eh… no funcionan? —sugerí.
—¡Funcionan! —bramó.
—Sí, claro —me apresuré a decir. Sabía por qué gritaba; estaba enfadado por lo
ocurrido con su sombrero—. ¿Y qué pasa con Theros? ¿Y si dice él algo? Es una
persona muy sincera.
—Eso será decisión suya —repuso Fizban—. Llevará las lanzas al Consejo de la
Piedra Blanca y ya veremos qué pasa cuando llegue allí.
Por supuesto, cuando Theros llegó al Consejo de la Piedra Blanca, se celebraba
—por si acaso lo habéis olvidado— una importante asamblea de los Caballeros de
Solamnia y los elfos y más gente que se me ha olvidado. Y todos estaban dispuestos a
matarse entre ellos, en lugar de estar dispuestos a matar a los dragones perversos; y
yo sólo intentaba demostrar un punto de vista cuando rompí el Orbe de los Dragones
(¡es Orbe, no hierba!) y supongo que todos habrían estado dispuestos a matarme a no
ser porque Theros llegó con las Dragonlances en ese momento y arrojó una contra la
Piedra Blanca y la quebró —la piedra, no la lanza—; así pues, imagino que decidió
que las lanzas funcionaban, después de todo.
Fizban sacó su sombrero babeado del bolsillo y se lo encasquetó en la cabeza con
un gesto de escrúpulo. Empezó a mascullar y a agitar las manos en el aire, de manera
que supe que se acercaba un conjuro. Me tapé la cara y me agarré a su manga.
—¿Y qué pasa con Owen? —pregunté—. ¿Y si les cuenta a los otros caballeros lo
de las lanzas?
—No me interrumpas. Este hechizo es muy complicado —rezongó.
Guardé silencio o, al menos, mi intención era guardarlo, pero las palabras me
vinieron a los labios antes de que pudiese detenerlas, algo así como pasa con el hipo,

www.lectulandia.com - Página 295


que lo tienes, quieras o no.
—Owen Glendower es un caballero —dije—, y sabes cómo son los caballeros
cuando se trata de decir la verdad siempre. Está obligado, por lo que quiera que sea
que se comprometan los caballeros, a decirles a los demás lo de las lanzas, ¿no?
—Si lo hace, que lo haga. Es decisión suya —respondió Fizban. De repente me
fijé en que estaba sujetando un murciélago negro que batía las alas—. ¡Ala de
murciélago —gritó a nadie que yo pudiese ver—, no todo el condenado bicho! —
Mascullando, soltó al animal, me miró enfurecido y suspiró—. Ahora tendré que
empezar otra vez desde el principio.
—Pues a mí no me parece muy justo —comenté mientras veía alejarse al
murciélago de regreso a la cueva—. Si es decisión de Theros contarlo o no, y también
decisión de Owen… entonces debería ser decisión mía también. Me refiero a decir
algo de las lanzas. Del funcionamiento —añadí.
Fizban interrumpió la ejecución del conjuro y me miró fijamente. Luego
desarrugó el entrecejo.
—Cielos, creo que has dado en el clavo. Tienes toda la razón, Tasslehoff
Burrfoot. La decisión será tuya. ¿Qué dices?
Bueno, pensé y pensé y pensé.
—Quizá las lanzas no son mágicas —contesté, después de pensar con tanto
empeño que me dolía hasta el pelo—. Quizá la magia está en nuestro interior. Pero, si
eso es cierto, entonces algunas personas tal vez no han encontrado aún la magia que
llevan dentro, así que si utilizan las lanzas y piensan que la magia está fuera de ellos
y dentro de las lanzas, entonces la magia que no está dentro de las lanzas estará
realmente dentro de ellos. Y después de un tiempo empezarán a comprender, como le
ocurrió a Owen, aunque no lo sepa, y buscarán la magia interior y no la magia
exterior.
Fizban tenía esa expresión que se te queda en la cara cuando estás sentado en un
columpio y alguien le da muchas vueltas a las cuerdas y luego las suelta y empiezas a
girar muy, muy deprisa y, si tienes suerte, hasta vomitas.
—Creo que será mejor que me siente —dijo, y se dejó caer en la nieve.
Me senté a su lado y charlamos otro poco y, finalmente, entendió lo que intentaba
explicarle. Que era que nunca, nunca, nunca contaría nada a nadie acerca de que las
Dragonlances no funcionaban. Y, para estar seguro de que las palabras no se me
escaparían de manera accidental, como un hipido, hice el juramento más solemne y
reverente que puede hacer un kender.
Lo juré por mi copete.
Y quiero decir, aquí y ahora, para Astinus y la historia, que mantuve mi
juramento.
No sería yo sin mi copete, ¿no os parece?

www.lectulandia.com - Página 296


Capítulo 8

Terminé de contar mi historia. Todos estaban sentados en la galería superior, junto


al pobre Owen Glendower, escuchándome. Y fueron, casi con toda seguridad, el
mejor público que he tenido en mi vida.
Tanis, Crysania, Laurana, Caramon, el hijo de Owen y Gunthar, todos estaban
sentados y mirándome fijamente, como si se hubiesen convertido en estatuas por el
soplo del aliento helado de un dragón. Pero me temo que lo único que me preocupaba
en ese momento era que mi copete se amustiara y se cayera, como se desprende una
hoja seca. Confiaba en que no ocurriese así, pero era un riesgo que supuse debía
correr. No podía dejar que Owen Glendower muriera de un ataque si contar la historia
podía salvarlo, aunque no veía cómo.
—¿Quieres decir —preguntó Gunthar, cuyos bigotes empezaban a temblarle—
que hemos combatido toda la guerra y hemos arriesgado nuestras propias vidas
confiándolas en unas Dragonlances que se suponían que eran mágicas y que
resultaron ser lanzas corrientes?
—Tú lo has dicho, no yo —contesté, sujetando mi copete mientras pensaba lo
encariñado que estaba con él.
—Theros, el del Brazo de Plata, sabía que eran corrientes —prosiguió Gunthar, y
vi que estaba llegando a conclusiones—. Sabía que el metal era acero normal. Theros
debió decírselo a alguien…
—Theros Ironfeld lo sabía y, sin embargo, Theros Ironfeld hendió la Piedra
Blanca con la Dragonlance —apuntó Crysania con frialdad—. La lanza no se rompió
cuando la arrojó.
—Eso es cierto —admitió Gunthar, pasmado por esa evidencia. Reflexionó de
nuevo sobre ello y después volvió a enfadarse—. Pero, como nos ha recordado el
kender, Owen Glendower lo sabía. Y por la Medida estaba obligado a informar al
Consejo de Caballeros.
—¿Qué es lo que sabía yo? —preguntó una voz, y todos nos levantamos de un
salto.
Owen Glendower estaba de pie en medio del montón de capas y, a pesar de que
tenía casi tan mal aspecto como cuando combatió contra el dragón, por lo menos
había superado el ataque.
—¡Sabías la verdad, señor! —replicó Gunthar ceñudo.
—Llegué a descubrir mi verdad…, la mía. Pero ¿cómo iba a saber la de cualquier

www.lectulandia.com - Página 297


otro? Eso fue lo que me dije y lo que creí hasta…, hasta… —Volvió los ojos hacia su
hijo.
—Hasta que fui ordenado caballero —dijo Gwynfor.
—Sí, hijo mío. —Owen suspiró y se atusó el bigote que ahora era
extremadamente largo, sólo que ya era más gris que pelirrojo—. Te vi con la lanza en
la mano y volví a ver la lanza, la primera que arrojé, hacerse añicos frente a mi
enemigo. ¿Cómo podía dejarte ir a combatir contra el mal de este mundo sabiendo,
como yo sabía, que el arma de la que dependía tu vida era un arma vulgar y
corriente? ¿Y cómo podía decírtelo? ¿Cómo podía destruir tu fe?
—La fe que temías que tu hijo perdiera no era en la Dragonlance, sino en ti,
¿verdad, señor caballero? —preguntó Crysania, con los ojos ciegos vueltos hacia él.
—Sí, Hija Venerable —repuso Owen—. Lo descubrí ahora, al escuchar la historia
del kender. La cual —añadió, torciendo la boca—, no es del todo precisa, ni todo
ocurrió como lo cuenta.
Tanis me miró severamente.
—¡Pero también fue así! —protesté, aunque lo hice para mis adentros. Al parecer,
a mi copete no iba a pasarle nada de momento y mi intención era que eso no
cambiase.
—Fue mi fe la que falló la primera vez —dijo Owen—. La segunda, mi corazón y
mi confianza se mantuvieron firmes.
—Tan firmes como se mantendrán los míos, padre —intervino Gwynfor
Glendower—. Como mi fe en ti. Has sido un buen maestro.
El joven abrazó a su padre, que estrechó a su hijo con fuerza; debió resultarles
difícil, con tantas piezas de armadura por medio, pero se las arreglaron. De momento,
pareció que Gunthar iba a seguir enfadado, pero después debió pensarlo mejor y
supongo que llegó a la conclusión de que no valía la pena. Se acercó a Owen y se
estrecharon las manos y se dieron un abrazo.
Laurana fue a buscar a Theros, que había salido de la sala ¿recordáis? Cuando el
herrero regresó, traía una expresión terriblemente ceñuda, como si creyera que todos
iban a gritarle o algo por el estilo. Pero se relajó un poco al ver que Owen estaba de
pie paseando y sonriendo, y que todos los demás también sonreían, incluso Gunthar,
o, al menos, hasta donde Gunthar es capaz de sonreír, lo que casi siempre llega poco
más allá de un tirón brusco debajo del bigote, una especie de tic nervioso.
Decidieron continuar con la ceremonia de la Forja de la Lanza, pero no iba a ser
un «espectáculo público», como lo llamó Tanis, cuando creía que Gunthar no estaba
escuchando. Iba a ser una ocasión para que los caballeros renovaran su voto de vivir
con honor, coraje, nobleza y auto-sacrificio. Y ahora tendría más significado que
nunca.
—¿Vas a decirles la verdad sobre las lanzas? —preguntó Laurana.

www.lectulandia.com - Página 298


—¿Qué verdad? —inquirió Gunthar y, por un instante, su expresión fue tan astuta
y ladina como la de Fizban. Luego sonrió—. No, no lo haré. Pero instaré a Owen
Glendower a que les cuente su historia.
Él, Owen y Gwynfor se marcharon (Owen se despidió de mí muy cortésmente) y
bajaron a la Tumba de Huma, donde los otros caballeros se disponían a ayunar, orar y
renovar votos.
—¡Su historia! —le dije a Tanis, y he de admitir que estaba algo indignado—.
¡Vaya! Es mi historia y la de Fizban tanto como es la de Owen.
—Tienes toda la razón, Tas —respondió Tanis seriamente. Una cosa que me gusta
de él es que siempre me toma en serio—. Es tu historia. Te doy permiso para que
bajes a la Tumba de Huma y cuentes tu versión. Estoy seguro de que Gunthar lo
comprenderá.
—Más le vale —repuse con altanería.
Me disponía a dirigirme a la Tumba de Huma, ya que temía que Owen dejase
fuera un montón de las partes más interesantes del relato, pero Caramon se acercó a
nosotros.
—No lo entiendo —dijo, con la ancha cara llena de arrugas a causa del esfuerzo
de tanto pensar—. ¿Las lanzas funcionaban o no?
Miré a Tanis y Tanis me miró a mí. Después el semielfo pasó su brazo por los
hombros de nuestro amigo.
—Caramon —empezó—, creo que será mejor que mantengamos una pequeña
charla. Utilizamos las lanzas y ganamos la guerra gracias a ellas. Por consiguiente,
verás que…
Los dos se alejaron dando un paseo. Esperaba que Caramon comprendiera ahora
la verdad sobre las lanzas, aunque, lo más probable, lo único que sacó en claro fue
contagiarse el catarro de Tanis.
Me había quedado solo y de nuevo me dirigía a la Tumba de Huma cuando caí en
la cuenta de repente.
La Tumba de Huma. Otra vez.
Oh, por favor, no me interpretéis mal vosotros, los caballeros que leáis esto. La
Tumba de Huma es el lugar más maravilloso, solemne y melancólico, que te infunde
tristeza hasta que empiezas a sentirte bien, y todo lo demás.
Pero ya la he visto más que de sobra, lo suficiente para colmar toda una vida.
En ese instante oí estornudar a Tanis y supuse que necesitaba su pañuelo. Como
se lo había dejado en mi bolsillo, en lugar de reunirme con los caballeros, decidí
llevárselo.
Imagino que Owen Glendower debe de estar buscando ahora esa miniatura que
sigue perdiendo cada dos por tres. Tengo pensado devolvérsela de inmediato…
Cuando salga de la Tumba de Huma.

www.lectulandia.com - Página 299


Notas

www.lectulandia.com - Página 300


[1]La Tumba de Huma, volumen 2 de las Crónicas de la Dragonlance. Disponible
en la biblioteca de Palanthas, que es una ciudad muy bonita de visitar, especialmente
desde que la limpiaron y arreglaron después que se marcharan los dragones. La
biblioteca está una manzana al sur y dos al este de la cárcel. No se os puede pasar por
alto. <<

www.lectulandia.com - Página 301


[2] El retorno de los dragones. Crónicas de la Dragonlance. Volumen 1. <<

www.lectulandia.com - Página 302

También podría gustarte