El poder del destino: Crónicas de la bruja 2
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Los brujos más poderosos de los reinos, con Sai entre sus filas, deberán averiguar la verdad que se esconde tras unos hechos que harán añicos los pilares del mundo. Una oscuridad sembrada hace demasiados años brotará en el corazón de la magia trayendo consigo muerte y destrucción. La fuerza capaz de remediar que todo caiga en las tinieblas fue víctima de aquella fatídica noche en Llescrip.
Pasado y presente deben unirse para cumplir con su cometido, en una vorágine de fatalidad y aniquilación donde la frontera entre vivos y muertos, maldad y bondad, realidad e irrealidad ha sido alterada. El destino es la clave, pues solo su poder contiene el arma para salvar el mundo.
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El poder del destino - Raquel Suárez Quintana
1
La Corona
El eco de las delicadas gotas de agua que escapaban de la escorrentía se adueñaba del siniestro laberinto de pasillos, tan oscuros como una noche de luna nueva. La lluvia que anegaba las calles se infiltraba por los diminutos huecos entre las rocas para recorrer las profundidades desconocidas del reino de Llescrip, al igual que un ladrón que huye de sus captores. La humedad que se aferraba a aquellas columnas, más gruesas que los dinteles de la entrada de la muralla que delimitaba la ciudad, aprisionaba una brisa demasiado fría para la estación que vestía las montañas. Un frío que erizaba el alma y parecía susurrar el peligro que albergaba en el interior de su morada.
Otro sonido lejano contestó al incansable goteo. Era un sonido en dos tiempos. El primero era agudo y conciso, seco y rápido. El segundo era brusco y lento, arrastraba un profundo pesar a cada instante, con cada avance por el laberinto. Todos ellos eran producidos por un mismo individuo. Su túnica roja apenas rozaba el suelo a medida que sus pasos originaban aquel decidido ritmo, mientras una misteriosa lanza acompañaba su caminar y provocaba la percusión que arrastraba junto a él. En el vértice de dicho instrumento descansaba un aguijón acristalado, parecido a una gema, que relucía e iluminaba la oscuridad del subsuelo como si una estrella hubieses descendido para descubrir los secretos de la tierra. Un diamante que custodiaba la energía de una bruja.
El intruso de las catacumbas se detuvo para contemplar el misterioso espacio que le rodeaba. Reparó en las rocas que erguían las columnas; a pesar de la antigüedad de sus entrañas, se habían mantenido en perfecto estado. Al acariciar su rugosa superficie un escalofrío le recorrió la piel; de las piedras emanaba una algidez como el aliento que trae consigo la muerte.
Recordó la primera vez que pisó aquellos túneles. Fue ella, la mujer más hermosa que había conocido, quien lo condujo por aquellos estrechos corredores y retorcidas escaleras. Le convenció de que aquella gruta era el lugar perfecto para atender a su espíritu mágico y liberar su don sin que nadie pudiera molestarlos. Allí podrían estudiar la magia, crear pociones, conjurar hechizos y perfeccionar sus habilidades sin exhibirse ante los que odiaban lo extraño y anhelaban el fin de los elegidos por la Madre Naturaleza. También era un lugar por el que transitaban, no con demasiada frecuencia, los brujos que temían atravesar el sur de manera manifiesta, pues las grutas cruzaban de un extremo a otro el corazón de las tierras meridionales del continente. Sin embargo, pocos se atrevían a penetrar en las criptas reales, no sin antes conocer la salida del tortuoso laberinto de pasillos.
El hombre de aspecto veterano suspiró, cabizbajo. Había sido una época en la que uno de los mayores poderes de la naturaleza había reinado a su antojo y atemorizado hasta a los más respetados reyes y brujos. Una época en la que la peor de las tormentas disfrazada de doncella había sido capaz de extinguir las ardientes llamas de la mujer que retó a la madre de todo poder.
El sonido del débil roce de unas ruedas sobre su cabeza captó su atención. A pesar de que hacía horas que había oscurecido, no era de extrañar que las puertas de Llescrip se abrieran para recibir a una invitada especial, la soberana del reino de Machaster, la reina Amapola. Hacía apenas dos noches que la princesa Elania, hija del rey Aran de Llescrip, había dado a luz, por lo que era de esperar que Amapola visitara al nieto de su hermano. La ciudad más pequeña de los valles del sur gozaba de paz y prosperidad bajo el gobierno de Aran, quien había sido elegido por la Asamblea de Reyes, hacía cuarenta años tras la muerte de la familia real de Llescrip al completo.
Una inapreciable sonrisa se formó en los finos labios que apenas se visualizaban bajo su barba entrecana. Había oído cientos de historias, leyendas y cuentos sobre lo que ocurrió aquella noche. Los juglares recitaban versos y cantaban canciones, incluso las agrupaciones teatrales más atrevidas representaban lo que afirmaban que había sucedido. Sin embargo, todos relataban lo mismo de diferentes maneras, hasta los más ancianos, antiguos espectadores del suceso que hizo temblar los cimientos del castillo, se dedicaban a pregonar con orgullo el recuerdo del día en que se les brindó su libertad.
El sonido de la lanza volvió a resonar al tiempo que su portador retomaba la marcha y tarareaba una de las canciones más escuchadas en Llescrip:
Dos luceros reinaron sobre el oscuro firmamento,
la sangre teñía el relucir de uno,
más el oro vistió el esplendor del otro.
La luna se ocultó y los montes lloraron,
pues la furia se desató y la tierra se derrumbó.
No hubo viento que irrumpiera.
No hubo ejército ni batallón.
Solo un poder que jamás nadie antes conoció.
Viajó desde muy lejos para romper las cadenas.
Viajó para la esperanza resucitar.
Los relámpagos huyeron y los huracanes se ocultaron,
pues la batalla entre magias no podía ser domada.
La rosa carmín cayó al tiempo que la bella esmeralda triunfó.
Se dice que su alma entregó para el mal con ella arrastrar,
esté donde esté, la reina del temor a las cenizas regresó.
No pudo evitar soltar una pequeña carcajada antes de golpear el suelo con violencia. Sintió la ira adueñarse de sus pasos y volvió a golpear con ferocidad las rocas bajo sus pies. Todas las historias y cánticos que sonaban en las tabernas y festejos recitaban el mismo final: el desenlace de la temida reina que se creía indestructible, la caída de su reinado y la extinción de su linaje. Pero él conocía la verdad pronunciada aquella noche, una verdad disfrazada de maldición; la odiada soberana no se había marchado del mundo de los vivos sin más. El triunfo de su gloria no podía morir a manos de una muchacha que apenas conocía los secretos de la magia. La increíble mujer de mirada oscura había encontrado la forma de que su legado la sobreviviera, y para ello le necesitaba a él.
El hombre rodeó una columna con salientes en forma de peldaños rectangulares, descendió por unas escaleras de piedra oscura al tiempo que barría el polvo con su túnica, y recorrió un pasillo que giraba a derecha e izquierda. Llegó a lo que parecía ser un vestíbulo del tamaño de los recibidores de las mansiones más modestas y alumbró las paredes circundantes con el destello del extraordinario bastón. Huellas y marcas de un rojo oscurecido por el tiempo manchaban las rocas y desataban la incertidumbre sobre los espeluznantes secretos que se aferraban a aquel lugar. Actos olvidados, al igual que las víctimas que sufrieron los horrores bajo las alborotadas calles de Llescrip.
De repente, el halo que entrañaba el aguijón de la lanza resplandeció con intensidad y reveló múltiples cadáveres, algunos más recientes que otros, que parecían formar parte de la caliza que vestía el suelo. El rostro inexpresivo del brujo apenas se centró en los restos humanos que ya conocía y únicamente se limitó a observar la rígida silueta ante él. Un altar de piedras translúcidas como las aguas de un río se erguía en el centro del frío espacio. En aquel lugar destinado a la tortura, la silueta del intruso se movió entre los huesos esparcidos a su alrededor y se detuvo ante el altar. Sopló como si pretendiera apagar la llama de una vela y su mágico aliento voló hasta posarse sobre los cristales. En aquel instante, una pequeña luz despertó de su letargo y revivió el inimaginable colorido de los diamantes que conformaban la peana. La belleza que impregnó cada una de las rocas cristalinas entraba en discordia con el espantoso escenario a su alrededor, del mismo modo que una débil planta que crece entre las cenizas de una catástrofe. La energía mágica que transmitían los diamantes sacudió el espíritu del hombre, quien visualizó una puerta empotrada en el muro tras el altar.
«Ábrela».
Un sensual susurro nacido de la luminosidad de la lanza irrumpió en su mente. Desde hacía casi dos decenios había escuchado aquella voz que tanto conocía y amaba. Un murmullo que aparecía inesperadamente para guiarle y recordarle lo mucho que lo necesitaba. Durante años se había dedicado a obedecer con la esperanza de cumplir la promesa a su hermana. Había escalado las monumentales montañas del norte para hallar los grandes lobos blancos de ojos albinos. Había secuestrado a mujeres jóvenes encintas para obtener una criatura de corazón puro. Incluso había viajado hasta las mismísimas cascadas Celéridas para recoger el tesoro que sus aguas custodiaban.
Todo por una promesa; una promesa convertida en sueño.
El brujo se acercó a la puerta sin cerradura ni forma humana de abrirla. Sabía que solo él podría cumplir con la maldición escrita con magia aquella noche, tanto tiempo atrás. No le importaban las atrocidades que debía cometer ni la maldad que crecía en su corazón con cada acto cruel y despiadado que él mismo se obligaba a cometer. La culpabilidad le asolaba sin cansancio y el recuerdo de la batalla le atormentaba. Pero la voz de la bella dama alimentaba su esperanza como un cálido rayo de luz durante una mañana de invierno. Sentía que estaba cerca de conseguir el deseo de su hermana y, con ello, el destino que le había encomendado la Madre Naturaleza. Por primera vez en su vida, creía comprender el significado de las misteriosas palabras que una vez escuchó en el Roble.
Rozó la puerta con la lanza que había usado de cayado y en la cual parecía faltar una esfinge que se ciñó al mástil, un dragón que desapareció la noche en la que una mujer de largos cabellos dorados exhaló su último aliento. Con el roce de la gema del extremo superior, la piedra oscura se tornó de plata durante unos breves instantes antes de abrirse hacia las profundidades del subsuelo.
Lo que el brujo encontró tras la nueva abertura fue una pequeña habitación iluminada por una docena de antorchas con cálices de hierro, que guardaba múltiples riquezas, libros y tejidos de seda. El hombre observó con recelo su descubrimiento. Esperaba encontrar unas peligrosas escaleras o un escenario parecido al que había dejado atrás. Sin embargo, parecía haber hallado el escondite perfecto para el botín de un modesto conde que teme la usurpación de sus bienes.
«La corona».
La voz volvió a resonar en su mente y una imagen destelló entre sus recuerdos. Sin perder tiempo, comenzó a rebuscar entre las joyas y monedas, libros cuyas hojas parecían de cristal y telas tan suaves como la piel de un infante. Destapó un pequeño baúl de madera y chasqueó los dedos para que su magia hiciera el resto. El candado oxidado que sellaba el cierre cayó y el brujo abrió la tapa con suavidad. Allí estaba su anhelada recompensa y, como si con una leve acaricia pudiera quebrarse, acunó el objeto entre sus manos con la delicadeza de una madre.
Era una pequeña corona de oro cuyos puntiagudos vértices no superaban la longitud de un dedo. El tallado de su superficie consistía en diminutas estrellas engastadas con diamantes de diferentes colores. Su base circular era del tamaño de una cabeza pequeña, inútil para una mujer adulta. Supo a quien debió de pertenecer y frunció el ceño al presentir la magia que entrañaba el objeto. Observó cada una de las piedras preciosas hasta que reparó en la más grande de todas, colocada en la parte frontal. Era un rubí resplandeciente de un color tan intenso que parecía haberse formado más allá del cielo. Lo escudriñó con atención y alzó las cejas sobrecogido. Sonrió a medida que la emoción se adueñaba de su rostro.
Aquel diamante no había sido forjado en las entrañas de la tierra ni pulido por artesano alguno. Tampoco provenía de las tierras más allá del mar, ni del desconocido horizonte tras las montañas del norte. Había sido fundido con una gota de sangre, bruñido con fuego y protegido con magia.
Acarició la gema con un cariño desmesurado. Él, Goreoth, podría llevar a cabo el sueño de ella, la mujer más hermosa que había conocido, la bruja que había compartido su niñez y juventud, con la que había descubierto la magia y había sufrido los peores tormentos; la reina más temida de aquellos reinos. Suya era la voz que le guiaba y que pronto vería cumplida su venganza.
Su nombre: Germina.
2
Bienvenida
La magia que brotaba del suave zarandeo de sus dedos penetraba en la masa rosácea del pastel, compactaba su interior de queso, manzana y trigo, y robustecía su aspecto circular. La bruja que dedicaba toda su atención al manjar ante ella sonrió de manera involuntaria al observar el apetitoso aspecto de su maravilla. Aquella era una tarta digna de un banquete, una bienvenida a los nuevos pupilos de la Escuela Mágica.
Detuvo los dedos y balanceó la mano para que el viento, su leal servidor, recorriera la delicadeza del pastel y le entregara su aroma. Inhaló aire, se encogió de hombros y frunció el ceño. Supo que faltaba algo. Se dirigió a un estante cercano para hacerse con un pequeño bote de especias cuando reparó en un cuenco de cristal sobre la repisa junto a la ventana. Era imposible no detenerse para observarlo, aunque solo fueran unos breves instantes. El pequeño recipiente reflejaba una rugosidad similar al oleaje marino. Un espléndido vidriero daría por defectuoso el objeto; sin embargo, no lo habían forjado manos humanas. Su verdadero artífice había sido una bruja, una amiga enterrada hacía casi veinte años, una hermosa mujer de cabellos dorados.
Se acercó con el frasco entre las manos y clavó los ojos pardos en el agua mágica que contenía el cuenco. Era de un color intenso, como la hierba en plena primavera, pero al escudriñarlo podían apreciarse diminutas y débiles luces que nadaban en el líquido con sutil armonía.
Abrió el bote que sostenía, sacó una escuálida rama que comenzaba a perder su frescura y rozó con ella el contenido esmeralda. De inmediato, de la planta brotó un pequeño bosque de hojas oscuras. La anciana las arrancó y esparció luego con maestría sobre el pastel, volvió a zarandear sus dedos y la magia contagió el aroma de las hojas desde el seno del delicioso postre.
Su amiga fallecida, la hermosa Eva, le había regalado aquella maravillosa agua para otorgar el perfume de la naturaleza a todo lo que fuera impregnado con ella. Y aquel día era un día especial.
Hacía apenas diez años que la Escuela Mágica había abierto sus puertas en los montes del valle que unía los reinos de Collmic y Plamax. La idea de erigir un lugar para que los brujos pudieran estudiar la magia sin temor no surgió de la mente de los mejores consagrados o del deseo de los más jóvenes. La Escuela había nacido del agradecimiento de los reyes de la región tras la derrota de la temida soberana Germina. El rey Aran había reunido a los monarcas en la Asamblea de Reyes con la propuesta de apoyar la creación de un lugar para los elegidos por la Madre Naturaleza. Pero, sobre todo, Aran respaldó a los brujos tras conocer la verdadera naturaleza de la muchacha que voló de su lado y renunció a sentarse en el trono junto a él. La misma que había regresado a Llescrip tras su recorrido por toda la región para enfrentarse a su destino. La bruja Eva.
Aquella primavera daba comienzo una nueva enseñanza académica y la anciana conocía a tres de los primeros pupilos que se introdujeron en los misterios del mundo mágico de la novedosa institución. Tres jóvenes brujos que se habían ganado el corazón de los consagrados de Collmic. Tres brujos que formaban parte de su familia.
Repitió el proceso del viento para comprobar el estado de su pastel, y tal era su concentración que no escuchó los pasos a su espalda.
—Visitaría Collmic solo para probar tus deliciosos dulces, Alma. —Glixus se detuvo junto a la bruja e inclinó el rostro, cautivado por el aroma del pastel.
—Y si no pudieras venir, viajaría al sur para procurar que te alimentes como es debido. —La anciana rio mientras apartaba al anciano de delgadas facciones.
—Vaya la fortuna que sonríe a Kraum al tenerte como esposa. —Glixus se remangó las mangas de su túnica azul y sostuvo el manjar, que desprendía un delicioso olor a manzana y hierbas.
—Espero que valga la pena el misterio del este para que Kraum no esté presente hoy. Solo el viento sabe cuánto tardará en regresar. —La consagrada siguió los pasos de su amigo.
—Seguro que traerá noticias de tal importancia. Sinceramente, estoy ansioso por saber qué urgencia atemoriza a los brujos del este.
—Tu necesidad de saber hasta el más ínfimo secreto es irremediable —dijo Sai desde las escaleras. Una recortada barba que se unía a un fino bigote oscuro, y que vestía su piel morena, marcaba el rostro aún juvenil del brujo—. Eres demasiado ambicioso.
Los brujos se adentraron en el salón de la casa, donde descansaba otro miembro de aquella extraña familia.
—¡Alma! Si sigues haciendo semejantes manjares pronto los muertos se agruparán junto a tu puerta. —Stric carraspeó, sin levantarse de su asiento y sin soltar su bastón.
—Gracias a mi ambición, Sai, estoy al corriente de la mayoría de los más exclusivos sucesos de la magia. —Glixus alborotó los cabellos cobrizos de su antiguo aprendiz—. Deberías hacer lo mismo, señor del fuego.
—Soy un consagrado reciente y, aunque ya he alcanzado gran parte de los conocimientos de la magia, prefiero dedicarme a cuidar de mi preciosa hija —comentó Sai, dándole una palmada en el hombro al anciano de barba plateada.
—Esos cachorros arrasarán con este increíble pastel —continuó Stric—. Deberíamos hacer una bienvenida para todos los jóvenes que se inscriben en la Escuela Mágica, así me deleitaría con las maravillosas dotes culinarias de Alma.
Stric intentó hacerse con un trozo de tarta, pero la anciana golpeó su mano con suavidad.
—Eres peor que los aprendices de Glixus. No toques el pastel.
—Estoy de acuerdo con Stric, de esa forma conoceríamos a los nuevos aspirantes a consagrados. Me complace saber en qué manos estará el futuro de la magia. Y, por cierto, querida, mis aprendices son excepcionales —opinó Glixus, quien se acomodó junto al sillón de su amigo.
—No temen a nada, ansían vivir peligrosas aventuras incluso cuando los envías al bosque a por fruta o leña. ¿Se puede saber qué les enseñas en el sur? —Alma colocó los brazos en jarras esperando una respuesta.
—Creo que la cueva del acantilado los está volviendo locos. —Sai se echó a reír.
—Tú eras igual que ellos, ¿recuerdas? —Glixus clavó en Sai sus ojos celestes mientras embozaba una maliciosa sonrisa.
—Sé que tu instinto materno te impulsa a preocuparte por cualquier muchacho que se cruce en tu camino —se adelantó Stric—, pero calma, la hija de Sai va con ellos, esa chica heredó la sensatez de su madre.
Sai suspiró de forma imperceptible. No había ni un solo día en el que no echara en falta a Eva, su amada esposa. Añoraba su calor, su aroma a flores, su risa contagiosa, su mirada de esmeralda… Solía pasear por el bosque que la increíble bruja había logrado hacer crecer sobre el páramo de la Ceniza con su magnífico poder. Recorría el mismo camino que habían hecho juntos en innumerables ocasiones ante la atenta mirada de los animales. Tenía la certeza que hasta las criaturas que habitaban entre los árboles recordaban a la mujer que había hablado con ellos en su incansable misión de conocer los secretos de la vida. Hacía casi veinte años que la había perdido, una maldición se la arrebató de entre sus brazos de forma dolorosa e insufrible. Y aquello aún le quitaba el sueño algunas noches. Recordaba cómo, meses después de dar a luz a su hija, la salud de Eva comenzó a deteriorarse poco a poco. Sai soñaba con las noches en las que se despertaba envuelta en sudor mientras su cicatriz le ardía cual fuego; las veces en que las fuerzas abandonaban su cuerpo y ni siquiera los cuidados de Stric, el llamado señor de las plantas, aliviaban su sufrimiento; la última vez que besó sus labios y la sostuvo entre sus brazos.
Alzó la vista y se cruzó con los ojos comprensivos de Glixus. Había tardado años en superar la muerte de su esposa, si es que había llegado a hacerlo. Vagó como el viento por las montañas del norte, sin rumbo, perdido entre recuerdos, atizado por el sufrimiento. Hubo un tiempo en que olvidó su propia familia. Pero allí estaba aquel anciano que lo había cuidado desde que era un niño. No se había rendido jamás, había soportado su irascible comportamiento y tolerado las injurias con las que Sai arremetió contra la Madre Naturaleza. Le había acurrucado mientras se deshacía en lágrimas y habían llorado juntos. Solo él, su viejo maestro, apaciguó las llamas del fuego que amenazaba con consumirle tanto por dentro como por fuera. Él le trajo de regreso a la realidad. Junto a sus amigos, junto a su hija. A su verdadero hogar.
A pesar de la aflicción que consumió su vida durante aquellos oscuros días, siempre encontraba las palabras adecuadas. «Todo está bien, es el destino», solía repetirse. Una nostálgica sonrisa se formó en los labios del hombre en el que Sai se había convertido, fuerte y robusto como una encina. Así le quería Eva, feliz, dedicado al cuidado de su hija y al aprendizaje de la magia.
—Estoy segura de que Eva estaría orgullosa de ti, Sai. —Alma cogió la mano del brujo y le miró con ternura.
—No estoy tan seguro. Ya sabes cómo odiaba que me dejara crecer la barba.
—Menos mal que recuperamos al muchacho jocoso que eres. —La voz de Stric sonaba tajante y anciana—. Te confieso que en alguna ocasión temí que no controlaras tu fuego y destruyeras mis maravillosas especies.
Sai, Alma y Glixus soltaron una estruendosa carcajada.
—Aunque Sai hubiera lanzado una columna de fuego, estoy seguro de que jamás habría destruido tus plantas —aseguró Glixus entre risas—. Habrías evitado el desastre de cualquier manera con tal de no ver a tus preciosas hijas abrasadas.
—Siempre he pensado que tu brillante habilidad con las plantas no debería permanecer entre estas paredes, Stric. —Alma tomó la palaba—. Eres demasiado hábil para estar aquí sentado con todo ese conocimiento en tu sesera. Deberías presentarte ante reyes, consagrados, curanderos… Podrías ser el sanador más importante de toda la región.
—Gracias, amiga mía. Es realmente atrayente. —El brujo más anciano cerró los ojos unos instantes—. Pero no. Amo la tranquilidad, ya tengo a Alba como aprendiz, no quiero una fila de mocosos en mi puerta o miles de cartas solicitando mi presencia. No me quedan muchos años de vida y quiero terminar en paz.
—Tengo una idea —intervino Sai—. Puede que él no tenga la paciencia para ello, pero tú, querida, podrías proponerte como preceptora de la Escuela y enseñar cómo utilizar la magia en… la cocina. —Frunció los labios conteniendo una carcajada al ver la expresión de Alma.
—Excelente, y nosotros como respetados consagrados seremos los que degustemos los aperitivos que preparen tus pupilos. —Stric parecía eufórico con la idea del consagrado más joven del reino de Collmic.
—¡Dejad de decir sandeces! ¡Es de locos que me dedique a enseñar algo tan absurdo! —No había terminado de hablar cuando los brujos se echaron a reír contagiando a Alma con su alegría—. Sois unos críos. Por cierto, los jóvenes deben de estar al llegar. Glixus y Sai, ¿por qué no os acercáis a por agua al pozo del bosque?
—¿Tan lejos? Podemos crearla… —se quejó Sai.
—Parece que el pozo del pueblo está dando problemas y en el barril apenas queda para almorzar —explicó Alma—. El más próximo es el del bosque y si os acercáis ahora llegaréis a tiempo para la bienvenida.
—Por supuesto, Alma —asintió Glixus antes de mirar a Sai—. He sentido un escalofrío al oír tu última frase. No creo que haga falta recordarte la lección sobre las utilidades de la magia, consagrado —opinó Glixus antes de dirigirse a la salida de la casa seguido de su antiguo aprendiz.
—Yo tengo que dar de comer a los animales, pero te exijo que me guardes un trozo de tarta por si esas alimañas pretenden acabar con ella antes de que regrese —dijo Stric, señalando a Alma con el dedo.
—Cuenta con ello.
Alba sentía el sudor empaparle la piel pálida bajo el cabello. Aunque hacía dos semanas que había comenzado la primavera y todavía se podía apreciar la nieve sobre las colinas más cercanas, el calor que entrañaba el valle entre los reinos de Collmic y Plamax parecía proceder de un verano precoz. El motivo de aquella temperatura no era otro que las corrientes atrapadas entre las montañas del valle. La brisa que provenía del este atravesaba el bosque Herentis, ascendía hasta las gélidas montañas del norte y al descender por el oeste recuperaba su calidez hasta llegar al sur.
La muchacha enlazó su melena en una trenza dorada y se sacudió la túnica verdosa con la esperanza de disminuir el sofocante calor de su cuerpo. Debía recorrer a pie el valle hasta Collmic, y el sol brillaba en lo más alto sin la amenaza de alguna nube dispersa que les brindara una fresca tregua durante el recorrido. La bruja se limpió el sudor de la frente y buscó en el zurrón que llevaba a la espalda para beber un poco de agua.
El joven que caminaba dos pasos por delante exclamó con emoción:
—Verás cuando Glixus se entere. ¡Pupilo de segundo rango!
—El rector de la Escuela tiene que estar equivocado. Alba y yo somos los que pasamos más tiempo con nuestros maestros. ¡Es imposible que no hayamos superado el primer rango! —comentó otro muchacho, tan alto como un oso, que zarandeó las manos mientras señalaba a la joven.
—Debo decir que no esperaba que lo alcanzases, su real majestad de la soberbia. Pensé que tus obligaciones en palacio te impedían estudiar magia como a cualquier otro pupilo —confesó Alba.
—Exacto, pienso igual que ella. No entiendo por qué acudirás a las lecciones del segundo rango —contestó Tavir mientras rodeaba la cintura de Alba con su brazo.
El chico de la realeza, el príncipe Ángiles, miró brevemente a sus amigos y fue testigo del breve beso entre ellos.
—Cuéntanos tu secreto, Ángiles. ¿Has estado practicando en